Filosofia Del Obrar

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RRPP – CPRI - Facultad de Ciencias Sociales UNIDAD 7 Filosofía: La técnica TEMAS: 1. Humanización de la tecnología 2. Tecnología y Tecnocracia: la deserción tecnocrática. 3. Tecnología y verdad 4. Hombre técnico y hombre sabio 5. La sabiduría del hombre en esta edad técnica La tecnología La reflexión sobre la tecnología no es una operación tecnológica. Sin embargo, completada ya nuestra aproximación, seria y fundamentada, a numerosos temas técnicos de singular importancia con intención modelizadora y sistémica, nos detenemos a pensar la relación de la tecnología con la persona, la verdad y la religión. Puesto que la técnica, resultado de la actividad humana, favoreciendo el bienestar psicofísico, se proyecta sobre todo el hombre, es decir, sobre un ser que tiene sensibilidad, afectos, expansión social, actividades culturales y religión, su estudio debe desbordar hacia estos vastos espacios vitales. Es por ello que han surgido visiones humanizadoras sobre ella que, con mayor o menor acierto, la integran al organismo de facultades o potencias del hombre. Esto es, han aparecido propuestas de personalización del proceso que estudiamos. En las páginas que siguen, con la pretensión de reconocer en cuál de ellas la verdad habita de modo más intenso, intentaremos una elemental reflexión filosófica. No nos dejaremos atrapar por las poderosas corrientes fragmentadoras de la modernidad, tales como el mecanicismo, el neopositivismo y el sociologismo. Opondremos a ellas una postura realista y reflexiva. Y así llegaremos al punto culminante, en que haremos algunas aproximaciones a una teología de la ciencia y la tecnología, para labrar desde allí indicaciones prácticas que hacen de la técnica una circunstancia propicia para el desarrollo espiritual y el cultivo de la sabiduría. 1. Humanización de la tecnología En los últimos años hubo tres vertientes interesadas en 1

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RRPP – CPRI - Facultad de Ciencias SocialesUNIDAD 7Filosofía: La técnica

TEMAS:1. Humanización de la tecnología2. Tecnología y Tecnocracia: la deserción tecnocrática.3. Tecnología y verdad4. Hombre técnico y hombre sabio5. La sabiduría del hombre en esta edad técnica

La tecnología

La reflexión sobre la tecnología no es una operación tecnológica. Sin embargo, completada ya nuestra aproximación, seria y fundamentada, a numerosos temas técnicos de singular importancia con intención modelizadora y sistémica, nos detenemos a pensar la relación de la tecnología con la persona, la verdad y la religión. Puesto que la técnica, resultado de la actividad humana, favoreciendo el bienestar psicofísico, se proyecta sobre todo el hombre, es decir, sobre un ser que tiene sensibilidad, afectos, expansión social, actividades culturales y religión, su estudio debe desbordar hacia estos vastos espacios vitales. Es por ello que han surgido visiones humanizadoras sobre ella que, con mayor o menor acierto, la integran al organismo de facultades o potencias del hombre. Esto es, han aparecido propuestas de personalización del proceso que estudiamos. En las páginas que siguen, con la pretensión de reconocer en cuál de ellas la verdad habita de modo más intenso, intentaremos una elemental reflexión filosófica. No nos dejaremos atrapar por las poderosas corrientes fragmentadoras de la modernidad, tales como el mecanicismo, el neopositivismo y el sociologismo. Opondremos a ellas una postura realista y reflexiva. Y así llegaremos al punto culminante, en que haremos algunas aproximaciones a una teología de la ciencia y la tecnología, para labrar desde allí indicaciones prácticas que hacen de la técnica una circunstancia propicia para el desarrollo espiritual y el cultivo de la sabiduría.

1. Humanización de la tecnología

En los últimos años hubo tres vertientes interesadas en la humanización de la tecnología: la primera, reunió a grupos ecologistas, pacifistas y otros que procuraron alcanzar alguna reivindicación social; la segunda, agrupó a ingenieros, científicos y profesionales con sensibilidad social; y el tercero, menos publicitado aunque siempre presente, convocó a organizaciones e individuos promotores de la perfección individual y social de la persona, entendida como un ser a la vez ocupado en mejorar la tierra y anticipar en figura su fin último trascendente. Estos grupos debatieron entre sí en casi todos los países del mundo y por todos los medios de información. Los reivindicadores, empleando complejos medios de difusión electrónicos, criticaron indiscriminadamente la ciencia y la tecnología, ya para favorecer el entorno vital humano, ya para canalizar un sentimiento casi estético sobre el mundo natural. Los profesionales con preocupación social acusaron a los anteriores de querer convertir al planeta en un jardín zoológico o botánico. Mientras que, los defensores de la persona, sin dejar de reconocer la presencia de serias dificultades provenientes del desarrollo agresivo de la tecnociencia, propusieron afrontar la ciencia y la tecnología desde el ser personal que la produce, para mejorar sus condiciones de vida y resguardar su dignidad. Muchos hombre sabios han pensado y promovido la última postura. En particular, los documentos de la Iglesia Católica han defendido siempre el ordenamiento de todos los bienes, las investigaciones científicas y los esfuerzos técnicos, al perfeccionamiento de la persona, en su condición

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encarnada, y a la consecución de la felicidad definitiva. La realidad tecnológica es pensada sobre la base de la naturaleza o esencia de cada ser y, en particular, sobre la condición espiritual de la persona y su fin transmundano. Proponen no decidir apresuradamente acciones a partir de cuantificaciones resultantes de relevamientos de la opinión pública o del consenso social. Aun cuando se reconozca que las tendencias sociales, cuando son genuinas, siguen al orden natural de los seres humanos y lo manifiestan, se advierte que las mismas pueden ser manipuladas por teorías o intereses que no se ordenan a la felicidad del hombre total. Un ejemplo de tal manipulación lo hallamos en la promoción del aborto, que aún siendo naturalmente un asesinato, es reinterpretado, por ciertos grupos humanistas o liberales, como un acto de afirmación de la propia independencia o de libre autoconstrucción individual. La racionalización opera como una máscara que mitiga u oculta toda responsabilidad por la eliminación despiadada de una proyecto humano ya lanzado a transitar su tiempo. Cegados por un interés individual o un mal socialmente modelado, eliminan al más débil e indefenso, tal como aconteció en los campos de concentración del comunismo o del nazismo.

Desde la perspectiva que privilegia el perfeccionamiento personal, el desarrollo de la ciencia y la tecnología deben subordinarse a la consecución de las virtudes individuales y sociales. Esto no conlleva una reducción del quehacer tecnocientífico, sino que se orienta a su mayor expansión posible, pero con la condición que se adapte armónica y serenamente al cultivo de sí misma en que está empeñada cada persona. Por ejemplo el hombre no podría producir armas que no puede controlar, ni publicidad que exacerba su ansiedad. En términos más formales, sostienen que la ciencia y la tecnología deben tener autonomía cultural, pero limitada por la persona y ordenada a ella. Los límites entre lo que se debe o no hacer en tecnología, no deben ser rastros ahormados substancialmente por las ciencias sociales. Por dos motivos: primero, porque la sociología es también una ciencia fenoménica y no tiene como tal autoridad sobre sus pares, y segundo porque tal autoridad sólo puede provenir de una sabiduría sobre el sentido último de la vida humana. La sociología, como ciencia de las leyes que rigen los fenómenos sociales, sólo puede descubrir cómo se desenvuelven los mismos, pero no cómo deben desarrollarse. Pero, más allá de las ciencias, que contribuyen al cumplimiento de la vida humana explicando los fenómenos del mundo en su estructura, y de la tecnología, que articula el bienestar, cada ser humano halla en sí valores, tal el respeto a la vida y la intimidad, que no deben ser sometidos al arbitrio de una consulta popular o a una generalización de laboratorio. Con lo cual advertimos, en la existencia del hombre, un orden que debe ser esclarecido por las disciplinas que se ocupan del sentido: la filosofía y la teología.

Por la diversidad de los aportes confluyentes, surge la necesidad de establecer un diálogo interdisciplinario ordenado entre la historia, la filosofía, la teología, la tecnología y las ciencias. Se hará con actitud tolerante, con exposición rigurosa en todo aquello que atañe al orden de los fenómenos, y con penetración y solidez en lo tocante a la verdad. No emprenderlo así sería entorpecer el modo según el cual la realidad se presenta al conocimiento humano, y entregarla a las negociaciones y las conveniencias de grupos o instituciones.

2. Tecnología y Tecnocracia: la deserción tecnocrática

La tecnología es un bien por la racionalidad presente en ella, porque manifiesta que el hombre es superior a la naturaleza y le permite ganar posiciones en una lucha que siempre fue despiadada. Fundada en la racionalidad de la física y la biología, se ha mostrado más fructífera que cualquier otro intento de dominar las fuerzas naturales. Por ello no es extraño que respaldada por los beneficios que proporciona y vigorizada por la ideología de la voluntad de poder la tecnología se convierta en tecnocracia. Esta no es

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más que el resultado de la absolutización y universalización del espíritu tecnológico que, después de haber comenzado como acción planificada del hombre para dominar las fuerzas naturales, se ha vuelto sobre el autor y pretende someterlo a los esquemas sistémicos que han sido útiles para doblegar la materia. Como se observa, también la tecnología ha tenido su revolución copernicana: antes giraba en torno a la naturaleza procurando someterla, ahora ubicándose en el centro, intenta construir satélites de su propia sustancia. Haciendo pie en su éxito y en la comprensión de los sistemas naturales, pareciera no querer detenerse hasta domeñar al animal inteligente y libre.

En el camino que conduce a la tecnocracia se pueden resaltar tres actitudes que, en definitiva, favorecen su afirmación: la actitud tradicional de creencia en el progreso indefinido, la actitud de revolución permanente, y la de relativismo complaciente.

Quienes se ubican frente a la tecnocracia con la primera actitud, simplemente lo hacen dentro del espíritu tradicional del positivismo científico. Prosiguen en la esperanza de que las ciencias de la naturaleza resuelvan todos los problemas humanos y satisfagan todas las necesidades. Saben que este dominio no es fácil, pero lo creen posible y creciente. La ciencia descubrirá los misterios de la naturaleza y la tecnología programará el modo para que el conocimiento de los fenómenos se aplique a productos útiles y a los mismos procesos de producción. Investigan con la convicción de que la racionalidad de las ciencias es una norma absoluta que se apoya en un mundo constante, mensurable y calculable. En última instancia, todas las cosas pueden ser medidas y calculadas porque son energía cuantificable. Estiman que, fuera de la aproximación severa de las ciencias al mundo de los fenómenos, sólo queda espacio para el juego mental, la mistificación y el romanticismo. Ahora bien, aún cuando esta postura frente a la realidad es más cientificista que tecnocrática, dada la íntima interdependencia entre la ciencia y la tecnología en el momento actual de desarrollo, se consiente un tratamiento tecnocrático del mundo mientras se fundamente la realidad en las ciencias de modo unilateral. Como último resultado del inmenso esfuerzo por dominar la naturaleza mediante el conocimiento científico, el hombre se resigna a ser naturaleza y a organizar su convivencia y destino sobre las bases de una física de la sociedad. La tecnocracia en este caso no es más que la proyección eficaz y selectiva de la ciencia sobre toda la naturaleza, y en particular, sobre la especie humana.

En segundo lugar se pueden considerar los promotores de la revolución tecnológica permanente. Según esta postura el desarrollo de las civilizaciones se apoya en el descubrimiento de nuevas técnicas para producir energía y, más recientemente, en la elaboración de técnicas blandas para volver omnipresente cualquier información. Se establece un primado de la praxis, y se confía que todo error tecnológico podrá ser superado tecnológicamente. De tanto en tanto, ya como resultado de la acumulación de tecnologías ya por irrupción aleatoria, se producirán revoluciones tecnológicas que conducirán al hombre a un nuevo estadio de bienestar y, a la vez, remanso que prepara futuros despliegues. En la etapa actual se procura que los sistemas gocen de un alto grado de retroalimentación y autocontrol, aun cuando el conjunto de los procesos no sea controlable. Sin embargo, se confía en que, por el orden que determinan las leyes de la evolución y los atractores del caos o, para otros, las leyes dialécticas de la materia, el proceso revolucionario global será siempre coronado por el éxito. Un fracaso de las tecnologías y realidades duras, siempre se podrá compensar con un triunfo dirigido por las tecnologías y realidades blandas, y viceversa.

En tercer lugar, aunque efímera y racionalmente infundada, mostramos una actitud representativa de algunas tendencias de pensamiento débil. Proponen un pensar errático

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que no puede sustentar un proceso científico de largo aliento, y a la vez subtienden la sugerencia de sentirse bien que no es posible sin tecnología: sin vínculos permanentes y sin ideales, los hombres podrán vivir al día, pizcando ideas de fruición, si los respalda una vasta infraestructura tecnológica. Es decir, el individuo de ánimo ligero, únicamente podrá sobrevivir si es abastecido por la producción automática de bienes y organizado por un estado o macroestructura que sistémicamente proteja la parcela de su existencia. Al no tolerar un orden social garantizado por un gobernante autoritario o un estado fuerte, podrán o bien, incongruentemente, encargar la convivencia duradera a una planificación impersonal, o bien confiar ingenuamente que los hombres, tocados por un destino mágico, se convertirán en seres espontáneamente solidarios, generosos y cumplidos.

Por encima de las insatisfactorias perspectivas trazadas por las tres actitudes anteriores, y desde una visión realista del mundo y del hombre, es posible ajustar la tecnología a un desarrollo armónico de la persona. Se reconoce así como un bien que permite ganar en humanidad, sin olvidar que su degeneración en tecnocracia destruye la capacidad de maravillarse ante el mundo y reduce al sujeto a la categoría de cantidad. Por la tecnología el hombre se convierte en amo de la naturaleza, por la tecnocracia se vuelve su esclavo. La tecnología no es sólo un fenómeno en el orden del conocimiento, también invade las tendencias del hombre, y en particular la voluntad de dominio. A medida que crece el poder sobre la naturaleza, en la relación con ella, se resalta la materia y el hombre que la dominó, y se olvida cada vez más la creación que ya estaba allí y que suscitaba la admiración y la gratitud. Pero curiosamente, a la vez que el hombre, al reducir la naturaleza a cantidad, la domina, influenciado por el mismo orgullo que brota de la victoria, intenta aplicarse a sí mismo el fundamento de la cantidad para disponer mejor de sí mismo. Es entonces cuando pasa a considerarse como un ser mensurable y calculable, como un manojo de energías y, al magnificar ese punto de vista, se disuelve en tanto sujeto personal. Deserta de su condición espiritual y se degrada hasta igualarse con la naturaleza infrahumana. En tanto que, cuando el hombre reconoce que desde las cosas se ofrece al espíritu una naturaleza y una bondad, y que por ellas el hombre ennoblece su ser, se vuelve hacia ellas con gratitud y cada trozo de materia es celebrado. En cambio cuando la mente sólo busca cantidad sólo recibe cantidad, y la relación con las cosas se convierte en una operación matemática que, de ser excluyente, empobrece al hombre y a la naturaleza. En tanto la reducción de las realidades a cantidad reciba todo el apoyo de la sociedad tecnocrática, el hombre se instalará en la rigidez del número y no comprenderá las cosas ni a sí mismo. Al referir su relación con el otro, sólo atinará a expresarla en términos funcionales. Ya no vivirá desde, con y para el otro sino en función del otro: en la relación se retendrá el aspecto útil y cuantificable. No es extraño que el hombre en el mundo de las funciones se sienta solo y una tristeza silenciosa invada todos los actos de su vida. Para escapar de ella tendrá dos falsos caminos no mutuamente excluyentes pero igualmente devastadores: el nihilismo y la violencia. Para superar con acierto la tecnocracia se debe volver a la tierra que es más vasta que ella, al ser en toda la riqueza de su manifestación original, y vincular jerárquicamente las facultades humanas a cada aspecto de la creación.

3. Tecnología y verdad

La persona humana se ha relacionado con la realidad de varias formas distintas, de las cuales podemos destacar cuatro que no se excluyen entre sí: la metafísica, la científica, la tecnológica y la fantástica. Cada una de estas formas, a su manera, se ha unido a una verdad que da sentido o se ha opuesto a ella y tratado de ocultarla. Por la metafísica el hombre estudió las cosas en sí, su ser y su sentido. Por la ciencia procuró determinar

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cómo operan los objetos entre los que se halla. A través de la tecnología diseñó intervenciones eficaces sobre el mundo, empleando fragmentos de conocimiento científico y, por la vinculación fantástica, pretendió suscitar acontecimientos prodigiosos merced al impacto de ciertas imágenes sensibles o gestos extraordinarios.

Nos interesa estudiar la relación entre la tecnología y la realidad, con la intención de abrir un espacio en el que se puedan establecer algunos elementos de comprensión filosófica o metafísica de las cosas útiles, como a la vez, del proceso que las produce. Queremos ir más allá de la interacción entre la ciencia y la tecnología, y más allá de las leyes que rigen los fenómenos, para ingresar en la senda metafísica que conduce, superando el mundo visible, concreto y manejable, a las ideas en que todo ser se apoya, mueve y comprende. Desde lo que se puede abarcar, medir y transformar nos extenderemos hacia aquella verdad que nos permite reposar en algún sentido y gozar con la contemplación de la última trama invisible del mundo. Pensamos hacerlo mediante un doble ascenso: el primero que va desde las transformaciones de los objetos materiales hacia la estructura que los habita y el comportamiento que los subyuga; y el segundo que, partiendo del mundo, tocado o no por el hombre, se eleva hacia el principio que le da sentido, unidad y belleza. Desde allí, sin descuidar el proceso histórico en el cual la comprensión tecnológica se despliega, como tampoco las verdades permanentes que la mantienen y controlan, volveremos sobre el hacer transformador del mundo, para comprenderlo en su contribución real, y purificarlo de paradigmas pseudorracionales e idolátricos.

Influenciados por filosofías fragmentarias o modas intelectuales, numerosos científicos y técnicos se han aplicado al estudio del puro fenómeno, ignorando que esconde una verdad y es portador de un sentido. Es decir, escamoteando la dimensión fundante, se han sumergido en el estudio de lo que aparece, como si el ser no lo fundamentara en modo alguno. Pero, el fenómeno, separado del ser que lo habita, queda a merced de los manipuladores, que pasan a considerar lo existente como un agregado de singularidades construidas o reconstruidas por el hombre. Una vez desaparecido el ser, la realidad es considerada simplemente como algo construido, dispuesto o creado por el pensamiento o las manos del hombre. Los constructos que se aglomeran en ella, desconsiderando el ser que los anima, sacrifican su origen y prometen un mundo más dócil, confortable y eficiente. De esta manera se llega a la idea de que el universo no es creación que se recibe y completa, sino artefacto que se origina y construye. El hombre, cual Atlas fatigado y pertinaz, edifica y destruye, organiza y separa, sobre la base de sus propios criterios y con sus solas fuerzas. Llamado a ser águila, se conforma con ser hormiga. No está dispuesto a escuchar la voz del ser de las cosas ni a recibir con su intelecto la luz de la verdad que viene de ellas. En tal contexto, otorga un significado inadecuado a la palabra 'verdad': no simboliza la esencia o sentido que determina y llama a las cosas a la perfección en un modo de ser determinado, sino que indica sólo el bosquejo de lo que el hombre ha hecho para producirlas y la utilidad que ofrecen. No se concibe la verdad como recepción de una forma y una perfección, sino esquema matemático o diseño de un proceso que se dirige a obtener una transformación efectiva. No escapan a este tratamiento el ser vivo ni el mismo hombre, que pasarán a ser considerados como autómatas, mosaicos mecánicos, compuestos químicos de alto nivel o productos de procesos gregarios o sociales. Iguales a su original por fuera; vacíos de su verdadero ser por dentro.

En numerosos pensadores de la modernidad iluminada se agitó la convicción de que lo único que se puede conocer científicamente es la propia obra del hombre. Pero, ¿qué hizo el hombre?. Desplegó la historia, elaborando productos culturales teóricos y

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materiales. Habrá entonces conocimiento científico de la historia, de las matemáticas y, de un modo creciente, de la naturaleza convertida en constructo. Desde la verdad del ser se pasa a la verdad de los hechos. El filósofo Giambattista Vico, a principios del siglo XVIII, manifestó este estilo del pensar diciendo que, es verdadero para el hombre lo que ha sido hecho por él. Si bien este pensador aplica este principio a la historia de los acontecimientos humanos, en breve, numerosos cultivadores del mundo de las ciencias también empezaron a estudiar sus objetos como procesos históricos. Los mismos procesos de la naturaleza pasaron a ser entendidos desde su despliegue histórico. Por eso, en el siglo XIX, para Darwin el sistema de un ser vivo es una historia de la vida. El hombre mismo comienza a considerarse como algo que se ha originado, casual y gradualmente, a través de una historia fatigosa y difícil de descifrar. No halla motivos para comprenderse directamente en su ser y se propone, en cambio, rastrear los pasos de su evolución para armar la narración de lo que ha ocurrido en él desde su origen. Tanto la dualidad entre evolución y esencia, como la que opone devenir y ser, no establecen partes que se contradicen, sino principios que pueden darse juntamente. Sin embargo el hombre moderno no logró reunirlos y la verdad cayó en manos de la opinión, que es su enemigo mortal.

Pero las cosas no quedan aquí, en el siglo XIX se completa la propuesta moderna: se deja de considerar que la verdad está en la sucesión viquiana de procesos pasados, y se comienza a pensar que no es más que lo que se hace en los despliegues de producción de nuevos artificios y hechos culturales. La verdad aparece donde el hombre se propone hacer algo con seriedad, y por ello pasa a cumplir el papel de cualidad de la acción y su producto. Es más, no sólo es verdadero lo que se hace sino lo factible, lo proyectado rigurosamente y que puede ser hecho. La verdad se palpará en las acciones, en las transformaciones, en la revolución, y en la recreación del hombre por sí mismo según los propios gustos. La verdad está en el futuro y reclama la acción para ser alcanzada. En fin, se aleja del centro de la escena lo verdadero hecho y ocupa su lugar lo verdadero factible, y gracias a ello, la tecnología, con el praxismo y productivismo que la cortejan, pasa a ocupar el lugar que antes gobernaban la historia y otras ciencias.

¿Por qué ha sucedido esto? Simplemente porque lo que hace el fenoménico hombre histórico moderno se le va sin cesar de las manos y se pierde en el pasado. Con ello la verdad, que nunca llegó a percibirse satisfactoriamente con ojos procedurales, permanece oculta en el fondo de los ríos del acontecer. Más aún, se aleja en el tiempo, se desdibuja y condena al pensar a buscar lo permanente en una incesante arqueología de las acciones pasadas, que aparentemente quiere vencer el fluir de las cosas y el transcurso del tiempo. Cuando en los acontecimientos sucesivos se hallan hormas semejantes suelen designarse como leyes de la historia. De esta manera, el hombre moderno ensayó una solución al problema del paso del tiempo en la que ya había incursionado otras veces la humanidad y que consiste en instalarse en el presente y apostar a la repetición de lo mismo. Lo que se puede repetir retorna incesantemente el pasado al presente y crea la ficción de lo permanente y de que la realidad total y sucesiva se puede dominar. El mismo esquema de pensar se traslada a las ciencias: los hechos decisivos son repetibles y por ellos se corroboran las verdades. Y no solo esto, se contiene también el tiempo, reteniéndolo en el presente. Es decir, por el método científico que permite la duplicación de los fenómenos, apoyado en el pensar matemático, y en la convicción de que la verdad responde a la actividad que produce hechos bien programados, el hombre moderno pretende construir el edificio teórico de la verdad y la casa en que podrá perdurar confortablemente y quizás dominar el tiempo.

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De aquí en más estimaron, con impaciencia, relevantes modernos que, el compromiso con el hombre es un pacto con la ciencia y la tecnología. Y por eso han privilegiado, por una parte, las ciencias que se ocupan de lo que se puede hacer, y por otra, las que soportan o representan las sendas rigurosas del hacer: la lógica y las matemáticas. De esta suerte, se llega al uso de modelos que reproducen y anticipan repetidamente algunos aspectos de los procesos naturales y sociales, hasta el punto que la realidad de estos procesos es lo que puede ser hecho en el modelo, y la ciencia sobre ellos consiste en el conjunto de funciones que permiten dominarlos operativamente. En los hechos, ya no se distingue con claridad qué es modelo y qué es realidad, qué es ciencia y qué es tecnología. En este horizonte, se hace ciencia cuando se fabrica el modelo de acción básico según el cual sobrevendrán después las cosas. Si bien la ciencia sigue siendo especialmente un saber, es cada vez más un hacer consistente y cada vez menos una explicación jerarquizada del mundo natural. Se considera que son más verdades científicas los actos mediante los cuales se domina un acontecimiento o se acompaña su curso previsto, que los conocimientos teóricos sobre un conjunto atingente de fenómenos. A numerosos científicos ya no les preocupa el tema de la verdad, sino una suerte de alquimia modélica o experimental, con la cual obtener un resultado. Ya no desbordan tanto hacia el ámbito de las preguntas filosóficas, sino más bien a los procesos de producción empresariales y a los medios que propagan el éxito. En ello se advierte que la ciencia se ve cada vez más como un saber ordenado al hacer, un precursor y sostén de la tecnología. Y es preciso reconocer que la técnica, que siempre ocupó un escalón inferior en el orden de las ocupaciones intelectuales humanas, gracias a la racionalización de la producción y la predicción, se transformó impropiamente en el conocimiento auténtico y en el deber decisivo del hombre.

La filosofía moderna se apartó del orden natural del pensar humano arrastrando consigo las ciencias y todas las elaboraciones culturales. Entiende que la acción no sigue al ser, sino que el ser sigue a la acción. Supone que las cosas y el hombre pueden armarse de muchas maneras y que, dentro de lo técnicamente posible, se puede hacer de sí mismo y del mundo lo que se quiera. Ensaya hacer del mismo animal racional un artículo original sin referencia alguna a la realidad de su naturaleza humana, y hacer del mundo una máquina infinitamente dócil. En definitiva conduce a obrar en la convicción de que si algo es posible es conveniente, y si es conveniente, es verdadero. En concordancia con ello, los científicos modernos propusieron que las leyes naturales y morales, que se manifiestan como un límite a la creatividad, pueden no ser respetadas si no se avisoran cercanas consecuencias negativas con su aplicación. A pesar de considerarse incompetentes para dar una explicación satisfactoria de la realidad total, se manifestaron como los iluminados creadores y artífices de un nuevo mundo y de una nueva cultura. Han amasado objetos, les han dado brazos de acero, han soplado en su interior información, y a cada todo producido lo han llamado 'hombre nuevo': yermo agregado antropomorfo condenado a ser sombra ecoica en un planeta refaccionado.

Con cierta decepción y amargura caemos en la cuenta que el gran proyecto de la nueva creación que progresa siempre, trazado por los iluministas modernos, a pesar de algunos aparentes remansos pendulares prometedores, es oscuro por dentro y no tiene un lugar digno para la creatura inteligente y libre. El proyecto transformador, aún cuando canaliza las energías humanas y les permite a los hombres un mejor estándar de vida, no sabe qué hacer con el vacío de sentido. Al perder la vista para la luz que proviene de las cosas mismas, el hombre ha debilitado su hábito para pensar la verdad. No sabe qué cosa es natural y qué cosa no lo es; y en consecuencia tampoco sabe dónde está el bien y cuál es el mal. Por eso, de aquí en más, para que la técnica cumpla con la verdadera grandeza

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de la persona, deberá emprender el camino que parte de la realidad. Deberá reconocer que, si bien es ella un modo exitoso de abordar el mundo, habrá de respetar y engrandecer no cualquier orden, sino el orden natural, y no con ritmo acelerado, sino con el paso adecuado con que los seres pueden manifestarse y ser abordados por el hombre.

Ante la propuesta que identifica lo verdadero con lo hecho, algunos pensadores modernos revalorizaron la historia dentro de sus sistemas filosóficos y sin abandonar el cuerpo de su anterior sabiduría. Otros, simplemente, entregaron toda la verdad a la historia y la acción, o se dedicaron a registrar arqueológicamente los restos de la historia del sujeto moderno constructor. Consecuentemente, los primeros prolongaron filosofías o reflexiones sobre el sentido de las cosas, en tanto que los segundos vieron con buenos ojos la propuesta del historicismo de reducir lo verdadero a lo hecho, y pensaron que el ser y el sentido son algo que se origina y despliega incrementalmente en el tiempo. Por ello expresaron el ser como historia. Después, cuando el ser ya no fue considerado tanto como lo hecho sino como lo factible, supusieron que lo más verdadero es lo que hace el hombre cada día. Así se inaugura una nueva situación que, a su vez, permite la apertura de un nuevo abanico de interpretaciones: unas para integrar la acción incesante en su genuino contexto, y otras para acoger con inevitable sumisión el curso de la vertiente racional que espera superar la propuesta del historicismo y sustituir lo hecho por la acción presente. Con ello se comenzó a restar valor a la gran proeza humana distribuida en el tiempo, y la escena fue ocupada por lo factible. Más verdadero es lo que se hace en el presente. El hombre moderno, continuado e incansable transformador prometeico, está a punto de desaparecer. En su lugar aparece el artífice de la revolución, la producción y el consumo; el ave Fénix de la fragmentaria creación cultural. Quién no actúe según este gálibo, será condenado a quedarse con la peor parte.

Arrebatados por la ambición de construir un mundo nuevo, desatendieron la necesidad de beber en la fuente de la sabiduría y no supieron enmarcar el inmenso montaje dispuesto. A medida que se alejaban de la vertiente del sentido trascendente, se tornó cada vez más rígida y amenazante la maquinaria fabricada y adquirió mayor fuerza la barbarie de la razón, hasta que juntas desataron guerras y condicionamientos de alcance mundial. Entonces, los siempre incondicionales promotores del progreso del hombre, no pudieron evitar caer en el espíritu de sospecha. Percataron la herramienta poderosa en su genuino papel de herramienta ciega. Grande, porque producto del esfuerzo humano y amplificadora del reducido músculo del brazo; pequeña, porque vacía de todo sentido y orientación. Y he aquí otra vez la presencia de senderos que se bifurcan. Por una parte, están los que piensan que la tecnología es una ayuda o herramienta maravillosa para satisfacer las necesidades humanas elementales, pero no más que ello; y por otra, los que esperan que termine por absorber todos los valores en el vórtice de la producción, mientras se reduce la verdad filosófica a crónica improductiva y prisma de dispersión de energías. Únicamente justifican la presencia de pensamiento como praxis intelectual que sigue a las transformaciones sociales, políticas o productivas. De esta manera, no llegan a apreciar la verdadera función del pensamiento sapiencial natural: agrupar la vida en torno al hogar del sentido, y disponer la recepción del ser supremo. No se puede comprender apropiadamente el motivo por el cual en vez de unir el esfuerzo científico y tecnológico con la verdad que da sentido y excelsitud, se han separado y hasta opuesto ambos empeños, en una intriga desoladora en la que sucesivamente todos pierden. A la ingenuidad de convertir la filosofía en ciencia o tecnología, le correspondió la de dejar a la tecnología sin ética, y a la ciencia sin filosofía del conocimiento y de la realidad.

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El saber tecnológico se orienta a la medida y el dato, mientras que la razón humana se ordena, en definitiva, a la verdad. Al primero le interesa la utilidad de las cosas y su producción eficiente y eficaz, haciendo uso de las ciencias y de las matemáticas; a la segunda le desvela la evidencia fundante. Sería ingenuo plantear una alternativa entre verdad y saber científico y tecnológico, puesto que básicamente no se contradicen. La tecnología no busca el sentido, sino el saber de lo factible y calculable, ordenado a lo funcional y práctico, las ciencias investigan cómo opera la materia, y el intelecto metafísico busca comprender la verdad sobre la cual la persona puede consistir y mantenerse. La tecnología no permite fundar sentido alguno, como la filosofía no puede calcular los pasos para producir un artefacto o establecer un proceso de gestión. A la filosofía corresponde establecer los fundamentos racionales sobre los cuales cualquier obrar y hacer tiene un sentido, a las ciencias desvelar las leyes que rigen los procesos naturales, y a la tecnología brindar los procedimientos que sostienen la infraestructura que torna la vida más confortable. En fin, aún cuando el saber científico y tecnológico facilita el dominio de las cosas, no proporciona ningún sentido del hombre, del mundo, ni de sí mismo. No encuadrar dicho saber en un horizonte de comprensión y no fundarlo en el ser coadyuvaría a aplanar el supremo destino de la persona humana y vaciar su esfuerzo cultural de toda trascendencia, que es su razón de ser. Concebir el marco y redescubrir el fundamento es un asunto de nuestro tiempo.

Puesto que el sentido, que le da al hombre la felicidad, no es algo que se pueda hacer siguiendo un programa de activa transformación del mundo para favorecer las condiciones de la existencia humana, sino más bien algo que se recibe, entiende y contempla, habrá que reubicar el hacer frente al contemplar, el cambiar frente al permanecer. Lo más importante para el hombre no es hacer cosas, sino permanecer y contemplar la verdad. No aludimos a un permanecer estático, sino orgánico, es decir que, a la vez que tiene cierta solidez, intenta crecer hacia una perfección superior. Todo el mundo producto del hacer no constituye la obra suprema, sino el espacio que hemos dispuesto de modo agradable para permanecer y crecer en las cosas del sentido. De esta manera, podemos ubicar la ocupación tecnológica dentro del universo de las acciones humanas. A la tecnología se le entrega el conocimiento de los procesos dinámicos de la transformación necesaria y respetuosa del mundo, y a la filosofía, el orden del ser.

4. Hombre técnico y hombre sabio

Visto que muchos hombres sabios mantienen una actitud científica consecuente con el espíritu de la ciencia y la tecnología, nos interesa comprender cómo la inteligencia del hombre sabio se articula con la conciencia científica y la actividad técnica, de tal modo que el hombre sabio pueda ser intelectualmente honesto consigo mismo, en su adhesión a una religión y a la vez, pueda justificar frente al hombre puramente técnico que la religión y la sabiduría no se oponen a la ciencia y a la tecnología, cuando estas están ordenadas a la felicidad de todo el hombre.

Para penetrar la relación entre la sabiduría, por una parte, y la tecnología más la ciencia, por otra, es preciso considerar la persona concreta en la cual se cumple el diálogo entre ellas. La sabiduría concierne a todo el hombre y a todas sus actividades culturales y permite abrir el conocimiento a realidades que no se alcanzan por la percepción y trascienden el cerco fenoménico. El estudio de la ciencia y de la tecnología consiste en desarrollar el conocimiento y la arquitectura de aquellas cosas sobre las que la experiencia o la corroboración aportan confirmación y seguridad. No elaboran procedimientos ni aprestan capacidades para alcanzar la sabiduría. Todo acto de sabiduría es no científico por naturaleza y ninguna construcción cerebral puede

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originarlo. El objeto de la sabiduría es no es visto por la ciencia (es decir, no es captado por el experimento científico). La ciencia y la tecnología sólo pueden avanzar sobre la base de evidencias intuitivas y experimentales, y por ellas no se capta el sentido de todo lo existente. El fundamento del ser no explícita su presencia en el número, la fórmula o el hecho protocolario. En consecuencia, el científico podrá disponerse para relacionar la ciencia y tecnología con la sabiduría, primero, si considera que él, en cuanto hombre concreto, es algo más que un hombre de ciencia, segundo, si no intenta acceder científicamente a la sabiduría ni construirla técnicamente, y tercero, si se dispone a escuchar un mensaje que se dirige no a su preocupación por la ciencia sino a su apertura al sentido definitivo de la existencia.

Por su parte, los conocimientos de sabiduría no pueden dar, estrictamente, explicaciones científicas o técnicas de sus verdades, pues para aquélla todo hecho natural o programado no es más que un signo o huella que apunta a otra realidad superior. Ante el espectáculo del mar, el químico en cuanto tal, analiza la composición y propiedades del agua y otros elementos; mientras que, el hombre sabio, con o sin análisis previo de la solución acuosa, ve la inmensidad del ser. Para el hombre sabio, la naturaleza sin perder sus cualidades específicas es un conjunto de signos que señalan a un fundamento y un sentido. Pero, aquello que es designado por el signo, no lo descubre por un análisis del material del que el signo está hecho, sino por la conexión entre la imagen y su significado singular. No se detiene a estudiar el signo en cuanto tal, sino que va a lo indicado por él: al ser primordial. Por ello, cuando el hombre sabio, se dispone a dialogar con el científico, la fidelidad a su mensaje le conduce a no reducir el intercambio al horizonte de la pura ciencia.

El hombre de ciencia o de tecnología, procura elevar a la dignidad de pensamiento metódico y sistemático, todo fenómeno de la realidad o de la producción. Su vida de trabajo será una vida de conquista de sucesivos conocimientos, y puede arrastrarle a pensar que todo conocimiento hallará un lugar en el seno de la ciencia y todo cambio, provocado, de la naturaleza terminará en manos de la tecnología. De esta manera la ciencia y la tecnología tienden a estimar que el conocimiento que elaboran es adecuado a toda realidad, hasta el extremo de rechazar como ilusoria las afirmaciones que no proceden de ellas. Merced al éxito alcanzado ante algunos problemas, eliminan autoritariamente lo que no se somete a ellas. Esta no es una conducta científica, sino de espíritus mediocres u obsesivos que ideologizan o absolutizan la propia obra particular y relativa. Por otra parte, todos los científicos y tecnólogos capaces de salir de la encerrona a que puede conducir la inteligencia algorítmica o cuantificadora, honestamente pueden adherir a una religión o a una sabiduría y desarrollar la verdad de todo el hombre concreto desde ella.

La religión y la ética, en cierta forma, le ayudan a la ciencia a no perder su horizonte, a no superar su método y a no constituirse en preceptor o ídolo del hombre. Más aún, ayudan al científico a superar con esperanza el torpor y abatimiento a que le conducen las dificultades, y a los técnicos a contribuir a la construcción de una realidad que, en cierto sentido, no terminará jamás. El sabio reconoce en el fundamento último que lo sostiene un horizonte dentro del cual, tiene sentido vivir y hacer ciencia. Si en la modernidad no ha sido siempre armónica la relación de la ciencia y la sabiduría humana, ello fue originado ya por la intolerancia racional y estrecha del iluminismo, ya por la concentración de la sabiduría en formas donde la vitalidad profunda no fue capaz de suscitar suficientemente el todo y fin de la vida cultural.

Después de cuatro siglos de desarrollo científico, y de dos siglos de tecnología

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propiamente dicha, nos hallamos, en magnitud planetaria, ante una mejor comprensión de la grandeza de la razón científica, y por ello mismo, de su miseria. Habiendo la ciencia y la tecnología expandido más plenamente las dimensiones que brotan de sus propias espontaneidades, han advertido mejor las consecuencias que se derivan de sus crecimientos, y están en condiciones de situarse con mayor realismo frente a la vida total de los hombres. Los sabios más conscientes, con una voluntad nueva en el mundo de los investigadores, no ocultan su preocupación por la relación entre el esfuerzo de la ciencia y la tecnología y la responsabilidad por el hombre. Se despliega ante ellos un asunto que no puede ser abordado con un método matemático y del cual el saber que cuantifica no puede ser el único árbitro. Tienen que iniciar actividades que en otros tiempos consideraban irrelevantes, tales como el diálogo y la exposición del propio curso, esfuerzo y resultados a la autoridad ética, política y religiosa. De esta manera, la ciencia y la tecnología sin disminuir su perfección y rigor, ganan en humanidad.

5. La sabiduría del hombre en esta edad técnica

Como actividad racional del hombre, la tecnología suscita rasgos para un estilo de vida espiritual característico, que se diferencian de los que se observan en un artista, filósofo, científico u otros. Responde a un intenso orden matemático, que procura arrastrar al hombre al saber analítico, a habitar un universo discontinuo y reconstruido, y a adaptarse incondicionalmente a los programas propuestos por el mismo desarrollo de la tecnología.

El técnico es un hombre honesto en su actividad representativa y respetuoso de las leyes materiales. La probidad intelectual lo conduce a no introducirse en materias que son extrañas a la propia especialidad. Si además posee amplitud de espíritu, no cae en la tentación de tratar toda realidad con el método propio del segmento al que está destinado. Además, el respeto de las leyes de la naturaleza, origina en él un espíritu ordenado y dispuesto a no impedir que las cosas se dirijan hacia el fin que les corresponde. Este acatamiento legal no lo inmoviliza, sino que colocado en manos de una intencionalidad constructora, le permite alcanzar resultados confiables. Asume un mundo ya matematizado por los científicos, y lo vuelve a entramar para obtener un producto. Todas estas disposiciones con las cuales se acerca al mundo en su disposición fenoménica, lo solicitan a una vida rigurosa, reglada, sistematizada, concentrada y fructífera.

En la “vida interior” del técnico no hay lugar para los sentimientos que resultan de la convivencia entre las personas, pues empañan la objetividad de los hechos con hojarasca antropomórfica. Queda espacio para la racionalidad calculadora que homogeneiza todas las experiencias, al cabo de la deconstrucción de la vida hasta sus componentes elementales no vivos y no sensibles. Luego sobre la base de los elementos descortezados, vuelve a construir ya artificios biológicos, ya formas de convivencia, en los cuales se pierde la unidad de lo viviente. En el contexto de estas reconstrucciones esterilizadas contra la vida no hay posibilidad de arraigo. En su momento más grave, experimenta el desarraigo del otro. Tanto el propio ser como el ser del otro son de-construidos y luego, reconstruidos, haciendo de la vida humana un experimento creativamente planificado, y de las relaciones entre las personas una suma de interacciones funcionales.

En la actividad tecnológica, las cosas son destotalizadas de tal manera que una vez quitado el todo no quedan más que las partes. Estas son separadas y estudiadas cuidadosamente para hallar en ellas la explicación del todo, como si este no fuera más que un ensamblado mecánico de partes independientes. El espíritu se convierte en una

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herramienta analítica y es reprimido en su innata habilidad unificadora. Y en consecuencia, el mundo que surge frente a él no es más que una polvareda interminable y homogénea de seres extraños entre sí, aptos no para responder a las necesidades profundas del hombre, sino para producir fragmentos de solución para las exigencias inmediatas. En ello se muestra la ruptura de la íntima conexión entre la actividad del hombre y la hondura de su ser.

Hay una propuesta técnica para superar la insatisfacción anímica que la acción técnica produce: acrecentar el número y variedad de actos técnicos. Mas éstos, abandonados a sí mismos, y no pudiendo escapar a su raigal homogeneidad, originan movimientos centrífugos que extenúan el alma y la llenan de un vago aburrimiento. Atizan lo exterior y no llenan al hombre. Aparece el hacer por el hacer mismo. Se multiplican los actos, para escapar del vacío interior que se extiende y es cada vez más hondo. Una vez advertida la ineficacia de esta solución, la tecnología ofrece otra: incrementar la intensidad del placer producido por cada acto. Pero este aumento no cambia la naturaleza de la solución, y termina por aturdir. No ofreciendo, se puede ya sospechar que, la tecnología, por sí sola, no tiene la respuesta. Tiene que reconocer que su destino consiste en acompañar a lo que da sentido y nunca sustituirlo con algo propio.

En realidad, la fuerza externalizadora de la tecnología no excluye por naturaleza el cultivo de la vida interior más profunda. Los bienes técnicos y los procesos tecnificados no anulan de por sí los bienes internos. Una primera luz en esta dirección brota de la no total desvinculación del utensilio de aquello que le ha dado origen y que imita. Por eso, a pesar de todo, se cumple, mediante la producción de objetos artificiales, una ampliación de los contenidos del mundo, y mediante ésta, una modesta expansión del sentido y un recatado desocultamiento de la perfección del ser.

Es la falta de moderación y equilibrio lo que de debilita la “vida interior” del hombre técnico, y lo abandona al poder, el éxito y el rendimiento. Para que pueda superar el desequilibrio obrado en él por un exceso de esfuerzo transformador de los objetos que dependen de las leyes fenoménicas, se debe agrandar un contrapeso hecho de poesía y religión. Debe desatarse la represión que las retiene, para que vuelvan a reflorecer la continuidad, la unidad de la vida y el cobijamiento. ¿Por qué no liberar junto a la tecnología las más genuinas fuerzas espirituales para que el hombre pueda ser feliz? Cuando el hombre haya revalorizado el espíritu mediante la creación poética y la reflexión, la misma tecnología no se opondrá a ser su aliada y su pedestal.

Desde una perspectiva de una ontología que acepta un ser trascendente, el hombre no es un ser abandonado en el mundo, sino un ser vinculado a un ser superior y que avanza hacia un sentido. En el “estilo espiritual” de la ciencia se valoriza el esfuerzo de investigación que sigue a la iniciativa humana que quiere comprender los fenómenos, y en el de la tecnología se aprecia el esfuerzo previsor y planificado de transformación de las energías materiales y de los servicios. En la visión del ser humano precrítico se instalan en el centro de la “disposición espiritual” de la persona las actitudes de gratuidad, servicio y recepción confiada, por encima de las de conquista, dominio y construcción que imperan en la tecnología. Para expresar la plenitud humana, la técnica, como en un comienzo, debe volver a surgir respondiendo a las exigencias de la vida, y continuar vinculada a ella y a su servicio, y no con un desarrollo autónomo, paralelo y hasta adverso. Lo mecánico se debe subordinar a lo orgánico, y lo orgánico a lo espiritual.

La adopción de la actitud espiritual que propuesta, arrastraría muchas transformaciones en el modo de pensar y hacer tecnología. En el estilo de vida que

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ofrece, en el cual la ciencia y la tecnología no constituyen el último principio de unidad de toda la existencia de la persona, pues el mismo reside en la acogida del ser supremo donde el hombre encuentra el sentido más profundo y más amplio, no se excluye, sino justifica y promueve un intenso esfuerzo científico y tecnológico. Mientras no esclerosen o ahoguen la vida y la libertad, alienta derivar a las máquinas todo lo que ellas puedan hacer en el mundo mecánico: habrá máquinas para ampliar la fuerza del brazo, y otras para ayudar en el cálculo algorítmico y apoyar la frágil conservación de datos de la memoria sensitiva. Ello permitirá que la persona, aliviada de la esclavitud del trabajo físico y del rutinario trabajo mental, se familiarice, por la contemplación y la sabiduría, con la verdad y los bienes superiores.

Sin embargo no debe pensarse que la contemplación está totalmente ausente de las actividades científicas y tecnológicas, y sólo aparece cuando las mismas se abandonan para aplicarse a la poesía, la filosofía o la oración. El tecnólogo, ya ensaya un primer nivel de contemplación cuando, después de ver el orden del universo que se dispone a manipular, reflexiona sobre su fundamento y causa, pero no ya con la pretensión de hallar un nuevo modelo para dominar los fenómenos, sino de reposar en un sentido unificador, en un fundamento que los sostiene todo.

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