Dejame que te cuente de Olga Veloz

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SISTEMA NACIONAL de IMPRENTAS MÉRIDA Colección Oswaldo Trejo Olga Veloz Duin DÉJAME QUE TE CUENTE rednacional deescritores deVenezuela

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Creativo imaginario en esta pequeña selección de cuentos de Olga Veloz Duin Déjame que te cuente, recreados desde la fuerza expresiva de la palabra, nos invita a pasearnos por su mágico e inagotable mundo de sueños, humor y sensaciones, donde se juntan en lúcido vuelo, la provocación critica con el dejar correr la escritura sabia, certera y ocurrente que se transfigura en Móviles… muy lejos buscando nubes y crepúsculos del cielo… o anunciando el canto del Gallo Rojo… Quiquiriquí, ya estoy aquí… para descubrir la miseria humana en Emiliano, Baltazar y el Diablo (un cuento para divulgar) Tropezarse con la realidad que se hace presente, patética, veraz, en Idea: La intrusa, siempre que pasa y me sonríe. Yo existo… ¡Hurra hurra he llegado!... para celebrar el nacimiento del ser hasta el desasosiego que agita la pregunta ¿De qué murió Martina Martínez? la cucarachita… Fuerza, dinamismo y pasión emergen de la mente lúcida, vivaz y apasionada de esta mujer revolucionaria.

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Ukumarito (voz quechua), representación indígena del oso frontino, tomada de un petroglifo hallado en la Mesa de San Isidro, en las proximidades de Santa Cruz de Mora. Mérida – Venezuela.

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El Sistema Nacional de Imprentas es un proyecto impulsado por el Ministerio del Poder Popular para la Cultura a través de la Fundación Editorial el perro y la rana, con el apoyo y la participación de la Red Nacional de Escritores de Venezuela; tiene como objeto fundamental brindar una herramienta esencial en la construcción de las ideas: el libro. Este sistema se ramifica por todos los estados del país, donde funciona una pequeña imprenta que le da paso a la publicación de autores, principalmente inéditos. A través de un Consejo Editorial Popular, se realiza la selección de los títulos a publicar dentro de un plan de abierta participación.

Todo lo narrable, entre el testimonio y la ficción, trinchera, resumen último de la tradición oral merideña, muestra del ara y no del pedestal. Parte de ello quisiera ser esta Colección Oswaldo Trejo, a la vez hijo de aquellas palabras y creador de nuevas sintaxis, merideño universal al que rendimos homenaje, cuya singular obra, junto a otras muy diversas propuestas narrativas venezolanas, nos recuerda que la historia de nuestra literatura, y aún el vuelo metafórico del cuento de nuestra calle, está difundiéndose y multiplicándose, reapareciéndose ahora, en nuevos tiempos.

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Fundación Editorial el perro y la ranaRed Nacional de Escritores de Venezuela

Imprenta de Mérida. 2013Colección Oswaldo Trejo

Olga Veloz Duin

DÉJAME QUE TE CUENTE

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© Olga Veloz Duin© Fundación Editorial el perro y la rana, 2013

Ministerio del Poder Popular para la CulturaCentro Simón Bolívar, Torre Norte, Piso 21, El Silencio,

Caracas —Venezuela 1010RIF. G20007541-4

Telfs.: (0212) 377.2811 / [email protected]

[email protected]://www.elperroylarana.gob.ve

Ediciones Sistema Nacional de Imprentas, MéridaCalle 21, entre Av 2 y 3. Centro Cultural Tulio Febres Cordero, nivel sótano

Mérida – [email protected]

Grupo de Investigación de Género y Sexualidad, GIGESEX, U.L.A.

Red Nacional de Escritores de Venezuela

Fundación para el Desarrollo Cultural del Estado Mérida – FUNDECEM

Consejo Editorial PopularHermes Vargas

José Gregorio GonzálezKarelyn Buenaño

Leiber LópezStephen Marsh Planchart

CorrecciónBlanca Elisa Cabral

Diseño y diagramaciónYesYKa Quintero

Ilustración de PortadaFreddy Grossl

Depósito Legal: LF4022013800911 ISBN: 978-980-14-2529-8

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Tengo un gallo de madera, con su cresta roja y plu-maje de colores. Fue un regalo muy singular que María del Pilar Quintero me obsequió. Pero... ¿Quién es María del Pilar? No necesita presentación. Toda ella es un poe-ma de amor, sus relatos, sus cuentos, hablan por sí solos de su gran obra literaria, que impresiona al lector.

Ayer, como siempre lo hago, me senté en la sala, jus-to al frente de la mesita de cristal donde fue colocado. Una y otra vez me volví para mirarlo, pero me di cuenta también que el sujeto me miraba a mí. Su mirada era fija, penetrante, inquisidora, y confieso que esto me per-turbó, pues ahí, precisamente, me guiñó un ojo.

Muy pero muy nerviosa me sonreí, y al mismo tiempo sentí pena por mi actitud, que no se corres-ponde para nada con la realidad.

Me di cuenta que no solo el gallito llamaba mi atención sino también el elefante de marfil con sus colmillos y piedras preciosas incrustadas, que tam-poco estaba en su sitio. Se había movido lentamen-

Móviles

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te y con su majestuosa parsimonia dio varios pasos hacia adelante y, para mi sorpresa, movía la cola, agitándola y enderezó la trompa.

Oí claramente que me decía: ¡Me vuelvo para Varanasi, de donde tu hija Blanca Elisa me trajo, en uno de esos viajes de investigación que ella realiza!

Bueno, no me quedaba otra que solidarizarme con el regreso de ese larguísimo viaje a la India. Pen-sándolo bien, yo hago lo mismo cada vez que puedo; agarro mi neceser, dos mudas de ropa, el cepillo den-tal, un lápiz y un cuaderno y arrivederci amigos.

Pero hoy les confieso, que otro día me asusté de veras, al observar las tallas rígidas de madera que traje de Mérida. Se habían mudado del sitio dónde las tengo colocadas, o sea, en fila india: la más alta de última, luego la mediana y la más pequeñita, con su ruana tejida y su sombrerito andino, de primera. Pero cuál no sería mi sorpresa al ver a la más alta en la primera fila, la segunda en la tercera y la tercera de última. Me quedé de una sola pieza, al mismo tiempo que el gallito rojo me guiñaba un ojo.

No comenté, no dije nada a nadie, más bien me congratulé con la situación.

Era algo extraño lo que me estaba pasando, y a todas luces patético. Del impacto no me atrevía a moverme y me quedé profundamente dormida. Al despertarme pensé objetivamente que el sitio lo buscamos nosotros, que son modismos inventados y que luego adaptamos a nuestra manera de ser y, además formalizamos actos para nuestra propia con-

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veniencia, puesto que la imaginación no tiene lími-tes. Inventamos todo: las fórmulas sociales, las bue-nas costumbres, los horarios, los decretos, las modas etc, etc, etc. Todo recto y en buena posición, y por si fuera poco disimulamos nuestras imperfecciones. La mente es prodigiosa, imaginamos hechos y cos-tumbres, y somos capaces de escribir hasta cuentos ¡Puro cuento!

Hoy estos objetos inanimados han cobrado vida, una y otra vez nos enseñan que todo se mueve a nues-tro alrededor. Depende del cristal con que se mire.

La tierra por naturaleza es redonda y ¿Qué obje-to no rueda por algo circular?

Y mi papelito, el del cuento del gallito rojo, del elefante Indú y de las tallitas andinas de madera... sa-lió volando, volando, va lejos, muy lejos buscando nubes y crepúsculos del cielo. Va en dirección a El Masnou, Barcelona, España, para llevarle un pedacito de arcoíris a Yara, la princesa. Mi bisnieta catalana.

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Y me volví a sentar, como era ya costumbre, frente a la mesita de cristal. Volví nuevamente a mi-rar el gallito de plumaje de colores, pero esta vez él era quién con su mirada fija me increpaba. Al prin-cipio me dije ¿Qué será lo que está pasando con el fulano gallo? ¿Será mi imaginación que otra vez ociosamente no encuentra en qué pensar? Además, está inmóvil, es simplemente una talla de madera.

Así estuve reflexionando unos instantes, cuando de repente sentí un espuelazo en mi mano derecha, luego otro y otro. Lo agarré hecha una furia por el pescuezo y lo cambié de lugar. Entonces oí clara-mente “quiquiriquí... quiquiriquí, estoy aquí”. No seas floja, me dijo, agarra el papel y el lápiz, escribe lo que piensas, transcribe, haz correcciones de esti-lo, procura dejar los espacios convencionales. Salte del instructivo, piensa ¡Carajo! mira, a pesar de mis impertinencias, al igual que tú, quisiera salir de esta mesa –mejor dicho, de abajo– pero sí te digo que

El gallo rojo. relato continuado

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el oficio de escritor no es tan bueno, ni bien remu-nerado, pero a lo mejor, quién quita que peguemos una, o quizás te publiquen en alguna revista. Algo es algo ¿No te parece? o que por suerte nos ganemos un premio, o también puede ser que puliendo la li-teratura en cuestión nos conviertan en un best seller por la obra literaria.

El fulano gallo no paraba de hablar, no me daba chance; siempre picando adelante, y continuó: ¿Qué si te rechazan? vuelves a la carga, hilvana esos pen-samientos, aíslate en una playa frente al mar, escribe, escribe hasta que te brinden una nueva oportuni-dad. Déjate de pendejadas, de que si el desgaste fí-sico, que si la inteligencia emocional ¡Qué va, chica! Dedícale tiempo a la escribidera, que si no te leen no importa, te lees tu misma. Admira tu potencial, sube ese Ego, quién quita que a todas éstas tú misma te creas una escritora, jojojojo.

El desparpajo del tipejo gallo me tenía descon-certada, pero atrapada en el desconcierto meditaba largos ratos hasta que al fin desperté del letargo en que me encontraba.

Desesperadamente fui en busca de papel y lápiz y heme aquí, de nuevo esforzándome para escribir y describir a mi gallo rojo, que después de todo ha sido mi estímulo ante esa dejadez que él llama flojera inte-lectual. Sería el colmo si me dejara etiquetar.

Aquí estoy pues, nuevamente frente a la talla de madera inmóvil, escrutando en mi mente. Es ese un sentir poderoso que te impulsa a escribir, es un in-

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tenso deseo de desglosar las ideas, de ese pensar constante que te incita a descargar la pluma, o a tintinear en una vieja máquina de escribir, que no cesa hasta quedarte exhausta, cansada, inerte, con los pelos de punta y los ojos de un demente.

El gallito rojo ahora es mi pana, mi hermano, mi camarada, el talismán de mis ideas pensantes. El es-poleo fue cada vez más fuerte y continuo.

—¿Qué pasa aprendiz de letras? escribiente de pacotilla una y otra espoleada me hacían irritar a veces. Una vez me sacó de quicio y casi lo desarmo de las debiluchas patas en las cuales se afincaba.

Locamente se me ocurrió escribir que los Bush, padre e hijo, entrarían derechito al infierno, una vez que fueran despachados de este mundo tan cruel, por la voluntad divina. Que si Hitler viviera flota-ría en una cama de aire, haciéndole el amor a Eva Braun y caerían al vacío. Que a Zapatero, sus cote-rráneos españoles le encontrarían la horma de sus zapatos, o que en un laboratorio de química inven-taran una crema especial para blanquear a Obama, hoy orgullo de la raza americana. Que los adultos se volvieran niños de la noche a la mañana y viceversa. Que los pobres pudieran asistir a un concierto de Metálica sin tener que pagar en Euros, jojojojo, qui-quiriquí ¡Ya estoy aquí!

Pero no, mi pana. A quién le prendemos las ve-las primero, si en este mundo hay tantos muertos. ¿Al “vivo” de Osama Bin Laden, que se encuentra en la

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ciudad perdida, en el mismísimo Triángulo de Las Ber-mudas? Pienso y escribo que hoy en día todo está al revés, y todo sigue normal, como si no pasara nada. Es por ello que el gallito tiene razón, hay que seguir escribiendo, porque lo escrito queda y así se hace historia. Ejemplo, que un tal Micheletti apareciera de golpe y porrazo destituyendo al Presidente electo por el pueblo, en Honduras junto a un tal Lobo, que de dictador oprobioso, pasó a ser Presidente aullador. Y mira, mi gallito, lo insólito que después del terremoto de Haití se robaron decenas de muchachitos huérfa-nos, unos inescrupulosos norteamericanos que fue-ron y que en ayuda humanitaria.

Ya no puedo parar de escribir, mi panita, y dime tú de las miles de mujeres que son víctimas de abu-so sexual en pleno siglo XXI y de nuestro reverendo José Gregorio, que ningún Papa lo reconoce como santo, ni siquiera para llevarlo en la nuca con una medallita. Y de los pedófilos que andan por el mun-do entero huyendo como ratas en sus faldones ne-gros de la justicia terrenal.

Quiquiriquí, ya estoy aquí, jojojojo, toma el con-trol Olga y sigue escribiendo. No pierdas tiempo, afila el lápiz o la espuela que algo queda. Hasta la próxima jojojojo.

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Nací en Mucurare un pueblito de la cordillera an-dina de Venezuela. Mi nombre de pila es Emiliano Hilario, nunca me gustó y desde entonces soy Emilia-no a secas. No conocí a quién fuera mi padre, y mi madre me decía que no fuera preguntón. Ella y yo vi-víamos en una pintoresca casita al pié de la montaña arriba, rodeada de flores silvestres, en el páramo. Fue el patrimonio que nos regaló mi Taita cuando dejó este mundo. Era lo único que teníamos.

Mi mamá era lavandera y realizaba dicho oficio entre pobladores del lugar. Mientras ella lavaba yo me bañaba en el río, también pescaba truchas que lleva-ba en un morral para nuestro almuerzo. Me sentía colaborador, cortaba leña y ayudaba en el conuco.

Los domingos mi mamá y yo bajábamos al pue-blo, llevábamos un manojo de frailejones, esa enig-mática flor del páramo. Me ponía mis alpargaticas nuevas, una ruana, mi sombrerito y a misa pues. Yo contaba para ese entonces con ocho años.

Emiliano, Baltazar y el Diablo

(Un cuento para divulgar)

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Un día, cuando se celebraban las fiestas de San Juan Bailón, bajamos al pueblo, pues era costumbre que la comunidad campesina ofreciera en venta los productos de las cosechas: ajo, cebollas, tomates, papas, fresas, flores y pare de contar. También los artesanos traían hamacas, morrales, bufandas, rua-nas, etc. que eran de lana y tejidos a mano.

Se armaba el fiestón, tocaban guitarra, cuatro, tambores y maracas y las muchachas con sus cache-tes coloraditos salían a bailar. Allí se tomaba la chicha de maíz o de arroz fermentada, y los campesinos to-maban el calentaíto o el cocuy en tapara. Y eso sí que era fuerte, pues los hombres se emborrachaban y a veces dormían las peas en el umbral del camino.

Mi madrecita era una mujer valiente, ordeñaba las vacas, sembraba el conuco, ensillaba y montaba el burro, y yo tenía una mula que corcoveaba cuando remontábamos cerro arriba hacia las montañas ne-vadas, en donde teníamos el conuco (única entrada familiar, además del lavado de ropa ajena). La pobre se crió en el campo y no sabía leer ni escribir. Eso sí, siempre me decía que yo no sería analfabeto como ella y que iría a la escuelita del pueblo, donde da-ban clases las hermanas Chacón Briceño, Estelita y Engracia, venidas de Timotes, y cuyos padres tenían haciendas de ganado y moliendas de caña, justico en los límites con nuestro rancho. Ellas eran cultas y ha-bían viajado a Caracas a estudiar, además sabían bor-dar, tejer, tocaban el piano, formaban parte del coro y eran las catequistas de la parroquia.

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Un día, tomando guarapo en la cocina, oí a una amiga que decía que guardaban un “secreto” y las malas lenguas hablaban pasito de que a una de ellas le quedó el ajuar con velo y todo, de una promesa matrimonial no cumplida y a la otra que tenía un com-padre de sacramento que la cortejaba pero que esta-ba casado en Colombia y no podía prometerle nada. Eran mujeres maduras o entraditas en años, pero muy conocidas como las señoritas Chacón Briceño. Tam-bién se decía que habían perdido la virginidad, o sea el honor en un amorío no correspondido. El caso es que eran respetadas y maestras de escuela.

Un día de tantos, mi madrecita, después de ha-cer las arepas de maíz pelao en el fogón, me llevó a la escuelita Del Buen Pastor que regentaban las señoritas en cuestión. Allí llegué el primer día de clases con mis alpargaticas nuevas y un libro en el morral que se llamaba La Cartilla. Ellas me enseña-ron desde las primeras letras. Todavía resuena en mis oídos MA-MA. Dinos Emiliano: ¿Cómo suena? Mamá, mi profe, y así aprendí a leer y a escribir. Desde entonces era yo quién firmaba los recibos de compras del fiao que los árabes ambulantes le de-jaban a mi mamá. Un corte de tela floreada para hacerse el vestido dominguero o un cobertor para la cama que tenía las patas cruzadas y que facilitaba el trabajo a las comadronas cuando las campesinas parían a los hijos.

Aprendí a sacar cuentas. Ya sabía sumar y restar y estaba aprendiendo a multiplicar. Recuerdo que

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imaginaba y multiplicaba cosas que no teníamos. Ejemplo, la pelota de jugar futbol que tanto me gus-taba o una bicicleta para cambiar la mula, mi único transporte rural. Las fiestas patronales en los pueblos son todo un acontecimiento y uno se prepara para asistir, pues eso y las peleas de gallos eran la única diversión de los parroquianos.

Llegó el día de San Pancracio, que era subrayado en rojo en el almanaque mundial de los hermanos Rojas. Ese día había que sacar al santo en procesión. En la pa-rroquia todos contribuíamos de buena voluntad, unos con el pan andino, otros con la chicha, los bizcochue-los, la pisca y los pastelitos de carne, arroz y garbanzos. Se formaba el sarao en el pueblo y había alegría.

Así comenzó lo que llaman los psicólogos la his-toria de vida de este servidor. Recuerdo que no había terminado de mudar los dientes de leche, creía en el Niño Jesús y en el ratón Pérez, en los espantos, y hasta en las brujas que volaban por los aires en un palo de escoba. Tenía pues la inocencia reflejada en el rostro. Así fue que de la mano protectora de mi madre, y muy bien recomendado por las señoritas Chacón Briceño, ingresé a la casa parroquial para ser presentado al cura que representaba a Dios en la tierra.

Me llamo Baltazar, me dijo con una sonrisa de oreja a oreja, una palmadita en el hombro izquierdo y una pasadita de mano por mi rebelde y pelirroja cabellera.

Yo estaba muy contento pues había sido el ele-gido, ayudante del Señor en el templo sagrado, ade-más estaba cumpliendo la promesa que mi mamá

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había hecho el mismísimo día de mi nacimiento, día de San Emiliano, de que yo sería Monaguillo. Lo úni-co que se me ocurrió pensar en ese momento era que el cura, tenía el mismo nombre que uno de los tres Reyes Magos, los que bajaron del Oriente, con mirra, incienso y oro. Desde ese entonces, ese nom-bre no se me olvidaría jamás.

En el bendito y silencioso templo, aprendí a en-cender velas y velones, a manejar el incienciario. A tocar las enormes campanas que llamaban a los feli-greses. También aprendí a hacer las ostias que luego serían consagradas. Asistía a todos los matrimonios y también a todos los funerales, pero éstos, sí que no me gustaban, me daban miedo.

Puntualmente los domingos debía recoger las dádivas o limosnas que la gente daba con gran gene-rosidad. Recuerdo que era una bolsa grande que se sujetaba de un palo largo. Se me pareció siempre al colador que usaba mi madre para el café. Sólo que éste colaba centavos, puyas, lochas, medios, reales, bolívares y fuertes y hasta billetes que eran deposi-tados con gran devoción.

La alegría desbordaba por mi piel cada vez que cumplía con mis funciones, (perdón, con mi de-ber). Así fue, como me fuí formando en las “bue-nas costumbres” y en la ética moral, tan bien ex-plicada hoy en día. Entre la iglesia y el páramo fue pasando el tiempo. Ya estaba próximo a cumplir los doce años de edad: La etapa adolescente. Mi mamá comenzó a enfermarse, de eso que llaman la

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menopausia. Sufría de calores y escalofríos y hasta de ardores, y un buen día me dijo:

—Hijo, eres lo único que tengo, has sido obe-diente y seguido mis enseñanzas, si muero me siento feliz porque has cumplido con Dios, nuestro señor.

Ella subió al cielo, quedé indefenso, completa-mente solo. Indescriptible el vacío que no se llenará nunca más.

La adolescencia comenzó a aflorar sin darme cuenta. Recordaba las travesuras en las montañas. El borrico de mi madre, el ardiente sol de mi niñez. soñaba y soñaba en un banco de la iglesia y me ima-ginaba jugando futbol con un balón en las grandes ligas, o a veces que era dueño de una empresa de transporte donde había 4x4 de estacas o de un ca-mión de carga de ganado. Me sentía crecer.

Un día de tantos, preparaba las ostias para los feligreses y me provocó comerme algunas, por su-puesto que había pecado. Otro día se me ocurrió escamotear de la bolsa coladora, un fuerte, cinco bolívares, pues. Me fui corriendo y me compré mi primer balón; con que alegría pateaba y pateaba sin cesar, sudando la gota gorda. Me distraje y pasaron las horas, sin darme cuenta ya era de noche. Llovía a cántaros y la lluvia resbalaba haciendo estragos en mi ropa, que empapada estremecía mi cuerpo. Sorpresivamente justo a mi llegada apareció el cura, envuelto en su ropaje negro. “Así te quería ver, has pecado y te voy a castigar”.

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Extendiendo su capa cual aletear de ave de ra-piña, un zamuro, un murciélago, con sus ojos, dos faros candentes y sus garras de lobo hambriento, se abalanzó sobre mi debilucho cuerpo, Baltazar, el mismísimo diablo aparecido.

No sé cuánto tiempo estuve inconsciente. La rea-lidad se hizo presente, patética, verás. Huí, huí y co-rriendo me metí en el confesionario (ese que parece un cajón con unos huequitos, como persianas que te dejan ver al que está afuera confesándose, pero que no permite ver al confesor). ¿Sería un sueño, o un mito tal vez?

El pederasta me castigó por mis “pecados mor-tales”: El balón de futbol comprado con las dádivas y la glotonería infantil de probar las ostias. Despa-vorido, desafiando el tiempo y las distancias, llegué al rancho del páramo, recogí los recuerdos de mi madre, una foto de ella de su juventud, su vestido floreado de los domingos y otra foto de un señor con cara de musiú que intuyo debe ser mi padre y pensé: ¿Será por eso que tengo el pelo rojizo y el temple de un varón?

El caney, la choza y el conuco se los enco-mendé de palabra y con un recibo firmado a las señoritas Chacón Briceño, en calidad de cuido o comodato, qué me serían devueltos a mi regreso, o cuando cumpliera la mayoría de edad. Vendí el borrico y también la yegua y con los cobres me compré un pasaje para la capital Caracas. Cuando me monté en la buseta comprendí la importancia

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de la libertad del pensamiento, de la verdad, de la justicia. Existen dos justicias: la divina y la terrenal y las dos son infinitas.

Casi al anochecer llegué a Caracas, deslumbra-do, pues no había visto tantos bombillos encendidos. Allá en mi pueblo usábamos lamparitas de carburo. Los cerros se veían engalanados como las estrellitas del cielo. Gente que iba y venía: blancos, negros, y morenos. Lenguaje de diferente pronunciación: colombianos, haitianos, cubanos, árabes, italianos y hasta chinos. Vehículos de todo tipo, bicicletas, motos, limosinas de lujo, aviones que cruzaban las alturas y hasta camiones de ganado como el que yo anhelaba. Vi ranchos, casas, edificios y mansio-nes. Conocí el mar, sus playas y sus arenas soleadas. También El Ávila con su majestuosidad. Me monté en locomotora, esa que ahora llaman metro. Bajé de las nubes y pisé tierra. Busqué trabajo y no me acep-taban por ser un menor. Me instalé en la Plaza Bolí-var, justo al frente de la Catedral Metropolitana y del busto imponente de Bolívar. Con un cajetín y cuatro cremas para lustrar zapatos, vendí Ultimas Noticias, El Nacional y El Universal. Me hice mesonero en Sa-bana Grande y Las Mercedes. Conocí gente impor-tante y a los políticos de turno. A Gallegos, Rómulo Betancourt, Rafael Caldera, Carlos Andrés Pérez y a Lusinchi. También al Doctor Uslar Pietri y a Pérez Jiménez. Saqué el bachillerato de noche y siguiendo las normas del “orejón” Luis Beltrán Prieto, me espe-cialicé en el INCE y me gradué de Técnico en Trans-

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porte Urbano y de Carga. En el acto de graduación me opuse a usar la capa negra pues esta no me traía buenos augurios.

Compré mi primera y única bicicleta. Asistí a to-dos los juegos de futbol en el Estadio Universitario. Me inscribí en la Universidad Central, en la Escuela de Psicología, pero para mi sorpresa y la de todos los venezolanos, el presidente Caldera la cerró por dos largos años. Monté mi primera empresa que se denominó Técnica Especializada en Latonería y Pintura, compra y venta de chatarra, la empresa fue creciendo y fabriqué tres galpones en la Rinconada. Desde un ventanal de mi oficina veía correr los ca-ballos de carrera y en lo que canta un gallo, adqui-rí a Largometraje, Correduro y Libertino. Gracias a ello, hoy en día soy un próspero campesino andino millonario. Me casé con Gloria por el estado civil únicamente. Tengo dos niñas y el primogénito. Por casualidad va entrando e interrumpe mi hobby de escribidor. Papá, papá, todos los niños del colegio van a hacer la primera comunión ¿Cuándo es que me vas a dar el permiso para hacerla papá? No, Gus-tavo, ya te he dicho rotundamente que no ¿Porqué papi? ¡Vete a la porra! Cuando tengas ventiun años, la mayoría de edad Gustavo.

Nota: este cuento se lo dedico especialmente a los adultos qué algún día fueron niños. No me hago res-ponsable de las coincidencias de nombres o de pro-nombres que aparecen en este relato.

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Hoy es un día como todos, sólo que la diferencia es; que es viernes Santo.

La ciudad duerme, todavía son las cuatro de la madrugada, la hora justa en que todo se ve apaci-ble, sereno. Desde mi alcoba oigo los gallos con su genial quiquiriquí. Pareciera que comienzan a des-perezarse anunciando movimiento.

Oigo el crujir de una rama seca que se quiebra, será porque ya se acerca el invierno y es, tan de avanzada edad la pobre que cede su lugar a su se-ñorita hija, que ahora se espiga cual adolescente en la flor de la edad.

El porqué estoy despierta a ésta hora es muy fácil de decir; simplemente mi trasnocho se debe a que “Alguien” ha estado retozando con mis pensamien-tos hasta casi el amanecer.

Es lógico pues, que tratándose de una intrusa en mi mundo cerebral me pusiera a hacerle caso y, por lo tanto, heme aquí desvelada.

Idea: La intrusa

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En vano le he preguntado cómo es que llegó a mi humilde aposento, sin hacer el menor ruido, como hada madrina de los cuentos de hadas de mi lejana niñez.

Es un poco difícil llegar a mi habitación, por su-puesto hay que atravesar todo el jardín de la parte central de la casa y por el lado opuesto, está el temi-ble Guardián, que a grandes ladridos llama la aten-ción de la vecindad, cual alarma oportuna.

No me explico pues, como es que La Intrusa, sin avisarme, ha traspuesto el umbral de mi morada.

Me encuentro en piyamas y me da pena, pero ella, más decidida que yo, me invita a dar un paseo por la ciudad.

Me visto apresuradamente y salimos a la calle. Se observa que está sola y aparentemente todos duer-men. Caminamos largos trechos y a cada paso vemos como todo va adquiriendo forma y movimiento.

Un niño de apenas seis o siete añitos va des-calzo, y silbando recoge una resma de periódi-cos y con tono infantil grita la venta del Diario matutino y nos lo ofrece con su carita sucia y su cabello despeinado.

En la primera página leo en letras grandes y rojas: Se lanzó del piso 18, joven universitaria de El Recreo, cito: Asesinado de cuatro puñaladas reo de Uribana, por motivos pasionales puso fin a su vida joven de 17 años, volcamiento con saldo de cuarenta muertos en El Vigía, el autobús venía de San Cristóbal.

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Entre musulmanes y judíos mueren enfrentadas doce personas cerca de una mezquita, etc, etc, etc. El reloj acaba de dar la hora, 5 am.

Ya mi estado de ánimo no es el mismo. Cierro el periódico y continuamos nuestro largo paseo. Al cruzar la calle, en la Plaza Mayor vemos otros dos niños acurrucaditos cubiertos con periódicos en un banco. Habían pasado la noche allí y todavía no se daban cuenta de que había amanecido.

Suena estrepitosamente una sirena, volteamos y es que llevan a un herido al hospital.

Empieza a aclarar el día. Un arapiento recoge de la basura un trozo de pizza que alguien había bota-do. Un poco más allá observamos a una joven, casi niña, que juega con un hombre entrado en años que le duplica la edad. Le han cerrado la cantina y se tambalea indeciso si quedarse con la joven o seguir para su casa.

Muy cerca del lugar, lo espera la que es su mujer o sea su pareja, ésta aparenta ser joven pero sus ras-gos delatan que otros tiempos fueron mejores. Hoy, lleva marcada la huella de la miseria y del sufrimien-to y un brillo extraño en los ojos, que muestra des-esperación y tristeza.

Ella, lo espera siempre detrás de bastidores, asus-tadiza, temerosa.

El, ya no es el mismo de antes; ¡Como ha cam-biado! Se ha vuelto huraño, hosco y bebedor, es un alcohólico más. Ya ni a sus pequeños quiere ver cuando se le acercan, una que otra vez pasa sus ru-

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das manos por la rubia cabellera de la más peque-ña, la menor de cinco hermanos ¿Se preguntará tal vez como es que han pasado todos esos años sin haber hecho otra cosa que muchachos, y con que alimentarlos? si lleva cinco sin conseguir un trabajo. El alcohol hace presa de su imaginación y se aferra a los cabellos rubios de su hija, quien le pregunta a su vez cuando irá a la escuela como los demás niños. Se oye cuando le dice: papi así puedo llevar tantos libros debajo del brazo como el joven ese, alto y se-rio que pasa todos los días por la acera de enfrente, yo lo miro siempre que pasa y me sonríe, y yo papi quiero estudiar como él.

La niña se ha quedado dormida en los brazos del padre y él a su vez duerme los excesos del licor que ha ingerido.

Mi regreso a casa ha sido deprimente. Idea, mi acompañante intrusa se ha ido. Me quedo re-flexionando lo ocurrido en tan solo tres horas an-tes del amanecer.

Hoy ha terminado la Semana Santa, se oye un repicar de campanas.

¡Es sábado de Gloria!

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Aquí estoy comenzando a escribir mis primeras experiencias. Los pensamientos brotan y a veces uno los retiene en ese cuaderno imaginario; allí que-dan plasmados las interrogantes y las dudas.

Pensándolo bien, este mundo donde vivimos es irremediablemente al revés: Nacemos para mo-rir después, y morimos para renacer en un más allá (también imaginario) pues quién nos asegura que esto es o no es ¿Cierto?

Pero, sigamos los pasos que vamos dando desde que en un éxtasis de felicidad y goce, nos constru-yen ¡Así de repente!

La primera morada, un vientre materno, cual gota en el vacío; sin ojos, sin oídos, sin nada que delate la metamorfosis que se encargará de formar y moldear cual obra de arte, lo que llamamos el Ser.

Allí estamos acurrucados y muy bien arrellena-dos; sobre un colchón de tripas, órganos y demás especies femeninas.

Yo existo

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De pronto, el sentido se nos agudiza: percibimos ruidos extraños, silbidos, voces, maracas sonoras, campanas distantes y hasta el retumbar de una alar-ma que avisa la intempestiva salida de alguna pri-meriza parturienta.

Allí dentro, empezamos a sentir de todo y a perci-bir si nos quieren, si nos miman o si, por el contrario se nos rechaza de plano. Pero, que va amigos yo, que todavía no he nacido, me conformo y a la vez, confir-mo que me quedo por un tiempo más; me acurruco, cruzo manos y piernas ¡Y a soñar se ha dicho!

Hoy es 22 de Enero, me han despertado brus-camente, luego he sentido un gel helado sobre mi frágil estructura; esto ha hecho que me desperece y que a la vez me desespere, pero esta vez sí que no hay pataleo que valga, pues, imagínense ustedes una especie de pega que más pareciera un imán de esos que llaman detectores que se utilizan para buscar tesoros escondidos.

Pues así va la cosa, la mueven, la estrujan y lo resbalan como buscando algo que se les ha perdido. Al fin, cesa el experimento, dejándome exhausto, casi inconsciente, pues creo que ya tengo eso que llaman conciencia.

Siento que han invadido mi mundo interior, que repito, es únicamente mío, han invadido mi privaci-dad, pues no señores, me aferro cual trapecista pro-fesional de circo a una cuerda o mejor dicho a un cordón y allí me quedo, somnoliento y feliz hasta que yo tome la decisión, porque, ¡Seré yo! quien

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decida salir y esta vez será para incursionar a otra dimensión desconocida. Heme aquí, haciendo un es-fuerzo mental y emocional de pensar en un futuro.

Han transcurrido interminables días y sus respectivas noches, creo que es eso que llaman ciclos o meses.

Hoy, he hecho muchas travesuras, doy patadas y braceo cual nadador olímpico, a veces gimo o lloro pero nadie me oye, es por ello que decido que hoy es el día y me dispongo a salir: me asomo de vez en cuando a una entrada o mejor dicho salida; parece un túnel y lo primero que oigo son unos quejidos que me aturden y retrocedo; son diferentes voces, órdenes de mando cual regimiento en cuartel, olores penetrantes y un corre de personas que van y vienen.

Es allí, donde empieza la duda, saldré o no sal-dré. Me asomo nuevamente a la entrada del túnel y diviso una luz lejana, me halan y siguen como em-pujando y siento que bruscamente voy bajando por un tobogán, pero, de pronto, dos enormes manos me agarran por el cuello, me presionan, me halan con mucha fuerza, ahora sí, estoy noqueado, me rin-do pues, me sacan a la fuerza. Me pegan como si yo les hubiese hecho algo y, me vuelven a pegar, ya no puedo hacerme el duro por más tiempo y comienzo a llorar estrepitosamente.

Me agarran de nuevo, antes me tenían con la cabeza hacia abajo y agarrados a mis dos debilu-chas piernas.

Esta vez me meten en una tina y me bañan con agua fría ¿Se ha visto señores? Me tocan, me huelen,

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me registran y hasta el pipí se me encalambra con tanta agarradera. Luego me embojotan en varios tra-pos, me estiran los brazos y cual ganado vacuno que va para feria, me colocan una marca o tatuaje.

Me pasan de mano en mano y de un lado para el otro; me enfocan una y mil veces en todas las posi-ciones como si fuera a un concurso fotográfico.

Al fin, me he quedado profundamente dormido después de este insólito viaje a futuro. Lo último que supe era que me habían sacado de un retén ¿Será que estuve preso? Ahora estoy en los cálidos brazos de la que ahora en adelante se encargará de mí, de disipar mis dudas, de enseñarme a ser fuerte, de alimentarme y de hacerme crecer como persona con amor.

¡Hurra hurra he llegado! Me recibe, la de sonrisa de Diosa, es mi madre! No la tuya OK.

PD: Eché una ojeada a la mesita de noche y ha-bía una lista de ciento y pico de nombres.

¿Cuál será el mío?

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Me desperté con ganas de ir al baño, apenas me incorporé vi pasar junto a mí a una obesa y rastrera cucaracha.

Confieso que les tengo grima ó casi podría de-cirse un miedo fortuito. Me subí rápidamente a la cama de nuevo, alargando el brazo hasta la mesa de noche, busqué el rasca-espaldas y alcanzándolo comencé a buscarla para dar en el blanco. Esta vez me miraba ella impresionada, protegiéndose debajo del mueble donde tengo el televisor.

No había pasado un segundo, cuando en veloz carrera pasó nuevamente frente a mis inquisidores ojos. Alcé el palo con todas mis fuerzas y oí un crepi-tar de vidrios rotos esparcidos por la habitación, había roto en mil pedazos el espejo de mi peinadora.

La bicha se escapó de nuevo. La ira me hacía temblar de impotencia. Traté de relajarme para darle tregua a la susodicha que había invadido mi priva-cidad y violentado mi estabilidad emocional. Pensé

¿De qué murió Martina Martinez?

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una y otra vez en asestarle el certero golpe en su desagradable estructura corporal. Esta salía y se es-condía de nuevo.

Todo fue en vano, le tiré la jarra con el agua que salpicó puertas y paredes. Le di ramalazos con la toalla, la jabonera y el jabón, le lancé el cepillo, la polvera y la loción. Nada resultó positivo y parecía retarme con sus diminutos ojos que brillaban en la oscuridad. Una y otra vez emprendía veloz carrera de cien kilómetros por hora, para luego descansar con gran desparpajo debajo de la alfombra, prote-giéndose para no ser ajusticiada.

No estaba dispuesta a darle tregua, la acosé, la perseguí, volaban por los aires cuánto objeto había y los enseres quedaban desparramados en mi cuarto, desordenando el ambiente pulcro del mismo.

Confieso que fue una batalla nocturna que tam-bién alteró mis nervios en forma demencial: los pe-los de punta y los ojos desorbitados de insomnio. Por último, la vi correr saltándose los peldaños de la escalera del segundo piso, apresurada.

Bajé en puntillas sin hacer el mínimo ruido, la mano alzada, para mi sorpresa, yacía acurrucada con sus diminutas patas encogidas boca arriba como pi-diendo clemencia en la mitad de mi sala. Me acerqué temerosa, la ausculté y comprobé ¡Muerte súbita!

Del susto le había dado un infarto a la infeliz Martina Martínez.

PD: Cuando de niña oía contar cuentos, se me quedó grabada en la memoria que a los animales

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les ponían nombres y sobrenombres. Ejemplo, el rey de la selva era siempre el León Feroz. Y a las rastreras cucarachas le decían: Cucarachita Martina Martínez

Esta es la de mi cuento de hoy, que les dedico alterada, pero visiblemente emocionada. La autora.

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Índice

Móviles 7

El gallo rojo. Relato continuado 11

Emiliano. Baltazar y el Diablo (Un cuento para divulgar) 15

Idea: La intrusa 24

Yo existo 28

¿De qué murió Martina Martinez? 32

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Se terminó de imprimir en marzo de 2013en el Sistema Nacional de Imprentas

Mérida — VenezuelaLa edición consta de 500 ejemplares

impresos en bond 75gr

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Olga Veloz Duin (Barquisimeto, 1930)Nace en Barquisimeto en 1930, madre de tres hijos, abuela de veintidós nietos y veinte bisnietos. Funcionaria de carrera administrativa. Jubilada del Ministerio de Educación. Poeta, escritora, declamadora, cuentista, narradora y fabuladora. La vena poética le fluye de parte de su madre la poetisa llanera Maria Inés Duin. Fue integrante de las giras teatrales nacionales e internacionales con el afamado profesor Maroliny. Autora del poema Nausea, publicado en Unidad. Órgano de la clase obrera al servicio del pueblo en la clandestinidad en 1963. Colaboradora con numerosos artículos del diario El Impulso. Participante en festivales y eventos nacionales de poesía y narrativa, así como en foros y talleres sobre la violencia contra las mujeres en eventos artísticos, culturales y pedagógicos en las escuelas municipales, como colaboradora especial del Grupo de Investigación de Género y Sexualidad-GIGESEX de la Universidad de Los Andes - ULA. Autora del compendio de poesías revolucionarias y cuatro poemarios y libros de cuentos inéditos. Actualmente en imprenta de la División de Cultura del Estado Lara, el poemario El carriel de mis recuerdos. Pertenece a la Asociación de Escritores del Estado Lara-ASELA.

Creativo imaginario en esta pequeña selección de cuentos de Olga Veloz Duin Dé-jame que te cuente, recreados desde la fuerza expresiva de la palabra, nos invita a pasearnos por su mágico e inagotable mundo de sueños, humor y sensaciones, donde se juntan en lúcido vuelo, la provocación critica con el dejar correr la escri-tura sabia, certera y ocurrente que se transfigura en Móviles… muy lejos buscan-do nubes y crepúsculos del cielo… o anunciando el canto del Gallo Rojo… Quiqui-riquí, ya estoy aquí… para descubrir la miseria humana en Emiliano, Baltazar y el Diablo (un cuento para divulgar) Tropezarse con la realidad que se hace presente, patética, veraz, en Idea: La intrusa, siempre que pasa y me sonríe. Yo existo… ¡Hu-rra, hurra he llegado!... para celebrar el nacimiento del ser hasta el desasosiego que agita la pregunta ¿De qué murió Martina Martínez? la cucarachita… Fuerza, dinamismo y pasión emergen de la mente lúcida, vivaz y apasionada de esta mujer revolucionaria, acompañada del universo de ideas que hacen aflorar la intención en una crítica ideológica que se devela en sus relatos con la incisiva reflexión de quién sabe pensar e imaginar hechos, personajes y acontecimientos que van más allá de su visible emoción para deleitarnos.

Mayira alonzo

I SBN 9 7 8 - 9 8 0 - 1 4 - 2 5 2 9 - 8

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