Enigma para divorciadas patrick quentin

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Enigma para divorciadas constituyeuna espléndida muestra de lahabilidad combinatoria de la quesuelen hacer gala las novelas dePatrick Quentin. Una rica damareúne en su mansión a un grupo dematrimonios que tramitan susrespectivos divorcios; aunque elobjetivo de la invitación es conseguirla reconciliación de las parejasseparadas, los resultados seránmuy distintos (entre otros, algúnasesinato).

Patrick Quentin

Enigma paradivorciadas

ePub r1.0Akhenaton 30.05.14

Título original: Puzzle for WantonsPatrick Quentin, 1945Traducción: Aída AlsensonSelecciones del Séptimo Círculo nº 15Colección creada por Jorge Luis Borges yAdolfo Bioy CasaresDirigida por Carlos V. Frías

Editor digital: AkhenatonePub base r1.1

—M

PARTE I

DOROTHY

1

i tercer marido no es uncaballero. Me alegrará mucho

librarme de él. —Dorothy Flanders,grande, suntuosa y rubia como el

champaña, deslizó el sexto bocadillo decamarón entre sus labios color debuganvilla—. La noche anterior a mipartida para Reno me persiguió por todoel apartamento con un cuchillo decocina.

Desde hacía un cuarto de hora, laseductora señora Flanders nos estababrindando un relato, ni solicitado nipasado por la censura, de su vidaamorosa. Mi mujer la miraba fascinada.Yo también lo estaba. Nunca había vistoa una persona tan hermosa que comieratanto.

—Sí, teniente Duluth, en ciertosentido fue una suerte que hubiera

perdido esa pierna en Saipán. —Dorothy Flanders fijó sus lánguidos ojosazules en el espacio como sicontemplara algo deliciosamenteapetitoso—. De lo contrario me habríaalcanzado con el cuchillo.

Tragué saliva. Iris, cuya bellezamorena parecía un tanto disminuida antetan rubia exuberancia, preguntó conamabilidad:

—Pero ¿por qué la persiguió sutercer marido con un cuchillo de cocina?

—¡Oh, ya sabe usted cómo son loshombres! —La señora de Flanders alzólos hombros, lo bastante desnudos yllamativos para trastornar a toda la

Costa Bárbara—. Siempre he tenidodisgustos con ellos. A veces mepregunto por qué seguiré casándome.

Después de estar quince minutos ensu compañía, lo que yo me preguntabaera cómo había logrado escapar a uncuchillo en tantos años.

Los sillones amarillos del jardínponían una nota de color en el griscrepuscular de la interminable galería.Entre los invitados de Lorraine Pleygelhabíamos sido los primeros en vestirnospara la comida. La fachada de laabsurda mansión de nuestra anfitriona,casi enteramente de vidrio cilindrado,tenía en ese momento su puesta de sol

particular. A nuestros pies, más allá delos frondosos jardines, las orillas dellago Tahoe emitían fulgores de coloresmeralda, como un vidrio decorado porTiffany que Lorraine hubiera tiradodespués de haberse aburrido de él. En elmuelle brillaban las bruñidas proas desus lanchas de motor.

Todavía no habían transcurridocuarenta y ocho horas desde que dejé enla brumosa San Francisco el barco enque había pasado ocho meses decombates en el Pacífico. Era el segundodía de mi quincena de permiso en tierra.Aún no había vuelto a tener una visiónclara de la vida civilizada. Había

olvidado que podían existir mujerescomo Dorothy Flanders y que todavíahabía gente tan ociosa y fabulosamenterica como Lorraine.

Pero ni siquiera la fortuna de losPleygel, que había mantenido solvente aLorraine a través de las aventuras máslocas, podía domeñar este paisaje.Había demasiado cielo. Los peladospicos de las sierras, desdeñosos de laelegancia, se levantaban ceñudos ynegros detrás del lago. La ásperafragancia de la salvia de sus colinasimpregnaba el aire, ahogando el olor delos jazmines.

Nevada había sido Nevada mucho

antes de que Lorraine Pleygel hubiesequerido hacer presa en ella,seduciéndola con sus millones. Como unvaquero cortejado por una heredera, nose había molestado en mudarse lacamisa de dril ni en limpiarse las uñasen su honor.

—Sí —dijo de pronto DorothyFlanders, ingeniándoselas para parecervoluptuosa aun en el momento dellenarse la mano de aceitunas—. Medijo que me mataría si volvía a echarmela vista encima. ¡Los hombres son tancelosos! Bueno, también lo son lasmujeres. —Me miró con expresiónintensa, como si fuera una observación

de notable profundidad—. Tengo unhambre tremenda. ¿Dónde está Lorraine?

—Ha ido a Reno con Chuck Dawsonpara traer a otros invitados que vienenen el tren —respondió Iris.

—A Lorraine siempre se le ocurreirse antes de las comidas. ¿Quiénes sonesos invitados?

—No lo ha dicho. Sólo sé que sonde Frisco.

—Seguro que son unas mujeresinaguantables. —Dorothy lanzó unsuspiro y se revolvió dentro de la escasatela de su traje de noche—. Lorrainetiene un talento especial para llenar sucasa de mujeres inaguantables. Yo

debiera haberme quedado en Reno,obtener tranquilamente mi divorcio y nohaber dejado que me secuestrara. Peroustedes saben cómo es Lorraine.

Yo sabía perfectamente cómo eraLorraine Pleygel. Con sus ojos saltones,su pelo alborotado y su poderosoencanto, nuestra anfitriona no erasolamente la más cordial y alocada delas millonarias; era también una fuerzairresistible.

En los viejos tiempos en quehabíamos conocido a Lorraine, yo meganaba la vida poniendo obras en escenaen Broadway, mientras mi mujercosechaba grandes elogios de los

críticos como actriz. De pronto, estallóla guerra. Yo me incorporé a la Marinay fui trasladado a la flota del Pacífico.Iris condescendió en aceptar unapropuesta de Hollywood y se dirigió alOeste para estar más cerca de mí. A lasazón nos pareció el arreglo másconveniente. Pero durante los ochomeses de mi última ausencia en el mar,cierto magnate de algún estudio decidió,en un acceso de histérica inspiración,que mi mujer era precisamente lo que elmundo destrozado por la guerra estabaansiando. Cuando mi barco entró endique para reparaciones en SanFrancisco, y llegó por fin la tan anhelada

oportunidad de pasar dos semanas detranquilidad juntos, descubrí conconsternación que Iris se habíaconvertido, más a pesar suyo que deninguna otra, en estrella de cine.

Nuestro primer día había sido uninfierno de cazadores de autógrafos,cámaras fotográficas y peticionestelefónicas para actuar en beneficios ycantinas para soldados. De todo elengranaje de la guerra, a Iris sólo leinteresaba una pieza: yo; pero estábamosvencidos antes de empezar.

Después que la sexta colaboradorade revista de aficionados hubo recogidomaterial sobre nosotros para un artículo

que se titularía «No os durmáis sobrelos laureles, morenas incendiarias», Irisno pudo resistir más.

—Yo no tengo la culpa, querido, telo juro —gimió—. Esto me cayó encimadespués de haberme visto una vez elseñor Piatanovsky en jersey. ¡Vaya unasorpresa para encontrarse de vuelta alhogar! Te casaste con una mujer, ¿y quétienes ahora en cambio? Una morenaincendiaria.

Estábamos desesperadamenteentregados el uno al otro en lashabitaciones del hotel, con el auriculardel teléfono descolgado, cuando hizo suaparición Lorraine, con las manos

extendidas y gorjeando:—Queridos, me dijeron que la gente

no os deja en paz. ¡Pobres corderitos!Hay que hacer algo.

Nos engatusó hablándonos de la lunade Nevada, de la paz de las montañas,de la hermosura del lago Tahoe, y detodo un apartamento para nuestro usoexclusivo.

—Si queréis estar solos, encantos,podréis estar solos. Si queréis pasarlobien, habrá allí gente divertida. Es unaidea sencillamente divina. El coche estáabajo.

En ese momento particular Lorraineparecía enviada directamente por el

Cielo. Antes de que nos diéramos cuentacabal de lo que habíamos aceptado, nosencontramos secuestrados, camino deldemente Shangri-La, que una chifladurapor el Lejano Oeste le había hechoconstruir a unos sesenta kilómetros deReno.

Naturalmente, no nos dejaron estarsolos. Ya hubiéramos debido saber queLorraine era incapaz de dejar solo anadie, así fuera un solo minuto.Felizmente, los demás huéspedesestaban tan absortos en sus propiosproblemas que a ninguno de ellos leimportaba un comino que Iris fuera o nouna morena incendiaria.

Lorraine había reunido gente«divertida» con la despreocupada faltade criterio con que una ardilla juntanueces. Dorothy Flanders era otravíctima de la pasión de nuestraanfitriona por tener gente en su casaviviendo a sus expensas. La semanaanterior, en una de sus incursiones,Lorraine había descendido sobre Reno,recorrido todos los hoteles, y regresadotriunfalmente con la tentadora Dorothy ylas otras dos futuras divorciadas a lasque había invitado: Janet Laguno y FleurWyckoff. No había visto a ninguna deellas desde hacía diez años, pero todashabían ido juntas al colegio de San

Francisco. A Lorraine le pareció unaidea divina hacerles aguardar el fin dela tramitación de sus respectivosdivorcios cobijadas bajo su ala.

Y cuando Lorraine pensaba que algoera una idea divina, valía más compartirsu opinión, porque de todos modos unoacababa por hacer su gusto.

—Claro que yo quiero muchísimo aLorraine y estoy encantada de volver averla después de tantos años —dijoDorothy Flanders—. Recuerdo quecuando íbamos al colegio era una chicaespantosa: toda dientes y cuello. —Aestas alturas Dorothy se veía reducida acomer la aceituna de su Martini. Yo casi

esperaba que también se comiera elpalillo—. Pero reconozco que jamás seme hubiera ocurrido venir de habersabido que Janet y Fleur estaban aquí.

Hizo una pausa significativa.Iris tamborileaba con impaciencia

sobre el brazo de su sillón.—¿No te gustan la condesa Laguno y

la señora Wyckoff?—¡Oh, sí!, me gustan. Al fin y al

cabo pertenecemos al mismo círculo enSan Francisco; pero… —Dorothy, conun crujido de sedas, hizo descansar elpeso de su cuerpo sobre su ceñidacadera izquierda; parecía una de esasfiguras del Esquire que los soldados

pegan en las tiendas de campaña—.Resulta un tanto molesto, querida, eso estodo.

Yo me esforzaba por interpretar elsignificado de esta enigmáticaafirmación, cuando oí a mis espaldasunos ligeros pasos femeninos. Volví lacabeza y vi que las dos mujeres de quehablábamos venían hacia nosotroscruzando la galería.

Janet Laguno —o la condesa Laguno,o como se hiciera llamar comúnmente—marchaba unos pasos delante de lapequeña señora de Wyckoff, cosa muyde ella. Era una mujer agria, de figurapasada de moda, y cuya cara parecía

haber frustrado los esfuerzos de los máscaros institutos de belleza. Habíareunido una pequeña fortuna con unacasa de modas de categoría, pero ellamisma constituía su peor propaganda.Las ropas le colgaban como si letuvieran odio.

Se dejó caer sobre una silla ymasculló un saludo.

Dorothy, sin molestarse en volver lacabeza, dijo:

—¡Hola, Janet, qué preciosovestido!

—¡Bah! Ya sé que estoy hecha unespanto. —Janet Laguno sacó uncigarrillo y lo miró con el entrecejo

fruncido—. Odio este traje, si así puedellamárselo. Me da la sensación de queparece un cinturón. Y tengo el pelohorrible. La culpa la tiene Stefano. Vi ami abogado esta mañana y me pasé todala tarde cavilando sobre Stefano.Cuando pienso en mi marido me sientocomo de sesenta años. Me enferma.

—No digas tonterías, mujer —replicó Dorothy perezosamente—.Aunque te divorcies de él, Stefano nodeja de ser tremendamente atractivo.

—¡Atractivo! No es más que unarata, y además un impostor. ¡Conde! Nosé verdaderamente por qué me hagollamar condesa. Si Stefano fue alguna

vez algo en Italia, habrá sidoporquerizo. —Janet Laguno fijó lamirada en la alta coctelera de cristal—.¡Los Martini! Los detesto, pero tomaréuno de todos modos. —Se sirvió uncoctel y alzó la copa—. Por el día másfeliz de mi vida: el día en que pesqué ami marido tratando de empeñar misrubíes sangre de paloma. A la salud delconde Stefano Laguno, ladrón, y porañadidura de segunda categoría.

Mi experiencia con las mujeres deReno era muy escasa, pero había llegadoa comprender que vilipendiar a losmaridos era el único tema deconversación de moda. Esa era una de

las razones por las que la pequeña FleurWyckoff me gustaba y me inspirabacuriosidad. ¡Era tan distinta de todas!

Se había sentado modestamente enuna silla al lado de Iris. Fleur era bonita—tremendamente bonita, tanto como sunombre—, de pelo oscuro, cara de flor ypequeñas manos quietas. Debería tenercasi treinta años para ser coetánea delas otras dos futuras divorciadas, peronadie le daría más de diecinueve. Desdeque yo la conocí nunca había habladodel marido de quien estaba a punto desepararse; la verdad es que nunca habíahablado mucho de nada en particular.Sus ojos reflejaban una especie de

callado temor, como si todo el tiempoestuviera pensando en una sola cosa, enalgo que la amedrentara.

Janet agitó la coctelera.—Vamos, Fleur, tú también eras una

mujer malcasada. Deberías beber unacopa.

—¡Oh, no!, gracias. David siempreme prepara los Martini de una maneraespecial, casi sin gin, y… —FleurWyckoff se interrumpió bruscamente ysus mejillas de muchacha se cubrieronde rubor. Agitó las manos y balbuceó—:Oh, sí, dame uno, por favor.

—Me meto licor en el cuerpo —refunfuñó Janet—, me cuelgo ropa de

los hombros, me lleno el estómago decomida. ¿Y todo esto para qué? Pero tú,Dorothy, comes en cinco minutos losuficiente para alimentar a un caballodurante diez años, y sin embargoconservas la línea. ¿Cómo te lasarreglas? ¿Has hecho un pacto con eldiablo?

Un mayordomo —milagrosamenteLorraine tenía todavía mayordomo—apareció en la galería con otra coctelerainnecesaria. Janet Laguno dio un tirón aalgún pliegue rebelde de su vestido ypreguntó:

—¿Para cuándo esperan a laseñorita Pleygel, Bowles?

—No sabría decirle, señora. Pero nocreo que tarde mucho. La oí decir alseñor French y a la señorita Burnett quela cena era para las ocho.

Walter French era hermano de madrede Lorraine y mayor que ella. MimíBurnett era el pequeño horror de noviaque se había agenciado en algún lugar deLas Vegas.

El mayordomo, con su airepontifical, se retiró, y Janet dijo:

—A Dios gracias, esta tarde hemosestado libres de los tortolitos. ¿Cómodemonios se las arregló Lorraine paratener semejante hermano, tan estúpido yzanganote? ¡Puf!

—No es más que medio hermano,querida —dijo Dorothy Flanders con unbostezo. Parecía una hermosa serpientepitón disponiéndose para una siestecitadespués de un espléndido banquete deantílope—. Y además no es tan terrible.Por cierto que no merece cargar conMimí Burnett.

—Nadie merece cargar con Mimí —replicó Janet—. Ya conozco yo a esashadas. Mucha espiritualidad, pero nodan puntada sin hilo.

Fleur Wyckoff se echó haciaadelante y dijo con tono indignado:

—Janet, ¿por qué tú y Dorothy tenéisque echar pestes de todo el mundo? El

señor French ha sido muy amableconmigo, y Mimí es muy buena.

—¡Buena! —rió Janet—. Fleur, tú tepodrías haber criado con Lizzie Bordeny decir, sin embargo, que era buena consus padres.

Dorothy asintió con la cabeza y medirigió automáticamente una sonrisaseductora.

—Esta Mimí Burnett no es nadabuena, teniente, nada buena.

Sentí fuertes tentaciones de decirle:«Usted debe entender mucho de estascosas», pero logré dominarme. Despuésde pasar varios meses en alta mar uno seforja una imagen sentimental y patética

de las pobres mujercitas que hanquedado en tierra; yo no estabaacostumbrado a ver a las pobresmujercitas de carne y hueso… al natural.

Iris me observaba con ansiedad. Yosabía cómo la afligía que la estancia encasa de Lorraine hubiera resultado tandecepcionante como San Francisco. Seinclinó sobre mí y me apretó la mano.Pude aspirar su perfume, el únicoperfume que me ha gustado en la vida.

—¿Puedes soportarlo, Peter? —mesusurró.

Le dirigí una sonrisa tranquilizadora.La verdad era que estas ridiculasmujeres me tenían casi fascinado.

Ejercían sobre mí un efecto sedante.¡Eran tan extrañas al mundo de horascero y submarinos en que había estadoviviendo!

—Si esto se pone inaguantable —mecuchicheó mi mujer—, me compraré unapeluca roja y fundas para los dientes yvolveremos a Frisco.

Mientras hablaba, vi que llegabanpor el jardín, envuelto ya en lapenumbra, Walter French y MimíBurnett. El hermano de Lorraine y sunovia siempre hacían una entradaespectacular. Mimí nunca descuidabaese punto. Esa noche avanzabanrodeándose amorosamente la cintura.

Mimí agitaba en su mano libre unasolitaria rosa blanca. Yo estabaperfectamente seguro de que se figurabaque nosotros pensábamos en lo frágilque parecía; como Mélisande, tal vez, ocomo algún etéreo personaje de JamesBarrie.

Walter French había tenido la malasuerte de nacer de un primer matrimoniode la madre de Lorraine, antes de que sehiciera rica casándose con el viejoPleygel. Y recientemente había tenidoademás la mala suerte de perderíntegramente su escaso haber en unadesdichada inversión cinematográfica.Pero, según parecía creer, la vida le

había compensado de todo brindándolea Mimí. Niñas de sus ojos era Mimí, aquien nadie podía aguantar. Se habíaentregado en cuerpo y alma adesempeñar el papel de Romeo para suJulieta; un Romeo gordo, con unas gafasque le daban el aspecto de búho, ycuarenta y cinco años por lo menos bajoel apretado cinturón.

Llegaron al porche cariñosamenteenlazados todavía, y Mimí hizo unademán para mostrar la rosa blanca.

—Amado y yo hemos estado leyendoa W. B. Yeats en voz alta en la glorieta,y Amado me dio esta rosa. ¿No esverdad, Amado?

A Walter French parecía producirlevivo placer el repugnante hábito deMimí de llamarle Amado. Sonrió conadoración y dijo:

—Claro, Mimí.Mimí pasó sucesivamente de una

mujer a otra, besándolas con besos demariposa. Al llegar a mí me tendió laflor.

—Huela, teniente Duluth.Olí. Mimí se apartó con una pirueta,

apretando la rosa con fuerza contra sudelgado pecho y canturreó:

—¡Oh, cómo me gustan todosustedes! —Llevaba un vaporoso vestidorosado con el que intentaba parecer

infantil y conmovedora, y probablementeun poquitín tuberculosa. Pero no loparecía. Mimí no era bastante jovenpara eso, y aunque su cara oval ymorena no carecía de belleza, noconseguía dar la impresión buscada.Creo que la falla estaba en sus ojos.Había en ellos algo de sagaz, algo desagaz y taimado.

Se había apoyado ligeramente en elborde del diván de Dorothy y meneabala rosa que tenía en la mano. Dorothy lamiró con acerado desprecio y dijolentamente:

—¡Por amor de Dios, llévese esaodiosa flor de aquí, o me la como! ¿Es

que Lorraine no piensa venir nunca?—¿No han vuelto todavía ella y

Chuck?—No. Han ido a traer a otros

invitados.—¡Oh!, espero que sean hombres. —

Mimí posó su ligera mano en el brazo deDorothy y en sus Ojos fulguró undestello—. Lo digo por usted. —Seechó hacia atrás los bucles estilo paje ydirigió a su novio una miradacentelleante—. Yo no necesito hombresporque tengo a mi Amado. ¿No esverdad, Amado?

Janet Laguno produjo un sonidogutural. Amado volvió a sonreír.

—Claro, querida.Janet Laguno encendió un fósforo

con ademán furioso y profirió:—Amado, ¿por qué no se casa usted

con Mimí de una vez? Después podríatramitar un lindo y limpio divorcio,como nosotras…, y descansar. Nunca heleído un solo verso de W. B. Yeats, peroimagino que ha de entrar en la categoríade la extrema crueldad mental.

Amado pareció incomodarse. Mimígiró el cuerpo en dirección a Janet,arremolinándosele la rosada falda entorno de las delgadas piernas. Duranteuna fracción de segundo la expresión desu rostro fue verdaderamente maligna.

Después soltó su risa aguda y tintineantey se inclinó para besar la frente de Janet.

—¡Qué encanto de muchacha! —exclamó—. Siempre está diciendo cosasingeniosas.

Hubiera sido muy posible que en esemomento alguien le hubiera arrancadolos ojos a alguien, pero afortunadamenteIris dijo:

—¡Escuchad! ¿No será el coche deLorraine?

Lo era. El ruido del motor, mientrasel coche subía por el largo camino deacceso, hizo de pronto que el paisajecobrara más importancia que laspersonas. Una vez más tuve conciencia

de las sombrías y melancólicas sierras,del aroma de la salvia, y de la vastacúpula del cielo por encima de nuestracabeza. No me había dado cuenta de latensión que se había creado en lagalería. Todos permanecimos ensilencio, escuchando el ruido delautomóvil de Lorraine, cada vez máspróximo. Por alguna extraña razón, eraun sonido ominoso. Se asoció en mimente con el zumbido de un aviónenemigo. Era como si el coche viniera atraer a cada uno de nosotros su sentenciaparticular.

El auto se detuvo en el extremo máslejano de la casa. Continuamos callados.

Pronto se oyeron ruidos en la sala deestar y pisadas, y el agudo parloteo deLorraine. Las grandes puertas de cristalcilindrado —variación moderna de laspuertas vidrieras— se abrieron degolpe, y Lorraine Pleygel apareció antenuestra vista, seguida por la enormefigura fanfarrona de Chuck Dawson.

Lorraine llevaba una camisa dehombre de color escarlata, pantalonesde dril que podrían tener una antigüedadde cuatro generaciones, y altas botas decuero. Un enorme sombrero pendía deun cordón detrás de sus cortos rizosdesordenados. Probablemente Lorrainequería parecer un vaquero, pero no lo

lograba. Parecía exactamente lo que era:una de las mujeres más ricas yconocidas del país. Se precipitó hacianosotros impetuosamente.

—¿Cómo estáis todos? Seguro queborrachos. ¡Qué paseo! Fue algohermosísimo. Estaréis muertos dehambre. Chuck ha estado pidiendo decomer durante todo el camino. —Susmanos nerviosas, de finas muñecas,parecieron acariciar a cada uno denosotros—. Mininos, ricuras —Lorrainegiró sobre sus talones y asió el enormebrazo de Chuck—. Y tú, corderito, bebealgo y deja de graznar que necesitascarne y patatas. Espera un instante, nada

más, mientras me visto. Sé un ángel.Chuck asintió con una mueca y bebió

un cóctel de un trago. Fornido y buenmozo, de pelo rubio, dentaduraresplandeciente y pelotones de músculosen todos los lugares apropiados, ChuckDawson personificaba el sueño delperfecto cowboy de las mecanógrafasdel Este. Eximido del reclutamiento ensu calidad de ganadero, en Reno se leconsideraba todo un personaje yrecientemente había inaugurado unrumboso club de juego. Nadie conocíasu procedencia, ni la de su dinero, nisabía con exactitud quién era. PeroLorraine, que cambiaba de novio con la

misma rapidez con que reunía a sushuéspedes, estaba comprometida con éldesde hacía más de seis meses, todo unrécord para ella.

Nuestra anfitriona acarició la manode Mimí, besó a Iris, y acabó porsentarse en el borde de mi sillón.

—Querido Peter, estuve hablandocon un capitán de navío o algo por elestilo en el Del Monte. Te conoce y mehizo grandes elogios sobre lomaravillosamente que te portaste en esabatalla… ¿Dónde fue? No recuerdo.Pero sí eres un héroe, amigo mío. Hassalvado vidas y ganado medallas, y hashecho una porción de cosas más. ¿Se

puede saber por qué no nos has dichonada?

Yo empecé a sentirme horriblementeturbado. No eran esos el lugar ni elmomento de ponerme a explicar cómo seasusta uno bajo el fuego y hace cosaslocamente arriesgadas precisamenteporque está asustado. Dije:

—Sólo tienes que esperar, Lorraine,a que el departamento de publicidad deIris se entere. Entonces podrás enterartede todo lo que concierne en el próximonúmero de «Amantes de la Pantalla».

Iris intervino, haciendo una mueca.—Peter, no digas eso… ni siquiera

en broma.

—Pero si es maravilloso, querido,sencillamente maravilloso. —Lorrainedejó vagar sus pensamientos—. A vecesme parece que verdaderamente no mepreocupo bastante por la guerra.

Dorothy Flanders la observabadesde detrás de sus largas y perezosaspestañas.

—Todo esto está muy bien,Lorraine, ¿pero qué pasa con los nuevosinvitados? ¿Se las ingeniaron paraescapar?

Lorraine rió:—¡Oh, no!, querida. Les he dejado

en el vehículo luchando con las maletasy todo lo demás. Es algo terrible, ahora

no tengo ni la mitad de los criados quenecesito.

Mimí Burnett, que se había apretadocomo una niña contra su gordo Amado,dijo:

—¿Son hombres o mujeres?—Son hombres, rica. —Lorraine

acarició a la pequeña Fleur Wyckoff,sonrió a Janet, y por último tomó lamano de Dorothy—. Fue una ideamaravillosa. Ante todo, el señorThrockmorton vendrá dentro de algunosdías. —Nos dirigió una sonrisa radiante,como si fuéramos a recibir la noticiacon un alborozado batir de palmas, perocomo nadie tenía la más remota idea de

quién era el señor Throckmorton, nosucedió nada por el estilo—. Sí, chicos,el señor Throckmorton, mi amigofavorito. Es un hombre divinamenteinteligente, y además… bueno, pero estono importa ahora. Lo que quería decirleses que la idea se me ocurrió anoche.¡Nevada es tan maravillosa! Lasmontañas, la luna… ¡Las pequeñasdisputas y todas esas cosas parecen taninsignificantes! Enojos, disgustos… enNevada todo eso se desvanece. Todos losaben, todos dicen lo mismo.

Siempre se tardaba cierto tiempo encaer en la cuenta de lo que Lorrainequería decir. Sus extraños ojos saltones,

que daban a su rostro su graciaparticular —ese rostro que se diría queera producto de un descabellado cruceentre Bette Davis y un bonito BostonBull—, se fijaron gravemente en elpequeño grupo que formábamos.

—Claro está, chicas, que no quieroinmiscuirme en vuestras cosas. Hace yamuchos años que no veo a vuestras carasmitades y no conozco los sentimientosde cada cual, pero creo que hay que serfeliz en este mundo, de modo que lesllamé por teléfono y, cuando lesexpliqué lo que quería, todos parecieronencantados de venir. Es una ideaverdaderamente divina, preciosas, y

bueno, es porque viene el señorThrockmorton. El señor Throckmortones abogado, y además inteligente. Elsabe cómo se suspende una causa y todolo demás. Y aparte de todo eso, no hayque olvidar el dinero que se ahorra.

Tuve el horrible presentimiento dehaber adivinado el plan de Lorraine. Enese instante ella se volvió bruscamente ytres figuras masculinas aparecierondetrás de las puertas vidrieras,avanzando en dirección a nosotros.Lorraine se echó a reír con esa risa suyaestridente y contagiosa capaz de hacerque pareciera alegre una cámara detorturas.

—Queridos amigos, creo que casitodos vosotros conocéis a estossimpáticos muchachos. Os lospresentaré: Bill Flanders, el condeLaguno y el doctor David Wyckoff.

Mi horrible presentimiento seconfirmaba. Sin embargo, sólo mepercaté de lo espantosamenteinfortunada que había sido la última ideadivina de Lorraine al ver la reacción delas tres mujeres sentadas en la galería.

Fleur Wyckoff se estremeció comosi sintiera que algo en su interior ladesgarrara horriblemente. Se incorporóen su asiento y tartamudeó:

—David.

Janet Laguno se puso en pie de unbrinco, con un revuelo de su horrorosovestido, y lanzó un ligero grito:

—Stefano.Dorothy Flanders desenroscó su

sinuoso cuerpo del diván en que estabatendida, como una cautelosa culebrapronta a atacar o a ser atacada. Con vozronca, extraña, susurró:

—Bill.Iris y yo cambiamos una mirada de

consternación. De todas las insensatasocurrencias de Lorraine, esta tentativade reconciliar a tres mujeres con susrepudiados maridos era, sin duda, lamás desastrosa.

Los tres hombres siguieronacercándose. Al tornarse más visiblesen medio de la luz crepuscular, advertíque a uno de ellos le faltaba una pierna yque se apoyaba en una muleta paraandar. La silueta de Dorothy Flanders,ahora en pie, se destacaba contra elpaisaje de la tarde, magnífica como unaVenus del Renacimiento. Los treshombres se detuvieron frente a ella casialineados; los tres la contemplaron confijeza, como si no hubiera otra cosa quever en el mundo.

El conde Stefano Laguno fue elprimero en hablar. Sus apagados ojos delagarto se posaron en su mujer. Dobló el

cuerpo ágilmente en una profundareverencia.

—Mi querida Janet, el destino, o laseñorita Pleygel, ha dispuesto quevolvamos a encontrarnos.

Le tendió la mano. Janet no se latomó; tenía el pálido rostro contraído deestupefacción y cólera. Yo pensé que seretiraría furiosamente, pero la sorpresa,o un respeto instintivo por lo dramáticode la situación, la mantuvo clavada en susitio.

El doctor Wyckoff se había vueltohacia su pequeña mujer. Hizo ademán detenderle la mano, pero se detuvoindeciso ante la helada inmovilidad del

rostro de Fleur. No dijo palabra, y luegose apartó pesadamente, volviendo aclavar la mirada en Dorothy.

Noté que tenía los hombrosagobiados, como si le hubieran cargadosobre ellos un peso casi insoportable.

Era el hombre de la muleta quiendominaba con su personalidad aquellamaraña de encontradas emociones. BillFlanders no era alto, pero tenía unafigura maciza y corpulenta, cuyo portemilitar hacía que sus ropas de civilparecieran un disfraz. Sin quitar los ojosde su mujer ni por un instante, avanzóunos pasos apoyado en su muleta. Elcolgante trozo de pantalón donde

debiera haber estado su pierna producíauna impresión de conmovedoraimpotencia.

Se acercó tanto a Dorothy, que éstadebió de sentir su aliento sobre sumejilla tersa como un durazno. El hechode que todos nosotros le rodeáramos noafectó en lo más mínimo el intensofulgor de su mirada.

—Bien, Dorothy —dijo—, supongoque estarás contenta de verme.

No era lo que decía; no eraexactamente la dura y cruda amenaza desu voz; era la expresión de su rostro loque puso por un momento tan al desnudola tensión de la escena. Era la expresión

de un hombre que odiaba tanintensamente que casi estaba enamoradode su odio.

Lorraine agitó su Martini.—Bebamos todos, a la salud de tres

felices reencuentros. Estoy segura deque todo saldrá maravillosamente bien.La luna, el desierto, el lago, el señorThrockmorton…

El eco de su voz resonó en mediodel silencio, y luego se extinguió. Creoque hasta ella comenzaba a abrigar unavaga sospecha de que las cosas noestaban resultando todo lo divinas quedebieran ser.

Iris se acercó adonde yo estaba.

Entrelazó sus dedos con los míos.—Peter —susurró—, ¿te has fijado

en la cara de Bill Flanders?Yo asentí con la cabeza.Iris tuvo un ligero estremecimiento.—Si ahora llega a echar mano a un

cuchillo de cocina, no habrá señorThrockmorton que pueda detenerle.

Y era eso, exactamente, lo que yoestaba pensando.

L

2

a cena resultó peor aún de lo queyo había esperado. En parte sedebió a la misma habitación.

Sobre las paredes de color chartreuse,dispépticas mujeres de Marie Laurenciny desnudos de Matisse que parecíanhaber sido sancochados en salmueraasomaban desde sus marcosblanqueados. Unas máscaras indias quepodrían haber parecido cordialmentehogareñas en la choza de algún

curandero guatemalteco, pero queproducían una impresión de lo másdesagradable a la hora de las comidas,nos miraban malhumoradas desde lasrepisas de los ángulos. La larga mesa defragmentos de vidrio en torno de la cualnos hallábamos sentados estaba cargadade cerámicas mexicanas. Se suponía querepresentaban frutas, pero a mí mesugerían algo abandonado después deuna autopsia ejecutada por algúnpatólogo descuidado. En otro tiempoLorraine había sido protectora de casitodas las cosas que es posible proteger.En la época en que construyó la casaconstituían su pasión dominante los

decoradores de interiores. Se le habíaocurrido que sería sencillamente divinoque cada una de las habitaciones fueseamueblada por un decorador distinto.

El que había decorado el comedor,seguro que padecía de úlcera deestómago.

Y en medio del indigesto decoradonada funcionaba normalmente, exceptoel apetito de Dorothy Flanders. Habíaalgo de espléndido en su manera decomer. Suntuosa, magnífica,aparentemente impermeable a lanerviosidad de que al parecer era enbuena parte responsable, embocabaimpertérrita plato tras plato de la

exquisita cena.Casi ningún otro comía. Lorraine, de

todos modos, no comía nunca. Todo sufuego parecía alimentarse de algúnocasional mordisco de lechuga o untrago de leche cuajada. Habíareemplazado su traje de vaquero por unfantástico vestido color pulga,fabulosamente elegante, y ocupaba lacabecera de la mesa, parloteando en elvacío. O bien trataba de comportarsecomo una perfecta ama de casa, o biensentía tanta indiferencia como Dorothypor el hecho de que su cena estabaresultando una de las peores de lahistoria.

Iris y yo, como un ejemplo de vidamatrimonial dichosa, intentamosmostrarnos sociables, pero nuestraexigua vena de pseudo vivacidad yligereza se agotó al servirse la sopa.Amado French estaba gordo y discretocomo siempre, en tanto que ChuckDawson engullía como si la porcelanaLowestoft fuera lata y el squab béarnaisun potaje de habas. Mimí tampocoservía de ayuda. Había encontrado ungran hibisco rosado, y se pasó la mayorparte de la cena observando pensativasus reconditeces, como si esperara quesaliera de él un hada volando para darleun suave beso en la frente.

Las parejas próximas a divorciarseparecían no haber oído hablar nunca deEmily Post. El doctor David Wyckoff ysu pequeña y bonita mujer estabansentados uno al lado del otro, con lasiniestra rigidez de los primerosdaguerrotipos. Janet Laguno, a laderecha de su desdeñado conde,manipulaba desganadamente una presade pichón. Estaba despeinada y suamarillo vestido de noche formabapliegues en los lugares menosadecuados. De repente exclamó:

—¡Lorraine, no deberías habersacado tanta vajilla de plata esta noche!Seguro que Stefano te robará algo.

El conde, con discreción europea, selimitó a alzar la vista y sonreír.Lorraine, arrancada súbitamente dealgún vago recuerdo de su adolescencia,exclamó:

—¡Qué tontería, Janet! Estoy segurade que el conde no acostumbra robar.

—Me hubiera robado hasta losdientes de haberme quedado con él unasemana más. —Janet dirigió una miradamaligna a su imperturbable marido—.Lorraine, si te pareció necesario volvera mezclar a estos horribles hombres ennuestra vida, por lo menos hubieraspodido ahorrarme el disgusto de estarsentada al lado de Stefano en las

comidas. A mí me enseñaron a tener alos animales fuera del comedor.

Este animado fragmento de diálogono contribuyó en absoluto a aumentar laalegría general. En el pesado silencioque siguió, me encontré pensando en elmotivo que habría inducido a los tresmaridos repudiados a aceptar la lunáticainvitación de Lorraine. Según ella, sehabían mostrado encantados ante elproyecto de reconciliación con susmujeres, pero a los tres tendría quehaberles resultado evidente, a menosque hubieran perdido el juicio, que nohabía la menor posibilidad dereconciliación alguna. Y con todo, en la

primera ocasión habían abandonado sinningún reparo sus diversas ocupacionesen San Francisco para correr adonde seencontraban sus mujeres.

¿Por qué? Cuanto más pensaba enese «porqué», menos me gustaba.

Era Bill Flanders quien realmenteme inquietaba. Con la muleta apoyada enel respaldo de su asiento, ocupaba elpuesto de honor, a la derecha de laanfitriona, pero yo estaba seguro que nohabía oído una sola palabra deldeshilvanado monólogo de Lorraine.Sentado ante un plato intacto conantinatural rigidez, en su rostro cuadradode pugilista sus ojos resplandecían con

un brillo febril. Era perfectamenteevidente que todo su ser estabadominado por el pensamiento deDorothy. Si al menos le hubiera hablado,o mirado, siquiera, la tensión habríadisminuido, pero no lo hacía. Selimitaba a estar allí sentado, tieso, conuna sonrisa de momia.

Yo había visto en mi barco amarineros víctimas de conmocionesdespués de un bombardeo aéreo. Habíanpermanecido sentados del mismo modo,callados como peces y con la mismasonrisa fija pintada en el rostro, hastaque de pronto, sin que nada lo hicierasospechar, les acometía un furioso

frenesí.Yo tenía las manos húmedas de

ansiedad por lo que podría sucederaquella noche.

Lorraine hacía esfuerzos pormantener la conversación contándonoslas dificultades para conseguir jardineroen época de guerra, cuando BillFlanders la interrumpió súbitamente enmitad de su relato.

—Si necesita usted un jardinero —dijo, volviéndose hacia ella conbrusquedad—, ¿por qué no me toma amí? No resultaré ninguna maravilla,pero de muchacho solía entretenermecuidando las plantas en la granja de mi

padre.Su voz era ligera, pero dejaba

traslucir un peligroso tono subyacente.Lorraine llevó su mano de pájaro al

collar de perlas que tan acertadamentecompletaba su atavío.

—Pero, señor Flanders, porsupuesto…

—Yo fui boxeador, aunqueprobablemente ninguno de ustedes losepa, y llegué a tener bastante éxito.Cuando me casé tenía grandesprobabilidades de convertirme en elcampeón nacional de peso pesado. Erade los mejores. —Las palabras salían aborbotones de su boca, en un crescendo

de incontenible violencia. El que nuncahubiera visto a una persona al borde deuna crisis nerviosa podría creer queestaba borracho—. Entonces ocurrió lode Pearl Harbour. En la Infantería deMarina un soldado raso no hace muchodinero que se diga. Pregúnteselo alteniente. Unos cincuenta dólares almes…, y le vuelan a uno la pierna. —Serió—. Bonito boxeador sería ahora, conuna pierna de menos. Y algo tengo quehacer.

—¿Dice usted en serio que…?—Sí. Tenía más de treinta mil

dólares en el banco cuando me enviarona alta mar. Dejé todo arreglado para que

mi mujer pudiera disponer del dineropor sí misma. Me dijo que le haría faltaun poco para los gastos de la casa. —Los músculos del rostro se le agitabanconvulsivamente. Era horrible ver tan aldesnudo los sentimientos de un hombreadulto—. Cuando me licenciaron, teníatanta impaciencia por verla que nopudieron retenerme en el hospital de laMarina. Ni siquiera permanecí allí losuficiente para que me colocaran lapierna artificial y me enseñaran a andarcon ella. Y al volver a reunirme con mimujer, adivinen cuánto me quedaba en elbanco: quince dólares y setenta y cincocentavos. —Lo peor de todo era que

Dorothy Flanders continuaba comiendo.Hermosa y serena como una deidadpagana, permanecía sentada ante la mesasin hacer el menor esfuerzo por contenerel apasionado torrente de palabras.

—Quince dólares y setenta y cincocentavos. —Al repetirlo, Bill Flandersvolvió el rostro hacia su mujer. Teníalos ojos húmedos de lágrimas—. En unpar de años había despilfarrado losahorros de toda mi vida. Y con esoapenas tenía para un diente. Dios sabecuánto más sacó de todos los hombresde Frisco por los que se dejó cortejar.—Las manos le temblaban y apretó lospuños—. Esa es la mujer con quien me

casé, esa mujer que está ahí sentada,atracándose la muy desvergonzada… Siyo no fuera un gallina, ¿saben ustedes loque haría? Le… le…

Se interrumpió bruscamente y hundióel rostro en sus grandes manos. Unossollozos roncos y ásperos como losladridos de un perro le sacudían todo elcuerpo. Hasta ese momento losheterogéneos invitados de Lorraine mehabían inquietado, aunque tambiéndivertido. En aquel instante los odiaba;los odiaba por hallarse tan seguros ycómodos; los odiaba por estar allísentados, contemplando lo que la guerra,que a ellos no los había afectado en lo

más mínimo, había hecho a BillFlanders.

Todos tenían los ojos fijos enDorothy, como si estuvieranpresenciando alguna representaciónteatral y ahora le correspondiera actuara ella. Dorothy, efectivamente, levantóla vista. Dejó caer el tenedor junto a suscrêpes suzettes, se pasó lánguidamentela mano por sus rubios cabellospeinados hacia arriba y dijo conlentitud:

—Después de este bonito discursosupongo que uno de nosotros dosdebería abandonar la mesa. Me temoque tendrá que ser mi marido; yo no

tengo la menor intención de dejar elpostre sin terminar.

En ese momento yo mismo la hubieramatado con gusto, pero Bill Flanders nose encontraba en estado de oír nada.Tanteó en busca de su muleta y se pusoen pie. Apoyándose torpemente en ella,se encaminó hacia la puerta dandotraspiés.

Lorraine, con el rostro contraído depena, había empezado a levantarse.Tenía el corazón más bondadoso de latierra. No podía ver sufrir a nadie.

—¡Pobre muchacho! —susurró—.¡Pobre muchacho!

Intentó seguirlo, pero yo la disuadí:

—No, Lorraine, déjale solo.Comprendí que Flanders no hubiera

podido soportar que se inquietaran porsu causa. Al parecer, también Lorrainelo comprendió. Volvió a su asiento. Lapuerta se cerró tras de Bill Flanders conun golpe. Lo que tenía el irrisorionombre de cena prosiguió sin él.

Nadie hablaba. Seguramente todossintieron tanto alivio como yo cuandoLorraine se levantó para sugerir quefuéramos a la sala de los trofeos a bebercafé y licores.

Hacía algún tiempo ya, Lorrainehabía pasado un año en el África Negray la América del Sur, satisfaciendo una

violenta aunque temporal pasión por lacaza mayor. La sala de los trofeos era unmonumento conmemorativo de aquel añode inclinaciones varoniles. Era unrecinto cavernoso de grandesproporciones, decorado con las cabezasy cuellos de casi todas las especiesconocidas de animales de caza y con losmás horrendos objetos evocativos de lasartes amazónicas del amor y de laguerra.

Me pareció que la sala de lostrofeos no era exactamente un lugaradecuado para beber café y licores.Pero en verdad, ninguna de lashabitaciones de la casa de Lorraine

resultaba adecuada para nada.Echamos a andar en desasosegado

grupo a la sala de los trofeos, ydescubrimos que Bill Flanders estaba yaallí, sentado en un rincón bajo unaconsiderable cabeza de elefante. Aunqueel exinfante de marina tenía el rostropálido y contraído, su furor parecíahaberse aplacado. Cuando su mujer pasóa su lado y se puso a sorber kümmelgolosamente, a menos de un metro dedistancia, ni siquiera le concedió unamirada.

Nadie mencionó el episodio de lamesa. La velada había sido tan fuera delo común que de todos modos nadie

hubiera sabido qué decir.Para escapar a todo aquello, Iris y

yo nos habíamos apartado de los demás,situándonos junto a una de las vitrinasde trofeos con tapa de vidrio. La vitrinacontenía cerbatanas y flechasenvenenadas que, era de presumir,habrían sido dirigidas contra Lorrainepor algún indignado aunqueincompetente saetero amazónico.

Al lado de la vitrina, ocupando unaespecie de trono, se hallaba el másterrorífico de todos los objetos de lasala. Algunos años antes una mujer«maravillosamente inteligente» habíapersuadido a Lorraine de que se dejara

hacer una muñeca en tamaño natural quereprodujera su figura. Lorraine pensóque la idea era divina, pero el objetoterminado era espantoso, hasta para ella.Por alguna razón, sin embargo, dejó lamuñeca en la sala de los trofeos, donde,enfundada en un largo vestido de nocheverde limón, contemplaba el mundo consonrisa idiota. Iris y yo la miramos conaire lúgubre, pensando en cómo pasar lanoche.

Lorraine debía haber estadopensando en lo mismo, porque despuésde unos penosos instantes en que sólo seoyó el tintineo de los vasos, se puso enpie de un salto, con un remolino de sus

faldas de color pulga, y mostrando esaarrebatadora sonrisa que anunciabasiempre el nacimiento de otra ideadivina.

—Esto está muy triste, chicos —dijo—. Vayamos a Reno, al club de Chuck, ajugar. No hay nada como la ruleta.Verdaderamente.

El remedio de Lorraine para todaslas situaciones molestas era escapar e ira divertirse. Fuera su teoría valedera ono, jamás se aceptó idea alguna contanto entusiasmo. Todos abandonamosprecipitadamente la sala de los trofeospara buscar abrigos y bufandas. Iris y yosalimos los primeros. Fuimos casi

corriendo hasta nuestras enervadorashabitaciones listadas como piel decebra, producto sin duda de algúndecorador de interiores que seemborrachaba con demasiada frecuenciaen El Morocco. Cerré la puerta alremolino de emociones que habíainvadido la casa.

Iris, más hermosa todavía que en lasseductoras fotografías que le habíahecho el señor Hurrell, se echó el pelohacia atrás, con el ademán que le erapeculiar cuando estaba preocupada.

—Dime, Peter, ¿no se te estáconvirtiendo el permiso en un completofiasco? Esta gente espantosa… Tú no

quieres ir a Reno, ¿verdad?Yo conocía la frívola pasión de mi

mujer por las máquinas «tragamonedas».La besé, cosa que hubiera podido seguirhaciendo por tiempo indefinido.

—Mejor será que vayamos.¡Lorraine se ha metido en tal lío!Alguien debe estar a su lado paraayudarla. Además me estoyacostumbrando a tener a una estrella poresposa. Me gustaría exhibirte un poco.

Iris me miró con gravedad.—¿Lo dices de veras, Peter?—Naturalmente.Yo no iba a permitir que se

destrozara el corazón pensando que me

había traicionado porque un señorFulanovsky de la Magnificent Pictures lahabía convertido en un productonacional, como los copos de maíz.

—Ve a buscar el abrigo, preciosa.Iris sacó su capa del armario, se la

echó sobre los hombros y volvió a milado.

—Peter, ¿por qué aceptaron esosmaridos la disparatada invitación deLorraine?

—Es lo que me estaba preguntando.—Ese pobre Bill Flanders… ¿Crees

de verdad que intentará matar aDorothy?

—Yo no le culparía por eso —

contesté—; un pequeño asesinato haría aDorothy la mar de bien.

—Quizá la mate —dijo Iris,abstraída—. Quizá me vea mezclada enun crimen y me expulsen de Hollywoodpor falta de moralidad. ¿No seríamaravilloso?

Por alguna razón sus palabras nosonaron tan divertidas como sería deesperar. Mi mujer se encaminó a la mesade tocador, abrió un cajón cerrado conllave y sacó de él un rechoncho yrepelente cerdito alcancía de alfarería.Se lo puso debajo del brazo.

—Muy bien, querido —dijo—.Vayamos a Reno y exhibámonos.

La función del horrible cerditoconsistía en salvar a Iris de sí misma yde los «tragamonedas». Algún atávicoinstinto de Nueva Inglaterra la preveníaen contra del juego, y ella tranquilizabasu conciencia destinando sus ganancias ala compra de bonos de guerra. Era muyrígida en cuanto a eso. Hasta habíacomprado otro de esos cerditos depesadilla para mí, pero yo erademasiado orgulloso para mostrarmecon él y lo tenía encerrado en una maletadebajo de la cama. Iris, por su parte, notenía tales reparos. Llevaba el cerdito atodos lados, echando en su prominenteestómago cada medio o cuarto de dólar

y moneda de diez centavos que ganaba.Cuando Iris y yo salimos con el

cerdito alcancía al corredor, alcanzamosa divisar a la etérea Mimí Burnett en elmomento de introducirse en el cuartoque siempre tenía allí reservado ChuckDawson. Mimí era un tipo de muchachamuy a propósito para introducirsefurtivamente en los cuartos de losdemás. Pero yo me pregunté vagamentepor qué motivo habría de tener la noviade Amado una entrevista a solas con elnovio de Lorraine. La vida, sin duda, erabastante complicada aun sin eso.

Iris y yo bajamos al vestíbuloprincipal sin encontrar allí a nadie. Nos

dirigimos a la sala de los trofeos, cuyaspesadas puertas de madera estabancerradas. Las abrí. En el extremoopuesto de la estancia, junto a la vitrinade las flechas envenenadas, se hallabande pie dos personas: el conde Laguno yDorothy Flanders, más incitante aún quede costumbre con su blanco abrigo dearmiño y sus largos guantes blancoshasta el codo. Ambos se sorprendieronal oírnos entrar y volvieron la cabeza.

Yo me excusé torpemente:—Disculpen si venimos a

interrumpirles.—¿A interrumpirnos? —preguntó

Dorothy con su voz perezosa— ̂¿Qué se

imagina? ¿Que el conde Laguno meestaba haciendo proposicionesindecorosas?

El conde Laguno parecía un elegantelagarto con educación europea. Sonrió,mostrando una dentadura no del todobuena. Con su tono de voz suave,oxfordiano, explicó:

—No hacía más que instruir a laseñora de Flanders sobre los indios delAmazonas, teniente Duluth. Es un pueblochapucero. Descubrieron uno de losvenenos más mortales que se conocen, elcurare; una gota en el torrente sanguíneobasta para matar al hombre o a la mujermás robustos, y sin embargo no ponen ni

pizca de imaginación en su empleo; selimitan a usarlo para matar ciervos o aotros indios. —Sus ojos oblicuosvolvieron a posarse en Dorothy, y mepareció sorprender en ellos un destellode astuta malignidad—. El curare poseecierta nobleza. Habría que usarlo conarte; para matar tan sólo a los quelegítimamente merecen ser asesinados.¿No le parece, Dorothy?

Dorothy bostezó.—Stefano, estoy segura de que dice

usted cosas ingeniosísimas, pero hacefalta tiempo para meditar en ellas. Yonunca tengo tiempo para eso. —Deslizósu voluptuoso brazo enguantado bajo el

del conde—. Vamos, porque si no,Lorraine empezará a tocarnos el claxon.

La señora de Flanders y Stefanosalieron de la habitación. Yo miré a Iris.Iris me miró a mí.

—Bien… —dijo. Y no había muchomás que decir.

Mientras el conde hablaba, yo mehabía acercado a la vitrina en que sehallaban las armas indias. Me habíapuesto a mirar las terribles flechasenvenenadas, en cuyas puntas se veíaaún una roja capa de curare. Las habíandispuesto en tres grupos en forma deabanico. Conté ociosamente las flechasdel primer grupo. Eran seis. En el

segundo grupo también había seis. Miréel tercer grupo, y el corazón me empezóa latir apresuradamente.

En el tercer abanico sólo habíacinco flechas. Y al fijarme con másatención descubrí unas pequeñasdepresiones en la verde bayeta quetapizaba el suelo de la vitrina, como sirecientemente hubieran cambiado lasflechas de lugar. Conté las marcas de labayeta. Eran seis.

Eso, no cabía duda, sólo podíasignificar una cosa. Alguien tenía quehaber sacado la sexta flecha y ordenadolas cinco restantes de modo que la faltafuera difícil de descubrir a simple vista.

Intenté abrir la tapa de la vitrina. Noestaba cerrada con llave.

Iris se me acercó.—¿Qué estás mirando, Peter?Me apresuré a volver la espalda al

pequeño mueble. Lo que pensaba erademasiado melodramático para contarlo,aun a Iris.

—¿Qué estaba mirando? —repetí—.Oh, nada, nada.

C

3

on una despreocupación por elracionamiento de la gasolinamuy propia de los Pleygel, nos

esperaban tres coches sobre el anchocamino de grava que se extendía frente ala casa. Lorraine en persona empuñabael volante del primero: una camionetarural que prefería casi siempre a losmodelos más lujosos que poseía. Noshizo seña a Iris y a mí de que nosmetiéramos en el coche; Iris se sentó

delante, con Lorraine y la pequeña FleurWyckoff; y yo atrás, con el doctorWyckoff y Dorothy. Lorraine gritó algo aAmado, que iba en el segundoautomóvil, y tomó por la peligrosacarretera, con sus maravillosas vistasdel dormido lago Tahoe.

El disco de la luna llena refulgíacomo un botón de bronce en el azulmarino del cielo. Una belleza cargadade misterio envolvía la carretera deReno, sobre la enorme jiba del monteRose. El coche subía hacia la cumbre yla altura nos hacía zumbar los oídos;solitarias gargantas se abrían a amboslados, con sus altos montes y praderas

montañosas sumidas en la azul magia.Un ciervo cruzó el camino velozmente.El aire de Nevada olía a pino.

Yo miraba a Dorothy Flanders conel rabillo del ojo. Su belleza era tan fríae inhumana como la de la noche. Era unabelleza de líneas curvas, una belleza desuperficie, tras la cual sólo había unmagnífico aparato digestivo. Suscabellos rubios resplandecían como laplata. También su perfil parecía deplata: un camafeo que se recortaba en laoscuridad.

Ninguno hablaba. Habíamos traídonuestro desasosiego con nosotros, y lanoche no contribuía a calmarlo. Yo tenía

delante de mí la cabeza de Fleur,pequeño remanso de quietud. Pero erasobre todo su marido quien me atraía laatención. Estaba sentado al lado deDorothy, rígido e impenetrable. En unaocasión en que el auto tomó una curva,Dorothy extendió una mano paraapoyarse contra él. Fue el únicomomento en que Wyckoff mostró undestello de vida. Apenas sintió que losdedos de Dorothy le tocaban la rodilla,la retiró como si le hubiera mordido unaserpiente venenosa.

Cuando después de llegar a lacumbre de la montaña iniciamos eldescenso por la otra falda, oímos el

ruido de un cupé verde que pasaba juntoa nuestro coche, haciendo sonar elclaxon. Lo guiaba Chuck Dawson. MimíBurnett, semejante a una deslucidamariposa rosada, estaba lánguidamentesentada a su lado. Lorraine agitó lamano y gritó algo, pero Chuck no leprestó atención. Con su cara de vaqueroconvertida en una adusta máscara, lanzóel cupé a una velocidad loca ydesapareció de nuestra vista en mediode una nube de polvo.

—¡Ese Chuck! —exclamó Lorraine—. Me dan ganas de matarlo.¡Imaginarse que me va a ganar!

Apretó el acelerador. La vieja

camioneta rural inició la raudapersecución. De pronto, asomó unacurva en el camino de montaña, y Fleurdio un grito:

—¡Lorraine, por favor, no vayas tande prisa! En estos caminos es peligroso.

Lorraine dejó escapar un suspiro.—Sí, creo que tienes razón. Chuck

siempre me hace cometer locuras. Elseñor Throckmorton dice que algún díame romperé la crisma. Bueno, el señorThrockmorton pertenece al tipomelancólico, aunque yo lo adoro, porsupuesto. —Aminoró la marcha y derepente añadió—: ¿No es un encanto?No me refiero al señor Throckmorton,

sino a Chuck. Es mi novio favorito delos últimos años.

Dorothy, quien parecía creer quecualquier observación que se hicierasobre un hombre le estaba especialmentedirigida, se revolvió en su asiento.

—Es muy simpático. Pero ¿qué es?¿De dónde procede?

—¿A quién le importa qué es lagente o de dónde viene? En Nevada todoel mundo le adora.

—¿Cuándo piensas casarte?—¿Casarme? —Lorraine soltó el

volante para hacer un ademán desorpresa—. En verdad, ¡buena estás túpara hablar de casamiento! —Tomó otra

curva y lanzó de improviso un grito dealegría—: ¡Se le pinchó un neumático!

El cupé verde de Chuck seencontraba a un lado del camino, con eleje posterior torcido. Chuck trabajabaafanosamente con un gato y Mimírevoloteaba a su alrededor. Al vernos,ambos nos hicieron seña de que nosdetuviésemos, pero Lorraine se limitó aasomar su encrespada cabeza por laventanilla, lanzándoles una risa de burla.

La victoria que había obtenido sobresu novio favorito la llenaba de puerilplacer. Todavía estaba tarareando bajitocuando nos precipitamos hacia el vallede Washoe y delante de nosotros,

ladeadas como la diadema de unaduquesa borracha, las luces de Renocomenzaron a refulgir en las azulestinieblas.

Reno tiene algo; cierta pequeñez,cierta jovial hinchazón, la vulgarbenevolencia de una Madame que haalcanzado una posición en el mundo. Adiferencia de las demás ciudades delpaís, no hay aquí una línea deseparación entre los elementosrespetables y los de dudosa reputación.Señoras de su casa con gafas dearmazón de acero, atractivasdivorciadas del Este, soldados,vaqueros, jueces, indios y vagabundos

se codean tan contentos en suspresuntuosas calles. Todos comen en losmismos lugares, beben en los mismosbares y tiran los mismos dólares deplata sobre las mismas mesas de juego.En Reno uno puede ser rico y perder.Puede ser pobre y ganar. Nadiepermanece en lo alto o en lo bajo de laescala el tiempo suficiente para que elmolde se endurezca. Este es uno de losencantos de la ciudad.

Lorraine dobló por Virginia Street,bajo un tremendo letrero eléctrico enque se leía: «Reno, la pequeña ciudadmás grande del mundo». Pasamos frenteal Palace Club, y un poco más lejos

aparecieron altas columnas de luz neónque decían: CHUCK’S CLUB.

Estacionamos la camioneta ydescendimos. El club de juego deChuck, aunque recientementeinaugurado, seguía las tradicionalesnormas del Harold’s, el Bank Club ytodos los demás. Hasta se habíaagenciado su propia colección defamélicos perros sin hogar, que yacíantendidos sobre el umbral, esperandoconvertirse en talismanes de la buenasuerte, como el famoso Curly, y obtenerbistecs con huesos en T de los jugadoressupersticiosos. Pasamos junto a ellos, yun momento después nos encontramos en

medio del resplandor, el humo y elrumor de las conversaciones.

La noche del sábado estaba en suapogeo. Bajo un cielo raso de espejo depoca altura, unas muchachas, con lazosen sus complicados peinados, tenían a sucargo la banca, y tendían cartas amatronas de la sociedad y a indios porencima del tapete verde de las mesas deroble. La rueda de la fortuna chirriabaen un rincón. Una voz anunciabaestentóreamente los resultados de unacarrera de Reno, en tanto que muy cercade allí, sin que el ruido Ies perturbase enlo más mínimo, unos mirones militares yciviles se inclinaban sobre las mesas de

dados.Chuck, pensé, debía de estar

haciendo excelentes negocios.Yo no estaba de humor como para

tener presente que Lorraine, por ser unade las muchachas más ricas del mundo,era una celebridad nacional. Lacombinación de ella e Iris dio porresultado una entrada sensacional, aunen medio de esa enajenadamuchedumbre. Cuando pasamos porentre el laberinto de mesas casi todos sevolvieron para mirarlas y cuchichearluego algo. Lorraine, habituada a esodesde niña, parecía completamenteinconsciente de su carácter de

espectáculo. Iris trataba con todavalentía de mostrarse igualmenteindiferente. Pero Dorothy, que tambiénse llevaba sus miradas, era muy distinta.Reaccionaba ante cada ávido par deojos masculinos moviendo en tal formael busto y las caderas, que yo temí quese le dislocara algo.

En el preciso instante en queLorraine decía: «¿Dónde estarán losdemás?», hizo su entrada el segundogrupo: Amado French, los Laguno y BillFlanders, apoyado en su muleta.Lorraine les hizo una seña con la mano,y ellos se acercaron con aspectomalhumorado. Supuse que su viaje

habría sido tan poco agradable como elnuestro.

Amado, que había adoptado unaexpresión remilgada, como si la vulgaratmósfera del lugar no fuese apropiadapara su inocente novia, dijo:

—Al coche de Chuck y Mimí se lepinchó un neumático. Les hemos dejadoatrás, pero estarán aquí en seguida.

Lorraine se encaró con el círculo derostros agrios con una sonrisaarrebatadora, cuyo objeto era invitar atodos a que olvidaran sus agraviosparticulares.

—Amigos, divirtámonos. Al fin y alcabo, no hay nada como divertirse.

Nos condujo al rústico barmanchado de cerveza y nos convidó auna copa, dejando como propina alobsequioso barman la vuelta de unbillete de veinte dólares. Bebió sucoctel de un trago.

—Que cada cual haga lo que quiera.Así será mucho más divertido. Yojugaré a la ruleta. —Cogió del brazo asu medio hermano—. Vamos, Amado.Tú perteneces a la escuela antigua, yjugar para ti es un pecado; pero metraerás suerte, me lo dice el corazón.Dorothy —añadió, asiendo a la señoraFlanders con su mano libre—, hay en tialgo de grandioso. Creo que tú también

me traerás suerte. Hay que elegir elnúmero once, encantos. Tiene que salir;estoy segurísima de que saldrá.

Iris, apretando su alcancía, medirigió una sonrisa culpable y seescurrió hacia la máquina de ranura demonedas de medio dólar que estabapróxima a la mesa de ruleta. Los demásparecían menos dispuestos a dejarsellevar por el espíritu de «diversión» deLorraine. Demostrándose mutuamenteuna deliberada indiferencia, siguieronuno tras otro a su huéspeda, sin rumbofijo.

Rodeaba la mesa de ruleta uncompacto gentío, pero los jugadores se

separaron, como las aguas del mar Rojo,para dejar paso a Lorraine Pleygel.Lorraine sacó un billete de cien dólaresde su frívolo bolso y se lo arrojó a lallamativa muchacha que oficiaba decroupier, a la que saludó como a unaantigua conocida. Bill Flanders se habíaacercado hasta la mesa a fuerza deempujar con los hombros, situándoseentre Dorothy y Amado. Los Wyckoff,que continuaban uno junto al otro, perosin cambiar una sola mirada, seapresuraron a seguirle. El conde Lagunorondaba detrás de Dorothy. Todosestábamos apretados unos contra otros.

La rueda giraba. Fichas rojas,

amarillas y azules salpicabanvistosamente el tapete verde con susnúmeros negros y rojos. Lorraine habíarecibido un montón de fichas de cincodólares, de color alheña. Apartó algunascon la mano, poniéndolas frente aDorothy.

—Para que me dé suerte, querida.Dale dos a Amado. Un poquito deaudacia le vendrá bien.

Dorothy recogió las fichas conavidez. Amado, que estaba mirándola,chasqueó la lengua con desaprobación.

Lorraine dijo:—Juguemos al once, angelitos.Agitó la mano por encima del

montón de fichas. Alguien gritó:«¡Lorraine!». Ella volvió la cabeza.Chuck Dawson y Mimí Burnettavanzaban apresuradamente hacianosotros por entre indios, respetablesviudas, chinos y soldados. Traían a lazaga a otro hombre, un desconocido.Chuck, abriéndose paso a codazos entresaludos amistosos, palmaditas en laespalda y voraces miradas dedivorciadas, llegó por último hastadonde estaba Lorraine y le hizo unamueca.

—¡Muy bonito! —dijo—. Dejarnospudrir a un costado del camino. —Lacogió del brazo con rudo afecto—.

Vamos, muchacha. Hay aquí unadmirador tuyo que desea conocerte. —Con la otra mano asió a Amado por elcuello—. Y tú, amigo, deberías estaravergonzado. Bien sabes que tu noviadice que no se debe jugar.

Separó a hermano y hermana de lamesa. Amado trató de desasirse conultrajada dignidad. Lorraine protestó:«¡Pero querido Chuck, estoy jugando!»,mas no hizo ningún esfuerzo porsoltarse. Era evidente que le gustaba queChuck la tratara con rudeza.

—¡Juega por mí! —le gritó aDorothy.

Arrastrados como un par de

cachorros por las recias manos deChuck, Lorraine y Amado se reunieroncon Mimí y el desconocido. Mimí seapretó contra Amado, retorciéndoleinfantilmente las solapas. Eldesconocido, que tenía un marcado aireespañol, se inclinó sobre la mano deLorraine como si ésta fuera una princesade sangre.

Yo me volví para mirar a Iris. Mimujer, tratando de no prestar atención aun pequeño grupo de admiradores que larodeaba, continuaba arrojando monedasde cincuenta centavos a una máquina, alparecer indiferente. Yo me acerqué. Depronto, toda la máquina pareció estallar

con terrible estruendo y de sus faucescomenzó a caer una mágica lluvia demonedas de cincuenta centavos.

Olvidando su dignidad de estrellacinematográfica, Iris lanzó un grito dejúbilo y se dejó caer sobre las rodillas,en medio de un mar de plata federal.

—¡El pozo! —gemía como unaposeída—. ¡Me he sacado el pozo!

El corro de admiradores divulgó elacontecimiento: «Iris Duluth se hasacado el pozo». Eso originó unapequeña sensación. Los que rodeaban lamesa de ruleta volvieron la cabeza.Hasta Lorraine, Chuck, Amado, Mimí yel nuevo amigo fueron corriendo hasta

Iris. En medio de una completaconfusión unos se arrastraban entre laspiernas de otros, juntando monedas decincuenta centavos. Iris, satisfecha laambición de su vida, me besabaimpetuosamente. De pronto, sinembargo, recordó su regla de oro y dijo:

—La alcancía. ¿Dónde está laalcancía?

La había dejado en el piso. Chuck sela entregó. Sonriendo con toda la boca,Iris recogió su mal habido tesoro y,pieza por pieza, empezó a echarlo alinterior del horrible cerdito, mientras lagente en derredor la arrullabadiciéndole lo maravillosa que era y

trataba de obtener autógrafos.Cuando la confusión comenzaba a

ceder, Lorraine, presa de un nuevoentusiasmo, arrastró hasta nosotros alsudamericano.

—Les presento a todos a Álvarez.Hace un numero especial de rumba en elDel Monte, me vio bailar con Chuck lasemana pasada, y dice que bailo larumba espléndidamente y que quierebailar conmigo. ¿No es algo divino?Jugar es aburrido. ¿Por qué no vamostodos al Del Monte a bailar? ¿Dóndeestá Dorothy? —Giró sobre sus talonesy encontró a Dorothy a su lado—. ¿Hasterminado, querida?

—Sí, ésa es la palabra, he terminado—dijo lánguidamente Dorothy, alisandosus guantes blancos y poniéndose bajo elbrazo su bolso plateado—. Sientodecirte que lo he perdido todo. El onceno salió.

—¡Espléndido!Lorraine, mudable como el viento,

estaba ya aburrida hasta morir de laruleta y excitada por la perspectiva deotra «diversión». Era lo suficientementeingenua para creer que un bailarínprofesional, deseaba sinceramentebailar la rumba con ella. Lorraine eraasí. Nunca se le había ocurrido que nohabía gigoló en el mundo que no fuera

capaz de asesinar a su madre con tal deganarse la simpatía de Lorraine Pleygel.

Cogiendo del brazo al bailarín y aChuck, se dirigió a la puerta. Susinvitados la siguieron, sumidos ahora enmalhumorada resignación. Al cabo deunos minutos la «divina» ruleta erahistoria pasada, y todos nosencontrábamos sólidamente instaladosen la mejor mesa del mejor lado de lapista de baile del Del Monte, en tantoque mozos, maîtres y hasta el mismogerente, rondaban a nuestro alrededorcon objeto de asegurarse de queLorraine Pleygel e Iris Duluth fuerandebidamente atendidas.

El Del Monte era uno de losescasísimos lugares de Reno donde laelegancia y el buen tono constituían unpuntillo de honor. Con sus veladasluces, espejos oscuros y pintorescaorquesta de rumba, remedaba a NuevaYork, con miras a sacar provecho de lasnostálgicas divorciadas del Este. Pero,pese a todo, la vulgar exuberancia deReno no estaba totalmente excluida.Aquí y allí, en medio de los vestidos denoche y smokings, la camisa de rasorosada de algún vaquero, o lospantalones de dril de algún hacendado,restaban algo de distinción al ambiciosoclub nocturno.

Lorraine, que sin duda se hallaba tanharta de sus invitados como ellos loestaban unos de otros, se encontraba yaen la pista de baile, meneandoentusiastamente sus menudas caderasfrente al sudamericano. Mi mala estrellame había situado en un rincón, conDorothy como muro divisorio entre Irisy yo. Iris apretaba todavía su cerditoalcancía, mientras conversabaanimadamente con Amado. Antes de quese me ocurriera un modo pasaderamenteeducado de inclinarme sobre Dorothypara pedir a mi mujer que bailaraconmigo, el conde Laguno se adelantó,haciendo profundas reverencias desde la

cintura, y se llevó a Iris a la pista.Ahora no me quedaba más remedio

que cargar con Dorothy.Trajeron las bebidas, y con ellas un

gran emparedado de pollo para laseñora de Flanders. Mirándolo con ojosglotones, Dorothy se quitó los largosguantes blancos y abrió su voluminosobolso plateado para guardarlos allí. Alabrirse el cierre de plata, dirigí lamirada casi inconscientemente alinterior del bolso. En un instanteDorothy metió los guantes, sacó la manocomo si se la hubieran mordido, ycerrando el bolso de un golpe, lodepositó en el sillón, del lado opuesto al

mío.Había sido rápida en sus

movimientos, pero no lo bastante paraimpedirme ver las fichas de coloralheña apiñadas de canto entre lapolvera y el pañuelo.

La opinión que uno tenía de Dorothyno mejoraba a medida que se la ibaconociendo. Experta en todos los viciosmayores, tampoco desdeñaba practicarlos menores. Había mentido al decirle aLorraine que lo había perdido todo en lamesa de ruleta. Había separado unpuñado de las fichas de cinco dólarespara canjearlas en algún momento deapuro.

Como Dorothy se dio cuenta de queyo había visto las fichas, y yo sabía queella se había dado cuenta, se originó unasituación sumamente tensa. Después deunos minutos de penoso silencio, durantelos cuales ella mordisqueónerviosamente su emparedado, le pedíque bañara conmigo. ¿Qué otra cosapodía hacer?

Con una sonrisa destinada adestrozarme el corazón, Dorothy selevantó de su asiento en sinuosa espiral.Comprimiendo sus caderas, demasiadovoluptuosas quizá, en el estrechoespacio que mediaba entre la mesa y lapared, me siguió a la pista de baile. La

orquesta esparcía sus tórridos sonidossudamericanos. Dorothy Flandersextendió sus desnudos brazos y yo mehundí en ellos.

Nos movíamos entre las demásparejas sin hablar, enteramenteentregados a la rumba. Lorraine y susudamericano se nos aproximaron yluego volvieron a alejarse; ella agitó lamano alegremente. Mimí y Chuck, esainverosímil pareja, también se movían acompás cerca de nosotros. Iris y Lagunose encontraban en el lado opuesto de lapista. La suavidad y adormecedoratibieza de Dorothy Flanders hubierasumido a la mayoría de los hombres en

un mar de fantasías con orquídeas yselvas tropicales. Pero para mí la únicacosa sudamericana que levantaba su feacabeza era la flecha envenenada quefaltaba o no de la sala de los trofeos.

Volví la mirada a la mesa. JanetLaguno, envuelta en los pliegues de suvestido amarillo, parecía un souffléhundido. Amado, inclinado sobre laalcancía de Iris, escudriñaba la pistaansiosamente tratando de localizar aMimí. Los Wyckoff y Bill Flanders, éstecon el rostro curiosamente iluminado,observaban a los bailarines.

Lorraine, que una vez más pasóondeando junto a nosotros, nos volvió a

saludar con la mano, con su bonitorostro respingado chispeante de placer.Al evocar la inolvidable y espantosavelada, me resulta increíble que hasta laaturdida Lorraine hubiera podido dejarde advertir el peligro de una explosión,al reunir aquel verdadero barril dedinamita. ¿Había sido tan ingenua comoparecía? ¿Provenía su plan meramentede uno de sus atolondrados rasgos debondad, o se ocultaba en él algunadisimulada y siniestra malignidad?Hasta entonces Lorraine nunca me habíaparecido malvada.

Yo empujaba hacia adelante y haciaatrás la exótica figura de Dorothy. La

música y el rítmico balanceo de sucuerpo ejercían sobre mí un efectoanestésico. Asaltaban mi menteimágenes de la flecha envenenadaconfundidas con la de Iris al preguntar:«¿Crees de verdad que Bill Flandersintentará matarla?». Después oía la vozde Laguno: «El curare posee ciertanobleza. Habría que usarlo con arte,para matar tan sólo a los quelegítimamente merecen serasesinados».

¡Los que legítimamente merecen serasesinados! Si alguna vez habíamerecido alguien ser asesinado, pensé,era la persona que tenía en mis brazos.

Me sentí tan confuso por el pensamientocomo si lo hubiera expresado en vozalta. Dije rápidamente:

—Bonita música, Dorothy.La rumba seguía hendiendo los aires.

La mano de Dorothy había intensificadosu apretón sobre mi hombro. No mecontestó.

—Dorothy —empecé a decir.Y entonces me detuve, porque sus

dedos me apretaban el hombro con talfuerza que me producían dolor.

Aunque la tenía en mis brazos, habíaestado demasiado abstraído paramirarla. Me puse de medio perfil, demanera que mi cara casi rozaba la suya.

Sus ojos, como los de una muñeca,miraban al frente vacíos de todaexpresión. Debajo de los espléndidoscabellos rubios, su piel parecíaextrañamente azul a la media luz.

Se me erizaron los pelos de la nuca.Mis pies continuaban moviéndose alcompás de la rumba, pero ahora nadaparecía real.

—Dorothy…Si me hubiera inclinado hacia

adelante una pulgada, mis labioshubieran tocado los suyos.

Y eran sus labios los que tenían unaspecto tan horrible. Retrocedíanlentamente, descubriendo los dientes

como descubre la arena la marea baja.No era una sonrisa. Era como si leestuvieran extrayendo hasta la últimapartícula de humedad.

—Dorothy… —Lo dije con voz tanfuerte que la gente se volvió paramiramos.

Uno de los hombres de la orquestarompió a cantar en agudo y quejumbrosoespañol. Las maracas pintadasempezaron a zumbar rítmicamente, comoserpientes amaestradas. Dorothy habíadejado de seguir el compás.Tropezamos. Dorothy temblaba de piesa cabeza. De pronto, todo su cuerpo seretorció contra el mío en una convulsión

salvaje. Su cabeza dio contra la pecherade mi camisa y luego rebotó hacia atrás.De entre sus dientes apretados brotabanfinos hilitos de espuma.

—Dorothy…Se le arqueó la espalda. Después

perdió el equilibrio, y hubiese caído debruces de no sostenerla mi brazo, que sedebilitaba por momentos.

El hombre seguía cantando. Lasparejas bailaban. Yo me quedé mirandoaquella cosa fláccida, sin aspectohumano, en que se había convertido micompañera.

Gruesas gotas de sudor cubrieron mifrente.

Porque ya no cabía ninguna duda: yome encontraba en medio de la pista conDorothy Flanders muerta entre misbrazos.

T

PARTE II

JANET

4

raté de moverla. No pude. Mequedé allí parado, con aquelcuerpo rubio y sin vida, que

había sido Dorothy Flanders, inerte

entre los brazos.El ritmo de rumba que tocaba la

orquesta parecía resonar en mi cabeza.Las parejas próximas a mí dejaron debailar. Un murmullo ominoso como elincendio de una pradera comenzó aextenderse por la pista.

Hombres y mujeres se agolparon anuestro alrededor, clavando los ojos enDorothy. Sus rostros eran caricaturescasestilizaciones de la sorpresa, lacuriosidad y el horror. No hicieron nadapor ayudar. Aquello era demasiadoviolento para ellos. No podían hacersedel todo a la idea de que allí, en eseelegante club consagrado a la frivolidad,

se hallaba una mujer despatarrada delmodo menos frívolo e inelegantementemuerta.

Yo mismo compartía esa impresión.En el curso de dos años de guerra en elPacífico había visto a la muerte en unadocena de formas horrendas, pero encierto modo esto era peor. Morir espropio de las batallas. Aquí estaba fuerade lugar.

Chuck Dawson y Mimí Burnettrompieron el hechizo. Cogidos delbrazo, como si todavía estuvieranbailando, se abrieron paso desde laperiferia del conjunto de bailarines.Mimí vio a Dorothy. Su mirada saltó de

la mujer muerta a Chuck. La artificiosabelleza etérea se desvaneció de surostro, dejando una máscara arrugadacomo una ciruela pasa. Después lanzó ungrito agudo, estridente.

—Yo dije:—Ayúdeme, Chuck.El novio de Lorraine Pleygel

también tenía la mirada fija en Dorothy.Su hermoso rostro no mostraba señalalguna del horror general. Parecía estarpensando en algo complicado yenteramente distinto.

—Muy bien, teniente. Usted cójalade los hombros.

Empezamos a cargarla. Los

bailarines se separaronatropelladamente para dejarnos paso,como hojas secas barridas por el viento.Alcancé a ver entre ellos a mi mujer,cuya mano había quedado helada sobreel brazo del conde Laguno.Revolviéndose agitadamente dentro desu chaqueta negra, el gerente nos indicópor señas una puerta que se abría en elrevestimiento de cuero rojo de la pared.Nos dirigimos hacia ella. La orquestaseguía tocando, pero la música sonabacon infinita desolación, como la de unbarco que se está hundiendo.

El gerente mantenía la puertaabierta. Chuck y yo penetramos en una

oficina. Había allí un canapé.Depositamos a Dorothy sobre él. Elgerente cerró la puerta.

La cabeza me daba vueltas. Sóloatinaba a pensar en que Lorraine habíaintentado reconciliar a tres mujeres consus respectivos maridos. Y ahora,cuando apenas habían transcurrido unashoras, una de las mujeres estaba muerta.

Con esto tenía bastante en quépensar…, demasiado.

—Está muerta —dije a Chuck—. Nocreo que quepa ninguna duda, pero llamea un médico. Llame a Wyckoff.

—En seguida. —Chuck se encaminóa la puerta.

Lo detuve:—Chuck, mejor será que traiga

también al marido.Chuck salió. El gerente de Del

Monte se acercó obsequiosamente depuntillas. Miró a Dorothy. No constituíaun espectáculo agradable para nadie. Lopeor era el escotado vestido de noche.¡Dejaba tanta piel blanco-azulada aldesnudo!

El peinado hacia arriba estabasemicaído. Esto resultaba mejor. Lacolgante cabellera dorada ocultaba enparte los estragos que había hecho en surostro la convulsiva agonía.

—Es algo horrible —gimió el

gerente—. Muerta. ¿Cómo ocurrió?—No sé —respondí, lo cual era bien

cierto.—Y aquí, en Del Monte. —Como

buen gerente, sus pensamientos estabanespecialmente fijos en la cajaregistradora—. Es algo espantoso.Espero por lo menos que no sea por algoque le hayan servido. Espero…

—Ustedes no acostumbran servircócteles a lo Borgia, ¿no es cierto?

Me pregunté por qué habría dichoeso. Por qué algo me decía ya que lamuerte de Dorothy no era debida acausas naturales. Al fin y al cabo, lagente suele… morirse.

Chuck volvió a entrar seguido deldoctor David Wyckoff. Un poco detrásvenía cojeando Bill Flanders, apoyadoen su muleta.

Aunque esa noche había observadoal doctor Wyckoff en más de unaoportunidad, sólo en ese momentoreparé particularmente en su apariencia.Debía frisar en los cuarenta años. Salvopor sus hombros agobiados, parecía másjoven. Era moreno y tenía una carasimpática y modesta, el tipo de cara quearmonizaba con el lindo rostro demuchacha de su desviada mujer. Tratabade parecer frío y profesional, pero susojos le traicionaban. Todavía dejaban

traslucir el extraño terror que acechabaen ellos desde su llegada a la casa deLorraine, y ahora de un modo muchomás visible.

Pasó delante de mí sin decir nada yse inclinó sobre el canapé. El gerente sedirigió agitadamente a Chuck. Ladeferencia de su actitud me hizocomprender lo importante que debía serla figura de Chuck en la vida local. Elgerente le cuchicheaba algo acerca deDel Monte, de la excelente reputaciónde que gozaba, y de cómo Chuck podríaevitar que se produjera un escándalo.Sin embargo, era Bill Flanders quienconcentraba toda mi atención.

El exinfante de marina se hallabapróximo a mí, haciendo descansar elpeso de sus encorvados hombros sobrela muleta. Tenía los ojos clavados en loque la espalda de Wyckoff dejaba ver desu mujer. Sus facciones estaban rígidas ycontraídas, y por la mano con que asía lamuleta, los nudillos resaltaban blancos yhuesudos. Pero no era el dolor lo que loafligía. Yo estaba casi seguro.

Parecía un hombre que sabe que seha encendido una mecha que nadiepuede apagar…, un hombre que esperauna explosión.

Lamenté haberle pedido a Chuck quelo trajera. En semejantes ocasiones,

llamar al marido es lo corriente, peroBill Flanders difícilmente podría serconsiderado un marido corriente, ni aunentre los que están a punto dedivorciarse.

Los maridos corrientes no amenazanpúblicamente con matar a su mujer,como él había hecho aquella noche.

De pronto, se volvió hacia mí. Através de labios tan rígidos como sifueran de madera, dejó escapar estapregunta:

—¿Está muerta?—Wyckoff lo está averiguando —le

respondí—. Yo creo que sí.Entonces se echó a reír. Era una risa

perversa, y tan ruidosa que el gerentecortó su locuacidad para lanzarle unamirada escandalizada.

Yo no sabía qué hacer con él. Temíaque volviera a estallar igual que durantela cena. Y sólo Dios sabía qué se leocurriría decir ahora. Yo, por cierto, notenía ningún deseo de oírlo.

—Mejor sería… —comencé aexplicarle.

La puerta se abrió bruscamente yentró Lorraine.

Por cierto que ni el momento ni ellugar eran apropiados para una mujer,pero ninguno de nosotros trató dedetenerla. Con Lorraine siempre sucedía

así. Quizá hubiera que atribuirlo a suinmensa riqueza o quizá, simplemente, alespíritu indomable que ocultaba sufrívola apariencia.

Lorraine Pleygel siempre conseguíalo que se proponía.

Se precipitó hacia su prometido,casi corriendo sobre sus taconesabsurdamente altos.

—Chuck, no puede estar muerta, noes posible.

Vio a Wyckoff inclinado sobre elcanapé e intentó acercarse. Chuck laasió del brazo.

—No, Lorraine.—Pero, querido…

—No.Dejó que él la contuviera, pero

volvió la mirada hacia mí.—Peter, estaba bailando contigo. Yo

la vi. Uno no se… queda muerto albailar.

Durante toda su vida el dinero lahabía mantenido alejada de lodesagradable. Le resultaba casiimposible convencerse de que en esemomento había ocurrido algoevidentemente desagradable, y muycerca de ella. Sacó un cigarrillo de sufantástico bolso gris y lo encendió conuna especie de desafío, como si fumandoun cigarrillo pudiera conseguir que las

cosas fueran de nuevo divinas y alegres.—Es absurdo —dijo—,

sencillamente absurdo. —Y agregó—:¡Oh Dios mío, si por lo menos estuvieraaquí el señor Throckmorton!

El señor Throckmorton tenía lacaracterística de surgir en los momentosmás insospechados. Yo tenía todavíauna noción sumamente vaga del papelque desempeñaba en la vida deLorraine. Probablemente era una especiede tutor.

La voz de Lorraine se apagó. Hastael gerente había dejado de hablar. Elsilencio estaba cargado de la tensiónque irradiaba Bill Flanders. Yo miraba

la espalda del doctor Wyckoff como sino hubiera nada más que eso en elmundo.

Los demás hacían lo mismo.Ahora, de un momento a otro,

Wyckoff iba a hablar, a enterarnos decómo había muerto Dorothy. Lassospechas que yo abrigaba, fundadas enla multitud de pequeñas cosas quehabían ocurrido aquella nocheinverosímil, convertían la espera en unsuplicio. Estábamos como pájaroshipnotizados ante una culebra. DavidWyckoff volvió la espalda al canapé.Tenía el rostro lívido, pero conservabauna especie de artificial dominio que le

prestaba autoridad.Lorraine se arrancó el cigarrillo de

los labios con un brusco ademán.—¿Y bien?…Wyckoff bajó la cabeza mirando sus

delicadas manos de médico.—La señora de Flanders era

paciente mía en San Francisco. —Hablaba en voz tan baja que apenas sele oía—. La traté durante algún tiempode una seria afección cardíaca. Leadvertí repetidas veces que no debíaexcitarse demasiado ni realizaresfuerzos físicos desmedidos…, comopor ejemplo, bailar.

Se detuvo. El silencio volvió a caer

sobre nosotros como una tienda decampaña derribada. Yo apenas podíacreer que era eso lo que había dicho.¡Dorothy Flanders, la mujer más sanaque yo había conocido, paciente de él,afectada por una enfermedad al corazón!

El doctor Wyckoff se humedeció loslabios.

—Le dije que a menos que estuvieradispuesta a tomarse un prolongadodescanso, su estado podría asumirproporciones alarmantes. —Al deciresto se volvió, de manera que sus ojososcuros se fijaron en Bill Flanders—.Su marido podrá confirmar lo que lesestoy diciendo. Se lo advertí hace

algunas semanas. ¿No es así, Flanders?Miré a Bill Flanders, y me pareció

que, por un instante, su rostro reflejabaaturdida incomprensión. Pero estaexpresión —si es que en realidad existió— se desvaneció tan rápidamente queme pareció haber sido víctima de mifantasía.

—Sí, doctor —dijo, encogiéndosede hombros—. Claro. Es lo que ustedme dijo.

Después de esto la tensión hubieratenido que disminuir, pero no fue así.Por el contrario, todos parecían másnerviosos que antes, excepto el gerente,que a duras penas reprimía una

satisfecha sonrisa de alivio.—¿Quiere usted decir, doctor —

observó—, que esta señora ha muerto deun ataque al corazón?

—Conociendo su historia clínica —respondió el doctor Wyckoff—, miopinión es que ciertos… ciertosdisgustos que tuvo en el día, combinadoscon algunos excesos y el esfuerzo debailar, le provocaron un ataque queresultó fatal.

El gerente, nervioso, se pasaba losdedos por su corbata negra.

—Entonces no hay motivo para…para que haya publicidad, la policía…

—Yo soy de California —dijo

Wyckoff— no sé cómo se debe procederen este Estado, pero estoy dispuesto a…

Dawson le interrumpió. Tenso yalerta, dijo1

—Usted era su médico, Wyckoff. Laestaba tratando. Por lo que he podidocomprender, no hay ningún motivo paraque no pueda firmar el certificado dedefunción, y con eso todo quedaríaarreglado. Supongo que no tendrá ustedinconveniente en firmar el certificado,¿verdad?

—Sí, claro.Chuck echó una mirada al cadáver

tendido en el canapé.—Con todo, mejor será que nos

aseguremos. Tengo muchos amigos en eldepartamento de policía.

Se encaminó al teléfono de la mesade despacho y marcó un número. A lospocos segundos estaba relatando lo quehabía pasado. Tal como él lo contaba,todo parecía perfectamente inocente.Una señora, que formaba parte del grupode la señorita Lorraine Pleygel, acababade fallecer en Del Monte. El médico quela atendía de una afección cardiaca sehallaba presente, y después deexaminarla estaba dispuesto a firmar elcertificado de defunción, atestiguandoque había muerto de un ataque alcorazón. Chuck salpicó su relato con

repetidas menciones del nombrePleygel, que era en sí suficiente paraintimidar a un oficial de policía, y paramayor precaución dejó caer también elde Iris, agregando que el gerente de DelMonte estaba sumamente ansioso porevitar que recayera sobre suestablecimiento alguna desagradablenotoriedad. Chuck escuchó la respuestay después colgó el auricular.

—Todo está arreglado —anunció—.Dicen que Wyckoff firme el certificado.No van a enviar al médico de la policía.Comprenden el estado de ánimo de laseñorita Pleygel, Iris Duluth y losdueños de Del Monte, y prometen

mantener alejados a los periodistas. Nohabrá sumario ni nada. Nada detrastornos.

Y eso fue todo. En menos de quinceminutos Dorothy Flanders se hallaba encamino de un respetable ataúd.

Ahora el gerente casi ronroneaba.Chuck se volvió hacia Lorraine.

—Escucha, chiquilla, tú no puedeshacer nada. Lleva a Flanders y a losdemás a casa. Wyckoff y yo nosencargaremos de todo, la llevaremos aalgún lugar adecuado. Cuando hayamosterminado volveré con Wyckoff a pasarla noche en tu casa. ¿Conformes?

—Sí, querido, claro. —En la cara de

Lorraine, tan ingenua a pesar de suexpresión mundana, comenzó aesbozarse un puchero, como si fuera unaniñita que acabara de ver atropellar a uncachorro—. ¡Pobre Dorothy! ¡Qué cosamás horrible! ¿Quién se iba a figurar queDorothy moriría de una enfermedad delcorazón?

A Lorraine, a Bill Flanders, algerente y a mí se nos hizo salirrápidamente del despacho. El gerente seescabulló, seguramente para ir atranquilizar a sus parroquianos. Lorrainedeslizó su brazo bajo el mío.

Sus palabras resonaban todavía enmis oídos.

—¿Quién se iba a figurar queDorothy moriría de una enfermedad delcorazón?

¿Quién?, verdaderamente. QuizáLorraine creyera en ese ataque cardíaco.Lorraine podía creer cualquier cosa quese le pasara por la cabeza. Quizátambién el gerente lo creyera, puesto quele resultaba tan conveniente.

Pero ¿lo creía Wyckoff? ¿Lo creíaFlanders? ¿Lo creía Chuck Dawson?

¿Lo creía yo?

I

5

ris había guardado bajo llave elcerdito alcancía, con su mal habidotesoro de medios dólares, en el

cajón del tocador que le servía de fuerteKnox particular. Dejó resbalar de sushombros el negro vestido de noche, y sesentó muy decorativamente ante elespejo, peinándose la oscura cabellera.Era un alivio que la horrorosa veladahubiera terminado y estar nuevamente asolas con mi mujer.

Mientras yo colgaba en el armariomi uniforme, Iris observó:

—De manera que Dorothy Flandersha muerto de un ataque al corazón.

—Eso es lo que ellos dicen. —Comencé a desabrocharme la camisa—.A propósito, nunca bailes la rumba conalguien que está a punto de morirse deun ataque al corazón. No te lorecomiendo.

Iris continuó peinándose el cabellocon actitud de reserva. Yo tomé mipijama, un vistoso modelo de seda azulque había comprado, en gran parte, paraimpresionar al personal doméstico deLorraine; me encaminé al cuarto de baño

y empecé a limpiarme los dientes.Nuevamente volvió a oírse la voz de

mi mujer, entremezclada con el ruido delagua.

—Ha sido un modo de morir muyconsiderado por parte de ella, ¿no teparece?

Comprendí que me lanzaba unabomba de ensayo, y gruñí un cauteloso«Claro», a través de la pasta dentífrica.

Mi mujer apareció en el vano de lapuerta, esbelta y hermosa, mirando cómome cepillaba los dientes.

—Peter, tú quieres que tu permisosea agradable, ¿no es así? Agradable ytranquilo.

—Pues claro.—¿Y quieres que estemos los dos

solos?Si no fuera por la pasta dentífrica la

hubiera besado. ¡Parecía tanexactamente lo que uno desea besar!

—Estar a solas contigo es la únicacosa que me gusta sin reservas —lecontesté.

Mi mujer arrugó la frente.—En tal caso, mañana mismo nos

vamos. Si es necesario viviremos en unatienda de campaña en el desierto. Y…—hizo una pausa—, y Dorothy Flandersha muerto de un ataque al corazón.

Se retiró al dormitorio, dejándome

entregado a mis dientes y a mispensamientos. Mis pensamientos mecausaban más preocupación que misdientes. Según todas las leyes de lalógica, yo debería estar ansioso porcambiar la poco atrayente situación enque nos encontrábamos por un breveperíodo de paz y tranquilidad con mimujer. Y sin embargo, en los pasados yfrívolos días anteriores a miincorporación a la marina y a la carreracinematográfica de Iris, nos habíamosvisto enredados en varios crímenes.Siempre habíamos sostenido que cadauna de esas épocas había sido detestabledel principio al fin; pero, por alguna

razón misteriosa, siempre que sepresentaba la oportunidad de volver aenredarse en alguno, allí estábamosnosotros. Nos ocurría algo; un extrañohormigueo en la espina dorsal. Y ahorael hormigueo se hacía sentir.

Me enfundé mi pijama,rigurosamente civil. Sin tener apenasconciencia de lo que decía, pregunté:

—Iris, ¿recuerdas a aquel viejobarbudo y borracho de San Franciscoque te anunció que Eulalia Crawfordsería asesinada?

—Sí. —La réplica de mi mujer fuepronta.

—¿Y recuerdas a Fogarty, metido en

la camisa de fuerza en el sanatorio deldoctor Lenz?

Iris se había parado nuevamente enla puerta del cuarto de baño. Llevabapuesta una bata negra de la MagnificentPictures que casi indudablemente habíaescandalizado a los miembros másseveros del personal doméstico deLorraine. En sus ojos brillaba un fulgorque yo ya conocía de antiguo.

—De manera, Peter, que tú tambiéndeseas quedarte. Vamos a averiguar quées lo que realmente ha pasado.

Yo la miré.—No olvides, nena, que ahora eres

Iris Duluth, de la Magnificent Pictures.

Perteneces al mundo. Si se produjeraalgún escándalo, ¿qué diría el señorFulanovslcy?

—No lo llames Fulanovsky, Peter.Se llama Piatanovsky. ¿Y a quién leimporta lo que pueda pensar el señorPiatanovsky? Si llega a haber unescándalo y mi conducta no le parecesatisfactoria a Will Hays, siemprepueden hacer que alguna otra pertenezcaal mundo.

Habiendo dispuesto de su carreracinematográfica, mi mujer me cogió lamano y me sentó sobre el borde de unade las desatinadamente modernas camasde Lorraine.

—Querido, Dorothy no puede habermuerto de un ataque al corazónjustamente cuando su marido la habíaamenazado de muerte y todo lo demás.Es demasiada coincidencia. Además, nohabía más que mirarla para darse cuentade que estaba tan sana como un búfalo.Cuéntame exactamente lo que ha pasadoen el despacho del gerente.

Se lo conté. Iris comentó:—Entonces, si Dorothy ha sido

asesinada, ¿Wyckoff arriesgó toda sucarrera dando un diagnóstico falso? ¿Porqué?

—Bueno, aun sin esto, Wyckoffofrece materia para una infinidad de

porqués. Ante todo, ¿por qué ha venidoaquí? No ha sido, ciertamente, parareconciliarse con su mujer. Ni siquieraha hablado con Fleur desde que llegó.

—Si intentaba engañarnos, corrió unriesgo tremendo echándole el muerto aFlanders de ese modo. Bill podría habernegado estar al tanto del estado físico deDorothy.

—Tenía que correr ese riesgo.Nadie hubiera creído su historia amenos que la confirmara el marido deDorothy. Por otra parte, Wyckoff estuvopresente durante la cena. Él sabía queBill podía perderlo todo si se revelabaque su mujer había sido asesinada. Bill,

sin duda, era el más indicado por lascircunstancias como posible asesino. Ysi en verdad la ha matado, no puedodecir que lo encuentre demasiadoculpable.

—Tampoco yo —dijo Iris, ydespués de una pausa prosiguió—: ¿Yqué me dices de Chuck Dawson? ¿Se lashabrán ingeniado entre los dos paraengañar a Chuck?

—La verdad es que Chuck parecíatan ansioso como ellos por que seaceptara la teoría del ataque cardíaco.Fue él en realidad quien allanó elcamino, valiéndose de su influencia paradisuadir a la policía de que iniciara una

investigación. Por lo que yo sé, sólotrató a Dorothy durante la semana queésta pasó aquí. La ayuda que ha prestadopara encubrir el crimen no tieneexplicación.

—Una semana con Dorothy erasuficiente para cualquiera. —Iris cruzólas rodillas y se las rodeó con las manos—. Peter, si no ha muerto de un ataqueal corazón, ¿cómo ha muerto?

—Supongo que tienen que haberlaenvenenado. Y si ha sido envenenada,tengo un presentimiento respecto a laprocedencia del veneno. —Hablé a Irisde la flecha india envenenada con curareque habían sacado, posiblemente, de la

vitrina de la sala de los trofeos—. No telo dije cuando lo noté porque no queríainquietarte.

—Curare —susurró Iris—. Y estanoche el conde Laguno le gastó aDorothy esa broma sobre el curare.

—Exactamente.—Peter, ¿qué sabes tú acerca del

curare?—Sólo lo que dicen las novelas

policíacas. Si uno lo traga no traeconsecuencias. Dorothy engulló unemparedado con pollo en el Del Monte.Pero no creo que haya estadoenvenenado. El curare tiene que penetraren el torrente sanguíneo, pero un

pinchazo con un alfiler basta paraproducir la muerte.

—Y Dorothy tenía por ciertobastantes superficies desnudas quepinchar. Obra rápidamente, ¿no es así?

—Sí. Pero no sé exactamente eltiempo que tarda. Supongo que de tres aveinte minutos.

—Entonces no puede haber sidoenvenenada en el club de Chuck.Estuvimos en Del Monte más de veinteminutos. Pero esto no significa nada.Cualquiera puede haberla pinchadomientras nos dirigíamos a la mesa. —Iris parecía desconcertada. No meimagino a Bill Flanders haciendo algo

tan extravagante e imaginativo comopinchar a Dorothy con una flechaenvenenada. Necesitaba matarla, sí,pero él es de esos hombres que dangolpes en la cabeza o…

—O lo persiguen a uno con uncuchillo de cocina —interrumpí—. Peroel asesino no tiene por qué ser Bill. LosLaguno y los Wyckoff conocían a losFlanders de San Francisco. Lorrainetambién la conocía. Y cualquiera queconociera a Dorothy podría sentirseorgulloso de matarla.

El rostro de Iris reflejabadeterminación.

—Veamos, Peter, hinquémosle el

diente a esto. Comencemos por elprincipio y reconstruyamos todo lo queha ocurrido esta noche.

Una hora después estábamos todavíareconstruyendo en nuestras camasindividuales listadas como cebras. Lareconstrucción de Iris se fue haciendocada vez más vaga, hasta que sedesvaneció en un suspiro e Iris se quedódormida.

Pero yo no tenía sueño. Tendido enla cama, fumaba en la oscuridad ypensaba. Nuestra reconstrucción de lavelada había puesto en claro que, fuerade algunas sospechas vagas, no habíapruebas de que hubiera cometido un

crimen. Ni siquiera teníamos laseguridad de que alguien se hubierallevado una flecha de la sala de lostrofeos. Sólo una autopsia podríademostrar si Wyckoff había mentido ono. E Iris y yo no estábamos, por cierto,en situación de andar pidiendo autopsiasde esposas ajenas.

Chuck Dawson y el doctor Wyckoffregresaron a eso de las dos. Les oí através de la puerta. Chuck pronunció convoz queda: «Buenas noches, Wyckoff», yse oyó el ruido de las pisadas de ambosal encaminarse a sus respectivashabitaciones.

Dorothy, era de presumir, habría

sido depositada en alguna cámarafuneraria de Reno.

Gradualmente fui cayendo en unadesasosegada modorra, que dominabauna espantosa imagen del cadáverblanco azulado de Dorothy, con su rubiacabellera colgante, tendido sobre unamesa de mármol en una lúgubre estancia.

Debí de dormirme, pero sóloligeramente, porque de pronto meencontré sentado en la cama,completamente despierto, con el corazónpalpitante. La esfera luminosa de mireloj indicaba las tres y media. Con lamente entorpecida aún por el sueño,traté de adivinar qué me había

despertado. Súbitamente comprendí.Del otro lado de la puerta, sobre el

cedro desnudo del piso del corredor, seoía un débil ruido de pisadas.

Oír un ruido de pisadas, aunquefuera a las tres y media de la mañana, notenía por qué parecer particularmenteinquietante. Pero éstas sí lo eran;parecían tan furtivas… Un suaverestregar en el suelo, luego un levecrujido. Un restregamiento, un crujido…

Era como si alguien pasara depuntillas frente a mi puerta, con elcorazón como a punto de salírsele por laboca.

Encendí un cigarrillo y volví a

recostarme en la cama mientras laspisadas se tornaban cada vez mástenues, hasta hacerse imperceptibles. Sedirigían al arranque de la escalera.Fumé el cigarrillo hasta la punta, sindejar de pensar en aquellas pisadas. Noera cosa de mi incumbencia saber quiénandaba por allí, pero, investigador porpropia designación como era, micuriosidad rebasaba los límites de lotolerable. Transcurridos unos cincominutos sin que las pisadas volvieran aoírse, salté de la cama, me puse la bata ylas zapatillas, y me dirigí al corredor.

La luna debía de haberse puesto. Elcorredor estaba oscuro como boca de

lobo. Me detuve un momento, tratandode orientarme. Después percibí un débilhaz de luz, en forma de abanico, que seescapaba por debajo de la puerta de uncuarto de enfrente, entre donde yo estabay las escaleras. Lo estaba observando,cuando repentinamente desapareció. Oíel rechinar de un picaporte apretado concautela. Después volvieron a oírse laspisadas, aproximándose a mí,precisamente, desde la habitación dondehabían encendido la luz.

Restregamiento y crujido…,restregamiento y crujido…

Producía una sensación bastante raraestar en medio de la oscuridad mientras

la persona desconocida se acercabafurtivamente más y más. En los primerosdías de desesperación en el Pacífico, miinstinto había aprendido a asociarcualquier sonido de deslizamientofurtivo con la idea de peligro.

Las pisadas sonaban ahora casifrente a mí, en el extremo del corredor.Podría haber estirado la mano y tocar ala persona que las producía, fuera quienfuese. Pero no lo hice. En la mansión deuna millonada, los huéspedes no seabalanzan unos sobre otros sinprovocación.

En lugar de eso pregunté:—¿Quién está ahí?

Durante un segundo reinó completosilencio. Luego, escabullándose como elConejo de Alicia en el País de lasMaravillas, la presencia invisible pasófrente a mí con la rapidez de una flecha.Antes siquiera de que tuviera tiempo devolverme, oí que detrás de mí una puertase abría y cerraba precipitadamente. Yotra vez no hubo ya nada en el corredor,salvo oscuridad.

Era imposible determinar en quéhabitación había desaparecido miinvisible coinvitado, y, evidentemente,nada me quedaba por hacer allí. Volví adirigirme hacia la escalera. Ahora yatenía una visión clara de la distribución

del piso. Entre donde yo estaba y elarranque de la escalera sólo había treshabitaciones. Las que se encontraban demi lado eran las de Chuck Dawson yJanet Laguno, respectivamente. Pero lahabitación de enfrente, la habitación dedonde acababa de salir el merodeador,era la que había pertenecido a DorothyFlanders.

Crucé rápidamente el corredor. Lapuerta estaba entreabierta. Me deslicéen el cuarto y cerré la puerta a misespaldas. Busqué a tientas una luz,encontré una y la encendí.

A Dorothy le habían asignado una delas pocas habitaciones sedantes de la

extravagante casa de Lorraine; un cuartode estilo Americano Primitivo. Elestado en que la hallé, no obstante,estaba muy lejos de ser sedante. Loscajones de la antigua cómoda habíansido abiertos de un tirón; los exóticosvestidos del armario estabandesordenados; por la alfombra yacíandesparramadas maletas vacías.

Hice un breve examen del aposento.Sobre el tocador, perfectamentevisibles, había varios anillos y collares.En uno de los cajones abiertos de lacómoda encontré un fajo de billetes debanco. Era evidente que la persona quetan febrilmente acababa de registrar la

habitación no era un simple ladrónfurtivo.

Eso parecía apoyar la teoría delcrimen. Nadie suele revolver de arribaabajo los cuartos de las mujeres quemueren de respetables ataques alcorazón.

Pero ¿qué era lo que había buscadoel intruso? Miré en derredor. Noencontré nada que pudiera servirme deindicio. Estaba loco de furor por haberpermitido que él o ella se me hubieraescapado de entre las manos en elpasillo. La luz que había encendido sehallaba junto a la ventana. Me llegué aella, la apagué, y permanecí inmóvil

unos instantes, hundiendo la vista en lanoche y pensando qué hacer acontinuación. Debajo de la ventana, elborde de la galería se divisabavagamente a la luz de las estrellas. Perotambién se divisaba otra cosa: la rojapunta de un cigarrillo encendido.

Quienquiera que fuese el que seencontraba levantado a esa hora de lanoche, el hecho era digno de serinvestigado. Volví al corredor y bajé lasescaleras. Atravesé la amplia sala deestar, empujé una de las puertas-ventanas de vidrio cilindrado, y salí a lagalería.

Afuera, la oscuridad era menos

densa. Las estrellas resplandecían conintenso brillo en el cielo de Nevada. Elrojo extremo del cigarrillo no estaba yadonde lo acababa de ver. Por unmomento pensé que la galería se hallabadesierta. Pero pasados unos minutosvolví a percibir su centelleo, algo máslejos, detrás de las hacinadas macetascon arbustos. Más allá se alzaba unasilueta envuelta en sombras.

Comencé a andar por la galería, sintratar de ocultarme. Yo erasencillamente alguien que no podíadormir y que había salido a pasear a laluz de las estrellas. La figura que teníafrente a mí era la de un hombre. Ahora

podía verle. Estaba sentado, con loshombros agobiados, en una silla blancade madera. Contra la silla había unobjeto apoyado: una muleta.

Por lo menos ahora sabía una cosa:no había sido el marido de Dorothy elque había registrado su habitación.

Fui directamente a su encuentro.Estaba completamente vestido, con lamisma ropa que había llevado durante lavelada. Tenía la mirada clavada a lolejos, más allá del débil resplandor dellago Tahoe, sin reparar en mí ni enninguna otra cosa.

—¡Hola! —dije.Se sobresaltó y el cigarrillo se le

cayó de la mano.—¿Quién?… Oh, es el teniente

Duluth, ¿verdad?—No podía dormir —dije—.

Supongo que a usted le pasa lo mismo.—¡Dormir! ¿Acaso creía usted que

yo podría dormir?De pronto, me sentí desconcertado.

Tenía ciertas sospechas de que él habíamatado a su mujer, y aquí estabaespiándolo. Me volví, pero elexboxeador e infante de marina me asióinesperadamente del brazo.

—No se vaya, teniente —dijo convoz ronca—. Tengo que hablar conalguien, o me volveré loco.

No contesté nada. Me limité aapoyarme en la balaustrada de lagalería, cerca de él.

—Tengo que contarle esto a alguien,teniente, porqué me pesa sobre laconciencia. La semana pasada, antes deque partiera para Reno, intenté asesinara mi mujer.

Tantas cosas extraordinarias habíansucedido en tan breve espacio detiempo, que esta confirmaciónverdaderamente notable de lo que lamisma Dorothy había alegado, ni mesorprendió ni me escandalizó.

Me miraba con ojos centelleantes yse retorcía las manos.

—Quizá piense usted que estoy locoo algo por el estilo, y que habría queencerrarme. Y quizá no ande errado. Nosé. Yo siempre he sido un tipo pacífico.Era boxeador, pero cuando estaba en elring no tenía la impresión de estarpeleando. Para mí, eso sólo era mitrabajo, ¿me entiende? Trabajaba comocualquier otro, tratando de reunir unpoco de dinero, porque todo lo quequería era establecerme en algún ladocon Dorothy, establecermetranquilamente y tener hijos. Despuésvino la guerra, y Saipán. Y allí eracuestión de matar o morir. Pero yo nuncadejaba de soñar en que todo sería

diferente algún día, y que volvería avivir con Dorothy. Yo sabía que ella eramucho más fina que yo. Ya había estadocasada, y había andado con gente de lasociedad y todo eso. Pero al fin y alcabo se había casado conmigo, ypensé…

Se le estranguló la voz. No meresultaba nada agradable tener queescuchar.

—Entonces, teniente, perdí la piernay volví. Y…, bueno, usted ya sabe conlo que me encontré. Dorothy se habíagastado todos mis ahorros. Había estadocoqueteando con cuanto oficial sehallaba a la vista. Y empecé a pensar.

Yo había ido a pelear con los japonesespor Dorothy, y ¿qué es lo que ella habíaestado haciendo? ¿En qué era mejor quelos japoneses? Y después empezó atirarme todas esas facturas que queríaque yo le pagara y… Oh, ¿para qué lecuento todo esto? Nunca podré hacerlecomprender.

—Sí —dije en voz baja—, locomprendo. Si me hubiera encontrado alvolver con una mujer semejante,probablemente también yo hubieraintentado matarla.

—¿Lo dice de veras? —Su vozparecía patéticamente ansiosa, perorecobró inmediatamente su tono apagado

—. Pero esto no es todo, teniente.Anteayer, esta Lorraine Pleygel mellama por teléfono y me invita a veniraquí, para reconciliarme con mi mujer,según dice. —Se echó a reír—. Eso mepareció gracioso, palabra.Reconciliarme con Dorothy. Pero antesde saber siquiera lo que hacía, le estabadiciendo: «Claro, ya lo creo que megustará ir». Y vine, efectivamente, y porun solo motivo —agregó con vozsombría—. Acepté esa invitación y vinesólo para tener otra oportunidad dedarle a Dorothy su merecido.

No dije nada. El terreno erademasiado peligroso.

Bill Flanders se estremeció sobre susilla blanca de jardín.

—Lo tenía todo planeado. Iba amatarla esta noche; iba a estrangularlaen la cama y entregarme a la policía. Lotenía que hacer, porque de otro modo nome sería posible seguir viviendo. Peroparece como si hubiera alguna fuerza,alguna fuerza más poderosa que nosotrosque nos quita las cosas de las manos.Porque la oportunidad de matarla no seme presentó nunca, y Dorothy murió alfin de ese modo, sencillamente de suenfermedad al corazón.

Después de esto era muy difícilseguir creyendo que Bill Flanders había

asesinado a su mujer.Pregunté con cautela:—¿Está usted seguro de que murió

de un ataque al corazón?—¿Qué quiere decir? —preguntó

con voz áspera como una sierra—. Noirá a creer que después de todo la hematado yo.

—No es que crea que la ña matadousted, Bill. Pero…

—Pero Wyckoff la reconoció. Él esmédico; sabe. Él…

—¿Y si Wyckoff no hubiera dicho laverdad?…

—¿Respecto a que Dorothy padecíadel corazón? Usted está loco. Claro que

estaba mal del corazón. ¿No me lo oyódecir? Wyckoff me habló de eso hacealgunas semanas. —Sonrió—. Nadiemejor que yo para saberlo. Salióbastante caro. Aquí tiene. —Empezó ahurgar en el bolsillo superior de suchaqueta. Sacó un fajo de papeles.Encendió un fósforo con mano trémula yse puso a pasar uno tras otro—. Estasson algunas de las cuentas que Dorothynunca pagó. Las traje conmigo para queno se me fuera la rabia. Hay dos o tresde Wyckoff. Aquí están, fíjese ustedmismo.

Me tendió tres hojas de papel. Conuna sensación de vértigo, yo también

encendí un fósforo. Todos los papelestenían en lo alto el membrete deWyckoff, y todos eran cuentas porservicios profesionales prestados,dirigidas a la señora Dorothy Flanders.

—Y si no me cree, teniente, puedeconsultar los ficheros de Wyckoff.

Bill Flanders continuó hablando,pero yo no le escuchaba. Toda mi teoríadel asesinato descansaba sobre el hechode que Dorothy no había muerto de unataque al corazón.

Pues bien, a menos que los hechosfueran mucho más complicados de loque parecían, había muertosencillamente de un ataque.

Flanders y yo permanecimos allí enel porche. Él quería seguir hablandopara librar su mente de algunas de lasdesordenadas imágenes de pesadilla quela llenaban. Yo le compadecí, tanto máscuanto que yo mismo me sentía atontado.Los grandes picachos de las sierrascomenzaban a dibujarse a la luz del albacuando le dejé y subí a mi habitación.

Al pasar frente al cuarto de Dorothydecidí echarle otra ojeada. Al fin y alcabo, aunque nuestra teoría del asesinatohubiera quedado desbaratada por loshechos, el saqueo al menos constituíatodavía un enigma. Abrí la puerta,recordando vivamente la confusión en

que se hallaba el cuarto. La débil ygrisácea luz diurna que penetraba por laventana permitía ver con claridad.

Todos los cajones de la cómodaestaban cerrados. Los vestidos pendíanordenadamente en el armario. Lasmaletas formaban una pulcra pila a lospies de la cama. Ni el menor indiciodemostraba que la habitación había sidoregistrada.

No había asesinato. Y ahoratampoco había saqueo. Esto erademasiado para mí.

Me deslicé hasta nuestra habitación.Iris seguía durmiendo. Me metí en lacama junto a la de ella, tratando de no

creerme un lunático insensato.Supongo que dormí.

H

6

e estado pensando y pensando,amigos míos; de veras. Pero loque hay que hacer es esto: no

pensar. —Lorraine Pleygel nos espetó laobservación a través de las mesas deldesayuno de la galería, salpicadas desol—. El señor Throckmorton pensaríaque todos deberíamos ponemos largosvelos negros; pero el señorThrockmorton es de Boston, ¡y enBoston todo es tan deprimente! Al fin y

al cabo, el que uno piense y esté tristeno le servirá de nada a la pobreDorothy. Así que sigamosdivirtiéndonos. Estoy segura de que siyo me muriera, querría que la gentesiguiera divirtiéndose.

Poniendo en práctica esta típicamuestra de la filosofía de los Pleygel,Lorraine llevaba el atavío más frívoloque yo había visto nunca. Era un traje debaño hecho exclusivamente de rutilantesescamas plateadas. Le daba el aspectode un bull-terrier de raza disfrazado desirena.

Pero a pesar de Lorraine, no habíamucha diversión en aquella terraza. Iris

y yo, después de haber reflexionadoacerca de mis experiencias de la nocheanterior, nos sentíamos vencidos. Davidy Fleur Wyckoff, como de costumbre,estaban sentados al lado, tan indiferentesel uno al otro como dos desconocidosque se encontrasen por azar en asientoscontiguos en el subterráneo. BillFlanders, Janet Laguno, Amado French yMimí Burnett no aparecieron. Chuck,que había traído a colación el tema deDorothy con un lacónico anuncio de queel funeral había de realizarse al díasiguiente, parecía de mal humor. Vestíaviejos pantalones de dril y una cazadoraroja, y se paseaba de un extremo a otro

de la galería, contemplando ceñudo latranquila belleza del lago Tahoe.

Sólo el conde Stefano Lagunoparecía satisfecho de la vida. Llevabauna llamativa chaqueta deportiva yamplios pantalones, con una bufanda deseda azul anudada en torno al cuello. Sefiguraba, probablemente, que teníaaspecto de Oeste. No lo tenía. Parecía,más bien, un tipo sospechoso de uno delos puntos de la Riviera de peorreputación. Observaba a todos con susburlones ojos negros, sin dejar decomer, al mismo tiempo, de todo cuantoservía el diligente mayordomo.

Unos minutos después, Amado y

Mimí surgieron desde la sala de estar;esta vez, para variar, cogidos de lamano. El hermano de Lorraine y sunovia no contribuyeron a aumentar laalegría reinante. De Amado emanaba lamelancolía de un lloraduelosprofesional. Y Mimí, arrastrando unlargo vestido gris, parecía la misma niñade los pesares, como si todas las hadasdel fondo de su jardín se hubieranmuerto durante la noche.

—Querida Lorraine. —Depositó unalado beso en la frente de Lorraine, entanto que sus astutos ojos, que intentabanparecer espirituales, recorrían uno a unoa todos los presentes—. Ya me doy

cuenta, pobrecitos, de cómo se han desentir todos. Yo no he pegado ojo.Amado tampoco; ¿no es cierto, Amado?

Amado meneó la cabeza con airetétrico.

—Sí, claro, Mimí.Y después de apagar la última

chispa de alegría que pudiera haberhabido, se dispusieron a tomar eldesayuno.

—Esta mañana —dijo Lorrainesúbitamente—, iremos al lago Tahoe enlas lanchas de motor. Es divino, deveras. Y además, esta noche habrá luna.Bajaremos la colina e iremos todos anadar a las termas. No han estado

todavía en mi piscina caliente. No puedocomprender por qué será caliente. Esdecir, por qué sale así el aguadirectamente del suelo. Pero es divino.—Dirigió una radiante sonrisa al doctorWyckoff, y luego otra a Fleur; como sitodavía, insensatamente, tuviera la ideade la reconciliación metida en la cabeza—. Es tan romántico. Todo el mundo lodice. A mí me encanta.

Fue en este momento cuando JanetLaguno hizo su irrupción en la galería.Su «erupción» sería la expresiónadecuada, porque nunca vi entrada tanvolcánica. Enfundada en una ceñidafalda gris y en un chillón jersey de color

magenta que daba a su rostro el tono delapio, surgió de detrás de las puertas-ventanas, mirándonos con ojosfulgurantes.

—Yo —anunció— soy mujer depalabras escasas y breves. Diré ahorauna breve palabra, y se la diré a ése quellaman marido mío.

Se volvió bruscamente hacia elconde, y su collar de perlas osciló comoun péndulo sobre su pecho de colormagenta.

—¡Rata! —dijo—. ¡Rata, rata, rata!Stefano Laguno se limpió con la

servilleta una imaginaria miga de pan delos labios, y dirigió luego a su esposa

una lánguida sonrisa.—Buenos días, Janet. Deduzco que

no has dormido bien esta noche.—¡Dormir! Nunca volveré a dormir

mientras esté bajo el mismo techo quetú.

Janet Laguno empezó a hurgar en unvoluminoso bolso de color escarlata,semejante a un cesto de mercado,desparramando sobre la galería estuchesde polvos y cigarrillos. Por último sacóuna carta y la agitó ante nosotros.

—Esta carta —dijo— está escritapor la inculta mano del hombre que sehace llamar, risiblemente, condeLaguno.

Stefano clavó los ojos en Janet; depronto su rostro había adquirido laexpresión de un zorro atrapado. Selevantó de un salto e intentó apoderarsede la carta. Janet la retiró conbrusquedad y él volvió a hundirse en susilla, mirando con expresión atontada.

—Cuando era niña —dijo Janetominosamente—, me solían alabar mimanera de recitar. Espero no haberperdido el don. Escuchen mientras leotextualmente esta obra maestra,corrigiendo de paso la ortografía. Estádirigida a la por fortuna fallecida señoraDorothy Flanders.

Con voz rezumante de burlona

pesadumbre, comenzó:

«Dorotea, mia carissima:»¿Con quién he estado soñando todo el día?

¿Debo decirlo? Contigo. ¡He pasado una nochetan terrible remolcando al Monstruo por lapista de baile de un lujoso y vulgar clubnocturno! Sólo la imagen de tu maravillosorostro me impidió enloquecer. Querida, yocreía ser un hombre cínico, cansado del mundo,cansado de las mujeres. Después de una semanao cosa así dejaba a las mujeres a un lado, comolimones exprimidos. Pero te conocí a ti…, ¿yqué es el cinismo? Una palabra, algo que nosignifica nada. Amada, vivo en un sueño, unsueño celestial. Tenía pensado hacerte unpequeño regalo, pero el Monstruo vigila susjoyas como un dragón. Tiene ojos en la nuca.No debes impacientarte, mi paloma. Ahora soypobre. Pero el Monstruo, como sabes, me lo ha

dejado todo. Lamento todas las noches quegoce de tan buena salud. ¡Si las cosas fuerandistintas! Ah, mió tesoro, si el Monstruo no seinterpusiera entre nosotros, tú y yo podríamoshacer que nuestra dulce música sonara hasta laeternidad.

»Preciosa mía, beso las almohadas y piensoen ti. Addio, Dorotea de mis sueños.

»Tu amante,

Michino».

Cuando se dio fin a estaextraordinaria lectura, el conde estabarojo hasta las ralas raíces de suscabellos. Creo que fue la palabra«michino», pronunciada con todo elveneno concentrado de Janet, lo queabatió la última línea de defensa de su

aplomo. Los demás seguían sentados entorno a las mesas, boquiabiertos ymudos de asombro.

La carta, con su ridículo estiloliterario, me había asombrado también amí. Aunque a Iris y a mí nos parecíaindudable que alguna relación deberíade haber existido entre el conde yaquella devoradora de hombres que eraDorothy, nunca me habría imaginadoalgo tan sórdido como aquello.

En medio del tajante silencio quesiguió, Janet volvió a doblar la carta yla metió en el sobre. Cruzó los brazossobre el jersey de color magenta y fijóla vista en su marido.

—¡El Monstruo! —barbotó—.Gracias, Stefano. Soy probablementeuna de las escasas mujeres de la historiaque aparecen en las cartas de amor desus maridos bajo el nombre de …Monstruo.

Las mejillas del conde ibanperdiendo el color que había hechosubir a ellas la confusión. Ya habíarecobrado casi por entero su insolentecalma.

—Lo siento, Janet, si encuentras eltítulo poco atractivo. Comprenderás queno era de suponer que tú leerías estacarta.

—Me lo imagino. Y para tu

gobierno, Michino, te diré que elMonstruo no tiene ojos en la nuca. Yosabía que Dorothy era una verdaderabazofia, y Dios sabe que no me hagoilusiones con respecto a ti. Pero jamásse me pasó por la cabeza que juntaseisambos vuestra perversión.

Como siempre hacía al enfrentarsecon lo desagradable, Lorraine intentabaaparentar que no existía. Revoloteaba entorno de Janet.

—Debe de haber algún error.Escucha, nadie escribe cartas así.¡Michino! Eso es una falsificación. Tumarido no se llama Michino. Pero¿dónde la has encontrado?

—La he encontrado en el suelo, allado de la puerta, al despertarme estamañana. Algún buen amigo mío debe dehaber pensado que sería una excelentelectura para antes del desayuno. Pero nocabe duda de que está escrito en lahermosa letra italiana de mi marido. Demanera que ¿a quién le importa cómo haaparecido?

A mí me importaba. Dorothy era eltipo de mujer que conserva cartascomprometedoras, lo mismo que habíahurtado las fichas de cinco dólares deLorraine, para utilizarlas en algúnmomento de apuro. Era casi seguro quela persona que había registrado su

habitación la noche anterior habíaencontrado el peligroso documento y,fuera por maldad o por algún otromotivo, lo había deslizado bajo lapuerta de Janet.

Janet había vuelto a clavar los ojosen el conde.

—Cuando partí para Reno, Stefano,estaba dispuesta a divorciarme de ti,lamer mis heridas y hacerme la cuentaque todo había sido un mal sueño. Ahoralas cosas son muy distintas. Esta cartaindica que acariciabas la idea deasesinarme y vivir del producto delcrimen con tu robusta rubia. «Lamentotodas las noches el que goce de tan

buena salud»; ¡hay que ver! Sé, porsupuesto, que sólo es una frase; nuncahubieras tenido el valor de hacer nada.Pero como la policía no está casadacontigo, no lo sabrá. Y voy a llamarlainmediatamente. Un poco de dura vidade cárcel te vendrá a las mil maravillas.

El conde le sonrió casi consuavidad.

—Dudo, querida Janet, que tú oningún otro de esta casa llame a lapolicía.

Yo agucé el oído. Janet dijo:—¿Y por qué no?—Vamos, Janet, no seas estúpida.

Es algo que raras veces sueles ser. —El

conde sacó un cigarrillo y lo encendiócon exasperante elegancia—. Teníaesperanza de no tener que sacar acolación un tema desagradable, pero tuactitud no me deja otra alternativa. Sillamas a la policía no tendré reparo eninformarles que Dorothy Flanders fueasesinada anoche. Y en ese caso elexcelente trabajo realizado por Wyckoffy todos los demás quedará en nada.

Esta fue, con mucho, la máselectrizante observación de aquelelectrizado desayuno. Cambié unamirada con Iris. Nuestra teoría delasesinato rebotaba contra nosotros comoun bumerang. Wyckoff se puso en pie de

un salto, con la cara lívida como la deun fantasma. Mimí, hecha un niñoangelical, se refugió bajo la protectorarobustez del brazo de Amado. Un conatode conversación nació y murió. ChuckDawson giró sobre sus talones y gruñó:

—¿Dorothy asesinada? ¿Está usteden sus cabales?

—Calma, calma, no se alarmen. —El conde sacudió la ceniza del cigarrillosobre el platillo de su taza—. Mientras aJanet no le dé por meterse con la policíano habrá nada que temer. Esta carta tanindiscreta fue escrita por mí. Lo admito.No tengo la menor idea de cómo llegó amanos de mi mujer, pero esto no viene

al caso. Lo que sí viene al caso es queJanet omitió mencionar la fecha. Fueescrita hace más de un mes. Temo quemi ardor por la señora de Flanders nohaya sido de muy larga duración. Laverdad es que al final estabamortalmente aburrido de ella. Demanera que, como ustedescomprenderán, a mi modo,calladamente, estaba tan contento comotodos ustedes por haberme librado deella.

Así que el sistema del limónexprimido empleado por el conde habíaalcanzado a Dorothy. Tomé nota de estomentalmente, aunque había muchas otras

cosas, por cierto, dignas de observar.Fleur Wyckoff tenía los ojos clavadosen su marido. Estaba tan pálida que yotemí que se fuera a desmayar. El mismoWyckoff tampoco parecía demasiadofirme.

—Me gustaría saber, conde —dijocon lentitud—, si me está acusando defalsificar deliberadamente el certificadode defunción. Mi diagnóstico ha sidoque la señora de Flanders ha muerto deun ataque cardíaco.

Stefano mostró sus dientesligeramente amarillentos.

—A mí no me pareció un ataquecardíaco, doctor Wyckoff. Por supuesto,

yo no soy un especialista caro, comousted, pero en mi disipada juventud vivídurante algún tiempo a orillas delAmazonas, en una húmeda y pocoatractiva plantación de caucho de laselva. Presencié la muerte de un hombreenvenenado con curare. Anoche no tuveoportunidad de reconocer a la señora deFlanders. La verdad es que apenas si lavi. Pero me interesaría conocer suopinión acerca de la muerte por elcurare.

Yo me había aferrado a los brazosde mi sillón. Lorraine exclamó con vozentrecortada:

—¡Curare!

Wyckoff no decía nada, y el condeprosiguió:

—Naturalmente, no tengo idea dequién la mató, ni de por qué ni cómo lohicieron. No tengo la menor idea de porqué usted, Wyckoff, habría de quererechar tierra al asunto, ni de por quéalgunos de los otros habían de estar tanansiosos por ayudarle. Ni siquiera meinteresa averiguarlo. Creo haberexpuesto mi posición con claridad. Si mimujer se comporta como es debido notomaré ninguna medida. Pero si,impulsada por un rencor muy impropiode una dama, trata de crearmedificultades (se encogió de hombros), yo

les crearé dificultades a ustedes.Aunque carecía de cualquier otra

cualidad, el conde era al menos franco.Y su franqueza pareció haber sometido atodos, excepto a su mujer.

Janet había estado escuchándoloestupefacta y furiosa. De repente, dijo:

—Que nadie se deje engañar por él.Todo es una ridícula farsa. Sabe que yopodría meterle en la cárcel por tentativade robo y quizá también por el proyectode asesinarme. No hace más que fingirpara asustarme. No tiene ni la másmínima prueba.

—Claro que no tengo pruebas, miquerida Janet. —El conde se volvió en

su silla para obsequiar a su mujer con susonrisa más continental—. Pero hay unamanera muy simple de demostrar sitengo razón, ¿no? Lo único que debohacer es comunicar mis sospechas a lapolicía, y el resto lo hará una autopsia.

Nuevamente miraba a Wyckoff,quien le devolvía la mirada con unaplomo que indicaba ya fuera confianza,ya fuera un inmenso autodominio.

—¿Piensa usted pedir una autopsia,conde?

—Tonterías —intervino Janet—.David, no deje usted que le embauque.

Hay algo más. —El condejugueteaba con el fleco del mantel—.

Una vez que hayan descubierto queDorothy fue asesinada empezarán abuscar motivos. Y cuando vean esacarta, querida Janet, verán que tú teníasmejores motivos que nadie. La esposadespreciada mata a su rival en unfurioso ataque de celos.

El rostro de Janet se había teñido deescarlata, matiz que desentonabaviolentamente con el color magenta deljersey.

—¡Esposa despreciada! —farfulló.—Piénsalo. —El conde dejó su

servilleta sobre la mesa y se puso en pie—. Tengo la impresión de que serássensata.

Hizo a Lorraine una ceremoniosareverencia y se marchó de la galería.

D

7

espués de haberse marchado sumarido, Janet permaneció mudapor un instante. Luego miró a

Lorraine con ojos centelleantes.—Pues bien, querida Lorraine, todo

se reduce a lo siguiente: o echas aStefano de tu casa o yo hago mis maletasy regreso a Reno. ¡Reconciliarnos!Alguien debería juntar tus divinas ideas,atarlas con una cinta rosada yregalárselas a los pobres.

Y dicho esto cruzó atropelladamentela galería, en dirección opuesta a la quetomó Stefano.

Lorraine se había quedadocontemplando la puertaventana por laque había desaparecido el conde.

—¡Qué hombre tan espantoso! —Sevolvió hacia Wyckoff con un mohín deafectada sinceridad—. Querido David:es claro que Janet tenía razón. Merefiero a toda esa absurda charla sobreasesinatos… Lo ha inventadosencillamente para ver si la disuadía dellamar a la policía, ¿no es cierto?

David Wyckoff tenía los hombroshundidos. Ahora parecía mucho más

viejo de lo que era. Yo, aun ante laevidencia, tenía que seguir creyendo loque había contado Flanders, queWyckoff había estado tratando a sumujer. Pero se me ocurrió una nuevaidea. Quizá Dorothy había padecidorealmente una afección cardíaca y habíasido, no obstante, envenenada concurare.

Nadie se movió mientrasesperábamos que Wyckoff respondiera.

Sin levantar la vista, dijo:—Usted ha oído a Laguno, Lorraine,

y anoche me oyó a mí. Es mi palabracontra la suya.

Lorraine, fácilmente tranquilizada,

era toda sonrisas.—De manera que no hay ningún

motivo de inquietud. Yo estaba segura.Y ese hombre atroz…, supongo queJanet tiene razón. Pero es un invitado, yuna no puede invitar gente a su casa ydespués echarla. Tendré que hablar conJanet. ¡Oh, si por lo menos el señorThrockmorton se apresurara y viniera!Y…, pero olvidemos todo esto por unrato, chicos. —Y ya estaba ellavolviendo a infundirnos entusiasmo—.He hecho preparar almuerzos para elpicnic y demás. Podremos cruzar todosel lago en las lanchas hasta el ladocaliforniano. Eso es lo que haremos:

pasar un día encantador al sol.Y lo pasamos, efectivamente; es

decir, Chuck, Lorraine, los Wyckoff, Irisy yo. Mimí y Amado no vinieron.Habían dispuesto, dijo Mimí, pasar lamañana con Edna St. Vincent Millay. Lapoesía era una gran consoladora. El soly la estupenda hermosura del lago Tahoetambién habrían debido serlo.Atravesamos el lago a la carrera,comimos un suntuoso almuerzo a loPleygel en la bahía Esmeralda, nadamos,y nos tendimos sobre la suave arenaplateada. Iris estaba conmigo. Yo teníatodo cuanto puede desear un maridocansado de la guerra. Y, sin embargo, no

podía aplacar mi inquietud.Aunque Janet le había restado

importancia, la increíble carta del condellevaba implícita una amenaza contra suvida. Esa amenaza se había ligado en mimente con una observación que Lagunohabía hecho a Dorothy la noche anterior,cuando Iris y yo interrumpimos sudiálogo en la sala de los trofeos. Elcurare posee cierta nobleza. Habríaque usarlo con arte, para matar tansólo a los que legítimamente merecenser asesinados.

Iris y yo habíamos interpretado estocomo una maligna indirecta a Dorothy.Pero ¿si nos hubiésemos equivocado y

hubiera existido entre el conde yDorothy alguna especie de conspiraciónpara quitar de en medio a Janet y hacerque «su dulce música sonara hasta laeternidad» con el producto de los bienesdel «Monstruo»?

¿Y si hubiese habido algún plan porel estilo que hubiera salido mal? ¿O sialgún otro se les hubiese adelantado yasesinado a Dorothy antes de que ella yLaguno…?

Mientras nuestras pequeñas lanchasde motor nos llevaban velozmente devuelta a casa a través del aterciopeladoverde del lago, sentí crecer en mí ladesazón por lo que ya había sucedido y

por lo que todavía podía suceder.Cuando llegamos al muelle, nos

esperaba Mimí Burnett, hecha unaWendy en su vestido a cuadros, sin sugordo Peter Pan. Corrió al encuentro deChuck Dawson para decirle algo acercade una llamada de larga distancia quehabía habido para él. Cuando enlazó subrazo de niña con el musculoso deChuck, yo la miré pensativo. TambiénLorraine miraba.

De pronto, profirió:—Ya tiene engatusado a mi pobre

hermano. ¿Se cree ahora que tambiénpodrá birlarme a mi novio?

Era la primera vez que yo oía una

observación malévola de labios deLorraine. Tenía el rostro encendido deindignación. Yo me hice la reflexión deque Amado no tenía un centavo en tantoque Chuck Dawson parecía poseer todoel dinero del mundo. ¿Habría decididoMimí cambiar de amado a mitad decamino? ¿Era esa la lección que habíaaprendido después de pasar el día conEdna St. Vincent Millay?

Una vez devueltos a la intimidad denuestro cuarto, Iris y yo nos liberamospor fin y comenzamos a parlotear a untiempo acerca de lo que nos habíasugerido el episodio del desayuno. Nome sorprendió descubrir que mi mujer

había llegado a las mismas conclusionesque yo. La verdad era que hasta habíaido más lejos.

—Peter, he estado pensando. ¿Y siLaguno y Dorothy hubieran planeado queésta pinchara a Janet con curare ydespués, por error, Dorothy se hubierapinchado a sí misma? Claro que nadaconcuerda con nada. Wyckoff es unespecialista del corazón. Se hubieradado cuenta en seguida si Dorothyhubiese sido envenenada. Y si lo fue, éltiene que estar complicado en esto dealgún modo. ¿Y qué me dices de Chuck?Y Bill Flanders ¿dirá la verdad? Y elconde, además…, bueno, el conde es

una verdadera rata. Pero aunque Dorothyestuviera incitándolo, ¿crees tú quehabría tenido arrestos para tratar dematar a Janet?

—No sé… —empecé a decir, y medetuve al oír que llamaban a la puerta.

—Pase —dijo Iris, y Janet Lagunoen persona hizo su entrada en el cuarto.

Llevaba todavía la desaliñada faldagris y el jersey de color magenta. De suancha boca pendía un cigarrillo. Habíaempezado a gustarme por el desafío queencerraba su poco atractiva apariencia,tal como me había gustado la salvajesinceridad de su conducta durante eldesayuno. Había cierta grandeza en

Janet. No le tenía miedo a ningúnhombre de la tierra.

Traía en la mano un pliego de papel.—Bien, chicos, todavía estoy aquí.

Lorraine empezó a hacerse la Emily Posten ese asunto de despachar a Stefano, yyo he llamado a todos los hoteles deReno para conseguir habitación, pero nohe encontrado nada en ninguno. Demanera que me quedo hasta mañana.

Se posó sobre el brazo de uno de loslistados sillones, golpeteándose larodilla con el papel.

—Sorpresa, amigos, sorpresa.¿Sabéis qué es este papel? Untestamento. Un nuevo testamento. Quiero

que vosotros dos me sirváis de testigos.—Hizo una mueca—. Pensaréis, porsupuesto, que soy una mujer tonta yneurótica. Quizá lo sea. Al fin y al cabo,nadie que estuviera en su sano juicio sehabría casado con Stefano. No he hechoeste testamento por ninguna razónmelodramática. Sé que Stefano carecedel coraje suficiente para tratar dehacerme nada. Pero el destino tiene unperverso sentido del humor. Esperfectamente concebible que meresbale en la bañera y me rompa lacabeza, o que tropiece con un aro decroquet. Y si mi amado Michino llegaraa tocar un solo centavo de mi dinero, me

pasaría el resto de la eternidad en unataque apoplético.

Iris y yo cambiamos una mirada deinquietud. Aunque Janet trataba el asuntocon ligereza, lo que decía concordabademasiado bien con nuestrasaprensiones. La condesa Lagunodesdobló el papel y me lo entregó,esparciendo por el suelo una larga orugade ceniza de su cigarrillo.

—Me parece mejor que lo leas —dijo—. No me gusta que la gente firmecosas que no ha leído.

Iris leyó el testamento por encima demi hombro. Era breve y sencillo.Anulaba todos los testamentos

anteriores; excluía rotundamente aStefano; dejaba todos sus bienes a…Bill Flanders.

Iris y yo levantamos la vistaasombrados. Iris dijo:

—¿Bill Flanders? Pero…, yo nosabía que fuera amigo tuyo o…

—No lo es en especial. —Janetaplastó su cigarrillo en un extrañoobjeto de cristal que tanto podía sercomo no ser un cenicero—. Pero yo notengo familia, excepto una repelente tíaen Seattle. Esta tarde estuve hablandocon Bill. Es un buen muchacho; perdióla pierna peleando por nosotros; ygracias a Dorothy se quedó sin un

centavo. Me da pena. Y no se me ocurrenada que pueda poner más furioso aStefano que verse suplantado por elviudo de Dorothy. De manera que… —extendió las manos—. ¿Bien, chicos,queréis firmar? Aquí está miestilográfica. En los momentos críticosnadie tiene nunca estilográfica.

Iris y yo pusimos unas firmasbastante inseguras al pie del documento.Janet se levantó y volvió a entregarme eltestamento.

—Supongo que debería haber hechodos copias, pero no las he hecho. Así,pues, guárdalo tú para que esté seguro.—Se encaminó a la puerta, y una vez allí

se detuvo, sonriendo con acritud porencima del hombro—•. Y no pongáis esacara tan fúnebre. No me sucederá nada.El Monstruo nunca se ha sentido mássano en su vida.

Al cerrarse la puerta detrás de ella,Iris murmuró:

—Dios quiera que no se equivoque.Guardamos el testamento bajo llave,

en el cajón que servía de caja fuertepara el cerdito alcancía de Iris. En unestado de ánimo decididamente inquieto,nos vestimos para la cena y bajamos.

En la galería ya habían comenzadola puesta de sol y los cócteles. Janet yBill Flanders, sentados en el mismo

banco, contemplaban un cielo de colorcarmesí hendido por los picachosgigantescos de las sierras. Lorraine,Mimí y Chuck Dawson, indiferentes alas bellezas de la naturaleza, bebíanMartini bajo un parasol amarillo.

Cuando Iris y yo nos reunimos conellos, Chuck, muy buen mozo y muyvaquero con su chaqueta de cuero y suspantalones de pana, le tomaba el pelo aLorraine por sus ropas ciudadanas y sutraje de baño de escamas plateadas, quesegún él la hacía parecer un róbalo. Aloír esto Mimí soltó una tintineantecarcajada y sonrió a Chucktraviesamente. Lorraine replicó con

brusquedad.—Muy bien, Chuck; si no te gusta, lo

tiraré.Mimí deslizó la mano bajo el brazo

de Chuck, posándola por último sobresus dedos. Lorraine, con el rostroencendido, se volvió rápidamente haciaella y exclamó:

—¡Por amor de Dios, deja decoquetear con Chuck!

Chuck parecía molesto. En loshundidos ojos de Mimí fulguró undestello. Yo estaba alarmado por laviolencia de la tensión que existía entreambas mujeres.

Pero en ese momento apareció

Amado, inocentemente jovial, llevandodel brazo a Fleur Wyckoff. Mimí corrióhacia él, exclamando:

—Pícaro Amado, ¿por qué medejaste sola para que tuviese que mirarla puesta de sol con otros? Lorraine haestado diciendo cosas terribles.

Apretándose contra la manga deAmado, encontró refugio en su felicidadde prometida.

A continuación vino Wyckoff.Después de él, con despreciativaindiferencia por las miradas hostiles,apareció el conde Laguno por laspuertas-ventanas, y se sirvió un Martini.Olvidando sus preocupaciones, Lorraine

comenzó nuevamente a comportarsecomo la dinámica anfitriona que era.Cuando entramos para cenar, estaba tanlocuaz y alegre como siempre.

La comida fue monopolizada por eltema de la piscina de agua caliente y lodivino que sería nadar allí a la luz de laluna. Por alguna razón, sus invitados semostraron más rebeldes que decostumbre. Chuck, refunfuñando, sugiriódesacertadamente que en vez de nadarfuésemos a Reno. Janet declaró que nohabía traído traje de baño. Hasta lapequeña Fleur dejó oír su vocecilla deratón. Pero Lorraine, en formamagnífica, se sobrepuso a todos los

obstáculos.Transcurrida una hora

aproximadamente, el malhumoradogrupo subió a buscar las ropas de baño,congregándose después en el camino deacceso. Había dos automóviles.Lorraine se dirigió a la vieja camionetarural, seguida de Bill Flanders, JanetLaguno, Fleur, Iris y yo. La luna nohabía salido todavía. Nos precipitamoscolina abajo en medio de una lóbregaoscuridad. Los grillos cantaban, lasranas croaban. Una abrupta pendientenos lanzaba hacia el campo envuelto entinieblas. Lorraine detuvo el cochefrente a la rielante silueta de un

bosquecillo de álamos.—Hemos llegado.Descendimos en tropel y

atravesamos una puerta blanca. Lorraineencontró una llave de luz y las tinieblasse iluminaron.

Los altos álamos, a cuyo pie seerguían pequeños arbustos en flor,formaban un rectángulo. En el centro delclaro se extendía una inmensa piscina denatación, con un ancho borde de piedra.A los lados, los cuartos de vestir,construidos como casitas individuales,formaban como pequeños caseríos.Sobre el brillo trémulo del aguacentelleaban sartas de luces

multicolores.—Es una gran piscina, ¿verdad? —

dijo Lorraine—. No sé por qué no la usomás. Peter, Bill, los hombres tienen queir al otro lado para cambiarse.

Los vestuarios eran tan lujosos comotodo lo que pertenecía a Lorraine. Cadauno de ellos tenía su pequeña salita, contapizados impermeables en los sillones,un armario que podía cerrarse con llavey un cuarto de ducha. Bill y yo fuimoslos primeros en estar prontos.

Con sus pantalones de baño, el reciofísico de boxeador de Bill Flanders,parecía más lastimoso aún el inútilmuñón de su pierna. Se dirigió

cojeando, apoyado en su muleta, a unaescalerilla que había promediando unode los lados de la piscina y se metió enel agua. Yo me zambullí tras él.

Producía una voluptuosa sensaciónbucear en el agua caliente como un bañotibio. Me eché perezosamente sobre laespalda, aspirando el ligero olormedicinal a sulfuro y dejándomepenetrar por el calor. Las luces en arcoiris brillaban como alocadas estrellas.Detrás, por encima de los combadospicos de las montañas, se percibía en elcielo una opalescencia, anuncie de lainminente aparición de la luna.

Bill chapoteaba en la piscina, feliz

como un oso polar. Janet apareció dellado de las mujeres. Su falta de traje debaño había sido subsanada por ladesechada malla de escamas deLorraine. Se sumergió y se acercó haciadonde nosotros estábamos, semejante aalgún espantable y fosforescentemonstruo de las profundidades.

Iris salió junto con Fleur y Lorraine,todas vestidas sobriamente de negro. Sezambulleron, y pronto estábamos todosretozando en la aterciopelada tibieza. Enel corpiño de Fleur ocurrió algunapequeña catástrofe, y Lorraine y Janet,con muchas risitas contenidas, se lallevaron a uno de los cuartos de vestir

para arreglárselo. En la piscina sóloestábamos Iris, Bill y yo cuando llegó lasegunda tanda. Mimí, única mujer quevenía con ellos, se encaminó saltandocomo una sílfide algo madura a lasección de las mujeres, y en los cuartosde vestir de los hombres resonaronruidos de pisadas, fragmentos dediálogo y hasta una irreconocible ydesafinada versión de Home on theRange.

La reunión se iba animando.Iris y yo nadábamos indolentemente

por la parte menos profunda y máscaliente de la piscina, cuando todas lasluces de la arboleda se apagaron. Iris

me asió de la muñeca. En la negrura dealquitrán que nos rodeaba se oyerongruñidos de fastidio. Alguien gritó.Después se dejó oír la voz de Lorraine,aguda y alegre.

—Chicos, se ha quemado un fusible.¿No es divino? Es mucho más divertidoestar a oscuras. Que nadie trate dearreglarlo. Además, la luna saldrádentro de un momento.

Oí un chapoteo, vi un destelloblanco, oí más chapoteos. Al parecertodos convenían con Lorraine en que eradivino estar a oscuras. Y constituía enverdad una espléndida sensación nadar através de aquella acariciadora tibieza en

anónimas tinieblas.Se llamaban unos a otros. Las

mujeres dejaban escapar pequeñoschillidos, medio de susto, medio deexcitación. Yo perdí por completo elrastro de Iris, y nadaba a ciegas. A cadainstante chocaba contra otro cuerpocaliente y húmedo. Una vez oí la voz deChuck.

—Lorraine, ¿eres tú, nena?Y a Lorraine que contestaba:—Sí, querido. ¿No es divertido

esto?Seguí nadando. Me topé con otro.

Unas manos tensas se aferraron a misbrazos, y la voz de Mimí susurró:

—Chuck, te he estado buscando.Tengo miedo. Estoy…

—No soy Chuck —dije, antes de quese traicionara más.

Y me alejé prestamente, paraevitarle la confusión que debía de sentir.

Al cabo de un rato la tibieza delagua y la no atenuada oscuridad sevolvieron sofocantes. El resplandor delcielo era la única cosa visible. Flotandosobre la espalda, lo veía tornarse cadavez más intenso. Y súbitamente,irrumpiendo como un muñeco de resorte,se elevó en el cielo la luna llena.Nuevamente se veían los álamos y elfulgor de los blancos vestuarios. A

través del agua se extendía una vía deplata. Hasta me era posible percibircabezas individuales moviéndose aquí yallí en la piscina.

En aquellos escasos segundos laestigia oscuridad se había transformadoen un mundo de hadas.

Descubrí a Iris y me acerquénadando hasta ella. Chuck y Lorraine senos reunieron. Lorraine parecíacontrariada por algo.

—Está demasiado caliente —dijo—.Salgamos de aquí antes de quedarcocidos.

Estábamos cerca de los peldaños.Lorraine salió de la piscina de un salto.

Chuck la siguió. Iris y yo tambiénsalimos. Yo quería fumar.

—Ahí dentro hay un bar —dijoLorraine. Gritó en dirección al agua—.Vamos, angelitos, vamos todos a beberalgo.

Los invitados empezaron aabandonar la piscina. Amado fue elprimero en hacerlo, ayudando a BillFlanders a subir los escalones hastaencontrar su muleta. Después vino Mimí,rodeando con el brazo la cintura deFleur. Wyckoff surgió del otro extremo yse nos acercó, en tanto que el condeLaguno, ignorando orgullosamente elhecho de que se ignoraba su presencia,

se alisó su pelo negro y trepó de lapiscina, apareciendo junto a nosotros.

Lorraine miró en derredor.—¿Estamos todos?—Falta Janet —dijo Fleur—.

¿Dónde está Janet?—¡Janet! —llamó Lorraine con voz

indiferente—. Sal de ahí, Janet.No hubo contestación. Mi pulso se

aceleró mientras observaba la extensiónde agua iluminada por la luna. Nadaquebraba su serena superficie.

—¡Janet! —Era Mimí quien llamabaahora—. Janet, ¿dónde estás?

—Quizá haya salido antes de queapareciera la luna. Quizá esté en el

vestuario. —Iris asió el brazo deLorraine—. Vamos, vamos a ver quépasa.

Corrieron alrededor de la piscina ydesaparecieron en las casitas del ladoopuesto. Los demás permanecimos allísentados, invadidos por una crecienteinquietud, mientras las voces de las dosmujeres se perdían medrosas en mediode la noche iluminada por la luna.

—Janet… Janet…De repente, Chuck se zambulló en la

piscina. Esa fue la señal. Uno tras otronos fuimos sumergiendo después que él.Nadie decía nada. Era eso lo que volvíatan ominosa la situación. Mimí pasó

nadando a mi lado. Laguno, con los ojosmuy brillantes, avanzaba cerca denosotros. Hasta Bill Flanders habíavuelto a sumergirse, hendiendo el aguacon sus poderosos brazos.

La luz lunar parecía ahoraintolerablemente brillante. Alguienmurmuró unas palabras junto a mí. Seoyó un chapoteo. Todavía seguíanoyéndose las voces de Lorraine y deIris, llamando.

Luego, en el extremo más lejano dela piscina, una mujer empezó a gritar.Era Fleur Wyckoff. Reconocí su voz.

—¡Janet… está aquí! ¡La estoyviendo!… ¡Está debajo del agua…, está

ahogada…!

F

PARTE III

FLEUR

8

leur Wyckoff dejó de gritar. Huboun intervalo de silencio, ydespués estalló una babel. Todos

los que estaban en la piscina empezaron

a nadar apresuradamente, chapoteando ysalpicando, en dirección a Fleur. Yo erael que estaba más lejos de ella. Delantede mí, las oscuras cabezas ibanconvergiendo en un círculo. Parecíangrotescas a la luz de la luna…, cabezassin cuerpo flotando sobre la negra yplana superficie del agua.

Alcancé a los demás. En esteextremo el agua era profunda; teníacerca de tres metros de profundidad.Todos se movían y agitaban sin hacernada. En el centro del círculo, FleurWyckoff sollozaba suavemente. Yoseguí nadando hasta arrimarme a ella.Chuck Dawson, grande y ágil como una

foca en el agua, nadaba a mi lado.—¿Qué pasa, Fleur? —pregunté—.

¿Qué es lo que ha visto?Fleur asió mi brazo con su pequeña

mano.—Mire. Mire hacia abajo. Se ve el

traje, se le ve centellear.Miré hacia abajo. Tenía razón.

Debajo del agua había algo plateado,que temblaba como un reflejo de la luna.

Chuck dijo:—Vayamos nosotros dos, teniente.

Sumérjase.Arqueó el cuerpo en el agua, y sus

piernas de atleta se alzaron y después sehundieron, perdiéndose de vista. Yo le

seguí.Producía una sensación

fantasmagórica aproximarse bajo el aguacaliente hacia ese objeto rutilante queparecía no tener forma ni significado,pero que, sin duda, debía de ser elcuerpo de Janet Laguno. Yo mantenía losojos abiertos. El sulfuro del agua hacíaque me escocieran. Tenía los brazosextendidos delante de mí. Mi mano sepuso en contacto con algo terso,sólido…, un brazo.

Lo así con ambas manos hasta sentirque me tocaban el hombro. Chuck estabadel otro lado. Impulsándonos con laspiernas, empezamos a subir a la

superficie aquella renuente forma. Elagua caliente parecía viscosa como lacola. Pero por fin me libré de ella ypude volver a respirar.

Me sacudí de los ojos el pelomojado. El rostro de Chuck estaba muycerca del mío. Me di cuenta de que yo leestaba observando fijamente. Despuésvolví la mirada hacia aquello que seencontraba entre ambos.

Mientras estábamos debajo de lasuperficie del agua la cosa no había sidotan mala. Había habido algo que hacer.Pero ahora, al mirar aquel objetoflotante, el horror de lo que habíaocurrido me produjo una conmoción. El

semblante de Janet Laguno parecía de uncolor verde grisáceo a la luz de la luna.Su boca abierta era un estúpido agujeronegro. Su cabello, que siempre habíasido tan indócil, se extendía sobre elagua en retorcidos tentáculos.

Chuck, llenándose de aire lospulmones, farfulló.

—A la escalinata. Yo voy detrás deusted. Póngala sobre los peldaños.

Los otros se habían desparramadocomo torpes patos asustados. Chuck y yoremolcamos a Janet hasta los escalones,la subimos por ellos, y la depositamossobre el frío reborde de piedra.

Lorraine e Iris vinieron corriendo

desde los vestuarios. Iris gritó:—Peter, ¿qué pasa?En ese momento Lorraine vio lo que

pasaba y lanzó un chillido. Todossalieron de la piscina, formando unenjambre de cuerpos calientes yhúmedos.

—¡Atrás! —exclamé.Uno de los hombres, que vestía

bañador negro, se situó a mi lado. EraDavid Wyckoff.

—Déjeme reconocerla, teniente.Lorraine —llamó—, traiga usted algunasmantas o cualquier cosa por el estilo delvestuario; algo para mantenerla caliente.

Se produjo un revuelo. Wyckoff se

arrodilló y tendió a Janet boca abajo.Lorraine, Iris y Amado volvieronprecipitadamente provistos de mantas,almohadas, un surtido elegido al azar deropas de abrigo. Wyckoff deslizóalgunas de ellas debajo de Janet,extendió otras encima de ella, ycomenzó a hacerle la respiraciónartificial.

Chuck y yo nos movíamos de un ladoa otro.

—Lorraine —dijo Chuck—, haz quese vayan todos. No pueden ser útilespara nada. Diles que se vistan. Llévalos,al bar y sírveles algo. Pero llévatelos deaquí.

Se oyó un obediente golpeteo depies húmedos sobre el cemento. Pocosminutos después sólo quedábamosnosotros tres sobre el borde de lapiscina. Chuck se volvió hacia mí.

—No hace falta que permanezcausted con nosotros, teniente. Yosustituiré a Wyckoff cuando se canse.

—Gracias —respondí—. Prefieroquedarme.

El día anterior, cuando había muertoDorothy, Wyckoff y Chuck se habíanencargado de todo. Habían dejado deinspirarme confianza.

Chuck me miró, se encogió dehombros, y se volvió rápidamente en

dirección a Wyckoff, que trabajabalúgubremente silencioso. Después deunos quince minutos, Chuck ocupó sulugar. Yo relevé a Chuck y luegoWyckoff me sustituyó a mí. Prolongamosnuestros esfuerzos por espacio de másde una hora. Iris nos trajo unas batas,que nos vinieron perfectamente, porquedespués de la tibieza de la piscinaestábamos azules de frío.

Por último Wyckoff se irguió.—Es inútil —dijo—. No nos será

posible reanimarla. Está muerta.En realidad yo no esperaba otra

cosa.—Llevémosla a uno de los

vestuarios, para poder examinarla.La cargamos entre los tres hasta el

vestuario más próximo y la depositamossobre uno de los cinematográficosdivanes. Después de la luz lunar, lasbombillas eléctricas resultabancegadoras. Lanzaban su resplandorsobre la piel gris azulada, los ojosdesencajados, el pelo lastimosamenteenredado.

Me volvieron a la mente laspalabras que había pronunciado JanetLaguno aquella misma noche.

«No se preocupen. No me sucederánada. El Monstruo nunca se sintió mássano en su vida».

—«¡No se preocupen!».Wyckoff, en torno a cuya boca se

dibujaban hondas arrugas, examinabalos brazos y piernas desnudos.Permanecía mudo. Pero era evidente quebuscaba rasguños o alguna otra señal delucha.

Yo, por mi parte, no pude descubrirninguna.

Wyckoff se apartó del diván, sedespojó de su albornoz y lo extendiósobre el cuerpo.

—Necesito un trago —dijo, ceñudo—. Vamos al bar.

Nos vestimos y después volvimos areunimos. Chuck nos condujo por el

borde de la piscina, salpicado de luna,hacia un bungalow iluminado. Chuck yWyckoff marchaban uno muy junto alotro, como si existiera entre ellos algunatácita alianza. El sereno y ciudadanoespecialista del corazón y el misteriosoy rudo hombre de Nevada formaban unaincongruente pareja. Me hubiera gustadosaber qué estaban pensando.

Penetramos en un lujoso y modernobar, que sólo la locura y los millones delos Pleygel habían podido instalar juntoa una piscina de natación. El resto delgrupo se encontraba ya allí. En lachimenea ardía un brillante fuego.Lorraine, Iris, Fleur y Mimí Burnett

estaban sentadas sobre un largo diván decolor chartreuse, muy cerca unas deotras, como si se sintieran confortadasen la proximidad. Bill Flanders se habíaacurrucado en un sillón gris, contra cuyorespaldo había apoyado su muleta.Amado, sombrío barman, estabaempinado sobre un taburete detrás delbar de cristal, en forma de media luna,mientras el conde Stefano Laguno,inconsciente al parecer de la hostilidadde los demás, paseaba a grandeszancadas por la estancia, reflejándose suatildada figura en los espejos negros quecubrían las paredes.

Todos tenían vasos en las manos.

No se oyó pronunciar ni una palabracuando nosotros tres nos dirigimos albar y nos servimos highballs. En esemomento los ojos de Iris encontraron losmíos. Con la delgada voz de quien hapasado mucho tiempo sin hablar,preguntó:

—Peter…, ¿está… muerta?—Me temo que sí —contesté.El conde Laguno se acercó a

Wyckoff, enseñando los dientes en unasonrisa medio inquieta, medio insolente.

—Bien, doctor —dijo—. ¿Cuál es elveredicto esta vez? ¿Se ha ahogado,sencillamente, o la han matado?

Su cínica franqueza quebró el

silencio como un latigazo. FleurWyckoff, que se retorcía ansiosamentelas manecitas, tenía los ojos clavados enel rostro de su marido. Lo mismoocurría con todos los demás. Wyckoffrehuyó cuidadosamente la mirada de sudesviada mujer.

—El teniente Duluth y Chuck hanexaminado conmigo el cuerpo de sumujer, conde —dijo tranquilamente—.Creo que ambos concuerdan conmigo enque no había señales visibles de lucha.

La sonrisa de Stefano parecía muchomás segura.

—¡Qué alivio para todos nosotros!—exclamó con lentitud—.

Especialmente para mí. Gracias a lafalta de escrúpulos de Janet en leeraquella carta en voz alta, podríaencontrarme en una posición de lo másdesagradable. —Hizo una pausa—. Detodos modos, tuve la precaución demeterme en su cuarto de vestir hace unmomento y sacar esto de su bolso.

Extrajo del bolsillo superior de suchillona chaqueta •deportiva la carta quehabía escrito a Dorothy y que contenía laimplícita amenaza a la vida de su mujer.

—Como nadie la ha visto, salvo mimujer y yo, nadie puede dar testimoniode su contenido. —Mientras todos locontemplábamos en silencio,

estupefactos, se acercó al fuego y echóla carta a las llamas—. Ya está. Hay queser cuidadoso. —Se volvió, sin dejar desonreír—. Ahora, aunque llegara a haberalgo desagradable, nada me indica comovehementemente sospechoso, fuera delhecho de que soy el único beneficiariodel testamento de la pobre Janet. Estadode cosas bastante natural para un hombrecasado.

Si había gente más ruin que el conde,yo no la conocía todavía. Los rostros delos demás traslucían una impresiónidéntica a la mía. Me volví haciaStefano Laguno, devolviéndole la suavesonrisa.

—Espero por su propio bien que nohaya matado a su mujer —dije—. Si enverdad la ha matado me parece que haperdido usted su tiempo. Mire usted,esta noche Janet hizo un nuevotestamento. Mi mujer y yo fuimos lostestigos. Usted queda completamenteexcluido, sin un níquel.

Toda su bravuconería le abandonó.Su cara se tornó de un color blancosucio.

—Janet… —balbuceó.—Sí —dije yo—. Hizo un nuevo

testamento. Mi mujer y yo lo tenemos abuen recaudo, en nuestro poder. No mecabe duda de que será completamente

legal. Se lo ha dejado todo a BillFlanders.

El viudo de Dorothy se volvió en suasiento. Todos miraron en su dirección.Tenía el rostro pálido.

—¿A mí? Pero esto es una locura.Yo apenas la conocía. Yo…

—Ya lo sé —repliqué—. Pero ellapensó que Stefano y Dorothy, con susbajas intrigas, se habían portado tan malcon usted como con ella. Le pareció quedejándole a usted todo su dinero podríaponer a su marido muy limpiamente enel lugar merecido. Y creo que lo hahecho. —Volví a enfrentarme con elapabullado conde—. Por cierto, que ella

no tenía idea de que moriría tan pronto.Se oía ahora un siseo de voces,

como el de un fusible húmedo. MimíBurnett había olvidado por completo suactitud «Amo-a-la-naturaleza-, y-después-de-la-naturaleza-al arte». Susojos, semejantes a botones de zapatos,saltaban de un rostro a otro, como siestuviera presenciando una partidarelámpago de ping-pong. Por último, lavoz de Lorraine se elevó por encima detodas las demás.

—Pero, ángeles, ¿a qué vienen todaesta conversación, estas cosas tandesagradables? ¿A quién le importaquién recibirá el dinero de la pobre

Janet? David dice que…, que se haahogado, simplemente. No ha habidonada terrible. —Tenía los ojos muysalidos debajo de las largas pestañas,tratando desesperadamente de que, juntocon sus confusas palabras, nos hicierancomprender cómo quería que fuese lavida—. Se ha fundido un fusible. Esalgo que puede ocurrir en cualquiermomento. En la piscina estaba muyoscuro. Algo le habrá pasado a la pobreJanet; un calambre o algo por el estilo.El agua está demasiado caliente,realmente demasiado. Muchas veces yomisma me he sentido semidesvanecida.Quizá Janet se haya desmayado. Quizá

tratara de gritar pidiendo auxilio. Perono pudimos oírla porque todosestábamos gritando y riendo. Claro quees horrible. Primero Dorothy y ahora lapobre Janet. Y el conde es un hombreespantoso y probablemente lo echaré demi casa y me alegro de que no se hayaquedado con el dinero de Janet. ¡Quésuerte que haya hecho ese testamento!Creo que todos deberíamos hacertestamento. Le diré al señorThrockmorton que me haga uno encuanto venga. Pero esto no viene alcaso. Lo que importa es que la pobreJanet ha muerto, que ha ocurrido unaccidente.

—Eso tendrá que decidirlo lapolicía, Lorraine —dije.

Wyckoff y Chuck Dawson seacercaron un poco más el uno al otro.Todos volvieron rápidamente la cabezapara mirarme, casi como si yo fuera unenemigo.

—¡La policía! —exclamó Lorrainetragando saliva—. Pero, querido Peter,David dice…; ¿no confías en David?

—No se trata aquí de confiar o de noconfiar en nadie —respondí—. Todoslos accidentes fatales deben serdenunciados a la policía. Tiene quehaber una indagación. Pregúntale aChuck.

El novio de Lorraine me miraba conextraña cautela. Separó apenas loslabios para pronunciar:

—Claro, naturalmente. —Dirigióluego la vista a Amado, que continuabasentado detrás del bar—. Amado, ahídetrás está el teléfono. Llama a lapolicía. Pide que te comuniquen conGenoa City. Queda más cerca, y ademásme parece que estamos en sujurisdicción.

Amado trató de adoptar un aireanimoso y murmuró su inevitable «Sí,claro». Se puso en comunicación con lapolicía, dio una confusa versión de loocurrido, y colgó el auricular.

—Vendrán lo más pronto que puedan—explicó, y se sirvió un whisky puro.

Fue una espera larga y melancólica.Casi nadie intentó conversar. De cuandoen cuando alguien se dirigía al bar y seservía alguna bebida. Traté deimaginarme cómo nos hubiéramoscomportado si fuésemos diez personascorrientes y una de sus amigas acabarade ahogarse en una piscina de natación.Seguramente que no sería así.

¡Pero estábamos tan lejos de ser diezpersonas corrientes! Eramos diezpersonas ligadas por una docena deintrincadas cadenas de sospecha ytemor; diez personas que quedaban de

doce.Janet, naturalmente, podría haberse

ahogado accidentalmente. En este caso,más aún que en el de Dorothy, nadahabía que pudiera suscitar legítimassospechas, excepto el carácter pocorecomendable del marido de Janet y laescalofriante coincidencia de dosmuertes «naturales» en dos días. Pero yoestaba seguro de que Janet había sidoasesinada, como estaba seguro de que lohabía sido Dorothy. Yo estaba seguro deque habían quemado el fusibleintencionalmente, a fin de que a favor dela oscuridad alguien pudiera mantener lacabeza de Janet bajo el agua hasta

producirle la muerte. Quién lo habíahecho, y por qué, no lo sabía, comotampoco sabía quién había asesinado aDorothy, o siquiera cómo la habíanmatado. Pero a mí me gustaba Janet, yabominaba por principio a los asesinos.Estaba decidido a retorcerle el pescuezoa éste en particular, aunque ello meexigiera hasta el último minuto de miprecioso permiso.

Tuve la suficiente perspicacia, noobstante, para comprender que en estatemprana fase no tenía ni una pizca deprueba que ofrecer. Si planteaba unacuestión cuando llegara la policía sóloconseguiría quedar como un tonto. La

policía investigaría. Si la teoría delaccidente les satisfacía, y lacorroboraba una instrucción legal, Iris yyo sólo podríamos seguir trabajando lomejor que pudiéramos hasta queestuviésemos en situación de explicar alas autoridades por qué ocho personasrespetables, en virtud de una enigmáticavariedad de motivos, se confabulabanpara impedir la acción de la justicia.

Pues, por lo que yo podía ver, asíeran las cosas.

Por último llegó la policía; trespersonas conducidas por un hombrepequeño y de ojos de expresión alerta, aquien Chuck presentó con el nombre de

sargento Davis. Chuck y Wyckoff lesllevaron a ver el cadáver. Estuvieronfuera de la habitación un rato bastantelargo. Cuando volvieron, era evidenteque el sargento, después de unescrupuloso examen, no había halladonada que pudiera despertar sospechas.Estaba enterado de la muerte de Dorothyacaecida la noche anterior, y lamencionó, pero sólo como infortunadacoincidencia. Después de uninterrogatorio completo, aunquerutinario, durante cuyo transcurso anotónuestras respuestas en una libreta,declaró que pasaría el informe a susuperior, quien probablemente ordenaría

la indagación para la mañana siguiente.Dijo que sólo deberían asistir Laguno,como marido de la difunta, Chuck yWyckoff. Comprendía que la señoritaPleygel e Iris Duluth preferirían que elprocedimiento se siguiera con la menorpublicidad posible y prometió hacer loque pudiera para ahorrar molestias atodos en aquel doloroso trance.

—Francamente —dijo en conclusión—, cuando supe que la otra señora habíamuerto anoche empecé a hacerconjeturas. Y si la señora de Lagunohubiera sido buena nadadora tendríamosque profundizar algo más lainvestigación. Pero entre la confusión y

la oscuridad, es fácil que se hayadesorientado, aturdido, y una vez queestuvo en el fondo… —Hizo una pausa,volviéndose hacia Wyckoff, quepermanecía silencioso, con la cabezagacha, a su lado—. El doctor Wyckoffme dice que era su médico en Frisco yque él y su mujer tenían amistad conella. Según recuerda, apenas si sabíanadar. —Dirigió la vista a Laguno—.¿Digo bien?

Laguno contestó rápidamente:—Sí, sí, mi mujer nadaba muy mal.Los sagaces ojos del sargento se

volvieron hacia Fleur.—¿Confirma usted esto, señora de

Wyckoff?Fleur había estado observando

fijamente a su marido. Parecía no darsecuenta de lo que ocurría a su alrededor.No obstante, respondió:

—Sí, mi marido era el médico deJanet. Y yo la conocía desde chica.

—¿Y no sabía nadar?Fleur tenía los labios pálidos.

Vaciló un instante, y después dijo:—No, me parece que no nadaba muy

bien.Después de esto el sargento se

retiró, llevándose consigo a Wyckoff y aChuck. Todo había sucedido tantranquilamente como yo había

imaginado.—Bueno, esto ha terminado. —

Lorraine se puso en pie y se sirvió unacopa—. ¿Entienden lo que quiero decir?Estoy segura de que ese hombre es muyinteligente y entiende de sumarios ytodas esas cosas. Dijo que todo estabaperfectamente. —Se volvió hacia Fleur,con expresión tan cándida como la de unniño—. Pero Fleur, encanto, hay unacosa que me parece rara. ¿Puede unoolvidarse de nadar? ¿No recuerdas,mujer? Cuando Janet era chica siempreganaba premios y copas y todo eso. Erala campeona de natación del colegio.

Por espacio de un momento Fleur se

mantuvo erguida con la mirada perdidaen el vacío.

Después, como un títere al que se lecortaran las cuerdas, se encogió y cayóal suelo convertida en una masa inerte.

M

9

imí, revoloteando como unhada de los bosques graduadaen la Cruz Roja, sacó a Fleur

de su desmayo. Cuando volvió en sí, laseñora de Wyckoff observó débilmenteque hacía demasiado calor en el cuarto.Dijo que las habitaciones muy caldeadasla hacían desmayarse. Era muy pococonvincente.

Lorraine empezó a reunimos a todospara llevarnos de vuelta a casa. Iris y yo

dijimos que preferíamos ir a pie.Cuando los otros empezaron a ascenderpor la colina en el coche, emprendimosla marcha por entre los oscuros álamosde la carretera iluminada por la luna.

Mi mujer deslizó su mano en la mía.—Bien, Peter, esto lo acaba de

completar.—Desde luego —dije yo.—Me moría de ganas de gritarle a

ese policía que usara su inteligencia,pero hubiera sido inútil. Janet ha sidoasesinada; no cabe duda. Y lo malo estáen que todos están favoreciendo alasesino, hasta Lorraine. No creo que sedé cuenta, pero está tan resuelta a que la

vida siga siendo divinamente alegre, queviene a ser lo mismo. Peter, yo no leencuentro sentido a esto. ¡La han matadode un modo tan sencillo, tan hábil, perotan inexplicable! No puedo comprenderquién pudo haber querido matarla, ni porqué.

—Tenemos a Laguno. Laguno nosabía que ella había alterado eltestamento. La cara que puso cuandoanuncié la triste noticia lo demuestra.

—Sí, ya sé. Esta tarde suponíamosque Laguno y Dorothy habían planeadomatar a Janet y que después, porequivocación, murió Dorothy. Pero heestado pensando. Esta mañana se

consideraba perfectamente establecidoque Dorothy murió a consecuencia de unataque cardíaco. Laguno fue el único delgrupo que habló de asesinato. Tendríaque estar loco para hacerlo si fue élquien la mató…, loco de remate, sitambién hubiera tenido el propósito dematar a Janet esta noche.

—Tenemos a Bill Flanders —dije—. Tenía todas las razones del mundopara querer matar a Dorothy, y eltestamento de Janet, por otra parte, lebeneficia. Quizá Janet le haya dicho quehabía modificado su testamento y…

—Pero Bill Flanders no puede habermatado a Janet. Era el único que estaba

en la piscina con nosotros cuando seapagaron las luces. No puede haber dosasesinos rondando por el mismo lugar.La persona que apagó las luces debe serquien ha dado muerte a Janet.

—A menos que las luces se hayanapagado por accidente, y todo haya sidoimpremeditado, y que alguien hayaaprovechado, simplemente, laoscuridad.

Iris me apretó la mano.—No se puede hablar de accidentes.

Es hacer trampa.—Pues bien, tenemos a Wyckoff y a

Chuck. Se pusieron de acuerdo los dospara hacer que la muerte de Dorothy

pareciera respetable. Y esta noche hanhecho todo lo posible por crear lamisma impresión con respecto a Janet.Sólo que no comprendo qué puede tenerque ver ninguno de ellos con Dorothy, ymucho menos con Janet.

—Las dos eran pacientes deWyckoff en San Francisco. Quizá sea éluno de esos médicos locos y conaficiones de vampiro de las películasque matan a sus propios enfermos.

—Si es así, no ha podido encontrarmanera más detestable de ganarse lavida. En la muerte de Janet el quid delasunto estriba en que sabía nadar. Esepolicía no se hubiera marchado tan

tranquilamente de haberse enterado deque era una campeona de natación. EsWyckoff quien ha dicho que Janet nosabía nadar. Laguno corroboró suafirmación. Pero Laguno hubieramentido de todos modos. ¡Tiene tantomiedo por su pellejo! Es Fleur quien…

—Exactamente. Fleur sabía queJanet nadaba bien, y sin embargo, conesa linda boquita suya, faltó a la verdad.Y después, cuando Lorraine le hizomemoria se desvaneció. Fleur me tieneintrigada desde el principio. Anda de unlado a otro callada como un ratoncito,con esa mirada en los ojos como si todofuera una trampa. Trata a su marido

como si éste no existiera. Pero Janet,según creíamos todos, era su amiga.¿Por qué habría de querer ayudar aquien la ha matado?

—¿Por qué mienten todos paraayudar al asesino?

Iris dijo con tono de desaliento:—¡Oh Peter! No podemos hacer

nada. No hacemos más que hablar alaire.

Por un momento seguimoscaminando en silencio por el serpeantecamino. El perfil de mi mujer brillaba,pálido y encantador, a la luz de la luna.Sentí un súbito anhelo de llevármela, deabandonar aquel sitio y disfrutar de la

especie de vida que corresponde amarido y mujer.

—Iris —dije—, ¿no quieres que nosalejemos de esto? Al fin y al cabo,debemos considerar tu carreracinematográfica y…

—¡Peter, no seas tonto! —Iris sevolvió hacia mí casi con fiereza—.Nosotros queríamos a Janet. No vamos adejar que alguien la asesine y sigaviviendo después tan tranquilo. —Seinterrumpió un instante—. Además, endos días han matado a dos mujeres.¿Quién puede saber lo que ocurriráahora?

¡Parecía tan joven y resuelta! La

besé.—Muy bien, chiquilla. Nos

quedamos.Volvió a enlazar sus dedos con los

míos.—Si tuviéramos siquiera algo

concreto en que basarnos.—Está el saqueo del dormitorio de

Dorothy. Nos consta que eso ocurrió,pero es casi nuestro único dato.

—Ni siquiera estamos seguros de sise llevaron o no la flecha envenenada dela sala de los trofeos. Si al menospudiéramos demostrar que una de lasflechas fue robada… Peter, yo no hevisto esa vitrina. Vayamos ahora a

examinarla bien.Cuando llegamos a los jardines que

se extendían hasta la galería, la plantabaja de la estrambótica casa de Lorrainese hallaba sumida en completaoscuridad. Las luces que brillaban en lasventanas del primer piso indicaban quesus moradores se disponían a acostarse.Penetramos en la sala de estar a travésde las puertas ventanas, y seguimos porel pasillo que conducía a la sala de lostrofeos. También aquí reinaba una densaoscuridad. Encendí la luz. Eraimpresionante la manera en que surgíanante la vista las cabezas de animales quependían de los muros. Contemplados por

los ojos de vidrio de cebras, antas, ososy cocodrilos, nos dirigimos a la vitrinaque contenía las cerbatanas y flechasamazónicas de Lorraine. La monstruosamuñeca, sentada en su trono, nos mirabacon su imbécil sonrisa fija. Yo señalélos tres abanicos de flechas impregnadasen los extremos del viscoso veneno decolor castaño rojizo.

—¿Ves? —comencé a decir—. Losdos primeros abanicos son de seisflechas cada uno, mientras que eltercero…

De pronto, estúpidamente, meinterrumpí, porque el tercer abanico, quela noche anterior sólo constaba de cinco

flechas, tenía ahora seis. El hecho erainnegable. Intenté levantar la tapa. El díaanterior no estaba cerrada con llave.Ahora sí lo estaba.

Iris, bajando la vista, preguntó contono de duda:

—Peter, ¿estás seguro?—Claro que lo estoy. Alguien debe

de haberla vuelto a colocar hoy en sulugar.

Fijé los ojos en los abanicos de seisflechas. Cada una de éstas tenía la puntauntada de la sustancia rojiza.

—Que la robaron no hay duda —dije lúgubremente—, pero todas estasmalditas flechas tienen el veneno

todavía. No es posible que la hayanutilizado. —Observé más de cerca ysolté un gruñido—. Espera un poco.Mira la segunda flecha de la izquierda.La sustancia de la punta es… de uncolor algo distinto, ¿verdad? Es másroja y parece más fresca.

—Sí, Peter, es cierto. De maneraque ahora estamos seguros. Estamosseguros de que mataron a Dorothy concurare. —Iris giró sobre sus talones,mirándome de frente—. Si supiéramosalgo más sobre el curare, sobre lamanera en que obra y… Vayamos a labiblioteca. Lorraine debe de tener unaenciclopedia o algo por el estilo.

Pronto.Echamos a andar precipitadamente

hacia la biblioteca. Lorraine poseía unsingularísimo surtido de libros, entre losque incluía una enciclopedia. Leímosansiosamente el artículo sobre el curare.No era completo ni científico. Decía queel veneno procedía de la misma plantaque la estricnina, una especie llamadaStrychnos ignatii; explicaba lomortífero que era el veneno; pero unafrase me hizo dar un salto. Después dehaberse inyectado el curare bajo la piel,leí, la muerte podía tardar diez o quinceminutos en producirse, aunque laparalización muscular sobrevenía mucho

más rápidamente. La víctima, en verdad,se convertía en un cadáver viviente a lostres minutos.

—¡Tres minutos! —exclamé—.Entonces alguien debe de haberpinchado a Dorothy ya sea con la flechao con alguna especie de aguja con curareen la punta tres minutos antes de que sedesmayara entre mis brazos en la pistade baile. Probablemente no estabamuerta todavía; probablemente muriómientras la llevábamos a la oficina.

Iris se quedó mirándome.—Estuvisteis bailando unos tres

minutos. Debe de haber ocurrido en lapista de baile. ¿Quién se os acercó?

Traté de recordar.—Lorraine y su amigo sudamericano

se nos acercaron mucho un par de veces.Pero estoy perfectamente seguro de queninguno de ellos rozó a Dorothy. Ytampoco la rozó ningún otro. Ninguno delos nuestros, quiero decir.

—Entonces debe de haber ocurridoun segundo antes de* que os levantaraispara bailar. ¿Quién estaba sentado allado* de ella?

Sonreí débilmente.—A un lado estaba yo. Al otro

estabas tú. Luego, cuando saliste abailar con Laguno, estaba Amado. Peromediaba entre ellos un ancho espacio. Y

recuerdo que ni siquiera nos miraba;estaba hablando con Janet. —Me encogíde hombros—. Somos unosinvestigadores brillantes. Hemossolucionado el caso. Quien envenenó aDorothy fuimos tú y yo. ¡Espera! —Seme había ocurrido una idea—. ¡Claro!,ahora lo veo. Antes precisamente de queempezáramos a bailar, Dorothy se quitólos guantes y se los metió en el bolso. —Conté a Iris lo que había ocurrido—.Debe de ser eso, chiquilla. No habíanadie lo bastante cerca para podermatarla. Fue el ardid más hábil delmundo. Alguien dispuso ese bolso enforma tal, que al abrirlo se pinchara.

¡Dios mío!, ¿dónde está ese bolso? ¿Lotendrá Bill Flanders?

—No. Esta tarde se me ocurriópensar en el bolso y le pregunté si lotenía. Dice que no se lo dieron.

—Entonces sucedió probablementeque, en la confusión, quedó debajo de lamesa, sobre el asiento. Mañana tenemosque ir a Reno para el funeral. Quizápodamos conseguirlo.

A Iris le brillaban los ojos.—Por fin llegamos a algo —dijo.Cuando subimos a nuestro cuarto nos

sentíamos casi entusiasmados. Mediahora después estábamos todavíacavilando, cuando oímos un golpecito en

la puerta.—¡Entre! —grité. La puerta se

entreabrió, apareciendo la pequeñafigura de Fleur Wyckoff. Cuando vio queestábamos acostados pareció confusa yempezó a retroceder —pero Iris le dijo:

—No, entre, por favor. No sepreocupe por nosotros. Venga, siénteseen mi cama y tome un cigarrillo. Notenemos sueño.

Después de un momento devacilación, Fleur entró, cerró la puerta yatravesó la alfombra en dirección anosotros. Llevaba una bata de color azulhumo, debajo de cuya amplia faldaasomaban unas diminutas zapatillas de

cuero rojo. Con vacilante sonrisa, sesentó al borde del lecho de Iris.

—No podía dormir —explicó—. Nome gusta estar sola. Sentía deseos dehablar con alguien…, por un ratito, nadamás.

Iris y yo, ansiosos ambos porconocer la verdadera causa de suvenida, tratamos de disimular nuestracuriosidad. Iris le ofreció un cigarrillo.

—Sí, comprendo —dijo Iris—.Cuando Peter está en el mar mecompadezco de mí misma.

Fleur encendió su cigarrillo convisible nerviosismo. Sus manosinfantiles revelaban también gran

inquietud. Nosotros, sin decir nada, sinayudarla, esperábamos.

—Es terrible lo de Janet —dijo derepente—. Sufrí una impresión tangrande cuando el policía se dirigió a mí,que no pude recordar nada. Y sinpensarlo dije que Janet no sabía nadar.—Soltó una risilla incongruente, que noera más que nervios—. Claro está queyo sabía que Janet nadaba bien. Me dicuenta unos minutos después, y… y yaera demasiado tarde. Estaba tan aturdidaque hasta me desmayé.

¿Era por esto por lo que habíavenido? ¿Para darnos esta versiónoficial y evidentemente inexacta de la

causa de su desvanecimiento?Iris dejó escapar unos

tranquilizadores murmullos decomprensión. Fleur parecía ir ganandoconfianza.

—Es eso lo que me preocupa. Si yole hubiera dicho a ese policía que Janetsabía nadar, ¿creen ustedes que suactitud hubiera sido distinta? Es decir,¿creen que…?

—Yo creo que hubiera sido muydistinta —dije, serena, pero firmemente—. Al fin y al cabo, ¿le parece lógicoque una campeona de natación se ahogueen menos de tres metros de agua sóloporque se han apagado las luces?

Las pestañas de Fleur se agitaron.—¿Quiere decir que en su opinión

alguien la ha matado?; ¿que ese horribleconde Laguno la ha asesinado?

Entonces se lo solté:—Pienso que la ha matado la misma

persona que mató anoche a DorothyFlanders.

Fleur perdió todo dominio sobre sucigarrillo.

—Pero a Dorothy no la mataron. Esano es más que una infame mentira queinventó el conde para protegerse a símismo. Usted no puede creer eso.Dorothy murió a causa de su enfermedadde corazón.

—¿Sabía usted que sufría delcorazón?

—Pues claro. David…, mi marido,la había estado tratando.

—Su marido también trataba a Janet,¿no es así?

—¿A Janet? No, de ningún modo.Ella no sufría de nada. Oh, hace tiemposí, había ido a verle alguna que otra vez.Janet era amiga nuestra. Siempre laatendía David cuando estaba enferma.

—¿Qué clase de médico es sumarido? —Se lo pregunté rápidamente,tratando de mantenerla aturdida.

—¿David? Es un especialista enenfermedades del corazón. —Ahora

Fleur estaba desafiante—. Uno de losmejores especialistas de San Francisco.Puede consultar usted la Guía Médica.

—Anoche examinó a Dorothy. ¿Nohubiera debido saber con certeza sihabía muerto de un ataque cardíaco?

—Naturalmente.—¿No hubiera podido decir

inmediatamente si la habíanenvenenado?

—Pues claro.—¿Si la hubieran envenenado con

una droga rara, como por ejemplo elcurare?

—Sí, sí, por supuesto.—¿Y tiene que conocer todos los

síntomas y demás detalles delenvenenamiento por curare?

—Sí, claro.—Entonces podría fácilmente

haberla envenenado con curare y afirmardespués que había muerto de un ataqueal corazón.

Fue como si le hubiera arrojado unallave inglesa. Se dobló hacia adelante enla cama, alzando el brazo para cubrirseel rostro. Después, con un remolino desu bata, se levantó de un saltomirándome con ojos llameantes.

—¿De manera que acusa usted a mimarido de haber dado muerte a Dorothyy a Janet y de utilizar su situación de

médico para protegerse? Esta es unainfame, atroz…

Comprendí que había ido demasiadolejos. También Iris lo comprendió. Selevantó del lecho y se acercó a Fleur.

—Querida Fleur, Peter no haquerido decir eso. Per© debecomprender. Nosotros creemos queDorothy y Janet han sido asesinadas. Locreemos sinceramente. No podemosquedarnos cruzados de brazos,¿comprende? Debemos hacer todo loposible por descubrir la verdad.Tenemos que sospechar de todos, seguirtodas las pistas que se presenten.

Fleur intentó librar su brazo de la

mano de Iris.—A ustedes qué les importa. ¿Qué

tienen que ver con esto?—Fleur —dijo Iris—, ¿le gustaría a

usted dejar escapar tranquilamente aquien ha asesinado a dos mujeres?

La señora de Wyckoff se encogió dehombros con un ademán de impotencia.

—Lo siento. Si ustedes creen eso,entonces, naturalmente…, lo siento. —Volvió a dejarse caer sobre el borde dela cama—. Y todo lo que me han estadodiciendo, ¿se lo contarán a la policía?

—No diremos nada a la policíahasta que estemos seguros —dije yo—.Si resulta que estamos equivocados, si

no ha habido ningún crimen, no nosgustaría haber armado un escándalo pornada.

Fleur estaba muy callada. De pronto,preguntó:

—Ustedes no pensarán que yotrataría de proteger a mi marido sicreyera que es culpable, ¿no es cierto?Al fin y al cabo, me estoy divorciandode él. Para mí no significa ya nada.

—Fleur —dijo Iris—, no quieroinmiscuirme en sus asuntos, pero por siacaso le sirve de algo, díganos, ¿por quése divorcia usted?

—¡Oh, porque sí! David está tanocupado; trabaja noche y día en el

hospital, en el consultorio… Nunca loveía. —Levantó los ojos; sus labiostemblaban—. ¿Qué objeto tiene estarcasada con un hombre a quien una nuncave?

Yo la observaba atentamente.—¿Conocía su marido a Dorothy?

Es decir, socialmente, no como paciente.—No. —La palabra brotó rápida

como un pistoletazo—. No. No laconocía en absoluto. Ni siquiera yo lahabía visto…, desde que dejamos elcolegio.

Yo disparé un tiro al azar.—Entonces estaba equivocado. Yo

creí que usted se divorciaba de Wyckoff

porque él tenía un enredo con Dorothy.Fleur volvió a saltar.—No es cierto. En absoluto.—¿Está usted segura?—Claro que lo estoy. —Su rostro de

flor estaba arrebolado y colérico—. Yle diré algo más. Yo no sé quién mató aDorothy ni quién ha dado muerte a Janet.Ni siquiera creo que las hayan matado.Pienso que ustedes dos son personascrueles y cínicas y que están a la pescade sensaciones, haciendo sufrir a todospara proporcionarse emociones baratas.Pues bien, no será a costa de mi marido.—Se detuvo, mirándonos con ojoscentelleantes—. David no pudo haber

matado a Janet esta noche en la piscina.Durante todo el tiempo en queestuvieron apagadas las luces mi maridoestuvo… conmigo.

Se volvió bruscamente dirigiéndosea la puerta. Yo abandoné la cama de unsalto.

—Fleur.Fleur llegó a la puerta, la abrió de

un golpe y se deslizó por el oscurocorredor. Yo me precipité tras ella. Abríla boca para pedirle que volviera, perooí sus pisadas al entrar en su cuarto y mecontuve.

Se oía un restregamiento, ydominándolo, como un ruido armónico,

un crujido de sus zapatillas de cuerorojo.

Restregamiento, crujido… No era laprimera vez que oía yo ese sonido.

Volví a la habitación. Iris me miró.—Bueno, Peter, ¿qué se puede

deducir de esto?—No sé —respondí—. Pero hay

algo que sí sé. Acabo de oír las pisadasde Fleur al pasar por el corredor. Sonidénticas a las de la persona que anochepasó a mi lado. —Me acerqué a Iris—.Fleur fue quien deslizó la carta delconde por debajo de la puerta de Janet.Fleur fue quien registró el cuarto deDorothy.

L

10

orraine estaba exuberante en eldesayuno, como si nada hubieraocurrido. Su entusiasmo se debía

en especial a que le habían hecho saberque el señor Throckmorton habíatomado el Clipper y llegaría aquellamisma noche. El señor Throckmorton loarreglaría todo, queridos, absolutamentetodo. Ella iría en persona al aeropuertoa recibirlo y quizá hubiera que cenar unpoco tarde, pero todos adoraríamos

sencillamente al señor Throckmorton,que era un encanto y una personainteligentísima, pese a ser de Boston. Elseñor Throckmorton, al parecer, era losuficientemente prodigioso pararesucitar a Dorothy y a Janet de entre losmuertos.

Se nos alimentó con el señorThrockmorton durante todo el desayuno.

Pero los demás, a diferencia deLorraine, no contábamos, por desgracia,con ningún señor Throckmorton para quenos levantara el ánimo. Después deldesayuno, Chuck, Wyckoff y Lagunopartieron para asistir a la instrucciónsobre la muerte de Janet. Los que

quedábamos sólo teníamos enperspectiva esperar su regreso con elveredicto y el dudoso placer de asistiral funeral de Dorothy, que se verificaríaaquella tarde en Reno. Bill Flandershabía recibido un telegrama de losúnicos parientes vivos de Dorothy en elEste, quienes expresaban suscondolencias y lamentaban laimposibilidad de asistir al funeral.Deduje, por su tono, que en lo que a losdeudos de Dorothy se refería, su muerteno había dado motivo a abrumadorasmanifestaciones de pesar.

Después que Fleur nos hubo dejadola noche anterior, Iris y yo habíamos

decidido registrar su habitación paradescubrir qué era lo que había robado ointentado robar entre los objetospertenecientes a Dorothy. Habíamosforjado un plan sencillo, aunque nadaescrupuloso. So pretexto dedisculparnos por nuestras impertinentespreguntas de la noche anterior, Irisentretendría a Fleur abajo, mientras yosubiría y me metería en su habitación. Elplan se llevó a cabo sin tropiezos, perono dio resultado. Un registro completo,aunque discreto, que practiqué en elcuarto de la señora de Wyckoff noreveló nada que pareciera sospechosoen ningún sentido. Fleur continuaba tan

enigmática como antes. Todas nuestrasesperanzas de poder deducir algo secifraban ahora en el hallazgo del bolsode Dorothy cuando fuéramos a Reno.

Chuck, Wyckoff y Laguno volvieronde la instrucción a eso de las once ymedia. Lorraine, Mimí, Fleur, Iris y yoles esperábamos en la galería. El grupo,a causa de la apenas disimulada tensiónexistente entre Mimí y Lorraine, erabastante desagradable. La hostilidadculminó cuando Chuck apareció en laspuertas-ventanas con la esperada noticiade que el juez de la vista había dado elveredicto de muerte accidental. Lorrainey Mimí se levantaron a un tiempo para ir

a recibirlo.Mimí, toda sonrisas juveniles, se le

acercó, posando la mano sobre sumanga.

—¡Pobre muchacho! —dijoarrullándolo—. Después de la terriblemañana que ha pasado necesita usteduna copa. Venga, yo le serviré algo.

El rostro de Lorraine seensombreció.

—Chuck es perfectamente capaz deservirse solo si quiere beber algo.

La expresión del apuesto Chuckrevelaba contrariedad, pero Mimí,pegándose a su brazo, lo llevó alinterior de la casa. El no opuso reparos,

y mientras se alejaban oí que Mimídecía dulcemente:

—Bien se merece usted, queridoChuck, que de vez en cuando le mimenun poco.

Era la segunda vez en dos días queMimí obtenía una completa victoriasobre Lorraine.

Nuestra oportunidad de recobrar elbolso de Dorothy se presentó consorprendente facilidad. Cuandollegamos en dos tandas a la oscura ypequeña iglesia en que habría decelebrarse el funeral, vestidos todos de

colores oscuros, faltaba media horatodavía para el comienzo de laceremonia. Mi mujer murmuró algoacerca del Correo y de encargos aéreos,y nos escabullimos apresuradamentehacia Del Monte a través del vulgarbullicio de las calles de Reno. Pasamospor el Bank Club, el Palace Club y el deChuck. El negocio estaba en plenamarcha. Aunque sólo eran las dos ymedia, la gente ganaba y perdía frente alas mesas, bebía cocteles, y se divertía amás y mejor. La festiva algazara que allíreinaba constituía un grato cambio frenteal tenso desasosiego de la mansiónPleygel.

El gerente de Del Monte se acordabade mí, y la visita de Iris Duluth le causóimpresión. Dijo que uno de loscamareros había encontrado el bolso deDorothy sobre la silla de cuero rojo enque había estado sentada. Tenía pensadoenviarlo a casa de la señorita Pleygelesa misma, tarde. Me aseguró que nadielo había abierto desde el momento enque el camarero lo había visto en manosde Dorothy aquella noche, dándosecuenta así de que era suyo. La buenavoluntad del gerente por entregárnosloponía de manifiesto que cuanto antes selibrara de todo lo relacionado conDorothy y su embarazosa muerte, tanto

más satisfecho estaría.Con el voluminoso bolso plateado

bajo el brazo, salí rápidamente de DelMonte seguido de Iris. Divisamos unacallejuela desierta y nos deslizamos enella como conspiradores.

Iris se movía inquieta a mialrededor.

—Querido, por amor de Dios, tencuidado. Si estamos, en lo cierto estebolso es una trampa. Tiene que haberuna aguja con curare o…

Yo no necesitaba advertencias.Oprimí el cierre con cautela, y el bolsose abrió. Aparecieron ante nosotros loslargos guantes blancos que yo había

visto quitarse a Dorothy aquella noche.Los saqué y se los di a Iris. Escudriñé elinterior del bolso para ver el resto de sucontenido. Vi las fichas de color alheñaque Dorothy se había llevado de la mesade ruleta, una polvera con incrustacionesde piedras preciosas, un peine, un lápizpara los labios, un espejo, algunosdólares sueltos y un pañuelo. Todoparecía bastante inofensivo.

De repente Iris dio un chillido deexcitación.

—¡Peter, mira!Me tendía el guante de la mano

derecha. La punta del dedo corazón teníauna mancha ligeramente rojiza.

—Debe de ser curare, Peter. Ella lotocó…, tocó algo con el dedo mientrastenía los guantes puestos.

—Pero cuando abrió el bolso no lostenía puestos —dije yo—. Lo abrióprecisamente para meter los guantes.

—Entonces los guantes se habránmanchado al rozar la aguja o lo quefuera cuando los metió dentro del bolso.Peter, estamos en la buena pista. Mirabien, pero ten cuidado.

Empecé a sacar y examinarcuidadosamente los objetos del bolso,uno por uno, y a entregárselos a Iris. Nopuedo figurarme qué habrá pensado denosotros la gente que transitaba por la

callejuela. Por último terminamos deexaminar todo con el máximo cuidado:cada una de las fichas, el interior dellápiz labial, todo. Casi arrancamos elforro del bolso. Pero nos hallábamosante el hecho de que si en algúnmomento había constituido aquel bolsouna trampa mortal, ya no lo era.

Iris me miró con desconsuelo.—Por lo menos tenemos el guante.

Es algo. Es…, ¡oh Dios mío!, es tarde.Ven, o no llegaremos a tiempo alfuneral.

La ceremonia ya había comenzadocuando penetramos de puntillas en lapequeña iglesia desnuda. Lorraine y sus

siete invitados estaban todos juntos,sentados en dos bancos del centro. Conellos se encontraba un hombre desemblante aburrido, presumiblemente elabogado encargado del juicio dedivorcio de Dorothy, venido para llorarunos honorarios desvanecidos. Elministro, indiferente a la presencia bajosu techo de una de las muchachas másricas del mundo, canturreaba con vozmustia. Fleur Wyckoff, pequeña y atenta,se hallaba en el extremo del segundobanco. Yo me senté a su lado, e Iris mesiguió.

A medida que el funeral avanzaba,yo iba adquiriendo una conciencia cada

vez más clara de la ironía de lasituación. Era casi seguro que alguno deaquellos ocho discretos dolientes habíaasesinado a Dorothy. Y tampoco cabíaduda de que algunos otros se habíansentido más que satisfechos de librarsede ella. Me puse a pensar en la mancharojiza del dedo del guante de Dorothy,tratando de adivinar su secreto.

Mientras estas impías reflexionespasaban por mi mente, bajé la vista y visobre la lustrosa superficie del banco,entre el codo de Fleur y el mío, suvoluminoso bolso negro. ¿Cómo no seme había ocurrido antes? Habíamosregistrado el cuarto de Fleur en busca

del objeto que había robado a Dorothy,pero en ningún momento habíamospensado que ella podría llevar consigoese objeto, fuese el que fuese.

El caso parecía convertirse en unatragicomedia de bolsos.

Fleur tenía la mirada fija en elministro, absorta, al parecer, en elmelancólico desarrollo del funeral. Elbolso, igual que el de Dorothy, tenía uncierre de una sola pieza, que bastabaapretar para que se abriera. Con unfuerte sentimiento de culpa, extendí lamano hasta tocar el cierre. Fleur no semovió. Agarré el cierre con dos dedos ylo apreté. El bolso se abrió y resbaló

hacia mi lado sobre el banco, revelandosu forro de color rosado. El débilchasquido del cierre me parecióensordecedor como una descargacerrada, pero Fleur no dio señales dehaberlo oído. Atisbé dentro del bolsoabierto, y el corazón me empezó apalpitar aceleradamente: asomandoentre un pañuelo y un portamonedas depiel de Suecia había una carta. Y en suanverso alcancé a leer las siguientesletras, escritas con tinta:

Señora Dorothy Fland…

Con agilidad más propia de un

carterista que de un teniente de navío,saqué la carta y me la metí en elbolsillo. Volví a extender la mano endirección al cierre, y en ese mismomomento rompió a tocar el órgano y lagente se empezó a mover. Fleur mediovolvió la cabeza. El bolso continuabaabierto. Sólo quedaba un recurso:haciendo como que intentaba cogertorpemente un libro de himnos, me lasingenié para tirarlo al suelo con el codo,de manera que volcara su contenidosobre la desnuda piedra. Todo ocurriótan velozmente que no me cupo duda deque Fleur no advirtió que el cierreestaba abierto desde antes.

Con una sonrisa de confusión, meincliné, volví a meter las cosas en elbolso, lo cerré, y se lo entregué a Fleur.Ella estaba sumida en algún melancólicoensueño. Se limitó a tomarlo con aireausente, colocándoselo bajo el brazo.

Había vehementes indicios de quehabíamos encontrado al fin el misteriosoobjeto que Fleur había robado del cuartode Dorothy Flanders.

Era una carta escrita a Dorothy; ¿porquién?

Chuck tenía ciertas diligencias quehacer en Reno y no volvió con nosotros.Iris y yo regresamos en la camionetarural con Amado, Mimí y Fleur.

Cuando llegamos a casa, Amadollevó la camioneta al garaje, Mimí yFleur se marcharon juntas, e Iris y yonos vimos retenidos por Lorraine, quehabía vuelto en el otro automóvil. Veníaagitando un telegrama y lamentando elhecho de que la prioridad para viajar deque gozaba el señor Throckmorton no lehubiera servido de nada, puesto que sehabía visto obligado a bajar del aviónen Cheyenne. No llegaría hasta el díasiguiente.

Con unos vagos murmullos desimpatía, conseguí librarme de Lorrainey llevé a Iris arriba, a nuestro cuarto,donde le enseñé orgullosamente la carta,

dándole las correspondientesexplicaciones. Iris estaba halagadamenteimpresionada por mi robo.

—¡Pronto, Peter! ¡Leámosla; pronto!Haciendo caso omiso de la

discutible ética de mi proceder, saqué elsobre de mi bolsillo y extraje de él unahoja de un libro de notas, cubierta poruna torpe letra masculina.

Con Iris, muy ansiosa a mi lado, leí:

«Dorothy:»Al fin has conseguido algo. Me abriste los

ojos de una vez para siempre. Ahoracomprendo la clase de persona que eres ycómo he hecho el tonto por ti. No comprendoqué es lo que quieres. Matrimonio,seguramente, no puede ser. Supongo que será

dinero. Pues bien, el chantaje es chantaje, seacual fuere la delicadeza con que se lomencione, y yo no pienso tolerarlo. De maneraque puedes continuar. Haz todo el daño quequieras. Proclama desde los tejados que eldoctor Wyckoff, el niño mimado de uncentenar de dolientes viudas, te hizoproposiciones indecorosas cuando le visitasteen calidad de paciente. Según recuerdo, lasproposiciones no partieron tan sólo de mí.Pero si te causa placer comprometer micarrera por despecho…, sigue adelante. Nomerezco nada mejor. Estoy haciendo planespara que sólo puedas dañarme a mí. Esta será laúltima comunicación entre nosotros. Terecordaré hasta el día en que me muera…, o enque te mueras tú.

David Wyckoff».

Miré a Iris. Iris me miró a mí e hizouna mueca.

—¡Wyckoff también! Cuanto mássabemos acerca de Dorothy menossimpática resulta, si cabe.

—Sin duda. Defrauda a Flanders,malgasta todo su dinero, tiene unsórdido enredo con Laguno que engaña aJanet, hurta a su huésped fichas de cincodólares, compromete a Wyckoff y tratade explotarlo bajo amenaza deperjudicarlo en su carrera. Es de esasmujeres que cualquier hombre estaríaorgulloso de asesinar.

—«Hasta el día en que me muera…,o en que te mueras tú» —murmuró Iris,

abstraída—. Da la impresión de queWyckoff acariciaba la idea de matarla,¿no te parece?

—Exactamente —repliqué—. Loque vuelve a llevarnos •a Fleur.

La posición de Fleur resultaba tanevidente ahora que inspiraba lástima.Resultaba claro que la noche anteriornos había mentido acerca del motivo porel que se divorciaba de su marido.Debía de haber sabido o sospechado lode Dorothy. Y después, cuando Dorothymurió y Wyckoff diagnosticó que lacausa de su muerte era un ataquecardíaco, habría deducido que se tratabade un asesinato y que su marido quería

echar tierra al asunto porque eraculpable. Ella sabía que Dorothy era eltipo de mujer cuidadosa y prudente queguarda las cartas acusadoras atándolascon cintas rosadas. De manera que sehabía introducido en el cuarto deDorothy para asegurarse de que noquedara ninguna prueba contra sumarido. Había encontrado esa carta y lade Laguno a Dorothy, que había echadopor debajo de la puerta de Janet. Ydesde entonces había estado mintiendosin ningún reparo para proteger aWyckoff.

Una cosa era segura; con Dorothy osin Dorothy, con divorcio o sin

divorcio, Fleur continuaba enamoradade Wyckoff.

—Pobrecita —dijo Iris—, debe dehaber estado sufriendo las torturas delos condenados. —Se le ensombreció elrostro—. Pero a ti ¿qué te parece?Wyckoff, por muchos conceptos, pareceel más sospechoso de haber asesinado aDorothy. Todo le señala como culpable.

—Pero ¿por qué habría de matar aJanet?

—¿No te das cuenta? Wyckoff sabíaque Janet tenía la carta de Laguno aDorothy. Supuso que era ella quienhabía registrado el cuarto de Dorothy, yque por lo tanto tendría en su poder la

carta que le acusaba.—Puede ser. —Volví a doblar la

carta y la metí en el sobre—. Pero antesde hacer nada le daremos a Wyckoff laoportunidad de hablar. Cuando se veafrente a esto, tendrá que hablar quiera ono.

Iris, ansiosa por actuar, dijo:—¿Vamos a buscarlo ahora?—No, querida —le dije, dándole un

beso—; no vamos, voy. Esta será una deesas delicadas conversaciones en queasoman el sexo y muchas otras feascosas por el estilo. Me parece preferiblemantenerla de hombre a hombre.

Dejé a Iris en la habitación, y

llevando conmigo la carta, fui en buscade Wyckoff. Me dirigí ante todo a suhabitación, y allí estaba.

El doctor Wyckoff ocupaba una delas más sorprendentes de la multitud dehabitaciones sorprendentes de Lorraine.Se hallaba en uno de los ángulos de lacasa y constituían su rasgo dominantedos enormes ventanas de cristalcilindrado, cada una de las cualesabarcaba casi toda una pared. La luz dela tarde iba muriendo, y las dos vistasque encuadraban las ventanas parecíantan planas e irreales como fotos muralesgigantescas. Una de ellas comprendíatodo el camino hasta la giba del monte

Rose, ocupando el primer plano elcamino de acceso a la casa de Lorraine,empinado y en zigzag, con su escarpadodescenso. El otro mostraba lasproximidades de la casa, cercadas porcolinas, y la refulgente extensión dellago Tahoe, alzándose más allá lasceñudas montañas que le servían decentinelas.

Esta decoración wagneriana tornabala figura de David Wyckoff pequeña ydesamparada, aunque sobrepasaba losseis pies de estatura. Me dirigió alverme una improvisada sombra desonrisa.

—¡Oh, hola!, teniente Duluth. Tengo

por algún lado una botella de whisky.¿Quiere servirse una copa?

—No, gracias. —Hubiera tomado untrago de buena gana, pero no me parecíadecente beber el licor de un hombre aquien me proponía acusar de dobleasesinato—. He venido tan sólo parahablar un poco.

—¿Hablar? —Repitió la palabracon aire sorprendido—. ¿Es sobre algoen particular?

—Sobre algo muy particular.—Espero poderle ser útil. —El tono

de su voz había cambiado. Estabarevestido ahora de la simpatía delmédico de sociedad—. ¿De qué se trata?

—De lo siguiente —repuse—: creoque Dorothy Flanders fue asesinada yJanet Laguno también. Sé que pocotiempo antes de que Dorothy murierarobaron una flecha impregnada de curarede la sala de los trofeos, y que al díasiguiente volvieron a ponerla en su lugarpintándole la punta para disimular.Estoy perfectamente seguro de queDorothy fue envenenada con curaremediante algún dispositivo quecolocaron en su bolso. Estoyperfectamente seguro de que ustedtambién sabe que fue envenenada. —Meinterrumpí, dándole tiempo a queconsiderara mis palabras—. Era de esto

que quería hablar.Wyckoff resistía mi ofensiva

fulminante bastante bien. Con tonosumamente suave, replicó:

—Le haré la misma pregunta quehice al conde Laguno cuando me dirigióuna acusación similar. Si cree usted loque dice creer, teniente, ¿por qué nopidió que hicieran una autopsia antes deque enterraran a Dorothy?

—Porque soy huésped de Lorraine.No quería mezclar a nadie en unescándalo antes de estar seguro.

—Me acusa usted de dar undiagnóstico falso para encubrir uncrimen. Pero ¿por qué motivo habría de

poner en peligro toda mi carreraprofesional?

Wyckoff tenía realmente una carasimpática, fresca y bondadosa. Esaexpresión altanera no le sentaba.

—Su carrera profesional yapeligraba bastante —repuse—. Basta unpoquito de barro arrojado en lugarindicado para causar la ruina de unmédico. Dorothy viva, acusándole dehaber atacado su virtud cuando lovisitaba en calidad de paciente, erabastante peligrosa. Dorothy asesinada,habiendo grandes posibilidades de quese descubriera todo, era un peligro milveces mayor todavía. Usted no podía

sino ganar si una pequeña mentiraprofesional bastaba para meterlarespetablemente en un ataúd sin másaveriguaciones.

El doctor Wyckoff tenía aferrado elrespaldo de una de las extravaganciasque los decoradores de Lorraine habíanhecho pasar por sillar. Recortado sobrelos grandes paisajes de Nevada de lasventanas, parecía una delgada sombrasin sustancia.

—¿Qué es lo que quiere usteddecirme? —consiguió articular.

—No me gusta, por principio, leercartas ajenas —dije—, pero ésta era unade mis pruebas.

Saqué la carta de mi bolsillo y se laentregué. Wyckoff la tomó con dedostemblorosos, mirándola como quienmira su propia sentencia de muerte.Parecía viejo y vencido.

—¿Avisará usted a la policía,teniente Duluth?

—Temo no ser propenso a ponermesentimental con los asesinos.

Wyckoff me devolvió la carta. Seirguió, tratando de enderezar loshombros.

—Muy bien. Mejor será queterminemos con esto de una vez. Yomaté a Dorothy y también a Janet.

E

11

sto me hizo vacilar un momento.Yo tenía pruebas en contra de él,es cierto, pero de ningún modo

eran suficientes para que un asesino seentregara tan sin reservas.

Disparándole la pregunta aquemarropa, dije:

—¿Cómo se las arregló para matar aDorothy?

—Yo…, yo… —comenzó a decirtorpemente.

Entonces comprendí.—No se esfuerce. Las cosas son ya

bastante complicadas sin que usted sesacrifique noblemente por añadidura.Usted no la mató, ¿no es cierto? Ustedcree que lo hizo su mujer. Es eso lo quelo aflige.

—Mentira —dijo furioso—. Sipiensa usted que puede…

—Todo esto es bastante gracioso.Aquí está usted dispuesto a cargar conlas culpas de Fleur, mientras ella seafana y se agita (fabricándole coartadas,inventando historias, metiéndose en lashabitaciones de la gente, robandocosas), todo porque cree que el culpable

es usted.Le conté entonces todo lo que sabía

sobre las andanzas de Fleur hasta esemomento. Fue sorprendente el cambioque se operó en él. Otra vez tenía airede muchacho, excitado, casi alegre.Cuando terminé estaba ansioso dehablar.

Lo que me contó era bastanteparecido a lo que yo esperaba: unasórdida historia acerca de una mujer quenecesitaba un buen puntapié, y de unhombre que olvidó en unos instantes deofuscación que no es posible nadar ysalvar la ropa.

Wyckoff y Fleur estaban casados

desde hacía ocho años, y durante esosocho años habían estado fervientementeenamorados el uno del otro. De prontohabía hecho su aparición Dorothy en elconsultorio de Wyckoff, enviada porotro médico para que la trataran de unaleve afección cardíaca.

—Tenía un ligero soplo sistólico,pero no se propagaba, y carecía de todagravedad. Después que la hubereconocido, se quedó un rato más.Empezamos a conversar. Y…, bueno,usted la conoció. No hace falta que entreen los repulsivos pormenores deaquellas proposiciones, ¿no es verdad?

Dorothy, más que satisfecha, al

parecer, de las proposiciones, continuóvisitándole regularmente. Para dar a sussesiones un aire de respetabilidadprofesional, ella había insistido en queél continuara enviándole periódicamentesus cuentas, que guardaba de verdad conel único fin de presentárselas a BillFlanders, todavía hospitalizado, a suamargo regreso al hogar.

A pesar de los fascinantes atractivosde Dorothy, Wyckoff seguía queriendo aFleur, y vivía en el constante temor deque lo descubriera todo, y a medida quetranscurrían las semanas, se sentía cadavez más culpable. Era la vieja historiade siempre, con los acostumbrados

remordimientos al final. Por últimoDorothy, cansada de sus escrúpulos yautorrecriminaciones, y complicada enun nuevo enredo, esta vez con Laguno,se había puesto desagradable y tratabade sacarle dinero. Él, en un acceso deasco, le había escrito aquella carta. Notardó en recibir la respuesta,indicándole que en su carta admitía loscargos que Dorothy le hacía, por lo quesería un documento muy útil si ella sedecidía a entablar juicio por daños yperjuicios. Le concedía dos semanas deplazo para decidirse a arreglar o no elasunto. Wyckoff comprendió que podíadespedirse de su carrera para siempre,

pero sentía de todos modos que se teníamerecida cualquier cosa que le pasara.

Lo que no quería, empero, era que suadorada Fleur fuera arrastrada por elfango junto con él. Antes de que sedescubriera nada, sin decirle una solapalabra acerca de Dorothy, sin darleexplicaciones de ningún género, le pidióque se divorciara de él. Esto habíacausado a Fleur una terrible impresión,pero no le hizo ninguna pregunta.

—Es muy altiva y obstinada —dijoWyckoff, con un acento de orgullo en lavoz—. Nunca se me pasó por la cabezasiquiera que hubiera sabido lo deDorothy desde el comienzo. Nunca me

lo dio a entender. Quería ahorrarme esaúltima humillación.

Y así, pues, Fleur había ido a Renocon su pequeño corazón destrozado,mientras David esperaba en su casa,temiendo a cada minuto lo peor. CuandoBill Flanders se presentó en suconsultorio creyó que lo peor habíallegado. Pero a Bill sólo le preocupabanlas cuentas de su mujer. Wyckoff lecontó la historia semiverídica de sucorazón afectado, y Bill se la creyó. Enel curso de la entrevista, Flanders dejóescapar que Dorothy había ido a Reno.

—No le quedaba otro remedio —interrumpí—. Flanders había empezado

a conocerla. Comenzó a perseguirla conel cuchillo de la cocina. San Franciscono sería nada saludable para ella enadelante.

Los labios de David Wyckoffcontinuaban pálidos.

—Unos días después Lorraine mellamó para hacerme su loca invitación.Acepté. No era porque tuvieraesperanzas de reconciliarme con Fleur.Después de lo que había hecho no eradigno siquiera de atarle las cintas de loszapatos; tenía miedo de volver a verla.Pero vine porque Lorraine me dijo quetambién Dorothy estaba aquí. Me sentíhorrorizado al pensar lo que podría

ocurrir estando Dorothy y Fleur bajo elmismo techo, lo que Dorothy podríadecirle a mi mujer. De todos modos, poraquel entonces estaba medio loco deinquietud. Tenía la insensata idea de quesi venía quizá pudiera hablar conDorothy, convencerla de que medevolviera la carta…, algo. Sabía, queprobablemente se reiría de mí. Pero erala última oportunidad de salvar algo delnaufragio.

—¿Y habló usted con Dorothycuando vino aquí?

—Nunca tuve ocasión. Pero hablécon Fleur. Vino a mi cuarto antes de quefuéramos todos a Reno. Estaba muy

serena, muy fría. Me dijo lo siguiente:«Vienes por Dorothy, ¿verdad?». Ycomo yo no le respondiera nada, se echóa reír y continuó: «Es verdaderamentegracioso. Es gracioso que toda mi vidaesté destrozada, y que sea a causa deDorothy…, de algo que cualquiermarinero borracho podría recoger unsábado por la noche. Supongo que tecasarás con ella. Bien, que seas muyfeliz». Y se fue corriendo por el pasillo.Nunca me dio la oportunidad de volvera hablarle.

Aquella misma noche Dorothy habíamuerto en el Del Monte. El rostro deDavid Wyckoff volvió a reflejar parte

de la tortura que debió de haber sufridocuando examinó su cadáver en la oficinadel gerente. Había comprendidoinmediatamente que la muerte se debía aun síncope cardíaco, pero había ademássíntomas de parálisis, y estabacompletamente seguro de que el síncopehabía sido consecuencia de la anoxiarespiratoria causada por la parálisis deldiafragma y de los músculos torácicos.Todo indicaba que la muerte era efectode un veneno con acción sobre elaparato respiratorio.

—Usted habla de curare, Duluth.Eso no entra mucho en mi especialidad,pero lo he visto usar en el hospital en

casos de tétanos, y debo admitir que laidea del curare me cruzó por la mente.Pero…, bueno, puede usted imaginarcuáles eran mis sentimientos. —Meobservó escrutadoramente—. Yo sabíaque si cualquier otro médico examinabael cadáver descartaría el diagnóstico desimple síncope cardíaco. Pensé en micarta. Dorothy la tenía en Reno. Si lapolicía se enteraba de que la habíanasesinado no podrían menos deencontrar esa carta, lo cual significaríael fin para mí. Y además estaba BillFlanders en la habitación. Yo conocíasus sentimientos respecto a Dorothy. Sila había matado, ¿quién podría

censurarlo? Pero eso no era todo. EstabaFleur. Ella pensaba que yo estabaenamorado de Dorothy, que me casaríacon ella, sabía que Dorothy habíadestrozado su vida. ¿Y si fuera Fleurquien…? Fue eso lo que me decidió. Eraalgo insensato, pero como yo había sidoel médico de Dorothy, y tanto Flanderscomo el médico que me la había enviadoestaban honestamente convencidos deque sufría del corazón, habíaprobabilidades de que me creyeran. —Se retiró el oscuro cabello de la frente—. Dios sabe lo que hubiera ocurrido sino hubiese convencido a Chuck. Fue suinfluencia con la policía lo que

posibilitó el sucio asunto.Aquella misma noche, horas

después, cuando volvió de Reno conChuck, fue al cuarto de Dorothy en buscade su carta. Halló la habitación endesorden y comprobó que la carta habíadesaparecido. No sabía, por supuesto,que era Fleur quien se la había llevado.Había puesto en orden la habitación,porque sabía que si se la encontraba enese estado a la mañana siguiente la genteempezaría a sospechar.

Eso explicaba la milagrosa maneracomo se había vuelto a ordenar el cuartodurante mi charla nocturna con Flandersen la galería.

—En cuanto a lo que ocurrió conJanet —dijo Wyckoff—, no lo sé. Nofue envenenada con curare; de eso estoyseguro. Pero…, supongo que tiene ustedrazón. Supongo que también a ella lahabrán asesinado…, haciéndolemantener la cabeza debajo del agua,aunque no puedo imaginarme el motivo,a menos que Laguno… —Se me acercóy me asió del brazo—. Le he dicho laverdad, se lo juro. Lo que hice fue algocriminal para un médico, y estoydispuesto a cargar con lasconsecuencias. Pero usted mismo acabade decirme que Fleur había pensado queel culpable era yo. Eso significa que no

es posible que sospeche usted de ella,¿no es verdad?

Lo que me decía tenía sentido. Élcreía que Fleur era la culpable y Fleurcreía que el culpable era él…, lo quetenía que descartar a ambos. Por espaciode un segundo tuve la cínica idea de quepodrían haber armado entre los dos uncolosal plan de doble embuste, peroresultaba difícil creer tal cosa alcontemplar el descarnado semblante deWyckoff.

De manera que la saga de losWyckoff estaba completa: era unatrágica historia de un hombre y unamujer todavía enamorados el uno del

otro, demasiado orgulloso el uno ydemasiado humilde el otro paraadmitirlo.

Me encaminé hacia una de lasventanas, tratando de ordenar mispensamientos. Miré distraídamenteabajo. La vieja camioneta rural estabaestacionada frente al pórtico de laentrada. La última vez que había miradoafuera no estaba allí.

—Si me dirigiera a la policía ypidiera una autopsia del cadáver deDorothy —dije por encima del hombro—, su carrera como médico habríaterminado, ¿no es cierto? Hasta creo quele arrestarían por encubridor del crimen.

Wyckoff se me acercó, situándosefrente a la ventana.

—Por supuesto —dijo con voz ronca—. Me doy cuenta perfectamente. Perono me es posible impedirle obrar.

—Quizá sí. —Me volví hacia él y letendí la carta que había escrito aDorothy Flanders—. Quiero hacer untrato con usted.

Wyckoff miró la carta como si nopudiera dar crédito a sus ojos.

—Esta carta es lo único quecompromete a usted y a su mujer. Si mepromete venir conmigo a la policíamañana y pedir usted una autopsia delcadáver de Dorothy, se la entregaré.

—¿Pedirla yo mismo? —preguntó,mirando todavía sin comprender.

—Es la única manera de salvarle yel modo más fácil de inducirles a iniciaruna investigación. Si fuera yo, la policíapodría pensar que soy un chiflado, perousted es el médico que firmó elcertificado. Si sabe usteddesenvolverse, podrá parecerperfectamente inocente. Dígales queDorothy sufría del corazón y que ustednunca hubiera empezado a sospechar siyo no le hubiese venido con el cuento deque habían robado una flechaenvenenada con curare. Ya le contaré lode la flecha. Diga que existe la

posibilidad de que haya sidoenvenenada y que su diagnóstico ya nole satisface. La necropsia revelará lapresencia del curare, la policía sepondrá en acción, y nosotros habremoscumplido con nuestro deber. —Yoconservaba la carta—. Correrá usted elriesgo de que de todas manerasdescubran su enredo con Dorothy, peroal menos podrá destruir esto.

Wyckoff tomó la carta. Su rostroreflejaba fielmente sus pensamientos.Yo no sólo le había demostrado que sumujer todavía le amaba. Le ofrecíaademás la oportunidad de salir de unade las situaciones más delicadas en que

se hubiera visto mezclado médicoalguno. Era demasiada fortuna.

—Iré con usted a la policía, porsupuesto —añadió—, pero temo que unaautopsia no aclare las cosas tanfácilmente como usted piensa. Dudo quehaya un patólogo en el país que puedademostrar que se le ha administradocurare.

Yo no había contado con esaposibilidad.

—¿Quiere usted decir que la policíatendría que demostrar en formaconcluyente cómo fue administrado elcurare para que esto constituya un casocriminal?

—Supongo que sí. Probablementetendrá que presentar el arma que empleóel asesino…, la aguja o lo que hayasido. Y probar también que elsospechoso tenía posibilidad deconseguir curare. No es una droga fácilde obtener.

—En esta casa sí. Lorraine tiene esavitrina de la sala de los trofeos llena decurare. Eso no constituirá uninconveniente. Pero en cuanto al armaque empleó el asesino…

Le conté entonces mi semiesbozadateoría de que alguien habría dispuestouna trampa mortal en el bolso deDorothy, y le pedí luego su opinión.

—Existe la creencia general conrespecto al curare —dijo— de que bastaque se inyecte una dosis mínima debajode la piel, mediante un aguijón, paraproducir la muerte. Esto no es del todocierto. En los círculos académicos ledirán que ninguna dosis menor de losveinticinco miligramos debe resultarnecesariamente fatal, y que la dosis debeinyectarse profundamente por víaintramuscular. La verdad está en eltérmino medio. Hay tantosimponderables que considerar…; elestado de salud de la víctima, suconstitución, etcétera. Si me preguntarausted si es posible matar a alguien

pinchándole con una aguja lerespondería afirmativamente, enparticular en el caso de Dorothy, en queexistía verdaderamente una afeccióncardíaca. Pero no puede depositarsemucha confianza en el procedimiento.Podría suceder fácilmente que a uno lepincharan una o dos veces, y sinembargo, no muriera.

—¿De modo que la persona quemató a Dorothy se decidió a correr ungran riesgo?

—Con seguridad absoluta, no. Esmucho más probable que, como lego,supusiera que un solo pinchazo seríafatal, y tuvo suerte. La mayor parte de la

gente no sabe casi nada acerca delcurare, excepto lo que se lee en laliteratura sensacionalista.

—Incluyéndome a mí —dije,haciendo una mueca—. Bueno, si quieroimpresionar a la policía, supongo que loque debo hacer es hallar el instrumentodel crimen. O al menos determinar demodo más preciso cómo pueden habermatado a Dorothy con curare. Gracias,Wyckoff. Me ha sido usted muy útil.

Me miró con aire de incredulidad.—¿Me lo agradece usted a mí? Soy

yo quien debe darle las gracias. ¿Cómopodré nunca…?

Me sentí protector.

—Yo, en su lugar, iría a buscar a mimujer y empezaría una nueva vida. —Sonreí—. Quizá Lorraine, al fin y a lapostre, no sea tan atolondrada comoparece. Los Laguno y los Flanders norespondieron al tratamiento, pero creoque los Wyckoff van hacia una decididareconciliación, con toque de trompetas.

Se le iluminó la faz.—Sí, debo ir en busca de Fleur y…Se interrumpió. Estaba mirando por

la ventana. Yo me volví a tiempo paraver la pequeña figura de Fleur Wyckoffbajando a todo correr la escalinata deentrada y metiéndose en la camionetarural.

—¿A dónde va? —preguntó Wyckoffvivamente.

—No lo sé.Trató de bajar la ventana de cristal

cilindrado para poder gritarle. Laventana no se movió. Hizo otro febrilintento. Fleur ya había subido a lacamioneta. El coche se lanzó haciaadelante y comenzó a descender por elcamino de acceso. Al llegar a unapronunciada curva, viró y se perdió devista.

Había habido tanta precipitación enlas maneras de Fleur, que por algúnmotivo se nos contagió. Corrimos a laotra ventana, que dejaba ver la parte

más baja del camino de acceso,recostada peligrosamente contra elflanco de la montaña en dirección a lasestribaciones del Monte Rose. Producíauna extraña sensación mirar por laventana de la alta estancia. Era comocontemplar algo en una pantallacinematográfica, algo que no fueracompletamente real.

Por el camino venían subiendo dosfiguras. Pude advertir que eran Mimí yAmado. El coche de Fleur no habíaaparecido aún. Wyckoff tenía el rostropegado a la ventana, mirando pálido yansioso.

—¿Qué pasa, teniente? Conduce

como una loca. Está…La camioneta rural surgió ante

nuestra vista. Y era algo horrible de ver,porque no marchaba como un cochecorriente. Se precipitaba dando tumboscuesta abajo por el escarpado camino,como un barco sin timón en alta mar.Aunque era completamente imposibleque su mujer lo oyera, Wyckoff gritó:

—¡Fleur! ¡Fleur!Yo miraba fascinado de horror. El

coche avanzaba directamente haciaMimí y Amado. Vi que Mimí se lanzabaal antepecho de piedra para ponerse asalvo. Amado hizo un movimiento comopara seguirla, pero luego se volvió,

haciendo agitadas señas al coche, que sele venía encima. Casi lo atropelló. Conuna indiferencia ante el peligro que mehizo estremecer, intentó vanamentesaltar sobre el estribo. El coche pasó asu lado como una exhalación, y Amadocayó de bruces sobre la rocosa gravadel camino.

Un poco más adelante había unacurva cerrada, con una brusca pendienteque bajaba al desfiladero. No habíavalla ni protección de ninguna clase.Amado se puso torpemente de pie,volviendo a agitar la mano. El cocheseguía avanzando velozmente.

Wyckoff me había asido del hombro.

Sus dedos se me hundían en la carne.—¡Fleur…! —gritó, y la palabra

quedó ahogada en un sollozo.Porque el coche había llegado a la

curva, pero no la dobló. Se precipitódirectamente al vacío.

Desapareció de la vista porcompleto, saltando sobre el borde deldespeñadero.

D

PARTE IV

MIMÍ

12

avid Wyckoff solo emitió ungrito. Era horrible oír de labiosde un hombre ese sonido,

delgado y penetrante como el gañido de

un perro. Giró sobre sus talones y salióde estampía de la habitación,desapareciendo en el corredor. Yo leseguí. Lo que acabábamos de presenciara través de la ventana suscitaba en mimente una porción de preguntas. FleurWyckoff había salido precipitadamentede la casa, saltando a la viejacamioneta. ¿Por qué? El auto habíaempezado a inclinarse sobre el camino,perdida toda dirección. ¿Por qué? Apesar de los esfuerzos de Amado, sehabía precipitado por el desfiladero,llevando a Fleur a una muerte casisegura. ¿Cómo había ocurrido eso? Yono comprendía el cómo ni el porqué.

Sólo comprendía, con una sensaciónde vértigo, que por tercera vez en tresdías ocurría un «accidente» fatal a unode los huéspedes de Lorraine.

Dorothy… Janet… Fleur…Esto ya no era un caso criminal. Era

una carnicería. La marcha de losacontecimientos en casa de Lorraine eratan insensata cómo la del coche queacababa de lanzarse al abismo.

David Wyckoff ya había llegado a laescalera. Yo corría tras él, cuando seabrió la puerta de nuestra habitación eIris apareció en el pasillo. Mi mujer vioa Wyckoff y después se me acercó, consu hermoso rostro pálido de aprensión.

—Peter, ¿qué le pasa a DavidWyckoff?

—¡Pronto! —dije—. ¡Ven, es Fleur!—¿Fleur? —Iris corría a mi lado—.

¿Qué le ha ocurrido?Estábamos ya en el arranque de la

enorme escalera.—El coche —dije—. Se le ha

averiado algo. Ha volcado. Wyckoff yyo lo hemos visto desde la ventana.

—¡Peter! Pero ¿qué hacía Fleur enun coche? ¿Adonde iba?

—No lo sé. Mimí y Amado veníansubiendo el camino. Amado trató dedetener el coche. Por lo menos estaránallí ahora si es que puede hacerse algo.

La amplia escalera de madera torcíahacia la derecha. Alcanzábamos a ver yael enorme vestíbulo que se extendíaabajo, suntuoso y sin personalidad,como los cuadros más recientes en lasgalerías de pintura. Wyckoff corría endirección a la puerta de entrada. BillFlanders estaba allí sentado, sobre unbajo banco, con la muleta apoyadacontra el cuerpo. Leía una revista, y alver pasar a Wyckoff levantóperezosamente la mirada.

Parecía imposible que alguienpudiera estar tranquilamente sentado yleyendo una revista en un momentosemejante.

Wyckoff atravesó corriendo lapuerta. Cuando Iris y yo llegamosjadeantes al vestíbulo, el conde Lagunosalía de la sala de los trofeos, y su carade lagarto denotaba intensa curiosidad.

—¿A qué se debe toda estaagitación?

—¡A Fleur! —respondí.—¿A Fleur? Me pidió que le sacara

un coche del garaje. Unos quinceminutos después bajó a todo correr y semetió en el auto sin darme las graciassiquiera. ¿Qué le pasa?

Yo le clavé los ojos.—¿Estaba en buenas condiciones el

coche cuando usted lo trajo?

—¿En buenas condiciones? Losfrenos parecían un poco flojos. Pero¿qué ocurre?

A nuestras espaldas sonó unrepiqueteo de altos tacones. Me volví;era Lorraine que venía de la sala deestar, elegantemente vestida para lanoche con una larga creación de colorde frambuesa negra.

—¿Qué pasa, encantos? ¿Qué esesto? ¿Algún precioso juego nuevo o…?

—Fleur se ha precipitado por eldespeñadero con la camioneta —dijoIris.

Nuestra huéspeda nos contempló conojos desencajados de horror.

—¡Por el despeñadero! Pero lapendiente es muy abrupta…, es casi unabismo.

Yo me había lanzado hacia la puertaabierta. Los demás, salvo Bill Flanders,me siguieron en tropel. De todasmaneras hubiera sido inútil que viniese;no hubiera podido seguirnos con sumuleta.

La luz iba muriendo ya cuandollegamos al amplio y cercado camino deacceso a la casa. Iris y yo corríamosdelante. Los picos de las montañas seerguían con desolada grandeza. Aquí yallí, asomaban negros y sucios, como losárboles de un grabado en madera,

trechos de siemprevivas.—Estábamos perplejos buscando la

explicación del crimen de ayer, y ahorael crimen de hoy… —dije amargamente.

—¡Crimen! —repitió mi mujer.—Claro que ha sido un crimen. A

ese coche le han Lecho algo. Nadiehubiera podido conducirlo. Alguien leha hecho algo para que Fleur volcara.

Por fin lo había dicho. Ya no lo teníasobre la conciencia.

Lorraine, a pesar de sus taconesaltos y de su remolineante traje denoche, corría como el que más. Nosalcanzó a Iris y a mí, con sus rizosflotando al viento y su elegancia

absurdamente fuera de lugar.—Peter —dijo jadeante—, ¿por qué

habrá querido Fleur ir a Reno?—¿A Reno? —dije—. ¿De manera

que era allí adonde iba?—Sí. Parecía tan raro. Irrumpió

literalmente en mi cuarto mientras meestaba cambiando para la cena. Dijo quetenía que ir a Reno a buscar algo y mepreguntó si podía usar la camioneta y sitenía bastante gasolina. Le dije queChuck estaba en Reno y que podríallamarle por teléfono y hacer que trajeracualquier cosa que quisiese. Pero Fleurinsistió en ir ella misma. No pudecomprenderlo. Le…

Lorraine siguió monologando. Yodejé de escuchar. Con un humillantesentimiento de culpabilidad, comenzabaa darme cuenta de lo que le habríaocurrido a Fleur. Cuando llegamos deReno, debió de haber descubierto ladesaparición de la acusadora carta de sumarido a Dorothy. No sabía que yo lahabía robado, pero sí que el bolso se lehabía caído y abierto sobre el piso de laiglesia. Supuso, naturalmente, que lacarta se encontraría allí todavía, y,•como es lógico, sólo tuvo una idea:volar a la iglesia para recobrarla.

Si no hubiera sido por mis intentosde pretendida investigación, Fleur nunca

se habría lanzado a la absurda empresa.En cierto sentido, yo era el culpable delo que íbamos a encontrar, fuera lo quefuese.

Me sentía casi ahogado de ansiedad.Llegamos a una pronunciada curva. Unnuevo trecho del camino apareció; antenuestra vista, apretándose como unaenorme y sinuosa serpiente contra elescarpado flanco de la montaña. El lugardesde donde el coche se habíaprecipitado al desfiladero quedaba unasdoscientas yardas más lejos.

Divisamos a Mimí, que veníacorriendo desde allí por el’ camino.

Delante de nosotros, David Wyckoff

corría velozmente hacia ella. La visiónde esa figura solitaria reveló crudamentela lastimosa ironía de la situación.Pocos minutos después de enterarsegracias a mí de que Fleur seguíaamándole, Wyckoff había tenido que vercon sus propios ojos cómo caíavertiginosamente al desfiladero juntocon la camioneta.

Wyckoff recibía un duro castigo porsus pasadas indiscreciones.

Alcanzó a Mimí. Ambos quedaronparados uno junto al otro durante unmomento. Después Mimí se volvió yella y Wyckoff se dirigieron juntos allugar donde había desaparecido el auto.

Cuando estuvieron allí Mimí señalóhacia abajo con el dedo. Wyckoff selanzó arrojadamente a la abruptapendiente y desapareció, dejando aMimí arriba.

Yo fui el primero en alcanzarla.Llevaba un vestido de nocheseudomedieval, con largas mangascolgantes. Lo tenía arrugado y salpicadode trocitos de salvia seca. Se retorcíalas manos como una Lady Shallotenloquecida. Se arrojó a mis brazos,escondiendo la cabeza contra mihombro,

—Amado le gritó que abriera lapuerta y saltara —dijo sollozando—. El

coche volcó. Fleur abrió la puerta. Pudosalir del coche. Quedó tendida allíabajo; Amado está con ella. Y el cochesiguió cayendo, dando vueltas yvueltas…

Yo estaba jadeante todavía, tratandode recobrar el aliento. Los otros seacercaron en tropel. Miré por encima dela estremecida cabeza de Mimí el fondodel desfiladero. En este punto lapendiente no estaba cortada a pique,pero era muy empinada y enteramenterasa, excepto algunas rocas salientes yuno que otro matorral de salviadisperso.

Abajo, a unos cien metros de

nosotros, se extendía el lecho seco de unrío, sembrado de cantos rodados. Y allí,desparramados, apenas más grandes quejuguetes desde la altura, y centelleandocomo un faro, yacían los restos de lacamioneta.

Sobre la pendiente, a menos de diezmetros del camino, el rechoncho Amadoconservaba un precario equilibrio juntoa un arbusto de salvia. Wyckoffdescendía dificultosamente latraicionera ladera en dirección a él.Amado se inclinaba sobre algo,invisible para mí, que yacía entre unosbrotes de salvia sobre una plana losa deroca.

Cuando me di cuenta de que Fleur nose encontraba entre los llameantes restosdel coche, experimenté una profundasensación de alivio. Había tenidosuficiente dominio de sus nervios paraobedecer al desesperado grito deAmado de que abriera la portezuela.Había podido librarse. Quizá estuvieraviva todavía.

Mimí parecía casi histérica.Lorraine e Iris rondaban agitadamente ami lado, Laguno estaba detrás denosotros. Dejé a Mimí al cuidado de mimujer.

—Cuida de Mimí, querida. Laguno,vea si puede encontrar alguna soga en la

casa. Les hará falta para subirla. Yobajaré para ver si puedo serles útil.

—Hay una soga en el garaje, conde—dijo Lorraine.

Laguno salió corriendo. Iris rodeócon el brazo la cintura de Mimí. Susojos expresaban temor.

—Peter, ten cuidado.—No tengas miedo. Tengo zapatos

con suela de goma.Me dejé caer por el borde y

comencé a deslizarme por la ladera,asiéndome a los matorrales de salviapara sostenerme. Wyckoff ya estabajunto a Amado. Se había arrodillado yestaba inclinado sobre aquello que yo no

podía ver. No tardé en llegar al lugardonde se encontraban. El esfuerzo mehabía dejado sin aliento. Me aferré a unarbusto de salvia próximo a Amado ymiré por encima de su hombro.

Entonces vi a Fleur. Wyckoff, quetenía el rostro blanco como el de uncadáver, palpaba el pequeño cuerpo.Fleur yacía de espaldas, con el vestidosemiarrancado del cuerpo y los brazostendidos flojamente por encima de lacabeza. La cabellera, enmarañada,encuadraba su rostro de flor. Tenía losojos cerrados y salpicaban la marfileñapiel de sus mejillas unas manchas desangre tan brillantes como si fuese

pintura.Yo no podía darme cuenta por su

aspecto de si estaba viva o muerta.Amado, girando en torno al arbusto

que le servía de ancla, y semejante a untorpe perezoso con gafas, fijó la vista enmí. Ahora no tenía nada de animoso.Parecía deshecho.

—El coche… —dijo con voz ronca—. Mimí y yo lo vimos venir. Algo nofuncionaba bien, teniente.

Se advertía que, bajo la fuerteimpresión, su mente aturdida intentabatrabajosamente comprender lo ocurrido.

—No lo comprendo. Yo conducía lacamioneta al volver de Reno esta tarde.

Cuando la guardé en el garaje estabaperfectamente bien. Y de pronto…empezó a dar tumbos por el caminocomo si estuviera completamentedesprovista de frenos. ¡Imagínese!

Yo no tenía ninguna duda acerca delo que había ocurrido con el coche, perono quería decirlo delante de Wyckoff.

—Por lo menos tuvo usted el buensentido de gritar —murmuré—. Si estáviva supongo que debe agradecérselo austed.

Una débil sonrisa se dibujó en surostro.

—Yo… traté de detenerlo. Pero¿qué podía hacer?

Wyckoff estaba inclinado todavíasobre su mujer. Sus ojos eran los de unhombre que vive una pesadilla.Lentamente, sus manos se apartaron delcuerpo de Fleur. Quedó sentado encuclillas un momento, con la vista fija enel vacío. Después, en un estranguladosusurro, musitó:

—La salvia…, la salvia debe dehaber detenido su caída.

Sentí como si me hubieran quitadode los hombros un peso inmenso.

—¿Quiere decir que está bien?Wyckoff giró la cabeza hacia mí. Le

costaba evidentemente un esfuerzoinmenso concentrar la mente en lo que

yo decía. Creo que hasta le resultabadifícil recordar quién era yo.Pronunciando palabra por palabra, enuna parodia de voz profesional,murmuró:

—No tiene ningún hueso roto. Nocreo que haya lesiones internas. Tienemagulladuras, rasguños. Estádesmayada. Está…

Se interrumpió y se cubrió el rostrocon las manos.

Yo sabía que había empleado todassus reservas de energía preparándose ahallarla muerta. Y ahora que estabamilagrosamente viva, no le quedabanfuerzas para recibir la buena fortuna.

—La soga, teniente —gritó una vozdesde arriba.

Alcé la mirada y vi a Laguno, quehacía oscilar una larga soga sobre eldeclive. Había amarrado un extremo auna pequeña caoba de montaña. Entrelos tres, con ayuda de la soga, nosarreglamos para subir a Fleur al camino.Una vez allí, Wyckoff no dirigió unasola palabra a nadie. Se limitó a alzar asu mujer en brazos, iniciando el caminode vuelta.

Los demás lo seguimos. Mimí, en suatavío seudomedieval, no cesaba degimotear. Iris marchaba a su lado,rodeándole la cintura con el brazo y

tratando de tranquilizarla. Lorraine y elconde Laguno, ignorándose glacialmenteuno a otro, iban detrás. Amado y yocerrábamos la marcha.

Aunque avanzaba en silencio, elrostro de Amado delataba de modoevidente que se debatía aún coninquietantes deducciones. Al cabo de unrato se volvió para mirarme, comoqueriendo resolver si yo era o no unconfidente seguro. Debí de haber salidoairoso de la prueba, porque dijo:

—Estoy preocupado. Hace ya ciertotiempo que estoy preocupado. No hequerido decir nada. ¡La pobre Mimí estan impresionable, tan sensible!

Preferiría cortarme un dedo antes quetrastornar a ella y a todos los demás sinmotivo. Pero el caso es que… ¡Teniente,estoy seguro de que a ese coche le hanhecho algo!

Yo, sin comprometerme, respondícon un sonido vago.

—Si Mimí y yo no hubiéramosestado aquí y presenciado lo queocurrió, quizá la gente pudiera pensarque fue sólo un accidente. Otroaccidente. —Acentuó irónicamente lapalabra otro—. Pero yo conozco bienesa vieja camioneta. He conducidollevando en ella a Lorraine semanasenteras. Nunca hubiera volcado de ese

modo…, si no le hubieran hecho algo alos frenos. —Se humedeció los labios—. Es un modelo viejo con freno decable. Alguien puede haberse metidocon toda facilidad en el garaje y limadoel cable por la mitad. Y esta bajadabrusca y tortuosa bastaba para lo demás.

Yo también había pensado lo mismo.Había habido tiempo suficiente para quealguien hubiera limado el cable entre elmomento en que Fleur expresó suintención de ir a Reno y el momento enque partió. Pero ¿quién lo había hecho?

Como un eco de mis pensamientos,Amado dijo:

—¿Habrá sacado Fleur en persona

el auto del garaje?—Se lo sacó Laguno —dije.—¿Laguno? —Amado siguió

andando, con su rostro regordetecubierto de palidez. Impulsivamenteañadió—: Dorothy murió de un ataque alcorazón. Janet se ahogó. Y sin embargo,Wyckoff, Chuck y todos los demás loconsideraron muy natural. Ningunopensó que era raro que dos mujeresmurieran así en dos días. Yo he queridoconvencerme de que me estabaimaginando cosas. Pero ahora… —Bajóla voz de manera que los que ibandelante no pudieran oírlo—. Creo queaquí hay algo que anda mal, teniente,

algo que anda muy mal.Era un alivio, después del ridículo

optimismo en que había estadosumergido todo ese tiempo, oír quealguien enfocaba razonable ysombríamente la situación. Hastaentonces yo sólo había considerado aAmado como un eco de Mimí. Susacciones comenzaban a subir.

Lo miré y dije:—No cabe duda de que algo anda

mal. Dos asesinatos y una tentativa…;esto ya es andar bastante mal para mí.Tres mujeres en tres días. Si estocontinúa, pronto estaremos viudos todos.

Lo había dicho con intención de

hacer un chiste, de aliviar la tensión.Pero ahora que estaba dicho no

parecía nada chistoso.

C

13

uando llegamos a la casa,Wyckoff ya había llevado arribaa su mujer. Sólo Bill Flanders se

hallaba en el amplio vestíbulo, en pie,apoyado en su muleta, debajo de unlienzo enorme y manifiestamenteindecente, que uno de los «divinosartistas» de la época en que la locura deLorraine la constituía el arte, habíapintado en México, y que era «enrealidad tan atrayente, chicos». Flanders

no había encendido ninguna luz. Alentrar tuvimos la impresión de que enaquella alta y sombría estancia se cerníaalgo macabro.

No era tan sólo la triste luz delcrepúsculo. Las casas son curiosas. Seimpregnan del estado de ánimo de susocupantes como el papel secante detinta. Todos estábamos un pocoasustados entonces. Era inútil negarlo.Hasta el prosaico Amado habíarevelado su sentir y admitido que elcrimen, astutamente disfrazado decasualidad, se había hecho presente tresveces en tres días. La casa reflejabanuestro temor. Las puertas que daban

acceso al comedor y a la bibliotecaparecían frágiles barricadas contradesconocidos terrores. Y la enormeescalera, que antes sólo había sido algopor donde subir, parecía conducir ahoraa un reino de impalpables peligros.

Lorraine se estremeció y dijo:—Encendamos la luz. Esto parece

una tumba. —Fue hacia un lado y otroarrastrando su vestido de tafetán decolor frambuesa negra, encendiendo lasluces. Cuando se iluminó la habitación,lanzó una exclamación—: ¡Queridos,qué conjunto tan desmelenadoformamos! —Sus ojos se posaron enMimí, entornándolos con la malignidad

que parecía reservar exclusivamentepara la novia de su hermano—. Mimí,encanto, cualquiera diría por tu aspectoque has sido raptada por los Paiutes.Yen, vamos arriba y arreglémonos unpoco.

Lorraine, Mimí e Iris subieron alprimer piso. Laguno se escurrió hacia lasala de estar para servirse algo. BillFlanders se nos acercó cojeando aAmado y a mí, y comenzó a asaetearnosa preguntas acerca de lo que le habíaocurrido a Fleur. Le conté lo sucedido,pero yo mismo no prestaba atención amis palabras. ¡Las cosas se estabanponiendo tan desesperadamente

ineluctables! El asesinato de Dorothyhabía sido bastante razonable.Cualquiera que estuviera en su sanojuicio hubiera deseado matar a Dorothy.Hasta para la muerte de Janet habíahabido algún motivo. Pero ¿por quédemonios habría de desear nadie matar ala pequeña Fleur Wyckoff?

Quizá, al registrar la habitación deDorothy, hubiera encontrado algúnobjeto cuya existencia ignorábamos,algo que tal vez no le hubiera parecidoimportante a ella, pero de vitalimportancia para el asesino. Esta teoríano carecía de cierta lógica. Pero,contagiado por la insidiosa atmósfera de

la casa, yo comenzaba a abandonar todointento de encontrar una explicaciónsensata.

Tres mujeres se disponían adivorciarse de sus maridos. Dos de ellasestaban ahora muertas, y la tercera sehabía librado de la muerte por milagro.

Era como si algún extraño poderrondara por la glacial casa de Lorraine,dispensando la muerte a las divorciadas.

Yo tenía muchos más deseos debeber algo que de satisfacer lacuriosidad de Bill Flanders. Lo dejé yseguí al conde a la sala de estar. StefanoLaguno se había situado en un rincón consu highball. Daba la impresión de estar

a la vez inquieto y consciente de suvirtud.

Mientras yo me servía un Scotchpuro de una garrafa colocada sobre unaparador estilo Reina Ana, el cual sehallaba en el extremo más lejano de laestancia, Amado French se me acercó yse sirvió una copa. Echando unaconspiradora mirada hacia el condeLaguno por encima de su rollizohombro, susurró:

—¿No bromea usted, teniente? ¿Creede verdad lo que acaba de decirme: queDorothy y Janet fueron asesinadas?

Yo no me encontraba en disposiciónde andar con evasivas, y necesitaba

todos los aliados que pudiera conseguir.Le conté exactamente todo lo que sabía ysospechaba. Pareció más aliviado quesorprendido. Había estado pensandoalgo muy semejante, dijo, pero se habíafigurado que debía de estar loco. Erabastante agradable saber que no loestaba. Se hallaba ansioso por actuar. Apesar de las gafas y del cabelloencanecido, se parecía absurdamente aun chaval jugando con entusiasmo aljuego de «Policías y ladrones».

—Tenemos que avisar a la policíainmediatamente —dijo—. Y esta vezseremos usted y yo los que vamos a darlas explicaciones del caso, no Chuck y

Wyckoff.Era esto justamente lo que yo había

proyectado, sólo que quería que tambiéninterviniera Wyckoff. Se lo expliqué aAmado diciéndole que, como médico deDorothy, era la persona más indicadapara pedir una autopsia. También dijeque pondríamos al tanto de nuestrasintenciones a Lorraine, antes deenvolver a sus invitados en unainvestigación por triple asesinato.Amado pareció vacilar cuandomencioné a Wyckoff. Evidentemente, suidea de «Policías y ladrones» noimplicaba en absoluto que uno de lospolicías depositara confianza en uno de

los posibles ladrones. Pero no hizoninguna objeción. La verdad es queparecía causarle alivio verme dispuestoa cargar con la responsabilidad. Tendríaasí más tiempo para dedicarlo a Mimí.«Pobre Mimí —dijo—, sería unaterrible conmoción para su sensiblenaturaleza saber que andaba suelto uncriminal».

Yo sentía por mi parte que a estasalturas del juego hasta un retrasadopodría haberse dado cuenta de queandaba suelto un criminal, sin quehubiera necesidad de decírselo, y MimíBurnett, pese a su afectada actitud dehada etérea, era tan sensible como una

barra de hierro.Pero yo no estaba cegado por el

amor.Lorraine, Mimí e Iris hicieron su

entrada en la sala de estar, nuevamenteesplendorosas después de una sesiónfrente a sus respectivos espejos. Todasse sirvieron alguna bebida, pues dosmuertes y una tercera evitada por unpelo eran lo suficiente, al parecer, paraapagar aún la vivacidad de Lorraine.Las tres mujeres se sentaron, dando laimpresión de estar demasiadocompuestas para la ocasión. Laguno yBill Flanders parecían malhumorados,cada cual según su estilo particular,

mientras que Amado rondabasolícitamente en torno a su prometida,que había decorado la parte delantera desu traje medieval con una solitaria rosablanca.

El maligno influjo que parecía reinaren el vestíbulo se extendía hasta aquí.No se mencionó la palabra crimen, peroera fácil advertir que nadie pensaba enotra cosa.

Mientras permanecían ahí sentadostratando de disimular sus sentimientos,el miedo iba cobrando cuerpo en sus;miradas a ojos vistas.

Transcurridos unos instantes,anuncié en medio del embarazoso

silencio que subiría para ver cómoestaban los; Wyckoff. Lorraine, en unlastimoso intento de mostrarse dignadueña de casa, dijo:

—¡Oh, sí!, querido; y pregúntales sipodemos serles’ útiles en algo.

Iris se levantó y dijo:—Voy contigo, Peter.Me dirigí al vestíbulo seguido de mi

mujer. Estaba muy hermosa. Eclipsandoen elegancia el complicado atavío deLorraine y la creación de Mimí tipoMariana la de la Granja del Foso,llevaba su ceñido vestido nuevo, decolor crema y de líneas alargadas, quehabía comprado especialmente para mi

permiso. Se lo había puesto, sin duda,para mantener alto el ánimo.

Deslizó la mano bajo mi brazo.—Peter, ha sido horrible estar sin

saber nada. Dime todo lo que ha pasadodesde que me dejaste para ir a hablarcon Wyckoff.

Le hice un resumen general de todolo que sabía mientras subíamos lasescaleras.

—Y Fleur iba a Reno en busca de lacarta que le robamos —dijo Iris con unamueca—. Somos una espléndida pareja.Entre los dos casi nos las arreglamospara despacharla al otro mundo.

—Este es uno de los muchos

motivos que tendré para alegrarmecuando la policía se encargue de esto.

Al terminar de subir las escalerasIris se detuvo.

—Peter, no puedo expresarte cuántome satisface que no tengamos que seguirlidiando solos. Esto se parece a lacamioneta, precipitándose cuesta abajocada vez más rápidamente.

Yo leía en sus ojos que estabaasustada. Me resultaba odioso tener queverla así.

—Fuimos unos locos en no haberhecho nuestras maletas y partido ayer —le dije—. Ahora es demasiado tarde.Nadie podrá irse. Me daría un puntapié

por haber malogrado mi permiso.—Tú no lo has malogrado, querido.

Yo estaba tan resuelta como tú aquedarme. ¿Y cómo podríamosmalograrlo estando los dos juntos? —Iris sonrió, pero su sonrisa no tardó endesvanecerse—. Hasta la casa estáempezando a darme miedo. Habiendo unasesino que se escuda detrás de astutosaccidentes, uno no se siente seguro enninguna parte. Quizá podrían matarle alentrar en un cuarto, o mientras enciendeun cigarrillo, o… o se limpie losdientes. —Emitió una pequeñacarcajada ronca—. Hasta ahora, Peter,se ha ocupado de las esposas

descontentas. Lo único que espero esque no se le ocurra empezar con lascontentas.

Ahí estaba Iris diciendo exactamentelo que yo había dicho a Amado con otraspalabras. Al decirlo yo no habíaparecido gracioso. Ahora lo parecíainfinitamente menos.

Echamos a andar en dirección alaposento de Fleur. Cuando llamamos ala puerta apareció Wyckoff. Tenía unaspecto de extática felicidad. Dijo queFleur había recobrado el sentido.Todavía le costaba creer que estuvierailesa. La salvia había impedido quesiguiera rodando. Si no hubiera sido por

la advertencia de Amado era seguro queno se habría salvado. Con una tímidamirada de soslayo a Iris, me dijo quehabía seguido mi consejo, confesandotodo a su mujer. Ella, a su vez, le habíaconfesado el motivo que la impulsó arobar la carta. La reconciliación, segúnparecía, era completa.

Dije a Wyckoff que había decididocontarlo todo y confiar el caso a lapolicía.

—Quiero que usted intervenga enesto, de manera que pueda contarles a sumodo la cuestión del certificado dedefunción de Dorothy y de la autopsia.

Él me miró extrañado.

—Me da usted la oportunidad desalvar mi carrera. No puedo comprendertodavía por qué es usted tan generoso.

—¡Oh, bueno! —tartamudeé—, lagente tiene que ayudarse entre sí.

Wyckoff dijo que podía hablar conFleur siempre que no me quedarademasiado. Fleur estaba tendida en lacama, junto a la ventana. Yo me acerquéa ella mientras Wyckoff e Irispermanecían al lado de la puerta, Apesar de los rasguños y magulladuras, elrostro de Fleur estaba radiante. Medirigió unas entrecortadas palabras deagradecimiento por la parte que yo habíatenido en la reconciliación entre ella y

su marido. Como era por mi culpa por loque había estado a punto de serasesinada, eso me pareció verdaderamagnanimidad.

—¡Y fue usted tan amable dándole lacarta a David! Tendría que haberladestruido apenas la encontré, pero no sépor qué no podía decidirme a hacerlo;no podía hacerlo antes de que David melo hubiera explicado todo. —Sonrió—.Ahora la hemos destruido.

—A esa camioneta… —dije— lehabían hecho algo. ¿No es cierto, Fleur?

En su rostro se reflejó la impresióndel terrible recuerdo.

—Sí. En cuanto doblé la primera

curva no me cupo duda. Hasta entonceslos frenos habían funcionadoperfectamente, y luego, de pronto,pareció como si no tuviera frenos deninguna especie, como si el cable sehubiera roto.

—Entonces tiene usted que decirmealgo. ¿Quién sabía que iría usted aReno? Es decir, ¿quién puede habertenido tiempo de limar el cable mientrasestaba usted arriba hablando conLorraine?

—Pues…, yo le pedí al conde queme sacara el coche.

—¿No se lo dijo a nadie más?—No. Bill Flanders estaba cerca

cuando se lo dije a Laguno. Estabaleyendo y no parecía escuchar. No habíanadie más. Ustedes tres estaban arriba.Mimí y Amado habían salido a pasear.Y Chuck estaba en Reno.

—Muy bien —dije—. Una últimacosa. La noche que registró usted lascosas de Dorothy, ¿no se llevó algunaotra cosa aparte de la carta de sumarido?

—Encontré también aquella otracarta, la que le había escrito Laguno. —Hubo una vacilación en la mirada deFleur—. Quizá haya hecho mal enhaberla deslizado debajo de la puerta deJanet, pero…, bueno, me pareció justo

que ella la viera.—¿Y no se llevó usted nada aparte

de las dos cartas?—No, nada.—¿Está usted segura? ¿Ni siquiera

algún objeto pequeño, algo sin ningunaimportancia a sus ojos?

Fleur se estremeció en su cama.—Estoy segura que no, Peter. ¿Qué

quiere usted…?Yo le sonreí y palmeé su pequeña

mano.—No se inquiete. No queremos que

esa linda cabeza magullada se preocupe.Wyckoff e Iris se nos acercaron.

Mientras Iris decía algunas palabras a

Fleur, Wyckoff tomó la mano de suesposa y comenzó a mirarla conreverente adoración, casi como siesperara que le brotara un halo de lacabeza y que se fuera volando a travésdel cielo raso.

Iris y yo nos retiramos. Una vezfuera, en el corredor, Iris me dijo:

—De manera que sólo Laguno sabíaque Fleur utilizaría el coche, Peter.

—Sí, sólo Laguno, y tal vezFlanders.

—Pero no puede haber sido BillFlanders. No puede haber estadometiéndose debajo del coche con suúnica pierna.

—No —contestó—; creo que no.Cuando llegamos al vestíbulo los

demás estaban reuniéndose para ir acenar. Yo hice un aparte con Amado, ydecidimos entre los dos que hablaríamoscon Lorraine después de la comida y quellamaríamos luego a la policía.

Por alguna razón se había decididoque aquella noche comeríamos a la luzde las velas. Las velas, se supone, creanun ambiente íntimo y cordial. En aquellaestancia desnuda, asépticamentemoderna, no producían este efecto. Losconos de fluctuante luz iluminaban losrostros con un fulgor fantasmagórico.

La cena fue una de las más

esmeradas de Lorraine, pero esto nosirvió de nada. Cosa bastante extraña, apesar de las miríadas de corrientesencontradas de tensión, era la hostilidadentre Lorraine y Mimí lo que dominabala atmósfera. No por lo que se decían.En verdad apenas si se hablaban. Perode vez en cuando Lorraine echaba unamirada a Mimí, a través de la mesa, y laluz de las velas revelaba un ominosodestello en sus ojos. Mimí era menostransparente. La luz suave la favorecía.Con su escotado traje castaño de mangasmerovingias y la rosa blanca en elpecho, parecía casi tan pintoresca comocreía. Picoteaba su comida como un

pájaro, interrumpiéndose a cadamomento para acariciar la rosa. Pero seadvertía en ella una inconfundiblesatisfacción, una especie de triunfointerno.

Supuse que todo esto tendría algoque ver con Chuck Dawson, pero nosacaba nada en limpio. La relación entreMimí y Chuck rebasaba mi comprensión.

Miré a Amado de soslayo para versi él me ofrecía algún indicio. PeroAmado comía gravemente, sin poner enjuego su imaginación. No parecíaadvertir nada en especial.

Después de la cena Amado y yodijimos a Lorraine que queríamos

hablarle a solas, y ella nos llevó a unpequeño aposento contiguo a labiblioteca que yo veía por vez primera.Era muy francés, con una alfombraAubusson, sillones de brocado amarilloy gran cantidad de finas porcelanas deSévres. En la chimenea ardía un fuego.La habitación debió de ser concebidapor uno de los mejores decoradores deLorraine.

Nuestra anfitriona acercó uno de lossillones amarillos al fuego y se sentó.Tenía un aspecto espléndido con susmanos pequeñas y nerviosas, su revueltacabellera y su traje de color frambuesanegra. La elegancia de su figura

armonizaba perfectamente con laestancia. Amado, gordo y pontifical, sesentó sobre un diván. Yo seguía en pie,colocándome junto a Lorraine, frente alfuego.

—Bien, queridos —dijo ella—. ¿Dequé se trata?

Yo tenía el presentimiento de quenuestra gestión resultaría dificultosa.Desde el primer momento Lorrainehabía estado ofreciendo una soberbiaimitación del avestruz. No la culpaba.Lo que pasaba es que tenía demasiadodinero. Siempre habían estado el señorThrockmorton y sus paniaguados paraimpedir que se pusiera en contacto con

un mundo donde podía darse algo tanespantoso como el crimen. Tener quedecirle que había un asesino en su casaera como tener que decir a una princesade cuento de hadas que la varita mágicade su madrina estaba descompuesta, yque el sapo, en vez de convertirse en unpríncipe, según lo establecido,continuaría siendo sapo.

No obstante, cuando comencé ahablar de la camioneta, Lorraine, congran sorpresa mía, completó la frase porsí misma.

—Quieres decirme que alguien limóel cable del freno. Ya lo sé. Me he dadocuenta perfectamente. No hace una

semana todavía hice revisar los frenosde la camioneta. —El resplandor delfuego jugueteaba sobre su rostro pálido,intenso—. Puedo parecer tonta, pero nolo soy a tal extremo. Alguien haintentado asesinar a Fleur esta noche. —Levantó la vista—. Esto significa quetambién Dorothy y Janet fueronasesinadas…, a pesar de todo. Esteterrible conde Laguno tenía razón.Pensáis avisar a la policía, ¿verdad? Espor eso por lo que me habéis hechovenir aquí, para darme la noticia consuavidad, como si yo fuera algunahorrible vieja postrada, vestida con unabalita de cama y un gorro de dormir de

raso rosado.—Me alegro de que lo tomes así,

Lorraine —dije.—¿Cómo creías que lo iba a tomar?

Yo tenía fe en David y… en Chuck, conrespecto a Janet y Dorothy. ¿Por qué nohabría de tenerla? No había nada quepudiera suscitar sospechas. Peroahora… Peter, ¿qué pasa? ¿Qué es loque sucede? —Su mirada, suplicante,saltó de mí hacia su medio hermano—.Las invité a que vinieran. Invité a susmaridos. Supongo que fui una idiota.Pero tenía mis razones. Quería que todosfuesen felices. Yo…, yo nunca me figuréque… Peter, yo las invité aquí, y… y

ahora están muertas.Sus ojos estaban cargados de temor.

Yo me acerqué a ella y la tomé de losbrazos.

—Tú no tienes la culpa, chiquilla.Lorraine se puso en pie, apartándose

de mí y clavándome los ojos.—Peter, ¿quién es el autor de todo

esto? ¿Quién lo hace?—¡Ojalá lo supiera!Amado también se levantó.—No te aflijas, Lorraine. Supongo

que la policía lo descubrirá. Ahora escosa de ellos.

—¿Avisaréis en seguida?—Cuanto antes, mejor —dije yo

sombríamente—. No podemos saber quéocurrirá a continuación.

—¡Si al menos no hubieran hechobajar al señor Throckmorton delaeroplano! —Lorraine me asió del brazo—. Peter, querido, por favor, espera aque Chuck regrese de Reno. Tiene queestar aquí de un momento a otro.

Con una voz en la que se percibíahostilidad, Amado dijo:

—¿Por qué tenemos que esperar aChuck? Tú misma admitiste que fue unode los que trataron de tapar el asunto.

—Yo no he dicho eso. —Lorrainegiró en dirección a mí—. Amado quieredar a entender que Chuck impidió

deliberadamente que se enterara lapolicía. Esto no es cierto, ¿verdad queno?

—Puede no ser cierto —respondí—.No hizo más que seguirle el juego aWyckoff. Fue Wyckoff quien comenzó aocultar. Y ahora admite que seequivocó. Admite que probablementeDorothy fue envenenada. Pedirá que lehagan una autopsia. —Y al acabar dedecir esto, como pude leer en los ojosde Lorraine el intenso amor por Chuck yque sería la muerte para ella tener quesospechar de él, añadí—: No te aflijaspor Chuck. Tú lo conoces mejor queninguno de nosotros. Tú sabes lo que es

o no es capaz de hacer.Lorraine se volvió a medias hacia su

hermano.—Amado…, ¡qué nombre tan

repelente! ¿Por qué te llamo Amado?Walter es el nombre que te puso mamá,y es un nombre bastante bueno. Walter,espera por favor a que regrese Chuck.

Amado me miró y comenzó atartamudear:

—Bien…—¡Por favor! —dijo Lorraine,

cruzando el cuarto hasta donde él estaba—. Walter, no lo comprendes. Tú nuncahas sido rico. Oh, ya sé que ha de serduro tener por hermana a una de las

muchachas más ricas del mundo. Pero losoy, y eso significa que cualquier cosarelacionada conmigo se convierte ensensacional. Todo lo que me ocurreaparece impreso en todos los periódicosescandalosos del mundo. Piensa en loque será para mí tener que soportar porel resto de mi vida que, vaya dondevaya, la gente me mire y empiece asusurrar: «Esa es Lorraine Pleygel. Yosiempre quedé intrigada acerca de esasmujeres, que asesinaron en su casa.¿Sabes? Dicen que…». Chuck conoce atodos los empleados de la policía deNevada. Si fuera él quien los llamara yles hablara, se mostrarían más amables.

Tratarían de ayudarme, de ver que lascosas no-aparezcan en primera página.¿Comprendes?

Amado le acarició la manotorpemente.

—No creo que haya inconvenienteen que esperemos a Chuck, ¿verdad?

—Claro —dije yo.—Gracias, a los dos. ¡Muchas

gracias!Lorraine sacó un cigarrillo de una

pequeña pitillera y lo encendió. Volvióa acercarse al fuego. Nadie decíapalabra. Mientras contemplaba laesbelta y elegante figura de Lorraine, depie frente a las fluctuantes llamas, me

puse a pensar en ella. Hacía años que laconocía y sentía por ella mucho afecto,pero todavía constituía un enigma paramí. ¿Por qué motivo, por ejemplo, no sehabía casado? Desde que yo era amigosuyo, se había comprometido por lomenos cinco veces, y en todas ellas,súbitamente, el compromiso se habíaroto. ¿Por qué? ¿Era a causa de sudinero? ¿Descubría en el últimomomento que era su fortuna más que ellamisma lo que había atraído a susadmiradores? También me puse a pensaren Chuck, el reservado jugador acercade quien, al parecer, se sabía tan poco.Que Lorraine estaba loca por él no

admitía duda. Ya acababa de verlo ensus ojos mientras hablaba de él.

Pero también había visto otra cosa.Una imagen del hipócrita rostro de MimíBurnett asomó a mi mente; Mimí con surosa blanca y su traje medieval, Mimícon sus repulsivas efusiones con Amadoy sus taimadas miraditas a Chuck. ¿EraMimí la causa de esa mirada diferenteen los ojos de Lorraine?

En el delicado aposento amarilloreinaba gran quietud. De pronto, desdedetrás de la ventana, oí el ruido de uncoche que torcía hacia la puerta de laentrada.

Lorraine se irguió.

—Debe de ser Chuck.—Vamos —dijo Amado—.

Salgámosle al encuentro.Pasamos a la biblioteca. Laguno

estaba allí todavía, leyendo con airehosco. Le dejamos atrás y nosencaminamos rápidamente al vestíbulo.La puerta de la entrada estabaentreabierta. Lorraine se deslizó afuera.Yo la seguí, y tuve un encontronazo conella cuando se detuvo súbitamente sobresus pasos.

Miré por encima de su pequeñacabeza rizada. El auto de Chuck estabadetenido delante de la casa. Pero nopude verlo bien, porque frente a él se

encontraban Chuck y Mimí. Y Mimí sehallaba en brazos de Chuck.

Estaban confundidos en un estrechoy apasionado abrazo.

C

14

huck y Mimí se separaron de unsalto. Era demasiado tarde.Como era costumbre en él,

Chuck vestía ajustados pantalones devaquero y una vieja camisa de tartán, decuello abierto. Pero la tradicionalbravuconería que acompañaba esteatavío había desaparecido. Mimí tuvo lainesperada decencia de hallarse tambiénturbada. Tenía los labios entreabiertosen lo que intentaba ser una sonrisa de

niñita buena, aunque más se asemejaba ala mueca de una comadreja atrapada. Larosa blanca continuaba todavía en supecho. Estaba ahora aplastada y uno desus pétalos se soltó. Todos,estúpidamente, lo miramos caer dandovueltas hasta el suelo.

Todos, excepto Lorraine. Ella teníalos ojos clavados en Mimí. A pesar desus frívolos rizos, su frívolo rostro, sufrívolo traje largo, su calma resultabaimpresionante.

—Puedes hacer tus maletas, Mimí—dijo—. Te irás de aquíinmediatamente.

Su tono era magníficamente

desdeñoso. Parecía un ama de casadespidiendo a una criada desaseada.

Amado había estado contemplando asu novia y a Chuck estupefacto yaturdido. Al oír aquellas palabras sevolvió hacia Lorraine, con la rechonchabarbilla temblorosa.

—Esto debe tener alguna…, algunaexplicación.

—Claro que tiene explicación —dijo Lorraine—. Si no hubieses estadotan ciego lo habrías visto venir hacedías. Mimí se las arregló para viajarsola con Chuck en el auto aquella nocheen que fuimos todos a Reno. En el cochedemostró sin duda cuán cariñosa y

femenina puede ser. Después bailó larumba con él. Eso fue para demostrarque también puede ser seductora ysensual. Después empezó a burlarse demí por la manera absurda como visto.Cuando Chuck me tomó el pelo por usaraquel traje de baño, por ejemplo, la ideano era de él; era de Mimí. Le estabahaciendo ver lo frívola que soy yo, sólopara poner de relieve lo artística yetérea que es ella. Después, másadelante, empezó a mirarle y a ofrecerlecócteles cuando estaba cansado. Eso erapara mostrar qué encantadora esposapodría ser. Las zapatillas delante delfuego todas las noches. —Se encogió de

hombros levemente—. Todo ha sido tanevidente que me da náuseas.

Chuck tenía la vista baja, clavada ensus zapatos. Mimí continuaba muda.Amado, penosamente confuso,tartamudeó:

—Pero, Lorraine…, Mimí está…,está comprometida conmigo.

Lorraine le puso la mano sobre elbrazo.

—Amado, no he queridoinmiscuirme en tu vida; no he queridodecir nada. Supongo que, como decostumbre, hice mal. ¡Tú eres tan fácilde engañar…!; es como quitarle uncaramelo a un chico. Dios sabe dónde la

has encontrado. Fue en Las Vegas, ¿noes así? ¿Por qué motivo piensas que secomprometió contigo? Tú no eresexactamente un Adonis. ¿No te dascuenta? Ha sido porque eres mihermano, porque parecías una buenapresa. Pero cuando la trajiste aquí y ellaempezó a comprender que a ti no tehabían dejado dinero, el asunto cambióde aspecto. Y por otro lado, en cambio,estaba Chuck, el jugador del momento,con su propio club en Reno…, unavíctima mucho más prometedora, aunqueera mi novio. Oh, el trueque se hizo conastucia, no cabe duda. A ti se te mantuvoatado de un hilo, por si acaso.

Amado parpadeó. Lorraine se volvióhacia Mimí.

—¡Tú! —exclamó—. ¡Tú con tuEdna St. Vincent Millay, con tus Sonetosde la Portuguesa, con tu «Amado mecortó una rosa esta noche»! Dondequieraque hayas ido, siempre había hadas yduendes danzando tras de ti. ¡Hadas yduendes! Dondequiera que hayas ido,siempre has sido una perra.

Esto era hablar. La cara de Mimíestaba tan blanca como la rosaaplastada. Hizo un amago de acercarse asu prometido.

—Amado… —comenzó a decir.Amado le sonrió débilmente.

—Mimí, no te aflijas. Ha habido unerror…

Lorraine se echó a reír.—Mejor será que vuelvas a Amado,

Mimí. No sé hasta dónde has llegadocon Chuck, pero me temo que estás,perdiendo tu valioso tiempo. En primerlugar, no tiene un centavo aparte de loque yo le di. Y además, no estádisponible para las que buscan marido.—Hizo una pausa. Todos la mirábamos.Con voz tan suave que era más bien unsusurro, añadió—: Chuck está casadoconmigo hace ya casi seis meses.

Esto me hizo dar un respingo.Amado quedó boquiabierto. Mimí

vaciló en su traje de noche castañocomo si le cedieran las rodillas. Chuck,sobre cuyo cincelado labio superiorbrillaban gotitas de sudor, exclamó:

—¡Lorraine!Lorraine giró en dirección a él.—¿Qué importancia tiene ahora? De

todos modos teníamos pensadodecírselo al señor Throckmorton. —Sevolvió hacia mí—. Por eso llamé alseñor Throckmorton. Queríamosdecírselo primero a él porque es mitutor. Después íbamos a anunciar elcasamiento y posiblemente a celebrarotra vez la boda, una verdadera boda. Yquise que estuvieran aquí todas mis

amigas del colegio por lo feliz que mesentía, porque me parecía tan hermosoestar casada y quería que ellas hiciesenlas paces con sus maridos y fuerantambién felices. —De pronto se echó areír—. Gracioso, ¿no es verdad? Misamigas no han hecho-las paces con susmaridos…, han muerto. Y Chuck haestado engañándome desde antes deanunciar el casamiento.

El hermoso rostro de Chuckrevelaba la tortura que estaba sufriendo.Dio un paso hacia Lorraine.

—Lorraine, chiquilla, escucha…Lorraine no le hizo caso y se dirigió

a Mimí.

—No quiero que haya ningunaescena, Mimí; de manera que, por favor,vete en seguida. Haz tus maletas y vete.

—Desde luego que me iré —dijoMimí muy estirada—. No piensoquedarme en esta casa y dejarmeinsultar…, ni un minuto más.

En un intento de hacerles volver atodos a la tierra, interrumpí:

—Pero pensamos llamar a lapolicía. Cuando sepan lo que ha estadoocurriendo, dudo que dejen irse a nadie.

Mimí se encaró bruscamenteconmigo.

—De modo que por fin ceden,admiten que dos de las invitadas de

Lorraine han sido asesinadas.Espléndido. Mayor motivo tengo, pues,para querer librarme de esto. Por siacaso la policía me necesita, y no sé porqué habría de necesitarme, dejaré midirección. Podrán encontrarme cuandolo deseen.

Recogiendo su larga falda, pasórápidamente frente a nosotros endirección a la puerta de la entrada.

Amado corrió en su seguimiento.—Mimí…Ella se detuvo sobre los peldaños,

lanzándole una mirada de desprecio.—Ningún hombre capaz de quedarse

tan tranquilo oyendo como me insultan

significa nada para mí. Estoy harta de ti.H-a-r-t-a. —Soltó una risa ronca—. Yno creas que no ha sido encantador,Amado.

Y después de decir esto penetró enla casa.

Amado vaciló un momento,balbuceando nerviosamente. Después sevolvió hacia su hermana.

—Querida Lorraine, creo que hassido muy ruda con ella; muy injusta ydesconsiderada. —Echó a andarpesadamente en dirección a la casa,llamando: «Mimí, Mimí», como el tenoren el último acto de La Bohème.

Chuck no prestaba ninguna atención

a Mimí, a Amado ni a mí. Tenía los ojosclavados en Lorraine, y los labios muyapretados. Súbitamente se le acercó y larodeó con sus fuertes brazos. Ella sedebatió, pero él no la dejó soltarse.

—Ya sé, chiquilla, que esto pareceterrible —dijo—, pero yo puedoexplicártelo. Dios sabe que ya te hubieraexplicado antes todo el sucio asunto, dehaber podido. Yo…

—¿Qué es lo que hay que explicar?Yo estaba seguro de que parte de

Lorraine deseaba permanecer en susbrazos, de que luchaba no sólo con él,sino también consigo misma.

—Has besado a Mimí —continuó—.

Eso no puedes borrarlo conexplicaciones. No es que un solo beso auna sola Mimí importe. Lo que importaes que hayas podido perder el tiempocon una triste farsanta como ella.

—Pero, Lorraine, escucha.—Oh, ahora comprendo. Si no

comprendiera sería una tonta. Dijisteque querías mantener secreto elcasamiento porque eras pobre y teresultaría molesto que la gente seenterara de que te habías casado conLorraine Pleygel. Yo te creí. Te prestéese dinero para instalar el club dejuego-porque dijiste que querías teneréxito en alguna empresa propia antes de

que anunciáramos la boda. Oh, de quetuviste éxito no cabe duda, pero eresexactamente igual que todos. Te casasteconmigo porque andabas detrás de losdólares de los Pleygel. Y quisistemantener secreto el casamiento parapoder pavonearte con tu dinero en elChuck’s Club. El simpático joven condinero para tirar y libre de toda atadura,el Lotario provinciano. ¿Cuántasdivorciadas de Reno han sido tus Mimí?

Los ojos de Chuck centelleaban.—Te quiero, Lorraine. Y tú eres la

única para mí. Yo…Lorraine se libró de su abrazo de un

tirón.

—No me mientas. ¿Para qué?—No es mentira.Lorraine tenía un aspecto muy frágil

y patético. Le temblaban los labios.Sacó un delicado pañuelo de color deframbuesa negra y se sonó la nariz.

—Nunca será lo mismo —balbuceó—. Nunca, nunca.

Y rápidamente, haciendo revolar sufalda, se apartó de nosotros y subió laescalinata.

Chuck no hizo intento de seguirla.Permaneció en su lugar, como aturdido.Yo también estaba bastante aturdido.Cómo podría nadie, estando en su sanojuicio, tener una intriga con Mimí era ya

difícil de entender, pero que Chuck lohubiera hecho siendo ya el aceptadomarido de Lorraine rebasaba los límitesde lo verosímil.

La lástima que me inspiraba no eraexcesivamente profunda. No sin ironía,le dije:

—Lo felicito por su casamiento.Él se sobresaltó y se quedó

mirándome. Hizo después una ligeramueca.

—¡Las mujeres! —exclamó—. Lomire uno como lo mire, las mujeres sonmujeres.

Y hecha la penetrante observación,pareció no tener nada que agregar en su

descargo.La situación había tomado un giro

completamente ajeno al asunto queteníamos entre manos. El intrincadoenredo amoroso de Chuck podía serimportante para él, pero no lo era tantocomo el hecho de que teníamos quevérnoslas con dos asesinatos. Mepareció que era ya tiempo de enterar delo sucedido al marido secreto deLorraine. Le referí lacónicamente latentativa para asesinar a Fleur, mientrasél estaba en Reno. Le dije también queWyckoff, Amado y yo pensábamosenterar del asunto a la policía para queinterviniera.

Si esperaba sorprenderle en algunaespecie de admisión de culpa, estabadestinado a sufrir un desengaño. Cuandooyó que Wyckoff pediría que hicieranuna autopsia del cadáver de Dorothy,exclamó:

—¿Por qué demonios no podrádecidirse ese muchacho? Fue él quiendijo que había muerto de un ataque alcorazón. De no haber sido por Wyckoffyo nunca… —Se interrumpió,observándome con fijeza—. He sido unimbécil. Me he estado engañando a mímismo. Ahora lo comprendo. No meparecía posible que aquí, en estaelegante casa de Lorraine, con sus

elegantes amigos, sucediera algo tanespantoso como un asesinato. Me pareceque estaba equivocado.

—Creo que sí —dije yo.Dejó escapar un silbido.—Dorothy, Janet, Fleur… ¿Qué

pasa, teniente?—Pregúnteme cosas más fáciles.—¿Usted…, usted cree que habrá

más asesinatos?—Cuando la policía esté aquí me

sentiré mucho más feliz —dije, y le hicesaber que Lorraine prefería que fuese élquien llamara a la policía.

—¡Oh, sí!, claro. —Parecía ahoraactivo y competente—. Es al inspector

Craig a quien hay que llamar. Es el tipomás inteligente de todos ellos. Además,tiene mucha influencia con la prensa. —Echó a andar hacia la casa—. Vamos, yahemos perdido bastante tiempo.

Chuck Dawson parecía un jovenadaptable. Esa misma mañana apenashabía sido el campeón de la escuelatodo-marchará-perfectamente. Ahora,en cambio, estaba sediento de acción.

Yo lo seguí a la desierta sala deestar desde donde habló por teléfono.Terminada la conversación, colgó elreceptor ruidosamente.

—Craig estará aquí dentro de hora ymedia, poco más o menos. No le he

contado nada, le he dicho simplementeque viniera.

—Muy bien —repliqué.—Y le agradecería, teniente —me

dijo con otra débil mueca—, que nomencionara nuestro casamiento ni elasunto de Mimí a la policía. Se lo digopor Lorraine. En verdad Mimí meimporta un comino. Me parece que ahorasubiré para poner las cosas en claro conmi mujercita.

Lo dijo con cierta bravuconería. Ysin embargo, al mirar su rostro mepregunté si no le resultaría difícil ponerlas cosas en claro con su mujer cita.

E

15

n la enorme sala de estar reinabauna lobreguez de cámaramortuoria. La casa empezaba a

ponerme nervioso. Dos días antes tansólo habíamos constituido un grupopasablemente alegre. ¡Y había quevernos ahora! Dorothy y Janet habíanmuerto. Bill Flanders y el conde estabanviudos. Fleur, que había escapado a lamuerte por un pelo, estaba bajo laatención médica de su marido. Amado,

nuevamente mero Walter French, llorabaun idilio roto, en tanto que Lorraine, consu matrimonio secreto en grave peligrode naufragar, estaba probablementeencerrada en su cuarto, negándose aescuchar las «explicaciones» de Chuck.Y ahí estábamos Iris y yo en lo másdenso del asunto.

La proporción de bajas en aquellalujosa mansión era tan alta como la deun atolón del Pacífico batido por lastormentas.

Seguramente, reflexioné, ningúnteniente de navío de la historia habíasoñado siquiera un modo peor de pasarun permiso.

Me serví una copa (la necesitaba), yme puse a pensar en Iris. Había llegadoal extremo de sentirme preocupado si nola tenía ante los ojos. Me levantaba yapara buscarla cuando apareció BillFlanders cojeando en su muleta. Elexinfante de marina se me acercó.Parecía inquieto.

—Teniente, quiero preguntarle algo.Yo…, bien, estaba casualmente en elvestíbulo cuando Chuck llamó a lapolicía. Vendrán esta noche, ¿verdad?

—Sí —respondí—. Estarán aquídentro de una hora, aproximadamente.

Flanders fijó la vista en sus manosde boxeador.

—He estado pensando… ¿Vienen acausa del accidente de Fleur de estatarde?

Ya no tenía sentido continuarocultando las cosas.

—Hemos avisado a la policía —dije—, porque alguien ha intentado asesinara Fleur esta tarde, y porque alguien haasesinado a Dorothy y a Janet.

No pareció sorprendido.—Ya me lo figuraba, teniente.

Supuse que Dorothy tuvo que haber sidoasesinada, al fin y al cabo, cuandoocurrió eso con Janet.

Los árbitros de la conducta elegantepodrían haber esperado que sufriera una

conmoción al enterarse de que su esposahabía sido asesinada, pero yo sabía queBill se había sentido más que satisfechopor la muerte de Dorothy, y él sabía queyo lo sabía. En ese punto, al menos, nosentendíamos.

—He estado pensando —dijosúbitamente—. Usted tiene en su poderese descabellado testamento que hizoJanet dejándome todo su haber,¿verdad?

—Sí —contesté, perplejo por supregunta.

—Este asunto no me gusta —dijocon voz áspera—. Janet apenas si meconocía. Me dejó todos sus bienes por

una especie de capricho. No me sientocon derecho a ellos, teniente, y quieroque me haga usted un favor: quiero quedestruya ese testamento y que se olvidede él.

—¿Que lo destruya? Bill, no puedodestruirlo. Janet me lo dejó en custodia.

Bill me miró con expresiónobstinada.

—No quiero su dinero.—Escuche, Bill, es una locura tener

esos escrúpulos. Janet le dejó a ustedsus bienes porque quería resarcirlo delo que le había hecho Dorothy y porqueno quería que llegaran a poder de sumarido. Si yo destruyera ese testamento

lo heredaría todo Laguno. ¿Cree ustedque a Janet le gustaría eso?

—Creo que no…; creo que no legustaría mucho —dijo con débil sonrisa,que no tardó en desvanecerse—. Pero loque ella tenía era una casa de modas delujo, ¿no es verdad? Yo no puedo andartonteando en una casa de modas,teniente.

—Puede usted venderla. Es unnegocio importante. Con el producto queobtenga y el resto del dinero, podráusted vivir cómodamente hasta el fin desus días. —Fijé la vista en el colgantetrozo de su pantalón donde deberíahaber estado su pierna—. No le será

fácil encontrar empleo; nada fácil, porcierto. No sea tonto. Acepte lo que leofrece el destino. Y si le da por ponersemagnánimo, siempre le queda el recursode dotar un hogar para pesos pesadosretirados o cualquier otra cosa que leguste.

Pareció sorprendido. Me miró, ydespués meneó la cabeza.

—Bueno, si es así…, lo lamento.Lamento haber planteado la cuestión.Olvide esto.

Se volvió, apoyado en su muleta, yse apartó cojeando.

—¿Ha visto usted a mi mujer? —legrité.

—Sí, está en la biblioteca, leyendo.Pasé rápidamente frente a él y

penetré en el vestíbulo. Al abrir lapuerta vi a Chuck Dawson, que veníabajando las escaleras. Tenía la caraensombrecida y borrascosa. Cuandoestuvo cerca le dije:

—De manera que Lorraine no quiereatender a explicaciones todavía, ¿eh?

Chuck no me contestó. Frunció elceño aún más, dobló en dirección a lapuerta de la entrada, y salió dando unportazo.

Iris estaba sola en la biblioteca,sentada debajo de una lámpara de pie,con un voluminoso libro sobre la falda.

Lo dejó a un lado al verme, y se meacercó. Con sólo cruzar una habitaciónpodía hacer algo por uno. No eraextraño que Hollywood y el señorPiatanovsky la hubieran convertido enestrella.

—Peter, ¿qué ha ocurrido? Todoshan subido con aire furioso; primeroMimí, y después Amado, Lorraine yChuck.

—Han ocurrido muchas cosas —lecontesté.

—¿Han llamado ya a la policía?—Sí. Vendrán dentro de poco. ¿Qué

has estado leyendo?—Oh, he querido conocer algo más

acerca del curare. Estoy segura de quela solución de todo depende de esteepisodio inicial. Si pudiéramoscomprender cómo fue envenenadaDorothy, creo que a lo demás se lepodría encontrar cierto sentido. —Mimujer se encogió de hombros condesaliento—. Pero no he podidoaveriguar nada en ninguna parte.

—Ya no tenemos necesidad deaveriguar nada, mi vida. Ahora seencargará la policía de todo este asunto.

—Sí, ya sé. —Iris no parecíademasiado complacida—. Será un aliviosaber que están aquí. Desaparecerá esasensación de peligro. Pero, Peter,

supongo que tengo una mente muyordenada. Detesto dejar las cosas por lamitad.

Tenía un aire tan serio que meincliné para besarla.

—«Iris Duluth, la encantadoradetective de Hollywood contratada porla Magnificent Pictures».

—Peter, no te rías de mí. Me vuelveloca ver gente asesinada a diestro ysiniestro sin saber por qué. Nosotrostenemos el guante de Dorothy manchadode curare. He estado pensando en esosguantes, querido; son de piel. No creoque Dorothy haya podido pincharse eldedo a través de ellos. Son demasiado

duros. Y esto significa que el guantetiene que haber estado manchado cuandolos metió en el bolso. Pero tenemostambién el bolso y en él no hay curare.Si convirtieron ese bolso en una trampamortal, alguien debe de haberseapoderado de él más tarde y desarmadola trampa. Pero cualquiera puedehaberse apoderado del bolso después dela muerte de Dorothy. —Iris parecíaindignada—. ¡Oh Peter, todo es tanexasperante!!

Mi mujer tenía razón en lo que decíade la trampa con, el veneno. Wyckoff melo había hecho ver. Una autopsia: nosería suficiente para demostrar que

Dorothy había sido envenenada, y sinesto, probar que la muerte de Janet nohabía sido accidental resultaría unaardua empresa.

Mi mujer se echó el oscuro pelohacia atrás con ademán desafiante.

—Peter, si no descubro cómo fueenvenenada Dorothy, me sentiréfrustrada y se me arrugará el cuello. ¿Tegustaría eso?

—No —dije.—Entonces no dejes de interesarte

en esto por la mera razón de queintervendrá la policía. Sigueayudándome. Y, para empezar, dime quées lo que ha pasado. —Suspiró—. No es

justo. Tú intervienes en todo. Yosiempre me quedo fuera.

—Muy bien, querida. Te lo contarétodo, pero con una condición.

—¿Cuál?—Que salgamos de esta espantosa

biblioteca y subamos a nuestrahabitación, donde podré besarte cuantasveces lo desee.

Iris deslizó su mano en la mía y nosencaminamos al vestíbulo. Estabadesierto. Antes había demasiada genteen la casa. Ahora Iris y yo parecíamostenerla a nuestra entera disposición.

Cuando empezamos a subir laamplia escalera, apareció la figura de

Mimí Burnett, bajando apresuradamentedesde el primer piso. Llevaba ungastado abrigo de piel sobre su vestidomedieval y traía una maleta en la mano.

Al llegar junto a nosotros, suspequeños ojos negros se clavaron en mícon frialdad.

—Me voy en el auto de Chuck. Sialguien me necesita, que me busque en elRiverview de Reno.

Pasó velozmente junto a nosotros ysalió por la puerta de la fachada, quedejó abierta. Iris la siguió con la mirada.

—¿Se puede saber qué es lo quepiensa hacer?

—Esta es una de las cosas que tengo

que contarte —dije.Llegamos a nuestra habitación y nos

dejamos caer sobre las camas. Todoslos demás muebles del cuarto erandemasiado angulares y modernos pararesultar cómodos. Hice a mi mujer unminucioso relato de mi breveconversación con Bill Flanders respectoal testamento de Janet y le conté luego lodemás.

—Así están las cosas —concluí—,excepto que Chuck llamó además a untal inspector Craig. Al parecer es unbuen hombre y tratará de que no hayaescándalo…, si es que alguien puedeimpedir que haya escándalo con tres

asesinatos de por medio.Iris estaba tendida en su lecho, con

la cabeza apoyada en el brazo,mirándome con expresión solemne.

—Nunca imaginé que Lorraineestuviera casada con Chuck, aunque élpertenece precisamente a ese tipo dehombre musculoso y atlético conquesuelen casarse las herederas. Pero ¿porqué lo han mantenido secreto?

—Parece haber sido idea de Chuck.No quería que la gente se enterara deque se había casado con Lorraine sintener un centavo propio. Lorraine leprestó el dinero para instalar el club.Esperaban que fuese un éxito. Después

Chuck podría aparecer en los periódicoscomo el opulento hombre de negocios deNevada o cualquier otra cosa por elestilo.

—Pero no cabe duda de que el clubdebe de marchar bastante bien a estasalturas. Hace ya tiempo que le estáproduciendo ganancias.

—Así es. Y ahora estabandispuestos a anunciar el casamiento. Poreso es por lo que Lorraine llamó almítico señor Throckmorton. Ella queríaque fuera el primero en saberlo y darlesu bendición de tutor. A propósito, ésaes la causa de que nos haya traído a sucasa, así como a los Laguno, los

Flanders y los Wyckoff. Quería quetodos se reconciliaran y que todo elmundo se sintiese feliz para celebrar supropia boda.

Iris sonrió con amargura.—¡Pobre Lorraine, las cosas no le

han salido como esperaba!—No, no exactamente.—Pero lo de Mimí no lo entiendo.

¿Por qué motivo habría de andar Chucktonteando con una pequeña farsantecomo Mimí, justamente ahora, cuandoiban a anunciar el casamiento? Yo soymujer, quizá no comprenda estas cosas,pero ¿es Mimí el tipo de arrebatadorasirena que hace olvidar a los hombres el

amor, la palabra empeñada y losmillones de los Pleygel?

—En lo que a mí respecta no meharía olvidar una barrita de caramelo decinco centavos.

—Entonces, ¿en qué consiste suextraño poder sobre Chuck?

—Ahí está el quid —dije.Iris comenzó a pasear la mirada

distraídamente por la habitación. Depronto, concentró la atención en eltocador.

—¡Peter! —exclamó.—¿Qué pasa?Mi mujer saltó del lecho y empezó a

correr de un lado a otro, inspeccionando

el tocador y después la cómoda. Volvióluego junto a mí.

—Peter, alguien ha registrado estahabitación.

—¿Registrado?—Sí. Han movido las cosas de

encima del tocador. Yo siempre pongoese frasco de perfume a la izquierda y…fíjate en los cajones de la cómoda. Estoysegura de haberlos dejado todoscerrados, y ahora dos están un pocoabiertos. Tú no has vuelto aquí despuésde la cena, ¿verdad?

—No.—Entonces alguien la ha registrado.Me puse en pie.

—¿Falta algo?—En seguida te lo diré.Iris buscó febrilmente entre nuestras

cosas.—No, querido, no falta nada. Lo he

mirado todo, excepto el cajón cerradocon llave.

—¿El cajón cerrado con llave?—Sí, el cajón donde guardo la

alcancía. El sitio donde pusimos eltestamento de Janet. También tengo allíel bolso de Dorothy.

Iris hurgó en su propio bolso enbusca de la llave y abrió el cajón de lamesa de tocador. Yo corrí hacia ella.

Estaba todo. El azul y rollizo cerdito

alcancía nos miraba de soslayo, y juntoa él yacían el bolso plateado de Dorothyy un pliego de papel doblado quereconocí como el testamento de Janet.

Iris levantó la vista excitada.—Peter, debe de haber sido el

testamento o el bolso lo que buscaban. Yhabrán tenido demasiada prisa paracorrer el riesgo de forzar la cerradura.¡Qué suerte haber cerrado con llave elcajón!, ¿verdad?

Yo reflexionaba.—Nadie sabía que nosotros

teníamos el bolso de Dorothy, exceptoWyckoff, quizá. Pero no veo por quéhabría de intentar robarlo. Debía de ser

el testamento lo que buscan.—Fue Bill Flanders —dijo Iris—.

Quizá haya venido aquí esperando poderdestruir el testamento por sí mismo. Ydespués, no habiendo podidoencontrarlo, se dirigió a ti.

—O quizá haya sido Laguno.Desapareciendo este testamento, élquedaba como único heredero en virtuddel anterior. Este hombre no me inspiraninguna confianza. —Me incliné y saquédel cajón el testamento y el bolso,depositándolos encima de la cómoda—.Sea como sea, quien intentó robarlo unavez, probablemente intentará de nuevo.Estas dos cosas son demasiado

peligrosas para guardarlas en un cajóncon una cerradura de diez centavos. Tanpronto como vengan los de la policía,les entregaremos estos dos pequeñosobjetos.

—Me parece que tienes razón —asintió Iris sumisamente.

Oprimió luego el cierre dél bolso, yéste se abrió permitiéndonos ver suinterior. Iris sacó los guantes de Dorothyy después fijó la vista en el pequeñotesoro de fichas de ruleta. Alisó elguante de la mano derecha, dejando verla mancha rojiza del dedo mayor. Derepente soltó una exclamación deenfado, tomó una de las fichas y salió

corriendo en dirección al cuarto debaño.

—¿Qué demonios…?Oí ruido de agua que corre. Después

volvió a aparecer Iris. Tenía la ficha enuna mano y en la otra una toalla blanca.Agitó la toalla delante de mí con airedesesperado.

—Mira, Peter.Miré la toalla. Cruzaba el blanco

lino una mancha rojiza, de tono casiidéntico al de la mancha del guante.

—Mira, querido —repitió Iris—. ¡Yyo estaba tan segura de que el guanteestaba manchado de curare!

—Pero ¿qué?… —comencé a decir,

confundido.—Mira el color de estas fichas de

ruleta…, es castaño rojizo, lo mismoque el curare. Están hechas de unmaterial barato. Acabo de mojar estaficha en el cuarto de baño y la he secadocon la toalla. ¿No te das cuenta? Una delas fichas con que jugó Dorothy en elclub de Chuck habrá estado húmeda. Asíes como se manchó el guante. No escurare…, es tintura.

Se dejó caer sobre el borde dellecho.

—¡Oh Peter!, todo queda en la nada.Estamos en el mismo punto desde dondepartimos. La autopsia no podrá

demostrar que Dorothy fue envenenadacon curare. La camioneta ruralprobablemente estará tan destruida porel fuego que no será posible probar quelimaron el cable del freno. En cuanto alo de Janet, nunca tuvimos prueba al-gima para demostrar que fue asesinada.Vendrá la policía. Pero ¿qué podremosdemostrar? Sólo que tres personas hansufrido otros tantos accidentes, y quetodo es muy sospechoso. Nada más. Noposeemos ninguna prueba de que hayahabido crímenes. No poseemos nada.Querido, tú serás un héroe en elPacífico, yo seré una estrella deHollywood, pero como detectives

somos… dos inutilidades.Como de costumbre, tenía razón. La

mancha del guante era casi lo únicotangible que teníamos para mostrar a lapolicía. El inspector Craig, a menos quese pudiera probar algo concreto, estaríatan desasistido como nosotros.

Yo no me preocupaba tanto por elasunto como Iris. A ella la maníadetectivesca la había atacado con másfuerza que a mí. Todo lo que yo queríaentonces era poder llevármela de eselugar calamitoso y pasar algunos días detranquilidad con ella antes de volver ami barco. Así ocurre siempre con laslicencias. Los primeros días me parecía

tener todo el tiempo del mundo; tiempobastante para andar entrometiéndome enmisterios ajenos. Ahora pensaba entérminos de mi partida. El tiempo me erainfinitamente precioso. Me lamentabapor cada segundo que no había pasadocon Iris.

Me eché sobre la cama próxima a lade ella.

—No te inquietes por eso, querida.Déjalos que se maten unos a otros. ¿Aquién le importa?

Empecé a besarla. No tardé enolvidar que mucha gente tenía muchosproblemas. Pero por último Iris seapartó de mí.

—Querido Peter, el inspector Craigestará aquí de un momento a otro. —Selevantó y se dirigió a la ventana—. Sinos quedamos aquí y escuchamospodremos oír el coche.

Me acerqué a ella, deslizando elbrazo en torno a su cintura. Nuestraventana, de manera muy poco romántica,miraba hacia los garajes, que formabanuna pulcra hilera blanca un poco másallá de la entrada principal de lamansión. La luna de Nevada lucíaradiante en un cielo de purísimo azul.

Yo fijé la vista en los garajes. Lapuerta corrediza de uno de ellos estabaentreabierta, y un pequeño objeto de

color claro que yacía sobre la gravaatrajo mi atención. Mientras locontemplaba, se levantó una ráfaga deviento que lo envió por los aires através del patio. Por fin se detuvo en uncuadrado de luz que reflejaba una de lasventanas de abajo, y vi que era unamedia de mujer.

—Una media —dijo Iris—. Hasalido del garaje.

Yo volví a mirar la abierta puertadel garaje. En el interior, vagamentediscernible desde nuestra ventana, seveía un bajo cupé convertible. Reconocísus líneas.

—Iris, ¿no es el auto de Chuck ése

que está en el garaje?—Creo que sí —respondió Iris

mirándome—. Pero Mimí dijo quepensaba ir a Reno en él.

—Debe de haberse ido en alguno deLorraine. Pero ahora que lo pienso, nohe oído salir ningún coche del garaje; ¿ytú?

—No, yo tampoco. Tendríamos quehaberlo oído desde aquí. Pero, Peter,Mimí no puede haberse quedado en elgaraje todo ese tiempo. Quizá hayadecidido no ir.

—No era a ella a quien tocabadecidir esto. Lorraine la ha echado. ¡Yla media ésa! ¿Qué hace allí esa media?

Mi mujer y yo nos miramos uno aotro. Yo me encaminé a la cómoda, cogíel testamento y el bolso de Dorothy, ylos volví a guardar bajo llave en elcajón del tocador, junto con el cerditoalcancía. Le tiré la llave a Iris.

—Vamos —dije.Salimos de la habitación, cerrando

la puerta con llave para mayorseguridad. Cuando empezábamos aandar por el desierto corredor, se abrióla puerta del cuarto de Chuck e hicieronsu aparición Chuck y Amado.

Nos acercamos a ellos y yo preguntéa Amado:

—¿Le pidió usted a Lorraine que

dejara quedarse a Mimí?Amado parecía abstraído.—Pues…, no. Intenté hablar con

Mimí y después con Lorraine, peroninguna de ellas quiso escucharme. ¡Quécosa tan terrible! Estuve hablando conChuck. Él me asegura que no hubo nadaentre Mimí y él, absolutamente nada.Como Mimí es tan cariñosa y…

Yo interrumpí sus divagaciones.—Chuck, Mimí iba a ir en su coche

a Reno, ¿no es cierto?El marido de Lorraine me devolvió

la mirada con expresión desafiante.—¿Y por qué no? De alguna manera

tenía que ir.

Iris me empujó hacia adelante conimpaciencia.

—Vamos, Peter.Seguidos por las miradas perplejas

de ambos hombres, nos encaminamosapresuradamente hacia las escaleras ydescendimos al desierto vestíbulo. Yoabrí prestamente la gran puerta de laentrada. Corrimos luego hasta el caminode acceso y doblamos hacia atrás, bajoun alto arco de color blanco, endirección a los garajes.

La media, pequeña y lastimosa,yacía aún en el suelo, cerca de la casa.Iris la levantó. Yo me precipité hacia lapuerta entreabierta del garaje.

Atravesado sobre el umbral había unobjeto. Casi tropecé con él, me apartéhacia un lado para evitarlo. Era unamaleta. Estaba abierta y su contenidoyacía desparramado por el piso, enrevuelta confusión.

Oí la voz de Iris.—Es una media perfectamente

buena. Debe de ser de Mimí.—Lo es —respondí—. Aquí está su

maleta. La han abierto y la hanregistrado.

Iris se me acercó. Yo salté porencima de la maleta, penetrando en eloscuro interior del garaje. Pude advertiruna llave de luz en la pared. La hice

girar.Iris, a mis espaldas, lanzó una

pequeña exclamación entrecortada.Yo también estaba muy lejos de

sentirme dueño de mí.Mimí Burnett yacía despatarrada

junto al cupé verde de Chuck, sobre lapiedra desnuda del piso del garaje. Elabrigo de piel, extendido desde sushombros, se asemejaba a las alas de unmurciélago muerto. El vestido medievalestaba arrugado y torcido, y su cabeza sehallaba en media de un charco desangre.

Se veía a su lado una piedra, deborde irregular y manchado de sangre.

Era más que evidente el propósito conque se la había utilizado.

Me arrodillé, tembloroso,inclinándome sobre ella. Los ojos deMimí miraban con ciega fijeza. Suslabios, ya no más ingenuamentetraviesos, se entreabrían en una tontasonrisa sin sentido.

Miré el aterrorizado rostro de mimujer.

—Peter —susurró—; ¿está…,está…?

—Sí —contesté—. Es esoexactamente: está muerta. Parece que laera de accidentes ha terminado. Esta vezse trata de un asesinato; de un sencillo y

honrado asesinato, que no deja lugar aninguna duda.

A

PARTE V

LORRAINE

16

quel pensamiento me punzabacomo un absceso mientraspermanecíamos de pie en medio

de la cruda luz del garaje. La piedra que

había aplastado el cráneo de Mimí yacíaa su lado, a plena vista. No habían hechoel menor intento de disimular el registrode la maleta. Dorothy… Janet… Fleur…Mimí… Cuatro de las seis mujeres quese encontraban en la mansión de losPleygel habían sido objeto de ataquescriminales en tres días. La sucesión demuertes se precipitaba con velocidadsiempre creciente. Pero esto no era lopeor.

Lo peor era que por último elcriminal obraba abiertamente. Ya no leimportaba quién pudiera enterarse deque había matado a tres mujeres, eintentado matar a una cuarta; y planeaba

probablemente seguir matando. Loestaba proclamando a voz en cuello.

Era esto lo que le daba a todo esecarácter tan terrible…, y tandescabellado.

Iris estaba en pie a mi lado, sin decirpalabra. Yo rodeé su talle con el brazo.Había algo de ominoso en el rostromuerto de Mimí Burnett, mostrando susonrisa tonta desde el piso manchado deaceite; algo de ominoso en el húmedoolor a lubricante y polvo.

Con voz que sonabadiscordantemente alta, mi mujerexclamó:

—¡Mimí muerta! Peter, ¿es que esto

no acabará nunca?Yo pensaba lo mismo. Aun antes de

la muerte de Mimí, había sido imposibleencontrar algún motivo razonable queexplicara a la vez todos los crímenes. Yahora el cuadro se había vuelto tandisparatado como el sueño de un loco.No había, seguramente, ningún esquemadonde cupieran el asesinato de Dorothy,el de Janet, el de Fleur y el de Mimí, amenos que fuera el esquema de un locohomicida, resuelto a eliminar a todas lasmujeres de nuestro grupo.

Lorraine e Iris eran las únicasexcepciones hasta el momento. Y ahorayo ya sólo tenía una modesta ambición:

que mi mujer continuara viva.—Al menos no tendremos que avisar

a la policía —estaba diciendo Iris—. Elinspector Craig debe de estar al llegar.

Mientras escuchaba a Iris, advertípor primera vez que estaba rozando conla punta del zapato un objeto que sehallaba sobre el suelo. Me incliné paralevantarlo. Era un libro pequeño,encuadernado en piel y con artísticosrótulos. Leí las doradas letras, quedecían: Poemas Selectos, Edna St.Vincent Millay. Yo siempre habíaopinado que la afición a leer poesía deMimí sólo era otro aspecto de suafectado intelectualismo, pero ese libro

tenía ahora algo de patético. PobreMimí, ya no necesitaría más el estímuloespiritual que podría brindar MissMillay.

Deslicé el libro en mi bolsillo.Mi mujer se volvió hacia la maleta

que yacía junto a la puerta. Se inclinósobre ella para examinarla y yo meacerqué a ella.

—No toques nada. Tendremos queenseñársela a la policía.

—Ya lo sé. —Mi mujer echó unamirada a Mimí por encima del hombro—. Ahora ya no nos costará ningúntrabajo convencer al inspector Craig deque anda suelto un asesino.

—Exactamente —respondí.Las mujeres son singulares. Yo, que

había vivido y comido y dormido con lamuerte en el Pacífico, tenía aún unahorrible y vivida conciencia del cadáverde Mimí Burnett tendido allí a nuestrasespaldas. Quería alejarme de él cuantoantes. Pero mi mujer, una vez pasada laprimera impresión, pareció adoptar elrealista criterio de que lo hecho, hechoestaba, y la presencia de un cadáver nola amilanó en lo más mínimo.Contemplaba la maleta con airepráctico.

—Es para volverse loca eso de nopoder tocar las cosas. Sea quien sea el

asesino de Mimí, es evidente que queríaalgo que ella tenía en la maleta. Si tansólo pudiéramos descubrir qué era,quizá nos fuera posible encontrarlealgún sentido a esto. Quizá pudiéramosrelacionarlo con lo ocurrido a Fleur, aJanet y a Dorothy.

Yo deseaba que el inspector Craigse apresurara y viniera por fin.

—No es posible relacionar nada connada —dije con aspereza—. Y no sepuede esperar que un loco haga lascosas con sentido. Alguien está loco yese alguien está matando mujeres.Atengámonos a eso, y confiemos en queno se le ocurra la graciosa idea de

matarte a ti.—Tonterías. —Aun a la cruda luz de

la desnuda bombilla del techo, Irisparecía lo suficientemente hermosa parafigurar en un cartel de publicidad—. Nocreo que haya locos capaces de pasarpor personas normales durante veintitrésde las veinticuatro horas del día. Sóloexisten en los libros. Sé razonable. Estotiene que haberlo hecho alguno de lacasa, lo sabemos con certeza. Ynosotros los conocemos a todos. Seránquizá simuladores y falsos, pero ¿quiénde ellos podría ser un loco?

—Yo no pondría las manos en elfuego por ninguno.

—En tu opinión, supongo, al caer lanoche Amado se metamorfosea en ungordo hombre lobo, o los dientes de lapequeña Fleur Wyckoff se alargan yentrechocan de ansia de morder venasyugulares. No, Peter, no es posibledesentenderse de las cosas con tantafacilidad. Alguien ha llevado a cabocuatro ataques deliberados por motivosperfectamente deliberados. Si todo estonos parece rayano en la idiotez esporque aún no hemos dado con esosmotivos.

Iris seguía con la misma cantilena.Nada parecía desanimarla.

—Peter —comenzó a decir,

volviéndose hacia mí.—Sí…—Estaba pensando. Ahora que Mimí

está muerta, la senda del verdaderoamor debería resultar infinitamente másllana para Chuck y Lorraine. —Seinterrumpió y sentí el roce de su manosobre mi brazo—. Escucha —susurró—,hay alguien en el patio.

Permanecimos unos instantes enabsoluto silencio. A través de laoscuridad reinante en el patio, llegaba elsuave crujido de unos pasos sobre lagrava. Supuse al principio que setrataría de Chuck o de Amado, quehabrían venido de la casa para averiguar

qué nos había ocurrido, cuando advertíde pronto que las pisadas no proveníande la puerta de entrada. Se aproximabandesde la dirección contraria.

Alguien se deslizaba hacia la casadesde el jardín.

Yo me hallaba en tal estado denerviosismo que en todo percibíapeligro. Susurrando a Iris que no semoviera, salí al patio. La luna iluminabacon suficiente intensidad para, quealcanzara a divisar la encorvada figurade David Wyckoff, encaminándose abuen paso hacia el arco que conducía ala puerta de la entrada.

No sé a quién esperaba encontrar,

pero la vista de Wyckoff aquietó misvagos temores. De todos losheterogéneos huéspedes de Lorraine,Wyckoff era el que me inspiraba másconfianza. Tarde o temprano tendría queenterarse de lo de Mimí. Lo mismo eraque lo supiese inmediatamente.

—¡Eh, Wyckoff! —llamé.Se volvió bruscamente, hundiendo la

mirada en la oscuridad.—¿Quién es? ¿Es usted, teniente? —

Vino hacia mí—. Fleur duerme. Queríahacer un poco de ejercicio ya que se meha presentado la oportunidad. ¿Queríausted algo?

—Sí —dije sombríamente—. Tengo

algo que mostrarle.Estaba ahora junto a mí. Yo podía

percibir la mirada de sus ojos,ligeramente interrogante. Me volví haciael garaje. Wyckoff me siguió, y estuvo apunto de tropezar con la maleta deMimí.

—Observe —le dije—. No muevanada.

Wyckoff parpadeó por efecto de laluz. Mecánicamente, dirigió a Iris unasonrisa. Después vio a Mimí y la sonrisase desvaneció de su rostro.

—¡Dios mío! —exclamó.No había sido leal ponerle frente a

aquello sin ninguna advertencia previa,

pero él supo resistir el golpe. No dijonada más. Muy imbuido de su carácterde médico, se dejó caer sobre lasrodillas junto al cuerpo de Mimí. Nisiquiera la tocó. Supongo que no hacíafalta. Por último levantó la vista; tenía elrostro intensamente pálido.

—Está muerta —dijo—. Perosupongo que ya lo sabrán… Esto… ¿noacabará nunca?

Había dicho lo mismo que Iris.¿Qué otra cosa se podía decir?Se puso en pie. Echó una ojeada de

soslayo a la maleta y después a mí. Yono lograba adivinar sus pensamientos.Su rostro no era transparente en

absoluto. En la forma metódica en quehubiera podido solicitar datos para lahistoria clínica de un paciente, empezó ainterrogarme sobre los pocos hechos queconocíamos. Yo estaba resumiéndoselostodavía, cuando oímos el ruido de unautomóvil que subía por el camino endirección a la casa.

Iris me interrumpió excitada.—Este ha de ser por fin el inspector

Craig.Yo miré a Wyckoff

escrutadoramente.—Ahora todo saldrá a la luz, como

usted sabe. Usted pedirá que hagan unaautopsia del cadáver de Dorothy, ¿no es

verdad?—Sí —respondió ceñudamente.—Y ¿tiene preparado lo que va a

decir? ¿Cree que su diagnóstico originalpodrá resultar lo bastante justificadopara que no le acarree dificultades?

—Espero que sí. —Era evidente quetrataba de juntar fuerzas para las proezasque nos esperaban—. Ustedes dosquédense aquí, mejor. Yo traeré a Craig.Al fin y al cabo, lo de Dorothy eshistoria vieja. —Echó una mirada aMimí—. Es esto lo que les interesaráprimero.

Se apresuró a salir, para detener alcoche que se acercaba antes de que

llegara a la puerta de la entrada.Iris parecía pensativa.—¿No piensas decirle nada a la

policía acerca del lío de Wyckoff conDorothy o del robo de la carta porFleur?

—Prometí no hacerlo —contesté—.Es obvio que Wyckoff pensó que Fleurmató a Dorothy y que Fleur pensó quefue Wyckoff quien lo hizo. Yo creo queesto los elimina a ambos comosospechosos. Ya lo han pasado bastantemal, tanto uno como otro. Al menospodemos ahorrarles algo.

—Sí, tal vez tengas razón —dijo Irissin comprometerse.

Wyckoff no tardó en, reaparecer,acompañado de una figura baja einquieta. Al parecer, el inspector Craighabía venido solo. Ambos se reunieroncon nosotros fuera del garaje. Alcancé adistinguir los rasgos del inspector Craiga la luz de la luna. Parecía más bienjoven y de mirada firme.

—El doctor Wyckoff dice que desdeque Chuck Dawson me llamó hanasesinado a una mujer —manifestó—.¿Han sido ustedes dos los que handescubierto el cadáver?

—Sí —repuse, y me presenté a mímismo, y después a mi mujer. Craigmiró a Iris con expresión de deferencia.

—Iris Duluth —dijo—. La he vistoen películas, y me pareció una buenaactriz. Es cosa delicada para una artistade cine verse mezclada en un asesinato.Tendremos que hacer los mayoresesfuerzos para que su nombre aparezcalo menos posible.

—Mi carrera cinematográfica no meinteresa —replicó Iris con impetuosidad—. De todos modos, estoy aburrida deHollywood. Lo único que me importa esresolver esto. Mi marido y yo hemosayudado a esclarecer algunos asesinatosen el Este, y ya nos hemos ocupado unpoco en éste. Tenemos un sinfín decosas que contarle.

Me pareció ver asomar una sonrisaligeramente irónica en el rostro delinspector mientras contemplaba a mimujer.

—Muy bien, muy bien. —Se volvióhacia mí y me indicó el garaje con lacabeza—. Wyckoff me ha dicho que nohan tocado nada.

—No —contesté.Craig se encaminó hacia la puerta

del garaje seguido de Wyckoff.—Ustedes dos no se vayan —nos

dijo por encima del hombro—. Quierohablarles después de acabar con esto.

Ambos hombres desaparecieron enel garaje. Estuvieron allí un buen rato.

De cuando en cuando los oíamos hablar,pero la mayor parte del tiempo Craig, alparecer, prefirió trabajar en silencio. Enel garaje había un teléfono. Había unteléfono en cada una de las habitaciones,rincones y huecos de la absurda casa deLorraine. Al final oímos que el inspectorse comunicaba con alguien. Pedía queenviaran a sus colaboradores habitualesen casos dé homicidio…, y pronto.

Después de la conversación, él yWyckoff volvieron a emerger a labrillante luz de la luna de Nevada.

El candado del garaje colgaba delpestillo de metal. Craig tiró de la puertapara cerrarla y apretó el candado,

guardándose la llave en el bolsillo. Eraevidentemente hombre de pocaspalabras, y, de modo igualmenteevidente, no pensaba malgastarlas. Nodijo absolutamente nada acerca de loque había observado o dejado deobservar al examinar el cadáver deMimí. Se volvió hacia nosotros,contemplando fijamente el rostro de Irisy el mío con su firme mirada.

—Tengo entendido, por lo que me hainformado la policía de Reno, que unaseñora invitada por la señorita Pleygelmurió de un ataque de corazón hace dosdías. También me he enterado, por lapolicía de Genoa City, que otra mujer se

ahogó en la piscina anoche. No puedodecir que la llamada de Chuck Dawsonme haya sorprendido.

Nos soltó esto llanamente, dejandoque nosotros hiciéramos las deduccionespertinentes.

—La mujer de Del Monte era unapaciente mía de San Francisco —intervino torpemente Wyckoff—.Estaba… seriamente enferma delcorazón. Fui yo quien diagnosticó que sumuerte se debía a un ataque cardíaco.Entonces parecía bastante lógico, peromi diagnóstico dejó de satisfacerme, enespecial desde que el teniente Duluth…—Sus explicaciones no resultaban muy

convincentes—. Nuestra opinión esahora que Dorothy Flanders fueasesinada. Hay cierta base para pensarque se utilizó curare. Este fue el motivode la llamada de Dawson.

El inspector Craig se limitaba apermanecer allí parado, sin hacercomentario alguno.

Iris, impaciente y entusiasta,intervino:

—Creemos que Dorothy Flandersfue asesinada por alguna especie detrampa para envenenarla quedispusieron en su bolso. Arriba tenemosel bolso y algunas otras cosas paraenseñárselas.

Una vez más descubrí una expresiónclaramente irónica en el semblante deCraig. Con tono muy sereno, repuso: —Si abrigaban ustedes todas estassospechas, me parece que hubieranpodido manifestarlas antes. Es desuponer que también creen que asimismofue asesinada la señora Laguno. Puesbien, esta mañana se instruyó el sumario,y ninguno de ustedes se mostró endesacuerdo con el veredicto de muerteaccidental.

—No dijimos nada porque noestábamos seguros —expliqué—.Ambas muertes parecían bastanteinocentes. No teníamos nada que

exponer, salvo nuestras sospechas.—Es decir —completó Iris—, hasta

esta tarde.Elevando ligeramente la voz el

inspector inquirió:—Y ¿qué ha sucedido esta tarde?Wyckoff contó a Craig el tremendo

episodio de Fleur y la camioneta rural.El inspector se permitió el lujo de un

comentario. Emitió un pequeño gruñidoy murmuró:

—¡Vaya un tiempecito que hanestado pasando aquí! —Su voz volvió atornarse brusca e impersonal—. Puesbien, no nos será posible echarle unvistazo a esa camioneta hasta mañana.

Mis hombres tardarán muy poco enllegar, pero entretanto… vayamos mejora la casa y veamos qué es lo que sepuede aclarar acerca del caso de laseñorita Burnett. —Dirigió la mirada aIris—. Usted decía que estaban en supoder el bolso de la señora de Flandersy algunas otras cosas. ¿Querría tener labondad de traerlas?

—Hay también algo más —dije yo—. Algunas flechas indias con curare enla punta. La señorita Pleygel las tiene ensu sala de trofeos. Creemos que alguienha usado una de las flechas. Nos gustaríaque usted las viera.

El inspector me miró con algo

parecido a la aprobación. —Pareceandar usted con los ojos bien abiertos,teniente. Creo que nos ocuparemos deesas flechas antes que de ninguna otracosa.

Los cuatro cruzamos el patio degrava, pasamos a través del arco depiedra blanca, y doblamos en direcciónde la gran puerta de entrada. Ninguno delos de la casa parecía haberse enteradode la llegada del inspector. El pórticode la entrada se hallaba desierto.También lo estaba el amplio einhospitalario vestíbulo.

Apenas llegamos, Iris se dirigió alas escaleras en busca de los objetos

que teníamos en nuestro cuarto. Mirandocómo la vasta escalera iba tragando supequeña figura, sentí un absurdo temorpor ella.

—Vaya usted con Iris, ¿quiere? —dije a Wyckoff—. No me gusta pensarque anda paseándose sola por esta casa.

Wyckoff me dirigió una brevesonrisa de comprensión.

—Y ya que sube usted —proseguí—, avise a los demás. El inspectorquerrá vernos a todos, me imagino.Lorraine está en su habitación…, o almenos así me parece. Podría usteddecirle que ha llegado la policía.

—Sí, doctor —intervino Craig, que

tenía la mirada fija en Wyckoff—. Ytambién me gustaría hablar con su mujer.

Parte del antiguo recelo asomó a losojos de Wyckoff. Con bastantesequedad, repuso:

—Como médico de mi mujer, metemo que tendré que negarme a quenadie hable con ella esta noche. Hasufrido una impresión muy fuerte.

El inspector seguía mirándole. Seencogió de hombros.

—Muy bien. Entonces tendremosque esperar hasta mañana por lamañana.

Wyckoff comenzó a subir lasescaleras en pos de Iris.

Conduje al inspector Craig hasta lasala de los trofeos. También estaestancia se hallaba vacía. La casaparecía tan muerta como los animalesque nos contemplaban desde lasparedes. Observados por los ojos devidrio de elefantes, caimanes y cebras yla repelente muñeca de Lorraine, mostréal inspector la vitrina que contenía lostres abanicos de saetas. Le conté loreferente a la flecha que había faltadodel tercer grupo y que después habíareaparecido. Luego le señalé esa sextaflecha, cuya punta parecía haber sidocubierta de una sustancia de color algodistinto del de la que teñía a las demás.

La tapa de vidrio de la vitrina teníaechada la llave. Habría que recurrir aLorraine antes de poder hacer un examenmás de cerca.

Craig estaba inclinado sobre lavitrina. Era la primera oportunidad quese me presentaba de observarle a plenaluz. No parecía contar más de treintaaños, y poseía rasgos toscos yreveladores de inteligencia. No mehabía equivocado respecto a su mirada.Era la más firme que había visto en mivida. De cuando en cuando parpadeaba,estudiando aquellas flechas, pero nohabía ninguna indecisión en aquelmovimiento. Sus párpados se alzaban y

bajaban como si cada vez que lo hacíanalguna caja registradora mental dieraentrada a otra observación.

—Vendrá con los muchachos eldoctor Brown —dijo—. Haré que selleve las flechas para analizarlas. Prontosabremos si pasa algo con esto, comousted dice. —Levantó los ojosfijándolos en mí—. Usted parece haberaprovechado el tiempo, teniente. Leagradecería que siguiera, ayudándomeen esto durante algún tiempo. Creo queme: será usted útil.

—Mi mujer y yo tendremos sumoplacer en ayudarlo en todo lo que nossea posible —repliqué, esponjándome

un tanto.El inspector sonrió. Era una sonrisa

turbadora.—Usted —dijo—, no la señora. No

dudo de que es una muchachainteligente, pero es mujer. Le seréfranco, teniente, no soy partidario de quelas mujeres se entremetan en cosas dehombres.

Dijo esto con tono bastante cordial,pero advertí en él una obstinación parejaa la de mi mujer. Yo me sentía feliz deque fuera lo bastante anticuado parapensar en Iris más bien como en unadorno que como en precioso auxiliardetectivesco. Desde ese momento en

adelante toda clase de pesquisa seríapeligrosa. Saludé al inspector como a unaliado en mi campaña de protección deIris.

Craig contemplaba con asombro yhasta leve espanto la muñeca quereproducía la figura de Lorraine, cuandovolvieron a entrar Iris y Wyckoff. Mimujer anunció que Lorraine bajaría enseguida, y entregó al inspector el bolsode Dorothy y el último y brevetestamento de Janet.

No sin satisfacción expliqué a Craigel poco simpático papel desempeñadopor el conde Laguno en lo ocurrido hastala fecha. Iris, Wyckoff y yo hicimos

saber al inspector todo lo que sabíamosacerca de todo y de todos. No obstante,pasamos por alto el enredo de Wyckoffcon Dorothy, y no hicimos mención delcasamiento de Chuck con Lorraine ni dela escena habida entre Lorraine y Mimíen la escalinata del frente. Yo habíaprometido a Chuck dejar que seencargara él de las explicacionesrelativas a su matrimonio. Fuera comofuese, no tardaría en salir todo a la luz.

El inspector escuchaba con la mayorcalma. El cuadro era lo suficientementecomplejo para alterar el espíritu mástranquilo, pero Craig no parecíainmutarse, como si el asesinato

inmotivado, al parecer, de tres mujeres,más un ataque a una cuarta, fueran cosasde todos los días en Nevada.

No hizo más que comentar:—¿De manera que esta Mimí Burnett

estaba comprometida con el mediohermano de la señorita Pleygel?

—Sí —repliqué.—¿Sabe usted de dónde es o alguna

otra cosa sobre ella?—No mucho. Creo que él la conoció

en Las Vegas.El inspector asintió con la cabeza.—Aparte de la señorita Pleygel, la

señora de Wyckoff y ustedes tres hay enla casa cuatro invitados más. Chuck

Dawson, el medio hermano de laseñorita Pleygel, el señor Flanders y elconde Laguno, ¿no es verdad?

—Así es.—¿Dónde están ahora?—Tienen que estar por aquí —dijo

Wyckoff—. Arriba no los he encontrado.—Perfectamente. —El inspector

Craig se metió el bolso de Dorothy bajoel brazo y el testamento de Janet en elbolsillo—. Quisiera verlos ahora.Supongo que no estarán enterados de lamuerte de la señorita Burnett…, esdecir, ninguno de ustedes les ha dichonada, ¿verdad?

Miré a Wyckoff, quien meneó la

cabeza.—No —dijo—, yo no se lo he

contado.—Bien —dijo el inspector—. Hay

alguien en la casa que no necesita que selo cuenten. Nuestra obligación esencontrarlo… o encontrarla.

Expresándose así, hacía que elasunto pareciera tan sencillo comolevantar una aguja del suelo.

Pero en mi opinión, al menos, laaguja estaba todavía en lo más hondodel pajar.

E

17

ncontramos a los cuatro hombresen la biblioteca. Habían llevadouna mesa de juego al centro de la

enorme alfombra Aubusson, y jugaban albridge. Parecía una actividad inusitadaen las circunstancias en que noshallábamos, y constituían un insólitocuarteto. El conde se inclinaba sobre suscartas con mirada atenta, como la deesos sujetos contra los cuales se sueleprevenir en las travesías transatlánticas.

Bill Flanders, con la muleta apoyadacontra su silla, demostrabamalhumorado desinterés, en tanto queChuck y Amado parecían abrigar lahosca determinación de quienes seesfuerzan en no pensar en cosas muydistintas y desagradables.

Estaban tan intensamenteconcentrados en pasarlo mal, que sóloadvirtieron nuestra presencia cuando elinspector Craig soltó un formidablebufido. Chuck, Amado y Laguno sepusieron en pie de un salto, dejando aFlanders sentado ante la mesa. Con unapobre imitación de sonrisa, Chuck seacercó a nosotros y dio la mano al

inspector.—Me alegro de que esté usted aquí,

Craig.La penetrante mirada del inspector

sometió a Chuck a un minucioso examen.—He tenido noticias muy

sorprendentes de usted en Reno, Chuck.¿De manera que ha vendido usted suclub a Jack Fetter y su pandilla?

El inspector habló con tono tansuave que por un segundo no capté elsignificado de sus palabras. Un rubor deconfusión acentuó el tostado delagradable rostro de Chuck. Parecía unboxeador que acabara de recibir ungolpe donde menos lo esperaba.

—Las noticias vuelan —dijodébilmente.

—Lo dicen por toda la ciudad.Fetter había querido comprarle el clubdesde que usted lo inauguró, y derepente decide usted vendérselo… másrápido que una ardilla. —El inspector seencogió de hombros—. Según tengoentendido, además, la venta es alcontado. Es una buena suma paraentregar al contado, pero es prudentepor su parte hacer tratos con Fetter alcontado.

—Sí. —Chuck se miraba los zapatos—. Me iba bastante bien, pero… ¡quédemonios! Uno se cansa de estar atado.

He vendido el club y me alegro deverme libre de él.

—Chuck, ¿has vendido el club?Todos nos volvimos al oír la voz de

Lorraine, que llegaba desde la puerta ysonaba aguda y desafiante. Había bajadosin que la oyésemos, y se acercó aChuck, convertidas las cejas en dosarcos de asombro.

—Chuck, no es posible que hayasvendido el club. No es posible. No mehabías dicho nada. Tú…

—Lo he vendido esta tarde, querida.Me hicieron una buena oferta, de maneraque lo he vendido, sencillamente. Te loquería decir, pero… —Sus ojos, fijos en

ella, parecían suplicar—. Lo he hechopor ti, chiquilla. Este lugar ha dejado deser seguro para ti. No quiero que nosligue con él ninguna atadura. Te llevarélejos de aquí.

Había algo en los dos, mientraspermanecían de pie uno frente al otro,algo intenso y vibrante, que hacía que laatención de todos se concentrara enellos, con exclusión de toda otra cosa.Yo me estaba haciendo algunasreflexiones acerca de la sorprendentenoticia de que Chuck, en un trato alcontado de rapidez relámpago, habíavendido su club a su rival en lalocalidad. Los motivos que alegaba para

justificar la operación eran bastantegalantes, pero aun siendo por motivostan galantes, resultaba extraño que sehubiera decidido, sin el conocimiento nila aprobación de Lorraine, a vender unclub cuya existencia dependíaenteramente del dinero de ella.

Su mujer continuaba observándolecon enigmática intensidad.

—Pero, Chuck, ¿cómo puedeshaberlo vendido? Bien sabes que eraidea tuya desde el principio decir alseñor Throckmorton que poseías el cluby que marchaba bien, hacer que te vieraallí y…

Chuck se humedeció los labios.

—Escucha chiquilla, esto tenemosque discutirlo más tarde. Por elmomento hay bastantes más cosas parapreocuparnos. —Indicó al silenciosoCraig—. El inspector Craig.

Lorraine giró rápidamente endirección al inspector con unaautomática sonrisa de dueña de casa.

—¡Oh, el inspector Craig! ¡Quéamable al haber venido! ¿Cómo…? —De pronto pareció recordar que la visitade Craig no tenía un carácter social—.¡Oh, sí, Dios mío! Ha venido usted porel asunto de la pobre Fleur, porsupuesto. ¿O es por Dorothy…, o porJanet? Supongo que en verdad será por

todas. —Miró al inspector gravemente—. Espero que pueda usted hacer algoantes de que ocurra otra cosa.

—Mucho me temo, señorita Pleygel—dijo el inspector—, que ya hayaocurrido otra cosa.

Había una serenidad en su personaque obligaba a prestarle atención. Todosteníamos los ojos fijos en él.

—¿Otra cosa? —preguntó Lorraine—. ¿Algo que no sabemos todavía?

Craig se miró las uñas, y después,rápidamente, volvió a levantar la vista.

—Sí. El teniente Duluth y su señoraacaban de descubrir a la señoritaBurnett en el garaje, muerta…,

asesinada.—¡Mimí! —Lorraine se llevó

nerviosamente un pequeño pañuelo a loslabios y dio media vuelta encarándosecon Amado. Su vivaz rostro parecíadescarnado y pálido—. Amado, ¿lo hasoído? Dice que Mimí está muerta.

—¡Muerta! ¡Mimí… muerta! —Amado, cuyas mofletudas mejillasestaban grises como bizcochos sincocer, me asió del brazo—. ¿Es ustedquien la ha encontrado, teniente? —mepreguntó con voz ronca—. ¡La haencontrado muerta y no me ha dichonada! —Pronunció esta frase una y otravez, con la idiota reiteración de una

aguja moviéndose sobre un discorayado.

Chuck permanecía callado. TantoLaguno como Flanders parecían sentirmás alivio que ninguna otra cosa. Yoadivinaba perfectamente lo que lespasaba por la mente. Mimí nada teníaque ver con ellos. Su muerte, si en algoinfluía, era para tornar más fácil, antesque dificultosa, la posición en queestaban.

Lorraine hizo una profundaaspiración e inquirió:

—Pero ¿por qué?—Mi oficio es hacer preguntas, no

contestarlas, señorita Pleygel. —La voz

de Craig denotaba inflexibilidad—. Enprimer lugar, me gustaría que me dijerapor qué abandonaba la señorita Burnettsu casa con una maleta a estas horas dela noche.

Lorraine tartamudeó:—Peter…; el teniente Duluth ¿no se

lo ha contado?—El teniente Duluth no me ha dicho

nada concerniente a las idas y venidasde la señorita Burnett.

—Entonces…, entonces…—Mimí Burnett se iba porque

decidió trasladarse a un hotel de Reno—intervino Chuck—. Estaba asustadapor las cosas que habían estado

sucediendo aquí. No quería permanecermás tiempo en la casa.

Cuando yo le había prometido aChuck guardar silencio sobre la disputaentre Mimí y Lorraine, no había soñadosiquiera que se proponía mentir a lapolicía de modo tan descarado. Y ahorano sabía exactamente qué partido tomarante el inesperado giro de la situación.

—¿La señorita Burnett abandonabala casa porque temía que atentarantambién contra ella? —inquirió Craig.

Chuck seguía tartajeando:—Bueno, ella…; bueno, ¡qué

demonios!, habían agredido a tresmujeres. No quería, sencillamente,

quedarse aquí más tiempo.—Comprendo —dijo Craig.—De modo que usted comprende,

inspector. —El conde Laguno intervinoen la conversación con voz tan cuidada yatildada como su traje—. Es unaverdadera lástima, porque lo que ustedcomprende no es cierto. Mimí Burnett nose iba de aquí porque se sintieraacometida por un pueril temor. Se ibaporque la señorita Pleygel la habíaechado.

—Stefano… —dijo Lorraine,volviéndose hacia él.

—No me gusta causarle desagrado,Lorraine —Laguno enseñó sus

deteriorados dientes en una blandasonrisa—, pero si no estamos dispuestosa decir la verdad, ¿qué objeto tiene elhaber llamado a la policía?

—¿Es cierto lo que dice el conde,señorita Pleygel? —preguntó vivamenteCraig—. ¿Pidió usted a la señoritaBurnett que se marchara?

En ese momento intervinotorpemente Amado. A pesar de laconmoción que acababa de sufrir,parecía querer ir en ayuda de suhermana.

—En cierto sentido Lorraine pidió aMimí que se marchara. Todo fue…, ¡ah!…, un equívoco sin ninguna importancia.

Lo hubieran podido aclararinmediatamente si se hubieran permitidomutuamente explicarse las cosas, pero…

—Yo no lo llamaría un equívoco sinimportancia. —Laguno continuabasonriente—. Esta noche, inspector, hubouna verdadera disputa entre la señoritaPleygel y la señorita Burnett, en laescalinata de la entrada. Yo acertaba apasar por el vestíbulo en ese momento, yno pude evitar oír parte de ella. Segúntengo entendido, la señorita Pleygel y elseñor French descubrieron a la señoritaBurnett abrazándose del modo máscomprometedor con el señor Dawson.La señorita Pleygel, por si acaso no lo

sabe usted, está casada en secreto con elseñor Dawson. Como es natural, lo queveía suscitó su enojo. Ordenó a laseñorita Burnett que se marchara de lacasa al punto, y no lo hizo precisamenteen términos vagos. Le…

—Cada cosa a su tiempo —leinterrumpió el inspector—. SeñoritaPleygel, ¿está usted casada con ChuckDawson?

—Sí, lo estoy. —Lorraine estabadesafiante—. ¿Hay algo criminal enesto?

Laguno prosiguió:—No pretendo ser un detective, y no

quiero por cierto hacer el trabajo que le

corresponde a usted, pero como laseñorita Burnett, al parecer, ha sidoasesinada, supongo que le interesaráconocer los posibles motivos. Llamo suatención sobre el hecho de que laseñorita Burnett era una verdaderaespina en la secreta vida de casada de laseñorita Pleygel, constituíaprobablemente un serio estorbo paraChuck, y había sido, sin duda, una grandesilusión para su prometido, el señorFrench. Hay aquí, me parece, tresexplicables motivos para cometer uncrimen.

Stefano Laguno desempeñaba elpapel de traidor con tanto celo, que yo

no podía sino suponer que le gustaba.Lorraine le miró con ojosrelampagueantes. Era la primera vez queyo la veía realmente irritada, y elespectáculo resultaba impresionante.

—Debe de haber alguna alcantarillaahí fuera —dijo—. Me gustaría saberdónde está para pedirle a Chuck que learroje al lugar que le corresponde. —Giró sobre sus talones en dirección aCraig—. Quiero recordarle que no esMimí la única asesinada. DorothyFlanders y Janet Laguno también lo hansido. Ya que ha entrado en discusión eltema de los motivos, podría interesarlesaber que el conde había tenido un

enredo con Dorothy y que hasta amenazócon matar a su mujer para quedarse consu dinero. Todos los que están aquípueden atestiguarlo. —Y parodiandomalignamente la voz de Laguno, añadió—: No pretendo ser una detective. Perohay aquí, me parece, un explicablemotivo para cometer un crimen.

El inspector no pareció arredrarseante este estallido de encono.

—El teniente Duluth me haentregado el último testamento de laseñora Laguno —dijo, dirigiéndose alconde—. Espero, conde, que semostrará usted tan deseoso en cooperaren el esclarecimiento de las otras

muertes como en la de la señoritaBurnett.

La descarada insolencia de Lagunopermaneció inconmovible. Echó haciaatrás la cabeza, haciéndole formar unelegante ángulo, y replicó:

—Naturalmente, inspector. Laverdad es que hay algo que quisieraindicarle ahora mismo. Si ha leído ustedel testamento de Janet, habrácomprobado que deja todos sus bienes aBill Flanders. Ningún inspectorinteligente pensaría que maté a mi mujersencillamente para beneficio de otro. —Extendió las palmas de las manos—. Enmi opinión, no debería desdeñar usted

esta humilde sugestión: en su búsquedade sospechosos conceda cierta atencióna Bill Flanders. Estaba muy lejos dequerer a su mujer y…, bueno, la muertede Janet le reporta un cómodo bienestar.No puedo ver enteramente cómo encajasu persona con la muerte de Mimí,pero…

—¡Cerdo! —Bill Flanders cogió sumuleta y se levantó—. ¡Grandísimocerdo! ¿Cree usted que podrá arrojarlodo a todo el mundo, eh?

Laguno le sonrió.—Déme un poco más de tiempo,

Flanders. Todavía no le he arrojadolodo a… al doctor Wyckoff, por

ejemplo. —Sus penetrantes ojos delagarto se posaron en el rostro delmédico—. No quiero confundirle conuna excesiva solicitud, inspector, perodebería usted tener muy en cuenta elhecho de que el doctor Wyckoff hayadiagnosticado que la muerte de Dorothyse debía a un síncope cardíaco, cuandoera un caso tan evidente deenvenenamiento. Y creo que tambiéndebería interesarle el hecho de que ladesviada mujer del doctor Wyckoff casise mató esta tarde cuando…

—Cállese usted, Laguno —lointerrumpió coléricamente Wyckoff.

Estalló una babel. Todos empezaron

a hablar a la vez, lanzándoseacusaciones unos a otros.

El inspector consiguió apaciguarlosa costa de grandes dificultades. Fueracomo fuese, desistió de todo otro intentode entrevistarse con nosotros en grupo, yanunció que interrogaría a cada uno delos ocupantes de la casaindividualmente. Eligió antes que anadie a Lorraine, y se retiró con ella alpequeño aposento amarillo contiguo a labiblioteca.

Librados a sus propios medios, losrestantes cayeron en un tenso silenciosurcado de animosidades. Por espaciode un largo y tedioso rato, a medida que

una persona tras otra iba compareciendoante la presencia del inspector,permanecimos sentados o paseándonospor la biblioteca, sin hacer otra cosa queservirnos ocasionalmente una copa. Enesto llegaron los hombres de Craig yhubo un intervalo cuando Craig saliócon ellos hasta el garaje. Al terminar elinspector las entrevistas y reaparecer enla biblioteca, eran las dos pasadas.

—Bueno, señores, por ahora basta—dijo, y dirigiéndose a Lorraine,prosiguió—: Si no tiene ustedinconveniente, •señorita Pleygel, pasaréaquí la noche. Creo que, dadas lascircunstancias, será bueno que

permanezca en la casa.La afirmación parecía de mal

agüero, como si, al igual que yo, creyeraque cualquier cosa podría ocurrir encualquier momento. Lorraine dispusoque se le destinara un cuarto y, apetición suya, mandó traer la llave de lavitrina de la sala de los trofeos. Craigentregó la llave a uno de sus hombres,ordenándole que llevara inmediatamentelas flechas a analizar.

Yo no tenía idea de las conclusionesa que había llegado el inspector, si esque había llegado a alguna, pero nocabía duda de que había puestodecididamente manos a la obra.

Un poco antes de las tres, cuandotodos estábamos todavía reunidos en labiblioteca, volvió y dijo:

—Mejor será que vayan a dormir.Mañana será para todos un día agotador.A propósito, les recomiendo echar lallave a las puertas, especialmente a lasmujeres. —La firme mirada de sus ojosse posó en mí—. No le importaráquedarse un poco más, teniente,¿verdad? Me gustaría hablar con usted.

Iris, era evidente, ardía en deseos departicipar en la entrevista. Acercándosea él con seductora sonrisa, aseguró:

—Cómo no, inspector. Tendremossumo placer en quedarnos con usted lo

que sea necesario.Craig apretó los labios. Con

inflexible amabilidad, dijo a mi mujerque era más que suficiente para suspropósitos hablar únicamente conmigo.Y antes de que Iris pudiera darse cuentade lo que ocurría, la estaba haciendosalir de la biblioteca, a la zaga de losotros.

—Pero, inspector —protestó Iris—,mi marido y yo siempre…

—Está bien, está bien. —Craig soltóuna risilla—. Si le interesa saber lo quediremos, estoy seguro de que el tenientese lo contará después. —Condujo a Irisa través de la puerta—. Bueno, teniente,

hinquémosle el diente a esto y veamos sies posible hallarle algún sentido.

Iris nos miró alternativamente alinspector y a mí.

—Pero, Peter…Yo sonreí al inspector

lastimosamente.—Acompañaré a mi mujer hasta

arriba un instante, Craig, para mayorseguridad. Bajo en seguida.

Mientras yo la guiaba firmemente através del vestíbulo, Iris tuvo unestallido de indignación.

—Peter, ¿qué se cree que soy? ¿Unaniñita de largas trenzas doradas? Es…

—Lo siento, querida. Lo que ocurre

es que Craig es chapado a la antigua.Las mujeres detectives no gozan de supredilección. Y, en verdad, me alegro.Tengo el presentimiento de que todo esteasunto es todavía tan peligroso como unvolcán. Quiero mantenerte alejada de lasenda del peligro.

Iris seguía malhumorada mientrassubíamos la enorme escalera. Cuandollegamos a nuestro cuarto, exclamó convehemencia:

—¡Mantenerme alejada de la sendadel peligro! He trabajado en esto desdeel primer momento. Y ahora que se poneverdaderamente interesante, la pequeñamujercita debe tener cuidado de…

mantenerse alejada de la senda delpeligro.

La estúpida frase me retumbaba enla cabeza mientras miraba las paredesrayadas como la piel de una cebra. Nohacía más que unas horas, alguien habíapenetrado en este cuarto, en busca dealgún objeto. Se me ocurrió de prontoque dejar sola a mi mujer aquí equivalíatal vez a situarla en plena senda delpeligro en vez de mantenerla alejada deél. Cruzaron por mi mente imágenes dealguien introduciéndose de nuevo en lahabitación mientras yo estaba abajo conel inspector, alguien acercándosesigilosamente al lecho, inclinándose

sobre Iris… Los acontecimientos de esanoche me habían excitado los nervios atal punto, que el pensamiento meprodujo vértigo.

Cogí a Iris del brazo. Traté deadoptar un aire imperioso y dominador.

—Escucha, chiquilla, quiero queduermas en otra parte esta noche.

—¿En otra parte?—Sí. Según todos los indicios,

quienquiera que sea el que se metióaquí, lo volverá a intentar. Vamos, traetu camisón y tu cepillo de dientes.

Iris me miró con aire apenado.—Es verdad que soy una inútil

mujer, pero al menos confía en que sé

echar la llave a una puerta.—Las llaves no me inspiran

confianza. Nada me inspira confianza.Quiero que no te ocurra nada,absolutamente, durante el resto de mipermiso. No nos expondremos a ningúnriesgo.

Mi mujer dio un ligero suspiro.—Está bien, querido.Revolvió entre sus cosas, de mala

gana, apartando un exótico camisónnegro, una bata, todas las cosas quenecesitaba. Salimos juntos al corredor.Ahora que el índice de mortalidad habíasido tan alto, había muchos cuartosvacíos. Elegí el de Janet Laguno. Las

camareras ya habían hecho desaparecertodos los vestigios de su anteriorocupante. Iris tiró sus cosas sobre lacama y me miró sumisamente.

—La pequeña mujercita se quedaráesperando a su dueño y señor. Correahora a reunirte con el inspector y tusmasculinas empresas.

—Echale llave a la puerta —dije yo—, y no dejes entrar a nadie. A nadie.Cuando yo vuelva daré cuatro golpe-citos.

—Como en las novelas de espías —repuso Iris con una mueca—.Perfectamente.

—Y nada de cosas raras. Nada de la

temeraria Iris Duluth, la loba solitariade Hollywood, as del crimen.

Mi mujer meneó la cabeza.—No te preocupes. Ya no me queda

ánimo. Soy un pimpollo roto.La besé, deseando que estuviéramos

en un lugar completamente diferente yjamás hubiésemos oído siquiera elnombre de Lorraine Pleygel. MientrasIris comenzaba a lidiar con el camisónnegro, me dirigí a la puerta. Queríafumar. Hurgué en mi bolsillo. En lugardel familiar paquete de cigarrillos, sentíel contacto de un objeto duro,voluminoso. Lo saqué. Eran los PoemasSelectos de Edna St. Vincent Millay, que

había levantado distraídamente de juntoa Mimí Burnett y olvidado luego porcompleto.

—Toma, querida. —Se lo arrojé aIris—. Aquí tienes algo delicado yfemenino para leer.

Iris cogió el libro. Leyó el título.—Edna St. Vincent Millay —dijo

con voz canturreante—. ¡Qué divino! Nohay nada como la poesía como alimentodel alma.

—Exactamente —repliqué.Iris no pudo resistir más. Arrojó el

libro sobre la cama, y tras él el camisón,con impotente furia.

—¡Maldita sea Edna St. Vincent

Millay! —dijo—. ¡Maldito sea elinspector Craig y su misoginia! ¡Oh,malditos sean los solterones!

C

18

uando me reuní con el inspectoren el pequeño aposentoamarillo, el fuego

chisporroteaba aún en el hogar. Laatmósfera era incongruentementeapacible. Con Craig estaba el médico dela policía, y ambos examinaban lamancha de color castaño rojizo delguante de Dorothy.

—El doctor Brown ha estadocomparando esta mancha con el curare,

teniente —dijo Craig—. Se inclina apensar que la mancha proviene de lasustancia de las flechas, pero habrá queanalizarla, por supuesto, para tenerseguridad. —Suspiró—. Tambiénanalizaré las flechas. Y tendremos queconseguir una orden de exhumación parala autopsia de la señora de Flanders.Hay una infinidad de cosas •que hacerantes de poder iniciar realmente lainvestigación.

Me dijo que sus hombres se habíanllevado el cadáver de Mimí y que,después de haber hecho todo lo que eraposible aquella noche, se habíanretirado. Volverían a la mañana

siguiente temprano para examinar ladestrozada camioneta rural. Momentosdespués el médico se fue, y Craig y yonos quedamos solos.

El inspector parecía exhausto.Permaneció sentado unos instantes,hundiendo la vista en el fuego. Despuésllenó su pipa y la encendió. El gesto desus labios, al meterse la pipa en la boca,reflejaba abatimiento.

—Bien, teniente, ni yo mismo sé muybien por qué le pedí que se quedara.Creo haberme enterado ya de todo loque es probable que sepa de labios delos demás. Todos han hablado hastadejarme mareado. Y no es que eso me

haya ayudado a poner algo en claro. —Me miró con expresión bastante hosca—. Sabemos que miss Burnett ha sidoasesinada. Creo que debemos aceptar elhecho de que las señoras de Flanders yLaguno también lo han sido, pero ahíacaban nuestros conocimientos. Confranqueza, no tengo más idea de lo quese oculta detrás de todo esto de la quetenía antes de haberme enterado siquieradel asunto.

No me sorprendía comprobar que elinspector Craig estaba tan perplejocomo yo. La mayor parte de los casoscriminales ofrece muy poco materialpara la investigación. Este ofrecía

demasiado: demasiados cadáveres,demasiados motivos.

—Es cosa de locos —dijo Craig,meditabundo—. Casi todos tienen algúnmotivo para haber cometido uno u otrode los asesinatos. Algunos tienen motivopara haber cometido dos. Pero no hayuna sola persona por lo que yo veo, almenos, que haya podido querer matar alas señoras de Flanders y Laguno y a laseñorita Burnett, para no mencionar laadehala del atentado contra la señora deWyckoff.

—Precisamente —repuse,observación que no era de gran ayuda.

—La cosa podría tener sentido —

prosiguió Craig— si Flanders y Lagunohubieran matado a sus respectivasmujeres, Wyckoff hubiera intentadomatar a la suya, y ya sea French,Dawson o la señorita Pleygel hubieranmatado a la señorita Burnett. Pero… —extendió las manos—, ¡cuatro asesinatosy cuatro asesinos diferentes! ¿Quién haoído nunca de cuatro asesinos bajo elmismo techo? ¿No se dice que sólo hay,aproximadamente, un asesino potencialpor cada tres millones de personas?

El inspector Craig echó el cuerpohacia adelante y revolvió lossemiapagados leños con un atizador. Eseademán doméstico le hizo parecer más

humano. Se volvió hacia mí con unamueca en el rostro.

—Sólo cabe pensar esto, teniente:alguien mató a tres mujeres e intentómatar a una cuarta. No puede tenerningún motivo real. Por un motivo realquiero decir sensato. —Lanzófuriosamente unas bocanadas de humo—. En eso estamos. Esto no puede,sencillamente, ser algo cuerdo. Hayalguien en esta casa con un tornilloflojo. Todas estas mujeres, excepto laseñorita Burnett, eran esposas que sedisponían a divorciarse. Y la señoritaBurnett, por lo que he podidocomprender, estaba engañando a su

novio, lo que casi la incluye en la mismacategoría. Alguien está loco, y esealguien está matando a las mujeres queno son constantes con sus hombres. Yono soy psicólogo o como se llame, perodebo admitir que nunca he sabido denadie que tuviera esta clase dechifladura. No obstante… —se encogióde hombros—, …¿qué otra cosapodemos creer, teniente? Dígame usted,¿qué otra cosa podemos creer?

Yo le devolví la mirada.—Esto es suficiente para producirle

alta presión a Freud.A los labios del inspector asomó una

fugaz sonrisa.

—Usted ha andado por muchaspartes, teniente. No creo que se hayatopado nunca con algo tan descabelladocomo esto.

—Comparada con la mansiónPleygel, la matanza de San Valentín fueun juego de niños.

Craig parecía sumido en suscavilaciones.

—Y sin embargo, teniente, tengo laimpresión de que el criminal ha de seruna de las personas con quienes hehablado esta noche. Mientras hablabacon ellos no dejaba de decirme: «Unode ustedes debe de estar chiflado; unode ustedes tiene que ser un loco, un

desequilibrado», pero… —se quitó lapipa de los labios, apuntándome con ella— el caso es que todos me han parecidobastante cuerdos. Todos, exceptoFlanders quizá. Me dijo que acababande licenciarle en la infantería de marina.Parecía algo nervioso, amargado. Conun tipo así, me parece, nunca se puedeestar seguro, un pobre hombre. Neurosisde guerra, conmociones, todas esascosas…

—De acuerdo —dije—. Cuandollegó aquí Flanders estaba a un paso dela locura; era evidente. Y no obstante,mi mujer y yo juzgamos que Flanders esel único que podemos descartar de

modo definitivo. Antes de que mataran aJanet Laguno en la piscina de natación,se apagaron las luces. Sería demasiadacoincidencia que eso hubiera sidoaccidental. Alguien debió de apagarlas apropósito. Y cualquiera hubiera podidohacerlo, excepto Flanders, pues en elmomento en que ocurrió estaba en lapiscina, con mi mujer y conmigo.

—Quizá tenía un cómplice —replicóel inspector.

—Se contradice usted mismo. Aquíestá el quid, precisamente. Si el asesinoes un desequilibrado, no pudo habertenido un cómplice. Un asesino que mataestando perfectamente en sus cabales

puede tener cómplice, pero undesequilibrado que obra sin motivoalguno, no.

—Sí, creo que tiene usted razón. —Craig estaba sombrío—. Pero entre losdemás, dejando a Flanders aparte, ¿leimpresiona alguno como el tipo depersona capaz de ponerse frenético ymatar mujeres por simple gusto?

—No, ninguno —tuve que admitir.—Ahí está la cosa. Yo he conocido

en mis tiempos a uno o dos locoshomicidas. Desde todo punto de vista,los locos homicidas son muy distintos dela gente normal. Eso, al menos, me dicemi experiencia. Esas historias de Jekyll

y Hyde, propias para libros de cuentos,no me convencen mucho. Son patrañas.

—Bien. En resumen —repuse—,usted no cree que los crímenesobedezcan a ningún motivo lógico, ytampoco cree que ninguno de lossospechosos sea un loco. ¿Qué es lo quepiensa entonces?

El inspector esbozó una mueca.—Ha dado usted en el clavo,

teniente. Pues bien, no lo sé. —Suobstinado rostro volvió a ponersesolemne—. Puedo, eso sí, decirle unacosa. En mis tiempos conocí muchasclases de personas, teniente. Nunca dejode descubrir a los farsantes, y tengo la

impresión de que en esta casa hay unabuena cantidad de ellos. Ese conde es delo más farsante que puede haber. YWyckoff hablaba con mucha volubilidadacerca de los motivos que tuvo paradiagnosticar la muerte de la señoraFlanders como resultado de un síncopecardíaco, pero su explicación no me hadejado muy satisfecho. No digo que nosea un buen médico, pero creo quetambién puede ser un buen farsante. Ypor lo que he podido deducir, esaseñorita Burnett y esa señora deFlanders eran también dos farsantes.Tratándose de una mujer tan rica yprominente, el gusto de la señorita

Pleygel para elegir a sus amistades nome parece muy elogiable. —Hizo unapausa y prosiguió—: Y, para colmo,¡está casada en secreto con ChuckDawson! Dawson anda por estos parajesdesde hace un par de años. Todo elmundo lo conoce, al parecer, y casitodos lo estiman. Pero dudo que sepueda encontrar una sola persona enNevada que sepa exactamente quién es ode dónde ha venido. Quizá sea elfarsante más grande de todos.

—Y ¿qué sacamos de esto? —pregunté—. Todos son una panda defarsantes. Pero esto ¿qué nos prueba?

—Otra vez ha dado usted en el

clavo. Por lo que puedo ver, al menos,no prueba absolutamente nada. —Elinspector dio unos golpecitos a su pipapara vaciarla y luego se la metió en elbolsillo—. Pero hay una cosa de la queestoy seguro, teniente. Ojalá no loestuviera. —Pasó la mirada,sombríamente, del fuego a mi rostro—.Tres asesinatos, casi cuatro, han sidocometidos en tres días. Como no puedoadivinar por qué empezó esto, tampocopuedo imaginar por qué habría de cesar.—Se echó a reír sardónicamente—. Yatendré bastantes dificultades con elDepartamento por haber dejado que lascosas llegaran tan lejos. Si ocurriera

algo más sería casi tan terrible para mícomo para la próxima víctima.

Esas palabras volvieron a traer a lasuperficie la ansiedad que yo mismosentía.

—No crea usted que yo no estoypreocupado, inspector. Usted sólo tienesu reputación que perder. Yo, encambio, tengo a mi mujer. —Impulsivamente, agregué—: ¿Me daráusted una oportunidad?

—¿Qué quiere usted decir?—Yo estoy con permiso, según se

supone. Debo regresar a mi barco dentrode diez días. Inspector, usted nosospecha de mí ni de mi mujer, ¿verdad?

Craig pareció escandalizarse.—¡No, por San Jorge! ¿Sospechar

de usted…, o de Iris Duluth? Es miactriz de cine favorita.

—Entonces déjeme partir de aquímañana. Quiero poder estar solo con mimujer en algún sitio donde no estéexpuesta a que le claven un cuchillo porla espalda. ¿Hará usted lo que le pido?¿Nos dejará ir? Nos comunicaremosconstantemente con usted, por supuesto;siempre sabrá dónde encontrarnos.

El inspector Craig me observaba. Depronto sonrió.

—Esto es lo menos que puedo hacerpor la Marina —dijo.

Me invadió una honda sensación dealivio. Le así la mano, apretándoselavarias veces.

—Gracias, inspector. Es unaverdadera generosidad por su parte.

El inspector seguía sonriendo.—¿Cree usted que podrá inducir a su

mujer a que comparta su punto de vista?Por lo que he podido observar, es unajoven de carácter resuelto, y parecehabérsele metido en la cabeza la idea deresolver estos crímenes.

—No se preocupe por eso —repuse—; si fuera necesario siempre me quedael recurso de llevármela cargada alhombro.

El inspector echó un vistazo a sureloj y se puso en pie.

—Bien, supongo que esta noche nollegaremos a ninguna parte. Pongo miscinco sentidos en este asunto, pero estoydando palos de ciego. A propósito,teniente, antes de que se aleje usted deaquí, quisiera que me dejase algunapista. Usted conoce a esa gente muchomejor que yo.

—Desde el primer momento —contesté—, mi mujer y yo sólo hemosvislumbrado una pista: estudiar lamanera como fue asesinada la señoraFlanders. Cualquiera hubiera podidoahogar a la señora de Laguno en la

piscina; cualquiera habría podidoescurrirse hasta el garaje y golpear a laseñorita Burnett en la cabeza; pero laseñora de Flanders fue asesinada de unamanera especial. Si se llegara a sabercómo se cometió ese asesinato, esbastante probable que se le pudieraatribuir a una persona determinada. Yuna vez logrado esto, estaría ganada lamitad de la batalla.

El inspector no pareció estimar enmucho esta pista.

—Bien —gruñó—; supongo quesabremos algo más de esto después quehagan la autopsia y los análisis. Contodo, quizá no ande usted errado. —

Bostezó y echó a andar en dirección a lapuerta—. ¿Sube usted?

Ahora que sabía que Iris y yopodríamos hacer nuestras maletas ymarcharnos apenas llegara la mañana,me sentía libre de mi gran peso. Todasensación de apremio me habíaabandonado. Sobre una mesa lateralhabía una garrafa con whisky. Yo mesentía con ánimo de tomar una últimacopa antes de acostarme.

—No, inspector —dije—. Mequedaré un rato más. Quizá me inspire.

—Esperémoslo. —El inspectorllegó hasta la puerta, la abrió, me dio lasbuenas noches y la cerró luego tras de

sí.Me serví una copa y retrocedí hasta

el hogar, dejándome caer sobre un sillóny tratando de pensar adonde podríallevar un hombre a una esposa artista decine sin que el populacho local larecibiera con bombo y platillos.

Me sumí en una ensoñación pasandorevista mentalmente a todas las cosasagradables que podríamos hacer Iris yyo para compensar los horribles días decrimen y perversidad que habíamospasado bajo el techo de Lorraine.Transcurridos unos instantes, sinembargo, las desagradables realidadesdel momento expulsaron de mi mente los

rosados sueños del futuro, y mesorprendí debatiéndome nuevamente conel problema que, después de unas pocashoras, tan sólo, parecía haber derrotadoal inspector Craig.

La voz del inspector perduraba enmi pensamiento.

Me parece que en esta casa hay unabuena cantidad de farsantes.

El juicio era mucho más exacto de loque él mismo suponía. Los invitados deLorraine constituían toda una asambleade farsantes.

«No me extrañaría —reflexioné—que el asesino fuera el farsante másgrande de todos».

El pensamiento me había cruzadomeramente por la cabeza; pero, despuésde darle vueltas, me enderecébruscamente en mi asiento. Examinadosen conjunto los asesinatos parecíaninmotivados. Pero ¿y si fuerandeliberadamente inmotivados? ¿Y siaquella cadena de crímenes a la venturafuera una colosal farsa? ¿Y si alguien,que tuviera un móvil perfectamentecuerdo y fundado para matar a una deaquellas mujeres, hubiera asesinadodeliberadamente a las otras, para crearla impresión de que el criminal era unloco homicida y encubrir de ese modo elfin que perseguía?

La idea me fascinaba. Estabadispuesto a precipitarme escalerasarriba para exponérsela al inspector,pero, a medida que el sentido comúncomenzó a sustituir al entusiasmo, miconfianza fue disminuyendo. Mi teoría,en tanto que teoría, era bastante lógica.Pero ¿podía aplicarse a la vida real?¿Podría ser alguien tan inhumano;inhumano hasta el punto de asesinar atres mujeres inocentes sólo para formaruna cortina de humo?

Los amigos de Lorraine eran unacaterva de farsantes, pero ninguno deellos, con toda seguridad, podría ser tanmonstruoso. Volví a caer en mi anterior

desaliento, pero aquel vuelo de mifantasía había aguzado mi apetitodeductivo. A falta de mejor pista,comencé a rumiar la que había ofrecidoal inspector: el problema de cómo habíasido asesinada Dorothy Flanders.

El médico de la policía pensaba quela mancha del dedo del guante deDorothy se debía al veneno de la saeta.Si estaba en lo cierto, la teoría de Iris deque provenía meramente de la tintura deuna de las fichas era errónea. En tantoque estas dos reflexiones se confundíanen mi mente, tuve mi segundainspiración. El experimento de Iris conla ficha y la toalla húmeda nos había

llamado la atención sobre algo en quedebíamos haber reparado desde elprincipio: que el color de las fichas deruletas era idéntico al del curare.

En otras palabras, si se hubierauntado con curare una de aquellas fichasde ruleta de cinco dólares, la personaque manipulara la ficha no se hubieradado cuenta de la circunstancia.

Esta deducción elemental pareciólevantar un velo de mis ojos. Con súbitaclaridad, caí en la cuenta de cómodebían de haber matado a DorothyFlanders. Y apenas me di cuenta, meresultó inconcebible no haberlocomprendido antes.

Alguien había convertido una de lasfichas de ruleta en una tosca trampa conveneno. Yo sólo podía conjeturar conrespecto a su disposición exacta, perono debía de haber requerido ningúnexcepcional gasto de tiempo ni deinventiva. Tenía que haber sido algomuy sencillo; por ejemplo, incrustar unpar de puntas de agujas, impregnadas encurare, en uno de los lados de una ficha.El curare, confundiéndose su color conel de la ficha, habría vuelto lasminúsculas puntas casi invisibles.También hubiera sido sencillo, paracualquiera de los integrantes de nuestrogrupo, deslizar una ficha con veneno en

el montón que tenía Dorothy ante sí en lamesa. Los que juegan a la ruleta siempremanosean y enderezan su rimero defichas antes de jugar. En circunstanciasnormales, Dorothy se hubiera pinchadoel dedo y muerto directamente en elChuck’s Club. En circunstanciasnormales, la manera como había muertono habría constituido probablementemisterio alguno.

Pero las circunstancias, por unarazón bien poderosa, no habían sidonormales. Dorothy tenía puestos suslargos guantes de cuero mientras jugaba.La mancha del dedo indicaba en quépunto se había producido el contacto con

el curare, pero, como ya había deducidoIris, la piel de los guantes erademasiado dura para que un pinchopudiera atravesarlo. Si no fuera por sucodicia Dorothy hubiera seguido convida hasta el día presente, y la víctimahubiera sido algún pobre diablo, uncroupier del club de Chuck. PeroDorothy había sido codiciosa. Habíametido la mitad de las fichas en su bolsoen lugar de ir a cobrarlas. Y entreaquellas fichas se encontraba la quetenía el veneno.

Los más nimios pormenores deaquella noche volvieron a mi espíritucon viveza extraordinaria mientras

proseguía excitadamente mireconstrucción. Cuando le habían traídoel emparedado en Del Monte, Dorothyse había quitado los guantes. Habíaabierto el bolso para guardarlos. Habíaadvertido mi ojeada al interior de éste,y, en medio de su confusión al verdescubierto su hurto de las fichas,introdujo los guantes con inusitadaviolencia. Yo recordaba incluso cómohabía retirado la mano, como si sehubiera pinchado. El ademán en ningúnmomento me había infundido sospechas,porque había atribuido su nerviosapremura a lo embarazoso de lasituación.

Pero ahora su significado se hacíaevidente. Al meter Dorothy los guantesen el bolso, se había pinchado el dedocon la ficha del veneno, colocada decanto en el interior, junto a las otras. Losrestos del curare, aumentada su eficaciapor la afección cardíaca de Dorothy,habían surtido efecto en el Del Monte,en lugar de hacerlo en el Chuck’s Club.Iris y yo habíamos estado en lo cierto alsuponer que el bolso era una trampa.Nuestro único error estribaba en habercreído que era el asesino quien la habíadispuesto en él.

El asesino había intentado matar aDorothy en el Chuck’s Club. Todo había

sido extremadamente sencillo. Laconfusión que había rodeado al crimense debía no a que el plan del asesinofuese complicado, sino al mero azar dela conducta de Dorothy. El asesino, esverdad, se las tuvo que ingeniar pararetirar la ficha envenenada del bolso deDorothy después del crimen. Pero esono formaba parte de su plan original. Elsólo se había adaptado a una situaciónque ya estaba fuera de su dominio.

Cuanto más pensaba en todo esto,tanto más seguro me sentía de haberdado con la verdad. Empero, conbastante desaliento, eché de ver que midescubrimiento no servía absolutamente

para disminuir el núcleo de sospechas.Todos habíamos rondado en torno a lamesa de ruleta durante unos minutosantes de que Dorothy comenzara a jugar.Cualquiera de los miembros de lapartida había tenido oportunidad dedeslizar la ficha con el veneno entre lasde Dorothy.

De pronto, se me ocurrió una terceraidea, tan excitante, que sentí que lacabeza me daba vueltas. Una ficha deruleta con veneno hubiera sido bastantefácil de preparar, pero era seguro que nopodría ser obra del momento. Las puntasde aguja, o lo que fueran, tenían que serobtenidas con anterioridad. La flecha

envenenada tenía que ser robada de lasala de los trofeos… En otras palabras,aquel instrumento letal, indudablemente,tenía que haber sido preparado por elasesino antes de habernos dirigido decasa de Lorraine a Reno, y debía dehaber sido llevado al Chuck’s Club conel deliberado propósito de matar aDorothy en la mesa de ruleta. Meparecía bastante extraño que alguienhubiera elegido una manera de asesinartan pública y precaria; pero había algomucho más extraño todavía.

Aunque el asesino tenía que haberpreparado la trampa con el veneno concierta anticipación, nadie sabía, antes de

partir para Reno, que Dorothy jugaría ala ruleta. No había dicho nada alrespecto. Ni siquiera había demostradoel interés más remoto por el juego. Laverdad era que se debía a unacasualidad que hubiera jugado conaquellas fichas.

Dorothy Flanders había jugado a laruleta simplemente porque Lorraine, queera quien había canjeado el dinero,había decidido en el último momento nojugar. El rimero de fichas en medio delas cuales se había deslizado la trampapara administrar el veneno no pertenecíaa Dorothy.

Pertenecía a Lorraine.

Si las cosas hubieran sucedido comoera de esperar, Lorraine habría jugadocon aquellas fichas en lugar de hacerloDorothy.

Esa era la clave. La puerta que abríadejaba penetrar una luz cegadora.

Dorothy había muerto al tocar lasfichas de ruleta de Lorraine. JanetLaguno se había ahogado mientras teníapuesto el traje de baño de Lorraine;aquella deslumbrante malla plateada quehabía fulgurado en la oscuridad,constituyendo un perfecto blanco para unasesino, aquella maña que Lorrainehabía desechado y dado a Janetimpulsada por el más imprevisible de

los caprichos.Y eso no era todo. Fleur Wyckoff

había estado a punto de morir aquellatarde conduciendo la camioneta rural deLorraine. El viaje de Fleur a Reno habíasido completamente impremeditado.Nadie, con la posible excepción deLaguno, podría haber tenido tiempo paralimar el cable del freno después dehaberse decidido Fleur a utilizar elcoche.

Pero horas antes Lorraine habíaanunciado a todos que iría al aeropuertoen la camioneta para recibir al señorThrockmorton. Más tarde había recibidoun telegrama informándole que el señor

Throckmorton había tenido que ceder supuesto en el avión, pero sólo Iris y yonos habíamos enterado de eso.

Si no fuera por aquel telegrama,habría partido Lorraine, no Fleur, en lacamioneta… hacia su destino.

Ahora tenía sentido todo lo que anteshabía parecido descabellado; ahoratenía sentido lo que la casualidad y elirresponsable carácter de Lorrainehabían enmarañado de maneraaparentemente irremediable. Mipresentimiento había sido exacto. Loscrímenes sólo eran una inmensa farsa…,una farsa de un asesino chapucero y unirónico destino.

Tres trampas se habían armado paraLorraine Pleygel, y cada una de ellashabía atrapado a otra mujer.

El peligro que se cernía sobre lacasa, atacando al parecer al azar, habíatenido como objetivo, desde el primermomento, a una sola persona: Lorraine.

En cuanto a la muerte de Mimí,requería todavía explicación. Esta vez,con toda seguridad, no podía tratarse deotro intento desafortunado de matar aLorraine. Pero aquél no era momentopara seguir entretejiendo pensamientos.Me sentía terriblemente inquieto porLorraine.

Un asesino que había insistido con

tanta obstinación sólo se detendríacuando hubiera logrado su propósito.Tres mujeres habían muerto, pero laverdadera víctima continuaba viva.Craig había estado más cerca de laverdad de lo que pensaba al decir que elasesino podía descargar otro golpe.

Por supuesto que descargaría otrogolpe. De no hacerlo, toda su sangrientatrayectoria desembocaría en un callejónsin salida. Y además no tenía nada queperder. Gracias a la confusión que habíacreado, la muerte de Lorraine sóloparecería otro de los ataques a mujerescasquivanas del loco homicida.

Sorbí el último trago de mi whisky y

me levanté de un salto. Al depositar lacopa sobre la mesita, la mano metemblaba. Con la horrible premura de unsueño, atravesé corriendo la oscura ydesierta biblioteca y salí al vestíbulo.Delante de mí se alcanzaba a divisar lagran escalera envuelta en penumbra.Eché a correr hacia ella, esperando ysuplicando al Cielo que la verdad no seme hubiera revelado demasiado tarde.Lorraine estaba sola desde hacía más deuna hora. Hacía más de una hora que elasesino tenía oportunidad de deslizarseen medio de la oscuridad hasta su cuartoy…

Llegué al corredor que conducía

desde los cuartos de huéspedes hasta elala que Lorraine reservaba para sí. Mispasos resonaban sobre las tablasdesnudas de manera ensordecedora,pero no me importaba a quien pudieradespertar. Me encontré por fin alextremo del pasillo y llegué hasta lapuerta de Lorraine. Golpeé en ella confuerza. Volví a golpear. Llamé:

—¡Lorraine!… ¡Lorraine!…Del interior del cuarto no llegó

ningún sonido en respuesta. La frente seme cubrió de gotas de sudor. Volví agolpear. Traté de abrir la puerta.Debería haber estado cerrada con llave,pero no lo estaba. Se abrió hacia el

interior.En el cuarto reinaba impenetrable

oscuridad. Entré y cerré la puerta a mipaso. Tanteé la pared en busca de unallave de luz.

—Lorraine —dije brevemente—.Lorraine, despiértate. Soy yo, Peter.

De pronto, dejé de hablar; en mediode la oscuridad se percibía unnauseabundo olor dulzón, inconfundible.El olor del éter.

La momentánea parálisis que meacometió dio paso a una actividadsalvaje. Empecé a dar traspiés por elcuarto, a ciegas, en busca de unalámpara. Por fin encontré una. Levanté

la mano hasta dar con el cordón y tiré deél. Parpadeando, me volví de maneraque pudiera ver el enorme lechoendoselado.

El hedor de éter me llenaba la nariz.Clavé los ojos en la figura que yacíadebajo del lujoso cubrecama de rasoblanco. El embozo le llegaba al cuello yse podía adivinar los contornos delcuerpo a través del grueso material.

Pero el rostro no se veía.Eso era lo espantoso. El rostro de

Lorraine no se veía porque le habíanarrojado encima una almohada,ahogándole por completo la dormidacabeza.

—¡Lorraine!…Me acerqué a la cama de un salto.

Levanté la almohada y la arrojé a unlado. Lo que apareció debajo de laalmohada me produjo un escalofrío.Podía distinguir los contornos de losrasgos de Lorraine, pero aún no podíaver su rostro. Una toalla turcahumedecida le envolvía ceñidamente lacabeza. Y la toalla despidió aldescubrirla una vaharada de éter, queme puso las rodillas como de trapo.

—¡Lorraine!…Le toqué el hombro debajo de la

colcha de raso. Debajo de mis dedos lapiel parecía tiesa y rígida…, sin vida.

Por un momento sólo sentídesesperación. De manera que habíaocurrido. Aferrándose a su última ydefinitiva oportunidad, el asesino sehabía introducido en el cuarto deLorraine, había envuelto su cabezadormida en la toalla empapada en éter,había puesto encima la almohada, paramayor precaución, y luego se habíaescabullido, abandonándola a la muerte.

La rueda del crimen había dado unavuelta completa. Lorraine había sidoatrapada al fin.

Y yo había llegado demasiado tardepara salvarla.

B

PARTE VI

IRIS

19

ajé la vista. La inerte rigidez delcuerpo que yacía debajo de lasropas de la cama me había

convencido de que Lorraine Pleygel

estaba muerta. Los vapores del éter meproducían mareo. Haciendo esfuerzospara no desvanecerme, desenrollé laimpregnada toalla del rostro y la arrojéal otro extremo de la habitación.

El rostro de Lorraine apareció antemis ojos, alternativamente turbio y connitidez, destacándose contra la arrugadasábana. Algo no obstante resultabaextraño. Los ojos de una personaanestesiada y asfixiada debíanseguramente estar cerrados. Estos ojosestaban abiertos. Y las mejillas debíande estar pálidas o azuladas. Estasmejillas tenían un tono rosado. Lorraineyacía en la cama inmóvil como un

cadáver, pero sus rojos labios dibujabanla imbécil sonrisa fija de un maniquí detienda.

Cuando el efecto del éter comenzó adisiparse, se hizo en mí la luz. Así unapunta de las ropas de la cama y lasarranqué de un tirón de la postradaforma.

La figura yacente que descubrieronno llevaba un camisón. Llevaba un largotraje de noche de color verde limón, ydebajo de la amplia falda asomaban laspuntas de unos zapatos de fiesta de igualcolor.

Yo me quedé mirando el vestido, ydespués el vivaz semblante de ojos

saltones. Solté una carcajada de puroalivio. Lo que veía no tenía sentidoalguno, pero esta vez lo absurdo nosresultaba propicio.

El asesino se había introducido en lahabitación con su éter y sus mortíferasintenciones. Había venido y se habíamarchado seguro del triunfo, pero enverdad sólo se había perpetrado otroenorme fraude.

El asesino no había asfixiado a ladormida Lorraine. Sólo había matado asu efigie.

Me asaltaron la mente infinidad depreguntas. ¿Quién había dispuesto esteengaño para incautos? ¿La misma

Lorraine? ¿Había adivinado el peligroen que se hallaba todavía e imaginó estafantástica treta de acostar a su muñecaen la cama en vez de hacerlo ellamisma? Esta era una de esas cosasdescabelladas muy propias de Lorraine.Pero ¿dónde estaba ella ahora?

Eché una ojeada por la habitación.No había nada allí que pudiera servirmede indicio. Pensé en el inspector Craig,durmiendo el sueño de los exhaustos. Yotenía bastantes novedades ahora parasacarlo del más profundo de los sueños.Pero no había prestado atención cuandoLorraine le había asignado su cuarto, yno sabía dónde encontrarlo.

Pero también Iris había estadopresente en aquel momento. Ellaprobablemente lo sabría. Además, yo mesentí culpable con mi mujer. Habíainsistido en que permanecería despiertahasta que yo le comunicara lospormenores de mi entrevista con Craig,y nada, con toda seguridad, la induciríaa dormirse antes de satisfacer sucuriosidad. A estas alturas ya debíasaber de memoria todos los PoemasSelectos de Miss Millay.

Salí apresuradamente del aposentode Lorraine, con su fantástico cadáverfalsificado, y atravesé el corredor endirección a la habitación que había

ocupado anteriormente Janet Laguno yque yo había elegido como fortalezapara Iris. Siguiendo mis propiasmelodramáticas instrucciones, di cuatrogolpecitos en la puerta. Se oyeronpisadas del otro lado. Una llave rechinóen la cerradura, y la puerta se abrió.

La luz proveniente del interior delcuarto perfiló una silueta femenina en elvano de la puerta, una figura que vestíaun inverosímil pijama rayado. Abrí losojos desmesuradamente: aquella mujerno era la mía.

Era Lorraine.—Oh, querido Peter —dijo—, eres

tú. Entra.

Me atrajo hacia el interior delcuarto, cerrando la puerta a susespaldas. Yo seguía mirándolaestúpidamente.

—¿Qué haces tú aquí, Lorraine?—Iris tenía miedo de estar sola. Me

hizo salir de la cama y me arrastró hastaaquí para que le hiciera compañía.

Yo eché una recelosa mirada por lahabitación.

—¿Y dónde está ahora?Lorraine encogió sus rayados

hombros.—Oh, rondando por ahí.—¡Rondando por ahí! —La ansiedad

me martirizó como un instrumento sin

punta—. Pero yo le hice prometer…;¿quieres decir que anda vagando solapor esta tierra de nadie?

—No te inquietes, encanto. —Lorraine encendió un cigarrillo—.Había estado fuera de aquí un ratobastante largo y yo ya había empezado ainquietarme, pero hace unos momentosapenas ha vuelto. Me ha dicho que nome preocupe. Ha estado con elinspector.

—¿Con el inspector?—Sí. No sé de qué se trata, pero Iris

dice que no te inquietes ni vayas abuscarla.

—¿Dijo eso? —tartamudeé

débilmente.—Sí. —Lorraine me observaba a

través del humo de su cigarrillo—.Peter, ¿qué ocurre? Despides un olorcomo medicinal y por la cara que traesse diría que acabas de ver un cadáver.

—Es que lo he visto —respondí—.Era tu cadáver.

—¿Mi cadáver?—Estabas acostada en la cama de tu

cuarto, anestesiada y asfixiada.Le conté lo que había descubierto

hacía unos instantes. Sus absurdaspestañas se agitaron ante unos ojosincrédulos.

—¿La muñeca? ¿La muñeca de la

sala de los trofeos? Pero, Peter, ¿quiénla ha puesto en mi cama?

—No lo sé —dije, aunquecomenzaba a tener algunas ideas muydefinidas al respecto.

El fruncido rostro de Lorraine estabasumamente serio.

—De manera que las cosas hanllegado a este extremo de locura. Hastahan querido matarme a mí.

—No es que hayan querido matarhasta a ti, Lorraine: eras tú la queinteresaba al asesino desde el primermomento.

Yo estaba inquieto por la misteriosaescapada de Iris con el inspector, pero

sentía que había llegado el momento dedecir a Lorraine la verdad. Cuanto antesse percatara del inmenso peligro quetodavía corría, tanto más segura sehallaría. Le expliqué todo el insensatoplan, tal como había idoreconstruyéndolo en mi mente. Loshechos se habían sucedido condemasiada rapidez para permitirmellevar mis deducciones a su conclusiónlógica. A la sazón, empero, mientrasobservaba cómo los últimos restos decolor se iban desvaneciendo de lasmejillas de Lorraine, la solución parecíaridículamente obvia.

Lorraine se dejó caer sobre el borde

de una de las camas. Cuando terminétenía la vista clavada en la alfombra ysus rayados hombros hundidos.

—Pero… ¿quién ha sido, Peter? —preguntó con un hilo de voz—. ¿Quiénha querido hacerme esto?

Lo que tenía que decirle ahora nosería agradable.

—Tú no has hecho testamento,¿verdad?

—Ya sabes que no. Tenía decididohacerlo cuantío llegara el señorThrockmorton. Yo…

—Sí, es lo que me parecía. —Lasujeté por los hombros para prestarlefirmeza—. Cuando una mujer casada

muere sin testar, todos sus bienes van aparar a manos de su marido.

Lorraine levantó la mirada; tenía elrostro descarnado y blanco como unlienzo.

—Peter, no puede ser. No, no. Nopuedes querer decirme que…

Se oyó un golpe en la puerta yLorraine se interrumpió. Después deconsultarme con una rápida mirada,preguntó:

—¿Quién es?—Soy yo, chiquilla. —Desde el

corredor, a través de la puerta, llegó anosotros la voz de Chuck Dawson,áspera y alarmada—. ¿Puedo entrar?

Lorraine, sentada en el borde dellecho, contemplaba la puerta como sifuera una serpiente. Lentamente, conesfuerzo, volvió los ojos hacia mí. Yo lehice una señal afirmativa con la cabeza.

—Entra —gritó.Chuck penetró en el cuarto con un

aire que era una parodia de subravuconería corriente. Su rubio rostrode vaquero se veía delgado y exangüe.Dirigió la mirada hacia mí y luego laposó en su mujer.

—Me dijeron que estabas aquí —explicó entrecortadamente—, y hevenido, pues…, quería asegurarme deque estabas bien.

Lorraine le miraba de hito en hito.—Estoy perfectamente, aunque sólo

por milagro. Peter acaba de decirme quealguien ha intentado asesinarme estanoche.

—¡Asesinarte! ¡No es posible!Chuck se irguió.—Alguien penetró en mi cuarto para

administrarme éter y asfixiarme mientrasdormía. Por suerte Iris me había pedidoque viniera aquí con ella, y no sé cómola muñeca de la sala de los trofeos seencontraba en mi cama, como un señuelopara incautos. —Sus ojos seguíanescrutando el rostro de Chuck—. Chuck,¿tú no sabes nada de esto?

Chuck se sentó en la cama junto aella. Alargó las manos hacia su rostro.Lorraine, con un ligero estremecimiento,se puso en pie y se acercó a mí.

—Chuck, ¿tú no sabes nada de esto?—repitió.

Chuck Dawson parecía un hombreacabado en quien no quedaba ya ningúnespíritu de lucha. No contestó.

Yo no apartaba la vista de él enningún momento. Las palabras delinspector Craig habían vuelto a mimemoria: Quizá el asesino sea elfarsante más grande de todos. Recordéla anómala relación de Chuck con Mimí.Recordé su sorprendente venta del club

aquella tarde. Esto era algo que másvalía aclarar en seguida, y de una vezpara siempre.

—Chuck —lo interpelé.Era la primera vez que le dirigía la

palabra desde su llegada. Se sobresaltóy dijo:

—… ¿Qué?—Ha vendido usted su club de Reno

esta tarde, ¿no es verdad?—¿Por qué me lo pregunta? —

contestó, mirándome con ojoscentelleantes—. Ya sabe usted que lo hehecho.

—¿Y lo ha vendido usted alcontado?

—Sí. Ha sido una venta al contado.—Entonces, ¿dónde está el dinero?Sus ojos reflejaron indecisión por un

instante. Luego repuso:—Lo he metido en el banco, por

supuesto.—No es posible —dije yo—.

Cuando terminó el funeral de Dorothyeran más de las tres. Usted vendió elclub más tarde, y todos los bancosdebían estar cerrados entonces.

Un estremecimiento recorrió surobusto cuerpo de atleta.

—Yo…, pues…Entonces yo cobré la pieza.—¿Por qué no lo admite? —dije—.

Usted no ha vendido el club porquequiere llevarse de aquí a Lorraine. Lo havendido porque tenía que conseguirdinero al contado, una buena cantidad dedinero al contado, para pagar a alguienque le está haciendo chantaje. —Hiceuna pausa—. Pero considerando bien lascosas, le pareció que sería más fácil ybarato matar a Mimí que pagarle, ¿no esasí?

Chuck se levantó de un salto de lacama. Su figura nos dominó a Lorraine ya mí. Deseé haber conservado en elbolsillo mi revólver reglamentario.Lorraine se aferró a mi brazo. Sus uñasse me hundieron en la carne.

—No. —El rostro de Chuck estabatan gris como la ceniza—. No. Esto noes…

Una vez más, en este dramáticoinstante, se abrió la puerta. La personaque entró fue Iris, quien la cerró a supaso. Vestía una bata de color azulmarino, con vuelo a partir de lascaderas. Estaba muy hermosa, y teníatambién un aire de misterio y deconsciente virtud.

Me dirigió una sonrisa y giródespreocupadamente sobre los talones,encarándose con Chuck.

—Me alegro de que esté usted aquí—dijo—. Ha llegado el momento de

hablar de muchas… Bueno, vayamos algrano.

—¿Se puede saber dónde hasestado? —la interrumpí, sin dejar deobservar recelosamente a Chuck.

—Oh, por ahí —dijo sumisamentemi mujer.

—Me habías prometido no salir deeste cuarto.

—Ya lo sé, querido —repuso Iriscon una mueca—; pero la pequeñamujercita empezó a pensar, y las cosasque pensó…; bueno, comprendí quehabía que hacer algo y lo he hecho, apesar de la aversión del inspector Craiga las mujeres con aficiones

detectivescas.Lorraine la contemplaba fijamente.—Iris, has sido tú quien ha puesto la

muñeca en mi cama, ¿verdad? Me hassalvado la vida. Sabías que yo corríapeligro y…

Iris se posó en el borde de la bajamesa de tocador y encendió uncigarrillo.

—Me pareció una tontería alhacerlo, pero todo ha sido para bien.

Mi mujer trataba deliberadamente deobtener efectos. Sabía que estábamosdeseosos de oír lo que tenía quedecirnos, pero su alma de actriz secomplacía en prolongar la tensión. Le

hubiera retorcido el cuello.Fijó sus ojos en mí, echando azules

bocanadas de humo.—Todo comenzó, Peter, porque de

pronto me puse a pensar que el locohomicida no era tal loco. Era un asesinoperfectamente corriente, pero de unasuerte detestable.

—Ya lo sé —dije yo de mal humor—. No es necesario darse esos aires deseñora Raffles para hacer estarevelación. Yo también lo adiviné. Caíen la cuenta de que todas las trampasmortales habían sido preparadas paraLorraine, y que el intento siempre hafracasado a causa de una serie de

casualidades.—¡Oh, no, Peter!, no fue a causa de

una serie de casualidades. Yo diría másbien que siempre hubo una excelenterazón para que cada una de las trampasmortales fracasara. —Mi mujer clavólos ojos en Chuck con aire desafiante—.¿No le parece, Chuck?

Él apartó el rostro sin decir nada yse encaminó hacia la ventana, hundiendola vista en las tinieblas.

Con riesgo de aumentar aún más elegotismo de Iris, no pude menos quepreguntarle:

—¿Y cómo adivinaste que eraLorraine la verdadera víctima? ¿Por la

muerte de Dorothy? Yo lo he adivinadopor eso. Comprendí que Dorothy debíade haber sido envenenada mediantealguna ficha de ruleta envenenada.

Iris me miró con expresióncondescendiente.

—¡Peter, qué inteligente eres! —Selevantó y cruzó la habitación hasta lacómoda, de donde tomó una pequeñapitillera. Luego me la entregó,quitándole la tapa—. Yo nunca hubieratenido la perspicacia de adivinar pordeducción la existencia de la ficha conveneno. Lo que me sucedió fuesencillamente… encontrarla. Aquí está.Ten cuidado, no la toques.

Yo fijé la mirada en el interior de lapitillera. En el fondo yacía una ficha deruleta de cinco dólares de color alheña.La trampa que había hecho morir aDorothy Flanders tenía exactamente elaspecto que yo había imaginado. En ellado de cartón de la ficha, se habíaninsertado, en forma de abanico, seisdiminutas puntas de aguja. Eran apenasvisibles, y se podían percibir aún losvestigios de una sustancia viscosa, decolor castaño rojizo, con que habíansido untadas.

Era el curare.Yo me volví para mirar el plácido

rostro de mi mujer.

—¿Dónde, en nombre del Cielo,encontraste esto?

Iris volvió a tapar la pitillera,colocándola suavemente sobre lacómoda.

—¡Oh!, estaba por ahí —dijo conexasperante vaguedad, y luego volvió aacercárseme—. Pero no fue por la fichapor lo que me puse a pensar, Peter. Fuepor algo que tú me diste; y me sorprendeque a ti no te haya llamado la atención.

Se inclinó sobre el lecho y levantóun libro de la mesita de noche. Reconocíen él el ejemplar de Mimí de los poemasde Edna St. Vincent Millay.

—Me dijiste que los leyera, Peter —

prosiguió Iris—, pero me temo no haberllegado más allá de la guarda.

Me tendió el libro.—Chuck —dijo suavemente—,

vuélvase. Tiene usted que escuchar loque voy a decir ahora.

Chuck se apartó de la ventana consuma lentitud. Permaneció luego en pie,observando con aire hosco sus reciasmanos.

—Le he pedido que venga aquí parahablar con nosotros, Chuck, porque yano tiene objeto que ande usted contapujos. Vea usted, yo comprendí que sihabía vendido el club era para conseguirdinero con que pagar a un chantajista.

Adiviné además que era Mimí quien leestaba amenazando. Pero sólo pudecomprender la relación que lo ligaba aella cuando leí la dedicatoria de estelibro.

Con una leve sensación de estarenloqueciendo abrí el libro. En laguarda había una dedicatoria escrita conuna torpe letra redonda. La leí en vozalta.

A Mimí Dawson, mi queridaesposa,

de Chuck

—Sí, Chuck —estaba diciendo Iris—, por eso es por lo que ella le

amenazaba, ¿no es verdad? Y por esotambién la han asesinado. Mimí Burnettnunca pensó casarse con Amado. Leestaba utilizando meramente comobillete de admisión en esta casa. Y vinoaquí porque era su mujer.

Y

20

o apenas podía dar crédito amis oídos. Había hecho unadocena de suposiciones para

explicarme la relación existente entreMimí y Chuck, pero jamás se me habíapasado por la mente la idea delmatrimonio. Al parecer tampoco habíapasado por la de Lorraine. Su vivazrostro expresaba profundo asombro.

—¿Estabas casado con Mimí,Chuck? Pero ¿por qué…, por qué no me

lo dijiste?Chuck rehuyó su mirada. Iris se

acercó a Lorraine.—Lorraine —dijo—, te digo esto

sólo porque ahora todo el desagradableasunto debe salir a la luz, créeme. Chuckno podía contarte lo de Mimí, porque —se volvió hacia Chuck con los labiosapretados—, porque todavía estabacasado con ella. No se habíandivorciado.

—¡No se habían divorciado! —Lorraine repitió las palabras como sifuera un niño repitiendo una frase queoye por primera vez—. ¿Quieres decirque en realidad no estamos casados? —

Su voz bajó al tono de un susurro—.¿Has cometido bigamia?

Resultaba penoso contemplar elsemblante de Chuck. Se acercótorpemente hacia ella.

—No podía decírtelo. Yo…, ¡ohDios mío, te juro que es cierto! Cuandome casé contigo no lo sabía.

Iris lo interrumpió vivamente.—Es una buena idea, por cierto,

cuando uno proyecta casarse conalguien, averiguar primero si no estácasado ya con otro.

—¿Qué sabe usted de esto? —replicó Chuck, volviéndose coléricohacia ella—. ¡Si siquiera me

escucharan, en lugar de lanzarmeacusaciones! —Volvió a posar lamirada en Lorraine—. Te diré laverdad, chiquilla. ¿Me escucharás? ¿Medarás una oportunidad?

Lorraine asintió glacialmente con lacabeza. La nuez de Adán subía y bajabaconvulsivamente en la garganta deChuck.

—Sí, estaba casado con Mimí —dijo—. Nos habíamos casado hace sieteaños, en el Este. Los dos éramos muyjóvenes…, y la cosa sencillamente noresultó. Hace un par de años nosseparamos. Ella ambicionaba ser actriz.Partió para Hollywood y yo vine a

Nevada. No nos divorciamos entonces.No nos quisimos tomar el trabajo. Peroconvinimos en que nos facilitaríamosmutuamente el divorcio si alguno queríavolver a casarse. —Hizo una pausa parahumedecerse los labios—. Yo llegué atener algo así como una posición enReno; compré una pequeña hacienda, melabré una reputación… No ganabamucho, pero estaba bien relacionado.Todo marchaba perfectamente. Yentonces…, fue el año pasado, Lorraine,te conocí a ti. (Lorraine permanecíarígida y silenciosa). ¡Oh, ya sé! —exclamó Chuck con voz amarga—. Sé loque dirás; que eres una de las muchachas

más ricas del mundo y que yo sólo vi enti una buena oportunidad. Dilo siquieres; piénsalo. Yo ya he dejado depreocuparme por lo que se piense de mí.Pero desde ese primer día me sentí locopor ti. Cuando me pareció que tútambién te habías enamorado de mí, nome lo podía creer. Y aquella vez,¿recuerdas, Lorraine?, en el lagoPyramid, te pedí que te casaras conmigoy tú aceptaste.

Lorraine, Iris y yo le observábamosen medio de un silencio extraño, neutral.

—Entonces estuve a punto deconfesarte que yo ya estaba casado, yque antes tenía que divorciarme, pero…,

—se encogió de hombros— el caso esque no lo hice. Eso es todo. No podíacreer que fuera cierto que habíasaceptado. ¡Tenía tanto miedo de quealgo, cualquier cosa, te hiciera cambiarde parecer! Así que callé. No dije nada.Pero aquella noche, cuando llegué acasa, escribí a Mimí. Le dije que mehabía enamorado de ti y le pedía que,como habíamos convenido, me facilitarael divorcio. —Chuck vaciló un instante—. Mimí me contestó. Era una amablecarta. Decía que accedería al divorcio,por supuesto, pero que quería ser ellaquien lo pidiera. Iría a Las Vegasinmediatamente y entablaría la demanda,

siempre que yo corriera con los gastos.No le había ido muy bien, decía, y nocontaba con la suma requerida. Yo,como es lógico, no tenía ningúninconveniente en darle el dinero. Habíaahorrado un poco, no gran cosa, pero losuficiente. Se lo envié por correo y ellapartió para Las Vegas. —Chuck nodespegaba los ojos de Lorraine—.¿Recuerdas que insistí en que no noscasáramos inmediatamente? Estabaesperando a que pasaran las seissemanas de la tramitación del divorcio.Y después, una vez cumplido el plazo,Mimí me escribió desde Las Vegas paraanunciarme que el juicio había

concluido. Yo le contesté en seguida,agradeciéndoselo y comunicándole queme casaría al día siguiente. Y lohicimos, Lorraine. Volamos a México—dijo con voz ronca—, y gracias aDios, decidimos mantener en secreto elcasamiento.

»Debía de haber adivinado quehabía allí una trampa —prosiguió—,pero yo tenía confianza en Mimí. Jamásse me pasó por la cabeza que me jugaríauna mala pasada. Cuando me comunicóque nos habían concedido el divorciocreí en su palabra y no me molesté enconfirmarlo. Y de pronto, una semanadespués de nuestro casamiento, Mimí se

presentó en Reno, en mi club. No seanduvo con rodeos. Me dijodirectamente que no se había divorciadode mí en absoluto. Me había embaucadohaciéndome incurrir en bigamia. Ella,por su parte, estaba en la mejor posicióndel mundo. Dijo que ahora que yo estabacasado con Lorraine Pleygel, el dinerono significaba nada para mí. Ella habíainiciado los trámites en Las Vegas,había constituido domicilio. Podríaobtener el divorcio en cualquiermomento. Estaba dispuesta a guardarsilencio y obtener el divorcio tan prontocomo yo o Lorraine le diéramos cien mildólares al contado. Si yo no quería

prestarme a su juego, ella acudiría a laprensa y daría publicidad a la historiadesde los titulares de los periódicosentablando juicio contra mí por bigamia.—Chuck extendió las manos en unademán de impotencia—. Me teníacompletamente en su poder. El juiciopor bigamia no me hubiera afectadopersonalmente, pero arrojaría el nombrede Lorraine a cada uno de losperiódicos escandalosos del país. ¿Quépodía hacer yo? Sé darme cuenta cuandome han derrotado. Le prometí que me lasarreglaría de alguna manera paraconseguirle el dinero.

Los pálidos labios de Lorraine se

entreabrieron como si fuera a decir algo,pero siguió callada. Chuck continuóhablando:

—¿No lo comprendes, Lorraine? Noera posible que acudiera a ti pidiéndoteque compraras mi libertad por cien mildólares. Tú ni siquiera conocías laexistencia de Mimí, y mucho menos elhecho de que yo estaba casado con ella.Me… y bien, yo estaba seguro de que sillegabas a saberlo romperías conmigopara siempre. Tenía que ingeniármelaspara conseguir ese dinero por mispropios medios. Por eso te pedí que meprestaras fondos para inaugurar el club.Yo siempre había tenido olfato para ese

tipo de negocio. Estaba además bienrelacionado. Pensé que tendría asíoportunidad de reunir los cien mil y quehasta podría devolverte tu inversiónoriginal. Me arriesgué locamente. Lojugué todo a la carta de convertir el cluben un éxito. Nada me importaba, exceptoreunir ese dinero para Mimí, porquecomprendía que hasta entonces ningunode los dos tenía la menor probabilidadde ser feliz.

—Pero aun poseyendo un club dejuego de moda —le interrumpí—, sacaruna ganancia neta de cien mil dólares noes un juego de niños. A medida quepasaban los meses, supongo, Mimí

habría comenzado a sentirse impaciente.Por eso se pegó al pobre Amado. Loutilizó para poderse introducir en estacasa y mantener constantemente suamenaza sobre la cabeza de Chuck.

Chuck no me respondió nada.Continuaba mirando a Lorraine con losojos profundamente hundidos en lasórbitas.

En ese momento intervino Iris.—Y las cosas llegaron al momento

crítico esta semana —dijo suavemente—, ¿no es verdad, Chuck?, porqueestaba a punto de venir el señorThrockmorton. Lorraine quería contarlelo del casamiento secreto. Usted sabía

que el señor Throckmorton, como tutorde Lorraine y perspicaz abogado,trataría de averiguar todo lo que pudieraacerca de usted. Era muy probable quedescubriera que el matrimonio era nulopor bigamia. Usted comprendió quetenía que convencer a Mimí de queregresara a Las Vegas para completar eldivorcio, de manera que le fuera posiblevolver a casarse con Lorraine antes dela llegada del señor Throckmorton.Usted no tenía inconveniente enprometer a Mimí cualquier cosa, peroMimí ya estaba harta de promesas.Pedía dinero al contado, quería hasta suúltimo centavo. Por eso tuvo usted que

vender el club. Mimí proyectaba ir a LasVegas esta noche y divorciarse mañana,¿no es así? Y se llevaba en la maletahasta el último centavo que usted poseíaen la tierra.

Chuck se pasó la mano por la frente.—¿Para qué he de hablar —musitó

—, si usted parece saberlo todo?—De manera que pensabas pagar a

Mimí. —La voz de Lorraine sonabadébil y apagada; era la voz de una mujerque ha visto reducirse todo a polvo ycenizas—. Y después, en el últimomomento, en lugar de pagarle la mataste.Eso no me parece tan terrible. Cualquiermujer capaz de algo semejante a lo que

ella hizo merece la muerte. Pero esto noes todo, ¿verdad? Otras dos mujereshabían sido asesinadas antes de esto.Fueron asesinadas por haber caído entrampas preparadas para mí. Dices queme amabas. Y sin embargo, por la solarazón de que estabas en un apuro ynecesitabas dinero, estuviste dispuesto amatarme dos veces. ¡Amor! —Se echó areír con risa descompuesta—. Esta es laclase de amor que me tocó en suerte. Elamor de un asesino.

Chuck parecía demasiado aturdidopara comprender lo que Lorraine decía.

—Sigue —le dijo ella—. ¿Por quéno lo admites y terminamos con esto?

¿Por qué no admites que mataste aDorothy y a Janet, así como a Mimí?

Chuck dio un paso en dirección aella.

—Lorraine…Iris también tenía los ojos fijos en

Lorraine. Jugueteaba en sus labios unaenigmática sonrisa.

—Oh, no, querida Lorraine —dijo—. Eso no es verdad. No es así comoocurrieron las cosas.

Lorraine se volvió hacia ella.—Iris, ¿qué dices? ¿Qué quieres dar

a entender?—Peter dice que ha sido pura

casualidad que te hayas salvado de las

trampas mortales que te acechaban. Noes cierto. Si estás viva ahora essencillamente porque todo este tiempoalguien ha estado haciendo los mayoresesfuerzos por conservarte sana y salva.Piensa, Lorraine. ¿Quién te apartó de lamesa de ruleta un minuto antes de quecomenzaras a jugar con aquellas fichas?¿Quién te estuvo tomando el pelo paraque no te pusieras aquel traje de bañoplateado?

Cogió los brazos de Lorraine y leclavó los ojos en el rostro.

—Deberías estar orgullosa deChuck. Ha hecho muchas cosas terribles,pero las ha hecho porque pensó que era

la única manera de salvarte la vida, sinhablar ya de tu reputación. Si no fuerapor Chuck, estarías muerta hace días.

Iris dirigió a Chuck una sonrisaradiante.

—Lamento haber sido tan ruda. Nome di cuenta de que incurrió en bigamiaporque lo habían embaucado. Ahora loveo todo claro, y yo, por lo menos, lecreo.

Todos contemplábamos a Iris enmedio de un expectante silencio. Unrubor de confusión se extendió por elrostro de Chuck.

—Sé por qué ha guardado ustedsilencio —continuó Iris—; pero, ¿no lo

comprende?, ahora tiene que decir laverdad. Tiene que decirles quién es elverdadero asesino.

L

21

os hechos se habían sucedido contal rapidez que yo me sentíacompletamente aturdido. Todos

mirábamos a Chuck. Lorraine, alacusarlo de los crímenes, parecía unamujer firmando su propia sentencia demuerte. Ahora brillaba una luz deesperanza en sus ojos. Iris parecíacompletamente dueña de sí, pero yoabrigaba la astuta sospecha de que nosabía tanto como quería hacer creer a

Chuck.—Bien, Chuck —dijo con firmeza

—, prosiga. Es mejor que lo sepan desus labios.

—Sí, me parece que sí. —Chuck sepasó la mano nerviosamente por elcuello de su camisa de vaquero. Pareciócasi como si intentara aflojar algún lazoinvisible—. Será difícil explicarlo. Iristiene razón. He hecho muchas cosasterribles. He protegido a un asesino cuyasola imagen aborrezco. He mentido.Hasta he hecho correr a Lorraine unriesgo enorme, aunque en el momento nolo sabía. Si no hubiera sido un cobarde,supongo que hubiera acudido a la

policía inmediatamente y afrontado lasituación. Pero fui cobarde…, cobardeporque tenía miedo de perder aLorraine. —Fijó la mirada en ella—. Loque he hecho lo hice en parte por salvarmi propio pellejo. Es cierto. Si hubieraobrado en otra forma ahora estaríaarrestado, probablemente comoencubridor de un crimen, y sin dudacomo charlatán que quiso explotar aLorraine Pleygel mediante unmatrimonio ilegal. Pero esto no revestíagran importancia para mí. Sobre todopensaba en ti, Lorraine, trataba de noperderte, de evitar que te vieras envueltaen un escándalo, porque te quiero. —Se

encogió de hombros—. Al final sólo helogrado ponerme en ridículo. Cuandoestés enterada de lo que he hechoterminarás conmigo para siempre…, sies que no has terminado ya.

—Cuéntanoslo todo, Chuck. Noomitas nada —dijo tranquilamenteLorraine.

—Creo que será más fácil quecomience por Mimí. Después deprometerle los cien mil, permaneció enLas Vegas, donde consiguió trabajo enun club nocturno. Pero no le gustabaesperar. A medida que pasaban losmeses sin que yo le entregara el dinero,empezó a concebir sospechas. Hubiera

venido por su cuenta a Reno paracrearme dificultades, pero se presentóalgo mejor.

—¿Ese algo mejor era Amado? —interpuso Iris.

—Sí. Lo conoció en el clubnocturno. Sabía quién era, por supuesto,y comprendió que sería una verdaderaganga conseguir que la invitara a casa deLorraine, donde estaría bajo el mismotecho que yo y podría apretarme lasclavijas. Siempre había resultadoatractiva para los hombres maduros.Representó su papel de frágil amante dela poesía y él cayó como un chorlito. Alcabo de unos días estaba tan chiflado

por ella que le pidió que se casara conél. —Hizo una pausa—. Mimí no habíaimaginado que llegaría tan lejos, pero,como prometida de Amado, seencontraría en una posición ideal. Elmismo día de su llegada aquí, me llevóaparte para decirme que si no le daba eldinero inmediatamente presentaría suscondiciones a Lorraine y la explotaría aella. Era para desesperarse. El clubmarchaba muy bien y yo teníaperspectivas de reunir los cien mildólares sin que Lorraine se enterarasiquiera. Traté de entenderme con Mimí.Hasta le entregué un par de miles, paratenerla contenta. Por último conseguí

que me concediera un poco más detiempo.

Chuck posó la vista en sus manos; noestaban muy firmes.

—Cosa de una semana despuésLorraine trajo a esas mujeres de Reno yconcibió su insensata idea dereconciliarlas con sus maridos. Lo queocurrió luego no lo supe en el momento;Mimí me lo contó después. Pero pareceque finalizada la comida, aquellaprimera noche en que estuvieron aquílos maridos, cuando todos nosdisponíamos a salir para Reno, Mimí fueal cuarto de Amado. Se le habíanterminado los cigarrillos y sabía que él

siempre tenía algunos en el cajónsuperior de su escritorio. Amado no seencontraba allí. Mimí se encaminó hastael cajón y lo abrió. En el interior, junto alos cigarrillos, había un objeto que tomópor una polvera. Mimí era muy curiosa.Le pareció raro que Amado tuviera unapolvera. La sacó del cajón y la abrió. —Chuck Dawson indicó con unmovimiento de cabeza la pitillera que seencontraba sobre la cómoda—. Dentrode la polvera estaba la ficha de ruleta,ya preparada con las agujas y el veneno.

—¡De modo que era Amado! —exclamó Lorraine dando una boqueada.Por fin, después de tantos días de

perplejidad, me era revelado el nombredel asesino. Algunos momentos antes,mientras Chuck hablaba, yo habíaanticipado esto y comprendido lo erradode mi apresurada acusación contraChuck. Pero, cosa bastante absurda, enlugar de sentir turbación, o unsacudimiento, me sorprendí pensando enlo inverosímil del hecho de que todoscontinuáramos aludiendo a WalterFrench por el repulsivo apodo que lepusiera Mimí.

—¡Amado! —Chuck emitió unacarcajada ronca—. ¡Vaya el malditonombre que resultó ser! Mimí,naturalmente, no tenía la menor idea de

lo que podría significar esa ficha.Estaba allí de pie, con la polvera abiertaen la mano, cuando apareció Amado.Amado se la arrancó de las manos, lacerró y se la metió en el bolsillo. Luegose puso a observar a Mimí con airedivertido, y por fin dijo: «Bien, pensabano mezclarte en esto durante algúntiempo, pero ahora que has visto laficha, me parece mejor que te enteres detodo». Ella seguía sin comprender, yAmado* empezó a explicarle el asunto.Hasta aquel momento Mimí le habíaconsiderado meramente un viejosentimental y tonto, pero el plan que leexpuso era lo más cruel y cínico que ella

había oído jamás.»En primer lugar, dijo a Mimí con

toda calma que había averiguado queella estaba legalmente casada conmigo.Mimí siempre había sido descuidadacon sus cosas. Había conservado aquellibro de poemas que yo le regalé en losprimeros tiempos de nuestromatrimonio, y Amado lo habíaencontrado y había leído la dedicatoria,igual que Iris esta noche. Habíaencargado subrepticiamente a unosdetectives particulares que investigaransus actividades en Las Vegas, y elloshabían sacado a la luz toda la historia.Mimí pensó que su juego había tocado a

su fin. Pero Amado, en lugar deamenazarla con ponerla al descubierto,la llenó de alabanzas. Le dijo que laquería mucho más por ser una muchachaambiciosa que sabía cómo cuidar de susintereses. Toda su vida, explicó, habíasufrido humillaciones por ser pobre entanto que su media hermana era una delas muchachas más ricas del mundo. Yhabía decidido que ya era tiempo de quetambién él tuviera en cuenta susintereses. Había ideado un plan que lesharía ricos a los dos y frente al cual,cualquiera de los proyectos de ellapasaba a la categoría de niñería. —Chuck hurgó en el bolsillo de su

chaqueta y sacó un cigarrillo—. Lereveló entonces el objeto de la ficha. Ledijo que proyectaba matar a Lorrainecon ella esa misma noche. Lorraine nohabía hecho testamento. Su casamientoconmigo estaba viciado de nulidad porbigamia, lo que podría demostrarse contoda facilidad. Si moría antes de que yopudiera legalizar el matrimonio, sufortuna íntegra iría a manos de Amado,como pariente más próximo. Cuandotodo se hubiera apaciguado, él secasaría con Mimí, y ambos nadarían enla abundancia hasta el fin de sus días.

»El escenario era ideal para cometerun crimen —prosiguió Chuck con voz

lúgubre—. Lorraine había llenado lacasa de maridos y mujeres que seaborrecían, todos los cuales seagolparían alrededor de la mesa deruleta. Nadie, dijo Amado, podríadescubrir jamás que la ficha envenenadaera obra suya, y había grandesprobabilidades de que la policíasupusiera que estaba destinada a una delas esposas por uno de los maridos, yque Lorraine había sido asesinada porerror. Ocurriera lo que ocurriere, habríatanta confusión que era casi seguro quelograría despistarlos.

»Cuando Amado terminó de hablarsoltó una carcajada y dijo: «Me alegro

de habértelo revelado. Tú has venidoaquí para amenazar a Chuck. El chantajeno es muy diferente del asesinato. Puedocontar con que no acudirás a la policía.Uno debe cuidar de sus propiosintereses. Yo te quiero. Ahora queconoces el plan, tendrás que serme lealuna vez que Lorraine haya muerto,porque según todas las probabilidadesserías considerada encubridora».

Chuck hizo una pausa.El relato era lo bastante crudo para

helarle a uno la sangre en las venas.—Al llegar aquí —prosiguió Chuck

—, Mimí estaba realmente asustada. Noquería casarse con él. Lo detestaba, y no

quería verse mezclada en un crimen.Mimí era mujer decidida, pero no a talextremo. Le prometió lealtad. Leprometió todo lo que él quiso, pero teníaotra idea en la cabeza. Apenas se lepresentó la oportunidad, dejó a Amado yvino a hurtadillas a mi habitación.

Yo recordé cómo, aquella primeranoche, Iris y yo habíamos visto a Mimídeslizarse furtivamente en el aposentode Chuck.

—Sí —continuó Chuck—, Amado latenía en sus manos, pero Mimí era lobastante lista para comprender que ella,a su vez, todavía me tenía en las suyas.Era de concepción rápida y ya tenía su

plan enteramente formado. Llegó a micuarto en el preciso instante en que yome disponía a bajar para reunirme conlos demás. Me comunicó que Amadohabía descubierto que mi matrimoniocon Lorraine era nulo y que intentabamatar a Lorraine antes de quepudiéramos legalizarlo. Me dijo queestaba dispuesta a revelarme el plan yayudarme a salvar la vida de Lorrainecon estas dos condiciones: primero, queyo elevara la suma que debía pagarle adoscientos mil dólares, y segundo, quele prometiera no contar nunca la verdada la policía, pasara lo que pasase,porque en ese caso, aunque Amado no

intentara arrastrarla con él comocómplice, quedaría en descubierto comochantajista. Ella sabía que no corríapeligro. Sabía que yo amaba a Lorrainey que haría cualquier cosa por salvarla.Había comprendido, además, que con laacusación de bigamia pendiente sobremi cabeza nunca me atrevería a acudir ala policía. Así ella podría conseguirdoscientos mil dólares sin versemezclada en un crimen, y, de paso, dejara Amado con un palmo de narices. —Chuck siguió hablando con vozentrecortada—. La ansiedad que sentíapor Lorraine me hacía sudar sangre.Como mi única oportunidad de salvarla

dependía de Mimí, acepté. Hubieraaceptado cualquier cosa. Entonces ellame reveló el plan de Amado. Dijo quesería sencillo ganarle por la mano, peroque debíamos andarnos con cuidado,porque si llegaba a adivinar que ella lehabía traicionado se volvería contraella. Mimí sabía que él tenía la polveraen el bolsillo derecho de su chaqueta.Todo lo que debería hacer eraescamoteársela. De esa manera no sólosalvaríamos a Lorraine, sino quetambién podríamos conservar la fichacomo prueba…, tendríamos algo conqué amenazarle si volvía a darle porhacer cosas raras.

Una vez más Chuck volvió los ojoshacia el blanco rostro de Lorraine.

—Yo estaba demasiado asustadopara hacer uso de mi inteligencia. Loúnico en que podía pensar era enconseguir aquella ficha antes de que tematara. Nos precipitamos escalerasabajo, para encontrarnos con que todosse habían ido ya sin esperarnos.Saltamos a mi coche. Conduje como undemonio para adelantarme a vosotros,para llegar antes de que pudiera ocurrirnada. —Se encogió de hombros—.Como sabéis, se nos pinchó unneumático. Fue una pesadilla cambiarese neumático. Primero pasasteis

vosotros. Le hicimos seña a Lorraine,pero ella no quiso detenerse. Despuéspasó Amado velozmente, en el otrocoche. Y por último terminé de cambiarla rueda y nos lanzamos hacia Reno.

Se leía en sus ojos el recuerdo de loque debió de sufrir aquella noche.

—Cuando llegamos al club, todos seencontraban ya alrededor de la mesa deruleta. Mimí y yo no habíamos} contadocon llegar tarde. Todos nuestros planeshabían quedado hechos trizas. Despuésvi a ese gigoló sudamericano. Habíaestado hablando con él el día anterior, yhabía mostrado gran interés en serpresentado a Lorraine. Parecía un regalo

del Cielo. Yo me precipité a la mesa dela ruleta. Casi me muero de alivio al verque Lorraine no había empezado a jugar.Mi único pensamiento era alejarla delpeligro. De manera que la cogí delbrazo. También me llevé a Amado. Lesarrastré a los dos hasta donde estabanMimí y el sudamericano. Mientras hacíaque éste y Lorraine bailaran juntos,Mimí se encargó de Amado. Ella teníaque conseguir la polvera. Empezó ahacerle caricias, fingiendo sentirsecariñosa. Transcurridos unos segundosme hizo un signo de cabeza. Eso queríadecir que ya tenía la polvera. —En elpálido rostro de Chuck se esbozó una

sonrisa—. Pensé que todo estabaperfectamente, que nuestro plan habíadado resultado.

Desde el comienzo de esta increíblehistoria, Iris había estado observandocon fijeza el rostro de Chuck, y al llegara este punto dijo:

—Dio resultado en lo que respecta aLorraine, sin duda, pero usted noadvirtió que Amado ya había puesto laficha envenenada entre el montón quehabía en la mesa, y que al arrastrarlousted de allí no le fue posiblerecobraría. Estaría loco de ansiedad.Sabía que Dorothy iba a morir si él noregresaba a la mesa y retiraba la ficha.

Pero usted no lo soltaba. Después yoobtuve el pozo en el tragamonedas decincuenta centavos. Todo el mundo seagolpó a mi alrededor. Esto dio aAmado su oportunidad. Corrió hasta lamesa de ruleta, pero, para su horror, laficha no estaba ya allí. Dorothy se lahabía metido en el bolso junto con lasotras. Desde ese momento en adelante,ya nada dependía de él. Amado no sabíadónde estaba la ficha. Él había echado arodar la bola y ahora no podía detenerla.

—Supongo que sería así —dijoChuck, retorciéndose las manos—.¿Comprenden? Mimí no había podidoechar una mirada al interior de la

polvera y comprobar que estaba vacía.Y antes de que ninguno de los dossupiera que había peligro para alguien,Dorothy había muerto. —Chuck fijó sumirada en mí—. Cuando le ayudé acargar a Dorothy, yo sabía ya que habíamuerto víctima de la trampa de Amado.Comprendía la terrible situación en queme encontraba. Había prometido a Mimíno decir la verdad a la policía; pero aunen el caso de que faltara a mi promesa,el asunto de la bigamia tenía que salir ala luz. Y •eso no era todo. Yo habíatenido conocimiento previo del plancriminal, y sin embargo no habíaavisado a la policía. Yo también sería

considerado encubridor. Estaría tancomprometido como Mimí, quizá tantocomo el mismo Amado. Yo sufría lostormentos de los condenados. Y depronto, inesperadamente, Wyckoffdiagnosticó que la muerte se debía a unsíncope cardíaco. Yo no tenía idea delmóvil que le impulsaba, pero sudiagnóstico me cayó como maná delCielo. Al fin y al cabo, Lorraine estabasana y salva. Y Dorothy no meimportaba gran cosa.

—¿De manera que por eso —pregunté yo— guardó usted silencio yutilizó su influencia con la policía paraque dejaran firmar a Wyckoff el

certificado de defunción?—Al menos ganaba así algún tiempo

—asintió Chuck con un movimiento decabeza—. Yo tenía que hablar conMimí, pero me vi obligado a llevar aDorothy, junto con Wyckoff, a lafuneraria, y volví demasiado tarde.Además, tenía que obrar con sumacautela al comunicarme con ella, paraque Amado no entrara en sospechas.Sólo a la noche del día siguiente, a lavuelta de nuestra excursión a Tahoe, seme presentó la oportunidad. Mimí meestaba esperando en el muelle. ¿Seacuerdan?

—Por supuesto —respondió Iris.

—Lo primero que me dijo fue queAmado no sospechaba que ella loestuviera traicionando. Pensaba que elhecho de que yo hubiera arrastrado a ély a Lorraine lejos de la mesa de juegoera meramente accidental. Tampocoparecía particularmente contrariado porel fracaso de su plan. La muerte deDorothy, en su opinión, antes le servíade ayuda que de obstáculo. Tantaspersonas habían querido matar aDorothy que la policía, aunque llegaraeventualmente a sospechar que setrataba de un crimen, era seguro queseguiría una pista falsa. Y por últimoMimí dejó caer su granada. Amado se

sentía tan seguro de sí que habíaproyectado otro atentado contraLorraine.

Chuck se pasó la mano por su cortacabellera rubia.

—Me dijo que me contaría el plan yme ayudaría de-nuevo a salvar aLorraine siempre que yo me atuviera anuestro trato anterior. Yo comencé acomprender entonces que la situación notenía salida para mí. No me era posibleacudir a la policía a esta altura, de modoque acepté la propuesta de Mimí y ellame reveló el nuevo plan de Amado.Pensaba apagar las luces cuandofuéramos todos a nadar y ahogar a

Lorraine. Basaba todo su proyecto en eltraje de baño de Lorraine, porque, apesar de ser él corto de vista, estabaseguro de percibir su centelleo en laoscuridad. Tenía también un poco deéter, pero no quería emplearlo de no serabsolutamente necesario. Tal comosucedieron las cosas, cuando llegó elmomento no tuvo necesidad de recurrir aél.

»Yo comprendí inmediatamente queno me sería posible disuadir a Lorrainede su plan de que fuéramos a nadar sindespertar sus sospechas y las de Amado.Pero sabía en cambio que siempre habíasido muy susceptible respecto a su ropa.

Concebí entonces la idea de tomarle elpelo por el traje, de hacerle pensar queparecía tonta con él, de manera quedesistiera de usarlo. Por supuesto, habíaque hacerlo cuando Amado no estuvierapresente. Así lo hicimos, y la idea dioresultado. Después de la comida Mimí yyo no nos despegamos de Amado.Después, cuando apagó las luces, yo mesumergí en la piscina, localicé aLorraine, y no me separé de su lado.Sabía que Amado no sería capaz dedistinguirla en aquel traje negro, pero noquería exponerla a ningún riesgo. —Sonrió débilmente—. Y una vez más noslas ingeniamos para salvar a Lorraine,

pero no pudimos impedir un crimen. Loque ninguno de nosotros sabía era queJanet no había traído traje de baño y queLorraine le había dado el plateado.Cuando Amado, Mimí y yo llegamos a lapiscina, Lorraine y Janet se encontrabanen los vestuarios de las mujeres. Noteníamos la menor idea de que Janettenía puesto ese traje, pues en ese casoMimí y yo hubiéramos hecho algo. Enmedio de la oscuridad, Amado vioresplandecer el traje…, y mató a Janetpensando que mataba a Lorraine.

Chuck, fatigado, se encogió dehombros.

—Entonces yo ya estaba casi al cabo

de mi resistencia. Parecía que aquellonunca terminaría. Amado habría depersistir en su miope matanza hastaalcanzar finalmente a Lorraine. El hechode que murieran mujeres inocentes no lepreocupaba en absoluto. La verdad esque cada vez que aparecía un nuevocadáver las cosas tomaban un cariz másfavorable para él, porque su propiomotivo quedaba enterrado cada vez másprofundamente bajo una descabelladasuperficie que sólo podía interpretarsecomo obra de un loco homicida.

—Que es, justamente, lo que sucedió—intervino Iris con calma.

Chuck hizo un signo de asentimiento

con la cabeza.—Entonces yo estaba dispuesto a

acudir a la policía y confesarlo todo,aunque sabía que equivalía a ponermeuna soga en torno a mi propio cuello taninfaliblemente como en torno al deAmado.

»Y de pronto se me ocurrió algo,algo que nunca había pensado antes.Había, sí, una manera de detener loscrímenes sin dar aviso a la policía. Lamuerte de Lorraine sólo resultaríaprovechosa a Amado mientras sumatrimonio conmigo no fuera legal.Mimí ya había seguido todos lostrámites preliminares del divorcio. Era

una residente de Nevada. Si volvía aLas Vegas, podría obtener el divorcio enun día. Todo lo que yo tenía que hacerdespués era volver a casarme conLorraine, y el motivo de Amado paraasesinarla habría desaparecido parasiempre. —Se detuvo por un instante—.Me dirigí a Mimí y le expuse miproyecto. Ella estaba muy asustada a lasazón, pero no hasta el punto de olvidarsus propios intereses. Aceptó. Iría a LasVegas al día siguiente, si yo vendía elclub y le entregaba hasta el últimocentavo que poseía en el mundo. Nisiquiera intenté regatear con ella. Fettertenía los ojos puestos en el club desde

hacía meses. Yo sabía que me sería fácilrealizar una rápida venta. Esa tarde,pues, me quedé en Reno después delfuneral de Dorothy y realicé laoperación. Pero todo ese tiempo estuvepasando las de Caín, por temor a queAmado hiciera otra tentativa de asesinara Lorraine mientras yo no estaba a sulado para protegerla.

—Y fue eso precisamente lo queocurrió —interrumpió Iris—. TambiénAmado debía de estar angustiadoentonces, porque el señor Throckmortontenía que llegar de un momento a otro yLorraine había anunciado la nocheanterior que le haría redactar su

testamento. Un testamento hubiera puestofin a las esperanzas de Amado tanefectivamente como una ceremonia legalde matrimonio. Cuando Lorraine dijoque iría al aeropuerto en la camioneta,comprendió que debía matarla antes dela llegada del señor Throckmorton. Esavez no enteró a Mimí de sus proyectos.Se deslizó en el garaje y limó el frenode cable de la camioneta. Todossabemos que fue Fleur la víctima de estatrampa. Amado venía subiendo elcamino a la sazón. Cuando vio que eraFleur y no Lorraine quien estaba en elinterior del coche, hizo esa tentativaseudogalante de salvarla. Era una buena

oportunidad para mostrarse heroico, yno tenía nada que perder.

Chuck volvió a asentir.—Cuando volví de Reno —

prosiguió—, traía conmigo el dinero enefectivo para Mimí. Ella se encontróconmigo en la escalinata. Me contó losucedido a Fleur con la camioneta. Esosólo tornaba la situación másapremiante. Le entregué el dinero, Mimíiba a partir inmediatamente para LasVegas. Pero, para desgracia nuestra,eligió aquel momento precisamente paraponerse sentimental con su casiexmarido. Creo que sería efecto deldinero. «Te besaré en recuerdo de los

viejos tiempos», dijo. —Chuck seencogió de hombros—. Y mientras medaba aquel último y tierno abrazo,aparecieron ustedes en la puerta deentrada.

»Mimí y yo habíamos tenido cuidadode ocultar a Amado nuestras entrevistas,pero no habíamos pensado en Lorraine.Andando los días, había comenzado asospechar que había algo entre nosotros,y al ver que nos besábamos ya no lecupo duda. Ordenó a Mimí que semarchara al punto de la casa. En lo quea Mimí concernía nos veníaperfectamente, porque le ofrecía unaexcusa razonable para irse, pero… —

hizo un gesto— era también una cosamás a la que yo debía hacer frente.Tenía la esperanza, sin embargo, dehablar esta noche con Lorraine einventar alguna historia acerca de quenuestro matrimonio en México no eradel todo seguro; pensaba sugerirle quenos volviéramos a casar aquí,secretamente, antes de que llegara elseñor Throckmorton. Ya lo ven ustedes,esperaba aún, contra toda razón, quepodría impedir que conociera la verdad.Pero Lorraine estaba tan enojadaconmigo por lo de Mimí que se encerróen su cuarto y no me dejó entrar. —Seinterrumpió un momento, y prosiguió—:

Parecía que nunca se me concederíatregua…, ni un solo momento de treguaen todos estos horribles días. —Sufatigada mirada pasó del rostro de Iris alde Lorraine—. Me daba cuenta de queLorraine corría aún gran peligro, pero almenos estaba segura por el momento,encerrada en su cuarto bajo llave. Penséque todo podía acabar bien todavía.Mañana Mimí me llamaría por teléfonodesde Las Vegas para decirme que elasunto del divorcio estaba resuelto.Quizá mañana pudiera apaciguar aLorraine y persuadirla a que se volvieraa casar conmigo…, esta vez legalmente.El teniente Duluth había insistido en que

llamara a la policía. Bien, eso no meinquietaba. Yo sabía que los asesinatosestaban envueltos en tal confusión, queno había perspectiva alguna de quealguien diera con la verdad. Meencaminé a mi cuarto, y después de unbreve intervalo se presentó Amado.

Una expresión de intenso odio sepintó en el rostro de Chuck.

—Se sentó y encendió un cigarrillo.Estaba perfectamente tranquilo. Contoda calma, como si me contara algúnhecho trivial, me comunicó que acababade matar a Mimí. Cuando nos viobesarnos sospechó que ella le habíaestado traicionando, confabulándose

conmigo para frustrar sus planes, ycuando Lorraine reveló que Mimí y yohabíamos hecho que se quitara el trajede baño plateado, tomándole el pelo, sesintió completamente seguro. Con igualcalma, me confesó que había registradola maleta de Mimí, que había encontradoel dinero que yo le había entregado, yque se lo había guardado para sí.

La mirada de Chuck reflejóvacilación.

—Fue horrible comprender que yoestaba tan complicado en el asunto, quedebía estar allí sentado y escuchar, sinpoder siquiera pegarle. Con la mayordesenvoltura del mundo, dijo que había

venido a hacer un trato conmigo. Meexpuso una docena de buenas razones,razones que yo ya conocía demasiadobien, para hacerme ver que iría contramis propios intereses denunciarle a lapolicía. Terminó diciendo que si esosargumentos no me eran suficientes y yoera lo bastante loco para delatarleestaba dispuesto a negarlo todo yhacerme cargar a mí con la culpa. Si yome detenía a pensar un momento, dijo,comprendería que por el hecho de habersido Mimí mi esposa y todo lo demás,yo resultaba mucho más sospechoso queél. Tenía razón, por supuesto. Yo noposeía ninguna prueba contra él, ahora

que Mimí estaba muerta. Sólo tenía mipalabra contra la suya. Él era unrespetable ciudadano. Yo, a lo sumo, eraun charlatán que había embaucado aLorraine haciéndole contraer unmatrimonio nulo. Entonces me hizo suproposición.

»Él tenía el dinero que yo habíadado a Mimí. Dijo que estabaperfectamente satisfecho con eso. Era losuficiente para poder mantenerse hastael fin de sus días. Si yo obraba concordura, me daría su palabra de novolver a atentar contra la vida deLorraine. No tardaría en llegar lapolicía. Intentarían resolver el misterio,

pero no podían sino fracasar. Con eltiempo todo el asunto quedaríaconvertido en una serie de crímenes noaclarados de un loco. Él se quedaría conel dinero de Mimí. Yo me quedaría conLorraine. Podría volver a casarme conella con toda tranquilidad. Todomarcharía perfectamente.

Chuck volvió a humedecerse loslabios.

—Él sabía que me tenía en su poder.Yo también lo sabía. Dadas lascircunstancias, hasta pensé que meofrecía una oportunidad. Creo que no mequedaba mucho espíritu de lucha. Ahoraque Mimí estaba muerta, nada me

impediría volverme a casar conLorraine. Acepté; no le denunciaría a lapolicía.

Levantó la vista, con una expresiónde fiereza en el rostro.

—Ahora veo que al fin y al cabo meengañó. Todo eso que dijo acerca dedejar tranquila a Lorraine era purapalabrería para infundirme un falsosentimiento de seguridad. Él sabía queme tenía inmovilizado. También sabíaque había levantado la perfecta cortinade humo del loco homicida. Y estanoche hizo otra tentativa para asesinar aLorraine. —Volvió los ojosinciertamente en dirección a Iris—. Yo

no sé nada de esto, excepto lo queustedes me han dicho. Supongo queAmado decidió por último hacer uso deléter. Pero, gracias a Dios, usted hapodido salvar a Lorraine.

»Creo haberlo dicho todo, salvoque… en cierto sentido soy casi tanculpable como Amado y estoy dispuestoa cargar con las consecuencias. —Dioun paso hacia Lorraine—. Querida, sóloquiero decirte una cosa. Tal vez nopuedas creerme, pero, todo este tiempo,lo que me preocupaba era obrar delmodo que fuera mejor para ti. He sidoun estúpido. Lo que he hecho sólo haservido para empeorar las cosas.

Pero…, bien… —Su voz se quebróroncamente—. Trata de no odiarmedemasiado.

Lorraine estaba de pie, muy quieta.Tenía los ojos clavados en él. Yotambién le observaba. Parecíacompletamente agotado, como unnadador que ha luchado horas enterascontra la resaca y a quien ya no lequedan más fuerzas para resistir.Mientras yo repasaba mentalmente laterrible historia, con su intrincadamaraña de conspiración ycontraconspiración, desesperación yengaño, traté de pensar en lo que hubierahecho yo de haber estado en el pellejo

de Chuck y si Lorraine hubiese sido Iris.¿Hubiera dado muestras de un

carácter más valiente o más noble?—¿Estás dispuesto a contar a la

policía todo lo que nos has dicho,Chuck? —inquirió Lorraine consuavidad.

Chuck asintió con un movimiento decabeza.

—¿Pase lo que pase?Chuck volvió a asentir.Los labios de Lorraine temblaban.

Corrió impulsivamente hacia él,posando sus pequeñas manos en susfuertes brazos.

—Si te envían a prisión te esperaré.

Él se quedó mirándola con expresiónde incredulidad.

—Lorraine, tú… ¿quieres decir…?—Tonto —dijo Lorraine con los

ojos brillantes—. ¿No tienes ningunainteligencia? ¿No te das cuenta de que tequiero?

Por espacio de un momento Chuckpermaneció inmóvil, teniéndola en susbrazos. Estaba transfigurado; era unhombre que no creía en milagros y veíarealizarse uno ante sus ojos. Después,lentamente, su rostro se ensombreció.

—Puede no ser tan sólo prisión, miquerida Lorraine —dijo—. Yo no poseoninguna prueba en contra de Amado. Él

es mucho más listo que yo, y sólo tendrémi palabra contra la suya. Quizá lapolicía le crea a él.

En ese momento Iris se levantó de lacama. Mi mujer parecía a un tiempoencantadora y eficiente; encarnaba laconcepción de Hollywood de la mujeractiva.

—¡Oh!, no se preocupe usted poresto, Chuck —dijo—. Ahora tenemostodas las pruebas del mundo contraAmado, ¿sabe usted? La verdad es queel inspector Craig ya lo ha detenido.

L

22

a sorprendente declaración hizoque el foco del interés volviera afijarse en Iris. Nos trajo

nuevamente a la conciencia el hecho deque había sido mi mujer quien habíaprecipitado el desenlace. Del modo másmisterioso, parecía haber llegado a lacompleja solución extrayéndola del aire.

—¡Amado detenido! —balbuceóChuck—. No puedo creerlo. No…, nopuedo comprenderlo, Iris. Yo pensaba

que todo este horrible asunto estaba tanenmarañado que nadie podría sacar nadaen limpio. Y sin embargo, ustedparece…

—Exactamente —interrumpí. Mevolví hacia mi mujer, tratando sin éxitode no parecer impresionado—. Enprimer lugar, ¿dónde, en nombre delCielo, hallaste la ficha envenenada?

Iris, también sin éxito, trataba deparecer modesta.

—Fue pura casualidad, Peter. Estabasentada aquí sola, ¿sabes?, y me puse apensar en la tentativa de robo en nuestrocuarto. Tú y yo habíamos llegado a laconclusión de que el asesino debía de

buscar ya fuera el bolso de Dorothy o eltestamento de Janet. Pero de pronto seme ocurrió la idea de que había algomás en aquel cajón: mi cerdito alcancía.

—¡Tu cerdito alcancía! —exclamé—. ¿Por qué habría de querer robar elasesino tu cerdito alcancía?

—No hubiera sabido decirlo; pero sísabía, en cambio, que lo tenía conmigoel día de la muerte de Dorothy. Así,pues, cuando tú bajaste para reunirte contu misógino inspector, yo volví a nuestrocuarto y saqué el cerdito del cajón.Pensé que, si mi presentimiento erafundado y el cerdito alcancía teníaimportancia, el asesino volvería por

segunda vez. Me acordé entonces deaquel otro cerdito alcancía que habíacomprado para ti y que tú nunca habíasusado. Estaba en una de las maletas,debajo de la cama. Lo llené con todaslas monedas que pude encontrar y loguardé en el cajón… como señuelo. —Sonrió con expresión modesta—.Después traje mi propia alcancía aquí.La rompí, y dentro, junto con todas esasmonedas del pozo, encontré la ficha.

—¿De manera que constantemente lahabíamos tenido delante de nuestraspropias narices?

—Sí, Peter. Una vez que vi la ficha,comprendí que la trampa mortal debía

de haber estado destinada a Lorraine. Y,reflexionando, eché de ver que Amadoera el único que hubiera podido poner laficha en el cerdito alcancía. ¿Teacuerdas, Peter? Cuando Dorothy murióen la pista de baile, Amado estaba soloen la mesa, con su bolso y mi cerditoalcancía. Al morir Dorothy, se diocuenta de que había sido envenenada porla ficha y que ésta no podía encontrarseen otra parte que en su bolso. No sabíaque el crimen habría de ser encubiertopor Wyckoff. Había esperado,naturalmente, que la policía nosregistrara a todos. No podía correr elriesgo de tener la ficha en el bolsillo.

Mi cerdito alcancía era el esconditeideal…; algo que no estaba en absolutorelacionado con él, algo que siemprepodría conseguir más tarde, cuando nohubiera ningún peligro en recobrar laficha y destruirla. Tal como resultaronlas cosas, cuando intentó efectivamenterecobrarla, se encontró con quehabíamos guardado el cerdito alcancíaen el cajón, bajo llave, y él teníademasiada prisa para ponerse a forzarcerraduras. —Iris se encogió dehombros—. Me alegra poder decir quedesde cualquier punto de vista Amadotuvo la suerte más detestable de todoslos asesinos ambiciosos de la historia.

Todos observábamos a Irisfijamente.

—El resto es simple. Pensé queLorraine corría aún gran peligro. Sinhacerle entrar en sospechas, la convencíde que abandonara el lecho y vinieraaquí conmigo, donde estaría a salvo. Yome daba cuenta de que la mala suerte deAmado en cierto sentido le había sidoventajosa, y que, creyendo todo elmundo en la existencia de un loco,contaba aún con una espléndidaoportunidad de matar a Lorraine yquedar impune. Cualquier hombre quehubiera hecho tres intentos y fracasadono se detendría allí. De manera que ideé

un plan. Bajé sigilosamente a la sala delos trofeos, subí a rastras aquellaespantosa muñeca y la puse en la camade Lorraine. Tiene un aspecto muynatural, y yo sabía que además Amadoes miope.

Iris hizo un gesto.—Me escondí como una tonta en el

armario empotrado, dejando la puertaentornada, y esperé. Por cierto queAmado no tardó en aparecer, y porcierto que asesinó a la muñeca con todoel sigilo del Rey al verter el veneno enel oído del padre de Hamlet. Yo habíapresenciado una tentativa de asesinato:era todo lo que necesitaba. Cuando

Amado se escabulló del cuarto, lo seguí.Lo vi dirigirse de puntillas a través delpasillo a nuestra habitación. Iba abuscar, naturalmente, el cerditoalcancía. Yo había dejado la puertaentreabierta como cebo. Además habíacolocado la llave del lado de afuera dela cerradura para facilitarme las cosas.Una vez que estuvo dentro de nuestrocuarto, no hice más que cerrar la puerta,echar la llave, y correr a despertar alinspector. —Me dirigió una sonrisa—.Al principio parecía bastante receloso.Pero cuando le dije que había pescado aAmado con las manos en la masa,tratando de matar a Lorraine, se levantó

de la cama de un salto. Acabo de dejarlecon Amado. Yo quería venir aquí yhacer que Chuck nos contara toda lahistoria, porque todavía no lo veía todobien claro.

Yo la miré de hito en hito. Traguésaliva. Me había burlado de ellallamándola «la temeraria Iris Duluth, laloba solitaria de Hollywood, as delcrimen», y ahora quien estaba enridículo era yo. Con Iris como testigoocular de su ataque a Lorraine, Amadopodía considerarse en la celda de loscondenados a muerte.

Iris deslizó su mano en la mía.—Este ha sido un caso

tremendamente intrincado, Peter, enparte porque Chuck y Mimí enredabanlas cosas constantemente, pero más quenada porque Amado resultó ser unasesino tan endiabladamentecomplicado. Chuck lo cree listo. Yo no.Pero fue bastante despiadado, Dios losabe, e ingenioso. Demasiado ingenioso.Si yo quisiera matar a una persona,mataría a esa persona, y no a otras tres.En mi humilde opinión, Amado, comomente privilegiada, resultó un fiasco.

Se volvió hacia Chuck.—No se preocupe, Chuck. He

contado al inspector algunas de lascosas que usted ha hecho, haciéndole

notar la espantosa situación en que ustedse hallaba. Usted le gusta. Como a todoel mundo. No creo que se vea usted engrandes dificultades. Y…, bien, esrealmente un hombre de lo mássimpático. Me ha prometido ponerlesordina a todo lo relacionado conLorraine y su matrimonio.

Chuck y Lorraine la contemplabancomo si fuera uno de aquellos entes delos autos sacramentales que bajan delCielo en el último momento paradisponer finales felices. Lorraine seadelantó prestamente hacia ella y le dioun beso.

—Querida Iris —le dijo—, eres

admirable. Eres perfectamenteadmirable.

Iris se sonrió modestamente.—Tonterías —replicó—. Todo se

debió a la suerte y a Edna St. VincentMillay.

En ese instante se abrió la puertapara dar paso al inspector Craig.Parecía un tanto chiflado, envuelto en unastroso impermeable y, al menos por loque yo pude ver, nada más. Sólo teníaojos para Iris.

—Señora Duluth —dijo—, he hechovenir a uno de mis hombres de laciudad. Está custodiando a Frenchabajo. French no ha confesado todavía,

pero con la prueba suya lo tenemos yabien atrapado. Hay algo, no obstante,que me intriga. El dinero que obtuvoChuck de la venta del club, el dinero quedio a la señorita Burnett…, usted medijo que debería tenerlo French. Puesbien, he puesto su habitación patasarriba, pero el dinero no ha aparecido.

—Ya sé. —Iris tenía aire deexcusarse—. He sido una estúpida.Tendida que haberme dado cuenta dedónde estaría. Venga. Yo lo encontraré.

El inspector Craig se quedó con laboca abierta. Lo mismo nos ocurrió atodos los demás. Seguimos a Irishumildemente al corredor. Ella echó a

andar rápidamente en dirección alaposento de Chuck, y al llegar allíencendió la luz. Mientras todos nosapiñábamos a su alrededor, comenzó air de un lado a otro abriendo cajones yrevolviendo cosas. Por último se dirigióal lecho y levantó bruscamente elcolchón.

Y allí, extendidos sobre el extremodel somier había gruesos fajos debilletes de banco.

Iris miró a Chuck.—Ya me parecía. Tenía usted razón.

Amado había proyectado hacerle cargara usted con la culpa. Supongo quetambién habría puesto aquí la ficha con

el veneno, si hubiera podido hallarla.El inspector Craig emitió un bajo y

prolongado silbido. El misógino clavólos ojos en el dinero, y luego, conobstinada adoración, en mi mujer.

—Si vuelvo a gastar otra bromaacerca de las mujeres —dijo—,péguenme un tiro.

Mi mujer sonrió con delicia.—Reservaré esto para mi libro de

memorias.El inspector estaba recogiendo los

fajos de billetes y guardándoselos en elbolsillo.

—Este dinero le será devuelto,Chuck; pero por ahora será mejor que lo

tenga yo. Puesto que todos estándespiertos, no tenemos por qué perdertiempo. Supongo que no tendráninconveniente en bajar y hacer susdeclaraciones oficiales.

Cuando salimos todos en tropel delcuarto, Iris deslizó su mano bajo mibrazo.

—Peter —dijo—, escapémonos deaquí mañana mismo. Ahora que esto haterminado podemos pasar diez díasencantadores, diez días de gloria. Estoyaburrida de ser una estrella de cine.Estoy aburrida de ser una detective.Quiero ser una…

—¿Una qué?

—Una pequeña mujercita.El mundo, que tan entenebrecido

parecía unas pocas horas antes, volvía aser radiante.

—¿Dónde quieres que vayamos? —le pregunté.

—A cualquier parte, con tal de queestemos solos. Si es necesarioalquilaremos una celda de la prisión alinspector Craig.

Al pasar frente al cuarto de FleurWyckoff, se abrió la puerta yaparecieron Fleur y Wyckoff, ellavistiendo una transparente bata de colorrosado y él nada más que los pantalonesdel pijama. Nos miraron con ansiedad.

Wyckoff dijo:—Oímos voces. ¿No ocurre nada?—No, claro —respondió Chuck,

mostrando sus blancos dientes en unaespontánea sonrisa—. No pasa nada.Vengan y únanse a la procesión.

Ellos, sin ningún embarazo, vinierontal como se encontraban. Formábamosun abigarrado grupo al bajar lagigantesca escalera. Craig encabezaba lamarcha, con sus piernas desnudasasomando debajo del impermeable. LosWyckoff en sus distintos grados deatavíos para la intimidad lo seguíancogidos de la mano. Lorraine y Chuckvenían después, e Iris y yo formábamos

la retaguardia.Al llegar al vestíbulo, vi que

Lorraine levantaba los ojos posándolosen Chuck, con una expresión extática ensu pequeño rostro.

—Gracias a Dios, querido, el señorThrockmorton ha tenido que bajar delaeroplano. Es terriblemente bostonianoen lo que respecta a moral y todas esascosas. Cuando descubra que noestábamos debidamente casados, va aestallar. Pero ahora al menos podremosvolvernos respetables antes de quellegue.

Avanzábamos a través del vestíbulohacia la abierta puerta de la sala de

estar, cuando se oyó sonarestridentemente el timbre de la puerta.Todos nos detuvimos asombrados.

—¿Quién demonios…?El inspector se adelantó y abrió la

puerta de un golpe.Un hombre se hallaba de pie sobre

el umbral; un hombre corpulento,respetable, de edad madura, vestido denegro y con un voluminoso maletín negrobajo el brazo. Tenía un formidablebigote pasado de moda. Parecía unvisitante de la Liga de Moral y BuenasCostumbres.

—¡Lorraine! —Apartando alinspector de un empujón, el recién

llegado penetró ruidosamente en elvestíbulo—. He cogido un tren ydespués un autobús, y luego he podidoconseguir un taxi. Ha sido un viajeverdaderamente agotador. Pero comoparecías tan ansiosa porque yo…

Se interrumpió para echar unamirada al grupo. Abrió los ojosdesmesuradamente, con ofendidadesaprobación, al reparar en el pijamade Lorraine, la bata de Fleur y el torsodesnudo de Wyckoff. Por último fijó lavista en las piernas del inspector,asomando por debajo del intempestivoimpermeable.

—¿Quiénes son estas personas? —

tronó con profundo resentimiento—.¿Quiénes son estos hombres desnudos,estas jóvenes vestidas sin recato? ¿Hehecho todo este camino para participaren una orgía?

Nos miraba con ojos centelleantes,terriblemente furioso. Lorraine se quedómuda. Hasta el inspector parecíaamedrentado. Fue Iris quien intentódespejar la atmósfera.

Con una sonrisa que hubieradesarmado al Angel Vengador, mi mujerse adelantó unos pasos y le tendió lamano:

—Es usted el señor Throckmorton,supongo.

El señor Throckmorton hizo casoomiso de ella. Ahora tenía clavados losojos en la abierta puerta de la sala deestar. En el interior se divisaba la figurade Amado, acompañado muy de cercapor el más corpulento de loscolaboradores vestidos de civil delinspector Craig.

—¡Ah Walter, muchacho! —exclamóel señor Throckmorton, pasando frente aIris en dirección a Amado, con benévolasonrisa—. A Dios gracias tú estás aquí.A Dios gracias hay por lo menos unciudadano íntegro y respetable paraproteger a Lorraine de esta gentuza.

Yo miré a Iris. Iris me miró a mí.

—Esta es una de las mejores caídasde telón de todos; los tiempos. Vamos,Peter, bebamos algo.

— FIN —

Richard W. Webb

Quentin Patrick es el seudónimo queemplearon los escritoresnorteamericanos Richard Wilson Webby Martha Mott Kelley —casada conStephen Wilson— para firmar lasnovelas de misterio que crearon encolaboración. Más tarde, el nombre fue

utilizado solamente por Richard W.Webb.

En 1936, Webb se asoció con HughCallingham Wheeler, escritor británicoafincado en Estados Unidos y juntospublicaron varias novelas con el yafamoso seudónimo.

También utilizaron los nombres deQuentin Patrick y Jonathan Slagge parafirmar algunas de sus obras.

Notas

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[4] … <<