El Papel Intencional de Las Emociones - Tomismo

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 Pensamiento y Cultura ISSN: 0123-0999 [email protected] Universidad de La Sabana Colombia El papel intencional de las emociones Pensamiento y Cultura, núm. 4, octubre, 2001, pp. 61-74 Universidad de La Sabana Cundinamarca, Colombia Disponible en: htt p://www.redalyc.org/articulo.oa?id=701004 06  Cómo citar el artículo  Número completo  Más información del artículo  Página de la revista en redal yc.org Sistema de Información Científica Red de Revistas Científicas de América Latina, el Caribe, España y Portugal Proyecto académico sin fines de lucro, desarrollado bajo la iniciativa de acceso abierto

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Pensamiento y Cultura

ISSN: [email protected] de La SabanaColombia

El papel intencional de las emociones

Pensamiento y Cultura, núm. 4, octubre, 2001, pp. 61-74Universidad de La SabanaCundinamarca, Colombia

Disponible en: http://www.redalyc.org/articulo.oa?id=70100406

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Miguel García-Valdecasas

ESTAR INSTALADOS EN LA LIMITACIÓN

ivir en este universo no es indiferente paranosotros. La realidad de tener un cuerpo,

de sentirnos dotados de un organismo vivo que

nos introduce en una realidad más amplia, esalgo que nos constituye. Cada persona siente supropio cuerpo como algo intangible, esencial.El cuerpo nos preocupa, nos alegra o nos en-tristece, al tiempo que lo consideramos algo per-sonal. A nadie le gustaría ver alejarse a su cuer-po de la propia interioridad, o que el cuerpo pasaa ser una valoración de otro, tal como si el otro,con esa valoración, nos lo quisiera arrebatar. Enesta circunstancia, cualquiera vería amenazadasu intimidad y, por ende, toda su persona.

Que exista cierta retracción a dejar escaparhacia otras manos la ponderación de nuestroorganismo es algo natural. Consideramos quenuestro cuerpo, amén de la preocupación quenos lleve, forma parte de nuestro yo, de nuestraintimidad. En cierta manera, hay en el hombreunaintimidad del cuerpo,que no podemos reco-nocer, por ejemplo, en los animales. El cuerpodel animal carece de intimidad; lo significa unhecho tan liviano como que el animal ni siquie-ra es capaz de vestirse. La dotación con que vie-

ne al mundo le evita propiamente el engorro dedepender de un atuendo, de algo que a noso-tros los humanos nos protege de la intemperiey que simultáneamente nos arregla.

Esta intimidad que señalamos en el cuer-po hace que lo hagamos objeto de adorno; poresto, lo vestimos y lo engalanamos. Si el cuerpono tuviera intimidad, por más que quisiéramosver en ello el estatuto delo claro y lo distinto de

Descartes, la elegancia no tendría sentido. elegancia es la virtud que mira siempre a ladis-tinción,a reconocer que somos bien diferentedel resto de las cosas naturales, pues estampor encima de ellas. También, la elegancia giere que el presente no debe confundirse cel pasado, que el presente en el que hoyvoyele-gante es bien distinto de cualquiera de losayeres.La elegancia, por eso que tiene de separación,ne algo de exclusivo, y, así, las grandesboutiquespretenden darle a su vestuario un aire de exclsividad, el aire de algo que no puede imitarAsí, lo confeccionado se vende como un prodto sin parangón, algo que multiplica el valor su posesión por no tener paralelo en el merca

El cuerpo humano tiene tanta relevancique a menudo buscamos la manera de no migar su prestigio esparciéndolo por el piélagoobjetos que nos son habituales o considerándlo uno más entre ellos. Las grandes marcas dropa lo sugieren continuamente en susspots. Essuficiente con prestar cierta atención. Recudan que el cuerpo no es algo abstracto o impsonal, algo que no puede ser adornado comun objeto más entre el mundo, como se adorel árbol de Navidad. Si existen en nuestra legua más de 80.000 términos, concurren al mnos 80.000 posibilidades diferentes de cent

la atención en objetos distintos. Sin embargotodos los términos reciben la misma acogida;términos que se refieren a lo nuestro tienen valor del que carecen otros muchos vocabl“Entelequia”, “sauce” o “fisgón” nos dicmucho menos que todo lo que pueda venir trlas partículas que abren un mundo persona“tu”, “mi”, “nuestro”. La conjunción del prnombre y ese cuidado sustantivo nos sumeren un mundo cargado para nosotros de excl

V

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sividad. Wittgenstein diría incluso, que todosesos términos llegan a formar en nuestra con-

ciencia un “juego de lenguaje”, un círculo designificados que siempre nos resultan familia-res. El universo de ese entramado estaría do-tado de sentido, y el uso de esas proposicio-nes, precisamente por entrañar tales significa-dos, valdría por sí mismo para ratificar la exis-tencia de ese mundo.

La cláusula de la limitación es algo similara las cosas que, en el lenguaje común, decimosque nos resultan “familiares”. Lo familiar tam-

bién goza, en la vida real, de un aire restringi-do. La familia es un ámbito de intimidad, entreotras cosas porque adviene comúnmente reco-nociendo los límites de un hogar. No cualquierpersona forma parte de la familia en que hemossido educados, ni toda familia esmifamilia. Sitodos los hombres constituyeran una familia,propiamente hablando nadie tendría un hogar.Es necesario encontrar el límite de lo familiar;¿quién puede pertenecer a la familia? Los miem- bros de una misma sangre. Los límites aludidos

quedan definidos por la sangre y por cierta ar- bitrariedad que permite no reconocer como “fa-milia” a un pariente de otras ramificaciones deparentela.

Así pues, lo familiar goza de valordentrode unos límites. Los límites posibilitan una inti-midad que cultiva el desarrollo y la maduraciónde lo personal. Los límites, en el sentido mate-rial, están representados por las paredes queconfinan el hogar. Para nosotros, el hogar pa-

terno está siempre cargado de una singularemotividad, puesto que ha sido testigo de lagénesis personal, de algo muy profundo, perorelevante solamente para cada individuo. Elcuerpo, en este sentido, es considerado por cadauno como familiara sí mismo,como algo quenos acompaña biográfica y sustancialmente.Pero, junto con el amor al cuerpo, cabe tambiénsu odio. El masoquista es aquel que se rebelacontra su propia sangre (no sólo contra su cuer-

po sino también contra su designio). Unlizar ese modo de razonar sería equiva

negar la identidad de cada cual. Hegel la este fenómenocontradicción, la semilla qupara él, es la génesis de la vida. Pero es no nos resulta natural. A nosotros, un con nuestro propio cuerpo nos parece rtan sólo un demente le imputaría respodad a eseotro que resulta ser yo.

EL RUMBO DEFINIDO DE LO

Cuando aquí se ha empleado el té“personal”, lo hemos hecho para subrrestrictivo y, a la vez, íntimo que tiene ecado de lo familiar. El cuerpo, como alliar que es para nosotros, tiene un límlímites no son más que las líneas que lodan de lo que deja de ser yo. Lo paradótodo, es que allí donde termina la figurana comienza el ámbito de la posesión. do es poseído por el hombre, y las cotengo entre manos son también algo tenembargo, no son tan mías como lo son, pplo, mis propias manos. Las manos mnecen más que el vestido, y las cosas quson más personales que cualquiera de mtrumentos de trabajo. Hay una gradaciópersonal que se vierte sobre cada unoámbitos de mi posesión. Así, por ejemplen el que vivo esmipaís, pero ya en un senmás leve de lo que supone, para mí,mi familiapor más que en este tiempo la familia coa acusar los embates procedentes de lade lo impersonal. No faltan quienes preelevar este concepto a la categoría dextensional, claro y distinto, como lo desarrollos de la matemática lineal. Dmodo, la familia pierde su valor exclusicualesquiera elementos, tomados de dospodemos denominarlos así. El mundoguien no lo remedia, comenzará a pareaquella fábrica de seres humanos que e

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imaginó Huxley. El razonamiento que habrá queseguir entonces será también similar: ¿por qué

dos será más familia que mil? Es más: si ese dosno quisimos determinarlo en su día, ¿por quéno indeterminar también el número de sus com-ponentes? Esperemos que nunca llegue ese día,porque su más grave error sería orillar la fuentede lo personal y lo que ahora se nos representacon un carácter de exclusividad.

Las argumentaciones inclinadas a horadarla familia suelen pasar por alto la intimidad delcuerpo y del hogar. Si mi cuerpo no me es indi-

ferente, me confiere cierta dignidad el pasar porser hombre o ser mujer. No es limitación estardeterminado, es decir, imponer unos límites ami propio acervo personal, como bien mostróMusil enEl hombre sin atributos.La ilustración,que aspiraba a estandarizar el canon de un hom- bre universal, a fuerza de indeterminación seha encontrado, en nuestros días, con un hom- bre queno es nada. Ser algo, que –según tengoentendido– es mejor que no ser nada, es estarinstalados en la limitación, y aceptarla. Las opi-

niones disidentes suelen pasar por alto algunasconsideraciones. Todo lo que el cuerpo tiene delimitado, lo tiene también de íntimo, y ni la fa-milia ni la persona serían posibles sin una cier-ta demarcación de lo personal o corporal. Entreotras razones, porque la alegría, como sugeríaKierkegaard, pertenece al lirio y al pájaro o, sise prefiere, a esos que ni tan siquiera son partí-cipes de su propia limitación.

La intimidad corporal, que desarrollaremos

en lo sucesivo, es eso que conocemos por afecti-vidad. Si pudiéramos hablar de la intimidad delcuerpo –algo que va en cierto modo descabala-do, pues la intimidad es propiamente de la per-sona–, tendríamos que reconocer en ella la emo-tividad. La afectividad tiene evidentes puntosde contacto con el cuerpo, pues viene a ser algoasí como su conciencia, algo que lo despierta desu mecánica procesión. La afectividad puededescribirse como el recogimiento del cuerpo, su

regazo. El cuerpo reflexiona sobre sí cuandopersona tiene sentimientos; es el cuerpo el q

sabe lo que le pasa. Estar triste no sólo no dindiferente, sino que hace partícipe, medianciertos lazos, de toda la base orgánica, de mnera que todo el hombre está triste. Un estaemocional es algo que, como ha mostradGoleman1, atraviesa y zarandea nuestro cuerpode modo incondicional: se presenta aunque lo queramos. A nadie le extraña que las lágmas respondan a un estado subjetivo de tristza o que sigan de otro modo a un cenit puntude felicidad. Baste, por el momento, apuntar

En términos mucho más amplios, el hum–la tierra– es el lugar donde los hombres tiensu morada. En la Odisea,la tierra no es la mora-da de los dioses; ésta es un lugar donde se haconfinado el hombre. Algo así sucede tamben laDivina comedia.Aunque el universo sea ili-mitado, consideramos exclusivamente a la trra como nuestro hogar. De modo que, en trzos muy gruesos, se advierte que la tierra es hogar para nuestra especie, y no meramente

lugar donde recalar. El hombre es el único en condiciones dehabitarla tierra, que, justa-mente por eso, le pertenece. Si la tierra pertecierastrictu sensutambién a los animales, elhombre no estaría en una posición dominanrespecto a ellos. Quiero decir que no es un esdo coyuntural el que nos hace primar sobre animales. Por eso, carece de sentido recrimipor esta situación al hombre o caer en posicnes extremas que recaban para el animal la mma dignidad de que gozamos. Se trata de v

que sólo el hombre puede llamar “hogar” a unpalmos de tierra en los que organiza su vida.animal también vive en ellos; sin embargo,ca-rece de ellos.

Para ilustrar esta diferencia, es suficiencon trazar un pequeño esbozo sobre la muerEs evidente que la muerte nos afectará por ig

1 Goleman, D.Inteligencia emocional.Barcelona: Paidós, 1995.

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a todos, ya que somos, en parte, animales. Lamuerte, para un animal, está subordinada a la

pervivencia de la especie. Un animal muere paraque pueda continuar el ciclo biológico que fa-vorece la existencia de su especie. Tanto es así,que la especie animal tiene mayor dignidad quesus individuos. Ningún animal podría levantar-les a sus progenitores un mausoleo, o bien unaCripta de los Capuchinos, porque ni siquierapara él la muerte es algo relevante. Las campa-ñas ecologistas se orientan frecuentemente asalvar una especie determinada, pero no un in-dividuo concreto de ellas. Por tanto, parece evi-dente que el valor de las especies está precisa-mente en eso, en que son especies y no indivi-duos. Si la indiferencia de nuestra civilizaciónhace que desaparezcan determinadas especies,la pérdida es mayor que si lo hiciera solamentealguno de sus individuos. De hecho, sacrifica-mos animales que nos sirven de alimento, peroposiblemente no lo haríamos en caso de que laespecie que nos sirve de alimento se hallase enpeligro de extinción. Por tanto, nos interesa másla especie animal que cualquiera de sus “parti-culares”, por utilizar un término más ilustrati-vo de su condición.

Así pues, el individuo, que es una perso-na, se esfuerza por separar el universo de losafectos propios y del mundo afectivo pertene-ciente a los demás. Que el propio mundo afecti-vo contraste con el de los otros o sea irreductibleal de ellos singulariza a una persona comoposesora de lo que en otros individuos no tieneparalelo. Además, los sentimientos que asaltana una persona, tanto si son conscientes como sino, carecen de parangón con el “miedo” o el“alivio” que experimenta un animal cuando vevenir o alejarse el peligro. El animal, ordenadoal fin de su especie, es incapaz de contar entresus potencias con elregazo de la propia sensibi-lidad, es decir, con la inherencia afectiva o conel hecho de que la sensibilidad presente suem-bajada desiderativa al yo que conoce y siente2.

Se hace oportuno comprender que, en bre, la sensibilidad se hace reflexiva cu

incorporada a la propia personalidad. Lsona que durante una temporada “está nos hace despertar hacia ella la compreuna respuesta emotiva– porque ha incodo el dolor a su vida. El dolor, por tanto,viesa o sacude a la persona, sino que mviene a anidar en ella. El sentimiento dinhiere en la intimidad del alma, en alsólo puede “comprender” el que lo sufrel sufrimiento, considerado como tal, susceptible de pasión que de conocimie

En virtud de tal inherencia, es pertesclarecer que siempre es un yo el que sufreque el yo, bajo el dolor, es un yo lacerado. Lapersona, desde el momento en que se afectada por la sensibilidad, no se puede corar en abstracto; ha de tenerse presepostración concreta que, en este caso, ne a una persona en el sufrimiento. Ptraste, el bosquejo universal de los sentos corresponde de modo exclusivo al de la razón. Es la razón la que une lomientos bajo la designación general dafectvidad. Pero sin embargo, es el yo quienconoel sentimiento, siendo alcanzado por émado por él y trastornado también grél. De otro modo no cabe colegir la vidpersona ciclotímica. Los sentimientomás dispares cuanto más abarcantes sonperiencias procedentes de la sensibilidafiguran la vida de un ciclotímico en vila atención que éste les presta. La parrobada por los sentimientos, como htrado Aristóteles, se siente incapaz depor sí misma el cañamazo de su vida oes lo mismo, de llevar eficientemente atica un proyecto personal. Sencillamenque tales personas están dominadas potes inherentes al yo, pero que, a la vezun prisma teórico –como hacemos al rnar–, deben deslindarse de él.2 Hildebrand, D. Von.El corazón.Madrid: Palabra, 1996, pág. 62.

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EL INFLUJO DE LA SENSIBILIDAD

La trabazón entre sensibilidad y afectivi-dad no pasó ajena a la observación de los clási-cos. Tomás de Aquino considera las emocionescomo actos de los apetitos, residentes en instan-cias desiderativas más que aprensivas3. Los sen-timientos se pueden tener como lastendenciassentidas, las pulsiones que originan una fuerzade atracción hacia un objeto de carácter inten-cional. La tendencia, como tal, vierte su valora-ción positiva o negativa sobre un objeto siem-

pre respaldado por la realidad o, si se prefiere,por un acontecimiento en relación con nosotros.La valoración suscitada por dicho suceso ennuestra sensibilidad origina un estado de áni-mo. El estado en que una persona se encuentra,tras realizar esta peculiar valoración, desarrollatambién síntomas orgánicos. Este influjo que laemotividad ejerce sobre el organismo parecesubrayar la unidad de la naturaleza humana.Ésta ante un objeto de conocimiento que no tie-ne características materiales, desencadena una

reacción orgánica que acompaña a lo que –conmayor o menor fortuna– suele conocerse comoun estado del sujeto.Cuando la persona se en-cuentra triste o nostálgica, todo su organismoacompaña la valoración sensible provocada porun objeto intencional.

En esta tesitura, en ocasiones suele aconte-cer que el sujeto no termina de atisbar las razo-nes que motivan el estado tendencial en que sehalla sumergido. Por lo general, los estados de

ánimo no son fácilmente determinables. Enellos, la persona no sabe si arropa un sentimientode nostalgia, de tristeza, o quizá un imprecisointermedio. La razón es que la valoración alu-dida no tiene caracteres netamente racionales.En la pista de los argumentos que proporcionaTomás de Aquino, se ha de reconocer que el

objeto intencional no es necesariamente racnal; sí que puede llegar a serlo –ante un exam

detenido de la conciencia–, pero la valoracique como tal hacemos de ese objeto no es prsamente otro objeto, sino sólo una valoraciSi, para valorar, nuestras facultades sumaranobjeto que se tiene presente otro que nos mtrara su relación con nosotros mismos, el proso apelaría por necesidad al infinito, por lo qnunca llegaríamos, en la práctica, a sentir. ahí la extendida convicción de que los senmientos son algosubjetivo que reviste formas ycaracteres diferentes en cada uno de los perc

tores. En este sentido, los receptores tomaruna función de sujetos ante la presencia incotrovertible del factor causante de la emocióEvidentemente, además, parece ser así. Peconviene matizar qué se entiende por subjetidad en este caso.

Tradicionalmente, la modernidad ha entedido el sujeto de conocimiento como el yo queconoce. El sujeto –según se ha solido entendese apostaría detrás de los objetos para alcanz

a ver en derredor de su perímetro. La subjetidad se identificaría con un mecanismdelimitadorde conceptos, de una virtualidadparalelamente cognoscente. El yo constituidocomo en Kant, el término regulativo de las idepero también el quién que se da por enterado dela aparición de los fenómenos. Por tanto, la s jetividad reuniría, al mismo tiempo, caracteque hacen posible la recepción de los objetosu mismo conocimiento. Ahora bien, ¿es eesquema directamente transportable a la teor

clásica de la percepción valorativa?Cuando Aristóteles aborda el estudio d

conocimiento de los animales, advierte quevida del animal se hace imposible sin la sención. Un animal sin sentido del tacto se hairreversiblemente condenado a la desaparicióEl animal es un viviente para el que el conomiento sensible se vuelve completamente nesario, hasta el punto de poner en entredicho

3 Tomás de Aquino.Summa Theologiae, I-II, q. 22., a. 2. En adelante,S. Th.

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sentido de su propia vida4. Pues bien, la situa-ción perceptiva del animal es similar a la del

hombre en una consideración afectiva. Como eslógico, en el hombre las valoraciones afectivasadquieren otra complejidad, pues, como el pro-pio Aristóteles señala, el saber da lugar a lasaspiraciones más altas que ningún animal hayaexperimentado. Pero, en lo estrictamente sensi-tivo, la comparación con el animal también sepuede establecer, puesto que también es sujetode pasiones que se relacionan con los fenóme-nos que percibe en su hábitat natural. El ani-mal, ajeno por completo a la naturaleza de una

pasión, es traído y llevado, por el instinto, a rea-lizar las acciones que mejor se encaminen a susupervivencia. Su dependencia de esta valora-ción es tal, que toda su dinámica tendencial sehalla gobernada por el instinto –por lo que ne-cesita completamente de la percepción. Si seprefiere, también el instinto se puede colegircomo el sistema ordenador de tendencias queregula formalmente el comportamiento del ani-mal. Las reacciones que son consecuencia dedeterminados estímulos, a la par que motivanun sentimiento de acogida o de rechazo, tam- bién quedan en función de las leyes formalesdel instinto. Una ley formal de tal tipo no es otracosa que la ordenación tendencial del animal,que hace imposibles –dada la inconsciencia deque adolece– reacciones imprevisibles,hipotéticamente destinadas a prestarle ciertasingularidad. Es evidente que ningún animalobra sobre la base de libertad alguna. En suma:el sistema regulador de las tendencias de la vidaanimal se puede denominar instinto. De modogeneral, las especies reaccionan de forma simi-lar a la sugestión de un determinado estímulo,mientras que, en el hombre, las reacciones sondivergentes, por estar, en ocasiones, mediadaspor un conocimiento sapiencial.

Con todo, en lo que toca a la recepción delconocimiento sin atención a la forma que ha

originado la valoración, animal y hompueden decir idénticos. La tristeza, si

canza al hombre de modo desigual –puta también la propia intimidad– en lo oy en lo perceptivo, impone una senvalorativa. Parece claro que las emocioconjuntamente sentidas y percibidas. Node decir que un sentimiento sea primercido y después sentido, como si la valque provoca un objeto se separase intenmente de él. El sesgo intencional de uindica la tendencia que su conocimientne para la realidad. De este modo, ante

to que provoca cierto temor, el cognossiente incapaz de separar la sensación dcimiento de su valoración. En este caso,to,objeto-de-conocimiento se identifca plenamte conobjeto-de-temor. Éstos no llegarán a ctituir dos objetos distintos, sino un soloque recogerá notas intencionales que nonen de la misma realidad. Somos nosoque le otorgamos ese distintivo peculiaforja en cada individuo. De ahí la creenpropia subjetividad de la valoración y lo

parables que resultan los diversos cafectivos en cada sujeto humano.

EL SUJETO CARTESIANO Y L

Ahora bien, si el objeto de conocique provoca la valoración es inseparable¿cómo decimos que la valoración es suSi por subjetiva cabe entender una vallibre, incondicionada o, en cierto sentidespontánea, habríamos de responsabilizar a latad del hecho de que unas cosas nos atrotras no, cuando, generalmente, solemocar nuestras preferencias apelando al temperamento. Por este motivo, no nomos decir libres de sentir lo que nos appues normalmente sentimos las cosas csentimos, del mismo modo en que ningúviduo ve mejor por el hecho dequerer ver me

4 Choza, J.Conciencia y afectividad. Aristóteles, Nietzsche y Freud.Pamplona: Eunsa, 1978, pág. 183.

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jor. En otro caso, tal vez se entienda la subjetivi-dad de la valoración afectiva al observarla dife-

rente en cada hombre. Sensatamente, cabría ale-gar que no hay propiamente una ciencia uni-versal de la valoración. Esta convicción parecevenir avalada por la experiencia ordinaria ypermite concluir que un mismo acontecimientoprovoca respuestas distintas en sujetos diferen-tes. Formulada así, la razón alegada parece di-fícil de contestar.

En el fondo, desde la perspectiva aquí to-mada, la unión peculiar del objeto de conoci-

miento y de la valoración sólo es separable gra-cias a la razón. La inteligencia se hace valer parasondear los diversos compases de la sensibili-dad y analizar el contenido del objeto intencio-nal-valorativo. Si realiza su examen con serie-dad, encontrará, probablemente, que la temeri-dad que nos infunde un objeto no se localiza enel exterior. Resultará fácil, entonces, siguiendoeste mismo razonamiento, deducir quizá que esatemeridad la aporta nuestra sensibilidad inte-rior. El temor dejaría su impronta sobre noso-

tros, al modo como lo hace el sello en la cera. Si,además, la percepción exterior es –por decirloasí– de tipo “general” –de modo que no tenga-mos preferencias entre las variadas percepcio-nes sensibles–, tendrá que haber un órgano in-terno queasocie emociones a esos objetosdiversísimos y señale, por ejemplo, cuáles acen-túan su interés para nosotros. Así, una emocióndeterminada sería una elección interna que seañade a las experiencias sensibles.

Sin embargo, no parece ser así. La emociónque suscita un objeto no es un añadido sobre él.El objeto y la emoción no son dos objetos que seensamblan en un único significado. El dualis-mo que procede de Descartes nos puede hacerdeslizar inadvertidamente hacia la tesis anterior.En una versión análoga, Kant contempló el co-nocimiento como la alianza de objetividad ysubjetividad, ordenadas a la producción de unobjeto universal, tal como de cierta manera ha-

bía visto mucho antes Hegel cuando obligó dialéctica a culminar en la identidad de sujet

objeto. El mismo esquema se encuentra envisión dualista de Descartes. Para él, las pasnes del alma son algo que se siente de moinfalible, evidente. Su misma naturaleza ahyenta los fantasmas del error. Las pasiones s penséesrecibidos por el alma a la manera de cuaquier otro objeto. Cuando un objeto es percido, se desata una dinámica fisiológica capazdar lugar a una pasión y cuyas causas nos sodel todo impenetrables5. De esta forma, unme-canismo anónimo asume la tarea de vincular la

sensación a una pasión cuya causa se desconce. El efecto, con todo, es claramente perce ble; es un objeto de carácter indudable, perolazos indeterminados con la sensibilidad. Comha señalado Kenny, la contingencia de la pashace del fenómeno un puro acontecimienmental. Esta precariedad epistemológica desensación consigue, a su vez, que la concienimborrable de sentir se aísle en una pura subtividad. De este modo, por más que la conexde la pasión con su causa se diga real y cont

gente, la percepción cartesiana de la pasiónqueda al borde del sicologismo.

Si se pretende eludir las dificultades quentraña el emotivismo psicologista, la tesis Descartes es –cuando menos– un paso en faAnte una percepción de la que sólo tiene nocia la conciencia, tan sólo se puede hablar ddimensión personal de la valoración, esto es,eso que puede gustarles a unos y disgustarleotros. Lo que podría llamarsedimensión inten-cional de la valoración, de índole cognoscitivse pierde completamente de vista. La valoracde un objeto en la conciencia cartesiana no mite a la sensibilidad ni encamina tampoco hcia el saber –como resulta en laórexisaristotélica–, sino que concentra el peso deactividad en hacerse significar ante la conci

5 Descartes, R.Les passions de l’âme,enOeuvres, t. XI, I, ed. de Adamy Tannery, París, 1974, pág. 25.

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cia. Desde luego, la conciencia cartesiana se ha dereconocerconsciente, pero el objeto que provoca la

valoración se queda sin referente real. Con lo cuallas buenas noticias que en la realidad amparanun sentimiento de esperanza se quedan llanamen-te en una conciencia esperanzadora. Nótese, portanto, que mantener un conocimiento afectivo,en el sistema de Descartes, es notablemente di-fícil. Para él, la emoción surge como consecuen-cia de un secreto mecanismo que provoca la in-tervención de la conciencia. Ésta, a su vez, se dapor enterada del sentimiento que viene a pade-cer y se puede tener desde ese momento como

afectada. Y sin embargo, no se registra conoci-miento alguno en el adobo de esa sensación, ysentir es sencillamentesentir,y sólo secundaria-mentesentir-qué.Si, haciendo una laborexegética, quisiéramos conjeturar el motivo dela valoración, la búsqueda se quedaría sin obje-tivo. Para Descartes, los objetos de la valoraciónno transmiten estados emocionales. Los estadosemocionales son ocurrencias que se concitanpara nuestro asombro en un sujeto y que,en todo caso, adolecen de una causa difícil de

esclarecer.La conciencia de Descartes adquiere un

papel crucial en su pensamiento. Desde su pers-pectiva, la realidad no se fundamenta por unosprincipios extrínsecos, ajenos al núcleo operati-vo del yo. Se define justamente el yo o, mejordicho, su conciencia, como la piedra de toqueque hace de principio basilar de la filosofía. Sila realidad llega a tener sentido a ojos de undeterminado sujeto, su actividad de conocimien-

to deberá agradecer la primera constitución delyo, o bien, elcogito ergo sumprimario que hacelas veces de yo. Sentados estos precedentes,parece que, en rigor, no hay intencionalidad queno remita sino a la mera conciencia. Los obje-tos, más que dirigirse hacia el exterior como lohacían en la filosofía clásica o en Brentano, seencaminan propiamente a la conciencia. Mien-tras que los clásicos cavilaron sobre elin-tenderecomo una flecha que apunta hacia el exterior,

para Descartes el sentido de esta direccne como objeto la conciencia. La con

aglutinará todos los conocimientos cocentro de gravedad interior y, por endvaloración afectiva. El conjunto de las nes se sienten atraídas por ella, porquenen un referente que viva fuera del sujepropias valoraciones tienen un significase asocia a un pensamiento central: elcogito.

En un planteamiento inmanentista, Dtes no precisa de la realidad exterior pmarcar unas condiciones de receptivida

tará con que la sensación sea cabalmentda por un yo y mantenida por él comociente. El yo que sufre o el yo esperanrán, en todo caso, la aceptación conscuna valoración. Por consiguiente, en Dla intencionalidad antes mencionada sepropiamente a la conciencia; es el yo qda por enterado, y no se precisa nada mobjeto cualquiera mirará más hacia el rde la conciencia que hacia la causa efela pasión. Y así, como los objeto

intencionales más en virtud de la conciede las causas que ejercen su influencia, que parece relevante essentir, y notener senmientos (o, yendo más allá, tenerbuenos sentimientos). El sentimiento de algo abstra yo siento en general–aplicando una exprekantiana– le procuran al objeto un cómgo de inequivocidad, aunque aquél comtrapartida obtenga su certeza al amparoocurrencia imprecisa del pensamiento, múnmente conocida comocogito.

EL CONOCIMIENTO INTENDE LA VALORACIÓN

Ante las dificultades examinadsicologismo no pasa de ser una soluciósional. La génesis de la afectividad humpresupone la posesión de un cuerpo, ha

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plicar la componente intencional de la pasión ylas reacciones que ésta produce en el organis-

mo. Para ello, sería pertinente algo más que unmecanismo oculto, dirigido a manifestar suirrupción al yo. Por ahora, la conciencia efecti-va de la sensación permite señalar que lo senti-do es, a un tiempo, conocido y que, conocidocomo tal, remite a un determinado suceso denuestra vida. Puesto que el mismo sentir es unconocimiento, el paso siguiente es postular lareceptividad valorativa de toda instanciacognoscitiva. Cuando el entendimiento recibeun objeto, centra su atención sobre él ylocono-

ce. Ahora bien, una cosa es la atención que elintelecto le presta al objeto y otra la relación delo sentido con la facultad de conocimiento res-pectiva. Mientras nuestro intelecto se aplica conavidez al examen de un icono artístico, el iconoconocido suscita una valoración paralela a eseanálisis intelectual, y labramos unavaloraciónestética (evito a conciencia el término “juicio”).La emoción positiva o negativa que el iconodeposite en nuestros receptores no apela tantoa la subjetividad o, si se prefiere, al yo. El icono

es valorado por la propia facultad, pero segúnuna aceptación o tal vez un rechazo –y no merefiero a un juicio analítico: pues si no, no seríauna emoción. Si se mira detenidamente, la va-loración sin más es negativa o positiva; el obje-to que nos induce un estado emocional poseepara nosotros la categoría de atractivo o repul-sivo, sin dejarnos una sensación intermedia.Otra cuestión es que el icono “no termine deconvencernos” y la valoración aflore un tantoimprecisa, tal como si no supiéramos qué decir.

En ese caso, el respecto de lo conocido a la fa-cultad no ha dado pie, en definitiva, a una valo-ración, con lo cual es probable que se levanteun estado de incertidumbre o una intranquili-dad que incite al sujeto a seguir mostrando unaactitud receptiva.

La emoción es una información sobre elestado en que se halla la facultad de conocimien-to en un sentido lato –también los sentidos ex-

ternos sienten, como la vista se duele ante uluz intensa. El objeto conocido por nosotros p

voca, con su formalidad propia, que la facultse sienta afectada o afligida, o se vea sacadasu comodidad. Donde se dice inteligencia ta bién se puede leer imaginación, pues ella lugar a cuantiosas valoraciones que se hallanrelación con los sentidos internos de conomiento o con lo que Tomás de Aquino llamaviscogitativa. Imaginamos y al mismo tiempo valoramos el objeto conocido, sin que de la valoción se extraiga un nuevo objeto cuyo contendebamos asociar a lo imaginado. La valorac

sucede generalmente al tiempo que se conocsea o no con la inteligencia–, y lo conocido escosa que lo sentido. Sería paradójico suponer conforman un solo objeto de conocimiento yúnico acto, pues caeríamos en una precipitaforma de conjurar la amenaza de sicologismSon conocimientos diferentes pero, nótese, una intencionalidad que remite al objeto de nocimiento y no a la mera conciencia.

La tesis de que los propios estados y exp

riencias mentales son percibidos por un nuesentido interno ha resultado criticada desde ámbito de la filosofía analítica. Como ha señdo certeramente Geach, nadie se halla en la cesidad de comprobar los efectos síquicos depropia emoción para saber que se encuentembargado por ella6. La emoción es, de suyo, unconocimiento, y no requiere la generación de unueva facultad que corra –por cierto– los riesde aclarar una paradoja infinita. Porque, de emodo, ¿quién conocería esa segunda facultaComo ha observado Anscombe, existe un cocimiento de los propios estados de ánimo, peese conocimiento no es observacional, sino qmás bien, sería similar al conocimiento que temos de la propia postura7.

6 Geach, P. T. Mental Acts.London: Routledge and Kegan Paul, 1957,págs. 107-110.

7 Anscombe, G. E. M.Intention.Oxford: Blackwell, 1958.

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El papel intencional de la emociones

Con todo, como se ha venido afirmando,no es lo mismo padecer una emoción o un esta-

do de ánimo que analizarlo.En losRemarks,Wittgenstein pregunta: “¿Cómopuedes mirar tu pesar?” Sin duda, pueden ensa-yarse diversas respuestas para tratar de determi-nar qué es observar cuidadosamente el propio pe-sar, pero, sin duda, ninguna de ellas estriba en es-tar pesaroso. Percibir el propio miedo o la propiatristeza está ligado con un tipo de observación desí mismo que no aparece en la inmediata vivenciaafectiva8.

La hipótesis de que la valoración tieneotraintencionalidad se perfila con mayor significa-do. El sentimiento de pesar es un sentimiento y,al mismo tiempo, es intencional en la medidaen que soy informado por la causa de mi pesar.En este sentido, la aflicción que padece una per-sona se debe siempre a un motivo. Estar tristeno es una vicisitud comparable a un dolor demuelas, sino que siempre estoy pesaroso poralguna razón justificable. Con lo cual, la emo-ción se da siempre en el contexto de un ciertosignificado.

Más que a una suerte de yo siento en gene-ral, desligado de toda naturaleza, la intenciona-lidad específica de la emoción se refiere al porqué de ese tipo de afecto y no más bien otro.Como señala Tomás de Aquino, las pasiones sedefinen por su objeto9, y no, como se supondríadesde un cierto sicologismo, por el acto mentalde sentir. El acto mental de sentir, desligado delobjeto que para Tomás de Aquino libera unaemoción, carece de todo sentido. La tristeza o laesperanza tienen su intencionalidad en el obje-to que ha provocado esa valoración o en la seriede noticias que inclinan la balanza hacia el pe-sar o la dicha. En opinión de Ricoeur, los

correlatos intencionales de los sentimiese pueden separar de los momentos rep

tativos, ésos en los que se hace patente que se halla en un estado anímico con10.Bien es verdad que, en algunos casos, cunstancias que nos infunden “malos gios”, o de las que no sabemos exactamqué razón nos disgustan. En ese caso, prmente, la inteligencia no haya sabido pqué hay en el acontecimiento que nosatractivo a la vez que se hace presente econ lo que queda indirectamente probadvaloración aflora siempre con independe

la calidad del análisis que haga la intelDe ese modo, la acción del intelecto noriamente es tan evidente como la emocique eso no significa que el hecho de tenetimiento determinado no sea ya una not bre el estado en que se halla una faculta

De la misma forma, tampoco se dedlo anterior que la emoción sea sólo un miento, ya que, de esta forma, quedaríaplicar la razón por la que los sentim

inhieren en el sujeto. La emoción es unmiento manifestado a través de un estadrespecto intencional no es inmediatamedente en sentido lógico. Se aludió anterte al hecho de que las pasiones afectan aentero, y lo ciñen de tal forma que espersona la que se imbuye en un estado cde dolor. No ocurre así, por ejemplo, enraleza del conocimiento científico. Cuatramos nuestra atención en la resolucióproblema científico, el yo no se identilas soluciones que se nos puedan pasarcabeza. Prueba de ello es que podemos la solución más oportuna; nos centramoobjeto y hacemos prescindibles a los dela emoción, sin embargo, nuestro yo nogitimado para sacudirse de inmediato udo de ánimo. De ahí el nombre de pasiones, que8 Arregui, J. V. “Descartes y Wittgenstein sobre las emociones”. Anua-

rio Filosófico XXIV/2, 1991, pág. 303; Wittgenstein, L.Remarks onthe philosophy of psychology.Oxford: Blackwell, 1980, vol. I § 446.

9 S. Th.I-II, q. 23, a. 1. 10 Ricoeur, P.o. c.,pág. 138-149.

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las emociones recibieron tempranamente, puesel sujeto que las ostenta se dispone sin remedio

a padecerlas. La identificación, por tanto, de lapropia personalidad con losentido por el afectoes tal, que encontramos más atractiva la vidasentimental que la vida intelectual –por más quela dicotomía no deje de ser impropia. La fami-lia, el hogar y los amigos son el fin por el que setrabaja, y no el trabajo el fin de las relacionesextraprofesionales. Tener amigos, como sostu-vo Aristóteles, es algo mucho más que necesa-rio: es hermoso. La implicación que entre loshumanos ejerce es tal, que, en opinión del

Estagirita, les preocupa más a los políticos quela propia realización de la justicia11.

EL AMOR COMO INTENCIÓN CRECIENTE

Si la forma más alta de vida, que paraAristóteles es el uso de la inteligencia, coincidecon algo que se vea encaminado por la afectivi-dad –como es el amor–, las versiones más altasde conocimiento tendrán una afectividad parti-cular que haga posible undeseo de sabero de as-pirar incesantemente a lo más alto. Los deseosmás altos que pueda anhelar el hombre se cita-rán en el lugar más destacado de la inteligenciay del afecto. Esto precisa la separación de lo afec-tivo de ámbitos estrictamente sensitivos o cor-porales. El afecto sensible, que obedece más alas leyes de la pasividad que un amor de sesgocontemplativo, ha de vincularse a la informa-ción que reciben las facultades sensibles. EnAristóteles, la afectividad, lejos de quedar rele-gada a la condición corporal, se abre a una di-mensión más íntima, más estrecha: aquella quemerodea en la génesis de la inteligencia y delamor. Sin los afectos de la inteligencia, el amortal vez sería inconcebible, pues éste se desatamás por una valoración que por un exhaustivoanálisis racional. Para amar, se precisa que la

inteligencia encuentre un atractivo de tipo inlectual; de lo contrario, el amor, como suce

tantas veces, queda postrado en un nivel incociente o más asimilable a la vida animal.

Dado que la afectividad afecta al núcleo la persona, la inteligencia puedesentirun obje-to atractivo y transmitir esa aceptación al rede la unidad personal, de modo que el cuerptambién se haga partícipe de ese hallazgo. Etrictamente, el cuerpo no detecta el atractivo qnuestro interés puede hallar en objetos purmente intelectuales. Lo que de suyo e

netamente intelectual no se puede plasmar una satisfacción de tipo sensitivo, como tamco una ciencia se encierra en la publicaciónuna serie de libros. El amor a la ciencia, oórexis,el deseo más alto para Aristóteles, no tine una factura perceptual o sensitiva, ni un gomeramente placentero. La naturaleza de su o jeto habrá de trascender la experiencia sensi

El amor es la clave de interpretación dtoda la afectividad, siguiendo a San Agustín12 y

a Tomás de Aquino. La acción de la pasióndesata cuando el intelecto encuentra un bien qtiene carácter de apetecible. Lo apetecido, qpuede ser acompañado de una emoción, no todavía una pasión, sino un objeto del entenmiento práctico. La emoción es el respecto ese objeto deposita en nuestra facultad. Si lo atecido reúne realmente el carácter de bien, la csecución de lo bueno produce en nosotros uenriquecimiento que insta a la voluntad a ponlos medios para su posesión. La posesión del bhace que la propia persona se beneficie y atviese el umbral de sus posibilidades.

Los bienes más altos, sin embargo, se acanzan por el amor. El amor, que no puede stenido como una tendencia más, adquiere ucarácter intencional máximo. Precisamente el amor, la intención de otro se vuelve más

11 Aristóteles.Ética a Nicómaco,libro VIII, 1155 a. 12 San Agustín.De civitate Dei,L. XIV, c. 6.

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El papel intencional de la emociones

tensa que la que producen los deseos queAristóteles llamairracionales,por venir de ins-

tancias que rebasan el perímetro de la inteligen-cia. Ante lo amado, la intención, que asocia lossentimientos propios a un conocimiento deter-minado, estrecha la distancia de un modo ma-yor que la mera atracción perceptiva. De hecho,es evidente que los que se aman se sienten másunidos que los que simplemente se conocen. Lasicología del amor lleva al amante a identificar-se totalmente con su amado. La veneración queel amor hace profesar al otro explica la dona-ción que pone en marcha toda la dinámica per-

sonal. El amor que se tiene al otro intensificavigorosamente la relación que se establece en-tre dos personas. Por eso, así como al que buscaun placer no le interesa tanto el lugar de dondeprovenga, para quien busca el amor el otro estenido como irremplazable, y su pérdida cons-tituiría el mayor de los fracasos.

Para Tomás de Aquino, de lo espiritual a lomaterial existe unainclinatio que hace que lanaturaleza tienda al otro por lo que se conoce

como unamor natural13. Evidentemente, Tomásde Aquino no pretende reducir el apetito a una

esencia amorosa, sino que busca señalar el des-tino espiritual del hombre como ser tendencial.Las tendencias que se concentran en la índoledel hombre no son otra cosa que la búsquedaanhelante de lo superior, de aquello tan suge-rente que excede los límites de la subjetividad.La afectividad recorre toda la dimensión perso-nal, desde lo corporal o lo sensible hasta lo es-piritual; pero el amor no es reductible a unamera afectividad. El amor requiere la rectifica-ción de toda la persona hacia lo amado. Expues-to coloquialmente, parece que la vida “tomarumbos desconocidos”, y se hace presente algoque no es solamente un sentimiento, sino unaaprobación completa de la persona y unencaminamiento vital. He aquí la razón por la

que el amor no es igual a la tendencia: mientras el sentir la atracción de otro

involuntario, el amor a otra persona es libre y es posible no amar sintiendo unatracción del otro. Conviene distinguir y el afecto como el principio y el fin delibre, que tiene por objeto el alcance de nosotros no nos podemos dar.

Entendiendo que el amor es una intde otro, y teniendo presente que no es rable con el sentimiento, se entiende qvoque plenamente al uso de la intelige

el amor platónico: la contemplaciónideas). El amor hacia el otro se puede dadora. Pero esta adoración no es una atciega –como lo es, por ejemplo, la sedsión no bien determinada, si se resuemúltiples formas–, pues está firmementminada a amar a unquién concreto y no aquién en general. La materialización de esnos dice que la intención de otro no es lente ni intercambiable con la que tiedemás, sino que es un acto de absolut

dad en el universo. No hay un género dtales que se puedan interpretar como amel amor de una persona en nada se asede otra. De la misma forma, un acto de es exclusivamentemío,y si no, no lo es. Lotos de libertad de otro no son del mismoque los míos, aunque sus necesidades ficas sí que lo sean, pues todos vivimos bmisma naturaleza pero no bajo una mis personalidad.

En conclusión, el examen dintencionalidad afectiva parece mostraconocimiento, en un sentido más ampliuso de la inteligencia, se hace presentenclaves de la personalidad, y que la ción –en un sentido más amplio que emiento– posee notas intelectivas que a vista parecen no darse a conocer. Todo pele quizá a la filosofía a ampliar el círclo que solemos entender por amor o in

13 Tomás de Aquino.Summa contra Gentiles,lib. IV, cap. 19, n. 3;S.Th. I-II, q. 28, a. 6, sc. 1.

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cia, y a intentar alcanzar la personalidad desdeperspectivas más abarcantes e incisivas. Se re-

quiere que acierten con el ser de la persona, yno tanto con las manifestaciones que se derivan

de su especie. A través de un prisma clásico, bría que definir la persona por su acto de se

descender desde ahí hacia su esencia. Sólo en perspectiva podremos adentrarnos en el amor.