Acción española (Madrid). 1-1-1932, n.º 2

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TOMO L-N." 2 CTEMPLABÍ » PESETAS I." ENERO I9SÍ A ^ ccion Española Diieetoii EL CONDE DE SANTIBAÑEZ DEL R(O Los falsos doémas PROEMIO E N cualquiera ciencia hay un punto de partida no sujeto al raciocinio. Lo percibe el entendimiento sin otra operación que la meramente intuitiva. Afirma entonces lo que ve porque lo ve, no por otra evidencia que le sirva para afirmar lo que súbitamente no viera. Afirmar, sin embargo, lo que se ve, meramente porque se ve, no es conocer perfectamente una cosa. Esta plenitud de cono- cimiento por la intuición no es propia de la naturaleza humana, sino de la angélica, la cual posee uno total de la verdad intangible sin necesidad de discurrir de una noción a otra para completar un primero imperfecto. El hombre, en cambio, perfecciona sus co- iiocimientos—es decir, elabora las ciencias—pasando de una cosa conocida a otra desconocida por medio del raciocinio. Hay, pues, en éste un movimiento que como toda mutación, debe partir de algo inmóvil. En nuestra potencia intelectiva se advierten, en con- .secuencia, dos operaciones distintas : una la mera percepción de algunas cosas, o sea el simple entendimiento de ellas; y otra, el

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TOMO L - N . " 2 CTEMPLABÍ » PESETAS I." ENERO I9SÍ

A • ^

c c i o n E s p a ñ o l a

Diieetoii EL CONDE DE SANTIBAÑEZ DEL R(O

Los f a l s o s d o é m a s

P R O E M I O

EN cualquiera ciencia hay un punto de partida no sujeto al raciocinio. Lo percibe el entendimiento sin otra operación que la meramente intuitiva. Afirma entonces lo que ve

porque lo ve, no por otra evidencia que le sirva para afirmar lo que súbitamente no viera.

Afirmar, sin embargo, lo que se ve, meramente porque se ve, no es conocer perfectamente una cosa. Esta plenitud de cono­cimiento por la intuición no es propia de la naturaleza humana, sino de la angélica, la cual posee uno total de la verdad intangible sin necesidad de discurrir de una noción a otra para completar un primero imperfecto. El hombre, en cambio, perfecciona sus co-iiocimientos—es decir, elabora las ciencias—pasando de una cosa conocida a otra desconocida por medio del raciocinio. Hay, pues, en éste un movimiento que como toda mutación, debe partir de algo inmóvil. En nuestra potencia intelectiva se advierten, en con-.secuencia, dos operaciones distintas : una la mera percepción de algunas cosas, o sea el simple entendimiento de ellas; y otra, el

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proceso por el cual las así entendidas nos conducen mediante el ra­ciocinio a las investigadas o inventadas. Ello pone de resalto que los conocimientos entendidos, aun siendo de orden distinto que los conocimientos discursivos, proceden de la misma potencia es­piritual ; y que tanto unos como otros son indispensables en la elaboración científica, al punto de que ésta sería imposible sin los primeros.

En los tiempos modernos es de absoluta necesidad dar el de­bido relieve a este resultado de la observación psicológica. No hay ciencia humana alguna, no pued<s haberla, sin la aceptación pre­via de ciertos conocimientos cuya verdad no puede ser comproba­da. Quienes pretendan fundarla sobre principios sujetos en tota­lidad al raciocinio no saben lo que se dicen o dicen lo contrario de lo que saben. Hay un límite a la facultad crítica del hombre, a su avidez de justificación de todo lo que corre con el sello de la verdad, y ese límite se halla en los conocimientos intuitivos que llevan en sí mismos claridad tan adecuada a la naturaleza del en­tendimiento humano, que para que éste los perciba le basta su simple .presencia. Por ello se denominan en toda ciencia las pri­meras verdades.

* * *

Si sin esas primeras verdades, humildemente aceptadas por el hombre, no habría ciencias, hay que tener la gallardía de confe-sar que somos incapaces por naturaleza de dar la razón de todo, y la virtud de ajustar nuestra conducta a tan noble confesión. En el proceso científico hay algo que puede ser denominado dogma, o no hay ciencia. Proclamémoslo muy alto desde las primeras lí­neas de toda especulación. Las derrotas que algunos pensadores del campo de la verdad experimentaron en el pasado siglo fueron debidas a que no embrazaron ese escudo con que hubiesen sido invulnerables. El enemigo les pedía la justificación racional de todo—aun de aquello que por no ser de naturaleza racional no po­día tenerla—^y a él, en cambio, nadie le exigía la justificación ra. cional del contenido del orden racional. En la omisión había res­peto a las primeras verdades, pero de ese respeto no se sacó ja­más la última consecuencia en beneficio de la verdad. Y era, que laa primeras verdades de toda ciencia, aunque desemejantes por

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naturaleza de los dogmas religiosos, tienen de parecido con ellos que carecen de comprobación racional; que esta condición no es obstáculo para que el hombre las acate sin rebeldía ; y que con el que las niega o las pone en tela de juicio no se discute.

Existen, pues, primeras verdades científicas indemostradas o indemostrables, como lo son—aunque por otros motivos—los dog­mas religiosos. Nos humille o no, debemos partir de ese hecho, so pena de que no haya especulación alguna de orden doctrinal; de que la Ciencia permanezca eternamente dormida por culpa de nuestra soberbia insensata. Porque la propia naturr-leza del en­tendimiento humano lo impone, y todo el edificio científico, por complicado que sea, por grande que se aparezca, se apoya como en piedras angulares en unos cuantos principios que deben ser admitidos por sí mismos ; que negados, no pueden ser objeto de demostración ; que removidos, dan en tierra con la fábrica mejor trabada. Cuando los que se bautizan con el calificativo de intelec-tjiales blasonan de rechazar en el orden científico todo lo no com­probado por la razón, faltan descaradamente a la verdad. Ante las primeras verdades el sabio más campanudo corre parejas con el niño que balbuce las primeras letras. Si al sabio se le pregunta por qué misteriosa razón dos y dos son cuatro, o la inducción es una operación legítima del espíritu, o el mundo exterior exisr te, el sabio no se distingue del niño al que se le formulen idénticas cuestiones, sino en que éste rotundamente contesta que la ignora y aquél algunas veces por no confesarlo se pierde en incon­gruencias.

Y casi sin quererlo hemos descubierto la regla de oro a que han de ajustarse nuestras controversias y que hay que imponer, quiéranlo o no lo quieran, a nuestrbs adversarios. No debemos im­putar como defecto a la Religión católica, no debemos consentir que nadie se lo impute, aquello mismo que es una necesidad en la Ciencia. Si 3€ ha visto que ésta no existiría sin la previa acepta­ción de principios indemostrados e indemostrables, si en sus más profundos cimientos está el dogma, en cuanto esta palabra signi­fica verdad indemostrable, no solamente no se puede pedir la exhibición del último fundamento racional del orden religioso, porque éste por su propia constitución, los tiene de un orden su­perior a nuestra inteligencia, sino porque la Ciencia humana es in­capaz de hacer análoga exhibición. Y cuando por ahí, los tartu-

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fos de ella nos recriminen airadamente por aquello mismo en que a diario incurren, lejos de turbarnos, sonriamos compasivamente ante el hombre y riámonos a carcajadas del intelectual.

* * *

Pero que existan primeras verdades científicas no sujetas a de­mostración y que por ello no serán jamás <kmostradas, a nadie autoriza a poner como base de las especulaciones doctrinales afir­maciones falsas. Una cosa es la indemostrabilidad y otra muy dis­tinta la libertad de afirmación. Las primeras verdades científicas se aceptan por la razón, no porque sean indemostrables, sino por­que son ciertas ; es decir, porque expresan la adecuación del en­tendimiento humano con la realidad. Desde el momento en que un principio no la exprese no es verdadero ; y al no serlo, no tiene ca­tegoría de primera verdad sobre la cual quepa levantar un edificio científico. Sería, en todo caso, un falso dogma.

No es preciso esforzarse demasiado en poner de manifiesto la trascendencia de la obra eliminatoria de los falsos dogmas en el mundo de la Ciencia. Salta a los ojos que es doble, porque doble es también el aspecto con que la verdad debe ser apreciada. La operación intelectual, en efecto, se refiere ya a los objetos en sí mismos, ya a los conceptos que el entendimiento haya formado a su presencia. Y los objetos son verdaderos, si tienen en la realidad la esencia, atributos y cualidades que correspondan a su idea tí­pica, preexistente en el entendimiento de Dios. Al crearlos, el Creador que les dio una naturaleza ; y cuando los objetos poseen aquella misma que concuerda con su denominación, se califican de verdaderos. Este primer aspecto de la verdad es con toda evidencia independiente de nuestro entendimiento. Existiésemos o no, las co­sas serían verdaderas con verdad objetiva, al corresponder—como dice el gran filósofo Fray Cefenuo González—^por medio de su esencia, a la idea típica de las mismas, preexistente ah eterno en el entendimiento divino. Pero las cosas son conocidas por nosotros mediante las ideas que de ellas formamos ; es decir con verdad subjetiva, que consiste en la conformidad de nuestro entendimien­to con el objeto. De donde resulta que así como la idea divina es la medida y como la razón de la verdad objetiva, ésta lo es de la de conocimiento.

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El falso dogma puede nacer, en consecuencia, o de la falsedad objetiva, cuando la cosa no tiene en la realidad ni la esencia, ni los atributos, ni las cualidades que corresponden a su idea típi­ca, preexistente en el entendimiento divino; o de la falsedad sub­jetiva por falta de adecuación entre el concepto que de la cosa ha­yamos formado y su realidad. O en otras palabras : el falso dog­ma puede tener su origen en que el objeto carezca de la esen­cia, atributos y cualidades que deberían corresponderle ; o de que teniendo una y otros, nuestros conceptos no correspondan ni con la primera ni con los últimos. Y si para mayor facilidad del len­guaje damos la denominación de ley a las ordenaciones que Dios ha impuesto como Creador a las cosas creadas, hechas «en núme­ro, peso y medida», los falsos dogmas provendrán de que los ob­jetos del conocimiento se rijan por leyes distintas de las que Dios impuso a las del género con que se denominan ; o de que nues­tra razón les impute leyes diferentes de las propias de su na­turaleza.

Eliminar los falsos dogmas produce en la práctica estos dos re­sultados correlativos al doble aspecto de la verdad. Como el en­tendimiento humano fué creado para poseerla, mientras no la en­cuentre se debate en una inquietud y una ansiedad cuyos tormen­tosos efectos los han experimentado cuantos han sido víctimas de la duda o del convencimiento de haber incidido en el error. Se equivoca Lessing al afirmar paradójicamente que la satisfacción intelectual se halla en perseguir la verdad y no en descubrirla. Por eso, en la que la Ciencia tiene de especulación, la destrucción de los falsos dogmas devuelve al entendimiento humano el im­ponderable reposo espiritual que fluye de la aquiescencia a la ver­dad. Pero en lo que la Ciencia tiene de norma, su trascendencia es extraordinariamente superior. Yo he dicho en otra ocasión que las ideas conducen al mundo en una de estas dos formas : o posi­tivamente guiándole hacia su fin cuando son verdaderas, o nega­tivamente apartándole con violencia de él cuando son falsas. Bajo este aspecto, destruir falsos dogmas es impedir que las concep­ciones erróneas—presentadas con el disfraz de la Ciencia—des­pués de causar en la sociedad humana convulsiones que la desar­ticulen, la conduzcan derechamente a la catástrofe.

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Digámoslo de una vez para siempre y con toda claridad. No hay, no puede haber libertad en la operación intelectual sino al precio de la desventura. La antítesis ha envenenado al mundo, pero ha sido el testimonio más terrible de su falsedad. La verdad objetiva, según lo dicho, es la medida de la de conocimiento o subjetiva. Si poseemos la verdad cuando hay adecuación o confor­midad entre nuestro entendimiento y el objeto, y la naturaleza y las leyes que la regulan son impuestas por Dios y no por nuestra voluntad, la libertad, que es cualidad de esta última potencia, no juega papel alguno en el orden intelectivo. Cuando se proclama como dogma de la Filosofía la libertad de pensamiento, se ex­presa un contrasentido; algo así como si se hablase de un círcu­lo cuadrado o de un rectángulo redondo.

Y hay en el fondo de esa falacia que ha dominado al mundo una rebeldía y un desconocimiento absoluto de las funciones inte­lectivas. Si existe un Creador que legisló soberanamente sobre to­das las cosas, no cabe que el hombre, criatura como es, se substi-tituya a su Creador, ni en la promulgación de esas leyes, ni en la concepción intelectual de las mismas. Su papel queda reducido a aceptarlas humildemente y a conformar la idea con la realidad. Sólo la inexistencia de la Divinidad autorizaría al hombre a con­siderarse dueño y señor absoluto de lo creado, al punto de preten­der que fuese lo que a él plugiese o se transformase en lo que a él se le antojara. Quienes proclaman la libertad de pensamiento, sin darse cuenta de ello, caen en esa aberración ; se constituyen en dioses. O en el extremo opuesto, según condición de todos los errores. Porque atribuir libertad a la razón es hacerla voluntad ; y de un solo golpe, privar al hombre de guía y cegar a la vo­luntad.

Enunciar simplemente esta consecuencia es poner de manifies­to la inanidad intelectual de los que a sí mismos se llaman inte­lectuales, en frente y en contra de la Iglesia Católica ; en frente y en contra de la Tradición. La libertad de pensamiento, proclama­da por ellos, por ellos defendida, por ellos ensalzada como timbre de honor de la humanidad, les priva de la condición de que sin derecho, aunque con vanidad, hacen ostentación aparatosa. Si hay libertad de pensamiento, no hay razón, ni por lo tanto pensamien­to, ni en consecuencia intelectualidad. ¿ Por qué entonces han mo­nopolizado el calificativo e interponen apelaciones ante el Tribu-

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nal de la razón ? Esta es una de tantas cosas de que este Tribunal les exigirá en su día estrecha cuenta.

¿Podrán ponerse en duda, después de lo dicho, los efectos de­sastrosos de los falsos dogmas en la vida social? Obra de la su­puesta libertad del pensamiento, fueron la de una potencia hu­mana en actuación que negaba su naturaleza. Y como precisamen­te Ja caracteriza ser guía de la voluntad, los estragos que causa­ren habían de alcanzar por necesidad trascendencia incalculable. Lo tenían y lo tienen ya, los que como reguero de pólvora traen aparejados las simples equivocaciones o las erróneas concepciones con que la Humanidad paga tributo a la limitación del entendi­miento ; y no hay que ponderar por ello a dónde llegará la siste­matización de unas y otras y la elevación a doctrina de lo que es una imperfección de la inteligencia. Porque eso y no otra cosa es la consagración científica de los falsos dogmas. Y la alternativa se presenta con una espantosa claridad. O la sociedad es dirigida por principios verdaderos y entonces su aspiración a la felicidad no recogerá totales decepciones ; o erige tronos a los falsos dogmas y fatalmente caerá en la esclavitud que la acecha al final de los mismos.

«I * *

Sería, pues, poco menos que inútil todo buen deseo de restau­ración del orden social—condición indispensable de la felicidad temporal—^si previamente no pusiésemos la esencialísima de toda acción; la extirpación de los falsos dogmas en el campo de la ciencia política. Que el empeño es titánico no hay que negarlo; que a pesar de ello no puede ser abandonado, ya se desprende de lo dicho. No hay nada en el día, ni institución ni organismo, ni elemento individual sobre los que no haya caído una verdadera plaga de falsos dogmas. No es de extrañar por ello que las ins­tituciones no conduzcan a sus fines, ni los organismos actúen sin duras resistencias, ni los individuos permanezcan inactivos en pSe-na desorientación, o tropiecen miserablemente a cada paso que <'en en la vida. Y es lo más terrible que el dogma verdadero va siempre flanqueado por dogmas falsos, de tal modo, que destruido el de la izquierda, la humanidad cae por excesiva reacción en el de la derecha y viceversa.

Porque esa obra de restauración doctrinal, a las enormes difi­cultades que en si misma ofrece, añade esa otra que es quizá la

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que más se opone a la vuelta de los hombres al cuito de la verdad. Hay en la razón algo parecido a la inercia de la Naturaleza, Im­pulsada en un sentido para librarse de un error, tiende a traspasar el objeto cuyo alcance se había propuesto, y llega a lugares en que la espera otro falso dogma. La Historia de la Humanidad no es mis que la repetición monótona y cansada de ese fenómeno de inercia intelectual.

Estos artículos—simples bocetos de refutación de los falsos dogmas—^han de evitar ese escollo. Combatir uno sin prevenir al lector que en la nueva orientación de su mentalidad la verdad puede encontrarse con su opuesto, a nada útil conduciría. Hay que disciplinar el entendimiento, impidiendo esos desbordamien­tos doctrinales con el señalamiento claro y preciso del área juris­diccional de la verdad y el campo de que el otro error se enseño­rea. Los católicos tenemos en este orden el modelo que nos ofre­ce la dialéctica de la Iglesia frente a las herejías. Al combatir y destruir una, no se rindió ante la opuesta, sino que también la combatió y la destruyó. La condenación de los regadores de la di­vinidad de Jesucristo, no fué patente que autorizara a sus defen­sores a proclamar en el Salvador una sola naturaleza. Contar los primeros, la Iglesia afirma la divina de Cristo; contra los segun­dos, la humana. Porque la verdad era ésta : Jesucristo es Dios-Hombre ; y tiene como Dios naturaleza divina, y como hombre, humana.

¿Habrá que añadir, después de lo dicho, que estos artículos no darán cabida ni a extremismos ni a confusioitismos, como en términos un poco bárbaros se designan hoy los excesos y los defec­tos del orden doctrinal? No creo que haga falta. La verdad tie­ne por sí misma fuerza tan grande que en la esfera de la especu­lación no necesita de aliados para triunfar. Sería rebajarla sin be­neficio alguno para su causa, hacerla andar del brazo de un error, aunque momentáneamente éste—en lo que de verdad tuviese—pu­diera prestarle eventual auxilio. Y a la postre su claridad divina se alteraría con las máculas que el contacto bochornoso en ella fuese

dejando. * • •

Una última observación. La verdad se halla—según hemos •viito—en las cosas y en el entendimiento humano; pero los con­ceptos que de las cosas forman los hombres, se expresan por me-

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dio de palabras. Cada una de las que a nuestros oídos llegan, los impresiona con el exclusivo fin de suscitar en las inteligencias una idea ; aquella misma precisamente, que quien la emitió quiso transmitirnos por la vibración del sonido, para que con toda fide­lidad se reprodujese en nuestro espíritu. Debe haber, pues, una relación indestructible entre un concepto y el vocablo con que se expresa, a fin de que pronunciado el último, en el entendimiento surja siempre indefectiblemente la misma idea. En el lenguaje, por lo tanto, hay también una forma de verdad, la que resulta de la conformidad de la palabra con la idea ; y una causa de false­dad, la que constituye la disconformidad entre el concepto y el término.

No vale la peiia de insistir demasiado en la transcendencia de esta disconformidad por lo que afecta a la generación de los falsos dogmas. Una dolorosa experiencia nos ha enseñado a todos que en considerable proporción fué dicha forma de falacia creadora de aquéllos. Usando las mismas palabras, parece sin embargo que habíamos diversos idiomas. Son raros los hombres que las dan idéntico sentido, por la sencilla razón de que una labor tenaz viene desde hace tiempo vaciándolas de su contenido para que sean fAcil y eficaz vehículo del error. Una Babel con idiomas diferentes se concibe sin dificultad. La obra maestra en la materia la levan­tó el siglo XIX, haciendo una Babel con un solo idioma.

Y así, hoy el falso dogma reina, porque a los vocablos conque se los formula se da significado distinto del que legítimamente tie­nen en el momento de su enunciación. Sería este un fenómeno digno de estudio si el observador pudiese ante él contener sus lá­grimas y su indignación. Una palabra que tiene un sentido indu­bitado en el lenguaje corriente, en labios de los sicofantes adquie­re otro, y es lo más admirable que quienes les escuchan lo acep­tan sin protesta. Y así, el falso dogma surge usándose de los tér­minos según su significado, por corresponder no obstante en los espíritus a otro, no sólo diferente sino aun opuesto. Como en la sociedad conyugal, el divorcio se ha entronizado también en la gramática.

Y ya se sabe a dónde conduce separar lo que debe estar unido. También lo tengo dicho en otra parte. Si el vocablo—por uno u otro motivo—despierta en nuestra razón una idea que no es la que corresponde a su recto sentido o se transmuta el primitivo en el

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USO social, el mundo, con términos que originariamente eran ve­hículo de ideas fecundas y verdaderas, padecerá parálisis o extra­víos ; y con palabras que no respondan ya a su contenido ideoló­gico, se precipitará como demente furioso en el abismo. Ideas ver­daderas ; claridad en su comprensión y palabras adecuadas al concepto, son condiciones indispensables para que la sociedad no camine a tropezones hasta dar en su propia destrucción.

¡Qué dolor!... Esta responsabilidad en la formación del fal­so dogma, primero; en su propagación y mantenimiento, des­pués ; sobre quienes principalmente recae, es sobre los hombres políticos y los intelectuales que les han servido; que aun en sus rebeldías espirituales les sirven. ¿Se quiere un ejemplo de la in­fernal maniobra?... Pues vea el lector cómo en España—según con­fesión de uno de .sus forjadores—se puso en pie el falso dogma del nacionalismo separatista, uno de los que serán estudiados. «Nues­tras campañas—dice Prat de la Riba—fueron de un espíritu in­tensamente nacionalista; evitábamos todavía usar abiertamente la nomenclaitura propia, pero íbamos destruyendo las preocupacio­nes, los prejuicios, y con calculado oportunismo, insinuábamos en sueltos y artículos las nuevas doctrinas barajando a intento re­gían, nacionalidad y patria, pitra acoslumbrar poco a poco a los lectores... En aquel compendio, pusimos toda la nueva doctrina, omitiendo sólo la terminología propia sustituida por la termino­logía más geireralizo'da entonces ; baje los nombren viejos, hici­mos pasar la mercancía nueva, y pasó.»

[He ahí un botón de muestra de la abominable colusión de po­líticos e intelectuales!

* * *

Y no creo que este proemio exija mayores elucidaciones. Voy a ir exponiendo ante mis lectores, en sucesión lo más ordenada posible, los falsos dogmas que en el orden social y político di­suelven la sociedad ; a señalar en ellos la falacia fundamental; a oponerles los principios verdaderos, y a apuntar los resultados ló­gicos de aquéllos y de éstos. De la importancia de la labor—cual­quiera que sea mi acierto en ella'—nada hay que decir, porque to­dos prestan su conformidad a la efectiva trascendencia de los prin-«pios sociales y políticos sobre la vida del hombre.

VÍCTOR PRADERA

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España y el romanticismo

Sut fueros, tus brtot, su» pragmáHeas, tu voluntad,—Espronctda.

II

NOS disponíamos a hacer, por nuestra cuenta, la afirmación de que hay un romanticismo netamente español, de abo­lengo católico, que no se contaminó de influencias exóti­

cas, hasta mediados del siglo décimo nono, cuando cae en nuestras manos un texto de Louis Reynaud, en el cual se nos asegura, con acento demasiado categórico para admitido sin revisión, que to­dos los romanticismos son tributarios de Inglaterra y de Alema­nia. Consiéntanos el iltistre crítico el que hagamos una objeción a sus atrevidas palabras. Si esa corriente literaria que se ha puesto de moda denigrar, como si fuese un accidente morboso en la salud intelectual de una sociedad, tiene sus manantiales de origen en Inglaterra y Alemania, ¿qué representa nuestro Calderón de la Barca? Precisamente lo que movió a cierta crítica germánica, per­sonificada por Guillermo Schlegel, a reivindicar para España la paternidad de un romanticismo más noble y puro que los otros, pues que no opone el panteísmo a la fe cristiana, ni proclama la soberanía de la pasión, como el de Juan Jacobo Rousseau, fué una parte de nuestro teatro clásico, y muy señaladamente la obra de Calderón.

Todavía pudo fundar Schlegel sus opiniones sobre asiento más seguro, si del examen de nuestra producción dramática en aquella época, hubiera desviado su atención a Jas costumbres que lo inspiraron. Ningún crítico extranjero, ni el sesudo Ticknor, ni

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el informado conde de Shack, se detuvieron a hacer ese cotejo entre el momento social, austero, heroico y exaltado, y el molde literario que pretende recogerlo y perpetuarlo. Guillermo Schle-gel tampoco se para a reflexionar sobre esa vigorosa simultanei­dad sentimental, que empieza en los Reyes Católicos y persiste en nuestro país hasta la caída de los Austrias. Estudiada some­ramente nuestra literatura por la crítica, ésta deja en la oscuri­dad los elementos vitales y el espléndido panorama de idealismos religiosos y caballerescos en boga. La vida española no interesa a esos historiadores. Catalogan las etiquetas de los frascos, y se abstienen de analizar el contenido. Sólo así se explica que el se-üor Reynaud se permita suponer que nuestro romanticismo ape­nas sirve para ilustrar, como viñeta, una página de lord Byron. Es realmente incomprensible el que un escritor tan erudito, se extravíe hasta el punto de sostener que no existe otro romanti­cismo que el anglogermánico, y que éste data del siglo décimo octavo.

Una retrovisión más minuciosa y prudente le haría volver de aquel juicio, obligándole a considerar a nuestro Calderón de la Barca, como uno de los progenitores del movimiento romántico sano, esto es, el que hace ostentación gallarda de todos los po­deres del individuo, sin desacato de la divinidad que gobierna el universo. Pero, ese alarde del vigor espiritual, que Ernesto Sei-Uiéres denomina, con razón, ímpetu imperialista, no está solamen­te, como ya se ha dicho, en la literatura de aquel tiempo. Se re­vela en la vida e imprime el tono a las costumbres. El español de aquel período, se excede a sí mismo. ¿Se quiere un ejemplo? Nos lo va a ofrecer la biografía de un hombre ilustre entre to­dos los de su patria : Lope de Vega. Su curriculum vitae no puede ser más elocuente. Por él vamos a enterarnos de las dimensiones de aquel carácter. Lope Félix de Vega Carpió, nace en Madrid el 25 de noviembre de ] 562. A los cinco años de edad, lee en latín y en castellano; a los doce cursa en Alcalá, y compone su primera comedia, «El verdadero amante o gran pastoral Belarda». Poco después, se evade del hogar paterno, al que es reintegrado por la justicia. Huérfano muy temprano, entra de criado en casa del Inquisidor general, y a los diez y nueve años tiene su primera aventura de amor con una niña de quince. Seguidamente se en­tiende con una casada, que le sacó todos sus ahorros, dejándolo

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KSPASA Y tX, ROHAI^ICISHO 125

por un viejo rico. Huye, despechado y triste, y se alista bajo las banderas de D. Alonso de Bazán, que le lleva a guerrear en las islas Terceras. Vuelve a España, encuentra a su primera novia, reanuda amores con ella y conoce el placer de la paternidad. Fué su pasión más violenta, pues concluyó en un rapto. Casó, an­dando el tiempo, con doña Isabel de Urbina ; sirvió al duque de Alba ; riñó con un hidalgo, hiriéndolo de una estocada, lo que le atrajo el destierro como castigo. Extrañado en Valencia, cum­ple la pena y emigra a Lisboa, donde embarca en la Invencible. Rota la escuadra, desembarca en Cádiz ; entra de nuevo al servicio del duque de Alba y es procesado por insultar a unos cómic'os, fu­turos intérpretes tal vez de sus obras. Enviuda y pierde una hija. Se prenda de doña Antonia Trillo. Sirve al marqués de Sarria. Vive cuatro años entre Sevilla, Granada y Toledo. Cásase de nuevo y tiene de segundas nupcias un hijo y de unos amores de tapadillo dos más, Marcela y Lope Félix. Sirve al duque de Sessa y es fami­liar del Santo Oficio. Enviuda otra vez y es padre nuevamente. Se le muere Ja mujer y se ordena sacerdote, sin acabar de romper con el mundo, pues, es fama que aún le asediaba una dama. Es nombrado Procurador fiscal de la Cámara Apostólica del Arzobispado de To­ledo. Tiene amores con otra casada, que aparece en sus poesías con el disfraz de Amarilis. Es padre nuevamente, a pesar de sus há­bitos. El papa Urbano VIII, seducido por su talento, lo hace doctor en teología y caballero de San Juan de Jerusalem. Esa exi.stencia tumultuosa no le impide escribir mil ochocientas obras dramá­ticas. .

¿Nos quiere decir el señor Reynaud, si tiene noticias de un ro­manticismo más neto que d de esa vida? ¿Se atrevería nadie a poner a Lope por debajo de lord Byron en audacia, en heroísmo y en desenfreno pasional? Pues casos así había en la España que hemos convenido en llamar, sin hipérbole, del siglo de oro, porque fué la época en que culminaron todas las variedades de nuestra su­perioridad. Si la gallardía, el culto del honor, la devoción religio­sa y el orgullo individualista apareciesen en una novela o en un drama aislados, podrían reflejar los desvarios imaginativos de un escritor. Pero, no es así. Toda la producción dramática de la épo­ca nos avecina y afronta con los mismos tipos humanos ; el caballe­ro lleno de escrúpulos, que se los sacude apenas ha sentido la ten­tación del amor y el atractivo del riesgo; la dama que acepta sus

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homenajes sin romper con Dios ni pactar abiertamente con el diablo; el criado que conserva en la ciudad sus malicias de luga­reño, porque son parte de su naturaleza, y el anciano que sufre de insomnios porque siempre teme que el honor de sus canas esté en peligro. Lope, Calderón, Tirso, D. Antonio Mira de MesLua, Rojas, Guillen de Castro y Ruiz de Alarcón, tejen sus ricos tapi­ces literarios con los mismos hilos. Siendo el mismo el campo de observación para todos ellos, todos reproducen idénticas reali­dades psicológicas, y si en algo se distinguen unos de otros no es en la exposición de los caracteres ni en la pintura del ambiente moral, sino en el detalle ingenioso y en la policromía literaria del estilo. Lope y Tirso, más fieles al natural, la copian con trazo más sobrio y más profundo. Su penetrante psicología no ha menester, como en Calderón, de los arreos retóricos, para impresionarnos. Pero, en Calderón, el vuelo del espíritu hacia la conquista de lo real es más poderoso y amplio. En sus obras el individuo afirma su superioridad sobre lo irracional, con una soberbia magnífica. La vida es sueño vale todavía más como diálogo entre el hombre y el misterio, que como pieza dramática. Hay en la actitud del poeta español una grandeza que supera, con mucho, a la que se empeñan en atribuir a Juan Jacobo Rousseau los que imaginan que toda la dignidad de la inteligencia humana data de las desordenadas crea­ciones del pensador ginebrino.

Si el romanticismo es, como pretende Ernesto Seilliéres, un desbordamiento de la energía individualista, que se manifiesta como xm frenético anhelo de superación y de dominio, España ha sido el país propulsor de esa corriente sentimental. No es preciso ir a Walter Scott, a Byron, a Schiller y a Rleist para identificar a sus profetas. Estos son muy posteriores a Calderón de la Barca, y no le aventajan ni por el genio ni por la exuberancia expresiva. La gran época del romanticismo, su pleamar, porque en ella coinci­den la vida y el arte, fué nuestro siglo de oro. El segundo período, pálido trasunto del romaticismo francés que se inicia en 1830, no ha creado nada permanente. Yo me resisto a considerar a Zorrilla y al Duque de Rivas y aun al mismo Espronceda, como simples arrendajos de aquel degenerado movimiento literario, etapa iil-termedia entre un clasicismo incoloro y el materialismo que estaba 3« en gestación. El Duque de Rivas no ha menester buscar agua en la, eistema francesa para fertilizar su inspiración. Don Alvaro o

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SSPAfíA Y RL SOMANTICISMO 127

la fuerza del sino no ha venido al mundo por la sugestión exótica. Es una obra de inspiración española, que Calderón no hubiera te­nido a menos prohijar. La mujer y Dios no rivalizan por primera vez en el corazón del héroe. Ya hemos visto, con el ejemplo de la vida de Lope, que lo que llamaba Nietzsdhe el impulso dionisiano, arrastra al hombre por senderos de placer y de perdición, de los cuales acaba por apartarle la voz de Dios, sonando en Jo hondo de su espíritu. ¿ Se atrevería alguien a sostener que esa joya de la li­teratura romántica tenga el más ligero parentesco con el romanti­cismo anglogermánico? Y si del Duque de Rivas pasamos a don José Zorrilla, habrá que convenir en que, fuera de sus Orientales, visiblemente influidas por el aliento lírico de Víctor Hugo, toda su obra ha sido construida, como edificaba Lope las suyas, con ma­teriales extraídos de la cantera de la tradición : romances, consejos y leyendas. Zorrilla no se contentó con beber en esas fuentes para poner la fantasía en tensión creadora. Residió largas temporada» en pueblos y ciudades, impregnándose del color local que luego ha transmitido a sus obras; no del color que entra por las retinas y da propiedad real a los objetos, sino del otro color: el que fija los contomos de los caracteres y precisa el matiz de las ideas. Ese tono de arcaicismo y esa perspectiva de misterio que percibimos en los dramas del gran poeta castellano, no son puros hallazgos de la inspiración. El talento no llega a ese poder de evocación espontá­neamente sino aclimatándose antes en el mundo que pretende ex­humar de tas brumas del tiempo. ¿ Qué hay de exótico en Trcñdor, inconfeso y mártir, Don Juan Tenorio y El zapatero y el rey, por no citar sino los dramas de Zorrilla más populares ? En cierto sen­tido no es desatinado el suponer que Zorrilla continúa a Calderón en la gran línea del romanticismo nacional. Es menos nebuloso, menos conceptuoso y más sonoro que el autor de La vida es sueño, pero si hiciéramos una labor de discriminación o de cernido en las obras del uno y del otro, nos sorprendería la similitud de sus ideas y de sus preocupaciones. Zorrilla, trasplantado a la corte de Fe-hpe r v , aun con su experiencia de tiempos posteriores, no habría echado dénmenos nada esencial para la actividad de su espíritu y la satisfacción de sus gustos.

Vienen luego, como simples asteroides del Duque de Rivas y de Zorrilla, dos poetas románticos que el olvido parece haber en­terrado definitivamente: García Gutiérrez y D. Eugenio Hart-

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zenbusch. Antes de emprender este somero examen retrospectivo de nuestro romanticismo, hemos tenido la precaución de preguntar en la Sociedad de Autores Españoles si las obras de esos dos vates, que fueron esclarecidos cuando no había otros de más renombre, subsisten en los carteles de los teatros. A esa pregunta, quizás de­masiado escrupulosa, se nos ha contestado diciendo que ni el uno ni el otro figuran ya en los repertorios. Sic transit gloria tnundi. García Gutiérrez y Hartzenbusch no hicieron menos ruido en su tiempo que el estrépito que promueven ahora con su vacuidad al­gunos dramaturgos que tienen acotados los escenarios. Aquel ro­manticismo de segunda mano, que no tuvo a su favor, como garan­tía de supervivencia, la galanura de la forma que todavía nos se­duce en un Espronceda y en un Zorrilla, no rimaba, ni con la his­toria, ni con la época. Ni Hartzenbusch, ni García Gutiérrez po­drían envanecerse de la más ligera consanguinidad intelectual con Calderón. Los amantes de Teruel y El trovador son dos dramones que el público menos exigente no soportaría sin bostezar.

No nos permitiremos decir lo mismo, envolviendo en un juicio despectivo, el Dow Juan de Austria, de Larra. La intriga es inge­niosa, y el ver a Felipe II en situación de rivalidad amorosa con su hermano D. Juan de Atistria, por una mujer de raza hebrea, mantiene vivo el interés del lector como una charada, pero a par­tir del tercer acto, la acción languidece, y como los caracteres son de textura convencional, nuestra atención los abandona, como a muñecos. La comedia, sin embargo, se salva, por la pulcritud del diálogo. En el fondo se trata de un alarde de romanticismo, y no fingido, sino de los que brotan del temperamento. Si algún es­critor probó fidelidad a la doctrina fué Larra, no sólo como es­critor, sino como hombre, puesto que se dio la muerte por un amor malogrado. ¿Se acordó Larra en aquél trance doloroso de Wer-ther? Es posible. Para el romántico el universo no puede ser co­nocido más que al través de la pasión. La inteligencia no pasa de ser, a sus ojos, una sierva de su temperamento, sin otra función que la de acercarle lo que desea y facilitarle su conquista. La libido dominandi, que es, según Seílliéres, la piedra angular del romanticismo vital, esto es, del que se inserta en las costumbres del hombre, no pudiendo triunfar en el enamorado, se venga so­metiendo el motivo de sus diferencias con el destino al implaca­ble arbitraje de la muerte.

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Ese romanticismo austero como una fe religiosa, no tiene nada de común con la moda literaria que pusieron en boga los escri­tores franceses de la generación de 1830 y que trascendió a Es­paña, como todo lo que apasiona en arte a nuestros vecinos ultra­pirenaicos. Hubo en aquella moda, y no lia faltado quien lo haga notar, no poco de histrionismo. Fué más que un ideal estético una inmoderada afición a la indisciplina moral y a la bohemia, no exenta de cierto narcisismo fatuo, más espectacular que fe­cundo. Las melenas, los chalecos de colores, los sombreros de alas anchas y la dipsomanía de aquel breve período no hicieron descollar a ningún artista ignorado del público. El que tuvo algo original que decir, como Musset, Víctor Hugo, o Baudelaire, se nizo escuchar y creó escuela, puesto que de él, o mejor dicho de su disolvente lirismo, procede gran parte de la obra poética con­temporánea. Los demás, meros comparsas de un acontecimiento literario que al repercutir en España llegaba falto de vigor, se su­mergieron rápidamente en el olvido. Sería, sin embargo, imper­donable no incluir el nombre de Espronceda en aquella exigua y brillante pléyade. El autor de El dioblo mundo nos ha parecido siempre un Zorrilla en tono menor, que acaso hubiera dado de sí lo que contenía su numen en potencia a no haber desaparecido prematuramente de la tierra. Como Calderón, como Lope, como Zorrilla, y tal vez en más amplia proporción que el Duque de Rivas, Espronceda arranca de la tradición. En su obra, inacabada porque los azares de la juventud del poeta no le consintieron el reposo que exigen los empeños creadores de largo aliento y de meta prevista, palpitan las cualidades todas de nuestra raza ; el individualismo ambicioso que lo osa todo, el brío apasionado en la conquista del amor y en el riesgo de la aventura, la inso­lencia señorial, la superstición y el desprecio del porvenir. En lo más recóndito del poeta, su subsuelo espiritual, se agitan confusamente todos los sentimientos que han entrado, desde tiem­po inmemorial, en la formación de nuestro carácter, sentimien­tos que fundidos a veces, en un solo impulso, transforman al es­pañol en el ser más generosamente arbitrario de la tierra. ¿Y no es cabalmente la arbitrariedad irracional el rasgo dominante del romanticismo vivo?

Es realmente escandalloso que al especificar esas tendencias del arte literario, emanadas de un estado de la sensibilidad que Pie-

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rre Lasserre tiene como patológico, quede España, la patria del Quijote, que es la biblia del romanticismo, eliminada de aquel movimiento. ¿A qué se debe esa exclusión? Como no podría ser atribuida a malevolencia, porque en literatura la ruindad no sería un argumento crítico, hay que suponer que pueda ser obra de la ignorancia. La mayoría de los historiadores o cronistas del Ro­manticismo desconoce nuestros títulos a figurar entre los precur-soreí^ más ilustres de esa escuela, porque fué en España algo más que una estética literaria, puesto que durante siglos dio al carác­ter nacional sus rasgos más vigorosos y salientes. Esa disposi­ción temperamental de nuestra raza no se ha agotado todavía, pese al incremento que va adquiriendo d racionalismo. En la sub­consciencia nacional la pasión, eje de la actividad romántica, no ha perdido sus derechos...

MANUEL BUENO

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PERFILES DE LA NUEVA BARBARIE

P r o y e c c i o n e s de la l i t era tura romántica sobre la política liberal

VENGO dedicando, hace tiempo, mi atención y mi curiosidad al estudio de cuanto debe el repertorio vulgar de las ideas políticas liberales, dd que, hasta hace poco, se ha venido

nutriendo el hombre medio, a la abusiva generalización de los tó­picos, los desplantes y las excentricidades de la literatura indivi­dualista y romántica del siglo XIX...

Y me viene pasando como a aquel infante del viejo romance que «andando de tierra «n tierra—^hallóse do no pensaba». Porque ha­llándome voy, lector, casi en las ribera» de una gran ley general, las peripecias de cuyo hallazgo son ya, en mi espíritu, tentación y promesa de libro futuro. Me he encontrado con el hallazgo gozoso de que tirando de cualquier hilo de los que forman la vasta tra­ma del ideario liberalesco de principio de siglo, se acaba por en­contrar algún tópico romántico, del siglo anterior, aJ que, como cable o boya, dicho hilo esíá amarrado. Hemos creído durante es­tos últimos años en la libertad individual, en el progreso indefini-<Jo, en la irresponsabilidad de las ideas y en mil cosas más, * causa de tal o cual frase ingeniosa que dijo años antes un poeta o un novelista, con pura intención individualista de señalarse y asombrar un poco : o sea con intención, totalmente antipoda, a todo propósito político, o de dirección colectiva. Mis hallazgos son múl­tiples y divertidos. Siento ya en mí la tentación pedante de reves­tirlos de letra bastardilla—que es como la voz ahuecada y solemne de la tipografía—^y compendiarlos en una ley : La mitad de la po-

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Utico del primer cuarto del siglo XX se ha elaborado con proyec­ciones de la literatura del siglo anterior.

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Resumiré, antes de entrar en el tema propio y concreto de es­tas líneas, algunos de los hallazgos, ya dados por mí a la publici­dad en otros trabajos anteriores.

El primero es el que se puede cifrar en estas palabras : la mi­tad de nuestra política y de nuestra sociología ha venido viviendo de una generalización abusiva y tardía, de los trucos que el indivi­dualismo del siglo pasado inventó «pour épater les bourgeois»... La esencia de estos trucos consistía invariablemente en invertir to­talmente los valores de la moral y de la vida. La novela, la come­dia o la poesía se construía con un premeditado propósito de que las cosas fueran en ellas lo contrario de lo que debían ser. Era indu­dablemente un modo simplista y directo de asegurarse la originali­dad. Con que la prostituta fuera inmaculada de alma, y el canalla sublime de fondo, y el mar amarillo y él cielo violelía, se tenía in­dudablemente ganado mucho para conseguir el asombro del lector. He aquí el precedente literario. No hay más que violentarlo con una elástica generalización y ya tenemos hecha una política : la poli-tica, romántica y liberal, que construye sus leyes un poco al modo de las comedias y las novelas del siglo XIX ; la política que le­gisla sobre la base de que las pecadoras son inmaculadas y los canallas son sublimes; la política que convierte en cuerpo central de la ley lo que sólo debe ser el apéndice misericordioso para el error o la excepción. Las tres cuartas partes de la legislación li­beral están inspiradas en la obsesión de asegurar sus fueros y ga­rantías al error o al pecado. Se ve que al legislador, como al come­diógrafo o al novelista, el pecador le es irresistiblemente simpático, y sin poderlo remediar, hace de él el protagonista de su ley, como el otro de su novela o su comedia.

Todo esto podría profundizarse un poco y sistematizarse, lle­gando a puntualizar las dos columnas de frágil cristal de literatura sobre que se apoya la mitad de la política liberal. De una parte, la columna de la simpatía invencible para la mujer caída (la «Dama de las Cameliasi), para el judío (literatura del «Affaire Dreyfus»),

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PERFILES DE hA NT7BVA BAKBASIB 133

para el bandido generoso (romanticismo popular andaluz), para el picaro aventurero (Crispín) y, al fin, ahora, rezagadamente, para el pistolero sublime (pero j «todavíai, señor Oliverl). Y de otra parte, como contrapartida, la columna del recelo invencible contra la señora austera («Doña Perfectai) o la dama caritativa («Los mal­hechores del bien») o el simple abogado (el doctor de «Los intere­ses creados») o el simple agente de la autoridad (el eterno «guindi­lla» ridículo, de nuestro género chico). Media política se construyó sobre generalizaciones de estos tipos escogidos por la literatura, precisamente a causa de sus caracteres excepcionales, para produ­cir la risa o el asombro. Media política se basó en una literatura cómica, romántica o psicológica que era, por esencia, colección de piezas raras para un museo de pasiones secretas o de tipos ex­traños.

« • *

Mi segundo hallazgo sorprendente y divertido puede resumirse as í : otra generalización abusiva sobre la que se cimentó también buena parte de nuestra política, ha sido aquélla que convertía en verdades generales y normas directivas comunes aquellas pequefii-tas verdades parciales y ocasionales que los autores lanzaban como simples desahogos íntimos, individuales y líricos. Para el si­glo XIX, la verdad artística y literaria, no tenía que ser verdad en sentido filosófico, bastaba que fuera verdad parcial y pasajera del poeta o del autor. No se trataba, en arte, de decir verdades, sino de exhibir estados de alma y de conciencia. La antología románti­ca no es una antología de principios o ideas, sino la antología de los desahogos, malhumores, indigestiones o alegrías personales y momentáneas de unos cuantos seres privilegiados. Hasta aquí no hay peligro. Nada es peligroso mientras no se saca de quicio y no se le pretende dar uso distinto del suyo propio. Bl ácido nítrico no és peligroso mientras no se pretende usar indebidamente como aperitivo. Tampoco son peligrosos los gritos monárquicos de Bau-delaire o los chistes irreverentes de Anatole France mientras no se les pretende usar, con indebida generalización, como principios políticos, sacándolos del plano íntimo e individual en que na­cieron.

Pero csia tentación generalizadora, llega inevitablemente. La

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frase brillante y famosa, la paradoja emitida por el poeta o el en­sayista en tal momento y ocasión determinada, es lo que se queda con más facilidad grabado en la memoria del lector, precisamente por el atractivo de su vistoso contraste con las ideas, principios y usos generales. Así, poco a poco, conservada en la memoria la fra­se o la paradoja, y olvidado el resto del pasaje en donde galleaba o lucía, la paradoja o la frase, se despersonaliza, se abstrae de las circunstancias de tiempo y ocasión en que fué dicha, y llega a con­vertirse en máxima colectiva y general. La mitad del ideario del hombre medio se ha formado así, por ese proceso de abstracción y generalización. De este modo, por ejemplo, fueron elevados a la categoría de máximas filosóficas y de normas de buen sentido, mu­chas de las sentencias que D. Ramón de Campoamor introduce en sus obras, y que no son más que arabescos de ingenio con los que un hombre bueno y tranquilo—que le llevaba la silla a su señora ios domingos cuaudo iban a misa—se entretenía en asombrar un poco. Nuestros padres se ahorraban, en muchas ocasiones, el traba­jo de pensar y discurrir por cuenta propia, saliendo del paso con un distico campoamoriano, que, por la mielecilla de la rima, se les había pegado, desde la juventud, a la memoria. Llegado el caso, nuestros x>adres levantaban solemnemente la voz, y como final de tal discusión fallaban :

En este mundo traidor nada es verdad ni mentira : todo es según el color del cristal con que se mira.

O bien :

Cada quisque celebra, y es muy justo lo que es más de eu gusto.

Y se quedaban tan tranquilos, sin comprender que habían dicho dos solemnes enormidades y habían promulgado todo un escepticis­mo y un relativismo filosófico y estético. Es curioso pensar en los muchos varones píos, austeros y creyentes que han repetido mil •veces, como si fueran versículos del Evangelio, esas frases, sin que «I frivolo sonsonete de la rima les permitiese darse cuenta de que, por convertir en filosofía las humoradas de un poeta, estaban afir-

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mando cosas que no creían y que, en prosa, jamás se atreverían a firmar. Sin embargo, por esta trayectoria que va de la humorada de un poeta a la generalización mecánica en la mente del vulgo y de aquí a la formación de una conciencia colectiva, es por donde se llegó a la instauración de toda una política, organizada sobre la base de que «nada es verdad ni mentira», y de que es justo que cada uno celebre lo que le dé la gana.

Dos casos típicos de esta segunda clase de generalizaciones abusivas son los casos característicos de Benavente o Unamuno. A Benavente, el día del estreno dp «La Ciudad alegre y confia­da», lo llevaron en hombros hasta su casa los grupos mauristas y el día del estreno de «Pepa Doncel», en plena Dictadura, los gru­pos liberales hicieron lo mismo. Y él, que está dispuesto a decir en cada momento su pequeña y parcial verdad de aquel minuto, él que está dispuesto a contradecirse cuantas veces haga falta para el efecto artístico de una obra, se reiría olímpicamente al ver con qué candida docilidad iban, unos tras otros, doblando la cerviz bajo sus piernas, todos los sectores ideológicos de España. Casti­go de dar enfáticas dimensiones políticas a los arabescos de un ingenio burlón.

Pues ¿y Unamuno?... Unamuno es un lírico, un solitario que exhibe, en sus sonetos angulosos o en sus broncos ensayos, su alma torturada de dudas e inquietudes.' Sus obras tienen por ello innegables bellezas literarias; pero lo que no tienen precisamen­te es lo que en ellas se ha querido poner, un propósito directivo y formador. No cabe mayor absurdo que esta generalización y na­cionalización de los gritos y suspiros dd hombre más rabiosamen­te individualista y antisocial de nuestra patria. Al gran lírico, al gran desorientado, al gran perplejo, se le ha querido hacer guía y lazarillo de España, director de una generación. Se quiso que nos indicase el camino a todos, el que no ha encontrado su propio camino. Se quiso que todos fuéramos a interrogar, a quien tiene «o perpetua interrogación el alma...

No se ha estudiado bien todavía los hondos e insospechados efectos de estas proyecciones de la literatura sobre la política. iVos quedaremos un poco asustados el día en que siguiendo la tra­yectoria de una frase literaria, nos demos cuenta de sus efectos últimos. Ese Dios bonachón y misericordio,so, que empezó siendo el Dios de Don Juan Tenorio, en la última escena dpi famoso

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drama de Zorrilla, pasó luego a ser el Dios castelarino defl Cal­vario, absurdamente opuesto al Dios del Sinaí, y acabó por ser el Dios convencional de todos los ingenuos liberales españoles. Así se intentó organizar la política y la sociedad como si efectiva­mente estuviese regida por un Dios de ancha manga, algo chocho y desmemoriado, olvidado ya de los preceptos rigurosos del bien y dé. mal.

Pero yo quería hoy ocuparme brevemente de otra generaliza­ción literaria, proyectada sobre la política, y causante de mil es­tragos en ella. Me refiero a la proyección que políticamente ha tenido esa involucración romántica, muy siglo pasado, que exalta la inspiración y menosprecia la técnica.

El poeta romántico se supone, por esencia, un ser inspirado; y esto parece que le autoriza a cruzar la vida, como un meteoro, fuera de todas las órbitas retóricas o sociales. Se sitúa por enci­ma del bien y del mal, de lo bello y de lo feo. Y este es el tipo ge­nérico de poeta, que posee la mente de nuestra burguesía media, en su raquítico fichero de tipos y cosas. Al decir de una persona : I es un poeta \, quiere decir que es un exaltado, un bohemio, un desordenado. El concepto del poeta sigue siendo, para él vulgo, concretamente el del poeta romántico. Que no tiene nada que ver con el tipo del poeta del Renacimiento, con su equilibrio, con su cultura, con sus ideales precisos, con su «faWa absoluta—dijo Va-lery—de profetismo y patetismo». En la corte de Alfonso V de Aragón, cantaba así Güero de Ribera, enumerando las prendas del galán perfecto:

Capelo, galoche y guantes 'el galán ha de traer, bien cantar y componer en coplas d& consonantes...

¡ Qué dirían los inclasificables y semidivinos vates del XTX, si vieran así enumerada su Arte, como una gala o adorno más, al lado de los guantes y del capelo!

Pero ocurre que, en toda sociedad, <sl tipo del poeta y del ar­tista es el que manda en cierto sentido y el que impone la meta a que han de aspirar todos los ejemplares humanos. I^a moda li­teraria del poeta romántico gpnial, inspirado e irresponsable, in­fluyó un poco en todos los campos: hubo el médico romántico,

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con poca ciencia pero milagroso e inspirado ojo clínico; y el abo­gado, despreciador de las leyes, pero con gran sentido jurídico, y hasta el financiero sin números, que acertaba por inspiración súbita. Y hubo también la política de la inspiración, de la imijro-visación genial, por encima de toda técnica laboriosa. Se hizo un culto de la más inferior de las facultades humanas, «Fulano tie­ne sensibilidad de poeta», se decía; o de abogado, o de político. ¡Sensibilidad!... ¡Poca cosa esta facultad indecisa que tiembla como una última fogata de la razón, ya casi apagada, en las fron­teras de la animalidad !

Y así, bajo esta superstición de la sensibilidad, medraron to­das las cosas mediocres y semirracionales : la improvisación ora­toria, el parlamentarismo patético, la propaganda emocional. La política ha padecido, tras la literatura, de excesos de genios y de falta de técnicos,

* <• «

Esta proyección de la literatura en la política empieza por manifestarse en el modo de hacer la política. Es ella la que en­gendra en gran parte el favor de todo esp frágil y brillante instru­mental político que es el parlamentarismo, la oratoria improvisada, el mitin efectista. ¿ Qué es todo esto sino el abandono de la cosa pública a la inspiración sobrp la técnica, abandono motivado por las pedantes e interesadas adulaciones que los literatos prodiga­ron a aquélla sobre ésta, para lucir así más y trabajar menos '

Así se pudo llegar a formar en el vulgo el criterio deformado que revela la siguiente anécdota, narrada por Saldaña: Viviani, que era con Gambetta y Jaurés el primer orador de la tercera Re­pública, solía preparar sus discursos, repitiéndolos previamente hasta por los pasillos de la Cámara. Un día fué sorprendido por uo grupo de amigos en esta operación. ¡Cómo!—le dijeron—; P^o, ¿usted prepara sus discursos?... Para aquellos hombres fué una sorpresa y casi una decepción el hallazgo inaudito de que Vi­viani hacía preceder el pensamiento a la palabra, y meditaba an­tes lo que iba a decir. Envenenados de literatura romántica, juz­gaban que aquello era poco genial. Ellos hubieran querido que Viviani hablase sin preparación. La técnica, el estudio, la docu-

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mentación, eran, para ellos, actividades inferiores, propias de la mediocridad. Pero en el Parlamento—donde precisamente se ha­bían de decidir las grandes cuestiones pñblicas—había de prece­derse por chi.spazos, por improvisaciones, por genialidades. Qui­tar el riesgo y el azar de la improvisación en eí juego parlamenta­rio, es trampa, como embolar los toros en la plaza o poner la red bajo el trapecio del circo... Esto es lo que acabó pensando una generación que empezó por exigir que el poeta escribiese en pleno arrebato irracional, sin consultar nunca un diccionario, una pre­ceptiva o un modelo clásico.

Pero no sólo influyó esta sugestión literaria que voy estudian­do en el modo de tíacer la política, sino, más hondamente, en la entraña de la política misma. Si la literatura tuvo buena parte en el favor de esa forma política de improvisaciones y brillanteces que es el parlamentarismo, también tnvo su parte indudable en el favor, más hondo, de la democracia, que es, al fin y al cabo, en todos los campos, el imperio de la improvisación. La exaltación literaria de la inspiración sobre la técnica y el estudio, fué una buena base para esperar optimistamente que el panadero o el he­rrero pudieran tener—¿ por qué no ?— una inspiración política más certera que el estudioso o el técnico. Sin libros, sin retórica, sin cultura, se podía gozar la inspiración poética; justo era que se pudiera gozar también el voto. Y esto fué la democracia: el im­perio de la muchedumbre que se suponía inspirada, sobre los se­lectos de la técnica, el estudio o la preparación. Política de impro­visadores, de suplentes, de esquiroles, sin título profesional. Toda democracia tiene, por eso, balbuceos y sonsonete de teatro de afi­cionados.

Y no sólo nos suministró la literatura una confianza irracional en las posibilidades naturales de los hombres, sobre toda prepa­ración o técnica, sino que hasta llegó a acentuar absurdamente su preferencia y su mimo hacia ios más indocumentados, creyendo que había como una cierta relación inversa entre inspiración y estudio, de tal modo que éste marchitaba la lozanía de aquélla. Hubo así un cierto ruralismo literario, que se tradujo en plebe-yismo político. Hubo unos días en que estuvo de moda el poeta montaraz y rústico, que componía sus versos sin más documenta­ción qují los campos y el cielo. Esto enterneció a la democracia, y la afianzó en su rosada creencia de que puesto que cualquier pas-

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tor puede hacer versos, también puede hacer política. Mentira pura. Jamás un pastor ha acertado dpi todo con un buen verso, ni jamás muchos pastores reunidos acertaron con un buen gobierno. Todos esos tópicos democráticos de la sabiduría del pueblo o ed instinto certero de la masa, no son más que generalizaciones abu­sivas de ese primer tópico literario del pastor con inspiración y genialidad. Pero repito que todo ello es pura mentira. Cuando al­gún poeta pastor parece triunfar, resulta siempre, al cabo, que lleva en la zamarra un libro en vez de un queso. Uno hubo—Cha­mizo—que conmovió a los críticos porque era tinajero, bello oficio bíblico y patriarcal. Pero luego creo que resultó que, además de tinajero era abogado del Estado.

Sólo que la democracia es sencilla y crédulla, como el romanti­cismo. Cree en los milagros de las musas. Una escritora ilustre se enternecía todavía hace poco contándonos la visita que le hizo el poeta-pastor, rudo y genial. Se llenó su escritorio—decía con ingenua ufanía—de recio olor de hato y de majada... Y así, em­pezando por estas literarias exaltaciones de la peste, se acabó aplebeyando, de este modo, la política.

• • *

Estas son algunas de las proyecciones de la literatura román­tica (tomando esta denominación en amplísimo sentido que abar­que hasta sus últimas derivaciones), sobre la política liberal.

Afortunadamente, parece que se acentúa una reacción literaria y ello nos hace esperar que, por el mismo rodeo y camino, por el mismo mecanismo de proyecciones y generalizaciones, llegaremo.% a una reacción política.

Primeramente, los modernos estudios sobre el fenómeno poé­tico (Paul Valery, Henri Bremond) empiezan a e.sclarecer, lim-piándodo de exageraciones enfáticas, el discutido problema de la ^»spiración y la técnica. Ya no es cierto para nadie aquello que decía Anatole France: dos artistas crean, como las mujeres em­barazadas, sin saber cómo. Praxísteles hizo sus Venus, como la madre de Aspasia hizo su Aspasia: de la manera más natural y estúpida». No; ni en poesía, ni en política, ni en ninguna otra tosa, puede hacerse nada que merezca la pena de una manera es-

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tupida y tiatural. El fenómeno de la inspiración—antes embozado en la niebla de mil palabras excesivas; la Musa, el Genio, la Lo­cura—ha quedado ya filosóficamente comprendido y estudiado, como una forma clarísima de intuición, perfectamente clasificada ya por Santo Tomás que la distingue de la inspiración sobrena­tural (Sum. Teol, T. II . q. 68, art. 1 y 2). Esta inspiración hu­mana—dice Jacques Maritain—se buscará en vano en las penum­bras del sueño abandonado e inconsciente, porque se encuentra al extremo de la vigilancia y la atención. No supone, por lo tanto, abandono del mecanismo racional y discursivo, sino, al contra­rio, fina acentuación del mismo. No son los elementos intuitivos —explica Valery—los que dan valor a la obra, sino al contrario la obra—que es trabajo, estudio y técnica—la que da valor al ele­mento intuitivo, que, sin pila, que Je da cuerpo y perfil, sería lla­marada estéril y pasajera

Conocido de este modo el verdadero mecanismo de toda crea» ción (literaria o política) y jerarquizados ya debidamente y sin exageraciones esos valores de inspiración y técnica, justo es que, olvidando las frivolas opiniones de ayer, volvamos a relegar toda improvisación al humilde concepto clásico: «juego de ingenio en el cual el azar, décima musa, reemplaza a las nueve hermanas».

Limpiemos nuestra pdítica, como nuestras letras, de esos jue­gos de ingenio. El improvisador literario o político deberá otra vez ser emparejado, como lo emparejaba Marcial con «el bufón que cambia fósforos por pedazos de vidrio y se traga manojos de víboras». Nada de escamoteos y prestidigita'ciones: estudio, ri­gor, precisión, en todo. En la cuartilla o en la vida hay que la­mer otra vez virgilianamente, una y mil veces, nuestra obra «como la osa a sus cachorros».

Un alegre renacimiento clásico tiene que ser el vestíbulo de una nueva política, corregida de planta y de estiío. El romanticismo que endiosa al sentimiento, separa; el clasicismo que endiosa a la idea, une. Porque una efusión puede sentirse de mil modos dis­tintos, pero una idea sólo de un modo puede pensarse. Por eso el romanticismo da frutos de anarquía, y el clasicismo de unidad. Por eso sólo sobre este último puede cimentarse una política con ambiciones de orden y de perduración.

Mnchos síntomas, afortunadamente, parecen acusar un rena­cimiento clásico en las letras, que conforta y abre la esperanza.

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PERFUMES DB LA NUEVA BAKBA&IE 1^1

Volar, s í ; pero—como dice Gerardo Diego—bien calculado el peso, el motor y la esencia para no perderse como una nube, a la deri­va. Esa es la nueva consigna. Los poetas, a volar, pero dentro de una estrofa. I^os filósofos a volar, pero dentro de una fórmula... España, a volar; })ero dentro de una disciplina.

¿Será así?... Ya es bastante que, al menos los poetas y los escritores, quieran que así sea. Porque hasta ahora, por encima de todo, nuestra política estuvo, como una niña romántica, en­ferma de mala literatura.

JOSÉ M . ' P E M A N

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Ilicitud científica de la esterilización e u é é n i c a

I

LA mejora de las razas humanas, finalidad de la eugénica o eugenesia, suma los sufragios de muy diversas ideologías. La aplicación de utópicos principios eugénicos, con merma

de los más sagrados derechos morales y físicos, repugna a los es­píritus no endurecidos por un bárbaro racionalismo. La Ciencia jamás puede contradecir al Derecho Natural, y, en realidad, no existe pugna cuando se meditan detenidamente los resultados de la experimentaciÓTi científica. Sacrificar unos hombres en benefi­cio de otros hombres, constituye un principio farisaico inadmisible en los pueblos civilizados.

La esterilización de hs idiotas, imbéciles y débiles mentales, autorízala en Norteamérica una ley constitucional—del Estado de Michigan—por tratarse de una medida de policía convenieftle y razonable, justificada por los progresos de la ciencia, y benefi­ciosa a la vez para el interesado y la sociedad. Una medida eugé­nica de esta naturaleza, fundamentada en principios muy discu­tibles, puede seducir a pseudointelectuales afanosos de notoriedad, que encuentran propincua ocasión para ilustrarnos con ajadas no­vedades que deslumhren a las gentes. La privación de la pater­nidad no puede autorizarse, aunque se trate de locos y crimina-íes, sin que existan sólidas razones morales y científicas que la justifiquen, en beneficio del interesado y de la colectividad.

Interesados amplios sectores norteamericanos en la divulga­ción de la ley de esterilización, se ha hecho enorme propaganda

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BST8RII.IZACIÓN SüGÍmCA' 143

en todo el mundo por sesudos y brillantes escritores. Pretéxtase que la esterilización eugénica evitará el desarrollo progresivo de las enfermedades degenerativas hereditarias, la decadencia psíqui­ca de las razas. Así se disculpa un atentado de lesa humanidad.

Nos hallamos actualmente los hispanos en el acmé dg una fie­bre legislativa, momento que consideramos oportuno para estu­diar la esterilización legal en todos sus aspectos, especialmente en el científico, y formar opinión sobre su licitud y beneficios que puede reportar a nuestra raza.

En 1927 aparece una obra del sacerdote católico doctor Ma-ver, que levanta extraordinario revuelo, por defender que la Igle­sia católica nada opong a la esterilización de determinados psi­cópatas. La ocasión aprovéchala el Dr, Lafora para extenderse en tres artículos—^publicados en un diario político—sobre los be­neficios sociales de la esterilización de los dementes. Las ideas de nuestro ilustre amigo están tomadas, según indica, de un li­bro de Gosoey, autor partidario de la esterilización eugénica y encargado de su propaganda, por lo cual enfoca la cuestión a tra­vés de una de sus facetas, y sin hacerse cargo de las graves ob­jeciones que merece el método.

Es nuestro propósito volver sobre la cuestión planteada, pero examinaremos el problema imparcialmente, sin deformarlo, ni sentar otras conclusiones que las que se deduzcan de los hechos. Pero hemos de extremar los argumentos contra una medida repul­siva a nuestros sentimientos y pensamientos.

El publicista católico antes citado, parte del supuesto de que la Iglesia romana ha permitido tácitamente la práctica de la cas­tración, y por ello no se opondría tampoco a la esterilización eugé­nica si se demostrase su bondad como acción y estuviera dirigida a un buen fin. La prensa católica romana, suiza y norteamerica-*ia, refutó inmediatamente (antes de la publicación de los artícu­los de Lafora), la doctrina del doctor Mayer, en trabajos suscritos por verdaderas autoridades, entre otras, el Profesor Jonh A. Ryan, de la Universidad Católica de Washington,

Por otra parte, la Iglesia católica ha definido oficialmente su actitud en la reciente Encíclica sobre el matrimonio cristiano, do­cumento continente de sana doctrina moral sobre la licitud de la estenhzación eugéaica. Consígnase expresamente que los magis­trados públicos carecen de potestad directa sobre los miembros de

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^** ACCIÓN BSPAfiOLA

SUS subditos. No puede lesionarse h integridad corporal, porque el juicio humano nunca debe castigar a nadie sin culpa, con pena de latigazos de modo que muera ; o mutilarle o golpearle, según enseña Santo Tomás de Aquino. Muy oportuna esta cita de la Encíclica, por basarse Mayor también en la autoridad del santo para defender la esterilización desde el punto de vista católico. El Papa actual califica de atentados contra la vida las medidas eugé-nicas basadas en meras conjeturas sobre la transmisión heredita­ria de enfermedades o tendencias morbosas.

La castración eugénica tiene sus antecedentes en la historia. La reina Semíramis dispuso que se castrase en Babilonia a to­dos los hombres débiles y lacerados, para evitar una descendencia ruin. La castración penal se practicaba en Atenas y Roma a los adúlteros, pena usada también por los hunos y los antiguos es­pañoles. La emasculación era un castigo aplicado en Bizancio a los traidores políticos. La esterilización terapéutica se propuso por el médico alemán Kochs (1878), en ciertas enfermedades que un embarazo podía hacer mortales, medida que en su tiempo levantó vivas protestas.

La ley de esterilización norteamericana nace más de un pre­juicio racial que de razones eugénicas. El prejuicio contra la raza negra ya se manifiesta en una ley votada en 1855 por el Estado de Cansas, ley que castiga con la castración a los negros .v mula­tos que abusan o fuerzan a mujer blanca. Deformada la finalidad de la ley de esterilización, constituye, en realidad, un arma con­tra la raza negra, y una medida de defensa contra las uniones en­tre blancos y negros, vistas con tanta hostilidad en la sociedad estadounidense.

Al desarrollarse la aplicación de la ley de esterilización, se promulga con varias finalidades, que, en esencia, son las siguien­tes : Como medida terapéutica para prevenir o curar determina­das enfermedades : como pena contra los delitos sexuales ; como medida económica para disminuir los gastos que los idiotas y de­mentes ocasionan a la Beneficencia pública ; y, por último, como medida eugénica tendente a impedir la degeneración de las razas.

La esterilizcfci&ir terapéutica practícase actualmente contra las neurosis y perversiones sexuales; para impedir la explosión de locuras puerperales en las mujeres predispuestas ; y en la tubercu-

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ESTBRltlZACIÓN BUGÍNICA 1*5

losis y Otras graves enfermedades orgánicas que ponen en peligro a la mujer durante los embarazos.

Hemos de objetar que los efectos de la esterilización terapéutica son muy precarios, incluso en los casos de hipersexualidad psicopá­tica. Así lo dicen los autores que han estudiado los efectos de la es­terilización sobre el instinto sexual propiamente dicho, y han podido observar que la influencia de la operación esterilizante no se se­ñala apenas, y que no existe diferencia entre la sexualidad de operados y no operados. Un autor ha observado, durante un lap­so de tiempo de uno a diez años, los efectos de la esterilización sobre la sexualidad de 108 psicópatas sexuales. Únicamente ocho individuos beneficiaron de la esterilización terapéutica, mientras que veintidós se agravaron, y setenta y ocho no experimentaron cambio alguno en su comportamiento genésico. Todavía potlría-mos aportar más estadísticas demostrativas de la escasa influen­cia que en hombres y mujeres tiene la esterilización sobre el ape­tito sexual.

El fracaso de la esterilización terapéutica contra la hiperse­xualidad podíamos preverlo al conocer el poco éxito de las re-glandulaciones practicadas en homosexuales, para corregir la des­viación del apetito genésico. Ello demuesira que las perversiones del instinto sexual no tienen su origen en las ^hormonas genita­les, y si agregamos la inespecificidad de estas hormonas, recien­temente demostrada, tendremos un fuerte argumento contra la constitución intersexual y la homosexualidad constitucional. Jus­tificar una aberración sexual porque un individuo presente carac­teres somáticos sexuales secundarios del sexo opuesto no puede hacerse más que cuando se estudia superficialmente el asunto. Algunos de los investigadores que se han ocupado de esta cues­tión, han sido sugestionados por conclusiones apriorísticas de or­den biológico, sin tener en cuenta las raíces psicológicas de la se­xualidad. Todos conocemos personas con caracfteres somáticos iotersexuales, que cumplen perfectamente la función de su sexo primario. La moral individual es el mejor profiláctico contra las aberraciones del instinto.

Es absolutamente falso que la castración terapéutica pueda evi­tar definitivamente la explosión de episodios psicóticos agudos, y habría de investigarse si la esterilización no los favorece, en lugar de supnmirlos. Lo decimos fundados en nuestra experiencia per-

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sonal, que registra casos de demencia precoz consecutivos a la castración terapéutica por enfermedades genitales que la indican perfectamente. Y otro argumento contrario a la castración pre­ventiva de episodios psicóticos, le tenemos en los intentos de tras­plantación ovárica o testicular, practicados en dementes preco­ces por suponer que la enfermedad tiene como causa Ja insufi­ciencia genital.

La presentación reiterada de episodios agudos de enfermedad mental en los embarazos y puerperios, parece justificar la este­rilización ; pero la justificación es sólo aparente y fundamentada en una visión imperfecta de los hechos. Trátase, generalmente, de esquizofrénicas y circulares expuestas a recidivas por muy varia­das causas. Nada quiere decir a favor de la esterilización que el episodio mental patológico se reproduzca regularmente, con o después de cada embarazo. Casi todas estas mujeres ya habiaii padecido anteriormente síntomas más o menos larvados de en­fermedad mental, y es un hecho muy conocido que la simple he­morragia catamenial basta, en no pocos casos, para acentuar los síntomas mentales patológicos. Más frecuentes son las psicosis de la menopausia, y ello sustrae estas enfermas a la esterilización, pues el peligro no dimana esencialmente del embarazo. Y aunque el último fuera una causa predisponente, las alienaciones puerpe­rales simples suelen tener buen pronóstico. Respecto al peligro de transmisión hereditaria de la enfermedad mental de la madre, es asunto del que hemos de ocuparnos extensamente.

La agravación de la tuberculosis, de las cardiopatías, de la diabetes y de otras enfermedades generales durante el embarazo, es un hecho innegable. Existe un aforismo clásico en medicina : la cardíaca o tuberculosa no debe casarse si es soltera ; no debe concebir si es casada; y si se hace embarazada, el embarazo no debe llegar a término. Salvar y defender la vida de la madre a todo trance, es misión del médico; pero tan sagrada es la vida de Ja madre como la del hijo, y el médico no puede atentar contra la última. Este principio se sienta en la Encíclica antes citada, y sirva de norma a los médicos católicos, que *se manifestarían muy indignos del nombre y alabanza de médicos todos los que, mir.i-dos por falta de misericordia o por alarde de curar, atentaran A la vida de cada uno de ellos (de la madre o del hijo)i. Sale, sin embargo, de nuestro propósito discutir la necesidad y Jas indi-

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BSTBRU.IZACIÓN BUOÍNICA 147

caciones del aborto provocado. Será suficiente con sentar el prin­cipio de que habremos de abstenernos en absoluto mientras dis­pongamos de algún recurso para salvar la vida de la madre, y este recurso no falta en la inmensa mayoría de los casos. Bn los excepcionales, cada cual obrará en conformidad con su concien­cia ; la Iglesia católica ha definido su doctrina. La profilaxis del embarazo en los casos de grave enfermedad, no ha de buscarse en «1 campo de la ciencia, sino en las medidas de protección social. El certificado prenupcial puede evitar y evita muchas catástrofes familiares. La verdadera eugénica reside en apartar del matri­monio a los que no pueden cumplir sus fines.

La esterilización económica tiene sus partidarios. £1 enfet-mo es un parásito de la sociedad, dice Nietzsche, el superhombre paralítico general. Hay que exterminar al enfermo crónico, por­que gasta y no produce, sano principio de economía racionalista, que repugna a los más nobles sentimientos de la naturaleza hu­mana.

Adúcese en pro de la esterilización económica los grandes dis­pendios que una sola familia de degenerados y criminales puede ocasionar a la colectividad. Pero también hay que esterilizar a los procreadores incapaces de subvenir con sus propios medios a las necesidades de la prole. La miseria constituye una indicación de la esterilización, Y esto se escribe en países cuya cultura suele encomiarse. Prívase al hombre de la alegría de verse reproduci­do a pretexto de que el dinero despilfarrado en mantener invá­lidos y miserables podría emplearse con mayor provecho de los sanos.

Se dice que es necesaria la esterilización de los deficientes men­tales, porque el déficit psíquico coloca a los padres en condicio­nes de inferioridad para subvenir a las necesidades materiales de los hijos, les inhabilita para proporcionarles la necesaria educa­ción. Dícese también que la debilidad mental suele ser compañera inseparable del alcoholismo, de la sífilis y que acarrea numerosa descendencia, y con ello aumentan Jas dificultades para criar la progenie y proporcionarla medios de vida.

El aspecto del interesante problema social que acabamos de «nunciar, cambia, según el punto de vista desde que se le cousi-^J^^\ ^*''* °*>s puede ser signo de alta espiritualidad la raciona­lización de la vida sexual y la limitación voluntaria de los hijos.

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Los moralistas y estadistas pronúncianse en sentido opuesto. £1 fomento de la natalidad ha constituido siempre la preocupación de los gobernantes de los países cultos.

Por eso es de lamentar que nada menos que el presidente de la Academia Nacional de Medicina, y profesor de Obstetricia de la Universidad Central, autoridad científica reconocida, haya incurri­do, no ha mucho tiempo, en el error de predicar en la tCasa del Pueblo» madrileña la limitación de la natalidad. Según los extractos de la prensa diaria, sostuvo el ilustre tocólogo la tesis de que no deben tenerse más hijos que aquellos que puedan mantenerse. In­culcando en las masas incultas ideas de tal cariz, se realiza una obra negativa y destructora, con perjuicio de los altos intereses del Estado y de la sociedad.

Mucho dudamos de que tan alta autoridad oficial haya defen* dido tan impertinente postulado, y creemos que la Prensa no ha recogido fielmente sus ideas. Claro está que el profesor tiene-ne razón, consideradas las cosas desde el punto de vista de los bajos intereses materiales iitdividuales; pero cuando se tiene un concepto más elevado de los intereses sociales y no se atienden móviles egoístas, la doctrina de la limitación de la natalidad se derrumba estrepitosamente, al faltarle los cimientos ideológicos de una sana moral. Son muchas las personas inteligentes, de elevada espiritualidad, que ponen toda su ilusión en una familia nume­rosa, y que constreñidos a escasos recursos económicos, hacen toda suerte de sacrificios y fuerzan su trabajo para que nada ma­terial falte a sus hijos. En las postrimerías de la vida encuen­tran la recompensa en una serie de satisfacciones íntimas, incom­prensibles para quien no las haya sentido. Además, sería muy discutible la ventaja económica de la familia reducida.

También es susceptible de severas críticas la esterilización pe­nal como medida represiva y profiláctica de la criminalidad y de los delitos sexuales. Representa un retroceso al más brutal sal­vajismo, a los tiempos en que se cortaba la mano derecha del ladrón.

Hemos rechazado por inconvenientes e ilegítimas las esteri­lizaciones terapéutica, económica y penal, realmente no acepta­das umversalmente las dos últimas, y muy discutida la primera. Tócanos ahora exponer los antecedentes de la esterilización eugé^ nú» de los psicópatas, candente cuestión que procupa en los Es*

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ssTBRiuzAciÓN nuoimcA. H9

tados europeos, a favor de la cual surgen esporádicamente pala­dines, que tampoco han faltado en nuestro país, con muy escaso ¿xito por cierto. Sobre el problema hay que formar un juicio serio y bien fundamentado, y para ello nada mejor que una revisión de las vicisitudes porque ha pasado la ley de esterilización, desde su proposición basta la fecha.

El Estado de Michigan vota el año 1897 una ley de esteriliza­ción eugénica y represiva, tendente a la privación de la paterni­dad a los imbéciles y criminales reincidentes. La ley de esterili­zación conviértela el Estado de California en terapéutica y re­presiva, y en el texto de 1909 prescribe la esterilización de los criminales que han cometido delitos de violación, y la de los con­denados a cadena perpetua que manifiesten depravación moral o sexual. El mismo afio aprueba el Parlamento de W&sbington una ley represiva tan cruel, que es suficiente con la simple decisión del tribunal que dicta la sentencia para que se pueda esterilizar a los criminales habituales y a los autores de atentados al pudor. Se previene en dicha ley que serán esterilizados de una manera segura y humana, los idiotas, psicópatas, epilépticos, criminales reincidentes, degenerados morales y perversos sexuales hospita­lizados o recluidos en los establecimientos estatales, cuya cura­ción sea improbable o indeseable.

La ley de esterilización ac^>tase sucesivamente, hasta por veintitrés Estados norteamericanos, no sin ser revocada algunas veces, ni sin sufrir reiterados aplazamientos su aplicación. Unas veces impide la promulgación de la ley el veto de los gobernado­res ; en otros casos, la declara anticonstitucional el Tribunal Su­premo de la Confederación, «por no comprender más que a una categoría de ciudadanos». Con tanta resistencia se ha aceptado la ley de esterilización en los Estados Unidos, que ha sido condena­da siete veces, refundida tres veces, apdada en diez Estados, re­fundida tres veces, y en otros tantos Estados ha caído en deraso, además de haberse revocado una vez.

Sin embargo, las lucubraciones eugénicas han sido llevadas a la práctica, y según la comunicación oficial al Congreso Interna­cional Bugénico, celebrado en Munioh til afio 1928, muy cerca de nueve mil aeres humanos se han visto privados, por decisión ofi­cial, de la facultad de procrear hijos. El número ma3ror de este-rilicaciones se ha practicado en el Estado de California: 3.282

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hombres y 2.588 mujeres. En los Estados de Idaho y South I)a-kota, la ley no ha tenido trascendencia práctica, por no haberse efectuado una sola esterilización. En el Estado de Virginia, sola­mente se han esterilizado cinco mujeres. Exceptuado el Estado de California, 'la aplicación de la ley de esterilización se ha prac­ticado parcamente. Pero los peligros dimanados de la ley de este­rilización no residen en el número de esterilizaciones oficiales, sino en que autoriza y fomenta las esterilizaciones voluntarias, bajo la responsabilidad personal de los médicos, esterilizaciones cuyo nú­mero es incalculable. Trátase de esterilizaciones hechas principal­mente por indicación terapéutica, pues los americanos prefieren aconsejar y practicar una esterilización antes que provocar ua aborto.

La psicología peculiar de los uorteamericanos, o mejor dicho, el materialismo triunfante en una sociedad de formación moral imperfecta, nos explica el rápido desenvolvimiento de la ley de es­terilización eugénica, que si unas veces busca el mejoramiento de

, la raza, otras se aplica como castigo, sin faltar Estados en que se introduce como medida de economía. Que la ley se aplique mode­radamente en los centros oficiales no le resta importancia social, pues al legalizar la esterilización voluntaria, incrementa el neo-malthusianismo, con perjuicio de la natalidad. Si la noción de re­presión ha sido cüiminada ulteriormente en cuatro Estados, hemos de ver en ello una maniobra farisaica, pues se ha sustituido por la de cprotección a la sociedad», al carecerse de una base sólida en que apoyar la heredabilidad de la criminalidad, especialmente de la criminalidad sexual.

Contraría la ley de esterilización a los principios biológicos, dudosos los legisladores de su Ilicitud dentro del Derecho natural, necesariamente varían las motivaciones de la ley en los distintos Estados, y once la fundamfMitan en consideraciones eugénicas y te­rapéuticas, seis aceptan exclusivamente la esterilización eugénica, y dos admiten, además, la esterilización penal. En siete Estados es obligatoria la esterilización: cinco Estados no admiten otra este­rilización que la voluntaria (a cambio de la salida del presidio o del manicomio), y en siete Estados la esterilización es obligatoria o voluntaria, según los casos.

Argiuneatan los norteamericanos a favor de la esterilización de los psicópatas con la heredabilidad de las enfermedades mentale»

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BSTtCSII,IZACn5N SVGÉmCA 151

y la posibilidad de devolver a la vida sociaA los desgraciados re­cluidos en cárceles y manicomios, cuando las únicas manifestacio­nes psicopáticas consisten en una hipersexualidad conducente a ex­cesos sexuales, que en los hombres son motivo de delito y en la mujer de entregas inconscientes. De las últimas estarían principal­mente expuestas al riesgo de un embarazo deshonroso las inferio­res mentales y alienadas en fase de manía o de excitación erótica. Algo hemos dicho de las ventajas negativas que puede reportar la esterilización en el último caso, y a nadie se le ocultan los graves inconvenientes del desenfreno sexual a que pueden entregarse hom­bres y mujeres esterilizados, sin peligro de engendrar hijos, pero con daño de la salud pública, porque ha de pensarse en la propaga­ción de las enfermedades venéreas.

En Europa hemos caminado muy lentamente y con cautela en la implantación de la ley de esterilización. La privación de pa­ternidad a las personas carentes de discernimiento está autorizada oficialmente hace muy poco tiempo en el cantón de Vaud, pequeña comarca suiza de cerca de 400.000 habitantes, y creemos que tam­bién en Finlandia. La implantación de la ley de esterilización suiza suscitó apasionados comentarios en la prensa nacional y extranje­ra, criticándose severamente tal medida.

La iniciativa le la esterilización parte en Europa de los psi­quiatras suizos, que en su reunión anual de 1905 acuerdan, por nna-aimidad, acoosejar la esterilización de los psicópatas graves, y sin llegarse a la promulgación de una ley, practícanse en el cantón de Zurioh algunas esterilizaciones con consentimiento de las autori­dades, si bien sólo en algunos internados en manicomios que se pres­taron voluntariamente a la operación. Los psiquíatras europeos pu­sieron inmediatamente el reparo de que no puede esterilizarse en contra de la voluntad del sujeto, ni forzándole la voluntad con el aliciente de un alta del manicomio. Asi se humaniza la ley norte­americana.

En los Estados alemanes no existe ley de esterilización, pero ha desaparecido de los códigos penales el castigo impuesto a la castra­ción, y no se pena la esterilización practicada con conocimiento del operado, a condición de que no represente un atentado a la moral. En Italia y en Francia se han practicado en mujeres numerosas es­terilizaciones y castraciones, pero siempre al mar gen de la ley y

/Con fines neomalthusianos más que eugénicos. Recuérdese el es-

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cándalo originado por un famosa obra de 2oJa {Fecwndidad), don­de se denunciaban 80.000 castraciones practicadas en París. Fran­cia opone a la esterilización eugénica oñcial una resistencia senti­mental muy de acuerdo con su elevada espiritualidad y cultura. Fr. Adam declárase adversario irreductible de la esterilización, principalmente porque incita a la depravación y perversión sexua­les. Los sujetos estériles, aptos para la cópula, se entregarán a to­dos los excesos y serán solicitados por compañeras que saben no corren riesgo alguno con ellos. En Austria, Hungría y Escocia se ha discutido la esterilización de los enfermos psíquicos graves, pero dentro de los círculos médicos, y sin haberse planteado el pro­blema ante los respectivos parlamentos. En España tenemos en­tendido que algunos tocólogos practican la ligadura de las trompas con fines no eugénicos, y convendría la aplicación del Código a los casos que se descubrieran, para evitar el peligro de una difusión del método.

Antes de promulgarse en Dinamarca la ley de esterilización, el Ministerio de Justicia encargó a una comisión de técnicos el estudio del proyecto de ley relativo a la esterilización de los psicópatas gra­ves. La ponencia propone la esterilización de los delincuentes, de atentados contra las buenas costumbres. La ley de esterilización afecta solamente a los internados en establecimientos públicos cuya procreación deba de ser impedida en bien de la humanidad.

En Suecia ha tiempo que se prohibió el matrimonio de los en­fermos psíquicos graves, pero como la ley no ha surtido los efectos apetecidos, se encargó en 1922 al Instituto Nacional de Biología la redacción de un informe sobre la conveniencia de la esterilización eugénica. Se parte de la noción de que ha llegaclo el momento de promulgar una ley concediendo, en ciertas drcunstfmcias, el de­recho de esterilizar a determinadas personas, y más p»rticular-mente aquéllas destinadas a procrear hijos incapaces de subvenir a sus necesidades. El informe sueco ha sido redactado por eminentes profesores, pero no obstante la autoridad de las personas que le sus­criben, es refutable en muchos de sus puntos de vista, de los que liaremos breve mención.

Propúgnase la esterilización ante el gran número de inferiores iatdectuales o morales, inferioridades transmisibles hereditaría-mcBte. Dicen los técnicos suecos que la civilización moderna actúa en d aentído de degenerar las razas, peligro que todavía aumenta

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KSTBKIIIZACIÓN BÜOíbaCA tS3

por la (;ran fertilidad de los débiles mentales. B l pro^^reso de un

pueblo depende de que la mayoría de la población reciba sus dis­posiciones hereditarias de una gran masa de individuos sanos. Si hasta ahora se habían preocupado los Estados de aumentar la natalidad sin tener en cuenta la calidad, en lo sucesivo ha de pro­curarse el exclusivo incremento de las familias compuestas de in­dividuos sanos. De esta eugenesia constructiva y positiva han de esperarse resultados superiores a los proporcionados por métodos negativos y reprobables. Sin embargo, una amplia política eugé-nica ha de valerse de todos los medios posibles, tanto de la prohibi­ción de matrimonios entre personas taradas psiquicamente, como de su reclusión en establecimientos manicomiales. Pero la esteriliza­ción es el medio más seguro de impedir la procreación de indesea­bles. Constituye un derecho y un deber del Estado proteger, de la mejor manera posible, a las generaciones futuras contra el peligro que representa la procreación ilimitada de individuos degenerados. Por eso debe autorizarse la esterilización de los tarados psíquicos, regulada tal esterilización mediante prescripciones legales. Jamás se procederá a la esterilización por consideraciones de orden eco­nómico o de comodidad, y menos todavía tendrá el carácter de una represión, de un castigo. No se propone una esterilización obliga­toria, sino una autorización para esterilizar y ser esterilizado.

El documentado informe de la comisión sueca representa un estudio fundamental de la cuestión, un progreso evidente sobre las leyes norteamericanas, y reflexionando sobre su contenido resulta más bien un alegato contra la esterilización eugénica, aunque sus autores hayan pretendido justificarla en ciertos casos. En efecto, proponen los técnicos suecos la práctica de la esterilización en todos los casos donde fundamentados en los conocimientos científicos ac­tuales haya de temerse una descendencia inútil socialmente. La inu­tilidad social de un ser es imposible pronosticarla antes de su naci­miento, y tanto más cuanto que las leyes de la herencia no están definitivamente establecidas y fallan algunas veces las conocidu. En esta misma opinión coinciden los técnicos suecos, pues observan que es difícil y a veces imposible, afirmar el carácter hereditaria de ciertas taras psíquicas, y que tanto la epilepsia como la imbe­cilidad y la sordomudez puede ser la consecuencia de una infección intrauterina o infantil. Es decir, congénitas y no adquiridas.

Vemos, pues, que la esterilización de los psíquicos patoHógi-

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154 ACCIÓN BSPAfiOLA

eos no puede legitimarse con las leyes de la herencia. Para imponer la esterilización legal de I09 anormales psíquicos necesitábamos probar rotundamente que la medida impide con seguridad la dege­neración mental de las razas y que resultará eficaz para disminuir el número de los enfermos mentales en las generaciones futuras. Antes de promulgar una ley que afecta a la dignidad humana se requiere el firme convencimiento de la exactitud de las leyes de la herencia,' y también que la esterilización de las personas con graves síntomas de deficiencia mental, o que padezcan trastornos psíqui­cos patológicos, resulta, en primer término, beneficiosa para ellos, y en segundo lugar para la raza. Lo que nos dice la ontogenia so­bre estos beneficios será objeto del próximo trabajo.

DR. V A L L E J O N A J E R A

{Continuará.)

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£1 fracaso de las Reformas Agrarias

II

¿Qué podemos concluir de esta larga cita de Severim de Paria, extraída de una obra fechada en 1655?

Desde el punto de vista de la interpretación histórica, regístrase la interesante afirmación de que la repoblación de la x>arte del Rei­no, denominada el Alentejo, se debió a los Reyes y a la Nobleza civil y eclesiástica, dividiendo las tierras mediante el convenio de censos, y que quedó esta provincia menos poblada, por ser la última con-quistada.

De esta afirmación, es un poco contradictoria esta otra de enu' merar entre las causas del despoblamiento meridional la división de la tierra en grandes heredades, o el estar en la posesión de ttrrtn-datarios que no pueden dar licencia de repoblación, la codicia del que quiere juntar muchas heredades, sin caudal para su cultivo, que se hace entonces en bai4>echos demasiado largos.

Aquí aparece el prejuicio, que no es un prejuicio de escuela, sino antes bien, un desvío casi natural de observación, de considerar al latifundio como causa cuando se le debiera considerar como efecto de las causas anteriores que el propio autor señala.

La codicia de la acumulación de heredades es una tendencia na­tural y humana, es la lógica prolongación del instinto de la propie­dad ¡ esa codicia va teniendo mateen i>ara hacerse efectiva a medi­da que «1 condicionalismo económico va tomando viables forma» cada vez más vastas de apropiación; el régimen de barbecho, se acor­ta o se alarga, no en la medida del capital del propietario, si no en la del capital social existente; porque no teniéndolo el propiletario, puede pedirlo; y ñ no lo pide, más temprano o más tarde se verá cbhgado a vender su tierra a quien la valorice. Además, quien com-pia una nueva finca, dispone de capital para eso; y si era libre de emplearlo en la valorización de las propiedades que ya poseía, es por­que en esto iba a enootttrar lacro menor, deíbido a laa oondidones generales.

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No consideremos, pues, el latifundio y la codicia del latifundio más que como formas extremas que, por caiusas que le son ante­riores, toma en excepcionales condiciones el instinto de la propie­dad, con todo su carácter natural y humano.

La referencia al inconveniente de la posesión de renta para la repoblación, es justa.

La propiedad es naturalmente fomentadora y repobladora; pero cuando está ejercida de hecho, y no apenas de derecho; el absen­tismo sí que fué y es el gran mal.

Por otra parte, Severim de Paria propone como remedio una ley agraria que cabe en dos líneas: nCada uno puede hacer nuevas repoblaciones en sus tierras con alguna jurisdicción o privilegio honroso.» En su simplicidad y en su acierto, este proyecto nos ira-presiona a nosotros, hijos de la complejidad y del desvarío de los tiempos modernos. ¡ Qué fácil acción, demostrando la fácil cosa que era la repoiblación y cómo no le era fundamentalmente hostil la or­ganización agraria! I Y cómo ese proyecto de colonización, en vez de ir contra el derecho de propiedad, lo aprovechaba en su función espontánea de valorización del suelo y hasta lo sublimaba, lo im­primía carácter, incrementando su calificación pública y moral 1

Con estos privil^os, con este «entido moral de la propiedad no «e sienten compatibles muchos espíritus modernos; pero la ver­dad es que todos esos principios fueron ahora sustituidos ;>or la tiranía absorbente del Estado, que destruye con su presión todas las creaciones de la sociedad y hasta la propiedad, primero en su «eficiencia moral y, por fin, en su mecanismo económico.

El proyecto Ezequiel de Campos se aleja considerablemente, pues, de lo que pueda haber de tradición en las opiniones agrarias de Severim de Paria; le acepta ¡el punto de vista, erróneo, de la ignn propiedad considerada como' causa del mal agrario, punto de •ista por él expresado de otro modo, casi incidentalmente, y com­binado con otros aspectos que mucho corrigen su exclusividad; x •parta a un lado el fondo de su pensamiento, que es la orientación tradicional de la colonización, basada en la institución de la pro­piedad y confiando más que en nada en los procedimientos suaso-TÍOS « indirectos.

* » •

Según la exponcite que vamos siguiendo, Soares Pi»nco, en 180á, en su Diccionario de Agricultura, decía después de explicar Ja 4espoblacióa del Sur: «Colonias establecidas en la parte meri-4ioaal del Tajo, parte la más despoblada que tenemos, y «un en el Sw del Alentejo, serían «1 más r^do remedio a la {alta de pob]*> ^«>*»^wp<a»e que ae decrete la prohibición de tomar heredades *de caballería», y que «cada propietario tuviese una sola facndad»

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BL FRACASO OS ÍAS XMPOXMA9 AOXA&IAS isr

y que fuese prohibido «que se tomaren heredades meramente par» pastos»; que se distribuyan los baldíos y se instalen aldeas.

Estos sumarios enunciados no deben representar para nosotros más de lo que valen, sugestión de puntos de vista, objetivos gené­ricos o parciales de que el autor no desenvolvió la aplicación en términos más que rudimentarios. Es siempre el defecto de tratar eS' tas cuestiones de lejos y superficialmente: providencias acei>tables a primera vista, pero que nada adelantan en resumen, porque no se demuestra la eficacia de los medios propuestos ni se asegura el que vengan acompañados de las condiciones de capital y otras que le garanticen el éxito.

¿Qué se hace de las propiedades por exceso de cada propieta­rio? Si aquel que pretende tomar heredades de caballería propone ana mayor renta, ¿no será ésta la señal de que su sistema de culti­vo se adapta mejor a las condiciones económicas presentes? Ata­quemos las causas y no hagamos responsables a los efectos. El lati­fundio inculto puede ser una expresión de atraso económico, no su causa. Adelantemos la labor, en medios y proceses de producción, y la propiedad se i>arcekrá por sí misma.

El propio mayorazgo, por lo que representaba de defensa con­tra la parcelación de la tierra, demuestra que este fenómeno ecO' nómico siempre tendió a ejercerse; si se ponían barreras artificia­les a la división, es que de hecho la propiedad no venía dentro de un vicio ingénito de mala organización agraria coetánea de la Mo­narquía y cultivada por la codicia de una clase que opusiera su in^ teres al interés común.

* m *

Antonio Hemiques de Sílveira, en las Memorias Económicas de la Academia, inesenta un proyecto agrario que, semejante al de S«-verim de Paria, le gana en desenvolvimiento y iustificación.

Atribuyendo, en parte, al antiguo reclutamiento en el Alentejo la despoblación de esta provincia, propone que la mitad de su tro­pa «e leve en la Beira. «En segundo lugar, ordenando Su Majestad h*cer poblaciones de veinte fuegos cada una, o permitiendo a lo» Particulares que las hagan en sus predios, concediendo a los fundan ^•f*» los señoríos de los mismos poblados en premio de su celo y de sus gastos I Deben estos particulares repartir (tierras entre k* moradores de aquéllos, dando a cada uno uiu franja de tierra que lleve treinta alqueires (li) de trigo en sembradura, una pequeña casa para su hálñtación, una yunta de bueyes o de vacas, dos arados, do» azadas, dos azad<aies, dos almocafres, dos guadañas, dos hoces de

(1) Medid* iBtlgM pottBgBMt de cipteldtd.

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«egar trigo, dos moyos de diferentes cereales para la subsistencia de los primeros dieciocho meses, y sean libres de pagar cosa algu­na eli los primeros dos años. Para el consumo de estas nequeñas poblaciones deiben quedar, al menos, parcelas de treinta alqufiíes cada una para pastos del ganado de la población y para proveerla de la leña necesaria para los hornos. El señorío debe cobrar de los nuevos colonos, pasados los primeros dos años, el octavo de todos los frutos que el terreno produzca, exceptuando el fruto de los ga­nados y animales, y además del octavo deben pagar por censo anual dos gallinas, y vendiendo el predio, laudemio de cuarentena.»

He aquí un plan qiue huele a tierra y tiene sabor agrícola y no burocrático o libresco, y está equilibrado y es prudente en su con­cepción. En estas breves líneas se ve sentido social, se ve la com­prensión de que un nuevo agregado social va a surgir, como nueva célula, en la savia fuerte del gran organismo social.

£1 colono aparece aquí objetivamente, armado de las herramien­tas de su oficio, amparado en el sistema administrativo de la eii-fiteusis, solidario del señor de la tierra por un vínculo que sólo el tiempo, suavemente, puede cortar, y que representa matemática­mente el medio menos oneroso de adquirir tierra, y al mismo tiem­po se esboza la solidaridad con su vecino de colonización y hasta esa solidaridad se objetiva en la común apropiación de un oequeño baldío de pasto y de lefia.

Este proceso de fomentar los poblados es el del estímulo, basa­do en la comprensión de toda la eficiencia de la institución de la propiedad y en el hábil empleo del gusto por la diferenciación, que caracteriza a los mortales. Así se explica Henriques da Silveira:

«Es bien sabido que para levantar una compañía de caballos son necesarios ocho mil cruzados; Su Majestad da patente de capitán a la persona que le hace este servicio. Esta honra que le .-oncede es personal y solamente dura lo que la vida del capitán, y no obs­tante su breve duración, son muchos los que se ofrecen jara obte­ner este costoso empleo. Cuando Su Majestad Fidelísima mandó re-dutar cinco compañías de caballería en el Reino del Algarve, se ofrecieron ciento cincuenta y cuatro opositores a ellas.» «Para fa­cilitar estas fundaciones (colonias) será conveniente que Su Majes­tad, que Dios guarde, conceda este señorío hereditario y dispensa­do en todos los casos de la Ley Mental, y permitir a los mayorazgos libertad para hacer estas poblaciones en las heredades pertenecien­tes a sus vínculos. Estos nuevos colonos merecen ser favorecidos, y para animarles será conveniente que Su Majestad les exima de todos los tributos por tiempo de diez años y que los hijos de estos primeros habitantes no sean alistados pera la milicia. Con estas pro­videncias tendremos el consuelo de ver crecer la labranza en la pro­vincia del Alentejo, y Su. Majestad tendrá en lo futuro mayor nú­mero de vasallos y de tributos para satisfacer los gastos del Es­tado.»

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SL FRACASO PK tAS XSBOXÍIAS AOMAXXAS 159

Esítos derroteros tienen un sentido más profundo del que un simple expediente de Gobierno, del que un proceso diplomático, XMira asegurar el objetivo de la ley. Brilla aquí una comprensión del sabor aristocrático de la gran propiedad; en vez de tratarla con invectivas, se reconoce el gran hecho social, y al reconocerlo se pre­tende, finalmente, restituirlo a su función originaría y a su defini­ción nacionalista y cristiana : no un mero disfrute, sino una aodóa social; no sólo an mecanismo económico, sino un vínculo moral; y no apenas un derecho subjetivo que se reserva en la inmovilidad, sino una activa función de garantía, de orden, de progreso, en la continuación del espíritu de la primitiva donación, en que, además de la propiedad lucrativa, se atribuía la obligación de administrar, de defender y de poblar, constituyendo el título de nobleza la con­trapartida estimulante de esos encargos.

Si la suprema obligación de la defensa había distraído de la fun­ción de poblar (y bien demostrado está cómo la guerra y la n; ve-gación agotaban la gente), en tiempo normal de paz a los Gobier­nos cumplía estimular a los propietarios en esa segunda, y no se­cundaria, función, en que el derecho de propiedad era no solamen­te respetado, sino elevado al carácter de honor nobiliario. Y de que el estímulo pudiera tener buen éxito, nos convencen las razones se­ñaladas por Henríques da Silveira y el ejemplo aducido de un fac­tor semejante no ya en la función de la repoblación, sino tn esa otra—tan afín y tan concurrente—de la defensa nacional.

« * *

El señor Ezequiel de Campos define la obra de Mousinho da Sil­veira como un «desmoronamiento del pasado hecho fulminantemen­te, que, sólo de un modo incompleto, libertó la tierra y el hombre de los tributos, ya que permaneció la misma distribución de la pro­piedad. Fué una política simplemente demoledora, j>orque los hom­bres que sucedieron en el gobierno, no continuaron la Reforma Agra­ria, sino que se cuidaron de devorar los bienes nacionales que las drogas y especierías de la India, del siglo XVT, y los diamantes y el oro del Brasil, del XVIII, habían permitido pasar intactos a tra­vés de tantas generaciones». «Los males orgánicos, radicales, de la Nación, siguieron lo mismo: el mismo desarreglo y desequilibrio en las profesiones, la misma desorganización del trabajo, la despropor­ción morbosa, anarquizante, entre el número de los individuos que se consagran a la producción, y el de los que viven de manera poco útil a la colectividad, burócratas, militares, abogados, políticos, mer­caderes, usureros... y la misma secular cuestión agraria.» «Entre­tanto, se iba realizando el festín a los hambrientos en las guerras de los empleos públicos, con la disipación de la Riqueza del Estado, para «aumentar el crédito nacional, los rendimientos públicos y el

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160 ACCIÓN BSPAftOJCA

comercio interior» (ingenuas mentiras de José da Silva Carvalho en en decreto del 7 de abril de 1834), y la liquidación de la mayor par­te de los bienes de los conventos, monasterios, hospicios y cualquiera casa religiosa de todas las Ordenes regulares, extinguidas por el decreto del 28 de mayo de 1834 (Joaquín Antonio de Aguiar). De la vorágine de los bienes de los conventos, capillas, encomiendas y demás propiedades de la Corona, de la Patriarcal, de las casas de las Reinas y del Infantado, de los campos y palacios; de las alhajas preciosas y riquísimos mobiliarios del expolio de la Nación, valuado en decenas de millares de cantos, no salió el menor mejoramiento agrario ni agrícola, por la distribución en parcelas de grande patri­monio, o por la mayor capacidad de cultivo de los nuevos propie­tarios; quedaron, solamente, los empréstitos ruinosos, las deudas insoportables, las ruinas, los desórdenes, los pronunciamientos, la desorganización continuada del trabajo, la transformación del co­munismo monástico y frailesco en comunismo burocrático, la con­versión de los conventos en cuarteles y secretarías, donde se refugió la genle superfina de la República, como Manuel Severim de Faria llamaba a los soldados.»

Terminada esta larga, pero necesaria, cita, no voy a hacer la crítica de la obra de Mousinho, labor que no cabe en las columnas de xm diario, exigiendo cuidado escrupuloso, sobre todo en mi caso personal, en que el respeto por su memoria se acrece con ciertas obligaciones de que es acreedor mío, en calidad de huésped. Como huésped, casi en efecto, le considero; porque en este mundo, que es bien pequeño, sucedió que Ija sepultura de Mousinho, por determi-aación suya, vino a abrirse en el poblado de Margem, entre gente que, cuando vivía, «se atrevió a mostrársele reconocido». Y por ello, el bello busto de mármol del sarcófago, desde en medio del atrio de la iglesuca, mira vagamente por cima del caserío el ondulado erial que yo he labrado antaño; y, casi, me parece sorprender en él una expresión interrogadora, como si me preguntase por los resultados de sus leyes. Me queda siempre un gran deseo de responderle, no a la ligera, sino compulsando, como es menester, las interminables es­tadísticas, los voluminosos librotes y, sobre todo, ese libro mayor, que son las realidades que sobreviven al corto trabajo del hombre.

Bien desearía darle una respuesta formal, aunque día no fuese la condenación de su obra de extranjerismo racionalista, sólo gran­diosa en la destrucción, porque, en fin de cuentas, siempre en Mou­sinho da Silveira podría reconocer amor al .pueblo, austero civismo y fidelidad lógica a las malas ideas en que todos creían, sin tener el valor de deducirlas.

Así, tengo que callar delante de su busto—que me da la vaga idea de su medio cuerpo, surgiendo de los escombros que le cir-ctmdan—, y me reservo La condena de los críticos, sacudiendo tris­temente la cabeza a las simples realidades que les confirman los jtii-tios. Realmente, sí reviviese Mousinho, juzgaría haber marchado al

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BI. FRACASO DE tAS RSfORUAS A6KASIAS ^61

revés del tiempo, tan rodeado se encontraba de mediovalismos, mu­chos de los cuales cort6 de raíz : impuesto ad valorem, resucitando con nombre latino los consumos municipales, tributos múltiples ve­jatorios, onerosos y atrabiliarios que excedían a los décimos, una quiebra de la moneda con periódicos balances parciales, y la tierraj que él libertó, después de haber premiado aventureros y alimentadc despilfarros, yaciendo por ahí vasta y pobre, entre dos servidum­bres : la de un régimen de inercia de producción, que acompañaba desde lejos las necesidades del abastecimiento público, y la de la tutela i)eligrosa de los reformistas y de los revolucionarios, que U querían llevar, contra la lección de Mousinho, a la aventura final de la liquidación...

Critica el señor Ezequiel de Campos al gran empresario de de­molición del liberalismo y a sus sucesores, considerando que no li­bertaron bastante la tierra y no completaron la obra destructiva, con la a su modo de ver providencia constructiva del parcelamiento de los terrenos desamortizados. Es oportuno señalar al señor Ezequiel de Campos el ejemplo de Mousinho, ya que a su obra la hubiera esperado un fracaso semejante, en la hipótesis felizmente no ocurri­da, de que el momento excepcional de una guerra civil en plena invasión de extranjerismo, la hubiese asegurado la misma larga apli­cación que debió a esas causas la revolución jurídica del liberalismo

Así como Mousinho vio erróneamente el bien público en la su­presión violenta de las relaciones sociales y de los vínculos jurídicos, que podían ser anacrónicos, abusivos o susceptibles de perfecciona­miento y, por tanto, debían tan solamente ser transformados, subs­tituidos o reintegrados a su espíritu social, viniendo al final a en­tregar la riqueza a ia tutela indefendible de la oligarquía anónima o del Estado omnipotente, así también Ezequiel de Campos se enga­ña dramáticamente, cuando pretende crear una nueva forma de pro­piedad socavando el principio fundamental de la institución, que es el abrir la tierra a la gente lejana, entregándola, primero, a la pose­sión parcelada y, por lo tanto, ferozmente exclusivista de la gente local, y operar una rápida, violenta y antieconómica división agraria que los hechos revocarían en pocos años inexorablemente, restitu­yendo la propiedad a la forma que estuviese en la naturaleza de las cosas, pagando la grey la formidable cuenta de los prejuicios.

* * *

Herculano y Oliveira Martins, con sus proyectos de valorización basados en el aforamiento, se enrolan por este lado en la verdadera tradición de la repoblación portuguesa, aplicándolos voluntaria o coercitivamente a la roturación de terrenos incultos en un sistema muy diferente del propuesto por el señor Ezequiel de Campos.

« * *

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El folleto de J. A. C. de Vasconcelos, titulado La Colonización del Alentejo, señala el fracaso de la reforma liberal con los impues­tos y las mayores rentas, que exceden de los décimos, y los capita­listas acaparando las heredades quitadas a las Ordenes religiosas y a los mayorazgos.

Constata la triple forma de la heredad alentejana : el erial, el en­cinar y la tierra kbrantía-pastoríl; defiende el desenvolvimiento de la pequeña propiedad en equilibrio con la grande, por la división de una parte del latifundio y su apropiación por colonos, con formación de poblados nuevos y fomento del arbolado en los eriales áridos, por medio de concesiones a empresas propias.

Es un proyecto sumario, al menos en la exposición que hace de él el señor Ezequiel de Campos, que no nos da indicaciones sobre la forma práctica de la realización de los objetivos que propone, y, prin­cipalmente, que no presenta la solución del magno problema : con­ciliar la inmigración y si acceso a la propiedad de la gente extraña con el derecho de preferencia de que se considerarían invertidos, en relación a la propia tierra sus anteriores habitantes. Esta dificultad puede tan sólo ser resuelta, lo estoy pensando, abandonando los gran­diosos proyectos de conolización gubernativa en grandes masas y recurriendo, con preferencia, a la repoblación espontánea, auxiliada por el Estado, principalmente ix>r el cumplimiento estricto de su fun­ción económica de fomentador y coordinador.

Este testimonio, que sólo conozco a través de la referencia ahora comentada, no interviene con gran peso en la discusión sobre la me­jor manera de operar la colonización, o mejor el aumento de pobla­ción y productividad del Sur, pues no da soluciones concretas ni se pronuncia sobre los métodos de aplicación.

Además de eso, podemos considerar este autor, a pesar de ser re­ciente, como el último de la serie de los que ventilaron este proble­ma, en condiciones que se modificaron por completo en la actua­lidad.

Dos factores, en efecto, intervienen posteriormente, alterando del todo el condicionalismo agrario del Sur: la ley de los cereales, y la técnica moderna de las nuevas máquinas, de los nuevos métodos y da los nuevos medios de fertilización.

El punto flaco de las teorías del señor Ezequiel de Campos es el de no tomar bastante en cuenta estos dos elementos en sus planes de reforma : a la ley de los cereales no le reconoce la acción en el pa­sado, ni el valor en el futuro; y en la técnica moderna parece no ver tampoco como comenzó ya a revivificar la práctica alentejana, que da en el Sur perspectivas de un progreso notable, aún dentro de los re­cursos actuales de repoblación. Es, sobre todo, paradójica esta últi­ma omisión en un «lutor tan penetrado de la cultura agronómica ame­ricana ; es extraño que a veces, en su apasionada preferencia por la colonización, razone como si aún viviesen los tiempos antiguos de nadímentaria «grícultura, en que el capital de cultivo (máquinas,

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BL PRACASO DB U S SKPOSJIA8 A0SAUA8 1 ^

abónos y animales), era más simple y menos cuantioso, y la clave de los progresos agrícolas estaba casi sólo en la fórmula primaria de colocar al hombre sobre la iierra.

* * «

Después de su recorrido por la historia de los hechos y de las doctrinas, el señor Ministro formula la tesis de que la cuestión agra­ria portuguesa, a que venimos refiriéndonos, ha sido encubierta y resuelta lamentablemente por la emigración.

Esta salida permitió verter el exceso de gente y saldar nuestra economía, sin embarazo fai revolución. Pero lo cierto sería, en con­tra de la opinión del señor Alfonso Costa, que ganaríamos mucho én desviar la emigración al Brasil y canalizarla hacia el Aleutejo; no es fácil calcular el beneficio que para Portugal representaría al conservar a sus emigrantes sobre el territorio en relación a los prove­chos de la emigración; pero es indiscutible que la colonización' del Sur nos daría pronto una verdadera superabundancia de cereales pa­ñi ficables y de todos los productos, mayor progreso en la industria, corrección del comunitarismo del Presupuesto y un exceso de po­blación, «más apta por la escuela del Alentejo para las empresas agrícolas de Ultramar».

Hay en esto, a mi modo de ver, la mala directiz de, habiendo pasado muy cerca del verdadero método y habiendo hecho alusión a él, no haberlo seguido como era menester para una conclusión per­tinente. Es necesario, cueste lo que cueste, calcular en números lo que puede ganar para sí y para la Nación un portugués en las tres condiciones de colono del Alentejo, de emigrante en Brasil y de roturador en nuestro Ultramar. A ese cálculo puramente econó­mico se iba a sumar el cómputo más sutil de las ventajas de las tres respectivas situaciones para la defensa de nuestra integridad terri­torial, para la garantía de nuestro orden interno, y para el prestigio de nuestro nombre y conservación y aumento de nuestra lengua y cultura.

En tanto que ese cálculo no se realiza y ya que el señor Ezequiel de Campos tomó posición en esta confusa materia, nuestra intitidón de buen sentido nos dice que la emigración brasileña es un hecho fundamental, espontáneo de nuestra condicionalidad demográfica y *o"al, y como tal hemos de reconocerlo con decisión, siendo la pri­mera tarea la de educar, preparar y orientar en el mejor sentido nacional esa gran masa emigratoria. De ella procuremos también, con gran empeño, desviar el máximo contingente hacia muestra colo­nización ultramarina, porque antes del Alentejo está esa parte inte­grante del territorio nacional, en que los peligros de la soberanía y Ja largueza de los recursos son mucho mayores. En cuanto al Alen-

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ÍM A C C I Ó M 8 9 P & Ñ O L A

tejo, no queramos aplicarle procesos de colonización africana, ex­propiando a su gente en favor de la gente del Norte, pero cuide­mos de su repoblación y valorización con un cariño inteligente, bien comprensivo de las condiciones históricas y naturales y del equi­librio de los derechos.

No comprendemos bien tampoco la afirmación de que el desvío de la emigración hacia el Alentejo corregiría la falta del Presupuesto (¿cómo, si no son los emigrantes quienes se sientan a la mesa del Erario?), y daría un exceso de gente para la colonización Ultra­marina. El actual emigrante, entonces, ¿no se fijaría del todo en el Sur ? ¿ Y sería el régimen de la pequeña propiedad, aún en el Alen-tejo, el que lo habilitaría para las agriculturas africanas? ¿O se iba a esperar para colonizar el África a los hijos además de los colonos ahora fijados?

El capítulo V de la exposición es un dilema : la. crisis financiera, económica, moral y política, ha de resolverse

con urgencia; para ello no llegarán a tiempo ni la reforma agrícola del Noroeste a que se opone su secular rutina, ni el desenvolvimien­to industrial imposible de suscitarse rápidamente, ni la espontánea modificación de la organización agraria y del sistema agrícola que no realiza el Sur. El único medio, excluidos los restantes, es, pues, extender e intensificar especialmente el cultivo de la zona árida, y fijar gente en el Sur, para de este modo obtener en poco tiempo una superabundancia de alimentos. Esto implica una dilatada Refonna Agraria, como lo evidenciaron los siglos de régimen tradicional, con la escasez agrícola inherente a la demarcación y' reparto del sue­lo patrio.

Ya manifestamos nuestra discordancia acerca del pretendido vicio originario de la constitución agraria del Sur. Y aquel dilema no es certero, porque la reforma agrícola del Noroeste se impone con urgencia, ya que, según el señor Ezequiel de Campos, el habitante de la región del Miño ix)dría coger, con menos fatiga que hoy, 50 por 100 más de lo que produce y una simple modificación de amelga-miento proporcionaría allí grandes aumentos. Y también el cultivo de secano, en lo que de él depende y no es perturbado por factores gubernativos y sociales, está desde la ley de los cereales en plena tendencia a bastarse a sf mismo y la valorización, conjugados el prin­cipio social del proteccionismo cerealista con el principio técnico de la máquina del abono y de la buena regla del cultivo.

El dilema del capítulo V cae, pues, por su base, y en vez de las evidencias que el señor Ezequiel de Campos alega, lo que brilla más claro es el consejo prudente de las realidades, sugiriéndonos el aban­dono de los planes de intervención ambiciosa y violenta y la acepta­ción de esta enseñanza tradicional: la organización agraria del Sur no fué viciada ingénitamente, esa misma organización se mostró i>er-íeccioiuible a través de la historia, aunque perturbada por crisis y •ccione» exteriores a ella, y que en Jos tiempos modernos afirmó, no

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Bt FRACASO DS JJíS UyOBHAS AO&AKXAA 165

sólo su tendencia -natural al desenvolvimiento, sino además su fecun­da docilidad al impulso excepcional de la ley de los cereales, a su admirable resistencia y adaptación a la agrofobia gubernativa de los últimos años. No hay aquf, propiamente, una cuestión agraria; hay, sí, varios problemas demográficos y el viejo problema agrícola del aumento y suficiencia de la producción alimenticia; y como la so­lución de este problema no depende tanto de la agricultura como de la aptitud fomentadora, y sobre todo no impeditiva del Estado, ignoramos si deberA llamarse mejor que problema agrícola, problema político.

Josa PEQUITO REBEI<0 {Continuará.)

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tmmsmmmmm.

LAS IDEAS Y LOS HECHOS

A c t u a l i d a d e s p a ñ o l a

EN un mismo día, 6 de diciembre, se pronunciaron dos con­ferencias : una de ellas acaparó los comentarios y los agasa­jos de la Prensa. La otra fué mirada con indiferencia y

apenas si mereció la atención de la critica. £1 autor de la primera fué D. José Ortega y Gasset; el de la otra, D. Indalecio Prieto.

No obstante ocurrir como decimos, el interés político gravitó sobre el discurso del, por entonces, ministro de Hacienda.

El Sr. Ortega y Gasset pronunció una conferencia más, en la que el brillante atavío, las galas de un ropaje recargado encubrían un cuerpo deforme y raquítico. El profesor acostumbra a compla­cerse en esos fuegos de bengala, en esas fantasías de imágenes y metáforas, en abrir ante sus públicos los surtidores de adjetivos y de frases precisas. Dijérase que va entusiasmado por la floresta del diccionario en busca de la palabra, con la ilusión del entomó­logo que anda a la caza de la mariposa, deslumbrado por el fasci­nante brillo de las alas.

Una vez en posesión del discurso completo, id apartando a un lado y otro en el tapiz de hierbas y florecillas, en busca de la vena de agtu que promete tan pintada floración; tratad de descubrir el pensamiento claro y coordinado, la fuerza espiritual que sos-tiiene y vivifica aquélla tiparíencia. ¡Qué desencanto!

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A C T U A L I D A D E S P A Ñ O L A 167

Este mismo D. José Ortega y Gasset, que ahora repugna el perfil de la República por triste y agrio, que hace pocos meses nos dijo que la República perdía gesto y se ofrecía peluda y des­greñada, es el que hace un año nos exaltaba en manifiestos, dis­cursos y artículos la grandeza de los tiempos hacia los que íba­mos ; el que vaticinaba las excelencias del nuevo régimen con una alegría que resultaba impropia de un hombre de sus estudios y de su talento.

Por ahora hace un año, el Sr. Ortega y Gasset garantizaba a las gentes que le escuchaban la implantación de un régimen trans­parente y limpio, la encumbración de España hasta la plena alti­tud de los tiempos, la entrada de nuestra nación a toda máquina en el tiempo nuevo que se preparaba en el planeta.

A los tres meses de República, el profesor gesticula disgus­tado. A los ocho meses pronuncia el discurso que comentamos y que pudiera denominarse de las lamentaciones. ,

El, como tantos otros, vio en las lejanías el temblor sugestivo del espejismo, y al avanzar se encontró desconsolado con la este­rilidad de las dunas. El Sr. Ortega y Gasset, al iniciar el viaje, parecía desconocer, cosa imperdonable en él, que penetraba por pa­rajes que ya muchos recorrieron y de los que volvieron rendidos y desilusionados. Por eso, lo que él encuentra paradójico y sor­prendente, para otros muchos era un axioma. Y lo que contempla con extrafieza era considerado como inevitable por cuantos refle­xionaron a tiempo que la incompetencia no puede dar la sabiduría, ni la confusión puede engendrar el orden, ni la tristeza puede ser el germen de la alegría.

El Sr. Ortega y Gasset ve a los españoles inclinados a la cha­bacanería ; flojas las mentes, el albedrío sin tensión ; observa que el balance de la República arroja pérdida ; que no se han sumado nuevos quilates al entusiasmo republicano, sino que por el contra­rio les han sido restados; que han bastado siete meses para que empiece a cundir por el país desazón y descontento; en suma, triteza. Que es preciso reclamar la nacionalización de la Re­pública, que la República cuente con todos y que todos se acojau a la República. Que ha resultado una República triste y agria cuyo perfil es preciso rectificar.

Para corregir y rectificar cuanto está pidiendo enmienda, eil Sr. Ortega y Oasset propone la formación de un gran partida

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nacional. Un nuevo partido, porque los males enumerados pro­vienen en parte principal de la actuación de los partidos que go­biernan, tergiversando el sentido de la revolución ; partidos que unas veces son grupos díscolos ejerciendo el chantaje o agrupa­ciones al servicio de unos programas envejecidos y sin substancia. El Sr. Ortega y Gasset desea un partido de gobierno frente a los otros que son de desgobierno, y nacional porque implícitamente se deduce del enunciado los otros son antinacionales.

¿Por qué programa se regirá este partido que planea el pro­fesor? Pretende agrupar a su alrededor capitalistas, intelectuales, productores y obreros, para trabajar—^son sus palabras—en la ple-nificación de España. La nación debe ser el punto de vista en el cual quede integrada la vida colectiva por encima de todos los in­tereses parciales de clase, de grupo o de individuo. El bien, vago y genérico de la patria sobre todos los otros bienes e intereses.

Pero eso, nos decimos, es el postulado de todos los partidos, con excepción de los descastados que reniegan sin escrúpulo de la patria o de los vándalos que anhelan sus ruinas. Es el lema que utilizan todos los partidos para reclutar a sus adeptos.

¿Qué garantías nos ofrece el Sr. Ortega y Gasset, para que con un mismo ideario y con idénticos métodos vayamos a parar a resultados distintos ?

Y ahí está el profesor frente al gran vacío que no puede, que no podrá nunca llenar con palabras, por bellas que sean.

Figurémonos qut ya están agrupados en gran orquesta los ele­mentos que ha reclamado, y que sólo esperan la orden del maes­tro. Y he aquí la incertidumbre y la sorpresa. El maestro se La olvidado de redactar la partitura.

* * •

En el mismo momento en que el Sr. Ortega y Gasset se la­mentaba de la tristeza de la República, D. Indalecio Prieto daba una explicación categórica a lo que el profesor no había sabido justificar.

«Yo no tengo inconveniente en sentar aquí—decía el Sr. Prie­to— una afirmación, repitiendo la que ya hice en Córdoba, a sa-l»er: qne la reacción española, que no la podemos considerar di-

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suelta, aniquilada, destruida, la reacción española es más fuerte que los partidos republicanos españoles...»

cEl porvenir político—^añadía el ministro socialista—a mi jui­cio es éste : la reacción, que ha necesitado muy poco tiempo para rehacerse, que está envalentonada, jactanciosa, retadora y desa­fiante, habrá de acrecer posiblemente y en fecha muy próxima su fuerza, y aquí 5e habrá de plantear dentro de muy poco tiem­po la gran batalla con una nitidez asombrosa : los elementos re­accionarios y clericales contra el partido socialista, y cuando lle­gue esa gran batalla, habrán desaparecido, se habrán esfumado, se habrán diluido los actuales partidos republicanos.»

La reacción española, confiesa el Sr. Prieto, es más fuerte que los partidos republicanos. ¿ Qué estraño, pues, que la Re­pública sea un régimen triste, cuando los propios que la gobier­nan confiesan su debilidad? ¿Y cómo, reconocida esta flaqueza, parecemos raro que hayan tratado de vigorizarla con savia so­cialista y que reemplazaran con ideas y hombres del socialismo lo que no podían facilitar los grupos republicanos ?

Situadas así las cosas, los pronósticos del Sr. Prieto no pare­cen equivocados sino en la denominación de las fuerzas que han de dirimir la batalla.

El partido socialista acusa retroceso en todo el mundo: repe­tidos fracasos en sus experiencias le han restado masas considera­bles que se han ido hacia otros partidos extremistas buscando el poder por la revolución con los menores contactos posibles con el capitalismo. Las masas proletariadas, aleccionadas por el socia­lismo para la conquista de las cimas dominantes de la sociedad no se detienen en los linderos que señalan las conveniencias de los jefes, sino que siguen adelante. Esas fuerzas de la revolución que intervendrán en la batalla decisiva de que habla el Sr. Prieto, procederán del socialismo, pero no se llamarán socialistas.

Por otra parte, las que el mismo orador denomina en tono de mofa fuerzas clericales, concentrarán a todos los elementos que no han perdido el instinto de conservación y que se aprestan a de­fender principios y evidencias que son las piedras angulares de nuestra civilización,

¿Qué papel desempeñarán las fuerzas republicanas en esta lucha ? El Sr, Prieto responde con las siguientes palabras :

cTodo lo que haya de vigoroso en los partidos republicanos

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habremos de atraerlo a las filas socialistas, y lo que pueda agre­garse a las viejas o a las nuevas organizaciones republicanas de los detritus y escorias del viejo caciquismo se irá al otro lado o desaparecerá del campo de combate, pero que la gran batalla es­tará entre el socialismo genuino, profunda, honradamente repu­blicano y el clericalismo, que no se resigna a perder su dominio de siglos sobre España.»

Es decir, que la República española será una república socia­lista o no será nada.

* * *

La crisis que motivó la salida del Gobierno del Sr. Nico-lau D'OIwer y los ministros radicales, puso de manifiesto que si­guen en vigor los procedimientos de vieja política tan abominados y combatidos por los mismos hombres que hoy los restauran y usan, ampliados en lo que aquéllos tenían de más deleznable y falso.

Se resolvió la crisis bajo el signo de los partidos. En el des­arrollo de la gestión política, la preocupación máxima la procuró el hallazgo de la fórmula que satisfaciera a los grupos políticos que más inquietaban y se removían. Era la única inspiración para orientarse en el camino. El interés de España parecía ausente en las negociaciones y en los compromisos que se concertaban.

El resultado no ha podido ser más mediocre. ¿Cuántas ve­ces los mismos que han participado como protagonistas en esta crisis han censurado y satirizado el trasiego de carteras y el sal­to de un Ministerio a otro simplemente por acomodarse a las exi­gencias del partido ?

Ahora se repitió el caso con todas las agravantes. Hombres cuya labor al frente de un Ministerio ha sido ruinosa y deplorable para la nación, han pasado a otro Ministerio para proseguir su obra, como si no fuera bastante ejemplar la experiencia, ni lo su­ficiente grave el escarmiento, ni claras y terminantes las razones <jae pedían su alejamiento del Gobierno,

Petó era obligado que continuaran porque los sostenía un par­tido, un bloque de diputados que de no saberse cerca del timón de la nave del Estado, para maniobrar por turno a su antojo, hu-

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hiéranse declarado en hostilidad para impedir la navegación que no les resultara provechosa, o la hubieran asaltado en abordaje de piratas.

Esta sordidez de los grupos políticos descubierta sin rebozos, en aquellas jornadas de la crisis, fué sancionada en la Prensa con rara unanimidad, de la que es forzoso excluir aquellos periódicos afines a la situación o que hinchan sus velas al soplo favorable del momento.

Fué, en suma, una crisis más que no descubrió ni modos, ni hombres nuevos. Que siguió los trámites que antes desacreditaron con gran tesón los mismos que ahora los utilizaron. Cuando el jefe del Gobierno refería al Parlamento, por menudo, el curso de sus gestiones para formar Gobierno, daba la impresión de que es­taba refiriendo viejas historias de vecindad, pláticas de plazuela; política mohosa y desteñida que a los que pensaran en las fantas­magorías de no hace muchos meses, les dejarían boquiabiertos.

* * *

En un vuelo magnífico y preciso, el capitán Rodríguez y el te­niente Haya, han establecido el enlace entre Sevilla y Bata, re­corriendo 4.800 kilómetros a una velocidad media de 155 por hora. El vuelo ha sido una bella demostración de que en las fuerzas de la Aviación española, quedan todavía elementos—^hombres y apa­ratos—^para realizar proezas.

No es impropio que extrañemos esto, recordando las palabras del jefe del Gobierno y ministro de la Guerra, de que España, mi-litarmente, no dispone de nada. Ni cañones, ni fusiles, ni aviones...

Nada de nada. Con esa falta absoluta de elementos se ha conse­guido, hace pocos días, organizar un desfile de 7.000 hombres per­fectamente dotados, que mereció el elogio de los hombres de Gobier­no y de cuantos lo presenciaron. Con la misma carencia de todo.un aeroplano sale disparado del aeródromo de Tablada, y va a cla­varse, en la Guinea españpla. ¿Qué clase de hombres son estos del Ejército español, que triturados y anulados hasta lo invero­símil, antes y ahora, realizan esas proezas aviatorias que parecen reservadas a los pueblos grandes y fuertes ?

JOAQUÍN A R R A R A S

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P o l í t i c a y E c o n o m í a

La criaú.—El nuevo Ministro ¿t Hacienda y el Esta­tuto catalán.—Do» proyectos de Ley muy graves: Telé­fonos y Petróleos.—La prórroga presupuestaria.—La

situación financiera mundial.

LA pasada quincena acusó gran movimiento. La República es­pañola tiene ya Presidente y ha tramitado la primera crisis constitucional. En ella nos interesa tan sólo una cartera : Ha­

cienda. Para desempeñarla, el Sr. Azaña requirió a un diputado ca­talán y catalanista, el Sr. Camer. No le trato personalmente. Me consta, sin embargo, que reúne condiciones excepciomales de com­petencia, austeridad y consecuencia. Sin embargo, considero ma­nifiestamente inoportuno, su nombramiento.

El Sr. Carner es redactor de la parte financiera del Estatuto catalán. Estatuto sobre el que han de pronunciarse las Cortes Constituyentes en plazo muy breve. Ahora bien ; los artículos fi­nancieros del proyecto son notoria y rotundamente incompatibles con el interés nacional. Si prosperase, y más aún, si a su imagen y semejanza se construyesen las Haciendas autónomas de otras regiones, habríamos inferido una herida mortal de necesidad a la dd Estado.

A su tiempo expuse mi opinión sobre este delicadísimo tema «n varios periódicos. Bien tranquilo estoy por ello. Dí k voz de alarma y divulgué datos numéricos incontrovertibles, que asevera­ban mis afirmaciones. Limitándome a lo esencial de ellas, insisti­ré <hoy en que no es posible edificar la Hacienda cjatalana, ni eñ la fonna, s i con los recursos que graciosamente le concede el Es-

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POtÍTICA Y ECONOMÍA 173

tatuto. No en la forma, porque no cabe admitir que el Estado ceda todas, absolutamente todas sus conlñhm:iones directas. Tampoco en la cuantía, porque las cesiones fiscales establecidasi por el Esta­tuto velen mucho más que los servicios estatales traspasados a Cataluña.

Al iniciarse los debates parlamentarios sobre el problema ca­talán, díjose por algunos de los parlamentarios de la Generalidad que el aspecto tributario debía quedar aparte por reducirse, en de­finitiva, a Tin simple cómputo de cifras. Planteaban así esta cues­tión en un terreno harto elemental de debe y haber; esto es, el Estado se desprende de equis millones en gastos, y paralelamen­te, de millones en ingresos. Así piensa el Sr. Carner, sin duda, cuando atisbando la incompatibilidad entre su carácter de proge­nitor del Estatuto y la cartera de Hacienda, declárase decidido a permanecer al margen de la discusión acatando la fórmula que estudie una Comisión y respalde el Sr. Azaña. Si todo se limita­se a una mera diferencia de cifras, sería plausible ese camino. Pe­ro es que además, y previamente, vibra un serio problema de principio. Y en él no cabe la inhibición del ministro de Hacien­da. Porque sólo el titular de esta cartera puede definir y defender la soberanía fiscal del Estado.

« * I»

El Estatuto se inspira en un criterio federal radicalísimo. Pri­va ai Estado de toda clase de contribuciiones directas. Pero es-tas contribuciones son instrumento intransferible de soberanía. El único instrumento que a las veces pueden manejar las nacio­nes modernas para realizar un ideal de justicia social. Y al pro­pio tiempo para nivelar los presupuestos sin extremar la miseria de las clases sociales modestas. Recordemos cómo Inglaterra cuan­do sintió la congoja de su crisis, divulgada por Snowden, vio el primero y más eficaz resorte de que podía echar mano en el «in-come tax» ; un aumento dd 20 por 100 aproximadamente de sus cuotas permitió reducir el déficit en muchos millones de libras, sin alterar la distribución de la carga, antes al contrario, genera­lizando el nuevo sacrificio con equitativa uniformidad.

España tiene que abordar algún día la gran reforma tributa­ria que haga de su sistema fiscal algo moderno. Refiérome a la

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creación del impuesto de la Renta, que yo intenté con un proyec­to prolijo en su día estudiado e informado por todas las clases económicas del país. Sólo un impuesto que grave el conjunto de los ingresos de cada ciudadano, discriminando las rentas según su ori­gen y las exacciones según las condiciones personales y familia­res del contribuyente puede dar humanidad y justicia al régimen fiscal. Pues bien ; si el Estatuto catalán se aprobase como apare­ce redactado, sería imposible lograr nunca en España tal perfec­ción. Porque es exigencia primaria de un impuesto sobre la Ren­ta la plena territorialidad ; esto es, la aplicación a todos los ciu­dadanos en todo el país y a todas las rentas en él percibidas o pro­ducidas, de tipos, bases y módulos uniformes. Y esto no podrá suceder si el Estado regala sus actuales contribuciones directas y se compromete a nvayor abundamiento a no establecerlas en U> sucesivo. A tanto llega el Estatuto. Que, además, arranca al Es­tado el impuesto sucesorio, otro gran instrumento de política so­cial insustituible en los pueblos modernos.

Importa consignar que el impuesto sobre la renta pertenece a la Federación y no a los países federados en Alemania, Estados Unidos, Austria, Suiza, Méjico, Canadá, Sud África, etc. Hace treinta o cuarenta años ocurría lo contrario. Ese impuesto, el que grava los patrimonios y otros directos similares, pertenecían a los miembros de la Federación, reducida a vivir con el producto de Aduanas y las exacciones indirectas. La guerra provocó un fuerte movimiento centralizador. Desde entonces la imposición di­recta es función nacional unitaria. Los países federados se valen de exacciones de ámbito local, de subvenciones estatales o de re­cargos o participaciones en los tributos nacionales. BU Estatuto catalán desconoce este hecho universall y aspira a entronizar un federalismo financiero que ya no rige, que está superado y per­dió eficiencia donde existía. No puede ser. No debe ser.

Si no bastasen las razones técnicas insinuadas, habría que agregar otras de orden práctico. Dar a las regiones la imposición directa equivaldría a sembrar la desigualdad fiscal y provocaría la guerra desaforada entre las distintas riquezas comarcales o re­gionales. No habría modo de evitar competencias desleales, fun­dadas en trato fiscal diferente. .La bonificación o los excesos de tarifa estarían al servicio de Jas industrias propias. España se descuartizaría en pequeños reinos de tarifas. Un desastre.

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POLÍTICA Y SCONOMÍA 175

Todo esto sería imposible si la Constitución contuviese algu­na norma sobre el particular. La de Weimar es perfecta y define la competencia tributaria de la Federación en términos categóri­cos. El proyecto constitucional contenía un artículo prohibitivo de los conciertos, que desaparceió. Alguien propuso en sustitución de ese precepto que se proscribiese toda cesión de contribuciones directas, y aunque el Sr. Corominas estimó justa la enmienda, opúsose a ella en nombre de Cataluña, y la.Cámara le hizo caso. Así, pues, no existen normas substantivas que delimiten la sobe­ranía parlamentaria en este problema. El Parlamento puede apro­bar el Estatuto sin necesidad de someterse a frenos de ningún gé­nero. Nunca más necesario, por lo tanto, un ministro de Ha­cienda que vele por la integridad del patrimonio fiscal espaíol, recusando de plano cualquier conato disgregador de sus recursos vitales. No lo habrá. Damos por supuesto que el Sr. Carner, ha­ciendo honor a tan digna como espontanea oferta, sabrá abstener­se en trance para todos y para él tan delicado. Pero eso no basta. Los catalanes contarán con paladines esforzados y tenaces. La Ha­cienda nacional tendrá abogado extraño, impreparado. Situación tan anómala carece de disculpa.

* * *

En la herencia recogida, no sabemos si a beneficio de inven­tario o puramente, por el nuevo Gobierno, figuran dos proyectos de ley de la mayor trascendencia: el de petróleos y el de la Te­lefónica. En ambos, el Estado cancela unilateral y violentamente contratos estipulados por plazo largo. Ello roza intereses particu­lares que para nada tenemos que recoger, y aspectos jurídicos y económicos de insospechable gravedad, a los que vamos a refe­rimos.

Hasta ahora la administración de los monopolios del Estado se había adjudicado a tercera persona. El Estado español descon­fía sin duda de su capacidad directa como empresario. Y reserva para sí la Renta fiscal aneja a todo monopolio, pero cede la ad­ministración a una entidad escrupulosamente vigilada por el mis­mo Estado. Tal es el régimen en vigor para el Monopolio de Ta­bacos, cuya última ley data de 1921. Tal es en cierto modo el vi­gente para el Banco de España, hace pocas semanas retocado en

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sentido intervencionista. Tal es, con ligera variante de forma, el estatuido para cerillas. No es de extrañar que al crear el de pe­tróleos siguiésemos esa orientación. Es la que prepondera en el campo doctrina], la preferida en las realizaciones más o menos socializadoras que tanto abundan en la vida municipal. Sabido es que por lo común fracasan las municipalizaciones de servicios ad­ministradas directamente por las cámaras municipales. Por eso procuré en el Estatuto sujetarlas al sistema de empresa mixta, en que participan Ayuntamientos y ciudadanos.

Ahora bien. En los dos proyectos de referencia, el Estado re­clama para sí la administración de dos monopolios importantísi­mos. Es grave que lo haga con vulneración de sus deberes con­tractuales, con lesión para intereses privados legítimos, con anti­cipo prematuro en el tiempo y violencia antijurídica en la forma; pero lo sería en todo caso, aun suponiendo irreprochable la co­rrección procesal. La estatificación de estos servicios produciríi por lo menos dos efectos perniciosos: a), aumentar la burocracia administrativa, con detrimento del presupuesto de gastos del Es­tado ; b), alejar el capital privado de inversiones en que podía concurrir a la realización de fines públicos. Este segundo efecto implica, a su vez, un incremento formidable del gasto estatal, y por ende de la Deuda pública, pues sólo así podrán cubrirse los enormes desembolsos precisos para la reforma proyectada. De un lado, pues, se abre un portillo inmenso a la licencia y el despilfa­rro, características inevitables en las administraciones de Estado. Del otro, a las emisiones públicas. Ambos horizontes nos parecen tenebrosos en España.

En el caso de la Telefónica, media una circunstancia agravan­te. La rescisión es inmediata; de consiguiente, también tiene que serlo el reintegro del capital aportado. Pero éste pertenece en gran parte a extranjeros. ¿ No es suicida provocar con tanta lige­reza una expatriación fulminante de varios centenares de millones de pesetas ? No se olvide que el desnivel de la balanza de pagos española habrá de saldarse, tarde o temprano, por medio de Deuda exterior. En Ja rescisión proyectada hay que señalar, por ello, dos imprevisiones: en cnanto neutraliza la repercusión provechosa de cualquier aflujo de capitales extranjeros, vengan a corto o a largo plazo y en cuanto dificulta ese aflujo al sembrar la desconfianza en los eventuales xnutuantes del día de mañana.

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POLÍTICA Y ECONOMÍA 177

Por lo que respecta a petróleos, el Estado sigue pauta diferen­te. No en el fondo, sino en el tiempo. El reembolso se verificará gradualmente—no se indica el ritmo—hasta 1948. Como señala acertadamente el Consejo de Administración de Compra, puede el Estado rescindir sin necesidad de alegar causa en cualquier mo­mento (esta previsión del contrato es tan clara como útil); lo que en rectos principios de ética y derecho le está vedado, es rescindir ahora y reintegrar en dieciséis o diecisiete años los haberes de los accionistas expulsados de sus derechos pactados. Entre los cuales hay muchos, téngase en cuenta, que adquirieron las acciones de Campsa, no al constituirse el Monopolio, sino después, en Bolsa y pagando primas considerables, aunque no exageradas, si se com­putaba el normal porvenir del negocio. A estos accionistas se les obliga a perder esa prima por un acto de informalidad contrac­tual. Son seguramente los más modestos y personifican la masa anónima de ahorro incorporada difusamente a un negocio indus­trial del Estado, en atención a la garantía que éste inspira aún en España : ¿ se ha medido el incalculable efecto corrosivo que en el capitalismo patrio ha de producir tan inesperado descalabro?

No nos es posible alargar estos comentarios. Basten ellos, no obstante, para consignar nuestro asombro ante la impremeditada ligereza con que el anterior Gobierno patrocinó ambos proyectos. Si son brote de la actividad revisionista de la Comisión jurídica nombrada al efecto hace unos meses, honran bien poco, ciertamen­te, el sentimiento de derecho de sus miembros. Porque no pode­mos aceptar como título anulatorio el sambenito de ilegalidad atri­buido al poder dictatorial. Aquel Poder representó legítimamente al Estado español. Pudo pactar con otros Estados, fué reconoci­do por todas las Potencias y recibido en la Sociedad de las Na­ciones, creó derechos e impuso deberes. La tesis insinuada en los proyectos no puede manejarse con discreteos ni convencionalis­mos. O rige para todo o no rige para nada. Y si se quiere quíe rija, acepte todas sus consecuencias el Estado. La primera de to­das sería que las entidades petrolíferas expropiadas—casi todas extranjeras—a beneficio del Estado español alegasen la invalidez jurídica de esa expropiación y solicitasen con los propios argu­mentos del Gobierno republicano la retrocesión de los patrimonios de que se les despojó. Porque si el Estado no podía adjudicar el Monopolio de Petróleos es porque tampoco podía crearlo, y sien-

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do así, debe devolver sus negocios a quienes tranquilamente los aprovechaban para lucrarse con la economía nacional en medida exorbitante. Repugnará esta conclusión al Gobierno, desde luego, y además a toda conciencia honrada; pero fuera preferible que no la permitiesen sugerir iniciativas tan fuera de propósito como la que con vista» a la opinión gárrula reclutada mitinescamente han refrendado los ex ministros Sres. Prieto y Martínez Barrios.

Y conste, para final, una aclaración: nada más lejos de nues­tro ánimo que la defensa de las sociedades mercantiles directa-menite dañadas en los proyectos. Por lo que respecta a Campsa, diremos escuetamente que si el Gobierno quisiera rescindir el con­trato, podría hacerlo por incumplimiento de algunas de las obli­gaciones escriturarias que soibre ella pesan, y, por lo tanto, a su riesgo y ventura. Ello sería perfectamente honesto y jurídico. Lo que se hace va contra la ley y contra la moral.

* * *

La República debuta en el orden presupuestario con utia pró­rroga trimestral. Ni más ni menos que algunos Gobiernos de la Monarquía. El paso no es imputable, ciertamente, al actual mi­nistro de Hacienda y sí al anterior, que debió preocuparse del presupuesto antes que de otros proyectos de mucho estruendo y ninguna eficacia para el bien público. Pero comprendemos la pe­reza del Sr. Prieto. El primer presupuesto republicano, o es insin­cero, o tiene que escocer mucho a los contribuyentes y a los be-neficarios del Tesoro. Y eso no conviene a un Ministro socialista.

* m «

La atmósfera financiera internacional es densa, densísima. Los nubarrones que se ciernen en el horizpnte son tan negros como en 1914. La guerra arancelaria toma caracteres frenéticos. Ya no se manejan únicamente las tarifas aduaneras, siempre al alza, xiaturalmente. Se apela con fruición malsana al sistema de contin­gente» o cupos, en el que Francia ocupa la cabeza de todos los paiaes. Se contingenta la importación del vino, del trigo, de la madera, ¡ hasta del plátano! Ños hallamos en plena economía «ce-

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POLÍTICA Y BOONOKÍA 1T9

xrada», como alguien ha dicho. Esto es, lo contrarío de la eco­nomía libre que hasta ahora habla parecido dogma inconcuso de la civilización.

Y, por otro lado, el caos monetario ofrece cada día caracteres mis pavorosos. Son legión los países que abandonan el patrón oro. Además, tanto éstos como los que lo mantienen todavía, restrin­gen cada día más furiosamente el comercio cambial. No hay ma­nera de trocar divisas en muchos casos. Precísanse convenios es­peciales—suizo austríaco, suizo húngaro, alemán húngaro, etcéte­ra—^para estipular el procedimiento, mediante el cual los exporta­dores de mercancías pueden cobrar su precio. Veinticuatro países viven en régimen de severas trabas al movimiento de capitales y compra de divisas que en la mayoría está monopolizado por el Po­der público. De hecho se vuelve a la economía primitiva ; esto es, al trueque de mercancías por mercancías. Brasil venderá café contra Automóviles de Norteamérica; Argentina cambiará trígo por ma-•quinaria inglesa. Si los contingentes franceses sugieren contingentes similares en otros países, el comercio exterior perderá su fluidez. Y, claro eso, la moneda se esfumará del intercambio comercial. Porque las solventes huyen de la transacción, las depreciadas son recusadas por doquier y para la transferencia exterior de todas ellas actúan en remora, cuando no en impedimento pleno, los Es­tados y Bancos de emisión. No es, pues, extraño que el panorama mundial resplandezca en inquietudes, sombras y perplejidades.

El eje del problema es AHemania. Mejor dicho, Norteamérica. Pero los Estados Unidos se aferran aún demasiado al monroismo secular. Y en este caso usurario. Acaban de aprobar la morato­ria Hoower, pero al propio tiempo han fulminado rotunda nega­tiva a toda insinuación de poda o cancelación en las deudas inter­aliadas. Así, los aliados europeos no podrán renunciar a las repa­raciones germánicas. Y Alemania, exhausta de capitales, porque fe huyen los propios y le faltan los extranjeros ; con cuatro millo­nes de parados, con una exportación amenazada por el «dumping», la furia arancelaria y las trabas monetarias ; y bajo los efectos de •oma política deflacionista asombrosamente heroica, ¿de dónde sa­cará las fuerzas precisas para cumplir los compromisos que ha «uscrito?

Los Comités actúan con vigor febril. El de Beneduce, en Bale, -como el Vigings en agosto, estudia la capacidad de pago del Reich.

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El de Bancos acreedores, en Berlín, analiza las posibilidades de reembolso de los créditos a corto plazo, Al escribir estos renglones, ninguno ha concluido sus tareas. Pero no es aventurado predecir como resultante un nuevo aplazamiento de la anualidad condicio­nal Young y una fórmula hábil de consolidación a plazo medio de la mayor parte de las deuda» comerciales alemanas. El Reich de­be a corto plazo 12.000 millones de marcos; los alemanes poseen en el exterior 8.600 millones. No cabe compensar entre sí esos dé­bitos y créditos, porque son más onerosos y cuantiosos los prime­ros que los segundos. La fortaleza germánica radicaba hasta aho­ra en el excedente de su balanza comercial, 3.000 millones de mar­cos en 1931. Pero él proteccionismo desencadenado en todo el mun­do lo reducirá considerablemente. En esas condiciones el pago de la anualidad Young—más de 1.600 millones—significada la fa­lencia germánica. Se impone, por tanto, aplazar y en lo posible suavizar determinadas características de los créditos. La solución será provisional, un mero emplasto episódico. La raíz queda en pie y no tardará en infartarse de nuevo.

Mientras tanto el mundo organiza sistemáticamente el racio­namiento de la producción. Es decir, su merma. No ya por méto­dos de guerra— tal como la quema de centenares de miles de sa­cos de café en Brasil—, sino por los de la coordinación entre los productores. Están en marcha o en estudio pactos mundiales para él cobre, el algodón, el azúcar, el estaño, el petróleo, etc. Todos ellos, naturalmente, tienden a minorar el cupo productivo de cada firma, i Triste solución, en verdad, siendo tantos los millones de seres humanos que ven racionado su consumo con medida casi de hambre!...

JOSÉ CALVO SOTELO

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tmmm

Actualidad internacional

De Maurras a Ludwlg Bauer.

H E aquí algunas entregas dd cDiccionarío Político y Critico» de Charles Maurras. Pierre Chardon ha allegado en la obra del gran combatiente las enunciaciones capitales de

su doctrina, para ordenarlas en repertorio alfabético. En su libro Cuando los franceses amaban, Maurras decía :

«Para que los compatriotas no olviden.» Hoy como ayer, la me­moria es madre de las musas y recordar es persistir.

Predica Maurras el renacimiento del orgullo y la aceptación arrogante del privilegio, el retorno al clasicismo y el principado de la razón. Que el francés ansie vivir su odisea antes de redactar el discurso de las pasiones. ] Autoridad I Esta es, según el pole­mista, la voz más noble del idioma. Si San Vicente de Paul fué el intendente de la Providencia, un jefe de Estado habrá de ser nada menos que su asesor. ¿Que la diversidad es el numen de la historia y la sal deil mundo? S í ; y la revolución y el romanti­cismo nacen en el clima francés. Pero hay que elegir, y este es trance dramático. Quien opta renuncia, y según el mote de gat-n * de un «condottiero» se desgarra una mitad. La doctrina del pensador francés es, pues, implacable. Los que no estén con el caudillo estarán contra él. Quien medita, enseña Maurras, de­safía un riesgo. No hay edén sin prohibición, ni pensamiento sin zona de peligro. Implacable también es el libro alemán de que se habla tanto estos días Mdtgen Wieder Krieg («La guerra es para mañana»). La suerte, ha podido escribirse, está echada para el autor, y el dado no ha de quedar en el aire. Desde la torre del

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menosprecio, que es también la de la compasión, ve Bauer a esta humanidad que se crea el deber de destruirse a sí misma. La guerra es el mal, pero no hay bien como reza el aforismo mani-queo que la conjure. Los signos que la auguran han cruzado el cielo de Europa. La guerra estallará mañana.

Trata en su primera parte el libro de Ludwig Bauer de las esperanzas infinitamente irágiles de concordia entre los Estados. La Sociedad de las Naciones y el idilio de Ginebra se están ajan­do aprisa. Perparaba el areófago internacional la Conferencia del Desarme para febrero. Las cancillerías son en este caso las «fie-trisseuses», las que mustian, pues que tratan de diferir a toda cos­ta la asamblea. El desarme, tal y como los estadistas que caen fue­ra de los votos gínebrinos—un Stalín, un Mussolini, un Hugen-berg—preconciben, es la treta del zorro que borra sus huellas con el rabo; viejo, viejísimo juego.

Los internacionales no pueden tampoco aquietar a los amigo» de la concordia. De ellas la Iglesia que ata sus poderes en lo alto, es lo que conforta mejor. Las normas pontificias contra la violencia del hecho de armas son frecuentes. ¿ Quién puede olvi­dar la alocución «Nostrís errorem» de León XIII, la carta de Pío X al Delegado Apostólico de los Estados Unidos, la Encícli­ca cFacem Dei munus» de Benedicto XV, y el Breve de ayer aún cNova impendet» de Pío XI ?

La Iglesia, empero, no puede tener a. raya el tfrenesí sordo» de la Europa de la postguerra.

La Internacional rosa, o sea el socialismo, propugna dos so* (aciones que Francia no aceptará: la revisión de los tratados y el desarme, sin seguridad ni garantía. El utopista redacta día a día stt boletín de victoria sobre las tinieblas. Tomás Moro lo dijo, y de la Tierra y de la casta de Tomás Moro es el utopista que pide al socialismo que lo redacte también. Muchas victorias han de ser las que el partido cante aún antes de la paz. ¿Aunque aeran siquiera muchas o siquiera victorias ? Bauer, aunque alemán, par­te de la duda metódica.

De la Internacional dorada, o sea de los financiero», no hay ^pie «aperar sino menos que de los otros. Los RockeMler, los Dtterding, lo» Thisen, los Krcnger rigen una parte de los d e n ­nos éá. mundo. Algunos intentan adscribir al dinero el romanti-damo, que «e encuentra estos afios sin altar. Rockefelkr ha U»'

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ACTCAUDAD INTBSMACIONAI, 183

gado a decir, coincidiendo con el Ramiro de Maeztu, del sentido reverencial del dinero: «En las gestas del oro han jugado el he-roismo y los sentimientos nobles». Sí, pero esas gestas del oro van \midas siempre a las gestas militares que Ginebra quiere abolir.

De Norteamérica, el mundo nuevo, vendrá en sentir de al­gunos : la concordia. Para Bauer las «soluciones» que planea la gran República son gigantomaquias, «bluffs» desmesurados, pero también «el clavo ardiendo, al que Europa necesita asirse como sea».

En Morgen Winder Krieger se nos descorazona, en suma, para blindarnos con pesimismo resistente. La ducha de hielo retonifica a Ja vez que azota, ha suerte tstk echada ; Morgen Wieder Krieg, la guerra es para mañana.

Diplomacia Itinerante y diplomacia hermética.

Oponía Journal de Genéve la diplomacia itinerante de jefes de gobierno y de ministros de Relaciones Exteriores a la «diplo­macia hermética» de embajadores y jefes de legación. La diplo­macia itinerante cuenta entre los suyos a Laval. La «science de l'entregent» que definía Montaigne, ha cambiado no menos que otras ciencias. Aludiendo Laval a su negociaci^ en Wásliing-ton, no ha callado que «el régimen de visitas es el m¿« aconseja­ble». Dos movimientos pacifistas enturbiaron un poco la euforia de Laval durante su estancia en lo» Estados Unidos; el uno, «pro league», se esfuerza en que la Unión participa en el Tribunal Internacional de La Haya, el otro tiene como lema de combate «outiawry of war», y sitúa la guerra fuera de la ley entre con­denaciones durísimas. El Pacto Kellog ha nacido del doble mo­vimiento, y no son pocos los planes de guerra contra la guerra ^ e se están elaborando ahora. ¿Para qué?, preguntarán los leo» torea de Ludwig Bauer : La guerra con sus ritos de sangre no es menos impura que la ordalía o que el juicio de Dios ; ni los del «pro league» ni los del «outiaw^ of war» podrán, empero, contenerla. Matar a la muerte es más fácil que batir el empuje irresirtible dd que se bate. La nación norteamericana, eso sí, estará muy pronto en la Liga de las Naciones, y su posición dentro de ella será polémica.

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IW A C C I Ó N B S P A Ñ O I , A

£] dogma que la Gran Bretaña llamó cespléndido aislamiento» y la República norteamericana «self sufficiency», ha perdido su vigor estos años. Hoover proclamaba en su último discurso que la cooperación es el primer mandamiento de nuestra época. Como la República francesa, que es el tercer imperio, con sus cien millones de subditos desparramados en los cinco continentes, es la que se aisla y se tbasta» ahora, Laval ve enturbiado su júbilo de otras visitas ; la «diplomacia itinerante» que Laval parece preferir a la diplomacia hermética, traerá también tantas sombras como cla­ridades. La realidad no es benévola.

La Gran Bretaña regenera su divisa.

Mussolini anuncia que Inglaterra restaurará en plazo perento­rio su divisa. El mito del oro recruje, pero no se cuartea aún. Ki estupor de Europa era natural, y el «duce» fué el primero en ex­plicarlo. «Es—decía más o menos el dictador—el efecto mágico que bueno o malo va ligado a la palabra de oro. Después de miles de años de confianza en el metal precioso, todo el mundo tiende el oído a su tintineo, no solamente al del metal, sino al de la voz, que posee por sí una virtud financiera mágica.

Al esparcirse discretamente el primer rumor de que la Gran Bretaña había suspendido el «Standard» oro, lo que era soplo se hizo huracán y los diarios difundieron la noticia con caracteres de duelo. Pero después el mundo ha tenido tiempo de recobrar su entereza. Se ha percatado de que la libra esterlina conserva para res­taurarse y resurgir más vigor que otras cosas que nuestro tiem­po abate o arruina.

Se trata, en suma, de un retorno a las condiciones inmediatas de después de la guerra, ya que hasta 1925 no restableció la Gran Bretaña el «standard» oro. Se han renovado ahora los métodos de pago de guerra y de trasguerra. Recursos casi ilimi­tados garantizan por otra parte a las finanzas británicas, y no había razón para alarmarse del todo, aunque sobrevinieran ca-tistrofes.»

Lo que los grandes financieros dicen ahora de la libra difiere poco de lo que Mussolini dijo. «Las naciones antes acreedoras —observa un diario londinense—están debiendo a las naciones

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ACTUALIDAD INTBKNACIONAI, 185

que debian. Las deudoras ayer prestan a las naciones que pres­taban. Pero lo que fluctuó fluctúa y los vaivenes de mañana no serán menos bruscos que los vaivenes de hoy. Inglaterra se alzará en uno de estos cambios con la hegemonía económica en el continente europeo. Las elecciones fueron el primer paso hacia la reconquista del poder y del crédito. Estamos dando el segundo.»

«La necesidad no espera—'ha dicho más sobriamente Balwin»—. Esta es la verdad, y hoy menos que nunca están las naciones para autorizarse el desaliento. Hay que desbordar de sí y hacer mucho más de lo que se pueda.

La ratificación de la moratorio y el dictamen de Basilea.

Después de la Cámara de Representantes, el Senado de la República norteamericana ratificó la moratoria Hoover. La ra­tificó, pero restringiendo la largueza de Hoover, que respondía a religiosidad del ánimo.

Al votar el Senado una enmienda prohibiendo la anulación o la reducción de las deudas de guerra, la moratoria ha perdido amplitud y nobleza.

Hoover sostuvo que la Deuda de Francia a los Estados Uni­dos debería ser cancelada independientemente de las deudas de otras naciones. Es de otro linaje, de otro orden moral—sostu­vo—y hasta de contabilidad distinta. Los anticipos a Francia son de después de 1918. Pueden prescribir o ser condonadas deudas de guerra, pero deudas de después del armisticio, no. El valor de los «stocks» que los Estados Unidos dejaron en Francia se eleva a dos mil millones, pero fué estimado en 407, que han sido incluidos en los 4.230 millones que Francia debe pa­gar a Norteamérica en sesenta anualidades.

Jhonson hizo suyas la palabras de Hoover, para agregar : «Fran­cia no renuncia a sus créditos ; nosotros a los de guerra sí, a lo» de después de la guerra no. No se quiere la paz, y si no se rasga de una vez el Tratado de Ver salles, soñar con ella será locura.» Tanto como los discursos de Hoover y de Johnson ha contrariado a Francia el dictamen de los expertos de Basilea sobre la capacidad

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IW ACCIÓN ISPAf tOI ,A

de pago del Reíoh. Bl dictamen es tan impreciso, que admite haS' ta tres interpretaciones distintas, tres o más. Wossische Zeitung y Berliner Tagehlat, creen que el dictamen establece la prioridad de las deudas privadas. Le Temps aún, partiendo de la cambi' guedad de la Ittra* en el informe cree que en él se establece la prioridad de las deudas de guerra. The Times, más cauto, no apre­sura su exégesis, porque el texto «elude la apreciación neta».

Se anuncia ya como posible otra reunión de expertos que no sean los que han emitido el dictamen. La diplomacia itinerante no conoce la fatiga.

Hitler y el episcopado alemáOr

Se ha dicho insistentemente que en la ciudad del Vaticano se favorecía la aproximación de los nacional socialistas a la Iglesia de Roma por medio de algunos obispos alemanes.

Miftel Rheinische Volkzeitimg niega el rumor, y uno de sus co­laboradores observa... «Tiene más prisa Hitler para salvar et Im­perio que para salvar su alnui...» La frase no hace honor a la con­ciencia religiosa de Hitler.

J. HURTADO DE ZALDIVAR

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L A S L E T R A S

Carta española a un joven lector de novela rusa

A y. V.

No, buen amigo, no está usted en lo cierto. Observo que en literatura, en arte, en política, trata usted de acomodar su genio al modelo ruso. Y creo yo que no se ha dado usted

cuenta de si mismo; esto es, que cuando usted se da cuenta de algo, Cise algo de que usted se da cuenta nada tiene que ver con su persona ni con el ambiente que le es natural. No me extrafia; cuen­ta usted veint? años, y si es verdad que, como ha dicho Keyseiling, a quien uáted admira, acaso por ser livón o letón, es decir, ruso sobre poco más o menos, el camino más corto para encontrarse uno a sí mismo da la vuelta al mundo, nada tiene de sorprendente que le sea preciso internarse en Sibéria, lanzarse desde la península de Kamtchatka al ma rde Bering, arribar por Alaska al contineu" te americano, cruzar el Canadá, ir de Terranova a Irlanda y de Irlanda a Alcázar de San ]uan, dond« usted ha visto la luz, para encontrarse a sí mismo y a la Espafia que lleva dentro de d mis' fflo, y de la que todavía no se hace cuenta cabal.

No me extrafia, pues, que pida usted en Alcázar de San Juan novelaa de Turguenef, ya que Turguenef leía el Quijote en Mos­cou cuando era estudiante y necesitó volver de Francia, de Ingla­terra, de ItaHa, es decir necesitó dar casi la voelta al mundo par» descubrir los secretos más íntimos del alma de sn país. Me diri

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usted que más qup a Turguenef—lectura ya superada y preterida por otras de su veloz carrera—prefiere a determinados escritores más fuertes y modernos: a Leonor, Constantino Fedin, Ilia Sado-fier. Bien está: no me he servido de ejemplos tales porque entien­do que ninguno de éstos ha pedido en Moscou el Quijote, ni a uno sólo le interesa el arte literario, como no sea condicionado a una servidumbre: la de la propaganda social. Ninguno de ellos sería capaz, dado ell momento, de rebelarse contra los dictáme­nes que se le imponen, de empuñar por las actas y abatir ^n la arena, con júbilo de gladiador, al monstruo de la popularidad despótica. Advertirían semejante reto como extraño y enigmá­tico manifiesto, como invitación a volverse contra sus propias vértebras. Pero ts que para mí no hay escritor donde no se vuel­ve una sangre contra otra sangre, donde no pugnan dos entra­ñas hostiles. ¿Cómo ha de haber escritor, ni aún hombre a de­rechas, allí donde no ,se plantea una crisis—una dualidad profun­da—condición dp todo natural reflexivo ? Si una de las partes inconciliables se muestra fácil a cumplir un mandato de la vo­luntad, la otra se hallará, por tal razón, dispuesta a resistirlo. Y no se ha propuesto gestionar una impresión subjetiva de la to­talidad del ambiente humano—misión, ésta, exclusiva del escri­tor—quien no llegó al síndrome de esta dolencia que ¡oh, gran Pascal!, constituye toda nuestra dignidad.

Pero surge hoy, con insólito significado, un monstruo, un dictador terrible ante el cual se han doblegado numerosas le­giones del espíritu. A este monstruo, enemigo del hombre, se llama Humanidad. Hasta ahora quiso el hombre contener la hu­manidad entre sus límites individuales; desde ahora, es la hu­manidad la que contiene al hombre reducido a parte de su ma­quinaria enigmática. £1 primero ha sido el camino de la na­turaleza : en la naturaleza es el animal quien se apodera de su mundo. El otro es el camino de la matemática, por el qug solo concebimos—^parafraseo a Oswald Spengler—las formas que ca­recen de vitalidad. Es, pues, lia periodicidad suplantada por la polaridad.

Tamafio mundo vendrá a consolidarse el día en que desapa-x«xcan los hombres, el día en que cada hombre se niegue a si Aismo otro valor que el que se le confiere, manifestándose con­forme con ser tibia o metacarpo. Es una humanidad que procede

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inhumanamente contra cada uno de los hombres en beneficio de todos, es la humanidad de todos, o sea la humanidad de nadie.

* • *

Por esto le he citado el ejemplo de un ruso que estaba sobre Ru' sia, aunque sé que usted prefiere a estos otros rusos que están baja Rusia y sus determinaciones. A mí no me parecen escritores, ni si­quiera íntegramente hombres. Y todo el que perciba en la natura^ leza del ser algo irreductible al mecanismo de lo orgánico, sentirá que no hay hombre donde no hay resistencia a un motor, rebeldía contra un estímulo.

Pero yo sé qué acicates le llevan a usted a ceñirse esas vestidu­ras ajenas. Diez años hará contaba yo sus mismos veinte, y aún no había dado la vuelta al mundo. Yo buscaba y me buscaba, como us' ted busca y se busca, apartando, a viva fuerza, la enramada de mi corazón, a fin de ver, reflejado en su superficie, ese universo del que es la conciencia individual un facsímil perfecto. Este esfuerzo por encontrarme me llevó a recorrer, en parte, el vasto mundo, a adqui­rir algunos usos y dialécticas extraños, a penetrar en diversas mu­chedumbres parecidas a montes que caminan, a desgranar panojas de pueblos sobre mi alma anhelante, hasta que un día ¡ maravillosa sorpresa I, sentí mis raíces y sentí la voz múltiple de una concien­cia nacional latiéndome en el pecho. Así, de ser cometa, pasé a ser estrella fija ; así, clavé el áncora en mis rocas y canté mi pro­pia canción.

Sé, como le iba diciendo, qué especie de estímulos le llevan a usted a ceñirse esas vestiduras extrañas. Usted busca en la lite­ratura alicientes insólitos, pasiones descomunales, patología, mis­terio... Hace tiempo que el repertorio común de sucesos noveles­cos no consigue despertarle el menor interés. Este hambre de inaudito ha querido usted aplacarla en las palabras de Andreiev, de Gorki, y, cuando no, en libros de Psiquiatría, de Ocultismo... Le parece a usted el hombre ruso el único ser cuya complejidad psicológica puede todavía arrancar profundos capítulos de la ob­servación de un novelista. Conozco esos apetitos feroces de mis­terio que nos llevan a forzar las columnas de la lógica, descala­brando de paso a sus filisteos. Debo decirle que, en mi concepto^

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esa comezón demuestra una buena encarnadura de normalidad ; la muestra el gastrónomo en la excitación de su salsa favorita, la portera en la de esa lámina de las novelas por entregas que des­tila bermellón de crímenes, y el vagabundo en la de los siniestro» cotidianos que llaman su curiosidad maleante y bisoja. Usted busca en el hombre repliegues ocultos, resortes insospechados, modos y formas que alteren la idea general que tenemos de su esencia y obliguen a rectificarla y a estudiarla de nuevo. Es na­tural. La razón son habas contadas, limitado repertorio de combi­naciones que no fallan el sentimiento, en cambio, aún conserva regiones inexploradas y una profundidad sin fondo, a cuya en­trada se aposenta una esfinge de sorpresa. Y usted prefiere el mun­do de lo psicológico al mundo de lo filosófico o discursivo. No le interesa Francia, y sí Rusia. Le place más bucear en los volúme­nes que patinar en las superficies. Es usted amante de esa mú­sica—música literaria probablemente—que le permite a usted po­nerle la letra de sus innumerables sensaciones. ¡Cuántas veces me habló con su deje de entusiasta del Boda de Moussorgski y «US torreones sumergidos en la hondura de simas melódicas I Po­see usted una estupenda colección de modalidades sentimentales, y ha ganado en profundidad lo que, inicialmente, le faltó de exten­sión. ¡Magnifica suerte! El día en que el juicio se alce bajo el centón de su sensibilidad y se pueda usted formular su mundo de manera precisa, ese día se habrá usted encontrado a sí mismo, habrá usted regresado de ese «raid» alrededor del mundo que to­davía no ha emprendido, y el' cometa se trocará en estrella fija. Ahora es usted profundo, solamente profundo, con esa profundi­dad de toda alma alerta que está asombrada de vivir.

* * •

Pues bien—y he ahí la clave de esta carta—, yo le digo a us-ied que Alcázar de San Juan, su Alc;ázar de San Juan, le está ofreciendo, constantemente, ante los ojos, ante unos ojos que no quieren ver formidables espectáculos, enorme cantera psicológica •en la que agotar su áspero incentivo de incentivos, colección infi­nita de sentimientos dramáticos, de posturas morales nunca vis­tas. Bn e«e cosechero, en esa moza labradora, en ese preso que

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va, entre dos civiles... ¿ÍNo fti¿ ese preso—blusa, gorra, pantalón ^e pana, cicatriz en la mejilla—el que confiaba a la pareja de ci­viles esta lamentación insondable? : cNo hay ya seriedad ni en presidio. Ya vino a presidio y está entre danzantes». A mí me acude a la memoria este pensamiento búdico de las Estancias Mo­rales del Apramadavarga: cLa seriedad e» el lugar de la in­mortalidad y la frivolidad el de la muerte. El hombre serio es siempre un ser viviente, y el frivolo siempre un cadáver.» Con inquilinos «serios», la presidial vivienda hubiese sido para este hombre un lugar de bienaventuranza. Lo serio, claro está, es lo profundo. El verdadero castigo para este hombre hubiese consis­tido en conducirlo a un cabaret de «Montmartre». Pues bien, esta actitud profunda ante la vida, tengo yo para mí, que es genuíñá­mente española, que existió en nuestros hombres mucho antes de que las águilas romanas abriesen paso en la península a la civi­lización indoeuropea. Ese duelo de profundidad es de entraña africana ; africanas son nuestras entrañas, y nuestras voces de­bieron haberse oído a su tiempo, ya que eran portadoras de un testamento civil y vivificador : el testamento del Atlas. Por esto, prendió acá el estoicismo, y por esto el estoicismo español, el de Sé­neca, manifiesta una variante muy singular dentro del pensamien­to de la Stoa : «No es el estoicismo brutal y heroico de Catón—dice Canivet en su Ideañum—, ni el estoicismo sereno y majestuoso de Marco Aurelio, esún estoicismo natural y humano». Es un es­toicismo, por tal razón, más estoico, más auténtico, pues siendo «1 estoicismo ,una doctrina práctica que sitúa al hombre en la vida y en el medio social, dicho se está que la viabilidad es parte sus­tancial de la. doctrina. Ninguna escuela filosófica ha tratado de dar una definición tan acabada y completa del hombre, como tra­tó de darla el estoicismo. El único objeto del estoicismo es el «1 hombre totalmente concebido. Claro es que la doctrina degene­ró en formalismo; formalismo del que supo desentenderse a ma­ravilla el mismo Lucio Anneo Séneca. El concepto de hombre vino a derivar para nosotros en un sentimiento—al pueblo no le es da­ble un concepto más que en la medida de su aplicación sentimen­tal—el sentimiento de la hombría. Lógico era que, al apartarse «1 sentimiento del concepto, viniesen ambos objetos a operar en la práctica de modo distinto: el concepto eliminando la pasi^, el sentimiento, soiperánddla.

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No crea, mi buen amigo, que esta hombría tiene algo que ver con esa humanidad de que ustedes hablan. Ustedes preconizan una humanidad sin hombría, la hombría española ha sido, a ve­ces, como en los dramas de Calderón, hombría sin humanidad.

No quiero extenderme en estas determinaciones, deseo, sí, afirmar. Esta especie de la hombría es una disolución tan per­fecta del compuesto animal humano que un pueblo que ha i lega­do a expresarse tamaña disposición sentimental ha descubierto filones más preciosos que otro alguno en la entraña del significado humano psicológico. tNo es dudoso—dice un hispanista francés en cierto libro sobre literatura española—que el español, como el judío y el ruso, sea portador de una misión». «Si cupo a los alemanes—leo en otro libro, incurriendo quizás en Ja autocita— la empresa moderna del sentimiento (romanticismo), y a los fran­ceses la obra de la razón (neoclasicismo), nuestro destino fué una misión de voluntad. Por eso nos ven los extraños henchidos de misterio, porque nada hay tan misterioso—aunque tan claro—como la voluntad.» La voluntad es la vida psicológica puesta en movi­miento. La hombría es un uso, un empleo de la voluntad. No es posible hallar una historia nacional tan henchida de fenómenos volitivos como la historia de España. A veces parecía como si Esi-paña obrase en nombre de una inteligencia absoluta y fuese el brazo de sus misteriosos designios. Pero esta inteligencia obraba, colmando de humanidad a todos y cada uno de los individuos, por no ser, en nada, como esa otra inteligencia mecánica y parasitaria que vive, nutriéndose de motores, iniciativas y voluntades indi­viduales. Las tribus ibéricas, las comunidades, las guerrillas de la independencia, la patrulla sindical-anarquista—expresiones de una voluntad de realización—se han manifestado, siempre, no por ideologías ni programas, sino por una crispación volitiva.

Pero de nada valdrían mis palabras si no le hubiesen comuni­cado el deseo de forzar las miradas y las frentes de nuestra hu­manidad española y hacer la historia de su gran palpitación in­terior. ¿ No es ya muy manifestativo el hecho de que quienes lo intentaron cayesen en la más espantosa trivialidad ? No asi quien intenta hablar de la gente de París y de sus inocentes diversiones. Pero yo le juro a usted que hay un Dostoievski entre nosotros, y q[ae eH segundo Quijote asoma en el horizonte de un inmediato porvenir.

RAMÓN L E D E S M A MIRANDA

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Actividades culturales

EL primer centenario del Conservatorio de Música de Madrid ha llenado con sus fiestas conmemorativas los mejores Jías de la última quincena. El Conservatorio, hasta hace poco

ornado con el título de Real, ha querido por primera vez ponerse en contacto con el gran público; conferencias, conciertos, actos de declamación, han atraído hacia la primera institución musical la atención pública. Pero más que celebrar el centenario de un Institu­to sólidamente acreditado, parecía que los antedichos 30109 se colo­caban a la defensiva y dejaban presentir el temor de una agre­sión.

En efecto, el organismo musical recientemente creado por el Ministerio de Instrucción Pública, ha suscitado miedo dentro de aquella torre de marfil, orgullosa de su independencia, que venía siendo el Conservatorio. Creado éste en 1831 por la reina María Cristina de Ñapóles, no pudo, a través de los años, evadirse del ambiente mefítico que los antiguos políticos infiltraban en todas las instituciones patrias. María Cristina aspiró sin duda a emu­lar en Madrid el Conservatorio de Ñapóles, seminario de mu-ohísimas eminencias de «bel canto». Cuenta D. Juan Valera en sus cartas familiares, que siendo éí agregado a nuestra Embajada de Ñapóles, visitó la soberana española su antigua patria y que en esta ocasión el Conservatorio, famosísimo desde 1337, fué una de las instituciones napolitana» que con más afecto ho­menajearon a la egregia visitante. Es, pues, indudable que María Cristina tuvo el pensamiento de reproducir en Madrid la gloria musical de Parténope. Pero los reyes proponen y los políticos disponen. El Conservatorio, en el que nunca han faltado grandes

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IM A C C I Ó N B S P A f i O L A

¿guras, no evitó nunca el dejar fuera de sus puertas a otras fi­guras no menos grandes, para ocupar los puestos que a ellas eran debidos con valores mediocres y pobres medianías.

Al surgir la nueva Junta Nacional de Música con atribu­ciones máximas para organizar este aspecto de la cultura, se ha planteado el problema de renovar el Conservatorio, o de crear una Escuela de música superior a él. La alarma está, pues, justificada entre el personal afecto a las enseñanzas del Conservatorio. Sea cual fuere el resultado y solución que se dé a este problema, el Conservatorio cuenta entre su profesorado actual con elementos de enorme valía que serán imprescindibles en cualquier modifi­cación que se haga en los estudios musicales de España.

* * *

Un nuevo profesor universitario acaba de entrar por la puerta de la oposición a la cátedra de Filosofía del Derecho, de Santia­go. D. Enrique Luño Peña, joven aragonés, criado por la Univer­sidad de Zaragoza con ese carácter que en las Universidades in­glesas recibe el nombre de tschdar», ha recorrido desde los es­tudios del Magisterio hasta la cátedra que acaba de ocupar, una carrera de laboriosidad y de entusiasmo ejemplar. En 1925 am­plió sus estudios de Derecho en Italia, y en 1927 en Alemania. Estas incursiones en la cultura europea dan al nuevo profesor la amplitud de conocimientos necesaria para una labor fecunda en nuestra vieja Universidad.

Del mismo campo de Minerva hemos aún de recoger dos produc­ciones literarias que honran a la juventud de nuestro profesorado : el Marqués de Lozoya, catedrático de Valencia, ha publicado un bello libro que nos revela otra de sus múltiples facetas de escritor. Lo alquería de los cipreses inscribe el nombre de Lozoya en el catálogo de nuestros novelistas.

De la Universidad salmantina ha salido un original trabajo histórito sobre el judío medieval Abraham Zacut. El profesor D. Francisco Cantera Burgos es d autor de esta erudita mono­grafía, que viene a esclarecer con nueva luz el ambiente de la cámara regia de Alfonso el Sabio.

* « *

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ACTIVIDADES CUI,TTntAI,B8 195

Varias conferencias, muy notables algunas de ellas, han te­nido lugar en las pasadas semanas. Disertó en Madrid el ilustre Conde de Rodezno, tradicionalista de abolengo y hombre de ex­tensa cultura histórica. Su elocuente discurso sobre la política actual vista a la luz del tradicionalismo, mantuvo pendiente de sus labios, durante cerca de dos horas, a un público enardecido. El Conde de Rodezno, con aquella diafanidad de palabra que tan­to luce en su libro reciente sobre Carlos VII, diseccionó la po­lítica del Gobierno republicano, acusándola de destructora de la riqueza nacional y malversadora del espíritu genuinamente es­pañol. Para Rodezno, las formas de gobierno no son indiferentes ; sean los hombres los que fueren, su acción gubernamental debe necesariamente filtrarse a través de instituciones y de leyes que dan determinado color a los actos de gobierno. La democracia, esencia de la forma republicana, no puede dejar de producir he­chos como los que lamentamos en la actualidad, a pesar de toda la buena intención de los gobernantes.

* • •

La resonante disertación que acaba de tener en París nuestro original pensador D. Eugenio d'Ors, ha despertado el interés de los centros intelectuales sobre el curso de conferencias de que for­ma parte la de nuestro ilustre compatriota. Un autorizado cronis­ta parisino ha accedido a satisfacer el anhelo de ACCIÓN ESPAÑOLA

de informar sobre los importantes actos culturales que tienen lu­gar en el «Vieux Colombier». El cronista aludido escribe as í :

«Autor de un «Virgilio», escrito a la manera biográfica del «Goya» de nuestro Eugenio d'Ors, es decir, según lo que hoy se denomina en Francia «historia de presencia», Robert Brassillac es, a los veintitrés años de edad, uno de los más autorizados crí­ticos del mundo literario de París. Sus folletones en L'Action Franfaise se leen siempre con interés. En ellos, y en La Revue Universelle, bajo forma de encuesta, Brassillaoh ha iniciado y lo­grado, dar amplio ambiente al tema de la liquidación de una ge­neración, la de la «Tras-Guerra» ; la cual, en toda y en todas partes, se ha manifestado como servidora de la anarquía intelec­tual y social, al modo como lo habían sido sus abuelos, los de la generación llamada «Fin-de-Siglo», que en España puede iden­tificarse con la llamada «generación del 98».

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Aquella liquidación es un hecho y también la entrada en es­cena de una nueva promoción, aniinada por mejor y más sano es­píritu. Con ella se restaura la apetencia de nuevas disciplinas, la conquista de un Orden Nuevo (éste es, justamente, el nombre que ostenta una de las agrupaciones políticas juveniles más vivaces del París actual), el cual, después de todo, no es otro con que el Orden Eterno. Y, para definir este reciente y ya fecundo estado de espíritu, una serie de conferencias, una especie de curso ha sido organizado y viene celebrándose, que ha empezado por una revi­sión, relativa a los problemas estéticos, ordenada bajo el título general de «La renovación de las formas clásicas» en el famoso teatro del «Vieux-Colombier».

Un público ardiente y entusiasta viene siguiendo al desarro­llo de estas conferencias, cuyo abono ha constituido en París un éxito a la vez artístico y mundano. Jacques Copean, el ilustre fun­dador del «Vieux-Colombieri abrió la serie hablando de la re­novación de las formas clásicas en el teatro. Jacques Reynaud, di­rector de Latinité y Henri Charpentier (a quienes puede consi­derarse como los poetas representantes del nuevo estilo), han de­finido aquí un ideal de poesía. El estudio de la danza ha corrido a cargo del erudito André Levinson ; el de la música, del crítico O. O. Ferrond. Henri Ghéon, apóstol del nuevo teatro católico, ha incluido en el ciclo una conferencia monográfica sobre Mozart, ejemplo inmortal de clasicismo. Para definir el nuevo ideal en las artes figurativas, los organizadores de aquél habían llamado a un español, a Eugenio d'Ors. En cada una de estas sesiones la disertación doctrinal está acompañada por ejemplos, recitados, pro­yecciones, conciertos, representaciones teatrales de estudio.

La sesión de Eugenio d'Ors ha tenido lugar el último 19 de diciembre. A la indicación de-l objeto de la conferencia dentro de la serie, el conferenciante había hecho seguir este subtítulo : Carn»-vel, Car eme, Mi-Car eme et Paques dans l'Art ccMtemporain. El panorama general de la pintura, de escultura y aun de la arqui­tectura actuales, comprende, en efecto, los sectores correspon­dientes a estos cuatro enunciados simbólicos. El «Carnaval» se­gún Eugenio d'Ors, viene caracterizado por las supervivencias del impresionismo, que todavía ofrece manifestaciones brillan\es, «ieinpre con las notas (justificativas de aquel título) de una extre­ma licencia, de un sensual recreo, de una ausencia de composición

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ACTIVIPADBS CULTDKAUS 197

y de sentido constructivo ; de una falta, para decirlo en una pa­labra, de responsabilidad. Al auge del impresionismo sucedió, a los comienzos del siglo presente, un período de penitencia en el arte, en que el recreo de les ojos, el aspecto de las cosas, su pres­tigio sensual fueron, primero violentados y luego sacrificados al vigor constructivo, al ejercicio geométrico: esa tendencia, que ya se inicia en Cézanne y llega a su máximum en el cubismo y en otras escuelas estructuralistas es lo que Eugenio d'Ors califica lucidamente de «Cuaresma», aludiendo a la vez a su ascetismo y a su carácter interino y de «ejercicio!... Pero, a lo mejor de esta reacción, surgieron la Guerra europea y el período llamado la «Tras-guerra», caracterizados los dos por una recaída en la vo­cación de anarquía. Esta vocación tradujo también en el arte, don­de la razón dimitió de nuevo, abdicó sus fueros y la licencia car­navalesca se ha reproducido. Lo que en Francia se llama fauvis-me, en Italia futurismo, en Alemania expressionismus, lo que en España consideran todavía mudhos mal informados como «arte de vanguardia» representan esta especie de Mi-Caréme. Pero, a úl­tima hora una nueva tendencia restauradora de los valores eter­nos se ha abierto paso. Aprovechando el efecto de los ejercicios abstractos del realismo, esta posición representa una reconcilia­ción entre la geometría y la vida, el arco-de-alianza tendido entre la estructura racional de las cosas y su sensual apariencia ; re­presenta un clasicismo nuevo, una verdadera Pascua del arte. El magisterio de Seurat, en Francia, el de una parte de la obra de Hodler en los países germánicos, guía y avalora esta cuarta sec­ción del Arte contemporáneo.

Como todas las demás de la serie, esta conferencia del teori-zador español confirmaba las especulaciones con documentos. Por la pantalla de proyecciones, instalada según una fórmula técnica­mente muy curiosa en el escenario del «Vieux-Colomber» desfila­ron sucesivamente reproducciones de obras de Bonnard, Vuillard Marquet, Pascin, para representar el «Carnaval» ; de Cézanne, Picasso, Braque, Juan Gris, Leger, Delaunay, como significativas de la Cuaresma; Van Qogh, como precursor, representó el fau-visme; a su lado, Matisse, Ronault, Kokoscha, Ohagal y de los superrealistas formaron una iconografía de la «Mi-Caréme», co­ronada por la exhibición de un curioso ejemplo de la escultura de Joan Miró, que representa ya, para el Arte, una especie de calle-

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jón sin salida. Mas luego desfilaron, visión consoladora, las imá­genes pascuales ; el gran Seurat, el gran Hodler, los primeros; Picasso, de nuevo, los alemanes de la Neue Sachlichkeü, el espa­ñol Togores, el mexicano Tarraga, y, más decididamente neo­clásicos que nadie, los maestros italianos de la nueva promoción, los Chirico, Tozzi, Carra, Severini...

La demostración continuó todavía en el capítulo de la mise-en-scéne. Una pequeña representación de teatro de estudio concluyó la conferencia. La famosa Compagnie des Quinzé, constituida por los discípulos de Copean y la Petite scéne, cuya animadora es Mme. Rivain ofrecieron al público escenas o actos enteros del «Pelleas», de Maetirlinch, representación tras de allí (no sin iro­nía maliciosa) de las tendencias musicales y decadentes del arte teatral de ayer y del «Prometeo» de Esquilo, o de la Bataüle de le Mame, la obra de Obey, coronada por la Academia Francesa, co­mo muestra las dos de un ideal óptico y plástico en la dramatur­gia, que, siendo la fórmula de la tragedia griega, es también la de las manifestaciones más significativas de la actual.

Después de esta conferencia, verdadera solemnidad en la vida intelectual de París, la de Henri Cheon sobre «Mozart en discos» volvió a reunir a los entusiastas y a los curiosos del ideal nuevo, dándoles un nuevo ejemplo de sentido de eternidad en el Arte y de la perenne juventud de las formas clásicas. La sesión del críti­co O. O. Perront, acompañada de un concierto de música de últi­ma hora corona la serie, este día 8 de enero.»

Si en España nuestra juventud pudiese recibir directamente el influjo -de semejantes lecciones, no sólo la atmósfera estética e intelectual, sino la social y política, empezarían muy pronto a ser más respirables.

• * *

Las fuerzas antirrevolucionarias que luchan en el mundo han perdido dos de sus hombres de «élite». El cardenal Luis Billot, jesuíta, ha muerto en Galloro, donde vivía retirado desde que en 1927 depuso la púrpura cardenalicia ante el Soberano Pontífice. Aunque no queramos hacemos eco de la explicación extraoficial qne en todo el mundo se ha dado a la dimisión del cardenal Billot,

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ACTIVIDADSS CULTUKALKS 199

es lo cierto, porque así consta irrebatiblemente, que el difunto cardenal militó siempre en las avanzadas antiliberales. Fué un teólogo eminente, y en la luminosidad de su ciencia no pudo pac­tar jamás con las falsedades y lo» mitos de la democracia.

Fué asimismo un hombre piadoso y lleno del espíritu ignacia-no, que le llevó siempre a sentir y pensar con los que en Francia combatían a la revolución en la vanguardia del legitimismo.

Cuando la suprema autoridad del Papa condenó a L'Action Francaise, el Cardenal Billot juzgó que su puesto estaba en el re­tiro y en la oración más que en la corté pontificia. Desprenderse de la púrpura no era para él gran sacrificio, puesto que llevaba debajo de ella la sotana de la Compañía. Su acto de humildad por una parte, y de acatamiento delicado a Pío XI, han revelado una vez más al mundo el temple de alma de los hijos de San Ignacio.

La otra pérdida es la de Amaldo Mussolini. Mientras en Pa­rís triunfa en los carteles la obra histórica del educe» acerca de Napoleón, el fascismo ha recibido con la muerte del eximio perio­dista de Milán un golpe irreparable. La prensa en general rinde en estos días un tributo de admiración al hermano de Mussolini, que solamente en aras del esplendor del jefe fascista ha podido ocultar en parte sus eminentes dotes.

* • *

El Observatorio del Ebro, fundado y dirigido por los Jesuítas españoles en Tortosa, ha ceüebrado este año que acaba de pasar, el XXV aniversario de su fundación. Con este motivo, la revista técnica Terrestrial Magnestim and Atmospheric Electricity, que se publica en los Estados Unidos, ha hecho una honorífica apolo-gía del Observatorio, de la cual nos es grato resumir las prin­cipales ideas.

«En vista, dice, del importante lugar que en las investigacio­nes astronómicas y geofísicas ocupa el Observatorio del Ebro y de las vaHiosas contribuciones hechas de tiempo en tiempo, a las páginas de esta revista, por su Director, el P. Luis Rodés, parece apropiado que aprovechemos esta ocasión de su vigésimo quinto aniversario para constatar nuestro aprecio y admiración por el precio^ trabajo llevado a cabo. Aunque la inauguración privada

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del Observatorio fué el 8 de septiembre de 1904, su existencia ofi­cial se cuenta a partir del día del eclipse total del 30 de agosto de 1905, ya que, como dijo con gracia su Director en su discurso del aniversario,. es preferible que una institución científica co­mience con un eclipse total que no terminar con él. No obstante, la celebración del XXV aniversario fué aplazada, hasta el 26 de octubre de 1930, por el deseo de inaugurar al mismo tiempo el ePabellón Lánderer», destinado a Biblioteca y Museo Astrofí­sico».

Describe después el articulista lo que es el Observatorio, su objeto caracterísíticp de investigación física-KJÓsmica, abarcando tres secciones ; la geofísica, la electro-meteorológica y la heliofí-sica, y añade :

«La extensa actividad del Observatorio se refleja en sus publi­caciones técnicas consistentes en seis memorias, en las que se des-icribe el trabajo de las diferentes secciones y de algunas investi­gaciones especiales, y en su «Boletín Mensual», que, comenzado en 1910, publica cada mes los valores numéricos de los elementos registrados en sus tres principales secciones, heliofísica, electro-meteorológica y geofísica. Al fin de este Boletín se publican unas curvas que presentan de una manera gráfica los valores conteni­dos en las tablas que preceden. De un carácter más popular, ha publicado una larga serie de escritos, entre los cuales puede men­cionarse el bien conocido volumen «El Firmamento», del P. Rol­des, y numerosos artículos de colaboración a revistas y perió­dicos.»

Sigue después el autor hablando de otros trabajos del Ob­servatorio y termina este laudatorio artículo con los dos párrafos siguientes :

«En cuanto al valor del trabajo relativo a las corrientes telúri­cas, difícilmente podrá ser lo suficiente apreciado desde el punto de vista teórico. El Observatorio del Ebro es uno de los muy po­cos observatorios donde se registran con regularidad las corrien­tes-telúricas, y tiene a su crédito la más larga serie existente de registro; con su ayuda, ha sido posible establecer comparaciones entre los fenómenos geofísicos durante un considerable número de afios, y por primera vez estos estudios han llevado a la confirma­ción de ciertas teorfas, que hasta ahora eran puras hipótesis.»

«lía atrevida visión de su fundador y primer director, Padre

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ACTIVIDADES CULTCKALRS 201

Ricardo Cirera, que pasó cuatro años viajando, estudiando y ma­durando planes para este Observatorio, ha venido a ser una rea­lidad durante los primeros cinco lustros de su existencia, y con­vencidos de las altas cualidades científicas y entusiasmo de su ac­tual director, podemos mirar al porvenir con la completa seguri­dad de que sus éxitos serán todavía mayores.

* * *

La Associated Press comunicó el 19 de diciembre pasado a la prensa española que el día de Pascua de Navidad era esperado en Nueva York, a bordo del «Aquitania» el ilustre ingeniero espa­ñol D. Juan de la Cierva, conocido hoy en todo el mundo por su invento del autogiro. Anunciaba la misma agencia periodística que existía el proyecto de que saliera un autogiro que intentaría descender sobre la cubierta del buque, para recoger a nuestro sa­bio compatriota y trasladarle al aeropuerto.

El mero anuncio de hecho tan honorífico para España, abre un lugar en esta crónica al nuevo triunfo, allende los mares, del Sr. La Cierva. El autogiro canta en sus innúmeras revoluciones la gloria de España, hoy en Nueva York, como ayer en Inglate­rra, en Francia, en todas partes. ¡Si España supiera aplaudir! Pero no lo sabe. Somos un pueblo de brazos caídos, o peor aún, de alma caída a los pies. Cuando apareció en el horizonte la es­trella de Menéndez Pelayo, alguien temió que su brillo se menos­cabara ante este triste espectáculo de uti pueblo que no sabe aplau­dir. Entonces contó D. Alejandro Pidal la anécdota de las tres cucañas. Los franceses que alientan a su compatriota, los ingle­ses que lo miran impasibles, y los españoles que le tiran de los pies para que no suba. Algo de esto sabe dolorosamente el insigne inventor del autogiro.

No es ninguna excepción el caso del Sr. La Cierva. En estos mismos días se ha realizado por la aviación española eíl bello roid a Guinea, y apenas la nación ha prestado interés al hecho. Y sin embíirgo, no es difícil recordar aquellos no lejanos días en que Es­paña entera, vibrante de emoción, asistía a las proezas del! «Non plus ultra» y del «Jesús del Gran Poder». Entonces hubo un ver­dadero sentimiento nacional que identificó millones de corazones

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con las hazaña» a que iba unido el honor de España. Pero aquel momento pasó. La somnolencia nos invadió de nuevo. Los triun­fos de los preclaros españoles no Jogran despertar hoy la sensibi­lidad nacional. A este marasmo y abatimiento contribuyen el es­cepticismo enervante que la política inyecta en todas partes y la infame campaña contra la idea de patria, que hace el comunismo y sus escuelas afines. La frase «hacer patria» debería ser un man­damiento sagrado del decálogo de todos los amigos de ACCIÓN

EsPAfíOtA.

MIGUEL HERRERO-GARCÍA

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L e c t u r a s

El Maestro Fray Pedro de Soto, O. P.,. Confesor de Carlos V, por el R. P. Venancio D. Carro, O. P.

La Biblioteca de Teólogos Españodes, dirigida por los Domi­nicos de las provincias de España, ha editado el primer volumen de esta «vida» de Fray Pedro de Soto, en que el autor, P. Venan­cio D. Carro, trata de su actuación políticoreligibsa, para consa­grar el segundo a su labor teológica y a su participación en el Concilio de Trento.

Dietr&s de la figura de este fraile está la de Carlos V y todo el esplendor del siglo XVI, la Roma del Renacimiento, la apa­rición del mundo nuevo, la amenaza de los turcos, la formación de las modernas nacionalidades, la Reforma y la Contrarreforma. Pues bien, fray Pedro dg Soto explica el hecho de que en uno de los siglos más interesantes que ha vivido la humanidad desempe­ñaran los españoles el principal papel. Sobre todo su tiempo, so­bre los Papas y loe Reyes, sobre las vanidades de un Erasmo, sobre el sensualismo del Renacimiento, se alzaban la austeridad y hombría de bien de un Pedro Soto.

Francia tenía un Rey que lo mismo se asociaba con los tur­cos qup con los protestantes, con tal de servir los intereses tem­porales de su reino. El Papa, Pío III , se cuidaba sobre todo de proteger a un sobrino suyo. El Emperador Carlos V trataba de servir los intereses de la Iglgsia, que eran también los de la humanidad, pero se veía obligado a congraciarse unas veces con

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los protestantes para luchar contra los turcos, y otras a buscar el apoyo del Papa contra los protestantes, lo que le colocaba en posiciones ambiguas y difíciles. Moviéndose con rectitud entre tantas sinuosidades, Pedro Soto se impone, como España, por su sencillez misma.

He ahí un hombre que se forma para ser fraile dominico en algún obscuro convento provinciano, como el de Talavera o el de Aranda, mejor cuanto más retirado. Pero por ese mismo propósito adquiere una excelencia moral e intelectual que le hace distinguir­se entre sus compañeros y ganar el aprecio de sus superiores. Muy de joven se Je considpra como una de Jas lumbreras de una Orden que en aquel tiempo era toda ella luz. Como de ella salían los confesores de los reyes, Pedro Soto fué nombrado confesor de Carlos V. Y es que el padre Soto, a pesar de su humildad, pa­recía haber nacido con un bastón de mando. El cargo de confesor del soberano era entonces una de las más elevadas dignidades del reino. Innecesario advertir que casi todas las perplejidades políti­cas pueden reducirse a casos de conciencia, sobre todo en aque­llos años. Carlos V inició la guerra contra los protestantes, sien­do confesor suyo Pedro Soto y con arreglo a su dictamen.

Soto dejó de ser el confesor del Emperador porque hubo un momento en que Carlos V sintió vacilaciones al exigir, como era lo convenido, que se cumpJiera el Interim. Carlos V, que con­servó toda su vida el mismo afecto a su antiguo confesor, intentó que se premiasen sus servicios con el capelo cardenalicio, pero Soto flo rechazó. Tenía otras cosas mejores que hacer, como fundar la Universidad de Dilinga, en Baviera, con el apoyo del cardenal Otto y hacer que en pila progresaran tanto los estudios que estu­diantes y profesores pudieran gloriarse de conversar en el latín de Tulio.

Otra de las cosas que hizo Soto fué explicar teología en Ox­ford, con tal éxito, que el protestante Jewel se quejaba de que su influencia había hecho retroceder tanto el protestantismo que ape­nas quedaban dos herejes en Oxford. Verdad que el jesuíta Bo-badilla había escrito que: cEkío y Soto son los mejores teólogos que yo conocí en Germania». En los últimos años de su vida se distinguió Soto por la ardorosa defensa que hizo del Arzobispo Carranza frente a Melchor Cano y el Arzobispo Valdés.

Cuando estaba en el Concilio de Trento escribió al Pontífice,

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ACCIÓV «SVAfiQLA US

dos días antes de morir, una carta en la que pedía que dejase a los obispos en sus sedes y no proveyese sus cardenalatos con obispos que abandonaban sus residencias. El del Renacimiento se costeaba con la acumulación de beneficios y la regencia de Iglesias y de diócesis, cuyos beneficiarios no visitaban tal vez nunca. Con razón dice el padre Carro que la gloría de tantos prelados, a quie­nes se llamaba protectores de las artps y de las letras, se obtenía a costa de la sangre de la Iglesia de Cristo. Pero Soto se atrevió a escribir al Papa que había que dejar a los obispos en sus se­des, por ser su residencia de derecho divino; y que de no hacerlo seria en descrédito de la Iglesia, y el mismo Pontífice perdería su alma (tet Sanctitatem vestram ultimam damnationen in Ju-dicio Dei incursuran»).

Tenía razón el fraile castellano al proferir tan terribles pala­bras. Y no faltó un Pontífice, como Pío V, que, imponiéndose a las corruptelas del tiempo, cumplió al pie de la letra el consejo de Pedro Soto. Que así eran los españoles eminentes del si­glo XVI, y por ser como eran se imponían all mundo.

En otro tomo nos hará conocer el padre Carro la actuación teológica de Soto. Todos los españoles le debemos gratitud por habernos dado a conocer tan noble figura. Esta gratitud sería todavía mayor si en el próximo volumen tratase el padre Carro de componer mejor el libro, ordenándolo con arreglo a un plan bien meditado, y haciéndonos vivir la perspectiva histórica en que se desarrollaban las controversias teoflógicas del gran siglo.

R. DE M.

Rusta, ¿ un peligro o una lección ?, por el Vizconde de Eza.

Con abundancia de erudición y buen acierto en la selección de las lecturas, el \'^izconde de Eza ha escrito un libro sobre Ru­sia, que el autor ha dedicado a la Asociación de Progreso Social, que es, a su juicio, «tanto como ofrendarlo a la memoria de Dato, Azcárate, Moret y Canalejas». Las obras en que apoya su disqui­sición el señor Vizconde están bien escogidas, y con tan exceflen-tes guías, no era posible el extravío. En este libro podrá aprender el lector en qué consiste la esencia del plan de los cinco años y la razón de su fracaso.

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El plan ha nacido del hecho de que Rusia necesitaba capital para salir del estado de miseria en que quedó a causa de la gue­rra y de Ha revolución comunista. No tenía capital con que pro­curarse máquinas y fábricas. Ya en tiempo de los Zares era mise­rable. Nunca entendió el ahorro como un deber moral, y apenas lo practicaba. Muchos de sus capitalistas eran extranjeros. Y como, a consecuencia de la repudiación de sus deudas, la revolu­ción dejó al país sin crédito, no había más que una manera de procurarse el capital indispensable, y era el de sustraer al consu­mo, y por acción gubernativa, una buena parte de los bienes, a fin de reservarlos, en forma de capital, para una producción ulterior.

Esta es la esencia del plan quinquenal: un ahorro impuesto desde arriba. El procedimiento consiste, como es sabido, en ven­der al extranjero una cantidad creciente de productos rusos, como trigo, petróleo, madera, etc., y procurarse con el importe las má­quinas necesarias para ir transformando la producción rusa. V la razón del fracaso es también conocida. Como no se provee a los obreros de los alimentos, vestidos y habitaciones indispensa­bles para su contentamiento, viven una vida de rebajada vitaüi-dad, que se expresa en una producción pobre, irregular y de mala calidad. No basta con que se les surta de buenas máquinas, porque se deshacen y destrozan en sus manos. De otra parte, faltan en Rusia ingenieros y capataces competentes en número bastante. Y no se puede improvisar en pocos años, y por orden del Gobierno, una habilidad técnica que otros países no se han creado, sino en el curso de los siglos.

El resultado de estas imprevisiones y de la baja de precios en los mercados del mundo, es que ya no se nos habla de las maravi­llas deJ plan quinquenal, y que cuando Stalin ha proclamado Ja necesidad de otro plan quinquenal, la noticia no ha merecido en los periódicos del Occidente más que tres o cuatro líneas. El Viz­conde de Eza, por su parte, llega a la conclusión de que Rusia es, actualmente, más una lección que no un peligro.

Esta conclusión nos parece demasiado optimista. El hecho de que la revolución rusa no haya mejorado la condición del pueblo, no quiere decir que no haya peligro de que se imite. El pueblo ruso podrá hallarse más pobre que antes, pero los agitadores bol­cheviques están en el poder y hacen lo que quieren. No hay nin­guna razón para suponer que los agitadores de otros países sean

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más generosos y desinteresados que los rusos. Y, desde luego, se ha demostrado que el bolchevismo y sus métodos son excelentes para que los agitadores alcancen y retengan el poder.

De otra parte no nos parece bien que el Vizconde de Eza asi­mile el sistema bolchevista al fascista, y esta es la única parte del libro a que tenemos que oponer una crítica fundamental. Es ver­dad que el fascismo y el bolchevismo se apoyan sobre un partido po­líticamente privilegiado y que ambos sistemas son hostiles al li­beralismo individualista y a la igualdad democrática, pero mu­cho más importantes que las analogías entre el fascismo y el bol­chevismo son las oposiciones y los antagonismos. El bolchevismo, por ejemplo, es hostil a la religión ; el fascio ha restablecido la Cruz en las escuelas. El bolchevismo es revolucionario; el fascis­mo, contrarrevolucionario: d bolchevismo es marxista; el fascis­mo, espiritualista, etc.

Nosotros desearíamos que el Vizconde de Eza meditara esta pre­gunta. ¿Es lo mismo la coacción para el bien que la coacción para el mal ? ¿ Es igual imponer la salud que las epidemias, la verdad que la falsedad, la belleza que la fealdad, el poder que la debilidad, el amor que el odio, la solidaridad que la lucha de clases ? El Viz­conde de Eza pensará, con nosotros, que hacer esta pregunta es contestarla.

R. DE M.

Polvo de sus sandalias, por A. de Castro Albarrán.

El magistral de Salamanca, autor de este libro, es un acredita-do especialista de la literatura teresiana. Y, por esto precisamen­te, por haber dedicado muchos años y mucha atención a la obra social literaria y mística de Santa Teresa, ha podido hacer un li­bro ameno y ligero de un asunto serio, dejándole todavía gran par­te de peso y seriedad.

Nada tan adecuado para dar idea del trabajo del Sr. Castro Al­barrán como el recuerdo de las Florecillas de San Francisco. Aquí tenemos unas Florecillas teresianas, tales como podían darse en nuestra época. Aquella divina ingenuidad del siglo XIII, aquella inimitable inocencia medieval, hizo testamento en las tablas de Fray Angélico; y es casi una profanación establecer comparacio-

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nes entre una obra moderna y el hechizo franciscano que lleva el tí­tulo de Floreemos. Así y todo, esta vida anecdótica de Santa Te­resa, que nos ha tejido el docto magistral salmantino, tiene también su traza innegable de ramillete, su olor penetrante de flores silves­tres, su encanto de espontaneidad y de primitivismo.

No quiere el autor confesar que su obra sea una tvidaí de Santa Teresa. Y, en efecto, no lo es ; pero desde la primera anéc­dota hasta la última, el lector va viendo nacer y desarrollarse la gran figura de la Virgen de Avila, metódica y gradualmente. Di­remos que es una tvida» lírica, o una biografía en estampas. Y si añadimos que estas estampas guardan el viejo \' poético estilo de las viñetas miniadas e iluminadas de los antiguos códices, tanto más exacto.

Un libro de este tipo tenía que ser un libro artístico. Avala y Galán, dibujante de gusto depurado y de frecuentes aciertos de in­terpretación, ha puesto su lápiz al servicio del ideal perseguido por el Sr. Castro Albarrán. Casi todas las páginas exhiben moti­vos ornamentales que se compenetran con el texto, que lo realaian, que lo envuelven como la obra del orfebre a la piedra preciosa. Con los dibujos de Ayala y Galán alternan las firmas autógrafas de las monjitas, discípulas de Santa Teresa, de sus doctos confesores, de los grandes teólogos que juzgaron su espíritu. Estos rasgos fir­mes o temblorosos de un San Juan de la Cruz, de un Juan de Avila, de un Fray Luis de León, de un Domingo Bañez, van levan­tando ante los ojos del lector un vaho histórico, que ambienta el relato y acrecienta la impresión de autenticidad que estas páginas producen.

Seguramente que el autor de este libro ha tenido concepto exac­to de la importancia de su cometido. Sacar la figura de Santa Te­resa del terreno de la crítica y colocarla en el campo del arte, como objeto de fruición estética, nos parece de excepcional interés. •Mientras las cosas no nos emocionan, no las poseemos. A Santa Teresa la hemos estudiado, la hemos discutido, la hemos consa­grado como uno de los valores más altos de la cultura española ; pero tal vez no la hayamos sentido aún plenamente. Como Cer­vantes, como Calderón, como Quevedo, la erudición los envuelve respetuosamente a modo de momias egipcias ; pero España no los tiene incorporados a su ser, no cuenta con ellos para pensar ni para actuar, no los siente en definitiva. Tal vez ver a uno de estos va-

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kCClÓVt l 8 P A f i O I » A 209

lores iuvadir las esferas del art^ sea indicio de que empezamos a sentir nuestro pasado y nos incorporamos a nuestra tradición.

Desde este punto de vista, el Sr. Castro Albarrán ha puesto no pequeña piedra en esta magna obra de reconstrucción española que tanto urge realizar.

M. H. G.

tienri V, por Fierre de Luz.

El Hemri V, que acaba de publicar Mr. Fierre de Luz, es una obra fundamental que deberán leer cuidadosamente todos los mo­nárquicos españoHes. Fero es una obra cuya crítica es imposible hacer concienzudamente para uso de estos mismos monárquicos mientras esté en vigor la Ley de Defensa de la República, y con ella prohibida toda apología del Régimen. En las páginas de Hen^ n V encontrará el lector los argumentos más considerables en con­tra del parlamentarismo demo-liberal; las más curiosas e inquie­tantes semejanzas entre ciertos capítulos de la Historia Contem­poránea de Francia y el período que estamos aquí viviendo; las más fragantes y sugestivas evocaciones de un pasado que alcanza­ron a vivir plenamente nuestros abuelos El comentario que todo ello había de inspirar a nuestra pluma, la crítica de estos persona­jes del drama, la exposición misma detallada de Jas escenas más salientes, queden en el tintero, hasta tanto que la Constitución que nos ha llovido del cielo—las nubes andaban veloces y tenían un motor en sus entrañas—sirva para que un sector españd pueda ex­teriorizarse, si no a tiros, si no injuriando ni calumniando ni ex­peliendo, al menos exponiendo honradamente doctrinas de salud nacional, dando fórmulas de enaltecimiento popular y patriótico...

Del tronco secular de los Borbones, a la muerte de Luis XIII, quedaron verdes dos grandes ramas: la del Rey Sol y la de sn hermano el Duque de Ortteáns. La primera, medio siglo después, cuando el Gran Delfín desapareció del gran teatro del mundo, se desdobló en otras dos: la primogénita del Duque de Borgofía, pa­dre del Bien Amado y la segundona de los Borbones-Espafia. El áltimo vastago de los Francia es el Conde de Chambord, el Enri­que V de Mr. Fierre de Luz. Muerto éste el 24 de agosto de 1883, el derecho a la Corona pasa al Conde de Farís—Felipe VII—, después al Duque de Orleáns—Felipe VIII—, más tarde al Duque

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W AdCIÓH KSfAÍtOLA

de GuiMh-Jttaa líl—-y cuando Dios diaponga de él, pasará el Con­de de París, al actual Delfín que hace un afío casó en Palermo con una princesa de cuento, aclamada en di día memorable por miles de franceses... Fluye así, sin reiposo, el gran río, indiferente al Tiempo, e indiferente a las querellas y a los errorps de los hom­bres. El curso se desvía a veces ; otras, en ocasión de cataclismos, se sumerge, como nuestro Guadiana, para tomar a aparecer pa­sada la convulsión que borró su cauce... Pero, la sangre no deja de circular, ni de trasladarse, por el Misterio del Amor, de unas venas a otras y las linfas serenas acaban por adueñarse del espíritu, como garantía única de convivencia fecunda y de armonía lumi­nosa.

El Conde de Chambord, es el Príncipe que enamorado de su misión consagra todo el esfuerzo d su vida a un instante, que no quiere aprovechar una vea logrado. Y esto, no por una cabriola lu-ii&tica, ni por una frivolidad inesperada, sino por no querer en­trar en su patria «como alcaide del Real Palacio», y sí «como Rey de Francia*, según su propia frase. El nieto de Carlos X, sabía como nadie que la nación no estaba madura para implantar una Monarquía Tradicional, liberada del Parlamentarismo e inexpug­nable a la RevolucáÓB. ¿Qué sucedió? ¿Qué maleficio ungió la frente serena de l'enfant du mireu:le, como le llamó, al nacer, La­martine, para que los votos propicios de tbda Francia no pudieran cumplirse?

El 29 de septiembre de 1820 vio la luz primera Enrique Car­los de Artois, Duque de Burdeos, hijo postumo del Duque de Berry y de María Carolina de Borbón-Sicilia, y su veoiida al mundo fué recibida con una alegría casi unánime, en que tal vez fué voe di-seriante y casi única la de Béranger^ en su poema $n que pone en labios del Duque de Reichstftd estas palabras proféticas:

«Mon premier jout fut atUAi beau Point de Franjáis qui n'en convienne, Les roía m'adoraient au berceau, Et eependattt já s«U o Vienne.*

Un nifio todavía, la Revolución de julio del 30 le pone en las «ienes la Corona y se la quita en el breve espacio de una semana, y en la emigración comienza su maravillosa vida que bastaría a

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ACCtÓK C S > A Í I O t A 211

Menar muchos yolúmeaes iguales en amable densidad al de Mr. de hnz. i Cómo Be f&rma este Príncipe niño, desposeído del Trono por la Kama revolucionaria de su Casa y teniendo como maestros a viejo» liberales que, como Chateaubriand, creían que los progresos de la civilización no consentirían en plazo breve que los puebloB tuviesen «tutores» coronados y cuyos consejos—los de Chateau-bnan<í—no eran otros sino que, después de haber tomado posesión del Trono de sus mayores, después de haber asegurado la pre­ponderancia establ* de la Religión y de haber conseguido k dis-mmución de los impuestos, descendiese de ese Trono para ofre­cer al pueblo que se gobernase por sí mismo ? Con penetrante hu­morismo, dice Mr. Kerre de Luz, que todo esto hace sonreír en 1930 (más aún en 1981, decimos nosotros por nuestra cuenta), pero que «ha sido fuerza de ley durante mucho más de medio si­glo y todavía ejerce sus estragos en Francia, en Méjico, en Chi­na y en algunos otros países convulsivos!.

Sólo a fuen» de estudios y de meditaciones y respaldada» y reaJizadas sus dotes intelectuales por un rígido e inatacable sen­timiento del honor, pudo realizar el milagro de zafarse del virus liberal y de saiber rechazar noblemente el Poder, cuando éste se le ofrece, pues en él su apetencia, no era apetencia de mando, ni de vanidades satisfechas, sino secreta voz de la sangre que le impul­saba a lograr la felicidad de sus subditos.

£1 Conde de Chamboixl, viaja y estudia y medita. Su estancia en Roma le pone en contacto con las mujeres más bellas de aquella magnífica sociedad. Pero Ohambord, pese a la sangre de los Va-iois que lleva en sus venas, y a su gran éxito personal, se man­tiene, como conviene al hombre ungido de una gran misión histó­rica, al margen de las aventuras fáciles que todo lo malogi n en la vida. Al año siguiente de tantos triunfosi como jalonan su paso por Italia, en Kirchberg, en Has proximidades de Viena, sufre su lloroso accidente de caballo que le sefiala para siempre, sin lo-g»r, sin embargo, vencer su voluntad de hierro, ni apartarle un Apíce de su oficio de rey fantasma, oficio que realmente comienza «n la mallana brumosa en que desciende de un coche, acompafiado por Chateaubriand, en el núm. 36 de Belgrave-Square...

Loa años pasan veloces... El 48, estalla la revolución en París, y la bandera toja vence en las calles a la tricolor. Y así como el Rey de Francia, el legítimo—escribe Mr. de Luz— «se había le-

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tirado rodeado de su ejército, de sus estandartes, de su corte y de su familia, con una maravillosa dignidad, el rey de las barrica­das huye como un aventurero, en un simjíle coche de alquiler».

Ni por el espacio de que disponemos, ni por las razones ex­puestas al comienzo de estas líneas, podemos seguir paso a paso los copiosos y aleccionadores acontecimientos que se suceden. El Conde de Chambord se halla en la firme posesión de una doctrina antiparlamentaria y descentralizadora. Esta doctrina es una heren­cia y una aportación suya al mismo tiempo y tiene una bandera gloriosa : la bandera blanca de la Casa de Borbón, «el estandarte —escribe Enrique V, en su manifiesto de Chambord, el 5 de julio de 1871— de Enrique IV, de Francisco I y de Juana de Arco ¡ que nunca ha seguido sino el camino del honor!»

Este leit motive de la bandera lo repite siempre. El Rey ha de gobernar; los ministros serán responsables ante el Rey; las libertades familiares, municipales, corporativas, serán una reali­dad... ) Pero todo esto tiene una enseña que no puede ser la esca­rapela de la revolución I

En la dramática pugna con Chesnelong, la bandera es la pren­da de la victoria. El Parlamento embrolla el asunto ; una vez más la Democracia especula sobre la salud del Pueblo. Enrique V quie­re hacer un esfuerzo todavía—no el último, mientras le quede alien­to—y entra en Francia por segunda vez, para ver si los franceses dan fin al pleito que sus representantes en Cortes no aciertan a solucionar. Pero, «Mac-Mahon, no es un Condestable de Francia —^ice el Conde de Chambord— sino un capitán de gendarmes». Y tiene que partir para siempre del suelo de la patria, pese a la favo­rable acogida del pueblo y del ejército. «No puedo—exclama—com­prometer el porvenir de Francia con una revuelta... Esto lo podría hacer un Bonaparte, pues no lleva, como yo, en sus venas la san­gre de cincuenta generaciones de reyes.»

El Conde de París lavó la falta de su origen revolucionario con su limpio proceder para COD SU primo Enrique. Nada de esto sir­vió para liberar a la nación de tanta desgracia como le vino de la mano de los principios del 89, de los «derechos del hombre» y del fetiche de la Democracia universal.

«¿Qué representaba el hijo postumo del Duque de Berry?» —se pregunta Mr. de Luz—. «La continuación de una raza, de un xégimen, de un sistema; la conservación de ciertas fronteras. Y

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ACCIÓN BSPAftOLA 213

en tin siglo, cuántas guerras, cuántos centenares de millones de franceses muertos, cuántos millares de millones malgastados, y para llegar ¿a qué?, a encontrar justamente nuestros Umilifc» de 1816, es decir, los de 1792, He aquí lo que tal vex este niño, si le hubiesen dejado reinar a su hora, nos hubiese ahorrado. He aquí lo que—sin dudarlo—solamente él pudo evitar.»

C. DE S. DEL R.

Catalunya i la Revolució, por el Dr. Aiguader, Alcalde de Barcelona.

El libro del Dr. Aiguader, aparecido hace unos meses, conser­va una actualidad que podemos calificar de irritante. Al ver la luz en julio o agosto últimos, motivó rectificaciones y aclaraciones que sólo a lo anecdótico se referían ; concretamente, a la referen­cia, inserta en efl libro, de la reunión en que el famoso cpacto de San Sebastián» fué incubado. No tuvo entonces mayor reso­nancia.

No obstante, es el libro del Dr. Aiguader un documento re­velador de k presente hora catalana, más que por lo que tiene de historia del catalanismo en los últimos tiempos, por la inter­pretación que a la historia da el autor y por la coincidencia de esta interpretación con la realidad, quizá» con la realidad miU aguda, más significativa y más inquietante del hecho catalán actual.

£1 obrerismo se ha incorporado últimamente al movimiento nacionalista. Aquellas masas obreras, indiferentes hasta hace poco ante el «hecho diferencial», son hoy fervorosamente catalanistas o actúan prácticamente al lado del catalanismo más radical. Su inliibición anterior la motivaba el sentido conservador del catala­nismo, su masa de grandes y pequeños burgueses, articulada y dirigida por la «Lliga». Pero las cosas han cambiado hoy duqmés de la Dictadura y después de la preparación lenta y subterránea que representaba el aniquilamiento de los viejos partidos catala­nes de izquierda, que tenían todavía como principio la unidad es­pañola, pero qne, según el Dr. Aiguader, «querían que la direc­ción revolucionaria radicase en Cataluña». Después de este gene­ral aniquilamiento de los viejos partidos republicanos catalanes,

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'H A C C K Í N I S P A P O t A

una nueva fnensa surge. Y esta es la que, segán d Dr. Aiguader, da el tono a las nuevas cosas. Es la C. N. T. La Confederación Nacional del Trabajo, tfuerza puramente catalana y opuesta a la intervención madrileña y castellana, y que se extendía por tie­rras españolas para cimentar nuestra hegemonía revolucionaria». Fuerza que era como una respuesta de Cataluña a la Unión Ge­neral de Trabajadores, Fuerza a la que interesaba «por encima de todo, el mantener su preponderancia en Cataluña». Fuerza, pues, típicamente catalana. Y en prueba de su catalanidad pro­funda, el Dr. Aiguader llega a subrayar una coincidencia que le parece probatoria de algo que, como nacionalista, le interesa vi­vamente ; «Hecho importante—dice—^y que demuestra una uni­dad étnica que no ha sabido encontrar el catalanismo y que voU vio a encontrar el obrero: el sitio donde la Confederación tenía más fuerza después de Cataluña era Valencia». En fin : «La Con­federación Nacional del Trabajo es la resistencia mayor que ha opuesto Cataluña al predominio castellano. A pesar de que mu­chos de sus hombres no sean catalanes, a pesar del valor repre-sentativo que parece que tengan en algunos momentos, su influen­cia es minima, porque les falta el espíritu organizador por su ten^ deocia al misticismo anarquista. Los que dirigen, empero, los Sindicatos y la Confederación son catalanes».

A partir de esta base, y aplicado el método histórico, interpre­tativo y doctrinal del Dr. Aiguader, las consecuencias son claras. Tan claras como la exposición de los hechos mismos. La gran tarea del nacionalismo catalán militante ha de ser asegurarse para su causa a la gran masa proletaria, incorporando a su propio pro­grama de reivindicaciones el programa de las reivindicaciones obreristas y rompiendo con la mentalidad, los métodos y la dootri-na creados por el catalanismo historicista y burgués. Es decir, que «La tradición catalana» de un Torres y Bages se desvanezca entre las sombras para dar paso a nnevos breviarios de motivaciones y reglas de acción del catalanismo.

De cómo y por qué ha emprendido el nuevo camino el partido nuclear de la actual «Esquerra» de Cataluña, el partido «Estat Ca-tdttf que Macla acaudilla, nos da cuenta el Dr. Aiguader con es» ÍM palabras : «Un nuevo elemento convenció a muchos hombres, jénco^ tn su mayoría, del «Estat Cátala» a extremar un poca

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ACCIÓN KS]>AftOI.A >1S

su ideario «ocial y «istematiaarlo en «o partidiamo exaltado, y era la generosidad doctxitul del comunis«DO en lo qae reapecta a las nacionalidades. Ninguna nación del mundo iba estableado unos principios tan liberales como la República soviética en el trato con las nacionailidades comprendidas en sus dominios; en Ibs vie­jos Estados, el imperialismo económico y militar estropea todo buen sentimiento. Ésto hizo que simpatizasen con el comunismo algunos de sus hombres. Algunos de una manera activa, otros platónica, por el camino de Cataluña caminaban hacia Rusia»,

« * *

Pero más interesante todavía que la historia de la confluencia de catalanismo y obrerismo es la exposición que de la» posibilt' dades de Cataluña hace el alcalde de Barcelona en su libro. Ca> taluña y la revolución son inseparables, Caitaluña—ella misaia— es y ha sido un hecho revolucionario dentro de España. Pues bien t sns ideales de libertad no son asequibles más que por la revcdO" ción. Otroe caminos apenas son practicables. Veamos cómo nos lo explica el Dr. Aiguader :

«Un alzamiento aislado de Cataluña, posibk siempare es casi seguro que seria vencido por la fuessa del resto de} Estado tapar Sol. No nos faltarían homta^s ni medios de defendemos; h to­pografía de Cataluña está hecha para una guerra civil o contra un invasor; pero nos faltada dinero. La otra facilidad prevista—la que podría darnos una guerra extran)era en la que interviniese España—es cosa fortuita que no está a nuestro alcance provocar. Además de que el Estado español se tentaría inudio la ropa antes de decidirse, precisamente por miedo a este enemigo interior qas seríamos los catalanes. No queda otro camino que la revolucida es­pañola, y con ella nuestra libertad. Un avance de esto fué el pacto de San Sebastián*.

Pero con una revolución burguesa el triunfo es todavía difícil. La democracia burguesa no se ha librado de sus prejuicios ante los pleitos nacionalistas. El doctor Aiguader prevé que el Esta*

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tuto de C^talufla ha de sortear tempestades en el Parlamento. La revolución, pues, que puede dar a Cataluña satisfacción plena es la revolución obrerista.

«Sólo la mentalidad obrera puede comprender y resolver de lle­no el problema. Hay que tener en cuenta lo que significa en el mundo político europeo la irrupción de la fuerza obrerista. Puede decirse bien claro y bien alto que sólo el comunismo ruso ha re­suelto en teoría la cuestión nacionalista. Y no decimos en la prác­tica, porque en el hecho de persistir la dictadura, coarta la liber­tad de las nacionalidades sujetas al viejo imperio del Zar. De to­dos modos es un esfuerzo de comprensión. Hasta llega la Unión Soviética a avivar nuevos nacionalismos al dar una cultura en lengua vernácula a muchos pueblos en los que el idioma no ha te­nido, desde siglos, o quizá nunca, una manifestación escrita. En otras naciones europeas, cuando el socialismo no está pervertido por un exceso de gubemamentalismo, se coloca en idéntico plano de generosidad. Otro ejemplo, no tan magnánimo, lo tenemos en el trato que ha dado el laborisqio inglés al pleito hindú.»

«Cataluña ha de pactar con el obrerismo si quiere su libertad integral. No hablemos de segregación, si queréis; ésta sólo nos la podría dar una guerra con el extranjero después de la derrota es­pañola. Pero sí podemos trabajar por una libertad plena en el in­terior y una Confederación para los asuntos exteriores. Todo esto podemos conseguirlo con una revolución, Y lo conseguiremos mis fácilmente y con más libertad cuanto más proletarizada esté.»

«Pero Cataluña ya no puede ser elemento único ni monopoU-«ar la revolución española, como pretendían los revolucionarios catalanes de hace medio siglo. Cataluña no siente ahora la unidad española. Al convertirse en una cultura y esforzarse para aumen­tarla más cada día, no puede aspirar a una unidad moral ni cul­tural, sino a una relación entre ambas, muy estrecha, tanto como «ea posible; pero nunca llegando a la unificación. Cataluña, en espíritu, está separada del resto del Estado español.»

Estos párrafos del libro del Dr, Aiguader ponen de manifies­to vigorosamente el interesantísimo aspecto del hecho catalán a qoe aludimos al principio. He aquí cómo pueden llegar a una sín­tesis de acción nacionalismo y obrerismo intemacionalista. Anti­nomia de rótulos y de principios. Pero ya el propio Dr. Aiguader

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A C C I Ó N K S P A l l O L A 217

advierte que toda revolución tiene siempre unas condiciones es­pecificas y nacionales que hasta la ibacen tender a cierto naciona­lismo, y que la misma revolución rusa es heredera, cvelis nolis», del imperialismo de los Zares.

F, B.

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B o l e t í n f i n a n c i e r o

EN esta quincena, como en la anterior, y como en todas, nues­tras fiolsas vuelva a hacer gala de su cualidad más carac­terística : el optimismo. Los que comercian con los efectos

cotizables en Bolsa son, indudablemente, buenos patriotas que están deseando oír el más pequeño rumor favorable para acudir al mercado cotizando con alzas sus ilusiones.

Véase, si no, lo ocurrido en estos quince días mal contados que desde nuestra última crónica han trascurrido.

Los valores de renta fija muestran—en diversas ^aduacio-nes—firmeza y alza. Sobre todo las rentas públicas. El interior 4 por 100 que en sus seríes más comunes está durante ilos días medios del mes muy firme a 63, al llegar los días de Navidad, muévese con un ascenso tan precipitado, que su cotización más pa­rece la de un valor especulativo que la de un titulo regulador de la Bolsa y representante de lo más estable en ella. I a sene A, que el día 16 se cotizó a 68,60, pasa el día 21 a 65,50, y llega el día-de Nochebuena a 68 por 100. Claro que en ese alza no todo es natural. Nuestro mercado de efectos públicos continúa interveni­do, y así la restricción de la oferta de papel viene provocando ese excesivo encarecimiento, a pesar del cual todavía queda mucho dinero sin encontrar papel en que invertirse. Por otra parte, ac­túa con su atrac ivo, el próximo cupón de enero.

Entre los otros títulos de Deuda pública, el más interesante por sus movimientos curiosos e incluso anómalos, son los bonos oro. Decae su cotización a primeros de la segunda decena de dkiemhre, pero en seguida reacciona, y sube tan intensamente qtie parece bascar su lógica valoración según el disagio de la

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KMxbf ivfAwimo fti^

peseta. Mas, en víspera de Navidad y coincidiendo precisamente con el aUa ¿p la Deuda interior, vuelve a bajar, quedando en su serie B a 176.

Capítulo aparte—capítulo de desgracias—entre los valores de renta fija sijj[uen siéndolo las Cédulas hipotecarias. Las de 4 %, que durante la semana media de diciembre mantiene su cotizacióa de 77, bajan en vísperas de Navidad a 76,50. Esa baja se verifica, a pesar de que personas de influencia política en la actual situa­ción afirman, que en la ley de reforma agraria se mantendrán ri­gurosamente las garantías que el proyecto contiene para los acree­dores hipotecarios de la propiedad territorial que se expropie. Esas garantías son—como se recordará—las de que tel Estado asuma subsidiariamente la responsabilidad de la Deuda hipote­caria». El público bursátil cotiza, pues, al tratar de las cédulas del Hipotecario, temores situados más allá de la acción reforma­dora o revolucionaria del Gobierno. El público sigue creyendo-^n que nuestra propiedad agraria se ve amenazada por la situa­ción social desgraciada en que las propagandas anarquizantes y pseudopolíticas, han colocado a gran parte del campo espa£k>l.

Paralelamente a esa desconfianza para los títulos de renta fija de garantía inmueble, se mantiene el optimismo respecto a los de carácter industriaA. Pese a la situación débil de nuestro can»> hio, la cotización de las obligaciones se desenvuelve en la mayor confianza, y ahora en -vísperas de ¿obrar el cupón de fines o pzi^ meros de año, muchos de los títulos 6 % superan, en su cotiza­ción, la paridad. Así los de la Unión Eléctrica se hacen el día 24 a 102,60, Chades a 104,75, etc. Lo que no es óbice para que al­gunos otros títulos de esta clase correspondientes a Empresas en 00 favorable situación, paguen con disagio la adversa opinión que de ellas tiene la Bdsa. Por ejemplo las obligaciones de Peñarro^ ya, que a causa de la depresión mundial no logran cotización su­prior a 86 para sus títulos 6 %.

En el mercado de Acciones, las oscilaciones son, como es natu­ral, muy varias. La tendencia, de todoá modos, se acusa con eí mismo rigor y ritmo que en el mercado de Obligaciones y Deuda pública. Sobre todo en los títulos de carácter especulativo, por ser objeto de cuotidianas y amplias transacciones. Los Explosivos, por ejemplo, muestran clarísimamente eÜ progresivo optimismo de nuestra Bolsa en el transcurso de diciembre. Al escribir tstsa

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líneas quedan a 577. £1 Banco de España, que en estas últimas semanas y por obra y gracia de la nueva legislación, sufre consi­derable especulación sobre sus títulos, tras de cotizarse en baja creciente por los días de mediados de mes, sube, a partir del 22, a grandes saltos. Sus acciones, que el día 21 estaban todavía A 385, se elevan basta 401 y suben después a 426. £n ese alza ha debido influir la certeza de que la Junta general próxima a celebrarse se declarará conforme en aceptar la nueva ley regulado­ra del Banco de Emisión, Por ello mismo extraña una cotización tan optimista. Porque en el nuevo estatuto, la rentabilidad del Banco ha de sufrir considerablemente, a menos de que sólo se piense en el inmediato dividendo.

Los Ferrocarriles registran un movimiento análogo aldel Ban-£0 de España. Análogo aunque más intenso. Primeramente sus tenedores no reciben con ilusión al nuevo ministro de Fomento, que ahora se llama de Obras públicas. Las acciones de M. Z. A., que antes de la crisis del Gobierno estaban a 176 bajan hasta 170. En este nivel se cotizan con gran retraimiento un par de días, hasta que el aludido ministro, movido quizás por la deprimente situación, hace unas declaraciones afirmando k imposibilidad de atender a las demandas del personal ferroviario. Como con esas manifestaciones coincide el aumento—aunque pequeño—de tráfi­co, el movimiento de alza en estos valores se inicia con tal fuerza qat al escribir estos renglones las acciones de M. Z. A., por ejem­plo, se cotizan a 203.

Los otros valores cuya cotización puede decirse que es origina­riamente política, son Petróleos y Teléfonos. Los primeros se mantienen con gran indecisión a un precio que oscila ¿ntre 95 y 06. Al final de la temporada a que nos referimos también suben hasta 96, ya que se piensa en que el proyecto con que el Sr. Prie­to se despidió de Hacienda no será ley. Algo parecido sucede a ks acciones de la Telefónica. Aquí el optimismo parece más racio­nal, yá que se trata de interese» extranjeros, y por tanto nuestro Gobierno no podrá actuar con el dtacmhextao que quisiera. Como la situación comercial con Norteamérica es delicada, sería ló­gico el pensar que no queremos agravar la actualidad con una ley ^pie tanto habría de perjudicar—e irritar—a los intereses norte-IBoericanos.

Bl cambio permanece durante toda la quincena en gran qoie-

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BourríN viKAMcnoto 22t

tud. La peseta se muestra firme. Lo que no es de extrañar, por dos-clases de motivos. Los unos naturales: la salida de agrio» que durante estas semanas vienen produciendo un ciclo estacional de alza para nuestra divisa. Los otros artificiales : la restricción con que se conceden divisas extranjeras a lo§ demandantes que quie-ren vender pesetas. Por todo ello, la firmeza de la peseta no es -de extrañar, más bien puede echarse de menos un alza de la misma. ¿Cuando si no nos encontraremos en mejor situación?

Desde luego la coyuntura del comercio exterior es muy desfa-vorable. Las concesiones hechas tan vituperablemente a Francia pesan dramáticamente sobre todas nuestras relaciones comerciales. Los Estados Unidos, por lo pronto, y como indicamos más arri­ba, parecen decididos a conseguir a toda costa el trato de má» favor que ahora se les niega. Inglaterra se dispone al proteccionis' mo integral, Alemania y Centro de Europa restringen sus com­pras... Nuestras exportaciones se ven, pues, sumamente amena-x&áas.

Del lado presupuestario, el Sr. Carner quiere llevarnos al dc- siderátum del equilibrio. El propósito es excelente... mas se nos antoja que irrealizable. De parte de los gastos, ya se sabe de siempre lo que ocurre ; se hacen podas y más podas, se anuncian supresiones de servicios y más servicios... y al final toda la re­baja lograda apenas si pasa de unas decenas de millones. Así har ocurrido en el extranjero y en España, ahora y siempre.

Queda tan sólo para una nivelación presupuestaria la parte de los ingresos... Mas ésta, por desgracia, es infructífera cuanda un país, ya de por sí muy recargado tributariamente, atraviesa por una depresión económica tan intensa como la que ahora sufren España y el mundo. Prueba bien patente de la repercusión en los tributos de la depresión, son las cifras de recaudación obtenidas en los nueve primeros meses de este año. EU^ muestran baja de cinco millones en la contribución industrial, de ochenta y siete millones en Aduanas y de cuatro millones en Timbre. Si otras acusan alza, eso es deibido a circunstancias efímeras y aun a con­secuencias de la incertidumbre presente. Así el impuesto de de­rechos reales sube de 160 a 164 millones en el mismo periodo de tiempo por las innumerables—e inútiles—donaciones y ventas de fincas rústicas hechas con el propósito de evitar o ateuuar loa efetos de la futura reforma agraria. Nuestra Hacienda tendrá,

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A C C t d i r ISPAftOl^A

|>aes, que seguir el ^'emplo de ]a« extranjeras, rentmdando por «hora a nuevas imposiciones que sólo lograrían agravar la dept«-sión. Si a todo esto se afiaden los desfavorables efectos fiscales dd «statuto catalán, es lo lógico pensar que la situad^ de la Hacien> ÚA, y tptst a la buena Toluntad del Gobierno, no es muy hala-j^efia.

La vida económica propiamente dicha, ya todoe sabemos en la desfavorable situación en que se encuentra. Dejando lo internacio­nal, harto conocido en España, la cosecha de cereales ha sido mala. Los cálculos más optimistas cifran el déficit triguero para este afio en cuatro millones de quiíütales ; la de vino, no muy buena, sufre hon­damente a causa del tratado con Francia ; la de aceite será menos que mediana ; sólo los agrios parece que, no obstante la baja de la libra, y merced al descenso aún mayor de la peseta, conseguirán Un año que puede calificarse de aceptable. £1 mercado interior no «frece asi compensación alguna a la catástrofe del mercado exte­rior. Y nuestra industria, que vive casi exclusivamente de aquél, ha de pasar aún muchos meses de intensa desocupación.

Menos mal que las peripecias sociales le han producido—al me­nos por lo que a la industria textil se refiere—^un momentáneo

.Alivio. Porque el alza extraeconómica de jornales, debida a las cir­cunstancias políticas y sociales porque atravesamos, ha produci-•do un aumento de poder de compra, y consiguientemente una me­jora en el mercado de textiles. Desgraciadamente ese crecimiento -de v«nta» no sgnifica otra cosa que una disminución del ahorro juudonal.

La difícil situación social por que atravesamos no actúa econó­micamente sino en ese sentido : aumentando la capacidad de com­pra, a costa del margen de ahorro y capitalización, muy bajos por desdidia, en nuestra patria.

Por todo esto, en esita quincena, como en k s anteriores, sor­prende—^igradablemente—es^ optimismo de nuestra Bolsa, a la que basta la formación de un GaBinete y las declaraciones animo­sas de un ministro, para lanzarse con dinero al mercado, produ-dlendo intensos movimientos de alza, sin preocuparse mucho de la icapitalización.

ANTONIO B E R M U D E Z CAÑETE

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1ISmSSS!=s=mÍ!f¡9S3SS

Los seflores que ocupu los dea primeros lugares cooio suscripterct de ACCIÓN ESPAÑOLA, son los siguientes:

Amelia Romea y Chao, Madrid.

Íosé R. de Vicente, Ídem. >edro Eguillor, Bilbao.

Lucas María de Oriol, Madrid. Marqués de la Eliseda, Ídem.

Íuan José de Madaríaga, ídem. ,ui8 Rivoir Alvarez, ídem.

Condesa de Medina y Torres, ídem. Amalia Mosquera. ídem. Enriqueta R. de Fernández, Ideta. jAvi«r VelA del Campo, kkm. María del Río, ídem. Luis Asín Palacios, Ídem. Aurelia Sáiz de Carlos de Hernán­

dez de Velasco, Ídem. Juan Tapias. ídem. María AÍarco, La Laguna.

Íuan Alonso, Madrid, francisco Ansaldo, Ídem.

José María -Ansaloo. Ídem. Enrique Ansaldo, laem. Pilar San Mijg el de Ansaldo, ídem. Viuda de Sáiz de Carlos, ídem. Marqués de San Raíael, ídem. Buque d^ Gor, ídem. Conde de la Torre de Cela, ídem. Marqués de Feria, Bilbao. Teresa Gallego de Chaves, Madrid. Eduardo Masip Budesca, ídem. Fernando de Echegaray, Guernica. Alejandro Aboitiz, Ilo-Ilo. Juan Ignacio Aldamiz, Guernica. Abel Tarancón Rodero, Valdepefias. Mannel Valcárcel, Archena.

Íosé Cortés Lorenzo, Epila. uan José Linleis, Madrid.

Pablo León Mnrciego, Astorga. Joaquina L. de Lucio. Madrid. Conde de San Luis, ld«m. Santiago Puentes Pila, ídem. Conde de Leyva, Ídem. Conde de Aurora, Ponte de Lima, Dionisio Martín Aynso, Gijón.

Marquesa de Arguelles, Llanes. Estanislao Núñez Saavédra, Madrid. Cesáreo Sobrino Pereira, Carballino. Marquesa de Pelavo, ValdeciUa. Marqués de Castel Bravo, Madrid. Desiderio Rivas Seaueiro, id«a. Manuel Girones, Vailvidrera. José Badrinas, Tarrasa. Eduardo Rengifo Salamanca, Villa-

franca d« los Barros. Salvador Franco VdiUa, Toledo. Francisco Jódar Colmenero, Madrid. Antonio Vallejo Nájera, ídem. Julio del Olmo Pefialver, Madrid. Antonio Fernández Moscoso, Va­

lencia. José Berengu<^ Águila, Artes. Julián Pemartín, Jerez de la Fron­

tera. Pilar Orla Garda. Bnrgos. mar Vcloaeo Oi4afio, Hellln. José D. Estrada y Moreno, Sevilla. Gronzalo Villegas. Vald^efiaa. X eandro l^resa Ntsn>. Cambonchel

Bajo. Gran P%fia, Madrid. Igaado F. de la Somera, Gijóu. Manuel Rivera Duran, Leiría. Gabriel López Gosálvez, Béjü. Ignacio Malgosa Roada, Tarrasa. Francisco Gallo Fuentes, Toírredon-

gimeno. Antonio Lacosta, Gallar. José Luis de OnoL Madrid. Santiago Corral Pérez, Santander. Francisco Rodríguez Topete, Moa-

tellano. Unión Monárquica Nacional, Bilbao. J. C. Campo, Gijón. De Martin, Oviedo. Víctor Ibarbia, San Sebastián. Bpifanio Diez Prieto, Tonijos. P. García de Hoyos, León.

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224 A C C I J Í N K8PAft.QI,A..

Daniel Pinedo, Itero de la Vega. José Linares Rivas, íd-em. Kcrenrendoe Padres Dominicos, La Marqués de la Vega de Anzo, ídem.

Mejorada. Marqués de las Marismas del Gua-Pedro Jiménez y Jiménez, Valla- dalquivir, Ídem.

dolid. Conde de Rodezno, Idetn. Elena Escudero, Condado de Castil- ^Agrupación Regional Independiente,

novo. Santander. Nicolás de Ceano Vivas, Burgos. Conde de Gamazo, Madrid.

José María de Areilza, Portuealete. Joaquín Barroeta, Ídem,

osé María de Arauz de Robles, Ma- Laureano Laiida, Estella. drid. Francisco Castillo, Madrid.

Pedro Núfiez Codes, Badajoz. Manuel Berreiro, ídem. Antonio Goicoechea, Madrid. Ángel Bfgdrifiana, ídem.

Cada ano de estos sefiores tiene derecho a an ejemplar de la magnifica obra del Dr. Antonio Sardlnha, titulada

cLA ALIANZA PENINSULAR»

traducida al espaflol y prologada por D. Ramiro de Maeztn, que les será remitido, Ubre de gasto.

Por si algún otro snscriptor—de aflo o de semestre—desea tener esta obra y nos manifiesta su deseo antes del 1." de febrero, destl* namos otros cincuenta ejemplares, para los cincuenta primeros so-licitantes.

A NUESTROS SUSCRIPTORES

A los nnmerosos lectores de ACCIÓN ESPAÑOLA, que nos escriben pregnntando la manera de hacer efectivo el pago de snt snscripchmes, hemos de manifestarles que nos agradaría lo realixa-sen por giro postal.

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TOMO I.-N.° 3 En MPUin: 3 PESETAS I5 ENEBO i93a ^ = ™ ^ = ' = ' ^ " " - ' - - ^ — — ^ - ^ - ^ _ — — — — ^ _ ^ _ _ _ _ ^ _ ^ ^ ^ _

A c c i ó n E s p a ñ o l a

Oircetor: E t CONDE DE SAlfTIBÁAEZ DEL USO

Nacionalismo integral

HEMOS alcanzado más éxito inicial del que teníamos derecho a ambicionar, porque nos decidimos a arrostrar la luz pú­blica cuando no éramos, ni somos todavía, sino sombra

de lo que debiéramos. El público ha sentido que no somos vino nuevo echado en odres viejos, sino el vino viejísimo de la España histórica, que quiere expresarse en el idioma de hoy. San Lu­cas añade a la parábola : cY ninguno que bebe de lo añejo quie­re luego lo nuevo. Porque dice: Mejor es lo añejo.» (V. 39). Aún necesitamos muchos más apoyos: que nos recomienden los lectores, que nos procuren suscripciones nuevas, que se hable de nosotros, que cuando hayan leído la revista la faciliten a quien tenga afición a nuestras ideas, pero no pueda procurársela. Y no •* olviden de que nuestro propósito fundamental es conquistar para, nuestra causa los talentos. Sólo por un descuido de nuestra apologética, o por errores administrativos, han podido situarse al otro lado tan gran número de ellos, porque las letras nunca es­tuvieron constituidas en democracjia, siempre fueron jerarquía insertada en «1 cuadro de las demás jerarquías sociales. Abando­nar el orden por Iji revolución es vender el espíritu.

Llamamos muy especialmente a los talentos de escritor. Hay personas serias que aprecian en poco al escritor no especializado,

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pero con la capacidad específica de decir con elocuencia lo que quiere. No compartimos ese juicio. Si todos los especialistas es­tuvieran del buen lado, pero del contrario todos los ensayistas de buen estilo, todas las plumas vivaces o ingeniosas, todo lo ten­dríamos perdido, porque serían suyas la calle, la tertulia y la opinión. ¿Nos hemos olvidado ya tan pronto de que dos o tres plumas lograron minar en pocos años el prestigio de instituciones seculares, y de que si estamos donde estamos a ellas principal­mente lo debemos? No tenían razón esas plumas, pero sabían po­ner pasión en el papel, y por el contagio inevitable de las emocio­nes alcanzaron sus libelos tan tremenda eficacia. No necesitaron para ello que con lenguas repartidas y como de fuego los tocara el Espíritu Sant'o. Les bastó ayudar sus propias pasiones con la técnica de los panfletarios eminentes, para inflamar las almas de los lectores con su propio infierno. Pues bien, nosotros quisiéramos que vengan con nosotros cuantos sepan que la palabra escrita no se enciende en emoción, sin poner en ella nuestra \nda y mu­chas horas y años de trabajo. Y por eso pedimos también a nuestros lectores que encaminen hacia esta Casa a cuantos escri­tores de vocación genuina les toque conocer.

* • *

Hemos de agradecer a los periódicos las bondadosas frases que nos han dedicado, muy particularmente el yl J? C, La Épo­ca, La Nación, Informaciones y Criterio, de Madrid ; £ í Pueblo Vasco, de Bilbao ; Libertad, de Valladolid ; Las Provincia.';, de Valencia; el Diario de Navarra, de Pamplona; El Carbayón, de Cháedo, y La Información, de Cádiz. A los párrafos de El De­bate hemos de contestar por extenso, no sólo por el especialísimo respeto que El Debate nos inspira, pues creemos que se trata de un periódico del que no puede hablarse sino sombrero en mano, sino porque nos ha dirigido en ellos, además de elogios excesi­vos, que de verdad agradecemos, algunas amonestaciones graves, que han de servir para que plenamente esclarezcamos nuestras intenciones.

Empezaremos por deshacer dos pequeños equívocos. Nosotros no hemos expresado idea alguna ;9obre «la unión ibérica», con-

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NACIONALISMO INTEGRAL 227

cepto antihistórico e ingrato a los mejores portugueses y a los mejores españoles, y especialmente a Antonio Sardinha, cuya memoria nos inspira personal devoción. Hay, además, en esta idea de lo «ibérico» un elemento naturalista que no nos puede entusiasmar. D. Joaquín Costa, que quería deducir la ley de la costumbre, que es como querer sacar la civilización de la barba­rie o el espíritu de la materia, emprendió algunos estudios ibé­ricos que, como t-studios, eran meritorios, pero que como intento de deducir la España cultural histórica del fondo ibérico, nos parecen equivocados. Lo que nosotros estimamos espiritualmen-te valedero no es lo que tengamos de ibéricos, sino lo que nos vino de Roma y del Cristianismo, conceptos ambos que en la pa­labra «hispanidad» que<lan fundidos, para común satisfacción de portugueses y españoles.

El segundo equívoco es el que supone que hemos recogido la frase de Cánovas : «Con la patria se está con razón y sin ra­zón, como se está con el padre y con la madre», «tal vez como prin­cipio de un lema». Lejos de ello decíamos nosotros : «Tampoco nos ha faltado aquel patriotismo instintivo que formulaba deses­peradamente Cánovas». Un patriotismo desesperado e instintivo no puede satisfacer a hombres de cultura. Si nos satisficiera no habríamos fundado esta revista. Las palabras de Cánovas eran las de un desesperado—que, según el Santo Job, son como el) viento—que sabía estaba peleando contra la corriente irresistible de su tiempo, porque aún no se había divorciado la cultura del liberalismo y el liberalismo occidental era poco amigo de la Es­paña histórica. En cierto modo tenía razón Cánovas. Con la pa­tria tenemos que estar siempre, aunque no tenga razón, porque así nos lo piden el afecto instintivo y la virtud de la piedad filial. «Ama siempre a tus prójimos», escribe San Agustín en De li­bero arbiirio, «y mis que a tus prójimos a tus padres, y más que a tus padres a tu patria, y más que a tu patria a Dios». «La patria es la que nos engendra, nos nutre y nos educa... Es más preciosa, venerable y santa que nuestra madre, nuestro padre 3' nuestros abuelos», Pero también el santo aceptaría el lema de Menéndez y Pelayo, que El Debate recuerda : «Con la patria o contra la patria, pero con la justicia». Deber del patriotismo es velar siempre porque la patria nuestra defienda la justicia.

Aquí entra la admonición de nuestro querido colega: «Di 3-

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culpables son, sin embargo, las exageraciones nacionalistas en estos tiempos, en los que los españoles pecamos por falta de sen­tido. Lo que importa, ante todo, prevenir esi que nuestra juven­tud injerte su espíritu en savias de tronco francés, alucinada por brillantes atractivos de un fácil mimetismo. Ello sería con­tradecir «la corriente histórica» en que cifra el editorial de 1.a revista: «el ímpetu sagrado de que se han de nutrir los pueblos que ya tienen valor universal». «Fuera de aquella vía~en verdad-no hay sino extravíos». Y este sería uno de ellos. A principios del siglo pasado nada perjudicó tanto al tradicionalismo espa­ñol como sentirse inoculado del renacimiento francés de Cha­teaubriand y de De Maistre. Peligroso sería también ahora bus­car en París vitalidad para reforzar lo genuinamente español y traducir corrientes deslumbradoras, pero malsanas.»

• * *

Es evidente que El Debate teme que se produzca en España un movimiento nacionalista en que el ideal de la patria se sobre­ponga a cualquier otro, incluso al religioso

Y este es un temor que desde un punto de vista filosófico, y aun desde un punto de vista psicológico, tiene muchos motivos de justificación. Todo sentimiento tiende a ser absorbente. Y hay países donde, en efecto, el patriotismo viene disputando obstina­damente la primacía a la religión. £1 Debate señala a Fi'ancia con acierto. Allí es posible que el ex abate Loisy proponga que la nueva Iglesia sea la de la «humanidad francesa», que no es si­quiera la de Francia humanizada, y que se diga, no sin alguna apariencia de verdad, que ni la Monarquía ni la Iglesia tienen derecho a reivindicar a Juana de Arco, y que sólo Francia pue­de canonizarla. Pero el cardenal Segura observaba et> su Pas­toral que la historia de España no empieza hoy, y lo que se dice de Juana de Arco no podría referirse a Isabel la Católica, porque «el principal intento» que señaló a la conquista de las Indias no fué el engrandecimiento del reino, ni la gloria o el provecho del Trono, sino la evangelización de los indios.

En España no es posible divinizar a la nación, ni se concibe nn patriotismo integral que no nazca de un pecho católico. Es en

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NACIONAUSMO INTICRAt 229

vano que un Castelar, un Galdós o un Joaquín Costa consagren grandes y nobles vidas de genio y de trabajo a la exaltación del patriotismo. Sus secuaces no se distinguen de los demás españo­les por su mayor fervor patriótico, y la razón es que hombres que no se identifiquen con la epopeya católica de España no pue­den tampoco ser una cosa misma con España, que ha expresado en su acción católica lo mejor de su alma y en ella ha ganado su blasón ante el mundo. El patriotismo de nuestros heterodo­xos, aunque sólo sean herejes a medias, es siempre un amor des­graciado y patético. Necesitan dividir a España de su historia, que es su ser, para poder quererla. Su pasión es como la de esos amantes infortunados que no sueñan sino en una barca que les aleje del mundo enemigo, para vivir ellos solos, los ojos en losi ojos, absortos en sí mismos. El amor ético, el patriotismo sano, el que quiere la patria en el espacio y en el tiempo, sólo pueden sentirlo los españoles que se saben unidos a la España históri­ca, con su defensa de la Cristiandad frente al Islam, y de la uni­dad de la Cristiandad frente a las sectas.

En cuanto se entera un hereje español de que el máximo ho­nor de su patria consiste en haber sido la gonfalonera de la Igle­sia, una de dos, o renuncia por patriotismo a su herejía, lo que muestra la conveniencia de exaltar todo lo posible el patriotis­mo de los españoles, o reniega, por herejía, de la i>atria, para proclamar que ha sido la nación perseguidora e intolerante o decir, como D. Femando de los Ríos, que se siente en su propia casa entre los judíos de Tetuán. Otros amigos de D. Fernando hallan su casa propia entre los espiritistas o los teósofos ; otros, en esas capillitas protestantes que dicen en la fachada ; «A11 foreigners are welcomei, lo que significa que se admite en ellas a los extranjeros (¡cómo si pudiera haber extranjeros para la caitedral de Burgos!) ; otros lo encuentran en d marxismo o in­terpretación materialista de la historia, y tripas llevan pies; ptros, en la consoladora creencia de que los menos, que son ellos, tienen razón contra los más, o de que las ideas nuevas son mis vexcaderas que las antiguas y experimentadas. Lo esencial y co­mún ts salirse de la grey y proclamarse egregios.

Bueno, No hemos de regatear al Sr. de los Ríos las satisfac­ciones familiares. Los españoles no nos avergonzamos, sino que nos gloriamos, de la sangre israelita que pueda correr por núes-

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tras venas. Algo material añadimos con ello a la alegria espiri­tual que los hijos del Nuevo Testamento han de sentir en ser los nietos del Antiguo, Pero Israel, con ser Israel, y en su tiem­po el pueblo elegido, no fué sino la raíz, porque el tronco está en la Cristiandad y el árbol en el Catolicismo. Sólo que cuando D. Femando evocaba en Tetuán las intolerancias de la Espa­ña del siglo XV, se olvidaba de que gracias a los soldados es­pañoles no pueden dedicarse los moros de esa ciudad, como ha re­cordado el Diario de Navarra, a su antigua diversión favorita de meter a pedradas a los judíos en el «mellah», en cuanto el cmuecín» subía al alminar para cantar sus oraciones, o de que en las escuelas de los misioneros esp>añoles, c^mo proclamaba en Tánger (1915) el Obispo de Fesea, P. Cervera, se admite lo mismo a los niños moros y hebreos que a los cristianos; «y ad­mitido el niño, conserva incólumes sus creencias, sigue recitan­do su credo, hablando su idioma y adorando su patria».

Pudo haber añadido D. Fernando, de haberse acordado de que representaba a España, que lo mismo que hicieron los Re­yes Católicos en 1492 lo habían tenido que hacer los demás prín­cipes de Europa siglos antes, y ya que censuraba a los naciona­les por su intolerancia, también pudo recordar a los judíos que es su doble moral, la que trata de un modo a los hebreos y de otro a los no hebreos, la razón suficiente de cuantas persecuciones han sufrido, doble moral de que el Sr. de los Ríos se hubiera in­formado de haber leído, no los folletos del antisemitismo, sino el pasaje del Levítico (XXV, 45, 46) en que se permite a los judíos hacer siervos, por juro de heredad, de los hijos de los fo­rasteros que viven entre ellos, pero no de los hijos de Israel; o al pasaje del Deuteronomia (XV, 3) en que se regula el año sa­bático de suerte que el judío pedirá del extranjero el reintegro de su crédito, pero no del judío, o aquel otro (XV, 6) en que se sella la antigua alianza entre Jehová e Israel con la promesa so­lemnísima, heoha junto a la piedra de Horeb, de que si Israel cumple los mandamientos tpresiarás dinero a muchas gentes y no recibirás a prestado de ninguna. Tendrás dominio sobre mu­chas naciones, y nadie lo tendrá sobre ti».

• • *

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NACIONAUSHO IMTROIUL 231

Este exclusivismo no lo han sentido jamás los espafioAes; ni siquiera han querido sentirlo. La investigación alemana reconoce cada día con más fuerza que el último estilo que se pudiera lla­mar paneuropeo, el modo de pensar común a todos, ha .sido el español. Después han venido los seccionalismos, los separati.s-mos, las sectas, los nacionalismos incomprensivos para las de-< más naciones. La Iglesia española no ha conocido nunca nada que se i>arezca al galicanismo de la francesa, ni tendríamos pa­labra para designarlo. Nuestro pecado ha sido el contrario de descuidar lo propio. Mientras evangelizábamos América y peleá­bamos por la Contrarreforma, dejábamos que nuestro territorio se empobreciera y despoblara. Y después hemos creído de nosotros • mismos lo que inventaron nuestros enemigos por envidia de nues­tra grandeza o lo que imaginaba alguno de nosotros, como el Padre Bartolomé de las Casas, que nos pintó como a demonios, en vista de que no éramos tan buenos como hubiera querido. Así hemos lle­gado a estos tiempos presentes en que no hay apenas escritor es­pañol que se atreva a estampar la palabra «patria», y en que la afirmación agustiniana de que «la patria es más preciosa, vene­rable y santa que nuestra madre, nuestro padre y nuestros abue­los» habrá parecido a muchos lectores peligrosísima exageración. Busque, busque El Debate historias de España en que se diga que los pueblos hispánicos hicieron, para el género humano. Ja unidad física del mundo, crearon la unidad espiritual de la Hu­manidad, al imponer en Trento el dogma de la posibilidad de salvación de todos los hombres, e hicieron, por lo tanto, la His­toria Universal, y no las hallará. Todo ello es verdad, pero no se enseña, que nosotros sepamos, en ninguna cátedra españo­la de historia.

No hay peligro de que España exagere el patriotismo, por-<iue lo refrena y dirige su catolicidad. El peligro está en que lo descuide, en que abandone su propia defensa, en que el des­precio de las temporalidades nos entregue de pies y manos a los enemigos de la religión y de la patria, que en España, casi siempre, son los mismos. Hasta podría decirse que el ataque a a religión se hace entre nosotros, generalmente, por la vía in­

directa del ataque a la patria. ¿No es tema constante de los revolucionarios que el catolicismo español no se parece en nada o en muy poco al de los demás pueblos y que los católicos es-

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pañoles son los -únicos intolerantes y dogmáticos? Aprendamos del enemigo. La mejor manera de frustrar sus designios será exaltar perennemente el nombre de la patria, defender sus glo­rias e inculcar en las nuevas generaciones el afán de emularlas. El mero patriotismo, con su sola exaltación, nos hará sentir d deseo de ungir la patria nuestra con una misión religiosa, como el mismo amor humano, cuando es completo y armonioso, está pidiendo el sacramento que lo dignifique. Pero al bendecir las banderas estamos ya en los símbolos de la España integra?, con sus Vírgenes, sus reyes, sus obispos, sus regiones y valles y montañas, sus glorias y sus penas, su historia y sus ideales.

Para reforzar nuestro patriotismo buscaremos ejemplos en nuestro pasado y en el de otros países, donde mejor puedan apro­vechamos. No vemos razón para exceptuar a Francia. No nos gusta su exclusivismo. No nos parece bien que haya franceses que seriamente nieguen él derecho de los alemanes a constituir una nación, pero, ¿por qué no hemos de servirnos de la lección de patriotismo y de orden que en la actualidad ofrece Francia? Mientras prevalecía en ella la intelectualidad revolucionaria tra­dujimos todo lo francés, desde Montesquieu hasta Anatole Fran-ce. ¿Vamos a perder ahora el contacto con el espíritu galo, ba­luarte del orden, cuando sus dominicos y jesuítas son el orgu­llo de la Iglesia, cuando sus pensadores y escritores parecen acordados en el propósito de reparar los daños que causaron los semisabios de la Enciclopedia? Déjenos El Debate que ex­ploremos el mundo, y no sólo Francia, como pájaros en busca de pajuelas con las que reforzar «el patrio y dulce nido», hasta que se encuentre «de espíritus dichosos habitado», y Fray Luis de León nos perdone la paráfrasis. Déjenos que para la patria temporal nos guíe también el sueño de la nueva Jerusalén, que baja de los cielos ataviada como la novia que espera en el altar. Se logre o se malogre, bastará el intento para procurarnos un poco de la dicha que canta el verso divino de Fray Luis.

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tmnBammi^timi^^imataaBmmm

E l N a c i o n a l i s m o

I. Elementos científicos de estructuración política.—11. Qu¿ es la ley y sus condiciones ¿e viabilidad.—• III. La constante en la psicología humana.—IV. Las leyes necesarias a un pueblo.

EL Estado es una unión de hombres, un grupo organizado, un hecho social, y en este sentido es objeto de estudio cientí-ficosocial, conforme al criterio de las Ciencias Naturales,

o sea el criterio de leyes causales. Así concebido el Estado, aparece en una cierta oposición con el Derecho, ya que éste queda com­prendido en el concepto de norma, de finalidad, y por lo tanto dis­tinto de la realidad causal y propio de la idealidad normativa, aunque ésta se conciba sólo como relativa.

El Estado, dicho de otra manera, es una realidad social, lo que es, mientras que el Derecho es una idedidad, lo que se cree que debe ser. Así, el Estado se presenta como fuerza operante, como poder que realiza el Derecho, como aparato de coacción ma­terial que realiza un orden jurídico ideal; es el Macroantropo que realiza el Derecho como ideal..

A esta distinción llega la inmensa mayoría de las doctrinas so­ciológicas. Pero, ¿ son esencias distintas la comunidad estatal y el Derecho?

El Estado es una realidad social que se interpreta como hecho psicológico. La Sociología moderna concibe la sociedad huma­ba como una comunidad unida por una relación psicológica interna,

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234 A c c i ó n XSPAftOLA

a semejanza de la comunión religiosa, en la cual el hombre se siente identificado con los demás en la creencia.

El criterio interpretativo de la unión o asociación humana, es fundamentalmente psicológico. Dentro de los estudios más mo­dernos, que terminan en los de la psicología de los pueblos (de Lazarus y Steinthal, como más famosos), de psicología colectiva (no recordaré más que a Le Bon) y culminan en la psicoanálisis de Freud, las inducciones son vanadas, pero todas son fundamen­talmente psicológicas, y conforme a ellas, el Estado (en el sentido de Freud) se concibe también como una masa, aunque complica­da, pero como psicología de masa.

La naturaleza espiritual de esa unión social es lo que se debe tener presente. Y no importa que la psicología de masa sea un fe­nómeno colectivo, que exista un alma colectiva que a semejanza de la hoguera palingenésica, concentre todo el fuego de los es.pí-ritus, despojando al individuo de su alma propia ; o bien que sólo existan psicologías individuales en el sentido freudiano, que en determinadas condiciones producen el fenómeno de masa ; no im­porta, repito, para la confirmación de la naturaleza espiritual de las sociedades humanas.

La relación interna i>sicológica que une a los individuos es el vínculo sentimental en su más amplio sentido, el Eros creador del mundo y soberano de los demás dioses, como proclama la antigua poesía helénica. El vínculo sentimental (independiente del amor sexual) que une a una persona con otra, produce la identificación, dice la psicoanálisis de Freud. Así se origina la comunidad, el grupo social, pero siempre orientado por un director, que es per­sonal, como en las organizaciones primitivas, o tiene el sustituti-vo en una idea. lEl hombre no es un animal gregario, sino más bien elemento de una horda, un individuo de la horda dirigida por un pastora. Así aparece el grupo social con los individuos uni­dos por la identificación psicológica y sometidos al conductor, pastor, como quiera llamarse, que es el objeto colocado en lugar dd ideal individual. El patriarca es el símbolo del ideal de la inasa, a pesar de las transformaciones, desde el tipo primitivo al moderno.

Pero distingamos la masa psicológica efímera como la que se loraia en un motín o en una revolución, de la masa psicológica «•Uible que llega a encamar en instituciones. Esta masa puede

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EL NACIONALISMO 236

ser guiada por una ideología, por algo abstracto que puede perso­nificarse en diversos directores. Y no es necesario que todos los individuos se encuentren identificados en la idea directriz, en la idea del Estado para que éste exista.

La investigación sociológica ofrece una gran riqueza de in­ducciones e interpretaciones, cuyo valor será más o menos discu­tible, pero que ha contribuido a afirmar la conclusión de que los grupos sociales y sus organizaciones no pueden concebirse como independientes de los procesos psicológicos de los individuos que componen aquéllos. En este sentido hay que reconocer que el Es­tado se plasma en la psicología de la comunidad humana, y aun respondiendo a las exigencias biológicas de la especie, la concien­cia de la comunidad social es un determinante de la constitución estable y orgánica del Estado. Varias esferas de conciencia co­lectiva integran la vida espiritual total de la sociedad, en cuyo fondo vibra la psiquis del hombre. Así, puede decirse que es una bas¿ espiritual la que estructvira el Estado.

A partir de esta realidad, es importante no perder de vista es­tas dos condiciones de la psicología del Macroantropo, del gran Hombre, del Estado: primera, que no se orienta en todos Jos pueblos lo mismo, sino que tiene distinto carácter, matices, direc­ciones, distintivos (la Historia de cada pueblo no coincide con la de los demás), y segunda, que esa psicología no es tan maleable que con ella se pueda crear toda clase de situaciones, formas, ca­racteres, etc., ad libitum. En este sentido ha afirmado Tardieu, desde el campo de la política francesa, que «cada pueblo obedece a una ley propia de formación nacional*.

Esta dirección científica ha producido en el campo de las teo­rías políticas la concepción psicológica. Los investigadores de esta rama consideran que el instinto y el impulso, más que la razón y la voluntad, deben ser considerados por la filosofía política. De aquí el singular valor que se reconoce a la costumbre y a la tra­dición en los pueblos. Las organizaciones de los grupos sociales no se conciben como productos racionales, en el sentido de Rous­seau, sino, como aparece en el positivismo de Comte, como re­sultados de los sentimientos, como procesos afectivos, jugando la razón un papel secundario. Y a diferencia del biologismo so­bre el que se funda la doctrina orgánica del Estado, la teoría psi­cológica concibe el Estado como un hecho psíquico más bien que

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como un organismo biológico. Examina el proceso psicológico que se desenvuelve desde las formas elementales de las sociedades hu­manas hasta las formas más superiores y complicadas, el papel que en este proceso juegan el instinto, la costumbre y la tradi­ción, y llega lógicamente a considerar la singular importancia de los elementos no racionales, como son la sugestión y la imita­ción, en el desenvolvimiento de la vida mental de los grupos so­ciales. Por eso muchos escritores se muestran contrarios a la in­terpretación racionalista e intelectuaiista de los problemas socia­les y acentúan la importancia de los factores inconscientes e ins­tintivos en la vida social.

Todo este movimiento de investigación no se limita al campo político, sino que se extiende a otros dominios sociales, como es el económico. La interpretación psicológica de los fenómenos eco­nómicos ha desplazado a la interpretación cuantitativa y mecáni­ca, y a.sí se ve que en las concepciones sobre el valor económico, sobre el consumo, sobre la moneda, etc., priva la interpretación psicológica. El sistema que en esta dirección ha formulado Wie-ser y que ha tenido aplicaciones tan estimables como las hechas por Aftalion sobre la moneda, precios y cambios, ha inundado todo el campo de la ciencia económica.

Así se ha llegado a trazar los bosquejos sistemáticos de la ciencia de la Psicología social, todavía en formación, pero promi­soria de grandes avances en la investigación de la vida de las co­munidades humanas.

La conclusión categórica de esta dirección, por lo que a la po­lítica se refiere, e s : que el proceso político tiene naturaleza prin­cipalmente psicológica.

Yo me represento el proceso de la vida social como un juego de -variables, unas cuantitativas y otras imponderables, de entre las cuales las principales son de naturaleza psicológica, sin que esto excluya que entre ellas actúen también las de orden racio­nal, y que, en ningún caso, las de orden racional ni las de natu­raleza cuantitaítiva subordinen por completo a las demás. Si se hubiese dado tal subordinación, se habrían producido períodos de la vida social enteramente racionales, lógicos, según plan per­fecto, como imagen fiel de los módulos teóricos. No ha sido así. Ni tampoco los grupos humanos se han movido llevados por fuer-

fatalistas, ciegas, como en juego puramente mecánico que

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SL NACIONALISMO 237

anula toda acción efectiva del alma humana. £1 producto del jue­go de todas esas variables que se tocan unas, se vislumbran otras y se presienten bastantes, la función, como se dice en lenguaje matemático, lleva en sí impreso el carácter psicológico, porque psíquica es la naturaleza del principal determinante de la natura­leza humana, de la variable independiente que desempeña el pa­pel de premisa del corolario social.

No importa que no haya exactitud en el conocimiento de los factores psíquicos ; éstos son imponderables y no hay procedimien­to en la psicometría que pueda alcanzarles. Se puede medir un metro de tela, pero no se puede hablar de un metro de alegría; se pesa un kilo de pan, pero no un kilo de ilusiones. El misterio del mundo espiritual se agranda aún más cuando se piensa que a veces los pueblos, al parecer movidos por la inconsciencia, reali­zan hechos que responden a fines no preconcebidos por el hom­bre, pero que los dicta ese Invisible que Strindberg considera como providencialismo místico.

El ángulo visual realista de Tardieu, que supo mirar profun­damente a Francia, le permitió ver la gran verdad que expresó diciendo: tNo se agotan con el análisis los resortes de los im­pulsos populares. En toda acción moral, lo inexplicado es lo más importante».

De las ramas nacionales por las que se ha extendido frondosa­mente esta dirección, es la inglesa y norteamericana las que más se han prolongado en el campo político, originando una verdadera reconstrucción científica de las teorías políticas.

Como síntesis de esta orientación de psicología social, puede decirse que el Estado, aparte de su organización concreta y de sus manifestaciones a través de sus instituciones legalmente cons­tituidas, es, esencialmente, más bien psíquico que físico, y sub­jetivo más que objetivo en su carácter, como afirma Garner {PoUtical Science, 1928, pág. 38), y Ward {Psychic Factors of Civilization, 1906, p. 299). Así queda eliminada la exageración que cometen los que han intentado hacer de la Psicología una ciencia totalmente explicativa de la Historia con exclusión de las demás. Hay que comprenderla en el sentido con que la han ex­puesto meritísimos investigadores, que dicen, como los siguientes :

fLa política tiene sus raíces en la psicología, en el estudio (en su actuah'dad) de los hábitos mentales y propensiones volitivas de

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la humanidad.» (Lord Bryce, Modern Democracy, v. I, p . 15.) tPara que un Gobierno sea estable y realmente popular, ne­

cesita reflejar y expresar las ideas mentales y los sentimientos morales de los que están sujetos a su autoridad; en síntesis: que esté en armonía con lo que Le Bon llama constitución men­tal de la razo. Por esto, la Psicología posee la llave del problema de la adaptación de las formas particulares de gobierno y de las leyes, al carácter del pueblo. La Historia, en su grandes rasgos, dice Le Bon, puede ser considerada como un simple desenvolvi­miento de las concepciones psicológicas de la raza, y esto es, es­pecialmente, verdad para la historia política. Sería fácil demos­trar que la base de la agitación actual a favor de varias reformas políticas, se puede encontrar en la actitud mental mejor que en la necesidad real de reformas. La historia del pasado ofrece no po­cos ejemplos de golpes de Estado, motines y revoluciones, que pueden explicarse ampliamente sobre fundamentos psicológicos. Además, si quisiéramos explicar por qué ciertas formas de go­bierno se han estructurado con éxito entre varias razas y fraca­sado entre otras, por qué ciertas razas han manifestado un alto grado de capacidad política, mientras que otras no lo han tenido y por qué las amplias libertades han sido una bendición para al­gunos pueblos y una ruina para otros, probablemente encontra­ríamos esa explicación en los hechos de la psicología de la raza.» (Gamer, ob. crt., p . 38, y Le Bon, Lois psichologiques de Vevo-lution des peuples, p. 6. Ellwood, A Psychological Theorie of Re-volutions, tAmer, Jour, of Sociology»., vol. XI, p. 49. Sobre la importancia de la Psicdogía en el Ejército, Tribunales y Admi­nistración pública, véase Merriam, News Aspects of PoUtics, p. 76. Gosoell, Some Practicol Applications of Psychology to Po-Htics, tAmer. Joum, of Sociology», vol. XXVIII, págs. 935 y siguientes,)

II

• Como conclusión de todas estas consideraciones se afirma que la ley no es más que una expresión natural del espíritu de los pueblos, los cuales transmiten a aquélla el carácter de la psico-lojía xiacional. Así se explica el que unas leyes sean viables y Otras no. 1^ la ley es puro producto de la fantasía, una interpreta-

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n, NACIONALISMO 239

ción equivocada de lo que debe ser conforme ai espíritu nacional, entonces no prosperará. Si, por el contrario, la ley, independien* temente de las construcciones más lógicas en abstracto, respon* de a las exigencias de la realidad psicológica nacional, entonces la ley echará raíces profundas. Sin cierta correlación entre la dirección de la psicología nacional, entre la corriente afectiva e ideológica del pueblo y la dirección de la ley, el artificio jurídico, falto de base sociológica, se derrumbará.

Por más seductoras que sean algunas instituciones políticas, y por bueno que haya sido su resultado en el país en donde flore­cieron, no se puede, por imitación, implantarlas en otro pueblo cuyo ambiente y tradición sean distintos y no ofrezcan la base necesaria. Por eso, cuando se estudia la forma directorial del Po­der ejecutivo y se aduce el buen resultado que ha tenido en Sui­za, el meritísimo tratadista Esmein se pone en guardia ante po-sibles imitaciones y declara sencillamente : «El sistema suizo ac­tual tiene un gran número de admiradores. Bien está que se le admire, pero que no se le saque de su medioi. Ciertamente que esta institución, como la del referéndum, se puede, escrita, remi-tir por correo a cualquier país ávido de reforma y de novedades, pero ¿ cómo enviar también el carácter del pueblo suizo, su tran­quilidad, su inclinación a las transacciones, su aversión a los go­biernos de partido, toda esa ideología y sentimentalismo que ha echado raíces profundas en el alma suiza, que es, como afirma ro­tundamente Lilían Tomn, la causa del éxito de sus instituciones ?

La experiencia de la colonización ofrece ensefianzas que con­firman esto plenamente. Francia, país colonizador moderno, tie­ne instituciones que no las implanta en sus colonias porque en éstas faltan los elementos psicológicos básicos que se dan en la metrópoli. Así dice un notable cronista francés, a propósito de la adaptación de las instituciones jurídicas de Francia en los psA-•es protegidos: «Estando el perfeccionamiento sometido a nor­mas que son las de la moral, y siendo la moral esencialmente in­herente a la psicología de los pueblos, hay que reconocer que el perfeccionamiento no puede ser enfocado de la misma manera para nosotros y nuestros indígenas... Nuestro ideal moral es bueno para nosotros porque ha sido elaborado por nosotros y para nosotros ; no existe sino en función de nuestra conciencia nacional, y precisamente por esta razón no podría ser conveniente a otro

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pueblo... La evolución del derecho, como la de la moral que va a él intimamente unida, obedece a necesidades ineluctables rnás fuer­tes que la vc/luntad y la razón humanas.» Se ha dicho por muchos filósofos que el Derecho natural está escrito en la conciencia del género humano, y se invoca la equidad para reformar la justicia en los pueblos coloniales. Pero t¿ existe un conjunto de verdades inmutables, un derecho ideal susceptible de resistir las transfor­maciones de las sociedades? El Derecho, en su esencia, ¿no es susceptible de modificarse con las costumbres?... Puede decirse que la concepción de la equidad no hace más que traducir ciertos estados de conciencia, las representaciones intelectuales y afecti­vas dominantes en un momento dado de la historia de un pue­blo o de una raza. La concepción de la equidad difiere, pues, se­gún los pueblos y las épocas y no es otra cosa sino la conciencia social que se manifiesta en la tradición y en el derecho.» (P. Gi­ran, De l'educaiion des races.) «Ahora que sabemos lo que es la equidad, comprendemos lo difícil que es, si no imposible, que un magistrado francés juzgue con equidad a los individuos ajenos a nuestra raza.»

Claro está que si adoptamos eü criterio kantiano de la moral y de la humanidad abstractas, no habrá problema, pero se tro­pezará a cada paso con las negaciones de la realidad.

Conforme al criterio realista, lo que se dice de la relación en­tre la conciencia de un pueblo, de una nación y las instituciones jurídico-privadas, puede aplicarse también a las instituciones po­líticas, y en mayor escala aún al valor objetivo de las doctrinas reformadoras. La ideología abstracta, el puro teorismo, la con­cepción romántica de las doctrinas, en una palabra, no encierra idoneidad real por su simple valor lógico o por su atracción es­tética. La viabilidad de las doctrinas supone una colaboración con el medio social. Puestas en circulación, son escupidas del seno de la sociedad cuando no están en concordancia con ella y su arraigo, parcial o total, está determinado por el grado de adap­tabilidad que encierren. No es que se rechace a priori toda ideo­logía ; el ideal, es el alimento dd espíritu Kumano; lo que no puede aceptarse es que baste el valor intrínseco de una doctrina para que pueda traducirse en valor real. Harto conocidas son mu­chas utopías que producen en quien las medita hasta el placer dd em:bdeso, y, 9Ín embargo, por siglos y siglos, quedan en la

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BL MAaONALISHO 241

región del puro idealismo. El medio para que puedan tener rai­gambre, está constituido por las condiciones internas y externas que integran la vida de un pueblo, y aún implantadas en alguno, no puede de ello deducirse un valor universalista para ese ideal concreto. Límpida exposición de este criterio lo ofrece Fouillée en un examen de la psicología francesa : «Nos envanecemos de hacer progresos partiendo, no de un punto real a donde la his­toria nos ha conducido, sino de un punto imaginario. Nos falta el sentimiento de la tradición, de la solidaridad entre las gene­raciones... No queremos saber si antes que nosotros ha habido hombres. Nuestra razón, razonando hasta la sin razón, compren­de mal las obscuras y profundas necesidades de la Naturaleza y de la vida... Creemos que basta con proclamar los principios para realizar las consecuencias, que con cambiar de un solo golpe de baqueta la Constitución se transforman leyes y costumbres, que con la improvisación de decretos se acelera el curso del tiempo.

Artículo 1. Todos los franceses serán virtuosos. Artículo 2. Todos los franceses serán felices.

Esta es la tarea a que se entregan los exportadores e impor­tadores de instituciones y doctrinas, que no reparan en las ne­cesidades del alma nacional, en relación con su tiempo.

Ejemplo de esta serena estimación del problema político de la conciliación del Estado jurídico con el Estado sociológico, lo ofrece Stuart Mili en su estudio maestro sobre el «Gobierno Re­presentativo», cuando demuestra las limitaciones que tiene la ilibre elección de Gobierno, que está condicionado por la capaci­dad y tradición jwlítica de cada pueblo. Stuart Mili se mueve dentro de esa dirección del utilitarismo inglés, basado en la tra­dición de las investigaciones psicológicas, opuesta a la interpre­tación racionalista y a la doctrina de las ideas morales innatas. Experiencia, sentido práctico, herencia y medio como influjo pre­potente de la vida social; eliminación de esos ideales éticos que no tienen base en hechos ciertos y aceptación de aquellos que la observación y la experiencia presentan como deseables y capaces de realización actual; ética práctica y política práctica; valora­ción de los actos por su efecto lSíil; repugnancia por las frases vagas y los principios abstractos... Todo esto cristalizó en ese ángulo visual de los utilitarios en la teoría política, que repre­senta un interés racional y práctico por el bienestar social com-

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2<2 ACCIÓN KSPAfiOLA

binada con la creencia de que es posible el perfeccionamiento de las condiciones de bienestar social por medio de la legislación del Estado. Prueba del rendimiento de esta concepción política está en que las leyes políticas y económicas más importantes de Inglaterra, han sido debidas a aquella (fábricas, minas, sufra­gio, movimiento cartista, etc., etc.). Este critexio ha acompañado al pensamiento político inglés hasta el pnesente.

ni Dos grandes cuestiones se presentan a la altura de estas re­

flexiones £los6ñco-sociales : ¿Cómo se forma el ideal social? ¿Qué ideales pueden a'daptarse a un pueblo? ¿Qué ideales pueden adaptarse a un pueblo? Si la naturaleza

humana es siempre la misma, no se pueden elegir libremente los ideales. Si su capacidad de desenvolvimiento es ilimitada, las po­sibilidades de cambio mediante la educación y reforma de leyes e instituciones, serán ilimitadas también. No creo en esto último, pues la educacióu puede transformar, relativamelnte, pero no crear. Por lo tanto, pensemos en la órbita en que gira la natu­raleza del espíritu humano.

La naturaleza humana no es el pan de cera que puede adop­tar infinitas formas. Tiene su limitación, que ofrece una resisten­cia fatal a las transformaciones puramente racionalistas, imagina­rias y voluntarias. La fantasía puede crear, como el artífice pue­de hacer flores de trapo, pero no puede hacer seres sin el con-ctitso de la Naturaleza, que es el aliento creador. Hay, pues, un tipo psicológico constante en la Humanidad, y su experiencia vale para todos los tiempos y lugares. La naturaleza humana, por ejemplo, se revela en la Biblia con todo el valor universal del tipo humano. Acertadamente ha dicho un glosador profano (W. L. Phelps, Profesor de la Universidad de Yale), que «se puede aprender más respecto de la naturaleza humana leyendo la Biblia, que viviendo en Nueva York... Considero el Antiguo Testamento como una obra de literatura que revela la grandeza, IA bcura, la nobleza y la ruindad de la naturaleza humana. No

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th MACIONAtISUO 243

lo considero exclusivamente como historia del pueblo hebreo, por­que éste es muy parecido a otros pueblos, pues tiene las mismas pasiones, impulsos, purezas, corrupciones, egoísmos y genero­sidades, que se cobijan juntos en el corazón de todo hombre y toda mujer en el mundo... Los caracteres en la Biblia son tan reales para mí como Teodoro Roosevelt» {Human nature in the Bible, 1923).

El carácter típico de la psicología humana, está bien definido y limitado. En ella, hay una constante que, como en la Matemá­tica, no puede cambiar su valor. Pero dentro de ese tipo, hay matices, por la misma razón que dentro del género humano hay razas y pueblos.

Es un hecho innegable el que cada pueblo, a pesar de sus mutaciones históricas, manifiesta algo esencial, permanente, con mayor o menor intensidad según las épocas de su vida; un ele­mento que vive en los antros misteriosos del espíritu e imiprims carácter a la orientación histórica de las nacionalidades y las razas bien definidas, que contribuye poderosamente a la forma­ción de su carácter propio y de su tradición. La razón por lo que esto sucede, no puede ser otra que la existencia de una ley so­ciológica o tendencia que actúa como impulso distintivo de la vida de cada pueblo. La historia, el carácter de cada pueblo, es la función originada por muchas variables, que son efectos del tiempo, del lugar, de la sangre y de la ideología, pero que van acompañadas del elemento esencial permanente, que es lo que define a los grupos humanos y les diferencia entre sí, aunque pueblos distintos coincidan en algún fin. Estos, se confundirán en cuanto al fin, pero se diferenciarán en cuanto a las normas distintivas de su carácter. «Dura cerviz», se dice del pueblo is­raelita en el Éxodo, y a través de los siglos se dilata esta verdad, pues hoy puede repetirse el calificativo con tanto fundamento como tuvo Moisés al aplicarlo en su tiempo. La misma idea en-^^elve la afirmación de un famoso gobernante francés, M. T«r-dieu: tCada pueblo obedece a una ley propia de formación na­cional. Su constitución física, el sentido de su vida moral, la sustancia de sus conceptos colectivos, el ritmo de su crecimien­to, el volumen de su rendimiento, dibujan su fisonomía».

En alguna» formas de la división dd trabajo, el origen está en la especialidad de condiciones del factor humano (así como la

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24* 4 C C I Ó N R S P A Í t O L A

división geográfica se funda en la especialidad de condiciones del lugar), y ello demuestra la existencia de aptitudes congénitas que acompañan a una raza, unas veces en estado latente y otras en plena floración.

Puede decirse que un pueblo se desnaturaliza cuando se des­vía de la trayectoria que espontáneamente le traza su impulso natural distintivo; la decadencia de una nación no sólo consiste en el agotamiento vital, sino también en el abandono de lo que bien puede llamarse ley de su personalidad distintiva. No es enteramente casual que la decadencia del pueblo de Israel fuese acompañada del crimen de apostasía por olvido de la ley mosai­ca ; que el retorno tardío del rey Josías a las fuentes prístinas de la grandeza judia, se señalase por el reavivar de la llama de la gloria... Pero el Libro de la Ley, exhumado por el Sumo Sa­cerdote Helcias, estaba ya borrado de la conciencia del pueblo, y el cautiverio bajo la férula asiría fué el cruel destino del pueblo desnaturalizado.

Esta concepción de la ley de permanencia de los elementos distintivos de la personalidad de un pueblo, no envuelve la ne­gación del progreso; el carácter fundamental puede permanecer firme a través de largas épocas históricas y de estados culturales diversos; la negación del progreso consiste en la inmovilización de un pueblo en la rigidez de las formas temporales de la vida social. No es la permanencia de las cuerdas de la lira lo que produce la monotonía, sino la repetición inviariable de la misma melodía.

El misoneísmo es el pecado extremo opuesto al radicalismo negativo; éste, destruye hasta las raíces sanas y aquel conser­va hasta las ramas secas e inútiles. Para el espíritu misonrísta no existe el cambio ; sería capaz de volver a vestir a la serpiente con la piel que se le desprende por proceso natural orgánico. ¡Cuántas páginas de la Historia ofrecen el espectáculo de la lucha de estas tendencias extremas! En los tiempos heroicos de la revolución francesa y rusa, se quiso borrar todo el pasado y construir la nueva sociedad sobre bases utópicas, pero las aguas lentamente, volvieron a discurrir por los declives naturales y, a despecho de las ideologías, se ha afirmado un estado conforme a IM exigencias reales. Véase el ejemplo contrario. El islamismo tosco intentó aferrarse a la tradiciiSn musulmana en su fase es-

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n, NAcioNAiiaao 245

trecha y decadentista: el sultán Abd-ul-Hamid, en el último cuarto del siglo XIX, practica los pompas ceremoniales de las épocas de esplendor para resucitar el antiguo prestigio. Pero las formas sin espíritu sólo pueden hacer autómatas. Los cortejos que nos describe Pedro Loti, compuestos por alabarderos vesti­dos de escarlata y oro, y tocados de altas plumas verdes, los emires con turbantes de cachemira, los ulemas con turbante blan­co de gayaduras de oro, figuras y más figuras cortesanas envuel­tas en áureas policromías, a través de las calles de Estambul, ¿de qué sirvieron a Turquía? De anuncio de la intervención europea, que le impuso el exotismo de una Constitución política. Compárese este procedimiento con la orientación del kemalismo, que ha ido directamente al espíritu turco y le ha levantado des­pués de la derrota, de la guerra grande ; de la tradición recoge io aprovechable ; se instala en territorio asiático, porque asiático es el origen y el sentimiento de la raza ; no siente la nostalgia de Europa, sino que afronta su poderío al mismo tiempo que de ella aprovecha lo que es imposición racional y útil del espíritu del tiempo, difundido en el Oriente europeo.

Volando viene a la memoria la lucha simbólica del cesarismo contra el catonismo. Catón cristalizaba su pensamiento en el tipo moribundo de la vieja República romana, sin comprender que tal forma limitaba la expansión y grandeza de Roma ; César, inspirado por el espíritu nuevo de su tiempo, desde los muros de la República sabía contemplar a Europa, la de los nacientes pue­blos. La diferencia entre estos dos grandes romanos estaba en que sólo uno, César, sabía mirar al porvenir, han dicho los co­mentaristas.

Las formas temporales en su perennidad son enemigas del progreso; la renovación de valores podrá aparecer revolucionaria por su método no siempre pacífico, pero no cayendo en el des-truccionismo, sino en concordancia con la psicología nacional, es una condición de progreso y de normalidad. ¿No es la legitimi­dad de hoy algo que fué considerado ilegítimo ayer?

Algunas revoluciones traen advenimientos, al parecer absur-<los, y profundos cambios históricos, pero reflexionando sobre el papel que representan tales advenimientos, se descubre que ellos encaman el nuevo espíritu y constituyen un gran valor instrumental. El burgués de la Revolución francesa era inferior

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en educación, cultura y fineza, al aristócrata del siglo XVIIÍ, espíritu pulido en el ambiente neoclásico, pero representaba el brazo de una nueva fuerza social que había de realizar la gran evolución capitalista industrial moderna que la aristocracia de Versalles no habría podido realizar nunca. Esas revoluciones, no son, sino adaptaciones a las nuevas condiciones de vida y recono­cimiento de un progreso espiritual.

Pero los verdaderos renovadores (no los destruccionistaií), aún dando la sensación del radicalismo, no eliminan nunca la preocu­pación conservadora; no tienen la obsesión de lo insostenible 'y moribundo, sino que, por el contrario, injertan lo nuevo en las raíces seculares, y preparan el crecimiento y multiplicación or­gánica del nuevo cultivo.

Los espasmos destruccionistas no pueden lograr el cambio fundamental y completo de la comunidad humana, porque mien­tras en ella queda vitalidad, obedece al impulso natural distintivo de su vida, a su iley propia, como tampoco el jardinero más hábil conseguirá desfigurar una AOT sin que en ella se noten los ras­gos fundamentales de su especie, y la inercia misoneista con­vierte a la sociedad en masa que se estanca y deviene cuerpo ex­traño en el conjunto de comunidades progresivas acordes con la marcha de los tiempos.

Acentuemos la idea: toda forma histórica es, esencialmente, temporal, mortal, y sólo la capacidad de cambio en la vida na­cional puede garantizar un porvenir. Pero la transición a las nue­vas formas, no se realiza sin grandes sacrificios, ni tampoco sin una previa renovación de la conciencia, es decir, sin la revolu­ción espiritual. Los desgarramientos dolorosos que produce la separación de las cosas que han formado parte de nuestra vida y que son incompatibles con las nuevas, son el precio y la con-didón cruel, pero necesaria, de toda redención creadora. Este es el profundo sentido de las palabras del Maestro Divino cuando le dice al nuevo discípulo que quiere detenerse para rendir el tri­buto de piedad enterrando a su padre muerto: «Sigúeme tú, y deja que los muertos entierren a sus muertos».

Esa renovación previa de la conciencia, por su naturaleza es-lúritual, define claramente que no es la órbita de la política don­de Say que buscar el centro primordial de la gravitación de todo el movíiúeiito renovador, siso en el foco del idealismo nacional.

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n, NAaoNALisuo 247

£1 idealismo abstracto de las concepciones cosmopolitas, no tie-ne valor dinámico alguno para las grandes obras de realidad his­tórica, y son, como los ensueños de Zenón sobre la sociedad sin templos y sin leyes, sencillas quimeras sin raíz alguna en el reino humano, engendres del caos imaginativo. La política proporcio­na las condiciones empíricas en que se apoya el proceso espiri­tual. Pero ni la afirmación de la naturaleza nacional del idealismo renovador debe confundirse con d nacionalismo agresivo y xeno-fobo ni el apartamiento del cosmopolitismo abstracto significa la negación de la existencia de un sentimiento internacional que en muchos casos representa una prolongación de la propia vida na­cional ; solidaridad europea, por ejemplo, e iberoamericanismo, son para un español expansiones del propio sentimiento nacional.

En el mundo humano se afirma ese eterno devenir de la exis­tencia de que hablan las Sagradas Escrituras; la limitación dd desenvolvimiento de la vida en formas inmutables, sólo en la que los antiguos físicos llamaban «naturaleza inerte», puede darse y en las formas de vida elemental, porque está escrito que «los ár­boles no llegan hasta el cielo».

IV

La correlación de tas leyes con la psicología nacional, la con­cordancia del Estado jurídico con el Estado sodológico, no puede lograrse sin el conocimiento de esa realidad nacional. ¿Cómo lle­gar hasta ella ? Por simple juego de la razón y por decisiones de la voluntad no se resuelve el problema de identificación socioló-gico-jurídica; allá los intelectualistas abstractos con tdes proce­dimientos. El camino firme es el de la investigación sociológica de cada pueblo, que abarque su mundo interno y el exterior.

Cuando el nacionalista francés Carlos Benoist se propone el estudio de «Las leyes dé la política francesa» (1927), parte del concepto de la ley, según Montesquieu : «Las leyes, en su signi­ficación más extendida, son Jas reladones necesarias que se deri­van de la naturaleza de las cosas», y define, en términos semejan­tes, que «las leyes de la política francesa son las relaciones nece­sarias que se derivan para ella de la naturaHeza de Francia y de

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la naturaleza de los franceses*, es decir, de la geografía y de la Historia de Francia, de la demografía y de la psicología de los franceses. Esto es io que condiciona la política francesa y lo que dicta la ley, y una vez determinadas esas relaciones necesarias, valen para todos los tiempos y todos los regímenes, aunque por vanidad o por ignorancia algunos hombres se crean autorizados para emanciparse de ellas, pero, tarde o temprano, esas leyes in­violables se vengan de tales intentos de emancipación. Los falsos hombres de E&tado pasan, pero las naciones quedan y son las que pagan, culpables, por lo menos, de haberlos elegido o haber­los soportado.

Benoist examina la historia y la literatura francesa para njar la características psicológicas de la nación, teniendo en cuenta, también, cómo el extranjero se ha representado el espíritu y el carácter francés. De análoga manera lo intentamos nosotros, por lo que se refiere a España.

Como se ve, el campo de observación, histórico y actual, es muy amplio, y abarca aún más de lo que comprende el cuadro de observación que nos ofrece Benoist respecto de Francia. La psi­cología de un pueblo no sólo debe estimarse por la impresión que se recoge en la observación de su vida social, sino también en su ideario y cultura artística, literaria, política, filosófica, científica ; en su idioma, costumbres y sentimientos morales, y en su for­mación histórica ; y después, la consideración de su territorio, po­blación, vida económica y financiera, instituciones militares, re­ligiosas, pedagógicas; en su régimen y experiencia política; en su administración; en su política exterior y colonial... El espíri­tu naciotul es proteico en sus vastas proyecciones.

VICENTE G A Y

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Ilicitud científica de la esterilización e u ^ é n i c a

II

DícÍAMOS en nuestro anterior trabajo que la imposición de la esterilización como medida eugénica tendente a mejorar las razas, requiere previamente el firme convencimiento de la

exactitud de las leyes filogénicas. La mera posibilidad de trans­mitir a la prole una tara psíquica en manera alguna puede justi­ficar legalmente el derecho a la privación de la paternidad.

La heredabilidad de la locura es una noción tan vulgar como la del contagio psíquico. Pueden transmitirse y pueden contagiar­se las enfermedades mentales, pero no en todos los casos. La he­rencia desempeña importante papel etiológico en las psicosis, en la epilepsia y en la debilidad mental, pero existen otros factores causales de tanta o mayor trascendencia. Los biólogos han de presentar un cuerpo de doctrina y conclusiones inexpugnables al proponer a los legisladores la esterilización de los anormales psí­quicos como una medida justificada por los progresos de la ciencia y beneficiosa para la sociedad. También han de ofrecemos ideas claras y suficientemente comprobadas sobre las modalidades de transmisión de las taras psíquicas y la proporcionalidad de 4a herencia de anomalías. De no ser así, jamás podremos reclamar leyes mutilantes o privativas de una función fisiológica con el pretexto de amparar al individuo futuro y a la sociedad del in­fortunio de la anormalidad mental.

Las lucubraciones eugénicas pueden constituir motivo de bri­llantes disertaciones en congresos y conferencias. Floridos tópicos

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pueden convencer a un auditorio incapaz de crítica de un proble­ma que se le ofrece parcialmente. Ya vimos que la esterilización terapéutica constituye un fracaso y que no pueden admitirse las esterilizaciones penal y económica. Estudiaremos ahora la legi­timidad científica de la esterilización verdaderamente eugínica, que no habría de comprender exclusivamente a los anormales psí­quicos, pues iguales motivos tendríamos para esterilizar a. todos los individuos afectos de insuficiencias orgánicas susceptibles de transmitirse por herencia.

Insistimos en que descartado el peligro individual, la este­rilización representa un atentado al derecho de gentes y a la dig­nidad humana que no puede perpetrarse sin que existan muy sólidas razones que lo justifiquen. Propúgnase la esterilización mientras se tiende a eliminar la pena de muerte de los códigos, que nunca se aplicó por delitos involuntarios. La esterilización anula en el individuo el derecho a reproducirse, y también una serie de tendencias instintivas (ambición, posesión, etc.), útiles a la colectividad, aunque beneficien en primer término al indi­viduo. A pesar de las razones expuestas, concederíamos el de­recho a la esterilización legal si lográsemos demostrar la fatali­dad de la herencia, premisa imprescindible de la legislación eu-génica.

¿Herédanse fatalmente las taras psíquicas? Grandes han sido los progresos de las ciencias ontogénica y filogénica, pero toda­vía no podemos vanagloriamos de conocer a fondo la transmi­sión de los caracteres genotípicos en el transcurso de las genera­ciones. Cada una de las leyes de la herencia presenta numerosos puntos vulnerables y discutibles. Los descubrimientos de Men-del modifican las ideas del pasado siglo, pero más tarde las leyes de Galton contradicen las generalizaciones mendelianas, hasta que la teoría cromosómica de Morgan nos explica ciertos hechos particulares. Las conclusiones definitivas tardarán en establecer­se, pues la Naturaleza nos presenta continuamente fenómenos inescrutables.

Supongamos que las leyes de la herencia se cumplan con idéntica exactitud que las astronómicas. Entonces los criadores de animales podrán mejorar las razas mediante cruzamientos afor-tnaados, por buscar solamente la perfección de las cualidades físi­cas. Pero el alma humana está por encima de toda ley de heren-

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BSTB&n,IZACI<SN BUOÍNICA 251

cia, por el hecho de ser individual y consubstanciales sus pro­piedades con el individuo. Separados del animismo y dentro del positivismo, hemos de con< eder que un individuo paupérrimo físicamente, desprovisto en absoluto de belleza, puede estar do­tado de uAa inteligencia sorprendente, y también procrear hijos bellos y superdotados psíquicamente.

Conviene destacar el hecho paradójico, pero sobradamente co­nocido, de que padres amorales, imbéciles, profundamente tarados han engendrado verdaderos genios, sorprendentes talentos, indi­viduos brillantemente dotados en todos los aspectos. En sana doctrina teológica ello no puede maravillamos, pues por ser el alma humana creación de Dios, no se transmiten sus cualidades here­ditariamente. Si esto se tuviera en cuenta no se desconcertaría la ciencia materialista cuando sus leyes no se cumplen exacta­mente en los enfermos psíquicos. El materialismo puede aducir el hecho irrefutable de que en las familias taradas son más fre­cuentes los casos de enfermedad y debilidad mentales ; pero ha de conceder igualmente que un matrimonio acentuadamente estig­matizado puede procrear hijos mentalmente sanos y de elevada espiritualidad. El caso obsérvase algunas veces, como también el contrario, y nadie se asombra de la imbecilidad de los hijos de los grandes talentos.

Las leyes de la herencia no son verdaderas leyes. Trátase de fórmulas cortas a que se intenta reducir la inmensa cantidad de hechos de observación y de experimentación acumulados so­bre la herencia, principalmente sobre las variaciones de seme­janza, que constituye en la herencia el hecho más esencial. Tales leyes de la herencia explican en cierta manera la proporciona-bilidad de transmisión hereditaria de las enfermedades menta­les ; pero ninguna prueba la fatalidad de la herencia.

En el presente trabajo apenas podemos esbozar el estudio de 4as llamadas leyes de la herencia. Hemos de satisfacernos con «xponer los hechos más substantivos y las conclusiones provi­sionales deducidas de las investigaciones estadísticas. El pro­blema es muy complejo y de enorme dificultad, incluso para lo» iniciados en los misterios de la biología.

Indican las leyes de Galton que las vpeculiaridades: indivi­duales tienden a perderse en el curso de las generaciones, para acercarse a los caracteres del tipo medio de población, mientra*

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que la contribución de una generación en la constitución geno-típica de un individuo dado decrece en tal manera, que el indi­viduo recibe de las propiedades y caracteres hereditarios de un ascendiente determinado una parte alícuota tanto más pequeña' cuanto más lejano se halla en la línea de los ascendientes. O sea que el individuo hereda en proporción cada vez menor los ca­racteres genotípicos morbosos. Según las deducciones estadísticas de Galton, los dos padres juntos determinan un carácter heredi­tario por una mitad, o cada uno contribuye por un cuarto ; los cuatro abuelos aportan juntos por un cuarto, y cada uno por un dieciseisavo, etc. Resulta, pues, que la progenie de los locos he­reda tan sólo una cuarta parte de la locura del padre o de la ma­dre, y que todavía son más reducidas las posibilidades de pa­decer la locura de los abuelos.

Sabemos desde Morgan que en la herencia no se trata de la fusión de un cromosoma masculino y otro femenino, sino de una adaptación o coaptación, por lo cual permanecen diferencia­dos y continúan separados en las fases ulteriores. La herencia en patología mental hállase íntimamente ligada a las leyes de la transmisión hereditaria de las propiedades constitucionales con­tenidas en los cromosomas; pero en el origen de las propiedades constitucionales intervienen una serie de factores que separan las leyes de la patología constitucional de las establecidas experi-mentalmente por botánicos y zoólogos.

En efecto, enséñanos el estudio de la herencia que muchas o todas las propiedades patológicas transmisibles hereditariamen­te pueden quedar latentes en el individuo. También observamos que por interferencia de la masa hereditaria del padre o de la madre se originan en el nuevo ser propiedades patológicas que no existen en los progenitores (anfimisix). Y, por último, las propiedades hereditarias pueden experimentar modificaciones por la influencia de factores exógenos sobre las células germinales (blastoforía). Los procesos que se denominan anfimisix y blasto foria y la latencia de los caracteres genotípicos constituyen fenó­menos que contradicen la fatalidad de la herencia similar y di­recta de las enfermedades mentales.

VeiQOS; pues, oue ur.a serie de c:omolicados procesos que ir • tervienen en la herencia determinan que se encuentren rarísimos ejemplares con todas las características normales de la especie.

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Ahora bien, si todo lo que se aparta del tipo medio de la especie lo tomamos por degenerativo, los degenerados serán muy nume­rosos ; la mayoría de los hombres.

Existe, sin embargo, una tendencia natural y espontánea a la regeneración de la especie,, pues de las variantes o desviacio­nes del tipo medio (anomalías) que se observan en determinado individuo, hay muchas que no ejercen influencia alguna sobre la fisiología general del organismo, y, por otra parte, una anomalía aislada nada significa por sí misma, pues su significación sur­ge cuando en determinado individuo concurren un número mayor o menor de caracteres desviados que le colocan en cierto grado de inferioridad biológica.

También el azar influye en el proceso de regeneración y en las leyes de la herencia. Así tiene que ser desde el momento que en el proceso de reducción de las células sexuales del hombre existen 4.096 combinaciones posibles entre los cromosomas pro­cedentes del padre y de la madre. Pero de estos 4.096 casos, so­lamente una vez puede presentarse la posibilidad de que la tota­lidad de la masa hereditaria de uno de los padres quede excluida de la combinación. Resultará que al unirse una masa protoplás-mica enferma con otra sana, tantas mayores probabilidades exis­tirán de regeneración del individuo cuantas mayores sean las po­sibilidades de combinaciones nuevas del plasma germinal.

Al indicar la influencia de la ley de azar, no queremos decir en manera alguna que convienen las uniones entre individuos sanos y enfermos, sino indicar que de las uniones entre un ta­rado psíquico y una persona sana nacerá algún anormal, pero que no todos los hijos han de ser fatalmente anormales. Habrá que fomentar las uniones entre individuos sanos para impedir la desvaloración biológica de la raza ; pero no podemos negar a los enfermos el derecho legal a la paternidad ante la posibilidad de que puedan engendrar hijos que se desvíen del tipo medio.

Una ojeada de conjunto sobre las ideas actuales permite apre-< iar inmediatamente que ha perdido terreno la antigua noción de que la causa de todas las enfermedades mentales reside en la he­rencia. Hoy sabemos—gracias a Mendel y Morgan—que la masa hereditaria recibida de los ascendientes es un producto de la conr jugación cromosómica, y, por tanto, que los caracteres heredita­rios no se han recibido exclusivamente de los padres.

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254 ACCIÓN BSPAfiOLA

Detengimonos un momento a reflexionar sobre el número hipotético de nuestros ascendientes. Según el cálculo de probabi­lidades, contaríamos en la dieciseisava generación hasta 65.000 ascendientes teóricos. Si el cálculo es exacto, habernos de pensar que en todos los europeos existe una predisposición genotípica a padecer afecciones psíquicas, hecho que constituye un fuerte argumento contrario a la eficacia y necesidad de la esterilización eugénica.

De lo dicho surge la presunción de que la herencia desem­peña un papel reducido en la producción de enfermedades psí­quicas. Así lo confirman las investigaciones de Diem y J. Kolli. Estos investigadores han podido observar que es sensiblemente igual el porcentaje de individuos sanos y de psicópatas quj; pre­sentan taras psíquicas hereditarias. En los sanos se encuentra hasta un 66 por 100 de estigmatizados hereditariamente, porcen­taje que solamente se eleva al 78 por 100 para los enfermos» psí­quicos. O sea, que los estigmas de degeneración se encuentran, aproximadamente, en igual proporción en psicópatas y sanos.

Las investigaciones más trascedentales sobre la herencia de las enfermedades psíquicas las debemos a Rüdin y su escuela, que han formulado algunas conclusiones de verdadera importan­cia. Esté demostrado por el mencionado sabio que la herencia de las enfermedades mentales es similar, o sea, que se hereda la predisposición a padecer la misma psicosis que han padecido los padres, aunque puede variar la forma clínica. Ahora bien, tal predisposición herédase con carácter recesivo, de manera que los caracteres patológicos transmitidos por herencia quedan la­tentes en el individuo e hipercompensados por los caracteres do­minantes de sanidad mental, aunque existe la probabilidad de que en un momento determinado se manifiesten los caracteres recesivos, especialmente en el caso de que confluyan dos plasmas germinativos tarados en la misma dirección, esto es, que se unan dos individuos con herencia patológica similar.

El hecho de la heredabilidad de las enfermedades psíquicas con carácter recesivo obra contrariamente a la legitimidad cien­tífica de la esterilización eugénica. Tanto más cuanto que entre la primera presentación del carácter recesivo y patológico y su reaparición intercálanse, a veces, varias generaciones. Puede ob­jetarse la dificultad de sujetar a leyes la proporcionabilidad y

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BSTUULIZACIÓM BÜOÍNICA ¡155

probabilidades de Ha herencia recesiva, pero el argumento puede emplearse lo mismo a favor que en contra de la esterilización eugénica.

Ahora nos percatamos claramente que es absurdo proponer la esterilización de un individuo porque ha padecido una enferme­dad psíquica, pues puede suceder, y ocurre en realidad, que en su descendencia no vuelve a manifestarse el carácter patológico hasta los bisnietos o tataranietos. El caso sería distinto si la herencia de las anomalías psíquicas se produjese con carácter dominante, ya que éste se manifiesta en la próxima generación ; pero este tipo de herencia constituye una excepción en patología mental. Una sola locura, la psicosis maníaco-depresiva, SÍ he­reda con carácter dominante ; el restó de las anomalías psíquicas se transmiten con carácter recesivo.

Sería sumamente convincente y apoyaría nuestra enemiga con­tra la esterilización eugénica la exposición detallada de las pa­cientes investigaciones estadísticas efectuadas en los últimos años sobre la heredabilidad de cada una de las anormalidades psíqui­cas. Más destinado el presente trabajo a un público apartado de los estudios biológicos, hemos de circunscribirnos a presentar los hechos rotundamente sancionados por la ciencia, que permitan a los profanos formar juicio acerca de la licitud científica de la esterilización y de su eficacia en beneficio de la raza.

Indicamos en nuestro primer trabajo que se había propues« to la esterilización de los defientes. mentales (oligofrinicos), ba­sados los eugenistas en que la deficiencia mental incapacita para subvenir a las necesidades materiales de la vida y en que la de­ficiencia mental arrastra un cortejo inseparable de miseria, al­coholismo y sífilis, además de que por ser muy numerosa la progenie de los oligofrénicos aumentan las dificultades para pro­porcionarla los medios necesarios de vida. La esterilización de los imbéciles disminuiría el número de pordioseros.

'Tantos y tan complejos son los factores etiológicos de la de­ficiencia metal, congénita o adquirida en los primeros años de la vida, y tan extensa la gama de las inferioridades intelectua­les, que la esterilización de imbéciles y deficientes mentales ha de constituir necesariamente uno de los puntos más discutidos por adversarios y partidarios de la esterilización.

En manera alguna impugnamos las medidas que impidan el

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matrimonio entre imbéciles e idiotas profundos; pero su esteri­lización es innecesaria, puesto que tales individuos hállanse ge­neralmente internados en asilos y manicomios, además de que muchos de ellos no llegan a la madurez sexual. Y aunque pu­dieran obrar libremente, ¿ quién contraería matrimonio con un idiota ?

Por otra parte, la herencia de la debilidad mental de grado mediano o leve no ha podido Comprobarse de manera concluyen-te. Cierto es que las investigaciones de KoUer indican que el promedio de buenas capacidades es tanto mayor cuanto más ele­vado sea el nivel social de una familia, pero ello no. quiere decir que se hereden las buenas o malas capacidades intelectuales. La demostración de la herencia de la oligofrenia tropieza con gran­des dificultades, dimanadas principalmente de la imposibilidad de señalar un límite a la deficiencia mental y sus grados, y tam­bién de que no puede estudiarse la herencia gemelar, como en las psidosis.

Prescindimos de la debilidad mental adquirida y nos limi­tamos a la innata. Los conocimientos sobre su heredabilidad son muy incompletos. Las disposiciones intelectuales recibidas de los padres pueden variar en grado infinito, y atrofiarse per falta de cultivo, o desarrollarse grandemente con un cultivo acertado. Cuando se reciben de los padres buenas capacidades intelectua­les, puede quedar detenido su desarrollo por multitud de causas que dificultan el deslinde de la inferioridad psíquica transmiti­da por herencia y la determinada por alteraciones patológicas del cerebro. Vemos las muchas causas de error que pueden concu­rrir al formular la ley de herencia de la deficiencia meotal.

Sin embargo, el atento examen de las investigaciones ge­nealógicas y estadísticas en oligofrénicos nos llevan a la conclu­sión de que la heredabilidad de la deficiencia mental no es un hecho fatal. Y también que aunque en las familias oligofrénicas abunden los imbéciles, psicópatas y otros enfermos psíquicos, hay muchos individuos que en el curso de las generaciones esca­pan a la tara hereditaria, y hasta algunos resultan inteligentes.

Conformes en impedir la unión de idiotas y débiles menta­les profundos, pero sin proceder a medida tan radical como la esterilizacióq, pues basta internarlos en un asilo, o garantizar debidamente la protección paternal o tutelar. No puede propo-

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ESTRSII,IZACIÓN BT7G¿NICA 257

nerse la esterilización eugénica de los deficientes mentales de grado mediano o leve, y mucho menos si se fundamenta en que la deficiencia intelectual acarrea la miseria, la incultura, la inmo­ralidad, la vagancia, el alcoholismo y otras lacras sociales, por­que amenazaríamos con la privación de la paternidad a no pe­queña parte de las clases sociales bajas. Propugnaríamos una medida contraria a la libertad.

La etiqueta de psicópatas o degenerados superiores se apli­ca por los psiquiatras a una serie de individuos caracterizados por anomalías de sus reacciones temperamentales y afectivas, en los que predomina la vida instintiva, sin que pueda decirse que padecen una verdadera enfermedad mental. Precisamente perte­necen al grupo de los psicópatas gran número de delincuentes, los locos morales, los perversos sexuales, los vagabundos, los es­tafadores, etc. El grupo ofrece gran importancia social, pues los psicópatas se dejan arrastrar por sus tendencias innatas, y resul­tan ineficaces la represión y la reeducación.

Recordaremos que en gran número de Estados, la ley de esterilización se dirige precisamente contra los psicópatas y rein­cidentes en la delincuencia, particularmente en la sexual. El des­pojo eugénico de la paternidad quiere justificarse en estos indi­viduos como una medida saludable para su descendencia y la co­lectividad. Desaparecían los criminales natos.

En lo que respecta al beneficio personal que el psicópata ob­tendría de la esterilización, indicamos la eficacia terapéutica de la medida en los hipersexuales. Sobre la pertinencia de la este­rilización penal nada hemos de decir, conformes en que cons­tituye una práctica propia de pueblos primitivos. Réstanos es­tudiar si debe suprimirse la progenie de los psicópatas graves a fin de evitar el aumento de los llamados criminales natos, por transmitirse hereditariamente los caracteres psicopáticos.

La existencia de estigmas de degeneración psíquica en las familias y progenitores de psicópatas es un hecho indiscutible, observado hace mucho tiempo. Nosotros dudamos de la importan­cia social que pueden tener tales taras. Sabemos que el 75 por 100 de los criminales están tarados psicopáticamente ; pero, ¿ cuán­tos sanos presentan idénticos estigmas? El interrogante ha qne-ndo responderlo Koller, y con este objeto ha emprendido «n las lamilias sanas investigaciones encaminadas a descubrir taras psi-

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2S8 A C C I Ó N S S P A Ñ O t A

copáticas familiares. Encuentra, con gran sorpresa de los psiquia­tras, que en la descendencia de matrimonios mentalmente sanos se observan anomalías psíquicas exactamente en igual propor­ción que en la descendencia de los matrimonios psicopáticos. Pero todavía ha descubierto un hecho más desconcertante: que en los abuelos y tíos de los psicópatas sólo existen trastornos psíquicos en el 15 por 100 de los casos, mientras que en los mismos pa­rientes colaterales de los individuos sanos, el porcentaje de psi­cópatas elévase al 29 por 100, casi el doble,

A las averiguaciones de Koller podríamos agregar otras apor­taciones estadísticas, sin que podamos deducir otra conclusión cierta que la gran frecuencia de los rasgos psicopáticos en los hijos de los psicópatas. En una palabra: que sólo podemos pre­sentar a los legisladores conclusiones de dudosa exactitud y ci­fras contradictorias. Además, y esto es muy importante, con­forme antes indicamos—al hablar de la teoría cromosómica de la herencia—la extirpación de los genes tarados constituye una uto­pía, y por este camino lograremos bien poca cosa en beneficio de las razas. La conclusión se deduce por sí misma: que científi­camente tampoco estamos autorizados a la esterilización eugénica de los psicópatas graves.

Respecto de la herencia de la epilepsia navegamos con idén­tica falta de rumbo que en otras enfermedades mentales, aquí quizás con mayor incertidumbre, por tener que trabajar con ca-recteres clínicos muy proteiformes. La ley de herencia de la epilepsia no ha podido fijarse definitivamente, pese a los deteni­dos estudios de Rüdin y Gerum. Sabemos, sin embargo, que la herencia directa u homologa es mucho menos frecuente de lo que se había dicho y supuesto. Redlich ha observado gemelos, de los que uno tan sólo padecía ataques epilépticos. Oberholzer pudo estudiar una familia de epilépticos, donde en el transcurso de cuatro generaciones se debilitan los síntomas comiciales, ob­servación demostrativa de la heredabilídad del mal sagrado con carácter recesivo. Sandiís Banús ha podido comprobar que úni­camente el 20 por 100 de los hijos de epilépticos padecen ata­ques convulsivos. Todas las estadísticas coinciden en que es muy rara la herencia de la epilepsia y que existe tendencia a la xvgeneración de los caracteres epilépticos en el curso de las ge-

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BSTBAIUZACIÓN BVOÍNICA 259

neraciones; y si esto es así, ¿ por qué privar de la paternidad a los epilépticos?

La gravedad de la demencia precoz o esquizofrenia, y su gran frecuencia oblíganos a medidas profilácticas excepcionales con» tra tan terrible enfermedad, otra peste blanca de nuestros tiem­pos. Puede decirse que es la psicosis mejor estudiada desde el punto de vista de la transmisión hereditaria, pero .tampoco han podido formularse conclusiones libres de objecciones.

Carecemos de espacio para reseñar, siquiera sea brevemente, las interesantísimas investigaciones de Rüdin sobre la heredabi-lidad de Ja demencia precoz. En el caso de que ambos padres sean esquizofrénicos, padecerán enfermedades mentales el 60 por 100 de los descendientes, proporción que disminuye al 16 por 100 cuando uno sólo de los padres es esquizofrénico. También está amenazada la descendencia cuando un esquizofrénico se une a otra persona que sin presentar anomalías psíquicas posee una masa hereditaria tarada esquizofrénicamente. La transmisión he­reditaria de la demencia precoz tiene lugar con carácter recesi­vo, y la enfermedad resulta de la conjunción de un par de genes tarados recesivamente.

Los trabajos de Rüdin han permitido conclusiones claras, pero que no están exentas de objecciones, ni han resuelto definitiva­mente el problema hereditario de la demencia precoz; pero de­muestran evidentemente que la transmisión de la esquizofrenia con carácter dominante tiene lugar en insignificante y despre­ciable proporción. Y también resulta de las indicadas investiga­ciones que las formas heredables de la enfermedad tienden a desaparecer en el curso de las generaciones, puesto que la heren­cia, al tener lugar con carácter recesivo, se anula en el 40 por 100 de los hijos en el caso más desfavorable de que ambos padres sean esquizofrénicos.

Ante tales hechos, ¿estamos autorizados científicamente para esterilizar dementes precoces en bien de la raza ? Los partidarios <ie la esterilización eugénica se pronuncian rotundamente por la afirmativa, ya que el mismo hecho de la recesividad hereditaria justificada la esterilización, puesto que aunque el esquizofréni­co engendre hijos en apariencia sanos, los descendientes de estas personas sanas pueden engendrar esquizofrénicos o enfermos psí­quicos. Y nosotros decimos que, si -por el hecho de tal posibili-

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dad, privamos de la facultad de procrear a todas las personas con antecedentes familiares de esquizofrenia, llegaremos a la es­terilización del 50 por 100 de la población de los pueblos civili­zados.

Rotundamente nos declaramos adversarios irreductibles de la esterilización eugénica de los .esquizofrénicos, en primer térmi­no, por la imposibilidad práctica de una selección de los demen­tes precoces que deban esterilizarse. La esterilización de los en­fermos muy graves o en estado de demencia final, carece de ob­jeto por estar condenados a vivir internados en un manicomio, y sería inhumano agravar su desgracia con una operación mu­tilante de una función que en ellos no puede representar peligro alguno para la raza.

Además, porque los esquizofrénicos son individuos que lle­gan al matrimonio en minima proporción por estar, generalmen­te, desprovistos de ambición, de espíritu emprendedor, por ca­recer de sociabilidad. Suelen ser tímidos sexuales que huyen de la mujer, y no se les considera como «pollos casaderos». Las mismas propiedades caracterológicas del esquizofrénico protegen las razas al disminuir las probabilidades de unión matrimonial de estos enfermos, entre los que abundan los solterones.

Claro está que nadie puede evitar que el demente precoz venza en determinado momento su timidez sexual, y, arrastrado por concepciones autistas idealistas, se decida a la creación de una familia. Ello es mucho más fácil durante los primeros períodos de la enfermedad, cuando todavía no ha sobrevenido un episo­dio agudo que descubra la verdadera naturaleza de las extrava­gancias y anomalías del esquizoide. También favorece el matri­monio de los esquizofrénicos la frecuente remisión de los síntomas en los primeros períodos de la psicosis, durante cuyos estados de remisióp vive en plena libertad para cj3ntraer matrimonio, si así le place. Precisamente han propuesto los eugenistas la este­rilización para que los dementes precoces remitidos puedan vivir en libertad sin peligro de que engendren una prole tarada más o menos numerosa : la esterilización conjuraría radicalmente el peligro de la prole esquizofrénica. Consecuentes con este crite­rio, se propone la esterilización de los individuos recluidos en los manicomios que en su juventud han padecido un episodio esqui-xofrénico que, aunque remitido, requiere la reclusión sanatorial

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ESTERILIZACIÓN BUGÉNICA 261

por la tendencia al desenfreno genésico, u otras causas dimana­das del instinto sexual.

Planteado el problema de la esterilización de los esquizofré­nicos en la forma que acabamos de enunciar, nosotros considera­mos la esterilización eugénica todavía más improcedente y ab­surda. En primer lugar, por la inseguridad del diagnóstico, pues por grande que sea nuestra experiencia clínica, en pocas ocasio­nes podremos afirmar terminantemente que nos hallamos ante una enfermedad esquizofrénica, y menos todavía podemos ase­gurar que la enfermedad seguirá un curso progresivo hasta la demencia. En segundo término, por ser muchos los enfermos que en el curso de su vida padecen un solo episodio aislado y agudo, y la afección persiste latente el resto de los días de vida del sujeto. Y como última razón, porque al transmitirse la es­quizofrenia con carácter recesivo a menos de la mitad de la des­cendencia en el caso más desfavorable, la esterilización resulta­ría una medida profiláctica hipertrofiada.

A lo dicho sumamos la complejidad de los problemas etiopa-togénico y nosológico de las enfermedades esquizofrénicas, y todo ello nos induce a sentar la conclusión de que la esterilización de los dementes precoces no está. justificada científicamente, ade­más de tropezarse con graves obstáculos sociales y prácticos para llevarla a cabo.

Existe una enfermedad mental, la psicosis maníaco-depresiva, donde, por estar demostrada la heredabilidad similar y dominan­te, parece plenamente autorizada la esterilización de los enfer­mos que la padecen. Y en efecto, si nos atuviéramos exclusiva­mente a la frecuente presentación de fases de manía o de me­lancolía en los familiares y descendientes del enfermo nada podríamos oponer, desde el punto de vista científico de la he­rencia, a la esterilización de los ciclotímicos, Pero otra serie de i *«>nes impugna la esterilización, en primer término, las clí­nicas, pues la psicosis tiene un curso periódico, entre sus fases se intercalan períodos de remisión que duran muchos años o toda la vida, jamás conduce a la demencia, y muchos circulares son individuos de inteligencia excepcional y encumbrados socialmen-te. ¿Dice algo a favor de la esterilización que una joven hipo-maníaca arrastrada por el furor sexual ponga en peligro su h o nor ? Contamos con otros medios menos crueles .que la esterili-

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262 A C C I Ó N aaPAÑOLA

zación para reprimir el erotismo de los circulares, pero aunque este fuera motivo de escándalo, la deshonra familiar siempre sería un mal meuor que privar a la Patria y a la sociedad de una buena madre, como suelen ser las circulares.'

Creemos haber demostrado cumplidamente que las investiga­ciones científicas no han iKtdido establecer una ley de herencia que justifique en beneficio de la raza la esterilización de los in­dividuos afectos de enfermedades, anomalías o deficiencias psí­quicas. Tampoco autoriza la esterilización la peligrosidad social de estos enfermos, perjudicados por la medida sin beneficio indi­vidual o colectivo, A los juristas corresponde pronunciarse sobre Ja Jicitud de la esterilización como medida de represión penal para los delincuentes sexuales, nosotros nos limitamos a enunciar la cuestión.

La conclusión deducida por nosotros, es que solamente en casos muy excepcionales, individualizadas cuidadosamente todas las circunstancias, y si altas razones morales no se opusieran, po­dría tener aplicación la esterilización, y no precisamente por mo­tivos científicos, ni en beneficio de la raza. Pero el caso excep­cional no pide la promulgación de una Jey general que, por muy restrictiva que fuese, abre el portillo de la esterilización volun­taria, con verdadero peligro de la natalidad. El peligro de la raza no radica en la reproducción de los degenerados, sino en la falta de reproducción de las personas sanas superdotadoi. Una población no se degenerará si todas sus clases de individuos se reproducen proporcionalmente. La degeneración se produce por contrasdección, cuando se limita la natalidad de los normales y vigorosos y aumenta la de los deficientes psíquicos y físicos. En el estímulo de la procreación de los aptos reside la verdadera eugenesia.

DOCTOR V A L L E J O N A G E R A

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La Repúbl ica de 1873

I

E l. proceso del advenimiento de (a primera República española es mvi\ interesante y nos explica muchas de las dificultades con que tropezó en su actuación y su fracaso definitivo.

Al mediar el siglo XJX había en España poquísimos republicanos, y la Monarquía de Isabel II. parecía arraigada hondamente en la conciencia del país. La tradición monárquica, quince veces secu­lar, se concentraba entonces en la augusta señora, por haberse extinguido completamente la guerra civil y pasar por entonces la línea de D. Carlos por un período de decaimiento, que se acen­túa más adelante con la fracasada intentona de la Rápita y con las andanzas aventureras de D. Juan de Borbón.

La crisis de la Monarquía se inicia con la revolución de 1854. El largo y enérgico gobierno del partido moderado había permi-tido una tranquilidad casi desconocida en España, al amparo de la cua! la Nación realizó, en todos los órdenes, un notable pro­greso, pero llevó consigo el desgaste de U Monarquía, ocasionado por la mayor asistencia del Monarca al gobierno, que requieren **tos períodos excepcionales. Sobrevino el despecho de los perso­najes de la rama más avanzada del partido liberal, que, al verse por tanto tiempo alejados del poder, acudieron para alcanzarlo a medios que caían fuera de la ley, buscando, sobre todo, el apoyo Qc los generales que en este tiempo, acostumbrados a hacer pesar su espada en la política y a obtener por medio de cpronunciamien-tos» (desdichada palabra que hemos tenido el triste privilegio de imponer en los diccionarios de varias lenguas europeas) mayores

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2M A C C I Ó N MaPAÜOíA

ventajas que en el ejercicio de su profesión, perturbaban a cada paso la marcha normal de la vida española. La idea republicana parece que fue extendida por la masonería—cuya fuerza efectiva en el siglo XíX no conviene exagerar, pero es imposible descono­cer—, en cuyas logias figuraban muchos militares y aun aígunos prohombres del partido moderado. La masonería proponía la Re­pública como el fin al cual debían tender sus adeptos, si bien con­sentía en que el régimen monárquico se conservase todavía por un tiempo más o menos largo.

A la extensión de estas ideas contribuía la tibieza y falta de base ideológica del monarquismo que profesaban la mayor par­te de los gobernantes de la era isabélina. Los dos grandes talen­tos políticos del siglo, Balmes y Castelar, coinciden en que el partido moderado (y lo mismo se podía decir del progresista) no se basaba en ninguna afirmación, sino en dos negaciones: miedo a la Kepública y miedo a la Monarquía absoluta. La escisión car­lista había privado al trono de Isabel II del apoyo de íos monár­quicos doctrinales, y si bien no faltaron ciertamente en tomo de la Reina rasgos de caballeresca lealtad, eran promovidos más bien por adhesión a la persona qup por apego a la institución. La po­lítica de este tiempo estuvo, como nunca, entregada a las ambi­ciones personales, y un mero resentimiento o una aspiración no satisfecha bastaban para que se tirasen por la borda ideales de­fendidos ayer. Ya hemos indicado la parte principal que juega entonces el ejército, desde la guerra de la Independencia, acos­tumbrado a ser, no el brazo armado del país, sino algo que se so­brepone a las actividades todas del país mismo, como única fuer­za que, por contar con alguna organización y alguna interior dis­ciplina, había de prevalecer. El pronunciamiento de 1820, funes­tísimo por tantos aspectos, lo fué principalmente porque enseñó a los militares un fácil camino para llegar rápidamente a los más altos honores 3' a las apoteosis populares, al alcance de capacida­des muy mediocres. Los políticos prostituyeron a cada paso el poder civil, fomentando este espíritu cuando convenía a sus in­tereses.

Desde aquella tarde de julio de 1854 en que el coche real tuvo que Huir del Prado a todo galope, España, que no había sabido en-totúrax una forma de gobierno conforme a su constitución inter-na» pata por un espacio de catorce años de revolución latente, en

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U KSPÚBLICA DS 1878 265

una inqtiietud que la hace vacilar entre periodos en que la dema­gogia se entroniza en el mismo Consejo de ministros y reacciones dictatoriales más o menos disimuladas y durísimas represiones. En frente de este sistema, representado úfltimamente por Narváez y por González Bravo, se colocan diferentes sectores de la opinión tspañola. Los elementos intelectuales y universitarios, que no eran ya, desde mucho tiempo antes, la culminación del pensa­miento nacional, sino que profesaban en su mayor parte la doc-trina krausista, absolutamente antitética con el carácter español y que, en la cátedra y en la prensa, hacían una campaña más o menos franca contra la Monarquía; ios militares, ansiosos de go­bernar y a quienes se les hacía muy largo el apartamiento del po­der, conspiraban contra la que les había cubierto de honores y a la cual habían jurado fidelidad innumerables veces; los hombres públicos que no habían podido democratizar a la Monarquía tanto como quisieran e inventaron la frase de «obstáculos tradiciona­les», para indicar que todo legítimo progreso se estrellaba contra la tendencia de la persona que encarnaba el poder moderador. Aun políticos de ideología muy conservadora habían dado en la costumbre de considerar responsable de todo a la única persona constitucionalmente irresponsable, y rasgaban sus vestiduras ante supuestas infracciones de la Constitución, que ellos habían roto o desconocido cuando bien les venía.

El pueblo, pn las ciudades de alguna importancia, y sobre todo en los escasos centros fabriles con que contaba España en aquel tiempo, había perdido eiKlos últimos cincuenta años la fe religiosa y el fervor monárquico y era juguete de agitadores que le deslumhraban con el espejuelo de una república igualitaria que acabaría con todos los males sociales, y aun de un comunismo ingenuo y brutal. Pero todavía la gran masa de la población es-pafiola era tradicionalmente monárquica y estaba acostumbrada »1 r e l a t o de aquella Señora tan generosa, que había sido su ído­lo» y en la cual se encarnaban las virtudes y los defectos de la raza Hispánica; princesa cuya buena intención excedía, cierta­mente, a sil capacidad, pero que poseía maravillosamente el sen­tido de honda democracia que nuestro pueblo gusta de ver her­manado, en los grandes señores, con la magnificencia y la libera­lidad. Para desacreditar a la Reina se emprendió una campaña de insidias y de calumnias que, aprovechando indudables ligere-

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266 A C C I Ó N E S P A Ñ O L A

zas de la regia víctima y la ceguera increíble de su camarilla, fo­mentaba su desprestigio vertiendo especies nunca probadas, pero que se extendían por todas partes. Nada más canalla que la con­ducta que observaron entonces algunas personas de las más alle­gadas al Regio Alcázar.

El año de 1868 transcurrió en un ambiente de derrotismo. Todo el mundo esperaba la revolución. La revolución vino porque un pequeño grupo de hombres audaces supo aprovecharse del des­concierto general y de la depresión de un ambiente en el cual es­taban en crisis los viejos ideales. Los que dieron el impulso pro­cedían de las esferas más elevadas de la sociedad. Un infante de Eirpaña, el Duque de Montpensier, empujado por esa especie de fatalidad histórica que lleva a los Orleáns a socavar los cimientos de la Casa de Borbón, de la cual la suya procede; dos generales, Prim y Serrano, quienes habían recibido de Isabel II la grandeza de España, y un marino, Topete, caso singularísimo de hombre de derechas, al cual una serie de diversas circunstancias convirtieron en 1 evolucionarlo, y que pasó por el espantoso martirio de pre­senciar las consecuencias de lo que él mismo, inconscientemente, había desencadenado. Estos personajes que tan tenazmente fo­mentaban en el pueblo el descrédito de la Monarquía, cometieron el contrasentido de permanecer monárquicos para conservar, bajo esta forma de gobierno, su prestigio social, pero con un Rey que fuese, como hijo de la revolución, juguete en manos de sus direc­tores. Aquellos revolucionarios insinceros pasaron e hicieron pa­sar a España por la vergüenza de ver rechazada la corona de Car-ios V por los príncipes a quienes era ofrecida con instancias poco conformes con la dignidad española. Al cabo, y después de dos gestiones infructuosas, se encontró en la Casa de Saboya, enton­ces no demasiado escrupulosa en cuanto a los medios de su encum­bramiento, un príncipe capaz de reinar en esas condiciones. Cuan­do en la Asamblea Constituyente, en la sesión de 3 de noviembre de 1870 se dio cuenta de la aceptación de D. Amadeo, Castelar, en un discurso que señala el punto máximo de su elocuencia ma­ravillosa, hizo ver lo ficticio de aquella realeza forjada, no por el fervor de la victoria ni por un gran movimiento nacional, sino en una fría votación parlamentaria dirigida por los que habían aventado la tradición monárquica, y eran tan excelentes para d«« rribar tronos como incapaces para reconstruirlos.

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U ateÓBUCA DI 1878 267

El reinado del príncipe italiano no fué sino una carrera de hu­millaciones, como lo es siempre el de los desventurados príncipes que las revoluciones mantienen cuando no se atreven a ser repu­blicanas. Los partidos quieren que el Rey, que todo lo debe a la revolución, sea su esclavo sumiso, y no se avienen ni aun a que ejercite libremente los menguados derechos que la Constitución le otorga. Fatigado por las constantes intrigas de esta baja y repul-siva política, desamparado por los únicos que podían ser leales a un trono y a los cuales ni pudo ni supo atraerse, Amadeo oe Sa-bova se acordó al cabo de que descendía de una de las casas de más vieja tradición caballeresca de toda Europa. Tuvo un gesto de gran señor y arrojó Ja corona en medio de aquellas Cortes, in­capaces de ningún ideal elevado, que no gobernaban ni dejaban

gobwnar.^^ febrero de 1873 se leyó ante los cuerpos legisladores, reunidos en Asamblea Nacional, el mensaje de abdicación del Rey que habían traído los hombres del 68. La República parecía inminente; el ambiente republicano se había extendido mucho con la campaña de desprestigio emprendida contra la vieja Mo-narquía, y eran innumerables, entre la masa neutra, los que ya no se e;pantaban de que se ensayase el único régimen que aún no había fracasado en la inquietud constante del sig o XIX. «Con Femando Vl l -d i jo en aqueUos momentos Castelar-munó la monarquía tradicional; con la fuga de D.» Isabel murió la mo­narquía parlamentaria, y con U renuncia de D. Amadeo ha muer­to la monarquía democrática; pero estas monarquías han muerto por sí mismas. Nadie trae la República; la traen todas las cir-cunstancias». Era una prueba más de una ley histórica de impla­cable exactitud. La que afirma que las revoluciones siguen siem­pre un rumbo muv diverso y a veces contrario del que le quisie­ron marcar sus iniciadores, que tienen que contentarse con pre­senciar cómo otros elementos, generalmente antagónicos a su ideo­logía, recogen d fruto de su esfuerzo. No era posible volver otra vez a peregrinar por toda Europa en busca de un Rey, ni los re­mordimientos de conciencia permitían aún volver la visU a la familia traicionada. La República era la única salida que quedaba

^ a los hombres de septiembre, que no dirigían ya la revolución, sino que eran arrastrados por el mismo impulso que habían des­encadenado pocos afios antes. Se trataba de un ensayo que a todo el mundo inspiraba curiosidad e interés.

EL MARQUES DE LOZOYA (Continuará.)

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El fracaso de las Reformas Agrarias

III

Alega la exposición de la ley agraria en su favor «ejemplos ac­tuales y grandísimos en las naciones de la Europa Central, que des­pués de la Gran Guerra hicieron profundas y vastas reformas agra­rias». Y, concretamente, se refiere en efecto a los problemas agra­rios de Yngoeslavia, de Polonia, de Checoeslovaquia, de Rumania, de Grecia y de Hungría.

Negamos el valor del argumento. La exposición olvidó de afir­mar, y por lo tanto mucho menos de probar, que el condicionalismo histórico, económico, agrológico y social de esos países tuviese se­mejanza suficiente con el del nuestro. A falta <Je esa demostración es legítimo un sentimiento de desconfianza por la sistem/itica exclu­sión de las sugestiones de esos países, de vida tan agitada, tan traba­jados por la guerra, tan influenciados o amenazados por el próximo bolchevismo, teniendo que resolver problemas complicados de razas extranjeras, saliendo de formas sociales de feudalismo, en ordenación de territorios nuevos, y, a veces, en condiciones de fertilidad y de posesión y explotación agraria muy diferente de las nuestras.

Por este principio, ¿ por qué no fué el Sr. Ezequiel de Campos un poco más lejos y no adujo el ejemplo de Rusia, en donde el bol­chevismo restableció dé hecho, sobre las iniinas cte la propiedad in-cividoal y colectiva de la tradición el régimen de la propiedad, en los dos extremos de ocupar el campesino la tierra necesaria para su consumo y de ejercer el Estado sobre todas las propiedades, en sustitución de los antiguos señores, un tiránico dominio eminente f

Para alegar el ejemplo •de Rusia, no debiera el Sr. Ezequiel de Campos sentirse cohibido por los pequeños inconvenientes del régi­men bolchevista. Porque respecto de ellos, pudiera decir lo qtie en el capítulo comentado dice de la Reforma Agraria de Servia: «no queda duda que el mejoramiento social, político y económico de la ioladón agraria vendrá, con creces, a com.pensar los defectos del nodo cono fué ejecutada, las quejas provocadas, la disminuci^

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EL FRACASO DB LAS RBFOWÍAS AGRARIAS ^W

temporal de la producción y todos los trastornos inherentes a la con­vulsión del estado anterior».

No me parece legítima esta manera de argumentar: para probar los beneficios del parcelamiento se alega el ejemplo de Senria; pero se viene a reconocer que esos beneficios están aún latentes para el porvenir y se afirma, gratuitamente, que no es posible dudar de que tales beneficios existirán. Pero, si ahora no queda duda, no quedaba antes tampoco, y entonces, ¿qué necesidad había de exposición y de demostración tan grandes?

Claro está que después de una catástrofe, desde el instante en que se salva una simiente de vida, la humanidad comienza, naturalmen­te dando largas a su instinto de organización y de cultura, y, en breve, se alcanzan progresos y mejorías. Y, siendo esto cierto, lo que sin embargo no es legítimo, es el atribuir esos progresos y me-jorías costosísimas a la acción de la propia catástrofe, cuando la ver-dad es que se realizan a pesar de ella. Esto es lo que podemos afir-mai del bolchevismo y de todas las Reformas Agrarias sobre el mo-délo bolchevista, mientras no nos fuese probado lo contrario: la propiedad es una institución tan fecunda y vivaz, que, aun quedando mt-tilada y cortada en fragmentos, continúa viviendo y produciendo, y llega a reconquistar más tarde su equilibrio de orgamzación. Pero, ¿a costa de cuántos perjuicios sociales? Esto es lo que no puede omitirse al hacer un análisis concienzudo del problema.

Es de notar un aspecto importante : en estas Reformas Agra­rias puede hasta encontrarse un cierto incremento económico, pero que no es debido a la Reforma Agraria en sí misma, sino a la fun­ción de cridito agrícola que le es anexa : los propietanos son paga­dos, al menos en parte del valor, de las tierras expropiadas, y ese valor ptaeden emplearlo en la valorización de la parte con que que­dan. Este valor lo pagan los ocupantes de las tierras, pero a plazos. Quienes lo pagan, verdaderamente, son los tomadores de las obliga­ciones emitidas y el mercado libre de los capitales. Es éste el que provee, en realidad, a la agricultura de un empréstito a largo plazo. Aunque con la anomalía de que quien paga el interés y la amortiza­ción es la propiedad que no mejoró con la aportación del capital, y de este empréstito puede venir «n aumento global del rendimiento. Pero el mismo o mejor resultado podría obtenerse si idénticas sumas Uearasen a la labranza por la vía normal del crédito agrícola.

Vamos a detenernos un poco más largamente en la Reforma Agraria de Rumania para comprobar lo imprudente que es el ir a buscar ejemplos a medios lejanos y de ambiente no semejante con el nuestro propio.

En Rtonanla había, efectivamente, un problema agrario, que au­mentaba de los hechos a k» libros y a las leyes y no como aquí, que pretende aumentar de los libros y de las leyes a los hechos.

Allí, el campesino que reivindicaba la tierra lo hacía como su poseedor primitivo, a quien el boyardo había poco a poco frustrado

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en 6US derechos, revistiendo el dominio xm carácter feudal y culti­vando el labrador su gleba en una especie de colonia adscrita, que hastíi cuando atenuó su carácter jurídico, pennaneció ofreciendo algo como tina demarcación objetiva a la reivindicación agraria. Coexistían la gran propiedad y el pequeño cultivo sobre ella.

Boyardo y campesino, eran dos clases bien marcadas y separadas por un odio histórico. Entre las dos, una tercera clase de renteros, que explotaban más al aldeano. (£2 trust Fischer llevaba en renta en 1905 más de 169.000 hectáreas).

La oposición, la guerra de clases, estaban escritas en letras de sangre a través de la historia y de las revoluciones agrarias de 1821, de 1848, de 1888 y de 1907.

La guerra, en que Rumania tuvo una intervención verdaderamen­te importante, vino a acelerar estas condiciones especíalísimas; y la proximidad de Rusia contribuyó finalmente al desenlace: «bajo la amenaza del bolchevi^o interno y externo, el Gobierno de Bra-tiano, cuando tomó el poder después del armisticio del 11 de noviem­bre de 1918, hizo promulgar inopinadamente» la ley agraria.

Por otro lado, las condiciones de población y tierra se distinguen de las nuestras. La densidad demográfica era de 57,2 habitantes por Icilómctro cuadrado en las cuatro provincias del antiguo Reino (exac­tamente de 58, 66, 60 y 80), Su fertilidad era en verdad mucho ma­yor que la nuestra, dando el trigo una producción media de 15 hec­tolitros por hectárea y el maíz de 17. Su constitución cultural, muy diferente también por el más elevado porcentaje de cereales, ocupan­do el cultivo arvense el 50 por 100 del territorio de la nueva Ru­mania, y teniendo allí mucho menos predominio que aquí el pasto­reo y los cultivos arbóreos. La distribución de la propiedad se revela en los siguientes números anteriores a la guerra: hasta dos hectá­reas, 9,8 por 100; de dos a cinco hectáreas, 26,5; de cinco a diez hectáreas, 19,1; de diez a veinticinco hectáreas, 10,7 por 100; de veinticinco a cien hectáreas, 6,1 por 100; de cien a quinientas hec-áreas, 10,1 por 100; por encima de quinientas hectáreas, 18,7 por 100.

También Rumania se diferenciaba mucho de nosotros por la su­ficiencia de la producción alimenticia, no habiendo tenido la Refor­ma Agraria como fin principal el conseguirla, ni tampoco el fijar la población de emigrantes en zonas menoá pobladas del país.

Además de todo esto, la política de Rumania, como la de todos sus vecinos, i>aíses de Oriente, funciona en un régimen sui generis de aza­res internacionales, con agudos problemas de soberanía y sin una tradición nacional perfectamente consolidada por el tiempo.

Cuanto queda expuesito basta para comprender la ilegitimidad de im proceso que consiste en sacar argumentos para Portugal de un país tan diferente por su dualismo agrario, afirmado en la historia, implicando una reivindicación de derechos anteriores, concretado en la coexistencia de la pequeña labor con la propiedad grande y el ttnmtdamiento enorme, tan diferente por su mayor fertilidad y mayor

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Bt FRACASO DS LAS RSFOKJIA8 AOXAKUS 271

carácter cerealífero, sin déficit de alimentación y con mucha m&yor productividad, tan diferente hasta por las mismas condiciones demo­gráficas con una mayor uniformidad de densidad de población, tan diferente por sus condiciones políticas de país nuevo, recién salido del teudalismo económico, con problemas graves de fronteras, vecino de la hoguera bolchevista, y habiendo tenido una gran intervención en la gran guerra.

Había, pues, una verdadera cuestión agraria muy diferente de nuestro problema agrícola; y además en su solución—verdaderamen­te influenciada por el bolchevismo, aunque en intervención de defen­sa contra él—, intervinieron condiciones sociales y políticas que aún nos diferencia más.

Querer imitar artificialmente al Oriente y por la fuerza, harta de propaganda, que reside en el Gobierno, crear alguien aquí una cues­tión agraria a la rumana, que no existe, es reincidir en el error gra­vísimo de aplicar a las cuestiones nacionales soluciones extranjeras; y dada la naturaleza de ellas, es hacerse precursor y avanzada del bol­chevismo en Portugal, con la agravante de hacerse esta propagan­da en una nación con nobles tradiciones de paz social; es sembrar sobre el plantío de Portugal la ruin cizaña del mar Negro, importa­da por la puerta de tradición de nuestra abdicación intelectual ante la intimidación bolchevista; es verdaderamente introducir en la grey el germen virulento de la gran peste oriental.

Es tanto más grave y condenable esta actitud, cuanto que el autor de la propuesta expone en el mismo capítulo, que «con problemas agra­rios de imposición moderada quedaron Italia y España», y da cuen­ta de las orientaciones respectivas en que realmente se observa, no diríamos un carácter moderado, sino los indicios de un mayor espíritu social y tradicional en esos países de condiciones más semejantes a los nuestros.

Resulta evidente que el Sr. Ezequiel de Campo», en presencia de dos escuelas agrarias (permítasenos la exposición), la oriental y la occidental, la bolchevista y la tradicional, opta en su proyecto de ley por la primera y da un salto de millares de leguas para 6jar en el Oriente las preferencias de su invitación, en un desvío forzado, ya que de la tradición histórica del país a la que ha tomado el pulso solamente la orientación realista y jurídica podía concluirse con la le­gitimidad.

I«a Agricultura portuguesa se define simplemente como un olivo, mu vid y tm alcornoque, teniendo en su torno un labrantío de trigo ^ oH "'*^' ^ ^^^^^ «' abrigo de un pinar. I os árboles producen ricos ^ J^*?* de exportación y en el cumplimiento de nuestra vocación «fornica especial, la tierra debe abastar a la grey, pero como es P^*» e* l^reciao que la grey la trabaje mucho y con gran inteli-genaa de procesos. . , * ^^^ d« esos árboles trabaja una raza de gente fuerte y no-Die, con tradiciones sociales que son un tesoro, y en una atmósfera

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de paz y orden, que es al mismo tiempo condición y conclusión de su labor agrícola.

Iva perfecta vida económica de este pueblo consiste, pues, en me­jorar los dos aspectos de su Agricultura; la conquista de su anto-suñciencia cerealífera para la vida y defensa de la grey, pese a las deficientes condiciones naturales, por un esfuerzo de orden público y de progreso técnico; el desenvolvimiento de los cultivos especia­lizados (vino, aceite, corcho, etc.) por la valorización al máximo de nuestra verdadera vocación de productores^ para riqueza y expan­sión económica de la grey, por un esfuerzo también de orden públi­co y de progreso técnico.

Estos dos aspectos de la vida económica : el del pan para vivir y el de la esi)ecialidad agrícola para extender y enriquecer, son las dos manifestaciones de la duple función de la grey en la historia : la función continental y marítima, Vasco de Gama y el viejo del Res-telo, que deben combinarse y no oponerse (como, ya en aplicaciones económicas, quería Basilio Teles).

Estos dos aspectos de la vida agrícola serán alcanzados para ma­yor bien de Portugal, tanto por la reacción organizadora del mundo moderno como por la acción del progreso técnico qtie habiendo in­fluenciado más en el siglo pasado la industria, agravando el mercan­tilismo de los pueblos, va llegando ahora a la tierra vitalizándola y privilegiando de nuevo los países de constitución fundamentalmente agraria, con dificultades de cultivo y dotados de óptimo patrimonio social al mismo tiempo.

En la solidaridad de estos países nos debemos considerar, por la semejanza de naturaleza agrológica y por la semejanza de los intere­ses de la producción, con preferencia a orientarnos por la contemplación e imitación de las tragedias económicas y políticas de las... planicies del Danubio. Por el contrario, con aquellos países debemos hacer bloque contra la invasión de las ideas bolchevistas, no permitiendo que la Cristiandad fuerte de los pueblos que van viviendo su noble ti;adición social y su sobria vida económica a la sombra del olivo y del alcornoque, entre la viña y el sembrado, y que están destinados a un resurgimiento de prosperidad en la continuación de este antiguo carácter, sea impedida de ese resurgimiento y de su acción civiliza­dora en la Humanidad, por la invasión de la superstición asiática y de la infección bolchevista, aunque vengan revestidas de las inofen­sivas apariencias de una acción gubernamental de repoblación y de intensificación agrícolas.

(Estudio en parte publicado en el diario «O Seculo», en el año 1925.)

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BL FRA,CASO DS U S RSFORlUa AORA&IAS 273

LA DOCTRINA OCIDENTAL DE JÜA REFORMA AGRARIA

EXPOSICIÓN PRESENTADA A IA ASOCIACIÓN DÍ PmopiXTAUoa POLACOS, xat VARSOVIA

Señor Presidente: Encargado por la Asociación Central de la Agricultura portu­

guesa, que representé en el Congreso de Varsovia, de hacer en los países extranjeros una averiguación sobre la cuestión agraria, tengo el honor de dirigirme a vuestra prestigiosa Asociación para pedirle me auxilie en este trabajo.

Gntre todos los países que debo estudiar es Polonia, uno de los más interesantes: sabiendo por un lado que su constitución agra­ria es de las más equilibradas (con un porcentaje de gran propiedad que no es de modo alguno exagerado y con el papel social, técnico y nacional que la gran propiedad desempeña allf), y viendo que se discute ahora un proyecto de ley agraria sobre moldes radicales, con­cluyo que es en este momento cuando vuestro noble país va a ser amenazado de la fiebre bolchevista del reparto de las tierras. JuEgo que esta invasión intelectual>-legia]«tiva, no menos grave para «1 fu­turo de vuestra Nación y de vuestra Cultura, que la invasión de los ejércitos, también será por vosotros repelida y, en la lucha que va a trabarse, serán ciertamente puestos en evidencia por la conciencia jurídica de loa polacos los criterios que deban inspirar una buena po­lítica agraria. Son justamente estos elementos de elucidación, <}ae tengo la certeza ya pusieron de relieve vuestros estudios de econo­mía agraria, los que 3ro desearía pediros como subsidio para el ti«. bajo de que me encargué.

Pero, «otes de someteros algunas preguntas, deseo exponer rá­pidamente lo que pasa y lo que se piensa en Portugal sobre la cues­tión agraria, e(Q>craado que os sea agradable tener en vuestm do> cumentación elementos de la experiencia y de la doctrina de mi país.

I>e una manera general puede decirse que Portugal es en la par­te del Noroeste país accidentado, húmedo, con pequeña propiedad población densa, emigración, cultivo intensivo; en el lado del Sud! •*•» tiene, por el contrario, clima seco, altiplanicies, densidad de í***á6u débil, cultivo extensivo y gran propiedad.

II**** «>ndiciooalismo, dado por la Naturaleaa, en que se de»-^ ! ^ ' * 1* «Qonomía portuguesa reclamando solamente medidas alagpip ^T~*5^***«midasen ese desenvolvimiento, ninguna agitacióa. o «no-

u i r *5*''«"*vo pedía la Reforma Agraria. cuettSo7íí¡!i*'*''^ política bastó para crear, de repente, ai no la airrario • A T I T ' ^ ''**°**' *""» te»<leocia PoUtic» d« demagogÍ8nK> tíñ^ZLl^u^ **** <»'*«' habiéndose dado una disidencia en el par-titto democrático, y ^Wdo al Poder U facción disidente, incluyó «

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274 A C C I Ó N nSPAÜOlA

su programa la parcelación de la gran propiedad y para ello solicitó la cooperación, como Ministro de Agricultura, de un escritor econo­mista que había defendido la colonización del Sur del pafs por la desviación de la emigración del Norte. El Ministro nuevo presentó entonces un proyecto de ley, en que esta idea de la colonización del Sur pasaba a segundo plano, y saltaban los moldes radicales de las Reformas Agrarias de la Europa Oriental, a saber :

1.' Ataque contra la gran propiedad. 2." Indemnización sin nin­guna relación con el valor real. 8." Expropiación repentina de gran­des extensiones de tierras. 4.' Estadismo y burocracia.

Este proyecto, que se autorizaba expresamente con los preceden­tes establecidos en los países orientales de Europa, fué blanco de gran oposición y reacción, y su discusión se cerró ixxrque el Gabinete ra­dical fué forzado a dimitir y se abandonó su proyecto agrario. Pue­de decirse que su presentación había tenido la utilidad de poner en evidencia, a través de la discusión, toda la teoría de principios con­trarios a la Reforma Agraria; fué como si la conciencia del país reaccionase vivamente contra esas ideas mortales que tenían en Orien­te su origen y se alistase al lado de los países occidentales que re­sisten a esas ideas, junto a Italia, España, Francia, Inglaterra, orien­tadas hada una política agraria nacionalista.

Me voy a permitir resumiros algunos de los principios que han puesto en evidencia la discusión sobre la Reforma Agraria en Por­tugal y en otros países.

1) Desde el punto de vista económico, la Reforma Agraria ra­dical consigue la desorganización de la producción por la inferiori­dad técnica de la pequeña propiedad, por la falta de preparación de los nuevos propietarios, por la cesación del crédito, por el des-alentamiento derivado de la imposibilidad del aumento de la pro­piedad y su falta de garantía en lo futuro; por la carestía e ineficacia de la superintendencia que el Estado debe establecer sobre la propie­dad desorganizada; por la trayectoria no agricola de los capitales con que se paga la indemnización; por la pérdida de los capitales anti­guos de la gran propiedad; por la supresión de la economta y de la «xPortación; por las dificultades en el abastecimiento de las gran­de» ciudades y población no agrícola; por la desaparición de los grandes valores directivos y especialistas de la agricultura.

2) .Desde el punto de vista social y jurídico, la Reforma Agra­ria tiene las siguientes consecuencia» más: suprime verdaderamente la propiedad como derecho y la transforma en estado de hecha, que depende de la fuerza menor o mayor de su detentador, y del acaso y conjunción de las fueneas políticas; propaga la idea inmoral de la adquisición sin esfuerzo ni preparación; organiza automática y co­lectivamente la envidia e intolerancia del grupo contra las desigual­dades que son necesarias al progreso técnico y a la civilización; otvuiiza una mixtificación colosal de los elementos más pobres y nenot instruidos de la sociedad, porque, prometiéndoles tierra, ins-

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EL FRACASO DK 1A8 REPOKMA8 AGKARUS 275

tituyc un estado económico tal, que. convertido» en P^P'J*'^^* ."J rainales oodrán tener en realidad una menor propiedad de los pro-r S r á e ' í f l S r i " ! menor propiedad de los e l ^ e n t ^ ^ ^ s ^ ^ ^ tencia que aquella que tenían en el '\^''^^\}l^\«'^f^'^'1^^,

sT Desde el punto de vista nacional y político, la Reíorma Agrá-

Ha a d i ^ r e p r e U = " - J ^ s t ^ - ^ r s i l S ^ ^ S ^ e Z'^^é

g^ta^fel ll^r^ho ^ propUdad) j . ^ ^^^^^^^ propagara dentro de <^'\^^^^ZX^IS^^ un A aut6. que es inaceptable como afirmación ae viiauua t~

''°°üun hecho contrario a la seguridad nacional, porque tiende a su-prir J la c í i de los grandes y medianos propietarios directamente

S r S r n r ^ S p . ^ t S : f L r t r i a l e s y comer^antes al .o-S í s m o anóíimo e incoercible, naturalmente dominado por los ele-

--i?ofi: s¿rSr ! r ^ ^ Stíram^nteV juego del Capitalismo y del Estadismo contra el

^ ^ ? S r ¿ : Í Í ^ S e f q T e la Reforma Agraria lleva consigo, se van S í v S d o sucesivamente porque una vez que comienza la par-c ^ L ^ S T l a s tierra, no ^ saj« nu^<. d6nd^P2^d. p u ^ el^^^-

¿umía, donde el partido avanzado reclama «na nueva reforma ha-dendo descender la unidad de propiedad a 100 hectárais.

Por diversas informaciones comprobamos que muchos de aque­llos que defienden la reforma agraria en k» países que la realizaron, de buen grado admiten que produjeron la desorganización de la producción, y se refugian para su apología en consideraciones socia­les v oolíticas. La existencia de una clase de grandes propietarios no autóctonos (Checoeslovaquia. Letonia); la existencia de una cla-•e de acaparadores de la tierra, en gran parte judíos, constituyendo tau especfe de monopolio de las tierras de renta (Riimania, y en PMt* Checoeslovaquia); la llegada en gran número de repatriado», a los cuales era preciso encontrar colocación (Grecia); la necesidad de en derto modo comprar con la promesa de la tierra la mayor se­guridad de orden interior y de disciplina mihtar en caso de pehgro nacional (Rumania); todas estas drcunstandas dieron a ta Reforma Agraria en los diversos países condicionalismos propios, que no es lldto generalizar.

En Checoeslovaquia, la colonizadón interior, que era una de la»

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finalidades de la reforma, encuentra graves dificultades. Y como síntoma interesante, mientras por un lado la demagogia pide por todas partes el reparto integral, en Checoeslovaquia se observó el fe­nómeno de que los nuevos propietarios deseen vender sus lotes ante las dificultades de la baja de precios, lo que parece ser una indíca-dáa de la naturaleza de las cosas en favor de la reconstitución de la gran propiedad.

Contra la Reforma Agraria radical, la mejor conciencia jurídico-inielectual del Occidente construye las normas de la verdadera po­lítica agraria sobre las bases siguientes:

1) Respeto absoluto del derecho de propiedad y reconocimiento de la necesidad de las tres formas de ese derecho: la grande, la media y la pequeña propiedad.

2) Si entre estas tres formas no hay el justo equilibrio, con el grave perjuicio del interés común, juzgándose el Estado obligado a intervenir para su perfeccionamiento, debe encauzar esa interven­ción en pequefia escala, primeramente para evitar la posibilidad de un gran fracaso.

8) Probablemente, debería revestir esta intervención la fomu de ima protección (por medio del crédito agrario y de preferencia de derecha), en favor de una cierta categoría de adquirentes en el mercado de las tierras. Así se podrá asegiu-ar progresivamente el ac­ceso a la propiedad del campesino que la merece, que es capaz de ella.

El mismo proceso permitirá evitar la pulverización excesiva de h propiedad, y también asegurar la creación de grandes propiedades modelos en los países donde el defecto se encuex tre en el excesivo porcelamicnto, y aun en aquellos que, habiendo hecho la Reforma Agraria radical, vengan a sentir la necesidad de retomar a la cons­titución agraria normal.

Esta sana política de la Tierra se ve afirmada ya en muchas par­tes : sus elementos esenciales están en el proyecto de programa de Unión Agraria, de Portugal; hacia sus directivas generales se orienta la política de varios países de Occidente y la doctrina de notables economistas, entre los cuales he de citar especialmente a Serpieri, que «a su reciente obra sobre los Proyectos Italianos de Reforma Agraria muestra gran lucidez y análisis profundo.

Ht aquí, Sr. Presidente, la exposición de la cuestión agraria des-, de el punto de vista portugués. Fui deliberadamente largo en 7iii re­lato para poder ahora preguntaros cuál es la doctrina de vuestra Asociación sobre loa diferentes aspecto» que enuncié. Os pido, pues que me enviéis la documentación sobre el estado de la cuestión en vuestro país.

Si de lo que antes queda dicho merece vuestra rectificación al­guna cosa, por ella os quedaré agradecido. Quedo esperando vues­tra amable respuesta, que tomaré como nueva manifestación de la

ho4>ítalidad concedida por Polonia a los congresistas de

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SL FRACASO DK I^S KSFORIIAS AOKAXIAS 27T

Agricultura y también qomo prueba de la solidaridad que en la defensa de las bases de su civilización común debe ligar a las na­ciones. '

Cracovia, junio de 1925.

LA REFORMA AGRARIA EN RUMANIA

LA REFORMA AGRARIA KN BL CONGRESO INTERNACIONAL DE BÜCA-REST. CÓMO EL FRACASO DE LA REFORMA REHABILITA LAS BUENAS

DOCTRINAS AGRARUS

En el Congreso Internacional de Agricultura no solamente una de la tesis versaba sobre la Reforma Agraria, sino también, y sobre todo, se daba oportunidad a muchos especialistas extranjeros i>ara un examen in loco de las condiciones de la gran transformación o revolución que sufrió en Rumania k propiedad rústica. La curio­sidad por esta cuestión era, pues, grande entre los congresistas. Un esbozo de opinión se iba formando en su espíritu, mientras que, ca­mino de la capital, iban mirando—a través de los cristales de sut departamentos—los campos y los cultivos. De un lado y del otro de la zona forestal de los elevados Cárpatos, vastísimas planicies de evidente fertilidad; pero en sus variados cultivos, numerosas sefta-les de la imperfección de los métodos, del descuido en las labores, de lo rudimentario de la mecánica. Como, por otra parte, es conodU da la laboriosidad y la inteligencia de k raza rumana, un solo ca­mino quedaba al observador recién llegado y era el de atribuir efecto* perturbadores y desastrosos, a k Reforma Agraria y a su furia d« dividir, como SI todas aquellas krgas y estrechas &jas de tierra qn* cortaba el tren interminablemente, fneácn loa jirones sin valor de nn noble manto cortado por locura. £1 Coagreao nos «aclarecería, sin «m-bargo; de los agrarios rumanos íbamos a oír una confesión sincera, documentada: una aclaración definitiva saldría de la discusión sub­siguiente, y para esta gran batalla contra k propiedad y en su defen­sa, cada uno de nosotros, venidos de tantos países, portadores át tan discordes idealismos, italianos, fascistas y yugoeskvos esckvi-zantes, portugueses integralistas y checoeslovacos democrático hu-sistas, franceses de una república individualista, alemanes de una fCp&Úica social-democrática, espefioles con su tradicionalismo, mú» zos con su cantonalismo; todos nosotros afilábamos nuestras aiOHMi dialécticas, nuestros argumentos en d ansie de k excitante n-friega.

Llegados, sin «mbargo, a Bucarest, y a través de ks formalidadei de instalación e inauguración de aqodk sesión inidal destinada a la «cuesti^ agrark», el Presidente del Congreso, Sr. Marqués dt Vogúé, con k manera elegante que sólo él sabe sacar de su fina* entusksmo agrario, atemperado con k necesaria doña de eaceptidfl-

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mo sonriente, nos dijo a todos y a los ecos respetables de aquella sala del Parlamento rumano, que nos albergaba, que evidentes con­veniencias aconsejaban desistir de cualquier clase de discusión so­bre la tesis de la Ref<M:ma Agraria, autorizándose, todo lo más, pe­ticiones de información sobre sus particularidades...

Este hecho fué desastroso para el prestigio de la Reforma Agra­ria ; no tratándose de un dogma revelado, la mordaza puesta a la crítica sólo podía significar que ese reformismo de la propiedad, que muchos preconizan como panacea económica, no podía soportar la luz de una discusión abierta.

Y qu6 mejor; ¿ qué más autorizada discusión podía incidir sobre ese problema que la de un Congreso Internacional de Agricultura?

Así, sobre esta materia tuvieron que recaer, sin posibilidad de réplica de los apologistas de la reforma, las críticas y las opiniones individuales. Seguidamente expongo también la mía.

• * *

El informe principal sobre la cuestión agraria fué presentado por el profesor Dr. Alexandre Nasta, Director de la Escuela Superior de Agricultura de Bucarest y antiguo Director de los Servicios de la Refonna Agraria. Apologista discreto, reconoce muchos males provenientes de la reforma, pero termina con la acostumbrada apela­ción al futuro, que todo se encargará de remediarlo. Se alarga en pormenores técnicos de realización, estudiando las varías modalida­des en el viejo Reino y en los territorios nuevos; poco claro resul­tan, sin embargo, ciertos elementos esenciales, como el coste exacto de la reforma, pues para averiguarlo falta la declaración de los gas­tos que el Estado tuvo que realizar (catastro y parcelamiento), como también la relación entre el valor real del terreno y la escasa indem­nización pagada a los propietarios, elementos ambos esenciales, por­que este último califica la mayor o menor iniquidad y carácter re­volucionario de la reforma, ya que él establece la suma cuantiosa que necesitó, y que, de haberla aplicado en fomento agrícola, re-preMntaría un enorme e incontestable beneficio para todas las cla­ses. Resumamos los tópicos principales de la memoria:

— El antecedente más importante de la actual situación fué la reforma de 1864, que dio, en plena propiedad, tierra a los campesi­nos, que basta entonces sólo la usufructuaban en renta o en parcería contra pago de una parte de la cosecha, o de determinado servicio de bracero, al boyardo, sefior de la tierra en propie­dad, la cual no era, sin embargo, absoluta, porque estaba limitada por la obligación correlativa de prestarla a los campesinos que ca­recían de ella. Con esta reforma el derecho de propiedad de 467.840 campesinos fué restablecido sobre una superficie de 1.800.000 hec-tAtlM.

Pasado él tiempo, la división rápida de la propiedad rural nacen-

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Zh FRACASO DB LAS VaOBMM AO&AUA8 279

tuó de nuevo la dependencia del campesino para con la gran pro­piedad, y la cuestión agraria volvió de nuevo al orden del día, como uno de los más graves y más importantes problemas del Estado».

Digamos entre paréntesis que la Reforma Agraria, esto lo de­muestra, lleva más lejos de lo que se supone; encierra en sí un proceso revolucionario, que no se liquida en una sola operación, sino que por necesidad lógica obliga a ir haciendo remodelaciones cada vez más radicales que tienen por límite el socialismo agrario, ya que por más qu€ afirmen sus defensores que la Reforma Agraria contraría al socialismo, lo cierto es que ella misma es socialista en la profunda esencia de su doctrina.

La cuestión agraria se agravó hasta los sangrientos desórdenes de la primavera de 1907. Se inauguró entonces la política no re-voluciomia de la «Caja Rural», que con un capital de 10.000.000 de leis, por mitades del Estado y del público, adquirió, para parcelarlas en cuatro años, cerca de 100.000 hectáreas de terreno. El relator juzga que la Caja Rural «fué incapaz de obtener un resultado favora­ble a causa de la débil extensión sobre que operaban sus dirigentes en relación a la gran cantidad de tierras de que tenía necesidad la población de los campos». Abramos aquí otro paréntesis : nos quiere parecer que si esta Caja Rural, en vez de una actividad de cuatro años, pudiese ejercer una acción continua como institución perma­nente, si en vez de sus diez millones de leis de capital tuviese medio k de acción semejante a aqudlos tan cuantiosos que la Reforma Agraria obligó a movilizar si su jurisdicción alcanzase en parte a los terrenos incultos o mal cultivados y no fuesen excluidos de la atribución de nueva tierra aquellos que no se demostrasen capaces de ser propietarios, es muy posible que esta institución se bastase a resolver la cuestión agraria rumana, con la ventaja capital de ser una solución jurídica, no revolucionaria, respetuosa del derecho de la propiedad y una solución económica que evitaría las graves per­turbaciones y la depresión de la economía agraria rumana, que ni los propios apologistas de la reforma jM-etenden ya negar.

Se ve, sin embargo, que una fuerza irresistible arrastraba hacia una Reforma Agraria radical, más propiamente, hacia una revolu­ción agraria. Ciertamente, a eso conducía el régimen de los partidos existentes en Rumania ; siendo el régimen de guerra civil incruenta, legalizada y hecha permanente, se comprende cómo el idealismo de una Reforma Agraria, combinado con las lasiones políticas, puede ofrecerse como excitantísimo motivo de surenchére a los diversos grupos, así llevados de bueno o mal grado a rivalizar en las más am­plias concesiones hechas al mito soberano de la «liberación de Ja tierra»

Verdaderamente, la marcha fatal de los contedmiento» iba de aquel lado; y no había, o por lo menos yo no lo conozco en Rumania, la doctrina económica agraria íntegra, completamente libre del con­tagio de los prejuicios liberal y socialista, que ofreciese un terreno

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SM %CCt6N BSPAfiOLA'

de resistencia a derecho de propiedad. £,l6gó un momento, de trágica coyuntura nacional, en que la proximidad <áel bolchevismo y el pe­ligro de sus contagios parece que hizo necesaria la promesa solemne, suscrita por el propio Rey y realizada por la modificación del artícu­lo 19 de la Constitución de la Reforma Agraria (dos millones de hec­táreas que expropiar), condición a que el autor del informe muy genéricamente se refiere cuando haUa de las «circunstancias difíciles y poco seguras del refugio» en que el Gobierno rumano tomó aquella importante decisión; y en todo el informe se presentan casi sola­mente como motivo de la Reforma Agraria, las razones económicas, cuando, por el contrario, su aspecto más importante es, como se ve, el político, la razón de Estado.

Se conoce en qué consistió la reforma : expropiación integral de todos los dominios colectivos, de todas las propiedades de extran­jeros, de todas las propiedades de absentistas; expropiación parcial de la propiedad privada hasta dos millones de hectáreas, en escala progresiva, sobre la parte que exceda en cada caso de un mínimo in­tangible de cien hectáreas. (Ejemplos: a una propiedad de qui­nientas hectáreas la dejaban 241; a una de mil, 248; a ima de diez mil, 500 hectáreas, que era el máximo qtie podía ser dejado a una sda propiedad).

Nada habla este informe del precio—expresado en oro, como -debería estarlo en un estudio serio como éste—apagado por k expro­piación. Habla, tan sólo, de las bases de valuación, que eran el valor en venta de los cinco años anteriores a 1916; del precio regional del arrendamiento fijado por la ley; de las valuaciones hechas por los bancos; del rendimiento líquido por hectárea y del impuesto rústico. Sería más importante saber positivamente cuál era la dife­rencia entre el valor real de la. tierra y el val<M- recibido por loa propietarios, a título de indemnización, diferencia que, según pa­rece, ha sido muy grande, sobre todo a causa de la desvalorizacióa de la moneda. En estas ccmdiciones opino que no puede llamarse ex­propiación a esa forma de transferencia de la propiedad, sino con-fiaórción. Aunque el precio recibido no sea insignificante, entiendo qtm los economistas que tratan de ésta y de otras RefomiM Alarias tebfaa acordar en esta cuestión de tenninologia reservar d. nombre

de e)ipfopiación para el caso de indemnización satisfactoria y dejar «1 de «MfbcMttfn para el caso de un pago Ctanuaente insuficiente. En verdadero rigor economista, éste habla de eer el criterio: con­siderar expropiada la parte de U tierra a cayo valor llegase el precio recibido y confisfda la restante.

¿Cuál fué, de k tierra rumana que sufrió k reforma, k parte ex­propiada y cuál k parte confiscada? Esto es lo que con mayor ck-ikUid desearíamos adivinar «n el informe del profesor Nasta, del

•fel «ólo podemos concluir, en este partícukr, que siendo las in-a los ¡propietarios de 6.900.299.022 leis para ttaa so-

4k a.Ma.M6 hectárea», m pagó por cada hectárea 1.078 Uis,

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Bt FRACASO OS Z,AS XSFOSlfAS AGRARIAS 281

lo que parece muy poco, faltándonos, además, los elementos para la valuación en oro de estos leis.

El nuevo reparto de la propiedad agrícola dio, para toda la gran Rumania, 10,44 por 100 de gran propiedad y 89,56 por 100 de pe­queña propiedad, contra 40,23 por 100 y 59,77 por 100, respectiva­mente, de antes de la Reforma Agraria. Fué, pues, una remoldura-ción brusca, radical, que redujo a gran propiedad, en el conjunto económico, a un porcentaje muy deficiente.

Estas circunstancias, con la anterior de la confiscación, dan a la Reforma Agraria, en Rumania, un carácter que bien se puede lla­mar revolucionario, pues, evidentemente, este calificativo no debe aplicarse tan sólo a los desórdenes sangrientos, sino, en general, a todo lo que tenga el doble atributo de la injusticia y del atentado contra la naturaleza social. Revolución Agraria y no Reforma Agrí­cola se debe pues decir, en mi opinión, hablando de la solución dada al problema, no solamente en Rumania, sino en todos los países que siguieron análogo criterio, debiendo señalarse el hecho de que, felizmente, otros países pudieran encontrar a la cuestión agraria soluciones no revolucionarias, como Italia, etc., lo que debidamente documentado quedó en un informe presentado a este mismo Congreso.

Esta solución no revolucionaria consiste en una amplia organi­zación de la intervención del Estado y de la iniciativa particuar, {va­ra canalizar en el sentido que conviene a la mejor forma de las ins­tituciones de la propiedad (armonía entre la grande, la mediana y la pequeña), el natural movimiento de transferencia que mueve la tie­rra por la fuerza de los contratos civiles y de las sucesiones.

El informe del profesor Nasta no podía dejar de aludir a lo» de­sastrosos efectos de la Reforma Agraria, aunque juzgue optimista-mente que los remediará el tiempo: profunda perturbación en las grandes exportaciones agrícolas, a las que de golpe faltó la mano de obra del canlpesino convertido en propietario; por otro lado, «la explotación llevada por campesinos adaptóse un poco más difícil­mente a la nueva situación, y sobre todo no puede aún cumplir su­ficientemente el papel que le cabía de sustituir en cantidad y en ca­lidad a los productos de la gran propiedad desaparecida». ((El rendi­miento por unidad de superficie y la calidad de la producción agríco­la en general», «descendieron sensiblemente desde la Reforma Agra­ria» por la inferioridad del laboreo campesino. El profesor Nasta presenta como contrapartida de estos males «el aumento de la energía y de la vitalidad nacionales y, por consiguiente, de la potencia de producción, debido a una alimentadón más rica, a una vida más hi­giénica de la población rural», elemento éste difícil de valuar, du­doso ; y como remedio definitivo la policía agrícola del Estado, des­pués de la Reforma Agraria, para la acción de orientación de los campesinos convertidos en propietarios, dándose a los órganos del Esitado la posibilidad de fiscalizar el modo de cómo son cultivados

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los lotes obtenidos por la expropiación, de establecer normas de cul­tivo y de aplicar sanciones a los recalcitrantes».

Espera, finalmente, el expositor para las nuevas explotaciones agrícolas la inmediata prosperidad «gracias a la sólida organización de la cooperación agrícola, la posibilidad de obtener crédito accesi­ble y barato, las facilidades de abastecimiento de buenas simientes, la difusión de la enseñanza agrícola, en fin, a una política general de aliento de la producción agraria, basada sobre las notables virtu­des, la energía y la inteligencia del campesino rumano».

Josa PEQUITO REBEI<0 (Continuará.)

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LAS IDEAS Y LOS HECHOS

A c t u a l i d a d e s p a ñ o l a

BI año 1931 se ensombreció más en su despedida con el cua­dro espeluznante de Castilblanco: con aquellos cuatro guardias civiles tendidos en una calle, que sin duda presintiendo las es­cenas trágicas que había de presenciar, se llamaba del Calvario.

Gran parte de España se estremeció horrorizada; pero no fal­taron los elementos poseídos del espíritu de exterminio, que se solazaron con lo ocurrido. Su satisfacción la expresaba este título que rotulaba la información en el diario comunista : «Z as masas toman la ofensiva*.

No era impropia la frase: las masas, agitadas por las fu­rias de la revolución, habían iniciado su ataque. Y sin necesidad de recurrir a la fantasía, supimos hasta dónde llegaba su rencor y a qué extremos conducían sus odios. Cuando el general San-jurjo contempla los cadáveres martirizados por el populacho, co­menta diciendo: «Ni en Monte-Arruit vi espectáculo parecido.»

Los detalles de la tragedia, divulgados, encienden la indigna­ción popular: la Guardia civil es objeto de cariñosas y conmo­vedoras manifestaciones de adhesión; otra vez se evidencia, con señales inequívocas, la gran corriente de reacción, de vida y de patriotismo que cruza España y que permite esperar confiada­mente que la salve de la suprema catástrofe.

En el momento en que esto ocurre, el doctor Marañóu se

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adelanta a las candilejas de un periódico para dirigirse al públi­co, confundiéndolo con una clientela averiada, sin cultura para reaccionar ante los sofismas. El doctor parece muy interesado en decir que esos crímenes de Castilblanco son los crímenes de todos. Con lo que nos encontramos frente a la más curiosa de las contradicciones. Porque se nos a£rmó en el mes de abril que el pueblo había alcanzado la mayor edad. Sobre ese pueblo—sin excluir al de Castilblanco—derramaron los artesanos de la Repú­blica la más bella lluvia de flores. El pueblo español era por fin, después de muchos siglos de ignominia, dueño de sus actos; la conciencia pública alcanzaba su plenitud ; nunca hasta entonces España habia quedado articulada como nación europea.

Ocho días después, a la vista de los cadáveres mutilados de Castilblanco, que denuncian en los criminales refinados instintos de ferocidad, en la barbarie que produce el crimen. Mar anón ve la participación de todos. El doctor titula su artículo «Fuen-teovejuna».

No es de ahora este endoso de responsabilidad:- siempre que ha ocurrido una monstruosidad de la que han sido víctimas per­sonas que llevan vinculadas la autoridad o los prestigios nacio­nales, no ha faltado el personaje con aficiones curialescas que se ha destacado para señalar a la nación como autora del delito. Y es de observar que se hace asi por un instinto de cobardía para señalar concretamente a los autores; ahora como en Cullera, en 1911, como en la Semana Sangrienta de Barcdona, es siempre la misma revolución, idéntico pensamiento anárquico que sigue su trayectoria, que a veces oculta, pero que reaparece a su hora para demostramos que conoce sus designios y que sabe su fin.

Las masas, soliviantadas por una propaganda depravada, no ven en la Guardia civil sino agentes de tiranía, como no ven en el sacerdote sino al prevaricador que las embauca, y en el pro­pietario al ladrón, y en los jueces unos instrumentos de k tor­tura jurídica.

A la vez que sucedia lo de Castilblanco, ocurrían agresiones contra loe guardias -civüet en otros pueblos. El general Sanjurjo «finml» que se trataba de in ^n aaopunado contra h Benemé-tita. Toda la serie de equipos xevolucionaríos, desde el SOCÍA'

Vámo ftt fiomanúmo, coincidían pora arreciar en el «taque. Los

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diarios de la revolución publicaban los más feroces insultos con­tra la Guardia civil, a la que llamaban sangrienta, criminal y asesina.

Era la instigación, el azuzamiento de las turbas para lanzar­las contra la Guardia cuya disolución se pide y cuya anulación se conspira.

¿Por qué? Porque, desapareciendo la Guardia civil, se des­vanece el mayor obstáculo.

Pero si un día, por desgracia, vencen, les faltaría tiempo para implantarnos su Guardia roja, una Cbeca como esa que tie­ne sometida a Rusia bajo el terror, y cuyos crímenes justifica el Sr. Jiménez Asúa diciendo que son «un resorte de afirmación revolucionaria, un episodio guerrero más que un castigo leal», para defender al régimen.

• * •

El pleito de Cataluña sigue siendo tema de actualidad. El crepúsculo de los dioses ha denominado un escritor catalán al ocaso del Sr. Maciá. Nada tan inestable y efímero como la sim­patía o antipatía de las masas, cuando estos movimientos no son determinados por la fuerza de la razón, sino por impulso afectivo.

A la vtz que se acentuaban los síntomas del desvío del pue­blo por alacia, ocurrían las manifestacione» motivadas por lá di­misión del gobernador civil, Sf. Anguera de Sojo. Fué un ver­dadero pugilato entre las fuerza» más caracterizadas de las acti­vidades catalanas y el gobernador: aquéllas, pretendiendo rete­nerlo por la persuasión, multiplicando sus expresiones de adhe­sión y de afecto, y él, manteniendo su decisión de irse.

El Sr. Anguera de Sojo procedía del catalanismo izquierdis­ta ; pero, sensible a la lógica irrebatible de los hechos, tuvo que actuar en contra de las conveniencias del partido para servir leal y dignamente el cargo; para gobernar hubo de aislarse de las influencias maléficas de la Esquerra y del sindicalismo, las dos fuerzas «niestras que asfixian a Barcelona. Cortó los cafaAes que ataban el Gobierno a otros podeHes facciosos que act'úan en la sombra, pretendiendo dominar por inspiración o por movimien­tos reflejos.

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Aquel gobernador sentía el peso de la responsabilidad, la lla­mada interior de la conciencia, que le obligaba a proceder con arreglo a los imperativos de la ley y de la salud pública ; pero esto era contrario a los propósitos del sindicalismo y del izquier-dismo catalanista, y uno y otro decretaron su anulación.

Fué inútil que el Gobierno de Madrid insistiera, ofreciéndole las garantías de su conñanza, a fin de convencerle para que con­tinuara en su puesto. El Sr. Anguera de Sojo sabía que el poder sería compartido por aquellas fuerzas ilícitas, y que sólo podría permanecer en calidad de subalterno o mandatario de poderes no reconocidos.

Antes de abandonar su puesto vio el gobernador que las fuer­zas vivas, las fuerzas representativas a las que debe Barcelona en gran parte su esplendor y su grandeza, con amistosa insisten­cia le requerían para que continuase. Eran las mismas fuerzas que se han manifestado cuantas veces ha surgido la contienda entre los poderes facciosos y la verdadera autoridad, para colo­carse al lado de ésta.

La autoridad, ejercida con decoro y justicia, suele tener la virtud de atraer a los elementos dignos que viven en la zona se­rena de la legalidad, ansiosos del orden indispensable para que un pueblo desarrolle su prosperidad.

En la misma Barcelona, ciudad tan castigada por los tempora­les de las pasiones políticas, siempre que la autoridad ha sido desempeñada con los máximos honores y prestigios, se ha visto correspondida con la adhesión fervorosa de los elementos dóciles a los mandatos de la ley, mas preocupados por el bienestar de la región.

El Sr. Anguera de Sojo tuvo también de su parte a esos ele­mentos porque supo dar la sensación del gobernante justo y enér­gico, impidiendo que prosperase el desmán y haciendo frente a los embates de la revolución cuantas veces ésta intentó des­bordarse.

Por eso, las fuerzas que en Cataluña repugnan d orden social y que son adversarias de España, vieron en él su fnemigo.

Y no descansaron hasta anularlo.

• * *

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A C T U A L I D A D B S P A Ñ O L A 287

Debemos de referirnos a los discuross pronunciados por don Melquiades Alvarez y D. Miguel Maura para definirse de nuevo. El Sr. Alvarez ha puesto los restos de su partido—cuyos ele­mentos más impacientes colaboran con la República-al servicio de Lerroux para que éste aumentara asi las probabilidades de gobernar.

Don Miguel Maura ha repetido su llamamiento a las gentes conservadoras, invitándolas a que le sigan.

Claro es que los elementos conservadores y la misma masa neutra, miran con justificado recelo a este hombre, al que una corta y aborrascada historia política le compromete y no lo hace recomendable.

Lo inexplicable es la insistencia del Sr. Maura por atraer a su lado, para dominarlos como jefe, a unos elementos cuya capacidad niega y a los que denigró tantas veces siendo minis­tro, calificándolos de suicidas. Gentes anquilosadas y vetustas, que viven de espaldas a la realidad, ajenas a las grandes corrien­tes del siglo, pues el capitalismo—según confesión del propio Sr. Maura—está llamado a desaparecer en muy corto plazo.

¿Qué extraños sentimientos de filantropía, de humanitaris­mo, de apostolado, inspiran al Sr. Maura para intentar un par­tido con fuerzas tan decrépitas, retrasadas e inútiles? ¿Por qué ese interés en agrupar y dirigir a elementos' que en breve no significarán nada? ¿Cómo con esta primera materia, compuesta de ignaros y suicidas, constituir el equipo de gobierno moderní­simo y europeo con que sueña el Sr. Maura?

Más razonables que el ex ministro, los requeridos no acuden, desoyendo tanto las voces persuasivas como los toques a rebato. Se van por otros caminos; se congregan bajo otros lemas y en tomo a otros hombres, por no seguir al Sr. Maura.

Puede influir también que, no obstante los aspavientos de que ofrece algo novísimo y europeo, las gentes conservadoras, que no son tan ignorantes como el Sr. Maura desearía, hayan descu­bierto que ni las ideas ni los procedimientos del ex ministro acu­san novedad ni interés, no obstante la preocupación del confe­renciante por recoger las aspiraciones que son fundamentales en las calificadas como gentes de orden. Interpoladas entre aquéllas aparecen en los discursos del Sr. Maura otras preocupaciones de-

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mocráticas y liberales, que en el espíritu del orador colean con un retraso de medio siglo.

Tampoco olvida el público al que se dirige el ex ministro la colaboración de éste en el Gobierno que el Sr. Maura ba deno­minado «ensalada rusa», colaboración que nos hizo saber que la energía y la violencia aplicadas sin duelo a lo que se estimaban como excesos derechistas, no tenían correspondencia en los dis­turbios y exaltaciones, si los causantes eran elementos de la re­volución.

La esterilidad de su esfuerzo por atraerse a las clases con­servadoras, deben obligarle al señor Maura a meditar y compren­der que será inútil su insistencia, porque aquellos elementos no creen en él y desconfían de él. Debe pensar también, que su paso por el Ministerio de la Gobernación en horas transcendentales y críticas, le hubiera distinguido ya hace tiempo como jefe indis­cutible, si se hubiera hecho acreedor a tal honor.

Las gentes le destacarían diciendo : | Ese es I Lo que tendría más valor, más mérito y resultaría menos hu­

millante, que esa exhibición repetida en los escenarios para ofre­cerse como jefe de una» dases que le rechazan de forma inequí­voca.

JOAQUÍN A R R A R A S

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L A V I D A E C O N Ó M I C A

Ante el primer presupuesto de la República

Créditos ampliaUes.—Unidad prerapaestam.—Incremento de ¿¡uto»-— Contracción de intfreaof.—El afio financiero de l93l.—Perepectivaa « impieaionea.

A L comenzar el año, la preocupación financiera más tangi-bfe y próxima arranca del presupuesto. El Sr. Camer imprime gran tensión al trabajo de sus subordinados. Me

imagino la fiebre que se habrá apoderado de los que pertenecen a las Secciones de la Intervención general, a quienes incumbe esta ingrata tarea de compulsar cifras y «copiar conceptos. Es­tamos ante él primer presupuesto de la República y es natural que se procure gran esmero.

Los artículos de la Constitución ejercerán algún influjo en la nueva ley económica del Estado. En primer término, deben desaparecer en absoluto los créditos ampliables. Esta disposi­ción, de loable espíritu, aunque poco viable por su intransigen­cia, obligará a dotar con exceso determinados servicios de cuan­tía imprevisible ; verbigracia : clases pasivas, accidentes de tra­bajo, etc. De no proceder así pueden contraerse obligaciones sin crédito qne Uui atienda, porque los suplemento» y extraordina­rios sólo caben en los supuestos excepcionales de guerras, cala­midades, compromisos internacionales y alteraciones de orden público. En el primer luresupuesto antul que tuve el honor de

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W ACCIÓN S C P A f f O t A

rrfrendar reduje considerablemente el número de créditos am-pliables; además, aproximé todo lo posible las previsiones a las necesidades. Merced a esa política de saneamiento, el montante global de las alteraciones de créditos presupuestarios (por am­pliación, suplemento y extraordinarios) bajó de modo conside­rabilísimo en los ejercicios de 1928 y 1929. Antes había llegado alguna vez a representar un 60 por 100 de los créditos presu­puestos ; ese porcentaje se redujo en mi etapa a menos del 10,

No censuro, antes aplaudo, la política de estricta sinceridad. Pero debe acomodarse a la realidad de la» cosas. Ciertos gastos son eventuales porque dependen de sucesos fortuitos. Y una de dos: o se exagera el cifrado, siempre con riesgo de pecar por defecto, o se deja impagado el servicio. Esto último, tratándose de haberes personales o gastos inaplazables^ será un contratiem­po dolorosísimo. La rigidez contable no debe arrastrar nunca al atropello.

¿Exige ed artículo 109 de la Constitución la unidad de pre­supuesto? «En éste—declara el precepto—serán incluidos, tanto en ingresos como en gastos, los de carácter ordinario. En caso de necesidad perentoria, a juicio de la mayoria absoluta del Con­greso, podrá autorizarse un presupuesto extraordinario.* La uni­dad resulta preceptiva únicamente para los gastos e ingresos or­dinarios. Pero técnicamente eso no es lo que se entiende por uni­dad. La cual supone que ttodos» los gastos se cobran con in­greso» coidint^os» ; esto es, con impuestos. Si éstos son insu­ficientes y se apela a la Deuda, aunque haya un presupuesto, no hay unidad, sino presupuesto doble, ficticiamente desfigu­rado y perniciosamente estructurado. Ahora bien; si se esta­blece la dualidad mediante k separación entre gasto» ordina­rios y extraordinarios, no se hará cosa distinta de lo que a la Dictadura valió tantos improperios.

¿Qué proyecta el Sr. Camer? Lo ignoro, aunque es indu­dable ^ e ha de apurar la unidad todo lo posible. ¿Hasta qué extremo? H« a ^ i la incógnito. Por de pronto, la prórroga tri­mestral ha cifrado los gastos para este periodo en 1.016 millo-Mes de pesetas, incluyendo, al parecer, loa ferroviarios y lo» itiiSráuHcó»; esto es, de las Confederaciones. No son iguales en €ÉaR>itf(<a presupuestaria los cuatro trimestres; gastos e ingre-<^ M^^sibram tt^tt dios con desigual ritmo. Así, pues, á un

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VIDA leoNómcA 291

presupuesto trimestral de 1.015 zailloaea no corresponde a for-tiori otro anual de 4.060. Mas, en todo caso, andará muy cerca de los cuatro millares. (El vigente importal» 3.690.) Y yo en­tiendo que la potencia fiscal española está aún muy lejos de esa suma. Más aún : que es completamente imposible llegar a ella ni en 1932 ni en tres o cuatro afios más, cualesquiera que sean los retoques y presiones tributarias.

La unidad «formal» del próximo presupuesto será viable a precio doble y oneroso, a saber: un ataque a fondo a los tipos impositivos y una contracción brutal de ciertos gastos. Exami­naré las perspectivas de una y otra receta, utilizando la expe­riencia que adquirí en la ordenación personalfsima de auatro ejercicios económicos.

* * •

En materia de gastos será difícil impedir tina elevación glo­bal marcada. Aparecerá con fuerte baja el presupuesto de Gue­rra ; pero no es oro todo lo que reluce, porque, en cambio, el capítulo de Clases pasivas registrará enorme aumento. Habrá reducción aipreciable en gastos de cuko y dero, y en la Sec­ción 14.* (Marruecos), y a coDsecoencia de ta baja recandatcK ría, en la Sección 18.*, «partidpaeíón <le CorpahKiones y par­ticulares en ingresáis del Botado», y, pbr ^ctifldóa, en la pri­mera de las Obligaciones genetiiúeft (CajM Riíal). Bn cambio, son inevitables aumentos de diversa cuantía: en Deuda públi­ca, ya que en 1932 no habrá modo dé «xetisar una emisión ; en Cuerpos Colegisladores; en Instrucción Pública, sobre todo si se mantienen los planes de D. Matx«Uno Domingo, y en Obras I^blicas, si se respeta el plan extraordinario Albw^oz, ya en vi­gor, cuya anualidad de 1932 importa 168 millones, y se decide abordar la política del paro foreoso, no con subsidios estériles, sino con programas constructivos. La resultante de estai aka» 3' bajas será, muy probablemente, una fuerte alza.

¿Irán al presupuesto ordinario los gastos ferroíviaríos y los de Confederaciones? Antes hay que plantear y resolver otro pro-blema: ¿Han de subsistir esos gastos? En cia^ afirmativo, ha­brá que emitir Deu4á. Porque el rendimiento normal de los im-

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292 . \CCIÓN I S P A f i O L A

puestos no alcanza a cubrir los generales más estos extraordi­narios. Si se refunden con los demás del presupuesto, precisará emitir Deuda flotante, que es la adecuada para saldar déficits presupuestarios. Si esos gastos se separan de los ordinarios y se confian a organismos autónomos, con capacidad emisora auxilia­da o avalada por el Estado, surgirá Deuda pública a largo pla­zo, como contrapartida de inversiones reproductivas o, al menos, •de establecimiento, sin engendrar inflación y absorbiendo capí-tales privados para fines económico-industriales. La diferen()ia es tan notoria que excusa comentarios.

Los gastos ferroviarios deben fraccionarse en dos grupos: de subvención para mejora de las redes existentes, y de cons­trucción de nuevaa líneas. Los primeros importaron, desde 1." de enero de 1927 a 30 de junio de 1931, 902 millones de pesetas; los segundos, 732. Pues bien ; aquéllos pueden supri­mirse siempre que se otorgue a las Compañías capacidad emi­sora, para lo cual será menester autorizarles a lanzar obliga­ciones de plazo superior al que resta para la caducidad de las respectivas concesiones. Naturalmente, esta solución pugna con la fantástica nacionalización que alocadamente reclaman los Sin­dicatos obreros. Pero no hay otra. Los demás gastos—nuevas lineas—no se pueden delegar, ni mermar, ni aplazar. En su día opiné contra alguna de las que se proyectaban. Pero hoy el re­troceso sería más funesto, económicamente hablando. Además, agravaría la crisis de trabajo. Es posible que la explotación de algunas sea deficitaria. Aun así, creará riqueza; por lo menos, la movilizará, con beneficio fiscal inmediato. El Estado se lu­cra de estas obras en forma diferente de la asequible a cual­quier empresario privado. No se olvide nunca tan elemental principio. Siguiendo este doble criterio, las atenciones ferrovia­rias a cargo del Estado se reducirían en un 50 por 100, y el Estado se limitaría a consignar en presupuesto lá anualidad de cargas financieras correspondiente a la emisión de Deuda pre­cisa para la otra mitad.

Por lo que respecta a las Confederaciones, no veo otro cami­no que desandar el torpemente recorrido por el Sr. Albornoz. Esto es, devolverles una prudente autonomía, autorizarlas a emi­t ir Denda y, en caso preciso, costear en el presupuesto gene-nü las cargas de esa Deuda. Se ha despotricado mucho contra

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VIDA JICOKÓIflICA 293

el sistema. Pero tampoco es fácil mejorarlo. Lo peor que puede acontecer en esta clase de obras es que se hagan inacabables ; y eso es casi inevitable cuando se financian con él impuesto. Des­de hace muchos años se aplicaban 15 millones por ejercicio a los riegos del Alto Aragón ; la inversión resultaba casi infruc­tuosa, desperdigada en tajos nunca conclusos y recargada con un coeficiente desmedido de gastos generales. Esa misma anua­lidad, sólo en parte capitalizada por la Confederación, ha per­mitido en cuatro años aumentar el regadío en 70.000 hectáreas y regularizar d de 120.000, que antes lo tenían intermitente.

La explosión suscitada por nuestra política de avales y asig­naciones capitalizables revistió caracteres enfermizos. No fu6 fruto de un afán técnico noblemente adaptado a las circunstan­cias nacionales, sino una mera y exultante fobia. En estos mo­mentos, en mayor o menor grado, todos los países practican esa política; mejor dicho, la extreman. En Norteamérica, el Es-lado dota con 500 millones de dólares el Federal Farm Board, creado para regular los precios agrícolas, y sólo en la compra de grandes stocks de algodón y trigo pierde 123 millones ; asig­na otros 500 millones a la Reconstruction Finance Corporation, obra de Hoover, cuyo nombre indica su objetivo; aumenta en cien millones el capital de los Federal Land Banks (crédito te­rritorial) ; intenta organizar la Railroad Corporation, financiado-ra de Compañías ferroviarias, etc., etc. En Grecia y el Brasil, los respectivos Gobiernos adquieren y destruyen stocks de taba­co y café para contener la baja de precios y evitar la ruina de los' productores. En Francia se acaba de aprobar una nueva «tran-che» del plan de utillaje nacional, cuyo coste—3.400 millones de francos se cubrirá fundamentalmente con empréstitos, ya que el presupuesto ordinario no arroja superávit; y se habla de ava­lar una emisión de obligaciones de las Compañías ferroviarias •—dos o tres mil millones—; y se aprueba el aval del Estado para otra emisión de 300 millones de francos de la Compañía Trasatlántica. jA qué seguir!...

La crisis económica provoca por doquier gran atonía del ca­pital privado. Hay que estimularle en las inversiones a largo plazo, y esto sólo se logra interponiendo la confianza máxima, que es el Estado. Por eso, sin duda, ante el pavoroso problema de los csin ¡trabajo», la -¿nica fórmuk que surge, allá y acullá, es la

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294 ACCIÓN XSPAfiOLA

construcción, en gran escala, de obras públicas. No otra cosa recomendó ha tiempo el Burean International du Travail. Pero esos planes sólo pueden ser sufragados por los Estados o por entidades semiindustriales respaldadas por los Estados, y en ambos casos, con apelación al crédito, único modo de despertar de su marasmo—que es recdo-^1 aihorro particular. La receta cuenta con el visto bueno de una de las autoridades técnicas con­temporáneas más prestigiosas : Aftallón.

* * *

Es en el presupuesto de ingresos donde la República debiera inaugurar su ciclo con más impetuosa mudanza. Nos tememos, sin embargo, que no. En realidad, no son menester arduos que­braderos de cabeza para enfocar la mejor solución. La arcaica tributación española sólo se poede modernizar acudiendo al im­puesto general sobre h. renta. Modelos no faltan, puesto que rige en casi todo el mundo. Proyectos españoles, tampoco. El último, y dicho sea sin jactancia, el más integraü, pese a «us naturales deficiencias, lleva mi firma y fué sometido a información públi­ca, que por cierto resultó muy valiosa, en 1927. Antes habían concebido la reforma, siquiera parcialmente, varios ministros de Hacienda, ya retocando el impuesto de cédulas personales, ya superponiendo el de la renta al de utilidades. £1 único que aspi­raba a refundir las actuales contribuciones directas de producto, suprimiendo fit paso numerosos impuestos indirectos—electrici­dad, minería, cédulas personales, transportes terrestres y tnaríti-mos, etc., etc.—es el que presenté a la Asamblea Nacional. El partido socialista español consignó en su programa de actuación parlamentaria esta reforma. También la predican los radicales socialistas y los radicales. El no intentarla—siquiera su implan­tación requiera un espaciamiento de varios años—será una abdi­cación de principio «eriamante censurable.

Descartada la transfbnnadón orgánica, sistematizadora y flui­da, de grandes vuelos, y suponiendo que no se pensará en crear fiiteyos impuestos, porque el momento es harto inopoirtttno, ¿qué $iMde iMoer el Sr; Caiñer para reforzar la recaadadóti de 1 9 ^ ?

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VIDA lOONÓiaCá a» Ciertamente, bien poco; y no por sn culpa. Tengo la impresión personal de que la minoración de ingresos en 1031 habrá alcanza» do el centenar de millones. Siendo así, la de 1932 llegará a los 200, Me atrevo a evaluar la de algunos impuestos en la si­guiente forma:

Impuesto de Derechos reales. ídem de timbre Contribución de Utilidades... ídem industrial

MILLONES DE PESbTAS

Rcctudido en 19M

219 353 418 188

1.178

Recaudado en ino

213,5 365,9 459,5 185,5

1.224,4

Prerapdetto en 1931

217 379 433 181

1.210

Cálculo p«ral932

180 325 380 170

1.055

En estos cuatro tributos básicos, la baja importa: con rela­ción al rendimiento de 1929, 113 millones; coa. relación al de 1930, 169, y respecto al presupuesto corriettte, 166. Pero hay que sumar a esta cifra la min(»:ación indefectible que experi­mentarán, y están manifestando ya: tabacos, loterías, trans­portes, consumo de gas, electricidad y carburo de calcio, azúcar, cerillas y Aduanas—concepto despeñado verticalmento—, y se tocarán así los 200 millones.

¿Remedios contra tal merma? No los veo. Porque el refuer­zo de tarifas puede contraer más aún la base tributaria. No me extrañaría que se pensase en recargar Um sucesiones directas, que la Dictaduxb respetó en su antigua tarifa velando por la robustez del vínculo familiar. Salvo Italia, que las eximió, es­tas sucesiones son mucho más fuertemente gravadas en todos los demás países. Acaso se piense también en Tabacos. Habrá que proceder con mucho tiento. En periodos de crisis, los con­sumos de artículos no absolutamente indispensables soportan di­fícilmente nuevos gravámenes. Además, éste resultará antidemo­crático, al incidir principalmente sobre las clasea polares; desde luego, si se limitase a las labores de lujo, apenas rendiría nada, porque ioA la» de menor volumen de ventas.

Es posible que se apele al Monopolio de Petrfileo». No hay que hacerse muchas ilusiones sobre su poder de elasticidad. Re­cientemente, Alemania aumentó el impuesto sobre la gasolina

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29* A C C I Ó N S S P A Ñ O t A

un 40 por 100 y el rendimiento disminuyó, lejos de crecer, por reducción del consumo, Bn España, sin embargo, existe cierto margen para la imposición, porque nuestros precios son todavía inferiores a los de casi toda Europa. Diez céntimos más por litro de gasolina, y un coeficiente paralelo en Jos demás productos, si la depresión económica no va para arriba, deben proporcionar una elevación de 50 6 60 millones de pesetas en la renta. No es un grano de anís.

Tampoco me extrañaría que se reforzasen algunos conceptos de los gravados por el impuesto del Timbre. En la mayoría de ellos se producirían, si tal se hiciese, perturbacjiones para la con­tratación. Otros—franqueo postal, por ejemplo—sufren ya tasas exorbitantes. Requiere mucho tiento este recargo, y en todo caso nunca logrará la eficacia precisa para compensar la merma deri­vada del marasmo económico. No se olvide que renglones vitales de este impuesto—el Timbre de negociación—se liquidan en fun­ción de las cotizaciones, cuya depresión implica la de las cuotas. Es lo mismo que ocurrirá con el impuesto de Derechos reales y el del caudal reiícto en las transmisiones •mortis causa: la desva­luación de las fortunas mobiliarías determina compresión en las bases y aplicación de tipos impositivos más benignos en la pro­gresión.

El rendimiento de los ingresos se verá afectado, además, por un hecho aún futuro y de proporciones no previsibles fácilmente : aludo al Estatuto catalán. Baste deoíir que, según queden en defínitiya los artículos relativos a la Hacienda regional, así será mayor o menor la grieta que se abra en la del Estado.

Resumiendo, pues, no hallo fácil la contracción de los gas­tos, y estimo muy difícil neutralizar la inevitable de los ingre­sos. Aun desglosando del presupuesto las atenciones ferrovia­rias, será punto menos que imposible la nivelación'. Y ello a cau­sa, fundamentalente, de la depresión recaudatoria. El fenómeno es universal, Pero en cada país presenta etiología singular. En España obedece ai desconcierto suscitado en la economía nacio­nal por el cambio de régimen; niejor dicho, por sus torpezas político-sociales. No se complique con la crisis mundial, porque ea nada le afecta.

• • *

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VIDA ICONÓMJCA 297

¿Qué ha sido el año 1931 financieramente? Ahorremos co­mentarios y señalemos hechos numéricos (1).

Deuda interior 4 »/, Amortizablc so/o 1917 Ídem 5 "/o 1* 27 s/ impuesto , ídem id id. c/ impuesto Cédulas Banco Hipotecario 5 "U ídem id. 6 % Banco de España Ferrocarriles del Norte ídem M. Z. A Francos franceses Dóllares

Cotización en fin de Diciembre de loi iRos

19M

68,65 92

95,40 106 630 493 4á7 26 6,53

»27

70,75 91,50 103,75 91,20 99 111 583 535 542,50 23,35 5,89

19»

75.75 92,75 103 91 99,70 112,50 585 633,50 597 24 6,12

1929

72,60 90,25 101,40 88 97,45 108,05 584 551 524 2'),55 7,48

19N I 1931

68,051 67 84,50 99,95 82,50 97,50 110,25 60!' 520 485,60 37,55 9,56

81,5 90,25 76,50 81,75 95 470 283 185 46,50 11,86

Estas cotizaciones son elocuentísimas. Y las de 31 de diciem­bre último pecan, quizá, de optimistas. Porque la alegría que reinó en Bolsa al concluir 1931 tuvo algo de artificio. La primera sesión de 1932 evolucionó en baja para la mayoría de ios valores.

Observemos algunos otros hecho» económicos relativos a) Ban­co de España.:

COBERTURA METÁLICA:

Oro en caja. Plata

11 de Abril de 1931

2é de Di­ciembre 1931

(Mlllonet de petet*>)

2.421,2 2.247 709,4 517,4

3.130,6 2.764,4

No computamos el oro en poder de corresponsales porque es público y notorio que la mayor parte del declarado en balance está pignorado. Así, pues, la baja de la garantía metálica de nuestra moneda importa 174 millones de pesetas oro y 192 de pesetaa plata.

(1) LM cotixacione* «tin tomadu de nct prtttigiou reviitt fintncien.

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398 A

CARTERA:

Descuentos. Préstamos y

CCIÓN « S P A f i O t

11 de Abril de 1931

1.234,4

A

26 de Di­ciembre 1931

1.212,9 1.893 8

1.972,2 3.106,7

La creación de crédito aumentó en 1.134,5 millones de pesetas.

CiRCULAaoN (efectiva y potencial):

Billetes Cuentas corrientes Cuentas diversas , JViinoración stock plata...

5.569 6.809

Aumento: 1.240 millones de pesetas.

CUENTA DE TESORERÍA: U de Abril a6deDi>

de 1931 ciembre 1931

U de Abril de 1931

4.744 770 55

26 de Di­ciembre 1931

4.949 1.098

570 192

Saldo deudor del Tesoro.. 24,3 122,8

Aumento: 98,5 millones de pesetas. En resumen : menos reservas ; más billetes ; más anticipos

al Tesoro; más exigibilidades a la vista, y más cartera. Los Bancos de emisión de priimer orden han procurado aumentar las reservas, por lo menos en igual proporción que las exigibi­lidades. El nuestro ha seguido, de bueno o de mal grado, polí­tica contraria.

Para completar el cuadro habría que examinar otros sectores de la economía; concretamente: Banca privada, emisión de ca­pitales, balanza comercial, propiedad urbana y agrícola, etc. Ello no cabe en los límites, ya excedidos, usuales en estas crónicas. Baste decir : que la Banca privada vio mermadas sus disponi­bilidades en mil millones de pesetas; que la propiedad urbana está desvalorada en un 50 por 100, y la agrícola, en la mayor parte de lás provincias, fuera del' «comercio de los hombres»,

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VIDA •cowrtmr* aw

por no ser posible encontrar quien la compre ni quien la hipote­que ; que el mercado de capitales casi se ha interrumpido por falta de emisiones importantes ; que la balanza comercial acusa un déficit no inferior a doscientos millones de pesetas oro, cifra no exagerada si se compara con k absoluta de otras años, pero muy grave si se tiene en cuenta la compresión del comercio ex­terior global; que los índices de precios siguen subiendo, aun­que lentamente, con Jo que extreman la pugna, ya casi secu­lar, en que viven con los mundiales; que el paro forzoso ad­quiere difusión muy peligrosa; que la producción se en­carece y enrarece por la tendencia general a reducir jornadas y elevar jornales, con menosprecio rotundo de la orientación que en sentido contrarío siguen los demás países, y que las indtis-trías básicas corren grave riesgo de parólisis funcional por aflo­jamiento progresivo de las demandas.

£1 boceto es harto sombrío, pero las tintas no las pone el firmante, sino la realidad hispana, que Dios quiera embellecer con colores más risueños en el año de gracia de 1932.

JOSÉ CALVO SOTELO.

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L A F Í S I C A

O n d a s y c o r p ú s c u l o

A comienzos de este siglo la ciencia pretendía describir el universo como formado por dos entidades : corpúsculos li­gados entre sí por fuerzas determinadas y un agente que

presenta todos los caracteres de un movimiento ondulatorio, y se llama energía radiante, del cual forma parte la luz ordinaria y abarca desde los rayos X hasta las ondas hertzianas. Las pala­bras corpúsculo y onda hablan directamente a nuestra imagina­ción, que las relaciona inmediatamente con impresiones sensoria­les recogidas en nuestra vida diaria; por eso, en cuanto logramos describir un fenómeno como el resultado de una acción mutua en­tre ondas y corpúsculos, nos parece haberlo comprendido claramen­te. Por otra parte, gracias a la mecánica fundada por Galileo y Newton y a la teoría ondulatoria de Huygens y Fermat, dispone­mos de admirables instrumentos matemáticos para estudiar cual­quier proceso en que intervienen ondas o corpúsculos y el papel del físico parecía ya reducido a averiguar cómo los distintos corpús­culos se comportan al ser alcanzados por las diferentes radiaciones.

En una primera etapa del desenvolvimiento científico la labor consistió en clasificar los agentes físicos atendiendo a su índole corpuscular u ondulatoria, como si se tratase de conceptos an­tagonistas. Por eso, al rechazar los fluidos calórico y lumínico y explicar el calor sensible como un resultado del movimiento des­ordenado de las moléculas y la luz como un movimiento pura­mente ondulatorio, se creyó haber resuelto un dilema por quedar descartado uno de sus términos.

El descubrimiento de la eJectricidad aportó nuevas entidades qne también fueron sometidas a la correspondiente catalogación.

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ONDAS Y CORPÚSCVWa 301

De una parte, las cargas eléctricas de uno u otro signo pudieron ser descritas como conglomerados de corpúsculo», átomos de elec­tricidad, en los que J, J. Thomson y Millikan lograron descubrir uno de los rasgos que se consideraban característicos de todo aque­llo que posee carácter corpuscular: la masa. Por otro lado, los campos electromagnéticos, engendrados al moverse aceleradamen­te las cargas eléctricas, resultaron ser de índole puramente dulatoria, hasta el punto de que Maxwell y Hertz lograron reu en su teoría electromagnética todos los fenómenos que consti |P> yen la energía radiante.

El dualismo entre corpúsculos y ondas parecía cada vez acentuado. Los rasgos diferenciales, tomados al principio del mis mo significado vulgar de las palabras fueron concretándose algo más, y tácitamente se dio el nombre de corpuscular a todo aquello que está formado por individiialidades a las que es posible atri­buir una masa determinada y una extensión mejor o peor definida, y se llamó ondulatorio todo lo que es capaz de producir interferen­cias. Esta última circunstancia, por ser mucho más ostensible des­de el punto de vista fenomenológico, alcanzó el carácter de crite­rio exclusivo, y así cuando se demostró que los rayos X producían fenómenos de interferencia, se consideró plenamente demostrada su índole ondulatoria. Pero, ¿existe realmente tal antagonismo entre las ondas y los corpúsculos que es causa de que los entes naturales hayan de ser o lo uno o lo otro? ¿No pudiera suceder que tal distinción, originada por la existencia en nuestro lengua­je de dos vocablos que nos parecen corresponder a cosas claramen­te diferentes, carezca en absoluto de razón de ser? Los más r^ cientes descubrimientos indican que éste es el caso; no hay ra­zón esencial para distinguir una onda de un corpúsculo. Lo cor­puscular y lo ondulatorio son manifestaciones complementarias de algo más complicado que no podemos contemplar de una vez en toda su complejidad, cuyos atributos hemos de descubrir por observaciones sucesivas, lo cual es causa de que nuestro cerebro carezca, por ahora, de representación íntegra de lo mismo y nues­tro lenguaje de término adecuado para expresarlo.

He aquí los hechos más salientes que nos obligan a completar la noción demasiado simplista que habíamos formado del uni­verso. Einstein, con su famosa teoría de la relatividad, estable­ció la equivalencia entre la masa y la energía: un gramo de un

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908 ACCIÓN X S P A f i O t A

cuerpo cualquiera equivale a tantos ergios como indica el cua­drado de la velocidad de la luz medida en centímetros (nada me­nos que la cifra 9 seguida de veinte ceros). Recíprocamente, la energía tiene masa gravitatoría (e inerte), la luz es pesada y por eso los rayos luminosos se desvían al pasar cerca del Sol, y los astrónomos pudieron, en un eclipse famoso, comprobar las pre­dicciones einsteinianas. Otro ihecho consiste en que la energía ra­diante no puede ser emitida de modo continuo, sino por múlti­plos enteros de una magnitud, llamada cuanto de acción de Planck, multipftcada por la frecuencia de la radiación correspondiente, es decir, por el número de vibraciones por segundo. Este últi­mo hecho, comprobado hasta la saciedad, ha sido objeto de dos generalizaciones; primeramente, el propio Einstein expresó la idea de que toda energía radiante estaba formada por fotones o unidades indivisibles, loorpásculos de luz, cuyo valor coincide con el producto que acabamos de mencionar; más recientemen­te se admite que toda energía, no ya sólo la radiante, sino has­ta la de naturaleza puramente mecánica, por ejemplo la cinética, está cuantizada.

El príncipe Louiat de Broglie recogió todos estos hechos e hipótesis y postuló que a toda masa nt deberá corresponder una energía cuantizada E, tal que

e* tn = E = ft V

siextdo <: la velocidad de la luz, h el cuanto de acción de Planck y V la frecuencia de cierto movimiento vibratorio asociado de al-gán modo a la masa m. He aquí que, en virtud de las sencillísi­mas relaciones precedentes, lo que antes se consideraba absolu­tamente inerte, como es un trozo de materia, adquiere un dina­mismo capaz de manifestarse como algo pulsátil, dotado de in­cesante movimiento vibratorio. Ahora bien; es sabido que nada hay en reposo, probablemente ni en el cero absoluto de tempe­ratura. El corpfisculo vibrante de D e Broglie, xm electrón, por ejemplo, se mueve siempre, y al hacerlo arrastra consigo la vibra­ción que lleva asociada. Un observador que contemple el paso del corpúsculo verá pasar una onda, como un destello de luz, de frecuencia (color) perfectamente definida^ No hay, pues, cor-pAaooloa por un lado y ondas por otro; allí doode exista un cor-

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ONDAS y COaPtBCVWS 908

púsculo hay un movimiento ondulatorio. La luz no es sino ma­teria que se mueve con la máxima velocidad posible. La mate­ria es luz que no ha alcanzado o que ha perdido esta velocidad máxima, pero que, no por ello, se despoja de su carácter ondu­latorio.

Esta manera de exponer las últimas consecuencias de la hi­pótesis de De Broglie, en forma tan expresiva, quizás hubiera sido desautorizada por su propio autor cuando escribió hace cin­co años la famosa memoria que le valió el premio Nobel. Todo parece indicar que De Broglie no dio a sus ondas asociadas ca­rácter de realidad, sino que las consideró más bien como una fe­cunda ficción matemática. Sin embargo, la experiencia ha con­firmado la existencia de tales ondas de modo tan rotundo como inesperado, y por cierto a causa de un accidente fortuito. Estu­diaban Davisson y Germer, en 1927, la difusión que un chorro de electrones experimenta al chocar con una placa de níquel. Si para prever los resultados de este experimento se hubieran apli­cado las ideas clásicas, se hubiera dicho poco más o meuos lo si­guiente : Cuando un electrón choca con un metal, eutta en el ra­dio de acción de los campos eléctricos que rodean los átomos de este último, recorrerá una trayectoria complicadísima y emer­gerá en una dirección determinada ; bastará modificar un poco las condiciones de incidencia para que la trayectoria ulterior del electrón experimente cambios considerables. En estas circuns­tancias, si se manda un chorro de electrones, cada uno incidirá en condiciones diferentes, y a su salida saldrán difundidos en todas direcciones, lo mismo que salen las moléculas de un liqui­do que se evapora. Comenzados los experimentos quiso el azar que se rompiera ei tubo evacuado en el que se efectuaba el bom­bardeo electrónico y que el níquel, que había adquirido elevada temperatura a consecuencia del mismo, quedase recubierto de una capa de óxido. Para restaurar el aparato y reducir el óxido calentaron en una aímósfera de hidrógeno. Con ello, sin propo­nérselo, motivaron la formación de cristales relativamente gran­des de níquel, y al reanudar las mediciones observaron que los electrones «alian preferentemente en direccionss determinadas, exactamente lo mismo que si algo ondulatorio se hubiera difrac­tado en el retículo cristalino del níquel. Hecho d cálculo resul­tó confirmada la relación de De Broglie y con ello quedó desva-

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304 ACCIÓN I S P A f i O I , A

necido todo rasgo diferencial entre lo corpuscular y lo ondula­torio.

Además de por Davisson y Germer, la difracción de electro­nes ha sido observada por distintos experimentadores : Thom­son, Rupp, Kikuchi. Su técnica es sencillísima y constituye uno de los más bellos experimentos de laboratorio. Basta hacer inci­dir un chorro de electrones sobre una delgadísima lámina cris­talina o sobre un sutil chorrito gaseoso y recibirlos sobre una pantalla fluorescente para que aparezcan los círculos de difrac­ción con asombrosa nitidez. Para obtener fotografías bastan unos segundos de exposición, a diferencia de lo que sucede con la di­fracción de rayos X.

La difracción de electrones se ha utilizado con gran éxito para comprobar las fórmulas estructurales atribuidas por los químicos a distintos compuestos. En brevísimo tiempo ha logra­do Wierl determinar la disposición de los átomos en gran nú­mero de moléculas, hallando los ángulos y distancias con sor­prendente seguridad. Actualmente, bajo la dirección dd doctor Hengstenberg, de Ludwigshafen, se realizan fructíferas investi­gaciones de este género en la Cátedra Cajal del Instituto Nacio­nal de Física y Química, y en el mes de abril vendrán los seño­res Mark y Wierl a aportar a ellas su valiosa colaboración.

JULIO PALACIOS

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Actividades culturales

EN los primeros días de enero se han reunido en Asamblea los catedráticos de Instituto. Estas reuniones periódicas que desde hace varios años celebra el profesorado oficial de

segunda enseñanza, vienen revelando la ausencia de estudios pe­dagógicos que dicho profesorado padece. Las asambleas ae mue­ven en un plano enteramente empírico, ajena» a los intereses espirituales e intelectuales de la profesión docente. Es el plano pedestre en que actúa el catedrático de España.

i De qué sirven al profesor de Matemáticas las observaciones de Decroly y Degand sobre la evolución del concepto de canti­dad en los niños? ¿Pe qué valen al profesor de Aritmética la? experiencias de Hemon, publicadas en 1Q12 acerca de la lógica de los niños en la enumeración? ¿De qué utilidad son aT profesor de Geometría o al de Dibujo aquellas tres formas de imagina­ción creatriz determinadas por Ribot, ni los tests de Binet, de Terman, de Child, para percatarse de cuál es el tipo de imagi­nación predominante en los individuos con quienes trabaja ? ¿ De qué valor ha sido al profesorado de escuelas técnicas la vasta encuesta de Ivauof, hecha en 1909, por la cual quedó dem<»tra-do que entre el dibujo y el cálculo existe una correlación inver­sa, de modo que es absurdo exigir 9 un mismo sujeto que sea en el mismo grado matemático y dibujante?

¿Qué caso hacen nuestros maestros de los diferentes méto­dos de memorización estudiados por Largnier de Bancels? ¿Qué partido sacan, al exigir a los alumnos un trabajo, de los diversos tipos de memoria determinados pacientemente por una falange de investigadores, como Binet, Henry, Schuyten, Van Bierbliet

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306 A C C I Ó N S S P A A O L A

y diez más ? ¿ Qu6 cuentas echan al encontrarse frente a un niño de once, de trece o de dieciséis años, de las leyes de la evolución de la memoria, perseguidas y formuladas por Meuman, Pieron y Ebingaus?

¿Han prestado oído nuestros profesores de Español a las experiencias realizadas por Briggs en 1913, sobre la inutilidad del estudio de la Gramática para desarrollar el espíritu, como rutinariamente se afirma? ¿Se han enterado esos señores profe­sores que tan implacablemente exigen definiciones abstrusas a sus alumnos, que Szik ha llegado a distinguir tres maneras de definir características de tres edades sucesivas de la infancia? ¿Han parado mientes los profesores adictos al método machaca en que según las experiencias de Baade y de Sipmann la repetición de unos mismos ejercicios de Física, de unas mismas prácticas de laboratorio, no contribuyen para nada a aumentar la exacti­tud de las observaciones en los niños?

¿Cómo iba a sospechar Barnes, el profesor de Oxford, cuan­do hacía ilustrar una fábula de 6.000 niños ingleses, y Kerschens-teiner cuando recogía 500.000 dibujos de niños alemanes, y Lam-precht cuando recogía dibujos de niños pertenecientles a todos los países del globo, que sus unánimes conclusiones en favor del dibujo libre, como medio natural que el alma infantil tiene de expresar sus más finas modalidades, habían de hallar invencible resistencia en esas ridiculas muestras de yeso, que todavía se obli­ga a copiar a nuestros alumnos? ¿Cómo podía ocurrírsele a Bi-net, cuando a fuerza de estudio comparativo llegaba a establecer sus tipos de trabajo intelectual, y a Poincaré cuando fijaba sus cuatro tipos psicológicos, y a Claparéde cuando descubría en el mundo de las almas infantiles las encontradas variedades de re­flexivos y observadores, intelectuales y manuales, críticos e ima­ginativos, que andando el tiempo había de perpetuarse una en-seflanjfa que haciendo tabla rasa de toda ciencia psicológica no había de usar más tabla de valorización que la de aprobado, no­table y sobresaliente?

En total : las asambleas de catedráticos deben salir de la ru­tina y de la mezquindad profesional, si han de tener valor en la vida de la cultura. Un tema de experimentación pedagógica se­ñalado cada año, cultivado amorosamente cada año, y discutido al fin de la jornada anual, para deducir una regla o canon de me-

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ACTIVIDAD8S CXJíTDRMMS 307

todología científica, daría a estas reuniones el contenido y la efi­cacia de que ahora carecen lamentablemente.

* 0 *

Una cSemana de Estudios Pedagógicos» ha iniciado el año cultural en Madrid. La Federación de Amigos de la Enseñanza, entidad nueva por su edad y antigua por el crédito alcanzado en un ai5o de actuación, ha sido el motor de esta máquina que quiere arrastrar por derroteros nuevos la anquilosada enseñan­za española. Ciento treinta inscripciones de catedráticos, profe­sores, maestros, médicos, psicópatas y pedagogos, dieron a las dieciocho sesiones y cuatro círculos de estudios tenidos del 2 al 6 de enero, un valor técnico y un nivel cultural hasta ahora no logrado en España en actos de esta clase.

Profesores como Rufino Blanco, D. Teodoro Rodríguez y don Domingo Lázaro; sociólogos como Sangro Ros de Olano y don Narciso J. Liñán de Heredia ; publicistas como Luis Ortiz, Da­niel Llórente y D. Enrique Herrera; directores de obras esco­lares como D. Manuel Rodríguez, D. Jesús Requejo, D. Mario González Pons y D, Alfredo López, han intervenido brillante­mente en estos actos de estudio y documentación sobre proble­mas de la escuela.

« • *

Feliz maridaje el de los médicos y los psicólogos sobre el te­rreno de la Pedagogía. El Dr. Súñer, con su excepcional conoci­miento de la infancia, trató el tema tEducación y Herencia». Clasificó los niños en normales, nerviosos y degenerados. La edu­cación puede conseguirse en los dos primeros grupos; pero e» dificilísimo conseguirla en los sujetos del último grupo. En la formación de la voluntad y del carácter, es decir, en la persona­lidad moral, juegan un papeí importante las representaciones con­trarrestadas.

La transmisión de los caracteres psíquicos, normales o anor-

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3 ^ ACOÓM «fBAf iOtA

leales, se comprende mejor pea: una hipótesis dinámica que ana­tómica. Ninguna hipótesis de las hasta ahora formuladas permi­te explicar las altas funciones del carácter, la fortaleza moral de los Santos y de los héroes, impermeables a todas las repre­sentaciones perversas. Sólo la existencia del alma humana pue­de explicarlas.

El Dr. Espinosa, especialista reconocido en Higiene escolar, expuso la misión del médico, como colaborador del maestro en la defensa de la salud integral del niño. La pedagogía moderna exige, a juicio del Dr. Espinosa, la individualización del alum­no, mediante el estudio de sus antecedentes biológicos, su am­biente familiar y todas sus circunstancias sujetivas. La obser­vación periódica de los escolares en su crecimiento y evolución física, es elemento fundamental de la educación. El período de la pubertad, especialmente, merecieron al ilustre conferenciante normas higiénicas de £no tacto pedagógico. Una abundante y cu­riosa documentación, adquirida en los centros docentes de Esta­dos Unidos, fué aportada por el Dr. Espinosa en todo el curso de su interesante disertación.

ParaSelamente a las sabias lecciones de la medicina, desarro­llaron Iqs psicólogos los temas de su competencia. Don Pedro Martínez Saralegui, director del laboratorio de Psicología peda­gógica que los Maríanistas poseen en Madrid, estudió «El ca­rácter en los recodos de la edad escolar». El pensamiento del señor Martínez Saralegui, fué marcando el graneo siguiente:

tEn la formación del carácter hay que atender al debido des­arrollo de las energías que atañen a la conducta moral; entre tales tendencias son decisivas la de la propia afirmación personal y la de la solidaridad con los demás ; por eso hay que esforzarse para obtener una educación positiva, más que restric­tiva, de las inclinaciones de los educandos, y no se debe pensar en una educación egoísta por parte del padre o maestro que bus-qi e más una satisfacción personal pn triunfos momentáneos es­leíales que ft^ el porvfmif 4jpa|p«! l y ct P»P 4^ Jos alumnos.

El período tífxlUff aí arp» parte 4e la primera infancia, la s«-^oxkla infancia y la adolescencia, ofreciéndose en cada etapa mo-4«|lidades aprovechables y peligros que debe saber orillar el edu­cador.

Í(n I4 primerfi infflPn'ff habrá de procurar despertar en el niño

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AcnvzTMUMts cinunntAtM

do de s u " e n t ' ^^ '' ^^^^^^ « ' -^^-o - n ^ vive el m L

la í m t i ^ T l * Í° '"''"" ^^^ aprovecharse: el nacimiento de

ticando ¿77^ '^ '^^ « «'» «I*^°te crueldad, y cas-Por r ^ T ^ ^ 7 ° ^ (afectivo-inmorales) de 1. vei^ai

y ensayo de'fu U ' t r l ' ' ' ^ ^ '^ ' " ' * ' " ° desequilibrio í ..JA f personales, d terror sirve más de acicate a L o s t "' ^ ^' ^""'^ ° ^ ít°ri-- El adolescente busca con flKtos frecuentes con toda autoridad, y ésta no debe ime^eta / lo con exagerada severidad. La confianza del educando e „ T Í T cador es más necesaria que en cual<íuier <,t« edad, para « ^ ^ue" dan .er salvado, os graves obstáculo» qtíe oírece^ Tn 6^ZoZ cía compañías nocivas. ««-sv» fl«-

Otro psicólogo de gran autoridad, D. FeriiafKJb iíarfa Pál mes. director del laboratorio de Psicología experiniental de L TTik, disertó sobre .El técnico psicólogo en los establecimietitoa de enseñanza».

Para demostírar la necesidad del técnico psicólogo no basta la autoridad científica, se necesifári raíénfei y experiencias. Téc meo psicólogo es una persotó a ^ pafm las tarea» científicas dfe k psicología aplicada a la édacmjión. Además de una sólida ior mación pedagógica, necesita especiales conocimientos teóricos v prácticos de psicología positfva, para podei» dirigir o asesorar a la dirección del Centro eri lo qtie al BSptMo psicológico de la ac tividad pedagógica se refiere.

U psicología ayuda al pedagogo pata daríe a conocer cientC ficamente el desarrollo normal del niño eii él aSoect» nJ.«ix y para «solver los problemas suscitadas i«>r K o m X ^ ^ ; ^ cansa el desarrollo. En didicticé, la psicología positTva é « S el proceso del aprendizaje general, y ett pílrtictrtaí los .tésts/rtT niiiestan con éicactitnd el gmdo de kístíticÉtótt.

U vocación phrfesíónal tiene Un ¿ft» ápftyb e* k Dsichthvfir Es n«esari<* ^ué m gt ndéS Cét^TL ^ « r a n í í m í T ^

°* «««Woíé*. íues es necéttriá ndá coíábbración éfica¿.

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3Í0 ACCIÓN SSPAf iOLA

Sacó las tres conclusiones siguientes : 1.* Bs necesario perfeccionar la actividad pedagógica de los

establecimientos de educación por los medios que ofrece la psico­logía pedagógica.

2.* Para ello es conveniente establecer el cargo de técnico psicólogo.

3.* Propone que para la formación del técnico psicólogo, la PAE se encargue de organizar los estudios teórico-prácticos que crea convenientes.

« • •

Aspectos muy diferentes ha ofrecido esta cSemana de Estu­dios Pedagógicos». La conferencia de D. Enrique Basabe sobre «La educación clásica», nos invita a prestar atención al eterno tema del clasicismo, expuesto por un hombre formado en el am­biente de Oxford, y dedicado enteramente al cultivo del griego y del latín.

cHablando, dice el conferenciante, no hace mucho tiempo con un profesor inglés acerca del florecimiento de los estudios clá­sicos en Inglaterra, le decía: tEn esto se ve el sentido práctico del pueblo inglés, en haber conservado los estudios clásicos como base de su educación». A lo cual contestó el profesor inglés : «Sentido práctico y algo más».

Expone el disertante el punto de vista inglés sobre los clá­sicos, con impresiones personales y con textos de los mismos edu­cadores ingleses. Inglaterra y Alemania prefieren la formación clásica, y, sin embargo, son países de gran florecimiento cientí­fico. La formación mental por los clásicos en la segunda euse-jóanza es una gran preparación para toda clase de estudies su­periores. No es, como dijo Heráclito en el siglo VI a C , tía mul­titud de conocimientos lo que educa la mente». La educación debe dar ciertas cualidades en que radica el mayor o menor éxito de la vida. Los clásicos las dan ya por el aprendizaje de las len­guas ya por el contenido de los libros. Precisión y exactitud da la lengua latina. Precisión del sentimiento da la lengua griega.

La composidón fija la, atención. La traducción obUga a pre-

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ACnvZDAZNM CVtTumAU» 311

cisar, penetrar y percibir. Pero no es sólo la lengua, es la lite­ratura greco-latina la que forma al hombre jKJr medio de su li­teratura, filosofía e historia. Forma ál hombre por medio del conocimiento del hombre. Las humanidades grecolatinas ejerci­tan la flexibilidad mental, desarrollando la facultad de saber en­tender a otros y entrar en mentalidades ajenas. Enseñan no sólo a juzgar, sino a gustar.

Grecia fué la inspiradora, Roma la organizadora. Grecia la idealista, Roma la práctica. Grecia la inteligencia creadora, Roma la maestra de la prudencia en la organización política. Gran par­te de la grandeza de Inglaterra se lo debe a su inspiración en la cultura romana. Lo que más nos admira en los clásicos es la luz y la claridad, condición esencial de todo sistema de educación. Son claros porque perciben las cosas con una sencillez de líneas que contrasta con la complejidad moderna. El estudiante de los clásicos, una vez vista las lineas fundamentales de los problemas de la vida, está más capacitado para emprender los problemas modernos. Trabajemos con Menéndez Pelayo para que el plan de enseñanza español vuelva a sus cauces tradicionales.»

• • •

Una cuestión práctica, medianera entre la pedagogía y la po­lítica, expuso con notable competencia D. Romualdo de Toledo: «La organización escolar de Madrid».

Un estudio de estadística completísimo del cual dedujo las siguientes conclusiones :

Sin la acción privada, las dos terceras partes de la población escolar de Madrid quedarían sin enseñanza. Las escuelas diri­gidas por Religiosos albergan en la actualidad cerca del 40 por 100 de, la población escolar madrileña. La cultura y la enseñanza priyada son correlativas. La estadística demuestra una gi*an pre­ocupación por parte de los padres de familia hacia la educación de sus hijos. Es necesario intensificar la enseñanza postescolar y de adultos, sobre todo la femenina, reformar la Junta municipal de primera enseñanza, dando intervención en ella a cuantos fac­tores intervienen en la educación de la niñez madrileña. Es indis-

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312 ACCXÓM S t » A Í I O & A

ptfiiable un plan de conjunto para acabar con el analfabetismo en Madrid, pero teniendo en cuenta la aportaeióii de la enseñanza privada.

La esencia unificada obligatoria y laica es una tiranía, y hiere los sentimientos del vecindario madrilefio, que basca educación confesionaít para su5 hijos. £ s además un desastre económico, pues al suprimir la enseñanza privada se íiécteitaría aitnúm-tar los presupuestos en 86.000.000 de pesetas «núáfes. Con la mitad de gastos y la libertad de los padres de familia por medio del reparto proporcional escolar, todos los niños del vecindario madrilefio podría tener enseñanza gratuita.

MIGUEL HERRERO GARCÍA

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ÉtÉm

L e c t u r a s

El Cardenal Segura, por D. Jesús Requcjo San Román,

Este es el primer libro que se escribe sobre el Cardenal Se­gura. Han de componerse muchos otros, a pesar de la pobreza de nuestra literatura en biografías y libros de historia, tanto poí la singularidad de la figura del Primado, cómo por la del tieúi-po en que aparece. El mismo silencio, digno y fuerte, que ci Car­denal ha guardado respecto de los ataques de la prensa enemiga y del Gobierno, como de hombre que perdona a sus persegui­dores y rehuye las reivindicaciones, ha de servir de estímulo para mover las plumas. Si el Cardenal no se defiende, habrá qtltí defenderle; si el Primado calla, habrá que hablar por él. Este es un libro muy modesto; el autor lo llama librito, y dice que está dedicado al pueblo. ÍIL6A que interpretación de la figtira del Cardenal Segura y Sáenz (dio vendrá desfíués, y es obra muy difícil), es una recopilación de datos bic^ficos. Mostrar el fue­go de un alma creyente a un público apagado e& todavía más difícil que descubrir los recovecos de la incredulidad a los creyen­tes, y no hay prueba jAena, en nuestras letras contemporáneas, de que tengamos el escritor capaz de esa tarea. Pero hay tam­bién en este librito el testimonio de admiración y de respeto de un hombre que fué honrado con la amistad del Cardenal, y ese testimonio viene a decimos, a cuantos no le tratábaihos, i*ro veíamos alzarte su figura sobre los horizontes de la Historib, que nó era infabdido el homenaje de nuestro rendimiento.

Nadie diseute las grandes virtudes del Cardenal. Su' candad' era proverbial. Vivía personalmente cob nada. Su mesa eíra frti-galisima. Daba a los necesitados todo cuanto iitíáá. Bl dü' eü

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314 ACCIÓM K 8 r A f i O I , i

que le fueron suspendidas las temporalidades, ofreció el clero to­ledano remediar sus necesidades con sus modestos haberes. El Cardenal rechazó el ofrecimiento; «No nos consiente nuestro co­razón ver aliviada nuestra pobreza con las privaciones heroicas de hi vuestra», jContraste ejemplar con el ilustre profesor desterra­do, que no sólo recibió de sus colegas análogo subsidio, sino que al percibir después todos lo» sueldos devengados, aunque no ga­nados, en el ocio de su destierro voluntario, no tuvo el gesto de devoSver a sus necesitados compañeros las cantidades con que habian subvenido, más que a su indigencia, a su codicia! La caridad del Cardenal no se contenta con dar lo que tiene a los que se lo piden, sino que busca los necesitados hasta en países remotos. Suya fué la idea de fundar las Misiones en el Sur de Francia, para que los hijos de los españoles emigrados en busca de trabajo no careciesen del alimento espiritual de la buena doc­trina. £1 Cardenal no se cansó de pedir y allegar recursos para esta obra, emprendida sin otros medios que los suyos persona­les. Repetidos documentos atestiguan su celo y entusiasmo. Y a pesar de los obstáculos puestos por la pasión sectaria a esta evangélica labor, el celo del Cardenal, que había ganado ya el apoyo de los católicos de Francia, habría llevado la fe de Es­paña a nuestros pobres braceros emigrados, como años antes, des­de la diócesis de Coria, había atraído el amor nacional hacia los hijos de las Hurdes.

Dura tendrá la piel quien lea la carta que escribió en mayo de 1922, desde Fragosa de las Hurdes, sin que se le asomen las lágrimas a los ojos. Cuando pinta el recibimiento que le hicieron los jurdanos, que: «se fueron escalonando en las montañas y con sus típicas gaitas y tamboriles y coros de cantadores, le fue­ron recibiendo de rodillas a lo largo de aquel camino, en cuyos precipicios ni siquiera tuve tiempo de reparar, escuchando aque­llos cáiiticos tan inspirados de sonata^ sentimentales, aquellas conversaciones tan sabrosas y aquellos ofrecimientos tan genero­sos», o cuenta la velada que pasó hablando con aquellos labra­dores de su Virgen de la Montaña, y durmiendo en un rnarto sin puerta, ni ventana, y diciendo la Santa Misa, «la primera tal vez que se ha celebrado desde el principio del mundo en es­tas sublimes soledades», no es sÓlo el patetismo de estas escenas lo qne nos baña el alma de ternura, sino la sencillez con que nos las icfiere el Prelado.

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A C C I Ó N K S P A Ñ O L A 315

Esta sencillez forma un estilo que valdría la pena de pensar. El Cardenal escribe como un padre a sus bijos. Con ello dij^ que su estilo no tiene nada de esas alusiones de saber literario, con que los literatos modernos, y muchos de otros tiempos se van diciendo los unos a los otro» sus habilidades e importancia. Pero lo que ahora llamamos buen estilo, ¿ no correrá la misma suerte que la escritura tartista», de la literatura francesa, o el ceufuismo», de la inglesa, o el modo culterano, de la nuestra? Su palabra hablada es como la escrita. Cuenta el Sr, Requejo haber oído decir muchas veces : «...y el caso es que el señor Car­denal no es orador», pero las gentes salían encantadas de sus homilias y sus pláticas, por la brevedad^ la sencillez, la claridad y la gran emoción de sus palabras. Del mismo carácter era el saber del Cardenal. Hombre de largos estudios, había empcza-Jo el del latín en 1891, y no se doctoró en Teología, sino en 1906, en Derecho Canónico, en 1908, y en Filosofía, en 1911, y hasta 1916, en que fué nombrado Obispo auxiliar del Arzobispado de Valladolid, no hizo apenas sino consagrarse a la enseñanza v al estudio.

Solo que el saber del Cardenal, a parte de su gran ciencia técnica de sacerdote, teólogo y canonista, era más lo que llama Max Scheler csaber de salvación» que «saber culto», aunque también poseía buena cantidad de saber culto, como el que re­vela en su preciosa plática sobre «Los Valores de la Vida», en que sucesivamente va presentando nuestra vida como comedia, en que representamos los distintos papeles, como sueño, en que se desvanecen las figuras, y como juego de niños, en que juga­mos a los reyes y a los emperadores, o a justicias y ladrones, para mostrarnos luego, en las historias de los grandes caídos, como Andrónico, o como Belisario o la Emperatriz Zita, sus vastas lecturas de historia, a la vez que sus presentimientos eslreme-cedores. Pero lo predominante, lo constante en sus escritos y sermones, es el saber de salvación. Al revés de aquellos prela­dos franceses del siglo XVIII, que sólo se cuidaban en sus dis­cursos de mostrarnos las maravillas de la fisiocracia, pero que a fuerza de admirar las leyes de la naturaleza apenas reservaban breves palabras para la Ley de Dios, el Cardenal aio se proponía sino la salvación de sus oyentes, por lo que ali prologar sus Con-

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3^* ACCIÓN S S P A A O & Á

ferencias Cuaresmales, el Sr. Molina ptüdo recordar el verso que dice:

Que aquel que se salva, sabe Y el que no, no eabe nada.

Que es lo mismo que decía el propio Max Scheler al afirmar qne el saber culto ha de ponerse al servicio del saber de salva-ci6n : «Porque todo saber es, en definitiva, de Dios y para Diost.

No es extraño que el Sr. Requejo baya exclamado, al oír al Cardenal: «Asi serían los Apóstoles», ni que el Cardenal haya producido entre muchos «intelectuales» el mismo efecto que San Pablo sobre los atenienses cuando les habló de la resurrección de los muertos: el de un espíritu crédulo y fanático. ¡ Qué ha­brán dicho ahora, al leer la Pastoral de los Obispos, si es que se han decidido a malgastar, leyéndola, el precioso tiempo de sus tertulias del café.'

La «credulidad» y el «fanatismo» del Cardenal Segura son los mismos de todos los Obispos. ¿Qué habrán pensado, sobre todo, al enterarse de que el Papa, al recibir el Sacro Colegio de Cardenales para la felicitación de Navidad, llamó al Cardenal Segura «nuestro hijo dilectísimo», lo comparó con San Gregorio Nacianceno y al darle la bienvenida dijo que había depuesto .?u ar­zobispado : «no para cubrir los motivos reales de la persecución, sino para quitar a ésta incluso el más lejano pretexto»?

Los radicales españoles habían cultivado una leyenda que les ha sido sumamente fructuosa: la de que la Iglesia española era una Iglesia aparte, mucho más intransigente que el resto de la Iglesia universal. Los católicos españoles eran «cerriles», ^ala-bía con la que querían decir «cerrados», aunque venga a signi­ficad todo lo contrario : los del resto del mundo eían unos católicos abiertos, comprensivos y sin dogmas. Es verdad que Cate supuesto' lo contradecían con el contrario de que los españoles somos «más papistas que el Papa», porque lo que con ello se dice es que én España no ha habido nunca el menor coiiato serio de constituir una Iglesia distinta de la universal. Ño ha habido nunca en Es-piaña nada que se parezca al galicanisüio, ni tenemos palabra para designario. Lo csractéristíco de lá Iglesia española ha sido siem-pit sú identificatíón con la Iglesia universal. Pero ío qtte sf há^ tólítááo los ndicales miestros, a ftiefzá de há&Iár áé la ¿érriH-

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dad de los católicos espafioles, es disuadirle» de todo intento de andar de cerro en cerro y llenarles de timidez y respeto al qUid di­rán, no sea que fueran a llamarles cerriles.

Este tiempo nuestro, en que ha surgido la figura del Cardenal Segura, ha de ser objeto de largos estudios por parte de los his­toriadores. Para el Cardenal habrán sido tiempos de pes9dilla, al mismo tiempo que de iniciación en v^n mundo de realidades ás­peras y crueles. A.1 verse elevado, en edad tan itempraaia, al pri­mer puesto de la Iglesia española, es posible, es hasta {probable, que el Cardenal pensara que un Estado en que podía subir a la silla primada un hpn;bre enteramente coosagrado a la piedad, lim­pio de ambiciones y extraño a las intrigas, debía ser el de una nación donde 1 fe es Q nipo ijei te. ¿Ci áadp empezó ¡a sei tir ^ Cardenal los ss^iidimientos anut^ci^r^ del terreo^oto? \ p^áur to convendría, para el mejor conocimiento de la situación, que nps lo dijera en algún libro I ¡ Que nos cpntara en qué forma llegaba a un esi^ritu absorto en la piedad el leja^ ru^or de la cofist^otc propaganda de la antireligión i Iy06 sucesos se precipit^on. T^} resplandor de unos incendios iluminó la Historia con cl^fidad de espanto. ¡Dios mío! ¿Por qué fué objeto el Cardenal de esper cial persecución ? ¿ Por qué no han podido mantener Ip» católicos espafioles el catolicismo del astado espa||oI7 ¿Por q;^, en ta.i^tiu provincias, no han podido defender -ins Pmf^ J Po|?1^l^? (Por qué no han ppdidp retener al Prixnado?

Es posible q;ue ^ .sospecl^ya qise 4 Caisdea^ vfi «tf afi igp del nuevo régimen político. No ae le i^ podido aclmcar i n SQ|O acto que atentara a su estabilidad- Xa pastoral del Cardenal no dijo otra cosa que lo que después han amplificado todos las Pre­lados con todo detalle y poniendo los puntos sobre las íes. Si un periódico atribuyó al Cardenal haber invocado la maldición del Cielo sobre España si se afianzaba la República, pudo en segui­da demostrarse, porque la plática había sido tomada taquigráfi.-camente, que no había pronunciado semejantes palabras. Su p ^ loral famosa no estaba inspirada en ptro espíritu, ni redactada con palabjraj; ni&s ^i^rt^ que la actual de los Prelados. Se h» di'-cho que había ea ella lafioranzas suprimibles». NQ t» w^y ^ -g^ro, ni tampqco qyjt las afipranz^ constituyan ofensa, t i tgenos delito. Hasta ae h^ reprochado al Cardenal, como prueba de su hostilidad al régii^ep, el haber entrado e^ Espafia discretamente

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por Vafearlos, (como si el paso de Rolando y Roncesvalles no resonara con más estruendo histórico que el de Behobía y la isla de los Faisanes 1

Es difícil de creer que hubiera razón particular alguna para considerar al Cardenal como especialmente peligroso para el ré­gimen. Pero era el Arzobispo primado, el más alto dignatario de Í8 Iglesia española. Y la única explicación satisfactoria de que se le haya distinguido para impedir que ocupara su SiUa es que el Gobierno ha querido demostrar su soberanía, en el sentido de hacer ver a los católicos que no ppdrian, aunque quisieran, sos­tener en su silla al Cardenal Primado, y que España había cam­biado de señores. No se puede concebir otra interpretación. Es amarga, tremenda, terrible. También han de escribirse muchos libros para dilucidar el hecho de que un pueblo católico se haya dejado arrebatar el Estado y el mando supremo de las manos. Pero no hay otra explicación satisfactoria de que se hayan ren­dido ai Cardenal Segura los honores de desterrarlo a viva fuer­za, sino el hecho de que se trataba del Primado de España, en un momento en qne el Gobierno creyó oportuno decir a las gentes que era el amo.

No debo ocultar que entre algunos eclesiásticos se ha discu­tido si el Cardenal Segura se ha dado cuenta a tiempo, ¿n ma­terias de política social, de la supuesta necesidad en que se en­cuentran los obreros católicos de convivir y defender sus inte­reses en compañía y asociación con otros que no lo son. A esta consideración han de ligarse otras análogas, respecto de la po­sibilidad y conveniencia de ir buscando fórmulas de convivencia jurídica con esa parte de 3a sociedad española que ahora proclama su impiedad. Por el curso de los años se irá mostrando si se trata de una alucinación pasajera o de una convicción materialista, que sólo una apologética tenaz e inteligente podrá desvanecer. Este es el misterio del tiempo presente y su gran interés para la His­toria.

No es poco consuelo que en estos años de tan profunda crisis haya surgido una figura como la del Cardenal Segura, del que puede decir el Sr. Requejo San Román, al término de su libro: «Que de una cuna humilde ascendió, por sus singulares méri­tos, a la más alta dignidad de la Iglesia española, y que de lo «Ho de su jerarquía supo descender con sencilla magnanimidad,

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dejando en pos de sí la estela luminosa de nna vida y de un ejemplo que no se olvidarán.» RAMIRO DE MAEZTU

Dictateurs et Dictaturas de l'aprés-guerre, par le comte Sforza.

Por su valor intrínseco, esta obra no debería ser objeto de un estudio serio. Sin embargo, su título, de gran interés, y el re­clamo que de ella se hace, nos obligan a llamar la atención de nuestros lectores y ahorrarles, por nuestro razonado consejo, una lectura desprovista de valor científico, e incluso de veracidad.

El Conde Sforza, ex Ministro de Negocios Extranjeros y JEm-bajador de Italia en Francia, hasta que meses después del adve­nimiento dd fascismo fué destituido, enjuicia en los distintos ca­pítulos de su obra, a su manera, todas las dictaduras europeas de la post-guerra. No estudia las de los países americanos, sin duda, porque con sólo enumerar las que en estos últimos años se han ido sucediendo en las distintas democracias del Nuevo Conti­nente, se vería que las dictaduras que en el mundo existen no obedecen a que : «los sufrimientos de cuatro años de guerra hicie­ron caer a las grandes naciones europeas en el precipicio fangoso de las dictaduras», como afirma el Conde Sforza. El caso de Es­paña, que de la guerra europea no sacó más que beneficios, y de las repúblicas americanas, que no intervinieron ninguna directa­mente en la guerra, echan por bajo tan simplista tesis. Sin em­bargo, con decir que la única causa de la venida de la dictadura española fué la voluntad de D. Alfonso XIII, contra la voluntad del país, que vivía feliz y contento con la situación privilegiada por que entonces atravesaba España, y con no hablar de las dic­taduras americanas, resulta, que los demás países gobernados hoy dictatorialmente fueron beligerantes durante la pasada guerra, de donde Sforza deduce, que las dictaduras no son más que un fenómeno circunstancial de la post-guerra.

I>e este modo, desconociendo que el fenómeno es general y que se presenta en todas las democracias, Sforza no estudia el fra­caso positivo y concluyente del régimen democrático, verdadera causa de la instauración de las dictaduras, y, en su lugar, explica la instauración de éstas como tina consecuencia morbosa de la guerra. Y, asi escribe que: tDentro de algunos años, nadie se

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interesará por las dictaduras europeas, al menos en la forma pa­tológica que asumieron después de la guerra mundial.»

Al examinar la dictadura italiana, Sí orza encabeza uno de los capítulos con la siguiente írase : «La leyenda del fascismo que salvó a Italia del bolchevismo». Para el autor, la situación de Italia por los años 1921 y 1922, era de día en día mejor. El bol­chevismo había sido vencido definitivamente, las masas obreras socialistas eran gubernamentales, el erario público mejoraba con­tinuamente, en fin, que, sin que nos diéramos cuenta, la Arcadia feliz cantada como un ideal por los poetas, iba a tener realidad dentro del territorio de la monarquía liberal democrática ita­liana. Mussolini, según Sforza, no ha hecho más que per­judicar a Italia, trocándola en un pueblo atrasado, ignorante, po­bre, y en vísperas de caer en las garras del comunismo.

No merece el aristócrata italiano que intentemos refutar las inexactitudes que plagan casi todas las páginas de su obra.

Copiemos y comentemos lo que de España escribe, y el lec­tor formará un juicio propio y cabal respecto al grado de belige­rancia que se puede conceder a su autor.

En las páginas 221 y 222 de la obra, dice textualmente lo que sigue: «Todo, eu España, procede del centro: el rey, y, con el! rey, las dos viejas fuerzas del régimen, la Iglesia, el Ejército. Todo el tiempo de su reinado, Alfonso XIII no se había apoyado más que sobre ellas, sordo a las advertencias de españoles leales, como Romanones o Canalejas, que esperaron por momentos que el rey comprendería las ventajas que hubiera encontrado en iden­tificar su reinado y su nombre con una política de progreso so­cial. Para su último golpe, la dictadura, se apoyó todavía sobre el Ejército y la Iglesia, cuando creyó que la dictadura le ahorra­ría el rendir cuentas por los errores personales de los que él era culpable. La dictadura española no tenia siquiera la excusa de haber nacido de una crisis social y política del pais.t

No es mi propósito defender aquí a la dictadura, pero frente a la solemne afirmación de Sforza de que ésta no nació de una prisis política y social del país, aino que fué un capricho regio, sólo quiero evocar el asesinato de cientos de patronos y obreros, de Maestre, gobernador de Valencia, y de González Regueral, ex foUtirnador de Vizcaya; de D. Eduando Dato y dd cardenal Sol-4evÜU; lo» asaltos a los Bancos ; la constante sangría marrpqui;

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a c e i ^ « 8 8»ai4loi,A ttl

1» iModera espáfiobi pisoteada tn fiacoelona, etc., etc. Sspefta pi­tera, induyeBdo A los g«daotaBes 'dd CBloaces Sai j uyrx Crisol^ y hoy Lwt, incluyendo al coartitucionabata BergaaniB, que en noviembre de 1923, inaugurando el curso de la Real Aci iewia de Jurísprudenda por él picsidida, y dirigiéndote al general Pruno de Rivera, que solemmeaba con su preseada el aoto, le decía ifat ai resoMa la cuestión de orden pábUco y de ihcrnutcos, «adquie» ra que fuese d origen de su fx>der, hafaxia que bendecir d d^ es que tomó las riendas dd Gdaiemo; Espafia entera, repito, bendijo d 18 de septiembre de 1923 y el cambio poUtioo operado. Pero d veraz Sfonsa opina lo contrario.

Sigamos copiando: «Una sOk cosa puede ser dtada en d ac­tivo dd régimen de Primo de Rivera; es extraño que sus inte­resados apologistas no le atribuyeran más mérito en vida de él. Primo de Rivera comprendió que en Marruecos su rey, «us cole­gas los generales, y todos aquellos que empujaban a k conquis­ta, estaban equivocados.» tCon desprecio de los prejuicios y de los intereses personales de sus partidarios miKtaret, aSgunó» me­ses de poder supremo no hideron m&s que confirmark en su i^t. idea, que la aventura marroquí sorbía k vida de Espaia. Deri-díó impoiter al ejército una poHtica de li^nidadón. Hecho tódaí^ oAs raro, no dudó en apücar é!l mismo su política, y se fué a Ha-rruecQs a dirigir un movimiento de retirada. Desde «ntoücea, la zona espafkAa ^e Marruecos ha recobrado ttu ] oee de pea. ^in-gte otro 'Qi tadAr, con 'cJKe|jcMii vé ISuAtÉR fielnl, Bá osano em­prender -una poHtIíca contraria a tra¿&<ioQes de pitstigio y ^e militarismo. Primo de Ribera lo liizo. -Conoda la cuestión, era k ünica que conodó. Supo rendir un servido a su país, a pesar de 8u rey, a pesar de «n ejércfto.%

En los párrafos transcritos no sé qué es más diflcil: Si enu­merar k serie de errores, o el conseguir que un lector formal tór-ítótíe de leerlos.

iSh Marruecos no existe cun poco de j>az>, sino que reina wiá pax absoluta. Esta, no ano a consecuenck de la retirada doo después de que Primo de Rivera y el ejérdto espafiól hicieron on­dear !k bandera roja y gualda hasta en el último picacho de Ma­rruecos, después de haber escrito k página heroica de Alhuce­mas, que no fué de retirada, sino de conquista. La política que

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siguió Primo de Sivera no fué opuesta a las tradiciones de presti­gio y militarismo y contraria al Rey y al Ejército.

Y continúa Sforza: «Ya he dioho que la dictadura española representa el caso único de un dictador creado, inventado por el soberano de un país monárquico. La experiencia que Alfonso XI11 intentó, tenía una razón de ser, una razón personal. Ni uno si­quiera entre los mejores amigos del ex rey ha osado intentar ne­gar seriamente que la razón que le empujó a suprimir el Gobierno constitucional en 1923 fué un supremo interés personal de impe­dir una encuesta profunda, sobre un incidente trágico de la cam­paña marroquí, en el que millares de españoles perdieron su vida. Toda España había terminado por comprender o adivinar que la responsabilidad del desastre recaía sobre el rey, y sobre el rey solo.»

¿A qué obedecerá que el Conde Sforza haya escrito el libro que comentamos, con lo fácil que le era no hablar de lo que no se sabe?

En otro capítulo nos responde a este interrogante, al escribir : tPor mi parte, y puedo citar mi propio caso, he visto cuan­do fui Ministro de Negocios extranjeros, que me era preciso fre­cuentemente olvidar que había sido diplomático de carrera; un conocimiento muy completo de la técnica me estorbaba, a veces, en un principio,»

Siguiendo esta norma para escribir de España, ha preferido que no le estorbaran las noticias que sobre nuestro pueblo e his­toria pudiera tener, y coger la pluma sin complicaciones de es­tudios e investigaciones, con la misma mentalidad que, respec­to a la situación de España y a la actuación de D. Alfonso XIII, puede tener un sin trabajo de Nueva 2>elanda.

Por lo expuesto podríamos dar por juzgado al autor, y por ende sus obras; pero hay que rectificar, para concluir, todos los conceptos y juicios que Sforza vierte sobre el, carácter y la con­ducto de D, Alfonso XIII. No es la hora de oponer una refuta­ción plena y rotunda a esta parte del libro. Nos limitamos a re­chazarla por injusta y carente de fundamento,

E, V. L.

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ACCIÓN I S P A f t O t A 323

Origine et évolution de la Religión, por P. W. Schmidt.

Buscar en los pueblos que aun hoy se conservan primitivos la imagen de la primera humanidad es una de las aspiraciones con que cuenta la Etnología, El libro que acabamos de leer es, como dice el autor en el prólogo, un manual de Etnología. Aun­que esta ciencia se aplique en este caso exclusivamente a la blis-queda de los orígenes y evolución de la Religión (Historia compa­rada de ésta), no se inmiscuan en ella elementos de filosofía o de teología. Nos explicamos lo costoso que le habrá sido al P. W. Schmidt prescindir de esta última disciplina, clave del pri­mer origen de este problema. Y aún notamos la necesidad de su intervención, ineludible en muchos casos. Pero el prólogo nos ha puesto en guardia, y el autor sostiene con tesón su promesa.

iW. Schmidt, uno de los primeros etnólogos del mundo actual, en este hermoso y ordenado manual de 860 páginas, traducido del alemán por el P. A. Lemonnyer, O. P., examina clara­mente los autores y el carácter de las teorías que a io largo del siglo XIX quisieron explicar los hechos que dan origen a la Re­ligión. Su estudio se había llevado a cabo durante todo el si­glo XJX empleando métodos que, a modo de excavadoras, iban so­cavando los cimientos de las civilizaciones, y a cada descubrimien­to respondían con una nueva teoría, más cercana de la verdad que la antecedente. Así, durante todo el siglo XIX, se sucedieron las teorías que ponían el origen de la Reügión en la mitología na-turísta (Creuzer, Müller), en el fetichismo (Comte, Lubbock), en el manismo (Spencer), en el animismo (Tylor), en la mitología astral (Lessmann), en el totemismo (R. Smith, Freud), en el ma­gismo (Frazer); y todos ellos coincidían, dado su evolucionismo progresista y unilateral más o menos acentuado, en poner el ori­gen de la idea del Dios único en un proceso de civilización de­puradora.

A esto contribuía el ambiente espiritual del tiempo. El espí­ritu de reacción contra la Revolución francesa y la Enciclopedia hacía en la primera mitad del siglo XIX conservar en condiciones favorables las interpretaciones de la Religión. Como todavía no se traspasaban las fronteras etnológicas de los pueblos con cultura escrita, estas cnkuras podían interpretarse simbólicamente (Creu­zer) o filológicamente (Max Müller), Claro que en esta escuela se habla mucho de evolucionismo, pero no en el sentido materialista de Darwin, sino en el del devenir idealista de Hegel.

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Despertó de nuevo la Revolncián en la mitad del «iglo. Ya no s61o respondía Francia : eran todos los países. El liberalismo des-embeoó ea el sodálismo ; amibos, «n d msteddismo. SaUda es la ayuda que prestaron a éste los pñacipios dd evolucionismo dar-winiano: cTodo lo que es rudimentario y grosero, es antiguo; todo lo |[ue es rioo y -depurado, es más reciente, y presupone un desarrollo más « menos prolongado». Este principio, al sub3ra-gar con ana hipótesis el desconocimienio de los orígenes de la Re­ligión, porque las fronteras de la histona escrita estaban y», tras­pasadas, sustituía con un dogma falible todo descubrimiento crí­tico.

Así corrían las cosas, cuando en 1898 el escocés Andrew Lang, «poyado por descubcxmieotos del Dios único ea ciertas tribus pri­mitivas (australianos del sureste, cuaJhlaji, adámanos, etc., etc.) in-coa:pora a su obra esta idea : la noción dd 'Ser suin*emo no es el término de una lenta depuración, sino el principio de la plurali­dad 'de fooBfts ^ue adoptan después ks diversas Religiones. Lás­tima que le fakasen a Lang Sas recientísimas adquisiciones de la etnología histórica, ipues sólo ellas k hubiesen ayudado a sa­cudirse del todo ks iresto» del evoludonismo que heredó de su maestro Tytor, el f>adre del animismo.

Desconcertada la crítica, no supo pagark siso con el silen­cio. Pero éste duró poco. £1 mismo aSo en que moría Lang, el P. W. Schmidt, autor dd dibro que comentamos, prubdkaba d primer volnmen de so. magna obra Der üraprung der Gottesidst (El origeB de la idea de DÍOB)., y ea él hada k critica y adioate bs juntos que daban Te a k esástencia del Ser supremo en los pueblos «tadógicanÉente más satignos. FavorecidoB estos fmn-tM de vdrta por los trabagos de alga,nos tapedalistas., y por ks 4ae ití añsmo había xeaüzado anteriormente en jrdadón a los PigOMOs, se puso de manifiesto que tasto catre ks indoeuropeos, entre los indios de América y en^e los pigmeos y los semitas primitivos, k idea de mn Ser supvemo priaútísaí» ae ponía de re­lieve tía seguida. Al tienipo^ ios ipsiriSlotfos «spedalizados eh Re­ligión aunaban sas «afuéraos paiia toacúbooer esta nueva rewek-oión de la denc» liisAécka.

IGenins se inosnpk el dogma dd •evabobniamo iinikteral, k WBeádad conatteflk a les sdnios paxa edificar «na nueva y aaáa alte «ane éeade dooide «takyar Ik verdad. Bake «difido £ué d Mmaivé»Míihm€éUwral. tNoae trate de aa aneaoerpcr aitodi do a tantos ot]«»~akse«la«Aor-deséate Ubffr-^sinode «na adi«aiai-

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A C C 2 d « I S » i t A O » A 325

ciÓB durable, de una sólida verdad a; H oufl podeaioa adiienmos aín miedo. El Método de histonia cuUwml aos permite, en efecto, probar dos cosas : primero, estos Dioses- saptemo» se eneiientran en los pueblos etnológicamente más antigfoos; segundo, se en» cuentran en todos loa pueblos etnológicaawate más antiguos. Pbr otra parte, la tierra ha sido explorada caai por entero; Apenas si subsistirán en el intenor de África, de las Filipina» y de Nue­va Guinea suevas poblaciones mal conocidas» En addaate nm-gún descubrimiento habrá que descontar como susceptible para modificar prolundamente la imagen ya obtenida de loa kabitanties dd globo».

Schmidt, al recoger en 1 12 la tesis de I<ang, no hacfa sino unirse a los trabajos que en Francia (Qoatrefages)' y América venían hadendo kts especialistas para el establecimiento x]c este método de histoda cultural. Reacción histórica contra el evolu­cionismo hipotético, que elaboraba un método sólido, constituf-do en Alemania por Ratzel, Graebner, Ankermann y Schmidt, y que contaba con la adhesión de todos los más- considerables sabios de Eurc^a.

La índole y el espacio de esta Revista n» nos invita ni a re> sumir siquiera la profunda doctrina y los dato» copiosus qnc este UbrOj en su modesta apariencia, tiene encerrados. La iatnr-pretadón, ya dixccta, yat indÍMcta, dls los dementos culttixales de las civilizaciones -arcaicas losi entena» qo» se emplean para trabar históricamente, «n fcrma de dciMv d M avenes elemen­tos y señalar la apaxidóa «fideaad» de he eiviUaaciooes, su cla­sificación y stt origen, nos Qevui. a través de los. tres últimos capitula*» a la exposición de la naturaleza del Dios de las civilizaciones primitivas; la morada, la forma, los nombres del Ser supremo, sus atributos, la ley moral que de él se desprende ; el culto» el origen y la evolución áe esta, noción, desde las civi-b'zaciones primitivas hasta aquéllas que ya son más recientes, en las que la idea del Ser supremo desainK>lia su» formas ialseán-doAas, diviiweando lo inmoral y lo aotísecial, multijriicafldo tea ímágeacs de dioae» y demonios. Las aeriales cvviiizacioneS' pvii' BHtñfas gvardaír, mn embargo, eD> stw sestos, alga de eit» xoli-gi6n en sov pñamma manífestacioaes, y de aÚ qac ata ton iota» resaate tu «tadi»para. trasfaKlaraos-» k> qa^ seria» he otraa re*' Hgiones en sos ^rinsrai pasos;,

Claro está, dcdnsoa. aoiotrofs qm aig» sacamo» d^ esta coi»

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paración, pero siempre que prescindamos de incluir en ella el insX>ntaminado monoteismo cristiano de la nueva y de la vieja Ley. ¿Cómo comparar una religión que en 19S1 todavía es pri­mitiva, con los orígenes de otra que en este mismo año posee una tradición ininterrumpida que abarca los primeros hombres ; que ha salvado la filiación dd culto monoteísta, cuando a su lado la corrupción llegaba a su colmo; que es cuna del Salvador del mundo? «Admitamos, dice Schmidt, un origen único a la huma­nidad : esta pluralidad de culturas postula una evolución de cier­ta duración que st' interpone entre el estado más antiguo que hoy podamos alcanzar y el verdadero comienzo. En él curso de esta evolución, la Religión, como todo el resto, ha debido modi­ficarse. Debemos, pues, tener por seguro que la Religión actual de los pueblos primitivos no es idéntica a la Religión originaria». «Los pueblos primitivos actualmente sobrevivientes no represen­tan más que débiles restos que no han jugado nunca papel apre-ciable en la historia general del mundo. Sin duda este hecho se debe de atribuir, por lo menos en parte, a infortunios históricos y a su retraimiento en regiones poco favorecidas... Sea como fue-le , debemos de tener en cuenta otra posibilidad, la de que los pueblos que han tenido un lugar importante en la Historia, o ^ue, por mejor decir, lo han conseguido, hayan debido este pri­vilegio, no sólo a favorables circunstancias exteriores, sino a la superioridad de sus dones naturales».

Y la raíz de este privilegio de los pueblos que ocupan hoy el lugar más importante de la Historia debe buscarse—más allá de la etnología—en la interpretación teológica de sus orígenes.

L. E. P.

Anales de León Pinelo, por Ricardo Martorell Téllez-Girón.

Entre los libros de más empaque publicados el año 1931 ocu­pa puesto de honor este repertorio histórico del reinado de Feli-f e III, debido a la investigación de Ricardo Martorell. El rótulo que campea en la portada es un exceso de modestia que el joven autor ha querido pennátirfe. Los Anales de Madrid, de León Pi­nelo, son el área donde Martorell despliega una legión de datos, noticias y documentos históricos que reviven toda una época y la visten de color y de volumen ante nuestros ojos.

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ACCIÓN K S P A f t O t A 337

Desde el siglo XVII, la obra del célebre analista madrileño yacía manuscrita en los archivos oficiales (nacional y municipal de la Corte), adonde acudían a consultarla los eruditos de oficio, concediéndole tal vez más valor del que sus noticias poseían. '£1 manuscrito, por el hecíio de no estar editado, suele ejercer cier­ta superstición en todo investigador. Este era el caso de los AnO' les de Madrid, de León Pinelo. Hacía falta sacar a luz el códice y hacía falta, sobre todo, someter a severa crítica la objetividad de sus asertos. Por de pronto, salta a la vista que todos los sucesos pertenecientes a siglos anteriores al XVII, en que vivió Pinelo, no tienen más valor que el de centón compilado de viejas histo­rias. El primer acierto de Ricardo Martorell ha estado en pres­cindir de esta parte de los Anales y empezar su trabajo en el rei­nado de Felipe III. Inmediatamente hemos de reconocer otro mé­rito, el mayor de este libro: la sabia búsqueda de las fuentes históricas de todas las noticias de Pinelo que él no pudo haber observado directamente. Martorell sorprende con sagacidad cuán­do componía sus Anales el Relator del Consejo de Indias, y pun­tualiza lo que pudo ser objeto de sus observaciones personales, y lo que tomó de libros publicados en los años inmediatamente an­teriores a los días de su actividad literaria. En esta parte, Mar­torell hace gala de sus vastos conocimientos de la bibliografía seíscentista, y logra identificaciones sorprendentes por la rare­za de los libros eu que descubre la fuente de información de Pi­nelo. Hasta la suerte, factor insustituible en la investigación eru-diti, ha venido a favorecer al autor de este libro, deparándole el hallazgo del catálogo de la biblioteca privada de León Pinelo, con lo cual ha podido darse cabal cuenta de todos los libros que aquel laborioso americanista y madrileñista juntó en su casa para ins­trumento de su trabajo.

Con este concienzudo estudio de los Anales, y con su limpia y hasta lujosa edición, hubiera tenido derecho Ricardo Martorell a la consideración de la crítica más exigente; pero ha hecho bas­tante más que eso. Las trescientas dos notas con que ha ilustra­do el texto de Pinelo, convierten su libro en un rico repertorio, como hemos dicho, del que será imposible prescindir para estu­diar el período histórico de 1698 a 1621. La documentación grá­fica que decora e ilustra esta obra, con ser materia tan espigada ya por los historiadores del seiscientos, ofrece hallazgos felicísi­mos a la insaciable curiosidad de Ricardo Martorell. Cuadros, es-

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>V kQGS&H IBFAl tOCA

tap^isi. y gralMdos aparecen hoy por primera vez puestos al ser-ládo de la historia. Hecoostraceiones fidelísimas^ como la del

csKnnO' viejo d« £1 Escorial, q;ne recocrian los reyes en aquella ¿poca, han sido ejecutadas con toda escrupulosidad arqueológica. Explovaeioaes nuevas, como la dd archivo parroqaial de Casa-zmhiofl dd Monte, traen documantoa desconocidos sdaore ki vida del tercer Felipe de Austria.

Tal es, así a grandes rasgos, este espléndido voiomea del me nov de los Abncnara Alta, con d que k» viejos blasones de la •aagre se leafinnaa y abrillantan al verse abrazados por h» ver­des lauíroa de Minerva.

M. H. G.

Las Asturias de SantüUuia e» 1404, por D. Fernando Gonz&Iez Camino.

Don Femando González Cammo y Aguirre, caballero de la Or^ den de San Juan y diplomado de k extinguidla Escuela de Gue­rra, es uno de los entusiastas investigadores de la historia mon-tafiesa.

El libro de qoe damos cuenta, Las Asttnias de Santülvmt en 1404, es «n diploma fehaciente de su intensa cultura en este sector de su predilecdón. Forman el Kbro una colección de pa­peletas extractadas de un documento de excepcional interés para la historia de la Montaña, conocido con el nombre de «Apeo de Pero Alfonso». El tal Apeo contiene las pesquisas que el doncel y trinchante del Infante Don Femando de Antequera hizo en 1404 en los lugares de behetría de las Asturias de Santillot». De estas pesquisas, hechas con ifles fiscales, se sacan hfoy pMciosos datos historíeos sobre el estada social y económico de aqaeUa reglón.

dUEucfaos son—adfierte el erudito awtor—k» dato» que del «Apeo» pueden tomarse para reconstruir k geoffafla econósnica ele fa regióft que comprende. Así, por ejiemi o, vemoa cómo en las pnMrimidedes de los bosques que se ezteod&in por las faldas de loo Moates Can«4bricos, por k>* vtlk» de Buelna, Toranzo, Car rriedo e Ignffa (bosques de nble que dctenainabaa la eqtcBiálidad fauadera ét lo» concejo» ^1 cootocu»^ y faaáa a k» cursos de tMB de los vi£e» dé Rionanza, Herrería» y P. Vicente, ae asen-tmn^ ^a frncrfa» que benefidaban mineralea importados de Via-<My«, c« Mt mayor p«rte, j alguno» de k pvovhoáa. cY tanta in-pcñteacia ae daba a este arte, que a lo» ferreros y bastecedores

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ACCZÓIf XBTAÑOtk 3 *

que en él intervenían se les había eximido de pechos y facultado para nombrar sus justicias y alcaldes.!

También las costumbres de la ¿poca en aquellos lugares son evocadas: tCarriedo solía ser punto de reunión de las partidas cinegéticas a que tan dados eran los señores del medioevo. Uno de los señores de Lara, D. Ñuño, mandó construir cierto palacio en P. Andrés de Vega para cuando visitase el valle en son de mon­tería, partidas de que eran poderosos auxiliares k» villanos de Paula Masía de Tezaaillos y P. Andsé», monteras babilisimos, duchos en el adiestramiento y crianza de las indispensables jau­rías».

La economía de la merindad recibía importante apoyo del pro­ducto de lia pesca, {practicada ea los- posos de Barcenilla. y Renédo, en el Pas; en los de Hinofedo y Duález, en el Besaya y Saja; de Llorio, en el Nansa, y de Pechón y Pcsué», en el Deva. «Para juzgar de la abundancia en salmón de estos ríos y de la impor­tancia de su pesca, basta la noticia de las numerosas pendencias y litigios que por su causa se originaron; el «Apeoí sos da no> ticia de los habidos en Hiaogedo entre k casa de b Vega y el cabildo de Santillana, y en el Nansa y Dev& entre d coacejo del P. Vicente y el señor de Castañeda. Sólo loa dercdios de la Co>-roña en los poeos de Llorio ascendían, anuahnealc a 1.600 niaras vedises, y en el de Muñorrodero a tres o cuatro aúl„ cifras elo­cuentes si se tiene en cuenta k pcqiKñes de lo» otros tributos».

Pero 1» aeyer nqucsa de k mcñndad era k sal. «La mir tad de k sal extraída en C obeafta a que tcaía derecko la casa de la Vega ascendSa a 4.320 fonegae, cuyo valor en 1404 sabemos por el contrato de arriendo que algunos vecinos del concejo hicieron con D.' Leonor de la Vega, que era 17.225 maravedises. La otra mitad pertenecía al Concejo, por to que una cantidad igual se re­partía todos los años entre los vecinos de Cabezón, que habían de ser de le» más acaudalados de la comarca».

Con estos y otros interesantes datos de k vida de las Asturias de Santillana en 1404 entra D. FeUnando Canúno a destacar el intezéa principal del «Apeo» que radica ea lo que tieae de fuente para «t «•tacBb de las behetrías montañesas a principio» del si-S^ XV. Baata com indicask pan cotapceader el buen senado que coBf sn moaofrafiia ha prestado el Sr. Casúno a k hiatoria de esta porciÓD de k Moatafi» qne ae ttamó aa. tiempo AsMudas de San­tillana.

F. B.

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B o l e t í n f i n a n c i e r o

F LOJO comienza el año en Bolsa. Donde tiene su más adecuada aplicación el viejo y algo embustero adagio de que a año nue­vo corresponde vida nueva. Porque el primero de año bursátil

significa el corte y cobro del cupón de casi todos los valores de renta fija, ya seau títulos de la Deuda pública, ya obligaciones particulares. Ese dinero que acude a las cajas con íntimo gozo del que lo recibe, ha sido siempre una demanda adicional, e im­portante que se presenta en el mercado de valores, haciendo su­bir a éstos, con el optimismo aleccionador de quien recibe el di­nero de un modo, tan inmediatamente poco oneroso, como es el corte del cupón.

Por eso comienza siendo la primera característica de esta mal contada quincena, lo que por una vez rompe su tradición d op­timismo bursátil. Y sumándose el-mercado de efectos a las demás manifestaciones de la vida, que constituyen un mentís en el afo­rismo de la renovación anual, el dinero que acudió a las cajas en las cajas se queda. Juzgaba poco prudente, por lo visto, el arriesgarse en nuevas inversiones. Por desconfiar del futuro, cla­ro está, que no se presenta ni muy nuevo ni muy ilusionador... Pero procedamos metódicamente. Tratemos de ver primero cual ha sido la tendencia de la Bolsa, y después tiempo habrá de que hagamos su comentario.

En el mercado de valores de renta fija, los únicos efectos que se mueven con cierto ritmo son los títulos de la Deuda pública. Las obligaciones, acorazadas en la garantía hipotecaria que ellas conceden a los poseedores de los títulos sobre los bienes de toda clase que componen la empresa que los emite, se cotizan ex cupón

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BOLniN PINANCintO 331

a la misma altara, que antes de pagar el 2, 2,60 y 8 por 100 que representa su cupón semestral. Así, la Unión Eléctrica Ma­drileña mantiene sus obligaciones 6 por 100 a 103, y al escribir estas líneas ya se cotüan a 104,80. Algo por é. estilo sucede con la Hidroeléctrica Española, con la Madrileña de Tranvías, et­cétera, etc. En esta quincena, como en la anterior, pesa, en cam­bio, sobre las obligaciones de la Telefónica Nacional la amenaza de la posible nueva ley que hace papel mt 'ado de la concesión otorgada por anteriores gobiernos. Y en otras obligaciones mi­neras, como la Siderúrgica de Ponferrada, sigue actuando como depreciador de sus obligaciones la amenaza de la mala situación, no tanto de la empresa, como de la economía minera en general.

Los efectos públicos acusan, desde luego, el pago del cupón semestral, y por la gran disminución de las transacciones sobre ellos, cierto pesimismo o desconfianza por parte de los poseedo­res de dinero. Incluso siguen bajando los días 4 y 5, durante los cuales el 4 por 100 interior en alguna de las series, como la D, bajan medio entero. El amortizable 5 por 100 libre, otro medio. Al ñnal de la primera semana, la reacción se manifiesta—aunque con bastante irregularidad. Sobre todo, el lunes día 11, el alza es clara, subiendo casi un entero algunos de los títulos al 6 por 100 y aún del 4 por 100 interior. Los orígenes de ese alza quie­ren verlo muchos comentaristas y agentes de Bolsa en el he­cho y los discursos de un banquete del que luego nos ocuparemos.

Las Cédulas hipotecarias toman al terminar la primera de­cena y comenzar la segunda una tendencia de positiva alza, su­biendo las 4 por 100 desde 76,60 a 77, y posteriormente a 77,25. Ese ascenso no tendrá otra explicación que las repetidas declaraciones del Ministro de Agricultura de hacer del proyecto de reforma agraria una obra relativamente conservadora o, al menos, no negativamente revolucionaria. Por lo demás, el Banco Hipotecario continúa padeciendo las ansias reformadoras del nue­vo régimen y la concesión de préstamos— la fuente casi principal A^- crédito para la agricultura española—sigue reducida a opera­ciones difíciles, por un máximo de 26.000 pesetas, sea cual sea el valor de la finca. Los Bonos Oro son los que en todo este gru­po y» en realidad en todas las bolsas españolas, ponen ahora su nota de optimismo. A pesar del pago de su cupón de primaros de enero, sus series, tanto A como B, suben a principio con lentitud,

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WB A c r i ó » 9»rAltotA

pero a fines de scmaDa y a comienzos ée he segunda de enero con tal rapidez, que 1» serie A llega a 177, cífira análoga a la regis­trada antes del corte de su cupén. 8itt duda, el hedió deí cobro de éste ha convencido pr&cticamente a los tenedores, de que los Bonos Oro constituyen una renta extraordinaria entre nuestros efectos bursátiles y son, en realidad y sin- motivo, la cenicienta de nuestro mercado de vakwes.

En los de renta vatriable es donde mejor se aprecia—por ser más especuhttíres y por no estar tan sujetos a la actuación de las autoridades bursátiles—les dos características que dominan nues­tra Boba en estos primeros días de 1982 : el retraimiento del dinero y la indecisión. La cifra de las transacciones baja en algunos de los efectos cotizados en más de la mitad. Y en todos ellos las operaciones, incluso en los más típicamente especulativos como Ferrocarriles y Explosivos, son menores que en los días pa­sados.

Por to pronto, en los valores bancarios no se hace transacción alguna. O mejor dicho, siguen sin operarse nada más que en ios dos bancos de carácter estatal, como el de Espaifci y d Hipote­cario; £1' de Bspaíia, descontado ya el dividendo, baja con gran rapidez a princiiHes de k primera semana, y luego con ritmo más lento pero constante. Incluso el lunes II, a pesar del tono confiado de la Bo^, pienite 6- duros, quedando a 440. El Banco Hipotecario tan sÓb registra una cotización a primeros de esta se­gunda semana, repitiendo su cotización de 90O. Los demás va­lores bancarios, como decimos, no se cotizan. Dada la peregrina orden sotnr los balances bancarios ello no es de extrañar, poMpe en realidad y en virtud de esa orden, nadie podrá saber «i lo su­cesivo mientras un nuevo balance no se haga, cuaJ es el verdade­ro estado de la banca privada española.

En k)S valores de electricidad la animación no es mayor. A penas si se hacen un par de días los sendos valores dirigentes. La Chade sube de 403,60 el día 4, a 427, y pare usted de contar. La Hidrodéctrica tampoco se cotiza más de dos días a fines de la semana primera y a comienzos db Ita segunda, quedando a KW. ^ incluímos en este grupo a las preferentes de la Telefónica (ob jetó ahora de la constgmente espeeularíón que trata de aprove» char las incógnitas perspectivas giAemamentales que a esta Um-pRsa amenazan) vemos en eHas un mercado diario', que al final

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Boujrjbr RNAHODUO sn

señala ligeio opümiamo, impulsado por las magtíiSea» pramesas post-tMuigueteríles de aueatros tpbexaantes. Qnedan a W.dfi. En minería iwoede tres cuartos de lo propio. Les coticacioBes «u estos once días no se repiten sino durante doa, pata los Taldres de ssás mercado, como Minas del Rif—que sepiten la cotización ét 80&— y Alberche. La Felguera se hace un solo día, y esto a 6L En transportes, más que el día de agitaci&s ferroviaria^ que per di-ciía transcurre sin lucer igras ÍK>nor a. isu pavoroso calíücativo, influyen las indecisiones y falta de política giibtfnasieatal. Per ello, M. Z. A., aunque logra cierta aka a mediados de <la «ems-na, baja luego, quedando a 174. Al IMorte, con menos animsfiión, le sucede lo mismo, quedando a 268 sin haber registrado alea alguna. Entre los demás valores, los Exploeávos mantienen sn tradición de gran mercado y cotiaándose diariamente tras de la gran indecisión -que revelan sus alzas y bajas, quedan a 552.

Y en cuanto al dinero, lo de siempre, continúa sn estalñÜdad. En la que no será necesario advertir, ni se nos tachará por «Us de pesimistas, no influyen ciertamente cLrcunstandas paramente naturales, sino que es consecuencia, en gran parte, de la severa política de restricción seguida por el organismo «statal que lleva nuestra .política intervalutaria.

Hemos indicado antes que la firnieea y alxa sotadas a ¿Bes de la pnmera semana en Bolsa, ha sido ootivada—ssgAa dicen casi unánimes Jos asistentes a ella— por el baaviete con que ja flkOiea privada ha iTbsequiado «1 aiimstro de f&Kfeada y al fcesidesite del Gobáemo. Y al oir esto y al pensar que los que tid afínnan es lo probable que Ueven raaón, uno se quedf ataravülado teniendo que admitir que verdaderamente nuestra BoHaa. es, como venimos repitiendo, lo más bonaóhón y optínúata que nadie pueda pensar. Porque al ministro de Hacienda no le pide cifras de liquidactóa del presupuesto, sino que se conteatpi con oír de sus Isíbios pala­bras de la más dulce esperanza. Al presidente del Consejot, miem-htis «de «ti ^básele q«e ha da«b las leyes sobre el Banco de Es-V^Ba^ i eta61e«í y Tátíemoa, y que tiene .tres ministros socíalis* ^ ^n ^ actoal iaagpoeo le exife ajgo más qne una ecfaEraeida sÉiKsrs de qne la poUtica que hace es sacionaL Finalmente, oye de los JáUos dd Comisarie de la Banca privada que uaieatca Ban­ca es k matar -dd muado popqpe en <Ua no ha lubido los miles de tjniebfas qne se «tefíiitisaii en Norteamérica, y se queda tan &»•

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334 • A C C I Ó N R S F A Ñ O L A

tisfeoha sin acordarse de que aquí no iba habido quiebras porque una orden gubernamental protectora y previsora, permite—en caso único dentro de la historia bancaría—el que los balances no sean tales balances o relaciones de lo que se tiene y lo que debe, sino unas esperanzadas cuentas de estudiante en que con arreglo a lo gastado se justiprecia lo que se tiene o se acredita. Nada más puede significar esa valoración artificial de las carteras de nues­tros Bancos, que naturalmente hacen imposible no ya que se re­gistren miles de quiebras, sino que ni aun siquiera algún Banco desdichado entre en suspensión de pagos.

LA Bolsa con sólo ese banquete se ha dado por satisfecha para sus esperanzas, y no ha querido enterarse de esas declaraciones del Ministro de Obras públicas que afirma la existencia en Es­paña de medio millón de obreros parados. Ello acusa porcentaje y por tanto situación análoga a la de los países industriales más afectadosí por la crisis actual. Tampoco ha tenido eco, a lo que parece, en su recinto, la noticia de la mala cosecha de aceituna ya confirmada asi en toda la región olivfcola de Andalucía.

Ni que decir tiene que si estas realidades de la vida económi­ca no k afectan mucho, con más motivo la impulsará su optimismo a no parar mientes en la agitación social que padecemos. Incluso los episodios trágicos de Castilblanco y Amedo no han logrado va­riar la tendencia de la Bolsa, que, como vimos, sólo registró al recibir tales noticias una fase de retraimiento. Después la agita­ción ferroviaria, el intento de huelga general en Bilbao y otros puntos, no le han dañado lo más mínimo y gracias a Dios sigue confiando serenamente en esas jaleadas declaraciones de un incóg­nito banquero, que preven para este año, y en nuestra patria, un resurgir económico y una gran entrada de capitales extranjeros. Estos, según tan autorizada opinión, van a venir a nuestra pa­tria atraídos por la confianza en nuestra economía, en camino de socializarse.

Lo más grave para «er acogido con optimismo, incluso para los más alcistas de nuestros elementos bursátiles, es la situación de la Hacienda. El presupuesto trimestral, que no otra cosa es la prórroga verificada del de 1931, autoriza un gasto de 1.015 mi­llones de pesetas. Y aunque el ministro dulcifica esa cifra, ad­virtiendo que ella constituye el máximo de los gastos autoriza­dos, pero que procurarán los ministros reducirla, es lo cierto que

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B0L8TÍN FIMAMCnsO 33S

coincidiendo con la publicación del presupuesto y su nota, se habla ya de pedir créditos extraordinarios para la confección del censo eilectoral y para la proyectada marcha a Ginebra de una nutridísima comisión que va a ir a la Conferencia del Desarme para ratificar la afirmación de nuestro Ministro de la Guerra de que España no tiene ejército que valga la pena, y por tanto está prácticamente desarmada.

Además, y esto si que es importante, en el presupuesto de gastos no figura el de ingresos, habiéndose tenido la pru­dencia de no publicar hasta ahora la liquidación del prestí-puesto de 1931 para que de ese modo se pueda calcular cuáles se­rán en realidad los ingresos con que se cuenta frente a esos gas­tos de 1.016 millones. Prudencia que debe continuar, porque si se publica la liquidación verdad, mucho nos tememos, que aparte el déficit extraordinario de 1931, para este presupuesto trimestral ahora elaborado, no lleguen los ingresos a la mitad de los gastos.

ANTONIO B E R M I I D E Z CAÑETE

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ACCIÓ3I S 8 » & 4 0 l . A

A NUESTROS LECTORES

Repentinamente enfermo nuestro colaboraidor HüRTAiX) DE

ZALDIVAR, lo que vivamente lamentamos, nos es imposible pu-

blicsr en este numero su crásñcaí internacional.

A NUESTROS StJSCRIPTORES

A kM numenMM lectorM de ACCIÓN ESPAÑOLA, que noi

escriben pregantando la manera de efectuar el pago de sus sus*

cripciones, hemos de manifestarles que nos agradarla lo hiele*

sen por giro postal o entregándolo, directamente, en nuestra

Administración.

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TOMO I^N." 4 EncMSiAfti a vurtxs i FCBBUIO i9f t

A • ^

c c i o n E s p a ñ o l a

Dirtetotí EL CONSK OE SjonaXStx oEt Rio

LOS FALSOS DOGMAS <«>

La bondad natural del kombre

L A Humanidad no se presenta al observador que pretende estudiarla como un todo indistinto. En ella se perciben a primera vista diversas agrupaciones, y en cada una de

éstas, multitud de individualidades humanas. Para penetrar debidamente su constitución habrá, pues, que estudiarla en las sociedades que contiene y en los individuos agrupados.

La ciencia de la Humanidad deberá contar, en consecuencia, en su origen, primeras verdades de orden social y primeras ver­dades que afecten a la naturaleza y a la vida del individuo. Unas y otras existen; y en contraposición a ellas existen también fal­sos dogmas respecto de la sociedad y del individuo. Empezare­mos por exponer los últimos.

Son dos: refiérese el primero a la condición de su naturale­za, y d segundo a la de su nacimiento. tLos hombres—dice Juan Jacobo Rousseau (Discurso sobre el origen de la desigualdad entrg U>s hombres. Nota 9)—son perversos; una triste y continua ex-

(1) Véase el número 2 de esU revista.

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•38 ACCIÓN SSPAftOLA

perienda dispensa la prueba. Sin emWrgo, el hombre es natu­ralmente bueno; creo haberlo demostrado. iQ\ié puede, pues, haberle pervertido sino los cambios ocurridos en su constitución, los progresos que ha realizado y los conocimientos que ha ad­quirido? Admírese cuanto se quiera la sociedad humana; pero no será menos cierto que lleva necesariamente a los hombres a odiarse entre sí a medida que sus intereses se encuentran, a pres­tarse en apariencia mutuos servicios y hacerse en realidad todo el daño imaginable. ¿ Qaé se puede esperar de un trato en el cual la razón de cada particular le dicta a éste principios completamen­te opuestos a aquéllos que ta razón pública aconseja al cuerpo de la sociedad, y en el que cada uno encuentra su provecho en la des­gracia ajena?» lEl hombre—afirma el mismo autor (Controlo so­cial, Capítulo I)—ha nacido libre, y sin embargo, por todas partes se encuentra encadenado. Tal cual se cree el amo de los demás, cuando en verdad no deja de ser tan esclavo como ellos. ¿ Cómo se ha verificado este cambio? Lo ignoro.»

Añrmase en definitiva en los párrafos transcritos, que ti hom­bre naturalmente está limpio de toda mala inclinación, pues las que en él se descubren no proceden de su naturaleza, sino de apor­taciones de la sociedad, y que al nacer, de nadie depende. Su sola enunciación pone de manifiesto la honda gravedad y la siniestra frascendencia de los dos falsos dogmas.

• • *

Juan Jacobo Rousseau es el filósofo tipo de la Revolución. Na­die como él la ha considerado infalible e irresistible. Lo que como pontífice suyo predicó al mundo es la única verdad; lo que ase­veró, indiscutible. El tono doctoral que se percibe en sus escritos ha tenido ecos mis o menos debilitados en lo» demás augures de la Revolución. Fué siempre característica de los últimos dogma­tizar ; afirmar con aire que rechaza toda controversia; poner en sus palabras el dejo irónico de quien posee superior categoría y el silbido viperino del desprecio. Imagínanse que la Revolución dota a los suyos de una ciencia infusa, con lo que aun sin cono­cimiento alguno de la materia que se debate, verbalizan sobre ella horroa de freno y de temor. Las legítimas críticas que sus doctri-

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BONDAD NATDXAI. DH, HOMBUt 339

ñas suscitan deben a su juicio—a ese juicio extravagante y des­fundamentado—^morir a sus pies; los intentos de refutación de lo afirmado y aun las refutaciones sólidas y macizas, ser tenidos por cosa baladí. Preconizan con los hechos en pro de la doctrina revolucionaria, exactamente la táctica opuesta a la que la Revo­lución utilizó siempre contra el Derecho. Este— para aquélla—no habrá de fijarse nunca, no encontrarla jamás su eterna inmutabi­lidad ; en otras palabras, no llegaría a poseer la verdad, porque la verdad está condenada a constante evolución. Por eso sus prin­cipios eternos—y en todo tiempo aceptados—habían de quedar so­metidos en cualquier momento a la justificación argumentativa de sus causas.

La Revolución no; la Revolución realiza el milagro de gene­rar incansable cosas nuevas, en plena inmutabilidad doctrinal. Lo que sus hierofantes afirman, eso es la verdad. Una inspiración bas­tante menos comprensible que la divina les asiste, evitando que caigan en el error ; más aún, haciéndoles concebir, primero, y pronunciar después, lo que con anterioridad desconocían por com­pleto. Hay un misticismo revolucionario que provocaría carcaja­das si no estuviese destinado a arrancar lágrimas.

Así se explica que Rousseau siente sus falsos dogmas acerca de la condición de la humana naturaleza y de la del nacimiento del hombre sin el menor empacho de justificación. Todos los an­tecedentes qoe establece pora sacar la consecuencia de la bondad natural del homI»e, son a i s aún que una novela, un delirio ima­ginativo. c¿Por qué sólo el hombre—se pregunta—es susceptible de convertirse en imbécil?. ¿No es parque vuelve así o su estado primitivo y porque en tanto la bestia, que nada ha adquirido y que nada tiene que perder, permanece siempre con su instinto, cl hombre, perdiendo por la vejez o par otros accidentes todo lo que su perfectibilidad le ha proporcionado cae más bajo que el animal

, mismo? Triste sería para nosotros vemos obligados a reconocer que esta facultad distintiva y casi ilimitada, es la fuente de todas las desdichas del hombre; que ella es quien le saca a fuerza de tiempo de su condición original, en la cual pasaba tranqmlos e inocentes sus días; que ella, produciendo con los siglos sus luces y sus errores, sus vicios y virtudes, le hace al cabo tirano de sí mbmo y de la luturaleza.» (Discurso sobre el origen de la des­igualdad entre los hombres.)

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3*0 A C C I Ó N B 8 P A f i O I , A

Y a continuación de ese tejido de incongruencias, porque por dos veces dtslkó en él el supuesto de un estado primitivo natural de inocencia perfecta, considera abundantemente justificada la bondad natural de la humanidad.

Y todavía es más escandaloso el modo de promulgación del segundo falso dogma acerca de la condición humana en el naci­miento. En el capitulo I de su Contrato social, y desde su prime­ra línea—aporque no tiene sobre sí ninguna otra—Rousseau exige la plena sumisión de la razón a lo que en ella va estampado. <H1 hombre ha nacido libre—pregona—^y, sin embargo, por todas par­tes se encuentra encadenado.! Y no vuelve más sobre esta propo­sición. Ni define la libertad, ni explica lo que entiende por naci­miento libre, ni desentraña el sentido del supuesto encadenamien­to. Un dogma pleno, total, absoluto, es el punto de partida de la Revolución. Hay que echarla en rostro, siquiera sea una vez, que es una burda, criminal y sacrilega parodia religiosa y un fraude cauteloso de la razón. Exige e impone una fe, porque exige e im­pone principios que siendo de orden natural e inducibles de he­chos que a millares pueden ser observados, ni son probados por el raciocinio, ni son arrancados a la Naturaleza por el método expe­rimental. Ni argumentación ni observación; aceptación. La sabi­duría sustituida con la creencia. ¿ Hubo exceso en ver en la Revo­lución parodia religiosa de una parte y fraude de la razón de otra ? Si la Religión exige el acto de la voluntad de aceptación de lo que la razón no alcanza ¿ no hay exigencia análoga por parte de la Revolución, aunque privada para su daño de todo motivo de credibilidad que engendra el movimiento de obsequio en el orden volitivo ? Si la Revolución ha divinizado la razón, ¿ cómo debe de­nominarse la substracción a su examen de uno sdo de los princi­pios en que descanse su doctrina?

* « •

Si el hombre, por su naturaleza, está limpio de toda viciosa in­clinación, y el mal que en él puede observarse viénele de la socie­dad, una doble consecuencia se impone con la fuerza de las más claras evidencias. Lo que en el hombre haya de natural es bue­no ; lo que de su naturaleza primitiva emane, bueno también. La sociedad es enemiga del individuo—su mayor enemigo además,

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BCXflMD M&TtntAb SSL HOMBSB 341

pues no cabe recibir mayor daño que el de la pérdida de la bon­dad primitiva— y, por lo tanto, el estado de relación entre una y otro no puede ser m&s que de lucha latente, de perpetuo recelo.

¿ Qué decir de la primera consecuencia ? Si lo que en el hom­bre hay de natural es bueno y raíz de lo bueno, no cabe calificar de malo ningún movimiento pasional. Y la educación humana no' habrá de tener otra finalidad que favorecer el desarrollo de toda pasión y destruir en el individuo cuanto en él haya de adquirido, precisamente para refrenaiia». La subversión ideológica no puede ser más acabada; la léxica más completa. Acostumbrados a una Moral y a un lenguaje tradicionales nos sonará a cosa ininteligi­ble lo que escuchemos sobre la materia a Juan Jacobo Rousseau y a los pueblos formados por su doctrina. Para uno y otros la mayor aberración se cataloga entre las virtudes ; los elementos de repre­sión del vicio y del crimen se califican de opresores. Ese senti­mentalismo morboso que se enternece ante los delincuente» y no ante sus víctimas; que maldice de las medidas restrictivas de la libertad con que a los primeros se oponen prevenciones o se hace purgar, en lo que cabe, sus desmanes, y no tiene la más pequeña condenación ante las angustias en que las últimas se debatieron ¡ que siempre encuentra motivos de justificación o de amplia ate­nuación en las violaéiones del Derecho y reprocha a quienes en defensa del que les asiste usan de la fuerza; lo hemos conocido todos campear en el libro, en U prensa, en el teatro y en la oratoria. De 41 es modelo acabado este párrafo de Rousseau ex­traído de sus Confesiones, entre otros mil de análogo linaje, aun­que más escandalosos: «Mis preces eran puras, y, por )o tanto, dignas de ser escuchadas; pedía para mí y para aquélla (su aman­te), de quien en mis aspiraciones jamás me separaba, una vida inocente y tranquila, exenta de vicio, de dolores, de penosas ne­cesidades ; la muerte de los justos y su suerte en la posteridad».

Y nótese que para Juan Jacobo Rousseau, como para la Moral «ri«tiana, hay inocencia y vicio; reprobos y justos; muertes de condenación y de salvación. El falso dogma no facilita—como casi ninguna—«u aceptación por los hombres, negando pura y simplemente lo que en la ortodoxia puede haber de dificultad para su comprensión. Únicamente a la dificultad se la itraslada, y, en definitiva, se la agranda. Si queda inexplicado o incompletamente explicado en la Moral crístiaaa por qué actos determinados del

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hombre merecen el calificativo de viciosos, totalmente inexplicado queda en la doctrina rousseauniana, por qué esos mismos actos son para ella virtuosos. Cuando la pedantería incomunicable de los que a sí mismos se llaman intelectuales, hacía un mohín de desgana despreciativa ante el dogma del pecado original proclamado por la Iglesia Católica como fundamento, no sólo de los demás de su cuerpo de doctrina, sino también de cualquiera manifestación, ya «ocia!, ya individual, del hombre, ignoraba por las trazas que pre­viamente había adoptado otro que pudiéramos llamar el contradog­ma de la caída de la naturaleza humana.

Porque la frase transcrita de Rousseau, al confesar la exis­tencia en ella de dolores y penosas necesidades, al reconocer que es fuente de actos viciosos, no obstante su bondad natural decla­rada, conduce dereohamente a solicitar la explicación de cómo una naturaleza originariamente buena, engendra el vicio sin su previa corrupción. Los intelectuales no se han preocupado jamis de dar la; menos aún, no han experimentado nunca en sus es­píritus la más vaga sospecha de que no se podía pasar adelante cin esa previa elucidación. Con reirse del dogma del pecado ori­ginal como de un cuento de brujas, se imaginaban que su contra­dogma, que siendo contrario, estaba tan necesitado, por lo me­nos, como aquél, de esclarecimiento, ya no lo necesitaba. Y así, «n siglo, el XVIII, y luego otro siglo, el XIX, sin que la hu­manidad advirtiese el escamoteo de que era víctima.

Ni la desentumeció la cosecba de frutos que no se hizo es­perar, ni su propia experiencia puesta de resalto en la antigüe­dad por paganos y cristianos, ni ta constancia con que ante las burlas, más aún que ante las brutales acometidas, era mantenida su doctrina por la Iglesia. Los idiliosi anunciados por Juan Jacobo Rousseau terminaron en bafios sangrientos: la voz del poeta de paganía seguía despertando ecos misteriosos en cada individuo al sentir invariablemente que lo mejor era perfectamente visto y aprobado, pero que lo peor era lo aceptado y seguido; d Após­tol predicaba sin cesar que el hombre no hace el bien que quiere, antes bien, el mal que no quiere, y lo seguía experimentando; y la Iglesia Católica, imperturbeble, inmutable, no dejaba de hacer piedra angular de su divina economía la existencia del pecado ori­ginal y «u transmisión desde él primero al último ser humano.

iY kw hecho» ndl -veces confinnados q;ae los forjadores de los

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BONDAD NATUKAI, DKt HOMBRK 343

falsos dogmas tantas preterían tenían sn explicaci6n-.-la posible explicación—en el verdadero, cuya integridad era mantenida. Y obsérvese la conducta de k Iglesia ante b de los heterodoxos pre­sumidos. Estos, de la tragedia de que el hombre es víctima ponen la causa en la sociedad, sin demostramos—| ni intentar la menor apariencia de demostración!—que a la naturaleza social compete inexorablemente producir d mal; aquélla, pudiendo excusar ex­plicaciones en razón al carácter sobrenatural— por definición—del dogma, se esfuerza en hacemos comprender su sentido y, sobre todo, en mostramos la claridad con que las cosas se x>erciben una vez aceptado.

• • *

¿ Por qué la sociedad—siendo el hombre naturalmente recto—^ ha de ser la fuente del mal ? ¿ Por qué—en el supuesto—el mal por la sociedad segregado había de penetrar en el hombre ? 6 s inútil malgasitar el tiempo en buscar contestación a estas dos preguntas, que sólo la imbecilidad heterodoxa no habrá de formulárselas ante la exposición del falso dogma. He ahí, lector, al hombre, a la so­ciedad y a una condición que llamamos el mal, sobre las mesas de los laboratorios de los sabios sin Dios o mejor contna Dios. Como el mal no es substancia que en sí misma puede ser afmcíar da, debe radicar o en cft hombre o en la iociedad. Lo» sabios, por propia autoridad, dogmáticamente, irrudatíblemefite, amenazando con la tremenda sanción del ridículo a los pobres diablos que no aceptasen sus decisiones, resuelven que el mal es elaborado por la sociedad como la víbora elabora naturalmente el veneno o la abeja la miel; y que, fatalmente, inexorablemente, ese vaa.1 pw la sociedad elaborado se comunica al hombre. ¿Por qué?... Los Mbios sin Dios o contra Dios, a partir de su digno precursor Rou­sseau, ae hacen los sordos ante esta obvia interrogación. ¿ Dónde está la prueba— una siquiera—racional o experimental que lleve a nuestro ánimo el convencimiento de que es cierta aquella elabora­ción? ¿Dónde loe caminos, canales o conductos por los qat el mal se vierte desde la sociedad en el corazón del hombre?

i Miseria de la Ciencia heterodoxa; de esa Ciencia que tanU víctima ha causado, tan sólo p(ttque ha sabido explotar la debí-

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Udad o la cobardía humanas 1 En sus archivos no se encontrará ficha alguna en que figuren escritas las respuestas a esos dos re­querimientos de la natural curiosidad humana. En sus archivos no se encuentran más que los innumerables procedimientos con los que ha conseguido que el mundo doble la frente ante ese monu­mento de bochornosa incongruencia y de ignorante maldad, levan­tado tan sólo con el propósito de arruinar el dogma fundamental del Cnstianismo y con él al Cristianismo entero.

El cual, hoy como a3rer, dos mil años hace, como pasados dos mili afios, nos predica la eterna verdad. Si; lo que d poeta pa­gano observó en si mismo y manifestó con espléndido ropaje al dedr: nVideo meliora, proboque, deteriora sequar* ; lo que a Qan Pablo torturaba al percibir que tno hacemos el bien que quere­mos ; antes bien, el mal que no queremos», es una triste verdad. Por ello es sombrío el dogma del pecado original, pero provechoso como todas las verdades. No sólo es inútil, es criminal— la His­toria lo confirma con sus páginas ensangrentadas—forjarse falsas bellezas acerca de la condición humana, ya que aceptadas por ta vanidad, la conducta a ellas se adaptará, y a la falsedad del mo­delo corresponderá la desviación de todo orden—material y mo­ral—en la acción ; y el hombre, en definitiva, adorando espejis­mos que a primera vista eran inocentes, será cogido por la ca­tástrofe a la que habrá conducido con sus actos a sus seme­jantes.

El mal está en el hombre, radica en el hombre. ¿Cómo es po­sible que la naturaleza humana elabore lo que parece contrariar a toda naturaleza? ¿Cómo sobre todo, los creyentes en un Dios perfecto, justo, omnipotente, omnisciente, pueden atribuirle una criatura imperfecta, manchada por malas inclinaciones, que pare­cen denunciar limitación de poder y falta de ciencia? El Cristia­nismo no es como la Ciencia heterodoxa, forjador de falsos dog­mas. El Cristianismo contesta a las preguntas. La fe que impone a la criatura no es esa irracional y salvaje que los intelectuales reclaman de sus adoctrinados. La fe cristiana es—como más arri­ba se apuntó— un obsequio racional.

El hombre no salió de las manos de Dios en su actual estado de imperfección. Siendo un ser compuesto de espíritu y materia—en­lace, por lo tanto, de los dos mundos, espiritual y material—^Üabrá <a tí, naturalmwtB, inclinaciones opuestas. Por ello Dios le dotó

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BONDAD NATDSAI, DSZ, EOMBSB 345

de un don sobrenatural merced al cual todas las potencia» de su espíritu habían de hallarse sujetas a la razón ; y el cuerpo, con ' sus inclinaciones hacia la materia, al alma. Ese don, manantial de la armonía en el compuesto humano, que no correspondía natu­ralmente a sus componentes, y que por eso fué de condición sobre­natural, se llamó la justicia original. El hombre, pues, ai salir de las manos de Dios era bueno.

Pero, en la plenitud de su libertad, pecó. Quiso ser como Dios, que lo creara; como Dios, que le había dado su natura­leza ; como Dios, que le había dotado de aquella cualidad so­brenatural, fuente interna de la armonía de sna movimientos. Su acto de soberbia postulaba una sanción y arrastraba una pér­dida. Esta fué la de la justicia original, que ya no nos sería trans­mitida. Por tso en el hombre hoy lo inferior se rebela contra lo superior, la materia contra el espíritu, las potencias contra la ra­zón. Por eso el hombre padece y muere, volviendo a la debilidad de su naturaleza de que le había substraído su sobreñaturaleza. Por eso, en fin, el hombre siente inclinación al mal, y el origen del mal está en él, y él es el que comunica el mal en derredor suyo.

Y así tiene sentido lo que hemos visto que con la doctrina rou-sseauniana carece de él. La realidad da al dogma el contraste de verdad que la razón por sí misma no percibe en sus términos, aun cuando en ellos no haya nada que la repugne. Así pueden y de­ben calificarse de malos determinados movimientos pasionales, y en consecuencia ser reprimidos y sojuzgados. Así la educación no consistirá en fomentar el desarrollo de todo lo natural, sino el de las inclinaciones buenas que al hombree le han quedado des­pués de su caída. Así no brotará en los espíritus el sentimentalis­mo morboso, que es su reacción enfermiza ante el mal que se cau­sa a los criminales con motivo de actos que por ser naturales de­berían ser considerados como buenos; ni cabe maldecir de medidas restrictivas de la libertad con que la sociedad previene, o en su caso hace purgar en lo posible, los desmanes; ni se justifican o por lo menos se atenúan las violaciones del Derecho. Y esto es ab­solutamente irrebatible. El dogma verdadero, el del pecado ori­ginal, el que afirma hallarse dañada la naturaleza humana, incom­prensible en sí mismo—cabahnente porque es dogma—todo lo ex­plica. £1 falso dogma, que por ser del orden racional debía ser

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3*6 ACCIÓN BSPAftOZ,A

comprendido y comprobado, es un tejido de incongruencias, y en derredor suyo extiende la oscuridad de la confusión.

¿Se percatará, por fin, el siglo XX de la traición incalifica­ble perpetrada en daño de sus antecesores por los intelectuales heterodoxos hinchados de pedantería ?

* * *

Si en la sociedad se hallase el origen del mal de. que el hombre fuera victima inocente, la sociedad, evidentemente, sería su ma­ye» enemigo. No se comprendería en tal supuesto cómo el hombre la creó— ya veremos que otro falso dogma lo supone—ni cómo una vez creada no la ha destruido al recoger los ponzoñosos frutos de su obra. Pero el examen de esta inenarrable incongruencia, tan­tas veces oída de labios de los intelectuales que con toda seriedad la propalan, no es de este momento. Ya le llegará su hora.

Hoy hemos de limitamos a decir que si la sociedad es enemiga del hombre, instintivamente la actitud de éste respecto de aqué­lla, debe ser de lucha latente, de perpetuo recelo. Y no hay que aportar muchos testimonios de hecho para probar que esa disocia-dora conclusión se halla en la» entrañas del falso dogma, que con desprestigio de la inteligencia humana, y para vergüenza de la humanidad— lo hemos apreciado a posteriori—^tanto tiempo ha llevado vestiduras regias y ha recibido su rendido acatamiento. Todavía en el actual, cuando el falso dogma yace destronado, la huella que en los espíritus dejó grabada no se ha desvanecido. To­davía resuenan en nuestro» oídos las torpes patrafias acerca de ta difícil convivencia de la libertad—excelsa cualidad humana—y la autoridad—condición esencial de toda sociedad.

Y es claro que aceptadas, el término del supuesto no tardarla en alcanzarse. O la libertad humana habría de desaparecer ante la autoridad social, o ésta perecería para el esfuerzo de la huma­nidad para emanciparse. Y que las gentes vean sin brumas la gravedad de la traición de los guias de vx pensamiento al propo-ner a su adoración los falsos dogmas. Probablemente, sin darse cahal cuenta de su contenido, las han arrastrado a enfrentarse con una de estas dos solucioiic? igualmente bárbaras: o la dictadura del i»:oletariado (la tibertad degollada en los altares de una au-iMidad tal como k mnoebla Rousseau, aeglhi veremos), o el

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NAaONALISUO INTBGRAL 347

anarquismo (la autoridad aniquilada por la libertad segán aque. pseudofilósofo la imaginaba). Y ello ofrecietndo como fruto de sus delirios nialhadados la paz, el progreso, la convivencia fácil y dulce, la cultura, la riqueza.

Y en menor grado es consecuencia nefanda de su falso dogma la orientación arraigada en las sociedades modernas, por la que la autoridad ha de ser enervada, hostigada, fiscalizada agria-mente, paralizada en el ejercicio de sus funciones propias, sin cualidad especial en el fiscal para el de la suya tan delicada, y la libertad individual alcanza categoría de fin social.

Ya veremos, sin que nada empañe nuestra visión, cómo las derivaciones del falso dogma confirman plenamente estas primeras peixepciones de la razón. Por ahora, con lo dicho hay bastante para abarcar en conjunto el magno problema.

• * •

I Lacerante desilusión!... Se ve, se vuelve a ver,- y no se cree. Los intelectuales de la Revolución, que no son católicos porque a su juicio—menguado e irracional como acaba de apreciarse—el dogma del pecado oríginai es una burda paparrucha propia de civUizociooe» retrasadas ; los adoradores del progreso; los sacer­dotes de la Ciencia, repttdian juntamente Ciencia y Progreso. Fíjese bien el lector en dos de los p&rrafos de Rousseau, anterior­mente transcritos): c¿ Qué puede, pues, haberte pervertido (al hom­bre)—dice en et primero de ellos—sino lo» cambios ocurridos en su constitución, los progresos que ha realizado y los conocimien' tos que ha adquirido ?» Y en el otro: «Triste sería para nosotros vemos obligados a reconocer que esta facultad distintiva y casi ilimitada (la perfectibilidad) es la fuente de todas las desdichas del h(»nbre; que ella es quien le saca a fuerza de tiempo de «u condición original, en la cuai pasaba tranquilos e inocerttes sus dias.*

¿Tendr&n todavía los sicofantes de la Revolución, despu¿8 de haber abominado fata tan solemnemente del Progreso y de la Ciencia, la audacia griega de motejar a los católicoa de retró­grados}

VÍCTOR PRADERA

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La c a í d a de u n T r o n o

I

M A D R I D , 1 9 3 1

E h af o nuevo empieza con un horizonte político oscurecido de nubarrones. ¿Pasará la tormenta sin producir grandes es­tragos en España ? ¿Se mantendrá la Monarquía en pie con­

tra la liga de adversarios, encubiertos o declarados, que le estre­chan el cerco cada vez más ?

He aquí la clave del enigma. Nos hallamos en las postrimerías del (rabinete Berenguer, que un ingenio de la Corte calificó de áictáblcmda. Y lo que no sospecha el país, ciertamente—a. pesar de los vaticinios de la prensa revolucionaria y de la gritería amenaza­da a de algunos oradores e intelectuales—, es que, en el año 1931 veremos desaparecer de golpe la Monarqtda española.

Aún espera el Rey D. Alfonso XIII capear el temporal y sal­var le. nave del Estado, llegando al través del oleaje al anhelado puerto de las Cortes y al refugio de la Constitución. Cierto es que desde la caída de la Dictadura encamada en Primo de Rivera y la inesperada muerte del dictador fn el destierro, el Rey carga ahora con todas las culpas propias y ajenas de su reinado. Las baterías de la revolución apuntan primero al Rey y después a Berenguer, entre clamores de odio prolongado. Pero a los gritos de «¡que se marche!» y de «i fuera el Rey (» con que los estudiantes, en sus manifestaciones callejeras obsequian al fundador de la Ciudad Uni­versitaria, el Rey sonríe resignado. Conociendo de sobra las fluc-tuactones «iel favor popular, se contenta con decir: «Ahora no es­toy de modft.a Alfonso XIII no pierde por eso ia serenidad. S an Guakt sean sos defectos, nadie puede negarle valor personal y ab-

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lA CAÍDA D I T7K nONO 349

soluto desprecio de! peligro. Ha arriesgado su v 'da varías veces. Aún hace poco tiempo, al amotinarse Cuatro Vientos, cuando Fran­co volaba sobrt Madrid, amenazando bombardear el Palacio Real, el Rey ha subúio a las azoteas del regio alcázar, siguiendo los vuelos, con gemelos, como un aficionado deportista. Y quizá este mismo instinto «deportivo», unido a su optimismo y a su oonfan-za en sí, es lo que le reanima ante el próximo match nacional. Se trata de una carrera en la que corren tres colores de equipos res-píctivos: Cortes ordinarias. Cortes Constituyentes y República. Si se llegan a reunir las Cortes ordinarias, la Monarquía ha ga­nado y se restablece la legalidad constitucional interrumpida. I^s jaleadas ConstitU5'entes, que precisamente recetan a la Monarquía ios adversarios personales dpi Rey, significan la suspensión inte­rina de las regias prerrogativas y quizá la absoluta. En cuanto a la Repí'blica... El Rey se niega a admitir la probabilidad de esa catástrofe. Los rumores hostiles no le impresionan. Contra él es­tán varios políticos, intelectuales, catedráticos, ateneístas y esiu-diantes. Acaso también, hoy, la mayoría de la prensa, que explo­ta como una bomba cuando se levanta la Censura. Ha habido cl'.ispazos y sublevaciones, pero han sido dominados. En general el espíritu del Ejército parece bueno, como acreditan las nutridas audiencias militares en Palacio. De la Guardia Civil nc se puede dudar: es el más sólido dique contra la <revdlnci6n. Mientras la Iglesia siga tan adicta al Trono, nadie puede suponer que la inmen­sa mayoría del pueblo español, tan fervorosamente católico, vaya a engrosar las filas anticlericales de la República. Y además hay la Grandeza,, la aristocracia, los propietarios ricos, mucha clase me­dia, respetuosa de la tradición, y los partidos conservador, liberal y hasta demócrata, que reorganizan ahora sus huestes para traer a las Cortes una gran mayoría monárquica.

Ptro el Rey, en sus cálculos, sólo hace el recuento de las fuer­zas visibles del campo enemigo. Lo que ignoran él y sus ministros ea que la Monarquía está minada por una propaganda subversiva, tenaz, nacional e internacional, puesta al servicio de la revolución. Esta propaganda se infiltra rápidamente en las aulas, en los cuar­teles, en los círculos y casinos, en los cafés y las tabernas. Pene­tra incluso en los hogares más cristianos y burgufíses, perturban­do la vida de familia. Y así, mientras la Monarquía cree en su tradicional soliJez, capaz de resistir los más violentos temporales.

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3S0 ACCIÓN « S F A f i O L A

SUS adversarios, bajo tierra, con su piqueta demoledora, preparan el derrumbamiento.

* * •

Maditd vibra de inquietud y expectación a príncipjos de este año. La pregunta inevitable al saludarse dos personas es: «¿Qué va a pasar ? ¿ Ha oido usted la npticia... ?»

Porque, eso sí, los rumores zumban a los oidos como moscar­dones. Tau pronto se ha sublevado tal guarnición, como se habia de otra c.ictadura militar o se anuncia la crisis total para mañaua. Una amenaza diaria es la huelga, como preludio de hondos distur­bios revolucionarios. cDicen que para el lunes o manes tenemos la huelga general en toda España.»

Hay rostros de inquietud y ojos que brillan de alegre expecta-ci/ln ante la perspectiva de grandes trastornos. £ n la calle oigo decir en un grupo de modistillas: cLa semana que viene ya no trabajaremos, porque viene la República.» j Infelvocs! Se creen por lo que les han dicho que la República les pondrá fin a la !ucl<a por la vidii. Entonces trabajarán los ricos de ahora y los pobres se repartirán sus bienes y riquezas...

Lo alarmante no es que tales desatinos corran en boca de unas muchachas cuya ignorancia se presta a la credulidad. Un viento infeccioso parece soplar por toda la capital. Existe ahora, indie-cutiHIemente, una nueva epidemia, otra gñpe española, que se ex­tiende a las más diversas esferas sociales. Gentes que oieiamos in­vulnerables a ciertas propagandas revelan de pronto el contagio del virus revolucionario. Hay un ambiente cargado de elcccriciOad, dp discusión, de apasionamiento. Lo que la prensa revolucionaria no puede clamar, ton teatral indignación, lo insinúa malévolameut«í entre .ineas. Corren de mano en mano los versos .-lifamatorios, los libelos repugnantes. Bien se observa que los agentes secretos de la revolución no cesan, ni de día ni de noche, «n sembrar la alar­ma perturbadora. Basta que a mediodía, en la Castellana, un gru­po de estudiantes aJborote grítaado contra el Rey y que un par de guardias desenvainsa los sables, para que al instante haya gri­tos, sustos, carreras. La escena se repite casi todos los días, al f^ardeccr, en la calle- de Alcalá o en la Puerta del Sol, cnsombrc* áeifdo la pacífica lácgría.de Madrid. Hay veces en que el alarde

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lA CAnm DI UN TRONO 3S1

(ic fucrxas policiacas da la impresión de que Madrid está en per­petua efervescencia revolucionaría. ¡ Buena propaganda contra el turismo 1 Asi se explica el c] No vaya ustpd a Espaüa I Andan a tiros. ¡Hay revolución 1» También aqui el pacifico ciudadano so indigna, exclamando: cjNo hay derecho 1 Lo que es así, no se putdc tivirJ»

Y sin embargo, el aspecto de la capital aún no da lugar a in­quietudes, ni ha vanado de fisonomía. La vida social sit;ue ani­mada, litónos los cafés, los teatros, los cines. Ahora bien, se nota el mar de fondo. Ha habido chispazos precursores q[tte hau conmo­vido ei pais, agrandados fabulosamente por la prensa revoluciona­ria, que supera, en número, a la llamada «de orden». En noviem­bre, la manifestación obrera, que en el Prado pretendió cambiar el curso (*e un cnti'erro contra las órdenes de la autoridad, term nó en tumulto, pedradas y tiros. Hubo víctimas entre los rebeldes y, ccuio consecuencia, típicamente nacional, damores populares cen­tra el Cíolierno y la Guardia Civil. Después, en Diciembre, ¡a desventurada sublevación militar de Jaca, disuelta por las tropas leales, que dio lugar al Consejo de Guerra y al fusilamiento de los dos principales cabecillas. Galán y García-Hernández. Y por último, ei descaWUado plan por parte de la aviación de Cuatro Vientos, btgo el mando del muy revoincionarío comandante Fran­co, cayo objeto era bombardear Madrid, en nnión de otras fuer­zas terrestres. Araso estas fueraas, por hallarse en tierra, vivían en mayor contacto ccm la realidad y desistieron por eso de apo> ar el desorganizado movimiento. Ello es qne el fracaso fué tan des­lucido cerno absoluto, emprendiendo precipitadamente la fuga aérea bacía Poitugal el propio Franco, el general Queipo He Llano y dr-SA&s comparsas levantiscos, qu$ por esta vez renunciaron, sin vaci-Ucicnes, al papel de héroes.

Confieso que como espafiol y europeo siento rubor ante la perúatenm de estos anticuados pronunciamientos militares, «muy siglo JUX». La apoteosis de Galán y Hernández en casi toda la pccasa cspafktla, para derribar al régimen, recuerda la vergoai-«oaa campafta tpro» Ferrer para derribar al Gabinete Maura. Loa mismos ataques enconados, las mismas insinuaciones malévolas contra el Consejo de Guerra y contra el Gobierno. Las víctimas son ensalzadas como mártirw de la libertad y los jueces denií ra-dos como siniestroa MeaiiioB. El efecto en el espíritu crédulo de

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352 ACCIÓN « S P A f i O L A

las masas es levantar una ola de ira y de indignación. Uue\'en telegramas de pésame a la madre del uno y a la espesa del otro lie ios ajusticiados. La sensiblera alma espafiota, .rempre inclina­da a la benevo'eucia, hacia todo reo o delincuente, no desaprove­cha tal ofasión de extjíriorizar sus simpatías por esios caberillas revolucionarios. Galán y García Hernández pasan a ser dos sím­bolos, algo así como el Daoiz y Velarde del pueblo español, opri­mido por las cadenas de la reacción, encamadas en la Monarquía. £1 caso es que el objeto de la tenaz campafia se ha logrado: exal­tar ios sentimientos de miles de ingenuos lectores contra el Go­bierno Berengucr, y de rechazo contra el Rey.

Ya a raíz del levantamiento de Cuatro Vientos, ensalzado por nuestra prensa revolucionaria como una hazaña heroica, me había sentido en la obligación de contrarrestar, en lo posible, el ambiente de absurda popularidad que acompañaba a estos ingen­tes de rebeldía militar. Y presintiendo la impresión que semejan­tes espcrfáculos o «españoladas» habían de hacer en el mundo civilizado, escribí en el A B C un artículo que titulé «Heroísmo y DiscipHiu» En dicho artículo criticaba no sólo los nefastos efec­tos del individuailsmo—contrarío al verdadero espíritu militar—, sino las demasiado frecuentes incursiones de nuestros militares en la v da política óei país. No dejaba tampoco de burlarme de que tm acto valeroso o un record deportivo fueran títulos suficientes para desencadenar una revolución. Y aludía humorísticamente al efecto que en Francia hubiese causado el saber que los aviadores Costes y Le Bris •« proponían bombardear el Elíseo o, en los lis­tados Unidos, la inverosímil intervención de Lindbergh am.'ma-zando al poder constituido.

Pero el artículo, si bien me valió un sinnúmero de felicitacio­nes, fué recibido por un silencio hostil en el resto de la prensa. A. «íto ya se me tenía acostumbrado, sin que ello me hiciera variar en nada mi actitud e independencia de criterio. Toda mi campa­ña política y social en i4 B C desde hacía unos meses tenía el ¿ra-ve delito íe contrarrestar las utopías revolucionarias y de seña­lar los tópicos vulgares con que se envenenaba la conciencia na­cional. Era lo bastante para que se me aislara en el mundo intelec­tual como cindeseableí, aunque hoy los hechos hayan venido a

. ccmñrmor con creces mis temores y advertencias. No obstante, en estos preludios inquietantes át 1931 sube la

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&A CASDk DB CM nOMO Kt

fiebre de la expectación popular. Al ] no pasa nada! con que las declaraciones oficiales del Gobierno pretenden calmar el espíritu público, Corren por la capital noticias catastróficas y rumores alar­mantes, desmentidos al día siguiente. Lo cual no impide, sino al contrarío, que vuelvan a tomar nuevos e inesperados rumbos.

Lo dr. toroso, para mí—que frecuento Bmbajadas y Legaciones extranjeras—, rs que amigos diplomáticos me hagan preguntas, no siempre disr-tetas, por suponerme bien informado. Hay quien desea saber si viene, en efecto, otra dictadura, esta vez de tres ge­nerales (I). Hay quien me comunica, cómo una noticia, que el Ejí'rvito español no está muy unido en lo que respecta a Monarquía o República. Me parece que no me hablan de mi patria, sino de algún lejano país balkánico, i Y esto es España I

La esposa de un diplomático extranjero me dice afirmativa­mente en una comida:

«Una cosa sí te puedo asegurar: es que su Rey de ustedes no abdicará nunca, r.i s'i marchará como un Kaiser Guillermo-o ua Manuel de Ponugal. De eso estoy convencida.»

Yo así lo creo... y sin embargo... i Curioso destino, con raaióu se dice que eres ciego! Tampoco puedo presentir, en aquel mo­mento, que este Madrid, alegre, simpático, indolente, impresiona­ble, m a firmar su propia sentencia de muerte dentro de unos me­ses. Es decir, que Madrid, Villa y Corte, votará con frfvok in-consdencift en las elecdoae» munidiMles de 1981 la candidatura republicano-socisAista. I a de la República contra U Monurqufa. La de los cfiecbos diferenciales» tontra el poder central... Madrid abdicará, sin darse cuenta, su innegable supremacía de ser la capí* tal de España, una e indivisible. Madrid, sin corte, habrá votado el increíble desatino de nivelarse con las demás capitales de pro­vincia.

ALVARO ALCALÁ GALIANO

(fiontínuariJÜ

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Poder y descentralización

LA realidad del regionalismo es hoy en España una de las ma-yores quiebras que sufre el liberalismo centralista del si­glo XIX. Si no hubiera más pmeba que este exaltado rena­

cimiento del derecho histórico de las regiones, ya habría bastante para inferir la grave crisis en que ha caído la concepción política de la democracia liberal. No hace muchos años, el regionalismo era parcela exclusiva de la política tradicionalista, y sus parla­mentarios, sus profesores de derecho, sus masas, norteñas sobre todo, eran los únicos fídes que guardaban lealtad al credo de los derechos forales. Hasta la palabra cregionalismo» fué creación de nn eximio tradicionalista. Mella, en la campaña parlamentaria de 1898, enriqueció el léxico español con este afortunado término. Frente al tradicionalismo fuerista y regional braveaba la política centralizadora de los partidos gubernamentales. Todavía hoy, des­hechas y derrotadas las doctrinas de estas banderías políticas, quedan resistencias impermeables al progreso político de nuestros días, que detienen los avances regionalistas. «Federamos, ha di­cho Menéndez Pidal, es divorciamos». Defienden, en cambio, otros elementos iaquierdistas que manumitir automáticamente a las re­giones, es realizar una obra de salud nacional.

Cuando dos partidos sostienen sobre un problema soluciones contrarías, de ordinario ambos tienen razón ; pero ambos olvidan un factor del problema, que es la causa de sus distintos modos de ver. Federamos será efectivamente divorciarnos y deshacemos, si las autonomías regionales no coexisten con un Estado fuerte y po­deroso que actúe de pivote y centro de atracción. Y a la inversa, imnumttir a las regiones será obra de prosperidad y pujanza na-

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PODSK V DSSCBNTBAI.IZACIOK 355

cional, si su autonomía está presidida por un Poder central con las condiciones de robustez y de fuerza que hemos dicho. Este es el pensamiento del presente artículo.

* • •

Las voces más fuera de tono que suenan en este pleito son las de los centralistas rezagados en la marcha de la vida nacional. Con una romántica devoción a la obra de los Reyes Católicos y un pánico infantil a ver deshecha la unidad nacional que los siglos han fundido en el crisol de la Historia, se oponen a toda racional tentativa de descentralización. No ven que el centralismo artificial es un tope del natural desarrollo de la nación; no advierten que las regiones dejaron de ser hace tiempo el coro de aves cantoras que saludaban complacientes al Estado, y se han convertido en el auUadero desde doiide le dirigen cada día iracundas reclamaciones. El centralismo es un pasmón al que le están cayendo encima de la cabeza las ruinas de su propia obra. Desconocer esta realidad, es vivir fuera de la realidad misma.

Pero ¿ y d peligro separatista ? ¿ Tan injustificados son los temo­res de que federarnos sea divorciarnos, o lo que es igual, que las autonomías regionales corran peligro de atoar a su descomposición la nave nacional? No negamos que hay indicios para semejantes temores. Existen, realmente, casos de epilepsia separatista, regi­dos por una psicología vipérea. De los vivoreznos contaban los poetas que al nacer desgarraban las entrañas y daban muerte a Ja madre. Calderón lo cantó' así:

«I Oh, víbora, qne en el mismo vientre que a vivir le saca estrena el primer delito.»

Pero dejemos a un lado la vesania separatista. De lo que tratan los hombres, de juicio es de dar posibilidades prácticas a las exi­gencias de la razón y del derecho. Las utopías quedan para los li­bros de entretenimiento y para los manicomios, y la autonomía regional es posible y justa, siempre que un Estado político sano y robusto asegure a la patria su integridad, al mismo tiempo que sus derechos a todos.

Están explicados esos miedo» atramentosos a la descentraliza-

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396 á C C I Ó N l 8 » A f i 0 t A

ci6n, pero no están rasonados. Lo que la razón manda es que cons­truyamos un Poder central tan fuerte como sea necesario, para ba-cer posible la descentralización. Los derechos, las necesidades vita» les de ¡las regiones españolas no pueden supeditarse a la existencia de un Estado en tenguerengue.

La obra de los Reyes Católicos necesita para perpetuarse y desarrollarse las mismas condiciones esenciales que le dieron vida. Es Un axioma filosófico que rige en el mundo político : Res codem modo servantur quo gignuntur. Y, ciertamente, la unidad nacional no se hizo bajo el cetro de cafia de D. Enrique el Doliente, sino bajo la virga férrea de Isabel y de Femando.

* » •

Del lado de la izquierda hay otros regionalistas más extravia­dos aún, si cabe, y más extraños al verdadero sentimiento de li­bertad regional. Precisamente por estar ayunos de espíritu autopo-mista, atracan al Estado en sus horas de debilidad, no para servir la causa del regionalismo, sino para constituir nuevos Estados centralizadores en cada una de las regiones sólo en apariencia des­centralizadas. Se reduce e<l problema a sustituir el centralismo de Madrid por varios centralismos : de Barcelona, de Bilbao, de San­tiago o de Zaragoza. Se empequeñece la causa regionalista y se la convierte en un simple traslado de oficinas y cambio de buró­cratas.

¿ Un Estado revolucionario, que en un momento de amnesia otor­gara a las regiones una autonomía de esta clase, haría un gran ser­vido a la santa causa dei regionalismo? Creo que no. Los Estados revolucionarios son esencialmente centralistas y monopolizadores, y a lo más que se alargan es a delegar una parte de su tiranía en un tiranuelo subordinado. Esto sucedería si a esos Estados autó­nomos quedaran supeditados, como lo están ahora al Estado cen­tral, todas las actividades sociales, administrativas, profesionales 7 académicas.

Serla un error monstruoso romper la cadena del estatismo que ha depaupex»do en Espafia todas esas actividades sociales, y en su tugar poner otns cadenas igualmente odiosas, igualmente condu-ceotea al raquitisaio.

A pesar de ser tan manifiesto el error, yo tengo mis sospechas de que algnnos fervoitwoe autonomistas acarician la ilusión de sus-

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PODOl Y DRaCSNTXAUZACKm 357

tituir su férula por la de sus detestados topresores». Es m&s, yo creo que la autonomía, tal como se describe en algún Estatuto presentado a las Cortes actuales, no es más que una simple susti­tución del centralismo de Madrid por otroa centralismos locales. La libertad de enseñanza, por ejemplo, va a sailir ganando muy poco o casi nada, con que la» escuelas dependan de un ministro del Estado catalán, en vez de un ministro del Estado español. Las familias del principado seguirán sintiendo detentados sus le­gítimos derechos, y expuestos sus hijos a lo» caprichos o pasiones de un político local, tan equivocado o tan sectario, posiblemente, como los políticos de Madrid. La tentación, sin embargo, puede ser tan poderosa en los organismos administrativos autónomos, y el ejemplo deÜ centralismo puede pesar tanto, que es necesario, para superar estos escollos, hacer una fuerte invocación al espí-rítn de las tradiciones regionales. La restauración de esas tradi­ciones forales, en su prístina pureza, indicaría a los catalanes» aragoneses, navarros, etc., qué cosas caen bajo la jurisdicción de sus instituciones jurídicoadministrativas, y qué cosas deben go« zar de su peculiar autonomía en aquellas regiones, sin sufñr ab­sorciones exóticas y antitradicionales.

Un error de perspectiva semejante al de los centralistas pade­cen los descentralizad<aes, que desengarzan las autonomías re-gionales dd sistema total del Estado español. Hasta caen algunos en la burda eqnivocacite de pensar que los momentos de crisis na­cional y de debilidad del Estado S<MI los que hay que aprovechar para dar satisfacción al problema rcgionaUsta.

Todo lo contrarío. Las libertades forales nacieron y fueron po-sibles dentro del campo de influencia de un poder fuerte, incon­trastable, garantía de aquellos mismos fueros y de los demás de­rechos de todos los españoles. P(»-que tal poder existía en el cen­tro vital de la nación, pudieron coexistir en la perífería las au-tooomías regionales. Quitado ahora ese pivote central y suprimi­da esa fuerza centrípeta, los seísmos períférícos son indiscutible­mente prenuncios de ruina y descomposición nacional.

Resucitar parcialmente la tradicióa, con olvido de sus elesicn-tos esettcíale», seria no ya componer el reloj y que sobraran piezas, sino pretender echar a andar la máquina prescindiendo de la ctter-da o mudle real. Ea los sistemas políticos, k> misso que en la mecánica, hay engnaajes, dependeseias, sabop^ascioDcs, armo-

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358 ACCIÓN S S F A f i o i , A

nía... Las instituciones políticas que dentro de un sistema dado tuvieron viabilidad y florecieron en beneficio del país, pueden no ser posibles ni convenientes sustraídas de aquel sistema orgáni­co. Y este es el caso de las legislaciones forales, máxima aspira­ción del regionalismo. Esto deben verlo muchos elementos de de­recha, que hoy se muestran entusiastas de su autonomía, sin más atención a otros extremos del problema político. Un Estaituto au­tonómico funcionando dentro de la órbita de un Poder central fuerte, es un hecho tan jurídico, tan armónico, tan conveniente, como posible ; pero un Estatuto autonómico frente a un Poder cen­tral caduco y deleznable, es una continua tentación de política fo­rajida.

• • * Frente a semejantes proyectos descentralizadores, o falsos, o

inviables, se alza la concepción tradicionalista, que afirma la au­tonomía regional de un modo armónico e integral. Esta concep­ción tiene que hacerla suya el nacionalismo naciente, que es la única política que puede salvar a España. Un nacionalismo pers­picaz y consciente no puede reducirse a una aberración narcisista de exterioridades muertas, sino que tiene que ser un vigoroso sentimiento de plenitud patria. Para el nacionalismo, las exalta­ciones autonomistas deben representar signos de vitalidad y no síntomas de descomposición; más que para afligir el espíritu de­ben dar motivo a la fe en el valor de los constitutivos patrios.

Devolver al Estado toda su fuerza, a las regiones toda su au­tonomía ; he aquí el doble milagro que se pide al' nacionalismo. El Estado es el centro solar, las regiones son planetas que den­tro de su órbita efectúan independientemente sus revolucione».

Más todavía : el Estado no podrá adquirir esa plétora de poder, imprescindible para llenar su cometido, si no se desembaraza previamente de las inadecuadas cargas que se ha echado encima. Hay aquí una especie de petición de principio que hará las deli­cias de un aristotélico. Pero, perdónenos la venerable ancianidad de la Lógica. La razón está sobre la Lógica, y habla así por boca de Manrras : tPara mejor asegurar la gestión de los intereses su­periores que le conciemen exclusivamente, el Estado debe des­prenderse de todo lo que no sea la Diplomacia, el Ejército y la Armada, y en un grado más reducido la organización general de las finanzas. Estos mecanismos deben depender rigurosa y direc-

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FODBX Y DSSCaimtAUZACION 3 ! ^

tamente del Estado; en cambio el clero, las Universidades, los Municipios, las regiones, la asistencia pública, todo debe ser au­tónomo.»

He aquí cómo creando un Estado fuerte, se crean al mismo tiempo otros Estados también fuertes y poderosos, que a manera de círculos perfectamente delimitados, sobre el mapa de España, atesora cada uno su parte de soberanía, sin invadir jamás la so­beranía del otro. Círculos tangentes, si se quiere, pero nxmca se­cantes.

En la política española hay palabras tabú, como en las religio­nes de la Polinesia. La palabra «Estado» es un verdadero tabú, dotado de los efectos terroríficos que ciertos términos sagrados pro­ducen en aquéllos fanáticos de Oceanía. Fuera del Estado Espa­ñol, parece blasfemia patriótica que haya ningún otro Estado. Y, sin embargo, los consejos administrativos de las provincias o gru­pos regionales y los consejos de las corporaciones profesionales, y las directivas de todas laS colectividades sociales, son verdaderos Estados, porque gozan de plena soberanía dentro de su esfera. Son Senados soberanos, aunque particulares y definidos. La represen­tación de todas estas soberanías es de rigor en una asamblea ge­neral. Estas son las Cortes representativas, que sin mermarlo ni mediatizarlo, auxilian y orientan al Poder supremo.

• • *

Esto es lo que llamamos solución armónica de la descentraliza­ción. Todavía hemos de añadir otra nota fundamental: la integra-lidad. Como hemos indicado antes, la descentralización no puede ser una satisfacción de la burocracia local, para seguir oprimien­do, como se oprime desde Madrid, a la sociedad.

No. La causa del regionalismo se identifica con la causa de las libertades sociales, y no puede triunfar la autonomía administra­tiva de las regiones, si no triunfan al mismo tiempo todas las au­tonomías, religiosas, universitarias, corporativas y de toda ín­dole. Uno mismo es el principio en que se basan y de donde arran­can jurídicamente. Si las regiones demandan una ley especial, porque «n modo de ser no se acomoda al modo de siei' común, jus­to será que donde quiera que haya una forma de ser específica, distinte de las demás, haya también Ityes distintas, adaptadas a sus necesidades características. Por eso el autooomismo de la po-

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9Í0 ACCIÓN «SPAfiO&A

Utica nacionalista tiene que ser un autonomismo integral, y al kdo de la autonomía administrativa de las regiones tiene que ins­cribir la autonomía social. Gremios y corporaciones y sindicatos y toda la organización profesional y itodas las asociaciones reli­giosas, culturales, artísticas, docentes, sociales en sus mil formas y maneras, deben gozar no sólo de libertad, sino de garantías de vida y desenvolvimiento. Pero llegamos de nuevo a echar de menos el Poder central que baga posible esta amplia resurrección de li­bertades, sin poner en peligro el bien común de la sociedad.

En efecto, la libertad de asociación no existirá jamás mientras so exista una institución de gobierno capaz de fijar el punto en que cada asociación constituye una amenaza para el bien público. Sí falta semejante institución, como es lo ordinario, las fronteras jurisdiccionales de cada asociación quedan a merced de aquélla que logra acaparar el poder. Las organizaciones socialistas impo­nen hoy pena de estrangulación a todas las asociacicMKs extrañas a su esfera. Las asociaciones sindicalistas sueñan con destruir mafiana todos los organismos ajenos a su dirección. La masone­ría, dueña del poder en Francia, ha desatado una campaña de ex­terminio contra todas las asociaciones que pudieran hacerle com* petencia. El soviet, adueñado del Gobierno en Rusia, se erige en dictadura feroz contra todos los demás elementos sociales.

Para fijar a cada organización societaria, académica o religio­sa sus verdaderos límites, hace faJta un Poder central, conscien­te, activo, dotado de la sensibilidad necesaria para apreciar el mo­mento en que una organización social entra en terreno vedado, bien por la pujanza que adquiere, bien por la dirección que t<mut. Hace falta un Poder central tan alto, tan fuerte, tan independien­te, que no tema la rivalidad de ninguna organización social, y q«e pneda hacer de juez de campo limpia e imparcialmente entre todas ellas; al mismo tiempo, tan compenetrado con el' bien co­mún, tan sensible a los riesgos del interés general, qae pueda in­tervenir en todo instante para cortar las alas al menor intento de dañar o amenazar ese supremo interéa del Estado.

¿ Y k libertad individual ?—estoy oy«ido preguntar a algún mtíinario demócrata, i Porque parece que esta es k victun» tpm va a ser inmolada en aras de ese Poder que hace falta crear para dar vida «las aataoomfas regionales I Nada de inmoladoaes. La li> botad MivkhMl aerú m^or que ahora garaatkada por eae P<K

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PODBK y ]»SCBNTKAUZACIOM 36l

der; pero en la medida que favorezca al bien público. Para todo lo que redunde en beneficio de la sociedad dará el Estado liber­tad a los individuos. Para nada que dañe al interés general per­mitirá el Estado la libertad a los particulares. La ley abrirá cau­ce a los impulsos personales para que se desenvuelvan de acuerdo con él provecho de la colectividad. No hay que sentir miedo a que el simple ciudadano vea mermada su intervención real en el gobierno de la cosa pública. Al simple ciudadano caen muy lejos los intereses generales que competen al Esitado; en cambio, le tocan muy de cer­ca las cuestiones profesionales y administrativas de su gremio y de su localidad. Pedirle que vote sobre la paz o la guerra, sobre las re­laciones internacionales o la alta legislación financiera, sobre la Re. ligión o la Filosofía, es pedirle su concurso para asuntos que no son de su competencia y que se han de resolver, en todo caso, sin tener en cuenta para nada su opinión. Pero si, al contrario, le piden que vote dentro dd reducido circulo de sus asuntos familia­res, donde su voto pueda pesar y marcar la huella de su influen­cia, cil ciudadano llega a sentirse un elemento vivo y real de la vida colectiva. Su intervención se concreta y a sus mismos ojos deja ver sus efectos. Desaparece, es cierto, aquel bello cuento democrático de que todo depende de cada ciudadano; y segura­mente, si el ciudadano es cuerdo, no dudará en congratularse de ello; pero tocará muy de cerca su poder efectivo en asuntos de su localidad, de su región, de su profesión,- y sentirá inmediatamen­te que a «través de estos arganismos administrativos y profesiona­les, el simple ciudadano está infiusrendo en una esfera, mucho más amplia. Sentirá más; sentirá que a él podría arrollarlo el Poder público, podría escamotearle su alícuota influencia personal; pero que ya no es tan fácil arrollar a una corporación municipal, o re­gional, o profesional, detrás de cuyos parapetos se siente resguar­dada y protegida aquella débil participación política que a 61 le toca personalmente.

Cada cosa en su lugar, en el lugar que la naturaleza, y Dios, que es au sapientísimo autcn-, le ha señalado. Al ciudadano 1» in­tervención direeta e inmediata en los asuntos que le afectan; a las regiones, comarcas y municipios, las iacnnaibencias seautdarias que sin intervención del Estado puedan ellas atender, para des­arrollo de su propia vida; al Estado (a gerencia de los intereses supremos que a61o> • él ooaqpeken.

MiGUEi, HERRERO-GARCÍA

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La R e p ú b l i c a de l 8 7 3

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La República española nació de una enorme ilegalidad. Claro es que ningún cambio de régimen se ha hecho, generalmente, por vías legales, ya que ninguna constitución contiene ni puede con­tener el medio de sustituir la institución que es su eje central. Pero en aquel caso singularísimo de una Monarquía que cesa en sus funciones sin haber sido arrojada por un movimiento explí­cito de opinión, parece que era indispensable la consulta al sentir nacional. Esto era lo lógico y lo honrado. Cuando se hundió el trono de Luis Felipe en 1848, se formó, por de pronto, un go­bierno provisional y Lamartine, republicano, declaró que inadie tenía derecho para imponer la República a la Franciai; en Es­paña lo impidió el dogmatismo republicano de algunos grupos po­líticos. Los cuerpos legisladores, ilegalmente reunidos en uno solo, y en los cuales la mayoría había sido elegida por electores mo­nárquicos, proclamaron la República por una mayoría exigua con respecto al número total de miembros de ambas cámaras, y designaron por votación a su primer Presidente, D. Estanislao Figueras, y un ministerio del cual formaban parte cuatro de ios ministros que acababan de ser consejeros de D. Amadeo de Sabo-ya, y un personaje, el general Córdoba, cuyas convicciones se habían amoldado a las de todos los partidos que habían goberna­do a España a lo largo del siglo.

Uno de los fenómenos más curiosos de aquella situación fué precisamente la actitud de los monárquicos de ayer que tan fácil­mente acataron a la República, aspirando a gobernar con ella. La

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característica de sus jefes era la de una inextinguible sed de man­do. Esta sed de poder les habia llevado a hacer la revolución con­tra Isabel II que, a su juicio, les mantenía apartados por un tiem­po demasiado largo, y cuando fué preciso acabar con la interini­dad, les indujo a elegir un Rey que fuera hechura suya. Ahora, con su acatamiento a la República, hacían un esfuerzo desespe­rado para seguir gobernando, ya que no concebían que se pudiese vivir lejos del banco azul y de sus aledaños. Pero estos pobres hombres a quienes se llamaba «resellados», se movían entre el odio de los monárquicos lleales y el desprecio de los republicanos. Habían gustado, en septiembre del 68, la embriaguez de la po­pularidad ; tenían necesidad de esta aureola y se encontraban con que, tan poco tiempo después de su triunfo, eran más impopulares que los mismos isabelinos. «En septiembre del 68—escribía un joven valenciano, republicano ardiente a la sazón y luego título del reino y ministro de la Monarquía—llpvávamos en hombros a los libertadores de España; en octubre del 69, esos mismos hom­bres han manchado nuestra frente con la saliva de su desprecio y han arrojado a nuestros pies el reto de su cinismo». Los pobres «resellados» llegaron a las últimas bajezas para reconquistar al­gún prestigio en el ambiente republicano de 1873. D. Nicolás Ma­ría Rivero, que al felicitar a D. Amadeo como Presidente del Con­greso el día de año nuevo había empleado las más cortesanas y rendidas frases de acatamiento, el 23 de abril confesó supllicante ante las Cortes sus intentos de traición al mismo monarca. «Yo preparaba de mucho tiempo a esta parte—dijo—el advenimiento de la República, convencido como estaba de la imposibilidad de sostener el trono de D. Amadeo. Los radicales estábamos de acuer­do sobre la solución republicana». Esta confesión no produjo sino un gesto de asco en todos aquellos, cualesquiera fuesen sus ideas, para los cuales la caballerosidad no era todavía una palabra va­cía de sentido.

La confusión comenzó el mismo día de la proclamación de la República. Puede dpcirse que solamente la recibieron con sincera alegría los que esperaban que no fuese sino el comienzo de un de-rrumBamiento completo del orden social. Para los demás, las perplejidades y los desengaños se iniciaron en el mismo punto en que se hicieron con las responsabilidades del Poder. Habían traí­do la República hombres de la ideología más opuesta. En la opo-

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sición habían sabido unirse, pero en el triunfo se encontraron con que Ips separaban irreductibles diferencias. ¿La República ha­bía de ser unitaria o federal ? ¿ Conservadora o socialista ? Al poco tiempo cada grupo combatía a sus aliados de ayer con más saña que había combatido a la Monarquía. Para el primer gobier­no republicano comenzó pronto su calle de la amargura. Quería gobernar y había roto, con una larga campaña dp intrigas 5' difa­maciones, los resortes de la autoridad. La cuestión social revistió caracteres agudísimos y comenzaron los incendios y los asesina­tos en varios puntos de la península. Surgió imponente un pro­blema nuevo: el cantonalismo. No significaba esta palabra el re­sucitar la constitución federal que se había mantenido en la Pen­ínsula después de la concreción de sus reaüezas en la corona de España, sino algo impreciso y anárquico motivado por la ambi­ción de pequeñas oligarquías locales que aspiraban a convertir icada ciudad en un estado casi independiente, sin que hubiese pre­cedido ningún estudio sobre la coordinación de estos gobiernos para una soberanía común. Es la tendencia ibérica a la disgrega­ción, manifestada a lo largo de toda la historia peninsular, y que hace que sea en España tan peligroso el debilitar el prestigio del Poder público. Así, la Diputación de Barcelona obraba como cabeza de un Estado independiente, y varias ciudades se disgre­garon del poder central.

En la primera lucha que tuvo lugar en las Cortes se ventilaba una cuestión de gran trascendencia. Los «resellados», monárqui­cos de ayer, querían conservar su influencia, y para ello les im­portaba el que se mantuviese la Asamblea Nacional, en que con­taban con mayoría. Los republicanos de verdad, cuya tradición arrancaba, a lo menos, del 64, y que habían sido perseguidos du­ramente por los mismos que ahora' querían participar del bo­tín republicano, exigían la disolución de la Asamblea. Pocas ve­ces han convivido en una Cámara gentes que tanto se odiasen. Los ex monárquicos, los federales, los unitarios, se espiaban, se de­nunciaban y se agredían. Once batallones de las milicias, a las cuales, no sin sarcasmo, llamaban todavía monárquicas, se suble­varon en la Plaza de Toros (23 de abril). La intervención de lo que se llamaba el pueblo, y no era sino una parte del populacho de Madrid, embriagado de vino y de desorden, acabó defínitiva-mrnte con la influencia política de los nuevos republicanos, per-

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sonajes acomodaticios, odiados de todos, incapaces de sacrificarse por un ideal. Mané y Flaquer escribió el epitafio de este grupo, muerto sin gloria, como había vivido, en estas palabras: f Usando su lenguaje de paganos nos alejaríamos de su cad&ver diciendo: séales la tierra ligera; pero como se hundieron en un lodazal, ese piadoso deseo podría parecer un sarcaismo. Lo más cristiano es desearles un benévolo olvido en este mundo y una gran mise­ricordia en el otro». Así se juzgaba a los hombres que habían traí­do la República, y a los cuales su propia criatura había devo­rado.

Comienza el gobierno de los republicanos de verdad^ que aspi­raban a realizar un sistema en el cual había de encontrarse el re­medio de todos los males de España. Sería curioso hacer una sín­tesis de las promesas que se habían hecho al pueblo en artículos de periódicos y en conferencias de carácter revolucionario. Los oradores levantaban ovaciones interminables anunciando la abo­lición de Has quintas, la rebaja de los impuestos mediante una honrada administración. Aun la guerra civil acabaría con el ad­venimiento de «la Nifia»; pues los carlistas, ante el gobierno ar-cádico que implantaría, rendirían las armas conmovidos. Los re­publicanos del 73 creían en la eficacia mágica de la República, como los diputados de 1812 en el poder taumatúrgico de su Cons­titución.

Puestos frente a frente a la realidad nacional, se encontraron con que se hallaban profundamente divididos en dos grupos que tenían de la futura Consititución de España concepciones aún más antagónicas que lo que puedan ser entre sí las de República y Monarquía. Unos querían que toda España fuese un Estado ho­mogéneo ; otros imaginaban a la España futura como una federa­ción de diversos estados. Y entre tanto la guerra civil, encendida ya al advenimiento de la República en las montañas del Norte, tomaba proporciones aterradoras. En 1873, cuando muchos mu­nicipios habían enarbolado la bandera roja; cuando se creía in­minente la repetición en España de los horrores de la Co^wune fueron muchas las personas que, sin tener tradición carlista, pen­saban, según la expresión del canónigo Manterola, que había que elegir entre D. Carlos o el petróleo, y que el triunfo de la bandera carlista era la única esperanza de continuar, en un orden estable, la Historia de Espafia. El núcleo de las fuerzas carlistas estaba

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366 ACCIÓN BSPAfiOLA

en el país vasco, en Navarra, en la alta Cataluña y en el Maestraz­go, pero por todos aquellos parajes de la Península en que la na­turaleza del terreno permite que se pueda resguardar fácilmente un grupo d^ hombres, en la Mancha, en Galicia, en Extremadu­ra, en las Castillas, en Levante, se echaban al campo partidas para hacer la guerra de guerrillas, por el viejísimo sistema, tan español, que habían empleado ya los soldados de Viriato, y que había asombrado a Europa en la guerra de la Independencia. No podían obtener un triunfo definitivo, pero exasperaban a los go­biernos, intranquilizaban el país y suspendían la vida normal en comarcas a veces muy extensas.

El día 7 de junio se reunieron las primeras Cortes de origeii republicano, y en este mismo día fué proclamada la República democrática federal. Los elementos avanzados de toda España recibieron la noticia con inmenso júbilo, aunque solamente don Francisco Pi y Margall y algunos personajes de su cenáculo sa­bían exactamente lo que quería decir aquel adjetivo aplicado a la República. Para el pueblo, federalismo ^1 sistema político más avanzado, en el cual podía cada cual hacer lo que quisiera, inclu­so apoderarse de los bienes del prójimo. El 11 quedó constituido el primer ministerio de este carácter, bajo la presidencia de Pi y Margall, pero entonces se tuvo noticias de un incidente curiosí­simo: D. Estanislao Figueras, el primer Presidente de la Re­pública, sin decir nada a nadie tomó <sl tren un buen día y tras­puso la frontera. El desconcierto fué indescriptible cuando se supo la deserción pintoresca del primer magistrado de la Na­ción. En 80 del mismo mes, D. Francisco Pi y Margall obtenía la dictadura. No puede llamarse de otro modo un gobierno que se hacía conceder la plenitud del poder personal con la ley si­guiente :

*Articulo 1.' En atención al estado de guerra civil en que se encuentran aigunas provincias, principalmente las vascon(radas. la de Navarra y las de Cataluña, el gobierno de la República po­drá tomar, desde luego, todas las medidas extraordinarias que exijan las necesidades de la guerra y puedan contíribuir al pronto restablecimiento de la paz.

*Art. 2." El gobierno dará después cuenta a las Cortes del uso que haga de las facultades que por esta ley se le conceden.»

Un artículo adicional concretaba estas atribuciones exclusiva-

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mente al gobierno presidido por D. Francisco Pi y Margall. Po­cos gobiernos se han abrogado poderes tan absolutos. El mismo Pi y Margall dirigía poco después la famosa Circular a los gober­nadores, en la cual se les autorizaba a suspender los periódicos que atacasen al régimen republicano, a practicar registros domi­ciliarios, a imponer contribuciones de guerra, a destituir ayunta­mientos y aun a susitituirlos por delegaciones gubernativas cuan­do no se encontrase en una población personal adicto suficiente. Se ha dicho ahora que esta Circular estaba redactada conforme a la Constitución. No hay constitución ni ley de garantía que auto­rice a suplantar a los ayuntamientos en la forma en que lo hacía Pi y Margall, ni a imponer libremente contribuciones de guerra a los ciudadanos.

Pero era inútil que, en el papel, el gobierno se hiciese conce­der toda suerte de poderes, si la masa social no prestaba a sus dis­posiciones el acatamiento que daba tan fácilmente a un decreto promulgado en nombre de Fernando VII o de Isabel II, El pro­ceso de disgregación, que en España se inicia siempre que flaquea el Poder público, llegó a un extremo no conocido en la Historia. No se trataba ya de las aspiraciones autonomistas, en este tiempo muy imprecisas, de las regiones que sentían latir (todavía lo» alien­tos de una antigua nacionalidad, ni del plan sistemático de Esta­dos federados que constituía el ideal de algunos republicanos, ob­sesionados por «1 ejemplo de los Estados Unidos, sino de la des­membración desconcertada y atómica, la rebeldía de cada ciudad en que surgía un personaje o un grupo que deseaba crearse un ambiente propicio al desarrollo de sus ambiciones personales. Nada más trágico ni más bufo que la insurrección cantonalista, con sus gobiernos grotescos y sus ministerios de opereita, sus di­minutas guerras civiles y hasta sus pujos imperialistas, que de-gener iban en verdadero bandidaje. En Málaga se proclama el cantón bajo la presidencia del diputado D. Francisco Solier ; pero otro personaje, D. Eduardo Carvajal, a la cabeza de su grupo, quio-e apoderarse del mando y origina una serie de colisiones en el diminuto estado malagueño. Los cantonales de Sevilla intentan someter a otras poblaciones y son rechazados por los vecinos de Utrera. Esto representaba un retroceso de cuatro siglos. España se deshacía entre sublevaciones cantonales, partidas carlistas, bro­tes de comunismo. Exactamente cuatrocientos años antes, en 1473,

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escribía Hernando del Pulgar al Obispo de Coria, después de des­cribirle las luchas entre los bandos de caballeros que arruinaban las ciudades en los últimos años de Enrique IV : «Trabajan asaz por asolar toda aquella tierra..., y creo que salgan con ello, según la priesa que se dan. No hay más Castilla, si no, más guerras habría*.

Los hechos del cantón de Cartagena merecen párrafo aparte, aun en un resumen tan breve como éste. La revolución cantona­lista estalló en aquella plaza fuerte por una imprevisión tan no­toria del gobierno, que fué tenida por algunos como indicio de complicidad, y su iniciación se debió al mismo gobernador Alta-dill. Los cantonales se apoderaron fácilmente de la mejor plaza fuerte de España, artillada con 533 piezas, y en cuyo puerto esta­ba anclado casi toda la escuadra esptañola : las fragatas blindadas Numancia, Vitoria, Teiuán y Méndez Núñez; las de madera Al-mansa y Farrolana y algunos vapores. Los marineros, haciendo causa común con los sublevados, expulsaron a los oficiales y que­daron dueños de los barcos. El Gobernador militar, Guzmán, pudo salir de la plaza con algunos soldados leales, en tanto que el resto de la tropa fraternizaba con los revoltosos.

Ante la continua repetición de desastres, cada uno de los cua­les hubiera bastado para desacreditar a un gobierno, las Cáma­ras se enfrentaron con la política de Pi y Margall. Como hemos dicho se le acusó entonces de estar en connivencia con los cantona­les. Esto no está probado, pero su singular ideología política le llevaba a una bochornosa lenidad con los <}ue no hacían sino llevar torpemente a la práctica lo gue creían el programa del mismo Pre­sidente de la República. Ante la actitud de las Cámaras y la di­visión del ministerio, Pi y Margall tuvo que dimitir (18 de julio) de un cargo que había ocupado solamente una veintena de días, y fué elegido para sustituirle en la magistratura suprema D. Nico­lás Salmerón. En sus seis meses de vida, la República española había conocido trta Presidentes y seis ministerios.

Ningún jefe del gobierno se ha hecho jamás cargo del Poder en circunstancias tan espantosas. En Andalucía y Levante no sola­mente se extendía cada vez más el cantonalismo, sino que eran frecuentes los focos de insurrección de avanzado carácter social. Desde mucho antes (1642) se hablaba de intentos comunistas en el Sur de Espafia. Después de la Revolución de septiembre, el co-

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munismo se extendió considerablemente por la debilidad de los gobiernos, y sobre todo por el ejemplo de la Commutifi de París (del 18 de marzo al 28 de mayo de 1870), que fué entonces, como ahora es el régimen soviético en Rusia, ideal de los elementos avanzados y alarma y estimulo de los de orden. £1 reparto de los bienes, concebido de la manera más primitiva, como una simple subversión de propietarios, la satisfacción de venganzas persona­les, era el ideal que alentaba a buena parte del pueblo descristia­nizado de los centros fabriles y de algtinos núcleos rurales. La página más terrible de la Historia de la Revolución española es sin duda la algarada de Alcoy, que estuvo algunos días en poder de elementos que tomaban el nombre de federales, vinculado en­tonces a la extrema izquierda, pero que eran más avanzados aún en el orden social que en el político. Los sediciosos se apoderaron del Ayuntamiento, donde estaba el alcalde Albors, uno de los más honrados y consecuentes republicanos, con algunos concejales y 19 números de la Guardia «ivil. El populacho los fué arrojando por el balcón a la plaza. El alcalde fué arrastrado por las calles, y con su cadáver se cometieron las más repugnantes profanacio­nes. Las turbas pasearon también en una pica la cabeza del ca­pitán de la Guardia civil. Varios funcionarios fueron asesinados, y uno de ellos, vivo todavía, fué rociado con petróleo, al cual se prendió fuego. Ardieron aquel día el Ayuntamiento y más de 20 edificios. En Málaga, en Montilla y en otros puntos de Andalucía se cometieron también verdaderos horrores.

Para combatir a los carlistas, dueños de casi todo el Norte, y que obtenían continuos triunfos (entrada de D. Carlos en España, toma de Estella y de Igualada, establecimiento de la línea del Ebro), para someter a los cantonales y a los comunistas, el gobier­no tenía como obstáculo principal la espantosa indisciplina del ejército. Los soldados y las clases de tropa, a quienes tantas veces se les había llevado a sublevarse contra los poderes constituidos, apenas si obedecían ya a los mismos oficiales. Poco días después de proclamada la República, en el mismo mes de febrero de 1873, la guarnición de Barcelona se declaró en completa indisci­plina. He aquí cómo describen la situación testigos presenciales : «Al no interrumpido grito de «¡Viva la República Federal!», los soldados arrojaban los roses, agitando los fusiles, vueltas al aire las culatas. Acercábanse a voces a algunos de los oficiales que por

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3TO A C C I Ó N Í S P A S O L A

allí había, mustios, cabizbajos, a quienes les decían : —Grite us­ted I Viva la Federal! El pobre jefe a quien se presentaban con tai exigencia no tenía más remedio que obedecer; y si a aquella desenfrenada soldadesca el grito del oficial le parecía débil, le obligaban a repetirlo, haciéndole all propio tiempo volar el ros por los aires con indescriptible algazara, en que tomaba parte el populacho. Ya los soldados no salieron de la plaza en formación. Muchos de ellos iban a la desbandada, vueltas al aire las culatas, con gorros frigios, con gorras catalanas; quién tenía el ros en la punta de la bayoneta ; quién llevaba pegado a él uno de los papeles que se vendían por las calles, induciendo al ejército a la insubor­dinación. Se veían grupos de soldados que andaban abrazados con gente del pueblo; otros, completamente bebidos, iban dando tum­bos por las calles... Después de aquel día, la mayor parte de los soldados pasaban la noche fuera del cuartel; las órdenes de los jefes, las señales de las cornetas no eran obedecidas por nadie. Los jefes tenían que sufrir toda clase de humillaciones, y no faltó alguno que se vio abofeteado en un sitio público por un inferior. Es verdad que los batallones se quedaban sin tener quien los man­dase. Ningún soldado quería salir a la campaña ; y si a fuerza de excitaciones y de discursos, acompañándoles voluntarios federales y hasta algún diputado provincial, sé lograba al fin organizar al­guna brigada, a lo mejor aquella gente se echaba en mitad de una carretera, teniendo el jefe que cargarse de paciencia hasta tan­to que los soldados tuviesen a bien proseguir el viaje. En muchas ocasiones, si el jefe iba montado, le daba a alguno por gritar; t—^Nosotros vamos a pie y el jefe a caballo. ¿Qué igualdad es ésta? j Que baje! Y luego toda la brigada repetía a coro: —| Que baje, que baje 1 No habla más que obedecer; y después se oía: —I Que baile, que baile». Este famoso grito ¡Que baile! acogía, en muchos regimientos, la presencia de un oficial.

El juicio más duro de la situación del ejército lo hizo d mismo Castelar, siendo Presidente del Consejo de Ministros, en la sesión del 8 de septiembre; tPues qué, ¿ es posible, señores diputados, consentir por más tiempo que los convoyes se extravíen y se pier­dan, que los oficiales y los jefes, sobre los cuales debe caer con más rigor la ordenanKi, porqne tienen mayor responsabilidad ; se puede consentir, repito, qUe los convoyes no adelanten, que los oficiales y jefes retrocedan, que dejen abandonados sus regimieu-

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tos, que se grite por ios soldados cj abajo las estrellas y los galo­nes !», que se entreguen los fusiles a los carlistas, que se deprede y se saquee por los mismos elementos destinados a la seguridad individual, que en muchas regiones de España no haya tranqui­lidad ninguna, prefieran la facción a las tropas del gobierno, que Cabrínety muera porque un corneta mande más que él en sus batallones; ¿ se puede tolerar que esto suceda mucho tiempo sin que crean en el mundo, como van creyendo, que la sociedad espa-fiola ha vuelto al estado primitivo, al estado salvaje, y que sólo ha proclamado la República para darse un barniz de civilización, conservando en el fondo de sus entrañas todos los gérmenes de la barbarie?» A tal estado había quedado reducido el ejército que, pocos años antes, era un modelo de valor y de disciplina, tenido en la más alta estima por los técnicos extranjeros ; que había to­mado parte en empresas de resonancia mundial (recordaremos la intervención en Italia, en Portugal, en Méjico y la guerra de África, que podrán discutirse desde diversos puntos de vista, peio que demostraron k eficacia admirable del ejército español). En cuanto a la gloriosa marina, que pocos años antes había puesto tan alto en el Pacifico el pabellón nacional, estaba en su mayor parte en Cartagena entregada a los desmanes de la marinería su­blevada.

La persecución religiosa tuvo en los primeros meses de la Re-páblica caracteres de extraordinaria intensidad ,* los gobiernos no extremaron en sus leyes el sentido anticlerical, que en los úl­timos ministerios de Amadeo habfa llegado ya al último límite; pero aquellos elementos de disturbio que en tantas ciudades se ha­bían acogido bajo la bandera federal, encontraron ocasión propi­cia para saciar sus antiguos odios, contando muchas veces con la complacencia de las autoridades locales y con la lenidad del mi­nisterio. El 80 de marzo de este año de 1873 se dio la señal para el asalto de iglesias en Barcelona, y muchas sufrieron espantosas profanaciones. En una de ellas los asaltantes osaron cubrir con d gorro frigio la augusta cabeza de Jesucristo crucificado, y algunas quedaron convertidas en bailes públicos. En diversas poblaciones de' Cataluña se daba caza a los sacerdotes, de los cuales algunos fueron asesinados. «En aquella época—dice una relación contem­poránea—, para tener derecho de vida y de muerte sobre los de­más ciudadanos, bastaba hacerse con un fusil y echarse un gorro

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frigio. £1 soló titulo de federal basitaba para que uno o más indi­viduos pudiesen allanar la morada de un ciudadano, apoderarse de su persona, meterlo en la cárcel, hacerle asesinar por las tur­bas, denunciándolo de carlista, y hasta ftísilarlo sin que mediara un simulacro siquiera d^ proceso.•»

£ n ninguna dictadura el ciudadano pacífico ha visto mis des­conocidos sus derechos ni nunca ha sido tenida en menos la vida humana. En todas las revoluciones, el pueblo, adulado por aque­llos que necesitan de su esfuerzo para derribar im oííden de cosas determinado, llega a abrogarse el derecho de vida y muerte, ejer­cido sin límites y sin responsabilidad y aplicado con la más ciega irreflexión. El hambre y el malestar producido por la perturba­ción del país, que refleja siempre en su economía; las pasiones desaitadas, la frecuencia misma de espectáculos sangrientos pro­ducían una relajación del sentimiento de humanidad. Como en la Revolución francesa, hubo asesinatos perpetrados con el más fe­roz ensañamiento, en los cuales ni siquiera un odio político guiaba a los asesinos. Se mataba por matar, linchando en condiciones horribles a pobres acusados de delitos comunes.

El comunismo, con una ideología simplista, se extendía, sobre todo, poriAndalucía y Extremadura. Se podría hacer una larga re­lación de pueblos en que un reparto social, concebido de la manera más pintoresca y arbitraria, se iniciaba por una serie de saqueos y de robos. En los grandes centros fabriles, en que el gobierno disponía de fuerzas suficientes, no se llegó a (tanto en vías de he­cho, pero entre los obreros se extendían los mismos conceptos que habían formado el confuso y radical ideario de la Commune : An­ticlericalismo y antimilitarismo; abolición de la propiedad pri­vada y de toda autoridad. En Barcelona difundía estos ideales un periódico llamado El Condenado, entusiasta de la Cormnune, y en cuyo tercer número se insertaba un artículo en el cual se establecía que la libertad es incompatible con la propiedad pri­vada y con cualquier género de gobierno. Ideas absurdas, pero de facilísimo arraigo en las clases trabajadoras. En una de las reuniones que se celebraron por entonces en Barcelona (2P de marzo de 1873), uno de los oradores hizo esta afirmación : que la República Federal no era sino el camino para la República co­munista.

Esta era la situación de España cuando, en 18 de julio, es

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elegido Presidente de la República D, Nicolás Salmerón, hombre de talento y de cultura reconocidos—aunque no extraordinarios— y de notoria probidad, que era de aquellos republicanos cuyo idea­rio político, que en el fondo se reducía a una cuestión religiosa, se caracterizaba por un fanatismo republicano que tendía a ver en la República—unitaria, según el patrón francés del 92--, no un medio, como lo son todas las formas de gobierno, sino un ideal en sí misma. Uno de los primeros actos de su gobierno se­ñala el punto más bajo a que haya nunca llegado nuestra Patria en ningún momento de su Historia. Un decreto firmado por Sal­merón y por Oreiro, ministro de Marina, declaraba piratas a los buques de la gloriosa escuadra española que, sublevados ahora en el Mediterráneo, constituían un gravísimo peligro para las poblaciones de la costa, y autorizaba a las potencias extranjeras para apresarlos. A este decreto contestó la Junta de Salvación Pública de Cartagena declarando traidores a la Patria al Presi­dente de la República y a sus ministros. Pocos días después, la fragata alemana Federico Carlos apresaba al vapor Vigilante. El cantón de Cartagena, refugio de los oradores de plazuela de toda España, y en el cual dominaban el populacho, los soldados y lo» marineros, embriagados por la profusión de una oratoria absurda, estuvo a punto de declarar la guerra al victorioso Imperio alemán. En la fortísima plaza mediterránea, el general Contreras había formado un gobierno de opereta, que se abrogaba la representa­ción de la España federal (27 de julio de 1873). Al día siguiente salió del puerto la escuadra sublevada. No hay en las gestas na­vales de ningún país nada tan pintoresco como aquella correría marítima. La Almansa y la Vitoria, vigiladas por la fragata ale­mana Federico Carlos y la goleta inglesa Pigeon, llegaron a Al­mería, que fué bombardeada por negarse a satisfacer una contri­bución de guerra. *

En Motril lograron los federales obtener algún dinero, pero el comandante de la Federico Ceñios, dueño de la situación, no consintió que continuase aquella razzia grotesca, y obligó a Con­treras a encerrarse con sus buques en Cartagena. Poco después se situó ante esta plaza una "escuadra ingksa, y a su» conmina­ciones tuvieron que someterse nuestros marinos. Así arrastraba la honra de España aquella escuadra que st había sublevado en septiembre del 68 al grito de tj España con honra U. En Carta-

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gena se entusiasmaba la gente ante la idea de una guerra contra Alemania, y para vengar las afrentas recibidas salieron del puer­to las fragatas Numancia y Méndez Núñez. Suerte fué que em­barrancaron por la impericia de los que las gobernaban. La Al-mansa y la Vitoria quedaron por algún tiempo en poder de la escuadra inglesa.

En general, la República española fué más desordenada que cruel; pero en Cartagena se manifestaron conjuntamente las dos cualidades. Roque Barcia, exaltado republicano, una de las per­sonas que más influyeron en el cantón cartagenero, hizo algunos meses más tarde (16 de enero de 1874) una descripción espanta­ble deÜ pequeño estado levantino. Allí nadie daba cuentas y los caciques disponían de los fondos incautados con el mayor desen­fado, pero un pobre raterillo fué ejecutado por haber robado un pañuelo que valía cuatro pesetas. Los consejos de guerra prodi­gaban las sentencias de muerte; tse hablaba de fusilar, escribe Barcia, como puede un creyente hablar de. la Gloria» ; y parecien­do esto poco, corrió por las calles de la ciudad una manifestación con bandera negra pidiendo se aplicase con mayor rigor la pena de muerte. Hubo personas que permanecieron en las cárceles me­ses enteros sin que se les tomase declaración; hubo «homicidios alevosos», «asesinatos increíbles». «Aquí hemos hablado mucho de república, de federación, de cantonalismo, de humanidad, de historia, de la tierra y del cielo; pero es el caso que ha reinado una tiranía más violenta que las más violenta opresión».

No se limitaron los cantonales a brillantes empresas maríti­mas. Una expedición militar, salida de Cartagena, saqueaba Orí-huela y otras poblaciones. Martínez Campos tuvo que bombardear a Valencia—fué la segunda vez que, desde la Revolución, sufría la bella capital levantina los horrores del bombardeo—, que se había proclamado en cantón independiente. El general Pavía con­siguió deshacer, no sin sangrientos combates, el cantón de Sevi­lla, y rindió, sin disparar un tiro, el de Granada. Dirigióse luego contra el cantón de Málaga, que era de los más radicales y levan­tiscos. Y, cosa singular, parece que aquella situación favorecía extraordinariamente loe intereses de algunos opulentos malague­ños, que se valían de ella para hacer un inmenso contrabando, y stu intrigas cerca del gobierno central consiguieron detener la mar-cha de Pavía, que hubo, después de pintorescos incidentes, de retirarse a Córdoba.

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Nunca se ha dado en la Historia un caso de desgaste tau r&-pido de los gobernantes. Figueras, Pi y Margall y Salmerón go­zaban, antes de la proclamación de la República, de extraordi­nario prestigio, y jos tres lo perdieron a loa pocos días de gobierno.

Los tres personajes se encontraron con que la realidad de la si­tuación española les obligaba a obrar, desde el poder, en contra de los principios fácil y cómodamente proclamados desde la opo­sición, desde donde se ven las cosas, no como son en sí, sino como el orador las imagina. Reaccionaron, y en el punto mismo perdie­ron su popularidad. Salmerón buscó un pretexto para abandonar una situación imposible, en cuya dificultad tenían tanta culpa sus especulaciones de doctrinario iluso y fanático. Ante la espantosa indisciplina del ejérci/to, era preciso restablecer la pena de muer­te, de la cual era enemigo el Presidente del Poder Ejcutivo, y aprovechó este dilema para abandonar decorosamente lá presiden­cia. El 6 de septiembre de 1873, la República española quemaba su último cartucho, y era elegido Presidente D. Emilio Castelar, el mayor prestigio intelectual de la España de su tiempo, orador incomparable, historiador que, en visión amplia y profunda, aca­so no haya sido nunca igualado. Castelar era, en el último tercio del siglo XIX, el exponeate de la cultura española ante Europa, y tan reverenciado más allá de la» fronteras como dentro de ellas. Era el cuarto personaje que en ocho meses requería la insaciable República española para ocupar la presidencia.

Aun como político, Castelar era infinitamente superior a sus predecesores. En uno de los discursos, pdetóricoa de admirables síntesis históricas, que prodigaba por aquellos días, Castelar ha­bía dicho : «Y tenedlo entendido de ahora para siempre : yo amo con exaltación a mi Patria, y antes que a la libertad, anites que a la República, antes que a la federación, antes que a la democracia, pertenezco a mi idolatrada Españai. No participaba del sombrío fanatismo republicano de sus próximos predecesores, en cuya ideo­logía ae amalgamaban los tópicos democráticos de la Revolución francesa con el tpanteísmo místico y humanitario» de la Filosofía de Krause. Castelar, que por conocer y sentir bien la Historia era el único de los políticos republicanos que se daba ex*cta cuen­ta de la realidad de su país, comprendió que si España había de salvarst tenía que recurrir a sus grandes fuerzas tradicionales. Era preciso atraerse a los elcmtatos de orden coa uaa política vir

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gorosa y firme ; devolver a la Iglesia sus prerrogativas y resta­blecer la disciplina en el ejército, entregando los mandos, no a los jefes improvisados, hijos de la Revolución, sino a los generales que no se habían sublevado y que eran en su mayor parte monár­quicos, pero a los cuales los soldados respetaban todavía. Se co­rría el peligro de que estos generales acabasen con la República, pero Castelar prefirió afrontarlo a presenciar el derrumbamiento de España.

He aquí como, algunos meses más tarde, describía el mismo Castelar la situación de España en el tiempo en que él se hizo cargo d d gobierno : tY entonces vimos lo que quisiéramos haber olvidado: motines diarios, asonadas generales, indisciplina mi­litar, republicanos muy queridos del pueblo muertos a hierro por las calles, poblaciones pacificas excitadas a la rebeUón y presas de aquellas fiebres ; dictaduras demagógicas en Cádiz, rivalida­des sangrientas de hombres y familias en Málaga, que causaban la fuga de la mitad casi de los habitantes y la guerra entre las facciones de la otra mitad ; desarme de la guarnición en Granada, después; bandos que salían de unas ciudades para pelear o mo­rir en otras, sin saber por qué ni para qué... ; los incendios y matanzas en Alcoy, la anarquía en Valencia, las partidas en Sie­rra Morena ; el cantón de Murcia entregado a la demagogia y el de Castellón a los apostólicos. PueMos castellanos llamando desde sus barricadas a una guerra de comunidades... Horrible y miste­riosa escena de riñas y puñaladas entre los emisarios de los can­toneros y los defensores del gobierno en Valladolid. La capital de Andalucía en armas, Cartagena en delirio; Alicante y .\lmería bombardeadas ; la escuadra española pasando desde el pabellón rojo al pabellón extranjero; las «>stas despedazadas; los buques como si los piratas hubieran vuelto al Mediterráneo; la inseguri­dad en todas partes ; nuestros parques disipándose en humo y nuestra escuadra hundiéndose en el mar». Esto había conseguido, en poco más de medio año, aquella República que el mismo Cas-telar y sus partidarios proponían, en los últimos años de Isabel II, como remedio milagroso para curar todos los males.

Si la República hubiera tenido salvación, Castelar la hubiera salvado, pues fué, sin duda, de los más excelentes gobernantes que han l^nido entre sus manos las riendas del poder. Tenía el nuevo Presidente que contener la pujanza de los carlistas y sortear et

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conflicto inminente con los Estados Unidos, que pagaban la devo­ción fervorosa de los republicanos españoles amparando a los rebel­des de Caba ; tenía que someter a las bravias taifas cantonales Pero su principal peligro esitaba en la misma asamblea, que era ya en­tonces un caos delirante, acostumbrada a derribar gobiernos y ha­cer frente a todo poder constituido. Castelar, apoyado por el ejér­cito y por las clases conservadoras, aun las monárquicas, y bien­quisto de las potencias extranjeras, aprovechó su prestigio para abrogarse la dictadura. Muchas de las proposiciones del Ministe­rio a la Cámara que se leen en el Diario de Sesiones de aquellos días, eran análogas a las que habían sido tan combatidas cuando llevaban la firma de Narváez o González Bravo. Parece como si Castelar se viese forzado a negar, desde el poder, uno por uno todos los principios que constituían la base de su propaganda re­volucionaria. Es divertido imaginar las magnificas imprecaciones y los vibrantes trenos con que el mismo Castelar, desde la opo­sición, hubiese pulverizado los actos y las palabras de Castelar gobernante ; el proyecto de autorizaciones—o sea, la legalización de la dictadura—para las provincias en que se ayudare directa o indirectamente al mantenimiento de la guerra civil, esto es, para toda España, comprendía la movilización total de Jas reservas, las contribuciones de guerra a los padres de los prófugos, la autori­zación al gobierno para arbitrar recursos por los medios que esti­mara pertinentes, hasta la cantidad de cien millones de pesetas {Gaceta del 18 de septiembre de 1873). Desde la tribuna, Castelar se declaraba partidario de una República de orden, acusaba a la oposición de demagogia y se justificaba de las medidas represivas que se veía obligado a adoptar.

Estas disposiciones tienden, por una parte, a restringir los derechos de los ciudadanos cuando pudiesen motivar alteraciones del orden público o auxiliar a carlistas o cantonales. Bn circula­res a los gobernadores se les encomendaba aplicasen la ley de Orden público de 23 de abril de 1870, en que se permitía el con­finamiento gubernativo de aquellos ciudadanos cuya permanen­cia en una localidad determinada pudiese constituir un peligro para el orden público. El 22 de septiembre se restablecía el di­suelto cuerpo de Artillería, cuya admirable dignidad había mo­tivado la abdicación de Amadeo, y este restablecimiento devolvía a las filas del ejército un grupo selecto de oficiales, en su mayo-

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ría de opiniones monárquicas. Como esta política fuese desvane­ciendo recelos, cada vez era mayor la asistencia de las clases conservadoras al gobierno. Muchos generales que se habían man­tenido fieles a la Monarquía le ofrecieron sus espadas, y Costelar no vaciló en aceptar su cooperación y aun en ofrecerles los más señalados cargos militares. Esto ocasionaba continuas conspira­ciones, algaradas y motines de los federales, que veían—no sin motivo—un peligro para la República. Castelar había salvado la integridad de España, pero a costa de su prestigio entre los su­yos. No había por entonces hombre más impopular. Los monár­quicos se limitaban a tolerarle, y los viejos y fanáticos republica­nos le odiaban de muerte.

Las dificultades de todo orden no pudieron ser dominadas a pesar de la energía del gobierno. Los buques de la escuadra can­tonal, que contaban ahora con la pasividad de las escuadras ex­tranjeras situadas en observación en el Mediterráneo, se dedica­ban a recorrer las costas en busca de botín. El 12 de septiembre es saqueada Torrevieja, y el 16 Águilas y otros puntos de la cos­ta reciben la visita de los piratas. El 20 la escuadra insurrecta se presenta en aguas de Alicante, en cuya bahía estaban anclados ocho buques de guerra ingleses, cuatro franceess y la famosa fragata prusiana Federico Carlos, todos los cuales se limitaron a permanecer a la expectativa. Los alicantinos, que habían reac­cionado ante los horrores de Alcoy, estaban dispuestos a resistir a todo trance ; después de varios días de negociaciones ineficaces, en la mañana del 37, Alicante, pita» abierta, fué terriblemente bombardeada por buques que se decían españoles, y que, al cabo, hubieron de retirarse ante la heroica tenacidad de los defensores. En octubre surge una grayísima complicación : el conflicto con los Estados Unidos. Un barco norteamericano, el Virginiur., se dedicaba a proporcionar armas a los rebeldes cubanos al amparo de la bandera norteamericana. Descubierto el contrabando, fué confiscado el material de guerra y fusilados algunos de los tri­pulantes. El embajador de los Estados Unidos, Sickles, presentó, en dos notas, un rerdadero ultimátwm al gobierno español, en que amenazaba incluso con la intervención armada si no se de--voMa el Virgitthts y se ponían en libertad a sus tripulantes so> brerivientes, se indemoixaba a las familias de los fusilados y se iMhidaba, ea deaagraTÍo, el pabellón norteamericano. Castdar, uno

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de cuyos temas favoritos era la exaltación de la democracia nor­teamericana, tuvo que ceder ante aquella República, que no era sino el disfraz del más farisaico y desaprensivo imperialismo que ha conocido la Historia. Poco tiempo antes había llegado a España ia noticia de que en otra nación americana, Honduras, se había ultrajado el pabellón español. Estos hecho» prueban el bajísimo concepto en que, a pesar de los esfuerzos del Presidente, mere­cía en el extranjero la República española, a lia cual algunas po­tencias no reconocían ni aun como gobierno de hecho. Los carlis­tas, envalentonados por sus victorias de Braul y Estella, eran más fuertes que nunca, y D. Carlos se paseaba en triunfo por el país vasco navarro.

Pero la mayor dificultad de Castelar estaba en la furiosa y ciega oposición republicana que exigía la inmediata convocatoria de Cortes, que el gobierno demoraba, temeroso de una derrota par­lamentaria. Los republicanos exaltados, los que no concebían, como Castelar, una República compatible con el orden y con el respeto a las ideas ajenas, sino que echaban de menos la orgía federal de Cartagena y Málaga, formulaban contra el gobierno censuras como la contenida en una protesta, dirigida a la Mesa de las Cortes (18 de noviembre de 1873) : «Vivimos en un período de tiranía en que está vejada la prensa, la libertad a merced de los procónsules, la vida en manos del verdugo y la República deshonrada por atentados que la comprometen en el concierto de las naciones civilizadas... Los Diputados que suscriben protestan una vez más de la conducta del Gobierno, y lo señalan al país como responsable de las desdichas que están afligiendo a la República y han de herir el corazón de la Patria...» La lucha se plantea entre estos republicanos a prueba de fracasos, aun poseídos de entusiasmo delirante por la República Federal, y Castelar, que, como Bolívar en sus últimos años, era ya un escéptico de la democracia y pasaba por encima de ella para robustecer el poder público, aumentar los efectivos del ejercito y consolidar su dis­ciplina. El gran tribuno se había dado cuenta de que era imposi­ble la vida normal del país sin que los poderes públicos obrasen de acuerdo con la Iglesia, y entabló negociaciones con Roma para proveer las sillas vacantes. Encontró buena acogida en la Curia Romana, porque procedió con una nobleza y una buena fe a que no'estaba acostumbrada en sus tratos con los liberales españoles,

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aun en tiempos de la Monarquía, y se llegó a un acuerdo sobre el nombramiento de los Prelados, entre los que figuraban algunos de los más insignes de la Iglesia española.

Aquella política de transacción colmó la medida de los repu­blicanos (de verdad», para los cuales el rabioso anticlericalismu era punto fundamental d<* todo programa. Se dice que d Presi­dente de la Asamblea Nacional, Salmerón, poseído del más fa­nático sectarismo, exclamó al leer en la Gaceta el nombramiento de los Prelados: «|Guerra sin cuartel!» Y la lucha entre ambos Presidentes quedó entablada desde entonces. Fueron vanos todos los intentos de concordia. La oposición era formidable, porque en contra del Gobierno, representante de la España que quería vivir, se habían unido todos los fanáticos de la República, los revolucio­narios de profesión, los pescadores en río revuelto. En tal estado de cosas, ante la expectación febril de toda España, se abrieron las Cortes con la sesión del 2 de enero de 1874. Acaso no haya habido en los anales del parlamento español jomada tan intere­sante como ésta, en la cual, sobre la habitual mezquindad de la Revolución española, resaltan ciertos vislumbres de grandeza, que hacen recordar momentos de la Convención francesa. Castelar de­fendió magníficamente su gestión, pero la Cámara, adversa, bus­caba solamente, no ya la manera de derribarle, pues la crisis es­taba virtualmente planteada, sino de que cayese envuelto en la ignominia. Este pugilato, en que el gran tribuno alcanzó una al­tura heroica, terminó, en la madrugada del día 3 de enero, con una votación desfavorable, a consecuencia de la cual Castelar pre­sentó la dimisión. Inmediatamente se procedió a buscar sustituto, y la mayoría se puso de acuerdo para votar a un Sr. Palanca, que hubiera sido el quinto Presidente de los que en menos de un año creó y deshizo la voracidad insaciable de la Asamblea. Habían triunfado los mantenedores de la indisciplina en el ejército, de la orgia cantonalista, de las persecuciones religiosas.

Pero España, la verdadera España, no deseaba sino que la dejasen vivir, y sentía ya cansancio y asco de la oligarquía que, movida de bajas pasiones o de un fanatismo insensato, la había llevado a la ruina y a la ignominia. Casitelar había hecho concebir esperanzas de que pudiese coexistir la República con el orden. Esta última esperanza acababa de disiparse. Y el ejército, rege­nerado por la política de Castelar, puso el veto a aquella bacanal

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insensata. A las seis de aquella mañana se presentaba en la Cá­mara un asrudante del general Pavía, Capitán general de Madrid, e intimaba al Presidente y a los diputados a que desalojasen el local en cinco minutos. Produjo esta orden una confusión rica en grotescos incidentes, pero basitaron algunos tiros disparados al aire para libertar al país de la tortura y de la vergüenza de su parlamento.

III

Cuando, en los siguientes días, se fué sabiendo en toda Es­paña lo ocurrido en el Palacio de las Cortes en la madrugada del 3 de enero, la opinión pública se dio cuenta de que el régimen republicano había pasado a la Historia. Una relación contempo­ránea dice que por todo Madrid no se oía sino esta exclamación : «i Ya se acabó aquello!», y muchos preguntaban que cuándo ve­nía el Príncipe. Con este nombre se designaba a D. Alfonso, el hijo de Isabel II . Sin embargo, la República permaneció, nomi-nalmente, casi un año todavía.

Teniendo en cuenta que el golpe de Estado lo había realizado un general monárquico, que la guarnición de Madrid y una gran parte del ejército eran partidarios de la Restauración, el hecho no deja de ser curioso. Se. debió, principalmente, a la habilísima política que e! partido aUonsino, dirigido por Cánovas, venía observando durante este tiempo. El gran político andaluz no que­ría que la dinastía que representaba volviese a España per un golpe de mano, sino por el deseo unánime de toda la nación. Pre­fería que pasase aún un poco de tiempo para preparar el terreno al Príncipe adolescente que completaba su formación en Sand-hursit. Con su conducta patriótica, sin poner nunca obstáculos a ningún gobierno bien intencionado, cooperando siempre a todo lo que fuese el bien del país, el partido alfonsino había ganado en el último año infinidad de prosélitos en todas las clases sociales. Era el partido del porvenir. Pavía, dictador por unas horas, se limitó a reunir a los principales personajes de la milicia y a los jefes y prohombres de log partidos moderado y radical, para que viesen la manera de dar un gobierno a España. Los radicales con­siguieron que continuase, a lo menos en la forma, el régimen

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republicano, y esto motivó la abstención del partido alfonsino. La situación estaba otra v^z Cn manos de los hombres que habían hecho la Revolución del 63, y que no eran capaces de otra cosa que de mantener interminables interinidades. Fué designado como Pre­sidente del Poder Ejecutivo el inevitable general Serrano, en todo mediocre sino en la ambición, el cual, con el título de Regente, ha­bía presidido los destinos de España a la caída del trono de Isa­bel II. El tradicional apego al poder del Duque de la Torre fu¿ otra de las causas de la extraña supervivencia de la República.

En realidad, esta palabra no es muy exacta. Desde el 3 de enero al 29 de diciembre de 1874 hubo en España un gobierno sin tenden­cia determinada, caracterizado únicamente por el incoloro perso­naje que ocupaba la magistratura suprema. Suele llamársele «el Gobierno ducal». Los embajadores de Alemania y Austria, al pre­sentar sus credenciales a Serrano, en una ceremonia en la cual salieron de nuevo a relucir las libreas de los Borbones, no le dieron otro título que el dt «Señor Duque», y le hicieron comprender cor-tesmente en sus discursos que consideraban su gobierno como una interinidad (12 de septiembre de 1874), carácter que ya había sido confesado en un manifiesto gubernamental (13 de mayo). Esta in­terinidad fué ocupada principalmente en la guerra civil, más acti­va que nunca, pues los carlistas obtenían resonantes triunfos en el Norte, en Cataluña, en el Maestrazgo y aun en el reino de Valen­cia ; en la sumisión de los últimos cantonales de Cartagena, con­vertida por causa de la orgía federal, en un montón de ruinas, y en obtener el reconocimiento de las poitencias, de las cuales la ma­yor parte se avinieron a una actitud benévola, que a alguno» pa­triotas suspicaces les pareció que tenía ciertos vislumbres de pro-tectorado. En cuanto a la política de estt período, carece por com-pleto de interés. España, como la Francia después de 1870, estaba demasiado fatigada para entusiasmarse por grandes ideales. Serra­no cavilaba sobre los medios de mantenerse en el poder, y se en» tregaba más cada vez a personas y procedimiento* conservadores. Conspiraban,' sin grandes entusiasmos, republicanos y radicales, y Cánovas se limitaba a esperar lo que todo el mundo, dentro y {uena de España, veía venir de una manera inminente : la restau­ración alfonsína, único medio para consolidar la política española y para terminar la guerra civil.

La restauración estaba de tal manera en el ambiente, que bas-

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taba un chispazo para que se impusiese. Este chispazo brotó en el ejército acampado cerca de Sagunto, y en pocas horas borró la obra que creían eterna sus artífices. Cánovas emprendió la difícil empresa de reanudar la Historia de España.

Alfonso XII no venía, como Amadeo, llamado por los hombres de un partido, a consecuencia de unos cuantos votos de mayoría. Stts derechos no se fundaban en un grupo, ni siquiera en una ge­neración, sino en la Historia, y por esto pudo reinar y consiguió consolidar su dinastía. De labios de los que presenciaron la entrada del p.ey en Barcelona y en Madrid 'hemos oído el entusiasmo deli­rante, popular, que fundía todas las clases sociales, al paso de aquel niño vestido de Capitán general, muy pequeño sobre su gran caballo blanco, que paseaba sus ojos llenos de lágrimas sobre la multitud enloquecida. | Cuan diferente esta entrada de la de Ama­deo de Saboya, pocos años antes, recibido solamente por unos cuan­tos personajes oficiales, consternados por el asesinato de Prim! En el más bello de sus discursos políticos, Castelar había afirmado que una dinastía no puede surgir de las urnas electorales, sino de un ingente movimiento colectivo. El clamor popular consagró una vez mis, en los primeros días del año 1875, la augusta Casa, que reco­gía la tradición de Austrias y Borbone» y de las viejas dinastías medievales de Castilla y León, de Barcelona y de Navarra.

BL MARQUES DE LOZOYA

[Continiuiráíi

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El fracaso de las Refoimas Agrarias

IV

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Los términos moderados y velados de esta crítica oficiosa de los efectos de la Reforma Agraria, no podemos aceptarlos nosotros, los que vimos in loco la nueva agricultura rumana y escuchamos aquí y allá interesantes fuentes de información directa. Ellas nos confir­maron el juicio de absoluta condenación de la Reforma Agraria ru­mana, cuando era juzgada por buenos criterios sociales y económicos, condenación que estimamos debiera aplicarse a las Reformas Agia-rias de otros países. Observamos con claridad, cómo se trata verda­deramente allí de una violación de la naturaleza agraria: las institu­ciones y el régimen económico que vegetaban naturalmente en la tierra como si fuesen plantas, en vez de perfeccionadas y expurgadas de sus defectos, respetándose en su esencia, eran, por el contrario, des­organizados por la ley, orgulloso producto de una falsa razón de Esta­do, envenenada de pasión, descaminada por un mal sistema político. I ^ ley contra la tierra, el Estado contra la Agricultura. Después, el ataque violento contra las instituciones de la tierra, y no la reforma; verdadera revolución aunque incruenta, que bien puede llamarse así por la superficie agraria subvertida y por haberse realizado una con­fiscación de la mayor parte de esa superficie, revolución—ciertamen­te—4nás política que económica, como lo demuestra la frecuente in­vocación de loá lugares comunes del «anti-feudalismo,» de la «libe­ración de la tierra.), de la ndemocracia campesina», y la concesión de que fuertes motivos políticos (miedo del contagio bolchevista, premio idel servicio militar de las masas campesinas) hicieron la reforma.

Revoluciói y confiscación, con sus efectos desmoralizadores y desdvilizadores sacudiendo el prestigio del Estado, el respeto ixjr la ley, y hasta los preceptos de la moral y de los mandamientos que tie­nen relación con el derecho de propiedad.

Revolución de efectos contraproducentes, productora de ruinas: oo se consigue la liberacióri de la tierra, sino antes al contrario, en vez de los útiles lazos sociales que le daban fuerza, aparece una

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nueva esclavitud de mal carácter; la burocracia del Estado y el ca­pitalismo anónimo y cosmopolita pasan a ser los nuevos grandes pro* pietaríos, los señores de la tierra que cobran de ella pensiones muy semejantes a la antigua Renta, constituidos en la obligación de orientar su cultivo; en lugar de la antigua aristocracia territorial, de la gran propiedad que, haciendo parte del conjunto agrícola era como su cabsza, llevaba como su representación, pasará el pequefio propietario a trabajar a las órdenes del burócrata del Estado y por cuenta del judio internacional, que de él cobra su usura. Y la prue­ba de ello es que en todas las Reformas Agrarias de este tipo se re­conoce, como complemento necesario, la tutela agronómica del Bs-tedo y se abre, descaradamente, las puertas al crédito intemadonal...

Dejan, pues, la tierra verdaderamente esclavizada, en lugar de liberada. Y, digamos la palabra precisa: la dejan pulverizada, o mejor aán, en condición de irse pulverizando indefinidamente. En efecto, una Refomia Agrara nunca es definitiva. Nuevas ambiciones excitadas por !a su-mchire políiioa y electoral, surgen siempre di­ciendo que «1 limite concedido a la extensión de la propiedad es todavía demasiado grande y tiene que hacerse una nueva refor­ma, para recortar aún más la tarne de la tierra. Esto es irremedia­ble, porque dentro de la lógica y del idealismo de la Reforma Agra­ria, la justicia está con lus nuevas camadas de proletarios que cla­man su hambre de tierra, tan atendible como la de los ya servidos antes. Este camino lleva r. un punto en que la tierra se convierte en un tapiz imposible de retazos. Para evitarlo, el único remedio es el total abandono de la falsa ideología de la Reforma Agraria, que pudiera definirse como máquina legal de destrucción integral de la tierra.

Los reformistas oponen a esta definición su negativa, fundada en que los propietarios nuevos muestran una gran energía en defender su nuevo derecho. A lo que nosotros rtapomáemoa, que ello demues­tra la inferioridad social de la pequefia propiedad en relación con la grande, porque ésta es mucho más liberal, mucho más acoge­dor.!, acepta dentro de su sistema a los nuevos contingentes prole­tarios que se van formando, y hasta ofrece una menor resistencia a la abdicación de sus derechos ante las grandes urgencias sociales, como lo demostraran los grandes terratenientes de Rumania no opo­niéndose a la Reforma Agraria. Por el contrario, la pequefia pro­piedad no proporciona trabajo, es más cerrada, más duramente egoís­ta que la grande. Dividida la propiedad, ima primera vez, se hizo* para lo futuro, más agudo el problema de instalación de los nuevo» contingexrtes de población, porque la propiedad cuanto más pequefia, tanto más difícilmente les abrirá sus puertas, ni aún siquiera para su colaboración como obreros. Otra mala consecuencia de la reforma; no sólo esclaviza y pulveriza, sino que la cierra, la hace egoista, in­dividualista, menos social.

Esta mayor individualización de la tierra, por efecto de la Refor-

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ma Agraria, no quiere decir que el derecho de la propiedad se con­solide, venciendo de una vez al socialismo, como pretenden los apo­logistas de la parcelación: es una individualización puramente ne­gativa, exclusiva, muy lejana de su concepción de un derecho de la propiedad, que tiene un aspecto social que no se debe dejar de te­ner presente Por el contrario, esa propiedad aparentemente indivi­dualizada de la Reforma Agraria es, en el fondo, una forma socialis­ta. Realmente, los nuevos propietarios de la Reforma Agraria no pueden ser llamados, mirando al fondo de las cosas, verdaderos pro­pietarios de sus tierras. La propiedad consiste esencialmente en la lilM-e disposición; es una prolongación de la personalidad humana, y como tal, debe ser susceptible de crecimiento y de desenvolvimien­to. La pseudo-propiedad creada por la Reforma Agraria es, por de­finición, el disfrute limitado de la tierra. £1 campesino no es ver­daderamente propietario más que de los frutos, si bien con perpe­tuidad ; es una especie de siervo adscrito a un terruño cuyo señorío perteneciese al Estado, a un Estado imbuido de la idea socialista de la Reforma Agraria, esto es, de una ideología igualitaria con respecto « dichos terruños. £1 impuesto es la pensión del nuevo sier­vo adscrito (y también los intereses usuarios i>agados al capital ju­dío y lo» beneficios pagados a los grandes sindicatos industriales), y la obediencia a las indicaciones burocráticas es la señal de su suje­ción como tal siervo.

La propiedad no tiene su libertad más bella (la más útil social-mente en -e todas), la libertad de crecer, de aumentar. Cosa terrible,

' porque suprime a los mejores el mejor de los estímulos: no puede aplicar el producto de sus economías a redondear sus tierras, esto es, a darlas \m destino profesional; para el disfrute de ellas y para su capitalización, deben hacerse capitalistas, industriales o comer­ciantes.

« * «

AdemAs de todos estos males que cayeron sobre la propiedad di­vidida, en lugar de los bienes que se esperaban, hubo también el mal del prejuicio económico. No solamente los nuevos propietarios eran en muchos casos incompetentes para la labranza, lo que la de­pauperó, sino que también tuvieron que pagar a los antiguos una indemnización parcial, dinero que vino a faltar en la corriente cir­culatoria «de la economía agrícola; sabemos que la cuantía era insig­nificante en relación al valor de la tierra, pero importante, sobre todo, si la sumamos a la parte de indemnización que dio el Estado y a lf.3 gastos que este hizo con la reforma en relación al capital de explotación de la misma tierra. En la apreciación de toda Reforma Agraria, se debe comparar el estado económico que determina, no con el estado ^onómico anterior, sino con el estado económico que legítimamente se podría suponer si todos estos gastos de la Reforma

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Agraria hubiesen sido aplicados al fomento de la tierra. Como, aun­que destructora, la Reforma Agraria no puede anular de un modo absoluto h. riqueza agrícola, pasada la crisis, la Agricultura tiende a recobrar su desenvolvimiento, pero esto no disculpa a la Reforma Agraria áv los perjuicios irremediables que causó; y como los gra­dos de riqueza de un país no deben ser valuados en sí mismos sola­mente, como si difiriesen uno de otro tan solo por sus respectivas cifras, sino con un criterio de oportunidad y de relatividad, pudien-do de un cierto grado de riqueza depender tal vez en determinadas circunstancias hasta la suerte total de un país, nadie sabe el mal que puede representar para el mismo lo que se deja de ganar («man­que á gagner»), por no aplicar al fomento de la tierra el cuantioso ca­pital de origen fiscal y privado que una Reforma Agraria desperdi­cia. Est¿ desperdicio es una gran infracción del deber que a una nación incumbe, dentro de la competencia universal, de mantener en el grado máximo su riqueza.

Finalmente, la propiedad que resulta de las Reformas Agrarias radicales es una propiedad retrógrada : en vez de progreso, sólo se con­siguió reponer a la propiedad en un estado rudimentario, del cual ella, naturalmente, tiende de nuevo a salir i)or un movimiento pro-gres¡/> de concentración, en lento trabajo reconstructivo que dura años.

El historiador Jorga presentó en este mismo Congreso una tesis para probar el derecho originario histórico del campesino a la tierra; pero lo que verdaderamente se lee entre líneas en ese estudio, es que, aunque el campesino fuese originariamente el dueño de la tierra (o, con más propiedad, el usuario en régimen de comunidad aldeana), a medida que la nación se oproximabo a su mayor edad, aparecen las ra/ones de Estado, y las conveniencias de una vida social más avanzada, que van desenvolviendo un complejo derecho de propiedad a lo romano.

A estas decisivas objeciones a la Reforma, o antes bien a la re­volución agraria, que señalan las deficiencias de la nueva forma de propiedad constituida, hay que añadir un fortísimo argumento cuan­do, admitiendo de Krado la existencia de vicios en la forma anterior, se estudian las maneras posibles de remediarlos sin procesos revolu­cionarios

Ante todo, cualquier solución debiera, antes de ser aplicada en fiWnde, estar avalada perfectamente por una experiencia prudente. Hsta prudencia empírica, de la que no se prescinde en la técnica para la adopción de nuevos métodos de cultivo, debiera ser usada por el Estado, con mayor razón, en la remodelación general de las instituciones <Je la tierra, que son la base de la producción agricola. Y segui<1anientie, hemos todavía de decir, que una buetia política de disciplina de los arrendamientos, de las aparcerías y, en general, de todas las formas de explotación de la tierra, o una política de sufi­cientes c altos salarios agrícolas, o una política de desamortización

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áe lo que ciertos vínculos feudales tengan de inadaptable a las con­diciones modernas, son soluciones que hay que poner en el mismo rango que todas las otras que se refieren directamente a la forma de la propiedad. Y entre estas últimas está claro que a la solución re­volucionaria es mucho más preferible la solución jurídica, a la que ya aludimos, de la intervención oficial y estatal para beneficiar, con el movimiento espontáneo de los derechos, la forma de propiedad más útil a un país. Respecto a Rumania, todavía preguntaríamos nosotros, aun admitiendo la presión casi revolucionaria de los acón» tedmientos, que entonces se habría impuesto a los gobernantes /.no hubiese sido mejor fórmula el hacer depender la Reforma Agraria general del buen éxito de una primara experiencia hecha, por ejem­plo, o n los mejores soldados de la guerra?

m * 0

A es*a altura, hemos tocado los principales puntos de crítica di­recta a la Reforma Agraria. Pero hay el aspecto orgánico del pro­blema, el más importante de todos, que al final descubre la compro­bación del colapso de las doctrinas económicas y de filosofía social, la tibieza de los defensores de la propiedad, la carencia de una sana e íntegra filosofía agraria, lo que tal vez constituye la mayor razón de la revolución rústica en Rumania y en otros países.

La confusión de las formas de propiedad con las formas de explo­tación cuando no con las formas de cultivo, y el desconocimiento de las funciones y legitimidad de la propiedad, considerada en si mis­ma, independientemente de ir ligada a ésta o a aquélla forma de explotación o de cultivo, por lo tanto legítima y útil hasta cuando pueda en ciertos casos revestir las formas más absentistas y parasi­taria'., son los dos mayores prejuicios que obstruyen la mentalidad moderna, en el estudio de las causas de la tierra ; de estas dos fuen­tes provienen las malas leyes agrarias, que actualmente devastan como una inví»sió'« epidémica, tan dilatadas y fértiles zonas agrícolas de Europa.

Refutando las viciosas teorías de la renta, que nos vienen de Ri­cardo, es preciso ir a buscar a Santo Tomás de Aquino, a la escuela fisioorática y a un examen de amplias vistas sobre el panorama agra­rio moderno, la buena teoría de la propiedad. Y entonces se verá que esta es una institución complejísima relacionada íntimamente con la explotación, pero distinta de ella porque, si la determina be­néficamente en sus formas más eficientes y la comunica un influjo de energía, de excitación, de funcionamiento, toda esta influencia la poedÁ ejercer como a distancia, esto es, aún cuando la propiedad y la explotación no tengan el mismo agente personal; y, finalmen­te, hace ascender del plano de la producción, a otros planos sociales más elevados, a los valores económicos, lo que confirma bien su

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autonomía y su trascendencia, por títulos de derecho, de moral y de sociología, ante el terreno económico.

En una definición, que pretendiese agotar su más íntimo con­tenido, diríamos que la «propiedad» es un admirable medio natural y social de dilatar y de libcárar la personalidad humana, utilizando cosas naturales, tomando esa dilatación y «sa liberación un sentido de mayor nobleza todavía cuando el objeto de la apropiación es la tierra; dilatación y liberación de la personalidad del propietario, pero al mismo tiempo la personalidad del no propietario, del traba­jador, gana tn la propiedad del prójimo una moralizadora y civili­zadora disciplina de trabajo, y en la siempre posible propiedad suya un estímulo de mayor esfuerzo y elevación social. Este sistema ju-rídico-económico del «derecho de propiedad» y de la «no propiedad con dereclios», establece una útil jerarquía y diferenciación social,, y tiene u:ia felicísima razón de equilibrio en lel hecho de que la pro­piedad, cuando aumenta en extensión, no aumenta en exclusivismo, antes bien, en la gran propiedad es mayor la parte y la aceptación de los no propietarios, lo que nos debe hacer abandonar el prejuicio democrático contra día, que, además como forma de riqueza inmó­vil y visible, siempre está sujeta, en sus posibles abusos, a las correc­ciones del Estado.

Se concibe, pues, la buena organización agraria como un sistema orgánico de «pequeña, media y gran propiedad», fomentando evo­lutivamente el Estado la armonía de estas tres formas -, y, én cuan­to a l.> forma de las relaciones entre «propiedad y explotación», hay también lugar, siempre dentro del mismo espíritu sistemático y je­rárquico para los diversos tipos: para el propietario residente—el mismo empresario de su tierra—, que es el modelo y está en lo más alto de la escala agraria; para el propietario no residente, porque tiene que desempeñar ciertas nobles y necesarias funciones de la vida social; para el propietario no residente, que casi no es propie­tario, ya que solamente tiene derecho a serlo cuando use de sus rendimientos según las leyes y según la moral y, siéndolo, no deja de ejercer su función también económica de hacer trabajar a sus renteros, conviniendo que existan de estos propietarios, que son copropietarios, para que se haga más «visible» el derecho de pro­piedad como cosa independiente de la explotación, en si mismo le­gítimo, aunque muchas o la mayor parte de las veces deba estar li­gado a la explotación, compitiendo al Estado el buscar, así como busca el equilibrio de la grande, de la media y de la pequeña propie­dad, «1 just) equilibrio de la «residencia» y del «absentismo».

I«a propiedad, institución más jurídica que económica o moral, tiene, sin embargo, una gran función económica y moral, función tan estática como dinámica, pues si por un lado conserva los valo­res, por el otro estimula los progresos.

En la defensa de la propiedad, continuando una tradición que nos llega del derecho y de la civilización romanas, se señalan los países de Occidente.

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Kl Oriente ruso inteató desastrosamente fundar una nueva ci­vilización sobre la herejía negadora del derecho de propiedad. Esta herejía, enfermedad contagiosa, traspasó las fronteras rusas, y es a la influencia del espíritu bolchevista a la que, fen parte, son debidas las revoluciones agrarias de la Europa Central.

Runirnia, país latino, pero propicio por su situación de fronteras a iiivasior>^s parciales de influencias extrañas (¿qué otro i>afs latino, colocado en las mismas condiciones, sería en esto diferente?), así com>> en otro tiempo contrajo el modo religioso griego, aceptó ahora con la Reforma Agraria una concepción menos latina del derecho de propiedad, dejándose indirectamente influenciar por la herejía so­cial de los rusos.

Después de estudiado este país hermano, queremos acabar distin­guiendo el error de la Reforma Agraria, producto eventual de los azares de la política, del profundo y permanente genio de la raza rumana, bien digno de un futuro de prosperidad y de paz sobre su tierra ft'ilil, apoyado en las eternas instituciones que ha construido el realista idealismo latino.

LA REFORMA AGRARIA EN CHECOESLOVAQUIA

En el Congreso Internacional de Agricultura, de Bucarest, fue­ron presentadas varias memorias checoeslovacas en defensa de la Re­forma Agraria. Vamos a hacer su crítica, pero agrupándolas con otro documento que, aunque no presentado al Congreso, lo debemos con­siderar también integrado en el mismo designio de defender aque­lla política.

Las memorias presentadas al Congreso fueron las siguientes: del Dr. V. Brdlití, profesor de la Escuela de Altos Estudios Técnicos de Pragi, sobre las Condiciones y resultados de la Reforma Rústica en Checoeslovaquia', del Dr. J. Vozenilelí, presidente de la Sección Rústica Nacional, sobre las Razones y resultados de la Reforma Rús­tica checoeslovaca, y del Dr. Prókes, sobre la Reforma Agraria y su influencia en la elevación del nivel de vida de la población rural; el estudio, que unimos a estas memorias, para hacer la critica de todo el conjunto, es el siguiente: un artículo de Pavel y Viskovsky, so­bre la Reforma Rústica, de la Enciclopedia checoeslovaca.

En todos estos apologistas descuella la premura por encontrar jus­tificación económica a una Reforma Agraria que tuvo, sobre todo, signiñcado político. Los argumentos presentados, o no se sustentan verdaderamente por sí mismos o, si representan en realidad hechos económicos indiscutibles, no abarcan aún, iwrque se contradicen en­tre sí, de un lado la idea de vastos beneficios económicos que pro-vengiu de la reforma, del otro la pequeña extensión de la misma, confesad:; por sus defensores, en el conjunto económico del país.

Que h Reforma Agraria de Checoeslovaquia tuvo, sobre todo, ca-

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KL FKACASO DB LAS KBPORXAS AGRAUAS 391

rácter político, lo prueba en primer lugar la referencia que casi to­dos sus apologistas hacen de la batalla de Montaña Blanca, diciendo que habiendo sido después de esa batalla, con el propósito de arrui-n;>"" de una vez la independencia nacional, confiscadas las propie­dades do los nobles checos, para entregarlas a los aristócratas de ori­gen extranjero, se justificaba ahora, con el fin de cimentar la inde­pendencia nacional, que la propiedad fuese arrebatada a los herede­ros de cqnúllos, aunque lejanos, usurpadores.

Sin discutii la legitimidad de esta venganza, queremos, sin em­bargo, consignar que poner la cuestión en este pie es, innegablemen­te, hacerla pasar del terreno económico al terreno político: el obje­to de la acción reformadora, buena o mala, no es la economía del país, sino el condicionalismo de su clase dirigente, que más que económico es órgano social y político.

No pueden tampoco los apologistas de la reforma agraria che­coeslovaca evitar el lenguaje claramente político, cuando dicen afir­marse en ideales como la democracia, el antifeudalismo o el antihabs-burguismo; mezclados con los argumentos económicos aparece una vez la afirmación axiomática de que en la reforma agraria se sobreen­tiende siempre un fondo de justicia democrática, otra vez el estado económico anterior y tachado de feudal, supervivencia medioeval ipso jacto condenada a muerte justiciera, y otra, por último la dinastía unificadora de la antigua Austria, solidarizada con el latifundio, que comunica a éste su odiosidad, en el sentir de los checoeslovacos de la nueva política. Pero ¿qué es, en este caso, la democracia, trino una palabra expresiva de una ideología política, extraviada en este cam-po de discusión económica que es la Reforma Agraria ? Estas famosas expresiones de «el hambre de tierra» o «la sed de tierra» o «la Incha por la tierra» son hasta por su verbal exageración romántica lugares comunes de demagogia política y no realidades económicas, porque lo que es realidad económica es que todo propietario desee redondear o aumentar su heredad en la normalidad de la evolución conómica, y no la trágica desesperada necesidad de tierra, que aquellas expresiones dejan adivinar, como también que un cierto derecho (derecho democrá­tico, ideología política) está con los reclamantes, y que para ellos no hay forma posible de vida, fuera de la condición de propietario (nega­ción política de una realidad económica), expresiones éstas que son también de naturaleza política porque se traducen solamente en uxu cierta dosis de realidad, cuando la propaganda demagógica, apropián­dose de ellas, hace artificialmente nacer en el pueblo los sentimientos revolatíonaríos que están en su lógica.

Josa PEQUITO REBEIrO {Contínuari.)

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LAS IDEAS y LOS HECHOS

Actualidad española

LAS organizaciones comunistas pusieron gran esperanza en esta segunda quincena de enero. Querían hacer una gran demostra­ción de su fuerza y de la extensión que alcanza su dominio.

Aprovecharon los sucesos de Bilbao para tomar el mando de la huelga general, que fué esencialmente comunista. A la vez, y respondiendo a su plan, ocurrieron los desórdenes de Sagunto, las huelgas revolucionarias de Málaga, Coruña, Barcelona y Va­lencia ; el estallido de revolución social en la cuenca del Llobre-gat, y los intentos de destrucción de templos para acreditar, una vez más, que esta subversión lleva siempre un fermento antirre­ligioso.

El movimiento se desarrolló con arreglo a los planes precon-cébidos. Días antes de desencadenarse, los periódicos rojos anun­ciaron (todo lo que había de ocurrir, estimulando de paso el ar­mamento de las masas proletarias, el reparto de fincas, la ofen­siva contra la Guardia civil. Cuando los sucesos se producen, se ve a los mineros de Figols, enloquecidos por una propaganda depravada, apoderarse de varios Ayuntamientos, tporque k re­volución social ha estallado en Espafia» ; y reproducen escenas que meses antes se representaron en otro lugar y que después han sido glorificadas. La bandera negra de la Acracia fué enarbo-lada en varios edificios.

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Cuanto ocurre en las zonas agitadas por esas conmociones re­volucionarias, tiene marcado carácter soviético.

El 16 de febrero de 1931, el diario Pravda, órgano de los So­viets, transmitía a la Sección española de la III Internacional! la siguiente orden :

1.* Deberán luchar por el derrocamiento de la Monarquía y establecer el Gobierno campesino obrero.

2." Deben confiscar los bienes de la Iglesia y desahuciar el Concordato.

3.° Deben confiscar los bienes de los grandes propietarios de la tierra y repartirlos entre los labriegos.

4." Deben poner término a todos los privilegios de la Igle­sia católica.

5.° Deben suprimir las Congregaciones religiosas. 6." Deben abandonar los métodos moderados y preparar la

lucha organizada. En el mes de mayo del mismo año, el citado periódico Pravdo

insertaba unos consejos dedicados a los comunistas españoles. Se les advertía «que era indispensable prepararse para una luch^ armada contra el Gobierno provisional burgués y reaccionario... Se les recomendaba en particular tque renunciaran a las ilusio­nes democráticas y republicanas extendidas entre las masas». «El partido comunista debe asumir la dirección de las masas para la conquista inmediata de la libertad.»

También se les aconsejaba «la ocupación inmediata de las tie­rras, su reparto y la organización de la defensa contra todo ata­que».

Luego se decía : «Hay que atraer los soldados a los Soviets. Hay que exigir la participación más íntima de los soldados en la vida política del país, crear comités de soldados en los batallo­nes, en lias baterías, en los escuadrones ; hay que imponer la elec­ción de los jefes».

Pero—añadía Pravda—el problema capital debe ser el arma­mento del proletariado, la creación de una guardia obrera revolu­cionaría.

Desde entonces estos consejos son puntualmente seguidos: los hechos lo acreditan.

No obstante esta ckrídad meridiana para apreciar los oríge-

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nes de la perturbación social que fatiga a España, en el Parla­mento, en determinados periódicos y en el mitin se ha pretendido por algunos, con interés y propósitos que no son necesario descu­brir, pues los advierte el más lerdo, involucrar a las derechas en la organización de los desórdenes. Se ha insinuado que elemen­tos de la reacción participaban en el complot anárquico para no sabemos qué misteriosos fines que justificaran el contubernio cou sus enemigos más acérrimos.

Otra vez se repite aquella inculpación grotesca, que acusa a los católicos de quemar sus iglesias.

Pero si esto es verdad, si puede' haber la menor sospecha de verdad en estas participaciones, ¿ por qué no extremar la ener­gía para reprimir los desórdenes? Puesto que los católicos que­man sus templos—según ha vuelto a decirlo hace pocos días un diario que amasa los espléndidos negocios de sus amos y los fu­rores revolucionarios en la misma artesa—¿por qué impedir o protestar cuando son rechazados por la vioilencia los desalmados que incendian? ¿Por qué indignarse si desde un templo dispa­ran contra esos tcatólicos» que por crear un estado anárquico se entretienen en prender fuego a las iglesias? ¿Por qué con­sentir, puesto que se trata de individuos a sueldo de la reacción, que pistola en mano decreten el paro general en Bilbao o en Valencia, o «n Barcelona, y que coloquen las banderas rojas, o ne­gras en este o aquel edificio?

No; la verdad es otra. La verdad es que las ideas disolventes corren hoy con más frenesí y con más libertad que nunca. Los jefes de estos movimientos sediciosos son anarquistas en Barce­lona, sindicalistas en Corana, comunistas o socialistas en el Sur. En Valencia es la Sociedad de Socorro Rojo Intenacional la or­ganizadora de la huelga revolucionaria. Están bien definidos los promotores, los orígenes y los fines del movimiento.

Sólo cerebros primarios pueden ser torpemente engañados con esa acusación contra los católicos, como causantes de estos daños. La estratagema es vieja. Un día fueron acusados de haber incen­diado Roma.

Hoy son muchos los Hombres con espíritu neroniano que ro­cían de gasolina los muros de los templos y prenden la llama con

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el mismo infame propósito de señalar después a los católico© como autores de un delito que no han cometido.

I» * *

El 16 de enero el ex-Ministro D. Juan Ventosa pronunció en el Círculo de la Unión Mercantil una conferencia que tuvo ex­traordinaria resonancia.

El Sr. Ventosa aportó la autoridad de las cifras para demos­trar lo que sin tanta competencia afirma hoy la gran mayoría de los españoles.

Las quejas que oímos cada día al industrial y al comerciante, al propietario y al labriego, al funcionario y al obrero, las redu­jo el Sr. Ventosa a números; números que abrían las simas ate-rradoras del tdéficit» en todos los terrenos a que aplicaba su in­vestigación el conferenciante.

Por la fuerza de sus razonamienitos se ve cómo el inmenso bosque de la riqueza nacional pierde su color y sus frondas ; la anemia lo debilita y lo marchita, y todo él cruje y sucumbe bajo los rigores de un otoño sin fin.

El Sr. Ventosa puntualizó con argumentos certeros que la pa­rálisis y los estragos producidos en la vida económica española no eran debidos a la crisis mundial; ni la superproducción que agobia a otros países ni la crisis bursátil nos afectan de manera que justifique los males que sufrimos, y menos pueden alegarse en nuestro caso las consecuencias de la guerra. Además, el se­ñor Ventosa hacía las comparaciones con cifras del año 1930 y de 1931. El año 1930 el mundo estaba ya angustiado por la crisis y el fenómeno se re reflejaba en España con intensidad. No des­conocemos que la citada crisis mundial nos afecta en algunos ex­tremos importantes, como reducción de emigración a América, disminución de giros de América, baja importante en la exporta­ción 4e minerales y diversos productos, pero todo ello no en pro­porción «unciente para justificar los efectos que el conferenciante relataba con pruebas irrebatibles.

El Sr. Ventosa deducía de todo esto que los estragos enu­merados no eran los dafios inevitables y fatales por repercusión de lo que sucede más allá de las fronteras, sino las consecuencia»

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lógicas de una política. Una política que ha creado la desconfian­za en el pueblo y que ha exteriorizado una falta absoluta de crite­rio en el Gobierno.

Razones que fácilmente alcanzará el lector, nos obligan a de­tener aquí nuestro comentario.

* * «

La Compañía de Jesús ha sido disuelta y expropiados sus bienes, por decreto del 23 de enero de 1932.

Las causas que se alegan para justificar tal determinación han sido rebatidas de forma tan absoluta que no pueden ser man­tenidas sin ofensa para la razón y para k justicia.

Al reparo especioso del cuarto voto, que convierte a la Com­pañía de Jesús, según conviene a sus adversarios, en una Orden sometida a autoridad distinta del Estado, no se puede añadir un solo hecho que acredite indisciplina o rebeldía, ni se cita un solo acto que demuestre en los jesuítas hostilidad o enemiga al Esta­do. En cambio, es fácil, y llenaríamos páginas, enumerar las obras y los hechos que certifican una colaboración entusiasta a los fines del Estado, una perseverante labor beneficiosa para la patria y que contribuye al esplendor nacional. Altos centros de cultura, escuelas. Observatorios, obras de beneficencia y sociales, leproserías, trabajo de archivos, obras misionales, educación de obreros, academias para jóvenes, cultivo de las ciencias y, sobre todo, formación de los espíritus por el saber y la virtud, prego­nan la obra de los jesuítas en España.

Ni siquiera en su condición de españoles se les reconoce los derechos que disfrutan los demás ciudadanos españoles, y aun a los que sin serlo se les arbitra y reconoce en gracia a su signifi­cación política. Sólo pedimos—escribían los Provinciales de la Compañía, saliendo al paso de la campaña antijesuítica—que se formulen hechos concretos y los prueben ante los Tribunales. Porque no reconocer la personalidad de la Compañía, limitar su derecho de poseer y disponer, cercenar la libertad que a las de­más Asociaciones y a los individuos se reconoce, más aún, disol-Tórla, apoderarse de sus bienes, desterrarla, 3on penas que sólo

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se legitiman con un cargo concreto y gravísimo, corporativo, pro­bado y juzgado.»

¿ Quién puede ignorar que tales cargos mo existen sino aquel que deliberadamente se proponga desconocerlo?

En medio de las tribulaciones y de las dudas que pueda origi­nar la anormalidad de la hora presente, la contemplacídn de los sucesos desde las cimas dominantes de la historia, lleva al ánimo la seguridad de que el enemigo no prevalecerá. La Compañía atraviesa el mundo concitando con una predilección que es su pri­mer honor, las iras y los rencores de los adversarios de la Igle­sia. Por dura y terrible que sea la prueba, la Compañía retorna a su camino con las huellas de la persecución transformadas en ci­catrices de gloría.

Restablecida en España en 1816—según cuenta el P. Lesmes Frías—con un centenar de ancianos, que desde 1773, en que fué deshecha toda la Compañía por Clemente XIV, es decir, por más de cuarenta años, habían vivido en el siglo como simples sacerdotes y en bien tristes circunstancias; suprimida y disuelta en 1820 por las Cortes Constitucionales; de nuevo repuesta en 1823 con los restos que de aquellos ancianos que quedaban en vida, y con los de la juventud criada en el cortísimo período anterior, que no liabían sucumbido en la tormenta de la dispersión; vuelta a suprimir en 1836, después de haber visto el año anterior asesi­nados quince de sus hijos por hordas salvajes en la Corte misma de España, y muchos más salvados de igual fin sólo por especial providencia del Señor ; no admitida de nuevo hasta 1852, para ser medio desterrada otra vez en 1854 y totalmente en 1868, he aquí que medio siglo después había alcanzado ya sorprendente floreci­miento.

La historia de la Compañía de Jesús tiene otra fecha me­morable y otros ,nombres que inscribir en la dilatada lista de los «lUft han intemtado su anulación. Por el buen nombre de España valiera más que no se hubiera dado motivo para ello, Pero, ante los hechos, debemos de confiar que el 1932 será una fecha más en ese oleaje que a lo largo de los siglos van desatando los persegui­dores de la Compañía ; que rompe contra el muro y levanta gran estruendo, pero que al fi,n se aleja en la resaca del tiempo, mien­tras lo inconmovible queda...

JOAQUÍN A R R A R A S

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LA V I D A E C O N Ó M I C A

P o l í t i c a y e c o n o m í a

Otra vez la política ferroviaria.—Unas palabras del señor Azaña y una nota del Conde de Gruadalhorce.—Comentarios y antecedentes.—La con-{ercncia del aeñox Ventosa.—La crisis económica nacional es ajena a la

nniversaL

EL Sr. Azaña siente la función de gobierno con marcado sim­plismo. Es hombre de inesperados «descubrimientos». Y contra lo que parece, muy comunicativo. Al menos, si se

juzga por la rapidez con que corre a divulgarlos. Un buen día va a Andalucía y averigua, y lo grita a los cuatro vientos, que el sub­sidio contra el paro forzoso sólo servía de pretexto para hacer y deshacer obras innecesarias. Otro buen día se entera en un Consejo de que los ingresos de Almadén, presupuestados para 1931 en doce ffliillones de pesetas, sólo habían producido un millón, y lo comen­ta ante los periodistas con gesto de acre censura. Otro día, en fin, oye hablar de millares de millones—con referencia a los proyec­tos de Guadalborce—y se entretiene en execrar las fantasías dic­tatoriales, que Albornoz calificara de patológicas, cifrando en seis mil millones el coste de las ferroviarias. Y no sigo, para no dis­traer en vano al lector. En esos tres casos hay deficiencia infor­mativa, por error o por demora : esto último, en el caso andaluz. I/O que el Sr, Azaña ignoraba mientras no pudo acercarse a los pro­vincias del sur, lo sabíamos los demás españoles desde el primer

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VIDA SCONÓHICA 399

día, incluso los que harto involuntariamente y a desgana estamos expatriados. Lo de Almadén es algo perfectamente claro : doce mi­llones de pesetas venían recaudándose por venta de mercurio, hasta que por lo visto se han paralizado las compras, fenómeno natu-ralísimo en esta etapa de crisis. Lo de ferrocarriles... Digamos al­go de ferrocarriles.

Tan sólo a guisa de comentario sobre la nota que mi ilustre compañero el conde de GuadaUíorce publicó en la prensa. En la diatriba antidictatorial, las obras ferroviarias fueron pivote máxi­mo. Técnicos y profaaios se han solazado en la pintura del supues­to despilfarro dictatorial. En esta propia Revista, y en algunos otros periódicos, he recogido ya, para desmentirlos, gratuitos aser­tos. Hoy deseo'desempolvar algunos antecedentes de hecho para demostrar al lector que antes de 1926—o sea, de Guadalhorce—, España tenía una política ferroviaria casi tan costosa como la posterior, pero mucho menos eficiente ; y que el plan Guadalhorce es absolutamente viable.

El Estado venía concediendo a las Compañías ferroviarias dos clases de anticipos: unos, para maiterial móvil y de tracción ; otros, para atenciones de personal. Estos últimos provenían de la Real orden—(simple Real orden!—con que Allendesalazar ha­bía devado los sueldos de los agentes ferroviarios, y sumaban, en 1.' de enero de 1926, 460,6 millones de pesetas. Los primeros im­portaban, en igual fecha, 199,7 millones. Unos y otros eran rein­tegrables ; pero, de hecho, apenas se reintegraban los del segundo grupo. En 1926 se había reembolsad^, con imputación a éste, sólo 7,6 millones, y con imputación al primero, 60. En fin f[e 1930, los reintegros importaban, respectivamente, 129,9 y 23,9 millones de pesetas, o sea, un 64,8 por 100 y un 5 por 100 de los respectivos antici^s. Nada hay que decir de los de material, porque, con el módulo ya marcado, pronto llegará su total cancelación. En cam­bio, la de los de personal no se vé en lontananza, cosa grave dado que fueron esencialmente improductivos o fungibles, por. no pro­ducir nueva riqueza ni mejoras de línea. Apúntese aquí el primer mérito de la gestión dictaitorial, gracias a la que los anticipos para personal, que hasta 1924 venían costando casi 100 millones de pe­setas por año al Tesoro público, desaparecieron por completo des­de 1926. El conde de Guadalhorce saneó, por lo tanto, en este

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400 A C C I Ó N B S P A Ñ O L A

aspecto, la política ferroviaria del Estado, poniendo coto a un sub­sidio estéril.

Son capitulo aparte los gastos de construcción de nuevos fe­rrocarriles. Pero conviene hacer saber al lector que no todos los ferrocarriles actualmente en obra responden a iniciativa dictato­rial. Antes de 1923, el Estado invertía una anualidad oscilante en­tre 40 y 60 millones de pesetas en nuevas obras. Eran las de los ferrocarriles Ferrol-Gijón, Zuera-Olorón, Lérida-Saint-Girons, Ri-poU-Puigcerdá, Val de Zafán-San Carlos de la Rápita, etc., etc. Ca­rezco de los datos precisos para evaluar lo gastado én todos ellos hasta 1926. Con toda seguridad no es menos de 150 millones Dt."*-de 1926 hasta 30 de junio de 1931 el ritmo de trabajo fué más ace-llerado; por ello, en ese período el gasto se eleva a 170 millones. El de los demás ferrocarriles iniciados por la Dictadura —hasta 30 junio 1931—importó 570, aproximadamente. ¿ De dónde habrá sa­cado el Sr. Azaña la cifra de 6.000 ?

El conde de Guadaíhorce da la de 2.100 como presupuesto máximo global. Hay una respetable diferencia entre ambas. Y no sería posible salvar la enorme distancia, ni siquiera computando las obras y mejoras de las redes existentes e incluso su electrifi­cación integral. Esta debe demorarse hasta que el orgánico apro­vechamiento de nuestros caudales hidráulicos proporcione los ki­lovatios precisos a precio insignificante, aspecto previsto con sa­piencia en el plan Guadaíhorce. Y aquéllas—que exigieron en el período dictatorial un dispendio de 902 millones de pesetas—, no son carga inexcusable del Estado, como he dicho reiteradas veces. Pueden y deben costearflas las Compañías, siempre que se les re­conozca capacidad emisora más allá del plazo de reversión de sus concesiones. Francia, en su ley orgánica de 1920, va más lejos, pues concede el aval del Estado a las emisiones de obligaciones que las Compañías verifiquen para cubrir el déficit de explotación, y tales emisiones, fts indudable, servirán indirecta e implícitamente para costear las obras de mejora. En realidad, pues, el presupues­to ferroviario Guadaíhorce, limitándose a la construcción de los nuevos ferrocarriles, no llega ni al tprcio de la cifra que capricho­sa o ligeramente comentó el señor Presidente del Consejo de Mi­nistros.

El problema actualmente planteado es muy agudo. Estriba en

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VIDA ECONÓMICA 401

saber si han de continuar o no esas obras. Una ley votada en Cor­tes ha pocas semanas declara la nulidad del plan ferroviario de 1926. Están, pues, fuera de todo régimen jurídico los ferrocarriles ini­ciados a virtud de ese plan, que son 16, con una red aproximada de 2.000 kilómetros, y afectan casi a la mitad de las provincias. ¿Se interrumpirá su construcción? El criterio expuesto por el señor Ministro de Obras públicas es eminentemente ttriturador». No sólo para ese plan, sino también para el de ferrocarriles pn obra desde antes de 1923, cuya longitud es, grosso modo, de unos J.700 kilómetros. Pero los criterios ttrituradores», en política o en eco­nomía, no son constructivos. Aunque se funden en experiencias ex­tranjeras, aún no consolidadas resueltamente. Reconocemos, sin duda la crisis que sufren en todas partes las expJotaciones ferro­viarias. Pero en este punto no cabe establecer paralelismos teme­rarios. Otros países están «saturados» de ferrocarriles. España, por el contrario, carece de los más vitales. A cada kilómetro de fe­rrocarril corresponden 5,5 kilómetros cuadrados de territorio en Alemania; 12, en Francia; 14, en Italia, y 23 en España. El fe­rrocarril tiene que cumplir aún una misión primaria en muchas regiones españolas. Será, además, compíemento indispensable de algunos de los planes de reconstrucción económica que más acen­tuadamente demanda pl porvenir patrio, como, por ejemplo, los hidráulicos. La red actual apenas excede de 16.000 kilómetros. Aun­que llegue a 20.000, suponiendo realizados los dos planes de antes y después dg 1923, será proporcionalmente muy inferior a la co­rriente en otros pueblos.

Y no se arguya que faltan medios. No faltan, no, si una poilíti-ca suicida no da al traste con la potencialidad financiera de Espa­ña. Para atender las construcciones que están en marcha bastaría una anualidad de 150 millones durante un corto período de tiem^w. Si esa anualidad ha de extraerse del impuesto, el fracaso es segu­ro. Si se pide al ahorro, no hay riesgo alguno. En este caso, el pre­supuesto general de gastos tendría que pechar con un aumento de 10 millones de pesetas por año, en concepto de cargas financieras de la Deuda ferroviaria. No hay dificultad, ni problema, ante c'fra tan módica.

* « *

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402 A C C I Ó N B S P A S O I , A

Ha suscitado comentarios en general eíogiosos la conferencia de D. Juan Ventosa y Calvell. El nuestro, en esencia, es también favo­rable. Ya era hora de que desde alguna tribuna prestigiosa se abor­dasen, por quienes pueden escalarla, temas vitales para el país, con competencia solvente y documentación objetiva. La mayoría de los discursos pronunciados en esta temporada fuera de las Cortes —y dentro de ellas también—producen en el extranjero penosa im­presión. Temas gárrulos, de mero ritualismo, absorben la preocu­pación de muchos pseudodirigentes, a la hora misma en que el pro-Mema económico es una verdadera obsesión mundial. Laval, Brü-ning o MacDonald sentirían un profundo asombro si tuviesen tiem­po de leer las disertaciones de la mayoría de nuestros repúblicos. El Sr. Ventosa ha sabido concentrar la atención del país sobre los hechos económicos, cada día más graves en su escueta e^locuencia, y merece por ello un sincero aplauso, aunque no se compartan ín­tegramente sus juicios. El relativo a la accidentalidad en las for­mas de gobierno, por ejemplo, parécenos, por lo menos, prema­turo en quien fué ministro hasta el 14 de abril, y ello por motivos, no sólo de cronología, sino también de fondo. En otros países pue­den ser las formas de gobierno eso simplemente: formas. En Espa­ña, ahora y pn mucho tiempo, son bastante más. A la vista están

las pruebas, harto dolorosas.

Los coeficientes económicos manejados por el Sr. Ventosa son catastróficos. Acusan la disminución de licencias de construcción, consumo de carne, venta de superfosfatos, cuentas bancarias, etcé­tera, etc. Pero pueden agregarse otros muchos: el menor consumo de tabaco, artícuJo que llega a todas las clases sociales, cuya renta ha producido, en los diez primeros meses de 1931, 250,7 millones de pesetas, contra 259,1, en igual período de 1930; la baja en lote­rías—de 283,8 a 267,2 millones—; la de petróleos—de 140,7 a 131,1—muy significativa, porque la gasolina es sangre vital en los pueblos modernos; el aumento imponente de pisos desalquilados, etcétera. Si fuese factible la estadística—que no lo es—resultaría abrumadora una comparación entre el volumen de ventas del co­mercio durante el segundo semestre de 1931 y el correspondiente a igual período de 1930, La contracción debe ser formidable, según se deduce de las lamentaciones de todos los comerciantes, cuyo eco per­cibo perfectamente desde Lisboa. Y el dato no se presta a equívocos.

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VIDA BCONÓHICA 403

Porque la prosperidad de los pueblos se traduce en la fuerza circula­toria del dinero.

Al señalar las causas, no ha dicho nada nuevo el Sr. Ventosa. Ni es fácil decirlo. Porque son notorias, y están en la conciencia del pueblo español. Alabemos, sin embargo, la cruda claridad con que negó el influjo—comodín republicano—de la crisis mundial. A juicio del Sr. Ventosa—con el que coincido de lleno—esa crisis re­percute de modo beneficioso en la economía española, por motivos principalmente monetarios. Muchas veces he sostenido esta tesis en la única forma que me tolera la democrática República. Pero hay que insistir sobre ella hasta adentrarla en la mente popular, tan si­niestramente estragada.

En estos mismos días, un repaso sintético del proceso evolutivo experimentado por las principales economías nacionales durante el pasado año, nos lleva a la misma conclusión del Sr. Ventosa. Cabe afirmar, en efecto, a la vista de hechos y números de todos los pueblos, que España padece una crisis asui generis», caracteriza­da por la conrurrencia de todas las taras morbosas, sin ninguno de los factores de salud que intermitente y alternativamente 'es fácil encontrar en otros países. A mi juicio, este fenómeno, por demás inconcuso, cualifica de modo inequívoco la crisis económi­ca española y define su generación autóctona, al margen en lo substantivo de causalidades exóticas.

He aquí, en efecto, algunos de los, síntomas específicos y ele­mentos integrantes de la crisis nacional:

a) Desnivel de la balanza comercial. Aparentemente, no muy grande, unos 200 millones de pesetas oro, en 1931. En realidad sin embargo, es enorme, porque esa cifra representa casi la cuar­ta parte de nuestro comercio exterior, cuyo volumen se ha redu­cido en el último año en un 20 por 100 respecto del anterior.

b) Reaparición del déficit presupuestario, con dos agravan­te» : la dificultad de constrefiir los gastos si no se quiere extremar el paro forzoso, y ía de reforzar los ingresos en instantes de tanta penuria para todas las fuentes de riqueza.

c) Contracción del consumo y de la circulación de riquezas. o) Colapso de la economía agraria. e)' Disminución de las reservas metálicas efectivas del Ban­

co de España: las amarillas bajan, en 1931, 262 millones de pe­setas oro; las de plata, 196 millones.

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404 \ C C I Ó N B S P A Ñ O L A

f) Aumento de la circulación (billetes, cuentas acreedoras y diversas cuentas del Banco de España), desde 11 de abril a 26 de diciembre, en 1.115 millones de pesetas, y contracción de los de­pósitos en la banca privada, en igual período, por más de 1.100 millones.

g) Aumento del número de obreros parados. h) Política social de elevación de jornales y disminución de

jomada. i) Indisciplina social máxima: huelgas, boycots y sabotajes

sin tasa. j) Desvaloración de la propiedad mobiliaria, la urbana y la

rústica.

k) Alza en di coste de la vida, según los índices de precios. I) Crédito caro y difícil. II) Depreciación de la moneda. De estos hechos, unos tienen categoría causal; otros, de mero

efecto. Los hay casi universales, por no sustraerse a ellos ningún pueblo; varios se dan solamente en determinadas naciones, y dos o tres, desgraciadamente, son patrimonio exclusivo de nuestra pa­tria. Desde luego, es evidente que ningún país de categoría eco­nómico-financiera similar o superior a la de España goza el triste privilegio de acopiar todos ellos en grado más o menos intenso.

Florecen únicamente en España los fenómenos h), i) y k). La huelga endémica y virulenta no es planta del año 1931. Realmen­te, cuando el mundo entero clama por trabajo, parece absurdo que haya hombres capaces de entregarse a la demoledora tarea de hol­gar. Pero España es una excepción, una triste excepción. No sólo en eso. También en la política de jornada y jornales. Largo Ca­ballero, por uno de sus primeros decretos—que es todo un sím­bolo—elevó los jornales y redujo ía jomada de los mineros astu­rianos. El alza de jornales es general en toda la nación: en la agricultura, en la industria y en el comercio. A pesar de que los negocios enflaquecen. No importa. Es la hora de satisfacer aspira­ciones de clase, sin preocuparse del interés común. Bajan los sa­larios en el Rhur (7 por 100), en Yugoeslavia (6 por 100), en Bélgica (metalúrgicos, un 2,6 por 100, amagado de aumento), en Polonia (textiles y siderúrgicos), etc. Bajan, especialmente, los salarios de agentes de caminos de hierro (en Alemania, Polonia,

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VIDA ECONÓMICA 405

Bulgaria, Rumania, Austria, Bélgica, Canadá, Estados Unidos, con proporciones que van del 6 al 60 por 100). En España se hace todo lo contrario. No es de extrañar que los precios tiendan a su­bir, mientras en el resto del mundo decrecen, y de modo acentua­do, que a veces es vertiginoso. Otra peculiaridad española. En fin, ¿ qué decir del colapso agrario ? Sin obras normales de me­jora, con faenas circunscritas a lo estrictamente preciso, merma­da la superficie de siembra, escatimado el abono, indisciplinado el obrero, multiplicado el jornal, impagadas las rentas, desvalorado el fundo, hoy la propiedad rústica española es un cadáver insepul­to, que espera entierro cristiano, o un Mesías capaz de redimiría...

Aumenta la circulación fiduciaria en casi todo el mundo, Pero casi siempre, simultáneamente, el encaje oro, lejos de amenguar, crece; en Suiza, de 713, a 2.347 millones de francos suizos; en Bélgica, de 3.284 a 3.654 de francos belgas ; en Checoeslovaquia, de 1.545 a 1.649 de coronas ; en Grecia, de 610 a 869 de dracmas. Es­paña ve crecer su circulación, como ya dijimos, y disminuir el oro y la plata de su banco, como también se vio.

Alemania parece d rigor de las desdichas, y sufre la presión de una causa especifica gigantesca: los pagos de guerra. Sin em­bargo, se libera de alguno de los fenómenos adversos españoles. Por ejemplo, su balanza comercial arroja superávit de 3.000 mi­llones de marcos.

Inglaterra atraviesa una de las faaea más críticas de su histo­ria y se ve en trance de abandonar el patrón oro. Pero no desva­lora la propiedad, ni aumenta la circulación fiduciaria (363,5 mi­llones de libras al comenzar d año; 362,8 al concluir), ni pierde el superávit en la balanza de pagos, aunque sea raquítico, ni en­carece su índice de precios, ni sufre huelgas y desórdenes.

Francia culmina en 11.000 millones de francos el saldo adver­so de la balanza comercial, pero refuerza su encaje oro, llevándo­lo de 63.786 a 68.86á millones de francos, y eleva el encaje de divisas de 7.226 a 12.854 millones. Y, además, asegura la nivela­ción presupuestaria para 1932, prosigue el ritmo amortizador de IXsuda, estimula la actividad nacional con una nueva tranche del plan de utillaje (8.486 millones de francos) y, por supuesto, vive en plena paz social.

Los Estados Unidos incrementan su circulación fiduciaria (de

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*06 A C C I Ó N B S P A S O L A

2.267 a mis de 3,000 millones), pero no aminoran la garantía oro (fija alrededor de los 2.990 millones de dólares). Disminuyen las exportaciones, pero su balanza comercial cierra con superávit de 334,7 millones de dólares. Sufren una epidemia de falencias ban-carias, pero las cuentas acreedoras en la banca privada apenas des­cienden de 58.000 millones de dólares. En la banca inglesa, la francesa, la suiza, la belga y la holandesa, aumentan también di­chas cuentas o depósitos acreedores. En la española disminuyen.

En ninguna parte se restringe el crédito territorial, y especial­mente el agrícola. Más bien procuran facilitarlo los Estados, crean­do o desenvolviendo organismos adecuados, como hace Norteamé­rica con los Land Banks. En España, d crédito agrícola—sea prendario, sea hipotecario—está de hecho en suspenso. Por otro lado, el crédito oficial de descuento se ha encarecido en Espafia desde el 5 y J , al 6 J , hoy en vigor. Rige este tipo, u otro supe­rior, en Albania, Alemania, Austria, Bulgaria, Chile, Estonia, Grecia, Hungría, Perú, Polonia, Portugal, Yugoeslavia, etc., esto es, en países semiquebrados, o en moratoria, o directamente afec­tados por las derivaciones financieras de la guerra. Entre los neu­trales, Espafia personifica la máxima carestía, si se exceptúa una intermitencia seguramente pasajera en alguno de los escandinavos.

i A qué seguir ? Insisto en el aserto cervical de esta crónica. Es fácil encontrar en cualquier país uno o varios síntomas de cri­sis. En ninguno, sin embargo, se agrupan tantos y tan heterogé­neos como en España. Desde luego, de varios—desorden público, huelgas incesantes, elevación de jornales, etc.—poseemos triste exchisiva. Por ello es cierto que la crisis impera por doquier, y en muchos sitios, con intensidad superior a la que España registra. Pero la nuestra, por su causalidad y rara difusión, no puede con­fundirse con otra ninguna. Su gestación es esencialmente nacio­nal. Porque los factores que más eficientemente la originan son de modo preciso los peculiares y no los universales.

En consecuencia, el remedio es bien claro. Ha de buscarse en el tratamiento de nuestros propios maks. De nada serviría que 1* normalidad financiera se restableciese en el mundo y desaparecie­se la desconfianza reinante, y el oro se distribuyese con ritmo me­nos imperialista, y las aduanas abatiesen sus tarifas, y creciese ú icodsomo, y disminvyeKS los parados, y murieaen las trabas opues-

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VIDA BCONÓmCA 407

tas al comercio de divisas, y renaciesen las facilidades para él cré­dito a largo plazo, y recobrasen parte de su valor los títulos mo­biliarios, y concluyese para siempre la pesadilla de los pagos de guerra. ¿Qué pasaría en España si todo eso sucediera fuera de ella ? Pues no se dude: si seguían actuando los fenómenos espe­cíficos antes enumerados—singularmente, alza de jornales, dismi­nución de rendimientos, desorden social y encarecimiento de pre­cios—, España vería acentuada su crisis con una depreciación fot-midcthle e inevitable de la peseta.

He ahí otra demostración de la tesis que defiendo. Porque es ajena a la extranjera, la crisis española puede agravarse cuando aquélla se resuelva, y precisamente por eso. Baste, pues, de pue­riles efugios. Mirar mis allá de la frontera teniendo en casa las raíces del problema, es una inocente diversión estratégica que sólo puede embaucar a los incautos.

JOSÉ CALVO SOTELO

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LA H I S T O R I A

F i l o l o é í a p o l í t i c a

E L artículo La Hispanidad, publicado en el primer número de esta revista por su ilustre colaborador D. Ramiro de Maeztu, me invita a una pequeña aclaración con la que mu­

cho desearía que todos nos lucrásemos, al disiparse un equívoco tejido en torno de palabras aún imprecisas.

¿Deberá incluirse en la expresión «hispanidad» (o la portu­guesa «hispanidade») Portugal y el Brasil? El Sr. Maeztu, para contestar afirmativamente, se ayuda de cinco autoridades portu-guesasi: Camoes, André de Resende, Carolina Michaélis de Vas­concelos, Garret y Ricardo Jorge.

Todo cuanto atribuye a los últimos cuatro, como aplauso o en desenvolvimiento de la primitiva proposición de Resende, es cier­to, y ningún portugués culto podría legítimamente contrariarlo.

Hispani omnes sumus (ihispanos, somos todos) todavía hoy lo podemos repetir con verdad. Pero, Hispania no es España, ni hispano tiene el mismo valor que español.

El destino histórico nos puso en presencia de dos conceptos, uno cultural y político el otro, que por mucho tiempo fueron ex­presados por el mismo vocablo—^España o Hespanha—, en el uso de los escritores portugueses, y pienso que también en el estilo co­rriente de los españoles.

En el habla romance de la Edad Media el vocablo Hispania vino a convertirse, por la fuerza de conocidas leyes fonéticas, en su equivalente España, que fué siendo empleado para designar, tanto la vieja Península Ibérica, la Hispania Romana, como el reino que, bajo la hegemonía de Castilla, unificó algunas de las

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Fír , or. O G i A P O t i T r c A 40Q

antiguas monarquías cristianas de la Reconquista y en oposición a Portugal, Aragón, Navarra y a los reinos árabes.

Oigamos lo que a semejante respecto nos dice Carolina Mi-chaélis : «...la palabra España tenía en la época trovadoresca dos sentidos, el más lato para la Península entera, el más restricto para Castilla y L,e6n*.

Para evitar posibles confusiones, quien quería designar la ge­neralidad de los reinos cristianos, decía y escribía las España!, (en plural), refiriéndase al concepto totalitario de la propia división romana (1).

Por eso la invocación de la autoridad de Camoens (Os Lusia-das, C. I., 31) podría ser reforzada en el mismo sentido, con las referencias del III, 23 ; IV, 49, i:3 ; VI, 56 ; VII, 68 ; VIII, 45 ; las cuales hemos de considerarlas destituidas del valor probato­rio que a la primera se atribuyó, al confrontarlas con estas otras : III , 17, 19, 103 ; IV, 6 1 ; VII, 7 1 ; VIII , 26.

Del empleo del doble significado España encontramos También numerosos ejemplos en los escritores del siglo de Camoens, tales como Joao de Barros, Frey Amador Arraiz, etc.

* w *

Hoy podemos decir que españoles y portugueses implantaron en América la diiilización hispánica; nosotros, hispanos, debemos llamar América hispánica a las naciones que allá creamos, cuando hayamos de considerar en su conjunto la proyección civilizadora de la Península hispánica en las tierras del Nuevo Mundo. Del mismo modo, a la expansión cultural de las dos naciones libres e independientes que por su feliz destino se repartieran para siem­pre el territorio de la vieja Hispania, ea lícito darla el nombre de hispanidad o hispanidade, abrazando en ese término la lengua, la religión, las costumbres, el derecho y el ante, como común pa­trimonio, en la herencia de Roma.

Pero, siendo preciso considerar también en su perfecta indivi-

(1) Cancioneiro da Ajuda, II, pAgs. 818 y 6U.

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*10 A C C I Ó N S S P A Ñ O t A

dualidad las acciones imperialistas de gobierno y dominio, de apos> telado, de asimilación y consecuente fisonomía mental, en los te­rritorios vastísimos del Portugal de hoy y de la España o Castilla de ayer, por la misma justa razón debemos recurrir a los neologis­mos y decir lusüanidad y costellanidad.

Tan propio es llamar América hispánica al conjunto glorioso de las nuevas naciones simultáneamente creadas en tierras des­cubiertas por esfuerzos paralelos, como impropio sería decir Áfri­ca hispánica, India hispánica o Oriente hispánico, ya que tales expresiones carecerían de significado real.

Castellanidad y lusitanidad, en el decurso ulterior (moderno) de nuestra miíáón colonizadora, traducen dos conceptos semejantes y diferentes : semejantes por lo que ambos tienen de hispanidad, o sea de patrimonio común ; diferentes, en todo cuanto caracteriza y diversifica las dos naciones que tienen sus capitales políticas en Madrid y en Lisboa.

Así, hispanidad definiría bien el resultado del esfuerzo para-jflo, simultáneo o no, con que los dos pueblos peninsulares alcan­zaron y ejercitaron la capacidad de expansión ultramarina, sem­brando de naciones nuevas el Nuevo Mundo.

Por los siglos XVI y XVII, en la edad de oro de la conquis­ta y del apostolado, eran comunes los intentos, se permutaban los misioneros y algunas veces los navegantes.

La universalización del Renacimiento, ganando las posibili­dades de hacerse efectiva con las navegaciones que revelaron los caminos de la esfera terrestre, encontraba también ejemplo y favor en k catolicidad de la Iglesia, que patentaba a las nacio­nes su común origen latino y predicaba a los hombres k igual­dad de naturaleza y de destino y la justicia de k s recompensas, conforme a los dogmas del Cristianismo romano.

* * «

La referencia al periodo en que Portugal estuvo unido a Es­paña (1680-1640), primero en régimen jurídico-político de Monar­quía dualista y después en abuso de dominio y opresión de que nos libertamos por la fuerza de las armas, en larga y victoriosa

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F I I < O I , O G I A P O L Í T I C A 411

guerra, justamente puede mostrar que el concepto cultura de Híspanla es inconfundible con el significado político de España ; y prueba también que, dentro de los limites de la vieja Penínsu-ila, Portugal y España, ayer y hoy, y, por nuestra parte, tam­bién en un mañana sin límites, constituyen dos realidades dis­tintas e inconfundibles.

Históricamente, en buen rigor, data de entonces la divergen­cia y oposición de sentido que tantas veces alejaron a Portugal de Castilla, a la lusitanidad de la castellanidad...

Si es cierto que algunas veces hubo también para Castilla un peligro portugués, sólo el peligro castellano para Portugal fué una realidad, y, por lo tanto, sólo él merece ser incluido en el balance histórico-político, mostrando que, donde se procuró una unidad forzada, se verificó la inevitable y natural disociación de la monarquía de Felipe IV.

Por amor de la justicia, no será inoportuno recordar que el concepto político de Portugal, como patria, viene del siglo XII, al paso que la realización de la unidad castellana, sólo fué po­sible a finales del XV, dando origen a la moderna España.

En resumen ; hispanidad, lusitanidad y castellanidad, si qui­sieren adoptarse estos tres vocablos que las exigencias del rigor crítico aconsejan, en esta hora histórica de confusiones y subver­siones, expresan con precisión las empresas comunes o paralelas de las dos naciones libres de la Península y los esfuerzos aisla­dos, particulares o específicos de cada una de ellas, a partir del siglo XVII.

Las divergencias se fueron marcando, desde la lengua, de las artes, del derecho, a los métodos de ocupación y colonización.

No es mi deseo o arbitrio que puede imponer a la civila-ción hispánica la adopción de estos vocablos, en el sentido que pretendí fijarles, fijando ideas y previniendo equívocos; tal vez tampoco lo pudiese alcanzar el Sr. Maeztu, con toda la autoridad que merecidamente disfruta en los medio» intelectuales españo­les e hispánicos, en la hipótesis, muy lisonjera, de llegar a estar de acuerdo conmigo.

Para entendemos clara y lealmente, se hace indispensable pre­cisar ideas y definirlas en términos. Lo que queda dicho, creo no ha de ser enseñanza para nadie y menos—^nunca pretendí se­mejante cosar-^ara el Sr. Maeztu.

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412 ACCIÓN BS PAÑOL A

Pero era preciso que no pasase la primera oportunidad, sin determinar nuestra posición en las huestes del orden cristiano y latino que se alinean en esta revista, seguro de que, reconocién­donos distintos por los colores de nuestros escudos, no nos sen­timos disminuidos en fuerza y autoridad para considerarnos her­manos de armas, en la cruzada contra la barbarie roja de Orien­te o de Occidente.

HIPÓLITO RAPOSO

No veo inconveniente en aceptar la distinción que hace el Sr. Raposo, y que debe agradecérsele, entre hispanidad, lusitanidad y castellanidad. Más aún, creo que será necesario complementarla con otra : la de his­panidad y españolidad, porque hay españoles, como los vascongados, que no nos sentimos incluidos en la castellanidad, pero sí en la españo­lidad y más aún en la hispanidad. De todos modos me parece difícil evitar del todo los equívocos, porque no hay, y debiera haber, una pa­labra que sólo designe la totalidad de los pueblos procedentes de Espa­ña, otra que comprenda Portugal y el Brasil y otra, finalmente, que abarque la totalidad de los pueblos engendrados por Portugal y Es­paña. Habrá que suplirlas con estar siempre prevenidos de que hispa­nidad tiene dos sentidos : el más amplio, que abarca también los pue­blos lusitanos, y el más restringido, qué los excluye; pero esta precau­ción no es distinta que la impuesta por las mil palabras de varios sig­nificados que empleamos en el habla corriente.

R. DE M.

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Actualidad internacional

Sobre la espuela de oro conferida al Duce.

EN SU obra Juan Huss el verídico, Mussolini alude a la San­ta Sede con el dictado lupa vaticana. La loba—no se ol­vide—es en la ciudad eterna tótem y categoría heráldica.

Nuestro romance no apresa la inflexión traslaticia del término. En las ubres de luz de la loba bebe, como escribe Salustio, su vi­gor luativo el imperio, i Láctea ubertas!...

Don Lope vale en la onomásitica de Castilla, tanto como Don Lobo, que engendra los patronímicos del López, al igual que Don Oso vale tanto como Don'GARcés y engendra los patronímicos del García, que crecen y se multiplican fabulosamente. Lupa no admite el scherzo genealógico que Lobo. Es en su acepción origi­naria el símbolo de la fortaleza que caracteriza siempre a Roma. Pero el lupa vatitima que Mussolini escribe es dictado con cier­ta apoyatura polémica. «La potestad no es el poderío», afirmó el Duce en la Alta Cámara, graduando su reverencia al Pontífice. Distinguiendo el poder espiritual del poder temporal, el Jefe del Gobierno de Italia quería inscribir en la moneda un «Todo para el Estado». Aun lo que es de Dios y toca a los fines últimos del hom­bre absorbía el Duce para el servicio de la Patria. El Papado se lo hizo notar con la advertencia de que la concepción idolátrica del Estado era de estirpe pagana y no admitida por la Iglesia. Repli­caron por el Duce algunos fascistas notorios, y la polémica estuvo a punto de agriarse. Fué en el Senado también donde Mussolini osó sostener que el Bruno de La cena dello Ceneri y De especi'

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* ' • A C C I Ó N B S P A R O L A

crum scrutinio, es una de las cimas del paisaje moral en Italia. El gobernante no excluye, sino enumera.

Por encima de las controversias de fascistas y papistas, que recuerdan las del Pontificado y el Imperio, late la estimación de Pío XI por el Jefe dd Gobierno de Italia. Después del atentado de Bolonia el Pontífice dijo: «Italia entera se ha estremecida de horror ante el atentado con'tra el hombre que lleva con una fuerza de alma y un denuedo notable las riendas del Estado*. Al firmarse las estipulaciones de Letrán, Pío XI no desmintió la frase que le fué atribuida por el OsservaJtore Rovtiano ; «Mussolini es uno de los estadistas que la Providencia ha suscitado en la gran urbe de la Cristiandad. La frase, en nuestro sentir, no es auténtica, o no lo es por entero. No nos lo parece ni por el metal ni por el cuño en que está troquelada, pero oficiosamente sí es suya, y ha circu­lado en gacetas pontificias insistentemente. El corresponsal de Le Temps en Roma no deja de referirse a la Encíclica contra el fas­cismo : «Cometeríamos—observa—una grave omisión si callára­mos el hecho de que hace meses el Papa se irguió contra ciertos métodos y doctrinas del Jefe del Gobierno, a quien acababa de con­decorar. En una Encíclica, o sea, por el medio más solemne de que el Papa dispone para dirigirse al Mundo, denunció el concepto totalitario del Estado fascista, porque se resuelve en una verda­dera estatolatría pagana*. El corresponsal del diario más circuns­pecto de Francia suprime todo matiz en la glosa, que no exégesis, de la doctrina de la Iglesia.

La concesión de la «Espuela de oro» a Mussolini no significa, como algunos diarios creen, que los dos poderes, o uno de los dos, cedan un palmo de sus jurisdicciones. La cortesía de la Roma de los Pontífices hacia la Roma de los Césares, no prejuzga ni ha pre­juzgado nunca la querella secular después de todo entre las dos Romas.

Con ocasión de la muerte del Cardenal Billot, se ha dicho que en Francia un cierto jansenismo sigue en pie. Sigue, en efecto, como en Roma, según el propio Billot dijo, la pugna entre la par­cialidad güelfa y la parcialidad gibelina. El mundo cambia, así en las cosas dd tiempo como en las del espacio, menos de lo que se cree. Pero si el mundo no cambia, la Iglesia tampoco, y las fcosas están donde estuvieron siempre.

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ACTUALIDAD INTERNACIONAL 415

La carta de Walter Layton y el derecho 4ue Lava! juzga imprescriptible.

l<¡ews Chroniclc publica una carta de sir Walter Layton, exper­to británico, en el Comité Consultivo de Basilea. El comunicante rectifica las conclusiones que de un informe suyo infería Daily Mail. Para Walter Layton, todo criterio sobre la anulación de las deudas de guerra ha de ser de orden casuístico. Con inquirir cruelmente ia solvencia del Reich no se da un paso en firme. Si la renuncia a los créditos fuera un mal, sería siempre un mal menor al lado de otro irreparable. Alemania, tras de una o tras de dos o tres moratorias, podría reanudar sus entregas. Pero... El dado no tstk en el aire, sino la suerte echada. La esfinge que Brüning nos muestra se ha vaciado de secreto. Alemania no pagará más tri­butos tal despotismo de la victoria». «Nuestro deber, ha dicho un escritor racista, no es «pechar», sino vivir. La reconstrucción de Europa exige, por otra parte, una totalidad de indultos generosos. Si las entregas del Reioh, opina además Walter Layton, no fueran módicas, la balanza de pagos y el curso normal del comerdo coa el mundo sufriría grandes perturbaciones. Lo mejor es que una conferencia internacional dirima de una vez el litigio. Con Wal­ter Layton coincidía Frederick Leith-Ross, técnico de la Tesore­r a británica al anunciar «Los acuerdos de Laussana no han de ser definitivos, ni acuerdos que lo parezcan. Se irá hacia la solu­ción final por una serie graduada de estipulaciones».

Serie graduada, o sea, cada vez más benigna, hasta que se con­cierte el corte de cuentas, sin el que toda relación normal entre las potencias es imposible. En todo caso, Alemania, y Brüning lo clama lealmente, no pagará. El nacionalismo francés, que ve en esta negativa el violenti rapiud illud de la divisa del condottiero, pide el hecho de armas sobre Maguncia. «Maginot, llega a es­cribir uno de los caudillos legitimistas, muere cuando hubiera reocupado la ciudad renana.» El propio Laval ha dicho, presen­tando a su Gobierno en las Cortes : «Francia no dejará que pres­criba el derecho a las reparaciones». Laval se parapeta tercamen­te tras de razones que la dialéctica alemana ha desmantelado. «Si una de las dos naciones—escribe un diario berlinés adicto a la sitúa-

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* 1 * A C C I Ó N E S P A Ñ O L A

ción—, Alemania o Francia, ha de quebrantarse, que Alemania se quebrante la última. Este es un mandamiento de vida, y si Ale­mania no lo cumpliera, pecaría contra el espíritu, atrayéndose el menosprecio de las naciones, y el de Francia entre ellas.» Briand en tanto sigue siendo el demagogo bajo los baluartes del Tercer Imperio. Es dulce, piensa, la paradoja con que divierto mi senec­tud risueña ; Abrigo el sueño de la paz en las fontificaciones del Estado. Combato la guerra y me sumo a los utopistas del areó-fago ginebrino. Serviré a la Unión europea y la serviré con mi campechanía y mis bigotes caídos, en tanto se respeten los Trata­dos». No la servirá entonces mucho tiempo. La revisión de los Tra­tados y ia prescripción del derecho a las reparaciones que Laval invoca, vienen a prisa.

Las negociaciones de la Reichsivehr con los nacional socialistas.

El resonante artículo del Berliner Volkszeitung sobre la in­tervención de von Schleiehter en las conversaciones del Ministe­rio de la Guerra del Reich con el cEstado Mayor» de Hitler, ha sido desautorizado por el Ministro en una nota que dice as í :

«Las negociaciones con los nacional socialistas para la prolon­gación del mandato dd Presidente del Reich por medio de una ley que modifique la Constitución, fueron conducidas por los departa­mentos competentes de la Reichswehr, bajo las indicaciones del Canciller Brüning. No es el general von Sohleitcbter eil que ha promovido «el contacto de fuerzas»... No es tampoco el general Groener, Ministro del Interior, quien ha querido contar con Hit­ler. La nota de réplica de la Reichswehr al Berliner Volkszeitung \o asegura así, pero si hay un arte de escuchar sin oír, hay otro de creer sin rendirse por dentro. Es así como se acepta en Alema­nia el memtís del Ministerio de la Guerra, El diálogo de la Alema-nía oficial con el racismo no es aún confesable, pero quien lo en­tabló no miente ni se arrepiente, no se engaña siquiera ni engaña a nadie. Dice como en la copla, con la boca que no, y con todo el cuerpo que sí.

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ACTUALID.\D DíTKRNACIONAL 417

Conjunción de primeros Ministros.

Mac-Donald envió recientemente un mensaje privado al primer Ministro francés. Le invitaba a un diálogo en los Chequers o en Folkestone. ¿Para cuándo? Para un -weckend de enero o de febre­ro. Laval ha deferido a la invitación, y se anuncia ya el encuentro para los días de primavera. Quiere que reverdezca la tenteute cor-diale», un poco ajada estos años. Mucho renueva la buena estación, de la que nos trae el aire los primeros pizzicatos. Con toda su magia, empero, no remozará la teniente», aunque nos remoce a nos­otros. El idilio del imperio inglés con la dulce Francia no ha de­jado prole para la historia. Como con el tropo de Maragall, la flor de aquellos deliquios no ha granado nunca. Donde el poeta escribió embeleso, el canonista podría escribir ceremoniosamente débito. Laval cree que con la amisitad franco-inglesa, ni las actuaciones del plan Young, ni la evacuación del Rhin habrían sido posibles. Es lo que el Presidente del Consejo y Ministro de Negocios Ex­tranjeros de Francia ha dicho hasta ahora. MacDonald piensa en «ligas de pueblos o unidades europeas que permitan la unidad mo­ral, que las almas de temple mis fino buscani. No esperemos demasiado de esta conjunción de primeros Ministtxw en Folkes­tone o en los Chequers. Se anuncia, como se ve, con los mismos tópicos y retópicos de siempre. La definición de Curtius : «Si Ale­mania es el fluido, Francia es el sólido, sigue siendo fértil en su­gestiones. Laval nos ofrece declaraciones cristalizadas con la no­ble regularidad de los sólidos. Pero entre cielo y tierra hay más, hay mucho más.

Las disensiones en el Gabinete británico.

Lord Snowden, Lord del sello privado, se ha opuesto con la acritud que le es conocida al dictamen de la Comisión ministerial sobre tarifas aduaneras.

La Comisión pretendía contentar a un tiempo a proteccionistas y a librecambistas. Snowden reprueba estas conciliaciones, «que lejos de contentar a las dos partes no contentará a ninguna». Ele-

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^ífi A C C I Ó N B S P A f i O t A

gir, para el Ministro, es eliminar, y la opción tiene ese sentido dramático. Lo que se deja vale a veces más de lo que se toma, o está más cerca de nuestro afecto. Mas la política, como de la pin­tura dijo Leonardo, *é cosa mentale», y consiguientemente, obra de crueldad. Quien prefiera el libre cambio expulsa de sí toda ad­hesión al proteccionismo. «Sea tajante en su actitud», aconseja Snowden, con tal rigor, que ha habido en Inglaterra rumores de crisis. Los diarios, y el Times entre ellos, hablaban de escisión en el seno del Gabinete... En lo sucesivo la Comisión ministerial que informa sobre el arancel será más precisa.

La reunión del Consejo de la Sociedad de las Naciones.

Ya está reunido otra vez el Consejo de la Sociedad de las Na­ciones. En el orden del día hay treinta asuntos. La dilucidación más ardua ha de versar sobre la reforma del pacto mismo de la Liga. Habrá, para refundirlo, que ir sondeando el parecer de to­das y de cada una de las naciones representadas en Ginebra, El Consejo estudiará, el cómo y el cuándo, luego de estatuir un or­ganismo de enlace. ¿ A qué se tiende, pregunta eJ diario más con­servador de Inglaterra, a un retroceso táctico, a un repliegue que dificulte la Conferencia del Desarme? Quizá. Otro de los asun­tos es una apelación de China para que se le defina con el pacto Briand-Kellog qué es una guerra de fines lícitos y qué una guerra de fines condenables. ¿ Aprueba el areópago las agresiones del Ja­pón en el «frente manchuriano? El pleito es enojoso, pero no más que otros que acerca de las minorías étnicas en varios países van a ser planteados con carácter urgente. La Conferencia del Desar­me, que se abre el día 2, desvía la atención de Europa de las de­liberaciones del Consejo de la Sociedad de Ginebra. En el núraeio 6.' de ACCIÓN ESPAÑOLA afrontaremos d tema realmente volumi­noso del desarme. La Conferencia habrá suministrado ya las pri­meras decepciones al liberalismo de la vieja y de la nueva Europa.

J. HURTADO DE ZALDIVAR

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Actividades culturales

H aec est hora vestra... La alianza de todas las malas pasiones sacia su hambre de siglos en la Compañía de Jesús, y el toUe, tolle de sus enemigos hacen el más emocionante cuadro a

esa magnífica apología de España en América que acaba de es­cribir un jesuíta precisamente, el P, Constantino Bayle, direc­tor que fué de la revista Razón y Fe.

Historiador sobre todo, el P. Bayle debió adquirir durante sus correrías por América esa conciencia de la obra española que sólo allá, y a vista de tanitas huellas de gigante, puede adquirir­se de la grandeza de España. La inspiración, unida a la tenaz tarea de investigación histórica, han dado vida al libro El Dora­do Fantasma; libro dorado, podemos decir, donde se espejan las gestas de un siglo de oro.

Los españoles febricitantes por el awrx sacra james, los espa­ñoles empujados por la leyenda rediviva del vellocino de oro, sobrepujan las heroicidades de los argonautas, reproducen la es­tampa de Jasón en cien y cien Cólquídas fantasmagóricas, y sus pasos errantes fueron trazando en el gran continente las líneas de la hispanidad.

La obra del sabio historiador jesuíta es un grito patriótico en esta hora lúgubre en que la patria parece que niega a los je­suítas. Como antaño, en Italia, los expulsados por Carlos III defendieron la cultura española con nobleza de verdaderos hijos, hoy el P. Bayle saca a luz su libro para demostrar que no es español sino el que sabe serlo. jEI Dorado Fantasma de ayer, el negro fantasma de hoy, el fantasma siempre, de un color o

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*20 ACCIÓN S S P A f f o l A

de otro, brujuleando a los españoles f También, vista de este lado, la obra del P. Bayle enseña su lección. Los fantasmas des-filan uno tras otro por nuestra historia. Algunos dejan huellas luminosas de su paso; otros, consternación y lágrimas. Pero to­dos pasan, acabada su obra. Hoy podemos saludar a los enemi­gos de la Compañía : Haec est horct vestra...

* * *

Jorge de la Cueva y José de la Cueva han subrayado nueva­mente su personalidad de escritores dramáticos con su obra /a-ratnago. El mundo periodístico, en el que asiduamente trabajan ambos hermanos, los conoce perfectamente. Actitud clara ante unos principios que del campo de la moral irradian al de la es­tética. {Cuántas veces hemos oído a estos críticos que para es­cribir bellas comedias no hacia falta doblegarse a las sugestio­nes de lo feo, de lo torpe, de lo plebeyo! Esta alta didáctica emana diariamente de las críticas teatrales de Jorge y José de la Cueva. Para corroborarla precisamente parece que escriben. Sus comedias no son blancas, ni rojas, ni verdes; son bellas, nada más que bellas, y la inmortal categoría, negada a tantas obras humanas, está alcanzada con los medios más limpios, con los elementos más eternamente humanos. Nada de rebeldías, nada de demoliciones; humanidad, mucha y pura humanidad, y la belleza brota, subyugadora y amable, ante los espectadores.

Decían los Quintero en Nena Teruel, si mal no recuerdo, que el teatro es otro templo, lugar sagrado dond? las multitudes, si­lenciosas y arrobadas, reciben en secreto la impreaión de un nu­men divino. Así debía ser. Asi fué en Atenas, cuando el teatro era casi parte de la liturgia. Así fué en los tiempos modernos siempre que un gran dramaturgo sintió el peso de su responsa­bilidad. Pero ¡cuántas veces dejó de ser así! Jorge y José de la Cueva saben cómo hay que presentarse ante el público. Sus fic­ciones demuestran que el respeto a todo lo moral, a todo lo cons­tructivo y fundamental de la vida, es compatible con el arte dig­no de este nombre. ¿Que la alquimia para hallar este oro es

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ACTIVIDADKS CUlTxmALBS 421

más difícil ? Desde luego. Pero éstos son los verdaderos artistas, poetas, «hacedores» de belleza.

« * •

El Ministro socialista D. Fernando de los Ríos ha desmochado en unos dieciséis o diecisiete millones el presupuesto de Instruc­ción Pública formado por su predecesor. No podemos, porque carecemos de elementos de juicio, aprobar ni desaprobar la me­dida. Meramente observamos la fatalidad, que persigue al Mi­nistro socialista. £1 mismo día en que comunicaba a la Prensa la dolorosa tala que había tenido que hacer en el vistoso replan­teo presupuestario de Marcelino E>omingo, se concedía un cré­dito extraordinario de 4.636.573 pesetas para aumento de Po­licía. Y fué el Sr. De los Ríos, justamente, quien bajo su firms habló «del Estado policía», del Estado que gasta en guardias y soldados lo que sustrae a la cultura del país.

«El Estado policía» que detectaba el catedrático de Granada cae en la cuenta de que necesita niás guardias de asalto, más ca­miones y más tanques de agua a presión ; y para robustecer su actuación pide los millones que el Sr. De los Ríos resta del pre­supuesto de la enseñanza nacional.

£1 Estado, pues, no deja de ser «el Estado policía» ; ni la instrucción pública deja su cl&síco papel de Cenicienta.

• • •

En la Academia de Ciencias Moralles y Políticas se celebró la recepción del nuevo académico Sr. García Morente. A esta respe­table corporación pertenecen casi todos los políticos que sirvien­do años y años al régimen monárquico, dieron con él en tierra. Precisamente el recipiendario, Sr. Mofente, fué Subsecretario con el Gobierno Berenguer, que por b visto asume él solo ante IO0 re­publicanos todas las respcmsabilidades de sus gobernantes. £1 so­lemne acto fué presidido por el Sr. Alcalá Zamon y D. Femando

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'*22 A C C I Ó N Í S P A Í f O L A

de lo& Ríos, y en el mismo estrado estaba Gascón y María, mi­nistro del Gobierno que tuvo en la cárcel al hoy Presidente de la Kepública y al actual Ministro de Instrucción.

Ante este areópago de ciencias morales y políticas expuso el Sr. Morente un ensayo filosófico sobre el progreso. A las definicio­nes de Hegel y de Spencer añadió por cuenta propia algunos con­ceptos, con pretensiones de arribar a una definición más completa, definitiva a poder ser, del progreso humano.

Mientras el flamante académico disertaba filosóficamente sobre tan trascendental tema, tres arietes poderosos golpeaban brutal­mente en toda España el muro que separa la época de Hegel, de Spencer y del Sr. Morente, de la edad futura : anarquistas, sindi­calistas y comunistas, los últimos anillos de esa cadena de sistemas políticos que llenan la llamada edad moderna. Sin embargo, en esos tres movimientos en que la edad moderna se halla en descomposi­ción, existen larvas de vida nueva. En cambio, donde todo está muerto y putrefacto es en las teorías liberales-democráticas profe­sadas casi unánimemente por los miembros de la Academia de Cien­cias Morales y Políticas.

El Sr. Morente es hombre laborioso, ordenado, buen expositor de ideas en circulación, acuñadas en libros universitarios, propias para entretener a una tertulia de señoras aristócratas o a una sesión de venerables académicos. Pero del progreso real y verdade­ro, el que se cgesta» ahora mismo en la conciencia de las nuevas generaciones y puja por plasmar la vida de mañana, de ese no en­tiende ni palabra el Sr. Morente.

• * •

1982. Cuarto centenario de la primera redacción de las Relec­ciones De Indis por Francisco de Vitoria. Según el ilustre histo­riador P. Getino, en 1532 debió el maestro Vitoria escribir las con­ferencias acerca de los indios, en las que echó las bases del Dere­cho internacional.

En los últimos días de enero funcionó la cátedra cFrancisco de Vitoriai en la Universidad de Salamanca. Distinguidos juristas desenvolvieron conceptos e ideas alrededor de la magnífica figura

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ACTlVroADBS CULTURAI.BS 423

del fraile español. En el cursillo de conferencias destacó notable­mente el trabajo de D. Antonio Goicoechea ; «Esbozo, por Vitoria y Suárez, de la teoría de autoilimitación del Poder civil».

En una serie de artículos publicados en 1919 en la Revue du Droit puhlic, a£rmaba Duguit que la teoría de autolimitación del Poder había sido por vez primera expuesta por Rodolfo Yhering, el más eminente quizá de los juristas de la primera mitad del si­glo XIX.

La afirmación reproducida luego por Duguit en su Tratado de Derecho constitucümal, es inexacta. En los siglos XVI y XVII, dos grandes teólogos y juristas españoles, Francisco de Vitoria y Francisco Suárez, expusieron esa doctrina, el primero, esquemáti­ca y sobriamente; el segundo, dando a la doctrina pleno desarrollo analítico.

Para demostrarlo así, el Sr. Goicoechea estudia el contenido de la reelección sobre la potestad civil, de Vitoria, y el largo capítulo 35 del libro tercero del magistral tratado De légibus, del jesuíta Suárez,

A favor de los teólogos españoles, y singularmente de Vitoria, a pesar de la sobriedad de su exposición de la doctrina, concurren estas tres circunstancias: primera, que cuando Yhering expuso en el siglo XIX la teoría de la autolimitación, estaba ya afirmada vigorosamente en la ciencia la doctrina de la sumisión del Estado al Derecho. Por el contrario, la concepción del siglo XVI y aún la del XVII, es la de un Estado con poderío ilimitado, affraiichi de toute loi, como decía el verbo más elocuente de la idea de la so­beranía, Juan Bodíu; segunda, que los reparos opuestos a la teo­ría de Yhering, respecto a que al fundar la autolimitación en lo que él llama «la política bien entendida de la fuerza», establece el derecho sobre base muy frágil, no son, en estricta justicia, apli­cables ni a Vitoria ni a Suárez, que dan a la autolimitación un soporte jurídico y moral que aparece en sus obrasi claramente de­finido, y tercera, que singularmente en Vitoria, la exposición de la teoría va acompañada del felicísimo atisbo, con ell que Vitoria se adelanta al propio Yhering, de fundar sobre la autolimitación la existencia del Derecho internacional.

Para justificar su tesis y poner al propio tiempo de relieve la importancia capital del problema de la autolimitación en el Der*-co público, el Sr. Goicoechea divide su conferencia en tres partes.

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424 A C C I Ó N S S P A f i O I , A

£n la primera estudia detalladamente la exposición, esquemática en Vitoria y plenamente desenvuelta en Suárez, de la doctrina de la autolimitación, considerada como «subordinación del poder leí Estado a la ley hecha por ¿1>.

En la segunda parte de su conferencia, el Sr. Goicoechea des­cribe la posición adoptada, frente al problema de la autolimitación, por los más modernos autores de Derecho público, divididos en dos campos : los subjetivistas, partidarios, como Jellinek, como Mi-choud, como Caré de Malberg, de la personificación del Estado; y los obietivistas, como Duguit y como Kelsen, ansiosos de destruir toda aportación a la ciencia política de abstracciones y conceptos metafísicos y partidarios de edificar el Derecho público sobre la base de la mera diferenciación entre gobernantes y gobernados. En el examen detallado de estas doctrinas y en la exposición de su propio criterio, francamente subjeitivista, invierte el orador gran parte de su conferencia, en la que destacan estas dos afirmaciones : primera, que la sumisión del Estado a sus propias leyes es el úni­co limite práctico y eficaz al poder omnímodo del Estado; segun­da, que la autolimitación del poder, no excluye otras limitaciones morales y aun jurídicas de ese poder, derivadas del Derecho na­tural y de la concepción social de la justicia.

La tercera parte de su conferencia la dedica el Sr. Goicoechea a examinar las repercusiones de la doctrina de la autolimitación sobre tres aspectos fundamentales del Derecho : el internacional; el control de la constitucionalidad de las kyes, y la relación pró­xima del Estado con los ciudadanos para la gestión adminis­trativa de los servicios públicos.

Con relación al Derecho internacional, examina el orador las dos tesis contrapuestas de Jellinek y de Duguit, que basan, res­pectivamente, el Derecho internacional en la subordinación de los Estados a las normas por ellos consentidas o pactadas o en la con­ciencia difusa del deber internacional existente en todos los hom­bres y pueblos, y pone de relieve la valentía con que, en pleno si­glo XVI, Vitoria afirmó la comunidad internacional como unn universal república. En este punto, la reelección sobre la potestad civil, anterior en fecha a las De Indis y De Jure belli, va más lejos que ellas, constituyendo una anticipación dichosa de progre­sos jurídicos más taide logrados.

En punto al control de la constitucionalidad de leyes, el orador

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ACTIVIDADES CULTURALES 425

lo basó—de acuerdo en este punto con Kelsen—sobre la estructu­ración jerárquica de las normas jurídicas, abogando por la exis­tencia del recurso de inconstitucionalidad y exponiendo sus funda­mentos y su historia.

Por último, en lo relativo a las relaciones del Poder administra­tivo con los ciudadanos, el orador hizo referencia concreta a la dis­tinción entre lo discrecional y lo reglado y al recurso por abuso de poder, viendo, en todo ello consecuencias ilógicas del principio de autolimitación, que no sólo es conveniente, sino necesario aceptar como pauta universal de la vida del Estado.

El Sr. Goicoechea se ocupó incidentalmente en su conferencia de las relaciones personales y cietutíñcas entre Vitoria y Erasmo, haciendo especial hincapié en que los llamados erasmistas, lejos de representar un deseo de emancipación y de libertad, ahogado vio­lentamente por el Poder, contaron con el apoyo de éste, como lo demuestra la parcialidad en favor de Erasmo de l inquisidor Man­rique y de alguno de los secretarios de Carlos V. Si los represen­tantes de la pura ortodoxia, entre los cuales, a pesar de su amistad con Erasmo, figuró Vitoria, lograron el triunfo, evidenciado en la junta magna de 1527, debióse a la razón que les asistía y a su ma­yor ascendiente moral e intelectual-, como se debió a las mismas causas el triunfo análogo obtenido por los ortodoxos franceses sobre Erasmo en la Sorbona.

El Sr. Goicoechea concluyó su conferencia recomendando a la juventud la investigadón del pasado español, en el que hay tan­tos olvidados títulos de gloria, que deben reivindicarse. Puesto que amáis a España—terminó—estudiadla. Cuanto más la estudiéis, más viva y honda sentiréis la necesidad de amarla.

M. H.-G.

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L e c t u r a s

La dictadura de Primo de Rivera juzgada en el extranjero.

En el vertiginoso sucederse de los acontecimientos políticos es­pañoles, este libro, recientemente aparecido, nos trae a la memo­ria cosas que parecen muy lejanas y que, sin embargo, son de ayer; el esfuerzo generoso de un hombre, respaldado por el pres­tigio secular de una Institución, luchando por salvar a España del caos democrático que culminó en 1923, y los esfuerzos de unos partidos políticos liberales haciendo imposible la penosa labor del gobernante, que, a falta de una doctrina, ponía en el juego mor­tal su corazón inmenso, su poderosa inteligencia y su firme mano de soldado. Libro repleto de saudades de tiempos felices, en cuyas páginas palpita la respetuosa emoción con que el mundo seguía la trayectoria de España, más que interesante por los juicios que en ellas se recogen, lo es por venir prologado por el hijo mayor del General Primo de Rivera : por el actual Marqués de Estella. Y, también, porque significa la cristalización de un designio genero­so material y espiritualmente, ya que la edición ha sido costeada por el señor Marqués de la Vega de Anzo, hombre de pluma y de negocios, que «honra a su patria, entre otros motivos, por figurar siempre en las avanzadas del mecenado inteligente.

Con insuperable acierto, la pluma de José Antonio Primo de Rivera, sin comenzar una divagación sobre cómo se vio desde la lejanía de fronteras para fuera la figura de su Padre, se lanza a desentrañar la cuestión capital para la Dictadura : la de sus rela­ciones con los intelectuales españoles, que lleva implícita la dd contenido doctrinal del Gobierno de los Siete Años honrosos. iLo

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que dañó quizá en mayor medida—escribe en los comienzos del prólogo—a la Dictadura, fué su divorcio con las personas de oficio intelectuah. Y teniendo en cuenta esta afirmación, que nadie osa­ría contradecir, es por lo que acabo yo de hablar de las relaciones del General, con los intelecttiales españoles. ¿Qué intelectuales es­pañoles fueron estos, que no prestaron su concurso a la gran po­sibilidad de (hacer de España una Monarquía moderna, una Mo­narquía antiparlamentaria, antidemocrática, nacional-tradicionalis-ta y popular? ¿Es que en la intelectualidad extranjera, no halló ningún eco la labor del Gobierno del General Primo de Rivera?

Bien conocida es en España la obra del llorado Antonio Sar-dinha, uno de los primeros pensadores de la «hispanidad», que, oponiendo su tesis a la de Spengler, afirmaba que nuestra Penínsu-la era el vivero de las fuerzas morales de que en un próximo futuro habla de nutrirse el mundo entero. Pues bien : Antonio Sardinha, veía en el General Primo de Rivera, al restaurador del perdido sentido histórico de España y en la epopeya de África, llevada a cabo con energía indomable por el Ejército a sus órdenes, la pro­secución del gran ideal español que quedó sellado ante los muros de Granada, en el campamento de Santa Fe.

Así, Sardinha, intelectual verdadero e intelectual peninsular, SJ no español, dedica con estas palabras sencillas y conmovidas «La Alianza Peninsular» : «A la memoria de aquellos soldados espa­ñoles, que, regando con su sangre anónima las peñas de Marrue­cos, supieron dar vida en un siglo sin esperanza, a toda la gran­deza histórica de la Península». Y el propio Sardinha, al refe­rirse a los intelectuales españoles~-a los mismos que hicieron el vacío en tomo de la figura generosa del Dictador—, escribe en la obra citada estas otras palabras tan dignas de ser meditadas : «El desprecio de un Unarauno o de un Ortega y Gasset por las líneas estructurales del genio castellano representa, en personajes que se reputan de cultos, una renuncia completa de autonomía aental. Títeres de la gran feria de las ideas, cultivan el aplauso de la plebe del pensamiento, asumiendo posiciones de duda metó­dica, que ante el espíritu contemporáneo bastan por sí solas para definar a quienes las usan como forzados deplorables de las nobles cosas del entendimiento, | Y, mientras tanto, presumen d« profeso­res de antiespafiolismo, no faltándoles ambiente, encontrando siem­pre adiitorio! El pesimismo heroico de Ángel Ganivet, y sobre

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todo, el formidable sentido nacionalista de Menéndez y Pelayo no encontraron sucesores, que de tan saludables invitaciones extra­jesen una teoría de pública salvación. He aquí donde buscar la raíz fundamental del desarreglo que sufre España, como nación, en sus categorías intelectuales y fundamentales. Refléjase en el desorden del Estado el desorden, todavía más revuelto, de las al­mas y de las voluntades. Por eso, asistimos en España a una in­creíble preponderancia de los sofismas y de las ficciones, que ya pasaron de moda en toda la Europa que estudia y que obra, esfor­zándose por oponer a la torpe mentira del 89 una corrección nece­saria e inaplazable».

Ya están aquí claramente deslindados los campos : de un lado, los verdaderos intelectuales, que en España, o en Portugal—en la Península en suma—no pueden ser sino católicos y patriotas, es decir, nacionalistas, y estaban, aunque en minoría manifiesta, del lado de la Dictadura; del otro, los dibujados tan certeramen­te por Sardinha y señalados por José Antonio Primo de Rivera, como formando la masa predominante del intelectualismo español, el tropel de los «pseudo intelectuales incualificados, incalificables y descalificados por su propia contextura!, en la frase del señor

Ortega y Gasset, Al General Primo de Rivera le faltó, es indiscutible, una doc­

trina política reaccionaria y le sobró ese ambiente de liberalicmo, en que fué educado y que malograba sus más potentes y veloces imstintos. No fué culpa suya. No podía él haberse sustraído al influjo de toda una sociedad, ni, por otra parte, los campos de batalla son sitios propicios a adquirir una cultura libresca. Pero su fe religiosa y su patriotismo conmovedor le llevaron a intui­ciones geniales, que rimaron maravillosamente con la Historia de España. Fué—como dice su bijo—«un magnífico, uu extra­ordinario ejemplar humano» que se consagró a la acción, pues el estado de la España de 1923 no dejaba margen al verbo para actuar con preferencia. Y por la celeridad que tuvo necesidad de imprimir a sus actos, le vemos con repetida frecuencia acertar a la segunda vez en aquellas cosas de mecanismo político, que desdeñaba profundamente.

cLas pálidas imágenes sugeridas por la reflexión tienen ra­ramente fuerza para conducir un hombre a la acción», ha dicho Charles Maurras; pero también ha escrito el gran pensador mo-

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nárquico que cnada grande se puede realizar en la vida sin el concurso de las ideas» ; y entre estos dos polos, atraído violenta­mente por la acción avasalladora, que le solicitaba con premuras de amante, y por sus atisbos geniales de estadista, que no llega­ban a cristalizar en nada definitivo politicamente, por esa falta de doctrina a que acabamos de aludir, transcurrió su dramático, período de gobierno y malogró una gran obra que, si bien encum­bró a España durante esos años, no ha servido sino para que nuestra patria se derrumbase desde una altura mayor al advenir un régimen de democracia exacerbada, con la Monarquía pri­mero y después con la República.

Porque la Dictadura del General Primo de Rivera no fué una consecuencia del mito de D. Juan, como se ha escrito reciente­mente, sino una misteriosa reacción nacionalista, avanzada de la que ya hoy se acusa y dibuja con una mayor violencia en el hori­zonte español. Tuvo en 1923 a su servicio el brazo de un militar de brillante historia, de un gran caballero, y por eso sus dos más notables consecuencias fueron la pacificación de nuestra zona marroquí y la elevación de nuestro prestigio internacional. Pero de esta Dictadura se podría decir, con palabras del Sr. Conde de Rodezno en reciente conferencia, que tno fué tal Dictadura, sino un Gobierno discrecional, y si se quiere arbitrario en ocasiones, de un hombre bueno de corazón, sano y patriota, pero carente de doctrina y, por consiguiente, desconocedor de las inquietantes reaUdades nacionales».

Fué el General Primo de Rivera, «n aquella ocasión, el in­térprete del sentir de la nación entera; pao la propia nación no podía sentir una cosa definida y certera. Víctima del sufragio universal y del parlamentarismo, estaba desorientada tntelectual-mente en sus clases directoras, en sus juventudes universitarias, en su oficialidad, que, generosa de su vida, no podía, sin embar­go, alinear dos ideas que dieran un valor científico a su sacrifi­cio, siempre ofrecido y realizado siempre que la ocasión se pre­sentaba.

A propósito del General Boulanger, escribe Maurice Barras en L'appel au soldat: tCon los plenos poderes que le concede Pa­rís, el General debería ser el cerebro de la nación y dirigir lo que solicita el instinto nacional. Desfallece, falto de una doctrina que le sostenga y que le autorice a dirigir estos movimientos li-

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bertadores que los humildes pretenden ejecutar.» A nuestro Ge­neral le sucedió lo mismo. Su salud, quebrantada por el drama interior que llevaba consigo, se desmoronó. Sobrevino la crisis política, y su muerte, en la que sollozó España de Norte a Sur, no se hizo esperar.

¿ Qué sucedió después ? tEl régimen parlamentario—dijo Augusto Comte—hace pa­

sar la anarquía del estado agudo al estado crónico.» Con el Ga­binete Berenguer la anarquía llegó a su estado agudo ; y más tarde se hizo crónica. ¿Siguen ahora los intelectuales tincualiñ-cados, incalificables y descalificados» en la misma postura nega-dora y anarquizante? No es momento de discutirlo, pero sí de decir que aquel bloque que, con el apoyo material y moral de la Monarquía, derrocó el régimen, está resquebrajado y desengaña­do, mientras que el de los hombres de pensamiento y de pluma que laboran por la España tradicional, por el catolicismo y por la Patria, empieza a fraguar y a dar evidentes señales de vida. Para estos últimos, el General Primo de Rivera, el militar es­pañol que evocaba a la Virgen para triunfar en Alhucemas; el que dejó escrita su fórmula de convivencia peninsular, la si­tuó instintivamente entre las de Oliveira Martins y Sardinha, a quienes jamás leyó; el que en el ocaso de su mando proclamó que le parecían «tiránicas las clásicas moyorias fingidas e intole­rables para el gobierno de los pueblos hasta las mayorías efecti­vas* ; el que puso un sólido remate al ideario de Isabel la Cató­lica, afirmando la unidad nacional y quebrando—con su victoria sobre el moro—la serie, tres veces secular, de nuestros descala­bros militares; el que, por último, exaltó a la Mujer y a la Fa­milia, célula de la Nación, barriendo la ficción parlamentaria de Municipios y de Diputaciones hasta reintegrarlos a su positiva misión administrativa, abordando el problema de la sindicación profesional y pretendiendo sustituir al Parlamento por institu­ción más moderna y arraigada en nuestras tradiciones, no puede ser un advenedizo de la inteligencia, aunque no sea un hombre situado doctrinalmente donde hubiera debido estarlo para hacer la felicidad definitiva de su Patria.

A los tres meses de caída la Dictadura, Jacques Bainville es­cribía lo que sigue : «El Trono es el único elemento sólido en la política española.» No lo fué bastante a evitar el desenlace del

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14 de abril de 1931. El régimen, a que el Monarca sirvió hasta el último momento escrupulosamente, alejándose de España por­que las urnas parecieron exigirlo así, devoró la Monarquía y de­voró la obra ingente que la Dictadura había realizado a su som­bra y paralizando el régimen parlamentario, aunque en ella el pa­triotismo y la intuición estatal cubrían deficientemente el rescol-do romántico y liberal del Dictador.

El General Primo de Rivera no vio—fué su gran falta—que tenía enfrente a la Revolución. \ Pero tampoco lo vieron los par­tidos históricos 1 ¡Tampoco lo vieron la nobleza, ni ei clero, ni el ejército, ni la Universidad, ni el pueblo! La Dictadura, jaita de una doctrina, acabó con la anarquía, pero no con sus cau­sas ; y al pactar con el marxismo hipotecó el porvenir de España.

Por eso, por no venir al encuentro del gobernante providen­cial ; por no acudir a completar su obra, a poner orden y claridad en aquella prodigiosa cabeza, contrajeron ciertos intelectuales una deuda inextinguible para con la patria.

ti Si los intelectuales hubieran entendido a aquel hombre U —escribe con patética sinceridad José Antonio Primo de Rive­ra—. Y añade: tQuizás no vuelva a pasar España, en mucho tiempo, por co3runtura más favorable.»

No compartimos este pesimismo, a que le lleva la emoción filial. Creemos, por el contrario, que la doctrina contrarrevoluciona­ria, que ya ha prendido en nuestra nación, se extenderá rápidamente y fructificará en losi cerebros juveniles, en las geoeraciones que lle­gan a la lucha jóvenes de patriotismo y de esperanza. Y que el juicio favorable que mereció la obra del Marqués de Estella a las plu­mas extranjeras más autorizadas, será recogido por esas falan­ges para hacer la debida justicia a aquel gran español, que un día de la Virgen plantó en la ribera beniurriaguel la vieja ense­ña roja y gualda.

EL CONDE DE SANTIBAÑEZ DEL RIO

Au Signe de Flore, por Charles^ Maurras.

En París, cerca del boulevard Saint-Germain, en un extremo de la me Saint Benoit, existía hace más de treinta años, y con­tinúa hoy existiendo, un café, una de cuyas sallas estaba ador-

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nada con una estatua de la diosa Flora. Por los años de 1898 a 1900, en tomo a la mesa situada al pie de la estatua; se re­unían un grupo de poetas, escritores y filósofos, en su mayoría republicanos, aunque todos ellos patríoitas. Maurras era uno de los elementos integrantes de la reunión, y en su nuevo libro Au Signe de Flore nos explica el origen de la Acción France­sa, organización que creó y rige el formidable y prestigioso mo­vimiento monárquico francés contemporáneo.

Las primeras páginas, impregnadas, como todas las restan­tes, de sólida doctrina política, contienen una dedicatoria al jo­ven Conde de París, Delfín de Francia. En ellas Maurras le ex­plica las razones del formidable progreso de la causa monárquica en Francia, que tiene su origen en la tertulia que hace más de treinta años se reunía «Au Signe de Flore». Hasta entonces, el contenido histórico y político de las palabras Monarquía fra»cei3 estaban un poco olvidados. Incluso muchos realistas no sabían ya por qué lo eran, nos dice más adelante Maurras.

«Con nosotros, es cierto—escribe nuestro autor—, vivía; mar­chaba, residía, conversaba familiarmente una gran amiga : la Certeza de poseer la Verdad política...» Y esta afirmación cate­górica de la existencia objetiva de la Verdad política llevó a Mau­rras a escribir, comentando la respuesta que a su Enquéte sur ia Monarchie, dio Paul Bourget, de que «la necesidad de la Monarquía se demuestra como un teorema».

Antes de pensar seriamente en los medios inmediatos de res­tablecer la Monarquía en Francia, estimó Maurras que era in­dispensable hacerla conocer, echar de menos, desearla, para ha­cerla querer por los elementos que guían y llevan al país: «lo que está en camino de hacerse ante una Europa muda de asombro».

En Francia, por no ser excepción, no faltan los impetuosos que casi desde el principio creen llegado el momento de llevar a cabo la restauración. Magnífica y sentenciosa es la frase que Mau­rras pone en labio» de los prudentes : «Nous n'avons pas le droil d'echouer» (No tenemos derecho a fracasar).

Lo que dos siglos de ininterrumpidos avances revolucionarios han realitado no puede destruirse en un momento. «Jamás ha bastado disparar el cañón contra las ideas. Las ideas falsa» de­ben ser combatidas por las verdaderas.»

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«Uno de nuestros estribillos familiares en nuestra mesa de Flora'—continúa Maurras—era el d e : nosotros trabajamos pata 1950, lo que no nos apartaba en absoluto de toda clase de empresas y de esperanzas para la aurora del mañana.»

Termina Maurras su dedicatoria al Delfín recordando que en todo el libro ha hecho alternar dos verdades: «La primera es •apreciada por el espíritu crítico. Ella ilumina el caniino de tal •modo que no deja caer a nadie en los lazos que tiende y aebe •tendernos el régimen condenado. Pero la otra verdad enseña •la confianza. ¡Valor! ¡Voluntad! ¡Empresa atrevida, incesan-•te, perseverante! El tiempo de los relojes está vacío: ¡sólo •existe esta duración que el hombre sabe nutrir con las sustan-•cias de su acción!»

O de otro modo: Primero, fe ; que es creer en la Verdad <'e la causa. Segundo, obras ; indispensables para fecundizar la fe. Fe, o posesión de la Verdad, sin obras, es fe muerta. Obras, sin que sean iluminadas por la VerdaJi, es tiempo perdido. Y de todo nuestro tiempo habremos de dar cuenta.

Uno de los capítulos de la obra que estudiamos se titula «Con­fesión política».

Maurras, el monárquico científico, al empezar su confesión protesta contra quienes le asemejan con Elysée Méraut, el román­tico personaje que Alphonse Daudet creó en su obra Los R<'ye<i en el destierro.

Los padres de Charles Maurras no eran legitimistas. El lo fué hasta los trece años, en la forma que las cabezas infantiles pueden sentir la política. El niño Carlos acribillaba a navajazos los pupitres de la escuela para grabar las letras simbólicas : V. H. V. (Vive Henri V). Su criada y las amigas de ella eran legitimistas, y en su compañía aprendió a cantar la sentida copla que entonaban las rondas de obreros y campesinos del Lan-guedoc :

tS'Enri V detnan vtnié! A!, quinto íesto! A!, quinto festol S'Enri V denian veniéf A!, quinto festo acó sariét»

(I Si Enrique V mañana viniera ! - ¡ Ay!, ¡ qué fiesta ! - ¡ Ay!, qué fiesta - , Si Enrique V mañana viniera ! - ¡ Ay!. i qué fies!

ta que aquí hubiera!) J- . IM

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La lectura, a los trece años, de Paroles d'un Croyant, del des­dichado Lamennais, le produjo grandes estragos espirituales, convirtiéndole en un republicano teócrata. Más adelante desprecia las distintas formas políticas y coloca como principio básico de sus meditaciones de este orden, los resultados que ofrecían para la salud y prosperidad de las sociedades, cada uno de los regí­menes. Estudia a Le Play y Taine y sigue con De Maistrc, Bossuet, Comte y Renán.

Su primera actuación política fué el gritar : ¡ Abajo los ladro­nes!, haciendo coro con otros doscientos mil parisienses, el '2 de diciembre de 1887, en la plaza de la Concordia, para derribar al Presidente Orévy, cuyo propio yerno, Daniel Wilson, estaba con­victo de un sórdido tráfico de la Legión de Honor.

A medida que Maurras profundiza en la filosofía y la historia, su convicción de que la democracia es causa del mal, e incluso de la muerte de las sociedades, va en aumento. Lamentable es que limitaciones de espacio me impidan transcribir aquí una fMe-ditación» que por aquellos años escribió y que inserta en su COM-fesión.

£1 tema sobre que gira la meditación es la frase siguiente, de Hecate:

«Yo, Hecate el Milesino, digo estas cosas y escribo como ellas •me parecen, pues, en mi opinión, los dichos de los helenos son •numerosos y ridículos.•

Maurras glosa, con comentarios de profunda filosofía políti­ca, esta frase, y, entre otros, hace éste: «El público, Hecate, vale hoy lo que valía en vuestro tiempo. Como es más numeroso, sus dichos son también, como decíais muy bien, más numerosos y mis ridículos. Pero está menos encuadrado. Ya en absoluto no está encuadrado. Vosotros teníais un cuerpo de los principales y los sabios. No hay nada de eso entre nosotros. Como basta para ser calificado de sabio aprobar algunos exámenes o modular, bajo pretexto de discurso, algunos gritos confusos, la profesión de jefe, de magistrado o de príncipe pertenece al primer advenedizo a quien la multitud quiera mirar.»

Continúa dando cuenta a Hecate del acuerdo que acababan de adoptar los representantes de la multitud (Parlamento), de im­primir y fijar en todos los pueblos de Francia la Declaración de Derechos del Hombre, «un conjunto de vaciedades y de inepcias

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compuesto, apenas hace más de un siglo, por la reunión de las cabezas más pobres que nuestra Francia ha tenido jamás».

tEl cartel, votado por 406 votos contra 8, añade que el prin­cipio de toda soberanía reside esencialmente en la nación : vues­tro tiempo no había olvidado todavía que todos los poderes vie­nen de los dioses, amos del mundo; dicho de otro modo, de las profundas leyes naturales, que el hombre no ha hecho y a las cuales es preciso que el hombre se conforme si no quiere pere­cer. El cartel dice : la ley es la expresión de la voluntal general. Bien comprendéis que es la expresión de las necesidades y con­veniencias de la salud o de la prosperidad del pueblo; ¿habríais sin ello, alimentado a los sacerdotes a costa del Estado, o escu­chado a los sabios, que fueron vuestros legisladores?»

Aún reproduzco otro párrafo de esta luminosa iMeditación» que Maurras escribió hace más de cuarenta años : «Se podría •imponer la verdad por la fuerza. Los estragos que pudiera cau-»sar esta imposición serían poca cosa en comparación de tantos »daños futuros como ahorraría.»

Profundo concepto que debe tenerse en cuenta en determina­dos momentos de la vida de las sociedades. Pero no hay que ol­vidar que cuando sus rectores ignoran cuál es la Verdad, aunque inconscientemente sean sus depositarios, es imposible, por mo­tivos de índole material, tratar de imponerla de un modo perma­nente.

Muchos más puntos quisiera recoger de la tConfesión políti­ca» de Maurras ; pero es imposible. Al lector, sin embargo, reco­miendo estudie la obra que nos ocupa.

El capítulo segundo está dedicado al asunto Dreyfus en rela­ción con los orígenes de l'Action Frangaise.

Alfredo Dreyfus, capitán de Estado Mayor, fué condenado en 1896, por un Consejo de Guerra a reclusión perpetua, por el crimen de traición. Dreyfus era judío, y en el momento de su de­gradación lanzó la frase, que resultó profética: «Mi raza se ven­gará de la vuestra.» Dos años llevaba en presidio cuando corrió por París la voz de que Dreyfus era inocente y que los judíos tenían las pruebas. Desde este momento comienza la feroz gue­rra civil que, dirigida por la masonería y los judíos, se libró en Francia en los últimos años del siglo XIX y primeitos del XX. La Prensa del mundo entero, manejada por sus ocultos dueños.

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clamaba por el inocente. Los ataques contra el Ejército cada día eran mayores, y más principalmente contra la Oficina de Infor­mes generaHes, donde radicaba el s<:rvicio de contraespionaje francés.

cHabiendo llegado a declarar un poeta— nos cuenta Maurras—, que prefería cía destrucción de la sociedad al mantenimiento de una injusticia*, me vi obligado a responder que, desgraciada­mente, se habían visto sociedades sin justicia, pero que todavía no se había visto justicia sin sociedad. Una tal desorganización de los espíritus y las conciencias denotaba la agravación caracte­rística de la idolatría sentimental del sentido individual inaugu­rado' por la Reforma, impuesto por la Revolución y vulgarizado por el Romanticismo.»

Viendo la patria en peligro, Maurras se pone a la cabeza de Jos defensores del Ejército y de la Nación. *¡Si Dreyfus fuera inocente—allega a exclamar—^habría que nombrarle Mariscal de Francia y fusilar a diez o doce de su Estado Mayor!» Maurras preveía lo funesto de una campaña antimilitarista, el crimen ^ue contra la patria y contra sus hijos se cometía, y se cometió, des­organizando el servicio de contraespionaje, etc.

Como Maurras, lo veían muchos patriotas honrados, y trata­ron de poner un dique que defendiera a Francia de los ataques de los cdreyfusards».

Con este objeto, y con la colaboración de Maurice Barres, Amouretti, Vaugeois, Dausset, Pujo y otros, nació el movimien­to titulado Ltgue de la Patrie franfaise. Publicado indiscretamen­te el Manifiesto de la Liga, en veinticuatro horas llovieron más de cien mil adhesiones, muchas de ellas suscritas por académicos, médicos, profesores, literatos, etc.

Por la tarde, los fundadores, reunidos en las oficinas de L'Eclair, radiantes, pero rendidos de fatiga, se callaban.

La voz de Dausset se elevó: «Y ahora—dijo—, pata utilizar todo esto, seria preciso' tener

ideas.» Y sigue Maturas: cPujo cuenta que no pudo reprimir la son­

risa interior que merecía este arado colocado delante del buey : I la Agrupación, primero; la Idea, después!»

Cada uno de los personajes que se afiliaron a la Patrie fran-fttise tenía tm punto de vista distinto áél asunto. Si se pronun­ciaba ésta contra el «Sindicato» (judíos y masones), o contra eS

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ctraidor» tal o cual señor de las Letras o del Mundo, amenazaba con marcharse del estrado. «Fué por guardar una colección de or­namentos por lo que se titubeó sobre el objeto y se abandonó la idea...»

Mientras esto ocurría, Maurras sostenía amigables y serias discusiones con los nuevos amigos que en la Patrie Franfáise se había ¿echo. En la obra que comentamos reproduce extractos de algunas de ellas, sostenidas al pie de la estatua de Flora. Como muestra, y para suscitar la curiosidad del lector, a continuación reproduzco un fragmento de una, sostenida con Henri Vaugeois :

«—[Pero yo tengo horror del despotismol—decía él—. —E»-tonces, ino habéis visto jamás ninguna Asamblea déspota} —Si; pero se la limita. Y, ¿ quién la limita ? ¿ Quién limita a un rey ? —Muchas cosas; entre otras, el sentimiento de ser responsable, él sólo, o el primero. Es el más expuesto y puede pagar por todos. Lo que acontece. —¡Os he cogido I | La Monarquía, moderada por el regicidio] —¡Si lo queréis... I Mientras que nada modera vues-tra República, nada la impide miftar anónimamente, clandestina-mente, irresponsablemente, la Patria. Es preciso concluir, es pre­ciso elegir: tLa Realeza o la muerte de Francia; el Rey, o ves­tir luto por el país».

En estas interesantísimas tertulias, los futuros fundadores de l'Action Franfáise examinaban no sólo los problemas doctrina­les, simo también los de la política de momento. Los intelectuales cdreyfusards» se habían unido y actuado como tin solo hombre. Los defensores de Francia, los intelectuales de la Patrie franfáise, permanecían insensibles en la inercia. Pujo, miembro de uno de los Comités de la Liga, lanzaba amargas predicciones respecto a la carencia de cabezas directoras. iDemasiado jóvenes para ser jefes—escribe Maurras—, no percibían a nadie capaz de dar una dirección.»

La Liga de la Patrie frangaise tenía fines que cumplir : la de­fensa de Francia. Tenía medios adecuados en las decenas de mi­llares de sus adheridos. Sin embsu-go, no hizo nada.

«Eminentes por la inteligencia, el carácter o el saber, nues­tros hombres de bien continuaban gastándose en deliberaciones deplorables y en pequeños conflictos. Varios derivaban poco a poco hacia la obsesión electoral; iba a haber elecciones muni­cipales, senatoriales, legislativas, en los aOo» 1900 y 1902. iTiem-

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pos pastorales! Syveton mismo creía en la urna. Veo todavía a uno de sus agentes, M. Delsol, hoy diputado, poner unos ojos inmensos ante la idea de reconquistar su patria a golpes de bo­letín.»

A k vista del fracaso de la Liga, Maurras, Vaugeois, Pujo y otros amigos trataron de fundar algo que en sueños era un pe­riódico y en la realidad se convirtió en la revista titulada L'AcHon Ftangaise, órgano de una Liga del mismo nombre.

Vaugeois, el 20 de junio de 1899, pronunció una confe­rencia sobre la Action Fran9aise. Esta Agrupación nacía repu­blicana, como aún lo eran la casi totalidad de sus fundadores ; pero al explicar su objeto, entre grandes aclamaciones, Vaugeois hizo declaraciones de nacionalismo antisemita, antimasónico, anti­protestante, antiparlamentario y, finalmente, antidemócrata. Ter­minado el acto, un joven llamado León de Montesquiou se acercó al estrado a entregar una cantidad para los fines de la naciente Sociedad. Montesquiou explica lo que él concibió como Acción Francesa en estos términos : lEsta nueva Agrupación tenía un objeto: estudiar. Investigar con toda libertad de espíritu el me­dio de salvar nuestro país, que la crisis dresrfusista nos mostra­ba en peligro. Era esta voluntad «de estudiar» lo que me atraía. Había yo, precedentemente, frecuentado los centros nacionalistas y había visto de cerca a algunos de sus jefes. Me había encontra­do bastante desorientado, por no decir espantado. Estos jefes ignoraban dónde conducir sus tropas, mientras las gritaban : «¡Adelante!» ; pero no sabían qué camino hacerlas tomar. Por esta causa acudía hacia aquellos que confesaban no saber, pero que añadían que iban a investigarlo.»

Es forzoso que concluya, y aún quisiera suministrar al lector una serie de datos y citas de la obra que comento, que le habían de ser de gran utilidad si gusta sacar de la Historia las leccio­nes que encierra.

Una recomendación quiero, antes de terminar, hacer al lec­tor hambriento de doctrina política: \ Que lea esta obra y la medite! Y para aquellos a quienes esto no sea posible, añado aún otras dos citas:

La primera, de Maurice Barres, que Maurras subraya en la página 258 de Au Signe de Flore: MNO EXISTE NINGUNA

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ACCIÓN B S P A f t O t A i39

POSIBILIDAD DE RESTAURACIÓN DE LA COSA PU­BLICA SIN UNA DOCTRINA.»

La segunda es la que Maurras repetía incesantemente a sus compañeros cuando estos últimos aún no eran monárquicos, y que reproduce en la página 259 de la obra cuyo comentario, forzo­samente, termino : «Vosotros admitís que se defienda la pesca contra los pescadores, la caza contra los cazadores; daros cuenta que puede ser necesario defender contra los franceses a la Fran­cia misma.» ~

E. V. L.

¿ Socialismo ? ¿ Comumsmo ? i La Dictadura del proletariado!, por José Ignacio Escobar.

Un nuevo voluntario, José Ignacio Escobar y Kirkpatrick, acaba de lanzarse para defender la sagrada causa de la Verdad. I Bien venido sea!

Es trisite realidad que las buenas causas suelen estar casi abandonadas de defensores y paladines, y que los pocos que tie­nen, salvo raras excepciones, suelen ser muy inferiores en cali­dad a sus contrarios, los brillantes propagamdistas del error.

En el siglo XVI, como pudo decirse en otros sigilos. Fierre de Ronsard, el Príncipe de los poetas franceses, gemía:

«Las I Dee Luthérie» la catue est tres mauvaise Et la defendent bien; et par malheur fatal La nostre est bonne et sainte, et la deíendous mal.»

((Ay! De los luteranos la causa es muy mala—y la defienden bien; y por desgracia fatal—la nuestra es buena y santa, y la defendemos mal.)

En nuestros días, D. Ramiro de Maeztu también se lamenta y pide remedio contra esa fatal desgracia que señalaba Ronsard. •Hace afioa que Maeztu viene clamando por que los paladines de la Verdad, a más de llevar a la lucha espíritu heroico, se pro­vean de plumas bien templadas, documentadas, vibrantes y co­rrectas. Y así como el poeta francés, en su tiempo, consiguió lan-, zar en pos de sí a una legión de escritores que pusieron de ma­nifiesto la falsedad del aserto, por aquel entonces admitido, de

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que todo vigor intelectual se había retirado de la Iglesia cató­lica, Dios quiera que las imprecaciones de Maeztu logren susci­tar otra pléyade de defensores de Dios y de la Patria grande de nuestros mayores.

Ahora, como en los tiempos evangélicos, la mies es mucha, mas los obreros pocos. \ Bien venido, pues, sea el nuevo lu­chador I

por los días en que iba a nacer ACCIÓN ESPAÑOLA, revista, y acababa de crearse la Sociedad cultural del mismo nombre, el miembro de su Consejo José Ignacio Escobar y Kirkpatrick, Marqués de las Marismas del Guadalquivir, daba a la luz públi­ca un folleto con el llamativo título que encabeza estas líneas.

Todas las páginas dell estudio de este joven letrado del Con­sejo de Estado están inspiradas en los saludables principios de la Verdad política, y se encuentran, dada su claridad, al alcan­ce de todas las inteligencias; además, al de la mayor parte de las fortunas. Estas tres características aseguran los buenos fru­tos que la semilla lanzada por José Ignacio Escobar ha de pro­ducir.

En las 98 páginas de que consta el trabajo examina el autor brevemente, pero con gran daridad y copiosas citas de textos auténticos de autores socialistas y bolchevistas, los errores eco­nómicos del socialismo y la evolución de éste. El fracaso del mar­xismo y los efectos del comunismo. La coincidencia, en la prác­tica, de las doctrinas sociíi|ista y comunista. La opinión de Trotsky sobre el porvenir de España. Y otras interesantísimas cuestiones en relación con las mencionadas.

El trabajo es breve y de vulgarización, pero inspirado en los principios solidísimos, y nunca fracasados, de los maestros de la Contrarrevolución, y documentado con extractos y testimo­nios de personas de autoridad irrecusable. Su publicación viene a llenar un hueco en el desgraciadamente exhausto arsenal en que han de nutrirse los defensores de los verdaderos intereses del pueblo y de la Patria.

No dudo que a este primer trabajo hará seguir José Ignacio Escobar otros encauzados al mismo fin. ¡Cuando la Patria se derrumba, a ningún español es lícito permanecer ocioso!, digo yo, parafraseando extensivamente las palabras que sobre la Igle-

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sia dirigió a los católicos españoles el santo Papa Pío X. ¡ Cuán­tos, «in embargo, permanecen ociosos, traicionando deberes im­puestos por la sangre, la historia e incluso la gratitud! El por­venir de España—escribe Escobar en la última línea de su es­tudio—, «de mí; de ti, lector; de todos nosotros depende».

Medite el lector estas sencillas, pero solemnes y profun­das palabras, y después que obre en consecuencia. Con el estu­dio, con la palabra, con la pluma, con la propaganda de lo es­crito por otros, con el dinero y con Ja oración se puede contri­buir a la salvación de España.

Y para terminar, con mi felicitación a Escobar por haberse lanzado al campo de batalla, del que espero ya no deserte, le di­rijo un ruego: el de que pronto veamos su folleto en edición popular y en condiciones, por itanto, de rendir su máxima efi­cacia.

E. V. L.

Ohras completas de Vázquez de Mella. Tomo VI.

Seis volúmenes van ya publicados de los treinta y tantos que han de constituir las obras completas del inolvidable tribuno y ex­celso pensador D. Juan Vázquez de Mella. La benemérita comisión encargada de estas publicaciones va realizando su patriótico come­tido con actividad, competencia y evidente oportunidad. A cada ano de los tomos precede un pt^logo, a manera de introducción, a modo de glosa sustanciosa. Pradera, Miguel Peñaflor, Goicoe-chea, Blanca de los Ríos, Pemáo, Esteban Bilbao, tantos otros valores positivos del pensamiento católico y del sentir tradicional de España perfilan el contorno del maestro, semblanzan diversas facetas de su personalidad y proyectan el claro luminar de su crítica sobre la obra cumbre del gran filósofo.

I Y en qué momento aparecen las obras de Mella! La oportu­nidad no puede ser más manifiesta.

^ El mundo se debate hoy entre aquellos dos extremos que pre­dijo el genio vidente de Donoso Cortés : Entre catolicismo y so­cialismo ; hablando en términos más actuales, entre la espiritua­lidad tradicionalista y la demagogia desenfrenada. Nada ya de li­beralismos de justo medio derivados de la Revolución francesa y de la concepción decimonónica.

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Quien siga con interés el movimiento integralista de Portugal, la obra de Hipólito Raposo, Paquito Rebelo y demás sucesores del fundador Antonio Sardiniha; el racismo alemán de las falanges avasalladoras de Hitler; el renacimiento imperialista de la Italia de Mussolini; la boga en Francia de las doctrinas de Maurras y la Acción francesa, tendrá elementos suficientes para comprobar que una reacción intelectual de reconstrucción de valores históricos se va produciendo en los espíritus selectos y directores.

De cien libros que se publican en Europa—'hay que referirse a libros de pensamiento—ochenta salen plenos de nacionalismo his­tórico, de espiritualidad tradicional. Hay que dejar de decir tonte­rías a las derechas y enseñarles la ruta del pensamiento mundial.

Y aquí, en España, nada más aleccionador, nada más evocador que esas njaravillosas páginas donde el patrotismo de Vázquez de Mella vuelca su clara visión de la Historia y los valores hispáni­cos. A reconstruirlos dedicó él sus mayores afanes, en aquella su vida tan llena de sacrificios espinosos y renunciaciones generosas. A exaltarlos y reconstruirlos debe dedicarse hoy la juventud estu­diosa que siga sus pasos.

EL C. DE R.

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B o l e t í n f i n a n c i e r o

P OR esta vez poca penetración se ha de necesitar para for­mar una impresión de conjuntó de los movimientos de nues­

tra Bolsa madrileña (las demás se mueven en función de ella). Aparece tan definida su tendencia, que a poco de observar la marcha de algunas cotizaciones, queda dibujado el ciclo de la quincena. Ciclo, porque comienza en una coyuntura de alza que dura toda la semana segunda de enero a la que sigue la depre­sión—cada vez más rápida—a partir del lunes 18. Observémoslo si no en los diferentes valores.

En el mercado de renta fija tienen como siempe la primacía los efectos públicos. Ello es natural sabiendo la escasa industria­lización de nuestro país, y al mismo tiempo, el malestar clásico de nuestra Hacienda, que ocasiona el gran porcentaje de la deuda pública frente a las emisiones privadas. Siguen esos fondos pú­blicos el movimiento de alza que hacíamos notar en nuestra úl­tima crónica. El lunes estaba el 4 por 100 interior, en sus series más pequeñas, a 66, y en sus series más altas (la F. de 50.000 pesetas nominales por título), a 64. Al final de esa semana, aun­que las series bajas de 100 a 500 pesetas por título permanecen «•tadonarias, la serie F. ve aumentar su cotización en tres cuar-tiUoa por 100, quedando a 74,75. Llega el lunes 18 y la nueva fase del cido aparece visible. Comienza la caída. Se ofrece papel en abundancia, y U cotización en la serie F. baja a 64,50. Apenas reacciona el martes subiendo medio entero, vuelve a bajar y llega el jueves a 64,86 la misma serie. En cambio, los títulos pequeños que el lunes todavía lograron mantenerse a 66, bajan precipita-

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*** A C C I Ó N « S P A f í O L A

damente y piei-den nada menos que dos enteros, quedando el viernes a 64.

Pero si nos hemos detenido en este título es por se­guir nuestro método y rendir cierto homenaje al papel regula­dor de nuestras Bolsas. El negocio, sin embargo, ha estado—so­bre todo en la segunda semana—en la deuda 1927 amortizable tan­to con impuesto como libre de él. El lunes de la primera semana a que nos referimos, comienza el gran movimiento en sus títu­los. En alza porque el dinero que acude es considerable. Así que sobre todo el amortizable sin impuesto, registra cotizaciones dia­rias en todas las series altas de 50.000 pesetas que cierran a 90,7r). Em la segunda semana, aunque las cotizaciones siguen en casi todas las series, el movimiento es manifiestamente contrario. Pier­den las del sin impuesto, no sólo lo que hablan ganado, sino que la serie A queda a 91 con pérdida de medio entero respecto a la cotización inicial del lunes 11. Y es lo malo que el lunes 25 con­tinúa la caída de manera aún más intensa, quedando la serie A a 90,25 y la serie E a 89,60.

Los Bonos oro siguen en su carácter de valor, por así decirlo, anormal. Si antes se caracterizaban por su injusta depreciación, cuando la Bolsa en todos los demás valores mostraba optimismo, ahora han trocado los papeles y como si lentamente fueran con­venciéndose nuestros bolsistas de la injusticia con los bonos oro cometida, éstos, pese a todas las peripecias del ciclo bursátil, con­tinúan con alza la segunda semana de enero y en ella se mantie­ne sin interrupción quedando el lunes 25 a 181 en la serie A y a 180 en la serie B. Claro está que en las cotizaciones de los úl­timos días ha tenido que influir el mercado intervalutario del que después nos ocuparemos.

Los valores de renta fija de carácter cuasi estatal, aprovechan intensamente el alza de la semana mediada de enero y aún en la depresión de la penúltima semana del mes mantienen airosamen­te su cotización ventajosa. Las Cédulas de Crédito Local están tan solicitadas, que el Banco coloca nuevos títulos en el mercado. A pesar de ello, suben desde 72 el lunes 11 a 74,50 el viernes 15 y continúa su alza llegando a 78 el viernes 22. El lunes 25 ganan inclusive otro medio entero, quedando a 78,50. Estas cotizaciones son las del 6 por 100. Las del 6 por 100 mantienen correspondien-temente sus cambios aunque el lunes último no pueden menos de

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BOLETÍN PDJANCXBRO 445

bajar quedando a 86. Las del Banco Hipotecario gozan también ahora de bastante favor. Sobre todo la 6 por 100 llegan a la pari­dad el miércoles 13 y se mantienen en ella superándola y llegando hasta 103 el jueves 21. Después, la depresión de la Bolsa las arras­tra y quedan el lunes 25 a 101,50.

En el mercado de obligaciones el negocio es bien escaso, sobre todo en la penúltima semana en la que apenas si se negocia un millón de pesetas. Todas ellas mantienen sus cotizaciones. En las de M. Z. A. la animación en la serie primera es relativamente grande al principio y acusa también con intensidad la tendencia general de la Bolsa. Suben desde 240 a 247 la semana media de enero, y de ahí bajan hasta 242 d viernes 22, último día en que se hacen antes de escribir estas líneas.

En el mercado de títulos de renta variable, la unanimidad, como decíamos, es notoria. Incluso los ferrocarriles siguen la tendencia del casual ciclo de esta quincena. En Bancos, el de España, que continúa al principio muy deprimido, reacciona a mediados de mes ganando 10 duros. Mantiene y supera éste su coti­zación a primeros de la penúltima semana, pero la pesadumbre de los últimos días de ella le íhace bajar de nuevo, quedando, con to­do, a 455, con ganancia de 15 duros sobre Ha cotización última registrada en nuestro anterior Boletín. En los demás Bancos, aparte del Hipotecario que continúa impertérrito haciéndose al­gunos días a 800, se cotizan el Río de la Plata y el López Quesa-da. El banco argentino, que en la primera semana se hizo a 106, ha logrado repetir la cotización otras dos veces en los días 19 y 20, con alza de siete enteros. Los ferrocarriles están bastante desanimados, sobre todo en la penúltima semana, en la que la negociación apenas si llega a 79.000 pesetas. M, Z. A. sube con cierta rapidez de 174 el lunes 11 a 182 a fines de semana, logran­do una nueva alza a 190 d lunes 18. Mas después, el martes, úni­co día en que encuentra dinero, cede un punto. El Norte, por el contrario, tiene más movimiento, y, habiendo sido más limi­t o en el alza—no llega sino a 281 el lunes 18—, es en la baja más rápido, quedando a 273 el viernes 22. Menos mal que el día 26, y a pesar del mal cariz de la Bolsa, logra ganar 2 pun­tos, quedando a 276, El Metropolitano, flojo en la semana me­dia, tampoco consigue gran mejora en la siguiente, cerrando a 137 después de haber llegado hasta 189. En electricidad hay

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* ^ A C C I Ó N S S P A f t O L A

gran desanimación en todos los días a que nos referimos. En Mi­nas, los Guindos son los que registran mayor actividad en la semana media, consiguiendo apreciable mejora, desde 428 a 437. Después, la desanimación, tanto en este valor como en los demás de minería, es tan grande que Minas del Rif sólo se cotiza a 265 (acciones al portador) el lunes 18. Explosivos y petrolillos, como valores típicos de especulación, logran bastante animación. Los Petrolillos mantienen su cotización a 27,25, aunque luego bajan un entero, a pesar de los buenos rumores que para este valor co­rren en Bolsa. En cambio, los Explosivos, que pasan de 552 el lunes H a 570, arrastrados en la marcha de la Bolsa, de la que en realidad son su exponente especulativo, descienden hasta 548 el viernes 22, y aún más, hasta 543, el lunes 25. Los dos valores ahora sobre el tapete, en espera de la decisión de nuestras todo­poderosas Cortes Constituyentes—Petróleos y Telefónica—aun­que se cotizan bastante, lo hacen sin gran variación : las Telefóni­cas preferentes oscilan entre 99 y 99,60, y los Petróleos enajena­bles, aunque un día llegan a la paridad, los demás repiten el cam­bio de 99.

El mercado intervalutario ha dado, al fin, una señal—des­graciada, pero lógica—de vida. Las divisas oro, y especialmente el franco francés, rompen el lunes 18 la monotonía de su cotiza­ción, controlada a 46,50, y suben 10 céntimos, quedando a 40,70. Durante tres días logra la peseta venderse a este precio, pero ya el viernes el pesimismo es tan intenso que salta el franco de 46,60 a 47,30, y en proporción análoga las demás valutas oro. El lunes, la baja de la peseta persiste y quedan los francos fran­ceses a 47,50; los dólares, a 12,06, y el marco oro, a 2,86. No ha tenido nada de particular, por tanto, la ligera alza registrada en los Bonos Oro.

Esta cotización intervalutaria no ha hecho, en realidad, sino subrayar el pequeño movimiento cíclico que hemos observado en nuestra Bolsa. Sobre todo la depresión ha sido tan intensa que, al finaJ, todas las sabias manipulaciones del Centro de Contrata­ción no han querido o no han podido reprimir el descenso de la peseta, entregándola a su propia pesadumbre.

No podía ser menos. Si los sucesos de Bilbao, por aquello de que se veía claramente la maniobra de los elementos avanzados de nuestra patria, que querían—^por el bajo precio de un pisto-

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BOI,ETÍN PmANCISKO +47

lero—comprometer a las derechas, preparando lo que después ha venido, parecían sin trascendencia, las agitaciones de los días posteriores han venido indicando con caracteres bien visibles que España sufre una honda crisis vital. Todos los extranjeros y grandísima parte de los nacionales, vemos ya que el fruto maduro caerá, sin remedio, en el huerto en que tan solícitamente se crió. Durante años y años, la alegre burguesía del corazón seco, ha estado dedicándose al entretenimiento de ir sembrando por Es­paña todas las ideas de que las épocas más intensas de persecu­ción religiosa y civilizadora, han hecho gala. En el seno acogedor de las tertulias o de las oficinas ha ido creciendo el izquierdismo ideológico nacional, que encontraba magnifica la estratagema de llevar al pueblo, no por los caminos difíciles, pero bien orienta­dos, del avance económico y social, sino por la senda, fácil de recorrer, pero encaminada al abismo del odio contra los valores morales. La Religión, la Monarquía, la vieja Patria eran los hitos a destruir. Creían que con disparar a ellos gastaría el pue­blo la munición adquirida. No ha sido así; ahora, el pueblo sigue, lógico, su marcha, y perdidos los frenos morales, su re-volucionarismo no es ya simplemente irreligioso e ideológico: quiere acompañarlo también de un izquierdismo económico... Sin apiadarse nada de estos buenos burgueses liberaloides, para los que lo único malo en la vida son los reyes y los monárquicos. Por eso, el observador se da cuenta de que ks huelgas revolu­cionarías no serán instantáneamente temibles, pero que debajo de ellas queda el sentimiento de odio y de indisciplina por la ac­tual civilización, lo que conducirá fatalmente a un gran decai­miento de la economía nacional. Por si esta apreciación no estuviese muy extendida, el Gobierno, en el decreto firmado por el señor Presidente de la República, D. Niceto Alcalá Zamora, al expul­sar a los jesuítas ha querido mostrar, bien paladinamente, hasta qué punto son hondos los impulsos de odio contra la base misma de nuestra civilización cristiana y española.

En estas circunstancias, las demás efemérides de la vida eco-n6mica no pueden tener gran influencia. Coincidiendo con la des­animación provocada por el movimiento revolucionario, se reabre el Bolsín, para que registre en sus primeras cotizaciones el am­biente de desilusión que España muestra por el escaparate de la Bolsa. También por esos días se empieza a hablar de la próxi-

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ma, inevitable, emisión de deuda. Ya se dice que será al S,óO por 100, y sobre ese tipo se hacen las cabalas, que, desde luego, no acusan mucho optimismo. Porque si es cierto que el año 1931 ha sido bien escaso en apelaciones al ahorro nacional, es también una gran verdad que este ahorro, en el año 1931, no ha debido ser muy grande. Al contrario: dos importantes sostenes de la economía nacional—el minero y en mucha parte el agrario—han visto cerrar con déficit su año económico. La emisión, si se hace pronto, será muy difícil de colocar.

Sobre todo, al ir conociéndose las liquidaciones del presu­puesto de 1931, ya se va viendo lo fatal de un déficit importante. Así, sin incluir los gastos por ferrocarriles, para los once meses primeros del año recién pasado son ya 110 millones los que faltan. ¿Cuántos faltaran en la liquidación definitiva de los doce me­ses? Desde luego bastantes más, porque el último mes del año es siempre el más oneroso para el presupuesto fiscal. Y las pers­pectivas para 1932 no son halagüeñas. Parece que domina la idea de seguir el plan Guadalhorce. Ahora, después de tanto dinero derrochado, se dan cuenta, quienes sólo se guiaban por la pa­sión, de que la labor de aquel hombre era admirable. Sus defec­tos no estaban sino en lo financiero, y es por ésto precisamente por lo que, en vez de mejorar, se ha empeorado lo más posible la situación. Y termino aquí porque la pluma se me escurre, empe­ñándose en escribir el viejo adagio referente a lo que hace el sa­bio al principio...

ANTONIO B E R M U D E Z CAÑETE

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TOMO L-N." S EJEMPLAR) 2 PESETAS 16 FEBRERO tMt

A • ^

c c i o n E s p a ñ o l a

REVISTA. QUINCENAL

Dirteton El CoMDt DE SjonalUnx DEL Alo

La defensa de la Hispanidad

Los principios han de ser lo primero, porque el principio, se­gún la Academia, es el primer instante del ser de una cosa. No va con nosotros la fórmula de cpolitique d'abord», a me­

nos que se entienda que lo primero de la política ha de ser la fija­ción de los principios. Aunque creyentes en la esencialidad de las formas de gobierno, tampoco las preferimos a sus principios nor­mativos, ha. prueba la tenemos en aquel siglo XVIII, en que se nos perdió la Hii^nidad. Las instituciones trataron de parecerse a las del mil seiscientos. Hasfta hubo aumento en el poder de la Corona. Pero nos gobernaron casi todo el siglo masones aristócra­tas, y lo que se proponían los iniciados, lo que en buena medida consiguieron, era dejar sin religión a España.

ha impiedad, ciertamente, no entró en la Península blandiendo sus principios, sino bajo la yerba y por secretos conciliábulos. I 'Miante muchas décadas siguieron nuestros aristócratas rezando su rosario. Empezamos por maravillamos del fausto y la pujanza 3e las naciones progresivas: de la flota y el comercio de Holanda e Inglaterra, de las plumas y colores de Versalles. Después nos asomamos humildes y curiosos a los autores extranjeros. Avergon-eados de nuestra pobreza, nos olvidamos de que habíamos realizado,