El Complejo Carcelario‐Industrial o El Infierno en Los Campos, (Davis, Mike)
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Mike Davis: El complejo carcelario-industrial o el infierno en los campos
El complejo carcelario‐industrial o el infierno en los campos
Mike Davis. Nacido en Fontana, California (EE.UU.), 1946. Teórico social y urbano. Especialmente reconocido por sus investigaciones sobre poder y clase en su área. A los 16 años dejó los estudios para ganarse la vida como trabajador de los mataderos. En 1967 se afilió al partido comunista, pero denunció la invasión soviética a Checoslovaquia y afirmaba: “mis héroes son los bolcheviques que fueron asesinados por Stalin”. En los años 70 organizó visitas al underground de Los Ángeles conociendo a los autores que preservan la memoria de la lucha obrera. Tras una huelga en 1973, se inscribió en la UCLA (Universidad de California en Los Ángeles), con una beca en historia y economía del sindicato de los trabajadores del alcantarillado. Formó parte del conocido SDS (Students for a Democratic Society). Después de algunos años en Londres, pasó a enseñar Teoría Urbana en el Southern California Institute of Architecture. Es profesor del Departamento de Historia de la Universidad de California y editor de la New Left Review. Es articulista habitual del periódico estadounidense The Nation y el británico New Statesman. Las obras de Mike Davis: Más allá de Blade Runner. Control urbano: la ecología del miedo (1992); Prisoners of the American Dream: Politics and Economy in the History of the U.S. Working Class (1986, 1999); Ciudad de Cuarzo. Arqueología del futuro en Los Ángeles (1990, 2006); Ecology of Fear: Los Angeles and the Imagination of Disaster (2000); Magical Urbanism: Latinos Reinvent the US City (2000); Los holocaustos en la era victoriana tardía (2001); The Grit Beneath the Giltter: Tales from the Real Las Vegas (2002); Ciudades muertas. Ecología, catástrofe y revuelta (2003); Under the Perfect Sun: The San Diego Tourists Never See (2003); El monstruo llama a nuestra puerta: La amenaza global de la gripe aviar (2005); Planeta de ciudades miseria (2006); No one is illegal: Fighting racism and state violence on the U.S.‐Mexico Border (2006); Buda’s Wagon: A brief History of the Car Bomb (2007); In Praise of Barbarians: Essays against Empire (2007); Evil Paradises: Dreamworlds of Neoliberalism (2007).
Artículo publicado en The Nation el 20 de febrero de 1995
Título original: “Hell factories in the field: a prison‐industrial complex”
Fuente: DAVIS, Mike. Más allá de Blade Runner. Control Urbano: la ecología del miedo. Virus editorial. Barcelona, 2001.
La carretera que viene de Mecca sigue la vía férrea de la Southern Pacific y atraviesa Bombay Beach en dirección a Niland; después tuerce hacia el sur para hundirse en un dédalo de marismas y de cultivos de regadío. El negro futuro de California se perfila de repente, sin avisar, a medio camino entre los raquíticos restos de la última cosecha de algodón y el campo de tiro del ejército del aire en los montes Chocolate. Vistas de lejos, las construcciones gris pizarra recuerdan a las de un almacén o tal vez una fábrica. Un discreto cartel anuncia: Prisión del Estado de Calipatria.
California posee el tercer sistema penitenciario más grande del mundo,
detrás de China y de Estados Unidos considerado en su conjunto, con 125.842 presos, según las últimas cifras oficiales. En el curso de los últimos diez años, el estado californiano construyó Calipatria, situada a más de 300 km al sudeste de Los Ángeles, así como quince prisiones más –por un total de diez mil millones de dólares (intereses incluidos). Este programa de construcción creó un verdadero “complejo carcelario‐industrial” que mantiene una creciente rivalidad con el agroalimentario por convertirse en la primera fuerza de la California rural, y a la vez compite con los promotores inmobiliarios por ganarse el
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Mike Davis: El complejo carcelario-industrial o el infierno en los campos
favor de los legisladores de Sacramento1. Este complejo se ha convertido en un monstruo que amenaza con aplastar y devorar a sus propios creadores. Su crecimiento incontrolable debería conmover la conciencia nacional, a partir de ahora familiarizada con la idea de que pueda existir una clase presidiario permanente.
La versión californiana, promulgada el año pasado, de la legislación federal de los “tres golpes”2 –variante todavía más draconiana que la de Clinton– corre el riesgo de engordar un sistema penitenciario, ya grotescamente superpoblado y hiperviolento, con 300.000 nuevos detenidos. Para mantener los grilletes, aunque sean rudimentarios, de esa inmensa población, el Estado tendrá que sacrificar su presupuesto para enseñanza superior a fin de construir decenas de nuevas cárceles. Además, se ejercerá una presión política irresistible sobre el Estado para que reduzca el coste de ese almacenamiento de seres humanos utilizando toda una panoplia de innovaciones técnicas y comerciales. En este sentido, Calipatria, que empezó a funcionar en 1992, ofrece un ejemplo particularmente elocuente de la manera como la Administración penitenciaria3 se esfuerza por resolver las contradicciones nacidas del clamoroso éxito de su proyecto.
La cerca de la muerte
1 Capital administrativa de California. 2 Three strikes and you’re out (tres golpes y estás eliminado): expresión sacada del béisbol y que refleja la idea de que la ley –como en el béisbol– te da tres oportunidades y, en consecuencia, una tercera condena, independientemente de la gravedad del delito, supone la expulsión de la sociedad, es decir, la aplicación directa de cadena perpetua. 3 Department of Corrections.
Calipatria es una cárcel de alta seguridad de “nivel 4” para hombres que aloja actualmente al 10% (1.200) de los detenidos condenados por asesinato en California. Sin embargo, el puesto de guardia de la entrada principal está vacío, igual que diez de los doce que la rodean. En palabras de Daniel Paramo, el enérgico “director de recursos comunitarios” de la cárcel: “El guardián no confía en el factor error humano de los puestos de observación; prefiere ponerse en manos de la compañía eléctrica”.
Paramo se mantiene de pie delante de una inquietante cerca electrificada de cuatro metros de altura, metida entre dos cercas metálicas normales. Cada uno de los quince cables que forman la cerca principal vibra bajo el efecto de la corriente que lo recorre, de 5.000 voltios, 200 amperios –alrededor de diez veces la dosis moral generalmente admitida–, suministrada por la presa de Parker. Las instalaciones de la cerca garantizan una muerte instantánea. Un guardián admirado dejado caer en un aparte: “Sí, una auténtica parrilla…”.
La ley que autoriza la cerca “a prueba de evasiones” fue votada por los diputados electos del Estado casi sin un murmullo. Los políticos, tan preocupados por los costes, no pusieron demasiadas objeciones ante una factura de electricidad que permitía ahorrar dos millones de dólares en salarios (treinta tiradores de élite en tres turnos de ocho horas en los puestos de observación). Y cuando uno de los guardianes bajó tranquilamente el interruptor en octubre de 1993, la satisfacción fue general: el sistema penal, al fin dotado de medios tecnológicos, encaraba el futuro. “Pero”, añadió entristecido Paramo, “olvidamos el factor SPA (Sociedad Protectora de Animales) en nuestros cálculos”.
La cárcel está situada al este del mar de Salton –un gran espacio de hibernación para las aves acuáticas. Pero muy pronto pudo comprobarse que el dulce ronroneo de la cerca de alta tensión era una llamada
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Mike Davis: El complejo carcelario-industrial o el infierno en los campos erótica para las aves de paso. Los aficionados locales a la ornitología constataron pronto la magnitud de las pérdidas (una gaviota, dos búhos, un pinzón, un papamoscas…) y alertaron a la sociedad protectora de animales. A partir de enero del año pasado, la “cerca de la muerte” se convirtió en un escándalo ecológico de escala internacional. Cuando la Administración penitenciaria supo que un equipo de la CNN había sido visto en los alrededores de la cárcel, tiró la toalla y contrató a un ornitólogo para revisar la concepción de la cerca.
El resultado fue la puesta a punto de la única cerca de la muerte del mundo completamente ecológica, sin ningún riesgo para los pájaros. Paramo tiene algunas dificultades para mantener la seriedad cuando enumera las innovaciones que se hicieron en ella por el módico precio de 150.000 dólares: “alarma para los roedores demasiado curiosos, deflectores que impiden a las aves posarse y pasajes minúsculos para los búhos excavadores”. Calipatria construyó también un acogedor estanque para las ocas y los patos en celo.
Aunque la Administración está desde entonces en paz con los amigos de los pajarillos, el asunto incitó a la potente CCPDA (la asociación de guardias de prisiones de California) a cuestionar la facilidad con la que la dirección emprendió la “automatización” de los puestos de tiradores de élite. Para dirigir con éxito su proyecto de electrificación de todas las prisiones de media y alta seguridad del Estado (por lo menos veinte recintos) en los próximos años, James Gomez, el director de la Administración penitenciaria de California, tendrá que llegar a un acuerdo para mantener más puestos de trabajo para los “enchufados” de las torres de vigilancia.
No es necesario precisar que los 3.844 detenidos de Calipatria no derramaron ni una lágrima ni por los búhos ni por los tiradores de élite. Su energía está completamente absorbida por la lucha
cotidiana que deben mantener para sobrevivir. Como el resto de las prisiones del Estado, Calipatria funciona casi al doble de su capacidad. En las pequeñas cárceles locales y en las instalaciones de seguridad media, los auditorios y las salas de día han sido transformadas para instalar filas estrechas de sórdidos somieres. En las instituciones “de gama alta” como Calipatria han metido a otro detenido en cada celda, en habitaciones exiguas de dos metros por tres.
Este “doblaje” de las celdas, que empezó hace una década, provocó una nueva ola de violencia y de suicidios entre los detenidos. Los defensores de las libertades civiles denunciaron este “castigo cruel y anormal”; pero un tribunal federal consideró la medida constitucional. Desde entonces, los detenidos tienen que hacerse a la idea de ver pasar décadas, incluso toda su vida (el 34% de los detenidos de Calipatria están condenados a cadena perpetua), encerrados con alguien en unas condiciones de promiscuidad a menudo insoportables. La tensión psicológica se agrava todavía por la insuficiencia dramática de trabajo para los presos, que condena a cerca de la mitad de la población carcelaria a purgar su pena en el aburrimiento de una celda mirando la televisión sin parar. Según afirmaron los psicólogos llamados a testificar ante los tribunales, las ratas que son sometidas a condiciones análogas se vuelven agresivas y se devoran entre ellas.
Es la guerra
La supresión radial de cualquier intimidad es uno de los objetivos explícitos en esas cárceles llamadas de nueva generación como Calipatria. Cada una de las veinte unidades de detención está diseñada en forma de herradura de dos niveles encarada hacia un puesto de guardia. Este “plan 270” (así llamado por el campo de visión de que disponen los guardias), una nueva variante del famoso “panóptico” puesto a punto por Jeremy Bentham en el
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Mike Davis: El complejo carcelario-industrial o el infierno en los campos siglo XIX, está concebido para garantizar una vigilancia continua de todos los movimientos de los detenidos. Los textos oficiales elogian este sistema de “encarcelamiento más seguro y más humano” y anuncian el fin del “síndrome miedo‐odio”, ligado a las cárceles que toleran zonas de interacción no vigilada entre detenidos.
Aunque eso fuera cierto, ocurre que el sistema de panóptico ha sido modificado por razones económicas y su eficacia se resiente de la falta crónica de personal. A pesar de que los wáteres abiertos llaman la atención en medio del patio de paseo como símbolos de la omnipresencia de la institución, existen aún numerosos ángulos muertos –debajo de las escaleras o en la zona de las cocinas– donde los presos pueden llevar a cambo sus represalias con el personal o con sus compañeros. Por otra parte, advierte Paramo en el momento en que los visitantes firman la lúgubre descarga de responsabilidad por la que aceptan la política del Estado de California de rechazar cualquier negociación en caso de una toma de rehenes: “es la guerra”.
En veinticinco años, las cárceles californianas han institucionalizado la violencia episódica entre las diferentes bandas armadas que se enfrentan allí como verdaderas guerrillas. Actualmente, las bandas son más numerosas –con las facciones ascendentes de asiáticos e inmigrantes centroamericanos–, pero la carnicería proviene de la implacable lucha por el poder entre los negros y la mafia mexicana del este de Los Ángeles, conocida con las siglas EME.
Esta situación refleja parcialmente la transformación de la composición étnica de las cárceles californianas. En el año 1988, el 35% de los recién llegados eran negros y el 30% latinos; cinco años después la proporción era de 41% de latinos y 25% de negros. De ahí que la población penitenciaria del Estado en su conjunto presente una ligera mayoría de latinos (a pesar de que los negros continúan siendo
los más numerosos en Calipatria). El EME había aprovechado esa nueva distribución para minar el monopolio negro de la venta de crack tanto dentro como fuera de las cárceles. El responsable de obtener información sobre las bandas de Calipatria afirma que la muerte reciente de Joe Morgan, fundador legendario del EME y durante un tiempo jefe de la cárcel, habría dejado vía libre a jefes más jóvenes y más brutales.
En Calipatria, el último enfrentamiento entre negros y latinos, que tuvo lugar en julio, se saldó con trece heridos de arma blanca. En palabras de uno de los guardianes que asistió a la pelea –que aparentemente empezó en la cocina central antes de extenderse a las galerías– “el EME desbordó a los Crips”. Como consecuencia, la cárcel fue cerrada durante cuatro meses y las salas de día, consideradas demasiado peligrosas a causa de las mezclas de población, fueron suprimidas. Paramo expone en su despacho algunas de las armas confiscadas: entre ellas hay un objeto que se parece a una daga de obsidiana pero que en realidad es una lámina fabricada con bolsas negras de basura fundidas.
Para hacer frente a estallidos de violencia de este tipo, las cárceles de alta seguridad californianas adoptaron medidas extremas. Cada carcelero tiene desde entonces su propio “SERT” –especie de equipo de GEOs interno, capaz de dominar los motines con una potencia de fuego terrible. Estas unidades paramilitares han recibido innumerables elogios, puesto que son consideradas responsables de impedir las matanzas entre detenidos como la terrible carnicería que tuvo lugar en la penitenciaria del Estado de Nuevo México en 1980. De esa forma, California tolera niveles extraordinarios de violencia oficial. En el curso de los últimos diez años, los guardianes de gatillo fácil han matado a treinta y seis detenidos (uno de ellos en Calipatria) –es decir, tres veces más que en las penitenciarias federales más los seis
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Mike Davis: El complejo carcelario-industrial o el infierno en los campos siguientes Estados con más población reclusa juntos.
Cuando la fuerza sola no es suficiente para disuadir a las bandas de las cárceles, la Administración penitenciaria dispone de otro recurso: un gulag donde reinan condiciones extremas, conocido con el nombre de Prisión del Estado de Pelican Bay. A pesar de que su famosa Unidad Penitenciaria de Seguridad (SHU) –bloque de aislamiento total descrito por el historiador de prisiones Eric Cummins como un “lugar de pura destrucción psicológica”– fue recientemente criticada por un juez federal, continúa siendo un modelo apreciado por el resto de Estados así como por el “Alcatraz de alta tecnología” que la Administración penitenciaria federal ha construido en Florence, Colorado. “Las SHU son un mal necesario”, explica Daniel Paramo. “Por primera vez conseguimos realmente aislar a los líderes y a los agitadores del resto de la población penitenciaria”. Sin embargo, admite, meter a los padrinos en el congelador sólo tiene un efecto negligible en el crecimiento de las bandas dentro de las cárceles. En efecto, apunta un vigilante: “Apartar a los viejos jefes sólo permite que los jóvenes más feroces y violentos –que carecen del sentido común de la cultura penitenciaria tradicional– asuman la dirección de las cosas”. Y predice siempre más violencia. “Nunca nos libraremos de las bandas en las cárceles. Forman parte del sistema y, nos guste o no, proliferan con él”.
Las moscas blancas
Margaret Hatfield no se preocupa demasiado por la violencia en la cárcel ni por los miles de delincuentes que viven en la salida del pueblo. La “cerca de la muerte” la tranquiliza. Por lo demás, como empleada municipal del pequeño pueblo de Calipatria (3.356 habitantes), tiene asuntos más graves de que preocuparse, como la invasión de las moscas blancas.
Como una plaga del Antiguo Testamento, las moscas blancas amenazan los mismos cimientos del orden social latifundiario del Imperial Valley. A finales de verano, espesas nubes de insectos minúsculos pueden verse a veces desde los aviones que aterrizan en Los Ángeles. Esos bichos son omnívoros y atacan todos los cultivos de la región. Por culpa de las moscas, en 1993 no se pudieron plantar melones, uno de los principales recursos de la economía local. Los agricultores pierden así cien millones de dólares al año y al valle está al borde de la ruina. Resultado: despidos que han hecho aumentar la tasa de desempleo hasta cerca del 40%.
La señora Hatfield y los demás responsables locales sólo pueden, pues, “dar gracias a Dios por la existencia de la Administración penitenciaria de California”. Además de los 1.100 empleos creados en Calipatria en 1993, ésta abrió otro centro de detención de 4.000 plazas en la ciudad de Seeley, convirtiendo así las cárceles en la principal fuente de empleo de Imperial County (con la consecuencia de que ahora uno de cada doce habitantes del condado es un preso). La Administración penitenciara habla incluso de construir una tercera cárcel, tal vez para mujeres, en las mil hectáreas de tierra que posee en Calipatria.
Calipatria es un fiel miembro de la Asociación de Ciudades de California Asociadas a Cárceles, y la señora Hatfield está orgullosa del pequeño renacimiento que la prisión ha aportado al municipio. Señala con un gesto la nueva tienda de comestibles y la de vídeos en la calle mayor, pues, si no fuera por ellas, parecería un decorado abandonado de la película La última estación. Y se pregunta en voz alta si el pueblo habría podido pagar la iluminación del estadio sin el maná fiscal sustraído de la masa salarial sustanciosa de la prisión. No obstante, admite, “hemos tenido algunos problemas”.
A pesar de que la Administración penitenciaria se comprometió a reclutar
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Mike Davis: El complejo carcelario-industrial o el infierno en los campos localmente el 40% de su personal, la mayor parte de los trabajos bien pagados de guardián y de jefe fueron otorgados a asalariados llegados de fuera. A medida que esas personas se instalaron en la región (58 casas nuevas construidas desde 1993), el precio del suelo aumentó cerca de dos tercios. Ello favoreció a los propietarios de fincas en detrimento de los autóctonos más jóvenes y más pobres que no trabajan en la cárcel. Por otra parte, por causa del crecimiento rápido de la población, las escuelas están superpobladas. Y puesto que las cárceles están exentas de impuestos locales, los recursos fiscales del municipio son insuficientes para financiar el desarrollo de los servicios.
Sin embargo, lo que me molesta a la señora Halfield son las familias de los presos –originarias en su mayor parte de los guetos de Los Ángeles, a cinco horas de carretera de aquí– que caen sobre Calipatria los fines de semana. Al contrario que los maridos y los padres encarcelados, que sólo son abstracciones para los habitantes del terruño, las familias son la encarnación tangible del desorden urbano. Su conducta, ya sea dormir en el coche o fumar hierba en público, alimenta el rumor local de nuevas calamidades. En palabras de la señora Hatfield: “minan nuestra imagen de seguridad”.
Es difícil saber hasta qué punto la señora Hatfield es el fiel reflejo del sentimiento general. Aunque Calipatria esté poblado en un 75% por mexicanos, de resonancias hispánicas el ayuntamiento sólo tiene el nombre. El condado de Imperial, donde cinco administradores anglosajones gestionan una población de aplastante mayoría mexicana, es llamado desde hace mucho tiempo “el Mississipi de California” por su política de exclusión y sus medidas represivas en las empresas. Un desequilibrio electoral análogo aparece en los demás pueblos agrícolas en crisis de los valles a lo largo del río Colorado y de la California central, que han acogido también en el curso de los últimos diez
años instalaciones penitenciarias de media y alta seguridad: Avenal, Blythe, Corcoran, Delano y Wasco.
El boom de las cárceles tiene un efecto complejo, y tal vez imprevisible, sobre la sociedad agrícola dividida en castas. Por un lado, las élites anglosajonas locales están implicadas en el sistema de prebendas controlado por la Administración penitenciaria. Hay pruebas, por ejemplo, de acuerdos concernientes a compras de terrenos o a trabajos de construcción cerrados a golpe de talonario. Por otro lado, la creación de empleo en las cárceles provoca el surgimiento de una nueva “burguesía” latina en las ciudades de los valles. A fin de cuentas, para muchos esas fortalezas grises son las primeras grandes fuentes de empleo sindicado que se hayan visto jamás en la California rural.
La política del superencarcelamiento
El personal penitenciario de Calipatria habla con admiración contenida de Don Novey, el antiguo guardián de Folsom que, como presidente de la CCPOA, convirtió esta asociación de guardianes en el sindicato más poderoso del Estado. Bajo su batuta, la CCPOA, antes un pequeño sindicato corporativista reivindicativo, se convirtió en uno de los principales actores de la reestructuración del Derecho Penal y, al mismo tiempo, de la evolución futura del sistema penal californiano. El éxito de Novey se basó en parte en su disposición a pagar a buen precio sus alianzas políticas. En 1990, por ejemplo, Novey gastó casi un millón de dólares para la campaña electoral de Pete Wilson al cargo de gobernador. La CCPOA controla desde entonces el segundo lobby oficial más generoso de Sacramento.
Novey utilizó también el peso de su sindicato para sostener el “movimiento a favor de los derechos de las víctimas”. Crime Victims United es un lobby anexo, que recibe el 95% de sus subsidios de la CCPOA. Gracias a organizaciones tan
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Mike Davis: El complejo carcelario-industrial o el infierno en los campos visibles y a su avocación con los grupos de presión favorables a medidas de refuerzo del orden, Novey consiguió instaurar en Sacramento un estado de histeria permanente en cuanto a la seguridad. Los diputados de los partidos se pelean por ver quién inscribe en su activo medidas “antidelincuencia” más innovadoras y duras, sin preocuparse de sus efectos sobre la superpoblación de las prisiones.
Esta cínica y agresiva rivalidad para prometer más que el otro ha tenido consecuencias alarmantes. Joan Petersilia, investigadora de la Rand Corporation, ha inventariado más de mil leyes nuevas que agravan las penas de sanción de crímenes y delitos aprobadas entre 1984 y 1992. En conjunto, constituyen una política judicial totalmente incoherente, pero estimulan muy eficazmente ese “keynesianismo” carcelario que, desde 1980, ha hecho triplicar al mismo tiempo el número de afiliados a la CCPOA y el sueldo medio del personal penitenciario. Desde el boom carcelario, que empezó con el fin del mandato de gobernador Jerry Brown en 1982, numerosas voces se han elevado para intentar que la asamblea del Estado dé marcha atrás en su gulaguismo despiadado. Se ha producido un estudio tras otro demostrando que la superencarcelación tiene muy poco efecto sobre la criminalidad global (que tampoco ha aumentado de manera significativa), y que la mayoría de los nuevos detenidos son o personas acusadas de delitos sin violencia relacionados con los estupefacientes (comprendidas las personas en libertad condicional cuyos análisis de orina obligatorios han dado positivo) o enfermos mentales (que representan la terrible cifra de 28.000 detenidos, según una estimación oficial). Estas críticas, en fin, repiten incansablemente que, cuando llegue el día de hacer cuentas, el Estado se verá obligado a vender a saldo los establecimientos de enseñanza superior, literalmente ladrillo a ladrillo, para poder continuar construyendo cárceles.
Pero ese día ya ha llegado. Al tiempo que las grandes escuelas y universidades de California suprimían 8.000 empleos entre 1984 y 1994, la Administración penitenciaria reclutaba 26.000 empleados para vigiar a los 112.000 nuevos detenidos. Pero en lugar de frenar ese proceso, los legisladores se han lanzado a una huida hacia adelante. La ley de la primavera pasada, que instituía la regla de los “tres golpes”, dobla las penas por reincidencia e impone penas de entre veinticinco años y cadena perpetua para los “perdedores de la tercera falta”. A fin de convertir la ley en constitucionalmente inatacable (a menos que se reuniera la imposible mayoría de dos tercios), fue sometida a referéndum en noviembre bajo la denominación de Proposición 184. Los partidarios de la medida –dirigidos por la CCPOA y por Michel Huffington– gastaron 48 veces más que sus adversarios (principalmente la Asociación de Enseñantes de California) en la campaña electoral (1,2 millones de dólares contra 25.000). Puesto que la mayor parte de los candidatos demócratas, como Katlheen Brown y Diane Feeinstein, apoyaron la proposición o guardaron silencio, los electores no tuvieron demasiadas ocasiones de oír argumentos hostiles ni de evaluar las consecuencias históricas de la ley. La proposición pasó sin dificultad. Para valorar adecuadamente la complicidad de los demócratas en ese resultado, basta con observar que antes de las elecciones rechazaron llamar la atención del público sobre las alarmantes conclusiones oficiales referentes a los efectos de la Proposición 184 sobre la superpoblación de las cárceles, que había sido publicadas en marzo pasado por la Dirección de Planificación y Construcción de la Administración Penitenciaria. Según estas conclusiones, para albergar simplemente a la población penitenciaria prevista para 1999 con la tasa de ocupación ya intolerable del 185%, el Estado tendría que construir veintitrés cárceles nuevas (además de las doce ya
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autorizadas). “Ello exigirá la construcción de más de 4,5 cárceles por año en el curso de los cinco próximos ejercicios”, escribían los planificadores, que estimaban que en diez años la población penitenciaria aumentaría un 262% hasta alcanzar los 341.420 reclusos (contra los 22.500 de 1980).
Comentando esas previsiones, un portavoz del gobernador Wilson se contentó con levantar los hombros y declarar: “Si es necesario cubrir esos gastos suplementarios, creo que deberemos reducir otros servicios. Habrá que modificar nuestras prioridades”. La cuestión de cuáles son esas prioridades quedó aclarada en octubre, cuando los investigadores de la RAND publicaron un análisis financiero exhaustivo que llevaba a la conclusión siguiente: “Para asegurar la aplicación de la ley, la totalidad de los gastos destinados a la enanas superior y a otros servicios oficiales deberá disminuir un 40% durante los próximos ocho años […]. Si la regla de los tres golpes se mantiene hasta el 2002, el gobierno del Estado gastará más dinero en mantener a la gente en la cárcel que en mandarla a la universidad”.
Es instructivo, en este sentido, recordar que la Administración penitenciaria de California, con sus veintinueve vastos “campus”, cuesta ya más que el sistema universitario californiano, y que los jóvenes negros de Los Ángeles o de Oackland tienen dos veces más posibilidades de acabar en la cárcel que en la universidad. Además, la Proposición 184 promete un aumento radical de las disparidades racionales. En los seis meses que siguieron a su entrada en vigor, los afroamericanos (10% de la población) representaban el 57% de las diligencias iniciadas en virtud de esa ley en el condado de Los Ángeles. Según algunos abogados, ello representa 17 veces más inculpaciones que para los blancos, a pesar de que otros estudios demostraron que el 60% del conjunto de violaciones, ataques a mano armada y agresiones cometidas en el Estado fueron
llevadas a cabo por hombres de raza blanca.
Para el senador californiano Tom Hayden, que se opuso vigorosamente a la Proposición 184, California está cayendo en un “cenagal moral” que recuerda a Vietnam: “La política estatal se ha dejado atar de pies y manos por el lobby de la seguridad. Los electores no tienen realmente una idea clara de lo que les espera. No se les ha dicho la verdad sobre el intercambio que han aceptado –universidades contra prisiones– ni sobre la catástrofe económica que inevitablemente implicará. Deshumanizamos a los delincuentes y a los pobres exactamente de la misma manera que lo hacíamos con los llamados gooks4 en Vietnam. Los precipitamos al infierno simplemente para seguir alimentado sus llamas”.
Mientras tanto en Calipatria la Administración empieza ya a saltarse todas las alarmas. Daniel Paramo reconoce contento que, ante la expansión de la población penitenciaria causada por la Proposición 184, la Administración penitenciaria proyecta meter a un tercer preso en cada una de sus celdas para ratas fustigadas. “Meteremos a tantos detenidos como nos ordene el Estado. Y si los tribunales acaban por imponer un límite, me imagino que se construirán algunas cárceles más, eso será todo”.
4 Calificativo despreciativo aplicado a los soldados asiáticos, ya sean japoneses, coreanos o vietnamitas.
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