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BASILISCO RELIQUIAS Y RELATOS Gustavo Bueno

CULTURAS ADÉMALES Tomás R. I-eriiáiidc/'.

EREUD, HEGEL Y SIETZSCHE SOBRE LA TRAGEDIA GRIEGA Pilar Palop

SISTEMA DE LA TEORÍA GENERAL DE LOS SISTEAL\S AlbcTEo Hidai,i;o

EL MITO DE LA NEUTRALIDAD DE LA CIENCIA Mi.iíüci A. Quintanilla

ATEÍSMO EIWSOEICO Y RELIGIÓN PROGRESISTA Domingo Blanco

ONTOGENh\ Y EILOGENIA DEL BASILISCO Gustavo Bueno Sánchez ESPINOSA: PROYECTO IILOSOEICO Y MEDIACIÓN POLÍTICA Javier Peña

CONCERTEOS CONJUGADOS Gustavo Bueno

LÓGICA POLIVALENTE Julián VeiarJe

NOTAS INÉDITAS SOBRE EL CONGRESO DE BARCELONA José María Laso Prieto

/ / ^ / y y

FILOSOFÍA, CIENCIAS HUMANAS, TEORÍA DE LA CIENCIA Y DE LA CULTURA

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Intentamos con este primer número de EL BASILISCO poner en marcha un antiguo proyecto: la publicación regular de trabajos cuyo común denominador fuera el estar

concebidos desde una perspectiva filosófico-crítica (materialista) Con esto decimos ya que nuestra temática no es la temática de la filosofía-filológica (si se quiere, la

temática de la filosofía «histórica»)—sin que, por ello, queramos excluirla: la incluímos, pero como un material más sobre el cual se instituye la reflexión filosófica del presente. No solamente Aristóteles, Kant o Hegel; sino también Euclides, Carnot

o Lenin interesan a la filosofía materialista. No solamente la sustancia, el noúmeno o el Espíritu objetivo; sino también los poliedros regulares, las máquinas térmicas o

la Revolución son asuntos de la filosofía, tal como la entendemos.

En este sentido, nuestra «temática» es virtualmente universal, y lo que confiere unidad a nuestro proyecto es el modo (filosófico) de tratarla. Nuestra temática es el

conjunto de todas las categorías (políticas, económicas, físicas, biológicas...) y nuestro objetivo es •a.naXhLox las Ideas que en aquellas se realizan, teniendo en cuenta,

evidentemente, las formulaciones de estas Ideas que la tradición filosófica nos ha ofrecido y en la cual estamos enmarcados.

Sin duda, pretendemos mantener una línea característica en nuestros modos de análisis, pero esto no significa que concibamos EL BASILISCO como órgano

exclusivo de expresión de nuestros métodos. Reservaremos siempre un espacio para todos aquellos que, aún desde posiciones o modos opuestos a los nuestros, quieran

utilizar nuestras páginas para hacer oir su voz.

Hablamos desde Oviedo —pero no se trata de hacer una publicación al servicio exclusivo de quienes, en torno a EL BASILISCO trabajamos en Asturias. Tan próximos a nosotros estarán quienes trabajan a cientos de leguas de aquí en el

momento en que se asocian a nuestro proyecto.

Quienes hemos participado en el comienzo de esta empresa, sentimos como mutilación suya irreparable, ya en el momento de su nacimiento, la muerte de

Alfredo Deaño, amigo de todos nosotros y, en especial, de nuestro proyecto. Alfredo Deaño ya no existe —y por eso, la existencia de nuestra revista será siempre mucho más pobre, será mucho menos brillante de lo que hubiera podido ser si él hubiera

seguido viviendo entre nosotros.

Nuestro emblema es el emblema de la antigua dialéctica: EL BASILISCO, que t r i tura con su mirada todo aquello que tiene a su alrededor, el animal ctónico que está más cerca de Plutón y Proserpina, de la Tierra, que de Júpiter y Minerva, los

dioses celestiales. También nosotros quisiéramos triturar, y aún reducir a cenizas, si nos fuera posible —porque no siempre lo es— lo que nos rodea: no precisamente para aniquilarlo por el placer de destruirlo, sino para entenderlo, con la esperanza de que

las cenizas resultantes de nuestra crítica puedan transformarse, protegidas por Proserpina, en el humus de una floración siempre renovada.

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SUMARIO EE BASILISCO,7 NUMERO 1 l\ MARZO-ABRIL 197^

iAÍnriouuos

i Gusxasro^MG^o.Reliqums y relatos 15 . Tomé^'Rumión'E¡emáadez: Culturas ánimaks ¡17

Domingo Élarico. Ateísmo filosófico \y religión progresista ¡32 Pilar Palop. Preüd, Hegel y Nietzsche sobre Idtrd^ia griega ¡41

Miguel Ángel QuintanillaJ El mito dé la,neutralidad de la'Ciencia ¡52 Alberto Hidáilgci. Sisterha de la Teoría general de los Sistemas ¡57

TEATRO a O T I C O

Gustavo Bueno Sánchez. Ontogenia y Filogenia del Basilisco ¡64

HISTORIA DEL PENSAMIENTO

Javier Peña. Espinosa: proyecto filosófico y mediación política ¡80

\ UEXICO ; i

Gustavo Bueno.' Conceptos (onjugfidos- ¡88 Julián Velarde Loiiibraña. Lógica polivalente ¡93

NOTAS

José María Laso Prieto. Notas inéditas sobre el Congreso de Barcelona ¡100 J.M-L. Información XV Congreso de Filósofos Jóvenes ¡112

CRITICA DE LIBROS

Alberto H ida l^ . Disciplinariedad versus sistematismo en Toulmin ¡113 PilarFalop. Un Freud sin controversia ¡117

José Manuel Fernández Cepedal. Ser marxistd-leninista hoy ¡118 Gustavo Bueno. Sobre el poder ¡120

Pilar Palop. Alinas precisiones a un libro piadoso ¡126

EL BASILISCO. Filosofía / Ciencias Humanas / Teoría de la Ciencia y de la Cultura

Director: GUSTAVO BUENO MARTÍNEZ • Director-Gerente: GUSTAVO BUENO SÁNCHEZ • Secretarios de Redacción: PILAR PALOP JONQUERES. MUGUEL ÁNGEL QUINTANILLA • Consejo de Redacción: JUAN RA­MÓN ALVAREZ: LUIS JAVIER ALVAREZ. GUSTAVO BUENO MARTÍNEZ. GUSTAVO BUENO SÁNCHEZ. JUAN CUETO ALAS. JOSÉ MANUEL FERNANDEZ CEPEDAL TOMAS ;R. FERNANDEZ RODRÍGUEZ. ALBERTO HI­DALGO TUÑON. MARÍA ISABEL LAFUENTE. JOSÉ MARÍA LASO PRIETO. JOSÉ ANTONIO LÓPEZ BRUGOS. PILAR PALOP JONQUERES. VIDAL PEÑA GARCÍA. MIGUEL ÁNGEL QUINTANILLA FISAC. AÍDA TERRÓN BA-ÑUELOS. AMELIA VALCARCEL BERNALDO DE QUIROS. JULIÁN VELARÍDE LOMBRAÑA. Redacción y Adminis­tración: PENTALFA EDICIONES. APARTADO 360. OVIEDO/ESPAÑA.

PRECIO DEL EJEMPLAR: 200 PTAS.: SUSCRIPCIÓN ANUAL ESPAÑA: 1.200 PTAS. SUSCRIPCIÓN ANUAL EX­TRANJERO:. 1.800 PTAS...: PENTALFA EDICIONES. PUBLICACIÓN BIMESTRAL DISEÑA/IMPRIME; BARAZA-O V I E D O . D. Legal 0-343-78 - I.S.B.N. 84-85422-00-7

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ARTÍCULOS

RELIQUIAS Y RELATOS: CDNSTRUCCION DEL CX)NCEPID

DE «HISTORIA FENOMÉNICA» GUSTAVO BUENO

Oviedo

os análisis que siguen son de tipo gnoseoló-gico, no son de tipo metodológico. La «me-, todología de la Historia» pertenece a la

• propia estructura de la ciencia, a su tecno­logía (la metodología de los stemmas es la

^ciencia histórica lo que, por ejemplo, a k metodología de la doble pasada es a la ciencia química). La Gnoseología es filosófica,, su materia no es tanto la historia, cuanto la Historia —incluida la propia metodo­logía—. N o obstante, bajo la rúbrica «metodología» sue­len acogerse cuestiones gnoseológicas y, aunque los en-tretejimientos son evidentes, conviene mantener la con­ciencia de su distinción.

Cuando hablamos de «Historia científica», nos refe­rimos a las «ciencias históricas particulares» (Historia so­cial, Historia del Arte, etc.), y no a la «Historia total». Incluso la llamada «Historia general» (por oposición a la «Historia del Arte», a la «Historia de la Ciencia»...) es también (firente a la «Historia total») una «Historia espe­cial», cuyo tema es la Historia política y económica.

I. PLANTEAMIENTO DE LA CUESTIÓN

1. La Historia — la ciencia histórica— se construye sobre ruinas, vestigios, documentos, monumentos: llame­mos reliquias a todas estas cosas (reliquus —restante; re-linquere —^permanecer). Pero el historiador, en cuanto tal no permanece inmerso en sus ruinas, no se limita a per­cibirlas, a constatarlas en su corporeidad físicalista. Las puebla de «fantasmas». El «presente» (constituido por las reliquias) aparece así, tras el trabajo del historiador, in­

merso en un «pasado» fantasmagórico, al mismo tiempo que este pasado se nos presenta como una atmósfera que se respira únicamente desde el presente. Pero este pre­sente es precisamente el presente físicalista constituido por las reliquias.

Este es un modo «denotativo» de designar el conte­nido de lo que vamos a llamar «Historia fenoménica». :.

Pero el análisis gnoseológico de este contenido plan­tea cuestiones muy complejas. En primer lugar, porque los fantasmas del pretérito no son gratuitamente cons­truidos (salvo cuando la historia se convierte en novela) y no es fácil dar una razón precisa gnoseológica de los moti­vos por los cuales la Historia debe comenzar por construir «fantasmas» —es decir— no es fácil redefinir la función de estos fantasmas en términos gnoseológicos. (Aquí su­geriremos que ellos son únicamente el soporte mínimo o el «revestimiento imaginario» de las operaciones del pla­no i3 operatorio en el cual las reliquias han de ser re­construidas, de suerte que nos remitan, eventualmente, al descubrimiento de futuras reliquias: este es el único sentido positivo que creemos posible atribuir a la predic-tividad del futuro, asociada ordinariamente a la Historia científica. Los «fantasmas» sólo figuran, por tanto, en la Historia fenoménica, como operadores que enlazan las «reliquias» diferentes entre sí). En^ segimdg_Jugar, porque la Historia así establecida, sin perjuicio de que pueda alcanzar evidencias tan apodícticás como las mate­máticas, no es sino una parte de la ciencia histórica, y acaso la de rango más bajo. ¿Cómo definir gnoseológica-mente la unidad, si es que existe, de esta ciencia históri­ca que llamamos Historia fenoménica y cómo establecer sus relaciones (incluidas las relaciones de realimentación con el otro tipo de Historia científica que (sin perjuicio de que sus resultados sean mucho menos evidentes) con-

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sideraremos de rango más alto, denominándola «Historia teórica (no precisamente «Historia social»). Sobre todo si tenemos en cuenta la circunstancia de que, con este nombre de «Historia teórica», designamos, más que a una ciencia unitaria, —^una «Historia total», una «Histo­ria integral» que interpretaremos como un concepto in­tencional y no efectivo —^ un conjunto de ciencias his­tóricas muy heterogéneas (unas de índole social —^políti­co, económico— y otras de índole cultural) y, por consi­guiente, que la expresión «Historia teórica» nos remite a una determinada propiedad, compartida por diferentes ciencias históricas, y no a una determinada ciencia histó­rica, (sugerimos aquí, como criterio más adecuado para formular el sentido gnoseológico de la oposición entre la «Historia fenoménica» y la «Historia teórica», la oposi­ción general entre las metodologías ^—operatorias y las metodologías íí-^-operatorias características de las cien­cias humanas). ¿Dónde situar, entonces, al materialismo histórico en cuanto ciencia?. ¿Es Historia fenoménica o es Historia teórica? ¿Es Historia económico-social o es His­toria cultural? ¿O es Historia total científica? ¿No es est^ un concepto sin sentido?. Cuando se dice que Marx des­cubrió, como Galileo, «el continente de la ciencia his­tórica» ¿Se ha dicho en realidad algo, si no se nos ofre­cen las coordenadas gnoseológicas (Historia fenoméni­ca/Historia teórica; Historia social/cultural, etc.) de este continente, de esta nueva ciencia.'' La realidad gnoseoló-gica de un continente del que no se conocen las coorde­nadas es similar a la realidad geográfica de un continente como la Atlántida (1).

2. Pocos historiadores negarán esta evidencia gno-seológica: que la ciencia histórica se apoya, exclusiva­mente sobre las reliquias. Pero no todos aceptarán el análisis gnoseológico que estamos esbozando en torno a su significado. En rigor, la cuestión comienza en este punto: en el del análisis gnoseológico del significado de las reliquias en el conjunto de la construcción histórica, y en el análisis de los procedimientos de construcción, mediante los cuales ellas parecen ser desbordadas. Con frecuencia, este análisis se pasa por alto. Se ejercita, aca­so rigurosamente, el desbordamiento, y se formula el proceso mediante una frase como ésta: las reliquias son los testimonios del pasado. «La Historia es la ciencia del pasado» —se dice ingenuamente—. Los más críticos aña­den, con Croce: «De un pasado, naturalmente, compren­dido desde el presente» (un presente que envuelve todas las coordenadas de la comprensión, incluyendo los prejui­cios ideológicos y las perspectivas prácticas orientadas al futuro. Y en este sentido, dado que en el presente está el futuro, podría concluirse, con el mismo derecho, que la reconstrucción del pasado se hace desde el futuro). Pero todas estas precisiones, aunque contienen determinacio­nes objetivas (si bien formuladas en términos obscuros y metafísicos: «Futuro», «Presente»...) son precisiones de índole epistemológica, más que gnoseológica. Se refieren más a la crítica epistemológica que al análisis gnoseológi­co de los procedimientos de construcción histórica. Pre­suponen el pasado como algo dado de antemano (aunque deformado o refractado por el prisma del presente); el pasado como algo a lo que habría que retroceder (es lo

que Gardiner ha llamado «falacia de la máquina del tiempo»(2).), cuando de lo que se trata es de analizar de qué modo llegamos a la idea misma de pasado a partir de un único presente positivo que nos puede remitir a él: las reliquias son,desde luego, contenidos del presente —son «modificaciones» .de la corteza terrestre actual— y el sentido más positivo de la fórmula habitual: «La Historia se hace desde el presente» es, desde luego, este: «La Historia se hace desde las reliquias». Pero, para quienes parten ya de la concepción del pasado como una suerte de entidad real <<per-fecta» (no «in-fecta», para utilizar la distinción estoica, como lo es el presente operatorio) concebida epistemológicamente como envuelta en unas brumas que se trataría sólo de rasgar (dejando al margen la contradicción ontológica de dar como real precisamen­te a lo que no existe sino como fantasma, de clasificar como hecho o evento precisamente a lo que no es un hecho sino un constructum, puesto que el hecho es la reli­quia) las reliquias serán, sin más, sobreentendidas como testimonios del pasado (de las sociedades pretéritas, de los individuos pretéritos).

¿Qué puede querer decir todo esto en términos gnoseológicos?. Utilizando las coordenadas de la teoría del cierre categorial: que las reliquias no forman parte del campo recto de la ciencia histórica, sino de un campo oblicuo, fenoménico. Las reliquias serán entendidas, de entrada, (para decirlo con terminología semiótica) como signifi­cantes (presentes) de unos significados (pretéritos) que subsisten más allá de ellos. Las reliquias serán signos que nos representan algo distinto de ellos mismos; son refle­jos de un pasado perfecto. Pero gnoseológicamente, la si­tuación no puede reducirse en modo alguno a estos tér­minos. En primer lugar, porque, por lo menos, ocurre, ya, en las ciencias históricas, algo que ocurre también en las ciencias físicas: que las «esencias» son el reflejo de los «fenómenos» físicalistas, aunque la relación recíproca deba establecerse de un modo cerrado por la propia ciencia (el argumento ontológico). El espectro es el reflejo del átomo (ordo essendi), pero gnoseológicamente el átomo (el átomo de Bohr) es el reflejo del espectro; a partir de los fenómenos espectrales comenzó aquél a ser científi­camente construido. Así también, el pasdo será, ante todo, para la ciencia histórica, el reflejo del presente (el reflejo de las reliquias) y no recíprocamente. Las tareas de la teoría de la ciencia histórica consisten, muy princi­palmente, en el análisis de los mecanismos de paso del reflejo a lo reflejado, del significante al significado, en tanto estos pasos hacen posible el circuito de retorno.

En cualquier caso, toda construcción histórica que no quiera confundirse con un relato mítico («érase una vez...») debe comenzar por el anacronismo de los fenó­menos, por las reliquias, y por quienes las han trabajado. Es imposible hablar científicamente de Agamenón sin hablar de Schliemann, de Tutankamon, sin hablar de Cárter, de Sargón, sin hablar de Layard. En segundo lugar, porque el terminus ad quem de la construcción his­tórica, el pasado, no tiene las características del terminus ad quem de las ciencias físicas. El átomo de Bohr, aún

(1) Vid. la crítica de P. Vilar a ALTHUSSER; Hisíoire marxiste, histoire en consirucíion (essaj de dialogue avec hlúwmtz). Anuales, XXVIII, n° 1 (Enero-Febrero, 1973).

(2) «Falacia de la máquina del tiempo», según GARDINER; «Los acontecimientos del pasado subsisten en un mundo propio. Se tiene la Impresión de que si solo pudiéramos visitar ese mundo, todo iría bien, y regresaríamos con un conocimiento incontrastable de lo que sucede allí». Desgraciadamente (continúa Gardiner), no podemos hacer tal cosa y nuestro conocimien­to será fragmentario y defectuoso (Filosofía de la Historia, trad. esp., pág. 53).

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siendo un sistema construido (una esencia), ha de tratarse como si estuviese en el mismo plano (ordo essendi) que el espectro (el fenómeno) que está siendo causado por la esencia, que es una realidad que coexiste con aquel, sin perjuicio de que, al propio tiempo, el fenómeno coexista en un plano oblicuo, puesto que los efectos de las radia­ciones atómicas en el espectroscopio son el re­sultado del acoplamiento de ciertas instalaciones gnoseo-lógicas que no son esenciales al sistema mismo del átomo. En cambio, el pasado al que llegamos tras la cons­trucción sobre las reliquias, no cabe tratarlo como una realidad coexistente con el fenómeno, sino precisamente como una «irrealidad», encubierta por la circunstancia de que es designada por significantes verbales («fue», «sido») tan positivos como los significantes que designan el presente («es»). El pasado histórico no actúa sobre las reliquias del mismo modo como el átomo de Bohr actúa sobre el espectro. Y paradójicamente, advertimos que los fenóme­nos espectroscópicos son oblicuos a las realidades atómi­cas, mientras que los fenómenos históricos, las reliquias, son, de algún modo, componentes rectos de las realidades pretéritas, son «contenidos formales» de la Historia.

3. Planteamos las cuestiones gnoseológicas primeras de la teoría de las ciencias históricas como cuestiones centradas en torno a los «procedimientos» de transición (o construcción, regressus) a partir de las reliquias hasta los fenómenos pretéritos, así como a los procedimientos de enlace de los fenómenos entre sí, en tanto han de conducirnos de nuevo a reliquias (progressus) y, eventual-mente, a la predicción del futuro fisicalista. De un futuro que, si es predictible científicamente, es porque ya está determin áticamente coordinado con nuestro sistema, aun­que (ese futuro) nos sea desconocido. (Evidentemente, lo que se denota con la expresión «futuro gnoseológica-mente determinado» no puede ser otra cosa sino el con­junto de reliquias aún desconocido).

Podría ocurrir, y ocurre de hecho, que muchos his­toriadores protesten enérgicamente ante quien les pro­pone semejantes objetivos científicos. Dirán que ellos no se sienten estimulados por semejantes objetivos, sino, por ejemplo, por el deseo de conocer el pasado humano, en tanto nos ofrece el marco para comprender el futuro. Esta es una cuestión psicológica que, naturalmente, no se trata aquí de impugnar. ¿Quién duda un momento de la sinceridad de tan nobles propósitos?. Pero, también po­dría ocurrir que un físico protestase enérgicamente ante quien le asigna como misión establecer, por ejemplo, el cierre de la teoría de las máquinas de vapor, alegando que su estímulo verdadero (su finis operantis) es el de resultar útil a la industria (incluso llegando a descubrir el perpetuum mobile). Pero los motivos psicológicos son ex­trínsecos a la estricta tarea gnoseológica (finis operis) e incluso pueden entrar en contradicción con ella.

Lo que nos importa, desde el punto de vista gnoseo-lógico, son las cuestiones relacionadas con el proceso de cierre histórico, con los circuitos i constituidos por los procesos de transición de las reliquias a las formas preté­ritas (el «pasado»), en la medida en que éstas nos de­vuelven de nuevo a las reliquias en un proceso recurren-ce. Nos interesa la cuestión en torno a la naturaleza de la unidad que pueda adscribirse a una ciencia constituida en la construcción de estas conexiones de reliquias tan

heterogéneas (militares, religiosas, urbanas, etc., etc.), por medio de las formas pretéritas, la naturaleza de estas formas y su conexión gnoseológica con las reliquias, en qué medida puede hablarse de un campo categorial uni­tario (el de la Historia fenoménica), integrado, precisa­mente, por elementos tan heterogéneos, y qué relaciones guarda con otros conceptos gnoseológico-descriptivos, como pueden serio los de «Historia evenemencial», «Historia-factual», «Historia-teatro», «Historia narra­ción», etc.

De este modo, pretendemos fijar nuestra posición con respecto a las posiciones que el neo-positivismo ha mantenido ante las ciencias históricas. Brevemente, di­ríamos que compartimos con el físicalismo todo lo que él tiene de crítica (más bien epistemológica) a la teoría de la Historia pre-positivista (la Historia como «ciencia del pasado», etc.), pero, que nos separamos de él, en lo que tiene de reductivismo. Reductivismo que, por otra parte, acaso no consiste tanto, aquí, en «rebajar» las estructuras de un «nivel superior» a otras pertenecientes a un nivel «inferior» (las estructuras biológicas a las químicas, las culturales a las mecánicas...) cuanto en «reabsorber» las determinaciones espectficas en otras genéricas, y ello al margen de que esta genericidad sea de un nivel ontoló-gico más bajo (el que corresponde a los géneros anterio­res a las especies) o sea (como ocurre aquí) de un nivel más alto (géneros modulantes). Porque el componente fisicalista de las reliquias, en tanto mantenga la forma de tales reliquias, no implica el descenso desde el nivel cul­tural a un nivel genérico (absorbente): las reliquias no son tanto, para el historiador fisicalista, «carbonato calci­co» o «celulosa», cuanto, por ejemplo, «sillares» o «pa­pel». La genericidad considerada principalmente por la teoría de la Historia fisicalista es de índole epistemológi­ca, y comporta, más que un rebajamiento de nivel, un empobrecimiento de los complejos procesos gnoseológi-cos de construcción que ligan las reliquias y las formas pretéritas (y ello junto con precisiones muy importantes en el orden fisicalista). Diríamos, pues, que el neo-positi­vismo fisicalista ha procedido aplicando a la ciencia histó­rica el principio general (certero) de la necesidad de una base fisicalista sobre la que se apoye toda proposición científica (considerada, epistemológicamente, como pro­posición verificable) y se ha encontrado, más o menos, con lo que llamamos «reliquias» en cuanto correlato, en las ciencias históricas, de lo que son los datos fisicalistas en las ciencias naturales. Ahora bien, al atenerse a la perspectiva de este principio fisicalista de verificación, el neo-positivismo se mantiene en un terreno abstracto genérico, que pone entre paréntesis los mecanismos gno-seológicos de transición de los datos fisicalistas a las formas pretéritas, o los reduce a mecanismos lógico-pro-posicionales, dentro de la teoría de la ciencia bipotético-deductiva. «Toda afirmación acerca del pasado es equiva­lente a una afirmación acerca de registros, documen­tos...» decía Ryle (3). Pero esto no es cierto. No hay tal equivalencia —esta equivalencia no es otra cosa sino el resultado de aplicar la perspectiva genérica a la que nos referíamos. «Decir que sabemos que tal acontecimiento ocurrió en el pasado, equivale a declarar una pretensión: la pretensión de que si se nos pide que produzcamos

(3) RYLE, Análysis. 1936; GARDINER. op. cit., pig. 54.

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razones concluyentes .para justificar nuestra afirmación, podremos producirlas» dice Dakeshott (4). Desde luego, en una reducción dialógica de la cuestión. Pero la verda­dera cuestión comienza aquí: en el análisis gnoseológico de esta «producción de razones concluyentes», que es algo distinto de señalarlas deícticamente, como se señala el interior de la «caja negra», en lugar de abrirla. La «caja negra» es aquí la misma ciencia histórica.

II. RELIQUIAS Y RELATOS

4. Las «reliquias» son «hechos», hechos físicos, cor­póreos, presentes. Pero no son hechos brutos, dados por sí mismos, como sustancias aristotélicas. Son realidades que subsisten, por de pronto, en contigüidad con otras realidades que no son reliquias, «entretejidas con ellas». Es preciso deslindar, en el «continuo» {complejo) de las realidades presentes, aquellas que son reliquias y aquéllas que no lo son. Las operaciones que hacen posible esta delimitación, (operaciones que pertenecen precisamente al plano |3-operatorio) suponen, en cada caso, un conjun­to complejo de precondiciones, cuya generalización y cristalización se encuentran en el origen mismo de las ciencias humanas como ciencias históricas, y es claramen­te observable a partir del siglo XVIL El concepto de reliquias, con alcance gnoseológico, forma parte, así, de un sistema cuyas líneas principales podrían describirse del siguiente modo.

En el ámbito del mundo físico, se configuran ciertas formas, percibidas como fabricadas por hombres, según operaciones similares, a las que el propio investigador (el precursor del «sujeto gnoseológico») ha de ejecutar para comprenderlas como tales formas destacadas de las for­mas que las rodean, es decir, en el plano ^-operatorio. Por ello es esencial a la dialéctica del concepto de «reli­quia», su inmersión en un contexto áe formas que no lo sean, es decir, que no hayan sido construidas por el hombre, ni por nadie que opere antropomórficamente. Dicho exactamente: que no pueden ser comprendidas en ün plano íí-operatorio, sino en un plano/? -operatorio. El concepto operatorio de reliquia, tal como lo estamos construyendo, implica, por tanto:

A. Que presuponemos dadas estructuras o forma­ciones que, aún conocidas operatoriamente, no hayan sido operatoriamente establecidas. Si esto no ocurriera alguna vez, el concepto mismo de operación perdería su significado objetivo. Solamente si hay operaciones que pueden ser, no ya «proyectadas en los objetos» (la cau­salidad, de Piaget), sino eliminadas del objeto, es posible que las operaciones tengan la forma de tales, y ulterior­mente, que pueda ser construido el concepto de un pla­no íi-operatorio. La evidencia de que existen formacio­nes constitutivas de nuestro presente que son debidas a causas no operatorias —cuyo ejemplo límite son las causas mecánicas, o las leyes del azar- no podría abrirse camino en el seno de un concepción antropomórfica o

teológica del mundo, como aquella que podemos atribuir todavía, sin temor a equivocarnos (y sin olvidar las excepciones), a la época del Renacimiento. Si todas las formaciones de nuestro mundo deben ser entendidas como el resultado de la acción de dioses o de démones, las «reliquias» quedarían desdibujadas como tales. Dios modeló con una arcilla (que, a su vez, había sido previa­mente creada por él) los cuerpos humanos; Dios había llevado la mano de Moisés cuando éste escribía El Géne­sis; esos inmensos apilamientos de sillares que hoy atri­buímos a los romanos (reliquias de acueductos) habían sido, acaso, fabricados por el diablo. Es preciso que los cielos y, sobre todo, la Tierra queden hmpios de dioses y de démones, para que los hombres aparezcan como los únicos fabricantes. Ni siquiera los animales, llegará a decirse, pueden fabricar, porque son máquinas, autóma­tas (5). Esta concepción del hombre como único ser do­tado en el mundo de inteligencia tecnológica (gnoseoló-gicamente: como único ser inteligible en el plano |3-ope-ratorio) aunque sea errónea, será el núcleo en torno al cual se organizará la idea moderna de «Hombre», una idea, por cierto, esquemática y demasiado rígida (ante­rior a la teoría de la evolución, que sólo comenzará a abrirse camino al final del siglo XVIII). Idea moderna de «Hombre», (como tema de las ciencias humanas) que comporta, a la vez, la universalidad de la razón (digamos: del plano |3-operatorio, como perspectiva común a todo lo que es humano) y que es, al mismo tiempo que el tér­mino de una idea cristiana (el hombre «rey de la crea­ción» «el único dios en la tierra. Cristo»), el principio de la eliminación del cristianismo medieval y renacentista. Se ha pretendido dar cuenta de este nuevo «humanis­mo» a partir de las coordenadas existencialistas, a partir del concepto de una conciencia de la propia nihilidad del Dasein como «conciencia del vacío», entendido «a la francesa», y así Foucault ha sostenido que el hombre (di­gamos, el Dasein) es un «invento del s. XVII», un in­vento que habría tenido lugar mediante el autodescubri-miento de su propio hueco, de la conciencia de sí como el lugar vacío (6). Pero a nuestro juicio, las categorías heideggerianas (o sartrianas), por disimuladas que se den, no son suficientemente potentes para analizar la gran novedad que estamos considerando en sus repercusiones gnoseológicas. Para decirlo en el contexto de Foucault: el nuevo humanismo no habría aparecido a consecuenncia de una conciencia que asciende y cristaliza en el hombre a partir de su propio ser, sino a consecuencia de una progresiva trituración de las evidencias dé que, tras las formas del mundo que nos rodea, actúan los ángeles, los démones, o los propios dioses, el propio dios que hace milagros (7). Por ello diríamos que es ciertamente en Castilla (preservada de la religiosidad protestante) en donde las primeras nuevas evidencias cristalizan, pero no tanto en el campo de la pintura, (el Velázque'z, de Foucault) cuanto en el campo del pensamiento abstracto, en la tesis del automatismo de las bestias, de Gómez Pereira, precursor de Descartes. Descartes es quien ha

(4) GARDINER, op. cic, pág. 51.

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(5) Vid. cap. IIl, & 4 (Pescartes). De nuestra obrz-- Esíaíuto gnoseológico dt las ciencias humanas (Ined.).

(6) FOUCAULT, Les mots et les choses, cap. L La fórmula utilizada por FOUCAULT para des­cribir al Hombre moderno acaso procede de la fórmula que Maurice LEENHARDT utilizó para describir al «Hombre canaco»: «El lugar vacío es él (dice LEENHARDT, presentando un dia­grama de los cuerpos) y el es quien tiene un nombre» (Do Kamo, París, Gallimard. 1947, cap. XI).

'' (7) Vid. parte II, cap. III & 4-, de Estatuto etc.

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trazado el primer cuadro de conjunto de la nueva situa­ción: el mundo es la totalidad de las formas que se con­figuran en virtud de procesos mecánicos (plano '^-opera­torio) y los hombres, una vez eliminados los ángeles y los genios malignos (o alejados a una distancia tal que los hace inoperantes ante las evidencias del cogito) son los que únicamente actúan inteligentemente (en nuestros términos: plano /3-operatorio), de suerte que pueden comprender sus propias obras como producidas por ellos: verum est factum (Geunclinx, Vico). Solamente sobre este fondo mecánico podrá destacar el concepto de «reliquia», como formación corpórea detrás de la cual está presente, precisamente, el homo-faher de la revolución industrial y este concepto volverá a hacerse borroso cuando alguna corriente del idealismo alemán pretenda reducir la totali­dad de las cosas a la condición de posiciones del Yo. La conciencia moderna del hombre se destacará, así, ante todo, por la negación de los ángeles y de los démones. N o como la conciencia de un vacío, sino como la con­ciencia de una actividad fabricadora que sólo puede reco­nocerse a sí misma en sus propias obras. Por ello, cuan­do en nuestros días vuelve una y otra vez a hacerse pre­sente la sospecha (o la certeza) de que formaciones im­portantes de nuestro mundo (desde inscripciones aztecas, hasta ruinas egipcias) no han sido producidas por hom­bres, sino por extratrerrestres, que visitaron la Tierra ca­balgando en platillos volantes (Peter Kolossimo, Sendy, etc., etc.), hemos de ver cómo resucitan los antiguos démones y ángeles del helenismo y del renacimiento, y como, lo que aquí nos importa propiamente: el concepto de reliquia, vuelve de nuevo a desdibujarse. Perderán su condición de reliquias, pongamos por caso, las ruinas de Tihuanco. El concepto de «reliquias», en cuanto constitutivo del campo de las ciencias históricas modernas, implica la exor-cización de los demonios, no sólo de los cuerpos de los hombres,. sino de toda la faz de la Tierra, y en todas sus épocas geoló­gicas. En el momento en que una sola de las reliquias que aparecen en ella fuera interpretada como resultado de la actividad fabricadora de un demon (de un «extra-terrestre»), el campo de las ciencias históricas perdería su propia estructura, sus propios límites. Y ello, precisa­mente porque estos límites no se establecen a partir de un corte epistemológico (formas fabricadas por alguien/ formas naturales) sino a partir de un interna percepción de lo que es fabricado por sujetos, similares en todo a nosotros mismos, y en continuidad física (tradición) con ellos. Es la extensión o propagación de esta percepción Interna, la que determinará, desde dentro, sus límites, aquello que es natural, como clase complementaria de lo que ha sido fabricado por los hombres o, incluso, por sus predecesores antropomorfos.

B. Por ello también, es necesario al concepto de reliquia el que las formas conceptuadas como tales no puedan explicarse como efecto de causas impersonales, mecánicas, sino como efecto de la actividad humana. La determinación de las formas precisas (tan distintas entre sí) que han de entenderse como efectos de esa actividad, y la separación de las otras, es el único camino para el exacto establecimiento de la «escala» del campo de las reliquias, y de su anomalía, de sus diferencias y seriacio-nes, de las leyes categoriales a que efectivamente obe­dece. Todavía a mediados del siglo XVII, Ulises Aldro-vandi describía las «reliquias paleolíticas» como «debidas a una mezcla de un cierto vaho de trueno y rayo con

sustancia metálica, especialmente en las nubes negras, que se coagula con la humedad circunfusa y que se aglu­tina en una masa (parecida a las de la harina amasada con agua) y posteriormente se endurece a causa del calor, el igual que un ladrillo» (8). No basta saber que «hay algu­nas formaciones fabricadas por el hombre» frente a todas las demás, debidas a causas naturales y no a demonios o a dioses. Es preciso poder determinar, en cada caso, qué formas pertenecen a una clase (las reliquias) y cuáles per­tenecen a la otra (a la de las formas naturales o a la de aquéllas que se deriven naturalmente de reliquias pre­vias). Porque sólo entonces es cuando podemos decir que estamos ante un concepto operatorio de reliquia y que los conceptos (3-operatorios son efectivos y no «ideas generales» (en el sentido de Bachelard; precisaríamos: ideas generales absorbentes) tales como «un cierto vaho» «una aglutinación». (El concepto de «formas que proce­den por vía natural de otras formas-reliquias» plantea dificultades especiales —por cuanto a veces esas formas derivadas no podrían, sin más, reducirse a formas natu­rales que aquí no consideraremos).

5. Las reliquias constituyen, por tanto, una clase de objetos corpóreos, dados entre otros objetos corpóreos (fundidos al paisaje, o a otras formas naturales de las que difícilmente pueden disociarse), pero caracterizados pre­cisamente por esto: porque se nos presentan como efec­to de operaciones humanas. Tomamos como criterio de las operaciones humanas la similaridad al propio sujeto gnoseológico, en cuanto sujeto operatorio. Por ello, las reliquias no son meramente restos (como pudiera serlo el polen de Gradmann, tan útil, con todo, a los historiado­res —pero en un sentido similar a aquel en el que la Historia del hombre puede ser útil al geólogo). Las reli­quias son restos dotados de un nombre (operatorio), aun­que este nombre sea desconocido. Este es, probablemen­te, el criterio más profundo, aunque no siempre aplica­ble, para establecer la distinción entre reliquias y los res­tos paleontológicos. En un libro de Frederic A. Lucas, Director del Museo de Ciencias Naturales de Nueva York, figura esta anécdota: «Lo que más me admira de su ciencia —dice una señora que contempla esqueletos de dinosaurios, de estegosaurios, al paleontólogo— es cómo han podido llegar ustedes a saber los nombres de estos animales» (9). Esta ocurrencia nos sirve, al menos, para subrayar la aguda oposición entre los planos a-ope­ratorios y /3-operatorios, a la vez que para constatar de qué. rnodo esta oposición queda sistemáticamente encu­bierta en el proceso de atribución de «nombres científi­cos», que no tienen por qué coincidir siempre con los nombres vulgares y que muchas veces no existen. Pero cuando no existen, entonces, aún cuando estuviéramos ante «objetos himianos», estaríamos, probablemente, situados en el plano a-operatorio. No todo aquello que sólo puede aparecer en el mundo fabricado por el hom­bre, es recíprocamente /S-operatorio. Basta pensar que, aunque dos edificios de una ciudad hayan sido fabricados no por dioses, sino por hombres, (exigiendo por tanto un tratamiento |3-operatorio), su mera relación entre ellos (con las figuras que ella determina, y que son, por ejem­plo, perspectivas culturales y no naturales) acaso ya no ha

(8} Apud Glyn Daniel, op. cir., pág. }A.

(9) F.A. LUCAS: Animáis oflhtPasl. New York, 1913, pig.

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sido propiamente «fabricada», sino que es una resultancia que desborda el plano p-operatorio, en su forma más simple.

Las reliquias son objetos corpóreos, fabricados por sujetos similares al sujeto gnoseolQgi<^. Pero, a su vez, las reliquias vienen definidas por una .marca negativa que se sobreañade a la marca genérica positiva: las reliquias no han sido fabricadas por hombres actuales, sino por sujetos similares a los hombres actuales. ¿Qué quiere esto decir, en términos gnoseológicos?. Muy poco, o algo muy trivial, para quien dá ya por supuestos los fantasmas demiúrgi-cos. Mucho, para quien parte de la constatación del mundo presente como algo en el que hay objetos p-ope-ratorios y otros que no lo son; para quien sólo a partir de aquella unidad (objetos fabricados por hombres, pero objetos presentes) establece una disociación bastante pa­radójica, a saber: objetos que han sido fabricados por hombres, pero que no han sido fabricados por hombres vivientes, sino por difuntos, por hombres pretéritos que, por tanto, no pueden ser percibidos. Pero esto es tanto como decir que las «reliquias» son ya un concepto crítico, dia­léctico: lo fabricado por sujetos desconocidos S^Í? tale, invisibles. Por. consiguiente, al concepto de reliquia sólo cabe llegar de un modo constructivo, no perceptual, y los planos de aquella construcción son muy complejos. (Estos planos quedan ocultos y parecen superfluos a quien, míticamente, se representa, de un modo «intuiti­vo», a \os fantasmas como si fueran personas vivientes, si bien neutraliza su afirmación al ponerlas como presentes en otro mundo imaginario). Es necesario, por de pronto, que para que objetos dados en el mundo presente (rela­cionados, por tanto, con los hombres presentes) aparez­can, sin embargo, desconectados de esos mismos hom­bres, a través de los cuales comienzan a ser entendidos como objetos culturales, que esos objetos se nos mues­tren como distintos de los actuales (y en ello tiene, sin duda, participación fundamental la propia imaginación mítica que hay que comenzar, ya, por atribuir, aunque sea para ser destruida, a quien posee el concepto de reli­quia). ¿Acaso son distintos porque estaban ocultos, por­que ya no se usan, o porque están destrozados?. Pero todas estas circunstancias también pueden afectar a los —y afectan muchas veces— objetos actuales. No es nada trivial, por tanto, el establecer el mecanismo según el cual llegamos a determinar alguna forma física como reli­quia, particularmente si atendemos a un rasgo gnoseoló-gico más característico, a saber su perfección. Una reliquia es perfecta, —es decir— acabada. La reliquia conserva en su estado (incluso ruinoso) algo que importa por sí mis­mo, que es intangible. Los objetos actuales (máquinas, viviendas) son, como dirían los estoicos por boca de Varrón, infectos, porque están siendo utilizados y desa­rrollados, sin que hayan llegado a su acabamiento. Una reliquia es un objeto apartado de este desarrollo y con­vertido en sacrum. Es interesante asociar esta caracterís­tica de las reliquias (su perfección) con su atribución a sujetos, también iiunutables, fenecidos. Las reliquias son perfectas, precisamente y en la medida en la cual, quienes las fabricaron, ya no pueden volver a fabricarlas ni pue­den comparecer jamás ante nosotros. (Comparecerán sus restos, sus esqueletos, pero justamente en cuanto obje­tos, y no en cuanto sujetos).

¿Cómo podemos pasar a la determinación de los objetos presentes como reliquias o, lo que es lo mismo, cómo po­

demos pasar del presente al pasado.'. Cuando se da esta cuestión como resulta, el mecanismo de la tradición apa­rece oculto —o incluso se sobreentiende erróneamente que son los objetos, por su supuesta actualidad objetiva de reliquias, los que, por sí mismos, nos remiten al pasado (un error sistemático, que se reproducirá una y mil ve­ces, porque no es sino un modo abstracto-técnico de denotar la actividad del historiador, que utiliza «reli­quias» que «le hablan por sí mismas»). Pero ésto es una petición de principio, que, a su vez, incluye la imagen errónea del pasado como una estela que ha quedado atrás, respecto del presente, y que debiera anudarse" a este presente globalmente, como su pasado (testimoniado por las reliquias). La situación es muy distinta: si nos atuvié­ramos únicamente a los objetos culturales, habría que decir que éstos no podrían remitirnos a un pretérito: ellos son puro presente, incluso cuando su aspecto sea ruinoso; porque las «ruinas>>__también son presentes.

Si los objetos culturales presentes pueden remitir­nos al pasado es sólo por la mediación del presente políti­co-social, en cuanto que no es una entidad homogénea (a la que pudiera anudársele globalmente una «estela» pre­térita), sino una entidad heterogénea, rugosa o —con palabra también estoica— «anómala». De este modo, el nexo entre el presente y el pasado sólo podrá entenderse como un desarrollo de los nexos entre las partes del presente anómalo entre sí, consideradas desde ciertas perspectivas. Correspondientemente, la ingenua fórmula según la cual «la Historia aparece a consecuencia del interés por el pasado» ingenua porque (sobre todo cuando el concepto de «interés» se toma en su reducción abstracta psicológi-co-individual, sin tener en cuenta que todo interés indi­vidual está socialmente configurado) siendo el pasado justamente aquello que la Historia construye, la fórmula revela tener la misma estructura de aquella otra que explica la acción soinnífera del opio por su «virtus dor­mitiva». Puede ser sustituida por otras fórmulas que nos permiten dar cuenta de ese mismo interés por el pasado y del pasado mismo. Nosotros suponemos que es a par­tir del presente social anómalo [¿íi'-cÍjpaJ of ]• como es nece­sario y suficiente proceder para llegar al concepto del pa­sado histórico. La anomalía del presente, a que nos referi­mos, consta de los diversos escalones constituidos por las «clases por edad» de los sujetos que conviven envueltos, por otra parte, en un sistema de relaciones «simétricas, transitivas y reflexivas» mantenidas principalmente en el proceso lingüístico. La teoría del «presente anómalo» tiene, pues, una base genérica de naturaleza etológico-lingüística y no se apoya en hipótesis excesivamente es­pecíficas sobre ritmos históricos. La tesis del «presente anómalo» —las «clases por edad»- ha sido interpretada por la teoría de las generaciones en un sentido muy pecu­liar y poco fundado, al concretarla en la doctrina de los «grupos generacionales», de quince años de duración pública, período erigido en unidad del ritmo histórico (10). Pero el ritmo histórico de las generaciones no es universal, porque depende de otros patrones culturales (industrialización, procesos de clases sociales, etc.). A partir de la estructura del «presente anómalo», del solapamiento de las clases por edad, en unas sociedades en las cuales el lenguaje ha llegado a ser el principal ins­trumento de socialización, podemos intentar construir el

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(10) J. MARÍAS: Teoría délas generaciones, Madrid, Revista de Occidente, 1950.

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concepto de Historia. No ya a partir de un supuesto interés por el «pasado», sino a partir de la presencia, para cada clase de edad, de las clases de edad más viejas: la presencia sistemática de personas (dotadas de lenguaje) que poseen experiencias (tecnológicas) propias, y que relatan (tradi­ción) a las clases de edad más jóvenes. Sólo a través de estos relatos podemos concebir como algunos objetos culturales pueden asumir la forma de reliquias.

Podría pensarse que las «reliquias literarias» —los documentos o los textos de la Filología— son, a la vez, rela­tos y que, por tanto, la distinción entre reliquias y relatos es confusa. Sin embargo, hay razones que nos inclinan a mantener la inclusión de los textos en la clase de las reli­quias (sin perjuicio de que ellas deban, ulteriormente, subdividirse de un modo interno y sistemático), de suer­te que estas mismas reliquias (los textos o documentos) están necesitadas de relatos, en el sentido estricto, para que se aparezcan como tales. Podríamos ilustrar lo que decimos recordando el papel que el copto desempeñó en el desciframiento de las «reliquias jeroglíficas» por Champollion, y conforme había ya predicho el padre Atanasio Kircher. Reliquias y relatos se presuponen mu­tuamente, y no podríamos formar el concepto de unas al margen de las otras. Toda la Historia científica se basa, según esto, en la «tecnología» (lingüística) del relato — del «mito» — , y del relato mediado precisamente por las reliquias. El pasado histórico es, literalmente, el con­tenido de ese mito (un contenido mitemático), la prolon­gación ideal y recurrente de la estructura del presente anómalo, y no una «dimensión» globalmente anudada (en virtud de una «intuición o sentido histórico») a un presente, también globalmente considerado. El «pasado» es, así, un concepto regresivo a partir, no del presente, sino de unas partes de este presente hacia otras partes del mismo presente. Esta precisión tiene consecuencias muy importantes en orden a la estructuración del con­cepto de Historia. Principalmente, ésta: la Historia (no mítica) es, de algún modo, la destrucción del presente, %\x desbordamiento. Mientras el mito es la construcción o progressus del presente a partir de sucesos que in illo tem-pore ya lo tenían incorporado.

3. Las reliquias constituyen el componente fisicalista del campo de las ciencias históricas. Naturalmente, el campo de estas reliquias es muy variado: ellas pertene­cen a muy diferentes clases (constitutivas del propio campo gnoseológico). Las posibilidades de diferenciación de estas clases son muy diversas (reliquias de piedra —ta­llada o pulimentada- reliquias de metal). Pero aquí nos importa introducir la diferenciación más general y pro­funda, cuanto a su significado estrictamente gnoseológi­co, por respecto a la propia teoría de las ciencias históri­cas. Esta diferenciaciónn debiera estar fundada en los propios conceptos que venimos utilizando.

opuesta a la Prehistoria. Esta oposición certera, se impuso en virtud, diríamos, de la naturaleza misma de las cosas. Pero las interpretaciones gnoseológicas de ella dejan mucho que desear. Y acaso, por esto, dada la debi­lidad de estas fundamentaciones, ha sido constantemente impugnada. ¿Acaso no es un privilegio gratuito, otorgado por los propios escribas —un privilegio «gramma-céntri-co»— el considerar a la escritura como fuente o reliquia absolutamente peculiar frente a todas las demás?. Consi­derada como fuente ¿Acaso no han resultado ser tanto más fértiles las fuentes arqueológicas y epigráficas, que las fuentes literarias en el descubrimiento de antiguas civilizaciones.-*. Las fuentes arqueológicas ¿no son suscep­tibles, no menos que las literarias, de una interpretación «apotética» y «mitemática»?. Así, los «secretos» —si los tiene— de la pirámide de Keops no consisten tanto en determinaciones internas físicamente a su mole, ni se

descubren penetrando en su interior y permaneciendo en él, en su «cámara funeraria», después de recorrer un pasillo en rampa muy inclinada, según un ángulo de 26°, 18', 10". Acaso la clave de esta inclinación sólo la poda­mos conocer introduciendo —como hacen Smith y Eith—- un objeto lejano, apotético, la estrella Alfa del Dragón (la estrella Polar de entonces) como objeto perci­bido a lo lejos; pues, al parecer, en la prolongación de esta pendiente, más allá de su ventana, orientada precisa­mente en esa dirección, se encontraba la Estrella Alfa de Dragón (11).

Utilizando los mismos conceptos de los cuales nos hemos valido para distinguir las reliquias (plano j3 —operatorio) de las formas naturales (plano o-—operato­rio) reconstruiríamos, aunque sólo aproximadamente, la distinción entre reliquias-monumentos y reliquias documen­tos, como distinción de alcance gnoseológico, del siguien­te modo:

—Hay un tipo de reliquias que, a través de reglas operatorias puestas por el historiador (por los relatos, en el sentido dicho), nos remiten a otras reliquias (y fantas­mas). El jplano |S—operatorio es ejercitado, exclusiva­mente aplicado en el sentido del relato a la reliquia.

—Hay otro tipo de reliquias que, a su vez, se nos presentan, ellas mismas, como relatos. El relato estricto es necesario, sin duda (el copto en los jeroglíficos); pero este relato estricto nos conduce a reliquias que, a su vez, son relatos —es decir— que nos presentan a los propios sujetos operatorios en la actitud de relatar ellos mismos, de suerte que pueda decirse que «interpretar la piedra Rosetta» sea reproducir similares operaciones (lingüísticas) a las que los propios egipcios debieron hacer, para remi­tirse a los objetos (reliquias, para nosotros) por ellos de­signados.

Por lo demás, denotativamente, nuestra clasificación de las reliquias se coordina, grosso modo, con la clasifica­ción ordinaria en monumentos y documentos (en tanto que, en esta oposición, queda recogida principalmente la dife­rencia entre reliquias no escritas y reliquias escritas). Las reliquias escritas constituyen un tipo de reliquias tan ca­racterístico, que sobre ellas se ha intentado fundar preci­samente el concepto de Ciencia Histórica, en cuanto

(11) Richard HENNIG, «El secreto <Je la Pirámide de Keops», incluido en Grandei ittigmas, op. cit. (pág. 43 y ss.). La «Pirámide» es aquí entendida desde un «modelo envolvente» (una esfera). Lo más interesante: Este «modelo envolvente» (vid. Parte I, sección IV, cap. III, & 12) que tiene con la reliquia (vid. Pane 11, cap. 11, & 4) la relación de todo (nematológico) a parte, está introducido con un sentido ra Kjperatorio, puesto que el modela figura precisamente en cuanto atribuido a los arquitectos de la Pirámide. Conocer la «historia verdadera» de la Pirámi­de de Keops es aquí algo así como «conocer el pensamiento» de quienes la proyectaron y ocultaron sus planos de construcción <Si/Sj). El fenómeno (la reliquia, en cuanto apariencia, para los profanos, de mero apilamiento de sillares) es aquí un fenómeno él mismo fabricado (por la supuesta ocultación de los planos de construcción). La teoría nos remite aquí el plan (o prolcp-sis) del propio hecho-reliquia, cerrándose el circuito en el plano fenoménico (un plano /j -ope­ratorio, tecnológico)..

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Si los monumentos son reliquias, en general, térmi­nos de nuestros relatos, los documentos, así entendidos, son «reliquias» de segundo orden, «reliquias de relatos». Y esto nos descubre su privilegiada significación gnoseo-lógica: no serían una «fuente más» (acaso más rica en in­formación), sino una fuente cualitativamente diversa gno-seológicamente. Pues así como el relato era el modo por el cual los objetos culturales asumían la forma de reli­quias, así las reliquias de relatos son el modo por el cual otros sujetos aparecen relatándose algo desde su propio pretérito, y, por tanto, moldeando definitivamente el «abovedado» del «espacio histórico». Se comprende tan­to mejor el alcance histórico de los documentos si tene­mos en cuenta la significación ontológica de la escritura en el marco del «presente anómalo» al que venimos re­firiéndonos. (Y esto, sin olvidar que la «escritura» no se­ñala ningún for/í radical, pues ella misma no es sino el desarrollo de otras formas de simbolismos del relato). Anteriormente a la escritura, la tradicióniincluso lingüisti­ca), ya por sí misma, marca un proceso de diferenciación por respecto de la tradición animal (que sólo puede te­ner lugar por influencia «punto a punto» de condiciona­miento de la conducta de las crías.) Scheler subraya, co­mo característica del hombre frente a los animales supe­riores, la capacidad de «descoyuntar» progresivamente la tradición, a la cual los animales superiores debieran ate­nerse «mecánicamente»; sólo que Scheler ofrece un fun­damento metafísico de esta diferencia: el hombre capta esencias, y supera, así, lo concreto (cuando, la génesis de este descoyuntamiento de la tradición podría atribuirse precisamente, a la escritura). Pero mientras la mera tra­dición supone la dependencia absoluta respecto del narra­dor (el anciano, el viajero, que relata sus experiencias, puede acumular, en poco espacio, cantidades enormes de estas experiencias: pero ellas tendrán siempre la forma mítica, porque el relato comienza y acaba con la palabra de quien habla y de quien se depende, con una dependencia que está en la línea de la tradición animal de Scheler), en la escritura, es posible la liberación respecto del narrador, y en una extensión que puede ser significativa. El propio

relator está envuelto por el texto, y puede ser sometido a crítica. Una nueva forma de conocimiento objetivo es posible y ésta es la Historia.

III. HISTORIA FENOMÉNICA

1. Reliquias y Relatos son «hechos» —son los «he­chos» sobre los cuales se edifica toda la ciencia histórica. Son «hechos» de naturaleza muy diferente, puesto que los relatos, —como hemos dicho— son «hechos-reliquia» en su contenido de significantes, pero son, además, rela­tos por su significado. (Cuando Malebranche identificaba ciertos hechos-relato a los hechos físicos-«mis datos son los de la Biblia, como los datos del físico son los proce­sos de las retortas»,-estaba simplemente confundiendo, haciendo «oscurantismo»).

«Hecho» es una categoría gnoseológica, que, en la teoría del cierre categorial, hacemos corresponder, prin­cipalmente, con las determinaciones del sector fisicalista. Los hechos son contenidos físicalistas (dados como tér­minos, o como relaciones entre términos). Pero este concepto de hecho no coincide exactamente con el con­cepto de «hecho» gnoseológico utilizado en la teoría de la ciencia positivista. Concepto que, aplicado a la teoría de la Historia (de la que el concepto gnoseológico de' «Hecho» resulta adquirir determinaciones característi­cas), es origen dé confusiones y obscuridades que hay que aclarar urgentemente. N o se trata de confusiones só­lo «subjetivas», sino de confusiones «objetivas», debidas a la intersección parcial, pero objetiva , de series diver­sas de conexiones. Ocurre que el concepto gnoseológico de «hecho» incluye su corporeidad observable, y por lo tanto, su presencia, pero el concepto de presente es preci­samente una categoría histórica, opuesta al pasado. De

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donde el concepto de «hecho pretérito» tendrá una es­tructura similar a la del concepto de «círculo cuadrado» — «hecho pretérito» es precisamente un hecho invisible, inobservable; ni siquiera cabe en él una «experiencia po­sible» (no es posible ya, salvo en la ciencia ficción, ob­servar la batalla de Cannas). La inobservabiUdad de estos hechos no derivan, por tanto, de su naturaleza metafísi-co-espiritual (incorpórea) sino, todavía peor, de su «cor­poreidad incorpórea» pretérita. Y, sin embargo, la His­toria es, con firecuencia, entendida como una ciencia capaz de establecer o demostrar «hechos pretéritos» (los llamados eventos). Estos hechos {eventos) son considerados ahora como tales, no tanto por oposición a «objetos inobservables o metafísicos», cuanto por oposición a las «teorías» (a las teorías históricas, en nuestro caso). Así, se dirá que es un hecho el asesinato de César, frente a cualquier otra teoría que pueda mantenerse para explicar este hecho. Ahora bien: el concepto neopositivista del hecho tiende a envolver confiísamente estas dos determi­naciones: hecho, como opuesto a teorh (T) y hecho como entidad observable (O), física, presente; porque se supone que los hechos observables son, también, previos a las teo­rías elaboradas para construirlos. Carnap: Las observa­ciones convenientes a un cierto planeta, descritas en un informe Ói , son incorporadas a una teoría (T)deOiy T, el astrónomo deduce una predicción P, calculando la po­sición aparente del planeta para la noche siguiente, en la que habrá una nueva observación y la formulará en un nuevo informe O2, que verificará (o no) la teoría T (12). Pero semejante análisis gnoseológico (que, por cierto, ya contiene la forma de un cierre operatorio, si se interpre­ta T como un sistema de operadores, que nos llevan a la construcción de nuevos Ói) es, aún, demasiado grosera para dar cuenta, aún con las adaptaciones consiguientes, del proceso de construcción histórica —desde luego— del proceso de construcción astronómico. Es un análisis gnoseológico basado en la oposición entre un orden de hechos (orden ontológico-epistemológico: lo dado, lo puesto, lo positivo, en cuanto observable) y un orden de teorías (orden lógico: lo construido, las proposiciones y los enlaces de proposiciones en modelos, hipótesis). Pero, evidentemente, en las ciencias históricas al menos, (y 'mucho más en las otras), los hechos, en cuanto entida­des físicas dadas, observables, no pueden ponerse en un orden positivo (no construido), opuesto a las teorías, porque los hechos construidos, por tanto, «teorías fácti-cas». Es preciso, por tanto, distinguir urgentemente en­tre los «hechos fisicalistas» (hechos presentes) y los he­chos no «fisicalistas» (los hechos pretéritos, los eventos) en tanto ambos se oponen a las teorías (históricas); pero no, simplemente, para disociarlos en dos órdenes inco­municados (que se darían simplemente confundidos) sino, para dar cuenta de la unidad que enlaza a ambos órdenes, para dar cuenta de su misma confusión.

2. Los hechos históricos, en su sentido estricto gno­seológico, son, por todo ello, las reliquias (y el compo­nente «reliquial» de los relatos). Las reliquias son la base física, corpórea, observable, presente, en términos históri­cos: la forma de presencia del pasado. Es lo único que per­manece para la ciencia, en forma de hecho, (lo que del pasado permanece en nosotros en la forma de hábitos musculares o lingüísticos, incluso en la forma dé la he­

rencia molecular o de la tradición «neurológica» (13), ya no serían hechos, en el sentido gnoseológico, (acaso, gno-seológicamente, pudieran asumir la función de operacio­nes o de normas). Agudamente viene a decírnoslo, a su modo, un prehistoriador: «estamos acostumbrados a ha­blar de los ideales imperecederos de una sociedad, pero el prehistoriador es testigo del triste hecho de que los ideales perecen mientras que lo que nunca perece son las vajillas y la loza de una sociedad. No tenemos medio alguno de conocer la moral y las ideas religiosas de los ciudadanos protohistóricos de Mohenjo-Daro y Harappa, pero sobreviven sus alcantarillas, sus vertederos de ladri­llos, y sus juguetes de terracota» (14). Es decir, sus reli­quias.

3. Los hechos presentes, las reliquias, son fenómenos en su propia entidad fisicalista. Son fenómenos, precisa­mente porque han de ir referidos a sujetos operatorios ( jS -—operatorios), para que aparezcan en su forma de ta­les. Y son fenómenos porque, al propio tiempo que son el único acceso a la misma esencia, nos la ocultan. Y en Historia (así como en algunas otras ciencias etológicas), lo característico es que la ocultación no es sólo pasiva, sino activa, por cuanto los «fenómenos» han sido, muchas veces, fabricados precisamente con la intención de encubrir, de ocul­tar, de engañar: en realidad, esta intención, como tal (operatoria) sólo podría atribuirse a las ciencias históricas o humanas. El descubrimiento del engaño, por ello, no equivale automáticamente a una revelación de la «esencia», sino a la revelación del «fenómeno verdadero» ()3-opera-torio). La crítica filológica, la demostración, por Lorenzo Valla, de la superchería que dio origen a la «donación de Constantino», es, así, el más potente mecanismo del re-gressus desde las reliquias (o hechos) a los restantes con­tenidos del campo histórico. Pero estos contenidos no son, necesariamente, esencias, por la simple circunstancia de haber sido construidos por medio de «teorías». No todo lo que se construye históricamente, no toda teoría histó­rica, está «en otro orden» respecto de los hechos (15). Se trata de explicar por qué los hechos pretéritos (los eventos) pueden seguir oponiéndose a las teorías. O, si se quiere, con más rigor: es necesario oponer teorías de un nivel (no esenciales) a teorías de nivel 2 (esenciales), para dar cuenta de la razón por la cual los hechos preté­ritos, sin perjuicio de sus diferencias epistemológicas con los hechos presentes (reliquias) se agrupan con ellos en un orden gnoseológico característico, que es necesario determinar. A este efecto, es necesario introducir el con­cepto de «hechos intermedios» (entre las reliquias estric­tas y los eventos), que nos permiten advertir la continui­dad (gnoseológica) entre los hechos fisicalistas y los hechos pretéritos. Los hechos intermedios no son, ciertamente, reli­quias: en este sentido, podría decirse, sin más, que son «hechos pretéritos» construidos, inobservables. Pero, sin

(12) QAS^AP. FufiíiamerttGS de Lógica, ele, Qp. izit., pig. 12.

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(13) Hoy se insiste de nuevo en la importancia de esta tradición hereditaria excesivamente minimizada por el «culturaiJsmo lamarckista» (Eiber-Eiberfeldt, op. cit.}. En cualquier caso, las fronteras entre «Animales» y «Hombres», para que fueran operatorias (gnoseológica y, por tanto, ontológicaniente) habría que desplazarlas a tiempos posteriores a los habituales entre prehistoriadores. Por ejemplo, no sería el incesto, ni siquiera el lenguaje hablado primitiv» (mu­cho menos, el uso de herramientas) aquello que determinaría un nuevo campo -e l campo antropológico— sino, por ejemplo, el lenguaje escrito precisamente en tanto nos pone en pre­sencia de un tipo de nexos entre individuos que ya no son de identidad sustancial causal (como todavía en el lenguaje oral), sino esencial, etc. Es la Historia y no la cultura aquello que marca­ría la línea divisoria (nunca instantánea) entre Biología y Antropología.

(14) Glyn DANIEL, op. cit., pág. 121.

(15/ Vid. nota 11.

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embargo, no pertenecen al orden de los eventos (en la construcción), sencillamente porque funcionan como reli­quias hipotéticas («con asterisco»), intercaladas entre las propias reliquias para la ordenación de las mismas, en tanto que éstas son hechos fisicalistas (y ello sin perjui­cio de que, a su vez, puedan desempeñar la función de eventos). Un ejemplo muy claro de estos hechos interme­dio («quasi reliquias») nos lo suministran los manuscritos hipotéticos que suele ser necesario introducir para la cons­trucción de un stemma. Los manuscritos (reliquias) A, B, C, E, F, G, del Lai de l'omhre estarían insertos, según Robert Marichal (16) en el siguiente stemma:

í l

X

V W D

confuso sentido de las «teorías astronómicas» de Carnap. Es cierto que podría analizarse la situación anterior di­ciendo que a partir de Informe Ai (sea E), construímos la teoría T (* í l , * Z) que nos remite a nuevos hechos (E, F). Pero la teoría T no puede aquí confundirse con la historia teórica, porque T (* fi, * Z) nos remite a he­chos intermedios, ni siquiera a hechos eventos, en el contexto. Lo mismo se dirá de otros hechos eventos construidos «teóricamente» para explicar el nexo entre .dos hechos presentes. (Si es un «hecho-reliquia» la pre­sencia de una columna romana en un montículo cuya geología no corresponde a dicha columna, hay que cons­truir, necesariamente, el «hecho del transporte», a partir de la cantera de la.que se prueba procede la columna).

4. La oposición entre hechos y teorías, que es muy grosera en general, (como tantos teóricos de las ciencias, como Bachelard, han puesto de relieve), se hace doble­mente grosera en el marco de las ciencias históricas. Un modo de desbordar esta grosería, partiendo de ella, es distinguir diferentes órdenes de hechos (hechos de orden 1, orden 2,... hechos de orden n) y diferentes órdenes de teorías (teorías de orden a, teorías de orden b,... teo­rías de orden n), de suerte que los hechos de orden 2 y las teorías de orden a, resulten acaso, congregadas (desde ciertos puntos de vista) en un mismo grupo, por encima de la línea divisoria que: separa los hechos y las teorías desde perspectivas más genéricas. En particular: los hechos intermedios y los hechos pretéritos (construidos, diga­mos, por medio de teorías a), se agrupan, sistemática­mente, frente a las teorías de orden m (pongamos por caso: una teoría sobre la desintegración del Imperio romano).

La cuestión que se nos plantea es simplemente ésta: ¿Cabe hablar de una unidad gnoseológica entre los hechos presentes y los hechos pretéritos, en cuanto se alinean frente a teorías históricas de naturaleza más abs­tracta?. Parece que no habría lugar para tal unidad. Los hechos, (presentes o pretéritos) se resuelven en una pol­vareda inconexa de lados que, precisamente en tanto se consideran al margen de las teorías abstractas, no

B C

Los manuscritos * í)., * X, *Z, *V, * W, son quasi reliquias. El análisis de los métodos de construcción de estos hechos es una de las tareas características de ia teo­ría de la ciencia histórica. Subrayaremos la necesidad de tener en cuenta el plano j3—operatorio para analizar de qué modo se lleva a cabo esta construcción (y ello, sin perjuicio, de la utilización de categorías á-—operatorias que comprenden, tanto las pruebas físicas —^isótopos ra­dioactivos, etc.—, como las químicas —^papiros, papel— o, en general, las pruebas llamadas «externas»).

Los hechos intermedios, por su uso, se alinean con las reliquias; pero, por el modo según el cual han sido cons­truidos, son hechos pretéritos. Pero no son «teorías», en el

(16) La critique des textes, en L'Hístoire eí íes méíhodes, París, Gallimard, 1961, pág. 1277.

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podrían considerarse como un campo (o subcampo) de una ciencia histórica. El concepto de una «Historia evenemencial» está, sin embargo, en gran parte, cons­truida en esta perspectiva. Cuando se le asocia con la «Historia relato», suele connotar la noción de una «Historia externa.» {Historia como relato de sucesos, ges­tas, batallas, dinastías, «Historia-teatro»). Una «extrahis-toria» (superficial), frente a una supuesta «historia inter­na» (no propiamente en el sentido de la «intrahistoria» unamuniana, sino en el sentido de la Historia social, eco­nómica, estructural).

Sin embargo, no parece enteramente justificado considerar a la «Historia evenemencial» como una His­toria externa, o superficial, amorfa, dada la heterogenei­dad de los sucesos a que ella se refiere. Teniendo en cuenta, además, que estos sucesos suelen estar ya inte­grados en una estructuración de tipo mi temático. «Los cartagineses —dice B.H. Warmington.— percibieron muy bien que si la Sicilia occidental se perdía, los griegos dominarían el Mediterráneo occidental, dejarían aisladas las colonias de Cerdeña y reducirían a Cartago a África»

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Historia fenoménica se nos presentaría, así, como el de­sarrollo del ritual (tecnológico), según ei cual los indivi­duos de una sociedad dotada de lenguaje y tradiciones culturales, se ven obligados a usar de los instrumentos de sus antecesores, a disfrazarse con sus indumentos, que les son ya dados. En nuestra pasión por la Historia fenoménica —en la curiosidad o hambre por saber cómo ocurrieron, en su más mínimo detalle, ciertas cosas— habría que ver, acaso, la misma pasión de los primitivos cuando, dis­frazados con los indumentos rituales de los antepasados, danzaban para obtener la identificación con ellos.

El concepto de una Historia escenográfica suele suge­rir la idea de que nos encontramos en un nivel pre-cien-tífíco, por cuanto tendemos a ver, en la escenografía, una selección arbitraria de un conjunto de eventos mucho más rico, empobrecido en función de los intereses estéti­cos (ahora en sentido no kantiano) del escenógrafo (del «presente») —sobre todo, la escenografía eliminaría las relaciones abstractas, esenciales. Pero la cuestión estriba, no tanto en destacar el aspecto (negativo) de la selección o eliminación de esencias (a), cuanto el aspecto positivo de la construcción (la selección, el «corte epistemológi­co» es una precisión o segregación resultante de la pro-pía interna construcción cerrada, con un cierre, aquí, de tipo fenoménico). Aquí sólo queremos sugerir hasta qué punto el concepto mismo del plano jS—operatorio sumi­nistra un hilo conductor para el enlace «cerrado» de los eventos de una historia razonada, sin dejar de %QX fenomé­nica, (de una Lógica de la Historia desarrollada en el plano fenoménico-práctico, al cual, a su vez, hay que atribuir una función causal en el proceso mismo de la historia real). En particular: desde esta perspectiva, los hechos presentes (las reliquias) y los hechos pretéritos (ios eventos) manifiestan su continuidad constructiva, precisa­mente en el plano /S—operatorio. Reivindicaríamos, pues, también el concepto de «Historia-batalla», en tanto que las batallas son eventos (complejos de suce­sos), dados estéticamente (fenoménicamente), dentro de un marco jS—operatorio, susceptible de ser analizado matemáticamente (estrategia, teoría de juegos (20), y anudados con otras secuencias de eventos constitutivos del material histórico. Hoy, tras un período de radicalis­mo positivista-sociológico-económico, vuelve a defender­se por muchos historiadores profesionales la tesis según la cual la Historia tiene mucho de género literario, «es­cenográfico», de arte, incluso de arte musical (21). Des­de nuestras coordenadas, esta tesis es altamente concor­dante con el concepto de una Historia fenoménico-esceno-gráfica.

5. En cualquier caso, nuestra defensa de una Histo­ria fenoménica tiene un sentido asertivo, no exclusivo. N o toda la construcción histórica es jS—operatoria o procedimiento auxiliar, Historia oblkua, que haya de re­solverse en una Historia fenoménica. Hay una Historia meta-fenoménica, no representable, más allá del Espacio-Tiempo estéticos. Pero no porque sea una Historia noumé-nica (la Historia de la mente divina). Se trata de una His­toria no representable estéticamente, sino sólo simbólica­

mente (por curvas, diagramas); una Historia en la cual las propia razones fenoménicas ( /5—operatorias) son cons­truidas a partir de factores objetivos (ni siquiera siempre conscientes, no prolépticos), es decir, una Historia, a —operatoria. Incluso cuando reanalizamos matemática­mente una batalla (que sólo tiene sentido escenográfico, fenoménico), los fenómenos quedan rebasados, porque regresamos a factores que no son necesariamente causas (22).

La Historia fenoménica ocuparía, respecto de la Historia esencial, el lugar que la Geometría figurativa ocupa respecto de la Geometría analítica. La «Geometría figurativa» pese a que, con frecuencia, es llamada intuiti­va, incluso por quienes mantienen posiciones «constructivis-ta.s» (Noel Mouloud, por ejemplo, considera intuitiva la

invariancia angular del rectángulo respecto de las dificultades absolutas de las rectas que lo forman, así como también considera intuitiva la demostración de un caso de inercia por Galileo (2 3), es ya operatoria, constructiva; su opera-tividad fenoménica es diferente (no porque sea menos cierta, sino por la escala en la que se mueven sus eviden­cias) de la operatividad de la Geometría analítica, por ejemplo. La Historia teórica, o esencial, habría que entenderla,desde nuestro punto de vista, menos como una penetración en las esencias trasfenoménicas previas, que como un rompimiento de los fenómenos en sus fac­tores; un rompimiento que nos permite reorganizarlos según sistemas más abstractos, no representables, aunque siempre deba darse el progressus hacia la base fenoméni­ca. A veces, la Historia teorética no puede alcanzar sino una mera tax:onomía de fenómenos, la comprensión de un grupo de fenómenos, por analogía ( a—operatoria) con otros fenómenos similares, y la Historia fenomenológica resulta ser mucho menos formal, más real, en ciertas si­tuaciones.

(20) M.H.A. MAESTRE: £/ triunfe militar en Anéal (Estudios Clásicos, 1971), aplicando la metodología de Frederic Lanchester (Aircraft in Warfare, Londies, 1916).

(2 I) Robert BRENTANO: Obispos y Santos, incluido en El lallir del historiador, de L.P. Curtis, J e , México, F.C.E., 1976, pág. 60.

(22) Vida, nota 20.

(2 3) MOULOD, ?ormes st'acturís et mojes produclifs, París, Sedes, 1958, pág. 183.

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(17). Este «sistema mitemático» (que supone que los car­tagineses tienen un «mapa» del Mediterráneo, lo perci-

:,_ben similarmente-, en lo que es pertinente, a como lo percibe el historiador actual, stfgún operaciones y rela-

.>ii-GÍ@Sés apotéticas) serán relatados; y estos sucesos son el contenido mismo de este marco, su realización, —el marco mitemático, por sí mismo, sería vacio. Esta Histo­ria evenemencial es, en gran medida, la misma Historia clásica, la «Historia razonada» de Tucidides, y toda su tradición historiográfica. No es necesariamente una His­toria anecdótica, puesto que puede haber una selección «argumental», un marco mitemático. El relato es «relato de razones, de causas o de motivos» (esencialmente: de causas finales, prolépticas) y articulación y secuencia de estos eventos. La crítica histórica, además, puede alcan­zar certeza prácticamente «matemática» (apodíctica) en torno a esos eventos. (LSL Historia efenemencial puede ser una Historia crítica, frente a la Historia mítica, que relata sucesos imaginarios).

Nos parece, en resolución, que la debilidad gnoseo-lógica asociada ál concepto áe «Historia relato», hay que referirla, más que a la materia o contenido mismo de esta Historia —^mejor, de toda esta tradición historiográ­fica—, a la forma del concepto gnoseológico, a la autoconcep-ción de lo que efectivamente pueda significar gnoseoló-gicamente el contenido de ese género de Historia. Ocu­rriría, simplemente, que las fórmulas gnoseológicas de autoconcepción no Tiabrían acertado a determinar el nivel en el cual ese género histórico se desenvuelve sis­temáticamente, entendiéndolo, o bien negativamente (Historia no teórica, sino factual; descriptiva, no cons­tructiva), o bien positivamente, pero como si se tratase de una Historia no científica (frente a la historia social o económica, como si fuera, metafóricamente, una «Histo­ria-teatro»).

A nuestro juicio, es posible atribuir un «marco sis­temático», un «marco lógico» (es decir: reconocerle la condición de Historia razonada, en el sentido de Tucidi­des, de Historia dotada de una lógica interna, de índole estratégico-operatoria) a esa «Historia evenemencial», si tenemos en cuenta, principalmente la naturaleza ontoló-gica y gnoseológica del suceso. El suceso (evento) sólo existe como tal en un espacio y en un tiempo. Ciertamen­te, definir la ciencia histórica, en general, como algunos pretenden (por ejemplo, Marzewki) como la determina­ción de los sucesos «en el espacio y en el tiempo» es una simple ingenuidad gnoseológica, que manifiesta con-fusió'n de ideas (18). Porque esos «espacio» y «tiempo» no son formas anteriores o previas a los sucesos, exter­nas a ellos (salvo cuando son meras coordenadas métri­cas), sino que son la propia conexión de los sucesos. De­cir, pues, que la Historia sitúa a los sucesos en el Espacio y el Tiempo es sólo decir que esta Historia sitúa cada suceso en el contexto de otros siy;esos. Pero, no por ello, la referencia al Espacio y al Tiempo es mera­mente redundante, siempre que tomemos esta referencia como una determinación implkita de la naturaleza misma de esas

relaciones entre los sucesos. Entendemos que esa relación es una relación de secuencia, no meramente cronológica o externa (espacio-temporal), sino interna. Y, aquí, «interna» sólo puede querer decir «lógica», «racional», dada pre­cisamente .en el plano &—operatorio (la racionalidad se refiere a esa operatividad). Ahora bien: esta racionalidad es fenoménica (mitemdtica), en tanto se mantiene precisamente en la determinación de «motivos», «planes», «prolepsis», «utopías» o «ideologías», que enlazan unos sucesos con otros, en un espacio-tiempo «representativo» (el «mapa» de Iqs Cartagineses, en el «relato» de Warmington antes cita­do). En modo alguno se trata de mera «descripción», de una «Historia teatro». Podríamos apelar, a efectos mera­mente coordinativos, al concepto kantiano de fenómeno, en tanto se da precisamente en el plano estético de la intuición representativa espacio-temporal. Naturalmente, de Kant tomamos aquí solamente la «armadura» de los conceptos (para él, «intuiciones») del Espacio-Tiempo, en un plano fenoménico y representativo. Porque lo que esen­cialmente queremos destacar, en este orden fenoménico, es la circunstancia de que él se organiza según la meto­dología j3—operatoria, que pide precisamente este nivel re-presentativo, apotético, «escenográfico» (recuperando así, lo que de profundo tiene el concepto metafórico de la «Historia-teatro») porque sólo en la representación és posible ordenar los eventos como fenómenos. Por ejemplo, cuando, Juan Maldonado, relatando la batalla de Villalar (19), nos dice que Padilla exhortaba a los soldados para que volviesen «rostros» a las tropas imperiales, está si­tuado en un plano &—operatorio, porque Juan Maldo­nado, cómo quien lo lea (entendie'ndolo), puede ejecutar esa operación de «volver el rostro» (u otra similar); y si no la pudiese ejecutar, no podría entender él sentido del relato (pues la operación está en el contenido del senti­do), ^recíprocamente, esta. Historia fenoménica se mantie­ne en un nivel estético-escenográfico, pero no por ello es extetna, dado que ella es el contenido mismo del material pretérito, a un cierto nivel (y esto lo decimos en contra de la creciente tendencia a eliminar, incluso de los planes de estudio, de las ciencias históricas, esta «his­toria escenográfica» en nombre de una «historia social» que, desconectada de los fenómenos, se convierte, necesaria­mente, en una monótona reiteración de conceptos abs­tractos y cuasi vacíos). Diríamos que la Historia feno­ménica es un desarrollo científico-constructivo de la misma tecnología por la cual los sujetos vivientes de una sociedad que se mueve entre reliquias aprender a disfra­

zarse con ellas, a utilizarlas, a reproducir «teatralmente» la vida de sus antepasados, de sus fantasmas. (La «Histo­ria-teatro» no es tanto, según esto, lo que ve el especta­dor, cuando lo que hace el propio actor en el escenario: el historiador estaría aquí, más cerca del actor, del actor teatral, que del espectador). La Historia fenoménica sería Historia-teatro en su germen. No ya una Historia compara­ble al Teatro (incluso como si tuviese que avergonzarse, en cuanto científica, de esta comparación), sino teatro ella misma. Porque el teatro no es, ahora, tanto algo al margen de la Historia, cuanto su germen tecnológico (en un sentido similar a como decimos que la escritura alfabética es el germen tecnológico de la Lingüística). La

(17) WARMINGTON, Cartago, op. cit. pág. 48.

(18) MAJRZEWSKI, Introduition a l'Histoire quantimive, Droz, Genéve, 1965, pág. 11: «L'objet cradicionel de l'Histoire est i'étude et lexplication des faits locaíisés dans le cemps et dans i'espace».

(19) «...pero Acuña, oyendo el alboroto, y conjeturando lo mismo que sucedía, manda a los suyos ilacer altó y volver caras al enemigo, y cuando claramente conoció la tradición...» eic^. etc. Maldonado, op. cit., piag. 195;

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ARTÍCULOS

CULTURAS ANIMALES TOMAS R. FERNANDEZ

1. EL ANILLO DEL REY SALOMÓN

Itimamente, poco antes de ponerme a re­dactar este capítulo, releía yo uno tras otro los informes de Helga Fischer sobre el comportamiento de ios gansos, y (...) me sentí algo decepcionado porque en ellos eran relativamente raros los casos de

aquella fidelidad hasta la muerte que mi maestro (Oskar Heinroth) presentara como normal. Entonces Helga, in­dignada, dijo algo grande: «¿Qué esperabas?. Al fin y al cabo qué son los gansos sino pobres hombres.-*».

He aquí un caso poco dudoso de «antropomorfis­mo» en la interpretación de las conductas animales, que puede encontrarse en uno de los libros más populares y a la vez más polémicos de Konrad Lorenz, «Das soge-nante bóse» (1963. De la ed. Castellana, «Sobre la Agre­sión», 1973, p. 219). Sin duda es un ejemplo poco co­mún. N o obstante, es relativamente fácil encontrar en la literatura escrita por etólogos, multitud de ejemplos, in­terpretaciones, conceptos, etc., que de primera intención serían calificados como muestras inequívocas de antropo­morfismo. Y no es que Lorenz, al convertirse en uno de los indiscutibles padres de la Etología, haya abierto un camino de descripciones antroporriórficas del comporta­miento animal. Estas son, por supuesto, anteriores a él, en el seno de una literatura precientífica de observación realizada en muchos casos por aficionados a temas bioló­gicos. Oskar Heinroth, en el prólogo a la primera edi­ción de «El estudio de las aves» (19^s«"ed. castell., 1959), se lamenta del estado actual de los conocimientos sobre dicho tema, donde «abundan los prejuicios dema­

siado humanos, tan numerosos en el legado de las gene­raciones pasadas». Su obra fue, sin lugar a dudas, un pa­so fundamental en el estudio biológico y objetivo de la conducta animal. Pero tal objetividad, comúnmente reco­nocida, convive con (o de base en) descripciones como la siguiente: «Todos conocemos el canto del galló; aunque inconscientemente, su sentido es decir simplemente: aquí hay un gallo. Para la gallina ansiosa de amor, este canto es un reclamo; para el rival, es la señal de que allí la plaza está ya ocupada, de manera que es forzoso elegir entre seguir otro camino o entablar una pelea» (p. 148).

¿Qué ciencia objetiva es ésta que se permite hablar, tan a la ligera, de deseos inconscientes, fidelidades, an­sias, tan poco visibles desde el exterior?. Lorenz, en su libro citado «Sobre la agresión», precisa aún a su maes­tro: «Según Heinroth, cuando el gallo canta dice aquí hay un gallo. Pero Baümer, que es la mayor autoridad en materia de aves de corral, oye un mensaje especial: Aquí está el gallo Baltasar» (p. 44).

Pero dejemos en el aire, de momento, la pregunta por la objetividad. Pues los animales, humanos o no, pueden depararnos aún muchas sorpresas.

Indudablemente en Heinroth están delineados algu­nos de los componentes esenciales del entramado teórico que llegará a construir su discípulo. Pero lo que aquí nos interesa es descubrir, insinuada ya en el maestro, esa extraña mezcla de objetividad y familiaridad en el «tra­to» con los animales que será el sello característico de la Etología de inspiración lorenziana, cuyo exponente más perfecto es, sin duda, «El anillo del rey Salomón» del propio Lorenz (1962 tr.). Esta obra, cuyo título original en la edición alemana, «Er rédete, mit dem Vieh, den Voegeln und den Fischen» 1949 («Hablaba con las bes-

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tias, los pájaros, los peces») ha sido respetado en la últi­ma edición castellana (1975) de la traducción dé R. Mar-galef, sigue siendo mundialménte más conocida, sin em­bargo, por el título anterior, coincidente con el de la edi­ción inglesa (King Solomon's Ring, 1952). Resulta inte­resante no olvidar el título original.

Se trata, en principio, de un libro de divulgación y se estaría tentado de no darle, por ello, demasiada im­portancia. En él se repiten hasta la saciedad escenas de odios, amores, celos, temores, galanteos... en un mundo cuajado de personajes demasiado «humanos» entre los que destaca el propio autor. Lorenz comparte, de alguna manera, con otros animales, toda una serie de pautas de conducta de acuerdo con la especie de que se trate. Esta relación o participación es la que nos interesa recalcar aquí, pues señala, a nuestro entender, un momento privi­legiado en el acercamiento rigiuroso a la comprensión del comportamiento animal. Pues, sin duda, lo que el libro quiere y sabe mostrar es que se posee una clave que per­mite entrar en dicha conducta e instaurar desde este punto de apoyo una nueva forma de relación entre el hombre y otras especies animales. Una forma de relación que Loren2 expresa diciendo que puede hablar con los animales, y que se institucionalizó con el nombre de ciencia Etológica.

(Los patos) «no podían imaginarse una madre que fuera tan alta. De forma que si quería que me si­guieran, tenía que andar agachado. No resultaba muy cómodo, y menos aún lo era el que una pata de verdad, en sus funciones de madre, grazne de manera continua­da. Si interrumpía mi melodioso «cuaegueguegueg», aunque fuese sólo durante medio minuto, los patitos es­tiraban el cuello, lo cual equivale a «poner cara larga» en términos humanos, y si no graznaba en seguida, estalla­ban en lloros. Por lo visto, tan pronto como callaba, creían que me había muerto o que ya no los quería, mo­tivos suficientes para llorar (...). Aquello me fatigaba mu­cho. Imagínese lo que representa dos horas de paseo con semejante prole, siempre agachado y graznando sin cesar...» (p. 231).

¿Antropomorfiza Lorenz a los animales que estudia o se animaliza él en la relación?. Indudablemente los animales actúan tal como ellos son (y esta es la finalidad de la Etología), pero al hacerlo así el etólogo descubre y participa de sus pasiones, sus odios, sus amores, sus con­flictos y hasta de sus pensamientos. «En lo más profundo de mi ser me sorprende de que sea posible entrar en una relación de tanta confianza y con un ave que vive en li­bertad» (op. cit., p. 28). Lorenz se refiere aquí a Martín, un ganso a quien ve pasar volando por encima de su ca­beza, confundido —pero sólo para el ajeno— en el inte­rior de una bandada de congéneres. Entró en relación con él al «prometerse» con Martina, la famosa oca que ocupa un puesto dé excepción en la Historia de la Etolo­gía por haberse convertido —a través de la experiencia del «imprinting»— en hija adoptiva del propio Lorenz.

Muchos etólogos, e incluso muchos de entre los afi­cionados a sus temas, opinarán que han pasado bastantes años desde estas experiencias y que la Etología ha cam­biado profundamente por su rigor, su progresiva mate-matización y sobre todo por su profusa y creciente utili­

zación del laboratorio en vez del ambiente natural. Con­siderarían, pues, inadecuado pararse demasiado en este momento inicial para tratar de apresar en él rasgos esen­ciales y de algún modo permanentes de esta disciplina. A nuestro entender no hay contradicción entre reconocer grandes y profundos avances en la Etología y seguir argu­mentando, como lo haremos en adelante, en favor de la existencia de tales rasgos esenciales visibles ya en sus inicios.

Pues bien, un aspecto esencial en el «Anillo del rey Salomón» es que sabe mostrar el entramado de la esce­na, una trastienda donde el animal sobrepasa, con mu­cho, lo que la literatura científica será capaz, después, de decir sobre él. Ello no constituye un defecto, sino un acercamiento más completo a las bases mismas sobre las que se construye la explicación científica. En sus páginas la relación del hombre con las grajillas, los gansos, los perros ó las cacatúas adquiere un nivel crítico que permi­tirá acceder, entre otras cosas, a la forma de explicación científica y sistemática de la Etología pero sin que esta últitáa pueda en ningún caso agotar su fuente. Se dirá (o al menos debería decirse) que tampoco las demás cien­cias —sean físicas o no— agotan la relación humana con los materiales que aparecen en su campo. Y así es sin duda. Pero lo peculiar de este caso es que se trata de una relación de «comunicación» o de «entendimiento», por llamarlo de alguna manera. Expresado de otro modo, lo que quiere decirse es que el «Anillo del rey Salo­món», como la obra de Malinowski en Etnología, ha mostrado lo que es un trabajo de campo etológico, seña­lando sobre el terreno los medios para conseguir que las comunidades que se estudian puedan decirnos algo esen­cial. Ningún informe o trabajo etnológico puede tampo­co agotar, no ya la vida de las comunidades estudiadas, sino la propia relación del antropólogo con ellas. El que, como Lorenz, ha hecho pareja con una grajilla compar­tiendo sus amores, no ha desvelado con ello su mundo, sino que ha aprendido el modo de hablar con propiedad sobre él. «Nada de particular tiene entender el «vocabu­lario» de algunas especies animales. También podemos hablar a los animales en la medida que permitan nuestras formas de expresión física y hasta el punto en que los animales estén dispuestos a establecer contacto con no­sotros» (p. 117). Las suspicacias que pudiera surgir res­pecto a la igualación (por lo menos a ün cierto nivel) en­tre los dos campos aludidos, deberían tener en cuenta que la nivelación se establece, no directamente entre comunidades animales-comunidades humanas salvajes sino a través o por intermedio de la igualación con el civilizado etólogo, con lo que, para bien o para mal, que­damos todos metidos en el mismo saco.

Realmente hay que reconocer que la historia poste­rior de la Etología apenas ha producido libros similares a éste, y algunos de ellos pertenecen al propio Lorenz. El etólogo ha pasado, casi siempre, en la literatura sobre conducta animal, á un segundo plano, y aquellas relacio­nes con las más diversas especies, que hemos calificado de fundamentales en el desarrollo de esta ciencia, pare­cen sustituidas en la mayoría de los casos por otras me­nos «comunicativas» y más estandardizadas. Por debajo de esta apariencia creemos que hay una continuidad esencial: si Lorenz en su libro demuestra poseer una clave con la que abrir la puerta a las comunidades ani-

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males, a partir de él esa forma de relación ya no aparece personalizada porque se ha institucionalizado. En todo caso, basta recorrer la bibliografía actual sobre primates antropoides para descubrir un tipo de observación que es, si cabe, más cercana aún al trabajo de campo etnoló­gico que la que hemos descrito aquí. Buen exponente de ello son los trabajos de Lavich-Goodall con chimpancés, los de G. Schaller con gorilas, de Washburn, De Vore y otros con babuinos, o los trabajos de observación que ininterrumpidamente desde 1948 se vienen realizando en el Japan Monkey Center con diversas tribus de maca­cos (Imanhisi, Itani, Kawamura, Kawai...), sobre los que volveremos más adelante. Si bien la relación no puede alcanzar tampoco en estos casos la «intimidad» de las descripciones del «Anillo del rey Salomón», nos encon­tramos, no obstante, frente a verdaderas encuestas etno­lógicas que requieren una observación ininterrumpida con el fin de capmrar hasta el fondo las costumbres del grupo, el cual tiene que habituarse a la presencia conti­nua del observador.

Pero lo más importante que nos interesa recalcar aquí es que Lorenz, desde su peculiar acercamiento, pro­porcionó los criterios para que dicha observación escapa­se al antropomorfismo. Su clave fué definir el nivel en el que las conductas se revelan como propias de cada espe­cie determinada, de tal manera que puedan caracterizarla con tanta o más seguridad que un rasgo morfológico. «Si hay un conflicto entre la evidencia proporcionada por carecieres morfológicos y los de la conducta, al taxóno-mo está cada vez más inclinado a conceder mayor peso a la evidencia etológica» (E. Mayr, 1958, p. 345). No entra­remos ahora en los avatares de la polémica por la que ha pasado el moderno concepto de «instinto» —de «acción instintiva», según la denominación de Lorenz. Baste recordar que dicha polémica se ha centrado en el innatis-mo de tales conductas. Ahora bien: todas las críticas a la posición más o menos innatista de la primera Etología han conducido a la definición cada vez más rigurosa de una «conducta específica de especie» (ver Hinde, Tin-bergen, 1958, p. 251) que exige, en todo caso la refe­rencia a una programación hereditaria y con ello la obje­tivación, en el marco de las explicaciones biológicas, de conductas respecto a las cuales antes de la aparición de la Etología era poco menos que imposible evitar la explica­ción antropomórfica. La importancia de Lorenz en este sentido ha sido ampliamente reconocida. Tinbergen (1951) afirma que «los trabajos de Lorenz han facilitado en gran medida la selección de elementos de conducta que son útiles para tareas taxonómicas. Aunque With-man fue el primero en indicar la notable esterotipia de ciertos movimientos de las aves, fue Lorenz quien por vez primera caracterizó este tipo de movimientos (las «pautas fijas») tanto etológica como fisiológicamente, y quien demostró que, del mismo modo que los elementos morfológicos, son homólogos en especies emparentadas» (p. 20). Para tomar otras referencias ínás actuales, es interesante el prólogo de Pribram (1969): «Lorenz es el responsable de la introducción y aplicación amplia de las técnicas de la conducta a la investigación zoológica. Este tipo de interés llegó a estar tan extendido que su prácti­ca se desarrolló como una ciencia independiente, la Etología» (p. 2). Véase también, por ejemplo, Thorpe (1974, p. 147) o Kloper (1974, p. 34), quienes desde

puntos de vista muy diferentes (Etología europea frente a Etología americana) reconocen la importancia decisiva de Lorenz al respecto.

El «Anillo del rey Salomón» posee, pues, a nuestro entender, la importancia de mostrar la verdadera génesis o el verdadero terreno de donde surgió esta nueva forma de entendimiento de ías especies animales. Pero no está de más recordar que, aparte de este valor intrínseco, posee la importancia histórica de haber sido, durante muchos años —demasiados, quizá— la única obra de Lorenz ampliamente conocida en extensos círculos psico­lógicos de países como los EE.UU. Recordemos que li­bros tan influyentes como «Theoríes of Learning» de Hilgard y Bower, en su edición puesta al día de 1966, o «A Textbook of Psychology» de Hebb, también de 1966, citan exclusivamente esta obra de Lorenz. Los ejemplos podrían multiplicarse. La obra contribuyó deci­sivamente, sin duda, al nacimiento de la Etología ameri­cana, que surgió hacia los años 50 como «un nuevo enfoque que sintetizaba estas nociones con las de la Psi­cología comparativa y la Neurofisiología americanas» (Klopfer, 1974, p. 34). El autor hace aquí referencia, también, al libro que compartió con el de Lorenz el papel de avanzadilla de la Etología europea en América, «The Study of Instinct», Tinbergen, 1951).

Retomemos ahora la cuestión de la objetividad fren-. te a ese posible antropomorfismo del que hablábamos.

Al adquirir sentido específico y encuadrados así fen el conjunto de los mecanismos evolutivos, aquellos con­ceptos cuyo origen está sin duda en las denominaciones sociales de las propias pautas humanas, pasaron a contex-tualizarse en un marco distinto, en el cual la propia acción humana correspondiente (galanteo, rivalidad, con­ducta maternal, cooperación, etc.) pasaba de derecho a convertirse en un caso más de los que se ofrecen al estu­dioso de las conductas animales. Este mecanismo es, por otra parte, general: conceptos físicos como «fuerza» o «masa» poseen, de origen, un básico carácter antropo­mórfico, pero la constitución de un cuerpo científico de explicaciones contexmaliza tales conceptos en un marco propio, de tal manera que la «fuerza» o la «masa» huma­nas se convierten en un caso particular y pueden ser comprendidos en el marco de la ciencia Física. En suma, el origen humano de los conceptos etológicos no es causa suficiente de antropomorfismo en este sentido peyorativo que lo opone a objetividad (y cuyo valor crí­tico discutiremos más adelante).

Pero con ello hemos llegado a un punto en el que parece exigirse la reducción de toda pauta humana a una correspondiente explicación biológica, con lo que, a juicio de muchos, la propia Cultura acabaría así reinte­grándose a la Namraleza después de desvelarse su carác­ter de mera apariencia. Nada hay, sin embargo, más lejos de nuestra intención. Todos los indicios que nos ha pro­porcionado el nacimiento de la moderna Etología tien­den, por el contrario, a hacernos pensar que lo difícil­mente sostenible es la creencia en el privilegio humano de la Cultura. La actitud de Lorenz, presentada aquí como paradigmática, apunta hacia el reconocimiento de lo familiar frente a cualquier barrera tajante. La Cultura,

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cuya exigencia es difícil de escamotear, se manifiesta, para la especie humana, como una herencia antigua que puede y debe perseguirse más allá del pretendido abismo que nos separa de otras especies animales. La distinción Naturaleza-Cultura puede en principio seguir en pie: tan sólo es necesario retocar su forma de distribución.

ría etológica consistente, Lorenz ha podido convertirse en el padre tanto de sus seguidores como, indirectamen­te, de sus muchos detractores. Y el tema de las «Cultu­ras Animales» proporciona un ejemplo privilegiado de cómo su papel de pionero ha conducido a terrenos muy alejados de su intención original.

Los elementos que hasta aquí se han tomado de Lo-renz están intencionadamente compuestos de tal manera que constituyan la contrafígura de «otro Lorenz», tam­bién real, que a decir de muchos ha resucitado las anti­guas y desprestigiadas concepciones sobre el instinto. Este último aparecerá con más frecuencia en diversos momentos de nuestro trabajo para representar, como es lógico, un papel bien diferente. La imagen popular de Lorenz —y el sentido de muchas de sus divulgaciones— presenta a este personaje como el naturalista un tanto excéntrico que, de espaldas a todo academicismo, se arroja a una comunicación empática y vital con la Natu­raleza, desde la añoranza de una vida animal con la que establece un lazo de identificación. No parece este el Lorenz que al estudiar las «pautas fijas» de conducta descubre en ellas una determinación específica, genética y rígida que les convierte en caracteres tan fiables o más que los anatómicos para la taxonomía.

Este monstruo de dos cabezas tiene quizá su asiento lógico en lá propia distinción entre «conductas apetiti­vas» y «actos consumátorios», «alternancia» que introdu­ce en el corazón mismo de los comportamientos anima­les una puerta abierta a componentes diversos que sin duda no se conforman a la rigidez del instinto (el cual se reduciría á esas «acciones consumatorias»). Toda la polé­mica al respecto y los ataques múltiples que Lorenz ha recibido inciden en la puesta en cuestión de este último componente, casi como si el otro no existiera. ¿Por qué?

Sin duda la «alternancia» propuesta por Lorenz está ideada para dejar uno de los dos elementos, al menos rígido, en la sombra, considerando que esas variables «conductas apetitivas» carecen de sentido y sólo pueden ser explicadas desde su complementario instintivo en tanto este constituye su finalidad. Una exposición com­pleta de estos puntos de vista aparece desde trabajos muy tempranos de este autor en los años 30. (Ver, por ejemplo, Lorenz, 1970, tr., p. 193, y ss). Así pues las críticas que se basan en una caracterización general de su obra en términos de una opción instintivista rígida, no carecen de sentido, por cuanto él expresamente ha su­brayado sin cesar que sólo bajo tal punto de vista puede el comportamiento ajustarse a los marcos de explicación biológico-evolucionistas. Instinto («acción instintiva») y especie remiten a determinaciones genéticas capaces de asegurar dicho tratamiento biológico. Y toda otra mani­festación de la conducta, aún cuando pueda ocupar mayor espacio en las secuencias complejas, solamente encuentra su sentido por la mediación de los «actos con­sumátorios» instintivos.

Diríamos entonces que a la hora de situar en nues­tra discusión la obra de Lorenz, la balanza habría de in­clinarse por el lado reduccionista, aún cuando no pueda por menos de reconocerse que muchos de sus compo­nentes centrales han abierto caminos de significación dia-metralmente opuesta. En suma, al ofrecer la primera teo-

2. APRENDIZAJE, TRADICIÓN Y CULTURA

Si, evidentemente, es posible entender al hombre en términos de Naturaleza, también resulta ya posible entender a otras especies en términos de Cultura, aun­que en ninguno de los dos casos quede con ello excluido el punto de vista contrario. La distinción Naturaleza-Cul­tura no tiene por qué localizar un punto que divida en dos la escala animal. Por el contrario, y si tomamos en consideración los resultados de las ciencias del compor­tamiento, la dicotomía alude a la posibilidad real de con­siderar desde dos caras distintas muchas de las conductas animales. Con ello parecería no haberse hecho otra cosa que desplazar el problema desde el tradicional punto de inflexión del hombre hasta otra zona o momento inferior de la escala filogenética, pues es difícil defender la pre­sencia de fenómenos culturales en toda la extensión de los seres vivientes.

Ahora bien, creemos que ese «desplazamiento» tie­ne consecuencias fiíndamentales y no deja, en absoluto, intocados los términos del problema: pues la búsqueda de un comienzo de la cultura no tendrá ya las mismas características «interesadas» que han predominado hasta ahora. No se trataría ya de buscar aquello que es carac­terístico del hombre para erigirlo en criterio de cultura, sino de dar paso a la posibilidad de ir definiendo progre­siva y objetivamente las características de los procesos asimilados bajo dicho concepto y desvelando así unos orígenes que no tienen porqué presentar el aspecto de generación espontánea que frecuentemente poseen. Pues tampoco hay que llegar necesariamente a un punto don­de la Cultura aparezca, por fin, y gracias a este desplaza­miento, disuelta en la Naturaleza: el esquema de cone­xión entre dos conceptos conjugados no tiene por qué ser necesariamente el de reducción de un concepto a otro. (Ver Palop, 1976, p. 111).

En una interesante obra de conjunto sobre la con­ducta de los primates, JoUy (1972, p. 350) afirma: «Gran parte de la conducta de los primates puede ser llamada cultural, en el sentido de que es transmitida por apren­dizaje de generación en generación. Esto es verdad no solamente respecto a la conducta social sino a la conduc­ta hacia el entorno, desde algo tan simple como el tradi­cional emplazamiento habitual («home range») de una manada».

El criterio que aparece aquí de aprendizaje y trans­misión generacional es, sin duda, uno de los más consis­tentes a la hora de considerar como cultural una pauta de conducta. Se trata de utia medida de plasticidad de la

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conducta que está lejos de las connotaciones de rigidez que envuelven al concepto de Naturaleza. Aprendizaje y transmisión generacional forman parte del núcleo del concepto de «tradición» y serían, pues, notas por s/ solas suficientes para hablar de Cultura. Indudablemente la tradición no ha sido el único criterio utilizado, sino que se ha ensayado muchos, quizá en función como decíamos antes, de lo que en cada momento parecer ser la diferen­cia «insalvable» entre el hombre y otros animales. Con esto no queremos decir otra cosa sino que el valor de la distinción Naturaleza-Cultura está «trucada» a priori, por el interés ideológico de mantener al hombre en el mun­do inalcanzable del espíritu.

Pero probablemente en el núcleo de todos los crite­rios posibles de distinción deba estar, precisamente, la oposición entre la rigidez —la «necesidad»— que caracte­riza a la idea de «instinto» y la plasticidad o indetermi­nación - l a «libertad»- de lo aprendido. En todo caso, considerar el aprendizaje como nuclear no parece justifi­car su empleo independiente como criterio: tendríamos que reconocer en la planaria, que «aprende» a reaccionar ante una luz —previamente asociada a una descarga eléc­trica— una de las primeras formas de cultura. El apren­dizaje parece constituir, en todo caso, uno de los facto­res básicos o, mejor aún, el factor básico necesario, aun­que no suficiente, para la aparición de conductas que puedan ser calificadas de culturales. Para ello parece requerirse que tales aprendizajes se integren en el con­texto de interacciones sociales de un cierto nivel de complejidad y que adquieran, a este nivel,una estabilidad que los transforme en verdaderos «aprendizajes sociales» (el criterio de la «estabilidad» para que pueda hablarse de aprendizaje es generalmente utilizado. Como ejem­plo, Hilgard y Bower, 1966).

La literatura sobre aprendizajes transmitidos de generación en generación es ya imposible de resumir, por su amplitud, en el espacio de un artículo y no se limita, por supuesto, a sociedades de primates. Tratare­mos, por lo tanto, de seleccionar lo más significativo.

Nada mejor que comenzar por Lorenz (1969) de nuevo: «Que yo sepa fui el primero en demostrar la

existencia de verdadera tradición en especies animales. Cuando, en 1927, traté de establecer una colonia de gra-jillas, criadas artificialmente, carecían en absoluto de miedo a gatos, perros y otros predadores y consecuente­mente mis pájaros morían en cantidades» (p. 61). Por supuesto que esta «ignorancia» —que podría parecer una desventaja—, en las condiciones normales de la grajilla, con su desarrollada vida social, contribuye a esa capaci­dad de adaptación frente a situaciones diversas que ca­racteriza, en mayor o menor medida, a todos los córvi­dos.

En un reciente trabajo sobre el problema de la transmisión social de la conducta adquirida, Galef, Jr.

'(1976) ha recogido y revisado múltiples ejemplos de tales procesos, afirmando que «la interacción intraespecí-fica que resulta de la transmisión de pautas adquiridas de conducta de un individuo a otro dentro de una pobla­ción, es un modo relativamente común e importante de adaptación en organismos vertebrados, tanto primates como no primates» (p. 78). Quedan, por supuesto, elimí- . nadas aquellas pautas/éde conducta para cuya ontogenia ;és:-condición necesaria la interacción social pero que sin: embargo forman parte de la «conducta específica de.esí: pecie»: en ellas no hay relación de aprendizaje pu'éstQ que el congénere no es otra cosa que la condición ,de aparición, el estímulo desencadenador de la pauta en ún momento que suele ser crítico para su aparición. (És^jes el caso de todas las pautas básicas de la conducta de las crías en su relación con la madre o la aparición, en cierto momento, de las pautas sexuales propias de la especie de que se trate. Se excluye también así lo que McDoúgall llamó «inducción simpática», que nada tiene que ver con la imitación. Tinbergen (1964 tr.) lo define diciendo que son reacciones de hacer los mismos movimientos que el congénere, pero «compelidos a hacerlos movidos por una reacción puramente interna» (p. 23). Es el caso de muchas reacciones de huida, por ejemplo.

Indudablemente este criterio puede resultar en la práctica un tanto ambiguo, fundamentalmente porque la apariencia de «conducta específica de especie» puede ocultar una pauta transmitida a partir de un aprendizaje cuyo origen se desconoce. Pero la eliminación virtual de casos interesantes de verdadera transmisión social se compensa con la seguridad de que los casos que entran en consideración están fundamentadamente elegidos. Ga­lef Jr. pone aún otras dos cortapisas antes de aceptar que existe una verdadera transmisión de pautas adquiridas: que la conducta analizada propicie la homogeneidad y no la heterogeneidad del grupo donde se dé, y que se ex­tienda temporalmente «más allá del período de interac­ción entre recipiente y transmisor» (1976 p. 80).

Con todas estas precauciones, la relación de casos sigue siendo muy amplia. Recogeremos tan sólo algunos ejemplos significativos: Galef Jr. recuerda, citando fun­damentalmente los trabajos de Klopfer al respecto, que las preferencias de habitat de muchos vertebrados son modifícables por la experiencia y se mantienen en unos límites bastante o muy estables, por «tradición». El fa­moso trabajo de Wynne-Edwards (1962), (sobre el que volveremos más adelante) iniciador en gran medida de lo que podría llamarse «Etoecología», ha proporcionado ejemplos de la tendencia que tienen muchas especies de'

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murciélagos y ranas a volver, en la época de reproduc­ción, a su lugar de nacimiento, dando así continuidad a largas tradiciones. Esto es, sin duda,, un mecanismo pare­jo a las costumbres migratorias de muchas aves, que plantea problemas en lo referente a su adquisición, por tratarse, sin duda, de un aprendizaje especial (una espe­cie de «imprinting de habitat» como lo ha denominado Thorpe. Para una discusión de este problema ver Thorpe (1963, p. 366 y ss.) y Hinde (1970, p. 185 y ss.). En todo caso, como.Hinde reconoce, no han sido aún locali­zados los estímulos de orientación en los vuelos migrato­rios, aunque se han propuesto multitud de modelos con mayor o menor éxito, lo cual hace aún más difícil decidir sobre el problema de la adquisición. ;^

Pero hay ejemplos mucho más claros de aprendiza­jes transmitidos generacionalmente, como el caso de las crías de mangosta sudafricana, que no reconocen como comestible una banana si no se la ven comer a su madre (E. Eibesfeldt, 1974, tr. p. 275). El Ostrero (Haematopus ostralegus) parece claro que transniite a sus hijos la técni­ca de abrir las conchas de diversos moluscos. Es muy fa­mosa la pauta aprendida y transmitida por algunos carbo­neros (Paridae) de abrir las botellas de leche, colocada de mañana en las puertas dé las casas, para beber la nata; esta conducta se ha extendido en unos treinta años por zonas amplias de Inglaterra, Escocia, País de Gales e Irlanda y ha sido estudiada fundamentalmente por Hinde y Fisher (Galef Jr. 1976 p. 86). Las diferencias entre las preferencias de presa por parte de las distintas aves rapa­ces parece depender en gran medida de la enseñanza de los adultos a sus crías (op. cit. p. 86; Thorpe, 1963, p. 355). Mamíferos predadores como mangostas, tigres, leopardos, nutrias, gatos domésticos, inician a sus hijos a las técnicas de matar y comer la presa. Las crías de gace­la, cebra, gnú, aprenden de sus mayores la distancia de huida respecto a cada tipo de predador, etc. La lista sería interminable y, evidentemente, estas tradiciones no humanas sé extienden mucho más allá del orden de los primates. - ,

Para muchos, sin duda, el calificativo de «cultural» podrá parecer excesivo al aplicarlo al tipo de transmi­siones sociales que acabamos de reseñar. Muy a menudo, como hemos visto en lo referente a la fijación a un terri­torio, estos mecanismos conducen a una repetibilidad engañosa que puede hacer pensar al observador en tér­minos" de instinto. Pero el mecanismo adecuado para desvelar tal ilusión naturalista es evidente: basta tener en cuenta la historia y la variedad cultural conjugadas. Por un lado, y aunque la cuestión de la acumulación de nuevas pautas es un problema de ritmo que está en función de la escala temporal que apliquemos, existen numerosos ejemplos, como el de los carboneros, donde la historia de un comportamiento aprendido y transmitido por imi­tación nos resulta directamente accesible. Pero además, tanto en este como en el resto de los ejemplos, la pauta se observa en una población, a veces muy localizada, a veces muy extendida, pero que en todo caso no se iden­tifica (salvo excepciones) con la especie, por lo que no cabe pensar en un mecanismo de mera determinación genética. Y, al lado de todo esto, es necesario no olvidar nunca que la repetibilidad de una pauta por generaciones y generaciones constituye uno de los rasgos fundamenta­

les de toda tradición, que no es sino un sistema resistente de transmisión de pautas adquiridas.

Podría ocurrir también que los ejemplos presenta­dos, aun siendo numerosos, fueran interpretados como rarezas del mundo animal, recogidas en la criba de enor­mes \ cantidades de comportamientos y más o menos manipulados con el exclusivo fin de servir de contra­pruebas frente a los argumentos favorables a la exclusi­vidad humana en lo referente a la Cultura. La identifica­ción de la Cultura con el hombre posee, en función de muchos legados históricos, una evidencia o seguridad de sentido común, de lá>que participan todas las teorías que defienden tal postura por muy sofisticadas, científicas o

-académicas que sean. Correlativamente, toda postura contraria tiende inmediatamente a ser vista como artifi-ciosía o rebuscada, por muy de «sentido común» que sean sus argumentos.

Indudablemente hemos tratado de ofrecer contra­pruebas a la idea de que sólo la especie humana transmi­te de generación en generación aquello que aprende. Pero no se trata aquí, en absoluto, de rarezas sino de procedimientos generales y básicos en la adaptación dentro del grupo de los vertebrados, si bien dentro de estos hay que destacar muy especialmente la clase de las Aves y la de los Mamíferos. Maynard-Smith (1966) lo afirma así, diciendo que «la capacidad de aprender juega un papel importante en el éxito de aves y mamíferos» y recoge las experiencias de Snow (1956) sobre tordos, donde se muestra la importancia que el aprendizaje, la experien­cia, tienen respecto al éxito en la nidificación, éxito pro­gresivo en los primeros años sin que ello pueda atribuir­se a factores de maduración, pues el desarrollo es com­pleto cuando abandonan el nido. Algo similar es lo que ocurre con muchas grandes aves marinas, que tardan tres o cuatro veranos en criar y cuya demora sólo puede ser entendida como período de aprendizaje (Maynard-Smith op. cit., p. 25). Mucho más fácil resulta, por supuesto, buscar ejemplos entre los mamíferos no humanos.

Antes de entrar en ello convendría, sin embargo, aclarar una cuestión dé carácter general.

Hemos señalado más arriba el lazo esencial existente entre la Etología y esas «acciones instintivas» que, defi­nidas en principio por K. Lorenz han servido de base pa;ra el concepto más acmal y menos problemático de «conducta específica de especie». Y sin embargo defen­demos ahora como esenciales —en el propio marco de las expHcaciones etológicas— esas conductas aprendidas que, al sobrepasar el nivel individual y convertirse en aprendizajes sociales, conforman verdaderas tradiciones y, lógicamente, permiten hablar con rigor de culturas. En el contexto de las polémicas que han enfrentado «Instin­to» y «Aprendizaje» y que aún hoy —menos agudamen­te y bajo otros conceptos— diferencian, en el fondo, una Etología europea frente a otra americana, tal actitud po­dría, como ya vimos al comienzo, parecer ambigua si no contradictoria. Ahora bien, baste recordar que es inexac­to entender la Etología de inspiración lorenziana, que ha predominado en Europa, como una disciplina centrada en la mera recopilación o recuento de pautas instintivas con el olvido de todo otro tipo de procesos. Evidente­mente algunos etólogos han orientado así su labor y han

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contribuido de este modo a reforzar dicha impresión, a nuestro entender inexacta, aunque no carezcfa de funda­mento. La tendencia a centrarse en el estudio de las pau­tas innatas es sin duda más característica de la primera época, aunque constituye siempre una forma posible y legítima de trabajo. Así parecen entenderlo algunos etó-logos actuales como Eibl-Eibesfeldt. Pero no debe olvi­darse aquella vieja distinción de Lorenz entre «compor­tamiento apetitivo» y «acción consumatoria» -distinción proveniente de Sherrington y que utilizaron en campos muy diversos Craig (de quien Lorenz la tomó) o Wood-worth (1918). Mediante esta «alternancia» la acción ins­tintiva, consumatoria, pasaba a ocupar tan sólo el final de la cadena conductual. Pues lo que interesaba no era tanto definir como instintivas la mayor parte de conduc­tas posibles, sino proporcionar una explicación biológica para toda conducta, fuese o no instintiva. No vamos a pretender que el esquema de Lorenz, tal y como lo ideó, haya conseguido su finalidad omnicomprensiva, pero &stk en la base de la actual y progresiva unificación de los campos de estudio de la conducta. En todo caso el papel del concepto de «instinto» no era agotar la explicación de las conductas, sino encontrar una base segura de defi­nición fílogenética. No hay pues contradicción ni ambi­güedad entre la importancia reconocida aquí a los pro­cesos culturales de aprendizaje social y el énfasis puesto en la trascendencia, para el estudio objetivo del compor­tamiento, de lo que comenzó denominándose «acción instintiva». '

3: NO HAY ENEMIGO PEQUEÑO

conocida pero no menos importante, de estudios realiza­dos en el contexto de la vieja e inacabable lucha desrati-zadora y que suele cifrarse en la selección y utilización de venenos adecuados (1).

Las dificultades de conjunción de estas tres corrien­tes son profundas y proporcionarían un lugar privilegia­do donde analizar y ejemplificar muchos de los funda­mentales problemas planteados a las ciencias de la con­ducta. Constatemos aquí tan sólo la impresión de que ca­da corriente defiende «su rata». Por ejemplo, una rata de las utilizadas normalmente en Aprendizaje es el pro­ducto de muchos años de selección. Eysenck (1970 tr.) —por citar una referencia— recoge los trabajos de Jones y Fennell para mostrar cómo el uso de distintas cepas puede sustentar, insconcientemente, la defensa de con­cepciones teóricas diferentes sobre la naturaleza de los procesos de aprendizaje (cepa Long-Evans de Tolman frente a la cepa Spence). En general cabe decir que toda la ingente literatura sobre aprendizaje realizado en ratas apenas ha producido conocimiento de las pautas de con­ducta propias de las distintas especies utilizadas o, en to­do caso, lo ha hecho indirectamente. La cuestión es que a la Teoría del Aprendizaje, aunque parezca lo contrario, la familia de las ratas no le interesa especialmente; este roedor no ha hecho más que sustituir al hombre, dema­siado complejo, subjetivo y hablador para muchas expe­riencias de laboratorio.

Las otras dos corrientes están más interesadas direc­tamente por la propia rata, aunque en uno de los casos se trate de conseguir su exterminio. De todos modos la motivación de la enemistad es una de las más producti­vas.

Volviendo al tema de la importancia que tienen los aprendizajes sociales en los vertebrados, especialmente Aves y Mamíferos, analizaremos más detenidamente al­gunos ejemplos de particular interés. Trataremos de evi­tar con ello la posible impresión de que los casos recogi­dos constituyen una recopilación anecdótica de muestras más o menos aisladas y por tanto poco decisivas en la compresión del comportamiento animal.

Comenzaremos por uno de los mamíferos sin duda más estudiados por las ciencias del comportamiento, la rata {Rattus). Las causas que han determinado esta aten­ción son muy variadas y van desde su tamaño «maneja­ble», especialmente apto para situaciones de laboratorio, hasta su capacidad de adaptación a dietas de lo más di­verso, pasando naturalmente por su peculiar aptitud para el aprendizaje. Su capacidad, en suma,para ocupar distin­tos nichos le define como uno de los más típicos genera-listas —^por oposición a especialistas— de todo el reino animal. Hay pues un conjunto de rasgos biológicos que le asemejan al hombre y esta semejanza ha funcionado más o menos intencionada o conscientemente, para que se convirtiera tanto en objeto de estudio, por parte del hombre, como en su enemigo y competidor.

Tres son las líneas o perspectivas en el acercamiento a la conducta de estos roedores, y las tres se han mante­nido hasta hace poco relativamente independientes: la Teoría del Aprendizaje, la Etología y una tercera, menos

La línea etológica se interesa por las especies de ra­tas como por otras especies, por lo que constituiría un ti­po de posición intermedia entre las otras dos aportacio­nes. Frente a la Teoría del Aprendizaje los etólogos quieren recordar no sólo que cepas diferentes pueden tener coductas básicas diferentes, sino que, en general, la rata es un animal que suele vivir en laberintos por lo que tiene ya mucho «aprendido», filogenéticamente, cuando entra en el laboratorio del psicólogo. Quizá resida en es­te punto una de las aportaciones básicas de la caja de Skinner y de la simplificación progresiva de los laberin­tos el librarse de la especie.

Pues bien, parece haber ya, hoy día, «una rata» más o menos neutra, producto de la conjunción progresiva, a pesar de las diferencias, de los tres enfoques. Será cada vez más, a nuestro entender, una «rata etológica» aunque teniendo en cuenta que dicha disciplina está en un pro­fundo proceso de transformación motivado, en gran me­dida, por el encuentro irreversible con la Teoría del Aprendizaje. (Un exponente muy notable de ello es Hinde y Stevenson-Hinde, 1973).

Todas juntas podrán dirigir, con mejores resulta­dos esa lucha cultural que desde hace milenios hombres

(1) Es evidente que podría añadirse una J^ga tradición de estudios cuyo contexto inmediato es ia Psicofísiología, pero que, o bien se mantienen en otro nivel o tienen una dimensión conduc­tual susceptible de influirse en alguno de los otros enfoques. En todo caso tampoco se trata aquí de ofrecer una clasificación exhaustiva, aunque indudablemente tendría interés analizar con más detalle este problema de competencias y aportaciones.

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y ratas tenemos entablada y llegar, incluso, a una coexis­tencia pacífica —^pues es posible que la aniquilación total no sea ecológicamente recomendable.

En el capítulo que Lorenz__(,1973 tr) dedica a las ra­tas, éstas aparecen como ejemplo de unión familiar que vierte su agresividad hacia el exterior para mantener, correlativamente, un fuerte vínculo de unión interno. Las ratas poseen unas tajantes divisiones tribales, en el seno de las cuales funciona un verdadero sistema de trans­misión generacional de los conocimientos adquiridos so­bre el medio."Por eso es tan difícil la desratización, ya que la rata, que es uno de los más resistentes antagonis­tas biológicos del hombre, emplea en el fondo los mis­mos métodos que éste, de transinisión de las experien­cias por tradición y su propagación en el seno de una so­ciedad muy umdsl'iop. cit., 182). Lo más característico de tales métodos se refiere a la conducta alimenticia, que se transmite generacionalmente. Pero el mecanismo de la transmisión no explica por sí sólo, lógicamente, el éxito de la rata, sino su ¡articulación con dos aprendizajes so­ciales complementarios entre sí: ampliación de la dieta y evitación o rechazo de alimentos venenosos.

Las habilidades de la rata en el terreno de la selec­ción de comidas son proverbiales y sobre todo después de las faijiosas experiencias de C.P. Richter, fundamen­talmente en la década de los 40, sobre alimentación au-toselectiva en omnívoros. Mediante un régimen que se ha denominado «de cafetería» se sometía a las ratas a un sistema de autoselección de los elementos necesarios pa­ra mantener la homeostasis metabólica. Entre una gran diversidad de productos en estado puro la rata confec­ciona con notable «tino» una dieta equilibrada. Pero más significativa aún :—y constituye la base de las experien­cias de Richter sobre hambres especializadas— es la ca­pacidad de compensar adecuadamente la supresión en los experimentos de algún compuesto esencial. Por ejemplo, la eliminación de la vitamina B era subsanada rápidamen­te por la' ingestión de una cantidad adecuada de heces, que normalmente contienen complejos vitamínicos B. De igual manera subsanaban desajustes producidos por ablaciones (por ejemplo, en ausencia del páncreas las ratas redujeron considerablemente la ingestión de azúca­res, etc.). (Véase Richter y Hawkes, 1941; Richter y Schmidt, 1941; Richter, 1942).

Hay, en suma, una serie de mecanismos que dirigen la conducta alimenticia de la rata. Visto en términos fi­siológicos parecería que no hay nada que tomar de aquí a efectos del tema que nos ocupa. Pero, como afírrna P. Rozin (1976) —a quien seguimos básicamente en la ex­posición de este punto— el problema de la sección de alimentos en el entorno habimal de las ratas se convierte en un problema de 'conducta que incluye otros niveles: «necesitamos examinar cómo en estado salvaje las ratas descubren y prueban nuevos alimentos y cómo rompen el equilibrio entre exploración y neofobia» (op. cit., p. 28). Pues es evidente que tales «hambres especializadas» no pueden dar cuenta del éxito social de las ratas para evitar venenos desconocidos y continuamente renovados. El descubrimiento de los mecanismosjitilizados ha sido la fundamental aportación de los trabajos de los «envene­nadores», que desarrollaron su obra con independencia de la Psicología o la Etología hasta aproximadamente la

década de los 60. Rozin apunta como una de las causas de tal aislamiento el hecho de que las ratas salvajes fue­ran «organismos "evitados por los psicólogos (el senti­miento fue probablemente mutuo)» {ibid., p. 35).

El conflicto entre la tendencia exploratoria y la tendencia de evitación de lo nuevo (neofobia) —alimen­tos en este caso— pone en juego un conjunto de meca­nismos sociales que son los que aquí nos interesan espe­cialmente. Es evidente que hay mecanismos de tipo fi­siológico que sustentan la capacidad de la rata individual para seleccionar, frente a un veneno, un conjunto de ras­gos pertinentes o relevantes sobre los que fundamentar la evitación posterior (y destacan al respecto los impor­tantes trabajos de J. García en el sentido de determinar las particulares conexiones gustatiyo-viscerales que cana­lizan los aprendizajes véase García y Koelling, 1966; García, Kovner y Green, 1970). Pero lo importante es que la sociedad de las ratas no se ha «conformado» con la utilización individual de tales nlecanismos, lo cual equivaldría a la repetición de la experiencia para todos y cada uno de los congéneres, tanto para extender la dieta cómo para rechazar todos y cada uno de los nuevos ali­mentos-veneno propuestos (o de los posibles venenos, fuera del contexto de la desratización). Ello multiplicaría enormemente el tiempo, los peligros, los eventuales fallos... El camino elegido de hecho no puede por menos de resultarnos familiar: ¿cabe imaginar nuestras socieda­des si cada experiencia hubiese de ser repetida o rehecha individualmente?. La propuesta es, obviamente, absurda y se trata tan sólo de hacer ver cómo el conocimiento de ciertos niveles —^fisiología-^- descubre condiciones nece­sarias pero que no agotan o eliminan otros niveles de ex­plicación. Más aún, hay que pensar que la selección bio­lógica de los mecanismos de orden «inferior» no podría explicarse sin las correspondientes interacciones sociales, que aparecen sin embargo, como una suerte de «super­estructura».

Pues bien, a este nivel «superestructural» es donde se sitúan múltiples mecanismos de selección de alimen­tos que comienzan, lógicamente, por la enseñanza de adultos a jóvenes de la dieta normal en un momento da-

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do. Así las ratas aprenden, en principio, a comer lo que come la tribu. Este, por supuesto, no es más que el lado conservador, inherente siempre a toda cultura o tradi­ción y del cuál es exponente inmediato la neofobia. Pero en las ratas manda también el progreso, la tendencia ex-ploratoi^ía, innovadora, que tiene dos caras, pues asienta el éxito sobre el riesgo de envenenamiento; el mecanis­mo consiste, aquí, en que las ratas tienen una fuerte ten­dencia a probar alimentos nuevos, pero suelen hacerlo tomando en principio dosis tan pequeñas que en caso de tratarse de un veneno este no sería letal, pero enseñaría a no repetir. Lo interesante es que el descubrimiento de un veneno por una rata puede ser aprovechado por el resto, pues la que realiza la experiencia «marca» con excrementos el veneno para que las demás aprendan. Ahora bien, es suficiente que los congéneres estén pre­sentes cuando una rata recha2a un alimento para que to­das lo eviten en adelante y transmitan su pauta. Así, los más sutiles trucos de los desratizadores suelen tener un alcance limitado pues pronto son descubiertos y transmi­tidos.

Estos mecanismos, en fin, unidos a aquella facilidad para suplir carencias alimenticias buscando nuevos pro­ductos explican por sí solos las dificultades de la tarea desratizadora. Rozín afirma que «la erradicación de las po­blaciones de ratas está aún fuera de la capacidad huma­na» (op. cit., p. 35). Quizá sea una apreciación excesiva: muchos pensarán que si el hombre se emplease «a fon­do», en un breve espacio de tiempo no quedaría una rata viva. Pensando en la cantidad de medios que el hombre puede utilizar hoy día con fines destructivos, es posible que este orgullo humano tenga fundamento. Pero, ¿qué precio habría que pagar.''. ¿No sería quizá tan alto como para producir demasiados cambios en nuestra propia so­ciedad y forma de vida.'.

4: MONOS Y SIMIOS (1)

La cultura de las ratas posee en alto grado esa capa­cidad de variación y acumulación rápidas que le asemeja, y, al mismo tiempo, enfrenta con el hombre. Pero hay, naturalmente, numerosos ejemplos intermedios entre la rata y el hombre en lo referente al desarrollo de meca­nismos culturales. No es frecuente, sin embargo, como ocurre con las diversas especies de ratas, poseer un conjunto tan amplio y documentado de estudios de ca­rácter intensivo si exceptuamos los primates y fundamen­talmente los antropoides —monos y simios—, aunque si se siguen- los pasos históricos fundamentales de la Prima-tología (tal como hace, por ejemplo, Jolly, 1972, p. 5 y ss.) son los monos del Viejo Mundo y los Grandes Si­mios los que han recibido, con mucho, atención prefe­rente. Exceptuando, por supuesto, los trabajos de C.R. Carpenter sobre los monos aulladores en Panamá (Barro

Colorado) iniciados en 1935 y que constituyen un hito fundamental en la Primatología de campo (ver Carpen­ter, 1965), la selección de los primatólogos parece orien­tarse hacia ciertas cualidades de inteligencia de algunos monos del Viejo Mundo como el macaco rhesus {Macaca mulatta) que ha visitado frecuentemente los laboratorios americanos, en particular el «Wisconsin Regional Primate Research Centre» fundado por H.F. Harlow. El macaco japonés {Macaca fuscatta) ha' recibido gran atención, in­cluso en el laboratorio, después del importante camino abierto por el «Japan Monkey Centre». En la línea de los trabajos de campo destacan los realizados sobre ba­buinos (Papío) por obra, fundamentalmente, de Wash-burn. De Vore, Hall; siguiendo la inspiración de Zuckerman parece que se ha buscado, en este caso, cier­tas condiciones de sociabilidad en los habitantes de la sabana, que son, en muchos aspectos, similares a las presumibles condiciones y características de los homíni­dos antepasados del hombre actual.

(1) Seguimos aquí Ja sugerencia de Sánchez de Zavala (1976, p. 33) de utilizar el término «simio» para referirnos al correspondiente inglés «ape». Cubre este término las especies actua­les de Póngidos (Grandes Simios: chimpancés, gorilas, orangutanes; Hüobátidos: Gibones, siamang), que son a menudo denominados en la literatura castellana «monos antropomorfos».

Entre los Grandes Simios ninguno ha recibido tanta atención como nuestro vecino chimpancé. Es imprescin­dible recordar aquí la aportación de dos pioneros, uno de los cuales, W. Kóhler tiene el significado especial —en este contexto— de haber contribuido decisivamen­te a acuñar un concepto más riguroso de inteligencia, pero situándose de entrada más allá de la tradicional ba­rrera de separación entre hombres y animales. Como es sabido realizó sus trabajos con chimpancés entre 1913 y 1917 en la Estación de Antropoides que existió en Tene­rife desde 1912 a 1920 bajo los auspicios de la Acade­mia .Prusiana de Ciencias. (Véase Kóhler, 1927). La otra referencia inexcusable es Yerkes, considerado con fre­cuencia —y no sin razón— como el verdadero padre de la Primatología. En 1930 comenzó a funcionar el Labora-orio de Primates del «Yale Institute of Psychology»,

(.¡•eado por él, Y según sus propias palabras, eligió el chimpancé para formar una colonia por su «habilidad pa­ra comprender aquello que le solicite el cuidador o ex­perimentador y para aprender a cooperar voluntaria, inte­ligente y efectivamente con él. En un animal experimen­tal es muy importante esta capacidad, pues indica un orden del desarrollo psicóbiológico cercano al hombre.

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lo cual en la práctica facilita enonnemente la observa­ción» (Yerkes, 1943, p. 4. Subrayado nuestro). «Coope­rar^ es aquí el término idóneo para expresar la elimina­ción de muchas barreras, aún cuando el chimpancé, como la rata, — y en consonancia con ello—, haya sido elegido «como el primate más adecuado para la explota­ción experimental en sustitución del hombre» (ibid. p. 295).

Ambos pioneros, Yerkes y Kohler, ejemplificarían sin duda esa extensión de rasgos exclusivamente atribuí-dos al hombre en su origen, sobre todo por referencia a las conductas inteligentes. No aparece en ellos el tema de la Cultura, pero de uno u otro modo han contribuido a formar una imagen bien distinta de la relación entre fe­nómenos animales y humanos. Es claro, por lo demás, que los conceptos de «Inteligencia» y «Cultura» no son en absoluto independientes; aún cuando se sitúen en pla­nos distintos resulta inexcusable, postular su relación cuando menos genética (problema que no abordaremos aquí).

Como cabría esperar es en el nivel de los Grandes Simios donde tienden a desarrollarse aquellos trabajos de campo que más arriba comparábamos con las encuestas etnológicas. Las memorias de un cazador que vivió 35 años en el Camerún francés, Merfield, contituyen uno de los primeros intentos de despejar la oscura leyenda so­bre los gorilas, (ver Merfield y Miller, 1956) y acercarse (sobre todo con menos miedo) a"sus verdaderas costum­bres. Quizá la profesión no fuera la más adecuada para establecer un contacto —aunque no deben olvidarse las consecuencias teóricas de la desratización. En todo caso no es la primera vez que un encuentro cultural se esta­blece a partir de la agresión. Schaller ejemplificaría, sin fisuras, el nuevo estadio de relación cultural: «Me negué a llevar fusil ni revólver, considerando que las armas dé fuego no tenían nada que ver con mis estudios» (1967 tr., p.21). Schaller (ver además 1963) ha desarrollado una larga tarea de observación en contacto directo con grupos de gorilas de Kabara, situado en el actual Zaire, a unos 200 km; al norte del lago Tanganica. Estas obser­vaciones proporcionan un importante testimonio de mecanisínos culturales prehumanos. Entresacamos algu­nos ejemplos: los hijos aprenden de sus madres lo que puede comerse^ «De esta, manera los hábitos alimenticios soSTransmitíHos de ^ñeración en generación, forma pri­mitiva de cultura» (1967 tr., p.227). La vigilancia conti­nua de las madres impide a los pequeños tomar alimen­tos que los adultos no consuman. Aprenden, por lo de­más, muchas técnicas para comer tipos especiales de plantas. Schaller cree probable, por otro lado, «que los gorilas y otros muchos mamíferos sociales aprenden la manera de tratar a sus hijos observando otras hembras con los suyos» (ibid., p.268). El territorio habitual de ca­da manada es también transmitido por generaciones («tienden a permanecer en la extensión habitable cultu-ralmente determinada» —entre 30 y 45 Km-. Ibid., p .24l) . Acabaremos la referencia a este autor —que po­dría ser demasiado larga— con el siguiente párrafo: «los antrópoides — y esto vale para otros animales— no están totalmente sometidos a sus instintos. El aprendizaje y la tradición desempeñan un papel importante en sus vidas, un papel que es difícil de apreciar con precisión en la

selva, donde cada joven aprende gradual y tranquila­mente las cosas que lo ayudan a adaptarse a su grupo y su medio. El conocimiento de las plantas comestibles, de las rutas de viaje, de la manera adecuada de responder a vocalizaciones y gestos —estos y otros muchos aspectos son parte, indudablemente, de la tradición del gorila, transmitidos como resultado de la experiencia individual de generación en generación y que constituyen una for­ma rudimentaria de cultura» (p.289). Las observaciones de Schaller con gorilas incluyen, naturalmente, todo el conjunto de aspectos de organización social, rasgos psicológicos, costumbres, etc., que formarían parte, co­mo decíamos, de cualquier encuesta etnológica. Su apor­tación solamente es comparable a los trabajos de Lawick-Goodall con chimpancés, realizados en el «Gombe Stream Research Centre» en Kigoma (Tanzania). (Ver 19,68 y 1973 tr.). Los chimpancés poseen unas caracterís­ticas tales que permitieron a esta primatóloga un acerca­miento aún mayor que en el caso de Schaller. Una mayor curiosidad y vivacidad diferencian a estos simios de ios gorilas, lo que posibilitó a Lawick-Goodall un conocimiento muy preciso y detallado de las estructuras familiares y sociales de las bandas que estudió. Entresa­car de sus amplios reportajes todos aquellos rasgos que pudieran ser indicio de transmisiones culturales supon­dría poco menos que reescribirlos, pues parece evidente que muy pocos comportamientos están libres de este tipo de aprendizajes sociales. Quizá sea necesario desta­car las descripciones minuciosas sobre el uso de instru­mentos y su fabricación: en este caso un tipo determina­do de cañas adecuadas para sacar y comer termitas de sus hormigueros. El aprendizaje de estas técnicas instrumen­tales, es, por supuesto, objeto de transmisión de madres a hijos y no forma, en absoluto, parte de una pauta espe­cífica sino local. (1973 tr., p.42 y ss.).

Recogemos de pasada este tema de la utilización de ins­trumentos, por haber sido utilizado frecuentemente como criterio de Cultura. Una recopilación bastante am­plia de los datos que se poseen sobre este aspecto en es­pecies no humanas puede encontrarse también en Lawick Goodall (1970). Incluye este trabajo conductas instru­mentales de águilas, buitres, pinzones, nutrias, mangos­tas, caballos, etc., además de primates. Parece claro a nuestro entender, que el criterio de este tipo de con­ducta fue, o es, utilizado por considerarlo «a priori» inaccesible al resto de los animales, es decir, con la idea preconcebida de que no hay más cultura que la humana. Esta impresión se confirma al ver cómo, ante el empuje de la evidencia, muchos autores han transformado el cri­terio en «conducta instrumental de segundo orden»: so-lamgnte el hombre usa instrumentos para hacer instru­mentos Grustrov, 1964). Ahora bien, no se trata, pensa­mos, de probar que el hombre posee habilidades que es­tán muy por encima de los demás seres vivos, e incluso de pensar que son determinantes para el desarrollo de formas de vida mucho más complejas, sino de definir un concepto de «Cultura» que_no esté «motivado» o cons­truido «ad hoc», concepto que sería continuamente va­riable —^por su indeterminación— en función de los des­cubrimientos biológicos. Dicho de otro modo, tratare­mos de discernir un concepto o criterio firme que sirva para otorgar significado consistente a un campo de fenó­menos que se suelen mantener al socaire de determina­das interpretaciones ideológicas. La argumentación que

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hemos seguido durante todo este capítulo trata de ajus­tarse a estos requerimientos lógicos y, precisamente por ello, puede entenderse como una mera constatación o aceptación de conclusiones implícitas en muchos estudios sobre comportamiento animal. Si se huye de ciertos tru­cos ideológicos los trabajos sobre transmisión de apren-dÍ2ajes por vía generacional obligan a hablar de «Culturas Animales».

Parece lógico volverse hacia los Grandes Monos a la hora de perseguir estos procesos. Sin embargo la refe­rencia más importante al respecto es, sin ninguna duda, el trabajo continuo, desde 1948, llevado a cabo por el «Japan Monkey Centre», en Aichi, con monos japoneses {Macaca fuscatta). Su posición privilegiada en la literatura científica se debe a muchos factores. Indudablemente, frente a los estudios sobre ratas, trabajos como este tie­nen la ventaja de referirse a una especie más cercana, más idónea para entablar ese tipo de «contacto» que permita hablar con propiedad de una cierta relación cul­tural con el hombre. Los Simios, sin embargo, parecerían más idóneos para desempeñar este papel. Si se ha desa-rollado en una escala inferior de primates, tales ventajas rrollado una escala inferior de primates, tales ventajas hay que buscarlas entonces en las propias características del trabajo y esta es la razón por la cual vamos a ofrecer un análisis más detallado.

Los macacos estudiados por este centro japonés tie­nen para el investigador nombres propios, una familia, un campo de relaciones sociales, una biografía en suma, que se inserta en una historia del grupo, recogida cuida­dosamente durante un cuarto de siglo. Por lo demás, el largo trabajo realizado puede considerarse desde muchos puntos de vista como el resultado de una toma de con­tacto en el que ha jugado un papel de primer orden las «buenas relaciones» («una perfecta relación de amistad está establecida entre (estos) monos y el hombre» Kawai, 1965, p.22). Muchas de las pautas estudiadas han surgido precisamente de esta buena relación, en especial la cos-turtlbre adquirida por los monos de extender la mano para pedir cacahuetes u otro tipo de alimentos. La conducta de bañarse, por ejemplo, fue inducida por Mrs. Miyadi en el verano de 1950 tirando cacahuetes al agua y dio origen a una costimibre estable y de propagación progresiva.

Indudablemente este factor de acercamiento y cono­cimiento personal de los macacos, que ha proporcionado a estas experiencias un puesto de excepción en la litera­tura etológica, no es ajeno a las propias características mentales, biológicas, culturales etc., de esta especie, frente al caso —por ejemplo— de los roedores enemigos del hombre. La acumulación y el tipo de pautas es dife­rente al que considerábamos por medio de la dicotomía aceptación/rechazo en la conducta alimenticia de las ratas, pues abarca verdaderas y sutiles preparaciones de los alimentos, que pueden considerarse (Rozín, 1976, p.62-63) como una rudimentaria tradición culinaria.

Las observaciones sistemáticas de campo comenza­ron como decíamos, en 1948 y el primer planteamiento teórico fue presentado por Imanishi (en 1952), quien definió el campo de trabajo como estudio de «pre-cultu-ras» (No parece haber otra razón para utilizar este térmi­

no restrictivo que el hecho de referirse a estadios «pre-humanos»). Desde estas fechas la investigación ha acu­mulado registros continuados de varios grupos que com­ponían en 1964 una población aproximada de 900 maca­cos. Entre estos diversos grupos (Takasakiyama, Arashi-yama, Minoo, etc.) el de la isla de Koshima es quizá el importante, y a él nos atendremos básicamente siguiendo a Kawai (1965). (Otras referencias directas pueden en­contrarse en Itahi y Tokuda, 1958, también sobre el grupo de Koshima; Itani 1958; Kawamura, 1958, 1959-Referencias indirectas y comentarios en, por ejemplo, Eibl-Eibesfeld, 1974 tr., JoUy 1972, Galef Jr., 1976, etc.)

Un día de setiembre de 1953 Imo, un macaco hem­bra de año y medio, se puso a lavar un boniato al borde de un arroyo, mojándole con una mano y frotando con la otra para eliminar la arena. Este fue el comienzo de la costimibre de lavar boniatos (que llamaremos L.B.) cuya propagación ha sido minuciosamente registrada. En tal propagación se distinguen dos períodos: uno de «trans­misión individual» y otro de «propagación pre-cultural». Durante el primero la pauta se extendió por imitación siguiendo líneas familiares y de amistad («compañeros de juego») y abarcó en 5 años a casi el 80% de los macacos jóvenes (entre 2 y 7 años), mientras que sólo el 18% de los adultos hacían L.B.; entre los mayores de 12 años no há logrado extenderse la pauta salvo en dos hembras. Ahora bien, precisamente, de estas dos hembras una de ellas es Ebo, la madre de Imo y la otra es Mami, que esta­ba considerada por los investigadores como la más ma­ternal de todas las hembras del griipo. Estas hembras aprendieron pues de sus hijos.

Así, por el año 1960 casi todos los macacos, salvo los mayores de 12 años, habían adquirido L.B., lo cual incluía la mayor parte de las madres (la madurez sexual de los macacos se alcanza hacia los 6 años). Comienza así el segundo período, llamado de «Propagación pre-cultu­ral», cuyo canal fundamental es la enseñanza de madres a hijos, que reciben la pauta «como conducta alimenticia normal y la aprenden sin ninguna resistencia» (Kawai, op. cit., p. 8). Y tal sería también la impresión que reci­biría un observador ignorante de la historia.

La pauta de L.B. derivó, hacia 1957-58, en la pauta de sazonar las batatas en agua salada (la conducta origi­nal, de limpieza, era en agua dulce), mojando después de cada bocado. Ahora bien, es curioso notar que los maca­cos que cogieron la costumbre de sazonar solían ser aquellos que aprendieron L.B. en el segundo período, el «cultural».

El grupo de Koshima ha aprendido y transmitido, por canales similares, otras muchas pautas de conducta, entre ellas algunas que no pertenecen directamente a la alimentación, como el baño, aunque fué originalmente inducida por la búsqueda de cacahuetes. La mayoría de los adultos, a partir de cierta edad, no llegan a acostum­brarse nunca en el primer período. Solamente habrá adultos que ejecuten esta pauta por mediación de la tra­dición ya implantada, en la segunda fase.

Otra conducta minuciosamente registrada es la de «lavar trigo» (L.T.), iniciada también por Imo. Los inves-

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tigadores del grupo solían arrojar trigo en la arena, de donde los macacos lo tomaban grano a grano. Hasta que un día Imo, en 1956, tuvo la idea de llevarlo en puñados al agua, donde la arena se hunde más rápidamente, con­siguiéndose así con rapidez mayores cantidades de trigo. La transmisión fué similar, con dos períodos, aunque con una característica nueva: dio origen a una pauta distinta en algunos individuos, la de «quitar trigo» a los que es­taban haciendo L.T. Ahora bien, los que quitaban trigo eran, o bien crías y adolescentes que estaban aprendien­do (o sea, un paso previo a L.T.), o bien adultos de ran­go superior que se aprovechaban de los expertos de es­cala inferior, incluso sabiendo ellos hacer L.T. Se produ­ce así una interesante interrelación entre la estructura so­cial y el desarrollo de este tipo de pautas de conducta, que contribuirá a originar peculiaridades culturales en el grupo estudiado.

De hecho las costumbres entre las diversas tribus de macacos son a menudo muy dispares, dependiendo por supuesto de las respectivas tradiciones y de las caracterís­ticas de cada habitat (con todos sus elementos, incluida la presencia y eventual colaboración con humanas).

La importancia del trabajo sobre macacos japoneses es difícil de exagerar, sobre todo teniendo en cuenta que el interés no reside básicamente, a nuestro entender, en las peculiaridades de los grupos estudiados, sino en el punto de vista, en el conjunto de las técnicas de obser­vación y de diseño experimental que se han utilizado. Quiere decirse con esto que se trata de un modelo que puede rendir también buenos frutos en .especies filoge-néticamente alejadas de esta. La apariencia de un reper­torio fijo e inmutable de conductas . puede muy bien constituir el resultado de esa segunda fase de propaga­ción cultural que borra las huellas de los orígenes. En los macacos el descubrimiento es relativamente fácil a causa de la velocidad del fenómeno de acumulación de pautas y de su inducción más o menos directa. Así ha resultado posible la realización de los trabajos reseñados, aún cuando hayan tenido que hacerse a lo largo de muchos años y contando con un nutrido grupo de investigadores. Pero pueden intentarse planteamientos similares, en

alguna medida, siempre que nos encontremos con dife­rencias de pautas entre grupos dé una especie, pues, aunque no sepamos nada sobre los orígenes, lasWariacio-nes señalan los puntos por donde la diversificación avan­za.

Las diferencias entre los grupos de macacos son acusadas. El grupo de Takasakiyama come ciertos frutos sin el hueso, mientras que el grupo Arashiyama acostum­bra a romper el hueso y romper la semilla; algunos gru­pos (Minoo) comen huevos y otros no. Y cerca de Kyoto los macacos, imitando a un guardián, aprendieron a calentarse al fuego. Pero estas diferencias han sido encontradas en otros órdenes: tradiciones en pájaros —como la ya reseñada de abrir botellas de leche; tradi­ciones dialectales en el lenguaje de las abejas (siguiendo la línea de trabajos iniciada por Von Frisch); ostreros con formas distintas de abrir moluscos; dialectos en el canto de los pájaros, etc. Obviamente la conducta juega su papel fundamental en el papel de subespeciación; pero no basta con hacer de ella un mero resultado mecá­nico, un subproducto derivado de otros factores —por ejemplo genéticos— con la misma rigidez o estabilidad de un órgano. La crítica a esta concepción mecanicista, hecha desde posiciones influenciadas por la Teoría del Aprendizaje, puede encontrar en los trabajos del Japan Monkey Centre un modelo a través del cual canalizar sus virtualidades de explicación biológica. «Enfocada desde un contexto amplio, la transmisión social de la conducta adquirida, puede pensarse que proporciona una alterna­tiva a la transmisión genética de las propensiones con-ductuales, permitiendo a una población mantener pautas establecidas e incorporar novedades de conducta rápida­mente en su repertorio. El resultado más fácilmente ob­servable de los procesos sociales de transmisión sería la existencia de modos diferentes de conducta dentto de diferentes subpoblaciones geográficas de una especie, no correlacionadas con los genes o con la distribución de recursos» (Galefjr., 1976, p. 79).

Así pues, la ampliación de este tipo de trabajos esta­ría en principio posibilitada por la existencia de tradicio­nes locales que harían presumir una transmisión genera­cional y una serie de. procesos básicos imitativos. «La literatura psicológica es rica en ejemplos de aprendizaje por observación, principalmente entre primates, pero también entre diversas formas como pájaros, gatos y perros de las praderas», afirma Klopfer (1973, p. 43) en un capítulo titulado «El papel del.aprendizaje por tradi­ción». Klopfer cree que son suficientes tres factores con­jugados para que pueda hablarse de tradiciones: condi cionamiento secundario —instrumental—, un cierto grado de organización social estable y un período largo de dependencia filial. «Estas tres características parecen ser a priori todo lo que se requiere para la transmisión de ciertas convenciones de una generación a la siguiente» (Ibid, p. 43).

La influencia del trabajo japonés ha sido' lógicamen­te considerable. Uno de los ejemplos sin duda más inte­resantes lo constituyen las aportaciones de Menzel Jr. Interesado por los procesos de innovación descritos en los grupos de macacos japoneses, este autor ha intentado profundizar en los mecanismos básicos de aparición de estas nuevas pautas, a través de las cuales surgen las tra-

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diciones. Para ello (ver 1976-a) trabajó en el Japan Mo. C. tratando de descubrir las reacciones de estos monos ante objetos novedosos, pero evitando todo lo que tu­viera que ver con la alimentación. Es este un aspecto interesante, por cuanto revela la intención de acceder a ciertos componentes generales o básicos, eliminando para ello —en la medida de lo posible— todo tipo de conexión con una eventual pauta específica. Diríase que Menzel trata de alcanzar la mecánica cultural en estado puro. Como ya vimos, los trabajos con macacos japone­ses conectan, de manera más o menos directa, con la conducta alimenticia, aspecto básico en los intercambios específicos con el medio y factor nuclear de los procesos de adaptación. La ruptura con la especie, como procedi­miento que ha determinado aspectos básicos de la Psico­logía —fundamentalmente el Aprendizaje- guía aquí los diseños experimentales. Menzel situó juguetes llamativos de plástico en lugares frecuentados por los macacos y observó sus reacciones en términos de gradientes de acercamiento (con eventual • manipulación) y evitación. Los resultados confirman, precisándolos, aquellos meca­nismos básicos descritos por Kawai y los demás prima-tólogos del centro japonés. Los cambios en la conducta de un grupo se asientan, fundamentalmente, en los indi­viduos jóvenes —las crías— y en alguna pequeña medida, al principio, en las hembras. «La conducta de todos los grupos de edad está centrada sobre objetos sociales, objetos alimenticios y actividades generales de vigilancia. Es interesante que las reacciones espontáneas a los obje­tos cotidianos comienzan a decrecer rápidamente en aquellas edades (3-4 años) en que los sujetos, especial­mente machos, van quedando sometidos a la presión más fuerte de la conducta social (op. cit., p. 180-181). Men­zel piensa que, en alguna medida, el grupo utiliza a las crías para probar simaciones nuevas, como por ejemplo la ocupación de una nueva área alimenticia.

Las características de este trabajo son desarrolladas un paso más en otra interesante experiencia posterior del mismo autor (Menzel Jr. y otros, 1976-b). En este caso se tíataba de crear experimentalmente un proceso de transmisión de pautas en condiciones de laboratorio. Se eligieron 19 chimpancés de 3 años, 12 de ellos criados en aislamiento total desde el parto, 4 en aislamiento relativo (contacto con otro a través de barrotes) y 3 que prove­nían de grupos donde habían vivido en libertad durante el primer año. Fueron sucesivamente enfrentados a una prueba, agrupándolos de tres en tres (en 17 combinacio­nes), respecto a dos obetos «extraños», un columpio y un juguete mecánico (un «satélite»: balón que se despla­zaba sólo emitiendo un ruido). La combinatoria de gru­pos posibilitaba la transmisión de la pauta —ABC, BCD, CDE, DEF..., siendo cada letra un individuo-; pauta evaluada en términos de manipulación de los objetos propuestos. Pues bien, la pauta de manipulación parte de cero, alcanza su máximo entre la 4^ y 8^ situación y se transmite con algunas oscilaciones durante los ensayos posteriores. La transmisión «cultural» es evidente. Cier­tos controles prueban que el aumento en la manipula­ción de los individuos no puede ser explicada básicamen­te si no es por referencia a la situación social (a «su esta­tuto dentro del grupo y la capacidad de respuesta de los otros individuos» -p. 191). Los factores implicados en la transmisión son complejos, pero el diseño experimental permite detectar, aislar y evaluar relaciones múltiples. Se

vio, por ejemplo, que la audacia para acercarse a objetos nuevos es mayor en los sujetos criados con sus madres en libertad. Y aunque todas las tríadas llegaron a mane­jar el columpio, solamente estos sujetos «idearon» el juego de columpiarse de pie en él - ta l como lo haría un niño—. Pero esta conducta no llegó a constituir una «tra­dición» general.

Podrían considerarse estos trabajos de Menzel como un modo de llevar a su límite algunas características de los realizados por los primatólogos japoneses.

Si se juzga la tarea como un intento de detectar ciertos mecanismos culturales en grupos no-humanos, podría pensarse que la influencia ejercida por la relación con el hombre está aquí «exacerbada». Y, paradógica-mente, se hace como medio de control. Ciertamente el «intervencionismo» humano no es una condición margi­nal de los procesos culturales o tradiciones de los maca­cos de Koshima. Este componente, que podría resultar «molesto» cuando se compara con una encuesta etnoló­gica, es «eliminado» por Menzel por la vía de construir un modelo de transmisión cultural donde el peso de lo humano es llevado al máximo, al laboratorio. Esta cir­cunstancia obligaría a repensar algunos criterios frecuen­temente utilizados para distinguir entre una Psicología Animal —de laboratorio— y una Etología que ha tenido a gala el estudio de la conducta en su «verdadero» marco —la Naturaleza—, como si la contraposición tuviese por sí misma un sentido evidente y esclarecedor. (Ver, como un ejemplo escogido entre otros muchos, Fabricius 1966 tr., p. 11 y ss.).

Este punto de vista arrastraría consigo una multitud de reformulaciones. Pero lo que aquí interesa tener en cuenta es una condición general que subyace a todos estos planteamientos y que es pertinente, sin duda, a nuestras intenciones de presentar el fenómeno de las «Culturas Animales»:

La suerte de tales culturas está ya subordinada al éxito de la cultiura humana, y es solamente en estos tér­minos de enfrentamiento de culturas como puede reve­larse el contenido biológico de los últimos períodos de la Historia Natural. (Caminando hacia atrás habría, por supuesto, que extender este punto de vista a relaciones específicas prehimianas). La evolución de los macacos japoneses hacia formas más elevadas o hacia la extinción depende fundamentalmente del hombre. Diríase que estas últimas adquisiciones a las que acabamos de asistir dependen de un profundo cambio en la actitud de este enemigo biológico-cultural, quien una vez asegurado su triunfo puede volverse tranquilamente benefactor de quienes irremediablemente quedaron relegados.

Planteadas así las cosas podría pensarse que muchas especies de Simios, por ser más cercanas, han de conser­var más clara la huella de la competición por el nicho ecológico de los homínidos. En este punto se sitúa exac­tamente la «hipótesis de deshumanización» de Kortlandt.

Para este autor los Grandes Simios —fundamental­mente gorilas y chimpancés, ya que el orangután es mucho más arborícola— demuestran con sus hábitos semiterrestres- descender de antepasados de costumbres

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o características más «humanas» que las que en la actua­lidad poseen. Habitantes de la sabana, fueron empujados a la selva por los primeros homínidos cuando estos em­pezaron a usar armas arrojadizas. Esta hipótesis, formu­lada en 1957, ha sido discutida básicamente en tres escri­tos, Kortlandt, 1962, Kortlandt y Koij, 1963, y Kor-tlandt y Van Zon, 1969. Pero sin duda el más importan­te de ellos, por aportar mayor cantidad de material en apoyo de la hipótesis, es el de 1963.

La «hipótesis de deshumanización», según el propio autor, está inspirada fundamentalmente en la inexplicable diferencia existente entre las notables capacidades detec­tadas en los Grandes Simios y su situación cultural real que parece estar muy por debajo. Es decir, ¿por qué no han alcanzado «una forma de vida más, humana y un correspondiente nivel de cultura»?; (19632_p. 61). «De acuerdo con esta hipótesis, los antejpásádos de los homi-noides africanos en el Plioceno y anteriormente en el Pleistoceno se desarrollaron en gran medida, al princi­pio, en zonas de bosques semiabiertas y sabanas, que favorecieron la emergencia de tipos de conducta proto-homínida y humanoide: pero en época evolutiva poste­rior, cuando los homínidos desarrollaron el venablo y pudieron matar a distancia en terreno abierto, sus parien­tes los simios fueron gradualmente forzados a retirarse, casi por completo, hacia el interior de la foresta, es decir, dentro dé un habitat desfavorable a las pautas de conducta humanoides, de tal manera que tales pautas cayeron en desuso, se fueron debilitando y en gran me­dida degeneraron», (op, 1969, p. 10).

Kortlandt piensa que, en todo caso, los chimpancés y gorilas deben ser considerados como «primates cultu­rales» (1963, p. 62), en función de sus tradiciones socia­les. Curiosamente no incluye en esta denominación a los monos, que serían «primates instintivos». (Diríase que el estrato cultural solamente se alcanza por contaminación y que ésta no llega más que a los veciiios inmediatos).

La hipótesis está inspirada en múltiples estudios de primatología, pero sobre todo en los dedicados a la inte­ligencia de los simios, que han mostrado la gran capaci­dad de los chimpancés (Kohler, Yerkes, Nissen...) para todo tipo de aprendizajes y para el uso de instrumentos. Todo parece demostrar que los chimpancés se muestran en cautiverio, muy por encima de sus propias realizacio­nes en libertad, dependiendo, claro está, de que se les ofrezca unas condiciones lo suficientemente estimulantes (la «cooperación» con el hombre, de la que hablaba Yerkes). La huida a la selva a que se vieron obligados los grandes simios, les permitió sobrevivir, pero resultó mu­cho menos estimulante y adecuado para desarrollar su notable capacidad en el uso de instrumentos. El estado actual de sus culturas está en función del enfrentamiento con los primeros pasos de la cultura humana. Hoy se encuentra por debajo de sus propias realizaciones pasa­das. El uso actuíJ de instnmientos en algunos casos «po­dría ser interpretado como un remanente pos-protohom mi­do de su pasado evolutivo» (1963, p. 73). Kortlandt ha aportaído gran cantidad de pruebas recogidas en sus observaciones de campo en África, en amplias encuestas dirigidas a directores y vigilantes de parques zoológicos y, en general, a todos aquellos que tienen contacto con simios en cautividad. Tales encuestas abarcan, además de

uso de instrumentos, hábitos de alimentación y preda­ción. En el marco de sus hipótesis cobran sentido algu­nas observaciones de campo que muestran a los simios (principalmente chimpancés) como eventuales comedores de carne (Lawick-Goodall, 1973, tr., p. 70), y con algu­nos indicios de conducta predadora que pueden ser in­terpretados como residuales. Ahora bien: ambas cosas aparecen en los simios de forma independiente —nunca se utilizan armas con fines de predación—, de modo que aquí radicaría, en gran parte, la ventaja de los homínidos, que fueron capaces de conjugar ambas cosas, establecien­do una predación armada, y no una mera defensa, contra: sus competidores. «No se nos ha referido ningún caso de chimpancé ni de otro simio o mono que demuestre la existencia de verdadera caza armada. Los primates sub-humanos pueden usar un instrumento para matar a un animal, presumiblemente porque tienen miedo de él; pero entonces la víctima no es comida. Si la víctima es percibida como presa no se utilizan armas. Solamente en los primeros homínidos se ha integrado el uso de armas con procurarse proteínas. ¡Desde este punto de vista la consumación de la evolución humana parece que podría haber sido un logro del canibalismo! Teilhard de Char-din podría quedar sorprendido, sin • duda, de esta con­clusión». (1963, p. 84).

Kortlandt, aunque de modo parcial, ha planteado una hipótesis irremediable, que sólo arbitrariamente puede ser limitada a cierto tipo de simios. No ha desa­parecido en él, curiosamente, el prejuicio sobre la exclu­sividad de la cultura humana, lo que le impide reconocer otros enfrentamientos similares al de su hipótesis. Ha­bría que reinterpretar la posición de Kortlandt como una concesión a la familiaridad: cuando habla de «primates culturales» está refiriéndose realmente, en alguna medi­da, a nuestra cultura. Tan sólo la similitud con el hombre —en el uso de instrumentos, en la vida social, en la inte­ligencia— es lo que le ha impulsado a reconocer tal enti­dad cultural, calificada por él como conducta «proto-ho-mínida»<1963, p. 63).'

¿Pero es que acaso hay algún camino para «descu­brir» las culturas animales que no sea el de la similitud con los fenómenos humanos, referencia obligatoria en el origen del concepto?. Evidentemente no. En el tema de la «cultura» nos encontramos plenamente dentro de esa tendencia a la extensión de rasgos humanos más allá de sus primitivas fronteras. Y es en esta dirección donde Kortlandt se ha quedado corto. En su hipótesis se asoma, inconscientemente, el deseo de mantener al hombre en su lugar privilegiado. El reconocimiento cultural de los grandes simios es una concesión, casi obligada, a la cer­canía: en el fondo la ventaja de estos primates está en que pudieron haber sido como nosotros.

Las «Culturas Animales», aun cuando representen de algún modo estados previos del desarrollo humano no disuelven esta cultura en un mecanismo de orden infe­rior. Por el contrario, son otras especies animales las que aparecen ahora como poseyendo rasgos imprevisibles, lejanos a una concepción demasiado estrecha que esta­blecía un corte profundo situando a las bestias en un plano desde el cual el hombre resultaba definitivamente inaccesible.

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AKTICULOS

ATEÍSMO FILOSÓFICO Y RELIGIÓN PROGRESISTA

DOMINGO BLANCO FERNANDEZ Málaga

HEGEL O LA CRITICA RELIGIOSA DE LA RELIGIÓN

omenzar por un esquemático recordatorio de la crítica hegeliana de la religión tiene un interés superior al meramente históri­co, puesto que abandonar el cobijo idea­lista le está resultando al pensamiento ac­tual mucho más difícil de lo que se cree.

Si los hombres aceptan someterse a Dios como a su Amo absoluto y entregan de ese modo su libertad es, enseñaba Hegel, por miedo a la muerte y como precio por el consuelo de soñar una vida en el Bien eterno. Los hombres no nos veremos libres de amos humanos o del Amo divino mientras no aceptemos resueltamente el he­cho inexorable y definitivo de nuestra propia muerte.

Pero Hegel no detuvo su filosofía en el análisis de ésta que él llama «conciencia desgraciada», sino que en su sistema dialéctico general integró «lo negativo» como un momento esencial, como el motor que impulsa la his­toria humana hacia el fin positivo del Espíritu absoluto. El propio Hegel sostiene expresamente que la síntesis de lo particular y de lo universal que Cristo representaba en cuanto Dios (universal) hecho carne (particular) debe efectuarse, aunque no después de la muerte, sino ahora y por nuestra acción; no en la trascendencia fantástica de lo sobrenatural, sino en la inmanencia del Concepto que se encarna en el Estado moderno, en cuanto conciliador que la justa organización social (lo universal) y de la li­bertad de los individuos y grupos particulares.

Al traducir a conceptos las representaciones imagi­nativas de la religión, la crítica idealista proyecta la infi­

nidad divina sobre el plano de una estatolatría monista. El Espíritu absoluto, la idea de la idea (Noesis méseos), la síntesis superadora de acción y pensamiento, de realidad y concepto, de naturaleza y espíritu, de vida y muerte, los alcanzaría la Historia en una Razón absoluto manifes­tada como Razón de Estado.

La crítica idealista de la religión se convierte así, como decía Feuerbach antes de Marx, en un sucedáneo de la religión, en una soteriología intramundana, en la última astucia de la razón para consolar a los hombres de su condición indigente.

2. MARX O EL IDEALISMO SUBYACENTE A UNA FILOSOFÍA DE LA PRAXIS

Es bien sabido que Marx entiende por religión la ideología segregada por un organismo enfermo. En un mundo material que separa al hombre de sí mismo y le impide realizarse, el hombre proyecta su realización al cielo imaginario de la religión y crea la idea de un Dios creador de todo, incluido el hombre. Al producir la idea de Dios, el hombre se rebaja a considerarse producto de su producto.

Desde Fichte hasta los neohegelianos de izquierda, todo el idealismo alemán ha concebido al hombre como productor en la aceptación más radical: en la de libertad creadora, y ha rechazado apasionadamente la heterono-mía del hombre. La producción humana no podría venir determinada por ninguna instancia superior, declaraban los idealistas, porque cualquier idea de un orden divino

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o sobrenatural es, como tal idea, un producto humano. Max Stirner, el último y más radical neohegeliano, escri­bió El único y. su propiedad para proclamar la absoluta so­beranía del yo humano y prevenir el riesgo de que el in­dividuo paralice, al objetivarse en su creatura, el dina­mismo activo y creador que constituye la verdadera vida.

¿Dice lo mismo la crítica marxiana? En absoluto. Las ideas de Stirner y demás familia idealista le parecen «fantasías inocentes y pueriles». ¿Por qué? Porque no se libera a los hombres sólo por descargarles de sus fantas­mas cerebrales. Eso sería tan ridículo, dice Marx, como suponer que para no caer en el vacío baste quitarse de la cabeza la idea de gravedad.

N o es sólo el pensamiento lo que está por liberar, porque no hay otro pensamiento que el de los indivi­duos de carne y hueso y si éstos no son libres en la reali­dad tampoco lo será su pensamiento.

La ideología (por ejemplo, la religión o la economía política) es el mundo al revés puesto que convierte a los productos (Dios o el capital, respectivamente) en produc­tores del productor (el hombre), pero lo que pone cabeza abajo el mundo de la ideología no es ningún error de pensamiento, sino el vuelco histórico por el que el pro­ducto material del trabajo, convertido en capital, se ex­propia la producción misma, transformando al trabajo en mercancía. El fetichismo religioso es un reflejo del feti­chismo de la mercancía que expresa, a su vez, la inver­sión de la relación productor-producto en el orden práctico-material.

La crítica marxiana del idealismo no se funda en una filosofía de la historia, lo que ya era el idealismo hegelia-no, sino en una filosofía de la praxis que obliga a trascen­der incluso los planteamientos históricos y el concepto de historia:

«La primera premisa de toda existencia humana y también, por tanto, de toda historia, es que los hombres se encuentren, para hacer historia, en condiciones de po­der vivir. Ahora bien, para vivir hace falta comer, beber, cobijarse bajo techo, vestirse y algunas cosas más (...). La pro­ducción de la vida material es una condición fundamental de toda historia que lo mismo hoy que hace miles de años necesita cumplirse todos los días y a todas horas simple­mente para asegurar la vida de los hombres (...). La satis­facción de esta primera necesidad (...) conduce a nuevas necesidades y esta creación de necesidades nuevas constituye el primer hecho histórico» (1).

Nunca desarrolló Marx esta filosofía de la práctica que La ideología alemana y las Tesis sobre Feuerbach anun­cian. Pero hasta sus escritos finales, el último fundamen­to de la ciencia marxiana, del «materialismo histórico» entero, es la filosofía que afirma la irreductible prioridad de un orden práctico cuyo núcleo de exigencias es ante­rior a la historia, invariable y fijo. Todavía el escrito de 1880 contra el economista Wagner insiste en la primicia de esa Praxis que es el terreno originario de la verdad del conocimiento y del lenguaje:

«Los hombres no comienzan de ningún modo por encontrarse a sí mismos en una relación teórica con las cosas del mundo exterior sino, a ejemplo de todo animal comienzan por comer, beber, etc., es decir, comienzan por comportarse activamente y apoderarse de ciertas cosas por la acción, satisfaciendo así sus necesidades. Más tar­de, designarán esas cosas mediante un lenguaje según les aparece en función de su experiencia práctica» (2).

No niega Marx que la validez lógica y metodológica de cualquier construcción teórica guarde un valor autó­nomo, mensurable por criterios meramente especulati­vos, pero sí sostiene que la verdad objetiva del conoci­miento, es decir, de toda teoría que sea más que tautoló­gica, sólo puede probarse en y por la práctica (Tesis 2 sobre Feuerbach). La teoría jamás podrá reducir la hete­rogeneidad de sus fundamentos práctico-materiales y es en la pretensión contraria en lo que radica el carácter ilusorio del idealismo.

¿Cómo es posible que hayan caído en el vacío cien años de insistencia en lo definitivamente inconmensura­ble de los dos órdenes y continúe hoy generalizada la creencia de los intelectuales en un acercamiento asintótico del orden teórico al orden real.' ¿Por qué el idealismo resurge una y otra vez con la misma fuerza, como si fue­se inmune a la crítica? ¿No se topa aquí con una dificul­tad inherente a la índole misma del pensamiento en su espontáneo ejercicio de la reflexión?. En efecto, criticar al idealismo equivale a pedir a la razón que se acepte heterónoma y esto es lo mismo que exigir a la razón que sospeche de la evidencia que al reflexionar se ofrece a sí misma. En la fascinación de la autoconciencia, el pensa­miento, «que no se ve venir, que se ve ser» (según la expre­sión certera del poeta), olvida o rechaza su dependencia para con lo inconsciente material de que resulta. Como decía Meyerson, «la razón no tiene más que un medio de explicar lo que no viene de ella y es reducirlo a la nada» (3).

Reconocer la primacía de la práctica exigía una re­forma tan completa y enérgica del entendimiento filosó-fico-histórico que ni Marx ni nadie hubiera podido recti­ficar de un golpe toda la carga de su formación idealista: ¡deas, creencias, expectativas y postulados. La consiguien­te diplopía filosófica marxista vamos a examinarla, para empezar, en posiciones idealistas de Engels y Lenin, señaladas por diversos autores marxistas, para remontar después al origen de esas inconsecuencias en el pensa­miento de Marx.

(Sea dicho entre paréntesis, los marxólogos tendrían un inagotable tema de estudio en la degradación que el marxismo padece desde su fundador a los epígonos, de­gradación que, obviamente, no se detiene en Engels y Lenin. Los fundadores del socialismo español, por ejem­plo, aprendieron marxismo en las simplificaciones france­sas —que sacaban de quicio a Marx y le llevaban a excla­mar repetidamente: «yo no soy marxista»— de Guesde y Lafargue, autor este último de un libro cuyo título, «El derecho a la pereza», había de resultar premonitorio para

(1 ) Carlos Marx y Federico Engels, Ut ideolotk alimaña, Ed. Pueblos Unidos—Grijalbo, Bar­celona 1974, p. 28. (los subrayados son míos).

(2 ) Karl Marx, Oeuvres. ed. Pléiade, París, t. II.

0 ) E. Meyerson, La deducción relativista, art. 186. Cit. por E. Gilson El ser y la esencia, Desclée de Brouwer, Buenos Aires 1951. lema.

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tantos dirigentes dispuestos a casi todo menos a leer El Capital. Luis Araquistáin creía elogiar a Marx afirmando: «El marxismo es lo más opuesto a la ciencia». Y el más grande intelectual del socialismo español, Julián Besteiro ensalzaba la posición filosófica de Marx calificándolo de idealista: «El marxismo es una posición idealista (...) que ve la luz de las ideas y no otra luz cualquiera...» (4). Como en el socialismo español, éstos que ponían a Marx cabeza abajo, Araquistáin y Besteiro eran, a su vez, los maestros, calcúlese la comprensión que discípulos y mili­tantes rasos demostrarán hacia el que quiere simplemen­te poner a Marx de pie, sobre todo si tenemos en cuenta que, a medida que desciende el nivel teórico, suele aumentar la virulencia del dogmatismo).

Pues bien, Engels concibe la unidad de la naturaleza y el espíritu en un sistema monista que constituye, como el de Hegel, un «espiritualismo de la sustancia». Es Gus­tavo Bueno quien establece la comparación en sus Ensa­yos materialistas, y de esto a cpmpárarlo con un teólogo no hay más que un paso. En efecto, Engels interpreta la unidad teleológica del Universo como una construcción progresiva del espíritu a partir de la naturaleza, es decir, de un modo extraordinariamente similar a Teilhard de Chardin, para quien la evolución natural es un camino de convergencia hacia la concordia universal, cristocéntrica, del «punto Omega» (5).

Si Gustavo Bueno acierta y Engels fiíe un precursor de Teilhard, ¿cómo negar que el cristianismo sea compa­tible con el marxismo? Así lo quieren demostrar en un reciente documento sobre Ve cristiana y materialista mar-xista los teólogos José María Diez-Alegría y Reyes Mate, junto a Carlos Jiménez de Parga y José Luis Fernández, confirmando las conocidas posiciones de García Salve, Comín, Miret Magdalena y tantos otros. Con el debido respeto a las personas hay que decir que llevan al límite la confusión. Porque la compatibilidad no es la del cris­tianismo con el materialismo marxista, como ellos pre­tenden, sino con los componentes idealistas del progre­sismo marxista que son precisamente incompatibles con el materialismo de cualquier filosofía de la praxis. Con el anterioi: y con lo que sigue creo dar ciunplida razón de por qué la pretensión de los cristianos marxistas es filo­sóficamente disparatada, pero también de por qué ese equívoco tiene ima larga vida por delante.

Sobre el idealismo de Engels y Lenin ya era revela­dor, sin más, que ambos designaran a todo lo real mate­rial con el término kantiano de «cosa en sí» e incluso lo declarasen absolutamente reductible a conocimiento. Proyectaban así el orden de la praxis al plano de la ob­jetividad y dejaban de considéralo heterogéneo. Entre el fenó.meno y la cosa en sí -escribía Lenin glosando a Engels— no hay otra diferencia que la de lo conocido frente a lo que aún no lo es (6). Cierto que, a diferencia de Hegel, Engels y Lenin no consideran ya realizado el saber absoluto con ellos mismos, sino que remiten al in­

finito desarrollo de la ciencia la identidad de los dos ordenes, material e ideal. Pero ¿quién es el teólogo que no ha remitido al infinito la unidad suprema.'' Que el infinito se entienda en acto o en potencia no modifica el idealismo de la posición. Si todo lo que existe será obje­to de concepto, la filosofía de Engels y Lenin es un idea­lismo conjugado en tiempo futuro, un especie de idealis­mo diferido que posnila, como todo idealismo, la realiza­ción de una Razón absoluta en una teleología histórica orientada hacia un polo positivo superador de injusticias, contradicciones y conflictos y reductor del Mal. Es esta pseudo-teología lo que funciona como encubierto funda­mento de la llamada ideología «progresista», la cual apoya así su declarada voluntad racionalista en represen­taciones imaginativas que no dan expresión más que al orden pre-racional del sentimiento. Un progresismo cuasi-religioso, es decir, pre-científico y pre-filosófico no es un progresismo, sino una nueva figura del oscurantis­mo y de la reacción. Desde la atalaya de 130 años trans­curridos no puede resultarnos más certera la advertencia que dirigió Proudhon a Marx en carta de 17 de mayo de 1846:

(4 ) Cf. E. Lamo, Filosofía y polüica en Julián Besteiro, Ed. Cuadernos para el diálogo, Madrid 1973. pp. 185, 194 y 235-

(5 ) G. Bueno, Ensayos materialistas, Ed. Taunis, Madrid 1972, pp. 124 a 126.

(6 ) Lénine, Oeuvres, t. 14, Matérialtsme et Empiriocriticismo, Ed. sociales. París. Ed. en Langues étrangéres—Moscou, p. 104: «II n'y a, il ne peut y avoir aucuae différence de principe entre le phénoméne et la chose en so¡. li n'y a de différence qu'entre ce qui esc connu et ce qui ne 1 esr pas encoré».

«No nos hagamos los jefes de una nueva intoleran­cia, no nos convirtamos en apóstoles de una nueva reli­gión, aunque ésta fuese la religión de la razón» (7).

(7 ) Cf. M. Rubel, Chronologie, en Marx, Oeuvres, Pléiade, I, p. LXIX.

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Hoy son los «eurocomunistas» quienes denuncian desde dentro la condición eclesial o cuasi-religiosa del movimiento marxista. Por ejemplo, Santiago Carrillo, quien declaraba el 30 de junio de 1976 en la Conferen­cia de PC europeos celebrada en Berlín:

«Era como si los comunistas tuviéramos una nueva Iglesia con nuestros mártires y nuestros profetas; durante años, Moscú ha sido nuestra Roma. Nosotros hablába­mos de la gran revolución de Octubre como de nuestra Navidad. Era nuestro período de infancia» (8).

Carrillo se expresaba en tiempo pasado porque en las autocríticas es casi inevitable. Y efectivamente, entre tantos signos del pasado, cómo olvidar la insistencia ma­chacona de Stalin en afirmar que la edificación del socia­lismo es, por encima de todo, una cuestión de Fe; o aquel estigma con que se fulminaba a los militantes arre­pentidos, el mismo que se empleaba contra los sacerdo­tes que volvían al siglo: «renegados». Pero cómo ignorar además, entre tantos signos del presente, que el PCUS sigue declarando el marxismo-leninismo «doctrina in­mortal e invencible», lo que vale como una muy correcta definición de Dogma; o que los tribunales de justicia soviéticos continúan condenando las ofensas a Lenin o a la Revolución como «blasfemias» y «sacrilegios» (9).

¿Este presente es únicamente el de la URSS.' Si los dirigentes latinos reconocen su error anterior ¿no es in­necesario insistir desde el punto de vista filosófico.' No lo creo. Supongamos que el eurocomunismo desea since­ramente la renuncia al espíritu religioso. Supongamos incluso que la renuncia a la «dictadura del proletariado» no quede neutralizada, anulada por la conversación del «centralismo democrático». ¿Se habría superado por eso el idealismo marxista? Porque si el idealismo sigue en pie, no se podrá evitar que los militantes continúen ha­blando y actuando como hombres de Iglesia.

Sólo cabe una respuesta: es imposible superar un error que no se ha reconocido, que ni siquiera parece barruntarse, y que podría formularse así:

Cuando Marx afirma, contra todo fetichismo, la auto­nomía del hombre de carne y hueso, prejuzga a renglón seguido una autoidentidad humana expresable en razón científica, con lo que su posición materialista bascula hacia el hombre el postulado de una autonomía de la Razón que contradice precisamente la primacía materia-hsta del orden práctico. Es verdad que la no-heterono-mía del orden práctico excluye la heteronomía de la Razón para con cualquier presunta realidad trascendente o sobrenatural por ella ideada, pero está implicando otra heteronomía distinta: la de la Razón con respecto a la Praxis misma. Aquí radica, a mi juicio, la fuente de las inconsecuencias y contradicciones marxistas.

Si ésta fuese una opinión personal, poco podría con­tar para un movimiento como el marxista en el que, jus­to por lo que tiene de cuasi-religioso, se concede una

importancia decisiva a los argumentos de autoridad. Re­sulta por eso poco menos que obligada la estrategia de expresarse con palabras cargadas de más autoridad que las propias.

Por ejemplo las de G. Gottier en su libro sobre El ateísmo del joven Marx, donde muestra cómo el término de «alienación» que Marx recibe de Hegel, lo había tomado éste de la Epístola paulina a los Filipenses en la traducción de Lutero. San Pablo escribía (II, 6-9):

«Cristo, existiendo en la forma de Dios, no reputó codiciable tesoro mantenerse igual a Dios; antes bien, se vació de sí mismo (se anonadó) tomando la condición de esclavo (...) y una vez reconocido como hombre se humi­lló, obedeciendo hasta la muerte y muerte de cruz. Por lo cual Dios le ha elevado a lo más alto y le ha gratificado con el nombre que está por encima de todo nombre para que ante él doble la rodilla cuanto hay en los cielos, en la tierra y en los abismos y toda lengua confiese que Cristo es Señor...».

La palabra «Kenosis» dice en griego el acto por el que Cristo se aniquila y asume la humanidad hasta la muerte y sólo así reconquista la positividad absoluta. Este esquema de la kenosis pasa al idealismo alemán como esquema dialéctico (afirmación, negación, negación de la negación) a través de la traducción que del esque­ma de la kenosis propuso Lutero utilizando el término Entaüsserung: alienación (10).

Hegel esperaba que el Estado moderno efectuase la síntesis de lo particular y de lo universal representada en la figura del Dios hecho carne. Para Marx, en cambio, es el proletariado el que debe llegar como la persona de Cristo hasta el fondo del sacrificio y de la negación de sí mismo para poder así, y por eso, elevarse hasta su plena y soberana realización. Es la misma síntesis religiosa de lo particular y de lo universal la que Marx declara realizable en esa clase social que «por ser la pérdida total del hombre sólo puede ganarse así misma mediante la recuperación total de hombre» (11).

Una crítica idealista de la religión se yuxtapone a la crítica materialista en los escritos de Marx, incluido El Capital, donde escribe:

«El reflejo religioso sólo desaparecerá para siempre cuando las condiciones de la vida diaria representen para los hombres relaciones claras y racionales entre sí y con respecto a la naturaleza» (12).

«Bien largo me lo fiáis», podrían comentar hoy los dirigentes del Este. Si la religión no desaparecerá hasta que la vida diaria se vuelva racionalmente transparente, hay religión para rato. Esa imagen marxiana de un futuro hombre racional que, al realizarse plenamente, ni siquie­ra necesitará soñar por las noches, no era un concepto

(8 ) Cf. U Umde de 1 de julio de 1976.

(9 ) cf. por ejemplo L'áffaire Siniavski-Daniel, Christian Bourgois éditeur, París 1967, pp. 71, 72, 128: insultar el nombre sagrado de Lenin —dice el juez— es una blasfemia y un sacrilegio.

(10 ) G. Coctier, Valheisme du jane Marx, Vrin, París 1950, p. 28.—Cf. también Michel Hen-ty, Marx, t. I, Gallimard, París 1976, pp. 120 a 161.

(11) Marx, En torno a la crt'tka íle la filosofía dd derecho de Ht^tl, en La Sagrada Familia y o/rijj escritos, Grijalbo, México 1962, p. 1-4.

(12 ) El Capital, I, F.C.E., México, p. 44.

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científico, sino precisamente un sueño, el del «hombre total», a la vez cazador, pescador, intelectual, gobernan­te, obrero y campesino, individuo desarrollado en su totalidad y capaz de hacer frente a las exigencias más di­versificadas del trabajo (13). Que el hombre total sea el símbolo de lo que nos falta no basta para legitimar cien­tíficamente esa expectativa ni la que lleva aparejada de una abolición de la división social del trabajo en tareas de mando y tareas de ejecución, en manual e intelectual, vexata quaestio que los teóricos marxistas hacen lo posi­ble por soslayar.

Excepción honrosa, Leszek Kolakowski acaba de hacer frente a ese tabú para revelar en profundidad el idealismo que subyace a la expectativa marxiana de uni­dad entre la sociedad política y la sociedad civil, expec­tativa que no es sino otro aspecto de la creencia en el «hombre total» y que Kolakowski caracteriza como «mito de la autoidentidad humana» (14).

ZAY?ÍÉRt'?EYADAMAMWdMilT'^MiVBUJLSa

BASILISCO TENTANDO A EVA

El ateísmo de la filosofía de la praxis coexiste en Marx con una soteriología intramundana que pone toda su fe y su esperanza en una sociedad futura en la que no sólo quedará curada la escisión entre las funciones socia­les y personales, políticas y privadas, sino también la división entre el sujeto y el objeto del proceso histórico (las relaciones sociales serán transparentes, los individuos asociados controlarán sus procesos vitales, etc.), la divi­sión entre los deseos y los deberes e incluso, concluye profundamente el ex-profesor de la Universidad de Var-sovia, la división entre la esencia y la existencia.

Contra los enemigos de esa ideal sociedad positiva sin opresores ni oprimidos, en la que «manarán a caño libre las fuentes de la riqueza colectiva» y se habrán su­perado la injusticia y el crimen, y en nombre de esa defi­nitiva victoria sobre el Mal, Marx justificaba incondicio-nalmente el terrorismo revolucionario (véase el Neue

(13 ) Ibid. p. 408.

Rheinische Zeitung de 7 de noviembre de 1848 y 18 de mayo de 1849) y Stalin recomendaba a su policía, desde 1937, la aplicación sistemática de la tortura. ¿No eran medidas consecuentes? ¿La Iglesia no se permitía acaso torturar y tostar herejes porque aun los tormentos más atroces no eran nada en comparación con la salvación eterna que sólo la propia Iglesia administraba.'* Si la voz de la Iglesia era la palabra de Dios, el hereje, como el ateo, no podía ser sólo un hombre equivocado; tenía que ser o un loco a quien encerrar o un pecador enemigo de Dios al que se eliminaba para que no siguiera conspiran­do contra los planes divinos. En estricto paralelo, si una organización política expresa el conjunto de intereses reales de los trabajadores, los disidentes, aún cuando subjetivamente pueden equivocarse de buena fe, no pueden ser, objetivamente considerados, más que cóm­plices de los explotadores y enemigos del pueblo, es decir, alimañas a las que exterminar sin más argumentaciones, porque su misma inhumanidad les excluye de merecer trato humano. En ambos casos, tanto para el cristiano como para el militante progresista, ser o no ser hombre viene a medirse, no como unas exigencias y una actividad prácticas no por una individualidad de carne y hueso y entendimiento, no por la praxis, sino por la adecuación o inadecuación a un patrón ideal absoluto.

Con la praxis revolucionaria, eso sí, los testarudos hechos acaban trastrocando el contenido de la Idea, pero su valor absoluto persiste y esto es lo único que cuenta. En la imaginación de Marx, la libertad consistía en con­vertir al Estado en un órgano completamente subordina­do a la sociedad. Pero cuando las previsiones de extin­ción del Estado no se confirman en la práctica, basta per­mutar sujeto y predicado para seguir aspirando a la uni­dad. Quiero decir que entre, subordinar el Estado a la so­ciedad civil o someter la sociedad civil al Estado ninguna organización marxista señala otra cosa que diferencias accidentales. Esto hace concluir a Kolakowski que la expectativa marxiana del hombre unificado tenía que en­gendrar, por ñierza, un crecimiento canceroso de la burocracia, a cuyo dictado cuasiomnipotente queda so­metida cualquier posible iniciativa o espontaneidad de la sociedad civil. En el postulado de unidad entre sociedad civil y sociedad política, el profesor polaco encuentra ya prefigurados los trazos del Estado totalitario.

Ninguna formación social se atribuyó en la historia, a excepción de la Iglesia y de los ejércitos en guerra, una justificación tan absoluta de sus actos como el Estado del proletariado, porque ninguna se había fijado una finali­dad tan absoluta. Trotsky lo declaraba sin ambages;

«Ninguna organización social, excepto el ejército, se ha considerado nunca justificada para subordinar a los ciudadanos a ella misma en tal medida y a controlarlos por su voluntad hasta tal grado (...) como el Estado de la dictadura del proletariado se considera justificado a hacer y hace (...). Pues no tenemos otro camino hacia el socialismo que la regulación autoritaria de las fuerzas y los recursos económicos del país (...) conforme al plan general del Estado» (15).

Comenta Kolakowski que en este discurso anuncia­ba Trotsky un socialismo concebido como un campo de

(14 ) L Kolakowki, El mito ÍU la autoidentidad humana. Cuadernos Teorema, Universidad de Valencia 1976. (15 ) Ibid. pp. 20 y 21.

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concentración permanente y justificaba esa promesa por la necesidad de someter la sociedad civil al plan y a los intereses generales del Estado. En la estatolatría que diera plasmación histórica a la Idea absoluta de Hegel se ha cerrado así el círculo del idealismo marxista.

* * *

Los que más necesitan enterarse de algo suelen ser los menos dispuestos. El viento que mueven las palabras del profesor polaco, o las del ambicioso estudio de Mi-chel Henry (16), las de Sartre, Gustavo Bueno, el últi­mo Lukács (17) y las de tantos otros que han confirmado a Kolakowski, hará vibrar muy pocos tímpanos de mili­tantes. No resulta arriesgado pronosticar que las expecta­tivas soteriológicas de Marx se conservarán tan intactas como hasta el presente. Las puertas de la burguesía no prevalecerán contra ellas. Y por lo mismo, muchos cris­tianos desilusionados en su fe seguirán viendo en la futu­ra sociedad pintada por Marx, y literalmente hablando, el «cielo» abierto.

Ahí está, como muestra, desde hace dieciséis años, la Critica de la razón dialéctica y sus destinatarios se en­cuentran hoy tan necesitados de su enseñanza como se encontraban entonces. Todos los esfuerzos de sus Ques-tions de méthode iban encaminados a mostrar cómo el idealismo marxista había llegado a perder el sentido de lo que es un hombre y el interés por analizar los aconte­cimientos reales. No se podrá reconquistar al hombre en el interior del marxismo, advertía Sartre, sin restablecer la irreductibilidad de la praxis humana a la teoría, la pri­macía de la existencia sobre la esencia y la imposibilidad de su unidad. Cuando Marx escribe que «la concepción materialista del mundo significa simplemente la concep­ción de la naturaleza tal como es, sin ninguna adición exterior», Marx se toma a sí mismo por una mirada objetiva que contemplaría la naturaleza tal como ella es absolutamente. Ignora así que el experimentador forma parte del sistema experimental y en consecuencia, señala Sartre, recae en el postulado idealista del saber absoluto (18).

Ciertamente, no es la «autoridad» lo que merece discutirse en los autores expuestos, sino los argumentos racionales. La reflexión filosófica, que siempre fue en gran medida ocupación solitaria, no debe proponerse reforzar las convicciones de nadie, ni siquiera las opinio­nes de la mayoría, sino contribuir a la educación de esa mayoría y, cada vez que haga falta, contribuir a la educa­ción de los educadores. Resulta que la palabra alemana «Praxis», además de «práctica», significa «clientela» o «parroquia» y desgraciadamente cabe preguntarse si no es en esta segunda acepción como la entiende la mayoría de sus cultivadores.

Conviene tener muy presente la fina advertencia de Paul Feyerabend: «los argumentos racionales van bien

solamente con la gente racional y una apelación a la argumentación racional es por lo tanto discriminatoria» (19). Dirigir argumentos racionales contra alguna religión es arriesgarse a ser respondido con menos contraargu­mentos racionales que anatemas, descalificaciones mora­les y demás desahogos de la agresividad. Está en la fuer­za de las cosas que los que apoyan sus convicciones en el sentimiento reduzcan todo el contenido de los argu­mentos a la alternativa «el que no está conmigo está contra mí». Pese a todo, no cabe en este punto otro mo­delo de conducta que el declarado en el prólogo a El Capital:

«En cuanto a los prejuicios de la llamada opinión pública, a la que jamás he hecho concesiones, seguiré atenién­dome al lema del gran florentino: Segui il tuo corso e lascia dir le gentil».

Añadiré una precisión final a este largo apartado. La exposición tenía que centrarse en los aspectos filosófico-materialista e ideológico-idealista del marxismo, y apenas ha quedado aludida su dimensión científica. Como la expresión «socialismo científico» induce fácilmente a confusión, conviene recordar que el aspecto científico de la obra marxiana se reduce a la crítica de la Economía política, que Marx declaraba a su vez abierta, como toda ciencia, a la crítica. ¿Por qué sino por espíritu científico se negó Marx a presentar un proyecto articulado de la futura sociedad socialista que no hubiera podido ser más utópico.'' La expresión «socialismo científico» no significa que se posea un saber científico sobre la sociedad futura, sino la voluntad de no ser utópico.

Otra cosa es que Marx no pudiera evitar una previa representación del socialismo basada en las expectativas utópicas que hemos examinado, acerca de una ciencia absoluta, de una sociedad racionalmente transparente y de un mítico «hombre total» presuntamente superador de la división del trabajo (técnica y social) y de la divi­sión de las sociedades civil y política.

Que Marx no cobrase conciencia del idealismo de esos postulados resulta explicable porque nunca desa­rrolló la filosofía de la práctica, cuyo embrión sí contenía una crítica consecuente de la región. Aunque aquí no es posible ni siquiera esbozar esos desarrollos, sí puede in­tentarse la transposición del problema a los términos más asequibles y mejor conocidos de la filosofía tradicional, con el propósito de plantear la cuestión de fondo del ateísmo.

:i. UN EXISTENCIALISMO TEÍSTA: EL NEOTOMISMO

Comprender la heterogeneidad entre teoría y prácti­ca encierra la misma dificultad que la filosofía cristiana encontraba en pensar la distinción real de esencia y exis­tencia.

(16 ) M. Henry, Marx, 2 vols., Ed. Gallimard, París 1976.

(17 ) Gyórgy Lukács, Soljenitsym, Gallimard, col. Idees, París 1970.

(18 ) Sartre, Critique de la raison dialectique, Gallimard, París 1960, pp. 30-31 y 58-59. (19 ) Paul K. Feyerabend, Conía el método, Ariel, Barcelona 1974, p. 155.

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Para Tomás de Aquino, el esse es aliud que el id quod est. Entiennt Gilson puso de manifiesto la falta de claridad de ese planteamiento. Al no disponer siquiera de un lenguaje adecuado, el Aquinate se vio obligado a un doble uso de los términos «potencia» y «acto» que le llevó a sinsentidos como el de afirmar que «en cierto modo» (quodammodo) el acto es potencia. En efecto:

T><-v'rcxT/"T A L Potencia-Materia POTENCIAD Acto-Forma e s e n c i a

A C T O -Existencia \

ENTE

De modo que la forma, qué~ eS acto último en el orden de la ousút, resulta ser potencia en el orden de la entidad (20).

Se topa con los límites del lenguaje cuando se inten­ta superar el idealismo... aunque sólo sea a escala de inmanencia mundana. Para el tomismo, el esse no es objeto de concepto; «nunca lo repetiremos bastante» advertía Descocqs, el esse no es pensable. Porque el esse trasciende la esencia, trasciende también el concepto.

La inflexión clave del tomismo y su genial astucia estaba en bautizar a la existencia misma con el nombre de Dios-Entendimiento infinito. Como la esencia de Dios es existir, la heterogeneidad o distinción real entre esencia y existencia resulta valer solamente a nivel de las creaturas y de su débil y parásita realidad. A nivel de realidad verdadera y última, la del infinito divino, se cancela la heterogeneidad y se identifican esencia y exis­tencia. Todo estudiante de filosofía sabe que esta identi­dad de Dios de lo idéntico (la Idea) y lo no-idéntico (la Realidad existente) es el eje de la Teología cristiana, que el idealismo hegeliano secularizó.

Considero inapelable esta sentencia de Gilson: «Una ciencia del existir es una noción contradictoria», pero me pregunto por qué una teología del existir sería una noción menos contradictoria. Era también Gilson el que escribía:

«Todo lo que posee realmente la existencia es a fia de cuentas algo individual. Ahora bien, la ciencia no lle­ga directamente más que a lo universal. Es, pues, inevi­table que ni aun la metafísica llegue, salvo indirectamen­te, a esos actos particulares de existir de los que decía­mos que son lo que hay de más real en la realidad» (21).

De acuerdo, la existencia no se deja conceptualizar. Pero ¿acaso puede llegar a proclamarse la identidad de la existencia con la esencia de un ser personal e infinito sin «conceptualizar?» Una teología sin conceptualización se­ría una teo-logh sin logos, sin discurso, sin saber. Afirma­ría la existencia como lo absoluto sin ninguna racionali­zación y, en pura consecuencia, debería renunciar incluso a la palabra «Dios», tan inevitablemente cargada de connotaciones conceptuales. La llamada «Teología nega­tiva» es aún demasiado positiva si se considera Teo-logta,

y el Deus absconditus está demasiado manifiesto si todavía se le llama Deus.

En el mismo mundo al revés del platonismo, que empezó desalojando la inicial carga existencial de la prote ousút aristotélica, el que induce a los teólogos a concebir la existencia como Entendimiento infinito a renglón seguido de haberla declarado inconcebible, el que culmi­na en Hegel, y el que somete la Praxis marxiana, apenas declarada su primacía, a las idealizaciones y paradigmas del «hombre total», es decir, al topos uranós de un futuro imaginario.

4. UNA FILOSOFÍA DE LA CONTINGENCIA: EL EXISTENCIALISMO ATEO

Los tomistas han sabido siempre que es en el pro­blema de la existencia donde se decide la cuestión del ateísmo. Ahora bien, es el existencialismo la corriente filosófica que ha centrado su reflexión en la primacía de una existencia irreductible a la esencia, es decir, en la primacía de una existencia sin atributos.

Su «ateísmo consecuente» lo fundaba Sartre, preci­samente, en que la existencia es inconcebible, en que no cabe ciencia ni teoría alguna de la existencia:

«El mundo de las explicaciones y de las razones no es el de la existencia. Un círculo no es absurdo, se expli­ca muy bien. Pero un círculo no existe. La existencia bruta está por debajo de cualquier explicación. La exis­tencia no es la necesidad sino, al contrario, es la posición de la contingencia como fundamento absoluto. Ningún ser necesario puede explicar la existencia. La contingen­cia de lo existente no es una apariencia que alguna doc­trina pudiera disipar. La contingencia es lo absoluto, la gratuidad perfecta» (22).

La misma convicción impulsó de principio a fin la reflexión de Merleau-Ponty:

«La contingencia del mundo no ha de ser entendida como un ser menor o como una laguna en el tejido del ser necesario, como una amenaza a la racionalidad ni como un problema que resolver lo antes posible por el descubrimiento de alguna necesidad'más profunda. Esta es una contingencia óntica que se da en el interior del mundo. Pero la contingencia ontológica, la del mundo mismo, al ser radical es, por el contrario, la que funda de una vez por todas nuestra idea de la verdad» (23).

Si dijéramos que la contingencia es un problema, habría que precisar que el problema es más profundo que cualquiera de sus soluciones, porque la inteligibili­dad de éstas está en función de la existencia y supone intacto su problema.

(20 X Cf. E. Gilson, op. cit., p. 100.

(21) Ibid. p. 109. i.

38 —

(22 ) Sartre, La nausee, Gallimard, París, pp. 161 ss.

(23 ) M. Merleau-Ponty, Fenomenologá de la percepción, F.C.E., México 1957, p. 437.

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análisis confírniará bien a su pesar cuando las mujeres, incluso psicoanalistas, rechazan sistemáticamente la inter­pretación freudiana de la sexualidad femenina (la «envi­dia del pene») como absurdamente falocéntrica. ¿Cómo sería posible una verdad en sí de la diferencia sexual, una verdad del hombre o de la mujer en sí que no vinie­ra de la experiencia interesada y parcial de un hombre o de una mujer? La verdad en sí de la mujer o del hombre no existen, subrayaba recientemente Jacques Derrida, hablando de Nietzsche (25), porque toda teoría resulta de un parti-pris, de una parcelación de las experiencias sin posible síntesis superadora, como tampoco la tiene la instalación existencial que les sirve de base. Las interpre­taciones de la existencia o del mundo son siempre juez y parte, irreductibles entre sí y, en su pretensión universa-lizadora, absolutamente indecidibles. ¿Cómo resultarían desinteresadas las interpretaciones si son los intereses los que funcionan como órganos de visión? No era otro el problema de fondo en la Genealogía de la moral:

La filosofía marxiana de la praxis era también forzo­samente atea en la medida en que sostenía igualmente la primacía de la existencia y su irreductibilidad al plano del conocimiento, si bien Marx no pasaba de un salto desde el orden de la autoconciencia o del para-sí al orden de la existencia bruta y absurda del en-sí, como Sartre tiende a hacer, sino que se centra en un orden situado entre ambos extremos, a saber, en el orden de las necesidades naturales y en el de la acción encaminada a satisfacerlas. El hambre, el deseo sexual, el trabajo no son significaciones de una conciencia, pero tampoco se confunden con la masa innominable de lo en-sí, porque orientan. Entre la Teoría y el Vértigo está esa orientación, más profunda que la historia, que cada individuo encuen­tra ya en su propia organización corporal. Que las determi­naciones, no teóricas sino normativas, de la praxis y de sus puntos fijos, transhistóricos, hayan sido lamentablemente descuidadas por la historia del marxismo desde Marx ha terminado reduciendo el criterio materialista de la prácti­ca a un mero formalismo que está vaciando no sólo la estrategia política, sino la moral y aún la teoría marxista de cualquier sujección a contenidos precisos y definidos (24).

5. EL DESARROLLO DEL PENSAMIENTO ATEO: NIETZSCHE

En la crítica del idealismo y de la teología que Marx no hizo más que esbozar fué donde concentró Nietzsche los esfuerzos de su filosofía de la praxis. «Son nuestras necesidades las que interpretan el mundo», decía, como Marx. De la diversidad, sin posible Aufhebung, de los intereses, de los deseos y de las contrapuestas y parciales voluntades de poder nace el conflicto de las interpreta­ciones, tan irreductible como aquella diversidad.

Por eso juzga Nietzsche indecidible el conflicto de las clases y de sus respectivas morales del poder y del resentimiento. O el conflicto de los sexos, que el Psico-

«A partir de ahora, señores filósofos, guardémonos de los tentáculos de conceptos contradictorios como «razón pura», «espiritualidad absoluta», «conocimiento de sí mismo»: en esos conceptos se nos pide siempre que pensemos un ojo que de ninguna manera puede ser pensando, un ojo carente en absoluto de toda orienta­ción, en el cual deberían estar entorpecidas y ausentes las fuerzas activas e interpretativas, que son, sin embar­go, las que hacen que ver sea ver algo» (26).

N o hace falta ser partidario de Nietzsche, ni mini­mizar las graves ambigüedades antidemocráticas que no escamotea el problema de lo «negativo», que no reduce el mal a mera privación, que no levanta un nuevo altar a la unidad suprema apenas derruidos los anteriores. En la bienpensante Historia de la Filosofía, Nietzsche es una excepción. Para él, la contradicción no es un estado pasa­jero, ni dice que el hombre actual esté alienado o enfer­mo. Dice que «el hombres ES el animal enfermo» y jus­tamente «porque es el único animal que sabe decir NO» esto es, porque él mismo consiste en la negatividad y en la contradicción. La Gran Salud y el Superhombre no son símbolos de una superación de la tragedia humana, sino de una vida que asume la contradicción y la ambi­valencia en una declarada voluntad de lo efímero (eterno retorno). En ese pensamiento de la no-identidad consigo mismo, según comenta hoy Bernard Pautrat (27), el ins­tante y la cosa se dispersan infinitamente en la suma puntual pero nunca totalmente enumerable de simula­cros de identidad sin modelo asignable para siempre.

Cuando Nietzsche postula un pensamiento que vaya más allá del Bien y del Mal efectúa uno de los raros es­fuerzos históricos por superar la oposición maniquea en­tre un Bien monolítico y un Mal unitario. «El que no es hombre de una sola virtud es batalla y campo de batalla de virtudes», escribe. También el bien se opone al bien o la virtud a la virtud, incluso en el mismo individuo, en función de una pluralidad de contextos y fines que ni si-

(24 ) Cf. Domingo Irala, tas relaciones de producción socialistas, Ed. Fernando Torres Col. ínter-disciplinar, Valencia 1975.

(25 ) Cf. Nietzsche aujourd'hui, col. 10/18, París 1973, t. I, p. 268.

(26 ) Genealogh de la moral. Alianza Ed., Madrid 1972, pp. 138 s.

(27 ) Cf. Nietzsche aujourd'hai, t. 1, p. 17.

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quiera sería plenamente enumerable. Por eso, los dioses griegos que encamaban los diversos valores no podían por menos que disputar y oponerse. Nietzsche nos revela el fondo de su pensamiento y el del ateísmo filosófico cuando escribe que para la antigüedad griega el mono­teísmo no hubiera significado sino el más absoluto ateís­mo: el nibilismo.

«Los viejos dioses hace ya mucho tiempo que se acabaron. ¡Y, en verdad, tuvieron un buen y alegre final de dioses!

N o encontraron la muerte en un «crepúsculo» —ésa es la mentira que se cuenta. Al contrario, ¡se murieron de risa!.

Esto ocurrió cuando la palabra más atea de todas fiíé pronunciada por un dios mismo, —la palabra: «¡Existe un único Dios! ¡No tendrás otros dioses junto a mí!» —Un viejo dios huraño, un dios celoso se excedió hasta ese punto. Y todos los dioses rieron entonces, se bambolea­ron en sus asientos y gritaron: «¿No consiste la divinidad precisamente en que existen dioses, pero no dios?».

El que tenga oídos, que me oiga» (28).

6. CONCLUSIÓN

Una de las funciones de la filosofía, y quizá la más importante, ha sido, desde Sócrates, ayudarnos a recono­cer que no sabemos. Contra los consuelos de la religión y los maniqueísmos ideológicos, la filosofía nos impide olvidar que la tragedia humana es tan irreductible como los enigmas del piundo y de la persona.

Quienes se tengan a sí mismos por materialistas en el sentido de la filosofía de la práctica, que ciertamente no es el sentido vulgar del materialismo, sólo por incon­secuencia pueden desconocer el policentrismo de la Ver­dad y de los intereses, que podrá ser destruido o repri­mido, pero que no se dejará integrar en ninguna síntesis superadora.

Las derivaciones políticas de una filosofía de la praxis no podrían abordarse en los límites de este traba­jo, pero habrán de ser en todo caso consecuentes con la pluralidad irreductible de los centros de verdad —y de poder— y con las libertades que garantizan su despliegue y su limitación mutua. Se me permitirá también aquí remitir a los pasos medidos y rigurosos por los que Gus­tavo Bueno alcanza esta conclusión:

«El materialismo de la Verdad es la afirmación de una pluralidad de verdadejz (partes extra partes) contra­puestas entre sí muchas de ellas —y, por tanto, carentes de interés o incluso peligrosas para la propia vida del hombre en una situación determinada. El materialismo

de la Verdad no es otra cosa sino la aplicación de la tesis de la inconmensurabilidad de las partes de la Realidad al universo de verdades; por tanto, la negación del Monis­mo de la Verdad y, en consecuencia, la evidencia prácti­ca de la necesidad de seleccionar verdades según crite­rios no «especulativos». (29).

La radical sospecha hacia Dios y hacia el Estado legada por Nietzsche se despierta a partir de una sospe­cha más profunda contra la vieja fe filosófica en la uni­dad de los trancendentales: Ser, Uno, Bien, Verdad, Belleza. El intento de encerrar una realidad heterogénea y sobredeterminada en la Verdad de un discurso que pretende enunciarse en nombre de un Bien absoluto, presente o futuro, tiende en pura consecuencia a conver­tirse en dictado del Estado absoluto, «el más frío de todos los monstruos fríos».

La alternativa filosófica no se plantea ya como opción entre la teleología de totalización racional o la dispersión nihilista-esquizofrénica. Ninguna grandiosa doctrina ni organización suprema conciliarán definitiva­mente lo universal y lo particvilar. Por el contrario, tanto más precaria será la fórmula del compromiso político cuanta más realidad sepa acoger en el equilibrio sobre-determinado de contextos y centros de interés y deseo. Ninguna doctrina se necesita como base de sustentación o tendencia conciliadora de las plurales posiciones de in­terpretación sino, como decía el Herzog de Saúl Bellw, «una buena síntesis de cuatro perras», y que ciertamente muy poco necesitará tener de especulativa: la de las nor­mas ético-jurídicas que proclamen imperativos incondi­cionales e intangibles todos los orientados a garantizar la preservación de la integridad y personal, la de cada indi­viduo de carne y hueso, como base permanente y trans-histórica sobre la que podrán después preferirse unas u otras fórmulas de convivencia en proporción decidible a nivel de consensus.

(28 ) Así habló Zaratmtra, líüiiai, Ed., Madrid 1972, p. 256.

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(29 ) G. Bueno, Ensayos materialistas, p. 146.

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ARTÍCULOS

EREUD,HEGELY NIETZSCHE SOBRE LA TRAGEDIA CLASICA

(I) PILAR PAWPJONQVERES

Oviedo

I: PARTE INTRODUCTORIA

a Teoría del complejo del Edipo, contem­plada desde una perspectiva meramente psicológica, tiene un interés bastante limi­tado y una dudosa verosimilitud. Pero cuando se analizan, en cambio, las Ideas filosóficas que subyacen a ella, cobra un

espesor inusitado y se convierte en un tema de reflexión extraordinariamente sugestivo.

A la luz del análisis filosófico, la Teoría del comple­jo de Edipo aparece, principalmente y ante todo, como un modelo o paradigma del que Freud se sirvió para ilus­trar el nacimiento de la conciencia moral. Porque dicha teoría contiene, en efecto, un ingenioso replantamiento del problema del delito primigenio, es decir, una nueva versión del mito del pecado original y, por tanto, una reinterpretación de la culpa, el remordimiento y el cas­tigo.

En la interpretación fireudianaja culpa primitiva con­sistió, como se sabe, en el asesinato del padre ancestral por los hijos rebeldes. La teoría del complejo de Edipo presupone, además, que el delito vuelve a ser indefecti­blemente recapitulado por todo nuevo vastago de la es­pecie humana, pues cada niño, en algún momento de su infancia, imaginará matar a su progenitor, para compartir el lecho de la madre.

Pero lo que interesa de la teoría del complejo de Edipo no es tanto su contenido como su forma general: Freud ha buscado, para representar el mito del pecado

original, un modelo de absoluta universalidad, que pu­diera predicarse de todos y cada uno de los sujetos hu­manos y que permitiera, de otro lado, entender la culpa como «delito cultural», i.e., como la propia trasgresión contra la naturaleza que implica la creación de cultura y el establecimiento consiguiente de normas jurídico-socia-les.

Al tratar de ofrecer una reinterpretación profana del mito judío del pecado original, Freud se inscribe, ade­más, en una clara tradición filosófica. Desde el s. XVllI y especialmente a partir del Discours sur les origines de l'inégfllité parmi les hommes de Rousseau, el pecado origi­nal ha sido comunmente interpretado, en el pensamiento europeo, como la pérdida del estado de naturaleza y como el origen de todos los males que se derivan de la civilización. Así lo han enfocado Kant y Hegel, imbuidos del espíritu de la Ilustración, pero también Marx y Engels (Cf. El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado) e, incluso Kierkegaard (Cf El concepto de la Angustia) y el mismo Nietzsche. Por cierto que Freud, frente a algunos de estos pensadores, se inclinará a diluir la importancia de los factores económico-sociales (desi­gualdad, propiedad privada, etc.) como causas del males­tar cultural (1) y propenderá, en cambio, a achacar los

(1 ) Así, p.e., en El Malestar tn la Cultura {Tr.: Ramón Rey Ardid, Madrid, Alianza 1970, pp. 54-55), tras comentar el ideario comunista, que aboga por la abolición de la propiedad privada para lograr una civilización más justa y benigna, observa Freud:

«No me concierne la crítica económica del sistema comunista; no me es posible investigar si la abolición de la propiedad privada es oportuna y convincente; pero, en cambio, puedo recono­cer como vana ilusión su hipótesis psicológica. Es verdad que al abolir la propiedad privada se sustrae a la agresividad humana uno de sus instrumentos, sin duda uno muy fuerte, pero de ningún modo el más fuerte de todos. Sin embargo, nada se habrá modificado con ello en las diferencias de ptxlerío y de influencia que la agresividad aprovecha para sus propósitos; tam­poco se habrá cambiado la esencia de ésta. El instinto agresivo no es una consecuencia de la propiedad, sino que regía, casi sin restricciones, en las épocas primitivas, cuando la propiedad aún era bien poca cosa; ya se manifiesta en el niño, apenas la propiedad ha perdido su primiti­va forma anal; constituye el sedimento de itxlos los vínculos cariñosos y amorosos entre los hombres, quizás con la única excepción del amor que la madre siente por su hijo varón. Si se eliminara el derecho personal a poseer bienes materiales, aún subsistirían los privilegios deri­vados de las relaciones sexuales, que necesariamente deben convertirse en fuente de la mai intensa envidia y de la más violenta hostilidad entre los seres humanos, equiparados en todo lo testante».

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males de la civilización a factores de tipo biológico, rela­cionados con la vida instintiva y con el antagonismo en­tre principio del placer/principio de la realidad, sin olvi­dar tampoco el propio determinismo psicológico en el que se inscribe el complejo de Edipo.

Con todo, la más importante originalidad de Freud con respecto a la tradición a que aludíamos consiste en haber reformulado el propio mito del pecado original, fundiéndolo con otro mito distinto y ajeno a la tradición judeo-cristiana: la leyenda de Edipo, el tirano de Tebas. Frente a los autores anteriormente mencionados, Freud no se conformó con volver sobre el problema de la culpa originaria, para ofrecer una nueva versión del contenido a que su simbolismo alude, sino que transformó el pro­pio simbolismo y, al parecer, con un acierto nada des­deñable, a juzgar por la trascendencia ideológica y socio­lógica que en el pensamiento contemporáneo ha alcanza­do la teoría del complejo de Edipo.

Parece legítimo preguntarse por qué Freud habría elegido, para ilustrar el mito del pecado original y el nacimiento de la conciencia ética, precisamente el argu­mento de una tragedia clásica, el «Edipo rey» de Sófo­cles, escrita hace veinticuatro siglos y que, en principio no tendría por qué ser más representativa del destino humano que cualquier otra leyenda menos inverosímil.

No parece relevante conceder aquí demasiada im­portancia a los acontecimientos psicológicos que presi­dieron en Freud la formulación del complejo de Edipo (2). La vida privada de los pensadores tiene, sin duda, su importancia, pero existen otras líneas de causalidad que no pasan por la conciencia subjetiva y que la determinan y la envuelven con mucha mayor realidad que los acon­tecimientos inmediatamente vividos. En este caso, p.e., parece mucho más indicativo, para entender el privilegio concedido por J reud a la tragedia de Edipo, recordar ciertos hitos de una tradición histórico-cultural —en la que el creador del Psicoanálisis indudablemente vivió in­merso— que debieron, directa o indirectamente, influir en sus concepciones.

En efecto: antes de Freud, e incluso en su propia época, una serie de insignes filósofos tomaron la tragedia clásica como pretexto para elaborar una teoría de la ética. Así, tanto Hegel, en la Fenomenología del Espíritu, como Schopenhauer en El mundo como voluntad y repre­sentación, o Kierkegaard en De la tragedia, se interesaron por este género literario en calidad de expresión ética del alma griega y en calidad, asimismo, de símbolo gene­ral de ciertos conflictos morales con los que todo indi­viduo humano se enfrentaría. De estos filósofos, sólo Hegel y Nietzsche se refirieron directamente a Edipo Rey. Schopenhauer trató de la tragedia en general, Kier-

(2 ) E. Jones (Cf. Vida y obra de Sigmund Freud, Vol. I, tr.: Mario Karlinsky y José Cano Tem­bleque, Barcelona, Anagrama 1970, p; 325) atribuye la formulación del complejo de Edipo al autoanálisis que Freud emprendió a partir de Julio de 1897 y del que queda constancia en la correspondencia con W. Fliess. Habría sido, segiin esto, el examen retrospectivo de su propia infancia y de «la pasión hacia su madre y los celos que había sentido por su padre» 0ones, op. cif. p. 235) ios que habrían revelado a Freud la realidad de ese fenómeno psicológico. Y así parece, en efecto, desprenderse de la carta de Freud a Fleiss del 15-10-1897 CCf Freud: Los orígenes del Psicoanálisis, Tr.: Ramón Rey Ardid. Madrid, Alianza 1975, p. 224). Sin embargo, para comprender las causas detetminantes de esa formulación, tan importante o más que los episodios psicológicos de la vida de Freud fue, sin duda, la situación general de la familia en los úlrimos años del imperio Austro-húngaro, situación que tan cuidadosamente han descrito A. Janik y S. Toulmin (Cf La Viena de Wittgenslein, tr.: Ignacio Gómez de Liaño. Madrid, Taurus 1974, pp. 51-57). El estatuto económico y social del patriarca en la familia burguesa de la Viena de los Habsburgo y sus relaciones con los hijos debieron ser factores determinantes de las preocupaciones (que luego heredarán los filósofos de la Escuela de Frartkfurt, Adorno sobre todo) por la mentalidad autoritaria, el problema de la dominación, etc.

kegaard se interesó sobre todo por Anttgona, a la que Hegel, como es sabido, consagró sus más importantes comentarios. Pero, con independencia de que se refirie­ran o no directamente a Edipo Rey, el pensamiento que cada uno de estos autores vertió sobre la tragedia se relaciona de un modo u otro con las cuestiones que lle­varon a Freud hacia la teoría del complejo de Edipo. Tales son, p.e., la cuestión del pecado o la culpa, de la Hbertad o el destino, del, conflicto entre las diferentes instancias que presiden la elección moral, del tránsito de la naturaleza a la cultura, etc.

La elección por Freud del destino de Edipo para presentar o simbolizar el nacimiento de la conciencia moral aparece, a la luz de estos datos, no como el resul­tado de una decisión gratuita o de una ocurrencia arbi­traria, sino como un episodio más de cierta tradición histórico-cultural. Así considerada, la teoría del complejo de Edipo parece constituir la plasmacion categorial (psi­cológica) de ciertas Ideas que, formuladas ya por la filo­sofía de su tiempo, encontraron en el Psicoanálisis una realización particular.

El análisis de estas Ideas conferirá, por cierto, según creo, un espesor ontológico insospechado a la teoría freudiana y permitirá entrever por qué el complejo de Edipo ha logrado tan amplia popularidad y vigencia.

Indudablemente, el resucitado interés de los filóso­fos alemanes, sobre todo a partir de Hegel, por la trage­dia clásica se explica en el contexto general de ese apasionado entusiasmo por el espíritu griego y por la Grecia antigua que, especialmente desde Winckelmann, impregnó la cultura alemana de finales del s. XVIII y principios del XIX (3). Se recordará que, en polémica con el neoclasicismo francés (con Corneille, sobre todo) los filólogos y literatos de esta época (Lessing a la cabeza de ellos) aspiraban a crear un drama genuinamente alemán ahondando, precisamente, en el modelo griego de la tragedia, a la que se consideraba de modo unánime como el exponente más depurado de la expresión artísti­ca. Fundidos, en el ánimo de aquellos estetas, los gérme­nes de la Ilustración con las nuevas exigencias del Ro­manticismo, la tragedia clásica parecía poder ofrecerles una perfecta síntesis de ese equilibrio entre la razón y el sentimiento, entre la necesidad y la libertad, entre lo universal y lo particular que su ideario buscaba (4).

Cuando Hegel tome la tragedia como núcleo de sus reflexiones morales estará, pues, penetrando en un asun­to que ha ejercido y sigue ejerciendo gran fascinación entre sus contemporáneos. Pero, a diferencia de Lessing, de Holderlin (5) o de Goethe, p.e., para quienes la tra­gedia era, ante todo, un género poético, Hegel la con-

0 )Jacques Taminiaux, en su bellísimo libro La nostalgie de la Crece a l'auhe de l'idealisme allemand. Kani eí les Grecs dans l'iünéraire de Schiller, de Holderlin eí de Hegel (La Haya, Martinus Nijhoff, 1967) estudia con pormenor esa impregnación nostálgica por lo griego que inspiró a los más insignes representantes de la estética alemana, desde Winckelman a Hegel. Taminiaux cita, entre estos estetas, a Herder, Goethe, W. von Humboldt o F. Schlegel, pero prefiere centrar su estudio en Schiller, Holderlin y Hegel por estimar que fueron estas tres figuras las más representativas de un itinerario estético que, en polémica con Kant, cubninó con el retor­no definitivo del clasicismo de inspiración griega.

(4 ) Cf. F. Holderlin: Ensayos, Tr.: F. Martínez Marzoa. Madrid, Ayuso, 1976. Sobre la tragedia como género poético ver, sobre todo, pp. 79-86.

(5) Schiller supo encontrar, como nadie, la forma de expresar este idearioi Véase, p.e. su obra De la Graci y la Dignidad (Tr.: J. Probst y R. Lida. Buenos Aires, Nova, 1962) y, dentro de ella, léase, muy 'especíahnente, el ensayo «Sobre lo patético», traducido por A. Dornheim, y dedicado al estudio de la tragedia, de sus orígenes, como género poético, en la Grecia antigua, así como de sus ingredientes emotivos, morales y estéticos.

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templa como una figura de la eucidad y no solamente del arte. Sin duda, Hegel tenía una justificación para proceder así. Las Cartas sobre la educación estética del hom­bre de Schiller habían ya situado al arte como un peldaño necesario en el camino del universo ético (6). Hegel apreciaba en sumo grado las concepciones de Schiller, y así lo manifiesta en la introducción a la Estética (7).

Adviértase, además, que, para la concepción del idealismo —sobre todo del idealismo hegeliano— la esté­tica y la moral no son sino dos —entre otras— manifesta­ciones de lo mismo -de l Espíritu— en su múltiple des­pliegue. Por ello, el tránsito desde una concepción esté­tica a una concepción ética de lo trágico no significará, en la filosofía de Hegel, un cambio esencial de perspec­tiva.

En la filosofía posthegeliana la consideración armó­nicamente asociada de lo moral y lo estético seguirá sien­do una constante. La propensión a resaltar los aspectos morales de la obra bella y la dimensión estética de la con­ducta prevalecerán en la doliente filosofía del «asalto a la razón», tal vez porque, desesperanzados de poder funda­mentar la opción ética en instancias intelectuales, tanto Schopenhauer como Kierkegaard o Nietzsche se inclina­rán, más bien, a justificarla mediante categorías de la sensibilidad. Por ello mismo, la tragedia antigua, donde lo artístico y lo ético se enlazan en una trama única, constituirá un importante motivo de atención para estos pensadores. Ellos serán quienes, de hecho, desarrollen el tema kantiano de la sublimidad de lo trágico como es­pectáculo de lo bello que sobrecoge (Schopenhauer) y los que dejarán, asimismo, planteado el problema - q u e Freud rubricará con la teoría de la sublimación— del componente estoico (ético) de la actividad del artista.

Interesa, sin embargo, perseguir el tema de la trage­dia en la filosofía con una minucia algo más detenida, a fin, sobre todo, de puntualizar con mayor finura esos hilos ocultos que, en la tramoya invisible del «subcons­ciente objetivo» (8) de Freud, movieron el desarrollo de la teoría del complejo de Edipo. Con ese fin trataremos de averiguar el papel de Hegel y Kierkegaard, Schopen­hauer y Nietzsche asignaron a la tragedia clásica dentro de su filosofía y en qué términos llevaron a cabo su análisis.

PARTE II: EL ANÁLISIS HEGELIANO DE LA ETICIDAD

Como se sabe, las páginas de la Fenomenología del Espíritu han hecho doblemente memorables a los perso­najes sofócleos de la trilogía tebana, y a Antígona muy

{6) Cf. SchiHer, J.C.F.: Cartas sobre la educación estética del homhre Tr.: Vicente Romano García. Madrid, Aguilar 1969- Carta XXIII, pp. 125-130.

(7) Cf. Hegel, G.W.F.: Aesthelia, Lecturn oi: fine Art. Tr. al inglés por T.M. Knox. Oxford at the Clarendon Press, 1975, vol. I. pp. 61-62.

(8 )La noción de «Inconsciente objetivo esencial» en G. B\ieao:^nsayos Materialistas. Madrid. Taurus 1972, pp. 408-409.

especialmente. El apartado B,c,2, dedicado al Arte espi­ritual (dentro de la parte VII, que trata de lo que Hegel llama «la Religión del Arte») y, sobre todo, la parte VI, sobre la Sittlichkeit, tienen la tragedia clásica como moti­vo central, si bien tomada a modo de pretexto por Hegel para elaborar, en torno a los temas y a las figuras trági­cas, una teoría de la Eticidad.

Hegel supo ver, antes que Freud, en los protagonis­mos de la tragedia, una encarnación de los conflictos que escinden la conciencia ética. El destino de Edipo y, fun­damentalmente, el de Antígona, son tratados por Hegel como arquetipos del propio destino ético del hombre.

A diferencia de Freud, Hegel no trataba de buscar en los personajes trágicos el rostro simbólico de esa cul­pa originaria que habría marcado el porvenir de la huma­nidad. Como era habitual en su proceder, partía aquí de la realidad in fieri y suponía el mundo ético ya dado, e incluso plasmado en instituciones como la familia o la comunidad civil. No por ello dejaba, sin embargo, de vislumbrar, en cada uno de los delitos morales, la esencia misma del pecado por excelencia: la actividad del Espíri­tu. Pero esa cuestión la abordaremos más adelante.

Ha sido frecuente considerar las reflexiones hegelia-nas sobre la Antígona de Sófocles desde el punto de vista exclusivo del conflicto entre familia y sociedad civil. Sin duda esta interpretación es la primera y más transparente por lo que está, de suyo, justificada, y hasta debe tomar­se como punto de partida. Pero, además de esa signifi­cación, las especulaciones de Hegel implican toda una teoría sobre la culpa, el castigo y la responsabilidad moral. Ello es lo que las hace particularmente significati­vas para entender ciertos conceptos psicoanalíticos pos­teriores, como la dualidad principio del placer/principio de la realidad, en cuanto asociada con el espectro fami-har padre/madre, o como la propia noción de inconscien­te, o la culpa entendida como delito cultural, etc.

En las líneas que siguen me propongo exponer el pensamiento de Hegel sobre la tragedia, tal y como se desarrolla en la Fenomenología del Espíritu, con el fin de averiguar, después, hasta qué punto las consideraciones hegelianas guardan relación con los conceptos psicoana­líticos. Examinaré, antes que nada, la distinción entre «ley de la familia»/«ley de la comunidad civil» que Hegel formula en el apartado de la Sittlichkeit. Esa dis­tinción puede, según creo, quedar subsumida en otra más general, acuñada por G. Bueno: la dicotomía Etican Moral. El análisis de esas dualidades axiomáticas arrojará, seguramente, alguna luz sobre la oposición psicoanalítica entre principio del placer/principio de la realidad. Pero, además, intentaré analizar, siquiera de forma breve, el espectro familiar padre/madre, tal y como Freud lo ha configurado, y en conexión con los principios normativos a que aluden las dicotomías que acabo de enunciar. Fi­nalmente me centraré en el tema de la culpa, donde aparecen especialmente claras las relaciones entre Filoso­fía y Psicoanálisis.

1. Ley subterránea y ley manifiesta

Hegel —como es sabido— vio en la tragedia una ale­goría de los antagonismos que desgarran lo que él llamó

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«La substancia ética». Supuso que la eticidad no es algo simple e indiviso, sino una realidad que, al desarrollarse, queda escindida en dos instancias distintas: de un lado, la llamada «ley subterránea» o «derecho de las sombras»; de otro, la llamada «ley humana» o, también, «la ley de arriba que rige manifiestamente a la luz del sol». La pri­mera de ellas es, según Hegel, la propia voz de la sangre y de la familia —la voz de los penates familiares— presi­dida por la piedad y que dicta los deberes de filia que unen, entre sí, a los consanguíneos.

Philía, en la acepción del término griego, significa, según Vernant (9) precisamente el afecto recíproco entre padres e hijos o entre hermanos y hermanas, en cuanto unidos por la identidad de carne y sangre:

«Le mot phííos, qui a valeur de possessif et corres-pond au latin suus, designe d'abord ce qui est sien, c'est-á-dire pour le parent son proche parent. Aristote, á plu-sieurs reprises et a propos en particulier de la tragedle indique que cette philía repose sur une sorte d'identité entre tous le membres de la famille restreinte. Chaqué parent est pour son parent un alter-ego, un_s_oi-mérne déboublé ou multiplié. En ce sens la philía s'oppose á Yeros, au désir amoureux, qui porte sur un «autre» que soi, autre par le sexe, autre par l'appartenance familiale. Pour les Grecs, fidéles sur ce point á la tradition hésio-dique, le commerce sexuel unit des opposés, non des semblables».

La piedad filial, que une a los miembros de una mis­ma estirpe es, para Hegel, «la ley divina». La presenta como una fuerza subterránea (interior) que, a pesar de que aparentemente descansa tan sólo en la sensibilidad, funda, de todos modos, una relación de naturaleza uni­versal, es decir, un deber. Ese deber se orienta, como «fin positivo peculiar» a «lo singular como tal», i.e., al individuo en calidad de miembro irremplazable del grupo.

En efecto, el código de la ley subterránea hace, se­gún Hegel, de cada uno de los miembros del grupo fa­miliar una individualidad única, un ser singular y nece­sario (10) que guarda con los demás una relación especí­fica y cuya persona resulta insustituible en el corazón de los otros. Por ello, ante esa legalidad, la muerte del fami­liar es el dolor más incomparable y por ello, también, el deber más sagrado del consanguíneo es dar sepultura al muerto, arrebatando su cadáver de esas fuerzas de la naturaleza que borrarían su memoria sin dejar huella (11) y preservando del olvido, al rendir culto al muerto, el recuerdo de aquella su singularidad.

Hegel encarna en Antígona la ley subterránea y di­vina. Ella, inconsolable ante el destino de Polimce, se convertirá en el símbolo mismo de la piedad familiar. El hermano muerto será, a sus ojos, una pura individuali­dad, espejo de la propia, porque entre ellos —dice Hegel— «el momento del sí mismo singular que recono­ce y es reconocido puede afirmar aquí su derecho, pues

se halla vinculado al equilibrio de la sangre y a la rela­ción exenta de apetencia. Por eso, la pérdida del herma­no es irreparable para la hermana, y su deber hacia él, el más alto de todos» (12).

La ley humana es, por el contrario, identificada por Hegel con las normas de la comunidad civil, las del pue­blo y las de la ciudad. El espíritu de esta ley se hace patente en la costumbre, pero se expresa de forma cons­ciente en el gobierno y en la palabra del gobernante. Se trata —dice Hegel— de una «ley que rige manifiesta a la luz del día» (13) y cuya justificación no está en el indi­viduo —como la de la familia— sino en los intereses ge­nerales de la comunidad, que trascienden siempre el bien particular de cada ciudadano. Creón presenta, en la interpretación hegeliana, las leyes de la ciudad. Es el político, que esgrime su razón de Estado, teñida de seni­lidad, frente al apasionado y juvenil arrebato fraternal de Antígona.

Ante las leyes de la polis, los individuos no tienen, como ante la familia, el valor de seres irremplazables. Los ciudadanos son, para el político, perfectamente sus-tituibles unos por otros. El valor supremo es, ahora, la comunidad, la patria. Con relación a ella el individuo es algo abstracto, sujeto a derechos que concede la justicia y de deberes que exige el bien común. La infracción no conoce, aquí, excepciones y los deberes patrióticos tam­poco las conocen. Ante tales deberes la muerte es un episodio natural y el Estado, a diferencia de la familia, nunca la contempla como el mal absoluto, porque a veces la defensa de la ciudad exige la muerte de los- ciu­dadanos y en ese caso el holocausto por la patria es un tributo necesario y un honor.

, La pugna entre Antígona y Creón, tal y como se desarrolla a lo largo de la tragedia de Sófocles, ha sido interpretada por Vernant como un exponente de los propios conflictos jurídicos que habrían existido en el derecho práctico griego. Observa Vernant que, carecien­do los griegos, a diferencia de los romanos, de la idea de un derecho absoluto, fundado en principios y organizado en un todo coherente, se mostraban, por ello, mucho más sensibles a la coexistencia —no siempre armónica-de legalidades diferentes y superpuestas (14). De ahí, se­gún Vernant, la presencia, en la tragedia clásica de un apretado vocabulario jurídico y de ahí, también, la pre­dilección por temas de crímenes sangrientos. El conflicto entre .Creón y Antígona constituiría, en la interpretación de Vernant (15) el reflejo de la situación antinómica entre la religión privada y familiar, centrada en el hogar doméstico y el culto a los muertos, y la religión pública de los dioses tutelares de la ciudad:

«Entre ees deux domaines de la vie religieuse il y a une constante tensión qui, dans certains cas (ceux-lá mémes que retient la tragedle), peut conduire á un con-flict insoluble.

(9 ) Cf. «OEdipe sans compiexe» en; VERNANT, J. Fierre y VIDAL-NAQUET, R: Mythe et tragédie en Grece ancienne. París, Maspero 1973, p- 89).

(10) cf- He^jel, G.W.F.: Vtnometwlogia del Eipiritu. Tr.: Wenceslao Roces, con Ricardo Guerra. México, F.C.E. 1966, p. 264.

\\\) cf. Hegel; Fenomenología dei Espíritu, op. cir. p; 265.

(12 ) Ibid, p. 259.

(13 ) Ibid. 267

(14 ) cf. «Tensions et ambigüités dans la tragédie grecque». En; Vernant, J.P. y Vidal-Naquet, P. Mythe et tragédie en Grece ancienne, óp. cit. en (9), pp. 2 MO.

(15 ) Ibid., p. 34

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Comme l'observe le choryphée, il est pieux de pieu-sement honorer ses morts, mais á la tete de la cité, le magistral suprérne a le devoir de faire respecter son krátos et la loi qu'il a edictée. Aprés tout, le Socrate du Criton pourra soutenir que la piété, comme la justice, commande d'cbéir aux lois de sa patrie, méme injustes, méme si cett injustice se tourne contra vous et vous con-damne á mort. Car la cité, c'est-á-dire, ses nomoi, est la plus venerable, plus sacrée qu'une mere, qu'un pére et que tous les ancétres ensemble» (16).

Así, la contienda entre dos legalidades igualmente sagradas: la de los valores familiares, ligados a la tradi­ción heroica, y la de los nuevos valores democráticos, surgidos en la polis, presidiría pues, según Vernant, la vida de aquellos griegos para los que Sófocles escribió (17).

Hegel percibió claramente, en la tragedia sofóclea, esa colisión de legalidades diferentes sobre la que nos ilustra Vernant. Pero el análisis hegeliano de «Antígona» se plantea con un alcance todavía más profundo. Puede, sin duda, interpretarse a esta misma luz: como un inten­to de subrayar, certeramente, que todo individuo, siendo a la vez miembro de una familia y habitante de una ciudad, y debiendo simultáneamente venerar a los pena­tes y obedecer a los nomoi, es decir, someterse tanto a las obligaciones familiares como a las civiles, participa de lleno en esa contradicción que hace difícilmente conci­liables esos múltiples deberes. De hecho Creón, como gobernante que hace cumphr la ley general, vulnera la piedad familiar al condenar a Antígona a la muerte; ella, en cambio, obedeciendo a los dictados de la filia, ha infringido sus deberes de ciudadana. Pero esa interpretación, con todo y ser muy verdadera, no agota, sin embargo, el significado de las reflexiones hegelianas; Hegel quiere decirnos mucho más. No son tan sólo la familia y la ciudad, o la joven y el gobernante, los que se enfrentan en la contienda que Hegel nos describe; son, además, lo femenino y lo masculino los elementos que entran eti pugna, y asimismo «el placer del goce» con «la virtud que goza de los frutos de su sacrificio» (18). Y precisamente esos otros ingredientes del desgarramiento ético, tal y como Hegel lo describe, son los que pueden aproximarnos a las relaciones entre la visión hegeiiana y el Psicoanálisis (19).

2. Etica y Moral

El desgarramiento ético de que Hegel nos habla po­dría, seguramente clarificarse mucho más poniéndolo en

(18 ) Hegel: Fenomenología del Espíritu, op. cit. en (10), p, 270.

(19 ) En efecto, la interprecación monocroma de Antígona, encarnando las leyes de la ciudad y de Creón, personificando las de la comunidad es, indudablemente, demasiado simple. A esa interpretación cabría objetar, como le objetó Goethe a Hinrichs -quien, al parecer, en su obra ha esencia de la tragedia antigua, había llevado las tesis hegelianas al extremo de suponer que todo conflicto trágico comportaría una colisión entre la familia y el Estado- las consideraciones siguientes;

«Cierto que todos vivimos en el seno de la familia y el Estado y que no es fácil que nos alcan­ce un sino trágico que, como a miembros de ambos, no nos afecte. Pero podemos muy bien ser personajes trágicos, quedando relegada a segundo término nuestra condición de miembros de la familia y el Estado. Porc]ue lo que determina la tragedia es el conflicto insoluble y éste puede originarse en la contradicción de circunstancias de cualquier orden, siempre que tenga sólida base en la naturaleza y sea genuinamente trágico» (Goethe; «Conversaciones con Ecker-mann». Miércoles 18 de Marzo de 1827).

conexión con la dualidad Etica Moral, tal y como G. Bueno la ha analizado.

Aunque los términos «Etica» y «Moral» suelen pre­sentarse como equivalentes o intercambiables, G. Bueno ha creído poder oponerlos en función de un importante matiz: la consideración o no de la «esfera» (2ü) del cuer­po humano como módulo normativo. Todas aquellas re­glas de conducta que contemplan eJ cuidado del cuerpo (el alimento, las relaciones sexuales, la enfermedad, la muerte, etc..) e implican la convivencia, o incluso la promiscuidad, pertenecerían a un plano axiomático dis­tinto de aquellas otras que presiden situaciones en las que el cuerpo es un componente secundario, accidental o accesorio.

G. Bueno supone, en efecto, que la Etica (tal y como la tradición de Aristóteles, de Spinoza, etc.. la han configurado) remite, más bien, a ese conjunto de normas que «controlan la conducta humana en tanto que está centrada en torno al individuo corpóreo y al grupo (muy limitado) de individuos corpóreos que pueden rodear y acompañar a cada uno de ellos durante su trayectoria» (21).

Las reglas morales, en cambio, lejos de tener al cuerpo como módulo o punto inexcusable de referencia, se relacionarían con otras estructuras más amplias, que desbordan la escala del cuerpo y ante las cuales el indi­viduo aparece, solamente, como una parte o una pieza que podría ser cambiada y reemplazada por otra similar, sin afectar al funcionamiento del conjunto. La considera­ción o no de la corporeidad individual como radio del universo regulativo de la conducta sería, pues, elemento primordial en la programación y en el enjuiciamiento de la vida práctica desde uno u otro planos.

Ahora bien, cuando la presencia del cuerpo define la vida práctica, se vuelven relevantes ciertos ingredien­tes de la subjetividad, tales como el placer y el dolor, las pasiones y la culpa, la enfermedad y la muerte. Esta últinia, sobre todo, adquiere una significación decisiva. Por eso la Etica se ha orientado tradicionalmente hacia la ordenación de la conducta según una racionalidad que no pierde de vista la inevitable y previsible desaparición del cuerpo y que pone siempre a la muerte en el cómputo d.el juego mismo de las pasiones. Es más: la muerte — que supone el aniquilamiento del cuerpo— es el propio límite de la Etica. De ahí que, ante la legalidad ética, el matar o el dejarse morir constituyan el supremo mal y la más grave infracción (22). Los axiomas morales, en contrapartida, al no estar referidos al sujeto corpóreo en cuanto tal, relegan la muerte a la condición de un episo­dio secundario. La muerte estaría, de hecho, prevista por la ley moral «como una de sus operaciones ordinarias — p.e. en la guerra, en el sacrificio heroico o en el castigo capital» (23).

(20 ) Para el concepto de «esfera», Cf G. Bueno; El papel de la filosofía en el conjunlo del saber. Madrid. Ciencia Nueva 1970, pp. 117-119.

(21 ) G. Bueno; La metafísica presocráíica. Madrid, Oviedo, Pentalfa 1974, p. .^59.

(22 ) Ibid.

(23 ) Ibid. pp. 359-360.

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Los principios éticos, frente a los morales, regularían todas aquellas situaciones en las cuales la presencia física del cuerpo propio o del prójimo fuera conditio sine qua non de la conducta. Así, ciertas instituciones, como la fa­milia, o ciertas relaciones, como la amistad (el círculo de los amigos, el Jardín epicúreo, etc.) que exigen la coha­bitación, o al menos, la convivencia y el trato íntimo estarían presididas por normas éticas. Observa G. Bueno que en la Etica a Nicémaco la familia —sostenida por rela­ciones de filia (que son esencialmente asimétricas, por­que atienden a la peculiaridad personal de cada compo­nente del grupo) es reconocida como una estructura ética. En cambio, el Estado —«fundado en relaciones de igualdad, aritmética o geométrica y sostenido por la jus­ticia» (24)— sería, reinterpretando a "Aristóteles, una rea­lidad de tipo moral.

Lo más interesante, sin embargo, con relación a esa duplicidad axiomática, tal y como Bueno la analiza, resi­de en el conflicto dialéctico de valores y contravalores que enfrentarían estos dos diferentes órdenes, por lo demás mutuamente entrelazados. Así -dice Bueno (25)— la sinceridad constituiría una virtud ética, la men­tira una virtud política; la justicia, un valor de tipo moral; el afecto o la piedad (que tienen poco que ver con la justicia) valores de tipo ético. «El conflicto dialéc­tico entre el orden ético y el orden político -observa G. Bueno— se produce en el contexto de la symploké: el sacrificio del hijo en aras de la Patria es el paradigma deí conflicto entre ética y moral. En un cierto estadio de desarrollo histórico, las estructuras éticas sólo son posi­bles gracias a las estructuras políticas, y en el seno de ellas (el llamado «derecho de familia» según el cual la familia aparece como una institución de derecho públi­co), así como las estructuras políticas sólo son posibles gracias a las estructuras éticas (existe la tendencia a defi­nir el Estado^ como una «gran familia» cuyos individuos están vinculados por la caridad, o por el amor —concep­tos éticos o ético-religiosos— bajo un padre común)s>(26).

La symploké entre el orden ético y el orden moral ha sido expresamente vinculada por G. Bueno con la oposición hegeliana entre «Espíritu subjetivo» y «Espíri­tu Objetivo» y, también, con la oposición estoicismo/ epicureismo (Bueno afirma que el epicureismo es una : filosofía ética, frente al estoicismo, al que concibe como una filosofía política o moral (27). Pero sería convenien­te establecer, además, la conexión entre, de un lado, Etica/Moral y, de otro, la distinción hegeliana «derecho de las sombras»/«ley manifiesta». ILa dicotomía entre Éticidad {Siíílichkeií) y Moralidad (MoraUtat), también piresente en la Fenomenología del Espíritu pasa por otras líneas diferentes (28)J

(24 ) Ibid., p. 360

(25 ) Ibid.

(26) Ibid.

(27 ) Ibid.

(28 ) Las relaciones entre Sttlichkeit y Mcralitdt son explicadas por Hegei en la filosofía del Espíritu (tr.: E. Barriobero y Herran. Buenos Aires, Claridad 1969). Las Sttlichkeit sintetiza, dentro del Espíritu Objetivo, el derecho formal abstracto de la persona, (que Hegel determina ^n el derecho de propiedad) y el deber (la Moralidad), en cuanto contradistinto del derecho. Hegel concibe la Sttlichkeit como la virtud que «encuentra su realidad en el espíritu del pueblo» (Ibid. p. 436) y se encama en la costumbre, desplegándose en instituciones como la familia, la sociedad civil y el Estado. Así pues, esta distinción hegeliana no parece establecerse por las mismas líneas divisorias que las divisiones que comentamos.

La conexión entre «derecho de las sombras»/«ley manifiesta» con la dicotomía Etica/Moral no es, sin duda, inmediatamente evidente, pero es de todo punto efecti­va. Porque la familia y el Estado son, en realidad, dos instituciones particulares con las que Hegel, erigiéndolas en paradigmas, ha ejemplificado la existencia de estruc­turas normativas de universal generalidad que envuelven, a título de casos, las normas del grupo familiar y las de la comunidad política. Dichas estructuras normativas se contraponen mutuamente en la consideración o no, como término relevante en el ámbito de la conducta, del cuerpo humano individual. La primera de estas dos lega­lidades —llámese «Etica» o «Ley familiar»— atendería a las necesidades de la corporeidad y tendría, asimismo, presentes las pasiones que configuran la conducta del sujeto. Las razones del corazón, la voz subterránea de la sangre y las exigencias de la sensibilidad cumplirían, aquí, un cometido primordial, cometido que, con toda justeza, habría subrayado el epicureismo. El otro plan­teamiento — el que Bueno llama «Moral»— tendería, en cambio, a considerar el pathos como un epifenómeno, como una realidad apariencial e insignificante que se re­suelve, en realidad, en otras líneas de actuación supra-individuales y suprasubjetivas. El Estoicismo se habría instalado en la perspectiva de las estructuras morales o, en la acepción hegeliana, en la perspectiva del «Espíritu Objetivo». N o se hace, pues, difícil advertir que la duali­dad EticayMoral puede absorber, en gran parte, el conte­nido de la distinción de Hegel.

3. Principio del placer y principio de la realidad

Las consideraciones precedentes nos interesan, sin embargo y ante todo, en la medida en que parece posi­ble encontrar algún tipo de relación entre las dualidades mencionadas y otros conceptos psicoanalíticos afines. Pues bien, aquél de los aspectos de la teoría freudiana que mejor puede ser conectado con las dicotomías hasta aquí expuestas es la distinción, por Freud, de dos gran­des imperativos o axiomas prácticos que regularían la conducta del sujeto psicológico: el principio del placer y el principio de la realidad.

El primero de ellos, tal y como Freud lo concibe, es el resultado de las pulsiones instintivas y se manifiesta de forma general como una apremiante tendencia hacia la felicidad y como una compulsión al goce inmediato y absoluto. El segundo es un transformado del primero a consecuencia, especialmente, de la presión del mundo exterior y, sobre todo, del medio social. Orienta, tam­bién, la conducta a la búsqueda del goce, pero por vías indirectas, con rodeos, con ardides, y para ello se vale de una transformación y reorganización de los instintos y de los valores a ellos asociados.

El principio del placer pertenece al ámbito de lo subjetivo; el principio de la realidad depende, en cam­bio, de otras entidades que son externas, transubjetivas, sociales. Ambos se conciben psicológicamente, i.e., des­de la órbita privada de la economía libidinal del indivi­duo. Será éste, en definitiva, quien, de acuerdo con sus cálculos de placer y dolor, efectúe, en cada caso, la elec­ción de someterse a uno o a otro principios. No obstan-

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te, el principio de la realidad no puede explicarse tan sólo como resultado de esa economía libidinal subjetiva. Para dar cuenta de dicho principio Freud ha apelado, de hecho, a factores extrapsicológicos y suprasubjetivos: a la sociedad y a la cultura como organizaciones objetivas y desligadas (o incluso contrarias y antagónicas) de la feli­cidad individual.

En una primera aproximación parecería, pues, posi­ble señalar una cierta correspondencia entre el principio de la realidad, por una parte, y, por otra, los principios morales (o, en la terminología hegeliana, el «Espíritu Objetivo», la «Ley humana» etc.). Más difícil es, en cambio, apreciar los vínculos del principio del placer con los principios éticos (o con el «Espíritu subjetivo»). Es cierto que la caracterización por Freud del principio del placer como una aspiración general e incoercible a la felicidad coincide con el propio fin que tanto Aristóteles como los estoicos y' epicúreos confirieron a la Etica. Pero esa coincidencia es, a pesar de todo, demasiado vaga, principalmente porque Freud, al margen de cualquier consideración moral, ha definido el principio del placer como algo puramente biológico e instintivo. La Etica clásica se relacionaría, entonces, al parecer, mejor con el principio de la realidad, que no supone ninguna renuncia al goce, antes conlleva siempre una aspiración a él, pero bajo cuyos auspicios la compulsión incondicional al pla­cer se ha transformado en evitación del sufrimiento y en donde se propician ciertos sabios rodeos para alcanzar indirectamente y con demoras, el objeto de la apetencia.

Deberá tenerse en cuenta, no obstante, que el prin­cipio de la realidad es, en sí mismo, vacío y que carece de contenido cuando se lo contempla aisladamente y al margen del principio del placer. Freud no reconoce otro móvil a la conducta que la búsqueda de la satisfacción. Eros y Tanatos —esas dos fuerzas antagónicas en que se desdobla la vida instintiva— sólo son dos manifestaciones del Nirvana (29), i.e., de esa querencia insaciable por la quietud, por el reposo absoluto, no perturbado por nin­guna necesidad. Pero el Nirvana se confunde con el pro­pio principio del placer, pues el placer no es otra cosa que la ausencia de necesidad o deseo.

Se da, entonces, la circunstancia de que entre el principio del placer y el principio de la realidad existe una dialéctica enteramente análoga a la que Hegel ha descrito para el juego de las pasiones en el reino de la eticidad, ya que tampoco la eticidad es, para Hegel, nada al margen del juego de las pasiones. En el Psicoanáhsis se trata de una dialéctica cuyo acicate es la vida pulsional y cuyo paradójico resultado es, precisamente, la cultura con todas sus manifestaciones espirituales. En la Feno­menología del Espíritu, o en la Filosofía de la Historia hegelianas los protagonistas de esa dialéctica son los indi­viduos, movidos por sus designios particulares y por la fuerza de sus pasiones; el resultado es la tranquila quie­tud del mundo ético «cuya pureza no mancha ninguna escisión» (30).

Según la teoría freudiana, los instintos, presididos por el principio del placer e impulsados retroactivamente

hacia el Nirvana (hacia ese hipotético paraíso perdido del reposo inorgánico, no turbado todavía por pulsión algu­na) inaugurarían una actividad encaminada a acallar los deseos. El efecto inopinado de esa actividad sería, sin embargo, la Cultura, esa ingente tarea que los individuos emprenden con la vana ilusión de ver en ella aplacadas sus necesidades y que resulta ser, a la postre, un gran aparato coercitivo que sólo progresa a costa de una cada vez más implacable represión de la vida instintiva. Sería difícil no descubrir, en estas concepciones, la huella hegeliana. Porque Hegel, como se sabe, puso también el motor de la Historia y de la Cultura en el pathos psico­lógico y supo situarse en un plano de consideración des­de el cual las pasiones particulares obran también —y burlando con astucia al que las sufre— en provecho de la comunidad, del Estado y de la Idea, en donde el Espíritu encuentra su realización.

... «el movimiento de la ley humana y de la ley divi­na tiene la expresión de su necesidad en individuos en quienes lo universal aparece como un pathos y la activi­dad del movimiento como un obrar individual que da la apariencia de lo contingente a la necesidad de dicho mo­vimiento» (31).

En este sentido no pueden olvidarse las considera­ciones que en sus Lecciones de Filosofía de la Historia hacía Hegel en torno al héroe y al juego de las pasiones en el escenario de la Historia universal:

«Los grandes hombres de la historia son aquellos cuyos fines particulares encierran lo substancial, que es la voluntad del Espíritu del mundo» (32).

En estos hombres obran el propio interés, la ambi­ción, el deseo de poder y otras pasiones no menos sub­jetivas. Pero...

«... debe llamárseles héroes en tanto que sacan sus fines y su vocación, no simplemente del tranquilo y or­denado transcurso de las cosas, consagrado por el siste­ma que las mantiene estables, sino de un manantial cuyo contenido es recóndito y no ha brotado hasta una exis­tencia actual; del Espíritu interior, que es todavía subte­rráneo, y que aldabonea al mundo exterior como una máscara y la hace estallar, porque él es otra almendra que la de esa cascara» (33).

Esa visión hegeliana del reino de las pasiones como una cascara, como una pura apariencia cuya realidad que­da rota y arrumbada por la eclosión de otra realidad más potente y ajena a la subjetividad está, también, contenida en la Fenomenología del Espíritu. Podríamos decir que el apartado de la Sittlichkeit se encamina, primordialmente, a ofrecer una crítica del pathos, no para negarlo o anate­matizarlo sino, por el contrario, para redimirlo en el marco de sus efectos y de la legalidad en que su obrar se inscribe. Porque los dictados de la pasión están siempre, según Hegel, más allá de la pasión, aunque se alimentan de ella.

(29 ) Cf. Marcusc, H.; Eros y Civilización. Tr.: Juan García Ponce. México: Joaquín Morciz 19S5, Cap. II.

(30 ) Hegel: Venomenotogia del Espíritu, op. cit. en (10), p. 272.

(31 ) Ibid., pp. 280-281

(32 ) Hegel: Filosofía de la Historia. Tr.; José M^ Quinrana Barcelona, Zeuz 1970,

(33 ) Ibid.

p. 57.

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La perspectiva hegeliana según la cual las pasiones de órbita particular encuentran su justificación en el desarrollo del Espíritu universal ha permitido a Hegel, por cierto, configurar una Antígona algo diferente a la de la semblanza de Sófocles. En efecto: de hacer caso a Rodríguez Adrados, la tragedia clásica y, de modo espe­cífico, la tragedia sofóclea, contendría una crítica, e in­cluso una condena del pathos individual (del pathos heroi­co) elaborada desde los nuevos ideales democráticos de la ciudad. Al igual que observaba ya Aristóteles en la Poética (34) observa también Rodríguez Adrados que los personajes de la tragedia son siempre héroes de la leyen­da y de la vida, es decir, hombres insignes que se ofre­cen al espectador ordinario con un aura de dignidad y excelsitud. Pues bien, R. Adrados ha querido^ver en esa superioridad del héroe trágico, en su carácter noble y teñido de majestad, la causa misma de las desgracias que la acción dramática le concita:

«... La falta del héroe no es un añadido maligno a su carácter elevado, sino que nace precisamente de su pro­pia elevación y grandeza, de su propia autoafirmación y su propia fuerza» (35).

Adrados descubre en la tragedia una crítica a los ideales heroicos por parte del ciudadano de la pohs y cree poder ver reflejado en las obras, tanto de Sófocles como de Esquilo, un recelo político-religioso contra esa desmesura que engendra la hybris y contra aquel antiguo ideal aristocrático frente al cual se alza, desde la Atenas democrática, el nuevo valor de \^ sophrosyne (36).

En Hegel, ciertamente, no se percibe semejante recelo en contra de la nobleza heroica. Sin dejar de reconocer que la pasión hace al héroe tanto más expues­to al sufrimiento cuanto más elevados son los fines por los que combate, Hegel se inclina, más bien, a entender ese sufrimiento como la expresión de aquellas fuerzas hostiles contra la individualidad que tejen el desarrollo general del Espíritu. Recordaremos aquí la semblanza que en sus Lecciones de Filosofía de la Historia hacía Hegel de la trayectoria del héroe cultural:

«Si seguimos echando una mirada al destino dé esos individuos de la historia imiversal que tenían vocación de ser los gerentes del espíritu del mundo, veremos que su destino no ha; sido nada dichoso. No gozaron del tran­quilo sosiego, sino que su vida entera fué trabajo y es­fuerzo, y toda su naturaleza consistió tan sólo en su pa­sión» (37).

El pathos, desmesurado de suyo» desencadenaría la respuesta hostil, y todo exceso pagaría su desafuero ello sólo ocurriría para la subjetividad, que es lavúnica que entiende de dolor y placer, de vergüenza y culpa. El Espíritu, despiadado y providente, seguiría incólume su camino de ascenso y esos «penosos sacrificios» no serían, en su hacer, sino otros tantos peldaños necesarios para el

triunfo de la Idea. Por eso mismo, tanto la «petulancia de la juventud» como la severidad estólida del anciano, «muerta ya para el placer y el goce» (38), quedan a los ojos de Hegel, igualmente redimidas. Ambas obedece­rían, sin saberlo, al dictado de leyes que transcienden los fines privados y ambas conducirían a una situación —no prevista por los sujetos particulares, pero sí por el desig­nio del Espíritu— donde la justicia se restablece:

«... la justicia no es una esencia extraña, que se halle en el más allá, ni la realidad, indigna de ella, de mutuos ardides, traiciones, ingratitudes, etc., que a la manera de lo contingente carente de pensamiento ejecutara la sen­tencia como una conexión al margen de todo concepto y una acción o una omisión inconsciente; no, sino que como justicia del derecho humano, que reduce a lo uni­versal el ser para sí que se sale de su equilibrio (...) es el gobierno del pueblo, que es la individualidad presente ante sí de la esencia universal y la voluntad propia y autoconsciente de todos. Pero la justicia que reduce de nuevo a equilibrio a lo universal, cuando se hace dema­siado prepotente sobre lo singular, es asimismo el espíri­tu simple de lo que ha sufrido el desafuero (...) ello mis­mo es la potencia subterránea, y es su Erinia la que se encarga de la venganza; pues su individualidad, su san­gre, pervive en la casa.

(...) El reino ético es, así, en su subsistir, un mundo •inmaculado cuya pureza no mancha ninguna escisión. Y asimismo, su movimiento es un devenir quieto de una de las potencias de él en la otra, de tal manera que cada una de ellas mantiene y produce por sí misma la otra» (39)-

Freud, a diferencia de Hegel, y mucho menos opti­mista en sus concepciones (más cercanas, como se ha dicho a veces, a las de Schopenhauer) entendería el holocausto de los instintos individuales en aras de la Cul­tura y de la Historia como un proceso encaminado, no a coronarse con el restablecimiento de la libertad o de la justicia, sino más bien como un camino progresivo hacia Tañaros, hacia la destrucción (40). No por ello dejan de percibirse, sin embargo, marcadas huellas de la concep­ción hegeliana de la historia en la teoría psicoanalítica.

4. Lo femenino y lo masculino como deberes

Las analogías entre la visión hegeliana y la psicoana­lítica no se detienen, empero, ahí. Cabe, incluso, señalar otros puntos de contacto más precisos y concretos. Se trata, p.e. de la proyección sobre los sexos de los papeles morales. Como es sabido, Freud ha explicado la morali­dad como el resultado de un penoso aprendizaje y de una renuncia a la gratificación instintiva. Tal renuncia sería un resultado diferido, pero esencial, del proceso conocido como «complejo de Edipo». En ese proceso, que se efectúa siempre dentro de lá familia, corresponde siempre a la madre im papel benigno, basado en la sensi­bilidad y sustentado en el principio del placer. El padre o patriarca asume, en cambio, un rol ajeno a lo sensible

<^A ) Aristóteles: Poécíque. París, Les Selles Lectres 1965 (1454 b-8-15).

(35 ) Rodríguez Adrados; Ilustración y Política en la Grecia clásica. Madrid. Rev. de Occidente 1966, p. 345.

(36 ) Ibid. pp. 155-164.

(37 ) Hegel: Filosofía de la Historia., op. cit. en (32), p. 58.

(38 ) Hegel: Fenomenología delEspíHtu, op. cit. en (10), p. 281.

(39) Ibid, pp. 271-272.

(40 ) Cf-, p.e. Freud: El malestar en la cultura , op. cit. en (1), pp. 87-í

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y relacionado con la normadvidad supraindividual. Sus amenazas, sus exigencias, sus expectativas se inspiran en el principio de la realidad.

Pues bien, esa misma duplicidad de papeles morales, en cuanto encarnada en los sexos, es la que atraviesa, como un hilo rojo, todo el análisis hegeliano al que ante­riormente nos referíamos. Hegel, con una magistral pe­netración en la naturaleza de las relaciones familiares, ha puesto de manifiesto que lo biológico tiene siempre, dentro de la institución familiar, un significado genuina-mente ético.

... «ambos sexos se sobreponen a su esencia natural y se presentan en su significación ética, como diversida­des que dividen entre ambos las diferencias en que la substancia ética se da» (41).

El varón, p.e., encarna las funciones civiles y asume, en nombre de todos los miembros de la familia, las nor­mas (morales) de la comunidad en las que encuentra, según Hegel, «su esencia autoconsciente» (42).

La mujer personifica, en cambio, según Hegel, las virtudes familiares (o «éticas») inspiradas en los dictados de la sensibilidad y én las leyes naturales de la genera­ción.

... «Las relaciones de madre y esposa —dice Hegel— tienen la singularidad, en parte como algo natural, perte­neciente al placer y en parte como algo negativo, que sólo ve en ello su propia desaparición» (43).

Obedeciendo a la inclinación biológica y dejándose guiar por la subjetividad, la mujer obra, sin embargo, éticamente y sus acciones en el seno de la familia son la manifestación de un deber y no sólo el resultado de la pasión o de la apetencia. Por eso -dice Hegel - :

... «En la morada de la eticidad no se trata de este marido o de este hijo, sino de un marido o de los hijos en general, y estas relaciones de la mujer no se basan en la sensación, sino en lo universal» (44).

Esta concepción hegeliana de los papeles sexuales en la vida ética de la familia coincide con la de Freud mucho más de lo que pudiera creerse. También Freud ha atribuido al varón las virtudes civiles y políticas, que en­trarían muchas veces en conflicto con el círculo familiar. La mujer, en cambio, permanecería - e n el concepto de Freud— en el centro de la vida afectiva de la familia, y sus intereses no coincidirían con los fines de la vida cul­tural (porque ésta se sustentaría en una renuncia cons­tante a los impulsos biológicos e instintivos), sino con los fines naturales de la reproducción.

Resulta, en este sentido, ilustrativo comparar dos textos: uno de Freud, perteneciente a «El Malestar en la Cultura» y otro de la Fenomenología hegeliana, en los cuales se expresa una gran similitud de concepciones.

respecto al rol femenino en la familia y la comunidad civil. He aquí el texto de Freud:

«Las mujeres representan los intereses de la familia y de la vida sexual; la obra cultural, en cambio se con­vierte cada vez más en tarea masculina, imponiendo a los hombres dificultades crecientes y obligándoles a sublimar sus instintos, sublimación para la que las mujeres están escasamente dotadas. Dado que el hombre no dispone de energía psíquica en cantidades ilimitadas, se ve obli­gado a cumplir sus tareas mediante una adecuada distri­bución de la libido. La parte que consume para fines culturales la sustrae, sobre todo, a la mujer y a la vida sexual; la constante convivencia con otros hombres y su dependencia de las relaciones con éstos, aún llega a sus­traerlo de sus deberes de esposo y padre. La mujer, viéndose, así, relegada a segundo término por las exigen­cias de la cultura, adopta frente a ésta una actitud hostil» (45).

Compárese estas palabras con las de Hegel:

«Mientras la comunidad sólo subsiste mediante el quebrantamiento de la dicha familiar y la disolución en la autoconciencia universal, se crea un enemigo interior en lo que oprime y que es, al mismo tiempo, esencial para ella, en la femeneidad en general. Esta femeneidad. —la eterna ironía de la comunidad— altera por medio de la intriga el fin universal del gobierno en un fin privado, transforma su actividad universal en una obra de este individuo determinado e invierte la propiedad del Esta­do, haciendo de ella el patrimonio y el oropel de la fami-ha» (46).

Indudablemente, Freud ha desarrollado sus tesis en términos puramente psicológicos, mas, si se les reinter-preta a la luz de las Ideas hegelianas, dichas tesis adquie­ren profundidad y vigor. Los episodios familiares que el Psicoanálisis describe se configuran, entonces, en una dimensión ontológica, y las conductas adquieren una sig­nificación moral. El comportamiento femenino, p.e., tomado en sus aspectos más genéricos, deja de aparecer

(41 ) Hegel:

(42 ) Ibid.

(43 ) Ibid. p. 269.

¿f del Espíritu, op. cit., en (10), p. 270.

(44 ) Ibid.

Por cierto que estas paJabras de Hegel redimen a la Antigona de Sófocles de una acusación que, contra uno de sus parlamentos, formuló Goethe. Me refiero a las palabras vertidas por éste en su conversación con Eckermann el Miércoles 21 de Marzo de 1827 (pp. 1330-1351) en las que dice haber encontrado «una mácula» en el texto sofocleo:

«Es aquél en que la hermana, que en el curso de la obra adujo las más plausibles razones para justificar su conducta, poniendo de manifiesto la nobleza de su alma pura, sale, a última hora, cuando ya va a morir, alegando un motivo incongruente y que hasta frisa en lo cómico. Dice Antígona en ese paso que lo que ha hecho por su hermano no lo habría hecho por un hijo suyo, si fuera madre, ni por su marido, de ser casada. "Pues —añade— si se me hubiera muerto un marido, me habría buscado otro, y si se me hubiera muerto un hijo, ya habría tenido otro de mi marido. Mientras que en el caso de mi hermano, no queda ese recurso. No puedo tener otro hermano, porque habiéndose muerto mis padres, nadie hay que me lo pueda engendrar". Tal es, por lo menos, el sentido escueto de ese paso que, puesto en boca de una heroína que se Q%i2. muriendo, destruye el ambiente trágico y a mí me parece, además, harto alambicado y de puro artificio dialéctico» (pp. I330-133I).

Hegel, ante el mismo pasaje de la tragedia de Sófocles no se extrañó ni escandalizó, antes bien, supo leer en sus líneas el reconocimiento de una verdad: la de que la mujer, en los papeles de esposa y madre, asume la función de un deber universal que no la obliga, sin embargo, en cuanto hermana. En calidad de hermana, la joven posee su individualidad de modo íntegro, como ia posee, también, el hermano varón. La relación con el marido y con los hijos exige, en cambio, una cierta renuncia a su libre individualidad, porque, como dice Hegel: «en tanto en ese comportamiento de la mujer se mezcla la singularidad su eticidad no es pura {fenomenología p. 269). De ahí que la joven que, ajena a toda determinación, se compara con el hermano, aprecie en él ese equilibrio de la fraternidad (esa «relación exenta de apetencia») que los equi­para. (Adviértase que Hegel Q^XS. constatando una realidad de hecho: las funciones femeninas tal y como están dadas en la propia realidad social de su tiempo, que no es, por lo demás, muy diferente de la nuestra. Pero Hegel, en todo caso, no incorpora - n i tendría por qué incorpo­r a r - ninguna reivindicación feminista).

(45 ) Freud: El malestar en la cultura {op. cit. en (1), p. 46j

(46 ) Hegel: Fenomenologá del Espíritu (op. cit. en {10), p. 281).

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como el simple resultado de condicionamientos biológi­cos, psíquicos (la incapacidad para la sublimación, etc.) o incluso sociológicos y se perfila con la dignidad de un deber ético. Y lo mismo ocurre con el comportamiento del varón. Su entrega a la obra cultural, más que resul­tado de su preeminencia física o intelectiva, se explicaría como resultado de las exigencias del «Espíritu objetivo» así como de la propia diversidad de papeles que la etici-dad exige en el seno de una comunidad compleja.

5. La culpa

Cuando se aborda, desde la misma óptica de las Ideas, el tema de la culpa, ocurre algo semejante. Se di­ría que los diferentes hitos que jalonan el delito primiti­vo, tal y como Freud lo ha descrito (el asesinato del padre, la abolición transitoria del tabú del incesto, la lu­cha fratricida entre los hermanos, la reinstauración de las normas paternas y el nacimiento consiguiente de las pri­meras normas jurídico-sociales) han sido recorridos por Hegel en la Fenomenología desde una perspectiva genui-namente ontológica, si bien no de un modo lineal (histó­rico o de historia ficción, como ocurre en el psicoanáli­sis) sino separadamente, y a través del examen de varios paradigmas trágicos diferentes.

Hegel ha contemplado, en efecto, el crimen de Edipo —en su doble versión de asesinato y de incesto—, pero ha considerado también, a propósito de la rivalidad entre Eteocles y Polinice, el delito de la guerra fratricida, y ha abordado, además, el tema del delito cultural, to­mando como pretexto la desobediencia de Antígona.

A través del análisis de esas infracciones, Hegel plantea tres importantes problemas con relación a la culpa: el de su naturaleza, i.e., el de la esencia del mal frente al bien moral; el de la responsabilidad en el delito — cuestión que se relaciona con la del destino, así como con el tema del inconsciente— y, por fin, el de las duali­dades deber/placer, o bien, felicidad/virtud. Sólo exami­naremos la primera de estas cuestiones.

El tema de la naturaleza de la culpa lo enfoca Hegel desde presupuestos sumamente abstractos, que se ali­nean dentro de una tradición en la que el pecado se in­terpreta, de un lado, como algo negativo, es decir, como una perturbación, como una limitación y, de otro, como algo positivo, i.e., como una afirmación de la libertad humana y del obrar consciente. Ambos aspectos de la culpa fueron ya entrevistos por la tradición cristiana y escolástica, de la que Hegel es, ciertamente, deudor. Pero el tratarniento que estas cuestiones recibirá en la Fenomenomenologta del Espíritu transformará los postula­dos teológicos que las presidían en otros nuevos que anuncian claramente el humanismo existencialista de Kierkegaard y el Psicoanálisis freudiano.

Hegel ha dado al tema de la naturaleza de la culpa un alcance absolutamente general. Sea cual fuere el con­tenido de la infracción —la desobediencia a las leyes del gobernante, el atentado contra la propiedad familiar, la lucha a muerte de los hermanos o el asesinato del padre y el incesto- el delito supone siempre, para Hegel, y

formalmente considerado, una afirmación de la voluntad de obrar y, por lo tanto, un acto de rebeldía. La esencia de todo pecado radica pues, en lo que tiene de autoafir-mación de la conciencia (47) y en lo que conlleva de actividad autónoma, de decisión, de determinación.

«La autoconciencia -dice Hegel - se convierte por la acción en culpa. Pues la culpa es su obrar y el obrar su esencia más propia (...); sólo es inocente el no obrar, como el ser de una piedra, pero no lo es rii siquiera el ser de un niño» (48).

El obrar es, de suyo, culpable porque determina y niega, al efectuarse, las posibilidades infinitas, antes abiertas («la decisión es en sí lo negativo» (49); porque es, en suma, finito». (Como diría más tarde Kierkegaard, el pecado es una negación porque cancela ese abismo, abierto de posibilidades que configuran el espectro de la angustia (50).

La formulación metafísica que ha dado Hegel a estos planteamientos enmascara, en parte, su significación: la actuación y el obrar serían, según ello, culpables porque rompen la quietud del ser, destruyen la perfecta inmovi­lidad de la esencia e introducen en ella el cambio y el devenir:

«Lo que obra no puede negar el crimen y su culpa: el hecho consiste en poner en movimiento lo inmóvil, en hacer que brote lo que de momento se halla encerrado solamente en la posibilidad» (51)

Pero cuando se considera que el propio Freud ha presentado la vida como una especie de infracción contra el reposo inorgánico, la ha caracterizado como un acci­dente que vino a perturbar la quietud de lo inerte, y ha llegado a subordinar a ello el propio maiestar_cultural, ja infelicidad del hombre y la quiebra de su vida instintiva, los planteamientos hegefiaños adquieren, cuanto menos, una significación actual.

La culpa no es, sin embargo, ante la mirada hegelia-na, algo puramente negativo. Hegel —como también Kierkegaard, Nietzsche y el propio Freud— han subraya­do en la culpa la positividad de la acción, en cuanto que emana de una conciencia que se autofirma obrando. De ahí que el pecado, aunque conlleve la pérdida de la ino­cencia y acarree el advenimiento del castigo, sea, con todo, la condición misma de la individualidad humana

(47 ) También para Hólderlin el delito trágico tiene el sentido de un aero blasfemo, por cuanto que supone la reivindicación de la libertad del alma y la defensa de la independencia espiritual humana frente a la voluntad de los dioses. Así, en sus «Notas sobre Antígona» dice Hólderlin:

«Sin duda el más alto rasgo de Antígona. La blasfemia sublime, en cuanto que la sagrada locura es la más alta presencia del hombre y es aquí más alma que lenguaje, excede a todas las demás manifestaciones de ella; y es también necesario hablar así de la belleza, en superlativo, porque la actitud, entre otras cosas, reposa también en lo superlativo del espíritu humano y de la vir­tuosidad heroica.

Es un gran recurso del alma que trabaja en secreto el que, al punto de la más alta conciencia, rehuya la conciencia y, antes de que el dios presente se apodere efectivamente del alma, ella le haga frente con palabra audaz, a menudo incluso blasfema, y así mantenga la sagrada posibili­dad viviente del espíritu» (Hólderlin: Ensayos, op. cit. en (4), p, 146).

(48 ) Hegel: Fenomenología áélEsptritu, op. cit. en (10), p. 276

(49 ) Ibid., p. 277

(50 ) Cf. Kierkegaard, S.: El concepto de la Angustia. Tt.: Demetrio G. Ribero. Madrid, Guada­rrama, 1965, pp. 122-12.?.

(51 ) Hegel: Fenomenología del Espíritu., op. cit. en (10), p. 277

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pues, como dice Kierkegaard: «el concepto de pecado y de culpa pone cabalmente al individuo en cuanto indivi­duo» (52).

Así, p.e., Freud ha subordinado, en la ontogénesis, la constitución del super-ego o yo-ideal, fuente de la individualidad espiritual, a la superación ordinaria del complejo de Edipo y, por consiguiente, a la adquisición del sentimiento de culpa. Hegel, a su vez, ha presentado la desobediencia de Antígona como una reivindicación de la individualidad espiritual en la persona del hermano muerto:

«La consanguinidad viene, pues, a completar el mo­vimiento natural abstracto añadiendo a él el movimiento de la conciencia, interrumpiendo la obra de la naturaleza y arrancando de la destrucción a los consanguíneos o, mejor, porque la destrucción, su convertirse en ser puro^ es necesario, es por lo que asume el acto de la destruc­ción. De este modo acaece que también el ser muerto, el ser universal, devenga algo que ha retornado a sí mismo, un ser para sí, o que la pura singularidad, carente de fuerza, sea elevada a individualidad universal» (5 3).

Y Kierkegaard reconocerá, todavía más expresamen­te, que la culpa y el delito son la condición de la vida de la conciencia:

«La culpa tiene a los ojos del espíritu ese poder de encantamiento que es tan característico de la mirada de la serpiente. En este punto está la verdad parcial de la concepción de los carpocracianos, según los cuales sólo se alcanza la perfección a través del pecado» (54).

Naturalmente, estas concepciones de la culpa no se refieren exclusivamente al delito del individuo, sino tam­bién y sobre todo al mitológico delito de la humanidad: al pecado original. Es cierto que cada uno de los tres autores citados ofrece una versión diferente del conteni­do posible de aquella infracción primitiva. Kierkegaard se limita a aludir a esa misteriosa distinción entre el bien y el mal que surgió - ta l y como relata la Biblia- tras probar el fruto del árbol prohibido. «Ninguna ciencia puede explicar cómo sucedió tal cosa» - d i c e - (55).

Freud —como observa Marcuse (56)— «no nos lleva a la imagen de un paraíso que el hombre ha perdido por su pecado contra Dios, sino a la dominación del hombre por el hombre establecida por un padre déspota y terre­nal y perpetuada por la fracasada e incompleta rebelión contra él. El «pecado original» fué contra el hombre». Y, por su parte, Hegel, aunque no se refiere sino tácita­mente a ese pecado legendario, parece significarlo con el delito de Antígona, puesto que ese delito consiste en el culto a los muertos, rito que tantas veces se ha aducido como criterio de tránsito desde la vida animal o el salva­jismo a la vida civilizada.

Cualquiera que haya sido, sin embargo, el contenido preciso conferido a ese delito primitivo, lo cierto es que los tres autores citados convienen, de un modo u otro, en situar en él el nacimiento de la cultura y de la Histo­ria. El que la infracción haya consistido en un asesinato colectivo (Freud), en la pérdida de la inocencia moral (Kierkegaard) o en el acto de sustraer los cadáveres al olvido natural (Hegel) es un dato secundario; lo que priva e importa es la forma misma de ese delito (la deso­bediencia sacrilega), así como sus consecuencias genera­les, a saber: la configuración del individuo como con­ciencia independiente frente a la autoridad (la autoridad divina, la del padre de la horda o la del gobernante) y la necesidad de enfrentarse,, a partir de ese momento, con la penosa tarea de la construcción cultural, y de la libre elección de valores.

Por supuesto que la virtualidad de estas interpreta­ciones (tan mitológicas, por cierto, como el propio mito judeo-cristiano en que se inspiran) no radica en su capa­cidad explicativa (en lo que se refiere, p.e., a la historia del género humano). Su interés descansa, sobre todo, en haber sabido afrontar el destino del hombre como si se tratara del de un héroe trágico —Edipo, Antígona, etc.— cuyo delito se inscribe en la necesidad. Pero esa necesi­dad no es, ahora, la voluntad incomprensible de los dioses, sino la propia opacidad de la conciencia humana, la inconmensurabilidad entre el saber y el no saber (57) o la coincidencia entre el deber y la pasión (58).

«Al abolir la fatalidad antigua -dice J.M. Dome-nach— al invertir, en cierto modo, las posiciones recípro­cas del hombre y de Dios, el cristianismo hubiese anula­do lo trágico si éste hubiese tenido como única dimen­sión el duelo entre los héroes de la tierra y las potencias del cielo. Ahora bien, las fatalidades resurgen de la acción humana (...). Toda acción, todo proyecto ratifica un valor; la libre elección no se encuentra nunca entre las posibilidades neutras o cerradas, sino que incluye una visión del hombre, una opción para la humanidad (...). Lo trágico nace debido a que la reconciliación del héroe con su pasión, su carácter, su nacimiento —su muerte— o incluso su felicidad, se paga con un transtorno en el cielo o en la tierra, con un desorden a menudo superior al orden que acaba de establecerse (...). El héroe trágico, impulsado o no por los dioses, nos revela, en cuanto actúa, esa incompatibilidad originaria entre los valores, tanto más claramente cuanto que es hombre de un obje­tivo único y se identifica con una pasión exclusiva. Esa es la feroz ley de la acción humana, puesta al desnudo por la tragedia» (59)

(52 ) Kierkegaard: El coruepto de hi At¡y,uitia. op. cir. en (50), p. 184.

(55 ) He.i;e!. Fsriomerioloí^ía del Espíritu, op. cit. eti (10), p. 266.

(54 ) Kierkegaard; El concepto de la Afi^uitici. op. cit. en (50), p. 19.S.

(55 ) [bid. p. 147.

(56 ) Marcuse, H: £mi y citilización. op. cic. en (29), p. ^.í.

(57 ) Cf. Hegel: Fcriumeirolü^^íi del Espíritu, op. cir. en {10), p. 42".

(58) Ibid., pp. 2 - > 2 " 4 .

(59 ) Jean Marie Domenacli: El rttonn, de lo trd^^ico. Tr.: R Gil Novales. Barcek)na. Península, 1969.

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ARTÍCULOS

EL MITO DE LA NEUTRALIDAD DE LA CIENCLA.

LA RESPONSABILIDAD DEL CIENTÍFICO Y EL TÉCNICO*

MIGUELA. QUINTANILLA Salamanca

1 problema de la responsabilidad moral de los científicos ha ido adquiriendo una im­portancia extraordinaria y creciente desde la segunda guerra mundial hasta nuestros días. El fenómeno tiene quizá sus oríge­nes en la traumática experiencia que toda

una generación de científicos tuvo que sufrir con motivo de su intervención en la creación de armamento. A par­tir de entonces, el desarrollo industrial acelerado, en el que la ciencia ha intervenido de forma planificada y di­recta, ha servido para poner de relieve, cada vez más cla­ramente, tanto el carácter global e inevitable que tiene la influencia de la ciencia sobre la sociedad, como el paula­tino cambio de naturaleza que la investigación científica y técnica ha ido experimentando como resultado de su intervención en el proceso productivo. Paralelamente a estas transformaciones, también el planteamiento del problema de la responsabilidad moral del científico ha ido sufriendo un deplazamiento desde posiciones próxi­mas a una ética de la responsabilidad individual ante las desastrosas consecuencias potenciales de la aplicación de los resultados de la ciencia, hasta las posiciones actua­les de algunos sectores de comunidad científica (un ejemplo sintomático puede ser Levi-Leblod 1975) que tienen más que ver con una toma de conciencia colectiva y política sobre el carácter de la ciencia y de los científi­cos en el conjunto de la sociedad.

Es corriente describir esta crisis moral de la ciencia aproximadamente en estos términos: el ritmo de creci­miento de la ciencia y la técnica —se dice— ha produci­do un desfase entre nuestras capacidades de conocimien-

(*) Leído en ik I Semana de Filosofía de la Ciencia, Escuela Superior de Ingenieros industria­les. Barcelona. Diciembre de i9'*6.

to y control de la realidad, por una parte, y los princi­pios morales (y políticos) que deben guiarnos en nuestras actuaciones, por otra. En consecuencia se hace necesaria una especie de reforma moral (y una nueva po­lítica) para los tiempos nuevos. Quizá tanto este diagnós­tico de la situación, como la terapia que se propone sigan siendo válidos todavía en lo fundamental; pero, en todo caso, ambos resultan extremadamente imprecisos y olvidan un dato decisivo: que la propia ciencia constituye una parte importante de esa misma cultura que se quiere reformar en sus aspectos morales o políticos. La situa­ción no mejora cuando el análisis de la crisis moral de nuestra civilización «científica» se hace utilizando las ca­tegorías del materialismo histórico en términos de desfase o contradicción entre fuerzas productivas y re­laciones de producción, o entre la base y la superestruc­tura de una formación social como la nuestra. También aquí el planteamiento resulta excesivamente global (cf Bueno, 1971). Así pues, hay que ser más preciso y seña­lar aquellos aspectos de la cultura o, si se prefiere, de las relaciones sociales que hay que revisar. Más aún, lo más probable —al menos esta es mi opinión— es que previa­mente a todo eso haya que empezar revisando la propia autoconcepción de la ciencia. Dicho de otra manera: pienso que, aunque el desfase entre la moral y la ciencia (por atenernos al planteamiento tradicional), sea eviden­te, no es sin embargo el más importante. El desfase fun­damental residirá, por el contrario, entre la realidad ins­titucional de la ciencia y las concepciones filosóficas que sobre ella seguimos manteniendo.

En resumen: para pasar de la investigación científi­ca a la responsabilidad moral del científico se necesita una teoría de la investigación científica o, si se quiere, una filosofía de la ciencia. Mi tesis es que, si se toma en serio la transformación que para la ciencia está suponien-

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do su inserción en el proceso productivo, entonces nues­tra revisión de los conceptos básicos de la teoría de la ciencia debe ir más allá de la simple superposición de cier­tas consideraciones morales o políticas a una epistemolo­gía que se mantiene en lo fundamental idéntica a la epis­temología tradicional de corte idealista.

En esta revisión el tema de la neutralidad de la cien­cia ocupará un lugar central, aunque, como veremos, no es fácil someterlo a discusión independientemente de otros temas de la filosofía de la ciencia, concretamente, de las ideas de autonomía y objetividad o carácter pro­gresivo de ésta.

Antes de seguir adelante, conviene que hagamos dos acotaciones a nuestro tema. La primera consiste en ad­vertir que aquí nos ocupamos solamente de la pretensión de neutralidad en sentido moral, dejando de lado otras cuestiones que, sin embargo, están muy relacionadas con ésta, como son las del compromiso ontológico o axioló-gico en general de la ciencia (cf M.A. Quintanilla 1976). La segunda se refiere a que aquí prescindimos de las modalidades que históricamente haya podido presen­tar este problema, limitándonos a discutir la idea de la neutralidad de la ciencia en el contexto actual. Y aún dentro de este contexto, nos fijaremos solamente en dos opciones que nos parecen representativas aunque, tal como las expondremos, no tendrán más remedio que ser caricaturas de las correspondientes teorías de la ciencia. Nos referimos a ellas con los nombres de «Teoría tradi­cional» y «Teoría histórico-sociológica». La primera se puede considerar representada en buena medida por la filosofía de la ciencia de corte popperiano «ortodoxo». La segunda por los teóricos de la revolución científico-técnica en especial Bernal (1939) y Richta (1971).

Por lo que respecta a nuestro tema, una buena for­ma de analizar la estructura de las dos opciones consiste en poner de manifiesto la distinción fundamental sobre la que se articulan.

Pues bien, lo que llamamos teoría tradicional se arti­cula sobre la distinción entre investigación científica y aplicación tecnológica de los resultados de tal investiga­ción. Y las tesis que le podemos atribuir son las siguien­tes:

1) La investigación científica es una empresa con va­lor intrínseco, cuyo objetivo es el descubrimiento de la verdad, para lo cual se guía por normas metodológicas (algunas de las cuales tiene carácter moral, como por ejemplo la sinceridad, la actitud crítica, el respeto a la tradición científica, a las opiniones adversas, etc.) que se justifican en función de su adecuación para el objetivo propuesto.

2) Los resultados de la investigación son, por lo tanto, también valiosos respecto al objetivo general de la ciencia, pero neutrales respecto a los criterios externos de tipo moral. Por consiguiente se puede hacer un uso bueno o malo de ellos.

3) El problema moral del científico tiene, pues, dos dimensiones: por una parte su primera obligación es ate­nerse a las normas del método científico y cumplir con

las exigencias morales que éstas plantean. Por otra parte, el científico es un ciudadano como otro cualquiera, pero especialmente cualificado para conocer los efectos posi­bles de la utilización de la ciencia y, en esa medida, tiene también una responsabilidad moral de informar a los de­más y de criticar el posible mal uso que se haga de ella. (Popper 1970).

A diferencia de este planteamiento que llamamos tradicional, el de la teoría histórico-sociológica parte de una distinción básica diferente: no se acepta la separa­ción entre investigación científica y aplicación tecnológi­ca porque se considera, con buen criterio, que en la ac­tual sociedad industrial, ambos procesos van unidos. Pero el papel que cumplía en la teoría tradicional la se­paración entre investigación científica y aplicación tecno­lógica de la ciencia, lo pasa a desempeñar ahora una dis­tinción entre la realidad de la investigación científico-téc­nica en si misma considerada y la realidad de las condicio­nes sociales concretas en que aquí y ahora se halla inmersa. A partir de aquí se establecen los siguientes principios:

1) La ciencia-técnica es en si misma un valor positi­vo en función no sólo de su servicio al objetivo general del descubrimiento de la verdad, sino también en función de que, gracias a este conocimiento verdadero que la ciencia proporciona, se puede liberar a la huma­nidad de sus necesidades materiales.

2) Los resultados de la ciencia son, por lo tanto, también en sí mismos valiosos respecto al doble objetivo general de la ciencia, pero moralmente son neutrales, es decir pueden de hecho utilizarse para liberar a la huma­nidad o para oprimirla. Y esto sucederá en un sentido o en otro según el contexto social en que se encuentre inserta la ciencia.

3) Por consiguiente la responsabilidad moral del científico tiene también un doble componente. Po" ^'^^ parte debe cumplir, como en el caso anterior, con las normas del método científico. Pero, por otra parte, debe intentar liberar a la ciencia de las constricciones que ac­tualmente sufre, debidas al sistema social al que sirve, es decir debe comprometerse en el cambio a una sociedad diferente en que la finalidad de la ciencia —su servicio a las necesidades de la humanidad sin limitaciones de inte­reses particulares— pueda ser plenamente cumplida. Este compromiso moral es ya un verdadero programa de in­tervención política que podría concretarse como una alianza de los científicos con las fuerzas progresivas de la sociedad y, en particular, con la clase obrera que es la única que garantiza con su liberación la libertad de todos y, por lo tanto, también de la ciencia.

Creo que están bastante claras las diferencias entre una concepción y otra por lo que se refiere al problema de la responsabilidad moral y política de los científicos. También hay diferencias básicas respecto al marco gene­ral en que se plantea el problema. Lo que me interesa resaltar, sin embargo, es lo que tienen en común:

1) Respecto al problema concreto de la responsabi­lidad moral existe, bajo las evidentes diferencias de plan­teamiento, un aspecto común: la presencia de una doble dimensión en lo que podríamos llamar el código moral

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de los científicos y la ausencia de ardculación suficiente en ambas dimensiones. Es decir, en los dos casos se exi­ge, por una parte, h. fidelidad al método científico que es la garantía de que se cumpla el objetivo general de la cien­cia; descubrir la verdad; por otra parte hay un compromiso derivado que, en iin caso, se refiere a la utilización de cada uno de los resultados de la ciencia, en el otro, de forma global, a la inserción de la investigación científico-técnica en su contexto social.

2) Esta doble articulación del código moral de los científicos es posible gracias a que en ambos casos se mantiene una idea común respecto a la ciencia (o a la ciencia-técnica) en sí misma considerada: su carácter valio­so tal como queda definida por una metodología que no se pone en cuestión y que se supone independiente de la aplicación de la ciencia en un caso, o de su inserción en un contexto social, en otro.

Estos elementos comunes son los que realmente nos preocupan. En primer lugar porque significan el mante­nimiento de la desconexión de hecho entre la moral del científico en cuanto científico dedicado al descubrimien­to de la verdad, y la moral del científico en cuanto ciuda­dano (preocupado en un caso por la utilización de la ciencia y, en otro, por el problema más radical de la in­serción de ésta en una sociedad injusta). En segundo lu­gar porque ese supuesto común, que podríamos calificar como presupuesto del valor absoluto de la investigación cien­tífica, sólo se puede mantener, en la teoría tradicional, gracias a que se considera la investigación científica co­mo algo al margen de su realidad social y sus aplicacio­nes tecnológicas, cosa que no nos parece realista. Y en la segunda teoría, en la que se tiene en cuenta estos as­pectos institucionales de la ciencia, el supuesto en cues­tión sólo se puede mantener a costa de la coherencia, como un residuo de una teoría de la ciencia que no ha sido revisada con suficiente profundidad.

Nuestro propósito será, pues, realizar esta revisión de lo que llamamos el valor absoluto de la investigación científico-técnica con vistas al replanteamiento del pro­blema de la responsabilidad moral o política de los cien­tíficos de manera que podamos situar este problema en el núcleo mismo de la investigación científico-técnica y no en cuestiones externas a ella.

Como veremos, nuestra propuesta implicará, en últi­mo término, interiorizar en la ciencia lo que generalmen­te se considera externo a ella. Esperamos mostrar que esta simple operación tiene repercusiones en el plantea­miento del problema de la moral o la política de los científicos.

El punto central de nuestra argumentación es el si­guiente: si se acepta la caracterización de la ciencia como algo inseparable de la técnica y del proceso productivo, entonces la ciencia en sí misma considerada no es neutral, sino que implica opciones de tipo, en último término, moral. Por consiguiente no bastará con añadir a las nor­mas del método científico un código moral que regule las relaciones del científico con la sociedad, sino que ha­brá que replantearse el propio significado de las normas metodológicas teniendo en cuenta esta realidad social de la ciencia.

rara nevar a caoo nuestra tarea nos centraremos en dos puntos: el problema de la autonomía del desarrollo científico, es decir, de cómo el poder interviene en la génesis de las teorías científicas; y el problema de la obje­tividad de la ciencia, es decir, de cómo el poder intervie­ne en la evaluación de las teorías o programas de investi­gación científica.

Respecto al primer punto se hace necesaria una re­visión de los esquemas de relación entre la investigación científica y la aplicación tecnológica teniendo en cuenta la inserción de la investigación en el proceso productivo.

El esquema clásico de la relación entre investigación científica y aplicación tecnológica es el siguiente: partien­do de un problema teórico determinado (suscitado gene­ralmente por la presencia de un acontecimiento A) se intenta construir una teoría T que ponga en relación una serie de circunstancias C con el acontecimiento A de forma que éste quede explicado como resultado de aque­llas circunstancias si la teoría es verdadera.

La aplicación tecnológica parte, por el contrario, de un objetivo (o acontecimiento A) que hay que conseguir, y de unas teorías ya dadas T; la tarea consiste en descu­brir las condiciones o circunstancias C que, en virtud de las previsiones de las teorías T, permitirán conseguir el objetivo A.

Desde esta perspectiva está claro que, mientras el poder externo a la ciencia determina en la tecnología el objetivo A que hay que alcanzar, en la investigación científica pura no interviene para nada.

Una primera forma de articular la investigación cien­tífica con la aplicación tecnológica en el proceso produc­tivo quedaría reflejada por una leve modificación de los esquemas anteriores para hacerlos compatibles con los presupuestos de la teoría histórico-sociológica: de acuer­do con ella también la investigación científica pura en­cuentra su objetivo (la explicación del acontecimiento A) determinado en gran parte por poderes externos a la ciencia (en la medida, por ejemplo, en la que se finan­cian las investigaciones dedicadas a un tema determinado y no otras, etc.).

Por lo demás ambos esquemas seguirían siendo váli­dos. Concretamente la búsqueda de unas teorías u otras y la opción entre ellas es una empresa enteramente libre, regulada tan sólo por los cánones de la objetividad y del servicio a la verdad.

Pues bien, precisamente este último supuesto es el que nos parece insostenible. Frente a él pensamos lo si­guiente:

1) La intervención del poder «externo» a la investi­gación científica no se limita solamente a señalar los ob­jetivos de la investigación. De una u otra forma quedan también limitadas las posibilidades de costrucción de teo­rías a través de los más diversos mecanismos, pero fun­damentalmente a través de las restricciones impuestas en la investigación científico-técnica respecto al tipo de condiciones C que al poder le interesa tener en cuenta y, a través de esto, respecto al tipo de teorías T que es po­sible construir (M. A. Quintanilla 1976).

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2) Además el poder «externo» a la ciencia intervie­ne también en la evaluación de teorías o programas de investigación. Para explicar en qué sentido esto tiene lu­gar y cuáles son sus repercusiones debemos hacer algunas advertencias a propósito de la caracterización que en filosofía de la ciencia se hace de un programa de investigación.

La situación se puede resumir de la siguiente mane­ra: Kuhn (1971) ha hecho hincapié en el papel que jue­gan los «paradigmas» en la investigación y el desarrollo científicos, y en el hecho de que no es posible decidir racionalmente entre dos paradigmas opuestos porque son semánticamente inconmensurables. De ahí que las revo­luciones científicas se expliquen por factores externos, sociológicos, aunque Kuhn se refiere fundamentalmente a las relaciones sociales que se establecen en el seno de las propias comunidades científicas. Las propuestas que hace Laicatos (1975) en su metodología de los programas de investigación intenta, por una parte, situar el proble­ma de la evaluación de las hipótesis científicas en un ám­bito más amplio que el de las teorías aisladas, es decir en el ámbito de los programas de investigación, que son unidades complejas en las que él distingue fundamen­talmente un núcleo central, que se considera irrefutable (lo mismo que un paradigma), y unos principios inter­pretativos que sirven para el desarrollo del programa. A diferencia de. Kuhn, sin embargo, piensa que se puede establecer criterios para evaluar un programa de investi­gación e incluso para optar entre un programa y otro. Estos criterios tienen que ver con el carácter progresivo O estancado de un programa. Un programa será progre­sivo si, como dice Lakatos, su desarrollo teórico anticipa el desarrollo empírico, es decir, si permite hacer descu­brimientos no previstos fuera del programa. Si no es así, el programa termina quedando estancado. Lo qué el científico debe hacer, por principio, es potenciar los pro­gramas progresivos (Lakatos, 1975).

El propio Lakatos, sin embargo, tiene conciencia de que con esto no se han resuelto todos los problemas, pues está claro que la decisión sobre el carácter progre­sivo de los programas es función del tiempo, y la meto­dología no puede proponer una norma temporal definiti­va. Por eso, casi sin querer, y a modo de respuesta a algunas de las objecciones recibidas, Lakatos viene a resolver la cuestión en estos términos: a nadie se le pue­de prohibir que se aferré a un programa estancado, de todas las maneras la cuestión —dice él— no sería muy grave, pues en último término las revistas científicas de­jarían de admitir trabajos elaborados por ese señor, y los poderes financieros dejarían de prestarle ayuda para de­sarrollar su programa (Lakatos, 1975).

Esta concesión es más decisiva de lo que quizá Laka­tos pensara al hacerla, pues supone simplemente recono­cer que, también a la hora de evaluar los programas y teoría científicas, los poderes «externos» tienen un papel decisivo en la ciencia. El problema entonces es cómo ha­cer compatible esta intervención del poder con la idea de la racionalidad inherente al desarrollo científico. Para ello será preciso postular como garantizada de antemano una comunidad de criterios de evaluación entre los pro­fesionales de la investigación y los detentadores de los

poderes políticos y económicos. Este postulado puede no parecer gratuito si se parte del supuesto previo de que la investigación científica está regulada exclusivamente por su fecundidad en cuanto a posibilidades de utilización tecnológica de nuestro conocimiento. En ese caso se podría suponer, en efecto, que existen unos criterios fi­jos para medir el rendimiento de los programas de inves­tigación y que estos criterios son compartidos tanto por los científicos como por los detentores del poder «exter­no» a la ciencia.

Pero, si se acepta esto último, se está echando por la borda uno de los puntos más atractivos de las teorías de Kuhn: la cuestión de las diferencias en el significado que los diversos paradigmas confieren a las teorías que en ellos se desarrollan y, por lo tanto, la imposibilidad de comparar dos teorías pertenecientes a dos paradigmas diferentes de acuerdo con un único patrón. Yo no creo que las tesis de Kuhn se puedan sostener en todos sus puntos. Por el contrario creo que es preferible plantear los problemas en términos de programas de investigación comparables. Pero también creo que un programa de in­vestigación tiene sobre las teorías e hipótesis científicas unos efectos similares a los de los paradigmas de Kuhn. Hace variar el significado de los términos y enunciados de las teorías. La solución a la antinomia que de esta ma­nera podría presentarse consiste, me parece, en abando­nar la concepción holística del significado de los térmi­nos científicos.

No podemos detenernos en el análisis de la teoría del significado que subyace a las tesis de Kuhn o Laka­tos. Nos limitaremos a proponer una alternativa inspira­da en Bunge (1975). Según este autor, el significado de una teoría debe descomponerse en los dos elementos clásicos: el sentido y la referencia; pero Bunge define estos conceptos semánticos de forma que tanto el sentido como la referencia de dos teorías son comparables y se puede evaluar, en principio, el grado de su correspon­dencia. Pues bien, si esto es así, las diferencias entre dos programas de investigación pueden presentar matices muy complejos; la situación más común será probable­mente una identidad parcial tanto de sentidos como de referencias. Pero entonces tan inaceptable resulta la idea de que dos programas distintos son semánticamente in­conmensurables (Kuhn) como la de que las diferencias semánticas entre dos programas comparables son metódi­camente irrelevantes. En lugar de adoptar estas posturas extremas, la comparación de teorías o programas debería hacerse teniendo en cuenta, en primer lugar, que los cri­terios para decidir entre ellos son parciales y relativos (es decir sirven para decidir entre partes de las teorías en cuestión, aunque de hecho la decisión afecte al conjunto de la teoría); en segundo lugar que la opción entre dos teorías alternativas afecta por lo general no sólo a cues­tiones metodológicas sino también a cuestiones de senti­do. Dicho de otra manera, cuando, de acuerdo con de­terminado criterio, abandonamos un programa de investi­gación no estamos, por lo general, abandonando simple­mente un trasto inútil sino también la posibilidad de ver el mundo de una manera alternativa. Más aún: si recor­damos que en la investigación científica industrial una teoría no es solamente una forma de ver el mundo, sino también un elemento que interviene en la transforma­ción del mundo y, por lo tanto, en su configuración, en-

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un determinado programa de investigación es, por lo ge­neral, rechazar la posibilidad de un mundo alternativo.

Feyerabend (1963) ha propuesto su famoso princi­pio de proliferación de teorías. Parece claro que lo que estamos aquí apuntando tiene bastante que ver con ello. Pero no pretendo que sea lo mismo. De Feyerabend re­cogemos algo básico: la conciencia de que la investiga­ción científica es también una forma de dar sentido al mundo, y de que caben, o deberían caber, en principio muchos sentidos alternativos. A ello añadimos sin em­bargo un elemento que consideramos importante: dada la vinculación de la ciencia a la producción, la configura­ción de sentidos alternativos se traduce en la construc­ción de mundos alternativos. Y aquí nos separamos de Feyerabend. Pues precisamente porque cada opción en la ciencia supone im paso de no retorno que va a condicio­nar los pasos siguientes, el problema de las alternativas entre teorías no se puede reducir sólo al momento de su propuesta y de su invención. Es preciso atender sobre todo al momento de la opción necesaria entre una u otra. Diríamos, para resumir, que estamos de acuerdo con Feyerabend en la importancia de la proliferación de alternativas, pero que el problema decisivo, una vez aceptado lo anterior como desiderátum, sigue siendo el del control de las decisiones a favor de una u otra de las diversas alternativas.

Podemos terminar entonces con unas breves re­flexiones sobre el significado que la anterior discusión puede tener para el tema de lá neutralidad de la ciencia, y por consiguiente, de la responsabilidad de los científi­cos.

En primer lugar está claro que debemos renunciar al cómodo consuelo o ilusión de que la ciencia, en sí mis­ma, tiene una autonomía y un valor garantizados pese a las malas aplicaciones que circunstancialmente se hagan de ella o pese a su inserción histórica en una sociedad injusta. Frente a esto, debemos tomar conciencia de que el desarrollo científico es un proceso imparable de com­promiso con una forma determinada no sólo de ver, sino también de organizar el mundo. Cada opción inherente a un programa de investigación es una opción irreversible en gran parte para el futuro. A este nivel, por lo menos, no cabe hablar de neutralidad. Pero es muy importante, porque, si a este nivel no se puede ser neutral, ai otro nivel, el de los resultados efectivaniente obtenidos en una investigación, la cuestión de la neutralidad y la res­ponsabilidad, aún sin dejar de subsistir, deja de tener una importancia fundamental. Y algo similar sucede con la cuestión de la inserción de la investigación científica en una formación social de un tipo u otro: no podemos olvidar que, para plantearla correctamente, resulta deci­sivo tener en cuenta que, aunque lo que nos interese, por ejemplo, sea llegar al socialismo, también tenemos interés en que esta llegada no se haga en un mundo pre­viamente destrozado por la ciencia que se hizo bajo el capitalismo. A modo de resumen: la responsabilidad del científico ante la sociedad no se juega sólo fxiera de la ciencia ni al final de la investigación, se juega minuto a minuto en la elaboración y evaluación de los programas de investigación y las teorías.

La cuestión de como esta manera de entender el problema debe incidir en las forma concretas de compro­miso político de los científicos es algo que no podemos determinar aquí. Para hacerlo habría que tomar en cuen­ta otras variables que hemos dejado de lado: concreta­mente la del carácter de trabajadores asalariados que van adquiriendo los científicos una vez insertos en él proceso productivo; y muy concretamente la imposibilidad de ejercer esa responsabilidad social de que hablaremos en el seno de determinadas comunidades científicas. Pero hay algo que puede ya suponerse como de necesidad urgente: que los propios trabajadores científicos se do­ten de una organización adecuada para que puedan plan­tearse y discutirse en su seno este tipo de problemas. Nos daríamos por satisfechos si estas palabras hubieran servido para sugerir que el campo de actuación de seme­jante organización de trabajadores científicos comienza en el seno mismo de las instituciones y prácticas científi­cas, y que entre sus objetivos deberían ocupar un lugar muy importante el autocontrol de la producción científi­ca, la desmitifícación de la ciencia, la lucha contra la je-rarquización de las comunidades científicas y contra la subsistencia en ellas de relaciones de dominación, la lu­cha, en fin, por una ciencia y una tecnología diferentes.

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AKTICULOS

EL «SISTEMA» DE LA TEORÍA GENERAL DE LOS

SISTEMAS (REEXPOSICION CJOTICA)

PRIMERA PARTE

ALBERTO HIDALGO Oviedo

unque el notable biólogo vienes Ludwig von Bertalanffy expuso originalmente el proyecto de construir una Teoría General de los Sistemas (T.G.S.) —interpretable alternativamente como Teoría de Sistemas Generales— en el seminario filosófico de

Charles Morris en 1937, su primera publicación sobre el tema no aparece hasta 1945 en alemán y 1950 en inglés (1). La fi*ía acogida dispensada por la Universidad de Chicago a un proyecto tan «metafísico» hizo sospechar a su promotor que el Zeitgeist no le resultaba favorable aún. N o obstante, debe subrayarse que por estas mismas fechas se estaba elaborando el concepto clave de la Teo­ría, tanto en su aspecto técnico como en su vertiente ideológica. En efecto, los componentes intuitivamente diferenciales de la noción de sistema abierto aparecen en un trabajo de Wolfgang Kóhler publicado en 1938, si bien su rigurosa caracterización biofísica en términos de

(1) El argumento principal de este trabajo gira en tomo a la figura y la. obra de L. von Bertalan­ffy, fundador y principal promotor de la T.G.S. en su sentido moderno. Nacido en la todavía «Imperial y Real» Viena de los Habsburgo en 1901, estudiante y profesor de Biología en su Universidad, pertenece a una generación que vio desplomarse un sistema de vida y una cosmovi-sión aparentemente definitivos e inmortales (cfer. sobre el clima intelectual de la ciudad entre i 890 y 1919 el excelente libro de A. Janik y S. Toulmin. LM Vieua dt Wingeastein. Taurus, Madrid, 19'7' )- Dos rasgos que hallamos en la confección de la T.G.S., a saber, el convencimien­to de la relatividad de ¡as categorías o «perspectivismo" y la imperiosa necesidad de construir una nueva y más resistente cosmovisión, pueden relacionarse significativamente con los escigmas que este trauma cultural, psicológicamente interiorizado, pudieron grabar en la «mente>' de von Betalanffy. Tras contribuir con su monumental Theontischi; Bioiogie (2 vols. Berlín, Born-traeger, 1932) a la institucÍonalÍ2acÍón académica de esca disciplina vuelve a Vicna como Cate­drático en 1934, donde permanece hasta 1948. Aunque su formación filosófica es de corte neopositivista (M. Schlick en Viena, H. Reichembach en Berlín), su interés por la mística ale­mana (Ni¡o!i¿i4S von Kuei. Munich, G. Müller. 1928), el relativismo histórico de Spenglur (ia decadencia de occidente es un hecho -afirma con ia convicción delque ha tenido una vivida experiencia de el lo-) y otras tradiciones heterodoxas "le impidió ser un buen positivista^. Pese a ello encontramos fuertes vestigios carnapianos en su ideal de una ciencia unificada, su (•formalismo» y su obsesión por la «operativídadí.. Entre 1955 y 1958 lo hallamos como Direc­tor de investigación biológica en el Hospital del Monte Sinai, después de cinco años de bautis­mo americano en ia Universidad de Ottawa. Entre 1961 y 1968 profesa en la Universidad de Alberta (Edmonton, Canadá), desde donde pasa a la del Estado de New York en Buffalo. La publicación mencionada en el texto es el artículo «Zu einer ailgemeninen Systemlehre>', publi­cado originalmente en {n Deulsihi; Zuitschrift für Philosophie. ¡S. N " 3/4, 1945; en inglés apare­ce como «An Outline of General System Theory» en el British Joumul of ihe Philosophy of

• Scie/lCi', I. Z950. El Capitulo IIl" del libro Geficral Sysleni Theory. F'jundtítioiis. Dmelopmiffil. AppÜccHions. ed. George Braziller, Inc, New York, 1968 condensa perfectamente el contenido del artículo. (Hay versión castellana de la edición inglesa de 1971 en F.C.E., Madrid. I9"'6?.

«estado uniforme» y de «proceso irreversible» debe atri­buirse a Burton en 1939 y al propio von Bertalanffy en 1940 (2). A pesar de estos adelantos, la T.G.S. hubo de esperar a que nuevas y revolucionarias disciplinas como la Cibernética, la Teoría de los Juegos, la Teoría de la Información y la Teoría de la Decisión crearan el clima de libertad intelectual adecuado para su recepción. Una interpretación «tendenciosa» de von Bertalanffy, destina­da sin duda a sacar ganancia del «río revuelto» de las de­nominaciones y de los orígenes, presenta estas disciplinas como capítulos empíricos de acumulación de modelos y generalizaciones abstractas únicamente, integrables bajo la Weltansschauung omnicomprensiva de la T.G.S.

Ahora bien, quiero llamar la atención aquí, a título de inventario, sobre algunos datos relevantes para una versión más sinuosamente dialéctica y, en consecuencia, más definitiva. Ni qué decir tiene que la Segunda Guerra Mundial sirvió, de rebote, para potenciar los nuevos enfoques científicos útiles en algún grado a la tecnología del hardware militar. En este sentido no es casual que durante la década de los cuarenta se produzca una notable «institucionalización» de la Cibernética y Teorías afínes (3). La T.G.S., en cambio, no alcanza for­ma institucional hasta 1954 tras la fundación de la Society for General Systems Research como resultado de los con­tactos mantenidos entre el citado von Bertalanffy, el eco-

{ly Las rclt-rencias de los trabajos citados sobre íiífmitjs cíbitrtoí son:

— 1938: W. Kóhler, The Place of Valúes in the WorU of Fac, Liveright, Cap. 8°, pp. 314-28. Reproducido en la compilación de F.E. Emery: Systems Thinktng, Penguin Books, Har-mondsworth, Middlesex, England, 1969.

— 1939^ A. C Bureen, «The Propieties of the Steady State Compared to Those Equilibrium as Shown in Characteristic Biological behavior», Journal of Cellular and Comparathe Phy-siology, 14, pp. 327-49.

— 1940: L. von Bertalanffy, «Der Organismus ais Physlkalisches System Betrachtet», Dte Naturwissencbaflen, 28, pp. 521-531. El Capítulo V° de General System Theory iop. cit,} re­produce con leves modificaciones el artkulo.

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nomista Kenneth E. Boulding, el biomatemático de orí-gen ruso Anatol Rapoport y el fisiólogo Ralph Gerard en el seno de la American Association for the Advancement of Science. Desde 1956 la Sociedad publica un Yearhook, citado normalmente como General Systems. Esta rápida institucionalización a nivel de órganos careció, sin embargo, de una pronta proyección internacional seme­jante a la que la Cibernética experimentó en manos de Norbert Wiener. Curiosamente, el marco teórico ofreci­do por la T.G.S. sólo. inicia su despegue a partir de la década de los sesenta, al mismo tiempo y al mismo ritmo que la estrella de la Cibernética parece ir extin­guiéndose con el entusiasmo y la vida de Wiener (4). Otra interpretación de von Bertalanffy (no menos ten­denciosa que la anterior) insinúa que la T.G.S. es como el Ave Fénix resurgente de las cenizas «mecanicistas» de la Cibernética, la Teoría de los Juegos, la Teoría de la Información y la Teoría de la Decisión, varadas todas ellas por su «empirismo unilateral», la parcialidad de sus enfoques respectivos y la insuficiencia de sus «magras y endebles aplicaciones» (5).

0 ) En efecto, si prescindimos de lo que Voiker Hernn ha denominado la «Prehistoria de la Cibernética» {Convivium, 3 , 1971, pp- 47-72), puede aseverarse que el enfoque cibernético se inicia con el artículo de A. Rosenblueth, N. Wiener y J. Bigelow, «Behavior, Purpose, and Te-leology» {Philosophy of Science, 10) en 1943 y se institucionaliza durante las diez conferencias que bajo los auspicios de la Jossiah Macy jr. Foundation se celebran entre 1942 y 1953 (de las que destacamos aquí por su importancia la de Princeton en 1943-44 y la reunión de New York en 1946). La publicación de Cybemetics (M.I.T. Press, Cambrigde, 1948) por Wiener supone la definitiva consagración del nuevo campo científico del control. A partir de entonces se suceden los Congresos Internacionales (París. 1951; Namur, 1956; Zurich, 1957, etc.) y la fundación de nuevas revistas {Cibernética, 1958; Kyhemética, 1965). Abusando de los paralelismos, me atre­vería a decir que Cibemétics de Wiener guarda con el movimiento cibernético en 1948 la mis-, ma proporción que veinte años después General System Theory guardará con el movimiento de la T.G.S. No es casual que el primer Journal of General Systems, comience a publicarse en 1972.

Algo semejante ocurre con la Teoría de los Juegos, cuyos tópicos centrales quedan sustan-cialmente tratados en la monumental obra de John yon Neumann y Oskar Morgenstern, Theory of Games and Economic Behavior en época tan temprana como 194^ (Princeton University Press, 2^ ed. 1947). Desde un punto de vista histórico debe recordarse, no obstante, que von Neu­mann comenzó a desarrollar la Teoría diurante los apos-veinte («Zur Theorie- der Ges-sellshaftsspiele» Matheniaíische A>malm. 100. 1928) y que, antes aún, E. Bocel había conce­bido algunas ideas sobre el tema. Una presentación verbal de la Teoría y sus aplicaciones en la actualidad nos la sirve M. D. Davis {Teoría del juego. Alianza Universidad, Madrid, 1971). Los aspectos matemáticos pueden consultarse en la Introducción a la Teoría matemática de los Juegos (Aguilar, Madrid, 1966) de J.C.C. Mckinsey.

Por lo que respecta a la Teoría de la Informaciórj resulta más difícil prescindir de los antece­dentes, dada la íntima conexión del concepto de información con el termodinámico de entropía y los trabajos precusores de H. Nyquist en 1924 y R.V.L. Hartley en 1928. No obstante, el tra­bajo fundamental en el aspecto técnico sigue siendo el artículo de Claude E. Shanon, «The Mathematical Theory of Communication», publicado originalmente en el Bell System Technical Journal, Julio y Octubre de 1948. Las exégesis de Warren Weaver tuvieron el mérito indiscuti­ble de ponerlo a disposición de un público más amplio desde una perspectiva más general. Para una versión reciente de la Teoría en su relación con la noción de sistema puede verse Lee Tha-yer, Communication and Communication Systems, (Homewood, Illinois, R.D. Irwin, 1968; ver­sión cast. Península, Barcelona, 1975), que además de una abundante bibliografía aporta una muestra de la potencia paradigmática de la Teoría de la Comunicación como Teoría General.

La Teoría de la Decisión tiene orígenes más oscuros. Por un lado se conecta con el problema de la decidibilidad «lógica» o «matemática», en torno al cual se condensa una larga constela­ción de contribuciones, cuyo inventario puede consultarse en W. Ackermann, Solvable Cases of the Decisión Problem (Amsterdam, 1954) y, por otro, con la técnica de adopción de decisiones racionales sobre todo en situaciones de incertidumbre. Herben A. Simón en su Administrative Behavior. AStudy of Decisión—Making Processes in Administrative Org/tnization MacMíllan, New York, 1947) puede considerarse im clásico que contribuye decisivamente a la institucionaliza-d o n de la disciplina. Esta Teoría y la de los juegos convergieron en el terreno común de la in­ferencia estadística y desde Abraham Wald, Stadistical Decisión Functions (J. Wiley and Sons, New York, 1954) pueden considerarse inseparable por lo que a sus aspectos matemáticos se refiere.

Entre estas Teorías se produce un profundo intercambio de ideas, en el que la concepción interdisciplinar propugnada por la Cibernética merece la responsabilidad principal. Baste aquí con recordar que J. von Neumman fiíé asiduo colaborador de Wiener, llegando incluso a orga­nizar el Congreso de Princeton en 1943- Wiener por su parte fue uno de los pn^meros en se­ñalar las limitaciones de la Teoría de los Juegos desde la perspectiva cibernética. El mutuo in­terés por el dise_ño_de comp_utadores en términos lógicos favoreció una fecunda colaboración. N o menos significativa resulta la'deferencia mutua que Wiener y Shannon se dispensan en relación a la paternidad de la Teoría de la Información. Si Shannon enfatiza su enorme deuda con las ideas filosóficas básicas de Wiener, éste puntualiza generosamente que el mérito del desarrollo matemático de tales ideas pertenece por entero a Shannon. Digamos para concluir que el mutuo interés por la lógica matemática les acerca a los problemas más rigurosos de la Teoría de la Decisión.

Para los propósitos de la presente nota estos apreta­dos apuntos cronológicos resultan suficientes. Epistemó-logos y teóricos de la ciencia profundizarán en el futuro el análisis histórico de esta provocativa Teoría, que se autoconcibe y se presenta como un nuevo «paradigma científico». Mis designios aquí se limitan a poner en en­tredicho ciertas ambigüedades epistemológicas y ontoió-gicas de principio, que subyacen a la alegre recepción del «programa» de von Bertalanffy por parte justamente de las disciplinas académicas de más débil estatuto gnoseo-lógico. La moda de la T.G.S. está invadiendo también la geografía de nuestro país a través de teorizaciones de segunda mano (pienso en prospecciones como la de W. Buckley en el campo de la Sociología o en sistemati­zaciones como la de Jiménez en la Ciencia de la Admi­nistración (6) —por citar obras meritorias— y precisa urgentes correcciones de carácter crítico. No se trata, na­turalmente, de cometer la demagógica ingenuidad de eti­quetar la nueva Teoría con el rótulo de «siniestro instru­mento ideológico del capitalismo», a la manera de algu­nos sociólogos a-críticos (por más que reclamen para sí el apelativo de críticos), incapaces de ver en el concepto de sistema los aspectos dinámicos olvidados por el con­servador funcionalismo parsoniano, o excesivamente pa­gados de la noción pseudomarxista de la determinación económica de las superestructuras (7). Tampoco se trata de detenerse maliciosamente en la mera constatación sociológica del relevo biológico de líderes intelectuales —digamos, de N. Wiener por L. von Bertalanffy o de J. von Neumann por A. Rapoport—, si bien tal situación sé contempla en La estructura de las revoluciones científicas de Thomas S. Kuhn (8) como una conditio sine qua non para la sustitución de un «paradigma» por otro. Mi análi­sis pretende ser gnoseológico e incidir en cuestiones

(4) Las ideas de Norbert Wiener (1894-1964) «prendieron» en seguida. Quizá su peculiar per­sonalidad contribuyese a tan rápida difusión y aceptación. Una sugerente glosa de la misma fue redactada in memoriam por Stephen Toulmin en 1964: «The Importance of Norbert Wiener» The New York Review of Books, sept. (Reproducido en Perspectivas de la revolución de los computa­dores, Zenón W. Pylyshyn (ed.), Alianza, Madrid, 1975). El punto que interesa destacar aquí puede expresarse también en términos de Toulmin: «Cuando Wiener se acercaba a los setenta años, algunos ya tenían dudas acerca de la importancia de su contribución, ¿Habría sido justi­ficado todo el primer alboroto?. ¿No se habían exagerado las pretensiones iniciales sobre el significado y consecuencias de la Cibernética?» (Ib. p. 207). No debe extrañar la asunción y fomento de esta corriente de dudas por parte de von Bertalanffy, quien pasa de la constatación de su aplicación limitada a las regulaciones «secundarias» en 1955 a la clara afirmación de su fracaso (no de su utilidad) en 1967,

(5) Si von Bertalanffy ha señalado las limitaciones de la Cibernética, Rapoport ha insistido más en las de la Teoría de los Juegos del malogrado von Neumann (1903-1957). Cfer.: «Critiques of Games Theory» Behavioral Science, 4, 1959. También «Uso y abuso de la Teoría de los Juegos» en David M. Messick (compilador): Matemáticas en. las ciencias del comportamiento (Alianza, Univ., Madrid, 1974). Las críticas a la Teoría de la información, en cambio, no afec­tan al desarrollo técnico de Claude Elwood Shannon (n. 1916), sino a sus aplicaciones bioló­gicas y a su generalización como teoría oranicomprensiva. Un cuadro resumen de estas críticas se hallann en General System, (op. cit.), pp. 10,3, ss.

(6) Walter Buckley: Sociology and Modem System Theory, Prentice Hall Englewood Cliffs, New Jersey, 1967. Versión castellana en Amorronu, Buenos Aires, 1971.

Juan Ignacio Jiménez Nieto: Teorm General de la Administración. La Ciencia Administrativa a la luz del Análisis Sistémico, ed. Tecnos, Madrid, 1975.

(7) Los sociólogos que han tenido noticia de la T.G.S. a través del libro de Buckley se han apresurado a emitir un juicio irremisiblemente negativo sobre ella. No se han molestado en consultar las fuentes y han ignorado sistemáticamente hechos tales como la recepción de esta Teoría en el campo socialista. A este propósito conviene recordar que von Bertalanffy mismo se queja amargamente de que la paternidad de sus ideas no le haya sido reconocida en U.S.A. y sí, en cambio, en las U.R.S.S. y en los países de Europa Oriental (Cfer: Robots, Men and Minds. Psychology in the modem World, George Braziller, New York, 1967; versión cast. en Guadarrama, Madrid, 1974, p. 81). Por lo demás, la T.G.S. ofrece internamente un mayor rigor en el esclarecimiento y utilización del concepto de totalidad, cuya raigambre marxista, al menos desde Lukács, resulta inexcusable. Convengo aquí con esta apreciación de M. García Pelayo, pero no afirmo con él que la T.G.S, es «un nuevo fenómeno a añadir a la teoría de la tendencia a la convergencia entre el campo sociahsta y capitalista» (Cfer.: «La Teoría General de los Sistemas» Revista de Occidente, Diciembre, 1975, p. 59). El modelo matemático de «sis­tema», que ofrece von Bertalanffy es tan privativo del capitalismo o del socialismo, como pue­dan serlo sus ecuaciones diferenciales. *

(8) Puesto que von Bertalanffy apela explícitamente a la Teoría de la Ciencia de Kuhn (ed. castellana en F.C.E., México, 1971) debe ser consciente de este detalle y no es necesario recor­dárselo.

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tales como el Carácter científico de la T.G.S., sus dife­rencias de «paradigma», si existen, en relación con la Cibernética, su rendimiento epistemológico en contras­te con su propio «programa», la propia utilización y al­cance ontológico del concepto mismo de sistema, etc. Los parágrafos siguientes tratarán de evidenciar las con­tradicciones y ambigüedades insertas en los planteamien­tos de la T.G.S., al objeto de proceder a una valoración más ajustada de sus merecimientos.

1. ¿UNA EMPRESA CIENTÍFICA CON RECURSOS FILOSÓFICOS?

Los últimos textos salidos de la pluma de L. von Bertalanffy gozan de una entonación enfática, entre la profecía y la paranoia, que les hace especialmente suges­tivos para quienes gustan de disonancias y provocacio­nes. Sus delirios de grandeza alcanzan su más alta signifi­cación sistemática en el «Prefacio a la edición inglesa» de General System Theory en Febrero de 1971, donde se exponen los tres aspectos principales de su nueva Teoría (llamada a convertirse en el nuevo «paradigma» de la ciencia). Tales aspectos «inseparables en cuanto a conte­nido, pero distinguibles en intención» (9) pueden resu­mirse del siguiente modo:

En primer lugar, la T.G.S. debe interpretarse como una ciencia de los sistemas en el sentido específico de «doctrina de principios aplicables a todos los sistemas (o a subclases definidas de ellos)» (p.xin). Rigurosamente desarrollada deberá exhibir una estructura axiomática, en la que aparezcan definiciones precisas (en este contexto von Bertalanffy «define» la noción de sistemsi formalmen­te mediante un sistema de ecuaciones diferenciales simul­táneas para un número finito de elementos) y axiomas adecuados, a partir de los cuales se deduzcan a priori (esto es, «independientemente de su interpretación físi­ca, química, biológica, sociológica, etc.», p. 65) «proposi­ciones que expresen las propiedades y principios de los sis­temas» (p. 55), tales como la ley exponencial de creci­miento, el principio de competencia en las organizacio­nes, ios de centralización y mecanización progresivas y, sobre todo, los de orden jerárquico y finalidad (10). Una subclase especial de sistemas, IQS abiertos, gozarían de una propiedad enteramente peculiar: la equifinalidad (p: 136 y ss.). El campo acotado por esta nueva ciencia son los sistemas entendidos como «todos» y «totalidades», en tanto que constituidos por elementos interrelacionados. Las relaciones así enfatizadas pertenecen a dos clases dis­tintas: por un lado se estudian las relaciones internas al sistema y, por otro, se exploran los isomorfismos y homo­logías intersistemáticas, contribuyendo en este sentido a la realización de la unidad de la ciencia «de un modo

(9) General Sysíem. op. cic. p. xm. Esta y las sucesivas citas de página que aparecen en el texto entre paréntesis corresponden a la edición castellana.

(10) «El principio de orden jerárquico en la naturaleza viviente se presenta como un hecho des­criptivo y demostrable, del todo alejado de cualquier connotación filosófica que pudiera llevar implícita» afirma taxativamente Paul A. Weiss; «El sistema viviente, determinismo estratifica­do» Convivium, 33, 1971/III, p. 6). Aunque von Bertalanffy no es tan radical, parece estar convencido también del carácter científico de estos principios.

más concreto y más profundo» (p. 89). En suma, la T.G.S. en su aspecto científico no parece contentarse con desempeñar el papel de una ciencia particular y es­pecializada más, sino que aspira, en palabras de von Ber­talanffy a reemplazar lo que se conoce como «teoría de las categorías» de N. Hartmann por un sistema exacto de leyes lógico-matemáticas» (p. 88).

En segundo lugar, la T.G.S. debe entenderse como una tecnología de los sistemas. Ahora bien, de las asercio­nes del biólogo vienes se desprende que lo que aporta en este aspecto su Teoría no es precisamente un conjun­to de técnicas nuevas aplicables a problemas específicos, sino una «actitud de naturaleza holista, generalista o in­terdisciplinaria» (p. xiv). Las nociones básicas y la solución de problemas tecnológicos concretos los han aportado ya disciplinas como la teoría del control y la información para la llamada «ingeniería de sistemas», la programación lineal y la teoría de los juegos en «investigación opera­tiva», y la biomecánica, la teoría de la decisión, la psico­logía aplicada, etc., en lo que concierne a la «ingeniería humana». Constatar que los modelos o conceptualizacio-nes de estas disciplinas van más allá de sus propias fron­teras o que los problemas que tratan contienen interrela-ciones entre gran número de variables no justifica por sí sólo la existencia de una «supertecnología de los siste­mas», capaz de conjuntar los diferentes enfoques. Afir­marla en el vacío puede ser un indicio de megalomanía que no resuelve ningún problema tecnológico concreto, salvo quizá el del cerebro que hace la afirmación para ajusfar endógenamente sus propias piezas sin necesidad de la intervención de «ingenieros humanos». En un con­texto más modesto von Bertalanffy se limita a asignar el papel de «ciencia básica» a la T.G.S., cuyas aplicaciones remiten más bien a la teoría de la automación (p. 94). N o se ve, pues, en qué sentido puede haber una «tecno­logía de los sistemas», nueva y diferente de los campos tecnológicos ya acotados por otras disciplinas.

La T.G.S., finalmente, debe interpretarse como una nueva filosofía de la naturaleza, pues «al igual que toda teoría científica de gran alcance tiene sus aspectos meta-científicos o filosóficos» (p: xv). \J3L filosofía de los sistemas instaura una nueva visión del mundo y una reorientación del pensamiento llamados a sustituir al concepto "mecani-cista" del universo plasmado a base de leyes ciegas de la naturaleza y de entidades físicas que se mueven al azar. Se trata, en definitiva, de reemplazar el esquema de cau­salidad linear o de dirección única por una visión or-ganísmica del «mundo como una gran organización» (11). Acogiéndose al vocabulario de Thomas Kuhn, cuyos criterios para el estudio de las revoluciones cientí­ficas «describen de maravilla los cambios acarreados por los conceptos organísmicos y de sistemas» (p. 17), von Bertalanffy anuncia el advenimiento de su nuevo «para­digma», que revolucionará el futuro de la física y de la biología, así como el de la sociología y la psicología. Esta nueva filosofía pugna por abrirse camino a través de una tradición filosófica que se remonta a Nicolás de Cusa con su coincidentia oppositorum, a la visión de la historia de Vico e Ibn-Kaldum como sucesión de entidades o

(ll}Ü£'¿íí/j, Hombres y Mentes, op. cit-, p. 79- A partir de este momento introducimos las citas de página en el texto entre paréntesis. Para distinguir las que pertenecen a este libro de las de General System, utilizaremos números en cursiva.

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«sistemas» cultioraies, a la medicina mística de Paracelso, a Leibniz, a la dialéctica de Marx y Hegel «por mencio­nar unos cuantos nombres de una rica panoplia de pen­sadores» (p. 9)- El biólogo vienes construye un verdade­ro crucigrama culturológico en sus publicaciones, cuya resolución desborda el marco de este trabajo; pero en ningún momento aclara la constelación de Ideas o fíloso-femas que configuran esta tradición, ni apela a criterio alguno de discriminación con respecto a otras tradicio­nes. Pese a ello insinúa la existencia de otra tradición que parece considerar divergente, en la que curiosamen­te se inscriben Platón, Descartes y Kant (p. 252). Re­tengamos, de momento, esta información, para dar paso a una presentación más sistemática de su filosofía, que «bien puede dividirse en tres partes» (p. XV), a saber, antología, epistemología y ética de los sistemas.

Si programáticamente von Bertalanffy parece asignar a la antología de los sistemas la aséptica misión de definir el concepto de sistema tanto en su aspecto real, como en su aspecto conceptual, de hecho acaba remitiendo tal cuestión a la epistemología (p. xvi). Creo proceder filo­sóficamente (esto es, críticamente), si en lugar de seguir sus indicaciones, rastreo su concepción acerca de la omni-tudo realitatis, tema básico en cualquier tipo de ontolo-gía. Declarándose perspectivista» ^n distintos contextos, vale decir que von Bertalanffy apuntala esta toma de po­sición ontológica mediante dos argumentos diferentes. El primero consiste en mostrar que «la realidad se presenta como un tremendo orden jerárquico de entidades orga­nizadas, que va, en superposición de numerosos niveles, de los sistemas físicos y químicos a los biológicos y sociológicos» (p. 90). Dentro de la T.G.S. resulta ya clá­sico recurrir a la clasificación jerárquica del universo desarrollada por K. Boulding (12) y recogida por diver­sos autores, entre ellos el propio von Bertalanffy (pp. 28-9), pues con más o menos retoques, todos mantienen sustancialmente la diferenciación creciente entre estos nueve niveles: (1) el reino de las estructuras estáticas, que constituyen la anatomía del universo; (2) el de los sistemas dinámicos simples con movimientos predetermi­nados y necesarios de tipo mecánico (máquinas, relojes o mecánica celeste); (3) el nivel de los sistemas cibernéti­cos con mecanismos de control de feed-back; (4) el estra­to de los sistemas abiertos, cuyas propiedades caracterís­ticas son el automantenimiento metabólico y la capacidad de autoreproducción; (5) el nivel «genético-societal» de los organismos «vegetaloides» con división del trabajo y aguda diferenciación entre el genotipo y el fenotipo; (6) el plano de los animales entendidos como autómatas, pero con finalidades y autoconocimiento; (7) el nivel específicamente humano, en el que la autoconciencia y la capacidad de expresión y recepción simbólicas parecen distintivos; (8). el penúltimo estadio corresponde a los sistemas socio-culturales, en los que la comunicación de contenidos o significados y la determinación de la con­ducta mediante símbolos resultan básicas. (9) Esta jerar­quía está coronada por los sistemas trascendentales, últi­mos y absolutos, entre los que von Bertalanffy sitúa racionalmente a la lógica, las matemáticas y demás siste­mas simbólicos, mientras Boulding acepta agnosticamen-

(12) «General System Theory - T h e Skeleton of Science» Management Scienee, 2, 1956, pp. 197-208. Puede hallarse una reproducción en la compilación de W. Buckley Nlodem Systems Research for the Behat/ioral Scientist, Aldine, Chicago, 19Ó8. Una jerarquización semejante en el mismo The Image, Ann Arbor: University of Michigan Press, 1956.

te que «escapan a nuestro conocimiento». Si prescindi­mos de esta significativa diferencia, en el último estadio de la jerarquía precisamente, y seguimos la interpreta­ción «ortodoxa» del fundador, a nadie se le oculta que la clasificación trasluce un aristotelismo escolástico up to date, paliado por la inclusión de estratos de sedimenta­ción moderna. No en vano se considera que la T.G.S. «está destinada, en la ciencia del futuro, a desempeñar un papel parecido al de la lógica aristotélica en la ciencia de la Antigüedad» (p. 91). Pero estas consideraciones tienen consecuencias fundamentalmente epistemológicas y aquí interesa completar la consideración ontológica del perspectivismo de von Bertalanffy, en el sentido de que entre estos diferentes niveles o reinos se da una unifor­midad estructural manifestada, sobre todo, a través de isomorfísmos parciales de carácter formal, uniformidad que parece matizar el relativismo de los niveles.

El segundo argumento de von Bertalanffy en pro de su concepción ontológica perspectivista, la desborda más aún. Citaré los últimos párrafos de General System Theory literal y reveladoramente:

«De ser cierto lo dicho, la realidad es lo que Nicolás de Cusa llamaba coincidentia oppositorum. El pensamiento discursivo siempre representa sólo un aspecto de la reali­dad última...; jamás llega a agotar su infinita multiplici­dad. Así, la realidad íiltima es una unidad de opuestos; cualquier enunciado es válido sólo desde cierto punto de vista...

O sea que las categorías de nuestra experiencia y, pensamiento parecen estar determinadas por factores biológicos, así como culturales. En segundo lugar, esta vinculación humana es vencida merced a un proceso de desantropomorfización progresiva de nuestra imagen del mundo. En tercer lugar, aún desantropomorfizado, el conocimiento sólo refleja ciertos aspectos o facetas de la realidad. Pero, en cuarto lugar, ex ómnibus partihus relucet totum» (pp. 260-61).

Si discutimos esta posición en el contexto de la ontología general (puesto que se trata de definir la «rea­lidad última», consideraciones epistemológicas aparte), creo que el materialismo filosófico, elaborado por Gustavo Bueno nos ofrece el marco de referencia adecuado. (13) Desde él no resulta difícil diagnosticar esta concepción como un «monismo» mundanista o cósmico de carácter metafísica —no ontológico—, que en última instancia viene postulado por un espiritualismo implícito, a pesar de que se le haya pturgado de sus componentes panteis-tas, que aparecen a título de mención nominal o cita erudita nada más. Es cierto que se apela explícitamente a la «infinita multiplicidad», pero no se trata obviamente de un efectivo pluralismo, pues desde el momento en que el relativismo o relacionismo se afirma quoad nos y no quoad rem, se aboca indefectiblemente a la simple afirmación de la unidad y unicidad del cosmos, esto es, a un monismo, que trata de granjearse el apelativo de «dialéctico» mediante la consideración de los opuestos. Vano propósito, si de hecho se admite que estos opues­tos hallan su campo de variabilidad en el cosmos de un modo no regresivo, ni crítico, de acuerdo con el pers-

(13) La justificación original de esta doctrina en G. Bueno, Ensayos Materialistas, Taurus, Madrid, 1972.

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pectivismo. Finalmente, en la medida en que el simple recorrido por la totalidad de ese campo material (los tres géneros) configura la omnitudo realitatis a través de los reflejos mentales producidos por las conciencias indivi­duales, nos hallamos ante un espiritualismo idealista, que a duras penas puede mantener seriamente la tesis de la desantropomorfización de su visión del mundo, sin apelar a un Dios omnisciente eminentemente antropo­mórfico.

A pesar de las apariencias, L. von Bertalanffy no sostiene una epistemología ingenua y desmañada, si la comparamos con la del positivismo lógico «determinada por las ideas de fisicalismo, atomismo y la teoría de la cámara para el conocimiento» (p. xvi). Puede alegarse que propugna atrevidamente una «síntesis interdiscipli­naria y la educación integrada» de generalistas científicos (es de suponer que especializados en la totalidad), no como un piadoso deseo, sino como una realidad en cier­nes (p. 51); pero, sin escándalos ni perplejidades fáciles, debe reconocerse que con ello no hace más que recoger un aspiración de ensamblamiento epistemológico que desde A. Comte (14), al menos, no ha dejado de sentirse en todos los campos de la ciencia como justa compensa­ción a la actitud de creciente superespecialización inscrita en su dinámica evolutiva. Más aún, puede computarse como un mérito de este biólogo «interesado en puntos de vista fiíndamentales» (p. 6) el rechazo de todo reduc-cionismo (pp. xvi, 49, 89, 259, U, 52, 91, 123, etc.) e, incluso, su propuesta de perspectivismo, entendida episte­mológicamente. Se trata, en definitiva, de adoptar una actitud crítica que declara taxativamente la invalidez científica de las analogías (p. 88), denuncia las limitacio­nes y peligros de los modelos que utiliza, sean o no ma­temáticos, (pp. 23, 123, 210), advierte con perspicacia la inexistencia de la muy difiíndida distinción entre «he­chos observados» y «mera teoría», pues «los hechos de observación supuestamente no adulterados están ya impregnados de toda suerte de imágenes conceptuales, conceptos de modelos, teorías o como nos guste decirlo» (p. 162), al tiempo que reconoce sin tapujos la depen­dencia ontológica que implica toda toma de posición epistemológica en la ciencia. Más explícitamente se nos asegura que «el conocimiento no es una mera aproxima­ción a la "verdad" o la "realidad"» sino «una interación entre conocedor y conocido, dependiente de múltiples factores de naturaleza biológica, psicológica, cultural, lin­güistica, etc.»; y que la ciencia es sencillamente «una de las perspectivas que el hombre... ha creado para vérselas con el universo al cual está «arrojado» o, más bien, al que está adaptado merced a la evolución y la historia» (p. xvii). Nadie, en efecto, ha osado calificar aún de ingenuo al idealismo epistemológico —siempre es crítico, in­cluso en sus variantes más «formalistas» — , pero desde un punto de vista materialista se le suele tachar de falaz. En concreto, una teoría que no deja lugar a una realidad

que se nos imponga «por encima de nuestras volunta­des» y nuestros condicionamientos, (por más que tal imposición deba analizarse en términos dialécticos), resulta sospechosa de parcialidad e irracionalismo, pues si el conocimiento no se relaciona con la Idea filosófica de Verdad y la ciencia no es más que una perspectiva entre otras muchas, entonces debe reconocerse que tan «objetivo» es el conocimiento del místico como el del científico, con el babélico agravante de que la «lógica» y la «operatividad», que atribuimos de ordinario a los ins­trumentos del científico debiéramos traspasarlas a las églogas del lírico. Por esta vía, el hiper-crítico perspecd-vismo de von Bertalanffy remite a una «teoría de los valores», que le permita distanciarse adecuadamente del nihilismo «en el sentido nietzcheano» (p. 58), cuyos pre­supuestos epistemológicos parece inclinado a compartir.

Pero antes de exponer su ética, debemos añadir en este contexto que la T.G.S. señorea una gnoseología, cuyo argumento es su autoafirmación como «esqueleto de la ciencia» en expresión de K. Boulding (15). Se trata de una teoría de la ciencia vehículada sobre la jerarquía ontológica de los campos materiales acotados por las ciencias, entre los que, independientemente de toda co­munidad o conexión ontológica, pueden producirse rela­ciones estructurales isomórfícas de carácter formal, de modo que los mismos métodos, modelos y conceptos sir­van para esclarecer la estructura básica de diferentes campos científicos. La T.G.S. parece aspirar, en el límite, a aplicar el mismo modelo conceptual a todas las teorías, que puedan mostrarse como totalmente isomórfícas, con­virtiéndose así en «un importante dispositivo regulador de la ciencia» (pp. 82 y ss.). Entre tanto, se conforma con ser «metodológicamente, un importante medio de controlar y estimular la transferencia de principios de uno a otro campo» (ib.), cuando sus teorías son sólo troncal o crucialmente isomórfícas. De alguna manera la Sociedad para la Investigación General de Sistemas surgió en 1954 para cumplimentar estos objetivos gnoseológicos (pp. 13-4). Ahora bien, desde el punto de vista de la Teoría gnoseológica del cierre categorial, formulada por G. Bue­no (16), parece sumamente discutible que una ciencia particular pueda ser al mismo tiempo una teoría sobre la ciencia, so pena de incurrir en una imperdonable confu­sión de planos. La gnoseología de L. von Bertalanffy in­curre olímpicamente en ella, mediante la utilización de expresiones ambiguas como la de «el sistema abierto de la ciencia» (p. 77), consiguiendo difuminar el concepto riguroso y material de ciencia, al desligar las ciencias par­ticulares de sus campos concretos, en los que se ejecutan sus cierres respectivos. Se rebaja así la cota de la cienti-ficidad hasta un grado tal que cualquier conjunto sistemá­tico de conocimientos puede arrogarse el título de cien­cia. De este modo se procede a una engañosa y «jerár­quica» unificación (atribuyendo el rango más alto de tal jerarquía por motivos ontológicos y no gnoseológicos) de las ciencias naturales, sociales y humanas en razón de su mera estructura sistemica formal. Resulta prolijo pun-

(14) Recuérdese que Comte asignaba precisamente a la filosofía, una vez alcanzado su estadio positivo, esta tarea de unificación científica. En el Tomo P del Cours de Philosophie Positive (Ed. Schleicher, París, 19. ed., pp. 16 y ss.), aparecido en 1830 concibe a la filosofía como «el estudio de las generalidades científicas» y define sus tareas casi en los mismos términos que von Bertalanffy utilizará para delimitar los objetivos programáticos de la T.G.S. más de un siglc después, a saber; descubrir las relaciones y conexiones de las diversas ciencias en su esta­do actual; resumir todos los principios propios de las mismas en el menor número de princi­pios posibles: enlazar cada nuevo descubrimiento particular con el sistema general de los cono­cimientos. En el Catéchisme Positivisíe (Ed. Fierre Arnaud, Garnier Flammarion, Paris, 1966), publicado cinco años antes de su muerte, eleva estas ideas a dogmas centrales de su nueva reli­gión. Sorprende que ni el nombre ni la obra de Comte aparezcan en el crucigrama culturológi-co de von Bertalanffy, a la vista de estos parentescos espirituales.

(15) Art. cit. En él se desarrolla la idea de que el modelo de sistema posee un carácter tan multidisciplinar que puede servir de esqueleto formal prácticamente para toda ciencia.

(16) Aunque G. Bueno había aplicado a la Etnología y a la Economía su teoría del «cierre cate­gorial» en 1971 y 1972 respectivamente (Etnología y Utopía, Azanca, Valencia y Ensayo sobre las categorías de la economía política, La Gaya Ciencia, Barcelona) sólo en fechas recientes han apa­recido exposiciones generales sistemáticas de la misma. Una muestra elemental en Idea de cien­cia desde la teoría del cierre categorial. Universidad Internacional Menéndez Pelayo, Santander, 1976.

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tualizar que tan omnicomprensiva unificación acumula al lado de efectivas parcelas científicas, creencias, valores y filosofías de dudoso valor científico.

En un tratamiento sistemático distingue L. von Ber-talanffy, siguiendo a W.A. Weisskopf (17) «Tres princi­pales teorías de los valores: la naturalista, la humanista y la ontológica» (p. 59), ninguna de las cuales le resulta bastante satisfactoria, por lo que se compromete a desa­rrollar una «cuarta teoría alternativa, que está tolerable­mente libre de motivos de repulsa» (p. 68), a saber, la teoría simbólica.

(17) «A. Comment» en A. H. Maslow (ed) New Knowled^ in Human Valúes, New York, Harper and Brothers, 1959.

(18) Título original Das Sogenante Bose, G. Borotha Schoeler Verlag, Viena, 1963. (La versión castellana de Félix Blanco en s. XXI, México, 1971 recoge ambos títulos; Sobre la agresión. El pretendido mal). Sin duda el capítulo XI dedicado a «El Vínculo» es el más extenso, pese a lo cual K. Lorenz ha sido malinterpretado en este punto, lo que ha suscitado una abundai-.te polé­mica (si bien no es este el caso de von Bertalanffy). Aunque casi todos los etólogos sostienen el origen biológico de muchas pautas de conducta moral, quien con mayor fuerza y documen­tación ha defendido las tesis expresadas en el texto ha sido W. Wickler en su Biologte der Zehn Geboíe, Piper, Munich, 1971. Para una revisión ^ reciente de la literatura sobre la agresión y el vínculo puede consultarse la obra de I. Eibl- Eibesfeldt Der vorprogremmieríe Kensch, Verlag Fritz Molden, Viena, 1973 (Hay vers. cast. de Pedro Gálvez en Alianza, Univ., Madrid, 1977). Ni que decir tiene que los etólogos rechazan enérgicamente las objeccíones de von Bertalan­ffy. En primer lugar, porque las consideran «incomprensibles», ya que ellos mismos han «re­calcado una y otra vez expresamente que es inadmisible sacar deducciones de una especie para otra» (op. cit. p. 91). En segundo lugar, porque nunca han dejado de reconocer con Arnold Gehlen que los hombres somos «criaturas culturales por naturaleza» (p. 81). Difícilmente, entonces pueden rechazarse como inespecíficos los resultados que la eiología humana ofrece.

Esquemáticamente, la teoría naturalista sustenta «los más altos valores éticos» —la conservación «del individuo la especie o la sociedad, la máxima felicidad para el mayor número posible de personas, lo verdadero, lo bello y lo bueno— sobre raíces biológicas. Apoyada en el cientifísmo, esta teoría hallaría un^ representante paradig­mático en K. Lorenz Agression (18), según el cual íos diez mandamientos del mosaismo o el imperativo cate­górico de Kant serían perfectamente naturales e instinti­vos en un grupo humano primitivo. El equipo instintivo de la especie humana, moderamente social, habría posi­bilitado el desarrollo en el grupo de «un fuerte vínculo —la expresión es de Lorenz— de camaradería, de amistad y de afecto, o sea, de virtudes morales muy positivas» (p. 65). Según von Bertalanffy la debilidad de la teoría naturalista reside justamente en que «sus» valores huma­nos no son específicos del homo sapiens, cuyo pecado ori­ginal consistió en «la invención de universos simbólicos —nación, religión, dinastía, democracia o comunismo-que, por parte, brindan otros motivos a la agresión interespecífica», y, por otra, desatan las fuerzas que se han dejado sentir en la historia.

La Teoría humanista expresa un ideal «posrenacen­tista muy tentador», tentación que von Bertalanffy vence gracias a su implantación relativista —no todas las cultu­ras han puesto sus ideales éticos en la autorrealización del individuo humano—, dando pruebas por añadidura de un sano sentido común, al objetar a esta teoría su ambigüe­dad y su formalismo, «pues el empedernido criminal y el dictador pueden alegar que están desarrollando plena­mente sus posibilidades personales» (p, 66).

Frente a la Teoría ontológica, entendida despectiva­mente como «platonismo», el biólogo vienes se confiesa escéptico, pues el eidos o concepto idealizado del hombre no existe más que en la imaginación y obedece a un proce­so de reificación de conceptos sospechoso no sólo de realis­mo, sino, sobre todo, de «magia primitiva» (pp. 67). Es­taríamos de acuerdo con ese diagnóstico, si pensáramos que la ética con base ontológica es patrimonio exclusivo (del existencialismo, puesto que en tal caso el juicio y la decisión evaluadores serían inconfesadamente subjetivas; pero ante el carácter marcadamente ontológico de una Etica como la de Espinosa, pongamos por caso, no pode­mos aceptar tal veredicto. Por lo demás, salvo anacro­nismo, no puede imputarse alegremente a Platón la ver­sión mitológica que de su ontología se dio en la Edad Media.

Choca con este escepticismo hipercrítico de que hace gala von Bertalanffy el llamativo título que, sin empacho, elige para etiquetar su propia teoría simbólica, a saber: «Dios se percibe a sí mismo». Que no se trata de una simple metáfora, se evidencia por lá apelación explí­cita a Teilhard de Chardin. Más aún, aunque la teoría simbólica asuma que «los valores son creados o postulados libremente», se nos previene de antemano contra toda clase de nihilismo escéptico, asegurándonos que en todo sistema de valores imperan criterios básicos comunes. N o se nos oculta tampoco que tales criterios se funda­mentan precisamente en el principio ontológico d e j a je­rarquía de los seres, en virtud del cual puede asignarse al hombre individualmente «la más alta dignidad» por ha­llarse en posesión del libre albedrio. Si además se recono-

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ce como algo comprensible que estos valores libremente elegidos sean «tomados en parte de la biología», no pa­rece que la nueva teoría ofrezca algo específicamente distinto de un alijo ecléctico de las otras tres teorías de­sechadas. No obstante, en el planteamiento de von Ber-talanffy hallamos un elemento nuevo, deslabazadamente introducido a propósito de una aguda observación de Chester Barnard (19). Según este prestigioso ejecutivo los principios de la ética tradicional no sirven de Orienta­ción para adoptar decisiones de naturaleza moral, cuando éstas se inscriben en el campo de la dirección de grandes organizaciones. Naturalmente que la razón estriba en que los códigos éticos tradicionales sólo preceptúan el comportamiento personal, así como en el hecho de que no parece existir ningún código válido de comportamien­to para los complejos organismos sociales. Pero recono­cer la perspicacia de Marx, cuando advierte que la injus­ticia no nace tanto de la depravación del capitalista como del sistema y considerar que la anterior explicación pro­porciona una «respuesta parcial a la transmutación de los valores de Nietzsche» (p. 73), únicamente nos da pie para presumir en von Benalanffy un agudo hermenéuta de la historia de la filosofía; y eso no implica que la T.G.S. haya justificado una nueva alternativa teórica para abordar los problemas éticos. Constatar la existencia de un decalage moral entre individuo y organización es replantear con nuevos términos el viejo problema de las relaciones entre ética y política, sin ofrecer ninguna solu­ción concreta, salvo quizá la nuda enunciación de un deseo: «ampliar los códigos modernos para que obliguen a las entidades sociales superiores, y al mismo tiempo, eviten que el individuo sea devorado por el Leviatan social» (p. 74). Ahora bien, este precepto último de la teoría ética simbólica, parece consistir curiosa y contra­dictoriamente en la «defensa del hombre como indivi­duo» y en la aceptación de «los valores que proceden de la mente individual» (p. 53). Pero ¿no se nos dijo que existe una jerarquía de sistenias y que los sistemas socio-culturales y simbólicos están por encima del hombre como individuo?. Si la T.G.S. pretende sostener sobre una teoría de los valores que privilegia los elementos individuales que constituyen el sistema, no cabe duda que von Bertalanffy mostrará al mundo que él elige li­bremente «sus» valores personales, pero también pondrá de manifiesto una grave inconsecuencia con su punto de vista bolista.

No obstante, en descargo de la propia T.G.S., re­señaré a continuación una propuesta alternativa sobre la ética que, a propósito del sistema internacional, ha ela­borado Kenneth Boulding (20). A partir de su distinción entre una ética heroica, basada en arriesgadas actitudes in­dividualistas que deben optar por propia decisión entre un conjunto muy restringido de alternativas compatibles con sus prejuicios, y una ética económica, guiada por la adopción de decisiones de carácter racional sobre la base de sopesar cuidadosamente los costos, el beneficio y la

(19) Elementary Condisions of Business Moráis, Commitee on rhe Barbara Weinstock Lectures, Berkeley, University of California, 1958. Ya en 1938 en el capítulo XVll de su famoso The FuTictiotis of the Execucive, Cambridge, Mass (Vers. Cast. en el Instituto de Estudios Políticos, Madrid, 1959) plantea Barnard con entera nitidez el mismo problema diaméricamente como consecuencia de la inconmensurabilidad existente entre los diversos códigos de moralidad pri­vada. En este contexto se limita a exigir del ejecutivo lo que el ilama una «moralidad comple­ja», capaz de asumir los códigos de la organización, además de los propios.

(20) Cfer. The Inipacl of ¡he Social Seiences, Rutgers University Press, New Brunswiclí, 1966.

ganancia en términos del sistema global, se inchna por iniciar un ambicioso proyecto ético-político de carácter científico. Para regir adecuadamente los destinos de la sociosfera (entendida como «uno de los sistemas que en­vuelven este pequeño globo», al lado y en interrelación con la litosfera, hidrosfera, atmósfera, biosfera y demás) postula como primera tarea científica la fijación de pro­cedimientos de acopio y procesamiento de la informa­ción social, proponiendo en concreto «una cadena mun­dial de estaciones para estudios sociales, parecidas a las estaciones metereológicas, quizás una por cada 5.000.000 de habitantes». Aunque esta conceptualización pueda ca­lificarse de cientifista, considero que resulta más cohe­rente con los presupuestos de la T.G.S. que la de von Bertalanffy.

En todo caso, reexpuesto críticamente en este pará­grafo primero el «sistema» subyacente de la T.G.S. pare­ce evidente que el interrogante de su título puede ya transformarse en una afirmación. A la vista de las pro­porciones relativas entre las diversas «partes» que cons­tituyen la teoría, de sus planteamientos respectivos y resultados efectivos es obvio que nos hallamos ante un conjunto de enunciados de carácter general que no aco­tan ningún nuevo campo científico, si bien parecen pro­piciar la constitución de una metodología interdisciplinar de cara al abordaje de ciertos aspectos globalizadores, que se encuentran diseminados por doquier en el terreno de las ciencias. No nos atrevemos a negar dogmática­mente que en el futuro la perspectiva sistémica llegue a constituirse en un campo gnoseológico de carácter «obli­cuo», pero sí afirmamos que en su estado actual de desa­rrollo no pasa de ser un beato deseo de ciencia construí-do a base de materiales fundamentalmente filosóficos. El valor de esta filosofía, por lo demás, resulta francamente desigual. Al lado de brillantes observaciones epistemo­lógicas, se erige un endeble edificio ontológico idealista, una esquelética gnoseología formalista y una imprecisa e inconsecuente ética individualista.

Este insatisfactorio cuadro, sin embargo, se ha reves­tido de una retórica triunfalista apta para encandilar inge­nuos en época de inseguridades filosóficas y de insufi­ciencias analíticas. Desde la perspectiva del materialismo filosófico, en que nos situamos aquí conscientemente, creemos haber desmantelado tan ampulosa autoconcep-ción mostrando que la T.G.S. es, en la obra de von Ber­talanffy un dogmatismo que se disfraza de perspectivis-mo y, ocasionalmente, de escepticismo, un formalismo que se reviste con los atributos ontológicos de la reali­dad misma agotada en sistemas jerárquicamente super­puestos, un holismo que se metamorfosea en individua­lismo y, en definitiva, un esplritualismo metafísico mun-danista, que ha elegido la vía de la ciencia y de la tecno­logía para apuntalar sus aprioricas convicciones.

Resta en los parágrafos que siguen medir con exacti­tud el rendimiento del elemento valioso, que ha queda­do a modo de precipitado resultante de este análisis a saber: la metodología interdisciplinar de la T.G.S. Vehí-cularemos nuestra apreciación a través de una compara­ción con la Cibernética en tanto que «paradigma» alter­nativo, un análisis del concepto de sistema y una com­probación crítica de algunas aplicaciones de la Teoría a campos científicos en sedimentación.

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TEATRO CRITICO

ONTOGENIA Y FILOGENIA DEL BASILISCO*

GUSTAVO BUENO SÁNCHEZ Oviedo

(*) En este estudio ofrezco algunos de los materiales sobre los que he basado un estudio mucho más amplio sobre el mito del Basilisco. Omito, por tanto, los análisis propiamente mitológicos para entregar simplemente algunas muestras interesantes de mi excavación.

oco, O nada, suscita la palabra basilisco ai ciudadano medio, incluso universitario ac­tual. Incorporada en sintagmas como estar hecho un basilisco, tener ojos de basilisco o ¡estáte quieto, basilisco, demonio coronado!, son escasos quienes se paran a reflexionar

sobre el significado de la palabra aislada. En los dicciona­rios se mantiene un lacónico «animal fabuloso al cual se atribuía la propiedad de matar con la vista». Sin embar­go, tras este nombre, se encierra uno de los mitos más ricos que se hayan dado. Su importancia radica no sólo en la abundancia de matices, circunstancias y atributos que le rodean, sino en el hecho de su antigüedad y pre­sencia en culturas, tradiciones y pueblos bien diferentes.

La etimología de basilisco se encuentra en el sustan­tivo griego basiliskos, que significa reyezuelo, como dimi­nutivo de Basileus, rey. En latín se produjo la misma derivación, apareciendo la voz regulus (en castellano regu­lo) con la que se le conoce. Los términos basilicock, cocka-trice, cocodrille (al contaminarse con el cocodrilo) surgen á finales de la Edad Media en Francia e Inglaterra.

Su nombre, umversalmente extendido, tuvo y tiene variadas aplicaciones. Ha servido en primer lugar para dar nombre a la ciudad por cuyas cuatro puertas salió si­multáneamente una vez Cagliostro: Basilea (1). En artilie-

(1) La etimología de Basel-Basilea no es segura. Son los mismos habitantes de la ciudad suiza quienes establecen la asociación entre el nombre alemán de basilisco, Basilisk, y Basel. En la fuente pública de la «Gerbergasse», una inscripción indica el lugar donde se logró matar a la terrible fiera. En la segunda descripción que se conoce de la ciudad, redactada el 28 de octubre de 1438 por Eneas Silvio Piccolomini (más tarde Pío 11), se lee: «Üt si morate civitati aut injuria sit inditum nomen Basilae, quod a Greco susíepium, reginam significa!. Regina igitur est ínter adjacentes civitates Basilea et nunc presertim, quum reginam ecclesie, id est sanctam sinodum, intra se habet. Alii dicunt íngentis stature basiliscum a conditoribus urbis primisque lundatoribus hoc loco repertum indeque Basileam dictam». Hasta hoy en día y desde lá prime­ra mitad del siglo XV, encontramos al basilisco como animal heráldico en el escudo de Basilea (ya en una miniatura dé 1448 se ve el escudo de armas de la ciudad sostenido por dos basilis­cos y un ángel, y encima el lema: «Basellischgus du giftiger wurm und boeser fasel, /nu heb den schilt der wirdigen stat basel»). La obsesión del basilisco estaba de tal modo arraigada en la ciudad que en 1474 el Consejo de Basilea mandó decapitar un gallo de once años de quien se decía había puesto un huevo y luego quemarlo solemnemente junto con el tal huevo. Vd. Germán Colón, «Español basilea, horca», en Zeitschrift für Romanische Philologie, Tübingen 1960, B. 76, h. 5/6, pgs. 499 a 505.

ría (2), astronomía (3), hagiografía (4), historia (5), botá­nica (6) y en zoología (para designar un género de iguá-nidos). El reptil al que se bautizó con el nombre de este animal mitológico pertenece al orden de los saurios, fa­milia de las iguanas, género Basilisco, con dos especies básicas: con capucha {B. Mitratus, B. Plumifrons) y sin capucha {B. Basiliscus, B. Corythaedus). Este reptil, que vive en las regiones cálidas de America del Sur y Méjico es completamente inofensivo para el hombre y tomó el nombre a causa de su apéndice en forma de cresta por el que se caracteriza y que recuerda el atributo del rey de la serpientes (7).

(2) Basilisco. Pieza de artillería, de bronce y gran calibre, empleada en los siglos XVI y XVII. Era la de mayor tamaño de las que sustituyeron a la bombarda. Por lo difícil de su manejo cayó en desuso, pues había basiliscos de nueve calibres diferentes que cargaban balas de hasta 150 libras de peso. Hablando del ataque dado en 1556 por el emperador Fernando a los turcos sitiadores del castillo y villa de Siget, un manuscrito recogido en los Etudes sur le passi et tavenir de l'anilkrie de Napoleón Luis Bonaparte, dice: «entre la gruesa artillería que ¡levaba el emperador había tres basiliscos, que lanzaban balas de 66 libras, pesando cada uno de ellos 7.500 libras». La costumbre de dar a las armas de guerra nombres de animales venenosos o peligrosos (dragón, serpentina, culebrina, áspid) aún está al uso (Falcon, Leopard, Jaguar, Cobra}. En heráldica la figura del basilisco es un cañón de gran longitud y representa la vigilancia y el prestigio.

(3) Basilisco. Estrella fija, conocida también como Régulo, Estrella regia o Corazón de León que pertenece a la constelación de este nombre, está a 67 años luz y es la vigésima de las estrellas más brillantes del cielo.

(4) Basilisco, San. Soldado y mártir que sufrió las persecuciones, en unión de Eutropio y Cleonio, de Maximiano Hercúleo (286-305, emperador a quien se atribuye ei dudoso exter­minio de toda la legión tebana). Los cristianos celebran su fiesta el día 3 de marzo. Basilisco, San. Obispo de Comana, que junto con Luciano sufrió martirio en Nicomedia bajo Maximi­liano. Su fiesta es el 22 de mayo. En e¡ Diálogo histórico atribuido a Paladio (publicado por Daniel Ruiz Bueno en Juan Crisóstomo (San), Tratados ascéticos, B.A.C, Madrid 1958, pgs. 199-220) se cuenta cómo se íe apareció, en Comana, el espíritu de Basilisco a Juan Crisóstomo para anunciarle que, al día siguiente, se produciría el encuentro celestial de ambos. Efectiva­mente, al siguiente día, según Paladio, murió Juan Crisóstomo, que fué inhumado en la misma capilla del mártir Basilisco.

(5) Basilisco. Usurpador bizantino que destronó a Zenón en 475. Dueño del Imperio, influido por su mujer, declaró nulo el Concilio de Calcedonia. Mal administrador, griegos y ostrogodos se unieron para volver a proclamar a Zenón, que se hallaba refugiado en Isauria. Basilisco huyó a Constantinopia refugiándose en Santa Sofía, de donde salió bajo promesa de perdón que sus enemigos no cumplieron, siendo encerrado en una fortaleza de Capadocia donde murió, con su femilia, de hambre y frío. Durante sus dos años de reinado ocurrió el gran incendio de ía Biblioteca de Constantinopla.

(6) El Primer Diccionario general etimológico de la lengua española, de Roque Barcia, Madrid 1880-1883, dice que «basilisco es una planta labiada de los indios, anua, olorosa, cordial, cefálica, que tiene la virtud de alejar a las hormigas^-. Tiene hojas aromáticas y se emplea como condimento.

(7) También hay un pescado de mar llamado basilisco y en paleontología un subgénero de artrópodos crustáceos, orden de los trilobites,, llamado Basiliscus Salier (v. gr. el Basiliscus tyrannus Murch.).

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Muy relacionado con el mito del basilisco está el del catoblepas. El catoblepas tiene una forma de matar en cierto modo inversa a la del basilisco: muere quién ve sus ojos (por eso siempre mira al suelo) mientras que el ba­silisco mata a quién ve. Sin embargo el catoblepas no tuvo, a pesar de ser un mito tan antiguo como el del ba­silisco, su misma trascendencia: quizá lo sofisticado de la diferencia de entrambos (mirar, ser visto), que muchos autores confunden, dificultó el auge de este ot-ro mito. Al catoblepas le citan entre los griegos Elieno, Ateneo (8) y Arquelao; y entre los latinos Plinio, Solino y Pom-ponio Mela. Cuvier sugirió que el catoblepas habría que identificarlo con el antílope: de hecho hay un género de artiodáctilos cavicornios que lleva el nombre, con la especie Catoblepas Gnu, más conocido como Antílope Gnu. El Gnu, de cabeza cuadrangular y cuerpo encor­vado tiene los ojos rodeados de una corona de cerdas blancas con una expresión maliciosa y se dice que trata de matar al cazador a cornadas. Pero esta identificación parece haber influido más en quienes bautizaron ese ru­miante con el nombre mitológico que en el origen del mito. Catoblepas en griego quiere decir «que mira a la tierra». La relación mirar-ver (basilisco) y ver-ser visto (catoblepas) no es simétrica: mientras que el basilisco destruye y mata cuanto ve, al catoblepas hay que verlo, hay que ver sus ojos, que este esconde, no queriendo usar su mortífero poder, no separando la mirada del suelo. Flaubert presenta un catoblepas que voluntaria­mente no quiere levantar sus párpados, como si estuviera influido de cierta bondad (9).

En cuatro libros del Antiguo Testamento encontra­mos las siete referencias que en la Biblia hay del basilisco {Isaías XI-8, XIV-29, XXX-6, LIX-5; Proherbios XXm-52; Jeremúis VIII-17 y Salmos XC-13). Y no falta quien ha visto en la propia serpiente tentadora de Eva (Génesis 3-1, 5) a un basilisco (10). De las ocho palabras hebreas que se usaron para designar a las serpientes en el Antiguo Testamento (11), tres se tradujeron por basi­lisco en la Versión de los Setenta: zephá (cinco veces), pe-then y 'eph'eh (una vez cada una). Utilizaremos la versión que Scio de San Miguel hizo del texto de la Vulgata, de acuerdo con el mismísimo Urbano VIII (12).

A) Isaías XI (Se profetiza el estado pacífico en que se encontrarán las criaturas a la llegada del Me­sías).

(8) Ateneo, citando a Alejandro de Mindos {V-Ó4, p. 221 b) sitúa al catoblepas entre las gorgonas y cuenta que en la guerra contra Yugurta habría fulminado a los soldados que le atacaron con su mirada: finalmente fué muerto a distancia por jinetes libios y su piel, llevada a Roma por Mario, depositada en el Templo de Hércules.

(9) Gustavo Flaubert, Las lenlaciones de San Amonio. Trad. de Ramón Ortis-Ramos. Imprenta de Alejandro Martínez, Barcelona, si:. «El Catoblepas (búfalo negro, con una cabeza de cerdo pendiente hasta el suelo y unida a sus espaldas por un cuello delgado, largo y fiacido como una tripa vacía. Arrastra el viente por el suelo, y sus pies desaparecen bajo la enorme crin que le cubre la cara): -Gordo , melancólico, feroz, sietito continuamente bajo mi cuerpo el calor del fango. Mi cráneo pesa tanto que me es imposible soportarlo. Lo hago girar en torno mió, y con la mandíbula entreabierta arranco con mi lengua las hierbas envenenadas con mi aliento. Una vez me devoré las patas sin advertirlo. Nadie, Antonio, ha visto mis ojos, y si alguien los ha visto, ha muerto en el acto. Si levantase mis párpados, mis párpados rojos e, inclinados, morirías».

(10) El capuchino Joseph-Romain Joly, en su hu Geographie Sacrén eí leí moriummis de ¡'hisloire sainte, París 1784, afirma: «Eugubino cree que la serpiente que tentó a Eva era un basilisco, o por mejor decir, que el diablo había tomado la forma de basilisco».

(11) Ver G.E. Post en Hasnngs, Dkíionary of the Bibk, Edimburgo 1909 (6^ impr.). Yol 4, pgs. 459-460, s.v. Serpenl. También Morris Jastrow e Inmanuel Benzinger en Thejeuish Emy-dopedia, New York and London 1905, s.v. Basiiisk.

(12) La Santa Biblia traducida al español de la Vuígata latina y anotada por el limo. S.r. D. Fe­lipe Scio de San Miguel. Barcelona. Librería Religiosa 1856. 6 vols. Scio de San Miguel (1738-1786) no niega al basilisco, como se úesprenae de las notas a los versículos citados.

6 Habitará el lobo con el cordero; y el pardo se echará con el cabrito: el becerro, y el león, la oveja, andarán juntos, y un niño pequeñito los conducirá.

7 El becerro, y el oso serán apacentados juntos; y sus crias juntamente descansarán; y el león comerá paja como el buey.

8 Y el niño de teta se divertirá sobre la cueva del áspid, y el destetado meterá su mano en la ca­verna del basilisco.

B) Isaías XIV (Se profetiza la derrota de los filis­teos por Ezequías).

29 No te alegres tú, Philisthea toda, por haberse hecho pedazos la vara del que te hería: por que de la estirpe de la culebra saldrá el basilisco, y lo que de él nacerá sorberá las aves.

Scio, a propósito de este versículo dice: «Es un probervio para significar que a un mal grave sucedería otro mayor. La serpiente introduce el veneno, y mata con la picadura: el basilisco, según la opin.ión común mata con la vista. Y lo que aquí se da a entender es, que Ezechías, descendiente de David y Ozías, haría en ellos mayor estrago que Samsón, David y Ozías, porque des­truiría y asolaría toda su tierra; y sólo en cuanto á éstos efectos se comparan aquellos santos reyes con la serpien­te y el basilisco. Se dice del basilisco, que con su vista y aliento mata los pájaros para después tragárselos».

C) Isaías XXX (Se amenaza a los judíos por recu­rrir a Egipto, desconfiando y desobedeciendo la palabra del Señor).

6 Carga de las caballerías del Mediodía. Van de una tierra de tribulación y de angustia, de donde salen la leona y el león, la víbora y el basilisco volador, llevando sobre hombros de caballería sus riquezas y sus tesoros sobre corcovas de ca­mellos, a un pueblo que no le podrá ser de pro­vecho.

Comenta Scio —siguiendo a Jerónimo— que «las palabras, ¿¿e donde salen la leona y el león, la víbora y el ba­silisco volador, se han de mirar como paréntesis; y sin él se une lo que antecede con lo que sigue. Van, pues, por un desierto estéril y espantoso, en donde no encontrarán sino leones, fieras, víboras y serpientes que los devoren y consuman».

D) Isaías LIX (Se describe el mal comportamiento del pueblo de Israel).

5 Rompieron huevos de áspides y tejieron telas de araña: quien comiere de los huevos de ellos mo­rirá; y de lo que se empollare, saldrá el basilisco.

Anota Scio: «Este es un proverbio con el que de da a entender que cuando los hombres perversos ponen en ejecución sus malos designios y maquinaciones, aca­rrean mal a los otros y a sí mismos; como si rompiéndo­se un huevo saliese un áspid, que mata no solamente a los que están presentes, sino también al que le rompió.

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ALDROVANDI.-.BASILISCVS IN SOLITUDINE ÁFRICAS VIVENS

Esto se aplica según la opinión común que se tiene de los áspides y de los basiliscos».

E) Proverbios XXIII (Recomienda Salomón modera­ción en la mesa y previene sobre los efectos del vino).

32 Más al fin morderá como culebra, y derramará veneno como basilisco.

F) Jeremías yin (Se profetiza la desolación de Jeru-salen).

17 Porque he aquí que yo os enviaré serpientes ba­siliscos, para los cuales no hay encantamiento: y morderán, dice el Señor.

G) Salmos XC (Si se confía en el Señor estaremos libres de peligro).

13 Sobre el áspid y el basilisco andarás, y pisarás al león y al dragón.

Dice Scio que «por basilisco se entiende aquí una especie ; de serpiente rnuy venenosa».

Pasáremos por alto la consideración de los conflictos de conciencia que a los cristianos pueda suponer el di­vorcio entre lo expuesto por la Biblia y lo que dicta la razón respecto del basilisco, no sin antes recordarles una de las conclusiones del Concilio de Trento;

«Si alguno no recibiere como sagrados y canónicos eistos mismos Libros enteros con todas sus partes,, como se han acostumbrado a leer en la Iglesia Católica, y se contienen en la edición Vulgata latina antigua, sea anate­ma».

En los últimos tiempos, y sin duda con el fin de racionalizar en lo posible el Verbo divino, las versiones de la Biblia, católicas y no católicas, van sustituyendo las referencias no verosímiles, fabulosas, por otras que no entren en abierta contradicción con lo que dicen las ciencias naturales. No es este el momento de pormeno­rizar las permutaciones, variaciones y combinaciones que

las distintas versiones de la Biblia ensayan, ni de sacar conclusiones, por lo que nos limitaremos, a título de ejemplo, a transcribir los siete versículos del Antiguo Testamento que mencionan al basilisco tal como aparecen en dos versiones recientes: lá de Nacar-Colun-

ga (13) y la de los Testigos de Jehová (14). En la prime­ra aún se conservan tres basiliscos, en la segunda ha sido proscrito.

A) Isaías XIS

N C El niño de teta jugará junto a la hura del áspid, y el recién destetado meterá la mano en la ca­verna del basilisco.

TJ Y el niño de pecho ciertamente jugará sobre el agujero de la cobra; y sobre la abertura para la luz de la culebra venenosa realmente pondrá su mano un niño destetado.

B) Isaías XIV-29

NC No te alegres, tu, FiHstea toda, por haberse ro­to la vara que te hería, porque de la raza de la serpiente nacerá un basilisco y su fruto será un dragón volador.

TJ No té regocijes, oh Fihstea, ninguno de uste­des, simplemente porque ha sido roto el palo que golpeaba. Porque de la raiz de la serpiente saldrá una culebra venenosa, y su fruto será una culebra ardiente voladora.

0:IsaiasXXX-6

NC Oráculo de las bestias del Negueb a través de una tierra de angustia y de tribulación, de don­de salen el león y la leona, la víbora y el dra­gón volador. Llevan a lomo de asnos sus rique-

(13) Sagrada Biblia, versión directa de las lenguas originales por Eioino Nácar y Alberto Colunga. B.A.C. Madrid, 1968. En el índice doctrinal de esta versión figura: «Basilisco: ser­piente venenosa que, según la opinión de los antiguos, causaba la muerte sólo con la mirbda, Sal 90, 13, I s30 , 6».

(14) Traducción del Nuevo M.undo de las Santas Escrituras por la Watch Tower Bible and Tract Society, International Bible Students Association. Nueva York 1961 (primera edición en español 1963). En el índice onomástico no figura ni el basilisco ni ninguna serpiente fabulosa, sustituidas por cobra, culebra, víbora.

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zas, y sobre la giba de los camellos sus tesoros, para un pueblo que de nada sirve.

TJ La declaración formal contra las bestias del sur: por la tierra de angustia y duras condiciones, del león y del leopardo que están gruñendo, de la víbora y de la culebra ardiente voladora, so­bre los hombros de asnos adultos llevan sus re­cursos, y sobre las gibas de camellos sus provi­siones. En el interés del pueblo no resultarán de ningún provecho.

D) Isaías LIX-5

NC Incuban huevos de áspides y tejen telas de ara­ña, y el que come de sus huevos muere; si los rompe, sale un basilisco.

TJ Los huevos de una culebra venenosa son lo que ellos han empollado, y siguieron tejiendo la mera tela de araña. Cualquiera que comía algu­nos de sus huevos moría, y el que era aplastado producía una víbora.

E) Proverbios XXIU-32

N C Entrase suavemente, pero al fin muerde como sierpe y pica como áspid.

TJ A su fin muerde justamente como una serpien­te, y segrega veneno justamente como una ví­bora.

F) Jeremías y 111-17

N C Pues he aquí que voy a enviar contra vosotros serpientes, víboras contra las que no hay conju­ro posible, y os morderán, oráculo de Yavé.

TJ «Pues aquí estoy enviando entre ustedes ser­pientes, culebras venenosas, para las cuales no hay encantamiento, y ciertamente los picarán», es la expresión de Jehová.

G) Salmos XC-13

NC Pisarás sobre áspides y víboras y hollarás al leoncillo y al dragón.

TJ Sobre el león joven y la cobra pisarás; hollarás al leoncillo crinado y a la culebra grande.

Pero la tradición del basilisco en modo alguno queda -recluida en la tradición bíblica: aparece también abundantemente en los textos clásicos. La referencia antigua más conocida y citada es PHnio el Viejo, aunque fueron varios los autores que, en distintos contextos, tra­taron del basilisco (15), si bien no aportan sustancial-mente nuevos datos a los recogidos por Plinio. Nos limi­taremos a presentar lo que Plinio, Lucano y Dioscórides nos refieren en el siglo primero.

Plinio, en el libro octavo de la Historia natural, co­loca juntas las descripciones del catoblepas y del basilis­co. H e aquí su descripción.

«En el sur de Etiopía se encuentra la fuente Nigris; la opinión común ve allí el origen del Nilo,, y los argumentos que hemos expuesto parecen confirmarlo. Cerca de esta fuente vive la bestia llamada catoblepas, de una talla por lo demás mediana y de andar perezoso, to­da su actividad consiste en llevar dificultosamente su ca­beza, que es muy pesada, y que tiene siempre inclinada hacia el suelo. De otro modo sería la plaga del género humano, pues todo hombre que ve sus ojos muere inmediatamente».

«La serpiente basilisco no tiene menos poder. Es la provincia de la Cirenáica quién la genera, su largo no pa­sa de doce dedos, tiene como marca una mancha blanca sobre la cabeza, que se parece a una diadema. Su silbido espanta a todas las serpientes. No anda, como las otras, por una serie de ondulaciones, sino que avanza mante­niéndose alta y derecha sobre la mitad de su cuerpo. Destruye los arbolillos, tanto por su resuello como por su contacto; abrasa las hierbas, quiebra las piedras, tanta fuerza tiene su veneno. Se creía en otro tiempo que si era matada de un lanzanzo dado de lo alto de un caballo su veneno remontaba a lo largo del asta y mataba a la ve-era matada de un lanzazo dado de lo alto de un caballo su veneno remontaba a lo largo del asta y mataba a la vez caballo y jinete. Y sin embargo este monstruo —se ha hecho a menudo la prueba para los reyes que le desea­ban ver muerto— no resiste el veneno de las-comadrejas: que la naturaleza no ha creado nada sin contrapartida. Se guarnecen estas en las cuevas de los basiliscos, que en-, cuentran fácilmente por la infección del terreno. Matan al basilisco por el olor que exhalan, y mueren: así termi­na el combate de la naturaleza consigo misma» (16).

De las aplicaciones que tiene la sangre del basilisco encontramos noticias en otra parte de la Historia Natu­ral:

«Del basilisco, al que huyen las mismas serpientes pues de lo contrario las mata con su olor, y se dice que da muerte al hombre con.su sola mirada, hacen los Magos las mejores alabanzas de su sangre: se coagula como la pez, de la que tiene su color; diluida da un rojo más bri­llante que el cinabrio. Le atribuyen el buen éxito en las demandas hechas a los grandes y los rezos dirigidos a los dioses; para ellos es un remedio contra las'enfermeda­des, un amuleto contra los maleficios. Algunos la llaman también sangre de Saturno» (17).

Lucano, cuando en la Farsaliá hace llegar a Perseo a Libia, describe las serpientes y monstruos que habitan el desierto y termina refiriéndose al más terrible de todos:

«Y aquel que lanzando silbos a todos estos mons­truos, el que mata antes de envenenar, el que pone en fuga a toda la. muchedumbre, el basilisco, que reina en laS solitarias arenas». (18)

(15) Ver el completo artículo de Max Wellman en Paulys Realejicyclopcidie der Classiscbmt Allertumsuissemchafí. Neue Bearbeiíung. Georg Wissowa. Fünfter Halbbad 1897 (reprint A. Druckenmüller, Sttutgart, 1958), s.v. Basilisk, tomo III, 1, columnas 100-101.

(16) Plinio, Historia Natural, VIlI-77 a 79. Utilizamos la edición crítica de A. Ernout en Us Bellis Leltres, París 1952 (libro VIII, pjjs. 50-51).

(17) Plinio, Historia Natural, XXlX-66. Les Selles Leltres, París 1962 (pags. 'Í1-'Í2).

(18) Lucano, La guerra citil (La Farsaliá), lX-724, 726. Les Selles Lettres, París 1967.

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En el mismo libro noveno de La Guerra Civil, Luca-no confirma lo que Plinio decía: que si era muerto un basilisco de un lanzazo, remontaba el veneno a lo largo del asta y mataba caballo y jinete. El jinete es Murro, que antes de morir prefiere cortar su mano:

«¿Qué anuncia el basilisco traspasado al infeliz Mu­rro en lo alto?. Veloz corre el veneno por la lanza y le invade la mano, la cual en seguida él hiere con la espada y a la vez amputa del brazo, y mirando la parte de sí mismo que está muriendo, se mantiene ante la mano que desaparece en el lodo» (19).

Contemporáneo de Plinio y Lucano es Dioscórides. Como médico, su preocupación se dirige hacia las carac­terísticas y remedios de las mordeduras de los basiliscos. Sin duda la edición más interesante que de la obra del médico de Nerón sé haya hecho es la del médico de Ju­lio III, nuestro Andrés de Laguna, enriquecida con sus valiosas annotationes. Transcribiremos a Dioscórides cuando hablemos de Laguna.

No nos detendremos en los escritos de Solino y Aeliano en el siglo tercero y de_Arnobio y Aecio en el quinto. Digamos que Solino (1,27) cuenta que los de Pérgamo compraron un basilisco muerto y que, habiéndole envuelto en una redecilla de oro, le colgaron en un Templo de Apolo para impedir a los pájaros que anidasen y que las arañas fabricasen sus telas, porque las paredes de este Templo estaban adornadas con muchas pinturas del famoso Apeles. En Aehano encontramos una importante novedad que sin duda ha de tener alguna significación para la ulterior metamorfosis del basilisco: El tema del gallo, que veremos a partir de aquí introdu­cido en el mito. El basihsco, según Aeliano, teme al ga­llo, razón por la cual los naturales de la Cirenáica, al via­jar, llevan un gallo por delante que espanta la fiera. El gallo va a desempeñar poco más adelante un papel mucho más iinportante en la filogenia del basilisco: llega­rá a ser considerado generador del basilisco, que nacerá del huevo que pone el gallo en su última edad.

En el siglo VII, en el capítulo de las Etimologías de­dicado a las serpientes (XII-4), tras de la culebra y el dragón, nos describe Isidoro el basilisco:

j<Basilisco es nombre griego; en latín se interpreta regulo, porque es la reina de las serpientes, de tal manera que todas le huyen, porque las mata con su aliento y al hombre- con su vista; más aún, ningún ave que vuele en su presencia pasa ilesa, sino que, aunque esté muy lejos, cae muerta y es devorada por él. Sin embargo le vence la comadreja, que los hombres lanzan a las cavernas en las que se esconde el basihsco. Cuando éste la ve huye y es perseguido hasta que es muerto por ella. Nada dejó el Padre de todas las cosas sin remedio. Su tamaño es de medio pie y tiene líneas formadas por puntas blancas. Los régulos, como los escorpiones, andan por lugares áridos, pero cuando llegan a las aguas se hacen acuáticos. Sibilus es el mismo basihsco, y se le da este nombre porque con sus silbidos mata antes que muerde». (20).

Obsérvese cómo, parafraseando a Plinio, Isidoro sustituye «la naturaleza» por «el Padre de todas las co­sas» al referirse a la comadreja.

En la Edad Media no sólo se difunden por toda Eu­ropa los relatos sobre el basilisco: algunos biasiliscos «en persona» llegan al parecer, abandonando la Libia, y tras larga emigración por tierra (por mar no habría nave que los soportase) a Occidente.

En el siglo IX detectamos ya un basilisco en Roma. Moraba este basihsco en el Templo de Santa Lucía y contra él hubo de intervenir personalmente el Papa León IV. Carrillo, en el folio 201 de sus Anales, nos lo cuenta (21):

GREVIN: BASILISCO 1568

«A veinte y siete de Abril del año de 848, el Santo Pontífice León IV mató un basilisco que se avia criado en la Iglesia de Santa Lucía de Roma (22), tan pernicioso y tan malo, que con la vista mataba a cuantos le veían, por cuya razón ninguno se atrevía a entrar en la Iglesia, y estaban tan atribulados y medrosos, que ni aún por aquella calle se atrevían a pasar, pero sabiéndolo el Santo Pontífice se preparó y armó con la oración, y con la Cruz, y entrando, solo con hacer la señal de la Cruz le dexó repentinamente muerto, como si hubiera recibido un balazo, con asombro y admiración del Pueblo».

N o debe llamar la atención a la Cristiandad este milagro si consideramos la rudeza del papa León IV (combatió a los sarracenos, excomulgó al cardenal Anas­tasio, asesinó a Pedro y Adriano, missi del emperador Luis II) que contrasta con la dulzura del papa que le su­cedió en el solio, en 855, Juan VIII, una joven de Ma­guncia educada en Atenas, más conocida como la Papisa Juana.

En el siglo XIII habrá dejado de ser un misterio el origen del basilisco: los gallos, cuando son viejos, ponen un huevo pequeño que, incubado un día canicular en un

(19) Lucano, op. cit. iX-828.

(20) Isidoro de Sevilla, EtimoUgías, Xn-4-6,9- Versión castellana lotal, por vez primera, de Luis Cortés y Góngorai B.A.C. Madrid 1951, pág. 297,

(21) Citado por fray Joseph Alvarez de la Fuente en su Diario hislórico, político, canótiifo y moral, 1732. Parte cuarta. Pag. 534.

(22) ¿Hay que relacionar la muerte de un basilisco en el Templo de Santa Lucía con el oficio de una santa que es protectora de ía vista?. Parece que no, pues hay que contar aquí a dos Lucías: una santa y otra beata. La Santa, martirizada en Siracusa a principios del siglo IV, y que llegó a tener cuatro templos en Roma, debe su .santidad a su negativa a casarse con el joven escogido por Euticia, su madre, que sería castigada por Dios con una menstruación que le duró cuatro años. Lucía la Casta, terciaria dominica que vino a España con San Vicente Ferrcr y murió hacia 1420, muy venerada en Jerez de la Frontera, impulsada de espíritu superior se arrancó los ojos para enviárselos al joven cjue había quedado prendado de ellos: por eso es representada sosteniendo un plato con sus ojos, atributos que los artistas a menudo confunden y aplican a la Santa.

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establo por una bestia venenosa (o un sapo), produce el basilisco. Confluye así la filogénesis medieval del basilis­co con la sabiduría egipcia sobre el ave Ibis. Sabido es que esta zancuda de regiones cálidas, era muy respetada en Egipto porque libraba las riberas del Nilo de numero­sos reptiles. El Ibis combate a los reptiles y, a la vez, se encuentra en el origen del basilisco: los egipcios creían que el basilisco nacía de un huevo de Ibis. Paradójica­mente, los campesinos de las riberas del Nilo destruían los huevos del Ibis a fin de prevenir fiinestos nacimien­tos. Diríamos que en la Edad Media se ha sustituido el Ibis por el gallo, que es quién ahora pone el huevo del basilisco.

La vuelta del Ibis, pájaro migratorio, correspondía con las crecidas fertilizantes del Nilo: el Ibis, fué símbolo de prosperidad, como protector de los trabajos campes­tres. Pero después de la venida del Ibis, de la crecida, llega la sequía. ¿No es ésta sequía producida por algo que nace del huevo del Ibis, la misma sequía producida por la mirada del basilisco?. De hecho, los egipcios des­truían ritualmente los huevos del Ibis.

Bartolomé Glanvilla, más conocido por Anglico, franciscano, prepara hacia 1230 en París su De proprieta-tibus rerum, que sería la Historia Natural más popular del Renacimiento. En Anglico el mito aparece mucho más formado. Obsérvese las deformaciones que han su­frido las fuentes que utiliza. Manejamos la traducción que Vicente de Burgos, en el siglo XV, hizo en romance (23):

«Libro XVIII: De los animales; Capítulo XIV: Del Basilisco y sus propiedades.

Basilisco es un nombre griego que en latín quiere decir regulus y en romance reyzillo. El es el rey de todas las serpientes: como dice Avicena. Y dice que las otras sierpes le an gran miedo y le fuyen y mueren de su vista: y de su resollo; todas las cosas vivas mueren de su vista, y aún las aves que vuelan sobre su cueva caen luego y aún con esto es él vencido por la comadreja que le mete en la cueva do el mora, ca Dios soberano nuestro no dejó nada sin remedio. El basilisco cuando ve la coma­dreja el huye y ella va tras él y lo mata. El basilisco es una serpiente que a un pie de luengo y es manchado de picas blancas: y ama más el lugar seco que húmido, como hace el escorpión. Y cuando el entra en el agua el la encona assi que todos los que después beven mueren, y no menos facen todos los que el muerde: como dice Isi­doro en el 4 capitulo de su 12 libro, y Plinio en los XXII capítulos de su VIII libro. Dice que hay una fuen­te en Etiopía, la cual es la cabeza del Nilo según la opi­nión de muchos doctores, y cerca della tal fuente es una bestia que es dicha catoblepas la cual es de pequeño

; cuerpo y de muy pesados miembros y tiene su cabeza siempre cerca de la tierra. Esto fue muy bueno a los hombres ca todos los que pueden ver sus ojos mueren luego. Y esta misma virtud a el basilisco, el cual según

dicen a XII pulgadas de luengo y a una mancha blanca sobre la cabeza assi como una corona. Y el hace huir todas las otras serpientes cuando chifla y no va sobre la tierra doblándose como la culebra más lleva la cabeza toda alzada y derecha en alto. El seca las hierbas y las otras cosas que son cerca del por su resollo y es de tan fuerte veneno que el mata cualquier que le toca de una lanza lejos, más finalmente la comadreja lo mata, y el hedor del basilisco mata la comadreja. E si ella come pri­mero de la ruda (24), o si ha comido ella no ha miedo del, y aunque el basilisco sea tan envenenado en su vida, después de muerto el guaresce el veneno de las otras sierpes cuando es primero quemado y su ceniza vale mucho al arte del Alquimia y por especial para mudar los metales del uno al otro».

Al tratar del gallo (XII-17), Bartolomé Anghco dice:

«(...) cuando el gallo es muy viejo hace unos huevos muy pequeños y redondos y como cárdenos o amarillos y cuando en un muladar en los días caniculares alguna bestia venenosa sobre ellos yace nace el basilisco según dice Beda y Constantino (...)».

Por último, en el libro XIX {De los colores, olores, sabores, licores, y de los huevos), capítulo LXXIX {De los huevos de las serpientes) encontramos una importante in­formación que rectifica conocimientos anteriores en tor­no a la filogénesis del basilisco: no son los huevos del gallo sino los del áspid aquellos de donde nace el basilis­co:

«(...) los huevos de una serpiente llamada aspis son pequeños y redondos, y de color cómo cárdeno o amari­llo (...). El sapo saca algunas veces los huevos del aspis y de ellos viene la serpiente que por su vista mata todo hombre, llamada Basilisco, y assi prestó como nace mata al sapo por su vista, según dice Plinio, esta propiedad toco Isaías a los XLI capítulos de su hbro. Dicen quien los huevos del aspis comerá morirá. Dellos sale el basilis­co y dice la glosa que como de los tales huevos viene el basilisco así de los enconados judíos perversos nascera el anticristo».

El papel de los bestiarios medievales, sucesores del Fisiólogo, es fundamental a la hora de explicar la transmi­sión y popularización de los conocimientos sobre el basi­lisco. Sin embargo en las primeras copias del Fisiólogo, el libro de historia natural más utilizado hasta el siglo XIII, cuyo origen está en la Alejandría de los siglos II a V, no aparece el basilisco como tal (25). Pero en los bestiarios, dependientes del Fisiólogo, tanto escritos como esculpi­dos, que pululan en la Europa medieval, el tema del basilisco es un lugar común. No es este el momento de

(23) Bartolomé Anglico: «Aquí st acaba el cacólico y muy provechoso libro de las propiedades de todas las cosas trasladado de latín en romance por el reverendo padre Fray Vicente de Bur­gos, y ahora nuevamente corregido e impreso en la imperial ciudad de Toledo en casa de Gas­par . de Avila, irnpresor de libros a costa y expensas del noble varón Juan Tomás, sabio milanés vecino de Segovia. Acabóse a diez días del mes de Julio del año de mil quinientos veinte y nueve años». Esta traducción de Vicente de Burgos figura en el Catálogo de Autori­dades de la Lengua.

{2A) Aristóteles, en los Probltmas (XX, 34j trata de razonar por qué se dice que la ruda es remedio contra la fascinación; «¿Por qué se dice que la ruda es remedio contra el aojo.' ;Ser;i porque las personas creen que son víctimas de la aojadura cuando comen con avidez o cuando temen alguna enemistad y abrigan sospecha sobre la comida que se les presenta/. Por ejemplo, cuando toman algo para comerlo ofrecen del mismo plato un trozo a otro, añadiendo las pala­bras «para qun no me mire con malos ojos". Por lo tanto, parece que todos tomen algo alarmados lo que se les ofrece, ya se trate de un líquido, ya de un solido, de aquellos manjares cuya cons­tricción o vómito hace que los sólidos asciendan y sean expulsados o que la flatulencia provo­cada por los líquidos cause dolor y contorsiones. Pt^r lo tanto, tomando ruda de antemano, como es ardiente por naturaleza, dilata el órgano que recibe el alimento y el cuerpo por entero siendo s\x resultado la expulsión de la flatulencia contenida en éU.

(25) Es asequible la edición de Marino Ayerra y Nilda Guglielmi, El PÍSÍOIOÍ^O, Besliario Metlic-tal. EUDEBA, Buenos Aires 1971. Ver el artículo de B.E. Perry en el Paulp-Wtísoita. op. cit. t. X X - 1 , columnas 1074-1129 s.v. Physiologus: y Josep Strzygowski, Der Eitdírkni) d^s Crmhii-cheii Phyiioto^us. Leipzig, B.G. Teubner, 1899.

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. •Senstus.Bononiealis.. , .

plantear siquiera el estado de la cuestión (familias de bestiarios, vicisitudes de sus copias...). Se identifica a veces el basilisco con el diablo y la crueldad (26) (¿Hasta que punto cabría correlativamente establecer una asocia­ción entre la mirada divina y la del'catoblepas?. Dios, como el catoblepas, mata a quien mira su ojo). Vamos a transcribir lo que dice un bestiario catalán del siglo XV:

«Lo besalís es pocha bestia, e tant de veri, que sola-ment ab la vista aucien les hómens. E aquets son reys de les serps; e no és bestia el món qui.s vuUa combatre ab ells. E per tot la hon passen, per lo gran veri que han, sequen los arbres e erbas. E aquests muden tots anys la pell, axí con fa la serp, e puys renovella» (27).

En el siglo XIII, los basiliscos, que ya hemos detec­tado en Roma en el siglo IX, han llegado a Viena, dando lugar al episodio que vamos a relatar y que tuvo lugar en 1212 en la ahora conocida como La Casa de los Basiliscos (Schónlaterngasse 7) (28):

«El día 26 de junio de 1212 se oyeron grandes gri­tos y ruidos dentro y alrededor de la casa de un panade­ro (llamado Martin Garhibl), en la parte de la ciudad lla­mada comunmente por aquel entonces Unter Tempelhof. La casa se llamaba Zum roten Kreuz. A causa del violento griterío que se había levantado, se congregó ante la mis­ma una gran multitud, impaciente y curiosa por saber que desgracia había ocurrido. Apareció finalmente el juez, señor Jakob von der Hülben y por medio de sus criados, trató de averiguar si se había herido el orden de la ciudad. Pero en realidad el asunto había ocurrido así: Una doncella del panadero mencionado tuvo que sacar agua del pozo que había en el patio en las primeras horas de la mañana. Pero volvió con el cántaro vacío y

(26) Se pueden encontrar referencias del basilisco en; Florence Me Cullock, Mtdietal latiti uud Freiu-h BeslJúrJes, University of Norih Carolina Press, 1960, pgs. 95, 199-200 y lámina 2; Milton Garver, Some Sapp/et^iettíary lía/iün Besliary Chuptun, en The Ktinianic Rttimi. 1920, pgs. 3Í3-314; Kenneth Me Kenzie, Per la ítoria det Bestiarii iíaliarii. en Gioniale Slorico della ktteratura italiana, 1914, pgs. 359 y sgs. También V.H. Debidour, Le Besliaire sfulplé en Frailee, Arthaud, Paris 1961. Tiene interés la obra reciente de Jean-Paul Clebert, Besliaire Fabkleux, Albin Michel, Paris 1971, pgs. 51 a 54.

(27) Besliaris, edición a cargo de Saverio Panuncio. Colecció Els Nostres Clássics, Editorial Barcino, Barcelona 1963-64. Vol. II, pgs. 118. Obsérvese la novedad que supone el cambio anual de la piel.

(28) Moriz Berman, All uitd Neu Wieri. Citado por Reinhard Federmann, Die konigliehe ¡ÍUHÍÍ Viena 1964. Versión castellana en Bruguera, Barcelona 1972, La Alquimia, pag. 10" sgs. Berman supone que del pozo salían emanaciones de gas natural que provocaban las muertes.

dando grandes gritos y dijo que del pozo salía un olor nauseabundo que a punto estuvo de marearla y le impi­dió sacar agua, y, además, que el pozo resplandecía y bri­llaba, por lo que había quedado sobrecogida de espanto y miedo mortal. Entonces, un atrevido aprendiz de pana­dero se oñreció para investigar de cerca eL extraño fenó­meno; se hizo atar con una soga y, con una antorcha en­cendida en la mano, bajó al pozo; pero de repente exha­ló un terrible grito y fué izado inmediatamente cuando ya se le creía muerto. Después de reanimarle con toda suerte de remedios y así que hubo vuelto en sí, dijo con voz temblorosa que había visto en el pozo un animal horrible, que tenía el aspecto de un gallo grande, pero horrible a la vista, con un rabo escamoso y cubierto de muchas puntas, con patas toscas y abultadas, ojos ex­trañamente brillantes y una pequeña corona en la cabeza. Le pareció como si la bestia estuviera hecha de un gallo, un sapo y una serpiente, y nunca en su vida había visto nada tan repulsivo y espantoso. Por ello cerró los ojos y pidió auxilio, pues le parecía como si la sangre se detu­viera en sus venas, debido a la pozoñosa mirada de la bestia, y sin duda alguna hubiera muerto allí, pues tam­bién el repulsivo olor le estrechaba el pecho y robaba el aliento. Todos quedaron sorprendidos ante el extraño relato, pero nadie se atrevió a bromear y no sabían qué pensar de este sorprendente suceso hasta que Heinrich Pollitzer, médico de mundana sabiduría, . inteligente y experimentado en el conocimiento de las cosas naturales, explicó a las gentes que aquel horrible animal se llamaba basilisco y que procedía de un huevo puesto por un gallo y empollado por un sapo. Después de consultar durante un rato qué convenía hacer, se decidió, por indicación del señor Heinrich, arrojar en;el interior del pozo gran­des piedras y tierra en abundancia para que la bestia fue­ra aplastada y muriera. Por último se llenó el pozo hasta el borde de tierra y piedras para que no pudiera ocurrir ninguna desgracia. Pero durante esta tarea, salieron del pozo tan malignos y peligrosos olores, que algunos obre­ros enfermaron repentinamente y murieron allí mismo, entre grandes gritos, al igual que algunos'días más tarde murió el mencionado aprendiz de panadero de espanto y horror mortal».

La leyenda del basilisco en el pozo de la casa de un panadero la volvemos a encontrar en el Diario de los Eruditos de París, donde se naenciona «un basilisco el cuál estando en el pozo de una casa donde vivía un pana­dero, mataba a cuantos iban a sacar agua:, no hubo reme­dio a muertes tan repentinas, sino cegar el pozo» (29). Una tradición francesa que recogió Sébillot nos informa: «había una vez un basilisco en el fondo de un pozo, y cuanta persona se acercaba para sacar agua moría en el acto. Un señor de las cercanías que oyó hablar del suce­so, hizo construir un espejo que colocó sobre el pozo. Miró dentro y vio a la bestia que reventó en seguida» (30).

(29) Citado por Luis Moreri, Gran Diamiarh Histórico. iCilA. Edición en tascellano de Casa-devante, París 1753.

(50) Copiada por Alejandro Guichot y Sierra, El Basilisco. Sevilla 1884, pag. 19. Esta obra, de 82 páginas ¡n-octavo, corresponde- al tomo Hl de la Biblioteca de las Tradic¡o>it:s popularías es­pañolas, de la que era director Antonio Machado y Alvarez y que publicaba en Sevilla Alejan­dro Guichot y Compañía, Editores. Esta obra es un intento de aproximación ai mito muy inte­resante pero muy irregular. Desde Plinio al siglo XVI no se aduce ningún testimonio sobre el basilisco. Guichot, cuyas traducciones del latín son deplorables, incomprensiblemente desco­noce la obra fundamental de Aldrovandi, al que solo cita por la Ornitología y no por la Historia Natural de Serpientes y Dragones, Incluso se llega a preguntar si hay representaciones artísticas del basilisco, y solo conoce el modelo de Grevino, copiado de Joly. Prácticamente todas las citas que hace Guichot son, por otra parte, de segunda mano.

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Todavía en el siglo XIII, Vicente Beauvais, autor del Speculum Mundi, dedica un capítulo de su obra al cátoblepas (al hablar de las bestias) y tres capítulos com­pletos al basilisco (al hablar de los reptiles y las serpien­tes). En el último de estos tres capítulos (los números XXII , XXIII y XXIV del libro XX, bajo el título «De generibus basiliscorum & remediis contra tilos») (31) encon­tramos la siguiente clasificación:

«Tres son los géneros de basiliscos: el primero alo-chrysus que se llama criseo (chryseus), porque aquello que ve insufla e incendia. El segundo estrellado (stellatus), o crisocéfalo, es decir de cabeza dorada, de suerte que aquello que ve tiembla y muere. El tercero amatista (amathitis), esto es, sanguíneo como el cinabrio y tam­bién con la cabeza dorada, que aquello que ve o toca destruye, conservándose los huesos, y a este fácilmente le encuentra todo aquel que lleve la hierba basilisca» (32).

Brunetto Latini, amigo íntimo y consejero del Dante (aparece en el Infierno en el círculo de los pecadores con­tra natura) dedica el capítulo 140 del primero de los li­bros del Tesoro al basilisco, tomando como fuentes los clásicos y bestiarios ya citados. (Ver la edición a cargo de Francis J. Carmody, Li Livres dou Tresor, University of California Press, Berkeley 1948, pag. 134).

Tomás de Aquino no utiliza directamente la palabra; pero en el índice de la edición leonina de sus obras (33) se lee: «Basiliscus non interficit visu sed vapore, sicut menstruata infícit speculum 1.117.3.2». Se refiere Tomás en esta cuestión a «Si el hombre por la virtud del alma

(31) Vinccnti Beauvais, Sptculimi quadruplK:\. Duati 1624. Seis volúmenes. Tomo II, columnas 1401 (catüblepa), 1473-1474 (basilisco).

(32) Sobre la hierba baíilica nos informa Antonio Rittiardo Brixiano, Cownti;)H(jriii Symboliíu. Venecia 1591. Tomo 1, Folio 106, Columna 3. <• BASÍLICA!; herbae, sive Oiimi vas cum verbis Dt^xios kai Enktjin. idest res uno modo atra suctedit bene, sed alio male sig. hominem, qui deiponstrat se in adiendo semper meliorem otcasionem esse setuturum. Nam basiliscum herba, si leviter &: cum quadam dexteritate acireccetur, grarissimum emittit odorem, sin vero pressius & iniquus praematur, maie oiet &. generar scorpiones, & vermes. Camillus Camillius in insigni Franeisci Pasquae».

(33) D¡!Í Thantíjt; Aquinalií Summa Tktíokgiía, Roma 1886-8". Edición ^le Lecm XIII. índice cercero: m praecipuui;. Pag. 103, columna 4.

puede cambiar la materia corpórea»; aludiendo en su argumentación a la fascinación afirma:

«...Parece más propio pensar que el alma, mediante una fuerte representación imaginaria, puede alterar los humores del cuerpo a ella unido. Esta inmutación de los humores corporales tiene lugar principalmente en los ojos, adonde concurren los espíritus más sutiles. Los ojos inficionan después el aire contiguo hasta un deter­minado espacio, del modo que los espejos, cuando están nuevos y tersos, se empañan a la mirada de la mujer en su época de reglas, según dice Aristóteles. Se diría, pues, que cuando el alma siente una vehemente conmoción maligna, como de modo particular puede darse el caso en esas vejezuelas hechiceras, la mirada de éstas se hace ponzoñosa y dañina del modo que hemos dicho, espe­cialmente para los niños, que tienen un cuerpo tierno y fácil para impresionarse. Es también posible que por per­misión de Dios, o incluso mediante algún hecho oculto, intervenga en esto la malignidad de los demonios con quienes tales viejas hechiceras pueden tener algún pacto» (34).

No deja de ser curioso que aunque el Doctor Angé­lico no se refiera directamente al basihsco, quienes pre­pararon la edición de sus obras bajo la dirección de León XIII, interpretaran de este modo el párrafo.

A principios del siglo XIV, Bernardo de Gordonio, de la Escuela de Montpellier, elabora en su Lilium Medi-cinae toda una teoría sobre las causas por las que muer­den las serpientes:

«Mordedura es solución de continuidad, hecha por algún animal venenoso así como son las serpientes, arañas, abispas y escorpiones, y los semejantes animales ponzoñosos que están cerca de nosotros. Es de entender

(34) Tomás de Aquino, Suniniíi Ttolúj^ia:. B.A.C, Madrid 1959, i. III (2"), pg. 1Ü33. En esta edición para nada se menciona al basilisco, pero en una larga nota de Jesús Valbuena O.P. (pgs. 1 108-1 I 10) se trata la cuestión de la fascinación y el mal de ojo, aílrmándose: .Esta inlectión (que no solo empaña espejos sino corrompe substancias) natural la hacen no sólo, aunque si de un modo especial, las mujeres cuando están en la época de sus reglas, sino cualquier otra per­sona de la procedan emanaciones contaminadas y en descomptisición".

ALDROVAKDl: BASILISCUS EX RAJA EFFICTUS

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que los hombres son mordidos de las serpientes, por causa del lugar, o del tiempo, o porque las amenazan y entonces las serpientes corren furiosamente contra los hombres y entonces muerdenlos y Háganlos. Debéis de mirar, que las serpientes son de diversas especies, ma­yormente según la diversidad de las regiones, así como parece de los que moran en Jericó, y en los demás climas calientes: porque hay algunos que se llaman tiros, de los cuales se, compone la triaca; y otros se llaman dra­gones, y otros áspides y otros basiliscos, y este genero es el peor entre todos los animales, porque con la vista y el tacto matan, y a las aves que vuelan, y a las plantas que cerca de tierra están, y nosotros no tenemos tales diver­sidades de serpientes. Y diversificanse las serpientes por otra manera, que de las serpientes unas son masculinas, y estas son peores que las femeninas,...» (35).

Enrique de Villena, en los primeros años del siglo XV dedica, un Tratado a la fascinación, al aojamiento. Los problemas sobre la visión y sus consecuencias, surgi­dos en Grecia y asumidos por la Escolástica, vuelven a ser planteados una vez más por Villena, quien relaciona también la mortal mirada del basilisco con la putrefac­ción propia de las mujeres menstruantes:

«E non deve paresger estraño o menos creyble lo que del basilisco, en el libro De las propiedades de las cosas, se lee, el qual por sola catadura mata a otro, e asy mismo refletando su vista del espejo, commo Bernardo de Gordonio, in primo libro Medeqine, capitulo De vene-nis, muestra, & avemos domestico exenplo del daño de la vista & infección de las mugeres mestruosas, que catando en espejo fazen en el maculas & señales, commo dize Aben Rruyz en el comento De sopno ^bigilia: In speculis valde pri cum mestruose sintu ententes inspiciunt facies spe-culi fit velut nubes sanguínea, et sy in novo speculo non facile esse abstergeré eius maculam. Puede se aver enxenplo en la vista infecta lobina, que veyendo primero al omme fazelo la boz perder, commo en el libro De propietatibus animalium en el capítulo De tupo, dize: Lupus in tali san-guine sitit si prius homines viderit vocem aufert. Esto faze syn duda con la venenosidat de su vista. Contege aun, quando alguno cata en los ojos del visto, duelen los ojos suyos, por la turbada &'mala catadura, maguer en otros animales tal venenosidat fallada sea mas fuerte en el omme, afueras del basilisco, se demuestra por quien si es al quanto venenoso & ha más sotil emission de virtud {...)» (36).

Por qué el basilisco empece al hombre de lo mirar. Del ojo deste animal vapores muchos estiran los cuales a los que miran les engendra mucho mal. Esta es causa general si quieres ver otro misterio mira lo que Antón Gaynerio prueva por regla especial (37).

La pregunta LXXXII / el basilisco se modo:

Por qué del huevo del gallo engendra», es resuelta d" " " " este

Tiene mucho calor este animal y secura por tener muy mucho ardor seca en tanto algún humor que paresce piedra dura. El humor assi secado paresce un huevo pequeño por ser de vinor pongoñado del en vezes sea engendrado este animal sino ensueño. (38).

MARCA TIPOGRÁFICA DE GISLENI MANILII, C AND AVI 1571

En su obra más completa, Secretos de Filosofía, resu­me en una sola cuestión lo referente al basilisco. La glosa correspondiente nos permite deducir el estado de la cuestión mediado el siglo XVI (39).

Alonso López de Corella, navarro,- profesor de Medicina en Alcalá de Henares y más tarde afincado en Tarazona, donde escribió sus principales obras, publica en 1546 sus Trezíentas preguntas de cosas naturales, que ampliará al año siguiente en los Secretos de Phílosophía. En estas dos obras, cada pregunta es contestada en verso (con decimas o redondillas) y, las glosas, en prosa. Así en las Trezíentas preguntas, la numero XXIII:

(35 >, Bernardo de Gordonio, Los sieíe Ubros da líi Práctica o LiU/j Je U AícJicina. en Madrid, por Antonio González de Reyes, 1697, Libro I, cap. XÍV («De la mordedura de la serpiente y otras sabandijas venenosas») folio 22,

(36) Enrique Villena, Tratado del Aojamiento. publicado por J. Soler en la Reme Hiipa>tic¡ue. tomo XLI (1917), n" 99 (octubre), pgs, 184-185.

«No tan solamente los vapores que salen de ios ojos de los basiliscos son venenosos: más también de otras muchas serpientes. Ansí dice Aristóteles en el Libro de las Propiedades de los Elementos y de las Plantas: que

(37) Alonso López de CorcUa, Trezteiüas preguntas ¿le cosas naturales. Valladolid 1546.

(38) A. López de Corella, op. cit. La respuest'a completa a la preguna LXXXII es: «Si al tai huevo lo ponen en un estiércol podrido antes se en¿;endra el basilisco, y no tan solamente el basilisco viene a salir de presto, si lo ponen en el estiércol, pero si ponen huevos de gallinas en estiércol sin calor de la galÜna sacarán allí pollos y lo mismo será si los pones en un horno que tenga calor templado: grande es la virtud de! gallo, el es el que nos despierta y nos detiara la venida de la luz, con su canto conocen que hora es. porque si es ronco mucho tarda en ama­necer y si es claro ya se acerca e! día».

(39) Alonso López de Corella, Secretos de Phüosophia y Ascralo^ia y Meciichia y de las cuatro matefíiát'icas ciencias, colegidos de muchos y diversos autores y divididos en cinco ífuinquagenas de pre­guntas. Zaragoza 1547. Quinquagena primera, pregunta XXIII «Por qué el basilisco empesce al hombre de lo mirar», folio XI a.r. Hay alguna variación en dos versos respecto las Trezíentas. preguntas: «Del ojo deste animal / vapores muchos espiran / los quales a los que miran / les engendran mucho mal. / Este es causa general / y aun Gainerio el de papía / un gran secreto escrevía / desta pregunta especial».

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BASILISCO. CAPITEL GÓTICO S. XUI. CATEDRAL DE REIMS

en el tiempo del rey Filipo, todos los caminantes que pasaban por un camino que estaba dentro de dos montes luego perescian. La cual viniendo noticia de Sócrates hizo hacer un vaso grande de vidrio: en el cual entró y hizo que le llevasen a aquel camino y estando en el ca­mino vio dos serpientes, una de las cuales estaba en un

monte, la otra en otro, las cuales vistas, conoscio Sócra­tes que el daño que venía a los caminantes era por causa destas serpientes. Desta historia claramente se colige que hay animales que con su vida empozoñan. Y Aecio en el alegado lugar dice que no solamente el basilisco empo-zoña mirando' pero los que oyeren el silbido del basilisco mueren: porque con el haliento tanto daña el aire, qué basta a inficionar ado llegare. Cerca lo segundo es de notar que dice Gainerio en el Tratado de Venenos que si el hombre ve primero al basilisco que el basilisco a el, mata el hombre al basilisco y el basilisco no a él: al con­trario si ve primero el basilisco al hombre. La causa desto dice ser, porque el que primero ve esta prevenido con lo cual se fortifica para no recibir impresión. Esto dice este doctor. Lo cual es muy ajeno de buena filoso­fía: que pues aquellos vapores venenosos son causa natu­ral, no se pueden impedir con el apercibimiento del que ha de ser inficionado. Es de notar, pues del basilisco trata la pregunta: que dice Gentil, sexta quarti tractatu tertio, cap. vigésimo segundo, que en antiguos libros se halla que del huevo del gallo se engendra el basilisco, y ahora en este tiempo umversalmente esto se cree. Dice Gentil que por ser el gallo animal muy seco: por tanto cuando es viejo, se allegan muchas superfluidades secas cerca de sus ríñones: del calor de los cuales se convier­ten en casca y se hace huevo: del cual no se puede en­gendrar animal de la mesma especie, sino podresciendo-se el tal huevo se engendra el basilisco. Esto dice Gentil. Al cual preguntaría yo: que pues hay aves más calientes que el gallo, porqué los machos destas tales aves no ponen huevos. A lo cual se puede responder: que por ser el gallo muy dado a lujuria: por tanto se allegan estas superfluidades más en sus ríñones que en los ríñones de las otras aves: y por no se ejercitar volando como las otras aves, no las resuelve: lo cual las otras aves hacen. Preguntaría yo, por que mas podriéndose el tal huevo se engendra el basilisco que otro animal. A lo cual no hay más que responder: sino que de la manera que del tuéta­no de la vaca, como abajo diremos, se enjendran abejas más que otros animales: ansi de tal huevo por ser de tal materia se engendra más el basilisco que otro animal. Es de notar más, que ansi como de los ojos del basilisco salen vapores que inficionan a los hombres, ansi de los dientes de los hombres salen vapores que inficionan y matan a los palominos que no tienen pluma. Ansi lo dice Plinio undécimo libro, cap. trigésimo séptimo. Que los vapores del basilisco reverberados al mesmo basilisco a el no matan: dicelo Avicena sexta quarti, tractatu tertio, capitulo vigésimo segundo. Es ultimo de notar: que ansi como el basilisco con su vista mata a los hombres, así un animal muy pequeño que en España llaman tarantola, y en latín stelio, mata con su vista a los alacranes. Ansi lo dice Galeno libro de Triaca ad Pisonen».

En los años por los que escriben Corella, prepara Andrés de Laguna su edición de Dioscórides, enriqueci­da por sus interesantes annotaciones. En la Introducción al libro sexto de Dioscórides, impone Laguna como condi­ción para que la mirada del basilisco sea mortal, la reci­procidad en la visión:

«Combaten los venenos el cuerpo humano por los cinco sentidos, por los cuales le asaltan como cinco puer­tas. Porque primeramente, si bien notamos, el Basilisco no solamente mordiéndonos, introduce su pozoña por

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los miembros mordidos, empero también de hito en hito mirándonos, la suele arrojar como saeta de amor, por nuestros ojos a las entrañas: aunque para que pueda en­clavarnos, cumple que le miremos juntamente nosotros, de arte que los rayos visuales se encuentren; y este es el más sutil, y delicado veneno de todos; al cual se podía bien comparar aquella dulce y cordial ponzoña, que cada día por los ojos beben los amadores, principalmente si penan por el amor de ciertas damas tan severas, denoda­das y cahareñas, que parece las ofendéis tan solamente en mirarlas, y ellas por otra parte con sola su vista os enconan» (40).

Dioscórides, en los dos breves capítulos que dedica al basilisco (el Lili «Del Basilisco» y el LXIX «De los mordidos del Basilisco», con que termina el libro sexto, último de la obra) sigue puntualmente a Erasistrato. Así reproduce Laguna los capítulos de Dioscórides;

«Erasistrato en el libro que hizo de los remedios, y de los venenos mortíferos, habla muy brevemente del llamado Basilisco, diciendo si el Basilisco mordiere, la herida se vuelve luego amarilla, y casi de la color del oro. Las señales pues que acompañan la rríayor parte de las fieras que arrojan de si ponzoña, son tales cuales habemos ya declarado. Por donde pasando ahora a la cu­ración, tratemos primero de la general y común, según nuestras fuerzas bastaren» (41).

«Contra las mordeduras del Basilisco, según escri­bió Erasistrato, es remedio saludable una drama de castó­reo bebida con vino; y así mismo el opio; las cuales cosas deben bastar, acerca de la cura conveniente a las injurias de las fieras que arrojan de sí ponzoña» (42).

No sabemos si Dioscórides al no hacer mortal de necesidad el muerdo del basilisco niega a este sus pro­piedades mortíferas a fin de salvar su profesión médica, que vería cerrado de otro modo un campo tan vasto.

(40) Pedacius Dioscórides Anazarbeo, Aanti de la materia medicinal y de los venetios mortíferos, traducido de la lengua gr/V^ et¡ la iui¿ftr castellana & ilustrado con claras y sustanciales annotacto-nes por el Doctor Andrés de Laguna. SaJamanca M^hias Gast. 1565. Inrroducción Libro sexto, pag. 573. La obra está dividida en seis libros y el sexto «encierra muy cumplidamente la histo­ria de ios venenos mortíferos y de todas las fieras que arrojan ponzoña».

(41) Dioscórides, op.cit. Libro sexto, cap. UlI «Del Basilisco», pag. 607. Laguna, en W Amiota-íion (pag. 609J añade: «Es vulgar opinión y ridicula, que el Basilisco nace del huevo de un galio viejo, y así le pintan semejante a un gallo, con cola natural de serpiente, la cual forma de animal no se halla ín reru natura, de modo que la debemos tener por quimera. Es el Basilisco una serpiente luenga de un palmo, y algún tanto rosa, la cual tiene encima de la cabeza tres. puntas de carne un poquito elevadas: y enderredor de ellas un blanco circulo, a manera de una corona: por razón del cual le llamaron Basilisco los griegos, y Regulo los latinos que quiere decir Reyezuelo. Nace y hallase muy frecuente en la región Cirénaica esta fiera, cuya maligni­dad es de tanta eficacia, que con su resollo corrompe todas las plantas por donde pasa, y con su siivo extermina las otras fieras. Este pues no solamente mordiendo, empero también miran­do (como.arriba dijimos) suele ser pestilente y mortífero. Tiene la misma facultad de matar la llamada Catoblepa, que describe Plinio en el cap. XXI del libro VIII».

(42) Dioscórides, op.cit. Libro sexto, cap. LXIX «De los mordidos del basilisco», pag. 616. La Annotatioti de Laguna dice lo siguiente; «Es enemigo capital del Basilisco la comadreja: porque no solamente viva le mata, o persigue, empero también quemada y bebida con vino, es único remedio contra sus mordeduras: a las cuales se aplica utihnente cruda, y despedazada; en tal manera procuró siempre la naturaleza que no hubiese cosa tan maligna y dañosa, contra los insultos de la cual no se hallase algún eficaz presidio: y pluguiera a Dios todopoderoso, que así como nos fortaleció de muchos valerosos remedios contra las injurias de las serpientes mortí­feras, nos concediera alguno, por medio del cual nos pudiéramos defender de una fiera domés­tica y familiar, empero muy más virulenta que todas, quiero decir del hombre: de la vípera lengua del cual, a las veces sin ser sentida, se derrama una tan peligrosa y mortal ponzoña, que ni el Metridato, ni la Theriaca perfecta basta para ocurrir a sus daños. De aquestos pues tan enconados Alacranes y Basiliscos, que no nacieron sino para morder y sembrar veneno, soy cierto no faltaran algunos, que caliminien y motejen esta nuestra tan honesta fatiga sobre Dioscórides: aun que en ello rae ofenderán muy poco, hallándome armado y apercibido de . inexpugnable paciencia: la cual contra las serpentinas lenguas de los detractores, y maldicientes, es singular antídoto, ni se puede hallar igual comadreja. Del resto no me queda que decir otra cosa, sino amonestar a los lectores candidos y benévolos que si en todo este discurso nuestro hallaren algo no tan curiosamente tratado, como fuera de razón, lo atribuyan todo a mi natural flaqueza: y de lo que fuere bien discutido, den la gloria, el honor y las gracias al Omnipotente Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo, del cual mana toda virtud, toda industria y toda sabiduría. Finis» (termina el libro).

Dejamos para otra ocasión la consideración del tra­tamiento de la mirada del basilisco por las distintas es­cuelas de autores que se ocuparon del mecanismo de la visión. Como es sabido la tradición pitagórica y platónica consideraba al ojo como fuego y explicaba la visión a partir de los rayos que salen del ojo y se dirigen al obje­to: la mirada del basilisco sería un caso particularmente dramático de esta doctrina (la tradición aristotélica que consideraba al ojo como agua, interpretaba la visión por analogía con la imagen que en las aguas producen los objetos que en ellas se reflejan). Podría pensarse que aquellos filósofos o médicos que toman en serio al basi­lisco son platónicos y que los aristotélicos han de tender en principio a dudar de él. Francisco Valles, el médico de Felipe II, el «divino Valles», nos da pie para sostener esta hipótesis en su De iis, sive de sacra philosophia, don­de hablando de la fascinación introduce el tema del basi­lisco:

«...Como si la fascinación fuese una lesión que está ligada a una cierta invidencia. No ciertamente invidencia per se (para no incidir abiertamente en la falsa opinión de Avicena) sino per accidens; y entonces propiamente habría una cierta fascinación, como en el Basilisco. Pero enton­ces también esta sentencia sobre la fascinación supone que la visión obra por rayos que salen del que ve a la manera como si fueran vapores venenosos, quam tamen minor pars Philosophorum recipit, itaque iam ea opinio non poterit esse ómnibus Philosophis communis, sed peculiaris Platonicorum» (43).

En el siglo XVI la especie del basilisco cobra nuevo vigor: se ha extendido por toda Europa y de ello nos da testimonio, entre otros, Levino Lemnio, médico de Ziric-zea, en Zelanda:

«Et cum omne animal á coitu perastaque Venere contristan soleat, atque animo contrahi, solus hic exhila-rescit ac cantu alacritatem spiritus testarur; ubi vero de-crepitus esse incipit, ac senectute confici, quod nonnullis séptimo, nono, aut ad summum decimoquarto evenit, pro virium, vel robore vel imbecillitate, aut etiam con-cumbendi assuetudine, qua nulli non_animantium_ naturae vis deycitur atque enervatur, ovum profert aestiuis men-sibus, ac Caniculae sideris exortu, ex putrefacto, opinor, feminis excremento, aut humorum colluvie conflatum, forma non oblonga, vel obali, ut gallinis assolet, sed rotunda atque orbiculata, colore modo lúteo, buxeo, flauescent, viersicolore, lurido, ex quo produci Basilis-cum. Latine regulum nonnulh opinantur, venenatam bes-tiam, sesquipedali magnitudine, triplici frontis ápice, tan-quam Regio diademate insignitam, erecto infestoque corpore, atque oculis vibrantibus, quibus obvios halitus contagione conficit. Vulgus in tota Europa ea opinione est imbutum, ut ex hoc ovo Basiliscum prodire flatuat si quando á rubeta seu bufone fotum sit: quod an fabulo-sum, & commentitum, non ausim certo pronunciare; hoc tamen expierientia comprobatum habeo, gallum incuba-tu id ipsum perfícere.» {AA)

(43) Francisco Valles Covarrubiano, De iis. site de sacra philosophia, 1566. Usamos la edición de Lugduni 1594, pgs. 529-530.

(44) Levino Lemnio, Occulla Naturae Miracula. ,1559. Libro IV, cap. XII («De ovo á gallo edito, et qua aetate, atque annorum decursu id proferat: denique quid ex eo progeneretur, tum de lapide Gallinaceus, & Aétite gemma»). En la edición de Gandavi, 1571 corresponde a ias pgs. 428-429.

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Giovanni Batdsta della Porta, aristotélico en su teoría de la visión (se le considera uno de los padres de la Óptica, inventó la cámara oscura y la lente de aproxi­mación), considera como míticas las propiedades del ba­silisco, niega que los escorpiones nazcan del basilisco, como afirma Florentino Greco (que defendía que el basi­lisco machacado y puesto al sol generaba un escorpión), y, entre otras, nos trasmite una pintoresca historia que demuestra el renovado vigor del basilisco en el Renaci­miento:

«Una donna maritata di ñresco, deetra pregna fuor l'opinione di tutti, in luogo di parto, partori fuori quattro animali simili alie rane, e clopo risano affaí bene: i quali animali sonó raccontati fra le spetie delle rane. (...). Cosi dicono anchora, che dalle impurita delle donne, cioe del mestruo, e dal sperma sangue nel medesimo modo possa nascere un basilisco, il quaie tutti coloro, che vederanno moriranno, ma questo io stimo falsissimo. Cosa chiara e che possano nascer serpenti dalla medolla della spina dell'huomo, e da capelli mestruati, e da peli delle code de'cavalh (...)» (45).

Antonio Ricciardo Brixiano, en su Commentaria Symbolica, explica cinco significados que tiene la palabra Basilisco. Vamos a transcribir los tres últimos:

«3 BASILISCO. El Utoiado de Kermes, que se genera en el útero, significa Elixir Alquímico, por el cual se convierten los metales, como dice León Suavo en los Escolios a Paracelso, fol. 292.

4BASILISCO, como aparece en Psal. 9 & Isa. IL 14 & Jerem. 8. significa el diablo, que es el más pesti­lente para el genero humano; también significa la envidia del Diablo, por la cual se introduce la muerte en el mun­do. Arnob. Psalm. 9- San Jerónimo. Isa 1.14, también significa las obras malas y pestíferas y los errores y la vanagloria.

5 BASILISCO, o regulo volador, como aparece en Isa. 30 & 59, significa el príncipe de los Judíos, también significa demonios, también significa el Anticristo, al que los Judíos pondrán por Mesías. S. Jero. Isai. 30 & 59. S. Gre. 18 mor 9.» {A6).

En la segunda gran enciclopedia zoológica (después de la de Gesnero), la elaborada por Ulises Aldrovandi, encontramos todo un Tratado del Basilisco. Dedica Aldrovandi dos de sus trece tomos a una curiosísima «Historia Natural de Serpientes y Dragones». Y en el Libro II, Cap. II, encontramos quince inmensas páginas in-folio dedicadas al Basilisco, ilustradas con varios grabados, de los cuales el más famoso representa el «basilisco de Aldrovandi», que tiene ocho patas, escamas, cabeza de gallo, con largo pico y gran papada, y coronado con su atributo. Dejamos para otra ocasión la edición de los 16 apartados en que se divide su capítulo sobre el basilisco, que nos limitamos a citar aquí por su título: Aeqnivoca,

(•^5) Giambattista della Porta, Dalla Aíagia Nalurale. Lib. II {"Di genera^ vari animali») Cap. II («Alcuni anijTnaJi terrestri prodorti deJIa putrefactionex). La redacción definitiva de esta obra data de 1589. Citamos por la edición de Ñapóles de 1677.

[46] Antonio Ricciardo Brixiano, Contmi:ntar'¡u Symbolica hi dúos lonwi dhíributa i.../ in quibuí explifatllur anana pane infinita ad myiticam naluralem, & occulíanr rtruvt íi^nificatinnem atlinen-lia. Venecia 1591. Tomo 1. Folio 106, columna 3-

Synonyma et etymum, Differentiae, Descriptio, Gressus et Locus, Antipathia, Genera tic, Natura veneni basilisci, Signa veneni basilisci, Praesidia veneni basilisci, Allegorica et Moralia, Miracula, Hieroglyphica, Phrenoschemata, Simu-lacra y Usus. (47).

Aldrovandi aporta también grabados de basiliscos disecados, muy apreciados por los coleccionistas y erudi­tos del XVI. Estos basiliscos disecados, engendros de una apariencia terrorífica, eran obra de hábiles falsifica­dores que se aprovechaban de la popularidad del mito para ganarse la vida. Se conservan varias de estas falsifi­caciones. Normalmente se utilizaban dos peces, el pez ángel y la raya, que disecados entremezclando sus partes producían un monstruo que se pasaba por el cadáver del basilisco (48). Testimonio del aprecio que tenían los eru­ditos a los basiliscos disecados lo encontramos en los regalos que hizo el Duque de Orleans, hacia 1640, cuan­do visitó a su amigo Lastanosa, el mecenas de Gracian (49), en Huesca: cuatro leones, cuatro espejos hiperbóH-cos, un fragmento de diamante, un basilisco disecado y otras curiosidades (50).

Hemos seguido la pista de un basilisco disecado que, según Feijoo, se conservaba en la Biblioteca Regia de Madrid, pero nuestras indagaciones resultaron infructuo­sas (incluso hemos molestado toda una mañana a los conservadores del Museo de Ciencias Naturales, que es donde teóricamente tenía que haber acabado el ejem­plar). No debe llamarnos la atención que este basilisco madrileño haya sido destruido por algún «racionahsta». N o hubiera estado lejos de ello el profesor de Física y Química del Real Palacio:

«Maestro. Debe tenerse enteramente por una fábula . (el llanto del cocodrilo) que se puede colocar muy bien

en la misma clase que el canto del moribundo cisne, que

(47) Ulises Aldrovandi, Hisloriae Naturale serpeníuní tt Draconiini libri dúo. Bononiae, apud Clementem Ferronium, 1640, lib. II, Cap. II, «De Basilisco», pgs. 361 a 376. Ver también la Ornithologiae (corresponde a los tres primeros tomos de los trece que componen su obra com­pleta), Bononiae 1599, Vol. II, libro XIII, pus. 83-84 (al hablar del Gallo); libro X iy . pj;. 221 (de la Gallina); libro XIV, pg. 241 y libro XVII, pg. 65Ü.

(48) Ver el artículo de Achille Forti, // Basilisco esiitenla al AÍIÍSCO Ciiico di Storia Kalfíralc a Venezia e gli affini simulacri Jinora conosciuti. Coníributo alia storia della Ciarlatancria. en Atli del Reak Istilulo Véneto di Scimze, Uttere td Arti. Tomo LXXXVIII, 1928. Pags. 225 a 238 y 16 láminas.

(49) Baltasar Gracián, en el capítulo de £/ Criticón que dedica a las curiosidades de Lastanosa (Parte II, crisi II, Los prodigios de Salastanoi se refiere al basilisco disecado que tenía éste; (- - Y o os confieso, dijo Critilo, que he tenido siempre por un ingenioso embeleco el Basilisco, y no soy tan solo que sea necio, porque aquello de matar en viendo parece una exageración repugnante, en que ei hecho está desmintiendo el testigo de vista. -,;En eso ponéis duda/ replicó Salastano; pues advertir que éste no lo tengo yo por un prodigio sino por un mal coti­diano, pluguiera al Cielo no fuera tanta verdad, y si no decidme: ^un médico, en viendo un enfermo, no le mata? ¿Qué veneno como el de su tinta en un répice!' ^Qué basilisco más cri­minal y pagado que un Harmócrates, que aún soñando mató a Andragoras.' Digoos que dejan atrás a ios mismos basiliscos, pues aquellos poniéndoles un cristal delante, ellos se matan a si mismos, y estos, poniéndoles un vidrio, que trajeron de un enfermo, con solo mirarle !e echan a la sepultura, estando cien leguas distante. -Déjenme ver el proceso, dice el Abogado, quiero ver el testamento, veamos papeles; y tal es el ver, que acaba con la hacienda y con la sustancia del desdichado litigante, que en ir a él ya fue mal aconsejado. Pues que un Príncipe con solo decir: Yo lo veré, no deja consumido a un pretendiente, <no es el Basilisco mortal una belleza, que si la miráis, mal, y si ella os mira, peor? ¿Con cuanto ha acabado aquel vulgar veremos, el pesado veámonos, el prolijo verse ha, y el vicio «ya lo tengo visto y todo mal mirado no mata». Creedme señores, que está el mundo lleno de Basiliscos del ver y aun del no ver, por no ver y no mirar; así estuvieran todos como este, y mostróles uno embalsamado».

A lo largo de El Criticón se repiten las apariciones del basilisco. Quizá esta obra, que como se sabe era predilecta de Schopenhauer inspiró a éste a la hora de escoger dicterios con que criti­car la filosofía clásica alemana: en el Prologo a La Cuádruple raiz del Principio de la Kazón infi­ciente se lee: «Ahí está la filosofía alemana sirviendo de burla a los extranjeros, rechazada por los verdaderos sabios, como una ramera que, por vil precio, hoy se vende a uno, mañana a otro, y los cerebros de la actual generación de estudiosos, desorganizados por los absurdos de Hegel; incapacitados para pensar, incultos y atontados, presa del vulgar materialismo, que ha brotado del hiíevo del basilisco».

(50) Vd. E. Correa Calderón, Lastanosa y Grt do el Católico, Zaragoza. Pag. 74.

', en Homenaje a Gracián. Institución Fernán-

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MARCA TWOGRAFICAJOHANN AMERBACH. BASILEA

molestia de alzarse, observará en las últimas tablas de ese estante una cajita que contiene el verdadero dragón de los naturalistas» (51).

El tema del basilisco se convierte en un lugar común de la literatura del Siglo de Oro y del Barroco. Los ojos esquivos de la dama serán como los del basilisco y matan con su mirada al rendido amante. En el Quijote se utiliza tres veces la palabra, en el capítulo XIV de la primera parte. Parece como si Cervantes, al escribir este capítulo, tuviera reciente la lectura de alguna de las historias natu­rales al uso, pues concentra en él gran número de refe­rencias a animales venenosos, ponzoñas... Es el episodio en que Ambrosio y Marcela comentan la muerte de Gri-sóstomo, de amor por ella. Ambrosio llama a Marcela «¡oh, fiero basilisco destas montañas!», a lo que Marcela replica:

«El que me llama fiera y basilisco, déjeme como cosa perjudicial y mala; el que me llama ingrata, no me sirva; el que desconocida, no me conozca; quien cruel, no me siga; que esta fiera, este basilisco, esta ingrata, esta cruel y esta desconocida, ni los buscará, servirá, conocerá ni seguirá en ninguna manera».

Seis años antes, en 1599, encontramos en el Guz-man de Alfarache de Mateo Alemán, un buen surtido de basiliscos. Escogemos este párrafo correspondiente al ca­pítulo VII:

«Que si preguntáis deseando saber qué sea la causa natural, no se sabe otra más de que la piedra imán atrae a sí el acero, el heliotropo sigue al sol, el basilisco mata mirando, la celidonia favorece la vista. Que así como unas cosas entre si se aman, se aborrecen otras, por in­flujo celeste».

la historia del fénix, que después de cien años se quema para volver a nacer de sus mismas cenizas; que las terri­bles aves llamadas grifos; que el basilisco que quita la vida con su mirada, la salamandra que puede vivir en el fuego, los dragones que... Pero no acabaría nunca si me empeñase en repetir todas las fábulas con que en otro tiempo se ha querido adornar la historia natural.

Discípulo. Permítame usted que exponga a su consi­deración, que yo he visto últimamente en una obra de historia natural, de un autor moderno muy respetable, la figura y la historia de un pequeño dragón alado muy conocido en las Indias orientales, y que se conserva en muchos gabinetes.

Maestro. De ningún modo niego ni dudo la verdadera existencia de ciertos reptiles que los natura­listas llaman dragones, salamandras y basiliscos; pero si el que tengan las figuras y las propiedades con que la ima­ginación de los pintores, de los viajeros y de los antiguos naturalistas los han presentado. Si quiere Vd. tomarse la

(51) Juan Mieg. Paseo por el Gabinete de Historia Natural de Madrid. Madrid 1818. Pags. 177-178.

En 1620, H. de Luna, en la Segunda Parte del Laza­rillo de Tormes, hace que, en el capítulo IV, se dirija Lá­zaro a la Fortuna en estos términos: «En mi vida te vi, ni te conozco; pero si por los efectos se rastrea la causa, por lo que de tí he experimentado creo no hay sirena, basilisco, víbora ni leona parida más cruel que tú».

Lope de Vega usa y abusa de las metáforas sugeridas por el basilisco, que son repetidas a lo largo de todas sus obras: «Llegó mi amor basilisco / y salió del agua misma / templado el veneno ardiente / que procedió de su vis­ta». (El Caballero de Olmedo), «¿Cómo el basilisco mata / con solo llegar a ver?». (El mejor alcalde el Rey), «Adviene que es basilisco: / Pon a tus ojos defensa». (Adonis y Venus), «De los reyes el poder / es basihsco en la vista». (El hombre de bien), «Amor sin ojos nació / Y así el basi­lisco fiero / Los hurtó, porque primero / Mata el que al otro miró». (El desprecio agradecido). Y en Rojas Zorrilla, y en Góngora, y en Calderón y en tantos otros, el tema del basilisco será un recurso inagotable a la hora de lle­nar páginas.

Quevedo dedica un romance de 68 versos al Basilis­co {El Basilisco, animal tan ponzoñoso que dicen los natura­les que mata con la vista). Entresacamos algunos versos:

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«Ansí, pues, nunca a tu cueva se asome Santa Lucía, que si el mal quita a los ojos desarmará tu malicia. Dime si te dieron leche las cejijuntas, las bizcas, si desciendes de los zurdos; si te empollaron las tias. Si está vivo quien te vio, toda tu historia es mentira; pues si no murió, te ignora, y si murió, no lo afirma. Si no es que algún basilisco cegó en alguna provincia y con bordón y con perro andaba por las ermitas».

En 1665 aparece la Historiae Naturalis de Serpentihus de Jan Johnston, autor de la tercera gran enciclopedia zoológica, tras Gesnero yAldrovandi. A finales del XVII aun tiene plena fuerza el; basilisco, y Johnston le dedica un lugar en su obra. En esta Historia Natural encontra­mos un modelo de clasificación, precursor de ulteriores sistemas: la H^N^ de Serpentihus se divide en dos libros: De serpentihus vulgarihus y De Draconihus, cada uno de los cuales consta de dos títulos en los que serpientes y dragones se esmdian in genere e in especie. El libro II, ti­tulo II, formado de dos capítulos: De Draconihus non ala-tis y De Draconihus alatis, divide el capítulo I en dos artí­culos: De Draconihus non alatis apodibus y De Draconihus non alatis pedatis. Este artículo I, del capítulo I, del título II del libro II, contiene tres puntos, de los que el prime­ro lleva por título De Basilisco. Para Johnston, pues, el basilisco es un dragón no alado y apodo. (52).

Johnston será el último naturalista que mezcle en sus descripciones los animales fabulosos con los que no lo son: en la H^ N^ de Avihus hay los capítulos dedicados al Fénix, el Pelicano, la Harpía o el Grifo —con sus co­rrespondientes grabados—; en la H^ N^ de Quadrupedi-hus, junto a vacas y caballos aparecen Monocerontes, Unicornios, Onagros y Catoblepas. En la Historiae Natu­ralis de Serpentihus, junto a los basihscos, se encuentran hidras de siete cabezas y dragones a los que se les sale la flecha por la boca. Las monótonas repeticiones en la des­cripción del basilisco dan testimonio de hasta que punto la especie se había estabilizado en las Historias Naturales y como el proceso ontogenético de su reproducción ha­bía alcanzado el estado estacionario.

Peter Lambeck, Lambecius, profesor de Historia y rector del Colegio de Hamburgo, huido a Roma para es­capar de su mujer, rica pero vieja y avara, muerto en Viena en 1680, nos lega en su monumental Commenta-riorum de hihliothecá Caesareá Yindohonensis dos interesan­tes grabados que reproducimos en estas páginas (53).

En la primera mitad del siglo XVIII asistimos a la enconada polémica que, en torno al basilisco, originó el Teatro Crítico de Feijoo. Es de siuno interés analizar en detalle las discusiones que se plantearon, pero dejamos

(52) Jan Johnston, Historiae Naturalis de Serpentihus, libri ]1. Amsterdam 1657. pag. 34-35.

(53) Peter Lambeck, Commeatariorum de bibliothecá Caesareá Viridob/ttiensis. Viena 1665-1679. Parte Vil. Pags. 163-164, láminas K y L.

para otro momento su exposición. En esta oportunidad vamos a presentar someramente los términos de la polé­mica que demuestran la preocupación que el basilisco había de despertar en el trance en que su mito comenza­ba a declinar. Tan grande como el interés que suscitó el basilisco en el momento de su nacimiento y desarrollo va a ser el interés que suscite en el momento de su muerte.

En el segundo tomo del Teatro, pubhcado en 1728, hay un parágrafo de la Historia Natural referido al basi­lisco. En él, Feijoo no niega que haya una sabandija lla­mada Basilisco que sea venenosa por el vapor que ex­hala.

«Pero negaré constantemente, por más que lo afirmen muchos autores, que mate con la vista, y con el silbo. La vista no es activa, sino dentro del propio órga­no. El objeto le envía especies; pero ella nada envía al objeto. El silbo tampoco imprime cualidad alguna, ni en el ambiente, ni en otro cuerpo: solo mueve con determi­nadas ondulaciones el aire, las cuales propagándose, lle­gan a producir un movimiento semejante en el tímpano del oído» (54).

Repudia Feijoo como falsa, la opinión de que esta sabandija sea veneno de si misma mirándose en un espe­jo, pues «sobre la imposibilidad de que la vista mate, se añade la de que sea al sujeto propio». Pero, al hablar de la generación de los basiliscos, Feijoo no niega que los gallos pongan, de viejos, un huevo:

«Lo que vulgarmente se cuenta de que el gallo anciano pone un huevo del cual nace el basilisco, no es solo hablilla de vulgares, también tiene por patronos al­gunos autores, sin dejar por eso de ser cuento de viejas. Si la vejez del gallo no hiciese tan mala obra, y el basilis­co fuese tan maligno como se pinta, ya todo el mundo estuviera poblado de basihscos y despoblado de hom­bres. Es verdad que el gallo en su újtima vejez pone un huevo: pero falso que este huevo sea de tan malas con­secuencias como aquel que, según la fábula, puso Leda, mujer de Tíndaro y del que nació la famosa Helena, ver­dadero Basilisco-de aquella edad» (55).

En 1729, Salvador Joseph Mañer responde a Feijoo en su Anti-teatro Crítico. Esto replica a Feijoo por negar el de Oviedo que matase con la vista:

«El fundamento que su Reverendísima tiene para negarlo es que la vista (dice) no es activa, sino dentro del propio órgano. El ohjeto le envía especies pero ella nada envía al objeto. La prueba no es eficaz. Padre Reverendísimo, porque los que estamos en que mata con la vista, no en­tendemos sea con los rayos visuales, sino con los vene­nosos efluvios que por aquella parte despide: y esto no en cualquier postura, sino en la vista recíproca, y distan­cia proporcionada: esto es, que no estando muy distante, mire el Basilisco cuando a él le miren; porque los eflu­vios que arrojan, causan su efecto entrando directos por la vista del que mira: y debajo de este supuesto, que los naturalistas nos advierten, no hace en contrario el que la vista sea activa, o no lo sea» (56).

(54) Benito Gerónimo Feijoo, Teatro Critico Unitersal. Tomo II, dísturso 11-3, n" 25, Basilisa Citamos por la 4*' impresión, Madrid 1736.

(55) Feijoo, Tf¿/TO 11-11 n" 29.

(56) Salvador Joseph Mañer, Anti-teatro crítico sobre el primero j secundo tomo del Teatro Crilici, Madrid 1729. Al Il-U, n" 18..

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BASILISCO DISECADO CONSERVADO EN EL MUSEO MOSCARDO

Mañer al contraargumentar lo que Feijóo había afirmado en el sentido de que el basilisco no se mataría a si mismo, mirándose en un espejo, por la imposibilidad de que algo sea veneno de si mismo, rizará el rizo en la discusión:

«Si los efluvios se dirigiesen a ios ojos de otro basi­lisco, né le causarían daño alguno, pues nada perderían de su natural configuración; más reflectando en el espe­jo, vuelven desconfígurados, siendo venenosos, al mismo que no lo eran antes de desconfígurarles, al ejemplar del azogue, que en su propia configuración no es venenoso, y cuando se sublima pasa a solimán, como se desconfígu-ra es veneno muy activo» (57).

Mañer concluirá que prescindiendo de que haya o no basiliscos, los argimientos de Feijóo no le sacan de su error. Un año más tarde, en 1730, contesta Feijóo a Mañer en la Ilustración apologética:

«Lo de la vista recíproca también es falso. La opinión más común aún entre los naturalistas, es que el Basilisco mata mirando, aunque no sea visto. Lo de la distancia

proporcionada, en el sentido en que lo toma el señor Mañer, también es añadido. Lo que dicen los que afirman esta fábula, es que el Basilico alcanza a matar, adonde alcanza a ver, sin pedir más proximidad o pro- ' porción. Así todo lo que nos dice el señor Mañer, para hacer mi prueba ineficaz, es un tejido de supuestos arbi­trarios, y una desfiguración total de la opinión común, para evadir la dificultad» (58).

En 1731, Mañer responde en su Réplica satisfactoria a la Ilustración apologética y, un año más tarde Martín •Sarmiento saldrá en defensa de Feijóo en la Demonstra-ción crítico apologética del Teatro-Crítico. De la vista ha pasado el grueso de la polémica al tema del huevo del gallo. Sarmiento, como Feijóo, defenderá (¿acaso con el espíritu del empirismo?) el testimonio de quienes afir­man que los gallos ponen huevos:

«Tampoco importará mucho que se llame cuentos de viejas. Si en algo debemos creer a las viejas, es en la ma­teria presente. Más voto tienen las viejas en la materia, que cien Harveos. Dos cosas dicen las viejas. Dicen, que algunos gallos ponen un huevo en su vejez, y que de este huevo nace un basilisco, que mata con la vista. En esto segundo, como no pueden tener voto, es cuento de

viejas. Lo que cuentan, y cuento de vieja lo que cree, y quiere creer el replicante. Para lo primero no se necesita Crítica, sino experiencias del hecho. Esta experiencia es privativa de las viejas, o es más propia de su jurisdicción. N o es razón despojar a sus mercedes las señoras viejas del voto que tienen en materia de Gallinero, por con­templar a uno, u otro que afirma, no haber visto semejante huevo de Gallo; y que sólo prueba la imposi­bilidad con un argumento negativo puro, que no tiene eficacia alguna. He visto uno de aquellos huevos. Decían que era de Gallo viejo. No se de quien era, si que ni en color, ni en figura, ni en magnitud tenía semejanza algu­na con el huevo' de la Gallina. El huevo que, con título de ser de Gallo, se presentó a Mons. LayPeryonie no tie­ne yema. Reconoció este Anatómico que era huevo de Polla, y, que en su centro se descubrían lincamientos de una culebrita: Pregunto: ¿Se halla en todas las pollas ovario para huevos semejantes?. Claro está que no. Pues eso mismo se debe discurrir de algunos Gallos viejos.»

, (59).

Vuelve a la carga en 1734 Salvador Joseph Mañer en el Crisol Crítico Theológico. Responde a lo que Feijóo decía: que un bulto, cualquiera del cuerpo del gallo supli­ría la falta de ovario para la formación del huevo, de este modo;

«Señor Philosopho, se producen acaso los huevos de bultos o de glándulas'^. Un bulto como un huevo, cada día se está viendo; pero un huevo como un bulto, es lo que allí se repugna. Que no se corra este Padre de invadirme con estos despropósitos. A un argumento de imposibilidad, tan fundado en Philosophía como la negativa que se le ha hecho, opone otro por la parte afir­mativa, fundado en sólo una idea disparatada. Y porque se le apoyó la negativa con la autoridad de Harveo, que tiene tal creencia por cuento de viejas, dice: Que más voto tienen las viejas en la materia que cien Harveos. Queriendo dar a entender, que como las viejas frecuentan más los gallineros, que el Doctor Harveo lo haría, tienen mejor voto aquellas que éste; siendo engaño, porque las viejas frecuentan los gallineros sin más Philosophía que buscar huevos de las gallinas: Harveo los registró philosophica-mente repetidas veces en busca del huevo del Gallo para lo que se tomó todas las precauciones necesarias conducentes a averiguar este phenómeno, hasta conocer que el afirmarlo es cuento de viejas, engañadas con los huevos centeninos. Por lo que será bien el que al Defen­sor y al Maestro les pongamos el colirio que abaxo rece­taremos, para si quisieren ayudarse, puedan salir de su ceguedad (...). Ruego ahora al P. Lector, que en defensa del error que tan tenazmente mantiene, y a favor de las

ancianas que apoya, pues dice tienen más voto que cien Harveos, diga también tienen más voto que cien Academias de París, y cien Sociedades de Mompeller (sic); que yo también diré, que.un voto de cualquiera de aquellos indi­viduos, vale más que el de cien Sarmientos, y el de doscientos millones de viejas gallineras, que es el mismo, y vale lo propio» (60).

En 1737, sale el Teatro Anti-Crítico (libro tercero) de Ignacio de Armesto y Ossorio, en el que se pretende

(57) Mañer, Atni-leain, al 11-11, n" 20.

(58} B.G. Feijóo, I/ustracwTl apDlogitica al primtro y ' 1729. Discurso XVllI, n" 40 (pg. 99).

(59) Martín Sarmiento, Denwrtstracíón critico-ai 1739. Tomo I - Xm. N° 590. Pgs. 346-347.

Teatro Crítica Viiivtnat. Madrid

¡egiíjiílo tomo del Teatro Critico. Madrid (60) S.J. Mañer, Crisol Critico theológico las materias y puntos que se le han n° 30. Pag. 252.

istórico, político, físico y mateniúlico en que se cjuilatail ¡pugnado al Teatro Critico. Madrid 1734. Discurso XVIII,

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«repartir justicia entre los tres teatristas». Respecto del basilisco y el huevo del Gallo no hace otra cosa que re­sumir lo dicho por Feijoo, Mañer y Sarmiento. Pero catorce años después, Francisco de Soto y Marne dedica­rá una reflexión (la VII del tomo II) al Basilisco, en sus Reflexiones crítico-apologéticas sobre las obras del RR. P. Maestro Fr. Benito Gerónimo Feijoo. En su larga reflexión contra el «inconsiguiente, contradictorio y aún repugna-te» juicio del Padre Feijoo, Soto y Marne llegará a demostrar ad hominen que el Basilisco mata con el silbi­do y mata y se mata con la vista; comienza su argumen­tación de este modo:

«Hagome cargo, que en los números 25 y 27, limita V. Rma el punto de la disputa a las circunstancias de propi-cida, y de matar a otros con la vista, y con el silvo; pre­tendiendo, que el error común consiste precisamente en las tres expresadas propiedades: de modo que sólo por lo respectivo a ellas, se representa fabuloso el Basihsco. Pero admitiendo V. Rma. en su número 24, que la vene­nosidad del Basilisco es enemiga de toda naturaleza; y tan activa, que sólo el vapor que exhala, inficiona cuanto encuentra, con tan horrible estrago que tala los campos, marchita las selvas, rompe los pedernales, y mata los ani­males ponzoñosos; no puede V. Rma. dejar de admitir, que mata con el silvo, y con la vista: y por cpnsiguiente no puede dejar de admitir verdadero Basilisco, en el mismo sentido que lo da por fabuloso» (61).

Soto y Marne da mucha menos importancia al tema del huevo del gallo, quizá porque ya había quedado claro el error de Feijoo y le reprocha:

«...Pero asiente V. Rma. contra toda razón, a que el gallo pone, en su ancianidad, ese huevo, P. Mro,: este error es sobremanera vergonzoso en un hombre literato: porque como tal debe saber, que la producción de huevo pide, como prerrequisito esencial, la preexistencia de ovario, infundículo, y demás órganos que constituyen sexo femenino, como enseña el común de los anatómi­cos. Y como el gallo, por más que porfiera a vivir, no llega jamás a ser gallina; se evidencia la ridiculez de esta ignorantísima fábula, la que deriva el famoso Harveo de la preocupación de las mujeres italianas, que creyeron producción de los gallos, los huevos llamados por su pequenez centeninos» (62).

A todas estas réplicas contestará Feijoo en 1749 con una Justa repulsa de inicuas acusaciones, en la que no pormenoriza cada punto sino que contesta de modo ge­neral a sus detractores. En 1750 se termina definitiva­mente la polémica por orden emanada de Fernando VL Quizá de no haberse prohibido la continuación de alegatos en pro y en contra de Feijoo, tendríamos joyas aún más surrelistas de las que ya nos ha ofrecido este género de polémicas.

Pero el ruido que causó la discusión sobre el basilisco en España no logró desarraigar de la cabeza de muchas personas su prestigio. El clero ignorante seguía creyendo a pies juntillas en el basilisco y en todas sus circunstancias. El capuchino Joseph Romain Joly escribe esto en 1784 (repetimos: 1784).

«Los modernos han considerado el basilisco como un animal fabuloso. Más después que la Escritura ha hecho mención de él, como de un reptil existente, que es nombrado con los otros animales dañinos, su existen­cia es incontestable. Si no se encuentra en los gabinetes de curiosidades naturales, es por la rareza de la especie y el peligro de acercarse a él, que no permite cogerlo. Dios ha permitido que este monstruo lance dos o tres gritos cuando sale de su caverna, a manera de lamento, que inspiran tal terror, que ponen en huida a todos los animales. ¿Cabe en lo posible que un viajero curioso se acercase a él para estudiarlo.-'» (63).

* * *

El basilisco ha servido también como emblema de la Dialéctica. El primero que personificó las ciencias fué, al parecer, Marciano Capella, gramático africano del siglo V, en su obra De nuptiis Philologiae et Mercurii: Mercurio (la Elocuencia) y la Filología (el amor a la razón: la Sabiduría) contraen matrimonio y las siete artes son las damas de honor; al divorciarse la Elocuencia y l a Sabidu­ría, se condenan ambos a la esterilidad, pues Mercurio no tiene ya nada que decir y Filología ya no sabe hablar.

Remigio de Auxerre, que a comienzos de siglo X compone un comentario a la obra de Marciano Capella, dice que la Dialéctica lleva los cabellos revueltos desig­nando el silogismo, una serpiente que representa los arti­ficios sofísticos y un anzuelo los argumentos capciosos. Los artistas se contentaron con hacer sostener a la Dia­léctica una, o incluso dos serpientes.

Algunas veces, en lugar de una serpiente, la Dialéc­tica tomó como emblema otro animal venenoso, el es­corpión, y, en dos casos al menos, el basilisco (64). La primera de estas representaciones se encuentra en un arco de la puerta sur de la catedral de Chartres, donde figuran las siete artes liberales: la Dialéctica tiene a sus pies un personaje —probablemente Aristóteles— soste­niendo un tintero donde moja su pluma, y sobre su mano y antebrazo izquierdo se yergue un basilisco.

La segunda de estas representaciones la encontramos en un tarot italiano de fines del siglo XV, llamado Tarot de Mantegna, aunque probablemente se deba atribuir a Baccio Baldini. La Loica (por Lógica, como a menudo se llamaba a la Dialéctica) está representada por una mujer con el semblante demacrado por la vigilia, los cabellos rizados y revueltos, para recordar los tortuosos caminos del silogismo, el vestido sombrío, alusión a la oscuridad de las discusiones dónde triunfa. Como atri­buto lleva en la mano un Basilisco, a quién ¡a Dialéctica, horrorizada, ha neutralizado la mirada mortal mediante un velo fino y transparente.

{6\) Francisco de Soto y Marne, Reflexiones crí'tko-üpolo^éíicai ¡ubre las obras de RR.P. Maestro Fr benito Geroriymo Feijoo, en defensa de ¡as müa^rosas Flores de San Luis del Monte... Salamanca 1749. Reflexión Vil, n» 173. Pag. 122.

(62) Soto y Marne, Reflexiones eritieo-apologéticas, Reflexión VII. n'* 180. Paj:. 126.

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(63) loseph-Romain joly. La Ceographie Sacrée el les monuments de ¡'historie sainte. París \l^^í, pss. 355-356.

(64) Vd. Jean Avalón, Vn aninial fabu¡eax: ¡e Basüic. en Aesii/iape. octubre 1935, PÍÍ-231.

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HISTORIA DEL PENSAMIENTO

ESPINOSA: PROYECTO FILOSÓFICO Y

MEDIACIÓN P O L Í T I C A

JAVIER PENA Valladolid

n 1670, escribe Espinosa un «Tratado Teológico-Político», interrumpiendo la re­dacción de la «Ethica», en la que hay ya precisas referencias al tema de la Ciudad; en 1677, la muerte le sobreviene mien­tras redactaba un «Tratado Político» que

quedaría lamentablemente inconcluso. Tan destacada pre­sencia de la Política en una obra no demasiado extensa, nos fuerza a preguntamos: ¿Por qué habla Espinosa de lo que Descartes había silenciado, por tratarse de un ámbito en el que no caben ideas claras y distintas?. De algún modo hay que dar razón de esta presencia, explicar a qué viene este esfuerzo teórico en torno a la política, y, en definitiva, qué función cumple ésta en la filosofía de Espinosa.

La cómoda hipótesis de que la Política sería «uno más» de los temas que interesan a Espinosa, al margen de la filosofía, —^pues al fin y al cabo también escribió, podría decirse, sobre el arco iris o la gramática he­brea—, no parece que pueda considerarse seriamente. Son demasiado evidentes las conexiones entre Ontología y Política (que ahora, por razones de tiempo, no pode­mos detallar), como para considerar a ésta como un me­ro apéndice marginal. Y además, tal «explicación» no ex­plica nada; supone simplemente un gratuito y «aristotéli­co» afán de saber, por el saber mismo.

Otra hipótesis interpretativa que podría formularse para explicar este presencia de la política, manteniendo a la vez su «exterioridad» con respecto a la filosofía, sería la que ligase los escritos políticos de Espinosa a unas de­terminadas circunstancias biográficas. Un pensador hete-

(*) Conferencia pronunciada en el C/Í'/ÍÍ "Espiíinsa- que organizó la Sotiedad Asturiana de Filosofía en Diciembre 19"".

rodoxo y dasarraigado, que ve amenazado el régimen liberal burgués de Jan de Witt por la alternativa orangis-ta-calvinista, advierte que su libertad de expresión se ha­lla en peligro y, abandonando el discurso filosófico, escri­be un «Tratado teológico-político» para justificar ideoló­gicamente al régimen más tolerante. Pero tal hipótesis, que puede ilustrarnos sobre las circunstancias que hacen a Espinosa tomar conciencia de la importancia de la Políti­ca, peca a mi juicio de reducionismo psicologista. Y ade­más, ni el «Tratado Teológico-Político» justifica un de­terminado orden de cosas (sino que va más allá de las perspectivas de la burguesía liberal holandesa), ni es un simple panfleto coyuntural: una simple lectura bastaría para negarlo.

A mi juicio, no cabe sino pensar que la Política inte­resa —y muy decisivamente— a la Filosofía de Espinosa. N o quiero decir con ello que —como algunos pai;ecen implícitamente sostener— el ejercicio filosófico esté para Espinosa al servicio de un proyecto político. Que no es así, me parece que está perfectamente claro, y es­pero ponerlo de manifiesto en mi exposición. Sin embar­go, considero que la teoría política de Espinosa encuen­tra la justificación de su existencia en la necesidad que de la Política tiene, para su realización, el proyecto filosófi­co de Espinosa. Creo poder -demostrar que la Política desempeña una función objetiva indispensable en dicho pro­yecto, y que la teoría política de Espinosa es un ensayo de resolver las exigencias en él planteadas, si bien tal tentativa tropezará a la postre con dificultades insalva­bles, implícitas en sus propios presupuestos. A ello dedi­caré los próximos minutos.

Lo que Espinosa se propone como objetivo de su ejercicio filosófico, está enunciado en las páginas inicia­les de su programático «Tratado de la Reforma del En-

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rendimiento». Su proyecto es «hallar algo {cito) que, una vez descubierto y adquirido, nos permita gozar de una constante y suma alegría». Si desprendemos del término «salvación» sus connotaciones religiosas, escatológicas, podemos decir que nos hallamos ante una filosofía «so-teriológica». (De modo semejante a como puede serlo, por ejemplo, la estoica, en tantos aspectos emparentada con la espinosista). Pero hay que añadir, a renglón segui­do, que esta salvación se obtiene por y en el conocimien­to. El sumo bien que el filósofo busca consiste en «el co­nocimiento de la unión del espíritu con la Naturaleza to­da». En otros términos, en la comprensión racional del encadenamiento universal y necesario de un orden de esencias. Esta comprensión libera simultáneamente al hombre de la sumisión irracional a las causas exteriores y del temor a la muerte, y origina la felicidad de que nos habla el libro V de la «Ethica». Podríamos hablar tal vez, utilizando conceptos del profesor Bueno, de una implan­tación gnóstica de la filosofía de Espinosa.

Tal concepción de la filosofía no parece en principio demasiado proclive a tener en consideración el marco so­cial en que el pensamiento se ejerce. No obstante. Espi­nosa afirma: «importa a mi felicidad que otros muchos piensen lo mismo que yo, para que su entendimiento y sus deseos concuerden con los míos», lo cual supone que en la realización del proyecto filosófico algo «tienen que ver» los demás, además del individuo mismo. Y más aún, formula para garantizar esta extensión del proyecto un programa pedagógico —cuya función sería la de posi­bilitar el acceso de la generalidad de los hombres a la «reforma del entendimiento»— en el que se incluye, además de ciertas disciplinas teóricas como Moral, Medi­cina y Mecánica, la formación de «una sociedad tal que el mayor número posible de hombres puedan llegar a este fin del modo más fácil y seguro».

N o carece de importancia esta alusión a la Política, que queda así ligada al proyecto filosófico. Hay que reconocer, desde luego, que aquí aparece como un ins­trumento subordinado y exterior al mismo: el sentido de tal sociedad sería el de facilitar el ejercicio de la filosofía, proporcionarle un «suelo» adecuado. Pero esta función «preliminar» no se agotaría en el establecimiento de unas garantías de seguridad física, de un «orden público» que regule la coexistencia social. Ciertamente es la fun­ción primaria del Estado garantizar esa seguridad, necesa­ria también para el hombre racional, más libre en la Ciu­dad, pese al aspecto coactivo de las leyes, que en la sole­dad (Eth. IV, p. 73); pero la sociedad a la que Espinosa se refiere tiene además una misión que podríamos deno­minar «pedagógica»: conduce a sus miembros en la di­rección del objetivo metapolítico planteado. Creo que ha de tenerse muy en cuenta esta dimensión de la sociedad proyectada aquí por Espinosa; según intentaré mostrar después, se apunta aquí, parcialmente al menos, el senti­do de la Política en la filosofía de Espinosa.

Pero esta referencia a la política del «Tratado de la Reforma del Entendimiento», es insuficiente por sí sola para hablar de la necesidad de la Política. Cuanto se nos dice es que un determinado tipo de sociedad —que no sabemos qué características tendría, ni cómo podría ser establecida— puede ser un instrumento válido, junto a otros, para posibilitar la «reforma del entendimiento».

Pero no parece que sea una condición necesaria: de he­cho, existe el hombre racional que vive entre ignorantes (Eth. IV, p. 70); y, como recuerda una nota del «Tratado Teológico-Político», la libertad del sabio no es anulada por un entorno social hostil, ya que lo que le hace libre es la racionalidad, la comprensión de la necesidad: (que incluye la comprensión de una situación política dada como necesaria). ¿No sería entonces más sensata la men­cionada postura cartesiana, que prefiere cambiar el orden de sus pensamientos, más bien que el del mundo.'*.

Subsiste sin embargo el hecho de que Espinosa con­sidera que afecta a la realización del propio proyecto fi­losófico individual la actitud de los demás individuos: importa que haya «concordancia de espíritus». Parece, pues, oportuno examinar el fundamento de esta necesi­dad de concordancia.

En último término, esta necesidad se basa en la in­terdependencia ontológica de todas las relaciones singu­lares. En el escolio de la proposición 18 de la A^ parte de la «Ethica», recuerda Espinosa al lector que (cito) «nos es siempre imposible no necesitar de alguna cosa exterior a nosotros para conservar nuestro ser». Es éste un punto básico en su filosofía, y cabe concluir de él que no es posible formular un proyecto de vida prescindiendo de todo \o que no sea el individuo mismo. Y a continua­ción, añade: «hay muchas cosas fuera de nosotros que nos son útiles, y que por ello han de ser apetecidas. Y entre ellas, las más excelentes son las que concuerdan por completo con nuestra naturaleza. En efecto {conti­núa): si, por ejemplo, dos individuos que tienen una na­turaleza enteramente igual se unen entre sí, componen un individuo doblemente potente que cada uno de ellos por separado. Y así, nada más útil al hombre que el hombre; quiero decir que nada pueden desear los hom­bres que sea mejor para la conservación de su ser que el concordar todos en todas las cosas, de suerte que las al­mas de todos formen como una sola alma, y sus cuerpos como un solo cuerpo, esforzándose todos a la vez, cuan­to puedan, en conservar su ser, y buscando todos a una la común utilidad».

En smna, cada hombre ha de contar con los demás, ya que siendo todas las realidades ontológicamente inde­pendientes, como hemos dicho, debe buscar aquellas, que por obrar en el mismo sentido que él, no constitu­yen un factor obstaculizante de su propia actividad, sino un esfuerzo de su capacidad de autoconservación y desa­rrollo.

Ahora bien: debe tenerse en cuenta que, según Es­pinosa, esta concordancia entre los individuos no se da simplemente por su común pertenencia a la especie «hombre». (Recuérdese la crítica de Espinosa a los con­ceptos universales). Los hombres sometidos a las pasio­nes no concuerdan efectivamente entre sí: no hay entre ellos sino una «concordancia» negativa. De hecho, lo que las pasiones generan es discordia, porque arrastran a los hombres en sentidos diferentes y les inducen a luchar entre sí para conseguir objetivos que no pueden compar­tir. «Los hombres sólo concuerdan necesariamente en naturaleza —dice Espinosa— en la medida en que viven bajo la guía de la razón» (Eth. IV, 35).

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Efectivamente, es la razón la que introduce una au­téntica concordancia, porque los hombres que viven se­gún ella participan de una común interpretación de la realidad y, por consiguiente, de una idéntica actitud ante ésta. Así como los intereses pasionales enfrentan y dividen a los hombres, la razón establece la concordia en lo objetivo, en lo que es necesariamente bueno para to­dos. '

Así se justifica la dimensión intersubjetiva del pro­yecto de Espinosa. La posibilidad de realización del mis­mo está ligada a la concordancia en razón con otros indi­viduos, ya que la interdependencia es ineludible. Y por eso es necesario hallar una vía que posibilite un acceso general a la racionalidad.

A primera vista, no parece que dicha vía haya de ser política. Es cierto que se reconoce que la «vida racional» ha de desarrollarse en un marco social, y que es conve­niente para el hombre racional que exista un Estado que garantice su seguridad. Pero parece, a juzgar por el tono de las referencias del libro IV de la «Ethica», que la sociedad no es sino el instrumento para regular una vida social presidida por los intereses pasionales, y que está por tanto en un plano distinto del que ocuparía una comunidad de hombres racionales, el tipo de sociedad que sí coadyuvaría a la realización del propio proyecto filosófico, y en la que la identificación de las aspiraciones particulares con el interés general por medio de la razón engendraría una solidaridad espontánea. Y esta sociedad, esta «comunidad de Razón», que se esboza implícitamente en el citado lugar de la «Ethica», a través de las obser­vaciones sobre las relaciones de los hombres racionales entre sí, exige la previa racionalidad de cada uno de ellos, no es por tanto medio, sino resultado de la realiza­ción del proyecto filosófico.

Y sin embargo, la necesidad de la política se hace evidente, como vamos a ver, precisamente al plantearnos el problema de la racionalización de ios individuos como tales, que parece ser el que aborda propiamente la «Ethica». Puesto que se afirma la necesidad de que la generalidad de los hombres acceda a la racionalidad, es preciso plantear el problema del camino hacia la Razón como un problema colectivo. Y tal cuestión, dados los presupuestos básicos de la filosofía de Espinosa, resulta mucho más difícil de lo que a primera vista pudiera parecer.

La respuesta más obvia sería la que parece ofrecer el «Tratado de la Reforma del Entendimiento»: un «pro­grama pedagógico» que facilite el acceso a la racionali­dad. Puede pensarse en algo semejante a la «moral pro­visional» cartesiana; y de hecho, podemos encontrar en la «Ethica» una serie de consejos prácticos para irnos ra­cionalizando. Así, por ejemplo, dice: (Eth. V, 10, esco­lio), «Así pues, lo mejor que podemos hacer mientras no tengamos un perfecto conocimiento de nuestros afectos, es concebir una norma recta de vida, o sea, unos princi­pios seguros, confiarlos a la memoria y aplicarlos conti­nuamente a los casos particulares que se presentan a menudo en la vida, a fin de que, de este modo, nuestra imaginación sea ampliamente afectada por ellos, y estén siempre a nuestro alcance».Principios que se resumirían

en una «racionalización de los afectos» (o «encauzamien-to» si se quiere).

Pero soluciones de este tipo dejan sin resolver el problema en su origen. Pues lo que importa explicar no es tanto cómo, a partir de lo que pudiéramos llamar «disposición a la racionalidad», pueden ir los hombres sustituyendo la «ilusión imaginativa», por la compren­sión racional de la realidad; sino más bien cómo tal «dis­posición racional» puede surgir y desarrollarse en un mundo regido por la Necesidad, en un universo concebi­do de modo determinista.

Pues, de acuerdo con los presupuestos espinosistas, los hombres son como son, y actúan como actúan, necesa­riamente. La Moral tradicional aplaude o condena las accio­nes humanas basándose en el falso presupuesto de que el hombre, «imperio dentro de un impero», goza, a dife­rencia de las demás realidades, de un libre albedrío que le permite elegir en sus acciones. Lo cierto es, sin embar­go, -piensa Espinosa- que el hombre, «pars Naturae», está sometido a las leyes que rigen a ésta, en su totalidad y en cada una de sus partes. La irracionalidad que se constata en la mayoría de los hombres es el efecto nece­sario de causas que la determinan. ¿Y cómo podrían ta­les hombres, condenados necesariamente a la irracionali­dad, llegar a desear siquiera renunciar a su actitud irracio­nal?. Mas aún: ¿Cómo podrían llegar a tomar conciencia de su propia situación de pasividad?. ¿No habrí de ser su actitud más bien semejante a la de los prisioneros de la caverna platónica?.

N o creo necesario insistir en que no se trata de una cuestión bizantina: está en juego la viabilidad del proyec­to filosófico de Espinosa. El, que tanto critica a las teo­rías éticas y políticas que proponen arquetipos de natura­leza humana, olvidando que «los hombres están necesa­riamente sometidos a los efectos» ¿no estará igualmente predicando en el vacío el ideal del hombre que vive «ex ductu Rationis»?. Parece necesario explicar cómo los hombres, que en su mayoría viven en la irracionalidad, pueden cambiar su actitud, «convertirse» en racionales.

Quiero mencionar aquí una monografía en la que este problema se plantea con toda su crudeza, y recoger la respuesta que a él se da. (Respuesta que, lo digo de an­temano, no me parece válida). Se trata de la obra de Bernard Rousset, cuyo título (traducido al castellano) se­ría «La perspectiva final de la Ethica y el problema de la coherencia del espinosismo». Fué publicada en 1968 por la editorial Vrin. «No se trata —se nos dice aquí— de preguntarse ya teóricamente de qué manera la afirmación de la libertad puede encontrar espacio en una doctrina de la necesidad: Espinosa ha resuelto el problema, mos­trando que una determinación inmanente, sea cual sea su necesidad, no deja de ser autonomía; se trata de saber cómo tal libertad es prácticamente accesible, cómo puede ser buscada y comprendida, cuando todo en la Naturale­za, incluidos nuestros deseos y nuestros esfuerzos, nues­tros éxitos y nuestros fracasos, está rigurosamente deter­minado por la necesidad universal» (p. 177).

La solución que Rousset propone es, en síntesis, la siguiente: la «Ethica» de Espinosa constituye un modelo teórico de existencia racional, y supone también la pre-

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sencia de un «Testigo», que existe como dato de nuestra experiencia. Y «su presencia ante nosotros {cito textual­mente) le confiere una eficiencia sobre nuestra reflexión y nuestra conducta»... «la mera presentación de la salva­ción suscita un deseo de salvarse que...es una de las fuer­zas constitutivas de nuestra existencia, de manera que la presencia del modelo es la causa eficiente de su adop­ción y de su persecución, y por ende, mediatamente, de su realización». En cuanto al problema de cómo explicar la presencia del Testigo, Rousset dice que «no es preciso admitir una excepción, una falla en el orden natural, un milagro: basta comprender que la necesidad universal ha podido permitir a un hombre poseer una libertad, si no perfecta, al menos muy superior a la de los demás hom­bres» y en cuanto al modelo, «es el producto del orden necesario de la Namraleza, tal como actúa en nosotros, en nuestro conatus, a través de los mecanismos varios y a veces sumados de la observación, la abstracción, la de­ducción y la imaginación...».

Creo que saltan a la vista los defectos de este tipo de explicación. No se trata sólo de que su «testigo» y su «modelo» surjan poco menos que providencialmente, pese a las intenciones de excluir el milagro por parte del autor; lo más importante es que no resuelve el problema que plantea. Porque lo que habría que explicar es preci­samente cómo se puede reconocer al Modelo y al Testigo como tales. Rousset habla de la «huella imborrable» que deja la «Ethica» de Espinosa en el ánimo del lector: olvida explicar qué puede inducir a la generalidad de los hom­bres a leerla (aún dando por supuesto que fuera una obra de fácil comprensión) y cómo podrían acoger su mensaje. Si he citado esta pretendida solución es para ejemplificar la imposibilidad de hallar una vía de explica­ción de la cuestión que nos ocupa apelando simplemente al individuo. En ese supuesto hay que recurrir siempre a una incomprensible «métanoia», una conversión interna cuyos factores determinantes ignoramos.

Es preciso, por consiguiente, buscar otro tipo de solución; y, puesto que no cabe apelar al individuo mis­mo, ha de explicarse la «promoción de la racionalidad» como resultado de la obra de factores determinantes ex­ternos, no subjetivos. En otras palabras, la racionalidad del individuo sólo puede ser promovida por la racionali­dad estructural del entorno. Y este entorno es, ante todo, un entorno social. Como más arriba hemos visto, son los demás hombres los que primordialmente afectan (positi­va o negativamente) a la existencia de cada uno.

Basándome en estas consideraciones, propongo la hi­pótesis de la necesidad de la mediación política en el pro­yecto filosófico de Espinosa, necesidad que a su vez jus­tificaría, al menos en gran parte, la atenciónn por él de­dicada a cuestiones de teoría política. Es necesario apelar a la Política, porque el proyecto filosófico —al menos en cuanto se propone a la generalidad de los hombres— precisa de factores estructurales que creen las condicio­nes necesarias para su iniciación, cuando menos. El pro­ceso de racionalización o liberación del individuo (que es una y la misma cosa) exigiría, según nuestra hipótesis, una estructura política que lo posibilite y lo impulse.

Esta hipótesis, como es obvio, no modificaría la su­bordinación de la Política respecto a la Filosofía y al

objetivo fundamental de Espinosa: pero sí la elevaría de la condición de mero aditamento conveniente a la de ins­trumento necesario.

Desde luego, caben en principio diversas objeciones a esta hipótesis. Si se supone que aquella sociedad que promueve la racionalidad de los individuos ha de ser ella misma plenamente racional, incurrimos en una petición de principio, porque tenemos que suponer que los indi­viduos que la constituyen son ellos mismos racionales previamente. (Como ocurre en la utópica «comunidad de razón» de la que hemos hablado poco antes). Pero, por otra parte, ¿cómo pueden las comunidades políticas reales —nunca plenamente racionales, desde luego— ejercer una actividad de promoción de la razón, siendo como son el resultado de la relación entre individuos plena­mente irracionales.''. ¿No aparece el ámbito político como un espacio divorciado de la Razón?.

Además, ¿no se contradice esta concepción «peda­gógica» (podríamos decir) de la Política, con el carácter «realista», «hobbesiano» de la teoría política de Espino­sa.'. Al comienzo del «Tratado Político», Espinosa critica expresamente a Platón, y enuncia la necesidad de «con-venire cum praxi». ¿Cómo puede conciharse una teoría política «comprensiva» con la pretensión de convertir al Estado en instrumento de la Razón?.

Y por último: ¿tiene esta hipótesis fundamento en la teoría política de Espinosa?. ¿Puede ser verificada, si no ya con textos explícitos suficientemente claros —de los que, desde luego, no disponemos— a través del contexto general de su filosofía política?. La función que atribuí­mos a la política, ¿es ejercitada, aunque no sea representa­da.^.

Considero que es posible afrontar satisfactoriamente tales objeciones. Creo que pueden verse en el esquema de la filosofía política de Espinosa una serie de nociones y planteamientos que, más o menos explícitamente, reve­lan que él aspira a que la sociedad política sea el marco impulsor de la racionalidad de los ciudadanos; y más aún, que ésta ha de desarrollarse, en cualquier caso, en el se­no del Estado. Esto no implica una interpretación «idea­lista» de la Política espinosiana; supone sólo que su teo­ría no es meramente, ni fundamentalmente, una manifes­tación de «realismo pragmático». Paso seguidamente a señalar determinados aspectos de esta teoría, que a mi juicio pueden avalar la hipótesis propuesta.

Pues bien: ha de recordarse, en primer lugar, que la filosofía política de Espinosa se desarrolla desde la perspec­tiva del Estado. Es esta una conclusión que se manifiesta claramente en una lectura del «Tractatus Politicus»: des­pués de unas consideraciones críticas con respecto al de­recho natural y al enfoque normativo de la filosofía polí­tica tradicional, y de una redefinición de la condición hu­mana de acuerdo con el presupuesto fundamental de que el hombre es «pars Naturae», en una Naturaleza regida por la Necesidad, Espinosa sitúa ya su exposición en la cuestión del Estado, cuya hipotética génesis —explicada de acuerdo con los tópicos vigentes del «estado de natu­raleza» y el pacto social—señala el fin del predominio de la consideración que pudiéramos llamar «subjetivis-ta». Una vez constituida la sociedad civil, el individuo

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será considerado a título de ciudadano del Estado, y el objeto de la reflexión política no será su situación perso­nal en el seno de la Ciudad, sino el problema de las condiciones de permanencia del Estado, en tanto que tal, y de cada una de sus «facies» o regímenes. Predomina, pues, la consideración de la estructura política en cuanto tal, la perspectiva «objetiva». Como muestra de ello, baste recordar que es el Estado quien define y delimita absolutamente los «derechos» del ciudadano, incluido el derecho a la propiedad, tenido por sacrosanto en la teo­ría liberal (piénsese en la postura de Locke, por ejem­plo); que la «salus» del Estado no estriba, según Espino­sa, en sus gobernantes, sino en su estructura, pese a lo que pensaba Platón. («Pues un Estado cuya buena mar­cha —dice Espinosa— depende de la buena fe de algún individuo, y cuyos asuntos no pueden ser conveniente­mente atendidos, si los que se ocupan de ellos no quie­ren obrar de buena fe, será muy poco estable. Pues para que el Estado pueda permanecer, los asuntos públicos de­ben ser ordenados de tal manera que los que los admi­nistran, ya se guíen por la razón o por el afecto, no pue­dan ser inducidos a obrar de mala fe o a prevaricar» —^TP, 1, 6); y que el análisis de los distintos regímenes políticos no atiende tanto a la disposición de las personas cuanto a las condiciones estructurales de posibilidad de tales formaciones políticas. Cierto es que el «Tratado Teológico-Político» parece ser, por el contrario, una rei­vindicación de derechos individuales; pero no es menos cierto —y para nuestro propósito muy significativo— que en definitiva se concluye que la plena efectividad de tales derechos no puede darse sino en un Estado estruc­turado de una determinada manera, en el Estado demo­crático. La «liberación» política del individuo depende del Estado en que viva.

Como es lógico, esta perspectiva es solidaria de una concepción correspondiente del Estado, no equiparable a la consideración —típica en el pensamiento liberal— del Estado como «plataforma de seguridad» que garantiza el orden y regula la circulación de actividades e intereses individuales. (Estado-gendarme, al fin y ai cabo). En Espi­nosa, el Estado tiene su propia entidad específica: No es que por ello se anule la de los ciudadanos; pero éstos, (y su particular «ius naturae») son integrados de tal manera que no pueden ser comprendidos sino como «miem­bros» del Estado. (Igual que los modos son de la Sustan­cia, aunque ésta no sea sin los modos).

En el «Tratado Político» encontramos párrafos co­mo éste: «...el derecho o poder supremo del Estado no es sino el mismo derecho de la Naturaleza, que se deter­mina, no ya por el poder de cada uno, sino de la multi­tud que se conduce como un sólo espíritu (veluti una mens): esto es, igual que cada uno en el estado de natu­raleza, también el cuerpo y el espíritu de todo Estado tiene tanto derecho cuanto poder tenga».

Las expresiones que de este párrafo me interesa des­tacar -^«como un sólo espíritu», «el cuerpo y el espíritu del Estado»— (y que aparecen repetidas veces) no consti­tuyen una simple metáfora organicista. El profesor Vidal Peña ha mostrado (y debo señalar que en este punto pre­tendo seguir sus consideraciones) que Espinosa ha carac­terizado al Estado como «Individuo compuesto», en un sentido paralelo al que esta noción tiene en el orden de

la Extensión. Lamentablemente, no hay ahora tiempo para reproducir su argumentación, respecto a la cual he de remitirles a su estudio sobre «El materialismo de Es­pinosa», por eso; me limitaré a tratar de resumir el resul­tado, pidiéndole disculpas por lo que inevitablemente tiene de deformador un resumen. Su hipótesis —que creo que hay que calificar, al menos, de «bien funda­da»— es que, así como en el ámbito del atributo de la Extensión se llega por un proceso de creciente «comple­jidad» o «composición» a la «Facies totius Universi», la Naturaleza como un solo individuo, modo infinito me­diato, cabría pensar en un «Estado de Estados» que lle­nara el «hueco» que sobre el Modo infinito mediato del Pensamiento hay en la conocida carta 64 a Schuller. Tal «Estado de Estados» no está considerado como posibili­dad en Espinosa —que al fin y al cabo está muy lejos de la época de los organismos supranacionales, incluso hoy apenas esbozados— pero sí implícito en sus planteamien­tos, como, con más tiempo, podríamos mostrar. Pero en todo caso, lo que ahora me importa destacar es que el Estado tiene el estatuto ontológico de «Individuo com­puesto», lo que le dota de una entidad propia a la que está subordinada la de los individuos-partes, (sometidos a una «ratio» de «movimiento y,reposo político», podría­mos decir, para seguir con el paralelismo físico-político), los cuales han de ser considerados, por tanto, desde la perspectiva de su pertenencia a tal compuesto; y en se­gundo lugar, que el Estado, «veluti una mens», aparece como ámbito «objetivo» de las «intellectiones» huma­nas, lugar de realización del Pensamiento. Al axioma «Homo cogitat», habría que añadir: «in Civitate». En cuanto el Estado constituye «una mens» —lo cual exige, para ser plenamente cierto, determinadas condiciones, como veremos— realizará la buscada unidad efectiva de los hombres, y precisamente en la Razón, de acuerdo con el objetivo utópico de la filosofía de Espinosa.

Por otra parte, Espinosa ha señalado en diversas ocasiones la capacidad de configuración de subjetividades que el Estado tiene. «Su poder —dice— no se reduce exclusivamente a poder constreñir a los hombres por el miedo, sino que abarca todos los medios por los cuales se obtiene la obediencia de los hombres a sus mandatos» (TTP, XVIII, 269). Por caminos diversos -temor, inte­rés, ideología— el Estado conduce al individuo de acuer­do con sus propias pautas. Pero no determina solamente las acciones externas: «aunque no puede dominar por igual los corazones y las lenguas —observa Espinosa— los espíritus están sin embargo de algún modo bajo el poder de la suprema autoridad, que puede de muchas maneras conseguir que la mayoría de los hombres crea, ame u odie algo, etc. De tal manera que, aunque estas cosas no se hagan por mandato directo de la autoridad supre­ma, se hacen sin embargo a menudo, como lo muestra abundantemente la experiencia, de acuerdo con el propio poder de la autoridad y su orientación». El Esta­do, pues, determina hasta cierto punto —aunque sea difí­cil precisar el alcance exacto de esta determinación- los mismos pensamientos del sujeto. Hasta cierto punto, el ciudadano es una criatura del Estado, y puede afirmarse, según Espinosa, que las virtudes y defectos de los ciuda­danos han de imputarse al Estado en que éstos viven (Cf T.P.V., 2-3).

Tal capacidad de conformación estatal de las subjeti­vidades se corresponde lógicamente con la situación del

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ciudadano en el Estado: y aquí cabría con plena propie­dad la afirmación de que el ciudadano no es un Imperio dentro de un Imperio. Pero no ha de verse en ella algo forzosamente negativo: no hay por qué pensar con nos­talgia en el estado de naturaleza (ácratas). Porque esta conformación del individuo por el Estado puede desa­rrollarse también en un sentido positivo, de promoción de la racionalidad y, en definitiva de la libertad efectiva de los ciudadanos. A mi juicio, esto es precisamente lo que Espinosa pretende: ya que el Estado determina la existencia individual, ha de buscarse el tipo de Estado que garantice, que cree, la racionalidad. El fin de la Re­pública —afirma en el «Tratado Teológico-Político»— «no es otro que evitar las mociones absurdas de los apeti­tos y encuadrar a los hombres, en la medida de lo posible, en los límites de la Razón, para que vivan en paz y en concordia» (TTP, XVI, 263). O, como afirma en una co­nocida frase, «el fin de la República es, a decir verdad, la • libertad» (TTP, XX, 306).

Lo cierto es que Espinosa proclama con machacona insistencia que el Estado ha de estar fundado en la Razón y dirigido según ella. Si el Estado está llamado, como suponemos, a ser el instrumento de la Razón, es porque la Razón constituye a su vez la respuesta al pro­blema del Estado. No se conculca por ello el «realismo político» que Espinosa ha aprendido de Hobbes. N o es la razón, sino «un cierto sentimiento común» -dice Es­pinosa— lo que constituye el Estado, con el fin de disi­par «el miedo general» propio del estado de naturaleza, y remediar en lo posible «las miserias humanas» (Cf. T.P. III, 6). El fin primordial del Estado es garantizar la seguridad de los ciudadanos, al mismo tiempo que su propia pernlanencia. Pero es que precisamente es la Ciu­dad constituida «ex ductu Rationis» la que, según Espi­nosa, es la más poderosa e independiente: porque la conflictividad interna que conlleva una ordenación «pa­sional», sería aquí sustituida por la concordia racional. N o hay por tanto traición al realismo en la demanda de un Estado conforme a la Razón, sino profundización en la exigencia de seguridad que determina su constitución. La verdadera seguridad no es la del «Leviathan» omni­potente, sino la del consenso racional ciudadano. Por ello, la búsqueda del Estado conforme a la Razón no es el sueño gratuito de un idealista, sino la persecución del Estado «verdadero», (si se me permite la expresión), aquel en el que los ciudadanos constituyen «como un solo espíritu». Pues Espinosa señala que sólo en el Esta­do fundado en la Razón se da esta «unidad de espíritu» supraindividual.

La tarea subsiguiente será, por tanto, la de determi­nar cómo ha de estar constituido el Estado para que sea «conforme a la Razón». Y es éste, a mi juicio, el sentido último del análisis de los diversos regímenes en el «Tractatus Politicus». Este análisis, como ya he indicado, se plantea desde la perspectiva de la estabilidad de cada forma de Estado; podríamos incluso hablar de una cierta «neutralidad» de Espinosa ante las diversas alternativas. Lo que se trataría de ver es qué requisitos, dado un cierto régimen, son necesarios para garantizar su perma­nencia. Pero es claro que tales regímenes no son equiva­lentes: hay una gradación de estabilidad ascendente des­de la monarquía a la democracia; cada régimen supera al anterior. Y además, a esta gradación según el criterio de

estabilidad le corresponde una gradación en racionalidad, según el criterio anteriormente señalado: el Estado es tanto más sólido cuanto más racional sea: en definitiva, ambos criterios se identifican. Y, más aún, hay un proceso lógico por el cual cada régimen está paradójicamente lla­mado, precisamente para garantizar su permanencia, a su propia superación. La Monarquía «adecuada», por decir­lo de algún modo, es aquella en que «el poder del Rey queda determinado exclusivamente por el pueblo»; es decir, aquella que no es propiamente monárquica, en el sentido propio del término, aunque conserve las aparien­cias jurídicas de tal; y la mejor Aristocracia es aquella que más se aproxima a la Democracia, aquella en la que la clase gobernante —los llamados «patricios»— llegan casi a identificarse con el censo total de ciudadanos.

Hay pues en la teoría de los regímenes políticos un desarrollo que conduce a la Democracia como fórmula estable y racional de organización del Estado. El Estado democrático no se confunde con la «comunidad de Razón» de la «Etica»: sigue siendo una sociedad en la que se conjugan intereses no únicamente racionales. Pero sí es, podríamos decir, la versión histórica más aproximada a ese horizonte utópico, y en cierto sentido un Estado democrático es un Estado «fundado y dirigido conforme a la Razón».

Es racional, en primer lugar, porque excluye los presupuestos ideológicos que justifican a los demás regí­menes. Espinosa ha señalado como la Monarquía se asienta sobre la ficción de que hay un individuo superior a los demás por su sangre, en una divinización, más o menos soterrada, del Poder (Es una Monarquía, «de de­recho divino»). La propia Aristocracia, aunque represen­ta un grado de racionalidad superior, porque el poder no se reviste en ella de características «sacrales», sostiene igualmente el principio irracional, de que existen los «aristoi» —que son, en la práctica, quienes tienen el poder económico—, llamados por ello a gobernar al resto de los ciudadanos. En ambos casos, en suma, el poder se legitima por la imaginación. La Democracia, en cambio, se atiene a la real igualdad política entre los hombres. «La naturaleza de todos —dice Espinosa— es una y la misma: son el poder y los honores los que diferencian» (TP, VII, 27). Nadie posee naturalmente tanta «poten­cia» como para adueñarse del Estado.

Pero no sólo en ésto se funda la racionalidad de este . régimen. La Democracia aparece como la fórmula más racional de organización política por la estabilidad que le confiere su carácter de régimen de poder absoluto; esto es, de régimen en el que el Poder «oficial», por así decirlo, no pertenece a una fracción del conjunto, y en el que, por tanto, no tiene enfrente el Poder alternativo del resto de los ciudadanos, de cuyo consenso depende, y que en los demás regímenes constituye una amenaza latente, nunca excluíble; en la Democracia, el sujeto y el objeto del Poder se identifican, y goza por tanto de una estabilidad «estrucmral». Esta racionalidad se revela igualmente en el modo que le es propio de resolver las cuestiones políticas que se le plantean al cuerpo social : en la democracia no predomina el arbitrio de uno o unos pocos, sino el acuerdo común, exigido por la propia dis­tribución del poder. Y en definitiva, sólo en la Democra­cia puede ser el ciudadano realmente libre, porque sólo

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ella es parte activa de un Estado no-exterior a él, y co-creador del Poder común.

Una vez más, he de pedir disculpas por un trata­miento tan esquemático de la cuestión. He pretendido simplemente subrayar cómo la teoría espinosista del Es­tado encuentra su conclusión en una teoría de la demo­cracia como «Estado fundado y dirigido según la Razón». En la democracia puede verse cómo se enlazan el punto de partida y el objetivo de la Política espinosista. Aquí, como en el estado de naturaleza, los hombres gozan de autonomía, y el Estado no se impone como algo superior puesto que ellos mismos son el Estado, en el pleno sen­tido de esta expresión. De modo que puede decirse que toda la teoría política de Espinosa se orienta a la bús­queda del Estado que, por su estructura, realiza efectiva­mente la libertad.

En suma, podemos concluir que la filosofía política de Espinosa considera claramente que la existencia indi­vidual está determinada —y no solamente en la actividad meramente social, «externa», sino df algún modo, tam­bién en lo que podríamos llamar «interioridad de la con­ciencia»— por el Estado. Hemos visto además que esta teoría política se orienta implícitamente en la dirección de un Estado racionalmente estructurado, que sería, (al menos en su pleno desarrollo) el Estado democrático. Cabe entonces pensar si no estará ligada la racionalidad de los ciudadanos a la racionalidad de las condiciones de su medio social, y si no reside en éstas la condición de posibilidad de la realización generalizada del proyecto de Espinosa. En una palabra, ¿no sería el Estado la entidad llamada a realizar, en él y por medio de él, la racionali­dad?.

Hemos de reconocer, ciertamente, la excepción del hombre racional «que vive entre ignorantes». La figura misma de Espinosa, y su «Ethica», parecen ser un ejem­plo claro de existencia racional en un medio irracional. (Y de igual forma, podemos imaginar individuos irracio­nales en condiciones sociales racionales). Pero a mi jui­cio, esto no invalida la hipótesis de que la posibilidad de acceso a la razón por parte de los individuos resulta im­posible de explicar desde los individuos mismos, y que es por tanto necesario apelar a instancias externas deter­minantes de su actividad, entre las cuales las políticas tienen un papel decisivo. Sin recurrir a explicaciones «providencialistas», está en la lógica del espinosismo el reconocimiento de la incapacidad de dar razón satisfacto­ria de la presencia de individuos racionales en medios que no lo son, porque no nos es posible conocer exhaus­tivamente el entramado complejo de causas interdepen-dientes que constituye lo real; cabe únicamente decir que tales hechos no son producto del azar, sino de una precisa conjunción de causas. Pero no es menos cierto que la realización general de la racionalidad resulta efecti­vamente imposible sin la mediación del Estado, entorno fundamental de la existencia humana.

Pues, como hemos venido diciendo, su irracionali­dad ha de explicarse por la determinación de unas condi­ciones que podríamos denominar de «irracionalidad am­biente». Y no se ve cómo esta actitud pudiera modifi­carse si no es por la vía de su pertenencia al Estado. Ya la constitución; misma de éste les fuerza a un comporta­

miento de alguna racionalidad: la aceptación de una regu­lación común de su actividad, que sustituye a la arbitraria «gana» del estado de naturaleza Cabe concluir, por con­siguiente, que en la medida en que las reglas que rijan la conducta social sean más racionales, su comportamiento, encauzado por ellas, será más racional. La racionalidad de la estructura social conlleva evidentemente una racionali­zación en el comportamiento externo de los individuos; hemos de pensar que éstos han de conducirse al menos como si fueran racionales. ¿Y hasta qué punto es posible admitir, a la larga, en el mismo individuo, una conducta externa racional y una «conciencia irracional», una dupli­cidad esquizoide?. Parece lógico pensar que, poco a poco, la racionalidad social iría modelando la racionali­dad individual. Y de este modo, la racionalización de los individuos no se operaría por medio de una «milagrosa» conversión, sino por la acción determinante del Estado.

La consecuencia de la aceptación de esta hipótesis es, como es obvio, de suma importancia para la defini­ción de la función de la Política en la filosofía de Espi­nosa; implicaría, ni más ni menos, que la realización de su proyecto filosófico estaría supeditada a la realización del proyecto político de un Estado racionalmente estruc­turado.

Al llegar a este punto, se plantean dos cuestiones fundamentales. En primer lugar, la posibilidad teórica, desde los planteamientos espinosistas, de un proceso de racionalización de las estructuras políticas, supuesto que se parte de una irracionalidad originaria; y en segundo lugar, y suponiendo que pueda resolverse positivamente el problema anterior, la de cómo se efectuaría la trans­formación de las condiciones sociales existentes en un momento dado o, en otros términos, cómo se realizaría el proceso histórico de realización de la racionalidad - y con ella, de la libertad— que parece implícitamente exi­gido.

Para responder a la primera de estas cuestiones — ¿cómo pueden constituir una sociedad conforme a la Razón individuos irracionales?— creo conveniente apelar al concepto hegeliano de «astucia de la Razón», que de algún modo si estaría ejercitado en Espinosa, aunque a falta de un término de referencia que, como luego vere­mos, hubiera necesitado Espinosa para dar acabamiento a su proyecto. Hegel hace notar cómo hombres movidos por necesidades primarias e intereses pasionales, «produ­cen el edificio de la sociedad humana, en el que han conferido al derecho y al orden poder contra sí mismos» (HEGEL, Die Vernunft in der Geschichte» Hamburg, Meiner, 5. Auflage, 1955, p. 79 y ss.). Es decir, crean algo racional.

Algo similar podemos ver en la teoría política de Es­pinosa: la sociedad civil, que representa ya una cierta or­denación racional de la existencia frente al «estado de naturaleza», es obra de hombres sometidos a los afectos, que la constituyen por la inviabilidad intrínseca de la situación originaria. De modo semejante podría explicar­se la adopción de modelos cada vez más racionales de organización política: al fin y al cabo, según hemos apun­tado anteriormente, cada régimen conduce naturalmente a su propia superación. N o habría por qué suponer un grado determinado de racionalidad en los individuos pre-

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viamente a la constitución de un tipo de sociedad de un nivel correspondiente. Su propia conveniencia, (y, en definitiva, la lógica de la necesidad), obra en favor de una progresiva introducción de la racionalidad en la reali­dad social. Podríamos incluso suponer una relación dia­léctica entre individuo y Estado: los intereses individua­les crean una determinada estructuración del Estado, que a su vez genera un «clima» social de mayor racionalidad, que determina una nueva configuración del Estado... y así sucesivamente.

Creo que de este modo puede salvarse la consisten­cia de la hipótesis aquí sostenida. Y por el contrario, pienso que Espinosa no es capaz de resolver satisfacto­riamente la segunda cuestión, la de la realización efectiva de un Estado conforme a la razón a partir de unas condi­ciones dadas. El discurso político de Espinosa —pronun­ciado precisamente en un marco nada «racional», puesto que escribe el «Tratado Político» cuando gobierna los Países Bajos Guillermo de Orange— va dirigido a un público que, en su inmensa mayoría, vive en Qondiciones de monarquía absoluta. Y parece ser una clara incitación a la construcción de la Democracia, a pesar de esa apa­rente «neutralidad» en el análisis de las diversas alterna­tivas. Así como la caracterización del hombre que vive según la Razón en la «Ethica» es una invitación a la ra­cionalidad, la descripción del Estado conforme a la Ra­zón propone implícitamente su realización.

Y sin embargo, no sólo no se nos muestra la posibili­dad de un proceso de racionalización política progresiva, sino que incluso encontramos una cierta resistencia ante la hipótesis del cambio político. «El tipo de régimen de cada Estado —dice Espinosa en el «Tratado Teológico-Político»— debe ser necesariamente conservado, y no se puede cambiar sin ruina total de éste-CXVIII, 294). Es cierto que esta afirmación se inserta en el contexto de

una argumentación en favor del régimen liberal-republi­cano aún vigente. (Es decir: Espinosa señala la convenien­cia de seguir la. tradición no-monárquica de Holanda). Pero pienso que hay además un cierto pesimismo ante la hipótesis del cambio «cualitativo» de las condiciones po­líticas (que podría verse en algún texto más), y que tiene profundas raíces. Espinosa no parece creer en la posibili­dad de crear unas nuevas condiciones sociales, y se limita a señalar el carácter puramente aparente del cambio ba­sado en la sustitución del titular del Poder.

Lo que a mi juicio expresa esta actitud es la ausencia de historicidad en la filosofía de Espinosa (pese a lo que algunos estudiosos actuales hayan podido sostener), que es, al fin y al cabo, coherente con sus presupuestos onto-lógicos. Ciertamente, Espinosa se refiere explícitamente a un proceso de liberación del individuo, y su exposición permite imaginar un proceso paralelo en el Estado. Pero lo que cabe imaginar choca con su concepción de la li­bertad como comprensión de la realidad necesaria, orden fijo y eterno que el hombre no puede pretender cam­biar. La Sustancia, como Hegel observa, no es sujeto; y así, no hay lugar para un fin de la Historia. En la filoso­fía de Espinosa estarían de algún modo dadas las condi­ciones para una realización histórica de la libertad: pero tales condicionnes no han sido explicitadas. Espinosa ha mostrado que un determinado nivel de racionalidad posi­bilita un cierto grado de racionalidad individual: pero no ha mostrado cómo dicho nivel de racionalidad social puede ser conquistado.

Aquí está el límite último que la filosofía de Espi­nosa no es capaz de salvar, la contradicción entre el pro­yecto político y el orden necesario del mundo. Y aquí se pone en entredicho la viabilidad plena de un proyecto filosófico que pretende abrirse a la generalidad de los hombres. Pero al fin y al cabo, no podemos pedir a Espi­nosa que salte por encima de la Historia.

Y vuelvo, por último, a la cuestión que al principio planteaba: ¿para qué la Política.-*. Creo que cabe afirmar lo que antes enunciaba como hipótesis: la reflexión polí­tica de Espinosa está justificada por la necesidad de la «mediación política» que su proyecto filosófico exige. Y esta reflexión podría entenderse, a fin de cuentas - y sin perjuicio de su carácter no-normativo— como determina­ción teórica de las condiciones políticas de su realización. De modo que, paradójicamente, una filosofía que pone la «salvación», la liberación del hombre, en una tarea cognoscitiva, y que parecía destinada a mostrar, si no ya «desprecio del mundo», sí cuando menos una cartesiana indiferencia hacia los problemas de la Ciudad, encuentra en el Estado su posibilidad de realización. Bien claro está que la filosofía de Espinosa no está al servicio de unas determinadas condiciones políticas; la Política es «ancilla Philosophiae», vehículo de una tarea que la trasciende, que es meta-política. Pero si la política es sierva, se trata de una sierva indispensable. Lo que aquí se pone de manifiesto es que la filosofía (y en último término, la vida del hombre) no puede realizarse con la clausura de la subjetividad, sino que es en el mundo, y sobre todo en el mundo social. Ahora bien: aún se mira al mundo como algo que puede ser solamente contemplado, y por eso ha de propugnarse la adecuación del sujeto a él; no se llega a concebir que el mundo pueda ser transforma­do.

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LÉXICO

CONCEPTOS CONJUGADOS GUSTAVO BUENO

Oviedo

a expresión conceptos conjugados debe en­tenderse aquí, ante todo, como un con­cepto denotativo que pretende destacar'la semejanza (por oscuro que sea su funda­mento) entre pares de conceptos muy di­versos pero que se caracterizan, por de

pronto, por darse en una forma «apareada» que no se reduce siempre a ios tipos clásicos de la oposición con­tradictoria (vertebrado/invertebrado), contraria o binaria (día/noche, crudo/cocido, frío/caliente) o correlativa (pa­dre/hijo, acción/reacción). Como definición, que podría desarrollarse según el modo de la recurrencia, a partir de un par dado como parámetro, ofrecemos la siguiente:

Llamaremos «conceptos conjugados» a aquél círculo de pares dialécticos de conceptos tales que ios términos (A/B) de cada par soportan alternativamente (disyuntiva­mente) el sistema completo de los esquemas de conexión (metaméricos y diaméricos) de que se hablará más ade­lante. La exposición disyuntiva de este sistema aplicada a cada concepto, puede llamarse la historia sistemática del mismo. (Historia que deberá en cada caso llevarse a cabo según los métodos propios de la filología). Según esto podemos definir los conceptos conjugados diciendo que son aquellos que tienen una historia sistemática similar en el sentido dicho. Por esto la noción de «conceptos conjugados» debe ser entendida, ante todo, como una noción denotativa, como un conjunto o familia de pares efectivamente dados en una determinada tradición cultural.

La noción de conceptos conjugados» parece un concepto en tanto que:

1.—Discrimina, del conjunto de todos los pares, dados como tales pares de conceptos, aquellos que satis­

facen la definición, dejando fuera aquellos pares que no la satisfacen: la clase complementaria no es, pues, vacía (esto no quiere decir que no puedan presentarse situa­ciones dudosas o intermedias). Pares de oposiciones tales como blanco/negro, masculino/femenino, acción/reac­ción, vertebrado/invertebrado, día/noche, padre/hijo, etc. no pueden ser llamados «conceptos conjugados», de acuerdo con la definición anterior.

2.—Liga internamente las distintas determinaciones (formalmente teorías) sobre la unidad de los conceptos conjugados, por cuanto éstas determinaciones aparecen totalizadas en el sistema de los esquemas que tomamos por referencia (ver más adelante). Por este motivo la noción de «concepto conjugado» sólo podía cristalizar tras la formulación del concepto de «esquema de co­nexión diamérica» (ver más adelante) como alternativa a los esquemas más conocidos que se recogen bajo el nombre de «conexiones rnetaméricas».

El concepto de «conceptos conjugados» es un pro­totipo de situación dialéctica (por tanto de la metodolo­gía histórico-dialéctica) porque los esquemas disyuntivos de conexión que suponemos deben poder soportar los términos apareados deben tener sentido y, al mismo tiempo, solamente uno de estos esquemas de conexión puede ser considerado como válido (cuando un par de conceptos no pueda soportar el sistema de los conceptos de conexión de referencia, habrá que estimarlo como no conjugado). La exigencia de que (según criterios semán­ticos dados en el uso lingüístico de una tradición cultu­ral) tenga sentido ensayar los diferentes esquemas y, por tanto, que la discusión de estos esquemas sea necesaria para establecer el esquema válido (o el más aproximado) redunda en la naturaleza dialéctica de la noción de los conceptos conjugados y exige distinguir dos planos, por

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lo menos, en los cuales estos conceptos se desarrollan: un plano fenomenológko-histórico (prácticamente identifica­do con la historia científica o semántica del concepto en una tradición cultural) y un plano esencial en el que suponemos se realiza el esquema válido, pero en tanto presupone la superación o regresus del plano fenoménico y la posibilidad del progressus a este plano. Con objeto de «cerrar» el concepto de «conceptos conjugados» definiremos el plano esencial como aquél en el que se dan los esquemas dia-méricos, cuando estos son válidos (según criterios materiales de cada caso), haciendo corresponder el plano fenomenológico con el lugar de verificación de los esquemas metaméricos. (Cuando el esquema diamérico no sea válido, hablaremos de un concepto pseudoconjugado. IHablamos de pseudoconjun-tos conjugados» con el mismo alcance que —por respec­to a la estructura del silogismo— hablamos de «paralo­gismos».

En cualquier caso, la distinción entre los esquemas diaméricos de construcción conceptual y los esquemas metaméricos, ha de entenderse en un sentido funcional-paramétrico y, desde luego, en un sentido dialéctico. Fun cional-paramétrico: Porque la distinción opone los dos contextos (metamérico y diamérico) cuando está dado un material determinado, que actúa como parámetro, al margen del cual, la oposición es vacía. Dialéctico: Por­que la distinción sólo tiene sentido en función del mate­rial dado cuando éste comienza a «desarrollarse» de tal suerte que el concepto (metamérico) del cual habíamos partido queda.neutralizado (ehminado, etc.) en el propio proceso de constitución del contexto diamérico; y, en el caso límite —que es el de los conceptos conjugados— el concepto «metamérico» no sólo queda neutralizado (en cuanto contexto anterior —genéticamente, etc.— al con­texto diamérico) sino que queda absorbido en el contexto diamérico del concepto de referencia.

mueve («negándose como punto») (1). Lucrecio y los epicúreos presentaron un esquema de reducción del es­píritu ianimus) al cuerpo, entendiendo el espíritu como una clase de corpúsculos perfectamente esféricos (2). Re­ducimos la circuhferencia'a la elipse, cuando aquella apa­rece como un caso particular de elipse con distancia focal «O».

SISTEMA DE LOS ESQUEMAS DE CONEXIÓN DE LOS TÉRMINOS DE U N CONCEPTO CONJUGADO

Dadas situaciones de conceptos estimados como conjugados (A/B), podemos ante todo ensayar la com­prensión (en el sentido de una «geometría de las ideas») de su .conexión, por procedimientos que llamaremos me­taméricos, por cuanto estos esquemas proceden sin distin­guir partes homogéneas en «A» y en «B», sino más bien asumiéndolos globalmente, como términos «enterizos». Aparte del mero acoplamineto por yuxtaposición, que se utiliza muchas veces como pseudoesquema de conexión (y que, en rigor, equivale a una suerte de «axioma de María»), conocemos tres tipos de esquemas de conexión metamérica, que llamaremos reducción, articulación y fusión

Un esquema de reducción es un procedimiento en virtud del cual se presenta la posibilidad de reducir uno de los términos del par a la condición de determinación del otro término (el «A» al «B», o el «B» al «A»). Por ejemplo, Hegel intenta reducir la recta al punto, consi­derando a la recta como generada por un punto que se

Un esquema de articulación o inserción, en virtud del cual se desarrollan los términos conjugados hasta una línea tal en la que se identifican, de alguna manera. (Cir­cunferencia y elipse, en el concepto de sección cónica; anverso y reverso de la medalla).

Esquemas de fusión, en virtud de los cuales los tér­minos «A» y «B» se reducen a un tercero «C», que pretende absorber a ambos (Espíritu y Cuerpo, en la substancia neutra del «monismo neutro», de Russell) (3).

Los esquemas de «conexión metamérica» o global son, sin duda, los más obvios, y deben ser ensayados en cada caso. Sin embargo, es posible señalar la efectividad de un tipo de esquemas de conexión de conceptos conjugados, que procedería por una vía completamente diferente de la que recorren los esquemas globales: el tipo de esquemas de conexión diamérica —esquemas por intercalación o, si se quiere, por «infiltración»-. El concepto de este peculiar tipo de esquemas de conexión puede ser expuesto formalmente, pero la importancia del concepto incluye, sin duda, su momento denotativo, a sa­ber, su capacidad para recoger procedimientos efectivos

(I) HEGEL, Vilviofii Natural SÍ 256.

( 3 LUCRECIO, DI nrum natura, libro III, versos 25Ü al 28Ü.

O RUSSELL, Análisis dt la maleria. Edic. Taurus, Madrid 1969. Cap. XXXVIl.

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(documentables en contextos científicos o extracientífi^ eos) de «construcción eidética», suya semejanza perma­necerá encubierta, hasta que los disjecta membra no sean precisamente reagrupados mediante el concepto de «co­nexión diamérica» (sea éste u otro nombre más adecua­do el que se utilice para designarlo).

El esquema de conexión diamérica entre los términos «A» y «B» de un par de conceptos conjugados no procede tratando globalmente a los términos «A» y «B» como «enterizos» (sea para reducirlos, articularlos o fundirlos), sino que, de entrada, comienza por «triturar» «desarrollar» alguno de los términos en partes homogé­neas (Al, A2 -A3, ...A^. Ciertamente, puede interpre­tarse esta división de los términos como una composición de éstos con la Idea de Extensión, partes extra partes, pero ello no altera nuestro análisis, antes bien, lo enriquece. La denominación que damos al nuevo tipo de esquemas de conexión (diamérica») alude precisamente a esta preparación previa de alguno de los términos (o de los dos, en sentido disyuntivo) en partes extra partes homo­géneas, de suerte que la conexión entre «A» y «B» que­da transformada en la conexión entre las partes de «A» ( 5ta , a través, y juepo? , parte) y se realice precisa­mente en los casos en los cuales la conexión entre las partes Ai, A;, ...An (conexión cuyo esquema está ya ase­gurado desde la unidad de «A») tiene lugar, precisa­mente, mediante el término «B». El modo más general según el cual este esquema puede tener lugar es aquél en el que pueda probarse (según los procedimientos materiales propios de cada caso), que «B» es la misma relación conectiva (material) entre las partes de A (Ai, A;, ...An). Cuando esto sea posible (y, sin duda, caben grados) podrá decirse que la unidad entre los conceptos «A» y «B» ha quedado establecida de un modo «ínti­mo», porque «B» se ha «infiltrado» o «intercalado» entre las mismas partes de «A», sin reducirse a él, y porque la conexión de «A» con «B» es, en cierta ma­nera, no otra cosa que la conexión de «A» consigo mis­mo. Por lo demás, la índole de la conexión entre A¡ y Aj puede ser muy diversa, y puede requerir la mediación de otros conceptos vinculados, a su vez, con «A», según esquemas de reducción, absorción, etc.: la recomposición de los trozos de un bloque de hielo no siempre tiene lu- . gar a expensas del agua producida por la cuchilla que rebajó,^ por su presión, el punto de fusión («rehielo»), sino acaso también por otras sustancias interpuestas. Al mismo tiempo, a partir de este entramado, puede comprenderse la «segregación» de «B» como una par­te sustantiva, concomitante a la sustantivación o totali­zación de las partes A de «A», en una sola totalidad, enfrentada a «B», en un plano «fenomenológico». Ocu­rre como si al triturar uno de los términos (el «A»), las partes obtenidas «segregasen», como para compensar la escisión, una relación entre ellas que sería el concepto «B». Se trataría así de un análisis de «A» mediante «B». Por lo demás, múltiples subesquemas habría que distin­guir, según que «B» actúe como conexión entre todas las partes de «A», o bien que correponda a alguna rela­ción particular determinada, establecida solamente entre alguna región de estas partes.

Supongamos que A haya sido desarrollada en su conjunto de partes (Ai, A:, ...A ) que figuran como ele­mentos o individuos de una clase (distributiva o atributi­

va) que estará definida conjo una dotación de notas intensionales. Las partes A¡, A:, A.;,... serán partes extensionales, desarrollo de la expresión predicativa Q (A). La clase de los infinitos triángulos rectángulos «li­bres» (desenmarcados) iguales a uno dado, pide un desarrollo distributivo; la clase de los infinitos triángulos rectángulos inscritos en una circunferencia, y cuya hipo­tenusa es un diámetro dado, pide un desarrollo atributivo (sobre sus elementos aparecen subclases sistemáticas; pares de triángulos enantiomorfos, etc.). Si se da el caso de que el concepto B puede reexponerse como una re­lación que resulta ser constitutiva de las partes Ai, A:, Ai, ..., en cuanto tales partes de A, será preciso retro­traer B hacia el plano de la intensión de A, es decir, vincular de algún modo a B con la dotación de notas Q.

Estamos, de este modo, ante una situación interesante de conexión dialéctica entre las dimensiones lógicas de la intensión y la extensión: Una intensión Q, desarrollada ex-tensionalmente por A, nos lleva a determinar propieda­des B {diaméricas, respecto de las partes de A) que deben ser anudadas con las notas Q. El desarrollo exten-sional de Q (A), es decir, Q (Ai), Q (A2), Q (A.Í)..., determina propiedades «genéricas» que, por tanto, no podrán estimarse como anteriores a A («géneros anterio­res»), sino posteriores a su desarrollo («géneros poste­riores»). Estas situaciones (ignoradas por la doctrina clá­sica de los «géneros porfirianos») obligan a introducir un orden en la misma materialidad de los estratos intensio­nales constitutivos de un concepto; cabría hablar de una «realimentación lógica», en virtud de la cual, totalidades de orden (n + 1), que presuponen las totahdades de orden (n), resultan estar, a la vez, a la base de estas (las células, anteceden al organismo y se reproducen en él; las familias se reproducen en el Estado hegeliano, y lo fundan). Las totalidades «universales» no se reducirán ya al desarrollo exterior de un aniversale ante rem, indiferente ante sus realizaciones extensionales (que nada pueden añadir a la estructura del universal, ya establecido ante­riormente a sus partes, «metaméricamente»), puesto que este desarrollo extensional se constituye en fuente de nuevas determinaciones o propiedades (diádicas, triádicas etc. etc.), que, por incluir las'partes de esta extensión, serán de naturaleza diamérica. Consideremos definida l'a clase Q (A) de todos los segmentos que sean . perpendi­culares a una recta dada (Q= perpendicularidad a la rec­ta-parámetro). Habría que discutir, es cierto, qué tipo de concepto es este, dado que no se trata de una «perpen­dicularidad libre o indeterminada» (que se desarrolla en la clase distributiva de todos los pares de segmentos contiguos que sean perpendiculares entre sí), sino de una «perpendicularidad paramétrica» (que se desarrolla por la infinita multiplicidad de segmentos que se levantan perpendicularmente sobre una recta dada). El desarrollo de la intensionalidad Q (A) nos conduce a una clase de segmentos ( Ai, A:, A s ...An i que se comportan como elementos de una clase distributiva (participan distributi­vamente de Q, porque el predicado Q se aplica a cada Ai independientemente de los otros Aj). Ño entraremos tampoco aquí en la discusión acerca de si Q es predicado diáctico de relación, o de si es monádico, puesto que esta distinción está ella misma cuestionada por la clase Q (A) de nuestro ejemplo. Ahora bien: entre los elementos distributivos de la clase Ai, A-, A Í , ..., aparece siempre necesariamente la propiedad de B paralelismo (Ai, Aj), propiedad que podrá ser «elevada» a la dotación Q.

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Incluso el «concepto clase» Q (A) podrá ser redefinido a partir de A, porque dado un conjunto de segmentos paralelos entre sí, siempre podremos referirnos a una misma recta con la cual formen un ángulo de noventa grados —y esta recta mantendrá con los segmentos B la relación Q (A) de perpendicularidad.

PRESENTACIÓN DE ALGUNOS MIEMBROS DE LA FAMIUA DE LOS CONCEPTOS CON­JUGADOS

Presentamos algunas muestras destinadas no tanto a «ilustrar», cuanto a realizar el concepto de los «concep­tos conjugados». Por supuesto, sólo es posible dar aquí una sumaria indicación de trabajos muy minuciosos de investigación histórica-gnoseológica y filológica, orienta­dos a la constitución de una «historia natural» de esta «familia» de formaciones culturales.

En cualquier caso, deberá tenerse en cuenta en el momento de hacer esta Historia, la posibilidad de situa­ciones inciertas, que solo parcialmente se aproximen a la estructura completa de la «conjugación» —pero estas si­tuaciones, lejos de comprometer su concepto, lo enri­quecen. Citaremos el caso de la «conjugación», en la Historia de la ciencia física, de los conceptos de electrici­dad -^magnetismo. No nos atreveríamos, es verdad, a in­terpretar su conexión (más precisamente: su sinexión, . establecida a partir de los descubrimientos de Oersted) como un caso puro de conjugación de conceptos. Lo cierto es que los fenómenos de la electricidad y el mag­netismo aparecieron, fenonienológicamente, como térmi­nos distintos (A, B) —los imanes son dipolares, no así las cargas electrostáticas ttc. etc.— aunque estrechamente relacionados (una corriente eléctrica determinaba un campo magnético; el movimiento de un imán ante una bobina determina una corriente de inducción). De aquí que cupiera hablar, por lo menos, de una yuxtaposición entre A y B (reflejada en el sintagma: «Electricidad y Magnetismo», de estructura similar al sintagma: «Espacio y Tiempo»); pero también de una reducción («el magne­tismo es un fenómeno eléctrico»; o bien, «la electricidad es un fenómeno magnético»), o de una articulación («magnetismo y electricidad derivan de un tercer fluido») o fusión (acaso el propio concepto de campo elec­tromagnético). Con todo, las experiencias de Faraday y la ulterior sistematización de Maxwell sugieren que la conexión entre la Electricidad y Magnetismo tiene lugar a través del modo que llamamos diamérico. Parece como si el magnetismo B (ios fenómenos del campo magnéti­co) fuese la fase intermedia necesaria para vincular a los elementos de un conjunto (Ai, A:, A s ...) de corrientes eléctricas; fase intermedia necesaria, además, en un senti­do causal, en la medida en que Faraday supone que una corriente A i que atraviesa un conductor induce otra co­rriente en el secundario A:, en virtud o a través del campo magnético B cuya variación (determinada por la variación de Ai) fuera la causa de la corriente A:, (vid. D.K.C. Mac Donald: Faraday, Maxwell and Kelrin, New York. Anchor Books, 1964).

(1) "RcposOíMovimientO".

Un esquema clásico (todavía utilizado por Descartes) es el esquema de la articulación. Se suponen los cuerpos en reposo, como propiedad originaria o primitiva; el movimiento se Ínr.erta en ellos en virtud de un acto de la voluntad (la «chiquenaude» de Pascal. (4). Los esquemas de reducción, del movimiento al reposo, están realizados en la concepción de Dios como Acto Puro, coincidentia oppossitorum, la concepción de Dios como Reposo y Movimiento a la vez (5). Sin embargo, prevalecerá este otro esquema de conexión (al que se reduce el llamado «prin­cipio de relatividad» de Galileó) y que no es sino una realización del esquema diamérico: los cuerpos están originariamente en movimiento (movimientos Ai, A.-, A s ...A^). Entre estos movimientos existen múltiples relaciones (según el sentido, celeridad) y una de ellas (cuando los vectores correspondientes son equipolentes) constituirá precisamente la definición de reposo.

Conocimiento, Acción {2f La conexión entre las ideas de Conocimiento (percepción) y Acción (voluntad, apetito, praxis), ha sido establecida —cuando no se ha postulado sencillamente su yuxtaposición, «ilustradas, a lo sumo, con alguna metáfora o diagrama- según diversos esquemas: o bien el esquema reduc-tito (el conocimiento es, él mismo, una actividad; la praxis intelectual de los escolásticos, o más recientemente, la práctica teórica de Althusser), o bien el esquema de Iz fusión (conocimiento y acción son facultades del alma, «brazos» del espíritu), o el esquema de la inserción (por medio de la metáfora del espejo, o del instrumento: la voluntad es el instrumento del entendimiento, et., etc.). Pero en la Monadologá de Leibníz (párrafo 15) encontramos una sorprendente reali­zación del que hemos llamado esquema de conexión diamérica, aplicada al caso, entre la tis re­presentativa y la vis appetitiva de las mónadas. Porque podría decirse que Leibníz procede como si hubiera descompuesto la. vis representativa en diversas determinaciones homogéneas (Ai, A:,...A^), y hubiera atribuido {salva veritate) a la vis appetitiva el papel de nexo entre tales determinaciones: «la acción del principio interno que verifica el cambio o tránsito de una per­cepción a otra, puede llamarse apetición; ciertamente, el apetito no puede conseguir siempre enteramente toda la persecución a la que tiende, pero siempre obtiene algo de ella y consigue percepciones nuevas». Debe advertirse que también puede ensayarse "dentro del 'mismo esquema la conexión «dual»: la interpretación de la representación como nexo entre dos o más «apeticiones». Una gran parce de la fuerza de la obra de Bergson, Materia y memoria: ensayo sobre la relación entre el cuerpo y el espíritu (896) acaso pueda atribuirse, precisamente a la inge­niosa y brillante utilización del esquema diamérico, en virtud del cual los nervios sensitivos serán representados, no tanto como instrumentos para una representación, sino como segmen­tos intercalados entre los nervios motores.

Punto, Recta -(3) La conexión entre los conceptos de Punto y Recta suele ser de tipo reductivo: el punto se

dará como «primitivo», y la recta aparecerá como generada por «un punto en movimiento» (Hegel, loe. cit.). El esquema ¿efusión se realiza en la concepción de puntos y rectas del plano, como partes del espacio de «n» dimensiones. Al esc^uema. diamérico corresponderá el concepto de la Geometría proyectiva del punto como intersección de dos rectas o, dualmente, el concep­to de la recta como nexo entre dos puntos. Es de mayor interés al comparar, en detalle, esta serie de conexiones con las descritas en los casos (1) y (2).

Corporeidad, Pesantez '. ('^Se diría que sólo hasta la época de Newton se ha ensayado la comprensión de la

conexión enere los Conceptos de Corporeidad y Pesantez por medio de! esquema diamérico. Los antiguos (Demócrito, Epicuro) se habían planteado ya explícitamente la cuestión de la conexión entre Materia y Pesantez. Los átomos de Demócrito no poseen un peso especial: éste se les agrega «externamente», por yuxtaposición (aunque son muy oscuros los fragmentos). Epicuro atribuye a sus átomos un peso esencial, pero cada átomo por separado («enterizo») que es como si se dijera: al cuerpo, en su corporeidad inanalizada, total. Esta conexión - q u e en rigor, sigue siendo una yuxtaposición eidética, por mucho que se postule su naturaleza necesaria e indisoluble— queda por explicar: su asociación es una suerte de «axioma de María». Se ensaya­rán esquemas reductivos, tales como la inclusión de la corporeidad en el concepto de una pesan­tez originaria, de la «gravedad» representada (Hegel, etc.). Ahora bien, la doctrina de la gravi­tación newtoniana puede hacerse consistir, en gran medida, en la «movilización» del esquema diamérico para establecer la conexión entre la corporeidad y la pesantez. «Todos los cuerpos son pesados» —hay una conexión «sintética», dirá Kant—, entre corporeidad y pesantez. Pero esta conexión no se comprenderá si tomamos la corporeidad globalmente (lo que tendrá lugar tanto cuando consideramos al Mundo íntegro, en su totalidad, como cuando consideramos a los átomos aislados, Demócrito ya había dicho que un átomo puede ser tan grande como el Mun­do). En cambio, si consideramos la corporeidad en su desarrollo extensional, «partes extra par­tes» (Ai, A:, ...A^, entonces la relación (interpretada como atracción gravitatoria) entre ellos —al menos para el caso particular de que uno de los A; sea la Tierra, será identificada como pesantez. Y en la medida en que todo cuerpo está siempre en contexto con otros, la pesantez, auque sintética, será «a priori», para seguir la terminología de Kanr. En este momento, es necesario constatar la capacidad del concepto de «conexiones diaméricas» para dar cuenca de la estructura de esas conexiones que Kant recogió en su concepto de la conexión «sintética a priori», y cuya naturaleza íntima, material, no estableció. Tan sólo postuló lo que -desde la teoría de los esquemas de conexión— resulta ser una forma vacía, a saber, la forma del postula­do de yuxtaposición (el momento «sintético»), dejarlo como necesario («a priori»), pero sin que se den los esquema^ de esta necesidad. Un esquema de conexión diamérica es, por de pronto, uno de los modos de llenar este vacío: el apriorismo está, sin duda, fundado, en este caso, en la propia relación de identidad entre las partes de «A». Sin embargo, sería excesivo afirmar que todas las conexiones cubiertas por el concepto de la imión «sintética a priori» (por ejemplo., Causa/Efecto), se acojan al esquema de la conexión diamérica.

Corpúsculos/Ondas O L a conexión entré Corpúsculos y Ondas ha comenzado a plantearse, en términos relativa­

mente actuales, a partir del siglo XVIL La historia de esta conexión puede verse, en gran me­dida, como la historia de los ensayos para explicar hasta el fondo diferentes esquemas de co­nexión que, después de ser utilizados, muestran su insuficiencia. Descartes y Huygens se acogen a los esquemas reductivos, aunque utilizados en dirección opuesta. Descartes concibe la luz como constituida por corpúsculos en movimientos; a él se reducirían los aspectos ondula­torios. Huygens adopta el punto de vista ondulatorio (desde el cual pudo construir los fenóme­nos de reflexión y refracción tie la luz) y pretende reducir a él los conceptos «corpusculares» (aunque no pudo incorporar en su reducción ondulatoria la propagación rectilínea de los rayos luminosos), y, después Je Huygens, Fresnel desarrolla mucho más a fondo el esquema reduc­tivo ondulatorio. Sin embargo, y tras el descubrimiento del efecto fotoeléctrico {¡a expulsión de un electrón fotoeléctrico no depende de la intensidad, sino de la frecuencia) se ve claramen­te que la reducción mutua no llega a ser completa, va sedimentando la concepción según la cual el aspecto «granular» y el aspecto «corpuscular» de la luz (y luego, en general, de la energía radiante) son dos aspectos (términos «A», «B») inconmensurables, irreductibles, es decir -en nuestros términos^, dos aspectos cuya conexión no puede ser realizada por medio de los esquemas de reducción. Pero entonces aparece con toda su fuerza la pregunta por su conexión, y es preciso constatar que, con frecuencia, es el esquema de la yuxtaposidón el tínico que es

(4) BLAISE PASCAL, Pensamientos, n" 77.

(5) NICOIA.S DE CUSA, De docta ignorantia. Libro II, Cap. 111: el movimiento es -quietud ordenada sucesivamente», «explicatio» de la quietud.

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posible alegar. Este esquema de yuxtaposición es el que se esconde en expresiones rales como las habituabnence utilizadas: «cada corpúsculo lleva asociada una onda», o bien, «la energía «É» de un fotón ligada a una onda monocromática de frecuencia > es "h.V ». En cierta manera, podría reconocerse en toda la especulación sobre ondas y corpúsculos -relacionada con la «teoría de la complementaridad» de Bohr, la conciencia de la irreductibilidad entre ambos as­pectos, que llegarán a declararse tan diferentes que, por ello mismo, ni siquiera pueden entrar en contradicción, como dice Luis de Broglie, «toda vez que uno de ellos tiende a borrarse cuando el otro se afirma (6). Y a la vez la insatisfacción por el esquema de simple yuxtaposición, que intentará ser atenuada mediante la determinación de leyes de transforma­ción, externa o denotativa, de una perspectiva a la otra. Pero estas leyes de transformación siguen siendo empíricas y suponen ya la conexión dada, no la analizan.

¿Cabe constatar la presencia del esquema de «conexión diamérica» en este contexto, o al menos indicios fundados de la acción de este esquema?. Me parece que la respuesta es afirma­tiva. El propio Broglie (7) encarece el significado «precursor»' de la «Teoría de los accesos de Newton, «como una primera tentativa de síntesis entre las ondas y Ibs corpúsculos, una especie de presentimiento de la mecánica ondulatoria*. Ahora bien, la «Teoría de los accesos» (de los corpúsculos luminosos que atraviesan un medio material ) incluye la intercalación de ondas (perturbaciones periódicas) en los propios movimientos de los corpúsculos. En general, siempre que el «aspecto ondulatorio» es presentado como resultante de algún efecto de coordinación de una multitud de corpúsculos (el propio concepto de «frente de onda») se está apelando al esquema diamérico. Y la presencia de este esquema debe ser reconocida, tanto cuando a la onda se le da la misma modalidad ontológica que a los corpúsculos, como cuando se le da una modalidad, un «peso ontológico» diferente; por ejemplo, cuando, salva vertíale, se le asigna al «aspecto ondulatorio» la modalidad ontológica de \& posibilidad («¿mental-subjetiva.'', ¿objeti­va-ideal?») y al corpúsculo la modalidad de la realidad, como sugiere Robert Havemann (8): porque ahora _las ondas siguen estando pensadas como una suerte de relación-operación (la «función de onda») intercakda entre los corpúsculos.

Substancia maierialyÍEnergía termita •. -__ •

Significante/Significado , (10) Otro tanto cabría decir del par de conceptos SignificantelSignificado. En el momento

en el que retiramos la hipótesis de coordinación (yuxtaposición) entre la clase de los significan­tes arbitrariamente asociados a una clase de significados, presupuesta como previamente dada a la primera, acaso sólo sea posible entender la conexión entre el significante y el significado según el esquema diamérico, que nos muestra al significado como el nexo entre dos o más sig­nificantes, así como recíprocamente. Preferimos no decir aquí nada más sobre esta cuestión. -

(^La.conexión entre una substancia'material y la Energía térmica fué entendida durante mucho tiempo, por esquemas de inserción («Substancia-Accidente»; «Cantidad-Cualidad») o de simple yuxtaposición («Substancia-Substancia» cuando el calor es identificado con un fluido imponderable, un elemento qumilco entre otros, todavía para Lavoiser, el calórico). Pero un cuerpo calentado no pesa más que antes de recibir el calor: luego el calor no se compone con el cuerpo por algún esquema de absorción. La teoría cinética de los gases equivale a la movili­zación de los esquemas de conexión diamérica: las moléculas son múltiples (Ai, A;, A.*, ...A»0, y sus movimientos recíprocos (las energías cinéticas correspondientes) corresponden a la tem­peratura en las traslaciones (a la energía cinética media de traslación de las moléculas), y al ca­lor, cuando se añaden las rotaciones (energi^ cinética del movimiento desordenado de las mo­léculas). . ,

Subjeto/Objeto ,

(7) La conexión SujetolObjeto ha sido pensada, o bien según los esquemas de reducción mu­tua (Pensamiento-2Ó5. de Blaise Pascal), o bien de yuxtaposición, o ¿efusión eti una Conciencia Universal. Pero también ^abe ensayar los esquemas diaméricos introduciendo la multiplicidad de objetos (Oi, O;, O.t, ...Oi^ de suerte que el Sujeto sea la relación entre ellos, o bien inver­samente, introduciendo la multiplicidad de sujetos (Sr, Si, S.i, . . .S^ de suerte que el Mundo sea el nexo entre ellos (9). La primera forma de aplicar este esquema nos lleva muy cérea de la Filosofía trascendental, tal como la «ejerce», más que la «representa», el propio }¿3nt {Analíti­ca Trascendental, Refutación del Idealismo, y Dialéctica Trascendental, Paralogismo de la ideali­dad exterior) en el sentido de- que, efectivamente, Kant procede como si el yo pienso debiera ser interpretado, no tantocomojúna substancia espiritual, al lado de los cuerpos, cuanto como la conexión misma de los fenómenos en la unidad del Mundo. Lá segunda forma describe muy bien el «idealismo material» de Berkeley, e incluso la filosofía de Leibniz: la realidad está ahora constituida por substancias espirituales inextensas, sujetos, y las relaciones entre ellos (interpretadas como relaciones de expresión o lenguaje) nos remiten al Mundo como conjunto de «mensajes» que Dios transmite a las almas, o las almas se transmiten entre sí (10):

Alma/Cuerpo (8) La historia de la conexión entre las Ideas de Alma y Cuerpo es también la historia de la

utilización de los diferentes esquemas de conexión entre «conceptos conjugados». Ante todo, de los esquemas metaméricos: los esquemas de reducción (el alma, secreción del cerebro, un epifenómeno; o bien: el cuerpo es sólo un pensamiento del alma, su representación: Scho-penhauer); los esquemas de fusión o articulación (doctrina del «monismo neutro» de Russell, teoría del «mediador plástico» de R. Cudworth, en el cual se unirían'el alma y el cuerpo (U) ; la simple yuxtaposición, enmascarada muchas veces con la alegación de un esquema metafórico de articulación (la glándula pineal, en la que se unirían la res extensa y la res co'gitans). Pero tam­bién, en la historia de ese dualismo, podemos constatar la apelación a los esquemas diaméricos en el Fedón, la doctrina que Simmias opone a la que Sócrates ha desarrollado acerca de la unión del alma y el cuerpo (en realidad, un esquema pitagórico de yuxtaposición o de articula­ción metafórica: «la nave y el piloto») es una concepción desarrollada bajo el influjo del esquema diamérico: el alma es sólo la armonía entre las panes corpóreas (Ai, A2, A.;, ...Á^ de nuestro organismo, el equilibrio que se alcanza cuando la mezcla de lo caliente, lo frió, lo seco, lo húmedo, satisface un cierto punto óptimo (la eukrasis).

EspaciOí Tiempo

(9) El par de conceptos EspaciojTiempo se aproxima mucho a la estructura de la conjugación de conceptos; al menos esta estructura podría servir como un medio para entender su extraño emparejamiento (emparejamiento de dos intuiciones, según Kant) que comienza por presen­tarse en términos de simple yuxtaposición («ortogonalidad» de las líneas espaciales y tempora­les, etc.). Pero también hay doctrinas que enseñan la reducción del Tiempo al Espacio (acaso to­das las doctrinas que intentan «suprimir» el Tiempo) o del Espacio al Tiempo (Heidegger); doc­trinas que proponen la articulación o fusión del Espacio y el Tiempo en un tercero, la duración real bergsoniana. Acaso la concepción relativista del Tiempo y del Espacio realiza la forma de la conexión diamérica entre ambos términos (relatividad de las longitudes a los movimientos, por tanto a los tiempos, &rc. etc.).

Azar,rv]ecesidad ^_: : : ( l l ) E l par de conceptos AzarjNecesidad también presenta todas las características de un

par de conceptos conjugados. Nos limitaremos aquí a referirnos al esbozo de análisis que cons­ta en nuestra obra Ensayos materialistas, páginas 346-347.

Materia, Forma :_

(I2)Respecto del par de conceptos Materia¡Forma, nos remitimos también a la misma obra, páginas 342 a 392.

Base/Superestructura (13)E1 par de conceptos Base!Superestructura, central en el Materialismo histórico, se

aproxima muy de cerca a la forma de la conjugación de conceptos. Levi Strauss tiende a yux­taponerlos; el «economicismo», o el «idealismo», ensayan esquemas de reducción. Pero acaso el concepto de base sólo alcance su pleno significado histórico como nexo diamérico entre dife­rentes formaciones supraestructurales, así como recíprocamente.

Cultura/Sociedad (14) Otro tanto cabría decir del par de conceptos Cultural Sociedad (que, en frase de Kroe-

ber, se vincularían —sinectivamente, añadiríamos por nuestra cuenta- «como el anverso y el re­verso de una hoja de carbón»).

*^5) Contradicción,Identidad — ^

La dialéctica hegeüana intenta reducir el momento de la identidad a contradicción; la pers­pectiva analítica intenta reducir la contradicción a identidad; el esquema áa fusión estaría repre­sentado en las líneas neoplatónicas, o de Nicolás de Cusa, para quienes Dios o el Uno está más allá de la Identidad y la Contradicción. El esquema diamérico sugiere la interpretación de la con­tradicción como un cierto tipo de conexión entre esquemas múltiples de identidad (A;, A., A-, ...A^ (dialéctica positiva).

Dios/Mundo : {l6)'DioslMundo. El esquema de articulación se realiza en el modelo de Aristóteles: Dios

y el Mundo se articulan en el «primer móvil» (que corresponde, en otro contexto, al Ectipo o Mediator Plástico de Cudv/orth). El esquema de fusión en las «doctrinas extravagantes de algunos paganos», como dice el mismo Cudworth (12), que ponían a la Deidad y al Mundo por debajo de Hado (aunque en realidad esta es una posición muy próxima a la de Platón: El mundo y el Demiurgo están sometidos al reino de las ideas). Los esquemas de reducción se realizan en el panteísmo y en el panenteismo. El esquema diamérico (el mundo como conexión entre diversas partes o fases Ai, A:, A-, ...A de Dios) en sistemas tipo Escoto Eriugena (De dirisione Naturae) o dualmente (los dioses como nexos entre los mundos, intermundia) en Epicuro.

Bien/Mal ' {17) Bien/Mal. Esquema de reducción: optimismo metafísico (todo ser es bueno, incluso el

malo) y pesimismo (todo ser es malo, incluso el bueno). Fusión: Dios está «por encima del bien y del mal». Esquemas diaméricos: «el mal es la relación entre múltiples bienes» (Leibniz).

Moral, Derecho {IB) Moral! Derecho. Los .conceptos de Moral y de Derecho se comportan como conceptos

conjugados —y cada una de las formas sistemáticas de esta conexión corresponde a una doctri­na típica (históricamente documentable) de la Filosofía del Derecho,

El esquema de la yuxtaposición está representado en todos quienes conciben el Derecho y , la Moral como dos órdenes de legalidades autónomas, independientes, aunque accidentalmente puedan tener algún punto de intersección. Es la posición de Kant. El orden moral es extrajurí-dico; el orden jurídico se funda en principios propios (la legalidad), a los cuales la ciencia del Derecho como positivismo jurídico (incluyendo aquí posiciones como la de Hart) debe atener­se. El punto de intersección, que conceden los esquemas de yuxtaposición, puede ser inter­pretado en el sentido del esquema de articulación. Tal es, acaso, la posición escolástica tomista. El esquema de fusión estaría realizado en todos quienes subsumerr derecho y moral en otros conceptos comunes, sean teológicos, sean sociológicos (por ejemplo teorías del control social, en el sentido de Ross: «Derecho y deber se funden en la Sittlichkeit».). Los esquemas reduc-tivos tienen dos versiones recíprocas: La reducción del Derecho a la Moral (a los '••dictamina rectae rationis» del iusnaruralismo) o la reducción de la Moral al Derecho, de lo justo a la ley del más fuerte (la posición de Trasímaco en la República de Platón). Por último, el esquema de conexión diamérica arrojaría la siguiente conexión dialéctica de las relacciones entre Moral y Derecho: la Moral aparece en la conexión entre diversos ordenamientos jurídicos Ai, A:, A-, ...Ai(. D e este modo la moralidad, a la vez que exterior en algún sentido, a una legalidad jurí­dica dada, no es exterior al conjunto de estas legalidades en su proceso histórico, en tanto in­corpora la conexión entre legalidades diferentes. La crítica de un ordenamiento jurídico (que incluye la crítica a la coherencia lógica interna del ordenamiento en cuestión), no tiene lugar entonces mediante la apelación a una moralidad abstracta, descontextualizada, sino mediante la apelación, o bien a otros sistemas jurídicos de otros pueblos o clases sociales consideradas superiores, o bien mediante la apelación a la lege ferenda; fJor ejemplo, la crítica del derecho burgués, cuando no es utópica, equivaldría a una apelación a la normátividad propia, de una sociedad socialista.

(tí) LUIS DE BROGLIE, Ondas, corpúsculos y mecánica . 1944. Página 141.

(7) Op. cit., páginas 47 y 48.

(gi ROBERT HAVEMANN, Dialéctica sin dogma, Edic. Ariel. Lee. 6^.

ilatoria. Espasa Calpe, Madrid,

(9) GUSTAVO BUENO, El papel de la Filosofía en el conjunto del sabor. Ed. Ciencia Nueva, Madrid. Página 160.

(10) GUSTAVO BUENO, Ensayos materialistas, Taurus ed. 1972. Pág. 130-

(11) R. CUDWORTH, The true intellectuel system of tke Universe. Book I, cap. V, páginas S29 a 832. La expresión «mediador plástico» es francesa (Larominguiére) y se aplica también ú «Ectipo» de Cudworth, es decir, la Naturaleza que es diferente de Dios (Arquetipo), pcn) causa del orden del mundo. (12) R. C U D W O R T H , op. cit.

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LÉXICO

LÓGICA POLIVALENTE JUUAN VEIARDE WMBRANA

Oviedo

1 sistema de lógica «clásica» es un siste­ma regido por la ley de bivalencia, según la cual toda oración enunciativa (proposi­ción) XíJTo? knapanuiK, siguiendo a

] Aristóteles (De Interpretatione, 17 a 2), es o bien verdadera o bien falsa. Ello quiere

decir desde la abstracción del cálculo formal, que el conjunto de los valores consta ni más ni menos que de dos elementos.

La lógica polivalente hace referencia a sistemas formales con más de dos valores, de ahí que reciba el nombre de lógica no-clásica o lógica no-Aristotélica, guiados, sin duda, quienes le aplican este último califi­cativo, por el famoso pasaje antes citado de De Interpre­tatione, si bien tal denominación a decir de Lukasiewicz {considerac. Filosof. sobre la lóg. poliv. p. 83) no es co­rrecta, dado que fue precisamente Aristóteles en la obra mencionada (Cap. IX) el primero que puso en tela de juicio la ley de bivalencia por lo que se refiere a cierto tipo de Xoyoc airo'fai'nKoi (proposiciones, en nuestro lenguaje) cuales son las que se refieren a futuros contin­gentes como es si «mañana habrá una batalla naval» para seguir el ejemplo de Aristóteles.

Es obligado señalar, por otra parte, que la lógica polivalente —como dice Rescher, p. 15— es una materia nueva en el campo de la lógica. A ello cabe añadir que la lógica polivalente constituye una disciplina no lo sufi­cientemente definida en su estado actual de desarrollo. Se compone de una gran masa de hallazgos frecuente­mente aislados, hallazgos éstos debidos a autores que se acercan a la materia desde puntos de vista muy hetero­géneos. De ahí la urgencia de llegar a una sistematiza­ción y unificación. En este sentido cabe citar las obras

de Rosser y Turquette (1) A. Zinoviev (2) R. Ackerman (3) y N. Rescher (4).

La aproximación a la lógica polivalente ha tenido lugar desde dos perspectivas claramente distinguibles, si bien no desconexionadas entre sí:

a) desde la filosofía. b) desde el desarrollo algebraico de la lógica.

2. Precursores de la lógica polivalente

Hemos mencionado ya a Aristóteles. El cap. IX de De Interpretatione está dedicado a las proposiciones en futuro; se discute si es necesario que una proposición sobre un hecho futuro como por ej. «mañana habrá una batalla naval» sea verdadera o falsa; sostener tal tesis conduce —según Aristóteles— a «consecuencias incómo­das» y a «imposibles». En todas aquellas cosas que no están siempre en el acto, dice, hay potencialidad, el poder ser e igualmente el poder no ser, por ej. este manto puede ser dividido o no. En consecuencia no todas las cosas suceden o no suceden por necesidad. Lá necesidad sé aplica tan sólo a todo lo que es, cuando es

Hasta aquí llega la doctrina de Aristóteles. A ella se añaden diversas interpretaciones, la aceptación o no de la ley de bivalencia queda enmarcada desde la pers­pectiva filosófica, dentro del problema del determinis-

(1) J. B. Rosser y A. R. Turquette, Matiy-Valueil Uj¡¡,Us. North Holland. Amsrcrdam, 1952.

(2) A. A. Zinoviev. Philosophical ProbUvis o/ Matiy-Valued Lo^ic, Trad. iní Iesa G. Küníí y D. Comey, Reidel, Dordrecht 1963.

(5) R- Ackermann, hiínducíioft lo Many-Valuvd ho^icí, Routledge & Kegan Paul, Londes, !96~

(4) N. Rescher, Many-Vtiluetl Logic. McGravi-hill, New York, 1969.

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mo, y, en efecto, en este sentido es discutido por Aris­tóteles.

Los estoicos, consideraron —según Boecio— que Aristóteles defendía, como consecuencia de su oposición ai determinismo, que los futuros contingentes no eran ni verdaderos ni falsos. En oposición, los estoi­cos y en especial Crisipo, en cuanto rígidos defensores del determinismo mantenían la ley de bivalencia como principio fundamental de su dialéctica: «Fundamentum dialecticae est quidquid ennuntietur (id auten apellant á|tajjna) aut verum esse aut falsum» (5).

De aquí cabe inferir, como dice Lukasiewicz, que no es correcto denominar a la lógica polivalente «lógica no-clásica» (si en lógica clásica incluímos la lógica de Aristóteles) o «lógica no-Aristotélica» ya que fué Aris­tóteles el primero que puso en cuestión la ley de biva­lencia. En relación con los clásicos, la lógica polivalen­te podría denominarse «lógica no estoica» o mejor «ló­gica no crisípea».

Frente al determinismo de los estoicos, los epicúreos defensores del indeterminismo, siguen a Aris­tóteles en cuanto a la tesis de que tpdo lo que es sea por necesidad. De ahí infieren que hay proposiciones que no son ni verdaderas ni falsas (6)..

En la E. Media el problema de los futuros contin­gentes se complica con el de la presciencia divina. STO. TOMAS distingue (7) entre necesidad absoluta y _nece-sidad del consiguiente y necesidad suh conditione o por necesidad de la consecuencia. Si Dios tiene presciencia de una proposición acerca del futuro, dicha proposición es necesaria por relación al hecho de haber sido objeto de tal precognición, pero no es absoluta o incondiciú-nalmente necesaria.

Evidentemente el problema de la presciencia divina y los futuros contingentes envuelve asimismo el proble­ma de la ley de bivalencia y todos los grandes escolás­ticos con Duns Scoto y Ockam, Suárez, etc. intervinie­ron en la discusión del problema. Michalski (8) señala que Duns Scoto y especialmente W. Ockam desarrolla­ron la tesis aristotélica en el sentido de llegar a admitir un tercer valor de verdad aparte de los dos clásicos: verdad y falsedad. En efecto distinguían la propositio neutra de la propositio vera y de la propositio falsa. De ahí que Michalski llegue a señalar a Ockam como uno de los precursores de la lógica trivalente. Sin embargo, no están de acuerdo con esta afirmación W. y M. Knea-le (9) para quienes las discusiones de los medievales no arrojaron nueva luz sobre las dificultades que turbaron a Aristóteles, y toda la posible contribución de Ockam al desarrollo de una lógica trivalente quedaría reducida al intento de exponer lo que Aristóteles tuviera que de­cir acerca de las proposiciones condicionales: «Si Dios sabe que A ha de suceder, entonces A ha de suceder»

(5) Von Arnim, Sloicorum teurum fragmenta, JI p. 63 frag. 196 Cicerón Acad. Pr. II, 95.

(6) Cicerón, De Faío, 37.

(7) Suntma íiorttra GetitHes, I, 67.

(8) «Le problemedeía volonté a Oxford et a Paris au XlVe sic-cle» en Studia philosophica. vol. 2, 1937, pp. 233-365. :

(9) El desarrollo de la lo^Ua. trad. M. Muguerza. Tecnos Madrid 1972 p. 223.

y «Si A ha de suceder entonces Dios sabe que A ha de suceder».

3. Los fundadores de la lógica polivalente:

Mac Coll (1837-1909) fundamenta toda la lógica en la lógica de proposiciones y establece un sistema de ló­gica proposicional en el que las proposiciones pueden tomar uno de los cinco valores de verdad siguientes: verdad, falsedad certeza (siempre verdad) imposibilidad (siempre falsa) y variabilidad (contingencia). Una propo­sición es, cierta si siempre y necesariamente es verdade­ra como por ejemplo 2 + 3 = 5; una proposición es imposible si siempre y necesariamente es falsa como por ejemplo 3 = 2; y una proposición es variable si al­gunas veces es verdadera, otras falsa, como por ejemplo X = 2. Mac Coll desarrolló su sistema como un álgebra de la lógica, pero basado sobre tres en vez de sobre cinco valores y aplicó su lógica de proposiciones varia­bles especialmente al cálculo de probabilidades. De ahí que las proposiciones se combinen en otro sentido del que lo hacen las ñinciones de verdad. Así por ejemplo, si p es una proposición variable la conjunción consigo misma será variable; de modo que variable en conjun­ción con variable da variable. Pero si p es variable, en­tonces también lo es no-p. Pero ahora variable en con­junción con variable no da variable, sino imposible.

En cualquier caso Mac Coll puede ser considerado como un precusor de los lógicos posteriores que dedi­caron su esfuerzo a la construcción de sistemas de lógi­ca con valores de verdad no clásicos y desde la teoría del cálculo de posibilidades.

C. S. Peirce (1839-1914) Se acerca a la lógica poli­valente desde la problemática filosófica en torno a los futuros contingentes dentro del contexto Aristotélico (10). Hace referencia a una matemática tricotómica con­siderada como una matemática basada sobre una lógica de tres valores llegando a la elaboración del método de las tablas de verdad para una lógica trivalente. El tercer valor considerado por Peirce corresponde a un grado intermedio entre la afirmación positiva y la negación posi­tiva que es exactamente tan real como los otros dos. Consideró también varios funtores de tres valores que posteriormente fueron reinventados por otros.

N. A. Vasiliev (1880-1940) presenta sus investiga­ciones como el intento de hacer con la lógica de Aristó­teles lo que su colega en la Universidad de Kazan, N. Lobatchevski había hecho con la Geometría de Euclides. Lobatchevski es uno de los creadores de las geometrías no euclídeas. De igual modo Vasiliev trabajó en la construcción de «lógicas imaginarias no aristotélicas» Construyó la ley de Contradicción en la forma kantiana «Ningún objeto puede tener un predicado que lo con­tradiga» y la ley del tertio excluso como «un objeto debe poseer un predicado o su negación». Ambas leyes per­tenecen a la base ontológica de la lógica y, en cuanto . tales, sometidas a cambios; aplicables al mundo actual pero no a todos los mundos posibles. En cambio ,1a ley que llamó de «no-autocontradicción>i según la cual

(10) Confer. Collected papen. Cambridge. (Mss). (1931-35) vol. 4, pp. 12-20 y 257-265, vol. J. 366. Sobre la lógica trivalente de Peirce véase M. Fisch y A. R. Turquette. <-Peirce's Triadic Logic» en the Trattsaítioris of the Charles S. Peine Soíiety. vol. 2, 1966, pp. "1-85.

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«uno y el mismo juicio no puede ser a la vez verdadero y falso», constituye un principio metalógico y en cuan­to tal, inalterable.

Frente a la lógica con base ontológica determinada por nuestro mundo actual desarrolló Vasiliev su lógica imaginaria según la determinación ontológica de su mundo imaginario, donde algunos objetos poseen el predicado A, otros el predicado no-A y otros que poseen a la vez ambos A y no-A. Por su parte una afir­mación puede ser afirmativa, negativa, indiferente, co­rrespondiente con las tres formas del juicio «S es p». «S es no-P»> . «S es P y no-P» respectivamente.

Evidentemente una tal lógica es esencialmente tri­valente y Vasiliev intentó incluso generalizar esta onto-logía de tres estados al caso de n estados mutuamente exclusivos y exhaustivos. Las dificultades de esta lógica de proposiciones correspondiente a 3 ó 4 estados de hechos reside en su interpretación. Pero ese problema es el mismo que tienen planteado los diversos cálculos de lógica polivalente en general, como luego veremos.

4. Los sistemas de lógica polivalente:

Dos escritos ^aparecidos alrededor del año 20 sientan las bases de la lógica polivalente. Ambos escritos son independientes entre sí y se acercan a la materia desde dos perspectivas distintas.

Un artículo de Lukasiewicz (II) publicado en 1920 constituye el resultado de las investigaciones que el autor había venido realizando sobre las llamadas «pro­posiciones modales» y sobre las nociones con ellas rela­cionadas de posibilidad y necesidad. Motivado por estas consideraciones de carácter filosófico propone y desa­rrolla un sistema de lógica trivalente.

Post (12) descubrió su familia de sistemas poliva­lentes independientemente de Lukasiewicz. Guiado, no por cuestiones filosóficas, sino por cuestiones puramen­te formales internas a la lógica, expuso sus sistemas de n-valores en toda su generalidad, es decir, desde una perspectiva estrictamente algebraica.

CONSIDERACIÓN ALGEBRAICA DE LOS SISTE­MAS POLIVALENTES. En el sistema de lógica preposi­cional bivalente las variables proposicionales o funciones proposicionales se convierten en proposiciones cuándo quedan saturadas mediante uno de estos valores 1= ver­dad, O=falsedad. En términos algebraicos existen dos conjuntos:eI conjunto de las variables a= {p, q, r.} y el conjunto de los valores |3={1, O.J;hay una aplicación so-breyectiva de a sobre ^. Finalmente hay que hacer notar que el conjunto, /5 tiene solo dos elementos, es decir que las proposiciones sólo pueden adquirir dos valores de ahí que sea un sistema bivalente.

(11) í<. Philosophische Bemerkungc-n ¿u mehrwcrci¿ícn Systemtn des Aussaíícnkal küls" tn Compíeí nndm da íéurjfes de hi Sotieíé des Sviemes e¡ des Lellreí de Vaniiiie, 23, í Í93Ü) pp. 51-5" Trad. inglesa de L Borkowsk, en Lukasieukz Selecled Works. Norch-Holland, Amsterdam-Varsovia 19"0 Trad. cast, de A. Deaño. "obsen-aciones fiiosóHtas sobre los sistemas poliva­lentes de ióíjica proposicional>' en J. Lukasiewiz, Eslttdios de lógica y filost/fía. Rev. de Occiden­te, Madrid 1975, pp. 61-86.

(I2> «Introduttion to a General Theory oí" Elementary Propositions" en Afíiernafi Jaiirtial of Malhemaíiis, vol 43, 1921, pp, 163-85. Reimpreso en J, Heijenoort. From Frege l'j Gijdel. Harvard Univ. Press. Canibrid^je, (Mass), 1971, 2'' edit. pp. 264-283, por donde citamos.

Ahora bien, desde una consideración puramente al­gebraica —tal es la perspectiva adoptada por Post— po­demos considerar sistemas en los que el conjunto |3 no quede reducido a dos elementos. Así, escribe Post, po­demos considerar sistemas en los que «en vez de dos valores de verdad {1, 0} podemos distinguir m valores distintos de verdad {Vi, V2, V?... Vn } donde m es un entero positivo. Una función de orden n tendrá m" con­figuraciones en su tabla de verdad y por consiguiente habrá «/^tablas de verdad de orden n. (13). Así por ejemplo, para OT=4''^en un sistema tetravalente habrá 4''Yunciones de orden 1 es decir, 256 funciones moná-dicas y 4 de orden diádico, es decir 4.294.967.269 fun­ciones diádicas.

Siguiendo el procedimiento anterior nada impide desde un punto de vista puramente formal considerar el conjunto'^ como compuesto de infinitos elementos, es decir, que una proposición puede tener infinitos va­lores diferentes todos ellos pertenecientes al intervalo (O, 1) incluidos ambos límites. En este caso las conec­tivas no pueden ser definidas mediante las funciones de verdad sino mediante el cálculo de probabilidades. Tal es el camino abierto por Me Coll y seguido especial­mente por Reichenbach.

Hemos visto cómo al aumentar el número de ele­mentos pertenecientes al conjunto /3 aumenta también considerablemente el número de funciones. Ello hace que resulte prácticamente imposible la consideración de todas ellas. Los investigadores de lógica polivalente han estudiado algunas de ellas en sus respectivos sistemas de n valores.

Post, que comienza su artículo por el examen del sistema de los Principia Matbematica en el que se tenían como primitivas las funciones ~ (negación) y V (disyunción no excluyente), presenta su sistema poliva­lente sirviéndose de otras funciones correspondientes a las primeras, que él representa mediante los signos —m y V m. Lo mismo que el sistema de los Principia es un sistema completo generado a partir de las dos funciones primitivas, así también las funciones ~m y Vm generan un sistema completo. Las tablas de ambas funciones son:

l l S : ) l i:&J2

es decir, ~ m p es un funtor que permuta los valores áe verdad cíclicamente, de ahí que reciba el nombre «negación cíclica de Post».

El funtor Vm realiza una operación consistente en aplicar a p Vm q el más alto de los valores de verdad que poseen p y q.

El inconveniente más serio con que el que tropie­zan los sistemas m-valentes de Post hace referencia a su

P

v V:

V m

- -mP

V J

V.-. V I

p

V I

Vil VÍ2 Vm

q

V I

Vj , Vj2 Vm

PVmq

V I

Vil Vj2 Vm

(13) Ibidc-m. p. 279.

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interpretación semántica. Post procede en términos de conjuntos de proposiciones pero ofrece una interpre­tación proposicional. Sugiere al final de su artículo la posibilidad de traducir toda su argumentación al lengua­je de un sistema polivalente, pero de hecho no explícita la forma de llevar a cabo tal traducción y, según W. y M. Kneale (14), resulta difícil, si no imposible, asignar algún significado concreto a su sugerencia.

Las investigaciones de Lukasiewicz en torno a la lógica polivalente datan de alrededor de los años 20. En 1918 hace referencia a ellos en la lección de despedida pronunciada en la Universidad de Varsovia. < Su , famoso artículo antes citado se basa en el ensayo leído en la Sociedad Filosófica Polaca en Lwow el 5 de Junio de 1920. Lukasiewicz concibió la idea de recurrir a un sis­tema de lógica trivalente como medio para resolver el problema aristotélico de los futuros coritingentes. El cál­culo de proposiciones ordinario es bivalente y admite implícitamente la ley de bivalencia según la cual toda proposición o bien es verdadera o bien es falsa. Ahora bien, según Lukasiewicz, esta ley, la más fundamental de nuestra lógica no aparece completamente evidente. La proposición «Estaré en Varsovia a mediodía del 21 de diciembre del año próximo» no puede ser ahora ni verdadera ni falsa, debe, pues, poseer un tercer valor distinto de «1» y «O», este valor se puede designar por «'/2» y representa «lo posible».

Desde el punto de vista puramente formal tenemos ahora un sistema en el que el conjunto (i (el conjunto de los valores) consta de tres elementos. ^ = { 1 , V2, 0} obtendremos pues 5^ funciones monádicas y 3- fun­ciones diádicas. De las primeras, la más importante y es­tudiada por Lukasiewicz es la negación representada por el signo «N»; su tabla es la siguiente:

p

0 • ' / 2

1

Np

1 :i/2

0

Como puede comprobarse, la función negación queda definida: — p = 1-p.

Similarmente se hace necesario introducir los co­rrespondientes complicaciones en las funciones diádicas. De ellas Lukasiewicz da las tablas de las siguientes:

P ^

1 • • ' / 2 •

0

p k

1

1 V2 0 .

& q p q-.

'/2 0 :

V2 • 0 • V2 . 0 0 0

p A

1

1 1 1

V q P q

V2 0

1 1 '/2 V2 V2 • 0

p c 1

1 1 1

- ^ q p q

V2 .-0 ,

'/2 0 •1 V2 1 1

p *-* q E p q

1: Vr .0

' -1 ' ''72 0' V2- 1 '/2 0 '/2 1

Los principios que guian la construcción de estas tablas son los siguientes:

a) Para la conjunción Kpq su valor de verdad es el más bajo de los valores de verdad de sus com­ponentes, a saber K l l = l; Kl'/2 = K'/2l = K72V2 = '/2; KIO = KV2O KOI = KOV2 = KOO = 0.

b) Para la disyunción alternativa Apq. Su valor de verdad es el más alto de los valores de verdad de sus componentes, a saber: A l l = Al'/2 = A l o = A'/2l = AOl = 1; A'/2 ' / , = AV2O = A072 = '/2; AOO = 0.

c) Para que la implicación Cpq; (1) Si el valor de p es igual o menor que el valor de q entonces el valor de Cpq es «1»: si [p] -& [qj ent. [p-^q] = 1 a saber: C U = C'/2l = C'/2'/- = COI = C0'/2 = COO = 1.

(2) Si el valor de p es mayor que el valor de q en­tonces el valor de Cpq es igual al valor de q menos el valor de p más 1; si [P]>Lq]» ent. [p—»qj = [q] — [pl -H 1, a saber: C l , V2 = C'/20 = '/2; C1,0 = 0.

d) Para la coimplicación Epq (1) si el valor de p no es igual que el valor de q entonces Epq vale el módulo de: 1 menos el módulo de: el valor de p más el valor de q. Si [p] ¥" [p], entonces, [p<->q] = i 1 — I [p] 4- [qJlJ. A saber: E V/2 = E'/2l = E'/20 = E0"/2 = V2; ElO = EOl = 0. (2) Si es igual el valor de p y el q, entonces Epq vale 1: si [p] = [q] ent. [p<->q]=l a saber: E l i = E'/2V2 = EOO = 1. (15).

Con vistas a ofrecer una interpretación de los futu­ros contingentes introduce Lukasiewicz el funtor posibi­lidad y el funtor necesidad.

El funtor posibilidad, . : , representado por M es definido en términos de los primitivos. La definición en cuestión se debe a su discípulo Tarski y es la siguiente:

Mp = CNpp

Esto es, «es posible que p» significa «si no p en­tonces p»; su tabla de verdad es la siguiente:

p

1, V2 0

MP

1 1 0

Consiguientemente el funtor necesidad que repre­sentamos por «D» queda definido en términos de M de la siguiente manera: D p = NMNp y, por tanto, en términos de los funtores primitivos así: Dp = NCpNp; su tabla de verdad es, pues:

P

1 V2 0

DP

1 0 0

(14) El desarrollo de la lógica, ed. cit. p. 529.

96

(15) De todos los juntores aquí presentados, Lukasiewicz emplea en su sistema dos de ellos, N y C, como primitivos y define los demás en términos de éstos. Así, en lógica trivalente se cumplen las si^juientes definiciones: (1) Apq = CCpqq; (2) Kpq = NANpNq; (3l Epq :^ KCpqCqp.

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5. Consecuencias que se derivan del sistema tr ivalente de Lukasiewicz

a) Todos los teoremas tradicionales sobre proposi­ciones modales y algunos de los cuales resulta­ban incompatibles en el sistema bivalente nor­mal, son ahora establecidos libres de contradic­ción. Con ello queda superado el problema del determinismo: Preocupación filosófica de Luka­siewicz.

b) Las tablas de verdad del sistema trivalente de Lukasiewicz coinciden con las tablas de verdad del sistema bivalente ordinario cuando se toman en cuenta solamente los valores «1» y «O». Se sigue de aquí que cualquier taulogía en las ta­blas del sistema trivalente lo es asimismo en las tablas del sistema bivalente. En consecuencia:

c) El sistema trivalente es una parte propia del bi­valente: Todos los teoremas del sistema triva­lente son válidos en el sistema bivalente pero no recíprocamente. Los teoremas más importantes del sistema bivalente que no conservan sú validez en los sistemas polivalentes son aquellos relacionados con el tipo de argumentación deno­minado reductio ad absurdum como por ejemplo:

CCNppp CCpNpNp CKCpqNqNp

d) Los funtores no pueden conservar en el sistema trivalente las mismas relaciones que guardaban entre sí en el sistema bivalente. En su sistema define Lukasiewicz la disyunción como Apq = CCpqq mientras que el cálculo bivalente tene­mos pvq=-p<-^ . Ahora bien, si aplicamos la definición a pv ~ p , no obtendremos una tauto­logía y en consecuencia el principio llamado de tercio excluso deja de ser válido, consecuencia que Aristóteles deseaba explícitamente evitar, pero que en contrapartida se conforma con el uso intuicionista de la negación.

Por otra parte la «ley de contradicción» también falla en el sistema trivalente de Lukasiewicz, aunque no en la lógica preposicional intuicionista. Así tenemos que NKpNp no es una tautología puesto que NK' / : N'/2 = NK'/2 ' / : = N'/2 = ',; Este resultado es intui­tivamente chocante ya que ante dos proposiciones sobre un futuro indeterminado con posibilidades conflictivas como en el caso de p y Np uno se inclina intuitiva­mente a dar a K ' ; ' / : el valor «O».

e) Como habrá podido observarse, resulta fácil, desde el punto de vista puramente formal, cons­truir múltiples sistemas n-valentes definiendo los valores de las funciones de modo más o menos arbitrario. Pero inmediatamente se plantean pro­blemas de dos tipos:

—El problema de la interpretación, ya señalado cuando hablamos de Post. Lukasiewicz proveyó a su sistema de una interpretación. Pero el uso del térrnino «posible» que está a la base de toda

la discusión, no es uniforme a lo largo de sus investigaciones.

Aceptado «lo posible» como tercer valor con el objeto de superar el determinismo filosófico que él pensaba era consecuencia de la ley de biva­lencia, fué con posterioridad modificado hasta el punto de no ver incompatibilidad entre el deter­minismo y la lógica bivalente.

—El problema de encontrar un sistema de axio­mas que atribuyan a los símbolos las propieda­des que se desprenden de sus funciones. Es de­cir, el problema de construir un sistema deduc­tivo basado sobre axiomas. Un importante resul­tado fué el conseguido por M. Wajsberg (18) en 1931 quién axiomatizó el sistema trivalente de Lukasiewicz tomando los cuatro axiomas siguien­tes:

I) Cp Cqp II) CCpqCCqrCpr

III) CCNpNqCqp IV) CCCpNppp

En este sistema se toman como funciones primi­tivas «C» y «N» definiendo las demás en términos de éstas. Pero entonces surge otro problema. Es posible construir una función en el sistema trivalente no defini­ble en el sistema axiomático de Wajsberg. Tal es la fun­ción «T» (función de J. Slupecki) (19) cuya tabla de verdad es la siguiente:

p

1 ' / 2

0

Tp

•/2 ' / 2

' / 2

La introducción de esta función convierte al sistema de Lukasiewicz en funcionalmente incompleto dado que dicha función no puede ser definida en términos de C y N . No obstante el mismo Slupecki demostró que aña­diendo:

V) CTp NTp VI) CNTpTp

a los axiomas de Wajsberg, obtendremos un siste­ma trivalente funcionalmente completo. En 1958 A. Rose y JB Rosser (20) demostraron la completud del sistema denumerablemente n-valente de Lukasiewicz a partir de los tres primeros axiomas de Wajsberg más los dos siguientes:

I) CCCpqqCCqpp íl CCCpqCqpCqp

(18) "Axiomatizacion oí tht- .vValucilPi'oposiciünal i.altul.. Trad. injílcsa t-ii S. AícCoII. PJi.Jj logia 1920-19^9. OxforJ 196", pp. 264-284.

(19) "The Full Trc-c-Valucd Propositional CaltuluS" Trad, injílcsa en S. MtCall P<://>h Lutiú: ¡920-I9.Í9. (.-d. cu. pp .5.i5-.ir.

(20) A. Rose y J.B. Russcr -Fraí^mcnts oí Many-Voluud Staccmcnt Caituli-. en Trj/nu.ínj/:: n/ iht Amerita/! Míi¡hi:rntíliiijlSuady. vol 8". 1958. pp. 1-3.1.

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—EL SISTEMA TRIVALENTE DE KLEENE

En 1938 S.C. Kleene (21) presenta un nuevo siste­ma de lógica trivalente en el marco de las funciones recursivas. Construye sus tablas de verdad en términos de una aplicación matemática. Una función preposicio­nal P es considerada como predicado de una variable x cuyo rango es el dominio D y en donde P (x) queda definido para una parte de ese dominio. Así P (x) será:

—a) Verdadero, cuando x pertenece al rango de '.2 a l .

—b) Indefinido, cuando x = 0.

—c) Falso, en los demás casos, es decir: [ (x 9 0) & (x<'/:)] V ( K x ) . Kleene construye las tablas de ver­dad para los funtores: «~» «v» «&» «-^» y « = » de acuerdo con los siguientes principios:

1° «Al objeto de que las conectivas preposiciona­les sean operaciones recursivas parciales (o al menos produzcan predicados recursivos parcia­les), hemos de elegir para ellas tablas que sean regulares en el siguiente sentido: Una columna (fila) dada contiene «1» en la fila (columna) de la «'/:», solamente si la columna (fila) consta enteramente de asos de «1»; y similarmente en lo que respecta a «O».

2° El valor de «'/:» significa «lo no conocido» (lo indefinido) Aquí «no conocido» es una catego­ría dentro de la cual podemos considerar que cae cualquier proposición, cuyo valor o bien no nos es conocido, o bien preferimos, de momen­to, no considerarlo; sin que ello excluya enton­ces las otras posibilidades, verdadero y falso.

..^22).

3° Las tablas fuertes están determinadas de modo único como las extensiones regulares de mayor fuerza posible de las tablas clásicas, bivalentes, es decir, son regulares y tienen «1» ó «O» en cada posición donde cualquier extensión regular de las tablas bivalentes pueda tener un «1» o un «O» (si «1» ó «O» están determinados de modo único) (23).

Además de las tablas «fuertes» Kleene introdujo también una familia de conectivas proposicionales «dé­biles». Las tablas para estas conectivas se obtienen de las tablas clásicas introduciendo en ellas el valor «'.:» a lo largo de la fila y la columna encabezada por «'/:». El sisterria resultante es entonces el que sigue:

^ ^

1

0

p

1

1 I \

0

& q

' . : 0

' : 0 ' . : 0 0 0

p

1

1 1 1

v q

' 2 0

1 1

: 0

P

1

1 1 1

- * q

' 1 0

' : 0

1 1

P ^'

1 '.:

1 0 0 1

q

0

El sentido de estas tablas respondería al de un me­canismo incapaz de decidir el valor de una fórmula en la que aparece el valor «'/2».

Un tal sistema es el mismo que el de Bochvar (24). Las conectivas «débiles» de Kleene se corresponden con las conectivas «internas» de Bochvar. Ambos cons­tituyen un fragmento isomórfico con el sistema bivalen­te clásico, y en ambos también el concepto usual de «tautología» resulta inoperante, dado que si el valor « '2» funciona como input en una fórmula, esa fórmula recibe automáticamente el valor «'2» . De ahí la nece­sidad de ampliar el concepto de «tautología» o la intro­ducción del concepto de «quasi-tautología» en el senti­do de que el resultado final de la formula no obtiene nunca el valor «O».

6 Aplicaciones de la lógica polivalente.

Una de las primeras aplicaciones de los sistemas polivalentes tuvo lugar en el campo de la matemática; especialmente está a la base del intuicionismo. Los pri­meros intentos en este sentido se deben a L.E.J.

TABLAS FUERTES DE LAS CONECTIVAS PROPO­SICIONALES

P

1 1 ,

0

~ p

0 1 ,

1

p \ ^

1 ' . '2 '

0

p & q

1 ' 2 0

1 ' 2 0 ' • 2 '. '2 '.-2

ü ' 2 0

p V q

1 ' 2 0

1 ' 2 1

1 ', ; 0

p-H. q

1 ' 2 0

1 ' 2 0

1 ' 2 1

p ^ q

1 ' 2 0

1 ' 2 0

0 ' 2 1

(21j Cor.fert, Inlroduaióu a la muta mati:mútua.'Yv2Á. cast. M. Garrido. Tecnos Madrid I9~4, , pp. 301-508. Este sistema fué presentado por primera vez en Kleene «On a Notation tbr Ordinal Numbers» en Thejouma!ofSymbolic Logñ: vol. 5, 1938, pp. 150-155.

,(22> liitroduifión a (a m^ia mattmáika. ed. tit. p. 304.

(23) Ibidem, 303.

(24) "Sobre un calculo lógico trivalente y su aplicación al análisis de las contradicciones" tn Matémaiicheskij Sbornik. vol. 4, 1939, pp. 287-308 (en ruso) Recensión de A. Church en Tht Journal of iymboüc logic. vol. 4, 1939, pp. 98-99-

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Brouwer (25). Pero la nueva rama de la lógica ha sido fecunda en los campos de las diversas disciplinas. Nos referimos a la fecundidad si no en resultados definiti­vos, sí en planteamientos de nuevas cuestiones. Cabe citar a título de ejemplo: en el campo del álgebra los trabajos de Bernstein (26) y Moisil (27). En el de las matemáticas_ los de Mazurkiewicz (28) y Tarski (29). En el de la física los de Birkhoff y von Neuman (30), Reichenbach (31) y el polémico libro de Destouches-Fevrier (32). "En el de la electrónica Shestakov (33) y Moisil (34).

Finalmente cabe señalar la significación de la lógica polivalente dentro de la lógica. También aquí los siste­mas polivalentes han sido fecundos en su aplicación a cuestiones lógicas esenciales. A nivel general tenemos k

( 2 5 J Vca.sc por f ¡ . ••IntuitionististliL- ZcTlení^uníí ma[hcmatisi.hcn Grunjbc^nfíc" i^VíJuhrtiU-richl Jrr ikjilííhttt Malhmalikír-Vtrein:s.uni!,. vol. .53. 1925, pp. 251-256 Traii. injjl. en J. van Hcijc-noort (comp), Prtm frt^e ío Cüíiel. A Soune Btííilt i)t Mutkmcilhal Logif W79-19M. c j . cit. pp. >yi-yi 1.

(26) B. A. Bcrnsícín. ..Modular Rcprescnracions oí' Finitc Aij^ebras.. en FroíeeJiíí^s of tht hjhy-nuíimiul Muthítiíalictil Ciitif,ra¡ Hdd ¡ii Toniiln. Vol. 1, 1928. pp. 20"-216.

(2^) G. C. Müisil, ^Líílüi^bra c la \o^k3.>- í:n Au/ JeíCutj^raifj Míjít:míjf\v. len/íítí !/! Rijfíííj. ^-IJ Ntitfmiíi-r 1942. Reale Instituto Nazionale di Alta Matemática,Roma, 1945. pp. 1.-Í.vl52.

(28) S. Mazurkiewicz,#Uber die Grundiagen der Wahrscheinlichkeitsrechnung- en Moiiuíihíflí fiir MathmalH :im¡ Phyük. vol. 41, 19,54, pp. .'y1.v.552.

(29) A. Tarski, «Wahrscheinlichkeitslehre und mehrwertige Loí;ik>. en E>k>;iiiiíi:i) \ul. 5, 19.35-.56, pp. 174-75.

(.50) Carrett BirkhofV yj- von Neuniann,„The joj ic ÍJI" Quantum Mechanics- en \¡n¡uh i>j' Mitlht:malií-í. vol. .5", 1936. pp. 823-84.5.

(31) H. Reichenbach, ..Les íondaments loguiques de la théorie des quanta: Uiilisation d"une lügique it trois valeurs-. en Applictínvuí icitiiíifiqtíi;í Jt la lupc¡ut muíhátiaüiint Gauthier-Viilars, Paris. 1954, pp. 10.5-114.

{yl) P. Destüuches-Ft^-vrier. La itrutíurt dei íhioriti phys'n¡u^s. PUF. Paris 195 1.

(33) V, I. Shestakov, -A dual Arithinetic Interpretation oí'the 3-valued Propositionai Calculus Utilized in the Simulation ol'This Calculas by Relay-Contact Networks- en Ameriiaii Mulbf nmlíiíjlSoíii;ry7rjti.Juliti'n:yo\. 48, 1965. pp. 45.-"2.

(34) G. C. Müisil, «Sur l'application des logiques a trois valeurs ;t I'étude des schémas a con-tacts et reíais» en Aitts-PnaeiliHp dn Cu'ii^rií Inítntutiotiíjld>: L'Amomuíiqw;. Paris, 1956, p. 48.

obra de Zinoviev (35; en el contexto de las discusiones sobre las relaciones entre la lógica formal y la lógica dialéctica. Discute Zinoviev la importancia filosófica de la lógica polivalente y las relaciones con la lógica clásica.

Una de las aportaciones de los sistemas polivalentes a cuestiones específicas de la lógica es la del lógico chino Moh Shaw-Kwei (36). Mientras que en el campo del cálculo normal bivalente la formalización de la teoría de conjuntos puede conducir a paradojas, a no ser que introduzcan restricciones (teoría de los tipos), Moh Skaw-Kwei señala que pueden ser eliminadas las paradojas mediante la introducción de un cálculo poli­valente. En concreto propone considerar el valor de verdad intermedio «' :» del sistema de Bochvar como «paradójico» y en cuanto tal se asignaría a proposiciones del tipo siguiente «este enunciado es falso», que será falso si se considera como verdadero y verdadero si se considera como falso. Según esto, la negación de una proposición paradójica, la disyunción de una proposi­ción paradójica con otra paradójica o falsa, la conjun­ción de una proposición paradójica con otra paradójica o verdadera y la implicación de una proposición falsa por una paradójica o de una paradójica por una falsa, todas ellas son paradójicas; resultados estos que son los que arrojan las tablas de Bochvar.

Pero, sin duda alguna, la mayor significación que cabe atribuir a la lógica polivalente consiste en su mis­mo descubrimiento: las leyes de la lógica han sido fre-cuentamente hipostasiadas y consideradas como leyes apriorísticas, analíticas en el sentido de evidentes por sí mismas y en cuanto tales eran intocables. El descubri­miento de la lógica polivalente demostró que eran posi­bles estas otras leyes alternativas y con ello se abrían amplios horizontes en las investigaciones de lógica.

(35) A. A. Zinoviev, Phitmüphiíal PrvbUnn of Muny-Valued Las^ií. Trad. inglesa de G. Küng y D. Cotney. Reidel, Dordrecht 1963.

(36) .•Lügical Paradores íor Many-Valued Systems- en l'ht jui^ 1954, pp. 3"-4().

til ¡>J Sywholk L(>>:'i. vol. 19,

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NOTAS

NOTAS INÉDITAS SOBRE EL CONGRESO

DE BARCELONA JOSÉ MARÍA LASO PRIETO

Oviedo

|i on el título de «El XIV Congreso de fi­lósofos Jóvenes» publicamos en la revista SISTEMA (1) una amplia reseña del cele­brado en Barcelona del 3 al 6 de Abril de 1977. En dicha reseña subrayábamos la relevancia de su Mesa Redonda inicial

que; como es sabido, estaba integrada por los profesores Emilio Lledó, Pep Calsamiglia, Gustavo Bueno, Agustín García Calvo, Carlos París y Jacobo Muñoz. Frente a algunas reseñas que habían acentuado, hasta límites casi caricaturescos, los aspectos polémicos del debate general que tuvo lugar en ese «plato fuerte» del Congreso, no­sotros considerábamos que, manteniendo la necesaria objetividad, cabía calificar el clima en que se desarrolló el coloquio como altamente filosófico en el mejor senti­do del término. También estimábamos que su realización había constituido un hito memorable en la historia de este tipo de Congresos.

Por obvias razones de espacio no nos es posible re­producir la amplia exposición que en ese trabajo efectuá­bamos de las intervenciones producidas en torno a la mesa redonda. Empero si nos es factible abordar el de los Seminarios y así contribuir a facilitar a nuestros lectores una visión más amplia y matizada de las sesiones del Congreso.

Como en la reseña publicada en SISTEMA dedicá­bamos suficiente espacio al Seminario del profesor Agus­tín García Calvo, pasamos directamente a tratar del:

(1) José María Laso Prieto, "El XIV Congreso de Filósofos Jóvenes" SISTEMA, núm. 20. Septiembre de 1977. Pág. 93 y sig.

SEMINARIO CONJUNTO DE FERNANDO SAVATER Y JACOBO MUÑOZ

Inicialmente estaban programados como sesiones in­dependientes, pero acabaron conjuntándose por razones de espacio y tiempo. Con una sala abarrotada, y la hora iorquiana de las cinco de la tarde, inició Fernando Sava-ter la exposición de su ponencia. Con el título de Ense­ñar lo inenseñable el profesor Savater realizó una bella disertación literaria a la altura formal de la brillantez que le caracteriza. Desgraciadamente ésta se va a perder, en gran parte, por la forzosa síntesis que —por razones de espacio— tenemos que realizar.

Como matización inicial comenzó señalando: «Ha llegado el momento de hablar y no quisiera hacerlo ex­clusivamente por boca de otro. Aunque ciertamente es de temer que el otro hable, en cualquier caso, en todo caso. ¿No es este, por cierto, el sello mismo del que avanza hacia las candilejas del escenario para declamar su lección?. El secreto que hago público es a fin de cuentas el enigma de otro. El monólogo que recito fué escrito por otro (¡O por otros!) que no os veía, que no podía sentiros en absoluto, pero que ya tomaba previsoramente sus medidas para mantener frente a esta asamblea muda su jerarquía de parlanchín privilegiado». Y tras de este exordio, y de matizar todavía más su papel de mediador, Savater continuó puntualizando: «Porque lo que el otro enseña, para utilizar de algún modo la palabra que aquí nos convoca, es precisamente lo mismo. Y eso mismo que se nos impone como discurso del otro, o bien sabe-

léo. EL BASILISCO

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mos lo que es: reproducción de la sociedad científica, jerárquica, fabril y discriminadora, la sociedad de los poderes delegados al dominio central, de los saberes deudores, del gran.Saber que sabe de nosotros y en con­tra de nosotros, la sociedad de los encerrados reprobos y de quienes administran la reprobación que encierra en la delincuencia o la locura. Esta es la canción del otro, este es el contenido del plan de estudios, del plan de discur­sos y enseñanzas que el otro hará por mi boca, por la boca del yo. ¿inevitable? ¿necesario.''. De eso no sabemos más de lo que el otro quiere decirnos, la eterna canción del otro». Y así continúa el profesor Savater de­sarrollando su pensamiento para llegar a la conclusión de que el contenido del discurso del otro es siempre lo mismo. Seguidamente —tras el tenso «suspense» suscitado por el planteamiento enigmático inicial— Savater esclarece que...«el otro al que quiero dejar hablar por mí es Fierre Klossowski, quien escribió páginas memorables sobre la enseñanza de la filosófia. «Para Klossowski ésta consiste en «introducir la enseñanza de lo inenseñable». Este enunciado no es sencillamente un planteamiento paradó­jico sino la más exacta condensación de la especificidad más determinante de la tarea que aspira a cumplir quien ni renuncia a su ánimo filosófico ni quiere dejar de diri­gir discursos académicos a los demás. Introducir en la enseñanza lo inenseñable: ese es el reto que debe acep­tar quien quiera hallar un discurso que no repitiese sim­plemente lo mismo.

Sin embargo, al profesor Savater, no le parece opor­tuno pasar a hablar directamente de lo inenseñable, sino que estima más eficaz tratar primero de precisar que es lo enseñable y en que consiste la enseñanza. Para ello cita a Klossowski quien señala que hay cierta «condición institucional de la ciencia que reclama que ésta no puede trabajar si esta no es respetuosa de un último nivel de investigación rxés allá del cual el conocimiento mismo volvería a caer en el caos. «Lo enseñable será, pues, todo aquello que no corra el riesgo de contribuir al desfonda-miento de la ciencia, aquello que respete el límite convencional más allá del cual el conocimiento como ins­titución se ve amenazado. El conocimiento no institucio­nal, el conocimiento asilvestrado, no será siquiera reco­nocido y, por supuesto, no será transmitido. Sólo lo ins­titucional se transmite, lo apoyado en unos límites claros, límites que pueden llamarse conveniencia social o exi­gencias me.todológicas o intereses de la clase oprimida... Se enseñan los límites, los datos relevantes, los marcos adecuados en que encuadrar todo lo que sabemos o intuimos: se enseña a descartar, a saltarse las cosas, a no prestar atención a fuegos fatuos. La habitual respuesta, ya tópica, con la que el enseñante corta el paso demasido veloz del alumno —«eso no toca ahora, lo veremos en la lección siguiente»— no es sencillamente una medida dictada por la comodidad del momento, sino una indica­ción disciplinar de lo más saludable, que enseña al impa­ciente la verdadera condición de la enseñanza misma, su nervio central. Hay que saber postergar, articular, recha­zar, extirpar: lo más importante es no perderse.

Para Savater podría resumirse todo lo apuntado so­bre lo enseñable en una simple y contundente formula­ción: sólo puede enseñarse lo abstracto. De modo que la po­sición de Klossowski constituiría su antípoda: (no, por supuesto, de la posición de Klossowski sino de lo que

debe enseñarse) intento de introducir en la enseñanza lo con­creto. Y, con una aguda argumentación que trasluce, —cons­ciente o insconcientemente la finalidad política que sub-yace en su posición— Savater agrega: «En las discusiones sobre lo abstracto y lo concreto los términos suelen in­vertirse de la manera más curiosa. Cualquiera que haya asistido a debates multitudinarios en la Universidad so­bre un tema teórico de importancia está acostumbrado a soportar las intervenciones de quienes dicen que el tono es demasiado abstracto y que hay que descender a lo concreto. Añadiendo, generalmente, como remache de la cuestión, «a la práctica». Es curioso el terror que tienen algunas personas, que han dedicado buena parte de su tiempo al aprendizaje de términos especializados, por quienes manejan con desconfianza pero sin vergüenza los vocablos que han aprendido. En cuanto no se balbu­cea o se repiten slogans se gana uno el estigma de utilizar un «lenguaje doctoral». Y, naturalmente, éste se intrinca en lo abstracto y olvida las urgencias prácticas «del mo­mento», como suele también decirse. Pero no basta con constatar que la mayoría de los remisos a la discusión teórica no quieren sino crear el sumiso silencio en que resonarán mejor sus consignas y quienes más acerbamen­te pretenden remitirlo todo a la práctica suelen ser quie­nes ni logran decir lo que hacen ni mucho menos hacer lo que dicen. El tema presenta para nosotros un interés más radical, precisamente porque se relaciona directa­mente con la cuestión de lo enseñable y de lo inenseña­ble, es decir de lo abstracto y de lo concreto. Respecto al significado de las palabras, cualquiera puede sentirse Humpty-Dumpty y decir que cada palabra significa en cada ocasión lo que el desea y que lo importante es ser el amo, pero a mí me parece más aconsejable remitirse a nuestro común amo y utilizar los términos como quienes han sabido pensarlos del modo más consecuente. Por lo tanto, al hablar de lo concreto y lo abstracto me atengo, —agrega— más o menos a la definición que Hegel propor­ciona de ambos términos. Por «abstracto» entiendo lo que se singulariza, lo que se recorta de sus implicaciones y contradicciones, lo que no está dispuesto a agotar com­pletamente la negación que le dinamiza y se niega a re­conocer su relación con el todo en que aparece de tal modo que pueda pensarse que el todo está comprendido dentro de ello mismo como su momento necesario. Por «concreto» entiendo lo que no renuncia a ninguna de sus implicaciones ni descansa hasta agotar su contra­dicción, lo que pone como condición de su propia inte­ligibilidad el todo mismo en que se manifiesta. Lo abs­tracto es lo que ha sufrido las mutilaciones y recortes necesarios para hacerse manejable y se pone en cada ca­so como un pequeño todo bien limitado y acotado, aun­que «pequeño», es decir, consciente de codearse con otros «todos» inspirados por la misma vocación utilita­ria... El modelo mismo de algo abstracto es, uno de esos sucesos de «aquí y ahora» que en sí mismos nada signi­fican, aunque suelen parecer el absoluto mismo del signi­ficado a quien tenga un pensamiento incurablemente abstracto; es decir, podado: quien dice «la matanza de ayer por la tarde», «las multinacionales», «el precio de la merluza» , «esta mesa y aquella silla», etc., plantea pro­blemas o cuestiones, decididamente abstractos. Obvia­mente —agrega Savater— la abstracción es imprescindible para nuestra vida social cotidiana, de modo que nadie va­ya a ver en lo que digo algo así como una absurda prédi­ca «contra la abstracción». Sencillamente trato de aclarar

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el significado de términos generalmente malentendidos. Respecto a que sea lo concreto tampoco es difícil apun­tarlo: aquello cuya comprensión implica la comprensión del todo. Es decir, que lo más concreto será «el bien»,-«el poder», «la virtud», «la razón» , «el Estado», «la muerte» y cosas por el estilo. Alguien podría suponer que este tipo de cosas es lo que se enseña en la enseñan­za institucionalizada mientras que las cosas que he llama­do abstractas caen fuera de los cuestionarios. Y es que el plantear real y concretamente la discusión sobre «el bien» o «la muerte» incluye el recorrido completo por todas las contradicciones, por todo lo que sabemos y por todo lo que desmiente que sabemos, por el ámbito total -cuyas fironteras son inimaginables o se presentan siempre como recien franqueadas—. De todas nuestras intuiciones y doctrinas sobre todo lo que hay, nada más opuesto a esta exigencia de concreción que la sencilla definición dada de una vez por todas o la manipulable doctrina en cuyos cómodos y reconfortables pliegues ha­lla dócil acomodo la indómita negación de la cosa».

«Lo dramático para nosotros —advierte Saváter— es que ya no podemos refugiarnos en la supuestamente satisfac­toria concreción del sistema hegeliano. El sistema tam­bién es abstracto, también simplififa, también acaba demasiado pronto su recorrido: Hegel definió la concre­ción, pero no alcanzó lo concreto. Schopenhauer, Marx, Kierkegaard, Nietzsche, Freud enseñaron lo que el sis­tema había dejado fuera, los pasos que no se habían dado, los cabos sueltos, las exigencias olvidadas. A su vez cada uno de ellos tuvo que contentarse con lo abs­tracto, tras haber combatido denodadamente por alcanzar lo concreto. Lo inenseñable que la filosofía introduce en la enseñanza es precisamente esa aspiración a lo concre­to, a lo total, que convierte su proceder discursivo en una amenaza permanente —cuando es sinceramente filo­sófico, no simple disfraz de alguna abstracción científica vendida como filosofía— contra el funcionamiento acadé­mico. Tal aspiración a lo concreto se ve burlada siempre por las recaídas en la finitud, en la imitación, en lo abs­tracto: puede ser una exigencia, pero nunca alcanza a ser un logro... Irónico y paradójico destino del filósofo, so­ñar con la omnicomprensiva simplicidad de lo concreto y verse obligado a aumentar permanentemente la comple­jidad de las infinitas abstracciones en que nos debatimos. Y, sin embargo, la filosofía tiene un restdtado negativo pero liberador: disuelve el pretendido «todo» que encie­rra cada abstracción e impide que nos identifiquemos de­finitivamente con algo limitado que se presente como absoluto. N o alcanza lo concreto, pero denuncia las insu­ficiencias de lo abstracto; reclama incompatibilidad con cualquier reduccionismo con lo instrumental, teórico o práctico...

Finalmente Savater se pregunta ¿Qué es, después de este largo y circular recorrido, lo que buscábamos cuan­do hablábamos de enseñar lo inenseñable?. Y responde, citando literalmente a Klossowski, «Enseñar lo inenseña­ble es admitir que toda actitud pedagógica o científica, como también todo comportamiento curativo (psiquiatría o psicoanálisis) no son menos estructuras del pathos que los modos de expresión del arte. Este fué siempre expe­rimentado como una mirada embarazosa sobre toda otra forma de actuar sobre toda otra forma de contacto con lo real; y admitir que las ciencias fabrican a su vez simu­

lacros no sería sostenible si no apareciese que en todos los dominios el pathos es el primer productor, el primer fabricante y el primer consumidor».

Por su parte, el profesor Jacobo Muñoz desarrolló el tema «¿La enseñanza de la filosofía?, balance de una experiencia». Comenzó advirtiendo que iba a hablar bre­vemente, de manera estricta, sobre la relación entre la enseñanza de la filosofía y la problemática que esta rela­ción tiene ahora para nosotros. En principio quedó claro, en la Mesa Redonda, inaugural del Congreso, que había un fantasma mortuorio sobre nuestras sesiones: el fantas­ma de la muerte de la filosofía, de la crisis de la filosofía. Empero no veremos nunca el cadáver de ese fantasma. Al igual que no vemos el de otros fantasmas de que tam­bién se habla: el de la muerte de Dios, el de la muerte del Hombre, el de la muerte del Arte, el de la muerte de la Vida, etc. De manera que parece ser un problema general que yo remitiría a la crisis civilizatoria que esta­mos viviendo, a la crisis del Occidente entero, del Occi­dente burgués, y ello situaría un posible marco de re­flexión que, naturalmente, desborda mis objetivos, pero, de alguna manera, creo que no es posible reflexionar so­bre la llamada muerte de la filosofía fuera de esa multi­plicidad de muertes en el marco de una crisis civilizatoria global».

Después de haber formulado, hipotéticamente, ese primer planteamiento el profesor Jacobo Muñoz suscitó la necesidad de precisar también algunas cuestiones que el día anterior quedaron flotando en las intervenciones realizadas en torno a la Mesa Redonda. En primer lugar la relación entre filosofía y enseñanza. Considera que es una relación problemática, por un lado; mientras que por otro es evidente, puesto que la mayoría de los que hacen filosofía hoy están en las Facultades de Filosofía, o son profesores de Instimto en la rama de filosofía. Así pare­ce que se crea una relación comunicativa entre filósofo y enseñante de filosofía que no es tan obvia. Descartes no fué profesor de filosofía ni lo fué Spinoza -po r citar dos grandes ejemplos tan sólo— lo cual abundaría en la pro­blemática de esa relación que se nos presenta hoy en día como una ecuación casi fatal. En segundó lugar tenemos el problema de la frustración. De alguna manera todo es­tudiante de filosofía es un frustrado y todo profesor de filosofía también lo es, por lo menos la experiencia así me lo indica...

Prescindo en mi análisis de quienes sólo vienen a nuestras Facultades para obtener un título. Los verdade­ramente interesados por la filosofía suelen venir movidos por tres intereses particulares: en un caso interés, diga­mos teorético, para conseguir algún tipo de conocimiento en sentido fuerte. Globalmente la frustración les lleva al cabo de poco tiempo a desplazarse hacia la ciencia positi­va o hacia la lógica formal. La lógica formal es el instru­mento de consolación más usual de estos frustrados. Luego están los que vienen llevados de una especie de apetito estético vital, es decir de una confusa, entusiasta e informe ansia de intimar con el Ser. Estos se ven tam­bién rápidamente frustrados. De alguna manera acaban pensando que la palabra filosofía mata la vida y que por lo tanto hay que matar la palabra filosofía y en ese senti­do se desplazan hacia lo que es la vida —que también le gustaría a uno saber lo que es, desde luego... ya que, por desgracia para todos, nuestra vida privada, es una vida

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totalmente privada de vida... Por último —para el profe­sor Muñoz— están los «que vienen con intereses políti­cos inmediatistas, es decir los que vienen empuñando la metralleta simbólica. Verdaderamente estos quedan mucho más frustrados todavía y entonces su tópico con­solador es el discurso de lo autorrecurrente sobre la lucha de clases en la teoría y la oposición entre materia­lismo e idealismo de la contradicción en la que están in­sertos. Es otro instrumento consolador del que también conviene tomar nota. En cuanto a nosotros, los profeso­res, nos encontramos en la terrible situación esquizofré­nica —en la que debe estar, por ejemplo, Fernando Sava-ter— enseñando lo inenseñable, y además, en la Univer­sidad a Distancia (risas) o bien en la contradicción en la que puede vivir un profesor que se toma un poco en serio su trabajo, y a la vista del terrible vacío creado por el oscurantismo medievalizante del franquismo, intenta de alguna manera poner al día el ámbito inmediato de su tarea. El desbordamiento a que se ve sometido enseguida es como para acabar con las energías más duras».

Después de fundamentar con mucha más amplitud, que la transcripción parcial que hemos realizado, ese marco general, el profesor Muñoz anunció que iba a entrar en el fondo del problema de la relación enseñan­za-filosofía y que ello le obligaría a realizar una reflexión metafilosófica. «Lo cual siento mucho —agregó— porque la metafllcsofía es uno de los órganos de concentración de nuestro masoquismo más refinado. Siempre estamos reflexionando sobre ¿Qué es la filosofía.'' que parece que no es nada... produciéndose crisis de conciencia sucesi­vas, etc., etc. Pero este afán metafilosófico que lo tene­mos todos, tanto los filósofos profesionales como los filósofos que niegan su condición como Agustín García Calvo, por ejemplo, según se vio ayer claramente, y que están muy exacerbados en los últimos tiempos. Aquí habría que exponer una serie de textos que voy a dar por supuestos. Desde el célebre opúsculo de Sacristán «Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores» hasta el libro de Gustavo Bueno sobre «El papel de la filosofía en el conjunto del saber», pasando por «La filo­sofía tachada» de Fernando Savater, e incluyendo el tra­bajo cuya lectura recomiendo a todos y no por dar coba a Javier (se refiere a J. Muguerza presente en el Aula) sino porque el título encaja perfectamente en lo que estoy diciendo, se llama precisamente «De inconsolatio-ne philosophie» y está en el Diccionario de Quintanilla (1). Todo esto —está exacerbación de la reflexión meta-filosófica— indica que, evidentemente, las contradiccio­nes que estoy apuntando se sienten con particular fuerza en estos últimos tiempos. En todo caso diré inmediata­mente lo que entiendo . por filosofía y haré una refle­xión sobre la posibilidad de su enseñanza general y en nuestras Facultades en particular».

Y, pasando a" realizar la tarea enunciada, el profesor Muñor prosiguió: «A un nivel puramente coloquial yo pienso que la filosofía es lo que hacen (se autodenomi-nen filósofos o no) quienes operan critico-reflexivamente en un espectro muy amplio que media entre la ciencia en sentido estricto y la literatura o el arte en sentido no menos estricto. Teniendo en cuenta que tanto científicos

(I) «Diccionario de Filosofía Contemporánea». Dirigido por Miguel A. Quintanilla. Editorial SIGÚEME. Salamanca, 1976 págs. 162 y sig.

como artistas, como literatos, como políticos, hacen filosofía cuando abandonan la mera o pura posibilidad de cuestionar su campo. Como también el llamado hombre común hace filosofía lo sepa o no. O sea en la medida que se puede decir que todos somos filósofos, por reco­ger el aforismo de Gramsci. De una manera ya más tecni-ficada, más gremialista, podríamos decir que estadefiíii-ción podemos réformularla en base a dos supuestos! De acuerdo con el primero no hay un saber filosófico sus­tantivo superior a los saberes positivos. Esto debe que­dar claro para todo estudiante de filosofía. Empero los sistemas filosóficos —sea el aristotélico-tomista o el hegeliano para citar dos grandes e ilustres ejemplos— con pseudoteorías, contrucciones al servicio de motiva­ciones no teoréticas insusceptibles de contrastación cien­tífica. Es decir indemostrables e irrefutables y edificadas mediante un modelo propio de los esquemas de inferen­cia formal. Dicho esto hay que decir que estos sistemas tienen un valor notable desde otros puntos de vista como el estético... Estos sistemas han intentado además fundamentar de manera absoluta las condiciones de nuestro conocimiennto, y de nuestra acción, y han inten­tado también en cerrar la totalidad del Cosmos: es decir. Dios, el Mundo y el Hombre, en una retícula de concep­tos. Precisamente ese intento, evidentemente fallido, se ha resuelto en esas afirmaciones sistemáticas sobre el Ser y el Sumo Ser que antes definíamos como puramente pseudoteóricas. Como segundo supuesto creo que ha existido siempre una reflexión acerca de los fundamen­tos, los métodos y las perspectivas del saber teórico, del preteórico y de la práctica de la creación. Que esta refle­xión pueda llamarse filosófica, en uno de los sentidos tradicionales del término filosofía, es obvio y también lo es su naturaleza metateórica. Evidentemente en el ámbi­to de nuestras Facultades la concepción dominante no es esta sino, por el contrario otra, según la cual el filósofo (y aquí si que vale la distinción entre filósofo militante y filósofo . académico que se recordaba ayer) es el titu­lar de ese supuesto saber filosófico sustantivo superior a los saberes positivos».

Seguidamente, después de explicar la génesis y desa­rrollo de esta concepción, que, calificaba de oscurantista y aberrante, expone los retoques novedosos que ha su­frido para poder seguir siendo hegemónica en nuestras Facultades y que se limitan a algunas adiciones, mecáni­camente yuxtapuestas, de «filosofía de la ciencia» y «fi­losofía del lenguaje». Para Jacobo Muñoz esta concep­ción, que constituye la sustancia de la organización aca­démica de nuestros Departamentos de Filosofía, no puede ser considerada como políticamente aséptica. Se­gún el profesor Muñoz, «es obvio para todos que du­rante muchos siglos esta concepción ha tenido una fun­cionalidad política; servir al Poder. Para ello ha tenido una función legitimadora en el plano ideológico. La cons­trucción de la visión occidental del mundo, la raiz teo-céntrica que es la nuestra, ha sido el lugar de la reconci­liación de una sociedad eminentemente antagónica... Así, pues nuestras Facultades tan institucionalizadas tienen por base un doble fraude, un doble sofisma: 1° porque éste supuesto saber a un mismo tiempo transempírico y real, es pseudoconocimiento. 2° Porque éste ha tenido una función cultural, social y política: ser expresión refleja, subhmación y resolución ideológica de las caren­cias y servidumbres de la sociedad. Sin embargo, en los

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últimos tiempos es evidente también que la organización de la hegemonía ideológica en el Capitalismo tardío no pasa ya por la filosofía, ni por las visiones del mundo, sino por medios muy distintos. Esta es una de las raíces de la degradación de nuestras Facultades voluntariamente buscada. Nuestras Facultades y en general las de Huma­nidades, han dejado de ser funcionales para el sistema capitalista. Es mucho más funcional la televisión, por ejemplo, y todo lo que se significa con ese término. Por otra parte esas Facultades se han convertido en centros de producción de antagonismos ideológicos. Se da en Occidente una situación paradójica de la que los que nos dedicamos a la filosofía debemos ser conscientes: un reforzamiento creciente de los mecanismos de poder, una mercantilización total, una universalización de la ley de la. mercancía, o por decirlo con lenguaje de Fernando del Val, «sino de mi mismo Señor» y una hegemonía cultural de las izquierdas. Esa hegemonía coexiste en Europa con el Señor, con mayúscula, cada día más asen­tado en su sillón. Por eso Jacobo Muñoz propuso refle­xionar, en él marco de la anterior paradoja, acerca de si el mismo pensamiento negativo, o determinado pensamiento negativo, no sería la última astucia de la Razón o del Capital que es el otro doble del Trabajo, o de Dios que es el otro doble de la Razón.

A continuación, tras de analizar el desplazamiento que se está efectuando de la Filosofía sustantiva a las filosofías de la ciencia, del Arte, de la biología, etc., y de estudiar el proceso de modernización de los planes de estudio, se centra en el plan de la Universidad de Cons­tanza que es paradigmática por estar muy dominada por una concepción metacientífica de la filosofía. Como con­secuencia se muestra partidario de abrir totalmente la optatividad y de la pluridisciplinariedad de los Departa­mentos. Asimismo matiza su posición, señalando que, con ello, se podría evitar que los licenciados en filosofía fuesen licenciados en nada, como sucede hoy. Habría igualmente que crear, dentro de la mayor optatividad, distintas órbitas de especialización. Así se podría ofrecer, según las respectivas preferencias, verdaderas especiali-zaciones en Historia de la Filosofía, Filosofía de la Ciencia y Lógica, Etica y ciencias sociales, etc. De esa forma, después de un par de cursos comunes, habría tres subespecialidades en esto que llamaríamos todavía dis­ciplinas u ocupaciones de carácter filosófico. Por lo menos esto podría reducir algunas de las frustraciones de los estudiantes, no todas.

Finalmente, cambiando de tema, el profesor Muñoz advierte que es posible que algunos congresistas echen en falta la ausencia en su intervención de alusiones a la lucha de clases, a la luéha ideológica, a la relación entre marxismo y Universidad. Le parece que es una relación extremadamente mediana. Es decir, evidentemente, la Historia de la filosofía es un lugar donde se han desarro­llado luchas de clases a nivel de teoría, etc^,etCj^pero,__si se absolutiza excesivamente se cae en el sociologismo no dando respuestas a nada sino un conjunto de sofis­mas. Sin duda que todo historiador de la filosofía, que quiera actuar con una concepción debidamente actualiza­da, debe de tomar deL Materialismo Histórico una idea regulativa, pero sin absolutizar ni creer que es una solu­ción global a todos sus problemas. Considera también que la Universidad puede ser un marco idóneo para el

estudio del marxismo aunque también piensa que los partidos políticos irán alentando cauces más específicos, como el Instituto Gramsci de Roma, y que ello rebajará un poco la importancia de la universidad en ese sentido. Entrando más de lleno en cuestiones filosóficas afirma que evidentemente el marxismo no es una filosofía sino una antifílosofía, no es una ideología sino una anti-ideo-logía, y no es una visión del mundo. El marxismo no es un sistema sino una síntesis siempre revisable, siempre precaria, no absoluta, de análisis económico, análisis polí­tico y análisis social y programación político-revoluciona­ria. Por lo tanto convertir el marxismo en un sistema a lo Materialismo Histórico y Materialismo Dialéctico, invir-tiendo el sistema teológico de Hegel y poniendo la palabra «Materia» donde Hegel pone la palabra «Idea» es rendir un homenaje superfluo al verdadero fundamento del sistema hegeliano que es esa razón cuyos dos dobles son, como dije antes, o el Capital ó Dios. Como comprenderéis el marxismo así concebido poco tiene que ver con los planes de estudio y cosas de ese tipo. Bien todo esto es materia disputable y discuti­ble, evidentemente, y yo me limito a dejarlo apuntado...»

Por último suscita los problemas que origina, tanto en el marxismo como en la Escuela de Frankfurt, la crítica y la negación. Distingue entre la crítica a todo lo establecido que, desde fundamentos clasistas, realiza el marxismo, de la frankfurtiana «Teoría crítica de la socie­dad». La segunda en su evolución, sobre todo el último Horkheimer, ante la supuesta derrota definitiva del proyecto revolucionario, tiende a sustituir el programa y proyecto político concreto por la nostalgia de la sociedad perfecta a la que denomina «todo otro» y que luego, en última instancia, llama Dios. Según Jacobo Muñoz, «es posible que la superación y escamoteo del sujeto revolu­cionario, a que llega Horkheimer, pueda tener fundamento. Es decir que él (J. Muñoz) -hipotéticamen­te— admite la posibilidad de que eso haya ocurrido. O sea que la era de las revoluciones haya terminado y el Capitalismo haya vencido. También es posible que no. Pero en cualquier caso, desde esa conciencia de triunfo definitivo del Capitalismo, no queda otra cosa que la remisión a la nostalgia, a la crisis sin programa».

En otro plano, el profesor Muñoz no quiso eludir el problema del profesionalismo filosófico. Según él, se opte por la solución que se opte, por el tipo de planes de estudio g\ie se adopte, la actividad filosófica siempre exigirá una cierta especialización. En consecuencia, quiso acabar leyendo un fragmento del texto de Sacristán que sobre el tema expuso en su trabajo «Sobre el lugar de la filosofía en los estudios superiores», «para que de alguna manera hacer que el profesor Sacristán, que quería estar entre nosotros y no ha podido estar por razones familia­res, esté presente en este Congreso:

«Nada permite pensar que la vocación filosófica sea en todos los hombres cultos tan poderosa como para imponerles él esfuerzo reflexivo de la investigación de fundamentos metodológicos y genéticos y de las perspec­tivas gnoseológicas y sociales de su conocimento posi­tivo. Se puede coincidir con Gramsci en que todos los hombres son filósofos, capaces de repensamiento (por así decirlo), de pensar autocríticamente y de consolidar por conciencia analítica las relaciones entre su conocer y su

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hacer. Pero de eso no se deduce que en todos los hombres esa capacidad esté dispuesta a cargar con el esfuerzo de instrumentalización intelectual que requiere su ejercicio más allá de los terrenos abarcables por el sentido común. Esta suposición vale tanto para los estudiantes cuanto para los profesores: no puede suponerse, como base de la reorganización de la presen­cia de la filosofía en las Facultades universitarias, que todos los profesores y todos los estudiantes de todas las especialidades sean aficionados a mirar de cerca las raíces filosóficas del conocer. Esa falsa suposición podría llevar fácilmente a una nueva solución falsa del problema: por ejemplo a la práctica de introducir en los programas de cualquier disciplina unos temas de filosofía de la ciencia, más o menos concretamente adaptados a la especialidad de que se tratara, y que, al quedar en manos de un profesor sin aficiones filosóficas, reprodujeran, ahora ya en el seno de las asignaturas mismas, la escisión tradi­cional entre enunciados filosóficos supuestamente sustan­tivos y enunciados positivos de real sustancia, pero sin interna conexión con aquellos otros».

En el coloquio, conjunto de las ponencias de los profesores Savater y J. Muñoz, interviene primero Pilar Palop, profesora de la Universidad de Oviedo. Asume con brillantez la. tarea de explicar —sintetizándolas por razón de tiempo— las concepciones filosóficas de Gusta­vo Bueno. En consecuencia matiza debidamente las dis­tintas acepciones del materialismo propias del materia­lismo dialéctico, del mecanicista y de «Los ensayos mate­rialistas» de G. Bueno. Igualmente critica el cinismo de Jacobo Muñoz que relativiza sus posiciones políticas haciendo que sus actitudes puedan ser intercambiadas ar­bitrariamente. A su vez le parece sintomático que Sava­ter haya hecho de portavoz de Klossowski. dada la clara significación de éste en el pensamiento occidental.

Le replica. Jacobo Muñoz manifestando que asume el cinismo en función de su actitud desesperanzada. Esa desesperanza no es caprichosa sino que se inspira en un análisis realista de los fenómenos político-sociales contemporáneos. Fundamentalmente su pesimismo se basa en el grado casi total de integración de los trabaja­dores anglosajones y alemanes en el sistema neocapitalis-ta. Empero no pretende generalizar el fenómeno y admite que en los países latinos no se ha alcanzado, ni mucho menos, ese grado de integración.

Por su parte Fernando Savater interviene también tratando de establecer las distancias debidas entre su posición y la de Jacobo Muñoz. A su juicio, éste último cae en el pesimismo como consecuencia de su posición desesperanzada. Por el contrario él rechaza toda actitud cínica ya que se goza de su posición. Rechaza igualmente que se le pretenda adscribir al campo del idealismo, pues este tipo de adscripción no delimita al otro en el campo del lenguaje. Admite, en contraposición, que se ha centrado en Klossowski ya que su pensamiento filosó­fico le parece de lo más relevante en el establecimiento de la debida conexión entre filosofía y enseñanza .

Finalmente Francisco Tauste expresa su total discon­formidad con las definiciones de materialismo enunciadas por Jacobo Muñoz y puntualiza que hay varios materialismos —como hay varios marxismos- por lo que

no se puede hablar de materialismo en general. Con esta observación del tenaz congresista que constituye Paco Tauste finalizó el coloquio. Quizás por que se había hecho tarde y el Aula debía ser ocupada por el Seminario de Juan Aranzadi. Empero también se daban otras razones. Sin duda — aunque explicable, por causas materiales— había sido un error fusionar dos seminarios tan heterogéneos como los constituidos por F. Savater y J. Muñoz, restando así posibilidades de que la discusión de las respectivas ponencias fuese mínimamente coherente. Además con ello se duplicó el tiempo de exposición en una Sala sobrecargada de público durante una tarde calurosa de primavera mediterránea. Como consecuencia muchos congresistas tuvimos que permane­cer de pie y sumergidos en una atmósfera casi asfixiante. En este clima, tan poco favorable para el diálogo, no le fué posible a Savater lograr el impacto que el año ante­rior obtuvo en Cádiz con su ponencia «La revocación de la Historia», y no porque su ponencia actual careciese de interés o, su exposición, fuese menos brillante. Pero este año resultó, en parte, eclipsado por el resplandor de Jacobo Muñoz. Dimanante más que de su perfeccionis­mo formal del interés intrínseco de las diversas facetas de su temática. ¡Lástima que tampoco las condiciones fuesen óptimas para una discusión profunda de la misma! Ello hubiese requerido condiciones ambientales muy distintas y por eso fuimos muchos los que nos abstuvi­mos de intervenir en el coloquio.

SEMINARIO DE JUAN ARANZADI

Inicialmente previsto para la mañana de la segunda jornada fué relegado, por un malentendido, a cerrar ésta inmediatamente después del de Savater-Muñoz. Su título era sugerente: «Briznas de antipedagogía espelaica en Juan de Mairena». Sin embargo, tuvo muy poco público, pues este se hallaba muy fatigado después de la sesión marathoniana del Seminario anterior. Comenzó por una presentación autobiográfica en la que, con toda claridad, se definió como no profesional de la filosofía ni de la pedagogía filosófica. En consecuencia se situó explícita­mente en la línea de oposición a la «filosofía como pro­ducto». Su muy amplia disertación se centró en los aspectos escépticos de Juan de Mairena, apócrifo de Antonio Machado —y, en contraposición con el otro apócrifo machadiano Abel Martín— cuya radicalidad como incrédulo y antipedagogo es escasamente estudia­da en nuestro país. El hilo de las vicisitudes y preocu­paciones teórico-filosófícas machadianas y su entronque o sus rupturas con pensadores como Platón, Kant y Leibnitz constituyeron el abstruso núcleo de la primera mitad de la lectura de Aranzadi. No debe olvidarse que Machado aspiraba a una restauración del platonismo y que para él Leibnitz eera el filósofo del porvenir.

En la segunda parte de la exposición pasó a primer plano Juan de Mairena quien -según Aranzadi- trató de reducir toda tesis a creencia y efectuó luego una di­sección de los impulsos latentes en toda forma de creen­cia. Para el famoso apócrifo machadiano el más peligroso

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enemigo de la verdad es la fe, «el rígido mecanismo del sLo el.np». Pero «la única verdad no es otra que la con­ciencia de la ausencia de verdad». En consecuencia, «si todo son creencias y no hay creencias más verdaderas que otras, tanto da decir que ninguna es verdadera como que todas lo son: lo único falso sería la pretensión de una verdad absoluta, la aspiración a cualquier idea de monopolio de la verdad». Rizando el rizó del escepticis­mo, Mairena ve un exceso de confianza en el «sólo se que no se nada» socrático y por eso matiza: «Cuando pienso que la verdad no existe, pienso además que pu­diera existir precisamente por haber pensado lo contra­rio,, puesto que no hay razón suficiente para que sea ver­dad lo que yo pienso, aunque tampoco demasiado para qtie deje de serlo. «La postura de Mairena —según Aran-

:$iídi— se revela no como un afán de negarlo todo, sino como el único medio dé defender algunas cosas y, como tal, es más fuente.de regocijo que de melancolía». No es un cansino estar de vuelta de todo, sino un alegre ir a todas partes sin pretender anclarnos en ninguna. Esta vi-talista posición deambuladora la sintetizó así al ponente: «Cada filósofo relata su poema, cada poeta expone su metafísica, las ficciones se suceden en un mundo que ha expulsado la verdad, en un mundo cuya v e r d ^ consiste .en la inagotable sucesión de sombras y apareceres». Gomo conclusión observa Juan Aranzadi que su tocayo Mairena era consciente de que el intento de su hermano íAbel Martín de elevar las ideas platónicas, sacándonos de la caverna, nos proyecta al campo solar con riesgo de ser esclavizados por el Sol. Éste es el resultado de toda pe­dagogía helíaca. Empero, tampoco, y por similares razo­nes, contrapuestas, puede existir una pedagogía espelaica. T^e ahí la función antipedagógica del elemento espelaico tal y como se configura en Juan de Mairena».

El autor de estas notas es el único que interviene en el coloquio. Le pregimta a Aranzadi como, aquí y ahora, jpodrían hacerse operativas «esas briznas de antipedago-/gía espelaica» para resolver los problemas didácticos que han constituido el tema formal de Congreso. Juan Aran­zadi responde que la única posibilidad de operatividad estribaría en dejar a los discentes en estado de total es­pontaneidad para que puedan aprender de la comunica­ción con sus semejantes y sin que eri esta comunicación se introduzca ningima norma, sistema, situación de autori­dad, etc. que reproduzca los esquemas tradicionales de dominación. También replica a Laso el periodista J.A. Ugalde, amigo personal de Juan Aranzadi y su compa­ñero en la elaboración semanal de la página literaria del diario Pueblo, con cuya reseña en ese periódico hemos completado nuestras propias notas de la conferencia de su colaborador. Al parecer J.A. Ugalde se sorprendió de la posible crítica subyacente que pudiera contener la pre­gunta de Laso ya que, a su juicio, «1^ ponencia de Aran­zadi había sido lo mejor del Congreso».

Oviedo y autora de una interesantísima tesis doctoral so­bre el pensamiento de Piaget de próxima publicación, tuvo una destacada participación en el Congreso a través de sus numerosas y acertadas intervenciones en muy di­versos debates. Es también veterana en estas lides, pues en el XI Congreso (Madrid, Septiembre de 1974) ya había dirigido un Seminario sobre la teoría del cierre ca-tegorial. En esta ocasión su ponencia figuraba, errónea­mente, en el Programa con el título de «la enseñanza de la filosofía en la filosofía helénica». En realidad el título auténtico, que le hubiese correspondido, era el de «El fi­lósofo y el sofista: la enseñanza de la filosofía a través del «Protagoras» de Platón». Es decir, un tema que coin­cidía plenamente con el general del Congreso. En conse­cuencia P. Palop trató inicialmente de disipar las dudas que el título pudiera suscitar en cuanto a la actualidad del tratamiento del tema señalando que... «Aquellos que, por el momento, abriguen el temor de que un diálogo platónico constituya un alimento ya demasiado rancio para nuestros intereses actuales podrán, sin embargo, comprobar enseguida que el temor es infundado. Con una terminología diferente y con distinto vestuario, pero con el mismo espíritu discutidor, los filósofos del siglo IV antes de J.C. en la Grecia democrática de Pén­eles, discutían y debatían casi las mismas cuestiones y con parecidos argumentos y argucias que éstas cuya actualidad nos incita a nosotros a discutir, es decir: la cuestión de si la filosofía es semejante o diferente de las ciencias, si es una actividad teórica o práctica, si es un saber mundano o académico, etc».

Con esa finalidad, la profesora P. Palop realiza una muy operativa síntesis del argumento del «Protagoras» de Platón a fin de disponer del material filosófico nece­sario con el que comentar después las implicaciones que se deducen en relación al tema central del Congreso. En una primera y aguda observación la ponente señala que... «Dando el mito por respuesta a las observaciones de Só­crates, Protagoras explícita una concepción de la s'abidu-ría y, principalmente, de la virtud, enteramente diferente a la socrática. El sofista ve, por lo pronto, en la sabiduría política un don de los dioses, del que nos da noticia el mito. Ese don exige, con todo, el hacerse efectivo con auxilio de la enseñanza, al igual que todas las artes de los humanos necesitan transmitirse de generación en genera­ción. Sócrates, k piensa, por e! contrario, como una sabi­duría, no sobreañadida, sino consustancial a la vida del hom­bre, que es un animal de ciudad. Se trata, pues, en su con­cepto, de una sabiduría mundana, que todos los hombres poseen y que no procede de la enseñanza. Dicha ense­ñanza sería, por consiguiente, supérflua, no añadiendo nada al conocimiento de la virtud y no pudiendo asegu­rar, para el estudiante de la sabiduría, una ventaja res­pecto a sus ciudadanos en el desempeño de las tareas po­líticas».

SEMINARIO DE PILAR PALOP

La profesora Filar Palop, adjunto de Gustavo Bueno en el Departamento de Filosofía de la Universidad de

Según todas las apariencias, la actitud de Sócrates es, en este punto, enteramente negativa y demoledora. ¿Acaso no es más constructivo y conveniente asumir que todos los hombres pueden y deben aprender el ejercicio de la justicia de acuerdo con el deseo de los dioses? ¿Acaso no es más plausible suponer que la sabiduría po­lítica debe ser enseñada, pues es un arte de Hermes y no un don de la naturaleza?.

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N o hay, empero, que olvidar que Sócrates ha nega­do, también, que la virtud sea un don de la naturaleza o de la herencia. Los padres sabios como Pericles o Temís-tocles no necesariamente tienen hijos sabios, porque la sabiduría no la engendra la herencia, aunque tampoco la educación. Ahora bien, si no es en virtud de la herencia que Sócrates niega la eficacia de la pedagoría ¿cual es la razón por la cuál la sabiduría no puede ser enseñada.''. Pues bien: porque Sócrates descree de la visión monolí­tica y armónica que Protágoras tiene la virtud sapien­cial. Difícilmente podría enseñarse la sabiduría de la virtud —trata Sócrates de mostrar con su incansable dia­léctica— cuando ella misma no es algo único y simple, sino algo complejo y contradictorio. Existen múltiples virtudes y algunas son compatibles con algunas otras, pe­ro no todas con todas ni ninguna con ninguna. La justi­cia, el valoi:, la templanza o la piedad están enlazadas entre sí, pero no siempre y en todos los hombres. Y a veces se excluyen o contraponen. También entre las vir­tudes los enlaces son, como entre las ideas, vínculos de Symploké, de éntretejimiento dialéctico. En definitiva - según la interpretación que P. Palop realiza del pensa­miento socrático— la virtud es múltiple y cambiante, complicada y contradictoria y su posesión nunca es defi­nitiva, como no lo es nunca, tampoco, la de la sabiduría que enjgendra la virtud. Y es que, para Sócrates, ese arte de la medida en que consiste la sabiduría moral trabaja con cantidades cuya magnitud sólo puede comprobarse ex post facto, cuando la elección se ha consumado ya, ocu­rre que dicha sabiduría en modo alguno garantiza la bea­titud, y sólo consiste —para quienes aspiran a poseerla, para los aficionados, para los filósofos- en un perpetuo intento y que siempre ha de renovarse.

Según la profesora Palop, todas estas consideracio­nes hacen, en definitiva, dudosa, a los ojos de Sócrates, la utilidad de la Sabiduría y de su enseñanza. Así lo de­clara expresamente en el último parlamento del Cármi-des: «A pesar de nuestra actitud complaciente y bené­vola, nuestra discusión, en lugar de llevarnos a la verdad, se ha burlado de ella de tal forma que esta sabiduría, de­finida así a fuerza de concesiones y compromisos, hemos de declarar insolentemente, forzados por el razonamien­to, que no sirve para nada». En esta fase de su ponencia — y como primera conclusión— la profesora Palop expo­ne la sorpresa que le causó el estudio del Protágoras. Ella había pensado siempre en Sócrates como el genuino ar­quetipo del filósofo, como el preclaro y sobrio defensor de la filosofía apolínea y como el primer sabio que inten­tó definir esa actividad que, desde esa época se denomi­na «filosofía». «Lo que he hallado —señala— contradice esa imagen previa. Es Protágoras - e l sofista- y no Só­crates —el filósofo— quien ofrece, acaso una visión algo más confortable de la filosofía. Porque Sócrates comien­za, según todas las apariencias, por negar la especificidad del oficio de filósofo; lo reduce a un saber mundano y común que todos los hombres poseen y ninguno — tampoco el sofista— puede arrogarse como especiali­dad. Considera, además, que no debe confundirse con la política. Niega, por consiguiente, la utilidad civil de la filosofía y aduce que con ella no se consigue la virtud. Finalmente, expresa su convicción de que la sabiduría no puede ser enseñada y de que es, por tanto, un quehacer superfluo y fútil.

Para Pilar Palop, es precisamente Protágoras, el so­fista, quien personifica un concepto «comme il faut» de la sabiduría filosófica: como un oficio específico, gremial («académico diríamos nosotros»), de gran importancia política, encaminado a la edificación de las virtudes civi­les y perfectamente enseñable y útil. En cambio Sócrates — el filósofo— defiende la alternativa contraria según la cual la filosofía sería un saber inespecífico, mundano, primordialmente gnóstico, además de contradictorio, inenseñable e ineficaz. Sócrates y Protágoras le parecen por ello personificar una serie de dicotomías que el desa­rrollo de la filosofía ha hecho clásica. Seguidamente la profesora Palop analiza con agudeza las diversas implica­ciones de la posición socrática. Así, en primer lugar, el problema de si la filosofía puede ser concebida como una profesión determinada. Realmente Sócrates se resis­te a reconocer en la filosofía una profesión como las otras. En su concepto los artesanos o expertos en otros oficios poseen una técnica original que no poseen los demás ciudadanos y que los dignifica frente a los profanos. Pero la filosofía no requiere un conocimiento especial, sino que está al alcance de todos los hombres y de todos los oficios: «arquitectos, herreros, curtidores, comerciantes, marinos, ricos y pobres, nobles y gentes del vulgo», enu­mera Sócrates.

En,ese sentido la poneante observa una coincidencia entre la: actitud de Sócrates y la concepción que en sus trabajos Itriantiene Gustavo Bueno. Según esta interpre­tación las ideas filosóficas no serían el resultado de la es­peculación del sabio; serían, más bien, la huella del pensamiento impresa en los distintos campos del trabajo humano y que constituyen esferas que la actividad cien­tífica, técnica y política va categorizando y en las cuales la racionalidad del hombre va depositándose como reali­zación. Las ideas filosóficas constituirían, de acuerdo con estos-supuestos, un conjunto de, fuerzas espirituales que la propia actividad humana iría decantando u «objetivan­do». El reconocimiento de que las ideas filosóficas no son nada sustantivo significa, así, aceptar que, genética­mente cuando menos, dichas ideas no son invención de un pensador inspirado, sino algo que el filósofo se limita a recoger, analizando las propias categorías donde las ideas se encuentran «realizadas», y en donde, además, esas Ideas se van renovando y configurando, en la misma medida en que la realidad histórico-cultural de nuestro mundo cambia y se configura.

Desde esta perspectiva, se nos explícita que la filo­sofía no es un saber misterioso o arcano, que trate de te­mas insólitos o de cuestiones desconocidas. Ocurre, más bien, todo lo contrario: la filosofía trabaja conceptos que todo el mundo posee e Ideas con las que los hom­bres operan a diario. En esto se diferencia la filosofía de la religión o de la mitología. En filosofía no hay «revela­ción» reservada a unos pocos hombres privilegiados, no hay sacerdotes ni profetas, no hay dogma. Por eso tam­poco hay, propiamente, enseñanza: hay sólo dialéctica: discusión.

La actitud de Sócrates, que acabamos de analizar, — señala P. Palop— nos remite a otra diferencia frente a Protágoras: este último, como se recordará, presenta la filosofía como un oficio o habilidad particular, respecto a la cual cabe erigirse en maestro. Sócrates, por el contra-

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rio, la concibe como un saber mundano y común del que no cabe ser maestro ni hacer una especialidad. No pare­ce excesivo ni impertinente —agrega— asociar a Protágo-ras y a Sócrates con esas dos concepciones que Kant aso­ció designando como concepto escolástico y concepto cósmico de la filosofía y que Gustavo Bueno tradujo como filo­sofía mundana (filosofía en sentido mundano) Y filosofía académica.

Finalmente la profesora ovetense abordó un último tipo de oposición que Protágoras y Sócrates personifican; la oposición entre, la filosofía espieculativa y la filosofía práctica, o bien —utilizando una terminología de Gusta­vo Bueno— entre la filosofía gnóstica y filosofía política­mente implantada. Sócrates entendía más bien que la fi­losofía se orientaba a un autoconocimiento —el «conóce­te a ti mismo», como resumen y lema del ideal griego de la Sofrosyne— aunque dicho autoconocimiento no condu­cía a ningún saber positivo, sino únicamente negativo: al «sólo sé que no sé nada». Pero un saber negativo difícil­mente puede alentar la acción o la praxis: a lo sumo pue­de alentar o inspirar la abstención o la inhibición. A la luz de estos supuestos la filosofía socrática se configura como una filosofía gnóstica, que sólo entiende poder as­pirar a la reforma del entendimiento, pero no directa­mente a la transformación de la ciudad.

Consecuentemente con ello la obligación moral del sabio radicaría en la búsqueda de la verdad (o de las ver­dades), porque la verdad se impondría al pensamiento como una obligación de naturaleza moral. Pero en esa búsqueda de la verdad se' agotarían todas las consecuen­cias morales de la obligación del sabio. No obstante -^observa con certera cautela filosófica Pilar Palop— ésta interpretación no deja de admitir réplicas, puesto que existen fuertes argumentos para sostener que Sócrates mantenía el convencimiento práctico de los efectos mo­rales de la sabiduría y obraba en consecuencia tratando de educar a los ciudadanos de Atenas. Lo cierto es, sin embargo, que en su polémica con Protágoras, Sócrates pone en duda qué él filósofo pueda enseñar el arte del buen gobierno.

A la luz de las convicciones actuales —reflexiona la profesora Palop— la actitud de Protágoras aparece como la más progresista y la más deseable: el filósofo, median­te una acción pedagógica, puede educar («concienciar») a los ciudadanos y de este modo, transformar la ciudad. La posición de Sócrates, por el contrario, cae directamente bajo el anatema de XI tesis de Marx, sobre Feuerbach, puesto que, según el ideario socrático, el filósofo sólo puede aspirar a conocer, no a cambiar el mundo. Y, sin embargo, la postura de Sócrates es perfectamente cohe­rente con esa otra afirmación de Marx según la cud «no es la conciencia la que determina el ser, sino el ser el que determina la conciencia». Sócrates cree que es la ciu­dad la que conforma la conciencia del ciudadano y no la con­ciencia del ciudadano la que configura la ciudad. Por eso se muestra escéptico respecto a los efectos políticos de la educación filosófica, a pesar de que, en la práctica la in­tenta ejercer, en todo caso.

Y, sin embargo, finaliza Pilar Palop, «Hoy que pro-lifera el convencimiento de que es posible una «práctica teórica» y una filosofía de la praxis la afirmación de Só­

crates podrá sonar, más que nunca inaceptable y escanda­losa. N o obstante, la tesis socrática es, pese a las aparien­cias, la más coherente con el materialismo, la más crítica frente al idealismo y la más auténticamente dialéctica. Es la más auténticamente dialéctica y materialista porque es, también, la más pluralista. El monismo y el pluralismo enfrentan también a Protágoras y Sócrates como mode­los o paradigmas de esas dos actitudes que han contribuí-do siempre a caracterizar el «dulce manicomio» —en palabras de Ortega— de la filosofía de todos Tos tiempos.

La fase de coloquio se abrió con una intervención del congresista que había presentado, extra-oficialmente, la concepción cenetista de la enseñanza. Matizó que esta­ba de acuerdo con la ponencia en lo fundamental y que, en consecuencia, sólo pretendía precisar algunos puntos sugerentes. Por ejemplo, el hecho, que había creído advertir a lo largo de la exposición, de que se postulase que toda filoábfía descansa en una ética y que, por con­siguiente, la ética constituía el transfondo de toda filoso­fía. Deseaba manifestar su posición en el sentido de con­siderar que si toda la filosofía sólo podía conducir a in-certidumbres era porque no es posible una ciencia de la moral ya que ésta depende de la subjetividad de cada cual. Le responde Pilar Palop admitiendo que, en efecto, la ética subyace a toda preocupación filosófica, pero, de­bía precisarse que si no cabía hacer una ciencia de la moral no era porque la moral fuese subjetiva, como en cierto modo afirma el cristianismo, ya que la moral tiene un origen objetivo que se nos impone desde fuera. Como decía Sócrates, frente a Protágoras, la virtud no es una y simple, sino múltiple y contradictoria lo que impli­ca que las diferentes virtudes se contraponen entre sí. Un caso clai-o de la contradicción en que se mueve la moral lo puede proporcionar el propio ideario anarquista que considera, por ejemplo, que para la consecución de la Li­bertad —que constituye el bien supremo— hay que tratar de volver a las comunidades naturales que no están adul­teradas por las relaciones de poder. El hecho es, sin em­bargo, que el hombre es tanto más libre cuanto más cos­mopolita, por cuanto las posibilidades de elección y de desarrollo humano son tanto más grandes cuanto mayor número de opciones, trabajo, educación, contactos per­sonales, lecturas, etc. le ofrezca la propia sociedad.

Ahora bien, en las pequeñas comunidades son muy re­ducidas este tipo de opciones. De ello deduce Pilar Palop que la consecución de la Libertad, como ideal, no puede soslayar ese tipo de opciones. Es decir, la exis­tencia de caminos contradictorios para buscarla y conse­guirla. Y esa contradicción existiría frente a cualquier otra opción moral.

Por último intervinieron los profesores Javier Mu-guerza y Pep Cals'amiglia. Ambos valoraron el interés de la ponencia y subrayaron —una vez más— los aspectos contradictorios y paradójicos de la actividad filosófica y la necesidad que todo investigador tiene de partir sobre la base del reconocimiento de los límites de su propio saber.

Desgraciadamente no disponemos de espacio para reseñar con la debida amplitud otras sesiones del Con­greso: la presentación de los programas de la enseñanza de las diversas ramas dedicadas a esta actividad de las centrales sindicales; el Seminario conjunto de José María

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Ripalda y Agustín Santos sobre «Crítica y alternativa de los planes de estudio»; el de Rafael Argullol sobre «La situación estudiantil italiana»; el que acerca de «La ense­ñanza de la Historia de la filosofía» organizó el col.lectiu d'estudis de la Universidad de Valencia. De todos ellos y de otras circunstancias del Congreso me ocuparé debida­mente en un trabajo más extenso que espero publicar, como libro, en un próximo futuro.

LA SESIÓN DE CLAUSURA

A las once de la mañana del 6 de Abril tuvo lugar la prevista Asamblea conjunta de congresistas destinada a la elección del Vicepresidente, sede del próximo Congreso y tema del mismo. Se comenzó la sesión por la elección de la sede. Inicialmente se habían formulado las pro­puestas de Euzkadi (sin precisar localidad) y Burgos. A la propuesta de Euzkadi se opusieron dos congresistas gui-puzcoanos por considerarla inoportuna. No fueron más explícitos, aunque en conversaciones particulares expre­saron su creencia de que la eventual realización del Con­greso en Euzkadi sería 'considerada por el pueblo vasco como una manifestación de imperialismo cultural españo-lista. Para deshacer equívocos intervinimos, en nuestra función presidencial, matizando que, el proponer Euzka­di, como sede del próximo Congreso, no supone intro­misión en sus problemas políticos ni ningún intento de imperialismo cultural sino, en todo caso, un homenaje al pueblo vasco por su notoria contribución a la lucha ge­neral por las libertades democráticas. Sin embargo, como los congresistas guipuzcoanos continuaban impertérritos en el mantenimiento de su criterio, interviene el profe­sor José Rodríguez, de Bilbao, proponiendo la elección de la capital vizcaína como sede. Razona que así se podría contar con un buen apoyo del rectorado de su Universi­dad ya que sus funciones son desempeñadas por el pro­fesor demócrata D. Ramón Martín Mateo. A continua­ción tiene lugar un diálogo surrealista entre los congre­sistas guipuzcoanos y el profesor Rodríguez en el que los primeros parecen negar újiplícitamente a este su condi­ción de vasco, a pesar de sus casi veinte años de trabajo en Bilbao y de su notoria contribución a la lucha por la libertad de Euzkadi. También intervienen Fernando Sa-vater y Javier Muguerza con el propósito de aclarar que aún siendo decididos partidarios de elegir Euzkadi,. como sede del Congreso, temen que —a juzgar por el clima de esta discusión inicial— ello pueda originar fric­ciones y problemas. Teniendo en cuenta esas manifesta­ciones, y con la finalidad de salir del «impasse», Pilar Palop propuso Gijón como solución alternativa. No prospera, sin embargo, debido a la reciente celebración en Oviedo del XII Congreso y convenir una mayor di­versificación geográfica. En consecuencia se procede a la votación y es designada Burgos como sede del próximo Congreso casi por unanimidad.

La elección de tema se presentó inicialmente muy diversificada ya que fueron propuestas sucesivamente: MATERIALISMO. POESÍA Y VERDAD. FILOSOFÍA Y DESEO. FILOSOFÍA Y REVOLUCIÓN. TEORÍA Y

PRACTICA. LENGUAJE Y DESEO. PROBLEMAS ACTUALES DEL ESTADO. EL PODER. ESTÉTICA Y CONOCIMIENTO. FILOSOFÍA UNIVERSAL Y FI­LOSOFÍA DE CLASE. BASE TEÓRICA DE LOS MO­VIMIENTOS DE MASAS. Después de una fase inicial de unificación de temas similares, y de una votación ele-minatoria inicial en la que quedan en cabeza POESÍA Y VERDAD y EL PODER, en la votación final el tema EL PODER —propuesto por Javier Muguerza- resultó ele­gido por una diferencia de 20 votos. Se pasa después a la elección de vicepresidente. Como candidatos se presen­tan los profesores Celia Amorós, Julio Carabaña y Anto­nio Pérez y, después de una competida votación en dos vueltas, resulta elegida Celia Amorós también por una diferencia de una veintena de votos.

Finalmente se abordó el tema del comunicado que habitualmente ha venido emitiendo el Congreso el día de su clausura. Para ello se otorgaron poderes al Comité organizador, a fin de que lo redactase sobre la base de los siguientes principios:

—Protestar por las limitaciones todavía subsistentes a las libertades de expresión y enseñanza.

—Expresar el apoyo al Congreso a la legalización de todos los partidos políticos y organizaciones sindicales.

—^Expresar el apoyo al Congreso al derecho de to­dos los pueblos a la autodeterminación.

—^Apoyar la lucha de la mujer por su emancipación.

—^Apoyar a los que se esfuerzan por obtener la amnistía total.

—Afirmar que es necesario que la izquierda y los movimientos populares de todo el Estado Español se unan frente a una posible consolidación de un bloque continuista. Este último punto de la unidad de la izquier­da suscitó un amplio debate. Inicialmente se planteó como una declaración abstracta y platónica sobre la nece­sidad de que el Congreso se pronunciase por la unidad de la izquierda. Ello originó algunas intervenciones como las de Savater, Lourdes Ortiz, Javier Sadaba, Tomás Pollán, José María Laso, etc., en las que, desde distintas perspectivas y con diversas matizaciones se sustentó el criterio de _que el Congreso no podía pronunciarse abs­tractamente por la unidad de la izquierda. Seguidamente se produjeron las intervenciones de Francisco Tauste y, en bloque, las de algunos congresistas procedentes de la Universidad Complutense que producían la impresión de preconizar que el pronunciamiento fuese por la unidad electoral de la izquierda. Finalmente Agustín Santos y otros congresistas afines a su posición se manifestaron contra una instrumentalización partidista, en un sentido electoral, de la unidad de la izquierda: Como conclusión final hubo coincidencia en la necesidad de concretar la adhesión del Congreso a una unidad específica de la iz­quierda basada en la defensa de los demás pronuncia­mientos del documento. Así pudo lograrse la unanimidad de los congresistas tras una ardua discusión que no se mantuvo siempre al nivel de racionalidad que correspon­día esperar de la condición general de los participantes. Empero tampoco puede considerarse que el esfuerzo

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resultase baldío, pues así pudo precisarse mejor el docu­mento cuyo texto transcribimos a continuación:

organizador de los célebres simposiums sobre el pensa­miento de Popper y Henri Lefebvre.

DECLARACIÓN DEL XIV CONGRESO DE FILÓSOFOS JÓVENES

ACERCA DE LA UNILATERALIDAD DE ALGUNAS RESEÑAS

El XIV Congreso de Filósofos Jóvenes, reunido en Barcelona del 3 al 6 de Abril de 1977, en su sesión de clausura decidió hacer pública la siguiente declaración:

1. El Congreso manifiesta su preocupación por las graves limitaciones que constata en nuestro país con res­pecto a las libertades de expresión en el ejercicio de la enseñanza, fenómeno que, de rechazo, actúa como obs­táculo y restricción de la calidad de la misma, a la vez que dificulta el derecho de los trabajadores de la en­señanza a defender sus intereses.

2. El XIV Congreso, consciente de que su reunión tenía lugar en vísperas de la «quincena de las nacionali­dades» propuesta por los organismos unitarios de la opo­sición democrática, no puede menos de expresar resuel­tamente su firme convicción acerca del derecho a la autodeterminación de todos los pueblos de España y, en esta ocasión, muy especialmente, el de las nacionalidades históricas que componen el Estado español. .Asimismo el Congreso quiere dejar constancia de su apoyo a la lucha por la amnistía total de los luchadores antifranquistas, y exige la legalización de todos los partidos y organizacio­nes sindicales sin excepción alguna.

3. En la medida en que hay un buen fundamento para suponer que todas estas exigencias democráticas se verán frustradas de resultar fortalecida —o de no resultar seriamente debilitada— la derecha política una vez con-, sumado el actual proceso de descomposición del fran­quismo, el XIV Congreso de Filósofos Jóvenes decide asimismo hacer una llamada a la unidad de los movi­mientos populares, organismos y partidos de la izquier­da».

Una ver perfiladas las líneas generales del documen­to transcripto se levantó la sesión, dando por clausurado el Congreso.

Las perspectivas del XV Congreso —a realizar en Burgos durante la Semana Santa de 1978— se presentan muy interesantes. La temática elegida —El poder— es de una gran actualidad y se la puede considerar, académica­mente, fronteriza entre la ciencia política y la filosofía del derecho. Tiene asimismo una incidencia directa sobre ella el debate que acerca del carácter del Estado se está realizando en los últimos tiempos, a escala internacional, desde la perspectiva metodológica del materialismo his­tórico. Es también de esperar una eficiente organización del Congreso, pues el profesor J. Luis Martin Santos, que pasa automáticamente a la Presidencia, asume igual­mente el nombramiento de un Secretariado local auxi­liar. Como se recordará, el profesor Martin Santos es ya veterano en estas lides, pues en su día fue un eficaz

Por considerarlo ilustrativo, nos permitimos repro­ducir lo que en ese sentido publicábamos en nuestro tra­bajo titulado «El XIV Congreso de Filósofos Jóvenes» que apareció en el N° 20 de SISTEMA:

Los Congresos de Filósofos Jóvenes no han sido muy afortunados en su reflejo informativo. En general, las informaciones y reseñas sobre su desarrollo han sido escasos, fragmentarios y unilaterales. Quizás debido a que sus organizadores, contrariamente a lo que sucede con otros Congresos similares, no se han preocupado seriamente de cultivar sus relaciones con la prensa y pu­blicaciones culturales. Sin hablar de las revistas filosófi­cas especializadas que, habitualmente, desprecian cuanto transcienda de la mera rutina académica. Este año no ha constituido excepción en esta tónica ya consagrada. Co­menzó «El País» con una reseña de Alfons Quinta sobre la sesión de clausura. Su titular «Marxistas y libertarios polemizan en torno a la filosofía» parecía más propio de una publicación sensacionalista que producto de la acre­ditada ponderación del joven diario madrileño. Por otra parte, tal titular, no pasaba de constituir un tópico mani­do que en nada se ajustaba al desarrollo de los debates del Congreso. Ni de la mesa redonda inicial, ni de los coloquios de los distintos Seminarios o Asamblea con­junta final, puede afirmarse, con un fundamento serio, que «su principal característica fueran las polémicas entre marxistas y libertarios» como reiteradamente ase­vera Alfons Quinta. Tal aseveración constituye más bien una burda caricatura de un prolongado debate caracteri­zado, sobre todo, por la amplísima diversificación de las posiciones filosóficas y políticas sustentadas. Estamos convencidos de que no sólo no se produjo ese mani-queismo —más propio de un «western» que de un Con­greso de filosofía- sino que todo induce a suponer que fueron mucho más frecuentes las polémicas internas en el seno de cada corriente ideológica. En general, las posi­ciones no fueron monolíticas y así pudieron producirse, con frecuencia, coincidencias, sobre determinados temas, entre pensadores situados en los antípodas del espectro filosófico y discrepancias, acerca de otras temáticas, con los que se hallaban más próximos. Tampoco cabe afirmar seriamente —como lo hace el corresponsal de «El País»— «que prácticamente todas las corrientes presentes en el Congreso —quizá con la excepción de Gustavo Bueno— rechazaron la filosofía como actividad académi­ca y superior, marginada de la vida cotidiana y práctica». Aunque, desde las distintas perspectivas de esas corrien­tes, habría que matizar mucho esa caricatura de su con­cepción (o no concepción) de la filosofía «como activi^ dad académica y superior», en todo caso, nunca podría contraponerse la posible excepción de Gustavo Bueno. Como es bien conocido, en los diversos medios filosófi­cos, el catedrático ovetense compatibiliza perfectamente

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la debida valoración de la filosofía académica con el gran papel que atribuye a la filosofía mundana. Como, en otro plano, compatibiliza la filosofía de implantación gnóstica con la filosofía políticamente implantada.

Ahora bien, otros errores de bulto que Alfons Quinta comete en su reseña, sobre los temas propuestos, adscripción ideológica de los proponentes, etc., —que han dado lugar a las correspondientes rectificaciones de Javier Muguerza y Fernando Savater— inducen racional-emente a suponer que sus informaciones sobre el Congre­so son, al menos, de tercera mano. No es ese el caso de J. A. Ugalde, enviado especial del diario «Pueblo», que asistió personalmente a las diversas sesiones y publicó posteriormente una amplia reseña en «Pueblo Literario» (3). Se trata de un trabajo serio y casi exhaustivo para los límites espaciales permisibles en ese tipo de publica­ciones. Únicamente se le puede reprochar la unilaterali-dad en que incurre. Sin dudar de su honestidad subjetiva cabe constatar la utilización en su análisis de dos hare­mos muy distintos. Uno casi ditirámbico, para ensalzar a Juan Aranzadi, Gómez de Liaño, Fernando Savater y A. García Calvo, muy afines a J. A. Ugalde por razones de compañerismo profesional, amistad, y afinidad filosó-fico-literaria, y otro, sin duda desorbitado, que le lleva, casi sin excepción,'a un fuerte criticismo acerca de los demás ponentes y a una caracterización general del Con­greso falta totalmente de objetividad. Admitimos, sin dudarlo, que no es fácil alcanzar la ecuanimidad necesa­ria para soslayar el subjetivismo —en el que forzosamen­te habremos también incurrido en mayor o menor gra­do— pero también consideramos que conviene intentarlo con mayor empeño que el que, en este caso, ha puesto el excelente periodista que firma J. A. Ugalde.

Algo semejante podría decirse del artículo que con el título «Entre la realidad y el deseo» ha publicado en «Triunfo» José Jiménez (4). Más ponderado que el de J. A. Ugalde en su apoyo al sector que, genéricamente, podríamos calificar de «garciacalvista» incurre, sin embargo, en notoria injusticia con su crítica desmesurada a los organizadores. La realidad es que el Secretariado, constituido por el col.lectiu critica, se esforzó con gran entrega en superar técnicamente las dificultades que en la organización del Congreso se fueron sucesivamente suscitando. Los fallos —que, sin duda, los hubo— no les son achacables. La Mesa redonda de las centrales sindi­cales resultó incompleta —como ya señalamos oportuna­mente— por causas atribuibles a terceras personas inter­mediarias o a desinterés de las propias ramas de la en­señanza de algunas de dichas centrales. Las modificacio­nes en el orden de las intervenciones anunciadas fueron forzadas por cambios de actitud de los ponentes en fun­ción de contrapuestos intereses, y no existió esa supuesta mala cobertura de los alojamientos. Se resolvió con satis­facción general, lo que estaba al alcance del congresista medio y si no pudo lograrse el mismo resultado respecto a alojamientos baratos se debió solo al aristocraticismo clasista de los estudiantes de algunos Colegios Mayores que no accedieron a que sus habitaciones fuesen utiliza­

das por los congresistas durante las vacaciones de Sema­na Santa.

Problemas distintos plantea la reseña de Fernando Savater titulada «Mucho mangante» (5) que complementa — como subtítulo o aforismo de entrada— con un irónico «¿Quiere ser eternamente joven.'*». Hágase filósofo o es­trella de -varietés». ¡Desconcertante Savater! Produce la impresión de que en él se da una personalidad dicotómi-ca; su participación en los Congresos de filósofos jóve­nes no puede ser más positiva. Asiduo asistente, solida­rio con los compañeros, entusiasta colaborador en cuan­tas tareas o trámites sean necesarios para asegurar su realización, elegante y racional polemista y respetuoso de toda discrepancia, genuino defensor de una actividad fi­losófica específica, etc. Por el contrario, su artículo «Los filósofos y sus complejos» —reseña del XIII Congreso—, y el que ha dedicado al Congreso de Barcelona, parecen producto de una segunda personalidad que se gozase ha­ciendo de joven inconoclasta para un público fácil a cos­ta de sus compañeros y de la actitud que él mismo man­tiene en dichos Congresos. Sería deseable una mayor coherencia entre ambas personalidades en beneficio de la filosofía (sin mayúsculas). Aunque posiblemente sea pe­dir demasiado ya que, como muy bien apuntó Jacobo Muñoz en su ponencia, la raíz de esa personalidad dico-tómica debe radicar ...«en la terrible situación esquizo­frénica en la que debe estar, por ejemplo, Fernando Sa­vater enseñando lo inenseñable y, además, en la Univer­sidad a Distancia».

Sin duda, la reseña más objetiva —entre las que han Uegado a nuestro conocimiento— es la que con el título «La autocontemplación filosófica ha publicado la revista «El viejo topo» (6). No obstante adolece de un cierto esquematismo, derivado de un intento casi utópico de caracterizar los rasgos esenciales del Congreso en un par de páginas. También de un cierto distanciamiento iróni­co, deliberadamente buscado, que, aunque de efectos catárticos evidentes, ofrece el talón de Aquiles de que sus autores fueron sujetos muy activos en la preparación del Congreso. Asimismo resulta un poco fuerte efectuar la crítica de los «notables» de la filosofía acusándoles, con permiso de Savater, de practicar la gigantomaquia — «en un filosofar de conceptos con mayúscula»— ha­biendo participado en la organización de la Mesa Redon­da inicial. En todo caso sería la propia concepción de la Mesa Redonda de «notables» la que habría que discutir. Y, muy probablemente, para llegar a la conclusión de que, gracias a su realización, el XIV Congreso ha consti­tuido ese hito memorable que señalábamos al iniciar estas extensas notas. (7).

(3) Diario «Pueblo- de 15 ele Abril de I9~". Págs. i 5 y sig.

(4) Revista .•Triunlb- N " "44, de .50 de Abnl de 19" ' . Vif, M.

(5) Revista '-Cuadernos para el diálogo- N" de Ih de Abril de 19"". PÍÍ^S. 60 y 61.

(6) Jordi Guiu y Antonni Munné-, -La autocontemplación íliosótica- (A propósito del XIV Cüi:í;reso de Filósofos JtJvenes) Revista -El viejo topo- N " 8 Mayo de 19"". Pá.i s. 21 y 11.

C) Los inismos autores -Jordi Guiu y Antoni Munné- publican, bajo el título -Déla íilosií-fía académica a Ja filosofía mundana», en el ntjmero 2 de la Revista ARGUMENTOS (Junio de 1977), una reseña mucho más matizada. ¡JLástima que cometan el error de bulto fácilmente evitable de haber recurrido a fuentes más directas— de dar por realizado en la Universidad de La Laguna el XI Congreso! Como es público y notorio la presión de elementos reaccionarios sobre el Cabildo insular frustró la insularidad del Congreso y éste hubo de celebrarse, final­mente, en eJ Colegio Mayor «Isabel de España» de Madrid (Septiembre 1974). Sobre esta reseña y la publicada en el diario «Informaciones» nos ocuparemos más extensamente en el libro que, sobre la historia de los Congresos de Filósofos Jóvenes, estamos preparando.

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INFORMACIÓN SOBRE LA PRÓXIMA CELEBRACIÓN DEL

XV CONGRESO DE FILÓSOFOS JÓVENES J.M.L.

Oviedo

1 XV Congreso de Filósofos Jóvenes se celebrará en Burgos del 26 al 29 de Mar­zo próximos. Actuarán de Presidente y Vicepresidente los profesores, J. Luis •Martín Santos y Celia Amorós, respecti­vamente, ayudados por un Secre;tariado :

Local auxiliar. El tema central del Congreso será El poder, elegido en la sesión de clausura del Congreso de Barce­lona a propuesta del profesor Javier Muguerza. Está pre­vista la participación de interesantes personalidades ex­tranjeras:

• Nicos Poulantzas (autor, entre 'otras, de la muy leída, y discutida, obra «Poder político y clases sociales en el Estado capitalista»).

• Michel Foucault (participante frente a Noam Chomsky en un célebre debate ante la televisión holandesa sobre «La naturaleza humana ¿Justicia o poder?," publicada en 1976 en los «Cuadernos Teorema»).

• Claude Lefort (del equipo de la revista «Esprit»).

• Biagió De Giovanni (del Instituto Gramsci, de Roma. Intervino en el reciente Congreso Interna­cional gramsciano de Florencia con una ponencia

. titulada «crisi orgánica e Stato in Gramsci»).

Por parte española, de momento, tenemos sólo co­nocimiento de que están previstas las siguientes ponen­cias:

• Ramón García Cotarelo, «La disolución del poder como fin de la revolución».

• Bernardo Fernández, «Notas acerca de la concep-tualización de un poder político».

• José María Laso Prieto, «Perspectiva actual de la concepción del poder en el pensamiento de Gramsci».

Esperamos que en las próximas semanas se conozcan más datos sobre otros participantes españoles, ya que existe una creciente expectación por la importancia que este año va a revestir el Congreso de Filósofos Jóvenes.

Sin que figure como ponentes tenemos también noticia de que los profesores Emilio Lledó y Gustavo Bueno tienen pi-evista la asistencia al Congreso.

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CRITICA DE LIBROS

DISCIPLINARIDAD VERSUS SISTEMATISMO

EN TOULMIN ALBERTO HIDALGO TUNON

Oviedo

a postura que Stephen Toulmin exhibe en su última obra epistemológica, La com­prensión humana, es sin duda, la «herede­ra legítima» de la que desde 1953, al me­nos, viene manteniendo en Filosofía de la Ciencia (1). En verdad, la simple apela­

ción de este argumento wittegensteiniano (2) permite justificar, dentro del depurado neo-darwinismo que aho­ra utiliza como esquema de interpretación, todas las va­riaciones innovadoras que se añaden a su concepción, sin que por ello se resquebraje fundamentalmente su unidad y su continuidad. Lejos de aseverar que el agregado o «población» de conceptos que articulan su modelo evo­lucionista haya surgido de una ruptura epistemológica, de una mutación repentina o de una «deleznable» revo­lución kuhniana, admitimos que se trata naturalmente del producto final, (aunque no definitivo) de una severa selección autocontextual, que ha regulado el ritmo y las tasas de cambio en su programa de investigación. De esta manera resulta que el más mordaz de los develado­res del «culto a la sistematicidad» rinde un soterrado ho­menaje a la coherencia, al «adaptar» implícitamente su propia práctica teórica tanto a las «exigencias» ecológicas de la epistemología como al modelo evolucionista que él mismo habilita explhitamente para explicar el proceso del cambio conceptual. De esta manera —insisto— la «vali­dez» o «verdad» de sus procedimientos explicativos halla

(1) Título original: Hamafi Vndcrstariding. Princenton University Press, Í972. Nuestro comen­tario se refiere a la versión castellana del Vol. I: El uso cokclito y la evolución de los conceptos. Alianza Universidad, Madrid, 1977 por Néstor Míguez. A ella se refieren las citas de página consignadas entre paréntesis. La obra que aludimos como punto de partida de su original posición «instrumentalista» es su The Philosophy of Science. Hutchinson's University Library, Londres, 1953 (hay vers. cast. de J J . Castro en Mirasol, Buenos Aires, 1964).

(2} Toulmin se deleita en repetir como argumento definitivo para justificar la unidad y conti­nuidad de una disciplina (¿y por qué no la identidad?) la respuesta de Wittgenstein a sus criterios: «Mis argumentos tai vez no sean filosóficos' por ninguna definición anterior de la palabra, pero son los 'herederos legítimos de lo que antes se conocía como filosofi'a» (cfer. pp. 156, 247, etc.).

su primera confirmación en la «forma» misma, en que Toulmin ha llevado a cabo sus desarrollos conceptuales. Dificilmente un autor puede alcanzar tan altas cotas de coherencia sistemática entre su teoría y su praxis in actu exercito.

Y sin embargo, in actu signato ningún teórico de la ciencia postpopperiano (incluyendo a Feyerabend) se ha esforzado tanto como Toulmin por abolir de su ámbito los estigmas residuales del «formalismo», a saber, las nociones de «forma» y «validez», sustituyéndolas por las más operativas, biológicamente hablando, de «adapta­ción» y «exigencia ecológica». Quizá sea este remanente de contradicciones, que descubrimos entre el plano del ejercicio y el de la representación, la manifestación más profunda de que no se puede buscar una «mediación» analítica entre dos términos contradictorios, llámese «ab­solutismo» y «relativismo» o más matizadamente «aprio-rismo» y «empirismo», por el expeditivo procedimiento de salirse del contexto en que se plantea la oposición. Si nos parece que cualquier mediación efectiva que se plan­tee debe adoptar una formulación dialéctica, no es por un capricho de escuela, ni por una deformación ideológi­ca profesional, sino más bien porque reconocemos que la propia materialidad de los términos nos impone «por encima de nuestras voluntades» la real existencia de la contradicción, aún cuando ésta sólo se represente for­malmente. Que en el caso de Toulmin el reconocimiento de lo que niega {i.e. la importancia del razonamiento for­mal en las empresas humanas racionales) se ejecuta mal-gre lui, se patentiza más aún cuando en repetidas ocasio­nes (p.p. 28, 42, 143... 480) manifiesta su creencia de que las quinientas páginas de su volumen constituyen la primera parte de un único argumento global destinado a salvar la «racionalidad» humana de los peligros que le acechan, si se sigue identificando con la «logicidad».

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Pero esta apreciación crítica inicial no obsta para que, acto seguido, le reconozcamos méritos sin cuento. Así, cuando reiteradamente denuncia la inoperancia de las reflexiones filosófica y epistemológica, confinada en los estrechos límites de la filosofía formal y desconectada de los «procedimientos científicos e históricos por los que se amplía nuestro conocimiento» (p. 28) su diagnós­tico toca carne viva. Toulmin atribuye el deterioro de la situación actual al mantenimiento artificial y meramente especulativo de los planteamientos y axiomas de la tradi­ción intelectual del siglo XVII (pp. 29-46) y postula consecuentemente, en la línea de los periodos más fecun­dos del pasado —(Grecia y los inicios de la Edad Moder­na)—, la confección de un «nuevo autorretraro epistemo­lógico» de carácter constructivista «dentro del armazón lógico» de carácter constructiva «dentro del armazón proporcionado por las más recientes convicciones cientí­ficas del s. XX sobre el hombre, la historia, las ideas y la naturaleza» (p. 40), retrato que a la fuerza será «más his­tórico, más empírico y más pragmático» (p. 12), sin abandonar por ello el espíritu de la duda metódica como crisol de la racionalidad, jurando en este empeño ser «plus cartesiens que Descartes méme» (p. 45). Pero este punto de vista «imparciál» desde el cual-pueda ejercitar­se el juicio racional, cuya búsqueda constituye el nervio de la investigación toulmiana, ya no puede otorgársenos en términos lógicos abstractos como supone la «tenden­cia platónica» desde Descartes hasta Frege y el análisis formal contemporáneo (p. 68). El relativismo, a su vez, aunque reconoce la variabilidad cultural y el cambio, no ofrece una alternativa real, al menos en la versión expli-

citada por Collingwood (pp. 87, ss.), precisamente por­que ubica la racionalidad también en un sistema idealiza­do y abstracto de conceptos absolutos, por respecto al cuál se mide la relatividad misma. Toulmin aprovecha este impasse, que el dilema puede suscitar en el lector, para introducir ex abrupto, en un nuevo plano, la tesis central de su libro, una de cuyas versiones lo encabeza como lema, a saber: que la «racionalidad» no concierne a las doctrinas intelectuales de un hombre o grupo parti­cular, sino «a las condiciones y la manera en que está dis­puesto a criticar y modificar esas doctrinas a medida que pa­sa el tiempo. La racionalidad de una ciencia, por ejemplo, no está encarnada en los sistemas teóricos corrientes en ella en momentos determinados, sino en sus procedi­mientos (subrayado mío: A.H.) para llevar a cabo descu­brimientos y cambios intelectuales» (p. 96, etiam: .15, 139, 237, 276, 481, etc.). Se procede así a una evacua­ción de los contenidos materiales de la ciencia, de modo que los desarrollos posteriores quedan hipotecados a favor de este «racionalismo instrumentalista» de corte metodológico, cuyas virtualidades resultarán a largo pla­zo más críticas que constructivas, más sociológicas que fi­losóficas. En efecto, la estrategia ahora, una vez excluí-dos los contextos de justificación como irrelevantes para la racionalidad, se centra naturalmente en los contextos históricos del descubrimiento y del cambio conceptual.

Ahora bien, en este nivel histórico le parece a Toul­min que se plantea «un dilema similar entre una explica­ción uniformista, que supone el valor universal de un solo conjunto de métodos racionales» (p. 144), ligada a los nombres de Kant, Lévi-Strauss, Piaget y Chomsky, según da a entender cuando discute los supuestos invariantes del pensamiento y del lenguaje (Cap. 7°, pp. 415, ss) y una «explicación revolucionaria», personificada por T.S.

Kuhn, quien trata el cambio conceptual en base a una distinción entre fases históricas de dos tipos contrapues­tos, los períodos de ciencia normal, relativamente esta­bles y cristalizados en torno a un «paradigma», y los de ciencia revolucionaria, cuya intensa movilidad acarrea inevitablemente cambios paradigmáticos. Pero mientras frente a Kuhn ejecuta un brillante e implacable despiece de las «ilusiones revolucionarias» en la misma línea de su artículo «Does the Distinction between Normal and Revolutionary Science Hold Water?» (3), sus críticas al «uniformismo», en cambio, no parecen arrojar mucha luz sobre la tradición intelectual implicada. Es cierto que, en otro contexto, recrimina la creencia en el progreso cósmicojinidireccional, que unió bajo la misma bandera a pensadores tan diferentes como Hegel, Lamarck, Comte, Spencer y Marx, tachándola de «teológica y providen-cialista» ( pp. 328. ss), pero justamente por eso el con­cepto de «uniformismo» carece de verdadero contenido conceptual y el dilema planteado se desvela a la larga como un «polilema», más bien, si se nos permite la ex­presión. No obstante, en descargo de Toulmin, sugeri­mos que lo que realmente pone de manifiesto es un tri-lema, en el que «uniformismo» úgmíic's. .«monismo», el «rupturismo catastrofista» estaría confeccionado sobre la base de un «dualismo», en tanto que «la lección histo-riográfica de Darwin», • que nuestro aplicado evolucionista quiere enseñarnos, apelaría a un pluralis­mo, como única instancia que hace inteligible «el cam­bio histórico dentro de una profesión científica» (p. 283).

La primera tesis del patrón general de explicación histórica implícito en la zoología evolucionista, que Toul­min intenta aplicar a la ciencia sin incurrir en «biologis-mo», consiste precisamente en el reconocimiento de una doble pluralidad: la que se da entre una serie de «disci­plinas intelectuales» más o menos separadas (léase espe­cies orgánicas) y, dentro de cada una de ellas, la que pro­duce la existencia de agregados o «poblaciones» de con­ceptos y teorías individuales (léase organismos) «lógica­mente independientes». (Entre paréntesis, G. Bueno (4), en otra escala, hablaría, en cambio, de multiplicidad de «organismos» y «células gnoseológicas» respectivamente para no verse de este modo obligado a postular tal inde­pendencia lógica). Brevemente expuesto^ el modelo evolucionista de Toulmin, con cuya jerga nos hemos familiarizado desde el principio, supone un mecanismo dual de innovación y selección, gracias a cuya acción la continua emergencia de novedades intelectuales es criba­da por la continua selección crítica que el medio ecológico disciplinar ejerce a través de su aparato metodológico, de manera que sólo unas pocas de esas novedades con­quistan un lugar firme en la disciplina y son transmitidas a la generación siguiente. Naturalmente, la variación y perpetuación selectivas, es decir, el cambio y la continui­dad conceptual explicados por este mecanismo sólo resulta posible dentro de un «nicho» o «foro de compe­tencia» definido, donde las variantes conceptuales pue­dan probar suerte y demostrar sus «ventajas» adaptativas (p. 150). Por añadidura este esquema permite a Toulmin

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(3) Véase la versión castellana «La distinción entre Ciencia Normal y Ciencia Revolucionaria, . ^resiste un examen^'» de Francisco Hernán en la compilación de I. Lakatos y A. Musgra-ve. Lu critica y d desarrollo dd cotwcimmito. Grijalbo, Barcelona, 1975, (pp. 1 3 . > 1 4 4 Í

(4) Cfer. Estatuto Gnoseológico de las ciencias humanas. VoÍ.' 11, Oviedo, 1976.

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aniquilar otra dicotomía engañosamente tajante que suele esíablecerse entre una historia de la ciencia «inter-nalista», que se ocupa de la genealogía de los conceptos, al modo de A. Koyre, y un análisis «externalista» centra­do, bien sobre las relaciones de los descubrimientos científicos con la tecnología, la economía industrial y la política, al modo sociológico de Boris Hessen, o bien sobre la influencia de la personalidad psicopática del científico en su obra, al modo piscoanalítico de Frank Manuel. Ambos enfoques históricos quedarían integra­dos en un espectro continuo, en el que «las cuestiones sobre los criterios de selección para juzgar las variantes conceptuales están más cerca del extremo 'interno', mientras que las cuestiones concernientes a las ocasiones para la innovación científica caen más cerca del extremo 'externo'» (p. 310).

interpreta Toulmin a/en términos de teoría de la ciencia desde la zoología darwinista. En el plano histórico, en que se mueve (y prescindiendo del vaciado de conteni­dos materiales que es la raiz de todas las confusiones delatadas) permite una aceptable desmitifícación de la teoría de los Grandes Hombres (pp. 287, 292-96) y su sustitución por nociones más realistas del tipo «escuela de pensamiento» y «generación de científicos». Asimis­mo, podemos computar a su favor la esmerada elabora­ción de un preciso concepto «cuasi-gnoseológico» de dis­ciplina intelectual. En efecto, una disciplina científica se nos aparece ahora como una empresa humana colectiva enfrentada a un cúmulo de problemas relacionados genea­lógicamente entre sí y operativamente definidos de acuerdo con la fórmula:

Problemas científicos = Ideales explicativos - Capacidades corrientes (pp. 162, 184)

Ahora bien, ¿hasta qué punto este armonismo conti-nuista y lineal constituye un verdadero esquema de articu­lación y no una pura y simple yuxtaposición mecánica'^. Por más que Toulmin declare sus intenciones de articu­lar dialécticamente las múltiples y complejas relaciones implicadas, no nos convencerá desde el momento en que no sólo ha renunciado a considerar los contenidos mate­riales de las ciencias como intrínsecamente relevantes, sino que, además y en consecuencia exhibe una concep­ción tibia e idealista de la dialéctica cuando asegura que ésta «reside primariamente en nuestro modo de escribir la historia, más que en los sucesos históricos sobre los cuales escribimos» (p. 334). Como confirmación de que nos hallamos ante una mera yuxtaposición mecánica puede aducirse el hecho no aclarado por Toulmin de que la di­cotomía supuestamente superada reaparezca de continu • en su distinción entre disciplina (historia interna intelec tual) y profesión (historia externa), a las que se aplica por separado el modelo «populacional» darwinista en los capítulos 3° y 4°, respectivamente. Porque evidentemen­te una cosa es la población de conceptos y teorías, cuya variación y selección intelectual están gobrnados —pas­mémonos— por restricciones objetivas externas (p. 248) y otra cosa muy distinta la población de científicos profe­sionales, cuya organización autoritaria y evolución son también analizables desde una perspectiva sociológica externa (colegios invisibles, relaciones informales, grupos de referencia, etc.). Esta versatilidad en el uso de la opo­sición «interno/externo» nos hace sospechar que se trata de conceptos esencialmente confusos e inoperantes para abordar la situación. De hecho, Toulmin usa «inter­no», tanto para designar componentes de la «subjetivi­dad individual» (p. 17), como para hablar de «factores técnicos disciplinarios» (p. 227) y, a su vez, emplea- «ex­terno» tanto para calificar a los factores sociales globales e institucionales (p. 228) —(añádase aquí que los concep­tos internos son definidos «sin exageración» como micro-instituciones, p. 175)—, cuanto a factores disciplinares de tipos tan diversos como las estrategias científicas y los enunciados verificables por la experiencia (p. 448, ss). Ciertamente este galimatías puede parecer dialéctico des­de un «idealismo anfibológico», pero no puede desde un «materialismo racionalista».

N o todo son sombras en el modelo «populacional» que, por otra parte, tan pulcramente traduce, aplica e

en la que por «ideales explicativos» se entiende el conjunto de objetivos, idea­les y ambiciones sobre los que existe consenso en una comunidad científica (5) y por «capacidades corrientes» el estado actual de desarrollo de una ciencia. Por descon­tado en los límites de esta reseña no podemos agotar la infinita riqueza de matices y sutilezas de detalle con que Toulmin nos deleita y ni siquiera hemos mencionado la maestría de sus relatos ad hoc sobre historia de la ciencia y la filosofía, con que ilustra sus tesis. Por ejemplo, su matizada distinción entre Yorstellungen individuales o percepciones y Dartellungen colectivas o demostraciones, que efectúa a propósito del ambiguo concepto de «re­presentaciones intelectuales» (pp. 199-206, 435-37), aparte de una excelente pieza de análisis conceptual, evidencia las innegables dotes que Toulmin posee como historiador de la filosofía y de la ciencia (6).

Pese a ello, debemos preguntarnos si éstos y otros aciertos más que a la eficacia de su modelo «populacio­nal», por elegante y sugestivamente que nos lo presente, no deben atribuirse a la genialidad y erudicción del pro­pio Toulmin. En concreto, y volviendo sobre el concepto de disciplina, ¿no es justamente su modelo evolucionista, quien le impele al sarcasmo de poner en tela de juicio la racionalidad de la «mecánica racional» de Newton por el mero hecho de que «las ideas y cálculos involucrados en el uso de sus técnicas ya no son científicamente pro­blemáticos»? (pp. 197-98). ¿Cómo si no es estrechando demasiado las analogías entre disciplinas y especies bio­lógicas, puede afirmarse que una disciplina que ha sido científica y, por tanto racional, cuando se cierra, muere y deja de ser racional.'. Si la geometría de Euclides y la

(5) Advirtamos, de pasada, que la noción de -«ideales explicativos» no es nueva. Procede de la famosa noción «ideal de orden natural», que Toulmin íormuló en su piloíofÚJ de la Ciemia de 1953, de un modo altamente operativo. Obsérvese qje mientras en aquella ocasii>n servía para explicar contenidos internos de la ciencia, como ¡os fenómenos de refracción de la luz Icfer. el análisis de la Ley de Snell en el í'up. .>". up. til.), ahora juega un papel más histórico, externo y relativista. Tal -adapíación» a las exigencias ecológicas que el nicho de competencia de la Teoría de la Ciencia impone, es perfectamente consecuente con el mo­delo tüulmiano. Sólo que la teoría de la ciencia no es ni debe ser, ni puede una ciencia más. Para una rcelaboración intermedia dc-l concepto liiítf Ponsi^hí jnJ ljiiííir>tíiriiiin¡:_. Hutchinson Univ. Library, Lxjndres, I96I.

(ü) Esta faceta de historiador ha sido tenazmente cultivada por Toulmin, curiosamente casi siempre en colaboración con otra persona. En colaboración con su esposa June Goodfield ha escrito, por ejemplo, The Disí'otery c/Time. Londres, 1965 y -Some Aspects of Englísh Physiology: nSO-IS'ÍÜ» Para é Journal of The Hhlurj of Biolofj. 2. 1909. Hay versión castellana de La Vie/ias de Win^eitsleíii (Taurus, Madrid, 197-1) redactada en colaboración con su discípulo Alian Janik.

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mecánica de Newton son irracionales porque ya no sir­ven para investigar, difícilmente lograremos evitar la identificación de «racionalidad» y «utilidad». El modelo buenista del «cierre categorial» ofrece en este punto una clara ventaja sobre el toulmiano, pues no exige tales res­tricciones, justamente porque el «cierre» no se identifica con la «muerte», sino a lo sumo, con el concepto de «compacidad» de Toulmin. Pero esta referencia nos in­troduce en el último tema que queríamos abordar: el de la tipología del conocimiento, que se yergue sobre la base conceptual de la noción de disciplina y que consti­tuye una de las piezas más sofisticadas y originales del libro.

Quizá nos ahorre espacio y ganemos inteligibilidad confeccionando un cuadro sinóptico de los lincamientos principales de la tipología, que resuma el esquema implí­cito en los capítulos 6° y 7° de la comprensión humana:

No podemos aquí destruir de un plumazo esta labo­riosa construcción entre otras cosas porque algunos tra­mos resultan de una solidez indiscutible, pero sí sugeri­mos que tales tramos alcanzarían mayor potencia dentro de tipologías más perfectas que éstas. Por lo demás sos­pechamos que el carácter discursivo-analítico con ribetes deductivistas de la clasificación toulmiana es meramente aparente. Bajo esta apariencia se esconde una mera justi­ficación pragmática ex post facto de la clasificación que de hecho y por obra de contextos históricos mutables. (Toul­min lo admitiría sin violencia) ha resultado en el cuadro académico institucional de Escuelas y Facultades Univer­sitarias. Si se contra-argumenta que ésto confirma su análisis populacional, entonces vale decir que para este viaje administrativo no hacían falta tantas alforjas teóri­cas. Pero la consecuencia más grave para su concepción de la «racionalidad» es que, definitivamente, «la astucia de la razón» no consiste en otra cosa que en la reitera­ción del lema hegeliano de que «todo lo real es racio­nal».

Empresas ] humanas cognitivasl

Ja) de cambio rápido'

I) Disciplinables

II) No disciplinables

Disciplinas 1) Compactas 2) Difusas 3) Posibles

Científicas Física

Mendelismo Sociología

Técnicas Electr.

Judiciales S. bicameral

4) De objetivos personales (Bellas Artes y Literatura) 5) De objetivos comunales (Ingeniería) 6) De decisiones concretas (Políaca y Administración) 7) Multivalentes (Etica y Filosofía)

3) De cambio lento: Invariantes del pensamiento y del lenguaje (Categorías del sentido común).

Cuadro 1°: Tipología del conocimiento.

\jdL simple inspección del Cuadro 1° nos revela que existe una gradación entre los diversos tipos de conoci­miento desde la más elevada «disciplina compacta» a las más ordinarias «empresas humanas cognitivas multivalen­tes». Este espectro, sin embargo, no encierra una valora­ción positivista, en la que las empresas humanas no disci­plinables fuesen despectivamente consideradas. Todo lo contrario. Se trata de una clasificación «gnoseológica» no sólo porque pretende ubicar la ciencia con respecto a otros tipos de conocimiento colectivo, sino, sobre todo, porque el criterio «disciplinar» que adopta resulta un «genuino demarcador» de diferencias. Una disciplina compacta, en efecto, es aquella que posee las siguientes características conectadas entre sí: (1) Sus actividades se organizan en tomo a ideales colectivos acotados y admiti­dos; (2) se regulan por pautas profesionales comunes; (3) están controladas por un aparato metodológico que posibi­lita argumentos justificativos y genera procedimientos para la mejora de los conceptos y técnicas utilizadas; (4) se desarrollan dentro de foros profesionales instimcionali-zados; y (5) provocan una continua retroalimentación (freed-back) entre los aparatos (3) y (4) y los ideales (1), provocándose de este modo el cambio y la adaptación intelectual. Las disciplinas posibles son aquellas que care­cen de alguno de los requisitos mencionados, particular­mente del (2) o del (3), mientras las difusas suelen ade­más carecer del requisito (1), como es el caso de las ciencias de la conducta en la actualidad.

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UNEREUD SIN CONTROVERSIA

PILAR PALOP Oviedo

os escritos habituales en torno a la figura de Freud nos tenían acostumbrados a la polémica y a la controversia. Desde los comienzos mismos del Psicoanálisis, tanto la obra como la persona de Freud queda­ron envueltas en interpretaciones extre­

mas y contradictorias: ante el creador de la teoría psico-analítica ha sido muy infrecuente la ecuanimidad. Para algunos, Freud fué una especie de genio del mal, diabóli­co y pervertido. Para otros, en cambio fué un verdadero profeta de nuestro tiempo, un genio valeroso que desen­trañó sagazmente las miserias ocultas de la moralidad convencional. .Pocos han sido los autores capaces de adoptar, frente a ese pensador, una actitud tranquila y ponderada.

El propio Freud, en la «Historia del Movimiento psicoanalítico» observaba con una actitud no exenta de resignación: «Habiendo reconocido hace ya mucho tiem­po como destino inevitable del psicoanálisis el de excitar la contradicción y el disgusto de los hombres, me he de­cidido a considerarme como el único autor responsable de sus caracteres fundamentales» (1).

Pues bien, el rasgo más sobresaliente de la exposi­ción que Goma ha ofrecido de Freud es, precisamente, para bien o para mal, la ecuanimidad, el reposado juicio y la justa ponderación.

Goma no nos presenta a Freud como un adalid de la ciencia, pero tampoco como un embaucador o como un heredero de la magia, la hechicería y el curanderismo; no pone énfasis en subrayar los aspectos revolucionarios o subversivos del psicoanálisis, pero tampoco juzga a Freud al modo de quienes, como Politzer (2), han visto en él la personificación más pura del ideólogo burgués, individualista, subjetivista y reaccionario. Goma está le­jos de escandalizarse, a la manera de Ludwig (3), del llamado «pansexualismo» freudiano, pero tampoco recae en el exceso de convertir a Freud en un redentor de la hipocresía sexual o del puritanismo malsano que impera-

(•) FRANCESC GOMA: Freuii y ¡u obra. Colección Conocer. Editorial DOPESA, Barcelona, 1977.

(DFREUD: Autobiografú. Tr.: L. López-Ballesteros y de Torres. Madrid, Alianza, 1969, p. 105.

(2)Cf. Georges POLITZER: «El fin de la Psicología concreta». En: Escritos psicológicos de Georges Poliizer, vol. 111 (José Bleger ed.). Buenos Aires; ed. Jorge Alvarez, 1966. Cf. pág. 2 3, por ejemplo.

(3) Emil LUDWIG: Freud (Psicoanálisis sexual). Barcelona, Maten, 1961.

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ba en la Viena de su tiempo. Ni siquiera se pronuncia sobre si el psicoanálisis es una filosofía o una antifiloso­fía, si de si es una ética —como ha sostenido Fromm (4)— o si constituye, más bien, una «subversión de valo­res» relacionada, en alguna medida, con la que Nietzsche habría preconizado.

La versión de Goma es llana, pausada, lineal. Su li­bro se inicia con una Cronología concisa y clara que en­marcará, desde el comienzo, el orden general de la expo­sición. Como la vida de Freud y su obra son, en verdad, indisociables, ya que Freud es, por antonomasia, el artí­fice del psicoanálisis y la gestación de la doctrina psi-coanalítica va configurando, asimismo, el itinerario vital de Freud, Goma ha tenido él acierto de tejer una bi­bliografía intelectual que, siendo menos anecdótica, pormenorizada y extensa que la de Jones (5), resulta, sin embargo, más reveladora que aquélla para penetrar en los contenidos de la teoría psicoanalítica.

Como historiador del pensamiento que es. Goma exhibe el hábito de reexponer con pulcra fidelidad, de saber elegir y sintetizar los datos más pertinentes y de penetrar con empatia en el personaje que examina. Co­mo filósofo tiende a interesarse, además, no ya sólo por el primer Freud, por el médico preocupado por los sín­tomas de sus enfermos y empeñado en encontrar vías para la exploración del inconsciente (los sueños, los re­cuerdos, los actos fallidos, el chiste, etc.) sino también y sobre todo por el Freud maduro, cada vez más especula­tivo, reflexionando día a día sobre los problemas de su tiempo y sobre la cultura en sus más insignes manifesta­ciones: el arte, la literatura, la religión, las ideologías, los mitos, los movimientos de masas, la violencia tanática, el antisemitismo o las contradicciones inherentes a la civili­zación.

Dopesa, que ha sacado el libro en su colección «Co-nocei», y uno de cuyos propósitos editoriales expresos es el de promover una divulgación cultural de calidad, encomendándola preferentemente a autores españoles, ha tenido el acierto de poner en manos de Goma, antro­pólogo e historiador de la filosofía, habituado -como ca­tedrát ico- a los menesteres de la enseñanza, esta obra sobre Freud. El valor informativo, la claridad pedagógica y la sobriedad de su prosa hacen de la obra de Goma un libro muy digno y útil. Le falta, eso sí, me parece, una cierta dosis de pasión, siempre necesaria, y un tono algo más cálido y comprometido.

(4)Er¡ch FROMM: Etica y Psicoanálisis. México, F.C.E., 1957 (4" ed.).

(5)Ernest JONES: Vida y obra de Sigmund Freud (e vols.). T r ; Mario Carlisiíy y José Cano. Barcelona, Anagrama, 1970.

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SER «MARXISTA-LENINIST A»,

HOY JM. FERNANDEZ CEPEDAL

Oviedo

a respuesta a la pregunta acerca del signi­ficado del marxismo-leninismo, tanto más interesante cuanto en los propios partidos marxistas («eurocomunistas») se pretende el abandono del calificativo de «leninis­mo», nos obliga siempre a remitirnos a la

relación existente entre el marxismo en el estado actual de su evolución y el sistema clásico del marxismo (Marx, Engels, y el propio Lenin). Pero esta relación general entre el marxismo clásico y el marxismo actual, que con­sideramos como un transformado del primero, puede ser iluminada mediante una segunda relación interna al pro­pio sistema del marxismo clásico. Nos estamos refiriendo a la relación existente entre los ñindadores- del marxismo (Marx, Engels) por im lado, y Lenin por el otro, determi­nando esta relación por un conjunto de cuestiones que nos permiten entender el sistema clásico del marxismo no como un sistema cerrado sino abierto y sujeto a «revi­sión», puesto que esta «revisión» es interna al propio sistema, es decir, está ya presente en la «interpretación» que Lenin hace del propio marxismo.

Nuestra tesis podría ser enunciada, por lo tanto, del siguiente modo: La «revisión» que Lenin hace de algu­nos conceptos del marxismo puede ser considerada como una relación privilegiada (o dicho de otra forma, la deter­minación de la «sección áurea» dentro del marxismo) capaz de proyectar una luz sobre la relación entre el marxismo actual y el sistema clásico del marxismo. Por ello el comentario que realizaremos en las siguientes lí­neas del libro sobre Lenin de Fernández Buey, en el que ocupa un lugar central el cotejo de las tesis de Lenin y Marx, nos puede servir, igualmente, para iluminar la relación general entre el estado actual del marxismo y el sistema clásico (1).

2.— La obra de Fernández Buey, además de ofre­cernos un conjunto de aspectos biográficos e históricos sobre Lenin que amenizan su lectura, creemos que resal­ta, sobre todo, los tres problemas siguientes: a) El desa­rrollo interno de la obra de Lenin (desde Quienes son los amigos del pueblo y El desarrollo del capitalismo en Rusia, hasta E/ estado y la revolución y has tareas inmediatas del

poder soviético, pasando por Dos tácticas de la socialdemocra-cia rusa en la revolución democrática y Materialismo y empi-riocristicismo). Este desarrollo interno de la producción leniniana es contemplado como la transformación de una serie de tesis leninistas a lo largo de su obra, que se pro­duce en fiínción de los propios cambios de la realidad histórica y política, b) Los diferentes puntos de vista de Lenin respecto a determinadas tesis marxistas defendidas mecánicamente por los «niarxistas ortodoxos» o «marxis­tas legales» frente a los cuales Lenin se presentaba como un heterodoxo del marxismo. Heterodoxia leninista que Fernández Buey explica igualmente acudiendo a lo que podríamos denominar aspecto funcional del pensamiento marxista. Remitámosnos, por ejemplo, a la diferencia de opiniones entre el viejo Marx y el joven Lenin acerca de la posibilidad de tránsito al comunismo desde las comu­nidades pre-capitalistas (cuestión ésta donde, por otra parte, Lenin se acerca más al «marxismo legal» y critica las posiciones populistas coincidentes en este caso con las opiniones de Marx a partir de 1880). El viejo Marx se inclinaba a pensar que el libre desarrollo de la comuna rural en Rusia podía representar tal vez .el elemento regenerador de la sociedad rusa y un factor importante de su superioridad futura sobre los países capitalistas occidentales. Lenin, en cambio, mantiene la tesis de que el mantenimiento de las comunidades rurales tradiciona­les constituía una utopía reaccionaria fomentada por los terratenientes. Si es verdadera la tesis de Lenin, entonces se dirá que Marx se equivocó o que Lenin está «revi­sando» a Marx. Pero esta «revisión», si bien es cierta, creemos que no puede ser entendida como un desmenti­do de las tesis marxistas, sino que el material al que se refieren tanto Marx como Lenin es el que ha cambiado: «Se puede adelantar la hipótesis —afirma Fernández Buey— de que, al tratar sobre el progreso técnico en la agricultura y sobre la comuna rural, Marx y Lenin tenían presentes dos realidades distintas, tan alejadas como los observatorios desde los cuales escribían» (2); realidades distintas puesto que la comuna rusa que Lenin tiene ante sí se encuentra ya en un avanzado estado de desintegra­ción, y el medio socioeconómico en el cual se mueve el campesinado es ya el propio de una economía mercantil, c) El carácter polémico presente en toda la producción

( l l I'. l'criuiKlcz Hui-v, OMMÍTI^IUH I ,I, «hrj. DC5I>!;SA, Barccloiui, 19"

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(2) Ibi

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leniniana, según la cual las tesis de Lenin se dibujan siempre en el enfrentamiento de posiciones encontradas, como, por ejemplo, la polémica.y la crítica desarrollada frente a los «marxistas legales» por un lado y a los soció­logos «populistas» por el otro, en Quiénes son los Amigos del Pueblo, y en tantos otros escritores posteriores. Carác­ter polémico que no sólo se refleja en su obra sino que moldea su propio modo de vida, singularmente reflejado por Fernández Buey, cuando afirma que «la propia Krupskaia, al tratar de resumir cómo era Lenin entonces, lo recuerda en el II Congreso del POSDR (julio-agosto de 1903), célebre por las agrias polémicas que en él se sucedieron, replicando a una camarada que se quejaba de la atmósfera deprimente y del tono sectario de las discu­siones: ¡Esto es lo que a mi me gusta! ¡Esto es la vida!» (3). Ahora bien, el tono polémico, por todos admitido, de la obra de Lenin, ¿es tan sólo un rasgo «externo» de su producción como afirma Fernández Buey? (4). O, ¿se­ría posible pensar la polémica no sólo como el revesti­miento externo del pensamiento de Lenin (en cuyo caso tendría un significado puramente estético y literario), sino como algo que podría estar relacionado internamen­te con la dialéctica marxista?. La cuestión podría ser pre­sentada de la siguiente manera: ¿Es posible representarse el pensamiento dialéctico de una forma que no incluya de alguna manera la polémica? A título de hipótesis (que no podemos confirmar aquí) me atrevería a sugerir que la forma polémica de la obra de Lenin (al igual que la de Marx) no es meramente un rasgo externo de su pensa­miento, como pudiera serlo otro cualquiera, sino que podría ser considerado como el ejercicio de la propia dialéctica, como la dialéctica ejercitada.

3.— Aparte de la cuestión acerca del carácter polé­mico de la obra de Lenin, las dos primeras, relativas a la transformación interna del pensamiento de Lenin y al cotejo de las tesis de éste y las de Marx, nos dan las cla­ves para una interpretación del marxismo según lo que podríamos denominar «método crítico-filosófico» frente al «método histórico-filológico». Creemos que Fernández Buey estaría realizando de alguna manera en su exposición el primer método, aunque sus claves no se expongan de un modo explícito, lo que no impide que nosotros podamos sacarlas a la luz sin por ello extorsio­nar el pensamiento de Fernández Buey. Estas claves po­demos agruparlas en las dos proposiciones siguientes:

a) El grupo de Ideas que configuran el sistema del marxismo clásico estarían siempre dadas en función de un material o marco material definido por la fase histórica correspondiente al desarrollo del capitalismo del siglo XIX.

b) Este marco material del cual es función el sistema del marxismo clásico, no es un material quieto y fijo, sino cambiari_te. Por ello podríamos decir que se produce un desfase, un, decalaje entre las Ideas que moldean una realidad dada y él nuevo marco material que considera­mos como un transformado de esa realidad. Por ello la necesidad de nuevas Ideas, que provienen necesariamen­te de las anteriores, y que pueden considerarse de su misma estirpe. Las diferencias de Lenin con respecto a

(.í)ibi<j. p. iy. (•ídbid. p. 1-i.

determinadas tesis marxistas, así como la propia transfor­mación de su pensamiento en el curso de su producción, quedan de este modo explicadas a partir de estas dos proposiciones.

Pero lo esencial de estas proposiciones es que no son un método externo que nosotros aplicamos desde fuera para tratar de explicar los cambios históricos pro­ducidos (tanto básicos como superestructurales), porque en este caso estaríamos haciendo puro sociologismo. Lo esencial de estas dos proposiciones es que ellas mismas se pueden considerar como la concreción del espíritu del marxismo, de una de las tesis fundamentales del marxis­mo que podemos enunciar bajo la forma acuñada ya por los clásicos: «No es la conciencia de los hombres que determina su ser, sino su ser social el que determi­na su conciencia». Con esta formulación el marxismo lleva implícita la tesis del ajuste de sus contenidos idea­les a los nuevos marcos materiales, lleva implícita la fórmula de propia «revisión».

En este orden de cosas es posible trazar a grandes rasgos el propio desarrollo del marxismo. Lenin con su heterodoxia, con su «revisión» de Marx, es más ortodo­xo y menos revisionista que el conjunto de los denomi­nados «marxistas legales» contra los que polemiza. Se podría decir que el «marxismo legal» dentro del ámbito del marxismo clásico significa, en cierto modo, la negación del espíritu del marxismo, significa la fijación y la sustan-tivación de los contenidos del marxismo. Aprovechando la distinción, ya enunciada, entre método filosófico y método filológico, se podría decir que el «marxismo le­gal» significaría la interpretación del marxismo según los procedimientos del método filológico, la interpretación de la «letra» del marxismo; es decir, convertir en artícu­lo de fe, en dogma, cualquiera o algunas de las tesis marxistas, olvidándose del espíritu del marxismo, de la propia revisión de sus Ideas en virtud de la tesis general que nos informa de que el pensamiento es función de la realidad. Con ello no se quiere insinuar que el «marxis­mo legal» se haya olvidado de la tesis de la «determina­ción social de la conciencia», pero al no aplicarla al propio marxismo, la han sustantificado también, y la han dado un sentido puramente metodológico aplicable al análisis sociológico. De donde la continua propensión del mar­xismo hacia el sociologismo, e incluso hacia la Sociología del conocimiento.

Al comienzo de este comentario afirmábamos que la relación entre los fundadores del marxismo y Lenin po­dría ser considerada como la «sección áurea» del marxis­mo, que podría iluminar el tipo de relación que existe entre el marxismo actual y el marxismo clásico (Marx, Engels y Lenin). Se podría afirmar que en torno al mar­xismo clásico (al marxismo-leninismo) se ha producido un nuevo «marxismo legal*, que reproduce en su estructura lógica la misma relación que el «marxismo ortodoxo» frente a los clásicos del marxismo: la sistematización del marxismo-leninismo en un conjunto de reglas fijas, en una especie de catecismo cuyos contenidos son siempre aplicables en todo tiempo y lugar (incluso la exportación de revoluciones). Nos estamos refiriendo sobre todo al Diamat, que significaría de este modo una nueva fijación

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de los contenidos ideales del marxismo-leninismo. Frente a las secuelas del nuevo «marxismo legal», las nuevas formas del marxismo actual —principalmente el eucoromu-nismo— pueden desempeñar el mismo papel que el leni­nismo desempeñó frente al «marxismo legal» y la II In­ternacional. El eurocomunismo (dentro de su «revisionis­mo») puede ser considerado malgré lui como una nueva forma de leninismo. Pero si esto es así, ¿por qué ese empeño en prescindir del calificativo de «leninista», cuando se está ejercitando su propio espíritu? ¿No se debería, al contrario, asumir el término en toda su exten­sión? No nos atrevemos a negar que existan razones para ello, razones ligadas tal vez a las connotaciones dislogísti-cas del término; pero de todos modos es necesario sacar los problemas a la luz antes de lanzar excomuniones.

Pero nuestra crítica no sólo es aplicable a las sustan-tivaciones que del marxismo realizan tanto el «marxismo legal» como el Diamat, sino también a posiciones críticas con respecto a éstos, pero que se pueden reducir a ellos en última instancia. Y se pueden reducir a ellos porque participan del mismo método filológico de interpreta­

ción. Se acudirá en este sentido al análisis de nuevos tex­tos que se pueden oponer a otros textos, y nos permitan buscar siempre nuevas facetas, o a desvelar antiguos arcanos del marxismo, ocultos hasta el momento. O se acudirá a las lecturas y relecturas del marxismo, cuyo sig­nificado (si tienen alguno) lo equipararíamos a la diaria lectura y relectura que hace el sacerdote de su Breviario, cuyo carácter reconfortante no negamos a escala subjeti­va, pero que no puede ser considerado seriamennte cuando desbordamos esta escala. Las secuelas de la pedantería filológica académica (pedante no por su aca­demicismo sino por su filologismo) son las que nos lle­van a estas fijaciones de los contenidos del marxismo, siempre prestas a rasgarse las vestiduras ante cualquier innovación. El libro de Fernández Buey, que hemos tra­tado de reseñar, se aleja, en cambio, de esta pedantería filológica, y nos presenta el leninismo desde una pers­pectiva que podríamos denominar filosófica mundana y divulgadora, cuyo transfondo filosófico académico nos he­mos encargado de sacar a la luz a lo largo de este comentario.

SOBRE EL PODER (En tomo a un libro de Eugenio Trias)

GlJSrCAVO BUENO MARTÍNEZ Oviedo

as meditaciones sobre el Poder tienen un carácter moral o ético —son «filosofía moral», y en esto estamos casi todos de acuerdo. Toda reflexión sobre el Poder (aunque, en sus comienzos, no sea estric­tamente filosófica, sino científica, catego-

rial) alcanza inmediatamente resonancias morales, por tanto: induce a una meditación filosófica. «El Poder (El Estado) es el Padre»— dice una fórmula muy extendida que intenta penetrar categorialmente (puesto que «Pa­dre» es un concepto categorial; histórico, sociológico etc.) en la esencia del Poder. Pero la penetración en esta esencia «categorial», induce, aunque no lo quiera, múlti­ples «líneas de fuerza» constitutivas de un campo moral, a la manera como la corriente que pasa por un conductor induce un campo magnético cuyas líneas de fuerza en­vuelven al cable. Para muchos psicoanalistas, decir «El Poder es el Padre» es tanto como condenarlo, sugerir la iniciación de la tarea edípica de la «muerte del Padre». Y, sin embargo, curiosamente, esta fórmula «revolucio­naria», tan grata a muchos «freudomarxistas», es también la fórmula de los monarcómanos más reaccionarios (Fil-mer, por ejemplo, en su Paíriarcha): El Poder es el

Padre, y procede de nuestro primer Padre Adán, que lo recibió de Dios Padre y lo transmitió por herencia a las diversas dinastías legítimas que reinan en la tierra. Ocu­rre simplemente que el intento de comprender al Poder (al Rey, al Estado) es decir, a las categorías políticas, a partir de las categorías familiares, es tratar de entender el Poder político en los términos morales que envuelven necesariamente estas categorías. (Si se dice: «El Poder es la Madre» —no cambia la situación; ni tampoco cambia­ría si se dijera —acaso con mayor fundamento etnológi­co— que el Poder, el Estado, es «el Hermano mayor de la Madre» — , es decir, si se dijera que «el Poder es el T Í O » ) .

Trias comienza su libro desde más atrás: No pone los fundamentos del Poder en las especies del «Padre», la «Madre» o el «Hermano mayor de la madre» sino en un suelo más genérico, aquel género que se cita en la frase de Espinosa: Nada sabemos acerca de lo que puede un cuer­po. Y comenta esta sentencia diciendo: «Nada sabemos, o muy poco, respecto de nuestro poder». Sin embargo, y a pesar de la generidad de esta afirmación, me parece que ella no es enteramente cierta. Sabemos bastantes co­sas acerca de los cuerpos, en cuanto fundamentos del Po­der, y estas cosas que sabemos, aunque reclamen por sí mismas muchas veces un significado estrictamente cate-

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gorial (científico, etológico, por ejemplo) tiene inmedia­tas resonancias morales. Una investigación estadístico-etológica reciente (que podría servir de comentario a la sentencia de Espinosa) arroja los siguientes resultados: Los obispos tienen (en promedio) una talla (referida al cuerpo) mayor que los párrocos; los Rectores de Univer­sidad suelen ser también más altos que los Decanos de Facultad; los Generales, sobrepasan en estatura a los Coroneles que no llegan al generalato, así como los Jefes de Gobierno son más altos, en promedio, que sus minis-tos (Las excepciones —Napoleón, Lenin— son casos que requieren, como es habitual, una explicación particular). Ahora bien, a los Obispos, Rectores, Generales y Jefes de Estado se les atribuye generalmente más poder que a los Párrocos, Decanos, Coroneles o Ministros, respecti­vamente. Concedamos que estos resultados se tienen como mera constatación de un hecho (etológico, psicoló­gico): es evidente que, no por ello, son neutros en cuanto a su significado moral, aunque no sea más que porque ellos parecen conculcar una cierta norma moral que (su­pondríamos) preside nuestras sociedades democráticas, a saber: Que las funciones de Obispo, Rector etc., depen­den del mérito (conse:cutivo a la posesión de ciertas cua­lidades intelectuales y morales y, suponemos también, ligadas a la libertad, y no a la naturaleza, para hablar en lenguaje kantiano.), no de la talla. Sin embargo, estos resultados nos sugieren que al rnenos determinadas cualidades morales (ligadas a una situación de Poder, están sujetas a una condición física (al cuerpo, a su ta­lla) pese a que pocos estarían dispuestos a reconocer se­mejante subordinación, caso por caso. Pero aquello que el plano de cada individuo (la autoridad) aparece dima­nando de determinadas cualidades -morales (estimadas en la eventual elección democrática) en el plano estadís­tico (de la «clase») se nos revela subordinado a propie­dades corporales «groseras», que tienen que ver con la fuerza física: la libre elección democrática resulta estar sometida al prestigio del poder físico más elemental. Y estenos pone inmediatamente delante de las cuestiones más típicas de la filosofía moral.

¿Y qué podemos entender por «filosofía moral», qué podemos entender por «meditaciones sobre el po­der» en sentido filosófico-moral?. Seguramente dos gé­neros de argumentación muy diferentes, aunque aparez­can tenazmente confundidos en el nombre común de «Filosofía» o de «meditación filosófica» sobre el Poder.

Ante todo, un tipo de meditación sobre el Poder que comienza por la consideración del Poder en general (por la consideración de los elementos más abstractos y genéricos de la Idea de Poder, supuesto que lo más ge­nérico sea también lo más originario) y que sólo después de creer estar en condiciones de pasar a considerar las diferentes especies del Poder (y, en particular, las espe­cies que nosotros propondríamos; como las especies «originarias», los «parámetros» del Poder, sus «primeros analogados» a saber, las especies del «Poder político»). Este tipo de meditación sobre el Poder, propenderá a autoconcebirse como neutral respecto a las diferentes es­pecies del Poder, y reclamará un signo puramente onto-lógico (Al no «comprometerse» con ninguna de las de­terminaciones del Poder, permanecerá, intencionalmente al menos, al margen de toda formalidad moral —y su condición de «filosofía moral» le afectará sólo por

parte de la «materia»). De este modo, la meditación fi­losófica sobre el poder, comporta, de hecho (incluso co­mo condición) el «enfriamiento» de todo interés parti­cular por el poder político (que nosotros consideramos como el «primer analogado», al menos ordo cognoscendi, de la Idea de Poder).

En cualquier caso, este «enfriamiento» del interés por la meditación sobre el Poder político no es solo el resultado al que se llegue a partir de una determinada actitud filosófica. Tiene también una fuente antifilosófica, que mana, no ya del desinterés por el Poder político sino simplemente del desinterés por la meditación filosó­fica, un desinterés que se presenta a veces como la con-trafígura del interés por el poder político mismo, por su ejercicio. La primera situación se configura en el momen­to en el cual el regressus hacia la Idea del Poder se aleja de tal modo de aquello que consideramos su «paráme­tro» (su «primer analogado», el Poder político) que, en el límite, solo puede volver (en el progressus) a él en cuanto que es la ne^ción del Poder, en cuanto este «pa­rámetro» sea reducible a la condición de categoría ajena de todo punto a la moral (un poco en la línea de la pri­mera parte de El Político de Platón —una parte que po­dríamos hoy denominar «etológica»— cuando el arte po­lítico se nos clasifica en el mismo género al que pertene­ce el arte de los boyeros, se incluye dentro del arte de los «conductores de rebaños», distinguiendo cuidadosa­mente entre los «rebaños con cuernos» y los «rebaños sin cuernos»). La segunda situación aparece siempre que se pretenda la sustitución de la meditación sobre el poder por el activismo político: esta pretensión parte de la estimación de que toda meditación sobre el Poder (y muy particularmente, sobre el poder político) es un pasa­tiempo indigno de cualquier persona madura (política­mente madura); un pasatiempo infantil, que está fuera de lugar para toda persona adulta que, simplemente, se ejercita en la práctica (en la praxis) de la dominación. Caliclés, en el Georgias platónico, podría servirnos de pa­radigma; pero también Nietzsche hubo de recorrer (in­tencionalmente, al menos) el mismo camino. («La natura­leza interna del ser es Voluntad de Poder; goce es todo aumento de poder, y desplacer de todo sentimiento de no poder hacerse el amo» dice en su Voluntad de domi­nio, 693).

Estas situaciones coinciden al merios en este punto: en el desinterés por la meditación filosófica centrada especialmente en torno al Poder político. Por ello es preciso no confundir estas situaciones con las que ocu­pan aquellos que, sin perjuicio de ver en el poder políti­co poco menos que el mal, creen necesario alimentar la constante meditación sobre el poder político, orientán­dola al conocimiento de sus leyes, a fin de ayudar a su definitiva demolición.

B) Pero también, un tipo de meditación sobre el Poder que comienza precisamente con el reconocimien­to de la multiplicidad de las especies del Poder y de su mutuo conflicto; por tanto, con el reconocimiento de alguna de estas especies como «primer analogado» de la Idea de Poder. Este tipo de meditación no se autocon-cebirá, de entrada, como neutral ante las diferentes es­pecies del Poder y el reconocimiento de esta imposibili­dad de neutralidad, tendrá un significado crítico. La me-

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ditación filosófica arranca ahora de la conciencia de la necesidad de tomar partido entre alguna de las especies del Poder (pongamos por caso: de tomar partido entre el poder del Papa y el poder del Emperador — Mkrsilio de Pádua, Guillermo de Occam—). La meditación sobre el poder se reconoce ahora como una meditación prácti­ca, moral {includens prudentia), y es a partir de aquí {el deber ser) a partir de donde- cree preciso regresar a la Ontología {al ser). Porque tanto si ponemos las diversas especies conflictivas del poder en las relaciones entre individuos, como si la ponemos entre las instituciones, o entre las élites, o entre las clases sociales en lucha (o acaso también entre los Estados) es evidente que si los conflictos se mantienen de un modo regular (sociológica o incluso jurídicamente, con el consensus de las partes) — y en otro caso no cabría hablar de Poder— ello será debido a la estructura real en que se asientan: una realidad que nos remite a su Ontología. Y Ontología será no sólo la tesis que suponga una tendencia al incremento positivo del Poder (en la adición de las can­tidades de las distintas especies de Poder) de una sociedad dada, como la tesis que suponga una tendencia a la baja, o como la tesis conocida que supone que la adición de las cantidades de poder de diversa especie correspondientes a un sistema social dado arroja una suma cero.

Estaríamos acaso en resolución ante dos tipos de fi­losofía irreductibles. A la del primer tipo, la llamaríamos metafísica (ontológico-metafísica); a la del segundo, le lla­maríamos dialéctica. Por supuesto, cada una de ellas ten­drá que cumplir el trámite de reducir a la otra, destru­yéndola (la filosofía dialéctica, pretenderá que también la metafísica es una filosofía «partidista», sólo que «mala», «inmoral»). La distinción entre ambos tipos de Filosoñ'a no puede trazarse con la misma línea divisoria que separa una «filosofía especulativa» de una «filosofi'a práctica»: en ambos casos, se trata sin duda de «filosofía práctica». Más bien habría que decir, por ejemplo, que la filosofía metafísica es una «falsa filosofía» (una parodia de Filosofía) mientras que la filosofía dialéctica es «ver­dadera filosofía» (aunque no por ello pueda siempre esti­marse como «filosofía verdadera»)..

Desde luego, por nuestra parte, nos apresuramos a clasificar al libro de Trias sobre el Poder como «filosofía metafísica», como una falsa filosofía, como una parodia de la filosofía del poder. La crudeza de nuestro «diag­nóstico» tiene por objetivo, primero el ahorrarle tiempo al lector de esta nota, —al lector interesado en conocer la opinión del crítico. (Nó tiene por objeto formular un diagnóstico que se presente como indiscutible o como inmediatamente evidente). A este lector quiere el crítico decirle que, conservando intacto su afecto por Trias, es­pera que pueda remontar su vuelo en ulteriores obras.

La filosofía dialéctica del poder, en cuanto crítica de la metafísica (crítica de su indeterminación) es una filoso-

(x) Pero aquello que para la «filosofía metafísica» puede ser interpretado como una «fijación» injustificada (la «fijación» en el Poder político, como primer anaiogado de la Idea del Poder), indicio de un desfallecimiento de la capacidad de abstracción es para ía filosofía «dialéctica» el resultado de una actividad ella misma crítica: la critica a ía pseudo abstracción, a la abstracci(>n vacua y escolástica que, elevándose a conceptos indeterminados o «blandos» («el Poder»), prescinde de una determinación (la política) al margen de la cual la Idea de Poder se desvanece y se rompe (como se desvanece y se rompe el concepto de ciríuíu cuando se abstrae uno solo de entre los infinitos puntos que contiene, a saber, el centro).

fía de orientación esencialmente histórica. (La indetermi­nación de la Filosofía metafísica se manifiesta principal­mente en su ahistoricismo, en su intemporalidad). Una meditación dialéctica, crítica, sobre el Poder sólo puede llevarse adelante sabiendo, desde el principio, que las opciones (el sistema de las opciones o alternativas teóri­cas) que cabe asumir ante el Poder no podrían por me­nos de haber sido ya esbozadas en el origen de la misma meditación filosófica sobre el poder, a saber: en Grecia. Por tanto, toda meditación filosófica, y crítica, sobre el poder, ha de comenzar metódicamente por regresar a las meditaciones de los filósofos griegos. Esta conclusión es, por tanto, crítica: crítica de la ingenuidad de quien cree posible emprender una meditación sobre el Poder «ele­vando los ojos al Cielo», y dirigiéndose « a la cosa mis­ma», para captar su esencia. Porque no solamente el Poder es una cosa histórica —y no metafísica— sino que también la meditación sobre el Poder ha de tomar (para ser dialéctica) la forma de una meditación histórico-filo-sófica. N o es cuestión de querer mantener una medita­ción al margen de los clásicos; es cuestión de poder man­tenerse de hecho al margen. Porque en las polémicas de los sofistas, y en las sistematizaciones de Platón y de Aristóteles, de Epicuro o de Panecio, es donde se encuentran ya cristalizados los planteamientos filosóficos que la Idea del Poder imphca. Es aquí en donde la Idea del Poder ha alcanzado su perspectiva filosófica, median­te la formulación de las líneas de su symploké con las Ideas del Bien y de la Felicidad. Desde entonces será ya imposible una meditación filosófica crítica sobre el Poder que se mantenga separada de la Idea del Bien (y del Bien Supremo, de la Idea de lo Mejor) y de la Idea de la Felicidad —de parecida manera a como, una vez organi­zada la Geometría griega, será ya imposible una «medita­ción matemática» sobre los Poliedros regulares que se mantengan al margen de los conceptos de cara, vértice y arista. Frente a aquellos hombres superficiales que inten­tan entender el nexo entre el Poder y la Felicidad al jnargen de la Idea del Bien es decir, frente a aquellos que creen posible reducir la Idea del Poder a términos categoriales, autónomos -Sócrates demuestra que no hay verdadero Poder a espaldas del Bien, ni tampoco hay verdadera Felicidad. Arquelao, hijo de Perdicas, Rey de Macedonia —o el Gran Rey— no pueden ser felices (dice Sócrates a Polos) aunque detenten el poder tiráni­co. Cálleles (digamos también: Nietzsche) se mueve en la superficie: «Te declaro que estas tres palabras: Fuerte, Poderoso, Mejor expresan la misma Idea». Pero entonces — replica Sócrates—las leyes de la mayoría (las «leyes del rebaño») serán las mejores, porque son las más fuertes. «¿Cómo puedes imaginarte —responde Cálleles- que voy a considerar como leyes los acuerdos tomados por un rebaño de esclavos o por gentes de toda laya cuyo único mérito es acaso la fuerza física?». Pero con esta pregunta Cálleles, el aristócrata, ha firmado para su doc­trina la sentencia de muerte —porque ha reconocido que (con el advenimiento de la democracia) la fuerza ha deja­do de ser patrimonio de la aristocracia. Y con ello, el aristócrata (viene a decir Sócrates) tendrá que reconocer que el verdadero Poder no consiste en la aplicación de una fuerza arbitraria y caprichosa sino en el sometimien­to de esta fuerza a una norma, a una legalidad, a un Bien, que está por encima de la propia aristocracia. Es necesa­rio, por tanto, regresar a la consideración del Bien —y

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no sólo a la buena forma de una estructura suma cero, sino al Bien Supremo, a la Ontología; porque de otra suerte, la meditaciónn sobre el poder se degrada, trans­formándose en mera casuística psicológica, cuya expresión es el discurso lírico de Nietzsche, el impotente — . Pero no sólo el Poder está entretejido con el Bien; también está entretejido con la Felicidad (cuando éste no se redu­ce a un mero concepto psicológico, a la vivencia placen­tera que pueda serle atribuida a un buey —ya sea el buey coiriedor de guisantes, del que habla Heráclito, ya sea un buey Apis, del cual habla Aristóteles). Porque la felici­dad no sólo alcanza su significado filosófico por el inter­medio de la Idea del Bien —y, por tanto, por la media­ción de la Idea de Poder, en tanto va entretejida con la Idea del Bien. «Cuando el alma se imagina su impoten­cia se entristece»— nos dice Espinosa en la proposición LV del libro III. No es posible la Felicidad al margen del Poder. Hay una «conexión de esencias», una symploké, que Espinosa reconstruye de nuevo dentro del marco trazado por los filósofos griegos. El Poder es poder en cuanto es Bueno; la felicidad también incluye el Bien (cuando es un concepto moral); y por ello la Felicidad incluye el Poder, la libertad, por que la impotencia es mala: por ello el esclavo no puede ser feliz, porque no tiene poder, ni es, por tanto, bueno que haya esclavos. ¿Hay que desembocar entonces en el Poder político (o al menos, en alguna de sus numerosas especies) como el lugar en el cual toma cuerpo el verdadero poder por tanto, como el lugar en el cual el poder se hace media­dor entre el Bien y la Felicidad?. Tai fué la enseñanza (dentro del círculo peripatético) de Dicearco de Mesina, en contra de Teofrasto (Cicerón, Ep. ad Att., II, 16). Aristóteles había formulado ya las razones principales de Dicearco: «Habrá quien sostiene que el supremo poder (político) es lo más apetecible de todo, porque aquellos que los disfrutan están capacitados para efectuar el mayor número de actos nobles» (Política VII, 3). Sin embargo Aristóteles duda de que la verdadera vida sea la vida activa y política —pero esta duda se apoya en la evi­dencia en otro poder que se considera superior, en la autarquía de la cual el Acto Puro constituye verdadero paradigma. Desde luego, el poder político tiránico y arbi­trario, no proporciona la felicidad: Esta ilusión es un efecto producido en aquellos pueblos que pueden satis­facer sus ambiciones de conquista (como ios Escitas, los •Persas, los Tracios, los Celtas- y Aristóteles cita tam­bién, en este contexto, a los Iberos). Platón, en su famo­sa digresión del Teeteto (173 E) había trazado la imagen del sabio feliz, cuando «dirigiendo su vista a la naturale­za de todos los seres del Universo», no se rebaja ante ningún objeto de los que le rodean y ni siquiera conoce el camino hacia la plaza pública (hacia la «política»). Es el retrato más puro del «filósofo gnóstico», el diseño de la forrna de vida /í'orí/zV-íZJqueEIeráclides Póntico (a partir de la doctrina de las tres almas de Platón, de la doctrina de las tres clases sociales) proyectará retrospectivamente sobre los pitagóricos, oponiendo la forma de vida de estos a otras dos formas de vida posibles, a saber: el bios apolaustikós (la vida privada de quien disfruta de pla­ceres y beneficios) y el bios politikós (la vida públi­ca). En cierto modo podría decirse que toda esta doctri­na sobre las formas de vida (y en particular, sobre el bios theoretikós) no es otra cosa sino el intento de demostrar que el Bien y la Felicidad no giran únicamente en torno al Poder político. Pero giran, eso sí, en torno a otras for­

mas de Poder, el poder de la Voluntad erótica (el «poder engendrar en la Belleza», el Amor) o el poder del Entendimiento. Son dos direcciones que pueden, en líneas generales, identificarse con la tradición platónica (que se continúa en el cristianismo: Deus charitas est) y con la tradición aristotélica (Dios es Noesis noeseos) res­pectivamente. Tanto la primera tradición como la segun­da, se determinan por referencia al poder político y tra­bajan en el sentido (práctico) de retirarle el monopolio del Bien, aun reconociéndole, a veces, su necesidad dialécti­ca. Solo los epicúreos, por un lado (en una versión sui generis del bios apolaustikós, que se renueva con fuerza en nuestros días en el comunalismo y en el ecologismo) y los neoplatónicos, por otro (el del bios theoretikós) reali­zan la critica absoluta del Poder político siguiendo un camino que consideramos metafísico: ignorándolo, decla­rándolo incluso aliado del mal y de la impotencia («Se quejan de la pobreza y de la desigual distribución de las riquezas entre los hombres. Ignoran que el varón sabio no desea la igualdad en estas cosas, que no cree que el rico lleve ventaja al pobre, ni el príncipe al subdito», dice Plotino, II, 9, IX). Platón, como Aristóteles, en cambio, no ignoran nunca la conexión dialéctica entre el Bien, la Felicidd y el Poder —y el Poder político. Esto está bien claro en el Platón de La República y en el Pla­tón de has Leyes. Pero también en Aristóteles— incluso en el Aristóteles que en la Etica nicomaquea (1778 b7-23) ha enseñado que «la felicidad no es otra cosa sino una contemplación». Porque si Aristóteles ha llega­do a semejante conclusión no ha sido en nombre de una defensa del bios theoretikós frente al bios politikós y al bios praktikós. La vida teorética (nos dice Aristóteles) es tam­bién vida práctica y la vida más práctica concebible, la vida que es acción pura. Acto Puro, es la vida de Dios que, por ello, consiste en puro «pensar». Solo la vida de Dios es verdaderamente potente, feliz y buena porque se nutre de sí misma y no depende de ninguna circunstan­cia externa, porque realiza la autarquía. Si pues Aristóte­les declara a Dios paradigma de la Vida suprema, no será en virtud de un «mecanismo de proyección» de sus pro­pias preferencias piscológicas sino en virtud de un «argu­mento ontológico». Así como, en Descartes, la feracidad del cogito sólo a través del Dios omnipotente alcanza un valor modal de necesidad (que se nutre, circularmente, de aquella veracidad), así la suprema bondad de la lida teorética (que sigue siendo vida práctica) de Aristóteles solo se justifica a través del Acto Puro, paradigma del Poder supremo, de la autarquía absoluta. Y, por ello mismo, Aristóteles concluye declarando que la vida divi­na (el bios theoretikós puro) no es algo a lo cual los hom­bres (que no son dioses) puedan aspirar. Se diría que

Aristóteles ha puesto el dedo en la dialéctica misma de las tres formas de vida clásicas, en el conflicto entre las diferentes formas del Poder. El político no es -dice Aristóteles— el único varón libre, pero tampoco toda «dominación» es una forma de tiranía. Acaso pudiera afirmarse que Aristóteles —como antes Sócrates y Platón como después Espinosa o Hegel— mantiene el punto de vista de la «filosofía perenne» del Poder, a saber, el pun­to de vista de la «política filosófica».

I I

¿Y que es lo que hace Trias en sus Meditaciones sobre el Poder?. Ante todo, una crítica al Poder político, un

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movimiento orientado (se diría) a colaborar en la desin-toxicacion del politicismo absorbente en el cual los es­pañoles estamos sumergidos desde los últimos tiempos del franquismo. El Poder político no es el valor supre­mo, no es la sede de la verdadera libertad. Sin embargo, la libertad implica el Poder. Por ello Trias comienza disociando ad hoc la Voluntad de "Poder de la Voluntad de dominio, considerando al Poder político, no como un caso particular del Poder (que se ejerce en el dominio) sino como su caso límite, el límite inferior, aquel en el cual el Foder se convierte en Impotencia.

Cabría decir que la disociación —mejor: el «trámite de disociación» que, por lo que hemos dicho, cubre toda meditación filosófica sobre el Poder— entre el Poder y el Poder político, es llevado por Trias en una dirección paralela a la de los epicúreos o a la de los neoplatóni-cos. Se trataría de demostrar que los políticos no son los sujetos que, por derecho, detentan el Poder. Para ello, nada mejor que comenzar contemplando ese círculo de los «sujetos políticos» (¿acaso la «clase política», en el sentido de Michels?) como un círculo de radio reducidí­simo, en comparación con todos los sujetos capaces de detentar el verdadero Poder; nada mejor que comenzar ampliando el radio del círculo atribuyéndole incluso un radio infinito. Así, dirá Trias, todos los sujetos pensa-bles, todos los sujetos reales (en cuanto tienen esa esen­cia) son sujetos de Poder. Y esto, en virtud de una defi­nición: «El Poder procede de la Esencia». La Idea de Poder trata así de ser vinculada a la Idea aristotélica de Potencia activa; el Poder es el mismo proceso de. cada ser (en rigor: de cada monada) en él cual se actualiza su propia potencia, el proceso en el cual cada ente realiza su esencia, alcanza su propia identidad, llega a ser «lo que era» (en su esencia). «Sé quien eres»». Este es el lema de Píndaro al que Trias se acoge como a fórmula que expresa la naturaleza misma del Poder.

Trias se convierte, de este modo, en un verdadero escolástico. «Todo ser es perfecto» -d ice Trias, con asombroso aplomo metafísico («Todo ser es infecto» es decir, inacabado, dirá un pensamiento que niega la inmo­vilidad de las cosas reales, un pensamiento dialéctico).

¿Y qué es la esencial No es meramente un género abstracto. Comporta su realización individual, aquello que, en la esfera de la Persona, llamamos «estilo». Las esencias, son así múltiples, casi infinitas. Trias contempla esta infinitud virtual de «esencias potentes» con ojos armonistas, monadológicos. Cada esencia realmente po­tente verá a las demás esencias como realidades que son amables, puesto que son buenas: De aquí que el Amor sea, para Trias, la verdadera expresión del Poder, porque solo una esencia potente puede contemplar a la Potencia de las otras esencias sin recelo, solo ella puede desear que las otras esencias cumplan su propio destino: El Amor es así la relación de cada esencia con las otras esencias personales; el Arte es la relación de cada esen­cia consigo misma, con su mundo. Por ello dice que la individualidad de una esencia es su estilo.

Pero la presencia del ser ante sí mismo es la Angus­tia (según los resultados de la analítica fenomenología de Heidegger). Ahora bien: la Angustia ya no podrá consi­derarse como algo que nos pone en presencia de la

Nada. La angustia nos revela nuestra esencia y la esencia es poder. Trias concluye: Luego la angustia es la reacción ante nuestro propio poder (Fromm acaso diría: es el miedo a la libertad).

III

Las construcciones de Trias quizá no sean para mu­chos otra cosa que un pretexto para que se deje oir una antigua exhortación moral: la «condención» del poder político, del poder temporal, la misma condenación secu­lar que unas veces se formula con palabras epicúreas, otras veces con palabras cristianas —las palabras que oponen la Caridad (el Amor) a la Justicia, la Sociedad (en particular: La Iglesia) al Estado.

Nosotros no tenemos por qué tomar aquí posición ante el contenido de estas exhortaciones. Lo que nos in­teresa en cambio es esta otra cuestión: ¿Por qué apoya Trias sus exhortaciones morales en una ontología meta­física de una ingenuidad crítica tan sobresaliente y, en resumidas cuentas, tan acrítica?.

Metafísica: Porque, sin arriesgarse en ningún tipo de «argumento ontológico», regresa a unos axiomas sustan-ciaíistas —las esencias, dotadas de potencia interna, que buscan su identidad— que se ponen en línea con la más arcaica tradición escolástica (en especial, el «estilo» de Trias recuerda muy cerca al «estilo» de Zubiri). «Se quien eres» es una máxima vacía porque siempre serás lo que has sido (Es como cuando un cristiano dice de un acontecimiento, pongamos la conversión de Constantino, que es «providencial»: también sería providencial el acontecimiento opuesto, si se hubiera producido, y por ello, semejante calificación carece de vigor constructivo y solo puede servir para encubrir construcciones que tra­bajan en otro plano).

Ingenua, porque los axiomas y desarrollos están pre­sentados in recto, como si fueran evidentes por sí mis­mos, como si fuera posible mantenerse al margen de los conflictos que tales axiomas o construcciones instauran con terceros axiomas o construcciones o entre sí mismos. Por ejemplo, cuando habla de la angustia revelante del propio poder, no hace sino construir unas relaciones enteramente gratuitas (por lo menos hasta que no se «prueben» de algún modo) —aparte de ser muy poco espinosistas (la angustia es una tristeza, y la tristeza brota de la impotencia)— que acaso se agotan en su pura for­malidad constructiva, pura parodia de la construcción «ordo geométrico». Por ejemplo, cuando Trias nos dice que es preciso vincular los átomos con las Ideas, como si fuese una tarea nueva, ¿a quién se dirige?. No será a los profesores de Filosofía, que han leído simplemente a Windelband (Y si no se dirige a ellos ¿para qué sugerir como tareas inauditas temas que son ya lugares comunes entre los profesionales?). Y otro tanto habría que decir de las solemnes afirmaciones de Trias en relación con el tema de los Géneros. «Es preciso no pensar en los Gene-ros como Géneros abstractos». Pero otra vez ¿a quién se dirige Trias? ¿Es que sigue predicando in partibus infide-lium, como Ortega algunas veces? Nosotros creemos que este estilo está ya fuera de lugar una vez que existen cientos de profesores que, por obligación profesional, han leído la Lógica de Hegel y tantas otras cosas sobre

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los Géneros abstractos y concretos. No creo que sea acep­table, ni siquiera retóricamente, presentar como nuevas y sorprendentes cuestiones que tienen ya un planteamien­to académico preciso —planteamiento que, sin duda, es desconocido por el gran público. Pero ¿acaso porque el gran público desconozca las leyes de la evolución de las vocales castellanas es legitimo decirle «Ya va siendo hora de suscitar la magna cuestión de las leyes a que está sometida la evolución de las vocales castellanas».

Acrítica, porque no tiene siquiera previstos las res­puestas a las elementales dificultades que los episodios de su construcción van suscitando. A partir de la tesis «Todo ser es bueno», no parece fácil establecer una dis­criminación moral entre el poder del héroe y el poder del asesino: Ambos serán buenos, y cuanto más perfecto sea el crimen, mejor asesino será quien lo perpetró —de­cían los escolásticos. Así también, a partir del principio: «El poder es la realización de la esencia», no se ve como pueda diferenciarse la dominación y el amor, porque (has­ta que Trias no nos lo explique) parece que podría decir­se que el «político» realiza en la dominación su propia esencia de dominador. ¿Acaso habría que suponer que Trias quiere decirnos que el poder político brota del desfallecimiento de la propia potencia, de la impotencia de una esencia que busca compensar su debilidad con la posesión de las esencias ajenas.'* Pero entonces estaría­mos ante un puro círculo vicioso —cuyo centro es el sus-tancialismo de esas esencias individuales— a saber, el cír­culo que se dibuja cuando se presupone que precisamen­te hay un desfallecimiento de la propia esencia en el mo­mento de buscar la dominación («puesto que el poder consiste en buscarse a sí mismo»). A partir de la perfec­ción de la esencia. Trias deduce el Arte: ¿por qué no tam­bién la Gimnasia o el carbonato calcico.' Acaso ocurría sencillamente que Trias estaba pensando en la «perfec­ción artística de las esencias» o en la «perfección de las esencias de naturaleza artística».

Pero acaso (se me dirá) el género literario que cultiva Trias en este su último libro, no es el género exhortati­vo, ni tampoco el género expresivo sino simplemente el género estético-constructivo, en el cual interesa única­mente la forma de la «construcción geométrica», aunque esta construcción sea imaginaria. Si ello fuera así, se comprenderá que esta obra no puede satisfacer más que a aquellos que no están educados en la discipUna de la «construcción geométrica». Un género de «filosofía fic­ción» dirigido a un público filosóficamente inculto pero al cual no se trata de instruir, sino de mantenerlo en su ignorancia, porque solamente ante ella pueden tomar forma aparente las «construcciones imaginarias», porque solamente ante ella puede cobrar el autor la forma iluso­ria de un «demiurgo», de un artesano cuando su realidad es solo la de un poeta.

Por último: la crítica filosófica de Trias al Poder político —al Estado— podría considerarse alineada, de algún modo, con la crítica que los llamados «nuevos fi­lósofos» — y, particularmente, Bernard Henri Levy — dirigen contra el marxismo-leninismo-stalinismo, enten­dido como caso superior del platonismo» y el Archipié­lago Gulag es una continuación «proletario-fascista» de los campos de concentración nazis: en cierto modo, se

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trata de llevar al límite los puntos de vista de Anima/ Farm de Orwell, o los de B. Russell, o los de von Mi­ses, o los de Popper). —Sin embargo, y aunque la direc­ción crítica sea similar, el sentido de la crítica de Trias es opuesto al de Levy; o, si se prefiere, el sentido de la crí­tica al Poder político de Trias es opuesto al de Levy, pero, precisamente por ser su opuesto, se mandene en su mismo género de crítica, en su misma dirección {contra­ria sunt circa idem): Nos arriesgamos a poner, como contenido de este mismo género, a la Idea de Todo (en tanto se empareja con la Nada, y no, por ejemplo, con la Parte, o con un Todo diferente). Esta Idea de Todo sería la perspectiva desde la cual, tanto Trias como Le­vy, proceden al análisis de la Idea del Poder político. Levy vendría a afirmar que el Poder político es todo el Poder —el Poder del Estado totalitario, que no deja ningún hueco para la libertad humana individual, salvo la que pueda corresponder a la lucidez «gnóstica» y desventurada que los «intelectuales» habrán de defender en calidad de testimonio ético. Trias, en cam­bio, con un ánimo más «olímpico» y optimista, menos desventurado, vendría a enseñar que el Poder político es la Nada del Poder, porque es la Im-potencia. Ahora bien: desde nuestro punto de vista materialista, tendre­mos que decir que tanto Trias como Levy se mueven en una formulación metafísica de la dialéctica, a saber, la dialéctica del Todo y la Nada, que cultivó a fondo el «existencialismo» («¿Por qué hay ser y no más bien Na-daT» - s e pregunta también Levy). Una dialécdca no metafísica (que entienda la Idea del Todo como concepto conjugado de la Idea de Parte) opondrá el Poder político a otros poderes, no como se opone el Todo a la Nada (o recíprocamente) sino como se opone el Todo a la Parte (¿Platón.', ¿Hegel.'), o como se opone el Todo al Todo (¿Kant?), o bien como se opone la parte (el «Partido») a la parte, es decir, por ejemplo, (¿Marx.-") como se opone la clase explotadora (que es una parte de la Sociedad, la que instituye el Estado) a la clase ex­plotada, de suerte que ya no sea posible afirmar que esta clase sea impotente. Hay un Poder burocrático, sin du­da— pero también un poder popular variable histórica­mente. Porque ahora ya excluidas en la relación Todo Nada, que no admite medio, por tanto, historia. Hay un Poder oligárquico, pero también un Poder obrero que lo resiste y lo limita.' (Un poder que resulta ser despreciado ingenuamente cuando, como en La bar­barie con rostro humano, llega a creerse que sólo los «in­telectuales», los herederos desventurados del 68, pue­den mantener una lucidez ética).

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ALGUNAS PRECISIONES A UN LIBRO PIADOSO-

PILAR PALOP Oviedo

^ orno advierte elpropio F. Savater en una justíficación preliminar, el artículo inicial de esta obra, que da nombre al libro, pro­longa ¡deas ya anunciadas en De los dioses y el mundo (Valencia, F. Torres, 1975) y en «La Filosofía de lo sagrado» (artículo

contenido éri La Filosofit como anhelo de la Revolución, Madrid, Ayuso, 1976).

Me atrevería a decir que en estos tres lugares se recogen, seguramente, los pensamientos que Savater considera más suyos, aquéllos que más estima y le preo­cupan o, dicho con una expresión que el autor no acep­taría: aquéllos que concibe como el eje de su «doctrina».

El libro contiene, además, otros artículos distintos: sobre Spinoza o Heidegger, sobre Cioran p Holderlin, sobre «Cultura y gozo», etc.

Yo recomendaría al lector que leyera, sobre todo, esos últimos artículos mencionados. Son lo mejor de Savater, lo que entusiasma y conmueve y también lo que conduce más directamente al auténtico pensamiento sa-vateriano, despojado del artificio retórico y de la delibe­rada mixtificación. Nadie mejor que Savater sabe aproxi­marnos, en muy pocas páginas y con suma sencillez, al pensamiento de los filósofos. Cuando escribe sobre ellos, los ha repensado en proximidad y con empatia, los expo­ne sin artificio y sin maniqueísmos, aceptando con «piedad apasionada» todas las contradicciones en que, como hombres y como pensadores, necesariamente se movieron.

Pero lo otro —esos pensamientos que Savater nos ofrece como suyos— son, en cambio, mucho menos inte­resantes. Savater ha bebido en Céline, en Cioran, en Rosset y en Nietzsche. Ha sido discípulo y es un «piado­so» defensor de García Calvo. Pero estos autores, por mucho valor que tengan y se les conceda, carecen de ese nervio amplio y fuerte, de esa vastedad de ideas y de esas «siete leguas del concepto» que los grandes filóso­fos — Spinoza, Kant, Hegel o Platón, p.e.— siguen y

* Fernando SAVATER: ta Piedad Apasionada. Ed. Sigúeme, Salamanca, 1977

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seguirán teniendo. Ahora bien, Savater trata, a toda costa de huir de la fascinación de los grandes de la filosofía, porque huye del sistema y de lo que él llama «monote­ísmo», y porque aborrece la implacable verdad de lo Necesario.

Savater quisiera ofrecernos la réplica, la contestación a ese pensamiento monoteísta. En ofrecer esa réplica consiste todo su anhelo y la pasión que anima sus escri­tos; en ello consiste su gallardo intento. Gallardo porque está condenado al fracaso y lo sabe: nadie mejor que él conoce cuánto de verdadero contiene la filosofía que combate y cuánto de endeble, de puramente voluntaris-ta, se encierra en sus propias savaterianas afirmaciones.

Savater quiere retrotraernos al politeísmo de los antiguos, al paganismo del mito, a la piedad comunitaria, anterior e irreductible a las Religiones monoteístas, a la veneración de la Ciencia y a la sociedad presidida por el Estado.

Savater quisiera poder revocar la historia, para vol­ver, como todos los nostálgicos del paraíso perdido, a la inocencia sin pecado. En este libro nos habla, incluso, como si lo supiera de buena tinta, de que en aquel paraíso primitivo había un Gran Árbol —réplica antagó­nica del Árbol de la Ciencia del Bien y del Mal, sin duda— que los «hombres aurórales» no cortaban y que, dejado intacto por quienes podaban el bosque, permane­cía victorioso e incólume, como símbolo de lo fútil, de lo superfluo y como bastión de la intimidad intocable de lo «sagrado».

No sé si me equivoco, pero me parece que a los contemporáneos de Savater nos trae un poco sin cuidado aquel paraíso de los tiempos pretéritos, y el Árbol del

,Bien y del Mal, como tampoco nos sentimos demasiado inclinados a volver a venerar, por mucho que nos parez­can bellos y llenos de encanto, a los dioses de la Mitolo­gía antigua. Nos traen un poco sin cuidado porque la vida del presente, poco paradisíaca - e s cierto— está, a pesar de todo, poblada de cosas mucho más interesantes y no menos bellas, en las que, además, no hace falta creer, o a las que no hay que añorar, porque están ante nuestros ojos inmediatas y vivas.

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N o es que Savater crea a pies juntiUas que hubo un tiempo pasado que fue mejor, pero, ai igual que los cris­tianos o que Rousseau o que los marxistas o que el pro­pio Freud, postula la existencia, in illo tempore, de otra vida anterior y más rica, como arma crítica contra esta otra de ahora, que tal vez no le gusta.

El argumento mismo de la beatitud, en aquel paraíso del paganismo, era —salva veritate— lo que Savater llama la «comunidad perfecta», en donde ni el Estado, ni la Necesidad, ni la aceptación de la Muerte habrían todavía surgido. No se reconocía al Dios único en ninguna de esas sus múltiples manifestaciones. El regocijado ocio y la inagotable pasión —que los dioses paganos personifica­rían—, la entrega inconsciente y jubilosa al azar, la fe en el poder del espíritu y en lo milagroso, la piedad hacia las cosas y hacia los semejantes, la ausencia de temor o de sumisión, la vida despreocupada y lírica serían los ingredientes de ese modo de ser que, con el triunfo, en todos los campos, del Monoteísmo, se habría perdido.

El Monoteísmo tendría su versión primera en las grandes religiones positivas, pero su expresión más prís­tina y depurada la constituiría el Estado, marco de la Necesidad inexorable, de la cual se harían, a su vez, por­tavoces el Materialismo filosófico y la Ciencia.

En esta segunda Weltanschauung que es, según Savater, la de nuestra época, impera la Ley —como voz del Estado—, la Necesidad (determinismo) física —como axioma de la concepción materialista y positivista del m u n d o - , y la mística de la Verdad así como la del Pro­greso, como sustitutos, a través de la nueva veneración a la Ciencia, de las vinualidades salvíficas de la Religión que, en cambio, se hallaría herida ya de muerte en este momento histórico.

Frente a todo ello Savater postula un retorno a la «comunidad impecable», a la comunidad que es ajena e indiferente al Estado y que se guía por otras reglas; aboga, también, por una praxis de la aceptación del azar y del fugaz momento de la casualidad, antagonistas del determinismo materialista; hace gala de un menosprecio de las ciencias y de esas ilusiones —la Verdad y el Pro­greso, principalmente— que son concomitantes al espíri­tu positivo; sueña, en fin, con un retorno del espiritua-lismo y del culto de lo sagrado.

Savater es muy dueño de luchar por lo que crea más verdadero, más beneficioso o, cuanto menos, más conso­lador. Pero los argumentos que esgrime contra las posi­ciones del adversario son falaces y engañadores y, por ello mismo —porque ningún ideario, por justo y gallardo que sea, puede inspirarse en el engaño demagógico y en la falacia— me parece importante analizar esos argumen­tos.

Savater afirma, p.e., que los dos grandes males, fuentes del malestar htunano, son el trabajo y la renuncia a las pasiones. En ello coincide puntualmente con Freud, aunque no comparte, en cambio, su teoría de la sublima­ción. Lo más característico de las convicciones de Savater es, con todo, el suponer que de esos males es causante el Estado, personificación de la Necesidad y administra­dor de la Muerte. (Por Muerte entiende Savater, no sólo la muerte física —aunque también- sino algo más gene­ral e impreciso: toda renuncia pulsional, todo someti­miento a las leyes físicas y sociales, todo acatamiento a los dictados del Estado o a la exigencia del trabajo que se hagan en nombre de la Necesidad y para salvar la vida).

El Estado no es solamente, para Savater, como para Marcuse, un aparato que ejercita la llamada «represión sobrante», represión que, siendo superflua (sobrante), cabría suprimir. La posición de Savater es mucho más radical: cualquier forma coercitiva que emane del Estado es, de suyo, sobrante y superflua, es intolerable. Savater no exhorta directamente a sus seguidores a dejar de tra­bajar, y él mismo, de hecho, trabaja. Pero aspira a «con­tagiar» al mayor número de lectores posible su conven­cimiento de que nadie debería someterse a la inexorabi­lidad de la Muerte (léase «acatamiento», «trabajo», etc.).

A mí siempre me ha parecido, sin embargo, que no es el Estado el que impone el trabajo o la renuncia pul­sional, sino, precisamente esa comunidad próxima y cáli­da de aquellos que habitan junto a nosotros. El Estado, encarnado en los funcionarios y en los políticos, está demasiado lejos —aunque no por ello ausente— de nues­tras vidas. Además, en el marco del Estado todos tienen cabida: trabajadores o vagos, ascetas o hedonistas, hom­bres honorables y delincuentes. De hecho, el Estado protege con creces a ciertos ociosos recalcitrantes, y en el seno de la burocracia estatal más elevada ni el ocio ni la vida pasional están mal considerados: más bien ocurre, a menudo, lo contrario.

No es pues el Estado —esa mostruosa abstracción que Savater repudia— la que coarta la vida jubilosa y libre: es precisamente la pequeña comunidad la que celo-

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sámente exige a sus miembros someterse a los dictados de la laboriosidad. Es ella la que determina quienes —los niños, los enfermos, los ancianos, los locos— pueden quedar exentos de ciertas obligaciones. Ella es, también, la que asume normalmente la tarea de exigir — Freud lo estableció muy claramente— esa renuncia a los instintos — al pathos— que podrían dañar la precaria libertad y el equilibrio inestable de los miembros del grupo. Yo siem­pre he pensado, por ello, que la vida en una comunidad pequeña daña mucho más hondamente la libertad y recorta mucho más las posibilidades de expansión del alma que la vida en el vasto ámbito del Estado. El hom­bre es tanto más libre cuanto más cosmopolita, porque en la ciudad y, más aún, en el seno de un amplio ayunta­miento de ciudades o de naciones, las posibilidades de elección para los hombres se multiplican considerable­mente.

Tanto en la Venomenologm del Espíritu como en la filosofía del Derecho, Hegel reformuló. una idea que ya había formulado Sócrates: a la Ciudad y al Estado debe­mos mayor piedad que a los padres, que a los hermanos, que a los amigos, porque en el seno de la polis se ha fra­guado y se fragua cada día nuestra libertad. Y si hay que combatir sin tregua a los gobernantes, así como a ciertas formas de organización del Estado (seguramente a todas las actualmente vigentes) es en la medida en que operan en menoscabo de esa Libertad que el Estado, de suyo y por esencia, tiene como función el garantizar.

Luchar (con «piedad» o sin ella) por cambiar el Es­tado es, pues, según creo, una forma más directamente

relacionada con el anhelo de la libertad que preconizar, en cambio, una recuperación de los dioses paganos como reductos de una renovada fe. En efecto, si esos múltiples dioses de la mitología significan la salvaguarda de ciertos valores estéticos o poéticos de nuestra cultura, el volver a recordarlos podrá significar para muchos (ya lo ha sig­nificado para muchos otros) una bella forma de ejercer la libertad, pero no la única posible. Si significa —como más bien tiende a apuntar Savater— una aceptación de las pulsiones albergadas en el «ello» y personificadas en figuras divinas, bien está para quien crea que su opción vital es ésa, pero para ello tampoco el Estado es un obs­táculo principal.

La vida política es, precisamente, quizás más que ninguna otra, aquélla en donde el pathos se despliega con mayor profusión» y ardor. Recuerdo en este punto la semblanza que Hegel hizo, en sus Lecciones de Filosofh de

•la Historia, de los grandes héroes políticos —César, Ale­jandro, Napoleón— cuando advierte como todo en ellos — su vida entera— mvo la pasión como argumento. En la pasión consistió su grandeza, ella les privó del «tran­quilo sosiego» y a ella se debieron las grandes hazañas victoriosas que el Espíritu realizó en las personas de estos estadistas. Lo que significó, por cierto, muy poco para la felicidad personal de estos héroes, pues, como advierte Hegel, una vez realizados en ellos los grandes designios de La Libertad —que busca siempre sus pro­pios caminos— «cayeron como cascaras vacías de la almendra» y murieron jóvenes, o fueron asesinados o deportados.

Y no sólo los grandes héroes, sino todos los que viven para y del Estado se comportan de modo compa­rable. Son las pasiones y los intereses ligados a ellas; es, en suma, el Espíritu subjetivo en su versión más particu­lar, el que inspira la conducta de los políticos.

El pathos no es, por tanto —como cree Savater—, algo inútil o superfino, algo subversivo contra-los fines del Estado. Por el contrario, las pasiones son los instru­mentos más eficaces y los más enérgicos para impulsar la vida política.

Sócrates —por boca de Platón—, Platón mismo, Spi-noza, Kant y principalmente Hegel (a quien Savater tiene siempre presente como adversario principal) han descubierto y analizado la forma de ser del Estado. Ellos, más que Savater, o por lo menos tanto como él, no han ignorado la realidad opresora del gran Leviatán e incluso la han sentido dolorosamente sobre sus vidas. Pero no han dejado, por ello, de reconocer, en ese ente mons­truoso y contradictorio, la condición misma de la liber­tad.

Lamentablemente falta, en este primer número de EL BASILISCO la reseña del más importante libro de filo­sofía que se ha publicado últiriíamente: La Razón sin Esperanza, de Javier Muguerza. Por causas de salud, Vidal Peña, que estaba: elaborándola, no ha podido terminarla a tiempo. La reseña aparecerá en el próximo número.

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H o c a u t c m d c o u o galli ancomrocntitium íiCi Lemnúis pronunciare non sudcí; L.í,.d£SC' •umintcllexcriídnosaanofus gal losmCiui tate 2;¡nzca,atq;.'nambitii huius ínfula:, cult.rc?jf,i

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Quoad prrmum, gallus fcnio confcdusj ncmpe circa rept!m'jm,no,n!im.ve) ad {'uva- gincn r í -mum,c!rcadccímumquaitumanaum,pi-oroai()rÍ3Vchviu!oiivinüni nr.bccíUuatt_^!, taírunt. a?ílinis incnftbuS) &: cxoricntc canícula, ouum parcrc pcrhib-vur, quod cíl íorm.vOíbi-cularis, inflar ouicoliimbini, colorís fiau!5reuíiu!tí!;& veríicoloris, Tacemusmodo Outgdl quód a virisnon plcbeis nobis allatun^ fuit ouum prA:d!a?jíofnia^.quod galh cííe dice- n-ulitatcs, batüfi quoíra í to , nihtl nifi albumen cua) pauca materia i laueicentcobícruabatur, f. ' é' codiíio-adhuc einsputamcnin publico fcruatur Mufeo . Inteiicximus anrcní in cCieberruno w / . Mní.voFcrantisImpcrariPharmacopolsHcspoiicaníjOuum huins gcncris oblongiim OHy.galii vídcri. AJ-j fcí iptumrcliquerunt ouum gsll! rcftacsrcrc, &pc;lc adcüdi:ra eíTctc- in líufi& í tum, vt íortífílmis ctiam iclibus rcíiftatj quod planc íabploíuní cííeaibitrnnnir. lní¡.-fr.AíL

PnfTiifnn^ nn-'dfm nddüci. vccrcdamuSieanumdccrcpitumjOuumev fcmincpntrc-. fp.cio j vclexhümoru;-íi coUuuieconHaturíicoivi, quodcareat piiíamir,e,& tcnut ta:i» íumiH j-dopelle reg.Ui.u'5 qualc tnit illiidnarum RcgijVannqDomini MijlefimofcxcCii-' icümo vitZ^íim;:) o d a u o , cuius ^cnuinana icoiicm ilhnc ad iios dcculic D.Antonias Mi* randuh Canónicas Rei.'ulansSaiictiS(viuatoris.& AbbasS. Maria4ilíen»)Quialias va- -, . njíctiaro robos exoticishoc pi.!bucum ííonomcn'ic i\iuía:um Ijcupíctauit 3 retulicqí /• ' ' difii'pca luMUsoiii pellcjexcreincncum pituuouiin , velutifcaicacorrupcú incus.r'.unb „ , , •' '''"' obíeaiatiim.Q';amübrcm> in gratiam Iccíoris, iconem iriCÍd;ci.irauimuSj vní icumaha \ .v/•'•"••"• ouo orbici:larisf.,)rma:- dnro piuamincmunico-, &: p roouo galli dotiaco , quod a pallo íuifíí. cJiíUmnobisminiíncpcduadcrí: poíTumus , ncq5Ínr2ni:!bu.s ctiam crcdcrcmui,: «auandoquldcm onum intrgrum , & pcrfcdl'.im in matricc tanic-uv.modo producitur, qun galli carcnt :pr.etcrGu.imquod id dcgai.itibusPliiloiOphorum^&Mcdicofum ré-iuftarcíur»

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