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Discurso sobre una enfermedad social: La lepra en el Virreinato de Nueva Granada en la transición de los siglos XVIII y XIX PILAR GARDETA SABATER(*) SUMARIO l.-Introducción. 2.-E1 Virreinato y el mal de San Lázaro. 2.1-Síntomas. 2.2.-Etiopatogenia. 2.3.-Tratamiento. 2.4.-Hospitales de San Lázaro. RESUMEN Se analiza el significado de la lepra en el Virreinato de Nueva Granada en la transición de los siglos XVIII y XIX utilizando como hilo conductor las teorías que defendieron los médicos más representativos, así como el sentir de los propios enfer- mos y de la sociedad en la que estuvieron inmersos. Se estudian los tratamientos y las medidas encaminadas a evitar el contagio preconizados por los médicos neogranadinos, en íntima relación con la etiopatogenia que cada uno de ellos atribuía al mal de San Lázaro. BIBLID [0211-9536(1999) 19; 401-4281 Fecha de aceptación: 17 de junio de 1998 Tras la instauración definitiva, en 1739, del Virreinato de Nueva Granada, su estructura político-administrativa estuvo formada por tres Audiencias: la Pretorial con sede en Santa Fe, presidida por el virrey, y las de Quito y Panamá; si bien, esta última sólo estuvo vigente hasta (*) Doctora en Historia de la Medicina, C/ Jonás, 5 - 3" , 29013 Málaga. DYNAMIS. Acta Hisp. Med. Sci. Hist. Illus. 1999, 19, 401-428.

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Discurso sobre una enfermedad social: La lepra en el Virreinato de Nueva Granada en la transición de los siglos XVIII y XIX

PILAR GARDETA SABATER(*)

SUMARIO

l.-Introducción. 2.-E1 Virreinato y el mal de San Lázaro. 2.1-Síntomas. 2.2.-Etiopatogenia. 2.3.-Tratamiento. 2.4.-Hospitales de San Lázaro.

RESUMEN

Se analiza el significado de la lepra en el Virreinato de Nueva Granada en la transición de los siglos XVIII y XIX utilizando como hilo conductor las teorías que defendieron los médicos más representativos, así como el sentir de los propios enfer- mos y de la sociedad en la que estuvieron inmersos. Se estudian los tratamientos y las medidas encaminadas a evitar el contagio preconizados por los médicos neogranadinos, en íntima relación con la etiopatogenia que cada uno de ellos atribuía al mal de San Lázaro.

BIBLID [0211-9536(1999) 19; 401-4281 Fecha de aceptación: 17 de junio de 1998

Tras la instauración definitiva, en 1739, del Virreinato de Nueva Granada, su estructura político-administrativa estuvo formada por tres Audiencias: la Pretorial con sede en Santa Fe, presidida por el virrey, y las de Quito y Panamá; si bien, esta última sólo estuvo vigente hasta

(*) Doctora en Historia de la Medicina, C/ Jonás, 5 - 3", 29013 Málaga.

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mediados del siglo XVIII, momento en el que dicha provincia pasó a depender directamente de la de Santa Fe. Los vastos territorios que comprendía hicieron precisa la existencia de varios gobernadores, uno en cada provincia, lo que desencadenó serios conflictos al encontrarse distintos intereses. En tales casos, la opinión de la Audiencia prevalecía sobre la del virrey en tanto llegaba la determinación real.

Durante los años de transición al siglo XIX fueron contados los médicos que ejercieron en el Virreinato de Nueva Granada, siendo aún menos los que tuvieron una formación académica adecuada. La falta de instrucción fue responsable del aparente desconocimiento que estos hombres presentaron sobre la etiopatogenia de las distintas enferme- dades y los avances en los distintos tratamientos, viéndose perpetuados en muchos casos los que venían practicándose desde siglos anteriores. La lepra o mal de San Lázaro, como también era denominada, no fue una excepción y así, y a pesar de ser una enfermedad que adquirió una importancia social considerable, por el elevado número de sujetos a los que afectó, continuó tratándose la mayoría de las veces como un castigo divino contra el que nada, o casi nada, podía hacerse. La moral y las ideas del momento no podían permitir que estos enfermos permane- ciesen en contacto con las personas sanas; de un lado, porque la enfer- medad era considerada contagiosa y de otro, porque resultaba muy desagradable la visión de tales individuos, muchos de los cuales presen- taban mutilaciones y deformidades importantes. Las autoridades y la sociedad, en un intento de salvaguardar su propia salud, adoptaron la norma de desterrarlos de por irida a lugares alejados de las poblacio- nes (l), donde vivieran juntos y no fuera fácil que el resto de la sociedad los viese.

(1) Esto venía haciéndose en la Europa cristiana desde el siglo VI. Cuando un enfermo era declarado leproso se le <<mataba. civílmente y en una ceremonia religiosa se le enterraba simbólicamente, haciéndole ver que había muerto para el mundo aunque no para Dios. Sobre el mal de San Lázaro a lo largo de la Historia véase la amplia bibliografia existente, de entre la que consideramos más significativa: LAIN ENTRALGO, P. (dir) Historia Universal de la Medicina, 7 vols, Barcelona, Salvat, 1971-1975; SENDRAIL, M. Historia cultural de la enfermedad, Madrid, Espasa-Calpe, 1983; GRANJEL, L.S. Historia de la medicina, 3.%d., Salamanca, Gráficas Cervantes, 1975; La medicina española del siglo XVZZI, Salamanca, Univer- sidad, 1979, y La medicina española renacentista, Salamanca, Universidad, 1980;

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El avance de los conocimientos científicos junto a la llegada al virreinato de médicos formados en la península en centros de enseñan- zas ilustrados, los Colegios de Cirugía, fue dando paso a una modifica- ción en la conducta a seguir con estos enfermos y, por ende, racionalizándose el tratamiento dado a los lazarinos, así como la consi- deración social que se tuvo de ellos.

2. EL VIRREINATO Y E L M L D E SANLÁZARO

Al igual que la sífilis, también es aceptado que la lepra llegó a América desde Europa. Hacia los siglos XIV y XV se calcula que había en la España cristiana unos 20.000 leprosos, recluidos en unas 150 leproserías y casas específicas. En la península, la normativa sanitaria reguladora dio comienzo en 1477 con los Reyes Católicos, quienes crearon la figura de los «Alcaldes de la lepra» encomendándoles unos cometidos que hasta ese momento habían estado en manos de los jueces eclesiásticos. El Tribunal del Real Protomedicato tuvo jurisdic- ción respecto al reconocimiento y control de los leprosos desde su fundación (2); no obstante, en 1491 se encomendó a los médicos reales la vigilancia de los lazarinos existentes en la Corte. Durante el siglo XVI poco o nada se avanzó en el aspecto normativo, sólo cabe mencionar que en 1592 hubo un conato de censar a los enfermos ingresados en las leproserías. Durante ese siglo la lepra sufrió un descenso importante en algunas zonas concretas, aunque el número de leproserías seguía sien-

CARRILLO MONTESINO, J. M. El Zaraath de la Biblia, ¿corresponde a la lepra actual?, Archivos del Hospital Provincial de San Juan de Dios. Málaga, 1981, 2 (2) , 167-168, y La lepra en la Edad Media: España, Archivos del Hospital Provincial de San Juan de Dios. Málaga, 1981, 2 (l), 135-137; GARCÍA VALDÉS, A. Historia de la medicina, Madrid, Interamericana, 1987; BERNABEU MESTRE, J.; BALLESTER ARIGUES, T. Lepra y sociedad en la España de la primera mitad del siglo XX: La colonia sanitaria de Fontilles (1908-1932) y su proceso de intervención por la Segunda República, Dynamis, 1991, 11, 287-344; SIGERIST, H.E. Civilización y enfermedad, México, Biblioteca de la Salud, 1987.

(2) Ley 1, Título XVI, Libro 111 de la Recopilación de Castilla, recogida posterior- mente como Ley 2, Título XXXVIII, Libro Vi1 de la Novísima Recopilación.

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do elevado (3) y ya en el siglo XVII había dejado de tener la transcendencia social de épocas anteriores.

Tras la llegada de los españoles a América se fundaron los primeros hospitales bajo la advocación de San Lázaro y así, recién llegado, Cortés ordenó fundar uno en México, siguiéndole el de Lima, fundado en 1563, y el de Filipinas en 1577. Más adelante se erigieron el de Cartagena de Indias, en 1608; el de Guatemala, en 1640 y el de La Habana, en 1667 (4).

Un foco importante de entrada de la lepra en el virreinato neogranadino fue el puerto de Cartagena, consecuencia del comercio de esclavos africanos, lo que condicionó que en la costa atlántica se conformase una zona leprógena. Uno de quienes más defendió la trans- misión a través de los esclavos fue el Protomédico de la ciudad costera, Juan de Arias, quién atribuía su propagación a la «generación, y lactación, que dan frecuentemente las negras, a los hijos de los blancos* (5). Aunque durante mucho tiempo no se tuvieron datos exactos del núme- ro de enfermos del virreinato, un censo elaborado en 1777 arrojaba 30 enfermos en la provincia de Quito (6), cifra que resulta francamente baja en comparación con el número total de los enfermos que había en el Reino. Sin embargo, no podemos olvidar la dificultad que entrañaba la realización de un censo fiable, ya que muchos enfermos eran escon- didos por sus familiares para evitarles las penalidades que acarreaba la

(3) Granjel calcula que en Asturias había unas 50. GRANJEL (1980), nota 1, p. 106.

(4) Sobre la historia de estos hospitales, véanse: GUIJARRO OLIVERAS, J. Historia de los hospitales coloniales españoles en América durante los siglos XVI-XVIII, Archivos Iberoamen'tanos de Historia de la Medicina y Antropologfa Médica, 1950, 2, 536-539, 550-552, 559-564 y 573-587; ARRATE, J. M. F. de Llave del Nuevo Mundo [1761] (Prólogo y notas de Julio de Le Riverend Brusone), México-Buenos Aires, Biblioteca Americana, 1949, pp. 205-206. GRANJEL (1979), nota 1, p. 166. BANTUG, J. P. Bosquejo histórico de la medicina Hispano-Filipina, Madrid, Eds. Cultura Hispá- nica, 1952, p. 78.

(5) ARIAS, J. de, Disertación sobre el mal de San Lázaro, 23 de febrero de 1799, ANC (Archivo Nacional de Colombia), Colonia, Lazaretos, fols. 652-673v (fol. 659v).

(6) LEÓN, L. A. Capítulos sobre la medicina ecuatoriana durante la colonia (1531- 1822), Revista de la Sociedad Venezolana de Historia de la Medicina, 1961, 9 (23), 633-681 (p. 647). l

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condición de tales. A pesar de todo, hay indicios para asegurar que el número de leprosos fue importante y que creció a lo largo de los años, por ejemplo, las declaraciones que el Arzobispo Virrey envió al monar- ca en 1782, en las que le notificaba que la lepra era uno de los muchos males endémicos que se padecían en aquellas tierras (7). En el mismo sentido apuntan los nombramientos de algunos facultativos que se rea- lizaron para reconocer a dichos enfermos (S), debiendo para ello des- plazarse desde sus lugares de residencia hasta recónditos pueblos en los que se carecía de profesores médicos. Muchas de estas comisiones tenían como cometido el de aclarar debidamente el diagnóstico antes de etiquetar de por vida a alguien como leproso. En las ciudades en las que existía Protomédico estas funciones eran privativas suyas. En igual dirección apunta la extensa correspondencia generada entre las autori- dades provinciales y el virrey o el rey, respecto a los grandes gastos que se ocasionaban al enviar a los leprosos desde sus respectivos distritos hasta el Hospital de San Lázaro de Cartagena.

Aunque ya en la segunda mitad del siglo XVIII se había ido desdibujando la idea de adjudicar el origen de esta enfermedad a causas que no fuesen totalmente racionales, aún quedaban algunos reductos, entre los facultativos que gozaban de cierto prestigio, de ideas y teorías en las que se responsabilizaba al diablo (9).

(7) ARZOBISPO-VIRREY, Relación del Estado del Nuevo Reino, 1789, Biblioteca del Palacio Real de Madrid (BPR), Ms 2060, fols. 47-48.

(8) En 1775 fue enviado Juan Torres a Suaita; en 1780 se comisionó a Alejandro Gastelbondo para un reconocimiento en Santa Fe y e n 1788 para otro e n la zona del Socorro. Encargos similares se hicieron al cirujano Fray Manuel de San Felipe y a los médicos Sebastián Prat, Pedro de Euse y Manuel José Núñez. GUTIERREZ de PINEDA, V. Medicina tradicional de Colombia. El triple legado, 2 vols, Bogotá, Universidad de Colombia, 1985, (vol. 1, pp. 113 y 192); ARBOLE- DA, G. (1956) Historia de Cali. Desde los orígenes de la ciudad hasta la expiración del período colonial, 3 vol, Cali, Biblioteca de la Universidad del Valle, 1956 (vol. 3, p. 22); SORIANO LLERAS, A. La medicina en el Nuevo Reino de Granada a mediados del siglo XVIII, Bobtín Cultural y Bibliográjico, 1964, 7, 581-587 (p. 581). ANC, Colonia, Laxaretos, fols. 61-63v, 66-66v y 68-70v, Médicos y Abogados, vol. 4, fols. 600-601 y Mzscelánea, vol. 1, fols. 22-38.

(9) En este sentido se expresaba e n 1775 Juan Bautista de Vargas. Sobre quien fue y lo que significó e n la medicina del virreinato, véase nuestra tesis doctoral: GARDETA SABATER, P. El Real Tribunal del Protomedicato en el Virreinato de Nueva

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Los síntomas que describen los médicos neogranadinos son de lo más variopinto, muchos incluso no hablan de lepra sino de otras afec- ciones cutáneas, no siendo unánime la opinión de la escasa clase médi- ca respecto a ellos. Esta discrepancia conceptual llevó, en no pocas ocasiones, a que un supuesto enfermo de lepra fuese reconocido por diversos médicos antes de que las autoridades se atrevieran a declararlo oficialmente leproso (10). A través de los informes médicos de la época vemos cómo la sintomatología que para unos era inequívoca de le- pra, para otros era una entidad distinta: sarna, humor gálico u otra dolencia.

Si bien durante la segunda mitad del siglo XVIII y comienzos del XIX fueron escasos los médicos que ejercieron en el virreinato neogranadino, más escasos fueron aún los que tuvieron una formación médica que les permitiera mantener una polémica científica. Por ello limitararemos el análisis al discurso de unos pocos profesores los cuáles fueron, además, los únicos que ejercieron cierta influencia en las ideas médicas del momento, así como sobre las autoridades neogranadinas. Vamos a referirnos a Juan de Arias ( l l ) , Miguel de Isla (12), Honorato

Granada (1 740-1820), Universidad de Málaga, Cátedra de Historia de la Medicina, 1994.

(10) En 1795 Ignacio Bermúdez hubo de ser explorado por el facultativo Honorato Vila quien diagnosticó una «limpia acrisomía., en tanto que Miguel de Isla informó que padecía *morbo gálico complicado con escorbuto*. La discrepancia de ambos diagnósticos llevó a que las autoridades solicitaran la opinión de José Celestino Mutis, para quien padecía lepra en fase de contagio. Una situación similar se presentó en 1801, interviniendo también en este caso tres médicos, entre los que se encontraba José Sebastián López Ruiz. ANC, Colonia, Lazaretos, expediente sobre Ignacio Bermúdez, vecino del Socorro, años 1795-1796, fols 12- 16 y Miscelánea, vol. 1, fols 1-19.

(11) Juan de Arias, Protomédico de Cartagena, había estudiado en el Colegio de Cirugía de Cádiz obteniendo el título de Bachiller en dicho Colegio en 1774 y el grado de Licenciado en Barcelona, en 1775. GARDETA SABATER, nota 9, p. 190.

(12) Miguel de Isla, religioso de la Orden Hospitalaria de San Juan de Dios y discípu- lo de Mutis, fue catedrático de Medicina en los primeros años del siglo XIX.

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Vila (13), Sebastián López Ruiz (14) y José Celestino Mutis, aunque en determinados casos haremos referencia a algunos otros.

Si bien la lepra fue una enfermedad endémica que afectó a todo el virreinato, existieron unos focos más importantes en determinadas zonas. En 1'775 se contabilizaban 300 leprosos en la zona del Soco- rro, San Gil, Vélez y Girón (15) siendo también importante el núme- ro de los existentes en las jurisdicciones de Pamplona, Quito, Panamá y Cartagena.

¿Que síntomas consideraban aquellos médicos como propios de la lepra? Prácticamente todos los producidos por cualquier afección cutá- nea. Así, eran considerados propios de los estadíos iniciales: labios gordos, cutis terso, manchas escamosas, etc. En las fases más avanzadas existirían: llagas anchas, costrosas y hendidas en la piel; miembros hinchados y con gran prurito; cabeza cubierta de tiña húmeda y con tubérculos ulcerados. Los enfermos de tercer grado presentarían: rostro y labios abultados y de color aplomado oscuro, voz ronca, barba depilada, piernas y pies muy hinchados y cubiertos por costras permanentes, parecidas a la corteza del sauce, desprendiendo un flujo sanguinolento y muy pestilente y perdida de la sensibilidad en los pies. Mutis (16) consideraba el estado más deplorable de esta dolencia cuando sus enfermos tenían llagadas las partes carnosas de todo el cuerpo, sin perdonar las más sólidas, comenzando estas por los huesos esponjosos del paladar interno y narices, de donde se derivaría la ronquera carac- terística. Posteriormente se produciría una putrefacción general que sería exhalada por todos los poros del cuerpo.

(13) Honorato de Vila, según una representación elevada a la Corte, estaba graduado de médico por la Universidad de Cervera y recibido por el Protomedicato de Barcelona. ANC, Colonia, Miscelánea, vol. 73, fols. 692-692v.

(14) Respecto a este médico panameño véase GARDETA SABATER, P. Sebastián José López Ruiz (1 741-1832). Sus escritos médicos y el ejercicio de la medicina en el Vzmeinato de Nueva Granada durante la segunda mitad del siglo XVZZZ, Málaga, Universidad [Textos Mínimos], 1996.

(15) GUTIÉRREZ de PINEDA, nota 8, vol. 1, p. 110. (16) MUTIS, J. C. Expediente sobre Ignacio Bermúdez, vecino del Socorro, respecto

si es o no lazarino, 1795, ANC, Colonia, Lazaretos, fols. 12-26 (fols 18-22v).

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En 1805 el Protomédico de Lima, Miguel Tafur (17) se mostraba partidario de la existencia de tres tipos diferentes de lepra. La hebrea, que estaría caracterizada por úlceras cavas y pelos blancos. La griega, que cursaría con cutis áspero y escamas furfuráceas hendidas, húmedas por debajo y pruriginosas. Y, finalmente, la de los árabes, que presen- taría piel gruesa, rugosa, áspera, untuosa, sin vello; falta de sudoración en las extremidades; tubérculos en el rostro y voz ronca con tono nasal. Si bien es cierto que Tafur ejerció en el Perú, su discurso resulta representativo de las ideas más avanzadas de los facultativos que ejer- cían en las colonias.

Pedro Fermín de Vargas, neogranadino, describía a estos enfermos con «mejillas un poco encendidas y la nariz algo chata o las orejas que se les hinchan y alargan» (18). Otros, como Honorato Vila, fueron más prolijos, aunque poco claros, y se referían a ellos expresando que ((serán más o menos vehementes según la actividad del virus que se propagará, de la cantidad y cualidad del humor que baña la parte inficcionada (sic); del tiempo que la parte sana ha estado expuesta a la acción de las partículas viciadas; de la cantidad o extensión de las partículas nerviosas que entran en la composición de la parte sana que se ha tocado con la enferma y finalmente del tejido más o menos fuerte tupido y apretado de la epidermis que cubre la parten (19).También defendía la existencia de dos tipos de síntomas, unos unívocos y otros equívocos. Los primeros hablarían ciertamente de la existencia de la enfermedad y entre ellos incluía los pabellones auriculares grandes, morados, gordos y esponjosos 'y la cara con tuberosidades del mismo color en los pómulos; los segundos serían todos aquellos que, aunque hablaban en favor de la existencia de la enfermedad, también podían ser originados por cualquier otra entidad nosológica (20).

(17) Archivo General de Indias (AGI), Perú, leg. 732. (18) VARGAS, P. F. de. Pensamientos polz'ticos y memoria sobre la población del Nuevo Reino

de Granada, Bogotá, Biblioteca Popular de Cultura colombiana, 1944, pp. 87-88. (19) VILA, H. Expediente sobre la pésima asistencia de los leprosos del hospital de

Cartagena, 22 de abril de 1799, ANC, Colonia, Lazaretos, fols. 652-682v (fol 680). (20) VILA, H. Expediente sobre Ignacio Bermúdez, 4 de noviembre de 1795, ANC,

Colonia, Lazaretos, fols. 12-26 (fols. 13v-14v).

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2.2. Etiopatogenia

Sin lugar a dudas, fue el carácter infeccioso o no el que suscitó mayor polémica; se establecieron dos posturas claramente contrapues- tas, si bien algunos nadaron entre ambas. Como teorías patogénicas fueron expuestas las más diversas, y en muchos casos disparatadas. Una de ellas, debida a un médico que gozó de gran reconocimiento y respeto, defendía su producción en una mujer porque esta llevaba tres años con amenorrea y había abusado de la comida y bebida; según él, la conjunción de todo ello le había producido una verdadera elefan- cia (21).

La teoría del contagio fue la más difundida. Recordemos la Orde- nanza española de 1'751, que incluía la lepra entre las enfermedades contagiosas; en ella se obligaba a quienes asistieran a sospechosos de alguna de ellas a dar cuenta al Alcalde de Barrio así como a notificarle cuando estos muriesen. Para los casos de incumplimiento se establecían unas sanciones que iban desde multas de 200 ducados hasta cuatro años de presidio. El Alcalde sería el encargado de mandar quemar todo lo que hubiese utilizado el enfermo, revocar y blanquear las paredes y enladrillar el suelo (22).

Entre los partidarios del contagio fue el prestigioso Mutis, médico formado en el Colegio de Cirugía de Cádiz, la cabeza más visible, quien arrastró con su sentir a las autoridades políticas las cuales, sin otros conocimientos, se apoyaban en sus informes o se sumergían en la creencia popular del contagio (23). Así, en 1796, tras un informe de este, el Sindico Procurador de Santa Fe informaba al virrey que la enfermedad que sufría Ignacio Bermúdez era lepra, la peligrosidad de esta y las medidas que eran necesarias tomar para que no se contagiase el resto de la población (24). Igualmente, el Cabildo del Socorro expo-

(21) ANC, Colonia, Lazaretos, fol 29. (22) [Ordenanza para evitar el cultivo de la tisis y otras enfermedades contagiosas,

dictada en 17511, El Siglo Médico, 1898, 45, 604606. (23) Aunque Mutis defendía el contagio, su defensa la sustentaba sobre argumentos

científicos, lo que no ocurría con la creencia popular la cual también se inclina- ba en el mismo sentido.

(24) ANC, Colonia, Lazaretos, fols. 23-24.

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nía a la misma autoridad que la enfermedad «se va contagiando, y contaminando en tal grado que si la sabia caridad de V. Excma. no nos dicta el pronto remedio que solicitamos, no quedará andando tiempos quien no padezca, y muera de este contagio. (25). Estaban tan aterro- rizados y fuertemente convencidos de su contagio que, incluso, sacaron de la cárcel a los sujetos afectados de lepra, enviándolos a recluirse a sus casas, dado que tampoco eran recibidos en los hospitales generales. Estos hechos no ocurrían sólo en villas o ciudades recónditas, sino que se producían hasta en la capital virreinal, donde en 1800 el Prior de San Juan, partidario como era del contagio y a causa de las condiciones del hospital a su cargo, se negó a recibir a María Reyes (26). Isla, mostrándose ambivalente, era partidario del contagio de la lepra de Palestina; sin embargo, la existente en el virreinato la atribuía a los alimentos, la particular predisposición y, muy especialmente, al mal venéreo complicado con escorbuto y, por tanto, no la creía contagio- sa (27). Para apoyar su hipótesis se basaba en que no había hechos constatables que probasen el contagio así como que los enfermos casa- dos habían tenido hijos sanos. En 1807, Vicente Gil de Tejada aconsejó enviar a Cartagena a dos mujeres ingresadas en el Hospital de Mujeres de Santa Fe, alegando ser perjudicial tanto para las demás enfermas como para el resto de la ciudad (28).

Existieron criterios distintos respecto a cómo se producía el conta- gio. Juan de Vargas consideraba que este se producía no sólo «por contactum sino a distancia porque a cuánto toca el leproso deja fomiten (29); también opinaba que era contagiosa por medio del sudor y las exhalaciones de los humores. Mutis (30) hacía gala de su ilustra- ción tratando no sólo del contagio sino atribuyendo la enfermedad al mal uso de determinados alimentos (carnes saladas y frescas de cerdo o mantecas), lo que provocaría un deterioro del organismo; en tales

(25) ANC, nota 24, fol 65.

(26) ANC, Colonia, Mzscelánea, vol. 31, fols. 284-305 (fols. 295-297).

(27) ISLA, M. de. Informe sobre Ignacio Bermúdez, 12 de diciembre de 1795, ANC, nota 26, fols. 12-26 ( fols 15-16v).

(28) ANC, Colonza, Mzscelánea, vol. 10, fols. 97-104v.

(29) CJ por GUTIERREZ de PINEDA, nota 8, vol. 1, p. 113. (30) MUTIS, nota 16; ANC, nota 28, fols. 18-22v.

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condiciones y tras el contacto con un lazarino, aunque fuese ocasional, se desencadenaría la enfermedad. No obstante, y a pesar de considerar- la contagiosa, defendió que no lo era en todos sus estadios, constituyen- do un peligro social sólo cuando los enfermos estaban en el estadio de llagas.

En sentido opuesto se pronunciaron Sebastián López Ruiz y Juan de Arias. El primero, de formación galénica tradicional, atribuía el origen de la enfermedad a ((cierta depravación y corruptela interior de [los] humores» (31), así mismo defendía que su causa aún no era conocida y, demostrando su erudición, recurría a apoyarse en Dover, Linneo y Murray para defender su postura. Sustentaba sus argumentos en el hecho de que ningún médico ni cirujano se había contagiado (32) por tocar las emanaciones de las llagas, como tampoco los capellanes, sacerdotes ni restantes personas que convivían con ellos. Ponía como ejemplo el Hospital de San Lázaro de Lima, hospital muy grande situa- do dentro de la ciudad y del que sólo se permitía salir a los hombres para pedir limosnas por la ciudad. Para salir a la ciudad era condición ir a caballo, no hablar, anunciarse con el tañido de una matraca y llevar la boca y la nariz tapadas con un delgado velo blanco. López Ruiz adjudicaba al velo una función exclusivamente estética, la de ocultar las deformidades, pero desde luego opinaba que no evitaría el contagio si esta entidad tuviese tal carácter. Su discurso también era contrario a la herencia, apoyándose en este caso en la existencia de hijos de leprosos que se mantenían sanos durante toda su vida.

El Protomédico de Cartagena, Juan de Arias, también fue anticontagionista, postura que defendió en una extensa disertación (33) en la que, paralelamente, realizaba una somera historia de la enferme- dad desde los tiempos antiguos. Resulta interesante ver la interpreta- ción que iba haciendo de los hechos según sus intereses y, así, argumen-

(31) LÓPEZ RUIZ, S. (1799) Informe sobre el contagio del mal de San Lázaro, 13 de septiembre, ANC, Colonia, Lazaretos, fol 681-682v y BNC (Biblioteca Nacional de Colombia), Ms 169, fols. 492-495.

(32) Según este autor para que una enfermedad fuese contagiosa debía trasmitirse por el tacto, la sociedad, la comunicación o por el coito.

(33) ARIAS, nota 5, fols. 652- 673v. Según su autor esta disertación estaba basada en ~Authores de buena críticas.

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taba que si en la antigüedad separaban a los enfermos no era porque creyesen en el contagio, sino porque estos enfermos habían atraído la ira divina. Para rebatir el carácter contagioso hacía hincapié sobre quienes estaban en contacto directo y convivían con los enfermos, llegando incluso a exponer que ni tan siquiera los mendigos contraían dicho mal, a pesar de verse obligados a convivir constantemente con aquellos. Su postura lo llevó a indisponerse con quienes no pensaban como él, a quienes atacó por su hipocresía, pues consideraba que lo que les llevaba a defender el contagio, y así aislar a los enfermos, era exclusivamente el horror que les producía la visión de tantas úlceras y el desagradable olor que estas desprendían. También se decantó hacia el lado de quienes eran contrarios a que fuese considerada una enfer- medad endémica; según él, si así fuese la padecerían también los in- dios, declarando no haber visto ninguno en los 25 años que llevaba ejerciendo en la ciudad de Cartagena. Siendo defensor de la herencia, consideraba necesario ser estrictos respecto a la prohibición de que los enfermos se casasen, no sólo entre si sino que tampoco podrían hacerlo con personas sanas dado que la «raza de los lazarinos, que se trasmite sin duda por los principios de la generación y es perjudicial también para ellos mismos ya que se les acorta la vida» (34). Como sus teorías se tambaleaban en algunos puntos como, por ejemplo, los casos de lepra en adultos europeos (35), achacaba tales casos a errores diagnós- ticos, debiendo ser en realidad enfermedades venéreas o escorbuto. Congruente con sus ideas sacó del Hospital de San Lázaro de Cartagena a diversos enfermos por considerar que estaban diagnosticados errónea- mente y otros que, aunque eran leprosos, sus condiciones les permitían vivir en la sociedad, dado que no contagiaban.

Como postura intermedia a las anteriores estaba Honorato Vila quien, desde un prisma ecléctico, defendió el contagio y no contagio de la enfermedad (36). Al «virus» de la lepra le dio la misma vía de transmisión que a los productores de las enfermedades venéreas y así ambas sólo se adquirirían por la generación o el contacto íntimo,

(34) ARIAS, nota 5, fol. 669. (35) Recordemos que para él esta enfermedad se transmitía por la leche de las

esclavas negras africanas al amamantar a los niños blancos. (36) VILA, nota 19, fols. 677-680v.

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pudiendo entonces ser heredadas o propagadas. Dado que el semen de los leprosos iría cargado de gran cantidad de «partículas» de la enfer- medad, si se examinaba exhaustivamente a los hijos que aparentemente estaban sanos, se vería que tenían .señales» propias de la enfermedad. No obstante, aceptaba que podrían darse casos en los que lo anterior no se cumpliera, sin más razón que la desnaturalización de las partícu- las, ocurrida durante los nueve meses que habrían estado en el útero; ello daría lugar a un ser aparentemente sano pero con una «constitu- ción enferma que en la niñez le hará padecer induracciones de glándu- las o afectos cutáneos, y en una avanzada edad resucitarán los síntomas unívocos de la elefancia* (37). El contacto inmediato también sería una vía de propagación, refiriéndose concretamente a la cópula natural o preternatural, la lactancia, los besos y el contacto de una parte del cuerpo, que no estuviera cubierta por la epidermis, con otra parte enferma. Sin embargo, para que diese lugar a la producción de la enfermedad era preciso que concurriesen dos circunstancias; de un lado, que el contacto fuese inmediato y continuado durante algunos instantes y, de otro, que la parte enferma se encontrase bañada de cierta humedad. Negaba el contagio mediante el contacto mediato ya que, consideraba que para ello sería necesario que el cuerpo del enfer- mo exhalara vapores en gran cantidad, mediante las respiraciones pulmo- nares y cutáneas, los cuales, posteriormente, se deberían esparcir por toda la atmósfera, contaminándola. No obstante, advertía que de producirse así estarían contagiadas todas las personas que trabajaban con los leprosos. Aceptaba, sin embargo, un supuesto en el que sí podía producirse este tipo de contagio: cuando la atmósfera estuviese durante largo tiempo enrrarecida y sin renovarse el aire. Al igual que Juan de Arias, conside- raba que el aislar a los enfermos era sólo por el horror que inspiraban a la sociedad, así como por la errónea creencia en su contagio.

2.3. Tratamiento

Ante la diversidad y las características de las teorías etiopatogénicas que acabamos de ver, es lógico que también existiera gran discrepancia en el tratamiento de estos enfermos.

(37) VILA, nota 19, fo1.678.

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Según Gutiérrez de Pineda el tratamiento médico fue muy rudi- mentario, y aunque poco a poco se fueron introduciendo el sublimado corrosivo, la quina, el mercurio dulce y el precipitado de rubro, conti- nuaron utilizándose otros productos que eran simples placebos. Da noticias de un tratamiento secreto empleado en el Virreinato de Perú, al que se achacaron éxitos terapéuticos reconocidos judicialmente (38).

Aunque hubo noticia de estas posibles curaciones, en el virreinato neogranadino nada de esto se llevó a la práctica ya que Villalobos, el médico en cuestión, en 1805 envió un informe al Virrey de Santa Fe mediante el cual se comprometía a formar a diversos médicos para que ellos se dedicaran a tratar la enfermedad en Nueva Granada, dado que el tratamiento no era uno sólo, sino que dependía de cada caso. La nula o escasa veracidad de tales curaciones sería puesta de manifiesto dos años más tarde por la propia Hermandad del Hospital de Lima demos- trando cómo unas veces el tratamiento había sido aplicado en sujetos que no eran verdaderos leprosos y, en otras, no se habían logrado mas que mejorías transitorias (39). El tratamiento aplicado por Villalobos nunca llegó a a ser aceptado por las autoridades sanitarias, a pesar de habérsele pedido que elaborase un plan y lo sometiese a la considera- ción de los Protomedicatos de Lima y de Madrid. Antes de que Villalobos hubiese contestado, el Virrey Abascal se opuso, argumentando que no debía molestarse al monarca con semejante asunto.

Aunque tenemos constancia de que se prescribían medicinas a los leprosos, no podemos asegurar cuales eran, inclinándonos a pensar que ninguna de ellas se daba como tratamiento especifico (40). Era tal el convencimiento en su incurabilidad que, en 1789, el Virrey Caballero y Góngora en su Relación de Mando reconocía que aunque la medicina aportaba continuamente nuevas drogas, estas ni tan siquiera se proba-

(38) GUTIÉRREZ de PINEDA, nota 8, vol. 1, pp. 114-115. (39) AGI, Pemi, leg. 732. En este expediente es patente el alto grado de intrigas

existentes en la sociedad colonial en la que, en muchas ocasiones, el protecionismo y el amiguismo estaban por encima del bienestar general y la salud pública.

(40) En 1785 Juan Pareja declaraba llevar 4 ó 5 años despachando en su botica cuantas medicinas se le habían solicitado para los leprosos de Cartagena. ANC, Colonia, Miscelánea, vol. 11, fols. 889-908 (fols. 891-891v).

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ban en los lazarinos por ser de todo punto incurables (41). Y aunque descalificara como charlatanería las noticias de que en México se había curado a una lazarina con unas lagartijas descubiertas en Guatemala en 1782, era partidario de dedicar algún dinero para averiguar la verdad de tales afirmaciones, que podrían reportar grandes ventajas tanto a los enfermos como a la sociedad entera.

El médico de mayor prestigio del virreinato, Mutis (42), se mostra- ba partidario de que se enviase a estos enfermos a las tierras altas, debido a que en estos lugares, el aire y el agua tendrían unas condicio- nes óptimas de salubridad, y alimentarlos con una dieta basada en vegetales. Respecto al aislamiento sólo consideraba subsidiarios de ello a los individuos que estaban en estadio de llagas, los restantes deberían ser tratados con la suficiente precaución, manteniendo separada su ropa y los utensilios domésticos. Sobre el matrimonio de tales sujetos consideraba que debería dejárseles total libertad.

Sin lugar a dudas, el gran caballo de Troya, fue si debía o no aislarse a estos enfermos, dónde y en que condiciones. Al igual que en España, y en el resto de Europa, también en Nueva Granada prevaleció el aislamiento en los hospitales destinados exclusivamente para los leprosos y, cuando esto no fue posible, en habitaciones especiales de los hospitales generales (43), generando esto último un sin fin de enfren- tamiento~ entre las distintas autoridades. Así, no es raro encontrar que tras un dictamen médico en el que se mandaba ingresar a un leproso en un hospital general, y la consiguiente orden del virrey, el Prior del hospital se negaba a admitirlo alegando que, si el mal era contagioso ponía en peligro al resto de los enfermos y si no lo era, no resultaba necesario aislarlo, pudiendo el enfermo continuar dónde estuviese pre- viamente (44). En otras ocasiones el aislamiento consistió en desterrar

(41) CABALLERO y GÓNGORA, A. (1789), BPR, Ms 2060, fols. 336-337. (42) MUTIS, nota 16, fols. 16-22v. (43) En 1793 se ingresó a dos presuntos lazarinos en el Hospital de San Juan en tanto

eran examinados y se aclaraba si debían o no ser enviados a Cartagena. ANC, Colonia, Miscelánea, vol. 46, fols. 927-932v.

(44) Casos como estos ocurrieron, por ejemplo, con María Reyes en Santa Fe, en 1800 o con Francisco Patiiio en el Socorro, en 1796. ANC, Colonia, Lazaretos, fols. 60- 70v (fols 62v-63v) y Miscelánea, vol. 31, fols. 284-305 (fol. 295-297).

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a los enfermos, haciendo que las justicias los vigilasen (45). Sin embar- go, así como en la metrópoli habían proliferado los Hospitales de San Lázaro, en el territorio neogranadino, durante mucho tiempo, sólo existió el de Cartagena de Indias. Por ello, unos favorecían el traslado de todos estos enfermos hasta él y otros solicitaban la construcción de nuevos hospitales en distintos distritos virreinales.

2.4. Hospitales de San Lázaro

En 1627 ya existía el Hospital de San Lázaro- de la ciudad de Cartagena de Indias, teniendo en ese momento 70 enfermos (46); un siglo y medio más tarde estaba situado a cierta distancia de la ciudad y acogía a 104 leprosos (47). No obstante, dicho hospital no preservaba a la ciudad ya que estaba aún demasiado próximo a ella, concretamente se encontraba ubicado cerca del castillo de San Felipe (48).

La falta total de hospitales de este tipo en los restantes distritos neogranadinos, ocasionó que los enfermos de lepra fuesen reiterada- mente enviados al de Cartagena (49); mandatos que, por otro lado no

(45) En 1796 Ignacio Bermúdez fue desterrado a Pamplona. ANC, Colonia, Luzaretos, fols. 12-26.

(46) GUTIÉRREZ de PINEDA, nota 8, vol. 1, p. 205. (47) PEREDO (1919) Noticia historial de la Provincia de Catagena, año de 1772,

Boletín de Historia, 460-461; también fue publicado posteriormente en (1971- 1972) Anuario Colombiano de Historia, 135. MORENO y [ESCANDON], F. A. (1772), Estado del Vzrreinato, BPR, Ms 2861 (Miscelánea de Ayala, vol. 48), fols. 158- 280 (fol 201), esta Relación se encuentra en el Ms 887 de la misma Biblioteca, en la BNM (Biblioteca Nacional de Madrid), Ms 3118 y e n la BNC (Biblioteca Nacional de Colombia), Ms 289, fols. 1-18v. MESSIA de la CERDA, [1772], En: Garcia y García, J. A. (Comp) (1869) Relaciones de los virreyes del Nuevo Reino de Granada ahora Estados Unidos de Venezuela, Estados Unidos de Colombia y Ecuador, Nueva York, Imprenta de Hallet & Breen, pp. 19-81 (p. 58).

(48) El Arzobispo Virrey pedía a la corona, en 1782, que se trasladase a otro lugar más distante (nota 7, fols. 47-48).

(49) Según el Arzobispo-Virrey en 1782 albergaba a 134 leprosos, siendo necesarios 27.799 pesos al año para todos los gastos que ocasionaban, contaban tan sólo con 10.571 pesos y 7 reales.

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siempre se cumplieron, como iremos viendo, a consecuencia de los múltiples problemas que ello generaba.

El miedo al contagio estaba fuertemente arraigado en la sociedad colonial neogranadina, por lo que ante la sospecha de un enfermo de lepra éste era denunciado de inmediato; sin embargo, tampoco era infrecuente que tales enfermos estuviesen entre la población pero, cuando aumentaba la alerta social, los respectivos Cabildos nombraban comisiones para que se aclarase quienes padecían verdaderamente la enfermedad y quienes no (50). Así, en 1724 fueron declarados leprosos 10 enfermos en la ciudad de Cali, siendo desterrados a una legua del casco urbano (51)-en tanto eran remitidos a Cartagena. Este mismo pánico, y el aumento de la enfermedad, hizo que fuesen constantes las peticiones para erigir Hospitales de San Lázaro en ciudades distantes de Cartagena pero, sobre todo, en las zonas en las que había más enfermos. En 1775, tanto el Procurador General de la ciudad como el Cabildo del Socorro, pedían a la corona un hospital en el que poder atender a los más de 100 leprosos que había en la cuidad, así como a los más de 300 existentes entre esta, San Gil, Girón y Vélez (52). A pesar de ello, en 1794 como la construcción se iba a dilatar, el virrey Ezpeleta ordenaba al Cabildo de San Gil que enviara a sus leprosos a Cartagena vía el puerto de Girón, especificando que los gastos se sufra- garían con cargo al fondo destinado al Hospital de San Juan de Dios (53).

(50) Una de estas comisiones, nombrada en 1748 en Cartagena, estuvo integrada por el Alcalde Ordinario, el Procurador General y el Protomédico Luzurriaga. Al estar enfermo este último fue sustituido por el cirujano de la Armada, Bernardo Guillén. En 1755 el nombramiento recayó sobre el Alcalde, el Protomédico Xavier Pérez y Bernardo Guillén; como eran 10 los enfermos que había que reconocer, la 2"arte de la visita se efectuó por dos Ministros de Justicia y Juan José Gastelbondo. No obstante, e n algunas ocasiones los reconocimientos fueron efectuados por una sola persona, un médico o un cirujano y así, Gastelbondo fue enviado a la Parroquia de Chiquinquira, jurisdicción de Leiva, en 1779, a San Gil, de Tunja, e n 1780 y Vila e n 1795 hizo lo mismo e n Santa Fe. ANC, Colonia, Médicos y Abogados, vol. 3, fols. 525-526; vol. 6, fols. 457v-473v; Miscelánea, vol. 1, fols. 22-38 y Lazaretos, fols. 12-26.

(51) ARBOLEDA, nota 8, vol. 2, pp. 61-62. (52) GUTIÉRREZ de PINEDA, nota 8, vol. 1, p. 110. (53) ANC, Colonia, Lazaretos, fols. 71-74.

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Transcurridos cinco años aún no se había trasladado a los enfermos, enredadas las autoridades en cual sería el fondo del que deberían pagarse los gastos.

Tanto las autoridades provinciales como los propios enfermos y sus familias eran contrarios al traslado forzoso al hospital de Cartagena; unos por los elevados gastos que ello suponía para los caudales públicos y otros por lo arriesgado del trayecto, en el que algunos morían, así como por verse separados de sus familias (54). Estas dificultades, suma- das a que todos los distritos neogranadinos tenían la obligación de remitir a Cartagena un cuartillo de real de la venta del aguardiente, llevó a que cada vez fuese más insistente la petición de nuevos hospita- les. Así mismo, hubo autoridades que se negaron incluso a remitir el mencionado impuesto, recaudación que era invertida en la atención de los enfermos de su distrito, ya que se daba la circunstancia de que los Cabildos que enviaban a sus leprosos a Cartagena, además del impuesto que estaban obligados a pagar, debían también arbitrar recursos para los gastos de su traslado, recursos que sólo en algunos casos les eran devueltos posteriormente (55). Esta negativa, a cuya cabeza siempre estuvieron Quito y Panamá, llevó al poder central de la metrópoli a plantearse más seriamente la construcción de nuevos hospitales. La distancia entre Guayaquil y la ciudad costera caribeña hacía práctica- mente imposible enviar a esta última a los leprosos, así tales enfermos circulaban libremente por la ciudad ya que, si bien algunas veces se ordenó recluirlos, fueron escasas las ocasiones en que se llevó a efecto; tal situación hizo que las autoridades se planteasen ya en 1'760 la construcción de un hospital extramuros (56). Simultáneamente, las múltiples denuncias del mal estado en que se encontraba el de Cartagena

(54) De manera orientativa diremos que la distancia entre Santa Fe y Cartagena se estimaba en unas 230 leguas (1.300 Km), desde Panamá si se iba por tierra hasta la ciudad costera había 150 (836 Km) y la ciudad de Quito distaba de la de Santa Fe 300 (1.700 Km).

(55) En 1794 los traslados que fue preciso realizar desde San Gil se hicieron a cargo del presupuesto del Hospital de San Juan. En 1796 el Socorro pedía que el Administrador del ramo del aguardiente librase la cantidad necesaria para tales gastos. ANC, Colonia, Lazaretos, fols. 68-69. y 71-74,

(56) MADERO MOREIRA, M. (1955) Historia de la medicina en la Provincia de Guayas, Guayaquil, Imprenta de la Casa de la Cultura, pp. 103-104.

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hicieron que se iniciasen las consultas y trámites necesarios para trasla- darlo y reformar sus constituciones. Tal era el desconcierto y la desor- ganización existente que, en las postrimerías del siglo XVIII, la corona se vio obligada a formar un Plan General de Hospitales de Lazarinos (57) por el que se rigieran todos los del virreinato, tanto el que ya existía como los que posteriormente se fundasen. No obstante, y como pasaba en múltiples ocasiones, las autoridades coloniales no obedecieron el mandato con la debida presteza, siendo necesario remitirla nuevamente pasados varios años (58). En agosto de 1800, el Fiscal de S.M. informaba sobre la conveniencia de que se fundasen hospitales en cada una de las provincias, evitándose con ello a los enfermos el largo y penoso viaje hasta Cartagena. Así mismo, era partidario de que tanto a los enfermos como al hospital les beneficiaría el que estos estuvieran cerca de sus familia ya que se haría más fácil y placentera la subsistencia de los primeros y las limosnas para el hospital ascenderían. Para esta fecha cada gobernador, excepto el de Guayaquil, habían informado ya sobre las rentas de que podrían disponer para tal fin (59). En el caso de que se llevase a efecto dicho Plan, como el número de enfermos que debe- rían seguir asistiéndose en el hospital de Cartagena disminuiría consi- derablemente, se dispondría de los recursos suficientes para construir este de teja y ladrillo y trasladarlo al sitio de Bocagrande. No obstante, en 1807 Santa Fe permanecía aún sin hospital (60).

Uno más de los problemas que arrastraron los enfermos ingresados en el Hospital de San Lázaro de Cartagena fue la falta de asistencia médica y, cuando la tuvieron, la escasa calidad de ella. No es raro encontrar períodos en los que el hospital carecía de facultativo, e incluso, otros en los que quien estaba al cargo de los enfermos carecía

(57) Real Cédula de 21 de enero de 1791. ANC, Colonia, Lazaretos, fols. 870-875v y AGI, Santa Fe, leg. 584.

(58) Real Cédula de 1 de mayo de 1799 dirigida a Mendinueta, Virrey de Santa Fe, quien la obedeció el 8 de febrero de 1800. También fue enviada a las restantes autoridades, concretamente, para el Gobernador de Panamá salió de Madrid en el Despacho de 23 de octubre. AGI, Panamá, leg. 257 y ANC, Colonia, Lazaretos, fols. 870-875v.

(59) ANC, Colonia, Lazaretos, fols. 877-889v. (60) ANC, Colonia, Miscelánea, vol. 10, fols. 97-104v.

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de toda titulación; sin embargo, en otros momentos se entablaron disputas entre varios facultativos para desempeñar el empleo de médico del referido hospital. Como una de las obligaciones del protomédico era atender a los leprosos, durante los años en los que la ciudad tuvo cubierto este cargo los enfermos tenían quien los visitase (61), siendo esta prerrogativa defendida enérgicamente por el Protomédico Pérez (62), quien se negó a visitar a los lazarinos en tanto no se cesasen las comisiones que para ello se habían dado a otros profesores. En defensa de su petición alegaba que tales comisiones iban N[ ...] contra los fueros y preeminencias de mi ofizio (sic) de tal Protomédico y manifiestamen- te contraria a lo dispuesto por la Ley Real en el asunto* (63). Su' empeño por no admitir intromisiones en sus funciones le llevó hasta amonestar a las Justicias seculares y eclesiásticas con una sanción de 2000 maravedíes si continuaban entrometiéndose en sus asuntos (64). A pesar de la airada defensa que el referido protomédico hizo de sus atribuciones, en 1781 los enfermos de San Lázaro eran atendidos por Andrés González de Estrella, médico que venía desempeñando el cargo desde la muerte de Antonio José Gaviria (65). Muy a pesar de Francisco Xavier Pérez, Estrella continuó en el cargo hasta su fallecimiento, momento en que fue nombrado Manuel Julián Gastelbondo. El nom- bramiento y ejercicio de Estrella no se vio libre de conflictos ya que tras la muerte de Antonio Gaviria, en 1'781, su hijo Francisco continuó visitando a los enfermos, contando exclusivamente como bagaje cientí-

(61) Durante los siglos XVIII y XIX fueron Protomédicos de la ciudad de Cartagena, Luzurriaga, fallecido en 1749; Bernardo Guillén, quien desempeño el cargo interínamente desde la muerte del anterior hasta que fue nombrado un propie- tario; Francisco Xavier Pérez de la Santa, desde 1755 hasta 1796 y Juan de Arias, desde 1796 hasta, aproximadamente, 1815.

(62) Pérez ya había portagonizado anteriores protestas, aún antes de ser Protomédico, contra Bernardo Guillén para que este no pudiese visitar a los leprosos. En 1752 lo hizo también junto a otros médicos y cirujanos de Cartagena, Juan Joseph Gastelbondo, Pablo Pujo1 y Juan Lucas Machado. ANC, Colonia, Médzcos y Aboga- dos, vo.1 3, fols. 507-508A y vol. 6, fols. 470v-473v.

(63) ANC, Colonia, Médzcos y Abogados, vol. 6, fol. 478.

(64) ANC, nota 63, fols. 457-479.

(65) ANC, Colonia, Mzscelánea, vol. 1, fols. 77-80v y vol. 11, fols. 889-908; Hospitales y Cementerios, vol. 3, fols. 689-698 y Colecczones, Bernardo J. Caycedo, Historia (Caja 14), doc. 10.

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fico con los conocimientos adquiridos al acompañar a su padre en las visitas al hospital. La atención que Estrella prestaba a los lazarinos debió ser bastante deficiente ya que en 1785 el Mayordomo del hospital pretendió hacer ver que los leprosos pedían seguir siendo atendidos por Francisco Gaviria. Esto generó una gran polémica, a través de la que se puso de manifiesto el incumplimiento del médico, del Mayordo- mo y del Mayoral, en la que se enfrentaron diversas autoridades y que se zanjó con sendas amonestaciones a los tres (66). Pasado algún tiem- po se le concedió a González Estrella un sueldo de 25 pesos al mes (67).

Pionera en planear la construcción de un hospital de lazarinos fue la ciudad de Quito, donde se dictaron normas a este respecto en 1782, sin que se llevaran a efecto (68). Las denuncias llegaron hasta Madrid y en 1784 la corona se vio obligada a tomar cartas en el asunto. Así, la Real Cédula de 30 de julio ordenaba al Arzobispo-Virrey que dispusiera las medidas necesarias para instalar el hospital en el lugar conocido como la Cantera, donde debería construirse según los planos del inge- niero Antonio Arebalo, y en el que se recogerían a todos los leprosos del Reino (69). Para su mantenimiento se gravaba a todo el virreinato con un cuartillo de real en cada azumbre de aguardiente (70), impues- to que debía ser enviado por todas las provincias. No obstante, como era costumbre en las colonias, no fue hasta 1789 cuando el virrey dictó las providencias necesarias para su cumplimiento, así como para el traslado de todos los lazarinos hasta Cartagena ('71).

(66) ANC, Colonza, Mzscelánea, vol. 11, fols. 889-906v.

(67) El gobernador de Cartagena, Juan Pimienta, no expidió el título de Médico de San Lázaro hasta el 2 de junio de 1786 a pesar de que. Estrella llevaba atendiendo a aquellos enfermos desde 1781. ANC, Colonza, Hospztales y Cementerios, vol. 3, fols. 689-698 y Colecczones, Bernardo J. Caycedo, Histona (Caja 14), doc 10.

(68) ANHE (Archivo Nacional de Historia-Ecuador), Hospztales, Caja 11, expediente de 10 de septiembre de 1816.

(69) Ante el posible extravío de las ordenes emanadas de la metrópoli estas eran enviadas en originales y duplicados, saliendo en distintos correos. En este caso el principal se remitió a través de la Mesa de Cartagena el 21 de agosto y el duplicado el 22 de septiembre. AGI, Santa Fe, leg. 584. $

(70) Curiosamente, se hizo mucho hincapié en que el impuesto no se hacia aumen- tando el precio del aguardiente sino disminuyendo la cantidad de mercancía que se llevaba el comprador. ANC, Colonza, Lazaretos, fols. 602-603 y 870-871.

(71) ANC, nota 70, fol. 872.

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Para acallar las protestas que pudieran surgir al implantarse en todo el virreinato el impuesto sobre el ramo del aguardiente, se ofreció tener atendidos a todos los leprosos en el hospital para el que iba destinado la recaudación. A pesar de ello, algunas regiones no vieron con buenos ojos la centralización que se pretendía, manifestándose en contra de favorecer con sus impuestos al hospital de Cartagena. Estas mismas regiones pretendían atender a sus propios enfermos, sin que estos se vieran obligados a salir de sus respectivos distritos. El presiden- te de Quito fue uno de los primeros en enarbolar esta bandera (72), y de inmediato solicitó ser liberado del pago del susodicho impuesto, para lo que daba sólidos argumentos. Argumentaba que los 50.000' pesos recaudados sobre el aguardiente eran suficientes para atender, en los hospitales de virolentos, a los seis leprosos del distrito ('73), enfer- mos que no estaban en condiciones de soportar un viaje tan largo y dificultoso y que, además, al ser trasladados generarían mayores gas- tos (74). El virrey neogranadino debió comprender los motivos del presidente de Quito y si bien no autorizó de una manera explícita sus peticiones, si lo hizo de forma implícita, ya que le permitió dictar y poner en práctica las normas que consideró convenientes para lograr su objetivo. Fruto de las medidas tomadas por la autoridad quiteña fue el reconocimiento que, en 1788, se realizó a los sujetos del hospicio, donde fueron encontrados algunos lazarinos y a los que se trasladó a la Casa de Misericordia (75). En 1791 existía ya una casa que ellos llama- ban «de leprosos., que contaba con un Administrador, y en la que se aislaba a los enfermos (76). La autoridad quiteña no se encontró sola en su lucha contra la centralización y así, un año después, el Cabildo se mostraba partidario de ayudar económicamente al hospital que alberga-

(72) ANC, nota 70, fols. 603-604 y 871-871v y ANHE, Hospitales, Caja 5, expediente de 10 de octubre de 1785.

(73) Dicha cantidad alcanzaba para asistir incluso a 25 enfermos. (74) El viaje desde Quito hasta Cartagena se realizaba vía Panamá. (75) El 26 de marzo certificó el Dr. Delgado, Protomédico de Quito, haber reconoci-

do a los pobre del hospicio, habiendo encontrado: 7 lazarinos, 4 leprosos y 8 escabiosos o sarnosos. ANHE, Presidencia de Quzto, Caja 109, vol. 8, fols. 114-123; Hospitales, Caja 5, expediente de 10 de octubre de 1785

(76) ANHE, Hospitales, Caja 6, expediente de 17 de enero de 1792.

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ba a los 21 lazarinos existentes, de los cuales sólo cinco estaban en condiciones de resistir su traslado hasta Cartagena (77).

Casi simultáneamente, en 1787, el cirujano Pedro Pascasio Galán había presentado un proyecto para la construcción de un hospital de contagiosos y, especialmente, para leprosos en Guayaquil. No obstante, la Real Cédula en la que se autorizaba su creación no fue dada hasta el 12 de enero de 1799; entre tanto, unos lazarinos eran remitidos a Cartagena y otros a Quito (78). Paralelamente, el virrey ordenaba que el impuesto recaudado en aquella provincia se destinase al cuidado de sus enfermos y en 1790 el Consejo de Indias emitía su informe respecto a la creación de un hospital de lazarinos en Quito (79). Dada la mala situación económica que continuaba atravesando el hospital de Cartagena, que seguía siendo de paja y había sido pospuesta su edificación de «cal y canton hasta que lo permitiesen sus rentas, su Administrador conti- nuaba reclamando el cuartillo de real (80).

Al igual que la provincia de Quito, la de Panamá también se mostró contraria a la centralización peninsular, oponiéndose a desprenderse de parte de sus impuestos; actitud que fue secundada por las restantes provincias neogranadinas, las cuales no querían contribuir al sosteni- miento del hospital de Cartagena porque desde siempre estaban acos- tumbradas a ingresar en él a sus enfermos pero sin pagar nada por ello. Panamá exponía razonadamente los problemas y los gastos que acarrea- ba el traslado de sus lazarinos hasta Cartagena. Así, en 1791 se habían gastado 200 pesos en llevar a un tal Agustín hasta Portobelo, cuidad en la que tuvo que permanecer un año y medio porque ningún capitán de barco quiso trasladarlo hasta Cartagena, lo que llevó a que se le retor- nase a Panamá (81). Poco tiempo después, las restantes provincias tam- bién se declaraban a favor de recluir a sus leprosos cerca de sus fami-

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(77) AMH-Q (Archivo Municipal de Historia de Quito), Libro de Cabildos, Años 1787- 1791, fols. 103-103v. ANHE, Hospitales, Caja 5, expediente de 10 de octubre de 1785.

(78) MADERO MOREIRA, nota 56, pp. 104-105. (79) AGI, Quito, leg. 21 7.

(80) ANHE, Hospitales, Caja 5, expediente de 10 de octubre de 1785. CABALLERO y GÓNGORA, nota 41, fols. 47-48.

(81) ANC, Colonia, Lazaretos, fols. 587-629.

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lias. A pesar de tanta oposición, el virrey estaba decidido a mantenerse firme en su postura y no autorizar la formación de establecimientos de este tipo en las demás provincias del Reino, considerando que la divi- sión de los caudales destinados a este capítulo acarrearía mayores in- convenientes que las ventajas que pudieran derivarse de ello. Por fin, en 1789 estaba ya construido el hospital cartagenero en el lugar cono- cido como Caño de Loro; no obstante, sus Constituciones seguían aún pendientes (82).

A pesar de estar finalizada ya la construcción del nuevo hospital de Cartagena, en 1'791 los enfermos permanecían aún en el antiguo, con- secuencia de las dilaciones que estaba sufriendo el expediente iniciado respecto a su traslado. Con el fin de agilizar los trámites y remediar el estado en el que se encontraban los lazarinos, la corona intentó otra vía: autorizar al presidente de Quito la elaboración de un Plan General de Hospitales de Lazarinos (83) que abarcara a todas las provincias y que contemplara también el fomento del de Cartagena. Los cambios en la política económica de los Borbones fueron nefastos para el hospital de Cartagena, aunque beneficiosos para el resto de las provincias; refor- mas que culminaron con la Real Orden, de 5 de agosto de 1793 (84), por la que se derogaba el impuesto sobre el aguardiente español que entraba en Cartagena y que estaba destinado a los Hospitales de San Juan y de San Lázaro.

Siguiendo el lento y pesado engranaje de la burocracia colonial, en 1796 los lazarinos de la ciudad caribeña estaban ya en el hospital situado en el Caño de Loro, pero continuaban en un edificio que seguía siendo de paja, aunque se habían iniciado los trámites para construirlo de ((calicanto y t e x a ~ (85), y que tenía ya hechas las Cons- tituciones, aunque permanecían pendientes de ser aprobadas. A pesar

(82) BPR, Ms 2060, fols. 48-48v. (83) AGI, Santa Fe, leg. 548. ANC, Colonia, Lararetos, fols. 587-629 y 872v-873v. (84) Como en otras ocasiones también en esta fue preciso reiterarla en años posterio-

res, concretamente en 1794 y en 1796. ANC, Colonia, Lararetos, fols. 874-874v. (85) EZPELETA (1796) Relación del Gobierno ... , BPR, Ms 2896 (Miscelánea de Ayala,

vol. 83), fols. 62-261v (fol. 138), una copia de esta Relación se encuentra en la BNC, Ms 174.

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de las mejoras conseguidas, los recursos de los que disponía el estable- cimiento seguían siendo muy escasos. La subvención percibida por cada enfermo ascendía a tan sólo 1 real y 3 cuartillos, de los que cada uno debían pagarse los alimentos, la luz, el lavado de la ropa y los restantes gastos que se les presentasen. Una economía tan precaria hacia que los enfermos se vieran privados de todo y que vivieran en unas condiciones casi infrahumanas. Alentados por las promesas hechas por el virrey, al tomar posesión del cargo, los leprosos recluidos en el hospital reclama- ron nuevos impuestos; sin embargo, sus esperanzas se vieron truncadas en 1798 tras el negativo informe del Fiscal (86). No obstante, un año más tarde solicitaban nuevamente mayores ayudas alegando que antes contaban con el impuesto sobre el aguardiente de todo el virreinato y, desde hacia un tiempo, los procedentes de Quito, Popayán y Panamá no les llegaban (87). Tras una segunda negativa por parte de las autorida- des (88), los enfermos solicitaron que el hospital fuese trasladado a las cercanías de un camino de tierra con el fin de poder obtener más limosnas (89). No desanimados por tanta contrariedad reiteraron igua- les peticiones en mayo y junio de 1799 y en mayo de 1800, sin obtener respuesta (90).

Los enfermos de San Lázaro de Cartagena no estuvieron solos en sus peticiones, siendo apoyados por el médico que tenía a su cargo el hospital, el Protomédíco de la ciudad Juan de Arias (91), persona que realmente conocía sus necesidades y las precarias condiciones en que vivían. Las condiciones de vida que pintó en su disertación eran real- mente terroríficas: vivían en chozas de paja, disponían de 14 reales semanales para distribuir entre comida, alumbrado, comprar y lavar su ropa. La extremada escasez, continuaba exponiendo, les obligaba a llevar una alimentación «de lo más vil, y despreciable. Su sustento ordinario se reduce al pescado ahumado, o salado, a las carnes de la

(86) ANC, Colonia, Lazaretos, fols. 823-837. (87) ANC, nota 86, fols. 824825~ . (88) En este caso se debió a que no podían decidir nada en tanto esperaban el

informe solicitado al gobernador de Panamá. ANC, Colonia, Lazaretos, fol. 837. (89) ANC, Colonia, Lazaretos, fols. 832-834. (90) ANC, Colonia, Lazaretos, fols. 826-828v. (91) ARIAS, nota 5, representación elevada al virrey.

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misma especie, y algunos plátanos con pan de maíz» (92). Consecuen- temente una dieta tan reducida y escasa no hacia más que empeorarles su enfermedad.

Arias no se quedó en la simple denuncia sino que propuso cuantas reformas y mejoras consideró necesarias para el bien de los enfermos. De acuerdo con el discurso que defendía respecto a la lepra, proponía que los hospitales debían estar situados cercanos a la ciudad, ser gran- des y contar con patio, corral y huerto para el esparcimiento de los ingresados. Deberían existir diversas salas en las que clasificar a los enfermos según el grado de su dolencia, siendo estas espaciosas y ventiladas. Como las rentas con que contaba el de Cartagena resultaban claramente insuficientes, para mejorarlas proponía: pedir al rey una Real Cédula según la cual todos los que falleciesen en el virreinato, y que tuvieran bienes, legasen 4 reales para San Lázaro; que las Mitras del distrito fuesen pensionadas con una cantidad proporcionada y que de las rentas de los Obispados y Canongías vacantes se destinase también una cantidad mensual. Consideraba que con los arbitrios anteriores, junto a las mayores limosnas que podrían percibir los lazarinos estando más cerca de la ciudad, las condiciones de vida de estos enfermos podían mejorar considerablemente. No obstante, la burocracia colonial obligaba a realizar unos trámites que enlentecían todos los procesos. El Fiscal informaba el 26 de junio de 1799, que todavía no podía hacerse nada para mejorar el precario estado de estos, porque aún estaba pendiente el informe del gobernador de Panamá (93).

Siguiendo con sus pretensiones de años anteriores, en 1798, el gobernador de Panamá informaba al virrey de la necesidad de instaurar un hospital (94). Para inclinarlo hacia ello le enviaba las rentas de que dispondría y las Constituciones por las que se regiría el establecimiento. El mandatario panameño logró así su propósito, un Decreto del virrey de 6 de febrero de 1798 autorizaba el lazareto y, el 30 de octubre de 1800, ordenaba suspender el envío de los enfermos a Cartagena. Aun- que las previsiones económicas no carecían de fundamento, la realidad

(92) ARIAS, nota 5, fo1 667. (93) ANC, Colonia, Luzaretos, fol. 837. (94) ANC, nota 93, fols. 587-629.

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fue distinta y en 1799 se necesitaban 600 pesos para reparar el techo y la capilla de una casa situada a media legua de la ciudad, separada del camino Real y de todo tipo de comunicación. En 1804 se había trasla- dado a un lugar distante de la ciudad una legua, viéndose obligados a suspender las obras por haberse agotado el presupuesto con que el que contaban. Ello no impidió, sin embargo, que el lazareto albergase seis enfermos, aunque ni las viviendas ni la capilla habían podido terminar- se. Para finalizar las obras, y sabiendo que había más lazarinos escondi- dos que no querían ser ingresados por las condiciones en que estaba el lazareto, se pidieron los 1.282 pesos con 7 reales sobrantes de los doce Últimos años del ramo del aguardiente (95).

El presupuesto hecho por las autoridades istmeñas, y aprobado por el virrey, contemplaba unos gastos anuales de 579 pesos con 6 reales para atender a tres enfermos. La distribución que se hacia era:

- 6 reales/día/enfermo para alimentos .................... 273 ps. 6 rs. - medicinas ...................................................................... 30 ps. -sombreros de paja, rosarios, camisas, calzones y

mantas ............................................................................ 24 ps. - capellán ......................................................................... 120 ps. -cera y vino para la misa de días festivos y cuando

............................. se dé el viático a algún enfermo 12 ps. - médico ........................................................................... 60 ps. -sirviente que condimente los alimentos y dé las

medicinas ...................................................................... 60 ps.

En 1799 el sobrante de la renta del aguardiente era tan sólo de 98 pesos, cantidad insuficiente para mantener el hospital, solicitándose que se arbitraran 600 pesos más.

El Cabildo santafereño, aunque nunca había manifestado una pos- tura contraria al virrey respecto al traslado de leprosos, en 1807 mani-

(95) El impuesto de un cuartillo de real por cada azumbre de aguardiente había dado en Panamá una recaudación que, desde 1786 hasta 1798, ascendía a 8.817 pesos con 1,5 reales. De estos, se habían enviado a Cartagena 4.509 pesos con 4,5 reales y 3.024 pesos con 5,5 reales se habían gastado en atender a los leprosos de Panamá.

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festaba su oposición a dicho traslado, si bien no lo hizo abiertamente. Proponía el traslado a Cartagena pero, a la vez, manifestaba la necesi- dad de un lugar dónde cobijar y atender a los enfermos que estuviesen en los estadios iniciales, enfermos a los que sería muy duro trasladar por tener que separarlos de sus familias y porque podrían empeorar por el temperamento de la ciudad costera. Llegaron, incluso, a propo- ner la compra de una pequeña casa a extramuros, en un terreno seco, ventilado y con agua. Debido a la enajenación de fincas de las Obras Pías, consideraban que podría adquirirse la propiedad cómodamente. Respecto al mantenimiento y asistencia, proponían que se hiciese del ramo destinado en todo el virreinato a los lazarinos. Los gastos propues- tos ascendían a: 1.900,-2.000 pesos para el solar y el edificio y 1 ó 2 semanales para cada enfermo. El conjunto de ambas cantidades resul- taba francamente inferior a la que estaban enviando a Cartagena (96).

Aunque sabemos que en el último decenio del siglo XVIII funcio- naba un Hospital de San Lázaro en Quito, no debía contar con todas las autorizaciones preceptivas ya que en 1796 una Real Cédula aclaraba que este debía continuar funcionando, así como que se estudiase si era o no conveniente enviar a él a los enfermos de Guayaquil y de Popayán o erigir otros establecimientos en aquellas ciudades (97). En 1813 tenía una nueva construcción así como un médico, un cirujano y un barbe- ro (98). Dicho hospital sirvió de consuelo no sólo a los enfermos quiteños sino también a los restantes leprosos de la Audiencia pues no se plan- teaba ya la necesidad de enviarlos hasta Cartagena; por ejemplo, el Corregidor de Ambato envió a los muchos lazarinos existentes en su Corregimiento (99) al lazareto de la capital de la Audiencia.

(96) ANC, Colonia, Miscelánea, vol. 10, fols. 100~-102~. (97) EZPELETA, nota 85, fols. 138v-139.

(98) ANHE, Hospitales, Caja 11, expediente de 10 de septiembre de 1816.

(99) AHM-Q Libro de Cabildos, Años 1809-1814, fols. 189v-190.

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