Ediciones Babylon: primeras páginas de El juego de Claudia

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¡Lee gratis las primeras páginas de El juego de Claudia, de Laura S.B., novela publicada por Ediciones Babylon!

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©2010, El juego de Claudia©2010, Laura Sánchez Becerra©2010, Ilustración de portada e ilustraciones

interiores: Laura Sánchez Becerra

Colección Krypta nº1

Ediciones BabylonCalle Martínez Valls, 56 46870 Ontinyent (Valencia-España)

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El contenido de esta obra es ficción. Aunque contenga referencias a hechos históricos y lugares existentes, los nombres, personajes, y situaciones son ficticios. Cualquier semejanza con personas reales, vivas o muertas, empresas existentes, eventos o locales, es coincidencia y fruto de la imaginación del autor.

No está permitida la reproducción total o parcial de cualquier parte de la obra, ni su transmisión de ninguna forma o medio, ya sea electrónico, mecánico, fotocopia u otro medio, sin el permiso de los titulares de los derechos.

ADVERTENCIA

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Para todos esos soñadores que no necesitan cerrar los ojos para viajar

a otros mundos.

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El cuarto de baño para señoritas no paraba de bailotear a mi alrededor, haciéndome sentir como una rata dentro de una caja de cartón. Los grafitis de la pared y las manchas de moho giraban al modo que lo haría un tiovivo, sólo que a este se habían olvidado de colocarle los caballos de cartón piedra. Mi pose resultaba degradante; mientras me sujetaba la melena para no ensuciarme el pelo, me asía con fuerza al retrete para no caer desplomada al tiempo que vomitaba la cena, la merienda y probablemente el almuer-zo de aquel día. Si continuaba vomitando corría el riesgo de que se me saliesen los ojos, pero el olor pestilente de aquel váter roñoso me provocaba más nauseas. Estaba claro que los gin tonics me habían sentado mal, nunca tenía presente que más de siete no era recomenda-ble. Podía notar las gotas de sudor frío que me recorrían la espalda bajo la camiseta negra. Sin embargo, el calor em-pezaba a ahogarme, así que me tambaleé hasta el lavabo para refrescarme un poco. Al abrir la llave el grifo escupió algo marrón, espeso y repulsivo. Desde luego no iba a embadurnarme la cara con aquello, las fisioterapias con barro siempre me habían parecido una asquerosidad. El mareo empezaba a rendirse y ya me sentía mejor, de modo que abandoné el cuarto de baño. No quería pa-sarme el resto de la noche oliendo a tuberías podridas. Al atravesar la puerta no supe qué era más molesto, si el olor a podrido o semejante condensación de humo. Era posi-

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ble masticarlo y me provocaba una extraña sensación de sueño. Eché un vistazo al bar. Mi amiga Doro, con la que empezó toda aquella aventura, estaba en una de las esqui-nas dejándose manosear por un pervertido al que acaba-ba de conocer esa misma noche. No pude evitar arrugar la nariz con asco. Aquel tipo de cresta verde y chaqueta de cuero con tachuelas no destacaba precisamente por su pulcritud. Probablemente, si Doro no hubiese estado tan borracha habría salido corriendo nada más verle. En la barra alcancé a ver al chico que Doro me había presentado cuando llegamos al bar y todavía estaba sere-na. Me senté en la banqueta que había a su lado pero no se dio cuenta, tal vez porque tenía la cabeza recostada sobre la barra. Por fin pareció espabilarse y realmente hubiese preferido que siguiese durmiendo, pues me miró con cara de tonto y con un kiko pegado en la mejilla como una garrapata. —Una cerveza —le pedí entonces al camarero, un hombre de los que quitan el aliento con una sola mirada. Era una pena que fuese gay. —¿Tienes un cigarro, tía? —El rey de los kikos por fin reaccionó. —No —le contesté y enseguida pensé en mencionar-le lo del kiko, pero lo dejé pasar. —Parece que nos hemos quedado solos… —Sí, ya… En cuanto posó la mano en mi rodilla, tuve claro que sentarme allí había sido una mala idea. Decidí ignorarle y tomarme la cerveza tranquila. El kiko seguía en su mejilla y me miraba obsceno, intimidándome. Empezaba a sospe-

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char que si no hacía algo rápido, la noche iba a pasar a los anales de las peores de mi vida. Volví otra vez al cuarto de baño y me encerré donde el retrete. Busqué en los bolsillos de mis vaqueros has-ta que di con mis polvitos mágicos. No sabía por qué, pero siempre que los usaba me recordaban a Campanilla. Ella sí que sabía cómo divertirse, incluso tuvo a un héroe como Peter Pan a sus pies hasta que Wendy, la remilgada, se interpuso en la relación con sus bucles perfectos y sus buenos modales. Cuando aspiré, sentí cómo bajaba por mi garganta con sabor amargo y me engañé a mí misma, pensando que era un poco más feliz. Al volver fuera las luces me cegaron. Parecían más brillantes que antes y la música retumbaba en mi cabeza como un millar de tambores. Mis piernas caminaron solas; sabía que dentro de poco dejaría de ser dueña de mi pro-pio cuerpo, como un maldito zombi. «Bienvenidos a mi particular infierno…»

Al día siguiente desperté en mi cama y, por suerte, estaba sola. Todo un alivio. Mi cuerpo se quejó por el mal-trato de la noche anterior cuando abrí los ojos. Los Kiss me saludaron desde el póster de la pared, junto a la estantería donde todavía conservaba mis Barbies y mis muñecos de cuando pequeña. Era incapaz de des-hacerme de ellos, quizás por la nostalgia o tal vez porque todavía me negaba a crecer. A mis veintiún años seguía siendo la misma cría que jugaba con muñecas, sólo que ahora solía levantarme con resaca por las mañanas. La ca-beza me daba vueltas y parecía que había estado lamiendo

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una suela de goma durante toda la noche. También sentía agujetas en el cuello, a saber de qué. Miré el despertador de Hello Kitty que adornaba la mesita de noche. Sólo eran las doce y media de la mañana, pero el estómago me rugía pidiendo a gritos algo sólido y un par de litros de agua. Así que me quité la ropa con la que había dormido y me puse el pijama para bajar a desa-yunar. Por desgracia, en la cocina me topé con mis padres. Se me había olvidado que los domingos la cocina era punto de reunión familiar hasta la hora de comer. Aquella maña-na no tenía ganas de hablar con nadie. Resoplé y aparqué las posaderas en una silla. Mi madre, que estaba apostada frente al fregadero, llevaba puesto ese delantal que le hacía parecer un jarrón. Para más inri, se había recogido la melena rizada con una gomilla de flores de plástico. Se volvió con una sartén en la mano para dedicarme una sonrisa. Sin embargo, mi pa-dre tan sólo murmuró un «hola» desde detrás del domini-cal, ni siquiera llegué a verle el bigote. —¿Qué vas a desayunar? —me preguntó mi madre, siempre tan servicial. —Un zumo —pedí apática y entre dientes. —¿Solamente? Anoche te escuché vomitando cuan-do llegaste, ¿no estarás enferma? —me preguntó a la vez que raspaba la sartén con el estropajo. —Es que estuvimos cenando en un restaurante chi-no… y me sentó mal —espeté con desgana. —No sé cómo tenéis valor de comer en esos sitios, a saber qué guarradas os pondrán. Me encogí de hombros, sin intención de seguir con la conversación. Ni siquiera me gustaba la comida china.

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Al tiempo que me tomaba el zumo a pequeños sor-bos, mi hermano Dani bajaba del piso de arriba corrien-do y gritando como un cochinillo en una matanza. Sentí que un mazazo me golpeaba la cabeza sin ninguna piedad, obligándome a entrecerrar los ojos en un guiño. —¡Oh, cállate imbécil! —ladré cuando entró por la puerta de la cocina. —¡Cállate tú, estúpida! —protestó al tiempo que ac-cionaba su ambulancia de juguete para chincharme. —Mamá… —supliqué. —Ya está bien, Dani. Lo reprendió con tono de costumbre, así que el crío no le hizo demasiado caso. La pequeña bestia mordió una tostada y abrió la boca para mostrarme qué aspecto tenía un bolo alimenticio bien masticado. Doce años con aquel engendro de pelo rubio ya iban siendo demasiados. Tal vez la idea de independizarme no fuese tan terrible des-pués de todo. —Enano de mierda… —murmuré para mí misma. Di otro sorbo al zumo, que me supo a rayos. —Tengo una sorpresa para ti, cielo —me anunció mi madre. Ese tono meloso no auguraba nada bueno. Le contesté con una mirada impaciente. —¡Tengo entradas para el teatro! —dijo mientras me enseñaba con emoción dos cartulinas rojas del tamaño de una tarjeta de visita. —Em… Al notar mi falta de entusiasmo meneó la cabeza y las flores del moño se agitaron como un plumero. —Vamos, Claudia, ¡pero si antes te gustaba muchísi-mo el teatro! Hasta actuabas —intentó animarme al ver mi gesto indiferente.

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—Hacer de ratón en la Cenicienta no se puede consi-derar actuar, mamá… —contesté sombría. —Seguro que lo pasamos bien. Además, no tienes nada mejor que hacer… Sólo ir con esos amigos tuyos. Ya sabes qué opino sobre tus compañías —aseveró ceñuda. —Está bien, está bien —me apresuré a decir. Cuando empezaba con ciertos temas era mejor cortarlos de raíz o salir corriendo. No tenía el cuerpo para soportar uno de sus sermones. —Lo pasaremos muy bien, ya lo verás. Es una de esas obras modernas, conceptuales. Mi hermano rio burlón al saber que me había derro-tado y yo le dediqué una sincera mirada de desprecio y me terminé el zumo.

La semana siguiente pasó muy rápida. Cuando tu úni-ca ocupación es andurrear por las calles, el tiempo se pasa volando. Antes de que pudiese darme cuenta, el sábado se plantó a las puertas de casa y yo tenía una cita en el teatro. Resoplé de puro disgusto tras colgar el teléfono a Doro. Se carcajeó de lo lindo cuando le conté el planazo que tenía esa noche con mi madre, hasta me llamó esnob. No se lo tuve en cuenta, ya que Doro, a lo más que aspira-ba, era a leer la revista Loka. Tampoco podía enfadarme, ya que mi madre, después de todo, tenía razón: me encan-taba el teatro. Subirme a las tablas era, quizás, mi sueño frustrado. Nunca lo había intentado, desde luego, pues ya se sabe que el mundo del arte está reservado a unos cuan-tos. ¿Para qué intentarlo si ya sabía que fracasaría? Sien-do actriz no tendría ningún futuro, siempre era preferible conseguir un puesto de funcionaria con un sueldo decente y un trabajo deprimentemente fijo para el resto de mi vida.

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Mientras esperaba a que mi madre volviese a casa, y aprovechando que estaba frente al espejo del recibidor, repasé un momento mi aspecto. La ropa la había escogido para la ocasión: unos tejanos claros que hacía siglos que no usaba y una camiseta rojo oscuro a rayas, discreta y sin calaveras ni nada por el estilo. Como a mi madre le disgus-taban mis pendientes y aros me quité los piercings más lla-mativos. Incluso, tras haber hecho un tremendo esfuerzo, había prescindido de mi collar de pinchos. Me incliné un poco más sobre el espejo. Todavía tenía mala cara a pesar del maquillaje, mi tez era muy pálida y las ojeras se me marcaban demasiado bajo los ojos acei-tuna. Chasqueé la lengua y decidí que mejor me soltaría el pelo. Quizás si mi melena no fuese tan oscura no parecería tan paliducha. Me encogí de hombros, conformándome, cuando el teléfono sonó otra vez. —¿Sí? —contesté por el auricular—. Hola, mamá. Te estaba esperando. —La escuché—. ¡¿Cómo que no po-drás venir?! Al parecer, mis padres habían pensado que aquel era un buen día para tomárselo libre y habían quedado con unos amigos para cenar. Probablemente, el truco del teatro había sido una encerrona para que me ocupase de mi hermano gratuitamente y yo había caído en la trampa como una novata. —Llévate a tu hermano, de todos modos ya tienes las entradas —me dijo. —Pero mamá… —supliqué. —Haznos el favor, ¿vale, hija? Cuando me llamaba «hija» era incapaz de negarle nada y ella lo sabía. Solté un «vale» apagado y me maldije por ser tan débil.

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—¡¡Dani!! —grité al pie de la escalera. Al momento, mi hermano se asomó en el piso de arriba. —Coge el abrigo, nos vamos al teatro —imperé con cara de disgusto. —¡¿Cómo?! ¡Ni hablar! Tengo la partida a medio aca-bar, estoy en la pantalla final —se quejó él. —Lo ha ordenado tu madre, así que tienes que venir. Además, no te quejes, que la que se va a pasar el sábado haciendo de niñera soy yo. —Ya soy mayor para cuidarme solito —alardeó. —Pues te fastidias. Ve a por el abrigo. Y, arrastrando los pies, se fue a su habitación a por el abrigo y a apagar la consola.

Al ser sábado, y gracias al buen tiempo, la calle estaba infestada de caminantes: ancianos paseando a sus perritos, padres con hijos ruidosos y jóvenes cargados con el festín de alcohol habitual para ese día. Cuando subimos al autobús parecía hora punta. Tu-vimos que viajar de pie y aplastados contra el cristal de la puerta. Por suerte, Dani estaba lo suficientemente enfada-do como para no dirigirme la palabra. Cuando llegamos al centro nos costó encontrar el tea-tro. Resultó que estaba al final de un callejón sin salida, tan tétrico y oscuro que pensé si aventurarme a entrar o no. Desde la entrada de la callejuela podía distinguirse su cartel luminoso, que rezaba: Theatre of Hell. Un nombre realmente apropiado y prometedor. A pesar de que llegábamos con retraso, todavía había gente en la puerta haciendo cola para pasar. Nos pusimos

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al final para esperar nuestro turno. Después de un rato, otro rezagado se colocó tras nosotros; lo que no esperaba era que me hablase: —Disculpe, señorita. El chico parecía joven, llevaba la melena suelta y le brillaba con destellos azabache. La cara no pude vérsela porque la tenía bien resguardada hasta la nariz con una bufanda de rayas. Justo por encima unas gafas de cristal grueso le agrandaban los ojos, que se veían distorsionados por el aumento. —¿Esta cartera es suya? —y me mostró una cartera de caballero de piel marrón, algo sucia por haber estado en el suelo mojado. Me lo pensé un segundo y después asentí. —Sí, gracias, la había perdido —revelé bastante con-vincente y me aseguré de dar un buen pellizco en el brazo a Dani para que callase. Después del timo del teatro, como mínimo me mere-cía una buena cena gratis. De modo que cogí la cartera y la guardé en el bolsillo interior de mi cazadora.

Cuando alcanzamos la entrada resultó que el portero, encorvado como una rama vencida, lucía una joroba digna de cualquier dromedario. Cuando le entregué las entradas me mostró su dentadura mellada en una sonrisa desgasta-da y desagradable. Al cruzar la puerta sentí un extraño escalofrío. El vello de los brazos se me erizó y una punzada me atacó en la nuca. Parecía que, de repente, la temperatura había descendido a bajo cero. Sin embargo, al resto se les veía contentos y se quitaban los abrigos. Al poco volví a entrar

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en calor. La calefacción estaba puesta, así que me quité la chaqueta para estar más cómoda. Nuestros asientos estaban bien situados, justo en el centro del patio de butacas, ni muy cerca ni demasiado lejos del escenario. Eran ideales para poder verlo todo al detalle sin necesidad de que las babas de los actores nos salpicasen. —Son estos —hablé a Dani por primera vez desde que salimos de casa. Bajo la gorra azul intuí que me mira-ba ceñudo, todavía estaba enfadado por haberle fastidiado la partida. Nos sentamos y esperamos a que comenzase la fun-ción. Mientras empezaba el show me entretuve observando al público y al resto de la sala. El teatro evocaba tiempos pasados, sobre todo por las florituras barrocas enroscadas en dorado que lucían los balcones. Estaban tapados con cortinas negras, proba-blemente las gradas más altas habían dejado de utilizarse hacía mucho; el público aficionado al teatro había bajado considerablemente y no era suficiente para completar el aforo. Estornudé. Los ácaros me empezaban a cosquillear en la nariz. Las butacas eran también viejas, de color rojizo y con los apoyabrazos de madera de cerezo. A pesar de ser un teatro tan antiguo, tenía su encanto. En las paredes y el te-cho todavía se apreciaban los frescos que, pese a que algu-na vez lucieron colores brillantes y vivos, ahora la mayoría, desvaídos, se empezaban a caer por culpa de la humedad. Sin embargo, la gran lámpara de cuentas que colgaba del

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centro del techo estaba intacta y merecía las manchas gri-ses. Las luces se atenuaron y miré hacia el escenario a la espera de que el telón rojo se abriese. El murmullo del pú-blico se fue disipando hasta que todos observaron la tela roja que escondía tras ella un mundo de fantasía. Pero el telón no se levantó, sólo se escuchó el siseo del humo blanquecino que empezaba a manar bajo el es-cenario. Las primeras filas tosieron atosigadas por la niebla artificial. Comenzar un espectáculo asfixiando al público no me parecía provechoso, así al final de la obra nadie podría aplaudir. El humo seguía extendiéndose por el patio de butacas como la bruma vespertina de un día de invierno. Los ojos comenzaban a picarme y sentía la garganta seca y áspera; tuve la misma sensación que el sábado pa-sado en aquel bar de mala muerte. Sin darme cuenta, me adormecía, me pesaban los párpados e intentaba mante-ner los ojos abiertos, pero tuve que cerrarlos un momento.

Abrí los ojos lentamente, sintiendo un ligero mareo. Todavía no había comenzado la obra y ya me había que-dado traspuesta. Zarandeé la cabeza obligándome a es-pabilarme. Si mi hermano me veía dormida, tendría que soportar sus mofas durante el resto de la noche. Inten-té llevarme una mano a los ojos para rascarme, pero no pude. En cuanto me di cuenta de que tenía brazos y piernas sujetos a la butaca me sacudí y el corazón se me aceleró descontrolado. Mi hermano seguía en la butaca contigua, maniatado como yo. Se despertaba y empezaba a sospechar que el

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humo había tenido algo que ver con nuestro repentino sueño. Cuando abrió los ojos me miró asustado, probable-mente yo tenía el mismo gesto despavorido que él. La situación del resto del público no distaba mucho de nuestro cautiverio. Desde la penumbra se escuchaban las voces asustadas y desconcertadas de los espectadores, que estaban también atados a sus respectivas butacas. In-cluso llegué a escuchar algunas preguntas lanzadas al aire como: ¿pero qué es esto? o ¿qué está pasando? —Claudia… —Dani me habló con la voz temblorosa. Intenté disimular el miedo lo mejor que pude. —Tranquilo, seguro que es parte del espectáculo. Ya oíste a mamá, es una de esas obras modernas. El lunes tendrás algo que contar en el cole —le dije en un torpe intento por tranquilizarle. Ni siquiera a mí me sonó convincente. ¿Cómo demo-nios habían atado a todo el público sin que nadie se diese cuenta? Si aquello era parte del show, es que era jodidamen-te bueno. En alguna parte, en otra dimensión, se escuchó un redoble de tambores al tiempo que dos focos recorrían teatralmente el telón, que todavía estaba bajado. Los cautivos callamos y atendimos al escenario. No había reparado hasta entonces en el hombre que había justo a mitad del escenario frente al telón cerrado. Me pregunté cómo había aparecido de la nada tan de re-pente. Los focos le iluminaron y tuve la impresión de que el chaqué blanco que vestía brillaba por sí mismo, reflec-tando los matices del arcoíris. Al cuello lucía una pajarita roja y una de sus manos enguantadas se posaba sobre el ala de la chistera blanca. La otra se apoyaba sobre el man-

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go plateado del bastón que sujetaba bajo el brazo. El ala del sombrero le ocultaba el rostro, que mantenía agachado con misterio. Parecía que de un momento a otro iba a em-pezar a cantar una canción. El patio de butacas, expectante, estaba sometido por un silencio sepulcral. —Bienvenidos a mi juego —dijo entonces el actor con voz serena y sin ningún énfasis para aquel comienzo. Bajó lentamente la mano de la chistera y miró al público.Su rostro se ocultaba tras una máscara de porcelana blan-ca. Sobre ella había dibujada una sonrisa burlona y grotes-ca, y los ojos pintados recordaban a los de las máscaras de teatro japonesas. —El azar os ha traído esta noche hasta mí… —con-tinuó con el monólogo—. Terrible sino que ensombreces mi suerte. ¡Oh cruel destino! —Al recitar esos versos, ele-vó el puño al cielo en gesto cómico y acompañó la pose con el tono de voz adecuado a la escena—. Tu voluntad me arrecia como un mar furibundo e insolente. Tempes-tad de la suerte, ¡ladrón de ilusiones!, mentiroso compulsi-vo… ese es el sino. Bajó el puño lentamente, sosteniendo el silencio. —Las reglas del juego son sencillas. Todo vale, todo está permitido —anunció entonces con la misma calma con la que había comenzado. —¿En qué consiste el juego? —se escuchó una voz divertida en algún lugar del público. Yo seguía sin encontrarle la gracia a aquel insólito es-pectáculo, pero Dani suspiró con alivio al escuchar a aquel tipo reírse. Me alegré de verle más calmado, aunque seguía sin compartir su tranquilidad. Podía sentir algo extraño en

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el hombre del escenario, algo que me revolvía las tripas como el gin tonic. En silencio, el hombre del chaqué se paseaba ahora por el escenario, caminando pausadamente y dando un paseo mientras observaba el patio de butacas. La máscara oscilaba de lado a lado en un disentimiento disgustado. —Cada uno elegiréis vuestro propio juego. Pero no todos podréis participar… —fue bajando la voz hasta convertirla en un susurro—. No todos serviréis. Aquel susurro fue inaudible, pero resonó en mi cabe-za como un secreto contado al oído. —¡Por eso! —gritó de repente. Respingué en el asiento y noté que mi hermano tam-bién. —He de hacer una pequeña criba para elegir a los jugadores… Alzó el bastón y, con un movimiento enérgico, gol-peó la madera del suelo que pisaba. Tronó un poderoso trueno que hizo vibrar desde las butacas hasta las paredes y la lámpara de cuentas del techo tintineó como campanillas invernales. Desde luego, pensé, los efectos especiales de la obra eran inmejorables, todo lo que estaba sucediendo parecía real. Sin previo aviso, el telón se apresuró a elevarse, mos-trándonos tras él la pared negra que cubría el frontal del escenario. Por un momento había esperado ver árboles de car-tón, con un bonito castillo dibujado al fondo bajo un cielo azul cian. Pero lo que nos deparaba la función era mucho más inesperado e inquietante que un decorado pintado sobre cartones. En aquel teatro todo era posible; no pude

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evitar ahogar un grito cuando la pared se abrió y pudimos ver un enorme agujero oscuro. Un viento huracanado arreció el patio de butacas y me arremolinó el pelo en los ojos. Intenté apartar la me-lena de la cara sacudiendo la cabeza y cuando lo conseguí contemplé con espanto que el agujero se había convertido en una espiral con forma de embudo. No era la única asustada de la sala. Entre el público empezaban a escucharse gritos de terror y asombro, en-sordecidos por el atronador sonido del agujero negro. El actor seguía en el escenario, tranquilo y sosegado, como si el viento no le supusiera ninguna molestia. En-tonces levantó las manos y a través de la espiral entraron un centenar de criaturas aladas. Grité. La apariencia de aquellos engendros me aterrorizó hasta dejarme sin aliento. Eran horribles, aberraciones deformes de piel oscura y sarnosa que templaban el aire cuando batían esas enormes alas negras de dragón. Cerré los ojos para no tener que ver sus fauces atesta-das de dientes afilados y amarillentos. —¡¡Claudia!! El grito de mi hermano me hizo abrirlos justo cuando una de esas criaturas nos sobrevolaba. Pude contemplar de cerca sus ojos rojos, hundidos en las cuencas oscuras como las de un diablo. Con las garras de los pies arrancó de la butaca al hombre que se sentaba en la fila de delante. El grito de aquel desconocido me caló hasta las entra-ñas. Aquel atroz espectáculo resultaba terrible, pero era incapaz de apartar la vista, incluso cuando la sangre me

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salpicó la cara. Le había arrancado de la butaca, pero sus pies y sus manos todavía seguían sujetas al asiento. Grite, grité y grité. Todo era tan real que era imposible que fuese un simple espectáculo. Cuando aquel monstruo despedazó el cuerpo del hombre, pude oler sus vísceras. La escena se repetía en la sala. Los engendros alados arrancaban de las butacas al indefenso público y los hacía estallar como globos de agua. Me sujeté con fuerza a los brazos de la butaca sin de-jar de gritar, rezando por no ser una de las víctimas de los demonios. No dejaba de temblar y notaba que empezaba a faltarme el aire. Después de la tormenta, el viento amainó hasta con-vertirse en una leve brisa. Ahora podían escucharse, alto y claro, los gritos histéricos de los supervivientes de la car-nicería. Cuando conseguí armarme de valor para abrir otra vez los ojos, las criaturas se marchaban por el agujero, que tras ellas se cerraba lentamente. Los aullidos se fueron calmando y el público pronto quedó en silencio. Yo ya no gritaba y Dani tampoco. Con mucho esfuer-zo, moví la mano lo suficiente para rozar la de mi herma-no. Por suerte no le había pasado nada, sólo lloraba y sus pantalones se habían mojado. Al notar mi mano se agarró a ella con fuerza. El telón se dejó caer y el hombre enmascarado volvió al centro. —Enhorabuena… sois los elegidos —anunció. Sentí que bajo mis pies el suelo se resquebrajaba. Pronto crujió, se abrió y mi butaca cimbreó balanceándose.

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—¡No! —aullé. El suelo cedió y mi mano soltó la de mi hermano. —¡¡Dani!! —grité al tiempo que caía al vacío.

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