degradaciondeunautopia

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1 “La degradación de una utopía” * i Carlos Gaviria Díaz 1. La forma de organización política llamada “Estado de Derecho”, dentro de la cual nuestra Constitución se inscribe, persigue una finalidad tan plausible como clara: el imperio de la norma jurídica. La peculiaridad radica en que la capacidad vinculante de ésta, alcanza a los mismos que la crean, desdibujando así la odiosa línea que separa a los gobernantes de los súbditos. La igualdad ante la ley es, entonces, su valor más evidente. Pero no el único. La abolición de la arbitrariedad halla su más hondo sentido en la preservación de la libertad individual, entendida como la opción autónoma de cada quien, armonizada con la de los demás. La libertad, demarcada por la norma igualitaria, sintetiza el desiderátum de la filosofía demoliberal. Su ethos parece sustraído a cualquier cuestionamiento axiológico: conciliar la vocación social del hombre con la dignidad, que hace de cada persona un ser único e inintercambiable. 2. Si de lo que se trata es de propiciar la realización ética del individuo, la libertad es, en un primer momento, ausencia de coacción. Ejemplarizante de esta fase son las llamadas “libertades espirituales”: libertad de conciencia, libertad religiosa, libertad de opinión, enraizadas, como atinadamente lo indica Helmut Coing (1), en el deber de veracidad que hace posible la vida comunitaria. Oigámoslo en sus apartes más significativos: El hombre es un ser sociable; está determinado a vivir con otros. En el encuentro con sus prójimos se cumple su desarrollo espiritual. Por ello es al mismo tiempo un ser que se comunica, que manifiesta a otros lo que vive y lo que piensa…. Lo que el hombre comunica debe ser veraz; debe decir lo que piensa, el comportamiento externo debe estar de acuerdo con la actitud interna. Al servicio de esos deberes están las citadas libertades espirituales. Ellas protegen la manifestación de la ideología, de la opinión, de la fe religiosa. Tienden a eliminar la coacción de un ámbito en el sólo pueda valer la convicción interna. Las libertades espirituales hacen innecesaria la hipocresía, la ficción de ideas inexistentes, la negación tácita o expresa de aquello que propiamente se piensa y se venera internamente. Recta y libremente debe el hombre confesar aquello que íntimamente venera,

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“La degradación de una utopía” *i

Carlos Gaviria Díaz

1. La forma de organización política llamada “Estado de Derecho”,

dentro de la cual nuestra Constitución se inscribe, persigue una finalidad

tan plausible como clara: el imperio de la norma jurídica. La peculiaridad

radica en que la capacidad vinculante de ésta, alcanza a los mismos que la

crean, desdibujando así la odiosa línea que separa a los gobernantes de los

súbditos. La igualdad ante la ley es, entonces, su valor más evidente. Pero

no el único. La abolición de la arbitrariedad halla su más hondo sentido en

la preservación de la libertad individual, entendida como la opción

autónoma de cada quien, armonizada con la de los demás.

La libertad, demarcada por la norma igualitaria, sintetiza el desiderátum de

la filosofía demoliberal. Su ethos parece sustraído a cualquier

cuestionamiento axiológico: conciliar la vocación social del hombre con la

dignidad, que hace de cada persona un ser único e inintercambiable.

2. Si de lo que se trata es de propiciar la realización ética del individuo,

la libertad es, en un primer momento, ausencia de coacción. Ejemplarizante

de esta fase son las llamadas “libertades espirituales”: libertad de

conciencia, libertad religiosa, libertad de opinión, enraizadas, como

atinadamente lo indica Helmut Coing (1), en el deber de veracidad que hace

posible la vida comunitaria. Oigámoslo en sus apartes más significativos:

“El hombre es un ser sociable; está determinado a vivir con otros. En el

encuentro con sus prójimos se cumple su desarrollo espiritual. Por ello es al

mismo tiempo un ser que se comunica, que manifiesta a otros lo que vive y

lo que piensa…. Lo que el hombre comunica debe ser veraz; debe decir lo

que piensa, el comportamiento externo debe estar de acuerdo con la actitud

interna. Al servicio de esos deberes están las citadas libertades espirituales.

Ellas protegen la manifestación de la ideología, de la opinión, de la fe

religiosa. Tienden a eliminar la coacción de un ámbito en el sólo pueda

valer la convicción interna. Las libertades espirituales hacen innecesaria la

hipocresía, la ficción de ideas inexistentes, la negación tácita o expresa de

aquello que propiamente se piensa y se venera internamente. Recta y

libremente debe el hombre confesar aquello que íntimamente venera,

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3. aquello que reconoce como verdadero, y debe poder hacerlo sin perjuicios

para su vida, para su libertad o para su situación material”. (He subrayado).

4. Más que un deber, la veracidad es una condición de convivencia

armónica , puesto que para convivir tengo que comunicarme y sólo si lo que

comunico es de veras lo que pienso, siento y vivo, puede el otro saber con

certeza quién soy, y comportarse en consecuencia sin que sean

defraudadas sus expectativas. Una sociedad que ofrezca a cada una de las

personas que la constituyen, honestamente y sin reticencias, la posibilidad

de ser veraces, es decir (¡paradójicamente!), que les allane el camino para

el cumplimiento de un deber moral originario, satisface una condición

esencial para lograr la armonía, tan anhelada por los utopistas de todas las

épocas.

Ciertamente hay sociedades que se aproximan a la realización de esa

idea, pero la inmensa mayoría sin haber logrado tal proximidad, o sin

siquiera buscarla, entona el epinicio para anunciar y festejar una victoria

fraudulenta. Traicionan así, de raíz, los postulados que proclaman pues, de

modo desvergonzado, infringen el deber cuyo cumplimiento dicen propiciar.

Un propósito tan excelso como que alienta al Estado de Derecho es

trocado, en ellas, por otro mezquino y proditorio: el escamoteo de la

coacción.

5. El Estado totalitario ambiciona invadir las más secretas zonas de mi

vida. No dejar librado a mi decisión autónoma el comportamiento más

inocuo ni la más intima de mis vivencias. Me prescribe qué es lo que tengo

que pensar, sentir, imaginar, de qué debo reírme y de qué no, es decir, no

conforme con determinar de modo taxativo todos los actos de mi ser trivial,

atenta violentar mi ser monástico, para decirlo en el lenguaje dilecto de

Ortega y Gasset. En contraste ejemplar, el Estado de Derecho no sólo deja

intactas esas zonas inaccesibles sino que hace declaración expresa de

resguardarlas. Pero cuando los intereses materiales de la clase dirigente

chocan con el ejercicio de las libertades (¡tan celosamente protegidas!) se

recurre, para sofocarlas, a sutiles mecanismos que dejan indemne la

fisonomía del sistema. No se puede permitir que ésta se deforme porque

está aprestigiada por una idea que parece inatacable.

El aparato logístico dispuesto, en teoría para mantener esas esferas

privilegiadas, libres de toda coacción, cambia sutilmente de finalidad. Ahora

su función consiste en hacer imperceptible la violencia. No se apela,

entonces, al ejercicio del poder desnudo sino a las presiones indirectas,

verbigracia: la discriminación por encuadramiento ideológico. Que cada

quien piense y opine conforme a los dictados de su conciencia, pero sólo

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quien opine y actúe a tono con los intereses materiales de los detentadores

del poder, tiene acceso a los bienes que el Estado dispensa. Sólo cuando el

hereje se subleva contra esos métodos arteros, los denuncia y los enfrenta,

se recurre a la fuerza física.

6. Pervertida así, la democracia, se trueca en una técnica desalmada,

manipuladora de la coacción indirecta en beneficio de los intereses

dominantes. Contra un sistema que infringe doblemente el sustrato

axiológico que invoca, pues regateando la libertad a los heterodoxos falta

también a la igualdad, no queda a éstos otra alternativa que disponer sus

métodos de lucha dentro de una estrategia a tono con las posibilidades que

ofrece el encubrimiento de la fuerza. Tan pronto como los más perspicaces

advierten el engaño, hallan también el mecanismo defensivo: la mimesis. A

la autenticidad se sustituye la simulación.

El sistema cuya razón de ser radica en propiciar al individuo su

realización moral plena, lo fuerza a mistificarse lo que mismo que si viviera

bajo un régimen abiertamente totalitario. Con una circunstancia adicional

agravante: que el funcionamiento engañoso del mecanismo sólo lo captan

los más sagaces. El hombre común es la primera víctima de la organización

política que dice exaltarlo.

7. Una vez que el Estado, o los usufructuarios del statu quo, descubren

la actitud mimética, usada como artificio defensivo por algunos disidentes,

reivindican el monopolio del engaño, denunciando y persiguiendo como

herejes no sólo a los reales adversarios, sino a quienes, tomando en serio

los valores que el sistema dice prohijar, reclaman coherencia de la acción

política con la ideología. Porque nada tan incómodo y perturbador para una

seudodemocracia como la actitud ética del demócrata integral que-

intransigente ante la perversión del sistema- lo fiscaliza y lo convoca a

rendir cuentas en nombre de la lealtad a los principios. Es la presa más

apetecida de una táctica persecutoria excecrable que desde hace cuatro

décadas tiene nombre propio: el macartismo. Poco espacio deja a la

autenticidad, el sistema político inventado para estimularla. Quizás sea

excesiva, pero bien orientada, la anotación que en ese sentido hace el

agudo pensador venezolano Delgado Ocando (2):” El mandato de

veracidad es incumplible, mientras la bondad del sistema político se mida

en función del disimulo de la fuerza”.

8. La Pregunta que a estas alturas parece ineludible es ésta: ¿tienen

alguna relación esas deshilvanadas reflexiones sobre ética y política con el

asunto de que trata este libro, a saber, el Proyecto de Reforma

Constitucional presentado por el actual gobierno al Congreso de la

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República? Creo que cualquier lector atento ya habrá dado la respuesta. No

obstante, me parece conveniente hacerla más explícita a partir del tema

que se me adjudicó: los derechos civiles y garantías sociales.

El momento crítico que hoy vive Colombia – a mi juicio, el más

vergonzoso de su historia- puede describirse desde una perspectiva

jurídica, como una escisión singular, casi paradigmática, entre el derecho

formulado y el derecho en acción (“en el papel” y “en la vida” diría el

realismo jurídico norteamericano). El primero, con las precariedades ajenas

a toda obra humana, es, sin embargo, compatible con una vida comunitaria

civilizada.

Pero el segundo es, ni más ni menos, la negación brutal de aquél. Y es, en

gran medida, el que prevalece. No son las normas constitutivas de nuestro

régimen de derecho, desde luego perfectibles, las que nos han sumido en

el atolladero angustioso en que nos encontramos. Son las prácticas

depravadas que las han subrogado, las responsables de esta involución

incontenible hacia el estado de naturaleza. Es la falta de una voluntad

política eficaz, la que dispone que el derecho válidamente establecido

quede sin vigor, eclipsado por los actos ad-hoc, infractores de la filosofía

del sistema político, pero más eficaces para la protección de los intereses

económicos que tras de ella se agazapan.

9. El contraste entre forma jurídica y realidad política es

particularmente dramático en el campo de las libertades públicas,

denominado en el campo de las libertades públicas, denominado en la

constitución actual “De los derechos civiles y garantías sociales”. Puede

ensayarse, a modo de penoso ejercicio, la confrontación de cada una de las

normas que integran el Título III de nuestra Carta Fundamental, con la

realidad que pretenden moldear, para advertir cómo ésta discurre por

cauces totalmente distintos, si no antagónicos, a los que aquellas

imperativamente le señalan. No vamos a intentar aquí esa tarea exhaustiva

y desalentadora, porque ella excede los límites razonables de este escrito

y, además, resulta innecesaria. Cualquier persona ecuánime y sensata

puede llevarla a término. Basta con aducir unos pocos ejemplos, atinentes a

algunas de las disposiciones más significativas que componen el Título.

Verbigracia: que “Nadie podrá ser molestado en su persona o familia, ni

reducido a prisión o arresto, ni detenido, ni su domicilio registrado, sino a

virtud de mandamiento escrito de autoridad competente, con las

formalidades legales y por motivos previamente definidos en las leyes”.

(Art.23). El derecho de Habeas Corpus –que allí consagra-, síntesis del

respeto a lo más sagrado de la persona, ¿tendrá vigencia ordinaria entre

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nosotros? Quienes han instituido la práctica del allanamiento brutal y

arbitrario como instrumento intimidatorio contra los enemigos políticos-

muchas veces ciudadanos pacíficos y honestos- y la retención secreta de

personas en lugares vedados por la ley y con propósitos vitandos, debe

sonreír “piadosamente” ante la lectura de un texto tan noble como el que

nuestra Constitución prohíja. Desventuradamente para muchos de nuestros

legisladores y gobernantes y usufructuarios del régimen, basta con que la

lectura del texto sea regocijante. Para eso se hizo. Para ser leído. Las

necesidades prácticas irán señalando las ocasiones en que la desviación

de él parece aconsejable. De similar factura es el artículo 38, que en cierta

forma completa al anterior:”La correspondencia confiada a los telégrafos y

correos es inviolable. Las cartas y papeles privados no podrán ser

interceptadas ni registrados sino por la autoridad, mediante orden del

funcionario competente, en los casos y con las formalidades que establezca

la ley con el único objeto de buscar pruebas judiciales”.

Huelga decir que también en su eficacia dichas normas resultan afines.

Otro tanto puede afirmarse, mutatis mutandi, del artículo 16, que define –

ajustado a la ortodoxia democrática y liberal -, la función de los gobernantes

dentro de un Estado de Derecho: “Las autoridades de la república están

instituidas para proteger a todas las personas residentes en Colombia, en

sus vidas, honra y bienes, y para asegurar el cumplimiento de los deberes

sociales del Estado y de los particulares”.

Su texto es gratificante, pero su capacidad conformadora altamente

dudosa.

10. De los compromisos que el propio Estado “generosamente” contrae,

no hay para qué hablar: “el que tenga ojos que mire y el que tenga oídos

que oiga” dice el evangelista que enseñaba Jesús. “La asistencia pública es

función del Estado. Se deberá prestar a quienes careciendo de medios de

subsistencia y de derecho para exigirla de otras personas, estén

físicamente incapacitados para trabajar”. (Art.19); “…La enseñanza primaria

será gratuita en las escuelas del Estado, y obligatoria en el grado que

señale la ley… a partir del primero de enero de 1958, el gobierno invertirá

no menos del 10 por ciento de su presupuesto general de gastos en

educación pública”; “…Intervendrá también el Estado, por mandato de la

ley, para dar pleno empleo a los recursos humanos y naturales, dentro de

una política de ingresos y salarios, conforme a la cual el desarrollo

económico tenga como objetivo principal la justicia social…” (art.32). El

estilo, tiene toda la gracia de un texto del doctor López Michelsen. Y en su

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capacidad para transformar la realidad debe alborozar a su oponente el

doctor Gómez Hurtado.

11. Los derechos civiles y garantías sociales, que el Proyecto de

Reforma Constitucional incrementa y afina, bajo los rubros “Derechos

Civiles y Políticos” y “Derechos Económicos, Sociales y Culturales” han sido

genéricamente llamados “libertades burguesas”, denominación bastante

impropia, pues constituyen logros humanos que todo régimen decente debe

acoger y proteger. Pero en la medida en que se proyectan en una realidad

social donde son irrealizables, devienen letra muerta. Por eso se les califica

de “formales”. La función que entonces cumplen, hace parte de la estrategia

encubridora de que nos hemos ocupado en este ensayo. A semejanza de

los pobres vergonzantes, nuestra clase política enluce la fachada de la

casa, para ocultar la miseria deplorable (espiritual y material) que hay que

soportar de puertas para adentro.

Si de lo que se trata es de crear un medio propicio para que el

individuo pueda asumirse como ser ético (veraz) el cambio de las

condiciones materiales es presupuesto ineludible. Y a esto no parece

decidida nuestra clase dirigente. A la transformación radical de esas

condiciones debe apuntar la lucha política que adquiere así un indiscutible

sello ético.

Si realmente se tiene voluntad de proteger las libertades espirituales,

que se remueva el ambiente de terror, para lo cual no basta –ni es

necesaria- una reforma constitucional.

Mientras los derechos humanos sean meras categorías para pensar al

hombre abstracto y no posibilidades reales del hombre concreto, el Estado

de Derecho seguirá siendo una utopía inalcanzable y los mecanismos

empleados para fingir su existencia, la más palmaría degradación de un

ideal irrenunciable. ii

i Este documento está basado en la Constitución de 1886 pero es vigente para la Constitución actual. Fue tomado del libro “Hacia una Reforma Constitucional” Gaviria Díaz, Carlos. Derechos civiles en la Constitución, Medellín, Periódico EL MUNDO, Universidad de Medellín, 1988.

ii (1) Coing, Helmut: Fundamentos de Filosofía de Derecho, Ariel, Barcelona, 1961, pag. 184 y ss.

(2) Delgado Ocando, J.M.: Una Introducción a la Ética Social Descriptiva. Ed. Luz, Maracaibo, 1965.