Deleuze, gilles (1963) la filosofía crítica de kant (cátedra, madrid, 1997-2008)

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Gilles Deleuze

Filosofía crítica de Kant

Traducción de Marco Aurelio Galmarini

TERCERA EDICIÓN

CÁTEDRA

TEOREMA

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1.a edición, 1997 3.a edición, 2008

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© Presses Universitaires de France, 1963 © Ediciones Cátedra (Grupo Anaya, S. A.), 1997,200M

Juan Ignacio Luca de Tena, 15. 28027 Madrid Depósito legal: M. 46.251-2008

ISBN: 978-84-376-2388-7 Printed in Spain

Impreso en Fernández Ciudad, S. L,Coto de Doñana, 10. 28320 Pinto (Madrid)

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A Ferdinand Alquié, como testimonio de profundo reconocimiento

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índice

In t r o d u c c ió n . El método trascendental............. 9

C a p ít u l o pr im er o . Relación de las facultades enla crítica de la razón pura.......................... 27

C a p ít u lo II. Relación de las facultades en la crí­tica de la razón práctica.............................. 55

C a p ít u lo III. Relación de las facultades en la crí­tica del juicio............................................ 83

C o n c l u s ió n . Los fines de la razón.................... 119

B ibl io g r a fía s u m a r ia ....................................... 133

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Introducción

El método trascendental

La razón según Kant

Kant define la filosofía como «la ciencia de la relación de todos los conocimientos con los fines esenciales de la razón humana», o como «el amor que experimenta el ser racional por los fines su­premos de la razón humana»1. Los fines supremos de la razón constituyen el sistema de la cultura. En estas definiciones se reconoce ya una lucha doble: contra el empirismo y contra el racionalis­mo dogmático.

Para el empirismo, la razón no es estrictamen­te la facultad de los fines, que remiten a una afectividad primera, a una «naturaleza» capaz de poseerlos. La originalidad de la razón estriba más bien en una cierta manera de realizar fines co­munes al hombre y al animal. La razón es la fa­cultad para disponer de medios indirectos, obli­cuos; la cultura es astucia, cálculo, rodeo. No

1 Crítica de la razón pura (CRP), y Opus postumum.

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cabe duda de que los medios originales reaccio­nan a los fines y los transforman; pero, en últi­ma instancia, los fines son siempre los de la na­turaleza.

Contra el empirismo, Kant afirma que hay fi­nes de la cultura, fines propios de la razón. Más aún, sólo de los fines culturales de la razón se puede decir que sean absolutamente últimos. «El último fin es un fin tal que la naturaleza no bas­ta para alcanzar y realizar de acuerdo con la idea, pues es un fin absoluto»2.

A este respecto, los argumentos de Kant son de tres clases. Argumento de valor: si la razón sólo sirviera para realizar los fines de la natura­leza, no se comprende por qué tendría un valor superior a la simple animalidad (sin duda, pues­to que existe, ha de tener una utilidad y un uso naturales; pero sólo existe en relación con una utilidad superior, de la que extrae su valor). Ar­gumento por el absurdo: si la naturaleza hubiese querido... (Si la naturaleza hubiese querido reali­zar sus fines en un ser dotado de razón, habría sido un error confiar en lo que este ser tiene de racional y habría sido preferible remitirse al ins­tinto, tanto en lo que hace a los medios como al fin.) Argumento de conflicto: si la razón sólo fue­ra una facultad de los medios, no se comprende cómo podrían oponerse en el hombre dos tipos t le l lncs en calidad de especie animal o de es- pcvlr moral (por ejemplo, desde el punto de vis-

' t 'HIlui th’i /nieto (CJ), § 84.

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ta de la naturaleza dejo de ser un niño cuando soy capaz de tener hijos, pero, sin oficio y con todo por aprender, continúo siendo un niño des­de el punto de vista de la cultura).

No cabe duda de que el racionalismo, por su lado, reconocía que el ser racional perseguía fi­nes cabalmente racionales. Pero lo que aquí apre­hende la razón como fin es todavía algo exterior y superior: un Ser, un Bien, un Valor, considera­dos como regla de la voluntad. Por tanto, la di­ferencia entre racionalismo y empirismo no es tan grande como se hubiera podido creer. Un fin es una representación que determina la voluntad. Mientras se trate de una representación de algo exterior a la voluntad, no importa que sea sensi­ble o puramente racional, pues en ambos casos sólo determina el querer mediante la satisfacción ligada al «objeto» que representa. Ya se considere una representación como sensible, ya como ra­cional, «el sentimiento de placer con el que cons­tituyen el principio determinante de la voluntad... es de una sola y la misma especie, no sólo por­que no se lo puede conocer de otra manera que empíricamente, sino también porque afecta una sola y la misma fuerza vital»3.

Contra el racionalismo, Kant argumenta que los fines supremos no son solamente fines de la ra­zón, sino que, al postularlos, la razón no hace otra cosa que postularse a sí misma. En los fines

Crítica de la razón práctica (CRPr), Analítica, escolio 1 ild teorema 2.

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de la razón, ésta se toma a sí misma como fin. Por tanto, hay intereses de la razón, pero, ade­más, la razón es el único juez de sus propios in­tereses. Los fines o los intereses de la razón no son materia de juicios ni de experiencia, ni de ninguna otra instancia externa o superior a la ra­zón. Kant rechaza por adelantado tanto las deci­siones empíricas como los tribunales teológicos. «Los conceptos, incluso los interrogantes que nos plantea la razón pura, no residen en la expe­riencia, sino íntegramente en la razón... Es la razón la que, por sí sola, ha engendrado esas ideas en su seno; por tanto, está obligada a jus­tificar su valor o su futilidad»4. Una crítica inma­nente, la razón como juez de la razón: he aquí el principio esencial del método llamado trascen­dental. Este método se propone determinar: 1.° la verdadera naturaleza de los intereses o de los fi­nes de la razón; 2.° los medios para realizar esos intereses.

Primer sentido de la palabra facultad

Toda representación está en relación con algo distinto de ella, objeto y sujeto. Distinguimos tan­tas facultades del espíritu como tipos de relación. En primer lugar, una representación puede refe-

4 CRP, Metodología, «La imposibilidad de la razón de en­contrar la paz en el escepticismo en desacuerdo consigo misma».

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rirse al objeto desde el punto de vista de la con­cordancia o de la conformidad: este caso, el más simple, define la facultad de conocer. En segun­do lugar, la representación puede entrar en rela­ción de causalidad con su objeto. Es el caso de la facultad de desear: «facultad de ser, con sus re­presentaciones, causa de la realidad de los obje­tos de tales representaciones». (Se objetará que hay deseos imposibles; pero, en este ejemplo, la representación como tal lleva implícita una rela­ción causal, aunque choque con otra causalidad que la contradiga. La superstición muestra de modo suficiente que ni siquiera la conciencia de nuestra impotencia «puede poner freno a nues­tros esfuerzos»5.) Por último, la representación está en relación con el sujeto en la medida en que produce en él un efecto, en la medida en que lo afecta, ya intensificando su fuerza vital, ya obsta­culizándola. Esta tercera relación define, como fa­cultad, el sentimiento de placer y de dolor.

Quizá no haya placer sin deseo, deseo sin pla­cer, placer ni deseo sin conocimiento, etcétera. Pero ésta no es la cuestión. No se trata de saber cuáles son las mezclas de hecho. Se trata de sa­ber si cada una de estas facultades, tal como se la define en derecho, es capaz de una forma su­perior. Se dice que una facultad tiene una forma superior cuando encuentra en sí misma la ley de su propio ejercicio (aun cuando de esta ley se desprenda una relación necesaria con alguna de

5 CJ. Introducción, § 3.

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las otras facultades). En su forma superior, pues, una facultad es autónoma. La crítica de la razón pura comienza con la pregunta: ¿hay una facul­tad superior de conocer? La crítica de la razón práctica, con la pregunta: ¿hay una facultad su­perior de desear? La crítica del juicio, a su vez, con ésta: ¿hay una forma superior del placer o del dolor? (Durante mucho tiempo, Kant no cre­yó en esta última posibilidad.)

Facultad superior de conocer

Una representación no basta por sí misma para constituir un conocimiento. Para conocer algo no sólo hace falta tener una representación, sino también salir de ella «para reconocer la existencia de otra, a ella enlazada». El conocimiento es, pues, síntesis de representaciones. «Pensamos en­contrar fuera del concepto A un predicado B, ex­traño a ese concepto, pero con el que creemos estar obligados a vincularlo»; del objeto de una representación afirmamos algo que no está con­tenido en la representación misma. Ahora bien, esa síntesis se presenta en dos formas: a poste­riori, cuando depende de la experiencia. Si digo «esta línea recta es blanca», se trata sin duda de la confluencia de dos determinaciones indiferen­tes: no toda línea recta es blanca, y la que lo es, no lo es necesariamente.

Por el contrario, cuando digo «la línea recta es el camino más corto» o «todo lo que cambia tie-

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ne una causa», efectúo una síntesis a priori: afir­mo B de A como necesaria y universalmente li­gado a él. (B, por tanto, es una representación a priori; en cuanto a A, puede serlo o no.) Los ca­racteres del a priori son lo universal y lo nece­sario. Pero el a priori se define como indepen­diente de la experiencia. Es posible que el a priori se aplique a la experiencia y, en ciertos ca­sos, que sólo se aplique a ella; pero no deriva de ella. Por definición, no hay experiencia que corresponda a las palabras «todos», «siempre», «ne­cesariamente»... El [camino] más corto no es un comparativo ni el resultado de una inducción, sino una regla a priori por la cual produzco una línea como línea recta. Causa no es tampoco el producto de una inducción, sino un concepto a priori por el cual reconozco en la experiencia algo que ocurre.

Mientras la síntesis sea empírica, la facultad de conocer aparece en su forma inferior: encuentra su ley en la experiencia y no en sí misma. Pero la síntesis a priori define una facultad superior de conocer. En efecto, esta facultad no se rige por los objetos que le darían una ley; por el contra­rio, la síntesis a priori atribuye al objeto una pro­piedad que no estaba contenida en la represen­tación. Por tanto, es preciso que el objeto esté sometido a la síntesis de la representación, que se rija por nuestra facultad de conocer, y no a la inversa. En consecuencia, cuando la facultad de conocer encuentra en sí misma su ley, legisla so­bre los objetos de conocimiento.

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Por este motivo, la determinación de una for­ma superior de la facultad de conocer es al mis­mo tiempo la determinación de un interés de la razón: «Conocimiento racional y conocimiento a priori son cosas idénticas», o los juicios sintéticos a priori son los principios de lo que debiera lla­marse «ciencias teóricas de la razón»6. Un interés de la razón se define mediante aquello por lo cual la razón se interesa en función del estado superior de una facultad. La razón experimenta naturalmente un interés especulativo; y lo experi­menta por los objetos que están necesariamente so­metidos a la facultad de conocer en su forma su­perior.

Si ahora nos preguntamos qué objetos son esos, advertimos de inmediato que sería contra­dictorio responder «las cosas en sí». ¿Cómo una cosa tal como es en sí podría estar sometida a nuestra facultad de conocer y regida por ella? En principio, eso sólo es posible para los objetos tal como aparecen, esto es, para los «fenómenos». (Así, en la Crítica de la razón pura, la síntesis a priori es independiente de la experiencia, pero se aplica únicamente a los objetos de la experien­cia.) Se advierte, pues, que el interés especulati­vo de la razón recae naturalmente en los fenóme­nos y sólo en ellos. No se crea que Kant necesita largas demostraciones para llegar a este resul­tado; por el contrario, es un punto de partida de la crítica, más allá del cual comienza el verdade­

6 CRPr, Prefacio; CRP, Introducción, 5.

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ro problema de la crítica de la razón pura. Si no hubiera algo más que interés especulativo, sería harto dudoso que la razón se comprometiera ja­más en consideraciones sobre las cosas en sí.

Facultad superior de desear

La facultad de desear supone una represen­tación que determine la voluntad. Pero, esta vez, ¿basta con invocar la existencia de las represen­taciones a priori para que la síntesis de la vo­luntad y la representación sea también ella a priori? La verdad es que el problema se plantea de otra manera. Aun cuando una representación sea a priori, determina la voluntad por interme­dio de un placer enlazado al objeto que repre­senta: la síntesis, por tanto, sigue siendo empíri­ca o a posteriori; la voluntad sigue determinada de manera «patológica» y la facultad de desear c ontinúa en un estado inferior. Para que ésta ac­ceda a su forma superior es menester que la re­presentación deje de ser una representación del objeto, incluso a priori. Es menester que sea la representación de una forma pura. «Si, por abs- iracción, se elimina de una ley toda la materia, es decir, todo objeto de la voluntad como prin­cipio determinante, lo único que queda es la simple forma de una legislación universal»7. La fa­cultad de desear es, pues, superior, y la síntesis

7 CRPr, Analítica, teorema 3.

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práctica que le corresponde es a priori, cuando la voluntad ya no está determinada por el placer, sino por la simple forma de la ley. Entonces, la facultad de desear ya no encuentra su ley fuera de sí misma, en una materia o en un objeto, sino en sí misma: se dice que es autónoma8.

En la ley moral, la razón determina por sí mis­ma la voluntad (sin la intermediación de un sen­timiento de placer o de dolor). Por tanto, hay un interés de la razón correspondiente a la facultad superior de desear: interés práctico, que no se confunde ni con un interés empírico, ni con el interés especulativo. Kant no deja de recordar que la razón práctica es profundamente «interesada». Por eso presentimos que la crítica de la razón práctica se desarrollará paralelamene a la crítica de la razón pura: se trata ante todo de saber cuál es la naturaleza de ese interés y sobre qué ver­sa. Es decir: puesto que la facultad de desear en­cuentra en sí misma su ley, ¿en qué recae esta legislación? ¿Cuáles son los seres o los objetos que se encuentran sometidos a la síntesis prácti­ca? No obstante, no se excluye que, a pesar del paralelismo de las preguntas, la respuesta sea aquí más compleja que en el caso precedente. Se nos permitirá pues postergar el examen de esta respuesta. (Más aún: se nos permitirá provisio­nalmente no examinar la cuestión de una forma

8 Para la Crítica de la razón práctica remito a la intro­ducción de M. Alquié en la edición de Presses Universitaires de France y al libro de M. Vialatoux en la colección «SUP- Initiation philosophique».

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superior del placer y del dolor, pues el sentido de esta cuestión supone las otras dos críticas.)

Bastará con que retengamos el principio de una tesis esencial de la crítica en general que dice lo siguiente: hay intereses de la razón que son de diferente naturaleza. Estos intereses consti­tuyen un sistema orgánico y jerarquizado que no es otro que el de los fines del ser racional. Ocurre que los racionalistas sólo retienen el inte­rés especulativo: consideran que los intereses prácticos se desprenden simplemente de ellos. Pero esta inflación del interés especulativo tiene dos consecuencias lamentables: la confusión acer­ca de los verdaderos fines de la especulación y, sobre todo, la reducción de la razón a uno solo de sus intereses. Con el pretexto de desarrollar el interés especulativo, se mutila la razón en sus in­tereses más profundos. De acuerdo con el primer sentido de la palabra «facultad», la idea de una pluralidad (y de una jerarquía) sistemática de in­tereses domina el método kantiano. Esta idea es un verdadero principio: el principio de un siste­ma de fines.

Segundo sentido de la palabra facultad

En un primer sentido, «facultad» remite a las di­versas relaciones de una representación en gene­ral. Pero en un segundo sentido, «facultad» desig­na una fuente específica de representaciones. Se distinguirá, pues, tantas facultades como especies

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de representación. Desde el punto de vista del conocimiento, el cuadro más simple es el si­guiente: 1.° la intuición (representación singular que se refiere inmediatamente a un objeto de ex­periencia y que tiene su fuente en la sensibi­lidad); 2.° el concepto (representación que se refiere a un objeto de experiencia de manera me­diata, por intermedio de otras representaciones, y que tiene su fuente en el entendimiento); 3.° la Idea (concepto que va más allá de la posibilidad de la experiencia y que tiene su fuente en la razón)9.

Sin embargo, la noción de representación, tal como la hemos empleado hasta ahora, sigue sien­do vaga. De una manera más precisa, hemos de distinguir entre la representación y lo que se pre­senta. Lo que se presenta a nosotros es ante todo el objeto tal como aparece. Entonces, la palabra «objeto» sobra. Lo que se nos presenta o lo que aparece en la intuición es ante todo el fenóme­no en tanto diversidad sensible empírica (a pos­teriori). Se ve que, en Kant, el fenómeno no es apariencia, sino aparición10. El fenómeno aparece en el espacio y en el tiempo: el espacio y el tiempo son para nosotros las formas de toda apa­rición posible, las formas puras de nuestra intui­ción o de nuestra sensibilidad. En tanto tales, son

9 CRP, Dialéctica, «Las ideas en general».10 CRP, Estética, § 8 («No digo que los cuerpos sólo pa­

rezcan existir fuera de mí... Me equivocaría si no viera más que mera apariencia en lo que debiera considerar como un fenómeno»).

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a su vez presentaciones: esta vez, presentaciones a priori. Lo que se presenta no es pues sólo la diversidad fenoménica empírica en el espacio y en el tiempo, sino la diversidad pura a priori del espacio y del tiempo mismos. La intuición pura (el espacio y el tiempo) es precisamente lo úni­co que la sensibilidad presenta a priori.

En términos precisos no se dirá que la intui­ción a priori es una representación, ni que la sensibilidad es una fuente de representaciones. Lo (]ue importa en la representación es el prefijo: re­presentación implica una recuperación activa de lo que está presente y, por tanto, una actividad y una unidad que se distinguen de la pasivi­dad y de la diversidad propias de la sensibilidad como tal. Desde este punto de vista, ya no tene­mos necesidad de definir el conocimiento como síntesis de representaciones. Lo que se define como conocimiento, esto es, como síntesis de lo (fue se presenta, es la representación misma.

Tenemos que distinguir, por un lado, la sensi­bilidad intuitiva como facultad de recepción, y por otro lado, las facultades activas como fuentes de verdaderas representaciones. Considerada en hu actividad, la síntesis remite a la imaginación; en su unidad, al entendimiento; y en su totalidad, a la razón. Tenemos, por tanto, tres facultades ♦ictivas que intervienen en la síntesis, pero que «on también fuentes de representaciones específi­cas cuando se considera una de ellas en relación con otra: la imaginación, el entendimiento, la ra­zón. Nuestra constitución es tal que poseemos

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una facultad receptiva y tres facultades activas. (Podemos suponer otros seres constiaúdos de otra manera; por ejemplo, un ser divino cuyo enten­dimiento fuera intuitivo y produjera lo distinto. Pero entonces, todas sus facultades se reunirían en una unidad eminente. La idea de semejante Ser como límite puede inspirar nuestra razón. Pero no expresa nuestra razón ni su situación en relación con nuestras otras facultades.)

Relación entre los dos sentidos de la palabra

FACULTAD

Pensemos en una facultad en el primer senti­do: en su forma superior es autónoma y legis­lativa; legisla sobre los objetos que le son some­tidos; a ella corresponde un interés de la razón. De esta suerte, la primera pregunta de la crítica en general era ésta: ¿cuáles son esas formas su­periores, cuáles esos intereses y sobre qué re­caen? Pero ahora se presenta un segundo inte­rrogante: ¿cómo se realiza un interés de la razón? Es decir: ¿qué es lo que asegura la sumisión de los objetos? ¿Cómo se someten? ¿Qué es lo que le­gisla verdaderamente en la facultad considerada: la imaginación, el entendimiento o la razón? Se advierte que si una facultad se define en el pri­mer sentido de la palabra, de tal manera que le corresponda un interés de la razón, hemos de buscar aún una facultad, en el segundo sentido, capaz de realizar ese interés o de asegurar la ta­

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rea legisladora. En otros términos, nada nos ga­rantiza que la razón se encargue por sí misma de realizar su propio interés.

Tomemos por ejemplo la crítica de la razón pura. Esta crítica comienza por descubrir la fa­cultad superior de conocer, esto es, el interés es­peculativo de la razón. Ese interés recae en los fenómenos. En efecto, puesto que no son cosas en sí, los fenómenos pueden estar sometidos a la facultad de conocer; y deben estarlo para que sea posible el conocimiento. Pero, por otra parte, pre­guntamos cuál es la facultad, como fuente de representaciones, que asegura esta sumisión y realiza este interés. Cuál es la facultad (en el se­gundo sentido) que legisla en la facultad de co­nocer? La respuesta famosa de Kant es que lo único que legisla en la facultad de conocer o en el interés especulativo de la razón es el entendi­miento. Por tanto, no es la razón la que se ocu­pa de su propio interés: «La razón pura abando­na todo al entendimiento...»11.

Debemos prever que la respuesta no sea exac- l a mente la misma en todas las críticas: así, pues, en la facultad superior de desear, es decir, en el Interés práctico de la razón, es esta misma la que legisla, sin dejar a nadie más la tarea de realizar m i propio interés.

La segunda cuestión de la crítica en general im­plica otro aspecto. Una facultad legisladora, en Unto fuente de representaciones, no elimina por

11 CRP, Dialéctica, «Las ideas trascendentales».

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completo el empleo de otras facultades. Cuando el entendimiento legisla en interés del conocer, el papel que en ello desempeñan la imaginación y la razón no es menos original, aunque conforme a las tareas que el entendimiento determina. Cuando la razón legisla en interés práctico, es a su vez el entendimiento el que desempeña un papel original, aunque en la perspectiva determi­nada por la razón... etcétera. Según cada crítica, el entendimiento, la razón y la imaginación esta­blecerán diversas relaciones, que una de esas fa­cultades presidirá. Por tanto, hay en la relación entre facultades variaciones sistemáticas según que tengamos en cuenta tal o cual interés de la razón. En resumen: a una facultad determinada en el primer sentido de la palabra (facultad de conocer, facultad de desear, sentimiento de pla­cer o de dolor), debe corresponder, en el segun­do sentido de la palabra, una relación determi­nada entre facultades (imaginación, entendimiento, razón). Es así como la doctrina de las facultades forma una verdadera red, que constituye a su vez el método trascendental.

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Capítulo primero

Relación de las facultades en la crítica de la razón pura

Lo «A p r io r i» y l o t r a s c e n d e n t a l

Los criterios de lo a priori son la necesidad y la universalidad. Lo a priori se define como in­dependiente de la experiencia precisamente por­que la experiencia nunca nos «da» nada que sea universal y necesario. Las palabras «todos», «siem­pre», «necesariamente» o incluso «mañana», no re­miten a nada de la experiencia: no derivan de la experiencia, aun cuando se apliquen a ella. Ahora bien, cuando conocemos, empleamos estas pala­bras; y es que decimos más que lo que nos es tlado, excedemos los datos de la experiencia. A menudo se ha hablado de la influencia de Hume i*n Kant. En efecto, Hume fue el primero en de­finir el conocimiento mediante ese tipo de exce­so. No conozco cuando compruebo que «he visto salir el sol mil veces», sino cuando juz­go: «mañana saldrá el sol», «siempre que el agua

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está a 100°, entra necesariamente en ebullición»...Kant pregunta ante todo: ¿cuál es el hecho del

conocimiento (quid facti)? El hecho del conoci­miento es que tenemos representaciones a priori (gracias a las cuales juzgamos). Pueden ser sim­ples «presentaciones», esto es, el espacio y el tiempo, formas a priori de la intuición, ellas mis­mas intuiciones a priori que se distinguen de las presentaciones empíricas o de los contenidos a posteriori (por ejemplo, el color rojo). Pueden ser «representaciones» en sentido estricto, esto es, la sustancia, la causa, etcétera, conceptos a priori que se distinguen de los conceptos empíricos (por ejemplo, el concepto de león). La pregunta ¿quid facti? es el objeto de la metafísica. Que el espacio y el tiempo sean presentaciones o intui­ciones a priori es el objeto de lo que Kant llama «exposición metafísica» del espacio y del tiempo. Que el entendimiento disponga de conceptos a priori (categorías) que se deducen de las formas del juicio es el objeto de lo que Kant llama «de­ducción metafísica» de los conceptos.

Sobrepasamos o excedemos lo que nos es dado en la experiencia gracias a principios que nos son propios, a principios necesariamente sub­jetivos. Lo dado no puede fundar la operación por la cual sobrepasamos lo dado. Sin embargo, no basta con que tengamos principios; también es preciso que tengamos ocasión de ejercerlos. Digo «mañana saldrá el sol», pero el mañana no se convertirá en presente si el sol no sale efecti­vamente. Si la experiencia no confirmara nuestros

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principios, si no colmara en cierto modo nuestros excesos, muy pronto perderíamos la ocasión de ejercer esos principios. Por tanto, es preciso que el dato de la experiencia se someta a principios del mismo tipo que los principios subjetivos que rigen nuestro discurrir. Si el sol saliera o no sa­liera, indiferentemente; «si el cinabrio fuese ora rojo, ora negro, ora ligero, ora pesado; si un hombre se transformara ya en un animal, ya en otro; si durante un largo día la tierra estuviera tan pronto cubierta de frutos como de hielo y nieve, mi imaginación empírica no tendría ocasión de re­cibir en el pensamiento el cinabrio pesado junto con la representación del color rojo...»; «nuestra ima­ginación empírica no podría hacer nunca nada ade­cuado a su potencia y, en consecuencia, permane­cería oculta en el fondo del espíritu como una facultad muerta e ignota para nosotros mismos»1.

Se advierte en qué punto se produce la ruptu­ra de Kant con Hume. Hume se había percatado de que el conocimiento implicaba principios sub­jetivos mediante los cuales sobrepasamos lo dado. Pero a él le parecía que esos principios eran sim­plemente de naturaleza humana, principios psi­cológicos de asociación relativos a nuestras re­presentaciones. Kant transforma el problema: lo <|iie se nos presenta de tal manera que forma una naturaleza debe obedecer necesariamente a prin­cipios del mismo tipo (más aún, a los mismos

1 CRP, Analítica, 1.a ed., «La síntesis de la reproducción en Iti imaginación».

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principios) que los que rigen el curso de nues­tras representaciones. Los mismos principios han de explicar nuestro discurrir subjetivo y el hecho de que lo dado se someta a ese discurrir. Esto equivale a decir que la subjetividad de los prin­cipios no es una subjetividad empírica o psicoló­gica, sino una subjetividad «trascendental».

Por esta razón, tras la pregunta de hecho se plantea otro interrogante superior, de derecho: ¿quid juris? No basta con comprobar que, en rea­lidad, tenemos representaciones a priori. Es pre­ciso aún que expliquemos por qué y cómo estas representaciones, que no derivan de la experien­cia, se aplican necesariamente a ella. ¿Por qué y cómo el dato que se presenta en la experiencia está necesariamente sometido a los mismos prin­cipios que rigen a priori nuestras representacio­nes (sometidos, en consecuencia, a nuestras re­presentaciones a priori)? Ésta es la pregunta de derecho. A priori designa las representaciones que no derivan de la apariencia. Trascendental desig­na el principio en virtud del cual la experiencia se somete necesariamente a nuestra representa­ción a priori. Por esta razón, tras la exposición metafísica del espacio y del tiempo viene una ex­posición trascendental. Y tras la deducción meta­física de las categorías, una deducción trascen­dental. «Trascendental» califica el principio de una sumisión necesaria de los datos de la experiencia a nuestras representaciones a priori y, correlati­vamente, de una aplicación necesaria de las re­presentaciones a priori a la experiencia.

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La revolución copernicana

En el racionalismo dogmático, la teoría del co­nocimiento se fundaba en la idea de una corres­pondencia entre el sujeto y el objeto, de una con­cordancia entre el orden de las ideas y el orden de las cosas. Esta concordancia tenía dos aspec­tos: implicaba una finalidad en sí misma; y exi­gía un principio teológico como fuente y garantía de esta armonía, de esta finalidad. Pero es curio­so advertir que, aunque en otra perspectiva, el empirismo de Hume presentaba un desenlace se­mejante: para explicar que los principios de la na­turaleza estuviesen de acuerdo con los de la naturaleza humana, Hume se vio obligado a in­vocar explícitamente una armonía preestablecida.

La idea fundamental de lo que Kant llama su «revolución copernicana» consiste en sustituir la Idea de una armonía entre el sujeto y el objeto (concordancia final) por el principio de una su­misión necesaria del objeto al sujeto. El descu­brimiento esencial estriba en que la facultad de conocer es legisladora, o, más precisamente, que la facultad de conocer tiene algo de legisladora. (De la misma manera, tiene algo de legisladora la lacultad de desear.) De esta suerte, el ser racio­nal se descubre nuevas potencias. Lo primero que nos enseña la revolución copernicana es que no­sotros somos los que mandamos. He ahí una in­versión de la concepción antigua de la Sabiduría: el sabio se definía en cierta manera por sus pro­pias sumisiones o, en otros términos, por su con-

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cordancia «final» con la naturaleza. Cuando un fi­lósofo, en apariencia muy extraño al kantismo, anuncia la sustitución de parere por iubere, debe a Kant más de lo que él mismo cree.

Parecería que el problema de la sumisión del objeto podría resolverse fácilmente desde el pun­to de vista de un idealismo subjetivo. Pero no hay solución más alejada del kantismo que ésta. El realismo empírico es una constante de la filo­sofía crítica. Los fenómenos no son apariencias, pero tampoco son productos de nuestra actividad. Nos afectan en la medida en que somos sujetos pasivos y receptivos. Pueden sometérsenos, pre­cisamente, porque no son cosas en sí. Pero ¿cómo, si no los producimos nosotros? ¿Cómo un sujeto pasivo puede tener por otra parte una fa­cultad activa, de manera que las afecciones que experimenta queden necesariamente sometidas a esa facultad? En Kant, el problema de la relación del sujeto y el objeto tiende pues a interiorizar­se: se convierte en el problema de una relación entre facultades subjetivas que difieren en natu­raleza (sensibilidad receptiva y entendimiento ac­tivo).

La síntesis y el entendimiento legislador

Representación quiere decir síntesis de lo que se presenta. La síntesis consiste en representar una diversidad, es decir, en ponerla encerrada en una representación. La síntesis tiene dos aspectos:

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la aprehensión, mediante la cual ponemos lo di­verso como si ocupara un cierto espacio y un cierto tiempo, por el cual «producimos» partes en el espacio y en el tiempo; y la reproducción, me­diante la cual reproducimos las partes anteriores a medida que accedemos a las siguientes. Así de­finida, la síntesis no sólo se efectúa en la diver­sidad tal como aparece en el espacio y en el tiempo, sino también en la diversidad del espa­lio y el tiempo mismos. En efecto, sin esta últi­ma diversidad sería imposible «representar» el es­pacio y el tiempo.

Kant define siempre esta síntesis, ya en su ca­lidad de aprehensión, ya de reproducción, como acto de imaginación2. Pero la cuestión es ésta: /es del todo exacto decir, como hemos hecho precedentemente, que basta la síntesis para cons­tituir el conocimiento? En verdad, el conocimien­to implica dos cosas que desbordan la síntesis misma. Por un lado, implica la conciencia, o más precisamente la pertenencia de las representacio­nes a una misma conciencia en la que deben es- litr conexas; pero la síntesis de la imaginación, c onsiderada en sí misma, no es en absoluto con­ciencia de sí3. Por otro lado, el conocimiento im- pllc a una relación necesaria con un objeto. Lo

* Analítica, passim (cfr. 1.a ed., «La relación del en- liMullmiento con los objetos en general»: «Hay una facultad rtrllvu que realiza la síntesis de los elementos diversos: la • U4nominamos imaginación, y a la acción que ejerce inme- ilMl.iiiicnte en las percepciones la llamo aprehensión»).

' (,'KP, Analítica, § 10.

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que constituye el conocimiento no es simple­mente el acto por el cual se hace la síntesis de lo diverso, sino el acto por el cual se relacionalo diverso representado con un objeto (reconoci­miento; esto es una mesa, esto es una manzana, esto es tal o cual objeto...).

Estas dos determinaciones del conocimiento es­tán profundamente relacionadas entre sí. Las re­presentaciones son mías en la medida en que es­tán unidas en la unidad de una conciencia, de tal manera que las acompañe el «yo pienso». Pero las representaciones no se unen de esta suerte en una conciencia si lo diverso que las mismas sin­tetizan no se relaciona a su vez con un objeto cualquiera. No cabe duda de que sólo conocemos objetos cualificados (cualificados como tal o cual por una diversidad). Pero nunca lo diverso se re­lacionaría con un objeto si no dispusiéramos de la objetividad como una forma en general («obje­to cualquiera», «objeto = x»). ¿De dónde proviene esa forma? El objeto cualquiera es el correlato del yo pienso o de la unidad de la conciencia, es la expresión del Cogito, su objetivación formal. Por eso, la verdadera fórmula (sintética) del Cogito es ésta: me pienso y, al pensarme, pienso el objeto cualquiera con el que pongo en relación una di­versidad representada.

La forma del objeto no remite a la imaginación, sino al entendimiento: «Sostengo que el concepto de un objeto en general, que no sabría encontrar en la conciencia más clara de la intuición, perte­nece al entendimiento como a una facultad par-

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I ¡ciliar»4. Todo empleo del entendimiento, en efec- l<>, se desarrolla a partir del yo pienso; más aún, la unidad del yo pienso «es el entendimiento mis­ino»5. El entendimiento dispone de conceptos a (rriori a los que se llama categorías; si se pre­gunta cómo se definen las categorías, se advierte <|ue son a la vez representaciones de la unidad <lc la conciencia y, como tales, predicados del ob­jeto cualquiera. Por ejemplo, no todo objeto es rojo, y el que lo es, no lo es necesariamente; pero no hay un objeto que no sea necesaria­mente sustancia, causa y efecto de otra cosa y <|iie no esté en relación recíproca con otra cosa. I.a categoría, por tanto, da a la síntesis de la ima­ntación una unidad sin la cual, en términos rí­anosos, no nos proprocionaría ningún conoci­miento. En resumen podemos decir que lo que vuelve al entendimiento no es la síntesis misma, ilno la unidad de la síntesis y las expresiones de t'Nii unidad.

I.a tesis kantiana es la siguiente: los fenómenos csián necesariamente sometidos a las categorías,ii tal punto que a través de las categorías somos Ion verdaderos legisladores de la naturaleza. Pero k cuestión es ante todo ésta: ¿por qué es preci­samente el entendimento (y no la imaginación) ijiilen legisla? ¿Por qué es él quien legisla en la lili uliad de conocer? Para hallar respuesta a esta pirminta tal vez baste con comentar sus términos.

1 Curta a Herz, 26 de mayo de 1789.1 Analítica, § 16.

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Es evidente que no podríamos preguntar: ¿por qué los fenómenos se someten al espacio y al tiempo? Los fenómenos son lo que aparece, y aparecer es ser inmediatamente en el espacio y en el tiempo. «Como únicamente por medio de esas formas puras de la sensibilidad puede una cosa aparecérsenos, es decir, convertirse en obje­to de intuición empírica, el espacio y el tiempo son intuiciones puras que contienen a priori la condición de posibilidad de los objetos como fe­nómenos»6. Por esta razón, el espacio y el tiem­po constituyen el objeto de una «exposición», no de una deducción; y su exposición trascendental, en comparación con la exposición metafísica, no supone dificultad particular. Por tanto, no se pue­de decir que los fenómenos se «sometan» al es­pacio y al tiempo: no sólo porque la sensibilidad es pasiva, sino sobre todo porque es inmediata y porque la idea de sumisión implica, por el con­trario, la intervención de un mediador; es decir de una síntesis que relacione los fenómenos con una facultad capaz de ser legisladora.

Entonces, la imaginación no es una facultad le­gisladora. La imaginación encarna precisamente la mediación, opera la síntesis que relaciona los fe­nómenos con el entendimiento como la única fa­cultad que legisla en interés del conocer. Por eso dice Kant: «La razón pura abandona todo al en­tendimiento, el cual se aplica de modo inmedia­to a los objetos de la intuición o más bien a la

6 CRP, Analítica, § 13.

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síntesis de esos objetos en la imaginación»7. Los fenómenos no se someten a la síntesis de la ima­ginación, sino que a través de esta síntesis se so­meten al entendimiento legislador. A diferencia del espacio y el tiempo, las categorías, en tanto conceptos del entendimiento, son objeto de una deducción trascendental, que pone y resuelve el problema particular de la sumisión de los fenó­menos.

He aquí, a grandes rasgos, cómo se resuelve este problema: 1) todos los fenómenos están en el espacio y en el tiempo; 2) la síntesis a priori de la imaginación se efectúa a priori en el es­pacio y en el tiempo; 3) los fenómenos, por tan­to, están necesariamente sometidos a la unidad de lo trascendental de esta síntesis y a las cate­gorías que la representan a priori. Precisamente en este sentido el entendimiento es legislador: no cabe duda de que no nos dice cuáles son las le­yes a las que obedecen tales o cuales fenómenos desde el punto de vista de su materia, pero cons- lituye las leyes a las que se someten todos los fe­nómenos desde el punto de vista de su forma, de tal manera que «forman» una naturaleza sen­sible en general.

P apel d e l a im a g in a c ió n

Cabe preguntarse ahora qué hace el entendi­miento legislador con sus conceptos o sus uni-

7 CRP, Dialéctica, «Las ideas trascendentales».

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dades de síntesis. Juzga: «El entendimiento no puede hacer otra cosa con estos conceptos que utilizarlos como medio para juzgar*»8. Y también: ¿qué hace la imaginación con sus síntesis? De acuerdo con la célebre respuesta de Kant, la ima­ginación esquematiza. Por tanto, la síntesis y el esquema no se confundirán en la imaginación. El esquema supone la síntesis. La síntesis es la determinación de un cierto espacio y de un cierto tiempo, mediante la cual se relaciona la diversi­dad con el objeto en general y en conformidad con las categorías. Pero el esquema, en todo mo­mento y en todo lugar, es una determinación es- paciotemporal correspondiente a la categoría; no consiste en una imagen, sino en relaciones espa- ciotemporales que encarnan o realizan relaciones conceptuales propiamente dichas. El esquema de la imaginación es la condición bajo la cual el en­tendimiento legislador realiza juicios con sus con­ceptos, juicios que servirán de principios a todo conocimiento de lo diverso. No responde a la pregunta ¿cómo se someten los fenómenos al en­tendimiento?, sino a esta otra: ¿cómo se aplica el en­tendimiento a los fenómenos que a él se someten?

El que las relaciones espaciotemporales puedan adecuarse a las relaciones conceptuales (a pesar de la diferencia de naturaleza), es, dice Kant, un misterio profundo y un arte oculto. Pero no cabe

8 CRP, Analítica, «Uso lógico del entendimiento en gene­ral». En el capítulo III se examinará si el juicio implica o constituye una facultad particular.

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valerse de este texto para pensar que el esque­matismo sea el acto más profundo de la imagi­nación ni su arte más espontáneo. El esquema­tismo es un acto original de la imaginación: únicamente ella esquematiza. Pero sólo esquema- liza cuando el entendimiento preside o tiene el poder legislador. Sólo esquematiza en beneficio del interés especulativo. Cuando el entendimien­to se encarga del interés especulativo, esto es, cuando resulta determinante, entonces y sólo en­tonces la imaginación está determinada a esque­matizar. Más adelante examinaremos las conse­cuencias de esta situación.

Pa p e l d e la r a z ó n

El entendimiento juzga, pero la razón razona. Ahora bien, de acuerdo con la doctrina de Aristó­teles, Kant concibe el razonamiento de manera si­logística : dado un concepto del entendimiento, la razón busca un término medio, es decir, otro con­cepto que, tomado en toda su extensión, condi­cione la atribución del primer concepto a un objeto (así, hombre condiciona la atribución de «mortal» a Cayo). Desde este punto de vista, la ra­zón ejerce su genio propio en relación con los conceptos del entendimiento: «La razón accede a un conocimiento por medio de actos del enten­dimiento que constituyen una serie de condicio­nes»9. Pero justamente la existencia de conceptos

9 CRP, Dialéctica, «Las ideas trascendentales».

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a priori del entendimiento (categorías) plantea un problema particular. Las categorías se aplican a todos los objetos de la experiencia posible; para encontrar un término medio que fundamente la atribución del concepto a priori a todos los obje­tos, la razón no puede ya dirigirse a otro con­cepto (ni siquiera a priori), sino que debe cons­tituir Ideas que excedan la posibilidad de la experiencia. Así es como la razón, en su propio interés especulativo, se ve en cierto modo indu­cida a formar Ideas trascendentales. Éstas repre­sentan la totalidad de las condiciones bajo las cuales se atribuye una categoría de relación a los objetos de la experiencia posible; representan por tanto algo incondicional10. Esto es, el sujeto ab­soluto (Alma) en lo referente a la categoría de sustancia, la serie completa (Mundo) en lo refe­rente a la categoría de causalidad y el todo de la realidad (Dios como ens realissimum) en lo refe­rente a la comunidad.

También se advierte aquí que la razón desempe­ña un papel que sólo ella es capaz de desem­peñar; pero está determinada a hacerlo. «La razón, en rigor, no tiene por objeto otra cosa que el en­tendimiento y su empleo conforme a su fin»11. Subjetivamente, las Ideas de la razón se refieren a los conceptos del entendimiento para conferir­les a la vez el máximo de unidad y de extensión sistemáticas. Sin la razón, el entendimiento no

10 CRP, ibid.11 CRP, Dialéctica, Apéndice, «Uso regulador de las ideas».

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reuniría en un todo el conjunto de sus progresos en relación con un objeto. Por eso la razón, en el momento mismo en que abandona al entendi­miento el poder legislador en interés del cono­cimiento, también conserva de él un papel, o más bien recibe de vuelta, del propio entendimiento, una función original: la de constituir hogares idea­les fuera de la experiencia, hacia los cuales con­verjan los conceptos del entendimiento (máximo de unidad); formar horizontes superiores que re­flejen y abarquen los conceptos del entendimien­to (máximo de extensión)12. «La razón pura aban­dona todo al entendimiento, que se aplica de manera inmediata a los objetos de la intuición o más bien a la síntesis de esos objetos en la ima­ginación. Tan sólo se reserva la totalidad absoluta en el empleo de los conceptos del entendimien­to y trata de llevar hasta el absoluto incondicio­nal la unidad sintética concebida en la cate­goría»13.

También objetivamente tiene la razón un papel. Pues el entendimiento sólo puede legislar acerca de los fenómenos desde el punto de vista de la lorma. Ahora bien, supongamos que los fenóme­nos estuvieran formalmente sometidos a la uni­dad de la síntesis, pero que, desde el punto de vista de su materia, presentaran una diversidad ra­dical: entonces el entendimiento no tendría oca­sión de ejercer su poder (esta vez, la ocasión ma­

12 CRP, ibtd.CRP, Dialéctica, «Las ideas trascendentales».

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terial). «No habría tampoco concepto de género,o concepto en general, ni, en consecuencia, en­tendimiento»14. Por tanto, no sólo es preciso que los fenómenos se sometan a las categorías desde el punto de vista de la forma, sino además que, desde el punto de vista de la materia, se corres­pondan con las Ideas de la razón o las simboli­cen. En este nivel se reintroduce una armonía, una finalidad. Pero se ve que, aquí, la armonía entre la materia de los fenómenos y las Ideas de la razón es simplemente postulada. En efecto, no se puede decir que la razón legisle acerca de la materia de los fenómenos. Debe suponer una uni­dad sistemática de la naturaleza, debe plantear esta unidad como problema o como límite y re­gir todas sus acciones por la idea de este límite hasta el infinito. La razón, por tanto, es la facul­tad que dice: todo sucede como si... No afirma en absoluto que la totalidad de la unidad de las condiciones se den en el objeto, sino tan sólo que los objetos nos permiten tender a esta uni­dad sistemática como al grado más alto de nues­tro conocimiento. De esta manera, en su materia, los fenómenos se corresponden con las Ideas, y las Ideas con la materia de los fenómenos; pero, en lugar de sumisión necesaria y determinada, nos hallamos aquí ante una correspondencia, una concordancia indeterminada. La Idea no es una ficción, dice Kant; tiene un valor objetivo, posee un objeto; pero este objeto es «indeterminado»,

14 CRP, Dialéctica, Apéndice, «Uso regulador de las ideas»,

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«problemático». Indeterminada en su objeto, de- terminable por analogía con los objetos de la ex­periencia y portadora del Ideal de una determi­nación infinita en lo referente a los conceptos del entendimineto: éstos son los tres aspectos de la Idea. La razón no se contenta pues con razo­nar en relación con los conceptos del entendi­miento, sino que «simboliza» en relación con la materia de los fenómenos15.

Problema de la relación entre las facultades:

iíi. sentido común

Así, pues, las tres facultades activas (imagina­ción, entendimiento, razón) establecen una cierta relación entre ellas, lo que es función del interés especulativo. El entendimiento es el que legisla y |u/.ga; pero por debajo del entendimiento, la ima­ginación sintetiza y esquematiza y la razón razo­na y simboliza, a fin de que el conocimiento ten­ga el máximo de unidad sistemática. Ahora bien, lodo acuerdo de las facultades entre sí define lo <|ue se puede llamar sentido común.

«Sentido común» es una expresión peligrosa, demasiado marcada por el empirismo. No hace lidia definirlo como un «sentido particular» (una

La teoría del simbolismo no aparecerá hasta la Crítica rit*1 juicio. Pero «la analogía», tal como se la describe en •Apéndice a la Dialéctica» de la Crítica de la razón pura, es H primer esbozo de dicha teoría.

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facultad particular). Por el contrario, designa un acuerdo a priori de las facultades, o más preci­samente el «resultado» de tal acuerdo16. Desde este punto de vista, el sentido común no apare­ce como un dato psicológico, si no como la con­dición subjetiva de toda «comunicabilidad». El co­nocimiento implica un sentido común, sin el cual no sería comunicable y no podría aspirar a la universalidad. En esta acepción, Kant nunca re­nunciará al principio subjetivo de un sentido co­mún, es decir, a la idea de una buena naturale­za de las facultades, de una naturaleza sana y recta que les permita concordar unas con otras y producir proporciones armoniosas. «La filosofía más elevada, en lo referente a los fines esencia­les de la naturaleza humana, no puede llevar más lejos que la dirección que se ha acordado en el sentido común.» Desde el punto de vista especu­lativo, incluso la razón goza de una buena natura­leza que le permite concordar con las otras facul­tades: las Ideas «nos son dadas por la naturaleza de nuestra razón y es imposible que este tribu­nal supremo de todos los derechos y de todas las pretensiones de nuestra especulación encierre por sí solo las ilusiones y los prestigios originales»17.

Busquemos ante todo las implicaciones de esta teoría del sentido común, aun cuando dé lugar a un problema complejo. Una de las cuestiones más originales del kantismo es la idea de una dife-

16 cj, § 40.17 CRP, Dialéctica, Apéndice, «El fin final de la dialéctica».

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rancia de naturaleza entre nuestras facultades. lista diferencia de naturaleza no aparece sólo en­tre la facultad de conocer, la facultad de desear y el sentimiento de placer y de dolor, sino tam­bién entre las facultades como fuentes de repre­sentaciones. La sensibilidad y el entendimiento di­fieren en su naturaleza: una es facultad de la intuición, mientras que el otro es facultad de los conceptos. También aquí se opone Kant a la vez al dogmantismo y al empirismo que, cada uno a su manera, afirman una simple diferencia de gra­do (ya sea de claridad, a partir del entendimien­to, ya sea de vivacidad, a partir de la sensibili­dad). Pero entonces, para explicar cómo la sensibilidad pasiva concuerda con el entendi­miento activo, Kant invoca la síntesis y el esque­matismo de la imaginación que se aplica a prio­ri a las formas de la sensibilidad en conformidad ton los conceptos. Pero eso sólo desplaza el pro­blema. En efecto, también la imaginación y el en­tendimiento difieren en naturaleza, y la concor­dancia entre estas dos facultades activas no es menos «misteriosa». (Lo mismo ocurre con la con­cordancia entre entendimiento y razón.)

Al parecer, Kant choca con una temible difi­cultad. Hemos visto que negaba la idea de una urmonía preestablecida entre el sujeto y el obje­to, que él sustituía por el principio de una sumi­sión necesaria del objeto al sujeto. Pero, ¿no rein- tioduce la idea de armonía, aunque traspuesta en el nivel de las facultades del sujeto, diferentes en- tie sí por naturaleza? Esta trasposición, sin duda,

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es original. Pero no basta con invocar una con­cordancia armoniosa de las facultades, ni un sen­tido común como resultado de esa concordancia; la crítica en general exige un principio que justi­fique la concordancia, así como una génesis del sentido común. (Este problema de una armonía de las facultades es tan importante que Kant tiende a reinterpretar la historia de la filosofía según su perspectiva: «Estoy persuadido de que con su ar­monía preestablecida, que extendía a todo, Leibniz no pensaba en la armonía de dos seres distintos, entre el ser sensible y el ser inteligible, sino en la armonía de dos facultades de uno solo y el mismo ser, en el cual sensibilidad y enten­dimiento concuerdan para un conocimiento de experiencia»»18. Pero esta reinterpretación es ambi­gua: parece indicar que Kant invoca un principio supremo finalista y teológico, de la misma ma­nera que sus predecesores. «Si queremos juzgar el origen de esas facultades, pese a que se trate de una investigación que excede por completo los límites de la razón humana, no podemos in­dicar otro fundamento que nuestro divino crea­dor»19.)

Sin embargo, consideremos más de cerca el sentido común bajo su forma especulativa (sen- sus communis logicus). Expresa la armonía de las facultades en el interés especulativo de la razón, es decir, bajo la presidencia del entendimiento.

18 Carta a Herz, 26 de mayo de 1789.19 Ibtd.

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Aquí la concordancia de las facultades está de­terminada por el entendimiento, o, lo que viene a ser lo mismo, se realiza bajo conceptos deter­minados del entendimiento. Debemos prever que, desde el punto de vista de otro interés de la ra­zón, las facultades entren en otra relación, bajo la determinación de otra facultad, a fin de formar otro sentido común: por ejemplo, presididas por la razón, un sentido común moral. Por eso Kant ilice que la concordancia entre las facultades es eapaz de múltiples proporciones (según la facul­tad que determine la relación)20. Pero cada vez que adoptamos el punto de vista de una relación0 de una concordancia ya determinada, ya espe- eífica, es fatal que el sentido común nos parezca tina suerte de hecho a priori más allá del cual no1 )( >demos remontarnos.

listo equivale a decir que las dos primeras crí­ticas no pueden resolver el poblema originario de la relación entre las facultades, sino únicamente Indicarlo, y remitirnos a ese problema como a una tarea última. En efecto, toda concordancia de­terminada supone que las facultades, más pro­fundamente, sean capaces de una concordancia li­bre e indeterminada21. Sólo en el nivel de esta roncordancia libre e indeterminada (sensus co­mí mis aestheticus) se podrá plantear el problema «le un fundamento del acuerdo o de una génesis ilel sentido común. He aquí por qué no tenemos

Cl § 21. " fbíd.

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que esperar de la crítica de la razón pura ni de la crítica de la razón práctica la respuesta a una cuestión que sólo adquirirá su verdadero sentido en la crítica del juicio. En lo que concierne a un fundamento por la armonía de las facultades, las dos primeras críticas sólo encuentran su culmina­ción en la última.

U SO LEGÍTIMO, USO ILEGÍTIMO

1 .° Únicamente los fenómenos pueden estar so­metidos a la facultad de conocer (sería contra­dictorio que lo estuviesen las cosas en sí). El in­terés especulativo, por tanto, recae naturalmente en los fenómenos; las cosas en sí son objeto de un interés especulativo natural. 2.° ¿De qué ma­nera precisa los fenómenos son sometidos a la fa­cultad de conocer, y a qué parte de esta facul­tad? Se los somete al entendimiento y a sus conceptos a través de la síntesis de la imagina­ción. Por tanto, el entendimiento es el que legis­la en la facultad de conocer. La razón se ve lle­vada a abandonar al entendimiento el cuidado de su propio interés especulativo precisamente por­que no se aplica por sí misma a los fenómenos y constituye Ideas que sobrepasan la posibilidad de la experiencia. 3.° El entendimiento legisla los fenómenos desde el punto de vista de su forma. Como tal, se aplica y tiene por fuerza que apli­carse exclusivamente a lo que le está sometido: no nos da ningún conocimiento de las cosas tal como son en sí.

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Esta exposición no explica uno de los temas fundamentales de la Crítica de la razón pura. Por diversos motivos, tanto al entendimiento como a la razón los atormenta profundamente la ambición de hacernos conocer las cosas en sí. La existen­cia de ilusiones internas y usos ilegítimos de las facultades es una tesis a la que Kant vuelve una y otra vez. La imaginación llega a soñar en lugar de esquematizar. Más aún: en lugar de aplicarse exclusivamente a los fenómenos («uso experi­mental»), el entendimiento aspira a aplicar sus conceptos a las cosas tal como son en sí («uso trascendental»). Pero eso no es lo más grave. La razón, en lugar de aplicarse a los conceptos del entendimiento («uso inmanente o regulador»), as­pira a aplicarse directamente a objetos y querer legislar en el dominio del conocimiento («uso tras­cendente o constitutivo»). ¿Por qué es esto lo más nrave? El uso trascendental del entendimiento sólo supone que éste se abstrae de su relación con la Imaginación. Ahora bien, esta abstracción no ten­dría efectos negativos si el entendimiento no se viera impulsado por la razón, que le da la ilusión de un dominio positivo por conquistar al margen de la experiencia. Como dice Kant, el uso trascen­dental del entendimiento proviene simplemente de que éste desdeña sus propios límites, mientras <|ue el uso trascendente de la razón nos ordena franquear los límites del entendimiento22.

F.n este sentido, la Crítica de la razón pura se

u CRP, Dialéctica, «La apariencia trascendental».

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merece el título que lleva: Kant denuncia las ilu­siones especulativas de la razón, los falsos pro­blemas a los que nos arrastra en lo relativo al alma, el mundo y Dios. Kant sustituye el con­cepto tradicional de error (el error como pro­ducto, en el espíritu, de un deterninismo exter­no), por el de falsos problemas e ilusiones internas. Se dice que estas ilusiones son inevita­bles e incluso que derivan de la naturaleza mis­ma de la razón23. Lo único que puede hacer la crítica es conjurar los efectos de la ilusión sobre el conocimiento, pero no impedir su formación en la facultad de conocer.

Esta vez topamos con un problema que con­cierne plenamente a la crítica de la razón pura. ¿Cómo conciliar la idea de las ilusiones internas de la razón o del uso ilegítimo de las facultades con esta otra idea, no menos esencial al kantis­mo, según la cual nuestras facultades (incluida la razón) están dotadas de una buena naturaleza y concuerdan entre sí en el interés especulativo? Por una parte, se nos dice que el interés espe­culativo de la razón recae natural y exclusiva­mente en los fenómenos; por otra parte, que la razón no puede evitar soñar con un conocimien­to de las cosas en sí y de «interesarse» por ellas desde el punto de vista especulativo.

Examinemos más detenidamente los dos princi­pales usos ilegítimos. El uso trascendental consis-

23 CRP, Dialéctica, «Los razonamientos dialécticos de la ra­zón pura» y Apéndice.

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te en que el entendimiento pretende conocer una cosa en general (por tanto, independientemente de las condiciones de la sensibilidad). A partir de ahí, esa cosa no puede dejar de ser la cosa que es en sí y resulta imposible no pensarla como su­prasensible («noúmeno»). Pero, en verdad, es im­posible que ese noúmeno sea un objeto positivo para nuestro entendimiento. Nuestro entendi­miento tiene como correlato la forma de algún objeto o del objeto en general; pero éste sólo es objeto de conocimiento precisamente en tanto cualificado por una diversidad que se le atribuye bajo las condiciones de la sensibilidad. Un cono­cimiento del objeto en general que no se limita­ra a las condiciones de nuestra sensibilidad sería simplemente un «conocimiento sin objeto». «El uso puramente trascendental de las categorías no es en realidad un uso, y carece de objeto determi­nado e incluso de objeto determinable en cuan­to a la forma»24.

El uso trascendente, por su parte, consiste en que la razón pretende conocer por sí misma una cosa determinada. (La razón determina un obje­to como correspondiente a la Idea.) Para tener una formulación aparentemente inversa del uso trascendental del entendimiento, el uso trascen­dente de la razón llega al mismo resultado: no podemos determinar el objeto de una Idea si no damos por supuesto que existe en sí de acuerdo

24 CRP, Analítica, «El principio de la distinción de todos los objetos en general en fenómenos y noúmenos».

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con las categorías25. Además, esta suposición es la que arrastra al entendimiento a su uso tras­cendental ilegítimo y le inspira la ilusión de un conocimiento del objeto.

Por buena que sea su naturaleza, es penoso para la razón el tener que desprenderse del cui­dado de su propio interés especulativo y remitir al entendimiento la potencia legislativa. Pero en este caso es de observar que las ilusiones de la razón triunfan sobre todo en la medida en que ésta permanece en el estado de naturaleza. Pero es menester no confundir el estado de naturale­za de la razón con su estado civil, ni tampoco con su ley natural, que se realiza en el estado ci­vil perfecto26. La crítica es precisamente la ins­tauración de ese estado civil: como el contrato de los juristas, implica una renuncia de la razón des­de el punto de vista especulativo. Pero cuando la razón renuncia de esta manera, el interés espe­culativo no deja de ser su propio interés y por tanto realiza plenamente la ley de su propia na­turaleza.

Sin embargo, esta respuesta no es suficiente. No basta relacionar las ilusiones o las perversio­nes con el estado de naturaleza y la sana consti­tución con el estado civil o incluso con la ley na­tural. Pues las ilusiones subsisten bajo la ley natural, en el estado civil y crítico de la razón

25 CRP, Dialéctica, «El fin final de la dialéctica natural».26 CRP, Metodología, «La disciplina de la razón pura en

relación con el uso polémico».

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(incluso cuando no tienen orden para engañar­nos). Entonces sólo nos queda una salida: que la razón experimente, por otra parte, un interés le- Kitimo y natural por las cosas en sí, pero un in­terés no especulativo. Como los intereses de la razón no son indiferentes unos a otros, sino que constituyen un sistema jerarquizado, es inevitable <|ue la sombra del más elevado se proyecte so­bre el otro. Entonces, incluso la ilusión adquiere un sentido positivo y bien fundado, dado que ya no nos engaña, sino que expresa a su manera la subordinación del interés especulativo en un sis- lema de fines. Nunca la razón especulativa se in­teresaría por las cosas en sí si éstas no fueran an- les y verdaderamente el objeto de otro interés de la razón27. Por tanto, hemos de preguntarnos: ,/( uál es ese interés más elevado? (Y precisamen- le porque el interés especulativo no es el más elevado, la razón puede confiar al entendimiento la legislación de la facultad de conocer.)

i! CRP; Metodología, «El fin final del uso puro de nuestral l l /Ú IK

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Capítulo II

Relación de las facultades en la crítica de la razón práctica

I . A KAZÓN LEGISLADORA

liemos visto que, cuando no estaba determi- iiiida por representaciones de objetos (sensibles o Intelectuales), ni por un sentimiento de placer n de dolor que asociara a la voluntad represen­te Iones de este tipo, sino por la representación ilr una forma pura, la facultad de desear era ca­puz de una forma superior: la de una legislación universal. La ley moral no se presenta como un universal comparativo y psicológico (por ejemplo, no hagas al prójimo, etc.). La ley moral nos or- i I c mi í i pensar la máxima de nuestra voluntad como principio de una legislación universal». Una ac- • Irin que resiste a esta prueba lógica, es decir, wn;i acción cuya máxima pueda pensarse sin con­nut licción como ley universal, es por lo menos una acción que se conforma a la moral. En este urniido, lo universal es un absoluto lógico.

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La forma de una legislación universal es inhe­rente a la razón. En efecto, el entendimiento no piensa nada determinado si sus representaciones no son representaciones de objetos limitados a lai condiciones de la sensibilidad. Una representación no sólo independiente de todo sentimiento, sino también de toda materia y de toda condición sen­sible, es necesariamente racional. Pero aquí la ra­zón no razona: la conciencia de la ley moral e* un hecho, «no un hecho empírico, sino el hecho único de la razón pura, que con eso se anuncia como originariamente legisladora»1. La razón es, pues, la facultad que legisla inmediatamente en la facultad de desear. Bajo este aspecto se llama «razón pura práctica». Y la facultad de desear, al encontar su determinación en sí misma (no en una materia ni en un objeto), se llama, en tér­minos estrictos, voluntad, «voluntad autónoma».

¿En qué consiste la síntesis práctica a priorif A este respecto, las fórmulas kantianas son varia­bles. Pero a la pregunta por cuál es la naturale­za de una voluntad suficientemente determinada por la simple forma de la ley (por tanto, inde­pendiente de toda condición sensible o de una ley natural de los fenómenos) debemos respon­der: una voluntad libre. Y a la pregunta por cuál es la ley capaz de determinar una voluntad libre en tanto tal, hemos de responder: la ley moral (como pura forma de una legislación universal), Tal es la implicación recíproca, que quizá razón

1 CRPr, Analítica, escolio de «La ley fundamental».

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p rac tica y libertad sean una sola y la misma cosa, mn embargo, la cuestión no reside en eso. Desde p| punto de vista de nuestras representaciones, lo ijiir nos conduce al concepto de libertad como i(Ih<> necesariamente asociado y perteneciente al •l<* razón práctica, pero sin «residir» en él, es pre-i húmente el concepto de razón práctica. En efec-ii i, el concepto de libertad no reside en la ley moral, ya que es una Idea de la razón especula- llvu. Pero esta idea sólo sería puramente proble­mática, limitativa e indeterminada si la ley moral no nos enseñara que somos libres. Únicamente a l!Mvi*s de la ley moral nos sabemos libres, o nues- lii» concepto de libertad adquiere una realidad

iva, positiva y determinada. En la autonomía •Ir la voluntad encontramos, pues, una síntesis a ftHuri que otorga al concepto de libertad una rea- llilud objetiva determinada al unirlo necesaria- mnitc al de la razón práctica.

l'Ni íhl.KMA DE LA LIBERTAD

l.;i cuestión fundamental es la siguiente: ¿sobre i|w¿ recae la legislación de la razón práctica?, /mnles son los seres o los objetos sometidos a la «Inicsis práctica? Esta cuestión no es ya la de una imposición» del principio de la razón práctica, tino de una «deducción». Ahora bien, tenemos un lillo conductor: únicamente los seres libres pue­ril estar sometidos a la razón práctica. Ésta le- tfllhl sobre seres libres, o más exactamente sobre

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la causalidad de esos seres libres (operación me­diante la cual un ser libre es causa de algo), Consideremos ahora no ya el concepto de libertad por sí mismo, sino lo que representa ese concepto,

En la medida en que nos ocupamos de fenó­menos, tal como aparecen en las condiciones del espacio y del tiempo, no encontramos nada que se asemeje a la libertad: los fenómenos están es­trictamente sometidos a la ley de una causalidad natural (como categoría del entendimiento) según la cual cada uno es el efecto de otro y así al in­finito, pues cada causa remite a una causa ante­rior. Lo que define la libertad, por el contrario, es un poder «de comenzar por sí mismo un es« tado, cuya causalidad no se incluye a su vez (como en la ley natural) en otra causa que la de­termine en el tiempo»2. En este sentido, el con­cepto de libertad no puede representar un fenó* meno, sino tan sólo una cosa en sí que no en dada en la intuición. A esta conclusión nos con­ducen tres elementos.

1.° Al recaer exclusivamente sobre los fenóme­nos, el conocimiento se ve forzado, en su propio interés, a plantear la existencia de cosas en sí inv posibles de conocer, pero que es necesario pon sar como fundamento de los fenómenos sen sibles. Por tanto, las cosas en sí son pensada* como «noúmenos», cosas inteligibles o suprasen.sl bles que marcan los límites del conocimiento y

2 CRP, Dialéctica, -Solución de la ideas cosmológicas (I* la totalidad de la derivación...»

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In remiten a las condiciones de la sensibilidad3.I " Al menos en un caso se atribuye libertad a laII >sa en sí y es preciso pensar el noúmeno como llhre: cuando el fenómeno al que corresponde Moza de facultades activas y espontáneas que no *<• reducen a la simple sensibilidad. Tenemos un im Hendimiento y, sobre todo, una razón; somos inteligencia4. Pero este concepto de libertad, lo misino que el de noúmeno, sería puramente pro­blemático e indeterminado (aunque necesario), si Im razón no tuviera otro interés que el especulati- vii. Hemos visto que únicamente la razón prác­tica determinaba el concepto de libertad al darle tilia realidad objetiva. En efecto, cuando la ley mural es la ley de la voluntad, ésta se encuentra »'ii situación de total independencia respecto de Ii«h condiciones naturales de la sensibilidad que militen toda causa a una causa anterior: «Nada

anterior a esta determinación de la voluntad»5. I‘ui esto el concepto de libertad, como Idea de Id razón, goza de un privilegio eminente respec-iii de todas las otras Ideas: puesto que puede es- Mi determinado prácticamente, es el único con- irpio (la única Idea de la razón) que da a las m w i s en sí el sentido o la garantía de un «hecho» v que nos permite penetrar efectivamente en el mundo inteligible6.

' (.'KP, Analítica, «El principio de la distinción fenóme­no noúmenos...»

' CRP, Dialéctica, «Esclarecimiento de la idea cosmológi- tri «Ir la libertad».

' CRPr, Analítica, «Examen crítico»." (¡J, § 91; CRPr, Prefacio.

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Por tanto, parece que la razón práctica, al dar realidad objetiva al concepto de libertad, legisla precisamente sobre el objeto de ese concepto. La razón práctica legisla sobre la cosa en sí, sobro la causalidad noumenal e inteligible de tal ser, sobre el mundo suprasensible que esos serei constituyen. «La naturaleza suprasensible, en ll medida en que podemos formarnos de ella un concepto, sólo es una naturaleza bajo la autono» mía de la razón práctica; pero la ley de esta auto» nomía es la ley moral, que es de esta suerte 1« ley fundamental de una naturaleza suprasensible»7, La ley moral es la ley de nuestra existencia inte­ligible, es decir, de la espontaneidad y de la cau* salidad del sujeto como cosa en sí. Por eso dis­tingue Kant dos legislaciones y dos dominio« correspondientes: «la legislación por conceptos na* turales» es aquélla en que el entendimiento, qu« determina estos conceptos, legisla en la facultad de conocer o en el interés especulativo de la ra» zón; su dominio es el de los fenómenos como objetos de toda experiencia posible, en tanto for* man una naturaleza sensible. «La legislación por el concepto de libertad» es aquélla en que la ra» zón, que determina este concepto, legisla en ll facultad de desear, es decir, en su propio interél práctico; su dominio es el de las cosas en sí pen* sadas como noúmenos, en tanto forman una na-

7 CRPr, Analítica, «La deducción de los principios de ll razón pura práctica».

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lu raleza suprasensible. Esto es lo que Kant llama •H inmenso abismo» entre los dos dominios8.

Los seres en sí, en su causalidad libre, están mnetidos, pues, a la razón práctica. Pero, ¿en qué unit ido hay que entender «sometido»? En la me­dida en que el entendimiento se ejerce sobre los fenómenos en el interés especulativo, legisla so­bre algo distinto de sí mismo. Pero cuando la ra- /.rin legisla en el interés práctico, legisla acerca tic seres racionales y libres, acerca de su exis­tencia inteligible independiente de toda condición «irnsible. Por tanto, el ser racional se da a sí mis­mo una ley a través de su razón. Contrariamente »i lo que sucede con los fenómenos, el noúmeno presenta al pensamiento la identidad de legisla­dor y sujeto. «La sublimidad no le viene a la per­dona de su sometimiento a la ley moral, sino de <|ue, en lo que respecta a esta ley, es legisladora y al mismo tiempo se subordina a ella únicamen­te en tanto tal»9. Henos aquí ante el significado de «sometida» en el caso de la razón práctica: que los mismos seres son sujetos y legisladores, de manera que en este caso el legislador forma par­le* de la naturaleza sobre la cual legisla. Perte­necemos a una naturaleza suprasensible, pero a Ululo de miembros legisladores.

Si la ley moral es la ley de nuestra existencia Inteligible, lo es en el sentido de la forma bajo ln cual los seres inteligibles constituyen una na-

" CJ, Introducción, §§ 2 y 9.x> Fundamentos de la Metafísica de las Costumbres (FMM), II.

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turaleza suprasensible. En efecto, encierra un tu II mo principio determinante para todos los ant»* racionales, de donde deriva su unión sistemAII ca10. Se comprende entonces la posibilidad di»l mal. Kant sostendrá siempre que el mal guaitl* una cierta relación con la sensibilidad. Pero no w menor su fundación en nuestro carácter intrll gible. Una mentira o un delito son efectos señal bles, pero no por eso dejan de tener una caiiM inteligible fuera del tiempo. Por ese motivo mi debemos identificar razón práctica y libertad siempre hay en la libertad una zona de libre nr bitrio por la cual podemos optar contra la lt*y moral. Cuando optamos contra la ley no déjame mi

por eso de tener una existencia inteligible, sinn que nos limitamos a perder la condición en Im que dicha existencia forma parte de una natura leza y, junto con las otras, compone un todo sU temático. Dejamos de ser sujetos, pero ante toilu porque dejamos de ser legisladores (en efecto, to­mamos de la sensibilidad la ley que nos deter mina).

P a p e l d e l e n t e n d im ie n t o

Por tanto, lo sensible y lo suprasensible dan lugar cada uno a una naturaleza en dos sentido« muy diferentes. Entre las dos naturalezas, hay sólo una «analogía» (existencia bajo leyes). En vir*

10 ibid.

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Miil ilt* su carácter paradójico, la naturaleza su- |4MMMisible nunca se realiza por completo, pues-ii i ijuc nada garantiza a un ser racional que sus «Hiir|iintes combinarán con la suya sus existen- iM* para formar esa «naturaleza» sólo posible por U 1*7 moral. Por eso no basta con decir que la »♦•liirlón de ambas naturalezas es de tipo analó- 0lin, hay que agregar que es imposible pensar lo •uj »usensible como una naturaleza si no es «por 4iwln í̂a» con la naturaleza sensible11.

Km o se advierte con claridad en la experiencia MmIci de la razón práctica, en que se averigua si U máxima de una voluntad puede adoptar la for- iiiéi práctica de una ley universal. Lo primero que min se pregunta es si la máxima puede erigirse hi ley teórica universal de una naturaleza sensi- hh* Por ejemplo, si todo el mundo mintiera, las IM ninesas quedarían en ese mismo momento des­unidas, pues sería contradictorio creer en ellas: pt h lanto, la mentira no puede tener el valor de uihi ley de la naturaleza (sensible). Se concluye •|u<\ si la máxima de nuestra voluntad fuera una Ir y leórica de la naturaleza sensible, «todos esta- Hun obligados a decir la verdad»12. De aquí que Im máxima de una voluntad mentirosa no pueda mtvir sin contradicción como ley práctica pura a •irres racionales a fin de constituir una naturale- tú suprasensible. Por analogía con la forma de las

11 Ibíd.u CRPr, Analítica, «La deducción de los principios de la

hi/.nn pura práctica».

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leyes teóricas de naturaleza sensible, buscamos si se puede pensar una máxima como ley práctica de una naturaleza suprasensible (es decir, si bajo dicha ley es posible una naturaleza suprasensibleo inteligible). En este sentido, «la naturaleza del mundo sensible» aparece como 4ipo de una na­turaleza inteligible»13.

Es evidente que aquí el papel esencial lo de­sempeña el entendimiento. En efecto, de la natu­raleza sensible no retenemos nada que no tenga relación con la intuición o la imaginación. Sólo retenemos «la forma de la conformidad a la ley» tal como se encuentra en el entendimiento legis­lador. Pero nos servimos precisamente de esta forma y del entendimiento mismo, según un inte­rés y en un dominio en que éste ya no es legis­lador. Pues lo que constituye el principio domi­nante de nuestra voluntad no es la comparación de la máxima con la forma de una ley teórica de la naturaleza sensible14. La comparación no e» más que un medio por el cual averiguamos si una máxima «se adapta» a la razón práctica, si una acción es un caso que se incluye en la regla, ea decir, si se subsume en el principio de una ra­zón que ahora no es más que legisladora.

De ahí que encontremos una nueva forma de ar­monía, una nueva proporción en la armonía de las facultades. Según el interés especulativo de la razón, el entendimiento legisla y la razón razona

13 CRPr, Analítica, «La típica del juicio puro práctico».14 CRPr, ibíd.

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V simboliza (determina el objeto de su Idea «por anjilogia» con los objetos de la experiencia). Se- min el interés práctico de la razón, la razón se legisla a sí misma: el entendimiento juzga o in­cluso razona (aun cuando se trate de un razona­miento muy simple que consiste en una simple comparación), y simboliza (extrae de la ley natu­ral sensible un tipo para la naturaleza suprasen­sible). Ahora bien, en esta nueva figura debemos mantener siempre el mismo principio: a la facul­tad que no es legisladora le corresponde un pa­pel irreemplazable, que sólo ella es capaz de de­sempeñar, pero al que está determinada por la lucultad legisladora.

¿Cómo es que el entendimiento puede desem­peñar por sí solo un papel en concordancia con una razón práctica legisladora? Consideremos el concepto de causalidad: está implicado en la de- Iluición de la facultad de desear (relación de la representación con un objeto que tiende a pro­ducir)15. Por tanto, está implicado en el uso prác-l Ico de la razón en lo referente a esta facultad. I’ero cuando, en relación con la facultad de co­nocer, la razón persigue su interés especulativo, •abandona todo al entendimiento»: la causalidad se atribuye como categoría al entendimiento, no en la forma de una causa productora originaria (puesto que no somos nosotros quienes produci-

n CRPr, Analítica, «El derecho de la razón pura a una ex­cusión en el uso práctico...» («en el concepto de una vo­luntad ya está contenido el de la causalidad»).

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mos los fenómenos), sino en la forma de uní causalidad natural o de una conexión que asocia los fenómenos sensibles al infinito. Cuando, por el contrario, la razón persigue su interés práctico, retoma del entendimiento lo que sólo le habí« prestado en la perspectiva de otro interés. Al de­terminar la facultad de desear en su forma supe­rior, «une el concepto de causalidad al de liber­tad», es decir que da a la categoría de causalidad un objeto suprasensible (el ser libre como causa productora originaria)16. Uno se preguntará cómo puede la razón retomar lo que había entregado al entendimiento y alienado, por así decirlo, en la naturaleza sensible. Pero precisamente si e« verdad que las categorías no nos permiten cono cer otros objetos que los de la experiencia posi­ble, si es verdad que no constituyen un conoci­miento del objeto con independencia de la» condiciones de la sensibilidad, no es menos cier­to que conservan un sentido puramente lógico en relación con objetos no sensibles, y pueden apli­carse a ellos con la condición de que esos obje­tos estén determinados desde fuera y desde un punto de vista distinto del conocimiento17. Así, la razón determina prácticamente un objeto supra­sensible de la causalidad y determina la causali­dad misma como causalidad libre, apta para for­mar una naturaleza por analogía.

16 CRPr, Prefacio.17 CRPr, Analítica, «El derecho de la razón pura a una ex­

tensión en el uso práctico...»

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Kl. SKNTIDO COMÚN MORAL Y LOS USOS ILEGÍTIMOS

Kant recuerda a menudo que la ley moral no Urne necesidad de razonamientos sutiles, sino t|iie descansa en el uso más ordinario o más co­mún de la razón. Tampoco el ejercicio del en­tendimiento supone ninguna instrucción previa, •ni ciencia ni filosofía». Por tanto, debemos hablar tic* un sentido común moral. Sin duda el peligro reside siempre en comprender el «sentido común» u la manera empirista, en convertirlo en un sen­tido particular, en un sentimiento o una intuición. Kn lo tocante a la ley moral, sería imposible ma­yor confusión que ésta18. Pero nosotros definimos un sentido común como una concordancia a prio­ri de las facultades, concordancia determinada por una de ellas en tanto facultad legisladora. El sen­tido común moral es la concordancia del enten­dimiento con la razón bajo la legislación de ésta. Retomamos aquí la idea de una buena naturale­za de las facultades y de una armonía determi­nada conforme a tal interés de la razón.

Pero también aquí, y no menos que en la Crítica de la razón pura, denuncia Kant los ejer­cicios o los usos ilegítimos. La necesidad de la reflexión filosófica se debe a que las facultades, pese a su buena naturaleza, engendran ilusiones en las cuales no pueden dejar de caer. En lugar ile «simbolizar» (es decir, de servirse de la forma de la ley natural como de un «tipo» para la ley

18 CRPr, Analítica, escolio 2 del teorema 4.

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moral), el entendimiento busca un «esquema» que relacione la ley con una intuición19. Además, en lugar de mandar, sin conceder nada en principio a las inclinaciones sensibles o a los intereses em­píricos, la razón acomoda el deber a nuestros de­seos: «De ello resulta una dialéctica natural™. En consecuencia, es preciso preguntarse, una vez más, cómo se concilian los dos temas kantianos: el de una armonía natural (sentido común) y el de los ejercicios discordantes (sin sentido).

Kant insiste en la diferencia entre la crítica de la razón pura especulativa y la crítica de la ra­zón práctica: la última no es una crítica de la razón «pura» práctica. En efecto, en el interés es­peculativo, la razón no puede legislar (cuidarse de su propio interés): por tanto, la fuente de ilu­siones internas es precisamente la razón en tanto aspira a cumplir un papel legislador: «Por tanto, una vez demostrado que existe, no necesita crí­tica»21. Lo que requiere crítica, lo que es fuen­te de ilusiones, no es la razón pura práctica, sino más bien la impureza que a ella se mezcla, en la medida en que refleja intereses empíricos. De esta suerte, a la crítica de la razón pura especulativa corresponde una crítica de la razón práctica im­pura. Sin embargo, entre ambas hay algo en co­mún: el método llamado trascendental es siempre la determinación de un uso inmanente de la ra-

19 CRPr, Analítica, «La típica del juicio puro práctico».20 FMM, 1 (fin).21 CRPr, Introducción.

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/.rin, conforme a uno de sus intereses. La crítica de la razón pura denuncia el uso trascendente de una uizón especulativa que aspira a legislar por sí misma; mientras que la crítica de la razón prácti- « ;i denuncia el uso trascendente de una razón práctica que, en lugar de legislar por sí misma, «• deja condicionar empíricamente22. No obstan- i«\ el lector tiene derecho a preguntarse si este fiebre paralelismo que establece Kant entre las ilos críticas es suficiente respuesta al interrogante planteado. Kant no habla de una sola «dialéctica» de* la razón práctica, sino que emplea el término en dos sentidos muy diferentes. En efecto, mues- lia que la razón práctica no puede dejar de plan- lea r un nexo necesario entre la felicidad y la vir­tud, pero que de inmediato cae en una antinomia. La antinomia consiste en que la felici­dad no puede ser causa de la virtud (puesto que la ley moral es el único principio que determina la voluntad buena), y tampoco parece que la virtud pueda ser causa de la felicidad (puesto que las leyes del mundo sensible no se rigen en absolu­to por las intenciones de una voluntad buena). No hay duda de que la idea de felicidad implica la satisfacción completa de nuestros deseos e in­ri ¡naciones. Se vacilará sin embargo en ver en rsta antinomia (y sobre todo en su segundo miembro) el efecto de una simple proyección de Intereses empíricos: la razón pura práctica recla­ma un nexo entre virtud y felicidad. La antinomia

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de la razón práctica expresa una «dialéctica» mál profunda que la precedente; implica una ilusión interna de la razón pura.

La explicación de esta ilusión interna puede re« construirse de la siguiente manera23: 1.° La razón pura práctica excluye todo placer o toda satisfaC’ ción como principio determinante de la facultad de desear. Pero cuando la ley la determina, la fu« cuitad de desear experimenta por eso mismo una satisfacción, una suerte de goce negativo que ex­presa nuestra independencia respecto de las in clinaciones sensibles, una satisfacción puramente intelectual que expresa de manera inmediata la concordancia formal de nuestro entendimiento con nuestra razón. 2.° Confundimos este goce nc< gativo con un sentimiento sensible positivo, o in« cluso con un móvil de la voluntad. Confundimos esta satisfacción intelectual activa con algo sentí» do, experimentado. (Ésta es también la manera en que, al empirista, la concordancia de las faculta* des activas le parece un sentido especial.) Hay en ello una ilusión interna que la razón pura práctl* ca no puede evitar: «Siempre hay ocasión de co­meter el error conocido como vitium subreptionü y tener en cierto modo en la conciencia una ilu­sión óptica de lo que se hace, a diferencia de lo que se siente, ilusión que ni siquiera el hombre más experimentado puede evitar por completo», 3.° Por tanto, la antinomia estriba en la satisfae* ción inmanente de la razón práctica, en la con*

23 CRPr, Dialéctica, «Solución crítica de la antinomia».

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lusión inevitable de esta satisfacción con la feli­cidad. Entonces o bien creemos que la felicidad t\s causa y móvil de la virtud, o bien que la vir­il id es causa de la felicidad.

Si, de acuerdo con el primer sentido de la pa- lubra «dialéctica», es verdad que los intereses o los deseos empíricos se proyectan en la razón y la lornan impura, esta proyección tiene un principio Interior más profundo en la razón práctica pura, de acuerdo con el segundo sentido del término •dialéctica». La confusión de la satisfacción nega­tiva e intelectual con la felicidad es una ilusión Interna que nunca puede disiparse por entero; urilo la reflexión filosófica puede conjurar sus consecuencias. En este sentido, sólo aparente­mente la ilusión es contraria a la idea de una Imena naturaleza de las facultades: la antinomia misma prepara una totalización, que sin duda es Incapaz de llevar a cabo, pero que nos fuerza a buscar, desde el punto de vista de la reflexión, como su solución propia o la clave de su labe­rinto. «La antinomia de la razón pura que se pone de manifiesto en su dialéctica es en realidad el mor más bienhechor en que haya caído jamás la iM/.ón humana»24.

CRPr, Dialéctica, «Una dialéctica de la razón pura prác- llui en general».

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Problema de la realización

La sensibilidad y la imaginación no tienen has­ta ahora ningún papel en el sentido común mo­ral. No hay en ello nada de asombroso, puesto que la ley moral, tanto en su principio como en su aplicación, es independiente de todo esquema y de toda condición de la sensiblidad, puesto que los seres y la causalidad libres no son el objeto de ninguna intuición y puesto que la naturaleza suprasensible y la naturaleza sensible están sepa­radas por un abismo. Hay una acción de la ley moral sobre la sensibilidad. Pero aquí la sensibi­lidad se considera como sentimiento y no como intuición; y el efecto de la ley es también un sen­timiento más negativo que positivo, más cercano al dolor que al placer. Así es el sentimiento de respeto a la ley, determinable a priori como el único «móvil» moral, pero más con la degradación de la sensibilidad que con la concesión a ésta de un papel en la relación de las facultades. (Se ad­vierte que el móvil moral no puede ser suminis­trado por la satisfacción intelectual a la que nos hemos referido; no se trata en absoluto de un sentimiento, sino únicamente de un «análogo» de sentimiento. Únicamente el respeto de la ley proporciona semejante móvil; presenta la morali­dad misma como móvil25.)

25 CRPr, Analítica, «Los móviles de la razón pura prácti­ca». (Sin duda el respeto es positivo, pero solamente «por su causa intelectual».)

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Pero no por eso se resuelve ni se suprime el problema de la relación entre la razón práctica y la sensibilidad. El respeto sirve más bien como regla preliminar a una tarea que es menester cumplir positivamente. Hay sólo un error peligro­so en lo que concierne al conjunto de la razón práctica: el de creer que la moral kantiana es in­diferente a su propia realización. En verdad, el abismo entre el mundo sensible y el mundo su­prasensible existe justamente para ser llenado: si bien lo suprasensible escapa al conocimiento, si bien no hay uso especulativo de la razón que nos permita pasar de lo sensible a lo suprasensible, este, en cambio, «tiene que ejercer una influencia sobre aquél, y el concepto de libertad tiene que realizar en el mundo sensible el fin impuesto por sus leyes»26. Pero el mundo suprasensible es ar­quetipo, y el mundo sensible, «ectipo, porque con­dene el efecto posible de la idea del primero»27. Una causa libre es puramente inteligible; pero no debemos perder de vista que el fenómeno y la c osa en sí son el mismo ser, sometido a la nece­sidad natural en calidad de fenómeno y fuente de causalidad libre en calidad de cosa en sí. Más aún: la misma acción, el mismo efecto sensible remite por una parte a un encadenamiento de c ausas sensibles por el cual es necesario, pero, por otra parte, con sus causas, remite a una Cau-

26 CJ, Introducción, § 2.27 CRPr, Analítica, «La deducción de los principios de la

razón pura práctica».

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sa libre de la cual es signo y expresión. Una causa libre nunca tiene su efecto en sí misma, pues en ella nada culmina ni comienza; la libre causalidad no tiene otro efecto que el sensible. A partir de allí, la razón práctica, como ley de la causalidad libre, debe «tener causalidad en relación con los fenómenos»28. Y la naturaleza suprasensible, que los seres libres forman de acuerdo con la ley de la razón, debe ser realizada en el mundo sensi­ble. En este sentido se puede hablar de una idea o de una oposición entre la naturaleza y la li­bertad, según que los efectos sensibles de la libertad en la naturaleza se conformen o no a la ley moral. «La oposición o la colaboración sólo existen entre la naturaleza como fenómeno y los efectos de la libertad como fenómenos en el mun­do sensible»29. Sabemos que hay dos legislaciones y, por tanto, dos dominios, correspondientes a la naturaleza y a la libertad, a la naturaleza sensible y a la naturaleza suprasensible. Pero sólo hay un terreno, el de la experiencia.

Kant presenta así lo que llama «la paradoja del método en una crítica de la razón práctica»: nun­ca una representación de objeto puede determi­nar la voluntad libre o preceder a la ley moral; pero al determinar de manera inmediata la vo­luntad, la ley moral determina también los obje­tos como conformes a esta voluntad libre30. Más

28 CRP, Dialéctica.29 CJ, Introducción, § 9.30 CRPr, Analítica, «El concepto de un objeto de la razón

pura práctica».

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precisamente, cuando la razón legisla en la fa ­cultad de desear, la facultad de desear legisla so­bre los objetos. Estos Objetos de la razón práctica forman lo que se llama el Bien moral (sólo en relación con la representación del bien experi­mentamos la satisfacción intelectual). Aunque, «en relación con el objeto, el bien moral es algo su­prasensible», representa ese objeto como algo por realizar en el mundo sensible, es decir, «como un efecto posible de la libertad»31. Por esta razón, en su definición más general, el interés práctico se presenta como una relación de la razón con los objetos, no para conocerlos, sino para reali­zarlo.s32.

La ley moral es del todo independiente de la intuición y de las condiciones de la sensibilidad; la naturaleza suprasensible es independiente de la naturaleza sensible. Los bienes mismos son inde­pendientes de nuestro poder físico de realizarlos, y sólo están determinados (en conformidad con el experimento lógico) por la posibilidad de que­rer la acción que los realiza. Es que la ley moral no es nada si se la separa de sus consecuencias sensibles; ni es nada la libertad si se la separa de sus efectos sensibles. ¿Bastaría, por tanto, con pre­sentar la ley como legisladora de la causalidad de seres en sí, sobre una pura naturaleza suprasen­sible? Sin duda, sería absurdo decir que los fe­nómenos están sometidos a la ley moral como

31 CRPr, ibtd.32 CRPr, Analítica, «Examen crítico».

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principio de la razón práctica. La naturaleza sen­sible no tiene por ley la moralidad; ni los efec­tos de la libertad pueden entorpecer el mecanis­mo como ley de la naturaleza sensible, puesto que se encadenan necesariamente unos a otros para formar «un solo fenómeno» que expresa la causa libre. Jamás la libertad produce un milagro en el mundo sensible. Pero si es verdad que la razón práctica legisla exclusivamente en el mun­do suprasensible y sobre la causalidad libre de los seres que lo forman, no es menos cierto que toda esta legislación convierte este mundo supra­sensible en algo que debe ser «realizado» en lo sensible, y esta causalidad libre en algo que debe producir efectos sensibles que expresan la ley moral.

Condiciones de la realización

Es menester que esa realización sea posible. Si no lo fuera, la ley moral se destruiría a sí mis­ma33. Pero la realización del bien moral supone la concordancia de la naturaleza sensible (según sus leyes) con la naturaleza suprasensible (se­gún su ley). Esta concordancia se presenta en la idea de una proporción entre la felicidad y la moralidad, es decir, en la idea del Soberano Bien como «totalidad del objeto de la razón práctica». Pero si se pregunta cómo es posible a su vez el

33 CRPr; Dialéctica, «La antinomia de la razón práctica».

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Soberano Bien, es decir, como es realizable, se choca con la siguiente antinomia: queda excluido que el deseo de felicidad sea un móvil de la vir­tud; pero también parece quedar excluido que la máxima de la virtud sea causa de la felicidad, puesto que la ley moral no legisla sobre el mun­do sensible y éste se rige por sus propias leyes, indiferentes a las intenciones morales de la vo­luntad. Sin embargo, esta segunda dirección deja abierta una solución: que la conexión de la feli­cidad con la virtud no sea inmediata, sino que se realice en la perspectiva de un regreso al infinito (el alma inmortal) y por intermedio de un autor inteligible de la naturaleza sensible o de una cau­sa moral del mundo» (Dios). De esta manera, las Ideas del alma y de Dios son las condiciones ne­cesarias para que el objeto de la razón práctica se ponga a sí mismo como posible y realizable34.

Ya hemos visto que la libertad (como Idea cos­mológica de un mundo suprasensible) recibía de la ley moral una realidad objetiva. Pero he aquí que también la Idea psicológica del alma y la Idea teológica del ser supremo reciben una rea­lidad objetiva bajo esta misma ley moral. De esta manera, las tres grandes Ideas de la razón espe­culativa pueden ponerse en el mismo plano, pues tienen en común el ser problemáticas e indeter­minadas desde el punto de vista de la especula­ción, pero ambas reciben de la ley moral una de­

34 CRPr, Dialéctica, «Sobre los postulados de la razón pura práctica».

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terminación práctica: en este sentido y en tanto determinadas prácticamente, se las llama «postu­lados de la razón práctica»: constituyen el objeto de una «creencia pura práctica»35. Pero, más pre­cisamente, se observará que la determinación práctica no afecta de la misma manera a las tres Ideas. Únicamente la Idea de libertad está deter­minada inmediatamente por la ley moral: de allí que la libertad no sea tanto un postulado como una «materia de hecho» o el objeto de una pro­posición categórica. Las otras dos ideas, como «postulados», son únicamente condiciones del ob­jeto necesario de una voluntad libre: «Es decir, que su posibilidad queda demostrada por el he­cho de que la libertad es real»36.

Pero, ¿son los postulados las únicas condicio­nes de una realización de lo suprasensible en lo sensible? Faltan aún las condiciones inmanentes a la naturaleza sensible, que deben fundar en ésta la capacidad de expresar o de simbolizar algo su­prasensible. Se presentan en tres aspectos: la fi­nalidad natural en la materia de los fenómenos; la forma de la finalidad de la naturaleza en los objetos bellos; lo sublime en lo informe de la na­turaleza, por lo cual la naturaleza sensible da tes­timonio de la existencia de una finalidad más alta. Ahora bien, en estos dos últimos casos vemos que la imaginación tiene un papel fundamental,

35 CRPr, Dialética, «El asentimiento que proviene de una necesidad de la razón pura».

36 CRPr, Introducción; CJ, § 91.

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ya sea que se ejerza libremente, sin dependencia respecto de un concepto determinado del enten­dimiento, ya que sobrepase sus propias fronteras, se sienta ilimitada y se relacione con las Ideas de la razón. Así, la conciencia de la moralidad, es decir, el sentido común moral, no sólo comporta las creencias, sino también los actos de una ima­ginación a través de los cuales la naturaleza sen- sibe aparece como apta para recibir el efecto de lo suprasensible. La imaginación forma realmente parte del sentido común moral.

Interés práctico e interés especulativo

«Es posible atribuir a cada poder del espíritu un interés, es decir, un principio que contiene la condición en la cual se ejerce este poder»37. Los intereses de la razón se distinguen de los intere­ses empíricos en que recaen en objetos, pero úni­camente en la medida en que éstos se someten a la forma superior de una facultad. Así, el inte­rés especulativo recae en los fenómenos en tan­to forman una naturaleza sensible. El interés prác­tico recae en los seres racionales como cosas en sí, en tanto forman una naturaleza suprasensible por realizar.

Ambos intereses difieren en naturaleza, de ma­nera que la razón no realiza progreso especulati­

37 CRPr; Dialéctica, «La supremacía de la razón pura prác­tica».

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vo alguno cuando entra en el dominio que Ir abre su interés práctico. La libertad como Idea es­peculativa es problemática, indeterminada en MI misma; cuando recibe de la ley moral una deter­minación práctica inmediata, la razón especulati­va no gana nada en extensión. «Con ello sólo se beneficia en lo que concierne a la garantía de su problemático concepto de libertad, al que se da aquí una realidad objetiva que, aunque mera­mente práctica, no es menos indudable»38. En efecto, no conocemos más que antes la naturale­za de un ser libre; no disponemos de ninguna in­tuición que pueda concernirle. Sólo sabemos, por la ley moral, que tal ser existe y posee una cau­salidad libre. El interés práctico es tal que la re­lación de la representación con un objeto no forma un conocimiento, sino que designa algo por reali­zar. Tampoco el alma y Dios, como Ideas especu­lativas, reciben de su determinación práctica una ex­tensión desde el punto de vista del conocimiento39.

Pero los dos intereses no están simplemente coordinados. Es evidente que el interés especula­tivo está subordinado al interés práctico. El mun­do sensible no presentaría interés especulativo si, desde el punto de vista de un interés más alto, no diera testimonio de la posibilidad de realizarlo suprasensible. Por eso las Ideas de la razón es­peculativa no tienen otra determinación directa

38 CRPr, Analítica. «La deducción de los principios de la razón pura práctica».

39 CRPr, Dialéctica, «Sobre los postulados de razón pura práctica en general».

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<|ue la práctica. Esto se ve bien en lo que Kant llama «creencia». Una creencia es una proposición especulativa, pero que no se hace asertórica sino a iravés de la determinación que recibe de la ley moral. De tal suerte, la creencia no remite a una Incultad particular, sino que expresa la síntesis del Interés especulativo y del interés práctico, al mis­mo tiempo que la subordinación del primero al segundo. De ahí la superioridad de la prueba mo­ral de la existencia de Dios respecto de todas las pruebas especulativas. Pues, en tanto objeto de conocimiento, Dios sólo es determinable indirec- la y analógicamente (como aquello de lo cual extraen los fenómenos un máximo de unidad sis- lemática); pero en tanto objeto de creencia, ad­quiere una determinación y una realidad exclusi­vamente prácticas (autor moral del mundo)40.

Un interés en general implica un concepto de fin. Pero si bien es cierto que, en su uso es­peculativo, la razón no renuncia a encontrar fines en la naturaleza sensible que observa, es­tos fines materiales nunca representan un fin fi­nal en mayor medida que esta observación mis­ma de la naturaleza. «El hecho de ser conocido no puede conferir al mundo ningún valor; es pre­ciso atribuirle un fin final que dé algún valor a esta observación del mundo»41. Finalidad, por tan­to, significa dos cosas: se aplica a seres a los que hay que considerar fines en sí y que, por otra

40 Cf §§ 87 y 88.41 C]t § 86.

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parte, deben dar a la naturaleza sensible un últi­mo fin por realizar. Por tanto, el fin final es ne­cesariamente el concepto de la razón práctica o de la facultad de desear bajo la forma superior: sólo la ley moral determina el ser racional como fin en sí, pues constituye un fin final en el uso de la libertad, pero al mismo tiempo lo determi­na como último fin de la naturaleza sensible, pues nos manda realizar lo suprasensible unien­do la felicidad universal a la moralidad. «Si la crea­ción tiene un último fin, no podemos concebirlo de otra manera que en armonía con el fin moral, el único que hace posible el concepto de fin... La razón práctica no indica solamente el fin final, sino que además determina este concepto en re­lación con las condiciones bajo las cuales pode­mos nosotros concebir un fin final de la crea­ción^2. El interés especulativo sólo encuentra fines en la naturaleza sensible porque, en senti­do más profundo, el interés práctico implica el ser racional como fin en sí, y también como úl­timo fin de esta naturaleza sensible. En este sen­tido hay que decir que «todo interés es práctico, y el interés mismo de la razón especulativa sólo está condicionado en el uso práctico y sólo en éste se completa»43.

42 cj, § 88.43 CRPr, Dialéctica, «La supremacía de la razón pura prácti­

ca» (cfr. FMM, III: «Un interés es aquello por lo cual la razón se hace práctica... El interés lógico de la razón, que es el de­sarrollo de sus conocimientos, nunca es inmediato, sino que supone fines con los que se relaciona el uso de esta facultad»).

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Capítulo III

Relación de las facultades en la crítica del juicio

¿Hay una forma superior del sentimiento?

Esta pregunta significa lo siguiente: ¿hay repre­sentaciones que determinen a priori un estado del sujeto como placer o dolor? En este caso no se trata de una sensación: el placer o el dolor que la sensación produce (sentimiento) sólo se puede conocer empíricamente. Y lo mismo ocurre cuan­do la representación del objeto es a priori. ¿Se invocará la ley moral como representación de una forma pura? (El respeto como efecto de la ley se­ría el estado superior del dolor; la satisfacción in­telectual, el estado superior del placer.) La res­puesta de Kant es negativa1. Pues la satisfacción no es un efecto sensible ni un sentimiento par­ticular, sino un «análogo» intelectual del senti­miento. Y el respeto sólo es un efecto en la me-

1 cj, § 12.

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dida en que es un sentimiento negativo; en su aspecto positivo, más que derivar de la ley, se confunde con ella como móvil. Por regla general, es imposible que la facultad de sentir advenga a su forma superior cuando encuentra su propia ley en la forma inferior o superior de la facultad de desear.

¿Qué sería, pues, un placer superior? No debe­ría estar ligado a ninguna atracción sensible (in­terés empírico para la existencia del objeto de una sensación), ni a ninguna inclinación intelec­tual (interés práctico puro para la existencia de un objeto de la voluntad). La facultad de sentir sólo puede ser superior si es desinteresada en su principio. Lo que importa no es la existencia del objeto representado, sino el simple efecto de una representación sobre mí. Esto equivale a decir que un placer superior es la expresión sensible de un juicio puro, de una operación de juzgar2. Esta operación se presenta ante todo en el juicio estético del tipo «esto es bello».

Pero, ¿cuál es la representación que, en el jui­cio estético, puede tener como efecto este placer superior? Puesto que la existencia material del ob­jeto es indiferente, se trata de la representación de una forma pura. Pero esta vez es una forma de objeto. Y esta forma no puede ser simplemente la de la intuición, que nos relaciona con ob­jetos exteriores que existen materialmente. En verdad, «forma» significa ahora lo siguiente: refle­

2 a § 9.

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xión de un objeto singular en la imaginación. La forma es lo que la imaginación refleja de un ob­jeto en oposición al elemento material de las sen­saciones que ese objeto provoca en tanto que existe y actúa sobre nosotros. Kant llega a pre­guntar: ¿se puede decir que un color o un soni­do son bellos por sí mismos? Tal vez lo fueran si, en lugar de aprehender materialmente su efec­to cualitativo sobre nuestros sentidos, fuéramos capaces de reflejar mediante la imaginación las vi­braciones de las que se componen. Pero el color y el sonido son demasiado materiales, están de­masiado hundidos en nuestros sentidos como para reflejarse así en la imaginación: son coad­yuvantes más bien que elementos propiamente di­chos de la belleza. Lo esencial es el dibujo y la composición, que son precisamente manifestacio­nes de la reflexión formal3.

En el juicio estético, la representación refleja de la forma es causa del placer superior de lo be­llo. Por tanto, hemos de comprobar que el esta­do superior de la facultad de sentir presenta dos caracteres paradójicos e íntimamente ligados en­tre sí. Por una parte, y contrariamente a lo que ocurría en el caso de las otras facultades, la for­ma superior no define aquí ningún interés de la razón: el placer estético es tan independiente del interés especulativo como del interés práctico y se define como enteramente desinteresado. Por otra parte, en su forma superior, la facultad de

3 a § i4.

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sentir no es legisladora: toda legislación implica objetos sobre los cuales se ejerce y que le están sometidos. Pero el juicio estético no sólo es siem­pre particular, del tipo «esta rosa es bella» (la pro­posición «las rosas son bellas en general» implica una comparación y un juicio lógicos)4, sino que, y sobre todo, no legisla sobre su objeto singular, puesto que es totalmente indiferente a su exis­tencia. Kant niega pues el empleo de la palabra «autonomía» en lo referente a la facultad de sen­tir en su forma superior: impotente para legislar sobre objetos, el juicio no puede ser sino heau- tónomo*, es decir, legislar sobre sí mismo5. La fa­cultad de sentir no tiene dominio (ni fenómenos, ni cosas en sí); tampoco expresa las condiciones a las que ha de someterse un género de objetos, sino únicamente las condiciones subjetivas para el ejercicio de las facultades.

Sentido común estético

Cuando decimos «esto es bello» no queremos decir simplemente «esto es agradable», sino que aspiramos a una cierta objetividad, a una cierta

4 CJ} § 8.5 CJ, Introducción, §§ 4 y 5.* Kant contrapone en el citado contexto beautonomía a

autonomía. M. García Morente, traductor al español de la Crítica del juicio, explica así en nota el uso de ambos tér­minos: «Autonomía del griego aptrôÇ, latín ipse, mismo. Heautonomía del griego éa(XTCJ, latín sibi, a sí mismo. Autonomía significa legislación propia, y heautonomía, le­gislación dada por el sujeto a sí mismo». [N. del edj

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necesidad, a una cierta universalidad. Pero la pura representación del objeto bello es particular: por tanto, la objetividad del juicio estético es una ob­jetividad sin concepto, o (lo que viene a ser lo mismo) su necesidad y su universalidad son sub­jetivas. Cada vez que interviene un concepto de­terminado (figuras geométricas, especies biológi­cas, ideas racionales), el juicio estético deja de ser puro al mismo tiempo que la belleza deja de ser li­bre6. La facultad de sentir, bajo su forma supe­rior, tampoco puede depender más del interés especulativo que del interés práctico. Por esta ra­zón lo único que se pone como universal y nece­sario en el juicio estético es el placer. Suponemos que, en teoría, nuestro placer sea comunicable o válido para todos, presumimos que todos deben experimentarlo. Esta presunción, esta suposición tampoco es un «postulado», puesto que excluye todo concepto determinado7.

Sin embargo, esta suposición sería imposible si, de alguna manera, no interviniera el entendi­miento. Hemos visto que el papel de la imagi­nación consistiría en reflejar un objeto singular desde el punto de vista de la forma. Al hacerlo, no se relaciona con un concepto determinado del entendimiento, sino que se relaciona con el en­tendimiento mismo como facultad de los con­ceptos en general; se relaciona con un concepto indeterminado del entendimiento. Esto quiere de­cir que, en su libertad pura, la imaginación con­

6 ÇJ> § 6 (pulchritudo vaga).7 CJ, § 8.

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cuerda con el entendimiento en su legalidad no específica. Con todo rigor se podría decir que la imaginación, aquí, «esquematiza sin concepto»8. Pero el esquematismo es siempre el acto de una imaginación que ya no es libre, que está deter­minada a actuar en conformidad con un concep­to del entendimiento. En verdad, la imaginación hace algo más que esquematizar: manifiesta su li­bertad más profunda al reflejar la forma del ob­jeto, «se juega en cierta manera en la contempla­ción de la figura», se convierte en imaginación productiva y espontánea «como causa de formas arbitrarias de intuiciones posibles»9. He aquí, pues, una concordancia entre la imaginación en tanto libre y el entendimiento en tanto indeter­minado. He aquí una concordancia libre e inde­terminada entre facultades. De esta concordancia tenemos que decir que define un sentido común propiamente estético (el gusto). En efecto, el pla­cer que suponemos comunicable y válido para todos no es otra cosa que el resultado de esa concordancia. Puesto que no se realiza bajo un concepto determinado, es imposible conocer in­telectualmente el libre juego de la imaginación; sólo se lo puede sentir10. Nuestra suposición de una «comunicabilidad del sentimiento» (sin inter­vención de un concepto) se funda, pues, en la de una concordancia subjetiva de las facultades,

8 CJ, § 35.9 CJ, § 16 y «Observación general sobre la primera sección

de la analítica».10 CJ, § 9.

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en tanto esta concordancia constituye el sentido común11.

Se podría creer, que el sentido común estético completa los dos anteriores, que así como en el sentido común lógico y en el moral, ora el en­tendimiento, ora la razón, legislan y determinan la función de las otras facultades, habría llegado ahora el turno a la imaginación. Pero esto no es posible. La facultad de sentir no legisla sobre los objetos; por tanto, no hay en ella una facultad (en el segundo sentido de la palabra) que sea le­gisladora. El sentido común estético no representa un acuerdo objetivo de las facultades (es decir, una sumisión de objetos a una facultad domi­nante que determinaría al mismo tiempo el papel de las otras facultades en relación con esos ob­jetos), sino una pura armonía subjetiva en que la imaginación y el entendimiento se ejercen espon­táneamente, cada uno por su cuenta. Entonces, el sentido común estético no completa las otras dos, sino que las funda o las hace posibles. Jamás una facultad adquiriría un papel legislador y determi­nante si todas las facultades en conjunto no fueran ante todo capaces de esta libre armonía subjetiva.

Pero entonces nos encontramos ante un poble- ma particularmente difícil. Explicamos la universa­lidad del placer estético o la comunicabilidad del sentimiento superior por la libre concordancia de las facultades. Pero, ¿basta con presumir esa libre concordancia, con suponerla a priori? ¿No debe­

11 CJ, §§ 39 y 40.

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ría, por el contrario, ser producida en nosotros? En otras palabras, ¿no debería el sentido común estético ser objeto de una génesis, génesis tras­cendental propiamente dicha? Este problema do­mina la primera parte de la crítica del juicio; su solución implica varios momentos complejos.

Re l a c ió n d e las f a c u l t a d e s e n l o s u b l im e

Mientras permanecemos en el juicio estético del tipo «esto es bello», la razón no parece desempe­ñar ningún papel: sólo intervienen el entendi­miento y la imaginación. Además, se ha encon­trado una forma superior del placer, pero no una forma superior del dolor. Pero el juicio «esto es bello» es únicamente un tipo de juicio estético. Tenemos que considerar el otro tipo, «esto es su­blime». En lo Sublime, la imaginación se entrega a una actividad que no tiene nada que ver con la reflexión formal. El sentimiento de lo sublime se experimenta ante lo informe o lo deforme (in­mensidad o poder). Entonces todo sucede como si la imaginación se enfrentara a su propio límite, como si se viera forzada a dar el máximo de sí, como si sufriera una violencia que la lleva al extremo de su poder. Sin duda, en la medida en que se trata de aprehender (aprehensión sucesi­va de las partes), la imaginación no tiene límite. Pero cuando se trata de reproducir las partes pre­cedentes a medida que llega a las siguientes, tie­ne un máximo de comprehensión simultánea.

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Ante lo inmenso, la imaginación experimenta la insuficiencia de ese máximo, «trata de ensanchar­lo y recae sobre sí misma*»12. A primera vista atri­buimos al objeto natural, es decir a la naturaleza sensible, esa inmensidad que reduce nuestra ima­ginación a la impotencia. Pero en verdad nada, fuera de la razón, nos fuerza a reunir en un todo la inmensidad del mundo sensible. Así se perca­ta la imaginación de que es la razón la que, al impulsarla al límite de su poder, la fuerza a con­fesar que toda su potencia no es nada en com­paración con una Idea.

Lo Sublime, pues, nos pone en presencia de una relación subjetiva directa entre la imaginación y la razón. Pero más que una concordancia, esa relación es un discordancia, una contradicción vi­vida entre la exigencia de la razón y la potencia de la imaginación. Por eso la imaginación parece perder su libertad y el sentimiento de lo sublime parece más un dolor que un placer. Pero, en el fondo de la discordancia aparece la concordan­cia; el dolor hace posible un placer. Cuando algo que excede a la imaginación por todas partes la pone en presencia de su límite, la imaginación sobrepasa su límite — aunque de manera negati­va, por cierto— mediante la representación que se hace de la inaccesibilidad de la Idea racional y la conversión de esa inaccesibilidad misma en algo presente en la naturaleza sensible. «La ima­ginación, que fuera de lo sensible no encuentra

12 Q } § 26.

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nada en donde apoyarse, se siente no obstante ilimitada debido a la desaparición de sus límites; y esta abstracción es una presentación del infini­to que, por esta razón, sólo puede ser negativa, pero que, sin embargo, ensancha el alma»13. Tal es la concordancia-discordante de la imaginación y la razón: no sólo la razón tiene un «destino su­prasensible», sino también la imaginación. En esta concordancia, el alma se siente como la unidad suprasensible indeterminada de todas las faculta­des; nosotros mismos nos relacionamos con un hogar como con un «punto de concentración» en lo suprasensible.

Entonces se ve que la concordancia imagina­ción-razón no es simplemente supuesta, sino que es verdaderamente engendrada, engendrada en la discordancia. Por eso el sentido común que co­rresponde al sentimiento de lo sublime no se se­para de una «cultura», como movimiento de su génesis14. Y en esta génesis es donde nos perca­tamos de lo esencial relativo a nuestro destino. En efecto, las Ideas de la razón son especulati­vamente indeterminadas, prácticamente indetermi­nadas. Esto ya es el principio de la diferencia en­tre lo sublime matemático de lo inmenso y lo sublime dinámico de la potencia (uno pone en juego la razón desde el punto de vista de la fa­cultad de conocer, mientras que el otro lo hace desde el punto de vista de la facultad de de-

13 CJ, § 29, «Observación general».14 CJ, § 29.

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sear)15. De manera que, en lo sublime dinámico, el destino suprasensible de nuestras facultades parece como la predestinación de un ser moral. El sentido de lo sublime es engendrado en nosotros de tal manera que prepara una finalidad más alta y nos prepara para el advenimiento de la ley moral.

Punto de vista de la génesis

Lo difícil es encontrar el principio de una gé­nesis análoga para el sentido de lo bello. Pues en lo sublime, todo es subjetivo, relación subjetiva entre facultades; lo sublime sólo se relaciona con la naturaleza por su proyección, y esta proyec­ción se efectúa sobre lo informe o lo deforme de la naturaleza. También en lo bello nos encontra­mos ante una concordancia subjetiva; pero ésta tiene lugar con ocasión de formas objetivas, aun­que a propósito de lo bello se plantea un pro­blema de deducción que no se planteaba a propósito de lo sublime16. El análisis de lo subli­me nos puso en la pista al presentarnos un sen­tido común no sólo supuesto, sino engendrado. Pero una génesis del sentido de lo bello plantea un problema más difícil, porque reclama un prin­cipio con alcance objetivo17.

Sabemos que el placer estético es completa­mente desinteresado, pues no afecta en absoluto

15 Q, § 24.16 CJ} § 30.17 De donde el lugar del análisis de lo Sublime en la

Crítica del juicio.

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a la existencia de un objeto. Lo bello no es ob­jeto de un interés de la razón. Pero puede unir­se sintéticamente a un interés racional. Suponga­mos que así sea: el placer de lo bello no deja de ser desinteresado, pero el interés al que se une puede servir como principio para una génesis de la «comunicabilidad» o de la universalidad de esc placer; lo bello no deja de ser desinteresado, pero el interés al que se une sintéticamente puede ser­vir como regla para una génesis del sentido de lo bello como sentido común.

Si bien ésta es la tesis kantiana, hemos de ave­riguar cuál es el interés que se une a lo bello, Ante todo se pensará en un interés social empí­rico, que tan a menudo se enlaza a los objetos bellos y que es capaz de engendrar una suerte de gusto o de comunicabilidad del placer. Pero no hay duda de que lo bello se asocia a tal in­terés sólo a posteriori18. Únicamente un interés de la razón puede responder a las exigencias prece­dentes. Pero, ¿en qué puede consistir aquí un in­terés racional? No puede recaer sobre lo bello en sí mismo. Recae exclusivamente en la aptitud dv la naturaleza para producir formas bellas, es de­cir, formas capaces de reflejarse en la imagina­ción. (Y la naturaleza presenta esta aptitud allí donde muy raramente llega el ojo humano como para reflejarlas efectivamente: por ejemplo, en el fondo de los océanos19.) El interés unido a lo be*

18 Q, § 41.19 CJ, § 30.

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lio no recae, pues, en la forma bella en tanto tal, sino en la materia que la naturaleza ha emplea­do para producir objetos capaces de reflejarse for­malmente. No hay que asombrarse de que Kant, tras haber dicho que los colores y los sonidos no son bellos por sí mismos, agregue que son ob­jeto de un «interés de lo bello»20. Además, si se busca cuál es la materia primera que interviene en la formación natural de lo bello, vemos que se trata de una materia fluida (el estado más an­tiguo de la materia), una parte de la cual se se­para o se evapora y el resto se solidifica brusca­mente (cfr. la formación de los cristales)21. Es decir, que el interés de lo bello no es parte in­tegrante de lo bello ni del sentido de lo bello, sino que concierne a una producción de lo be­llo en la naturaleza, y desde ese punto de vista puede servir en nosotros como principio para una génesis del sentido de lo bello.

Todo el problema se resume en la siguiente pregunta: ¿qué clase de interés es éste? Hasta ahora hemos definido los intereses de la razón por un tipo de objetos que estarían necesariamen- le sometidos a una facultad superior. Pero no hay objetos sometidos a la facultad de sentir. La for­ma superior de la facultad de sentir no designa otra cosa que la armonía subjetiva y espontánea de nuestras facultades activas, sin que ninguna de ellas legisle sobre los objetos. Cuando considera-

‘!,) Q, § 42.,!l CJ, § 58.

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mos la aptitud material de la naturaleza para pro­ducir formas bellas, no podemos concluir de ello la sumisión necesaria de esta naturaleza a una de nuestras facultades, sino únicamente su concor- dancia inteligente con el conjunto entero de nuestras facultades22. Además, sería inútil buscar un fin de la naturaleza cuando produce lo bello; la precipitación de la materia fluida se explica de manera puramente mecánica. La aptitud de la na­turaleza se presenta, pues, como un poder sin fi­nalidad, adecuada por azar al ejercicio armonio­so de nuestras facultades23. El placer de este ejercicio es por sí mismo desinteresado; experi­mentamos un interés racional por la concordan­cia contingente de las producciones de la natura­leza con nuestro placer desinteresado24. Éste es el tercer interés de la razón: no se define por una sumisión necesaria, sino por una concordancia contingente de la naturaleza con nuestras facul­tades.

E l s im b o l is m o e n l a n a t u r a l e z a

¿Cómo se presenta la génesis del sentido de lo bello? Al parecer, las materias libres de la natu­raleza, los colores, los sonidos, no se relacionan simplemente con conceptos determinados del en­tendimiento, sino que desbordan el entendimien-

22 CJ, Introducción, § 7.23 CJ, § 58.24 CJ, § 42.

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to, «dan que pensar» mucho más que lo que el concepto contiene. Por ejemplo, no sólo relacio­namos el color con un concepto del entendi­miento que se aplicaría directamente a él, sino que además lo relacionamos con un concepto completamente distinto, que no tiene un objeto de intuición, sino que se asemeja al concepto del entendimiento porque plantea su objeto por ana­logía con el objeto de la intuición. Este concep­to distinto es una Idea de la razón, que no se asemeja al primero sino desde el punto de vista de la reflexión. Así, el lis no sólo se relaciona con los conceptos de color o de flor, sino que además despierta la Idea de inocencia pura, cuyo objeto no es un análogo (reflexivo) del blanco de dicha flor25. Es que las Ideas son el objeto de una presentación indirecta en las materias libres de la naturaleza. Esta presentación indirecta se llama simbolismo y tiene como regla el interés por lo bello.

De esto se desprenden dos consecuencias: el entendimiento ve ilimitadamente ensanchados sus conceptos; la imaginación se siente liberada de la compulsión del entendimiento que padecía toda­vía en el esquematismo y resulta capaz de refle­jar libremente la forma. En consecuencia, la con­cordancia de la imaginación, en tanto libre, y del entendimiento, en tanto indeterminado, no es simplemente supuesta: en cierto modo es algo animado, vivificado, engendrado por el interés de

25 CJ, §§ 42 y 59.

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lo bello. Las materias libres d e la naturaleza sen­sible simbolizan las Ideas de la razón; así, per­miten ampliarse al entendimiento y liberarse a lu imaginación. El interés por lo bello da testimonio de una unidad suprasensible de todas nuestras fa­cultades como «punto de c o n c e n t r a c ió n en lo su­prasensible», de donde deriva su libre concordan­cia formal o su armonía s u b je t iv a .

L a unidad suprasensible indeterminada de to­das la s facultades, y la libre concordancia que de ello d e r iv a , son lo más p r o f u n d o del alma. En efecto, cuando la concordancia de las facultades está determinada por una de ellas (el entendi­miento en el interés e s p e c u la t iv o , la razón en el interés práctico), suponemos que las facultades son capaces, ante todo, de una armonía libre (de acuerdo con el interés por lo bello), sin lo cual ninguna de sus d e t e r m in a c io n e s sería posible. Pero, por otra parte, la libre concordancia de las facultades debe hacer aparecer yß la razón como llamada a desempeñar el papel determinante en el interés práctico o en el d o m in io moral. Éste es el sentido en el que el destino suprasensible de to­das nuestras facultades es la predestinación de un ser moral; o en que la idea de lo supransensible como unidad indeterminada de las facultades pre­p a ra la idea de lo s u p r a s e n s ib le tal como la ra­zón lo determina prácticamente (como principio de los fines de la libertad); o en que el interés de lo bello implica una disposición al ser moral26.

26 cj § 42.

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Como dice Kant, lo bello mismo es símbolo del bien (con lo que quiere decir que el sentido de lo be­llo no es una percepción confusa del bien, que no hay relación analítica alguna entre el bien y lo bello, sino una relación sintética según la cual el interés de lo bello nos dispone a ser morales, nos destina a la moralidad)27. Así, la unidad indeter­minada y la libre concordancia de las facultades no constituyen solamente lo más profundo del alma, sino que además preparan el advenimiento de lo más elevado, es decir, la supremacía de la fa­cultad de desear, y hacen posible el paso de la facultad de conocer a esta facultad de desear.

El s im b o l is m o e n el a r t e , o el g e n io

Es verdad que todo lo que precede (el interés por lo bello, la génesis del sentido de lo bello y la relación de lo bello y el bien) sólo concierne a la belleza de la naturaleza. En efecto, todo des­cansa en el pensamiento de que la naturaleza ha producido la belleza28. Por esta razón lo bello en el arte no parece tener relación con el bien, y el sentido de lo bello en el arte no parece que pue­da engendrarse a partir de un principio que nos destine a la moralidad. De ahí la palabra que usa Kant: «respetable**. Es decir, el que sale de un mu­seo para volverse a las bellezas de la naturaleza...

27 CJ, § 59.28 CJ, § 42.

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A menos que el arte también se muestre justi­ficable, a su manera, por una materia y una regí« suministradas por la naturaleza. Pero la naturale* za, aquí, sólo puede proceder por una disposi­ción innata en el sujeto. El genio es precisamen­te esta disposición innata por la cual la naturaleza da al arte una regla sintética y una materia rica, Kant define al genio como la facultad de la* Ideas estéticas29. A primera vista, una Idea estéti­ca es lo contrario de una Idea racional. Ésta es un concepto al que ninguna intuición se adecúa; aquélla, una intuición a la que ningún concepto se adecúa. Pero cabe preguntarse si esta relación inversa basta para describir la Idea estética. La Idea de la razón excede a la experiencia, ya sea porque no tiene objeto que le corresponda en la naturaleza (por ejemplo, seres invisibles); ya por­que convierte un simple fenómeno de la natura­leza en un acontecimiento del espíritu (la muer­te, el amor...). Hay por tanto algo inexpresable en la Idea de la razón. Pero la Idea estética excede a todo concepto, porque crea la intuición de otra naturaleza que la que nos es dada: otra natura­leza cuyos fenómenos serían verdaderos aconte­cimientos espirituales, y los acontecimientos del espíritu serían determinaciones naturales inmedia­tas30. «Da que pensar», fuerza a pensar. La Idea estética es lo mismo que la Idea racional: expre­sa lo que hay de inexpresable en ésta. Por eso

29 CJ, § 57, observación 1.30 CJ § 49.

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aparece como representación «secundaria», una ex­presión segunda. Y por eso mismo se aproxima (unto al simbolismo (el genio también procede por ampliación del entendimiento y la liberación de la imaginación)31. Pero en lugar de presentar indirectamene la Idea en la naturaleza, la expre­sa secundariamente en la creación imaginativa de otra naturaleza.

El genio no es el gusto, pero anima el gusto en el arte al dotarlo de un alma o de una mate­ria. Hay obras perfectas desde el punto de vista del gusto, pero que carecen de alma, es decir, de genio32. Eso se debe a que el gusto no es más que la concordancia formal de una imaginación libre y un entendimiento ampliado. Si no remite a una instancia más elevada como a una materia capaz de ensanchar precisamente el entendimien­to y liberar la imaginación, es sombrío y muerto, meramente supuesto. En las artes, la concordan­cia de la imaginación y el entendimiento sólo se ve vivificado por el genio y sin el genio sería in­comunicable. El genio es un llamamiento lanza­do a otro genio; pero entre ambos el gusto se convierte en una suerte de intermediario, que permite esperar cuando el otro genio aún no ha nacido33. El genio expresa la unidad suprasensi­ble de todas las facultades y la expresa como viva. Por tanto, suministra la regla según la cual

31 ibíd.32 Ibíd.33 Ibíd.

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se pueden extender las conclusiones de lo bello en la naturaleza a lo bello en el arte. Pero no sólo lo bello en la naturaleza es símbolo del bien; también lo es lo bello en el arte, de acuerdo con la regla sintética y genética del genio34.

A la estética formal del gusto agrega Kant una metafísica material, cuyos dos capítulos principa­les son el interés por lo bello y el genio, y que da testimonio de un romanticismo kantiano. Es notable que a la estética de la línea y de la com­posición, esto es, de la forma, añada Kant una metaestética de las materias, los colores y los so­nidos. En la crítica del juicio, el clasicismo ple­namente realizado y el romanticismo naciente en­cuentran un equilibrio complejo.

Es preciso no confundir las diversas maneras en que, según Kant, las Ideas de la razón son susceptibles de una presentación en la naturaleza sensible. En lo sublime, la presentación es direc­ta, pero negativa, y se produce por proyección; en el simbolismo natural o en el interés por lo bello, la presentación es positiva, pero indirecta, y se realiza por reflexión; en el genio o en el simbolismo artístico, la presentación es positiva, pero segunda, y se realiza por creación de otra naturaleza. Más adelante veremos que la Idea es susceptible de un cuarto modo de presentación, el más perfecto, en la naturaleza concebida como sistema de fines.

34 Contrariamente al § 42, el § 59 («La belleza, símbolo de la moralidad») vale tanto para el arte como para la naturaleza.

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El juicio es siempre una operación compleja, que consiste en subsumir lo particular a lo gene­ral. El hombre del juicio es siempre un hombre del arte: un experto, un médico, un jurista. El jui­cio implica un verdadero don, un olfato35. Kant fue el primero que supo plantear el problema del juicio en el plano de su tecnicidad o de su ori­ginalidad propia. En textos célebres, Kant distin­gue dos casos: o bien lo general es dado, cono­cido, y sólo queda aplicarlo, es decir, determinar lo particular a lo que se aplica («uso apodíctico de la razón», «juicio determinante»); o bien lo gene­ral constituye un problema y es menester encon­trarlo («uso hipotético de la razón», «juicio reflexio­nante»36). No obstante, esta distinción es mucho más complicada de lo que parece: debe ser in­terpretada, tanto desde el punto de vista de los ejemplos como de la significación.

Un primer error consistiría en creer que sólo el juicio reflexionante implica una invención. Incluso cuando lo general es dado, es menester el «jui­cio» para realizar la subsunción. Sin duda, la ló­gica trascendental se distingue de la lógica formal en que contiene reglas que indican la condición bajo la cual se aplica un concepto dado37. Pero estas reglas no se reducen al concepto: para apli-

¿ES EL JUICIO UNA FACULTAD?

35 CRP, Analítica, «El juicio trascendental en general».36 CRP, Dialéctica, Apéndice, «Uso regular de las Ideas».37 CRP, Analítica, «El juicio trascendental en general».

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car un concepto del entendimiento hace falta el esquema, que es un acto inventivo de la imagi­nación capaz de indicar la condición en la cual los casos particulares se subsumen al concepto, También el esquematismo es un «arte», y el es­quema, un esquema de los «casos que caen bajo la ley». Por tanto, sería erróneo creer que el en- tendimiento juzga por sí mismo: el entendimien­to no puede hacer otra cosa con los conceptos que usarlos para juzgar, pero este uso implica un acto original de la imaginación y también un acto original de la razón (por eso, en la Crítica de la razón pura el juicio determinante aparece como un ejercicio de la razón). Siempre que Kant ha­bla del juicio como facultad, se ocupa de desta­car la originalidad de su acto, la especificidad de su producto. Pero el juicio implica siempre diver­sas facultades y expresa la concordancia de esas facultades entre sí. Se dice que el juicio es de­terminante cuando expresa la concordancia de fa­cultades bajo una facultad determinante, es decir, cuando determina un objeto en conformidad con una facultad que se ha puesto previamente como legisladora. Así, el juicio teórico expresa la con­cordancia de las facultades que determina un ob­jeto en conformidad con el entendimiento legis­lador. De la misma manera, hay un juicio práctico que determina si una acción posible es un caso sometido a la ley moral: expresa la concordancia del entendimiento y la razón, presidida por ésta. En el juicio teórico la imaginación suministra un esquema en conformidad con el concepto del en-

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lendimiento; en el juicio práctico, el entendi­miento suministra un tipo de conformidad con el concepto del entendimiento; en el juicio práctico, el entendimiento suministra un tipo en conformi­dad con la ley de la razón. Es lo mismo decir que el juicio determina un objeto, que la con­cordancia de las facultades está determinada o que una de las facultades ejerce una función de­terminante o legisladora.

Por eso es importante fijar los ejemplos co­rrespondientes a los dos tipos de juicio, el «de­terminante» y el «reflexionante». Tomemos un mé­dico que sabe qué es la tifoidea (concepto), pero que no la reconoce en un caso particular (juicio o diagnóstico). Se tenderá a ver en el diagnósti­co (que implica un don y un arte) un ejemplo de juicio determinante, pues se supone que se cono­ce el concepto. Pero en relación a un caso particu­lar dado, el concepto no es dado: es problemá­tico o completamente indeterminado. En realidad, el diagnóstico es un ejemplo de juicio reflexio­nante. Si buscamos en la medicina un ejemplo de juicio determinante, tenemos que pensar más bien en una decisión terapéutica: aquí, el concepto es dado efectivamente en relación con un caso par­ticular, pero lo difícil es aplicarlo (contraindica­ciones en función del enfermo, etc.).

No menos arte o invención hay en el juicio re­flexionante. Pero este arte tiene allí otra distribu­ción. En el juicio determinante, el arte está en cierto modo «oculto»: el concepto, ya se trate de un concepto del entendimiento, ya de una ley

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de la razón, es dado; por tanto, hay una facultad legisladora, que dirige o determina la aportación original de las otras facultades, pese a lo difícil de apreciar de esa aportación. Pero en el juicio re­flexionante, nada es dado desde el punto de vista de las facultades activas: sólo se presenta una ma­teria bruta, que, en sentido estricto, no es «repre­sentada». Por tanto, todas las facultades activas se ejercen libremente en relación con ella. El juicio reflexionante expresará un acuerdo libre y deter­minado entre todas las facultades. El arte, que en el juicio determinante permanecía oculto y subor­dinado, se hace manifiesto y se ejerce libremente en el juicio reflexionante. Podemos descubrir por «reflexión» un concepto ya existente; pero el jui­cio reflexionante será mucho más puro si no con­tiene concepto alguno de la cosa que libremente refleja, o si el concepto, de alguna manera, se en­sancha, se hace ilimitado, indeterminado.

En verdad, el juicio determinante y el juicio re­flexionante no son dos especies de un mismo gé­nero. El juicio reflexionante manifiesta y libera un fondo que estaba oculto en el otro. Pero el otro sólo era juicio gracias a ese fondo vivo. De otra manera resulta incomprensible que la Crítica del juicio lleve precisamente ese título, aunque sólo se refiera al juicio reflexionante. Ocurre que toda concordancia determinada de facultades bajo una facultad determinante y legisladora supone la existencia y la posibilidad de una concordancia libre indeterminada. En esta concordancia libre el juicio no sólo es original (lo que ya era en el

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caso del juicio determinante), sino que también manifiesta el principio de su originalidad. Según este principio, nuestras facultades difieren en na- luraleza y, sin embargo, no por eso se resiente la concordancia libre y espontánea entre ellas, que hace luego posible su ejercicio bajo la presiden­cia de alguna de ellas según una ley de los in­tereses de la razón. Siempre el juicio es irreduc­tible u original: por eso se puede decir que es •una» facultad (don o arte específico). Nunca con­siste en una sola facultad, sino en la concordan­cia de facultades, ya sea en una concordancia previamente determinada por la que desempeña el papel legislador, ya sea, más profundamente, en una concordancia libre indeterminada, que constituye el objeto último de una «crítica del jui­cio» en general.

I)li LA ESTÉTICA A LA TEOLOGÍA

Cuando se aprehende la facultad de conocer en su forma superior, lo que legisla en ella es el entendimiento; cuando se aprehende la facultad de desear en su forma superior, lo que legisla en ella es la razón. Cuando se aprehende la facultad de sentir en su forma superior, lo que legisla en ella es el juicio38. Sin embargo, este caso es distin­to de los otros dos: el juicio estético es reflexio­nante; no legisla sobre objetos, sino únicamente sobre sí mismo; no expresa una determinación de

w CJ, Introducción, §§ 3 y 9.

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objeto bajo una facultad determinante, sino una libre concordancia de todas las facultades a pro­pósito de un objeto reflejo. Tenemos que pre­guntar si no hay otro tipo de juicio reflexionante o si la libre concordancia de facultades subjetivas no tiene otra manisfestación que el juicio estético.

Sabemos que la razón, en su interés especula­tivo, forma Ideas cuyo sentido es meramente re­gulador. Esto quiere decir que no tienen objeto determinado desde el punto de vista del conoci­miento, sino que su función es conferir el máxi­mo de unidad sistemática a los conceptos del en­tendimiento. Mas no por eso tienen menos valor objetivo, aunque «indeterminado»; pues no pue­den conferir unidad sistemática a los conceptos sin prestar una unidad semejante a los fenóme­nos considerados en su materia o en su particu­laridad. Esta unidad, admitida como inherente a los fenómenos, es una unidad final de las cosas (máximo de unidad en la mayor variedad posi­ble, sin que se pueda decir hasta dónde llega). Es imposible concebir esta unidad si no es en conformidad con un f in natural, en efecto, la unidad de lo diverso exige una relación de la di­versidad con un fin determinado, en conformidad con los objetos que se pone en relación con di­cha unidad. En este concepto de fin natural, la unidad nunca es otra cosa que presumida o su­puesta como conciliable con la diversidad de las leyes empíricas particulares39. En consecuencia, no

39 CJ; Introducción, § 5 (cfr. CRP, Dialéctica, Apéndice).

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expresa un acto por el cual la razón sería legis­ladora. Tampoco el entendimiento legisla. El en­tendimiento legisla sobre los fenómenos, pero sólo en tanto se los considera en la forma de su intuición; sus actos legislativos (categorías) cons­tituyen leyes generales y se ejercen sobre la na­turaleza como objeto de experiencia posible (todo cambio tiene una causa..., etc.). Pero el entendi­miento nunca determina a priori la materia de los fenómenos, el detalle de la experiencia realo las leyes particulares de tal o cual objeto. Éstas sólo son conocidas empíricamente y siguen sien­do contingentes en relación con nuestro entendi­miento.

Toda ley implica necesidad. Pero la unidad de las leyes empíricas, desde el punto de vista de su particularidad, debe pensarse como una unidad tal que únicamente otro entendimiento que el nuestro podría dar necesariamente a los fenó­menos. Un «fin» se define precisamente por la representación del efecto como motivo o funda­mento de la causa; la unidad final de los fe­nómenos remite a un entendimiento capaz de ser­virle como principio o sustrato, en el cual la re­presentación del todo sería causa del mismo todo en tanto efecto (entendimiento-arquetipo, intuiti­vo, definido como causa suprema inteligente e intencional). Pero sería erróneo pensar que ese entendimiento existe en realidad, o que los fenó­menos sean producidos efectivamente de esta ma­nera: el entendimiento-arquetipo expresa un ca­rácter propio de nuestro entendimiento, a saber,

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nuestra impotencia para determinar por nosotros mismos lo particular, nuestra impotencia para con­cebir la unidad final de los fenómenos según otro principio que el de la causalidad intencional de una causa suprema40. En este sentido imprime Kant una transformación profunda a la noción dogmática del entendimiento infinito: el entendi­miento arquetipo ya no expresa al infinito otra cosa que el límite propio de nuestro entendi­miento, el punto en el que éste deja de ser le­gislador en nuestro propio interés especulativo y en relación con los fenómenos. «Según la consti­tución particular de mis facultades de conocer, no puedo, respecto de la posibilidad de la naturale­za y de su producción, juzgar de otra manera que imaginando una causa que actúa por intención»41.

La finalidad de la naturaleza está ligada, pues, a un movimiento doble. Por una parte, el con­cepto de f in natural deriva de las Ideas de la razón (en tanto expresa la unidad final de los fe­nómenos): «Subsume la naturaleza bajo una cau­salidad que sólo la razón puede concebir»42. Pero no debe confundírselo con una Idea racional, pues, en conformidad con esta causalidad, el efecto es dado ciertamente en la naturaleza: «De ahí que el concepto de fin natural se distinga de todas las otras ideas»43. A diferencia de una Idea de la razón, el concepto de fin natural tiene un

40 a § 77.41 CJ, § 75.42 CJ, § 74.43 CJ, § 77.

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objeto dado; a diferencia de un concepto del en­tendimiento, no determina su objeto. En efecto, interviene para permitir a la imaginación «refle­xionar» sobre el objeto de manera indeterminada, a fin de que el entendimiento «adquiera» concep­tos en conformidad con las Ideas de la razón misma. El concepto de fin natural es un concep­to de reflexión que deriva de las Ideas regulado­ras: en él todas nuestras facultades se armonizan y entran en una concordancia libre, gracias a la c ual reflexionamos sobre la naturaleza desde el punto de vista de sus leyes empíricas. Por tanto, el juicio teleológico es un segundo tipo de juicio reflexionante.

A la inversa, a partir del concepto de fin natu­ral determinamos un objeto de la Idea racional. Sin duda, la Idea no tiene en sí misma un obje­to determinado; pero su objeto es determinable por analogía con los objetos de la experiencia. Ahora bien, esta determinación indirecta y analó­gica (que se concilia perfectamente con la fun­ción reguladora de la Idea) sólo es posible en la medida en que los objetos de la experiencia pre­sentan esta unidad final natural, en relación con la cual el objeto de la Idea debe servir como principio o sustrato. Por eso, lo que obliga a de­terminar a Dios como causa suprema intencional que actúa a manera de entendimiento es el con­cepto de unidad final o de fin natural. En este sentido, Kant insiste mucho en la necesidad de pasar de una teleología natural a la teología físi­ca. El camino inverso sería un mal camino, pues

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daría testimonio de una «razón inversa» (la idea desempeñaría entonces un papel constitutivo y no ya regulador; el juicio teleológico se aprehende­ría como determinante). En la naturaleza no en­contramos fines divinos intencionales; por el con­trario, partimos de fines que son ante todo los de la naturaleza y les agregamos la Idea de una causa divina intencional como condición de su compren­sión. No imponemos «violenta y dictatorialmente fines a la naturaleza; por el contrario, reflexiona­mos sobre la unidad final natural, empíricamente conocida en la diversidad, para elevarnos hasta la Idea de una causa suprema determinada por ana­logía44. El conjunto de estos dos movimientos de­fine un nuevo modo de presentación de la Idea, un último modo que se distingue de los que he­mos analizado hasta ahora.

¿Qué diferencia hay entre los dos tipos de jui­cio, el teleológico y el estético? Debemos consi­derar que el juicio estético ya manifiesta una ver­dadera finalidad. Pero se trata de una finalidad subjetiva, formal, que excluye todo fin (objetivo o subjetivo). Esta finalidad estética es subjetiva, pues consiste en la libre concordancia de las faculta­des entre sí45. No cabe duda de que hace entrar en juego la forma del objeto, pero la forma es precisamente lo que la imaginación refleja del ob­jeto mismo. Objetivamente se trata, por tanto, de

44 CRP, Dialéctica, Apéndice, «El fin final de la dialéctica natural». CJ, §§ 68, 75 y 85.

45 De ahí, CJ, % 34, la expresión «finalidad subjetiva recí­proca».

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una pura forma subjetiva de la finalidad, que ex­cluye todo fin material determinado (la belleza de un objeto no se evalúa ni por su empleo, ni por su perfección interna, ni en relación con un in­terés práctico, cualquiera que sea46). Se objetará que interviene la naturaleza, como hemos visto, por su aptitud material para producir la belleza; en este sentido debemos hablar ya, a propósito de lo bello, de una concordancia contingente de la naturaleza con nuestras facultades. Esta aptitud material es para nosotros incluso el objeto de un «interés» particular. Pero este interés no forma par­te del sentido de lo bello, aun cuando nos pro­porcione un principio según el cual pueda en­gendrarse este sentido. Aquí, la concordancia contingente de la naturaleza y de nuestras facul­tades es en cierto modo exterior a la libre con­cordancia de las facultades entre sí: la naturaleza nos proporciona únicamente la ocasión exterior «de aprehender la finalidad interna de la relación de nuestras facultades subjetivas»47. La aptitud ma­terial de la naturaleza no constituye un fin natu­ral (que vendría a contradecir la idea de una fina­lidad sin fin): «Es favor con que cogemos nosotros la naturaleza, pero no es favor que ella nos con­cede»*®.

La finalidad, en estos diferentes aspectos, es el objeto de una representación «estética». Ahora

46 CJ §§ 11 y 15.47 CJ, § 58.48 Ibíd.

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bien, vemos que, en esta representación, el juicio reflexionante apela a principios particulares de muchas maneras: por una parte, la libre concor­dancia de las facultades como fundamento de este juicio (causa formal); por otra parte, la fa­cultad de sentir como materia o causa material, en relación con la cual el juicio define un placer particular como estado superior; por otra parte, la forma de la finalidad sin fin como causa final; por último, el interés esencial por lo bello, como causa fiendi, según la cual se engendra el sentido de lo be­llo que se expresa en derecho en el juicio estético.

Cuando consideramos el juicio teleológico, nos encontramos ante una representación completa­mente distinta de la finalidad. Ahora se trata de una finalidad objetiva, material, que implica fines. Lo dominante es la existencia de un concepto de fin natural que expresa empíricamente la unidad final de las cosas en función de su diversidad. La «reflexión» cambia de sentido: ya no es reflexión formal del objeto sin concepto, sino concepto de reflexión por el cual se reflexiona sobre la mate­ria del objeto. En este concepto, nuestras faculta­des se ejercen libre y armoniosamente. Pero aquí la libre concordancia de las facultades queda comprendida en la concordancia contingente de la naturaleza y las facultades. De manera que, en el juicio teleológico, debemos considerar que la naturaleza nos concede verdaderamente un favor (y cuando pasamos de la teología a la estética, consideramos que la producción natural de cosas bellas ya era un favor que la naturaleza nos

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c oncedía)49. La diferencia entre los dos juicios consiste en que el juicio teleológico no remite a principios particulares (salvo en su uso o en su aplicación). Implica, sin duda, la concordancia de la razón, la imaginación y el entendimiento, sin que éste legisle; pero este punto en que el entendi­miento abandona sus pretensiones legisladoras forma parte plenamente del interés especulativo y queda comprendido en el dominio de la facultad de conocer. Por esto el fin natural es el objeto de una «representación lógica». No cabe duda de que en el juicio teleológico hay un placer de la re­flexión; no experimentamos placer en la medida en que la naturaleza está sometida a la facultad de conocer, sino en la medida en que la natura­leza concuerda de manera contingente con nues­tras facultades subjetivas. Pero, aún entonces, este placer teleológico se confunde con el conocimien­to: no define un estado superior de la facultad de sentir considerada en sí misma, sino más bien un efecto de la facultad de conocer sobre la facul­tad de sentir50.

Es fácil de explicar que el juicio teleológico no remita a un principio a priori particular. Es que está preparado para el juicio estético y sería in­comprensible sin esta preparación51. La finalidad formal estética nos «prepara» para formar un con-

49 CJ, § 67.50 CJ, Introducción, § 6.51 CJ, Introducción, § 8.

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cepto de fin que se agrega al principio de finali­dad, lo completa y lo aplica a la naturaleza; la propia reflexión sin concepto nos prepara para formar un concepto de reflexión. De esta suerte, no hay problema de génesis en lo que se refie­re a un sentido común teleológico; éste se admi­te o se presume en beneficio del interés especu­lativo, forma parte del sentido común lógico, pero de alguna manera lo esboza ya el sentido común estético.

Si consideramos los intereses de la razón co­rrespondientes a las dos formas del juicio refle­xionante, encontramos el tema de una «prepara­ción», pero en otro sentido. La estética pone de manifiesto una libre concordancia de las faculta­des, que, en cierta manera, se asocia a un inte­rés especial por lo bello; ahora bien, este interés nos predestina a ser morales y, por tanto, prepa­ra el advenimiento de la ley moral o la supre­macía del interés práctico puro. La teleología, por su parte, manifiesta una concordancia libre de las facultades, esta vez en el interés especulativo: «bajo» la relación de las facultades tal como la de­termina el entendimiento legislador, descubrimos la libre armonía de todas las facultades entre sí, de donde el conocimiento extrae una vida propia (hemos visto que el juicio determinante, en el co­nocimiento, implicaba un fondo vivo que única­mente se revela en la «reflexión»). Por tanto, es necesario pensar que el juicio reflexionante en general hace posible el paso de la facultad de co­nocer a la de desear — del interés especulativo al

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práctico— y prepara la subordinación del prime­ro al segundo, al mismo tiempo que la finalidad hace posible el paso de la naturaleza a la liber­tad o prepara la realización de la libertad en la naturaleza52.

52 CJ, Introducción, §§ 3 y 9.

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C onclusión

Los fines de la razón

D o c t r in a s d e las f a c u l t a d e s

Las tres críticas presentan un verdadero siste­ma de permutaciones. En primer lugar, las facul­tades se definen según las relaciones de la re­presentación en general (conocer, desear, sentir). I*n segundo lugar, como fuentes de las represen­taciones (imaginación, entendimiento, razón). Según la facultad que consideremos en el primer sentido, hay una facultad que, en el segundo sen­tido, está llamada a legislar sobre objetos y a dis­tribuir a las otras su tarea específica: así, el en­tendimiento en la facultad de conocer, la razón en la facultad de desear. Es verdad que, en la crí­tica del juicio, la imaginación no accede por su cuenta a una función legisladora. Pero se libera, de manera que todas las facultades en conjunto entran en una concordancia libre. Las dos prime­ras críticas exponen una relación de las faculta­des determinada por una de ellas; la última crítica

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descubre más profundamente una concordancia li­bre e indeterminada de las facultades, como condi­ción de posibilidad de toda relación determinada.

Esta concordancia libre aparece de dos mane­ras: en la facultad de conocer, como fondo su­puesto por el entendimiento legislador; y por sí misma, como germen que nos destina a la razón legisladora o a la facultad de desear. También es lo más profundo del alma, pero no lo más ele­vado. Lo más elevado es el interés práctico de la razón, el que corresponde a la facultad de desear y al que se subordina la facultad de conocer o el interés especulativo mismo.

La originalidad de la doctrina kantiana de las facultades consiste en que su forma superior nunca las abstrae de su fínitud humana, ni suprime su di­ferencia de naturaleza. En el primer sentido de la palabra y en tanto específicas y finitas, las faculta­des acceden a una forma superior; y en el segundo sentido, las facultades acceden al papel legislador.

El dogmatismo afirmaba una armonía entre el sujeto y el objeto y para garantizar esta armonía invocaba a Dios (que gozaba de facultades infi­nitas). Las dos primeras críticas sustituyen esto por la idea de una sumisión necesaria del objeto al sujeto «finito»: nosotros, los legisladores, en nuestra finitud (incluso la ley moral es el hecho de una razón finita). Ésta es precisamente la re­volución copernicana1. Pero, desde este punto de

1 Cfr. los comentarios de M. Vuillemin sobre la «finitud constitutiva-, en L'héritage kantien et la révolution copemi- cienne.

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vista, la crítica del juicio parece plantear una di­ficultad particular. En efecto, cuando, bajo la re­lación determinada de las facultades descubre Kant una libre concordancia, ¿no hace, simple­mente, sino reintroducir la idea de armonía y de finalidad? Y por partida doble, en la llamada con­cordancia «final» entre las facultades (finalidad subjetiva) y en la llamada concordancia «contin­gente» de la naturaleza y de las facultades mis­mas (finalidad objetiva).

Sin embargo, lo esencial no es eso. Lo esencial es que la crítica del juicio ofrece una nueva teo­ría de la finalidad que corresponde al punto de vista trascendental y se compagina perfectamente con la idea de legislación. Esta tarea se realiza en la medida en que la finalidad ya no tiene un principio teológico, sino que más bien la teología tiene un fundamento fina l» humano. De ahí la importancia de las dos tesis de la crítica del jui­cio: la concordancia final de las facultades es ob­jeto de una génesis particular; la relación final de la naturaleza y el hombre es el resultado de una actividad práctica propiamente humana.

T e o r ía d e l o s fin e s

El juicio teleológico no remite, como el estéti­co, a un principio que sirva de fundamento a priori de su reflexión. De esta suerte, debe estar preparado por el juicio estético, y el concepto de un fin natural supone ante todo la forma pura de

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la finalidad sin fin. Pero, en cambio, cuando lle­gamos al concepto de fin natural, al juicio ideo­lógico se le plantea un problema que no se plan­teaba al juicio estético: la estética dejaba al gusto el cuidado de decidir qué objeto debía juzgarse bello, mientras que la teleología, por el contrario, exige reglas que indiquen las condiciones en la.s que se juzga una cosa según el concepto de fin natural2. El orden de deducción, por tanto, es el siguiente: de la forma de la finalidad al concep­to de fin natural (que expresa la unidad final de los objetos desde el punto de vista de su mate­ria o de sus leyes particulares); y del concepto de fin natural a su aplicación en la naturaleza (que expresa mediante la reflexión qué objetos deben ser juzgados según ese concepto).

Esta aplicación es doble: o bien aplicamos el concepto de fin natural a dos objetos de los que uno es causa y el otro efecto y de esta manera introducimos la idea del efecto en la causalidad de la causa (por ejemplo, la arena como medio en relación con los bosques de pinos). O bien los aplicamos a la misma cosa como causa y efecto de sí misma, es decir, a una cosa cuyas partes se produzcan recíprocamente en su forma y en su conexión (seres organizados que se or­ganizan a sí mismos): de esta manera introduci­mos la idea del todo, no en tanto causa de la existencia de la cosa («pues entonces sería un producto del arte»), sino en tanto fundamento de

2 CJ, Introducción, 8.

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su posibilidad como producto de la naturaleza desde el punto de vista de la reflexión. En el pri­mer caso, la finalidad es externa; en el segundo, interna3. Pero estas dos finalidades tienen rela­ciones complejas.

Por una parte, la finalidad externa por sí mis­ma es puramente relativa e hipotética. Para que deje de serlo tendríamos que ser capaces de de­terminar un último fin, lo cual es imposible por observación de la naturaleza. Sólo observamos medios que ya son fines en relación con su cau­sa y fines que todavía son medios en relación con otra cosa. Por tanto, nos vemos obligados a subordinar la finalidad externa a la finalidad in­terna, es decir, a considerar que una cosa no es un medio sino en la medida en que el fin al que sirve sea un ser organizado4.

Pero, por otra parte, es dudoso que la finali­dad interna no remita a su vez a una suerte de finalidad externa y no plantee la cuestión (apa­rentemente irresoluble) de un último fin. En efec­to, cuando aplicamos el concepto de fin natural a los seres organizados, nos vemos llevados a la idea de que la naturaleza entera es un sistema se­gún la regla de los fines5. A partir de los seres organizados, se nos remite a relaciones exteriores entre estos seres, relaciones que deberían cubrir

3 CJ, §§ 63-65.4 CJ, § 82.5 CJ, § 67. (Es inexacto creer que, según Kant, la finali­

dad externa se subordina absolutamente a la finalidad inter­na. La inversa es verdadera desde otro punto de vista.)

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el conjunto del universo6. Pero la naturaleza, pre­cisamente, sólo podría formar semejante sistema (en lugar de un simple agregado) en función de un último fin. Ahora bien, está claro que ningún ser organizado puede constituir ese fin: tampoco, y menos aún, el hombre en tanto especie animal. Es que un último fin implica la existencia de algo como fin; pero la finalidad interna en los seres organizados sólo concierne a su posibilidad, sin considerar si su propia existencia es un fin. La fi­nalidad interna plantea tan sólo este interrogante: ¿por qué determinadas cosas que existen tienen tal o cual forma? Pero deja intacto este otro in­terrogante: ¿por qué existen cosas con esta for­ma? Sólo se podría llamar «último fin» a un ser tal que contuviera en sí mismo el fin de su existen­cia; la idea de último fin implica, por tanto, la de fin final, que excede todas nuestras posibilidades de observación en la naturaleza sensible y todos los recursos de nuestra reflexión7.

Un fin natural es un fundamento de posibili­dad; un último fin es una razón de existencia; un fin final es un ser que posee en sí mismo la ra­zón de su existencia. Pero, ¿qué es un fin final? Sólo puede serlo aquello que se puede formar un concepto de fines; únicamente el hombre en tan­to ser racional puede encontrar en sí mismo el fin de su existencia. ¿Se trata del hombre en tan­to busca la felicidad? No, pues la felicidad como

6 CJ, § 82.7 CJ, §§ 82, 84.

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lin deja por completo en pie la siguiente pre­gunta: ¿por qué existe el hombre (en una «for­ma» tal que se esfuerza en hacer feliz su existen­cia)?8. ¿Se trata del hombre en tanto conoce? No hay duda de que el interés especulativo constitu­ye el conocimiento como fin; pero este fin no se­ría nada si la existencia del que conoce no fue­ra ya un fin final9. Al conocer, formamos tan sólo un concepto de fin natural desde el punto de vis­ta de la reflexión, no una idea de fin final. No hay duda de que con ayuda de ese concepto po­demos determinar indirecta y analógicamente el objeto de la Idea especulativa (Dios como autor inteligente de la naturaleza). Pero la pregunta «¿por qué creó Dios la naturaleza?» es una pre­gunta absolutamente inaccesible a esa determina­ción. En este sentido Kant recuerda constante­mente la insuficiencia de la teleología natural como fundamento de una teología: la determina­ción de la Idea de Dios a la que llegamos por esta vía sólo nos provee de una opinión, no de una creencia10. En resumen, la teleología natural justifica el concepto de una causa creadora inte­ligente, pero sólo desde el punto de vista de la posibilidad de las cosas existentes. La cuestión de un fin final en el acto de crear (¿para qué la exis­tencia del mundo y del propio hombre?) excede

8 Qt § 86.9 Ibíd.10 ÇJ, §§ 85, 91 y «Observación general sobre la teleología».

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toda teleología natural, que ni siquiera puede* concebirla11.

«Un fin final sólo es un concepto de nueslru razón práctica»12. En efecto, la ley moral prescrl be un fin sin condición, en el cual la razón se aprehende a sí misma como fin y la libertad hv da necesariamente un contenido como fin supre mo determinado por la ley. A la pregunta «¿qitf es un fin final?» tenemos que responder: el hom bre, pero el hombre como noúmeno y existenelu suprasensible, el hombre como ser moral. «.A pro pósito del hombre considerado como ser moral, ya no se puede preguntar por qué existe; su existen cia contiene en sí el fin supremo...»13. Este fin su premo es la organización de los seres raciónale* bajo la ley moral o la libertad como razón de existencia que el ser racional contiene en sí. Aquí aparece la unidad absoluta de una finalidad prác tica y de una legislación incondicionada. Esta unidad forma la «teleología moral», mientras que la finalidad práctica está determinada a priori en nosotros mismos con su ley14.

Por tanto, el fin final es determinable y está determinado prácticamente. Ahora bien, sabemo« cómo, según la segunda crítica, esta determina­ción entraña a su vez una determinación práctica de la Idea de Dios (como autor moral), sin la cual sería imposible pensar el fin final como rea-

11 CJ, § 85.12 CJ, § 88.13 CJ, § 84.14 CJ, § 87.

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lizable. De todas maneras, siempre la teología seI unda en una teleología (y no a la inversa). Pero ik* inmediato nos elevamos de una teleología na­tural (concepto de reflexión) a una teología física (determinación especulativa de la Idea regulado­ra, Dios como autor inteligente); que esta deter­minación especulativa se conciliara con la simple regulación se debía precisamente a la medida en que era completamente insuficiente, pues estaba empíricamente condicionada y no nos decía nada acerca del fin final de la creación divina15. Ahora, por el contrario, pasamos a priori de una teleolo­gía práctica (concepto prácticamente determinan­te del fin final) a una teología moral (determi­nación práctica suficiente de la Idea de un Dios moral como objeto de creencia). No se piense que la teleología natural es inútil, pues es la que nos impulsa a buscar una teología, pero es inca­paz de propocionarla verdaderamente. No se piense tampoco que la teología moral «completa» la teología física, ni que la determinación prácti­ca de las Ideas completa la determinación espe­culativa analógica. En realidad, la sustituye, según otro interés de la razón16. Desde el punto de vis­ta de ese otro interés determinamos el hombre como fin final, y fin final para el conjunto de la creación divina.

15 c j, § 88 .16 CJ, «Observación general sobre la teleología».

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La h isto r ia o la r e a liza c ió n

La última pregunta es: ¿de qué manera el fin final es también último fin de la naturaleza? En otros términos: ¿cómo el hombre, que sólo es fin final en su existencia suprasensible y como noú­meno, puede ser último fin de la naturaleza sen­sible? Sabemos que, en cierto modo, el mundo suprasensible ha de estar unido al sensible: el concepto de libertad debe realizar en el mundo sensible el fin impuesto por su ley. Esta realización es posible bajo dos tipos de condiciones: condi­ciones divinas (la determinación práctica de las Ideas de la razón, que hace posible un Soberano Bien como concordancia del mundo sensible y el mundo suprasensible, de la felicidad y la morali­dad); y condiciones terrenales (la finalidad en la estética y en la teleología, como lo que hace po­sible una realización del Soberano Bien, es decir, la conformidad de lo sensible a una finalidad más elevada). Por tanto, la realización de la libertad también es la efectuación del Soberano Bien: «Unión del mayor bienestar de las criaturas racio­nales en el mundo con la condición más elevada del Bien moral»17. En este caso, el fin final incon­dicional es último fin de la naturaleza sensible, bajo las condiciones que lo ponen como necesa­riamente realizable y con el deber de realizarlo por parte de esta naturaleza.

17 a § 88.

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En la medida en que el último fin no es otra cosa que el fin final, es el objeto de una para­doja fundamental: el último fin de la naturaleza sensible es un fin que esta naturaleza no puede realizar por sí misma18. No es que la naturaleza realice la libertad, sino que el concepto de liber­tad se realiza o se efectúa en la naturaleza. La efectuación de la libertad y del Soberano Bien en el mundo sensible implica pues una actividad sin­tética original del hombre: la Historia es esa efec­tuación, de modo que no hay que confundirla con un simple desarrollo de la naturaleza. La idea del último fin implica una relación final de la na­turaleza y el hombre; pero esa relación sólo es posible gracias a la finalidad natural. En sí mis­ma y desde el punto de vista formal es inde­pendiente de esta naturaleza sensible y debe ser establecida, instaurada por el hombre19. La ins- lauración de la relación final es la formación de una constitución civil perfecta y ésta es el objeto más elevado de la Cultura, el fin de la historia o clel Soberano Bien propiamente terrenal20.

Esta paradoja se explica fácilmente. La natura­leza sensible, en tanto fenómeno, tiene lo supra­sensible como sustrato. Únicamente en ese sus­trato se concilian el mecanismo y la finalidad de la naturaleza sensible: el primero, en lo referen­te a lo que hay en ella de necesario como obje-

18 CJ, § 84.19 CJ § 83.

Ibíd. Y también Idea de una historia universal (IHU), prnp. 5-8.

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to de los sentidos; la segunda, en lo referente a lo que hay en ella de contingente como objeto de la razón21. Por tanto, el que la naturaleza sen­sible no sea suficiente para realizar lo que, sin embargo, es «su» último fin, es una astucia de la naturaleza suprasensible; pues este fin no es otra cosa que lo suprasensible en tanto debe ser efec­tuado (es decir, tener un efecto en lo sensible). «La naturaleza ha querido que el hombre extrai­ga por completo de sí mismo todo lo que exce­de la gestión mecánica de su existencia animal y no participe en ninguna otra felicidad o perfec­ción que la que ella misma, con independencia del instinto, se crea con su propia razón»22. De esta manera, lo que en la concordancia de la na­turaleza sensible con las facultades del hombre hay de contingente es una suprema apariencia trascendental que oculta una astucia de lo supra­sensible. Pero cuando hablamos del efecto de lo suprasensible en lo sensible o de la realización del concepto de libertad, nunca hemos de creer que la naturaleza sensible como fenómeno está sometida a la ley de la libertad o de la razón. Semejante concepción de la historia implicaría que los acontecimientos estuvieran determinados por la razón, y por la razón tal como existe in­dividualmente en el hombre en tanto noúmeno; los acontecimientos pondrían de manifiesto en­tonces un «plan racional personal» de los hom­

21 CJ, § 77.22 IHU, prop. 3-

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bres23. Pero la historia, tal como aparece en la na­turaleza sensible, nos muestra todo lo contrario: puras relaciones de fuerzas, antagonismos de ten­dencias, que forman un tejido de locura y de va­nidad pueril. Lo que ocurre es que la naturaleza sensible permanece siempre sometida a las leyes que le son propias, pero puesto que es incapaz de realizar su último fin, tiene la obligación, en conformidad con sus propias leyes, de hacer po­sible la realización de ese fin. Mediante el meca­nismo de fuerzas y el conflicto de tendencias (cfr. «la insociable sociabilidad»), la naturaleza sensible que hay en el hombre preside el establecimiento de una Sociedad, único medio en el cual puede realizarse históricamente el último fin24. De esta suerte, lo que desde el punto de vista de los pro­yectos de una razón personal a priori parece ab­surdo, puede ser un «plan de la naturaleza» para asegurar empíricamente el desarrollo de la razón en el marco de la especie humana. La historia debe juzgarse desde el punto de vista de la es­pecie y no de la razón personal25. Por tanto, hay una segunda astucia de la naturaleza, que no de­bemos confundir con la primera (las dos consti­tuyen la historia). Según esta segunda astucia, la naturaleza suprasensible ha querido que, incluso en el hombre, lo sensible procediera de acuerdo con sus leyes propias para ser capaz de recibir finalmente el efecto de lo suprasensible.

23 IHU, introducción.24 IHU, prop. 4.25 IHU, prop. 2.

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