El quinto evangelio philipp vandenberg

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Un anticuario muniqués muere enun misterioso accidente deautomóvil, y su viuda, la intrépidaAnne von Seydlitz, se encuentra enposesión de unas fotografías en laque aparece un pergamino con unaantigua inscripción copta. Anneintenta averiguar algo más sobre elcontenido del texto y susinvestigaciones le facilitan una solapista: el nombre de «Barabbas».Ayudada por un viejo amigo que secruza inesperadamente en sucamino, Anne comienza un largo ypeligroso recorrido que finaliza en

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Roma, a la sombra de la catedraldel San Pedro, donde acaban todoslos caminos. Y donde se alberga unúnico temor: «Barabbas».

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Philipp Vandenberg

El quintoevangelio

ePUB v1.014.6.13

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Título original: Das funfte EvangeliumPhilipp Vandenberg, 1993.Traducción: Pere Bonnin

ePub base v2.1

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Ante todo guardaos delfermento de los fariseos, que es lahipocresía. Nada hay oculto que nodeba descubrirse, y nada escondidoque no llegue a saberse. Por esto,todo lo que decís en las tinieblasserá oído en la luz; y lo que habláisal oído en vuestros aposentos serápregonado desde los terrados.

Lucas 12,1-3

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PrólogoEn ninguna ciudad que yo conozca

hay cementerios tan interesantes comoen París. Son totalmente diferentes, casialegres, y no tienen en sí nada mórbido omisterioso, al contrario de lo que ocurrecon los cementerios alemanes. Parececomo si los franceses cuidasen mejor asus muertos, y todo escolar sabe que,por ejemplo, Edgar Degas está enterradoen Montmartre, en cambio Maupassant yBaudelaire, en Montparnasse.

Desde el bulevar de Ménilmontantse accede al cementerio de Père-Lachaise. Así se llama el cementerio

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más grande y más bello de París. Unnombre extraño, que se remonta al pèreLachaise, el confesor de Luis XIV. Juntoa Edith Piaf, Jim Morrison y SimoneSignoret, uno encuentra aquí las tumbasde Moliere, Balzac, Chopin, Bizet yOscar Wilde. Dónde, lo dice unguardián que por unos francos inclusoproporciona un plano.

En días soleados, sobre todo enprimavera y otoño, muchas personas vanen peregrinación a visitar las sepulturasde sus ídolos, y allí se encuentran losque se llevan la impresión fugaz dehaber estado por lo menos una vez y losque vienen aquí regularmente, algunos

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incluso a diario, casi siempre a lamisma hora y siguiendo un mismo rito:un breve recuerdo.

Esta observación supone que unohaya visitado durante varios días a lamisma hora el cementerio de Père-Lachaise, cosa que yo hice al principiosin ninguna idea preconcebida, encualquier caso no con la expectativa detoparme con una de las historias másexcitantes con que nunca me hayaencontrado.

Ya al segundo día me fijé en unseñor entrado en años, bien parecido,que estaba frente a una tumba con lasimple inscripción «Anne 1920-1971»;

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es decir, viéndolo retrospectivamente,lo que me llamó la atención fue aquellaflor naranja y azul que llevaba en lamano y, como por mi experiencia sé quedetrás de una flor rara se esconde unahistoria extraordinaria, cedí al impulsode hablar al desconocido.

Con sorpresa constaté habermeencontrado con un alemán que vivía enParís; por lo demás se mostró esquivo,casi huraño, respecto al significado deaquella flor exótica (se trataba de unaflor del ave del paraíso, tambiénllamada ravenala). Al día siguiente, alrepetirse nuestro encuentro, la situaciónse invirtió, puesto que ahora era el otro

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quien hacía lo posible por saber de mí, ytardó tiempo en creer que sólo me habíaimpulsado mi curiosidad de escritor ahacerle esta pregunta y que no habíaoscuros maquinadores que me hubiesenenviado a él.

Sólo la actitud escéptica del hombrefrente a mi inocente pregunta mereafirmó la sospecha de que detrás de lapequeña ceremonia diaria en elcementerio de Père-Lachaise podíaocultarse algo mucho más importanteque un simple gesto emotivo. Aunque yohacía mucho tiempo que me habíapresentado, todavía desconocía sunombre, pero no vi inconveniente en

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invitarle a comer a mi hotel, caso de quesu tiempo se lo permitiera.

Debo reconocer que entonces nocreía que el otro mantendría su palabra;más bien suponía que había aceptadopara librarse de mi testarudez. Measombré, pues, cuando, como habíamosconvenido, el hombre apareció en elrestaurante del Grand Hotel en eldistrito 9, donde yo vivía, y colocósobre la mesa una revista antiquísima,que en seguida picó mi curiosidad.

Como si hubiese tenido intención detorturarme de este modo, cosa que enuna persona curiosa como yo provoca unestado casi enfermizo, conversaba

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plácidamente sobre las bellezas de París(a mi entender era puro sadismo) y, cadavez que yo intentaba encauzar laconversación hacia el tema propiamentedicho, sacaba alguna cosa digna devisitarse. Más tarde comprendí que elhombre luchaba consigo mismo porsaber si podía confiarme su historia ono.

Había perdido ya toda esperanza,cuando de repente cogió la revista, laabrió por el medio y la puso así sobre lamesa diciendo:

—Ése soy yo. O mejor, lo fui. Otodavía mejor: debiera haberlo sido. —Escudriñaba mi reacción.

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Los segundos en los que meconcentré en la información de la revistadepararon un ostensible placer aldesconocido; sentía sobre mí su miraday tenía la sensación de que estabasiguiendo cada uno de mis movimientos,como si esperase una exclamación desorpresa. Pero nada de esto sucedió. Elartículo informaba sobre un reportero dela revista que perdió la vida en la guerrade Argelia y mostraba fotos de su vida,así como el retrato de un cadávertotalmente maltrecho. Quedé bastantedesconcertado.

—No lo entenderá —comentó al fin—, a mí me ha costado mucho tiempo

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comprenderlo. Y sin duda es la historiamás absurda que usted jamás hayaescuchado.

Le respondí que ya había topado conhistorias increíbles. Lo normal es rarasveces tema para un escritor. Referí a miinvitado el caso de aquel monje en sillade ruedas, que hace años me contó lahistoria de su vida y con palabrasapremiantes me explicó por qué se habíaarrojado de una ventana del Vaticanocon intención suicida. Describí su vidaen mi libro Conspiración sixtina, pero,antes de salir el libro a la luz, elinválido desapareció del convento, y suabad aseguraba constantemente que

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nunca hubo en aquel lugar un monje ensilla de ruedas; a lo que yo respondíaque habíamos estado sentados allí frentea frente durante varios días.

Hubiera sido mejor no haberlecontado esto, pues de pronto el hombretuvo prisa. Manifestó que antes dedecidirse a revelar su historia debíameditarlo de nuevo y mejor que nosviéramos al día siguiente en el café LaFlore, en el bulevar Saint-Germain, quepor lo demás es frecuentado por muchosescritores.

Resumiendo: hube de tomarme yosolo un café en La Flore, y deboconfesar que no me sorprendió.

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Evidentemente el desconocido perdió suaudacia ante la perspectiva de que susino pudiera servir de argumento para unlibro. Pero esto reafirmó mi idea de queaquello que tanto preocupaba al hombreexcedía en mucho el destino de unapersona particular.

Todos los grandes misterios de lahumanidad tienen un origeninsignificante. Yo presentía un talmisterio tras la ventura de aquel extraño.En aquel momento no podía sospecharque fuese tan grave ni tampoco queaquel hombre con la flor de papagayosólo jugaría un papel secundario en estedrama. El papel principal,

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adelantémoslo, lo jugó aquella dama delcementerio, de la cual yo sólo conocíael nombre: Anne.

Sin embargo, ya tenía un rastro: elartículo de la revista. Una pistaconducía a Munich, una segunda a París,luego se volcaron los acontecimientosen mis investigaciones. Roma, Grecia ySan Diego fueron otras estaciones, ypoco a poco, progresivamente, veía másclaro por qué el desconocido recelabaen confiarme su historia.

Aún visité algunas veces elcementerio, pero nunca más me encontrécon aquel hombre extraño.

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Capítulo primero

ORFEO Y EURIDICEcausando la muerte

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A su alrededor era todo blanco y,como si le dolieran las paredes blancas,el suelo blanco, las puertas blancasrelucientes y los deslumbrantes tubos deneón, Anne hundió su rostro en lasmanos. No comprendía nada. Sólo habíaescuchado la palabra «coma» y que élestaba muy mal. Una figura asexuada enbata blanca la arrinconó en la sillaexplicándole con delicadeza, como unaazafata aérea que infunde confianza en elreglamento para el caso de urgencia, quelos médicos harían lo humanamente

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posible, que aquello podría durar muchoy que hiciera el favor de rellenar elformulario y firmarlo.

La hoja estaba en el suelo junto aella. De vez en cuando se abría una delas puertas relucientes. Suelas de gomarechinaban sobre el largo pasillo ydesaparecían por otra puerta. De algúnlugar llegó el ritmo de una máquinaapisonadora, olía a fenol y el calor eracasi insoportable.

Anne alzó la vista, aspiróprofundamente el aire, abrió su abrigode entretiempo, se reclinó hacia atrás enla silla con los ojos cerrados y cruzó losbrazos. Los labios le temblaban y sentía

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un dolor que no podía localizar. Intuíaque su vida se partía en dos y le vino ala mente una idea de su infancia, cuandoa veces deseaba que una palabra mágicapudiera borrar una vivencia y todo fueracomo antes.

Nunca había pensado qué ocurriríasi a uno de los dos le sucediera algo.Amaba a Guido, y el amor no preguntapor el final. Pero ahora reconocía lonecio de esta actitud. No estabapreparada para una llamada telefónicaasí: «Lo sentimos mucho, pero hemos dedarle una mala noticia. Su marido hatenido un accidente grave. Hágase a laidea de lo peor».

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Como en un sueño, Anne fue a laclínica a toda velocidad. No sabía porqué camino había llegado ni dóndeaparcó el coche. Incapaz de pensar conclaridad, había preguntado a dos o tresbatas blancas «¿cuidados intensivos?» yaterrizado finalmente en aquel pasillo deluz penetrante, donde el tiempo parecíano tener fin.

Se asustó al sorprenderse con laidea de renovar la casa y vender latienda de antigüedades, de hacerprimero un viaje largo para distanciarse.A Guido nunca le pudo convencer parahacer un viaje alrededor del mundo.Odiaba los aviones.

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¡Dios mío! Anne saltó de la silla, seavergonzaba de estos pensamientos e ibainquieta de un lado para otro con lasmanos hundidas en los bolsillos de suabrigo. La negligente actividad de losportadores de bata blanca, que pasabanpor su lado sin apenas dirigirle unamirada, causaba el efecto de unaprovocación y faltó poco para que Annese abalanzara sobre una de lasenfermeras para gritarle que se tratabade la vida de su marido, que si no locomprendía.

No llegó a ocurrir porque en esemomento salió de una puerta un hombreflaco con los cristales de los monóculos

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sucios. Mientras se dirigía a Anne,desataba las cintas de un tapabocasverde colgado del cuello y luego selimpió la frente con el brazo.

—¿Señora von Seydlitz? —preguntócon voz apagada.

Anne sintió cómo sus pupilas sedilataban, cómo la sangre golpeaba ensu cabeza. Retumbaba en sus oídos. Elrostro del doctor no revelaba ningunaemoción.

—Sí —Anne exhaló un sonidoapenas perceptible. Su garganta estabaseca y ronca.

El médico se presentó. Peromientras decía su nombre cambió el tono

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de voz y cayó en la salmodia de unsepulturero. Al fin y al cabo, lo queseguía lo había dicho muchas veces:

—Lo siento mucho. Toda la ayudallegó tarde para su marido. Puede que enesta situación sea un consuelo para ustedsi le digo que tal vez es mejor así. Sumarido nunca habría recobrado elconocimiento. Las heridas del cráneoeran demasiado graves.

A pesar de que Anne aún percibióque el doctor le daba la mano, en suairado desamparo dio media vuelta y semarchó. Muerto. Por primera vezcomprendió la rotundidad de estapalabra.

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En el ascensor, como en todos losascensores de las clínicas, olió acomida. Asqueada, salió huyendoapenas se abrieron las puertas.

Marchó a casa en taxi. No estaba encondiciones de ponerse al volante. Dioal conductor un billete sin decir palabra,luego se ocultó en su casa. De prontotodo le pareció extraño, frío y repulsivo.Se quitó los zapatos, subióprecipitadamente la escalera, entró en suhabitación y se dejó caer sobre la cama.Luego, por fin, estalló en llanto.

Esto sucedió el 15 de septiembre de1961. Tres días después, Guido vonSeydlitz fue enterrado en el cementerio

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del bosque. Al día siguiente comenzaron—por lo pronto digámoslo así— lossucesos extraños.

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Para que Anne von Seydlitz noofrezca desde el principio una imagenerrónea, lo que perjudicaría el contenidoreal de la historia, se deben desgranaralgunas palabras sobre esta mujer. AnneSeydlitz no usó nunca el «von», querevelaba la condición aristocrática de sumarido. A su marido, como tratante dearte, podía serle útil el título nobiliario,pero Anne más bien se burlaba de esa«nobleza de fábrica» otorgada en elsiglo XIX. En aquella época, fabricantesdignos de mérito eran elevados de un

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día a otro al estamento de la nobleza.Este dudoso procedimiento generóestirpes tan curiosas como la de los VonMüller o la de los Von Meyer.

Anne tenía suficiente conciencia desí misma para andar por la vida comoseñora Seydlitz, pues la educación y unabelleza áspera se unían en ella de unmodo tan fascinante, que en cualquierlugar donde se presentara se convertíaen el centro de la reunión. Como todoslos que no sólo no sufren por suinteligencia, sino que además sabensacarle provecho, Anne poseía chispa ysus picardías eran a menudo lacomidilla del día. Le gustaba coquetear

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con su edad de cuarenta años reciéncumplidos diciendo que se hallaba sóloen la quinta década. Naturalmente lamuerte de su marido le afectó mucho. Yprecisamente cuando empezaba aasimilar el sufrimiento, que le habíallegado de modo tan inesperado, lallamaron por teléfono de la clínicapidiéndole que recogiese las últimaspertenencias de su esposo.

Aunque no le fue fácil, Annecumplió el requerimiento el mismo día.Una enfermera le entregó contra reciboun saco de plástico cerradoherméticamente, que junto con la ropa deGuido contenía el reloj y la cartera. Allí

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se enteró, más bien de pasada, queGuido en el momento del accidente noestaba solo en el automóvil.

—La acompañante únicamente sufrióheridas leves, hoy se le dio de alta.

—¿La acompañante?Anne von Seydlitz arrugó la frente,

un síntoma claro de su agitación interior.La enfermera mostró su sorpresa de

que la señora von Seydlitz nada supierade la acompañante, incluso desconfió yfue a pedir consejo al médico jefe antesde revelar el nombre. Anne reconoció enél al doctor que le había dado la funestanoticia y consideró oportuno disculparsepor su actitud desconsiderada.

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El doctor manifestó que sucomportamiento, debido a lascircunstancias, no estaba fuera de locomún, hasta lo calificó de bastantenormal. Con todo Anne consiguió, trasun duro tira y afloja, averiguar elnombre y la dirección de laacompañante de su marido.

No conocía a la mujer. En principiosólo trataba de saber algo más sobre lascircunstancias del accidente.

Con este fin se puso en contacto conla policía. Allí se enteró de que elautomóvil ocupado por dos personas, unhombre y una mujer, se salió de lacalzada en el kilómetro 7,5 de la

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autopista Munich-Berlín y, después dedar varias vueltas de campana, cayósobre un talud, quedando con las ruedashacia arriba. La mujer sobrevivió alaccidente, sin duda porque fue arrojadadel vehículo. Para aclarar las causas delaccidente, se examinaría la carroceríadel automóvil siniestrado.

Si podía ver el coche.Naturalmente, si deseaba pasar por

este mal trago.El garaje, situado al norte de la

ciudad, ofrecía espacio para dosdocenas de coches accidentados, y porlo menos otros tantos estabanabandonados al aire libre. Eran

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automóviles abollados, desgajados,quemados, que estaban unidos al destinode alguna persona.

Por más que se había propuestomantenerse fría y serena, empezó atemblarle todo el cuerpo al ver lachatarra, y tardó un buen rato hasta quese atrevió a aproximarse. El tablero demandos estaba doblado por el medio. Enla parte izquierda se veían restos desangre. Los parabrisas delantero ytrasero se hallaban, partidos en añicos,encima de los asientos abollados. Elcapó quedó reducido a la mitad de sulongitud normal. El maletero estabaabierto y las abolladuras impedían

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cerrarlo. Apestaba a gasolina, a aceite ya plástico quemado.

Casi devotamente rodeaba Anne elvehículo siniestrado, cuando su miradase posó en un maletín de documentosque estaba en el maletero. El funcionariode policía que la acompañaba asintió yconsideró que podía llevárselo. Sacó elmaletín de cuero y lo acercó a Anne.

—¡Pero éste no es el maletín de mimarido! —gritó Anne dando un pasoatrás. Hizo un movimiento como si elhombre le colocase una asquerosaalimaña ante las narices.

—Entonces será de la acompañante—estimó apacible el policía. No llegaba

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a comprender la excitación de la mujer.—¿Pero dónde está el maletín de

documentos de mi esposo? ¡Llevabaconsigo un maletín de color marrón consu monograma G.v.S. grabado encima!

El funcionario se encogió dehombros.

—¿Está usted segura?—Totalmente segura —respondió

Anne y tras reflexionar un momento dijo—: ¡Démelo!

Puso el maletín sobre el techo delcoche siniestrado, accionó toscamentelas cerraduras y abrió la tapa. Elcontenido —ropa interior (dicho sea depaso no muy fina), cosméticos y

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cigarrillos— pertenecía sin duda a lamujer.

—¿Puedo llevármelo? —preguntóAnne.

—Naturalmente.Cerró el maletín y se marchó.

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La indecible tristeza, el dolor y elvacío que dejaron en ella la muerte deGuido parecían haber sido barridos derepente, incluso vivía unos cambios dehumor insólitos: el dolor, que por logeneral desaparece al cabo de los años,se transformaba en Anne de una hora aotra en amargura, hasta llegó a sentirodio por su marido, al que habíaenterrado un día antes. Diez años dematrimonio, de supuesta felicidad, sederrumbaron súbitamente, como unedificio ruinoso bajo la pala de la

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excavadora. Sentía como si hubieseperdido a su esposo dos veces, unavarios días antes… y luego ahora.

Camino de casa, que Anne recorrióen taxi, se le despertaron recuerdos,pensamientos, vivencias, que ahora depronto adquirían un significado. Sumano izquierda se agarraba al asa delmaletín como reuniendo fuerzas para unataque terrible. Con la otra manorebuscaba en su abrigo el papelito quele dio el médico en la clínica: HannaLuise Donat, Hohenzollern-Ring 17.

Anne se mordió el labio inferior. Lohacía siempre que estaba furiosa. Luegocolocó el papelito delante de la cara del

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taxista.—Lléveme al Hohenzollern-Ring 17.La casa al este de la ciudad no era

una dirección elegante, pero, por lo quese podía ver en el crepúsculo, tenía unaspecto cuidado, formal. En la puerta dehierro pintada de gris que cerraba losmuros del jardín, había una placa ovalde latón, sin nombre. Anne no titubeó niun momento. Apretó el botón del timbre.En el interior de la casa, situada algomás atrás, se encendió la luz y pocodespués apareció en la puerta un hombrebajo y algo corpulento.

—¿Vive aquí Hanna Luise Donat?—gritó Anne al hombre.

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Él, sin responder, fue a su encuentrocon una llave, abrió la puerta de hierrogris del jardín, le extendió la mano, encuyo dedo índice faltaba la primerafalange, y dijo mientras se inclinaba contorpe cortesía:

—Donat. Usted quiere ver a mimujer. ¡Pase, por favor!

La solicitud con que el hombre, sinpreguntar lo que quería, dejó pasar aAnne la maravilló, pero en su ira lopasó por alto, en aquel momento sólotenía un objetivo: quería ver a esamujer.

Donat condujo a Anne a unahabitación pobremente amueblada, con

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dos viejos armarios y un cuadrorecargado de principios de siglo:

—¡Por favor, aguarde un momento!Desapareció por una de las puertas

altas, pintadas de color claro. Al cabode un rato volvió, mantuvo la puertaabierta y rogó a Anne que entrase.

Naturalmente Anne tenía una idea dela mujer que la esperaba en lahabitación. Imaginaba una mondonga,con el pelo peinado hacia arriba y loslabios pintados de un color vivo, rollizaen las partes típicas, exactamente asícomo se imagina uno a la que se lía conun hombre casado, y con esa idea crecíasu rabia.

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Se había figurado con minuciosidadel encuentro. Sobre todo se había juradopermanecer tranquila, fría y cínica, puessólo así podía herir a la extraña. Queríadecirle que era Anne von Seydlitz, laesposa, y que siempre había queridoconocer a la mujerzuela con la queGuido efectuaba sus presuntos viajes denegocios. La quería invitar a recoger laindumentaria manchada de sangre de sumarido, como recuerdo, por así decirlo.Pero ocurrió de modo totalmentedistinto.

En el centro de la estancia, adornadacon plantas verdes, estaba sentada unamujer, más o menos de la misma edad

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que ella. Rígida como una estatua, laspiernas cubiertas con una manta, estabasentada en una silla de ruedas. Todoslos movimientos, que el cuerpo delcuello hacia abajo le negaba, sereflejaban en su hermoso rostro.

—Soy Hanna Luise Donat —dijoamablemente la mujer en su silla deruedas y con una leve inclinación de lacabeza indicó a la visitante que seacercase.

Anne se quedó petrificada. Ella, tanlocuaz que nunca se quedaba sin dar unarespuesta, carecía de palabras en estemomento imprevisto. Así sucedió que lainválida, por lo visto acostumbrada a

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situaciones como ésta, con vozexpresamente tranquila dijo:

—¡Por favor, siéntese! —Y tras unmomento en el que nada ocurría, añadiócon más apremio—: ¿No quiere decirmequé cosa la condujo a mí, señora…?

—Seydlitz —completó Anne.No conseguía reprimir su

nerviosismo, revolvió en su bolso, sacóel papelito y leyó, cosa que en talsituación resultaba ridícula:

—Hanna Luise Donat, Hohenzollern-Ring 17.

—Correcto —comentó la mujer enla silla de ruedas, y el hombre se colocódetrás y empujó a la inválida más cerca

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de la visitante.Anne balbuceó unas palabras de

disculpa: sin duda la habían inducido aerror, pero en la clínica le dieron estenombre y esta dirección. Una mujerllamada así había estado en el automóvilaccidentado de su marido y, después depermanecer tres días en la clínica, habíasido dada de alta.

—Este malentendido —apostilló elhombre— lo puede aclarar fácilmente suesposo.

—Está muerto —dijo Annefríamente.

—Perdone, lo siento, no podíasaberlo.

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Anne asintió. De cualquier modo queconsiderase el caso, esta mujer no podíaser ni la acompañante en el automóvil,ni la paciente en la clínica. Peromientras ella encontraba la situaciónmisteriosa, por no decir inquietante, losotros dos se mostraron extremamenteinteresados por lo ocurrido en losúltimos días. Antes de que pudiera serinvolucrada en una larga conversaciónaclaratoria, puso el maletín en la manodel hombre y se despidió más rápido delo que habrían aconsejado las buenasmaneras.

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Aquella noche Anne no pudoconciliar el sueño. Andaba por la grancasa como un fantasma buscando sinéxito su alma. Enfundada en una largabata blanca, se sentó en la escalera queconducía a su dormitorio e intentóencontrar una explicación a todo ello. Aveces creía estar soñando; luegoescuchaba los lejanos ruidos de lanoche. Esperaba que en cualquiermomento rodase una llave en lacerradura y Guido entrase en la casa,como siempre lo había hecho, pero nada

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ocurrió y al punto su delirio alcanzó elpeligroso grado en que no se puededistinguir entre la fantasía y la realidad.

Anne se asustó al sorprenderse a símisma frente a la puerta del dormitoriode Guido, golpeando con la mano elmarco y gritando a su marido que era unputero y pensando otros insultossimilares, como si él se hubieseencerrado en la habitación.

Lo ocurrido en los últimos días erademasiado para ella. Llorando como unniño, cayó de rodillas ante la puerta ydio rienda suelta a su ira. Pues laslágrimas de Anne no eran lágrimas dedolor por haber perdido a su esposo,

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sino que lloraba de rabia, rabia de él yde su desfachatez, rabia por haberconfiado ciegamente en Guido, mientrasél abusaba vilmente de esta confianza.

Por su modo de ser y su carácter,Anne podía aguantarlo todo menos laidea de su propia estupidez; pues Annevon Seydlitz era una mujer de rarainteligencia, una mujer que siemprehabía sabido emplear esta inteligenciacon un propósito legítimo. Nada odiabatanto como la necedad, y ahora, víctimade su propia estupidez, se odiaba a símisma.

Lágrimas de ira se pegaban a su caracomo jarabe. En cierto modo se

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avergonzaba de ella. No podía recordarhaberse abandonado alguna vez de estamanera, ni siquiera de niña cuando vivíaen un orfanato.

En el cuarto de baño estaba el sacode plástico que había recogido de laclínica. Reconoció el reloj de Guido, unHamilton de oro de 1921, año en quenació Guido, quien consiguió el reloj enuna subasta. En la parte de abajo habíagrabada una dedicatoria: Syd to Sam1921. Anne abrió la bolsa, sacó el trajemanchado de sangre y extendió lospantalones y la chaqueta como la figurade un muñeco. Estando así tendido eltraje preferido de él, Anne empezó a

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pisotear la vestimenta con los piesdesnudos, como si quisiera causar dañoa Guido. Como si quisiera sacarle unaconfesión, pataleaba salvajemente elsuelo del cuarto de baño, resollando derabia y emitiendo una y otra vez lamisma palabra:

—¡Embustero! ¡Embustero!¡Embustero!

En su danza orgiástica, sintió algoresistente en el traje. InesperadamenteAnne sacó el billetero de Guido. Surespiración era intensa cuando extrajode la cartera un fajo de billetes debanco. Conocía el resto del contenido:tarjetas de crédito y los documentos del

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coche. Pero al empezar a contarmecánicamente los billetes, encontró unaentrada amarilla. Ópera de Berlín,miércoles, 20 de septiembre, a las 19horas.

Anne sostenía la entrada con elpulgar y el índice de ambas manos. PorDios, Guido no era aficionado a laópera. Podía contar con los dedos deuna sola mano las pocas veces quehabían ido a la ópera juntos. Para Anneera una prueba más de cómo Guido lahabía engañado. Y ella pertenecía a laclase de mujeres que lo perdonan todomenos la certeza de ser burladas por elmarido.

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Mientras extendía el contenido de lacartera delante de sí en el suelo delcuarto de baño como un rompecabezas,empezó a ordenar sus ideas. Llevabatanto tiempo enredada obsesivamente enla doble vida de su marido, que no habíaalternativa: no pararía hasta haberaclarado todos los detalles.

La luz tenue del alba, que alrededorde las siete penetraba por la ventanamezclándose con el amarillo de laslámparas de pared, apaciguó el ánimode Anne. Este sosiego no eliminó su ira,aunque le permitió vislumbrar másclaramente su objetivo.

Anne era cualquier cosa menos una

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fisgona; pero ya se sabe que el adulteriolibera rasgos desconocidos del carácter.En su caso, hasta se podría decir: surabia la protegía del derrumbamientototal.

Mientras telefoneaba a la clínica,donde, como esperaba, le dijeron queaquella mujer del accidenteautomovilístico, que se hacía llamarHanna Luise Donat, tenía una aparienciabien distinta de la mujer en silla deruedas, fijó la vista en la fecha de laentrada de la ópera: 20 de septiembre.¡Hoy!

Anne chasqueó los dedos y porprimera vez desde hacía días afloró una

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sonrisa en la comisura de sus labios, unasonrisita diabólica. Sin duda abrigabapocas esperanzas, pero cuanto mástiempo sostenía la entrada en la mano,mayor era la sensación de que larepresentación operística iba aproporcionarle alguna pista. No podía niquería imaginarse que Guido, de un díapara otro, se hubiese vuelto un forofo dela ópera y acudiese a una representaciónél solo, y encima sin decir una palabra.

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En el avión que la llevaba a Berlín,Anne repasaba la época de los seis osiete últimos años, en que su matrimoniose había convertido en rutina, noprecisamente inaguantable, pero demodo que parecía no haber estímulos ensu relación, ni peleas nireconciliaciones; todo iba —como sueledecirse— sobre ruedas. Entonces, haceseis o siete años, consideró seriamenteiniciar una aventura con el jovenaprendiz de la empresa, que no lequitaba el ojo de encima tan pronto

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como ella entraba. Este deseo, queembarga a toda mujer al alcanzar losllamados mejores años, la torturódurante meses; pues por una vez lahubiese excitado probar la impresiónque causaban sus treinta y cinco años enun jovencito tímido, aunque no pocoatractivo.

Por esta vía indirecta esperaba Annerecordarle a su marido que elmatrimonio es algo más que trabajo,éxito y dos salidas de vacaciones al año.Pero al ser consciente de pronto en latrastienda, durante una tranquila tardedel lunes, que había llamado a Wiguläus—éste era el nombre del estudiante y

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también su aspecto— con intención deseducirlo (incluso llevaba ropa interiorlila y medias del mismo color), volvió ala realidad y a la senda de la virtud. Encualquier caso, cuando el jovencito consus manos blancas y delgadas comenzó amagrearla por debajo de su jersey decachemira como un panadero amasa lapasta, levantó la mano y propinó almuchacho una sonora cachetadaadvirtiéndole con simulada firmeza,como correspondía a una mujer casada,que no lo volviera a repetir, pero quepor lo demás olvidase el incidente.

Sólo mucho más tarde comprendióque esta experiencia constituía la clásica

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victoria de la mente sobre elsentimiento, un raro triunfo, que al pasode los años no siempre pareceabsolutamente deseable. En el casodescrito, tal vez un desliz consumado —para evitar la horrible palabrafornicación— habría sido eficaz,suponiendo que el marido se enterase yse hubiesen reconciliadoadecuadamente. Mucho más debía dedolerle que su fidelidad a Guido hubiesesido profanada de modo tan pérfido;ahora más que nunca se arrepentía nohaberse entregado al joven Wiguläus, envez de mantener una relación ordenadacomo un matrimonio normal.

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El hotel en el que Anne se alojó(hotel Kempinski) no tiene especialinterés para el desarrollo de la historia,en cambio sí la representación de ópera(Orfeo y Eurídice de ChristophWillibald Gluck); sean ambosmencionados para completar el relato.En todo caso, ella tomó asiento en laópera, patio de butacas, séptima fila.Esperó al último momento y sesorprendió de ver a su derecha a unseñor de mejillas coloradas, bienafeitado, con gafas Truman, al que sólole faltaba el hábito talar para parecer uncanónigo, y a su izquierda una ancianaencantadora si no hubiese estado

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chupando caramelos de eucaliptodurante todo el tiempo.

¡Pista falsa!, le rondaba por lacabeza mientras sobre el escenario uncastrado flaco con voz de contralto seesforzaba por parecer el triste Orfeo.Anne se dejó arrullar por la música deGluck; por cierto que la música era muyadecuada a su estado de ánimo y no sedio cuenta de que el tipo bien afeitadode su derecha comenzó a observarla conmiradas furtivas.

Tal vez hubiera gozado de lasmiradas; el caso es que durante la pausase quedó sentada en su sitio,desconcertada y hundida en sus

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pensamientos, hasta que la fila se llenó yel tipo de las mejillas coloradas se sentóa su derecha. Mientras se acomodaba enla butaca, ladeó la cabeza hacia ella y ledijo casi sin mover los labios:

—En este sitio esperaba yo a Guidovon Seydlitz. ¿Usted quién es?

Anne guardó silencio. Pero estesilencio no fue fácil. Ahora debíasopesar cada palabra. ¡Por lo pronto nometer la pata! No encontró respuesta enabsoluto a la observación deldesconocido. Sin duda conocía a Guido.¿Qué quería de él aquí, en la ópera?¿Qué relación tenía con la misteriosamujer del coche siniestrado?

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Podía renegar de Guido, decirle unnombre cualquiera y afirmar que habíacomprado la entrada a un desconocido;pero esto habría significado perder todaoportunidad de aclarar el misterio. Yahora que la situación parecía másembrollada que antes quería saber sólouna cosa: ¿qué juego se traían a susespaldas?

Después de haber sostenidodemasiado tiempo su mirada desafiante,Anne contestó la pregunta con forzadososiego:

—Soy Anne von Seydlitz, su esposa.El tipo de las mejillas coloradas

parecía haber esperado esta respuesta,

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en cualquier caso no dio la impresión deinquietarse; al contrario, más bienmostraba malhumor, echó aire por lanariz —una costumbre que Anne nosoportaba— y preguntó exigente comoun funcionario enojado tras laventanilla:

—¿Y qué noticia me trae?En este momento Anne vio claro que

estaba en marcha algo que elladesconocía. Ciertamente, no existe en elmundo ningún tratante de arte que nohaya hecho negocios al margen de lalegalidad, y ella conocía este o aquelcambalache de su marido, que nonecesariamente había aportado

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importantes beneficios; pero siempre losabía y tales negocios solían cerrarsecon una comida exquisita en un localelegante, nunca en la fila de unarepresentación de ópera.

Naturalmente, podía haber dicho laverdad, que no tenía la más remota idea,porque su marido había fallecido enaccidente de automóvil, pero lo juzgóerróneo, por lo que decidió jugar a laenterada mientras pudiera. Una de lascualidades más sobresalientes de Anneera mantener la cabeza fría ensituaciones anormales, y no de otramanera debe calificarse ésta. Si algocausaba inseguridad, era su frialdad, su

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apatía por sus encantos. En este caso,sin embargo, no causaba ningunaimpresión, lo sentía perfectamente.¿Había envejecido tanto en los últimosdías o llevaba escrito el furor en elrostro como una erinia? El desconocidoaún esperaba la respuesta.

—¿Noticia? —dijo Anne conestudiada timidez.

Y mientras ella aparentaba buscarlas palabras como un niño atrapado enuna mentira, el tipo bien afeitado lainterrumpió:

—Medio millón es lo acordado. ¡Nodebería tensar demasiado el arco! Asípues, ¿qué quiere?

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En este momento se apagaron lasluces, el director de orquesta subió alpodio, el público aplaudió cortésmente,se levantó el telón y Orfeo (contralto)anduvo delante de Eurídice (soprano)durante sus buenos veinte minutos sinvolverse, tal como prescribía el libreto.Luego surgieron algunas intenciones desuicidio por parte del castrado, quienpretendía cimentarlas con el aria «Ah, lahe perdido», pero la ejecución del deseose hacía esperar y Anne fue perdiendo elinterés en ello. Sus pensamientosgiraban en torno al hombre extrañosentado a su derecha, y sintió cómo se leformaban gotas de sudor en la nuca.

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El tercer acto no acababa nunca.Ella apenas podía mantenerse quieta,una vez cruzó la pierna derecha sobre laizquierda, otra vez la izquierda sobre laderecha, se agarró al bolso negro demano y se imaginó cómo brillaría sucara al encenderse las luces. Por Dios,pensó, tiene que ocurrir algo, y aúnflotaba en el aire la pregunta delhombre. Sintiéndose entre la espada y lapared y sin saber cómo salir delatolladero, siseó a un lado:

—Pienso que deberíamos negociarde nuevo…

—¿Cómo?—Pienso que deberíamos…

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—¡Pssst! —sonó en la octava fila, yel tipo bien afeitado, al punto que sepudiera distinguir a oscuras, hizo ungesto tranquilizador con la manoindicando sin duda que él la habíaentendido perfectamente y sólo paramostrar su indignación había susurradoel «¿cómo?».

Mientras Orfeo y Eurídice, cantando,se unían en un abrazo, lo que en estaópera es un indicio infalible de que seacerca el final, ella notó que eldesconocido sacaba una tarjeta de suamericana y hacía garabatos con unbolígrafo.

Con el acorde final, bajó el telón, el

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público aplaudió y precisamente en elmomento en que la penumbra del patiode butacas era eliminada por una luzclara y resplandeciente, el hombre de allado se levantó de un salto, le apretó latarjeta de visita en la mano y, empujandocon desconsideración, salió del centrode la fila de espectadores, antes de queAnne pudiera seguirlo.

Más tarde, en el foyer, Anneexaminó la tarjeta de visita, en la que serecomendaba el alquiler de cochesAVIS, Budapester Strasse 43, en elEuropa Center, de lo que sin duda eltipo de las mejillas coloradas nopretendía informar. Anne dio la vuelta a

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la tarjeta y reconoció una anotacióndesgarbada escrita en una caligrafíapasada de moda: «mañana 13 h-museo-Nefertiti-nueva oferta».

¡Al diablo con el tipejo! El hombrele resultaba odioso en extremo. Ya sesabe: existen personas con las que unose encuentra por primera vez, apenasintercambia una palabra con ellas, perocon todo le resultan a unoindescriptiblemente antipáticas. Anneodiaba a los hombres de mejillascoloradas y a los que tienen un cutisbrillante como una corteza de tocino.

Sin embargo, no dudó un segundoque mañana iría a la cita.

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El lugar de la cita habríadesconcertado a cualquier otra; al fin yal cabo Nefertiti era una reina egipcia.Anne von Seydlitz sabía que el bustocalcáreo de Nefertiti, mundialmentefamoso, excavado por los alemanes afines del siglo pasado, estaba expuestoen el museo de Dahlem. El punto deencuentro le confirmó la primitivasospecha de que el desconocido ibadetrás de un valioso objeto antiguo.

Gentes así son muy apreciadas porlos tratantes de arte porque están

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dispuestas a pagar cualquier precio porel objeto deseado. Entre esa clientela,Anne conocía a más de un coleccionistaque, aun siendo acaudalado, se habíaendeudado peligrosamente sólo porhacerse con la propiedad de algúnobjeto ridículo de gran valor, que leparecía adecuado para coronar sucolección.

Algo semejante sospechaba tras laintención del desconocido y, porquetemía verse envuelta en algún asuntodelictivo (un hombre que engaña a sumujer es capaz tambien de dedicarse anegocios ilícitos), decidió que en elencuentro de mañana explicaría al tipo

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de las mejillas coloradas la muerte de sumarido; luego debería soltar el gato delsaco y aclarar qué cosa era lo que valíatanto dinero y por qué todo se realizabade una manera tan rara. Esto pensaba.

Al mediodía todos los museos delmundo están semivacíos y el museo deDahlem no era una excepción. Annehalló al hombre de la ópera sumido en lacontemplación de los mosaicos delsuelo. Lo reconoció de lejos, aunque, ala luz del día y vestido con unatrinchera, daba la impresión de sermucho más joven. Estaba con los brazoscruzados a la espalda mirando fijamenteel mosaico.

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Anne se le acercó por un lado. Elotro pareció darse cuenta, pero nolevantó la vista ni la miró. Perdido ensus pensamientos, de pronto empezó ahablar:

—Éste es Orfeo con su lira, uno queconocía los secretos de la divinidad —ysonreía casi confundido. Luego continuó—: Existen muchas versiones sobre sumuerte. Una dice que fue muerto por unrayo de Zeus como castigo por haberrevelado a los hombres la sabiduríadivina. Créame, ésta es la única versióncorrecta.

Anne se quedó como tiesa; se habíaimaginado este encuentro de modo muy

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distinto y ahora él comenzaba con unalección sobre Orfeo. ¿Orfeo? No podíaser una simple casualidad: la nocheanterior el Orfeo de Gluck y ahoraestaba él delante del mosaico echando laparida sobre la muerte del cantante.

Al cabo de un rato, el hombrelevantó la vista, examinó a Anne como aun bicho raro, luego cruzó los brazospor delante y en esta actitud, mientrascon un pie se pisaba el otro, empezó ahablar:

—Bueno, estamos dispuestos a subirnuestra oferta a los tres cuartos demillón…

El uso del plural dio que pensar a

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Anne. Ningún verdadero coleccionistausaba el pronombre «nosotros». Uncoleccionista de pro, y por tal teníaAnne al mejilla colorada, conocía sólola primera persona del singular «yo».Por primera vez le vino la sospecha dehaberse metido, sin querer, en un asuntode servicios secretos. El servicio deinteligencia es, junto con la Iglesia, laúnica institución que sólo conoce elvocablo «nosotros».

—Me parece que no nos entendemos—dijo Anne.

Mejilla colorada tomó aire.—¿No es usted la señora von

Seydlitz?

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—Sí. ¿Y usted quién es?—Esto no tiene nada que ver con

nuestro negocio; pero si le ayuda,llámeme Thales.

No ayudó, y Anne encontrabaridículo llamarle «Thales», aunque dealguna manera el nombre le sentababien.

—Me interesa —insistió Thales—,me interesa sobre todo una cosa: ¿dóndese halla en estos momentos elpergamino?

Anne recibió la pregunta condisimulada calma, aunque mil cuestionesle pasaban por la mente. ¿Quépergamino? No tenía ni idea. ¿Qué le

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había ocultado Guido? Normalmenteestaba enterada de todos los negocios, almenos de los más importantes. ¿Por quéle había ocultado precisamente esteasunto, un pergamino de tres cuartos demillón?

De repente empezó a atar los cabossueltos e intuyó por qué el maletín deGuido había desaparecido en elaccidente. Sin embargo, seguía velado elpapel que jugaba en todo aquello lamujer.

Su largo silencio ponía a Thalesvisiblemente nervioso; en cualquier casoechaba de nuevo aire por la nariz deaquel modo tan odioso. Sonaba como

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cuando se cierran las puertas del metro.—¿Dónde está Von Seydlitz? —

Thales añadió una segunda pregunta a suprimera pregunta.

—Mi marido está muerto —respondió Anne con voz firme, sin quela impregnara una brizna de dolor, ymiró al mejilla colorada a los ojos.

Él frunció el ceño, de modo que suscejas pobladas asomaron tras loscristales de las gafas. No podía decirseque la respuesta lo afectara como lamuerte de una persona conocida; másbien parecía inseguro y preocupado porel desarrollo del negocio. Por cuanto noera tristeza lo que de repente impregnó

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su voz llorosa, sino más bienautocompasión:

—Pero si la semana pasada nosllamamos por teléfono. ¡No puede ser!

—¡Así es! —manifestó Annerotundamente.

—¿Un infarto?—Un accidente de tráfico.—Lo siento de veras.—Está bien. —Anne bajó la vista—.

Para adelantarme a su pregunta: sí,continuaré con el negocio y, en ciertomodo, soy ahora su interlocutora.

—Entiendo. —La voz de Thalessonó resignada. Sin duda prefería aGuido como socio. Posiblemente el

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mejilla colorada por principio nodeseaba mujeres. Por su aspecto podíallegarse a esta conclusión. Era igual,esto sólo reforzaba la posición de ella.

Thales intentó forzadamentereanudar de nuevo la conversación:

—Nos entendimos bien, su esposo yyo, realmente muy simpático, un hombrede negocios correctísimo. —Con lamano izquierda hizo un gesto impetuoso,como un mal actor, para indicar quesería mejor moverse del lugar. Parecíaesmerarse por mantener el encuentro lomás discreto posible.

—¿Conocía usted a mi marido? —preguntó Anne mientras caminaban,

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mirando aburrida los objetos egipciosexpuestos a ambos lados de la sala.

—¿Qué significa conocer? —respondió Thales—. Estábamosnegociando.

¿Por qué Guido nunca pronunció elnombre de Thales? Algo no cuadraba.En el fondo se había propuesto decir laverdad al mejilla colorada, confesarleque no sabía de qué iba la cosa ni dóndeestaba el pergamino por el que estabadispuesto a pagar una fortuna; peroluego sucedió todo al revés, porque eldesconocido se puso a hablar y volvió aemplear el pronombre personal«nosotros».

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—Usted se pregunta naturalmentepor qué nosotros estamos dispuestos adesembolsar tanto dinero por un trozo depergamino con un par de inscripcionesantiguas. Sólo por la cantidad puedeusted imaginar lo valioso que es paranosotros, no queremos ocultarlo. Y nopuedo imaginarme que alguien le ofrezcamás. Es muy importante para nosotrosque nadie se entere de la existencia delpergamino y más aún que nadie locompre, y para no ponerla a usted endificultades, queremos permanecerabsolutamente en el anonimato.Pagaremos la cantidad exigida enmetálico, en mano, el trato no necesita

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figurar en ningún balance. ¿Entendido?Anne no lo entendía en absoluto.

Sólo comprendió que el extraño hombreque tenía al lado estaba dispuesto apagar tres cuartos de millón por unobjeto que supuestamente se hallaba ensu poder y del cual ella no tenía la másremota idea… y posiblemente inclusoera robado.

De repente, Thales preguntó sinrodeos:

—¿Ha traído el pergamino? Quierodecir, ¿está aquí en Berlín?

—No —contestó Anne sin pensarloy diciendo la verdad.

La respuesta causó honda decepción

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en el mejilla colorada.—Entiendo —dijo con expresión

consternada, y con una rapidez que ladesconcertó inclinó cortésmente lacabeza para despedirse.

Mientras se daba la vuelta, todavíadijo:

—Tendrá noticias nuestras, adiós.A diferencia de la noche pasada,

esta vez Anne pudo seguir fácilmente almejilla colorada, incluso podía haberloparado para preguntarle cualquier cosa;pero pronto desechó la idea, porqueignoraba lo que en resumidas cuentasquería de él.

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Anne no se quedó ni un día más enBerlín. Tenía la inexplicable sensaciónde que algo extraño podía suceder. Lascalles cubiertas de niebla, el vaporapestoso de las alcantarillas y el tráficoruidoso, todo ello de repente producíaen ella el efecto de una amenaza. Nuncahabía experimentado algo semejante,porque no hubo ocasión. Al fin y al caboera una mujer con los pies en el suelo ysólo podían asustarla los balances connúmeros rojos y el fisco.

Pero ahora se sorprendía

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apartándose a un lado cuando unautomóvil se detenía junto a ella y dandoun rodeo en la acera en torno a unmendigo sólo porque éste la mirabaesperanzado. Le parecía como si todogirase a su alrededor, a pesar de que losacontecimientos seguían sin estarrelacionados con su persona.

En el vuelo a Munich, del que lequedó un recuerdo agradable (era desdehacía tiempo su único recuerdoagradable) porque lucía el sol sobre lasnubes y podía disponer para ella sola detoda la fila de butacas, Anne intentóhallar una explicación a lo que habíaocurrido en los últimos días. No la

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encontró. Se preguntaba si el accidentemortal de Guido era una casualidad oalguien habría echado una mano.

Al llegar a casa encontró pegada a lapuerta una tarjeta roja con el sello de lapolicía, advirtiéndole en una nota escritaa mano que se personase en la comisaríade su distrito. Sólo con abrir la puertavio claro el motivo de la citación. Unosladrones habían revuelto toda la casa,forzado armarios y cómodas,desparramado sin orden ni concierto elcontenido, sacado los libros de losestantes, descolgado los cuadros eincluso habían dado la vuelta a lasalfombras.

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Al ver este caos, Anne se sentó enuna silla y se echó a llorar. Para susorpresa, los ladrones no se habíanllevado ni la valiosa cubertería de platani la colección de figuras de porcelana;incluso después del primer balanceconstató: no faltaba nada, ni siquiera eldinero en efectivo, unos cientos demarcos, que estaba a la vista en elescritorio barroco.

Con ello comprendió que no eranladrones normales, sino que el hechotenía relación con el maldito pergamino.Sin duda buscaban el pergamino en lacasa, no lo encontraron y se fueron sinhaber logrado su propósito. Gente que

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está dispuesta a pagar tres cuartos demillón por un pergamino no roba plata.

Sin embargo había alguna cosa queno rimaba en sus reflexiones: porejemplo, por qué estas personasnegociaban con ella en Berlín mientrasallanaban su casa en Munich. O por quésabían que ella estaba ausente eignoraban en cambio la muerte de sumarido.

En la comisaría pertinente, Anne seenteró de que unos vecinos habíandenunciado el robo al ver a dossospechosos con linternas en el jardín.También se le comunicó que lainvestigación del automóvil siniestrado

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no indicaba ni un defecto técnico ni laacción de alguien extraño; en otraspalabras, sólo Guido era responsable desu muerte, un fallo humano (elcalificativo más impersonal que existepor la muerte de una persona).

El funcionario le entregó en un sobrealgunos objetos insignificantesencontrados durante la investigación delcoche siniestrado, entre ellos una llavede buzón echada en falta hacía tiempo,una tarjeta de crédito con idénticahistoria, una estilográfica rota, que hastadonde le alcanzaba la memoria nunca lahabía visto en Guido, y… un cartucho depelícula. Faltaba la cámara, que siempre

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había estado en la guantera delautomóvil, y al preguntar por ella lerespondieron que en el coche siniestradono se había encontrado ninguna cámara.

En una situación tan sin salida comoésta, en la que, al parecer, no había unasola causa ni un solo motivo —a) Annequería saber aún con quién su difuntohabía efectuado sus supuestos viajes denegocios, b) le interesaba conocer conurgencia dónde se hallaba el pergamino;tres cuartos de millón al fin y al cabo noeran una friolera, y c) pretendía echarluz sobre un asunto en el que, sinsaberlo, se hallaba más comprometidade lo que podía desear—, en tal

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situación casi metafísica se agarra uno acualquier clavo ardiendo: en el fondo,cuando llevó la película a revelar, Anneesperaba ver las fotografías de laquerida de su marido; sólo buscaba laconfirmación de sus sospechas.Entonces el mundo habría estado denuevo en orden, por lo menos a esterespecto; había pensado mal de Guido yde los hombres en general, y tal vezhabía tomado la decisión de vengarse deun modo u otro con la mencionadageneralidad.

De aquí que Anne von Seydlitzquedase al principio frustrada cuando leentregaron la película revelada y, en vez

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de escenas picantes, aparecieron unaserie de fotografías que no podían sermás aburridas, pero que de pronto laelectrizaron como la descarga de unenchufe. Se veían imágenes de unainscripción desvencijada, treinta y seis,y todas con el mismo motivo.

¡El pergamino! Anne se apretó laboca con las manos. Observando mejorlos negativos, podía colegirse que lasfotografías habían sido hechas a todaprisa al aire libre mientras alguiensostenía el valioso objeto ante lacámara. Wiguläus, de quien Annesospechó de inmediato, negó haberparticipado en las fotografías, aseguró

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sin embargo conocer el original porhaberlo visto en la caja fuerte de latienda, cosa que lo había sorprendido,ya que en la caja fuerte sólo seguardaban objetos de mucho valor,como joyas u objetos artísticos de oro.A la pregunta de si Guido le habíahablado alguna vez del pergamino, eljoven respondió que no, que se habíaenterado de su existencia por el libro deentradas de mercancía, en el que habíaanotado la compra, según le indicaron,por un valor de mil marcos.

De hecho el objeto estabadebidamente anotado como «pergaminocopto». Bajo el epígrafe «origen», halló

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Anne la anotación: privado. Wiguläus nopodía decir con certeza cuándo vio elpergamino por última vez en la cajafuerte, probablemente el mismo día enque murió Guido von Seydlitz y,excusándose, añadió que no habíaconsiderado que el pergamino fuese tanimportante como para interesarse por él.

Si sabía qué parte del texto delpergamino reproducía.

Oh no, sonrió Wigulaus, seguramenteel valor del escrito no consistía en elcontenido, sino en su antigüedad. Por lodemás, había muchos renglonesilegibles. Sólo el hecho de que fueraofertado en el mercado del arte permite

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deducir que apenas tenía valor histórico.Así esta conversación terminó como

otras muchas que Anne había mantenidodesde la muerte de Guido, con unprofundo recelo y el propósito firme deaveriguar por sí misma el secreto delpergamino. Por lo menos tenía ahoravarias copias de diferente calidad deimagen, todas ellas aproximadamentedel tamaño de media cuartilla, sobre lasque un experto sería capaz depronunciarse. Anne abrigaba ahorasecretamente la sospecha, que no sabíacómo argumentarla, de que la muerte deGuido estaba relacionada de algunamanera con el pergamino.

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Era aquella autodenominada formade lógica que en los extraños sólo hacemenear la cabeza, pero que al interesadole parece tan clara, que desconfía decualquiera que dude. Llevada por estadesconfianza, Anne se ocupó de buscarun experto para que le explicase elcontenido del pergamino. Pero comotemiese que le hicieran preguntasincómodas sobre el origen y el paraderodel documento, se dirigió no a unexperto reconocido de arte e historiacopta, sino que tomó los servicios de un

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intermediario de expertos conocido enla ciudad, el cual a cambio de dinerosuministraba especialistas de cualquierramo imaginable, la mayoría de vecesprofesores eméritos viejísimos y mediociegos u hombres de letras borrachos,aunque con respetables conocimientos,quienes estaban dispuestos a emitirjuicios periciales al gusto del cliente.

El doctor Werner Rauschenbachpertenecía a estos últimos. Vivía en unabuhardilla de la Kanalstrasse, cuyascasas reflejaban deterioro, pero tambiénun alquiler módico.

—¡Cuidado con la escalera! —lehabía advertido a Anne por teléfono—.

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¡Los escalones tienen agujeros y labarandilla ya no aguanta mucho! —Noexageraba.

La vivienda de Rauschenbach sereveló digna de tenerse en cuenta desdediversos puntos de vista, se distinguíasobre todo por dos cosas que Annenunca había visto en tan poco espacio:libros y botellas, una combinación nadaextraña, pero inesperada en talhacinamiento. Los libros estabanadosados a las paredes, en su mayoríasin la ayuda de un estante, había legajosde impresos en el suelo amontonados alparecer sin orden hasta la altura de lasrodillas, entre ellos botellas, botellas

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cuadradas de vino tinto. El único trozode pared libre del tétrico lugar detrabajo estaba ocupado por una fotoamarillenta de Rita Hayworth sacada deuna revista de los años cuarenta.

Allí parecía que el tiempo deRauschenbach se había detenido; en estahabitación había encerrado su mundo deensueños hecho de embriaguez y ciencia,que él justificaba, sin ser requerido aello, ante cualquiera que lo visitase. Yasí Anne debió soportar toda unabiografía, aunque no sin compasión,pues la historia demostraba que unapersona, una vez descarriada, casi notiene oportunidad de llevar una vida

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normal. Casi siempre comienza con unfracaso matrimonial, y en Rauschenbachno era distinto. Si el alcohol era la causade la ruptura o la ruptura la causa delalcohol, no quedó claro en sudescripción.

Anne debió escuchar que el padrehabía perdido en el juego el dinero queganaba en su negocio de paños. Élmismo había pasado la infancia y lajuventud en un internado religioso, cuyaconsecuencia había sido que todavía hoydaba un largo rodeo por no topar conuna iglesia y golpeaba a cuanto cura sele presentase. Pronto, demasiado pronto,corrigió, se casó con una mujer mayor,

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que llevaba un vestido blanco y unacorona nupcial verde, pero esto era loúnico que recordaba una boda. La mujergastaba más de lo que él ganaba —loshistoriadores del arte no estánprecisamente bien pagados—, deudas,pérdida del trabajo, divorcio, gracias aDios sin niños.

Durante esta confesión de la vida,sonaba en algún lugar un tocadiscos conel coro de presos «patria amada», lo quehabría sido soportable si el aparato nohubiese repetido siempre el mismodisco. Rauschenbach, de natural enjuto ylargo, con ojos salientes, mientrashablaba estaba sentado en un sillón de

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madera, viejo y crujiente. Cuando porfin hubo conjurado con palabras sudestino, dijo:

—¿Qué valor tiene para usted elperitaje, señora Seiler?

—Seydlitz —corrigió Annecortésmente y añadió—: Hay unmalentendido. —Y en esto sacó una granfotografía de un sobre—. No quiero unperitaje. Vea, aquí tengo la copia de unpergamino. Quisiera saber ¿qué clase deobjeto es éste, qué dice el texto y quévalor le calcularía usted al original?

Rauschenbach tomó la copia en lamano y la observó estirando los brazos.Al mismo tiempo ponía una cara como si

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hubiese bebido vinagre.—Mil —dijo, sin quitar la vista de

la fotografía—, quinientos ahora y elresto al entregar el encargo, sin factura.

—De acuerdo —respondió Anne,quien en seguida había comprendido queun pobre perro como Rauschenbach notrabajaba por amor al arte sino por merasupervivencia. Sacó de su bolso cincobilletes de cien y los colocó encima dela mesa de cocina pintada de negro, queservía de escritorio—. ¿Cuánto tardará?

—Depende —consideró el flaco yse dirigió a la única ventana de labuhardilla que iluminaba apenas lahabitación—. Depende de lo que

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tengamos entre manos. ¿El original noestá a su disposición, señora Seiler?

—Seydlitz. —Anne procuraba dar lamenor información posible sobre elmisterioso pergamino—. No —dijolacónicamente.

—Entiendo —refunfuñóRauschenbach—. ¿Objeto robado?

Aquí explotó Anne:—¡Por favor, señor doctor

Rauschenbach! Me han ofrecido elpergamino para comprarlo y yo quierosaber de usted si vale el dinero quepiden y, sobre todo, qué es. Pero siusted tiene reparos… —Anne hizo loúnico correcto en tal situación: pidió

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que le devolviese el dinero y con ellodisipó de una vez todas las dudas delhombre.

—No, no —gritó éste—, no memalinterprete, pero soy prudente y eneste sentido no puedo responsabilizarmede nada. No crea que no sé que todas laspersonas que acuden a mí tienen unmotivo. Al fin y al cabo el profesorGuthmann pasa por ser el experto porantonomasia. Naturalmente usted tieneun motivo fundado para acudirprecisamente a mí, pero esto no seráinconveniente mientras se quede entrenosotros, si entiende lo que quiero decir,señora… Seydlitz.

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Por lo menos ha retenido el nombre,pensó Anne, y al mismo tiempo fueconsciente de que este tipo, al queacudían principalmente personas quetenían algo que ocultar, era un buencandidato al chantaje. Esta idea le causómalestar, pero antes de que pudieraseguir en sus dudas, Rauschenbach,concentrado en la fotografía como uncriminalista, empezó a hablarlentamente:

—Hasta donde puedo distinguir, setrata de un papel copto, aunque laescritura es griega, mezclada concaracteres domóticos, típico del cópticodel primer siglo después de Cristo.

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Suponiendo que el pergamino seaauténtico y no una falsificación, lo queyo sólo podría determinar examinandoel original, ello significa que el objetotiene una antigüedad de por lo menos unmilenio y medio.

Rauschenbach sintió que Anneclavaba los ojos en él visiblementenerviosa e intentó desde un principioreducir sus expectativas:

—Espero no defraudarla si le digoque papeles de esta clase no son raros yen consecuencia tampoco muy valiosos.Se han encontrado a montones en cuevasy monasterios, la mayoría documentossin importancia, pero también textos

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bíblicos y escritos de agnósticos. Siestán bien conservados, estospergaminos se pagan a mil marcos, peropor lo que puedo ver no se trata de unobjeto de primera categoría. Sepa,señora…

—Seydlitz —completó Anneexcitada.

—Sepa, señora Seydlitz, que no haymuchos coleccionistas de manuscritoscoptos, y los museos y bibliotecas seinteresan sólo por rollos completos,sobre todo por textos coherentes quesirvan de base para investigacionescientíficas.

Anne asintió.

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—Entiendo. ¿Así que no se puedeimaginar que este pergamino,suponiendo que sea auténtico, constituyapara alguien un objeto especialmentecodiciado?

Rauschenbach miró a Anne a la cara.El modo de formular la pregunta parecióhaberlo impresionado. Intentó sonreír.

—Quién sabe qué y por quién puedeser objeto de codicia. Mil marcos —concluyó meneando la cabeza—, yo nodaría más por él.

Anne pensaba cómo podría aclararal otro la importancia de este pergaminosin delatarse a sí misma. Naturalmentehubiera podido contar a Rauschenbach

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todo lo sucedido hasta ahora, perodudaba que la creyera. Además no letenía confianza, por lo que le rogó quetradujera el texto lo más fielmenteposible o al menos reprodujera sucontenido.

Entonces Rauschenbach sacó unabotella de debajo de la mesa y se sirvióun vaso panzudo hasta el borde.

—¿Quiere también un trago? —preguntó más bien con la mente ausentey esperando que Anne rehusara. Luego,mientras su derecha ejecutaba unmovimiento inquieto sobre la fotografía,inició una larga explicación sobre ladificultad de descifrar estos textos

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antiguos; una copia, y además mala, lohace aún más difícil. Anne no estabasegura si Rauschenbach era sólodemasiado perezoso y quería ganardinero rápido con un dictamensuperficial o si tenía otro motivo para noenfrentarse con el texto.

Como si el vino tinto hubieseafinado sus sentidos, Rauschenbachparecía haberle adivinado elpensamiento, y dijo sumido en el papel:

—Usted cree naturalmente que yosólo quería facilitarme la tarea, peropuede estar tranquila, le entregaré unatraducción en tanto lo permita estematerial. Aunque —movió el dedo

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índice— no se haga demasiadasilusiones.

Anne miró a Rauschenbach.—Créame —insistió éste—, ha

habido códices enteros de la épocacopta que nadie los quería. Quiero decirque con este tipo de hallazgos no bastasu descubrimiento, sino que es necesariala aportación científica del descubridor,que lo documenta todo y lo relacionadentro de un contexto histórico. Mire, unpergamino o un papiro no es una momia,ni una escultura, ni una máscara de oro,que suscitan el entusiasmo de la gente. Aeste respecto, uno de losdescubrimientos más importantes, el

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llamado códice Jung, anduvo errante porel mundo hasta que despertó el interésde la ciencia. Es una historiaincreíble… pero no quiero aburrirla.

—Oh, no —contestó Anne—, ustedno me aburre en absoluto. —Con todo,no podía borrar la impresión de queRauschenbach se esforzaba en quitarimportancia a su pergamino. Y mientraséste se llenaba otra vez el vaso, Annereflexionó sobre el motivo que podríahaber tras la actitud de Rauschenbach.

—El descubrimiento del códice Jung—prosiguió Rauschenbach— se remontaal año 1945. En aquella época unosfellahs egipcios hallaron en una tumba

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dentro de tinajas quince manuscritoscoptos, libros con tapas de cuerocarcomido, por los que nadie parecíainteresarse. Los vendieron por un par depiastras en El Cairo, en donde uno deestos libros recaló en un museo, otro amanos de un anticuario. Los oncerestantes —quemaron dos paracalentarse— desaparecieron por víasoscuras para no volver nunca más. Sólose oían rumores de su paradero. Puedehaber diversos motivos por el desinteréshacia estos considerables manuscritos,pero una razón era sin duda el contenidoagnóstico de estos libros.

—¿Puede explicarlo mejor?

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—Por agnosis o agnosticismo cadacual entiende una cosa diferente, y ellotiene sus razones. En los primeros siglosde la época de transición hubo filósofosy teólogos que empezaron a estudiar elorigen y la naturaleza del hombre.Algunos agnósticos eclesiásticos, comoOrígenes o Clemente de Alejandría,pretendían así reforzar la fe cristiana.Agnósticos seglares como Basilides oValentino construyeron con ello unamística oriental. Claro que se atrajeronla enemistad de los otros al afirmar queel mundo era la dudosa obra de unamente creadora imperfecta y maligna.Así que nada del Dios bondadoso que

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flota sobre las aguas. —Rauschenbachahogó la risa—. Pero volvamos anuestro descubrimiento de losmanuscritos: el anticuario cairota llevóel códice a América con la esperanza dehallar un comprador que le pagase unacantidad razonable. Sin resultado, comose demostró. Ningún coleccionista,ningún museo parecía interesarse por elmanuscrito. Años más tarde el objetoapareció en Bruselas. Entretanto habíacambiado de propietario, que lo puso deoferta en el mercado de arte. Unmecenas suizo compró el códice y loregaló al instituto C. G. Jung de Zúrich.Allí se conserva todavía y desde

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entonces se llama el códice Jung.—¿Y los otros once libros de este

hallazgo?—¡Una historia de aventuras! Al

principio, después de ser descubiertos,se tenían por desaparecidos y debíatemerse lo peor. Pero un coptólogofrancés, que acertó a ver el códiceguardado en el museo, informó a laAcademia de Ciencias de París sobre elmanuscrito y su significado. El informeapareció en un diario cairota. Aconsecuencia de ello una señoritaentrada en años comunicó que habíaheredado de su padre, un numismáticocairota, estos once códices y que estaba

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dispuesta a venderlos al museo copto.Precio: 50.000 libras. Era una sumarespetable, aunque bastante adecuada alvalor objetivo, ya que los códicescontenían alrededor de mil páginas enlengua copta escritas con caligrafíaapretada y —esto lo había descubiertoentretanto el profesor francés— nomenos de ochocientos cuarenta textosagnósticos diversos. Pero a losorganismos responsables les faltó eldinero, y entonces, puesto que los librosya eran conocidos, surgieron de repentecompradores de todo el mundo para losvaliosos objetos. Sin embargo elgobierno egipcio les echó el cerrojo y,

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aun cuando ningún centro estabadispuesto a pagar la suma exigida,ordenó sellar en una caja los once librosantiguos y la entregó al museo para sucustodia. Siete años permanecieron allítirados, se negoció y se regateó,entretanto estalló la revolución y losegipcios tenían otras preocupaciones.Finalmente la propietaria legal hubo dereclamar judicialmente sus derechos.Aunque ahora se sabe dónde hallar loscódices, sólo se conocen extractos de sucontenido.

—¿Es posible?—Para ello hay muchos motivos,

algunos inocentes y otros no tanto. Los

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científicos son gente vanidosa. Uno quese haya familiarizado con la materiararamente está dispuesto a enseñar lascartas, y por ello algunos trabajan mediavida en un tal objeto. Los coptosrepresentan en Egipto una minoríareligiosa: la religión oficial es el Islam,por lo que el interés de losdepartamentos gubernamentales por lareelaboración de la historia de lareligión copta es escaso, como se puedeimaginar. Pero existe otro motivo, talvez el más interesante, para que no sepubliquen textos de esta clase.

—Me pica usted la curiosidad.—Pues bien, estos documentos

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antiguos fueron redactados por personasmuy inteligentes que querían comunicaralgo a la posteridad, algo que sabían yde lo cual el vulgo no tenía idea.Secretos de la humanidad, por asídecirlo.

—¿Y quiere decir que todavía hoyexisten estos secretos?

Rauschenbach asintió.—Incluso estoy convencido de ello.

—Tomó el vaso de vino, se tragó elcontenido emitiendo sonidos guturales yse limpió la boca con el revés de lamano.

Anne lo miró. Siga hablando, queríadecirle. Pero calló. Más tarde, de ello

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estaba convencida, se irritaría por haberdejado escapar la oportunidad, pero sehallaba incomprensiblemente cohibidapara hacerle más preguntas; sentía queRauschenbach no quería continuarhablando y seguramente habría sacadocualquier pretexto. Por ello volvió almotivo concreto de su presencia allí ypreguntó:

—¿Qué opina? ¿No podría provenireste pergamino del hallazgo descrito porusted?

—¡Esto es imposible! —contestó sinpensar y, como si quisiera cerciorarsede nuevo, sostuvo la fotografía ante susojos—. Esto es realmente imposible.

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—¿Y por qué está usted tan seguro?—Porque su documento es un

pergamino.—Sí, ¿y…?—En los manuscritos citados se

trataba de papiros. Pero esto no debedesanimarla. Existen suficientespergaminos que por razón de sucontenido son mucho más valiosos quemanuscritos de papiro.

Así terminó la conversación.Rauschenbach dijo a Anne que volvieseal cabo de tres días, para entonceshabría aclarado el texto.

Camino de casa, que recorrió a pie,Anne se hacía conjeturas sobre el

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extraño comportamiento deRauschenbach. No se había imaginado elencuentro de otra manera, pero habíaalgo que la molestaba: el inteligentedoctor Rauschenbach había perdidomuchas palabras sobre textos coptos,pero ni una sobre el contenido delpergamino, tampoco expresó ningunahipótesis, algo anormal en un bebedorcharlatán como él.

Anne no sabía qué conclusión sacarde este comportamiento. Tambiéndudaba de si el dictamen esperado seríade fiar; por otro lado no hallaba ningúnmotivo claro de por qué Rauschenbachhabía de engañarla. La circunstancia de

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que él no respondiera a sus gustos, acausa de su vida degenerada que conexcesiva diligencia atribuía a su difícildestino, no debía llevar necesariamentea inferir que era un mal científico onegligente. La mayoría de genios sedistinguen precisamente por su estilo devida anormal.

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Durante los tres días siguientes,Anne intentó ordenar sus ideas,sorprendiéndose de que allí dondesencillamente no sabía más, no podíahallar explicación a los acontecimientos,empezaba a inventar historias que alfinal le daban miedo, un miedo terrible,inexplicable. En una de estas fantasíasse encontraba con Rauschenbach, que laperseguía para apoderarse delmisterioso pergamino, y con Donat, elmarido de la inválida, el cual, Dios sabecómo, había preparado el accidente

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mortal de tráfico como en una novelapolicíaca.

En estos días, contra su antiguacostumbre, empezó a beber, sobre todocoñac, que al principio aún le gustaba,pero que después de haber tomado enexceso le revolvía el estómago de talmanera, que tenía que vomitar una y otravez. Se odiaba por ello y era incapaz deexpresar lo que le pasaba. Le sucedíacomo a una mariposa en el centro de unacorriente de aire, a la que una fuerzaviolenta impide volar en la direccióndeseada. Anne se sentía empujada en lacorriente de aire por una fuerzadesconocida, que la enredaba cada vez

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más en situaciones inconcebibles, y noera lo suficientemente enérgica comopara salir de este dilema. Pensaba enhacer una maleta pequeña, sólo loimprescindible, y volar en el próximoavión al Caribe sin dejar señas; pero yaen el instante siguiente se encontrabacon el mejilla colorada que la esperabaal bajar del avión. Anne sufría maníapersecutoria, el convencimientoenfermizo por el que uno interpretademencialmente que cualquier expresiónbanal o encuentro casual va dirigidocontra él.

¿Pero dónde estaba la salida de estecírculo infernal? ¿Quién se atrevía a

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negar que en los últimos días y semanashabían ocurrido cosas que se lo poníandifícil para no dudar de su juicio? Guidoestaba muerto, una mujer enigmática quehabía en su coche desapareció sin dejarrastro, desconocidos la perseguían y leofrecían un dineral por un objeto quesupuestamente no vale más de unoscientos de marcos. Esto eran hechos y noquimeras.

En cualquier caso Anne no se sentíamuy bien cuando el viernes, alrededorde las 17 horas, fue a ver aRauschenbach, según lo acordado. Dealgún modo él encajaba en esta casadeteriorada; le resultaba difícil

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imaginárselo en otra. Antes de apretar eltimbre en una concavidad semejante a unembudo, oyó música. Por eso apretó elbotón durante más tiempo del pertinentea una visita, con el fin de queRauschenbach, arrullado por la música yel vino tinto, no desoyera el timbre.

Pero él no reaccionó. Un nuevotimbrazo impetuoso quedó sin respuesta.Anne golpeó la puerta con la mano.

—¡Doctor Rauschenbach! —gritóenojada—. ¡Doctor Rauschenbach, abrade una vez!

El ruido que metía hizo salir alportero, un yugoslavo vivaz con un pieanquilosado, lo que no le impedía con el

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otro sano, tomando los escalones de dosen dos, subir al piso de arriba conincreíble rapidez.

—¿Doctor no está aquí? —preguntósonriente.

—¡Sí, tiene que estar, escuche lamúsica! —contestó Anne.

El yugoslavo escuchó atentamenteapretando una oreja contra la puerta yconstató:

—Música sólo si doctor en casa.Pero quizá… —hizo un gesto comoalguien que vacía un vaso y guiñó unojo.

Pero el portero no había terminadoaún su pantomima indicando que

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Rauschenbach posiblemente habíavuelto a beber más de lo que la sedexige, cuando Anne sintió como si lehubieran dado un latigazo: desde elinterior sonaba «Ah, la he perdido…»,el aria de Orfeo y Eurídice. Anne apretóa su vez el oído a la puerta; sentíagolpear el pulso en sus sienes; no habíaduda: ¡el aria de Orfeo!

—¿No tiene una llave de repuesto?—Anne increpó al yugoslavo.

Él no entendía su nerviosismo, buscótranquilamente en el bolsillo, sacó unallave grande y vieja, y la colocó ante lasnarices de la mujer.

—Llave maestra —dijo sonriendo

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irónico—. Va bien con todo.—¡Entonces, abra ya! —rogó Anne.Encogiéndose de hombros para

indicar algo así como: no sé si escorrecto, pero si usted se empeña…,metió la llave deforme en la cerradura yAnne se precipitó en la vivienda.

Rauschenbach estaba sentado a suescritorio, el tronco caído hacia delante,la cabeza ladeada sobre la tabla. De laboca, torcida en una mueca, colgaba lalengua, gris, seca y extraordinariamentelarga; tenía los ojos abiertos, pero sólose veía el blanco. Observándolo mejor,Anne reconoció unas manchas oscurasen su cuello. Rauschenbach había sido

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estrangulado.En el gramófono sonaba todavía el

aria. Cuando terminó, se levantó elbrazo del tocadiscos como movido porun espíritu, se colocó de nuevo y repitióla melodía infinitamente triste.

—¡No, no, no! —gritó Annetapándose los oídos con ambas manos,después se precipitó hacia el aparato.Un graznido desagradable y luegosilencio.

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En las noches siguientes, Annedurmió mal.

Tenía la impresión de que sóloperdía la conciencia durante unossegundos, unos breves segundos frente alas interminables horas de la noche. Seesforzaba enérgicamente por mantenerlos ojos abiertos y mirar fijamente altecho, donde con intervalos irregularesse dibujaban las luces de los coches quepasaban y tras una breve procesióndesaparecían; pues tan pronto comocerraba los ojos, penetraban en ella

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imágenes que la torturaban comodolorosos parásitos. Las imágenes seaferraban como sanguijuelas en sumemoria, y se le aparecían a Anne tanclaras, tan significativas, que leresultaba difícil y casi imposibledistinguir entre una idea fija y larealidad. Más de una vez estando envela se preguntó si estaría loca, si sumente ya no trabajaba correctamente, sieran sueños las fantasiosas imágenesque se reflejaban en ella, imágenes quehabían destruido el aparato controladorde la razón.

¿Acaso tú misma estabas sentada enel automóvil siniestrado, empezó a

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preguntarse seriamente Anne, acaso elchoque paralizó tu cerebro y mutiló tumemoria, acaso vas sin conciencia porla vida haciendo y viviendo cosas queestán fuera de cualquier realidad, acasoeste estado en que te encuentras se llamamuerte?

En estos momentos Anne intentaba aveces levantarse para demostrar quetodavía tenía dominio de sí, pero una yotra vez fracasaba en el intento.Sencillamente le faltaban fuerzas paraimponer su voluntad, como si alguien sehubiera apoderado de ella y dirigiesecada gesto y cada pensamiento. Entoncesempezó a gritar palabras y el sonido de

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su voz, que resonaba en las paredes, latranquilizó, la despertó de su tormento yabrió los ojos.

Debo averiguar la verdad, se repetíaa sí misma.

La muerte de Rauschenbach la habíacolocado en una nueva situacióndesagradable. En cualquier caso, Annehubo de someterse a interrogatoriosembarazosos. Tenía dificultades paraaclarar a la brigada de investigacióncriminal que desconocía el estilo devida que llevaba Rauschenbach y queúnicamente lo había visto una vez antesde su muerte. Por lo demás, Anne no viola necesidad de encubrir el motivo de su

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cita con el experto. Explicó a la policíaque había dejado a Rauschenbach lacopia de un viejo pergamino para superitaje.

Sin embargo se demostró que estadeclaración había sido un error. Puespor un lado no se encontró la copia encasa de Rauschenbach, por otro laafirmación de Anne según la cual elpergamino había desaparecido en elaccidente de su marido parecíamisteriosa y poco creíble, de modo queAnne von Seydlitz, si bien no se laconsideraba sospechosa del asesinato,era acusada de jugar un papel pocotransparente en este caso.

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Aunque Anne no veía relación entrela muerte violenta de Rauschenbach y elpergamino, no se descartaba talposibilidad. La desaparición de la copiaindicaba en todo caso, y cuanto máspensaba en ello más le asaltaba lasospecha, que Guido pudo no habermuerto de muerte natural. Pero paracontinuar debía conocer el significadodel pergamino, debía averiguar su valorhistórico y artístico o saber algo de sucontenido.

Anne recordó al respecto un hombreal que Rauschenbach había nombrado depaso y que por el nombre no le eradesconocido, aunque nunca había tenido

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relación con él. ¿Cómo dijoRauschenbach? «¡Al fin y al cabo elprofesor Guthmann pasa por ser elexperto por antonomasia!»

Con una segunda copia Anne sedirigió al Instituto de la Meiserstrasse,un edificio pomposo de la época nazi,que tenía una caja de escalera conescalones a los lados y barandas demármol. En el segundo piso encontróuna puerta de dos hojas pintada deblanco con el nombre de Guthmann, sibien el letrero indicaba enérgicamenteque las visitas debían anunciarse yacceder por la habitación 233, cosa queAnne cumplió.

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Uno se imagina con frecuencia a losprofesores de un instituto universitariocomo honorables señores maduros conbarriga y vistiendo traje oscuro conchaleco. Guthmann no encajaba enabsoluto en este cliché. Llevabavaqueros, el pelo ondulado semilargo ydaba más bien la impresión de unasistente mal pagado que la del directorde un instituto. En el centro deldespacho, que por lo menos tenía doblealtura que las construcciones modernas,había una mesa larga antigua y

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esparcidos por encima, libros abiertos,numerosas hojas escritas y legajos demanuscritos atados con cintas comopaquetes de regalo.

Guthmann sacó de debajo de la mesaun taburete gastado de madera, rogó aAnne que tomara asiento y le preguntóqué deseaba. Anne se sirvió de la mismahistoria que había contado aRauschenbach: le habían ofrecido elpergamino para comprarlo y queríaconocer su valor y su contenido.Guthmann tomó la copia y la examinócon los ojos fruncidos. En esto afiló laboca e hizo una mueca como de dolor.Guardaba silencio.

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De repente se levantó de un saltocomo si hubiera descubierto algoterrible, agarró de entre los libros ymanuscritos una gran lupa, se dejó caerde nuevo sobre la silla y dirigió la lentede arriba abajo sobre la copia. De vezen cuando meneaba la cabeza irritado,pero seguidamente la comisura de loslabios se contrajo en una sonrisa ysonrió comprensivo.

—¿De dónde lo ha sacado? —quisosaber Guthmann.

—No lo tengo —respondió Anneateniéndose a la verdad e inseguraañadió—: Sólo me lo han ofrecido.

—Entiendo —replicó Guthmann sin

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quitar la vista de la lámina—. ¿Porcuánto lo venden, si no es indiscreción?

Anne se encogió de hombros.—Tengo que hacer una oferta.—Sabe usted —comenzó incómodo

el profesor—, los pergaminos coptos novalen mucho, hay demasiados en elmercado. El valor de una pieza comoésta viene determinado, no tanto por suantigüedad o su conservación, como porel contenido del texto. Y este texto nome parece interesante. Aquí —Guthmanntomó la lupa e indicó a Anne un renglónconcreto— aquí leo el nombre de«Barabbas».

—¿Barabbas?

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—Un fantasma histórico. Aparecetanto en textos coptos como judíos. Lostextos bíblicos se refieren a él comoinstigador. Incluso los rollosmanuscritos del mar Muerto lo nombran,aunque sin dar indicios sobre suimportancia. Un colega llamado MarcVossius, que enseña en la Universidadde San Diego de California, ha dedicadomedia vida a este Barabbas y por elloalgunos lo tienen por loco.

De pronto Anne von Seydlitz sedespabiló.

—Si le entiendo bien, profesor,existe un personaje histórico llamadoBarabbas tan importante, que su nombre

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aparece en diferentes tradiciones, sinque hasta hoy se haya conseguidoanalizar el significado de este… de estefantasma.

—Así es.—¿Y este Barabbas aparece

nombrado en el pergamino?Guthmann tomó la lupa con la mano,

parpadeó a través del cristal y dijo:—Al menos así lo parece.—¿Hay más fantasmas históricos

como éste?—Oh, sí —respondió el profesor—.

No todos fueron tan comunicativos comoJulio César, cuya vida conocemos de supropia mano; por otra parte muchos

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escritos se han perdido. Por ejemplo deAristóxenos, un discípulo de Aristóteles,apenas sabemos nada, aunque fue una delas personas más sabias que hanexistido. Escribió 453 libros, pero no haquedado ninguno. De Barabbas sóloconocemos el nombre y algunasalusiones a su personalidad.

En el transcurso ulterior de laconversación, Guthmann dio a entenderque él mismo estaba interesado por elpergamino y Anne comprendió por quéel profesor se resistía a emitir unaestimación sobre el valor deldocumento. Finalmente dijo que debíadejárselo durante una semana larga.

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Necesitaba todo ese tiempo paraestudiar el manuscrito. No se habló delos honorarios.

Anne se sentía un poco aliviada trasla visita al profesor Guthmann. Nohabría sabido explicar por qué, aunqueahora se veía confirmada en la sospechade que el pergamino jugaba un papelcentral en todas las cosas raras de losúltimos días.

Cuando atravesó el portal delinstituto y salió fuera, un hombre al quecreía haber visto antes se deslizó pordelante de ella, pero inmediatamenterechazó la idea. Demasiadas imágenes,demasiadas personas la visitaban cada

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noche como para tener aún el valor deexpresar una sospecha.

Camino de casa buscó un bistró en laTheresienstrasse, donde sobre mesasaltas de mármol se sirven suculentasespecialidades de pasta. Annereflexionaba. No podía quitarse de lacabeza el nombre de Barabbas.

Por la noche, mientras daba vueltasen la cama y aparecían y desaparecíanimágenes como en noches anteriores,empezó a hablar en voz alta:

—Barabbas, ¿quién eres? Barabbas,¿qué quieres de mí?

Temerosa aguzaba el oído en lanoche por si el misterioso poder, que ya

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había actuado de modo tan terrible, dabauna respuesta, pero el silencio reinabaen la solitaria casa, sólo interrumpidoregularmente por las campanadas alestilo Westminster del viejo reloj depared situado en la planta baja.

Estás trastornada, ya lo creo, tú estásloca, susurraba Anne en su modorra sólopara infundirse valor, cayendo luego enla somnolencia que aumenta la fantasía yatolondra la mente como una droga.Anne creyó ser también una imaginaciónsuya el timbre del teléfono que derepente la asustó, y se apretó laalmohada sobre la cabeza hasta que dejóde oírlo.

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Quizá, pensó Anne después dehaberse tranquilizado, debería consultara un psiquiatra, en vez de andar con elpergamino de un coptólogo a otro. Peroentonces posiblemente no averiguaríajamás la verdad del por qué se matóGuido y por qué al buscar ella unaexplicación topaba siempre con un murode silencio.

Y otra vez sonó el teléfono conaquella infamia de la que sólo es capazun tal aparato en las horas de dormir.Mientras Anne hundía aún la cabeza enla almohada, le vino la sospecha de queese ruido no eran imaginaciones, no,realmente sonaba.

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Buscó con los dedos medio aoscuras el auricular y contestó ebria desueño:

—¿Diga?—¿Señora von Seydlitz? —se oyó

del otro lado de la línea.—Sí.—No debería seguir investigando el

pergamino —dijo una voz de hombre—.Es por su bien.

—¡Oiga! —gritó Anne excitada—.¡Oiga! ¿Quién habla? —Se cortó lalínea. Colgaron.

Anne creía reconocer la voz, pero noestaba segura de si era Guthmann. Y silo fuera, ¿qué razones tendría el

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profesor para llamarla a estas horas; dequé quería advertirla?

No aguantaba estar en la cama. Selevantó, fue al baño, dejó correr el aguafría del grifo sobre su cara, se vistiórápido y encendió la cafetera. El aparatogurgitaba ruidosamente el aguahirviendo en el filtro como un sapo enépoca de desove. El aroma quedesprendía tenía el efecto de despejar lacabeza. Ella se sentó en un sillónsosteniendo con ambas manos la taza decafé.

—Barabbas —susurró para sí misma—, Barabbas —y meneó la cabeza.

Así estuvo sentada pasando frío y

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con la mirada fija al frente hasta queclareó, lo que para Anne fue unaliberación.

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En situaciones sin salida como ésta,hay momentos en que la tensión cede sinmás a una visión en la que de prontoaparece un resquicio de esperanza deresolver todos los problemas con laayuda de una varita mágica. Así lesucedió a Anne von Seydlitz. Guthmannsabía mucho más sobre el pergamino delo que había revelado en el encuentrodel día anterior. Mirandoretrospectivamente podía incluso creerque el profesor lo sabía todo. Como elexperto en el campo de la coptología,

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sin duda no sólo conocía el contenido,sino que estaba informado también delas connotaciones que tan valioso hacíanel documento.

Anne no encontraba adecuado visitaral profesor en su instituto y hablar conél; pues si Guthmann sabía más de loque había revelado en la primera visita,entonces no lo divulgaría fácilmente enuna segunda visita. Si quería teneralguna oportunidad, Anne deberíasorprender al profesor. Se propusosobornarlo con una cantidad sustanciosa;pues a juzgar por su apariencia,Guthmann daba la impresión denecesitar dinero.

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Alrededor de las 17 horas aparcó sucoche frente al instituto de manera quepudiera ver la entrada. Su plan consistíaen atrapar a Guthmann, rogarle queaccediera a una conversación y despuésde cenar juntos hacerle una generosaoferta, lo bastante generosa para hacerlohablar.

Al cabo de tres horas y media,alrededor de las ocho y media, unportero se colocó ante el portaldisponiéndose a cerrar el edificio, Annebajó del coche, cruzó la calle corriendoy preguntó si el señor Guthmann estabaaún en la casa. El contestó que no habíanadie más, pero se cercioró con una

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llamada telefónica que quedó sinrespuesta.

Al día siguiente, después de otranoche de insomnio, Anne ya estaba a lassiete y media de la mañana en el lugar.También esta vez su espera fueinfructuosa. Guthmann no vino. No veíaningún motivo para no visitar alprofesor en su domicilio. Obtuvo ladirección del listín de teléfonos:Guthmann, Prof. Dr. Werner.

Werner Guthmann vivía en una casaadosada de un barrio periférico al oestede la ciudad, donde el precio de losinmuebles era razonable. Al sonar eltimbre, abrió una mujer de mediana

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edad. Se mostró reservada. Anne leexplicó incómoda su deseo; el profesorera la única persona que podía ayudarla.Pero antes de acabar de contar suhistoria en el portal, la interrumpió lamujer diciéndole que sentía mucho nopoder ayudarla, su marido hacía dosdías que había desaparecido sin dejarrastro. La policía lo estaba buscando.

Anne se estremeció. Parecía como siel condenado pergamino tuviera pegadauna maldición, que la perseguía comouna sombra. Se despidióprecipitadamente y, mientras se dirigíaal coche, le vino repetidas veces la ideade estar completamente loca. Pero a

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continuación se agitó en ella laconciencia de que estaba en sus cabales,porque podía analizar sin reservas y demanera lógica su situación y lascircunstancias que habían conducido aella. No obstante parecía haberseposado sobre ella y sobre su vida unafuerza misteriosa, como un pulpo queestaba en condiciones de alargar sustentáculos hasta alcanzar un botín lejano.

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Capítulo segundo

DANTE Y LEONARDOsecretos en clave

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No tiene sentido que la gente diga,de alguien que ha puesto fin a su vida,que no estaba en sus cabales. Vossiustenía la mente tan clara que —contra sucostumbre— le venían continuamentealgunas cifras a la memoria, cifras quepara él y para la situación en que sehallaba no tenían significado alguno. Asírecapacitó seriamente si en realidadhabía de gastar veinte francos en elascensor, que lo subiría a la terceraplataforma, o si debía ahorrarse un parde francos y subir a pie hasta la primera

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plataforma. Por un dibujo esquemáticoque estaba junto a la caja, se enteró deque la primera plataforma sólo estaba a57 metros de altura, pero era más quesuficiente para arrojarse a la muerte.Mas luego se dijo a sí mismo: sólo semuere una vez, y él quería ver París denuevo desde arriba, a trescientos metrosde altura. Así que se alineópacientemente en la cola ante una de lastaquillas de la caja, con la firmeintención de acabar con su vida alprecio de veinte francos, desde arribadel todo.

Los visitantes de la torre Eiffel seven sometidos a una dura prueba de

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paciencia, porque las colas de personasque quieren tomar por asalto elmonumento son todos los días casiinterminables, incluso en un desapacibledía de otoño como éste. Empezando porél, comenzó a contar a los queesperaban. Eran noventa y calculó que,si cada uno tardaba veinte segundos enadquirir el billete, debería esperarmedia hora.

Ciertamente, son ideas insensatas decara a la muerte, pero debenreproducirse únicamente para describirla claridad de su mente, que uno u otrotal vez posteriormente le pudiera negar.Tal era su lucidez, que discretamente —

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es decir, de aquel modo expresamentecasual que no pasaba inadvertido acualquier observador atento—examinaba a las personas que ibandelante y detrás de él por ver si no sedaban cuenta de su comportamientosingularmente tranquilo, que define a unapersona que sólo tiene un objetivo a lavista. Incluso se sorprendió tosiendoligeramente, aunque no sentía necesidadde ello, sólo para no causar una malaimpresión.

En algún momento de estos minutosde espera que parecían interminables, levinieron a la mente las noticiasperiodísticas que levantaría su salto

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desde la torre Eiffel. Tal vez bajo«Varios» o, aún más denigrante, en unacolumna titulada «Información local»,entre un accidente de tráfico en la ruéTivoli y el robo en una casa del barriolatino. Y eso que lo que se llevaba consu muerte era tan importante, que habríadesplazado al día siguiente todos lostitulares de este mundo.

No tenía miedo de lo que seproponía, porque no es necesario tenermiedo de la muerte, sólo de la agonía, yésta en su caso sería tan rápida, que nole quedaría tiempo para lamentarse. Enalgún lugar había leído que en generaluno no sentía ningún dolor al lanzarse de

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una torre alta, porque poco antes delgolpe perdía el conocimiento.

Sólo le causaba escepticismo la ideade cómo podría saberse realmente siesto no era una vaga teoría, pues nadiehabía sobrevivido a la práctica. Sinembargo, no le asaltaba ninguna duda, apesar de ser consciente de que ladecisión de acabar con su vida noobedecía a la voluntad propia. Pero sudeterminación era tan fuerte, que nadapodría hacerla cambiar.

De algún modo su firme resoluciónle había levantado el ánimo, así quesilbó a una rubia elegante que paseabasu palmito (no de otra manera se puede

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llamar la exhibición de su vestidonuevo) mientras giraba los ojos como unsanto barroco. Jamás lo habría hecho,¡un caballero de su edad y posición!

De pronto vio claro que habíallevado una vida responsable seguidacon admiración por la sociedad,comportándose según las expectativasque exigía su posición. No sin orgullohabía vivido su vida, la vida de uncientífico prestigioso, profesor deliteratura comparada. Eligió estaasignatura porque, gracias a suextraordinaria memoria, estabaparticularmente dotado y la considerabaimportante, aunque sólo uno de cada mil

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sepa explicar que se trata de compararciencias literarias.

Sacrificó su matrimonio a las musas,más exactamente a un proyecto deinvestigación de la California StateUniversity de San Diego (¿qué quieredecir: sacrificado? El decorosomatrimonio mediocre se habría rototambién sin la decisión de ir aLeibethra). Así que se había avenidobien para disolver sin demasiadoescándalo el ideal de la convivenciahumana impuesto por la sociedad ycambiar la presión de una cátedraamericana por la libertad de un institutointernacional de investigación.

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Vossius dio unos pasos lentos haciasu final. Encontraba desagradable quelos de atrás avanzasen en seguida atoque de codos. En general se le hacíalarga la espera, insoportable la cola degente, y empezó a sentir la sensacióninexplicable que se apodera de uno quese siente acorralado.

Esta forma de acorralamiento lehabía impedido toda su vida asistir aactos organizados; según declaraciónsuya debían ser calificados así aquellosen los que más de seis personas sereúnen en torno a una mesa. Vossius sehabía acostumbrado a resolverrazonamientos difíciles no sentado, sino

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caminando, como Aristóteles y susdiscípulos. La estrechez producenecedad, rezaba una de sus afirmacionescitadas a menudo, que él sabía cimentarcon numerosos ejemplos históricos.

En general el profesor teníacostumbres que estaban fuera de locorriente, así que lo marcaban como unhombre bastante raro. A ello contribuíatambién que Vossius se prescribiera, aintervalos irregulares de dos a cuatromeses, una cura de hambre en la quedurante ocho días sólo tomaba aguamineral. El motivo de estaautodisciplina no eran problemas depeso, como tal vez se pudiera pensar,

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más que nada Vossius creía aumentar asísu concentración y su capacidadintelectual. Precisamente durante una deestas curas de hambre descubrió lashuellas del misterio de Barabbas.

Su ayuno, pues, respondía más a unafilosofía que a la preocupación por susalud, que Vossius más bien descuidaba.No consideraba su profesión como unmedio para ganar dinero, lo quesupondría medir con exactitud lascuarenta horas semanales; no, suprofesión era para él una necesidad, casipodría decirse una pasión, que no podíaabandonar ni siquiera de noche. Lascabalgadas nocturnas por el mundo de la

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literatura comparada, en las que seguíaalguna pista hasta el agotamiento total(cola y cigarrillos de tabaco negrohacían el resto), lo conducían a menudoal borde del colapso. No, Vossius nohabía llevado una vida sana. Suprofesión era de aquellas pasiones quelo carcomen a uno, pero que nunca lomatan.

Si hubiera sospechado que un díasería víctima de su propio saber, nohabría elegido jamás esta terribleprofesión; como probo funcionario o conun oficio con sentido artístico habríallevado una vida honrada, sin necesidadde huir de sí mismo. Sócrates se

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equivocaba —y sin duda no era laprimera vez— al decir que el saber es elúnico bien de la humanidad y laignorancia el único mal. La ignoranciapuede significar una gran suerte y elsaber, una desgracia atroz, existenincontables ejemplos de ello. Ygeneralmente no se tiene mala intenciónal decir que los necios son los másfelices: lo son. Su vida es un paraíso ysu trabajo ganancia de pan y no afectadopor un bosque de dudas, que rodeeimpenetrable su saber, porque el saberno es otra cosa que una forma siemprerepetida de la duda.

¿Qué otra cosa sino la duda ha

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proporcionado a la humanidad su mayorconocimiento? Y si él, Vossius, nohubiera dudado que Dante, Shakespeare,Voltaire y Goethe, sí, hasta un Leonardo,eran algo más que geniales narradoresde historias, si no hubiera sospechadoque compartían el secreto de un misterioinconcebible, habría permanecidoignorante, pero feliz.

Ahora debía temerse a sí mismo, asu saber y a los que iban detrás de susaber. (Vossius había pasado por alto eneste momento que estaba huyendo de lasconsecuencias de un acto criminal.)Indiferente, casi aburrido, lo que sinembargo, según lo dicho, no

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correspondía en absoluto a su estadointerior, hundió las manos en losbolsillos de los pantalones. Su derecharetrocedió involuntariamente al sentir labotellita en su bolsillo.

No era la botellita en sí lo que leprodujo una nueva inquietud, sino laobra que había ejecutado su contenidocorrosivo, inodoro, incoloro, aceitoso.H2SO4. Mientras con los dedosacariciaba la angulosa botellita, mirabaa todas partes, pero no divisó ningúnmovimiento del que hubiera podidoinferir que alguien le estabapersiguiendo.

Desde la tapa de alcantarilla, sobre

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la que estaba, subía un hedor vomitivo atibias aguas residuales y, para evitarlo,Vossius quería salirse de la fila, sinembargo resistió para no llamar laatención. Ridículo, pensó, lo fácil queera cometer un atentado en esta ciudad ylo sencillo que resultaba escabullirse.

Externamente no era difícil, pues,por más extraordinario y genial quefuese el profesor Vossius con respecto asu entendimiento, su apariencia eramediocre. En su edad de cincuenta ycinco años recién cumplidos no habíanada atípico. Su cara suave ovaladaestaba dominada por una nariz larga,delgada, y una frente alta, como se suele

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decir cuando hay entradas en el cabello.No obstante, Vossius estaba lejos desufrir por algún que otro defecto en suaspecto exterior, como por ejemplo susorejas alargadas, de las que salían matasde pelo como un juncal de un pantano.Examinada más de cerca, esta carareflejaba en sí algo armónico y unaamabilidad vivaracha que dimanaba desus ojos pequeños. Estos ojos se movíansin cesar; incluso daban la impresión,tras un breve encuentro, quecontinuamente iban en busca de algonuevo. Su vestimenta era correcta, peroalejada de la última moda también eneste día memorable, en el que llevaba

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sobre la camisa abierta un traje de colorcaqui y una trinchera beige arrugada.

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Desde que tenía uso de razón, amabaParís. Estudió aquí después de la guerra,vivió en la rué des Volontaires cerca delInstituto Pasteur, en una buhardilla, bajoel tejado, en casa de una viuda quesiempre llevaba colgada una colilla enla comisura de los labios y que laalquilaba para mejorar la renta de sudifunto. Dos ventanas de la buhardilladaban al patio, y el mobiliario habíaconocido tiempos mejores, tal vez hastael asalto a la Bastilla; en cualquier caso,del sofá de patas duras, que durante el

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día servía de asiento y por la noche decama, salía pelo negro de rocín en todoslos sitios imaginables, y olía a caballo.

En invierno, cuando el viento, através de los marcos de las ventanascubiertos con cartones, bramaba como elaullido de los perros sin amo bajo lospuentes del Sena, la estufa negra,redonda, de acero salía excesivamentecara, pero sobre todo madameMarguery, como se llamaba la fumadoraempedernida, se mostraba avara con lasbriquetas caloríferas y rehusó su ruegode subir seis escaleras arriba elpreciado bien (con la esperanza dedesviar una que otra caloría para sí).

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Madame contaba las briquetas con laminuciosidad de un contable y lasdistribuía, cuatro por día, por lo queVossius todavía ahora temblaba de fríocon sólo recordarlo.

Pero la necesidad aguza el ingenio,sobre todo si se trata de las necesidadesnormales de cada día. En el rastro quehabía en torno a la Porte de Clignancourty en casa de los traperos del VillageSaint-Paul, se conseguían en aquellaépoca por un par de céntimos librosviejos con tapas duras de cartón, a losque por motivos incomprensibles lesfaltaba la portada o algunas páginas.Aunque se sentía unido al papel impreso

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casi por juramento de honor, Vossius notuvo reparos en alimentar con ellos suestufa, si bien, hay que admitirlo, conmala conciencia.

Sea dicho para salvaguardar suhonor que Vossius examinaba cada libroantes de quemarlo, no por su capacidadde combustión, sino, como correspondíaa un futuro científico, respecto alcontenido intelectual que, como prontoexperimentaría el joven Vossius, eradiametralmente opuesto al valorcalorífico de la obra. En síntesis: loslibros delgados mostraban un contenidointelectual más alto que los gruesos,pero estos últimos ardían más tiempo.

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En todo caso debe atribuirse a laavaricia de madame Marguery queVossius pescara un día entre los libroscalefactores un ejemplar de la DivinaComedia de Dante, impreso sin lugar niaño en lengua italiana, el cual sedistinguía de los otros que habíaquemado hasta entonces por unamonstruosidad: todos los libros, comose ha dicho, sufrían el trauma deldescalabro, eran viejos e incompletos, ypor ello prácticamente invendibles.Menos esta edición de Dante. EstaDivina Comedia contenía, junto con lastres partes principales conocidas,«Inferno», «Purgatorio» y «Paradiso»,

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un epílogo «Veritá», una parte que noexistía o no podía existir porque faltabaen todas las ediciones conocidas de estaobra.

Más tarde se maldijo a sí mismo porno haber echado el libro en la estufanegra de acero. Pues todo empezó coneste insignificante libro manoseado, decuyo precio no podía acordarse, peroseguro que no eran más de veinticincocéntimos. Claro que no lo sospechaba.Estos veinticinco céntimos que Vossiushabía gastado, no con intención deedificar su espíritu, sino por ladesdeñable necesidad de calentarse,habían de cambiar su vida, peor aún,

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debían ser la causa de que sólo viera laalternativa de tirarse de la torre Eiffel.

Volvamos a Dante: todo estudiantede literatura se entera en el primersemestre de los enigmas que envuelvencomo un tejido su obra principal odigamos, para ser más exactos, que laobra consta exclusivamente de enigmas,que ya empiezan con el título: DivinaComedia. Que se sepa, Dante Alighierino tituló su obra de «Divina Comedia»,sino sólo «Comedia», pero estoprecisamente subraya el misterio de estelibro; pues no es ninguna broma, enabsoluto. Sin embargo, eligió el título nosin intención.

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Durante siglos la gente creía que unlibro que se ocupa del infierno, delpurgatorio y del paraíso debía ser unaobra devota en el sentido de la SantaMadre Iglesia. Pero el hábito no hace almonje, y en su paso por el paraíso, apesar de toparse con reyes, poetas yfilósofos paganos, Dante no encuentrapapas, para los que sólo tiene palabrasde desdén. De devoción, pues, ni hablar.Dios nos asista: hasta detrás de laVirgen María se esconde Beatriz, elamor imposible de su joven corazón.

Sin duda Dante era astuto, tal vez elque más sabía de su tiempo, por esto confrecuencia sólo se desahogaba con

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alusiones que permiten inferir unconocimiento más profundo que elmanifestado por escrito. No se haconservado ni una línea manuscrita delpoeta, lo que da pie a nuevasespeculaciones e indujo a los florentinosa crear una cátedra de Dante, ya mediosiglo después de su muerte. Pero comoocurre casi siempre que los profesoresse ocupan del destino de una persona seenredaron en violentos debates sobre loque Dante quiso decir y esconder.Contaron versos (14.000) ydescubrieron en la construcción de laobra un misterioso simbolismonumérico, que permite conjeturar que

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detrás de la Comedia se esconde muchamás sabiduría. Las tres partesprincipales se dividen en 33 capítuloscada uno: 3 por 33 es igual a 99, y 99 seconsidera el número perfecto.

Los números son a menudo el reflejodel orden cósmico o humano, eso ya losabían los griegos y también Dante juegacon este simbolismo, cuando escribe queel paraíso se forma con nueve cielosconcéntricos alrededor del globoterráqueo o que el embudo del infiernose precipita en nueve círculos hasta elcentro de la tierra, sede de Lucifer. Entodo caso, Dante tenía conocimiento dela magia de los números y de su

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significado simbólico, por ejemplo delsentido cósmico del número 4(elementos, estaciones, edad del mundo)o de la compenetración de lo material ylo espiritual con el número 6. Pero sabíamucho más.

¿Era casualidad que no subsistieseoficialmente ningún original de laComedia de Dante, que la primera copiano apareciese hasta quince años despuésde su muerte?

Según parecía, Vossius habíahallado casualmente entre su materialacadémico de combustión un ejemplarimpreso de aquella desaparecidaedición original de Dante, y se sirvió de

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la ayuda de un romanista amigo paraaveriguar el contenido del epílogo«Veritá». Pero el amigo, un piadosojoven llamado Jerome, se llevó el libroa casa por la noche y al día siguiente lolanzó a los pies de Vossius diciéndoleque era una pérdida de tiempo traducirsemejante basura, pues se trataba de unafalsificación que nada tenía que ver conel original, ni sobre todo con DanteAlighieri. Vossius entonces no viomotivo alguno para dudar de laexplicación de su amigo, pero como setrataba de un libro muy antiguo y ademásde una curiosidad, lo guardó; hastasobrevivió varias mudanzas en las que

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otras cosas se perdieron.

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Entretanto, esperando en la cola,llegó a la taquilla, donde Vossius, segúnlo decidido, sacó un billete por valor deveinte francos, que le daba derecho ausar el ascensor hasta la plataforma másalta. Discretamente miró de nuevo a sualrededor si lo perseguían, no detectónada extraño y se dirigió detrás de dosdamas maduras a la jaula acristaladapara esperar el ascensor.

No esperó largo rato. Las puertascorrederas se abrieron con granestrépito y los visitantes se precipitaron

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en la gigantesca jaula como animales decirco. Con un tirón el ascensor se pusoen movimiento. Igual que en todos losascensores del mundo, la gente porcausas indescifrables dirigía su mirada alas puertas. Nadie se atrevía a mirar alotro a la cara. Mucho menos Vossius,que temía ser reconocido. Así quetambién como los demás fijó los ojoscon estudiada indiferencia hacia laspuertas correderas.

De esta guisa le pasó por alto que enla parte trasera del ascensor había doshombres que no lo perdían de vista.Llevaban chaquetas oscuras de cuero,que les daban un aire algo marcial,

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reforzado aún más por su duplicidad.También estos dos fingían indiferencia,pero fijándose mejor se habría podidodescubrir cómo se entendían con losojos y con breves movimientosimpulsivos de la cabeza.

El ascensor se paró con unmovimiento que provocó un ligerohormigueo en el estómago, sobre todo enVossius, que sentía una profundaaversión por los ascensores. Las puertasse abrieron con idéntico ruido metálicoy los visitantes, que hasta ahora habíanguardado un recogido silencio, seprecipitaron estrepitosamente hacia laplataforma.

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Vossius atentamente dejó salir a losotros primero. Así los dos hombres conlas chaquetas de cuero no pudieronevitar tener que bajar antes que lapersona vigilada, dirigiéndose uno haciala izquierda y el otro hacia la derecha.

La vista de la primera plataforma dela torre Eiffel es en cierto modopreferible a la de los pisos superiores,porque desde aquí los edificios de laciudad están tan cerca, que casi sepueden tocar. Para ser un suicida al quesólo pocos momentos separaban de suacción, Vossius se comportaba con unatranquilidad poco habitual. Sin perdersiquiera un momento pensando en lo que

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se había propuesto, se dirigió a la partede enfrente de la galería, se apoyó conlos brazos en la baranda y miró sobre elSena hacia el Palais Chaillot, donde lagente, como hormigas, parecía muyagitada. Allí, en el parque, había pasadoa menudo sus tardes de estudiante, conun par de libros entre el equipaje,aunque muchas veces quedaban sin abrira causa de las numerosas muchachasbonitas que uno encontraba, casisiempre patinando.

Una de las patinadoras se llamabaAvril, un nombre con el que no se habíade topar jamás en la vida, igual que nose encontró nunca más con Avril. Era

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irlandesa, tenía el pelo rojo de fuegopeinado a lo garçon, la piel blanca comola nieve y pecas en la nariz y en lasmejillas, que al sol brillaban comobombillitas, pero eran invisibles con elcielo cubierto, un raro enigma de lanaturaleza. Avril contó que estudiababallet, y ambos pasaron muchos días ynoches juntos. Ella no cedía nunca a sudeseo de verla bailar, aunque nadadeseara él con tanto ardor.

Tampoco hablaba nunca de baileclásico y así sucedió lo que tenía quesuceder: Vossius la siguió un día ahurtadillas desde su vivienda en la ruéChapón hasta el Quartier, donde ella

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desapareció en un cabaret llamadoCarnavalet, al que acudían sobre todoargelinos. Avril bailaba allí no tantoballet como desnuda sobre la mesa (encualquier caso el escenario no eramayor), y cuando Vossius la sorprendióasí, aunque sin hacerle ninguna escena,la muchacha de un día para otrodesapareció de París. Según supo mástarde, se fue a África corriendo tras unargelino.

Vossius sonreía mirando hacia elPalais de Chaillot; era su primerasonrisa de este día y le vino la idea a lacabeza de que probablemente sería laúltima de su vida.

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En este momento, en el que para élel tiempo no existía, en el que sólo habíaun agujero negro al que iba a lanzarse,sintió cómo sus brazos eran arrastradosviolentamente a su espalda y apretadoscontra su cuerpo. Estaba indefenso.

—¡Ningún movimiento, monsieur!Dos hombres se habían acercado a

él por la izquierda y por la derecha, ymientras uno le agarraba los brazos a laespalda, el otro palpó su indumentariacon experta rutina, sacó de la chaquetala cartera y de los pantalones la botellitaangulosa de color marrón.

—Monsieur —dijo el primero conatenta corrección—, queda usted

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provisionalmente detenido. ¡Síganos, sinofrecer resistencia!

Todo ocurrió tan rápido y taninesperadamente que Vossius noencontró palabras de protesta y soportócon resignación que uno de los hombresle colocase las esposas a la espalda, loque le causaba dolor. Pero la mayortortura del momento no era este dolor,sino que le impedían volar hacia el granagujero negro, como se había propuesto.

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Naturalmente que Vossius sabíaperfectamente por qué lo habíandetenido, y tenía idea de a dónde iban allevarlo. Por esto no hizo preguntas.Siguió a los hombres hasta un viejoPeugeot azul que estaba aparcado frentea la parada de taxis en el Quai Brauly y,en una postura bastante incómoda, tomóasiento en la parte posterior.

La prefectura de policía del bulevardu Palais, a unos pasos de Notre Dameen la Île de la Cité, ofrece desde fuerauna impresión bastante amable y con

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ello se asemeja al resto de edificiospúblicos de la ciudad, que al entrarcambian de cara y su atractivo seconvierte en todo lo contrario. Lo mismola prefectura, que desde el exteriorrecuerda un palacio encantado como elLouvre, pero en su interior, al laberintodel Minotauro, una impresión que noconsiguen cambiar las columnas ni lasescaleras y balaustradas conornamentos.

Vossius fue conducido a unahabitación del segundo piso, donde uncomisario llamado Gruss lo recibióformalmente y le preguntó el nombre,lugar y fecha de nacimiento, profesión y

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lugar de residencia, mientras los doshombres de chaqueta de cuero estabansentados allí en silencio.

—Usted sabe, monsieur —dijoGruss con simulada cortesía— que se leacusa de un delito y por ello puedenegarse a declarar, pero —y con ellocambió el tono de voz que de prontosonó amenazadora— ¡yo no se loaconsejaría, monsieur!

Gruss hizo señas con la cabeza a unode los que llevaban chaqueta de cuero.Este se levantó y abrió una puertalateral. Entró un empleado del museodel Louvre, reconocible por el uniformegris y la gorra. El empleado dijo su

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nombre y Gruss le preguntó, señalandocon un gesto a Vossius, si lo reconocía.

El empleado del museo asintió ydeclaró que sí, que este hombre se habíaacercado a la pintura de Leonardo, habíasacado una botellita y lanzado sucontenido, no a la cara de la damarepresentada, sino sobre el escote, yantes de que pudiera intervenir ydetenerlo, había desaparecido, ¡Diosmío, un cuadro tan valioso!

El empleado del museo fueconducido afuera y Gruss preguntó aVossius:

—¿Y qué dice usted a esto,monsieur?

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—¡Es cierto! —contestó Vossius.El comisario y los otros dos le

miraron.—Así que usted admite haber

perpetrado el atentado con ácido contrala Virgen en el rosal de Leonardo daVinci.

—Sí —confirmó Vossius.El comisario se sintió tan inseguro

ante la inesperada confesión, que semovía intranquilo en su silla como siestuviese sentado sobre una piedraardiente. Finalmente halló de nuevo laspalabras, pero al mismo tiempo cambióel tono de voz en una artificiosaamabilidad y preguntó, como si

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estuviese hablando a un niño:—¿Y quiere usted tal vez revelarnos

por qué lo ha hecho, monsieur? Quierodecir, ¿hay un motivo para su delito?

—¡Naturalmente que había unmotivo! ¿O cree usted que hubiera hechouna cosa así por aburrimiento?

—¡Interesante! —Gruss se elevódetrás del escritorio que impedía suatención, se apoyó sobre un codo yrespondió con una sonrisa cínica—:¡Ah, profesor, estoy muy intrigado!

Diciendo esto subrayóexageradamente la palabra «profesor»,como si temiera una respuesta científicaque nadie pudiese entender.

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—Me temo —comenzó Vossiusincómodo— que si le digo la verdad, metomará por loco…

—De hecho también lo temo —interrumpió Gruss—. Incluso temotenerlo por loco sea cual fuere sudeclaración, monsieur.

—Precisamente —refunfuñóVossius.

Luego se hizo un largo silencio, en elque inquisidor e inquirido se mirabancallados, cada uno pensando cosasdistintas. Gruss estaba realmenteimpaciente por saber el motivo que iba adar este loco, mientras que Vossiussentía un miedo indefinido y el pavor de

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que lo declarasen incapacitado, sea cualfuere la explicación que diera parajustificarse. ¿Cómo debía comportarse,pues?

Con la esperanza de provocar aVossius y de este modo obtener unarespuesta, Gruss hizo la observación:

—Me han dicho que al detenerlodaba usted la impresión de que queríatirarse de la torre Eiffel.

—Es verdad —respondió Vossius,pero inmediatamente lamentó suconfesión, de pronto comprendió elpeligro en que se hallaba y la reacciónno se hizo esperar.

—¿Está usted bajo tratamiento

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médico? —preguntó fríamente Gruss—.Quiero decir, ¿sufre usted depresiones?Puede hablar francamente de ello. Loaveriguaremos de todos modos.

Vossius se apresuró a responder:—¡No, por el amor de Dios! No

intente acosarme en esta dirección.¡Estoy completamente normal!

—¡Está bien, está bien! —Grusslevantó ambas manos—. No se hagailusiones. La incapacitación tal vez leahorraría la cárcel.

La palabra flotaba en la habitacióncomo el tufo del humo frío de cigarrillo:¡incapacitación! Vossius tomó aliento.La sonrisa del comisario, un avance

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desvergonzado y desdeñoso del labioinferior mientras estiraba hacia arriba lacomisura de la boca, reveló su regocijopor la reacción de Vossius. Este hombreno ha pensado en absoluto que se lepueda tomar por loco y mucho menosque se le pueda tratar como a un loco.

¿Cómo debía comportarse Vossius?Igual que muchas otras veces en su vida,también en este caso la verdad era lomás increíble. Se le escucharía, se lesonreiría y antes de que aportase unasola prueba para justificar sudeclaración, se le encerraría bajo llave,a él, un pobre profesor loco de… ¿cómose llamaba su asignatura? ¿Literatura

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comparada?Por esta razón, Vossius se esforzaba

por contestar con distanciamiento laspreguntas que le dirigía Gruss. Leinteresaba no causar en absoluto laimpresión de que no estaba bien de lacabeza. Dicho francamente, se habíaimaginado un interrogatorio como aquélde muy distinta manera, duro ydespiadado, como había visto en laspelículas policíacas; en cambio aquí, enesta habitación pelada del segundo pisode la prefectura de policía, todo sedesarrollaba amablemente, casi parecíauna entrevista para darle empleo. Notóque ni Gruss ni ninguno de los dos

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funcionarios policiales tomaban apunteso abrían un expediente, a pesar de darlesrepetidamente fechas y direccionesrelacionadas con su pasado.

Vossius estaba demasiado nerviosopara comprender la causa de estaactitud. Toda su preocupación, sucuidado, de no revelar algo quelevantara la más mínima sospecha deenajenación mental producía en él unatensión que lo dejaba ciego y sordo paralo evidente.

En esta atmósfera cargada entraronde pronto dos hombres vestidos deblanco; uno traía consigo un maletín, elotro llevaba bajo el brazo correas

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anchas y hebillas, y a una señal delcomisario se acercaron a Vossius, lolevantaron de la silla como a un inválidoy dijeron, cada uno por sí, pero ambos ala vez:

—Bien, monsieur, vamos a dar unavueltecita en coche. ¡Venga!

Aunque la situación no podía sermás clara, Vossius tardó variossegundos en comprender lo que sucedía,y cuando comprendió por fin que la cosano tenía remedio, ya los dos muchachosse lo llevaban cogido fuertemente porsus antebrazos a través del corredorhacia la escalera. Lo primero que pensóVossius fue que no debía permitirlo, sí,

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incluso consideró desprenderse y huir lomás rápido posible. Pero luego triunfóla sensatez y razonó que tal actitud sólopodría ser interpretada como una pruebamás de su paranoia, por lo que seentregó a su destino.

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El automóvil, al que los dos, coninfantiles palabras, le invitaron a subir,tenía las ventanillas enrejadas y por sucarrocería de techo alto más bienparecía una furgoneta para el transportede hortalizas pintada de blanco. Vossiusnotó desazonado que, apenas se habíasentado en el banco trasero, echaban elcerrojo por fuera a la puerta corredera.A la pregunta que dirigió a la cabina delconductor a través de una ventanatambién enrejada y con la que pretendíasaber el lugar de destino del viaje,

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recibió Vossius la respuesta de que setranquilizase, que se preocupaban por susalud y que todo ocurría por su bien; unainformación que lo puso tanto másnervioso, cuanto más parecía destinadaa calmarlo.

Durante el trayecto por el bulevarSaint Michel en dirección a Port Royal,Vossius preparó un plan de cómo habíade prevenir el tratamiento que era deesperar. En todo caso, se propuso cedera todas las exigencias con acentuadacortesía, no ofrecer con sucomportamiento ningún motivo para elataque y sólo confiarse a un perito, deprofesor a profesor por así decirlo.

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Al llegar al hospital St. Vincent dePaul, el automóvil giró a la derecha, auna señal del claxon se abrió una pesadapuerta de hierro y, al pasar, Vossius vioun letrero blanco con la inscripción«Psiquiátrico». No pierdas los nerviosahora, se dijo a sí mismo sin mover loslabios, y obedeció sin rechistar lapetición de los enfermeros deacompañarlos al interior de laprolongación del edificio. El eco queproducían las pisadas en el interminablepasillo daba miedo.

Al final, uno de los enfermerosgolpeó una puerta, la abrió un médico depelo blanco con las cejas oscuras muy

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pobladas. Asintió, como si los hubieseesperado, y extendió la mano a Vossius:

—Doctor Le Vaux.—Vossius —contestó Vossius e

intentó sonreír, pero le salió tan mal,que lamentó en seguida el embarazosointento y puso una cara que subrayaba lograve de la situación—. Profesor MarcVossius.

—El autor del atentado con ácido;además intento de suicidio en la torreEiffel —dijo el otro enfermeroentregando un papel a Le Vaux, luegolos dos abandonaron la habitación poruna puerta en sentido contrario.Entretanto, el doctor examinó la ficha

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con el brazo estirado, la colocó sobre unescritorio blanco de metal y pidió aVossius que se sentara en un taburetetapizado de plástico negro. Apestabaincomprensiblemente a sardinas.

—Doctor Le Vaux —comenzóVossius con el propósito de mantenerselo más tranquilo posible—, tengo quehablar con usted.

—¡Más tarde, querido, más tarde! —interrumpió Le Vaux y apretó con ambasmanos los hombros del paciente,sentándolo.

—El caso es que… —Vossiusintento de nuevo el dialogo, pero LeVaux seguía imperturbable y repitió

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mientras levantaba los párpados deVossius:

—¡Más tarde, querido, más tarde! —Sonaba por un lado como si lo hubieradicho miles de veces, y por otro como sino quisiera prestar atención a lo que oía.

Como un mecánico que efectúa larevisión de un coche según un planestablecido, Le Vaux le presionaba lospulgares contra los huesos de lasmejillas, le ejecutaba movimientoscirculares con los dedos índice y mediosobre los temporales preguntandoindiferente sin esperar en absoluto unarespuesta:

—¿Duele?

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Con un martillo de goma, haciendola misma pregunta con idénticaindiferencia, golpeó la frente de Vossiusy luego la rodilla derecha cruzada sobrela izquierda.

Vossius decía que no; por lo demásno deseaba imaginarse lo que hubierasucedido de haber dicho que sí, quesentía dolor. Estaba desesperado porquepresentía haber ingresado en un sistemaque no le ofrecía ninguna posibilidad deevadirse.

Mientras tomaba notas en suescritorio, Le Vaux juntó sus pobladascejas como si reflexionasefatigosamente.

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—¡Hable de su infancia! —dijo desúbito—. Usted tuvo una infancia difícil,¿no? ¿Cómo era la relación con sumadre? ¿Qué clase de relación tieneusted con las mujeres en general? ¿Quéle movió a echar ácido a los pechos dela Virgen? ¿Sentía haciendo esto comosi estuviese orinando? ¿Experimentó unclaro alivio después del hecho?

Vossius no pudo contenerse, selevantó de un salto, pataleó en el suelocomo si quisiera triturar las increíblespreguntas del doctor, igual que elgigante Gargantúa aplastaba lospeñascos, y se rió maliciosamente ytriunfante:

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—¡Ánimo, doctor, ánimo, seguro quese le ocurren más cosas! —gritóresoplando ira y su cabeza enrojeciócomo un tomate. Precisamente ésta erala reacción que a todo trance habríaquerido evitar, ya que suministrabavulgares argumentos a su adversario.Vossius miró espantado al doctor LeVaux.

Para el doctor estos arrebatos noeran nada especial; por lo demás,cuando uno de los enfermeros asomó lacabeza por la puerta ofreciéndole suayuda, la rehusó con un leve gesto de lamano, como diciendo: con éste puedoarreglármelas solo. Se limitó a decir:

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—Por favor, tranquilícese. Lepondré una inyección y luego se sentirámejor.

—¡Inyecciones no, inyecciones no!—balbuceó Vossius, mientras el doctorcon desvergonzada parsimonialevantaba la jeringuilla.

—La inyección es realmente inocua—aseguró con una sonrisa de sádico yañadió—: Comprendo su excitación.

Vossius temblaba por todo elcuerpo. ¿Qué hacer? Hervía de ira y deindignación. Por un instante pensóabalanzarse sobre el engreído psiquiatray emprender la huida, pero luego triunfósu sensatez y la convicción de que no

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llegaría lejos. Sus ojos buscaron laventana a su derecha, pero al verla suspensamientos se desvanecieron. Todaslas ventanas de este edificio teníanrejas.

Sosteniendo la jeringuilla entre eldedo índice y el medio como un habanocaro, el doctor se colocó ante Vossius,se trajo una silla y preguntó:

—¿Qué le hizo tomar la decisión dequerer tirarse de la torre Eiffel? ¿Fue elmiedo al castigo por el atentado conácido o se siente usted perseguido?

—¡Claro que me siento perseguido!—surgió inesperadamente de Vossius,una respuesta que lamentó de inmediato,

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pero que ahora ya no podía retrotraer.—Comprendo —Le Vaux aparentaba

compasión.—¡Nada comprende usted! —

respondió Vossius enérgico—, ¡peronada! Si le contase los antecedentes dela historia, entonces más que nunca medeclararía usted enfermo mental.

Le Vaux asintió y contempló lajeringuilla entre sus dedos con ciertasatisfacción, como pueda sentirla unatracador que mantiene en jaque a suvíctima con el arma cargada.

—Cuéntemelo de todas formas —manifestó condescendiente.

—¡Retire la jeringuilla! —exigió

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Vossius.El doctor le hizo caso y Vossius

reflexionó fatigosamente.—No sé cómo debo explicarle mi

situación —comenzó incómodo—. Si ledigo la verdad, seguro que me tomarápor loco.

—¡Tal vez deberíamos hablarmañana! —objetó Le Vaux.

—¡Oh, no! —contradijo Vossiusobstinado. Confiaba todavía en que elpsiquiatra notaría que él, Vossius,estaba en el lugar erróneo, que era tannormal como cualquier otro, y añadió—:Mañana mi situación será la misma dehoy.

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Situaciones como ésta no le eranextrañas a Le Vaux. Conocía demasiadobien las inhibiciones que invaden a unenfermo mental a la hora de justificar suacción, y había experimentado que esteretraimiento crece con la inteligenciadel paciente. Sin duda con Vossius seenfrentaba a un hombre de inteligenciasuperior a la normal. Para facilitar aVossius la charla, empleó trucos deviejo psiquiatra, como ir a la ventana,cruzar los brazos a la espalda y mirarcon aparente desgana hacia fuera, comodiciendo: puede tomarse el tiempo quequiera. Tuvo éxito.

—Usted cree naturalmente que vertí

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el ácido sobre la pintura de Leonardo enun ataque de ofuscación mental —empezó Vossius con dificultad—, pero,créame, tenía la mente clara, tan claracomo ahora que estoy hablando conusted. Los motivos arrancan de hacemuchos años y han de buscarse en mitrabajo como profesor de literaturacomparada.

Santo cielo. Le Vaux se giró y miró aVossius. Ahora temía una lección sobrela asignatura del paciente, que en todocaso respondía al cuadro sintomáticotípico de la esquizofrenia, aquellaenfermedad que inexplicablemente atacacon preferencia a las personas cuya

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inteligencia superior al promedio seconvierte en una carga.

Vossius parecía adivinar elpensamiento del doctor, cosa inhabitualen un paciente, pues en general ocurremás bien que es el psiquiatra quien creeconocer el pensamiento del paciente. Encualquier caso, dijo Vossius alasombrado Le Vaux:

—Puedo imaginarme que usted estápensando en si soy un caso de simpleparanoia o de esquizofrenia paranoica, yresulta difícil demostrar que ni undiagnóstico ni otro son correctos.Escuche, doctor, soy tan normal comousted o cualquier otro.

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Entretanto Le Vaux había vuelto a sutípica postura frente a la ventana, mirabafijamente hacia fuera, aunque habíaentrado el crepúsculo y ya no se podíaver nada. Por lo menos guardabasilencio, para Vossius un indicio de queestaba escuchando.

—Hace ocho años, solicité porprimera vez al Museo del Louvre que elcuadro Virgen en el rosal fuese sometidoa un examen quimiotécnico y de rayos X.Pero entonces como ahora me tomaronpor loco, sólo con una diferencia: antesme dejaron libre. La respuesta que mehicieron llegar decía: que con interés sehabía tomado nota de mi teoría, no

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obstante se veían en la imposibilidad deatender mi sugerencia. El valioso cuadropodía sufrir daños con ello.Naturalmente eso era una estupidez;pues como se sabe, en todas las partesdel mundo, y no menos en el Louvre, lasobras de arte son sometidas a lainvestigación de las ciencias naturales.De este modo se desenmascararonRembrandts que no lo eran, en otrasobras se pudo determinar la autoría deun artista, así que no es unprocedimiento fuera de lo corriente. No,el motivo de la actitud negativa delLouvre era que un profesor de literaturahabía hecho un descubrimiento de gran

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trascendencia, un descubrimiento quecorrespondía a un historiador del arte.Creo que la rivalidad entre losprofesores de arte no es diferente queentre los médicos.

Una observación aguda, que Le Vauxen el fondo no podía menos quecompartir, con lo que Vossius, sinsospecharlo, había conseguido atraersecierta simpatía. El tono de repente eratotalmente distinto, cuando Le Vauxpreguntó:

—Dígame, monsieur le professeur,¿qué sentido debía tener lainvestigación? Quiero decir, ¿qué seprometía con ella?

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Vossius respiró profundamente.Sabía que lo que iba a decir seríadecisivo para su ulterior fortuna. Sihabía sólo una mínima oportunidad,debía aprovecharla ahora contando laverdad. La idea de tener que pasar años,meses, aunque sólo fueran semanas,detrás de estos muros, entre personasdignas de compasión por su desvarío,esta expectativa le hizo olvidar todossus escrúpulos, debía revelar lo quesabía.

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Leonardo —Vossius empezódivagando— fue uno de los mayoresgenios que jamás hayan vivido. Muchosde sus contemporáneos lo tenían porloco, porque se ocupaba de asuntosincomprensibles para ellos. Disecabacadáveres para estudiar la anatomíahumana, construía aviones, palasexcavadoras, carreteras de montaña ysubmarinos, que sólo siglos más tarde seconvertirían en realidad. Fue inventor,arquitecto, pintor e investigador yposeía unos conocimientos sólo

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revelados a unos pocos a lo largo de losmilenios. También sabía cosas que nodebía y que sólo pocas personasconocían.

—No lo entiendo —interrumpió LeVaux. Vossius parecía haber despertadoel interés del psiquiatra.

—Mire —explicó Vossius—, eneste mundo existen personas sabias, nomuchas, pero una cantidad respetable.Sin embargo, iluminadas (una palabrahorrible, pero no conozco otra mejor),no llegan a una docena. Son personasque comprenden todos los nexos, quesaben qué es lo que, en lo más íntimo,mantiene unido al universo. Leonardo da

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Vinci era una de ellas, pero casi nadielo sabía. La mayoría lo tomaban tal vezpor un hombre de talento, no más. Unoque sabía que detrás de Leonardo seescondía un genio era Rafael. Admirabaa Leonardo por su arte pictórico, pero loidolatraba por su clarividencia. Rafaelno fue iniciado en el saber de Leonardo,aunque conocía su existencia. Por elloRafael, en su cuadro La escuela deAtenas, pintó la cabeza de Leonardo daVinci para representar a Platón, uno delos seres más inteligentes que han vividoen nuestro planeta. Algunos vieron enello un cumplido, otros lo ignoraronporque no le encontraban explicación.

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Muy pocos conocen la verdad.—¿Y habló Leonardo alguna vez de

este saber?—No como un predicador ambulante

o un charlatán. Dejó indicaciones en susnotas escritas, enigmas para la críticaliteraria y artística. Empleaba metáforasextrañas. Escribió que el cuerpo de laTierra es de la misma naturaleza que unpez, respira agua en vez de aire y estáatravesado por venas que, como lasangre en el cuerpo humano, corren pordebajo de la superficie y suministran eljugo vital al planeta. Bastante ingenuopara alguien que se ocupaba de laaviación.

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Le Vaux acercó su silla a Vossius yse sentó frente a él, con los codosapoyados en las rodillas. El hombre,sobre todo su discurso, empezaba ainteresarle. Los paranoicos son capacesde los pensamientos más raros, y estospensamientos se caracterizan por serabsurdos, aunque lógicos en susconsecuencias, incluso a vecesestrictamente científicos. Le Vauxobservaba cada movimiento de supaciente, pero ni los gestos de las manosni la motricidad de los ojos revelabanningún tipo de anomalía que hubierapermitido diagnosticar sobre el estadomental de este hombre.

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—El gran Leonardo —Vossiusreanudó su discurso— considerabamenos significativa su pintura que suciencia. En todo caso no vertió en sutestamento ninguna palabra sobre suscuadros, en cambio hizo el recuento unopor uno de todos sus libros ymanuscritos, como si hubieran sido lomás importante de su vida. Una de estasobras lleva por título Trattato dellaPittura y contiene, junto con penetrantesideas sobre el arte, alusionesenigmáticas sobre Dios y el mundo.

—¿Por ejemplo?—Por ejemplo la referencia a un

cuadro divino inspirado por la

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naturaleza, «donde un buitre estárodeado de rosas, con un secreto en elcorazón, cubierto con mucho minio yadecuado para derribar la palma».Generaciones de historiadores del artehicieron conjeturas en torno a estadescripción, llegando a concluir que elcuadro había desaparecido.

—¿Y? ¡Deje que lo adivine,monsieur, usted lo ha redescubierto!¿Cierto?

—Cierto —respondió Vossius sindarse importancia.

—¿Y dónde, si me permite lapregunta?

Vossius rió.

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—En el Louvre, doctor. —Su vozsonaba ahora muy excitada—. Sólo queera muy diferente de cómo loscaballeros se lo habían imaginado.

—¿Y cómo?—El cuadro supuestamente

extraviado de Leonardo da Vinci era laVirgen en el rosal.

—Interesante —observó el doctorLe Vaux. Incuestionable, se enfrentaba aun caso típico de paranoia demente.Lástima por la inteligencia de estehombre. Le Vaux no quería en el fondohacer más preguntas y apenas prestabaatención cuando Vossius continuó suexplicación.

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—Desde un principio me parecióclaro que este problema no podría serresuelto por historiadores del arte, sinosólo por críticos literarios. DanteAlighieri me descubrió el camino.

¡Oh Dios! Le Vaux se esforzabavisiblemente por mantenerse serio.Estaba profesionalmente entrenado paraello, pero este Vossius exigíademasiado.

—Seré breve —anunció Vossius, alque naturalmente no se le escapaba elestado convulsivo del psiquiatra—, perodebe pensar que todo ello se prolongódurante años. Escribí un trabajo bastantereconocido en círculos de expertos

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sobre el simbolismo de las plantas y losanimales en la Divina Comedia deDante. En él descubrí que Dante, igualque Leonardo, habla a veces medianteenigmas, usa metáforas y alegorías quese esconden tras el argumento de sulibro y con cuya ayuda intentabaproporcionar a un pequeño grupo deiniciados unos conocimientos capacesde conmover al mundo. En Dante estálleno de plantas y animales, y sólo sepuede entender el camino al infierno sise conoce su significado. Así Dantehabla del leopardo, del león y de la lobaqueriendo significar con ello los viciosde la lujuria, la soberbia y la avaricia, y

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si menciona un águila, se puede estarseguro de que se trata del apóstol sanJuan. Primero fue sólo una intuición,pero cuanto más tiempo llevabaocupándome de los escritos deLeonardo, tantos más paralelismosdescubría en sus formulaciones, demanera que se me ocurrió leer a Dantecomo a Leonardo. Volviendo a laenigmática referencia de su Tratado dela pintura: En el cuadro divino en el queun buitre está rodeado de rosas, se trataefectivamente de la Virgen en el rosal,pues el buitre pertenece a los llamados«marialia». Como muchos símbolos,también procede de la mitología.

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Orígenes ve en este pájaro el misteriode la concepción virginal, porque, segúnla leyenda, la hembra del buitre esfecundada por el viento de levante.

Las palabras de Vossius no dejaronde causar impresión en el psiquiatra, auncuando parecían sólo una confirmacióndel diagnóstico ya decidido.

—Suponiendo que su teoría seacorrecta —dijo Le Vaux—, ¿qué pasacon el enigma escondido debajo delminio?

—Para averiguarlo, me dirigí alLouvre con el ruego de examinar elcuadro por rayos X. Tenía una sospecha:Leonardo usaba minio en sus colores, y

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no sería el primero ni el último artistaque hubiera dejado un mensaje en uno desus cuadros universalmente conocidos,en este caso, sin embargo, un mensaje deincalculables consecuencias.

Le Vaux miró a su paciente con tensaexpectación.

—En efecto —dijo Vossius—,Leonardo siempre expresó la opinión deque este enigma podría derribar unapalma, no, ¡dijo la palma!

—¿La palma?—El símbolo de la palma se usa

para la victoria, la paz y la castidad. Amenudo los mártires llevan un ramo depalmas en la mano. Pero la palma es el

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símbolo de la Iglesia.Se hizo un largo silencio. Le Vaux

reflexionaba.—Quiere decir con ello que

Leonardo da Vinci…—Sí —interrumpió Vossius—,

afirmo que Leonardo conocía un terriblesecreto capaz de provocar elderrumbamiento de la Iglesia como eltronco de una palmera que se eleva en elcielo.

—¡Ah, ahora lo comprendo! —gritóel doctor Le Vaux de repente—. Con suatentado con ácido sobre el cuadro deLeonardo, usted quería obtener laprueba de su teoría. ¿Lo consiguió?

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Vossius se encogió de hombros.—Fue todo tan rápido. Tuve que huir

antes de que me descubriesen.Le Vaux asintió y dijo:—Usted sabe, monsieur le

professeur, que sólo tiene unaposibilidad para evitar la prisión.Tendré que hacerle un dictamen deparanoia.

—¿Paranoia? —Vossius aspiróprofundamente—. ¡Pero ni usted mismose lo cree!

Le Vaux levantó sus pobladas cejas:—¿Qué creería usted en mi lugar?

—Luego requirió a su paciente que sedescubriera el brazo derecho.

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Vossius obedeció como en trance.No podía comprender que el doctor nole creyese. Éste palpó con dedossuavemente el antebrazo hasta queencontró una vena que le parecíaadecuada, aplicó la aguja de lainyección y pinchó.

—Por lo pronto, esto le hará bien —dijo aún.

Un día después se podía leer en eldiario Le Figaro la siguiente noticia:

«Atentado con ácido a laVirgen de Leonardo. París

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(AFP). Un profesor alemán en unataque de enajenación mentalroció con ácido sulfúrico elcuadro Virgen en el rosal deLeonardo da Vinci. El atentadoperpetrado en el Louvre, aconsecuencia del cual el cuadroresultó seriamente dañado, haocasionado un asombrosodescubrimiento. Es evidente queel artista había pintado la Virgencon un collar compuesto porocho piedras preciosas, sinembargo luego, por razonesdesconocidas, la joya fuecubierta de pintura. Entre los

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restauradores del Louvre se hasuscitado ahora un debate sobresi hay que dejar a la Virgen conel collar original o si se debepintar de nuevo encima de lajoya. El autor del atentado, quienseguidamente intentó suicidarse,fue ingresado en el hospitalpsiquiátrico de St. Vincent dePaul.»

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Capítulo tercero

ST. VINCENT DE PAULpsiquiatría

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1

Hasta el día en que ocurrió elaccidente de su marido con la mujerextraña, Anne von Seydlitz había vividocomo otras miles de mujeres,medianamente feliz y con la satisfacciónde una esposa atendida. El hecho de serun matrimonio sin hijos no habíaprovocado ningún trauma ni a ella ni asu marido, y de haberle preguntado si secasaría de nuevo con Guido, sin dudarlohabría respondido que sí.

Pero desde el accidente era distinto.La torturaba la sospecha de que Guido

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pudo haberla engañado, incluso haberllevado una doble vida y ella no sabernada. Buscaba ofuscada vías para traerluz a la oscuridad de sus diecisiete añosde matrimonio, pero sus sentimientoseran opacos como el agua revuelta de unpantano. Se sentía arrojada y aplastadaen el suelo por un poder desconocido.

Sobre todo le torturaba laincertidumbre y la imposibilidad deencontrar una salida. Naturalmentehabría podido decir: se acabó, qué meimporta el pasado, vive el hoy. Perosiempre que lo pensaba, le torturaba laidea de que pudiera lanzarse al puñal deaquellos poderes oscuros que se habían

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hecho notar durante las últimas semanas.Lo peor en este estado de ánimo

intranquilo e irritado era que Anne habíaperdido toda la objetividad y ya nopodía distinguir las casualidades y lascosas notables relacionadas con el caso;estaba en el mejor camino para caer enuna psicosis fatal, porque suspensamientos giraban en un círculo ycada vez se alejaba más y más de unasolución. Sobre todo no se atrevió aconfiarse a nadie, ni siquiera a su mejoramiga, porque temía de este modoaveriguar más cosas sobre la relación deGuido.

El caso dio un giro inesperado

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cuando los periódicos informaron congrandes titulares sobre el atentado conácido perpetrado en el Louvre de París ysobre el debate que originó el collar dela Virgen que salió a la luz en el cuadro.Especial interés despertaba MarcVossius, el autor del atentado, unprofesor de la Universidad deCalifornia, en San Diego, de origenalemán y con evidente trastorno mental.

—¿Vossius? ¿Vossius? —Anneestaba segura de haber oído estenombre. Sí, el día antes de desaparecer,Guthmann aludió a ese Vossius, aunqueen un contexto completamente distinto:Vossius había pasado media vida

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ocupándose de Barabbas. En estecontexto Guthmann indicó que algunagente tenía por loco a Vossius.

No venía muy a mano trazar un arcodesde el atentado con ácido a la pinturade Leonardo da Vinci hasta elpergamino desaparecido, y sin embargohabía un nexo desconcertante:¡Barabbas! Guthmann había leído«Barabbas» en el pergamino y Vossiushabía investigado el fantasma Barabbas.

Las últimas semanas le habíanenseñado que cosas que sobrepasabansu capacidad de entendimiento, porraras que parecieran, podían convertirseen realidad. Un profesor que se

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precipitaba contra un cuadro deLeonardo, tenía que ser sin dudabastante raro; que además tal vez sehubiese ocupado de la investigación delnombre Barabbas rayaba en la locura, yesta reflexión hizo madurar en Anne vonSeydlitz la determinación de ponerse encontacto con el profesor loco.

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2

En esto que recibió una llamadatelefónica desde París, de un hombreque en una época jugó cierto papel en suvida, aunque hacía mucho tiempo. Sellamaba Adrián Kleiber, un talentosofotógrafo y reportero de París Match.Anne no era del todo ajena a la carrerade Adrián en París. Adrián fue el mejoramigo de Guido hasta que ambosanduvieron a la greña por la cuestión decuál de los dos podía hacer valer susderechos más antiguos sobre ella, Anne.

En aquella época, hace diecisiete

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años, querían dilucidarlo seriamente conun duelo, que no se celebró sólo porqueAnne los amenazó con que, si seenfrentaban con armas, no tomaría aninguno de los dos. Por motivos que ellamisma no podía recordar, Adrián dejó elcampo libre y se fue con su dolor y surabia a París. Hasta hacía seis o sieteaños, nunca olvidó mandarle flores porsu cumpleaños (tal vez para irritar aGuido), pero desde entonces no habíadado señales de vida.

Ahora Kleiber llamaba de prontopor teléfono. Su voz sonaba extraña, entodo caso la recordaba distinta. Pero alfin y al cabo había pasado una eternidad

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desde su última conversación.Estuvieron charlando por teléfono másde una hora y Anne tenía dificultad paraexplicar a Kleiber la muerte de sumarido y las misteriosas circunstanciasque la rodeaban. No aludió al nombre deVossius, sólo dijo que deseaba hacerindagaciones en París y le preguntó sipodía ayudarla. Adrián Kleiber semostró entusiasmado, le ofreció suvivienda y le prometió recogerla en elaeropuerto.

Kleiber entendía algo de mujeres,nadie que lo conociera —inclusohombres— podía dudarlo. Era todomenos guapo, no demasiado alto y con

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una notable abundancia de pelo rizado,pero poseía inteligencia, chispa y buengusto, por este orden. Acentuaba suencanto tal vez el hecho de estar soltero,sin sufrir en absoluto por ello, a unaedad en que otros ya llevan encima porlo menos un divorcio. Realmentedisponía de aquella porción de amorpropio que hace feliz a la gente, pero sinponer nunca de manifiesto una actitudrepulsiva de egoísta enfermizo. Parecíano tener problemas; en cualquier caso suexpresión favorita era «¡ningúnproblema!», cuyo uso frecuente podíairritar a quien no le conociera. Quien leconocía lo creía.

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Habían pasado, pues, diecisiete añoslargos desde que se vieron por últimavez, y durante el vuelo Anne pensaba encómo sería Adrián después de tantotiempo.

El AF 731 aterrizó puntualmente alas 11.30 horas en el aeropuerto de LeBourget y, después de atravesar diversasgalerías y de salvar varias escaleras,Anne salió por las puertas automáticasde vidrio al vestíbulo del aeropuerto;llevaba una pequeña maleta.

Adrián le hizo señas con ungigantesco ramo de rosas y, mientras laabrazaba, levantó a Anne del suelodando dos vueltas sobre su propio eje.

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No había cambiado. Anne se secó un parde lágrimas en los ojos; y eso que sehabía propuesto firmemente no mostrarninguna emoción.

Ambos se examinaron con ciertaturbación, y Adrián empezó a coquetearcon su figura, diciendo que no eraatractiva para las mujeres, por esto nohabía encontrado aún a la mujer de suvida.

—¿Qué quieres oír? —rió Anne conpicardía—. ¿Que eres el soltero másguapo, más inteligente y más apeteciblede París? Pues bien, eres el soltero másguapo, más inteligente y más apeteciblede París. ¿Te sientes mejor ahora?

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—¡Mucho mejor! —gritó Kleiber—.Sobre todo porque lo has dicho tú.

Con Adrián es sencillamenteimposible permanecer seria, pensabaAnne mientras reían y bromeaban; sesentía liberada, pero se sorprendió conla duda de si este amable muchachoestaría en condiciones de ayudarla.

—Una historia desagradable —observó de pronto Kleiber, mientrasiban en su coche, un Mercedes-Pontónnegro, en dirección al centro de laciudad. Como si hubiese adivinado lospensamientos de ella, de repente Kleiberpareció muy serio.

—¿Fuisteis felices?

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Anne no comprendió la pregunta enseguida.

—¿Quieres decir si Guido y yo…?—Se encogió de hombros. Anne tenía lamente ocupada con las cosas que habíanocurrido después de la muerte de sumarido. Al mismo tiempo tenía reiteradaconciencia de haber reprimidoconsiderablemente la muerte de Guido.

—No he venido —empezó ella porfin— a desahogarme contigo. Necesitotu ayuda para saber en qué situaciónestoy envuelta, ¿entiendes? Me volveréloca, si esto continúa así.

Kleiber colocó su mano derechasobre el antebrazo izquierdo de ella.

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—Tranquilízate, Anne, puedesconfiar en mí.

Con satisfacción registró Anne elcontacto cariñoso y prorrumpió desde lomás íntimo:

—Tengo miedo, ¿entiendes?, tengoun miedo terrible, miedo de laincertidumbre, el miedo más espantosoque existe. ¡No sé si lo comprendes!

—No lo comprendo —respondióKleiber con seriedad—, pero intentaréentenderte. Ahora por lo pronto estásaquí y tus problemas están lejos, enalgún lugar.

—¡No, no, no! —gritó Anne excitaday Adrián retiró el brazo, asustado—. Por

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esto estoy aquí, porque espero poder daraquí un paso más hacia la solución.

Kleiber guardó silencio. No entendíalo que Anne quería decir, pero sentíaque esta mujer arrastraba consigo algoterrible y que habría sido torpe quitarimportancia a sus sentimientos como sise trataran sólo de fantasías. Anne miróa Kleiber: por lo que a él respecta, sinduda no conocía el miedo. Vio en él untipo con agallas y sin duda por ser asíhabía salido airoso incluso en losescenarios bélicos de Corea y Vietnam.En cambio Anne sabía que no tenernunca miedo roza a veces la necedad,pero hasta ahora había vivido bien con

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esta convicción.—Todavía no te lo he contado todo

—observó Anne mientras él abandonabala autopista metropolitana girando haciala rué Belgrand.

—¿No es todo?—Quiero encontrar aquí, en París, a

un profesor alemán, es el único que talvez pueda ayudarme en mi situación.

—¿Cómo se llama?—Marc Vossius.—No lo conozco.—Peor aún: está internado en el

manicomio y tienes que ayudarme aencontrarlo.

—¿Un profesor alemán en un

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manicomio de París?—Sé lo que piensas —objetó Anne

—, pero este hombre es para mí de granimportancia, es de momento mi únicaesperanza.

Kleiber pisó el freno de suautomóvil y lo condujo al margenderecho de la calzada.

—Un momento —dijo—, losperiódicos publicaron una noticia de unprofesor que perpetró un atentado conácido en el Louvre sobre una pintura deLeonardo da Vinci…

—Exactamente a éste me refiero —respondió Anne.

—Pero está loco. Lo han encerrado,

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¿entiendes? —Kleiber se golpeaba lasien con el índice.

—Es posible —observó Anne sinperder la calma—, pero cuando piensoen lo que ha ocurrido a mi alrededor enlas últimas semanas, no me parece suhecho una locura mayor.

Kleiber sostenía el volanteagarrándolo con las dos manos y mirabafijamente la calle a través delparabrisas. Callaba, pero Anne podíaimaginarse lo que sucedía en su interior.

—Yo sé —dijo ella finalmente—que todo esto no es fácil de comprendery no podría tomármelo a mal si llegasesa la convicción de que yo de algún modo

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no estoy bien de la cabeza. A vecesincluso yo misma dudo de estar en miscabales.

—Bah, tonterías —respondióKleiber—. Sólo que no veo ningunarelación entre el profesor demente y tuhistoria, aparte de que tal vez —hizo unapausa— la una suene tan disparatadacomo la otra. Quiero decir que nadie ensu sano juicio se va a echar ácido a uncuadro de incalculable valor, inclusodiría que se le puede desear al profesorque sea declarado loco, de lo contraríono tendrá más alegría en su vida por lasdemandas de indemnización de losdaños.

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Anne mecía la cabeza de un lado aotro.

—Naturalmente, yo hice misreflexiones. Un trastorno mental puedetener causas muy diversas, sobre todopuede estar provocado por ellas ydesaparecer de nuevo. Una persona quehace algo como este Vossius nonecesariamente tiene que haber perdidoel juicio. Tal vez esté loco respecto a suacción, pero por lo demás podría estarcompletamente cuerdo y ser unaeminencia en el terreno científico.

Su explicación sonaba bastanteaceptable, aunque siempre quedaba estaobjeción:

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—¿Qué tiene que ver Vossius con tucaso?

Anne rió con cierta amargura.—En realidad, sólo existe una

palabra que nos une. Es un nombre, porlo demás bastante raro: Barabbas.

—¿Barabbas? Nunca lo he oído.—Por esto mismo. Este nombre

aparece en el pergamino desaparecido,que Guido tenía consigo. Por lo menosasí lo afirmó un famoso coptólogo aquien pedí consejo. También dijo quehay un profesor llamado Vossius que seocupa de investigar esta figura sin dudahistórica.

—¡Ahora lo entiendo! —exclamó

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Kleiber entusiasmado—. ¿Qué otrascosas dice el viejo pergamino?

—No lo sé —contestó Anne—. Eldía después que estuve con él, elcoptólogo desapareció sin dejar rastrojunto con la copia del pergamino.

Kleiber meneó la cabeza.—Esto es una locura, una locura —

dijo—. Tenemos que encontrar a eseVossius y lo encontraremos. Hedescubierto a otros que estaban mejorescondidos. ¡Ningún problema!

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3

Adrián Kleiber vivía en unapartamento amplio con grandesclaraboyas, situado en la avenue deVerdun entre el Canal Saint Martin y laGare de l'Est, arriba, sobre los tejadosde París. El imponente edificio reflejabael típico encanto de las casas de Parísde finales del siglo pasado, con unapuerta de entrada adornada con cristalesrojos y azules, un ascensor de maderacubierto de latón con crujientes puertasplegables y una gran escalera, un pocogastada, lo suficiente ancha como para

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desfilar un ejército.Puertas blancas pintadas de blanco

que nunca se cerraban separaban lashabitaciones de la vivienda,comunicadas entre sí. Adrián habíacomprado objetos artísticos ymobiliario, sobre todo modernista y arteislámico, en tiendas de antigüedades yen los rastros de París, sintiendo másinclinación por el bric a brac que estáentre la Porte de Clignancourt y la Portede Saint-Quen. Algún objeto valía hoyuna fortuna, calculó Anne con la miradade experto.

Con el ruego de que se sintiera comoen su propia casa, Adrián Kleiber

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destinó a su visita la más pequeña de lascuatro habitaciones, cuyo único huecode ventana se abría a un pequeño balcóncircular que daba al patio trasero. Unsofá blanco y dos cómodas oscurasantiguas componían toda la decoración;más no habría cabido en el reducidoespacio. En comparación con lasdimensiones y la soledad de su propiacasa, Anne se sentía aquí amparada,sobre todo se sentía protegida porAdrián.

Adrián entretanto le había tomadogusto a la historia como periodista, yperseguía el objetivo con la curiosidad yel espíritu aventurero propio de los

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periodistas. Sólo necesitó hacer unasllamadas por teléfono, en las que Annepudo constatar que él tenía amigos ocontactos en todas partes, para averiguarel paradero del profesor internado, elhospital psiquiátrico de St. Vincent dePaul en la avenue Denfert-Rochereau.

Kleiber y Anne von Seydlitzdeterminaron la estrategia a seguir paraaproximarse a Vossius, mientrascenaban en Chez Margot, un pequeñolocal de no más de cinco mesas situadojunto al Canal y con un ambiente de salade estar (de ahí que Margot, unacuarentona apacible con la cara llena decolorete, lo mismo cocinase que

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sirviese, cosa que naturalmente exigíacierto tiempo).

No parecía aconsejable comunicarel motivo de sus investigaciones, laverdad en estos casos sólo era unestorbo. Así decidieron que Anne sepresentase como sobrina y únicapariente del profesor para llegar de estemodo hasta Vossius sin llamar laatención.

Kleiber llevaba una minicámarafotográfica escondida bajo el abrigo,porque sin cámara se sentía desnudocomo un emperador sin corona, y ni lasobjeciones de Anne al entrar por elacceso lateral de St. Vincent de Paul,

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donde estaba el letrero «Psiquiátrico»corroído por el tiempo, pudierondisuadirlo. Adrián, que hablaba elfrancés casi sin acento, intentó explicaral portero vestido de blanco, que estabadetrás de una ventana corrediza, elmotivo de su visita, lo que levantó enéste una evidente desconfianza. En todocaso exigió altanero a Anne el carnet deidentidad para concentrarse con laminuciosidad de un disléxico en eldocumento alemán y anotar el nombre deAnne. Finalmente agarró el teléfono decolor marfil, marcó un número y hablóde Vossius y de sus parientes alemanessin perder de vista a Anne y a Adrián.

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Luego les indicó en la antesala un bancode madera pintado de blanco.

Esperaron alrededor de diezminutos, aunque a Anne le pareció unaeternidad, hasta que el portero hizocorrer a un lado el cristal de laventanilla, hizo señas a los queesperaban y, dirigiéndose a Kleiber,explicó que el paciente habíamanifestado que no tenía parientes y quepor esto no deseaba recibir a una talmadame von Seydlitz.

Pero ahora Adrián demostró sutalento periodístico. Exigió comunicarsecon el médico jefe del servicio al quecubrió de una cháchara llena de

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reproches, de la que Anne sólo entendióque era natural que un hombre en tanlamentable estado no estuviera encondiciones de recordar a su únicapariente; pero a ella el corazón le pedíaver otra vez a su querido tío.

Estas palabras no dejaron de causarefecto. El doctor les rogó que subieranal segundo piso, sala de visitas 201.

Así más o menos se había imaginadoAnne la sala de visitas de un hospitalpsiquiátrico: paredes blancas claras,ventanas enrejadas, una silla cuadradajunto a la entrada, una vieja mesaarañada rodeada de cuatro sillasgastadas en el centro de la habitación y

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colgada del techo, increíblemente alto,una bombilla lechosa a modo delámpara. Apestaba terriblemente a cerade suelos y a sardinas.

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4

Al cabo de un rato apareció Vossiusen la puerta, acompañado de unenfermero y de un médico. El jovendoctor, un tipo bastante arrogante, dijocon insolencia que disponían de diezminutos y desapareció. El enfermeroempujó a Vossius, que vestía una bataclara del establecimiento y daba unaimpresión bastante apática, hacia lamesa en el centro de la sala y luego sesentó en la silla situada junto a la puerta.

—¡Es usted un tipo repugnante! —gritó Kleiber al enfermero en alemán.

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Este sonrió. Anne se espantó.Dirigiéndose a Anne, dijo Adrián:—Sólo quería saber si entiende el

alemán. Ya ves, no entiende una palabra.La mayoría de franceses no hablanalemán, pero encuentran normal quetodos los alemanes hablen francés.

El profesor había tomado asiento enuna de las sillas deterioradas y colocótranquilamente una mano sobre otracomo si esperase una explicación.

A Anne el corazón le latía hasta lagarganta. No sabía cómo iba a terminarel encuentro, ni si el profesor eraaccesible. Sólo sabía que este hombreenigmático, sentado frente a ella,

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callado y expectante, representaba suúltima esperanza.

Como si quisiera darse ánimo, Annerespiró profundamente y comenzó:

—Profesor, sé que no me conoce,tuve que echar mano de un truco parallegar a usted. Naturalmente que nosomos parientes, pero usted puedeayudarme. Tiene que ayudarme. ¿Mecomprende, profesor Vossius?

El hombre bajó los párpados,parecía haberla entendido, en todo casocontrajo las arrugas que rodeaban suboca. Pero todo ello duraba un tiempoincreíblemente largo y Anne repitióinquieta:

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—¿Me ha comprendido, profesor?Vossius movió lentamente los

labios:—Saque… me de a… quí —dijo

tranquilo pero claramente—. Sáquemede aquí, lo puedo explicar todo.

—¿Cómo se siente, profesor?Quiero decir, ¿lo tratan más o menosbien?

El hombre se arremangó el brazoizquierdo. En el antebrazo podían verseclaramente unos pinchazos.

—Le han inyectado tranquilizantes—dijo Adrián—. En todos loshospitales psiquiátricos del mundohacen igual. Anne colocó su mano sobre

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la del profesor:—¿Cómo podemos ayudarle?

¡Dígalo!Vossius se esforzó por sonreír.—Puedo explicarlo todo. Sáquenme

de aquí.—Le sacaremos a usted de aquí —

dijo Kleiber tranquilizador—, pero paraello necesitamos su ayuda. Necesitamostodas las informaciones pertinentes.¿Entiende? Vossius asintió.

—¿Sabe usted lo que ha hecho,profesor? —preguntó Anne excitada—.¿Sabe usted por qué está aquí?

Vossius miró a Anne durante un rato,como si intentase recordar, luego asintió

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enérgicamente moviendo la cabeza.—¿Por qué lo hizo? ¿Por qué vertió

ácido sobre el cuadro?Entonces el hombre estalló:—Por qué, por qué, todos preguntan

por qué, y cuando se lo explico, se danla vuelta y dicen que estoy loco. ¡Nodiré una palabra más!

Anne se aproximó muy cerca deVossius como si quisiera confiarle unsecreto:

—Profesor, ¿tiene algo que ver conBarabbas?

—¿Barabbas? —Vossius levantó losojos, examinó primero a Anne, despuésa Kleiber, finalmente se levantó de un

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salto y, señalando con el dedo a lamujer, gritó—: ¿Quién la ha enviado?

Le costó a Anne conseguir que elprofesor se sentara de nuevo y pasó unbuen rato hasta que él se hubotranquilizado; luego ella explicó aVossius que poseía un pergamino coptoen el que se había identificado elnombre de Barabbas y un profesor deMunich le había revelado que él,Vossius, era el investigador másimportante en el tema de Barabbas. (Lahistoria verdadera no se la contó.)

La explicación pareció satisfacer alprofesor, incluso lo sumió en ciertacalma, por no decir apatía. Vossius se

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apoyó hacia atrás, sonrió dolorosamentey preguntó:

—¿Qué sabe usted de Barabbas,qué?

—Quiero serle sincera —respondióAnne—, pero no sé absolutamente nadade este fantasma.

Entonces Vossius reflejó en su rostrouna expresión teatral de triunfador,estiró el cuello, levantó las cejas, queformaron medialunas, y dejó escaparruidosamente aire por la nariz como unalocomotora. Se le veía que gozaba de lasituación porque al fin le tomaban enserio.

Vossius se disponía a ofrecer una

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explicación, cuando el médico delservicio abrió la puerta y en un bruscotono dictatorial gritó: ¡Fin de la visita!¡Venga, Vossius!

El ruego de Kleiber de que les diesecinco minutos más lo rechazó elpsiquiatra con un gesto involuntario dela mano y les indicó que, si eranecesario, podían volver al díasiguiente. Mientras Vossius eraconducido fuera por el enfermero,Kleiber se acercó al doctor y le dijo quetenía la impresión de que el pacienteestaba bajo el efecto de sedantesexcesivamente fuertes y que se habíasobrepasado la dosis necesaria. Vossius

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era una persona tranquila y, segúnparecía, con la mente clara, y sin dudano era intención del médico obligarle asolicitar una inspección oficial. Un casoparecido en otra clínica, en la que unmédico había inyectado sobredosis detranquilizantes a sus pacientes, ocupó elaño pasado los titulares de losperiódicos. Para evitar hechosparecidos, Kleiber sugirió que para lavisita de mañana dejasen al paciente sindroga alguna.

Las duras palabras de Kleibercausaron su efecto en el médico. Aunquereplicó arrogante que podíatranquilamente dejarle a él la decisión

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clínica, añadió condescendiente quemiraría si el paciente, dado el caso,podría pasar sin sedantes fuertes.

Anne sentía admiración por el mododesembarazado con que Adrián tratabaal psiquiatra. No podía imaginarse unasituación que Adrián no pudiesedominar. Parecía sencillamente noconocer ningún problema, y en el estadoen que ella se encontraba él era elhombre adecuado.

Cuando abandonaron en silencio St.Vincent saliendo por el acceso lateral ala calle, donde un fuerte viento otoñalarrastraba consigo las hojas de castaño,Anne y Adrián rumiaban la misma

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pregunta: ¿Está loco este Vossius o no?—¿Qué opinas? —preguntó Kleiber

caminando, mientras cogía a Anne por lacintura.

—Difícil de decir con un encuentrotan breve.

—Si hago presentes todas susrespuestas, debo admitir que hareaccionado de una manera lógica. ¡Yoen su caso no habría contestado de otraforma, sobre todo si uno piensa en quécondición estaba!

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Para el día siguiente trazaron un planminucioso sobre la mejor manera dehacer hablar al profesor. Lo que máspreocupaba a Vossius en su situación,arguyó Kleiber, era el atentado conácido, por cuya culpa estaba ingresadoen el psiquiátrico. Por esto debíanconfrontarlo con el resultado de suacción y observar sus reacciones. Talvez el shock desataría su lengua.

Adrián consiguió en la agencia deprensa AFP una fotografía en color delcuadro dañado y a la tarde siguiente los

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dos se encontraban de nuevo en St.Vincent de Paul.

Vossius estaba totalmente cambiado.Llamaba a Anne «querida sobrina» y aAdrián «querido sobrino» siguiendo eljuego que ella había iniciado. Elprofesor explicó que hoy no habíarecibido aún ninguna inyección, queestaba en su sano juicio y que queríahacer a los visitantes algunas preguntas.

Anne von Seydlitz ya había contadocon ello y se había preparado unresumen telegráfico.

—Sé que esto parece increíble —dijo cuando hubo terminado—, pero lejuro a usted que ha sucedido así y no de

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otra manera.Al profesor pareció no sorprenderle

o inquietarle en absoluto la explicaciónde Anne. Sólo decía:

—Interesante. —Y otra vez—:Interesante.

Durante la conversación, Anne yAdrián, cada uno por sí mismo, llegarona la conclusión de que el profesor, talcomo estaba hoy sentado frente a ellos,era completamente normal. Lo que nonecesariamente tenía que significar algo;pues ¿no es un síntoma típico deesquizofrenia que se den fases dedesvarío y otras de cordura?

Más bien de pasada Kleiber

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preguntó si Vossius ya había enjuiciadoel resultado de su acción.

Entonces el profesor miró alinquisidor con los ojos muy abiertos.

Kleiber sacó la fotografía de unsobre y la puso sobre la mesa anteVossius. Éste miró fijamente la granmancha en el escote de la Virgen, dondese veía claramente un collar de piedraspreciosas.

—¡Dios mío! —exclamó—. Losabía, siempre lo he sabido. ¡Ésta es laprueba del mensaje de Leonardo!

—No le entiendo, profesor —observó Anne.

Kleiber añadió:

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—¿Puede usted explicarnos quéquiere decir con el mensaje deLeonardo?

Vossius asintió.—Pienso que ustedes dos son las

únicas personas en París que van acreerme. —Se aproximó con su silla alos visitantes.

Kleiber golpeaba con el dedo lafotografía.

—Entre los expertos ha surgido unafuerte discusión sobre cómo debe serrestaurado el cuadro, si con o sin collar.

—¡Bah, los expertos! —resopló elprofesor—. ¿Ha visto usted alguna vezuna Virgen con un collar de piedras

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preciosas?—No sé —replicó Kleiber y Anne

meneó la cabeza. Ninguno de los doscomprendía a dónde quería llegarVossius.

—Pero es evidente que Leonardo daVinci pintó el collar —objetó Anne—.¿Acaso cree usted que es unafalsificación posterior o la obra dealgún discípulo?

—Al contrario, querida sobrina —seacaloró Vossius—, Leonardo pintó estecollar con toda intención y también fuesu intención hacerlo desaparecer al finalcubriéndolo con una capa de pinturaocre de carne.

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Mientras el profesor hablaba,Adrián lo observaba de lado. No sabíaexactamente qué pensar de las palabrasde Vossius. El profesor daba laimpresión de adentrarse en un asuntoalejado por completo de la realidad y leentraron dudas de si no habrían confiadodemasiado en el estado psíquico de estehombre. Pero a continuación Kleiberquedó fascinado por el informe delprofesor.

—El mundo está lleno de misterios.Algunos son tan grandes que sobrepasanel entendimiento de la mayoría depersonas, y tal vez es bueno que sea así.Pues muchos que tuvieran noticia de

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ellos y comprendieran toda sutrascendencia perderían la razón. Poresto desde tiempos inmemoriales existela costumbre de que estos misterios dela humanidad sean revelados por losmás inteligentes de la especie humana alos más inteligentes, con la imposiciónde guardar secreto hasta que llegue eltiempo de descubrirlos.

Anne se impacientó. Queríapreguntar: qué tiene que ver, por el amordel Cielo, el collar del cuadro con losmisterios de la humanidad, pero laspalabras de Vossius la enmudecieron.

—Desde hace quinientos años —prosiguió Vossius— la gente se pregunta

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qué quiso decir William Shakespeare alafirmar que hay más cosas entre el cieloy la tierra de las que nuestra sabiduríaescolástica pueda imaginar. Shakespeareera un portador del secreto, lo mismoque Dante y que Leonardo da Vinci.Cada uno de ellos dio indicacionesocultas de un mensaje en clave.Shakespeare y Dante se sirvieron dellenguaje, Leonardo utilizó naturalmentela pintura para su objetivo. Pero inclusoen los escritos que dejó se encontraronalusiones a su saber, aunque ningunaprueba.

—Entiendo —dijo Kleiber—, ustedquería con este atentado con ácido

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obtener la prueba de su descubrimiento.—Y lo conseguí —replicó Vossius

golpeando con la mano la fotografía—.¡Esta es la prueba!

—¿El collar? —preguntó Anne,desconcertada.

—El collar —constató el profesorsobriamente y buscó con sus ojos alguardián que, ajeno a todo, estabasentado en la silla al lado de la puerta.El tiempo de visita había concluidohacía rato y Anne temía que de unmomento a otro iba a entrar el médicodel servicio e interrumpiríaabruptamente la conversación. Por estoapremió nerviosa a Vossius:

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—¡Explíquenos de una vez larelación que existe entre el collar queLeonardo pintó de modo no visible paratodo el mundo y el pergamino copto!

Vossius asintió. Se le podía notarque gozaba de la situación como undesagravio por las injusticias sufridas, ycuanto más insistía Anne, tanto másreservado se mostraba el profesor.

—Está demostrado —dijofinalmente— que ambos poseían elmismo saber, el autor de su pergamino yLeonardo da Vinci; pues ambos usaronel mismo código de claves.

Anne y Adrián se mirarondesconcertados. El hombre no se lo

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ponía fácil, ponía a dura prueba supaciencia, y en Kleiber nacieron dudasde si el profesor realmente podíamedirse con parámetros normales, si eraun obseso por su ciencia al que se debeacoger con indulgencia o si era unpsicópata digno de compasión.

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Vossius tomó la foto y la sostuvoverticalmente como un trofeo. Con losdedos de la mano derecha rozó el sitiodonde se veía el collar, ocho piedraspreciosas diferentes engarzadas conzarcillos de flores doradas y alineadasuna contra otra en pulimento cabujón.

—Ocho piedras preciosas —constató el profesor—, al parecer sólouna joya, y sin embargo son piedras muyespeciales, cada una de ellas con susignificado. La primera piedra amarillablancuzca es un berilo, una piedra que

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tiene su historia. Es la piedra de losnacidos en octubre; en la Edad Media sela pintaba y se la preparaba en unlíquido para curar los ojos. Más tarde sedescubrieron efectos mayores al pulirlaadecuadamente. De ahí viene la palabraalemana Brille (lente). La segundapiedra azul pálido es un aguamarina,emparentada con el berilo, pues su coloroscila del azul al verdemarino. Latercera, de color rojo oscuro, la conocetodo el mundo. Es un rubí. Se leatribuyeron propiedades curativas y seencuentra como símbolo de poder en lasinsignias de los reyes y losemperadores. La cuarta piedra es

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violeta, una amatista, la piedra de losnacidos en febrero y de una gigantescasimbología. Así, se tenía por amuletocontra el veneno y la embriaguez, perotambién como símbolo de la trinidad,porque contiene tres colores: púrpura,azul y violeta. Debió de ser una de laspiedras que adornaban el pectoral de lossumos sacerdotes y el fundamento de lamuralla de la Jerusalén celestial.Aunque de distinto color, las dospiedras preciosas siguientes, la quinta yla sexta, son también berilos. La séptimaes una ágata negra, propiamente sólosemipreciosa, aunque en la antigüedad yen la Edad Media su polvo era

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celebrado como afrodisíaco, y pormotivos inexplicables se convirtió en eladorno preferido para los instrumentoseclesiales. Queda la última piedra, laverde esmeralda, una piedra que sobretodo en la época de Leonardo da Vincigozaba de alto honor. Era el símbolo delevangelista San Juan, así como el signode la castidad y de la pureza, y durantela Edad Media era especialmenteapreciada por sus propiedadescurativas. Ocho piedras alineadas unajunto a otra al parecer por azar, y sinembargo no es una casualidad el modocomo Leonardo pintó esta cadena, comonada es casual en la vida. Lean la

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primera letra de las ocho piedras de laizquierda a la derecha, tal como yo lashe descrito (da lo mismo que lo hagan enalemán o, como Leonardo, en italiano),obtendrán una palabra que tal vez lescausará sorpresa.

Anne von Seydlitz apretó ambasmanos formando un puño y miróhechizada la fotografía. Luego leyó:

—B… A… R… A… B… B… A…S. Dios mío —murmuró—, ¿qué puedesignificar esto?

Vossius calló. También Adriánguardó silencio. Con la vista fija en lafotografía, controlaba mentalmente lasucesión de letras. El profesor tenía

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razón: BARABBAS.Pero antes de que pudieran concebir

la trascendencia de este descubrimientoy formular una pregunta, entró el médicodel servicio en la sala de visitas y cerróla entrevista con un gesto insolente:haciendo sonar las palmas. Vossius selevantó, asintió amablemente y se fue alpasillo en compañía del enfermero.

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Mientras atravesaban en elautomóvil el Pont St. Michel, Annepreguntó a Kleiber:

—¿Crees que este Vossius esesquizofrénico? Quiero decir, ¿creesque está detenido con razón en St.Vincent?

—Este hombre es tan normal comotú y como yo —contestó Kleiber—,aunque creo que arrastra consigo unpeso gigantesco, algo que lo ha llevadoal borde de la desesperación. Pero dudoque nos pueda seguir ayudando. No me

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entra en la cabeza que exista unarelación entre Leonardo da Vinci y tupergamino.

—Si Vossius no puede ayudarnos,no puede nadie —respondió Anne—.Por lo menos sabemos ya que el nombre«Barabbas» es el símbolo de unahistoria extremamente oscura, que hapreocupado en el pasado a personas quese cuentan entre las más inteligentes. Alprincipio la explicación del profesor mepareció muy rebuscada, pero cuanto máspienso en ello más llego a la conclusión:este hombre tiene razón. En cualquiercaso Leonardo da Vinci es muy travieso.Se sabe que cuando vivía se burlaba de

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sus contemporáneos escribiendo alrevés y sin duda el asunto del collar estambién una de sus diabólicastravesuras.

—Pero relación, no veo ningunarelación.

A lo que Anne no pudo menos queadherirse:

—Tampoco la veo yo. Siconociésemos la relación,probablemente sabríamos la solución.

—Y él no va a atárnosla a la nariz.Anne asintió.—A menos que… —Kleiber

reflexionaba.—¡Dilo ya!

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—A menos que hagamos un negociocon Vossius.

—¿Un negocio?—Bueno —concretó Adrián—,

negocio no es quizá la expresiónadecuada. Mejor sería pacto.

—Hablas en clave.—Recuerda —empezó Kleiber—,

recuerda la primera vez que vimos aVossius. ¿Cuáles fueron sus primeraspalabras?

—¡Sacadme de aquí!—Eso dijo. Creo que la historia que

nos contó, sólo nos la contó parademostrar que estaba en su sano juicio.Desconfía de los médicos. Ellos ya lo

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han diagnosticado. Quien echa ácidosobre un cuadro debe de estar loco. Asíque él espera de nosotros que leayudemos; por esto le vino de perlas laidea de que tú eras su sobrina y siguió eljuego. No, el profesor no es ningún casopara la psiquiatría y debemos ponerle enclaro que ésta es nuestra convicción yque estamos dispuestos a mover todaslas palancas para sacarlo de allí, si élnos confiesa toda la verdad respecto aBarabbas.

—No es mala idea —constató Anne—, pero Vossius quiso arrojarse de latorre Eiffel, es un candidato al suicidio ytodos los que intentan quitarse la vida

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aterrizan en el psiquiátrico.—Lo sé, lo sé —replicó Kleiber—,

pero no les dejan encerrados para elresto de su vida. Después de una terapiaapropiada, se les deja de nuevo enlibertad. Por lo demás no acabo deentender por qué Vossius quería ponerfin a su vida. Le creo incluso capaz dehaber escenificado todo esto por algúnmotivo. Pero no puedo imaginarme queno haya previsto las consecuencias.Creo que el profesor se había trazado unminucioso plan, pero al ejecutarlosucedió algo inesperado y ahora se hallaen el manicomio. Y precisamente ésta esnuestra oportunidad.

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Más tarde, por la noche del díasiguiente, cenaron en Coquille, en el 17Arrondissement, donde la cocina es mástradicional que nouvelle, lo que seacercaba más al gusto tanto de Annecomo de Adrián; pero lo que debía serun placer despreocupado, pronto seconvirtió en un silencio lleno de tensión,provocado por el hecho de que cada unose sumía en sus pensamientos. No sóloAnne, sino también Adrián había sidoatrapado entretanto por las redes de estecaso de tal modo, que podía hacer ypensar lo que quisiera, siempreterminaba en el psiquiátrico de St.Vincent con el profesor Vossius.

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Anne, que acababa de decidirse y,gracias a la ayuda de Kleiber, se sentíacon más coraje, se vio de pronto frente aun enemigo demasiado poderoso, con elque no podía medirse, y dudaba de siAdrián sería lo bastante fuerte. Ademásle torturaba la pregunta de por qué a ellaaún no le había ocurrido nada, mientrasque todos cuantos se cruzaban por suvida eran perjudicados de modoincomprensible. Guido muerto,Rauschenbach asesinado, Guthmanndesaparecido. Miró a Kleiber y, como siquisiera ocultar sus pensamientos,intentó sonreír, sin resultado.

Él no podía interpretar la

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consternación que reflejaba la cara deAnne, pero sobraba cualquier pregunta.El cariño que había sentido en el primerreencuentro se había convertido en unenorme nerviosismo. Habría deseadoencontrar a esta mujer en circunstanciasmás favorables, pero Adrián no era elhombre que no supiera sacar provechode una situación. No, Kleiber esperabaconquistar a Anne dándole su apoyo, ynada alienta más la simpatía entre dospersonas que un enemigo común.

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Cuando al día siguiente llegaron aSt. Vincent de Paul, parecía como si losestuviesen esperando. Pero el médicodel servicio no los condujo a la sala devisitas, sino al despacho del doctor LeVaux, sin dar explicación alguna. Elmédico jefe informó con ciertaturbación, inapropiada en estos casospara un hombre de su categoría, que elprofesor Vossius falleció la nochepasada de un infarto, que lo lamentabamucho y les daba a ellos, sus parientesmás próximos, su más sentida

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condolencia.En el interminable pasillo, donde

aún olía a cera de suelos, Anne tuvo queser sostenida por Kleiber. No porquefuese tan hondo su pesar por la muertede Vossius —si bien en los dos días lehabía tomado afecto—, sino porquerespondía a una horrible norma, en laque no había querido creer. Por esto leafectó tanto la muerte del profesor.Desde un principio, Anne se negaba acreer que la muerte de Vossius fueracasualidad, aunque, igual que en todoslos casos precedentes, no veía ni unmotivo ni una relación posibles.

Como en sueños y totalmente

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desorientada, anduvo a tientas cogidadel brazo de Adrián por el apestosopasillo y subió la ancha escalera depiedra hasta arriba, donde los esperabael enfermero que durante sus visitasestaba sentado en silencio y con cara detonto en la silla junto a la puerta. Éstesalió al encuentro de Kleiber, le susurróalgo que Anne no entendió ni leinteresaba entender debido a su estadoy, después de intercambiar unaspalabras con Kleiber, llegó al acuerdode encontrarse alrededor de las 19 horasen un bistró cercano, situado en la ruéHenri Barbusse frente al LycéeLavoisier.

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La extraña cita pasó por delante deAnne como una alucinación que le llegaa uno en estado de duermevela, y Adriánal llegar a casa la informó delofrecimiento del equívoco enfermero.Ha sugerido, relató Kleiber, que podíadar una información importante referentea la muerte del profesor y, a la objeciónde por qué no lo decía allí mismo,contestó que era demasiado peligroso.

Sea lo que fuere lo que seescondiese detrás de la presunción delenfermero —Adrián y Anne no podíanimaginarse ni con su mejor voluntad queaquel torpe tuviera modo de ayudarlos—, debían sin embargo seguir el más

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leve rastro que pareciera oportuno paraaclarar el caso.

El bistró era muy grande, al revés dela mayoría de bistrós parisinos, y deescasa visibilidad en su interior; sinduda por esto lo había elegido elenfermero. Éste se reveló como unhombre inesperadamente hábil, decomprensión rápida. En todo caso sabíaexactamente lo que quería, cuandoexplicó sin rodeos que los enfermerosde las instituciones psiquiátricas estabanindignamente mal pagados —él usó lapalabra méprisable— y debían vercómo se las arreglaban por otras vías.Resumiendo, él podía ofrecerles la

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información sobre la verdadera causaclínica de la muerte del profesor y en supoder tenía las pertenencias del difuntoque tal vez, en su caso, podrían serlesútiles.

De qué caso hablaba, quiso saberKleiber, y el enfermero, pasandosúbitamente del francés a un alemánbalbuceante pero perfectamentecomprensible para asombro de ambos,explicó que había seguido con vivaatención las conversaciones mantenidasdurante los últimos días entre ellos yVossius. A la pregunta de dónde habíaaprendido el alemán, respondió quetenía una mujer alemana, pero sobre

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todo suegros alemanes que no hablabanuna palabra de francés, era la mejorescuela.

—¿Cuánto? —preguntó secamenteKleiber. Se veía en el trance de no haberadivinado las intenciones del imbécildel enfermero, una derrota personal, y,puesto que podía con dinero borrar delmundo esta derrota, estaba dispuesto apagar un alto precio.

Los dos hombres convinieron lasuma de cinco mil francos, dos mil enseguida, el resto contra la entrega de unsobre.

Kleiber quedó asombrado de laseguridad con que actuaba el enfermero.

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Casi tuvo la impresión de que no era laprimera vez que lo hacía.

—¿Cómo está usted tan seguro deque recibirá el resto? —preguntó AdriánKleiber provocador.

El enfermero sonrió satisfecho.—En cierto modo lo tengo a usted

atenazado. Si desembucho quehaciéndose pasar por parientes deVossius consiguieron entrar en elpsiquiátrico, después de la inesperadamuerte del profesor seguro que va ainteresar a la policía. Así que nointentemos golpearnos la oreja (¿lodicen ustedes así?) y vayamos alnegocio.

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Con visible satisfacción tomó losdos mil francos, dobló dos veces losbilletes y los metió en el bolsillo de suchaqueta. Luego se inclinó sobre la mesaebanizada y dijo:

—Vossius no murió de muertenatural. Fue estrangulado con un cinturónde cuero.

Que cómo lo sabía.—Encontré al profesor a las cinco y

media de la mañana. Tenía un anillorojoazulado en el cuello. Delante de sucama había un cinturón de cuero.

Mientras que a Anne la noticia no lecausaba sorpresa, Kleiber teníadificultades para orientarse en esta

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nueva situación. Sobre todo, objetó, quéinterés podía tener la clínica en ocultarel caso y dar como causa de la muerte uninfarto.

—¿Todavía lo pregunta? —se excitóel enfermero y habló de nuevo enfrancés—. En St. Vincent ha habidobastantes escándalos, pero un asesinoque consigue penetrar de noche en elservicio psiquiátrico es, por lo pronto,el colmo de una serie de precedentesque no dejan al instituto en el mejorlugar. Naturalmente, hubo unainvestigación interna que aún no haconcluido, pero Le Vaux se enfrenta a unenigma.

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¿Y su opinión personal?El enfermero se pasó los

amanerados dedos por su cabellooscuro.

—Al parecer, Vossius recibióanoche una visita muy singular. Nopuedo certificarlo, por la noche noestaba de servicio. Debió de ser un cura,un jesuita. Según dicen, conversaron eninglés.

Anne y Adrián se miraron. Elestupor de ambos había alcanzado unanueva cota. ¿Un jesuita con Vossius?

—En cualquier caso este cura fue elúltimo con el que habló Vossius.Naturalmente recaen sospechas sobre él.

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¿Quién dice que realmente era jesuita?Lo cierto es que el extraño sacerdote alcabo de media hora justa abandonó elpsiquiátrico de St. Vincent. El portero loha confirmado.

A continuación se debatió el tema delo fácil o difícil que es entrarinadvertidamente en el serviciopsiquiátrico de St. Vincent de Paul. Elenfermero defendió la opinión de que elindividuo que entró debía de tener uncómplice dentro del servicio, que estabacerrado. Sólo así es posible entrar.

—¿Y usted? —preguntó Adriánreflexivo—. Quiero decir, ¿seríadescabellado pensar que usted…?

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—Escúcheme —interrumpióbruscamente el enfermero—, ustedpuede pensar que soy repulsivo porquele vendo información, esto, dichofrancamente, me importa un pepino. Perolo otro es ser cómplice de asesinato, asíque olvídelo. —El enfermero se echóprecipitadamente al gaznate el resto desu pastís, puso con un chasquido eldinero sobre la mesa, echó un billete allado y se marchó sin despedirse.

—No tenías que haberlo ofendido —observó Anne con la voz apagada.Miraba fijamente hacia un puntoimaginario del local, lleno de volutas dehumo. Adrián vio que le temblaban las

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manos.

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Debían tener dudas respecto a si elhombre, según lo acordado, apareceríade nuevo al día siguiente paraintercambiar nuevas informaciones porel resto de la cantidad prometida. Lavelada transcurrió con la discusión de loque podían esperar del enfermero,tejiendo aventuradas fantasías sinaproximarse ni un paso a la solución. Alfinal, pasada medianoche, llegaron a laconclusión de que el enfermero lesrevelaría el nombre del asesino. Fuedistinto.

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Según lo convenido (el dinero nomancha el honor), el enfermero aparecióla tarde siguiente a la misma hora en elbistró, cogió el resto del dinero y pusosobre la mesa, con la serenidad de unprofesional, un sobre marrón cerrado.

Kleiber lo abrió.—¿Una llave? —dijo Anne en un

tono que no ocultaba su desengaño.El sobre contenía una llave de

seguridad con la inscripción «SécuritéFrance», como miles de otras; aparte deesto, nada.

—¿Eso es todo? —inquirió Kleiber.El enfermero contestó:—Sí, es todo. La llave parece no

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tener importancia, pero si les digo queVossius la guardaba debajo de laalmohada envuelta en un pañuelo, tal vezcobre mayor importancia.

Kleiber se puso la llave en la manoy cerró el puño.

—Quizá tenga razón —dijo despuésde una breve reflexión—, sólo quemientras no sepamos a qué cerradurapertenece, no sirve de nada.

—El resto es asunto suyo —dijo elenfermero. Inclinó brevemente la cabezay se alejó sin despedirse.

Los dos días siguientes pasaroncomo en una pesadilla. Incluso Adrián,que nunca perdía el ánimo, parecía

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agotado e intentó convencer a Anne deque tomasen el primer avión para tomarel sol en Túnez o en Marruecos, encualquier caso la apremió para que noviajara sola de vuelta a Munich.

Anne sonrió fatigada. En el fondo,todo le daba lo mismo. Se apoderó deella el miedo terrible de que Adriánpudiera ser el próximo en sufrir lasconsecuencias. No se atrevía a decirlo,pero todo giraba en torno a estaaprensión sin que el otro lo notase, ymaquinaba la posibilidad de mantener aKleiber apartado del asunto. Por otrolado, se sentía demasiado débil paraproseguir con la historia ella sola, sin la

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ayuda de Adrián, y estaba a punto deacceder a la propuesta de Kleiber derealizar juntos un viaje de vacaciones,cuando de repente se toparon con unapista que lo cambió todo de nuevo.

Anne había dejado a Adrián elnegativo de las fotos del pergamino yKleiber había encargado al laboratorionuevas copias con el propósito debuscar ahora por sí mismo un expertoque pudiera traducir el misterioso texto,del cual sólo se conocía el nombre deBarabbas. Y puesto que las fotografíaseran «una chapuza», como dijo eltécnico del laboratorio, éste hizo unabuena docena de ampliaciones,

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diferenciadas una de otra por la luz y elcontraste, de manera que el texto aquí yallá fuese más legible.

No fue sólo este resultado lo queexcitó fuertemente a Anne, sino loscuatro dedos al margen de una de estasampliaciones (evidentemente el originalera sostenido por un ayudante ante lacámara, lo que explicaba la malacalidad de la foto). Para ser másexactos, se trataba de tres dedos ymedio, pues faltaba la parte de arriba enel dedo índice del desconocido.

—¡Donat!—¿Donat?—¡El hombre con la mujer en la

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silla de ruedas! Desde el principiodesconfié de él. La mujer que estaba conGuido en el automóvil del accidente yque después de estar dos días en laclínica desapareció dijo ser su esposa.Donat no pudo explicarlo. ¡Miente,miente, miente!

—Y a este… Donat le faltaba laprimera falange del dedo índice, ¿estássegura?

—Completamente segura —replicóAnne—, lo vi con mis propios ojos.Pero Donat se hizo el que no sabía nada.¿Por qué lo hace? ¿Qué tiene queocultar?

Anne tenía miedo, temía las nuevas

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cuestiones que este descubrimientocomportaba. En rigor, no habíaavanzado un paso en sus averiguacionesdesde el día después del accidente deGuido. Al contrario, sus investigacionestenían el efecto de las excavacionesarqueológicas: cuanto más se descubría,más cuestiones suscitaba, y deseabahaber ignorado que Guido había tenidoun lío, que ella pérfidamente indagaba.

Sentía como si estuviera en mediode una obra en la que, contra suvoluntad, le habían asignado un papel,sin conocer ni a los demás actores ni eltexto. Pero, tanto si quería como si no,debía representar su papel hasta el final.

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Capítulo cuarto

LEIBETHRAal borde de la locura

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Tras apenas una hora de viajenocturno por la autopista desde elaeropuerto Thessaloniki en dirección alsur, el Land-Rover verde tomó la salidade Katerini. Katerini es una pequeñaciudad rural pintoresca del noreste deGrecia que tiene a su espalda el Olimpo,de casi 3.000 metros de altitud, un típicomercado con mesas y sillas en la calle ycon bombillas que se encienden por lanoche, así como una carretera principalque hacia el sudoeste conduce aElasson, desde donde se llega a los

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Meteoros, los monasterios flotantes enel cielo; antes eran veinticuatro, hoysólo cuatro están habitados.

En algún lugar a medio camino, elautomóvil redujo la marcha y giró a laizquierda por un camino rural, queconsistía principalmente en dos sendasde carro llenas de grava y en el centrouna capa de hierba, y Guthmanncomprendió por qué habían ido arecogerlo con un vehículo todo-terreno.Los faros ejecutaban un verdadero bailede San Vito sobre las onduladas vías decarro para gozo del joven conductor,que visiblemente se divertía con estecamino lleno de baches.

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—Sólo tres kilómetros cuesta arriba—dijo Thales dirigiéndose a Guthmann— y estaremos en Leibethra. Pordesgracia el último trecho de caminotendremos que recorrerlo a pie.

Guthmann asintió con una sonrisa,aunque no le fue fácil sonreír.

Thales, que conocía cada curva deeste serpenteante camino, dijo mientrasel automóvil, en primera, se torturabapor subir la cuesta, siguiendo una curvaa otra curva y apareciendo de pronto aun lado y luego al otro áridos muros depeñascos y declives profundos, de modoque el estómago de Guthmann empezabaa removerse:

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—Quisiera hacerle notar un par depeculiaridades, es decir, sonpeculiaridades para usted, que viene porprimera vez a Leibethra.

Guthmann asintió.—Empiezan por el tratamiento. No

empleamos el «usted» ni mucho menosel «tú», sino que tratamosdeferentemente a nuestros paisanos de«vos», pues según nuestra filosofía elhombre es la medida de todas las cosas.Y porque defendemos este principio, novivimos ascéticamente en absoluto,como se nos critica a los monjes deMeteoros, de Agia Trias o de AgiosStephanos; aunque vestimos de oscuro,

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esto no tiene nada que ver con lamortificación de uno mismo, sino que esla expresión de nuestra ideologíauniforme. Por esto cada uno de nosotroslleva también su nombre monástico.

—Entiendo —observó Guthmannreflexivo, aunque no entendíaabsolutamente nada y encontraba lasexplicaciones de Thales bastantecontradictorias. Estaba a punto delamentar su decisión, pero ya se habíadecidido a quemar las naves y Leibethraera realmente el lugar más seguro deEuropa para desaparecer osencillamente retirarse. Y eso queríaGuthmann: retirarse, abandonar tras de

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sí todas las presiones, un matrimoniofrustrado, la lucha competitiva de suprofesión académica y los aburridosacontecimientos sociales, que para unhombre de su categoría se habíanconvertido en una obligación y por estolos odiaba.

Thales miró a Guthmann de lado enla oscuridad del coche y manifestó:

—¿No se arrepiente de habervenido?

—Claro que no —subrayó Guthmannpara tranquilizar a su acompañante—,sólo que estoy reventado. El vuelo y elfatigoso viaje en coche, ¿sabe?

De pronto, arriba, encima de ellos,

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aparecieron luces que parecíanluciérnagas en una noche de junio.

—¡Leibethra! —exclamó Thalesseñalando con el dedo y, al cabo de unrato, añadió—: Aún está a tiempo, aúnpuede pensárselo…

Pero Guthmann le cortó la palabra:—No hay nada que pensar. ¡Mi

decisión es firme!—Está bien —replicó Thales—,

sólo quería advertírselo, pues no hayregreso posible. Pero esto ya se loexpliqué con detalle.

Guthmann vio las luces que seaproximaban: ¡Leibethra! Le golpeaba elcorazón, mucho había oído de este

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enigmático lugar en los últimos días.Thales le había explicado qué tipo degente vivía en este monasterio. Qué digomonasterio: fortaleza monástica lo habíallamado Thales. Y era el concepto quemejor cuadraba a la institución.

—¿Sucedió una vez que un miembrode esta comunidad, es decir, hubo ya uncaso…?

—En los últimos años sólo uno —replicó Thales, que en seguida captó aqué se refería el otro y se colocó biensus gafas sin montura, lo que, segúnhabía experimentado Guthmann hacíatiempo, era un signo inequívoco dedisgusto—. Cada cual es libre de

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abandonar el mundo —añadió Thales—,pero esperamos que, una vez lo hayahecho, no vuelva nunca a la vida humananormal. Para tales casos están lospeñascos frigios.

—No entiendo.—Los frigios, en Asia Menor,

acostumbraban a despeñar a losdelincuentes, pero también permitían alconvicto que se tirara de las rocas por símismo. Una forma elegante de pena demuerte. Antes se practicaba entrenosotros, ahora nos hemos vuelto máshumanos. La moderna bioquímica nosofrece medios y vías para asegurarnos elsilencio de quienes comparten nuestros

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conocimientos.El Land-Rover atravesó con marcha

lenta una estrecha pasarela tensadasobre un precipicio. En la oscuridad nopodía verse cuán profundo era. El motorgemía a bajas revoluciones cuando elcamino formó una cuesta empinada, tanempinada, que las luces del cocheenfocaban el vacío, como el rayo de unfaro. Luego de pronto el capó delautomóvil se inclinó hacia abajo, porquela bajada era igualmente empinada, yGuthmann pudo distinguir casas oscurasen torno a una plaza iluminada, en la quetodavía reinaba bastante animación.

Al aproximarse, vio gente con cara

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de estúpida, hombres con extrañasmuecas y mujeres que prorrumpían enestridentes risas al parecer sin motivo.Los niños andaban con la cabeza tangrande como un melón sobre un cuerpopequeño desarrollado normalmente y unanciano vestido de blanco, calvo,estiraba un cordel con el que arrastrabatras de sí un barco de juguete. Algunossaludaban amablemente con la mano,otros se acercaban a la ventanilla delcoche y hacían muecas como chiquillos.

—No tema —dijo Thales, queobservó el rostro desconcertado deGuthmann—, son inofensivos,lamentables criaturas a las que la

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naturaleza les ha negado unentendimiento normal. Pero qué quieredecir normal. Usted mismo sabe que dela genialidad a la demencia sólo existeun paso. Oficialmente Leibethra es unacolonia de locos sostenida por nuestraorden. Esto nos da prestigio y la certezade que nos dejarán en paz. Pues nosprotegemos por un círculo de locura.

—¿Cómo debo entenderlo?—Cualquiera que pretenda llegar a

nosotros tiene que atravesar estacolonia.

El conductor hizo sonarenérgicamente el claxon para abrirsepaso a través del pueblo; lanzaba de vez

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en cuando fuertes gritos por la ventanillaabierta, como si quisiera asustar a loscuriosos que se agolpaban al automóvil.

Detrás de una curva apareció unapuerta de hierro bien iluminada, queconducía al interior de la montaña y queal aproximarse el coche se abrió comopor arte de magia. Detrás había unagalería con una bóveda rocosa. Al fondoestaban aparcados algunos vehículostodoterreno, a la izquierda zumbabanvarios grupos electrógenos protegidospor un muro de rejilla y la pared deenfrente estaba ocupada por dosascensores, que hoy se ven sólo enedificios antiguos de inquilinos, hechos

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de caoba rojiza y con cristales pulidosen las puertas.

—Hemos llegado —dijo Thales aldetenerse el ascensor y rogóamablemente a su acompañante que seapease—. Enseguida le traerán elequipaje. Venga.

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2

Guthmann esperaba encontrar unmonasterio, pero esto tenía más bien lapinta de un hotel. Quedó sorprendido.

—¿Seguro que se lo imaginaba deotra manera?

—¡Claro! —replicó el visitante—.Menos lujo, más ascética.

Al abandonar el ascensor, seescuchaba música clásica procedente dealgún lugar. En el resplandeciente sueloembaldosado de una antesala en formade medialuna había, perfectamenteordenados, sillones de madera pulida y

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sillas de enea, como los que exponíanlos naturales del lugar. En el ascensorde la parte opuesta se veía una serie deventanitas de arco de medio punto. Enambos lados había corredores queconducían a direcciones opuestas. Elconjunto daba la impresión de amplitudy parecía alejado de la estrechez delmonasterio de Meteoros.

Thales indicó al extranjero elcamino de la izquierda, donde unaescalera estrecha conducía al piso dearriba, a una especie de galería, en lacual había dos puertas, una junto a otra,separadas por un espacio regular; estepar armonizaba en la forma y color del

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marco con otro par de puertas situado enla parte opuesta. Mientras caminabanpor el largo corredor, Guthmann pensóque no se habían topado con nadie; perosin embargo la arquitectura vacía depersonas daba una impresión menosinquietante que la plaza del pueblo llenade gente.

—Para responder a su objeción —dijo Thales caminando, pero se corrigióen seguida—: Para responder a vuestraobjeción: la ascética es algo admirable,pero un asceta no es un sabio ni muchomenos. Nada contra la ascética en elsentido de falta de necesidades. SiDiógenes sólo usaba un tonel donde

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vivir, nada que objetar; pues Diógenesmismo eligió este modo de vida y erafeliz así. Pero la ascética monacal no essino un error. Pablo sencillamente noentendió la filosofía de los estoicosgriegos y vio en ella un remedioprobado en la lucha contra el vicio y lasmalas costumbres. La ascética cristianava dirigida a la represión y destrucciónde la naturaleza humana, no sólo delgoce sexual, sino también del placer dela vista, del oído, del gusto. En cambiola verdadera filosofía estoicapropugnaba vivir de acuerdo con lanaturaleza. Si la Iglesia tuviera razón,todos los monasterios serían baluarte de

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la felicidad, de la paz, de la verdad;¿acaso es así? Casi no encontrará otrolugar en el mundo en el que lainfelicidad, la enemistad y la mentiraestén tan extendidas como en unmonasterio.

Guthmann se detuvo y mirósobresaltado a Thales:

—Por vos habla la amargura,Thales, una profunda amargura.

—¿No me creéis?Guthmann se encogió de hombros.—Podéis creer cada palabra,

profesor, sé de qué hablo, he pasadomedia vida entre muros de convento ymedia vida sólo he soñado una cosa,

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libre albedrío. ¿Podéis imaginaros loque esto significa? No. Esto sólo puedeexperimentarlo quien haya vivido enpenitencia. Todo lo real y efectivo enesta Tierra es corporal, y el poder delhombre no es algo inmaterial oabstracto, el verdadero poder delhombre, con el que es capaz de movermontañas, es el libre albedrío. Sólo elcorrecto tomar y dejar, hacer y dejar dehacer conforme a la razón y a lanaturaleza, garantiza la felicidadhumana. Un hábito roba a las personas lamitad de sus capacidades intelectuales.

—¿Fuisteis monje?Thales inclinó la cabeza y Guthmann

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reconoció en la coronilla un círculodonde el pelo crecía degenerado, restode una antigua tonsura.

—Capuchino —dijo Thales, sinmirar al otro—, os afeitan una aureolade santidad en el melón hasta quevuestros cabellos se resignan. El acto essintomático. Ascética hasta laalienación. Pero en algún momentocomprendí que no tenía sentido tenerinscrito en la tumba: «Vivió como unsanto», y que millones de personas sepregunten: «¿Y qué servicio ha prestadoa la humanidad?». Pero no os quieroaburrir con mi historia.

—¡Oh no! —replicó Guthmann—.

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No me aburrís en absoluto. Al contrario,me hace reflexionar.

—¡Y yo que ya creía haberosasustado!

—Ciertamente que no —mintióGuthmann—, sólo que —hizo una pausaindecisa— el libre albedrío propagadopor vos significaría en última instanciaque aquí ofrecéis también sitio a lasmujeres.

—¡Naturalmente! —contestó Thalescomo si tal cosa—. Precisamente os dijeque esto de aquí no es tanto unmonasterio como un movimiento.Pretendemos tener en nuestras filas lasmentes más preclaras, de modo que nos

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conduciríamos a nosotros mismos adabsurdum si sólo hubiera hombres aquí.

—¿Y esto no provocacomplicaciones?

Thales rió. Con sorpresa constatóGuthmann que el hombre que durantesiete días lo había acompañado se reía acarcajadas por primera vez.

—¡Claro! —gritó—. Es ley natural:el comportamiento antagónico delhombre y la mujer produce el desarrollode una sabiduría en dos sentidosopuestos pero que se necesitan ycomplementan, es la tensión primordial.Pero la tensión es una de lasmanifestaciones más fascinantes de

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nuestra mente.Mientras decía esto, Thales abrió

una puerta entornada, que en la partesuperior estaba marcada con un renglónde símbolos tan grandes como la palmade la mano, con triángulos y cuadradosverticales e invertidos, que,observándolos detenidamente, debían dedesprender algún significado.

—En Leibethra no hay números —observó Thales, que se fijó en la miradaescrutadora del profesor—. Esto lesorprenderá tal vez, pero el ser humanono necesita números. Los usamosúnicamente de modo extra oficial, sóloporque muchos creen que no se pueden

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expresar sin números. La devoción porla cifra es uno de los mayoresinfortunios de nuestro tiempo. Losnúmeros crecen en lo inconmensurable yllegará un día en que la humanidad serádevorada por los números, comonuestros órganos por el cáncer.

Guthmann no decía nada, pero en elfondo daba la razón a Thales. YaPitágoras, el descubridor de lasmatemáticas, afirmaba que todo loimportante de este mundo podíaexplicarse con diez dedos. El universo,el espacio, se completa en tresdimensiones, el tiempo consta depasado, presente y futuro, y toda

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realidad tiene un principio, un medio yun fin. Pero antes de que Guthmannpudiera concluir su pensamiento, lo quevio ante sí le causó mayor sorpresa quetodo cuanto había encontrado en aquelextraño lugar.

Ante él tenía un apartamentoexquisitamente amueblado, una sala deestar con televisor y teléfono, un estudiocon biblioteca y una sala de baño concerámica blanca, como uno antes seespera de un hotel de lujo, que de unmonasterio. Mientras Thales le enseñabalas habitaciones, el chófer trajo elequipaje.

—Espero no haber exagerado —dijo

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Thales—, está tal como lo dejó vuestroantecesor. Naturalmente podéisarreglarlo de la manera que os sintáismejor. Justo dentro de una hora vendrána recogeros para cenar en comunidad.

Tras esta indicación, Thales se fue yGuthmann pensaba si realmente lo vivíao lo estaba soñando. Se sentíaterriblemente cansado y sabía que elcansancio es capaz de simular las cosasmás increíbles. Pero luego se dejó caeren un sillón de orejeras estampado enamarillo, estiró las piernas, miró entomo suyo y estuvo tentado depellizcarse por si sentía dolor. En estoque sonó el teléfono.

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—Sí… —dijo Guthmann temeroso.Era Thales:—Olvidé decírselo: se viste traje

oscuro para la cena.

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3

Un personaje curioso, pensóGuthmann, pero ¿acaso no era curiosotodo lo que había ocurrido en las dosúltimas semanas? ¿Cómo conocía Thalesla situación en que él, el profesorWerner Guthmann, se hallaba? ¿Dedónde había sacado él, Guthmann, elvalor de seguir a un hombre que noconocía en absoluto, que ni siquiera dijosu verdadero nombre, que sólo le habíahecho promesas de las que un hombre ensu sano juicio debía decir que no sepodían cumplir? ¿No era Leibethra un

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sueño, una utopía? ¿No era un desvaríode filósofos pueriles reunir los cerebrosmás preclaros del mundo en un mismolugar bajo un mismo techo, cada uno deellos el más ilustre en su disciplina,para así frenar la decadencia de lahumanidad, que se inició, según decíanellos, con la historia humana?

Mientras estaba sentadoreflexionando si no sería presa de unalocura, idea que curiosamente no se lehabía ocurrido en los días anterioresporque las palabras y las promesas deThales sonaban muy convincentes, pasóel tiempo volando y tuvo que cambiarserápido para la cena.

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A la hora prevista llamaron con losnudillos y Guthmann se precipitó haciala puerta para abrirla. Esperaba aThales, porque no conocía a nadie másaquí, pero frente a él estaba una mujer,que dijo:

—Mi nombre es Helena, tengo queacompañaros a la cena, profesor.

Guthmann se quedó petrificado. Niél mismo sabía cuánto tiempo se habíaquedado mudo delante de la mujerdesconocida, inseguro de si debíainvitarla a pasar o examinarla primerode pies a cabeza. Helena dabaexternamente la impresión deinteligencia y disciplina, una pareja de

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virtudes corriente, aunque no existen engeneral razones para este nexo. Llevabael pelo estirado hacia atrás y parecíaquerer reforzar su rigor humedeciéndolocon un gel. Unas finas gafas negrashacían el resto. Helena vestía unestrecho traje sastre oscuro y zapatosnegros con tacones altos, y su aparienciale pareció a Guthmann muy adecuadapara enviar señales eróticas. Por lomenos en él no erraron el tiro.

—Perdone usted —se corrigió—perdonad, estoy algo desconcertado, noos esperaba a vos.

Como si no hubiese oído suspalabras, Helena dijo fríamente:

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—Venid, es hora. Tenéis que saberque la cena en Leibethra es unainstitución. No se puede llegar tarde.Disciplina ante todo.

En los pasillos, que antes habíanestado vacíos, reinaba ahora laanimación. Se hablaba caminando comoen un foyer, y esta circunstancia quitabamucha magia al edificio, que paraGuthmann estaba lleno de enigmas.

Al llegar abajo, se dirigieron a laderecha, cruzaron la antesala en formade medialuna con los ascensores a laderecha y, como los demás, buscaron ellargo corredor en la parte opuesta. Cadavez más personas vestidas de oscuro,

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entre ellas mujeres, se encontraban yaccedían a una sala con vigas altas. Elsuelo de piedra estaba cubierto dealfombras. Una mesa en forma de unagran T ocupaba casi todo el espacio.

—No existe un orden para sentarse—observó Helena—, excepto en lamesa de enfrente.

Cuando finalmente todos lospresentes hubieron tomado asiento en lalarga mesa (probablemente eranalrededor de sesenta), por una puertatrasera cercana a la mesa que formaba eltrazo horizontal de la T, aparecieroncuatro hombres acompañados de unafigura extraña, que a pesar de su

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americana cruzada oscura no se podíareconocer fácilmente si se trataba de unhombre o de una mujer.

—Es Orfeo —dijo Helena con unmovimiento de cabeza y, al percatarsede la mirada interrogativa de Guthmann,añadió explicando como si describiesealgo completamente normal—: Habéisde saber que Orfeo es un híbrido; si esmás hombre o más mujer no tieneimportancia. Nunca me he parado apensarlo, pero el hecho es que lo hemoselegido Orfeo porque es el másinteligente de todos, un sabio, queconoce los secretos de la vida. Si existealguien capaz de parar los ríos, de

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fundir la nieve, de hacer que las piedrashablen y los árboles caminen, ése es él.Orfeo es un genio, ¿qué digo?, ¡es elgenio por antonomasia!

Por Thales había sabido Guthmannque dirigía la orden un profesoramericano, un genio universal de laUniversidad de Berkeley, que sedistinguía no sólo por su capacidadintelectual extraordinaria, sino tambiénpor un capital heredado de acciones,capaz, según se contaba, de hacertemblar las bolsas de Nueva York yParís. Y ambas cosas las había traído aLeibethra. El motivo de su retiro eramuy parecido al de Guthmann:

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repugnancia por la mafia científica. Peroéste se había imaginado de modo muydistinto a este Orfeo.

Inseguro, Guthmann se inclinó haciaHelena que se había sentado a su lado:

—Si os he entendido bien, éste es elprofesor…

—Arthur Seward —lo cortó Helena—, Berkeley, California. Pero nohablamos de nuestro pasado, a no serpor voluntad propia. Éste es uno de losmotivos por los que cada cual lleva unnombre de la orden.

—Entiendo —dijo débilmenteGuthmann y ahora, después que Orfeohubo tomado asiento con sus cuatro

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acompañantes, reconocía a Thales a laderecha de Orfeo.

Camareros vestidos de blancotrajeron un entremés compuesto devegetales, lo que propició laobservación de Helena:

—Si hasta ahora habíais comidocarne, olvidadlo. Todos somosvegetarianos.

—A mí ya me va bien —murmuróGuthmann. Los entremeses estabandeliciosos—. Lo que me gustaría saber:Thales desempeña aquí una alta función.Yo no lo sabía, en cualquier caso él nome lo insinuó.

—Oh, sí —respondió Helena y su

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tono de voz reflejaba cierta admiración—, Thales en nuestro microcosmos es elagua que lo mueve todo.

—¿Cómo debo entenderlo?—Los cinco que se sientan en la

parte frontal de la mesa forman juntos elpentagrama, que flota sobre nuestromovimiento. —Helena dibujó con eldedo una estrella invisible sobre lamesa—. Esta estrella es el símbolo de laomnipotencia y del autodominio mental.Podéis girarla como queráis, siempretiene la misma forma. Una punta esOrfeo, la segunda Thales, Anaxímenes latercera, y Heráclito y Anaximandrorepresentan las otras dos puntas. Por

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esto hablamos de pentagrama.Podríamos decir también que son elsenado o el cuadro de directores. Esdecir: en la cúspide está Orfeo,dependiendo de él están los cuatroelementos. Thales responde del agua yestá encargado de los asuntosrelacionados con la ciencia, la religión ylas iglesias. Anaxímenes representa elaire. En su jurisdicción recaen el arte yla historia. Heráclito, que simboliza elfuego, es un gran maestro de la filosofíay de la psicología y, dicho de paso, mimaestro. Y Anaximandro, que reconocela tierra como su elemento, responde atodas las cuestiones relativas a la

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técnica y al futuro. Juntos dominan elcosmos en todas las cuestiones. Pero noestán solos en su disciplina. Cada unotiene cuatro coadjutores con unaespecialidad propia y diferente lenguamaterna.

Se sirvió el plato principal, unexcelente arroz con berenjenas y pasas,acompañado de un vino tinto seco, yGuthmann, que suponía tener que estar alservicio de Thales, incluso hasta decoadjutor, preguntó:

—¿Cómo se explica lo delpentagrama; quiero decir, cómo se formael cuadro de directores? O preguntadode otro modo: ¿por qué sois coadjutora

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de Heráclito y no al revés?Sobre el rostro serio de Helena

afloró una sonrisa.—Los miembros del pentagrama —

replicó sobriamente— son elegidos portodos nosotros. Cada uno es libre dedemostrar su sabiduría. Si la comunidadlo tiene en mejor estima que a susuperior, el coadjutor se convierte ensuperior.

—¿Y esto ocurre a menudo?—No a menudo, pero ocurre. El

último caso fue Thales. Thales fuedurante seis años coadjutor de otro;luego hizo un descubrimientoextraordinario. Pero el superior

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aseguraba que era su descubrimiento. Seenzarzaron en un agrio debate.Estábamos ante la alternativa de elegir auno o al otro. La subida de uno habríasignificado la caída del otro, pues dosno pueden representar el elemento agua.Así que les exigimos que aportaranpruebas para su hipótesis. Orfeoestableció una importante suma para lasinvestigaciones científicas, pero prontoquedó claro que ambos se habíanprecipitado. Thales hasta hoy es deudorde la prueba, su rival viajó para unasinvestigaciones a Francia, donde creíahallar la solución, y no ha regresado.Pero el hecho de que Thales os haya

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traído de Berlín permite colegir que estápróxima la solución. ¿O en realidad latiene ya?

Guthmann hizo un movimiento con lamano indicando que todavía se estabamuy lejos de ello. En lo íntimoempezaba a preguntarse si realmentehabría tomado la decisión correcta, siLeibethra no era haber ido de Guatemalaa Guatepeor. Pero reprimió rápido laidea y manifestó:

—Dicho francamente, no sé siquieracon exactitud de qué se trata. Thaleshizo sólo alusiones, buscaba un expertoen papirología copta y me preguntó siestaba dispuesto a trabajar para él y su

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organización.—¿Organización? —interrumpió

Helena—. ¿Thales dijo realmenteorganización?

—Bueno, tal vez se expresó de otromodo, en cualquier caso su oferta mevino de perlas. Quiero ser sincero, mehallaba en una crisis, a causa de unprevisto divorcio en el que hubieraperdido la mayor parte de misposesiones y de la institución científica,que exigía más administración queinvestigación. Entonces me pareciótentadora la posibilidad de abandonarlotodo de un día para otro.

Helena inclinó la cabeza asintiendo.

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—La mayoría de nosotros tenemosun destino parecido.

—¿Y vos? —preguntó Guthmannintrigado.

—¿Qué hay que contar? —contestóHelena con un deje de amargura—. Sellamaba Jan, era holandés yneurofisiólogo como yo. Nos conocimosen el Instituto de Neurofisiología de laUniversidad de Göteborg. Soy sueca,debéis saberlo, me llamo JessicaLundström. Nos casamos, pero luego sedemostró que yo era la mejor científica.Jan no pudo soportar que fuese yo y noél quien obtuviese la cátedra deneurofisiología de la Universidad de

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Göteborg. Empezó a beber, al finalperdió incluso su plaza de asistente, mepegaba y saboteaba mi trabajo. Un día loeché todo a rodar.

Guthmann observó a la mujer, que depronto daba la impresión de estardesamparada y necesitar ayuda, y quemiraba fijamente la mesa en un asomode dolor. La dureza que de ordinarioreflejaba su rostro había desaparecido.

—¿Y de qué os ocupáis aquí, enLeibethra? —preguntó Guthmann conprecaución.

El rostro de Helena cambió deexpresión, como si hubiera regresado deotro mundo:

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—Heráclito me encargó analizar laherencia biológica de tres tiposprincipales de cerebros y en relacióncon ello resolver el enigma de lossentimientos; pues quien domina lossentimientos, domina la humanidad.

—¿Y habéis conseguido algúnresultado?

—Desde el punto de vista evolutivosí, pero si se trata de una manipulacióncolectiva de las emociones, entoncesestoy lejos de hallar una solución.

—¡Helena, tenéis que explicármelo!—rogó Guthmann con entusiasmo.

—Bueno, sí, el objetivo es fácil. Setrata de proporcionar un mismo

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sentimiento a una categoría de personas,una profesión, una edad, todo un pueblo.Así por ejemplo: todos los árabes amana todos los israelíes. O: todos losalemanes aman a todos los franceses.Comprendéis lo que significaría enúltima consecuencia: no habría másguerras.

—Pero —objetó Guthmann— a lainversa significaría que quien tuviese lafórmula podría atizar los odios, agitar alárabe contra el israelí, al alemán contrael francés y desviarlos de sí y de suspropios problemas.

—Existen drogas que administradasadecuadamente influyen en la voluntad

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humana. Su antecesor, el profesorVossius, quería arrojarse a todo trancede la torre Eiffel. ¿Cree que lo movía supropia voluntad?

—¿Entonces tienen ustedes aquí enLeibethra el poder sobre la vida y lamuerte?

—Así es, profesor, y por esto nostomamos tan en serio la problemática.Sólo que, como dije, no se vislumbrauna solución de los problemasgenerales.

—¿Y todo esto está relacionado conla herencia de los tres principales tiposde cerebro? ¿Podéis explicármelo unpoco más?

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Ahora Helena estaba en su elemento:—El encéfalo humano consta de tres

partes concéntricas que se han idoformando a lo largo de la evolución. Laque está más adentro es elromboencéfalo, también llamadocerebro de reptil porque aún hoy loposee este animal. En esteromboencéfalo se almacenan sólo losinstintos, la costumbre de devorar,atacar y defenderse. Sobre él está elmesencéfalo. Se trata de una evoluciónmás reciente del anterior, aunque suantigüedad se calcula en un par decientos de millones de años, es un logrode los mamíferos. En éste aparece por

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primera vez el concepto de sentimiento:miedo y agresión, pero tambiénprecaución y orientaciónespaciotemporal. Al homo sapiens lodistingue el prosencéfalo que estáencima. Sin embargo, y éste es elprincipal problema de mi trabajo, unainformación que llegue al cerebro tieneque pasar antes por el cerebro de reptily por el mesencéfalo, por lo que siempreestá expuesta a las emociones. Podéisimaginaros las posibilidades que seabren, si se pudieran manejar estasfunciones.

—¿Y cómo debe uno imaginarse talmanejo?

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—A corto plazo, mediante drogas,mezclándolas con agua o con abonoquímico. A largo plazo, mediante lamanipulación genética.

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Helena fascinaba al profesor de unmodo extraordinario. Su actitud seca,masculina, ejercía en él una curiosaexcitación. Detrás de las finas gafasnegras se ocultaban unos ojos grandes yoscuros, y él no estaba seguro si elmotivo de llevar estas gafas radicaba enla miopía o en la necesidad de privar alos demás de la mirada directa de esosojos maravillosos, de la misma maneraque la ropa interior no sirve paracalentar, sino para cubrir laprovocación.

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Como si adivinase sus pensamientos,Helena preguntó sin mirar a Guthmann:

—¿En qué pensáis?—Oh, yo… estoy fascinado —

balbució Guthmann, vacilante—. No sési podré continuar aquí con mishumildes conocimientos. ¿A quiéninteresan los viejos manuscritos coptos?

—No os engañéis —objetó Helena—, cada uno de los que veis sentados ala mesa no entiende prácticamente nadade lo que está haciendo el otro; peropara el otro su trabajo es un libro consiete sellos. Conjuntamente somos, sinembargo, el cerebro universal de lahumanidad.

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Helena señaló con el dedo haciadelante, donde la larga mesa quedabacortada por el travesaño de la gran T.

—Ved los dos de la primera fila. Elde la derecha está supeditado como yo aHeráclito. Se llama Timón, su nombrecivil era doctor Marc Warrenton,procede de Oxford y es el mejorespecialista mundial de criptonesia.

—¿Criptonesia?—Criptonesia es la capacidad de

recordar informaciones olvidadas. Estacapacidad llega a ser tal en algunaspersonas que están en trance hipnótico,que revelan hasta informaciones devidas anteriores, lo que puede ser

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tomado como una prueba de lareencarnación. Con ayuda de un inglés,Timón descubrió cosas del antiguoEgipto que después fueron confirmadasmediante excavaciones arqueológicas.El joven que está sentado frente a él sellama Estraton, por otro nombre ClaudeVail, que tiene dos doctorados y es elindustrial más joven de Francia. Vino almundo como niño prodigio, a los doceaños terminó el bachillerato, a losdieciséis escribió su tesis doctoral enmedicina, a los dieciocho dirigía elcentro de investigación científica deTolosa y se ocupaba sobre todo de lacongelación de células seminales con

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nitrógeno líquido. Vino aquí porque alfinal debía enfrentarse a más problemaséticos que científicos. Hoy presume deque, si su técnica hubiera existido ya enel siglo primero, en cualquier momentopodría engendrar un hijo de Séneca.

Guthmann escuchaba fascinado laspalabras de Helena y progresivamentecomprendía que Leibethra era un lugarde adictos, de adictos a la ciencia, quesólo conocían un pecado: la necedad.Sobre si este lugar era digno deveneración o de anatema, prefería nopronunciarse de momento, para elloestaba demasiado conmovido por lossucesos de su alrededor y por las

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palabras de Helena.—Me imagino —reanudó Helena de

nuevo— que os torturan muchaspreguntas.

Guthmann agarró su vaso, tomó untrago largo de vino tinto e inclinó lacabeza en señal de asentimiento:

—Ciertamente. Por ejemplo meinteresaría mucho saber, quiero decir,Leibethra cuesta mucho dinero, ¿quiénhay detrás?, ¿quién financia todo esto?—Al decirlo miró a Helena de soslayocomo si temiese haber ido demasiadolejos con su pregunta.

Pero ella sólo reía:—Probablemente vos no teníais

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fortuna que aportar, ¿verdad?—Me temo que no —respondió

Guthmann poniéndose la mano sobre elpecho—. Un profesor de coptología noes precisamente un Creso.

—¡Tampoco es necesario! Debéissaber que los que abandonan o se retirande la vida burguesa raras veces pasanhambre. Lo hacen porque están hartos.Orfeo es rico, inmensamente rico, Philonprocede de una familia de grandesterratenientes sudamericanos, Hegesiases dueño de la mitad de la empresa dealquiler de automóviles mayor delmundo, Hermes posee pozos de petróleoen Nigeria, y cada uno ha traído aquí su

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fortuna. No, en Leibethra no se hablanunca de dinero.

El ambiente en la sala era cada vezmás animado. La gente se cambiaba desitio y debatía en pequeños grupos. Unparaíso para filósofos.

—¿Queríais decir algo?Guthmann sonrió. Evidentemente era

incapaz de sentir una emoción que lamujer no leyese en su cara.

—Pensaba sólo —respondióexcusándose— que Leibethra es unparaíso para filósofos.

Helena calló, pero por su silenciosupo Guthmann que había dicho algoinconveniente, algo que ella no

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compartía. Helena agarró su vaso y lovació de un trago, como si quisieradarse valor. Finalmente se levantó y sefue, sin decir palabra, atravesando lasala hasta uno de los huecos de ventanaexcavados en el grueso muro, tangrandes, que cabía un banco de madera.Miraba fijamente por la ventana afuera,a la noche.

Guthmann la había observadodesconcertado; no sabía qué habíapasado, y por esto siguió a suinterlocutora hasta la ventana ymanifestó disculpándose:

—¿He dicho algo inconveniente?—No, no —interrumpió Helena—,

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Leibethra sería realmente un paraísopara filósofos, si aquí no hubierafilósofos.

—¡Vaya! —dijo Guthmann—, que loentienda quien quiera, yo no lo entiendo.

Helena buscaba evasivas.—No puedo hablar de ello —dijo

con amargura—, y mucho menos a unonuevo.

Guthmann no se explicaba esaperturbación, pero supo incitarla con susilencio, de modo que ella de pronto sepuso a hablar.

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5

Mientras sus ojos observaban la salacon inquietud, Helena opinaba que labella apariencia era un espejismo.Dicho más exactamente, que cada unoera casi un enemigo para el otro. Que enLeibethra, donde debía reinar lasabiduría, reinaba realmente lainmoralidad, la negación de todos losvalores morales, poniendo elconocimiento por encima del bien y delmal. Pues el saber era una droga. Que laadmiración y la duda, orígenes de lafilosofía, fueron degradados en

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Leibethra a atributos ridículos. Que loque contaba aquí era el poder. Y saberes poder.

Hasta apenas un momento, Helenadaba más bien la impresión de ser unamujer consciente, fuerte, casi altiva yfría, ahora de pronto hablaba el miedo através de sus palabras, y este temor noparecía injustificado. Guthmann imaginóque ella buscaba ayuda en él y lepreguntó discretamente si podía haceralgo por ella.

No obstante, con su preguntaGuthmann no cosechó sinoincomprensión, en Leibethra nadie hacealgo por otro, a menos que se lo

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encargue un superior. La jerarquía deLeibethra es rígida como la delVaticano, y sólo existen dosalternativas: servir o abandonar. Odespeñarse.

Guthmann no se atrevió a preguntarhasta qué grado de esta jerarquía habíallegado Helena. Pensó en el nivel que lecorrespondería a él. De repentecomprendió por qué Thales lo habíamartilleado tanto diciéndole que, unavez emprendido, no había camino deregreso y que el camino era pedregoso.

—Mirad a esos tres —dijo Helenadirigiendo los ojos a la izquierda, dondedos hombres y una mujer estaban junto a

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una columna hablando tranquilamenteentre ellos. La mujer, de unos sesentaaños y aparentemente muy dinámica, sedestacaba por su pelo excesivamentecorto y por una gran rata viva quellevaba sobre el hombro—. Se sientencomo los dueños secretos de Leibethra.Son los tres investigadores del cáncermás importantes del mundo: Julianadirigía el hospital Bethesda de Chicagohasta que, llevando encima una cogorzadel dos por mil de alcohol en la sangre,envió al otro mundo a una anciana.Arístipo, el barbudo, procede de laCharité de Berlín, donde era odiadoporque trabajaba para la Stasi. Y Crates,

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un investigador italiano, abandonó laUniversidad de Bolonia porque a causade su juventud no le daban ningunaoportunidad, dígase: dinero para susproyectos de investigación. La rata es elsímbolo del éxito de Juliana. En ellaconsiguió por primera vez transformarcélulas cancerosas en células normales,eso al menos asegura.

Cuanto más se enteraba Guthmann delo que sucedía en Leibethra, mayoreseran sus dudas sobre si él era el hombreadecuado para ese lugar. Cierto que nole había faltado reputación en su campo;era uno de los dos coptólogos másimportantes de Europa. Pero comparado

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con las investigaciones que serealizaban aquí, consideraba su trabajomás bien anodino. También Thales hastaahora, cuando salía la cuestión de lo quea él, Guthmann, le esperaba aquí, sehabía mostrado bastante hermético ydecía que podía seguir su trabajo deinvestigación como hasta el presente.

Más tarde (la cena se prolongó hastaprimeras horas de la madrugada), tomóThales al nuevo junto a sí y le dijo quedeseaba presentarle a Orfeo.

Orfeo, bajo, con pelo rubio largo,una cara suave y redondeces en elcuerpo, daba también en susmovimientos la impresión de que se

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ocultaba una mujer en el severo trajemasculino. Sin embargo su voz sonabavaronil y dominadora y emitía aquellafrialdad que a veces caracteriza a losfiscales. Orfeo intentaba darle labienvenida inclinando de vez en cuandoamablemente la cabeza, incluso cuandoguardaba silencio.

Finalmente Thales sacó la cuestiónde cómo debería llamarse Guthmann enadelante y Orfeo aludió al nombre de«Menas», el sabio copto, y preguntó siestaba de acuerdo.

Guthmann inclinó la cabeza en señalde asentimiento; estaba asombrado deque Orfeo conociera este nombre, que

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por lo general sólo es corriente entre losiniciados. Después de que Orfeo se hubomanifestado con desenvoltura sobre laimportancia de los textos apócrifoscoptos en relación con las religionescristianas, demostrando con ello unosconocimientos que dejaban anonadado,lo despidió con un gracioso movimientode mano y Thales anunció que a lamañana siguiente instruiría al nuevoeleático en sus deberes.

Para el resto, que hasta estemomento no se había fijado enGuthmann, la conversación con Orfeodebió de parecer el examen de ingresoen la comunidad órfica, pues uno tras

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otro se presentaron a Menas diciendo sunombre en la orden y estrechándoleefusivamente la mano. La ceremonia, yevidentemente se trataba de esto, notransmitía sin embargo un mínimo decordialidad; la mayoría consideraba eldesfile más bien una pesadez y estaactitud no pasó inadvertida a Menas.Helena al parecer no había exagerado.

Tú eres otro y todo lo que está en tupasado no tiene importancia a partir deahora. Las palabras de Orfeo le vinierona la mente, al subir Menas, totalmentefatigado, la empinada escalera queconducía a su habitación. Tal comoestaba, se dejó caer sobre la cama,

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entonces llamaron a la puerta.—¿Sí?Era Helena.—¿Queréis dormir conmigo? —dijo

y cerró la puerta tras de sí.

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Capítulo quinto

EL PERGAMINObuscando huellas

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1

Lo que más inquietaba a Anne vonSeydlitz en su situación era no saber quépapel estaba jugando ella. ¿Era un papelsecundario que le había tocado en estatragedia a causa de su curiosidad o undestino inexorable le había asignado elpapel principal? Anne no podía sinorepresentar su papel.

En momentos como aquel en queencontró muerto a Rauschenbach o seenteró de la muerte de Vossius, pensabaAnne: sólo tienes una vida, ¿por qué laarriesgas? En estos momentos surgía

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también la pregunta sobre si habíaalternativa. ¿Cómo debía comportarse?¿Hacer como si no ocurriera nada?¿Huir?

Anne se sentía mejor enfrentándoseal destino. Sobre todo creía haberllegado a un punto en el que ya no hayretorno posible.

Adrián Kleiber se había convertidodurante estos días en un sosténimprescindible. Era el hombre en el quepodía apoyarse cuando sus emocionesamenazaban degenerar en pánico ciego eirracional, como si la persiguiera eldiablo. Luego se sentía tranquila yrelajada y transportada de nuevo a la

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época en que Guido y Adrián todavíaeran amigos.

Pero algo en ella se oponíacontinuamente a ese pasado, y tal vezéste era el motivo por el cual Anne, demodo inexplicable para él, rechazaba alamigo de juventud tan pronto como éstehacía ademán de aproximarse a ella.Anne intentaba explicárselo conmuletillas; como todo necesita sutiempo, y como Kleiber sentíaverdadero interés por Anne se resignó.

Éste fue el motivo por el que AdriánKleiber, en el viaje de regreso juntos aMunich, se mostró de acuerdo en tomaruna habitación de hotel y no vivir en los

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confortables aposentos de la casa deella, lo que de hecho habría sido locorrecto. El Hilton distaba unos diezminutos en automóvil de su chalet, erafrecuentado principalmente por hombresde negocios y al día siguiente había deponerles en las manos, de un modo quenadie se atrevía a esperar, el indicio sinduda más importante.

El motivo de su repentina marcha deParís había sido la pista de Donat en unade las copias del pergamino, y Annesostuvo que sería mejor visitar alhombre al día siguiente sin anunciarse yconfrontarlo con la fotografía; entoncestendría que aclarar cómo había llegado a

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la fotografía su dedo índice amputado.Olía a invierno y por el este de

Munich soplaba un viento helado,cuando Anne von Seydlitz y AdriánKleiber, alrededor del mediodía,llegaron a la casa del Hohenzollern-Ring 17. En el jardín, el jardinero estabaocupado en rapuzar el ramaje de tresarces que estaban juntos. Observódetenidamente a los visitantes y seaproximó a la cerca cuando éstospidieron entrar.

—¡Buenos días! —dijo retirandohacia el cogote su gastado gorro de tela.

—¡Quisiéramos ver al señor Donat!—gritó Anne por encima de la cerca.

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—¿A Donat? Pues —dijo eljardinero apoyándose con los brazossobre la puerta de hierro pintada de gris— llegan ustedes un par de díasdemasiado tarde.

—¿Demasiado tarde? ¿Quésignifica?

—¡Donat se ha ido, eso significa,bella señora, que se marchó, voló!

—No lo entiendo.—Ni yo tampoco —replicó el

jardinero—, pero cuando vine el martesde la semana pasada, yo vengo todos losmartes, la casa estaba vacía, sinmuebles, Donat y su mujerdesaparecidos. Llamé al administrador

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para averiguar qué pasaba, pero éltampoco sabía nada. No le inquietódemasiado porque el alquiler estabapagado con tres meses de adelanto. Yocobro del administrador. Sí, así está lacosa.

Anne y Adrián se miraron. En sudesconcierto Anne estaba a punto dellorar, fijaba rígidamente la vista en lavieja casa vacía sin cortinas y repetía:

—Sí, así está la cosa. —Sonabaamargo, y en ella renació la terriblesospecha de haber pisado un caminoprohibido.

Sin pedírselo, el jardinero empezó acontar:

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—¿Saben?, yo en realidad noconocía a esa gente de nada; por esto nopuedo decir ni bueno ni malo de ellos.No se llevaban muy bien entre ellos.Pero no es fácil tener a una mujersiempre en silla de ruedas. Quién sabelo que pasó. Bueno, pero a mí no meimporta. ¿Conocían ustedes a losseñores desde hacía tiempo?

—No, no —se apresuró a responderAnne, y añadió la pregunta—.¿Realmente no sabe usted dónde está esagente?

El jardinero movió la cabeza.—Ni siquiera el vecino de al lado se

dio cuenta de que se habían marchado.

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No entiendo cómo de la noche a lamañana se puede marchar uno con todossus bártulos, en verdad, no lo entiendo.

Anne forzó una sonrisa. Respiróprofundamente. La sensacióndesagradable que había tenido en unprimer momento cedió un poco. Ya nodebía temer que encontraría en estavieja casa algo que iba a aterrarla, algodoloroso.

Cuando iban hacia el automóvil deella, Adrián rodeó a Anne con el brazo.Parecía tan desconcertado como ella.

—¿Y ahora? —preguntó Annesentándose al volante—, ¿qué vamos ahacer?

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—Deja que lo hablemos mañana —respondió Kleiber y se estiró en elasiento del coche—. Estoy cansado y,cuando estoy cansado, no puedo pensar.Llévame al hotel.

Anne se despidió frente al hotel conun beso fugaz. En casa se sintióindispuesta. Le parecía extraña la casa,amenazante. Los cuadros de las paredesy las esculturas, en los que siemprehabía sentido placer, la miraban ahorade forma misteriosa. Sólo por haceralgo, Anne encendió la luz, revisó singanas la correspondencia que se habíaamontonado y se sirvió un coñac sinprobarlo. Había llegado a un punto en

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que ya no podía más y su únicaesperanza se dirigía a Kleiber.

Kleiber le había profesado muchomás cariño del que ella estaba dispuestaa reconocer ante sí y sobre todo ante él;pero el shock a causa de Guido la habíaafectado profundamente. Sin duda lecostaría mucho esfuerzo, después detodo lo que había pasado, entregarse denuevo a un hombre. Adrián lo deseaba,ella lo sentía, pero temía que un díapudiera convertirse en una catástrofe.Apretó las manos sobre sus ojos. ¡Nopienses en ello!

En el fondo estaba loca. Corría trasun fantasma hasta casi perder el juicio, y

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sólo por su orgullo herido, porque sumarido la había engañado a espaldas deella. Más de una vez se preguntó Anne sivalía la pena, si conocer el nombre y loshechos dirigiría su vida a vías mástranquilas. Pero la pregunta era ociosaporque se hallaba tan atrapada en lasinvestigaciones iniciadas, que no podíaobrar de otra manera: no le quedaba otraalternativa que seguir.

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2

Debía de haberse dormido, puessonaba el teléfono, la asustó muchísimo,como un disparo desgarrando elsilencio. Anne miró el reloj. Pasaban delas 21 horas. Se dirigió al teléfono, quesonaba estridente y hostil, y se deslizóen torno al aparato, desconfiada comouna gata. ¿Quién podía ser a esa hora?Primero lo dejó sonar esperando que elcomunicante desistiría, pero cuando yano pudo resistir el ruido, descolgó.

Era Kleiber.—He de hablar contigo urgentemente

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—dijo. Tenía la voz excitada.—Ahora no —respondió Anne—.

Estoy cansada, ¡entiéndelo!Kleiber no cedió.—Tomaré un taxi. En diez minutos

estoy contigo.—¡Qué te has creído! —Anne se

enfadó—. Creí que en este aspecto todoestaba claro entre nosotros. Así que sérazonable.

Pero antes de que Anne von Seydlitzcolgase el auricular, oyó de la otra partede la línea:

—Hasta ahora. —Luego la líneaquedó muerta.

Anne se propuso rechazar a Adrián

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Kleiber en la misma puerta. Andaba deun lado para otro en el pasillo de la casabuscando las palabras adecuadas paradespachar al visitante nocturno; sinembargo, cuando Kleiber llegó, ella yahabía olvidado el discurso.

—¿No quieres dejarme entrar? —dijo Kleiber y apartó a Annedelicadamente a un lado. Y antes de queella pudiera replicar algo, preguntó—:¿Dónde está la llave que el enfermerodel hospital de St. Vincent de Paulencontró bajo la almohada de Vossius?

No estás en tus cabales, quiso gritarAnne, vienes a altas horas de la noche ypreguntas por la llave de debajo de la

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almohada del profesor; pero luego miróla cara de Adrián, que reflejaba tantaseriedad, y sin decir nada se dirigió alescritorio barroco y puso la llave en lamano de Kleiber.

Él la colocó sobre la mesa del salón,buscó en el bolsillo de su chaqueta, sacóotra llave y la colocó junto a la primera.Sobre la mesa estaban dos llaves igualesde metal amarillo brillante, con elasidero recubierto de un forro deplástico conquiforme.

Anne observó las dos llaves, luegomiró a Adrián y dijo:

—No lo entiendo. ¿De dónde hassacado la segunda llave?

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Adrián esbozó una sonrisa picara.Gozaba de saber algo más que ella.Finalmente respondió y casi sonóridículo:

—Esa es la llave de mi habitacióndel hotel.

—¿En el Hilton?—Sí.Ahora comprendió Anne toda la

trascendencia de este descubrimiento.—Esto significa, si lo entiendo bien,

que Vossius antes de ser detenidovivía…

—… en un hotel Hilton. Sobre todo,que posiblemente guardó cosasimportantes en su habitación o en la caja

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fuerte del hotel. De lo contrario, nohabría guardado la llave como la niñade sus ojos.

—Pero posiblemente ya hayan tiradolas cosas, llegaremos sin dudademasiado tarde.

—¡Pues no! —replicó Kleiber—.Me he informado en el hotel. Losobjetos abandonados por los clientes seguardan durante tres meses, las joyas ylos objetos de valor incluso medio año.

El sentimiento espontáneo que leprodujo esta noticia fue de gratitud y coneste sentimiento se abalanzó al cuello deAdrián, lo besó y gritó:

—¡Esto significa que tenemos una

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nueva pista!—Sí, tenemos una nueva pista —

repitió Kleiber—. Aunque hay treshoteles Hilton en París, pero tal vez nosea difícil encontrar el correcto.

Anne rió distendida.—¡Qué casualidades hay en la vida!

Si hubieses elegido otro hotel, nuncahabríamos dado con esta pista.

—¡Nunca elijo malos hoteles!—Claro que no —se disculpó Anne

con picardía—, y qué bueno que tehayas ido al hotel.

—En realidad, fue idea tuya.—Podría decirse que tuve una

premonición. Esto existe realmente.

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—Lo sé —replicó Adrián—, peroen el fondo es ocioso discutir sobre lascausas que nos han llevado a la nuevapista. Lo principal es que la tenemos.

El descubrimiento casual lesinfundió valor después de la depresiónque les había causado la desapariciónde Donat, y decidieron volver al díasiguiente a París. A Anne no le vino mal,ya que durante la breve estancia en sucasa constató que en ningún otro lugareran tan grandes sus miedos ypresentimientos.

Cerca de medianoche Kleiber sedespidió. Acordaron encontrarse por latarde, puesto que Anne quería pasar a

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echar un vistazo a la tienda. Después,cuando estaba tendida en la cama, nopodía tranquilizarse. Escuchabaatentamente ruidos insignificantes, comola lluvia, que acababa de iniciarse, y elzumbido de los coches que pasabanlevantando tras de sí una nube de agua.

Sus pensamientos giraban en torno aVossius, cuyas explicaciones los habíanexcitado tanto como su muerte repentina.Si Vossius hubiera vivido sólo un díamás, tal vez el enigmático rompecabezashabría configurado algo reconocible yles habría devuelto la tranquilidad quecon los sucesos de las últimas semanashabían perdido.

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Paulatinamente, pensó ella, debíavolverse normal, pensar connormalidad, sentir con normalidad,reaccionar con normalidad. La falta desentimientos y aquella frialdad queexperimentaba en lo más íntimo lainquietaba porque amenazaba conconvertirla en otra persona, o tal vez yalo era, una persona sin corazón, sinideas claras y apegada a un solosentimiento: el miedo.

Podía hablar de la suerte de haberencontrado a Adrián Kleiber, la sola

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persona en quien se había confiado sintemor a ser tomada por psicópata. Elpropio Kleiber se había enredado tantocon el caso, que ahora tampoco él estabaen condiciones de salirse o de decirsencillamente esto no me importa enabsoluto, déjame en paz con tus locuras.

¡Silencio! Anne se sobresaltó. Leparecía haber oído la puerta de labiblioteca, cuyo picaporte dio un ligeroquejido. Se sentó en la cama y aguzó eloído. Sentía cómo le subía la sangre a lacabeza. Con cautela respiraba por laboca. Así estuvo sentada rígidamentedurante unos dos interminables minutos;luego se dejó caer en la almohada.

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Lloraba. Los nervios. Debía admitir queestaba destrozada de los nervios, quepor la noche tenía frecuentes sobresaltosy escuchaba ruidos extraños, ylógicamente ahora también se habríaequivocado.

Sollozaba y aún no había concluidosu pensamiento cuando abajo un vaso sehizo trizas. ¡La copa de coñac que sehabía servido! Anne palpó debajo de laalmohada. Sacó un gran cuchillo decocina, que últimamente guardaba allí, ylo sostenía ante sí como una espada;luego se levantó y salió de puntillas deldormitorio.

Como en trance, andaba a tientas por

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el pasillo oscuro hacia la escalera queconducía a la planta baja. No necesitabaluz, pues a diferencia de cualquierintruso conocía la casa como su bolso.Y la oscuridad era su mejor arma. Susmejillas ardían como fuego al pisar elprimer peldaño y escuchar.

Nada.En este momento deseaba encontrar

un ladrón allá abajo, sólo porque asípodría consolarse de que realmente noestaba loca. Decidió que en caso dehaber sido una alucinación dirigiría elcuchillo contra sí, pondría fin a todoantes de arruinar su salud.

Sentía cómo el enorme cuchillo

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temblaba en su mano. Anne no sabía sitendría fuerzas para clavar el cuchillo enel cuerpo de un intruso; pero luego sedijo: ¡lo harás, lo matarás, loconseguirás!

Al llegar al escalón más bajo, Annese dirigió a la izquierda. El suelo demármol estaba helado, pero con dospasos sus pies alcanzaron la alfombrapersa. Pasó por delante del aparadorcon un florero, todavía faltaban cinco oseis pasos para llegar a la biblioteca.

La puerta estaba entornada y por laestrecha rendija salía un rayo de luzmacilenta, que la iluminación de la calleechaba dentro de la habitación. Anne se

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detuvo. Escuchó. Su vista penetró por larendija de la puerta. En cierto modohabía esperado distinguir el centelleo deuna linterna o bien oír cómo alguienabría cajones y armarios. Pero nada deello ocurría, absolutamente nada.

Oh, no, no te engañabas, se dijoAnne en silencio, oíste con tus oídos larotura de la copa, y puesto que las copasno se tiran al suelo ellas solas, alguientiene que encontrarse en esta condenadahabitación, y tú lo vas a matar con estecuchillo.

Pero luego todo sucedióincreíblemente rápido: con el cuchilloen la mano derecha empujó Anne la

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puerta y la abrió, con la izquierda pulsóel interruptor, se encendió la luz deltecho, brillante como un relámpago en lanoche, y Anne miró fijamente en la salade la biblioteca.

Lo que vio, la dejó helada. Como enun acto reflejo, intentó huir, pero notóque le flaqueaban las piernas. El brazoderecho con el cuchillo se cayóbalanceándose como el de un espantajo,echaba la cabeza hacia atrás como siquisiera deshacerse, inútilmente, de unaatracción magnética.

Frente a ella, en el sillón, estabasentado Guido. El grito la liberó y ledevolvió el movimiento. Anne dejó caer

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el cuchillo, dio la vuelta, corrió alropero, se echó un abrigo encima, metiólos pies en unos zapatos cualesquiera,arrancó la llave de la puerta, seprecipitó a la calle y corrió hacia suautomóvil. Con el motor aullante marchóa toda prisa por las calles desiertas. Notenía rumbo fijo, pero algún instinto laguió hacia el hotel en el que vivíaAdrián.

Las lágrimas rodaban por susmejillas. Las luces se desdibujaban enmanchas de colores informes sobre elpiso de las calles, mojadas por la lluvia.Era incapaz de formarse una sola ideaclara; únicamente la imagen de Guido,

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sentado rígidamente en su sillón, se leaparecía una y otra vez. Anne se frotólos ojos con el brazo como si quisieraborrar un espejismo. Inútil. Lloraba enalta voz, se abandonó a la desesperaciónintentando así expulsar la imagen de sucabeza; sin embargo la aparición sehabía incrustado en sus sentidos deforma imborrable.

Anne dejó el coche abiertoestacionado frente al hotel. Más tarde nopodía recordar si había apagado elmotor. Dijo su nombre al porteroadormilado y le rogó que despertaseurgentemente a Kleiber, y como éste nocontestaba al teléfono, Anne se precipitó

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escaleras arriba, habitación 247, golpeócon el puño contra la puerta y gritó envoz baja, implorante:

—¡Adrián, soy yo, abre!Cuando Adrián abrió, Anne se echó

a su cuello, lo besó febrilmente yarañaba sus brazos con los dedos.Adrián no sabía qué le pasaba, perosentía su perturbación y que él latranquilizaba. No le pareció oportunohacerle preguntas, por esto se limitó aacariciarle suavemente el pelo.

La necesidad imperiosa de sentirlo,la hizo olvidar todo a su alrededor. Leparecía ver de lejos cómo, sin soltarlo,se arrancaba el abrigo del cuerpo, atraía

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a Adrián hacia el suelo alfombrado y lorodeaba con sus muslos. Como unaaraña a su botín, mordió aún llorosa aKleiber, lo besó con desesperaciónfebril. Con el apasionamiento de unalarga frustración, se abalanzó sobre élhasta que Kleiber finalmentecomprendió que Anne quería hacer elamor.

Kleiber había anhelado su cariño,sin embargo ahora, en estas extrañascircunstancias, se sentía bajo los efectosdel shock y se mostró más bien calmado,lejos de estar en condiciones deresponder a su apasionamiento.

Finalmente ambos quedaron tendidos

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sin aliento sobre la alfombra. Annemiraba fijamente al aire, Adrián laobservaba de lado. Sin quitar la vistadel techo de la habitación, habló Anneronca, sin ninguna inflexión en la voz:

—Guido está en casa, sentado en labiblioteca.

Kleiber callaba. Sólo cuando ellaacercó su cara rozando casi con la suya,él la miró.

—¿No oíste lo que dije? Guido estáen casa, sentado en la biblioteca.

—Sí —respondió Kleiber, pero enla expresión de su rostro Anne pudo verque no se tomaba en serio lo que lehabía dicho.

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—¡Dios mío! —exclamó—, sé quesuena a locura, pero créeme, estoy en misano juicio. —Y luego le contó Anne suvivencia nocturna. Aunque se esforzabapor mantenerse tranquila, sus palabrassurgían cada vez más atropelladas,tartamudeaba sin querer y finalmenteacabó sollozando como un niño que sesiente desamparado e incomprendido—.Leo en tu cara que no me crees —dijollorando.

Kleiber consideró mejor nocontestar. Trató de coger su mano, peroAnne la retiró. Luego tomó el abrigo deella.

—Póntelo, estás temblando —dijo

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Adrián y Anne obedeció.Durante unos minutos permanecieron

mudos, sentados uno junto al otro alborde de la cama. Cada uno sentía elcalor del otro. Y aunque estaban tancerca, cada cual lo experimentaba dedistinta manera. Adrián intentabaencontrar una explicación a la repentinaerupción apasionada de Anne.Naturalmente estaba convencido de queella había sido víctima de un espejismo,tal vez de un anhelo, como alguien queahogándose en pleno océano imaginauna isla de salvación. Pero deducir deello un apasionamiento sexual, superabasu capacidad de comprensión. Anne se

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sentía mucho mejor después de loocurrido. No veía motivo de reflexionarsobre la apasionada seducción, porquela vivencia anterior ocupaba todos suspensamientos. ¿Cómo podría convencera Adrián de que era normal?

—Me tomas por loca, ¿verdad?—Déjalo —respondió Kleiber—,

ésa no es la cuestión. Creo queefectivamente has visto a Guido; peroesto nada tiene que ver con la realidad,¡compréndelo! Tienes los nerviosdestrozados, no hay que olvidarlo. Notiene nada que ver con la paranoia. Lamente te ha hecho una mala jugada. Meparece más importante saber cómo te

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puedo sacar de esta crisis.Las palabras de Adrián molestaron a

Anne. Sus ojos centelleaban airados.Gritó:

—¡Vístete, te lo ruego, vístete y venconmigo!

Kleiber consideró que no eraaconsejable contradecir a Anne. Alcontrario, pensó, si iban juntos a su casareconocería por sí misma que había sidovíctima de una alucinación. Así pues,Kleiber se vistió y marchó con Anne a lacasa de ella.

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La lluvia había amainado dandolugar a un viento helado de otoño. En elcamino del hotel a la casa de Anne, nopronunciaron una palabra, y Adrián sefijó en que la inquietud de Anne crecíacon cada kilómetro. Cuando Anne giródel cinturón a la calle lateral, desdedonde la casa podía divisarseperfectamente, dijo excitada:

—¡Allí! —e indicó la luz de lasventanas—. Juro que la casa estabacompletamente oscura cuando la dejé.

Adrián asintió.

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Anne estacionó el coche en la acerade enfrente, apretó su frente contra elvolante y cerró los ojos, como siquisiera conjurarlo todo para que nosucediera. Respiraba con dificultad.

—No —dijo finalmente—, no mellevarás de nuevo a esta casa. Tengomiedo, ¿entiendes? Si está Guido dentro,tengo miedo de él. Si no está, tengomiedo de mí misma.

Adrián intentó levantarle la cabeza,pero Anne la mantuvo apretada confuerza contra el volante. Adrián replicó:

—Anne, ahora tienes que servaliente. No tiene sentido que teescondas de la verdad. Tienes que mirar

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la verdad con tus ojos, de lo contrario tevolverás loca. ¡Ven!

—Mis nervios no lo resisten.—Tienen que resistirlo, ¡ven te digo!Al notar que sus palabras no

causaban efecto, Adrián se apeó, sedirigió a la parte del conductor, abrió lapuerta del automóvil y sacó a Anne delvehículo con fuerza pero delicadamente.Anne lo dejaba hacer. No se opuso,porque en el fondo daba la razón aKleiber: si no quería arrastrar toda lavida esta psicosis, debía entrar en lacasa.

—Agárrame —pidió temerosa Anney enganchó su brazo al torso de Adrián.

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La calle estaba vacía y el viento lessoplaba a la cara, de modo que sealegraron al alcanzar la protección de laentrada de la casa. A lo lejos dio lashoras el reloj de un campanario. Debíande ser las cinco o las seis, pero erairrelevante, en cualquier caso noclareaba aún el día.

Anne dio a Kleiber la llave. Nopodía recordar si en su huida habíacerrado de golpe la puerta de la casa.Adrián tenía que abrir, ya que ella noestaba en condiciones de hacerlo.

Kleiber era cualquier cosa menosuna persona miedosa. Pero en elmomento de abrir la cerradura y empujar

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con cuidado la puerta, sintió el pulso ensus sienes. Ya no estaba tan seguro deque los nervios le hubiesen jugado unamala pasada a Anne. ¿Acaso no habíanvivido en los días pasados las cosasmás inverosímiles? ¿No se habíanencontrado con un loco —a tenor de loshechos no podía calificárselo de otromodo—, que, como se demostró, eracompletamente normal? ¿No habíadudado él, Kleiber, de que fuera verdadtodo lo que Anne contaba? ¿Tal vezGuido von Seydlitz no estaba realmentemuerto? ¿Estaría él detrás de laescenificación de los enigmáticosacontecimientos?

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Sostenían la respiración yescuchaban. En la calle pasó enbicicleta un joven repartidor deperiódicos.

—¡Ven! —dijo Kleiber tomando aAnne de la mano.

Aunque era su propia casa, Anne sesentía como una intrusa. Le parecíacomo si estuviese investigando la vidade una mujer extraña.

Kleiber se detuvo en medio delvestíbulo, miró inquisitivo a Anne y ellaindicó con la cabeza la última puerta ala derecha. Estaba abiertaaproximadamente un palmo y a través dela rendija salía un rayo de luz.

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Adrián sintió la mano sobre su manocomo un trozo de hielo; casi tuvo quearrastrar a Anne. Cuando estuvieronfrente a la puerta de la biblioteca,Kleiber alargó la mano y empujó lapuerta. Anne apretaba temblorosa lamano de Adrián.

Cuando la puerta permitió ver en labiblioteca, Anne lanzó un grito. El sillónestaba vacío.

—Sé lo que piensas —dijo Annedespués de permanecer un buen rato unojunto al otro sin decir palabra.

—Tonterías —replicó Kleiber.—Tú piensas que estoy tan mal de

los nervios, que veo fantasmas —

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insistió Anne.Kleiber repitió:—Tonterías —e intentó abrazar a

Anne. Se quedó en el intento, pues Annese deshizo de él y se precipitó de unahabitación a otra. Finalmente subiópresurosa la escalera al piso de arriba yKleiber, que se había quedado en laplanta baja, oía salvajes portazos.Cuando bajó la escalera, Anne estabavisiblemente más tranquila.

—Nada —decía—, nada.En la biblioteca Adrián estaba

ensimismado contemplando los pedazosde cristal de la copa de coñac.

—Yo no he roto la copa —aseguró

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Anne que estaba observando a Kleiber—. Me sobresaltó el estrépito de lacopa, de lo contrario no habría bajado.

Adrián asintió sin mirar.—Esto significaría… dijo

reflexionando e hizo una prolongadapausa.

—¡Di ya lo que piensas!—… que tiraron la copa al suelo

intencionadamente para llamar tuatención.

—Pero también alguien pudoromperla sin querer en la oscuridad.

—Es posible —replicó Adrián—,pero en este caso el causante habríahuido. En ningún caso se habría quedado

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sentado en el sillón.—¡El causante era Guido! —gritó

Anne altamente excitada.—¡Está bien! —desvió Adrián.—¡Era Guido! Estuve casada con él

diecisiete años. ¡Era Guido!—¡Por favor, tranquilízate! —

Kleiber agarró a Anne por los hombrosy la miró fijamente—. De hecho estotalmente irrelevante si el hombre eraGuido o cualquier otro. Estoyconvencido de que el individuo queríainfundirte miedo, tal vez impedir así quesiguieras investigando. Si ese hombredel sillón era realmente Guido, entoncessignifica que está vivo y que se lleva

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contigo un juego asqueroso, sean cualesfueren los motivos que pueda tener. Siese hombre era otro con la máscara deGuido, el motivo es el mismo: pretendenacabar contigo.

—Pero era Guido —replicó Annellorosa.

—Bueno. Era Guido. ¿Qué llevabapuesto?

Anne intentó recordar.—Estaba demasiado excitada para

fijarme en cómo iba vestido; perollevaba un traje oscuro, gris oscuro omarrón; sí, creo que era uno de los trajesde Guido.

—¿De su ropero?

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—Creo que ambos pensamos lomismo —replicó Anne.

El ropero de Guido en el piso dearriba ocupaba toda una pared. Trajes,chaquetas y pantalones colgaban muyapretados. Entre ellos, dos perchasvacías.

—¿Falta algo? —preguntó Kleiber.Anne removió cada prenda de vestir

con la mano.—No estoy segura —dijo—, pero

creo que faltan dos trajes, el que Guidollevaba puesto en el accidente y otrotraje gris oscuro. ¡Sí, exactamente ése!

—Esto significaría que Guido o elhombre que se hizo pasar por Guido

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estaba ya en la casa antes de quellegases esperando la oportunidad dedarte un susto de muerte.

—Así debe de ser —contestó Anne—, de otro modo la cosa no se explica.

A estas alturas ella ya no sabríadecir con seguridad si el hombre delsillón era Guido o sólo un impostor desu marido. Pero Adrián tenía razón: notenía importancia quién se escondíadetrás, pues uno era tan pérfido como elotro.

Anne evitó sentarse en el sillón; envez de ello, lo hizo en la silla negra demadera tallada, procedente de un antiguomonasterio, apoyó la cabeza sobre sus

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manos e intentó una vez más poner enorden sus pensamientos. No le cabía enla cabeza por qué el adversariodesconocido estaba empeñado enllevarla a la locura al tiempo queprotegía su vida. ¿Lo hacía por purosadismo o pretendía sacar algúnbeneficio? No halló respuesta.

—¿Tenías el certificado dedefunción de Guido? —La pregunta deKleiber le pareció peregrina a Anne.

—¿El certificado de defunción?…Sí, claro. —Abrió el escritorio.

Mientras ella rebuscaba entre lospapeles, siguió preguntando Kleiber:

—¿Viste a Guido después de

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muerto?Anne negó, había rehusado verlo.

¡Las heridas eran tan horribles! Cuantomás buscaba, los movimientos de ella sevolvían más agitados.

—¡El certificado de defunciónestaba aquí, en el legajo! —aseguró ella—. Puedo jurarlo. Pero ahora querecuerdo, el certificado de defunción lorecibió la funeraria.

Adrián no dio especial importanciaa lo que ella decía y preguntó:

—¿Crees posible que Guido estécon vida? Quiero decir, ahora, despuésde todo lo ocurrido.

Anne apoyó de nuevo la cabeza en

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sus manos y miró desconcertada frente aella. Hace un par de horas,inmediatamente después de la terriblevivencia, habría rechazado enojada lapregunta. Naturalmente que habíareconocido a Guido, el hombre con elque había pasado diecisiete años dematrimonio. Sin embargo ahora debíareconocer que la imagen exterior de estehombre no se había grabado de tal modoen la memoria que pudiera distinguirlode un impostor. Meneó la cabeza ypensó: vives muchos años con unapersona, crees conocerla en lo másíntimo y luego te enteras de que llevauna doble vida y no estás en condiciones

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de hacer de ella una descripciónpormenorizada.

Como Anne no hallase respuesta,Adrián formuló la pregunta de otromodo:

—¿Quiero decir si crees a Guidocapaz de este macabro juego delescondite?

—Hasta hace un par de semanas, no—respondió Anne—, impensable, no.Pero después de todo lo ocurrido entremedio… ¿Sabes?, no fuimos unmatrimonio desgraciado, claro quetampoco especialmente feliz; pero encomparación con la mayoría, juzgabanuestro matrimonio bastante positivo.

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Cierto que Guido viajaba mucho; pero letenía confianza, en cualquier caso notenía motivos para quejarme. Meacuerdo de una conversación muy seriaque tuvimos. El tema era que cada unode nosotros hacía su propio camino, loque permitió a Guido observar queahora era así en un matrimonio moderno;le respondí que si sentía la necesidad deengañarme, lo hiciera a escondidas, sinque yo me enterase. Parece que Guido lointerpretó como una invitación. Encualquier caso la mujer que estaba en sucoche no permite otra conclusión.

A través de la ventana clareaba unadesagradable mañana de diciembre, y

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Anne se levantó y fue a la cocina apreparar café. Entonces se dio cuenta deque debajo del abrigo todavía estabadesnuda, tal como había huido de lacasa, y subió al piso de arriba paravestirse.

Cuando volvió, Anne dijo:—Podría imaginarme que Guido lo

escenificó todo, sentía inclinación por lomacabro, incluso pudo tener un motivo;a pesar de ello, sería ilógico.

—También lo veo así —Adrián semostró de acuerdo—. Si Guido hubierapensado en desaparecer para siempre,seguro que habría hallado otra soluciónmás sencilla. Sobre todo surgiría por

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otro lado la pregunta: ¿quién es elhombre que está en la sepultura deGuido? No, me parece imposible.

—Incluso si hubiera tenido interésen eliminarme, no habría conseguidonada. Su muerte está registrada, nisiquiera podría reclamar sus propiosbienes.

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Mientras bebían café y charlaban,Anne y Kleiber llegaron a la conclusiónde que la misteriosa aparición de lapasada noche debía de estar relacionadacon el resto de los acontecimientos y notenía nada que ver con Guido. Sinembargo, les quedó poco clara laintención que se escondía detrás de lamacabra representación. Anne eraconsciente de haber reaccionado mal, lohabía hecho tal como esperaba elmisterioso director de escena. Deseabahaberse reído del hombre, haberle

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llamado actor de teatrucho y haberloexpulsado de casa. ¡Dios mío, pensó,nervios hay que tener!

La idea le vino de repente y debe serentendida a tenor de lo precedente: Annesintió de pronto la necesidad de ir a verla tumba de Guido. Esto era extraño,porque desde su infancia odiaba loscementerios. A los seis años habíaestado frente a la tumba de su padre y lavivencia le quedó grabada en lamemoria. Desde entonces evitaba loscementerios. Tras el entierro de Guido,encargó el cuidado de la sepultura a unafuneraria y decidió no pisar siquieraotra vez aquel cementerio.

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Recordaba perfectamente la sencillaceremonia fúnebre, aunque había vividocomo a través de un velo la bajada delataúd en la sepultura. En el fondo noquería verlo, y durante largo tiempohabía reprimido aquel día con éxito —eso al menos creía—, sin embargo ahorade repente una misteriosa fuerza laempujaba hacia la tumba, como siquisiera asegurarse de que Guidoefectivamente estaba cubierto por unacapa de tierra marrón y sucia.

Cuando ella expuso a Kleiber estedeseo con la esperanza de que leacompañaría al Waldfriedhof, Adriánpuso cara de incrédulo, porque conocía

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su aversión; pero al ver su miradadecidida accedió a acompañarla. Annedio a entender que sólo estaríaconvencida de la muerte de Guido siveía que su tumba estaba intacta.

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La sepultura estaba intacta, es decir,provista de un mármol gris y de flores,tal como ella lo había encargado a lafuneraria, y Kleiber se preguntaba porqué se habían tomado la molestia dellevar a cabo este control. Pero Anne, alregreso, daba la impresión de una mayorfirmeza; casi parecía liberada, aunquenada había cambiado en la situación.

Respecto a la relación entre ambos,Anne mostraba la misma actitudreservada que antes y él no habíaesperado otra cosa. Aunque se habían

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amado en el suelo de su habitación delhotel como dos amantes después de unaseparación de años, Anne parecía haberreprimido esa vivencia como unapesadilla; sí, incluso Adrián dudaba desi el apasionamiento formaba parte delmundo de ella, de si aquelextraordinario acto de amor no era talvez un cortocircuito en su vida anímica.

Naturalmente que lo más sencillohabría sido hablar de ello con Anne;pero Adrián no se atrevía, porque creíaconocer la respuesta: debía dejarletiempo, ella no estaba preparada… talcomo lo había explicado en el primerencuentro, y no habría sorprendido a

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Adrián si Anne, en una conversación así,hubiese negado de plano haber sufridoel arrebato de pasión.

En cuestión de amor, Adrián noposeía una vida sentimentalexcesivamente intensa, y esto era uno delos motivos por los que a pesar de suedad aún no se había casado ni habíapensado hacerlo. No podía quejarse defalta de mujeres, pero en la mayoría decasos una tal relación no duraba más deun año. Lo más tarde al cabo de un año,cualquier mujer sabía que este hombresólo se tomaba en serio un solo cónyuge:su profesión.

Adrián era consciente de este hecho

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y comprendía que las mujeres despuésde un cierto tiempo se retirasen de suvida, o también que aparecieran ydesaparecieran de vez en cuando. Así notenía pocas amantes, pero ninguna fija,si bien no sufría por ello.

Con Anne parecía distinto. Tal vezporque Anne desde el principio habíalevantado una barrera entre ellos. Noestaba acostumbrado. Las mujeressiempre se lo habían puesto fácil, tal vezdemasiado fácil, de modo que cadainexpresado «no me toques» ejercía enél un estímulo especial. Y aquel atracosexual en borrachera de sueño constituíauna de sus vivencias más importantes en

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punto a erotismo.Su inclinación amistosa hacia Anne

se convirtió desde aquella noche en elhotel en una verdadera pasión quesuperaba todo lo que había existidohasta entonces. Algo que jamás habríaconsiderado posible: por amor de Annehabía abandonado su profesión ydeclarado un asunto privado el «caso»,detrás del cual había visto al principiouna historia interesante (hasta habíafotografiado en secreto al profesorVossius en el hospital de St. Vincent).

Para Anne había dos motivos por losque Kleiber se ocupaba con tantaintensidad por su caso: uno, su

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curiosidad personal —un buen reporterosiempre es curioso—, otro, que Adriánsabía muy bien que sólo se ganaría aAnne si la liberaba de esa red devínculos desgraciados.

Todas las esperanzas de ella sebasaban ahora en la insignificante llavede un hotel Hilton de París. Existen tresde esta cadena. El Hilton del aeropuertoen Orly resultó una pista falsa. Lomismo el Hotel France et Choviseul enla rué St. Honoré, donde al enseñar lallave fueron recibidos con desconfianza,pero les dijeron que un profesor MarcVossius nunca se había alojado en estehotel, en cualquier caso no en los

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pasados tres meses y no bajo esenombre.

Quedaba el París Hilton en laavenue de Suffren, no lejos de la torreEiffel. Por la experiencia de susanteriores pesquisas, Anne y Adriánencontraron aconsejable no hablar deello a la recepción, sino al gerente delhotel, un alsaciano distinguido quehablaba muy bien alemán y al que lecontaron que Vossius, tío de Anne, habíamuerto inesperadamente en el hospitalSt. Vincent de Paul y entre suspertenencias se había hallado esta llave,probablemente había dejado equipaje enel hotel.

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La historia sonaba creíble y Wurz,así se llamaba el gerente, desaparecióun momento por detrás de una puerta decristal opaco, regresó con una fichadiciendo que quedaban tres días dealojamiento en descubierto de monsieurVossius. Después de abonar la factura,les sería entregado en mano el equipajedel monsieur, una maleta y una cartera,que madame hiciera el favor de firmaraquí.

Kleiber extendió un cheque y elportero les dio el equipaje. Con nuevasesperanzas marcharon en el Mercedesde Adrián a la casa de él en la avenuede Verdun.

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Qué sospechas pudieron habertenido de que el equipaje del profesorpodría llevarles a una nueva pistadecisiva, no lo sabían en este momentoni ellos mismos; pero Adrián actuabasegún una vieja norma periodística derecoger toda la información posible,incluso aquella que en principio noparecía tener sentido, pues podía serdecisiva en una etapa posterior de lainvestigación.

En este caso no necesitaron ambosesperar a nuevos conocimientos. Si bien

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en la maleta sólo había ropa blanca yprendas de vestir, en cambio en lacartera se hallaba, junto con libros ymapas (algo curioso: un mapaextraordinariamente exacto del norte deGrecia y otro no menos preciso delEgipto medio), una carpeta con copiasde escritos antiguos, no muy distintas dela copia que poseía Anne.

El descubrimiento más excitante enesta carpeta fue sin embargo un sobre degran formato sellado ligeramente. Annelo dio a Kleiber para que lo examinase.Éste lo miró y se encogió de hombros.

—¡Ábrelo! —dijo Anne, nerviosa.Adrián rasgó el sobre y sacó algo

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parduzco, quebradizo, colocado entredos folios transparentes. Anne loreconoció en seguida.

—¡Eso es! —gritó excitadísima.—¿Qué? —preguntó Kleiber

enojado—. ¿Qué es?—¡El original! ¡Esto es el pergamino

por el que aquel Thales en Berlín meofrecía tres cuartos de millón!

—¿Por este trozo de papel viejo?—Por este, como tú lo llamas, trozo

de papel viejo. Estoy segura.Anne y Adrián se miraron y parecían

pensar lo mismo: si este pedazo depergamino era el documento tanbuscado, entonces tuvo que haber habido

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contactos antes de la muerte de Guidoentre éste y Vossius, o bien Vossiusconsiguió hacerse con la posesión delpergamino después del terribleaccidente. Y naturalmente surgía lapregunta: ¿había jugado Vossius con lascartas marcadas?

Un cotejo de las dos copias diocomo resultado: Anne tenía razón. Estoera el pergamino que, por el motivo quefuera, a unos importaba una fortuna, aotros incluso el asesinato. Esta idea lainquietó. Pues por muy importante quefuera el hallazgo, era peligroso en lamisma medida.

—Probablemente —murmuró Anne

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— he sobrevivido hasta aquí porquesabían que sólo poseía las copias. Si seconoce que el original se halla ennuestras manos, que Dios nos cojaconfesados.

—Pero no podemos hacer nada conello —dijo Adrián—. Tenemos quecontratar un experto para conocer elsignificado del pergamino. Por lodemás, la hoja vale una fortuna.

—Precisamente con ello estánespeculando algunos cómplices. Opinanque yo flaquearía ante la cantidadofrecida. Luego, creo, mis días estaríancontados. No, este pergamino es para míun seguro de vida.

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Excitados por el pergamino, novieron al principio otros dos hallazgos:un billete de avión Tesalónica-Atenas-París de Olympic Airways, al queinicialmente no dieron importancia, yuna carta sin fecha y sin sobre, escritapor mano suave en inglés. En elencabezamiento, el remitente: AureliaVossius, 4083 Bonita View Drive, SanFrancisco.

—Vossius estaba casado —observóAdrián.

—En efecto —replicó Anne yempezó a leer la carta. No era larga,exactamente veinte líneas escritasdelicadamente; era una carta de

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despedida, los años pasados con él,Vossius, habían sido los mejores de suvida y ahora que su matrimonio estabaroto, no se arrepentía de nada. Aunqueno comprendía en absoluto sus planes, ledeseaba mucho éxito, y tal vez amboscaminos se cruzarían de nuevo.

Love-Aurelia.—¿Sabe acaso que Vossius está

muerto? —preguntó Anne sin esperarrespuesta—. Una carta muy tierna.

—Al profesor tampoco debió serleindiferente —opinó Kleiber—, de locontrario no la habría guardado.

Anne asintió con la cabeza.—Al margen de si el profesor estaba

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casado, a mí me parece que lo másinteresante es la indicación de que nocomprendía sus planes. La cuestión es siestos planes estaban relacionados con elenigmático pergamino.

—¡Quién sabe! —replicó Adrián—.Ahí sólo cabe una posibilidad:pregúntaselo.

—¿En California?—¿Por qué no? La mujer es

probablemente la única que aún nospuede ayudar. En cualquier caso ellaconoce mejor el trasfondo de su trabajo.

Las objeciones de Anne, según lascuales la mujer no querría darinformación a unos europeos extraños

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sobre el marido divorciado, no fueronpasadas por alto. Por ello debíaninventar una historia que tirase de lalengua a la ex esposa de Vossius, o bien—y esto era idea de Kleiber— contarlea la mujer toda la verdad. Queríanentregar a la señora Vossius la carta dedespedida, que sin duda era importantepara la mujer, mientras que ellos apenaspodían hacer nada con ella. De estemodo conseguirían ganar su confianza.

Así de una hora para otra decidieronvolar a San Diego. Esto suponía ciertaventaja para su seguridad. ¿Sabían acasosi estaban sometidos a observación, siles seguían los pasos, si registraban

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todos sus movimientos? En cualquiercaso, después de todo lo ocurrido, noparecía descabellado.

Por esto Adrián elaboró un planastuto para poner a buen seguro losdocumentos del equipaje de Vossius. Atal efecto Anne abandonó sola la casapara ir en taxi al Louvre, mientras que almismo tiempo Kleiber, con losdocumentos del profesor, salía por lapuerta del patio, atravesaba un cobertizode bicicletas y llegaba al Quai deValmy, desde donde, cruzando el canalSaint Martin, alcanzó su banco en laplace du Colonel Fabien.

Kleiber mantenía un compartimiento

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en la caja fuerte del banco para guardarno tanto su fortuna como documentosimportantes que de vez en cuando teníaque manejar a causa de su profesión. Eneste cofre guardó el pergamino y el restode papeles de Vossius.

Adrián y Anne se encontraron paracomer en el restaurante de la Bourse duCommerce y se alegraron del éxito de sujugada. Adrián había pedido licencia ala redacción, lo que no causó extrañezaya que a menudo investigaba un temadurante semanas antes de regresar con elreportaje hecho. Habían reservado elvuelo a California para el día siguiente,salida a las 9.30 horas en Le Bourget.

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California los recibió de modoinesperado, con tormentas y lluviastorrenciales, raras aquí y por ello másrecias. Sobre todo la continuación delvuelo desde Los Ángeles a San Diego, alo largo de la costa hacia el Sur, seconvirtió en una batalla del piloto contralos elementos, de manera que Anneestuvo contentísima cuando el pequeñoaparato, que venía del este volandopeligrosamente cerca del mar de casas,se posó en el Airport Lindbergh Field.

Kleiber conocía la ciudad de viajes

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anteriores y había reservado habitaciónen un hotel situado en North HarborDrive, desde donde la vista sobre SanDiego Bay alcanzaba hasta la islaCoronado. En el muelle estaba ancladoel Star of India, un velero del siglopasado renovado varias veces, queahora servía de museo. A la habitaciónen el sexto piso —Adrián habíaalquilado deliberadamente doshabitaciones individuales juntas— sesubía por un ascensor adosado a lafachada exterior del hotel.

Pasaron el primer día durmiendo,con breves interrupciones para una cenay un corto paseo hasta la estación de

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término del ferrocarril de Santa Fe.Cuando despertaron a la mañanasiguiente, la Bay reflejaba coloresturquesas al sol, como si no hubiera aquínunca mal tiempo.

Alrededor del mediodía alquilaronun automóvil para ir a Bonita, al sur dela ciudad, donde, según les explicó elamable portero, un joven mexicano,encontrarían la casa que buscaban. Asíque tomaron la Freeway número 5 endirección a Tijuana, a los diez minutosde viaje abandonaron la autopista en lasalida East Street, atravesaron unkilómetro largo de suburbio, conrestaurantes rápidos, gasolineras,

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supermercados, y llegaron directamentea la Bonita Road, de la que tras doskilómetros, en los que se extendía a laizquierda un cuidado campo de golf, sebifurcaba en un semáforo a la izquierdauna calle que subía hasta la direcciónbuscada.

La casa de madera de planta baja,cubierta con tablillas de madera como lamayoría de casas de los alrededores,vista desde la calle estaba situada algomás abajo y ofrecía una vertiginosa vistasobre el valle. Los naranjos revelaban lapreferencia de los moradores por elcultivo verde, sobre todo esterlicias yagaves de un metro de alto daban a la

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casa más bien sencilla un cierto aireexótico.

Aurelia Vossius no estaba en casa,pero la vecina, una asiática del este conel pelo negro, que se había afincadoaquí con su marido durante la guerra deCorea —según relató con toda franqueza—, explicó que la señora Vossiustrabajaba en el City Council de SanDiego y solía regresar alrededor de las17 horas, y preguntó si le podía daralgún recado.

Adrián y Anne rehusaron y dijeronque volverían al cabo de tres horas.Tiempo suficiente para una excursión aCoronado, que está unido a la tierra

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firme por un puente alto que cubre laBay de San Diego como el arco de unlaúd.

Al regresar a la Bonita View Drive,la señora Vossius ya estaba informadade su visita; la vecina le había dichotambién que los extranjeros debían deser alemanes.

Aurelia Vossius, una lindaamericana de Nebraska, que después deservir en la Marina se quedó colgada enSan Diego, los recibió con cortesíaamericana, sin abandonar ciertadesconfianza. Sólo cuando Anne sacó lacarta de Aurelia a Marc Vossius —lareconoció a primera vista—,

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desapareció la inseguridad de sus ojos yrogó a los visitantes que entraran en lacasa.

Habían quedado en no mencionar lasospecha de asesinato en el caso deVossius, puesto que faltaban pruebas yla información se basaba en los dudososindicios ofrecidos por el enfermero;pero, pensaron, no debían dejar ningunaduda sobre la muerte del profesor a suesposa divorciada. Finalmente estaba elmotivo por el cual ellos, Anne y Adrián,tenían en su poder las pertenencias delfinado, entre las que se hallaba estacarta.

La señora Vossius, en cuya imagen

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aparecía la tenacidad y el dominiocaracterístico de las personas bajitas,recibió la noticia estoicamente, auncuando —y esto podía colegirse por sureacción ante la carta— todavíamantenía un fuerte lazo con Vossius.Tampoco sabía nada del atentado conácido de su ex marido, aunque nopareció extrañarse sobremanera; encualquier caso los visitantes tuvieron laimpresión de que estaba acostumbradaen el pasado a sufrir por elcomportamiento obstinado del profesor.

Para ganarse su confianza y para queAurelia Vossius viera que el destino deAnne y del profesor estaban ligados de

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forma enigmática, Anne empezó adivagar describiendo sin apartarse de laverdad la muerte de su marido y losacontecimientos que siguieron y que lallevaron hasta aquí.

Un destino idéntico une, y la señoraVossius poco a poco se confió a losextranjeros, abandonó su reserva inicialy dijo, tras haber escuchado la historiade Anne:

—Espero no sobresaltarles si lesdigo que no me ha sorprendido todoesto.

Anne y Adrián se miraron. No seesperaban esta declaración.

—No —continuó Aurelia Vossius—,

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ni siquiera me sorprende la muerte deMarc. Era previsible. Creo, incluso, quelo han empujado a la muerte.

—¿Quiénes?—¡Ellos! Los órficos, los jesuitas, la

mafia de investigadores, qué sé yocuántos iban tras él.

Anne y Adrián eran todo oídos:—¿Órficos, jesuitas, mafia de

investigadores? ¿Qué significa todoesto?

La pequeña mujer hurgaba en unacajetilla de cigarrillos mentolados. Susdedos revelaban ahora un grannerviosismo.

—Ustedes dos son probablemente

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los únicos con los que puedo hablarabiertamente —dijo mientras encendíaun cigarrillo—, cualquier otro metomaría por loca.

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—Si lo recuerdo bien —empezóAurelia echando al aire a cortosintervalos una nube de humo—, eldilema comenzó hace diez años, cuandoMarc llegó a California. Tenía uncontrato de cátedra e investigación de laUniversidad de San Diego para suasignatura de literatura comparada. Eraconsiderado uno de los mejores delmundo en su campo; pero ya al iniciar sutrabajo cometió un fallo grave, se encarócon los historiadores del arte,concretamente les dijo a ellos, los

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expertos, lo que aún no sabían ni podíansaber, y esto tuvo una consecuencia:Marc desde el principio sólo teníaenemigos.

—¿De qué se trataba?—Dicho sencillamente: Marc

suministró a los profesores de arte unateoría, según la cual Leonardo da Vincino sólo era un artista genial, sinotambién un gran filósofo poseedor deunos conocimientos secretos que podíancambiar el mundo. Esto no les gustó alos investigadores del arte, que uncrítico literario se atreviese a desafiarsu grandeza, y aconsejaron a Vossiusque mejor se quedara con Shakespeare y

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con Dante.—Algo parecido nos contó Vossius

en París —observó Anne—. El atentadocon ácido no iba dirigido contra lapintura o lo que representaba, ni muchomenos contra Leonardo, sino que ibacontra los investigadores del arte y suterca actitud. Esto nos explicó Vossius.¿Pero usted nombró a los «órficos» y alos jesuitas?

Con un gesto condenatorio, la señoraVossius expresó su despecho.Finalmente aplastó su cigarrillo ymurmuró algo así como:

—Gángsters, todos ellos son unosgángsters.

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Anne y Adrián se hicieron señas conlos ojos. No les pareció aconsejableinsistir con más preguntas. Si AureliaVossius quería hablar, lo haríalibremente.

—El profesor —dijo Anne más biende pasada— estaba muy orgulloso dehaber hallado en el cuadro un indicio deBarabbas.

La señora Vossius levantó la vista.—¿Así que lo halló? —su voz sonó

amarga.—Sí, en el cuadro apareció un

collar, con cuyas piedras se podía juntarel nombre de Barabbas.

—Ah. —Aurelia parecía

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desconcertada—. Así pues, ya lo sabentodo…

—Oh, no, al contrario —se apresuróa replicar Anne—, cuando fuimos al díasiguiente a la clínica, después de que elprofesor nos hubiera explicado suinvestigación, él ya estaba muerto.

—¿Creen que fue casualidad? —preguntó fríamente Aurelia.

Anne se sobresaltó.—¿Qué quiere decir, señora

Vossius?—Bueno, no creo que Marc haya

muerto de muerte natural.—¿Por qué no, señora Vossius?Aurelia Vossius bajó los ojos y dijo

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con cierta turbación:—Supongo que han leído mi carta a

Marc. En ella vieron claro que no nosseparamos a las malas. Sí, los años conMarc fueron los más bellos de mi vida.—Diciendo estas palabras arrugó lacarta con las dos manos, despuéscontinuó—: Pero luego su afáninvestigador desplazó nuestro amor. Hayhombres que están casados con suprofesión; esto es muy difícil desoportar para una mujer. Con Marc eradistinto, él veía en su profesión unaquerida y esto conduce inexorablementea la catástrofe. Sólo tenía una idea: suquerida. Y cuando venían otros a

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disputarle la querida, se volvía majara.—¿Qué quiere decir con: se volvía

majara? —preguntó Anne.—En busca de pruebas para su

hipótesis, Marc recorrió varias vecesmedio mundo, compró papiros ypergaminos que nunca mostró a nadie yrebasó el presupuesto de su instituto deinvestigación hasta tal extremo, que laUniversidad de San Diego le comunicóuna reprensión y lo amenazó conecharlo. Marc se negaba tozudamente arevelar los resultados de sus nuevasinvestigaciones. Callaba; incluso yosólo me enteré marginalmente de lo quese trataba.

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—¿Y de qué se trataba? —Anne seremovía inquieta en su silla.

—¿Es usted católica? —preguntódirectamente la señora Vossiusdirigiéndose a Anne.

—Protestante —replicó éstasorprendida y como un susurro añadió—: En cualquier caso sobre el papel.

—Yo debería —continuó Aurelia—comenzar por el principio. Puesto queMarc se negaba a publicar nada relativoa su investigación y por ello debíacontar con el despido, presentó larenuncia al cargo. No éramos pobres,pero para el oficio poco lucrativo de unintelectual privado mis ingresos solos

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no alcanzaban. En uno de sus viajesMarc había conocido a un extraño joven.Se llamaba «Thales» y…

—¿Cómo? —gritó Anne con granexcitación—. ¿Thales, un hombre depelo blanco con mejillas anormalmenterojas y la devota apariencia de unfraile?

—No lo sé —replicó la señoraVossius—, nunca vi a ese hombre, peroera algo así como un fraile. Pertenecía alos órficos, una oscura orden de élite,que supuestamente sólo acoge las mentesmás preclaras del mundo, el másdestacado de la materia respectiva.

—¡Thales! —gritó Anne y meneó la

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cabeza.—¿Lo conoce usted?—¡Claro! Iba detrás de un viejo

pergamino que creía estar en poder demi marido. Tras la muerte de Guido meencontré con él en Berlín. Se comportóde modo muy extraño y me ofreciómucho dinero por un pequeñodocumento.

La señora Vossius asintió en señalde acuerdo:

—La orden órfica es muy rica. Estagente dispone de un capital increíble.Marc me contó que Thales sólo habíareído cuando le presentó lasnecesidades financieras de su

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investigación. Le dijo que Marc podíadisponer de tanto dinero como hicierafalta.

—Increíble —se admiró Kleiber—,pero el asunto tendría naturalmente ungancho.

—La gente puso condiciones.Primera condición: Marc debía quemarlas naves e ingresar en la orden, que sehalla en algún lugar del norte de Grecia.Segunda condición: Marc debía ponertodas sus investigaciones al servicio delmovimiento órfico. Tercera condición:el contrato, una vez cerrado, eraindisoluble, es decir, tenía validez depor vida. Marc aludió en mi presencia a

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las dos primeras condiciones, sobre latercera hablamos detenidamente. Era laque le daba mayor reparo. Marc contabaque a su pretexto de que no sabía cómopensaría sobre su vida al cabo de diezaños, Thales le respondió queprecisamente debía meditarlo antes. Losórficos, una vez aceptados en lacomunidad, disponen de tantosconocimientos secretos, que constituyenun peligro para el mundo. Por ello, encaso de querer abandonar la orden, eranobligados por la comunidad asuicidarse.

—¡Están locos! —gritó Kleiber—.¡Locos!

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La señora Vossius se encogió dehombros.

—Es posible. Pero tal vez entiendanustedes ahora por qué no creo en unamuerte natural de mi ex marido.

—Entiendo —susurró Adrián y miróde lado a Anne. Ambos se entendieron:no, en las presentes circunstanciasrealmente no parecía adecuado confesartoda la verdad a la señora Vossius.

Pero ella se levantó, fue a la libreríaque estaba frente a la chimenea y sacóun papel de un cofrecillo de madera.

—La última carta de Marc —dijo yacarició con el revés de la mano elpapel plegado longitudinalmente. Luego,

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sin leer una sola letra, reprodujo palabrapor palabra el contenido de la carta.Vossius, dijo, había tenido la idea deabandonar la orden. Hubo diferenciasporque el profesor quería publicar sudescubrimiento. Los órficos, en cambio,hubieran querido guardar para sí suconocimiento porque, decían, el saber esel único poder verdadero sobre laTierra. Marc no aclaró nunca qué habíade extraordinario en su descubrimiento;sólo indicó que era capaz de convertir atodo el Vaticano en un museo y al Papaen una figura de opereta.

—Evidentemente el profesor no eraamigo de los Papas —constató Adrián

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con una sonrisa de satisfacción.—Los odiaba —añadió la señora

Vossius—. Los odiaba con toda su almano por motivos de fe, sino por saber.Estaba obsesionado con la idea devengar a Galileo Galilei, a quien laIglesia trató tan mal y hasta hoy no harehabilitado. El 22 de junio era siemprepara él un día de reflexión, en el que seretiraba a meditar en algún lugar yjuraba venganza.

Anne, que seguía embelesada con laspalabras de la señora Vossius, preguntó:

—¿Qué significa el 22 de junio?—Un 22 de junio Galileo fue

condenado por la Inquisición a renegar

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del sistema copernicano. Sólo pensar eneste suceso, ponía a Marc enfermo yagresivo, porque, según decía, lanecedad había vencido a la sabiduría.

Esta exposición era perfecta paraaclarar el curioso carácter del profesorMarc Vossius. De pronto encajaba enesta imagen el atentado con ácido sobreel cuadro de Leonardo. Vossiusnecesitaba la publicidad de su caso paraatraer la atención hacia sudescubrimiento.

—¿Y usted no tiene idea —preguntóde nuevo Anne— de qué descubrimientohizo el profesor?

La señora Vossius miró a ambos a

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los ojos, como si quisiera examinar sieran dignos de confianza. Respiróprofundamente, aunque sin responder.Desde hacía una retahíla de añosAurelia Vossius arrastraba consigocosas de las que no podía hablar anadie, que sólo ella sabía, y ahoravenían dos extranjeros ¿y debíaconfesárselo todo?

Por otro lado no la abandonaba laidea de que ella y la mujer extranjeraestaban unidas por una especie decomunidad de destino; en cualquier casono dudaba de que también Von Seydlitzhabía sido víctima de un atentado. Estofue lo que la decidió.

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Se levantó.—Vengan conmigo —dijo.Condujo a Anne y Adrián a una

habitación pequeña y cuadrada, cuyaventana al jardín estaba casi cubierta dearbustos, de modo que apenas podíaentrar la luz. Incontables libros antiguosy un escritorio liso no dejaban lugar aninguna duda de que se trataba delcuarto de trabajo del profesor.

—Tal vez les parezca extraño —observó la señora Vossius—, perodesde la partida de Marc no hecambiado nada. Pueden mirarlo todo contranquilidad.

Más bien por confusión —Anne se

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ocupaba mentalmente del extrañoproceder de la señora Vossius—examinó las hileras de libros en lasparedes, y para su perplejidad constatóque se trataba de una colección debiblias y comentarios sobre el NuevoTestamento, libros en todos los idiomas,y algunos con una antigüedad de variossiglos. Los infolios despedían un oloracre.

—Mi marido encontró un evangeliodesconocido hasta ahora, digamos unevangelio primigenio, sobre el que sebasan los otros cuatro —dijo la señoraVossius con tranquilidad—. Es decir,Marc encontró sólo partes. Procedían de

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un conjunto de pergaminos hallados haceuna serie de años en Minia, en el Egiptomedio. Un pulidor que buscaba piedracaliza dio con el escondite. Regaló elviejo rollo de pergamino a sus treshijos, que se lo repartieron y cada unoconsiguió dinero vendiendo su parte.Marc intentó seguir la pista de cadatrozo. Pronto notó que otros iban detrásde esos fragmentos y ello desencadenóuna verdadera guerra.

La explicación de Aureliadesconcertó completamente a AnneSeydlitz.

—Este evangelio —dijo para sí—debe de contener cosas que alguna gente

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quiere mantener en secreto… —Anneestaba pensando en el accidente deGuido. Ya no tenía dudas de que Guidohabía sido víctima de un atentado paraconseguir el pergamino.

—¡Ahí, mire! —La señora Vossiussacaba libros de la estantería, los abría,los colocaba ante la cara de Anne. Enlos libros había pasajes marcados, otrossubrayados, otros ampliados coninscripciones extrañas, un laberinto delíneas de enlace, cruces y palos, y ellono sólo una vez ni diez, sino cientos deveces en cientos de libros conacotaciones al margen, indicaciones,traducciones y conexiones. Al tuntún

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cogía Aurelia Vossius nuevos libros delos estantes y enseñaba sus anotacionese indicaciones cada vez más grotescas.

En uno de los libros Anne leyó laslíneas subrayadas: «Ante todo guardaosdel fermento de los fariseos, que es lahipocresía. Nada hay oculto que no debadescubrirse, y nada escondido que nollegue a saberse. Por esto, todo lo quedecís en las tinieblas será oído en la luz;y lo que habláis al oído en vuestrosaposentos será pregonado desde losterrados».

Vossius había escrito al margen continta roja:

Lucas 12,1-3

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Mateo 10, 26 s.Marcos 8,15Lucas 8,17Barabbas 17, 4La última línea estaba con doble

subrayado.¡Barabbas! Anne von Seydlitz se

estremeció, indicó con el dedo elpárrafo del libro y se lo enseñó aKleiber. Éste miró a Anne: Barabbas, elfantasma.

Anne debió reunir todo su valor paraformular la siguiente pregunta, ya que alfin y al cabo no podía prever cómoreaccionaría Aurelia Vossius:

—Señora Vossius, ¿le contó el

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profesor qué pasaba con este«Barabbas»? —Al mismo tiemposostenía el párrafo en cuestión ante lacara de Aurelia.

—¿Barabbas? —Aurelia Vossiusleyó, reflexionó y meneó la cabeza—:No recuerdo que hubiera mencionadonunca este nombre.

—Curioso —replicó Anne hojeandoel libro.

En otro lugar estaba marcado elsiguiente texto: «Éste es el testimonio deJuan, cuando los judíos de Jerusalén leenviaron a algunos sacerdotes y levitaspara que le preguntaran: "¿Quién erestú?". Juan aceptó decírselo y no lo negó.

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Reconoció: "No soy el Mesías".Entonces le preguntaron: "Pues ¿quiéneres?, ¿Elías?". Contestó: "Yo no soyElías". Le dijeron: "¿Eres el profeta?".Contestó: "No". Le preguntaron denuevo: "Dinos quién eres para quellevemos una respuesta a los que nos hanenviado. ¿Qué dices de ti mismo?". Juancontestó: "Yo soy la voz del que clamaen el desierto: preparad el camino delSeñor como lo anunció el profetaIsaías"».

También en este lugar habíaanotaciones del profesor:

Juan 1, 19Mateo 11,14; 17,10

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Marcos 9,11¿¿Barabbas?? Barabbas subrayado

de nuevo.—No —reanudó la señora Vossius

su conversación—, nunca pronunció estenombre. Lo oigo por primera vez. Estoysegura. ¿Qué significa?

Kleiber, concentrado en el texto,respondió con un movimiento de cabeza:

—Por las acotaciones al margenpudiera colegirse que los textos secomplementan en los demásevangelistas, y esto significaría queBarabbas es el autor de este quintoevangelio. El hecho mismo no aclara,sin embargo, la explosividad que rodea

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a ese nombre dondequiera que aparezca.—El nombre de Barabbas —añadió

Anne— ha de tener algún significadosecreto, parece una palabra clave, quesólo puede ser útil a los iniciados, igualque la llave de un secreto deextraordinaria importancia.

La señora Vossius daba la impresiónde no entender absolutamente nada.¿Representaba una comedia o realmenteno tenía idea de lo que ocupó a sumarido durante ocho años? En cualquiercaso, en el momento en que Anne yAdrián revolvían los libros de labiblioteca, daba la impresión de estarinusualmente sosegada. Probablemente

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había aceptado su destino y el de suesposo.

Desconcertada por las innumerablesindicaciones en los distintos libros,Anne preguntó a la señora Vossius si elprofesor nunca le había hablado de susinvestigaciones, si nunca le habíarevelado el objetivo de su trabajo.

Vossius, respondió Aurelia, era unhombre muy hermético. Naturalmenteque había hablado de su trabajo, sinembargo estas conversaciones la poníanen dificultades, a menudo no entendíasus razonamientos, sobre todo cuando setrataba de su disciplina, la literaturacomparada. Marc, dijo, tenía dos

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personalidades, el hombre corriente yamable, con el que jugaba al golf en elBonita-Club, y el científico obstinado,que tenía dificultad para adaptarse a lavida diaria. Por desgracia el segundoreprimía cada vez más al primero, loque precisamente no favoreció sumatrimonio. Pero, manifestó finalmentela señora Vossius, probablemente hedicho demasiado.

Anne y Adrián vieron en ello unainvitación a marcharse, y sedespidieron.

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En el viaje de regreso al hotel, queprimero transcurrió en silencio porquecada cual intentaba ordenar suspensamientos, inquinó Anne por fin:

—¿Qué te pareció la señoraVossius?

Kleiber contrajo su rostro en unamueca entre la risa y el llanto.

—Difícil de decir —replicó—, noquisiera afirmar que miente; pero nopuedo desechar la impresión de que laseñora Vossius nos ha callado algoimportante.

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—¿Que ella no sabía en quétrabajaba su marido?

—Por ejemplo —contestó Kleiber—. No puedes estar casada durante ochoaños con un hombre sin saber con quégana su dinero.

—Bueno, sí lo sabía. Sólo que noconocía los detalles de lo que hacíaVossius. Yo sé también lo que haces entu profesión, sin tener conocimiento delos detalles. Dicho sinceramente,tampoco me interesan, por lo que escompletamente razonable que la señoraVossius no se haya interesado por eltrabajo del profesor.

Kleiber meneó la cabeza:

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—Sencillamente, no puedoimaginármelo. El hombre viajó pormedio mundo buscando un trozo depergamino. Él debió explicarle a sumujer por qué tal trozo de papel era tanimportante para él. Y si no lo explicópor sí mismo, la mujer se lo habríapreguntado. Pero esto lo negó la señoraVossius. No la creo.

Cuando pasaron por el campo degolf del Bonita-Club, Kleiber detuvo elautomóvil.

—¿No dijo la señora Vossius quehabían jugado al golf aquí?

—Sí, claro —respondió Anne—.Creo que ambos tenemos la misma idea.

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Kleiber giró hacia el amplioaparcamiento. En la terraza del edificiodel club conversaban sentados algunosjugadores y bebían té helado. Anne yAdrián se presentaron como amigosalemanes de Vossius y preguntaron sialguien había conocido másestrechamente al profesor.

Qué significa conocido, nosencontrábamos, fue la respuesta, peroquien mejor conocía al profesor era sóloGary Brandon, su asistente, y uno señalóla pista próxima, donde un hombre y unamujer intentaban sacar una pelota delrough. Eran Gary y su mujer.

Gary Brandon y su esposa Liz, a

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diferencia de su marido bastante entradaen carnes, resultaron muy cordiales yatentos. En una breve conversación seenteraron de que entretanto Brandonhabía sucedido a Vossius en el cargo.Cuando Anne contó a los Brandon lamuerte de Vossius en París, Liz lespreguntó si no querían pasar por lanoche a tomar una copa. Les gustaríasaber algo más de lo sucedido.

A Anne y Adrián les vino de perlasla invitación. Tal vez a través de losBrandon podrían averiguar algo mássobre Vossius y su trabajo.

Gary y Liz vivían en Coronado, en lacalle 7, al oeste de la Orange Avenue,

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en un bungalow de madera con undiminuto jardín en la entrada y unpequeño patio interior en la partetrasera, en el que murmuraba un ridículosurtidor cuya charca estaba iluminadacon luz eléctrica que cambiaba de colorcada diez segundos como un camaleónasustado. En las paredes y en elmobiliario rústico parduzco, se exhibíanfotografías enmarcadas —debía dehaber dos centenares— con elmatrimonio Brandon en el círculo de suamplia familia o de numerosos amigos—las más antiguas, de los añoscuarenta.

La conversación derivó rápidamente

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a Vossius, quien, como se reveló, teníaun gran admirador en Gary Brandon.Vossius, según explicó Brandon,disponía de la memoria absoluta, unacualidad que sólo se da en un caso entremillones y que permite a quienes laposeen almacenar en su cerebro lo queleen y, cuando lo necesitan, reproducirloal cabo de muchos años palabra porpalabra. Ya sólo por esta habilidadestaba predestinado Vossius para laciencia literaria comparativa. Vossiusera capaz de trabajar de modo tanpreciso como un ordenador en una épocaen que los demás se esforzaban porhacer ficheros, una suerte para la

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ciencia. El profesor citabaindiscriminadamente de memoria textosde la Divina Comedia de Dante y delFausto de Goethe y los comparaba; eraun genio. Seguramente —y en estemomento Brandon se puso serio— estamemoria absoluta tuvo la culpa de queVossius poco a poco, pero con crecientenitidez, perdiera el juicio.

Pero Vossius les había parecidocompletamente normal cuando hablaroncon él en St. Vincent de Paul, dijo Annemolesta. Si bien al principio habíansospechado también que Vossius noestaba en su claro juicio, luego de variasconversaciones quedaron despejadas

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todas las dudas.Precisamente, opinó Brandon, esto

era típico de su comportamiento. Sepodía discutir con Vossius de losproblemas más complicados sin darsecuenta de que el mismo hombreempezaba a decir disparates.

Tenía sus temas preferidos; uno deellos era la pretensión de lo absoluto dela Iglesia romana. A diferencia de laapologética, Vossius negó que lasuperioridad del cristianismo sobre lasdemás religiones se pudiera demostrarsin echar mano de la fe cristiana, esdecir, sólo por métodos científicos oracionales, y continuamente aportaba

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pruebas en contra, la última al parecereste nuevo evangelio.

La pregunta de cuál era el contenidode este nuevo evangelio era incapaz decontestarla Brandon. Nadie en elinstituto podía contestarla, pues Vossiusse había erigido alrededor suyo un murode secretismo. Podía ser que losfragmentos juntados por él fueran partede un evangelio no descubierto, peroguardó obstinado silencio sobre suverdadero significado.

¿Incluso ante su asistente?Incluso ante su asistente.Naturalmente que esto era muy

extraño y a la larga produjo el

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distanciamiento, pues ya no tenía nadaque ver con su propia asignatura. Fueuna lástima, pues él estimaba realmentea Vossius.

Mientras Brandon hablaba, Annehabía examinado las numerosasfotografías, y su vista quedó pendientede una. Mostraba a Gary y Liz con otrapareja ante el magnífico decorado delMonument Valley. El segundo hombreera Vossius en una actitud petulante casijovial, como nunca lo habían conocido.La segunda mujer, una belleza decabellera larga, desató en Anne lasospecha de que la había visto antes,aunque no sabía dónde.

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Liz notó la mirada de Anne y dijoque habían pasado de ello cinco años.Una historia trágica.

Anne miró inquisitiva a Liz.—¡La historia de Hanna y Aurelia!

—replicó Liz—. ¿No la conoce?—No —dijo Anne—, ¿qué historia?Gary quitó a su mujer la respuesta de

la boca y habló con mucha prudencia:—Marc y Aurelia llevaron durante

unos años un matrimonio muy feliz.Hasta que vino Hanna. Ella era filólogaclásica y enseñaba además arqueología.Hanna pertenecía al grupo escaso demujeres que son listas como el rayo y almismo tiempo extraordinariamente

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bellas. Hanna movía un dedo y Marc laobedecía. Para Aurelia en cambio sederrumbó el mundo; ella luchó, peroluchaba por una posición perdida. Nosdaba lástima. Creo que aún hoy siguequeriéndolo.

La explicación de Brandon aclarabaun poco el comportamiento de AureliaVossius. Qué esposa informaabiertamente que su marido la haengañado.

—Para nosotros —continuó Gary—,la situación no fue nada fácil.Estimábamos a Aurelia, pero tambiénapreciábamos a Hanna. En los últimosaños Hanna se apropió completamente

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de Marc, tanto en su vida privada comoen su vida profesional. Y cuanto máspienso en ello, más me convenzo de queHanna fue asignada a Marc.

Anne y Adrián se echaron unamirada inquisitiva.

—¿Qué quiere decir asignada? —preguntó Kleiber—. Tiene queexplicárnoslo.

—Bueno, fue Hanna quien puso aVossius en relación con la llamadaorden de los órficos. Creo que Hannapertenecía a esa orden antes de llegar aCalifornia y vino con el objetivo deatraerse a Marc.

—¿Conoce usted más detalles sobre

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esa misteriosa orden? —inquiriótímidamente Anne.

—Misterioso es el adjetivo correctopara ese club. Los órficos son un mitoentre los científicos y muchos creen queno existen: un grupo, que reúne en unlugar a los más grandes genios de laTierra y pone a su disposicióninagotables medios. Si no hubiera sidoasistente de Vossius, también habríapensado así. Realmente existen y sonpoderosísimos… y peligrosos. Yoincluso los tengo por criminales en susmaquinaciones. Es bien sabido que noson precisamente ingenuos en laconsecución de sus metas…

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—¿Qué metas? —interrumpióKleiber.

—Vossius —replicó Gary—, al queuna vez formulé la misma pregunta (esofue poco antes de que precipitadamentelevantase el campo de aquí), merespondió de esta manera: cada día en laignorancia es un día perdido.

—Nada se puede objetar a ello —constató Kleiber.

—No —replicó Gary Brandon—,pero esos órficos viven en un fanatismode saber y, como todo fanatismo, espeligroso. Creo que esa gente pisacadáveres y estoy muy contento de noser tan inteligente como Vossius o como

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Hanna. De este modo me mantengo acubierto de la persecución.

—¿Opina usted que en ambos suinteligencia fue causa de su ruina? —Adrián puso cara divertida.

—Sí, suena a disparate —replicóBrandon—, los apóstoles de Orfeocontinuamente están buscando genios.Un científico normal no despierta su másmínimo interés. —Se rió.

—¿Y tenía Vossius idea de lo que leesperaba con los órficos?

Gary Brandon se encogió dehombros:

—Nunca habló de ello y, si le he deser sincero, nunca me interesó… yo no

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sabía cómo iba a terminar. Marc sólotenía ojos para Hanna, y con ella habríaido a la selva africana. Una historiaterrible.

—¿Y usted no ha tenido más noticiasdel profesor Vossius?

—Nunca más. Aurelia recibió unacarta de él. No nos contó lo que decía yno quisimos entrometernos,¿comprende?

—¿Sabían dónde estaba Vossius?—En algún lugar de las montañas

del norte de Grecia. Marc nombró unavez el lugar donde se halla el monasterioórfico: Leibethra. Me apunté el extrañonombre porque es difícil de retener,

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luego lo busqué en los mejores mapas,sin éxito. Incluso las grandesenciclopedias desconocen el lugar.Finalmente lo encontré en un vetustodiccionario de la antigüedad clásica.Allí se podía leer que Leibethra era unlugar situado al pie del Olimpo en laregión macedónica de Priteria, y segúndiversas tradiciones parece que en estelugar Orfeo nació, murió o fueenterrado. Los habitantes de Leibethraeran tenidos desde antiguo porproverbialmente idiotas.

Dirigiéndose a Kleiber, Annemanifestó:

—Grecia no está fuera del mundo. Si

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todavía queda una posibilidad… —Mientras, una y otra vez fijaba la miradaen la fotografía.

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Más tarde, después que Anne yAdrián se hubieran despedido de losBrandon, a cuyo efecto tuvieron queprometerles que les comunicarían todaslas novedades sobre el caso Vossius,más tarde pues, en el viaje de regreso asu hotel, los pensamientos de Annegiraban todavía en torno a la fotografía,y Kleiber preguntó por el motivo de susilencio, y como Anne no contestase ono quisiese contestar, manifestó máspara provocar a Anne que porconvencimiento:

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—Liz y Gary Brandon tampoco noslo han dicho todo, como AureliaVossius.

Anne lo contradijo enérgicamente.—Creo que los Brandon nos han

dicho todo lo que saben. Estáninteresados personalmente en el caso, delo contrario (a diferencia de la señoraVossius) no nos habrían pedido que lesmantuviésemos informados de sudesarrollo. Tengo la impresión de que lahistoria les ha afectado mucho.

—Aunque Brandon debería estarcontento de que Vossiusinesperadamente le hubiese dejado libreel puesto. Tienen que haber sido buenos

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amigos.—Sólo que la mujer de la fotografía,

la querida de Vossius…—Hablaban con cierto respeto de

ella, más por admiración que por afecto.Si realmente fue asignada por losórficos a Vossius, entonces el casoadquiriría una nueva dimensión. Seconvertiría poco menos que en un asuntode espionaje.

Esto no quiso admitirlo Anne.—Parece que se te dispara la

fantasía —dijo con un deje de burla enla voz para volverse seria en seguida—:Ciñámonos a los hechos.

—¡Hechos, hechos! —rugió Adrián

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como si Anne lo hubiera herido en lomás íntimo—. Los hechos en estahistoria son más disparatados de lo quehabría podido imaginar la desbordantefantasía de un poeta.

Anne asintió y calló comodisculpándose. Al llegar frente al hotel,donde Adrián aparcó el automóvil, Annepropuso dar un paseo. El sol estaba bajosobre la Bay, y el agua del marverdeazulada centelleaba y brillaba enmil chispas blancas. De las ventanastraseras del chiringuito flotante depescado en la B-Street-Pier salía unhumo apestoso a aceite quemado, yvendedores ambulantes del México

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vecino, colocados detrás de sustenderetes de cartón piedra, apremiabana los paseantes con frases graciosas acambiar de camisa o de pantalones, queellos tenían una cosa y la otra.

—Casi no me atrevo a decirlo —empezó Anne reticente, mientrastomaban el camino hacia el norte, dondeel tráfico era más tranquilo—, pero nopuedo quitarme de la cabeza a la mujerde la fotografía.

—¿La querida de Vossius?—Sí, la querida de Vossius.—¿Qué pasa con ella? —Kleiber

cerró el paso a Anne y la miró a losojos.

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Anne daba la impresión de estardesconcertada.

—Ya te dije —comenzó vacilante—que buscando a la mujer que estaba conGuido en el momento del accidenteestuve en casa de Donat…

—… el hombre que de repente seesfumó.

—El mismo. El hombre, ese Donat,tenía una mujer inválida de mediocuerpo, estaba sentada en una silla deruedas y no podía mover ningúnmiembro de su cuerpo, solamente lacabeza.

—Qué pasa con esta mujer, ¡dilo ya!—Creo que esa mujer de la silla de

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ruedas es la mujer de la fotografía encasa de los Brandon, la querida deVossius.

Kleiber se separó de Anne, dio dospasos hacia el malecón y miró lasdanzantes olas. Se esforzaba inútilmentepor ordenar el estado de cosas hastadonde era posible con los conocimientosactuales, inútilmente, como se ha dicho.

—Así pues, Brandon nos haocultado algo.

—Él no sabía que yo había tenido unextraño encuentro con Hanna Donat.

—O lo sabía y tenía motivos paraocultar la verdadera identidad de ella.

—Tonterías —replicó Anne con

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aspereza—, entonces habría dadocualquier otro nombre.

—Sólo dijo el nombre, Hanna.—Precisamente. ¡Tampoco le

preguntamos por el apellido!—Y estás segura de que esa Hanna

es la mujer de Donat.—La presunta mujer de Donat —lo

corrigió Anne—. Y tampoco estoy muysegura. Sólo que se parecen unabarbaridad; pero un accidente deconsecuencias tan graves cambia elrostro. Podía haber sido ella: HannaLuise Donat.

—¡Hanna Luise Donat! —gritóKleiber y agarró del brazo a Anne—.

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Este es el nombre que usó la mujer quesufrió el accidente con Guido.

En el rostro de Anne se reflejaba laprofunda perplejidad del momento, tragósaliva por desesperación, porque nosabía qué hacer ahora, porque de unmomento a otro había visto claro queGuido no la había engañado, que sehallaban atrapados en el laberinto deintrigas malignas y terror anónimo. Ahíestaba de nuevo aquel miedoindescriptible a lo desconocido, que entodas partes la encontraba, que en todaspartes la acechaba, miedo.

Kleiber condujo a Anne de vuelta alhotel. Y no tuvo nada en contra de que

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Anne se emborrachara en su habitacióncon una botella de Malt hasta perder elconocimiento. Cuando estuvo dormida,Kleiber abandonó la habitación de ella yllamó por teléfono a Gary Brandonpreguntándole si Hanna, la querida deVossius, se llamaba Donat de apellido.

Oh, yes, contestó Brandon, ¿acaso nolo había dicho?

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El inesperado descubrimiento de queentre el profesor Vossius y la mujer delcoche de su marido había habido unamisteriosa relación parecía habersacado a Anne de quicio. No queríacomer y tenía dificultades para tragarcualquier cosa. Las comidas nerviosas,precipitadas, de los dos días siguientesterminaban a menudo de forma abrupta,porque Anne se levantaba de la mesa deun salto e iba a vomitar. Si Adriániniciaba una conversación, notaba alpoco tiempo que Anne no le escuchaba.

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Y luego vino la fatal mañana deljueves, cuando Kleiber en su desesperoabrazó a Anne y la cubrió de cariño, laacarició y la besó, como un curanderomilagroso aplicando su inusitadaterapia.

En el primer momento parecía queAnne gozaba del calor del hombre,como si quisiera entregársele; perocuando Kleiber la empujó al sillón de suhabitación del hotel, donde casualmentese desarrollaba la escena, cuando él searrodilló ante ella y hundió la cabeza ensu regazo, entonces de repente Annepegó una sacudida como si su cuerpo sehubiera electrocutado, agarró a Adrián

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por los pelos, lo lanzó a un lado y legritó que si no tenía otra cosa en lacabeza y que se fuese al diablo.

Kleiber concluyó el penosoincidente, más doloroso para él que paraAnne (ella parecía aquella mañana noestar en sus cabales), marchando alaparcamiento del hotel, subiendo alcoche, poniendo el motor en marcha, loque le produjo un efecto altamentetranquilizante, y conduciendo el pesadoDodge por la Freeway número 5 endirección Sur.

Tras diez minutos de viaje rápido,Kleiber cruzó la frontera mexicana,donde le acogió con ruido, polvo y

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múltiples olores apestosos «la pequeñaciudad más grande del mundo», segúnrezaba una pancarta colocada sobre lacarretera. Un día entero y media nochebebió Kleiber en los bares de Tijuana,se quitó de encima bandadas de niñospedigüeños igual que muchas putasbaratas como si fueran insectos yalrededor de medianoche emprendió elregreso a San Diego a través de lafrontera, que se extendía como una anchalínea blanca iluminada.

Llegado al hotel, el portero lecomunicó que la señora Seydlitz habíadecidido adelantar el viaje y, a lapregunta de Kleiber sobre si había

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dejado algún recado, el amable viejo leaseguró que no, que lo sentía.

Sería erróneo decir que en estemomento lo lamentaba. Anne lo habíaherido en lo más íntimo y no podíaimaginarse qué habría sucedido en casode que Anne hubiese seguido en lahabitación contigua. ¿Cómo habríatenido que comportarse? ¿Pedirleperdón? ¿Por qué? ¿Acaso no la trató enlas últimas semanas con todo el recato yla gentileza que caracterizan a unverdadero amigo?

Sin duda con la escena del díaanterior Anne había humillado de modoimperdonable a Kleiber. No sólo los

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sucesos recientes, sino también lapersonalidad de Anne había adquiridoalgo inquietante, veleidoso. Con todo,había aprendido a amar a esa mujer, apesar de su comportamiento cada vezmás caprichoso, su mezcla dedesamparo y de viva inteligencia, sunecesidad de protección por un lado y suindependencia por otro. Sí, la amaba ydeseaba con vehemencia la solución desus problemas; sin embargo, si hacíabalance de la investigación conjunta,debía admitir que sus problemaspersonales antes se habían acrecentadoque disminuido. Y Anne von Seydlitzparecía haber llegado a la convicción de

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que podía arreglárselas sin él. ¿No erala partida la mejor prueba de ello?

Kleiber reflexionó sobre qué debióhaber pasado por la cabeza de Anne, sial menos hubo sitio para él. ¿Acaso nolo había usado, aprovechado su ayuda, yahora que sabía que no la podía ayudarmás lo expulsaba como a un inmigrantemolesto? ¿Tenía él otra alternativa queseguirla?

Con los pensamientos llorosos queacometen al hombre empapado detequila y sin quitarse la ropa, Kleiber sequedó dormido en su cama del hotel.

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Capítulo sexto

LA PATA EQUINA DEL DIABLOindicios

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1

En la parte frontal de la larga sala, através de cuyo alto ventanal a laizquierda caía la brillante luz matinal deun día de otoño romano, lucía, tambiénvisible desde los sitios de atrás, lainscripción en letras de oro: Omnia admaiorem Dei gloriam. Todo para mayorgloria de Dios. Mesas estrechas estabancolocadas transversalmente, comopeldaños de una escalera, ordenadasexactamente a la misma distancia unadetrás de otra, y sólo a la derecha,donde se apilaban libros e infolios hasta

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el alto techo (cada hilera provista de unaclave de letras, con abreviaturas como«Scient. theol.» o «Synop. hist.» o«Mon. secr.», que revelaban muchosaber y santidad), había un pasilloestrecho por el cual los jesuitas vestidosde negro y gris tenían acceso a suslugares de trabajo.

La sala, situada en un edificiotrasero de la Universidad Gregoriana enla piazza della Pilotta, una imponenteconstrucción de los años treinta, másparecido a un arrogante ministerio que aun alma mater, era desconocida a lamayoría de estudiantes, e incluso losestudiantes del instituto bíblico, que se

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despistaban en el laberinto de pasillos yescaleras llegando hasta aquí por azar,veían cómo un vigilante les impedía laentrada ante la gran puerta de dos hojas.El que entrase en la sala —y por laapariencia del hábito no se trataba enabsoluto de estudiantes— debía firmaren un libro que había allí y dirigirse ensilencio a su labor.

Sobre las mesas estrechas y largashabía planos plegables extendidos comoen un despacho de arquitectos, aunqueobservándolo más detenidamente sedistinguían los rollos de manuscritos,igual que un rompecabezas único ygigantesco, compuesto de cientos de

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campos pequeños aislados e irregularesasí como numerosas partes sin cubrirpor las cuales asomaba la madera lisade las mesas como en un cuadro que hasaltado la pintura.

Algunas mesas estaban abandonadas,en otras se agrupaba media docena dejesuitas, de la treintena que había en lasala, y realizaban su trabajo con unasistemática indescifrable. (Naturalmenteque era sistemático el trabajo de losjesuitas, un sistema esmerado, sagaz,ordenado casi matemáticamente; perodebía fijarse uno muy bien, sobre todoobservarlo muy de cerca, parareconocer que los fragmentos de papel

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fijados sobre las mesas eran además entodas ellas las mismas copias de unoriginal, en total treinta rompecabezasidénticos.)

De forma distinta, como loscaracteres de las personas, se dedicabanlos jesuitas a su labor: unos hundían sufrente en las manos y miraban fijamenteen profundo desespero como aquelpecador en el Juicio Final de MiguelÁngel; otros se habían armado degrandes lupas y bosquejaban sobre hojasblancas aquello que les transmitía lalente de aumento, extraños caracteres, amenudo incompletos; otros danzaban conrostro diabólico en torno a sus textos,

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como si se tratara de jugar al esconditecon un adversario invisible.

Allí donde se juntaban los seisalrededor de una mesa, a diferencia delos otros sitios, reinaba una granexcitación, porque, lo que no sucedíatodos los días, el doctor StepanLosinski, un polaco macilento con unpequeño cráneo pelado al rape, ojoshundidos y nariz aguileña, pronunció unaserie de palabras, en este caso una seriede frases, según las cuales él creía quelos caracteres coptos pertenecían a unode los fragmentos y produjo elestremecimiento de los que le rodeaban,como si se tratase de un asunto

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horripilante.—«Él no era la Luz —leía Losinski

señalando con el dedo el texto que teníadelante sobre la mesa— pero quería dartestimonio de la Luz. La verdadera Luz,que ilumina a todo hombre, vino almundo. Él estaba en el mundo, y elmundo se hizo por él, pero el mundo nolo reconoció, y estuvo bien así…»

El profesor Manzoni, profeso, y unode los cuatro asistentes del General dela orden y como tal encargado de ladirección del grupo de trabajo sometidoal más estricto secreto, apartó a un ladoa los circundantes, se inclinó sobre elpapel de notas de Losinski, lo comparó

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con el modelo fijado sobre la mesa,moviendo, mientras leía, los labios ensilencio, y dijo finalmente en su vozaguda, desagradable:

—Esto suena indiscutiblemente aJuan, capítulo primero, versículos ochoa once.

Manzoni asintió. Entre ambosreinaba una enemistad irreconciliable, sibien el polaco era un simple coadjutor, yel italiano, profeso y uno de los cincoaltos dignatarios de la orden, de modoque por el rango y el status el otro nopodía ser un rival de igual condición. Surivalidad se basaba más bien en elcampo científico. Como científico

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bíblico Losinski era un as, por lo menosen lo que se refiere al NuevoTestamento, y como tal había corregidovarias veces a Manzoni, señalándoleincluso penosos fallos, indignos para unhombre de su rango y capaces dedeteriorar el prestigio de la orden, quese consideraba orgullosa la tropa deélite de la ciencia cristiana.

Los demás sonrieron, estabanacostumbrados a las escaramuzas deambos, que a menudo se acalorabancomo gallos de pelea y en una mezcla deitaliano y latín se lanzaban malévolaspuyas como «caveto, Romane»(traducido: «¡apártate de mi vista,

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romano!»), a lo que el adversariorespondía siempre con las palabras:«Nullos aliquando magistros habuis nisiquercus et fagos» («¡Anda ya, que no hastenido por maestros sino las encinas ylas hayas!»).

Los curiosos modales queempleaban los tolerantes frailes nopodían ocultar que se estaban ocupandopor encargo de la más alta jerarquía deun asunto que los tenía tan confusoscomo en la construcción de la torre deBabel. Por el instituto bíblico de laGregoriana había sido declaradosecretum máximum, es decir,confidencial en primer grado,

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comparable sólo al misterio de los diezdías, que el Papa Gregorio borró delcalendario, cuando introdujo la divisióndel tiempo que lleva su nombre.Manzoni se había rodeado decoptólogos, filólogos clásicos, exegetasde la Biblia y los mejores paleógrafosde la escuela de Traubes ySchiaparellis, conminados a guardarsecreto bajo juramento de la orden y sinque uno solo supiera de qué se tratabarealmente.

Para ser exactos, el trabajo de lostreinta jesuitas se basaba en estemomento sólo en puras teorías, perotoda la Iglesia se basa en hipótesis, y

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por esto la curia se toma en serio cadanueva teoría. En este caso habíanaparecido fragmentos de un pergamino,un terrible memento para la Santa MadreIglesia, como la misteriosa inscripciónen la cena del rey de BabiloniaBelsazar, que encontró un trágico fin.Ninguno de los intelectuales se atrevía amanifestar de qué podía tratarse,teniendo en cuenta que cada vezaparecían nuevas hojas y fragmentos dela misma fuente, sólo por los indiciosbastante terroríficos.

Lo agravaba además el hecho de quelos fragmentos, según habíandemostrado las pruebas con el método

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del radiocarbono, debían datarse en elsiglo primero de nuestra época, unaépoca que siempre pone en vilo a lacuria romana tan pronto como aparezcaun legado escrito. Evidentemente no erala primera vez que se había tratado deforma inadecuada un hallazgo casual ouna excavación clandestina y paraobtener grandes beneficios se habíadividido y vendido en diversos países,sin sospechar siquiera el contenido delos rollos de pergamino.

Aparte de lo que estaba escrito en eltexto copto, hasta hace cinco años enque algunos expertos descifraronfragmentos aislados, no se había

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encontrado ninguna referencia quemostrara un parecido tan asombroso conlos textos evangélicos de san Mateo, sanMarcos, san Lucas y san Juan, si bien aveces con curiosas desviaciones einexactitudes, comparables con elcontraste que existe entre los tresevangelios coherentes de Mateo, Marcosy Lucas y el totalmente distinto de Juan,que pone todavía hoy en tantasdificultades a la Iglesia, como el dogmade la virginidad de María.

Hecha esta observación previa,puede entenderse por qué el General dela orden Piero Ruppero fue encargadopor el Santísimo Padre bajo estricto

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secreto de comprar con ayuda de sushermanos más capaces de la SocietatisJesu todos los fragmentos posibles,ponerlos bajo llave y traducirlos o,cuando su adquisición fuera imposible,conseguir copias del texto. El generalRuppero había delegado según el ordenS. J. el proyecto confidencial a suasistente general Manzoni, quien a suvez pidió expertos a los asistentesregionales de las sesenta y tresprovincias, entre ellos el polacoLosinski, un hombre cuya imagen externahasta podía asustar al diablo igual queun hisopo de agua bendita.

Losinski tenía materia de agente

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secreto; era un tipo con agallas y —sobre todo en el trato con Manzoni— deuna franqueza que a veces sobresaltabaa los demás. Losinski no parecía uncoadjutor de la Societatis Jesu, nisiquiera de cerca; al contrario, en casode necesidad podía aparentar unalcahuete de los bajos fondos, quetrafica por la vida con antigüedades. Losrealmente piadosos, solía decir, sonaquellos a los que no se les nota lapiedad. (Esta frase iba dirigida enprimera línea a Manzoni, que llevabasiempre su éxtasis —por no emplearninguna palabra censurable— en supálido rostro y no podía esconder al

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jesuita ni siquiera vistiendo el trajeoscuro de calle.)

La fuerza especial de Losinskiestaba en su versatilidad y en suhabilidad mundana, que los frailesgeneralmente suelen perder. A suextraordinaria destreza había deagradecer que consiguiera traer de unviaje a América tres fragmentos delcitado rollo de pergamino. Uno loadquirió a un coleccionista privado, sibien por una cantidad sustanciosa; otrolo cambió en el instituto bíblico de laUniversidad de Filadelfia por unfragmento más grande de ritual; eltercero, tal vez el más significativo, lo

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adquirió Losinski al menos como copiaútil, porque en San Diego le impidieronver el original del instituto de literaturacomparada de la Universidad deCalifornia, sin saber qué importanciatenía cada uno de esos tres mosaicos.

Los dos primeros fragmentos delrollo de pergamino no fueronsignificativos para completar losnumerosos campos del difícilrompecabezas, sólo el tercero, que sóloera una copia, constituyó un enigma parael jesuita atendiendo al contenido de suspalabras, pero sobre todo respecto a sudisposición en el lugar correcto. Ciertospuntos de referencia permitían colocarlo

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en tres lugares distintos, y esto nofacilitaba el trabajo.

Por indicación de Manzoni, Losinskihabía mantenido correspondencia con launiversidad californiana intentandoconseguir el original ofreciendo acambio un autógrafo de Leonardo sobreinvestigaciones anatómicas. No obtuvorespuesta. Con sorpresa debió enterarseLosinski por el periódico de que suinterlocutor en la negociación, elentonces director del instituto, despuésde un atentado con ácido a una pinturade Leonardo en el Louvre de París habíasido apresado e ingresado en un centropsiquiátrico.

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La noticia lo conmocionóprofundamente. Él había conocido alprofesor Marc Vossius como un hombreculto, satisfecho de la vida, aunque semostraba esquivo en relación con sulabor investigadora. Cómo pudo Vossiusperder el juicio, era para el jesuitainexplicable. Losinski vio que su únicaoportunidad era visitar a Vossius enParís y preguntarle por el significado desu fragmento. Pero encontró a unVossius distinto de aquel con quienhabía negociado en California, lo queLosinski atribuyó al lamentable estadopsíquico del paciente. En todo casoVossius se había mostrado reservado y

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lo había remitido al instituto de launiversidad, que era el competente enestos asuntos, de modo que el jesuitatras una breve discusión concluyó laentrevista despidiéndose con unabendición y encomendándolo alAltísimo.

Los jesuitas de la Gregoriana enRoma estaban lejos de relacionar elpergamino con el profesor demente; sinembargo, a partir de aquel sucesoiniciaron estudios paleográficos de estefragmento con especial intensidad, y porprimera vez nació la sospecha de que elprofesor podía haber falsificado lacopia cedida, haberla modificado

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diabólicamente en algunos puntosesenciales o haberla provisto de fallosadicionales con el fin de impedir queotros le pisaran su propia investigación.Pues con el saber crecen las dudas, y enningún lugar existe tanta desconfianzacomo en la ciencia y en la investigación.

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Manzoni y Losinski eran el mejorejemplo de desconfianza científica. Elsagaz polaco intentaba, siempre quetenía oportunidad de ello, provocar consus conocimientos al desidioso, pero sinduda no menos inteligente, italiano yponerlo en aprietos delante de los demásjesuitas. Manzoni sufría porque a su veznunca había logrado ridiculizar alpolaco, aunque lo había intentadomuchas veces. Manzoni, un hombretóncomo un armario, con la cabezacuadrada y pelo gris cortado a la

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plancha, no sólo se movía con mayorindolencia que Losinski, sino quepensaba más lento, lo que tambiénexternamente daba esta impresión raraen un italiano con su hablar arrastrado ysus enervantes pausas entre frasesaisladas.

La parte del texto que Losinskiacababa de leer era adecuada paraenzarzarse en un nuevo debatefundamental sobre qué significado podíaatribuírsele al rollo de pergamino; enello Manzoni y Losinski tenían puntos devista dispares. Aun cuando hasta ahorase había traducido la décima parte detodo el rollo de pergamino —y en

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absoluto por orden, sino con numerosaslagunas—, en base al contenido, queeran los hechos y las enseñanzas deJesús, se podía concluir que se tratabadel texto de un evangelio.

Losinski juntó las manos, pero no lohizo por devoción sino para dar mayorénfasis a sus palabras:

—Hermano en Cristo —dijodirigiéndose a Manzoni—, admito que eltexto presente cierto parecido con el deJuan, pero debe tener en cuenta que estepergamino es cincuenta años másantiguo que el texto original delevangelio de San Juan. El evangelio deSan Juan procede de alrededor del año

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100 después de Cristo; científicosnaturalistas han determinadoirrefutablemente que este escrito es delaño 50. De ello se deduce: no es nuestroautor, cuyo nombre ni siquieraconocemos todavía, quien copió el texto,sino Juan.

—¡Venga ya! —Manzoni tomóaliento—. Existen más de una docena deevangelios apócrifos y otros tantoshechos de los apóstoles apócrifos. Hayun evangelio de Tomás, un evangelio deJudas, un evangelio de los egipcios, lasactas de Pedro, las de Pablo y las deAndrés, incluso un intercambio decorrespondencia entre Séneca y Pablo y

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entre Jesús y Abgar de Edessa. Estaschapuzas devotas no han perjudicado enabsoluto los intereses de la Iglesia.Encuentro exagerado el secretismo denuestra labor.

Entonces Losinski agitó los brazosfuera de sí ante la cara de Manzoni, demodo que los demás jesuitas se juntaronpara ser testigos de un debateeminentemente clerical.

—¡No los puede comparar! —gritóairado el polaco—. Todos los que ustedcalifica de apócrifos son escritos que deforma lamentable imitan documentos delNuevo Testamentó. Ni siquiera con laintención de falsificar, sino con un

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propósito piadoso. Pero lo másimportante es que todos, y esto estádemostrado, proceden de una época muyposterior.

En esto que Manzoni levantó irritadoel puño y golpeó ruidosamente laestrecha mesa.

—Me niego a emitir juicios sobre elNuevo Testamento con métodos de lasciencias naturales. La investigación dela Biblia es asunto de filólogos ehistoriadores y por mí también depaleógrafos, criptólogos y lingüistas.Pero los radiólogos deberían quitar susmanos de los cuatro evangelios.

—¡Cinco! —dijo Losinski con

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aquella desvergonzada sonrisa en elrostro, que exhibía en los momentos detriunfo y que lo hacía tan odioso a losdemás jesuitas.

—¿Cómo dijo?—Dije cinco, hermano en Cristo. En

cualquier caso ya no podemos excluir laposibilidad de que sean cinco losevangelistas que se ocuparon de ladoctrina y la vida de nuestro SeñorJesús.

La declaración de Losinski sembróinquietud entre los frailes. Una extrañainquietud, extraña porque cada uno,desde que empezó su labor, sabía en quétrabajaba. La mayoría, sin embargo, se

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había hecho a la idea de que no podíaser aquello que no debía ser, y las claraspalabras de Losinski causaron tantohorror en los monjes como pensamientospecaminosos. Pero el placer y la torturade pisar los talones a los pensamientospecaminosos infundieron en los jesuitasde la Gregoriana un creciente anhelo porconocer la verdad.

Kessler, uno de los más jóvenes delgrupo, pertenecía al bando de Losinski,que impelía el asunto sincontemplaciones hacia un resultado.Tomando el hilo de la conversación,manifestó:

—Si nuestra hipótesis de que existe

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un quinto evangelio se confirma,entonces el autor de nuestro texto nosería el quinto evangelista, sino elprimero; luego Marcos debería dejar elsitio a éste, cuyo nombre no conocemos.

—¡No hay pruebas! —rechazóManzoni la suposición.

—No, no hay pruebas —replicó eljoven Kessler—, pero existe unainteresante observación.

—Escuchamos.—Lo que les falta a los cuatro

evangelios conocidos son datosbiográficos de la vida de nuestro SeñorJesús. En los cuatro evangelios unobusca inútilmente alguna información

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sobre la apariencia de nuestro Señor.¡Nada! ¿Por qué? Estamos de acuerdocon la doctrina de la Iglesia según lacual ninguno de los cuatro evangelistasconoció a nuestro Señor y sólotranscribió la tradición oral. No losguiaba el interés histórico. Intentabanofrecer una ayuda para la fe. Marcostenía el propósito de ganarse a losromanos con palabras sugestivas. Mateointentaba convencer a suscontemporáneos judíos que en Jesús sehabía cumplido la expectativa humanade la antigua alianza. Lucas, elintelectual, utilizó como fuente elevangelio de Marcos, pero se dirigió a

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las élites cultas y se ocupó de cuestionesfilosóficas como la problemática delEspíritu Santo. Juan, por el contrario,bailó fuera del círculo, incluso podríadecirse que presuponía el conocimientode los tres evangelios sinópticosanteriores cuando escribió su obratomando como tema principal laspropias manifestaciones de nuestroSeñor Jesús. Pero ninguno de los cuatrohace referencia a su carácter ni a supersona.

—Por Dios, hermano en Cristo —lanzó Manzoni con su voz circunspecta—, no es ninguna novedad lo que usteddice. Dudo también de que sea

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importante conocer la apariencia denuestro Señor Jesús. Si medía 180centímetros de alto, pesaba 75 kilos ycomo la mayoría de sus contemporáneostenía el pelo largo y oscuro.

—Ciertamente que no —replicó eljoven Kessler y sus ojos brillaronsagaces detrás de sus lentes sin montura—, pero si lo supiéramos, tambiénusted, hermano en Cristo, deberíaadmitir que la fuente que nos diera esainformación se distinguiría de las otrasen que su autor habría conocidodirectamente a Jesús.

De repente se hizo el silencio en lasala. Incluso aquellos que hasta ahora

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estaban concentrados en sus fragmentosde texto, se detuvieron y levantaron lavista. Kessler sostenía en su mano untrozo de papel apergaminado,aproximadamente de veinte por veintecentímetros, un calco, como el queusaban todos los jesuitas, colocando lahoja transparente sobre el modelo yreproduciéndolo a lápiz. Esta técnicaofrecía la posibilidad de restaurar losfallos sobre la hoja sin dañar el original.

—Desde ayer tengo conmigo elresultado —dijo Kessler—, he queridouna vez más consultarlo con laalmohada…

—¡Bueno, no nos impaciente más,

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Kessler —Manzoni estabadesenfrenado, resoplaba como un rocínenojado—, háganos partícipes de susconocimientos!

Se había implantado entre losjesuitas la costumbre de que aquel quehubiera traducido o restaurado unfragmento comunicase su trabajo paraluego entre todos debatir su contenido osu probabilidad. Kessler, que gozaba dela dudosa ventaja de trabajar elprincipio del rollo de pergamino —o loque por diversos indicios podíaconsiderarse el principio—, no habíadisertado hasta ahora sobre su trabajo.El motivo era que el principio de cada

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rollo de pergamino presentaba losmayores daños, rasgaduras, desflecos,falta de esquinas y de partes, de maneraque hacía más difícil esta labor.

—Quisiera anticipar —comenzóKessler— que ya he comentado mirestauración y traducción con nuestrohermano Stepan Losinski y que él haaprobado mi versión. Según esto, elpergamino empieza con tres líneas, quenos faltan y que probablemente nopodrán hallarse porque se trata de undaño mecánico. El desbordamiento de lacuarta línea se inserta con las palabras:«… Padre. Jesús, que dijo de sí mismoque había venido de Dios como maestro,

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para darnos la señal… Mesíasenviado… así yo fui su testimonio…como el Padre ama al Hijo… y la genteadmiraba su figura, que medía cuatrovaras hasta la coronilla, y su ondeantecabello de color del ébano, mientras queyo crecí pequeño como la mayoría dehombres en Galilea. Para escuchar suvoz suave acudían gentes de lejos…»

Al principio callaron los padres yparecía que cada uno rumiase el textouna vez más para sí. Manzoni fue elprimero en reaccionar.

—Dios mío —dijo y formuló lapregunta—: ¿Qué cantidad de texto esseguro, qué cantidad ampliado o

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cuestionable por otros motivos?—El veinte por ciento es ampliado

—respondió el doctor Kessler—, laquinta parte.

—¿Y la descripción de nuestroSeñor Jesús?

—Puede darse por segura. Es laparte mejor conservada, puesto que eltexto generalmente es mejor al final queal principio. —Kessler entregó aManzoni el calco del pergamino.

Manzoni devoró el apunte con losojos. Sus movimientos bruscos, quenormalmente eran tan ajenos al profesocomo la duda sobre un dogma de laSanta Madre Iglesia, revelaban la

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tensión interior que lo había apresado.Mientras con el índice y el dedo mediode su derecha señalaba cada palabra,sus labios se movían. Finalmentedevolvió la hoja a Kessler, miró por elalto ventanal hacia fuera y dijo, sinapartar la vista:

—Si se demuestra que su traducciónes correcta, tendría usted razón, hermanoen Cristo. Luego, de hecho, el autor deeste texto tendría que haber estado muyunido a nuestro Señor Jesús. —Y antesde regresar a su lugar de trabajo en laparte frontal de la sala, añadió en vozbaja—: Buen trabajo. En efecto, buentrabajo.

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Losinski empujó a Kessler en uncostado e hizo un movimiento con lacabeza señalando al profeso que sealejaba.

—Si es todo lo que tiene que decir aesto —susurró al joven.

Kessler meneó la cabeza.—Le vino de sorpresa. Creo que es

demasiado para sus entendederas —rió—: ¡Pobre Manzoni!

También Losinski murmuró un poco;luego se puso serio:

—Debemos contar con que nos

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internen. Depende de la importancia queden a nuestros conocimientos, pero nosería la primera vez que la curia dieraun paso semejante. El cónclave es unainvención de la Iglesia Católica.

—Para elegir al Papa.—Para elegir al Papa; en sus

orígenes, para obligar a los cardenales aelegirlo con rapidez. Entretanto otraidea pesa más: el secreto. Ningúncristiano debe saber cómo se elige alPapa, quién estuvo a favor, quién encontra. Me imagino que la tarea queestamos llevando a cabo podría ser másimportante para la curia que la elecciónde un nuevo Papa y su esfuerzo por

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mantener el secreto.—¡Hicimos el juramento de la

orden, hermano en Cristo!—Su fe en el juramento, en el honor,

pero mire a su alrededor. ¿Confiaría enalguno de los aquí presentes? ¿En elholandés Veelfort, en el litigante deFrancia o en su compatriota Röhrich?Juramento por aquí, juramento por allá,no me fiaría un pelo del tercio denuestros cofrades si les acechara latentación.

—¿Tentación?Losinski se encogió de hombros y

giró las palmas de las manos haciafuera, como si quisiera decir: ¿quien

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sabe? Sin embargo, Kessler no pudoexplicarse lo que pretendía decir conello. En cualquier caso no encontró suspensamientos precisamente virtuosos.

Con la vista baja, el polaco seacercó más a Kessler:

—Sabe usted, el árbol de lasabiduría tiene muchos envidiosos, puesdesde que el hombre existe, se esfuerzapor saber. Y como el saber es como unaespecie de gozo, como el placer de lacarne, así la ignorancia es una suerte dedolor; y puesto que sólo unos pocos sealegran del dolor, todos aspiran alconocimiento, al saber, y este saber y,en relación con él, este poder lo reclama

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para sí la Santa Madre Iglesia. ¿O acasome contradiría usted si afirmo que elinflujo del Papa sobre sus ovejas sefunda principalmente en que sabe másque ellas?

—¡Hermano en Cristo! —Laindignación de Kessler no era simulada.Nunca había escuchado palabras tanheréticas de boca de un fraile.

Losinski movió la mano indicando lainscripción en la parte frontal de la sala,donde el profeso estaba sentadoinclinado sobre su mesa:

—El lema de nuestro fundadorIgnacio dice Omnia ad maiorem Deigloriam, no Omnia ad maiorem

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ecclesiae gloriam. Estamos al serviciodel Altísimo, no al servicio de laIglesia.

Una vez más apareció aquella muecadesvergonzada en su rostro, luegocontinuó:

—El hecho de que portugueses,franceses, españoles, suizos y finalmentelos alemanes hubieran prohibido nuestraorden es bastante condenable, pero quehasta un Papa fuera llevado a dar estepaso es una vergüenza para la instituciónde la Iglesia. ¿Por qué lo hizo? Loslibros de historia nos quieren hacercreer que fue por influjo de losBorbones; pero no: Clemente XIV temía

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nuestro saber. En eso que nos hallamosen una situación no muy halagüeña.Imagínese qué sucedería si nuestrahipótesis prosperase, que tenemos quevernos con cinco evangelios, quenuestros cuatro evangelios se remontan aun evangelio más antiguo.

—Sinceramente, no he pensado enlas consecuencias —replicó Kesslerprudentemente—, pero creo que estodepende del contenido de la declaraciónque figure en el pergamino.

—El diablo mete en todas partes supata equina. —Losinski miróinquisitivamente al joven fraile. Loapreciaba por su inteligencia sagaz, que

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se distinguía claramente de la pesadezde Manzoni, pero no sabía si podíaconfiar en ese alemán. Lo conocíademasiado poco. Pues lo que nadiedesde fuera podía sospechar era quebajo la piadosa capa de la SocietatisJesu se habían desarrolladocomplicidades más propias de un cártelde dudosa legalidad que de unacomunidad religiosa cristiana.

—No sé si comparte usted miopinión, joven amigo —siguió Losinski—, pero estoy de parte del «Doctormirabilis», Roger Bacon, que rechazabala apelación a la autoridad eclesiástica,que sin motivos razonables reivindica el

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derecho a la fe y lo mismo al métodofilosófico-dialéctico, porque no permiteque cada uno entienda las cosas por símismo. Bacon defendía la opinión deque no todo conocimiento resultante deuna investigación científica debíanecesariamente divulgarse; pues encerebros equivocados era capaz decausar más daño que beneficio.

Kessler rió:—¡Sobre ello se puede discutir

mucho, aunque esas ideas tienen yasetecientos años!

—La edad no las hace peores.Aristóteles vivió hace dos miltrescientos años, pero su demostración

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de la existencia de Dios pone todavíahoy en apuros a los filósofos que por logeneral dudan y ponen pegas a todo.¿Acaso opina usted de otro modo,hermano en Cristo?

—Soy coptólogo y paleógrafo.Nunca estudié a fondo los escritos deAristóteles.

—Un fallo. Aristóteles mantiene araya incluso a los más escépticos. Sabeusted, para demostrar la existencia deDios, parte del tiempo. El tiempo eseterno. Pero el tiempo también esmovimiento, hacia delante el futuro,hacia atrás el pasado. Sin embargo, todolo que está en movimiento necesita un

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motor. Se puede suponer que para moverel motor del movimiento eterno senecesita otro motor y para mover ésteotro y así continuamente. Pero como estono puede ir hasta el infinito, tiene quehaber un primus movens, un primermotor, que no sea movido por nada. Estemotor es Dios.

—¡Es una buena idea! —exclamóKessler, y un jesuita de barbilla, que sesintió molestado en su trabajo, levantóla vista y exigió silencio.

—Es una buena idea —repitióKessler en voz baja—, pero nos hemosapartado del tema. ¿Cree usted que esmejor mantener en secreto el resultado

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de nuestras investigaciones, si lo heentendido bien?

Losinski se encogió de hombros, loque a este hombre enjuto daba unaspecto de buitre, y dijo:

—Esto no es una decisión mía nisuya. Creo que ni siquiera él puedemeter baza —diciendo esto señaló aManzoni con un movimiento de cabezaque dejaba entrever cierto desprecio—.En cualquier caso —añadió por fin—,debería ser más reservado en ladivulgación de sus investigaciones. Loque usted guarde en la cabeza, nadie selo podrá robar, hermano en Cristo.

Después de estas palabras, cada uno

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se dirigió a su lugar de trabajo, Losinskial pie del primer ventanal de la sala,Kessler al otro extremo de la hilera demesas, ante la pared de libros quellegaba al techo.

La conversación con el cofradepolaco había desconcertado a Kessler.Era incapaz de comprender lo que quisodecir, pero le pareció que estabahablando en una clave que Kesslerdesconocía.

Por la noche del mismo día, quetranscurrió sin otra novedad, Manzonitomó aparte a Kessler y le advirtió convoz seria que debía tener cuidado conLosinski. Cierto que Losinski era un

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científico extraordinario y ademásposeía una cultura general eminente, queni siquiera se detenía ante disciplinaspoco ortodoxas para un clérigo como lamúsica de jazz y el esoterismo, pero enel fondo de su corazón Losinski era unhereje y él, Manzoni, podía imaginarseque por treinta monedas de platatraicionaría a nuestro Señor Jesús comoJudas Iscariote.

Las palabras de Manzoni causaronen Kessler un efecto disonante yrespondió fríamente: ni siquiera unprofeso tiene derecho a juzgar a uncofrade, sobre todo no siendo culpablede ningún delito. Hasta Pedro, que negó

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tres veces a nuestro Señor antes de quecantara el gallo, obtuvo el perdón porello.

Manzoni contrarrestó diciendo queno se tomara sus palabras tan a pecho.Naturalmente que estaba lejos de acusaral reverendo padre Stepan Losinski deun ultraje contra la fe, pero era unsecreto a voces que vivía en tensadiscordia con la Santa Madre Iglesia.Él, Manzoni, preferiría que él, Kessler,se arrimase mejor al doctor Lucino, unpadre de fe inquebrantable, o al francésBigou, que estaban abiertos a cualquierconversación.

Así lo prometió Kessler —qué otra

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cosa podía hacer—, pero al regresar acasa, al convento de los jesuitas en elAventino, donde residía desde queinició su labor en la Gregoriana (otrosjesuitas, desacostumbrados a la vidaconventual, vivían en pensiones de laciudad), no se le quitaba de la cabeza laidea de que se veía envuelto en una sutilred de conexiones, que parecían apropósito para turbar la armonía de losfrailes. ¡Qué quiere decir concordia!Desde hacía semanas, experimentabaKessler la mórbida sensación de que seerigía entre sus cofrades un muroinvisible que los dividía en dos bandos,sin poder distinguir a qué bando

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pertenecía él.

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El comportamiento de los jesuitas,alejado de todo temor de Dios y de todapiedad, llenó de ira a Kessler y sesorprendió en los días siguientesponiendo más interés en elcomportamiento de sus cofrades que enel trabajo científico. Losinski vivíacomo él en el convento de San Ignacioen el Aventino, incluso tenían lahabitación en el mismo pasillo, perohasta ahora no se había fijado en elpolaco. Los jesuitas son clérigosregulares, es decir, se distinguen de

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otras órdenes por prescindir del hábitopropio, visten el hábito de los clérigosseculares en el lugar en que seencuentren. Tampoco conocen elservicio de coro y su vida estáimpregnada menos del espíritu monacalque del mundano.

Así Kessler observó, al fijarse másen el polaco, que éste algunas tardesabandonaba el convento y no regresabahasta medianoche, lo que no llamaba laatención en la ilustre comunidad, si nofuera por lo regular de sus salidas.Kessler dudaba si decírselo a Losinski osi, sencillamente, una tarde debíaseguirlo. Se decidió por pisarle los

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talones como un lacayo a su señor.Por la tarde siguiente, alrededor de

las 20 horas, abandonó Losinski suhabitación, dejó, como de costumbre, lallave en la portería, subió a paso rápidopor la via di Santa Sabina hasta lapiazzale Romulo e Remo, donde subió aun taxi. Kessler lo siguió en un segundoautomóvil. El trayecto transcurrió por lamargen del Tíber hasta la piazza Campodei Fiori, donde Losinski se apeó deltaxi y torció por una callejuela lateraloscura, que conduce al Corso VittorioEmanuele. Allí desapareció por laentrada de un edificio alto de seis pisos.

Kessler no tuvo el valor de seguir

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inmediatamente a Losinski en la casa.Por esto dejó pasar cierto tiempoesperando en la acera de enfrente. Losdos primeros pisos estaban a oscuras, eltercero, cuarto, quinto y sexto estabaniluminados. Finalmente se atrevió acruzar la calle.

Los portales de los edificiosromanos son un capítulo aparte; dan laimpresión de pompa y prosperidad,incluso cuando detrás sólo se escondeuna casa de pisos de alquiler venida amenos. Esto podía aplicarse a esaentrada. Cuatro placas pulidas de latónindicaban un abogado, dos médicos yuna agencia de publicidad llamada

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Presto. El cuadro de timbres pasado demoda, como podía distinguirse con lapobre iluminación, abarcaba ochonombres que no merecen ser citados. Lapuerta estaba cerrada y Kessler regresóal convento y reflexionó.

Presa de aquella curiosidadpecaminosa que puede convertirse enanhelo insaciable como la pasión poruna mujer, decidió Kessler averiguar aescondidas lo que hacía Losinski.Apenas el cofrade dos días despuésabandonó su celda y tomó la direcciónde la piazza Romulo e Remo, Kessler sefue a la portería, tomó del clavo la llavede la habitación de Losinski, colocó la

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suya en el mismo lugar y se proporcionóel acceso a la habitación del cofrade.

El cuarto no era muy distinto de supropia celda: un armario con trespuertas de la época de Pío X, negro,majestuoso y construido a conciencia,apropiado para guardar el Codex JurisCanonici; un escritorio aún más antiguocon puertas simétricas en ambos lados,adornada cada una con un corazón, y enun estado que parecía haberse salvadono sin daños de los disturbios deColonia acaecidos bajo Gregorio XVI(la silla que se le había destinado, conrespaldo alto y provista de tablitasverticales, no hacía juego con el

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mobiliario del estudio sino por sufealdad); y un lavabo cuadrado demadera con la fuente hundida, deapariencia insignificante comoBenedicto XV, pero igual que éste deextrema utilidad, por lo que se refiere asu propia misión. El mueble másmoderno era el lugar de reposo deltiempo de Pío XII, una cama turcamonstruosa, color rojo oscuro, cuyopedestal levantaba la caja de la cama.

El mobiliario descrito se apretujabaen una superficie de no más de tres porcinco metros. Del techo colgaba unabombilla blanca para la iluminación.Había una sola ventana alta en la parte

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estrecha encarada a la puerta. Unaalfombra de palmito, que alguna vez fueroja y se había vuelto marrón por lasnumerosas pisadas, cubría el parquet demadera, que a cada paso gemía y crujíaligeramente como el velamen de unavieja goleta.

Kessler se movía de puntillas por lacelda, aunque ello no impedía losruidos, y abrió el ala izquierda delarmario. El interior rebosaba de libros,documentos manoseados y fajos decartas distribuidos en cuatrocompartimentos (el caos del arca deNoé antes del diluvio no sería mayor).Detrás de las dos puertas que se abrían

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en el centro, había a la izquierda ropainterior amontonada; separada por unatabla vertical, la parte derecha conteníala vestimenta de Losinski, trajes oscuroscuidadosamente planchados y un abrigonegro, como a los jesuitas les gustallevar.

Bajo el compartimiento de laindumentaria había colocadotransversalmente un saco repleto, nomuy diferente de los sacos marineros enlos que la gente de mar guarda su ropa.Dos cinturones de cuero con hebillasmantenían cerrada la abertura en la partede arriba. Kessler palpó con las manosel contenido anguloso, pero cuanto más

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palpaba el misterioso saco mayor era sucuriosidad por saber lo que se escondíaen el saco de lona verde. Con decisiónrápida, abrió las hebillas.

—¡Jesús, María! —exclamó eljesuita y una vez más—, ¡Jesús, María!—Kessler sacó del saco un zapato deseñora rojo como el fuego, con tacónalto y fino; nunca en la vida habíatocado un calzado tan pecaminoso. Elpie diminuto que alguna vez llevó estaobra de arte debió formar curvasexcitantes y su portadora daría sin dudala impresión de que estaba siempre depuntillas con el propósito de que suspiernas pareciesen más largas de como

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las concibió su creador. Probablementellevaba medias transparentes de colornegro y una costura como una línea delápiz desde la pantorrilla hasta el muslo.

Confuso por los pensamientos suciosmetió Kessler de nuevo el pecado rojoen el saco y quería cerrarlo con asco,pero no pudo sin echar antes un vistazoal resto del contenido: numerososzapatos sueltos de distinto modelo,sandalias aireadas, rígidos botinesnegros, incluso había una bota alta conel tacón tan afilado como un lápiz.

Llamó la atención de Kessler unaforma blanca como la nieve con largascintas blancas, tenía que sacarla. Su

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intuición no lo engañó: se trataba de unazapatilla de ballet de una bailarina.

—¡Jesús, María! —¡Qué suave erala suela de cuero! Kessler metió la manodentro, pero la sacó en seguida como sihubiera cometido un sacrilegio. Estezapato sólo había sido hecho para laspiernas cubiertas con medias blancas deuna muchacha joven, que como tallos deflor desaparecen debajo de un vestiditoarremangado en alto. Kessler se detuvo.

De pronto comprendió que lacolección de calzado reunida con suciasintenciones por Losinski leproporcionaba los mismos pensamientospecaminosos que al polaco, al que había

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condenado por lo que descubrió. Congran confusión, Kessler cerró el saco ylo colocó de nuevo en el armario.Estaba a punto de cerrar la ampliapuerta, cuando su mirada se posó en unmaletín marrón nada vistoso, no mayorque un misal, que estaba arriba sobre elmonstruoso armario.

Tuvo que ponerse de puntillas paraalcanzar la maleta. Estaba cerrada. En elprimer cajón del escritorio Kesslerencontró tres llaves distintas, de lascuales la más pequeña parecía ser de lamaleta. Lo era. Tras la experiencia delsaco pecaminoso, Kessler estabapreparado para todo, y sin embargo no

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daba crédito a sus ojos cuando levantóla tapa: la maleta contenía dinero,billetes de veinte y cien dólarescuidadosamente apilados.

Kessler, que carecía de cualquierrelación con el dinero, no tenía idea decuánto podía ser, ¿diez, cincuenta o cienmil? Pero este descubrimiento leconfirmó la opinión de que algo nocuadraba con Losinski, y mientrascerraba la maleta, la subía sobre elarmario y volvía a poner la llave en elcajón, Kessler reflexionaba sobre eljuego que se traía el cofrade, si teníacómplices y qué fin perseguía.

Situaciones como ésta son

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adecuadas para atraer un perrorastreador a una falsa pista, porque unolfato cubre todos los demás. Por estoKessler no se detuvo en otrasreflexiones y buscó indicios adecuadospara desenmascarar de algún modo aLosinski.

Las gavetas del escritorio, tres enuna parte, tres en otra, de cuyo contenidoKessler se prometía lo mejor, revelaronpocos resultados, porque en el desorden,más propio de una mente trastornada quede un miembro de la Societatis Jesu, nopudo hallar ningún objeto que permitierasacar conclusiones sobre las intencioneso las relaciones de Losinski.

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Así que repetidas veces se dirigióKessler a la puerta izquierda delarmario, detrás de la cual sabía queestaban los documentos y los libros. Loslibros delatan; pero más pérfidamentedelatan los libros que uno no tiene. Unbreve repaso le bastó a Kessler paracomprender que a Losinski no leinteresaba la literatura constructivaobligada para un cristiano piadoso ymuy poco las obras teológico-filosóficasde tradición jesuítica. En su lugaracribillaban sus ojos impresos heréticoscomo The History of the KnightsTemplars, o El movimiento mesiánicode independencia desde la aparición de

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Juan el Bautista hasta la caída de Jacoboel Justo, según la nueva valoración de laConquista de Jerusalén de Flavio Josefoy las fuentes cristianas, o La esperanzabíblica en el Salvador como problemareligioso-político, o La imposibilidadfisiológica de la muerte de Cristo en lacruz, o La transmisión de milagros delos sinópticos en relación con latransmisión oral, cada uno de ellosadecuado para difamar la fe cristiana.

¿Tenía razón Manzoni al decir queLosinski era un hereje? ¿Por qué diablosempleaba entonces a ese hereje en unproyecto de interés tan fundamental parala Iglesia?

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Para Kessler sólo había unaexplicación: Manzoni podía despreciara Losinski, incluso odiarlo, peronecesitaba su saber. Era incuestionableque el polaco era más culto que el resto;únicamente esto le había creado muchosenemigos. ¿Pero era Losinskiinsustituible? ¿No se imponía aquí lapregunta de que el menospreciadoLosinski era mantenido en sus filasporque en cualquier otro lugar podríacausar más daño que en la Gregoriana?

¿Qué sabía Losinski?Entre las tapas de los documentos,

Kessler encontró copias, bosquejos,reconstrucciones y reproducciones de

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antiguos papiros y pergaminos escritosen idioma griego y copto. Cientos dereferencias bibliográficas estabanescritas en los márgenes con unacaligrafía diminuta y depurada, quecontradecía el desorden del resto, ypermitían sacar la conclusión de queLosinski había hincado el diente en esteproblema como el lobo que no abandonala oveja una vez que la ha apresado. AKessler le faltaba el sosiego paracontrastar cada hoja, pero en un primerrepaso pudo constatar que se trataba engeneral de textos protocristianos ycristianos primitivos, la especialidad deLosinski. Numerosos dibujos y

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fotografías del Arco de Tito, unaconstrucción romana del emperador delmismo nombre, sólo permitían sacar unaconclusión, que Losinski se ocupaba ose había ocupado de un problema almargen de la Gregoriana.

Una hoja guardada con especialcuidado entre dos gruesos cartonesatrajo el interés del joven jesuita,porque, cerrada al vacío con un papeltransparente, era exactamente igual queaquel fragmento cuya traducción habíaentregado pocos días antes. Sinembargo, la apariencia engañaba, ya queel texto copto era parecido al suyo peroen ningún caso igual. Este escrito

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fragmentario estaba extraordinariamentebien conservado y legible, de modo queKessler, sin querer, trató y luegoprocedió a descifrar el escrito parduzco,primero ocupándose de las palabras másfáciles de leer como nombres propios ytopónimos o el sujeto de la frase si sehallaba claramente al principio, talcomo suelen hacer los paleógrafos.

De este modo desde el principio diocon un nombre que lo hizo detenerse,porque era poco corriente y extrañocomo el nombre de Jesús, sobre todo enun texto copto. El nombre era Barabbas.

¿Barabbas?Los pensamientos de Kessler se

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interrumpieron bruscamente, porque oyópasos en el corredor que seaproximaban. Por ello colocórápidamente de nuevo la hoja entre loscartones y la guardó en el lugar donde lahabía encontrado. Contuvo larespiración y escuchó. En momentoscomo éste los segundos parecen horas,por lo menos Kessler tenía estasensación, y sólo se atrevió a respirarde nuevo cuando los pasos se hubieronalejado en la dirección contraria.

Este suceso asustó tanto a Kesslerque le temblaba todo el cuerpo; por elloprefirió acabar por este día su rastreo.Cambió la llave en el llavero de la

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portería, se retiró a su celda y tal comoestaba se dejó caer sobre la cama. Conlas manos cruzadas detrás de la nucamiraba fijamente al techo.

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Su primera idea fue que debíaconfiarse a Manzoni. Se acordaba de laspalabras de su superior en la orden,quien, cuando se le encargó esta misiónen Roma, había hablado de integridad,que era precisamente el motivo por elcual había sido elegido, y realmente entoda su vida Kessler no se había hechoculpable de nada, lo que habríasembrado dudas a este comportamiento.Pero si hablaba con Manzoni, debíaadmitir que había entrado a escondidasen la celda de Losinski, sin hablar ya de

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las otras cosas, por la pureza de laSantísima Virgen.

¿Cómo podría hacer hablar aLosinski? ¿Debía simplementeabordarlo, preguntarle en qué oscurasinvestigaciones se ocupaba el cofrade?El polaco lo negaría todo y él, Kessler,sería puesto en ridículo en cualquiercaso, tanto si ocultaba su espionajecomo si lo revelaba. Losinski no era elhombre que uno u otro pudiera sacar dequicio; no, Kessler debía admitir que enfuerza y en voluntad era inferior a esehombre. Y si no se lo confesaranunca…, Kessler empezaba a dudar enlo más íntimo si él mismo no se habría

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metido en algo, si un día no se aclararíatodo por sí mismo como el árbolgenealógico de Sem en el primer librode Moisés.

Cierto, allí estaba el asunto con elcontenido pecaminoso del saco en elarmario de Losinski, difícil de admitiren un religioso; pero ¿acaso no seregodeó él mismo con el mismo placerque el otro en el torpe calzado? EraLosinski mejor fraile por aplacar eldeseo carnal, que fustiga a veces inclusoal cristiano más piadoso con la fuerza delas plagas de Egipto, y satisfacer suinquieta fantasía con cuero y seda,mientras él —el Señor sea

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misericordioso con un pobre pecador—en tales días visitaba las casas delTrastevere, donde en entradas sombríasalgunas mujeres levantan sus faldas antecualquier hombre, eso si tan siquierallevan faldas, con lo que hasta elcelibatario más estricto se veconfrontado con la diferencia que porvoluntad del Padre surgió de la costillade Adán. Y si el día después de lafestividad del Sagrado Corazón de laInmaculada, cuando por el calorapretaba el instinto, no se hubieraencontrado en el más loco de estosestablecimientos al padre Francesco delos minoristas, que lo confesaba todas

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las semanas, él mismo no sólo se habríadedicado al placer del mirón lascivo,sino que se habría arrojado a los brazosde una puta pelirroja. Pero ambos vieronen su encuentro una señal del Altísimo, yabandonaron juntos el lugar sin hablarmás de ello.

En lo referente a la inescrutableactividad de Losinski, parecía más bienaconsejable buscar la amistad delpolaco y ganarse su confianza; al fin y alcabo fue él quien le recomendóprudencia en la traducción delpergamino, una admonición que hastahoy a Kessler sigue pareciéndoleenigmática.

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Sin embargo, el polaco no se loponía fácil a Kessler. En los díassiguientes procuraba evitarloconscientemente, en cualquier caso ésaera la impresión que daba. Inclusodurante el trabajo en la Gregoriana,donde era corriente la discusión sobrepalabras y fragmentos de texto, Losinskipermanecía callado contra su costumbre.Inclinado sobre sus traducciones, nohabló palabra durante dos días, y alrequerimiento cortés de Kessler sobre siavanzaba, contestó con un huraño no, demodo que a Kessler le parecióaconsejable por su parte dar un ampliorodeo en torno a él.

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A pesar de ello, Kessler no perdióde vista a su cofrade, anotaba hechosaparentemente inocuos, como la comprade un periódico en el kiosco o el caminohacia el buzón de correos y seguía aLosinski todos los pasos, en tanto podíahacerlo sin ser descubierto. Esto sucedíaa los pocos días con la frescura queestimulaba a Kessler a actuar como undetective de novela barata cambiándosede vestido y así conocer cada vez mejorla vida que llevaba el enigmáticohombre.

Al día siguiente de Todos los SantosLosinski abandonó de nuevo el conventoy se dirigió en taxi a la via Cavour,

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donde hizo detener el coche ante laescalinata de piedra que a la derechaconduce arriba a la iglesia de San Pietrode Vincoli. Vestía como siempre unabrigo negro y su apariencia no revelabade ningún modo la de un jesuita. Singirarse —tan seguro se sentía yaLosinski— subió la escalera tomandolos escalones de dos en dos; a Kesslerle costaba seguirlo.

San Pietro de Vincoli es conocidapor las cadenas del apóstol Pedro, quese guardan allí, pero también sobre todopor la escultura del Moisés de MiguelÁngel, una de las mayores tragedias dela historia del arte, y no habría sido

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extraña la visita de Losinski a este lugar.Tampoco parecía notable el hecho deque el cofrade fuese directamente a unode los rudos confesonarios y searrodillase frente a la celosía demadera, mientras se santiguaba; sinembargo, Kessler, que observaba laescena detrás de una columna muypróxima, notó que la confesión deljesuita más bien parecía una reprimendaal confesor. Losinski no buscaba revelarsus pecados, sino que cantaba lascuarenta al desgraciado de dentro, demodo que aquél se quedó mudo, eso almenos parecía.

El proceso terminó abruptamente.

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Por la rendija debajo de la celosía demadera, provista según el sentido de laSanta Madre Iglesia para suministrar porella estampas piadosas a los confesos,apareció un grueso sobre que Losinskirápidamente escondió en el bolsillo desu abrigo. Él mismo devolvió poridéntica vía un sobre más pequeño, sesantiguó rápidamente y se alejó.

El encuentro confirmó a Kessler enla opinión de que el cofrade polaco sellevaba un doble juego. Dejó ir aLosinski, pues en ese momento leinteresaba más saber quién se hallabadentro del rudo confesionario. Kesslerestaba seguro de que no era ningún

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sacerdote que escuchaba la confesión delos pobres pecadores.

Pero, en efecto, salió delconfesionario un hombre de edadmediana y aspecto monástico, aunquellevaba una indumentaria moderna ycuidada. A diferencia de Losinski, dabala impresión de estar intranquilo ymiraba inquisidor a todas partes antesde abandonar la tenebrosa iglesia.

Kessler lo seguía a una distanciaprudencial, y no se habría sorprendidosi el hombre hubiese tomado el caminodel Vaticano por el corso VittorioEmanuele y allí hubiera desaparecido enuna de las dependencias. Sin embargo,

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Kessler se equivocó. El desconocido setomó un café en uno de los bares de lavia Cavour y siguió el rumbo directo alhotel Excelsior, uno de los lugares másfinos de la ciudad.

En el vestíbulo había tanto gentío,que Kessler no corría ningún riesgo si seaproximaba unos pasos al hombre. En sucomportamiento había algo demundología y el joven jesuita, quenaturalmente no era reconocible comotal, se sintió algo desamparado encomparación con este desconocido deapariencia más bien joven.

El enigmático encuentro de Losinskicon el desconocido en San Pietro de

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Vincoli había dejado a Kessler en unestado de completa perplejidad, y nisiquiera la meditación que todavía lamisma tarde hizo en el reclinatorio de sucelda (en la celda de Losinski, constatómás tarde, faltaba este mobiliario) tuvola virtud de ayudarle en sus conjeturas.Pero si bien hasta ahora había dudadopor diferentes motivos de la maldad delpolaco, ahora, después del intercambioen el confesionario, estaba seguro deque Losinski estaba envuelto ennegocios poco claros y sucios.

Kessler no se atrevía a decidir si setrataba del proyecto secreto de laGregoriana o de otro asunto; tampoco se

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atrevía a hablar de ello a Losinski,porque éste lo negaría todo y lo acogeríacon tanto resquemor, que Kessler nuncamás podría averiguar el trasfondo. Peroquería averiguarlo.

Cuanto más reflexionaba sobre ello,tanto más crecía en Kessler elconvencimiento de que entre todos loscofrades de la Societatis Jesu reinaba ladesconfianza y la sola idea de que en sufalta de prevención pudiera ser utilizadolo irritaba violentamente. Tanviolentamente, que se propuso ir alfondo de la cuestión.

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Capítulo séptimo

ENCUENTRO INESPERADOSoledad

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Desde aquella terrible aparición,Anne von Seydlitz evitaba su propiacasa. Se había propuesto no pasar ni unanoche más en esta casa hasta que seaclarase el asunto. Durante los dos díasque estuvo en Munich y que empleó encambiarse de ropa interior y ordenarasuntos comerciales, tomó unahabitación en el hotel en el que tambiénhabía vivido Kleiber.

Lamentaba lo ocurrido con Adrián,pero en cierto modo estaba contenta deque las cosas hubieran ido así, pues

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tenía la impresión de que Kleiber seinteresaba más por ella que por susproblemas. Y si algo no necesitaba enesta situación, era la persecución de unhombre. Ciertamente que, si viniera, letendería la mano, y en esto le acudierona la boca las palabras de su madreadoptiva que con voz severa le enseñóque no se debía nunca rechazar unamano así, ni siquiera la de un enemigo,pero por ahora podía estar segura de queeste encuentro no se produciría. Por elmomento se acumulaban en la cabeza deAnne tantos pensamientos, quesencillamente no había sitio para unhombre.

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Es el orgullo lo que empuja a unamujer engañada hacia una increíbleactividad. Increíble habría sido antespara Anne von Seydlitz, apoyada sólo ensí misma, seguir una pista que la llevabaa medio mundo, unida a riesgos ypeligros, sólo por aclarar un asunto que,si alguna vez llegara a aclararse, no leproporcionaría la más mínima ventaja.Pero entre ella y lo desconocido, loenigmático y misterioso, parecía haberseestablecido una relación mágica; encualquier caso Anne se sentía incapaz derenunciar.

¿Era la magia de la maldad, tantasveces descrita, lo que la mantenía presa,

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lo que se apoderaba de todos suspensamientos y no la soltaba? ¿Por quélo hacía?

Ideas como ésta sólo ocupaban en suvida un espacio marginal. En la presentesituación estaba bien así, pues de locontrario Anne von Seydlitz se habríadado cuenta de lo mucho que habíacambiado. Nunca en su vida estuvoobsesionada por una idea y miraba máscon desagrado que con admiración a laspersonas que perseguían un objetivomenospreciándose a sí mismas. Ahora,fascinada por una idea, ya no sereconocía, lo postergaba todo, el amor,la vida, el negocio, pero no se daba

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cuenta. Hay cosas de las que uno nopuede huir.

Las pesquisas en Californiareforzaron en Anne la convicción de quesu marido Guido debía de estar metidoen un complot de ámbito mundial, con osin su conocimiento, esto no deseabadecirlo de momento. El descubrimientode un nuevo texto bíblico no podía ser elúnico motivo que convirtiera acientíficos en cazadores y a otros encazados.

La señora Vossius, la esposa delprofesor, jugaba un papel dudoso en susreflexiones. Anne dudaba de susinceridad, sí, incluso con unos días de

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distancia surgía la pregunta de siAurelia Vossius no practicaba juegosucio. La pista más importante era sinduda la alusión de Brandon a la ordenórfica, en algún lugar del norte deGrecia. Anne no tenía idea de lo quepodía esperarla allí, de si en sumaconseguiría acceder a tan misteriosaorden, pero la decisión estaba tomada.

Tenía que ir a Leibethra.

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Gracias a la perfecta descripción deGary Brandon, Anne von Seydlitz voló aAtenas, luego a Tesalónica, que allíllaman Salónica para abreviar, y sealojó en el Macedonia Palace, LeoforosMegalou Alexandrou, situado en elpintoresco casco antiguo.

Guido, experto viajero a causa de suprofesión, le dio una vez un buenconsejo: si en una ciudad no tienesamigos, dale una sustanciosa propina alportero del hotel.

El joven recepcionista se llamaba

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Nikolaos, como casi todos en el lugar,hablaba un inglés brillante y el billetegrande que le dio Anne liberó en élinsospechadas facultades. Anne seencontró con él, al terminar éste eltrabajo, en un café cerca de la torreblanca, desde donde se ve el mar, yempezó a contarle sin rodeos que sumarido fallecido estaba envuelto en uncomplot extraño, cuyos cómplicesprobablemente debían buscarse enLeibethra. Anne no dio más detalles.

Nikolaos, de no más de veinticincoaños, con el pelo negro rizado y ojosinteligentes y oscuros, se sintió halagadopor la franqueza y la confianza de la

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extranjera y le prometió que la ayudaría.Primero, dijo francamente, debíareconocer que había oído hablar de laorden de Leibethra, pero nadie enSalónica conocía más detalles sobreesta gente. La mayoría, igual que él,creían, por oírlo decir, que se trataba deuna orden piadosa que gestionaba unmanicomio en Leibethra. En cualquiercaso los impedidos no eran griegos ogente de los alrededores, sinoextranjeros que habían sido trasladadosallí.

Probablemente, explicó Anne, semantiene la institución como tapadera,aunque en realidad se esconde en

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Leibethra algo muy distinto.Se daba la casualidad de que

Vassileos, el cuñado de Nikolaos,gestionaba un hotel llamado Alkyone enKaterini, una hora en coche al sur deSalónica, y Nikolaos creía recordar quesu cuñado le habló una vez delinquietante monasterio suspendido enlos peñascos del Olimpo, pero, como noestaba especialmente interesado, nopodía acordarse de los detalles.

Al día siguiente, Nikolaos acompañóen su coche a Anne von Seydlitz aKaterini para ver al cuñado Vassileos,quien, a pesar de que Anne se hospedóen su hotel y no en el vecino Olympion y

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a pesar de ser recomendada conpalabras amables por Nikolaos, acogióa la extranjera con gran desconfianza. Engeneral Vassileos se reveló como lacara opuesta de Nikolaos: perezoso ytaciturno, introvertido y cerrado, sobretodo frente a sus clientes. A ello seañadía que sólo podía hacerse entendercon ayuda de un galimatías compuestode un alemán con rara pronunciaciónrenana y de un inglés aprendidofatigosamente con el acento seco delnorte de Grecia.

La mayoría de la gente es así en estelugar, dijo Nikolaos disculpando sucomportamiento malhumorado, y habló

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con Vassileos en voz alta y muyseriamente. Aunque Anne no entendióuna palabra, por los gestos y lasreacciones de ambos pudo colegir queNikolaos amonestaba a su cuñado, quedebía tratar mejor a sus clientes y que lakiria de Alemania era muy generosa.Luego dio a Anne su número de teléfonode Salónica, por si necesitaba su ayuda,y se marchó.

Katerini es extraordinariamentepintoresca, incluso en los días fríos ynublados, una ciudad rural apartada dela única autopista del país. No se viaja aKaterini, se pasa casualmente por allí.También en el hotel de Vassileos —se

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llamaba así, aunque sólo se merecía elnombre de pensión— uno no solíaquedarse más de una noche. En eso eraAnne von Seydlitz una rareza, y elsegundo día, después de haber recorridolas calles de la pequeña ciudad y elpintoresco mercado y no marcharse aún,los viejos sentados en sillas de enea a lapuerta de sus casas empezaron acuchichear sobre quién debía ser laextranjera y qué buscaba allí. Eraextraño, pero en un país extranjero, entregente extranjera, Anne von Seydlitz sesentía más segura que en su casa, dondese creía vigilada y observada.

Bastantes hombres, y no sólo viejos,

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estaban en cuclillas ante la puerta de suscasas, hombres con rostros angulosos ycejas pobladas, extenuados yendurecidos en su lucha por la vida, queaquí no es miel sobre hojuelas. Cadauno vive del otro, el tendero del albañil,el albañil del maestro de obras, elmaestro de obras del propietario delaserradero, el propietario delaserradero del tendero; no como los delsur, que pueden vivir todos de lahistoria, incluso de las inmundicias queésta ha dejado en algún lugar.

La pobreza genera desconfianza ylas gentes de Katerini eran muydesconfiadas entre ellas, pero sobre

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todo con los extraños, y una mujer queviajaba sola se hacía más sospechosa,de modo que a ser posible evitabantoparse con la kiria.

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Sólo Georgios Spiliados, elpanadero ambulante, cuyo negociorodaba por las calles sobre tres ruedas(la parte trasera consistía en una viejabicicleta incluidos los pedales, ladelantera en cambio en una caja demadera con dos ruedas, que era elembalaje de una lavadora que elelectricista del pueblo había vendidohacía diez años y en el que Georgioshabía colocado unas ventanas de cristalpara que todo el mundo en la callepudiera admirar sus baklava y kataifi

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recién tostaditos), sólo el panaderoSpiliados inició una conversación conAnne, cuando ella le compró una pasta,que Georgios envolvió en un papel deestraza por motivos higiénicos.Resultaba que Spiliados antes, hacía yamucho tiempo, había trabajado enAlemania y ahora se ganaba la vidacomo autónomo. En el pueblo conocíansu nombre griego —y señaló el nombreescrito en su vehículo—, aunque para lamayoría seguía siendo «el alemán».

Si ella pasaba las vacaciones allí,quiso saber Spiliados, entonces habíaescogido la peor temporada, abril era laépoca más bonita en Katerini, suave y

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con aromas de flores. Anne lo negóriéndose y preguntó a su vez si Georgiossabía algo de Leibethra. Entonces elpanadero pisó el pedal para largarsecuanto antes; pero antes de conseguirlo,Anne lo agarró del brazo y lo retuvo.

A su pregunta de por qué queríaponer los pies en polvorosa, respondióGeorgios con otra pregunta: si era deellos (así se expresó). Sólo cuandoAnne le aseguró que no, por Dios, que leinteresaba aquella gente por otrosmotivos, se quedó.

Georgios Spiliados, quegeneralmente empleaba bastantedesparpajo en el trato con la gente, se

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limpió la frente con la mano y habló envoz baja. Si ella era periodista, queríarecordarle que un reportero del DailyTelegraph que anduvo vagando por losalrededores recogiendo informaciónsobre las gentes de Leibethra —inclusopagó dinero por ello—, fue hallado undía con el cráneo hundido. Oficialmentese dijo que se había caído de un peñascoen el Olimpo, pero Joannis, que loencontró y era amigo suyo, aseguró queen el lugar del hallazgo no habíapeñasco alguno. Lo mejor sería que semarchara cuanto antes.

Para Anne, Georgios Spiliados erael único hombre que podía ayudarla. Por

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ello entregó al panadero un billete, queéste rechazó ofendido. No pasó muchorato para que la ofensa se perdiera entrivialidades y Georgios pusiera eldinero en el borde interior de su gorra.Anne hizo jurar a Spiliados que norevelaría a nadie su interés porLeibethra. Georgios lo prometió.

Quedaron citados para la tarde en sutienda, dos calles más abajo. Si él seretrasaba, avisaría a Vanna, su mujer.Llamarían la atención si seguíanhablando mucho rato allí, a la vista delpúblico.

Cuando Anne más tarde entró en latienda, Vanna asomó la cabeza por una

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especie de cortina de cordones deplástico en la parte trasera de latiendecilla embaldosada. El recinto deventa constaba de un mostrador largo yestrecho y de una estantería lisa demadera adosada a la pared, en la quesólo había para vender unas cuantastortas. Con su bigote y su rostro lleno dearrugas, Vanna hubiera podido sertomada más bien por la madre deGeorgios.

La habitación trasera, a la que invitóa pasar a la extranjera, no estabaprovista con menos escasez: en el centrouna mesa cuadrada de madera lisa concuatro sillas, un armario alto sin puertas

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con vasijas de colores, al lado unlavamanos blanco, en frente un anaquelsostenido en la pared con anchasescuadras. Vanna trajo raki y dijo bitte,la única palabra alemana que conocía.

Poco después apareció Georgios.Anne intentó explicar al hombre por quéhabía venido a Katerini. Contó elmisterioso accidente de Guido y laspesquisas seguidas hasta ahora, que lahabían llevado hasta aquí, y cosechó lasincera compasión de Georgios. Ésteescuchó su narración, luego bebió de untrago un vaso de raki aguado, cerró lapuerta de la tienda, regresó y se sentó denuevo a la mesa cuadrada. Con los

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dedos golpeaba la tabla de la mesa; lohacía siempre que se esforzaba enreflexionar.

La luz pálida de una bombilladesnuda colgada del techo encaladoinvadía la habitación. Los ojos de Anneiban cambiando del rostro a las manosnerviosas y de nuevo al rostro de suinterlocutor. Georgios miraba fijamentefrente a sí, callaba, y cuanto más largoera su silencio, menores eran lasesperanzas de Anne de que la ayudaría.

—Una historia increíble —dijofinalmente—, increíble de verdad.

—¿Acaso no me cree?—Claro, claro —exclamó Georgios

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tranquilizándola—. Me parece que estagente es realmente peligrosa. Nosotrosapenas sabemos algo de ellos. Lo que secuenta en el pueblo son sólo rumores.Uno se lo dice a otro al oído. Alexia, lamujer del herrero, pretende haber vistoque queman a personas en hogueras ydanzan alrededor. Y Sostis, el dueño dela cantera en la pendiente oriental, diceque son locos que se matan unos a otros.Que se trata de personas nueve vecesmás inteligentes, lo oigo por primeravez. ¿Cómo dijo que se llamaban?

—Órficos, discípulos de Orfeo.—Demencial. Realmente demencial.—Creo —explicó Anne al griego—

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que divulgaron a sabiendas estosrumores por el mundo para desviar laatención de lo que están haciendo.

—Oficialmente —informó Georgios—, Leibethra es un centro de atenciónpara retrasados mentales; pero lo querealmente sucede detrás del muro queimpide el acceso al valle no lo sabenadie. Se abastecen a sí mismos comolos monjes del monte Athos, tienen suspropios vehículos con los que efectúansus copiosas compras en Salónica y eljefe de correos dice que incluso tramitansu correspondencia directamente con lacentral de correos en Salónica.

—Y disponen de una fortuna

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inimaginable —añadió Anne.Georgios meneó la cabeza,

incrédulo.—¿Y cómo puedo yo ayudarla? —

preguntó finalmente el griego.—¡Quisiera que usted me llevase a

Leibethra! —dijo Anne von Seydlitz convoz decidida.

—Está usted loca —dijo excitado—.Yo no hago eso.

—¡Le pagaré bien! —replicó Anne—. Digamos… doscientos dólares.

—¿Doscientos dólares? ¡Usted estárealmente loca!

—Cien ahora y cien cuandolleguemos al lugar.

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La fría tenacidad con que negociabaAnne von Seydlitz sacó de quicio aGeorgios. Se levantó de un salto e ibade un lado a otro en la pobre habitación.Anne lo observaba atentamente.Doscientos dólares era mucho dineropara un panadero de Katerini. ¡Madresantísima, doscientos dólares!

Anne sacó un billete de cien dólaresdel bolso y lo extendió en el centro de lamesa. De pronto Georgios, sin decirpalabra, desapareció por la puertatrasera. Anne escuchaba sus pasos, quesubían por la gimiente escalera demadera al piso de arriba. Semaravillaba de su propio valor, pero

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ahora estaba dispuesta a todo. Si habíauna oportunidad de echar luz a todo estetenebroso asunto, debía ir a Leibethra.

No sabía exactamente lo que leesperaría allí. Pero como una atracciónmisteriosa, que reúne al asesino y a suvíctima, así sentía Anne la imperiosanecesidad de echar un reconocimiento almonasterio colgado en los peñascos delOlimpo, como si estuvieran allíescondidos todos los secretos. Con lacabeza hundida en sus manos y la miradafija en el billete de cien dólares,esperaba Anne el regreso de Georgios.

Éste vino con un viejo mapadesplegado. No dijo nada, tomó el

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billete y en su lugar colocó el mapaplegable.

—Ahí —murmuró y señaló con eldedo medio de su derecha un puntoconcreto del mapa—: Leibethra.

El lugar estaba marcado con unsímbolo, un círculo con una cruz dentro.Indicaba un monasterio. Faltaba ladenominación del lugar. En silenciosiguió con el dedo la carretera deKaterini a Elasson, indicó una líneadelgada y enredada, que probablementeseñalaba un camino de herradura pocofirme que se perdía en algún lugar de laspendientes del Olimpo, e indicó con unpar de movimientos nerviosos que el

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camino seguía por allí en algún sitio.—En cualquier caso —murmuró

entre dientes de mala gana—, se debeintentar a primeras horas de la tarde. Dedía lo ven venir a uno de lejos.

—¡De acuerdo! —replicó Annecomo si fuera la cosa más natural delmundo, y valerosamente añadió—:¿Cuándo?

Spiliados se levantó ceremonioso,apagó la luz y miró al cielo por laventana.

—Es buena época —dijo—,tenemos media luna. Si usted quiere…mañana.

Después que Georgios hubo

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encendido de nuevo la luz, se sentó a lamesa junto a Anne. Inclinados sobre elmapa, trazaron un plan para el díasiguiente. El griego tenía una moto, unaHorex, que no llamaría la atención en lacarretera a Elasson. Spiliados laesperaría a las cuatro con la moto detrásde la herrería. No quería armarescándalo, y Anne se adhiriórápidamente al plan. No debían ofrecera la gente de Katerini motivos para elchismorreo.

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El primer día debía servir parainspeccionar el terreno. Anne trataba desaber en primer lugar si había algunaposibilidad de penetrar sin ser vista enel complejo monacal de los órficos.Naturalmente sabía que era peligroso yGeorgios calificó su propósito desuicidio puro y simple. Pero existía unareflexión que sostenía su seguridad en símisma: algún motivo debía de haber porel que los órficos hasta ahora le habíanperdonado la vida.

La noche era fresca, pero no fría,

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cuando Anne regresó al hotel. Desde quedejó pagada su cuenta del hotel con unasemana de antelación, Vassileos semostraba inesperadamente amable conella, lo que en una persona tanmalhumorada como él se reducía a laspalabras: «kali mera, qué tal» o «kalispera, señora Seydlitz»; pero puesto queVassileos trataba a la mayoría de gentesin dirigirle la palabra, Anne no debíatemer que divulgase su propósito.

Su habitación daba a la calle y esanoche sus pensamientos rondaban entorno a la aventura que le esperaba.Pasada la medianoche, ladraron losperros; uno respondía al ladrido del otro

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y sus aullidos resonaban por las callejasvacías adoquinadas. De un kaphinion dela esquina, que como la mayoría decasas de Katerini se parecía más a ungaraje que a una vivienda, gruñía unainterminable música de bouzouki y elextractor del restaurante de Vassileos,que ocupaba la planta baja del hotelAlyone, soplaba al aire libre olorespenetrantes de comida zumbando confragor. Trasnochadores charlaban agritos de un lado a otro de la calle y nose aproximaban ni transcurrida mediahora larga de abierta conversación, loque les habría ofrecido la oportunidadde bajar el volumen de sus voces. Por

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cuarta o quinta vez se acercaba conentereza a lo largo de la calle una mujercon tacones altos, que resonabanfuertemente, y a los pocos minutos conla misma entereza volvía de nuevo. Porlo demás la noche sólo era interrumpidapor retumbantes automóviles, cuyosconductores usaban el asfalto vacío yliso de la plaza del mercado como pistade carreras para sus coches.

Ella había creído que la ausencia deKleiber la llenaría de miedo einseguridad, pero llegó a la conclusiónde que había sucedido exactamente locontrario. Así que Anne desechó elprimitivo plan de informar de su

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propósito al puesto de policía deKaterini, sólo Georgios debía presentarla denuncia en el caso de que no dieraseñales de vida al cabo de una semana.Ni ella misma sabía explicar de dóndesacaba su coraje.

Por la mañana, aún estaba oscuro,Anne debía de haberse dormido, puessoñó que un terremoto había sacudido elOlimpo y por las escarpadas pendientesfluía lava roja ardiente en innumerablesríos hacia el valle, y hombres y mujeresen brillantes botes metálicos conducíansus ruidosas canoas con largas varas ychocaban entre sí cuando una impedía elpaso a otra. Los que conducían los botes

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cubrían su rostro con máscarasmulticolores; iban envueltos en capasamplias y ondulantes, y llevaban guantesblancos, pero por sus movimientos seechaba de ver que eran hombres ymujeres. Muchos botes, que bajabandisparados hacia el valle, se estrellabancontra los peñascos que separaban losríos de lava y desaparecían chirriandoen la borboteante incandescencia.

Al pie de la montaña se unían lasdistintas corrientes en un río que crecíaa lo ancho y arrasaba pueblos yciudades. Gentes que veían venir ladesgracia se quedaban como pasmadas yeran incapaces de huir, también Anne.

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Pero cuando el río rojo la alcanzó yechando humo y burbujas le quemaba losdedos de los pies, entonces Annedespertó con temblor en sus miembros yarrojó de su cuerpo la pesadilla comocenizas al viento.

A la hora acordada se encontró conGeorgios detrás de la herrería en lacarretera que conduce a Elasson. Annese había agenciado pantalones largos yanchos como los que llevaban lasmujeres del lugar y el griego laobservaba sorprendido porque parecíacomo las demás mujeres y porque jamásla hubiese creído capaz de ello. Como siquisiera disculparse por su extraña

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indumentaria, Anne se encogió dehombros. Se rió. Nunca en la vida habíamontado en una motocicleta, lo que elgriego nuevamente se negaba acomprender porque, según dio aentender, todo conductor de automóvilestiene que haberse sentado antes en unamoto.

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La carretera conducía hacia el oestey se volvía tanto más solitaria, cuantomás se alejaban de Katerini. Sólo de vezen cuando se toparon con un camión,luego vino todavía un cruce con unaseñal indicadora en blanco y negro, yfinalmente la carretera serpenteó porterreno despoblado y árido. Anne teníalos ojos llorosos, no estabaacostumbrada a la brisa de la moto.

Después de media hora de caminoredujo Georgios la marcha y buscó conlos ojos el arcén izquierdo. Dos

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cipreses marcaban una bifurcación sinacondicionar. No había señal indicadoray el camino consistía únicamente en doscarriles rellenos de grava. Georgios sedetuvo.

—Éste es el camino de Leibethra —dijo y, como si le costase un granesfuerzo, giró finalmente hacia elsendero.

No era fácil manejar la pesadamáquina por el estrecho carril; Georgiosejecutaba verdaderos prodigios deequilibrio.

—¡Agárrese! —gritaba siempre quecambiaba de carril porque veía queestaba mejor en el otro lado.

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Frente a una loma cubierta decipreses el camino subía empinado. Eneste lugar la grava del carril estaba tansuelta, que la rueda trasera patinaba ynumerosas piedrecitas salían disparadashacia atrás. Georgios rogó a Anne quesubiera la montaña a pie; él mismoconducía la moto por la empinada cuestahacia arriba ayudándose de ambaspiernas.

Oscurecía cuando llegaron al vérticede la cima, marcado por un anchosaliente de peñasco, invisible desdeabajo. Georgios apagó el motor y apoyóla moto a un lado. Pestañeaba mirandoel paisaje y con el brazo tendido hizo un

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movimiento hacia el oeste. El caminoserpenteaba hacia abajo y al cabo de unkilómetro más o menos —hasta donde sepodía ver— subía de nuevo cuestaarriba para desaparecer detrás de unpinar.

—Allí —dijo él— está el acceso aldesfiladero que conduce a Leibethra.

Anne respiró hondo. Se habíaimaginado más fácil el camino. Elsilencio que la rodeaba era opresivo, elpaisaje hostil. A ello se añadía el fríohúmedo que penetraba a través de lasprendas de vestir.

—Iremos montados hasta la próximacuesta —dijo Georgios—, el último

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trecho tendremos que andarlo a pie.Podrían oír el ruido de la motocicleta.

Anne asintió. Le resultaba difícilimaginarse que allá arriba detrás de losnegros árboles se iba a encontrar unacolonia humana.

Cuando llegaron al lugar indicado,Georgios empujó la moto en el matorralcontiguo. A lo lejos se oía un murmullocomo de una cascada. Venía de ladirección a donde conducía el camino.Éste subía ahora empinado, lo que no seveía desde abajo porque atravesaba unespeso bosque de coníferas. Annejadeaba.

—¡Está usted loca! —observó el

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griego una vez más sin mirar a Anne.Ésta no respondió. El griego tenía

razón; pero todo lo que había vivido enlos últimos meses era una locura. Y estemaldito camino tenebroso, empinado ypedregoso era lo único que le acercabaa una solución. Era difícil decomprender para un extraño.

Cuanto más subían en la oscuridadgris, tanto más fuerte se escuchaba elmurmullo. Caminando daba la impresiónde numerosas voces que susurraban. Delvalle subía una ligera brisa que soplabasuavemente a través de las ramas de lospinos. El suelo pantanoso de ambosmárgenes del camino despedía cierto

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tufo.Luego, de repente, el camino salió

del bosque y se abrió la vista a unahondonada, cuyo borde opuestomostraba un tajo en forma de cuñaflanqueado por dos peñascos.

—Esto debe de ser —murmuróGeorgios— la entrada del barranco.

Estaba a menos de trescientosmetros de distancia y al aproximarseAnne divisó frente al peñasco de laderecha una pequeña choza de maderacon una ventana cuadrangular endirección al valle.

—¡Oh Dios! —suspiró Anne yagarró el brazo del griego.

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—Probablemente es una caseta devigilancia frente a la entrada delbarranco —supuso Spiliados.

—¿Y qué hacemos ahora? —Annemiraba desconcertada en esa dirección.

El griego no supo dar respuesta ysiguió caminando sin decir palabra.Quería cumplir el encargo. Al fin y alcabo no estaba mal pagado.

—Frente a un vigilante armado notenemos ninguna escapatoria —murmuróenojado.

La garita estaba a oscuras. A un tirode piedra, Anne y Spiliados buscaronabrigo detrás de unos matorrales, unospasos fuera del camino. Luego el griego

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cogió una piedra y la lanzó en direccióna la casa de madera. El proyectil chocóruidosamente contra la pared de la casay rodó por el camino. Silencio.

—Parece que los señores levantaronel vuelo —susurró Georgios.

Anne asintió. Con cuidado seacercaron a la cabaña. Daba laimpresión de que nadie se habíadetenido aquí desde hacía muchotiempo. Anne sacó su linterna y enfocó através de la ventana: una caja, una mesasencilla de madera y dos sillasconstituían todo el mobiliario. En lapared había colgado un viejo teléfono decampaña, el primer indicio de que en

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alguna parte de este solitario lugarhabitaba gente. La puerta estaba cerrada.

—La gente de Leibethra tiene quesentirse condenadamente segura —observó Anne—, ya que no cubren suspuestos de vigilancia.

—Quién sabe —replicó Spiliados—, tal vez nos vienen observando yandamos a tientas directamente haciauna trampa.

—¡Usted tiene miedo, Spiliados! —siseó Anne von Seydlitz airada—. Bien,ha cumplido su parte. Se lo agradezco.—Anne alargó la mano al griego—.¡Aquí tiene sus cien dólares!

Parecía realmente como si Georgios

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tuviese miedo, pero la observacióndesfavorable de la kiria tuvo comoconsecuencia que él replicaseobstinado:

—¡Guarde su dinero! Lo tomarécuando usted esté de vuelta sana y salva.La acompañaré hasta estar seguro de queha alcanzado su meta.

No otra cosa había queridoconseguir Anne con su provocación;pues sospechaba que le quedaba eltrecho más peligroso de camino porrecorrer. El sendero poco firmecompartía el fondo del barranco con unarroyo caudaloso, que cubría el terrenoen aquellos lugares donde ambos

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rodeaban un saliente de risco, de modoque si uno no quería vadear a través delagua borbollante debía saltar de unaroca a otra, una empresa arriesgada a latenue luz de la luna.

La idea de Spiliados de queprobablemente eran observados no leparecía a Anne tan absurda como quisodar a entender a su acompañante. Aquíen la angostura del barranco no laabandonaba la aprensión de que enalguna parte podía abrirse una esclusa.Entonces no tendrían ningunaposibilidad de escapar. Pero sólo lopensaba en silencio.

El frío que traía consigo el arroyo le

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subía por las piernas y brazoshaciéndola temblar. Pero tal vez eratambién la idea de que no habíaescapatoria de este barranco. Surespiración se hacía más difícil y el airefrío le producía dolor en los pulmonescomo un cuchillo afilado; pero Anneseguía andando esparrancada, siemprecuesta arriba. Donde el camino iba porterreno despejado había claridad, peroentre las altas paredes rocosasraramente penetraba un rayo de luz.Georgios caminaba delante.

De repente —Anne ignoraba cuántotiempo llevaba trotinando silenciosadetrás de Georgios— el griego se

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detuvo. Ahora también lo vio Anne: amenos de cien metros un foco eléctricoiluminaba una caseta de vigilanciasituada entre el arroyo y el sendero, quese ensanchaba en este lugar.

Georgios se dio la vuelta.—Cómo quiere pasar por allí —dijo

y miró arriba hacia la cresta delbarranco, que aquí era bastante más bajaque en el camino recorrido hasta ahora;pero debía de haber todavía una alturade entre cinco y diez metros de peñascosinaccesibles.

—Primero veamos si la garita estáocupada —observó Anne en voz baja,pero no había terminado de hablar

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cuando se abrió la puerta de la caseta demadera y salió un hombre. Anduvoaburrido unos pasos arriba y abajo. Sepodía ver que llevaba colgada un arma.Finalmente desapareció hacia el interiorde su choza.

Cautelosamente, Anne y Georgios seaproximaron al puesto de guardia.Parecía una caseta idéntica a la quehabían inspeccionado más abajo.

Durante un buen rato estuvieronmirando la barrera; luego Georgios dijo:

—Me parece que los doscontemplamos la misma solución.

—Sí, la única posibilidad de pasarsin ser notado es el arroyo.

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—Y está condenadamente frío.—Sí —dijo Anne. Pero mientras

Georgios dudaba si la kiria tomaríasobre sí el riesgo y la fatiga, Anne ya sehabía decidido.

—Gracias, Georgios —dijo yestrechó la mano al griego. Luego leentregó el dinero y empezó a quitarselos zapatos y los calcetines. Mientras searremangaba el pantalón, dijotranquilamente—: Si en una semana nole he dado señales de vida, avise a lapolicía.

—Me temo que no servirá de nada.Desde que existe el mundo, no se haperdido por aquí ningún uniforme de

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policía.Anne hizo un gesto tranquilizador

con la mano: está bien, y se fue.

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A pocos metros de la choza, dondeel rayo de luz echaba un círculo declaridad sobre el camino, entró en elarroyo y vadeó por el agua helada,colocando cuidadosamente un pie detrásdel otro. Sostenía el bolso y los zapatosapretados contra su pecho. Por suerte elagua sólo le llegaba a las rodillas. Así,más fácilmente de lo que esperaba,alcanzó la otra parte del puesto deguardia.

Al abrigo de la oscuridad se pusolos zapatos y continuó subiendo cuesta

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arriba. El camino estaba ahora por laderecha encajado en la roca, mientrasque por la izquierda la montaña bajabaen un abismo abrupto ofreciendo la vistade un tenebroso y pedregoso valle.

Cuando Anne rodeaba un saliente depeñasco, se detuvo como pasmada:delante de ella se levantaba en lasoledad de las montañas una pequeñaciudad vivamente iluminada. Casas ycallejuelas parecían como surgidas delterreno. Como si quisiera quitarse unsueño de la mente, Anne se pasó la manopor el rostro. En esto que dirigió la vistahacia arriba y lo que vio casi la dejó sinrespiración. Otras casas estaban

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pegadas a las rocas a una altura devértigo, pero, a diferencia de las de laciudad baja, estaban a oscuras, como siocultasen un lóbrego misterio.

La ciudad de ensueño estabadespoblada. Ni siquiera podíaescucharse el ladrido de un perro. Estohacía la aparición todavía más irreal.Sobre todo la luz penetrante que bañabalas casas de la ciudad baja daba unaimpresión fantasmagórica, metafísica,como si un rayo hubiese eliminado lavida. ¿Era esto Leibethra?

Al acercarse notó Anne que estaciudad, que brillaba como la luz diurna,no tenía farolas en las calles; sin

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embargo, las casas estaban iluminadasde manera inexplicable. Aunque elpueblo estaba pegado a la pendiente dela montaña como una fortalezainexpugnable, una alta alambrada lorodeaba en la parte del valle. El caminopedregoso desembocaba en un amplioportalón de entrada. Estaba abierto depar en par. Más allá la calle estabaadoquinada y limpia como un escenarioantes del estreno, y de algún modo estaciudad fantasmal vacía recordaba a undecorado de teatro. Para que parecieseuna ciudad real, faltaban el polvo de lacalle, los papeles que generalmente haytirados por el suelo y la hojarasca

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otoñal de los árboles, pero sobre todofaltaban los sonidos que emite tambiénuna ciudad dormida.

Mientras Anne contemplaba elespectáculo de Leibethra como unaaparición extraterrestre y pensaba quédebía hacer ahora, sucedió lo másinesperado, escuchó una voz humanamonótona, que se acercaba desde elfondo resonando cada vez más fuerte porlas calles. Anne pensó de pronto en unsereno medieval, así sonaba por lomenos su clamor, pero al aproximarsereconoció Anne el texto latino de unacoral gregoriana.

Atravesó de prisa el portalón y se

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escondió en la entrada de la primeracasa, desde donde, protegida por unacolumna de piedra, podía divisar toda lacalle principal. No tardó mucho yapareció de una de las callejuelaslaterales la figura de un hombre. Teníala cabeza pelada y vestía un ropajeclaro, largo, una especie de hábito defraile, que caía en amplios pliegues desu cuerpo magro. Cantaba su piadosacoral con el fervor de un devoto en laiglesia.

Anne se sobresaltó. ¿La habíadescubierto? El hombre veníadirectamente hacia ella mientras seguíadeclamando con voz firme. Temerosa

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buscó protección detrás de la columna.Entonces el calvo se detuvo, extendiólos brazos y gritó en la noche de modoque resonaba en las paredes de lascasas:

—Qui amat animam suam, perdeteam; et qui odit animam suam in hocmundo, in vitam aeternam custodit eam.—Luego se giró en sentido opuesto yanunció—: Ego sum vía, veritas et vita.Nemo venit ad Patrem, nisi per me.

El hombre vestido de blanco dabauna impresión de desvarío. Dejó caerlentamente los brazos y miró al cielo.Así se quedó inmóvil, rígido como unaestatua. Anne esperaba que alguien se

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sintiera molesto por el declamadorsolitario, que en alguna parte se abrierauna ventana o que alguno saliese a lacalle. Pero nada parecido ocurrió. Sepodía pensar que el calvo era el únicohabitante de Leibethra.

¿Debía hablarle? Antes de habertomado una decisión, Anne salió dedetrás de la columna, de modo que elotro tenía que verla. Él, sin embargo,permaneció en su postura estática y nose dejó incomodar ni por unas tosecillasinsistentes que Anne estaba segura élhabía oído.

—¡Hola! —gritó Arme y avanzó unpaso hacia el calvo—. ¡Hola!

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Entonces éste ladeó la cabeza haciaella y abrió los ojos con infinita lentitud.No daba la impresión de habersesorprendido, incluso casi parecía que laestaba esperando, pues le sonrióbondadosamente y le alargó una mano.Sin embargo, lo insólito fue que empezóa hablar y dijo:

—¿Quién sois vos, forastera?—¿Usted entiende mi lengua? —

replicó Anne, asombrada.—Entiendo todas las lenguas —

respondió indignado el calvo, como sifuera lo más natural—. No habéiscontestado a mi pregunta.

—Me llamo Selma Döblin —mintió

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Anne. Porque no se le ocurrió otra cosa,empleó el nombre de soltera de sumadre.

El calvo asintió:—No puedo revelaros mi nombre.

No me está permitido. Os asustaría. Yosoy la discordia personificada.Llamadme Discordia.

—Curioso nombre para un monjepiadoso —replicó Anne.

—Entonces llamadme Soberbia si osgusta más —contestó el hombre—, oHíbrido, pero por el diablo no mellaméis piadoso.

Anne se estremeció porque los ojosantes bondadosos del calvo de un

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momento a otro habían adquirido unamirada punzante que daba miedo.Discordia o Soberbia o Híbrido o comoquisiera llamarse el hombre sostenía lamirada fija, casi hipnótica dirigida aAnne, que vio en él la faz de unapersona en la que se mezclabanmilagrosamente la estupidez de undemente y la sagacidad de un filósofo, ycomprendió en seguida que el hombrecalvo que estaba frente a ella pertenecíaa aquel círculo protector humano conque se rodeaban los órficos paraprotegerse de intrusos no deseados. Perotambién percibió que este hombrepodría serle útil si se daba buena maña.

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—Habéis violado la ley —dijo elcalvo con voz helada—. Ningúnhabitante de Leibethra abandona su casade noche sin ser castigado. Esto debéissaberlo, aunque seáis nueva. Informarédel incidente. —Diciendo esto señalócon el índice hacia el cielo, donde seerigía la ciudad alta en la oscuridad—.¡Y ahora venid!

El desmirriado monje agarró confuerza el brazo de Anne y la arrastrójunto a él como a una ladrona caminodel interrogatorio. Hubiera podido huir,pero en tal caso surgía la pregunta ¿adónde? Así que se dejó llevar y recorriócon el hermano Discordia toda la calle

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principal hasta un cruce. La casa de laesquina a la derecha tenía dos pisosigual que las demás, pero era másamplia y tenía muchas ventanitas. Unpasillo desnudo conducía a una escaleracon peldaños de piedra y con unabarandilla angulosa de hierro. Parecíauna jaula gigantesca, porque entre cadapiso se había colocado rejilla. Igual quelas calles la escalera estaba vivamenteiluminada.

Anne intentó no pensar en lo quepodía ocurrirle. Lo has querido así, sedecía. Sin soltarla, el calvo la condujo,a través de una puerta, a una gran sala enel primer piso. Aquí reinaba una luz

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crepuscular y Anne reconoció unasveinte literas en las que dormía gente. Eldormitorio parecía estar limpio, pero laidea de que uno de los durmientespudiera de pronto abalanzársele teníaalgo de amenaza.

Discordia le indicó una litera vacíacerca de la ventana y desapareció sindecir palabra. Antes del amanecer, estolo tenía muy claro, tenía que huir deaquí. Discordia iba a delatarla y quiénsabe lo que harían con ella.

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Mientras estaba sentada allíreflexionando, con la cabeza apoyada enlas manos, tuvo la sensación de quealguien se le acercaba por detrás, creyóincluso sentir una mano en su pelo. Conun impulso se giró, dispuesta aabalanzarse sobre el atacante, entoncesvio la cara asustada de una muchacha,casi una niña, de facciones suaves,delicadas. La muchacha se protegió elrostro con las manos como si temiera sergolpeada. Anne se contuvo. Cuando lamuchacha notó que la extranjera no

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quería pegarle, se acercó, puso su manoen el pelo de Anne y lo acarició comoalgo muy valioso. Anne comprendió: elpelo de la muchacha estaba cortado alrape. Todas las cabezas en estahabitación estaban rapadas.

—No tengas miedo —susurró Anne,pero la tímida muchacha se asustó y fuea esconderse bajo la manta de su cama.

—No os entiende —llegó una vozdel rincón trasero—, es sordomuda,además sufre infantilismo, si sabéis loque es. —La mujer era vieja, fuertesarrugas cruzaban su rostro y suspárpados caídos transmitían laimpresión de una tristeza infinita. Aun

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así parecía bastante inteligente. Esto nolo podía disimular ni siquiera el pelorapado, que degradaba a todos a lacondición de internos delestablecimiento.

Anne examinó a la anciana. Éstacolocó la mano sobre el pecho y dijocasi con orgullo:

—¡Esquizofrenia hebefrénica, yaentendéis! —Y al cabo de un rato,mientras gozaba del estupor de Anne—:¿Y vos?

Anne no sabía qué responder.Ostensiblemente la vieja se interesabapor el motivo de su internamiento.

—Podéis hablar abiertamente

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conmigo —opinó finalmente—, soymédico. —La anciana hablaba bastantealto y Anne temía que los otros deldormitorio despertasen. Como Anne norespondía, la vieja se levantó de sucama. Llevaba una camisa larga dedormir, bajo la que asomaban unos piesblancos anormalmente grandes, y se leacercó.

—Ningún temor —dijo en tono másbajo—. Soy la única normal aquí.Doctora Sargent. Permitidme adivinarpor qué estáis aquí. —Diciendo esto secolocó frente a Anne, le apretó con lospulgares los huesos de las mejillas y lelevantó el párpado derecho—. Yo diría

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catatonía perniciosa, si sabéis lo que es.—No —replicó Anne.—Bien, la catatonía, es decir

extravío a causa de la tensión, semanifiesta a través de trastornos de lafunción motriz, estados de ansiedad yexcitación psíquica. En determinadoscasos va unida a una subida general dela temperatura del cuerpo. Entonceshablamos de catatonía perniciosa. Nodeja de ser peligrosa, mi niña.

Los conocimientos y la claridad conque hablaba la anciana, dejaron atónita aAnne. ¿Qué debía pensar de estaenigmática doctora Sargent? Debíareconocer que su pulso iba a toda

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velocidad, la inesperada situación lainquietaba profundamente y era posibleque sus movimientos pareciesenincontrolados; ¿cómo diablos pudoreconocerlo tan rápido la vieja?

—¿Qué os ha dicho? —preguntó ladoctora Sargent de repente.

—¿Quién?—¡Johannes!—No quiso decir su nombre. A

propósito, me llamo Selma, SelmaDöblin.

La anciana asintió:—Llamadme simplemente doctora.

Todos aquí me llaman doctora.—Pues bien, doctora. ¿Por qué usa

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usted este extraño tratamiento, por quédice «vos»?

La doctora Sargent levantó lasmanos:

—Órdenes de arriba. Todo lo queocurre aquí viene ordenado de arriba.Os aconsejaría no contrariarlos. Aplicanduros castigos… ¿Os ha convertidoJohannes a la fe cristiana?

—Recitaba algo en latín.—Pobre muchacho. No lleva mucho

tiempo aquí. Es un ex sacerdote queperdió la razón y ahora se cree elevangelista Juan; canta día y nochefragmentos de los evangelios y pretendeconvertirlos a todos. Un caso típico de

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paranoia. Sería interesante saber porqué se desató. Existen momentos en queblasfema como un picapedrero. Por lodemás es inofensivo.

—Dijo que nadie podía salir denoche a la calle, que era contrario a laley.

—Es cierto —respondió la doctoraSargent—, todos lo cumplen menosJohannes. Goza de cierto privilegio. Porqué, nadie lo sabe.

Anne tenía en la punta de la lenguala pregunta: ¿por qué está usted aquí,pues?, ¿acaso no da usted la impresiónde ser normal? Sí, se agolpaban todavíamuchas preguntas: ¿por qué no se hace

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usted una idea de dónde pueda venir yoa altas horas de la noche?, ¿por quéconversa conmigo como si llevaratiempo esperándome?, ¿por qué no seinteresa con más detenimiento por miestado mental? Pero todo esto no lopreguntó Anne von Seydlitz. No seatrevió.

—Os harán un diagnóstico —empezó la doctora Sargent de nuevo—,y es recomendable cumplir el cuadroclínico de este diagnóstico. —A Anne leparecía como si la mujer hubieseadivinado sus pensamientos— Dadles elgusto —siseó fuertemente— y no lopasaréis mal aquí. De lo contrario…

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—¿De lo contrario?—¡Nadie ha salido de aquí sin el

permiso de arriba! Yo por lo menos nohe oído de ningún caso.

Después de estas palabras se hizouna larga pausa, en la que cada unareflexionaba sobre la otra. FinalmenteAnne se armó de coraje y preguntó:

—¿Lleva mucho tiempo aquí,doctora?

La doctora Sargent bajó la vista yAnne temió haber tocado con supregunta un punto sensible, apropiadopara dar un vuelco al estado psíquico dela doctora Sargent; pero al cabo de unrato la mujer respondió resignada,

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aunque controlada:—Vivo en Leibethra desde hace

doce años. Si bien aquí —y golpeó conel índice el borde de su cama— llevo unaño. Esquizofrenia, afirman. ¡Oídlo,esquizofrenia! En realidad misinvestigaciones ya no se adaptaban a susplanes.

De pronto la doctora Sargent colocóel dedo sobre su boca. Se oían pasos enel corredor.

—Ronda de control —dijo ladoctora—, ¡rápido bajo la manta! —Yantes de darse cuenta, la doctora Sargentla atrajo bruscamente a su cama y estiróla manta de lana cubriéndolas a las dos

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hasta la cabeza.En el mismo instante entraron en la

sala dos vigilantes uniformados yecharon una ojeada sobre losdurmientes. Llevaban gorras de cuero ycorreaje del que pendía la porra y elestuche de la pistola. Cuando hubieronabandonado la sala, la doctora Sargentretiró la manta y dijo:

—Ahora tendremos paz hasta lamañana. No es recomendablerelacionarse con estos tipos. Sonbrutales, creedme, verdaderos perrossanguinarios.

Anne se levantó. El breve rato con ladoctora Sargent debajo de la manta le

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había proporcionado un profundomalestar. Fue a su litera y se acostó.Ahora notaba el esfuerzo que le habíaexigido llegar hasta aquí y sus miembrosse volvían pesados. Estaba tendidarígida y embotada y escuchando, Anneescuchaba en la noche porque no podíacreer que viviera en una ciudad sinsonidos.

Así cayó en un sopor, en un estadode duermevela, aunque una parte de sucerebro no podía dejar de imaginarcómo iba a pasar el día siguiente, nopodía dejar de pensar si no sería mejorhuir de allí y esconderse. Pero para elloestaba demasiado cansada. La pesadez

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de su cuerpo la mantenía pegada a ladura litera y Anne tenía la sensacióncomo en sueños de querer huir y nopoder porque sus miembros noobedecían.

Así estuvo dos, tres horas entre latortura y la recuperación, cuando desdefuera se aproximó una voz quejándosellorosa; la voz de hombre repetía lamisma palabra. En el silencio sepulcral,Anne encontró el grito interminablebastante extraño, pero de pronto lepareció como si alguien voceara sunombre.

Anne se incorporó. Escuchó con laboca abierta, y ahora lo oía claramente:

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—Anne… Anne.Con cuidado, para no hacer ruido,

Anne se levantó y se deslizó hasta laventana próxima.

En medio de la calle vivamenteiluminada, a una distancia de no más decincuenta metros, había un hombrevestido de negro que llamaba la atenciónpor su cara pálida. Guido. Anne tragósaliva. Se restregó los ojos. Con laderecha se pellizcó la mano izquierdahasta que dolió, pues quería asegurarsede que no estaba soñando. Anne queríagritar. No pudo. Como si el hombrevestido de negro supiera que ella estabadetrás de esta ventana, volvió el rostro

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hacia ella: era él.Anne se fue de puntillas a la doctora

Sargent. Pero ésta dormía. Primero tuvoque sacudirla para despertarla e inclusocuando estuvo despierta apenas pudoconseguir que mirase por la ventana.

—¿No oye usted al que grita? —susurró Anne, apremiante.

—Es nuestro evangelista Johannes—refunfuñó irritada la doctora Sargent.

—¡No! —replicó Anne—. ¡Mire porla ventana!

—Entonces es Mauro, el bailarín deballet. A veces tienen que capturarlo denoche. Afirma haber bailado antes en elBolchoi.

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Anne agarró del brazo a la doctoraSargent.

—Por favor, venga. Sólo quiero queme confirme lo que veo.

La doctora Sargent se opuso.—¿Confirmar? ¿Por qué tengo que

confirmarlo?Anne respondió tartamudeando:—El hombre que está en la calle…

creo… estoy segura… el hombre queestá en la calle es mi marido.

—¿Está aquí?Al cabo de un largo rato:—Hace tres meses que murió en un

accidente de tráfico.La inesperada afirmación despabiló

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a la doctora Sargent. Miró a Anne a lacara y se levantó contrariada como siquisiera decir: si no queda otro remedio.En cualquier caso, con sus gruesoscalcetines, que no se quitaba ni denoche, se dirigió a la pequeña ventana ymiró hacia fuera. Anne oía aún el gritolastimero:

—Anne… Anne… Anne.Irritada, la doctora Sargent movió la

cabeza a un lado y a otro, se puso depuntillas para ver mejor, luego dio lavuelta y gruñó, mientras volvía a sulitera:

—¡No veo a nadie en la calle!—¡Pero escuche los gritos, pues!

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—No oigo nada ni veo nada —respondió la doctora Sargentbruscamente—. Alucinación junto conacoasma, enfermedad orgánica de loslóbulos de la sien en el cerebro. —Luego se cubrió con la manta de lanahasta la cabeza dando la espalda a Anne.

Anne no entendió sus palabras, peroescuchaba todavía los gritos y apretó sufrente contra el cristal de la ventana:Guido había desaparecido. Sin embargoen su cabeza resonaba el eco maligno:Anne… Anne. Sus ojos perforaban eladoquinado desde donde resonaron losgritos, pero el adoquinado permanecíailuminado y solitario. No podía ser. No

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debía ser. ¿Estaba al borde de la locura?Anne sentía que su cuerpo estaba tenso apunto de desgarrarse. Empezó a pensarsi no estaría viviendo en un mundoimaginario, si no habría soñado lamuerte de Guido y sus fatalesconsecuencias, si la desamparadaimagen de su marido no estaría sólo ensu propio delirio.

El cristal enfriaba su frente ardientey Anne la apretaba con toda su fuerza.No estaba en condiciones de pensar queel cristal tiene una resistencia limitada,que cede con un golpe. Temblaba ymiraba fijamente la calle vacía, y de susojos brotaron las lágrimas. De pronto

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saltó el cristal hecho trizas con un fuerteestruendo. Anne sintió como un chorrocaliente que recorría su cara, luego lepareció caer en la profundidad infinita,percibía el frío de un fondo negro que seaproximaba cada vez más, antes dechocar duramente y perder elconocimiento.

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8

Cuando despertó, todavía (¿o denuevo?) era de noche y en el escuetodormitorio nada había cambiado. Annese palpó con las manos la cabeza.Llevaba una venda en la frente, pero loque más la sobresaltó fue notar que teníael pelo rapado como los demáshabitantes de Leibethra.

Aquí no te puedes quedar, fue suprimer pensamiento. Pero antes deconcebir un plan sobre lo que debíahacer, tuvo conciencia de que así, con lacabeza rapada, había sido admitida en

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Leibethra: era uno de ellos y no se leofrecería mejor oportunidad paraaveriguar el misterio de este lugar. Contodo, tenía miedo, miedo de Guido, quese dejó arrebatar por este teatro, o —sino era él— miedo de aquellos que lahabían incluido a ella y a su miedo ensus enredos.

—¿Qué tal, de nuevo despejada?Anne miró hacia atrás. Era la

doctora Sargent, que, apoyada sobre elantebrazo seguía pendiente de losmovimientos de Anne.

—¿Qué me ha hecho? —quiso saberinquieta y tiraba nerviosa la venda de lacabeza.

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—¡Mejor sería que preguntaseis quéhabéis hecho! —replicó echandochispas la doctora Sargent—. Estabaisdelirando y quisisteis atravesar el cristalcon la cabeza. Os habríais cortado elcuello si yo en el último momento no oshubiera arrastrado hacia atrás. Además,continuamente decíais desatinos de untal Guido.

El tono despectivo de su voz irritó aAnne.

—¿Debo agradecerle que me hayasalvado la vida? —preguntó desafiante.

—Soy la doctora Sargent —dijo laanciana fríamente—, es mi deber salvarla vida.

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—Gracias —dijo Anne.—Está bien.La luz de la sala estaba amortiguada,

pero aún era lo bastante clara como parapoderlo ver todo. Anne miró a laventana.

—¡Doctora Sargent —gritó por lobajo—, la ventana!

—¿Qué pasa con la ventana? —preguntó sin ganas la doctora Sargent.

—Creí que había roto el cristal conmi cabeza…

—¡Claro que sí!—¿Pero el cristal está entero, no?

¿Pretende decirme que ya fue reparado?—Sí, eso pretendo. ¡Al fin y al cabo,

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habéis dormido durante cuatro días!—¿Cómo?—Dos días y dos noches. El doctor

Normann no se anda con chiquitas.Nadie aquí se anda con chiquitas cuandose trata de tranquilizar a un interno delestablecimiento. El valium se usa aquípor bidones.

Anne se subió la manga de la camisalarga que le habían puesto. Ambosbrazos revelaban marcas de inyecciones.

—¿Os sorprende? —preguntó ladoctora Sargent—. ¿Os habíais creídoque la gente aquí es de naturalezapacífica? Mirad a vuestro alrededor.Observad a cada uno, a cada uno.

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Como por obligación se levantóAnne de su litera y caminó a paso lentopor el dormitorio. Allí estaban tendidasmujeres con acromegalia, con grandescabezas rojas y desproporcionadas,como si fueran talladas en madera; Annevio seres deformes, con miembrostorcidos y muecas estúpidas y otros deuna estatura que levantaba dudas de sipodían moverse por sí mismos. Elcorazón de Anne latía ferozmente y lasangre golpeaba sus sienes. Estabaconfundida. Habiendo llegado a la camade la doctora Sargent, se arrodilló ysusurro:

—Es horrible. ¿Cuánto tiempo lleva

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aguantando esto?—Uno puede acostumbrarse a todo

—observó secamente la doctoraSargent.

Comparada con las demás mujeresde esta sala, la doctora Sargent daba laimpresión de ser bastante normal. Anneno pudo evitarlo, tenía que soltar lapregunta:

—Dígame, doctora, ¿por qué estáusted aquí?

De pronto los ojos de la mujerbrillaron feroces y encolerizados.Quería dar una explicación, pero se veíaque un pensamiento terrible se loimpedía, y finalmente sólo contestó

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brevemente:—Esto tenéis que preguntarlo a los

de arriba.No sería fácil ganarse la confianza

de esa mujer. Anne estaba segura deello. Por esto lo intentó de otro modo,expresando su sospecha de que ladoctora Sargent no era aquí paciente,sino que estaba encargada de vigilar lasala. Pero la doctora Sargent nada quisosaber de esto; dijo más bien que aquícada uno vigilaba al otro, era elprincipio básico de Leibethra.

Anne desconfió de esta explicacióny su sospecha de que la doctora Sargentpodía pertenecer a la casta de los

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órficos y no a la de los enfermosmentales del establecimiento se reforzóaún más, cuando Anne le rogó que lainformase más sobre el curioso hermanoJohannes, sobre su pasado y dónde seencontraba. Tenía el inciertopresentimiento de que este hombredeplorable podía tener alguna relacióncon su caso.

Sin embargo, la doctora Sargent ledio a entender claramente que talesaveriguaciones no eran gratas, sobretodo la doctora Sargent no dejó dudas deque la consideraba a ella, comopaciente, un caso de cuidado, despuésde aquella supuesta aparición en la

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calle, en la que sencillamente no queríacreer. De todos modos no tenía accesoal departamento en el que se encontrabaJohannes, así que le pidió que obrase enconsecuencia.

A Anne no le pasó por alto que lamuchacha sordomuda, mientras duró laconversación, había observado su bocacomo si quisiera leer cada palabra desus labios. Por la tarde, en que llevabana las mujeres al aire libre en pequeñosgrupos, pudiendo constatar Anne porprimera vez la enorme extensión de laciudad rocosa que se levantaba porencima de sus cabezas, la muchachasordomuda le dio un billetito plegado a

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escondidas de los dos guardianes y de ladoctora Sargent. El papel contenía undibujo que, observándolo mejor,representaba un plano con señales yflechas al principio incomprensibles, encuyo inicio pudo reconocer su propioalojamiento, mientras que al final sepodía leer la palabra «Johannes» condoble subrayado.

Aunque Anne durante el día estuvopendiente de la aparición de Johannes,el deplorable evangelista no se dejó ver,de modo que por la noche, a pesar de laprohibición, fue en secreto a buscarlo.En ello le fue de gran utilidad el dibujode la muchacha; pues Leibethra era un

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conjunto enmarañado de casas ycallejuelas parecido a un laberinto,como el del Minotauro en Creta; y nadiese maravillaba tanto como la propiaAnne de que no sintiera miedo cuandoemprendió el camino completamentesola.

Su único reparo era la posibilidadde encontrarse con Guido en una de lascallejas intensamente alumbradas. En talcaso, si Guido de repente estuvierafrente a ella, no sabría cómo reaccionar.¿Huir? ¿O abalanzarse contra él y darleun par de cachetes en la cara? ¿Ohacerle una observación sarcásticasobre sus escasas dotes de actor?

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Las casas de Leibethra no llevabannúmero, sino letras o palabras clave, yera casi imposible que un extrañopudiera orientarse. Sin embargo el planode la muchacha sordomuda se reveló tanexacto, que Anne incluso se desvió de laruta indicada y siguió un ruido extrañoque parecía el gemido de un gato o de unperro o de ambos.

Como los demás edificios, tampocoéste estaba cerrado; bastaba hacercorrer el pestillo de la puerta de maderapara tener acceso a un patio interior, enel que se apilaban en tres pisos jaulasenrejadas de diferentes tamaños unidaspor escaleras empinadas de madera.

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Aunque ni siquiera la mitad de las jaulasestaban ocupadas, reinaba en el patiogran jolgorio, de modo que nadie vio aAnne al entrar.

El fuerte gemido venía de una jaulaen la planta baja y, al acercarse a losinquietos animales, distinguió doshorribles seres de fábula, perroslebreles con cabeza de gato y cola sinpelo. De lejos se los habría creídoperros, si no hubiera sido por susmovimientos gatunos con los queayudados de garras afiladas arañaban untronco de árbol.

Anne se horrorizó por estos seresgatunos desfigurados, pero

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maquinalmente buscó en el resto de lasjaulas otras creaciones delirresponsable criador de animales. Allíhabía ovejas caprunas con cola de perropoblada y un cerdo con cuernos como unmacho cabrío y el doble de tamaño queun animal corriente, de modo quearrastraba la barriga por el suelo.

La jaula más grande estabareservada a un monstruo de color negroy pardo, que parecía un orangután, perosólo del ombligo para abajo. El cuerposuperior del monstruo, por el contrario—y esto era lo más horrible—,mostraba una piel rosada, desnuda,como la de una persona. Tenía los

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brazos anormalmente largos, en cambiolas manos, y sobre todo las uñas, eranlas de una persona. La cabeza calva,fuertemente enrojecida, con orejasminúsculas, parecía la de un catcher, ylos ojos, debajo de abultadas cejas,miraban a Anne con tal nitidez, que nose habría sorprendido si el monstruohubiera comenzado a hablarpreguntándole detrás de las rejas quéandaba buscando por ahí.

Esta idea inquietó a Anne yabandonó precipitadamente el criaderoestremecedor tomando de nuevo elcamino que le había dibujado lamuchacha sordomuda. Éste conducía a

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una estrecha hilera de casas en unaplaza, en cuya parte de enfrente tresaltos portales abiertos permitían ver unaenorme cueva rocosa, de la que surgía elmonótono zumbido de generadores ygrupos. En la plaza reinaba granactividad, de modo que Anne pasó casiinadvertida cuando echó un vistazo a labóveda, desde donde varios ascensoresconducían a la parte alta de la ciudad.

La gente que aquí entraba y salía ysubía en los ascensores se distinguíaclaramente del resto de habitantes deLeibethra. Sólo unos pocos llevaban elpelo corto, la mayoría vestía trajeoscuro que daba un aspecto distinguido

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y clerical. Nadie hablaba con el otro ylos que se topaban no se dignabanmirarse.

Por lo visto no había guardias queimpidieran a cualquiera llegar a laciudad alta de Leibethra. Anne seasombró por ello, de igual modo que lasorprendían las negligentes medidas deseguridad que en general había en estelugar. Aunque veía guardianes armadosde aspecto marcial, éstos no seprodigaban y su apariencia no dabamiedo. La paz y la disciplina quereinaban en todas partes la teníanintrigada; al fin y al cabo se trataba deun establecimiento cerrado de

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proporciones enormes.Con el plano de la muchacha

sordomuda en la mano, Anne seguíabuscando el camino hacia Johannes, elevangelista demente, del cual esperabaobtener nuevas informaciones.

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9

Halló la casa detrás de una curva dela calleja descrita, reconocible, según sedesprendía del plano, por un caño dehierro que pegado a la fachada de lacasa iba a parar al pozo. Del cañomurmuraba un arroyuelo sobre eladoquinado.

Anne von Seydlitz había esperadohallar una enfermería parecida a la queella había sido alojada; para susorpresa, sin embargo, se ocultaba en lacasa una biblioteca o comoquiera que sellame una colección de libros e infolios

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en habitaciones tenebrosas ypolvorientas. Al entrar por la puertaentornada y después de atravesar unaantesala que conducía a una escaleraestrecha de roble, Anne fue testigo deuna conversación mantenida en lahabitación de al lado, de la cual salía unrayo de luz.

Primero sólo entendió palabrasaisladas sin sentido, porque ambasvoces hablaban muy agitadas, pero pocoa poco percibió claramente el contenidode la discusión. Sobre todo le parecióreconocer la voz del evangelistaJohannes, que con voz excitada tronabacontra el otro. Esto asombró mucho a

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Anne, ya que Johannes, al que habíaconocido como demente, era tomadomuy en serio por el otro; tampoco suspalabras daban motivo para dudar de sujuicio.

El tema del que trataban era laprimera carta de Johannes, en la que ésteprevenía a sus lectores de Asia Menorcontra los maestros heréticos, quesurgían en gran número cuando seaproximaba el fin del mundo. Eldesconocido se reía de estas palabras yaludió a Mateo 24, donde el propioJesús advirtió sobre la existencia defalsos profetas y falsos mesías, lo que,aunque no le faltaban motivos, no fue de

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utilidad decirlo.Anne sólo era capaz de seguir

superficialmente la discusiónespecializada, miró intrigada por laantesala. Las habitaciones en las que loslibros constituyen la mayor parte delmobiliario reflejan normalmente paz yarmonía; sin embargo, en esta sala losinnumerables libros tenían el aspecto deladrillos para edificar un enorme caos.Principalmente la inducía a pensar estoel hecho de que muchos libros nomostraban sus lomos cubiertos, sino laparte delantera blanca, desnuda, o laparte de arriba de igual suerte (lo quesorprendía era que estaban colocados al

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revés, es decir, con el lomo hacia lapared, o de espaldas, es decir, con laparte de abajo a la pared). A ello seañadía que entre casi cada dos librosbrotaban papeles aislados o pilas depapeles y el polvo que los envolvíahacía sospechar que habían sobrevividohacía tiempo a su primitiva importanciay contenido. No había ningúnmobiliario, aparte de una mesa cuadradaalta y de una silla que estaban en mediode la sala.

La discusión de ambos hombresterminó abruptamente y Anne se ocultódetrás de un saliente de la pared en laparte trasera. Primero apareció Johannes

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en la puerta; meneaba irritado la cabeza,murmuró unas palabras ininteligibles ysubió por la estrecha escalera al piso dearriba, donde dio un fuerte portazo.

Poco después siguió el otro con unfajo de documentos bajo el brazo. Annelo reconoció en seguida, pero elencuentro inesperado dejó muda a Anne,cuando desde la sombra salió alencuentro del hombre. Naturalmente quehabía oído ya esa voz; se acordó:Guthmann.

Él no la reconoció en seguida,porque Anne llevaba todavía un pañuelonegro alrededor de la frente,encasquetado como un turbante, para

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ocultar su vendaje.—Soy Menas. —Guthmann se

acercó a Anne e inclinó la cabeza amodo de saludo.

—¿Menas? ¡Usted es el profesorWerner Guthmann! —replicó Anne, quehabía recobrado su aplomo—. Y ustedme debe todavía una respuesta.

Guthmann se aproximó un poco másy balbució inseguro:

—No entiendo…—Soy Anne Seydlitz.—¿Usted? —Guthmann se espantó.

Anne pudo ver cuan sobresaltado estabael hombre y cómo sus dedos arañabanlos documentos.

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—¡Pero esto no es posible! —exclamó.

Anne, inesperadamente, se mostróconsciente de su valor; se adelantó unpaso hacia Guthmann y observó en untono agudo:

—Entre estos muros todo es posible.¿O no lo cree usted así?

Guthmann movió la cabezaasintiendo. Del modo cómo se agarrabaa los documentos se podía ver que elencuentro no sólo era penoso para él,sino en extremo desagradable. Anne nose habría sorprendido si de pronto eldesconcertado caballero hubieseemprendido la huida.

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—Usted me debe todavía unarespuesta —repitió Anne insistente—.Yo le dejé una copia del pergamino conun texto copto, pero en vez de traducirlo,usted simplemente desapareció.

—Se lo advertí —replicó Guthmannsin hacer caso de las palabras de Anne—. ¿La han secuestrado hasta aquí?

—¿Secuestrado? —Anne rió demodo afectado—. He venido por mipropia voluntad. Quiero saber a qué sejuega aquí.

Guthmann miraba incrédulo, casidesolado y en tono lloroso dijo:

—Ninguna persona razonable vienelibremente a Leibethra.

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—¿Entonces por qué está ustedaquí? —preguntó Anne.

—Bueno sí, vine libremente aquí, sise quiere —admitió el profesor—. Bajoel atractivo de la tentación… fue un lazobien colocado y ahora tengo el cuellodentro.

—¿Y qué hace usted aquí?Guthmann inclinó la cabeza como si

hubiera esperado la pregunta yrespondió:

—Necesitan mis conocimientos y mitrabajo…

—… ¡porque Vossius está muerto yera el único que estaba enterado delsecreto de Barabbas!

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—¡Dios mío! ¿Cómo lo sabe?—Profesor Guthmann —comenzó

formalmente Anne—, llevo varios mesespersiguiendo a un fantasma que hadejado huellas en los lugares másdiversos del mundo. El nombre de estefantasma es Barabbas. Y según parece,se ha deslizado en un evangeliodesconocido hasta ahora por la cienciabíblica. Es, por decirlo así, el quintoevangelio.

—¡Usted sabe demasiado! —gritóGuthmann espantado—. ¿Por qué no dapor terminado el asunto?

—No sé todavía bastante. Sobretodo quiero averiguar la verdad sobre la

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doble vida de mi marido. ¿Conoce usteda Guido von Seydlitz?

—No —aseguró Guthmann.—Propiamente debería preguntar:

conoció usted a Guido von Seydlitz;pues de hecho perdió la vida en unaccidente de automóvil y yo pagué dosmil quinientos marcos por su entierro.Pero hace tres días estaba aquí, denoche, en la calle y gritaba mi nombre, ytambién estuvo sentado de noche encasa, en nuestra biblioteca. No sé ya quépensar. En cualquier caso no cederéhasta que no lo tenga todo bien claro.

Durante un buen rato Guthmann nodijo una palabra, tenía la vista fija en el

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suelo, luego preguntó a Anne:—¿Y por qué vino usted hasta aquí?—Muy sencillo —contestó ella—, el

hombre al que llaman evangelista fue elprimero que encontré. Se dice que estáperturbado y realmente hasta ahora dabaesta impresión; pero cuando antes fuitestigo de su discusión… en cualquiercaso me parece que sabe algo. ¿Quién eseste hombre?

—Su nombre es Giovanni Foscolo,pero esto carece de importancia. Esespecialista en el Nuevo Testamento yno sólo se sabe de memoria los cuatroevangelios, sino que también cita todaslas cartas del apóstol Pablo a los

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romanos, corintios, gálatas, efesios,filipenses, colosenses, tesalonicenses, aTimoteo, Tito y Filemón, así como elApocalipsis de Juan. Especialmenteconoce todos los nexos, como de Mateo16,13-20 a Marcos 8, 27-30 o Lucas9,18-21. Realmente un genio.

—¡De ahí los numerosos librosantiguos e infolios! —observó Annemirando alrededor—. ¿Pero por quétodos dicen que está loco si es un genio?

Guthmann se encogió de hombros,pero Anne von Seydlitz tuvo laimpresión de que quería ocultarle algo.

—¿Podría ser tal vez —preguntóAnne, formalista— que el jesuita

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hubiera dado con un indicio quederrumbó su mundo?

Vio cómo el profesor se espantaba:—¿Qué quiere usted decir?—Bueno, si los órficos gastan tanta

energía para averiguar el misterio delquinto evangelio y si Giovanni Foscoloera un investigador genial, seríaimaginable que hubiera descubierto elfantasma de Barabbas… y que por ellose hubiese vuelto loco.

Estas palabras inquietaron aGuthmann, que empezó a clasificar susdocumentos, y su voz sonaba inseguracomo al principio del encuentro.

—He hablado demasiado —dijo

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confuso—, además me están esperando.Si me disculpa.

—¡No, profesor Guthmann! —protestó Anne—. ¡No puede marcharsepor las buenas! Ya me dejó colgada unavez.

Guthmann acalló a Anne con el gestode levantar la mano.

—Más bajo. En Leibethra todas lasparedes tienen oídos. Ambos lopasaríamos mal, si nos encontraranjuntos. Propongo que nos reunamos aquímañana a la misma hora. —Y antes deque Anne pudiera aceptar la propuesta,Guthmann había dado la vuelta y sehabía marchado.

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Anne se quedó sola de nuevo enmedio de la ciencia muda, en la que,observándola más de cerca, se habíaposado el polvo como la nieve en unpaisaje de invierno. Y como en unpaisaje invernal, Giovanni Foscolohabía dejado huellas en la hilera dondecogía libros y los dejaba luego en elmismo lugar. Algunas de estas huellaseran frescas del día o del día anterior,otras en cambio ocultaban su antigüedadbajo un polvo nuevo y no pasaría muchotiempo hasta que desaparecieran del

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todo.Títulos de libros en todos los

idiomas danzaban ante los ojos de lavisitante clandestina: Mithras-Misteriosy cristianismo primitivo, The Damascos-Fragments and the Origins of the Jewish-Christian Sect, Estudios teológicos ycríticos: ¿cuándo fue introducido Mateo16, 17-19?, Los escritos apócrifos delNuevo Testamento, Liber di VeritateEvangeliorum.

Así como el vestido delata lapersona, los libros revelan el origen y laedad; pero llamaba la atención quealgunos libros parecían estar marcados,puesto que tenían pintados con un

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rotulador o con tinta negra una O o bienuna P. Y cuantos más títulos leía Anne,tanto más llegaba a la convicción: noeran libros piadosos o constructivos loque se guardaba aquí, sino al contrario,de los estantes brotaba cierta amenazahacia el observador. Así que Anne casino se atrevía a sacar del estante uno delos libros marcados. Llevaba el títuloLos escritos apócrifos del NuevoTestamento, en el cual había marcado laletra D en negro, pero en una hojeadarápida no proporcionaba mayorinformación estimulante, de manera queAnne lo devolvió a su sitio.

En el preciso momento en que Anne

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se disponía a subir la empinada escaleraarriba para hablar con GiovanniFoscolo, oyó pasos que se aproximabana la casa y le pareció aconsejableesconderse detrás de una librería alta.Dos hombres en uniforme de vigilanteentraron por la puerta y fuerondirectamente al piso de arriba. Anneescuchó un breve, violento, intercambiode palabras, y desde su escondite,protegida por una pared de libros, pudoobservar cómo se llevaban detenido aljesuita demente.

Anne siguió a los hombres a unadistancia prudencial. Entendió lo queFoscolo en voz alta había gritado de

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noche: «Bienaventurado quien lee laspalabras proféticas y escucha y cumplelo que está escrito. Pues el tiempo estápróximo», pero no le servía de nada.Foscolo parecía conocer el camino,pues iba unos pasos delante de losguardias por las calles vacías de gentehasta un gran edificio vivamenteiluminado con ventanas blancas opacasy un portal de vidrieras, que tenía elaspecto de una clínica.

En este edificio desaparecieronFoscolo y sus guardianes, y aunquenadie impedía el acceso en la entrada,Anne evitó pisar la casa.

Se sorprendió con la idea de que

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Guido, si realmente estaba vivo, podríahallarse detrás de estos muros.

Las dos únicas personas que podíanayudarla en esta situación eran ladoctora Sargent y el profesor Guthmann.Anne desconfiaba de la médico; tambiénel papel de Guthmann le dio que pensar,pero su reserva parecía sólo una pruebade que sabía más de lo que admitía.

Al día siguiente por la noche Anneacudió a la cita con el profesor. No seextrañó de que la biblioteca, en la que lanoche anterior había encontrado aFoscolo y a Guthmann, estuviese abiertay bien iluminada aunque no hubiesenadie. Esto formaba parte de las

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peculiaridades de Leibethra. Ningunodebía sentirse solo e inobservado,nadie. La curiosidad la empujó hacia laescalera que conducía al piso superiory, aunque Anne subió con cuidadoextremo los escalones de madera,provocó ruidos crujientes que habríanrevelado su llegada si alguien se hubieseencontrado en la casa.

Anne se detuvo en el rellano.Escuchó y, puesto que nada se movía,avanzó tres pasos en dirección a unapuerta cerrada. Anne rechazó la idea dellamar, como convenía a un extraño —pero ¿qué era lo conveniente en estelugar?—, y abrió la puerta. Para su

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sorpresa, la habitación que se abrió antesí estaba a oscuras. Anne pulsó elinterruptor, se encendió una luz en eltecho e iluminó un estudio amuebladocon sencillez. Sobre una mesa ancha demadera entre dos ventanas que daban ala calle, se apilaban documentos, mapasy papeles atados con cordel. La paredde la izquierda estaba cubierta de hojasque formaban un mosaico irregular yestaban provistas de caracteres deescritura que Anne desconocía, pero quese parecían a los del pergamino. En lapared derecha había un viejo sofá con unestampado geométrico rojo y marrón,como los que se ven a menudo en

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Grecia.Cuando Anne cerró la puerta tras de

sí, se asustó, pues de un clavo colgabael largo hábito con el que Foscolo solíaentrar en escena. Sin duda esto era elcuarto de estudio de Foscolo, y Anne sepreguntó si éste era el aspecto que debíatener el cuarto de trabajo de un loco. Elsupuesto caos de papel, que continuabadesde las paredes por la mesa hasta elsuelo, donde había amontonados otrosdocumentos, revelaba a todo trance unsistema. Una gruesa encuadernaciónsuscitó el interés de Anne. Colocadaarriba sobre un montón, estaba escrita amáquina y llevaba la inscripción: Marc

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Vossius. La tumba sin nombre de Miniaen el Egipto medio y su importanciapara el Nuevo Testamento. Estedescubrimiento llevó a Anne vonSeydlitz a dos significativasconclusiones: Vossius era de hecho lafigura clave del caso y una pista hasta elmomento desconocida conducía aEgipto.

Mientras excitada hojeaba elmanuscrito, cuyo contenido era en granparte ilegible e incomprensible paraAnne, sintió de pronto que alguienestaba detrás de ella. Quiso girarse,pero el miedo paralizó sus movimientos.En este momento de rigidez, un brazo

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rodeó por detrás su cuello y, antes deque pudiera defenderse, le apretaron unpañuelo contra la boca y la nariz, y Anneperdió el conocimiento.

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Se despertó somnolienta; encualquier caso pudo recordar más tardeel siguiente suceso. Si lo soñó orealmente sucedió, era incapaz dedecirlo. Tampoco sabía dónde habíaocurrido, veía sólo una mujer que seacercaba de la oscuridad hacia ella, queestaba tendida con una fuerte pesadez ensus miembros. La mujer sostenía ante losojos de Anne un péndulo que oscilaba aun lado y otro.

La desconocida empezó a hablar,hablaba con palabras suaves,

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imperiosas, y aunque su carapermaneció en la oscuridad, por su vozreconoció Anne a la doctora Sargent.Sonaba sorda y distinta de como lahabía conocido conversando, y surespiración era dificultosa, como situviera que realizar un esfuerzotremendo. El tono que empleaba ladoctora Sargent causaba en Anne tantarepugnancia como todo el aspecto de lamujer y, aunque no estaba encondiciones de moverse, se defendíacon todas sus fuerzas contra ella.

—¿Escucháis mi voz?—Sí —respondió débilmente Anne y

notó que le costaba hablar.

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—¿Veis el péndulo ante vuestrosojos?

—Sí. Lo veo. —Anne lo veíaefectivamente, aunque no sabía si teníalos ojos abiertos o cerrados.

—Concentraos en mi voz y sólo enmi voz. Todo lo demás a partir de ahoradeja de ser importante para vos. ¿Mehabéis entendido?

—Sí —respondió Anne casimecánicamente. Se oponía a contestar,pero no podía hacer otra cosa.

—Ahora contestaréis a todas mispreguntas y cuando despertéis norecordaréis nada.

Anne se resistía, se rebelaba con

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toda su fuerza contra su propia voluntad,pero un poder invencible comprimió desu interior la respuesta hacia fuera:

—Contestaré y no me acordaré denada más tarde.

Estaba enfadada consigo misma yhabría querido levantarse de un salto yhuir, pero tan pronto como habíaconcebido la idea, la invadía de nuevola pesadez de plomo y quedábaseinmóvil.

—¿Qué buscáis en Leibethra? —Larepugnante voz penetró en ella.

—¡La verdad! —respondió Anneespontáneamente—. ¡Busco la verdad!

—¿La verdad?… ¡Aquí no hallaréis

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la verdad!Anne quiso preguntar: ¿Dónde pues,

si aquí no? Pero sentía que habíaperdido la capacidad de formularpreguntas. Su voz no la obedecía.Inquieta esperó, pues, a la siguientepregunta de la doctora Sargent.

—¿Dónde habéis escondido elpergamino? —preguntó la voz fuerte eimperiosa.

—No sé de lo que está hablando —replicó Anne sin pensar.

—¡Hablo del pergamino con elnombre de Barabbas!

—No lo conozco.—¡Vos tenéis el pergamino!

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—No.Fascinada esperó Anne la siguiente

pregunta; pero la doctora Sargent guardósilencio. Anne no sabía dónde estaba lamédico y, por mucho que se esforzabaen identificar algún ruido que lerevelara el lugar en que se hallaba, nooía nada y estaba tendida allí comosorda. El intento de abrir los ojosfracasó, como casi todo lo que pretendíacon su voluntad se frustraba en lapesadez de sus miembros y comprendióque la doctora Sargent se esforzaba porsometerla con ayuda de la hipnosis.

Las palabras de la médico resonabancomo un eco maligno en su cabeza:

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«Dónde habéis escondido elpergamino… escondido…escondido…».

Anne lo había pensado cientos deveces, y por ello lo tenía presentetambién en esta situación: si revelas elpergamino, tu vida no valdrá un centavo.No te harán nada mientras no posean elpergamino.

Anne era incapaz de decir cuántotiempo permaneció en esta rígidaparálisis; sólo se aferraba a una idea: norevelar nada. Y de pronto, aunque teníalos ojos cerrados, notó una sombrasobre ella y la voz de la doctora Sargenttronó de nuevo:

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—Ahora contestaréis a todas mispreguntas y no callaréis nada que esté envuestra memoria.

Anne sintió los dedos de la médicosobre su frente, un tacto desagradable,pero no consiguió apartarse ydefenderse.

—¿Conocéis el contenido delpergamino? —preguntó la vozapremiante.

—No, no lo conozco.—¡Pero tenéis una copia!—Nadie la puede descifrar.—¿Y el original?—No lo sé.—¡Lo sabéis muy bien! —La

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doctora Sargent se abalanzó sobre Anne.Esta sintió cómo la mujer la agarrabadel brazo y la sacudía. Oía las amenazasde su voz fría, babeante:

—Le haremos hablar coninyecciones.

Pero Anne no podía recordar más.

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12

Al despertar, Anne estaba tendida enuna sala oscurecida en un silencioartificial. Se incorporó e intentó asísacarse la pesantez de sus miembros. Lasituación estaba preparada paraaterrorizarla, pero Anne no sentía el másmínimo temor. Todo el miedo que teníalo había gastado durante las pasadassemanas. Al contrario, en situacionescomo ésta, desarrollaba Anne un valordesconocido. Se levantó, palpó en laoscuridad hacia un tenue rayo de luz,que dibujaba una raya difusa en la sala,

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y chocó contra una ventana. Palpó unamanilla, la abrió y topó con una persianade madera, que después de levantar elcerrojo se abrió un resquicio.

La claridad le dolía en los ojos ytardó un buen rato en acostumbrarse.Primero vio únicamente cielo, pero albajar la vista, vio profundamente debajode ella un terreno rocoso y comprendióque se hallaba en la ciudad alta. Habíasido descubierta y debía reconocer quede ninguna manera había entradoclandestinamente en Leibethra, sino quedesde el principio estuvo bajoobservación.

Anne no tenía motivos para seguir

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estando a oscuras, de modo que dejóentrar la luz del día en la habitación yvio una sala pobremente amueblada contablas desnudas en el suelo y una camahorrible de hierro pintado de blanco. Lapuerta, como todas las puertas deLeibethra, no tenía cerradura, así que noestaba encerrada, y un vistazo al exteriorle permitió divisar un pasillo largoprovisto de muchas puertas.

No le pareció adecuado explorar losalrededores. Sólo el hecho de que no lahubieran encerrado, le dio a entender loseguros que se sentían los órficos. Porlo visto no había ninguna posibilidad deescapar. En su actual situación, Anne

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estaba aún demasiado fatigada. Le dolíala cabeza y, después de haberse tendidoen la cama de hierro y haber hundido lacabeza en sus manos, luchaba contra elsueño y además sentía náuseas. Ymientras Anne fijaba la vista en laextraña habitación, su mirada se posó enuna silla en la que había vestidoslimpios y planchados, y entonces notópor primera vez que llevaba una groseracamisa de dormir como las de losestablecimientos psiquiátricos, y seasustó de su propia imagen.

Pero cuanto más miraba los vestidos—restregándose los ojos, pues creíaestar soñando—, tanto más se aceleraba

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su respiración, su corazón le latía hastala garganta, la sangre le golpeaba lassienes. La indumentaria que tenía frentea ella en la silla era de Guido.

Anne al principio no se atrevía atocar la vestimenta, pero luego se acercóimpulsivamente y comprobó la parteinterior de la chaqueta, donde sabía queestaba la etiqueta de un sastre muniqués.Realmente, era el traje de Guido.

Anne lo dejó caer, como si sehubiera quemado los dedos. De prontole pareció ver ante sí la imagenamenazadora de Guido. Anne sintiócómo el pánico penetraba en ella. ¿Quéclase de juego espantoso, macabro,

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estaban practicando con ella Guido, losórficos o quienquiera que se ocultasedetrás de todo ello?

Justamente quería abandonar la fríahabitación, cuando escuchó en el pasillolos pasos lentos y pesados de unhombre.

¡Guido!Temblaba por todo el cuerpo; sentía

cómo sus rodillas cedían. Desesperadase pegó a la cama de hierro y con losojos muy abiertos miraba fijamente lapuerta.

Los pasos se aproximaban, y cuantomás se acercaban, tanto más amenazadorpercibía Anne su eco. Finalmente, se

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detuvieron ante la puerta. Alguien llamó.Anne tenía un nudo en la garganta.

Aunque hubiera querido, no habríapodido responder. Le faltaba el aireviendo que la manilla se bajabalentamente y la puerta se abría. Annequiso gritar, pero no pudo, sólo podíacontemplar cómo la puerta giraba haciaella.

Por segundos se quedaron mudosuno frente al otro: Anne y… Thales. Erael mejilla colorada, quien hablóprimero:

—¿Sin duda no me esperabais? —dijo con la mueca desvergonzada queella ya conocía y que hacía parecer aún

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más roja su cara rosada.Anne, todavía incapaz de hablar,

meneaba la cabeza con vehemencia.Había creído estar preparada para elshock que le habría producido elencuentro con Guido. Pero ahora, que sele ahorraba esta cita, debía reconocerque no era en absoluto dueña de lasituación y que sólo deseaba una cosa:¡que Guido estuviera muerto, muerto,muerto!

—Desde nuestro encuentro en Berlín—empezó el mejilla colorada con risade conejo— nos habéis deparadomuchas dificultades con vuestrocomportamiento y no quiero ocultaros

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que estáis jugando a un juego peligroso,incluso un juego muy peligroso.

—¿Dónde… está… Guido? —tartamudeó Anne, como si no hubieseoído en absoluto las palabras de Thales,señalando al mismo tiempo laindumentaria que estaba en la silla. Elrechazo que desde un principio habíasentido por este hombre se habíaconvertido en odio. El odio de Annehabría bastado para matarlo.

—¿Dónde se encuentra elpergamino? —preguntó Thalesinsensible y sin atender a su pregunta,añadiendo fríamente—: Me refiero,claro, al original —mientras, con

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desacostumbrada fuerza, expelía airepor la nariz.

Cuando notó que Anne no estabadispuesta a contestar primero supregunta, cambió de parecer y dijo conaquel repelente autodominio que locaracterizaba:

—¿Estabais casada con Guido vonSeydlitz? ¿No dijisteis que perdió lavida en un accidente de tráfico?

La frialdad con que la trataba Thalesy la ponía en ridículo, hizo dudar aAnne.

—Sí —respondió—, en un accidentede tráfico.

—Repetiré mi pregunta: ¿dónde está

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el pergamino? Si queréis, podemosnegociar sobre cualquier cantidad. ¿Ybien?

—No lo sé —mintió Anne, y seesforzó por demostrar el mismoautodominio que su interlocutor. En todocaso sonó extremadamente provocador,cuando fríamente añadió:

—Y si lo supiera, no estoy segura deque se lo revelase.

—¿Ni por un millón?Anne se encogió de hombros.—¿Qué es un millón comparado con

el seguro de vida que me proporciona elconocimiento relativo al pergamino?¿Cree usted seriamente que me ha

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pasado por alto que todos los que sabíanalgo del pergamino hayan perecidomiserablemente? En realidad, sóloexiste una explicación del hecho de queyo esté viva.

Thales no daba la impresión dereflexionar mucho sobre las palabras deAnne. Meneó irritado la cabeza y de sugesto podía desprenderse que no estabadispuesto a responder a reproches. Noobstante el hombre era demasiadointeligente para no variar su estrategiade inmediato: Anne von Seydlitz teníarazón, disponía de mejores cartas… esodebía pensar al menos Thales, y conamenazas no se conseguiría nada de esta

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mujer.Por ello cambió el tono y empezó

con forzada amabilidad a informarla quedesde su llegada a Tesalónica habíasido observada por los órficos y, al verla duda en la cara de ella, observóThales sonriendo:

—Creo que me subestimáis un poco.¿Creéis realmente que habéisconseguido introduciros a escondidas enLeibethra?

—Sí —replicó Anne con desafiantefranqueza—, en todo caso nadie medescubrió ni me impidió entrar enLeibethra.

Enfurecido como un toro excitado,

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expelía Thales el aire por la nariz:—Si habéis pisado Leibethra, fue

porque respondía a mi deseo —bufó,pero ya de inmediato puso de nuevo surepelente sonrisa—: GeorgiosSpiliados, el panadero de Katerini queos llevó hasta aquí, es uno de losnuestros. Esto sólo de pasada.

—¡Pero no es posible! —gritó Annevon Seydlitz, horrorizada.

—Ya dije que me habíaissubestimado. Aquí en Leibethra nada sedeja al azar. Lo que ocurre aquí, ocurreporque queremos. ¿Habíais creído poderintroduciros en Leibethraclandestinamente? Esta idea es tan

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absurda como creer que se puede unoescapar de Leibethra. Intentadlo, no loconseguiréis. Sólo un loco tomaría taldeterminación. Ya lo veis, en Leibethrano hay puertas cerradas. ¿Para qué?

No podía hacerse a la idea de queGeorgios pertenecía a los órficos.

—Georgios no habló bien de ustedes—dijo reflexiva—, y tuve queconvencerle a duras penas de que metrajera hasta aquí. Le pagué bien.

Thales se encogió de hombros conrisita de conejo y volviendo las palmashacia fuera:

—Para conseguir el objetivo,cualquier medio nos sirve, ¿lo

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entendéis?Anne sólo podía adherirse a esta

opinión, pero calló. Demasiadas cosaspasaban por su cabeza. Finalmentepreguntó a Thales:

—¿Qué han hecho con Guido, conVossius y con Guthmann? ¡Quiero unarespuesta!

Entonces a Thales se le ofuscó laexpresión del rostro y dijo:

—A algo tenéis que acostumbraros:en Leibethra no se hacen preguntas, seobedece. En este aspecto somos unaorden cristiana muy normal. Pero sóloen este aspecto.

—Tuve una conversación con el

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profesor Guthmann —empezó Anne.—Con el hermano Menas —corrigió

Thales, y añadió—: lo sé.—No parecía tener mucha confianza.—¿Debía parecerlo?—Tengo la impresión de que

Guthmann tiene miedo.—Menas es un cobarde.—Pero un importante científico.—Según se mire.—Y ustedes necesitan su

experiencia.—Así es.—¿No cree usted que ha llegado el

momento de decirme la verdad?—Ya hacéis otra pregunta —replicó

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Thales—. Por lo demás, ya conocéis laverdad. Sabéis de qué se trata: en unatumba se halló un pergamino copto y eneste pergamino está escrito un quintoevangelio. Por desgracia la importanciade este escrito no se conoció hastamucho después de que sus fragmentosfueran diseminados por el mundo. —Thales se dirigió a la ventana y cruzólos brazos en la espalda. Mirandoafuera, continuó—: Este papel es capazde quebrar el poder de la Iglesiacatólica. ¡Con este pergaminodestruiremos la Iglesia!

La voz de Thales sonó fuerte yamenazadora, como nunca la había oído.

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—Tampoco soy devota de la Iglesia—observó Anne—, pero en vuestraspalabras habla un odio abismal.

—¿Odio? —respondió Thales—. Esmás que odio, es desprecio. El hombrees un ser divino. Pero aquellos que seatreven a hablar en nombre de Diosniegan todo lo divino. Dos mil años dehistoria eclesiástica no son sino dos milaños de humillación, explotación y luchacontra el progreso. Los clérigos hanconstruido enormes catedralescentenarias, en honor de Dios, segúndecían; en realidad, detrás se ocultaba laidea de oprimir a los cristianos,ponerles ante los ojos su pequeñez y su

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insignificancia. La insignificanciaimpide pensar, y pensar es veneno parala Iglesia. La Iglesia se mantiene viva abase de órdenes. Su doctrina consistesimplemente en mandar y obedecer. Ytodo bajo una divisa: la fe. Creer es másfácil que pensar. Quien en asuntos de fepregunte a la razón, obtendrá respuestasno cristianas. Y éste es el motivo por elcual la Iglesia, desde su fundación, seopone al progreso y a la ciencia. Elcreer se acaba cuando empieza el saber.Todos los disparates que propaga laIglesia hasta ahora se purificaban conuna palabra mágica: fe. A quien sedeclaraba contra la Iglesia, se le

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certificaba: le falta la fe. Y contra la feno existen pruebas, sólo contra laincredulidad. —Thales se giró haciaAnne—: Este pergamino es, para laIglesia, el explosivo que de un día a otrodestruirá su poder, ¿lo entendéis?

—Os ofrezco un millón —oyó decira Thales—. Pensadlo bien. Más pronto omás tarde conseguiremos de todosmodos apoderarnos del papel. Peroentonces ya no os servirá de nada. —Luego Thales abandonó la habitación ysus pasos resonaron en el largo pasillo.

Si era cierto lo que Thales decía, siel pergamino era un explosivo, entonceseste documento tenía mucho más valor

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para la Iglesia romana que para losórficos. Anne se horrorizó de jugar conesta idea.

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Si bien ahora sabía lo quepretendían los órficos, sobre Guido nohabía averiguado nada. Pero allí estabasu indumentaria, sus pantalones y suchaqueta, y mientras temerosa losmiraba fijamente, como esperando queadquiriesen vida, le vino la idea, a faltade sus propios vestidos, de ponérselos yexplorar por sí misma la ciudad alta deLeibethra.

La idea era tan descarada y le vinotan de repente, que le gustó, inclusosonreía satisfecha pensando que Guido

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no podía aparecérsele mientras ellallevara su traje. No existe ninguna teoríade que el miedo sólo pueda vencersecon el objeto del miedo, por ejemplo: elmiedo a las serpientes, tocando unaserpiente; el miedo a volar, con un cursode piloto… en el traje de Guido derepente ya no tenía miedo a unaaparición de Guido, hasta se propusollegar por fin hasta el fondo en estemacabro juego.

El largo corredor que había delantede su habitación estaba cerrado en losdos extremos por vidrieras opacas, perotampoco estas puertas estaban cerradascon llave. Todo recordaba a un servicio

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hospitalario. En el centro había una salade médicos o enfermeras con unaventana de corredera que daba alpasillo. La sala estaba vacía. Anneescuchó curiosa a través de las puertas,pero no oía ningún sonido. La soledadtransmitía una sensación opresiva yAnne empezó a abrir una puerta tras otraen el interminable corredor y cerrarlasluego de haber comprobado que nohabía nadie dentro.

En la última habitación, en la parteopuesta a su habitación del corredor,Anne se detuvo. Se asustó porque habíavisto treinta o cuarenta habitacionesvacías y en ésta había un paciente. Anne

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se acercó.—¡Adrián!Existen situaciones que afectan a uno

tanto, que es incapaz de razonar, y elentendimiento se niega a asimilar larealidad. En tal situación se hallabaAnne en ese momento; lo único que pudoexpresar fue:

—¡Adrián! —Y una vez más—:¡Adrián!

Adrián daba una impresión apática yen todo caso parecía menos consternadoque ella y sonreía amistosamente. Nocabía ninguna duda que se hallaba bajoel efecto de las drogas.

—¿Me reconoces, Adrián? —

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preguntó Anne.Kleiber asintió y al cabo de un rato

dijo:—Naturalmente.Teniendo en cuenta la vestimenta de

ella y el pelo cortado casi al rape no eraen absoluto natural.

—¿Qué han hecho contigo? —preguntó Anne enfurecida.

En esto que Kleiber se estiró haciaatrás la manga de su pijama y miró suantebrazo. Estaba lleno de picadas deaguja.

—Vienen dos veces al día —dijofatigado.

—¿Quiénes?

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—Nadie se ha presentado con sunombre —forzó una sonrisa.

Entretanto Anne había comprendidotodo el alcance de la situación, ahoraasediaba a Kleiber con mil preguntas.Kleiber respondía a duras penas, peroclaramente, y así se enteró Anne vonSeydlitz de que Adrián había sidosecuestrado por un comando de losórficos y por caminos de aventuraconducido vía Marsella a Salónica.

—¡Pero esto es una locura! —seenfureció Anne—. La Interpol tebuscará. ¡Tú no puedes desaparecer deun día a otro, tú no!

Kleiber hizo un gesto de rechazo con

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la mano.—Estos tipos son gángsters

desalmados. Debieron de habermeobservado y espiado durante días. Entodo caso sabían que estaba en posesiónde un billete de avión a Abidyan.Conocían la fecha de salida y el númerode vuelo y, cuando llegué a Le Bourget,me arrastraron a un automóvil. Entoncesperdí el conocimiento. Al recobrarlo,me encontraba con tres hombresvestidos como curas en una limusinacamino del sur de Francia. Nadie mebuscará. Oficialmente volé a la Costa deMarfil.

—¿Y cuánto tiempo llevas aquí?

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—No lo sé. Cinco, seis días, tal vezdos semanas. He perdido el sentido deltiempo. Estas malditas inyecciones.

—¿Y los interrogatorios? ¿Te hanexprimido?

Kleiber respiraba con dificultad; seveía que se esforzaba por recordar algo,que intentaba no demostrar debilidad.Finalmente meneó la cabeza:

—No, no hubo interrogatorios, encualquier caso no puedo recordar queme hayan preguntado o molestado.Tendría que acordarme.

Anne observó con cierta amargura:—Esta gente de aquí entiende algo

de drogas y existen medios que hacen

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perder la memoria por un tiempodeterminado. Pero también la paralizan,de modo que tampoco servirían a estagente. No, creo que quieren convertirteen un ser completamente dócil y enalgún momento empezarán a exprimirte.

Adrián cogió la mano de Anne. Elamigo que era dueño de cualquiersituación y no se turbaba ante ningunaidea tenía un lamentable aspecto dedesamparo.

—Qué querrán ahora de mí —balbució lloroso. En este momento dedesamparo del hombre, Anne sintió depronto una profunda atracción haciaKleiber: sí, creía reconocer que los ojos

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del periodista de mundo Adrián Kleiberimploraban ayuda. Y mientras tomaba suderecha entre sus manos, dijo Anne envoz baja:

—Siento lo de San Diego.Adrián asintió, como si quisiera

decir: el pesar es mío. Se miraban y secomprendían, se comprendían comonunca anteriormente.

Hacen falta situaciones anormalespara encontrarse uno a otro, y ahoraambos pensaron sin duda lo mismo:aquella noche en el hotel de Munichcuando —inesperadamente para ambos— durmieron juntos en un asomo delocura provocada por la aparición

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nocturna de Guido en su cuarto detrabajo. Sí, ambos pensaban lo mismo,pues Adrián entendió en seguida a loque se refería, cuando Anne dijo deinmediato:

—Está aquí. Le he visto dos veces.—¿Y crees que es él? —preguntó

Kleiber observando el traje de caballeroque ella llevaba puesto.

—Ni yo misma sé lo que debo creer,y me da lo mismo; todo es posible. Elhecho de que tú estés aquí y de queconversemos no es una locura menor.Cuando te vi, en el primer momentodudé tanto de mis cabales comoentonces cuando encontré a Guido.

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—Anne —dijo Kleiber apretándolela mano aún más fuerte—, ¿qué pretendehacer esta gente con nosotros?

El tono de su voz reveló miedo. Esteno era el Adrián que ella conocía, estoera un desecho de persona, atormentadopor mil temores. Aunque ella misma noestaba libre de miedos, se encontraba enmejor estado de ánimo. Sus sentimientoshabían superado el límite en que elmiedo se convierte en furor, furor contrael causante del miedo.

—No temas —dijo—, mientras noreveles lo que sabes, no te harán nada.No te han traído aquí para eliminarte,eso podían haberlo hecho en París.

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Piensa en Vossius. No, te han traído aquíporque quieren averiguar de ti dónde seencuentra el pergamino. Y mientras nolo sepan y crean que tú podrías darlesuna pista decisiva, ¡nada tienes quetemer!, ¿lo oyes?

—¿Pero qué podemos hacer? Máspronto o más tarde nos harán confesar loque sabemos. No tienen escrúpulos.¿Qué debemos hacer? —Kleiber llevabala desesperación escrita en la cara.

—¡Ante todo no debemosresignarnos a nuestro destino! —replicóAnne, animosa—. Debemos intentarsalir de aquí.

—Imposible —observó Kleiber—,

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se sienten tan seguros, que ni siquiera semolestan en cerrar las puertas de lascárceles.

—Esto es nuestra oportunidad, y esla única.

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Anne se acercó a Kleiber y lasiguiente conversación tuvo lugarúnicamente entre susurros:

—Hace días que desde mi ventanaobservo un teleférico de materiales.Circula irregularmente y hay accesolibre a la estación de montaña.

—Tú crees… —Kleiber miró aAnne.

—¡Adrián, es nuestra únicaoportunidad! No deja de ser peligroso,pero he visto que en la góndola demadera incluso se transportan bidones

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de petróleo. Un bidón de petróleo pesatanto como tú y yo juntos. Creo que elriesgo de perecer aquí es mayor que elriesgo de la huida.

Kleiber asintió apático y al cabo deun rato de reflexión, que le exigió unevidente esfuerzo, dijo con voz triste:

—Te acompañaría, pero no puedeser. No lo conseguiría. Estasinyecciones paralizan cualquieriniciativa. Inténtalo sola. Tal vezconsigas más tarde sacarme de aquí.

En el largo corredor se aproximabanpasos.

—La médico con mi próximainyección —observó Kleiber

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desalentado.La advertencia inquietó a Anne.

Bajo ninguna circunstancia se la debíaencontrar aquí, de lo contrario todoestaría perdido.

Lo que sucedió en el momentosiguiente constituyó más tarde un enigmapara Anne. No lo había planeado y, alreflexionar en ello, no podía evitarcierto respeto por sí misma. De otromodo, su comportamiento sóloconfirmaba la antigua experiencia deque, cuando se pone a la gente contra lapared o en situaciones desesperadas, escapaz de hacer cosas increíbles. Asítambién Anne von Seydlitz: sin pensarlo

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se colocó detrás de la puerta y esperóhasta que se abriera.

También por detrás Anne lareconoció en seguida: era la doctorapequeña y pesada del dormitorio.Evidentemente había tenido el encargode captar su confianza. La doctoraSargent llevaba una aguja de inyecciónen la mano. Sin pensarlo, Anne agarróuna toalla que colgaba de un clavodetrás de la puerta, la echó sobre lamujercilla y tiró de ambos extremos. Lamujer lanzó un grito ahogado, sujeringuilla cayó al suelo sin romperse.Con toda la fuerza de que era capaz, laestranguló. Ésta quedó tan sorprendida

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que no pudo oponer resistencia, y alpoco rato cayó al suelo rígida como unatabla.

Adrián había seguido la inesperadaescena con los ojos muy abiertos. Sinembargo, ahora que veía a la médicotendida en el suelo, saltó de su cama yacudió en ayuda de Anne. Pero ellarehusó su ayuda y cuchicheó:

—Este monstruo ya no te hará nada.Sólo cuando Adrián preocupado

exclamó:—¡Detente, que la matas! —recobró

Anne la razón y aflojó la toalla delcuello de la doctora. Esta respiraba condificultad y se ahogaba como un pez

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fuera del agua. Anne no quería matar ala mujer, pero su rabia, expresión de suinstinto de supervivencia, no habíadesaparecido aún. Anne recogió lainyección y la clavó en el muslo de lamujer.

Kleiber examinaba a Annesorprendido, como si quisiera decir:jamás te habría creído capaz de esto.Finalmente dijo temeroso:

—¿Qué pasará ahora?La mujer tendida en el suelo gemía

ligeramente. Anne se arrodilló a su lado.Adrián se acurrucó junto a su cabeza.

—¿Qué sucede después de una talinyección? —preguntó Anne.

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Adrián respiró profundamente.Contestó con dificultad:

—Las primeras dos o tres horasestás flotando como en una nube. Locaptas todo muy lejos, pero eres incapazde reaccionar. Luego la voluntad deja deobedecerte. Por ejemplo, quieres deciralgo, pero no puedes, quieres levantarte,pero tus piernas no te obedecen. Es unestado de total apatía.

Anne reaccionó fríamente.—Bien —constató secamente—,

entonces no tenemos nada que temer deella, por lo menos en las próximas doshoras.

Kleiber asintió.

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—¿Cómo te sientes?—Bastante bien —mintió Kleiber.Anne cogió los brazos de Adrián:—Hemos de conseguirlo. Si nos

cogen, nos matarán. ¡No tenemos otrasalida!, ¿comprendes?

El pulso de Adrián se aceleró.Comprendió que ahora debía estardespabilado y poner en movimiento susúltimas fuerzas. No había tiempo ni depensar. Confiaba en Anne. Con ella, lahuida sería un éxito; estaba seguro.

—¡Ven, agarra ahí! —ordenó Annecogiendo a la mujercilla por las piernas.Adrián la agarró por los brazos y de estamanera la colocaron sobre la cama. La

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cubrieron de modo que en una rápidamirada desde la puerta pudieran creerque se trataba de Kleiber. Él se pusorápido su propia ropa; Anne se quedócon el pañuelo que le había caído alsuelo; luego salieron de la habitación yAnne cogió de la mano a Adrián:

—¡Ven!

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En sus exploraciones por ellaberinto de la ciudad alta, Anne habíadescubierto desde el primer día elpequeño saliente en el que colgaba lagóndola del teleférico de materiales y yael primer día había tomado enconsideración usar este medio detransporte para escapar. Como todas laspuertas de Leibethra, el acceso a laestación de montaña no estaba vigilado.Bidones vacíos, cajas y sacos seapilaban hasta el techo de la estrechasala esperando ser transportados al

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valle. ¿Qué podía ser más fácil quecolocarse uno de los sacos en la cabezay camuflados de este modo flotar valleabajo?

Excitado inspeccionó Kleiber lainstalación eléctrica, que encomparación con las demásinstalaciones técnicas de Leibethra erabastante primitiva: un pesado interruptormanual con un mango de porcelanapasado de moda accionaba el impulsoeléctrico, dos flechas indicaban elsentido de la marcha: montaña y valle.La única dificultad, constató Adrián,estribaría en accionar el interruptor ysaltar a la góndola —una caja sin tapa

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colgada de cuatro cadenas— al arrancarésta; luego, pensó Kleiber, debíandesaparecer en sus sacos y mantenersequietos, pues la góndola se veía desde laciudad alta. ¿Acaso conocía ella laestación del valle?

Anne esbozó una sonrisa ladina:—El hombre que me condujo hasta

aquí pertenece a los órficos, cosa que yono sabía. Me lo asignaron desde elprincipio. Me enteré aquí. Pero cometióun error, en el camino hacia acá meenseñó la estación del valle. Estáapartada detrás del puesto de vigilanciaen la entrada de la ciudad baja.

Adrián, excitado, agitó los brazos al

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aire:—¡Una trampa, eso es una trampa!—No lo creo —replicó Anne

tranquila—, aunque… a esta gente hayque creerla capaz de todo. ¿Tienesmiedo?

En vez de contestar, Kleiber se echóen los brazos de Anne. Ella sentía queestaba asustado y, si era sincera, debíareconocer que ella también tenía miedo.¿Qué sucedería si descubrieran su huidaa mitad de camino? ¿Ambos sinesperanza suspendidos entre el cielo y latierra? Anne no deseaba pensar en ello.

Mientras sostenía en sus brazos aAdrián, se le agolpaban de nuevo

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aquellos sentimientos estancados que enlas últimas semanas había reprimido conéxito. Quería a este hombre… aunque notenía el valor de confesarle su amor.Menos en esta situación. Fuera empezó allover. Gruesas gotas golpeaban lacubierta de chapa y del valle subíanvapores de niebla montaña arriba. Annefrunció el ceño y miró escéptica en elvalle.

—¡Maldición —susurró—, y encimaesto!

—¿Por qué? —contradijo Kleiber—. No podía ocurrimos nada mejor. —Sacó un toldo verde de debajo de lossacos—. De esta manera podemos

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escondernos debajo del toldo sinlevantar sospechas a nadie.

—Tienes razón —respondió Anne,mientras Kleiber, que se había vueltoactivo, se ocupaba del interruptoreléctrico.

—Éste es nuestro problema —murmuró Adrián reflexivo.

—¿Cuál? —Anne se le acercó.—Si acciono el interruptor, la

góndola arranca… sin mí.—Hum… —Anne puso cara

pensativa—. ¿Y ahora?—Tengo una idea —exclamó

Kleiber y buscó por el estrecho cuarto.—¿Qué idea?

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—Necesito un trozo de alambre o uncordel resistente.

—¡Aquí! —gritó Anne señalandouna cuerda que servía para atar lostoldos.

Kleiber cogió la cuerda y ató uno delos cabos al mango del interruptormanual. Luego condujo la cuerdaverticalmente hacia abajo, la hizo pasarpor el trinquete de la barra de unaherramienta y la llevó directamente a lagóndola. Anne quedó admirada:

—Es genial. Sí, tiene que funcionar.¡Sencillamente genial!

Kleiber reía.—Ya lo veremos. Yo por lo menos

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no veo ninguna otra posibilidad.Se levantó viento. Gemía por las

rendijas de la estación de montaña yAnne miraba preocupada hacia fuera.Adrián cargó sacos vacíos en lagóndola, extendió encima el toldo ydirigió una mirada a Anne. ¡Sube!

—¿Miedo? —preguntó sonriendopara infundir ánimos.

Sin responder, Anne subió a lagóndola y se acurrucó debajo del toldo.Adrián le puso en la mano la cuerdaconectada con el interruptor, luego subióél mismo en el basculante vehículo y seacomodó lo mejor que pudo. Por unmomento, ambos guardaron silencio

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mirando el valle, donde se cernía latormenta.

Para darse valor a sí misma, dijoAnne:

—En diez minutos, todo habráterminado.

E, irónico, añadió Kleiber:—Allá abajo está preparado el

comité de recepción. —Luego tiró de lacuerda.

Con un chirrido el mango delinterruptor fue hacia abajo y al mismotiempo la góndola de madera, dandotirones y sacudidas, se puso enmovimiento. Anne y Adrián secolocaron encima la lona dejando sólo

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una rendija por la que podían divisar elvalle. La lluvia arreciaba, crepitabaruidosamente a través de la lona. Fuertesrachas de viento hacían balancear lagóndola y en su miedo Anne apretó lamano de Kleiber. Sería por el efecto aúnduradero de las drogas o por haberrecobrado su valor, en todo caso él noevidenciaba tener miedo; parecíadispuesto a todo, pues probablemente yano podía ocurrir nada peor.

No habían recorrido todavíacincuenta metros en su basculante caja,cuando Anne empezó a temblar.

—Ojalá no se caiga —susurró ycerró los ojos. Cuanto más se alejaba la

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góndola de la estación de montaña, másse balanceaba en todas direcciones, alos lados y de arriba abajo. Una miradaa través de la pared de lluvia a la ciudadcolgante de los peñascos que quedabaatrás mostró a Kleiber la enormeextensión de Leibethra, con sus torres ysus construcciones extravagantes, quecon este tiempo más parecían el castilloabandonado de Frankenstein que unmonasterio.

Entretanto la góndola había llegadoa un punto desde donde no se podía verni la estación de montaña ni la del valle,de modo que Kleiber apenas podíacomprobar si su vehículo seguía

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bajando. Lo impedía además el fuertebalanceo.

—¡Estamos parados! —gritó Anneque había abierto los ojos por unmomento—. ¡Han desconectado!

Kleiber apretó con la mano la bocade Anne.

—¡Sólo lo parece! ¡Estáte tranquila,en unos minutos todo habrá terminado!—Luego él le colocó su brazo porencima de los hombros. Anne tenía larespiración agitada, sentía náuseas.Incapaz de discurrir con claridad, sólopensaba: ojalá este viaje horrorosotermine pronto. Incluso si hubiesendescubierto su fuga y recogido la

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góndola… ¡lo importante era tener suelofirme bajo los pies!

En lo que se refería a AdriánKleiber, él estaba acostumbrado por suprofesión a situaciones extremas y entresus mejores cualidades estaba el amor alriesgo. Pero sobre todo podíademostrárselo a Anne en esta ocasión.Hacía tiempo que había observado quelas ruedas enganchadas al cable seguíanmoviéndose valle abajo. Sin embargo, laseguridad en que se mecía Kleiber seinterrumpió abruptamente.

Ante ellos apareció un poste desostén y, antes de darse cuenta, lagóndola de madera chocó contra el

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puntal de hierro. La parte encarada alposte, en la que estaba sentado Kleiber,se hizo trizas y arañó el muslo derechode Adrián, que lanzó un fuerte grito.Instintivamente, cuando vio venir ladesgracia, había atraído hacia sí a Annepara impedir que con el impacto fueraexpulsada de la góndola abierta. Estoposiblemente le salvó la vida, ya queello lo obligó a separarse de la paredexterior. El muslo derecho le dolía y alponerse la mano al rostro estaba roja desangre.

—¡Estás herido! —gritó Anne,histérica.

—No tiene importancia —contestó

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Kleiber con simulada calma. No sabíacómo era la herida en el muslo. Cuandomiró a Anne, vio que lloraba con losojos cerrados. Kleiber no consideróoportuno decir algo. Sólo añoraba elmomento en que llegarían a la estacióndel valle.

Irreal como una aparición mágica,de pronto se presentó ante ellos uncobertizo de madera, una construcciónprimitiva de tablas con una aberturagrande, oscura. Ni Anne ni Adrián teníanla menor idea de cómo detener lagóndola.

—Hay que saltar —gritó Adrián—,tenemos que saltar —y estiró a un lado

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la lona; pero Anne se apoyaba en laparte delantera con la boca muy abiertaincapaz de levantarse. La distancia hastael suelo era ya sólo de unos dos o tresmetros, de modo que habría sido posiblesaltar de esta altura, pero Anne nopodía. Adrián la cogía de los hombrosintentando arrastrarla hasta el borde dela góndola y gritaba:

—¡Ven, lo conseguirás, seguro quelo conseguirás!

En este momento el vacilantevehículo dio de repente una sacudida. Sepercibió un temblor del cable, luego sequedó quieto. Sólo la lluviatamborileaba sobre el techo de chapa.

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Poco a poco cedió la rigidez deAnne y Adrián exploró el cobertizo en elque habían aterrizado. El cuarto separecía al de la estación de montaña;también aquí estaban apilados sacos,cajas y cartones con víveres. Al parecerno habían notado su fuga; en cualquiercaso nadie los esperaba.

Adrián y Anne se miraron a los ojos.Se rieron, una risa liberadora, feliz, trasmomentos de enorme tensión.

—Todavía no lo hemos conseguido—dijo Anne, mientras miraba haciaafuera a través de una pequeña ventanalateral. A menos de cincuenta metrosestaban la caseta de vigilancia y el

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arroyo, casi invisibles en la espesalluvia.

—¿Dónde estamos? —preguntóKleiber inseguro.

—No te preocupes, conozco ellugar. Si conseguimos pasarinadvertidos por la caseta de losguardias, habremos pasado lo peor.¡Créeme!

Anne se esforzaba por infundir valora Kleiber; ella misma no quería creerque sería realmente tan fácil escaparsede Leibethra. Sobre todo, al pensarcómo llegó aquí, la asaltaban dudas. Entodo caso no se habría sorprendido sihubiera salido un hombre de la caseta

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apuntando con el arma y hubiera dicho:—Los estábamos esperando.

Vengan. —Pero nada sucedió.

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16

La lluvia no invitaba precisamente aabandonar el cobertizo protector, sinembargo ambos estaban de acuerdo enque no podían quedarse allí ni un minutomás. Kleiber colocó a Anne un sacovacío sobre los hombros, un pobreabrigo contra la lluvia y el frío; élmismo enrolló la lona en un hatillo,luego abrió un resquicio el portal desdedonde el camino conducía directamentea la caseta de vigilancia y susurró:

—¿Por qué diablos no huimos endirección contraria? ¿Por qué debemos

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pasar necesariamente por la casa?Anne abrió un poco más la puerta

para que Adrián pudiera ver losalrededores más próximos.

—Por esto —dijo fríamente yKleiber se dio cuenta de que detrás de laestación bajaba un risco hasta el arroyo.Anne, señalando con el dedo, añadió—:Créeme, es el único camino que lleva alvalle.

Entonces Kleiber cogió con unamano el hatillo, con la otra la mano deAnne y ambos corrieron hacia la choza.

La fría lluvia les salpicaba la cara,el suelo estaba reblandecido y cenagoso.Con la vista fija en la casa de los

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guardias, iban aprisa en esa dirección.Al llegar allí, pasaron agazapadosfurtivamente, luego fueron a toda carrerapor el camino pedregoso hacia el valle,siempre montaña abajo, hasta que Anne,torturada por una punzada en un costado,se detuvo jadeante.

Entre los árboles y a su alrededormurmuraba la lluvia. Huellas de ruedasen el camino delataban que no hacíamucho rato que debía haber pasado unautomóvil por allí; pero no se escuchabaningún ruido. Adrián desenrolló la lona,la estiró sobre su cabeza e invitó a Annea buscar igualmente abrigo a cubierto dela lluvia.

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Así trotaron estrechamenteabrazados montaña abajo. No teníantiempo que perder, no sólo porquepronto sería descubierta su fuga, sinotambién porque caía el crepúsculo y laoscuridad les impediría avanzar. Apenashablaban, mientras extenuados dabantraspiés camino del valle; de vez encuando se detenían a escuchar, por sioían ruidos sospechosos, luegocontinuaban su camino.

Anne tenía dificultades parareconocer el sendero. La lluvia modificael paisaje. Pero sabía que sólo había uncamino hacia el valle. Le dolían los piesporque resbalaba una y otra vez y perdía

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el equilibrio. A ello se añadía el fríoque la agotaba y le anunciaba el fin desus fuerzas.

Habían recorrido exactamente ladécima parte del camino rural hastadesembocar en la carretera general y,cuando Anne lo puso en conocimiento deAdrián, éste opinó que debían buscarcobijo en algún lugar apartado, dondepudieran pasar la noche. Anne se acordóde un pajar o de una majada al final dela parte más empinada del camino, perohasta allí, expuso, había que caminaraún dos horas y entonces estaría oscuro.

Por este motivo abandonaron elsendero y escalaron un trozo montaña

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arriba hasta un repecho al pie de unrisco, cuyas agujas de piedra selevantaban hacia el cielo como dosdedos de juramento. El viento y laerosión habían debilitado la rocahaciendo saltar varias veces la base, demodo que allí donde el peñasco se uníaa la tierra se habían formado unashondonadas o cuevas naturales, aptascomo abrigo para pasar la noche.

—No es muy confortable —observóKleiber—, pero está seco y sobre todola cueva protege del frío.

Anne se mostró de acuerdo. Nisiquiera de niña había dormido al airelibre, pero ahora todo le era indiferente.

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Estaba extenuada y sólo quería dormirun poco. A Kleiber le sucedía otro tanto.Aunque intentaba demostrar que todavíadominaba la situación, en realidad sesentía completamente exhausto y alborde del derrumbamiento.

Apoyados en la pared interior de lacueva, intentaron acomodarse un poco.Adrián extendió la lona sobre ellos paraprotegerse del frío. Así estuvierondormitando con la esperanza deconciliar el sueño.

—¿En qué piensas? —preguntóAnne después de dos o tres horas aoscuras. La lluvia había amainado,aunque de los árboles seguían cayendo

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gotas que golpeteaban el suelo.Kleiber respondió:—Estoy meditando sobre la mejor

forma de poder salir de aquí. —A travésde los vestidos mojados percibíaKleiber el calor que emanaba del cuerpode Anne.

—Entonces los dos tenemos elmismo pensamiento —observó ella concierta ironía en la voz—. Y… ¿tuvisteéxito en tus reflexiones?

Kleiber se encogió de hombros. Lanoche era tan negra, que sólo podíanintuir sus rostros.

—Nos cazarán, como cazaron aVossius, a Guthmann y a todos los

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demás —refunfuñó entre dientes—. Ytodo por unos jirones de papel viejo,amarillento. Es absurdo.

—Tú sabes que no es un jirón depapel corriente —replicó Anne irritada—, aunque no conocemos su contenido,su importancia marca época, de locontrario los órficos no se esforzaríancon tanto despliegue por obtenerlo.

—Ahora bien, hay un quintoevangelio. Es posible que por ello setenga que ampliar el Nuevo Testamentoo cambiarlo en algunos aspectos. Peroesto no justifica la agitación que hadesatado; sobre todo no justifica elasesinato de personas sólo porque

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conocen determinados nexos.—No, naturalmente que no —gritó

Anne, de modo que Adrián le tapó laboca y le recomendó que se contuviera;luego ella continuó con voz más apagada—: La clave del secreto está en elnombre de Barabbas. Mientras nosepamos lo que se trae consigo,andaremos a oscuras.

—No lo sabremos nunca —dijoKleiber y al cabo de un rato—:Tampoco sé si es razonable averiguarlo.Ya ves a qué nos ha conducido nuestracuriosidad. No faltó mucho para…

—Tú lo llamas curiosidad —interrumpió Anne—, creo que es mejor

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llamarlo legítima defensa. He sidometida en este asunto y no estarétranquila hasta no haber aclarado eltrasfondo. Entiéndelo, por favor.

Entonces Kleiber apretó con másfuerza a Anne contra sí, como si quisieradisculparse por su objeción.Arrebujados estrechamente uno contraotro, charlaron toda la interminablenoche; y cuando uno se interrumpía porla fatiga, empezaba el otro de nuevo.Hablaron de todo lo que les preocupaba.

—He de confesarte algo —dijoAdrián.

—He de confesarte algo —manifestóAnne al mismo tiempo—. Te quiero.

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Esta declaración cogió totalmente desorpresa a Kleiber. Calló.

Y así comenzó una rara noche deamor bajo un saliente de roca, que sólosuele servir como guarida de animales.

Por la mañana, cuando el alba sevislumbraba entre las ramas húmedas delos árboles, se sobresaltaron mucho. Dela montaña se acercaban ruidos demotores.

—¡Descubrieron nuestra fuga! —susurró Anne—. Nos echarán los perros,aquellos engendros horribles que críanallá arriba.

Kleiber intentó calmarla:—No tengas miedo, cariño, la lluvia

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está de nuestro lado, ha borrado todaslas huellas.

El vehículo se aproximaba. Muycerca debajo de ellos vieron los farosde un todoterreno, que con el motorgimiendo se abría paso hacia el valle.No pudieron reconocer a los pasajeros.Tan rápido como vino, desapareciócomo un fantasma en la luz del alba;sólo percibían el ruido del motor akilómetros de distancia. Anne respiróaliviada.

Por la noche habían preparado unplan: debían presuponer que los órficosmantendrían vigilado el aeropuerto deSalónica; por ello querían llegar hasta el

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sur del país. Sobre todo querían evitarKaterini, un lugar que, al parecer, estabainfiltrado de órficos. Planearon ir porElasson a Larissa, donde debíansepararse.

Kleiber propuso que Anne efectuarael viaje de regreso a casa por Corfú. Éliría a Patras. En ambas localidadeshabía consulados que los ayudarían. Lapropuesta de Kleiber se basaba en laidea de que los órficos pondrían enmovimiento todos los resortes paraatraparlos. Los caminos separadosdoblaban sus posibilidades. Sobre todoel viaje anónimo en barco era másseguro que un billete de avión. Adrián

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acordó con ella que el punto deencuentro sería el hotel Castello deBari.

Tres días más tarde Anne vonSeydlitz llegó a Bari; pero no existíaningún hotel Castello, señalado porKleiber. Tampoco había otro hotel denombre parecido y no se encontraba nirastro de Adrián.

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Capítulo octavo

EL ATENTADOoscuros cómplices

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1

Cada vez que se encontraban, y estosucedía obligatoriamente varias veces aldía, Kessler bajaba los ojos… Estabaavergonzado. Se avergonzaba con elremordimiento de un cristiano, porquedesde hacía semanas estaba siguiendo aeste Stepan Losinski, al que tantoadmiraba en su disciplina científica,sospechando que era un criminal, apesar de que a ambos les unía el lazo desu orden y el encargo secreto en laUniversidad papal Gregoriana. Noobstante, era precisamente este encargo

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secreto lo que sembraba la crecientediscordia entre los jesuitas y convertíaen una farsa, como celebrar la Pascuaantes de Ramos, el lema en el frontis dela sala —Omnia ad maiorem Deigloriam— en la que, resguardados delmundo exterior, se ocupaban dedescifrar aquel pergamino.

Ahora bien, la discordia en sí no esmala, ni siquiera desechable, porque lasopiniones contrapuestas sirven mejor aun proyecto que la armonía estúpida;pero este principio no es aplicable a lascuestiones de fe de la Iglesia romana,porque ya el evangelista Mateo puso enboca de su Señor y Maestro las

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palabras: Se levantarán falsos mesías yfalsos profetas; y darán señales yobrarán grandes milagros para intentarengañar incluso a los elegidos.

Ésta era la hora profetizada, encualquier caso así lo creían aquellosjesuitas partidarios del profesorManzoni, pues aquel día en que dio aconocer el nuevo fragmento del texto delpergamino creció la sospecha de que enlo que tocaba a nuestro Señor Jesúspodía haber sido muy de otro modo. Entodo caso se habían formado en la salados bandos, uno en concordia conManzoni, que se resistía a los nuevosconocimientos con palabras piadosas

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como José a la mujer de Putifar, y los dela discordia, que tenían en Losinski sulíder. A éstos pertenecía tambiénKessler.

El doctor Kessler no participaba lomás mínimo en la traducción delpergamino copto; estaba muy bieninformado del contenido hasta ahoraconocido y no tenía ninguna duda de quese trataba del evangelio primitivo y,según él y Losinski, era sólo cuestión desemanas para que la curia declarasesecreto su trabajo y aislase del mundoexterior a los jesuitas que se ocupabande ello, como al colegio cardenalicio encónclave.

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Losinski, el taimado polaco, seguíayendo por la noche dos veces porsemana en dirección al Campo dei Fiori,donde giraba en la oscura calle lateral ydesaparecía al cabo de cien metros en eledificio de seis pisos. Por lo menossiete veces lo siguió Kessler,inadvertidamente y con la esperanza deobservar algo llamativo o tan sóloalguna pista sobre el motivo de sucorrería nocturna. Pero únicamente sehabía metido las piernas en el vientre detanto esperar de pie, llamando laatención de dos policías que,casualmente o no, volvían sobre suspasos, por lo que Kessler consideró más

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aconsejable largarse.En ningún otro lado como en Roma

van tan unidos de la mano la piedad y eldelito, y no son una excepción losclérigos envueltos en maquinacionesdelictivas. El diablo también lleva trajetalar. En cualquier caso Kessler creía aLosinski enredado en negocios oscuros,pero quizá también en libertinajessexuales de baja estopa a los que seentregaba dos veces por semana. Esopensaba.

Pero nada es tan absurdo como larealidad, y la realidad se le reveló aKessler de modo inesperado el díadespués de la epifanía, mejor: por la

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noche de este día, que era frío y griscomo la mayor parte de los días por estaépoca del año. Había seguido una vezmás a Losinski hasta el enigmáticoedificio, esta vez, sin embargo, con elfirme propósito de abandonar susaveriguaciones en caso de quenuevamente no tuviera éxito. Por estemotivo Kessler se arriesgó más que lasveces anteriores, pisando los talones alpolaco y siguiéndolo incluso en eltenebroso edificio de pisos, dondeLosinski desapareció detrás de unapuerta pintada de blanco en el tercerpiso. En la placa de la puerta se podíaleer: Rafshani, un nombre árabe, más

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bien persa, que nada le decía, que a lomás hizo volar su fantasía como eldescubrimiento de estilizados zapatos deseñora en la celda de su cofrade.

Y mientras Kessler escuchaba conuna oreja pegada a la puerta de lavivienda y con la otra vigilaba lo queocurría en la escalera de la casa,sucedió lo inesperado: la puerta se abrióde dentro y de repente Losinski estabafrente a él, pequeño y como un buitrecon su nariz aguileña y sus ojoshundidos.

Ambos se miraron sin decir palabra,pero las dos miradas decían lo mismo:aja, te pillé. Losinski, que recobró la

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serenidad más rápidamente que el otro,se acercó mucho a Kessler, cambió sucara en una risa irónica, ladeando lacabeza como un buitre —en él una señalde ganas de atacar—, y susurróligeramente:

—¿Me está usted espiando, hermanoen Cristo? Era lo último que esperabade usted. Veritatem dies aperit…

De hecho Kessler se sentía cogidocomo un acólito en actos pecaminosos,por esto no encontró respuesta, aunquesu voz interior le decía que erapropiamente Losinski quien se debíasentir cogido en falta. Pero éste cerró lapuerta tras de sí, agarró del brazo al

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cofrade y lo empujó escaleras abajo:—Creo que deberíamos conversar.

¿No opina usted igual?Kessler asentía con vehemencia. Por

lo pronto parecía haber desaparecido latensión entre los dos. Así al menos se loparecía a Kessler y, después de haberabandonado el tenebroso edificio,Losinski reanudó la conversación. Nodaba en absoluto la impresión deinseguridad y quiso saber amablementesi él, Kessler, había averiguado algosobre él, Losinski. Kessler lo negó yadmitió que al principio sólo lellamaron la atención sus ausenciasregulares del convento de San Ignacio;

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pero a raíz de sus fuertes ataques aManzoni se puso a reflexionar y le picóla curiosidad. Losinski asentíasonriendo.

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2

En el Campo dei Fiori buscaron unatrattoria y el polaco pidió lambrusco.Por qué los curas prefieren beberlambrusco no debe ser tratado másampliamente aquí, sólo es digno demención para la continuidad de lahistoria en el sentido de que ellambrusco desata la lengua másrápidamente que cualquier otro vinodulce y puede suponerse que Losinski atodo trance escondía detrás de ello unaintención.

Mucho rato anduvo a ciegas Kessler

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respecto a dónde quería llegar elcofrade, incluso se sorprendía de queLosinski no le hiciera ningún reproche;pero no se lo hizo. Al contrario, elpolaco elogió la inteligencia y elconocimiento de Kessler, superior al dela mayoría de cofrades y por elloadecuado para realizar tareas muchomás importantes que la traducción de unpergamino copto según las instruccionesde la curia romana, y añadió:

—Si usted entiende lo que quierodecir.

Durante un rato reflexionó Kesslersin éxito, luego respondió con unmovimiento de cabeza:

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—No entiendo palabra, hermanoLosinski, lo siento.

Losinski se pasó la palma de lamano por su cabeza rasurada, un indiciohabitual de que meditaba fatigosamente,luego sirvióse a él y a Kessler otro vasode lambrusco y comenzó circunspecto:

—En rigor, nuestro trabajo es unafarsa, porque Manzoni falsifica nuestratraducción del pergamino.

—¿Falsifica?—Sí, falsifica. Y precisamente por

encargo de la curia. La Congregaciónpara Cuestiones de la Fe tiene lasmáximas dificultades para asimilar elcontenido del quinto evangelio, que,

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como ambos sabemos, es precisamenteel primero. Los señores purpuradostemen por sus privilegios y por esto elSanto Oficio ha ordenado armonizar elquinto evangelio en palabra y contenidocon los conocidos para que no surjaninguna discusión sobre la fiabilidad delos otros cuatro; existen ya bastantesherejes que dan trabajo a laCongregación para la Fe.

—¡Pero esto no es posible, hermanoen Cristo! —Kessler golpeó con la manoen la mesa.

—Es posible —aseguró Losinski ydejó escapar de su calva—: El Oficiohará todos los esfuerzos por impedir la

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publicación del pergamino.—Aunque sin lugar a dudas es

auténtico…—Aunque sin lugar a dudas es

auténtico. ¡Ya sabe cuál es la mejorvirtud cristiana!

—La humildad.—Oh no, hermano en Cristo: callar.

Piense en la Causa Galilei. Hasta hoyningún Papa ha encontrado una palabraamable para el deplorable GalileoGalilei, a pesar de que cualquier niñoaprende en la escuela que Urbano VIIIcondenó injustamente a Galileo. LaIglesia conmemora este error no conhumildad, sino con el silencio.

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Kessler miraba fijamente su vaso yasentía.

—¿Por qué —continuó convehemencia Losinski— los jesuitassomos la orden menos apreciada delPapa? ¿Por qué nuestra orden fueprohibida más de una vez? Porque nopodemos callar. Gracias a Dios nopodemos callar.

—Gracias a Dios no podemos callar—repitió Kessler, fija la mirada en sulambrusco y con voz borrosa. El vinoespumoso no dejaba de hacer efecto—.Gracias a Dios —repitió— no podemoscallar. ¿Pero qué tiene que ver esto conque usted, hermano Losinski, dos veces

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por semana visite un edificio tenebrosoy pase allí la noche? —Kessler sesobresaltó apenas hubo dicho la frase.Pero ya que se había atrevido a tanto yno tenía nada más que perder, y porqueintuía lo que sucedía en esta casa, seaventuró con la observación:

—¡El celibato nos destruye a todos!Losinski no entendió. Miró a Kessler

inquisitivo como si hubiese acabado deafirmar que el sol, en efecto, giraalrededor de la Tierra, pero poco apoco fue comprendiendo y se echó a reírfuertemente, y su risa se oía por encimadel ruido normal de la trattoria.

—¡Ahora entiendo, hermano en

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Cristo! —gritó y giraba los ojos al cielocomo San Antonio de Padua en éxtasis—. Pero está usted en camino errado.Esta es una casa muy honorable… entodo caso por lo que respecta al sextomandamiento. Si le interesa, puedo darleuna dirección discreta adonde sólo vagente de nuestra condición.

—¡Oh, no, no quise decir esto! —rehusó Kessler y sintió cómo leenrojecía la cabeza—. ¡Le pido perdónpor mis pensamientos sucios!

—Bueno —refunfuñó Losinski conun gesto impetuoso de la mano que debíade significar: ¡no tiene importancia!, yse acercó al cofrade—: Lo tengo a usted

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por tan inteligente como crítico.—Este es el principio de nuestra

orden. De lo contrario yo no seríamiembro de la Societatis Jesu.

—Ahora bien —Losinski hizo unapausa. Se pasó la mano por la cabeza yveíase cuánto se esforzaba por hallar laspalabras adecuadas. Finalmentepreguntó—: ¿Qué ocurre con su fe,hermano, entiéndame, no con la fe en elAltísimo, quiero decir, cuál es supostura ante la autoridad de la MadreIglesia, ante sus dogmas de fide divinaet catholica, el Privilegium Paulinum oel celibato?

La pregunta cogió desprevenido a

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Kessler, que no sabía a ciencia ciertaqué contestar. Losinski era un tipoastuto, debía creérselo capaz decualquier infamia. Así que respondiócon prudencia, casi dogmáticamente:

—Las enseñanzas de la Santa MadreIglesia están sometidas a diversosgrados de certeza dogmática. De divinafide es una verdad revelada por Dios,que está por encima de cualquier duda,el grado de certeza de fide divina etcatholica prevé que se asegure elcarácter revelado de una verdad y queéste se enseñe también sin reservas; defide definita por el contrario es el másdébil, es el carácter de certeza definido

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por el Papa ex cathedra. Si se refiere aello, el dogma de la infalibilidad delPapa se apoya en el hecho de que elConcilio Vaticano I fue legal. Respectoal Privilegium Paulinum, me lo ponefácil. Le remito a la primera carta dePablo a los corintios. De ahí deriva laIglesia la norma canónica, según la cualun matrimonio válido entre nobautizados puede anularse si uno de loscónyuges se convierte al catolicismo ycontrae nuevo matrimonio con uncatólico. De la misma carta a loscorintios adquiere el celibato sufundamento bíblico. Pablo habla de lapreocupación del soltero por las cosas

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del Señor, mientras que el casado sehalla dividido.

Como si le doliese la respuesta, lacara de Losinski cambió en una mueca.Durante un rato no dijo palabra, demodo que Kessler pensaba qué habríadicho de malo; luego el polaco lo riñóenfadado diciéndole que no necesitabaclases particulares sobre la doctrina dela Iglesia. Que ya se la había tragado enuna época en que él, Kessler, todavíacagaba en los pañales, por la SantísimaTrinidad, así se expresó.

A pesar de su rabia evidente,Losinski pagó la consumición de ambos,pero esta noche no halló una palabra

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amable para Kessler. En silencio ambostomaron el camino del convento de SanIgnacio.

¿Qué había hecho de malo? Pormucho que lo pensaba, Kessler no hallóninguna explicación al comportamientode Losinski.

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3

Al día siguiente, después del trabajoen el instituto, el joven habló al másviejo: tenía que decirle en qué y con quélo había ofendido, le pedía perdón poradelantado.

¿Ofendido? Ésta no es, dijoLosinski, la palabra adecuada. Más bienlo había defraudado. Al fin y al cabo, nole había preguntado por la doctrina de laIglesia, sino su opinión personal. Noobstante, si ésta coincide con aquélla,entonces cualquier conversación entreambos era una pérdida de tiempo y

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Manzoni, sin duda, un interlocutoragradecido.

Éste era pues el motivo del silencioincomprensible de Losinski. Ahora bien,si él se manifestaba, Kessler nonecesitaría esconderse más tiempo, yéste respondió que no había duda sobrepor qué partido se inclinaba, élrespetaba a Manzoni por su cargo deprofeso, pero él, Losinski, era superioral otro en inteligencia y en espíritucrítico, y por ello debía ser para cadacofrade un ejemplo, incluso en su actitudde rechazo frente a la Iglesia defuncionarios.

Las palabras de Kessler hicieron

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brillar los ojos de Losinski. Se habíaequivocado agradablemente con estemuchacho. Kessler sabía guardarexquisitamente para sí su propia opinión—y con ello se diferenciabafundamentalmente de él mismo—, cosaque distingue a las personas realmenteinteligentes. Si había un cofrade útilpara su movimiento, éste era Kessler.

Para convencer a un hombre comoKessler de que su vida hasta el momentoestaba determinada por el error, nonecesitaba palabras altisonantes, sinohechos irrefutables, y por ello Losinskidecidió conducir al cofrade alemán porla misma senda que lo había convertido

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a él, Stepan Losinski, de Paulo a Saulo.Primero fue con Kessler al antiguo

foro romano y no se mostró dispuesto nisiquiera a hacer una alusión sobre elnexo que este lugar tenía con el quintoevangelio. El sol estaba bajo y calentabael frío de la tarde. En el punto más altode la Via Sacra, allí donde un arco detriunfo propaga los hechos gloriosos delemperador Tito, Losinski se detuvo ydijo:

—No sé cuáles serán susconocimientos de historia romana,hermano, pero si le explico cosas que yasabe, dígamelo.

Kessler asintió.

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—Este arco —continuó Losinski—fue construido en el año 81 por elemperador Domiciano en memoria de suhermano Tito. Según la opinióngeneralizada de los expertos, estaconstrucción ensalza la victoria delemperador Tito sobre los judíos en elaño 70. Pero esto es sólo una verdad amedias.

—¿Una verdad a medias?—Los relieves en el interior del

arco muestran al emperador con unacuadriga y una diosa de la victoria, quesostiene una corona sobre su cabeza. Enla parte opuesta, unos legionariosromanos transportan los objetos del

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botín del Templo de Jerusalén, elcandelabro de siete brazos y trompetasplateadas. Los relieves indican no sóloel triunfo de los romanos sobre losjudíos, sino que también glorifican eltriunfo romano sobre la religión judía.Creo que no le cuento nada nuevo.

—No —replicó Kessler—. ¡Si sólosupiera a dónde quiere llegar!

Losinski rió irónico. Se regocijabacon la inquieta curiosidad del cofrade,finalmente lo cogió del brazo y locondujo alrededor del arco de triunfo.En la parte que mira al Coliseo señalóotro relieve:

—Igualmente escenas de la marcha

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triunfal de Tito. Pero ahora fíjese,hermano en Cristo. —Losinski empujó aKessler hacia la parte opuesta—: ¿Quéve?

—Nada. Piedra erosionada. Inclusose podría sospechar que estas piedrasfueron colocadas más tarde en estelugar.

—Buena observación —gritóLosinski y golpeó el muro con la mano—. De hecho es así.

—De acuerdo —replicó Kessler—,pero yo no comprendo qué relaciónpueda tener esto con nuestro problema.

Losinski tomó aparte a Kessler y leinvitó a sentarse en los escalones del

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templo de Júpiter Stator, distante amenos de un tiro de piedra, luego sacóuna fotografía de la cartera y de prontorecordó Kessler que cuando allanó lacelda del polaco vio numerosas vistasdel arco de Tito. La fotografía mostrabaun relieve, no distinto del que había enel interior del arco triunfal.Representaba legionarios romanos quetransportaban a Roma toda clase deobjetos del botín.

—No lo entiendo —dijo Kessler yquería devolver la fotografía.

Sin embargo Losinski la rechazó yempezó a explicar:

—Al iniciar mi trabajo con el

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pergamino, yo buscaba materialcomparativo en los escritos apócrifos yManzoni me consiguió el permiso paraindagar en el archivo secreto delVaticano y fotocopiar texto depergaminos de la misma época. Elesfuerzo era por lo demás poco útil;sobre todo exigía mucho tiempo, porqueni siquiera los scrittori, guardianes deestos secretos, están enterados de ellos.Me pasé días y noches en el archivo y vicon mis propios ojos cosas que unhombre piadoso ni tan sólo se atreve aimaginar. La vida de una sola persona esdemasiado breve para echar un vistazo,y mucho menos leer, a todo lo que se

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guarda allí, y me asaltó la idea de si unaIglesia que tanto tiene que esconderpuede ser la Iglesia de la verdad comosiempre se las da de serlo.

—¡Una idea terrorífica! —Kesslerconsideró un deber hacer estaobservación.

—En cualquier caso rebusqué en elarchivo secreto del Vaticano mucho másde lo que habría exigido propiamente mitrabajo y en esto me topé con estedocumento. —Losinski golpeaba con elíndice la fotografía que tenía Kessler enla mano.

—¿Con este relieve?—Por la Santísima Trinidad, sí. Me

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pregunté lo mismo que se pregunta ustedahora, hermano en Cristo, y, dicho parasu consuelo, tampoco encontré ningunarespuesta. Entonces yo aún no sabía queeste relieve procedía del arco de triunfode Tito. Sólo encontré muy extraño queesta representación fuese clasificada de«alto secreto» por la Iglesia y seguardase detrás de puertas de hierroblindadas, que sólo pueden serfranqueadas por algunos escogidos.Oficialmente yo no debía haber vistosiquiera el relieve, pues antes de iniciarmis investigaciones hube de jurar que enel departamento cerrado sólo meocuparía de los asuntos que me habían

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encargado. Pero en un momento dedescuido, de los dos que hubo durantemis dos meses de trabajo, fotografié lapiedra.

Kessler agitó la foto:—¿Y esto es el retrato?Al confirmarlo Losinski, Kessler

sostuvo la fotografía directamente antesus ojos como si pudiera de este mododescifrar el misterio. Luego preguntó:

—¿Cómo diablos llegó este relieveal archivo secreto del Vaticano? Perosobre todo… ¿por qué?

Losinski sonrió satisfecho de susapiencia:

—A su primera pregunta: ha caído

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en el olvido que en la Edad Media elforo estaba enterrado bajo varios metrosde escombros y por encima pastaban lasvacas. Otras ruinas servían defundamento o de muros defortificaciones. Lo mismo el arco deTito. Estaba incluido en la fortificaciónde Frangipania y durante años no sepodían ver los relieves de su parteexterior. La fortaleza fue demolida, ycuando el papa Pío VII en 1822 expresóel deseo de restaurar el arco de Tito,entonces el restaurador Valadierdescubrió en la parte externa estarepresentación de los legionariosromanos. Pío, quien, como sabemos,

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apreciaba nuestra orden, se mostró alprincipio muy satisfecho por estedescubrimiento del siglo I, pero unamañana vino acompañado del cardenalsecretario de Estado Bartolomeo Paccay exigió del restaurador que el relievefuera sacado inmediatamente ytrasladado al Vaticano. Valadier replicóa Su Santidad que no era posible sincorrer el riesgo de que se desplomase elarco de Tito. Entonces Pío ordenódesmontar piedra a piedra el arco detriunfo y volverlo a montar en el mismolugar. En el lugar del relieve con loslegionarios, Pío mandó colocartravertino para así dar la impresión de

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que el relieve había sido víctima de lacorrosión del tiempo. Sin embargodesde aquella época el original seguarda en el archivo secreto delVaticano. Ahora, a su segunda pregunta,hermano Kessler.

Sin quitar la vista de la fotografía,dijo Kessler:

—Esto suena fantástico. Tiene quehaber un motivo para impedir que loscristianos devotos vean estarepresentación. Yo mismo sólo distingosoldados con su botín, con utensilios yanimales, que se llevan a casa, no veoninguna mujer desnuda ni ningunablasfemia contra la Iglesia una, santa y

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católica. ¡Pero algo debió inquietar a SuSantidad! ¡Reviento si no me iniciainmediatamente en el secreto!

—La verdad no lo hará feliz —objetó Losinski—, ¡debo advertírselo!

—Es posible —replicó Kessler—,pero la ignorancia me pone enfermo.¡Así que hable ya!

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4

Los dos hombres se levantaron. ALosinski le resultaba más fácil hablarcaminando. Sobre todo no debía temeroyentes indeseados y así anduvieron endirección a la curia sobre lisosadoquines de la calle santa, y Losinskiempezó a divagar preguntando aKessler:

—Hermano, ¿recuerda un caso quepublicaron los periódicos hace dosmeses: un profesor desquiciado echóácido en el Louvre sobre un cuadro de laVirgen de Leonardo?

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—Sí, lo recuerdo vagamente —respondió Kessler—, otro lunático. Lointernaron en un manicomio, dondemurió. Pobre loco.

—Eso cree. —Losinski se detuvo yobservó inquisitivamente a Kessler.

Éste rióse con menosprecio yobservó:

—¡Seguro que no lo hizo por amoral arte!

—No —respondió Losinski—, perotal vez por amor a la verdad. —Y acontinuación añadió—: Tiene queguardar silencio. ¡Ni una palabra de loque voy a decirle ahora! Es por supropio interés.

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—¡Doy mi palabra por Dios y portodos los santos! —El lugar cargado dehistoria, las columnas e imágenes condos mil años de antigüedad, parecierona Kessler el marco adecuado para unarevelación importante.

Losinski había esperado estareacción, pero no se dejó turbar ycontinuó:

—Hace casi dos milenios que existeun secreto en el que sólo unos pocosestán iniciados. Se transmite degeneración en generación con lacondición de que nadie lo fije porescrito. Pues el primer guardián de estesecreto pronunció las palabras: todo

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escrito proviene del diablo. Para que loinexplicable no se pierda, se les permitea los conocedores del secreto poner enclave a su modo su terrible saber.

—Entiendo —interrumpió Kessler alcoadjutor y su voz sonó excitada—.Leonardo da Vinci fue uno de losportadores del secreto y este profesortiene que haber hallado algún indicio deello.

—Sí, así debió ser. Pues el profesorechó el ácido directamente a una zonadel cuadro, donde apareció algo quenadie podía imaginar: la Virgen deLeonardo llevaba un collar con ochopiedras preciosas diferentes. Cuando me

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enteré, comprendí en seguida de qué setrataba. Era el mismo descubrimientoque había hecho el cardenal secretariode Estado de Pío VII en el relieve delarco de Tito.

Kessler permaneció de pieasombrado. Saltaba inquieto de un pie aotro.

—Si no supiera que usted es unapersona seria, hermano Losinski, creeríaque me está tomando el pelo.

Losinski miró con gravedad, asintióy continuó:

—Comprendo sus dudas, Kessler.Todo esto es difícil de asimilar, sobretodo teniendo noticia de un momento a

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otro. Yo mismo he trabajado duranteaños y me he enterado de la verdad aretazos, era como si compusiera unmosaico con piedrecitas distintas, demanera que poco a poco pude ver elconjunto de la imagen. Usted, hermano,se ve confrontado de golpe con elconjunto de la imagen.

—¡Volvamos a Leonardo! —exigióKessler febrilmente.

—El profesor alemán, que enseñabaen América literatura comparada, debiótoparse a través de sus estudiosliterarios con una pista que le reforzó sunoción de que Leonardo da Vinci estabaen el secreto y lo había cifrado en una

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de sus obras. En este caso un collar, enel que trabajó con precisión cadapiedra, de modo que cualquier expertopudiera identificarla.

—¿Y cuando hubo terminado sucollar lo pintó por encima?

—Exacto. Cabe la sospecha de quedejara alguna indicación sobre estesecreto, una pista con la que se topó elprofesor en el curso de susinvestigaciones y que ningún historiadordel arte tomó en serio. Parece que noveía otra manera que ésta de demostrarsu teoría.

Por mucho que le fascinara laexplicación, Kessler seguía mostrándose

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escéptico ante Losinski:—Ahora bien, supongamos que tenga

usted razón y que Leonardo conocía dehecho un secreto universal, entoncessurge naturalmente la pregunta: ¿porquién fue iniciado y a quién confiaba asu vez el secreto?

Losinski fijó la vista al suelo.Callaba y parecía ofendido por lapregunta. Este Kessler parecía no seguircon la debida seriedad sus palabras.Finalmente contestó:

—No lo sé, yo no lo sé. Tal vez losaben otros. Hay grandes inteligenciasen cuya obra existen indicaciones quenadie sabe interpretar. Antes de

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Leonardo está Dante, después de élestán Shakespeare y Voltaire, sobre todoVoltaire, cuyo nombre, que se dio a símismo (él se llamaba Arouet), es unanagrama, como son anagramas ocultosel collar de Leonardo y larepresentación del arco de Tito. Las dosrepresentaciones y el nombre deVoltaire tienen en común que estáncompuestos de ocho letras. Estoy segurode que bajo el nombre de Voltaire seoculta una pista sobre su confidencia.He descompuesto el nombre en susletras intentando formar con ellaspalabras francesas, que, alineadas, denun sentido, me he pasado noches en

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ello… sin éxito.—Tal vez se equivoca usted con su

tesis. Tal vez detrás del nombre deVoltaire sólo se esconde un simplejuego de palabras.

—Sí, lo sé, algunos simplones venen el nombre de Voltaire un anagrama deAROVET L(e) J(eune), es decir, Arouetel Joven. Pero esta burda interpretaciónes indigna de un Voltaire. Un hombreque se cuenta entre las inteligencias másgrandes de la historia mundial no seoculta detrás de un inocente juego depalabras. Voltaire, si bien creía en Dioscomo origen del orden moral, estaba endesacuerdo con los misterios cristianos,

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sobre todo con la Iglesia católica. El serhumano, afirmaba, no necesita unasalvación divina y puso de vuelta ymedia los textos bíblicos. Esto es muyraro en un hombre de su tiempo, peroresulta comprensible partiendo de labase que conocía un secreto universal.¡Kessler, estoy seguro de que estababien informado cuando adoptó esteextraño nombre de Voltaire!

—Con permiso —objetó Kessler—,si le entiendo bien, ¿entonces Voltaireestá relacionado con este relieve delarco de Tito?

Losinski tomó la fotografía de lamano del cofrade y se la puso,

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provocador, ante la cara:—¿Qué ve usted en esta foto,

Kessler?—Legionarios romanos con su botín.—¿Y de qué botín se trata?—Veo una jofaina, tal vez de oro, un

cordero, una rama de árbol, un alce, unestandarte, un yugo de bueyes, un pato yuna espiga. ¿Qué hay de raro en ello?

—En el botín propiamente… nada,casi nada. Pero existe una pista, quedebe levantar sospechas a unobservador atento.

—¡El alce!—Exacto. En el país en que los

legionarios de Tito cogieron el botín hay

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los más diversos animales salvajes,pero ningún alce. Esta paradoja fueelegida, pues, intencionadamente por elautor del relieve para dar una pista deque detrás de la representación seesconde un mensaje secreto.

—Pero el emperador Tito debió dehaber aprobado el proyecto y haberdicho a su escultor: «No me acuerdo dehaber visto un alce en nuestro botín deguerra».

—Esto habría hecho sin duda,hermano, pero Tito no vio nunca el arcode triunfo que lleva su nombre. Fueconstruido después de su muerte por suhermano y sucesor Domiciano, y el

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joven tenía tales problemas, que lasparticularidades del monumento le erantan indiferentes como las palabras de losfilósofos romanos. Y los propiosromanos eran un pueblo necio. Sóloconocían su capital y todo lo que habíamás allá de sus fronteras loconsideraban exótico. Ni siquiera leshabría llamado la atención si sehubieran trasladado pingüinos en estebotín.

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5

Losinski y Kessler entretanto habíanllegado al extremo opuesto del Foro,pasando por delante de la curia y delarco de Septimio Severo, detrás del cualla Via Consolazione circunda elCapitolio. Kessler debió reprocharsedespués haber elegido precisamente estecamino para su conversación, aunque enrealidad fue idea de Losinski.

Desde la calle penetraba el ruido deltráfico, que molestaba las explicacionesde Losinski, pero excluía la posibilidadde oyentes indeseados. Así el polaco

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reanudó la charla y dijo:—En el séquito del emperador Tito

debieron haberse encontrado personasque se habían confrontado en el este conel nuevo movimiento cuyos activistas sellamaban cristianos. Para los romanos,estos christiani no eran sino seguidoresde una de las numerosas sectasprocedentes de Oriente; pero en torno alhombre que la había popularizadotrepaban tantos mitos y leyendas, que lagente afluía en tropel a la secta. Elhombre afirmaba seriamente ser hijo deun dios desconocido y dio pruebashaciendo cosas de las que ni siquiera losmagos se atrevían a jactarse: con su

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brujería sacó de cinco panes y dos pecescomida para cinco mil hombres, sincontar a las mujeres ni a los niños;convirtió el agua en vino y resucitó a losmuertos. Cuando los romanos locondenaron por blasfemo, fue muertopor los judíos, y luego sucedió algo quedesconcertó completamente a las gentesde aquella época. Los seguidores de estehombre afirmaron haber visto con suspropios ojos que su maestro habíaresucitado de entre los muertos.

—Alto, hermano —objetó Kessler—, habla usted como un hereje. Lo quehace no está bien.

La objeción enfureció a Losinski,

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que arrugó la frente y replicó:—Quizá debería escucharme hasta el

final, hermano, luego podrá opinarlibremente.

Ahora estaban a corta distancia unofrente a otro, casi como adversariosdispuestos a medir sus fuerzas, Losinskide cara al Foro, Kessler con la vista alCapitolio. Losinski miraba fríamente yseguro de vencer, Kessler crítico, peroinseguro por el talante científico delcoadjutor. En esta actitud comenzó denuevo:

—Sobre todo por el celo misionerode un constructor de tiendas de campañallamado Pablo, que nunca conoció a su

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maestro, el movimiento adquirió fuerteconcurrencia, de modo quepaulatinamente se convirtió en unaamenaza para los dioses oficiales deRoma. En todo el imperio se formaroncomunidades con seguidores de estasecta; no sólo en Palestina, en AsiaMenor y Grecia, incluso en Roma, eldomicilio de los dioses, tenían loscristianos sus adeptos. Sí, estas gentesposeían un celo misionero como ningunaotra religión había manifestado. Ypuesto que se aislaban de todo lo que nofuera su religión y practicaban ritosextraños en sus reuniones secretas,pronto fueron objeto de murmuración en

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todo el imperio romano. Su fanatismoera tan exagerado, que defendían suopinión preconcebida incluso frente apersonas que habían conocidodirectamente al hombre milagrero deNazaret. Y cuando vino una de estaspersonas y afirmó que lo de Jesús eramuy diferente, yo lo sé mejor que nadie,entonces amenazaron con lapidar a estehombre, que sólo huyendo pudo salvarsede la muerte. Huyó a Egipto y escribiótodo lo que había vivido.

—Dios mío —balbuceó Kessler ymiró la fotografía. Cada vez más cosasadquirían sentido de repente. No era taningenuo para creer que Losinski se lo

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había inventado. Si había conocido auna persona seria, ésta era el coadjutorde Polonia. Este hombre examinabacada asunto dos veces antes de darlo porválido. Kessler sospechaba que en elmomento siguiente se sacaría un as de lamanga, que a él, Kessler, lo dejaríamudo. Guardó silencio, pero su cabezaestaba a punto de estallar por la tensión.

Con una sonrisa de satisfacción en lacomisura de los labios, característica delos sádicos, gozaba Losinski delmomento antes de añadir finalmente:

—Lo que este hombre explicó, loescucharon otros maravillados; perosiempre que intentaban proclamarlo

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públicamente, eran acallados por loscristianos, que los expulsaban, losmataban o los intimidaban conamenazas. Por ello formaron unmovimiento secreto contra loscristianos, en el que participaronhombres significativos. Reconocieronque nada, ni la mentira ni la verdad,podía impedir la afluencia de gente auna secta que a causa de los recientesacontecimientos de la época se hallabaviento en popa. En consecuencia,codificaron de distinta manera lo quesabían para las futuras generaciones. Elartista que hizo los relieves del arco deTito, o bien era él mismo un activista de

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este contramovimiento, o bien fuesobornado para elegir precisamente estarepresentación sin conocer susignificado. Cuando Pío VII descubrió lasecuencia de palabras en el relieve,debió de sobresaltarse grandemente;pues en el archivo secreto del Vaticanose guarda un cofrecillo sellado por elPapa respectivo del que se dice quecada sucesor en la cátedra de Pedro sólopuede abrirlo una vez y después debecerrarlo y sellarlo de nuevo. Al parecer,los Papas que abrieron este cofrecillo sederrumbaron sin sentido comoalcanzados por un rayo o desde esemomento su carácter cambió de modo

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extraño…Como exorcizado, Kessler estaba

pendiente de los labios de Losinski. Viocómo dejaron de moverse, cómo su bocase torció en una mueca y un torrente desangre salía de su lengua, cómolentamente giraba sus ojos al cielo y, sinun sonido, doblaba sus rodillas como enuna película en cámara lenta. Al mismotiempo sintió Kessler un dolor agudo enel brazo derecho.

Sólo ahora penetraba en sus oídos elruido producido por un fusil automático.Provenía de la Via Consolazione,situada más arriba, donde él,tambaleándose, observó una motocicleta

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ocupada por dos hombres y unarefulgente boca de fuego. Luego quedóinconsciente.

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6

Cuando Kessler, sentado y apoyadoa una pared, volvió en sí, unosauxiliares sanitarios intentabancolocarle una venda en el brazo. Uno deellos, un joven de pelo corto, dijo quehabía tenido suerte de habersobrevivido, a aquel de allí —y en estoseñaló a Losinski que permanecía inerteen el suelo— le han dado de lleno. Untiro en la nuca.

Sólo horas más tarde comprendióKessler lo que este día había sucedidoen el Forum Romanum y que Losinski

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había sido víctima de un atentado, y sepreguntaba una y otra vez: ¿fueintencionado o casual que élsobreviviera?

Como siempre que la policía italianaanda a ciegas fue hallado en seguida unculpable. Detrás, se dijo, estaba la mafiay Kessler tuvo que someterse ainterminables interrogatorios, en los quesu condición clerical no le sirvió deayuda, pues, como se sabe, no pocasveces la sotana sirve de camuflaje a ladelincuencia organizada. Cuandofinalmente se comprobó la identidadeclesiástica de Kessler y el doctorStepan Losinski fue enterrado en el

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cementerio de los jesuitas, empezaronde nuevo los interrogatorios, porque unfuncionario de instrucción experto enlenguaje y escritura había constatado unasospechosa igualdad de nombre entreKessler y un Capo di tutti Capi, es decir,un jefe de jefes llamado BobbyCesslero, que era buscado desde hacíatres años mediante requisitorias sin quela policía poseyera una foto de él.Cesslero, apodado «il Naso» («elNarices»), dejó desde Italia pasando porFrancia hasta América un rastro dearomas detrás de él, puesto quefalsificaba los perfumes más caros delmundo y los vendía en cantidades

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industriales; pero qué aspecto teníaCesslero, nadie lo sabía.

Por ello pasaron dos semanas largashasta que pudiera descartarse estasospecha y Kessler se viera encondiciones de reanudar su trabajo. PeroKessler ya era otro. El atentado, del cualsólo le había quedado una cicatriz decuatro centímetros en el brazo, lo habíacambiado a él y a su forma de pensar.Más de una vez se sorprendía pensandocomo posiblemente hubiera pensadoLosinski, combinando nexos comoLosinski los pudiera haber combinado;sí, incluso notó, para sobresalto suyo,que sonreía irónicamente como Losinski

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cuando se discutían partes de texto delpergamino.

Naturalmente Kessler se preguntaba(una débil formulación parainterminables noches de insomnio) quiénpudo haber tenido interés de eliminar aLosinski, a él o a ambos, y entonces sedescubría a sí mismo como cómplice,como a uno que, para determinada gente,sabía demasiado, aunque sólo conocíaaún media verdad. En una de estasnoches de insomnio en la celda delconvento, sacó su chaqueta y una vezmás examinó el jirón parduzco en laparte de arriba de la manga derecha,desgarrado por el disparo, y una vez

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más le vino la idea de que debió ser unazar del destino haber sobrevivido. Entodo caso no era intención de los autoresdel atentado, pensaba él, y de elloinfería Kessler que debía andar conmucho cuidado…, un segundo intento nofallaría.

Kessler debía suponer que aquellosque pretendían atentar contra su vidasospechaban que había sido iniciado enel secreto por Losinski. ¿Quizás elconocimiento de toda la verdad no lehabría proporcionado ni un minuto másde tranquilidad? Kessler vivíaatormentado por las dudas de lo quepodía haber sucedido en las citas

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secretas del Campo dei Fiori. El creíafirmemente ahora que de ningún modoLosinski había cometido un pecadocontra el sexto mandamiento en aqueledificio, como sospechaba antes, sinoque más bien sus escapadas nocturnas aaquel barrio tan poco elegante estabanrelacionadas con esta historia.

Y mientras reflexionaba esto yacariciaba la manga desgarrada de lachaqueta, su mano percibió algo en elbolsillo interior de la americana… lafotografía de Losinski, doblada yplegada. Uno de los auxiliaressanitarios, en el Foro, probablemente sela metió en el bolsillo creyendo que era

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suya. Aunque la fotografía estabaarrugada como un bolso de la compra,se podían reconocer los detalles yKessler empezó instintivamente aescribir uno debajo de otro en una hojalos símbolos del botín de guerra,primero en su lengua materna, luego allado en latín.

Éste fue aproximadamente elresultado:

Jofaina BalneaCordero AgnusRama RamusAlce AlcesEstandarte Bellicum

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Yunta BigaePato AnasEspiga Spica

Luego leyó las iniciales de laspalabras latinas: BARABBAS.

—¡Gran Dios! —se le escapó aKessler. Con este nombre se topóprecisamente en un fragmento del textodel quinto evangelio: ¡Barabbas! Por laSantísima Trinidad, ¿qué misterio seocultaba detrás de este nombre?

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7

Al día siguiente en la Gregoriana,Kessler sólo estaba concentrado amedias en su trabajo. Desde el atentadoparecía distraído; aun cuando no queríaadmitirlo, tenía miedo.

Manzoni parecía cambiado desde lamuerte de Losinski. Cierto que nunca lehabía gustado el polaco, pero la moralcristiana imponía hablar de él con unsentimiento de compasión; sin embargoManzoni veía en el asesinato deLosinski más bien un problema deorganización relativo a la tarea del

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pergamino copto.A Kessler le pareció que Manzoni le

había entregado con toda intención unfragmento que casi no daba oportunidadde trabajarlo debido a su estadodefectuoso. No más grande que la palmade la mano, tenía tantos agujeros comoun pedazo de tela apolillada. Ni unapalabra se unía a la otra… una empresainútil.

Varias veces al día se encontrabanlas miradas de ambos hombres, sin queninguno dijera una palabra. Parecíacomo si hubiesen aceptado en silenciosu enemistad. Y mientras Kessler secontemplaba las manos, pensaba cómo

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podría coger a Manzoni. Manzoni, cuyoprincipal cometido era pasearse entrelas hileras de traductores como unmaestro de escuela y discutir aquí y allásobre algún pasaje del texto, reflejaba,cada vez que pasaba junto a Kessler,cierta alegría maliciosa en sus ojos, queno podía pasar inadvertida a los demásy a él le irritaba hasta en la sangre.

Y de repente —no había queridopero sin duda era una manifestación desu furor—, Kessler gritó por encima dedos o tres mesas a Manzoni:

—Diga, professore, ¿quién esrealmente este Barabbas?

En la sala se hizo un silencio de

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muerte. Todos los ojos se dirigieron aManzoni, quien, como si quisieraabalanzarse sobre el desvergonzadogritón, fue rápidamente con la cabezaroja al encuentro de Kessler, se inclinóy desconcertado miró fijamente elagujereado trozo de pergamino. Lapregunta pendía en la sala como unafrase blasfema de Karl Marx, aunqueKessler sólo había hecho una pregunta.

Primero examinó Manzoni elpergamino, luego la expresión de la carade Kessler, finalmente le ordenó:

—¡Muéstreme el pasaje! ¿Dónde seha tropezado con Barabbas?

Kessler reía irónicamente porque

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notaba que había tenido éxito con suprovocación y por ello retrasaba larespuesta. En esto comprendió queManzoni debía conocer al menos tanbien el texto que tenía ante sí, que lesorprendió la alusión al nombre. Kesslerse enfureció: ¿para qué entonces teníaque esforzarse con este fragmento?

—Le he preguntado algo, hermanoen Cristo —susurró Manzoni en vozbaja. La situación, sobre todo que elresto de los hermanos estuviese oyendo,le resultaba extremamente desagradable.Por esto se colocó muy cerca deKessler, para que éste hablara lo másbajo posible. Pero Kessler no se dejó

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amilanar y respondió en voz más alta delo necesario:

—Monsignore, primero le hice youna pregunta. ¿Por qué no contesta?

Evidentemente, el profeso no habíacontado con tanto desparpajo en la bocadel joven jesuita. Carraspeaba inseguroy miraba nervioso a su alrededor,después sacó un pañuelo blanco y lopasó por su cuello (un gesto que servíapara ganar tiempo).

—¿Barabbas? —dijo finalmente consimulada calma—. No entiendo supregunta, Barabbas es el autor de esteescrito. ¡Usted lo sabe!

Kessler no cedió:

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—Ésta no es mi pregunta,monsignore. Lo que quiero saber es:¿quién se oculta detrás de este nombre?

—Una pregunta que carecetotalmente de sentido —respondió elprofesor Manzoni insolente—, entoncespodría hacer también la pregunta: ¡quiénse esconde detrás del nombre de Pablo!

—¡Una pésima analogía! —gritóKessler—. No necesito hacer estapregunta porque ya ha sido contestada eninnumerables tratados teológicos.

Finalmente encontró Manzoni unaréplica para hacer callar a Kessler, dijo:

—Será nuestra misión investigarlo;¿por qué no acepta encargarse de ello,

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hermano en Cristo? —Manzoni rió y conél aquellos jesuitas que sabía de su parte—. Pero ahora le toca el turno a mipregunta —dijo Manzoni que habíarecobrado su aplomo—. ¿En qué lugartropezó usted con el nombre deBarabbas?

—En ningún caso aquí en esta hojaroída por los ratones —dijo Kessler—,tenía sólo un presentimiento…

—¿Un presentimiento? ¿Quésignifica que usted tenía unpresentimiento?

Kessler se encogió de hombros ytorció el rostro, pero no contestó, miró aManzoni y sonrió con suficiencia. Sí, se

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mostraba claramente indiferente ydesinteresado, y esto tenía que infundirmiedo a su adversario. Los ojos deManzoni se extraviaban nerviosos por lasala, como si buscase ayuda en otro,pero los demás se dedicaban conespecial solicitud al estudio de lostextos.

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8

A partir de aquel momento, un fosoprofundo de desconfianza separó aKessler y Manzoni, y Kesslerpropiamente tenía que haber esperadoque el profeso lo mandase a casa con laexcusa de que se negaba a colaborar; sinembargo, no sospechaba cuánto le temíaManzoni. Manzoni estaba convencido deque Kessler, gracias a Losinski, sabíamás de lo que admitía. Por esto habríasido estúpido excluir al joven alemán; alcontrario, el plan de Manzoni eraconfiar a Kessler tareas especiales para

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impedir que divulgara susconocimientos. Cada orden dispone deun montón de esas funciones especialesadecuadas para hacer desaparecer a unclérigo durante años, si no para siempre.

Kessler debió de haberlo intuido —y observando más objetivamente susituación tal propósito era evidente—,en todo caso obró con mucha prudenciay desplegó una actividaddesacostumbrada. Fracasó en el primerintento de sacar nuevas informaciones através de la herencia de Losinski.Aunque el superior del convento de SanIgnacio, un pequeño romano de peloblanco llamado Pío, le dio autorización

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para rebuscar bajo su vigilancia en lahabitación de Losinski (al fin y al cabohabían sido amigos), la celda delconvento ya había sido minuciosamenteregistrada —lo que el superior negó conindignación—, en cualquier casofaltaban todos los documentos y sobretodo la carpeta, que daban pistas sobrelas investigaciones. Incluso el saco conel calzado, con el que Losinski se habíarecreado más de la cuenta, habíadesaparecido.

Para Kessler, entre las huellas quehabía dejado Losinski, sólo había unaque prometía éxito: la casa cerca delCampo dei Fiori. Naturalmente debía

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contar con que sería observado paso porpaso. Por ello estableció un plan decómo podría sacudirse posiblesperseguidores. El plan era tan sencillocomo genial: exploró a pie uncomplicado trayecto desde San Ignacioal Campo dei Fiori, sin aproximarse aningún destino concreto; un día despuésmontó a última hora de la tarde unabicicleta que había pedido prestada alportero. Con ella iba más rápido entre elintenso tráfico romano que con cualquierotro medio de transporte.

Kessler desapareció con su bicicletapor la entrada tenebrosa y fría deledificio. Y mientras subía las escaleras

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anchas y gastadas hacia la vivienda quetan a menudo había visitado Losinski,pensaba en lo que le esperaba. No losabía, sólo seguía una sensación que ledecía que las frecuentes visitas a estacasa estaban de algún modorelacionadas con su descubrimiento. Nisiquiera sabía cómo conseguiría entrar,excepto con la indicación de que eraamigo de Losinski y había sobrevividomilagrosamente al atentado.

Al mismo tiempo le vino a lamemoria una conversación que hacíatiempo había mantenido con Manzoni.Trataron de Losinski y las palabras delprofeso resonaban todavía en su oído:

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debía tener cuidado con Losinski, puesaunque Losinski era un científicoextraordinario, en el fondo de sucorazón era un hereje, y Manzoni podíaimaginarse que Losinski traicionase anuestro Señor Jesús por treinta monedasde plata como Judas Iscariote.

Después de todo lo que habíaaveriguado de Losinski, estas palabrasadquirían otro peso. Parecía como siManzoni y Losinski se hubiesendiferenciado menos en el saber que en ladisposición de divulgar este saber. Elsilencio, en sí, no es ningún pecado, encualquier caso ninguno de los diezmandamientos lo prohíbe; sin embargo,

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la Iglesia ha conseguido pecar máscallando, que otros con palabrasmalvadas.

Sin detenerse apretó Kessler eltimbre que estaba junto a la puertapintada de blanco en el tercer piso. Enel interior se aproximaban pasos, lapuerta se abrió en un breve resquicio, yla cara ancha de un hombre asomó por laabertura:

—¿Qué quiere? ¿Quién es usted?—Mi nombre es Kessler. Soy un

amigo de Losinski —dijo Kessler en vozbaja. En este momento había olvidadotodo lo demás.

—Losinski no tenía amigos —

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replicó el hombre a través de la aberturade la puerta y se dispuso a cerrarla.

Entonces Kessler metió la mano ygritó encolerizado:

—¡Soy el hombre que debía serasesinado con él!

Durante un buen rato no sucediónada. Luego se abrió lentamente lapuerta y apareció la figura de un hombrerechoncho con una calva lisa. El hombrehizo un gesto con la mano invitándolo yKessler entró. Se quedó parado enmedio de la antesala con seis puertas entodas direcciones. El hombre rechonchose le acercó y antes de darse cuenta letiró del brazo. En el mismo momento se

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abrió una de las puertas y Kessler viouna mujer en silla de ruedas.

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Capítulo noveno

LAS MAZMORRAS DEINOCENCIO

Redescubiertas

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1

La conferencia de prensa semanal enla Sala d'Angeli del Vaticano terminabaaburrida como la mayoría de jueves. Nitan sólo cincuenta periodistas acudierona la invitación del padre MikosVilosevic, un clérigo yugoslavo quedirigía la oficina vaticana de prensa. Elresto de los corresponsales acreditadosen Roma sabía que Vilosevic nada teníaque decir, porque todo lo que ocurríadetrás de los muros leoninos estaba detodos modos bajo estricto secreto.

Así tampoco habría sido digna de

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mención esta conferencia de prensa, quetrataba de la posible canonización deuna monja sudamericana que pagó consu vida la labor social realizada durantesiete años en los suburbios de Río, siDesmond Brady, director de ladelegación en Roma de la emisoranorteamericana NBC y generalmentebien informado sobre los asuntosinternos del Vaticano, no hubieraformulado al final la pregunta:

—Padre, ¿qué hay de los rumoressegún los cuales Su Santidad estátrabajando en una nueva encíclica?

—No tengo conocimiento de ello. Losiento.

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—La encíclica debe llevar por títuloFides Evangelii —Brady no cedía.

La indicación alarmó a losperiodistas presentes. De nuevo parecíaconfirmarse que el americano de Atlantadisponía de los mejores contactos en elVaticano, que llegaban, así semurmuraba, hasta la antesala del Papa.

Vilosevic había confiado en borrardel mapa el asunto con una respuestabreve, pero ahora recibía la presión delresto de periodistas y no hacía buenpapel como defensor de su supuestaignorancia.

—Caballeros —dijo Vilosevic—,todos ustedes conocen el parecer de la

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Iglesia, según el cual las cuestionesrelativas a la doctrina católica sonasunto interno de la Iglesia y no de laopinión pública.

Esto dio pie a Cesare Bonato, de laagencia italiana de noticias ANSA, paragritar Chiachierone!, que quiere decirtanto como charlatán y que, de haberentendido Vilosevic la observación, lehabría costado una seria reprimenda;pero al insulto añadió la pregunta de siél, Vilosevic, quería indicar con elloque el asunto estaba sometido a secretopapal, lo que en el argot de la curiasignifica el grado máximo deconfidencialidad.

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Disgustado y con un deje de estarofendido, replicó el funcionariovaticano:

—No hay ninguna encíclica y porello no puede estar sometida a secretopapal. Gracias por su atención.

Con ello terminó propiamente elritual de la conferencia de prensasemanal en el Vaticano. Vilosevic y susdos asistentes, dos curas jóvenes, uno deRoma y otro veronés, se disponían aabandonar el pódium cubierto de blanco(en la Iglesia católica nada funciona sinpódium), cuando Bonato gritó fuerte, demodo que su voz no pasó inadvertida enel rumor general de voces:

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—Padre Vilosevic, ¿el hecho de quedesmienta usted una encíclica de SuSantidad no significa acaso que existe?

La formulación retorcida de Bonatodesató la risa, pero respondíaexactamente a la dicción que utilizan conpreferencia los funcionarios del Papa.Vilosevic conocía a Bonato y sabía queera experto en cuestiones eclesiásticas,cosa que sólo domina quien estuvo apunto de ser sacerdote antes de habercedido a la tentación en forma de mujer.Por esto Vilosevic fue presuroso alencuentro de Bonato con la esperanza depoder entablar cara a cara el siguientediálogo; sin embargo, apenas estuvieron

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uno frente al otro, fueron rodeados porlos demás periodistas como Jesús yFilipo ante la milagrosa multiplicaciónde los panes.

—¿Qué quiere decir con ello? —preguntó nervioso Vilosevic.

—Bueno sí —respondió Bonato conaquella amabilidad apropiada parainvertir la apariencia externa—, todossabemos que la política de ocultacióndel Vaticano es una forma especial devida y esto no hace nuestro trabajoprecisamente fácil.

—¡Les digo a ustedes todo lo que sé!—protestó Vilosevic, pero en sus ojosinseguros podía leerse que no estaba

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convencido de lo que decía.—… lo que le permiten decir —

corrigió Desmond Brady al padre—. Yno es mucho tras un muro de silencio.

En un momento cambió la atmósfera.Se extendió la irritación y el padre miróa sus asistentes en busca de ayuda; peroéstos no parecían menos desconcertadosde cómo debían afrontar la situación.Sobre todo les daba miedo Brady, unperiodista extremadamente crítico, queya una vez arremetió contra la políticade ocultación del Vaticano y afirmó queni los nazis ni los comunistasconsiguieron envolverse con un velo tangrueso de silencio como la curia

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romana. Pero los secretos no se puedenborrar del mundo, sólo se pueden callar,de modo que la afirmación de Brady nohalló eco en el interior de los murosleoninos, ni siquiera palabras deprotesta; se esfumó como el incienso enel Te Deum.

Vilosevic miró a Brady desafiante:—¿Qué quiere decir con ello?—Me he expresado muy claramente,

al contrario de usted, padre Vilosevic.Sin embargo —añadió con acentuadaamabilidad— mi reproche no vadirigido a usted personalmente, usted losabe, pero la Secretaría de Estado y elSanto Oficio quizá deberían recordar

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alguna vez en qué época vivimos.Cesare Bonato no se dio por

satisfecho e hizo una observación capazde poner colorados a los papistas:

—No sería la primera encíclica queno llega a los fieles a pesar de habersido escrita para ellos. Pienso sólo en elpapa Pío XI.

Esta observación alcanzó de lleno alpadre Vilosevic como el golpe de unboxeador, pero los periodistas le habíanrodeado; no tenía salida. El padre,Brady y la mayor parte del resto sabíana qué se refería Bonato: Pío XI preparóen 1938 una encíclica Humani GenerisUnitas, que nunca fue publicada. Las

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circunstancias por las que nunca sepublicó quedaron sin aclarar, sólo estáclaro que un decreto papal sobre el temadel racismo y el antisemitismo habríasido de enorme importancia en aquellaépoca.

Acosado de este modo, Vilosevic seconvirtió en agresor, atacó a Bonato:

—Quizá sus contactos en la curiason mejores que los míos. ¿Qué sabeusted de la nueva encíclica? Meinteresaría saberlo.

La observación supuestamenteirónica de Vilosevic iba dirigida adespertar la indignación de los demásperiodistas y se produjo un barullo

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durante el cual se pudo extraer quedesde hacía tiempo había insistentesrumores en torno a un pergamino reciéndescubierto de la época de Jesús deNazaret, cuya traducción era mantenidabajo llave por el Santo Oficio igual quelas profecías de Malaquías, cuyocontenido se conoce, pero que ningunapersona ordinaria había podido verdirectamente.

—¡Todo rumores! —gritó Vilosevicenfurecido y en la rabia se le hinchó unavena vertical de color oscuro en lafrente que le daba un aspecto casidiabólico.

—¡Díganme la fuente de su

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información, entonces con gustointercederé en su favor para obtener unadeclaración oficial!

Brady reía maliciosamente. Ningúnperiodista del mundo que tengainformación confidencial revela elnombre de su informador, pues estosignificaría el fin de esta fuente.También Bonato sólo tuvo para elportavoz de prensa del Vaticano unasonrisa conmiserativa. Sin embargo, estadiscusión surgida de paso puso derelieve que cada uno de los periodistaspresentes había oído sobre la extrañainquietud que desde hacía bastantetiempo se extendía por el Vaticano. Si

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bien cada uno sabía de oídas un motivodistinto. Un corresponsal español deradio habló de una enfermedad graveincurable de Su Santidad; el columnistadel Messagero sabía incluso que eltercer secreto de la profecía de Fátimase había cumplido de forma terrible (sindecir naturalmente la causa de eseterror); el corresponsal en Roma de DerSpiegel creía saber que el celibato seríaabolido este mismo año; y Larry Stonede News Week pretendía incluso saberque los obispos latinoamericanosabandonarían en masa la Iglesia, unaespeculación que, a pesar de la seriedadde Stone, fue acogida con una risotada.

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Vilosevic aprovechó la inesperadahilaridad para abandonar de prisa laSala d'Angeli, se recogió la sotana, unaactitud que parecía poco digna para unpadre, pero muy apropiada para darpasos más largos y, en consecuencia,aumentar la velocidad. En este porte seprecipitó por el largo corredor depiedra hasta la escalera de mármol queconduce al tercer piso del palacioapostólico, donde detrás de puertasblancas, todas cerradas por dentromenos una, residía el cardenalsecretario de Estado.

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2

Con Felici, el cardenal secretario deEstado, un anciano bondadoso de peloblanco corto y manos temblorosas —estaba desempeñando su función ya bajotres papas—, mantenía Vilosevic unarelación de plena confianza, se puededecir también que Vilosevic era suincondicional; pero estaincondicionalidad le deparaba al mismotiempo la enemistad del cardenalBerlinger, el director del Santo Oficio,que gobernaba los otros bienes alodialesen el interior del Vaticano. En Berlinger

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y Felici se juntaban la tierra y el fuego:Berlinger, el conservador, severo frentea toda novedad o renovación, y Felici,un cardenal liberal, progresista, que yaantes del último cónclave se le tenía porpapabile, pero al que, como solía élmismo decir, las sandalias del pescadorle venían un número grande.

Después que Vilosevic huboatravesado dos antesalas seguidas contapices en las paredes y escasomobiliario oscuro —padres vestidos denegro oficiaban sin excepción comosecretarias en el Vaticano—, haciendouna reverencia entró en la salaexcesivamente caldeada, donde Felici

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revisaba legajos de documentos ypapeles tras una mesa interminablementeamplia.

—¡Señor cardenal! —gritóVilosevic de lejos (Felici no tolerabaotro tratamiento que éste)—. Señorcardenal, tiene que hacer algo. Losperiodistas han oído campanas de algo.Ya no sé cómo amansarlos. Algunos deellos saben más que yo…, al menos ésaes mi impresión.

Con un gesto amable, el cardenalindicó al director de la oficina de prensauna silla tapizada en rojo con respaldoalto que estaba solitaria sobre unaenorme alfombra a una distancia

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conveniente de su escritorio.—Siempre una cosa detrás de otra

—ordenó Felici y luego usó unalocución que era objeto de burlas en elVaticano porque el viejo la empleaba encada conversación—: …¡y condistancia!

—Usted lo dice así, «con distancia»,y suena sencillo —se acalorabaVilosevic—, me han abordado cincuentaperiodistas acorralándome conaventurados rumores sobre una encíclicaque se está preparando y de granimportancia para la Iglesia.

Felici mostraba serenidad:—Cada encíclica es de importancia

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fundamental para la Santa Iglesiacatólica. ¿Por qué no ésta?

—¿Así que debemos contar ahoracon una encíclica? Primera pregunta:¿cuándo? Segunda pregunta: ¿quécontenido?

—No he dicho que se estépreparando una encíclica, padreVilosevic. Sólo he señalado que, si seestuviera preparando una encíclica,tendría la misma importanciafundamental que las demás publicadashasta ahora.

—¡Señor cardenal! —Vilosevic sedeslizaba inquieto a un lado y otro sobresu silla—. ¡Así no vamos a ninguna

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parte! Por Dios y todos los santos, tengoa mi cargo esta oficina de prensa, soy elportavoz del Vicario de Cristo, losperiodistas esperan con razón unaexplicación mía. Los gorriones pían enlos tejados que desde hace meses existeinquietud en el Vaticano, pero nadiesabe por qué, nadie habla de ello. ¡Noes extraño que corran los rumores!Ahora mismo tuve que oír que losobispos sudamericanos se proponen unabandono masivo de la Iglesia.

—¡Espero que lo haya desmentidoinmediatamente, Vilosevic!

—Nada he hecho. Callé ante lasafirmaciones absurdas y seguiré

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callando hasta que reciba unaexplicación de la máxima autoridad.¿Quién sabe? Tal vez hay algo deverdad en esta afirmación.

—¡Ridículo! —rezongó Felici y selevantó de su escritorio. Cruzó losbrazos en la espalda, se acercó a uno delos altos ventanales y miró a la plaza deSan Pedro, que en esta época estabasolitaria; incluso las figuras de mármolblanco en las columnatas de Bernini, quenormalmente resplandecían en el cielocomo antorchas en la noche, despedíanmelancolía.

—Gracias al Señor —empezóFelici, sin quitar la vista de la ventana

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—, gracias al Señor, que este asunto nome corresponde a mí, sino al directordel Santo Oficio, cardenal Berlinger.

Vilosevic podía ver de lado que lacara de Felici reflejaba cierta alegríamaliciosa cuando pronunció el nombre.Finalmente el cardenal se dirigió aVilosevic. Éste se levantó y, cuandoambos estuvieron muy cerca uno frente aotro, dijo Felici, reflexivo:

—Puesto que usted es mi amigo,quisiera comunicarle la verdad sobre elmotivo de la inquietud en el interior dela curia. Pero, hermano en Cristo, tieneque darme su palabra de que guardarásilencio… hasta que lleguen

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instrucciones superiores. Esta verdad esamarga para nuestra Iglesia y algunosque la conocen defienden el criterio deque no podría sobrevivir a estaverdad… de ahí la inquietud.

—Por Dios y todos los santos, ¿dequé se trata?

—Según parece, debemos admitirque Mateo, Marcos, Lucas y Juan no sonlos únicos evangelistas. Según parece,existe un quinto evangelio, el evangeliosegún Barabbas. Se encontró en unatumba copta y jesuitas de la Gregorianalo están traduciendo.

—¡No lo entiendo! —objetóVilosevic—. Un quinto evangelio

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significaría sólo un refuerzo para ladoctrina de la Santa Madre Iglesia.

—Sí, cierto, pero únicamente si eltexto apoya a los otros cuatro.

Vilosevic se volvió apocado:—¿Y no lo hace?El silencio de Felici adelantó la

respuesta.—Al contrario —replicó el cardenal

—, cubre las lagunas de los cuatroevangelios, basadas en que Mateo,Marcos, Lucas y Juan sólo conocían deoídas las cosas que escribieron. Encambio Barabbas, el autor del quintoevangelio, fue testigo presencial.Escribe como si hubiera conocido a

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nuestro Señor Jesús y en él numerosaspartes de la tradición neotestamentariase leen de forma muy distinta.

—¡Señor Jesús! —Vilosevic respiróprofundamente—. ¡Señor Jesús! —repitió y añadió—: ¿Quién es esteBarabbas?

—Ésta es la cuestión. Manzoni, de launiversidad papal, trabaja febrilmenteen ello. Ha reunido la mejor gente de suorden, pero, según afirma, los pasajesdecisivos referentes al autor delevangelio o están rotos o faltan. Antesde que fuera conocida su importancia, elpergamino fue vendido a trozos y esdifícil encontrar los fragmentos aislados

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y reunirlos de nuevo.—Pero —objetó inseguro Vilosevic

— hay ciertamente una serie deevangelios apócrifos, que todos elloshan demostrado ser falsos. ¿Quién diceque precisamente este evangelio seaverdadero?

—Tanto los científicos naturalescomo los científicos bíblicos llegan a lamisma conclusión: el texto es auténtico.

—¿Y cuál es su contenido?El cardenal volvió a la ventana y

miró afuera, pero no veía la plaza deSan Pedro ni las columnatas, miraba alvacío y contestó:

—No lo sé, sólo sé que la frase: «Tú

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eres Pedro, la piedra, y sobre estapiedra edificaré mi Iglesia» no apareceen todo el quinto evangelio. ¿Sabe ustedlo que esto significa, Vilosevic?, ¿losabe? —Felici alzó la voz y sus ojos sehumedecieron—: Esto significa que todoesto que nos rodea carece de sentido.¡Usted, yo y Su Santidad y trescientosmillones de personas han perdido su fe!

—¡Señor cardenal! —Vilosevic seacercó a Felici—. Señor cardenal,modérese, se lo ruego en nombre detodos los santos.

—¡Todos los santos! —replicóFelici amargamente—. También puedeolvidarlos.

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El padre se dejó caer en la silla yhundió la cabeza en las manos.Sencillamente no podía comprender loque el cardenal acababa de relatar.

—Tal vez entienda usted ahora,padre, la inquietud que agita a la curia—observó Felici.

Y Vilosevic contestó excusándose:—Yo no sabía nada de esto,

eminencia, no tenía idea.Entonces cortó irritado el cardenal:—¡Puede ahorrarse su «eminencia»,

oiga! Precisamente ahora…El padre asintió sumiso. Tras una

pausa que parecía interminable en la queFelici, inmóvil, miraba fijamente por la

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ventana, empezó Vilosevic, cauto:—Si me permite la pregunta, señor

cardenal, ¿cuántas personas conoceneste descubrimiento?

—Ésta no es la cuestión —replicó elcardenal—. El descubrimiento en sí esde conocimiento general, en todo casopor lo que respecta a la ciencia.Coptólogos y filólogos clásicos conocendesde hace tiempo el hallazgo de unpergamino cerca de Minia. Pero puestoque los ladrones de la tumba en cuyasmanos cayó el pergamino vendieron sutesoro a trozos para aumentar elbeneficio, ningún instituto científicopudo someter el pergamino a un análisis

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textual crítico. Sin embargo, a principiosde los años cincuenta, algún científicodebió haber levantado alguna sospecha;pues por esta época de repentediferentes personas mostraron interéspor el pergamino y empezaron acomprar fragmentos.

—¿Lo sabía la curia?—Uno de los compradores fue el

cardenal Berlinger, que está al frente delSanto Oficio. Envió emisarios con lamisión de adquirir cada trozo acualquier precio para los museosvaticanos. Ni esta misma gente sabía dequé trataba el pergamino; tenía sólo elencargo de conseguirlo, costase lo que

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costase.—¿Y tuvo éxito la misión?—Hasta cierto punto, padre.—Pero entonces esto significa…—… que Manzoni sólo dispone de

una parte considerable del quintoevangelio. —Y tras una pausa, observóel cardenal—: Sé lo que piensa ahora,padre. Lo leo en sus ojos, usted piensaque si el pergamino se hallaparcialmente en poder de la Iglesia,entonces la Iglesia podría hacerdesaparecer secretamente estepergamino o por lo menos aquellospasajes que constituyen un peligro paraella. ¡Esto piensa usted, padre!

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Vilosevic asintió. Se avergonzó ymurmuró:

—¡Dios me perdone!—No debe avergonzarse —replicó

Felici—, yo también tuve la misma ideay no soy el único miembro de la curiaque lo pensó cuando se enteró de ello.Sólo existe una dificultad.

—¿Una dificultad?Felici asintió con vehemencia:—Precisamente las partes más

importantes del pergamino no se hallanen poder de Manzoni. Berlinger noconsiguió comprar aquellos fragmentosen los que Barabbas narra su relacióncon nuestro Señor Jesús o en los que

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Jesús habla del futuro a sus discípulos.—Curioso —dijo Vilosevic

reflexivo—, ¡esto no puede ser casual!—Naturalmente que no —respondió

Felici—, seguro que no es casualidad.Vilosevic se levantó de un salto.—Así que hay otros que se interesan

por el quinto evangelio.—Su sospecha es correcta, padre.—¿Quieren chantajear a la Iglesia?

—Vilosevic se colocó junto a Felicifrente a la ventana. Adoptó la mismapostura que el cardenal.

—Es imaginable, pero hasta ahorano hay exigencias. Tampoco creo quealguien quiera ganar dinero con este

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asunto, creo más bien que pretendenhumillar a nuestra Santa Madre Iglesia.

—¡Dios mío! —gritó Vilosevicdesconcertado y en su perplejidad sesantiguó impetuosamente—. ¿Quiéntiene interés en atentar contra nuestraSanta Madre Iglesia?

El cardenal se encogió de hombros.—La gente de Berlinger ha

descubierto dos grupos. Ambos hacen laguerra a la Iglesia hasta la sangre,ambos son fanáticos, si bien por motivosdistintos, y ambos parecen tener no sólocopias de aquella quinta parte queManzini trabaja con los jesuitas; existenindicios de que incluso disponen de los

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fragmentos que faltan, de modo pues queestán en posesión de toda la verdad.

—¿Qué clase de gente es ésta?—Un grupo es una peligrosa orden

de élite, ajena a cualquier creencia ybajo el mando de un hermafroditadesquiciado que cree ser lareencarnación del cantor Orfeo. En elotro grupo, fundamentalistas islámicosse han propuesto infiltrarse en la SantaMadre Iglesia y ponerla de rodillas. Unacamarilla es tan peligrosa como la otra,pues ambas actúan con increíblefanatismo, los órficos (así se llama laorden) por petulancia intelectual, losfundamentalistas por conciencia de

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misión religiosa. Ambos partidosdisponen de una red de militantes y decentrales de mando distribuidos por elmundo, sobre los que nadie sabe conseguridad dónde se encuentran.

»Según dicen, los órficos dominanun monasterio en el norte de Grecia,mientras que los fundamentalistasislámicos son dirigidos desde el Ghumpérsico. El dinero no tiene importanciapara ellos; por ello no sólo adquirierontodos los fragmentos disponibles (amenudo por cantidades ridículas), sinoque compraron además a científicosimportantes y, si éstos no estabandispuestos a colaborar libremente,

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usaron la violencia, los secuestraron olos intimidaron con amenazas de muerte.

—¿Y esta gente está en condicionesde aprovechar el quinto evangelio demanera que pueda ser usado contra laIglesia?

—Padre, esto ni se pregunta.Algunos de los expertos más famosos enel campo de la coptología y de losestudios bíblicos que existen en elmundo desaparecieron el año pasado deun día para otro sin dejar rastro.Abandonaron su familia y su carrera.Esto no es casualidad. Tanto los órficoscomo los fundamentalistas islámicossueñan con dominar el mundo y el Islam

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nos ha enseñado que un libro con 114suras es capaz de transformar el mundo.Un libro, cuya extensión es casi lamisma que el Nuevo Testamento y quefue reconstruido con los medios másdiversos. Es dudoso que el Corán seescribiera ya en vida del profetaMahoma. La tradición asegura que lasnotas dispersas sólo fueron reunidaspocos años después de la muerte deMahoma. Se hallaron fragmentos deltexto en trozos de cuero, mesas depiedra, costados de palmeras, tablillasde madera, omóplatos de camellos ysobre pergamino. Esta gente no tendráninguna dificultad en reconstruir el

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quinto evangelio y emplearlo para susfines.

Vilosevic regresó a su sillameneando una y otra vez la cabeza.Luego preguntó:

—¿Y usted conoce el texto de esteevangelio de Barabbas?

—No —respondió el cardenal—,nadie conoce el texto completo; primero,porque sólo existe en fragmentos;segundo, porque el profesor Manzonimantiene bajo llave incluso estosfragmentos para que ningún traductor sepueda formar una idea del conjunto. Lahistoria enseña que a un jesuita se ledebe tratar siempre con desconfianza.

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El padre se mostró irritado por laspalabras del cardenal secretario deEstado y en otra oportunidad no sehabría privado de responderle, pero enesta situación un debate sobre lafidelidad de la Compañía de Jesús a laIglesia era secundario.

—¿Por qué, pues, tanto temor ante elquinto evangelio —preguntó inseguro—,si todavía nadie ha leído el texto?

—Manzoni lo ha leído —replicóFelici—, conoce gran parte de él,Berlinger conoce pasajes y yo también.

El cardenal, que hasta ahora habíahablado con la vista hacia la ventana,empezó a caminar arriba y abajo por la

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amplia sala. Estaba sumamente nerviosocuando añadió:

—Los cuatro evangelistas nombran alos fieles cristianos ochoacontecimientos como fundamento de sufe: Jesús fue engendrado por el EspírituSanto / nació de la Virgen María / sufrióbajo Poncio Pilato / fue crucificado /murió / fue sepultado / al tercer díaresucitó / subió a los cielos.

—¡Señor cardenal! ¿A qué vieneesta retahíla?

Felici se dirigió a la silla dondeestaba sentado Vilosevic. Lo agarró delbrazo, lo agitó como para despertar aalguien que está dormido y gritó con voz

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alterada:—¡Porque este Barabbas desmiente

todos estos acontecimientos! ¿Sabeusted lo que esto significa, padre? ¿Losabe?

Vilosevic asintió.

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3

De la antesala penetró un embrollode voces y al poco tiempo apareció elsecretario en la puerta anunciando lapresencia de su eminencia el directordel Santo Oficio, cardenal Berlinger.Todavía no había acabado de hablar,cuando Berlinger, vestido de rojo,seguido de tres monseñores enondeantes sotanas, tomó por asalto lasala y, antes de dirigir la palabra aFelici, examinó a Vilosevic que estabapresente con una mirada despreciativacomo si quisiera decirle: esfúmese, pero

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rápido. Vilosevic hizo también ademánde alejarse, pero el cardenal secretariode Estado se le adelantó diciendo:

—Quédese tranquilo aquí, padre —y, dirigiéndose a Berlinger—: estáinformado de todo. No tiene que hablarcon pelos en la lengua.

Berlinger levantó las cejas paraindicar que desaprobaba esta decisión,pero no había tiempo para discutir. SiBerlinger había recorrido el largocamino desde la piazza del Sant'Uffizio,situada más allá de las columnatas,donde gobernaba en un edificio másparecido a un ministerio de defensa quea la autoridad eclesiástica para

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cuestiones de fe, entonces debía teneruna razón concluyente. Sobre todo dabaa su aparición un relieve todavía mayorla compañía de tres monseñores de suadministración, que Berlingeracostumbraba a llamar sólocongregación, una forma abreviada deCongregatio Romanae et UniversalisInquisitionis, tal como fue fundada bajoPablo III hace cuatrocientos años paracombatir al protestantismo.

Los monseñores, alisándosecuidadosamente la sotana como tresdamas presumidas, tomaron asiento enuna hilera de sillas que estaban en laparte opuesta de la ventana. Lo mismo

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hizo Vilosevic. Entonces tomó lapalabra Berlinger con su desagradablevoz chillona:

—La paja no se detiene siquiera antelos muros leoninos —gritó lleno deindignación. Como siempre su modo dehablar necesitaba intérprete; puesBerlinger tenía la costumbre de hablaren palabras y comparaciones bíblicas,lo que dio oportunidad al presidente delTribunal Supremo de la SignaturaApostólica, cardenal Agostini, deobservar irónicamente que el NuevoTestamento tenía sin duda suscualidades, pero lingüísticamente eramejor Berlinger.

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Como paja aludía Berlinger a toda lagente que no seguía la verdadera fe,aunque no se preguntaba qué debíaentenderse por la fe verdadera.Berlinger informó que la guardia suizahabía detenido a un bribón, quedisfrazado de sacerdote se introdujo enel archivo secreto del Vaticano e intentópenetrar en la riserva, la secciónreservada, cuyo contenido sólo puedeser conocido por el Papa. Se dejóencerrar de noche y durante este tiempoprobó de forzar la cerradura que cierrael acceso sagrado a los secretos de lacristiandad. No obstante, la obra dehierro de la época de Pío VII se le

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resistió al intruso hasta que unosguardias, alertados por el ruido queprovocaba, apresaron al falso clérigo;ahora surgía la pregunta sobre quién eraese hombre y qué motivo lo empujó aactuar así. Sin embargo el hombrecallaba. Parecía ser alemán.

—Me temo… empezó Felici.—Yo creo… —le cortó la palabra

Berlinger—, ambos tememos lo mismo.Parece que existe una relación entre laintrusión y, horribile dictu, el quintoevangelio.

Felici asintió:—Esto pensaba yo. ¿Quién es este

hombre y dónde se encuentra ahora?

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Berlinger miró a un lado como si sesintiera inhibido de seguir hablando.

—Me gustaría hablarle a solas —dijo en voz baja.

Felici y Berlinger se levantaron, sefueron junto a la ventana de enfrente yjuntaron sus cabezas. Berlingermurmuró:

—¿Conoce usted las mazmorras deInocencio X, situadas debajo del CortileOttagono?

—Las he oído nombrar. Se dice queInocencio las hizo construir por influjode su cuñada Olimpia Maidalchini parahacer callar a la familia de su antecesorMoffeo Barberini.

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—Lo ha expresado de formaexquisita, eminencia, realmenteexquisita. —Berlinger reía para susadentros.

—Por lo que sé, ¡hace tres siglosque las mazmorras están tapiadas!

—Ya, pero esto no significa queestas mazmorras no se pudiesen abrir encaso necesario.

Felici dio un paso atrás, se santiguófugazmente y gritó, de modo que todos lopudieron oír:

—Berlinger, no querrá decir quemandó abrir la mazmorra para…

Entonces Berlinger se aproximó a sucofrade en el cargo y le apretó la boca

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con la palma de la mano:—¡Pssst! —dijo—. In nomine

Domini, calle usted, eminencia.—¡Está usted loco! —regañó Felici

ahora en voz baja—. ¿Quiere emparedarvivo al intruso?

—Ya está hecho —susurró Berlinger—. ¿O quiere usted entregarlo a lapolicía de Roma para que seainterrogado y explique por qué penetróen el archivo secreto del Vaticano?¿Quiere usted asumir laresponsabilidad?

Felici juntó las manos y miró alsuelo, como si quisiera rezar, pero elshock era muy fuerte, asedió a

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Berlinger:—¿Quién conoce la historia?—Tres en esta sala, además de

nosotros. —Echó una mirada a losmonsignori, que éstos sin embargo nodevolvieron. Tenían la vista fija en elsuelo, expresamente ajenos—. Y Gianni,que realizó el trabajo de albañilería —añadió el cardenal.

—¿Quién es Gianni?—Nuestro factótum, un hombre

piadoso y bonachón que hace cualquiertrabajo que se le ordene.

—Pero más pronto o más tarde seirá de la lengua y explicará qué clase detrabajo tan cruel le fue encargado.

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Berlinger meneó la cabeza:—Esto sabrá impedirlo Dios nuestro

Señor.—¿Qué quiere decir con esto, señor

cardenal?—Gianni es sordomudo.—¡Se hará entender de otra manera!—Nadie le creerá. Todos saben que

el hombre está loco.Felici caminó vacilante hasta su

escritorio. Se dejó caer en su silla ysacó un gran pañuelo blanco de sumanga, luego se lo pasó por su cara roja.Los demás veían cómo meneaba lacabeza desconcertado, como si nopudiera, no quisiera, comprender lo que

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acababa de oír. Finalmente, se levantóde un brinco, se acercó a Berlinger, queseguía junto a la ventana y rugió comonunca se había oído de él:

—Berlinger, mándeme a ese Gianni.Que lleve consigo sus herramientas.¡Nos encontraremos en cinco minutosante las mazmorras de Inocencio!

Berlinger nunca había sido objeto detal bramido, ni siquiera en el seminariode Ratisbona. Se asustó de muerte por lainesperada potencia vocal de Felici; aúnquería decir algo, pero el cardenalsecretario de Estado se puso frente a ély gritó:

—Y rece a Dios para que el

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delincuente aún esté con vida.De paso, mientras alejaba de sí a

Berlinger, como si éste fuera el acusado,dijo:

—Creía que la Inquisición habíasuspendido su actividad en el siglopasado.

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4

El rostro del hombre que aparecía enel agujero de la pared no mostrabaemoción alguna. Guiñando ambos ojosmiraba fijamente la luz deslumbradorade la linterna con que Felici iluminabael trabajo del sordomudo Gianni.Probablemente ya se había resignado amorir y la inesperada acción de rescatedebió parecerle un sueño. Vilosevicechaba una mano al sordomudo.Berlinger y los tres monsignori delSanto Oficio estaban aparte. Ningunodecía palabra. Cuando el agujero de la

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tapia fue lo bastante grande para poderpasar, se adelantó Felici y extendió lamano al preso. Sólo ahora se dio cuentade que el hombre estaba con las manosatadas. Felici echó una mirada aBerlinger, pero éste desvió la vista a unlado.

Poco a poco el preso parecíacomprender que el cardenal habíavenido para liberarlo. Por su rostro sedeslizó una sonrisa incrédula, casiturbada y, mientras se esforzaba porpasar a través del agujero de la pared,balbuceó:

—Yo… yo quiero explicarlo todo.—¡De pronto quiere explicarlo todo!

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—gritó Berlinger malicioso desde elfondo.

Felici hizo un gesto involuntario conla mano y replicó:

—Más le valdría callarse, señorcardenal, pues no existe justificaciónpara su comportamiento.

—¡Exijo un interrogatorio ex officio!—babeaba Berlinger. ¡Tiene que revelarquiénes lo inspiraron, quiero nombres,exijo un esclarecimiento total!

El preso repitió su afirmación:—¡Quiero explicarlo todo!Entonces Felici quitó las esposas al

hombre y los tres monsignori locondujeron por escaleras y pasillos, en

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los que podían estar seguros de noencontrar a nadie, hasta el Santo Oficio.

El interrogatorio en el segundo pisodel edificio situado en la piazza delSant'Uffizio convenía a la Inquisición,como cada encuentro secreto de más dedos purpurados en el Vaticano.Berlinger había convocado, bajo secretopapal, a media docena de dignatariosque se ocupaban del quinto evangelio(secreto que siempre se decreta en casosespecialmente explosivos, como el casode una monja del círculo inmediato deSu Santidad que, presa de éxtasisreligioso, se recogía las faldas ycomenzaba a elevarse libremente del

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suelo, un caso para los exorcistas,porque, como dicen los científicosnaturalistas, es contra natura y porconsiguiente producido por losdemonios).

Detrás de una mesa larga y estrechaestaban sentados los tres monsignori, elcardenal secretario de Estado Felici, elpresidente del Tribunal Supremo de laSignatura Apostólica cardenal Agostini,el director del archivo secreto papalmonsignore della Croce, el director delSanto Oficio cardenal Berlinger,monsignore Pasquale, secretario privadode Su Santidad, el profesor Manzoni dela Universidad papal, Vilosevic,

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director de la oficina de prensa delVaticano, y un prelado que dirigía elprotocolo. Sobre la mesa había doscirios largos y delgados encendidos. Enfrente había tomado asiento el acusado.Como en todas las salas de laadministración vaticana olía, pormotivos incomprensibles, a encerado.

Tras la llamada al Espíritu Santo,que precede cada actuación del SantoOficio, comenzó Berlinger con vozaguda y cortante:

—¡Diga su nombre!—Mi nombre es profesor doctor

Werner Guthmann.—¿Alemán?

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—Sí. Soy profesor de coptología.Murmullo entre los purpurados.—¡No lo hice por propia voluntad!

—protestó Guthmann.Berlinger extendió el dedo índice

señalando al acusado:—¡Hable sólo cuando se le

pregunte! ¿Qué buscaba en el archivosecreto del Papa?

—¡Una prueba!—Una prueba ¿de qué?—Una prueba de que la Iglesia

conocía el evangelio de Barabbas desdehace siglos.

Los cardenales, monsignori y padresmostraron evidente inquietud, se movían

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en sus sillas como mártires sobre lasbrasas ardientes. Berlinger echó a Feliciuna mirada furtiva, como si quisieradecir: ¿no lo supuse? No somos losúnicos que conocemos el quintoevangelio. Luego preguntó a Guthmann:

—¿Así usted cree saber que en elarchivo secreto del Papa se guarda unquinto evangelio que la Iglesia mantienebajo llave?

Guthmann se encogió de hombros:—Esto se sospecha; cierto es sólo

que en el archivo secreto se guarda unaprueba.

Monsignore della Croce, directordel archivo secreto, se inclinó intrigado

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sobre la mesa y dijo inquiriendo:—Se le ha encontrado una cámara,

pero el carrete estaba vacío.—Sí —respondió Guthmann—, a

quienes me hicieron el encargo leshabría bastado con obtener unafotografía de la prueba.

—¿Y en qué consiste la prueba?—En un relieve del arco de Tito,

que, cuando se reconoció suimportancia, fue retirado por el papa PíoVIL

Manzoni se inclinó hacia Berlinger yle susurró algo que los demás noentendieron. Luego continuó:

—Díganos quiénes son sus

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inspiradores. ¡Y no se atreva a mentir!—¡No lo hice por propia voluntad!

—repitió Guthmann—. Me drogaronpara hacerme dócil. Una mujer, Helena,fue su instrumento sin querer.Amenazaron con matarme si revelabauna sola palabra sobre quiénes mehabían mandado. —Guthmann se levantóde un brinco—: Confesaré toda laverdad, pero, se lo ruego, protéjanme.El Vaticano es el único lugar del mundoen el que puede sentirse seguro alguienque haya fallado a los ojos de losórficos.

—¿Órficos, dijo usted? —preguntóFelici.

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Guthmann asintió impetuosamente.—Los órficos son una orden secreta

que se ha propuesto como meta dominarel mundo y su primer objetivo eseliminar a la Iglesia…

—Gracias, gracias, profesor —frenóFelici al acusado—, ya lo sabemos.

Guthmann miró interrogativo alcardenal, pero Berlinger se adelantó aFelici en su respuesta.

—¿Acaso creía que se enfrentabacon débiles mentales en el Vaticano?

Los demás sonrieron con sapiencia yorgullo. Sólo Manzoni se quedó serio,estaba lívido.

—Hacía tiempo que yo lo

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sospechaba —observó en el largosilencio—, con Losinski teníamos uninfiltrado. —Luego dirigiéndose aGuthmann—: ¿Usted conocía al padreLosinski, el jesuita polaco?

—¿Losinski? —Guthmann intentabarecordar—: No conozco a ningúnLosinski y mucho menos jesuita; pero noquiere decir nada. Yo llevaba pocotiempo viviendo con los órficos.

—Esto es una constataciónsorprendente —replicó Berlinger,mientras guiñaba los ojos de manera quesólo quedaba una raya—, si tenemos encuenta la responsabilidad que supone lamisión que le confiaron.

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—Lo sé. Pero yo sólo era untapagujeros, si se quiere, pues el hombreque originariamente debía realizar estamisión dio la espalda a la orden y estoes pena de muerte a los ojos de losórficos. Oí que había muerto de uninfarto en un manicomio de París. Perono lo creo. Sé que los hombres connombres mitológicos pisan cadáveres ysin duda yo mismo figuro en su listamacabra.

Felici intervino:—¿Cómo se llamaba el hombre?—Vossius. Era profesor de literatura

comparada e indirectamente a través delos diarios de Miguel Ángel se encontró

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con el secreto de Barabbas.—¿Y existen otros miembros de la

orden que se ocupen del quintoevangelio?

—¡Cómo puedo saberlo! —respondió Guthmann—. Es una norma delos órficos que ninguno sepa en quétrabaja el otro. Esto fomenta el estímulo,créanlo. Cada uno debe sentirsecontrolado por el otro, un sistemadiabólico de personas diabólicas.

—Una cosa no tengo clara —objetóFelici—. Si los órficos persiguen elobjetivo de destruir a nuestra SantaMadre Iglesia y si conocen el quintoevangelio mejor que nosotros, los

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hombres de la curia, ¿por qué hastaahora no han hecho ningún uso de ello?

—Se lo diré, señor cardenal. Existeuna razón concluyente para ello.

Berlinger se impacientó:—¡Hable ya de una vez, en nombre

de Dios!—En el pergamino cuyos fragmentos

fueron dispersados por todo el mundo,existe un solo pasaje en el que elevangelista revela su identidad. Yprecisamente esta parte no está en poderde los órficos.

—¡Deo gratias! —exclamó entredientes monsignore della Croce, unaobservación impropia de él, según le

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pareció a Berlinger, pues demostrabaque el director del archivo secreto delPapa no tenía idea del asunto. Berlingerlevantó sus delgadas cejas, echó unamirada despreciativa al monsignore ysusurró:

—¡Si tacuisses! —una forma dehablar nada extraña en la curia, a pesarde su origen pagano. Luego dijodirigiéndose a Guthmann—: Pero losórficos saben dónde se encuentra estedocumento y no han cesado en susintentos por obtenerlo.

—Así es, señor cardenal —respondió Guthmann.

—¿Y con éxito?

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Guthmann miraba al suelo. Sentíaconjuntamente las miradas de loscardenales y de los monsignori. En laamplia sala desnuda reinaba un silencioexpectante, cuando respondió:

—Lo siento, pero no estoy encondiciones de decirlo. El original sehallaba en posesión de una alemana queprobablemente intentaba sacar el mayordinero posible. Ni siquiera conocía elcontenido del pergamino; pero cuantamás gente se interesaba por él, tanto másobstinada se volvía ella. Últimamenteme la encontré en la fortaleza de laorden de los órficos, donde pretendíaestar enterada de todo, del quinto

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evangelio, de Barabbas, de todo.—¿Lo cree posible? —preguntó

Berlinger, inquieto.—No puedo imaginármelo. ¿De

dónde habría sacado ella estainformación?

—¿Su nombre?—Anne von Seydlitz.

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5

Guthmann fue conducido a una salaalejada, una especie de archivo, en laque se apilaban miles de actas sobreasuntos contrarios a la doctrina católica:procesos contra la transgresión ydesprecio de los mandamientos de laIglesia, herejías, blasfemias e intentosde reforma desautorizados, que fueronperseguidos con la proscripción o laexcomunión como el movimiento de loscataros y los valdenses. Guthmann eravigilado por dos guardias suizos, aunqueni en sueños pensaba escapar.

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Mientras tanto, la Congregación delSanto Oficio deliberaba sobre lo quedebía ocurrir a partir de esta nuevasituación y sobre ello defendían losseñores cardenales y monsignori lasopiniones más dispares, que, comotambién todo el interrogatorio, fueronrecogidas ex officio en el protocolo ycada uno hablaba según su particularentender.

Para Felici, el viejo, había llegadoel fin de la Iglesia, sin esperanza.Comparó Roma con la meretriz deBabilonia y citó el Apocalipsis de SanJuan, donde el ángel con voz potentegrita: «Cayó, cayó la gran ciudad.

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Quedó transformada en guarida dedemonios, en asilo de toda clase deespíritus impuros, en refugio de avesimpuras y asquerosas». Ya no veíaninguna oportunidad para la SantaMadre Iglesia.

El cardenal Agostini, el juezsupremo de la curia, no quiso adherirseen absoluto a esta opinión. La Iglesia,arguyó con razón, superó crisis muchomayores que ésta. Contestó a la Reformadel doctor Lutero con unaContrarreforma y superó épocas en quedos papas en sedes distintas combatíanpor el poder y cada uno inculpaba alotro de ser el diablo. ¿Por qué no debía

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superar esta crisis?El cardenal Berlinger se mostró de

acuerdo con él, con la salvedad de quela curia no debía dejar que pasaranlibremente las cosas y esperar lo que seavecina. Sino que debía tomar más bienla iniciativa y luchar por su continuidad,es decir, debía intentar por todos losmedios apoderarse del fragmentoherético de pergamino.

Frente a él, el director del archivosecreto, monsignore della Croce, dio enpensar si el texto del quinto evangelioque ya se encontraba en circulación noera ya lo bastante destructivo para ladoctrina de la Santa Madre Iglesia, de

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modo que cualquier esfuerzo estaríadesde un principio condenado alfracaso.

Sólo uno se reservó la opinión yguardó obstinado silencio: el profesorManzoni de la Gregoriana. Tenía lavista fija en la reluciente mesa y parecíaestar muy lejos con sus pensamientos.

A la pregunta de Berlinger sobre siSu Santidad estaba informado con todaamplitud y cómo encaraba el problema,monsignore Pasquale dio a entender queSu Santidad había recibido lasinformaciones por boca del cardenalsecretario de Estado con granconsternación y con idéntica humildad,

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lo que debido a su salud delicada eramuy preocupante. Su Santidad desdehacía bastante tiempo se negaba a tomaralimento y su médico personal procedióa la alimentación artificial a través detransfusiones. Habla raras veces y,cuando lo hace, habla bajito, comopudieron comprobar los señores por símismos en los últimos días. Su estadopsíquico debe ser calificado dedepresivo. En este estado depresivo SuSantidad ha decidido convocar unconcilio…

Vilosevic tosió nervioso.Berlinger se levantó de un brinco.

Miraba fijamente a Pasquale como si

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hubiera revelado una confidenciaterrible, luego se dirigió al cardenalsecretario de Estado y preguntó en vozbaja:

—Eminencia, ¿lo sabía usted?Felici asintió mudo y miró confuso a

un lado.Entonces Berlinger empezó a echar

pestes y su voz desagradable resonabaestridente en la sala:

—Supongo que ya lo saben todos,los vigilantes de los museos vaticanos,los sacristanes de San Pedro y losalumnos de prácticas del OsservatoreRomano, sólo el director del SantoOficio lo ignora.

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—Todavía no es oficial en absoluto—intentó Felici apaciguar al cardenal—, yo mismo me enteré solamente enuna charla confidencial con el SantoPadre.

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6

Berlinger se repantigó sobre la silla,apoyó el codo derecho sobre la mesa yapretó el puño cerrado contra la frente.En su cerebro estaba todo revuelto, sinembargo el sentimiento dominante erafuror. Había esperado que en unasituación como ésta, que caíadirectamente bajo su jurisdicción,hubiese sido informado el primero delpropósito del Papa, él y no el cardenalsecretario de Estado.

Durante varios minutos flamearonsus pensamientos en torno a este

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problema y tampoco los demáspresentes se atrevieron a molestar ladolorosa ira de Berlinger. Finalmenteéste interrumpió el silencio paralizante,después de haberse restregado los ojoscon el pulpejo de la mano derecha:

—¿Y cuál es el objetivo de esteconcilio? —Miró a Felici, exigente,como si quisiera decir: tú conoces larespuesta, seguro que Su Santidad te hahablado de ello.

Felici miró inseguro a su alrededorpor si alguien le podía quitar de encimala respuesta, pero nadie reaccionó, demodo que el cardenal contestó:

—No se habló de ello; pero si Su

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Santidad a tenor de la situación haconvocado un concilio, entonces… —Seatragantó.

—¿Entonces? —enganchó Berlinger.Todos los ojos estaban dirigidos aFelici.

—Entonces sólo puede tratarse de unconcilio que tenga por objetivo ladisolución de la Santa Madre Iglesia.

—Miserere nobis.—¡Luzifer!—¡Penitentiam agite!—¡Fuge!, ¡idiota!—¡Hereje!—¡Dios se apiade de nosotros,

pobres pecadores!

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Como una jaula llena de locosvociferaban cardenales y monsignorirevueltos, no reconocían, en vista delamenazador final, ni amigo ni enemigo,sólo gritaban y reñían unos contra otrosde modo obsceno, sin motivo aparente.

El motivo quedaba oculto en susalmas y en su entendimiento, quesencillamente no estaba preparado paraesta confidencia y las consecuencias quecabía esperar. Su mundo, en el queocupaban lugares privilegiados,amenazaba con derrumbarse. Ni siquieraun santo estaría a la altura de una talsituación, mucho menos un monsignore.

Poco a poco fue calmándose el

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griterío, que más parecía de una tabernaen el Trastevere que del Santo Oficio yuno tras otro entraron de nuevo en razón.Se avergonzaban frente a ellos mismos ynadie se atrevía a reanudar el diálogo,aunque habría habido mucho que deciren vista de la derrota. Pero cuando lostiempos eran malos para la Iglesia,siempre hubo en el Vaticano másenemigos que servidores de Dios.

—Tal vez —empezó uno de losmonsignori del séquito de Berlinger—,tal vez el Señor nos envió esta prueba,tal vez lo quiso así, igual que fueratraicionado en el huerto de Getsemaní.Tal vez quiere castigarnos por nuestro

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orgullo.El cardenal le cortó la palabra:—¡Qué va, orgullo! Tonterías. Yo no

conozco el orgullo, ni Felici, niAgostini.

El monsignore meneaba la cabeza.—No me refiero al orgullo

individual, pienso en la altanería de lainstitución. Nuestra Santa Madre Iglesiahabla desde siempre con unaomnipotencia que infunde miedo alcristiano devoto. ¿No nos enseñóhumildad el Señor? La palabra poder nosalió ni una sola vez de sus labios.

En los demás las palabras sencillasdel monsignore impulsaron a la

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reflexión. Sólo Berlinger, que,resignado, acababa de echarse sobre laoscura mesa como un borracho, se irguióy tomó una postura amenazante:

—Sabe usted, hermano en Cristo —acotó con voz de falsete en un tonodespectivo—, una observación comoésta puede hacer que su caso sea tratadoante la Congregación.

Entonces el monsignore alzó la voz yel agitado murmullo que su réplicalevantó permitía sospechar que jamás enla vida había hablado con un cardenal enese tono.

—Señor cardenal —dijo—, pareceno haber comprendido todavía que ha

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pasado el tiempo en que los quepensaban de otro modo eran quemadosen la hoguera. Tendrá que aceptar en elfuturo otras ideas distintas de la suya.

Los otros dos monsignori hicierondesaparecer con la rapidez del rayo susmanos en las amplias mangas, un actoque se parece curiosamente a ladesaparición del polluelo bajo lasplumas de la clueca, y buscaronprobablemente protección en esta actitudporque temían el castigo del cardenal;pero para su sorpresa no sucedió nada.Berlinger parecía perplejo de que unmonsignore se atreviese a tratar de estaforma provocadora al director del Santo

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Oficio.Agostini, por razón de su cargo

acostumbrado a conciliar disputasintelectuales, intentó alisar las olaslanzando en el debate:

—Señores míos, los combatesparticulares no sirven a nadie.Necesitaremos cada alma en la luchacontra nuestros enemigos… si quedatodavía alguna oportunidad.

—¿Oportunidad? —El cardenalsecretario de Estado soltó una risaamarga, sonó extravagante en boca deloctogenario.

Agostini se dirigió a Felici:—Eminenza, ¿no cree ya en nuestra

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oportunidad?El interrogado torció los ojos como

si se burlase de esta pregunta:—¡Cuando ya suenan las trompetas

que anuncian el juicio final, noconseguirán ustedes aplazar la cita,hermanos en Cristo!

Durante la discusión, uno habíallamado la atención por su silencio, eljesuita profesor Manzoni. Estocontradecía su talante; pero su reservaestaba motivada menos por conmoción oconfusión que por conocer la situaciónmejor que los demás y por haberadoptado una determinación diabólica.En todo caso siguió la discusión con

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cierta indiferencia, de ordinario máspropia de un filósofo. Si los cardenalesy los monsignori no hubieran estado tanexcitados y en aquel ambiente dedebacle, entonces sin duda habríannotado que Manzoni se burlaba engeneral del griterío de sus cofrades.

Manzoni sonrió también cuando elcardenal Berlinger, con una ingenuidadconmovedora, propuso, en vista de lagrave situación, si no deberían traer aquídesde la lejana Apulia al capuchinomilagrero padre Pío, un hombre conpoderes taumatúrgicos y el don de labilocación. El padre Pío llevaba desdehacía años las llagas de nuestro Señor,

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así que no era inferior a San Franciscode Asís; al contrario, mientras queFrancisco se rodeaba de animales yentendía su lengua, Pío lucha de nochecontra la mayor bestia, el diablo, ysiempre se le encuentra por la mañanaen su celda gritando y bañado en sangrecomo un guerrero después de una cruelbatalla.

Detrás de Barabbas, el autor deaquel quinto evangelio, sólo uno podíaesconderse: Lucifer. Tal vez le seríadado al padre de Apulia vencer a esteLucifer y a su maldito quinto evangelio,dijo el cardenal.

—¡Dios mío! —comentó Felici el

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razonamiento de su colega en el cargo.No dijo más.

A lo que replicó furioso Berlinger:—Señor cardenal, si se muestra

escéptico frente a la realidad de losobrenatural, entonces niega también laexistencia del demonio, y si niega aLucifer, entonces, permítame laadvertencia, se halla fuera de estanuestra Santa Madre Iglesia.

Entonces se levantó de un brinco elviejo Felici, quería abalanzarse sobreBerlinger por encima de Agostini, peroantes de que sucediera, Agostini, ungigante de hombre, se levantó y apartó aun lado los gallos de pelea. Mientras

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Felici se santiguaba y juntaba las manos,Berlinger dedicaba un tiempo infinito aabrocharse dos botones de la sotana quehabían saltado con la excitación.

Manzoni se levantó ceremonioso ydijo:

—Así, hermanos míos, noavanzamos. Pero denme cuatro o cincodías de tiempo. Tal vez el problema seresuelva por sí mismo.

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Capítulo décimo

VIA BAULLARI 33Crepuscular

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1

Con los primeros rayos tibios delsol de febrero, suelen colocar mesas ysillas en la calle ante el café George Ven los Campos Elíseos y la gente estásentada con abrigo y ve pasar laanimación multicolor de París Revue.Era febrero, pero no había tantosclientes como habitualmente; hombresque intentaban representar lo que noeran y muchachas que intentaban ocultarlo que eran. Fumaban cigarrillos ysorbían café, y de vez en cuando unodedicaba a otro una mirada o ensayaba

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una sonrisa convulsiva.El día antes Anne von Seydlitz había

llegado a París para buscar a Kleiber.Él no había contestado al teléfono;aunque lo intentó varias veces, sólo lerespondía un hombre en un idiomadesconocido, que no entendía. Ahoraestaba sentada en el café George V yobservaba al camarero en su largodelantal blanco, que estaba limpiandocon fervor el gran cristal que debíaproteger a los clientes del ruido de lacalle.

Inmediatamente después de sullegada, se personó en la vivienda deKleiber en la avenue Verdun, entre el

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canal Saint Martin y la gare de l'Est,aunque allí sólo encontró a treshombres, unos tipos bastante tenebrosos,que únicamente hablaban árabe o persay la invitaron con abundancia de gestosa entrar, invitación que prefirió noaceptar, después que al pronunciar elnombre de Kleiber ellos sólo seencogieran de hombros sin comprender.

Sus pensamientos se perdían de unlado para otro y, aunque cada vez veíamás claro que algo no cuadraba en estasituación, estaba desconcertada, pero noinhibida.

Para ello había vivido demasiadascosas recientemente. El recelo de Anne

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surgió ya en Bari, donde no existía elhotel Castello indicado por Kleiber. Sehabían visto por última vez en Elasson,en donde sus caminos se separaron.¡Dios mío, que no le haya pasado nada!¡De verdad quería a ese Kleiber!

Anne von Seydlitz sacó de su bolsode mano dos monedas, las dejó sobre lamesa redonda de cristal y se fue. Habíavisto una cabina telefónica y buscabamonedas en el bolsillo de su abrigo. Ellistín telefónico de la cabina estaba,como en todas partes, deshojado, peroencontró en seguida el número quebuscaba: Redacción París Match, ruéPierre-Charon 51. Poco antes de

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producirse la comunicación, Annecolgó. Abandonó la cabina de teléfono yllamó a un taxi.

—Rué Pierre-Charon —dijo altaxista por la ventanilla y se sentó en elasiento trasero.

El amable portero de la casaeditorial, un francés con bigote y ojosalegres, la informó, a su ruego de hablarcon monsieur Adrián Kleiber, que elmonsieur no trabajaba en París Matchdesde hacía tres años, tal vez cuatro.Anne no se dejó desanimar. Los pasadosmeses le habían enseñado mucho, sobretodo cierta obstinación. Así que rogó alportero que la anunciase al director de

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la revista… ¿cómo era su nombre? Sí,Déruchette. De parte de una amiga deKleiber, de Alemania.

Después de una larga llamadatelefónica, durante la cual el portero laexaminaba de arriba abajo con la vista,le indicó el camino del ascensor y lenombró el número de la habitación 504.La secretaria recibió a Anne con lamisma cara de menosprecio que elportero; cortésmente, pero bastante fríainvitó a la visitante a pasar al despachodel director.

Déruchette se distinguía en primerlugar por colgarle un cigarrillo de lacomisura izquierda de la boca, que sólo

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se quitaba en casos de extremanecesidad. Uno de estos casos parecióser el saludo a la enigmática dama deAlemania, en todo caso pescó la colillade la boca con los dedos índice y pulgarde la mano izquierda, tendió su derechaa Anne y la invitó a sentarse en el sofáde cuero negro.

—Es por Kleiber —dijo Anne vonSeydlitz—, somos amigos, amigos dejuventud, ¿entiende?, nos hemos vistopor última vez hace siete días. Lesorprenderá si le digo que estaba enGrecia, pues usted cree seguramente queAdrián Kleiber se halla en algún otrolugar. Pero Kleiber fue secuestrado y

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pudimos escapar. Queríamosencontrarnos en Bari, pero Kleiber novino. Ahora estoy preocupada. En sucasa viven gentes totalmente extrañas.¿Tiene usted señales de vida deKleiber? ¿Sabe usted dónde seencuentra?

El director, que había seguido congran interés las palabras de Anne,empezó a chupar nervioso de su colillaechando el humo por la nariz.

—Ya sé —empezó Anne de nuevo—que esto suena a locura y estoy dispuestaa contarle todos los detalles de nuestraodisea, pero, por favor, dígame: ¿dóndeestá Kleiber?

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Déruchette seguía sin responder.Empezó a encender ceremonioso unnuevo cigarrillo con la colilla y, cuandohubo terminado el procedimiento,levantó la vista y preguntó a su vez:

—¿Cuándo dice usted que vio aKleiber por última vez?

—Hoy hace una semana, en unpueblecito del norte de Grecia llamadoElasson. Desde entonces no tengo ningúnrastro de él. Me temo que sussecuestradores lo hayan secuestrado porsegunda vez.

—¿Está usted segura?Anne habría preferido darle unos

cachetazos en la cara a esta persona

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antipática. Tenía la impresión de que nocreía ninguna palabra de lo que ellaestaba diciendo y retrasaba sádicamentela información. Habría podido llorar derabia, pero se dio fuerzas y replicóamistosamente:

—Estoy incluso absolutamentesegura. ¿Por qué lo pregunta?

Déruchette se quitó el cigarrillo dela comisura de la boca y Anne vio enello una señal infalible para unarespuesta muy importante. Finalmente, éldijo:

—Porque hace cinco años queAdrián Kleiber está muerto.

Hay momentos en que el

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entendimiento se resiste a comprender larealidad y reacciona de modoincompatible con los hechos. En lacabeza de Anne todo estaba revuelto.Retazos de recuerdos y pensamientos secruzaban, se reproducían rápidamente enteorías absurdas, crecían hasta loincomprensible y estallaban comopompas de jabón, dejando la espuma deuna profunda perplejidad. Y así empezóAnne von Seydlitz a reírse a carcajadas;un ataque de risa agitaba su cuerpo; selevantó de un salto, chillaba y reíaahogadamente y seguía con los ojos aDéruchette, que se dirigió a unaestantería adosada a la pared, donde

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estaban apilados los números antiguosde París Match.

Déruchette sacó una revista, la abrióy la sostuvo ante la cara de Anne, quetodavía no se había calmado.

—¿Acaso no hablamos de esteAdrián Kleiber? —preguntó dudandodebido a la reacción de la visitante.

Anne fijó la vista en un retrato engran formato de Adrián. Abajo en mediapágina, un cadáver en estado horrible,cuya mano izquierda sostenía unacámara tiroteada, y entre ambasfotografías, un pie de foto: «El reporterode París Match Adrián Kleiber, muertoen la guerra de Argelia».

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Lanzando un grito Anne se dejó caeren el sofá, apretaba los puños cerradoscontra la boca y miraba fijamente alsuelo. Déruchette, que hasta ahora no sehabía tomado muy en serio la visita, semostró compasivo, apagó su cigarrilloapretándolo, tomó asiento junto a Annevon Seydlitz y dijo:

—¿Realmente lo ignoraba, madame?Anne meneó la cabeza:—Hasta hace un minuto habría

jurado que nos habíamos visto hace unasemana. Estuvimos juntos en América,lo liberé en Grecia de la prisión de sussecuestradores. ¿Quién, por la voluntaddel cielo, era aquel hombre?

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—Un bribón, madame. No existeotra explicación.

Luego (esto no lo dijo, sólo lopensó), luego me acosté con un bribón.¿Quién era aquel hombre?

Déruchette mostró un interés sincero.Tal vez olfateaba una historiaextraordinaria, en cualquier caso ofrecióa Anne su ayuda para esclarecer elasunto y dijo:

—Supongo, madame, que se halla enuna situación personal incómoda. Quizásufrió un duro golpe del destino y seencontraba en una depresión. Estassituaciones son las que, con preferencia,suelen aprovechar los pícaros; pues una

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persona en estado anormal pierde sucapacidad crítica. Quiero decir quesería imaginable que usted en una deestas situaciones excepcionales hubiesereconocido como tal a un hombre que seacercó a usted afirmando que eraKleiber.

—No nos habíamos visto desdehacía diecisiete años —dijo Annedisculpándose—, pero tenía la mismaapariencia física que Kleiber. EraKleiber.

—¡No puede haberlo sido, madame!—replicó impetuosamente Déruchetteponiendo la mano en la página abiertade la revista—. ¡Tiene que resignarse!

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Anne miró al director a la cara. Elhombre, al que hacía unos momentosquería dar unos cachetazos, ganaba pormomentos en simpatía.

—¡Usted seguramente creyó: ahíviene una loca, y probablemente sigueopinando lo mismo, monsieur!

—¡De ninguna manera! —replicóDéruchette—. La vida se compone delocuras. De esto vive nuestra revista. Heaprendido a manejarlas y mi experienciaes que si se investiga a fondo estaslocuras, se ve que no lo son tanto comoal principio parecía, que sólo son elresultado de un proceso lógico.

Las palabras del director hicieron

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reflexionar a Anne von Seydlitz. Habríapreferido contarle toda la historia; peroluego le vino a la mente que Déruchettepara ella era un hombre completamenteextraño y con su exceso de confianza ibaa cometer el mismo fallo que habíacometido con Kleiber. Por esto dejó queel hombre creyera que se trataba de unahistoria amorosa, nada más, y lasiguiente pregunta confirmó queDéruchette no se imaginaba otra cosa:

—Usted debe aclararse, señora, aquién amó, a Kleiber o a la persona deldesconocido. La cuestión de si se puedeamar a un ser en la persona de otro hasido tratada por muchos poetas y

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siempre con resultado negativo; peroesto no debe en absoluto influir en sudecisión.

En este momento Anne von Seydlitzno podía decir por quién se sentíaatraída. ¿Amaba a Kleiber o al hombreque se hacía pasar por Kleiber? Peroesta pregunta se le antojaba menosimportante que la inesperada situaciónque surgía por el hecho de que Kleiberno era Kleiber.

¿Para quién trabajaba el falsoKleiber? ¿Había simulado sólo elsecuestro y en realidad estaba alservicio de los órficos? Su desapariciónsin dejar rastro lo indicaba. Cierto es

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que este falso Kleiber le robó elpergamino y todas las copias. Anne nosabía siquiera en qué consignaautomática él había guardado losdocumentos. Le tenía confianza.

Ciertamente, a veces se habíasorprendido de las respuestas curiosasque daba Kleiber a sus preguntas, peroluego se había dicho que siete años sonmucho tiempo y en tanto tiempo muchascosas se olvidan.

—¿Y usted no tiene idea de dónde sepueda encontrar el falso Kleiber,madame?

—Tenía una vivienda en la avenueVerdun. Pero ahora viven allí unos

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árabes.—¡Kleiber en la avenue Verdun! —

Déruchette rió—. ¡Nunca en la vidahabría vivido Kleiber en el Canal SaintMartin! Kleiber era un hombre quellevaba camisas hechas a medida porYves St. Laurent y usaba maletas deLouis Vuittron; vivía en un apartamentodel bulevar Haussmann, uno de loslugares más elegantes de París. ¿Quéquiere hacer ahora?

Anne von Seydlitz revolvió en subolso y sacó un sobre de fósforos. Abrióla solapa y lo entregó a Déruchette. Enel interior, escrito fugazmente a mano,podía leerse: Via Baullari 33 (Campo

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dei Fiori).—No sé si esto es importante —

observó Anne—, pero en una situacióntan desesperada uno se agarra a cosasfútiles. «Kleiber» no sabe que yo tengoeste sobre de fósforos. Se le cayó delbolsillo junto con su pañuelo. ¿Le dice austed algo esta dirección?Evidentemente, italiana. Pero Italia esgrande.

Déruchette examinó el escrito ydevolvió el sobre a Anne:

—Sólo conozco un Campo dei Fioriy está en Roma. ¿Tenía Kleiber, quierodecir el falso Kleiber, contactos conItalia?

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—No lo sé —replicó Anne—, peropor determinados motivos lo creo muyposible. —Junto con esta respuestaAnne se dio cuenta de que estabaconfiando demasiado en Déruchette y, sino quería correr el riesgo de irse de lalengua, era ya hora de despedirse.

—Monsieur —dijo cortésmente—,espero no haberle robado demasiado desu valioso tiempo. Le agradezco muchosu ayuda.

—¡Pero se lo ruego, madame! —Déruchette se esforzó seriamente poraparentar buenos modales—. Si dealguna manera puedo ayudarla en algo,llámeme. Por lo demás, tengo curiosidad

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personal por conocer el desenlace de suhistoria.

Delante del edificio de la editorial,rue Pierre-Charon 55, Anne von Seydlitzrespiró profundamente. ¿Debía rendirse?No, pensó, esto empeoraría las cosas.En su incertidumbre nunca encontraría lapaz. Sobre todo, pensaba, su vida novalía un céntimo, puesto que el falsoKleiber había desaparecido junto con elpergamino. Se le tendería una trampa ydisimuladamente se la eliminaría como aVossius y a todos los demás queconocían el secreto.

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2

Tomó la decisión rápido. Al díasiguiente Anne von Seydlitz viajó aRoma, donde se alojó en un pequeñohotel de la Via Cavour cerca de laStazione Termini. Allí también se leconfirmó que en el Campo dei Fiorihabía una Via Baullari, pero, advirtió elportero levantando el dedo índice, no esaconsejable para una señora decentedejarse ver por allí en hora tardía, ydiciendo esto giró los ojos al cielo…vaya a saber lo que con ello queríaindicar. De día, opinó, era sin embargo

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un lugar como cualquier otro.Esta revelación permitió a Anne von

Seydlitz echar primero una buenadormida.

En Roma estos días reinaba una granagitación. Duraba desde el 25 dediciembre, desde que el cardenal Felicileyera en el pórtico de la basílica delVaticano la bula Humanae salutis, con laque el Papa convocaba un concilio. Enel transcurso del día unos preladosrepitieron este acto en las tresprincipales basílicas de Roma. La curiahabía envuelto en silencio la fecha y,sobre todo, las causas del concilio, loque dio pie a numerosas especulaciones.

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La importancia que daba la curia aeste concilio se desprendía de lasinformaciones de los periódicos, segúnlas cuales su preparación se habíaconfiado a 829 personas, entre ellas 60cardenales, 5 patriarcas orientales, 120arzobispos, 219 miembros del clerosecular, 281 miembros de órdenesreligiosas, de ellos 18 superioresgenerales.

Días antes, exactamente el viernes 2de febrero, el Papa anunció lainauguración del concilio para el 11 deoctubre.

Parecía enfermo y confuso, sin lasonrisa que antes le caracterizaba. Y

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cuando una semana más tarde se publicóel escrito papal Sacrae laudis, queexhortaba al clero a leer el breviariocomo oración expiatoria para elconcilio, entonces llegaron los primerosperiodistas para averiguar de primerafuente qué se podía esperar del próximoconcilio. Sin embargo la curia callabacomo las piedras del muro leonino.

Días más tarde, era un jueves, Annedio al portero la dirección de «ViaBaullari», rogándole que, si a últimahora de la noche no había regresado,avisase a la policía. En el taxi fue por lavia Nazionale hacia la piazza Venezia,donde el tráfico se colapsó emitiendo un

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concierto de bocinazos ensordecedor,siguió hacia el Corso Vittorio Emanuele,llamado sencillamente Corso por losromanos, hasta la altura del PalazzoBraschi. Allí, indicó el taxista,desembocaba la via Baullari en elCorso.

Después que Anne hubo cruzado elCorso (cruzar una calle principalconstituye en Roma una aventura) giróen la Via Baullari y en seguida encontróel edificio de pisos número 33. Quién oqué esperaba encontrar aquí no lo sabíaAnne von Seydlitz a ciencia cierta; perono pensaba ceder por ello. Tal vez seaferraba a la esperanza de hallar aquí a

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Kleiber, el falso Kleiber, pues todavíano veía claro qué sentimiento era en ellamás fuerte, la rabia contra él o laatracción por esta persona. En todo casono se trataba de reconquistar elpergamino, Anne sólo quería claridad.

Nunca hubiera creído que, apretandoel timbre de la puerta en el tercer pisodel edificio de Via Baullari 33, losacontecimientos se precipitasen de talmodo que de pronto todas las vivenciasdesconcertantes y tenebrosas de losúltimos meses se alinearían en unasecuencia lógica. Sobre todo no hubieracreído nunca que la solución del asuntosería tan clara y sencilla.

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El hombre que abrió la puerta eraDonat.

—¿Usted? —dijo él con un dejealargado de voz, aunque sinsobresaltarse por la aparición de Anne.

Por el contrario Anne von Seydlitzno emitió durante un rato ningún sonido.Sus pensamientos estaban tan fijos enKleiber, el falso Kleiber, que necesitóun buen rato para recobrar la palabra.

—Debo confesar —dijo entonces—que no esperaba encontrarle a ustedaquí.

Donat hizo un gesto con la mano enseñal de disculpa y replicó:

—Siempre predije que un día

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aparecería usted por aquí, debido a suterquedad. ¡Lo sabía!

Anne miró a Donat, inquisitiva.—Sabe usted —empezó a explicar

Donat—, para conseguir nuestropropósito la hemos estado observandocontinuamente.

—¿Nosotros? ¿Quiénes nosotros?—En todo caso nosotros no somos la

gente que usted sospecha que está detrásde todo esto. ¿Pero no quiere pasar?

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3

Anne von Seydlitz entró y fueconducida a una sala sombría con unalarga mesa de conferencias en el centrorodeada de una docena de sillas pasadasde moda. Dos ventanas altas daban a unpatio interior, de modo que de todosmodos no podía entrar mucha luz; peroaun así las celosías estaban bajadas. Elparquet vetusto crujía de formarepelente y excepto la mesa y las sillasno había otro mobiliario, de modo quecada ruido en la sala semivacía ibaacompañado de un pequeño eco.

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—Le diré de antemano —empezóDonat después de haber tomado asiento— que el pergamino está en nuestropoder. Pero no tenga miedo, laindemnizaremos correctamente, por lomenos tan bien como lo habrían hecholos órficos.

Todo sonaba sobrio, casi comercial,y Donat hablaba con una amabilidad queno tenía nada en común con la tenebrosaconfusión de antes. Como si hubieraadivinado sus pensamientos, dijo Donatde repente:

—Estábamos muy presionados y elpergamino es para nuestros amigosrealmente de capital importancia.

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Cambiará el mundo, de ello estoyseguro, y por ello tuvimos que aplicarmétodos extraordinarios paraconseguirlo. Lo mismo hicieron tambiénlos otros.

—Perdone usted —interrumpióAnne, que seguía intranquila el discursode Donat—, no entiendo una palabra delo que dice. ¿Quiénes son propiamentetodos los que andan detrás delpergamino?

Donat esbozó una sonrisa desuficiencia y contestó:

—Bueno, por un lado están losórficos, con los que tuvo usted unarelación desagradable. Creo que sobre

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ellos no necesito perder ningunapalabra. Luego está un segundo grupo,que con gran despliegue se esforzó porapoderarse del pergamino. Son losjesuitas y agentes del Vaticano. Y luegoexiste un tercer grupo. Lucha en nombrede Alá, el Altísimo, contra los infieles yposeedores de escritos, como se dice enel Corán. Llegará el día en que todos losinfieles desearán ser musulmanes.

Mientras Donat hablaba, la vista deAnne se posó en un disco redondo concaracteres árabes en la pared opuesta.Examinó críticamente a Donat, pues ensu mente se levantó una sospecha.Aunque todo vibraba en ella, se esforzó

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por poner cara de póquer:—De algún modo —dijo reservada

— todo esto me parece grotesco. Cadagrupo dice actuar en nombre delAltísimo y al mismo tiempo noretroceden ante el homicidio ni elasesinato.

—Permítame —objetó Donat—, ahíexiste una gran diferencia. El dios de losórficos es el saber todopoderoso. Eldios de los cristianos es un lacayo de lacuria, es decir, los verdaderos dioses dela Iglesia son los señores prelados,monsignori y cardenales de la curia.Sólo hay un dios verdadero, que es Aláy Mahoma su profeta.

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—¡Pero también el Islam prohíbematar!

—El Corán dice textualmente: Nomatéis a ninguna persona, pues Dios loha prohibido… a menos que sea ennombre de una causa justa. La búsquedadel pergamino era una causa justa, talvez la más justa de todas. Finalmentedice el Profeta: luchad contra losinfieles. Sólo se los puede vencer consus propias armas. Su arma máspeligrosa es la escritura y esta escrituradebe sustituir ahora en vosotros el golpemortal.

El odio y el fanatismo con quehablaba Donat motivaron a Anne von

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Seydlitz a preguntar:—¿Es usted…?—Sí —la cortó Donat—, soy

musulmán. ¿Quería preguntar esto, no?—Esto quería preguntar —repitió

Anne y añadió—: Pero hay algo a esterespecto que me interesa: ¿en qué sefundamenta su profundo odio contra lainstitución de la Iglesia?

Donat llevaba una chaqueta ligera,alisada. De su bolsillo sacó una cartera.La abrió con cierta devoción, como seabre un libro muy valioso, y sacó unafotografía. La puso delante de Annesobre la mesa. La foto mostraba unmonje en hábito benedictino o

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franciscano: Donat. Donat callaba.Éste era, pues, el motivo. Desde el

principio, desde que se encontró coneste hombre por primera vez, le llamó laatención que tuviera algo de clerical. Elhábito no sólo cambia la indumentaria,sino también el rostro. ¿Pero qué cosallevó a Donat a colgar los hábitos?

—El motivo fue una mujer —empezó Donat a relatar por sí mismo—,el motivo fue Hanna Luise, más tarde mimujer.

De pronto todo estaba de nuevoalineado ante ella, como una hilera deimágenes vivientes; el accidente deGuido, la enigmática mujer en su

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automóvil. ¿Qué tenía que ver conGuido?

—Entonces no pude decirle toda laverdad —continuó Donat—, de todasmaneras no me habría creído y unaverdad a medias le habría infundido másdesconfianza. Pero para mí sólo habíaun objetivo: el pergamino, ¿entiende?

Anne no entendía nada y, aunquetenía la impresión de que Donat seesforzaba francamente por aclarárselotodo, los nexos se le ocultaban.

—¿Quién era la mujer en el cochesiniestrado de mi marido? —preguntóapremiante y luego algo insegura añadió—: ¿Está vivo Guido?

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—Su marido está muerto, señora vonSeydlitz. Lo que sucedió respecto a sumarido difunto en Schebernack va acuenta de los órficos. Queríandestrozarle los nervios, pensaban queasí obtendrían más fácilmente elpergamino. Y con referencia a la mujerque estaba en el coche de su marido,aunque llevaba los documentos deidentidad de mi mujer, no era mi mujer.

—¿Entonces quién?—No lo sé. Sólo sé que debió ser

una agente de los órficos; pues losórficos estaban en posesión de losdocumentos personales de mi mujer.

En la cabeza de Anne todo andaba

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revuelto.—Permítame la pregunta —preguntó

Anne disculpándose—, ¿su esposa estáinválida en una silla de ruedas? ¿Qué,por los cielos, tiene que ver su esposacon los órficos?

Donat reflexionó brevemente, luegose levantó y dijo:

—Mejor será que Hanna misma selo cuente. ¡Venga!

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4

Por un pasillo con muchas puertas atodos lados, Donat condujo a la visitantea una segunda escalera estrecha de laque, un piso más abajo, un pasillo bajo,mal iluminado, llevaba a un edificiotrasero con muchas ventanitas y unnúmero igual de salas. Aquí dominabauna peculiar atmósfera de oficina. Anneoía el teclear de una máquina de escribiry de un télex.

—Oficialmente —remarcó Donat—esto es un centro islámico de cultura,pero en realidad desde hace tres años no

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nos ocupamos sino del quinto evangelio.—Al final del pasillo, Donat abrió unapuerta y la invitó a pasar con un gesto dela mano.

La sala estaba bien iluminada. Anteuna mesa que alcanzaba las cuatroparedes estaba sentada Hanna LuiseDonat en su silla de ruedas. También lamujer parecía menos sorprendida de loque la inesperada presencia de Annehubiera permitido suponer. Se mostróextremadamente cordial y Anne notó queante ella tenía pegadas sobre la mesacopias del pergamino completo,cincuenta o sesenta fragmentosalineados. Indicó con la barbilla uno de

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los trozos desgarrados:—Y este fragmento, el último de la

hilera, tal vez le resulte conocido. No,no es un original, sólo una copia detrabajo. El original está en una cajafuerte y lo llevaremos a un sitio dondeesté realmente seguro.

Naturalmente reconoció Anne vonSeydlitz de nuevo su fragmento. Estuvo apunto de decir: ¿y para esto tanto lío?Pero se contuvo.

Donat explicó a su mujer que habíainformado a la visitante, ya sabía de quése trataba, pero que sobre todo a laseñora von Seydlitz le interesaba saberqué mujer estaba en el automóvil de su

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marido y cómo consiguió apoderarse delos documentos de ella.

La mujer en la silla de ruedas desvióla vista y miró a Anne:

—Usted debe saber que soy deprofesión filóloga clásica y arqueólogay he trabajado para el ComitéInternational de Papyrologie deBruselas. En un congreso en Bruselasnos encontramos por primera vez, elbenedictino Donat y yo. Y así ocurrióque nos enamoramos. Nuestras visitas acongresos se hacían más frecuentes,pues al principio eran para nosotros laúnica posibilidad de encontrarnos. Alprincipio los dos pensábamos que el

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enamoramiento sería pasajero, perosucedió al contrario, del enamoramientosurgió el amor. La situación nos abocó aserios conflictos de conciencia. Donatpidió dispensa a la curia. Primero lacuria no respondió en absoluto, despuésde un año llegó la advertencia de que, sino lo podía dejar en seguida, le erapermitido pecar, pero no se le podíadispensar del celibato. Con otraspalabras: la Iglesia toleraba que unmonje mantuviera una relación secreta,pero no le permitía reconocerlopúblicamente ni casarse con la mujer.Entonces sólo vi una salida, desaparecerde un día para otro de la vida de Donat.

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Acertó a acercarse a mí en un congresoen Munich un señor bien vestido. Sellamaba Thales.

—¿Thales? —Anne se sobresaltó.Intuía los nexos.

—Thales explicó que dirigía uninstituto en Grecia y buscaba un expertoen pergaminos y papirología y meofreció unos honorariosdesvergonzadamente altos. Yo vi unaposibilidad de desaparecer y de olvidara Donat. Naturalmente yo no sospechabaque con mi firma me había adscrito a laorden secreta de los órficos y, cuandodescubrí la relación, era demasiadotarde. Se es órfico toda la vida…

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La voz de la mujer en la silla deruedas se volvió insegura, empezó atemblar y la comisura de sus labios secontraía convulsivamente cuandocontinuó:

—Quería acabar, volver a miantigua profesión, pero me retenían. Menegué a trabajar, más tarde incluso atomar alimentos, entonces Orfeo, que essu juez supremo, decidió establecer unjuicio de Dios. Echan a los órficos queno cumplen sus leyes por las peñasfrigias. A quien sobreviva a la caída, lodejan marchar. Nadie quiso decirme sialguien había sobrevivido alguna vez.Yo sobreviví, pero ya no podía mover

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mis piernas. Dos locos de la ciudad bajame transportaron hasta la carretera deKaterini y me abandonaron en unacuneta. Poco después me encontró uncamionero. Más tarde se dijo que yohabía sido atropellada y que elconductor se había fugado.

Se veía cuánto afectaba a HannaDonat la narración. Respiraba a brevesintervalos y miraba al vacío. Donat lecogió la mano y se la apretó.

Dirigiéndose a Anne, dijo:—Cuando me enteré, me quité los

hábitos y me fui. Lancé una maldición alcielo y vociferé mi dolor. Aquel díamaduró en mí la decisión de vengarme

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de la Iglesia porque no era una Iglesiade misericordia, sino un instituto defuncionarios inmisericordes. «Aunque secubran con sus vestiduras», diceMahoma, el profeta, «Alá conoce tantolo que esconden como lo que muestranpúblicamente; pues Él conoce cadarincón del corazón humano».

Entonces la mujer en la silla deruedas tomó de nuevo la palabra y dijo:

—Se me había privado de lafacultad de moverme, pero la fuerza demis ideas estaba intacta. Ahora conocíael empeño de los órficos y sabía quetenían competidores que se esforzabanpor todos los medios en poseer el quinto

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evangelio: los fundamentalistasislámicos. Yo sola no hubiera tenido elvalor de luchar contra dos grupos a lavez: contra los órficos y contra la mafiade la curia. Me faltaba asimismo laseguridad de que Donat aún podíaamarme, a mí, una inválida incapaz demoverse.

—No debes hablar así —interrumpió Donat a su mujer—. El amorno depende de la capacidad de movercualesquiera miembros. Cuando te vipor primera vez, te amé a ti, no a tuandar.

Anne von Seydlitz se sorprendió porlas emotivas palabras del hombre. Este

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Donat era un hombre con dos almas, unacariñosa, sensible ante su mujer y otraradical, sin contemplaciones frente a laIglesia. Finalmente ella repitió a Donatla pregunta:

—¿Cómo fue que la mujer en elcoche de mi marido se presentó como sumujer?

—La noticia de que un anticuarioalemán, probablemente sin conocer suvalor, se hallaba en posesión del últimofragmento que faltaba del quintoevangelio y, por consiguiente, el másimportante, se extendió como un reguerode pólvora entre todos los que estabaninteresados. Una cita para comprarlo,

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que Thales había acordado con sumarido en Berlín, les pareció a losórficos de repente demasiado tarde, demanera que le enviaron previamente auna agente, desconocida para nosotros,que debió abandonar a mi mujer enGrecia. Las circunstancias exactas de sumarido con esta mujer son difíciles dereconstruir.

—Por lo que sé, Guido se hallabacamino de Berlín. En este momento, sinembargo, debió de haber vendido ya elpergamino al profesor Vossius, pues nolo llevaba consigo y más tarde apareciócon Vossius en París. A este respecto,surge naturalmente la pregunta: ¿qué

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objetivo perseguía la mujer en el cochede Guido?

—Me parece bastante posible —interrumpió Donat— que los órficos,que naturalmente creían que su maridotenía todavía el pergamino, le colocasenun pájaro seductor, una mujer que debíaguiñarle el ojo y así conseguirapoderarse del pergamino y quiénsabe… —Donat interrumpió suverbosidad.

—Puede decir tranquilamente lo quepiensa —tomó la palabra Anne—, quiénsabe si el hombre sólo buscaba unaaventura. Tal vez. Pero luego ocurrió elterrible accidente.

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Donat asintió.—¿Y Vossius? —preguntó Anne, a

quien de repente le pasaban mil ideaspor la cabeza—. ¿Quién tiene alprofesor Vossius sobre su conciencia?

—Vossius no luchaba solo. Era unode los órficos. Si murió de muerteviolenta, huelga la pregunta sobre susasesinos.

—Entiendo —respondió Anne,reflexiva—, sólo una cosa sigo sincomprender. Islamistas, órficos y lacuria se ocupan durante tres años detraducir el quinto evangelio. ¿Por quéprecisamente es tan importante estepequeño fragmento, que para

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conseguirlo se mate a personas y sedespliegue medios enormes, por qué?

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Hanna Donat hizo una seña a sumarido y él empujó la silla de ruedashasta el lugar en el que sobre la mesaestaba pegada la fotocopia del pequeñotrozo de pergamino. Casi devotamentemiró los caracteres ilegibles y dijo:

—Creo que tiene derecho a saber dequé se trata. Al fin y al cabo, aunque nodisponga de él, es usted todavía lapropietaria legal. —Luego divagóinformando sobre los cuatro evangelios,que fueron escritos a una distancia deentre cincuenta y noventa años de la

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fecha en que ocurrieron los hechos porpersonas que no conocían la figura delprotagonista y se copiaban unos a otroscomo alumnos desvergonzados. Junto aellos existe una serie de apócrifos,evangelios cuyo interés histórico estodavía mucho menos importante que lospropios evangelios. En otras palabras,la tradición cristiana del NuevoTestamento se sostiene sobre pies debarro. Por el contrario la autenticidaddel quinto evangelio fue confirmadaincluso por los científicos naturalistas.El método de la termoluminiscencia haprobado que este pergamino fue escritoexactamente en la época que describe su

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autor, en todo caso antes que los otroscuatro evangelios, y este evangelio dauna versión muy distinta de la vida deJesús de Nazaret.

Anne objetó que la Iglesiaconseguiría también en este casointerpretar las cosas satisfactoriamentepara ella.

Entonces la mujer en la silla deruedas meneó la cabeza.

—Esto sería posible en un pasaje uotro, pero no en éste. Se lo reproduzcotextualmente: «… EL QUE ESCRIBIÓESTO / LLEVA EL NOMBRE DEBARABBAS / Y SABED QUEBARABBAS ES EL HIJO DE JESÚS

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DE NAZARET / SU MADRE SELLAMA MARÍA MAGDALENA /JESÚS, MI PADRE, ERA UNPROFETA / PERO COMOCONVIRTIÓ EL AGUA EN VINO EHIZO ANDAR A LOS COJOS COMOLOS MAGOS EGIPCIOS / ALGUNOSGRITARON QUE ERA UN DIOS / SINEMBARGO ESTO OCURRIÓCONTRA SU VOLUNTAD…».

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Tardó un buen rato Anne vonSeydlitz en comprender la trascendenciade estas palabras. Permaneció largotiempo pensando; no era una personamuy creyente y mucho menos devota,pero lo que había escuchado la llenó deinquietud porque una idea se imponíasobre todas las demás: el conocimientode este escueto texto traeríaconsecuencias devastadoras si sepublicaba. La vida devota de miles demillones de personas desde hace dos milaños, la institución de la Iglesia, el

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Vaticano… todo ruido y humo.—¿Entiende usted ahora —se dirigió

Donat a la visitante— por qué nosotros,los órficos y el Vaticano lo hemosintentado todo para conseguirapoderarnos de este trozo depergamino?

Anne asintió muda.—Por lo demás estoy autorizado a

ofrecerle como indemnización la sumade un millón de dólares. ¿Está deacuerdo?

Anne von Seydlitz sólo asintió.Había comprendido muy bien que losislamitas con este pergamino tenían elpoder en sus manos para cambiar el

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mundo; y lo harían, no lo dudaba.Anne comprendía ahora mucho de lo

que había ocurrido en las pasadassemanas y meses, y le parecía casiridículo cómo el azar le atribuyó elpapel clave en un fragmento de lahistoria mundial. Una y otra vez sus ojosse posaban sobre los caracteres delescrito que no podía leer y eran tanimportantes, y de repente tuvo miedo,miedo de este secreto y preguntó:

—¿El original… dónde se halla elpergamino ahora?

La mujer en la silla de ruedas miró aDonat, que dirigió la vista a Anne yrespondió:

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—Seguramente no espera usted quese lo diga; pero el pergamino seencuentra en un lugar donde está segurode un golpe inesperado de los demás.

—¿Y ustedes tienen la única copiaque existe?

—¡La pregunta quisiera hacérsela yoa usted! Si en la película que tiene ustedestán las últimas copias que se hicieron,entonces puedo contestar su preguntaafirmativamente. Por lo demás, lascopias en este caso no tienen valor comomaterial de prueba. La curia lasfalsificaría, como ha falsificado ya otrosescritos. Para destruir a la Iglesia hacenfalta pruebas claras.

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—¡Rauschenbach y Guthmann! —gritó Anne inesperadamente—. A ambosles dejé copias del pergamino.

Donat respondió sosegado:—Lo sabemos. Ambas copias se

hallan en poder de los órficos. Al pobreRauschenbach lo asesinaron porquecreían que usted le había entregado eloriginal. Y Guthmann está aún a suservicio. Se halla en Roma con uncomando asesino. Tenían un espía en elVaticano, un jesuita listo llamado doctorLosinski. Ignoran hasta el momento quellevaba un doble juego. Había un alemánde nombre Kessler, igualmente jesuita.Ambos trabajaban en el mismo proyecto.

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—Diciendo esto Donat hizo un gesto conla mano señalando el pergaminoextendido sobre las mesas—. Cuandoambos se hicieron amigos, los órficos sealarmaron, pues pensaban,erróneamente, que Kessler era uno delos nuestros. Ambos debían morir en unatentado. Losinski, efectivamente, murió,Kessler sobrevivió.

—¡Dios mío! —susurró Anne en vozbaja.

—Kessler está ahora de nuestraparte —añadió Donat—. Y quedatodavía alguien que finalmente se pusobajo nuestra protección. Pero para ellomejor la dejamos sola.

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Donat agarró la silla de ruedas de sumujer y la empujó hacia fuera, sin deciruna palabra más. Anne, totalmentedesconcertada, se quedó sola en la casaextraña. Perpleja se dirigió a la mesacon los numerosos e incomprensiblespedazos del quinto evangelio, aquelpoderoso rompecabezas, en el que sufragmento ahora era colocado comoúltima piedra clave que aclaraba todo elenigma, una piedra que podía echar arodar un enorme alud que pasaría porencima de la Iglesia, del Papa y de la fe.

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Se estremeció al tener de repente plenaconciencia de que este texto olvidadodurante mucho tiempo, frente al cual sehallaba ahora, o por lo menos el originalque se guardaba en un lugar seguro, teníael poder de cambiar todo el mundo. Ynada sería ya como era.

Oyó cómo detrás de ella se abría lapuerta y se dio la vuelta. Ante ellaestaba Kleiber, el falso Kleiber, con unramo de flores de aves del paraíso, decolor naranja-azul.

Anne avanzó un paso hacia él, sinsaber lo que con ello quería expresar.Estaba profundamente insegura. Asíestaban ambos uno frente a otro y cada

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cual esperaba indeciso una palabra delotro.

—No sé —empezó Kleiberfinalmente tartamudeando, ¿debodisculparme? ¿Qué debo hacer?

—¿Qué te gustaría? —preguntóAnne con un deje de burla.

—Realmente no lo sé —replicóKleiber evasivo—. Naturalmente soyconsciente de que te engañé de un modomiserable.

—Ah, sí. Por descontado.—Pero sólo te engañé con mi

identidad, no con mis sentimientos. Eransinceros. Desde el principio.

—¿Y crees que se pueden separar?

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—Yo creo que sí.—Tienes que explicármelo.—Lo intentaré. Así pues, yo no me

llamo ni Adrián ni Kleiber, mi nombrees Stephan Oldenhoff. Pero comoKleiber soy periodista, francamente notan famoso, sino uno que vende unahistoria aquí y otra allá y está contentosi puede pagar su alquiler. Así quetomas cualquier encargo que dé dinero.Un día un hombre me dirigió la palabray dijo que yo tenía un parecidoasombroso con otro periodista, y mepreguntó si estaba dispuesto, por unagran cantidad de dinero, a hacer el papeldel otro. No lo pensé dos veces y dije

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que, si no era nada ilegal, lo haría… loshonorarios eran realmente muy altos.Quien me contrató se llamaba Donat y elencargo era conseguir la posesión delpergamino.

»Para ello Stephan Oldenhoff debíaconvertirse en Adrián Kleiber.Externamente no era demasiado difícil,puesto que sabíamos que tu últimoencuentro con Kleiber quedabadiecisiete años atrás. Donat habíainvestigado a fondo, si bien la mejorinformación la obtuvo de su mujer.Nadie conocía mejor las costumbres deKleiber que Hanne Luise Donat, suviuda. Es que se casó con ella. Desde

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entonces ya no te mandó flores por tucumpleaños.

»Yo estaba bien informado de tusituación y recibí de losfundamentalistas todo el apoyoimaginable. Pero también sabía que meamenazaba un gran peligro de losórficos, sobre todo desde el momento enque tuve el pergamino en mi poder… omás exactamente: desde el momento enque los órficos creyeron que yo tenía elpergamino en mi poder. Por ello mevino la idea de viajar a América. Allíme encontraba seguro.

Anne meneaba la cabeza. Leresultaba difícil creer las palabras de

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Oldenhoff.—¡Luego —opinó tras un rato de

reflexión— tu secuestro a Leibethra eratambién simulado!

—¡Que te crees tú eso! —gritóOldenhoff, desarmado—. Fue la puraverdad. Cuando los órficos averiguaronque el pergamino no lo tenías tú, sinoque yo debía tenerlo escondido, mesecuestraron al modo de los mafiosossicilianos. Realmente no sé cómo mellevaron a Leibethra ni lo que mehicieron para obligarme a revelar elescondite del pergamino. El hecho esque te debo la vida; pues si hubiesenaveriguado que el pergamino se hallaba

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desde hacía tiempo en manos de losfundamentalistas, probablemente mehabrían matado.

Anne von Seydlitz miró al falsoKleiber a la cara. Lo odiaba; pero nocomo se odia a un enemigo o a unadversario, Anne odiaba a Oldenhoffsólo y exclusivamente porque eraOldenhoff y no Kleiber. Pero esto erauna de aquellas clases de odio quefácilmente se convierten en amor, y estepunto estaba más cerca de lo que ellacreía.

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Desde aquel encuentro en el edificiotrasero de la Via Baullari había pasadoexactamente una semana. Anne vonSeydlitz se había retirado a Capri parareponerse con unas vacaciones, parareflexionar. Vivía en una suite del HotelQuisisana, perversamente caro… se lopodía permitir. Donat le había entregadoun cheque por un millón de dólares; peroa pesar del dinero, Anne no era feliz. Leparecía haber vivido durante los últimosmeses la vida de otra persona, y tardómucho hasta que sus dudas se

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convirtieran en sorpresa y su sorpresaen convicción de que no lo habíasoñado, sino realmente vivido.

En largas noches de insomniogolpeaba un eco maligno en su mente:Barabbas, Barabbas, Barabbas. Hacíadaño como un sordo dolor de cabeza yAnne estaba al borde de ladesesperación. Intuía lo que vendría, erauna de las pocas personas capaces deintuirlo, pero no podía imaginarse enmodo alguno cómo se produciría estacatástrofe (no podía llamar de otramanera lo que se avecinaba). Una vez sesorprendió enviando una jaculatoria alcielo, algo que borrase lo sucedido

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hasta ahora como la lluvia que limpiauna imagen del adoquinado.

Naturalmente era descabellado,puesto que se puede influir en el futuro,pero no en el pasado. Y así forjabaAnne von Seydlitz planes sobre el modode cómo podría escapar de la catástrofeen un lugar lejano. Sin embargo, luegoocurrió todo de forma muy distinta.

Lunes, 5 de marzo de 1962.Vuelo ALITALIA 932 Roma-

Ammán. A bordo, 76 pasajeros y ochomiembros de la tripulación. En la fila 8A y B un hombre regordete y calvo.

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Junto a él, su mujer inválida. Inscritos enla lista de pasajeros: Donat, señor yDonat, señora. Ambos fueronconducidos a bordo por una víaseparada de los demás pasajeros. Laseñora Donat, en silla de ruedas. Alsobrecargo le llamó la atención elmaletín que la mujer inválida llevabaatado con una cadena en la muñeca.

En la fila 6 en el asiento D, un señorvestido de oscuro con pelo gris corto.Adornaba la solapa de su traje con unacruz dorada del tamaño de una uña.Inscrito en la lista de pasajeros:Manzoni, señor Manzoni llegó a bordoen el último minuto. Llevaba consigo

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una bolsa de viaje negra.En breves intervalos durante el

vuelo, Manzoni se giraba y miraba haciaDonat y su mujer inválida. Ambos lomiraban provocativamente a los ojos.Manzoni sonreía satisfecho,desvergonzadamente. Parecía como sicada uno se sintiera vencedor sobre elotro, los Donat sobre Manzoni, Manzonisobre los Donat.

Tras ochenta minutos de vueloManzoni agarró la bolsa negra. Buscabaalgo dentro con los dedos. Donat vioaún que sacó la mano de la bolsa yriendo hizo una impetuosa señal de lacruz. Entonces se produjo un relámpago

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deslumbrante. Una explosión. El aviónestalló en mil pedazos, a 25.000 pies dealtura sobre el nivel del mar.

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Naturalmente no hay testigos de estaúltima escena. Pero así o de modoparecido pudo haberse desarrollado.

La agencia italiana de prensa ANSAinformó el 5 de marzo de 1962: Roma:Un avión de pasajeros de la compañíaitaliana ALITALIA estalló hoy lunes enpleno vuelo de Roma a Ammán y seprecipitó al mar. A bordo se hallaban 76pasajeros y 8 miembros de latripulación. El avión cayó a unas 60millas al sur de Chipre y unas 90 millasal oeste de Beirut, una de las zonas más

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profundas del Mediterráneo. Miembrosde la tripulación de un destructornorteamericano pretenden haber vistocómo el avión estallaba en el aire.Fragmentos del aparato se hundieron enel mar envueltos en llamas. Se tiene porseguro que ninguno de los 84 viajerossobrevivió a la catástrofe. Sólo existende momento especulaciones sobre lacausa del accidente. Un portavoz deALITALIA declaró en Roma que no sepodía descartar el hecho de que laexplosión del aparato fuese causada poruna bomba.

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Epílogo IEl jueves 11 de octubre de 1962, el

Papa Juan XXIII inauguró en Roma elConcilio Vaticano Segundo. De 3.044padres conciliares invitados, estabanpresentes 2.540, de ellos 115 miembrosde la curia. De estos 115 sólo unos 30conocían el verdadero motivo de estareunión universal de la Iglesia, que no sehabía celebrado en casi cien años.

Los concilios, según nos indica lahistoria, tenían siempre un motivoacuciante y resultados importantes. Losconcilios sacaron a relucir la llamadahomeostasia, la identidad en el ser del

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Hijo con el Padre (Nicea), acabaron conel cisma eclesiástico (Constanza) oimpusieron a los cristianos el dogma delpecado original (Trento) y de lainfalibilidad del Papa (Vaticano I). Porel contrario, los resultados del ConcilioVaticano Segundo parecen pobres.

Sin embargo, el Concilio VaticanoSegundo pasará a la historia como unconcilio de reforma, y naturalmente loque se narra en este libro no habrásucedido nunca.

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Epílogo IIAnne von Seydlitz y Stephan

Oldenhoff se casaron en mayo de 1964en París. Siete años más tarde Anneencontró la muerte en un misteriosoaccidente. En la estación Pont-Neuf seprecipitó frente a un metro en marcha.Anne fue enterrada en París, en elcementerio de Père-Lachaise, a un tirode piedra del doctor Guillotin, elinventor de la guillotina.

Su lápida sepulcral, con unainscripción extraña, no llama la atenciónen un mar de losas sepulcrales a cuálmás rara. La inscripción dice:

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ANNE 1920-1971

Debajo se encuentran lasincomprensibles palabras latinas:

BARBARIA ATQUERETICENTIA ADIUNCTUMBARBATI BASIS ATRII SACRI

Hasta pocos meses antes de que seimprimiese este libro, se veía casi adiario a un anciano visitar el cementeriodel Père-Lachaise llevando en la manouna flor de ave del paraíso color naranjaazulado.

Preguntado sobre el significado de

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la enigmática inscripción, aseguró noconocer la traducción, tampoco eraimportante. Importantes eran las letrasiniciales de cada palabra.

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MarginaliaPor la presente me disculpo

formalmente ante Stephan Oldenhoff.Era el hombre que encontré en elcementerio Père-Lachaise y que dio laspistas para este libro. Sé que he abusadode su confianza al publicar esta historiacontra su voluntad después de haberefectuado mis investigacionespersonales. El motivo de haber dadoeste paso no sorprenderá ni a él ni a mislectores. Estoy convencido de que eltema es demasiado importante comopara que se impidiera dejarlo anotado.