ANTOLOGIA DEL NOA

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LITERATURA DEL N.O.A

A N T O L O G Í A

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LA NARRATIVA DEL N.O.A.

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EL CIRCO Liliana Bellone

Esa tarde entibiada por el aire de Octubre subí a la terraza. Desde allí podía verse todo el pueblo y la vía del tren que se internaba en la llanura en una distancia celeste.

Mi padre estaba sentado en el sillón de piedra que había mandado construir cuando compró la casa, la más grande del pueblo, con diez habitaciones, sala, galerías, sótano y una bohardilla cuyo tejado terminaba en punta. Me senté a su lado en uno de los bancos de piedra, junto al asiento principal, frente a una mesa también de piedra.

Vi que los helechos, siempre cuidados por Helena, parecían totalmente quemados por el sol. Pensé en regarlos y me disponía a bajar para buscar agua cuando mi padre me retuvo con un gesto y me señaló hacia la calle donde había comenzado el desfile del circo que acababa de llegar al pueblo. Todavía recuerdo el colorido de los payasos, de los equilibristas, los bonetes de los perros y en especial a un trío de damas con antifaz que miraban insistentes hacia donde estábamos nosotros.

Seguramente Helena con su buena disposición, benevolencia y hospitalidad les había abierto la puerta y las había invitado a pasar porque aparecieron en la terraza y se sentaron en los bancos de piedra. Terriblemente molesta, observé que se disponían a tejer y que, sin percatarse de nuestra presencia, murmuraban entre ellas. Estuve a punto de increparlas y decirles que se marchasen pero en el cielo irrumpió una bandada de globos de colores con el anuncio del circo. Los globos subían, bogaban, se perdían. Entonces mi padre hizo el consabido comentario de su acierto al haber comprado la casa allí, en ese pueblo alejado de la gran ciudad pero unido a ella por la vía del ferrocarril que pasaba justo debajo de nuestra casa, digo debajo porque la construcción estaba en una especie de terraplén o colina, de modo tal que podía vérsela desde varias cuadras a la redonda. En un pueblo con casitas bajas y convencionales, una residencia de piedra de dos plantas y una torre suele llamar la atención.

Tal vez ése fue el deseo de los finlandeses que la construyeron, unos ancianos enigmáticos que jamás hablaban con los vecinos y que un buen día decidieron volver a su patria.

Desde ese lugar privilegiado vimos cómo se alejaba la caravana del circo. Vimos las últimas jaulas y a los niños que corrían detrás. Vimos luego el polvo que se había levantado y que poco a poco se fue disipando en la tarde de primavera.

Es hermoso vivir aquí, dijo mi padre y se quedó mirando a lo lejos. Reparé nuevamente en las mujeres extrañas que cortaban lana y ovillaban. Ya no me molestaron. Pensé que habían huido del circo y que estaban ahí para esconderse.

A lo lejos comenzaba a verse el humo del tren que se acercaba. Mi padre insistió en que ése era el mejor lugar del mundo para vivir. Yo miré al cielo y vi las nubes suspendidas en la serenidad de la tarde. Sentí el silencio y, como siempre, en lo más íntimo, en la más profunda conciencia, estuve de acuerdo con sus palabras.

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De pronto lo miré y el estupor me sobrecogió, me acordé de que él había muerto hacía seis años. Recordé asombrada que mi padre estaba muerto, pero me invadió un raro alivio. Me di cuenta de que eso era la muerte.

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CIEGO EN LA RESOLANA Héctor Tizón

Ahora está el ciego otra vez sentado al sol al promediar la mañana. De él se dice que no siempre fue ciego y era fama también que, al no alternar sus ojos las sombras y la luz, dormía menos que un pájaro. Cualquiera que subiese al viejo y abandonado campanario de la iglesia podría contemplarlo allí, en medio del parque que rodea la casa. En eso consistía, precisamente, el gran desquite de su cónyuge, mujer obesa y rubia, de blancura impresionante, en cuyos brazos bailoteaban innumerables pulseras. Ella, canturreando muy quedo un aria n su lengua materna, empujaba la silla rodante del ciego hasta detenerla en un lugar no muy distante, donde crecían unos mimbres agobiados por plantas trepadoras. Así quedaba el ciego, aislado, en la suave y luminosa resolana, mudo, aterrorizado por las serpientes que pudieran deslizarse en el jardín; temor subyacente aun en los instantes en que ella, asomada al gran ventanal y ensayando unos gorgoritos alentadores lo azuzaba para que cantase la dulce tonada que él nunca llegó a saber cuándo había aprendido.

Enseguida del almuerzo el ciego volvía a su mecedora, en la galería, aguardando la llegada del otro, cuando su mujer se ocultaba en la interminable pausa de la siesta. Allí no hacía más que esperar alguna señal, sin que se le escapara el mínimo ruido porque todo el poder de sus ojos se había trasladado a sus oídos. Luego armaba cuidadosamente el ingenioso aparato que reproducía el vaivén de su cuerpo en la silla: una piedra de peso adecuado puesta en el extremo del arco de la mecedora y en el otro una cuerda elástica amarrada a una estaca entre los trípodes de los innumerables maceteros, que se ocupaba en disimular. Con tal mecanismo la mecedora no interrumpía su balanceo cuando él se incorporaba cautelosamente para pegar su mejilla contra la puerta de la habitación. Entonces transcurrían momentos tensos para el ciego, horas, a veces, tiempo controlado por él mismo con su vieja maestría para calcularlo, de acuerdo con el ritmo de sus pulsaciones (seiscientas pulsaciones divididas en grupos de veinte). Era testigo así de jadeos, voces ahogadas, quejidos, pequeñas risas silenciadas de pronto por inaudibles advertencias; a veces, por ciertos estrépitos sofocados, parecían rodar cuerpos en el suelo; o surtía el silencio y sólo se escuchaba el crepitar del reseco maderamen de la mecedora en la galería, moviéndose, vacía, en perpetuo vaivén. Pero cuando eso ocurría ya el ciego estaba impaciente y sintiendo el frío del picaporte en sus mejillas mojadas por las lágrimas, gritaba dando feroces golpes en la puerta. Desde el interior la mujer gorda trataba de calmarlo, gritando a su vez con voz dulce:

-¿Qué pasa? ¡Ya voy, chiquitín!Al oírla, el ciego cesaba de golpear y rápidamente regresaba a su

mecedora, desanudaba el cordón elástico, ocultaba la piedra y permanecía en espera, distraídamente, con la mirada de sus ojos hueros en dirección de las montañas.

Posdata.El borrador de este cuento si lo es data de unos veinte años atrás, y

apenas si admitió un retoque.Siempre me han fascinado las mujeres jóvenes y gordas que cantan.

Generalmente las mujeres que cantan son gordas. Las mujeres gordas me han

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parecido siempre tiernas e irresponsables. Además, las mujeres gordas siempre mueren jóvenes y son así las verdaderas heroínas románticas. En provincia no hay mujeres gordas que valgan la pena, porque en provincia no hay ópera.

Pero estos personajes han sido mis vecinos y vivían al otro lado, donde el río hace una curva pronunciada. De niño, yo solía llevarle a la dama, de vez en cuando, una cesta con frutillas que le enviaba mi padre. Ella entonces me daba unos besos exagerados pero normales. Era húngara o algo así, o lo había sido. Su marido aún no estaba ciego. En realidad, nunca lo estuvo.

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LA MUJER DEL CAMINO Santos Vergara

De pronto sonó un rumor sordo y lejano. La selva entera acalló sus pájaros. El sol del amanecer, todavía sangrante, quedó atrapado entre las ramas. El ruido fue creciendo poco a poco hasta convertirse en un trueno ensordecedor, taladrando la herida profunda del monte. Los árboles empezaron a temblar.

La joven corzuela detuvo repentinamente su marcha, levantó la cabeza y miró hacia el extremo del camino. Por allí asomó el monstruo de lata y vidrio que se aproximó rápidamente hacia ella, envuelto en una espesa nube de polvo, produciendo un ruido infernal. Aterrado el animal dio un salto y desapareció en la espesura del monte.

-¡Una corzuela! –exclamó uno de los dos hombres que iban sentados en la cabina del camión.

-Si, por aquí hay muchas –respondió el otro.El camión avanzaba por el angosto camino de la selva que se retorcía

como una víbora, desaparecía y reaparecía por el largo túnel vegetal.-Ahora viene la cuesta peligrosa –señaló el conductor. Las ramas

azotaban el techo y los vidrios. El camión trepó trabajosamente la estrecha y empinada subida, hasta alcanzar la meseta por donde sus ruedas se deslizaron con mayor soltura, siempre entre grandes árboles.

-Pasaremos ahora por el rancho del “Loco” Cherenta.-¿Quién es?-Un indio que desde hace muchos años vive en medio del monte.-¿Vive sólo?-Bueno, antes vivía sólo, pero ahora tiene mujer. ¡Pobre!.

Dicen que la castiga mucho.-¿Por qué?-Por gusto, nomás. Se emborracha y le pega. Parece que el tipo es medio

celoso. ¡Celoso y descuidao!-¿Qué quieres decir?-Ya vas a ver.El hombre cortaba el tronco de un árbol en el interior del monte. Los

golpes del hacha caían certeros sobre la herida amarilla de la madera, salpicando el aíre de astillas. La luz del sol penetraba oblicuamente a través de los espacios abiertos entre las ramas y se derramaba sobre las espaldas calientes del hachero. Cherenta sintió el cansancio doloroso de sus músculos y se detuvo, se irguió lentamente, arrojando el hacha al suelo. Con la manga de la camisa se limpió el sudor que le chorreaba por el rostro. Luego levantó una pequeña botella, la llevó a la boca y bebió el contenido que entró quemándole las entrañas. Fue entonces cuando oyó el rumor sordo y lejano del camión. Primero palideció, luego la sangre se la empozó en la frente; un fuerte temblor recorrió su cuerpo. Su mirada quedó clavada en el tronco del árbol, como una puñalada. Apretando sus dientes sucios de coca, exclamó:

-Hijo de p…!Arrojó la botella y tomó el machete, alejándose a grandes pasos

por el sendero en dirección al rancho. Desde lo alto de un árbol un pájaro

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lanzó una extraña y prolongada carcajada que se extendió por toda la selva.El camión se había detenido frente al rancho de madera que podía verse

a pocos metros del camino. Desde el interior de la cabina los hombres contemplaron el espacio oscuro de la puerta, esperando ver la silueta de la mujer. Pero la casa parecía estar vacía. Un perro negro y flaco cruzó el patio, gruñendo, mostrando sus dientes, y desapareció entre unos de los matorrales. El silencio se hizo interminable.

-Parece que no hay nadie –contempló el hombre más joven.-No creo. Ella debe estar adentro –dijo el otro, sin dejar de mirar

obsesivamente la puerta del rancho.-Mejor nos vamos –musitó el compañero, con cierta impaciencia- puedes

mostrármela después, si quieres.-No, espera; iré a ver lo que sucede. El hombre abrió la puerta de la

cabina con la intención de bajarse del camión, pero apenas puso el pie en tierra, el perro se abalanzó sobre él, ladrando furiosamente. El hombre volvió a acomodarse en la cabina.

-¡Qué extraño! –exclamó- Ella nunca deja el perro suelto.-El marido debe estar cerca.-Eso creo. ¡Vámonos! La veremos después.Apenas el camión desapareció en el recodo del camino, surgió la figura

oscura de Cherenta caminando presuroso por una senda que desembocaba en el patio de la casa. Tenía los ojos rojos como brasas.

El perro sintió las pisadas violentas del hombre que atravesaba el patio y se dirigía hacia él, con un trozo de soga en las manos. No pudo o no quiso escapar y la cuerda rodeó su cuello, quedando amarrado en el tronco delgado de un árbol, en un costado del patio. De allí vio al hombre entrar en el rancho. Adentro, su voz sonó contundente, increpadora. La mujer apenas pudo responder, con un sonido incomprensible. Siguieron algunos golpes sordos, y luego0 el llanto apagado de ella.

Desesperado el perro se agitó, tiró de la cuerda hasta ponerla tensa, sintiendo su presión en la garganta. Luego retrocedió y se sentó sobre sus patas traseras, llorando de impotencia. Dentro de la casa seguían las voces y los golpes.

Vio después al hombre salir del rancho, con las manos aferradas a los brazos de la mujer, empujándole hacia afuera.

-¡Sos una p…! ¡Te vua matá! –gritaba el hombre.-¡Dejame! –decía ella- No tengo la culpa si él…-sollozaba ella mientras

intentaba zafarse de las manos del hombre. Tenía los cabellos revueltos y una flor trágica deshilándose por la nariz. El perro lo miraba, inquieto.

Los dos salieron al camino. Se alejaron sin dejar de luchar, forcejeando y vociferando frases cortas, violentas. Cada vez que ella intentaba detenerse, resistir al arrastre, el hombre le castigaba con un manojo de sogas que llevaba en la mano, obligándola a seguirle. Sus voces y sus figuras fueron perdiéndose en el recodo del camino, bordeado de espesa vegetación.

El perro, en cuanto los vio desaparecer, empezó a ladrar y aullar, enloquecido. Tiraba de la cuerda, daba saltos en el aíre y volvía para morderla con avidez, tratando de cortarla. Sus ladridos se multiplicaban en las paredes del monte.

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Al fin, después de una feroz lucha con la cuerda, pudo librarse y salir corriendo por el camino en busca de la pareja. Pero no fue muy lejos. El hombre ya volvía, atravesando presuroso los espacios de luz y de sombra. El perro se detuvo a esperarlo en medio del camino. El hombre que venía con la mirada en el suelo, solamente pudo verlo cuando se encontraba a pocos pasos de él. Ambos se miraron en los ojos. Una chispa aguda centelleó en los colmillos del perro y la garganta del hombre se estremeció. Fue sólo un instante. El animal saltó con la boca abierta sobre el hombre y los dos cayeron al suelo, abrazados, revolcándose en la tierra. Los gritos del hombre y los gruñidos roncos del perro se confundieron en una angustiosa lucha por sobrevivir con la muerte del otro. El mundo giró sobre sí mismo, las montañas se abrieron y la selva toda crujió en las fauces calientes del perro. Luego el silencio cayó sobre el camino. El llanto de una paloma demarraba su réquiem desde lo alto de un árbol.

El día llegaba a su fin. Los enormes árboles ardían en el incendio del atardecer, mientras los pájaros buscaban un lugar para dormir entre las hojas oscuras. La última luz del sol llenaba el camino de manchas amarillas y negras, y en el air cansado de la tarde zumbaban las moscas verdes, con sus alas llenas de reflejos plateados.Primero se oyó un rumor sordo y lejano; luego el ruido atronador del motor, y finalmente el monstruo de lata y vidrio apareció avanzando lentamente por el camino. El camión venía cargado de gruesas vigas de madera, atadas con cadenas en el chasis, rechinando en el lento movimiento del vehículo.

Los dos hombres que viajaban en el interior de la cabina tenían los torsos desnudos, mojados de sudor. Dormitaban agobiados por el cansancio y el sopor de la tarde. El más joven fue el primero en divisas el bulto que estaba tendido en medio del camino. Golpeando suavemente el hombro de su compañero le alertó:

-¡Pará, pará! Mirá eso.El camión se detuvo. Los dos hombres se bajaron y caminaron unos

pasos por delante del camión hasta una distancia prudencial del bulto. Trapos desgarrados envolvían el cuerpo.

-¿Quién será? –preguntó el joven.-Parece que es el “Loco” Cherenta –respondió el otro.-¿Qué le habrá pasado? Como si le hubiera agarrao un tigre…Fue entonces cuando oyeron el aullido lastimero del perro. Estaba un

trecho más adelante, sentado, con el hocico negro levantado hacia lo alto del árbol, por debajo de cuyas ramas apenas podían verse los pies colgados de la mujer.

El más joven de los hombres sintió que sus piernas apenas podían sostenerlo. Quiso darse vuelta, volver hacia el camión, pero tambaleó y cayó desvanecido en medio del camino. La noche entera selo vino encima.

Cuando encontré a la mujer, muchos años después, merodeando aquel tramo solitario del camino, nada sabía de su trágica historia. Me acompañó durante un largo trecho, sin decir palabras, y luego se despidió, ingresando al monte. En el fondo, oculto entre árboles, me pareció ver un rancho. La seguía un perro negro y flaco que no dejaba de mirarme, deteniéndose en la distancia. Después supe que aquel rancho no existía, ni ella ni el perro. Era la ilusión de

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quienes se atrevían a pasar por aquel lugar en la hora del atardecer. Allí están todavía las tres cruces, y la leyenda de una mujer que espera en el camino.

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CUIMBAE TORO

Y me la llevé al río creyendo que era mozuela

Federico Garcia Lorca

Suenan lejos y persistentes los tambores. Vamos en fila por un estrecho callejón, caminando bajo las altas sombras que borronea la noche. Los que van adelante ríen a borbotones, empujándose unos a otros, en una sucesión de camisas movedizas y borrosas que avanzan como flotando en la oscuridad. De un lado, se elevan los altos árboles, y del otro, el cañaveral que se abalanza sobre nosotros, como empujados por los poderosos brazos abiertos del Familiar. Me mantengo en silencio, ajeno a las risas de mis compañeros y a las sombras que nos asechan por los costados, seguro que ella está allá, esperándome. El angosto camino nos lleva hacia el legendario Lote Ambrosio, donde nos espera el fervor del carnaval, ahí no te podes dormir nunca. De allí vienen los tambores que escuchamos cada vez más cerca, como un irresistible llamado que llega desde el otro lado de la noche. Todos han callado ahora, acaso para dejar entrar libremente, hasta el fondo de la sangre, ese lejano tronar de cueros, esa invitación a las profundidades del Arete guazú, ¿cómo será todo eso?

De pronto alguien lanza una frase breve, contundente, y escapa hacia adelante, corriendo entre las sombras, deslizando su mano por la zona prohibida de algún cuerpo, esquivando luego los manotazos de la represalia, en un juego típico de los muchachos de esta parte de la tierra.

-¡Ta, cuimbae toro! - repiten los otros, dando un salto al costado, y todos explotan en carcajadas, y echan a correr por el callejón de tierra desnuda donde todavía persiste el rescoldo de un día infernal. La risotada de los muchachos se repite en las paredes del monte y se dispersa por el cañaveral, como una cadena sonora, perdiéndose en la oscuridad del horizonte. Lejos, un relámpago anuncia la posibilidad de una tormenta.

El camino no es prolongado, apenas tres kilómetros, en línea recta desde la aldea recostada a orillas del río Pescado hasta los blancos galpones del Lote Ambrosio, orilleando el extenso carnaval. Los ranchos han quedado muy atrás, casi vacíos, con la mayoría de sus habitantes derramándose en hilera por este camino que lleva directo a la celebración de los paisanos aba-guaraní. En realidad somos el último grupo de exiliados de la aldea que marcha, entre sudoroso y alegre, hacia la fiesta prometida. Llevo las expectativas de la primera vez y también un callado anhelo, si ellos lo supieran, quizás no me habrían invitado.

Pronto aparecen las siluetas geométricas de los galpones de madera, alargados y cubiertos de cal, una hilera al lado de otra, en perfecta formación, cubriendo un amplio predio custodiado por altas plantas de caña bambú. Es el Lote Ambrosio donde habitan los paisanos aba-guaraní que trabajan en los cañaverales del Trópico. Esporádicas lámparas a kerosén, colgadas en las puertas, iluminan los pasillos por donde nos desplazamos, mientras los perros nos persiguen a puro ladridos. La fiesta parece estar del otro lado de los galpones; de allí vienen el resplandor de las luces y también la fuerza sonora de los tambores. Pasamos por debajo de los arcos de la bomba de agua y caminamos junto a la última hilera de galpones, hacia el fondo donde se encuentra la fiesta, se sorprenderá cuando me vea llegar, seguro. Los

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muchachos intentan correr a los perros dando zapatazos en el suelo y arrojándoles piedras, sin lograr deshacerse totalmente de ellos. El Chueco se ríe a carcajadas en mis espaldas, disfrutando del desconcierto de los animales y del esmero de los muchachos por correrlos.

De repente el resplandor de la fiesta ilumina nuestros ojos y entonces los muchachos explotan en gritos de victoria, se abrazan entre sí y empiezan a bailar, balanceando coordinadamente sus cuerpos de un lado al otro, tratando de dibujar los pasos del pim-pim.

-Meta, Caraí, - me anima el Chueco, mientras me golpea levemente el hombro y se adelanta bailando con las manos en alto, incitándome a seguirlo en el movimiento. Trato de imitarlo, pero los pasos no me salen como debiera, lucho contra la torpeza de mis piernas, presiento mi fracaso en el patio del Arete, se matará de risa al verme bailar, no me perdonará.

-Dale, Caraí, que así no vas agarrar ninguna cuña -se burla el Chueco.Los muchachos se detienen en la puerta, se arreglan el pelo, se sacuden la ropa en

la oscuridad. Finalmente ingresamos al amplio espacio de la fiesta, silenciosos, con la cautela de los recién llegados. El patio está repleto de gente, algunos sentados en largas bancas de madera, otros de pie, conversando y bebiendo; muchos bailan dispersos en el ancho predio de tierra. La escena se ilumina desde distintos ángulos con el resplandor de las lámparas a kerosén colgadas en los tirantes y en los postes que limitan la amplitud del patio. Al fondo, bajo las cañas bambúes y con entusiasmo manifiesto, los músicos le ponen toda su energía al ritmo del pim-pim, ¿qué inventará el Chueco ahora?

Oculto entre las porciones de sombra, con mis manos en la cintura y mi amigo respirando a mi lado, observo a los bailarines más jóvenes que van y vienen entrelazando sus brazos, ocupando un sector lateral del patio, ¿dónde estará ella? En el centro, lo más viejos se mueven en una amplia ronda, tomados de la mano, mostrando sus rostros de expresión adusta en el baile, como si la alegría transcurriera únicamente por dentro fuera necesario disimularla por fuera. Los hombres más recios, los conocidos cimbas, llevan amplios sombreros negros sobre sus cabezas mientras que sus mujeres, las cuñas, lucen brillantes y coloridos tipoi y una roseta del mismo color del vestido sobre la frente. También se mezclan con ellos algunos criollos y un sinnúmero de jóvenes de la comunidad que, sin la vestimenta típica de sus mayores, sonrientes, participan intensamente de la celebración.

-Vamos a donde están los músicos - me empuja el Chueco.Cruzamos el patio mientras algunos compañeros, los que ya han sido atrapados por

el pim-pim, van y vienen en rítmico movimiento, llevando en sus brazos a las mujeres más jóvenes, hermosamente vestidas con tipoi y flores en el pelo, sonriendo bajo la luz de las lámparas, debe ser el baile de los enamorados o de quienes buscan su pareja. Cuando pasamos junto a ellos, nos empujan con sus cuerpos, con los codos, se ríen, nos arrojan palabrotas, nos tratan como dos inútiles, como dos lerdos que se niegan a las delicias del baile. Pero el Chueco, como siempre, tiene sus propios planes y nunca los revela sino hasta el momento mismo de su ejecución, pero no debe saber nada de lo mío, ojalá que no.

Solamente cuando llegamos junto a los músicos, al fondo del patio, puedo percibir toda la fuerza puesta en la ejecución de los instrumentos, el tronar sustancioso y simultáneo de unos 'quince tambores de diferentes tamaños, que ellos llaman «angúa». Los percusionistas, animados quizás por la presencia de grandes tinajas de

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chicha, machacan los cueros con ojos cerrados, moviendo sus cuerpos al compás del pim-pim, mientras ríos de sudores les corre por el cuello. Entre ellos, veo a un viejo de sombrero de alas anchas, con un botón de metal incrustado en el labio inferior, que sopla sin pausa una flauta de caña cuya aguda melodía brota, misteriosa y lejana, entre los pliegues del abrumador sonido de los tambores. Es la orquesta del pim pim. El espesor y la fuerza de su música -que se escucha desde muy lejos- arrastran a los cuerpos hacia el vértigo de la danza sin fin.

-Caruma, hermano -Mi amigo saluda a los músicos, dándoles la mano a cada uno, y finalmente abraza al viejo flautero, con una familiaridad admirable. En un costado del grupo musical, yace un hombre revolcado en el suelo, durmiendo su sueño de borracho. Un bombo de gran tamaño, el mayor de todos, permanece volcado junto al durmiente. Uno de los músicos señala a mi amigo ese instrumento y el Chueco entiende que debe tomarlo, que debe hacerse cargo de su ejecución, miren al Chueco con el bombo, no lo puedo creer.

Pronto mi amigo se incorpora al grupo de músicos, con la correa del bombo cruzado en banderola, agregando golpes espectaculares al conjunto. En el patio, los bailarines ingresan al ímpetu de la danza, remarcada ahora por los sonidos hegemónicos del bombo que con toda su alma golpea mi amigo. Y yo permanezco en silencio, parado en un costado de la orquesta, mirando alternativamente a los músicos y a los bailarines en el patio, en secreta exploración, ella debe estar aquí, en alguna parte, no creo que me haya mentido.

Cuando se produce la necesaria pausa, los músicos dejan sus instrumentos y atacan a las tinajas de chicha, esa bebida de maíz algo dulzona y de aparente mansedumbre pero que hay que aprender a respetar, porque sus consecuencias son inesperadas, según me han anticipado los muchachos. Beben por turno desde unos jarros, con inusitada avidez, como recuperando energías, dejando derramar el líquido amarillo y aceitoso por los costados de la boca. Luego se limpian el rostro con las mangas de sus camisas. Mi amigo también emprende un largo sorbo y después me alcanza el jarro repleto de chicha, incitándome a bebería. El trago es largo y profundo, voy saboreando su dulzor ardiente hasta sentir que algo se rebela allá adentro y todo empieza a ser distinto.

-Hay que renovar la sangre, hermano- me dice uno de los músicos.Más tranquilo y reconfortado en mi optimismo, mientras los músicos recuperan sus

instrumentos y enseguida entran en ritmo, incluyendo mi amigo con su bombo sin igual, reanudo mi búsqueda por toda la fiesta, no pudo haberme mentido. En el patio, las sombras de los bailarines, duplicadas por las lámparas de proyecciones divergentes, van y vienen en airoso desplazamientos, se entremezclan, se superponen, escapan hacia los costados, girando sobre sí mismas, sobre el amplio predio de tierra. Del otro lado de la pista, veo a varias muchachas jóvenes, algunas de pie y otras sentadas en una banca de madera, que dialogan y ríen, quizás esperando a los galanes, pero ella no está ahí, es posible que finalmente no haya venido.

-Meta, Caraí, es hora de atacar a las minas, que sino te vas a quedar solo -me anima el Chueco. Pero el coraje no me alcanza para llegar hasta ellas, temo ser motivo de burlas, sobre todo por la torpeza de mis piernas para el baile. El pim-pim es una danza demasiada nueva y complicada para mí, mejor me quedo aquí, mirando el panorama, tratando de entenderlo todo, esperando que ella aparezca.

Los agudos aullidos de una mujer me distraen por un momento. Sucede en la galería, no lejos de donde estamos. Una cuña vieja, tendida con todo su cuerpo sobre

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un sillón de madera, llora y gime, con los ojos cerrados, mientras gira su cabeza de un lado al otro. Cuando intenta levantarse, varias manos se lo impiden, haciéndola recostar nuevamente. Su llanto lastimero, como si estuviera al borde de la muerte, no deja de conmoverme, de despertar mi preocupación.

-¡Tranquilo, hermano, está machada! -me acota al oído mi amigo, sin dejar de golpear la inmensidad de su bombo.

Pero no es la única afectada por la capacidad transformadora de la chicha. En otros rincones de la fiesta, sentados en sillas de cuero o directamente recostados en el suelo, yacen los otros guerreros que seguramente se han enfrentado desde horas tempranas, en delicioso combate, a una bebida tan bondadosa como traicionera, siendo sucesivamente derrotados. Las muchachas, libres ahora de las celosas miradas de sus padres, se entregan sin límite a la embriaguez de la danza, llevadas del brazo por sus compañeros cada vez más pretenciosos, decididamente ella no está aquí.

De pronto el Chueco me toca el hombro con el palo de golpear el bombo y me señala hacia la pista, para que identifique a alguien que acaba de llegar, ¡Debe ser ella! ¿Cómo sabe el Chueco que la estoy esperando? Pero no es ella; es otro el rostro que sonríe desde la distancia, saludando a mi amigo con la mano en alto. Es una joven morena, vestida con un hermoso tipoi rojo y una flor del mismo color sobre la frente, como es la vestimenta típica de las cuñas. Intento reconocerla, su cara me resulta familiar. Ella mira hacia nosotros, quizás esperando alguna señal, algún gesto del Chueco.

«Vení para aquí», parece pedirle él, sin hablar, moviendo la cabeza.-Es la María, ¿te acordás? -me dice al oído- Te la presto, si querés. Pero ¡ojo!, para

que bailes nomás.Es un momento de tensión, de incertidumbre para mí, ¿qué le pasa al Chueco, no

sabe que me pone en aprieto? Imagino la burla de los muchachos, la risa de mi compañera de baile ante mis esfuerzos denodados por disimular mi inutilidad. María, luego de una breve duda, cruza la pista de baile y viene hasta nosotros, en el mismo momento en que los músicos van destemplando sus instrumentos para marcar la llegada de una nueva pausa y los bailarines se sueltan de las manos y vuelven a sus asientos, ¡qué salvada!

El chueco me presenta a su amiga, nos damos la mano, y luego me entrega el bombo, para que lo cuide, mientras él se aleja llevando del brazo a María, habiéndole en el otro idioma. Entonces renuevo mi búsqueda, tratando de encontrarme con la única mirada que podría devolverme la tranquilidad o precipitarme a la tormenta final, en esta misma noche, tiene que aparecer, no pudo haberme mentido.

-¿Te animas a tocar el bombo? -me consulta el Chueco de manera inesperada, volviendo de su breve paseo.

-Vos sabes que no sé tocar nada, hermano- le recuerdo, innecesariamente.-Es fácil, mira -Me coloca la correa del bombo en banderola. El inmenso instrumento

de percusión ya está entre mis manos, sobrando su redondez hacia delante, con todo su peso, y yo lo miro con cierta zozobra, sin saber por dónde empezar en este imprevisto oficio.

-Tenés que dar tres golpes seguidos, así, con fuerza, y después haces una pausa, y de nuevo tres golpes seguidos, otra pausa, así te vas yendo. Es fácil. Solamente tenés que prestarle atención a los otros changos.

Entonces golpeo el bombo, a manera de prueba, intentando cumplir con las instrucciones del Chueco. No me resulta complicada su ejecución, teniendo en cuenta

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que ya estuve observando el instrumento durante la actuación de mi amigo, claro que no es lo mismo, porque ahora tendré la responsabilidad de tocarlo con mi propio brazo.

-¿Nada más que eso debo hacer?- quiero saber.-Sí, y cuando sientas que el sonido de la flauta se alarga, se hace flaquito, como si

estuviera por cortarse, entonces vos tenés que dar dos golpes bien seguidos al bombo, y otro dos, y otro dos. Así la ronda cambia de dirección, ¿ves?, para que los bailarines den una media vuelta y vayan hacia el otro lado.

Mis primeros golpes son tímidos, sin la contundencia que bien sabe lograr mi amigo.-Dale, Caraí, métele con todo -me anima, golpeándome la espalda. Luego me

alcanza otro jarro repleto de chicha que bebo hasta agotarla.-Para que tengas fuerza, hermano.La orquesta retorna a su sitio, todos los tambores vuelven a sonar, mientras mi

amigo me empuja para integrarla. Pronto quedo abandonado entre los músicos, a cargo del bombo mayor, temblando de inseguridad, mientras el Chueco desaparece entre los bailarines, dispuesto a cumplir con su envidiable destino de amante. Pese a la timidez de mi ejecución, la danza recupera su intensidad, se animan los pimpineros. Y yo le doy con toda mi alma al cuero, siguiendo el tronar de todos los tambores del grupo. Los músicos, cada vez que me equivoco en los golpes, me miran como si fueran a comerme, evidentemente molestos. Pero luego, con el transcurrir de los minutos y de la danza, voy encajando con mayor certeza en el ritmo del pim-pim, voy tomándole el gusto a mi labor de percusionista, si ella me viera, se sorprendería primero, luego se mataría de risa.

Claro, a veces me equivoco, especialmente cuando debemos marcar el giro, cuando los danzarines deben volver en sentido contrario, entonces me olvido de los redobles. Es que, distraído en la observación de la fiesta, no percibo la variación de la flauta, indicando el cambio de sentido de la danza, exigiendo el redoble de mi bombo. Entonces, alguien estira la mano desde atrás, me golpea brevemente en las nalgas y grita: -¡Meta, Caraí!

-¡Tá, cuimbae toro! - replico de inmediato, girando levemente la cabeza, mientras lanzo por delante una serie desacompasada de redobles en el bombo que desorienta a músicos y bailarines, produciendo gritos y silbidos. Luego la danza recupera su curso normal y en adelante trato de prestar mayor atención al sonido de la flauta.

Pienso en las palabras que hablamos, en los significados que vengo aprendiendo en la convivencia con los aba-guaraní. Por eso sé que «Cuimbae» quiere decir «hombre», que si agrego «toro» estoy subrayando su condición de macho, y «caraí» es la palabra que usan para referirse al hombre blanco o al extraño de la comunidad, como lo soy seguramente para ellos, a pesar del tiempo que llevo viviendo en la aldea. Todo eso se lo debo a mi amigo el Chueco, que me tiene gran paciencia, pero también a veces me pone en serios apuros, como ahora.

Ella no es caraí, ella es auténtica, tiene la belleza de una flor intocable, es casi una niña. La tarde en que la descubrí junto al río, luciendo su amplio vestido blanco y su hermoso pelo suelto hasta la cintura, la recuerdo ahora como en un sueño.

Mi bombo, con su sonido descomunal, domina la escena musical. Mis compañeros parecen profundamente inspirados, como los bailarines que giran en el centro del patio, sin descanso. Alguien me alcanza otro jarro repleto de chicha que bebo profundamente, sin perder el ritmo. Ahora me siento realmente diferente, con más coraje que antes, más comprometido con la fiesta.

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Ella venía desde la aldea a buscar agua, caminando entre las grandes piedras de la playa, y yo volvía del río, después de darme un baño. Ella avanzaba mirando la arena, sin darse cuenta de mi presencia, y solamente pareció verme cuando estuvimos muy cerca. Ni siquiera intentó escapar cuando me planté intempestivamente frente a sus ojos de puro azabache.

El flautero tampoco cede, sopla sin cesar su instrumento de viento, colocando sus dedos en los orificios de la caña, como si tejiera flores en vez de sonidos. Parece poseído por la música, por las ganas que pone al tocar. En el patio, los bailarines se mueven sin cesar, ahora envueltos por un suave viento que parece llegar desde los cañaverales, levantando un incipiente polvillo, inquietando vestidos y cabellos sueltos.

Ella sonrió, sin poder disimular su sorpresa; luego miró para ambos lados, como buscando alguna salida, y volvió a encontrarse con mis ojos, pero esta vez con una expresión grave, como asaltada por un miedo repentino. Enseguida bajó nuevamente la mirada, sin pronunciar palabras, sin responder a mi saludo. De la amplia arboleda que bordeaba el río se derramaban las serpentinas sonoras de los pájaros, animando la dorada fiesta de la tarde. Un momento irrepetible.

Los angúas de diferentes tamaños suenan al unísono, golpeados con ritmo sin fin, cuero tensado sobre madera dura, grave y vibrante como un coro de voces profundas clamando desde el fondo de la tierra, mientras los hombres parecen poseídos, embriagados de tanta música, definitivamente idos de este mundo.

Finalmente, cruzamos algunas palabras aquella tarde, las suficientes como para descubrir que nuestro entendimiento no solamente era posible sino que era un hecho hermosamente halagador y necesario para los dos. La había visto antes, andando descalza entre los últimos ranchos de la aldea, pero fue aquella tarde en la orilla del río cuando nuestras miradas se encontraron con total libertad, tan cerca y tan de frente que no pudimos evitar un mutuo estremecimiento, una perturbación profunda que nos alcanzó a los dos.

No veo a mi amigo. No aparece entre los jóvenes que giran en el frenesí de la danza, ni está entre los que permanecen de pie, conversando junto a las bancas de madera, en los costados. El Chueco debe haberse ido definitivamente. ¿Dónde andará el maldito? Por lo pronto, mi naciente gusto por la percusión me mantiene entretenido, definitivamente metido en el tronar de todos los tambores de esta noche eterna.

La segunda vez que nuestros ojos se encontraron tuvo como escenario el almacén de la finca. En esa oportunidad nos prometimos, en una apurada conversación, el encuentro en la fiesta, que se hallaba entonces en su etapa de preparativos. Pero también nos juramos que sería un secreto a siete llaves nuestro acercamiento, por la seguridad de los dos. Conozco a los muchachos y puedo imaginarme sus burlas; pues no perderían la oportunidad de jugarme alguna broma pesada. En cambio, ella parecía tener un motivo diferente para ocultar nuestra relación, algo que dejó para revelarme en algún momento de la fiesta.

Y cuando creo avanzar en el oficio, cuando la noche parece haberse hecho para consagrarme como músico, descubro a mi amigo el Chueco llevando en brazos a Juanita. ¡Ahí está ella! ¿Pero qué hace mi amigo con ella? Ella viste un tipoi color amarillo y brillante y lleva una flor del mismo color en el pelo, camina descalza; su tierna belleza es algo que también duele, ¿Sabrá el Chueco de lo nuestro? Ellos sonríen, parecen entenderse muy bien, avanzan mezclados entre los demás jóvenes, ¿Qué harán juntos? Este descubrimiento es tan inesperado como contundente, que

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repercute también en el compás y la intensidad del bombo que estoy ejecutando. Me confundo con el tiempo de los golpes. Los demás músicos me miran claramente molestos por mis desaciertos. Pero yo pienso en Juanita, en dónde ha estado oculta hasta ahora y sobre cuál es su verdadera relación con mi amigo. Quizás sea una de las acostumbradas bromas del Chueco. Debe estar sabiendo de mi interés por ella y por eso juega; quiere despertar mis celos, ponerme a prueba, castigarme por no haberle anticipado mis intenciones en la fiesta. ¿Cómo lo supo?

Ahora el Chueco levanta un brazo y me saluda, con entusiasmo, triunfante, como si acabara de lograr una victoria. ¡Maldito! Pero ella parece no compartir su alegría, mira hacia abajo, continúa bailando con indiferencia, como si nada en particular estuviera ocurriendo entre los dos, ella tampoco me dirige la mirada, parece empeñada en no verme.

Trato de mantener la serenidad, de cumplir acabadamente con mi función de percusionista, de soñar que todo tendrá un final feliz. Pero ellos, abruptamente, dejan de bailar y se dirigen hacia un costado del patio, pasan caminando por detrás de las bancas y de los bebedores de chicha, para desaparecer por detrás de las cañas bambú. Más allá se extienden los galpones y luego la oscuridad. Mis ojos no pueden seguirlos, se interponen quienes bailan, beben y se mueven en los bordes del predio. El viento continúa llegando desde el cañaveral, incorporándose a la fiesta, barriendo el polvo del patio, enredándose entre los pies de los bailarines. La desesperación se apodera de mí, se vuelve insoportable, el bombo es ahora una prisión infernal. ¿Cómo liberarme de este maldito instrumento e ir detrás de ellos?

La salvación llega con la pausa de la música, el acostumbrado descanso de ejecutantes y bailarines. Mientras mis compañeros atacan con avidez las tinajas de chicha, yo me deshago del bombo, sin dejar de mirar el lugar exacto por donde el Chueco y la Juanita acaban de desaparecer, tomados de la mano, creo. Alguien me alcanza un jarro de chicha, la bebo sin respirar, casi sin darme cuenta, y devuelvo el jarro. Entonces cruzo a grandes trancos la pista de baile, abriéndome paso entre los jóvenes que todavía permanecen allí, de pie, acalorados y echándose viento con las manos. No puedo disimular mi nerviosismo y paso raudamente, casi empujándolos, ante la mirada desconcertada de algunos y la indiferencia de otros.

En el borde del patio me detengo, junto a quienes beben y dialogan en su propia lengua, y desde allí lanzo mi mirada escrutadora hacia los galpones, como el tigre cebado que buscara a su objetivo. Pero solo veo puertas cerradas y paredes entre penumbras. Ni rastros de los amantes furtivos. Lejos, siguen los relámpagos. Entonces vuelvo la mirada hacia los habitantes del patio, que continúan en alegre rumoreo y risas, todos detenidos ante el silencio de la orquesta. Por suerte, nadie parece darse cuenta de mi desesperación. La noche avanza y mi angustia también.

Guando la orquesta reinicia el ritmo del pim-pim y yo me siento definitivamente burlado, alguien toca con discreción mi hombro. Es el Chueco, con una insoportable sonrisa de canchero en los labios, y una frase como para matarlo:

-¿Me andas buscando?-¿Qué te pasa a vos? Me dejas clavado con el bombo y te vas con mi...-Tranquilo, hermano, tranquilo. No hagas bulla al pescado.-¿Cómo no me has avisado que ella y vos...?-Para tu lengua, hermano, que te tengo una sorpresa.-¿Otra?

-Claro. Escúchame bien: Juanita te está esperando bajo la bomba de agua. -¿Qué?

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-Tenés que ir ya, antes que aparezca el Viejo. -No entiendo nada.-No importa. Hace lo que te digo. Yo me voy a tocar el bombo.Entonces se dirige hacia el lugar de la orquesta, atravesando el patio de los

bailarines, dejándome en el más completo desconcierto.¿Qué ella me está esperando...? Seguramente es otra broma del Chueco. Me siento

en el extremo de una larga banca, donde hay otros jóvenes en franca deliberación verbal, confundidos en los abrazos y el consumo fervoroso de la chicha. ¿Cómo es que el Chueco sabe de mis secretas pretensiones? Tal vez Juanita se lo ha revelado. No puedo arriesgarme al ridículo, aunque ésta sea la oportunidad que vengo esperando con tanta ansiedad desde hace tiempo. Prefiero quedarme sentado en esta banca, viendo a los bailarines sumergidos otra vez en la fiebre del pim-pim, mientras el viento, que ahora sopla con más intensidad, hace flamear los vestidos de diferentes colores, dibujando los cuerpos. De vez en cuando vuelvo la mirada hacia la oscuridad de los galpones.

-Toma kamwi, Caraí, pa' mata pena -dice alguien poniendo su mano sobre mi espalda y respirando profundo junto a mis orejas. Es una mujer de edad madura y de ojos rasgados, vestida con tipoi que combina franjas transversales de color azul, celeste y negro. Es evidente su embriaguez. Se sienta a mi lado y coloca en el suelo, ante mis pies, una tinaja repleta de chicha. Luego hunde un jarro y lo saca lleno de chicha, acercándolo a mis labios: -Meta, Caraí.

Sonrío, asintiendo con la cabeza, tomo el jarro y bebo. Luego ella hace lo mismo. Y vuelve a convidarme. Imposible negarme, sería una ofensa. El líquido, aceitoso y amarillento, parece contener el coraje y la alegría que estoy necesitando. El líquido entra deliciosamente hasta el fondo de mi ser, haciéndome recuperar mi desaparecido optimismo. Tal vez por eso los aba-guaraní consideran que la chicha no macha sino que renueva la sangre. Pero pronto empiezo a sentir también los efectos negativos de esa transformación.

Con abundante bebida adentro, el tiempo ya no es el mismo, todo se vuelve relativo, algo está pasando allá en el fondo de mi ser. De pronto se produce la pausa salvadora; orquesta y bailarines se detienen. Mientras los músicos se pelean por la chicha, mi amigo cruza la pista y me increpa, de frente, mirándome a los ojos:

-¡Só tonto vos! ¿Por qué no has ido donde te he dicho?Sin darme tiempo a responder, se retira, dirigiéndose hacia el otro costado donde

se encuentra esperándolo María.-Caraí gusta mina más jovencita. ¿No? Y no vieja como yo... -Dice la mujer mientras

desliza su pesado brazo izquierdo sobre mi nuca y con la otra me ofrece un renovado jarro de chicha. Veo en sus ojos el asomo de algunas lágrimas.

Antes que la orquesta reinicie el pim-pim, el Chueco vuelve a la carrera hasta donde estoy, sosteniendo el llanto de la cuña, sin poder mantener en alto mi lucidez.

-Mira, ahí viene ella -me señala hacia uno de los galpones- Pero ahora tené cuidado con el Viejo.

Giro mi cabeza hacia el lugar que acaba de indicarme mi amigo y descubro, emergiendo lentamente desde las penumbras, la figura deJuanita, con su vestido amarillo, que regresa de la bomba de agua. Entonces vuelvo la mirada hacia mi amigo, pero él ya no está, acaba de retirarse hacia la orquesta. La mujer, que permanece sentada a mi lado, me abraza por ambos lados, me afirma contra su cuerpo y derrama su llanto sobre mi hombro. Hago un esfuerzo para sacar la cabeza de entre sus brazos y mirar en los alrededores, buscando a Juanita. Enseguida la

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descubro detenida muy cerca nuestro, de pie, mirando hacia el lugar de los bailarines. Parece no haberse percatado todavía de mi presencia, estoy perdido en los brazos inoportunos de la vieja, sin poder zafarme. Los demás continúan en el frenesí de la danza o perdidos en un fervoroso diálogo.

-¿Te gusta Juanita a vos? -me pregunta inesperadamente la mujer, acaso observando el deslumbramiento con que miro a la otra.

-Perdone, tengo ganas de bailar -digo, sacando coraje no sé dónde, liberándome definitivamente de sus pesados brazos. Me pongo de pie, decidido, pero un leve mareo me hace tambalear. Me dirijo a Juanita, que ahora me mira sorprendida. Cuando intento tomarle de la mano para que me acompañe en el baile, ella se resiste, mira a todas partes, algo ruborizada, como si temiera la mirada de los otros. Entonces pienso que debemos hablar, que es necesario aclarar algunos puntos, que debemos escapar hacia algún lugar. Me pongo a su lado, pronunciado algunas palabras sin demasiada lógica, sin poder estabilizar mi cuerpo. Pero ella enseguida me empuja hacia el patio, para que entremos en la danza. Con los brazos entrelazados, dando saltitos, nos aproximamos a los otros, ya no me importa nada. Pero mis pasos son torpes, enredados, inútiles, acaso por la borrachera que llevo encima o simplemente porque todavía no he aprendido acabadamente la danza. Ella se ríe, me mira los pies y se ríe, como se ríen los demás muchachos cuando me descubren en la pista. Debo hacer un gran esfuerzo para mantener el equilibrio. ¡Maldita chicha! Y el viento que no cesa, que danza raudo en el patio, que escapa murmurando un secreto hacia los galpones.

De pronto la música se acalla y Juanita, en el colmo de su incomodidad, mirando con preocupación hacia uno de los galpones, escapa sin aviso hacia el otro lado, dejándome abandonado en medio de la pista. Los demás bailarines protestan por la falta de música. Alguien vocifera a lo lejos, pronunciando palabras en otro idioma, insultando a los gritos. Decido ir detrás de Juanita, necesito hablar con ella, intento caminar entre el vapor de la chicha que llevo adentro y los bailarines que regresan a sus bancas. Pero la mano de mi amigo nuevamente se posa sobre mi hombro, deteniéndome, empujándome hacia otro lado.

-Andate, hermano, escóndete, que viene el Viejo. ¡Raja ahora! ¡Métele!No entiendo nada, ni quiero saber más de mi amigo, me importan un pito sus

estúpidas órdenes. Estoy harto de tanto misterio. Esta fiesta ya no es lo que debería ser; es una mierda y nada más. Todo el patio parece perder estabilidad bajo mis pies, bamboleándose como una tabla sobre el agua. Pero no logra voltearme, sigo caminando como sea hasta la larga banca y allí me siento, ante la mirada angustiada de los demás. Recién entonces, cuando levanto la cabeza de nuevo, veo al Viejo que avanza con un machete de gran dimensión en la mano, desafiando a todo aquel que se interpone en su camino. Es un enorme cimba, un tremendo ejemplar de aba-guaraní, vestido con una camisa blanca, una faja roja en la cintura y un pantalón negro. Gruesas patillas caen por ambos costados de la cara y en su labio inferior brilla el tembetá, ese botón de piedra que identifica a los hombres de su raza. Viene en dirección a la banca donde me encuentro sentado, tratando de volver a la realidad.

El viejo avanza blandiendo su arma de acero cortante, dando planazos limpios sobre la pared del galpón y sobre las bancas de madera. Tambalea, es evidente su borrachera. En un momento pierde el sombrero y queda al descubierto el pañuelo que sostiene su largo pelo. Las mujeres chillan, escapan hacia el otro costado del patio, de la misma manera que los demás jóvenes. Solamente algunos hombres se abalanzan

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hacia el enfurecido cimba, tratando de detenerlo, de quitarle el machete, antes que se produzca alguna desgracia.

-¿Dónde etá, Caraí? -grita, retorciendo la boca- ¡Caraí yayucá!Un nuevo planazo de metal sobre la banca abandonada abruptamente por los

jóvenes y la advertencia desesperada de los presentes, me hace caer en la cuenta de que soy el destinatario de aquellos insultos. Dice que quiere matarme. Estoy perdido. Todos clavan sus miradas sobre mí, gritándome que me vaya, que escape hacia el otro lado. Llega mi amigo y trata de ayudarme a ponerme de pie, empujándome a la fuga, pero mi cuerpo no responde, está adormecido por la chicha, apenas puedo sostenerme. Vuelvo a quedar sentado. Las ráfagas de viento lo confunden todo, borran odiosamente los últimos vestigios de la fiesta.

-Párate, hermano, escapa -se desespera, grita, insiste mi amigo.Imposible salir de aquel alboroto. El cimba, en el colmo de su enojo, lanza algunos

machetazos en el aire, siempre en dirección a mi cabeza. Los demás hombres, incluido los muchachos de la barra, lo sujetan, impidiéndole avanzar sobre mi desarticulada humanidad, y mi amigo continúa con su intento de llevarme hacia alguna parte. El Viejo busca zafar de los brazos que ahora lo aprisionan, sin quitarme sus ojos asesinos de encima, como deseando picarme en pedacitos. La vieja de la chicha, también tambaleante, se interpone entre los dos, habiéndole en su idioma, haciendo gestos de enojo, tratando de alejarlo, sin éxito. Finalmente logro ponerme de pie, ayudado por mi amigo, y camino hacia el otro lado. El Viejo se abalanza, tratando de alcanzarme, gritándome:

-¿Así que vo só macho, vo só cuimbae de Juanita?Me apunta con el machete, sin poder zafar de sus contenedores. Su rostro está

desencajado, desfigurado por el alcohol y por los celos.-¡Andate, Caraí, ándate! -gritan a coro las mujeresPero no alcanzo a alejarme demasiado, apenas unos metros, cuando el Viejo logra

deshacerse brevemente de la maraña de manos que lo contienen y avanza sobre mi persona, blandiendo el machete.

Recién entonces, cuando lo tengo prácticamente encima, cobro conciencia del drama y de la proximidad aterradora de la muerte. Sacando fuerza no sé de dónde, con sorprendente agilidad, logro dar unos saltos hacia atrás, poniéndome a cierta distancia del agresor. Pero la mala fortuna me instala una banca justo en donde no puedo verla y caigo pesadamente de espalda, hacia el otro lado. Mientras intento ponerme nuevamente de pie, reptando por una pared, veo su silueta oscura que avanza sobre mí, es una sombra enorme que me impide ver las lámparas que se bambolean en los tirantes.

-¡Caraí yayucá! -grita, y lanza una primera estocada. El filo del machete centellea cerca de mi rostro y se hunde levemente en la blanda madera de la pared. He conseguido esquivar con éxito el primer machetazo, pero ahora no tengo salida; el Viejo parece decidido a acabar con mi vida. Tampoco los otros, que lo abrazan desde atrás y le hablan en su idioma, consiguen detenerlo. Su furia no tiene contención.

Su segunda estocada, que es un machetazo transversal a la altura de la cintura y que no consigo esquivar por estar contra la pared, tiene un efecto terrible en mi cuerpo. Es un golpe cortante y doloroso en mi estómago. Entonces, con mis manos aferradas a la herida húmeda y doblando mi cuerpo en dos, sin despegarme de la pared, me dejo caer en el suelo. Es el momento en que los hombres consiguen derribar al Viejo, arrebatándole el machete, aunque tarde. Todo el patio parece entrar

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en zozobra. Un remolino de manos, cabezas, gritos y ladridos gira en mi alrededor, y me pierdo en un caos absurdo y lacerante, como en la peor de las pesadillas.

-Llévenme al hospital -alcanzo a balbucear, antes de hundirme en la noche total.

Cuando finalmente logro abrir los ojos, un mundo de sábanas blancas y paredes grises me rodea. Colgado de una horquilla de metal, el suero gotea y se desliza por una manguerita traslúcida que se introduce en mi brazo.

-¡Ahí despierta el Caraí! -anuncia una voz demasiado conocida.Miro hacia el otro costado y descubro varios rostros que me miran sonrientes. Son

los muchachos de la fiesta, entre ellos, mi amigo el Chueco. Un enorme dolor me recorre el abdomen cuando pretendo hablar.

-¿Qué pasó? -pregunto, con voz débil, intentado levantar la cabeza.-Quieto, ya pasó todo -me tranquiliza alguien del grupo, mientras posa suavemente su mano sobre mi brazo hinchado. -¿Quién era el tipo ese? -quiero saber.

-Tranquilo, hermano, tranquilo -responde mi amigo- Era un marido celoso, nada más.

Miro desconcertado a los presentes, demorándome en entenderlo todo. Luego, no se me ocurre otra salida que desenfundar la frase que he aprendido en la comunidad:

-¡Tá, cuimbae toro!Entonces ellos desatan la más estruendosa y desaforada carcajada que he

escuchado en toda mi vida. Cuando la calma y el silencio regresan finalmente a la habitación, sonriente, les pido:

- Ahora, déjenme dormir tranquilo- Y cierro profundamente los ojos.

LOS SUCESOS DE CAMPO CHICO

La caravana de hombres avanza lentamente a través de la selva. La tupida vegetación y la oscuridad de la noche dificultan la marcha. Los que transitan adelante se abren paso a golpes de machete, auxiliados por otros sujetos que portan sendas antorchas encendidas. Detrás de ellos voy yo, custodiado por dos individuos que me llevan sujeto de los brazos. Temen que escape nuevamente.

Estoy totalmente cansado y tengo el cuerpo dolorido por los golpes. Las veces que intento detenerme, alguien me empuja violentamente desde atrás, haciéndome caer de bruces sobre las ramas y las espinas. Sin embargo, sospecho que aún me espera lo peor. Seguramente me harán pagar muy caro mi intento de fuga. Nadie habla, solo se escucha el crujido de las ramas quebradas a nuestro paso.

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Cruzando la espesa arboleda, desembocamos en un espacio raso y limpio, donde al fin nos detenemos. De inmediato me llevan junto a un poste plantado en el centro del predio y allí me amarran con sogas. Luego se marchan en completo orden y silencio hacia el interior de la selva, iluminados por algunas antorchas.

Me han dejado solo, inmovilizado, en medio de una absoluta oscuridad. El miedo palpita en mi pecho. Ellos volverán pronto y me darán muerte. ¿Es posible? No puedo convencerme. ¡Morir tan joven! Nunca me hubiera imaginado. ¿Cómo reaccionarán mis padres y mis amigos cuando se enteren? Quizás ellos nunca lleguen a saber con certeza lo que me sucedió. En la selva es difícil encontrar un cadáver intacto, los animales suelen devorarlo, dejando solamente los huesos. Tardarán en reconocerme.

Trato de pensar en otra cosa, de tranquilizarme. Debo ordenar mis pensamientos, encontrar una lógica a esta horrible situación. ¿Cómo llegué a este lugar? ¿Quiénes son esos hombres? Todo me resulta confuso.

Entonces pienso, intento recordar la mañana en que se inició esta historia. Parece haber pasado tanto tiempo y, sin embargo, el momento de la partida permanece fresco, intacto, en la memoria, como si hubiera ocurrido hoy mismo. Aquella mañana, con Carlitas, mi vecino y amigo del alma, nos habíamos propuesto hacer una excursión por Campo Chico, un pedazo de selva distante dos kilómetros de Oran. Eso lo recuerdo claramente. Allí iríamos a juntar algarrobas y huevos de pájaros, una ocurrencia de niños. Nos empujaba nuestro entusiasmo juvenil, nuestra curiosidad casi infantil, y también nuestra negligencia. Ahora lo sé. Como si los ocho años de Carlitos y los diez míos fueran suficientes para intentar la aventura. Recuerdo que mi amigo cargó abundantes piedras en los bolsillos de sus pantalones cortos, para usarlas en el camino, con la honda. Era un excelente cazador dé pájaros, tenía en su haber centenares de palomas y loros derribados, sin contar algunas iguanas, atrapadas tan sólo con su honda de goma. Siempre me gustó acompañarlo en sus correrías, gozar de su buen humor y sobre todo compartir sus presas. ¡Pobre Carlitos! ¿Qué habrá sido de él?

Recuerdo que aquel día teníamos planeado algo mucho más interesante: intentaríamos penetrar en el corazón mismo de Campo Chico, lugar del que se relataban historias extraordinarias, vividas por los que se atrevían a incursionar en su enmarañado bosque. A nuestro regreso seguramente nosotros también tendríamos nuestra propia historia para contar.

Con esos pensamientos emprendimos presurosos nuestra caminata por las últimas calles de Oran, rumbo hacia la selva. El sol acababa de salir y era una deliciosa fruta rodando por sobre los techos de los últimos ranchos. Nuestras sombras, alargadas y flexibles, iban jugando, deshilachándose en los enrejados de madera que dejábamos atrás. Algunas mujeres que barrían las veredas de tierra respondieron levemente a nuestro saludo. También eso recuerdo.

Donde termina el caserío y comienza el largo camino hacia la selva, entre grandes y torcidos algarrobos, se levanta un rancho de madera tan viejo como su dueño. Allí vive don Alba, un anciano nativo de la zona, que ha trabajado muchos años pelando cañas en el Ingenio y fue hachero destacado en el monte oranense; conoce sus selvas y montañas como la palma de su mano.Lo vimos desde la distancia. Estaba sentado sobre un tronco, delante de la puerta, tratando de armar un cigarrillo. En sus curtidas mejillas se notaba el bulto de la coca, el acullico que nunca lo abandonaba. En cuanto oyó nuestros pasos, levantó su rostro moreno y lampiño y nos miró sorprendido. -¿A dónde van tan apuraos?

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-A Campo Chico - le contestamos casi al unísono.-¿Solos? - dijo frunciendo el ceño -Sepan que no es güeno meterse en ese monte; es

peligroso. Por ahí anda El Familiar.La noticia no era nueva, pero igual nos sorprendió. Crucé una rápida mirada con mi

compañero y luego pregunté al viejo:-¿Y quién es El Familiar?-¡Cómo! ¿Acaso no lo saben? Es el mismísimo Satanás, el diablo. Dicen que los

propietarios del Ingenio tienen un contrato con El Familiar. Todos los años, si quieren tener buena cosecha, tienen que entregarle el alma de una persona. Por eso El Familiar merodea el cañaveral y llega hasta Campo Chico, buscando algún cazador que ande sólito para robarle el alma. Mi amigo Lorenzo, el panadero que va a las colonias a dejar el pan, lo ha visto la otra tarde cuando venía por el camino de Campo Chico, se escapó por un pelito.

Solo atiné a sonreír. Seguramente era otra de sus absurdas historias. Los muchachos del barrio que iban a este lugar a cazar o en busca de leña, nunca dijeron haber visto algo así.

-Vamos -ordené a mi compañero- Debemos regresar antes del mediodía.

Carlitos se había quedado con la boca abierta, mirando sorprendido al viejo, convencido de la veracidad de sus palabras.

Reanudamos la marcha rumbo a Campo Chico. Caminamos primero por un callejón angosto y pedregoso, bordeado por una alta muralla de cañas bambú, por un lado, y por el otro, un interminable alambrado cubierto de enredaderas y yuyos florecidos. El camino desembocaba en una extensa llanura cubierta de pastos amarillentos, salpicada aquí y allá de tuscas y espinillos. Por sobre de ella, emergiendo a lo lejos, podíamos ver la majestuosa y misteriosa selva de Campo Chico, hasta donde ansiábamos llegar. La mañana nos envolvió con su tibieza y luminosidad, embellecida por mariposas multicolores que revoloteaban entre las flores silvestres. De vez en cuando el lomo verdoso de una lagartija cruzaba a la carrera el camino de tierra.

Carlitos había permanecido en silencio durante todo el trayecto. Sin duda, algo importante le preocupaba. No le dije nada, esperé a que él mismo pusiera en descubierto el motivo de sus meditaciones.

-¿Vos crees en El Familiar? -me inquirió, finalmente.Casi estallo en carcajadas, pero me contuve. Me dio lástima su inocencia. Preferí

expresarle con mis palabras y sin vueltas lo que yo pensaba de esas ridículas historias.

-¡Pavadas! El Familiar no existe. Es un invento del viejo Alba para hacernos asustar.Mi respuesta no lo convenció. Al parecer, el creía firmemente en esas leyendas, y

mucho más si las relataba el viejo Alba. Pero no volví a insistir. Después de todo, cada uno tiene su propio punto de vista.

Luego de cruzar el extenso pajonal, llegamos al pie de la alta y enmarañada arboleda. El camino continuaba por dentro de un túnel vegetal, donde apenas penetraba la luz del sol. Por allí nos internamos dispuestos a vivir la más grande aventura, jamás contada.

Caminábamos despacio, con la honda de goma en la mano y alertas a cualquier ruido o movimiento. Desde la copa de un árbol silbaba con nostalgia un crespín, pero no pudimos verlo. Proseguimos nuestra exploración. Otros pájaros emitían extraños sonidos. El ambiente era sombrío y exótico, rebosante de vida profunda. Los insectos y las aves revoloteaban entre las ramas verdes y las plantas perfumadas impregnaban

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el aire de extraños aromas. A cada paso parecía que íbamos a descubrir algo nuevo e insólito, quizás una ciudad perdida.

Durante toda la mañana anduvimos por el monte juntando frutas y atrapando pájaros, sin que nada novedoso nos ocurriera. Cerca del mediodía decidimos emprender el camino de regreso. Carlitos caminaba varios metros más adelante, siempre atentos a los movimientos de la selva. De pronto, al llegar a un recodo de la senda, se detuvo frente a unos arbustos, con expresión de asombro, y me hizo señas para que me acercara en silencio. Cuando llegué a su lado, traté en vano de divisar el objeto de su fascinación. Nada se veía, solamente un montón de yuyos y enredaderas. Al intentar aproximarme un poco más, un suave rumor de ramas batidas puso al descubierto un hermoso ejemplar de corzuela que se alejó dando saltos rápidos y elásticos. Todavía estábamos entretenidos en esa escena cuando una voz grave y ronca resonó detrás de nosotros.

-¡Güen día, changos! ¿Qué andan haciendo por estos lugares?Al volver nuestra mirada, nos encontramos con un enorme jinete vestido de blanco,

detenido muy cerca de nosotros. No podíamos distinguir su rostro; estaba cubierto por la sombra de su sombrero de alas anchas. Desde allí, sus ojos parecían dos brazas encendidas en medio de la oscuridad. Su repentina aparición nos dejó helados, sin que pudiéramos atinar a nada. Al no obtener respuesta inmediata, el hombre se puso impaciente. Tornó a insistir, evidentemente enojado:

-Güen día, les he dicho. ¿Acaso no saben saludar?La forma de presentarse y su extraño aspecto coincidían con la descripción hecha

por el viejo Alba con respecto a El Familiar. Pero un fuerte olor a alcohol delataba su humanidad, lo cual me tranquilizó un poco. Carlitos, en cambio, parecía estar convencido de estar frente al diabólico personaje de la leyenda. Tenía cara de miedo, el pobre. El hombre, indignando por nuestra pasiva actitud, tiró de las riendas de su caballo y se preparó para enfrentarnos.

-Mocosos i' mierda, les vua enseñar a rispetar a la gente mayor.Tomó el látigo y castigando a su caballo intentó hacerlo pasar por encima nuestro.

El buen equino, aunque impaciente, no quiso obedecerle, golpeando con sus cascos el suelo, avanzando y retrocediendo en el mismo lugar. Ante la gravedad de la situación, y tras un cruce rápido de miradas con mi amigo, decidimos emprender la retirada, echándonos a correr por el camino. Detrás nuestro se lanzó el jinete al galope, dando fuertes gritos y revoleando el látigo con furia. Pronto nos hubiera dado alcance si no hubiéramos atinado a salir de la senda y penetrar en la espesura de la selva. Allí le fue difícil perseguirnos con eficacia, pese a la protección de sus guardamontes de cuero. Las ramas y los bejucos dificultaban su carrera. Carlitos, más pequeño y escurridizo, siguió una dirección distinta a la mía. El jinete optó por perseguirme solamente a mí, estando a punto de alcanzarme, pero la espesa maraña y los gajos inferiores de los árboles lo obligaron a desistir de sus propósitos. Se detuvo maldiciendo y tratando de dominar a su inquieto animal, mientras yo me escabullía bajo las espesas frondas, donde le fue definitivamente imposible atraparme.

Estuve huyendo por el monte durante un largo rato, sin poder detenerme a pensar en la suerte corrida por Carlitos, ni en el destino del alocado jinete cuyos gritos todavía resonaban en mis oídos. Corrí bastante y sin una dirección fija, tratando de poner la mayor distancia con mi perseguidor. De pronto, ya no lo escuché más. Vencido por la fatiga y las numerosas espinas incrustadas en mi carne, me detuve, agitado, junto a un árbol frondoso cuyas ramas frescas me llamaban al descanso. No

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tenía idea del lugar en donde me encontraba. Las numerosas vueltas que había dado me hicieron perder la orientación del camino. Solo deseaba descansar, recuperar mis fuerzas perdidas. Me senté en las gramillas verdes, con la espalda apoyada en el tronco del árbol. El sol caía a plomo y la selva permanecía en completa calma. Debía ser el mediodía.

Mirando el movimiento monótono de las hojas hamacadas por la suave brisa, me puse a meditar en todo lo acaecido durante esa mañana, lo cual iba a ser una linda aventura para relatar a los muchachos del barrio. Ellos seguramente nos iban a envidiar. Sumergido en esos pensamientos perdí la noción de la realidad circundante y quedé sumido en un profundo sueño.

Lo que siguió después no tiene explicación ni lógica. Nada encuentro en mi memoria ni en mi razón. Fue un salto al abismo. Solo recuerdo que al abrir mis ojos me encontré tendido sobre las hierbas húmedas, en medio de una completa oscuridad. Me puse de pie y miré a mi alrededor, tratando de ubicarme en el tiempo y en el espacio. Solamente pude divisar, difusamente, las siluetas inmensas de unos árboles. Tenía un gran mareo. Estuve así un largo rato," hasta que el resplandor de una luna rojiza aclaró levemente el ámbito. Entonces caminé despacio, buscando algún indicio que me ayudase a aclarar la situación. Pensé en principio que la noche debió haberme sorprendido en plena selva. Pero pronto descubrí que me encontraba en un espacio distinto, que me rodeaba lo que parecía ser un jardín con flores blancas y un ejército de sombras que custodiaban el lugar. Por lo tanto, ese no era el espacio donde me senté a descasar ese mediodía. No podía explicarme lo que había sucedido.

De pronto, un fuerte ruido proveniente desde la profundidad de los árboles me llamó la atención. Eran crujidos de hojas secas y un coro de voces extrañas, producido por algún grupo de gente que se acercaba hacia el lugar. Dudé un momento sobre la actitud a tomar, resolviendo finalmente quedarme en donde estaba para ver quiénes eran los que venían. Una multiplicidad de lucecitas se encendieron entre los árboles. Desde las tupidas frondas empezaron a salir en fila varios hombres portando sendas antorchas encendidas, con las que iluminaron el lugar. Entonces pude verlos mejor, aunque ellos parecían no saber de mi existencia. Tenían sombreros de alas anchas en sus cabezas y, aunque no podía ver sus rostros, alcancé a divisar sus botas de goma, sus fajas rojas en la cintura, la camisa blanca y el pantalón negro, vestimenta inconfundible de los chaguancos que trabajaban en el Ingenio. Mi primer impulso fue tratar de ocultarme entre los arbustos, pero con tan mala suerte que una rama se quebró estruendosamente bajo mis pies. El que venía adelante me vio y apuntándome con el dedo dijo en voz alta: -Ahí, ahí está el intruso.

Se lanzaron hacia mí, raudamente, con evidente ferocidad. Sólo entonces vi sus rostros horribles, casi esqueléticos, sus cuencas vacías. Diría más bien que eran muertos caminantes. Se lanzaron sobre mí, dispuestos a agarrarme. Eché a correr por entre las flores de aquel jardín nocturno, penetrando luego en la enmarañada selva, desafiando las espinas y la oscuridad. Los hombres venían tras de mí, casi pisándome los talones. No pude escapar por mucho tiempo, mis piernas se enredaron en unas ramas, dándome un fuerte porrazo, y estaba forcejeando para ponerme de pie cuando los sujetos llegaron jadeantes y tomándome de los brazos comenzaron a golpearme.

-Así aprenderás a no escapar -dijo uno.Me ayudaron a pararme y luego me condujeron a través de la selva hasta el lugar

de la ceremonia, donde ahora me encuentro abandonado y sin esperanzas de salvación.

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Los hombres se han marchado, dejándome solo en medio de la oscuridad y el silencio. Ellos volverán en seguida, vendrán a matarme, en sacrificio al demonio, sin duda. Sé que voy a morir, que mi alma será entregada, no tengo posibilidad de escapar. Mis manos están amarradas con una áspera soga, lastimándome la piel de tanto forcejear.

Desde la espesura vienen sonidos de tambores, de un ritmo inconfundible, matizados por una melodía de flauta que se escucha lejanamente, perdida en la oscuridad. Pero yo conozco esa música. Tiene sabor de selva y de barro, de harina y de chicha, de embriaguez girando entre cañaverales. Siento que mi corazón se comprime, se estruja de dolor y mis ojos son ríos de lágrimas derramándose inconteniblemente. Yo conozco esa música y ella también me conoce, viene a mí con su íntima carga de alegrías y tristezas, con su amor ciego y antiguo, con su misterio ancestral. Viene clamando, extraviada, desgajada de algún pretérito carnaval. Vuelvo, por un instante, al tiempo de la ronda interminable y alegre del pim-pim, andando por los galpones del Ingenio.

Pero la música cesa repentinamente y el silencio se instala en la selva. Desde las breñas van surgiendo múltiples lucecitas, todas en orden. Son los hombres que regresan a cumplir con el rito más antiguo y temido. Vienen caminando en doble fila, algunos portan antorchas y otros arrastran un cuerpo desvanecido. Se acercan, me iluminan ampliamente, colocan el cuerpo cerca mío, tendido en el suelo. En seguida lo reconozco: es Carlitos, mi querido amigo, él también ha sido atrapado por esta banda de fanáticos y seguramente será sacrificado para entregar su alma a El Familiar. El no puede verme, parece estar inconsciente. La comparsa de chaguancos forma un círculo alrededor nuestro, los sujetos nos señalan y se ríen con sus desmesurados dientes blancos. Parecen seres insensibles. Los miro con profunda angustia y, sacando coraje vaya a saber de dónde, me animo a preguntarles:

-¿Quiénes son ustedes? ¿Para qué nos trajeron aquí?Ellos no contestan, se ríen a carcajadas, mirándose unos a otros. Carlitos vuelve en

sí, me mira y observa sorprendido a los hombres que nos rodean. Parece no comprender lo que sucede. Ensayo una nueva pregunta:

-¿Qué harán con nosotros?Pero los hombres no me oyen, miran hacia otro lado, hacia la selva, esperando la

llegada de alguien muy importante. Desde las penumbras surge un jinete, un hombre montado en un caballo blanco, vestido de gaucho, iluminado por una extraña luz. Cubre su cabeza un sombrero de alas anchas y tiene en su mano derecha un látigo. Su mirada es de fuego. No hay duda: es el familiar. Se acerca lentamente, los hombres se apartan para darle paso. Se dirige a hacia nosotros, deteniéndose a poca distancia. Nos mira un largo rato y luego mueve la cabeza negativamente.

-No debieron haber venido nunca, pues quien penetra en mis dominios, muere.Su voz me resulta familiar y su rostro también. Ahora que lo miro más de cerca,

puedo reconocerlo, no es otro que el viejo Alba. ¡Don Alba, el que tantas veces nos prohibiera venir a Campo chico! Su mirada y sus ropas son distintas, pero su rostro no. Por las dudas se lo pregunto, tímidamente, con voz enronquecida, y él me contesta que sí, que hemos profanado el secreto de la leyenda y por ello debemos morir.

Absurdo, absolutamente absurdo. Por instante creo ser víctima de un mal sueño, un juguete de la imaginación. Pero no, todo es real, lo dicen mis dolores físicos y la continuidad nítida de los hechos. Pienso en mis pobres padres y en doña Segunda, la madre de Carritos. Ella es viuda y debe estar preocupada por su único hijo, quizás

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haya enviado alguna persona a buscarnos. Jamás me perdonará que haya traído a su hijo a la muerte. Cuando encuentren nuestros cadáveres dirán que yo tuve la culpa, que siendo mayor que mi amigo debía haber intuido los peligros de la selva. Esa sospecha serán confirmada por el viejo Alba, quien para ocultar su secreto dirá que yo traje a Carlitos al monte, haciéndome burlas de sus prevenciones, que todo fue obra de El Familiar. Eso dirá y todos le creerán, ciegamente.

Los hombres han empezado a moverse a nuestro alrededor, golpeando nuevamente sus tambores y entonando una canción de letra indescifrable. Son los chaguancos de rostros cadavéricos que ahora danzan al compás del pim-pim, tomados de la mano, en ronda. «Caraí yayucá, caraí yayucá», parecen decir. No me quedan dudas: son todos los zafreros sacrificados por el Ingenio para entregar sus almas a El Familiar y así obtener buenas cosechas. Son muertos que todavía se mueven, viven en otro mundo, sin almas. ¿Qué lugar será este? ¿Acaso estamos en la famosa Salamanca? Sea lo que sea, ya no tenemos salida.

El viejo Alba, en su personificación de El Familiar, ordena detener la danza. Entonces señala a uno de los hombres, que tiene un machete de grandes dimensiones, y le ordena proceder. El chaguanco de rostro cadavérico se acerca hasta nosotros, lenta y automáticamente, como un robot cumpliendo una orden. Carlitos se ha puesto de pie y permanece a mi lado. El sujeto lo aparta, dándole un empujón y coloca su machete sobre mi pecho, lo corre levemente, como buscando el corazón. Es el momento de mi muerte. Me agito, muevo los labios, quisiera hablar, pero no puedo. Resignado, cierro los ojos, esperando el golpe final. Mis ojos están inundados de lágrimas, de llanto silencioso y absurdo. Es entonces cuando, de repente, una luz de esperanza brilla en la profundidad de mi mente. Es la voz de mi madre que me advierte: «Cuando estés en peligro, reza el Padre nuestro». Nunca creí en los milagros, pero ahora lo necesito y por eso me pongo rezar. El chaguanco se demora en introducirme el filoso acero. Sigo rezando y temblando. Una voz lejana me llama desde algún lugar. Quiero abrir los ojos, pero no puedo, las lágrimas y una luz potente me lo impiden. La voz lejana sigue repitiendo mi nombre. De pronto siento en mi rostro una fuerte palmada y una risotada conocida. Finalmente logro levantar los párpados, con dificultad, como si levantara una persiana demasiada pesada. El sol de la tarde cae de lleno sobre mi rostro enfebrecido, cubierto de transpiración y de lágrimas. Delante de mí, se mueven dos bultos negros. Es Carlitos y don Alba, mirándome sonrientes. Estoy sentado en la gramilla, con la espalda apoyada en el tronco de un árbol, tal como había quedado después de escapar del jinete y de entregarme al descanso.

-Por fin te encontramos, m'hijo -dice don Alba, con evidente alegría- Doña Segunda estaba preocupada por ustedes y me ha mandao a buscarlos. Primero lo he encontrao al Carlitos y juntos hemos empezao a buscarte por el monte. Y te hemos encontrao aquí, durmiendo bajo de este árbol. ¡Cómo ha costao hacerte despertar! Parece que tenías una fuerte pesadilla, que estabas llorando en dormido.

Durante el camino de regreso, primero con timidez o desconfianza (¿Es don Alba el misterioso personaje?), luego con entusiasmo inusitado, les voy contando todo lo vivido esa mañana y mi encuentro con El Familiar y con los chaguancos que fueron entregados como ofrenda el Ingenio. Ahora es Carlitos el que parece divertirse con mi relato. El viejo me lleva abrazado, escuchándome en silencio.

-Eso se llama suerte, pues -dice finalmente don Alba- Porque, de habernos demorado un rato más, no contabas el cuento, El Familiar te hubiera robao el alma en

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dormido. Por eso no es güeno burlarse de las leyendas ni de las creencias de los viejos, velay. En el fondo siempre hay algo de cierto. Siempre.

Vuelvo la mirada hacia la selva de Campo Chico, cuyas frondas parecen ocultar un fantástico secreto, y suspiro aliviado. Gracias a Dios, muestra aventura ha terminado bien, y lo que es más importante, ahora puedo contarla.

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LAS SOBRAS

Carlos Hugo Aparicio

Todo empezó desde que esos viejos se cambiaron a las dos únicas piezas de material en la cuadra, construidas justo al frente de nosotros; él, enjuto, canoso, erguido; ella más flaca aún, ambos altos y arrogantes, bien vestidos, hasta con cierta elegancia; indiferentes a todo lo que no sea pasearse pomposos y despectivos, sin mirar ni saludar a nadie. Nada sería si ellos también se hubiesen acomodado a nuestro modo de vida: pero no, además de no darnos ni la hora son los únicos que comen todos los días; y cómo comen: según se comenta, platos exquisitos y carísimos. Antes de su llegada era más fácil sobrellevar las peores privaciones al saberlas rutinarias y compartidas; hay veces que nosotros no comemos o solamente tomamos un jarro de mate cocido chuyo con pan de ayer en las veinticuatro horas, o si comemos no vamos más allá de un sancochado que- tratamos de hacer durar dos días por lo menos; hay temporadas en que las changas escasean hasta en la playa de la Estación y el mercado mismo, y si yo no me consigo alguna vuelvo sin un peso; mi mujer que me espera con la olla déle hervir, lista para el caldo, tiene que tirar el agua; mis hijos que me aguardaron sentados en el umbral, comprenden en silencio y van tragando saliva a arrinconarse; y el deseo puntual nos invade como mala hierba, lo siento endurecerse en mi estómago, secarme la boca, agrietarse en mis labios, alargármelo al día caprichosamente, hacérmelo pesado, bien amarillo, desganado, ridículo; mis hijos no aguantan los rincones, salen a merodear por el patio desparejo o bien se la pasan tirados en la cama, agarrándose de vez en cuando la barriga, demacrados y tensos; mi mujer, mirándome de reojo cada vez que pasa por mi lado, ahora aprovecha para lavar, secar, volver a lavar, acomodar, desacomodar y volver a acomodar el servicio gastado.

Incluso cuando trabajo normalmente apenas nos alcanza para una sopa sustanciosa, un guiso así no más, el pan y la botella de vino con su correspondiente sifón de soda; y no somos sólo nosotros: en esta cuadra casi todos, si no todos, la pasan igual comen un día, ayunan el otro, según como anden las changas; cómo será que cuando a alguien le va bien y saca lo bastante como para asado, la calle entera se llena de olor a churrasco y la casa suertuda parece de fiesta. Pero ahora con esos cosos se acabó el conformismo; tienen la maldita costumbre de madrugar, arreglarse como para misa o baile y cada uno con su bolsa red vacía, oscuro todavía, del brazo, lentos, majestuosos, altaneros, irse de compra, al mercado por supuesto, y volver a media mañana más solemnes aún, cargados de paquetes, las bolsas gordas y por rebalsar de mercaderías; los banquetes que se darán, pues son los únicos que ni bien terminan de almorzar sacan el tacho de basura más lindo que se pueda comprar repleto de restos de comida, sobras de las semerendas comilonas, puramente los huesitos desnudos de los asados, presas descarnadas de pollos al horno o gallinas hervidas, chalas marchitas de tamales- y humitas, papas o zapallitos rellenos a medio terminar, sobrantes fríos de guisos de arroz o fideos, pucheros gordos parcialmente desbastados, a veces milanesas o bifes enteros, sin un mordisco, ensaladas de toda clase, mayonesas rarísimas, salsas de cualquier variedad: es de no acabar enumerando y se me hace agua la boca de sólo recordar; eso sin contar las botellas vacías de cerveza, vinos finos, licores y bebidas desconocidas/ Qué contraste con el cajón de basurita que sacamos el resto del barrio, por lo general, latas destartaladas o cajas desarmándose, chuecas y colmadas sólo de cenizas, jirones de ropa, papeles amarillentos, alguno que otro zapato torcido, sin suela o con la suela agujereada, alpargatas bigotudas o destrozadas, trapos viejos y sucios, botellas desfondadas o descogotadas, vidrios rotos, yuyos secos y envases cubiertos de polvo duro.

Ahí en la vereda permanece el rico tarro de basura en espera del camión basurero mientras la pareja de viejos, bien comida y bebida, duerme su siesta que se prolonga casi hasta la oración y nosotros nos pasamos y repasamos la lengua por los labios resecos, cada uno con su trompada de plomo en las entrañas.

Para peor la escasez de trabajo ha llegado al extremo de hacerse ya común que los que eventualmente no tengan de comer aprovechen la calle desierta de las doce para

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asaltar la basura y llevarse a las apuradas lo rescatable; nosotros por fortuna hasta ahora nunca hicimos semejante cosa, preferimos revolcarnos, las tripas silbando, antes de comer las sobras de nadie, por más ricas que sean. Yo los espío por la ventana, el viejo en mangas de camisa, con expresión satisfecha, relamiéndose todavía, deja el tarro en la vereda y, limpiándose los dientes con un palillo, sin despojarse de su arrogancia, vuelve a meterse para dormir su clásica siestita con la barriga feliz. Entonces, tras una leve y silenciosa calma, aparecen los galgos de turno, poco a poco van pasando de la desconfianza al descaro absoluto; disimulan a un principio, después ya ni les debe importar ser descubiertos; los rostros largos, angulosos, tirantes en la luz morosa del mediodía; con avidez demente se precipitan sobre el tacho, lo hurgan frenéticos, deshacen los paquetes de diarios en los que la pareja envuelve siempre sus desperdicios y sin elegir mucho se llevan presurosos lo que aún sirve, no importa si está algo rancio o pasado, mientras sus hijos los esperan inmóviles de ansiedad en las puertas de sus casas. Al rato nomás llega ruidoso el camión basurero y en un segundo el tarro queda vacío y volcado en la calle solitaria. Nosotros muy rara vez hablamos de ellos, mi mujer, por ahí comenta distraída los rumores de que ambos son jubilados, gente de tener, con hijos pudientes; es de extrañar que se hayan venido a vivir aquí, todos los días se compran de lo mejor y comen los dos solitarios en su comedor con la mesa regiamente puesta; son muy exigentes en sus gustos y al parecer gozan de muy buen apetito; que la flacura es señal de nobleza y qué sé yo; a decir verdad yo nunca los he visto salir separados, ni hablar con nadie, ni recibir visitas; de. La noche a la mañana aparecieron en el barrio y ahí están. Pero desde entonces la hora en que el hombre sale con el tacho de basura entre brazos es esperada por todos los de la cuadra para tratar de adivinar el manjar del día con los ojos desencajados por la curiosidad y la apetencia defraudada. Ahora que los rigores crecen hasta hacerse insoportables, mi mujer no aguanta y me lo da en cara cada vez con mayor inquina; me cuenta a los gritos de los desechos que ella Temprano, por curiosear no más, fue a ver; desenvolvió a los tirones varios envoltorios de diarios grasosos y se encontró con sobras de tallarines al tuco que parecían riquísimos; en otros paquetes pedazos de bife de lomo con lechuga repollada ya marchita; irritada aún más ante mi pasividad e indiferencia me amenaza con traer esas sobras y dárselas a los chicos si yo no hago algo para remediar la situación; ni siquiera me disculpo, ni le contesto, ni la reto, me da rabia entender que tiene razón.. Pero antes de que ésos se trasladaran aquí esto no sucedía, nunca me reprochaba de este modo, comíamos callados lo que podíamos o si no nos aguantábamos sin chistar aunque estuviéramos galgueando francamente; por eso les comienzo a tener bronca, se me hace que nos muestran sus sobras deliberadamente, y para colmo uno ios busca "para saludarlos y amistarse con ellos dé adrede esquivan la mirada sin renunciar jamás a ese aire chocante de superioridad.

Cuando miro a mis hijos deambular desorientados, no quedarse tranquilos en ningún sitio perseguidos por las ganas tenaces, reclamar de una sola, larga, lastimera mirada lo que no puedo darles, me asaltan deseos de ir a hablarles, de golpearles la puerta y suplicarles que si ellos comen tan bien todos los días se compadezcan alguna vez no de mi mujer ni de mí, sino de estas pobres criaturitas; menos mal que logro contenerme, tampoco caería en .la bajeza de ir a desparramar la basura como los otros: mi mujer sí me atemoriza porque ella es capaz; no me gusta nada su forma de observar a los que abordan desesperados el tarro salvador.

Para mayor desgracia, aunque desde hace más de seis días trabajo para una cortada de ladrillos, cargando los camiones en la fábrica y descargándolos en las obras, hasta la fecha el patrón no me ha pagado ni cinco, ¡ no he podido sacarle ni un peso partido por la mitad;

vuelva mañana, a mí el gobierno tampoco me paga, no tengo plata, se lo juro, espéreme unos días más, no niego que le estoy debiendo, le pagaré hasta el último centavo, qué se cree, no acostumbro a trampear a nadie, usted no es el único que tiene que cobrar;

hoy ya cansado no he salido al trabajo; mi mujer intenta preguntarme o reclamarme o secretearme algo y no se decide, da vueltas sin. terminar de animarse; se traga las palabras y sigue muda barriendo enérgicamente el piso de tierra; me encierro en la pieza, a los chicos los mando a jugar afuera, me tiro

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en la cama, con las manos en la nuca y los ojos fijos en el techo de zinc; paso las horas sintiendo crecer el hormigueo desconsolado del estómago; los escucho caminar, que mueven las sillas, que cuchichean; sé que la luz se les empieza a estirar dolorosamente, que la cara se les desfigura en muecas involuntarias, que los retortijones son agudos y quejosos; hoy no tenemos ni el mate cocido con un pan duro que nos venía salvando, no hay ni una mísera, asquerosa miga.

Me levanto; por la ventana miro justo cuando el viejo saca ritualmente el tacho de hierro galvanizado repleto de paquetes con sobras, lo deja y, limpiándose la-boca, se pierde otra vez; la saliva me duele en un trago, lastimoso y eterno; la paz es casi total, parece que en esta oportunidad a excepción nuestra todos los demás comen pues nadie revolotea en torno al tacho destellando al sol; de improviso mi mujer se le aproxima, después de vacilar dos o tres veces sólo husmea, revisa los envoltorios y regresa despaciosa sin traer, menos mal, absolutamente nada; suerte perra, también si el tipo no me paga siquiera algo esta noche mañana mismo lo demando; afuera prosiguen los susurros y las pisadas furtivas, que nos hacen cómplices y rivales al mismo tiempo.

La noche está bien fresca, sin embargo el patrón me hace esperar en la calle un buen rato antes de atenderme; vive en el barrio residencial al pie del cerro donde domina la luz de mercurio, las casas son tipo chalet y la suya una de las más lindas, con auto flamante a la puerta, jardín cuidado con esmero, llamador eléctrico y un montón de cosas más; debe estar cenando el dichoso; para llegar hasta aquí me caminé como treinta cuadras; solo por las calles, las manos en los bolsillos y un silbido animoso en los labios; rezo para que me pague, así mañana nos hacemos un churrasco y empezamos a ponernos al día. Me hace pasar a su escritorio bien tibio, confortable, iluminado profusamente, y lujoso, debe de tener aire acondicionado; si éste pudiera leerme en la cara seguro que sin titubear me paga hasta con aumento; se explica muy, atento que

aún no he cobrado, qué mala suerte, ¿usted sabe?, por favor espéreme algunos días más, la situación se ha puesto muy difícil, no paga nadie, a propósito, ¿por qué no me salió hoy a trabajar?, oiga, no me haga eso, no me falle que me perjudica, si quiere trabajar conmigo, trabaje, si no dígamelo y listo, hay que ser un poco más responsable;

pero señor va a hacer la semana que en mi casa no comemos como la gente, miremé la cara si no me cree, por mi mujer y mis hijos se lo pido, señor, siquiera déme algo a cuenta;

y qué quiere que le haga, ese es asunto suyo, a mí también me deben y no chucherías y tampoco me pagan, vuelva mañana, a lo mejor hasta entonces entra algo y puedo darle un adelanto, ahora no tengo plata;

No sé qué contestarle, se me traba la lengua; su mujer entra con un paquete envuelto en papel de estrasa, me lo da, ni escucho lo que me dice, lo acepto en silencio mientras el patrón vuelve a sentarse y hurgar o se hace de hurgar en su escritorio dándome a entender que ha terminado conmigo; salgo con el paquete en brazos, el aire frío hiela la traspiración de mi frente, siento necesidad de desahogarme con algo con alguien; ¿Y esto qué será?; abro a los manotazos el envoltorio y hay pedazos de milanesas mezclados con una ensalada casi rancia ya, papas mordidas, carnes despreciadas, dos puñados de papas fritas, un puchero entero pero con el caracú sorbido; sin vacilar vuelvo a envolverlos y con toda la furia posible los arrojo en el primer tacho con que tropiezo; camino dos, tres, cuatro pasos, lo pienso mejor, los desando, alzo con toda mi bronca otra vez el dichoso paquete y ahora voy y lo tiro en el tarro grande que a la puerta del patrón ya está listo esperando el camión basurero del amanecer; refregándome las manos en mi saco me retiro lleno de indignación y desconcierto; yo sobras no como de nadie, y mi familia menos, que se las pierdan ya saben dónde; quiero silbar y no me sale, meto eso sí las manos en los bolsillos del pantalón y comienzo a caminar lo más ligero que puedo las treinta cuadras de vuelta.

Llego después de medianoche y hallo la casa iluminada, los chicos se han despertado con fiebre; gimotean, se quejan, lloran, les duele la cabeza, les tironea el vientre, se agitan, traspiran, tienen sed; mi mujer hace hervir agua con borra vieja de café, con eso se conforman, al fin se duermen; yo no, yo no puedo dormir reuniendo fuerzas para ir nomás a hablarles, explicarles, pedirles que por un día se apiaden de

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mis hijos y los hagan almorzar con ellos; o no, mejor que nos faciliten o nos presten algunos trozos de pan, de carne, algo de lechuga, una ollita con sopa.

Madrugo para verlos salir, como siempre los dos del brazo, elegantes, desdeñosos; se creerán de la sociedad por el porte que gastan, cada uno con la correspondiente bolsa de mercado; los sigo con la mirada hasta que, extraña pareja en la soledad aún oscura de la calle, dan vuelta en la esquina; me pregunto si se compadecerán de mi situación, o, masticando todavía algún bocado apetitoso, me cerrarán la puerta en las narices. Paso toda la bendita mañana esperándolos volver; no sé qué pensar, en qué creer, cómo hallar las palabras convenientes, los gestos apropiados, se me seca la garganta, me lastima el vacío del estómago; hasta que por fin retornan como de costumbre llenos de paquetes, las bolsas colmadas, suertudos, qué comidas se preparan ahora.

Transcurren más de dos horas, ya es como la una de la tarde y no acabo de resolverme; todo el tiempo tratando de serenarme y juntar ánimos, dándome confianza hasta en voz alta; qué hacer, cómo tomar la resolución definitiva; mis hijos sin contenerse gimen tirados en cualquier parte; entonces mi mujer abre la puerta de un golpe y comienza a yoracearme, a insultarme, a maldecirme fuera de sí; no doy más, de pronto .descontrolado por completo salgo y cruzo corriendo la calle, después de todo no pueden ser tan inhumanos, Dios quiera que no lo sean, estoy por llegar cuando el viejo saca el tacho repleto de desperdicios, lo coloca, inmutable, en el sitio habitual y sin reparar en mí me da presto la espalda y se vuelve limpiándose los dedos en un pedazo de papel de diario.

Me abalanzo de un salto sobre el tacho y sin cuidarme de que me estén mirando me pongo a hurgar la basura, abro a las apuradas el primer paquete envuelto en diarios viejos y son sólo cascaras de naranjas y mandarinas, pero al deshacer el siguiente los trozos de milanesas mezclados con la ensalada casi rancia ya, las papas mordidas, las carnes despreciadas, los dos puñados de papas fritas, el puchero entero del caracú sorbido van uno tras otro cayendo de mis manos inmóviles semienvueltos en el mismo papel de estrasa sin que yo haga el mínimo ademán de contenerlos o alzarlos desde la vereda llena de tierra.

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E N E L M O N T E Juan Carlos Dávalos

Amadeo Alzogaray iba delante, despejando la maraña de la senda con su cuchillo de monte. Martín Madrid lo seguía, paso a paso. Hacía dos horas que avanzaban, tras las huellas de un anta, por la cuenca del "Arroyo de las doncellas".

Alzogaray era un hombre. Martín Madrid, un muchacho. Aquél era puestero, y éste peón de campo de la estancia.

Ambos se habían topado en el bajo esa mañana, y como se internaban por el arroyo en busca de unas yeguas, hallaron huella fresca de anta y resolvieron seguirla.

La huella era de la noche antes. Al cruzar el arroyo la iban viendo, bien marcada en la arena rojiza de las orillas. Al arroyo lo habían pasado ya una docena de veces. Costeando el curso de lentas aguas, la senda, a trechos, se internaba en la espesura, donde el "garabato" y la "tala guiadora" la habían casi borrado. Por eso tenían que hachar sin descanso.

Un sol de invierno, tibio y dorado, se filtraba de soslayo por entre las ramas de los cedros gigantescos. Del suelo negruzco y desparejo, tapizado de helechos, cubierto de ramajes muertos y de hojas secas, se alzaba un vaho húmedo, saturado de extraños olores: olor de romero y de arrayán, olor de hongos viscosos, olor de savias descom-puestas, olor nauseabundo de laureles que se pudren, tumbados desde cientos de años.

Reinaba en la selva la desolación del tiempo frío. Los pájaros han emigrado. Sólo se ven, de tarde en tarde, urracas azules, furtivos tucanes de enorme pico rojo, y en la profundidad de las quebradas, algunas pavas del monte.

De pronto, Alzogaray, dejando de hachar, escuchó. Delante de ellos, a una distancia imposible de calcular, oyeron los aullidos de los perros.

—Algo han hallao... Van corriendo —murmuró Alzogaray.

—Anta no hay ser...

— ¿Serán chanchos?— ¡Quién sabe! ... —dijo Alzogaray, y animó a los perros con un alarido largo, que

repercutió en la selva como son de clarín.Escucharon de nuevo. Ya no se oía el tropel de los perros. Ahora, muy lejos, los

perros ochaban, toreaban furiosamente, hacia la izquierda, quizá en la falda del cerro.Los hombres, sin hablar palabra, se apearon, ajustaron las cinchas, se pusieron los

"coletos", se acomodaron los chambergos, levantando el ala sobre la frente para ver mejor.

— ¿Vamos? ... —invitó Amadeo.—Vamos —dijo Martín Madrid a media voz.Montaron y partieron. Dejando a un lado la senda, se largaron al trotecito corto,

cerro arriba, pegados al flanco del caballo, sonando los guardamontes con los "guascazos" de las ramas. Llegaron al borde de un barranco a pique, se deslizaron en una resbalada súbita. Tuvieron luego que trepar por el opuesto borde, y los caballos, haciéndose arco, lo escalaron arañando.

A poco andar, en lo alto de ese repecho, Alzogaray se descolgó del caballo; una hedentina le había dado en las narices. Agachóse a mirar el suelo, apartó la maleza, escarbó con el cuchillo la tierra blanda, donde las raíces de un cedro caído formaban un socavón. Había allí, medio enterrado, hediendo, un ternero de año, con las entrañas abiertas.

—Huellas de tigre... —dijo Alzogaray.—Parece grande el bicho —observó Martín, quien acababa de apearse, y hurgaba,

inquieto la tierra.Entre tanto, los perros seguían "toreando", en una quebrada, cerca de allí.—Lo han empacao...

—Como no me destripe mi pichicho... —dijo Madrid, y apremiado por esta idea, montó a caballo, y clavándole las espuelas, atropelló monte adentro.

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—No te apures, muchacho —observóle Amadeo—. No sea cosa que por salvar tu caschi te coma a vos.

Pero el muchacho, sin oír la advertencia, rumbeó derecho al lugar de donde venía la bulla de los perros.

Dos cuadras más allá, encontraron lo que buscaban.Acosado por los perros, que eran ocho, se había subido el tigre a un árbol, cuyo

tronco se inclinaba al borde de una cañada. Abajo, en el arroyo, Martín Madrid vio a su caschi que aullaba, metido en el lodo, sin poder moverse, mientras los otros perros iban y venían, algunos aullando al olfatear la muerte del caschi, y los más corajudos ladrándole al tigre.

— ¿No dije? ... —murmuró el muchacho, lleno de rabia, con los ojos nublados—. De un cachetazo me lo ha botao lejos. ¡Pobrecito, caracho!

—Gracias que no ha "voltiao" más que un perrito —dijo Alzogaray—. ¿Qué vamos a hacer aquí sin carabina?

—Enlazarlo —exclamó Martín.

— ¿Y cómo, pues? ...—Hagamos una armada, y soltemos los dos lazos yapados, por aquella rama, por

encima del tigre. Ata vos tu lazo a la cincha.— ¿Y quién lo trampea?-Yo.— ¿Vos?... —Amadeo Alzogaray iba a sonreír, iba a añadir algo, pero se contuvo—.

¡Ta güeno! —dijo—, y pusieron manos a la obra.Martín Madrid ató su caballo a buen trecho, para que no se espantara. Luego sacóse

el coleto, sentóse en el suelo y se descalzó las botas. Preparó la armada con un nudo maestro, y echó, como había pensado, el lazo por sobre una rama, de modo que la trampa quedó balanceándose en el aire, junto a la fiera que, agazapada, blandía la cola y miraba huraña, con sus terribles ojos verdes, ya a los hombres, ya a los perros. Estos no cesaban de ladrar desde el fondo del zanjón, como esperando la caída de la presa. Amadeo con el lazo apresillado a la cincha, aguardaba reanimando a los perros, el momento en que debía arrancar, chicoteando, por la orilla de la zanja.

Martín Madrid cortó una vara larga, como de tres metros, terminada en horqueta, la sujetó con la diestra, y llevando el cuchillo entre los dientes, comenzó a subir gateando por el tronco, en cuya extremidad estaba el tigre. El muchacho, reptando así, cautelosamente, con la maña del que va a robar un nido, ensartó la armada del lazo en la horqueta de la vara, y trató de enlazar al tigre del pescuezo.

Pero el tigre, de un zarpazo, rechazó la armada, y apagando las orejas gruñó sordamente y retrocedió un palmo, apretando más el cuerpo sobre el tronco en que descansaba. Martín Madrid ensaya de nuevo la maniobra. Para ganar el espacio que ha perdido, su cuerpo se estira largo a largo del tronco, su brazo blande la vara con certero tino. Ya la armada va a entrar, cuando el bicho, de un zarpazo brusco, aparta de sí la trampa que le ha rozado los erizados bigotes.

El juego se repite varias veces con igual resultado. Lo que al principio no parecía sino una travesura, resulta ahora empresa fatigosa, casi imposible.

Amadeo Alzogaray se da cuenta del peligro que corre el muchacho. Su voz, cada vez más débil, ha cesado de azuzar a los perros. Su cuerpo se estremece con ligero temblor; sus ojos absortos, su oído atento, atisban angustiosamente el esperado instante.

Por fin el tigre, exasperado, se incorpora. Va a lanzarse de un salto sobre Martín. Los perros, allá, abajo, se abalanzan aullando.

— ¡Aura! —grita el muchacho; el lazo se cimbra en un estirón salvaje, y el tigre, enlazado del pescuezo, manotea en el aire, ahorcado en el vacío.

Martín Madrid no sabe lo que ha hecho. Ha temblado un po.co, sí, de cansancio, pero ha ven-gado a su "caschi".

En el fondo del zanjón, mientras Alzogaray desuella al tigre, Martín se ocupa de enterrar a su perrito.

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LA LÍRICA DEL N.O.A.

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AUGUSTO ENRIQUE RUFINO : Nació en San Ramón de la Nueva Orán, provincia de Salta, el 24 de Enero de 1956. Desde su adolescencia estuvo vinculado a proyectos educativos y culturales, en 1972 formó parte de la comisión estudiantil Pro-Facultad en Orán que concluyó un año después con la fundación de la Sede Regional de la UNSa. Fue integrante del “Grupo Vocación”, Fundador y Coordinador del “Centro de Escritores del Trópico” y Delegado en el Departamento Orán de la Sociedad de Escritores Argentinos “SEA”. Actualmente es Subdelegado de la Unión Hispanoamericana de Escritores "UHE", Coordinador del “Grupo Letras por el Bicentenario” y Vicepresidente de la "Unión Salteña de Escritores".

Publicó más de 30 plaquetas y cartillas de poemas y relatos, individualmente y con otros escritores, entre ellas: “ Canto de Agosto” “Poemas 2001”, “El Vuelo Continúa”, “Agosto en Orán”, “Panfletos del Alma”, “Palabras en Primavera”, “Madre, Retratos en Versos”, “Tiempo de Palabras”, “Poemas para un Abrazo” , “Memorias de la vida”, “Agosto es Orán”, “Ecos del Alma” ,“Corazón de Primavera”, "Sentires" y "Tiempos de Celebración".

ZAFRAEstá extenuada la tierra de abrir sus manos de azúcar para saciar la codicia.

Húmedo vientre quemado sudor de esperanzas ciegas saliva olor a coca y desvelo.

Chaguanco huesos de junco gladiador de cañas de soles y lunas.

Memoria de látigos y perros vientos de fuego y malhojo lluvia negra.

Está extenuada la tierra de abrir sus manos de azúcar para sostener al insaciable con anhelos

truncados.

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REENCUENTRO

Pensé que tu nombre reposabaen los pliegues del olvido,la alegre luminosidad de tus ojosen un rincón ensombrecido.

¿Qué espacio del vientoguarda tu risa o tu llanto?

¿A qué distancia del cieloo de la tierra te encontraré?

Desde la apacible senectudpercibo tus latidos regresar cada primavera.

Pensé que tu nombre reposabaen los pliegues del olvido,que tu marea septembrinaondulaba en las estrellas.

Fauces crepusculares acechan,Las nieves perennes me aguardanIntentan detener las agujasTodo me acerca a ti…

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AGUSTÍN BAS LUNA: Nació en San Ramón de la Nueva Orán en 1944 y en la década del 70 participa activamente del movimiento poético de Tucumán, publicando sus trabajos en revistas y plaquetas literarias. Es autor de varios libros: “Despoemando” (1975), “Las sombras del silencio” (México, 1981), Cuando el silencio es un pájaro” (Tucumán, 1982) “Los exilios del silencio” (México1987), “Cuasi haikus monásticos” (México,1991), “Orantología” (Salta,1994) y “Unamente plural” (1994). Actualmente reside en México, siendo monge benedictino del retiro “La soledad”.

HOY ME CRECEN LAS MANOS

Hoy me crecen las manos, Orán,tanto así, que puedo palpartus tarcos y tus lapachos,

tus cañas, tus noches de luna, hay una voz madura en tus calles

y el grito perenne del “lustra”invadiendo la serenidad del trópico,

hay un cielo de madera,virginal, con estrellas inéditas

y pájaros que jamás surcaron otros cielos;hay un espacio verde en el corazón

de cada habitantey un silencio sonoro en la piel de tus tardes…

hoy me crecen las manos, pueblo mío,tierra cálida, rosa entreabierta,

naranjo esperanzador,hoy me creen las manos,

te digo, y mis dedos se hacen eternidaden este poema de llanto y distancia,en este grito que lleva tu nombre.

hoy crezco en mis manosy me hago puro corazón

para entonar con los coyuyosla oración acostumbrada,ese salmo de algarrobas

que solo en tus callessabe escucharlo Dios.

(Plaqueta, México, 1982)

MUJER DE ORÁN

A mi madreYo te canto, mujer de Orán,

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ahora que ese tibio sol de ébanoha dejado de besarte la piel,ahora quela nochees casi un juguete en tu pelo,ahora que las naranjas te han poblado los pechos,yo te canto, mujer-trópicodesde tu vientre de cañas,desde tu útero de tierra,desde tu alma de azahares.

Mujer de Orán,norte verde, ojos de tarcos,yo te cantocon la humedad de los malvonesy tu presencia de madera,mujer-selva, mujer-chaco,yo te cantodesde mi mundo de papelesdesde tu sombra a mi costado,con el Zenta en mis espaldas,con mi voz de rama y llanto…Yo te cantodesde esta sed palpitantedonde mi carne es tu carneporque una noche de febrerovos me diste, sin querer,una eternidad de lapachos.

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MANUEL J. CASTILLA : Nació en la casa ferroviaria de la Estación de Cerrillos (Salta), el día 14 de agosto de 1918. Realizó estudios primarios en la Escuela Zorrilla para luego estudiar el secundario en el Colegio Nacional de su provincia natal.

Se dedicó al periodismo y las letras. Es uno de los escritores fundadores del grupo "La Carpa". Además de sus colaboraciones en diarios y revistas nacionales, publicó los siguientes poemarios:

Agua de lluvia (1941), Luna Muerta (1944), La niebla y el árbol (1946), Copajira (1949,1964, 1974), La tierra de uno (1951, 1964), Norte adentro (1954), El cielo lejos (1959), Bajo las lentas nubes (1963), Amantes bajo la lluvia (1963), Posesión entre pájaros (1966), Andenes al ocaso (1967), Tres veranos (1970), El verde vuelve (1970) y Cantos del gozante (1972), Triste de la lluvia (1977), Cuatro Carnavales (1979). También publicó un texto en prosa: De solo estar (dos ediciones en 1957) y el libro Coplas de Salta (1972, con prólogo y recopilación de Castilla).

LOS ARBOLESAhora digolimpio de corazón, los ojos puros,el nombre de los árboles de la tierra que habito,su alta serenidad, su lenta sombray su resina cristalina y triste.

Yo voy a la madera y de ella vengo doblado en luz, quemado en arenales, con una sombra más entre los brazos como quien se recuerda con el alma del aire.

Desde allí,desde el yuchán panzudodonde los peces miran su memoria de limocuando los sapos rezan a la tierra,desde los urundeles serenísimos,quema la voz alzada de chaguancos y tobasen el baile que muele maíces y dolores(oh, pura levedad de los chañares!Oh, doliente algarrobo,sobre tu pensamiento los hermanossiguen muriendo para hacerse pájaros!)

Si es que digo quebracho y digo breaviene la sangre con sus polvaredasy vienen los abuelos pensativosdoblados en la sal, juntando leñasobre la costra ardida que le crece a Santiago del Estero.

Vengo desde el laurel que huele como el hombre, desde el fondo del cedro donde dormita el rosa su amanecer la greday de los guayacanes donde comienza el ébano.

Vengo de allí, desde sus hojas vivas, desde el incendio en paz de los lapachos cuando los tarcos pierden un tierno olvido lila. Yo sé que sus raíces

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por donde Dios camino lleno de barro y saviaciego y doliente, pero jubiloso.Yo sé de sus veranos interioresy de los vendavales cuajados en sus vetascuando el hombre era apenasun blando mineral sobre la tierra,una tierna memoria enamorada.

Voy a sus huesos verdesbajo el solazo que tritura cañas;me pierdo porta sombra rota de las papayasde cuyos frutos pendeel semen de todas las primaveras venideras; me entierro entre bambúes y por los molles lloroy en las orejas negras del pecará que trepo oigo los pasos de agua de los que están viniendo desde la aun callada certitud de la vida.

Voy a sus huesos verdes con un iluminado destino de semilla. Entonces mi alegría se arrodilla en el fruto donde se cumplen dulces agonías.

LA POMEÑA

Eulogia Tapia en La Pomaal aire da su ternura

si pasa sobre la arenay va pisando la luna.

El trigo que va cortandomadura por su cintura.

mirando flores de alfalfasus ojos negros se azulan.

El sauce de tu casaestá llorando

porque te roban, Eulogiacarnavaleando.

La cara se le enharina,la sombra se le enarena

Cantando y desencantandose le entreveran las penas.

Viene en un caballo blancola caja en su mano tiembla

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y cuando se hunde en la nocheen una dalia morena.

LETRA: Manuel J. CastillaMÚSICA: Gustavo (Chuchi) Leguizamón

ÁNGEL GONZÁLEZ (Orán- Salta)

PÁJAROGeniecillo lanzado en las mañanasa pintar los cielos de la tierra,soberano de valles y montañasesculpido en las retinas de mi infancia.

Gesto puro de canto entre los hombres prodigándote en los aires los habitas,cuando en alas te remontan las alturaste acarician dos pupilas angustiadas.

Guardián de distancias escondidas,compañero de vientos y nostalgias,trina el campo feliz de hacer tu vuelo,de llamarte en vegetales al descanso.

Transparente destino musicalescapado de invisibles pentagramas,por el pico se desgranan tus arpegios,tu dulzura de artista solitario.

No te atrape la mortaja con la penasus hilachas de tiempo se desgarren, que el eterno clarear de las aurorasabra el cielo al sustento de tus alas.

FUTUROHe dejado transitar por la piel

la borrosa incertidumbre del futuro,y en desconcierto

camino,pues no soy dueño

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del ingrato momento de la vidaque arrebata de mi manola existencia fulgurante

del deseo vital de ser la luz.En preguntas,

palabras de mil modos se conjuran,me ensordecen,

no comprendo su mágico murmulloy me alteran los frágiles sentidos

entregados a simples visiones terrenales,tratantes

de los hombres dominantesdel destino final del siglo XX.

Pero hay algo por lo cualel equilibrio total

será evidentey el Perfecto será en el infinito

la evidencia triunfal sobre los hombresaspirantes a la muerte putrefacta,

despreciados en la nada inacabableque oportuna se les brinda

en premio esencial a su conquista.

MADREMadre,flor silvestre de belleza pura.Manantial de la montañadonde mi ser aprendióa beber la vida.Madre,tierno habitante de los sueños.sonrisa del destinodonde mueren las ásperas cariciasdel fracaso y la mentira.Madre,brisa cautiva entre las manos. rostro del mundo donde moran genios formidables,custodios del amor.Madre, siembra prodigiosa de los campos.espacio aladodonde viajan serenas ilusiones

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envidiadas al Señor.Madre,oración sufrida de los hombres.Agua cancioneradonde nacen acordes melodíasen suave calma.Madre…

SILVESTRE SARACHO (Orán-Salta)

LA ÚLTIMA ASTILLA

¿Dónde están los árboles?

se preguntarán los pájaros.

¿Dónde las sombras, la corzuela,

el tigre y el jabalí?

¿En qué lugar se cobijará el viento?

¿En qué ramazones descenderán las

tormentas,

con las bendiciones del cielo

para que los montes crezcan?

Nunca debe morir la tosca voz del coyuyo,

para que cada año regrese

de la raíz al follaje,

celebrando con su canto

los dulzores del algarrobal.

El monte entero se está volviendo cenizas

Bajo los cielos de Orán.

SEPTIEMBREMuchachitaque desgranas alegríasy desafías al vientosolo con la tersura de tus pequeños senos, te comparo con un pimpollode suaves pétalos.

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No es que quiera gastartus escasos quince años;quisiera guardar el tesoroque encierra el cielo de tu mirada.Hermosa joya que pulen los días,niña, guardas en tu almala preciosa flor de tallo nuevo.Tus sueños crecen con luz de luna,se ilumina tu primaveraen los altares de la esperanza,perfumes de azaharesesperan tu llegada.Ceñida en blanca túnica,coronada de ilusión,sublime, anhelante,eterna noviade tiempos y tiempos.