FILÓSOFOS Y CIENTÍFICOS ANTE EL PROBLEMA DE DIOS · detenemos principalmente, como ya se dijo, en...

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1 FILÓSOFOS Y CIENTÍFICOS ANTE EL PROBLEMA DE DIOS

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FILÓSOFOS Y CIENTÍFICOS ANTE

EL PROBLEMA DE DIOS

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PRÓLOGO La búsqueda de un principio que pudiese explicar el soporte de cuanto exis-te en el mundo, ha sido una constante desde los albores de la humanidad. Senti-miento e inteligencia humana fueron a una para poder dilucidar lo que se presen-taba como un profundo enigma, ¿quién o qué hay detrás de los incidentes ocurri-dos? Ya desde la prehistoria existen pruebas para sospechar sobre un primitivo impacto, aun cuando todavía estuviera ausente la deducción propiamente racional. Es de creer que, de un modo u otro, al hombre le inquietase la procedencia de los terremotos, de los rayos, de la lluvia o si existía una fuerza que tornara la luz en ti-nieblas o que hiciese pasar de la vida a la muerte. Con el tiempo, dichas incógnitas se fueron especificando mediante una mi-tología que testimoniaban las creencias de un espíritu espontáneo y popular. Las fuerzas naturales fueron personificadas y divinizadas, lo que contribuyó a dar el primer paso para que se hablase de competencias, de relaciones, de idoneidades del hombre y la Divinidad. Pero, en dicha concepción todavía no se daban razones, no se aportaban pruebas, sencillamente se afirmaban y se sacralizaban experiencias de la vida en aras de una supuesta idealización. El cambio se va a producir con el pensamiento filosófico al pasar de la le-yenda a la “razón”. Pues, aun cuando la cultura mítica sintió inquietud por subli-mar lo que veían: naturaleza, movimientos, acciones humanas e incluso la misma muerte como final de la vida, ahora los filósofos indagan qué es esa naturaleza, quién provoca el movimiento y qué sentido tienen las acciones humanas, es decir, cuál es su origen y su razón de ser. Se pasa del mito al “logos”, de la ficción a lo es-trictamente racional. Se preguntaban sobre todo por el tema de la composición de los cuerpos y el espíritu que los animaba. En el fondo, no otra cosa que la búsque-da del Ser de las cosas y la fuerza que las movía. Este fue el camino para que se

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plantease el sí o el no de lo trascendente, de lo finito en oposición a lo infinito, del problema de Dios. Dadas las numerosas respuestas, nuestro propósito ha sido lograr ofrecer en estas páginas una somera visión de los más representativos filósofos y científicos cuando éstos han tratado el tema de Dios. Todo ello para que, a la hora de presen-tar sus conclusiones, pueda cada lector formular o complementar el propio punto de vista. Lo secunda, por nuestra parte, el esbozo que hemos intentado exponer al final de este tratado. Decir también que el estudio se enmarca fundamentalmente dentro de la filosofía occidental, lo que no quiere decir que se prescinda de las orientaciones y sabiduría de los maestros orientales.

Previo al pensamiento de cada autor, hacemos también una sucinta biogra-

fía con la intención de situarles en su contexto personal, social y de escuela, sin pre-tender por ello dar una visión exhaustiva de toda su orientación intelectual; nos detenemos principalmente, como ya se dijo, en lo tocante al problema de Dios y los principios que les indujeron a reflexionar sobre el tema.

El estudio se nutre lógicamente del dato histórico y de los juicios que indu-

jeron a cada uno en las diferentes soluciones; de ahí que sean los textos de cada au-tor los que, en principio, nos servirán como principal garantía que avale su direc-ción y perspectiva. Al mismo tiempo, por iniciarse y continuar el trabajo de forma cronológica, se hace imprescindible, según los casos, cotejar las reflexiones con las doctrinas precedentes, así como una somera crítica o valoración de su aporte a la historia del pensamiento. Debido a la misma problemática, reconocemos que los dictámenes conllevan en muchos casos su dificultad y serio compromiso, pues, no sólo es la ciencia moderna la que apremia a reabrir nuevos planteamientos, sino que es la misma evolución de la vida la que los demanda como principio.

De hecho, el hombre progresa preguntando; aunque si pregunta, no es por-

que desconozca totalmente la realidad, como tampoco por su total desconocimien-to o ignorancia, sino porque desea reavivar y acrecentar sus posibilidades. Al fin y al cabo, este es el porqué de su incesante indagación y, a la larga, de su continuo progreso. En su búsqueda y examen puede que al lector le surjan nuevas ideas. Como principio, todo ello es justo y razonable, más aún, es de agradecer que al-guien pueda abrir espacios para que entre luz y aire más puro en esa búsqueda de fundamento para el siempre sugestivo y a la vez inquietante problema humano de la existencia de Dios.

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DE LA REALIDAD AL MISTERIO Ante el plural y complejo mundo de los seres y las cosas, es razonable que el

hombre se pregunte por su origen y desarrollo. Gracias precisamente a esa inquie-tud de búsqueda y al interés por interpretar las realidades del entorno, es por lo que la humanidad puede hablar de evolución y de progreso. Lo que en un princi-pio podía resultar confuso o enigmático, con el tiempo, pudo muy bien quedar desvelado por el esfuerzo de investigación y de estudio. En ese afán, tampoco po-drían ser marginadas las aspiraciones más radicales del espíritu humano; entre ellas, la que se pregunta por el último fundamento de la realidad en la que todos nos encontramos y vivimos.

Pero, si esta cuestión estuvo siempre en el tapete de la historia del pensa-

miento, hoy, en virtud del enorme desarrollo de las ciencias experimentales, diría-mos que su importancia ha cobrado dimensiones insospechadas. De hecho, ante el gran abanico de posibilidades que ofrece la actual investigación, lo que la persona hace no es sino desentrañar los mecanismos ocultos que gobiernan el mundo en el que nos encontramos. Desde las enormes galaxias, a los minúsculos átomos, elec-trones y quarks, hay una aspiración común: poder descubrir esa huidiza realidad que se esconde tras los acontecimientos.

Como consecuencia, es normal que el ser humano, desde su física, su biolo-

gía o el sistema filosófico escogido, se pregunte si hay algo tras las ruedas de esa ingente máquina que llamamos universo, si hay o no un designio en la prodigiosa articulación de leyes y principios por las que nos regimos y hacemos predicciones de futuro; en última instancia, que termine interrogándose por el fundamento de tantos fenómenos como le instan a dar una respuesta adecuada. Cierto que habrá situaciones de difícil solución, pero el hecho de afrontarlas será siempre un primer paso positivo, incluso cuando el reto tenga como punto de mira lo insólito o lo me-tafísico, como lo es sin duda el siempre sugestivo problema de la existencia o no

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existencia de Dios. Tanto es así que el enigma del puesto del hombre en el mundo tan sólo podría resolverse en la medida que se pueda afrontar y dar sentido al pro-blema de lo Absoluto.

Ahora bien, un reto como éste no es sólo, como en ocasiones se ha dicho, un

compromiso reservado a la propia inteligencia, sino que entra en juego la totalidad de la persona; autores, como Blondel, Mounier, Marcel, Marechal, Von Balthasar, entre otros, han declarado sin ambages que el tema de Dios no es algo a resolver fría e impasiblemente como si se tratase de una fórmula química o matemática; es algo más que eso, pues en la propuesta queda comprometida toda la carga exis-tencial del ser humano, con sus sentimientos, su moral y sus más radicales aspira-ciones. Cierto que un análisis superficial inclina a creer que es solamente la razón la que únicamente nos puede conducir a la verdad; sin embargo son todas las pul-saciones del ser humano las que convergen en ese afán de búsqueda.

Secundando esas pesquisas en pos de lo desconocido, la historia de la hu-

manidad fue elaborando unas nociones cuyo alcance sólo el contexto y la propia situación podrían desvelar. Mirando al origen, vemos que la palabra castellana, “Dios”, al igual que en otras lenguas romances, procede directamente del latín

“deus”, muy similar al concepto griego ó ( Dios) forma genitiva de Zeus. Inclu-

so para no pocos filólogos la palabra latina “deus” derivaría de έ Zeus), aun-

que posiblemente sea una simple variación fonética de θεό (deidad, dios). También en las lenguas indoeuropeas hay una serie de designaciones rela-

tivas al nombre de Dios que se interpretan como derivadas de una única forma original protoindoeuropea, Dyeus, cuyo alcance bien pudo provenir de un dios dominante del panteón protoindoeuropeo y que de igual modo encontramos en una fórmula originaria del sánscrito antiguo, como es el término deiw-os, asociado a p´ter, con referencia, en la mayoría de los casos, al “padre de los dioses”. En el sánscrito tardío evolucionó al Dyaus pitar, en tanto que en las lenguas germánicas, la raíz para designar a la Deidad es “Got”, de donde provienen los términos God (en Inglés) y Gott (en Alemán).

Distinto es el caso del pueblo hebreo, donde el tetragrámaton, YHWH, no

guarda relación con las mencionadas formas indoeuropeas. La primera alusión que encontramos en referencia a este nombre se halla en el libro del Génesis, probable-mente significando “el Señor”, aunque, debido a que los judíos consideraban una blasfemia pronunciarlo, es difícil sintetizar todo su alcance. Con frecuencia el nombre de Yhwh se reconstruye en castellano como Yahveh o Yahvé, en ocasiones también como Jehová. Los judíos ortodoxos nunca pronuncian la palabra, en tanto que los no ortodoxos no tienen dificultad en hacerlo, aunque sólo con fines didácti-cos. En las plegarias usan el término Adonai.

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Otros términos, como “El” (Dios), guarda afinidad con el acadio Ilu, que en la literatura cananea significaba el “Dios Supremo”, en tanto que “Olam”, del he-breo Lm, era el “Dios eterno”, así como “Shalom”, de raíz igualmente hebrea y vinculada con le-shalem alechim, en sus distintas acepciones tiene el alcance de ser el “Dios de la paz”.

A estas designaciones podríamos sumar los innumerables calificativos que

nos depara la multisecular historia de las religiones en referencia a lo que conside-raban y consideran su origen, su aval y su recompensa. Pues, independientemente de la génesis de cada una de las manifestaciones, sólo cabría hablar de dios o de dioses cuando la soberanía se concibe al modo de seres dotados de personalidad y voluntad propia. Así, en contraste con los “espíritus”, que también eran poderes, la trascendencia de Dios viene expresada con un alcance individual y determinado. El “numen” se convierte en “nomen”. Al Dios se le confiere un título concreto y pri-vativo. Cierto que en determinados casos a un mismo dios se le dan variadas acepciones, pero todo ello es como expresión de sus poderes y múltiples activida-des. Claro que, no siempre esto es así, hay celebraciones religiosas donde el signo de trascendencia no existe o no viene expresado con nombre alguno, sus ritos de culto se definen más bien en formas negativas: lo Absoluto sería lo indescriptible, lo irreconocible, lo inmutable, sin calificativos ni nombres concretos que expresa-ran el alcance del consiguiente predicado.

Acaso sea el budismo el que mejor ha expuesto esta concepción de lo Incon-dicional. Lo secunda, por ejemplo, el budista japonés Masao Abe, quien vislumbra a Dios, no sólo superando el concepto de lo personal e impersonal, sino también por encima de la esencia y la existencia, incluso más allá del ser y del no ser. Con-sidera que las proposiciones negativas sobre Dios son verdaderas, en tanto que las positivas son para él insuficientes.

Como especulación filosófica, la idea es ciertamente sugestiva, si bien, por

no adecuarse en este momento al examen que venimos tratando, lo emplazaremos para cuando la temática sea más acorde con el contexto y el desarrollo del proble-ma; tan sólo adelantar que, aun cuando Dios trascienda cualquier posible atribu-ción positiva, sería inadecuado desvincularle de toda relación con el mundo y de toda acción humana. Consideramos que podemos hablar de su Realidad desde la diferencia y el contraste, desde la cercanía y la distancia, desde la univocidad y la analogía. Pues, aun cuando sean diferentes los parámetros de lo finito y lo Infinito, de lo relativo y lo Absoluto, en la comparación siempre hay algo de igualdad y de-sigualdad, de cercanía y de distancia por más que el espacio y la proporción nos transcienda y nos proyecte hacia el “el misterio”.

En atención precisamente a esa capacidad humana que intenta buscar y

desvelar lo que no tiene, es por lo que nos hemos sentido en la obligación de se-

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cundar lo que consideramos preguntas radicales: ¿Quiénes somos y a dónde va-mos? Como demanda, reconocemos que el mundo no agota las inquietudes que el hombre tiene de conocer, de sentir y de amar. Aspira a lo persistente y seguro, a lo que no puede conseguir con los actos concretos. Pues, aun cuando nuestros órga-nos sensoriales opten y seleccionen los objetos sensibles, existe dentro de todos una disponibilidad ilimitada de sentir que no logramos del todo alcanzar; tampoco el amor - por más que encuentre el complemento de un tú añorado -, logrará la eter-nidad que anhela. Y todo ello porque somos proyección hacia un más, hacia la sor-presa que está por encima de toda previsión; porque el hombre no tiene el centro en sí mismo, sino en una trascendencia, en un misterio, en lo Incondicional y Per-sistente.

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LA MITOLOGÍA

En el umbral de la filosofía griega encontramos algo todavía no filosófico: la

mitología. Es el mito un relato de algo imaginario que el pueblo y los escritores su-girieron a la hora de enfrentarse con las grandes cuestiones del mundo y de la vi-da. Se recibe de la tradición de forma irreflexiva, pero casi siempre con alguna in-tención muy determinada; por eso los mitos son en todo punto reveladores de una sociedad. Poco se podría entender de los pueblos antiguos si se prescindiera de su mitología. Ya Aristóteles lo quiso hacer notar al decir que el filósofo puede ser amigo del mito, en cuanto que en filosofía y en mitología existe cierta comunidad de contenidos: se habla de dioses, de héroes y de hombres.

Respecto a la temática, la mitología puede referirse

tanto a fenómenos naturales, en cuyo caso se les suele presentar en forma alegórica, por ejemplo, los “mitos so-lares”, como también personificando acontecimientos o cosas más tangibles y delimitadas. En todo caso, cuando al mito se le toma alegóricamente, la descripción tiene dos modalidades: lo ficticio y lo real. Es ficticio cuando lo que se dice no ha ocurrido nunca. Es real si la narración afecta de alguna forma a la existencia de los hechos. Pla-tón los consideraba como un modo de expresar ciertas verdades que escapan al razonamiento. Se explicaría así que los emplease para exponer, no solamente su teoría de “las ideas” con el “mito de la caverna”, sino también la teoría del alma, del Bien y de Dios.

En gran medida, haciendo caso omiso de las condiciones materiales y de los

límites de espacio y de tiempo, la mitología es reveladora de los afanes y senti-mientos de toda una sociedad. Representando por ejemplo a sus dioses no hizo otra cosa que personificar lo sagrado en formas simbólicas que pudiesen resolver lo conflictivo para las fuerzas y el alcance puramente humano. Lo que para la per-sona era inverosímil e inalcanzable, lo podía remediar el dinamismo de un poder mayor.

Ahora bien, de tener presente a los creadores del mito, nadie ocupa puestos

tan relevantes como Homero y Hesíodo. Figs. 1 y 2. En ellos se encuentran ya las doctrinas sobre el origen y la formación de los mismos dioses (teogonías), así como las del mundo y todas sus realidades (cosmogonías). Según la concepción homéri-

Fg. 1. Busto de Homero.

Museo Capitolino.Roma.

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ca, por ejemplo, habría que buscar la causa de todo el devenir histórico en las divi-nidades marinas, Océano y Tetis, en tanto que en Hesíodo son el caos, el éter y el eros los que se constituyen en los verdaderos embrionarios de todas las cosas. Pero no es sólo eso, sino que a esta problemática se suman también otras cuestiones que afectan igualmente al constitutivo más radical del ser humano, como es el destino, el azar, la necesidad, el libre albedrío, el origen del mal y el premio o castigo tras el siempre temeroso misterio de la muerte.

Hoy día, sin embargo, el análisis lingüístico ha encon-

trado diferentes formas de valorar y estructurar la mitología. Ernst Cassirer, por ejemplo, cree que hay un principio de for-mación de los mitos que hace que éstos sean algo más que un conjunto accidental de imaginaciones y fabulaciones. Para él, el origen obedece a una especie de necesidad inherente a la cultura. Son verdaderos supuestos culturales de la idiosincra-sia de un pueblo; en tanto que para el estructuralista Lévi-Straus, el mito cambia en el curso de la historia, incluso puede desintegrarse o convertirse en otro mito. Según él, se trata de un sistema de oposiciones, de tal modo que, aun sin ser puras estructuras lógicas, su constitución, desarrollo y transforma-ción están sometidos a reglas operacionales que pueden ex-presarse lógicamente. Para Lévi-Straus los mitos son estructu-ras “innatas” de la mente, es decir, aptitudes personales con sus propios cánones y reglas.

En cualquier caso, aunque las circunstancias cambien y modifiquen los epi-

sodios de la aventura, los actores suelen ser siempre los mismos: dioses, demonios y héroes, aunque eso sí, con las señas de identidad que caracteriza a las diferencias. Por eso la mitología pertenece a todos los países y ningún pueblo ha prescindido de esta especie de superestructura que, además de afianzar los orígenes, les da siempre estabilidad y consistencia.

LOS PRESOCRÁTICOS

El pensamiento filosófico tiene su origen en Grecia. Pero no surgió sin pre-cedentes, sino que la cultura oriental y su propia mitología condicionaron la apari-ción y su desarrollo. Sintomático es también que se fuese advirtiendo una progre-siva ausencia de la expresión mítica y del carácter religioso que progresivamente se iría acentuando con el orfismo y una serie de sabios sentenciosos y proverbiales. De hecho, al hacerse más sensible ese desasimiento y tomar fuerza las indagaciones matemáticas y astronómicas, quedaron las puertas abiertas para que pudiera surgir la filosofía. Así, con la materia ya lograda, tan sólo era necesario conseguir su for-

Fig. 2. Busto de

Hesíodo.

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ma, la cual se produce al entrar en escena Tales de Mileto. La filosofía surge como reflexión racional sobre la naturaleza del universo y el principio que activaba todo lo viviente.

TALES DE MILETO (¿624-546? a. C.)

La antigüedad conceptúa a Tales entre los siete sa-bios de Grecia. Según Diógenes Laercio, fue el primero que encabezaba ese apelativo. También Aristóteles lo llama el “padre de la filosofía”1. Sin embargo, aunque comúnmente se cree que nació en Mileto, otros, como Herodoto, especifi-can que fue de origen fenicio. No nos ha dejado escrito al-guno, lo conocemos gracias a otros cronistas. Fig. 3.

Como experto del saber, nos dicen que se distinguió

como matemático y astrónomo. Señalan también que viajó a Egipto donde estudió Geometría, llegando a medir la al-tura de las Pirámides mediante su sombra, así como las crecidas del Nilo por los vientos hetesios2. Curiosa es tam-bién la anécdota que nos narra Aristóteles comentando a Tales, el cual habiendo deducido mediante la observación de las estrellas una muy probable cosecha de aceitunas, alquiló todas las prensas de Mileto, proporcionándole, no sólo el enri-quecimiento, sino poder demostrar que “la Filosofía no era una cosa inútil”3.

Pero, lo que verdaderamente da mayor sentido al mérito histórico de Tales

es el haberse preguntado por el principio originario de todos los seres; un funda-mento y soporte que él creyó ver en el agua. ¿Por qué precisamente en el agua? No se sabe a ciencia cierta - recordemos que ni Aristóteles pudo averiguarlo con certe-za -. Se cree, no obstante, que la observación de este elemento, de cuya propiedad todas las cosas son alteraciones (en condensación o dilatación), le llevó a dicho principio originario. Tal vez el reconocimiento del semen como algo líquido le lle-vase a considerar al agua como la fuente y el principio de todas las cosas.

ANIMISMO DE LA MATERIA

De atenernos a las sentencias atribuidas a Tales, se deja entrever un profun-

do animismo en todo elemento material. Tanto es así que Aristóteles y Diógenes

1 Aristóteles: Met. A, 3; 983b 20. 2 Diels: IIA16.21 (Conocida la personalidad de Diels por su edición de los presocráticos, le tomaremos por

referencia en este estudio. Su obra clásica se titula: Die Fragmente der Vorsokratiker. Trad. esp. por J. D.

García Bacca: Fragmentos filosóficos de los presocráticos. 3 Aristóteles: Política I 4, 1259ª; Cicerón, De divin. I 49,III.

Fig. 3. Busto de Tales de Mileto.

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Laercio le atribuyen frases afirmando que todas las cosas estaban llenas de dioses. 4. Afirmó igualmente que la materia inanimada tenía también su alma, demostrán-dolo por la atracción de los imanes. En la mente de Tales el espíritu presidía toda la realidad. Su expresión: “Entrad, también aquí hay dioses”, es un enunciado que pro-yecta, no tanto un panteísmo o monismo clásico, cuanto una realidad vivencial dentro de la materia.

Las referencias que tenemos acerca de Tales son numerosas, aunque las más

de las veces nos falte esa seguridad que desearíamos. Sintomáticas son por ejemplo las menciones que hace Diógenes Laercio, aun cuando la certidumbre de las mis-mas sea problemática. He aquí algunas de las sentencias que le atribuye: “De los se-res, el más antiguo es Dios, por no haber sido engendrado; el más hermoso es el mundo, por ser obra de Dios; el más grande es el espacio, porque lo encierra todo; el más veloz es el en-tendimiento, porque corre por todo; el más fuerte es la necesidad, porque todo lo vence; el más sabio es el tiempo, porque todo lo descubre”5

Frente a los prejuicios que puedan existir ante la originalidad de las senten-cias, acaso podríamos trivializar al que se le considera “padre de la filosofía”. Sin embargo, el hecho de haber distinguido entre lo que es materia y es espíritu, y dar al mismo tiempo una explicación a lo que, según él, era el elemento primordial de todos los seres, justifica sobradamente su inquietud por conocer la naturaleza de las cosas, el principio vital del espíritu y el fundamento mismo de la realidad de Dios.

ANAXIMANDRO (¿610-547? a. C.)

Natural de Mileto, Anaximandro es contemporáneo de Tales. Algunos auto-res le consideran discípulo de éste; pero, sea o no verdad, lo cierto es que está con-siderado como uno de los “fisiólogos jónicos”. Escribe una obra “sobre la naturale-

za” (περί φύσεω), título que se dio después a gran número de compendios. Es in-teresante porque se trata del primer escrito filosófico en prosa de Occidente. Fig. 4.

Cree Anaximandro que el principio originario de los seres, el (άρΧή), no es

ninguna de las realidades que experimentamos, como propuso Tales, sino algo in-finito e indeterminado, o si se quiere, lo infinitamente indeterminado. Llegaba a pensar que una materia finita, como es la realidad que experimentamos, no podía dar lugar a la indefinida sucesión de cambios. Claro que, al prescindir de todo ser particular no podía por menos de deducir, en un esfuerzo de abstracción, algo que fuese indefinido e ilimitado que él lo llamaría “âπειρον”.

4 Aristóteles: De anima I 2: 405ª19; Dig. Laer., I, Tales. 5 Dig. Laer.: I, Tales.

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Este punto de partida, radicalmente distinto a Tales, tenía también puntos análogos desde el momento que ambos se preguntan por el origen del ser en sus múltiples manifestaciones. Ahora bien, si realmente Anaximandro entiende su “âπειρον” como el principio de todas las determinaciones físicas que observamos en el mundo, o como una substancia tenue y sutil (tal vez sea esta su verdadero al-cance), entonces podríamos hablar de la unidad frente al desequilibrio; de la armo-nía frene a la incongruencia; de lo inestable o perecedero, a lo eterno. Por eso que los intérpretes más intuitivos de la antigüedad hablen del “âπειρον” de Anaxi-mandro como de un fondo infinito, inagotable, pero, al mismo tiempo, de quien todo devenir se nutre. Y en otro ámbito, como algo di-vino, imperecedero, inmortal.

EL RETORNO AL “ÂΠΕΙΡΟV”

Para Anaximandro toda la realidad está presidida

por una ley cósmica que tiende a restablecer la igualdad entre los contrarios. Se deduce de ello que los desequili-brios que puedan existir en el mundo se irán restable-ciendo según la ley cíclica que preside el nacimiento y la destrucción de los seres, pero que retornará todo a su primer principio6, incluso el alma, de naturaleza aeri-forme, proviene del pneuma cósmico que rodea todas las cosas7. En realidad, todo surgió a partir del “âπειρον” en un proceso gradual donde se fueron separando según la disposición y el peso de los elementos allí contenidos: en el centro, la tierra; cubriéndola, el agua, y recubrién-dolo todo, el aire y el fuego. De lo húmedo se formaron los seres vivientes, incluso el hombre tuvo también su origen de estas formas primitivas, lo que le acredita co-mo el primer filósofo que atisbó ya la teoría evolucionis-ta. Pero lo que aquí nos interesa es saber que la multipli-cidad de los seres se originan del “âπειρον”, y que éste es indefinido, perenne, eterno y a quien todo retornará cuando se supere la destrucción de los contrarios y se reduzcan las oposiciones. Volverá a ser todo “uno”, todo inherente a sí mismo, todo quedará restituido en ese misterioso, pero “divino inmortal” como es para Anaximandro el “âπειρον”.

6 Según Jaeger, antes que Friedrich Nietzsche, ya se adelantó Anaximandro a sostener el eterno retorno. Aun-

que contrario a aquél, en este filósofo se habla de retorno a su primer principio, conforme a la ley de estricta

justicia que domina el curso del Universo. 7 Diels: 12A29. (Séneca: Nat. Quaest. II 18).

Fig. 4. Segmento de

Anaximandro en “La

Escuela de Atenas”, por

Rafael. Museo Vaticano.

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ANAXÍMENES (588-524 a. C.)

Originario Anaxímenes de Mileto y, muy probablemente discípulo de Anaximandro, va a tornar en su reflexión filosófica a la dimensión trazada por Ta-les. La diferencia la encontramos en que, mientras éste ponía el principio origina-rio en el agua, Anaxímenes lo sitúa en el “aire”, que, bajo la influencia del frío pro-duce las condensaciones en las nubes, el agua y la tierra y, por el calentamiento, se induce el proceso de dilatación dando origen al fuego y a los astros. Fig. 5.

La concepción que Anaxímenes tiene del mundo es como si se tratara de un

enorme animal viviendo dentro de un “Pneuma” persistente e infinito. Le sirve de ejemplo la composición del hombre. “así como nuestra alma, siendo aire, nos mantiene unidos, así también el “Pneuma” circunda todo el Cosmos”8. No se trata por tanto del aire atmosférico, sino de un primer elemento que da vida a toda realidad cósmica;

algo infinito, sutil, ilimitado, eterno, divino. Entiende asimismo que de esa primera

realidad movida por un palpitar eterno, salen suce-sivamente infinitos mundos, incluidos los mismos dioses9. Además, como si se tratara de grandiosos seres vivientes, los concibe envueltos al modo de una especie de caparazón traslúcido de pneuma endurecido. Piensa igualmente que del aire enra-recido se origina el fuego; del aire condensado, los vientos, la tierra, el agua y los hielos. En realidad, una concepción donde el Pneuma es el auténtico principio de todo el dinamismo posible. En cierto modo, como el “âπειρον” de Anaximandro, tam-bién aquí el hálito o espíritu se constituye en prin-cipio y fundamento de toda realidad posible.

De ahí que, a la hora de resumir el pensa-

miento de estos primeros filósofos, representantes todos ellos de la escuela jónica en la costa del Asia Menor, podría decirse que los tres son teorizantes de la natura-leza en un claro afán por ofrecer una base que pudiera explicar el origen de todas las cosas. Bien es verdad que, aun cuando consideren divino y absoluto dicho fun-damento (su dios), los tres tienen un mucho de “empiristas” en el sentido de que su soporte se simplifica, en última instancia, en lo material; no logran distinguir lo que es pura materia y lo que se constituye en espíritu, lo que les hace derivar a un primigenio, aunque siempre respetado hilozoísmo.

8 Diels: 13B2; A4,9. 9 Ibid., 13ª10.

Fig. 5. Imaginario perfil de

Anaxímenes de Mileto.

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PITÁGORAS (¿572-500?)

Eclipsada la filosofía de los jonios ante el dominio persa y la destrucción de Mileto (494 a. C.), aflora un nuevo foco filosófico organizado por la llamada escue-la itálica o pitagórica, en la Magna Grecia (Italia meridional). Según la tradición, el fundador fue Pitágoras. De su incierta biografía indican algunos que fue discípulo de Ferécides y de Anaximandro, que visitó Egipto donde llegó a conocer las doc-trinas de los sacerdotes del valle del Nilo. Dicen también que procedía de Samos, que fundó en Crotona, hacia el año 530, una escuela filosófica de índole político-religiosa. Al parecer, una rebelión en esta ciudad le obligó a trasladarse a Metapon-to donde posiblemente murió. Fig. 6.

Conviene no obstante precisar que la vida de Pi-

tágoras, así como la doctrina pitagórica de los inicios, está rodeada de un halo de misterio; incluso hay auto-res que niegan la existencia del personaje “Pitágoras”. Pero, sea como fuere, y aun cuando creemos que es exagerada esta opinión, aquí nos detendremos en las enseñanzas propiamente doctrinales, teniendo en cuen-ta que en la tradición vienen entrelazadas las enseñan-zas filosóficas con las creencias religiosas y las prácti-cas ascéticas. En realidad, las fuentes más fidedignas para conocer el pitagorismo son las referencias de sus coetáneos. Jenófanes por ejemplo ridiculiza la transmi-gración de las almas10; también Heráclito desacredita la superficialidad de su saber11. En referencia a la transmi-gración y otras prácticas pitagóricas, Herodoto las rela-ciona con el movimiento órfico12.

Por lo que se refiere a los escritos atribuidos a su persona: “Los Versos Áureos

y el Ieros Logos”, son, al parecer, redacciones de alguna de las escuelas pitagóricas. De todos modos, debido a la gran influencia que tuvo el pitagorismo en la cuenca mediterránea, tendremos a bien referirnos a él como mentor de tan original movi-miento filosófico.

Se cree por ejemplo que Pitágoras dedujo varias consecuencias de algunas

observaciones del mundo material, particularmente de las relaciones entre los to-

10 Diels: 21B7. 11 Ibid., 22B40. 12 Herodoto, IV 95.

Fig. 6. Busto de Pitágoras.

Museo Capitolino. Roma.

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nos altos y bajos de los instrumentos musicales y las longitudes de sus cuerdas. De hecho, aunque la armonía que se originaba era por medio de dichos instrumentos,

él la aplicó a toda la realidad y, en sumo grado, a lo que llamó ó (cosmos, orden). Por eso, conseguir la armonía en cualquier ámbito de la naturaleza se con-virtió en el objetivo referente y primordial de la escuela pitagórica. Vivir en armo-nía consigo mismo y con toda la realidad era lo más grande que podía conseguir el espíritu humano.

Pero, como la más coherente expresión de la armonía se lograba por la pro-

porcionalidad interna que existe en la realidad misma, habrá que conseguir expre-sarla de alguna manera. Según él lo logra únicamente el “número”. Es para Pitágo-ras el número el principio, el άρΧή de todas las cosas, el que les da forma, el que logra hacer de lo indeterminado algo explícito y determinado. De hecho, si en la música existe armonía es por sus relaciones fijas y numéricas. Para la escuela pita-górica el número era la esencia de las cosas; así nos lo expresa Aristóteles: “Absor-bidos por el estudio de la matemática, llegaron a creer que los principios de los números eran los principios de todos los seres. Y esto por las siguientes razones: porque los números son anteriores a los seres por su naturaleza, porque en los números parecía haber más pun-tos de semejanza que en el fuego, la tierra y el agua respecto de la existencia de los seres y de las cosas que están en formación, y así les parecía una simple combinación de números la justicia, el alma y la inteligencia, las circunstancias temporales de las cosas, etc.”13.

LA ARMONÍA COMO ANHELO DEL ESPÍRITU

El número para los pitagóricos era el que representaba la proporcionalidad, el equilibrio, la medida, no sólo cuantitativamente, sino en su valor interno. Claro que, en razón de esa concepción - cuyo alcance era reconciliar todos los opuestos -, hace que la vida del hombre sea un constante ejercicio para superar las oposiciones y cumplir, en última instancia, con la ley interna de la armonía.

En el trasfondo de esa lucha por alcanzar el equilibrio, estaba la doctrina de

la transmigración de las almas, posiblemente asumida del movimiento y doctrina de los órficos. El alma procede del Uno. Pero, debido a una cierta culpa, cae en la materialidad del mundo sensible y se une a un cuerpo que le servirá de expiación para salir de la cárcel donde se encuentra; de ahí las purificaciones que exigían a sus miembros en la esperanza de librarse de las ataduras corporales y ser encami-nados únicamente por las exigencias del espíritu.

13 Aristóteles: Met., A 5, 985 b 23.

16

Lógicamente, como todo proceso, se imponía un camino de purificación donde la ascética era imprescindible: prohibición de determinados alimentos y examen de las acciones que consideraban buenas o malas. Como trabajo: el estudio de la filosofía y de la matemática como principio. Por este examen la persona se abstrae de lo sensible y se espiritualiza. De otra parte, el cultivo de la música, for-mando al hombre en la armonía que esconden los ritmos y las cadencias; también los ejercicios de gimnasia en cuanto que ofrecen ocasión para subordinar el cuerpo a los más profundos anhelos espirituales.

De hecho, el pitagorismo estaba impregnado de la presencia de lo divino;

cualquier realidad, incluido el cosmos, no era más que la expresión de un principio que ellos más tarde llamarían el Uno. Todo procede del Uno y todo debe retornar a Él. Nos encontramos haciendo camino, pues, entre el origen y el definitivo retorno se sitúa el despliegue temporal que es lo que constituye el fondo de todo dinamis-mo. Sin embargo, este movimiento no se concibe en sentido rectilíneo, sino en un proceso que se desarrolla en grandes ciclos. Así como el sistema cósmico es cons-tante en su marcha y su retorno, de igual modo sucederá con toda la realidad. “Yo me volveré a encontrar ente vosotros con mi cayado” debió de decir Pitágoras a sus dis-cípulos.

Por eso, un análisis crítico sobre Pitágoras y el pitagorismo nunca puede es-

tar separado de la meta a la que aspira todo proyecto. Concretamente aquí es la comunión que quiere conseguirse con la misma Divinidad. Pues, si la filosofía de

Fig. 7. Principales ciudades de las que son originarios los principales filósofos de la an-

tigüedad griega.

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los jonios había apelado - a la hora de indagar sobre el origen de las cosas -, a un principio de orden material determinado para unos, e indeterminado para otros; en el pitagorismo, partiendo de esa misma pretensión, se va a caer en un principio puramente formal y matemático. La órbita en que se mueve el mundo pitagórico es esencialmente el número, y como tal, se ve obligado a percibir su inteligibilidad en la determinación geométrica. Por muy matematizado que se conciba al cosmos, no puede desprenderse por completo del carácter científiconaturalista de la filosofía jónica. Se deberá esperar la llegada de Parménides para que, desde una posición más elevada, podamos hablar con propiedad de auténtica metafísica. Ofrecemos en la ilustración de la Fig. 7 las principales ciudades que vieron nacer a los primeros representantes de la filosofía griega.

HERÁCLITO (¿536-470? a. C.)

De familia noble, Heráclito nace en Éfeso. Fue proverbial entre los autores antiguos considerar-le de carácter introvertido y excéntrico; le llamaban el “oscuro”. En principio, nunca creyó en la opinión pública. En referencia a las masas, llega a decir: “Creen a los cantantes callejeros y tienen por maestro el sentir de la plebe, pues ignoran que los más son malos y muy pocos los buenos” (Frag. 104). Se cuenta también de él que rehusó la invitación del rey Darío para que visitara su corte. Tampoco tenía reparo en desdeñar a los poetas antiguos y a los filósofos de su tiempo. Otra de sus expresiones era la siguiente: “Uno solo vale para mí tanto como diez mil, con tal que sea el me-jor”14. Como consecuencia de sus excentricidades, se dice que, aburrido de los hombres, se retiró al tem-plo de Artemis, y más tarde, a los montes, mante-niéndose de las raíces y los frutos de los árboles. Contrajo la hidropesía y murió en condiciones la-mentables. Fig. 8.

Sin embargo, se le considera uno de los pensadores más eminentes de los

presocráticos. Podríamos colocar su reflexión filosófica en la distinción que él hace entre el conocimiento sensible, fuente de la opinión, y el conocimiento racional, por el que se alcanza la verdad. Decía que la opinión nos ofrece un mundo de cosas esta-bles, en tanto que el conocimiento racional descubre que es todo movimiento. De ahí que presente, como centro de su concepción filosófica, el axioma: “todo fluye”

14 Diels, 22B49.

Fig. 8. Busto ilustrado de He-

ráclito.

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(πáνta ρεĩ). Los sentidos nos hacen creer que existen seres fijos y estables, pero eso es pura ilusión, solamente existe un ser único y en perpetuo movimiento. “No pue-de uno bañarse dos veces en el mismo río” (frag. 91). Para Heráclito, ese constante fluir explicaría la auténtica esencia de las cosas. El άρΧή no sería ni el agua, ni el aire, ni el âπειρον, sino el “devenir”. En realidad, un devenir que es fuego vivo que se es-tablece según la medida del encendido y el apagado; que no se identifica con una determinada substancia corpórea, sino como prototipo de una eterna efusión que sube y baja según la propia y eterna correlación de los contrarios. Porque el deve-nir es inquietud, tensión, movimiento. “Es siempre uno y lo mismo, lo vivo y lo muer-to, despierto y dormido, joven y viejo. Al cambiarse es aquello, y luego lo otro; y al cambiar de nuevo, otra vez es esto” (frag. 88).

DINAMISMO CREADOR Y DIVINO

En el pensamiento de Heráclito, la oposición será siempre fecunda; es lo que

da vida, es fuerza creadora. “Se dispersa y se congrega de nuevo; se aproxima y se dis-tancia” (frag 91). Ve en ese dinámico fluir un cumplido orden y una auténtica ar-monía. Le da múltiplies calificativos: naturaleza (φύσις), inteligencia (γνωμη), Dios

(. “Queriendo o sin querer, se la debe llamar Zeus”15. En ocasiones la denomina también “lo sabio” (τò σoφóν). Habla de ello diciendo que es uno, eterno, divino, ab-soluto. “Para Dios todo es bello, bueno y justo”. Del mal sólo puede hablarse en sentido relativo. Piensa que del bien sale el mal y del mal el bien. En el fondo, son simples aspectos de la transformación que lleva consigo la realidad. Decía: “Todas las cosas en la divinidad (mundo) son bellas, buenas y justas. Son los hombres quienes las estiman, unas justas y otras injustas”16. Y en otro lugar: “Para Dios todas las cosas son buenas y justas; en cambio, los hombres han supuesto que unas son justas y otras injustas”17.

Creía también que al originarse todas las cosas de un mismo principio, los

contrarios eran, en el fondo, una misma realidad. Con su lucha se unificaban las oposiciones, y, aunque de cosas diferentes en apariencia, la armonía que se deriva-ba era perfecta. Claro que, vistas así las cosas, el pensamiento de Heráclito no puede por menos de caer en el relativismo del bien y del mal. Todo es bueno o ma-lo según el prisma con el que se le mire. “El agua del mar es la más pura y la más im-pura. Para los peces es potable y saludable, para los hombres perjudicial”18. Por eso, nada debe extrañarnos que el mismo Aristóteles le criticase diciendo que si todo fluye y nada permanece, nunca podría hablarse ni de ciencia ni de verdad19. Pero, quizá este juicio sea exagerado. De hecho Heráclito parece ser que no fue tan radical, pues, aun dentro del continuo fluir de las cosas, él veía como algo firme la armo-nía, la ley, el Logos, y, como consecuencia, la ciencia. Puede también que Aristóte- 15 Diels, 22B32. 16 Ibid., 22B102. 17 Ibid, B1021. 18 Ibid., 22B61. 19 Aristóteles: Met. A, 6; M, 4.

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les, a la hora de emitir su juicio, pensara más en los heraclitianos que en Heráclito mismo.

JENÓFANES (¿575-490? a. C.)

Oriundo Jenófanes de Colofón (Jonia), de donde huyó cuando tenía unos veinticinco años (probablemente ante la invasión de los medos); recorrió numero-sos territorios como bardo o rapsoda; entre otros lugares: Sicilia, Catania, Malta y la Magna Grecia. Se le atribuye la fundación de la escuela filosófica de la pequeña ciudad de Elea, aunque, dado su carácter y su profesión, no parece probable que permaneciera largo tiempo en ninguno de los lugares referidos. Por lo tanto, más que fundador, acaso su aporte fuera únicamente como la de un divulgador jo-nio que inspirara a los teorizantes eleatas. Se sabe que murió muy anciano, pues, en una poesía compuesta a los 92 años, llega a afirmar que hacía ya 67 que recorría las tierras de Grecia de uno a otro extremo.

“Hace ya sesenta y siete años que me agito en preo-

cupaciones, aquí y allá, por la tierra griega; y eran entonces veinticinco años desde mi nacimiento cuando comencé a ha-blar, conforme a verdad, de estas cosas”20. D.L., X 18.

Jenófanes escribió poemas en exámetros, paro-

dias y elegías. También se le atribuye una composición

en verso “Sobre la Naturaleza” (περί φύσεω), muy enérgica y expresiva, aun cuando solamente se conser-van ciertos fragmentos de la misma. Revela una muy acentuada personalidad independiente, quizá reforza-da por sus numerosos viajes enseñando a pensar por cuenta propia. Fig. 9.

Lo primero que se advierte en sus observaciones es la severa crítica que hace

a las concepciones morales y religiosas de su tiempo: reprueba el desproporciona-do lujo en las manifestaciones sociales, así como los excesivos honores otorgados a los atletas – “No es justo preferir la fuerza a la provechosa sabiduría” “Con las victorias de los púgiles en el pentatlón y en el pancracio, o en los juegos olímpicos, no se ordena mejor la ciudad ni se llenan los almacenes públicos”21 -. Desdeña también el concepto pitagórico de la reencarnación, y más aún las ideas antropomórficas de los dioses tal como fueron representados por Homero y Hesíodo. Llegaba a decir: “Homero y Hesíodo

20 Diels, 21 B8. 21 Ibid, 21 B2.

Fig. 9. Busto de Jenófanes de

Colofón.

20

han atribuido a los dioses toda clase de cosas que son vergonzosas y reprobables entre los hombres, tales como cometer adulterio y engañarse mutuamente” y “otras muchísimas co-sas ilícitas”22. Se opone a los mitos de Cronos y Uranos, considerándoles “leyendas de la mitología pasada”. Por eso que sea considerado como el paladín en la crítica de la religión popular.

INDIFERENCIA DE UN DIOS IMPASIBLE

Jenófanes establece su concepción teológica acentuando profundamente la

unicidad de la esencia divina. Habla de un Dios único, todopoderoso, que a nadie se subordina ni necesita de subordinados. “Existe un solo Dios, mucho más grande que los dioses y que los hombres, no semejante a los mortales ni en el cuerpo ni en el pensamien-to”23. Le considera al mismo tiempo purificado de todo contacto con las cosas y personas humanas. Se halla siempre en el mismo lugar, impasible e indiferente, pues no corresponde a su categoría ir de un lugar para otro. “En nada parecido en fi-gura ni en idea a todo lo mortal… Él todo lo ve, todo lo oye, todo lo piensa”24.

Sin embargo, aun teniendo en cuenta dicha concepción de lo divino, no nos autoriza para considerarle como el primer monoteísta de la historia, pues se trata de la concepción de un ser estático que emana de la oposición a las creencias an-tropomórficas y politeístas de la religión popular. Cierto que los filósofos antiguos le consideraron como un pensador monista, pero todavía con ciertos resabios mile-sinos cuyas opiniones ciertamente conocía, es decir, creyendo en un “principio”, en un “άρΧή” con dimensiones todavía físicas, aun cuando la fórmula fuera con-ceptual e indefinida, pues de él proceden todas las cosas. Debió entenderlo como un inmenso globo fuera del cual nada podía existir; si bien, en su cavidad admite la existencia de seres particulares que en un momento nacen y en otro desaparecen.

Haciéndose eco Aristóteles de esta concepción filosófica, cree que, aun

cuando Jenófanes no aportó un concepto claro de los constitutivos de la naturaleza, sí nos deja el camino abierto para afrontar y superar el mundo de las apariencias y dejar paso al ámbito de lo racional. Significativas son las palabras que nos trasmite de él al decir que la “unidad es Dios mismo”25. Claro que esta equivalencia debe en-tenderse en función del problema que Jenófanes trataba de resolver. De alguna manera prolonga la explicación de los milesios al poner la sustancia básica en la Divinidad subyacente, idéntica a sí misma, pero también con las cosas. De ahí que algunos le definan más que como monista, como panteísta. Pero, sea como fuere, lo cierto es que muy pronto se empezó a hablar de él como “el primer unificador entre los presocráticos”, en especial entre los eleatas. Pero si esto es verdad, no es menos

22 Ibid., 21 B11. 12. 23 Ibid, 21 B23. 24 Diels, 21 B24. 25 Aristóteles: Met. I, 6, 986 B.

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cierto que existen en Jenófanes dos concepciones contrapuestas difíciles de solven-tar: la dimensión física en que le situaron los milesios, y una incipiente metafísica en relación con su arquetipo del mundo como “unidad”. Concepciones ambas que se convertirían en el antecedente de la reflexión metafísica que se llevaría a cabo en la lógica de Parménides.

PARMÉNIDES (¿540-470? a. C.)

Oriundo de Elea - entonces ciudad de la Magna Grecia, junto a Salerno (Ita-lia) -, Parménides es considerado uno de los pensadores más originales de la anti-güedad. Diógenes Laercio nos dice que fue discípulo de Jenófanes y, según Teo-frasto, de Anaxímenes. Parece ser que tuvo también relación con algunos pitagóri-cos, se nombra a Aminias y a Dioquetas; relaciones todas ellas que explicarían al-gunos rasgos de la doctrina de Parménides. Fig. 10.

Platón le dedicó un diálogo, donde se dice que

visitó Atenas a la edad de 65 años, escuchándole el propio Sócrates, a la sazón todavía joven; aunque, de acuerdo con la cronología de ambos, se trata de una in-coherencia voluntaria por parte de Platón.

Parménides escribió un poema en hexámetros

que lleva por título “Sobre la Naturaleza”, en tres partes. La primera es un “proemio” donde se describe el viaje del filósofo hasta llegar a la presencia de la “Diosa de la Verdad”. En la segunda, esta Diosa le va mostrando el camino correcto de esa Verdad; en tanto que en la terce-ra parte del poema se contiene el llamado “Camino de las Opiniones o de las Apariencias”. De esta larga colección de versos en forma épica se conservan amplios fragmentos de la primera parte y menos de las otras.

Respecto al fondo religioso, acaso lo más significativo es la forma de presen-

tar el contenido de su trabajo. En efecto, comienza con una presuntuosa introduc-ción donde él se describe sentado sobre un carruaje tirado por corceles alados que conducen las “Hijas del Sol”, las cuales, abandonando las moradas de la noche, le van a llevar a las puertas de la “Diosa de la Verdad”. Leemos:

“Oh joven que, acompañado de guías inmortales, llegas a nuestra casa sobre los ca-

ballos que te conducen, salve! Ya que derecho y justicia te han traído a aprender la verdad por este camino, que está bien alejado del camino de los hombres, es necesario que tú lo se-

Fig. 10. Busto de Parménides

de Elea.

22

pas todo. Tanto el corazón inmutable de la verdad redonda como las opiniones de los hom-bres que carecen de certeza. Mas también has de aprender esto: de qué manera se han de juzgar las cosas aparentes si se las considera profundamente”26.

En la segunda parte, la Diosa le muestra lo que ella mejor conoce y posee, es

decir, el camino de la verdad, por lo que se convierte en la sección más importante y donde mejor se percibe el pensamiento del autor. De hecho, le revela tres cami-nos: el primero es el de la verdad, indicándole que el “Ser, es” y no puede “no ser”, existe y es imposible que no exista. El segundo es el del error, revelándole que el “no ser no es y no puede tan siquiera hablarse de él”. El tercer camino es el de la opinión, secundándola aquellos para quienes el ser existe y no existe a la vez.

En todo caso, Parménides elabora su pensamiento analizando e interpelan-

do a los círculos filosóficos de su tiempo. Así, dejándose llevar únicamente por la razón, cree asumir una postura realista frente a Heráclito y los pitagóricos. En con-tra del primero, que admitía la unidad del ser, pero en perpetuo movimiento, dan-do lugar a la pluralidad de los seres, Parménides reitera sin ambages la inmovili-dad del Ser. Para él no tiene principio ni puede tener fin, es eterno. Si se moviera – dice -, tendría que originar una realidad nueva, lo que es imposible porque el Ser, ni puede venir del no ser - de la nada es ilusorio que provenga algo -, ni tampoco del Ser, porque éste ya existía, luego ni tiene principio ni tiene fin.

De otra parte, frente a los pitagóricos que afirmaban el movimiento y la plu-

ralidad de las cosas admitiendo el vacío, Parménides dice que esto es creer en el no ser, lo cual, como es nada, es absurdo que exista y consecuentemente tampoco puede disgregarse ni ser multiplicado en otros seres numéricamente distintos. El Ser es uno, invariable, único. Por lo tanto, los múltiples fenómenos y la variedad de realidades que nos ofrecen los sentidos no son más que ilusiones, apariencias, “opiniones”. “Los sentidos perciben “el mundo engañoso” de las opiniones de los morta-les”27. “No te obligue la costumbre, en este camino, a hacer dominar al ojo, que no ve nin-gún límite; a la oreja, que recoge los sonidos, y a la lengua”28.

En ese ámbito de la “opinión”, lo que viene a hacer Perménides no es otra

cosa que manifestar las convenciones de los mortales interpretando el mundo sen-sible con su variedad de formas y de cambios. En realidad, una Física compuesta por los elementos tomados de los jónicos y de los pitagóricos. Aristóteles piensa de él que, aún cuando había concebido que el Ser era uno y que no podría existir nada fuera de él, forzado por la plasticidad de las apariencias, concibe, además del prin-cipio de la unidad, otros dos principios: lo caliente y lo frío. “Juzgando que, fuera del ser, el no-ser es nada, cree que necesariamente el ser es uno y que no hay cosa alguna fuera

26 Diels, 28B1. 27 Diels, 28B1. 28 Ibd. 28B7.

23

del ser… Pero forzado a admitir las apariencias de las cosas, y constreñido a admitir la uni-dad por la razón y la pluralidad por las impresiones de los sentidos, concibe, además del principio de la unidad, otros dos principios o causas, lo caliente y lo frío, llamándolos, por ejemplo, fuego y tierra”29.

De hecho, Parménides investiga también el mundo sensible, cuya realidad

no parece haber negado enteramente por más que lo deje en un segundo plano y en subordinación absoluta a la dimensión ontológica del Ser. Por lo tanto, su ori-ginalidad no es la Física, sino el haber puesto frente a frente, en artificial oposición, el Ser y el no-ser, la verdad y la opinión, la unidad y la disparidad. Diríamos que su gran equívoco fue otorgar existencia y realidad ontológica a su concepción abs-tracta del ser, y más si cabe al configurarle fuera de sí e identificarle con el ámbito de toda la realidad. De ahí que algunos autores hayan identificado ese Ser eterno e inmutable de Parménides con la realidad del mismo Dios; si bien, de atenernos a la redacción de su obra, lo indiscutible es su constante apelación al Ser; cualquier otra conjetura estará siempre en el ámbito de las meras suposiciones.

SÓCRATES (470/469 – 399)

Nace Sócrates en el demo de Alópeke, un pequeño villorrio cercano a Atenas. Era hijo del escultor Sofronisco y de Fenareta, cuyo oficio fue el de comadrona después de la muerte del esposo. Suponiendo que los primeros trabajos del joven Sócrates fueron los de aprendiz en la escultura que ejercía el padre, muy pronto se vio apre-miado a cumplir con los deberes patrios. En la guerra del Peloponeso (431-404), donde Atenas se enfrenta a Esparta, tuvo ocasión de demostrar el amor a su ciudad partici-pando en ella durante diez años. Intervino en la batalla de Poteidea, en el desastre de Delión y en la retirada de An-fípolis. Con todo, se nos dice que no fue interesado en conseguir puestos oficiales. Sólo en torno al 406-5 aceptó ser prytaneo del Consejo de los Quinientos. Su vocación era otra: la de la enseñanza.

Secundando la voz de la conciencia, de su “dai-

mon”, como gustaba repetir, se dedicó a la tarea de la educación de sus conciuda-danos. No es que él tuviese una formación teórica completa, aunque sí bastante li-beral, adquirida principalmente en el ágora de Atenas, en el gimnasio y en las ca-lles, donde los debates, exposiciones y disputas de los distintos pensadores rivali-

29 Aristóteles: Met. I 5: 987ª.

Fig. 11. Perfil de Sócra-

tes. Museo del Louvre.

24

zaban en mostrar la propia verdad. Jenofonte nos recuerda que escuchó las leccio-nes de Arquelao, discípulo de Anaxágoras30.

Pero Sócrates, desilusionado de las especulaciones de aquellos filósofos,

quiso dedicarse a lo que él consideraba más primordial y básico: la enseñanza de la virtud del hombre que vive y sirve a su ciudad. Pues, aunque la mitad de su vida gozara de la gloria ateniense que se logró con Pericles, no pudo por menos de ex-perimentar el dolor y la tragedia de su querida ciudad derrotada y en peligro de desaparecer. Su aspiración por tanto era formar al hombre como tal, especialmente a la juventud. Por eso, los valores morales estaban siempre en su punto de mira. Sin grandes discursos al estilo sofista, sino en diálogo directo y personal, iba des-pertando en la conciencia del oyente las virtudes éticas y morales que pudiesen auspiciar su conducta y su vida; tal vez soñando formar los gobernantes que pu-dieran devolver a Atenas la posición y el “status” que había perdido.

Pese a todo, su enseñanza provocará en algunos una actitud tan hostil que le

conducirá, ya en edad avanzada, a un severo juicio y a una muerte deplorable y trágica. Hubo también sus antecedentes. Así, por ejemplo, en la comedia, Las nubes, Aristófanes le describe, no sólo como archisofista que invierte la verdad, sino que incluso se burla de los dioses e incita a la juventud a desobedecer a los mayores. En esa atmósfera, sus enemigos presentan ante el tribunal de los Quinientos la si-guiente acusación: “Sócrates no honra a los dioses de la ciudad e introduce otras divini-dades, al tiempo que corrompe a los jóvenes”. Tras un largo proceso de objeciones y ré-plicas, Sócrates es condenado a muerte. Un dictamen que él acepta de forma serena ingiriendo la cicuta como sentencia impuesta por dicho tribunal. Tenía 70 años. Ofrecemos en la Fig. 11. una de tantas representaciones.

Sin embargo, él nada nos dejó escrito. Tampoco vivió, según Diógenes Laer-

cio, fuera del entorno de Atenas, excepto cuando tuvo que servir como soldado. Pero de él se dijeron muchas cosas y por no pocos testigos. Entre las fuentes que poseemos, aunque mayoritariamente son favorables, existen también otras, como la del comediógrafo Aristófanes, que son claramente impugnadoras. Además de difamarle de sofista, le censura por haber sido causa, entre otras, de la decadencia de Atenas; incluso le tacha de ateísmo.

Muy otra es la imagen que nos ofrecen Jenofonte y Platón. El primero nos

habla de Sócrates en tres obras: en la Apología, los Memorables y en el Symposion. Nos dice que intenta describirle en su realidad, tal como fue31. Bajo una forma aus-tera y con unos modales no suficientemente refinados, indica que Sócrates vestía pobremente y sin apenas interés por las especulaciones cosmológicas, no así res-pecto a las realidades humanas, poniendo un enorme énfasis en identificar la virtud

30 Jenofonte: Mem. IV 7,2. 31 Ibid. Mem.IV 8,11.

25

con el saber. También mostrando un gran afecto a los dioses, revelándose como piadoso e incluso místico. Decía: “Razonaba siempre de cosas humanas, buscando lo que es piadoso y lo que es impío, lo que es hermoso y lo que es torpe, lo que es justo y lo que es injusto, lo que es prudencia y lo que es locura, lo que es fortaleza y lo que es cobardía, lo que es ciudad y lo que es hombre de Estado, lo que es gobierno y lo que es hombre de go-bierno”32.

Respecto a la obra de Platón, cabe distinguir un doble análisis sobre Sócra-

tes: el de los primeros Diálogos, que es donde mejor se revelan las preocupaciones típicamente socráticas, como la virtud, la moral y el Sumo Bien, coincidiendo con Jenofonte; y los Diálogos más tardíos, con una acentuación propia del pensamiento de Platón que probablemente Sócrates nunca tuvo en cuenta. De todos modos, aun en medio de la complejidad que siempre ha provocado su figura, hay, no obstante, una cierta realidad objetiva que, a falta de la precisión que deseáramos, nos deja entrever lo que un hombre sincero quiso enseñar a sus oyentes.

Por las múltiples correlaciones de los intérpretes más fiables, vemos que Só-

crates asume un método muy claro: adopta el diálogo como forma más adecuada de comunicación y de enseñanza. Es un método eurístico, es decir, un proceder donde Sócrates se fingía ignorante del tema a fin de que, realizado esto, sus interlocutores llegaran a convencerse de la falsedad de sus propuestas, aunque ayudándoles, eso sí, para que ellos pudieran ir desvelando la verdad que inquirían. Sócrates solía

decir que utilizaba el arte de la mayéutica (ιετιη), es decir, que al igual que su madre ayudaba a dar a luz a los cuerpos, así él lo hacía en la conciencia de los hombres. Propiamente el diálogo tenía dos partes. La primera consistía en el exa-men y la crítica de la opinión que proponía el interlocutor, y que, en general, era falsa o desprovista de fundamentos sólidos (recibía el nombre de ironía). Cierto que con ella sola no se descubría la verdad, pero se ponía de manifiesto la falsa sabidu-ría. En la segunda parte tenía lugar el alumbramiento, esto es, sacar a la luz la ver-dad por el empuje y la fuerza clarividente que residía en la propia persona (se lla-maba la mayéutica), donde, por los hechos particulares, se llegaba al concepto uni-versal (la definición). Nos lo recuerda Aristóteles en su Metafísica diciendo que Só-crates practicó la inducción a fin de hallar los conceptos universales y las definicio-nes33.

De hecho, él siempre parte de los casos concretos que nos ofrece la experien-

cia. Pregunta por ejemplo acerca de la virtud, y la respuesta de su argumentador es que ésta la tenemos delante de nuestros ojos: la virtud es la del gobernante que sa-be mandar, también cuando uno es prudente, juicioso, formal, que tiene gran valor, que es equilibrado. etc. La réplica de Sócrates es también siempre la misma: esos casos no son más que ejemplos de una determinada persona virtuosa, pero no es la

32 Ibid. Mem. I l,16. 33 Aristóteles: Met. XIII 4,1078b27. Met. I 6,987bI-4.

26

virtud en general. Sin embargo, en cada uno de esos casos particulares hay igual-mente algo en que todos coinciden. Tienen una “forma”, un είδoς común, es lo “universal”. Tal es el método socrático de indagación en sus análisis. Lo aplica por lo tanto a otros muchos ejemplos, como son las nociones de justicia e injusticia, de valor o de cobardía, así como acerca de la virtud en general.

Consecuentemente, es el estudio y el análisis de esa “forma” lo que consti-

tuye el verdadero núcleo del pensamiento socrático. A él no le inquieta tanto como a los jonios el conocimiento material de las cosas. De ese saber decía: “Sólo sé que no sé nada”. Tampoco siente interés por la retórica superficial de los sofistas que es suspicacia y escepticismo. Sin embargo, asume la misión de despertar en sus con-ciudadanos el interés por el conocimiento verdadero y universal. ¿Cómo?: trans-formando la opinión en concepto; la discusión, en diálogo; la habilidad, en virtud; la retórica, en ética.

Cabría decir que el pensamiento socrático comienza siendo meditación so-

bre sí mismo; una reflexión sobre la propia conciencia para llevar a término lo que el hombre debe ser y secundarlo con la propia conducta. Es una preocupación por el hombre, no por la naturaleza. La filosofía de Sócrates es esencialmente medita-ción ética, búsqueda dialogal de los conceptos rectores de la conducta humana.

Ahora bien, lo que constituye la base de su enseñanza en la condición moral

del hombre es el concepto de “virtud” concebido como un saber que capacita para la vida. Nos dice que todos los hombres aspiran a la felicidad, aunque sin ciertos bienes ésta sería imposible: se requiere salud, nobleza, valor, riquezas, templanza, poder, etc., sin embargo, todos ellos no bastan, es preciso “saber” usarlos; por con-siguiente la sabiduría es la que hace buenos a los bienes, es por lo tanto la mejor34.

Cierto es que el llamado “intelectualismo socrático” poco tiene que ver con

lo que hoy podemos entender por el concepto “intelectual”. Entonces era un modo

de expresión de la idea griega que tenían del concepto έη (arte manual). De he-cho, Sócrates, al tratar de los valores éticos, ponía casi siempre los ejemplos de co-cineros, bataneros, zapateros, médicos, etc., queriendo explicar su “bien hacer” por el gran conocimiento que poseían. Un buen zapatero hará siempre buenos zapatos. Muy similar a cuando hoy decimos: tal señor entiende bien su oficio. Una sentencia transmitida por Diógenes Laercio especifica: “Sólo hay un bien, que es la sabiduría, y sólo un mal, que es la ignorancia35”. Se trata de una sabiduría práctica por más que reciba distintos nombres según la naturaleza de los objetos. Se llama, por ejemplo, piedad cuando se trata de la religiosidad del hombre con los dioses, justicia cuando se estipulan las relaciones entre las personas, fortaleza, cuando se asiente con las co-sas que se requieren para afrontar obstáculos y vencerlos, etc. A esto viene a redu-

34 Platón: Eutidemo 278e-282e. 35 Diógenes Laercio: Vida de los filósofos ilustres, L. II. Sócrates.

27

cirse el intelectualismo socrático en su ética. Por eso la virtud es algo que se puede enseñar. Para él la virtud y la felicidad se identifican.

Con estas premisas, nada tiene de extraño que se hable del mal como de al-

go que no puede provenir de la voluntad del individuo, sino de su ignorancia. El que sabe no hierra el golpe. He ahí el determinismo moral socrático. El que sabe es virtuoso; el que obra mal es un ignorante. El bien, que es lo útil, influye de tal mo-do en el conocimiento que lo conoce, que una vez conocido determina a la volun-tad a quererlo y a practicarlo. “Solamente sabiendo qué es la justicia se puede ser justo”; solamente sabiendo lo que es lo bueno se puede obrar bien”.

LA MUERTE, COMO OBEDIENCIA A LOS DIOSES

Acaso sea en el juicio que llevó a Sócrates a la muerte donde mejor podamos

descubrir su profundo espíritu religioso. En efecto, entre las acusaciones que pre-sentan contra él, además de corromper a la juventud, Meleto le imputa “no creer en los dioses que cree la ciudad y de introducir divinidades nuevas”. De esta denuncia, tanto Jenofonte como Platón se esfuerzan por defender todo lo contrario: querían eximir-

le de asebeia (impiedad). Le conside-ran un hombre creyente y piadoso, mostrando siempre un gran respeto a los dioses de Atenas. Jenofonte ates-tigua esta creencia en palabras del mismo Sócrates: “Que cada uno venere a los dioses según el rito de la ciudad”36.

Pero, no solamente manifestó

su piedad en los ritos que el pueblo admitía, sino que presenta su muerte como un acto de obediencia a la vo-luntad de los dioses. En la defensa de Sócrates que nos transmite Platón, podemos leer: “Agradezco vuestras pa-labras y os estimo, atenienses, pero obede-

ceré al dios antes que vosotros y, mientras tenga aliento y pueda, no cesaré de filosofar, de exhortaros y de hacer demostraciones a todo aquel de vosotros con quien tope con mi modo de hablar acostumbrado”37. Y a Meleto, que le acusa de ateo y de creer en semidioses y espíritus, le prueba la contradicción de sus premisas. Si no se cree, no se puede admitir ni semidioses ni espíritus. Claro que el fondo era otro, era político sin du-da, por eso se le acusa de su falta de fe en “los dioses de la ciudad”, y eso sí era un punto crucial para la condena. Sin embargo, Jenofonte en las Memorables nos

36 Jenofonte: Mem. IV 3,15; I 1,2; I 3,1. 37 Platón: Defensa de Sócrates, 28c/29e.

Fig. 12. La muerte de Sócrates por Jacques-

Louis David. Metropolitan Museum.

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transmite unas expresiones muy significativas. Por dos veces nos recuerda que Só-crates, al pedírsele que actuara piadosamente con los dioses, trajo a la memoria unas palabras de la sacerdotisa de Delfos: “Sigue el nomos de la ciudad, porque éste es el modo de actuar piadosamente”38

En realidad, el nomos en la antigua Grecia significaba la costumbre o la

norma, es decir, la ley que el Estado había puesto para saber qué dioses debían ve-nerarse. Y a esto nunca se opuso Sócrates. Recordemos que a punto ya de morir, encarga a su amigo Critón que sacrifique un gallo a Esculapio por la ofrenda que debía. Cabe decir que la visión teológica de Sócrates viene relacionada con el con-cepto antropológico de entonces: como el hombre está compuesto de cuerpo mate-rial visible y un alma racional invisible, del mismo modo el universo lo componen dos entidades diferentes: el mundo material y una Mente invisible y sabia. El or-den que existe en el cosmos no es más que la manifestación de una Inteligencia sa-bia en grado sumo.39.

Solamente partiendo de esta idea podemos comprender la actitud de Sócra-

tes ante la condena. Así habla a los jueces: “También vosotros, ¡oh jueces!, debéis tener buenas esperanzas ante la muerte y pensar que hay una cosa cierta, y es que al hombre bueno no alcanza ningún daño, ni en la vida ni en la muerte, y que sus asuntos no son des-cuidados por los dioses. Tampoco este desenlace mío de ahora ha sobrevenido de manera ca-sual; lejos de eso, yo veo claro que el morir ya y quedar libre de trabajos era mejor para mi. Esa es la razón por la cual en ningún momento me disuadió la señal y por la cual yo, por mi parte, no estoy en absoluto irritado contra los que han votado en contra mía ni contra mis acusadores… Y no digo más, porque es hora de partir; yo he de marchar a morir, y vosotros a vivir. ¿Sois vosotros o soy yo quien va a una situación mejor? Eso es oscuro para cual-quiera, salvo para la divinidad”40.

Decir también que la sentencia de muerte no podía ejecutarse en Atenas has-

ta que volviera el barco sagrado que había sido remitido a Delos para festejar la conmemoración del triunfo de Teseo sobre el Minotauro. Pasaron 30 días y sus amigos hicieron lo posible para que pudiera fugarse; pero, Sócrates, como persona que quiere ser fiel a la llamada interior, sostuvo que el primer deber del ciudadano ateniense es, además de respetar las leyes, acceder a la voluntad de los dioses. De ahí que su actitud ante la muerte, aun cuando se la ha tachado a veces de altiva y presuntuosa, no es sino la prestancia noble de quien no claudica al deber de la voz interior. Por eso, la muerte de Sócrates no fue en vano, su actitud y sus palabras re-suenan todavía porque ayudaron a las personas a ser más dignas, más virtuosas, más firmes con la verdad. Amó las leyes justas y secundó la siempre misteriosa vo-

38 Jenofonte: Apología, XIII. 39 Ibid. Mem. IV 3,13; I 4. 40 Platón: Defensa de Sócrates, 40c / 42a.

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luntad de la divinidad. Jacques-Louis David quiso ilustrarlo en la forma que po-demos apreciar en la Fig. 12.

PLATÓN (428/427 – 347)

De familia aristócrata, Platón nace en Atenas o puede que en Egina, en los años 428/427. Su padre, Aristón, era descendiente del rey ático Codro, y su madre, Perictione, vinculada con la familia de Solón. El nombre propio era Aristocles, aunque se le reconocía por el apodo de Platón, bien por su amplia frente, según al-gunos, o por la anchura de sus espaldas, según otros41.

Acorde con su categoría, recibió una esmerada edu-

cación con los más afamados maestros de Atenas. En un primer momento, a Platón le atrajo la poesía que abandonó muy pronto, y la política, que le preocupó siempre. En torno a los 18 años de edad se adhirió al círculo de Sócra-tes, el cual ejerció una enorme influencia sobre su vida y sus doctrinas y de quien fue el más importante y original discípulo. En la Carta VII, que contiene numerosos datos autobiográficos, nos revela que él quiso intervenir en la vi-da política tan pronto como le permitiera la edad. Pero, an-te la desagradable experiencia que impusieron los Treinta Tiranos con su dictadura en el año 404, y, sobre todo, la in-justa condena a muerte de su maestro Sócrates, le produjo tal nausea que, decepcionado, hizo que su vida tornase ha-cia la defensa de la auténtica filosofía. Nos dice: “Llegué a persuadirme de que todas las actuales constituciones eran inmo-rales, por lo que me decidí dedicarme a defender la verdadera filo-sofía, manifestando que sólo con su luz se podía reconocer dónde

estaba la justicia en la vida pública y en la vida privada”42. Ante el posible riesgo de ser acusado a raíz de la muerte de Sócrates por su

condición de alumno, se refugia Platón con algunos amigos en Megara. Les acogió una célebre escuela de la ciudad posibilitándoles entrar en contacto con Euclides. Sin embargo, debió de permanecer allí poco tiempo, pues partió para un largo viaje por África. Se detuvo en Egipto, luego en la Cirenaica. A partir de aquí, los biógra-fos de Platón dan diversas versiones del orden de sus viajes. Para unos habría re-gresado directamente a Atenas, para otros se habría dirigido a la Italia meridional con el fin de conocer a los pitagóricos, en particular a Arquitas de Tarento. Se pien-

41 Diógenes Laercio: III, 3. 42 Platón: Carta VII, 425c.

Fig. 13. Platón.

Copia en mármol

romano de la época

imperial ¿S.II d.C.?

Museo del Louvre.

París.

30

sa también que en este período es donde debe situarse la composición de las obras: Hippias menor, Alcibíades, Apología, Eutifrón, Critón, Hipías mayor, Cármides, Laques, Lisis, Protágoras, Gorgias y Menón.

En torno al 390, inicia un segundo largo viaje, visitando la Magna Grecia.

Allí conoció la filosofía de los eleáticos y de los pitagóricos. Pasa después a Sicilia donde intenta llevar a la práctica reformas sociopolíticas en vista del apoyo que le ofrece el pitagórico Dión, jefe del partido aristocrático y cuñado del tirano de Sira-cusa Dionisio I el Viejo; aunque, lejos de lograr toda la influencia que esperaba, su-cede que Dionisio dio órdenes para que Platón fuera embarcado en una nave con dirección a la isla de Egina, a la sazón en guerra contra Atenas para que allí lo vendieran como esclavo43. Afortunadamente le reconoció un tal Anníceris, a quien había tratado en Cirene, que paga su rescate y lo libera.

De regreso a Atenas, compró una pequeña finca a unos tres kilómetros de la

ciudad con el fin de fundar su escuela. Según Diógenes de Laercio: “con el dinero del rescate que Anníceris no quiso recibir”. Por estar el terreno muy próximo al templo del héroe Akademos, recibió el nombre de Academia. Permanece allí durante unos 20 años dedica-dos a la enseñanza y la composición de gran parte de sus obras, como El Fedón, El Banquete, El fedro, El Ión, El Menéxeno, El Eutidemo, El Cratilo y comienza La República. Sucede, no obstante, que habiendo fallecido Dionisio el Viejo (367), le sucede el hijo: Dionisio el joven que, en principio parecía más dócil a los conse-jos de Dión. Invitan nuevamente a Platón para que retorne a Siracusa. Logra ir dos veces, pero siempre sus visitas resultaron desafortunadas.

Fuera de estos incidentes por llevar a

cabo sus ideas políticas, el empeño de Platón no fue otro que la enseñanza y la dirección de la Academia, amén de la composición de su amplia y dilatada obra que, aparte de algunos textos que quedaron inconclusos, como Las Leyes, su producción fue verdaderamente extraordinaria. Muere en Ate-nas alrededor del 347. En verdad, dotado de cualidades excepcionales para la es-peculación, elevó la filosofía antigua a un nivel increíblemente alto e insólito. Di-ríamos que el pensamiento occidental no sería lo que es sin Platón. Sus puntos de

43 Ibid., VII, 326a.

Fig. 14. Fragmento de Platón en el

cuadro,”La Escuela de Atenas”, por

Rafael.

31

vista siguen aún impregnando muchas mentes del mundo actual. Representamos en la Fig. 13 uno de tantos perfiles que nos ha legado el arte de la escultura.

METODOLOGÍA PLATÓNICA

Dotado de una extraordinaria facultad asimiladora, Platón consigue elabo-

rar, partiendo de la problemática de los filósofos anteriores, la primera síntesis de la historia de la Filosofía. Busca soluciones, no solo a los planteamientos de Herá-clito y Parménides, sino que se sirve también de las apreciaciones de los atomistas, los pitagóricos e incluso de los mismos sofistas. Aristóteles especifica tres influen-cias principales: la de Heráclito, a través de Cratilo; la de Sócrates, y la de los pita-góricos44.

En un principio, la obra filosófica de Platón puede estimarse como una con-

tinuación de la socrática. Tanto es así que los llamados diálogos de juventud dan la impresión de ser conversaciones mantenidas entre Sócrates y sus amigos, sus dis-cípulos y sus adversarios. Tienen un aire de ser algo inacabado, más casi como ejercicios de dialéctica y no pocos visos de retórica. Bien es verdad, que en ese ejer-cicio, Platón intentaba, a través de Sócrates, poner de manifiesto la oposición que él sentía hacia el relativismo sofista. En el fondo, era una forma de asentir a la posibi-lidad de un conocer por encima de lo circunstancial e inmediato. De forma perspi-caz e intuitiva va poco a poco avanzando hacia lo que constituiría su original doc-trina filosófica mediante la “Teoría de las Ideas”. Cierto que los motivos más pro-fundos de tal formulación son complejos. A las razones epistemológicas se deben sumar – y aún con una incidencia mayor que aquéllas -, los móviles éticos, metafí-sicos, sociales y políticos. De ahí que, en vista de la trascendencia que tiene dicha teoría, creemos sea positivo hacer algunas reflexiones al respecto. Representamos en la Fig. 14 la ilustración que ideó Rafael en su famoso cuadro “La Escuela de Ate-nas“.

EL “BIEN”: HORIZONTE DE LO ABSOLUTO

Tomando como herencia de Sócrates la dialéctica en el diálogo, Platón ensa-

ya en sus primeras obras la cuestión moral como lo hizo su maestro. Sin embargo, no tardará en ver la problemática filosófica orientada en un orden bastante más universal. Intenta abordarla en su doble aspecto: lógico y ontológico. De una parte, trata de superar el movilismo de Heráclito con la estabilidad del Ser de Parméni-des. La conjunción la alcanza atribuyendo realidad ontológica y subsistente a los conceptos socráticos, situándolos en un mundo aparte, distinto y superior: en el “mundo de las Ideas”.

44 Aristóteles: Met. I 6,987b1; 15-30; XIII 4,1078b28-30.

32

El análisis sigue esta trayectoria: en nuestro diario quehacer, hablamos, pen-samos y nos parece que hay algunas cosas que son “buenas”, “justas”, “bellas”; pe-ro también existe el Bien, la Justicia y la Belleza en sí mismas, es decir, que además de las cosas particulares, existe, en su configuración genérica, la realidad de las

mismas; son preexistentes, reales, son verdaderas Ideas îςέ. Por lo tanto, la suma de las percepciones sensibles no constituye por si sola la ciencia como opi-naba Protágoras, sino que ésta tiene un soporte que es estable, necesario y eterno. El acceso para llegar a las mismas es complicado: al igual que la presencia de la lira de un amigo – nos dice -, despierta en mí la imagen de su rostro que estaba en la memoria, así la vista de un objeto bello evoca la noción o concepto de la belleza. Claro que dichas ideas no son simples conceptos, sino verdaderas Realidades. Ca-da idea es única, eterna, inmutable y captada únicamente por la inteligencia. Habla también del Demiurgo, que es, en realidad, el que produce las cosas naturales: con-templando las Ideas, las intenta plasmar en la materia. Al modo que un artesano fabrica una mesa gracias al diseño que ha visto, así fueron realizadas las cosas. Por lo tanto, la materia informe y las Ideas son anteriores a la acción del Demiurgo.

Existen también en Platón tres grados de conocimiento que conducen a la

Verdad. 1) El sensitivo, que tiene por objeto las cosas materiales y sensibles (ó 2) El racional discursivo, aplicado al concepto del número y de la cantidad, propio

de la razón discursiva (á) El conocimiento racional intuitivo, que trata sobre los seres despojados de toda materia y de toda cantidad, lo intuye el entendimiento

(ûς ) Este último es el que alcanza la ciencia perfecta, la ciencia de las Ideas. Para llegar a una mejor comprensión, él nos ofrece en el libro VII de La Re-

pública el “Mito de la Caverna”, donde, en forma figurada y metafórica, presenta cómo los hombres que vivimos en este mundo somos semejantes a unos esclavos que nunca han visto la luz del sol y que se hallan encadenados de pies y manos en el fondo de una cueva, de espaldas a la única abertura que da acceso al exterior. Detrás de ellos y en un plano más elevado hay una hoguera que la ilumina. Entre el fuego y los esclavos hay un camino más alto al borde del cual se interpone una valla, como el biombo que los titiriteros levantan delante del público para mostrar, por encima de él, las marionetas. Así pues, por el camino desfilan personas que hablan y portan figuras, animales y cosas. Los prisioneros solamente pueden escu-

char sus voces y contemplar las sombras (φíque se proyectan sobre el fondo de la pared. En esta situación, los esclavos creerían que las sombras que ven y el eco de las voces son la realidad misma.

Supongamos – dice -, que a uno de los esclavos le liberáramos y le hiciése-

mos volver hacia la luz para mirar hacia el otro lado de la caverna, se vería incapaz de percibir los objetos cuyas sombras había visto antes. Se encontraría confuso, y si le forzásemos a mirar hacia la luz, le dolerían los ojos y trataría de volver su mira-da hacia los objetos antes percibidos. Más aún, si le obligáramos a salir fuera de la

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cueva, sentiría dolor. En el mundo exterior le sería más fácil mirar primero las sombras, después los reflejos de los hombres y de las cosas en el agua y luego los hombres y los objetos mismos. Contemplaría de noche lo que hay en el cielo y la luz de los astros y la luna. Finalmente percibiría el sol, pero no en imágenes, sino en sí y por sí. Y una vez contemplado esto, caería en la cuenta de la causa de todo lo que antes había contemplado. Lamentaría la situación de sus antiguos compa-ñeros, desacreditando las razones que antes había escuchado describiendo como realidad lo que ciertamente eran sombras45.

Este es el mito que Platón ideó para que pudiésemos llegar a comprender lo

que él realmente pretendía. No obstante, nos dice también que no todas las Ideas tienen el mismo valor. Aunque omniperfectas en su línea, el grado de perfección no es el mismo; más bien se subordinan unas a otras formando una especie de je-rarquía piramidal cuyo vértice lo ocupa la Idea del Bien. De naturaleza distinta, se sitúa incluso más allá del ser, es por sí misma; es el sol del mundo inteligible. Aún más, en la Idea del Bien se sostienen todas las restantes. Como la luz que nos hace ver los objetos sensibles con su variedad de formas y tonalidades, así la Idea de Bien lo visibiliza todo, iluminándolo y dejándolo comprender. Para Platón, la ver-dadera sabiduría consistirá en la posesión de las Ideas, aunque, en su condición de viajero, el hombre nunca podrá conseguirlas. Las Ideas no se dejan poseer; son in-abarcables, indefinibles. El sabio debe dejar su presunción para convertirse en filó-sofo, amante de la sabiduría. Nos deberíamos dejar seducir por la Justicia, por la Verdad, por la Belleza, por el Bien. De hecho, son tan elevados los atributos que asigna Platón al “Bien” que cuesta trabajo no ver la personificación más alta de lo divino, de lo Absoluto. “El alma que trasciende el mundo de lo sensible llega a percibir el ser supremo, el cual es incorpóreo, sin figura ni color, sólo perceptible por el entendimiento, objeto de una ciencia verdadera e inmutable”46

ALMA INMORTAL

La antropología de Platón viene originada, no tanto como demanda científi-

ca, cuanto como auténtica solución ética. En verdad, un empeño para que podamos ofrecer respuesta al conflicto interior que todos sentimos ante las tendencias tan distintas y opuestas. Nos lo expone en el Fedro con el mito del “carro alado”. El al-ma viene representada por un carro tirado por dos corceles alados con tendencias enfrentadas: uno es blanco y el otro negro; les conduce la razón que es el auriga. Pero llega un momento de la carrera en que el carro se despeña y el alma cae en es-te mundo sensible encarnándose en un cuerpo47.

45 Platón: La Republica, 514a-518a. 46 Ibid. Fedro, 247d. 47 Platón: Fedro, 246ab; 247b.

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Considera también que al alma la integran tres partes diferentes: la racional, la irascible y la concupiscible. Platón manifiesta haber llegado a este modelo por analogía con las tres clases que dividen la sociedad48: artesanos, defensores y diri-gentes. El alma irascible y concupiscible quedan tan estrechamente vinculadas al cuerpo que asumen todos sus caracteres, en tanto que el alma inteligible, más in-dependiente, puede elevarse mediante el conocimiento a una vida superior. El al-ma inteligible, hecha para la contemplación de las Ideas, no nace ni perece; se une accidentalmente al cuerpo a quien preexiste y sobrevive, es inmortal.

Sin embargo, parece ser que el hecho de que incidiera tanto en la inmortali-dad del alma era principalmente por el presentimiento que tenía de la existencia de otra vida tras el fallecimiento de las personas. Bien es verdad que era sólo presun-ción, conjetura, hipótesis creíblemente fundada; lo que hace pensar en la existencia de una vida después de la muerte49. Reveladoras son las palabras que pone en la-bios de Sócrates a punto de beber la cicuta: “Me doy cuenta – contestó -. Pero al menos es posible, y también se debe suplicar a los dioses que resulte feliz mi emigración de aquí a allá. Esto es lo que suplico: ¡que sea así!”50. La transmigración de las almas la toma de los pitagóricos y estaba muy difundida en Oriente. El alma transmigra de un cuer-po a otro, buscando cada vez más la perfección que le devuelva a su estado primi-tivo.

EL CAMINO HACIA DIOS

Aunque no encontremos en Platón argumentos formales para demostrar la

existencia de Dios, hay sin embargo en su obra dos supuestos que constituyen un verdadero camino hacia la Divinidad. Tanto es así que, partiendo de esos dos ra-zonamientos, posteriores filosofías desarrollaron las supuestas pruebas de su exis-tencia. Uno es el físico y el otro el dialéctico. Veamos:

1) El razonamiento físico es semejante al que usa Platón para demostrar la in-

mortalidad del alma. Lo expone en el Fedro y más ampliamente en Las Leyes. El punto de partida es el movimiento, que puede ser accionado por otro y es externo a la propia realidad. En el hombre, tal movimiento se origina interiormente, desde dentro, es automovimiento originado por el alma. Por lo tanto, en este mundo, el alma sería, respecto al cuerpo, lo primero y lo que hace que se mueva. Ahora bien, el hecho de que existan movimientos ordenados es señal inequívoca de que esa alma que los produce será buena, mientras que si son desordenados es que esa al-ma es mala. En consecuencia, se han de admitir almas rectoras de las que provie-nen los grandes movimientos cósmicos y, por supuesto, que el alma más alta de todas sea el origen y la causa de los restantes movimientos, ya que sería la más per-

48 Ibid. República, 363d; 435bc. 49 Ibid. Fedón 69b. 50 Ibid. 117a.

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fecta y mejor. Explicaría también que nosotros, merced a nuestro conocimiento, podamos deducir la existencia de un alma sublime y perfectísima51.

Por estas reflexiones no es que se pueda ya hablar de un acentuado mono-

teísmo en Platón, pero sí de un dios inmanente que, además de artífice, fuera el principio del movimiento; más bien, como una insondable alma del mundo palpi-tando dentro de todo y en todos. Puede que pretendiera decirnos también que con nuestro entendimiento sí podíamos colegir, por lo que se mueve y vive, el alma primordial de todo movimiento y de toda vida. En cualquier caso, suponemos que un planteamiento como éste no pasara desapercibido al mismo Aristóteles a la ho-ra de elaborar en su Física la importante prueba del movimiento universal.

2) Respecto al razonamiento dialéctico cabría decir que se trata, como en el

análisis anterior, de un anticipo de lo que sería más tarde la prueba de la causali-dad, tratando de poner de manifiesto la existencia de Dios. Concretamente en Pla-tón, un ir avanzando hacia lo divino a través del concepto de lo bello como algo que cautiva y enamora. Muy explícitas y reveladoras son las referencias que se ha-cen en El Banquete mediante la sacerdotisa de Mantinea enseñando a Sócrates el ar-te de amar hasta llegar al Supremo Amor que es belleza, perfección en el saber y descanso en el Absoluto. Llega a decir: “Empezar por las cosas bellas de este mundo teniendo como fin esa belleza en cuestión y, valiéndose de ellas como de escalas, ir ascen-diendo constantemente, yendo de un solo cuerpo a dos y de dos a todos los cuerpos bellos y de los cuerpos bellos a las bellas normas de conducta, y de las normas de conducta a las be-llas ciencias, hasta terminar, partiendo de éstas, en esa ciencia de antes, que no es ciencia de otra cosa sino de la belleza absoluta, y llegar a conocer por último lo que es la belleza en sí”52.

De hecho, Platón siempre tuvo una alta estima por los que especulaban so-

bre el problema teológico. Es muy propio del hombre hacerlo, nos decía. De ahí que, frente a los que afirmaban que no se debe indagar en torno al Dios Supremo ni inquirir con curiosidad las causas del movimiento cósmico, contestaba diciendo que lo bueno y justo era todo lo contrario. Cierto que, acomodándose al lenguaje de la religión politeísta y antropomórfica de los griegos, hablara frecuentemente de una pluralidad de dioses. Sin embargo, allí donde el diálogo era más serio, la refe-rencia a un Dios era también más clara. La reciprocidad que dice tener Sócrates y su madre con la mayéutica nos la presenta Platón como don transmitido por la Di-vinidad. Nos dice: “Este arte de la mayéutica, mi madre y yo lo hemos recibido de Dios; ella lo emplea con las mujeres, en tanto que yo hago uso de él con los jóvenes”53. Los dos, a su manera, habían recibido la dádiva divina para ayudar a dar luz y vida a los de-más.

51 Platón: Fedro, 245css. 52 Ibid. Banquete, 212a. 53 Platón: Teéteto, 210d.

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Claro que, donde más se realza la ilación del hombre con la divinidad es en

los textos de su último período, donde, ya anciano, Platón manifiesta lo más hondo que llevaba en su interior. Manifiesta, por ejemplo, que los hombres somos una creación admirable salida de las manos de Dios; moldeados quizá para ser juguetes suyos. Él utiliza los hilos y dirige nuestras vidas. Nos lo describe en Las Leyes: “La divinidad merece, por su naturaleza, todo nuestro celo bienaventurado, mientras que el hombre - lo hemos dicho ya -, no ha sido hecho sino para ser un juguete en manos de la di-vinidad, y esto es lo mejor que hay en él. Por consiguiente, todo hombre y toda mujer, a lo largo de toda su vida, deben acomodarse lo mejor posible a este papel, jugando a los juegos más bellos que pueda haber, pero con pensamientos totalmente distintos de los que tienen actualmente “54.

Llegados a este punto - y después de reconocer la coordinación inteligente de sus enseñanzas mediante la original “Teoría de las Ideas” -, no podemos por menos, a la hora de exponer una breve valoración, lo que ya nos recordaba el dis-cípulo más afamado de Platón, como fue Aristóteles. Junto a un sano respeto, éste llegó a reconocer que el método dialéctico de su maestro habla de averiguaciones, pero no garantiza hechos reales, o lo que es lo mismo: supuso como real la forma o concepto universal, olvidando la idoneidad de nuestro conocimiento en dicha elabo-ración. Consecuencia de ello fue también su Física al haber rebajado la realidad del mundo de los hechos a la categoría de simple apariencia o de puro mundo feno-ménico, incluso la misma división de las almas, establecida por la ficción de un su-puesto orden social, es, en el fondo, un enfoque utópico de su política y de su mo-ral. Con todo, su síntesis filosófica, su bien decir, y el anhelo por buscar el sumo Bien, hacen de Platón uno de los grandes símbolos históricos que enseñan, no solo formas de convivencia, sino el posible enlace de saber vivir y de saber filosofar.

ARISTÓTELES (384/3 – 322)

Nace Aristóteles en una pequeña localidad de Macedonia cercana al monte Athos, llamada Estagira, en la costa de Tracia. Su padre, Nicómaco, era médico de la corte del rey Amintas II. Perdió a sus progenitores siendo aún muy niño, que-dando a cargo de su tutor, Próxeno de Atarneo, quien a los 17 años le envió a Ate-nas para completar su educación. Muy pronto entra en la Academia de Platón, permaneciendo en ella durante veinte años, prácticamente hasta la muerte del maestro. En la elegía que le dedicó, habla de la amistad que siempre se profesaron, llegando a afirmar de él que fue un hombre de tal grandeza que sólo podrá elogiar-le quien sea digno de él. Dicha estimación en nada quita el distanciamiento doctri-nal que más tarde se operó en el pensamiento del discípulo. Lo expresa claramente

54 Ibid. Las Leyes, 803b.

37

en el Ética a Nicómaco. Dice así: “Siendo los dos amigos míos (Platón y la verdad), es un piadoso deber mío poner por delante a la verdad”55.

De todos modos, habiendo sido uno de los candidatos a suceder a Platón al

frente de la Academia, tras su fracaso, se ausenta de Atenas, marchando a Assos, en la costa de Misia, don-de funda un centro de estudio bajo la protección de su amigo Hermías, rey de Atarnea. Allí se casó. Más tar-de, muerta su esposa, tuvo otra mujer, madre de su hi-jo Nicómaco. Pero, capturado y crucificado Hermías por el sátrapa persa Mentor, Aristóteles parte hacia Mitilene, en la isla de Lesbos, como huésped de Teo-frasto; en realidad, un período donde se va a ir acen-tuando el alejamiento intelectual de Platón. Hacia el 343, Filipo de Macedonia le invita a encargarse de la educación de su hijo Alejandro, que contaba entonces trece años. Aristóteles acepta el ofrecimiento, por lo que se cree que la influencia sobre Alejandro fue real-mente considerable. Al ocupar éste el trono, Aristóte-les se traslada a Atenas donde funda allí su propia es-cuela, el Liceo, con similar estructura de la comunidad filosófica y religiosa de la Academia. Se dice que en ella se enseñaba paseando, por lo que el nombre de “peripatéticos” con que se les designó tenía como refe-rencia la mencionada forma de enseñar. Fig. 15.

Bajo su dirección, los miembros del círculo investigador elaboraban materia-

les de la más variada complexión cultural: filosofía, ciencias naturales, historia, medicina, matemática, política, etc., tan sólo así se explicarían los inmensos cono-cimientos que utiliza Aristóteles en sus escritos.

A la muerte de Alejandro en el 323, vuelve a reavivarse en Atenas la hostili-

dad contra el partido macedónico. Aristóteles fue acusado de macedonismo y de ase-beía; de ahí que, en vista de la rivalidad que se declaró contra su escuela, y creyen-do evitar males mayores, se retira a Calcis (Eubea), donde la influencia macedónica era más favorable. Al salir de Atenas dijo irónicamente que no quería que los ate-nienses pecaran por tercera vez contra la filosofía – en referencia a la persecución de Anaxágoras y a la condena de Sócrates -. Pese a todo, al año siguiente de este traslado, Aristóteles muere por causa de una dolencia de estómago.

55 Platón: Ética a Nicómaco, 1096a 16.

Fig. 15. Estatua de Aristóteles

Ubicada en Stageira de Grecia.

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Respecto a sus obras, el legado es inmenso. Algunos llegan a admitir los cuatrocientos trabajos, de los que sólo se conservan una mínima parte. En un pri-mer momento, e imitando a Platón, escribió numerosos diálogos de gran calidad li-teraria, según nos atestigua Cicerón. Por no estar destinados a los lectores del Li-ceo, se les ha llamado exotéricos. En relación a las obras que poseemos, de estilo más descuidado, fueron redactadas para uso de las clases del Liceo, posiblemente recopiladas en forma de apuntes por los alumnos. Andrónico de Rodas las ordenó y las agrupó por materias en el siglo I a. C. La configuración, de forma esquemáti-ca, es la siguiente:

1) Obras de lógica: Organon, que comprende: Las Categorías. Sobre la

Interpretación; Primeros Analíticos; Segundos Analíticos; Tópicos y Re-futación de los Sofismas.

2) Obras de física: La Física; Sobre el Cielo; Sobre la Generación y Corrup-ción; Los Meteoros.

3) Obras de metafísica: La Filosofía Primera o Metafísica (el nombre de Metafísica fue dado a esta obra por Andrónico de Rodas por haber sido colocada después de los libros de La Física).

4) Obras de biología: Sobre las Partes de los Animales; Sobre la Genera-ción de los Animales; Historia de los Animales.

5) Obras de psicología: Del Alma; Sobre la Sensación y lo Sentido; Memo-ria y Reminiscencia; La Respiración, etc.

6) Obras de moral: Ética a Eudemo; Ética a Nicómaco; Gran Ética y La Política.

7) Obras de retórica y de poética: La Poética; La Retórica.

Con Aristóteles, bien puede decirse que la filosofía griega alcanza su plena

madurez; tanto es así que, a partir de él, comenzará un lento pero progresivo de-clive. En verdad, Aristóteles y Platón conforman las dos grades columnas del pen-samiento occidental. De hecho, la filosofía aristotélica forjó muchos de los concep-tos que más se han barajado en la larga historia del pensamiento humano. La Fig. 16 viene a representar lo que el mundo de occidente ha visto reflejado en estas dos eminentes figuras.

ETAPAS DEL PENSAMIENTO ARISTOTÉLICO

En su obra se distinguen claramente tres etapas. En la primera, como alumno aventajado de Platón, se adhiere con gran entusiasmo a la doctrina del maestro, secundando la concepción de que el cuerpo y las cosas de este mundo son la cárcel que impide la verdadera contemplación de las verdades divinas e inmor-tales. El hombre debe esforzarse en el ejercicio de la razón, es decir, buscando y

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amando la sabiduría para disponer el retorno del alma a los lugares modélicos de contemplación y de visiones celestes. La segunda etapa - que llamaríamos de transición -, está representada por el dictamen crítico sobre la Filosofía. Lo integran también tres partes diferentes: una en referencia a su significado histórico; otra, de crítica a las Ideas de Platón, y otra más donde expone las pruebas de la existencia de Dios. Y con esta existencia: su inmutabilidad, su eternidad y su influjo como principio ordenador. La etapa tercera viene consti-tuida por el acento que pone en inter-pretar los seres y las cosas desde su misma realidad. Para él, las esencias universales aprehendidas en los con-ceptos se encuentran en las cosas mismas y nunca en el mundo platóni-co, alejado de la experiencia y el con-tacto de los seres y las cosas. De este modo, el mundo sensible adquiere el valor que le corresponde, es decir, co-mo lugar y ámbito de alojamiento de las realidades inteligibles.

TRES FORMAS DE CONOCIMIENTO

En Aristóteles se enumeran

también tres formas de conocimiento según se interrogue a la experiencia, a la

ciencia o al intelecto. Conocer por la experiencia (έí es percibir las cosas concretas según los caracteres de su individualidad. “Los que conocen por experiencia saben el qué de las cosas, pero no el porqué”. Quien tiene experiencia de algo sabe, por ejemplo, lo que es blanco, lo que está caliente, lo que se puede digerir, pero sin sa-ber por qué es blanco, por qué está caliente o por qué se puede asimilar.

Un paso más adelante lo constituye la ciencia (έήηSe trata de un co-nocimiento de las cosas por sus causas y principios. No sólo deben mostrarse las cosas, sino demostrarlas. La ciencia se constituye al verificar la razón y la causa de lo experimentado, cuando se sabe por qué las cosas son como son. Bien es cierto que en toda demostración debe haber principios donde se justifique lo demostra-do.

Pero el saber de los principios corresponde a la inteligencia (ûςSegún Aristóteles, la ciencia se incoa en la experiencia, pero se fundamenta en la Inteli-gencia. Ahora bien, los primeros principios no necesitan demostración, no son con-

Fig. 16. Platón y Aristóteles en la “Escuela de Ate-

nas”, de Rafael.

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clusión de ningún silogismo. Son evidencias primeras. No son demostrables, pues toda prueba los tiene que presuponer; son los que sirven de base para toda poste-rior deducción56. El más universal de todos estos principios es el de contradicción: “Es imposible ser y no ser al mismo tiempo”, que, referido a los atributos de un sujeto, lo define del siguiente modo: “Es imposible que un mismo atributo se dé y no se dé si-multáneamente en un mismo sujeto y en el mismo momento”57. En sí, la ciencia tiene que derivarse de principios primeros, axiomáticos, evidentes, conocidos por sí mismos (iudicia per se nota), de lo contrario la búsqueda en los análisis sería infinita.

CLASIFICACIÓN DE LAS CIENCIAS

También Aristóteles clasifica las ciencias en tres géneros distintos: ciencias

teóricas, ciencias prácticas y ciencias poéticas. Las fundamenta por el criterio de la finalidad.

a) Teóricas: determinan la actividad cognoscitiva, aunque, mirando

al grado de abstracción de las mismas, las divide, a su vez, en cien-cia física, matemática y filosofía prima o (metafísica). La ciencia física se sitúa en el primer grado de inteligibilidad, teniendo por objeto las cualidades sensibles de los cuerpos. La biología y la psicología están relacionadas con ella. La ciencia matemática se inscribe dentro del segundo grado de inteligibilidad, teniendo por objeto la cantidad. Se abstrae, por tanto, de las cualidades sensibles. La filosofía primera o (metafísica) se asienta en el tercer grado de inteligibilidad, y tiene por objeto el ser en cuanto ser.

b) Prácticas: su finalidad es gobernar la praxis. Aristóteles nombra a

la ética, que divide a su vez, en monástica (propia del individuo), económica (relacionada con la familia), y política (atendiendo a la sociedad civil).

c) Poéticas: incluye a las artes en general, tanto las que buscan y aspi-

ran a la belleza, como las que tienden a la utilidad.

Habría que sumar a las anteriores la lógica, disciplina que Aristóteles no la catalogó como tal debido a que la concebía como un auxiliar o instrumento de to-das ellas. De ahí el nombre de Organon con que fue designada en la escuela.

56 Aristóteles: Anal. Post. A, 2; 71b 20. 57 Ibid. Metafísica, IV,1005b 19-22.

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LA METAFÍSICA COMO CIENCIA DIVINA

Como ya se dijo, la palabra “metafísica” no la empleó Aristóteles, sino que

su invención se atribuye a Andrónico de Rodas, designando con ese nombre un conjunto de escritos aristotélicos que agrupó en un volumen y los colocó después de La Física en los anaqueles de la librería. La denominación dada por Aristóteles fue filosofía primera y teología. Consideraba que, a excepción de esta filosofía prima (metafísica), todas las demás ciencias estudian una parte de la realidad objetiva, atendiendo tan sólo a un accidente determinado: la botánica, por ejemplo, estudia las plantas; la matemática, los números, etc. Sin embargo, la metafísica tiene como objeto la totalidad de las cosas en tanto que son, es decir, estudia el ente en cuanto

ente (òðή ð. En un principio, él concibió esta filosofía primera o teología, como la ciencia de

lo suprasensible, es decir, aquella realidad que, según el pensamiento platónico, debía concebirse en un mundo aparte, siendo objeto únicamente del conocimiento intelectual.

Sin embargo, pronto superará este concepto de la realidad metafísica al

ofrecernos, frente al mundo eidético de Platón, la doctrina del universal abstracto. Para Aristóteles, el conocimiento toma su origen en las cosas mismas y dentro de ellas. De modo inmanente, llevan su principio de inteligibilidad. Por lo tanto, la sensación es fuente básica y primera del conocimiento. Ahora bien, sentir puede tomarse en dos acepciones: como potencia y como acto. Como potencia, el sujeto recibe una forma sensible sin materia; como acto, el individuo ejercita sus faculta-des: palpa, ve, gusta, etc. Nos dice: “De esta manera está en el poder de hacer uso de su mente cuando él quiera, pero no está en su mano experimentar la sensación, porque para ello es esencial la presencia del objeto sensible"58.

Otra diferencia entre Platón y Aristóteles es que para éste la sensación

emerge de lo particular, aunque con virtud intelectiva para poder captar lo univer-sal que se induce de lo concreto: las esencias. Será el entendimiento aquella facul-tad encargada de captar lo universal, es decir, la esencia universal inmanente en los objetos como su forma. Captamos por la inteligencia la idea de árbol que se aplica a todos los árboles en la experiencia sentida en lo particular. Se parte de lo concreto porque estando las esencias universales radicadas en las cosas mismas, el conocimiento, partiendo de lo particular, arriba inductivamente a lo universal por medio de la abstracción.

Decimos que la abstracción es un proceso inductivo porque no accedemos

directamente a las ideas o conceptos universales; lo universal no se halla separado

58 Aristóteles: Del Alma, 417b.

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de las cosas, sino radicado en las substancias como su forma (morphé). Aristóteles distingue también dos tipos de intelecto, dependiendo de que sean asumidos como potencia o como acto. Como potencia (entendimiento paciente), es capacidad mental idónea para captar y acoger las esencias (formas universales). Diríamos que en este caso el entendimiento está en potencia de recibir y conocer los universales. “El en-tendimiento, en sentido pasivo, es tal porque viene a ser todas las cosas”59.

Sin embargo, el entendimiento no solamente es capacidad de pensar (poten-

cia), sino que ha de haber algo que sea energía, que actualice la potencia. A este en-tendimiento lo llama entendimiento agente. Dice de él que es inmortal, en el sentido de que es la verdadera causa eficiente, la que activa todo conocimiento.

Pero volviendo al concepto de filosofía prima (metafísica), Aristóteles nos dice

que es una ciencia divina, por cuanto que si Dios tuviera alguna sería ésta. Más aún, el objeto de la metafísica es Dios mismo. Por eso que la llame también ciencia teológica, y en otros lugares: ciencia de la sustancia. ¿Quiere esto decir que son tres ciencias? En modo alguno. Insiste en que es una única ciencia. Lo es por cuanto es ciencia del ente como tal, lo que esencialmente le conviene, es, por ello, ontología. Llega a esta conclusión una vez analizados los distintos tipos de entes. Los hay – dice -, que tienen en sí mismo el principio de su movimiento, como un ave o una planta, a diferencia de los que no lo tienen, como los utensilios o los muebles que usamos. Pero, aun cuando algunos se muevan, por llegar a ser y dejar de ser, no son plenamente entes en cuanto no contienen la total y real posibilidad. ¿Cómo tendría que ser entonces un ente que incluyera las dos condiciones: ser inmóvil y al mismo tiempo ser real a todos los niveles? Aristóteles a ese ente le llama divino, se logra en Dios.

Evidentemente, la ciencia que tratase ese ente sería una ciencia divina, una

ciencia teológica. Por eso el ser de la teología de Aristóteles es un Acto puro, realiza en sí la plenitud del ser. No necesitando de objeto distinto de sí para pensar, Dios será el pensamiento que se piensa a sí mismo. Deberá tener vida, pues lo vivo es más pleno que lo inerte. Por lo tanto, la ciencia del ente en cuanto tal, y la teológica, que es el saber por excelencia, se identifican, viene a ser lo mismo.

DIOS: PRIMER MOTOR INMÓVIL

La teoría del conocimiento en Aristóteles está esencialmente vinculada a la

filosofía prima o teología (metafísica). Saber no es sólo discernir, como en los preso-cráticos, ni únicamente definir, como en Sócrates y Platón, sino demostrar, es decir, saber el porqué. Hay que llegar a las causas de las cosas. En el libro I de la Metafísica habla de cuatro causas: la material, la formal, la eficiente y la final. Si tomamos, por ejemplo, una escultura, la causa material es el mármol si ha sido éste el escogido

59 Ibid. Lib. 3, cap. 8.

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para realizarla; la causa formal es el modelo; la eficiente, el escultor que la ha he-cho; la final, la conmemoración de algún acontecimiento o simplemente el adorno en la exposición de la misma.

Teniendo esto presente, Aristóteles concluye que Dios es el primer motor in-

móvil. ¿Qué quiere decir? Que todo móvil necesita un motor. Pero es necesario que la serie de motores termine alguna vez, que haya un motor primero que, por nece-sidad, tendrá que ser inmóvil para no necesitar a su vez de otro motor y seguir así hasta el infinito. Es ineludible detenerse en un punto que necesariamente será cau-sa del movimiento. Pero, si en la Física se pregunta por la causa motora, en la Me-tafísica se interroga por la causa final, llegando lógicamente a una misma conclu-sión. Las causas no pueden ser infinitas, ni en serie lineal ni en la multiplicidad es-pecífica. Pues así como no se puede decir, por ejemplo, que el hombre es movido por el viento, el viento por la fuerza de la atracción de la luna y así hasta el infinito, tampoco se puede proceder indefinidamente en la causa final, explicando la toma de la medicina por conseguir la salud, ésta para lograr la felicidad y así sucesiva-mente en un proceso ilimitado. Nos dice que el primer motor nueve únicamente en cuanto es fin último y el supremo bien universalmente apetecido, es decir, por atracción, como el objeto del amor. “El ser inmóvil mueve a manera de lo que es objeto de amor, y lo que ha sido movido por él, mueve las demás cosas”60. Dios realiza en sí la plenitud del ser, es Acto puro, forma sin materia.

Como acto donde no cabe potencia alguna, todo es presente y real, nada es

futuro, es la pura actualidad. En Dios no está nada por llegar a ser porque nada es-tá en devenir, todo es en este instante absolutamente, con plenitud de realidad. No podemos por tanto suponer que en Dios haya materia, porque materia es lo que es-tá por devenir. Al mismo tiempo, en el acto de entender debe haber un inteligente en plena actualidad. En Dios no hay nada posible, todo es real, es vida perfecta y eterna. En Dios son una misma cosa el entendimiento y el inteligible. Siendo actua-lidad purísima, la noción más propia de la divinidad es la intelección, el pensa-miento actual de su misma esencia como acto puro. Es la intelección de la intelec-ción, el pensamiento del pensamiento. En el libro XII de la Metafísica leemos: “La actualidad de la inteligencia es la posesión de lo inteligible. De manera que esto, más que otra cosa, parece ser ese algo divino que posee la inteligencia, y la contemplación es el placer supremo y bien absoluto.

Así pues, si el ser divino se halla siempre en esta felicidad que nosotros solo gozamos

breves instantes, es bien digno de admiración, y si su felicidad es aún mayor, es con más ra-zón aún merecedor de nuestra admiración. Y seguramente es así. Por lo demás, también la vida se halla en él de esta manera, porque la actualidad operante de la inteligencia es una

60 Aristóteles: Metafísica, XII, 7, 1072a

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vida, y el ser divino es actualidad pura, y esta actualidad, tomada en sí misma, es su vida perfecta y eterna”61.

Conformado este somero análisis, es lógico que se haya visto en Aristóteles

al filósofo investigador de fundamentos y soportes de la realidad. Por eso, al pre-tender una sucinta valoración de esta figura señera del pensamiento occidental, prescindiremos de los problemas sociales que, en buena parte, estuvieron condi-cionados por el contexto histórico en el que le tocó vivir, y nos detendremos en so-pesar únicamente las pruebas de la existencia de Dios.

Así pues, partiendo de la realidad del movimiento, Aristóteles se propone

demostrar que existe una sustancia separada, inmóvil, eterna e incorruptible, cús-pide escalonada de todas las potencias y de todos los actos. Escribe: “Todo ser que se mueve es movido por otro”. “Y, puesto que aquello que lo mueve y movía es intermedio, hay algo que mueve sin ser movido, que es eterna sustancia y acto, “y esto es Dios”62.

Pero nos preguntamos: de ser esta prueba un axioma apodíctico y evidente,

¿podríamos relegar a quien sigue no viéndolo tan claro? ¿Se podría admitir con evidencia que el hombre, limitado en su ser y proceder, pueda demostrar lo que es inabarcable y absoluto? Con estas deducciones silogísticas, ¿no se trata a Dios co-mo un objeto de la física o de la matemática? Responderlas no es tan fácil. En cual-quier caso, tampoco podemos desestimar el admirable esfuerzo de Aristóteles por llegar a demostrar lo que él cree consecuente y lógico: un motor inmóvil que mue-ve al mundo a la manera de lo que es objeto de amor respecto al que ama. Por eso, aún cuando sean ineludibles dichas interrogantes, nunca se podrá tomar a la ligera el hondo contenido de sus pruebas y demostraciones. Pienso que siempre será un reto al pensamiento humano que en modo alguno se deberá desatender. Acaso lle-nar los vacíos implique nuevas pesquisas que puedan aunar esfuerzos por replan-tear la siempre fascinante pregunta sobre la realidad de la existencia de Dios. De momento, tan sólo hemos querido hacer algunas preguntas a la prueba filosófica del movimiento en Aristóteles.

Decir también, que si logró desmontar el entramado que su maestro Platón

había conseguido gracias a las Ideas divinas y supramundanas, para incrustarlas él en las realidades de este mundo, el derivado tuvo como consecuencia poner más distancia entre lo contingente que somos y lo que él supuso como primer principio de la realidad. En efecto, deduce que Dios y el mundo viven desde la eternidad, pero sin relación ni vínculo entre ambos. Cree que si hubiese cualquier reciproci-dad con las cosas, supondría una imperfección (tendría potencia). Por eso habla de Dios como acto puro, pensamiento del pensamiento, pura intelectualidad, aunque

61 Ibid. XII, 7, 1073a. 62 Ibid. XII,7, 1072a.

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indiferente a toda interrelación con cualquier otra realidad; un supuesto que con-tradice evidentemente a ese anhelo de amor y de felicidad que todos buscamos y que sólo encontraríamos en ese Ser que es ante todo plenitud.

CLEANTES (331/3 – 233)

Oriundo de Assos, Cleantes se trasladó a Atenas don-de coincide, a sus cincuenta años, con Zenón de Citio, repre-sentante de la escuela estoica y a quien sigue como discípulo. Fig. 17. Se le considera un seguidor fiel del maestro, llegando a influir después en otros adeptos al estoicismo, como Crisi-po y Esfero de Bosporo. Diógenes Laercio le atribuye nume-rosos escritos sobre distintas partes de la filosofía63, aunque, dada su austeridad y el sentido del deber, hizo que se le re-cuerde, no sólo como fiel cumplidor de su trabajo, sino tam-bién por su profundo carácter religioso, como aún podemos apreciar en su Himno a Zeus. Por la profunda rectitud de es-píritu, nos parece adecuado insertar aquí el texto. Dice así:

“Oh el más glorioso de los inmortales, que tantos nombres tienes, eternamente om

nipotente. Zeus, Rey y Amo de la Naturaleza, que gobiernas todo conforme a la ley. Te saludo, porque es un derecho para todos los mortales dirigiéndose a ti. Puesto que han nacido de ti los que participan de esta imagen de las cosas que es la

palabra. Los únicos entre los que viven y se mueven, mortales, en esta tierra. Cantaré y celebraré tu poder. A ti todo este universo que gira en torno a la tierra. Obedece lo que le ordenas y de buen grado se somete a tu poder. Tan formidables son tus instrumentos y tus invencibles manos. El eterno rayo ígneo de doble dardo. Bajo cuyo choque se estremece la Naturaleza entera. Por su medio diriges con rectitud la razón común que todo lo penetra y que se mezcla con las luces celestes, grandes y pequeñas. Por él has llegado a ser lo que eres, Rey supremo del universo. Nada se lleva a cabo sin ti, oh Divinidad, ni sobre la tierra ni en la región etérea de la bóveda divina, ni sobre el mar, salvo las locuras de los perversos. Pero tú sabes reducir lo que no posee mesura, ordenar el desorden; en ti la discordia es concordia.

63 Diógenes Laercio: Vid. de los fil. más ilus. VII.

Fig. 17. Busto repre-

sentativo de Cleantes

de Assos.

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Así has ajustado en un todo armonioso los bienes y los males, para que sea una la eterna razón de todas las cosas, esta razón que sólo los malvados apartan y descuidan, desdichados que ansían los bienes y no disciernen la ley común de los dioses, ni la entienden; esta ley que, si la siguieran con inteligencia, les haría vivir noblemente. Pero ellos, en su locura, se lanzan sobre el mal. Unos porfían por la gloria, otros se abalanzan sin elegancia hacia las riquezas, otros hacia el relajo y las voluptuosidades corporales, se dejan llevar de un objeto a otro, y se afanan para alcanzar resultados no apetecidos. Pero tú, Zeus, de quien vienen todos los bienes, dios de las negras nubes y del rayo

deslumbrador, salva a los hombres de la pérfida ignorancia. Apártala, oh Padre, lejos de nuestra alma; déjanos participar en esta sabiduría sobre

la que te fundas para gobernar con justicia todas las cosas. Honrados por ti, te honraremos a nuestra vez, alabando continuamente tus obras, como corresponde a los mortales; porque no hay

para hombres o dioses más alto privilegio que cantar como se debe la ley universal”.

HONDA RELIGIOSIDAD

El sentido poético del himno en nada empaña la religiosidad que se advierte

en el sincero testimonio de las expresiones. Se ha llegado a decir que es el más bello alegato de piedad cósmica de los primeros estoicos. En verdad, la observación no va descaminada, sabiendo sobre todo que el hombre es para los estoicos un ser cosmopolita, ligado al mundo y sus cosas como algo constitutivo y forma de su ser. Conciben que en el alma del mundo están las partículas seminales de todas las co-sas, aún más, se deja entrever una especie de inmanencia divina invadiendo toda la realidad, inclusive el destino del hombre como ordenamiento y como providen-cia.

Claro que la providencia estoica poco tiene que ver con la providencia de un

Dios personal. Se trataría simplemente de un finalismo cósmico donde se estima que cada cosa debe hacerse justa y cabalmente como realidad constitutiva de una necesidad global; más bien de una providencia inmanente y no trascendente que coincide con el alma forjadora de todo lo real. En consonancia con esta toma de conciencia, Séneca traducía un verso de Cleantes con la más perspicaz expresión de su dialéctica: “Los hados guían a quienes los aceptan, arrastran al que los rehúsa”

.

FILÓN DE ALEJANDRÍA (40-30 a. C. / 40-50 d. C.)

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Los datos biográficos de Filón proceden en su mayoría de su propia obra, particularmente de las referencias que nos hace en el libro Legatio ad Caium. Otras parciales notificaciones se deben a Flavio Josefo en sus Antigüedades judías (XVIII, 8) y alguna que otra alusión más a la hora de comentar algunos autores sus textos.

Entre los datos más históricos está el hecho de ser enviado a Roma el año 39 al frente de una comisión de judíos con el encargo de presentarse ante Calígula pa-ra protestar contra Apión que ordenaba poner la estatua del emperador en las si-nagogas. No les hicieron caso, pero con esta actitud se manifiesta la raigambre que tenía con las enseñanzas y las tradiciones de su pueblo. Se afirma también que nace en Alejandría en el seno de una familia acomodada y muy influyente. Su padre te-nía la ciudadanía romana y su hermano se casó con una hija de Herodes Agripa I, incluso un sobrino, después de abjurar de la religión judía, llegó a ser procurador de Judea y prefecto de Egipto.

Formado en la cultura helenista, escribió en griego. Gran parte de sus

obras se han perdido, otras se conservan en traducciones latinas y armenias. Desta-can: De Opificio mundi (apología del judaísmo); Quod Deus sit immutabilis; Quis rerum divinarum heres sit; De virtutibus, etc. No obstante, su estilo es un tanto difuso, con frecuentes divagaciones y no pocas incoherencias, prevaleciendo, eso sí, una veneración por la filosofía platónica, aunque mezclada con el estoicismo, el pitago-rismo y el aristotelismo, siempre con el propósito apologético de poder resaltar la superioridad de la Biblia sobre la filosofía. No pocos llegaron a llamarle el Platón hebreo. Es, sin duda, el escritor judío más importante e influyente de su tiempo. Re-producimos en la Fig. 18 una de sus ilustraciones.

EL DIOS DE FILÓN

El tema central del pensamiento de Filón es poder fundir en un sistema uni-tario el movimiento especulativo heleno con la doctrina revelada en el pueblo ju-dío. Para él la verdadera sabiduría se contiene en la revelación mosaica. Considera que los filósofos griegos, y en especial Platón, han bebido de alguna manera en las fuentes del Antiguo Testamento. A su entender, es la razón del porqué existen tan-tas coincidencias. Pues, únicamente para quienes ven en los “Libros Sagrados” el sentido literal, pueden descubrir discrepancias y contradicciones. Pero, si se tiene en cuenta el sentido alegórico de la Biblia, la incompatibilidad desaparece. A partir de esta reflexión, y con el fin de ayudar a sus hermanos de raza que vivían en medio de la cultura helenista corriendo el peligro de perder sus tradicio-nes, Filón usa el método alegórico y figurado como forma correcta de interpreta-ción. Para él, su alcance es doble: uno literal, propio del común sentir de la gente; el otro, simbólico, más elevado y accesible sólo a los diligentes y “espirituales”. Ve por

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ejemplo en Adán en el Paraíso la figura del personaje representando a la inteligen-cia libre de la carne; a Eva, en relación con las potencias sensitivas; a la serpiente, como la tentación o tendencia hacia mal. En sí, un esfuerzo de exégesis para armo-nizar la filosofía helena con la palabra revelada. Compromiso al fin y al cabo que se repetirá más tarde, no sólo en las distintas formas de neoplatonismo, sino también con la filosofía árabe, inclusive en la escolástica cristiana. Llega a creer que el pensar filosófico que había llegado a Alejandría estaba condicionado por la lógica, la física, la ética y una primaria teología natural; faltaba únicamente la religión del texto revelado. La ciencia para él estaba dividida en dos formas de conocer: una, restringida únicamente al juicio humano; la otra, suscribiendo la sabiduría revelada. Filón desecha el saber puramente intelectivo y se adhiere a la segunda por ser ciencia divina. Ahora bien, te-niendo ésta por objeto a Dios y las cosas divinas, só-lo por las Escrituras se llegará a un verdadero cono-cimiento de la verdad. Atendiendo a esta creencia, el filósofo no debe conformarse con el puro raciocinio discursivo de las verdades lógicas, científicas, éticas e incluso de la teología deducida por la razón, sino que, por tratarse de conocimiento divino, el saber de Dios debe ir acompañado de una profunda inquie-tud de acercamiento y de acogida hasta llegar a po-seerlo; para lo cual, tres son las condiciones indis-pensables: la liberación de la cárcel que es el cuerpo con sus tendencias concupiscibles y sensoriales; el abandono de toda inclinación profana que impida contemplar las realidades del espíritu; y huir de to-do razonamiento que impida llegar a contemplar la belleza de las realidades reve-ladas. No son infrecuentes las frases sancionadoras contra el puro silogismo cientí-fico. Nos dice que la ciencia es pura vanidad, confirmada por las contradicciones que se advierten en los distintos filósofos. Piensa por ello que lo mejor es suspen-der el juicio64. A Dios se llega por la fe mística, el don de profecía y la intuición en

el éxtasis pasivo, lo que él llamaba (θωí Pero, aun cuando al referirse a Dios nos habla de un ser perfectísimo, auto-suficiente y absolutamente simple, no desmiente tampoco que es incomprensible para nosotros, tendríamos que estar al mismo nivel que él para llegar a percibir to-do su alcance. Todos los atributos que le apliquemos son limitados, insuficientes bajo cualquier punto de vista. Sabemos de Dios lo que no es; su realidad escapa a

64 Filón: De vita contempl. 2. De ebrietate, 268.

Fig. 18. Ilustración de Filón de

Alejandría.

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nuestro entendimiento. Únicamente por revelación sabemos que existe, pero igno-ramos su naturaleza, y cualquier atributo con que queramos nombrarle, resultará impropio de él. “Sólo por medio del éxtasis podremos vislumbrarle”. De hecho, no hay ningún nombre, ni palabra, ni expresión que lo defina; aún más, cualquier ac-ción directa de Dios con el mundo material, lo degradaría. Es, en ese sentido, inefable.

ENTRE DIOS Y LA CREACIÓN: EL LOGOS

Consecuente con el distanciamiento y la gran antítesis entre Dios y la reali-dad corpórea, era explicable que admitiese ciertos intermediarios que acortaran el abismo existente entre la Realidad Divina y el mundo de la materia. Resuelve la cuestión introduciendo una serie de entidades subalternas que eran designadas, unas veces como “potencias” de Dios, otras como dimiurgos y otras como ángeles o demonios que asentían o ejecutaban las órdenes de la Divinidad. Alguien ha creído ver en ello el mundo inteligible de Platón; otros, como principios de unida-des subordinadas. De todos modos, principalmente se debe a que Filón no tenía reparo en mezclar, junto a nociones de Platón, conceptos aristotélicos y de alcance inconfundiblemente estoicos. Respecto a estas entidades intermediarias, unas veces nos dice que son seis,

otras tres o simplemente una, que, en sentido “general”, la llama Logos (Λóς). Se la podría definir como imagen o “sombra de Dios”. Nos dice que es invisible, in-mortal, arquetipo y ámbito de las Ideas divinas65. En sí, un instrumento del que se sirve la Divinidad. Es también la creadora del mundo y a quien corresponde go-bernarle. Como auténtica intercesora, es asimismo la que presenta las súplicas de los humanos. La concibe como el Ángel de Yahvé que se aparecía a los Patriarcas en lugar de Dios mismo, con funciones parecidas a las del Sumo Sacerdote66. Es superior a otras potencias; en algunas ocasiones la califica de “sustancia espermáti-

ca” (όςός). Se objetaba a Filón que tal Logos parecía ser una realidad esotérica e incom-prensible; a lo que él respondía que, aun cuando sea unidad perfecta, es al mismo tiempo principio de unidades subordinadas, por lo que, siendo intermediaria, está en una relación de jerarquía: Logos, Hombre divino a imagen de Dios, Espíritu (Pneuma), y Ángeles. Al mismo tiempo, y dependiendo de éstas, existen también otras fuerzas jerarquizadas según la competencia e idoneidad de cada una. En cuanto al constitutivo humano, piensa que debe darse un determinado Logos en cada persona. Claro que siendo el cuerpo la cárcel del alma, nuestra tarea será liberamos lo mejor posible de esa hechura corpórea, ¿cómo?: saliendo de ella

65 Filón: De opf. mundi, 4,17; Leges alleg. III 104. 66 Ibid. Quis reum divin. heres sit, 205.206.

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por medio del éxtasis; un estado donde el Logos, como arquetipo divino, hará que seamos uno con la Divinidad. Cierto es también que, dejados a nuestras propias fuerzas, nunca alcanzaríamos la deseada ligación; es el impulso emanado de lo di-

vino, (ũ), el que nos ascenderá hasta la unión a la que se aspira. Por eso, a la hora de emitir un juicio sobre la obra de Filón, nunca puede ol-vidarse el contexto histórico en el que le tocó vivir. Como erudito judío dentro de una cultura greco-alejandrina y romana, lo que realmente pretende es resaltar sus creencias religiosas mediante unos módulos de la cultura de entonces, particular-mente helena, aunque también con visos del derecho romano; algo así como si se tratase de una predicación judaica donde la alegoría y el pseudomisticismo tuvie-ran la preeminencia ante cualquier otra exposición racional. Claro que, el hecho de haber tomado los esquemas helenos, particularmente el de Platón, para exponer la doctrina judía, fue sin duda uno de los modelos a imitar, no solo por las distintas ramas del neoplatonismo posterior, sino también por la filosofía árabe, inclusive la escolástica cristiana.

SÉNECA (4 a. C. – 65 d. C.)

Lucio Anneo Séneca nació en Corduba, en la provincia romana de la Bética (la actual Córdoba). Hijo del famoso retórico Marco Anneo Séneca (Séneca el viejo) y de Paulina, ambos de familia noble. Al morir la madre, Séneca pasa al cuidado de una tía, que le lleva a Roma. Allí estudia retórica con Fabiano Papirio, filosofía con el estoico Atalo y con Soción, un pitagorista ecléctico. Parece ser que en un principio le atraía la retórica y el derecho. Ejerce la abogacía. Pero, delicado como estaba de salud, el año 25 viaja a Egipto con la in-tención de reponerse, dado que su tía, casada con Cayo Galerius, era prefecto del país de los faraones. En contacto con aquella cultura y las filosofías de Alejandría, Séneca escribe su primera obra, De situ et sacris Aegypti, libro que no se ha conser-vado. En el año 31 vuelve a Roma donde se incorpora a la política, obteniendo el cargo de cuestor y, no mucho después, el de cónsul. Parece ser que su penetrante retórica y el intuitivo dramatismo en sus disertaciones provocaron celos en el em-perador Calígula, el cual decide acabar con su vida, aunque, debido a la precaria salud del filósofo, pospone dicha resolución. En este tiempo Séneca contrae matri-monio, del que nacerá su primer hijo.

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Estando Claudio en el poder, la emperatriz Mesalina acusa al filósofo de mantener relaciones con la hermana de Calígula, por lo que es desterrado a Córce-ga donde permanecerá ocho años hasta la boda de Claudio con Agripina, la cual le llama para que se hiciera cargo de la educación de su hijo Nerón. Se le nombra en-tonces pretor, dedicándose, junto con Burro, a las tareas de gobierno. En el año 54 muere envenenado Claudio, convirtiéndose Nerón, con tan sólo 16 años, en el nuevo emperador. La influencia de Séneca y de Burro en el Gobierno durante el primer período fue muy grande. Pero, hacia el año 62, Séneca va a perder las atri-buciones que hasta entonces había tenido. De hecho, muerta Agripina, Nerón pro-diga toda clase de desórdenes perdiendo tam-bién la amistad del que había sido su maestro. Y si a esto añadimos la gran fortuna que Séneca había logrado acumular, no es extraño que des-pertase los celos del emperador e intentara aca-bar con él. Colmó este deseo cuando el año 65 se le involucró en una conspiración de asesinar a Nerón, liderada por Cayo Calpumio Pisón. Por esta imputación, es condenado por el césar a mo-rir. Se le permite escoger la clase de muerte que prefiera; escoge desangrarse en un baño caliente, abriéndose las venas de pies y manos e ingirien-do la cicuta para acelerar su despedida. Acaeció esto el 19 de abril del año 65. Fig. 19.

APORTACIÓN DE SÉNECA

Acaso la originalidad más reveladora de Séneca sea la renuncia a los viejos modelos formalistas para centrarse en un estilo más natural, más humano, de tú a tu. En sus escritos encontramos frases breves, con frecuentes personificaciones, antítesis y metáforas, muchas veces sin subordi-nación en las oraciones, pero con ejemplos prácticos que facilitan la comprensión. Sus tratados, aunque se mantienen dentro de los cuadros generales de la doctrina estoica, no se sujetan a una escuela determinada. Más aún, Séneca corrige algunos defectos de la doctrina general del estoicismo. De hecho, la preocupación suya no se va a esclavizar únicamente en las cuestiones éticas, sino que gusta de la investi-gación de la naturaleza, del conocimiento de Dios y del alma. En ese sentido, vuel-ven a tratarse con él los grandes temas de la filosofía perenne. Lamentablemente sus discursos, así como otras obras con pretensiones científicas, se han perdido. En-tre los numerosos escritos conservados destacan los siguientes: Epistolae morales ad Lucilium; De ira; De providentia; De constantia sapientis; De tranquillitate animi; De clementia; De vita beata; De brevitate vitae; De beneficiis.

Fig. 19. Busto de Séneca. Museo

de Nápoles.

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Pero, aun cuando se haya dicho que su preocupación no es exclusivamente ética, sí lo es como asunto principal, haciéndolo extensivo incluso a sus creencias religiosas, más profundas y espirituales que las de los primeros filósofos estoicos. Tan en consonancia con el mensaje cristiano debieron considerar sus escritos los primeros Padres de la Iglesia que el mismo Tertuliano le llega a considerar “como uno de los nuestros” (Seneca saepe noster).

En sus reflexiones morales, Séneca toma como principio diciéndonos que el

bien y la felicidad del hombre no pueden estar fuera o al margen de la virtud. To-dos los otros bienes, como el poder, la riqueza o los honores valen en cuanto están subordinados a ella. Para él, la norma suprema de la virtud es vivir y obrar con-forme a la naturaleza, es decir, actuar en consonancia con su dignidad como per-sona, en armonía con la razón que es lo más perfecto que posee el hombre, distin-guiéndole del animal. “La virtud es algo elevado, excelso, soberano, invencible e infatiga-ble… Encontrarás la virtud en los templos, en el foro, en la curia y detrás de las murallas defendiendo la ciudad… El bien supremo es inmortal y no conoce lo que es desaparecer, ni siente cansancio, ni arrepentimiento; porque jamás un espíritu recto se vuelve atrás; ni siente odio de sí mismo, ni cambió lo más mínimo, porque siempre ha seguido lo mejor”67.

Se ocupó también de los casos prácticos de la ética, aconsejaba por ejemplo

el amor al prójimo, censuraba el maltrato a los esclavos e incluso llegó a considerar inhumana la diversión que proporcionaban los espectáculos con gladiadores; en realidad, unas normas de conducta que si bien ahora nos parecen naturales, no en aquella época donde muchos de los derechos humanos no eran en lo más mínimo respetados. Por eso su filosofía es eminentemente práctica. Para él no es filósofo el que sólo enseña a conocer cosas, sino el que instruye para vivir bien y en confor-midad con la virtud y la dignidad de la persona. Acaso por esta concepción de la vida y por no sujetarse al exclusivismo de escuela alguna, el método suyo sea un tanto asistemático y poco metódico. Sus escritos son más bien directos, espontá-neos, persuasivos, se dirige al corazón con aforismos, proverbios y refranes que hacían caer en la cuenta sobre lo que importaba. Nos lo resumió muy atinadamen-te Menéndez Pelayo: “No hay escritor de quien puedan entresacarse tantas páginas be-llas, tantas sentencias nobles y tantas máximas felices. No hay otro tampoco cuyas obras, en conjunto, resistan menos la prueba de una lectura seguida. Dondequiera se encuentran jo-yas: fáltales el primor del engarce

LA MORADA DEL DIOS DE SÉNECA

En una de las cartas que dirige a Lucilio le llega a decir: “Dios está cerca de ti,

está contigo, dentro de ti mismo”68. Lo cual nos revela que todo el esfuerzo del filóso-fo para alcanzar la virtud tenía como premio el verse sumido en la realidad Divina.

67 Séneca: De la vida bienaventurada, VII. 68 Séneca: Cartas morales, 41.

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De ahí su crítica a los teóricos de su tiempo porque la enseñanza que impartían a los jóvenes no eran más que polémicas y debates baladíes que les impedían descu-brir por sí mismos el valor trascendente que estaba detrás del vivir conforme a la virtud. De hecho, para él la virtud, como asentimiento a la propia naturaleza, no era sino el preámbulo para el conocimiento de las cosas celestes, más aún, el trámi-te para la auténtica comunicación con Dios.

Atendiendo a esta confianza con la Realidad Divina, Séneca da un paso ade-

lante respecto a la noción que tenían los estoicos sobre el Poder Celeste, penetran-do, bajo su punto de vista, toda la realidad cósmica. Claro que, al preguntarse por ese Dios que todo lo impregna, se ve incapaz de definirlo, aunque sí nos dice que podemos conectar con él de alguna manera. “Dentro de nosotros reside un espíritu sa-grado, observador y guardador del bien y del mal que hacemos y que nos trata según le he-mos tratado. Sin Dios ningún varón es justo. ¿Puede alguien, sin el socorro de Dios, hacer-se superior al poder de la fortuna? Da consejos saludables y levantados. Un Dios habita sin duda en cada varón bueno, pero ¿quién es este Dios? Nadie puede decirlo”69.

Tras estas reflexiones sobre esa Realidad Transcendente, Sócrates todavía da

un paso más para decirnos que de Dios salen todas las cosas a semejanza de los ra-yos del sol que todo lo iluminan y penetran. En Sí, un fondo con indicios panteís-tas, aunque también con elementos que inclinan a deducir un peculiar teísmo, so-bre todo al hablar de la Providencia Divina. Escribe: “Entre los hombres justos y Dios existe siempre una amistad que les une por medio de la virtud. ¿He dicho amistad? Mucho más todavía: entre ellos y Dios hay una necesidad, una semejanza: porque en verdad, el hombre bueno tan sólo en el tiempo se diferencia de Dios, es discípulo suyo, imitador y ver-dadero hijo suyo”70.

Esta filiación y confianza entre Dios y el hombre es algo tan natural en Séne-

ca que le parece acorde con las leyes que rigen el universo. Su providencia hace que todo camine prudencial y paternalmente, como el que quiere y cuida a lo que ha creado deseándole lo mejor. Providencia, por otro lado, que ayuda también pa-ra soportar los sinsabores y penalidades de la vida fortaleciendo en toda ocasión el propio ánimo. Las recomendaciones para vigorizar este espíritu son múltiples en toda su obra. Para Séneca el Dios que preside nuestra existencia es bueno. La bon-dad le pertenece por naturaleza. Por consiguiente, todo lo que sale de él son bene-ficios y favores aun cuando nos pueden parecer desgracias y adversidades. Por ser providente con lo creado, instruye como el padre que ama y educa a los hijos; aun-que, por supuesto, vigilará también la virtud de los mismos. Nada debiera extra-ñarnos que en ocasiones nos someta a pruebas para avivar y fortalecer nuestro es-píritu.

69 Ibid. 70 Séneca: De Providentia, I.

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Se acentúan estas ideas principalmente en su tratado “De Providentia”, donde nos llega a decir que Dios tiene para con los hombres justos el espíritu de un padre, queriéndoles con entereza y equidad aun cuando en ocasiones les someta a prueba para fortalecer su persona. Escribe: “Nada malo puede suceder al hombre bueno; las cosas contrarias no se mezclan. De la misma manera que tantos ríos, tantas llu-vias como caen de arriba y toda la fuerza de las aguas que nacen en medio de la tierra no pueden cambiar el sabor de las aguas del mar, ni siquiera tienen poder para atenuarlo: así, el ímpetu de las desgracias humanas tampoco es capaz de hacer girar el ánimo de un varón fuerte. Permanece recto en su forma de pensar y cuanto le sucede lo asimila según su mane-ra de ser”71.

De hecho, en una filosofía

práctica y humana como la de Séne-ca, estos pensamientos nos revelan lo que el hombre necesita para con-seguir lo que más desea, es decir, la felicidad como aspiración que com-plemente cualquier otro deseo. Su divisa no es otra que la virtud acri-solada por el enfoque y la dirección de Dios, que es providente, ordena-dor del cosmos y próvido en todo momento. Como parte de ese mun-do, el hombre debe luchar por la vir-tud, y con ella, conseguir la ansiada inmortalidad. Por eso que se hablase de la respetuosa correspondencia

entre Séneca y el apóstol Pablo. Nada hay que lo pruebe, aunque sí su posterior in-fluencia en pensadores como en S. Agustín, y Tertuliano, entre otros. Deudores de él lo fueron igualmente Dante y Petrarca e incluso, en momentos claves de la His-toria, sus principios y máximas de vida. El mismo Erasmo de Rotterdam recomen-daba: “Leer a Platón y a Séneca”. Pero, lo que verdaderamente inmortalizó su filoso-fía, como compromiso de unos ideales, fue la aceptación de la condena a muerte en aras de un final acorde con lo que él siempre enseñó a sus oyentes. En la Fig. 19 ofrecemos la ilustración que llegó a concebir Lucas Jordán.

Sin embargo, a pesar de la admirable apuesta por los valores éticos y mora-

les, auspiciando una comunidad fraterna con aspiraciones espirituales y transcen-dentes, hay que reconocer que, dada su mentalidad eminentemente práctica, a sus pensamientos les falta con frecuencia los principios metafísicos que los fundamen-te. Diríamos que su moral es más práctica y casuística que teórica y razonada. Esto se constata principalmente a la hora de conciliar la “providencia”, tan bellamente 71 Séneca: De Providentia, II.

Fig. 20. Muerte de Séneca, por Lucas Jordán.

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descrita, con la ley inexorable del “destino” a cuya determinación ni hombres ni dioses pueden sustraerse, al menos así parece deducirse de algunos de los consejos que dio, tanto a Lucilio en sus numerosas cartas, como a Polibio en el De Consola-tione. Les dice: “Ora nos ligue el destino con inmutable necesidad, ora Dios, como árbitro del universo, ordene todas las cosas, ora el acaso lleve y guíe ciegamente todos los actos hu-manos, es cosa cierta que la filosofía nos ayudará siempre; nos exhortará para que nos some-tamos voluntariamente a Dios, para resistir constantemente a la fortuna, para seguir los mandatos de la providencia y para soportar los golpes del acaso. Pero en este momento so-lamente quiero examinar lo que está en nuestro poder, sea que nos gobierne la providencia, que nos arrastre el destino, o que repentinos accidentes se hagan dueños de nuestra liber-tad”72. “Podemos acusar al destino, pero nunca lo podremos cambiar; es duro e inexorable; nadie lo mueve con reproches, ni con lloros; nadie lo cambia con razones; jamás los hados perdonan nada a nadie ni lo condonan”73.

EPICTETO (h. 50 – 138)

La fecha y el lugar del nacimiento de Epicteto no son totalmente precisos. Se cree no obstante que nació en la ciudad griega de Hierápolis, en Frigia, actualmen-te Pamukkale, en el sudoeste de Turquía, hacia el año 50 de nuestra era. Adoles-cente aún, llega a Roma como esclavo del liberto Epafrodito, jefe del Cuerpo de Guardia de Nerón. A instancias de su dueño, estudia filosofía con el estoico Muso-nio Rufo. Se ignora también la fecha de su emancipación, lo más probable hacia el año 93. No obstante, fue exiliado con todos los filósofos estoicos por orden del em-perador Domiciano al juzgar peligrosas sus doctrinas. Se dirige a Grecia, refu-giándose en Nicópolis, al sur de Epiro, donde abrió su propia escuela y en la que enseñó hasta su muerte. No se consigna que publicara obra alguna, aunque uno de sus discípulos, el acreditado historiador y filósofo en tiempos de Adriano, Flavio Arriano, recopiló sus enseñanzas en tres libros: Disertaciones, de las que nos quedan cuatro tratados, y el Manual, que se conserva íntegramente. Pero, aun cuando no escribiese para el público, en opinión de Orígenes, su fama en vida llegó a superar a la del mismo Platón. Fig. 21.

INMANENCIA DE DIOS EN EL MUNDO

La base de la enseñanza de Epicteto está enraizada en los principios y las

obras de los antiguos estoicos. Representa por tanto un retorno al estoicismo primi-tivo, tanto en su lógica, como en su física y, más particularmente, en lo relativo a la ética. Sintonizando con la tradición de la Stoa, el papel del filósofo consiste según él en vivir y predicar la vida contemplativa, centrada en la eudaimonía (felicidad), que se consigue viviendo en armonía con la virtud; una facultad cuya dinámica

72 Ibid. Carta XVI. 73 Ibid. Ad Polybium de Consolatione, 23.

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apremia a no ceder nunca a las apariencias, sino que debe ser guiada por motiva-ciones únicamente racionales.

Por lo que se refiere a la física, no es mu-

cho lo que podemos concretar, aunque sí sobre la naturaleza de la inteligencia, concebida como un destello intangible de Dios penetrando la mate-ria. Aún más, cree que todos los seres participan de la naturaleza divina en cuanto que es ésta la que impone las formas esenciales que determinan la estabilidad dentro del desorden que implica todo elemento externo y material. Para Epicteto, Dios es el dispensador del universo, el artífice del ritmo y la armonía del conjunto, Dios es inma-nente a todas las cosas74.

Sumido en un ámbito profundamente reli-

gioso, Epicteto considera la acción divina inmer-sa, no sólo en todo cuanto existe, sino que alcanza también a nuestros proyectos de vida; estamos emparentados con la Divinidad, somos hijos de Dios; de ahí que ha-ble de una auténtica fraternidad entre los hombres; un vínculo que alcanza a todos, también a los esclavos75. Por eso, aun sintonizando con la ley suprema del estoi-cismo, donde los acontecimientos tienen una dirección ineludible, Epitecto lo en-tiende como decisión de la voluntad divina. Piensa que el orden y la armonía que rigen el universo no son sino pruebas evidentes de un Dios que sabe dónde va. “El hombre de bien somete su propia voluntad a la de aquel que administra el Universo, como los buenos ciudadanos someten su voluntad a la ley de la ciudad”76.

No quiere ello decir que la persona pierda toda su capacidad volitiva. Pero,

si quiere llegar a la impasibilidad de los acontecimientos o a la ataraxia estoica, de-be, en principio, acoger y someterse a la voluntad de Dios y al destino. De hecho, él admitía un doble orden de cosas: las que el hombre hace por propia iniciativa, co-mo son los viajes, la hora de comer o la asistencia a los foros, etc., y las que no de-penden de nosotros, como es la enfermedad, el infortunio o la muerte de un fami-liar o amigo77. Pero, el verdadero sabio es el que llega a conseguir el desapego o indiferencia de cuanto le es externo, aunque eso sí, sometiéndose con alegría sere-na a todo aquello que nos depara el destino. “Grande es la lucha, y divina la obra. El fin es el reinado, la libertad, la serenidad, la “ataraxia”. Llama a Dios en tu ayuda”78.

74 Disertaciones: III, 13, 7. 75 Disertaciones: I, 2, 12-18; 3,7; 9; 13. 76 Ibid. I, 12, 7. 77 Ibid. II, 13; 16-17. 78 Ibid. II, 18-28.

Fig. 21. Ilustración de Epicteto.

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De hecho, por ser y tener el hombre un algo de divino, debe buscar la per-

fección bajo la misma ley que rige el universo. Pues la ilación no es sólo intelectual o interna, sino que alcanzaba también al orden práctico y afectivo. “Cuando estás en compañía, en el gimnasio, cuando conversas, ¿no sabes que a un dios alimentas, que a un dios ejercitas? A un dios llevas contigo, mísero de ti, y lo ignoras. ¿Piensas que hablo de uno de plata o de oro, exterior? Dentro de ti mismo lo llevas y no sientes que lo mancillas con impuros pensamientos y con sucias acciones?79.

Por éstas y otras expresiones deducimos que Epitecto, no sólo venía marca-

do por el primitivo estoicismo de Zenón y de Cleantes, sino que en su vida práctica los hechos humanos estaban irradiados por el resplandor de lo divino. Para él, Dios era, además de un principio racional e inmanente, el creador y el que gober-naba todas las cosas, una especie de inteligencia cósmica y universal que las dirigía desde dentro. La persona viene a ser un “fragmento separado de Dios”, un elemento divino que hará posible incluso la “adivinación” y, como consecuencia, el “deter-minismo” estoico donde la libertad queda supeditada al plan general del orden es-tablecido. En ese ámbito, la virtud - y derivada de ella, la felicidad -, no tienen otra vía que vivir de acuerdo con la verdadera naturaleza: vivere secundum naturam,

(xаτά φύσι ξή En su pensamiento, obedecer a Dios es libertad. Para él la aceptación del “destino” es su verdadera ética. Los hados que

guían al que quiere, y al que no quiere lo arrastran, es la ley que se impone. El ver-dadero sabio sería el que sabe hacer frente a cualquier inclemencia, como el infle-xible acantilado ante los embates de las olas. Haciendo frente, o mejor, no dejándo-se rendir por las intimidaciones, es llegar a ser dueño de sí consiguiendo la imper-turbabilidad, la radical indiferencia, la “ataraxia” estoica.

Como reflexión a estos postulados, diríamos que Epicteto pervierte la natu-

raleza del hombre so pretexto de seguirla. Cabe pensar que, ante la muerte del hijo o de la esposa, lo perfecto sería mantenerse en la entereza y en la insensibilidad a expensas de todo sentimiento afectivo o de condolencia. Incluso quitarse la vida puede considerarse un honor. Por eso, aun cuando nos ofrezca numerosos axiomas muy en consonancia con la orientación cristiana, como los que se refieren a la exis-tencia de Dios, al culto y su providencia, sin embargo, la fatalidad sobre el destino y la poca o ninguna remuneración de las acciones justas y buenas, hacen que su moral quede truncada por las únicas disposiciones de la apatía y la moral de la in-diferencia. Ya Pascal, hablando de él como uno de los filósofos paganos que mejor conocieron los deberes del hombre, desconoció – nos dice -, su verdadera naturale-za, arrastrándole a errores ineludibles.

79 Ibid. I.

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EL ESCEPTICISMO

Dada la importancia que ha tenido la postura escéptica en la historia del

pensamiento filosófico, trataremos de hacer una concisa reseña de su inicio y desa-rrollo en el ámbito circunscrito a la Antigüedad.

Como corriente filosófica, diríamos que el escepticismo es una actitud frente

a la vida que incide en el pensamiento griego desde el siglo IV a. C. hasta media-dos del siglo II donde alcanza su máximo desarrollo en la persona de Sexto Empí-rico. La enseñanza cubre dos aspectos: uno teórico y otro práctico. Desde el punto de vista teórico, es una doctrina del conocimiento según la cual no se admite “sa-ber alguno” que sea categórico y estable. Desde el punto de vista práctico, es una actitud siempre negativa a adherirse a cualquier opinión que conlleve el distintivo de ser absolutamente verdadera.

En su despliegue histórico dio lugar, en esa

Edad Antigua, a tres escuelas escépticas: La Pi-rrónica, la Academia Media y la Academia Nue-va. Se puede añadir también la Escuela Neopi-rrónica.

La Escuela Pirrónica debe el nombre a su

fundador, Pirrón de Elis (360-270), que enseñaba en Atenas ya en tiempos de Epicuro. Se caracteri-zó por sus ataques a las escuelas popularizadas hasta entonces. Contra los epicúreos, por ejemplo, negaba la validez de la sensación; contra los es-toicos, que admitían la percepción comprensiva (catalepsia), se oponían con la “acatalepsia” (la incomprensión); contra Platón y Aristóteles, no apoyando el alcance del conocimiento racional. Los objetos como tales – decía -, son incognosci-bles. El hombre sólo conoce las apariencias, no las cosas en sí. Por lo tanto, frente a los hechos, la ac-

titud del filósofo debe ser la abstención de todo juicio (έή o άφασία). Ninguna opinión vale más que la otra. El verdadero sabio será el que practique la suspen-sión a cualquier dictamen, se limitará a reconocer los hechos tal como aparecen sin pronunciarse sobre qué es o qué no es la realidad. Con la renuncia al juicio conse-guirá el temple y la inmutabilidad (la ataraxia) sobre las cosas opinables y la pon-deración en las imprescindibles.

Fig. 22. Ilustración de Sexto Empírico.

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Respecto a la Academia Media, su máximo representante es Arcesilao de Pi-tane (¿315-240?), hombre culto y brillante sofista que polemizó principalmente con-tra los dogmatismos de estoicos y epicúreos. Pero esta Academia, aunque influen-ciada por el pirronismo y las posturas más radicales de los sofistas, irá más lejos que los supuestos de Pirrón al declarar que, no sólo carecemos de un criterio para conocer la verdad objetiva, sino que no existe tampoco razonamiento alguno para valorar con certeza las mismas sensaciones: no es infrecuente que los sentido se contradigan y que las apariencias nos engañen. El sabio debe suspender todo asen-timiento para conseguir la pretendida imperturbabilidad. El filósofo nada debe te-ner como cierto, ni tan siquiera el famoso aforismo: “Hoc unum scio, quod nihil scio” (Una cosa sé, que no sé nada). Solamente podemos guiarnos en la práctica por lo

probable (ϋ, es decir, por lo que sea más oportuno y favorable. En la Academia Nueva se acentúa todavía más el escepticismo con Carnéa-

des de Cirene (¿214-129?), proponiendo el probabilismo a todos los ámbitos, in-cluida la moral. Decía que no hay razón suficiente para distinguir de un modo ab-soluto entre las representaciones verdaderas y las falsas. De ahí que, siendo envia-do de embajador por los atenienses a Roma con Diógenes el estoico y el peripatéti-co Critolao para defender ante el Senado la resistencia de Atenas para cumplir un castigo impuesto a la ciudad, resultó que, habiendo negado al fin de su discurso lo que primero había sostenido con firmeza, no le faltaron motivos a Catón, el censor, para despedir a los tres enviados.

El Neopirronismo es la cuarta fase del escepticismo griego. Se trata de la

postura más extrema a la hora de interpretar la realidad; pues, no solamente lucha contra todo dogmatismo, sino también contra el criterio de verosimilitud y de pro-babilidad. Lo inicia Enesidemo de Cnosos (Creta). En verdad, son pocos los datos que sabemos de su vida, sí parece cierto que enseñó en Alejandría. Se conservan también numerosos fragmentos de sus “Tratados sobre el pirronismo”. Enesidemo re-chaza el probabilismo de la Nueva Academia para defender, en términos absolu-tos, las tesis de la duda real y universal con diez “Tropos” o razones para suspen-der el juicio contra todo posible dogmatismo. No podemos conocer la verdad – di-ce -, ni por la razón, ni por la unión de la inteligencia y los sentidos. Y para no con-tradecirse, pone incluso su misma tesis entre las proposiciones de la duda, aunque, según él, esto mismo proporcionará avenencia y paz consigo mismo.

Sucesor de Anesidemo fue Agripa, quien, en sintonía con los “Tropos” de su

predecesor, añade otros cinco. De hecho, al tener presente la pluralidad de ideas de los filósofos - no pocas veces contradictorias -, le lleva a creer que la verdad como tal es inalcanzable. Un mismo objeto aparece de distinta manera según sea la edad y disposiciones de la persona. Es siempre relativo al que juzga. Piensa por ello que demostrar algo es prácticamente imposible. En sí, una prueba necesita de otra, y ésta a su vez de otra, indefinidamente, lo que hace que nunca sea explicada. Por lo

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tanto, lo más acorde es no afirmar ni negar nada. Suspender el juicio es la postura más justa y correcta. Todo es arbitrario.

No obstante, es Sexto Empírico quien sistematiza todas las polémicas del es-

cepticismo sostenidas hasta entonces. De su vida se sabe muy poco. Conocemos que nació en Apolonia (Libia), y que su actividad filosófica transcurrió entre finales del siglo II y comienzos del III de nuestra era. Fue médico de profesión y partidario de la observación directa de las enfermedades. Se le dio el sobrenombre de Empíri-co por sus concepciones filosóficas y, sobre todo, por su método experimental en medicina, marginando todo “dogmatismo” académico. Ofrecemos, en la Fig. 22, una de sus ilustraciones.

Pero, su importancia histórica le viene dada por haberse conservado gran

parte de su obra, especialmente 10 libros (rollos), donde se exponen las distintas corrientes escépticas de la Antigüedad. Los tres primeros están traducidos como “Argumentaciones pirrónicas” o “Esbozos pirrónicos”, y los otros siete con el título de “Adversus mathemáticus” (contra los profesores). También se ha conservado un tra-tado de medicina. No es que sea un compilador sistemático; en sus escritos prolife-ran más bien toda clase de doctrinas y de argumentos sin esa lógica aplicada que hilaría las distintas exposiciones. De hecho, él no cuestiona por qué unas pruebas son más válidas que otras o por qué tal o cuál argumentación es más o menos fia-ble.

Concretamente, en el libro I de los Esbozos pirrónicos, Sexto Empírico trata de

defender el escepticismo frente a todas las demás posturas filosóficas. Contra los dogmáticos, al creer que habían conseguido la verdad absoluta. Contra los acadé-micos, porque, si bien afirmaban que no se podía conseguir el conocimiento de la cosa en sí, se mantenían aún en la probabilidad. El seguidor escéptico es el que se abstiene de afirmar y de negar las proposiciones, pues el valor no está, según él, en asentir o no asentir, sino en la abstención. “El escepticismo es la capacidad de estable-cer antítesis en los fenómenos y en las consideraciones teóricas, según cualquiera de los tro-pos, gracias a la cual nos encaminamos, primero hacia la suspensión del juicio y después hacia la “ataraxia”80, esto es, sin afirmar ni desmentir se llega a la absoluta quietud, a la ataraxia escéptica.

En el libro II la crítica se dirige principalmente a los estoicos, mostrando que

la mejor forma de marginarles es haciendo caso omiso de sus opiniones. No les en-cara con una contratesis, sino que para demostrar su oposición, tan sólo le basta mostrar la disparidad de criterios que ellos mismos manifiestan. ¿A quién admiti-mos o aprobamos?, ¿cuál es el que posee la auténtica verdad? Nos dice que no hay

80 Sexto Empírico: Esbozos pirrónicos, I, 3, 210.

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criterio alguno para la demostración. Además, una prueba necesitaría de otra, y és-ta a su vez de la anterior y así hasta el infinito81.

También a los epicúreos pone de manifiesto su error cuando pretenden de-

ducir por analogía la existencia de los átomos. Cree mostrar su error porque en su análisis pasan de las cosas que captan los sentidos a otras que éstos no las pueden alcanzar. No es justa la coordinación entre la experiencia concreta y los supuestos derivados. Tampoco vale la inducción ni el silogismo. Para él, la conclusión del si-logismo representa un círculo vicioso. Así, en el ejemplo:

“Todos los hombres son mortales. Sócrates es hombre, Luego Sócrates es mortal”.

Considera que la segunda premisa está ya incluida en la primera. Sería un repetir lo que ya estaba implícito. Debe por tanto suspenderse el juicio82. Critica igualmente la argumentación causal. Si la causa – dice -, es una relación, no puede existir objetivamente. Para él la causa no es ni posterior, ni simultánea ni tampoco anterior al efecto.

Por lo que respecta al libro III, la intención va dirigida a poner de relieve la

inconsistencia de la física estoica. En efecto, el estoicismo concebía el mundo como el resultado de un principio activo universal (Dios), y la materia, el componente pasivo; en sí, una especie de fuego divino, inteligente y dinámico que se adentraba en los elementos corporales para formar las distintas substancias de la naturaleza. Pero, Sexto Empírico cree que es más acertado abstenerse de estas opiniones, lo formula de distintas maneras. Veamos:

Teniendo en cuenta la variedad de criterios relativos a la existencia de Dios

y su providencia, él opta por lo que cree más legítimo y concluyente: suspender el juicio. Dado que unos hablan de la Divinidad diciendo que es inmanente al mun-do; otros que nos supera y transciende; así como los que hacen valer un etéreo y sutil cuerpo en consonancia con lo que es puro espíritu, cree que suspender el jui-cio es lo más adecuado frente a todo criterio de verdad.

Claro que, en esa resolución, Sexto Empírico va a caer en unas audacias

dogmáticas que, de ser consecuente, debería a toda costa evitar. Dice, por ejemplo, que Dios no puede ser un Dios finito ni infinito, dado que si fuese infinito no se podría mover en su inmensidad ocupada; tampoco puede ser finito, pues en tal ca-so, sería menor que el todo. Dígase lo mismo respecto al movimiento: Dios no puede ser un ser viviente, pues si lo fuera, debería moverse y tendría que pasar de

81 Ibid. II, 18-20. 82 Ibid. II, 193-196.

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un lugar a otro, lo que contradice a su ser de infinito ocupando todo el espacio po-sible. Igualmente sucedería respecto a la virtud: Dios no puede ser un ser virtuoso, pues si lo fuera, sería inferior a esa misma virtud, y si no lo fuese, quedaría mani-fiesta su imperfección83. También es explícito hablando de la “providencia”. Para evitar que se pueda tener un criterio inequívoco de la misma, expone a considera-ción lo siguiente: Dios no puede tener providencia por la sencilla razón de la exis-tencia del mal. Así, en el supuesto de que quisiera evitarlo, no se explicaría que continuara dicho mal en el mundo. Pero si quisiera y no pudiese, la señal era indis-cutible de que sería imperfecto, y más imperfecto aún si pudiendo, no lo quisiera evitar84. Su postura era, por tanto, la renuncia a todo criterio de verdad; debe uno abstenerse, la demostración en dichas propuestas es infundada y gratuita.

Esta misma argumentación la hace extensiva a la Ética. Cree por tanto que

las acciones del hombre, como fundamento de los principios éticos, no tienen el apoyo que los filósofos han creído atribuirlas. La felicidad y el Sumo Bien que jus-tificarían el fin de los actos humanos carecen de sentido. Según él, al no estar de acuerdo sobre qué cosas son buenas y cuáles malas, disiente por no ver claro, como así se hace también con el concepto de belleza. Para los etíopes –dice -, las mujeres más bellas son negras y chatas; para los persas, las blancas y de nariz aguileña; en todo caso, apreciaciones que justifican el desacuerdo de unos y de otros a la hora de pretender juzgar lo bueno y lo malo que en el fondo desconocen85. Únicamente el escéptico, poniendo en tela de juicio todo dictamen categórico, cree que es la postura más adecuada y correcta.

Señalar también que, en la larga historia de la filosofía, el escepticismo

siempre ha reverdecido de una u otra forma. Diríamos que siempre han existido corrientes filosóficas escépticas. En Occidente, por ejemplo, aparte de la Antigüe-dad, incidió particularmente en el siglo XVII, sobre todo en el período que va des-de Erasmo a Descartes; problemática que se afrontó de modo especial con la Re-forma Protestante en el campo religioso.

Como valoración, reconocemos, en primer lugar, la parte positiva que se en-

cuentra en su obra, especialmente el aporte que nos ofrece el texto Adversus mathe-máticus, donde, además de las numerosas e importantes referencias sobre la teolo-gía estoica, deben sumarse los conocimientos en astronomía, la gramática y, en ge-neral, de toda la ciencia antigua. Sin embargo, los puntos más débiles del escepti-cismo están dentro de su mismo sistema al proyectar una contradicción lógica en el aserto, “no existen verdades”. De ser consecuente con este enunciado, se estaría re-futando a sí mismo por cuanto esto sería tan absoluto como lo que se quiere reba-tir. Más aún, la aseveración de que el entendimiento humano es incapaz de conse-

83 Sexto Empírico: Adversus Mathemáticus, IX, 148 ss. 84 Ibid. Esbozos pirrónicos: III, 9ss. 85 Ibid. Adversus Mathemáticus, 11, 42-44.

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guir verdades, es caer en un círculo vicioso por cuanto que ya se admite como he-cho categórico lo que posteriormente se niega; porque, al no admitir la capacidad de conocer con certeza, se asiente a ello al afirmar implícitamente el valor cognosci-tivo de la persona; su negación lo está confirmando. En consecuencia, el escepti-cismo, como postura filosófica radical, se refuta a sí misma al formularse. Ya el mismo Ortega y Gasset señalaba que todo escéptico mantiene, a modo de supuesto por él inadvertido, una especie de verdad absoluta. Esta misma actitud se prolonga también a los presupuestos acerca del mal, de Dios y de su providencia. El mal existe, no se puede desmentir, pero, intentar conectarlo con Dios y su providencia para negar después de forma absoluta estas realidades por otros admitidas, creemos que traspasa cualquier pretensión u osa-día. Independiente de cualquier solución religiosa, y dentro de todo su misterio, pensamos que el mal físico (catástrofes, enfermedades y muerte), es consecuencia de la misma finitud de los seres. Para que el agua, por ejemplo, produzca todos sus buenos efectos (apagar la sed o regar los campos), tiene que ser agua, sin olvidar que también puede ser la causa de que uno se ahogue en ella. Cada perfección tie-ne su límite, no se puede ser todo a la vez. En cuanto al mal moral, la filosofía clásica nos dice que es debido al abuso de nuestra libertad. Se puede declarar o suspender la guerra, que disminuyan los homicidios, que exista o no exista el diálogo. Pero, también el mal moral tiene algo que ver con la finitud. El uso incorrecto de la libertad sólo se da en una libertad fi-nita. Por eso puede decirse que la libertad infinita de Dios le sirve para hacer li-bremente el bien. El escepticismo como tal, con su actitud abstencionista o de re-nuncia es otro modo de dogmatismo radical.

Distinto sería el escepticismo práctico. El hombre en esta situación, por no ver claro, se abstiene, no opta por actitudes determinadas. Como estilo o norma de vida podría comprenderse, aunque es un tanto problemático que la existencia toda del hombre permanezca flotante sin adherirse a determinadas convicciones vitales.

Cierto que el escepticismo, dentro del orden humano, tiene su parte de ra-

zón al criticar una serie de principios aceptados apriorísticamente como punto de partida de la especulación; sería el caso del valor de los sentidos o de la misma ra-zón. En esta o en otras cuestiones el espíritu escéptico nos puede hacer reflexionar sobre lo que puede ser dudoso, posible o probable. Sin embargo, la negación o la duda radical son supuestos ficticios como base filosófica; pertenece a la gnoseolo-gía o a la epistemología el examen de nuestro conocimiento en cuanto facultad y alcance de nuestro conocer; con la categórica negación se extinguiría para siempre toda la posibilidad de hacer filosofía.

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PLOTINO (h. 204 – 270)

El rigor metafísico que había sido escaso prácti-camente desde la muerte de Aristóteles, va a reaparecer en el siglo III d. C. con el último gran sistema filosófico del mundo helénico, como es el neoplatonismo, particu-larmente delineado en las enseñanzas de Plotino.

Aunque se desconoce la fecha exacta de su naci-

miento, se cree que fue en los primeros años del siglo III, en Licópolis, ciudad de Egipto, la actual Assiut, en la margen izquierda del Nilo. Es posible que no fuese de linaje egipcio, acaso griego, en cuya lengua expuso sus escritos. Se dice también que fue a los veintiocho años cuando sintió el deseo profundo por los conoci-mientos filosóficos; disposición que le hizo trasladarse a Alejandría. Allí, tras escuchar a varios maestros, un amigo le llevó a la escuela de Amonio, apodado Sakkas, en la que permaneció durante diez años, hasta el 242, en el que se agregó a la expedición del joven Gordiano III contra el rey sasánida Sapor I. Deseaba, entre otras cosas, conocer la filosofía de los persas y de los indios de primera mano. Tengamos en cuanta que en el pro-grama de la escuela de Amonio se incluía el estudio de los sistemas orientales. Pe-ro, al ser derrotado y muerto Gordiano, a duras penas pudo Plotino escapar, refu-giándose, aunque por poco tiempo, en Antioquía. Decide pronto marchar a Roma donde no tardará en abrir escuela. Tenía por entonces unos 40 años.

En los relatos de Porfirio se indica que entre sus oyentes se encontraban

acreditados personajes de la ciudad: había consejeros, senadores y hasta el mismo emperador Galieno y su esposa Salonina. Precisamente, debido a este aprecio mu-tuo hizo que solicitara al emperador construir en Campania una ciudad de filóso-fos conforme al modelo de la República de Platón que se llamaría Platonópolis, lo que, debido a las rivalidades políticas, impidió que se llevara a efecto.

Aquejado no obstante de la vista en torno a los cincuenta años, le insinuaron

para que dictara su doctrina, cosa que hizo en una serie de documentos que fueron reunidos por su discípulo Porfirio en seis secciones de nueve tratados cada uno, de donde proviene el nombre de Enéadas. Sin embargo, el fin de su vida fue muy du-ro. Aquejado de una especie de lepra, sus alumnos y amigos, a pesar de haber ad-mirado su temperamento y amable compañía, le fueron rehuyendo por miedo al contagio. En una obligada soledad en la Campania, grande fue el sentimiento que él manifestó a su médico y discípulo Eustaquio. Le dijo: “Esfuérzate por elevar lo que

Fig. 23. Busto de Plotino. Mu-

seo de Ostia (Italia).

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de divino hay en nosotros a lo que hay de divino en el universo”86. Fig. 23. Intentaremos resumir, aunque sea muy someramente, los puntos más específicos de su impor-tante y siempre sugestiva interpretación de la realidad.

Adelantaríamos que se trata, no tanto de un sincretismo de las doctrinas an-

teriores, cuanto de una síntesis con personalidad propia, poniendo de relieve, so-bre todas las cosas finitas y concretas, “Un Principio originario” de las mismas. Pero, aun conteniéndolas todas como algo inherente y propio, de tal Principio no se puede decir que sea realidad alguna perfectamente determinada o definida, es su-perior a todo cuanto existe. Es el Uno, es decir, la Unidad trascendente y originaria que hace posible, en escala descendente de perfección, todos los seres del mundo inteligible y sensible, no por creación, sino por emanación.

A partir de este primer presupuesto, diríamos que la exposición de Plotino

sobre la realidad apenas ofrece fisuras. Todo procede del Uno y todo debe retornar al Uno como principio que origina y asume cualquier realidad existente. En sí, con-forma un sistema vital con implicaciones profundamente religiosas y místicas. Se trata en el fondo de una peregrinación o de un ir caminando en etapas ascendentes hacia la reabsorción en el Uno como Principio de la realidad toda. Pero, en ese pe-regrinar, hay también sus etapas donde se inserta, con mayor o menor grado, la es-cala que corresponde a la filosofía.

Precisamente, en conjunción con esos pasos a seguir, nos va a mostrar Plo-

tino, partiendo sobre todo de Platón, aunque también de Aristóteles, de los estoicos y de las concepciones orientales, los distintos modos de vida, como es la opción del filósofo, del moralista, del músico, del amante de la belleza, del sabio y de los hombres más divinos. Claro que lo peculiar de estos tipos de existencia es que se pueden remontar de uno a otro hasta llegar a la consumación del propio ser en el Absoluto. En el tratado III “Sobre la dialéctica”, de la Enéada I, nos describe la natu-raleza de estos estados de vida y la forma de alcanzar las sucesivas ascensiones en el camino que conduciría a la unión con el Uno. De entre la etapa que corresponde a los filósofos, divide la filosofía en tres partes: dialéctica, física y ética, entendien-do que las dos últimas se integran en la primera.

EL “UNO” DE PLOTINO, SUPERIOR A DIOS

A la hora de exponer su pensamiento, Plotino parte de una entidad primaria

como fundamento de cualquier otra realidad. Es el Uno como plenitud y totalidad del ser. En su esplendidez, rebosa y se expande dando origen, por emanación, a nuevas realidades. Su ser es esencialmente vida, dinamismo y movimiento existen-cial. En ese ámbito, el Uno no es sólo causa ejemplar como en la concepción plató-nica, ni causa final motora como en Aristóteles, tampoco confinado a la formalidad

86 Plotino: Enéada IV, 8,1.

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del estoicismo, sino que es verdadera causa eficiente de todo cuanto existe. Llega a creer que la existencia de los seres sensibles manifiestan la presencia objetiva de un ser Uno y necesario. Cabría decir, en este sentido, que al Uno plotiniano, más que llegarse a él partiendo de la experiencia, es un presupuesto previo para dar sentido a toda la realidad existente. “Asumiendo el Uno se explicaría todo, descartándole, no se entendería nada”.

Pero, aun emanando todo del Uno, no encierra en sí composición alguna.

No puede ser materia porque a la materia le atañe esencialmente estar compuesta de elementos extensos. Tampoco puede ser espíritu, porque en el espíritu se da - al menos en el plano del conocimiento -, la dualidad del objeto y el sujeto que conoce. Plotino concibe al Uno por encima del espíritu y de la materia, supera inclusive al mismo ser, está más allá de toda determinación posible. Únicamente se puede ex-presar por vía negativa. Para él, cualquier perfección, al partir de una realidad fini-ta, nunca podrá ser adecuada al ámbito del Uno. Siempre quedaría delimitada por lo que, en el fondo, tiene como origen lo finito. No obstante, como determinación positiva, sí nos dice de tal Unidad es la primera, que es energía y vida, y, consu-mando tal plenitud, el Uno es pródigo, desbordante y principio originario de toda la realidad.

Ahora bien, si interpretásemos el Uno de Plotino con el concepto de Dios

que le atribuyeron las anteriores filosofías, diríamos que se trataría de un sistema estrictamente religioso, pues en el Uno convergen, no sólo la unidad del Ser de Parménides y el Bien de Platón, sino también el Acto Puro de Aristóteles y la in-manencia del Logos del estoicismo. Sin embargo, Plotino nunca da al Uno el nom-

bre de Dios. Para él es superior a Dios, (ύς que nos diría el Pseudo-Dionisio. Lo coloca más allá de toda determinación concebible, por encima del ser. Por eso, al tener que enfrentarse a la distinción entre esa Suprema Realidad, el Uno, y los demás seres de universo, Plotino cree salvar el escollo mediante lo que él concibe como Entidad Absoluta y la emanación de sus efectos. El Uno sería al mismo tiempo Unidad y manifestación en la presencia de los seres que nos ofrece la naturaleza; mas bien, una especie de panteísmo dinámico (en palabras de Plo-

tino (έέγύς) Piensa que el Uno, siendo la verdadera causa de los se-res, se distinguirá de ellos como se distingue el principio activo de sus efectos. “El Uno es todas las cosas y ninguna de ellas, pues el principio de todas las cosas no es todas las cosas”.88

De todos modos, a la hora de exponer la emanación de los seres, los concibe

en un proceso causal descendente, de más a menos, hasta concluir con la “materia” que es el grado más ínfimo del ser. Esto en nada altera, según él, su perfección y su inmutabilidad constitutiva. Para hacerse entender, Plotino hace uso de una serie de

87 Plotino: Enéada V, 8, 18. 88 Ibid. V, 9, 6.

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simbologías que en gran medida resaltan su reflexión filosófica. Vendría a suceder como la luz que irradia el sol, como el olor que despide el perfume, como el frío que se origina del hielo. A más lejanía del principio originario, menos luz, menos aroma, menos frío. Cree no obstante que esto en nada altera su Unidad Simplicísi-ma. “El uno es todas las cosas y no es, a la vez, ninguna de ellas. Porque es principio de to-das las cosas, no es realmente todas las cosas. Y es, sin embargo, todas las cosas, porque to-das ellas retornan hacia El”89.

De hecho, en el sistema plotiniano existen dos secciones que presiden prác-

ticamente la orientación de toda su obra. La primera, descendente, en la que se describe el origen y la génesis de todos los seres del universo; la segunda, ascen-dente, donde se especifica el retorno de la multiplicidad de las cosas a la Unidad del primer principio. Para él, lo múltiple, por estar compuesto de partes, incluye dentro de sí las imperfecciones que contrastan con la Unidad. La diferencia es ya algo negativo.

Claro que, partiendo de esta observación, podrían surgir múltiples pregun-

tas, entre ellas, la siguiente: ¿por qué de la unidad sale la multiplicidad? A lo que Plotino responde: “El Uno sufre una enorme presión, hierve por la necesidad de no estar solo, dando lugar al proceso de emanación, eterno y a la vez necesario”. La emanación es jerárquica, pero sin cortes; es jerarquía continuada porque sólo existe una realidad percibida en niveles sucesivos. “Todas las cosas son como una Vida que se extiende en línea recta; cada uno de los puntos sucesivos de la línea es diferente, pero la línea entera es continua. Tiene puntos sin cesar diferentes; pero el punto anterior no desaparece en aquel que le sigue”90. Intentaremos exponer, aunque sea muy someramente, los distintos planos de este origen emanativo.

Del Uno emana la Inteligencia (ŭς, menos perfecta que el Uno por más que participe de su Belleza y de su misma Verdad. Al contemplarle se hace ella consciente de sí misma, pero en vez de percibirlo en su máxima intuición lo descu-bre según el propio prisma. Siendo similar a un duplicado, conlleva ya la mixtura de la unidad y de la multiplicidad. Es una unidad múltiple91. Operando de este modo, adquiere en sí infinitas ideas ejemplares del universo, distintas, aunque muy similares a las Ideas de Platón. Tiene una doble actividad: por un lado, con-templa al Uno, y por otro, se contempla a sí misma. “La Inteligencia piensa sin nece-sidad de búsqueda alguna, dado que posee en sí misma lo que piensa. Su felicidad no es algo adquirido, puesto que en ella se dan ya eternamente todas las cosas y ella misma es la ver-dadera eternidad, a la que imita el tiempo que rodea el alma y que abandona el pasado para alcanzar el porvenir”92.

89 Ibid. V,2, 1. 90 Plotino: Enéada V, 2, 2. 91 Ibid. VI, 7, 14. 92 Ibid. V,1, 4.

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Tiene también la Inteligencia una actividad creadora semejante a la del De-

miurgo platónico; de su dinamismo surge la tercera hipóstasis: el Alma del mundo

(ήuna especie de espíritu universal, semejante a la Inteligencia, aunque infe-rior. Tiene también una actividad doble: por un lado mira al mundo superior y por otro se detiene en el mundo inferior. Con el primero se relaciona directamente con la Inteligencia y conoce sus Ideas, no por contemplación sino por imágenes, es de-cir, por el raciocinio y los conceptos; con el segundo hace uso de su actividad crea-dora comunicándose y multiplicándose en todos y cada uno de los seres del mun-do material, hallándose toda en todos y toda en cada uno de ellos93. En consecuen-cia, los seres del mundo no son sino el resultado de la unión de un elemento espiri-tual y divino con la materia.

Imaginaba también que el mundo era como un inmenso animal emanado

por hipóstasis divinas. “El Alma se extiende naturalmente, por una procesión necesaria, desde el mundo inteligible, donde permanece su parte más alta, hasta la planta, que ella ha-ce crecer”. Pero no está el Alma en el mundo, sino el mundo en el Alma94. De algún mo-do, serían los efluvios de la “Vida Universal” que todo lo alienta y anima, y, como resultado, la armonía que reina en el universo. Para él todo está bien hecho, incluso los males tienen su sentido si se mira al conjunto. Tampoco debe descartarse el vi-cio, de él también se aprende en sus consecuencias95.

Pero, aun considerados estos tres principios inseparables entre sí, son distin-

tos y se distinguen realmente uno del otro. Bien es verdad que Plotino cuando ha-bla de sus relaciones mutuas, lo hace de una forma oscura y en ocasiones incohe-rente, por lo que nada tiene de extraño que existan muy diferentes opiniones a la hora de interpretarlas.

Respecto al mundo sensible, es el resultado de la unión de la parte inferior

del Alma Universal y la materia. Claro que, aun siendo múltiple en sus manifesta-ciones, no altera en modo alguno la Unidad de la que emana, como no se multipli-ca el sol por reflejarse en muchos espejos. El mundo es engendrado y sostenido en cada momento por el Alma Universal, de ahí que todo resulte coherente y armóni-co en cualquiera de sus manifestaciones. Plotino explica minuciosamente las diver-sas partes que lo integran y cómo emanan de ese Espíritu Universal en su forma descendente: el cielo en primer lugar, los astros, los demonios y los cuerpos.

La última emanación es la materia, que, en principio, se la podría calificar

como la penumbra del ser. Tiene más de irreal que de real, aunque susceptible de formas y fuente de toda multiplicidad. Es, por lo tanto, el principio del movimien-

93 Ibid. V, 1, 2; VI. 7,2. 94 Plotino: Enéada V, 5, 9. 95 Ibid. III, 6, 5.

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to, de la limitación y la imperfección96. También es lo más opuesto al Uno, es su an-títesis. Recordando a Platón, es la cárcel de las almas. Como pura indeterminación al estar lo más alejado del Uno, es el auténtico origen de la imperfección y la fuente de todo mal. Pero es necesaria como soporte de las formas, en este sentido es om-nirreceptiva.

También en esa jerarquía ocupa un puesto específico el Género Humano,

cuyas almas, distintas del Alma Universal, existieron en el seno del Demiurgo mu-cho antes que sus respectivos cuerpos. De ahí que el hombre como tal no esté for-mado por un compuesto sustancial único, sino que son dos elementos los que le constituyen, uno espiritual e inmortal, que es el alma, y otro, material y corrupti-ble, que es el cuerpo “Todo ser es doble, es un compuesto de alma y de cuerpo, y es un yo, es decir, un alma separada, pura e incorruptible”97. Nos dice también que, en un deter-minado momento, los dos se unen, pero sólo extrínseca y accidentalmente. En otro instante se separarán, bien para volver al seno del Alma Universal de donde salie-ron, o para informar otros cuerpos imperfectos según el grado de impureza que llevan todavía inherente. De hecho, es el retorno al Primer Principio lo que verda-deramente da sentido a la filosofía y al hombre.

LA DIALÉCTICA COMO RETORNO A LO ABSOLUTO

Sintonizando con Platón en lo que se refiere al cuerpo, considerado como la

cárcel del alma, concibe Plotino que ésta se halla en un estado violento que es pre-ciso evitar. Añorando su condición anterior, bulle en ella un deseo tan vehemente por reintegrarse con el Uno que en todo momento se ha de buscar. Para conseguir-lo, es imprescindible que el sabio huya de toda dispersión e impida cualquier som-bra de realidad para encontrarse con lo que es su verdadero Principio. El proceso es dialéctico, por lo que el alma, replegándose en sí misma, reconocerá su paren-tesco con la Inteligencia y el Alma Universal para conducirse a la plena existencia con lo que es su verdadera quietud y sosiego en el Uno. Así, del mismo modo que el tiempo se concibe plenamente en la eternidad, lo sensible podrá convertirse en instrumento para que se alcance lo intelectivo y, mediante ello, la belleza plena a la que se aspira. Tampoco debe desdeñarse la razón discursiva, pues mediante ella puede llegarse también a la intuición, e incluso al éxtasis que sería la adhesión su-prainteligible en la Unidad. Se anularían así todas las oposiciones.

Desde este anhelo, es fácil comprender el alcance que da Plotino a las inicia-

tivas de la persona. Diríamos que se trata de una empresa cuya energía y esfuerzo corresponde al propio individuo. El Uno se hace presente en toda realidad divina y humana, pero la unión con él corresponde a la iniciativa personal de cada uno98.

96 Ibid. IV, 7, 8; VI, 3, 2. 97 Ibid. II, 3, 9. 98 Plotino: Enéada VI, 9, 7.

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Para él, este ascenso hacia la unión con lo divino comprende tres grados. El

primero es la ascesis, es decir, el ejercicio de renuncia de las cosas materiales y sen-sibles - especialmente de la vista y del oído -99, porque las cosas que vemos y oímos no son más que sombras de la Auténtica Realidad. El segundo grado es la contem-plación de la verdad y de la belleza espiritual, prescindiendo incluso del mismo lenguaje para llegar a la genuina intuición. Aunque esto no es el fin, pues la Inteli-gencia, aun cuando llegue a contemplar las Ideas, por encima de éstas se encuentra el Uno que sólo se llegará a él por el tercer grado que es el éxtasis. Un estado que es privativo de las almas más puras, de tal modo que lo más espiritual de la persona se sumerge en la Divinidad para anegarse y ser convertido en el mismo Uno, lite-ralmente se diviniza. “El Uno, que no tiene diferencia, está siempre presente, y nosotros estamos presentes a El desde el momento en que ya no tenemos ninguna diferencia”100.

Alcanzado este punto, nada tiene de particular que, tanto el compendio de

su obra, como la valoración de sus principios, sean estimados - al menos por la gran mayoría de los estudiosos del tema -, dentro de un marco ecléctico y fusionis-ta. El elemento platónico, que es el dominante, lo encontramos también refundido con ideas tomadas, no sólo de la filosofía de Aristóteles, sino también de los pita-góricos y los estoicos, inclusive de la mitología griega y las religiones orientales; el mismo Porfirio, el discípulo más allegado de Plotino, nos dice que los filósofos fa-voritos de su maestro eran Platón y Pitágoras. De éstos tomó, además de la con-cepción ética de la vida y el ámbito psicológico de la persona, la unión artificial del alma con el cuerpo y, por supuesto, la de su trasmigración.

Por eso, aun cuando en su visión unitaria del mundo consideremos que en

él culmina el esfuerzo teórico de casi diez siglos de racionalidad filosófica, no po-demos menos de reconocer que se trata de una concepción en todo punto idealista. En realidad, el Uno de Plotino, tal como viene expresado, sería más bien la tras-cendencia lógica del concepto general del Ser, pero nunca la trascendencia ontoló-gica que correspondería al Principio Supremo como causa real de cuanto existe.

Acaso en la intención de Plotino existiera el deseo de no caer en el sistema

panteísta, queriendo mostrar la antítesis entre el “ser con diferencias” y el “Uno como totalidad”. Sin embargo, ante el hecho de supeditar la existencia de los seres al dinamismo de la emanación, es difícil salvar lo que para él eran radicales oposi-ciones. Además, existe una contradicción al decir, por una parte, que todas las co-sas son emanaciones del Uno y, por otra, que éste no sea ninguna de ellas.

99 Ibid. I, 1, 9; V, I, 12. 100 Ibid. VI, 9, 11.

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SENTIDO RELIGIOSO EN LA ÉPOCA MEDIEVAL El concepto asumido de “Edad Media” para el período que transcurre en-

tre la caída del Imperio romano de Occidente, en el 476, y el Renacimiento - ciclo de unos mil años -, tiene un significado singular para el tema que venimos tratan-do. Evidentemente, tal designación no la inventaron los hombres medievales, co-mo tampoco los antiguos forjaron el término de Antigüedad. Fue el hombre de la Edad Moderna quien empezó a percatarse de un período de tiempo entre el que él vivía y el mundo grecorromano, al que le calificó de Medievo.

Sin embargo, no es fácil marcar cuándo propiamente se pone término a la

Edad Antigua ni cuándo concluye exactamente el largo período de la Edad Media. Comprendamos que el desarrollo de los distintos pueblos no siempre siguió una misma línea de evolución cultural. Prueba de ello es que en cada país los historia-dores suelen apostar por fechas diferentes. De todos modos, sí puede afirmarse que la gran mayoría de los humanistas del siglo XVI, hasta los eruditos del siglo XVIII, partieron del gran prejuicio de considerar a la Edad Media como un tiempo oscuro y cerrado a las libres aspiraciones gozosas de la vida; algunos aludiendo a una profunda y larga fosa en la que habría quedado enterrada toda la civilización grecorromana. Se tendría por ello que desenterrar todo aquel antiguo esplendor para convertirlo en la era de la luz, de la civilización y de primicia cultural. Con todo, ya en la primera mitad del siglo XIX, el Romanticismo, revocando este ma-lentendido humanista, va a considerar al Medievo como un período pleno de valo-res tradicionales que era necesario reivindicar como sentimiento noble y en cual-quier caso popular. El clasicismo para ellos ataba en exceso la emotividad de la persona no dejándola expandirse según el propio sentir y la propia forma de ac-tuar.

Hoy se piensa que sólo la superación de estas dos actitudes y el contacto di-

recto con el ámbito medieval a través del examen histórico, nos permitirán una

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apreciación más ajustada de lo que fue su más profunda realidad. En principio, creemos que sería presuntuoso encasillar la historia de mil años en una sola y es-pecífica denominación. En ese largo período, no todo fue copia ni todo innovación. Acaso el intento de adaptar el pensamiento filosófico a las doctrinas religiosas sea lo más característico de toda la Edad Media. Por eso, nuestro compromiso aquí es escoger las figuras que más indagaron, no sólo en esta avenencia entre filosofía y fe religiosa, sino las que más incidieron en la problemática de la existencia de Dios. Previamente exponemos un sucinto esquema de lo que consideramos que fue el desarrollo de la cultura medieval:

Por lo que respecta al naciente cristianismo, era en cierto modo natural que se preguntara por el binomio “fe-filosofía”, ¿Podrían conjugarse ambos términos? ¿Tendrían sentido de forma separada? ¿Qué realidad era una y qué realidad era la otra? En principio, y aparte del contexto, parece que las palabras de San Pablo in-clinaban a pensar en la separación: “Dónde está el sabio? ¿Dónde el letrado? ¿Dónde el retórico de este mundo? ¿No hizo Dios necia la sabiduría de este mundo?101... En tanto que en la Carta a los Romanos también es bastante explícito a la hora de reconocer los derechos de la razón natural; se dice: “Lo que de Dios es cognoscible, ha sido mani-fiesto en ellos (en los gentiles). Pues, si bien no se puede ver a Dios, podemos, sin embargo, desde que él hizo el mundo, contemplarlo a través de sus obras y entender por ellas que él es eterno, poderoso, y que es Dios”102. En realidad, S. Pablo, no predica una filosofía más, sino una doctrina nueva de salvación por medio de un Cristo crucificado. Por eso, aún cuando algunas expresiones parezcan enunciar una abierta oposición a cual-quier acomodo con la filosofía, con su conducta y ejemplo abre caminos de buena avenencia, pues en la misma Epístola a los Romanos llega a afirmar que los genti-les son responsables si no guardan la ley moral natural impresa por Dios en sus co-razones103.

Más fluctuación se deja sentir en los primeros escritores cristianos. Una fue

la actitud negativa, como la de S. Justino que en un principio se siente insatisfecho con las antiguas escuelas filosóficas. Para él los pitagóricos son demasiado teóricos; los platónicos exageradamente atrevidos y a los peripatéticos les preocupan en demasía los honorarios; tan sólo en la doctrina cristiana la verdad se hace realidad. Por su parte, Minucio Félix ve en Sócrates un charlatán, aunque fue Tertuliano quien más incidió en separar el cristianismo de las concepciones filosóficas. Llegó a considerar a Platón el padre de todas las herejías.

Sin embargo, pronto se empezó a ver la expresión filosófica como forma posi-

tiva a la hora de manifestar las propias creencias, incluso al mismo S. Justino se le calificó como filósofo. Llega a presentar su conversión al cristianismo por haber ha-

101 S. Pablo: 1 Cor 1, 20. 102 Ibid. Rom 1, 19-20. 103 Ibid. 2, 14-15.

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llado una forma de filosofía superior a cuantas hasta entonces había conocido. Como a S. Justino, les ocurrió a otros apologetas, fueron los casos, entre otros, de Arístides, Atenágoras o al propio Lactancio; incluso algunos llegaron a adoptar el ropaje y la forma dialéctica de los antiguos, como fue el uso del manto de filósofo y la forma de enseñar como orador ambulante.

Otro paso trascendental se dio con la creación de la Escuela catequética de

Alejandría, metrópoli del helenismo que llegó a ser el centro cultural más impor-tante del Imperio romano. Para la instrucción de los gentiles se constituye esta es-cuela que cobra vida extraordinaria al tomar la dirección S. Panteno, convirtiéndo-la en un centro de teología científico-apologética con la intención de fundir en una síntesis la filosofía natural y la revelación. Llega a su apogeo con Clemente y Orí-genes.

Familiarizado Clemente no menos con los escritores griegos que con los cris-

tianos, va a procurar dar a las enseñanzas cristianas una base filosófica y científica. Por eso que incida en la posible relación entre la fe y el saber natural: la filosofía – dice -, fue un don de la providencia con el que debían prepararse los griegos para recibir a Cristo de un modo parecido a como lo hicieron los judíos con el Antiguo Testamento. Pensaba que se debía buscar una conciliación entre fe y filosofía aun cuando el mensaje cristiano estaba por encima de toda sistematización filosófica. “Somos enseñados por Dios los que aprendemos las letras sagradas del Hijo de Dios”104.

Por lo que respecta a Orígenes, diríamos que, a pesar de su portentosa acti-

vidad literaria - más que la de ningún otro Padre anteniceno -, y haber tenido una formación cristiana antes que filosófica, no se percibe el entusiasmo por la filosofía y la ciencia como en Clemente. Para Orígenes la verdadera sabiduría está en la Sa-grada Escritura. Lo cual no quiere decir que desdeñara el saber procedente de la especulación racional; también él se dejó influir por otros pensadores procedentes del platonismo y el estoicismo. Ya uno de sus admiradores, S. Gregorio Taumatur-go, nos resumió gráficamente su pensamiento: “Se guardaba bien de no aplicarnos al estudio de un solo sistema, sino que pasaba revista a todos, no queriendo dejarnos ignorar ninguna parte de la ciencia helénica. Él iba delante, llevándonos por la mano en el camino en que nosotros íbamos a continuación…Recogía para instrucción nuestra todo cuanto cada filósofo ha enseñado de verdadero y útil, fijándose especialmente en las cosas que podían fo-mentar la piedad entre los hombres. Acerca de esas cosas, no quería que ninguno se adhirie-ra a ningún filósofo determinado, aunque fuese reputado como el más sabio de los hombres, sino solamente a Dios y sus profetas”105.

104 Clemente de Alejandría: Stromata, I 20,816. 105 Ibid. Oratio paneg. In Orig.: PG, 10, 1049-1104; cf. PG 11, 88-89. Cita tomada de Historia de la Filosofía.

G. Fraile, II pág. 145.

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Una tercera etapa lo constituye la Escuela de Cesarea de Capadocia, irra-diando con propia luz por el Oriente. En el siglo IV su proyección dio lugar a dis-tintos centros importantes de la enseñanza cristiana. Su aptitud en conjugar la fe con la filosofía fue en la mayoría de los casos bastante positiva. Entre los numero-sos representantes, destacan S. Gregorio de Nacianzo, S. Basilio y S. Gregorio de Nisa.

La postura de S. Gregorio Nacianceno en relación a la filosofía fue siempre

de respeto. Se la debe aprovechar – nos dice -, para mejor exponer los dogmas. Bien es cierto que la subordina a la fe, convirtiéndola en auxiliar de la misma. El uso de la especulación racional es legítimo, aunque, ante el misterio debe detener-se. Dios para él es inaccesible a las elucubraciones de la mente. Para conocerlo y llegar a él se precisa de su palabra, de la palabra de la revelación, lo cual no impide que nos ayudemos de la mente para descubrir en el orden del mundo las perfec-ciones que podemos atribuir a su creador.

En S. Basilio hay también una clara intención de elevar al hombre - mediante

las cosas palpables y sensibles -, a la contemplación de la Divinidad. Por la belleza que nos ofrecen las realidades del mundo se puede vislumbrar la infinita fuerza de Dios. Aunque, llegar a conocer su naturaleza es impensable, sólo podemos adquirir un conocimiento negativo de él.106. Versado en la filosofía griega, la utiliza para mejor expresar, de forma sencilla y comprensible, las verdades contenidas en la re-velación. Cree también que puede ser útil a los jóvenes para que su fe no corra pe-ligro.

Por su parte, S. Gregorio de Nisa, que fue hermano menor de S. Basilio, nos

ofrece un memorándum no menos filosófico que teológico, influenciado en parte por Orígenes. De temperamento especulativo, tomó parte destacada en los concilios de Antioquía y Constantinopla (381). Aunque en ocasiones parece rebajar un tanto la razón humana; admite, teórica y prácticamente la posibilidad de la ciencia, por lo que, nuestra mente, ayudada por la experiencia, puede llegar a conocer la ver-dad107.

Considera al hombre como un microcosmos, en el sentido de que encierra

dentro de sí todas las perfecciones del mundo material. Más aún, como imagen que es de Dios, le distingue de todos los seres restantes del universo. Incide sobre todo en las palabras del Génesis: hagamos, como expresión deliberada de la Trinidad, pudiendo deducir que somos realmente imagen suya, no sólo en cuanto al alma (como decía Orígenes), sino también en cuanto al cuerpo108. Para él es cuestión muy difícil la unión del alma con el cuerpo, tanto, como la de la humanidad con la

106 S. Basilio: Hom. 6, PG 29, 118. 107 S. Gregoria de Nisa: De hom. orificio, 10, 13, 73. 108 Ibid. 44, 8-10.

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divinidad en Cristo. Para S. Gregorio de Nisa todos los cuerpos resucitados serán semejantes al del primer hombre antes de caer en desobediencia, incluso parece que llegó a manifestar que todos los espíritus - también los demonios -, llegarán con el tiempo a una purificación que les permitirá reintegrarse a lo que fueron en el inicio, de tal modo que Dios reinará en todos y para siempre.

Podríamos incluir también en este apartado al Pseudo-Dionisio, aun cuando

pertenezca a un período posterior. En efecto, en la Patrología griega se registran una serie de escritos que ejercieron una enorme influencia en el pensamiento me-dieval. Durante algún tiempo se creyó que el autor fue un discípulo de S. Pablo. Base de esta creencia fueron las manifestaciones del propio escritor que se identifi-caba con uno de los miembros convertidos en el Areópago por el Apóstol (Hechos, XVII, 34). Sin embargo, hoy se considera que dichos textos fueron redactados a fi-nales del siglo IV o comienzos del V bajo la influencia neoplatónica y en base espe-cialmente de los fragmentos de Proclo. Pudo ser un monje sirio, o quizá también un obispo en atención a la estima que se aprecia por la dignidad episcopal.

De hecho, los escritos que se conocen con el nombre de Corpus areopagiticum

o Corpus dionysianum son textos ampulosos con abundancia de neologismos y ale-gorías, se incide también en las antítesis. Lo constituyen los siguientes tratados: De los nombres divinos; De la teología mística; De la jerarquía divina; De la jerarquía eclesiás-tica. Sin embargo, no poseemos los Bosquejos teológicos que refiere el autor al princi-pio del tratado sobre los nombres divinos.

Tema básico en el pensamiento del Pseudo-Dionisio es el de la naturaleza de

Dios y el de la posibilidad o imposibilidad de nombrarle adecuadamente. Conclui-rá diciéndonos que es super-sabio, super-bueno, por consiguiente, inefable, incog-noscible y oculto109. Especifica también diciendo que es hacedor y conservador de todas las cosas, aunque oculto tras de ellas como si se tratara de un velo transpa-rente110. Dios está por encima, no sólo de los seres, sino también del mismo ser; por eso que sea inaccesible a los sentidos y a toda especulación racional. Según él, los nombres divinos pueden ser analizados en dos formas diferentes: una, como lo ha-ce la gente sencilla, elevando las perfecciones de las cosas a su máxima expresión; la otra forma es negando esas mismas perfecciones por lo que tienen de incompleto e inadecuadado. Dios es trascendente a toda realidad. Evocando de alguna mane-ra al Bien de Platón, sol de las Ideas, reitera una y mil veces la propiedad difusiva de su luz.

Pero, aun en medio de esa absoluta trascendencia divina, no le concibe le-

jano, sino accesible a cualquier persona. Afirma que todas las cosas, y en especial el hombre, proceden de Dios y, como resultado, todos debemos retornar a quien es

109 Dionisio Areopagita: De div. Nom., cc. 1-2. 110 Ibid., c. 7, 3.

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nuestro principio en el ser y en el existir; una concepción que deriva lógicamente de la mística neoplatónica, aunque evitando caer en el emanatismo monista del sis-tema; porque, si es verdad que los católicos orientales albergaron en principio cier-tas reservas al Corpus dionysianum o areopagiticum, lo cierto es que su influencia pronto se dejó sentir, no solo en Oriente, sino también en el Mundo Occidental. De una u otra forma, los textos de este misterioso personaje, en lo relativo a Dios y sus atributos, en el problema del mal o en la relación de la criatura con su creador fue-ron siempre referencia casi obligada de cuantos forman el cuadro de filósofos y teólogos de todo el Medievo.

De otra parte, si bien en la Patrística occidental no encontramos en los pri-meros siglos del cristianismo la organización escolar que hallamos en Oriente, con la personalidad latina de S. Agustín se rompen todos los esquemas. Se ha llegado a decir que el influjo de los “Padres” en la filosofía del Medievo se podría sopesar por la pervivencia que ha supuesto el pensamiento de S. Agustín (Grabmann). In-tentaremos hacer un breve resumen.

SAN AGUSTÍN (354 – 430)

Considerado S. Agustín uno de los más eminentes doctores de la Iglesia Oc-cidental, hace que muchos hayan visto en su vida un ejemplo de búsqueda y de amor a la verdad. Nace en Tagaste, provincia romana de Numidia, hoy Souk-Ahras (Argelia), de padre gentil y madre cristiana (Santa Mónica). En Tagaste se inicia en los estudios de gramática, aritmética, latín y algo de griego. En el 365 se trasladó a Madaura. En la citada provincia es donde conoció a los clásicos latinos, aunque debido al ambiente pagano, marginó el sentimiento religioso que le había inculcado la madre. Seguidamente pasa a Cartago para cursar la carrera de retóri-ca. Fue aquí, según la propia confesión, cuando, a sus diecinueve años, lee al Hor-tensius de Cicerón (hoy perdido), que evidenciaba una exhortación a dedicarse a la filosofía. La impresión que le causó – nos dice -, fue enorme, despertando, según sus palabras, el deseo de una sabiduría veraz e incorruptible. Pero la evolución es-piritual de Agustín no responde en sus comienzos a esta filosofía. Ojea la Sagrada Escritura y no acierta a comprenderla. Cree sin embargo encontrar la verdad en el maniqueísmo, apremiándole a combatir duramente a los cristianos111. Fig. 24.

En el 374 regresa a Tagaste y poco después nuevamente a Cartago donde

abre escuela de retórica. Escribe allí su primera obra: De pulchro et apto. Pero, tras haber leído gran parte de la cultura latina, Agustín cae en una especie de semies-cepticismo a la manera de los académicos. En el 383 parte para Roma donde abre nuevamente escuela, aunque un año después obtiene en Milán la cátedra de retóri- 111 S. Agustín: Conf. III 6,10.

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ca. Mencionaríamos que ya antes de estas últimas eventualidades había manifesta-do sus dudas acerca del dualismo maniqueo; vacilaciones que se intensificaron en los coloquios habidos en las nuevas residencias. De hecho, fue en Milán donde manifestó sus primeras inclinaciones hacia el cristianismo, en parte por la influen-cia de los sermones de San Ambrosio. Sin embargo, la lectura de varios textos plo-tinianos en la versión latina de Mario Cayo Victoriano perturbó un tanto sus inci-pientes atractivos. Bien es verdad que fue dicho neoplatonismo el que le conduciría hacia las enseñanzas cristianas. Con todo, la conversión fundamentalmente fue de-bida al serio examen de los Evangelios y de San Pablo. El bautismo lo recibió junto a su hijo Adeodato y otros compañeros en el año 387, en Milán y de manos de S. Ambrosio.

Unos meses después, y tras el fallecimiento

de su querida madre en el puerto de Ostia, vuelve a Tagaste donde organiza una especie de vida monacal con alguno de sus discípulos y simpati-zantes. En el 391 fue ordenado sacerdote, trasla-dándose a Hipona. Allí le consagran obispo, pri-mero como auxiliar de esta diócesis y, una vez muerto el prelado titular, Valerio, ocupando su sede. La actividad que desplegó al frente del nue-vo cargo fue inmensa, pues, además de su fecun-da labor literaria, tuvo que debatir, no sólo contra maniqueos y donatistas, sino que se vio obligado a hacer frente a las herejías de Pelagio y Prisci-liano. La muerte le vino en momentos trágicos pa-ra su pueblo. En el 429, los vándalos pasaron de España a África, poniendo sitio a Hipona en el ve-rano del año siguiente. San Agustín muere en el asedio el 28 de agosto del 430.

OBRAS

Considerado uno de los pensadores más prolíferos de la humanidad, sería

impertinente referir aquí el contenido de toda su producción literaria. No obstante, respecto a la filosofía y al tema que venimos tratando tienen importancia singular los siguientes tratados: Contra academicos, se trata de una discusión con el escepti-cismo de la Academia Nueva. De beata vita, expone el tema de la felicidad. De ordi-ne, pretende mostrar el orden de las cosas y la problemática del mal. Soliloquia, donde habla del conocimiento, de la verdad, de la sabiduría y la inmortalidad. De immortalitate animae; De quantitate animae; De libero arbitrio; De diversis quaestionibus (tratados bíblicos, teológicos y filosóficos). De magistro, sobre el enseñar y apren-der. De vera religiones, relativo a la fe y la ciencia. Confesiones, como obra literaria, es

Fig. 24. San Agustín y Santa Mónica,

por Ary Scheffer.

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la más famosa, narra su vida, su formación y evolución interior. De trinitate, estu-dio sobre la Trinidad ayudándose de la introspección. De civitate Dei, obra maestra de S. Agustín, en 22 libros, ofreciéndonos una síntesis de su pensamiento filosófi-co, teológico y político al reflexionar sobre la caída de Roma bajo los visigodos en el año 410.

DOCTRINA

Tras la lectura del Hortensius de Cicerón, Agustín va a tener como norte de

su vida la búsqueda de la verdad. Pero, ¿cómo encontrarla y estar seguro de la misma? La propia experiencia le permite mantener, al menos, su propio error al abrazar el maniqueísmo; incluso, por ser ésta una convicción personal y al fin y al cabo concreta, ¿se podría dar el paso a afirmaciones absolutas? Porque, de no ser así, a lo único que podríamos llegar sería a las “opiniones probables”. A él le preo-cupa porque ésta era la relatividad que enseñaba la Academia Nueva con su mani-fiesto escepticismo.

Como solución a la inquietud de encontrar verdades absolutas que supera-

ran esa postura escéptica, él va a partir de los hechos más obvios y comunes que se evidencian al espíritu. De hecho, muy similar a lo que más tarde formulara el mis-mo Descartes: la propia introspección de nuestros actos más simples y sencillos. Lo expresa así: “¿Duda alguien de que vive, de que recuerda, de que conoce, quiere, piensa, sabe y juzga? Pues si duda, vive…; si duda, sabe que no sabe algo con plena seguridad; si duda, sabe que no puede dar su asentimiento a la ligera. Podrá alguien dudar acaso sobre lo que quiere, pero de esta misma duda no puede dudar”112. Siguiendo este análisis, S. Agustín concibe que la verdad - aun cuando la concibamos en su lógica y en su sentido más abstracto -, es eterna y necesaria. Si tomamos por ejemplo el valor ma-temático 3 + 2 = 5, claramente apreciamos que es de alcance absoluto por más que su contenido sea ideal o especulativo.

FUENTES DE LA VERDAD

Aun sin haber elaborado una teoría completa del conocimiento, S. Agustín

no olvida el problema, procurando garantizar las condiciones que establecerían el alcance y el valor de la verdad. Frente al escepticismo de la Academia Nueva - con cuyas tesis en principio había simpatizado -, él muestra su réplica probando el al-cance de la verdad mediante la prueba de su propia existencia. Considera que hay varios tipos de conocimiento, cuyos principios fundantes son las verdaderas fuen-tes que pueden ayudarnos al conocimiento de la verdad. Uno es el conocer sensitivo, el cual, como su nombre indica, es el que proviene de la experiencia sensible; el otro es el conocimiento racional, cuyo alcance podrá ser inferior o superior. El sensiti-vo es el grado “más bajo” de todo conocimiento y sólo genera opinión, dado que

112 S. Agustín: De Trinitate, X, 10.

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trata sobre lo eventual y mudable. El conocimiento racional, en su grado inferior, se dirige al conocimiento de lo que hay de universal y necesario en la realidad tempo-ral; sería el conocimiento propiamente científico, como el que descubrimos en las matemáticas. Depende del alma, pero se produce por el contacto con la realidad sensible, siendo ésta la ocasión para que se originen los conocimientos universales.

Al conocimiento racional, en su grado “superior”, lo llama S. Agustín, “sabi-

duría”. Es el auténtico conocimiento filosófico, el que llega a las verdades universa-les y necesarias. De hecho, aunque con reminiscencias platónicas, apreciamos en sus escritos una graduación en el saber. Partiendo de los niveles más bajos y sensi-bles, hace que le conduzcan hasta los más elevados o inteligibles, el de las ideas. “Las ideas son formas arquetípicas o esencias permanentes e inmutables de las cosas, que no han sido formadas, sino que, existiendo eternamente y de manera inmutable, se hallan con-tenidas en la inteligencia divina” (De ideis, 2). Cree por tanto que las ideas se encuen-tran en la mente de Dios.

Ahora bien, dada su insondable distancia con el mundo que nos rodea,

¿cómo podremos nosotros alcanzar el conocimiento de las mismas? Y responde: “dada la lejanía con lo sensible, las ideas sólo se pueden conocer mediante una especial ilu-minación que Dios otorga a nuestra alma”. En consecuencia, el verdadero conocimien-to que puede alcanzar la actividad superior de la razón humana dependerá, en úl-tima instancia, de la Iluminación Divina.

Pero, ¿cómo interpretar en su justa medida esta iluminación agustiniana?

Puntualizarla no es fácil, pues, más que de un acto sobrenatural o de revelación, es en el hombre algo natural. No obstante, a lo largo de la Historia ha sido diversa-mente interpretada. El ontologismo, por ejemplo, la ha querido asumir describién-dola en el sentido de que nuestra razón intuye las ideas en la mente de Dios. Otros, sin embargo, la conciben como un poder que Dios concede a la razón, una virtud especial por la que el alma queda capacitada para alcanzar por sí misma las verda-des eternas, pero que de por sí no posee por naturaleza. De todos modos, es pro-bable que fuera la Sagrada Escritura quien le motivara para designar a Dios como “la luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo”. Reitera por tanto que Dios es, no sólo la fuente primera del ser, sino también de la verdad que la imprime en nuestras almas a la manera como el sello deja su huella en la cera113. Es el maestro interior que responde a las preguntas del alma. Se diría que guarda un paralelismo con la función creadora y conservadora de Dios sobre las criaturas.

Recordemos que, en un principio, lo que mejor parecía llenar sus aspiracio-

nes eran las directrices racionalistas. Sin embargo, en el correr de los años va a ir descubriendo el valor de la fe y, en consecuencia, ambas, razón y fe pueden conju-

113 De Trinitate, XVI, 15.

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garse. Llegará a decir que la fe es un modo de pensar asistiendo, es decir, que si no existiese el pensamiento, no existiría la fe. De alguna manera, la inteligencia es la recompensa de la fe. Por tanto, se trataría de una postura media entre el fideísmo y el racionalismo, de tal modo que a los racionalistas podría argüirles: Crede ut inte-lligas (cree para entender), y a los fideístas: Intellige ut credas (entiende para creer). En el fondo, quería mostrar que la fe, además de ser accesible a toda persona, po-día al mismo tiempo ser demostrable por su capacidad especulativa. De ahí su fas-cinación por las cosas humanas y divinas, y que no tuviera tampoco reparo en confesar sobre las dos realidades que acaparaban su interés: el alma y Dios (Sol., I, 2).

EL ALMA

En la reflexión sobre el alma, S. Agustín se anticipa en varios siglos a lo que

constituyó más tarde un tema profundamente humano y filosófico. Al tener como partida el análisis del propio pensamiento – un camino que seguiría Descartes -, termina por definir al alma en función de sus operaciones intelectuales. Dentro de la más estricta tradición platónica, concibe el cuerpo como instrumento del alma. Ella es la realidad más importante del compuesto humano; es espiritual, simple e indivisible. Pero, aun recogiendo en gran medida el pensamiento platónico, lo alte-ra con importantes innovaciones. En Platón el punto de partida son las cosas sen-sibles, considerándolas como sombras de la verdadera realidad. S. Agustín, en cambio, se apoya sobre todo en el alma como realidad íntima, creada por Dios. Llegamos a su conocimiento por vía de la interioridad. El alma se eleva del cuerpo a lo que es ella, más tarde a la razón y, por último, a la luz que la ilumina, a Dios mismo. Sin desdeñar el mundo sensible, S. Agustín lo revierte para encontrarse en la intimidad de su persona que lo transciende y magnifica. Asumiendo todas las funciones cognoscitivas, es en el alma donde se da la iluminación.

Pero, desde el primer momento, S. Agustín se plantea el grave problema de

la unión del cuerpo y el alma, subrayando la distinción de los dos componentes y la prioridad del alma sobre el cuerpo, como ya lo hacía saber Platón. Sin embargo, se aparta de él al rechazar su pluralismo. Solamente – dice -, tenemos una sola al-ma que penetra y vivifica todo el cuerpo. Desmiente asimismo que la unión sea por causa de un castigo. No es una unión violenta, sino natural, por más que después del pecado el cuerpo se haya convertido en su cárcel. Rechaza también la preexis-tencia platónica. Pero, así como el ala en el ave está hecha para el vuelo, el alma lo está para la felicidad, aunque no para una felicidad abreviada que se cotiza en los mercados y las lonjas del mundo, sino la felicidad absorbente que vibra dentro de nuestro ser y que aspira a la plenitud. “El alma, llega a decir, no tiene más que un alimento: conocer y amar la verdad”, es un ojo abierto que mira siempre a Dios; la pa-tria del alma es el mismo Dios.

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Sin embargo, en este análisis, la dificultad surge al plantearse el problema de su origen, reconociendo que no acierta a resolverlo. ¿Cómo fueron creadas las almas? ¿Las creó separadamente y de forma individual? ¿Acaso en forma de ger-men en Adán dejando que fuesen transmitidas por los padres? En la obra De libero arbitrio llega a proponer cuatro hipótesis sin que se decida por ninguna. Sí llega a declarar que no tiene inconveniente en aceptar la propuesta de la creación especial de Dios en cada caso en particular. Considera asimismo que el alma es inmortal, como son inmortales las verdades perennes y necesarias que capta en su interior. De hecho S. Agustín se apoya en el alma como entidad íntima y espiritual para buscar lo que él considera su base y fundamento, es decir, la realidad del mismo Dios. Llega a Él desde la intimidad personal.

DIOS

Los caminos abiertos por S. Agustín para conducir a los hombres a Dios son,

además de indicativos, numerosos. Sin ser análisis sistemáticos en el sentido rigu-roso de los cánones de la estricta investigación, son no obstante verdaderos argu-mentos intercalados con las aspiraciones de una profunda religiosidad, dando la impresión de estar dirigidos a los fieles ya creyentes que buscan la justificación de su fe. Por eso, a pesar de su formalidad metafísica, no son rigurosamente pruebas de la existencia de Dios en cuanto al método y el rigor sistemático, pero sí auténti-cas sendas que conducen a la Divinidad.

Como rutas fiables para dicha ascensión, tres son los indicadores que mejor

orientan el camino: el que arranca del mundo, el que parte del hombre, y el que se afianza en las verdades eternas, vía esta última típicamente agustiniana.

En principio, partiendo del mundo que nos rodea, S. Agustín lo contempla

como un inmenso libro escrito por Dios para darse a conocer. El orden que reina en el universo fue siempre para él algo prodigioso e impresionante, cuyo fundamento no podría ser otro que la “unidad” de Dios. De Él deriva toda la compleja variedad de seres. Poco importa que haya divergencias y contrastes en casos concretos, pues, aun en medio de las oposiciones se contribuye, de alguna forma, a la armonía del conjunto. Aún más, considera que hasta en los acontecimientos históricos existe un orden que podría cotejarse con un poema creado por la Providencia Divina114. De ahí que el orden y la causalidad forman un entramado que conjuntamente nos se-ñalan el camino hacia Dios.

Pero, aun tras estas consideraciones naturales, queda el peldaño humano

donde, en virtud de la propia interioridad, se enciende la luz de la razón. Allí se encuentra la verdad y el bien que transciende al propio hombre. “Hecho a imagen y semejanza de Dios”, lo eterno que él capta en las verdades eternas no lo hace sino

114 San Agustín: De Civitate Dei, XI, 18: CC. 48,678-679.

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por el influjo de la misma Divinidad. Es el espíritu del hombre el que mejor refleja la realidad de Dios. “No busques fuera, vuélvete hacia ti mismo. En el interior del hom-bre habita la verdad y si hallas que también tu propia naturaleza es mudable, trasciéndete a ti mismo”115. Podemos ir de lo múltiple a lo uno, de lo mudable a lo inmutable, de las verdades parciales a la Verdad eterna y absoluta. Además, como perennes que son, no pueden estar en las cosas cambiantes y volubles, sino en algo eterno, in-condicional. El todo, en cuanto que es siempre mayor que la parte, debe descansar en un principio eterno, como es eterna su verdad. Por lo tanto, la idea de justicia, de bien y de verdad que rigen nuestra vida, no puede provenir, según S. Agustín, de nuestra única capacidad reflexiva, sino que se asienta en algo más firme y con-sistente, es decir, en la acción de Dios. Pues, siendo Él principio de todo ser, lo es igualmente de todo conocimiento y de todo pensar116.

No obstante, por más que nuestra capacidad mental intente descubrir la

realidad divina, también es cierto que siempre quedaremos a la mitad de camino. Por eso, cuando S. Agustín habla de Dios, sabe y subraya que el Dios infinito es in-comprensible para nuestro limitado saber. “Si comprehendis, non est Deus”. (Si lo comprendes, es que no es Dios). Hablar de lo divino siempre es usar de analogías “Debemos, en cuanto nos sea posible, representarnos a Dios como bueno sin la categoría de la cualidad, grande sin la categoría de la cantidad, creador sin necesidad, colocado por en-cima de todo sin situación alguna local, abarcándolo todo sin abarcar, omnipresente sin ubicación, eterno sin tiempo, creador de las cosas mudables sin mutación de sí, libre de toda afección y pasión”117.

A partir de este entender, sí podría decirse que a Dios le concierne la unidad

y la unicidad. De hecho, conocedor S. Agusgín del neoplatonismo - de quien toma dicha referencia -, la inscribe ahora a su inmutabilidad y eternidad. Claro que, uni-dad, inmutabilidad y eternidad de Dios no significa reino de inercia y de quietis-mo, sino que es por esencia pura actividad, es decir, conocimiento y amor. En reali-dad, si nuestra vida es amor y anhelo (vita nostra dilectio est), el modelo ejemplar debe llenarlo todo con su amor. Por eso S. Agustín ve en las aspiraciones del hom-bre un camino hacia el Dios que le ha creado; un aspirar a la “Verdad Beatificadora” que colme sus ansias de bien y de felicidad; nadie es ajeno a la aspiración de ser fe-liz; el deseo tiene relación con el amor, nadie desea lo que no ama. Aún más, el amor gravita con el deseo de identificarse con el objeto amado, pues, no todo tipo de deseo y amor es capaz de hacer feliz a una persona, tan sólo un amor eterno e imperecedero nos puede hacer plenamente felices, cualquier otro bien incluye la posibilidad de perderlo, únicamente Dios nos puede garantizar una auténtica feli-cidad. Y porque el ser de la persona viene a convertirse en lo que ama, si amamos al Dios eterno, compartiremos su eternidad.

115 Ibid. De vera religione 39. 116 Ibid. Confesiones, VII, 10, 11; De libero arbitrio II 3-14. 117 Ibid. De Trinitate, V, 1, 2.

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Pero, ¿cuál será el camino para que nosotros cumplamos ese anhelo? No

otro que ejercitando la virtud como testimonio seguro de lo que se ama y se desea. Pues, conociendo él las Sagradas Escrituras, donde el mismo Dios se revela como amor, comprende que no habrá fórmula más perfecta que amando lo que Él ha amado primero. Por delante siempre estará su espíritu y su fuerza alentadora; es un don que nos ayudará a amar a los seres y las cosas con el mismo amor que se nos ha dado. De ahí que el punto central de la ética agustiniana esté condensada en su famoso imperativo: “Ama y haz lo que quieras”; más que el simple conocer, lo que S. Agustín pretendió fue poseer y amar la verdad.

Gran atención prestó también a las cuestiones relativas al problema del mal

y de la libertad. Los maniqueos le cuestionaban el hecho de que si el pecado no procedía de un principio o sustancia mala, ¿de dónde podía provenir? Además, si el origen estaba en el hombre, ¿Quién le creó? Suponiendo que todas las personas venimos de Dios, el mal – según ellos -, debería provenir de quien nos formó así. Frente a estas interpelaciones, S. Agustín tratará de descubrir su error argumen-tando que la grandeza divina nunca podrá mezclarse con la imperfección del pe-cado y del mal. Les prueba que Dios creó todas las cosas de la nada, pero no de sí mismo. A Evodio que le pregunta si Dios puede ser el autor del mal, le contesta: te lo diré si antes me dices tú a qué mal te refieres.

En efecto, S. Agustín distingue entre dos tipos de mal; uno cuando decimos

que alguien ha obrado siniestramente, y el otro, cuando expresamos el mal que hemos sufrido. El primero es el mal que ha cometido el hombre, del cual es la per-sona quien se hace responsable, en tanto que el que se padece es consecuencia del alejamiento de la ley eterna. S. Agustín no puede admitir que Dios sea el autor del mal, ni de un poder que sea capaz de socavar su soberanía. Pero, dado que el mal existe, éste debe explicarse de otro modo donde, sin depender del Ser Divino, tam-poco tenga su origen en otro principio que pueda enfrentarse al poder de Dios. Más que una substancia, es desvío, alejamiento del Ser Supremo, de la ley eterna y de la verdadera realidad. Llega a decir también que el mal es producto de una ma-la acción que privilegia los bienes inferiores respecto de los superiores. Por eso, más que ser el resultado de una lucha entre dos fuerzas, como dirían los mani-queos, es la consecuencia de una elección hecha por la voluntad. Claro que este li-bre albedrío de la persona lo considera también impotente para elegir lo bueno, se requiere un auxilio de lo Alto. Diríamos que la ley eterna, en cuanto impresa en la mente humana y promulgada por la conciencia, es la ley natural que, según S. Agustín puede oscurecerse por las desviaciones humanas, justificando al mismo tiempo las leyes positivas como complemento de esa ley natural.

Tal vez esta confianza en Dios venga favorecida por la propia experiencia al

considerarse un hombre con defectos y debilidades. Palpó que el don divino lo era

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todo para la persona que aspira al bien y a la felicidad. Significativas son las pala-bras que nos revela en sus Confesiones: “¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, de-forme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste”.

Ante éstas y otras reflexiones, no es de extrañar que se haya dicho de S.

Agustín que es “el último hombre del período antiguo y la primera persona moderna”. El horizonte social y político que le tocó vivir fue el Imperio romano. Las fuentes de su formación, mayoritariamente helenas. Sin embargo, tras su largo proceso refle-xivo en busca de la verdad, la nueva fe le convenció de que el pensamiento, apar-tado de la existencia de Dios, era insustancial y superfluo. Contempla al mundo antiguo lleno de valores humanos, pero intrascendentes y banales cuando no los recubre la acción divina. Cierto que el agustinismo no es un sistema orgánico, sino más bien un arsenal de materiales filosóficos expuestos en su mayoría para ilustrar el dogma e inflamar a los hombres de fe en la fascinación de Dios. Pero, aún en medio de esa superabundancia de materiales dispersos, podrían muy bien organi-zarse bajo un principio unitario que conduciría a la contemplación de la Verdad. Cabe decir también que toda la escolástica – aun en medio de sus admirables es-quemas y estructuras medievales -, va a depender en gran medida de su obra. Aún más, por emprender su búsqueda filosófico-teológica mediante la propia inte-rioridad, el yo - como resorte y demanda interior - hará que, desde supuestos dis-tintos, el cogito de Descartes no sea sino un extracto de los deseos e inquietudes de S. Agustín.

BOECIO (480 – 524/525)

Descendiente de una antigua familia aristócrata romana (Los Anicios), Anicio Manlio Torcuato Severino Boecio nace en Roma hacia el año 480. Parece ser que su padre, cónsul romano, murió siendo él aún adolescente. Estudia primero retórica y filosofía en su ciudad natal, y, más tarde, durante 18 años, en Atenas y Alejandría. Conocido como hombre ilustrado, vuelve a Roma. Aquí llega a ser senador y, en el año 510, cónsul. En el 523 es nombrado “Magíster officiorum” (Maestro de Palacio), en la corte del rey ostrogodo Teodorico, en Rávena, cargo que ocupa hasta que, acusado de conspiración política y de magia durante la persecución del emperador (arriano) contra los cristianos, es destituido, confiscados sus bienes y desterrado a Pavía donde, después de un año en prisión, muere decapitado.

En el proceso y ejecución se mezclaron motivos religiosos y políticos. Como

personaje público, Boecio intentó la conciliación entre las directrices romanas y las de los godos, una vez que el arriano Teodorico acentuó las hostilidades. El hecho de haber defendido al senador Albino, a quien se le acusaba de deslealtad por fa-vorecer al Emperador de Bizancio, dio ocasión para que él mismo fuese culpado

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también de traición. Todo ello, amén de su catolicismo y su amistad con el papa Juan I que simpatizaba más con el Emperador oriental que con Teodorico. Fig. 25.

Respecto a su obra, todos reconocen que fue extraordinaria, aunque desta-

cando sobre todo como traductor y comentarista del pensamiento griego. Diríamos que el proyecto suyo fue el de verter al latín los tratados de Platón y de Aristóteles,

intentando demostrar que ambos venían a coin-cidir en los puntos fundamentales. Sin embargo, sólo conocemos su traducción de las Categorías y del Peri hermeneias de Aristóteles y la Isagoge de Porfirio. Las traducciones de los Analíticos, de los Tópicos y de los Elencos sofísticos que figuran en sus ediciones, son supuestos erróneos. Debe aña-dirse también una serie de cortos prospectos de lógica, incluso sobre el silogismo hipotético, lo que hace pensar que Boecio estuvo familiarizado igualmente con la filosofía estoica. Se le conoció además por sus escritos sobre música y aritméti-ca.

Sin embargo, la obra más acreditada es la

que compuso en la prisión, De Consolatione Philo-sophiae, en cinco libros; un extenso tratado de teodicea en el que investiga con su-mo interés los palpitantes problemas acerca de Dios, del hombre y mundo, tam-bién sobre la providencia, la libertad y el destino, incidiendo especialmente en el tema del mal ante el compromiso de articularlo con la justicia de Dios. De ahí que fuese una de las obras más leídas en toda la Edad Media. Personificada la filosofía en una matrona, le va ésta mostrando la verdad y la justicia que él tanto ansiaba. En sí, una síntesis de su pensamiento en el que, armonizando a Platón y al plato-nismo con Aristóteles y la tradición latina y cristiana, concluye poniendo su con-fianza en Dios y su providencia a pesar de su censura e indignación por las injusti-cias de esta vida. No sin motivo se ha creído ver en ello una cierta reproducción del Timeo de Platón.

Asumida esta actitud filosófica, nada tiene de particular que se haya afir-

mado de Boecio que es el “último de los romanos y el primero de la Escolástica”. Refiriéndose a sus traducciones y comentarios, Gilson llega a decir que es “el profe-sor de Lógica de la Edad Media hasta el momento en que, en el siglo XIII, fue traducido al latín y comentado directamente el Organon completo de Aristóteles”. Gran mérito suyo fue sobre todo el habernos transmitido conceptos fundamentales de la lógica y la metafísica aristotélica, así como otros específicos de Platón, también de la Escuela Estoica, haciendo el esfuerzo de traducirlos del griego al latín, con la pronta

Fig. 25. Letra inicial de un códice

representando a Boecio escribien-

do en la carcel.

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aquiescencia de la filosofía medieval que los acuñó como indicadores idóneos para la propia expresividad.

Términos provenientes de Aristóteles son, por ejemplo, “acto y potencia”,

“especie”, “principio”, “universal”, “accidente”, “contingente”, “sujeto”, etc. De Platón son los conceptos de “Dios”, “felicidad” e incluso el alcance que él designó a la idea de “universal”. De raíz estoica son el de “naturaleza”, “ley natural”, “serie causal”, así como otros de alcance más discutible, como el de “providencia” o el polémico “des-tino”.

De cualquier modo, la ciencia suprema para Boecio no es otra que aquella

que trata de las realidades llamadas por él “intelectibles”118 y, entre ellas, la Reali-dad Divina.

DIOS Y EL SER

Al preguntarse Boecio sobre el ser de Dios, responde como filósofo: Dios es

el mismo ser (ipsum esse), cualquier otra cosa no es lo que es119. Otra forma de defi-nirle es afirmando que es la “forma absoluta”, es decir, la “forma sin materia, por eso es uno y es lo que es”. Pero, al constituirse como ser único y supremo es también la per-fección más alta que podemos imaginar, identificándose con el bien. Precisamente, y en relación con ello, no es infrecuente que hable de Dios como el sumo bien que contiene en sí todos los demás bienes. En realidad, un platonismo que también en-contramos en S. Agustín y que más tarde desarrollará S. Anselmo de Cantorbery en su famoso argumento ontológico.

Pero esta idea de perfección y de bien que de forma eminente sólo se en-

cuentra en Dios, hace que sea participada por otros seres, concretamente por el ser individual. En este sentido, las formas universales, lejos de abstraerse de la reali-dad concreta (pensamiento aristotélico), sucede lo contrario: nuestro espíritu, me-diante el encuentro de lo particular, despierta el recuerdo de las formas apriorísti-cas que anidan en nosotros (platonismo). Bien es cierto que a la hora de ofrecer el alcance de su valor objetivo, llega también a decir que por ser algo de nuestra men-te nunca lo podremos identificar con lo real. Al fin y al cabo, sería una más de otras tantas oportunidades para intentar la conciliación de ambos autores.

De otra parte, hablando de las expectativas y anhelos de toda persona por

conseguir la felicidad, llega a decir: “El bien es lo que buscan los mortales, a pesar de la diversidad de sus apetencias; con lo que claramente se echa de ver la potencialidad de la na-turaleza, pues aunque los pensamientos sean opuestos y hasta contradictorios, en un aspec-

118 Intelectible: término acuñado por Boecio para designas las realidades que trascienden a la materia y que

son objeto de conocimiento. 119 Boecio: De Trinitate, II (Migne P L 64, 1250).

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to coinciden, a saber, en la elección del fin, que no es otro sino el sumo bien”120. Por consi-guiente, la felicidad que todos buscamos, sólo en Dios la podemos encontrar. De ahí que el estudio e indagación de la realidad Divina sea el problema capital de to-da su obra. Claro que, aun cuando se adjudique esquemas de Platón, de Aristóteles y de Plotino como autores de su preferencia, Boecio incide sobre todo en un Dios personal. Para el hombre que busca, la Realidad Divina lo es todo, es el Absoluto que colma toda su aspiración, porque, si en Platón la idea de “Bien” era ya reali-dad, en Boecio con la idea de Dios se encuentra toda la realidad. Por eso que sea desde siempre y por sí mimo “el Ser” y el fundamento de cualquier otro ser. Inclu-so va más adelante. Considera que todo ser es por la forma: una estatua, por ejem-plo, es lo que es por su forma, no por otra realidad como sería la materia. En ese sentido, Dios es forma absoluta, es pura forma sin materia, es incondicionalmente perfección.

Tras este examen, considera que lo imperfecto hace relación a lo perfecto

(pensamiento platónico). La imperfección siempre será una merma de lo perfecto, sombra pálida de lo que representa en general. Tal es así, que las alusiones a esta idea, además de ser numerosas, en todo punto son altamente significativas. Nos dice, por ejemplo: “Y es innegable que semejante bien existe y es como la fuente de todos los demás; pues una cosa se dice ser imperfecta en cuanto es inferior en grado a lo perfecto”.

“De donde se desprende que si en un género determinado conocemos seres imperfec-

tos, es necesario que exista en el mismo género el ser perfecto; puesto que, suprimida la idea de perfección, no se puede imaginar siguiera el origen de lo que nos parece imperfecto”121.

Ahora bien, tomada así la perfección de Dios, no puede estar tampoco al

margen respecto a todos los seres por imperfectos que éstos sean; Él es providente contra el hado. La voluntad divina ha estado y continúa su acción en todo lo que acaece. “Es aquel plan divino que existe en el autor del mundo que todo lo ordena”122. Pe-ro, ¿cómo se conjuga esto con la libertad personal? Boecio no duda en salir al paso distinguiendo dos estratos del ser: el mundo de lo irracional” y el ámbito de los seres dotados de razón. En el primero todo acaece necesariamente (influencia estoica), mientras que en el reino del espíritu, las formas eternas actúan únicamente como ideales, a las que se debe seguir, pero también cabe rechazar. El hombre, compues-to de cuerpo y alma, materia y forma, es definido con su famoso aserto: “Persona est rationalis naturae individua substancia” (De pers. et duab. nat. c. 3).

Ante Dios y ante el bien, el hombre es el responsable. Sintomáticas fueron

sus consideraciones morales escritas en los meses que permaneció en prisión. Nos dice de los hombres que pueden tornarse bestias cuando prescinden de la morali-

120 Boecio: Consolación de la Filosofía, III, M. 1, 20. 121 Ibid. M. 9, P. 3-4. 122 Ibid. IV, 6.

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dad y de la razón. La experiencia de los desprecios sufridos en la cárcel fue igual-mente la ocasión para sus hondas reflexiones sobre el problema del mal. Ante las injusticias que se cometen, llega a preguntarse: ¿Por qué se da el mal y quedan tan-tas veces los insolentes sin castigo? ¿Por qué no es recompensada la virtud, sino que se la difama y humilla existiendo un Dios justo? En las respuestas - aunque con un tinte estoico -, quiere poner de manifiesto a todas luces la Providencia Divi-na. Considera que el poder de los malos es sólo aparente. La virtud de los que lo sufren es más fuerte, pues cualquier acontecer dentro de la serie causal en la natu-raleza está ordenado por el poder divino. “De hecho, nada hay que tenga por fin el mal, ni aun el mismo proceder de los malvados; pues, como ya hemos demostrado amplia-mente, es el error el que los ciega y desvía en su búsqueda del bien; mucho menos se podrá pensar que el orden, que dimana del quicio universal que es el bien supremo, se desvíe ja-más de su principio”123.

Por éstos y otros muchos testimonios que encontramos en su obra, clara-

mente se deduce que Boecio, además de mantener los principios clásicos respecto a Dios y su acción creadora, quiere poner igualmente de relieve que, junto a su transcendencia, es un ser personal que atiende a las necesidades de los hombres, distanciándose en este aspecto, tanto de Platón como de Aristóteles y Plotino. Si-gue más bien aquí las enseñanzas de S. Agustín. Cierto es que, por adherirse a este pensar cristiano y el modo de terminar su vida en la aceptación del designio di-vino, puede explicarse la tradición en la diócesis de la Alta Italia donde a Boecio es considerado y venerado como un verdadero mártir, incluso el propio papa León XIII aprobó su culto en la diócesis de Pavía, aun cuando en el proceso y su ejecu-ción se mezclasen motivos tanto religiosos como políticos.

De todos modos, a la hora de hacer un juicio crítico de su pensamiento, cabe

pensar en dos valoraciones diferentes: En primer lugar - debido a su interés por transmitir la tradición filosófica griega, la helenístico-romana y buena parte del pensamiento cristiano -, nada tiene de particular que se le considere un tanto ecléc-tico. También da la impresión de ser consciente de hallarse en un tiempo de crisis, queriendo constreñir el legado de la tradición con perspectivas más innovadoras. Por eso que se le considere el “último de los romanos y el primero de la Escolásti-ca”, como ya dijimos. Podemos recordar, por ejemplo, sus fluctuaciones acerca de la naturaleza de los universales que tanto dieron que hablar en el Medievo. En se-gundo lugar – y tras las desdichas sobrellevadas en la cárcel -, hizo que en medio de una positiva disposición que impregna prácticamente toda su obra, la conclu-sión responde más bien a un estado de espíritu estoico donde confluyen, tanto la firme voluntad de resistir a cualquier infortunio, como la sólida confianza en la Providencia. De ahí su justa preocupación por las realidades divinas y humanas.

123 Ibid. IV, M, 5. P. 22.

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ESCOTO ERÍGENA, JUAN (h. 810 - 877)

Los contemporáneos de Erígena se refieren a él como Johannes Scottus o

Johannes Scottigena, equivale a decir “un nativo de Irlanda” (Eriu). Tiene lugar su nacimiento hacia el 810. Nada sin embargo se sabe de su vida hasta que, entre el 840 - 847 fue llamado por Carlos el Calvo para ponerle al frente de la Escuela Pala-tina de París donde se relacionará con grandes personalidades, como eran por en-tonces, Ratramno de Corbie, Lupo de Ferriéres o Sedulio. Se cree que fue un clérigo procedente de algún monasterio irlandés por más que Prudencio de Troyes afirme que no poseía ninguna dignidad eclesiástica.

En torno al 851, los obispos Parciulo e

Híncmaro le piden que escriba un tratado en contra de las ideas de Godescalco referente a la predestinación. Escoto accede redactando su “di-vina praedestinatione”. Sin embargo, esta obra desagradó a los que le habían instado a escribir-la, pues, aun en medio de su osada originalidad, les pareció que deformaba la tradición latina, es-pecialmente la de S. Agustín. Por eso que fuese condenada en los concilios de Valence y Lan-gres.

Pero si éste fue su primer período intelec-

tual, el segundo comenzará cuando entra en con-tacto con la Patrística Griego. Hilduino había llevado a cabo una traducción del Spseudo-Dionisio Areopagita que no satisfizo por la am-bigüedad y su difícil comprensión. Carlos el Calvo sugiere a Escoto que la revise o confeccione otra. Así lo hizo: tradujo nuevamente toda la obra, acompañada de personales observaciones (excepto la sección sobre teología mística). Sin embargo, tal fue la impresión que causó en él este estudio del Areopagita que bien puede de-cirse que marcó una nueva etapa en la trayectoria de su pensamiento. Pero como antes había sucedido con la “divina praedestinatione”, tampoco agradó la versión del Spseudo-Dionisio al papa Nicolás I, quien, en un comunicado al rey se lamenta de no haber sido sometida a su aprobación la obra de un sospechoso de ortodoxia como era el Erígena. De hecho, para la escolástica significó una puerta abierta al neoplatonismo. Tradujo también Los Ambigua, de Máximo Confesor y el tratado De hominis opificio, de S. Gregorio de Nisa, aunque su gran obra es la titulada De divi-sione naturae, donde expone una teoría de la naturaleza partiendo del único ente incondicional y verdadero, el de Dios.

Fig. 26. Ilustración de Juan Escoto

Erígena.

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De sus últimos años, nada se sabe, pues, aunque se haya transmitido que re-tornó a Inglaterra muriendo asesinado por los alumnos con sus utensilios de escri-bir, no parece tener fundamento dicha observación; lo más probable es que murie-se en París. Fig. 26

LA RAZÓN Y LA FE

Tomada la obra en su conjunto, diremos que ha sido interpretada de muy

diversas maneras. B. Hauréau, por ejemplo, piensa que es un librepensador y un preludio de la filosofía moderna. También Wulff le presenta como el “padre del ra-cionalismo medieval”, en tanto que V. Albanese le considera un pensador que in-tenta armonizar - sin conseguirlo -, la filosofía neoplatónica con la doctrina cristia-na. Wilson, sin embargo, lo ve más conciliador: le evalúa como un pensador cris-tiano deseoso por hacer “una exégesis filosófica de la Sagrada Escritura”, aunque “si hay algo de racionalismo, fue al margen de su intención”. De todos modos, sí es cierto que hay frases en Escoto que inclinan a creer en una prioridad de la razón sobre la autoridad:

“Alumno. - Ciertamente la autoridad procede de la razón verdadera, pero la razón

nunca jamás de la autoridad. Toda autoridad que no es aprobada por una razón verdadera, aparece como insegura…”

Maestro. – En consecuencia, primero importa usar la razón en las cosas que ahora nos preocupan, y más tarde la autoridad”124.

No obstante, y por lo que pudiera parecer, estas y otras expresiones en nin-

gún caso pueden atribuirse a la autoridad divina, es a la humana a la que se refiere. La autoridad de la Sagrada Escritura es total, puesto que se trata de la palabra de Dios. De forma general y parcialmente debe seguirse, investigarse y ser explicada. Otra cosa es la autoridad patrística, pues, aun debiéndose estimar según los casos, las opiniones deben fundarse en la inteligencia que razona, de tal modo que indi-vidualmente cada persona puede estimar a uno más que a otro e incluso deducir verdades personales (idea ésta que contrastaba con la aceptación incondicional de los Santos Padres en la época que le tocó vivir). Por lo tanto, no se trata de la razón como potencia del alma o como algo que se contraponga a la fe, sino como labor de la demostración racional. Lejos de Escoto oponer la fe a la razón. Entiende que la verdadera autoridad y el juicio recto no pueden en modo alguno contradecirse, proceden de una misma fuente: la Sabiduría de Dios.

Atendiendo precisamente a estos juicios de valor, no han faltado voces que

consideran la obra de Escoto como el primer gran ensayo medieval de ofrecer sen-tido, y de algún modo esclarecer filosóficamente, los dogmas teológicos. El neopla-tonismo que asume del Pseudo-Dionisio es el mejor espejo que encuentra para ex-

124 Escoto Erígena: De divisione naturae, I, 513B-C.

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poner sus creencias, es decir, una filosofía acorde para explicar las enseñanzas de la verdad revelada. Pensemos que su fe de creyente era la auténtica representación de todo su ensayo ideológico. Por eso, más que plantearse el problema de la ar-monía entre revelación y filosofía, él se fija en sus relaciones mutuas. La idoneidad de la razón será siempre penetrar, indagar en lo posible, las verdades admitidas por la fe.

NATURALEZA Y DIOS

En la obra De divisione naturae, Escoto expone su principal esquema doctri-

nal partiendo del único ente verdadero, Dios. Debe aclararse, sin embargo, que la palabra Naturaleza corresponde en su estudio a todos los seres, desde la realidad Divina a cualquier otra realidad del mundo.

En virtud de ello, va a establecer una gran división entre “las cosas que

son”, y aquellas “que son y no son” porque todavía no tienen realidad. 1) Cosas que son. El ser, como naturaleza dinámica. Nos ofrece cuatro mo-dalidades o etapas distintas de realizarse:

a) La Naturaleza que crea y no es creada, es decir, Dios como realidad primera y

como ente originario, el cual, al contemplarse a sí mismo, salen de Él, y des-de toda la eternidad, las Ideas. Es un desplegarse creando los principios del devenir. En Él por tanto se identifican el ser y el obrar y, por lo mismo, es creador Ab aeterno. De igual modo, al considerar su absoluta trascendencia, Él es infinito, causa suprema de toda realidad, aunque por lo mismo, incog-noscible e incomprensible, únicamente podemos vislumbrar su ser mediante el examen de las cosas de este mundo en cuanto creaciones de un Primer Principio. Ahora bien, por no tener esencia ni limitación, llega incluso a de-cir que sería incomprensible para sí mismo. “Así pues, Dios desconoce qué cosa es, porque no es una cosa”125. Para Escoto existe una doble teología: la teología negativa y la afirmativa. En la primera se niega que Dios sea una esencia al modo de las cosas existentes, mientras que en la positiva se afirma de Dios, aunque simbólicamente, la suma realidad de todo cuanto existe.

En esta línea de pensamiento que concuerda con el Pseudo-Dionisio

en su procedimiento y análisis para conocer la Realidad Divina, existe un proceso contrario al origen de las cosas: encumbrándose de la pluralidad a la unidad de su primer principio. Desde las criaturas ascendemos al ser de las esencias, aunque eso sí, tales sustancias y esencias nunca podremos atri-buirlas a Dios de forma positiva, sino negativa. Podremos decir: Dios no es sustancia ni esencia, pero sí supersustancia; no es justo, sino superjusto o

125 Escoto Erígena: De divisione naturae, II, 589B.

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superbueno. Solamente lo que aplicamos a Dios por negación, lo designa-mos con propiedad. “En efecto, todo lo que se entiende y se siente, no es más que la aparición del que no puede aparecer, la manifestación del que está oculto, la com-prensión del incomprensible, la expresión del inefable, el acceso del inaccesible, la in-teligencia del ininteligible, el cuerpo del incorporal, la esencia superesencial, la for-ma del informe, la medida del inmensurable, el número del no numerable, el peso del ingrávido, la masa del espiritual, la visibilidad del invisible, la localización del que no tiene lugar, la temporalidad del intemporal, la delimitación del infinito, la cir-cunscripción del incircunscripto, y todas las demás cosas que son pensadas y perci-bidas por el entendimiento, pero que no pueden ser apresadas en los estrechos límites de la memoria y escapan a la mirada de la mente”126.

b) La Naturaleza que es creada y que crea. Es el segundo estadio o mundo de las

Ideas. Nuestro entorno: lo que vemos y palpamos es un reflejo de esa Natu-

raleza creada. No es que sea una etapa sucesiva, como la ũς de Plotino, sino coeterna con ella y asequible sólo por el entendimiento. Es la primera teofanía de la Divinidad, el primer producto de la creación. Pero, como Ideas divinas, son las esencias genéricas y específicas de todos los seres, un mundo ideal neoplatónico, el mundo que Dios ha concebido desde siempre. Por eso, como teofanía que es, los seres están reflejando lo que Él desveló en las Ideas. Puede también decirse que ellas no son eternas, sino coeternas porque tienen una causa que las ha producido en su intemporalidad. Por lo tanto, existiendo desde siempre, dependen de Dios en cuanto a la existen-cia127.

Pese a todo, aun estando eternamente en el ser divino y por lo tanto sin mul-tiplicidad alguna, pueden considerarse como múltiples en cuanto a los efec-tos, es decir, en cuanto que son los modelos ejemplares de todas las cosas.

c) La Naturaleza creada y no creadora. Se trata del mundo como realidad histórica

y circunstancial, es decir, todos los individuos corpóreos y espirituales que se producen en el tiempo. Como tales, no producidos por la primera Natu-raleza que es inmutable, sino por la segunda como causa eficiente y formal. Al árbol, por ejemplo, da origen la esencia de la materia prima, uno de los atributos divinos, fundiéndose con las esencias de cantidad y otros acciden-tes. De hecho, Escoto aplica ese mundo ideal de las Ideas al texto del Géne-sis: “La tierra estaba indeterminada y vacía y las tinieblas cubrían la haz del abis-mo, pero el espíritu de Dios se cernía sobre la superficie de las aguas”128. Es el Es-

126 Ibid. III, 632D. 127 Ibid. II, 21: 561BC. 128 Gén: I, 2.

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píritu de Dios quien todo lo informa y fecunda haciendo salir las Ideas de sí mismas para formar los seres del mundo inferior129.

En ese ámbito, concluye que las personas no se distinguen substancialmente unas de otras, sino que son diversas determinaciones accidentales de la úni-ca especie humana. Los hombres subsisten en Dios ab aeterno. Como indivi-duos, están compuestos de cuerpo y alma. Pero, aunque en su origen el cuerpo fue incorruptible, al apartarse de Dios para volverse a sí mismo, se produjo la culpa y su caída. Sin embargo, El Verbo le redimió y de ahí el po-sible retorno a su origen, esto es, la vuela a la Divinidad; más aún, al ser creado a la imagen de Dios, el alma está reflejando la unidad de la misma Trinidad: por la inteligencia que comprende, se irradia al Padre; por la razón que contempla las Ideas, se manifiesta el Hijo; por los sentidos que vislum-bran las esencias sensibles, se evidencia el Espíritu Santo. Lo subscribe del siguiente modo: “Contempla, y después que tu mirada haya traspasado la nube que te encubre la verdad, ve con qué claridad y con qué pureza se revela la triple esencia de la Trini-dad divina en los diversos movimientos del alma humana y cómo se manifiesta como un espejo a aquellos que la buscan con recogimiento. Esencia separada de toda cria-tura por una distancia infinita, inaccesible a toda inteligencia, es por su imagen y su semejanza como se hace presente en alguna manera y purifica la pequeña imagen en la cual se reflejaba, a fin de hacer resplandecer en todo su brillo la divinidad en tres personas: porque la luz infinita de esta divinidad es demasiado brillante para los ojos de la inteligencia, y, siempre dañosa por sí misma, no se deja percibir más que en su imagen. Así, el Padre se muestra claramente en la inteligencia, el Hijo en la razón, y el Espíritu Santo en los sentidos”130.

d) La Naturaleza que no crea ni es creada. Se identifica en el fondo con la primera

Naturaleza. Es el mismo Dios considerado como término del universo, fin

último de los seres, allí donde todo se sublima y diviniza (Θέως). De he-cho, no es sino la consecuencia del clásico proceso neoplatónico: creación de las cosas y retorno al primer principio. La pluralidad volverá a la unidad y, en referencia a los humanos, retorno al estado primitivo de la primera idea ejemplar, a la Idea de Humanidad.

Ni que decir tiene que, a la hora de cotejar estas ideas, debemos reconocer que,

en medio de las deficiencias y equívocos doctrinales, presenta ya un esbozo de lo que será siglos más tarde la doctrina medieval. La línea primera la irá rellenando la fe en la autoridad de Dios por medio de su palabra revelada, aunque añadiendo la filosofía como capacidad intelectiva que ayudará a la comprensión de la verdad. La

129 Escoto Erígena: De divisione naturae, II 19: 554B. 130 Escoto Erígena: De divisione naturae, II, 24, 579A.

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raíz y el fundamento es el mismo. Claro que las fuentes de que se sirve Escoto son más bien pobres: algo de artes liberales, como la dialéctica y una fragmentaria filo-sofía que toma del Pseudo-Dionisio, de Máximo Confesor y de S. Gregorio de Nisa. Tal deficiencia le lleva a caer en bastantes imprecisiones, como las supuestas Ideas intemporales, pero que a la vez crean.

SAN ANSELMO DE CANTERBURY (h. 1033 – 1109)

Oriundo de Aosta, ciudad del Piamonte (Italia), Anselmo nace hacia el 1033 de una noble familia longobarda. En torno a los quince años muestra ya inquietudes religiosas, atrayéndole la vida monacal benedictina. Al parecer, las desavenencias con el padre hicieron que a los 24 años abandonara su tierra natal en busca de una profesión estable. Peregrinó por la vecina Francia, recorriendo Borgoña y las regio-nes del norte, pasando a Normandía, dominada entonces por los ingleses y donde florecían distintos monasterios benedictinos. Conociendo la gran fama que tenía un compatriota suyo, Lanfranco de Pavía, que enseñaba en la abadía de Bec, allá se di-rigió con el propósito de abrazar la regla monacal. Después de varios encuentros, sus inquietudes se vieron cumplidas. Contaba con 27 años cuando ingresó en el monasterio. En sus aulas estudió el clásico “trivium” bajo la dirección de Lanfranco, a quien sucedió en el cargo y, en el año 1093, como arzobispo de Canterbury.

Será precisamente aquí, en Inglaterra, donde él revele, además de sus conoci-

mientos filosóficos y teológicos, sus dotes como político. Por entonces la Iglesia vi-vía en su seno el gran conflicto de las investiduras, donde la autoridad civil preten-día arrogarse derechos eclesiásticos impropios de su competencia cívica. Concre-tamente, el monarca británico, Guillermo el Rojo fue de los que más agudizó el problema. Por intentar defender los derechos eclesiales, S. Anselmo tuvo que mar-char a Roma donde, no sólo le ofrecieron su apoyo, sino que, ante la propia instan-cia para que fuese reemplazado en el cargo, el papa se lo denegó, aunque, dado que estaba vetado para retornar a Iglaterra, le permitió quedarse en Campania. Asistió al Concilio de Bari y, para alivio suyo, se acusó al rey de Inglaterra de si-monía y de oprimir a la Iglesia. Más aún, la muerte de Guillermo el Rojo puso fin al destierro de Anselmo. El retorno a Canterbury fue aclamado por la gran mayoría del pueblo, aunque la paz no fue tampoco duradera, pues Enrique I, además de arrogarse el derecho de reconfirmar la elección de S. Anselmo, no quiso renunciar a otras muchas prerrogativas; tan sólo el temor de que fuese excomulgado, hizo que se mitigaran los antagonismos. Anselmo murió en Canterbury el año 1109. Fig. 27.

De todos modos, y a pesar de su azarosa vida, no le impidió dirigir la copia de

manuscritos filosóficos y literarios, así como la redacción de numerosos tratados.

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Los que más importancia tuvieron para la filosofía – escritos breves todos ellos – son el Monologion y el Proslogion, también el Contra Gaunilonem, que había impug-nado sus argumentos; De Grammatico; De veritate; De libero arbitrio; Cur Deus Homo, etc. Intentaremos exponer el resumen de las dos obras que mejor definen su pen-samiento.

DIOS NO PUEDE NO EXISTIR

1) El Monologion, editado a instancias de

los alumnos en su estancia en el monasterio de Bec, trata de la existencia y de la naturale-za de Dios, uno en esencia y trino en perso-nas131. En la perspectiva de S. Agustín, expo-ne en los primeros capítulos tres pruebas de la existencia de Dios, apoyadas en el bien, en la causalidad y en los grados de perfección.

A) Respecto a la primera, atestigua que tanto los sentidos como la razón nos pre-sentan innumerables bienes que se actua-lizan en los distintos objetos que están a nuestro alcance. Ahora bien, conociendo que todo en la vida tiene una causa, cabe entonces preguntarse si cada cosa buena tiene una causa particular o si existe una causa de todos esos bienes. Piensa él que siendo las cosas más o menos buenas, es porque participan de aquel Bien que no es más o menos bueno, sino el Bien sin límite alguno. En consecuencia, existe un Ser superior por el cual todas las co-sas son buenas, al que llamamos Dios. B) La prueba segunda parte de la efectividad de las causas. Se plantea el pro-blema de si el universo tiene una o muchas causas. Y concibe tres posibilidades: 1ª) que las causas se reduzcan a una; 2ª) que existan por sí mismas, o 3ª) que se originen unas a otras. Si se reducen a una, tal causa sería el principio del universo, que llamaríamos Dios. Si, por el contrario, existen por sí mismas, por lo menos tienen esta facul-tad que las hace que sean existentes; bien es cierto que entonces esta facultad sería el principio de que existan y, como tal, sólo existe una causa y no varias. En tercer lugar, si se producen unas a otras, llegaríamos a la contradicción de que una cosa recibe el ser de aquella que previamente le había originado el su-

131 Anselmo de Canterbury: Monologion, 1-78.

Fig. 27. Estatua de S. Anselmo

en la fachada de la catedral de

Aosta.

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yo. Queda pues demostrado que había una única Causa que existe por sí mis-ma, a la que llamamos Dios. C) La prueba tercera la obtiene al contemplar la perfección que existe en las co-sas. Los seres del mundo – dice -, son más o menos perfectos. Pero, en esta esca-la finita habrá, o una cosa más perfecta que todas las demás o varias cosas igua-les en perfección. Ahora bien, si en la jerarquía suprema hay varios seres igualmente perfectos, serán eminentes, o por su esencia o por otra cosa. Si lo son por su esencia, no se distinguirán por ser una misma cosa; si lo son por algo distinto a su esencia, existe entonces ese algo superior a ellas y, por lo mismo, lo más perfecto de todo. Por consiguiente, en uno y otro caso, existe una naturale-za suprema en perfección a la cual la llamamos Dios.

2) La segunda obra, comúnmente denominada Proslogion o alocuación, es com-

plemento del tratado anterior, desarrollando otra prueba que le ha valido tener un puesto destacado en la Historia de la Filosofía. Se trata, según la denominación de Kant, del célebre “argumento ontológico”. Bien es cierto que dicho calificativo vino dado por la forma en que fue expuesto por Descartes y Leibniz, por más que el ra-zonamiento ya estaba desarrollado en S. Anselmo. Se halla en el prólogo y los capí-tulos 2-3 del Proslogion, así como en la col. 251 en respuesta a Gaunilón. Es el si-guiente:

Todo ser humano tiene la idea de un ser superior (sumo), que no puede pensar-

se otro mayor (id quo maius cogitari non potest). Pero si este ser existiera sólo en la mente, no sería el mayor ser que pudiéramos pensar, porque podría pensarse otro superior, que existiera, no sólo en la mente, sino también en la realidad. Por lo tan-to, la idea del ser sumo exige que exista, no sólo en la mente, sino también en la realidad.

En principio, cabe recordar que el punto de partida es religioso: las personas,

que están hechas para ver a Dios, no lo han visto. Pero esa fe busca la comprensión (fides quaerens intellectum). De ahí que traiga a la memoria el Salmo 13: “Dijo el in-sensato en su corazón: no hay Dios” (Dixit insipiens in corde suo: non est Deus). Ante tal negación intenta probar su contrasentido. Así es como debe entenderse su argu-mento. Nos lo expone del siguiente modo: 2.1"Así, pues, ¡oh Señor!, Tú que das inteligencia a la fe, concédeme, cuanto conozcas que me sea conveniente, entender que existes, como lo creemos, y que eres lo que creemos. Cier-tamente creemos que Tú eres algo mayor que lo cual nada puede ser pensado. 2.2 Se trata de saber si existe una naturaleza que sea tal, porque el insensato ha dicho en su corazón: no hay Dios.

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2.3 Pero cuando me oye decir que hay algo por encima de lo cual no se puede pen-sar nada mayor, este mismo insensato entiende lo que digo; lo que entiende está en su entendimiento, incluso aunque no crea que aquello existe. 2.4 Porque una cosa es que la cosa exista en el entendimiento, y otra que entienda que la cosa existe. Porque cuando el pintor piensa de antemano el cuadro que va a hacer, lo tiene ciertamente en su entendimiento, pero no entiende todavía que exis-ta lo que todavía no ha realizado. Cuando, por el contrario, lo tiene pintado, no so-lamente lo tiene en el entendimiento sino que entiende también que existe lo que ha hecho. El insensato tiene que conceder que tiene en el entendimiento algo por encima de lo cual no se puede pensar nada mayor, porque cuando oye esto, lo en-tiende, y todo lo que se entiende existe en el entendimiento. 2.5 Y ciertamente aquello mayor que lo cual nada puede ser pensado, no puede existir sólo en el entendimiento. Pues si existe, aunque sólo sea también en el en-tendimiento, puede pensarse que exista también en la realidad, lo cual es mayor. Por consiguiente, si aquello mayor que lo cual nada puede pensarse existiese sólo en el entendimiento, se podría pensar algo mayor que aquello que es tal que no puede pensarse nada mayor. 2.6. Luego existe sin duda, en el entendimiento y en la realidad, algo mayor que lo cual nada puede ser pensado132."

En rigor, la prueba de S. Anselmo implica un deseo profundo, esto es, que no se puede negar la existencia de Dios, Él no puede no existir. Sin embargo, ya el monje Gaunilón replicaba a S. Anselmo con el siguiente contra-argumento: “Enton-ces, si yo pienso una isla perfectísima, se seguirá igualmente que esa isla existe”. También Kant, a su modo, seguirá un camino semejante: “con el concepto de una cosa no se nos da su existencia. Si yo me represento 100 escudos, no por ello los tengo en mi mano”. Pero S. Anselmo no ignoraba tal forma de argumentar. De hecho, llega a decir que si un pintor se representa un cuadro, no por ello existe. Sin embargo, y pese a los crite-rios en su contra, él rebate a Gaunilón diciendo que el ejemplo de la isla perfectísi-ma no atañe al verdadero asunto, pues en la idea de Dios tenemos un caso único que no se puede asemejar a ningún otro; se trata aquí del ser que tiene necesaria-mente la suma de las perfecciones desde toda la eternidad, mientras que una isla, en cualquier caso imaginable, será siempre un ser limitado.

De hecho, la demostración anselmiana viene dirigida por la distinción radical

entre lo que es la idea (in intellectu esse) y lo que es real (in re esse), y tras ello las ré-plicas de Gaunilón. Pero sucede que el significado o idea de Dios no es concepto de esta clase de pensar corriente. S. Anselmo está convencido por su fe religiosa de que a la esencia de Dios corresponde el existir, y en ese caso, su punto de partida y

132 Anselmo de Canterbury: Proslogion,, CLVIII, col. 223-228.

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su prueba es tan sólo una explicación de la fe que él ya posee. De hecho, no es in-frecuente en sus análisis recurrir a la fe para presentar su concepto de Dios.

Creemos, no obstante, que ese apoyo en la fe no es todo. Sería más procedente

decir que el ser perfectísimo que él concibe no es sino el concepto que tenía Boecio de Dios como el ser sumo que contiene todos los bienes (summum omnium bonorum cuncta que bona intra se continens), una versión, al fin y al cabo, de la idea platónica del Bien, o si se quiere, un razonamiento apriorístico de que todo lo imperfecto su-pone la perfección en la línea del ser. En referencia a sus propias palabras, lo que quiere decir S. Anselmo del insensato es que no entiende lo que dice, y no lo en-tiende porque no piensa en Dios, esa es su insensatez. Si se piensa en plenitud lo que es Dios, se percibe que no puede no existir; de ahí que contraponga a la insen-satez la interioridad; a la reflexión, la vuelta sobre sí mismo a la manera de S. Agustín. En consecuencia, su argumento es, en el fondo, una apelación al sentido íntimo. Por eso, aun cuando reconocemos que el paso es ilegítimo: no se puede pa-sar del orden ideológico al real, o de la existencia ideada a lo palmariamente tangi-ble, no quita para que sintamos el respeto que se debe al esfuerzo por demostrar, aunque sea a priori, la existencia de Dios. De hecho, no han sido pocos los pensa-dores que han escogido ese mismo camino, mencionaríamos, entre otros, a Gui-llermo de Auxerre, Alejandro de Hales, S. Buenaventura, Descartes y, de alguna manera, también Leibniz. Sin embargo, la gran mayoría lo rebaten, entre ellos, San-to Tomás y Kant.

Las objeciones han sido muy variadas. Santo Tomás, por ejemplo, llega a decir

que “ni el católico ni el pagano conocen la naturaleza de Dios tal cual…, la conocemos por los conceptos de causalidad, excelencia y remoción”133. El término que usamos para re-ferirnos a Dios no es unívoco entre el creyente y el no creyente, como parece des-prenderse del argumento anselmiano, ni tampoco equívoco, sino análogo. Atesti-gua por ello que: “Únicamente poseemos un conocimiento verdadero de Dios, cuando creemos que su ser está sobre todo lo que podemos pensar de El, ya que la substancia divina trasciende el conocimiento natural del hombre”134.

De todos modos, S. Anselmo, aun cuando esté sumido en la tradición patrística,

de ascendencia agustiniana y neoplatónica, no es menos cierto que se encuentran ya en él las líneas generales de lo que será más tarde el sistema escolástico. En el fondo, su argumentación lógica implica de alguna manera a toda la metafísica. Se le ha considerado el primer gran filósofo medieval después de los preliminares de Escoto Eriúgena. Abre una acompasada pero firme dirección en los inicios del siglo XII que confluirá en las grandes síntesis de la centuria siguiente. Las escuelas se convierten en centros intelectuales de primer orden fructificando en la creación de las Universidades. Sucede también que el pensamiento aristotélico, muy poco co-

133 Santo Tomás: Summa Teologiae, I,q. 13,a. 10, ad. 5. 134 Ibid. Summa contra Gentiles, I, c. 5.

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nocido hasta entonces, tendrá, merced sobre todo al colegio de traductores de Bag-dad, una fundamental incidencia en desarrollo de la escolástica. Por todo ello, he-mos creído oportuno exponer seguidamente el pensamiento filosófico-teológico de las principales personalidades del mundo árabe y judío que convergen, de una u otra forma, en esta época.

AL-FARABI (870 – 950)

Abu Nasr Muhammad Al-Farabi, nace el año 870 en la región de Farah, (de ahí su nombre), en el Turquestán persa. Hijo de una noble familia, se traslada, joven aún, a la ciudad de Bagdad. Estudia filosofía, matemáticas, música, ciencias y me-dicina, donde escuchó las lecciones del médico cristiano Yuhanna bn Haylan. Fue condiscípulo del también cristiano Abu Bisr Matta. Vive después en Alepo y Da-masco (Siria), gozando de la protección del emir con aureola de ser eminente filó-sofo y científico. Muere en esta ciudad en diciembre del año 950.

Escribió numerosos tratados de filosofía, matemáticas y medicina, comentando

también varias obras de Platón y de Aristóteles. Es sobre todo uno de los primeros que estudió y difundió entre los árabes la filosofía aristotélica y, aunque se han perdido muchas de estas obras, sí se han conservado unas treinta en su original árabe, seis en hebreo y tres en latín, amén de algunos otros fragmentos. Entre las más famosas, citaremos el Libro de la Concordia entre las opiniones de los dos sabios, el divino Platón y Aris-tóteles; La ciudad ideal; Catálogo de las ciencias; Sobre las opiniones de los

miembros de la ciudad ideal; Gemas de la sabiduría; Sobre la esencia del alma; De los prin-cipios de los seres; Acerca de lo que conviene saber antes de estudiar filosofía. Según Mi-guel Cruz Hernández, su estilo es sistemático, conciso y seco. Lamentablemente, apenas alguno de escritos han sido traducidos al español. Fig. 28.

Como principio, la obra de Al-Farabi se inicia con un intento de conciliar el aristotelismo con el platonismo y el neoplatonismo. En cierto modo, una síntesis del pensamiento griego con vistas a la fundamentación filosófica de sus creencias coránicas. De capital importancia es su especulación sobre la Divinidad. Veamos:

Fig. 28. Billete de 200 teng de Kazajistán. Ilustra-

ción de Al-Farabi.

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DIOS, COMO UNIDAD ABSOLUTA

Al-Farabi adopta el proceso neoplatónico para referirse a la Divinidad. Dios es

el Uno, el que no tiene principio ni fin; tampoco tiene forma, ni materia, ni género, ni diferencia, ni existe en sujeto alguno; no tiene causa, es “Bien puro”. No obstan-te, a la hora de argumentar sobre estas denominaciones hay que decir que, sin pre-sentar una prueba explícita, sí indica ciertos principios para poder referirnos a la existencia de esa Unidad Absoluta.

1) Todo ser recibe su existencia de otro por medio de una cadena de seres

que tienen que terminar en un Ser Primero (base y fuente de cualquier otro ser).

2) Todo lo que comienza es contingente y por lo mismo está exigiendo la existencia del único Ser Necesario.

3) Los seres posibles que existen en potencia se actualizan en último tér-mino por el ser que es Acto Puro.

4) Todo efecto que se opera en algo y no existe por su propia naturaleza tie-ne que proceder de una causa extrínseca que, en el origen, deberá ser Dios.

Partiendo del Uno divino, Al-Farabi va a desarrollar lo que supone que es el Ser

Necesario. Subraya sobre todo la trascendencia de Dios. Más que esencia – dice -, es una superesencia. En Él se identifican esencia y existencia. “Sólo adquiere la exis-tencia cuando se manifiesta”. El ser de Dios es propio suyo y distinto de todas las demás existencias. Él no tiene contrario. Es simple porque no tiene ni género ni di-ferencias, es inefable e indefinible. Pese a todo, no quita para que se le puedan aplicar los noventa y nueve títulos coránicos; pero sólo en cuanto que expresan las relaciones de las criaturas para con Él. Decir que es Clemente, Misericordioso, Rey, el Conductor o el Paciente, no es sino el intento humano de ofrecer a Dios lo que de modo imperfecto hallamos en el mundo. Decimos igualmente de Él que es el Ser Primero, el Primer Intelecto; también, en consonancia con Aristóteles, el Primer Motor; Él mueve inteligentemente el universo, crea, por emanación, los seres y las cosas.

En su afán por descubrir un criterio que estableciese de forma clara la distin-ción entre la Realidad Divina y los seres creados, Al-Farabi piensa que lo más pro-cedente es contrastar el Ser incausado, o necesario, con todos los otros seres que tienen una causa, es decir, con los denominados seres contingentes. En el Ser nece-sario, su esencia se identifica con la existencia, Dios existe necesariamente, su con-cepto y su realidad son una misma cosa, en tanto que los otros seres, si existen, es porque antes no existieron, sus esencias fueron previamente potencialidades, seres posibles que, del mismo modo que no fueron, pueden también dejar de existir, son por su naturaleza contingentes. En su obra, Gemas de la Sabiduría, llega a decir:

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“Hemos admitido, por lo que respecta a las cosas existentes, una esencia y una existen-

cia distintas. Si la esencia del hombre implicara su existencia, el concepto de su esencia se-ría el mismo que de su existencia, y bastaría saber lo que es el hombre para saber que el hombre existe…Pero no ocurre así de ninguna manera, y dudamos de la existencia de las cosas, hasta que tenemos una percepción directa de ellas por los sentidos, o indirecta en vir-tud de una prueba. Por tanto, la existencia no es un carácter constitutivo, sino solamente un accidente accesorio”.

Esta distinción radical entre los seres contingentes, poseyendo una esencia dis-

tinta de su existencia, y el Ser necesario, que existe por su misma esencia, no lo anuncia Al-Farabi como algo original, sino como una consecuencia de lo que es lo incausado (Dios), y todos los demás seres que comportan por naturaleza una cau-sa. Uno es acto puro, y todos lo demás, actos que previamente fueron potenciali-dades, como así él lo manifiesta al iniciar el tratado Gemas de la Sabiduría.

Teniendo esto presente, Al-Farabi no va a eludir tampoco el difícil problema

del paso de la unidad a la multiplicidad. En el compromiso tendrá presente, no so-lo la distinción aristotélica entre el acto puro y los seres causados, sino también la jerarquía neoplatónica que elaboró el neoplatonismo y, lógicamente, las enseñan-zas coránicas de la creación. De una parte, el Dios eterno y trascendente; de otra, la materia, igualmente eterna, aunque sujeta siempre a la acción “creadora”. Ante es-ta dualidad, Al-Farabi nos ofrece una jerarquización escalonada de los seres ha-ciendo que unos procedan de otros a partir del Ser Primero a la manera de una singular “emanación”. Como primer principio, el Dios de la creación, de la filosofía y de la razón universal que gobierna todo el cosmos.

LAS EMANACIONES DE DIOS

En el pensamiento filosófico de Al-Farabi, Dios no crea el mundo en atención a

un acto de “voluntad especial”. Según él, no existe una “pulsación específica en la eternidad”, sino una serie de consecuencias necesarias y eternas del Ser de Dios pensándose a sí mismo. El mundo emana de su Ser por aditamento o añadidura, es decir, a causa de la profusión de su Inteligencia. En su tratado “De los principios de los seres” - conservado en la versión hebrea de Rabí-Samuel-ben-Tibbon y que Maimónides le califica como “flor de harina” -, resume lo que más tarde servirá de plataforma para la filosofía del mundo árabe.

Reconoce unos principios que constituirán las directrices de su pensamiento. Subraya sobre todo que del Uno, como Primer Principio, procede el segundo ser que es la primera Inteligencia, incorpórea, pura (el primer querubín). Se habla también de Inteligencia separada, para indicar su “pureza” en cuanto que no es vinculante con cuerpo alguno. Tiene sin embargo tres contemplaciones.

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a) En primer lugar, al percibirse a sí misma y contemplar al Uno del que

procede, hace que emane una segunda inteligencia separada. b) También, considerándose emanada de Dios, hace que, por esta misma

contemplación, se siga el alma motora del primer cielo. c) De igual modo, al percibirse independiente del principio del cual emana,

se desprende el cuerpo del primer cielo. En este proceso, la segunda inteligencia o segundo querubín, percibiendo a su vez el principio del que procede, se contempla también como independiente, haciendo que emane la tercera inteligencia, es decir, el alma motora del segundo cielo y su cuerpo etéreo, y así hasta la décima inteligencia separada. En realidad, una composición descendente a partir del Dios-Uno en nueve Inteligencias incor-póreas a las que corresponden otras nueve esferas celestes en conformidad con el sistema de Ptolomeo. En el fondo, una base para mostrar, al menos en la intención, de no caer en el puro sistema panteísta, exponiendo, junto a la trascendencia abso-luta de Dios, la contingencia del mundo de lo creado que enseña el Corán. La emanación llega a su término con la décima inteligencia o “intelecto agen-te”. Es calificado también como “el Ángel”; aunque, en la línea de su contempla-ción, emana, no ya el cuerpo sutil de otro cielo, sino más bien, y en fragmentación, la opacidad de los cuerpos sublunares. En este sentido, el intelecto agente es el es-labón que relaciona los dos mundos: el celeste y el terrestre. De hecho, en él se in-cluyen las formas de todas las cosas, ejerciendo su particular acción sobre las inte-ligencias de los hombres.

Respecto a esta acción personal, nos dice que siendo el hombre inteligente

en potencia, únicamente pasa al acto por la iluminación del intelecto agente, lla-mado también Ángel Gabriel (agente). En todo caso, las consecuencias de esta con-cepción son muy importantes para Al-Farabi. Por esa irradiación llega hasta expli-car la unión mística y la profecía. Siendo el intelecto agente común para toda la humanidad al modo de un “consciente colectivo”, el filósofo se une a él por un proceso intelectual, en tanto que los profetas por la imaginación, inclusive en sue-ños. Hablando también de la felicidad que puede conseguir el hombre, llega a de-cir que todo depende de la unión con dicho intelecto, es decir, de su emisión angé-lica. Indica asimismo que el alma es simple, incorpórea y espiritual, por lo tanto sobrevive a la separación del cuerpo, aunque rechaza la preexistencia y la transmi-gración platónica. En atención a su conducta moral en la tierra, recibirá su premio o su castigo.

De todos modos, a la hora de evaluar su gran compromiso filosófico, es jus-

to reconocer el extraordinario aporte en ese intento por encontrar puntos de simili-tud entre la filosofía griega y las enseñanzas coránicas, y esto, aunque no sea fácil

103

entender su dirección neoplatónica hablando, por una parte, del Uno como Entidad Absoluta y, por otra, poniendo de relieve unas emanaciones, como son las diez In-teligencias independientes y separadas. Por eso, nada tiene de extraño que algunos lo hayan calificado de panteísta, incluso de teoría contradictoria si se atiende a su monoteísmo religioso. Concretamente Agacel, profesando la misma religión, le va a criticar duramente por su racionalismo filosófico-religioso. Sin embargo, y pese a la oposición de sectores en extremo exigentes, la Historia de la Filosofía le reconoce ser uno de los primeros que abrieron el camino que no mucho más tarde seguirían otros de su misma fe, como Avicena y Averroes.

AVICENA (980 -1037)

Abu Alli al-Husayn Ibn Abadía Ibn ‘Sina, llamado por los latinos, Avicena, nació en Afshana, en la región de Jorasán, actualmente en Uzbekis-tán, entonces perteneciente a Persia. Hijo primogé-nito del gobernador del distrito de Jorasán, le acompaña a Bujara, estudiando allí los saberes de la época: física, matemáticas, filosofía, el Corán y medicina. Se dice que a los 20 años era ya médico famoso. Curó al gobernador de Jorasán, quien, agradecido, le permitió el acceso a su copiosa bi-blioteca. La tradición nos ha legado que desde muy joven manifestó una extraña precocidad intelec-tual.

En Hamadán, el emir Buyida Shams o-

dowleh le nombra ministro, lo que le permitió di-rigir sus dos más famosos tratados: Al-Sifa (La Curación) - gran enciclopedia que abarcaba prácticamente el saber filosófico de su tiempo -. Se inspira en Platón, Aristóteles y el platonismo. Las versiones al latín fueron numerosas, con gran re-percusión en el desarrollo escolástico, y su obra maestra: el Canon de Medicina, tra-ducida también al latín por Gerardo de Cremona. Fue el libro de texto de medicina de las Universidades, tan sólo superado en el Renacimiento por Leonardo da Vinci y Paracelso. En la composición le ayudaron sus más acreditados discípulos. Claro que, aun reconociendo su tenacidad y constancia, se dijo de él que “sus libros de filo-sofía no le enseñaron el arte de vivir bien, ni los de medicina el de vivir mucho”. Visitó numerosas cortes de príncipes, ejerciendo sobre todo como médico. Amó el bien vivir, accediendo incluso al vino.

Fig. 29. Representación de

Avicena en una miniatura ára-

be.

104

Sin embargo, a la muerte del príncipe Shams, las ambiciones políticas le condujeron a la cárcel. Consiguió evadirse disfrazado de derviche. Se refugia en-tonces en Ispahán, donde el emir le dispensó un cálido recibimiento. En el año 1030, durante una invasión a la ciudad, su casa se vio saqueada y la gran enciclo-pedia que había redactado prácticamente desapareció, tan sólo pudieron conser-varse algunos fragmentos. Finalmente, tras una expedición a Hamadán (Irán), Avi-cena sufre una fuerte dolencia intestinal que procuró curarse él mismo; el remedio fue fatal. Murió en el 1037, a los cincuenta y siete años. Fig. 29.

Su copiosa obra queda reflejada en más de 200 títulos sobre las más diver-

sas materias. El P. Anawati llega a incluir 276, si bien algunos bastante dudosos. Después de los escritos ya citados, mencionaremos también los siguientes: Libro de los teoremas y de los avisos para lógica y sabiduría; La ciencia oriental; Las fuentes de la sa-biduría; División de las ciencias intelectuales; Compendio de las definiciones; Tratado sobre el alma; Tratado sobre la liberación del temor a la muerte; Sobre el pájaro (obra mística); Sobre la oración.

Respecto a su concepción filosófica, diríamos que arranca de Al-Farabi,

aunque incidiendo aún más en el pensamiento aristotélico. Él mismo señala que leyó cuarenta veces la Metafísica de Aristóteles, aunque sólo pudo entenderla gra-cias a un libro de Al-Farabi, Diseño de la Metafísica, que compró por casualidad. Es por tanto Aristóteles, junto al neoplatonismo, quienes inspiran los puntos más im-portantes de su doctrina.

ORIENTACIÓN IDEOLÓGICA

Vinculado a la astronomía de Ptolomeo, Avicena adopta un esquema filosó-

fico que encuadrará, como ya se ha dicho, con el neoplatonismo y no pocos ele-mentos de Aristóteles. Así, después de la Lógica como propedéutica, divide las ciencias en teóricas y prácticas. A las primeras corresponde la Filosofía primera o Ciencia divina, las Matemáticas y la Física. A las segundas, la Ética, la Económica y la Política.

A la cabeza está la Filosofía primera, en la que se acoplan la metafísica y la

teología. Tienen como tema básico el estudio del ser en cuanto ser. En efecto, a partir de la reflexión de nuestro propio ser y de todos los que nos rodean, clara-mente captamos que a ninguno le corresponde la razón de su existencia, cualquier realidad ha sido previamente posible; por ello, ha necesitado de alguien que le die-ra el existir, y ese alguien, para no caer en una serie infinita de causas, tendrá que ser por esencia necesariamente existente.

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DIOS, COMO EL SER NECESARIO

El concepto que domina prácticamente su filosofía es la contraposición que

hace entre el ser necesario y el ser contingente. Por la experiencia conocemos sólo los objetos cuya existencia dependen de determinadas causas. Tanto ellos como sus causas son “posibles”, no “necesarios”. Ahora bien, si todo fuera posible, no existi-ría nada. En consecuencia, debe existir un ser necesario, pues, de no ser así, ten-dríamos que suponer que en un momento no existiría nada. Por consiguiente, debe haber un ser necesario para que algo exista. De hecho, el mismo Santo Tomás le atribuye la prueba de la existencia de Dios a partir de la contingencia de los seres, lo cual reclama la existencia de un ser necesario que haya hecho pasar el orden po-sible al actual, (tercera vía). No obstante, aunque Avicena hable de este método, lo relega al ámbito del vulgo, de los que no tienen mayor instrucción. Él prefiere ex-poner la existencia de Dios, no tanto en forma de argumentación deductiva, a poste-riori, cuanto a priori, es decir, al modo neoplatónico: analizando todo el alcance sig-nificativo que proyecta el Ser Necesario, es decir, el ser cuya esencia implica la existencia, de suerte que basta con pensar su concepto para ver la necesidad de su existencia.

Lógicamente, este Ser Necesario es Dios, posee su existencia en virtud de su

esencia; son para él, una misma cosa. Consecuentemente, afirma que no se le pue-de definir, tampoco cabe preguntar de Él qué es, pues no hay un qué. Fuera de Dios, en todos los demás seres se distingue la esencia de la existencia, ésta se añade a su esencia como un accidente. “El ser necesario es aquel que, si se supone no existente, implica contradicción. El ser posible es aquel que puede suponerse como no existente o como existente sin implicar contradicción. El ser necesario es de existencia indispensable, mien-tras que el ser posible es el que no tiene en sí necesidad de ninguna manera, es decir, ni para existir ni para no existir. Esto es lo que en este lugar entendemos por ser posible, aunque a veces se entiende por ser posible lo que está en potencia. También se dice posible a todo aquello cuyo ser es verdadero; esto se ha expuesto detalladamente en la Lógica.

El ser necesario puede ser necesario por sí o no por sí. Respecto del que es necesario

por sí, aquel que es por razón de su propia esencia, no por razón de otra cosa, sea cual fuere ésta, la contradicción está implicada si se supone su no existencia. En cuanto al ser que es necesario, pero no por sí, es aquel que se convierte en necesario si se le establece algo que no es él, como por ejemplo cuatro es un ser necesario no por sí, sino cuando se supone dos más dos; la combustión es un ser necesario no por sí, sino cuando se supone el concurso de la po-tencia agente por naturaleza y la potencia paciente por naturaleza, esto es, el que quema y lo quemado.

No es posible que una y la misma cosa sea necesaria por sí y por otro a la vez. Pues

si se suprime este otro o si no se considera su ser, no podrá permanecer la necesidad de su ser en su disposición, pues la necesidad de su ser no será por otro, o no permanecerá la ne-cesidad de su ser, pues no es un ser necesario por sí. Todo lo que es necesario por otro es po-

106

sible por sí, porque la necesidad de lo que es necesario por otro se sigue de una cierta rela-ción y conexión”135.

Como tal análisis, quedan perfectamente separados Dios y las criaturas. Ha-

blando de la Esencia Divina, nos dice que es impenetrable, una, autodeterminante, simple. Es también creador. Para Avicena, su acto de crear es idéntico al de conocer su propia esencia, por consiguiente, ello implica que la creación sea eterna. Reafir-ma no obstante que cualquier atributo que le apliquemos tendrá un sentido negati-vo más que positivo. Si decimos que es Uno es porque carece de partes. Perfecto, porque nada le puede faltar. Simple, porque no se halla en Él composición alguna. Necesario, por quedar excluido de toda causa.

Al mismo tiempo, intentando contraponer el Dios creador con los seres

creados, juzga no caer en el panteísmo, señalando una frontera radical entre el Ser Necesario y los seres contingentes. El primero existe desde siempre, mientras que los segundos dependen de una causa para existir. Si a éstos les sobreviene el acto de la existencia, pasarán entonces a ser actuales, pero sin dicha existencia, dejarán de serlo. Podría afirmarse que la existencia es algo sobreañadido extrínsecamente a su esencia, y todo ello, aunque la causa sea Dios y cree necesariamente. Bien es verdad que, al prescindir de todo acto voluntario del Creador, es muy difícil que pueda librarse de la concepción panteísta.

LAS IRRADIACIONES DE DIOS

Muy similar al pensamiento de Al-Farabi, Avicena concibe que de Dios flu-

yen todos los demás seres ab aeterno y necesariamente. Partiendo del principio plo-tiniano de que de lo Uno sale únicamente lo Uno, deduce que Dios, al conocerse a sí mísmo, o al conocer su propia esencia, produce la primera Inteligencia, que es una, necesaria, pero compuesta ya en su esencia. El Uno es por sí, y ella es por otro; tampoco es simple, tiene composición, está mezclada con posibilidad.

Pues bien, a partir de esta Inteligencia inmaterial, que conoce a Dios como

distinta de sí, se van a irradiar los seres en forma de tríadas. Por el hecho de cono-cer al Uno, produce una segunda Inteligencia; al conocer su propia esencia - nece-saria y a la vez posible -, produce el Alma motora de la esfera más lejana que rodea a todo el universo; al conocerse también como contingente en cuanto que procede del Uno, produce el cuerpo o materia (éter). Los ciclos se van repitiendo, prolon-gándose en fases creativas hasta la novena Inteligencia con el alma, el cuerpo y la esfera de la luna que es la última de las esferas. Decir también que Avicena identi-fica las Inteligencias y las almas celestes con los ángeles, formando distintas cate-gorías.

135 Avicena: La Salvación, Metafísica, citado por Ramón Guerrero, R. en Avicena.

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Para él la manifestación de lo múltiple comienza con la primera Inteligencia querubínica. Pero de sus tres actos de intelección resultan otras tantas hipóstasis que darán lugar a una segunda Inteligencia o Arcángel del mismo orden. En suma: Arcángel, Alma celeste y Cielo son las tres hipóstasis del ciclo anteriormente ema-nado. Con la segunda Inteligencia, o Arcángel, el proceso es análogo, llegando así a la novena Inteligencia que genera una décima Inteligencia, un alma y el llamado cielo de la luna, aunque sin energía ya para generar otra tríada hipostática. No obs-tante, esta última Inteligencia, aunque debilitada, tiene una doble función: a) pro-duce en el mundo terrestre las almas humanas y las formas sensibles que se unen a los cuerpos, dando lugar a la multiplicidad del mundo corpóreo; b) suministra también las formas inteligibles a los entendimientos posibles de los humanos, ac-tuándose gracias al Entendimiento Agente que es común para todos. Considera igualmente que hay varios tipos de almas:

1) vegetativa, propia de las plantas, sin conocimiento y elección. 2) sensitiva, corresponde a la de los animales, con conocimiento y cierta elec-ción. 3) racional, propia de los humanos, incluyendo, además de las funciones an-

teriores, el que puede permanecer unida instrumentalmente al cuerpo (no substan-cialmente), dándole vida y permitiendo pasar de potencia al acto como principio racional.

Pero, aun estando el alma unida así al cuerpo, mantiene sin embargo su in-

dependencia; de ahí que perviva individualmente con sus propias operaciones después de morir. Indicar asimismo que durante el período que está unida al cuer-po puede realizar – con ayuda del Entendimiento Agente -, determinadas funcio-nes, como el conocerse a sí misma y, en cierta manera, conocer también a Dios. De hecho, haciendo uso de sus facultades, tiende hacia lo que le supera, a las Inteli-gencias que le sobrepasan, tiende, de algún modo, a la perfección. Enemiga sin embargo de este ascenso es la materia, origen del mal y a la que hay que vencer mediante los actos voluntarios y el conocimiento racional. Cree también que la per-sona, según haya sido fiel o infiel a esas insinuaciones del espíritu, tendrá el pre-mio de contemplar al Ser Necesario o verse privada de Él.

Dicho lo cual, y ante el compromiso de hacer un somero juicio de valor, di-

ríamos, como así lo vieron Maimónides y Santo Tomás, entre otros, que en las su-puestas emanaciones, tal y como las describe Avicena, es difícil no advertir un acusado panteísmo. Además, por lo que se refiere a los efluvios o irradiaciones de las Inteligencias, bien parece llevarnos a una especie de iluminismo extrínseco donde el Entendimiento Agente hace que se prescinda de toda sensibilidad e ima-ginación. De ahí que, aun reconociendo su gran labor para que la filosofía de Aris-tóteles cobrara más presencia en Occidente, y que su pensamiento se dejara sentir en pensadores como en Guillermo de Auvernia o en Roberto Grosseteste, no deja-

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mos de entender que su filosofía adolece aún de claras ambigüedades para un con-secuente pensamiento racional.

ALGAZEL (1058 – 1111)

El nombre latinizado de Algazel correspon-de a Abu Hamid Muhammad ibn Muhammad at-Tusi al Ghazzali. Nació en el año 1058 en Gazala - de ahí el sobrenombre -, pequeña aldea de Tus, cerca de Meshed (Persia oriental, hoy Irán). Hijo de un humilde tejedor, hizo lo posible por costearle una esmerada formación intelectual y religiosa, particularmente en las tradiciones islámicas. Influ-yó mucho en él un sufí amigo del padre. Tuvo también la ocasión de asistir a las lecciones de teó-logos de gran prestigio, tales como Al-Yuwaini y Nizam al-Mulk, visir éste último del sultán de Seljuk, quien, en 1091, nombró a Algazel profesor de la madraza de Bagdad que él mismo había fun-dado y donde enseñó durante cinco años con una gran afluencia de alumnos. No obstante, Algazel nos describe dos crisis que tuvieron lugar a lo largo de su itinerario intelectual. La primera, de escepticismo respecto a la razón: duda de los sentidos, del conocimiento puramente racional, incluso de los primeros principios. Atribuyó a una iluminación divina haberla superado. La segunda fue existencial, motivando el abandono de su cátedra en Bagdad. Marcha entonces a Damasco donde lleva una vida de ascesis y meditación. De hecho, vive dos años en el alminar más alto de la mezquita con frecuentes contactos con los círculos sufíes. Emprende después un largo viaje espiritual de diez años. Se dirige a Jerusalén, vi-sita en Hebrón la tumba de Abraham y sigue su peregrinación a Medina y a la Me-ca. Finalmente retorna a Bagdad, donde, tras haberse retirado con los grupos sufíes en Tus, muere en esta ciudad a los cincuenta y cuatro años. Fig. 30.

Respecto a sus escritos, decir que, aparte de una defensa del Islam en cua-

renta libros (Prueba del Islam), destaca una obra dividida en dos apartados: Las in-tenciones de los filósofos - su parte expositiva -, y Las incoherencias de los filósofos - la sección crítica -. El Occidente latino únicamente conoció la primera parte (Maqasid al falasifa), traducida por Domingo Gundisalvo como aportación de la conocida Escuela de Traductores de Toledo. Podrían citarse también los siguientes tratados: Separación terminante entre el Islam y la incredulidad; Alejamiento del vulgo de la ciencia

Fig. 30. Ilustración de Al-

gazel

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del kalam; Justo medio en la creencia; La piedra de toque de la especulación racional acerca de la lógica; Comentario a los Nombres divinos.

EMISIÓN VIVIFICANTE DE LO DIVINO

Convencido Algazel que la especulación racional había descuidado el im-

pulso de las creencias religiosas, no duda en arremeter contra lo que él considera que es una intromisión indebida. En nombre sobre todo de la ortodoxia musulma-na, critica y rebate las doctrinas de Al-Farabi y Avicena, como representantes de una desconsiderada y más que atrevida ingerencia en lo que únicamente pertenece a la fe. Al mismo Aristóteles, en cuanto paladín de los filósofos clásicos, le conside-ra el enemigo más desconsiderado e iluso. Para él todos los principios últimos, tan-to los que atañen al mundo sensible, como los que se refieren al ámbito racional, no demuestran ni pueden deducir nada de lo Absoluto. De los principios filosóficos no se puede concluir, ni la existencia de Dios, ni determinar sus atributos, tampoco que el alma humana sea inmortal.

En clara oposición a los que defienden estos presupuestos, él reemplaza la

ciencia de la razón y de las deducciones por la teología ortodoxa del Corán. Así, a la teoría que sostiene la eternidad de la materia, contrapone la tesis de la creación de la nada y en el tiempo por voluntad del mismo Dios; a la infinitud del mundo y del tiempo, el comienzo temporal de todo cuanto existe; a la inteligibilidad del ne-xo causal, la intervención constante de Dios como causa exclusiva y única; a las fa-ses de las esferas, la omnipotencia del Ser divino de todo cuanto acontece. En re-sumen: supremacía que él da a la fe frente a la razón; la creencia del hombre reli-gioso en clara antítesis al Absoluto que ejerce la función del primer motor en la na-turaleza. En este sentido, nada tiene de extraño que se llegara a decir que con la crí-tica de Algazel se puso fin a la especulación filosófica en el Islam. Son los actos de la voluntad de Dios los que dan vida y hacen que el hombre reciba la iluminación integradora de la verdad.

Ante los destellos de ese fulgor, el corazón es el que manda. Aún más, es tras esa irradiación cuando viene al hombre la verdadera idea de Dios. No es prue-ba, es algo más, se trata de una verdadera emisión vivificante de lo divino. Nos di-ce: “El conocimiento verdadero es aquel por el cual la cosa conocida se descubre completa-mente (ante el espíritu), de forma tal que ninguna duda subsiste y ningún error puede em-pañarla. Es un grado en el que el corazón no podría admitir la duda, ni siquiera suponerla. Todo saber que no participa de este grado de certeza es un saber incompleto, susceptible de error136.

Este prejuicio o casi anulación de la capacidad intelectiva le conducirán a un

fideísmo con inspiraciones presuntamente místicas en un claro desdén hacia los valores que él considera triviales y mundanos. De hecho, Algazel analiza todos los

136 Algazel: Lo que preserva del error.

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grados de la ciencia mística para concluir diciéndonos que, así como el conocimien-to ordinario es obra de los sentidos y de la razón, la ciencia intuitiva llega a noso-tros únicamente por la ascesis y la fe.

A este respecto, es en todo punto interesante la autobiografía que él nos dejó

en el tratado, El salvador del error, donde, en claras y sugerentes expresiones, mani-fiesta su recorrido en pos de la verdad, finalizando en un sufismo moderado como el más alto grado de sabiduría experimental, es decir, un saber en el que, superan-do lo especulativo, el hombre alcanza lo que él considera un auténtico “gustar”.

En referencia a sus dos grandes crisis, la conclusión a la que llega es de todo

punto interesante y revelador, tanto al referirse a su escepticismo, como al hablar del abandono de la razón para refugiarse en la fe sufista. He aquí sus respuestas: “Me pides, igualmente, te relate los esfuerzos que he tenido que realizar para poner en claro la verdad entre el desorden de las sectas con sus diferentes vías y métodos, el atrevimiento que he mostrado al ascender desde el fondo de la imitación ciega hasta el altozano de la pro-pia indagación, el provecho que he sacado, en primer lugar, de la ciencia de la Teología, el aborrecimiento en que he tenido, en segundo lugar, los métodos de los que son partidarios de la enseñanza del imám infalible, limitados en la consecución de la verdad al seguimiento ciego del imán, el desprecio que me han inspirado, en tercer lugar, los caminos del filosofar y, por último, la satisfacción que he alcanzado en la vía del Sufismo y el meollo de la verdad que me ha quedado en claro durante el transcurso de mi investigación en los discursos de la gente.

Me preguntas, asimismo, acerca de lo que me apartó de la enseñanza en Bagdad, a

pesar de los muchos alumnos, y acerca de lo que me animó a volver a ella en Nisapur, tras un largo período de tiempo.

Me he dispuesto entonces a contestar a tu petición, tras cerciorarme de la sinceridad

de tu deseo y he dicho buscando la ayuda de Dios, depositando en Él mi confianza y reca-bando su apoyo y protección”137.

Es desde la experiencia de la iluminación donde debemos acceder, por ella

misma, al conocimiento del misterio divino y de la verdad. En ese aspecto, no es tanto la fe la que se contrapone a la razón, sino que es la razón, iluminada por la experiencia, la que se contrapone a la sola razón. Diríamos que su actitud concuer-da en cierto modo con la duda de Descartes en su Discurso del método, pues, no sólo dudó de los sentidos, sino también de la razón para alcanzar esa tendencia innata en la búsqueda de la verdad. ¿No habrá un árbitro superior – se pregunta Algazel -, que juzgue a la razón y la desmienta, aun cuando creamos que su uso fue correcto en el pensar? Trae a la memoria el ejemplo de los sueños. ¿No será toda la vida un sueño, una pura ilusión? Ante la incertidumbre, no es extraño que sucumbiera al

137 Algazel: El salvador del error.

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escepticismo, invalidando toda necesidad de la causa con los efectos respectivos. Fue la iluminación divina – dice -, la única que hizo posible que saliera de la duda y aceptase los primeros principios y, con ellos, la confianza en el razonamiento. En consecuencia, para él la voluntad de Dios lo es todo: Él crea, ilumina y conserva porque quiere. Ninguno de sus actos son necesarios, todo depende de su libre vo-luntad.

Lo que sí choca desde un primer momento es que se sirva de la razón para

rebatir los argumentos que, con el razonamiento habían elaborado los filósofos an-teriores, en particular Avicena como el filósofo y teólogo más representativo de su crítica. Por eso que sea el mismo Averroes el que más resalte esta contradicción en su obra, Destrucción de la destrucción.

De otra parte, Algazel censura a los filósofos su concepción de la causalidad,

que él transforma en costumbre. Pero Averroes, haciéndose eco de este postulado, le responde diciendo que el problema de la causalidad tiene dos niveles: uno es el gnoseológico y el otro el ontológico. En el nivel gnoseológico, el conocimiento se basa en la causalidad. Pero, si se entiende la costumbre como realidad compatible con el principio de causalidad, entonces se traspasa del plano gnoseológico al onto-lógico, llevándonos a negar la existencia objetiva de las cosas, pues éstas nunca podrán coexistir en conjunción o en connivencia en principios incompatibles. Por consiguiente, tomando la causalidad en el orden ontológico, el universo no es sino la presencia de realidades objetivas con sus causas y sus efectos.

Finalmente decir que el Dios que defiende Algazel no es otro que el Dios del

hombre religioso y que él ve inserto en la enseñanza del Corán. Lo que no quiere decir tampoco que su doctrina fuese unánimemente interpretada. Recordemos que Algazel fue el teólogo que inspiró a los Almohades, pero no a los Almorávides; de ahí que, a principios del siglo XII, el emir almorávide Alí ben Yúsuf ordenara – aconsejado por algunos alfaquíes -, que se quemaran todas sus obras. Sin embar-go, nadie puede desmentir en su crítica la gran labor que representaron sus escritos para la Historia de la Filosofía al haber servido de transmisor, no sólo de Al Farabi y Avicena sino también del mismo Aristóteles. En la tradición islámica es conside-rado como uno de sus grandes teólogos.

AVERROES (1126 – 1198)

La tradición occidental conoce a Abú l-Walid Muhammad ibn Ahmad ibn Muhammad ibn Rushd por el nombre latinizado de Averroes. Nace en Córdoba el año 1126 en el seno de una familia de jurisconsultos. Su abuelo fue juez en Córdo-ba bajo el régimen de los almorávides; su padre mantuvo su misma posición hasta

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la llegada de la dinastía almohade y el propio Averroes, accediendo a las instancias del califa para que comentase las obras de Aristóteles, le premia nombrándole Cadí de Sevilla. Vuelve a Córdoba dos años más tarde, si bien viajando frecuentemente a Sevilla y a Marruecos. Al ser nombrado por segunda vez Cadí de Sevilla, retorna a los tres años como gran Cadí de Córdoba. Decir también que dos meses antes ha-bía sustituido a lbn Tufay como médico personal del sultán, cargo que siguió os-tentando en tiempos de su sucesor Yaqub al-Mansur (Almanzor).

Sin embargo, por motivos no muy bien de-

terminados – acaso por las intrigas de los alfaquíes -, cayó en desgracia de Almanzor. Condenado en asamblea pública, fue despojado de sus cargos, re-probadas sus obras y conducido al destierro en Lu-cena. Se le indultó dos o tres años más tarde, pa-sando a Marruecos, donde murió en 1198 a los se-senta y dos años. Los restos fueron trasladados a Córdoba. Fig. 31.

Averroes escribió numerosas obras sobre

teología, filosofía, derecho, astronomía y medicina, aunque muchos de sus originales árabes se han perdido, bien es cierto que la mayor parte de sus escritos se conservan en traducciones hebreas y la-tinas. Su triple serie de comentarios a Aristóteles (Comentaria Magna, Media, Parva), hizo que los es-colásticos medievales le calificaran como el “Co-mentador” por excelencia. Glosó también la Repúbli-ca de Platón. Otras obras importantes fueron: Des-trucción de la destrucción (contra el tratado Destruc-ción de los filósofos de Algazel); Sobre la armonía entre Religión y Filosofía; De la felici-dad del alma; Sobre la conexión del entendimiento abstracto con el hombre; Del entendi-miento posible, entre otras.

LA FE NO DESPLAZA A LA RAZÓN

El tema central de Averroes viene planteado como exigencia humana y, a la

vez, la de un creyente: lo constituyen las relaciones entre la filosofía y la fe. Ya en la Destrucción de la destrucción polemiza hábilmente contra Algazel por haber atacado la intervención de la filosofía en la doctrina islámica. El contenido básico de Ave-rroes se centra en afirmar que la filosofía no desplaza en modo alguno a la religión: ambas buscan la verdad, aunque con métodos distintos. Difieren en la expresión, pero no en la realidad en sí. Para él la filosofía y la ciencia de la revelación coinci-den en el ámbito de su objeto material: una y otra incluyen la enseñanza de Dios,

Fig. 31. Estatua de Averroes

en Córdoba.

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del universo y de la vida. Difieren tan sólo en el método: la filosofía tiene un senti-do ascensional, es decir, estudia los seres del universo para llegar al conocimiento de Dios; mientras que en la doctrina revelada su sentido es descendente: nos da a conocer a Dios y, con Él, a todos los demás seres.

Tal era su aprecio por la filosofía que la consideraba como un deber que im-

ponía la misma enseñanza coránica, aunque atendiendo siempre a las propias po-sibilidades. Derivado de ello, comprendía que el conocimiento filosófico y la cien-cia de la revelación debían acomodarse a la capacidad de cada persona. Averroes especifica tres categorías. En el lugar más bajo estaba la apreciación de la plebe, que, en general, comprendía al común de los humanos; a éstos les es suficiente la fe sin necesidad de prueba alguna, a lo sumo la argumentación que parte y acaba en la pura sensibilidad; precisan creer a la letra el Corán y sobra para ellos cualquier argumentación. En un nivel más elevado están los teólogos o las “personas de la persuasión”; son los que buscan el raciocinio dialéctico, aunque, según él, les es su-ficiente lo probable o verosímil. Les considera todavía irreflexivos por no acomo-darse a la evidencia de los argumentos. Finalmente, ocupando el grado supremo, están los filósofos como “hombres de la demostración”, que buscan y exigen prue-bas firmes y concluyentes; están por encima del resto de los humanos, siendo capa-ces de interpretar las enseñanzas coránicas incluso valiéndose de símbolos y alego-rías, es decir, por encima de la letra como tal.

En atención a estas directrices, nada tiene de particular que nos topemos con

expresiones como éstas: “Cuando el razonamiento filosófico nos conduce a establecer una tesis cualquiera, sobre cualquier categoría ontológica, no caben más que una de estas dos hipótesis: o que acerca de tal tesis nada diga la revelación, o que en la revelación esté conte-nida. En el primer caso, es evidente que no puede haber contradicción alguna entre la razón y la revelación divina. En la segunda hipótesis, o sea cuando la revelación contiene algún texto relativo a dicha tesis filosófica, hay que ver si el sentido literal del texto se conforma con ella o la contradice. Si se conforma, no hay cuestión; mas si la contradice, debe entonces buscarse la interpretación alegórica del texto revelado…, conforme a las reglas de esta in-terpretación en la lengua árabe”138.

Ante estas y otras similares observaciones, cabe decir que en el pensamiento

averroísta no es que existan tres diferentes verdades: la del vulgo, la del dialéctico y la del filósofo, y menos aún el duplicado de verdades como en tantas ocasiones se ha achacado a Averroes. Tal y como se expresa, la verdad para él es única, aun-que en varios niveles según el grado de intelección humana. Como mucho, habría subordinado - en base a la comprensión racional -, la religión a la teología, y ésta a la filosofía, pero nunca separadas y, menos aún, contrapuestas. “En realidad, la ver-dadera religión de los filósofos consiste en profundizar en el estudio de todo lo que existe; el

138 Cita tomada de Ángel González Álvarez en su Historia de la Filosofía, pág. 227.

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mejor culto que puede darse a Dios es conocer sus obrar y llegar a conocerle a él en toda su realidad. A los ojos de Dios, esta es la acción más noble”139.

Insignes arabistas, como Asín Palacios o Manuel Alonso han intentado sub-

sanar los desafortunados equívocos que se han difundido sobre la postura filosófi-ca de Averroes. Concretamente Asín Palacios llega a decir que Averroes fue un creyente ortodoxo dentro del Islam. Su impiedad y su ateísmo son pura leyenda, como también que hubiera profesado la “doble verdad”, ésta fue más bien una le-yenda de sus adversarios.

LA FILOSOFÍA PRUEBA LA EXISTENCIA DE DIOS

Las reflexiones metafísicas de Averroes están orientadas en gran medida por el pensamiento aristotélico. Se percibe de modo particular en el proceso cognosci-tivo de la persona. Para él deben tenerse en cuenta cuatro puntos que considera esenciales en el conocimiento intelectual: 1) Todo saber debe estar fundado en principios reales. 2) Dichos principios deben partir de verdades básicas. 3) El mun-do en el que vivimos ha sido necesario. 4) El mundo es el resultado del despliegue final de la materia.

En base a estos supuestos, deduce que todo el saber es el resultado del prin-

cipio general de la causalidad. La inflexible exigencia lógica de la causa suficiente en la motivación de los actos - sean éstos físicos o psíquicos -, aporta evidencia y convicción axiomática. El movimiento que da vida y explica las acciones de los se-res, ostenta como fundamento el principio de causalidad. Es también la plataforma para distinguir el ámbito divino y el mundo del que formamos parte. Por eso, cre-yendo ser consecuente con esta línea trazada por Aristóteles, reafirma que la exis-tencia de Dios se demuestra por el movimiento. Suscribir también que el orden que rige el mundo y se extiende a todos los seres arranca de Dios, no podría ser de otra manera. El cambio está pidiendo, en última instancia, un primer motor único que mueve con su acción eterna. Por consiguiente, es la filosofía, apoyada en la razón, la que posee fuerza demostrativa para afirmar la existencia del Ser Divino. La ex-periencia de ver seres que se mueven es por la disposición que en ellos existe y por una causa eficiente. El proceso debe llegar al primer motor que mueve y no es mo-vido, es decir, a un motor inmóvil. Pero la inmovilidad de la que se habla no debe entenderse en la perspectiva de inercia o de inactividad. Reafirma que cuando se dice que Dios no se mueve es solamente para entender que no es movido por nin-gún objeto extrínseco.

La finalidad y el orden que se percibe en el universo es otra prueba que

aporta Averroes para justificar la existencia de Dios. Para él la armonía de los cuerpos celestes forma una coordinación perfecta y maravillosa para los que esta-

139 Cita tomada igualmente de Abbagnano, N., en Historia de la Filosofía (tomo I)

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mos en la tierra. Hablando de consonancias, él descubre, por ejemplo, la utilidad de las estaciones, los beneficios de la noche y el día, así como de esas innumerables correlaciones beneficiosas que existen en la naturaleza. Descubre también el perfec-to mecanismo de los animales, de las plantas e incluso de los seres inanimados co-mo objetos que sirven para el hombre. Por todo ello insta a la humanidad a con-vencerse de que tal gigantesco artificio no puede ser sino por la acción de un único ser todopoderoso e infinitamente sabio. Subraya no obstante que sólo privilegiados individuos son los que están capacitados para entender esta asombrosa realidad. Los compara a los expertos relojeros que saben medir con precisión los intervalos que se ajustan a cada momento. Bien es verdad que el simple creyente, desde su fe ingenua, también puede venerar a su autor con auténtico asombro y sentimientos de auténtica gratitud.

Problema diferente es el de la creación. En efecto, aun cuando la capacidad

intelectiva pueda hablar de un primer motor o de un acto puro, cabe siempre la pregunta: ¿cómo puede esto conjugarse con la existencia de realidades contingen-tes y sujetas a la inestabilidad? Averroes no se desentiende del problema, más bien es taxativo en el dictamen: el mundo fue posible desde siempre y desde siempre fue creado por Dios. Por eso, ante la crítica de Algazel, manifiesta: la eternidad del mundo no sólo se deduce físicamente del movimiento circular y continuo de los as-tros - que supone la actividad interminable de un primer motor -, sino que desde el punto de vista religioso, al ser Dios omnipotente y la creación un acto de su volun-tad, si esta acción aconteciera en un determinado momento - después y no antes -, habría en dicha propuesta una clara contradicción.

Considera incongruente que Dios tenga que posponer, siquiera un instante,

para crear; dependería entonces de ese momento como nueva faceta que le obliga-ría a demorar su acción. Además, no tiene sentido atribuir a la Voluntad divina un cambio en sus dictámenes, puesto que entonces introduciría en el Primer Principio la indeterminación o la arbitrariedad, lo que es de todo punto incongruente con su perfección. En consecuencia, el mundo como hecho real y como posible, tiene siempre que existir. Así entendido, la eternidad del mundo no está en contradic-ción con el hecho de su producción por la obra Divina. El mundo ha sido creado por Dios, pero lo ha sido desde toda la eternidad. El vínculo entre el Creador y lo creado es, de alguna manera, como la relación entre el fundamento y lo que se de-riva del mismo, aunque no la que existe entre la causa y el efecto. Lo creado surge por emanación del Primer Principio que crea en su eternidad.

A este respecto, bien puede decirse que Averroes - en un despliegue ptole-

maico del universo -, combina las ideas neoplatónicas con las orientaciones ontoló-gicas de Aristóteles. Atendiendo a ello, concibe un orden de esferas giratorias su-perpuestas en las que están colocados los astros. Supone también que tras el pri-mer motor, y emanadas de él, están las esferas celestes, eternas, incorruptibles, con

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movimiento circular y cuya acción forman las ocho esferas concéntricas: la esfera circundante universal, que es la de las estrellas fijas, más las de Saturno, Júpiter, Marte, el Sol, Venus, Mercurio y la Luna, con 38 movimientos. Rechaza la novena esfera establecida por Ptolomeo, si bien, en textos más tardíos desestima esta pos-tura para apoyar los movimientos que proponía Aristóteles por apoyarse en la físi-ca y no en las matemáticas como así se hacía en los supuestos Ptolemaicos.

Asumida esta organización celeste, le lleva lógicamente a deducir la existen-

cia de motores cuya función es la de mover las esferas. Deben ser dichos motores – según sus propias palabras -, intelectos trascendentes que mueven como verdade-ras causas finales. De hecho, él admitía una emanación ordenada de motores a par-tir del primer motor. Nos dice: “El más excelente de estos motores es el motor de la esfe-ra estrellada, que es la causa primera de los mismos, siendo esto todo cuanto se deduce de dichas afirmaciones. Sólo que, comparadas esas propiedades del primer principio (consisten-tes en ser uno, simple, incapaz en absoluto por su esencia de entender lo múltiple) con la operación del citado motor, no le cuadran a éste las mencionadas propiedades, pues de este motor ha de emanar por necesidad más de una forma, ya que él es el que proporciona la for-ma de la esfera estrellada y la existencia al motor de la esfera que le sigue en orden. Ahora bien, de lo uno y simple no pudiendo seguirse más que un ser uno y simple, ¿cómo puede seguirse algo múltiple con diversos grados de excelencia? Y en efecto, siendo el motor más excelente que la forma de la esfera, la esencia de la cual emanan esos dos seres ha de contar, por necesidad, de partes, más nobles unas que otras. Pero si tal es la condición de esta esen-cia, es decir, la del motor de la esfera estrellada, ella será efecto necesariamente, y tendrá una causa que lo sea de su existencia, siendo este principio al que convienen y cuadran las referidas propiedades, es decir, Dios, porque introducir otro principio anterior a éste sería necesariamente superfluo, y en la naturaleza nada hay superfluo… En general, no están a nuestra disposición principios mediante los cuales nos demos cuenta de la colocación (de es-tos seres) de una manera concluyente. El Intelecto agente emana del último de estos moto-res, motor que hemos de considerar moviendo la esfera de la Luna”140.

Las consecuencias derivadas de estos supuestos trajeron a Averroes no po-

cos problemas a la hora de polemizar con sus adversarios. Así, al poseer cada esfe-ra su propia inteligencia, deduce que el intelecto agente, por ser el que ilumina a las almas, debe ser único para los humanos. Es, por lo mismo, eterno, inmaterial y común para todos. De ahí que la inmortalidad personal no cupiera en su concep-ción filosófica, tampoco la moralidad de los actos humanos en vista al premio o a la sanción tras el fallecimiento del individuo. El inmortal es el intelecto agente. Se diría más bien que hay fusión de cada entendimiento individual con el entendi-miento activo único, y, al margen de éste, todo lo que posee el hombre es material y, por lo tanto, corruptible. Claro que, siendo consciente Averroes de esta dificul-tad, parece ser que llegó a desmentirse. Considera que los filósofos creen en la re-surrección del cuerpo porque la defiende la religión que es de origen divino y con-

140 Averroes: Compendio de Metafísica., (traducción), pp. 154-155; pp. 247-248 y 255-256.

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forme a los principios de la razón, aunque no deja de ser –dice -, una verdadera pa-radoja.

Ante éstas y otras comprometidas afirmaciones, nada tiene de particular que

Averroes fuese tachado por algunos escolásticos, y no pocos extremistas de la reli-gión islámica, como agnóstico, panteísta e incluso ateo. Pienso que no es justo, pues, aun cuando en el año 1270 y en el 1277 fueran oficialmente rechazadas algu-nas de sus proposiciones por la ortodoxia cristiana e incluso se viese desterrado por los de su misma fe, pocos podrían poner en duda que se trata de un auténtico avanzado intelectual, aun cuando su crítica alcanzase en ocasiones a ciertas tradi-ciones islámicas, al dogmatismo coránico y a otras escrituras sagradas. Por este compromiso, asentimos con el profesor González Palencia: la proyección e influen-cia de Averroes en la historia del pensamiento europeo fue decisiva. Los judíos se apoderaron de sus Comentarios a las obras de Aristóteles y fueron la base princi-pal de la ciencia hebraica a partir del siglo XIII. Mayor aún, si cabe, fue la influen-cia averroísta en la escolástica cristiana, pasando la obra y el pensamiento de Ave-rroes - a través de la Escuela de Traductores de Toledo -, al mundo cultural latino. Por todo ello, y aun cuando algunas de sus tesis provocaran perplejidad e incluso turbación ante su obvio racionalismo, en nada quita su honda inquietud por buscar la conciliación entre la filosofía y los textos revelados, a expensas, claro está, de ser injustamente tachado por los diferentes extremismos como cínico e irreverente.

IBN’ GABIROL – AVICEBRÓN – (¿1020 – 1059?)

Desde la Edad Media son diversos los nombres que se han venido dando a

Selomó ben Yehuda Abu Ayyub Ibn Gabirol. En la cultura latina fue conocido por Avicebrón, Avencebrol o Avicembrón. Nace en Málaga aunque era oriundo de Córdoba. Su juventud fue difícil, debido a que muy pronto quedó huérfano, y, aunque son escasos los datos de su vida, se sabe que pronto emigra a Zaragoza, en-tonces uno de los más prósperos reinos de la España islámica, acogiéndose a la protección del rey Al Mundir I y de su hijo Yekutiel. Estudia gramática y retórica, más tarde la filosofía. Pero cuando dichos mecenas fueron asesinados, no tuvo más remedio que huir, refugiándose en Valencia donde termina su vida marcada por una endeble y frágil salud que le condicionó para que mostrara un carácter retraí-do y melancólico, con algunos arrestos sarcásticos y mordaces.

Se le atribuyen cerca de veinte obras. Unas nos han llegado en su versión árabe, otras en latín y hebreo. Entre las principales citaremos las siguientes: Collar de perlas, es una gramática hebrea en 400 versos acrósticos (perdida casi en su tota-lidad); Corrección de los caracteres, de índole ético-práctica, más bien breve; Selección de perlas, un repertorio de proverbios y refranes que revelan una aceptable sabidu-

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ría griega y árabe, se conservan pocos fragmentos; Prescripciones, es una colección de normas obligatorias del Código bíblico. Pero, su tratado principal es La fuente de la vida, escrita en árabe con el título Yanbu’ al-Haya, que resumió en hebreo Sem Tob ibn Falaquera en el siglo XIII con el nombre Meqor Hayyim y que, a su vez, fue vertida al latín por Juan Hispalense y Domingo Gundisalvo con la conocida desig-nación, Fons Vital, sólo se conservan la versión latina y el resumen hebreo. Fig. 32.

La obra como tal formaba parte de un estructurado sistema filosófico-teológico al que pertenecían otros documentos perdidos. El texto se presenta en forma de diálogo entre el maestro y el discípulo, dividido en cinco partes donde se discute principalmente sobre las substancias, las emociones, la forma y la materia.

A DIOS SÓLO SE LE CONOCE POR SUS OBRAS

La reflexión doctrinal sobre el Ser divino que Ibn Gabi-

rol nos presenta no podría entenderse sin la influencia neopla-tónica. De hecho, en el mundo judaico español del siglo X se había dejado sentir un fuerte neoplatonismo de arraigue filo-niano. En el texto, La fuente de la vida, claramente se nota una propensión hacia el emanatismo, si bien con perspectivas, no solo de Aristóteles con su terminología hilemórfica, sino tam-bién aceptando conceptos teológicos árabes, como el de la Vo-luntad divina y, sobre todo, el monoteísmo bíblico y una mo-ral claramente judaica.

Al hablar de Dios como Ser supremo, dice de él que es

trascendente bajo cualquier punto que partamos. Absoluta-mente simple y uno. Fuente de vida que sólo podemos cono-cer mediante sus operaciones, es decir, por sus propias “obras”. Es el Principio y el Agente de las mismas. Significati-vo es el diálogo que sigue: D.- “¿Hay algún método para alcanzar el conocimiento de la Esencia Primera? M.- Conocer esto no es del todo imposible ni posible en su totalidad. D.- ¿En qué medida es posible y en qué medida imposible? M.- Esto es lo imposible: conocer la esencia de la Esencia Primera sin contar con las criatu-ras que han sido generadas a partir de ella; pero esto es lo posible: concretamente conocerla tan sólo por sus obras, que han sido generadas a partir de ella. D.- ¿Por qué es imposible el conocimiento de la Esencia? M.- Porque está sobre todas las cosas y es infinita. D.- ¿Cómo, entonces, la mente humana conoce la Inteligencia que está sobre ella?

Fig. 32, Estatua de

Ibn’Gabirol en Ce-

sarea (Israel).

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M.- Porque la Inteligencia es semejante al Alma y son contiguas; por ello puede conocerla. Sin embargo, la Esencia Primera no es semejante a la Inteligencia ni conviene con ella en nada, porque no está formada de ningún elemento compuesto ni simple; y la proporción del ser simple con relación a ella por la imposibilidad de conocerla, es tal cual es la proporción del compuesto con relación al ser simple en la imposibilidad de conocerlo. D.- ¿Por qué la ciencia de la Esencia es imposible, por qué es infinita? M.- Porque la ciencia del que conoce consiste en comprender la cosa conocida y por ello es imposible que la Esencia divina pueda ser abarcada por la ciencia141.

Como podemos apreciar, Ibn Gabirol no puede ser más taxativo a la hora de hablar sobre el conocimiento de la Esencia Primera. Sólo llegamos a ella mediante las obras que ha generado, aunque el conocimiento completo es imposible para no-sotros porque somos limitados en el conocer. Más aún, concibe que todas las cosas proceden de la Voluntad creadora de Dios, a la que suele identificar con la Sabidu-ría o la Palabra divina. Pero, aun siendo infinita en su naturaleza, es finita en cuan-to a la acción. La Voluntad creadora es la fuente de la vida, es como un manantial de agua que, naciendo de la fuente, corre y se difunde por doquier. No la podemos definir, tan sólo describirla como poder divino que da lugar a la “materia” y a la “forma”. “Es imposible describir la Voluntad, pero casi se describe cuando se dice que ella es la fuerza divina que crea la materia y la forma y las une y está difundida desde lo más al-to a lo más bajo, como el alma está difundida por el cuerpo y lo mueve todo y ordena todo142.

Se trata, en realidad, de una síntesis con elementos, no solo neoplatónicos y

de Aristóteles, sino también en combinación con nociones árabes y judías que deri-van hacia un singular emanatismo descendente. De la Voluntad creadora proce-den, en primer lugar, la materia y la forma universales: dos principios que integran la universalidad de lo contingente y finito que Dios une por el soberano deseo de su Voluntad. Todo queda penetrado como lo está el alma en el cuerpo. De ahí que, aparte de Dios, cualquier otra realidad está penetrada por la materia y la forma. Haciéndose eco de las teofanías bíblicas, la materia es el Trono de Dios. Considera que la primera forma es la de la corporeidad, una acción que se produce pasando la materia, según su potencialidad, al acto con la consiguiente determinación.

Después, y como si se tratara de una segunda acción, emana la Inteligencia universal, también compuesta de materia y de forma; una materia y una forma concebida como algo genérico y común a todos los seres, “sustrato único” y sopor-te de las formas como principio de diversificación. En ese sentido, bien puede de-cirse que, desde el primer producto de Dios al último, la composición de materia y forma es esencial a toda posible determinación. De la Inteligencia procede el Espí-ritu cósmico o Alma universal, y de ésta, la Naturaleza con toda su variedad de formas. De la Naturaleza, el Mundo corpóreo.

141 Avicebrón: La fuente de la vida I, 4 y 5. 142 Ibid.

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Decir también que, entre el mundo inteligible y el corpóreo no se da una re-

lación directa, sino que las sustancias del mundo inteligible cumplen una función de ser entes intermediarios entre la Primera Causa y las sustancias corpóreas. La comunicación es sólo mediante irradiaciones que, traspasando los límites del pro-pio mundo, hacen de luminarias para las inferiores. De hecho, a medida que van bajando de nivel, más se comprimen y espesan. Por lo tanto, lejos de distinguirse los seres por lo que respecta a la materia y la forma, lo son por su lejanía. También lo corpóreo queda dividido en dos sectores: lo supralunar o celeste y lo infralunar o terráqueo, circunscrito éste último a la generación y la corrupción.

Por lo que respecta al hombre, le concibe como un microcosmos, un reflejo

del universo que compendia y da sentido a todos sus componentes. Su cuerpo, como síntesis del mundo físico, está dotado de materia y forma corporales, aunque en sutil participación con la materia cósmica. También su alma, sobrepasando a la vegetativa, a la sensitiva y a la racional, deriva, en última instancia, de la forma cósmica universal. Aparte de esto, posee sobre todo “inteligencia” con la que pue-de, de algún modo, captar la realidad insondable de Dios. Podría decirse en ese sentido que el hombre fue creado para iniciar el viaje de regreso y volver a la Uni-dad. Claro que la meta a conseguir no será fácil: requiere purificación y esfuerzo, conocimiento sobre todo de las causas, de los fundamentos que conducen a la feli-cidad. Llega a decir: “Elévate de lo inferior a lo superior y verás que el ser se vuelve más sutil, más fuerte y más unido, ya se trate de la materia, de la forma o del movimiento; toma lo manifiesto como signo y manifestación de lo oculto, lo compuesto de lo simple, lo causado de la causa; haciendo esto, llegarás al conocimiento de lo que buscas143.

Acorde con esta concepción arraigada en el neoplatonismo, Ibn Gabirol confirma que al proceso de emanación corresponde otro inverso de retorno. La persona debe volver a su origen. Al comienzo del libro IV de “La fuente de la vida”, escribe: “Lo inferior emana de lo superior”. Pero reafirma de igual modo que el consti-tutivo del ser tiende al retorno, a lo que fue en un primer momento. Según él, todas las almas, sean vegetativas, animales, racionales y humanas, tienden como primer anhelo de su ser, a retornar a la Unidad, al Uno, a Dios. Dicha creencia le viene da-da por la observación de los fenómenos que están a nuestro alcance. Vuelve a de-cir: “La aspiración hacia Dios y el movimiento hacia él están presentes en todas las cosas”. Está latente en los astros con sus desplazamientos siderales, en el crecimiento de las plantas, también en los instintos en los animales. Por este desvelarse, y por la naturaleza directiva que corresponde a las personas, su auténtico fin no puede ser otro que la unión con Dios. “Siendo lo mejor del hombre su inteligencia, debe por encima de todo, buscar la sabiduría y el conocimiento, primero de sí mismo, después las otras reali-dades y, a partir de aquí, buscar la causa final”. 143 Avicebrón: La fuente de la vida, III, 56.

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No obstante, Ibn Gabirol era consciente de un grave problema: ¿cómo expli-car que lo finito emane de lo infinito y que el retorno es consustancial al ser limita-do? Lo resuelve creyendo que todo lo que acaece es pura continuidad. En sí, un proceso que va desde su emanación hasta la ansiada meta. Se alcanzará por el re-torno. Claro que, siendo esto imposible sin el soporte de una materia, deduce que en todo ente existe un elemento material. Más aún, cree que sólo por este compo-nente es posible explicar el movimiento. Ningún espíritu puede concebirse, a ex-cepción de Dios, sin la mencionada materia.

Por eso, ante una tal concepción filosófica, nada tiene de extraño que, junto a los seguidores de sus puntos de vista, surgiera una oposición doctrinal sobre los principios que él consideraba esenciales en su proyecto filosófico. Causó extrañeza a ciertos escolásticos, como a S. Alberto Magno y a Santo Tomás por el modo de exponer su global hilemorfismo y la manera de explicar la pluralidad de formas. Santo Tomás por ejemplo objetaba que la materia concebida por Avicebrón era como si se tratase de algo etéreo, aunque con cierta actualidad. Las formas, por el contrario, como accidentes, siendo así que en Aristóteles la materia era pura poten-cialidad, en tanto que la forma substancial la consideraba única para cada realidad. Ella daba, no sólo el ser, sino también el modo específico del ser. En consecuencia, aparte de la complejidad que acarreaba su emanatismo neoplatónico, se sumaban otros escollos metafísicos, como eran los enunciados donde se afirmaba que, a ex-cepción de Dios, todas las demás substancias - aun las que se denominaban sim-ples -, estaban compuestas de materia y de forma.

Pese a estas consideraciones, no obsta para reconocer la gran influencia que tuvo Ibn Gabirol en toda la filosofía medieval. Pues, si bien en el pensamiento is-lámico no fue muy duradera, y en la Comunidad judía se vio relegado al aspecto y perspectiva de su mística poética, no fue así en gran parte de la escolástica cristia-na. Pues, aun cuando el tomismo impugnó los puntos principales de su metafísica, su influencia se dejó sentir en su mismo traductor, Domingo Gundisalvo. Incluso la admiración, como muy bien dice J. M. Millás Vallicrosa, llegó al mismo obispo de París, Guillermo de Auvernia, considerándole cristiano y nobilissimus entre los fi-lósofos. Atrajo también la simpatía de Alejandro de Harles, San Buenaventura y, en general, a la mayor parte de la corriente franciscana.

MAIMÓNIDES (1135 – 1204)

Conocido Maimónides por Rambam (debido a las iniciales de su verdadero nombre, Rabbí Mosheh ben Maimon), nace en Córdoba. Su padre, rabino y juez, se ocupó para que consiguiera una esmerada formación, no sólo religiosa con el estu-dio del Talmud, sino también en las otras ciencias: matemáticas, astronomía, medi-cina y filosofía. Sucedió, no obstante, que habiendo sido conquistada Córdoba por

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los almohades en 1148, imponiendo la ley coránica tanto a judíos como a cristianos, su familia decidió exiliarse. Provisionalmente yendo a Almería, más tarde a Fez (Marruecos). En dicha ciudad simuló su adhesión al islamismo, aunque sólo fingi-damente. Más tarde se disculpó diciendo que era nula la aceptación de una religión impuesta por las armas.

Tal fue el absolutismo religioso que, tras ver el asesinato de su maestro en 1165 por no haberse convertido y estar él mismo también amenazado, escapa a Acre, en Israel. No tardan-do, decide marchar a Egipto. Se establece prime-ro en Alejandría, después en Fostat (el viejo Cai-ro), donde abre escuela y escribe la mayor parte de sus obras. Debido sin embargo a ciertas des-gracias familiares, se ve obligado durante algún tiempo a dedicarse al comercio de piedras pre-ciosas, también al ejercicio de la medicina, con-siguiendo ser nombrado médico de la corte de Saladino. Su prestigio fue tal en esta profesión que tuvo que compartirla con las múltiples con-sultas religiosas que le llegaban de todo el mun-do al ser al mismo tiempo guía espiritual de la Comunidad judía. Al parecer, muere en el año 1204. Fue sepultado en Alejandría, convirtiéndo-se su tumba en meta de fervientes peregrinacio-nes. Córdoba, reconociéndole como a una de sus más ilustres personalidades, le recuerda y admi-ra en uno de sus monumentos. Fig. 33.

Respecto a su obra, la escribe en árabe, a excepción de su Mishneh Torah (Re-petición de la ley), que la redacta en hebreo; un excepcional trabajo en el que com-pendia y clasifica materiales referidos al Talmud. Más tarde todos sus escritos fue-ron traducidos al hebreo y al latín. Títulos suyos son, entre otros, Tratado sobre la fe-licidad; Compendio de lógica; Tratado sobre la unidad de Dios; Tratado de los artículos de la Ley Divina; Carta sobre la apostasía; Puerta de la esperanza; Tratado sobre la resurrec-ción de los muertos, redactado este último en los postreros años de su vida. Relati-vos a la medicina podríamos citar: Tratado sobre los venenos y sus antídotos; Guía de la buena salud, así como la Explicación sobre las alteraciones. Sin embargo, la base de su pensamiento filosófico lo constituye la Guía de perplejos, compuesta quizá para mantener la fe de los judíos amenazados por el fanatismo de los almohades, aun-que también para aquellos que encontraban problemas de interpretación a la hora de armonizar el judaísmo con la filosofía. Diríamos más bien que se trata de un sis-tema filosófico-teológico marcado por una síntesis de filosofía griega-aristotélica

Fig. 33. Estatua de Maimónides.Plaza

de Tiberiades (Córdoba).

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con los principios de la religión judía. De ahí que se le considere - al menos por la mayor parte de la crítica -, como el más prestigioso pensador judío de la Edad Me-dia, con suma influencia, no sólo entre los de su propia fe, sino también en otros fi-lósofos medievales, incluido el mismo Santo Tomás.

CONVERGENCIA DE LA FE Y LA RAZÓN

Fiel seguidor de las tradiciones judías, Maimónides acepta como principio la

aquiescencia de la Biblia como expresión adecuada de la verdad. Lo que tampoco le impide asentir en toda su dimensión el campo que ocupa la filosofía. No otro propósito tiene su Guía de Perplejos. Considera imprescindible esta convergencia para quitar las “perplejidades” en los creyentes, tanto por las verdades de fe res-pecto a la razón, como de la razón hacia las verdades de fe. La fe y la razón pueden conjugarse perfectamente. De hecho, la estructura del tratado no es sino una sínte-sis donde, para dar sentido a la verdad bíblica, no tuvo inconveniente de hacer uso del método alegórico, creyendo superar con ello las aparentes antítesis entre la ra-zón filosófica y la palabra revelada.

Llega a sostener que la verdad de la fe y la verdad de la inteligencia no se

contradicen en los conceptos básicos, pueden andar juntas por más que los méto-dos sean diferentes. De hecho, son bastante frecuentes las citas donde se deja ver la conciliación entre los dogmas del judaísmo rabínico y la racionalidad de la filosofía aristotélica, si bien dentro de un esquema neoplatonizante al modo de Avicena. En ocasiones, tampoco tuvo reparo en hacer uso de los comentarios de Averroes. En síntesis, cabría decir de Maimónides que es más avicenista y neoplatónico que aris-totélico y averroísta.

Escribiendo sobre las ciencias humanas, su pensamiento es firme a la hora de valorarlas como tales. Para él dichas ciencias no pueden estar en el polo opues-to a la fe, más bien lo contrario, se complementan mutuamente, más aún, el ideal religioso sólo puede alcanzarlo aquél que es capaz de asimilar unas y otras: cien-cias humanas y divinas. Claro que, en todo este compromiso se hace imprescindi-ble el método alegórico y figurado. Haciendo uso de él, las posibles discordancias o aparentes contradicciones encuentran la solución que en un primer momento pu-dieran sorprender e incluso desorientar. De ahí que concibiera los relatos bíblicos, como las aguas de un pozo profundo: sólo la pericia del que sabe anudar distintas cuerdas a un recipiente adecuado puede alcanzarlas y beber. “Sépase que la clave para entender y conocer íntegramente en toda su realidad todo lo que han dicho los profetas es entender las alegorías y su sentido y saber interpretar sus palabras…En un “midrash” dice: “¿A qué se parecen las palabras de la Torá antes que Salomón hubiese aparecido? A un pozo cuyas frescas aguas estaban hondas, de modo que nadie podía beberlas. ¿Y qué hizo entonces un hombre inteligente? Ató unas sogas con otras y unos cordeles con otros y des-

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pués sacó agua y bebió. Así, de discurso en discurso y de alegoría en alegoría, llegó Salomón a penetrar el misterio de la Torá”144.

En apoyo del progreso y la capacidad intelectiva, Maimónides lucha contra la ig-norancia, la credulidad infantil y la superstición en vista a abrir caminos para hacer valer sus bases interpretativas, tanto a judíos como a cualquiera que esté abierto al análisis y a la demostración. Decía que las expresiones bíblicas tenían dos senti-dos: uno literal y espontáneo, y otro más profundo y espiritual. Las aparentes in-compatibilidades únicamente se solventarán mediante el conocimiento de este úl-timo. Así, “en el relato del Paraíso, Eva significa la sensibilidad, la serpiente la imagina-ción, Adán la inteligencia. La descendencia de Eva que aplasta la cabeza de la serpiente es el género humano, que triunfa de la imaginación por medio de la razón. Caín es el símbolo de la facultad práctica, aplicada a la agricultura. Abel, de la reflexión, para gobernar indivi-duos o sociedades. Seth es la inteligencia verdadera, que permanece, mientras que las demás facultades perecen o se destruyen. La historia de Job es una parábola para expresar el miste-rio de la Providencia. Satanás significa la privación inherente a la materia”145

DIOS NECESITA SER DEMOSTRADO

Partiendo de la capacidad intelectiva del ser humano, Maimónides cree de-

mostrar de forma convincente la existencia de Dios. Los principios de este asenti-miento los toma de Aristóteles, si bien teniendo en cuenta algunas modalidades. Así, en el “Tratado de los artículos de la Ley Divina”, comienza con las siguientes pa-labras: “El primer y principal fundamento y base en que estriban todas las ciencias, es el conocimiento de una soberana causa: la cual dio el ser a todo lo creado, y de cuya real exis-tencia han procedido los cielos, la tierra y cuanto en sí contienen”.

Atendiendo a estas y otras expresiones similares, podemos apreciar un tra-

sunto del monoteísmo que se revela en el Génesis y que el judaísmo asumió desde tiempo inmemorial. Sus consecuencias y deducciones son también en todo punto interesantes. Pues, si el mundo fuera infinito – dice -, no tendría principio ni fin y sería también infundado postular una primera causa que fuera el origen y la razón de ser de todo lo existente. De ahí que, remontándose a Aristóteles, concibe que deba existir una primera causa, un primer motor que mueva toda la marcha del universo. No obstante, aun siendo esto verdad, Maimónides modifica la demos-tración aristotélica sobre la ingeneración del cosmos. Para el estagirita el universo es perfecto, por lo que su ingenerabilidad e incorruptibilidad es consecuencia de su misma constitución. “El cielo, por tanto, no ha sido engendrado; no puede ser destruido, como dicen algunos; antes es uno y eterno, sin principio ni fin de su total eternidad, y con-tiene en sí y posee en sí el tiempo infinito”146.

144 Maimónides: Guía de Perplejos, Introd, 26. 145 Cita tomada de G. Fraile: Historia de la Filosofía, II, pág. 564. 146 Aristóteles: Del cielo, 283b 30

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De hecho, Aristóteles, al referirse a la primera causa o primer motor, está

haciendo referencia a una fuerza divina impulsora del movimiento. Había para él un algo inmortal y divino entre las cosas dotadas de movimiento, pero no como generadora del mundo. Sin embargo, en el pensamiento de Maimónides hay algo más; esa primera causa es también creadora. Nos dice que Dios creó diez inteligen-cias puras exentas de materia. Nueve de ellas están unidas a otras tantas esferas ce-lestes, moviéndose con movimiento circular uniforme. La décima es el “Entendi-miento agente”, que es el que hace posible el paso de la potencia al acto en el mo-vimiento, también el que proporciona las formas inteligibles al entendimiento per-sonal de cada uno. Todas las esferas o inteligencias son inmateriales e inmortales. El hombre, compuesto de cuerpo (materia), y alma (forma), es como un microcos-mos, cuya alma, siendo inmortal, lo es individualmente y no en una supuesta for-ma común de todos.

Recoge y analiza también los argumentos filosóficos que demuestran para él la existencia de Dios (cuenta con 25 de ellos), sintetizados en las “razones últimas” a la hora de dar explicación del mundo que contemplamos. Conocemos a Dios por sus obras. Por ellas nos percatamos de su realidad. “No hay otro modo de percibir a Dios que por sus obras; éstas son las que indican su existencia y lo que es necesario creer a este respecto, es decir, lo que es necesario afirmar o negar de él”147.

Pero, bien sea por la influencia neoplatónica, o puede que por resaltar al

máximo la trascendencia de Dios, él intenta poner de relieve lo que se ha dado en llamar “concepción negativa de Dios”, es decir, que a la hora de hablar de los atri-butos divinos, considera que los negativos se adaptan mejor a la noción de la Divi-nidad. Piensa que todo lo positivo que se añade, por ser algo agregado, estaría en la categoría de accidente y, por lo tanto, implicaría pluralidad. Cree más acorde hacer uso de los negativos o, a lo sumo, de los que enuncian acción por no incluir diversidad en el agente. Nos dice: “Has de saber que los verdaderos atributos de Dios son aquellos cuya atribución se hace por medio de negaciones, lo que no trae consigo nece-sariamente ninguna expresión impropia, ni da lugar, en manera alguna, a atribuir a Dios ninguna imperfección; al contrario de la atribución enunciada afirmativamente, que encie-rra la idea de asociación e imperfección… Hay que servirse de los atributos negativos para guiar el espíritu a lo que se debe creer de Dios; pues de ellos no resulta ninguna multiplici-dad y llevan al espíritu al término de lo que al hombre es posible alcanzar de Dios… Pues, no alcanzamos de él otra cosa sino que es, que hay un Ser, al que no se parece ninguno de los seres que él mismo ha producido, que no tiene absolutamente nada de común con estos últimos, en el que no hay ni multiplicidad ni impotencia de producir lo que está fuera de él”148

147 Maimónides: Guía de Perplejos, I, 34. 148 Ibid. LVIII.

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Conocedor de la Ley y las tradiciones hebraicas, cree que el único nombre que puede atribuirse a Dios es el que se contiene en el tetragrama “Jhvh” (el que es), como expresión más acorde y congruente con la Esencia Divina.

Pese a todo, y aun cuando su filosofía consiguió alcanzar el grado más alto del pensamiento judío en el medievo, su fuerte influencia neoplatónica respecto a la jerarquía de las inteligencias separadas, sus frases de sabor emanatista y, sobre todo, el racionalismo y la exégesis alegórica de las Sagradas Escrituras, hicieron que la oposición tradicionalista reaccionara mordazmente frente a lo que conside-raban interpretaciones increíblemente osadas. Polémicas que se vieron recrudeci-das sobre todo en regiones de la Provenza, Cataluña y el Norte de Francia. En Mompellier, por ejemplo, llegó a quemarse públicamente, en el año 1232, la Guía de Perplejos. Pensaban que había ido demasiado lejos en sus alegorías, como en su comentario al Cantar de los Cantares, interpretando a la esposa en referencia al alma que aspira a unirse con el Entendimiento agente.

SAN BUENAVENTURA (1221 – 1274)

Nace S. Buenaventura en Bagnoreggio, pequeña población italiana en las cercanías de Viterbo. Su nombre de pila era Juan de Fidanza, como el del padre. Pero, habiendo sido curado en su niñez de una grave enfermedad por intercesión de S. Francisco, la madre, queriendo expresar tiernamente al santo el “feliz aconte-cimiento” (la buona ventura), hizo que se le reconociera con el sobrenombre de Buenaventura. También, en deferencia a la espiritualidad que inspira su doctrina, la tradición le otorgó el tratamiento de “Doctor Seráfico”. Se cree que comenzó sus estudios en París hacia el 1234, escuchando las lecciones de los más prestigiosos maestros de la época, entre ellos, Juan de Rochela, Guillermo de Auvernia y, sobre todo, Alejando de Hales, a quien considera su padre y maestro. Obtiene la licencia en 1240, después de lo cual ingresa en la Orden franciscana. Durante un decenio impartió clases en París. En 1256 fue designado, junto con Tomás de York, para es-tudiar y llegar a una solución sobre las disposiciones de Anagni que Luis IX de Francia había pedido para zanjar el problema sobre la enseñanza de los maestros seculares y las Órdenes mendicantes.

En 1257, a sus treinta y seis años, la Orden, reunida en Roma en capítulo, le

elige ministro general. Con ello, bien puede decirse que termina su docencia como profesor en activo. Sigue escribiendo, aunque ahora en un ámbito y contexto rela-cionado con la ascética y la mística. Por la prudencia y gran impulso que dispensó en su gobierno, se le considera el segundo fundador. Debido precisamente a tal discernimiento a la hora de tomar decisiones, y, a su vez, queriendo manifestar su estima, el papa Clemente IV le otorga la sede episcopal del York; aunque, al no

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considerarla conforme a la humildad que debe reflejar un franciscano, renunció a dicha distinción. Bien es cierto que unos años más tarde no pudo hacer lo mismo a la obediencia de Gregorio X, convenciéndole para que aceptase ser Cardenal y obispo de Albano. Participa en el II Concilio de Lyon, pero no pudo verle clausu-rado. Muere el 15 de julio de 1274. Tenía cincuenta y tres años. Fig. 34.

Respecto a sus obras filosófico-teológicas, las principales son las siguientes:

Commentarii in quatuor libros Sententiarum Petri Lombardi (redactados entre 1248 y 1255); Quaestiones disputatae VIII de mysterio Trini-tatis; De reductione artium ad theologiam; Brevilo-quium y, sobre todo, el Itinerarium mentis in Deum. Es asimismo autor de diversos comentarios a las Sagradas Escrituras, así como de una serie de fas-cículos de orientación práctica y de vivencias mís-ticas.

LA RAZÓN ILUMINADA POR LA FE

S. Buenaventura es un amante de las tradi-

ciones. Representa en el siglo XIII el espíritu de continuidad e incluso podría decirse que, gracias a su obra, conservamos las líneas generales de la ideología escolástica tradicional, el espíritu espe-culativo que se había venido desarrollando des-de S. Agustín. En los Comentarios a las Sentencias nos dice: “Mi intención no es con-tradecir las opiniones nuevas, sino reproducir las más comunes y las más autorizadas”. (IV, Sent. II). Las opiniones nuevas tenían como referencia la introducción de la fi-losofía aristotélica, en tanto que las más comunes representaban las orientaciones de la escuela agustiniana en clara dependencia con el pensamiento de Platón. En esta perspectiva, S. Buenaventura armonizaba con S. Anselmo, S. Bernardo, los Victorianos y, más concretamente, con su maestro Alejando de Hales.

Distingue entre filosofía y teología, entre fe y razón, aunque incidiendo que

lo especulativo será insuficiente para alcanzar la verdad en plenitud si le falta la iluminación, es decir, la luz de la fe. “La ciencia precede a la fe y la prepara dándole a la inteligencia natural nociones tales como la existencia de Dios…, pero de discernir a la Di-vinidad misma, de saber cómo se armonizan en Dios la unidad de naturaleza y la pluralidad de las personas, la ciencia es incapaz, a menos de ser esclarecida por la fe” (IV Sant. III, 25-26). En consecuencia, el estudio de la palabra revelada es lo más sublime que el hombre puede realizar en su acción investigadora, todo lo demás es descender, in-cluida la teología escolástica. Para San Buenaventura toda filosofía independiente caerá, más pronto o más tarde, en la ambigüedad y los ineludibles equívocos. De ahí sus prejuicios hacia el pensamiento aristotélico. Si nos atenemos a lo que nos

Fig. 34. Representación pictográfica

de S. Buenaventura.

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dice la Escritura, los errores que cometió Aristóteles son manifiestos, es el caso de la creación del mundo o de la providencia. El mismo Wilson, al referirse a esta to-ma de conciencia, comentaba: “La filosofía verdadera será una reflexión de la razón guiada por la fe”149.

Justificaba San Buenaventura esta exposición porque los razonamientos filo-

sóficos son puramente intelectuales, mientras que la fe es un acto de afecto y de adhesión íntegro a la verdad. De ahí el predominio de ésta sobre la filosofía. Sin embargo, tampoco es un detenerse en el bagaje puramente histórico. En su obra se da también un paso adelante en la interpretación del sector tradicional. Hasta en-tonces se llevaba a efecto el estudio teológico mediante el dato revelado y el análi-sis literario del mismo. Lo característico en su exposición es que a la teología se la va a considerar como una elaboración racional de la fe, es decir, que se dejaba un espacio a la argumentación intelectual en la palabra revelada. Método más cercano evidentemente a la fórmula de S. Agustín: Crede ut intelligas (cree para entender), e Intellige ut credas (entiende para creer). De hecho, él distingue el modelo que usa el simple creyente con el que aplica el exegeta o el teólogo. La razón natural es nece-saria para el conocimiento, pero, por sí sola, nunca podrá alcanzar la plenitud de la verdad, debe ser iluminada por la fe. Alejándose de ésta, el filósofo se verá induci-do, de una u otra forma, a los equívocos y al error. La cumbre de la sabiduría es la palabra revelada, otros conocimientos y saberes serán siempre secundarios.

LOS CAMINOS HACIA DIOS

El símbolo del camino es una imagen muy frecuente para expresar la relación

del hombre en su intento de aproximarse a la realidad de Dios. Lo encontramos, tanto en los libros sagrados orientales, como en los textos religiosos de occidente. También en la investigación científica, filosófica y teológica. Representa un modelo adecuado en la búsqueda de cualquier objetivo. Santo Tomás, por ejemplo, llama vías, es decir, caminos, a los cinco procedimientos con los que muestra que la afir-mación de Dios es razonable. Pero, ninguno insta más en el uso del término camino como San Buenaventura. Al fin y al cabo, el título de su principal obra no es otro que el camino, es decir, el Itinerario de la mente a Dios.

Aplicando esta metáfora, va a ir exponiendo las distintas fases del espíritu

humano para explicar el progresivo conocimiento de Dios. Como todo itinerario, parte de un supuesto inicio, para ir, en ciclos sucesivos, ascendiendo a lo que se cree que es su consumación. Pero, no porque imaginemos que existan distintas etapas, vayan a tener éstas la misma duración en los que las recorren, sino que se alargan o se acortan según la actitud y el anhelo de los viandantes. Además, el mismo recorrido tiene para él algo de vuelta, de retorno, de respuesta. En el cami-

149 E. Gilson: San Buenaventura, pág. 110.

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nar hacia Dios no es que partamos de un lugar sin Él a otro lugar donde Él mora. En palabras de san Buenaventura: “Dios está presente en el alma y por eso puede ser conocido por ella”. Se diría que el camino parte, desde una situación en que la perso-na ignora la presencia de Dios, a otra en la que toma conciencia de ella. Por eso, aun cuando él formula una serie de pruebas racionales para manifestar la existen-cia de Dios, a la hora de dar validez a dichas pruebas, no oculta sus recelos a todo lo que tenga como principio apoyar únicamente las deducciones dialécticas. Bien es verdad que él nos propone tres vías principales:

1) Su primera vía en el itinerario que conduce a la Divinidad es psicológica.

Considera que la idea de Dios está inscrita en toda alma racional. Existe en noso-tros un deseo innato hacia la verdad (hacia la Suma Sabiduría y Verdad). Pero no se puede desear nada de lo que se desconoce. Luego, si lo deseamos es porque de alguna manera ya lo conocemos. Y como la Sabiduría eterna es Dios, quiere ello decir que lo tenemos inscrito dentro de nosotros, en la interioridad de nuestro ser. Al mismo tiempo, por ser Dios el objeto de nuestra plenitud, lo es también de nuestra felicidad. En consecuencia, el alma, al conocerse a sí misma, conoce tam-bién la realidad de Dios. Su existencia es incuestionable si la fantasía o la concupis-cencia no encubren su verdad. Por lo tanto, si se hace uso de las pruebas a posterio-ri, es porque las circunstancias normales de nuestro conocimiento intelectual limi-tan el alcance de la evidencia propia de toda persona normal. Llega a decir: “ El que con tantos esplendores de las cosas creadas no se ilustra, está ciego; el que con tantos clamo-res no se despierta, está sordo; el que por todos estos efectos no alaba a Dios, ese está mudo; el que con tantos indicios no advierte el primer Principio, ese tal es necio”.150

Como podemos apreciar, la influencia de San Anselmo es evidente, incluso

su argumento ontológico cobró en S. Buenaventura un relieve aún mayor. La no-vedad que introduce en la fórmula anselmiana consiste en cambiar la idea del co-nocimiento de Dios de antes, por la presencia en nuestra alma de ahora. Debido a ello – nos dice -, su presencia en nosotros es de todo punto cognoscible. Dios está más presente en nuestro interior que nosotros mismos. “En la medida en que el espíri-tu es más noble que el cuerpo, así, el espejo del alma, que refleja la belleza del arte eterno, es más hermoso que cualquier otro espejo y que cualquier otra belleza corporal”151.

2) La segunda vía es física, aunque muy relacionada con la anterior. El mun-

do y sus criaturas son vestigios de la misma Divinidad. De hecho, contemplando la obra de sus manos, descubrimos a su creador. No es que San Buenaventura elabore prueba alguna de la existencia de Dios a partir de las cosas sensibles, sino que el camino toma otra dirección: descubriendo las propiedades de los seres - desde su imperfección y movilidad, hasta el orden, la armonía y la belleza que presentan -, le sirven para hablar de la presencia de Dios en el alma al contemplar las maravi-

150 S, Buenaventura: Itinerario del alma a Dios, I. 151 Ibid. Discursos ascetico-místicos, Santa Inés, discurso 2, IV.

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llas que salieron de sus manos. La naturaleza nos está hablando de Él. “De todo esto se colige que las perfecciones invisibles de Dios, desde la creación del mundo, se han hecho intelectualmente visibles por las criaturas de este mundo; tanto, que son inexcusables los que no quieren considerarlas, ni conocer, ni bendecir, ni amar a Dios en todas ellas siendo así que no quieren trasladarse de las tinieblas a la admirable luz divina”152.

A este respecto, diríamos que S. Buenaventura distingue dos modos de co-

nocer: uno, referido a los objetos de este mundo sensible y comprobado mediante los sentidos; el otro, el que tiene por objeto el conocimiento del alma y de Dios. Se obtienen éstos sin la ayuda de los sentidos externos; aunque, en sano juicio, tam-bién por ellos el hombre descubre su existencia. Lo delatan las diez razones que tiene a bien exponernos: a) “si existe el ente segundo, existe el ser primero; b) si existe el ente por otro, existe el ser que no es por otro; c) si existe el ente posible, existe el ser necesa-rio; d) si existe el ente relativo, existe el ser absoluto; e) si existe el ente finito, o sea, ens se-cundum quid, existe el ens simpliciter; f) si existe el ente que tiende hacia otro, existe el ser que tiende hacia sí mismo; g) si existe el ente por participación, existe el ser por esencia; h) si existe el ente en potencia, existe el ser en acto; i) si existe el ente compuesto, existe el ser simple; j) si existe el ente mutable, existe el ser inmutable. Por lo tanto, es llevada (el alma) de estos diez supuestos necesarios y manifiestos, ya que todas las diferencias del ente o sus partes llevan y manifiestan la existencia de Dios”153.

Ante tal exposición, puede que alguno llegue a creer que el método de S.

Buenaventura en lo que respecta al principio de causalidad alcanza el mismo nivel que tuviera en Aristóteles y Santo Tomás. Sin embargo, la connotación no es la misma; difiere desde el momento que la causalidad aplicada aquí y extendida a to-dos los seres no hace sino esclarecer el conocimiento de Dios que estaba implícito en el alma, mientras que en el aristotelismo y Santo Tomas se parte del dato ex-terno como el umbral de las subsiguientes inferencias y deducciones.

C) La tercera vía es ontológica y, como ya hemos señalado, muy en sintonía

con San Anselmo, aunque con matices. Pues, mientras en éste, del concepto o de la idea de suma perfección la mente extrae la consecuencia de un Dios perfecto, en San Buenaventura la misma definición (Dios), se transforma en una evidencia inmedia-ta, en cuanto que participa de la necesidad de su contenido. Una vez que hayamos penetrado en la perfección que implica el sujeto: sumo bien, suma bondad o suma verdad, está ya implicando su existencia. “Si Dios es Dios, Dios existe; el antecedente es de tal modo verdadero, que no puede ser pensado no existiendo, por lo tanto la existencia de Dios es verdad indubitable”154.

152 Ibid. Itinerario del alma a Dios, II, 13. 153 Ibid. 154 De mysterio trinitatis, I, a I, 29

131

Por eso, establecida la existencia de Dios como Ser increado y Bondad suma, llega a entender que el itinerario propio del hombre es llegar a la vía mística para gustar de la contemplación de esa Verdad Absoluta. Se detiene larga y profunda-mente en este tema, concluyendo que “el alma mística que ve a Dios en la contempla-ción queda toda embelesada”. Aprecia, no obstante, cuatro grados:

a) Serena: cuando el alma considera sosegadamente las cosas exte-

riores. b) Secreta: cuando considera su propia belleza interior. c) Excelsa: cuando contempla los bienes celestiales eternos. d) Jocunda: cuando el alma, ya extasiada, contempla a Dios.

Gran buscador de fondo y de interioridades, S. Buenaventura quiere llegar

al corazón del alma en donde con mayor diafanidad se hace presente la realidad de Dios. ¿Cómo y cuándo se llega a esta experiencia? No en otro momento que en el éxtasis. Es entonces cuando el ser del hombre alcanza la verdadera unión con la Divinidad. A ese nivel, su método es algo que nos trasciende, nos eleva sobre la fi-losofía, nos encumbra a otra dimensión.

A este respecto, cabe decir que el Doctor Seráfico es más teólogo que filóso-

fo, pues su principal inquietud no era otra sino mostrar al hombre el camino que le conduciría a la contemplación de lo divino. En sintonía con S. Agustín, el alma y el ser de Dios era su objeto principal. Los otros ingredientes, como la distinción de fi-losofía y teología, la diferencia de los entes o la distinción del acto y la potencia que tan agudamente había investigado la escolástica, con ser importantes, le fueron siempre problemas de segundo orden. Al lado de la contemplación, cualquier otra luz, por muy razonable que fuese, quedaba desdibujada por su propósito princi-pal. La cima de la pirámide era Dios como sujeto absoluto, un sujeto que incluía el predicado “existe”.

Claro que, aun teniendo en cuenta su admirable deseo de que todo hombre

llegara a contemplar lo que él consideraba su plenitud, todavía hoy sigue teniendo vigencia la objeción que entonces se le hizo, esto es, que para afirmar la existencia de la Esencia Divina, deberíamos conocer primero dicha Esencia, ya que, a decir verdad, no es evidente a nuestro entendimiento. Una cosa es que el sujeto lo idee o lo crea y otra la existencia real de un predicado donde falta su evidencia.

De todos modos, esto no quita para reconocer que la obra de S. Buenaventu-

ra ha sido siempre el fértil campo para cuantos han sentido la inquietud de lo di-vino. Pues, aunque para él el asentimiento de Dios no es un llegar hasta el límite de la razón y aceptar desde allí el credo de la fe, tampoco es un marginar lo que con-sideraba obra de sus manos. Acepta no obstante la iluminación porque cree que es más acorde y humana si se parte de la luz divina, por cuanto de otro modo ni si-

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quiera con la razón podría entenderse. Por eso, aún no olvidando la oposición que tuvo que afrontar - sobre todo la de Guillermo de Saint Amour -, reconocemos que ocupa un puesto único en la historia de la espiritualidad y de la mística de todos los tiempos. E. Longpré llegaba a decir de él que, como los arquitectos de su época construían las agujas de las catedrales mirando hacia el infinito, así lo hizo el Doc-tor Seráfico con su Itinerario del alma a Dios: buscaba vivir, contemplar, hacer que los hombres lo experimentasen en lo íntimo de su ser, en la plenitud de la persona, en el éxtasis.

SANTO TOMÁS DE AQUINO (1225 – 1274)

Nace Santo Tomás en el castillo de Roccasecca, cerca de Aquino, en el seno de una familia noble de origen lombardo a principios del año 1225. Cursa sus pri-meros estudios en el monasterio de Monte Casino, siendo abad un tío suyo. Sin embargo, en 1239, Federico II, en guerra con el Papado, expulsa a los monjes, por lo que Tomás se ve obligado a marchar a Nápoles para proseguir su formación académica. Allí estudió el trivium (gramática, retórica y dialéctica) con el maestro Pedro Martín de Dacia, y el quadrivium (aritmética, geometría, astronomía y músi-ca) con Pedro de Hibernia.

A raíz de la muerte de su padre, ingresa en la Orden de Predicadores en la

ciudad misma de Nápoles, aunque sus superiores, recelando la oposición de la madre, le mandan al convento de Santa Sabina, en Roma y, no mucho después, decidiendo que completara sus estudios en París. Pero sus hermanos, molestos por su entrada en religión, le sustraen en el camino, llevándole a Roccasecca. Recluido

allí durante más de un año, logra escapar descolgándose por una ventana. Se encami-na otra vez a Nápoles donde, concluido el noviciado, le mandan de nuevo a París donde conoce e investiga con S. Alberto Magno, primero en esta ciudad y después en Colonia.

En febrero 1252 vuelve a París por

recomendación del mismo San Alberto. Comienza su enseñanza como bachiller bí-blico y, en 1256, a sus treinta y un años, re-cibe la Licentia Docendi. De 1259 a 1265 fue Maestro de la curia pontificia, enseñando en distintas ciudades de Italia: Agnani, Or-vieto, Roma, Viterbo. Vuelve a París, des-

Fig. 35. Apoteosis de Santo Tomás por

Francisco de Zurbarán (1631). Museo de

Bellas Artes de Sevilla (España).

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pués retorna a Nápoles, y cuando a finales de enero de 1274 se puso en camino pa-ra participar en el segundo concilio de Lyón, convocado por Gregorio X, su salud se resiente de la enfermedad que padecía; pide entonces que se le traslade al mo-nasterio cisterciense de Fossanova, allí fallece el 7 de marzo de ese año en curso. Contaba con cuarenta y nueve de edad. Fig. 35.

Respecto a su obra, sorprende sobre todo su fecundidad y la incidencia que

tuvo en la escolástica. De entre sus escritos, algunos tratados se enmarcan en la lí-nea apologética y de la exégesis escriturística, como la Catena aurea super quattuor Evangelia; otros son de tipo más bien moral y jurídico. En relación con la filosofía, destacaríamos los Comentarios a Aristóteles y los Opúsculos – en todo punto intere-santes -, como el De ente et essentia o el De unitate intellectus. De suma importancia son las Quaestiones quodlibetales y las Quaestiones disputatae, así como la Summa con-tra Gentiles, aunque la mejor exposición de su pensamiento se acredita sin duda en la siempre comentada Summa theologica.

Fue sin embargo a partir de su muerte cuando va a surgir una importante

oposición a su filosofía, sobre todo por los que reivindicaban a S. Agustín como el más fiel exponente desde el punto de vista cristiano. Tanto es así que la oposición culminaría en la condena de algunas doctrinas tomistas que ya en vida se vio obli-gado a defender. De hecho, el entonces obispo de París, Etienne Tempier, formuló en 1277 una condena de 219 tesis respecto a la Universidad de París en las que se in-cluían algunas de Santo Tomas. Bien es cierto que, a pesar de esta condena local, el posible recelo fue superándose cuando el 18 de julio de 1323 el papa Juan XXII lo canoniza y levanta toda repulsa a su obra. Más aún, se fue haciendo acreedor al honroso título de Doctor Angelicus.

PERFIL INTELECTUAL

Le distingue a Santo Tomás el uso ordenado y sistemático de los elementos

que emplea y la ilación ideológica en las composiciones. Lo que en tiempo anterior a él había penetrado en la Escolástica en forma de material novedoso - en lo tocante sobre todo a las ideas aristotélicas -, él lo integra en un edificio unitario y coheren-te. Se diría más bien que forma una síntesis rigurosamente trabada de lo viejo y lo nuevo como sumario renovador de la inédita perspectiva escolástica.

El fondo es el aristotelismo, pero depurado por la revelación y no pocos

elementos platónicos, bien recogidos del propio Platón, ya por medio de S. Agus-tín, de Boecio o de Proclo, como de ciertos filósofos árabes, entre ellos, Averroes y Avicena, también de judíos, sobre todo de Maimónides e incluso no faltan tampo-co referencias asumidas de la moral estoica. É. Gilson llegó a decir: “No es la origi-

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nalidad, sino el vigor y armonía de la construcción lo que encumbra a Santo Tomás sobre todos los escolásticos. En universalidad de saber le supera San Alberto Magno; en ardor e interioridad de sentimiento, San Buenaventura; en sutileza lógica, Duns Escoto. Pero él los sobrepuja a todos en el arte del estilo dialéctico y como maestro y ejemplar clásico de una síntesis de meridiana claridad”155.

Pese a la ilación constructiva de toda su obra, a veces se ha recargado su

acentuado eclecticismo. Ni que decir tiene que la tradición, en su conjunto, tuvo una gran incidencia en su pensamiento, particularmente la aristotélica; pero no es menos cierto que, al sondear en la especulación heredada, él va a poner, además del orden en la exposición, la novedad que implicaba las nuevas traducciones de la filosofía griega. Pues, aunque Santo Tomás fue prioritariamente teólogo, existe en su obra una auténtica filosofía que convirtió a la escolástica tradicional en otra bas-tante más sugerente y fecunda. Por lo que aquí respecta, nos detendremos en dos cuestiones en todo punto fundamentales: la relación de la filosofía y la teología y, como más determinante, los argumentos o demostraciones de la existencia de Dios.

USO DE LA RAZÓN HASTA DONDE ÉSTA ALCANCE

La tesis que planteaba las relaciones entre filosofía y teología o, más bien,

entre fe y razón, era un supuesto que venía de largo; se especulaba ya desde los mismos inicios de la Edad Media. Santo Tomás es consciente de ello y no duda en plantearlo de forma sistemática y rigurosa.

En principio, urgía demarcar con exactitud los límites de ambos campos: el

filosófico y el teológico. Él lo ve claro: uno es el campo del conocimiento natural y otra la dimensión sobrenatural. El contraste o la diferencia radica en su origen: uno, que parte de lo sensible y le conduce a la abstracción, y el otro, que asiente a la palabra revelada mediante la fe. Por lo tanto, es el origen el que hace que sean desiguales: unos son consecuencias del entender y otros del creer; intelección y creencia difieren esencialmente. Cabe decir que la fe y el saber natural no se refie-ren a lo mismo: fides et scientia non sunt de eodem (II-II, q. 1,a.5). El sentir, el ver y el entender parten de lo que nos es manifiesto, en tanto que la fe, de lo que no apare-ce, de lo encubierto. En razón de lo cual, la revelación no puede ser algo demostra-do o concluido como ocurre con los conocimientos científicos, son ámbitos diferen-tes.

Sin embargo, por más que no tengan la misma fuente de conocimiento, hay

verdades de fe que pueden, según Santo Tomás, ser probadas y demostradas, co-mo la existencia de Dios, su unidad, su trascendencia, etc. Pero no son, en todo ri-gor, artículos de fe, sino preámbulos de esos artículos, (preambula fidei). De este modo, establecida así la distinción, no quita para que exista una verdadera armo-

155 Cita tomada de G. Fraile. Historia de la filosofía II, pág. 811.

135

nía entre ambas formas de conocer. Así, la razón, como principio humano para que lleguemos a la verdad rubricada por la evidencia objetiva, y la fe, como fun-damento también de la verdad divinamente confirmada, hacen que ambas sean in-dicación y referencia de lo “verdadero”, no pueden contradecirse. Tanto los fun-damentos de fe, como los principios de la razón humana provienen de la misma fuente, es decir, emanan del mismo Dios. Como consecuencia, en el ámbito de su autenticidad, no pueden ser contradictorias, las dos son distintas participaciones de una misma verdad que en modo alguno pueden contradecirse en sí mismas. El hombre debe hacer uso de su razón hasta donde ella alcance. Bien es cierto que en esa aplicación, puede engañarse o contradecirse, no Dios; lo cual quiere decir que los engaños o aparentes contradicciones deben atribuirse a la razón, que saca erró-neas conclusiones de sus principios verdaderos.

En cualquier caso, la razón debe subordinarse a la fe, por cuanto que lo so-

brenatural se halla por encima, se sobrepone a lo natural. La revelación es comple-ta en su ámbito, aunque también la filosofía en sus procedimientos racionales. Por eso, en virtud de su inherente armonía, las dos pueden beneficiarse, la colabora-ción puede ser mutua. De hecho, la palabra revelada puede servir de orientación, indicadora de caminos, también advirtiendo enigmas y equívocos. Pero, al mismo tiempo, la razón puede servir a la revelación para esclarecer el alcance de los mis-terios revelados, especificando al menos la no contradicción entre ambas.

En virtud precisamente de esta reciprocidad entre fe y razón, hará posible

que emerja y se desarrolle la ciencia teológica, beneficiaria, por una parte, de las aportaciones de la revelación, y, por otra, del conocimiento racional, es decir, corre-lación entre fe y filosofía. Pero, Santo Tomás, como gran sistematizador del pen-samiento teológico, distingue dos teologías: la que intenta racionalizar las verdades de fe, y la puramente filosófica, esto es, forjada con los datos que nos proporciona la razón. Claro que en ambos casos el objeto y el campo que se aborda es el mismo: la realidad de Dios. Su diferencia viene constituida por la forma de afrontarlo, es decir, por el objeto formal; mientras unos lo consideran a la luz de la revelación, otros atienden a los requerimientos que les brinda la luz natural. Pero, aun en me-dio de las limitaciones de nuestra capacidad intelectiva para afrontar el conoci-miento de un ser absolutamente trascendente, considera Santo Tomás que se trata de un conocer científico, puesto que sus resultados y sus logros no son presuncio-nes o inferencias probables como si se tratase de puras conjeturas, sino conclusio-nes firmes, con la certeza de ser supuestos rigurosos derivados de sus principios.

De todos modos, la existencia de Dios - que necesita ser demostrada -, es

una verdad evidente en sí misma, pero sólo para la Divinidad. Los hombres, como seres limitados, nunca podremos alcanzar dicha evidencia; tampoco se percibe in-tuitivamente; por lo que, para hablar de ella tendremos que demostrarla. Pero, ¿con qué clase de demostración? Santo Tomás descarta en principio todo argumen-

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to a priori al modo de San Anselmo. Cierto que la idea de Dios es la más grande que puede concebir el espíritu humano. Pero, que sea así en nuestra mente, no quiere ello decir que esto exista también en la realidad. Luego la prueba de la exis-tencia de Dios debe partir de algo que esté a nuestro alcance, debe abordarse aten-diendo a argumentos a posteriori, esto es, por los efectos que podamos justificar. No importa que la deducción de estos efectos y su causa (Dios) sea descomedida, pues lo que se pretende no es llegar a un conocimiento proporcionado de la esencia Di-vina, sino a poder afirmar su existencia.

PRUEBAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS

El problema de la existencia de Dios lo resuelve Santo Tomás mediante las

famosas cinco vías que el tiempo las ha convertido en accesos clásicos por su conci-sión y claridad. A dichas vías se las califica también con el nombre de pruebas a posteriori o argumentos cosmológicos, en el sentido de que, partiendo de la expe-riencia del mundo, se llega a Dios como única justificación racional del mismo.

Cada una de estas vías tiene antecedentes en otros filósofos anteriores, aun-

que la precisión que le caracteriza les da a dichos argumentos un matiz de origina-lidad. Quede claro que la afirmación de Dios no se apoya directamente en una pre-sencia; más bien, es el resultado de un avance intelectual a partir de afirmaciones que se apoyan en la experiencia ordinaria. Diríamos que es el resultado lógico de un discurso que, apoyándose en lo experimentable, tendrá como convergencia un punto de llegada que es la necesidad de la existencia de un Ser trascendente y su-premo que llamamos Dios.

Quede también claro que los argumentos tomistas están enmarcados en un

contexto teológico, concretamente en la Summa theologica y en la Summa contra gen-tes156. Como teólogo, sabe que el conocimiento de lo divino se inscribe en la órbita de nuestro entendimiento. Sabe también que no se puede creer y demostrar una misma cosa al mismo tiempo y bajo el mismo punto de vista, más bien se comple-mentan y apoyan mutuamente. Desde esa visión emprenderemos el estudio de las cinco vías como apuesta racional presentada por el tomismo.

1) Primera vía

Parte del movimiento que todos observamos en el mundo (ex parte motus).

Tiene su origen en Aristóteles, utilizándolo Santo Tomás en la escolástica. Los sen-tidos - dice -, nos atestiguan que en este mundo algunas cosas se mueven. Pero to-do lo que se mueve es porque es movido por otro, es decir, que antes estaba en po-tencia respecto a lo que el movimiento le ha procurado. En oposición, el que mue-ve sólo lo hace en cuanto que está en acto. No es posible que el mismo ser sea con-

156 Santo Tomás: Summa Teologica, I, q. 2; C. Gent. 1.1, c. 13.15.16.44; 1.2, c.15; 1.3. c.64.

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siderado - bajo el mismo punto de vista -, en acto y en potencia, tan sólo puede es-tar en aspectos diferentes. Por otra parte, es completamente imposible que, bajo el mismo cariz y de la misma manera, algo sea a la vez motor y movido. Por lo tanto, si una cosa se mueve tendrá que ser movida por otro. Bien es cierto que en esta procedencia no se puede dar una cadena infinita de motores, pues entonces, ni ha-bría primer motor ni podría haber otros motores, ya que los motores segundos sólo mueven en la medida en que fueron movidos por el primero de todos. En conse-cuencia, es necesario llegar a un primer motor que no sea movido por ningún otro y que a su vez mueva a los demás, un ser tal que llamamos Dios157.

Como podemos apreciar, el punto de partida es la evidencia del movimiento

que todos constatamos y al que Santo Tomás aplica la tesis de la potencia y el acto, cuyo cometido es hacer que se consiga la perfección que no tenía. No olvidemos que en el pensamiento tomista potencia y acto son conceptos metafísicos en referen-cia a las primeras nociones ontológicas de los seres finitos. La potencia en cuanto capacidad de perfección, y acto como la perfección obtenida. Aplicando estos prin-cipios a la constatación del movimiento se induce necesariamente la intervención de un agente ajeno al móvil, pues de otra manera se daría a sí mismo una perfec-ción de la que carece. Contradictorio sería que estuviese también en potencia y en acto simultáneamente, luego todo lo que se mueve será movido de forma obliga por otro158.

La conclusión de esta vía lo constituye el paso del motor movido a un primer

motor inmóvil. Lo fundamenta en la imposibilidad de proceder hasta el infinito, puesto que si así fuera, en la serie infinita de motores movidos, todos tendrían que recibir el movimiento que transmiten, en cuyo caso nada se movería. Pero como el movimiento existe, tendrá que haber un primer motor inmóvil que sea la fuente del movimiento. La fuente es Dios. Nos dice: “Todo ente en acto se remite al primer ac-to, esto es, a Dios, como causa que es acto por su esencia. De donde se deduce que Dios es la causa de toda acción en cuanto acción”159.

2) Segunda vía

En esta segunda vía se considera la causa eficiente (ex ratione causae efficientis).

El punto de partida es la constatación de causas que son a su vez causadas por otras anteriores; por lo tanto, esencialmente subordinadas unas a las otras. Vemos, por ejemplo, que el sol, el agua y la tierra fueron causas para que la planta o la flor

157 Respondeo dicendum quod ex praemissis ostenditur Deum esse omnino immutabilem. Primo quidem, quia

supra ostensum est esse aliquod primun ens, quod Deum dicimus (q.2 a.3): et quod huiusmodi primum ens

oportet esse purum actum absque permixtione alicuius potentiae, eo quod potentia simpliciter est posterior ac-

tu (q.3 a.1). Omne autem quod quocumque modo mutatur, est aliquo modo in potentia. Ex quo patet quod im-

possibile est Deum aliquo modo mutari…S. th. I, q.2, a.3. 158 Ibid. I, q.2,a.3. 159 Ibid. I-II, q. 79, a.2.

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den su fruto. Pero lo que no es posible es que una realidad sea la causa eficiente de sí misma, en tal caso su existencia precedería a la propia entidad. Tampoco nos podemos remontar hasta el infinito en dicha concatenación, pues entre todas las causas eficientes, la primera es causa de los intermediarios, tanto si son muchos como si solamente es uno. Cierto es también que si suprimimos la causa debere-mos suprimir también el efecto. Aunque si no hay primero en el orden de las cau-sas eficientes, tampoco habría efectos intermediarios, contradiciendo a la experien-cia; luego necesariamente hay que suponer una causa eficiente primera a la que llamamos Dios160.

Este razonamiento que Santo Tomás introduce por primera vez en la esco-

lástica, tiene sus antecedentes en Avicena, aunque en consonancia también con la Física de Aristóteles. “Lo perfecto es anterior a lo imperfecto, según la naturaleza, según la noción y según el tiempo”161.

Como podemos apreciar, esta vía toma la noción de causa en el sentido de

ser el agente ejecutor del ser del efecto. “La causa comporta un influjo en el ser del cau-sado”162. El motivo que da valor a esta prueba es el orden advertido en la cadena de causas que actúan en la producción de los derivados. De tal modo que nadie puede ser causa de sí, lo contrario sería presuponerse a la realidad de la propia existencia, lo cual es metafísicamente imposible. Luego el efecto debe tener su razón en una causa previa. Además, proceder hasta el infinito en las causas es hacer desaparecer los primeros y, como consecuencia, también los intermediarios, que son, en reali-dad, los que constatamos en la experiencia. Se precisará por tanto una causa incau-sada, es decir, la realidad de Dios como causa primera. “Así pues, si las causas que mueven procedieran hasta el infinito, no habría causa primera. Pero la causa primera es causa de todas; por consiguiente, desaparecerían por completo todas las causas; pues, quita-da la causa primera, desaparecen aquellas de las que es causa”163.

3) Tercera vía

Parte esta tercera vía del concepto de contingencia, es decir, aplicando lo po-

sible y lo necesario (ex possibili et necessario). La fórmula es que todo ser podía no haber sido, nada es necesario. Algunas cosas se engendran y otras se descomponen y corrompen. Pero es imposible que todo sea de esta naturaleza, ya que, si así fue-ra, todo lo que no puede ser, hubo un momento que no existió, y en tal caso no hu-bo nada. Ahora bien, si nada existió, ahora tampoco podríamos hablar de ello. Luego, si la experiencia nos muestra cosas es porque la conclusión que conduce a la nada es un resultado ilegítimo. Por lo tanto, las cosas no son únicamente posi-

160 S. th. I, q. 2, a. 3. 161 Aristóteles: Física. L. VIII. C. 9, 265s. 162 In Met., 1.5, lec.1. 163 In Met., 1.2, lec.3.

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bles, sino que hay algo necesario en las realidades. Y como no es racional remon-tarse hasta el infinito en la cadena de seres necesarios, como tampoco lo es en las causas eficientes, nos obliga a deducir una cosa que sea necesaria por sí misma, realidad que llamamos Dios.

Diríamos que Santo Tomás ha tenido también aquí presente los argumentos

que le brindaba la tradición, particularmente Maimónides, aunque dependiendo éste a su vez de los principios aristotélicos en su referencia a la razón suficiente de las cosas. Es claro también que esta prueba viene marcada por la temporalidad de la vida. Los seres nacemos y morimos. Somos y estamos limitados, aparecemos y desaparecemos con el tiempo, signo evidente de nuestra finitud, de nuestra incon-sistencia ontológica. Consecuentemente, aun cuando la ciencia enuncie que en la naturaleza nada se crea y nada se pierde sino que todo se transforma, lo cierto es que hasta la misma ley de la entropía prueba la degradación progresiva de la ener-gía. También en el aparecer y desaparecer palpamos el cambio sustancial que se constata en los seres, cambio que evidencia la propia capacidad limitada para exis-tir. En caso contrario, o existiríamos siempre o no existiríamos nunca. Pero, consta-tamos la limitación, es propio de nuestra naturaleza. Comprobamos el poder ser y el poder no ser de las cosas.

Sin embargo, no todo lo que existe es contingente, porque si así fuera, no

existirá nada en el mundo. En efecto, si todo hubiere comenzado a ser un día, tuvo que haber otro momento en que no hubiese nada y, por lo mismo, tampoco hoy. Todo esto nos lleva a probar que, anterior a la cadena de seres temporales, existe un ser necesario, un ser eterno que llamamos Dios. “No es posible remontarse al infi-nito en la serie de los seres necesarios que tienen una causa de su necesidad, como tampoco lo es cuando se trata de las causas eficientes, como se ha demostrado. Por tanto, nos vemos obligados a suponer alguna cosa que sea necesaria por sí misma, que no halle en otra la cau-sa de su necesidad, sino que dé su causa de necesidad a los otros necesarios, a lo que todos llamamos Dios”164.

4) Cuarta vía

Los grados de perfección que nos ofrecen las realidades que percibimos en

el mundo son los condicionantes que motivan esta vía. ( ex gradibus qui in rebus in-veniuntur). Vemos que las cosas son más o menos bellas, más o menos buenas, más o menos fieles. Existe también una graduación: hay seres inorgánicos, sensibles y seres que razonan. Pero, siendo esto evidente, el más y el menos se dicen de las cosas según se acerquen a aquello que realiza lo máximo, es decir, por la relación que se tiene con un absoluto: “Se dice que diversos sujetos participan en distintos grados de una misma perfección común en cuanto se aproximan más o menos a aquello que contie-ne en grado máximo esa misma perfección”. Claro que, si los seres poseyeran esas per-

164 I, q. 2, a. 3.

140

fecciones por esencia, las poseerían íntegramente y en su grado máximo, pero, ha-biendo categorías, quiere ello decir que sus perfecciones lo son por participación, es decir, como causadas por otro ser que es el principio de toda perfección (verdad, bondad, belleza, etc.), al que llamamos Dios165.

De recordar el pensamiento de Platón, sabemos que en el diálogo del Ban-

quete invita a remontarse, de los grados de perfección que encontramos en los se-res, al ideal de belleza, es decir, a lo bello como tal. En una línea semejante, San Agustín - reconociendo el valor que revela dicho análisis -, intenta despertar en el alma la suma belleza tras la experiencia de los esplendores parciales. Santo Tomás, no obstante, el acento lo pone en las perfecciones específicas y limitadas que están pidiendo una causa eficiente de dicha perfección, con la lógica reclamación de una perfección incondicional y absoluta. Aquí, el ejemplarismo platónico, más que un vislumbrar el fulgor que piden las irradiaciones parciales, se contemplan a éstas por vía de la causalidad creativa, es decir, que las perfecciones de los seres son más bien participativas y causadas. “Si algo es participado de distinta manera por varios se-res, hay que decir que aquellos en los que se encuentra de modo imperfecto la han recibido de aquel donde está en forma perfectísima. Pues aquellas cosas que se dicen positivamente más y menos, lo son por su mayor o menor cercanía a una cosa; pues, si a cada una le con-viniera por sí misma aquello, no habría razón para que fuera más perfecto en una que en otra”166.

En conformidad con Aristóteles, para Santo Tomás lo que es supremo en

cuanto a la verdad, lo es también en el ser. Claramente nos dice: “Lo que se dice sobe-ranamente tal en un género cualquiera es causa de todas las cosas de este género, como el fuego caliente al máximo es causa del calor de todo lo demás, tal como se dice en el mismo libro (Metafísica de Aristóteles); por tanto, hay alguna cosa que es para todos los seres causa del ser, de la bondad y de toda perfección. Es lo que llamamos Dios”167

5) Quinta vía

El punto de partida de esta vía es la constatación de la existencia de seres

que, aun careciendo de conocimiento, obran por un fin (ex gubernatione rerum). Su regularidad y constancia son indicadores de que no se obra al azar, sino en virtud de la naturaleza que cumple un fin específico y propio. Ahora bien, lo que de ma-nera fija y constante en el obrar es persistente en seres sin conocimiento, quiere de-cir que todo ello sería inexplicable de no presuponer un principio organizador. Ordenar los medios para un fin requiere sapiencia, conocer los fines, luego es justo presuponer un ser con inteligencia orientadora que ordene, que haya puesto la coordinación en los fines que el mundo y el universo nos ofrece.

165 S. th. I, q.2, a.3; c. Gent., 1.1, c.13. 166 De pot., q.3, a.5 c. 167 S. th. I, q.. 2, a. 3; c. Gent., 1.1, c. 13.

141

A partir de aquí, es justo también interrogarse: dicha inteligencia ordenado-

ra ¿se regula a sí misma o es dictaminada por otra? Es claro que podemos ir ascen-diendo en la escala, pero nunca indefinidamente; se precisa una inteligencia su-prema que ordene y dé sentido a los fines que comprobamos. Lo que se halla falto de conocimiento no puede tender a un fin si no es dirigido por el ser que conoce y sabe lo que hace, como la flecha que lanza el arquero. Por lo tanto, hay un ser inte-ligente por el que todas las cosas naturales son orientadas; un ser supremo que llamamos Dios168. De hecho, esta prueba de la teleología fue dada ya a conocer desde muy antiguo. Diógenes Laercio, (en Anaxágoras), escibe: “fue el primero que a

la materia añadió la inteligencia”, la ũς) Las referencias en Platón y Aristóteles también son bastante claras, así como en los estoicos, particularmente en Cicerón y en Séneca.

En la concepción tomista, el itinerario es el siguiente: del orden establecido

en el mundo se sigue una inteligencia rectora y suprema. Pero este principio - di-ríamos universal -, presenta una doble forma: la primera, basada en esa tendencia de las cosas hacia su programación y su fin; la segunda, enmarcada en el orden universal de la naturaleza y del mundo. Pero, tanto en una como en otra forma no pueden considerarse absolutas en sí mismas, sino que están remitiendo a otra realidad de distinto nivel que dé razón a todo lo ordenado y al orden mismo. “Está claro que en la totalidad universal de las cosas no hay nada que no sea bien por participa-ción. De ahí que el bien que es el fin de todo el universo tiene que ser extrínseco al universo en su conjunto”169. Claro que, si la universalidad de los seres forma un todo homo-géneo respeto al fin, es porque su orientación al mismo les supera como proyecto específico y privado. La universalidad está pidiendo un agente de la misma cate-goría, como es la realidad de Dios, quien sí es capaz de mover la totalidad de los seres más allá de las metas y los fines particulares.

REFLEXIONES A LAS PRUEBAS TOMISTAS

Por ser las vías de Santo Tomas punto importante de referencia, no sólo en

la cultura medieval, sino en toda la subsiguiente reflexión filosófica, creemos opor-tuno exponer algunas de las más conocidas objeciones que se han hecho a las mis-mas.

De resumir estas críticas, diríamos que comienzan por el llamado empiris-

mo, que, iniciándose en Bacon de Verulam, se radicaliza con David Hume. En refe-rencia al principio de causalidad llega éste a decir que tiene un fundamento pura-mente subjetivo. El simple axioma “todo efecto tiene su causa”, es para él problemáti-co. Señala que el vínculo real entre la causa y el efecto no es jamás experimentable,

168 S. th. I, q.2, a.3; C. Gent.,I.1, c. 13 y 42. 169 I. q. 103, a. 2.

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y, por lo tanto, nunca podrá ser verificado. La experiencia únicamente nos dice que el fenómeno B sigue al fenómeno A, pero nunca justifica la creencia de una cone-xión real y necesaria por la cual la percepción de uno valga para determinar la del otro. Únicamente podemos asociarlo si nos valemos de la experiencia. Cualquier otra relación es superar nuestra capacidad intelectiva; por lo tanto, el concepto de causa como tal es una ilusión a la que no responde idea alguna.

En la vida ordinaria – dice –, afirmamos hechos que se van a producir en el

futuro: si pongo agua en el fuego, se calienta o hierve; si llueve, me mojo; si me arrimo al fuego, me caliento o me quemo. Afirmamos el nexo causal170. Pero, ¿se puede estar seguro de esa conexión y de esa verdad? ¿Sucederá siempre así? Para él es imposible saberlo porque no hemos observado esa “relación necesaria”. Tan sólo podemos afirmar “creencias”, esto es, creemos que el agua me mojará, que el calor puede quemarme, pues esa afirmación no proviene del conocimiento, sino de la costumbre: siempre que ha llovido me he mojado.

Llevado este principio a sus consecuencias, es evidente que al no tener im-

presión alguna de Dios, concluya que su deducción sea ilegítima por más que se parta de la realidad inmediata. Para él cualquier ciencia, todo el saber, es fenomé-nico, es decir, un saber de lo que aparece. En este orden de cosas, cualquier otra realidad que supere las impresiones es colocarla por encima de nuestras posibili-dades cognoscitivas. Lo inmediato y lo empírico es lo que cuenta; de ahí que ese empirismo le conduzca necesariamente al escepticismo. Nuestro conocer está limi-tado por lo que aparece, por el fenómeno, por las impresiones. En razón de ello, el debate nos conduciría al estudio de la postura escéptica que, por no ajustarse a la exposición que venimos tratando, remitimos al lector al juicio crítico sobre pensa-miento de Hume.

También imprimieron carácter las críticas de Enmanuel Kant. Según él, las

formas del pensamiento tan sólo convienen a una experiencia posible, pues la ra-zón, por sí sola, tiende a extralimitar su dimensión para afirmar conceptos sin base experimental suficiente. De ahí que caiga en la ilusión y en el engaño171. Considera que llegar a un Ser Supremo mediante la pura razón es caer en el ensueño y la fic-ción. Dicha afirmación aparece sólo como condición formal del pensamiento y no como condición positiva y material de la existencia. Nos dice: “Ningún conocimiento sintético a priori es posible si no expresa las condiciones formales de una experiencia posi-ble, y, en consecuencia, todos los principios son solamente de validez inmanente, o sea que se refieren únicamente a objetos de conocimiento empírico o fenoménico. Por lo tanto, nada se logra tampoco mediante el proceso trascendental con respecto a la teología de una razón meramente especulativa”172.

170 Hume: Investigaciones sobre el entendimiento humano, 4, págs. 26-36. 171 Enmanuel Kant: Crítica de la razón pura, II, ed. c., 280. 172 Ibid., 277-278.

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Asumidas estas premisas, él cree que al no insertarse el concepto de Dios en

el área de lo experimentable, su existencia no puede ser conocida por vía especula-tiva o puramente racional. Critica por ello, no sólo el argumento ontológico de San Anselmo, sino también las vías de Santo Tomás. Cuando se trata de la existencia de Dios, debe irse por otro camino: él lo encuentra al tener que fundamentar la moral. Pero, al no corresponder propiamente aquí el análisis de tal supuesto, remitimos al lector al estudio que hemos intentado afrontar en su apartado acerca de la existen-cia de Dios.

Otras objeciones que pudiéramos mencionar a las pruebas tomistas demues-

tran, al menos, la gran incidencia que ellas han tenido en los distintos sistemas filo-sóficos. Significativas a este respecto son las palabras de Karl Jaspers. Comenta: “Tras la magistral refutación de todas las pruebas de la existencia de Dios hecha por Kant, tras la ingeniosa – pero cómoda y falsa – restauración de las mismas por Hegel y dado el re-novado interés actual por las pruebas de la existencia de Dios de la Edad Media, resulta hoy una necesidad imperiosa el replanteamiento filosófico de todas ellas”173.

El replanteamiento es y será siempre ineludible, pues, aun dejando de lado

los testimonios de la cultura religiosa en la que Dios es su denominador común, el hombre, con sus medios y las posibilidades que le ofrece su experiencia, deberá siempre afrontar la raíz y el origen de todas sus aspiraciones. En este camino, aun sabiendo que lo puramente científico nunca podrá dictaminar categóricamente so-bre lo trascendente y la Realidad Absoluta, se reconoce también la no oposición a la misma. Más bien se diría que – superados los prejuicios antiteológicos –, en no pocos casos la teología y la ciencia comparten trabajos y afanes comunes. Aunque las fronteras sean diferentes, ambas pueden complementarse.

En realidad, como vías y caminos, las pruebas tomistas presentan y encu-

bren asimismo realidades que tampoco podemos soslayar. No son banales las si-guientes preguntas: ¿por qué no son universalmente aceptadas? ¿Es posible por medio de un proceso lógico y silogístico evidenciar nada menos que la existencia de la Suma Realidad? ¿No será tratar a Dios como un puro objeto? Claro que, aun sin ser un dato empírico ni una mera cifra numérica, tampoco sería jus-to que al hombre se le impidiese proseguir en ese afán de búsqueda por más que todo ello esté en otra dimensión. A cualquier nivel, hay preguntas que siempre se-rán inquietantes: ¿por qué hay seres en vez de la nada? ¿Por qué se va a más en la estructura del ser? En virtud de estas experiencias radicales de lo insuficiente que constituye la trama de nuestra existencia, es por lo que aflora la convicción de un fundamento ontológicamente superior, un Absoluto como convergencia de las pul-siones que lo mueven interior y exteriormente, un Principio misterioso, indescifra-

173 Jaspers, K.: Der philosophische Glaube. Munich, 1948; Francfort, 1858, 33.

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ble e inabarcable, pero sin el cual el ser de la existencia y, particularmente la del hombre, no tendría sentido.

Precisamente, en pro de dar sentido al mundo del que formamos parte, se

presenta como opción la teología natural tomista. Intento admirable, por más que no sean demostraciones que constaten evidencias. Al fin y al cabo, el mismo Santo Tomás nos decía que eran verdades previas a la fe, (preambula fidei), conocimien-tos más bien representativos, no ecuacionales al modo del teorema de Pitágoras o del hecho de que la tierra gira alrededor del sol; la dimensión es otra, pero, siendo ello así, es igualmente legítimo buscar fundamento a todo cuanto está a nuestro al-cance.

DUNS ESCOTO, JUAN ( h. 1266 – 1308 )

Es muy probable que Duns Escoto naciera en Maxton, condado de Roxburgh (Escocia), hacia el 1266. De Escocia se deriva el sobrenombre de Scotus (Escoto), apelativo que le impusieron cuando residía en París. Ingresa muy joven en el convento franciscano de Dumfries. Estudia en Cambridge y Oxford, después en París donde permaneció hasta 1296, teniendo como maestro y protector a Gon-zalo de Balboa. Vuelto a Inglaterra, comienza su enseñanza en Cambridge y más tarde en Oxford. En 1302 es enviado nuevamente a París, ahora como profesor, ex-plicando las “sentencias” - el manual básico escrito por Pedro Lombardo -. Pero, al año siguiente se le expulsa por no haber querido apoyar al rey de Francia, Felipe IV el Hermoso, en la controversia que mantenía con el papa Bonifacio VIII, si bien, su exilio fue corto, pues, tras breves estancias académicas en Oxford y Cambridge, retorna a París al final del verano del 1304, donde enseña hasta 1307. Al final de ese mismo año fue enviado a Colonia como maestro en teología. Enseñó allí hasta su fallecimiento, ocurrido el 8 de noviembre de 1308, dejando algunas obras inacaba-das. Tenía 42/3 años. Fig. 36.

A pesar de su corta vida, las obras que escribió son numerosas, pues, aun

cuando su edición crítica se encuentra aún en curso, sí se han podido distinguir las que son auténticas, gracias sobre todo a sus hermanos de Orden. Se considera obra original y, entre todas, la más importante, el Ordinatio (Opus Oxoniense), amplio comentario a los IV Libros de las Sentencias. Importantes son también, De primo prin-cipio; Reportatio parisiensis; Quaestiones in Metaphysicam, los nueve primeros libros parecen ser auténticos, no así las Quaestiones super libros Aristotelis de Anima que, según algunos, creen que es un texto espurio, como otros más que le atribuyeron.

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Respecto a su capacidad intelectual, la tradición nos ha legado un concepto que hoy calificaríamos de superdotado, sobre todo por su agudeza filosófica; un talento inventivo y perspicaz, mereciendo ser llamado Doctor sutiles (Doctor sutil). Su obra vino condicionada por un triple factor: por un lado, el aristotelismo domi-nante a partir de Santo Tomás; por otra, el ideal mate-mático de la tradición científica asumido en Oxford, y, como tercera influencia, el agustinismo franciscano que, en su mayoría, aceptaban los maestros de su pro-pia Orden.

Ante estos condicionantes, Escoto intentará su-

perarlos, aunque, por lo atrevido de sus análisis y dis-quisiciones, algunos críticos consideran su exposición el primer síntoma de la decadencia escolástica. Bien es cierto que su innovador proceder tenía también sus condicionantes. Pensemos que, ante la prohibición de la Summa de Santo Tomás, a no ser que fuese cotejada con el Correctorio de Gui-llermo de la Mare, era en cierto modo normal que desde un primer momento Esco-to intentara descubrir nuevas vías para lo que se consideraba una adhesión excesi-va respecto a la capacidad dada a la razón. Él recelará un tanto de ese compromi-so, afectando lógicamente a la problemática entre la fe y la razón.

DIOS, COMO INFINITUD DIVINA

Vinculado a una formación franciscana con directrices orientadas por el

pensamiento agustiniano, Escoto - aun con esa marca académica -, replanteará el problema filosófico y teológico por caminos diferentes, incluso el saber racional sobre la existencia de Dios sufrirá un profundo cambio en sus planteamientos. Para él, el objeto de la Metafísica no será tanto la Divinidad - como pensaba por ejemplo Averroes -, cuanto el estudio del ser en cuanto ser, como así opinaba Avicena. Cree también que el conocimiento natural, tal y como lo concebía el tomismo, era igualmente incorrecto. El saber es seguro solamente cuando se refiere a intuiciones sensibles. Considera que el ámbito de las cosas suprasensibles nos cae muy lejos y únicamente lo podemos aprehender por ilaciones, que son, en realidad, imprecisas y muy generales. Por consiguiente, lo que la sola razón puede alcanzar queda en penumbra, incluso cuando se habla de Dios. Deducirlo por las cosas que están a nuestro alcance nos puede persuadir para que hablemos de Él como Ser supremo o Ser infinito, pero siempre será un concepto ambiguo e indeterminado. Dios es algo más: es omnipotente y omnisciente, singular en todo. Por lo tanto, sólo por la fe y la teología puede ser accesible y objeto de nuestro alcance.

Fig. 36. Duns Escoto. Pintura

atribuida a Jodocus de Gante.

Palacio Barberini, Roma.

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A partir de aquí, la realidad de Dios sí puede ser analizada filosóficamente, como así lo hizo S. Anselmo y, en su misma línea, lo acredita también él en su es-tudio De primo principio. En dicho análisis, la separación de filosofía y teología es fundamental: la teología opera con la fe. Su campo es la revelación, por lo tanto las verdades suyas no se demuestran, no se asumen racionalmente, son llanamente creíbles. Por lo mismo, no hay verdades de razón que sean aprehendidas por la fe, son campos y dimensiones diferentes. El contenido de la filosofía lo constituyen las verdades demostrables, en tanto que la teología viene determinada por todo lo que es revelado. La competencia del filósofo es la racionalidad a la hora de exponer sus principios y demostrarlos; el teólogo, sin embargo, debe tener como campo propio la verdad revelada sin cualquier otra conjetura probatoria. Para él las demostracio-nes puramente racionales tienen un valor relativo, porque una prueba que comien-za y prosigue con seres contingentes no es una demostración rigurosa y necesaria. Pueden ser a lo sumo pruebas que llegan a un primer ente en el orden de las cau-sas, de los fines o de las perfecciones, pero tal ser no sería el Dios Infinito, el Perfec-tísimo que es precisamente lo que importa y se trata de buscar.174.

Sin embargo, aun sin ofrecer el valor demostrativo a las vías que parten de

la realidad contingente en su ascenso hacia lo trascendental y necesario, se va a servir no obstante de otro método que complemente el camino de esas presumibles demostraciones. Y lo va ha hacer, no de abajo hacia arriba, sino al contrario, de arriba para abajo, es decir, desde la universalidad del ser como objeto adecuado de la capacidad reflexiva del hombre. Vuelve en cierto modo a considerar el argumen-to de S. Anselmo sobre la perfección como una prueba acreditada y legítima. En el fondo, el mismo argumento anselmiano, aunque con sutiles modificaciones para poder dar el salto del orden lógico al orden existencial. Nos viene a decir: tenemos en nuestra mente el concepto de ser en cuanto ser como objeto propio de nuestro entendimiento; una noción con dos modos básicos y peculiares: lo infinito y lo fini-to. Pero, lo infinito, que no repugna ni contradice a nuestra inteligencia, hace posi-ble que él exista en la realidad.

De hecho, existe, según él, un supremo inteligible en el orden del pensa-

miento. Ahora bien, si no existiera también en la realidad, se seguiría la contradic-ción de ser al mismo tiempo, posible, porque lo pienso, e imposible porque a su esencia repugna ser por otro; o lo que es lo mismo: si la idea de la perfección exis-tiera tan sólo en el intelecto, sería a la vez, posible, es decir, no contradictoria en el intelecto, e imposible, esto es, contradictoria en la realidad. Por eso, solamente esta idea es totalmente posible si, además de idea, se refiere a un ser absolutamente perfecto y real; lo que tampoco quiere decir que sea una demostración ineludible, sino que, en el aspecto lógico, tiene un sentido recto.

174 Duns Escoto: Ordinatio, I, 2, 1,1-2; II n.41.

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Esta formulación del argumento ontológico con la idea de lo posible reper-cutirá particularmente en Leibniz. Claro que, como tal prueba, diríamos que es evidente mientras nos mantengamos en un orden lógico de conceptos, es decir, en el ámbito de la pura posibilidad intrínseca. Recordemos que Escoto, a la hora de enunciar el constitutivo metafísico de Dios, o lo que es lo mismo, la nota primor-dial de la esencia divina, lo presenta como “infinitud”175, con lo cual se comprende que el punto de partida de la prueba de esa infinitud no la toma de los seres con-tingentes y delimitados al mundo físico, sino de un concepto que anida en la mente humana.

Pero, al tiempo de subrayar la infinitud divina, no puede por menos de veri-

ficar y dar razón de la contingencia de los seres creados y finitos. Llega a creer al respecto que todas las leyes de la naturaleza, incluso las leyes morales, están en ra-dical supeditación a la voluntad de Dios. La creación es libre, tanto en cuanto al ac-to como en cuanto a sus efectos. Todo lo que existe es porque Dios lo ha querido. Como absoluto e infinito no puede estar sujeto a ninguna ley, a ninguna traba, a ningún determinismo. Para él, la voluntad divina es la que positivamente ha crea-do y configurado toda la realidad de la que formamos parte. Además, conociendo todas las cosas en su propia esencia, quiere ello decir que sabe de ellas desde toda la eternidad. Lo que acontece o deja de acontecer está regido por su libérrima vo-luntad, sin más límite que el principio de contradicción. Su posición en este campo no ofrece paliativos: todos los posibles que llegan a la existencia tienen como base originaria la voluntad Dios176.

Derivado de estos supuestos, estarían algunas conclusiones relacionadas di-

rectamente con la vida de las personas. Nos dirá, por ejemplo, que no se puede probar racionalmente su inmortalidad. Las razones aportadas hasta entonces por los filósofos únicamente alcanzan el nivel de probabilidad. Suelen basarse, bien en exigencias de premios y castigos o en el deseo natural de supervivencia. Para los primeros – dice él -, se necesitaría un juez supremo, que, por otra parte, sólo cono-cemos por la fe. Tampoco es razonable que el deseo engendre la realidad, a lo su-mo, probabilidades. En consecuencia, dichos argumentos a posteriori no son irrefu-tables ni axiomáticos. Pero tampoco con la demostración a priori puede probarse que el alma sea subsistente y que pueda existir independientemente del cuerpo. Por lo tanto, la felicidad del hombre - siguiendo su doctrina voluntarista -, más que en el conocimiento de Dios, consiste en la unión con Él por un acto de la voluntad. En su concepción, fuera o independiente de la voluntad divina, no existen leyes en la naturaleza ni en la moral. Más aún, las esencias de las cosas no dependen tanto del entendimiento divino cuanto de su expresa voluntad. Por lo mismo, tampoco la norma suprema de la moralidad es la ley eterna inscrita en los seres, sino la volun-tad de Dios. En ese sentido, Él no quiere las cosas porque son buenas, sino que

175 Ibid. IV 13, 1, 31. 176 Duns Escoto: Ordinatio, I, 8, 5.

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son buenas porque Él así lo ha querido. “Non potest Deus aliquid velle quod non possit recte velle, quia voluntas sua est prima regula”177. En consecuencia, el robo, el homici-dio o la mentira no son radicalmente malas en sí, sino porque Dios lo ha prohibido. Supuestamente podría haberse establecido de otra manera178.

Ni que decir tiene que las implicaciones de estos presupuestos son en oca-

siones demasiados radicales, sobre todo en lo que atañe al derecho de las personas. Concretamente, la propiedad no estaría dentro de los derechos naturales, sino de las leyes positivas, que, de extenderlo a todo el ámbito social, serían las verdaderas fuentes del derecho. Las consecuencias eran obvias: la ley podía ser justificada simplemente por el hecho de ser impuesta o prohibida por el mandatario de turno.

Por eso, aun reconociendo su agudo y profundo espíritu crítico sobre los

problemas capitales de la escolástica del siglo XIII, no dudando en apartarse en de-terminados planteamientos de Aristóteles y del mismo Santo Tomás, creemos, no obstante, que su concepto de contingencia, de la infinitud de Dios y el alcance que da a la idea unívoca del ser, son incentivos para lo que, no tardando, serían vela-dos precedentes de las tesis panteístas. De hecho, la univocidad del ser ha sido siempre su inexorable reclamo.

Debe reconocerse también que, debido a un lenguaje más bien oscuro, no es

fácil ver la claridad que desearíamos en sus propuestas y el desarrollo de las mis-mas. Ciertamente no hay un sistema unificado y, muchas veces - debido precisa-mente a esa falta de ilación -, tampoco es fácil coordinar algunas de sus formula-ciones. Diríamos que es un genuino pensador escolástico que desarrolla sus ideas tomadas de los griegos y la filosofía medieval precedente. Es un crítico agudo que afirma sus propias ideas con modestia y una cierta reserva; en verdad, un hijo de su tiempo que, al igual que asume determinados puntos de Aristóteles, no tiene reparo en criticarle en otros. Como principio, diríamos que su doctrina es ortodo-xa, por más que no han faltado filósofos y teólogos protestantes y católicos que le han acusado de herejía; aunque eso sí, ninguno podría recriminarle su siempre buena intención.

Por todo ello, no sería improcedente terminar con el pensamiento de Gilson

respecto a la diferencia entre Santo Tomás y Duns Escoto a la hora de cotejar el aristotelismo de ambos. Nos dice: “Se podría sostener sin inexactitud que, contraria-mente a la idea que uno se forma de sus obras, ni Tomás de Aquino ni Duns Escoto partie-ron del mismo Aristóteles. El Aristóteles de Santo Tomás se parece mucho al de Averroes; el de Duns Escoto se parece más bien al Aristóteles de Avicena. Además, no pertenecen a la misma generación; entre la de Tomás de Aquino y la de Duns Escoto pasa el corte de la

177 Ibid. I, 46, 1, 6. 178 Ibid. I, 44, 1, 2.

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condenación del averroísmo en 1277. Las obras que se llevaron a cabo después de ella llevan casi todas su señal. Para un número de teólogos de fines del siglo XIII y de comienzos del XIV parece que esa condenación tuvo el valor de una experiencia crucial: se había querido confiar en la Filosofía, y resulta que la Filosofía es Aristóteles; y se veía, por fin, claramente a dónde conducían Aristóteles y la Filosofía. Puesto que Aristóteles no había podido alcan-zar por la razón las verdades fundamentales de la religión cristiana, la Filosofía, por sí misma, se revelaba incapaz de hacerlo. Era la prueba experimental. La influencia de Ave-rroes se extendió en este punto más allá de los círculos averroístas. Después de 1277, se ve cómo cambia la marcha de todo el pensamiento medieval. Tras una corta luna de miel, Teo-logía y Filosofía creen advertir que su boda había sido un error. En espera de la separación de cuerpos, que no tardará, se procede a la separación de bienes. Cada una vuelve a tomar posesión de sus problemas y prohíbe a la otra que los toque”.

ECKHART, JOHANNES (1260 – 1327)

Es poco lo que se sabe de la vida del llamado “maestro Eckhart”, principal-mente porque él siempre evitó referirse a eventos personales. Ni siquiera se con-servan cartas privadas que pudieran ofrecer luz sobre algún episodio de su vida. Parece ser que este anonimato concuerda con ese sentido místico suyo de desasirse del propio yo para mejor adentrarse en la contemplación divina. Por eso, nada tie-ne de extraño que un gran sector le considere el místico más importante del siglo XIV. Se supone que nació hacia el 1260, en Turingia (Alemania), de una familia su-puestamente noble, hecho este último cuestionado hoy por no pocos biógrafos. Lo que no ofrece duda es que, adolescente aún, entra en la Orden de los predicadores (Dominicos), en el monasterio de Erfurt. Se sabe también que en 1277 residió en París como estudiante, volviendo más tarde a Colonia para completar sus estudios teológicos y donde habría de ser la principal ciudad de sus actividades como pre-dicador en monasterios sobre todo femeninos.

Es creíble también que en sus primeros años en Colonia tuviese relación di-

recta con S. Alberto Magno. Tampoco ofrece duda que, entre 1294 y 1298 escribiese su primera obra en alemán: “las pláticas instructi-vas”. De igual modo, hay claras referencias indi-cando que ocupó puestos de responsabilidad y de gobierno dentro de su Orden, aunque su fama le vino sobre todo por ser un gran predicador. En el año 1302 fue designado magister de teología en Pa-rís. Respecto a su obra principal: Opus tripartitum, incompleta y llegada a nosotros fragmentariamen-te, en latín, la fue poco a poco madurando al tener que armonizar la enseñanza con determinados cargos asumidos en su Orden. La divide en tres

Fig. 37. Ilustración de Eckhart,

Johannes.

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partes: Opus propositionum, Opus quaestionum y Opus expositionum. En esta última se compendian comentarios escriturísticos al Génesis, al Éxodo, al Eclesiástico, al Libro de la Sabiduría y al Evangelio de San Juan. También se ha conservado el Prólogo, espe-cificando las tres partes de la obra, e igualmente una serie de sermones latinos.

En Abril del 1314 se encuentra en Estrasburgo, y en 1323 en Colonia como

catedrático del Studium generale de los dominicos. Bien es verdad que en los últi-mos años de su vida se multiplicaron las sospechas sobre su ortodoxia. Recelaban principalmente de él los franciscanos, aunque también algunos de su Orden, acu-sándole de averroísmo e ideas panteístas. Concretamente, el arzobispo de Colonia (franciscano), instruyó un proceso eclesiástico contra su obra. Eckhart se defendió apelando al papa. Sin embargo, a los dos años de su muerte, una bula papal publi-cada el 27 de marzo de 1329 condenó, a título póstumo, 28 de sus proposiciones. No obstante, la Iglesia reconoció expresamente la bona fides del maestro. De hecho, en su escrito apologético llega a decir:”… Todo cuanto en mis escritos y en mis palabras es falso contra mi mejor saber en todo tiempo estoy dispuesto a retractarlo ante un mejor sentir… Porque equivocarme, sí puedo, pero ser hereje, no, eso no lo puedo ser, pues lo pri-mero depende del entendimiento y lo segundo de la voluntad”. Fig. 37.

INEFABLE NATURALEZA DE DIOS

La gran figura del maestro Eckhart está todavía en fase de estudio y de veri-

ficación intelectual. Esto se debe a la importancia decisiva que él tuvo en el naci-miento de la mística especulativa que desarrollaron más tarde sus discípulos, Tau-ler, Suso y Ruysbroek. Dentro de una ambientación compleja, aunque a la vez pro-funda, escribe como si hubiese experimentado todo aquello que expone, por más que en su obra no haya ni un solo testimonio de posibles experiencias de tipo mís-tico. Nos encontramos, pues, con una exposición asistemática y en ocasiones con aparentes contradicciones, sobre todo cuando habla de la naturaleza inefable de Dios.

Al hacer referencia a lo divino, Eckhart siempre hace hincapié en que debe-

mos antes decir lo que no es Dios que lo que es. En uno de los sermones leemos: “Cualquier palabra que sepamos pronunciar sobre él, es más bien una negación de lo que Dios no es, en vez de ser un enunciado de lo que es… Cualquier cosa que /se/fuera capaz de decir con palabras sobre Dios, en absoluto estaría dicho con propiedad, ya que siempre in-cluiría algún error… Respecto a Dios vale más callar que hablar”179.

No obstante, en sus relatos sobre el Ser divino, da a entender que, aun es-

tando en dimensión aparte, podría decirse que Dios es entendimiento y entender (intellectus et intelligere), de lo cual se deduce que de los enunciados de la teología

179 Eckhart, J: Sermón, Fue al atardecer de aquel día… Suelen citarse sus sermones con las primeras palabras

de los mismos.

151

negativa, puede entreverse también cierto valor positivo, como ya lo había vislum-brado el Pseudo-Dionisio. Dios, en esa línea, es la plenitud, es el Ser: esse est Deus. Más aún, todo ser no es otra cosa que una emanación suya. De hecho, en la prime-ra tesis del Prologus generalis revela esta misma idea: “Es también cierto que todo lo que tiene ser lo es por el ser, como todo lo blanco es blanco por la blancura”. Bien es ver-dad que, ante proposiciones como éstas, no es de extrañar que se viera impugnado por los que creían que esto era ya caer en principios panteístas. La oposición fue sin duda muy fuerte, aunque la base del pensamiento de Eckhart era otra: las cosas están y emanan de Dios en su ser “esencial”, es decir, en su ejemplaridad. Siendo inefable en su naturaleza, lo es también como prototipo de todas las cosas. Su in-manencia en lo temporal va en esa dirección. En el fondo: un mirar los seres y las cosas con la mirada de Platón.

Significativa es la referencia que nos hace de unos maestros que exponían

sus pareceres respecto a la realidad de Dios. Escribe: “Veinticuatro maestros acepta-ron reunirse con el propósito de hablar sobre lo que era Dios. Se congregaron en determina-do momento y cada uno de ellos expresó su opinión; de éstas escojo ahora dos o tres. Uno di-jo: Dios es algo en comparación con lo cual todas las cosas mutables y temporales no son nada; y todo cuanto tiene (el) ser, es insignificante ante él. El segundo dijo: Dios es algo que se halla necesariamente por encima del ser, (algo) que en sí mismo no necesita de nadie y del que necesitan todas las cosas. El tercero dijo: “Dios es un entendimiento que vive única-mente en el conocimiento de sí mismo”.

Dejo de lado la primera y la última (opinión) y me refiero a la segunda, de acuerdo

con la cual Dios es algo que necesariamente se halla por encima del ser. Lo que tiene ser, tiempo o lugar, no toca a Dios; él está por encima de ello. (Es cierto que) Dios se halla en todas las criaturas en cuanto tienen el (ser) y, sin embargo, está por encima (de ellas). Jus-tamente con todo cuanto él es en todas las criaturas, se halla por encima (de ellas); aquello que es uno en muchas cosas, debe estar necesariamente por encima de las cosas…180.

Pero, si la implicación de lo temporal en lo eterno, y lo humano en lo divino,

es una constante a lo largo de toda su obra, esto se hace más patente aún cuando se implica la dimensión ética. De hecho, en sus sermones es constante el ideal de per-fección como modelo de vida. Piensa que el alma es imagen de la Trinidad, más bien, un destello, una emisión de su luz. Por eso que hable de ella con el apelativo de chispa, centella, castillo o sindéresis (cintilla animae), como si se tratara de un ver-dadero vínculo, de un estar religada con la misma Divinidad. El alma nos lleva a Dios más que haciendo uso de cualquier otro método o sistema lógico de argu-mentar. Pues, más que un ir, es un descubrimiento en ella misma. La unión es por tanto un verse identificado místicamente como criatura y como creador.

180 Eckhart, J: Quasi stella matutina.

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Para él, la persona humana es portadora de lo divino, es alguien que lleva por dentro la presencia de la Divinidad. En este aspecto, lleva hasta las últimas consecuencias el texto de S. Pablo: “Ahora bien, Dios, que dijo “brille la luz en medio de las tinieblas”, es el que se hizo luz en nuestros corazones para que en nosotros se irradie la gloria de Dios…, Llevamos este tesoro en vasos de barro, para que todos reconozcan la fuer-za soberana de Dios y no parezca como cosa nuestra” (2 Cor 4, 6-7). Considera que es el mismo Dios el que se ha hecho luz en nuestros corazones. Pero además, lo lleva-mos en vaso de barro, es decir, lo llevamos envuelto en nuestra débil naturaleza. Se trata de la chispa, de la luz divina que anida en todo corazón humano.

Pero, por lo que pudiera parecer, toda esta concepción mística que bordea

de continuo el panteísmo, torna ser diferente cuando desciende al sentido práctico. Para él, éticamente, la práctica es más importante que la teoría. Llega a decir: “Vale más alargar un poco de comida al que ves hambriento que entregarte mientras tanto a soli-tarias meditaciones. Y si se hallara uno en éxtasis como San Pablo y supiera de un pobre que necesita y le pide un caldillo de sopa, tendría yo por mejor que dejaras por caridad mar-char del éxtasis y te aplicaras con amor tanto mayor a remediar al necesitado”.

A tenor precisamente de las continuas paradojas que encontramos a lo largo

de sus textos, cabe pensar que sean recursos puramente literarios para incidir en el ideal de perfección que él siempre buscaba en las personas. Por ejemplo, al decir que nada hay fuera de la Perfecta Unidad, es lógico que se concluya que nada hay fuera de Dios, y, por lo tanto, que se le pueda considerar dentro de la dirección panteísta. Sin embargo, decir que “fuera de Dios no hay nada”, es como si dijese que fuera de la Existencia nada existe”, o lo que es lo mismo: que todo lo que existe se mide por la relación a la Existencia. Se explicaría así que, acto seguido se dijese que nada hay más opuesto como comparar al Creador con lo creado.

Uno de los que mejor ha estudiado dichas antinomias del Maestro Eckhart

es Otto Barrer. Ha encontrado numerosas, citaremos algunas de las más llamativas o curiosas. Desconcierta, por ejemplo, cuando nos dice que solamente Dios es, y que las criaturas nada son, pues no hay cosas tan desemejantes como creador y criatura, y, a su vez, que no hay cosas tan semejantes como el creador y la criatura; que Dios es en todas las cosas y que es fuera de todas las cosas; que solamente Dios es y que las criaturas nada son.

El análisis crítico de Otto Barrer en estas oposiciones lo ve expresado como

si se tratara de la inmensidad que existe entre Dios y lo terrenal. Diciendo de las criaturas que nada son, significa que, en relación con la Divinidad, el ser humano es nada. Por lo tanto, hablar a la vez de semejanza y desemejanza implica simple-mente la teoría de la analogía, acaso en referencia a lo manifestado por el Pseudo-Dionisio en la obra “De los nombres divinos”.

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De hecho, en este poner y contraponer, llega incluso a decir que Dios carece de nombre. “Dios es un Verbo, pero un Verbo no enunciado. Dios es innombrable. Si hu-biera que darle un nombre habría que pensar en algo concreto. Pero Dios está por encima de todos los nombres; nadie puede ir tan lejos (como) para nombrar a Dios”181. Y haciéndose eco nuevamente del Areopagita, incide una vez más: “Cualquier palabra que sepamos pronunciar sobre él, es más bien una negación acerca de lo que Dios no es, en vez de ser un enunciado de lo que es…Por consiguiente, en referencia a Dios, vale mucho más callar que hablar”182.

Ante esta yuxtaposición de tesis y antítesis, es normal también que la crítica

no sea uniforme. Se ha llegado incluso a hablar de ligazón entre dicha filosofía y el pensamiento oriental, sobre todo con el budismo. Anthony de Melo (jesuita), trae a la memoria unos ejemplos que, de algún modo, armonizarían con las expresiones de Eckhart. En unas supuestas interrogantes, pregunta el discípulo: “Maestro, “¿hay algo que yo pueda hacer para conseguir la iluminación?” El maestro lo miró con ojos comprensivos: “Sí, haz lo menos posible para que amanezca el sol por la mañana”. El discípulo, confundido, volvió a preguntarle: “Pero Maestro, entonces ¿de qué sirven todos los ejercicios espirituales que me prescribes?” Respondió el maestro: “Para asegu-rar que no estés dormido cuando salga el sol”.

Es evidente que las respuestas del maestro venían condicionadas por el he-cho de que él sabía que el discípulo llevaba dentro de sí el don pleno de la vida. En el fondo, muy similar a lo que hacía saber el Maestro Eckhart hablando de la chis-pa o del efluvio divino. Por eso, al querer resumir en pocas palabras esta somera exposición, concluiríamos diciendo que, pese a la complejidad de los enunciados, existen en su obra puntos realmente positivos. Actualmente nadie duda del gran impulso que dio a la lengua alemana escribiendo y predicando en la lengua nativa, pese a las restricciones que los clérigos tenían respecto al latín. Pero además, por-que su espíritu especulativo influyó profundamente, no sólo en la mística alemana, sino también en la flamenca y francesa del siglo XV, e incluso, directa o indirecta-mente, en los grandes místicos españoles del siglo XVI.

GUILLERMO DE OCKHAM (¿1295 – 1349?)

Las fechas de los primeros años de Guiller-mo de Ockham son bastante inciertas. Su naci-miento se sitúa en torno al 1295, en Occam u Ockham, condado de Surrey, al sur de Londres.

181 Eckhart, J: Surrexit autem Saulus. 182 Ibid. Fue al atardecer de aquel día.

Fig. 38. Ilustración de Gui-

llermo de Ockham.

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Ingresó muy joven en la Orden franciscana, estudiando en Oxford, donde imparti-ría más tarde lecciones sobre la Biblia y comentando a su vez las Sentencias de Pe-dro Lombardo. Se le llamó Venerabilis Inceptor (Venerable principiante), bien por no haber enseñado como doctor, según algunos, o como título honorífico, según otros, por haber sido uno de los fundadores de la nunca derrotada escuela nominalista. Lo que sí es cierto es que, tras varios períodos involucrado en disputas escolásticas, se le acusó de heterodoxia por algunas de sus doctrinas, y fue instado a que compare-ciera en Aviñón, en 1324.

El sumario a esa heterodoxia fue bastante molesto; llegó a prolongarse hasta

los cuatro años, y, aunque no se le consideró hereje, sí fueron censuradas bastantes de sus proposiciones. En principio 51, después 49. Sin embargo, él se mantuvo siempre en su postura. Hasta tal punto llegaron las fricciones, que optó por unirse a la corriente franciscana de los “espirituales” que, junto al ministro general de la Orden, Miguel de Cesena, consideraban incompatible, entre otras cosas, la riqueza del papado y del clero con la pobreza de Cristo, llegando a considerar hereje al mismo Papa en su interpretación de la pobreza evangélica. Tal fue la tensión que, junto a otros que compartían sus ideas, como Bonagrazia de Bérgamo y Francisco de Ascoli, redactaron un documento contra el Papa.

Ante la grave situación, decidieron algunos huir a Pisa para ponerse a las

órdenes de Luis de Baviera que había sido ya excomulgado. A este encuentro se atribuye, al parecer, la famosa frase de Ockham: “Imperator, tu me defendas gladio, ego te defendam calamo” (Emperador, defiéndeme con la espada, que yo te defenderé con la pluma).

A partir de entonces, Ockham inicia una intensa actividad política, diferente

a las elucubraciones filosóficas y teológicas de antes, y cuando la corte del empera-dor Luis IV de Baviera regresó de Italia a Munich, él marcha también allí. En 1334 muere el papa Juan XXII, pero la oposición y la lucha prosiguen con Benedicto XII. Sí le debió de afectar profundamente el fallecimiento de Luís de Baviera, pues hizo que devolviese el sello de la Orden que le diera Miguel de Cesena nombrándole vi-cario; él se cree que murió en Munich durante la peste de 1349. Fig. 38.

Respecto a su obra, cabe distinguir dos secciones principales: las filosófico-

teológicas y las político-eclesiásticas. De los tratados primeros merecen citarse: Su-per IV Libros Sententiarum; Quodlibeta Septem; Centiloquium Theologicum; Philosophia naturalis y Summa totius logicae. Directamente relacionados con la política y las con-frontaciones con la autoridad eclesial: Opus nonaginta dierum; Tractatus de dogmati-bus Iohannis XXII, papae; Compendium errorum papae Iohannis XXII así como el Tracta-tus de potestate imperiali.

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PREDOMINIO DE LO INDIVIDUAL

El análisis que formulaba Ockham sobre la capacidad intelectiva del hombre

era realmente novedoso. Sabido es que para Aristóteles la ciencia trataba sobre lo universal. Para él sin embargo ese examen de las cosas era contradictorio. Su onto-logía se basaba en reconocer que sólo existe lo individual sin divisiones internas o compartimentales. Por eso, si el siglo XIII había apostado por dar al problema de los universales una solución que llamaríamos “realista”, Ockham se opone fron-talmente a esa consideración, derivando a una crítica sobre la mayoría de las tesis y planteamientos del tomismo.

Simulando en cierto modo a Roscelino, considera que los universales son

simples nombres, meros términos. Para él no hay más realidad que lo particular. Las únicas substancias son las cosas individuales y sus propiedades; por consiguiente, decir que lo universal tiene realidad distinta de lo particular es rendir culto al rea-lismo. Probar un enunciado es poderlo mostrar, bien porque es una proposición inmediatamente evidente, bien porque se deduce de una proposición también in-mediatamente incuestionable, es decir, que cuando se formula una proposición cualquiera, todos los términos se refieren en última instancia a una realidad indi-vidual. Por eso, el nombre que pronunciamos de forma universal significa también cosas concretas. Entiende por ello que hay dos formas de significarlas; así, un obje-to puede ser conocido de forma particular y distintamente, en este caso la palabra que le aplicamos le corresponde de forma directa e inmediata; pero se puede tam-bién conocer de forma confusa, sería el caso de verle implicado con otros objetos. Cuando vemos por ejemplo a Juan comprendido dentro de un grupo de personas, tengo un conocimiento confuso por no poderme referir a él solo con la palabra “Juan”, pero sí con el de “persona”. Esta palabra designará entonces a Juan, pero sin que se le distinga de Alfredo o de Luis. Por lo tanto, el nombre “persona” de-signará aparentemente un concepto, pero realmente corresponde a un ente real. En resumen: Ockham habla de abstracción, pero no admite diferencias, ni real ni de razón en los objetos particulares; tampoco entre el singular y el universal entitati-vamente considerados. Desecha también el “entendimiento agente” como inútil e innecesario en la producción de la abstracción.

En la Summa totius logicae nos dice: “Pero hay que saber que el universal es doble:

existe cierto universal natural que es signo natural predicable de muchos al modo como el humo es naturalmente signo del fuego, el gemido del enfermo lo es del dolor, y la risa de la alegría interior; y este universal no es sino una intención del alma, de manera que ninguna substancia que existe fuera del alma, ni cualquier accidente que existe fuera del alma, es universal en este sentido… Existe otro universal por institución voluntaria, y así la voz proferida, que es verdaderamente una cualidad numéricamente una, es universal, porque es un signo voluntariamente instituido para significar muchas cosas. Por donde, así como la

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voz es llamada común, así puede decirse que es universal; pero esto no lo tiene por su propia naturaleza, sino tan sólo por voluntad de los que lo han determinado”183.

En razón de esta singular teoría del conocimiento, Ockham modifica lógi-

camente los principios filosóficos y teológicos que se venían exponiendo hasta en-tonces. En principio, se niega a admitir como evidente otra cosa que no sea el dato que nos ofrece la experiencia. Aplicará por ello una frontal crítica a los principios metafísicos, no sólo como ámbito afín a la teología, sino incluyendo también a la psicología y la moral. Para él es evidente lo que cae dentro de los datos de la expe-riencia o mediante lo exigido por esos mismos datos. Deducciones que traspasan la constatación de lo inmediato nunca pueden ser, a su juicio, positivamente conclu-yentes. Por lo tanto, las demostraciones racionales de la existencia de Dios y la de sus atributos, así como la existencia y la inmortalidad del alma superan lo pura-mente racional. En ese sentido, la fisura abierta por Duns Escoto entre filosofía y teología la radicaliza llevándola a sus últimas consecuencias. A su entender, el ám-bito filosófico se circunscribe únicamente a explicar lo fenoménico, en tanto que lo teológico no se demuestra, se declara.

DIOS NO ES OBJETO DE UNA PRUEBA RACIONAL

Teniendo presente la fe como indicación y doctrina revelada, el supuesto bá-

sico de la teología de Ockham es una interpretación radical del primer artículo del Credo cristiano: “Creo en un solo Dios, Padre omnipotente”. Ahora bien, aceptada la premisa, quiere ello decir que siendo “omnipotente”, es libre y carece de limitación en cuanto a poder. Cualquier otra realidad de la que se hable es eventual y contin-gente porque así Dios lo ha querido. Al mismo tiempo, por carecer de límite en cuanto a poder, tampoco tiene sentido especular sobre cómo deben ser sus obras. Es simplemente lo que expresa la fe y no los resultados puramente racionales. Su sentido crítico se resistía a mirar como producto de la razón lo que únicamente de-pendía de la voluntad divina. Por consiguiente, debería desaparecer cualquier in-tento de englobar la fe con el campo de lo racional; encontraba incluso hasta oposi-ción en algunos de sus planteamientos. Como testimonio de la verdad, era la fe la que ocupaba el primer puesto.

Evidentemente, todo ello incidía en las pruebas de la existencia de Dios. En

base a los principios que fundamentaban su pensamiento, para él no había demos-tración alguna puramente racional, es decir, la existencia de Dios no es objeto de evidencia demostrativa. (Non potest sciri evidenter quod Deus est)”184. En los Comen-tarios sobre las “Sentencias”, declara que las pruebas mediante la causalidad no son rigurosamente demostrativas. La existencia de Dios no es objeto que pueda demos-trarse, es verdad de fe. Reafirma que haciendo uso del principio de causalidad no

183 Ockham, G: Summa totius logicae, cap. 14. 184 Ockham, G: Quodl. I, 2.

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podemos estar seguros de la imposibilidad de una serie infinita de causas en el pa-sado. (Difficile est vel impossibile probare contra philosophos quod non est processus in in-finitum in causis eiusdem rationis)”185. Aún más, en el supuesto de existir una prime-ra causa del universo, faltaría probar que esa primera causa fuese Dios. También en el Centiloquium Theologicum manifiesta que es absurda la imposibilidad como principio de una serie infinita de causas o de motores.

De forma similar sucede con los atributos divinos. Piensa por ejemplo que la

unicidad de Dios no está en modo alguno probado, y, de referirnos a la simplici-dad de la misma esencia divina, debemos comprender que no existe distinción real ni de razón respecto a cualquier otro atributo. Son una misma cosa, esto es, no son más que distintos nombres que damos a lo mismo. Ahora bien, hablando de de-mostración, no se puede probar ni tan siquiera la misma unicidad de Dios, tampo-co sus atributos. “Por esto se niega que se puedan demostrar acerca de Dios conceptos denominativos que signifiquen únicamente la esencia divina, puesto que tales conceptos no existen. Según esto, hay que negar que los atributos tales como la bondad divina y otros semejantes sean conceptos denominativos que no signifiquen más que la esencia divina. Puesto que todo concepto que no significa más que la esencia divina es quidditativo”186. La revelación sería para Ockham el único argumento válido. Sabemos que hay un Dios únicamente por la fe. Lo mismo – dice -, que existe este mundo y un (proba-ble) primer principio que llamamos Dios, podemos igualmente suponer otros mundos, cada uno con su primer principio, es decir, con su Dios.

Sin embargo, curiosamente, después de haber mostrado que todas las razo-

nes alegadas a favor de la infinitud de Dios son únicamente probables, afirma también que es preferible suponer la existencia de un primer motor inmóvil o de una primera causa incausada, que el supuesto contrario. A pesar de todo, habiendo asumido los principios básicos, era igualmente explicable que en al ámbito psico-lógico afirmara también la imposibilidad de poder probar la existencia del alma y su inmortalidad. Consideraba que al no tener un conocimiento intuitivo de ella, y no existir otro modo de conocer fuera de la intuición, los motivos para demostrar su existencia son, a lo sumo, probables. Únicamente por la revelación podemos hablar de la existencia del alma, de su inmaterialidad y de su inmortalidad.

La repercusión llegaría, como era natural, a la ética. Al igual que en metafí-

sica, también aquí se desvincula de todo principio racional. Según él, no puede demostrarse que la ley moral tenga un carácter absoluto y necesario. Un acto es malo porque Dios lo prohíbe, y bueno porque así lo ha prescrito. Más aún: si-guiendo las coordenadas de Duns Escoto, asiente con el “voluntarismo” de tal mo-do que lo lleva a sus últimas consecuencias; tal es así que hasta la misma infracción es arbitraria: el pecado puede ser malo o bueno según su voluntad y determina-

185 Ibid. I Sent. II, 5. 186 Ibid. Prólogo al Comentario de las Sentencias.

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ción. Lo mismo que nos manda que le amemos, podía habernos mandado que le odiáramos y ambas cosas serían igualmente buenas ante Dios187.

De hecho, Ockham ha llevado a las últimas consecuencias las preocupacio-

nes mentales de Escoto y otros autores lógicos del siglo XIII, representando un punto de inflexión en la historia del pensamiento, sobre todo de la escolástica. Pues, sin ser un pensador sistemático, su crítica producirá la independencia de la filosofía para ir centrándose en otros contenidos como así fueron los relacionados con la Naturaleza. Abbagnano, en su Historia de la Filosofía, dice de Guillermo de Ockham que “es la última gran figura de la escolástica y al mismo tiempo la primera figu-ra de la modernidad”; viene a hacer de bisagra entre las dos culturas limítrofes. Bien es cierto que su oposición a toda teología racional dio pie para que la radical oposi-ción entre lo filosófico y lo teológico derivara al escepticismo o al fideísmo según la preferencia de cada autor. Cierto que, en medio de todo, Ockham pone todavía como refugio la fe, admitiendo lo que no cree poder afirmar por la filosofía y la ra-zón, aunque esto pronto se romperá al ir apareciendo otros pensadores menos li-gados a principios religiosos que, partiendo del nominalismo Ockhamista, sobre-pasarían lo que el Venerabilis Inceptor no se atrevió a formular.

NICOLÁS DE CUSA (1401 - 1464)

Considerado uno de los padres de la filosofía alemana, y figura clave en la transición del pensamiento medieval al Renacimiento, Nicolaus Krebs o Chrypffs, se le conoce por Nicolás de Cusa, en referencia al pequeño poblado que le vio na-cer, Cues, cercano a Tréveris. Inicia su educación con los Hermanos de Vida Co-mún de Deventer, despertando en él una peculiar afi-ción especulativa: amor por los manuales y las len-guas antiguas, un cristianismo encarnado en la vida donde se amaba el estudio y se aspiraba a la mística.

Dada su inquietud intelectual, cursa filosofía en

Heidelberg (1416-17), uno de los focos del nominalis-mo; un año después marcha a Padua, centro del aris-totelismo averroísta, sin impedirle estudiar derecho, medicina y matemáticas. Recibe el grado de doctor y, tras breve estancia en Roma, se matricula en teología en Colonia. A partir del año 1426, el legado papal en 187 II Sent. q. 19.

Fig. 39. Retrato anónimo

de Nicolás de Cusa.

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Alemania (Orsini), le pide que sea su secretario, lo que le permitirá, amén de ser in-troducido en el mundo de la diplomacia eclesiástica, tener contacto con las perso-nalidades más conocidas del “ámbito humanístico”. Ordenado sacerdote, Nicolás de Cusa participa en el Concilio de Basilea, encarnando, primero los ideales del “partido conciliarista”, aunque adhiriéndose después al “partido papal”. Como re-presentante de la Santa Sede, participó en varias negociaciones eclesiásticas, en particular, la que contribuyó a incluir por algún tiempo la incorporación de la Igle-sia Oriental a Roma. Debido precisamente a la sutileza en las negociaciones, fue nombrado cardenal el año 1448. En 1450, obispo de Brescia, así como visitador y re-formador de los conventos alemanes. Esto último le trajo no pocos problemas a la hora de tener que modificar algunas arraigadas costumbres. Los altercados por ejemplo con el duque del Tirol, Segismundo, llegaron incluso a tenerle encarcelado durante algún tiempo. En 1460 regresa a Roma. Muere en Todi de Umbría el año 1464. Fig. 39.

Como hombre de gobierno y de intensa actividad diplomática y religiosa, su

obra escrita fue muy numerosa y variada: filosofía, derecho, matemáticas e incluso astronomía. Por lo que respecta a su concepción filosófica, citaremos como obras principales: De docta ignorantia; Apologia doctae ignorantiae y De coniecturis. Cabe ci-tar también a De Deo abscondito; Idiota de sapientia y De venatione sapientiae, etc.

EL SABER HUMANO

Aun siendo fuertemente influido por la tradición neoplatónica, agustiniana

y mística de la Edad Media, Nicolás de Cusa no desconoce sin embargo las otras corrientes que pugnaban por hacerse valer en los distintos centros de enseñanza. Conocía la influencia nominalista de Heidelberg, el aristotelismo averroísta ense-ñado en Padua y el tomismo de Colonia. Por todo ello, y dado su carácter abierto hacia las distintas corrientes de escuela, nada tiene de particular que en su obra in-tentase armonizarlas de alguna manera con lo que él consideraba idóneo en su orientación teológico-filosófica y mística. De hecho, en ese eclecticismo hay bastan-te de lo que en su época era sorprendentemente “nuevo” y que para aquel entonces confluía con lo que se consideraba y calificaba como “moderno”. Diríamos que, aun respirando el ambiente de una formación escolástica, su proyección se enca-minaba ya hacia los temas que habrían de señalar el paso hacia la filosofía moder-na. En lo que toca, por ejemplo, al saber humano, él distingue tres facultadas cog-noscitivas:

1) Los sentidos (sensus). Por ellos llegamos a conocer las cosas que nos vienen

de las impresiones particulares, es decir, las que forman los distintos objetos que aparecen en el mundo; si bien, aun cuando realizan ya cierta unificación de los con-trarios y tienden a agrupar las impresiones sensibles en la sensación, son imágenes

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imprecisas e incoherentes por provenir de cosas puramente materiales, aunque sir-ven, eso sí, de antesala para la segunda facultad.

2) La razón. Su cometido es la de ordenar y clasificar las imágenes que cap-

tamos por los sentidos. En sí, una operación que nos lleva a elaborar los conceptos universales. Sería por ello un trabajo de análisis para reducir dichas imágenes a número y a unidad. Como tal elaboración, se unifican las sensaciones simplificán-dolas en conceptos universales mediante la abstracción; en todo caso, un proceso donde se prescinde de las oposiciones y diferencias que encontramos en los seres concretos del mundo real. De este modo, la razón llega a la unidad, es decir, unifi-ca las imágenes de las sensaciones reduciéndolas a simples números; motivo tam-bién para decir que la razón estará siempre confinada a las proporciones cuantita-tivas, a las semejanzas y a los símbolos que, en el fondo, nos impiden que podamos alcanzar la verdadera realidad de las cosas, de las esencias; cabría decir que su co-nocimiento queda confinado a una tarea de un infinito avanzar. En atención a esto, sí puede decirse que sea Nicolás de Cusa uno de los iniciadores del pensamiento moderno, aun cuando de hecho reafirme la inconsistente condición para evidenciar las auténticas esencias de las cosas. Los conceptos abstractos simulan únicamente la realidad, no la representan ni la personifican tal cual es. Por su misma contin-gencia, la racionalidad lleva implícita la contradicción entre el ser y el no ser. “Son más que nada, y menos que ser”, de ahí que se coloque fuera de nuestro alcance, de nuestra total comprensión.

3) El entendimiento. Si la razón elaboraba los conceptos universales y tenía

por objeto lo numerable, el entendimiento (intellectus) - iluminado por la fe y la in-tuición mística -, tiene por anhelo el infinito. Así, lo que era desconocido para la so-la razón al estar sobre todo número y toda reciprocidad, se puede conocer por el intelecto, facultad más elevada y superior. Llega incluso a alcanzar el sentido de la unidad de los contrarios. De hecho, él formula un grave problema entre dos ca-pacidades intelectuales: por un lado, la “razón”, con un campo circunscrito al mundo de las realidades sensibles, a su numeración, a sus confrontaciones y ana-logías, pero sin poder alcanzar la realidad profunda de las cosas; por otro, el “inte-lecto”, cuyo ámbito son los objetos suprarracionales que la razón tan sólo puede vislumbrar. Con todo, Nicolás de Cusa cree superar el conflicto mediante dos fór-mulas interpretativas.

En primer lugar, asumiendo lo que él califica como docta ignorantia, esto es,

el reconocimiento de nuestra incapacidad para conseguir por la razón toda la ver-dad. Actitud, por otra parte, muy en sintonía con la fórmula socrática del “solo sé que no sé nada”. Ahora bien, ¿cuál es el alcance que él quería dar a ese complejo concepto de “docta ignorancia”? En principio, reconociendo su nesciencia ante toda incontestable veracidad. Claro que, teniendo que salvar el escepticismo que respira dicho compromiso, nos dice que este proceder encierra una “actitud dinámica”,

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¿cuál?: señalando un camino infinito en el conocer: “Nada en este mundo es tan exacto que no pueda concebirse con mayor exactitud; nada tan recto que no pueda ser más recto; nada tan verdadero que no pueda ser aún más verdadero”188.

Afirmaciones como éstas nos hacen pensar que en la toma de conciencia de

Nicolás de Cusa hay al menos una presunta dirección: ofrecer un camino infinito de posibilidades en toda valoración interpretativa, si bien marcadas por las limita-ciones congénitas de ser, en el fondo, meras presunciones o hipotéticas conjeturas. Nunca podremos conocer ni el maximum absoluto ni el minimum absoluto.

Expuso por primera vez esta teoría del conocimiento en la obra, Idiota de sa-

pientia, y partía del ejemplo práctico de lo que sucede en cualquier clase de opera-ciones matemáticas: midiendo, pesando, contando, etc. Afirma que todo lo deriva-do es deducible, pero sin concebirlo como algo posterior, sino que es ello mismo lo que da inteligibilidad a todo, tal y como sucede con los números; valoraciones to-das ellas que hacían de Nicolás de Cusa un claro precedente del pensamiento mo-derno.

El segundo componente de solución era el de trascender el ámbito de la ra-

zón mediante la iluminación sobrenatural de la fe y la intuición mística. Nos dice que el “Uno” es algo que poseemos anteriormente a todo conocimiento. Pues la persona - hecha a imagen del Espíritu Divino que lo contiene todo en su absoluta unidad de modo efectivo -, lo posee nuestro espíritu como replegado y simplifica-do. Es la “complicatio”, y podemos, desde nosotros mismos, desentrañarlo, desple-garlo, “explicatio”, al igual que el número se despliega de la unidad, el movimiento del reposo o el tiempo del instante. Tomado así, puede decirse también que los sentidos son la base del conocimiento, pero el espíritu es el criterio y el juicio que se aplica al dato sensible. Claro que, en su íntima realidad, el Uno no es que se de-duzca de la experiencia, sino al revés, todo procede del Uno como explicatio, como despliegue y prolongación de su esencia. Hay un apriorismo en el concebir, pero, merced a la existencia de la participación en el espíritu, el conocimiento resulta ser auténtico y real. Es un camino de suposiciones y conjeturas, aunque en vistas siempre hacia una mira principal como era el ser de la trascendencia y su relación con el hombre y el mundo de la realidad.

LA COINCIDENCIA DE LOS CONTRARIOS ESTÁ EN DIOS

Con la ayuda de la gracia sobrenatural, Nicolás de Cusa cree que el “enten-

dimiento” (intellectus), nos conduce a la verdad de Dios. La “razón” no pasa de la diversidad de los contrarios; por el “intelecto” llegamos a la intuición del “Uno”, que es Dios y donde “coinciden los contrarios”. El punto de partida, como para to-do neoplatónico, es la intuición primera: Dios como ser uno, eterno e infinito. Por

188 Nicolás de Cusa: Idiota sapientia, II, pág. 32. (Meiner)

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eso, lo que verdaderamente inquieta a Nicolás de Cusa no es tanto la existencia de Dios, cuanto la posibilidad de conocer su esencia.

Desarrolla esta idea influenciado sobre todo por el Pseudo-Dionisio, él lo re-

conoce en la Apología Doctae Ignorantiae llamándole “divino Dionisio”. Cree que si existe la pluralidad de las cosas es porque existe la Unidad; lo relativo supone lo Absoluto; lo limitado, el Maximum como principio de la comparación. Sin lo pri-mero, no existirían los segundos.

Esta visión a la que ha llegado como filósofo es en todo punto decisiva: co-

mo no se puede deducir lo infinito de una serie finita de causas, es preciso suponer lo infinito, un Máximo Absoluto, previo a cualquier elaboración mental; lo intuye el intelecto que supera a toda razón. Así, en vez de contentarse con un conocimien-to racional a partir de las sensaciones y elaborado mediante el principio de contra-dicción como hacían los aristotélicos, Nicolás de Cusa cree elevarse a un plano su-perior en el que las cosas son vistas, no ya racionalmente, sino Intellectualiter, esto es, mediante una intuición intelectual que trasciende dicho principio de contradic-ción en una perspectiva sintética donde coinciden los opuestos. En ese ámbito, Dios existe como unidad infinita donde no puede haber alteridad, lo uno y lo otro se armonizan, los contrarios convergen.

Haciendo referencia a lo que él cree que es la Realidad Divina, escribe: “El

máximo, mayor que el cual nada puede haber, siendo simple y absolutamente mayor de lo que puede ser comprendido por nosotros, por ser la verdad infinita, no es alcanzado por no-sotros más que incomprensiblemente… El mínimo, a su vez, es aquello menor que lo cual no hay nada. Y como el máximo es también de esa condición, resulta evidente que el mínimo coincide con el máximo… Todo lo que concebimos que es él, no es más verdad negar que lo es que el afirmarlo. Sino que de tal suerte es esta cosa particular que es todas las cosas, y de tal suerte es todas las cosas, que no es ninguna de ellas; y de tal suerte es esto en grado má-ximo, que lo es también en su grado mínimo. Decir, en efecto: “Dios, que es la maximidad absoluta, es luz”, equivale a decir: “Dios es lo máximo de luz, y, a la vez, lo mínimo de luz”. De otra suerte, la maximidad absoluta no sería en acto todas las cosas posibles si no fuese infinita y límite de todas y por ninguna de ellas limitable…

Todo esto trasciende toda capacidad de nuestro entendimiento, que no puede combi-

nar por vía racional los extremos contradictorios en su principio, porque nos movemos en nuestra vida intelectual a través de las cosas que se nos hacen manifiestas por la naturaleza, la cual, a gran distancia de esa potencia infinita, se siente incapaz de unir sintéticamente los extremos contradictorios, separados entre sí por una distancia infinita”189.

Para Nicolás de Cusa, Dios es el Máximo absoluto y el Mínimo absoluto.

Todas las cosas están implícitas en su esencia. Es inmanente y trascendente. Distin-

189 De docta ignorantia, I, 4.

163

to del cosmos, pero al mismo tiempo el mundo está en dependencia con el Absolu-to. Rehusando la lógica aristotélica y tomista por su formalidad y abstractismo, acude a representaciones o figuras matemáticas. Dios viene a ser como la línea in-finita, el círculo infinito o el triángulo infinito, aunque, como fórmulas que son, re-sultan ser también imaginarias por carecer de extensión y corporeidad. En el “Diálogo de Dios escondido”, Nicolás de Cusa responde al “gentil” que le interroga sobre la denominación de Dios:

- Gentil.- Y con ello o bien decís verdad o bien falsedad, ¿no? - Cristiano.- Ninguna de las dos cosas, ni ambas a la vez. No decimos, en efecto,

la verdad al decir que éste es su nombre, ni tampoco decimos falsedad, porque no es falso que éste sea su nombre. Ni tampoco decimos verdad y falsedad, ya que su simplicidad antecede a todas las cosas, tanto denominables como no denomina-bles 190.

Profundizando en esta simbología de los opuestos, opta por una teología de

lo negativo, sirviéndose de las tinieblas como alusión más adecuada. Precisamente, en el último capítulo de la primera parte (1, 26) de la Docta Ignorantia, nos describe lo que él entiende por teología negativa. La teología se basa - dice -, en el culto a Dios. Para adorarle en espíritu y en verdad el hombre se sirve de fórmulas afirma-tivas, como muy sabio, muy amable, luz inaccesible, vida, verdad, etc. Entre estas expresiones, él prefiere la de “luz inaccesible” Significativa es la siguiente expre-sión: “La luz infinita siempre alumbra a las tinieblas de nuestra ignorancia, las tinieblas no pueden comprenderla”191. Para él, la negación es siempre verdadera, en tanto que la afirmación es insuficiente. Por eso es tan valiosa la teología negativa: es útil para expresar lo inexpresable y, al mismo tiempo, para que seamos humildes, para que caigamos en la cuenta de lo pobres que somos para conocer y expresar la realidad de Dios. La luz luce por sí, de ahí que sea inaccesible. El Máximo no tiene modelo, sólo resplandece un poco para nosotros en la sombra, en el orden finito, en el mundo.

DESPLIEGUE DE DIOS

Rasgo típicamente renacentista de Nicolás de Cusa es su vivo interés por el mundo. Suscribiendo el texto bíblico, admite su creación ex nihilo, por más que lo exprese en ocasiones de forma enigmática y oscura. Nos dice que mundo es una “explicatio” de Dios, algo así como si se tratara de un libro escrito por su mano y le-tra; de algún modo, un despliegue de Dios. Expresiones sin duda atrevidas y, en cualquier caso, originales. Se trataría de una verdadera teofanía divina. Considera que todo cuanto existe, de algún modo preexiste en Dios. Serían las cosas una exte-riorización de la Realidad Suprema por cuanto todos los posibles están implícitos

190 De Dios escondido. De la búsqueda de Dios. Diálogo, pág. 41 (Ed. Aguilar). 191 Ibid. I, 26.

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en su absoluta Unidad, como la línea en el punto, como las imágenes en el ejem-plar. “Dios es la esfera infinita, cuyo centro está en todas partes y cuya circunferencia no está en ningún lugar”192. Aun siendo el mundo infinito en el espacio y en el tiempo, no lo es como Dios, que es positivamente eterno en la totalidad y en la infinitud. Para un griego, ser infinito era un defecto, una falta de límite; lo positivo era tener demarcación. En su contra, para la escolástica la infinitud está en Dios y la finitud se percibe como algo imperfecto, como limitación. Pues bien, Nicolás de Cusa extiende esta “casi infinitud” al mundo en un sentido físico y matemático. El orden de los seres para él era el siguiente: primero Dios como “Máximo Absoluto”, seguidamente el univer-so en su totalidad, “máximo contracto”, y, finalmente las cosas particulares. De he-cho, la primera creación divina es el universo, es decir, la entidad prolongada de todas las realidades posibles. En el libro II de la De docta ignorantia” Nicolás de Cu-sa escribe: “El universo no está en las cosas sino de una manera reducida, y toda cosa existente en acto reduce al universo, de suerte que el universo viene a ser en acto lo que ella es. Pero todo lo que existe en acto está en Dios, ya que Dios es el acto de todo. El acto, por otra parte, es la perfección y el fin de la potencia. Por lo tanto, estando el universo contraído en todo ser existente en acto, es evidente que Dios, que está en el universo, está en cualquier ser, y que cualquier ser existente en acto está de una manera inmediata en Dios, como el universo mismo. Lo mismo, pues, resulta decir: “cualquiera está en cualquiera” que decir que Dios, por medio de todo, está en todo, y que todo, por medio de todo, está en Dios. Para una inte-ligencia sutil resultan muy claras verdades tan profundas de que Dios está en todas las co-sas sin diversidad alguna, porque cualquiera está en cualquiera y todo está en Dios, porque todo está en todo. Mas como el universo está en cualquier parte de manera que esa parte es-tá en él, el universo es de manera reducida en cualquier parte lo que ésta es de manera redu-cida, y cualquiera parte en el universo es el universo mismo – si bien el universo está en cualquier parte de una manera diversa y cualquier parte en él también diversamente”193. Tengamos en cuenta que muchos de los términos que emplea son tomados de Escoto y de los nominalistas, sobre todo a la hora de hacer relación entre el uni-verso y los entes particulares. Entiende por ejemplo que el concepto universal se contrae en géneros, especies y sujetos particulares; referido al universo, se concre-tiza en los seres actuales y posibles, algo así como una individuación platónica. Los seres particulares no serían sino el resultado y la concreción de la única forma del universo. No obstante, frente al reto de tener que conciliar la trascendencia Divina y la inmanencia de los seres creados, Nicolás de Cusa lo afronta como si se tratase de

192 De docta ignorantia, II, 12.. 193 Ibid. 2, V.

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un reflejo, o mejor, como explicatio Dei. La unidad del Infinito se explica y manifies-ta en la multiplicidad del mundo. Para él todos los seres están en Dios, manifes-tándose como despliegue y desenvolvimiento del mismo. Cada ser no es sino una concentración individual del cosmos, una unidad que refleja, como en un espejo, el universo. De ahí que se le acusara, como al maestro Eckhart, de panteísta. Pero, al igual que éste, Nicolás de Cusa también lo rechazaba de forma contundente. La presencia de Dios en el mundo, como explicatio Dei y como Deus sensibilis, no impli-caba disgregar la Infinitud Divina en las cosas creadas. El universo se contrapone a Dios – dice -, como la pluralidad a la unidad. El número es lo contrario a la unidad, aunque resulta de esa misma unidad194. Pero, si cada ser refleja el universo, el hombre lo realiza de un modo particu-lar. Colocada entre Dios y el mundo sensible, toda persona - por incluir y agrupar las perfecciones habidas en los seres creados -, es un verdadero microcosmos don-de se refleja la perfección que hallamos en el mundo. Como sujeto único e inde-pendiente, Nicolás lo llama “deus occasionatus”, expresión original, atrevida sin duda, pero queriendo expresar que, gracias a su entendimiento, participa en cierto modo de la acción creadora de Dios. El hombre para él es un microcosmos de crea-tividad divina, con libertad e independencia incluso para construir su propio mundo de cosas. Así como en el macrocosmos lo múltiple encuentra su unidad en la idea unitaria del todo, de forma similar en el microcosmos que cada uno forma-mos se asienta lo “mejor de nuestro propio yo” para que la vida no se vacíe en el espacio y en el tiempo que sería su absurdo. Consecuencia de ello es que el hombre no tendría que ir en busca de la cien-cia a espaldas de su propia constitución. Debe saber que está muy dentro de su propio espíritu. Posee el concepto de unidad, cuyo resultado son los números: la noción de punto, de la cual se derivan las figuras geométricas; la de ahora, de la que resultan los procesos temporales; la de reposo, de la que se sigue la movilidad de los seres, etc. Considera también que en la mente humana se encuentran implí-citas las diez categorías y los cinco universales. Atendiendo a este despliegue, es obvio que considerara al mundo como el mejor de todos los mundos posibles; no podría ser de otra manera. El artífice obra conforme a lo que es, y, siendo acción de Dios, deberá ser perfecta; un supuesto, por otra parte, que se recogería más tarde en el optimismo metafísico de Leibniz, y, como orden y razón del ser, también lo profesaría Hegel. Dios no puede hacer sino lo más perfecto; todo lo creado es consecuencia de su obrar divino195. Pese a todo, y aun cuando su especulación fuera en muchos casos un com-ponente clave en el surgir de la moderna filosofía, en el fondo existe un marcado

194 De docta ignorantia, 2, III. 195 De docta ignorantia, II, 3.

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agnosticismo a la hora de ofrecer o descubrir la verdad. Pues, aun reconociendo su siempre abierta actitud ante los desafíos que planteaba la sociedad en que le tocó vivir, no debe olvidarse que al circunscribir el conocimiento a una intuición prima-ria con soportes místicos y fideístas, era ya una forma de posponer lo racional y fi-losófico por lo intuitivo o de ámbito puramente testimonial.

MARSILIO FICINO (1433 – 1499)

Hijo del médico personal de Cosme de Médicis, Marsilio Ficino nace en Fi-gline, (Valdorno), próximo a Florencia. De complexión muy endeble y algo tarta-mudo, se decía de él que era “un alma platónica en un cuerpo socrático”. No obs-tante, Cosme le protegió y le ayudó en su formación académica. De carácter activo y sumamente audaz, se hizo acreedor, pese a su crisis escéptica y religiosa de ju-ventud, de ser nombrado presidente de la Academia platónica, establecida en la Villa Careggi, cedida por los Médicis. En el Consejo de Florencia trajo a la ciudad una serie de académicos de lengua griega que, relacionados con la fundación de la mencionada Academia, dieron un enorme impulso al estudio de la cultura griega, sobre todo de Platón, del que Ficino, no sólo se hizo ferviente adepto, sino un ada-lid del platonismo, o quizá mejor del neo-platonismo, llegando incluso a sostener que los textos platónicos deberían ser leídos en las mismas iglesias. En 1473, a sus cuarenta años, se ordenó de sacerdote, tal vez por influencia de Savonarola. Nom-brado canónigo de la catedral de Florencia en 1484, muere en la Academia de la Vi-lla Careggi el año 1499. Fig. 40.

En referencia a su labor literaria, se reconoce a Ficino como un trabajador in-

fatigable; prueba de ello son, además de sus numerosas traducciones, los comenta-rios que nos legó junto a no pocos escritos origi-nales. Desde varios idiomas antiguos, tradujo tex-tos tan importantes como el “Corpus Hermeticum” (numeroso conjunto de escritos de astrología, medicina, alquimia, filosofía, física, embriología etc., bajo el patrocinio de Hermes). Tradujo tam-bién las obras de Platón (primera versión comple-ta en Occidente), así como los textos de Plotino y varios escritos de Porfirio, Proclo, Diosinio el Areopagita y algunos más. Comentó asimismo algunos diálogos de Platón, como el Banquete y el Filebo, también la Carta a los Romanos de San Pa-blo. Pero, si en dichos textos ya se dejaba entre-ver la dirección general de su pensamiento, don-de mejor se revela su reflexión filosófica y teoló-

Fig. 40 Busto de Marsilio Fi-

cino, por Andrea Ferrucci, en la

catedral de Florencia.

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gica es en los dieciocho libros que titula, Teología platónica, cuya intención era poder armonizar el platonismo y otras filosofías con la gnosis cristiana. Tratados suyos son también, De Christiana religione; Theologia Platonica de immortalitate animarum; De triplici vita; De voluptate y varios más de menor incidencia.

TODO GIRA EN TORNO A DIOS

Entre la Edad Media y el pensamiento “moderno” se encuentra el Huma-

nismo renacentista. Previo a los grandes descubrimientos científicos que cambia-ron las leyes que regían el mundo sideral hasta entonces, y la concepción gnoseo-lógica de Descartes en el campo filosófico, se encuentra el Humanismo italiano con la inquietante ambición de hacer revivir el espíritu grecorromano. Se retoman los textos clásicos y se opta por reinterpretarlos en otra clave. En este inicio, y con esa inquietud humanista del Quattrocento, es donde debemos colocar a Marsilio Fi-cino, quien, una vez superada su crisis religiosa, se va a imponer como lema res-taurar la filosofía pensando en desenmascarar las falaces demostraciones que pre-tendían poner de manifiesto una supuesta incredulidad. Para lograrlo - nos dirá -, el método más adecuado es haciendo lo posible por reavivar cuantitativa y cualita-tivamente la tradición platónica en todo el pensamiento occidental.

Como principio, dicha dirección tenía un sentido cristiano similar a como lo

hizo Clemente de Alejandría. Su proyecto estaba presidido por una profunda idea de Dios como Sumo Bien, y cuyos atributos debían recogerse de los grandes pen-sadores de la antigüedad. Rasgo importante en Ficino es el destacar la unidad de la religión en medio de las distintas fórmulas, ritos y cultos. Para él, la verdad la en-contramos, no sólo en la revelación testamentaria en el sentido estricto, sino tam-bién en otras revelaciones, como la de Platón y otros seguidores suyos que alenta-ron en los hombres el espíritu religioso. Por eso, lo que él pretende, no es tanto demostrar los dogmas cristianos, cuanto hacer ver a los indiferentes e incrédulos de la verdad, que la religión encuentra su sentido en las reflexiones de la filosofía clásica. Nos dice: “Mi propósito es permitir a esos espíritus pervertidos, que se doblegan de mala gana a la autoridad de la ley divina, aceptar por lo menos las razones platónicas, en cuanto que contribuyen a la verdadera religión”196.

De hecho, el interés principal de Ficino se centra en el concepto de Dios co-

mo Sumo Bien, y al que condicionaba, como era lógico, la inmortalidad e incluso la providencia. Relegaba otras cuestiones, como era incluso su teoría sobre Las Ideas. No sería desacertado considerar a su pensamiento como un sincretismo donde ha-llaban cabida, además de Santo Tomás o el Seudo Dionisio, las grandes figuras del pensamiento pagano. Choca por ejemplo, que en esa investigación que él hizo so-bre los textos antiguos, nos diga que la sabiduría egipcia – la más antigua de la humanidad -, habría pasado luego a Moisés y a las grandes figuras del mundo gen-

196 Marsilio Ficino: Teología platónica, Inicio.

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til y cristiano, como a Zaratustra, Orfeo, Pitágoras, Platón o San Agustín, entre otros. Acaso esto se deba a la deficiente formación teológica que, tanto en los tér-minos usados, como en el alcance de los mismos, se deja fácilmente entrever en sus escritos. Recordemos que el pensamiento que se desarrollará en los treinta años de su dirección en la Academia de Careggi venía influenciado, no sólo por filósofos o figuras del ámbito intelectual, sino también por hombres de Estado, altos comer-ciantes, poetas y músicos, lo que daba a dicho Patronato un halo de marcada cos-movisión, dentro sobre todo de unos aires humanísticos y renovadores que a cual-quier precio debían preconizar. Por eso, en una ambientación como ésta, querer encontrar una sistematización ideológica al modo escolástico era prácticamente imposible. De ahí que se viera condenado por hereje en dos ocasiones. Le salvó la gran influencia que tenían los Médicis.

Ahora bien, como principio, las direcciones eran fundamentalmente platóni-

cas. Para él, Dios estaba presente en todas las cosas. Era el primer principio, la pri-mera unidad, la primera inteligencia, un punto y un centro del que emanaban, a semejanza de los radios de una circunferencia, todas las demás realidades. Por lo mismo, cualquier entidad participa de él, es puro destello, todo gira en torno a Dios. Tan persuadido estaba de esto que le parecía absurdo que pudiese pensarse de otra manera. Llegaba a decir: “Todos los teólogos reconocen que Dios es la misma Verdad primera y el Bien primero, que es todo, que es el autor de todas las cosas, que es su-perior a todos ellas, que está en todas, que tiene Providencia de todo, que gobierna con justi-cia, que en su gobierno persevera con firmeza en su manera de ser, que obra con moderación y dulzura, que vive con toda magnificencia y felicidad, que contempla, admira y honra su felicidad”197.

Sin embargo, pese a estas ideas que podríamos en líneas generales suscribir,

Ficino incurre en una serie de posturas arriesgadas y de algún modo bastante radi-cales para la ortodoxia tradicional escolástica. En el rechazo por ejemplo sobre la eternidad del mundo de Averroes, incurre en un emanatismo plotiniano que difí-cilmente salva a la hora de tener que contrastarlo con la providencia y la creación. Al mismo tiempo, hablando de la iluminación de Dios, sus expresiones cobran un alcance presuntamente innatista. En el Comentario al Banquete de Platón escribe: “La inteligencia, el alma, la naturaleza y la materia, que proceden de Dios, se esfuerzan por volver a él, y dondequiera, según sus fuerzas, giran en torno a él. Y así como el punto cen-tro se encuentra en todas las líneas y en todo el círculo, y cada línea toca por uno de sus puntos al centro del círculo, así, Dios, centro de todas las cosas, que es unidad simplicísima y acto purísimo, se inserta en todas las cosas no sólo en cuanto que está presente en todo lo que no es él, sino además porque a todo lo que ha creado ha conferido alguna parte o poten-cia intrínseca muy simple y excelente que se llama la unidad de las cosas198.

197 Marsilio Ficino: Teología platónica, XIV, 1. 198 Ibid. Comentario al Banquete de Platón, II, 3..

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PROCESO DE DIVINIZACIÓN DEL ALMA

Las frecuentes alusiones de Ficino haciendo referencia al retorno hacia Dios,

tenían como divisa la divinización del alma y, en su derivado, la de toda la reali-dad. Tengamos en cuenta que en el tratado más significativo de su pensamiento, la Teología platónica, lo que realmente Ficino quiere aunar es el platonismo con todo lo que compete al ámbito cristiano, ofreciendo una teoría del alma cimentada en la convicción de su inmortalidad. La define como “modus et copula mundi”, que, ha-biendo descendido de Dios a un cuerpo, su verdadero horizonte es el diligente as-censo hasta llegar a la cima de su origen, de su principio divino. Para él, la persona humana recapitula en sí toda la creación. Sin olvidar el mundo de cosas que le ro-dean, las trasciende por ese espíritu que lleva dentro; un hálito que es exhalación del fuego divino, dádiva del Espíritu Supremo. Para Ficino, el alma es el verdadero hombre. En el comentario al Banquete de Platón nos dice:

“En consecuencia, el hombre sólo es el alma; el cuerpo es su obra y su instrumento.

Tanto más cuanto que el alma ejerce su operación principal, es decir, su inteligencia, sin ningún órgano corporal, ya que entiende por ella cosas incorpóreas, y por el cuerpo se cono-cen sólo las corporales. Si, pues, el alma obra algo por sí misma, existe y vive por sí misma; lo que obra sin un cuerpo vive sin un cuerpo. Si existe por sí misma, le compete un ser pro-pio, que no tiene en común con el cuerpo; por eso puede atribuirse en propiedad el nombre de hombre independientemente de la materia corporal. Y como ese nombre nos designa a ca-da uno de nosotros, a lo largo de toda la vida – en toda edad se llama uno hombre -, por eso parece significar algo que permanece estable. El cuerpo está sujeto a un flujo perpetuo, cre-ciendo, decreciendo, disgregándose y descomponiéndose, alterado alternativamente por el calor y el frío. El alma permanece siempre la misma, como nos lo muestra bien a las claras la búsqueda de la verdad y el amor del bien siempre constantes y la conservación fiel de la memoria”199.

En ese anhelo de retorno, hay una búsqueda y una meta que se debe alcan-

zar, ¿cómo?, mediante la purificación y el desapego de todo lo material que impida al hombre dicha elevación. Para Ficino, filosofar es apetencia de Dios y retorno a él. Sólo después de haber comprendido esto en profundidad, podremos entender sus frecuentes simbologías. Considera que el discurso racional conviene y se ajusta a la ciencia. No obstante, para contemplar a Dios es necesario recorrer los escalones de una ascensión que es reconquista. En palabras suyas: en una “regeneración inte-rior”. Por eso, su filosofía es una invitación a contemplar con los ojos del alma el ser de las cosas; más bien, una llamada al amor mediante las experiencias persona-les y los deseos profundos de verdad. Llega a creer que en todas las cosas existe una íntima fecundidad que, en el fondo, son destellos del Bien, una luz que existe en sí misma, aunque inmersa en las cosas y más allá de ellas.

199 Marsilio Ficino: Comentario al “Banquete” de Platón, 4, III.

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Ante esta configuración ideológica, comprenderemos la raíz y el porqué de sus conclusiones al afirmar que Dios ya se hizo presente a los humanos en sus más remotos tiempos. Revelación perenne y renovada que hace que todas las religiones no sean más que prototipos o manifestaciones parciales de una similar revelación. Por eso que invitase a la armonía y la concordia de todas ellas. En realidad, una sa-biduría y una enseñanza donde el espíritu de Moisés, de Platón y del mismo Cristo quedaban hermanados; todo como si se tratase de una cristalización de esa alma que late y palpita dentro de nuestro interior. En cuanto enseñanza, procedía de Egipto, si bien concordaba con la tradición pitagórica, platónica, estoica, neoplató-nica y los libros del Seudo-Dionisio. En cualquier caso, un proceso que culminaría en la doctrina cristiana.

Como tal avenencia, a Ficino le dio un gran éxito en la dirección de la Aca-

demia de la Villa Careggi. Era, en realidad, una concordia que confirmaba la an-siada verdad que se estaba buscando; que era única, igual a sí misma e imperece-dera; al tiempo que liberaba la creencia religiosa de toda posible dificultad de comprensión, pues, en el fondo, era el alma, presente en nosotros y en las cosas, la que de modo especial y ejemplar venía a realizarse en el cristianismo, aunque in-terpretado a la luz de la tradición platónica principalmente. Escribe: “Dios no re-chaza culto alguno, siempre que sea humano y de alguna manera se dirija a él… Dios es el bien supremo, la verdad de las cosas, la luz de los intelectos, el impulso de voluntad. Por tanto, honran…sinceramente a Dios quienes le rinden continua reverencia con la bondad de sus actos”. Aún más, la belleza divina, que es origen de cualquier sana aspira-ción, nos impulsa a retornar al origen, a volver al centro. Reitera: “En todas las cosas esta belleza divina engendra el amor, esto es, el deseo de ella misma. Porque si Dios atrae hacia sí al mundo, y el mundo es atraído, existe una atracción continua que arranca de Dios, pasa al mundo y termina finalmente en Dios, y, como un círculo, otra vez vuelve al punto de donde partió. Ese círculo único e idéntico que va de Dios al mundo y del mundo a Dios tiene tres nombres: belleza, en cuanto que arranca y atrae en Dios; amor, en cuanto que pasa al mundo y lo arrastra, y placer, en cuanto que vuelve a su autor y lo une a su obra”200.

Por eso, al tener presente el conjunto de su obra, diríamos que la originali-

dad de Ficino donde mejor se revela es en la forma de expresar, con ritmos de luz y de amor, el coaligado mundo de la realidad. No busquemos en él plataformas con-ceptuales lógicamente estructuradas, no es lo suyo, él prefiere expresarse a través de términos figurados, mediante imágenes y mitos. Más que un filosofar metódico y deductivo, es la visión interior y profunda que sale de dentro y se estampa en el corazón de las cosas. Porque todas ellas: plantas y animales que se dicen nacer de la putrefacción, no es cierto. Según él, nacen de esa alma que alienta la realidad de los seres y las cosas, alma que es del mundo201.

200 Ibid.. XI. 2. 201 Marsilio Ficino: Teología platónica, I, 4.

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Bien es cierto también que, debido a la gran incidencia que tuvieron en él los

planteamientos neoplatónicos, existe, junto a una notoria vaguedad en determina-dos planteamientos, un velado emanatismo difícil de eludir. Rechaza la eternidad del mundo, pero no acierta a formular una concepción clara sobre la creación. Tampoco delimita ni armoniza la trascendencia de Dios con su libertad. Sus anhe-los místicos y de unidad se entremezclan no raramente con la honda aspiración por conseguir una religión colectiva y universal al modo de Platón y de Plotino. Por eso que, aun reconociendo su gran influencia en los pensadores de los siglos subsi-guientes, no dejamos de reconocer que esa honda aspiración platónica y cristiana se irá desdibujando con el tiempo por otras pretensiones puramente humanísticas, consecuencia, al fin y al cabo, de lo positivo y negativo de su obra.

PICO DELLA MIRANDOLA (1463 – 1494)

Giovanni Pico della Mirandola nace en el castillo de la Mirandola, cerca de Módena (Italia). Descendiente de una familia principesca, mostró desde muy joven excelentes condiciones para el estudio, por lo que, habiendo muerto su padre cuando él era todavía adolescente, marcha con su madre a Bolonia donde estudia derecho canónico. Pasa después a Ferrara preparándose en letras clásicas y, entre 1480 y 1486 se dedica apasionadamente al estudio de la filosofía y la literatura. Primero en Pavía, perfeccionándose en la lengua griega. En 1484 reside en Floren-cia, ganándole Marsilio Ficino para la orientación neoplatónica. Después pasa a Pa-rís, estudiando lenguas orientales: hebreo, caldeo y árabe principalmente. A sus 24 años regresa a Italia después de haber elaborado las bases de un amplio programa filosófico y teológico del que saldrían las Conclusiones, cuyo texto definitivo redacta en 1486. Eran 900 tesis sobre dialéctica, física, matemáticas, teo-logía, moral, cábala, etc. Dichas tesis (de omni re scibili), las presentó como síntesis de los conocimientos de la época; tanto es así que ofreció costear el viaje a Roma a todo intelectual que se preciara poder discutirlas con él.

En un principio, dichas tesis avivaron la curio-

sidad, aunque muy pronto - en los medios eclesiásticos Fig. 41. Retrato de Pico

della Mirandola (en Uffi-

ci). Florencia.

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sobre todo -, se comenzó a advertir una serie de proposiciones heterodoxas. Por es-te motivo fue acusado ante Inocencio VIII, el cual nombró una comisión para el es-tudio de las mismas. Consideraron heréticas trece de ellas, y, aunque de momento Pico se sometió al dictamen, al ser condenadas en bloque no mucho después, se re-sistió al veredicto. Huyó a Francia, si bien, se le arrestó y encarceló. La libertad le fue concedida gracias a una orden del mismo rey, regresando a Florencia donde fue recibido amistosamente, no solo por Lorenzo el Magnífico, sino también por la Academia, en particular por Ficino. Compartió entonces los ideales de Savonarola, al que posiblemente ya había conocido en su época de Padua. Se cree que fue su gran influencia la que hizo que dejara sus bienes y la familia para llevar una vida de ascetismo y estricta religiosidad. En una carta de Lorenzo el Magnífico se dice de él: “Vive santamente como un religioso…” En 1493 Alejando VI le declara absuelto en razón de su actitud personal, aunque mantuvo la prohibición de las tesis. Muere en Florencia, al parecer, envenenado por su secretario. Fig. 41.

Entre sus escritos, además de las Conclusiones philosophicae, cabalisticae et theo-

logicae, conocidas como las 900 tesis y precedidas por la célebre Oratio de hominis dignitate, (trad. esp.: Discurso sobre la dignidad del hombre), compuso, entre otras obras de menor incidencia, Disputationes adversus astrologiam divinatricem libri XII; De ente et uno; De arte cabalistica.

LA DIGNIDAD DEL HOMBRE

Dado su espíritu inquieto y universalista, se resiste a estar ligado a un de-

terminado sistema de pensamiento. Pico della Mirandola es uno de los clásicos re-nacentistas abierto a todo el saber filosófico de su época; el “eclecticismo” es algo de lo que se gloría y preconiza. En el discurso sobre La dignidad del hombre, mani-fiesta: “Es señal de excesiva estrechez de espíritu encerrarse en un Pórtico o en una Aca-demia”; prueba de ello es la gran cantidad de autores y formas culturales que nos ofrecen sus escritos. Entre los antiguos, además de Platón y Aristóteles, no faltan las referencias a Homero, Heráclito, Empédocles, Plotino, Porfirio, Jámblico, Pro-clo, Olimpiodoro, Temistio, etc., conjugando sus posiciones y sentencias con las de Duns Escoto, Santo Tomás e incluso con las de Egido Romano o Enrique de Gante; también con Averroes, Avempace, Alfarabi o Avicena.

Prototipo de la “concordia”, su intención era armonizar, no sólo el plato-

nismo con el aristotelismo, sino entre lo que él consideraba filosofía clásica y filoso-fía cristiana, entre filosofía cristiana y la Kabbalah. En un esquema circular neopla-tónico, él concebía que todo ha salido de Dios, (del Uno), y hacia él todo volvería a regresar. Declaraba al mismo tiempo que la creación se constituía en tres niveles clásicos: el mundo supraceleste, el celeste de los astros y el mundo de los seres ma-teriales.

173

Respecto al hombre, nos dice que es la última criatura salida de las manos de Dios. Propiamente no pertenece de forma estricta a ninguna de las tres demar-caciones, sino que se encuentra en medio de lo terrestre y lo celeste. Siendo una obra maestra de la Divinidad, se caracteriza por ser un verdadero microcosmos en el que se sintetizan las perfecciones de todo lo creado, reproduciendo la armonía que se halla en el universo. Al principio del Discurso de la dignidad del hombre, se ha-ce eco de una afirmación de Hermes para convenir en su mismo asombro: ¡Gran milagro, oh Asclepio, es el hombre! Es la obra maestra de Dios, cuya dignidad es estar dotado de libertad en cuanto que puede elegir su destino. Finalidad suprema suya será el retorno a la región supraceleste donde habita el Uno y los inteligibles (inte-ligencias angélicas). Pero siempre y cuando admita los principios filosóficos mora-les y ascéticos de una sana aspiración trascendente. Podría, de hacer caso omiso a dichos anhelos, degenerar al nivel de las bestias. En el Discurso, leemos:

“Tomó Dios al hombre que así había sido construido y, habiéndolo puesto en el cen-

tro del mundo, le habló de esta manera: Oh Adán, no te he dado ni un lugar determinado, ni un aspecto propio, ni una prerrogativa que conscientemente elijas y que de acuerdo con tu intención obtengas y conserves. La naturaleza definida de los otros seres está constreñida por las precisas leyes por mí prescriptas. Tú, en cambio, no constreñido por estrechez algu-na, te la determinarás según el arbitrio a cuyo poder se ha consignado. Te he puesto en el centro del mundo para que más cómodamente observes cuanto en él existe. No te he hecho ni celeste ni terreno, ni mortal ni inmortal, con el fin de que tú, como árbitro y soberano ar-tífice de ti mismo, te informases y plasmases en la obra que prefirieses. Podrás degenerar en los seres inferiores que son las bestias, podrás regenerarte, según tu ánimo, en las realidades superiores que son divinas”202.

Pero, aun cuando el hombre ocupa en el mundo un espacio de absoluta li-

bertad, cree que existe una profunda aspiración por ascender a lo divino. De hecho, en las Conclusiones, Nº 6 y 7, considera que el alma, al encarnarse en el hombre, no lo hace toda ella, sino que una parte queda en el cielo. El encuentro y la reunión de las dos fracciones son, de alguna manera, el objetivo espiritual anhelado por las mismas, esto es, por la que permanece en el cielo y por la que se encuentra cautiva de la materia. Señala también que cuando el intelecto particular del hombre se une al intelecto primero, es decir, cuando el ser o la vida de los individuos particulares se adhieren a los universales, el hombre alcanza su meta y la felicidad última.

De una u otra forma, sus expresiones están siempre henchidas de ese anhelo

por buscar y encontrar la armonía con el Uno. En otra de sus expresiones manifies-ta: “Invada nuestro ánimo una sacra ambición de no saciarnos con las cosas mediocres, sino de anhelar las más altas, de esforzarnos por alcanzarlas con todas nuestras energías, dado que, con quererlo, podremos”203. Es su libertad y el buen uso de la filosofía lo que le

202 Pico della Mirandola: Discurso sobre la dignidad del hombre. 203 Ibid.

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llevará a tan ansiado fin. Opina que es el más hondo deseo del espíritu, la aspira-ción más profunda del alma. No concibe al dialéctico y al sabio de otra manera. En el mismo Discurso es taxativo: ¿Quién no desearía ser iniciado en tales misterios? ¿Quién, desechando toda cosa terrena y despreciando los bienes de la fortuna, olvidado del cuerpo, no deseará, todavía peregrino en la tierra, llegar a comensal de los dioses y, rociado del néctar de la eternidad, recibir, criatura mortal, el don de la inmortalidad? ¿Quién no deseará estar así inspirado por aquella divina locura socrática, exaltada por Platón en el Fe-dro, ser arrebatado con rápido vuelo a la Jerusalén celeste, huyendo con el batir de las alas y de los pies de este mundo, reino maligno?204.

Como podemos advertir, su concepción sobre la dignidad del hombre es, no

sólo sugestiva, sino sumamente prodigiosa. Cada hombre reproduce, en el ámbito material y celestial, la armonía del macrocosmos. Tomado en su vertiente humanís-tica, es la suprema realización de la naturaleza; y entre sus cualidades, ninguna como la libertad que el Dios creador le ha otorgado. De alguna manera, como esla-bón que conecta la totalidad del cosmos con la realidad Divina, el hombre posee el gran privilegio de elegir según su voluntad; él puede rebajarse a los niveles inferio-res del mundo animal, o elevarse a la dimensión de lo divino. Claro que, para op-tar y elegir, es imprescindible “conocer”; se precisa, según él, conciliar el pensa-miento racional con la intuición trascendente, solo así se logrará la meta apetecida.

EN BUSCA DE LA ÓRBITA DE DIOS

El hombre, como persona racional, está llamado, según Pico della Mirando-

la, a volver a su origen. Buscando y queriendo la verdad, conforma un designio proyectado hacia Dios. Bien es cierto que en el itinerario que debemos recorrer hay cuatro grados de conocimiento hasta alcanzar la meta deseada que, por otro lado, y siguiendo al Areopagita, es una morada inescrutable y misteriosa: “la tiniebla en que Dios mora”.

Alcanzamos el primero de los grados cuando caemos en la cuenta que Dios

no puede ser algo material y corpóreo; tampoco como representación del alma universal; más bien, cuando descartamos todo antropomorfismo y toda simbología corpórea que podamos hacer de la Suprema Realidad. El segundo grado es al ad-vertir que tampoco puede corresponder con las perfecciones que consideramos po-sitivas. Dios no es inteligencia, ni aliento, ni vida, sino algo que lo supera, algo me-jor que todo eso. El siguiente nivel, el tercero, es cuando nos acercamos al misterio, o mejor, a las tinieblas; cuando advertimos que está, no sólo por encima de todo lo particular, sino descollando sobre lo que indican los nombres universales. El cuarto grado correspondería cuando venimos a darnos cuenta que no le conocemos en ab-soluto por estar por encima de cualquier concepto que podamos formular. En tal

204 Ibid.

175

caso, superaría a la misma unidad, es el Uno. Nos lo resume en su obra, De ente et de uno, del siguiente modo:

“Recapitulemos lo que hemos dicho y veremos que, en el primer grado, sabemos que

Dios no es cuerpo, como dicen los epicúreos, ni forma del cuerpo, como quieren aquellos que dicen que Dios es el alma del firmamento o del universo…

Aprendemos en el segundo grado lo que pocos alcanzan con acierto y en lo que más

fácilmente podemos errar si un tanto así nos apartamos de la verdadera inteligencia, a sa-ber, que Dios ni es vida ni entendimiento ni inteligible, sino algo mejor y más digno que to-do esto. Pues todos estos nombres dicen una perfección particular cual no se da en Dios. Y comprendiéndolo así Dionisio y los platónicos niegan que se dé en Dios la vida, el entendi-miento, la sabiduría y cosas semejantes a éstas. Pero como toda la perfección que en tales cosas hay, dividida y multiplicada, Dios la une en sí y la reúne en una única perfección, que es su infinitud, su deidad, la que es él…

En el tercer grado, algo más se nos aclaró cuando nos acercábamos a la tiniebla, a

saber, que no sólo no imaginemos a Dios, con impío pensamiento, como algo imperfecto y como un ente defectuoso, como si se dijese que es cuerpo o alma del cuerpo, o animal com-puesto de ambos, ni que le hagamos un género particular, por perfectísimo que lo suponga-mos, pensando a lo humano, como si le llamáramos vida, o mente o razón, sino que también le conozcamos como superior a aquello que indican los nombres universales que cubren to-das las cosas, como lo uno, lo verdadero, el ente y lo bueno…

En el cuarto grado llegábamos a saber que él está, no sólo sobre todo aquello, sino

aún más sobre todo nombre que pueda formarse y sobre toda razón que pueda concebirse por nosotros, comenzando entonces a alcanzar un poco de conocimiento de él justamente cuando no le conocemos en absoluto”205.

Por estas y otras numerosas expresiones, cabe decir que el concepto asumi-

do por Pico della Mirandola respecto a Dios está en la línea del Pseudo Dionisio, ofreciendo una teología de alcance negativo. Para él, ese Uno que está por encima del ente (Unum supra ens)206, que es la suma verdad, la perfección absoluta y la luz esplendente, está velado en nosotros en una profunda oscuridad, tan sólo podemos vislumbrarle acumulando negaciones de las cosas positivas. Dios es el que está más allá, el que encubre y a la vez supera ese proceso negativo207.

Apremiado por esta convicción, declara que llegaremos al último grado

cuando aceptemos nuestra absoluta ignorancia. Reitera: “comenzamos a alcanzar un poco de conocimiento de él justamente cuando no le conocemos en absoluto. De lo cual pue-

205 Pico della Mirandola: De ente et uno. Cita tomada de la obra de María Toscano Liria y Germán Ancochea

Soto: ¿Qué decimos cuando decimos Dios? Págs. 219-220. 206 Ibid. Cap. 4. 207 Ibid. Cap. 5.

176

de colegirse que Dios no sólo es, según dice Anselmo, aquello más grande que lo cual no puede pensarse, sino aquello que es infinitamente más grande que aquello que puede pen-sarse”.

Con todo, a la hora de establecer las relaciones entre Dios y el mundo, cabe

pensar que su neoplatonismo corre el riesgo de comprometer la misma trascenden-cia divina. Nos habla de un Dios que calificaríamos de Supremo artesano, el cual, teniendo ante sí el universo de los arquetipos y modelos eternos, va poniendo or-den al caos y la confusión, mientras crea todo cuanto existe; si bien, apartándose del Timeo de Platón, lo modifica introduciendo la variante judeo-cristiana. En efec-to, si entonces el Demiurgo había recogido de todos los modelos aquello que era necesario para llevar adelante la creación, ahora, el mismo Ser Supremo, viendo que todo estaba colmado en la escala de los seres vivientes, siente la necesidad de crear desde la nada aquel ser que resumiera todo lo anteriormente originado: crea al hombre con la específica función de contemplar, admirar y amar la obra de Dios. Hablando precisamente de la búsqueda e integración en la anhelada órbita divina, llega a decir: “Suavemente llamados…, gozaremos de la ansiada paz, santísima paz, indi-soluble unión, amistad unánime por la cual todos los seres animados, no sólo coinciden en esa Mente única que está por encima de toda mente, sino que de un modo inefable se funden en uno solo”208.

Por eso, tomada su exposición en conjunto, todo parece constituirse median-

te una emanación natural; emanación eterna y a la vez necesaria; Dios obraría de forma inevitable. Aunque separado de los seres y las cosas, todos participan de su irradiación divina, la creación es eterna e ineludiblemente necesaria.

Por eso, dada la radical exigencia que él establece en el obrar de Dios, hace

difícil que se pueda poner de relieve una auténtica libertad en su función creativa. Además, en la medida que usa el principio neoplatónico de la emanación, no está lejos tampoco del misticismo panteísta donde todo se origina a partir de una impe-riosa necesidad. La creación es, en esta línea de pensamiento, eterna y necesaria, lo que hace de Pico della Mirandola uno de los humanistas que más incidió - sobre todo por su “eclecticismo” -, en sectores ya de la filosofía moderna.

GIORDANO BRUNO (1548 – 1600)

Felipe Bruno, más conocido por el nombre religioso de Giordano, nació en Nola (Nápoles). A los 15 años ingresó en la Orden dominicana, aunque ya desde su juventud comenzó a revelar un temperamento crítico y contestatario. Significativo de esa conducta fue el descolgar de su habitación toda imagen que no fuese el cru-

208 Pico della Mirandola: Discurso sobre la dignidad del hombre

177

cifijo. Consciente de su poca sintonía con la vida que se auspiciaba en los conven-tos, no tardó en reconocer: “Cuando se ha abrochado mal el primer botón de una sotana, ya no se pueden abrochar bien los demás”. Con todo, en 1572 se ordena sacerdote, con-siguiendo el grado de doctor en teología tres años más tarde.

Sin embargo, sus opiniones empezaron a suscitar muy pronto una enorme

confusión. Fueron 130 artículos los que se formularon en su contra. Por eso, ha-biéndosele iniciado dos procesos - según consta en el Index processarum -, temió a la Inquisición, por lo que, a los 28 años huye de Roma, comenzando una vida acen-tuadamente bohemia: pasa por Siena, Milán, Chambéry, Ginebra, Lyon, Aviñón, Montpellier, Toulouse (en cuya Universidad enseñó durante dos años), París, Ox-ford, Londres, Wittenberg, Praga, Helmstedt, Frankfurt y Zürich.

Finalmente, invitado por Juan Mocenigo - un patricio veneciano que quería

aprender de él las mnemotécnicas y acaso también la magia -, vuelve a Italia. Pero Mocenigo – disgustado por sus métodos y tal vez desconcertado por lo atrevido de sus proposiciones -, le denuncia a la Inquisición veneciana. Roma pide su extradi-ción y, tras ser encarcelado durante siete años sin lograr que se retractara, le lleva-ron al Campo de’ Fiori donde, tras haber acogido la sentencia de forma imperturbable al modo estoico, terminó en la hoguera el año 1600. Fig. 42.

Entre sus numerosos escritos, los principales

fueron: Della causa, principio e uno; De l’infinito, uni-verso et mondi; De gli eroici furori. En latín: De compen-diosa architectura et complemento artis; De umbris idea-rum et arte memoriae; De triplici minimo et mensura ad trium speculativarum scientiarum et multarum artium principia libri quinque; De monade numero et figura li-ber, item de innumerabilibus, inmenso et infigurabili seu de universo et mundis libro octo.

EL ESPACIO INFINITO DEL UNIVERSO

Giordano Bruno acusa las influencias de su

tiempo. Atraído por los defensores de la filosofía na-tural, enlaza su pensamiento con las distintas co-rrientes puestas en boga por los renacentistas. De hecho, sus escritos revelan una cultura muy extensa; desde la filosofía presocrática: Heráclito, Parméni-des, Demócrito y los atomistas, hasta las figuras se-ñeras del pensamiento racional, como Platón, Aristóteles, San Alberto Magno y Santo Tomás, incluyendo los filósofos musulmanes y judíos, como Avicena, Ave-

Fig. 42. Estatua de Gior-

dano Bruno, por Ettore Fe-

rrari en Campo de’Fiori.

Roma.

178

rroes o Ibn Gabirol. Particular incidencia tuvieron en él Ramón Llull y Copérnico, aunque de modo especial, Nicolás de Cusa.

Prevaleciendo en Giordano el sentimiento y la intuición, concibe al modo de

Cusa - al que elogia como auténtico exponente divino -, la incapacidad de poder alcanzar por medio de la razón toda la verdad. Es al mismo tiempo copernicano; acepta sin ambages los conocimientos de la física moderna sin ser él un científico. En 1543 Copérnico había publicado la obra De revolutionibus orbium coelestium, de-mostrando que la tierra - contrariamente a lo que se había creído siglos atrás -, no estaba quieta, sino que giraba en torno al sol. Bruno se apoya en este principio para exponer la trascendencia de un universo infinito. En cierto modo, traspasando lo que hasta entonces se había pretendido poner de manifiesto. Giordano concibe que el sistema solar era sólo una parte de otro sistema más amplio, y éste de otro, cons-tituyendo un espacio infinito cuyo ámbito era el universo.

A modo de exaltación poética, él lo defiende, no como sistema de seres rígi-

damente articulados al modo de la exactitud matemática, sino como un mundo que se transforma y perfecciona pasando de lo inferior a lo superior y de éste a aquél, pues, en su última realidad, todo viene a ser una misma cosa: la vida infinita e inagotable de cuanto existe; de ahí que fuera tan opuesto al pensamiento de Aris-tóteles, sobre todo al interpretar éste el mundo de la realidad en un sentido pura-mente materialista. El principio de las cosas no es la materia prima del que saldrían las formas, sino que es Dios mismo el fundamento y la causa de todo cuanto existe.

REFLEJO DE DIOS

Acreditar la inmanencia de Dios en el mundo como tesis fundamental de

Giordano Bruno no es ir descaminados. Haciéndose eco de Nicolás de Cusa, la Di-vinidad es igualmente para él “complicatio omnium y coincidentia oppositorum”, aún más, es también alma del mundo. Las cosas no son producto de la materia prima aristotélica, sino el resultado del Espíritu de Dios, un Espíritu que es eterno e infi-nito, que lo crea, lo vivifica y lo informa todo, y, por supuesto, lo gobierna en todo momento. Para Giordano el Espíritu es anterior a todo elemento material, el que despliega su perenne vigor para constituir el espacio infinito del universo y de otros infinitos mundos. Considera y apoya el sistema heliocéntrico de Copérnico, pero lo extiende más allá de su sistema planetario; tampoco hay una esfera que cir-cunda y cierra el universo como pensaba Aristóteles; en el mundo de su concep-ción el centro está en todas partes y la circunferencia en ninguna.

Reflexionando sobre esa inmensidad inabarcable de Dios, que está en todo y

en cada una de las partes, llega a concluir que, por lo que corresponde a su condi-ción divina, no puede ser generadora de un efecto finito, aunque tampoco es una realidad que pueda ser investigada en todo su alcance y trascendencia; sólo pode-

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mos conocerle por sus reflejos, por lo que nos irradia simulando al universo. “La fe religiosa muestra a Dios fuera de este mundo, y ésta es su misión. La filosofía debe mostrar-lo en las formas y la existencia del universo, en que él se refleja con todas sus perfecciones”. Sin embargo, de tal conocimiento, lo que podamos deducir será siempre una ni-miedad en comparación de lo que realmente es. “De la sustancia divina, tanto por ser infinita como por estar alejadísima de los objetos que son el último término de nuestra fa-cultad discursiva no podemos conocer nada sino a modo de vestigio…, como en un espejo, es sombra y enigma”209.

Pero, estando el hombre limitado por el entorno de su mundo sensible, se halla no obstante con ansias de infinitud y eternidad. Pues, aun reconociendo esa inmensa desproporción entre la Realidad Divina y el alcance de nuestros medios limitados de conocer, sí podemos escrutarle en sus reflejos, es decir, en los seres y las cosas como obra de sus manos. Llega a decir que Dios y el universo son entre sí como la Causa y el efecto, el Ejemplar y la imagen, el Creador y la criatura. Para él, la infinitud espacial y temporal del cosmos corresponde astronómicamente con la infinitud de Dios. De hecho, siendo causa inmanente del mundo, está siempre tras-cendiéndole en cualquiera de sus dimensiones. Además, por ser obra suya, su espí-ritu lo inunda como realidad adjunta e inherente.

Expone también que lo impasible y endémico no va con lo que es fuerza y

actividad dinámica. El universo está penetrado de vida porque él mismo es vida. Lo rige una misma ley y un mismo código porque en todo está inmerso el único Espíritu de Dios. Pero también puede considerársele como inmóvil, en cuanto que, siendo infinito, no puede ser alterado en su radicalidad. Nos dice: “El universo es, pues, uno, infinito, inmóvil. Una es, digo, la posibilidad absoluta, uno el acto, una la forma o el alma, una la materia o el cuerpo, una la cosa, uno el ser, uno el máximo y óptimo, el cual no puede ser comprendido; es, por ello, indefinible e indeterminable y, por tanto, infini-to e ilimitado, y, en consecuencia, inmóvil. No se mueve localmente, pues no hay nada fuera de él adonde puede trasladarse, ya que él lo ve todo. No se engendra, pues no hay otro ser que puede desearlo o aguardarlo, poseyendo, como posee, todo el ser. No se corrompe, por-que no hay ninguna otra cosa en que pueda cambiarse, puesto que él es todas las cosas. No puede disminuir ni crecer, puesto que es infinito; así como no se le puede agregar nada, tampoco se le puede sustraer nada, pues el finito no tiene partes proporcionales. No es alte-rable, porque no hay nada exterior a él que puede afectarle.

Además, por comprender en su propio ser todas las contrariedades en unidad y ar-

monía, y por no poder tener ninguna inclinación a un nuevo ser diferente, o bien hacia esta o aquella manera de ser, no puede ser sujeto de mutación en cualidad alguna ni puede tener un contrario o diverso que lo altere, pues en él toda cosa concuerda. No es materia, porque

209 Giordano Bruno: Sobre la causa, el principio y el uno, 2.

180

no tiene figura ni es figurable, no tiene límite ni puede ser limitado. No es forma, porque no informa ni configura a nada, toda vez que es todo, máximo, uno y universal”210.

Para él la existencia del mundo está reclamando la unidad infinita y eterna

de Dios. Él es la causa del universo y, como tal, al desenvolverse, lo produce como un despliegue íntimo y propio, despliegue eterno y necesario de la única y suma Realidad. Presidido por el orden dictaminado del número y la medida, Dios es la gran Sustancia que hace posible todas las demás. Por eso, aun queriendo demos-trar - como todo neoplatónico -, la distinción entre la Realidad Divina y el mundo de la extensión, ve que es prácticamente imposible hacerlo si no se parte de un concepto claro de creación.

De hecho, Giordano Bruno raramente emplea las palabras “crear” o “crea-

ción”. Tampoco le gusta el concepto de emanación; prefiere otros términos, como infundir, comunicar, verter o exhalar. Cuando en ocasiones hace uso del vocablo crear, le da el alcance de “despliegue” o “manifestación de Dios”. Por ser el Prin-cipio Último de todo, ha obrado desde siempre y, por ser eterno, contiene en sí to-das las realidades creadas; de ahí que sean también perennes los principios de las cosas: eterno es el espacio, eterna la forma universal y eterna la materia cuya confi-guración no es otra que el universo como explicación de la Divinidad. Claramente manifiesta: “Digo que Dios es todo infinito porque excluye de sí todo término, y todo atri-buto suyo es uno e infinito; y digo que Dios es totalmente infinito porque todo Él es todo el mundo, y en cada una de sus partes está infinita y totalmente; al contrario de la infinitud del universo, la cual está totalmente en todo y no en esta parte (determinada) (si es que, ha-blando del infinito, pueden ser llamadas partes, que podamos distinguir en él)211.

Habla también del alma universal en referencia a la fuerza vital que anida en

Dios y en el mundo. El neoplatonismo había situado el alma del universo - alma universal -, como tercer supuesto o componente gradual en la escala de lo verda-dero. Del Uno procede el entendimiento y de éste el alma universal. Sin embargo, Giordano identifica el alma universal con la fuerza divina en cuanto que es causa eficiente y formal de cuanto tiene existencia; causa eficiente, como fundamento y principio generador de todas las cosas; causa formal, en cuanto que se halla pre-sente en todas ellas. Pero, sea cual fuere el ámbito donde se mire, es siempre pre-sencia y despliegue de la sustancia infinita de Dios.

Precisamente, por la inserción y el estar presente como Potencia Divina en

los seres y las cosas, es por lo que se dice que es el alma que alimenta todo dina-mismo espiritual; incluso el hecho de hablar de almas particulares no es sino una

210 Giordano Bruno: Sobre la causa, el principio y el uno, 5. 211 Ibid. De infinito, universo y mundo, 1.

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forma de ser y actuar del alma universal212. Para Giordano todo lo que tiene exis-tencia: minerales, plantas, animal u hombre, todos participan de esa alma común insertada en cada uno. Es, al fin y al cabo, el dinamismo que explica y da sentido a todo movimiento. No es visible en sí misma, pero sí en sus múltiples manifestacio-nes. En el fondo, todo está inmerso en la Realidad Divina; Dios es el máximo y el mínimo; en palabras del mismo Bruno: la mónada de las mónadas; más bien, la pleni-tud donde todo queda insertado en una dimensión infinita de presencia y de vida.

Claro que, considerado el universo como un producto del Espíritu, es difícil

que pueda eludir la proyección panteísta. De hecho, en sus enunciados nunca se encuentra concepto alguno que describa correctamente la idea de creación. No dis-tingue - como tampoco lo hace el neoplatonismo -, lo que puede ser la operación ad intra y ad extra en las operaciones de Dios. Siguiendo a Nicolás de Cusa, concluye que el mundo es una emanación divina donde toda la multiplicidad de seres pro-cede de una inexorable Unidad. Se habla de jerarquía sí, pero con la trayectoria de ir desde lo inmaterial hasta la materia y de la luz a la oscuridad. En ese ámbito, Dios es también lo “natural” desde el momento que todo está vivificado por Él. En el fondo, lo que G. Bruno preconizaba era una religión de la naturaleza, de lo ga-rantizado y científico, aunque sin descartar lo prodigioso y lo mágico. Además, atendiendo a esa incognoscibilidad neoplatónica de la naturaleza divina, toda au-toridad religiosa carecía de base para poderla acreditar.

Todo ello, sumado a la crítica de ciertos puntos hacia la religión, hizo que las

tensiones se acrecentasen, prefiriendo permanecer preso durante siete años antes de ceder a sus formulaciones, incluso teniendo que ir a la hoguera. Hoy, sin em-bargo, después de una crítica formal acerca de sus principios doctrinales, se asume que en la condena de Giordano Bruno la Iglesia antepuso el deber de la verdad al mandamiento divino del amor. Sabemos que desde sus primeros inicios negaba el dogma de la Trinidad y el alma indivisa de la persona. Que la religión era una forma de dominar a los indefensos y otras exageradas inculpaciones, pero todo ello nunca justificará que, por no quererse retractar, le anatematizasen por impenitente y herético, haciendo que cayese la ley sobre él hasta el punto de quitarle la vida. A ese nivel, el verdadero creyente de hoy debe hacer memoria y purificar el pecado grande de haber violado el mandamiento divino del amor y del perdón.

FRANCISCO SUÁREZ (1548 – 1617)

Oriundo de Granada, Francisco Suárez nace en el seno de una familia nume-rosa, de ocho hijos, él fue el segundo. Desde muy joven empezó a mostrar una buena disposición para la vida religiosa. A los 16 años solicita, junto a otros cin- 212 Ibid. De la Causa (ed. Gentile I, 185.

182

cuenta estudiantes, el ingreso en la naciente Compañía de Jesús; pero, por la creíble incapacidad para llevar a cabo los estudios que demandaba dicha Compañía, le denegaron la solicitud; si bien, tras nuevas e insistentes peticiones de admisión, terminaron por concederle el ingreso.

En 1564 se integra como novicio en Medina del Campo y, no mucho des-

pués, a sus 17 años, fue enviado a Salamanca para iniciar los estudios de filosofía, donde nuevamente empezó a encontrar grandes dificultades en la comprensión de las diferentes disciplinas, tanto es así que llegó a exponer a sus superiores el deseo de dejar los estudios filosóficos; instancia que, de haberle dado la razón, hubiera supuesto renunciar al sacerdocio y, según los estatutos, tener que permanecer en la Orden en calidad de hermano coadjutor. Pero sucedió que el inseguro Suárez va a experimentar un cambio intelectual sorprendente y en todo caso altamente positi-vo - él lo atribuyó a la inspiración de la Virgen -, pasando a ser el número uno de aquel alumnado de la Compañía; tanto es así que, ya antes de ser ordenado sacerdote (1572), le permiten impartir filosofía en Segovia y, terminado el trienio, es elegido como profesor de teología tras la excelen-te opinión que se tenía de su capacidad analítica y del fruto extraordinario que había tenido en su primer ensayo académico en Salamanca.

Tras su nueva estancia en Segovia, le tras-

ladan en 1576 a Valladolid. No mucho después, en 1580, le mandan a Roma como profesor de teología en el Colegio Romano, aunque al debili-tarse aquí su salud, se ve obligado a retornar a España. De 1585 a 1593, enseña en Alcalá, más tarde vuelve a Salamanca donde publica sus famosas Disputationes Metaphysicae (1597). Claro que, no toda la crítica se ajustaba a sus principios doctrinales. Acusado de introducir novedades en su exposición académica, tuvo que ser sometido a un exhaustivo examen. Tras me-ticuloso estudio, la resolución fue positiva, comprobándose que su enseñanza no era sino un saber profundizar en los análisis. Conocida es la carta que escribe al General de la Compañía, a raíz de tales acusaciones. Le expresa: “… hay costumbre de leer por cartapacios, leyendo las cosas más por tradición de unos a otros que por mirallas hondamente y sacallas de sus fuentes, que son la autoridad sacra y humana – (se está refi-riendo también a la enseñanza de la teología) – y la razón, cada cosa en su grado. Yo he procurado salir de este camino y mirar las cosas más de raíz, de lo cual nace que ordina-riamente parecen llevar mis cosas algo de novedad”.

En cualquier caso, lo cierto es que su influencia y admiración iba en aumen-

to, tanto es así que fue dicho prestigio lo que llevó a la misma Corona Real (Felipe

Fig. 43. Ilustración del Francisco

Suárez.

183

II), a escogerle para que se hiciese cargo de la cátedra de teología en Coimbra. Tras ser convencido para que la aceptase, ese mismo año se doctora en Evora según las exigencias de la nueva situación. Desempeñó dicho cometido hasta el 1615. Muere en Lisboa en 1617. Fig. 43.

Respecto a su obra, lo que más le caracteriza es la precisión y profundidad a

la hora de afrontar los temas. Se le considera el primer gran sistematizador de la metafísica escolástica, sobre todo en la forma que presentó las Disputationes Me-tahysicae. Se publicaron en Salamanca, siendo reimprimidas varias veces. Otra obra filosófica de gran envergadura es el Tractatus de legibus ac Deo legislatore in X libros distributus. De carácter jurídico-político es su Defensio fidei catholicae et apostolicae adversus Anglicanae sectae errores, cum responsione ad apologiam pro iuramento fidelitatis et Praefationem monitoriam Serenissimi Jacobi Angliae Regis (Coimbra 1613).

Pero, además de los escritos citados, Suárez compuso otros importantes trabajos, de los que mencionaremos: Commentariorum ac Disputationum in tertiam partem divi Thomae; De Deo Incarnato - su primera obra, publicada en Alcalá, en 1590 -; De anima; Opus de virtute et statu religionis; Opus de triplici virtute theologica; De Deo uno et trino; De angelis; De voluntario et involuntario; De vera intelligentia auxilii ef-ficacis eiusque concordia cum libero arbitrio; De ultimo fine; De opere sex dierum (algunos publicados en la vida del autor, otros póstumamente).

PROYECCIÓN METAFÍSICA

El primer escrito de Francisco Suárez fue un comentario a las 26 primeras

cuestiones de la tercera parte de la Suma teológica de santo Tomás, con el título: De Verbo incarnato. Dos años después publica la continuación de la obra mencionada con el calificativo teológico De mysteriis vital Christi y, tras algunos años de ense-ñanza, da a conocer, en 1595, la tercera sección del iniciado comentario. Pero será en 1597, en Salamanca, donde publicaría las Disputationes Metaphisicae, obra consi-derada como paradigma de su pensamiento y donde se evidencia claramente el paso de la filosofía medieval a la llamada filosofía moderna. Fundamentalmente la intención no fue otra que suministrar a los teólogos una información clara y siste-mática para poder entender las principales cuestiones de la teología. – Sabido es que la mayor parte de su gran producción literaria pertenece al campo de la teolo-gía -. No obstante, el teólogo debe apoyarse en un substrato metafísico. De ahí que las Disputationes Metaphisicae se abren con la siguiente afirmación: “Es imposible que llegue a ser buen teólogo quien antes no ha sentado sólidamente los fundamentos de la me-tafísica”213.

213 Francisco Suárez: DM. Ratio et discursus totius operis ad lectores: Quemadmodum fieri nequit ut quis

Theologus perfectus evadat, nisi firma prius metaphysicae iecerit fondamenta.

184

Cabe decir, no obstante, que él aplica y actúa con un espíritu independiente y desinteresado. Prácticamente analiza todos los sistemas anteriores, sabiendo aplicar a su debido tiempo el contenido que conjugue y solucione los problemas planteados. Pero, como él mismo subscribe: no lo hace por el simple espíritu de po-lémica, sino movido por el franco deseo de la verdad. Haciéndose eco de este com-promiso, Xavier Zubiri llegó a escribir: “Desde sus más antiguas direcciones árabes y cristianas hasta el giro nominalista que adoptó francamente en el siglo XIV, y revistió ca-racteres inundatorios en el XV y XVI, no ha dejado escapar Suárez ninguna idea u opinión esencial de la tradición filosófica. Pero no se trata de un simple repertorio. La sistematiza-ción a que ha sometido estos problemas, y su originalidad al repensarlos, han traído como consecuencia que el pensamiento antiguo continúe en el seno de la naciente filosofía europea del siglo XVII y haya entregado a ella muchos de los conceptos sobre los que se halla asen-tada”214.

En realidad, al apartarse Suárez del canon que había especificado Aristóte-

les, revelaba ya la nueva impronta desconocida en la escolástica tradicional. Ten-drá presente y analizará, sobre todo, el objeto de la metafísica con sus múltiples implicaciones, es decir, el ente con todos sus principios y propiedades: su unidad trascendental e individual, su individuación, así como la unidad universal y otros tipos de diferencias con alcance metafísico, como la verdad, la falsedad u otras formas constitutivas del ser. No olvida tampoco las causas: material, formal, efi-ciente, final y ejemplar, así como sus relaciones con la deducción y los efectos.

Profundizando precisamente en el objeto de la metafísica, Suárez es en todo

punto concluyente y preciso: el objeto de la metafísica es el ser en cuanto ser. Preci-saremos: no de un ser meramente conceptual, de un ser al que llegamos por analo-gía y abstracción. La metafísica de Suárez se ocupa del ser real en todo su alcance y significación. Evidente que debemos usar conceptos, pero éstos son para él como los cristales de una ventana: nos descubren al existente mismo, es decir, el real.

Ahora bien, una vez establecido el fin de la metafísica, se precisa estipular

cuáles son los atributos del ser como determinación del mismo. Considera que son la “unidad”, la “verdad” y la “bondad”; términos que especifican modalidades del ser y que, en última instancia, penden del ser infinito que da razón a toda otra realidad. De hecho, la distinción entre el ser infinito (ens a se), y el ser finito (ens ab alio), constituye la clave que sostiene el techo de la metafísica suarista y acaso la marca que representa su mayor originalidad, llevándole a inquirir el sentido mis-mo de la existencia de Dios.

214 X. ZUBIRI: Advertencia preliminar, de “Francisco Suárez, Disputaciones metafísicas sobre

el concepto del ente”, traducción del latín, introducción y advertencia de Xabier Zubiri, en

“Revista de Occidente”, Madrid 1935, pp. 127-128.

185

En el análisis, la referencia al “ser finito” es fundamental. Estudia por tanto la doctrina de la sustancia en general y la de los accidentes en particular con sus diversas especies: la cantidad, la cualidad, la relación, la acción, la pasión, el tiem-po, el espacio, el lugar y el hábito, sin olvidar tampoco los entes de razón. Real-mente, un estudio que le valdrá de la crítica filosófica el reconocimiento de ser la primera obra sistemática de la metafísica occidental.

Acaso nos ayude a comprender mejor esta síntesis la confrontación con la

tradición aristotélica. En efecto, la metafísica en Aristóteles se especifica diciendo que se trata del “ser en cuanto ser”, pero conseguido por abstracción. Como tal, se prescinde de todas las diferencias que se presentan en los seres; una noción donde no entra ningún ente concreto, es decir, ni material ni inmaterial, ni finito ni infini-to, es lo común a todos ellos. Suárez sin embargo incide sobre todo en la inmateria-lidad del objeto de la metafísica, con lo cual delimita y restringe el ser común de Aris-tóteles que prescinde tanto de lo material como de lo inmaterial. Para Suárez, la metafísica - que corresponde al tercer grado de abstracción -, es la ciencia a priori que trata del ser en cuento inmaterial, es decir, que prescinde de la materia. En su concep-ción, la metafísica versa sobre el ser en cuanto verificable en el espíritu, ya se reali-ce en la materia o no tenga la posibilidad de verificarse. Por eso, el ser de Suárez no es solamente ser, sino también ente real. No se trata de los conceptos generales y comunes de Aristóteles, sino de realidades concretas. Su esfuerzo consiste en llevar a cabo una filosofía de lo real, fundada en las cosas tal como son.

Derivada de este principio está la idea centro de su metafísica, cuya dimen-

sión se manifiesta al contraponer las dos grandes clases de seres reales: el infinito y el finito. De hecho, si en la primera parte de su obra estudia el objeto de la metafí-sica definiendo su ámbito de estudio como la ciencia que considera al ser en cuanto ser, o en cuanto se abstrae de la materia en el existir, en la segunda parte se detiene en distinguir el ser infinito (ens a se), y el ser finito (ens ab alio), constituyéndose, como ya hemos dicho, en el cimiento de la metafísica suarista. Precisamente, en ba-se a esa dependencia de lo finito con lo infinito es por lo que Suárez da valor y sen-tido a todo lo real.

UN DIOS VIVO Y CREADOR

El ser finito, (ab alio), dependiente y un día venido a la luz, insta a adherirse

con su Creador. Sólo así puede comprenderse por qué Suárez pone en principio el ser real como objeto de la metafísica. Sabido es que, dentro de ese objeto amplísimo entran todos los seres: Dios, como ens a se, las sustancias materiales e inmateriales, los accidentes reales y cualquier cosa que tenga entidad; quedarían sólo excluidos los entes ficticios o de razón215.

215 Francisco Suárez: DM 1, 1, 26.

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Precisamente, buscando el alcance y el contenido de ese ser ontológico, Suá-rez no puede por menos de remontarse a la realidad misma de Dios, demostrando su existencia por la capacidad intelectiva, por el alcance y virtud de la razón. Bien es verdad que a la hora de examinar en concreto las pruebas para demostrar dicha existencia, él va a negar, como lo hiciera Escoto, el valor absoluto de los argumen-tos “físicos” tradicionales, aunque sí admitirá, en todo punto convincentes, los con-siderados “metafísicos”. Veamos:

En principio, él considera inválida la primera vía de santo Tomás para de-

mostrar la existencia de Dios. Cree que el principio en que se apoya: “todo lo que se mueve se mueve por otro”, no es correcto, pues hay muchos seres que se mueven por sí mismos (la voluntad humana es, entre otras, causa de sí). Además, porque, aun llegando a un primer motor inmóvil, no prueba que éste sea distinto del ser movi-do. Del movimiento del universo no puede deducirse una prueba eficaz216. Tam-poco - dice él -, son evidentes los argumentos que pretenden demostrar que es im-posible un proceso infinito en el orden de las causas, ni tampoco que sea imposible una multitud infinita en acto. Llega a creer que en la prueba que se apoya en el movimiento se presupone que el ser que se mueve existe ya (prius natura) antes de moverse; incluso, en el supuesto que fuese válido el argumento, no podría probar por sí solo que ese primer principio de movimiento tuviera que ser necesariamente una causa inmaterial, podría no ser Dios217.

Disiente también de las pruebas que parten de los grados de perfección que

decimos encontrar en los seres. Cualquier máximo en cada género no necesaria-mente es la causa de todos los demás seres en ese mismo género, pues aun cuando existiera un máximo en cada categoría, no puede probarse que ese tal sea necesario e increado y, por supuesto, autor de todo lo que está fuera de él218. Por el hecho de que captemos un orden en la existencia de cosas, podremos deducir un ordenador, pero no que sea creado o increado, que sea uno o múltiple. No es ilógico pensar que pudiesen existir otros mundos con su respectivo organizador.

No obstante, asume que para que estas pruebas tengan su valor se precisa

que las reduzcamos al principio de causalidad. Suárez acepta los argumentos por las causas y la finalidad; un modo de especulación que nos hace volver los ojos a lo real de la metafísica. Por eso, si no es radicalmente justificable que todo lo que se mueve sea movido por otro, sí es demostrable que todo lo que se produce es pro-ducido por algo anterior. Considerando que todos los seres posibles pueden consi-derarse como hechos o como no hechos, los seres “hechos” remiten a un hacedor, a un creador, a un Dios vivo y verdadero. “Omne quod producitur ab alio produci-

216 Ibid. DM, 18, 7, 43. 217 Ibid. DM, 29, 1, 7 ss. 218 Ibid. DM, 29, 3, 21.

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tur”219. Todo lo que se produce es producido por otro. Nadie puede darse a sí mismo su ser porque en tal caso obraría antes de existir, lo cual es absurdo.

En esta perspectiva, considera que todo cuanto participa del ser, o es creado

o increado. Pero no todo lo que existe puede ser creado, luego imperiosamente es ineludible que alguno de ellos sea increado; ineludible que exista la verdad increa-da, el infinito, Dios.220. Pero además, por esa dependencia con el Ser de nuestro origen, participamos también nosotros de su mismo ser, que es ser de Dios, de un Dios vivo y creador.

DIOS Y LAS CRIATURAS

Desarrollado el concepto de creación, que es la base remota de las relaciones

de dependencia entre las criaturas y Dios como creador, hace también que funda-mente sus teorías sobre la moral, el derecho y, en consonancia, las organizaciones sociales y políticas. De hecho, el tratado De legibus se funda en la idea de un Dios legislador. De la misma manera que el teólogo debe primero ser un buen metafísi-co si quiere penetrar en la comprensión del Ser divino; del mismo modo deberá ser buen jurista si quiere entender el gobierno de Dios.

A partir de aquí, en la serie gradual de las leyes que examina, Suárez co-

mienza el estudio por la amplitud que ofrece el objeto en cuestión. El primer pues-to lo ocupa la “ley eterna”, cuyo sujeto es toda la creación. Profundiza después en la “ley natural”, extensiva a todos los hombres, para pasar a las “leyes positivas y humanas”, cuyos sujetos no son otros que los súbditos de una determinada comu-nidad social.

Siguiendo esta línea, él parte del principio de que todos los hombres nacen

libres. Es su estado natural; por consiguiente, sin poder ni jurisdicción los unos so-bre los otros. Pero, aun cuando ningún hombre nace súbdito, sí es “subiectibilis”221, ya que en eso radica su sociabilidad natural. El hombre es animal social y por natu-raleza ansía vivir en comunidad. La primera forma que adquiere esa sociabilidad es la familia (natural). Pero la sociedad política no resulta de la simple agrupación familiar. Para establecer un régimen social se necesita un pacto expreso o tácito (pactus, consensus) con el deseo de conseguir un bien común. Pues, aunque la so-ciabilidad es natural, la constitución social del grupo es voluntaria.

Ahora bien, formado el grupo social y constituida así la sociedad, es lógico

que culmine con la organización política. Claro que, mirando al fundamento de to-

219 Ibid. DM, 29, 1, 20. 220 Ibid. DM. 29, 1, 21. 221 Francisco Suárez: De leg. 3, I, II.

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da autoridad, la base está en Dios, autor de la naturaleza222. El poder es siempre de origen divino. En prueba de ello, Suárez cita algunos actos que exceden la capaci-dad del individuo, como el castigo a los malhechores, sancionándoles incluso con la muerte. Todo, para indicar que sólo Dios es el Señor de la vida, y únicamente Él puede conceder ese poder, así como obligar en conciencia o sancionar las injurias, etc.223.

Pero, ¿cómo y por qué hace el hombre uso de cierto predominio sobre los

demás? En virtud – nos dice Suárez -, de una potestad concedida por un proceder no distinto a la creación, es decir, como una propiedad que sigue a la misma natu-raleza; potestad necesaria para su conservación y gobierno. Por consiguiente, no concedida hasta que los mismos hombres no se hayan unido en una comunidad y en un pacto social. De allí saldrá la autoridad que Dios ofrece al acuerdo consegui-do por los individuos que lo forman. Por eso, si el origen es divino, el depositario del poder no puede ser otro que el pueblo constituido en corporación organizada, porque la potestad no reside en cada una de las personas por separado, tampoco en una multitud confusa y sin orden, sino que viene de Dios a los hombres que disponen de “materia”, es decir, en cuanto existe unión entre los miembros y deci-den en pacto social erigir el sujeto de la autoridad. El poder espiritual es don di-vino, pero el temporal no lo da Dios a ninguna persona en concreto, sino al cuerpo social una vez que éste se haya constituido para transmitirlo a la persona o perso-nas que deban ejercerlo.

Ahora bien, tras ser erigida la autoridad, sería injusto también condicionar-

la, privarla o poner nuevos límites de forma arbitraria a quien ejerce el legítimo gobierno224. La situación no obstante cambia cuando el que sustenta el poder abu-sa de su autoridad o se convierte en tirano. Entonces el pueblo puede ejercer el de-recho de legítima defensa y destituirlo. Como principio, el tirano es el príncipe que abusa de su poder y pone en peligro el bien común de la colectividad. En tal situación – dice -, la comunidad no sólo puede deponerle y declararle la guerra, sino incluso darle muerte. Pero esto no podría hacerlo ningún particular, sino sólo la autoridad competente de la nación225.

Ante este legado - y sin pretender ser exhaustivo en el análisis -, no es nada

nuevo decir que el tratado De legibus ac Deo legislatore contribuyó como ningún otro al desarrollo del pensamiento democrático europeo. Fue sin duda un anticipo para que tratadistas ingleses y franceses sobre todo, vinieran con el tiempo a sensibili-zarse de las nuevas orientaciones que se reflejan en la obra. Interesaron sobre todo las ideas del pacto social, las de soberanía y aún más la apuesta que proponía el

222 Ibid. 3, 3, 4; Def. Fid. 3, 3, 12. 223 Ibid. 3, 3, 2. 224 Ibid. Def. Fid. 3. 3. 2. 225 Ibid. Def. Fid. 6, 4, 7; 6, 4, 16-19.

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poder como entrega de Dios a toda la comunidad política y no sólo a tal o cual per-sona, esbozando el principio democrático contra cesaristas, legistas, maquiavelistas y luteranos. Llegó incluso a proponer, junto a otros teólogos y juristas, la existencia de un tribunal internacional entre Estados independientes con jurisdicción para anular las decisiones para hacer la guerra. El rey tendría el poder de declararla en cuanto representaba la voluntad del pueblo; de ahí que favoreciese su sustitución si no reuniese las condiciones para ello. Idea criticada no obstante por las monar-quías de Inglaterra y Francia de entonces.

De otra parte, podemos también comprender la íntima relación de depen-

dencia que Suárez pone entre la acción divina y el bien común apetecido por sus criaturas. Cierto que se le ha tachado en ocasiones de un acentuado espíritu “for-malizador”, sobre todo si el estudioso tiene “in mente” las Disputationes Metaphisi-cae, más “esencialistas” que “existencialistas” para un superficial análisis. Sin em-bargo, no parece que esto se ajuste a la gran precisión de Suárez al tratar conceptos como el de la “realidad” y el de la “existencia”. Acaso, por suscribir algunas tesis del escotismo y del nominalismo, derive hacia una cierta “formalización”, aunque pensamos que esto es debido al deseo de conjugar y sistematizar la temática que implica la exposición de su hondo y sutil pensamiento. No es infrecuente que lo sistemático y metódico encubra la vitalidad y la fuerza de todo su contenido.

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FILOSOFÍA EN LA EDAD MODERNA

Si lo original del Renacimiento fue probar nuevos caminos, también en los siglos siguientes no será menor el afán por las construcciones sistemáticas. El ra-cionalismo, el empirismo y la ilustración dan sobradamente cuenta de ello. Las ba-ses serán diferentes pero con intenciones similares. En general, mientras el raciona-lismo procura ser esencialmente metafísico, el empirismo opta por el camino psico-lógico, en tanto que el movimiento ilustrado pretenderá asumir y coordinar ambas direcciones. Les diferencia la senda emprendida: mientras el racionalismo copia del método matemático, el empirismo se apoya en el experimental; dos métodos que servirían a los pensadores ilustrados para emprender una síntesis donde lo experimental y lo matemático tengan cabida y complemento, o, como diría Voltai-re, La antorcha de la experiencia y el compás del matemático. Lo iniciaremos con el pri-mer representante del racionalismo.

DESCARTES (1596 – 1650)

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El 31 de marzo de 1596 nació René Descartes, en la Haye (Turena francesa,

cerca de Poitiers). Tras la muerte de su madre - no mucho después de haberle traí-do a la vida -, el padre, dada su constitución débil y enfermiza, hubo de renunciar pronto a que siguiese la carrera de las armas que era su aspiración. Lo reconocería él más tarde: “Yo heredé de mi madre una tos seca y un color pálido, que conservé hasta los veinte años”. Ante la falta del cariño materno, fue llevado a la casa de la abuela, a cargo de una nodriza a la que permanecerá ligado toda la vida.

Adolescente aún, le envían al colegio de La Flèche, centro regentado por los

jesuitas y uno de los más codiciados en Europa. Su formación aquí fue bastante completa. Le proporcionó una sólida introducción a la cultura clásica, ejercitándose en lecturas latinas y griegas con análisis y ejercicios modélicos de Cicerón, Horacio y Virgilio, como representantes del latín; su instrucción griega, en las obras de Homero, Píndaro y Platón; en el campo filosófico, los textos sobre todo de Aristó-teles con una acentuación singular hacia el Organon, la Metafísica y la Ética a Nicó-maco, en comentarios principalmente de algunos jesuitas. Permaneció en el colegio de La Flèche hasta el 1612; después, liberado del rigor académico, se dedicará más libremente a los estudios filosóficos y científicos, sintiendo predilección por las matemáticas. Se traslada a París, donde, secundando la independencia que le ofrecía la ciudad, lleva una vida voluble y frívola. Inició en Poitiers los estudios de derecho, pero los inte-rrumpió para viajar y aprender, según sus pala-bras, “en el gran libro del mundo”, buscando por propia experiencia el conocimiento de las gentes en el entorno de sus propios países. Con dicha inten-ción se alista en Holanda como voluntario en el ejército del príncipe Mauricio de Nassau (1618), que contaba con un equipo de matemáticos e inge-nieros. Cansado de la pasividad de estos militares, no mucho después se alista en el del príncipe elec-tor Maximiliano de Baviera. Así, embarca en Áms-terdam hasta Hamburgo; atraviesa Alemania hasta Frankfurt, asistiendo a la coronación del empera-dor Fernando II. Con todo, y aun en esa agitación guerrera, no desiste de sus elucubraciones mate-máticas y filosóficas. Precisamente, uno de los pe-riodos intelectuales más fecundos fue durante una pausa invernal de las operaciones militares. Re-cluido en una confortable habitación (poële) de Neuberg, a orillas del Danubio, creyó haber aclarado y organizado – según expresión propia -, “los fundamentos de una ciencia admirable”. Alude al 10 de noviembre de 1619.

Fig. 44. René Descartes, óleo sobre lienzo, de Frans Hals,

1649. Museo de Louvre.

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La invención consistía en reducir todas las ciencias de la cantidad a una ciencia genérica del orden y la proporción, aplicando el método de análisis y sín-tesis. Acentuaba esta certidumbre el hecho de que creyera que había sido una reve-lación divina sobre su misión filosófica. Como agradecimiento, peregrina a pie al santuario de Nuestra Señora de Loreto (Italia). En 1625 regresa a París donde siente ahora una fuerte propensión hacia las relaciones sociales. Entabla amistad con dis-tintas personalidades del momento, entre ellas, el cardenal Bérulle, quien le animó a armonizar sus especulaciones filosóficas con los principios católicos. En 1629 pasa a Holanda, buscando, según se entrevé por alguna de sus fra-ses, un país propicio para el sereno aislamiento y la tolerancia de la libertad filosó-fica y científica. Veinte años de permanencia en este país justifican al menos esta aspiración, aun cuando cambiara en varias ocasiones de residencia: Franecker, De-venter, Sandport, donde tuvo con su criada, Elena Moëtjens, una hija natural, (Francine). Cabe decir no obstante que su labor fue sobre todo intelectual, por lo tanto, ajeno a cualquier interés que no fuese el estudio y la investigación, aunque compaginado con un asiduo intercambio epistolar con reconocidos filósofos y cien-tíficos, también con mujeres aficionadas a la filosofía. La reina Cristina de Suecia, por ejemplo, fue una de ellas. Prendada ésta de su especulación filosófica, quiso invitarle a su corte en Estocolmo. Descartes lo aceptó, llegando a la capital sueca en octubre de 1649. Su estancia sin embargo duró poco: el frío de la ciudad hizo mella en su salud causándole una malsana pulmonía en febrero de 1650. A consecuencia de ella, muere ese mismo mes. Fig. 44.

OBRAS

Los escritos de Descartes son de una considerable extensión y con temática variada. No se confina únicamente a la filosofía, sino que comprende también obras de matemáticas, biología, física y una amplia correspondencia con determi-nadas personalidades. A lo largo de su vida fueron apareciendo los siguientes títu-los: El discurso del método (en francés), avance preliminar de su compendio metódi-co al que acompañaban tres importantes tratados científicos: Dioptrique, Météores y Géométrie (1637); Meditaciones metafísicas (en latín), con notificaciones críticas de va-rios filósofos y teólogos (1641); Principios de la filosofía (en latín), una especie de ex-posición sistemática de toda su doctrina (1644); Las pasiones del alma (en francés, 1649).

Aparte de estas obras, dejó bastantes trabajos inéditos que fueron publicán-dose después de su muerte, unos por separado y otros en diversas recopilaciones; citaremos como principales el Tratado del hombre, El mundo o tratado de la luz (cuya elaboración había suspendido al enterarse de la condena de Galileo), y las Reglas

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para la dirección del espíritu, que, junto al Discurso del método, estipulan los principios y las reglas de toda su metodología.

FUENTES REFERENCIALES

En el Discurso del Método Descartes manifiesta claramente que en los años de

La Flèche leyó todo cuanto caía en sus manos. Pero, aun cuando la expresión tenga un contenido de verdad, no es menos cierto que, dado su anhelo juvenil por los viajes y las novedades, es justo pensar que ese no era el mejor modo para una am-plia y sólida formación académica. Además, pareciendo hacer valer la originalidad de su obra no mencionando apenas a autores antiguos por su poca fiabilidad, se reconoce que su formación filosófica fue bastante deficiente y sus lecturas escasas. De hecho, el desencanto y contrariedad con la mayoría de los principios estudia-dos le impulsa, más que al estudio y la crítica de otros autores, a la reflexión per-sonal; indaga e investiga por sí mismo, aun cuando algunos de sus principios pue-de que se relacionen con los tradicionales.

De algún modo, el contacto con la filosofía escolástica que estudió en La

Flèche no pudo por menos de dejar un poso didáctico en temas y terminologías, por más que su actitud fuese contraria al rígido escolasticismo, él habla de sustan-cias y accidentes, de esencia y existencia, de causas, formas y modos aun cuando los equívocos y las ambigüedades sean no poco frecuentes. Su interpretación debe aclararse siempre dentro del enfoque que da a su filosofía. Hay supuestos que pu-dieron influir profundamente en el desarrollo de sus ideas. El mismo procedimien-to de la duda como recurso ideológico para superar el escepticismo y llegar a la certeza contra los “libertinos”, parece ser que lo tomara de San Agustín en la con-troversia con los “académicos”; también las ideas innatas, incluso el cogito, ergo sum como certeza clave que guiará su dirección filosófica. Bien es verdad que el sentido y el alcance de los términos es en todo punto diferente: el racionalismo cartesiano nunca podría armonizarse con el espíritu de San Agustín.

Otra fuente donde pudo beber Descartes fue el estoicismo. Existen numero-

sos puntos que revelan esta dirección filosófica: la localización del alma en el cere-bro, los espíritus o pneumas vitales, así como ciertas posturas éticas admitidas por gran número de la intelectualidad de su tiempo, son rememoraciones que parecen suscitar esa dirección. Asiente también con las novedades científicas en autores como Claudio Mydorgue, Isaac Beeckman, Stevin o Mersenne, no así con los neo-platónicos renacentistas, manifestando una clara repulsa hacia los que pensaban que se había inspirado en ellos. Claro que, en lo tocante a su método, cree y de-fiende a ultranza su novedad. Estima que todos los planteamientos anteriores ha-bían sido ineficaces y superfluos. Por lo cual, prescindiendo de los mismos, em-prende la tarea de cimentar una nueva filosofía. La base cree haberla conseguido con fundamentos sólidos, capaces de sostener el edificio que resista, no sólo la in-

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certidumbre de la duda y las embestidas de los escépticos, sino que, por su solidez, se irá imponiendo a todos los precedentes en razón de la misma verdad.

EL PROBLEMA CARTESIANO

Tras la estancia estudiantil en La Fléche, Descartes cree no haber conseguido

la verdad que en el fondo pretendía, más bien queda decepcionado sobre el valor que planteaban los problemas de la ciencia y de la vida. “Pues me sentía entorpecido con tantas dudas y errores, que me parecía que, tratando de instruirme, lo único que había logrado era descubrir cada vez más ignorancia”226. Nada ni nadie le ofrecía seguridad. Para él todo el saber filosófico pasado se contradecía; encontramos opiniones tan opuestas que justifican por sí mismas la impugnación que conllevan; el escepticis-mo es la consecuencia de la pluralidad de criterios enfrentados. De hecho, los sen-tidos pueden engañarnos, hay sueños y alucinaciones, también paralogismos y fa-lacias en el propio pensamiento, incluso las únicas ciencias que parecen seguras, como las matemáticas y la lógica, no son propiamente reales porque no nos sirven para conocer la realidad. ¿Qué hacer? ¿Cómo iniciar el camino correcto para llegar a ella? Ante esta panorámica, lo que él realmente pretende es construir, si ello es posible, una filosofía cierta, sin fisuras, y de la que nadie pueda dudar. Su funda-mento debe tener esta prerrogativa, de lo contrario, se caería en el mismo error cometido hasta entonces.

Así, como aspiración profunda, él cree encontrarla en lo más hondo de su

propia intimidad. Será desde allí donde establezca un método que evite cualquier sospecha en el conocer. Todo buen resultado depende en última instancia de cómo se inicie y se siga el camino. Considera que la filosofía a este respecto es como un árbol cuyas raíces son la metafísica, el tronco la física, y las ramas las demás cien-cias, que él reduce a tres principales: la medicina, la mecánica y la moral. En este sentido, su intención se orienta, no tanto a esclarecer una filosofía abstracta al mo-do como lo hicieron los antepasados, sino dirigida a lo concreto en cuanto sabidu-ría vital de la persona y de todo cuanto la rodea.

Con tal perspectiva, junto a la solidez que procura de la ciencia, quiere ha-

cerla extensivo a toda dimensión filosófica, evitando evidentemente cualquier po-sible error que pudiera menoscabar el alcance que comporta toda evidencia. Pero además, esto lo quiere hacer de forma clara y sencilla, es su método. En referencia a él, escribe: “Por método entiendo las reglas ciertas y fáciles, las cuales el que las observe exactamente nunca admitirá lo falso como verdadero, y, sin malgastar inútilmente las fuer-zas de su razón, sino aumentando siempre gradualmente su ciencia, llegará al verdadero conocimiento de todas las cosas de que es capaz”227.

226 Descartes, R.: Discurso del método, I, parte. 227 Descartes, R.: Regla IV.

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Con esta disposición, él intenta buscar esa base firme que dé la consistencia que precisa, incluso haciendo frente a la duda más radical del escepticismo; un principio indeleble e inconmovible, seguro, o lo que es lo mismo: una verdad pri-maria, evidente y que de ella puedan deducirse todas las demás sin posibilidad del más mínimo error. Incluirá por lo tanto las siguientes características: debe ser clara a la inteligencia que la intuye; distinta, esto es, separada de otras ideas; simple, en cuanto que no se puede dividir en otras; evidente, debe conocerse por sí misma; In-tuitiva; indudable e innata.

En esta búsqueda, Descartes, tras haber prescindido y dudado de todo, se

encuentra con una certeza que es imposible dudar, resiste todos los ataques de la duda: su existencia. “Mientras quería pensar así que todo era falso, era menester necesa-riamente que yo, que lo pensaba, fuese algo; y observando que esta verdad: “pienso, luego yo soy”, era tan firme y tan segura que todas las más extravagantes suposiciones de los escép-ticos no eran capaces de quebrantarla, juzgué que podía admitirla sin escrúpulo como el primer principio de la filosofía que buscaba”228. Considera que, aun estando en un error, es él quien está en el error. Si se engaña, si duda, es él quien es engañado y el que duda. Incluso, si al afirmar “yo soy” me equivocara – dice -, necesitaría co-menzar por ser. En consecuencia, no puedo equivocarme en esto. Por ello, por esta primera verdad de mi existencia, el cogito, ergo sum de las Meditaciones es la primera verdad indubitable, no se podría dudar por más que se quisiera. No hay, no puede existir cosa más cierta que el yo. Y yo no soy más que una cosa que piensa, “je ne suis qu’une chose qui pense”. Esto es lo radical, lo cierto, pero, ¿Quién se lo dice?: la razón. Por consiguiente, no es el hombre en su realidad corpórea, sino como el verdadero titular de la razón. Sólo es seguro el sujeto pensante, es decir, el hombre a solas con su pensamiento. Por lo tanto, la filosofía va a quedar fundada en mí como conciencia, como razón. Por eso Descartes es racionalista, aunque al propo-ner el problema crítico como planteamiento y negar que se pueda conocer lo ex-tramental en sí mismo, da también el paso a presunciones idealistas como gran descubrimiento y gran equívoco de lo que tantos asumirían en la moderna filoso-fía.

De todos modos, aun con esa primera base que resiste toda posible duda, él

no ha hecho nada más que empezar. En la construcción de su filosofía le interesan también las realidades de este mundo. Pero, ¿de qué modo llegar a ellas? ¿Cómo salir de ese yo pensante y superar dicha subjetivad? En principio, y antes de em-prender la búsqueda de nuevas verdades, Descartes sondeará la única que posee. Claramente percibe que la verdad del cogito es de la que no puede dudar, es eviden-te. A partir de aquí se dispone a llegar y aprehender las otras realidades, las extra-mentales. Pero, para conseguirlo, tiene que dar un largo rodeo: para ir del yo al mundo tiene que pasar, aunque extraño parezca, por la realidad de Dios.

228 Ibid. Discurso del método, 4ª parte.

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LA NOCIÓN DE INFINITO IMPLICA LA EXISTENCIA DE DIOS

Como principio, Descartes ha querido ser claro en el punto de partida: la

existencia de cada uno se justifica por el hecho mismo de pensar. Desde este postu-lado, sólo cuando nos encontremos con algo semejante deberá admitirse que será igualmente verdadero, a menos que uno se encuentre engañado, que sea víctima de un espejismo por alguien que nos haga ver como evidente lo que es realmente falso. Entonces la persona quedaría presa de sí misma sin poder saber con certi-dumbre más que la verdad de su propia existencia. Pero, ¿quién podría hacer esto? ¿Quién sería capaz de engañarme? Dios, si en verdad existiera (lo entiende desde el punto de vista racional, pues la revelación la excluye de la duda). Ahora bien, si Dios me engañara, haciendo que crea lo es un error, no sería Dios, pues el engaño no es propio de la Divinidad. Dios no puede engañarnos ni permitir que nos enga-ñemos por algún maligno en las cosas evidentes. De hecho, la hipótesis del genio maligno no le permitiría avanzar. Por eso se hace preciso remover este obstáculo demostrando la existencia y la veracidad divina. Pues, la existencia de Dios anula-ría tal hipótesis. Así, para proseguir y estar seguro de las subsiguientes evidencias se tendrá que demostrar primero que hay Dios. Sin esto – dice -, no podremos dar un paso más en filosofía ni encontrar más verdad que la de la propia existencia.

Su compromiso, por tanto es irrecusable: necesita demostrar la existencia de

Dios. Imperativo que le lleva a buscarlo de distintas maneras y con argumentos de diferente alcance. Por un lado – escribe -, yo encuentro en mi mente la idea de lo infinito, lo está de forma simple, primaria, y anterior a la de lo finito que es suple-toria, compuesta y secundaria229. Ahora bien, como idea ilimitada, tiene que haber sido puesta en mí por un ente supremo, que posea la perfección que ella implica, es decir, Dios mismo; con lo cual queda probada su existencia. De ello está tan con-vencido, que la considera mucho más evidente que todos los objetos sensibles. Lle-ga igualmente a creer que si fuésemos inteligencias puras, percibiríamos de forma inmediata su existencia en nosotros, sería una verdad per se nota. El no tenerla en todo tiempo presente es por causa de que no somos espíritus puros; por eso se pre-cisa de su demostración. Descartes nos ofrece tres pruebas que, con algunos mati-ces, subraya en el Discurso del método, (4ª parte), en las Meditaciones (3ª - 5ª), así co-mo en los Principios de filosofía (1ª parte); de forma más constreñida, en las Respues-tas a las segundas objeciones. Veamos:

1ª Demostración. En el análisis que Descartes nos ofrece acerca de la reali-

dad, es sumamente categórico: nunca podemos concebir la idea o la naturaleza de una cosa sin concebir al mismo tiempo sus propiedades esenciales. No se puede entender la idea de un triángulo sin que en su esencia se encuentren implícitos que la suma de sus ángulos es igual a dos rectos, ni la de la esfera sin que todas sus

229 Ibid. Meditación III; AT VII 45-46.

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partes disten igualmente del centro. Más aún, en la idea objetiva de cada realidad está contenida su existencia. Nada podríamos tener en nuestra mente si no fuese bajo alguna forma de existencia. Pero hay una distinción: tratándose de cosas even-tuales y limitadas, solamente se contiene una existencia posible, mientras que en la idea de un ser perfecto e infinito, su existencia es imperiosamente necesaria, esto es, podemos concebir la esencia de un triángulo con todas sus características esen-ciales, pero únicamente podríamos afirmar su existencia posible, no su existencia necesaria. Sin embargo, en la idea de un ser infinito y perfecto vemos que su exis-tencia se incluye en su mismo concepto. Escribe:

“Yo veía bien que suponiendo un triángulo, era preciso que sus tres ángulos fueran

iguales a dos rectos; mas no por eso veía nada que me garantizara que en el mundo hubiera ningún triángulo. En cambio, volviendo a examinar la idea que yo tenía de un ente perfec-to, encontraba que la existencia era necesario que estuviese comprendida en él, del mismo modo como en la de un triángulo que sus tres ángulos sean iguales a dos rectos, o, en la de una esfera, que todas sus partes son igualmente distantes de su centro, o más evidentemente aún; y que, por consiguiente, por lo menos la idea de que es o existe Dios, que es éste ente perfecto, es tan cierta como pueda serlo una demostración de geometría230.

Ante lo dicho, Descartes da por supuesto que el hombre posee en su mente

la idea objetiva de un ser infinito y perfecto al que identifica con Dios. En la idea percibe su existencia. Lo reafirma al final de la Meditación III, “ha nacido y ha sido producida conmigo desde que he sido creado, así como la idea de mí mismo. Y en verdad no debe extrañar que Dios, al crearme, haya puesto en mí esa idea para que sea como la marca del artífice impresa en su obra; y tampoco es necesario que esta marca sea algo diferente de esa obra misma; sino que, por el solo hecho de que Dios me ha creado, es muy creíble que me ha producido, en cierto modo, a su imagen y semejanza, y que yo concibo esa semejanza, en la cual se halla contenida la ida de Dios, mediante la misma facultad con la que me concibo a mí mismo; es decir, que cuando reflexiono sobre mí, no sólo conozco que soy una cosa im-perfecta, incompleta y dependiente de otra, que tiende y aspira sin cesar a algo mejor y más grande que lo que yo soy, sino que conozco también al mismo tiempo que aquel de quien de-pendo posee en sí todas esas grandes cosas a las que aspiro, y cuyas ideas encuentro en mí, no indefinidamente y sólo en potencia, sino que goza de ellas en efecto, actual e indefinida-mente, y por tanto que es Dios. Y toda la fuerza del argumento que he usado aquí para pro-bar la existencia de Dios consiste en que reconozco que no sería posible que mi naturaleza fuera tal como es, es decir, que yo tuviese en mí la idea de un Dios, si Dios no existiera ver-daderamente”231.

2ª Demostración. Analizando la dimensión que conlleva tener una idea de

lo infinito, lo concibe como efecto de la causa existente, es decir, de Dios. Ningún otro ente que no fuese perfecto podría haber puesto en nosotros la idea de infini-

230 Ibid. Discurso del método, 4ª parte. 231 Ibid. Meditación III.

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tud; únicamente la Divinidad puede ser la causa. Ante lo cual, más que preguntar-se por la realidad ontológica de su ser, se interroga por el alcance y el contenido de la idea, esto es, por la causa proporcional que conlleva la perfección de la misma.

Descartes no quiere recurrir a las vías tradicionales de la existencia de Dios,

como sería traer a la memoria el movimiento, la causalidad o el orden de los seres. Ansía demostrarlo de forma más sencilla e inmediata. Pretende llegar a Dios por el testimonio de la propia conciencia, en este caso, por causa de ese ser infinito y per-fecto. Sucintamente, así nos lo presenta en los Principios de filosofía: “Puesto que en-contramos en nosotros la idea de un Dios, o de un ser perfectísimo, podemos investigar la causa que hace que esta idea esté en nosotros. Pero, después de haber considerado atenta-mente cuán inmensas son las perfecciones que ella nos representa, nos vemos obligados a confesar que no podríamos tenerla sino de un Ser perfectísimo, es decir, de un Dios que existe verdaderamente…, como nosotros sabemos que estamos sujetos a muchos defectos, y que no poseemos esas sumas perfecciones de las cuales tenemos idea, debemos concluir que ellas están en alguna naturaleza diferente de la nuestra, y que es, en efecto, perfectísima, es decir, que es Dios”232.

Como podemos apreciar, la clave de la prueba es el sentido que Descartes

da a la idea y, lógicamente aquí, en su realidad causante de la misma. De hecho, la idea no es algo que se le ocurre al hombre; tampoco algo que éste piensa y que de-be coincidir con la realidad; es, más bien, la realidad misma en cuanto alcance y contenido. En palabras suyas, L’idée est la chose même conçue.

Razonando también sobre la trascendencia que implica la causa y el efecto,

hace que, refiriéndose a la idea, concluya diciendo que todo efecto requiere una causa adecuada y proporcionada, la cual deberá contener en sí, y de forma eminen-te, todas las perfecciones del efecto. Por lo tanto, poseyendo nosotros esa idea de perfección, tendrá que tener una causa adecuada a la misma. “Toda la fuerza del ar-gumento que he empleado aquí para probar la existencia de Dios consiste en que yo reco-nozco que no sería posible que mi naturaleza fuera tal como es, es decir que yo tuviera en mí la ida de un Dios, si Dios no existiera verdaderamente”233.

3ª Demostración. Aunando la idea de contingencia y la falta de perfecciones

que no se tienen, Descartes, como en la prueba anterior, introduce el principio de causalidad para deducir la necesidad de un ser más perfecto que justifique la razón de ser de cuanto se posee. Así, en el mismo acto de advertir las perfecciones que le faltan, descubre el Ser que debe poseerlas como plenitud de la idea de suma per-fección. En el Discurso del método escribe: “Puesto que yo conocía algunas perfecciones que me faltaban, no debía ser yo el único ser que existiera…, sino que era necesario que existiese otro ser más perfecto, de quien yo dependiese y de quien hubiese adquirido todo

232 Ibid. Principios de filosofía, I, 18. 233 Ibid. Meditación III.

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cuanto poseía; pues si yo existiera solo e independiente de cualquier otro ser, de tal suerte que de mí mismo procediese lo poco en que participaba del Ser perfecto, hubiera podido tener por mí mismo, por idéntica razón, todo lo demás que yo conocía que me faltaba, y ser, por lo tanto, infinito, eterno, inmutable…,, es decir, poseer todas las perfecciones que podía ad-vertir en Dios”234.

También la tercera meditación discurre en parte por este camino. De un modo

u otro, llega a preguntarse: ¿De dónde proviene mi existencia y la idea que tengo de infinitud y perfección? ¿De mí mismo acaso? ¿De mis padres? ¿De otras causas similares o inferiores? ¿De Dios? Y responde: “De mi mismo, no… Pues si yo hubiese sido el autor de mi ser, no me habría negado a mí mismo lo que se puede obtener con más facilidad, a saber: una infinidad de conocimientos de que mi naturaleza carece; ni siquiera me hubiera negado esas cosas que veo están contenidas en la idea de Dios… Tampoco puede ser que provenga de mis padres o de algunas otras causas menos perfectas que Dios, pues, como se ha dicho otras veces, es muy evidente que tiene que haber, por lo menos, tanta realidad en la causa como en su efecto y, por lo tanto, puesto que soy una cosa que piensa y que tiene alguna idea de Dios, la causa de mi ser, sea cual fuere, es necesario confesar que también será una cosa que piensa y que tiene en sí la idea de todas las perfecciones que atri-buyo a Dios”235.

A partir de estas demostraciones, es fácil conocer también los atributos de

Dios. Al reconocer la idea innata de infinitud en nosotros, vemos que Él es eterno, omnisciente, omnipotente, perfectísimo, creador de todas las cosas y absolutamen-te libre. Como tal, no puede estar limitado por nada ni por nadie236. De hecho, al no estar ligado a condicionante alguno, es por lo que la creación y la conservación de los seres le pertenecen como algo constitutivo de su esencia, pues ninguno la in-tegra por separado, sino que son todos los atributos los que la forman. No hay ver-dades necesarias independientes de Él. Por eso, en sentido absoluto, deberíamos concluir que sólo Dios es sustancia, puesto que el resto necesita de Dios para exis-tir. Solamente en sentido derivado podría hablarse de otras diferentes a Él. En todo caso, Descartes nos habla de dos tipos de sustancias:

a) Sustancia infinita (Dios), o sustancia por excelencia. b) Sustancia finita, la que necesita de Dios para existir.

A todo esto, él añade la noción de atributo y modo. El atributo es la esencia de la sustancia. Concibe dos atributos principales de la sustancia finita: el pensa-miento en el mundo espiritual (res cogitans), y la (extensión), en el mundo material. Los modos serían las formas en las que se da el atributo. La duda, por ejemplo, se-

234 Ibid. Discurso del método, 4ª parte. 235 Ibid. Meditación III. 236 Ibid. Principios de filosofía, I, 22.

200

ría un modo del pensamiento, mientras que el tamaño, el volumen, la figura, etc., serían modos de la extensión, es decir, del mundo material (res extensa).

GRANDEZA Y LÍMITES DE DESCARTES

Aparte las diferencias que se pueden encontrar entre las intenciones de Des-cartes y su exposición como doctrina, lo cierto es que el cartesianismo se extendió rápidamente por toda Europa. Bien es verdad que su herencia fue bastante poliva-lente, sobre todo si nos fijamos en los que le corearon con entusiasmo y los que le rebatieron tenazmente. Ya en vida surgieron numerosas oposiciones al nuevo sis-tema. Se formularon con el apelativo de “objeciones”, y fueron refutadas con sus “contestaciones” por el mismo Descartes al final de las Meditaciones. Caterus es el autor de las primeras objeciones; el P. Mersenne recogió - preguntando a diversos intelectuales de la época en París -, las segundas; las terceras se deben al empirista inglés Hobbes; redactó las cuartas Antonio Arnauld; Antonio Gassendi las quintas; las sextas y las séptimas, distintos teólogos y filósofos.

En Holanda, por ejemplo, la segunda patria de Descartes, su filosofía fue ya representada como positiva y coherente en Utrecht por el filósofo Reneri, práctica-mente contemporáneo suyo, y por el estudiante de medicina Regius; en Leyden, por Jean de Raey; en Amsterdam mediante el médico L. Meyer; en Francia se decla-raron cartesianos, entre otros, Claudio de Clerselier, que editó los escritos póstumos de Descartes; el cardenal Bérulle, fundador de los “oratorios”, y los jansenistas de Port Royal.

En el lado opuesto, reaccionaron contra sus teorías, entre otros, el aristotéli-

co Voëtius, profesor de teología protestante en Utrecht y no pocos jesuitas, como el obispo Daniel Huet, llegando incluso a ser puesta su obra en el Índice por parte de Roma.

Ante este cuadro de adeptos y opositores, cabe siempre la pregunta, ¿a qué pudo deberse la gran incidencia en unos y otros? Creemos que no tanto por lo que significaba en sí mismo, sino por el giro que imprimió al pensamiento europeo, ejerciendo una influencia indiscutible en el racionalismo y el idealismo subsiguien-tes. En efecto, Descartes funda su especulación filosófica en el criterio de evidencia; no la que ofrecen los sentidos, sino la que facilitan las ideas: es evidencia de la ra-zón. Por lo tanto, su método es en principio “racionalista”; en el fondo, raíz de la ciencia apriorística del siglo XVII. Pero es también idealista, por cuanto el “idea-lismo” es la postura opuesta al realismo metafísico, creyendo que nada hay seguro fuera de uno mismo. Nunca podría saber lo que son las cosas - dice -, al margen de mi pensamiento.

201

Claro que, de ser objetivos con la Historia, Descartes no es en todo punto original exponiendo el cogito como el hecho de conciencia primaria. Previamente a él, ya Aristóteles, S. Agustín, S. Anselmo, Escoto, Campanella y tantos otros de la enseñanza escolástica lo incluyeron implícitamente. Lo que sí es original es al to-marlo como primer principio y punto de partida para derivar de él su filosofía, aplicando rigurosamente el método matemático. Pero esto es posible en geometría, en el sentido de que, teniendo la intuición de una figura, por ejemplo, el triángulo, pueden deducirse sus propiedades, es decir, que la suma de sus ángulos es igual a dos rectos. Ahora bien, trasladar esto a otros campos de la realidad y de la ciencia es tomar un camino errado. Evidente que la certeza del propio existir es la base pa-ra los pasos sucesivos, entre ellos el de filosofar. Sin embargo, de ese mero hecho no es posible deducir más de lo que en él se contiene. Tan sólo Dios puede intuir todas las verdades en su misma esencia. Trasladar esto al alcance humano es iluso-rio.

Buscando las pruebas irrefutables de la existencia de Dios, él cree encontrar-

las en la intuición de lo infinito que aparece en mi conciencia. Pero esto mismo compromete la trascendencia divina, en el sentido de que nuestra idea no puede ir más lejos de la representación de un infinito conceptual y en consecuencia relativo. Por lo tanto, aun reconociendo la sinceridad por conseguir unas pruebas fehacien-tes de la existencia de Dios, más sólidas y firmes que las tradicionales, en el fondo, quedan desdibujadas por pretender lo que la idea o el concepto como tal nunca puede acreditar. La idea no puede ir más allá de lo imaginario, nunca puede con-fundirse o ser identificado con la realidad.

Respecto a la física, su planteamiento le conducirá hacia conclusiones simi-

lares. A su juicio, una vez que cree haber demostrado la existencia de Dios, pro-porcionándole la bondad y la veracidad divina, se decide a afrontar otras realida-des, entre ellas, la del mundo extramental, el físico, aplicando lógicamente el mé-todo de intuición y deducción. La trayectoria es la siguiente: tenemos conciencia de que percibimos objetos que causan impresiones en nosotros, pero, ¿corresponden a un mundo corpóreo real o son producto de nuestra ilusión o de un posible ma-ligno que desea engañarnos? Ante el problema, Descartes echa mano del segundo criterio de la veracidad y bondad soberana que garantizará su objetivo. Dios no puede falsear nuestras impresiones de los cuerpos. No puede engañarnos en su atributo esencial como es la extensión, aun cuando cambien los modos: color, olor, forma, etc. De hecho, como en las pruebas anteriores, todo queda prisionero en el mundo interior. La idea clara y distinta de extensión puede alcanzar al mundo ma-temático y de la geometría, pero nunca para deducir un mundo corpóreo fuera o al margen de nuestra concepción puramente intelectual.

BLAS PASCAL (1623 – 1662)

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Nace Pascal en Clermont-Ferrand (región francesa de Auvernia). La madre

muere cuando tan sólo él tenía tres años. No mucho después, el padre, Étienne Pascal, hombre instruido y de acentuada personalidad, se traslada a París. Entre otras cosas, toma la decisión de educar por sí solo a sus tres hijos: Gilberta, Jacque-line y Blaise (Blas), a quienes enseñó latín, griego, física, matemáticas, historia, lite-ratura y música. Fue el motivo para que no asistieran a ningún centro académico.

A pesar de ello, pronto se dio cuenta el padre de las grandes dotes para las

matemáticas del pequeño Blaise. Le sorprendió cuando a la edad de tan sólo once años ya había compuesto una pequeña monografía sobre los sonidos de los cuer-pos en vibración. Ante lo insólito del caso, el padre opta por esconderle los libros de matemáticas por miedo a que aflojase en sus estudios de latín y griego. Sin em-bargo, y pese a la prohibición hasta que cumpliese los quince años, tuvo que desis-tir viendo la tendencia que mostraba hacia las mismas. A los doce, se le permitió estudiar a Euclides, y lo que es más, junto al padre, le deja asistir a las charlas de los más importantes matemáticos y científicos de la ciudad, como Mersenne, Ro-berval, Desargues, Gasendi, y el mismo Descartes.

Con 16 años, ya se atrevió a escribir su primer trabajo serio sobre matemáti-

cas; fue el Essai pour les coniques (Ensayo sobre cónicas), del que solamente nos queda un pequeño fragmento. En 1642, con el deseo de ayudar a su padre al que el mismo Richelieu le había encargado del cobro de impuestos en Rouen (Normandía) inven-tó y construyó la llamada Pascalina: la primera máquina de sumar de la historia, precedente sin duda de nuestras calculadoras, realizando operaciones de adición y sustracción. No tardando, hacia el 1646, llegan a él noticias de las experiencias de Torricelli sobre el barómetro y, en colaboración con Pedro Petit, reconstruyen el

experimento con un barómetro de mercurio, cues-tionándose qué fuerza era la que hacía que una parte del mercurio se quedase dentro del tubo y cuál la que llenaba el espacio por encima. Ante el hecho en sí, y conociendo por otra parte la gran aceptación que tenía la teoría aristotélica donde se afirmaba la existencia de algún tipo de materia in-visible en lugar del vacío, Pascal, en confrontación con dicha conjetura, publica sus “Nuevos experi-mentos sobre el vacío” ( Experiences nouvelles touchant le vide), expresando que lo que había por encima del líquido del barómetro era simplemente un va-cío. Observó al mismo tiempo que la presión de la atmósfera decrecía con la altura, por lo que dedujo que era igualmente el vacío lo que estaba sobre la misma. Claro que no todos asentían con dichas

Fig. 45. Retrato de Blas Pascal.

203

hipótesis; concretamente Descartes escribiendo a Huygens, le comentó: “Me parece que el jovencito autor de este libro tiene demasiado vacío en la cabeza y demasiada prisa”.

No obstante, un fortuito incidente vino a cambiar en parte la trayectoria

ilustrada de la familia Pascal; fue cuando el padre se disloca una pierna en Rouen. Le tratan dos doctores “jansenistas”, quienes, además de acertar con el diagnóstico, ganan al paciente y a sus dos hijas para su causa. Blaise, que no se encontraba en dicha ciudad, irá allí y, merced al trato con ellos, empezará igualmente a interesar-se por la teología de su orientación religiosa (un acentuado rigorismo agustiniano). Debido a ello, presiente dentro de sí lo que considera una “primera conversión”. Inmerso en ese clima espiritual, lee la Reforma del hombre interior de Jansenio, y algu-nas obras de Saint Cyran237, acentuándose en él una propensión a escribir también sobre temas religiosos.

De otra parte - delicado de salud desde los 18 años – Blaise sufrió en 1647 un

ataque de parálisis que le dejó impedido, obligándole a andar con muletas. Fue re-cuperando la movilidad, pero su sistema nervioso quedó dañado, perdió el humor, volviéndose impaciente y con frecuencia irascible. No dejó sin embargo de trabajar. Vuelve a París alternando los estudios de matemáticas y de las ciencias con las cuestiones de alcance teológico hasta octubre de 1654. Por este tiempo, bien fuese por influencia de su hermana que había ingresado en las escuelas de Port-Royal, o bien por el incidente de haber podido perder la vida, lo cierto es que Blaise Pascal cambia radicalmente de conducta, retirándose también él a Port-Royal. Fig. 45.

El suceso que pudo hacerle reflexionar fue el siguiente: se cuenta que yen-

do en una carroza de paseo con los amigos, al pasar por el puente Neuilly del río Sena, de tal modo se encabritaron los caballos que cayeron precipitadamente al agua. Afortunadamente se rompieron los tiros, quedando la carreta colgando del puente. Todos salieron indemnes, aunque a él, pávido por la cercanía de la muer-te, le vino un súbito desvanecimiento. Y lo que es más: pocos días después, en la noche del 23 de noviembre de 1654, experimenta una fuerte crisis psicológica que nos describe él mismo, aunque de forma muy sugestiva y un tanto inconexa. Por tratarse de una visión de carácter religioso, lo rememora para sí diciendo: “Fuego. Dios de Abraham, Dios de Isaac, Dios de Jacob, no de los filósofos ni de los eruditos (…)”, y concluía citando el Salmo 119, 16: “No olvidaré ninguna palabra. Amén”. Se cree que cosió estas palabras a su abrigo, cambiándolas cuando se vestía con otra ropa. Un sirviente de casa las encontró fortuitamente. Hoy se conoce este documento como el Memorial de Pascal.

237 Llegó a ser abad y director espiritual en el monasterio de Port Royal des Champs. Un personaje controver-

tido. Muy hostil a los jesuitas, publicando, con el pseudónimo de Petrus Aurelius, una serie de escritos contra

ellos y su supuesta independencia de los obispos.

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Tras esta experiencia, su actitud frente a la vida va a tomar cariz especial. Lo considera como su “segunda conversión”. Visitará el monasterio de los janse-nistas de Port-Royal des Champs, a unos 30 Km al norte de París, que entonces se hallaba en serio peligro por la gran inclinación hacia el jansenismo238. A pesar de su buena fe, Pascal se dejó influenciar por dicho movimiento, empezando a publi-car trabajos anónimos sobre temas religiosos, sobre todo las dieciocho Cartas Pro-vinciales, que se divulgaron entre 1656 y 1657. Las escribió en defensa del paladín y a la vez amigo personal Antoine Arnauld, un opositor de los jesuitas y defensor a ultranza del jansenismo, aunque dos días antes de aparecer la primera Carta, había sido ya condenado éste por la Sorbona de París. Aparecieron con el seudónimo de Louis de Montalte, lo que indignó al rey Luis XIV, mandándolas quemar e influ-yendo también para que el mismo Papa, Alejandro VII, condenase el compendio como heréticas. Sin embargo, esta medida no impidió para que gran parte de los eruditos franceses las leyeran; incluso el mismo Papa, a la vez que se oponía públi-camente al conjunto de su orientación, fue persuadido por algunos argumentos de Pascal, ordenando la revisión del texto años más tarde.

Lo que no ofrece duda es su indiscutible valor literario. La obra es conside-

rada como un verdadero modelo de prosa francesa: la ironía, el humor y la sátira fueron auténticos paradigmas de la expresión para la gran mayoría de la intelec-tualidad francesa; el mismo Voltaire llegó a decir que las Cartas Provinciales era “el libro mejor escrito que ha aparecido hasta la fecha en Francia”. No obstante, como obra filosófica, tuvo bastante más incidencia la conocida con el sobrenombre de Pensée (Pensamientos).

Se cree también que desde esa su “segunda conversión”, o puede que antes,

él alentaba el gran propósito de escribir una gran apología para defender el cris-tianismo contra los incrédulos. De su amplio proyecto, únicamente se encontraron después de su muerte, acaecida el 19 de agosto de 1662, un montón de notas en que iba registrando sus reflexiones en vista al gran memorando que pensaba escri-bir. Como tales anotaciones, se trata en verdad de ideas sueltas aunque agrupadas en una especie de orden provisional, pero sin la estructura que pretendía. En principio, los “pensamientos” fueron pegados desordenadamente en un álbum que hoy se guardan en la Biblioteca Nacional de París. De éste se hicieron dos copias, una, tal como había quedado a la muerte de Pascal, la otra, vinculada a Jean Gue-rrier y Pierre Guerrier. La de Jean fue la base de la “edición príncipe” (1669), de los Pensamientos.

238 Antigua abadía cisterciense, fundada en 1204. Cobró una gran fama a partir sobre todo de la re-forma cisterciense en 1602. La familia Arnauld favoreció la renovación quedando sus miembros prácticamente con la dirección. En 1625, algunos religiosos fundaron en París un nuevo convento denominado Port-Royal de París, con lo que el monasterio primitivo tomó el nombre de Port-Royal des Champs.

205

IMPOTENCIA DE LA RAZÓN PARA ALCANZAR LA VERDAD

Parece ser que Pascal no tuvo reparo en un principio de formar parte de los

círculos cartesianos. Se aparta de ellos cuando pierde toda la confianza en las ver-dades alcanzadas únicamente por la razón. Claro que, al igual que Descartes, tam-bién a él le inquieta la necesidad de adquirir un conocimiento seguro y convincen-te. Ese es el motivo para que se decida a analizar las posibilidades que el hombre tiene para conseguir la certeza que desea. En ese empeño, se percata que tanto los sentidos, como la razón, la voluntad y la imaginación son fuentes, más que de ver-dad, de equívocos y errores, pues mediante ellos tan sólo se puede alcanzar – dice -, alguna certeza del mundo y de sus cosas. Si se quiere conseguir algo más hay que interiorizarse, penetrar en el propio yo como lo intentó Descartes, pero sin quedar-se en él como éste hacía.

A Pascal no le interesa la verdad abstracta en sí, como tampoco obtener una

visión geométrica de las cosas, sino conseguir la felicidad. Y como ésta no es posi-ble alcanzarla por el entendimiento que razona, sería incongruente quedarse en el propio mundo interior. La felicidad no se encuentra en el solo aislamiento, debe recogerse sí dentro de su intimidad, pero sólo en cuanto esto signifique un apartar-se de las incertidumbres y relativismos humanos, siempre cambiantes y sin bases acreditadas de una firme solidez. En definitiva: el hombre debe trascenderse. ¿De qué modo? Contemplando su ser en su estado puro, en su situación real de deca-dencia; este es el verdadero punto de partida.

Como tal perspectiva, y siguiendo los trazos de Montaigne y La Rochefou-

cauld, Pascal encarece aún más que ellos la miseria moral del hombre. “El hombre no es más que un sujeto lleno de error natural e indeleblee sin la gracia. Nada le muestra la verdad. Todo le engaña. Estos dos principios de verdades, la razón y los sentidos, además de que carece cada uno de ellos de sinceridad, se engañan recíprocamente el uno al otro. Los sentidos engañan a la razón con falsas apariencias, y esa misma trampa que hacen a la ra-zón la reciben de ella a su vez: se desquita. Las pasiones del alma turban los sentidos y le producen impresiones falsas. Mienten y se engañan a porfía”239.

A pesar de todo, una vez que la persona ha caído en la cuenta de tanta mez-

quindad humana, vuelve ahora la vista también a su grandeza, ¿de qué forma?: percatándose de sus incapacidades y desdichas. “La grandeza del hombre está cuando se reconoce miserable”. Para él, es ya una seña de nobleza reconocer su indigencia y desventura, pues, merced a ello puede uno ya elevarse y buscar la propia trascen-dencia. En verdad, aunque llenos de desdichas, laten también en nosotros aspira-ciones hacia lo bueno y lo perfecto; de ahí que, frente a lo paradójico de esta bipo-laridad constitutiva, el compromiso del hombre deberá consistir en buscar por to-

239 Pascal, B.: Pensamientos, 92. Trad. De Juan Domínguez Berruela. Ed. Aguilar, 1973.

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dos los medios la verdad. ¿Dónde? No en otro lugar sino en Dios. En él está la cla-ve, la respuesta a nuestro estado, no sólo de postración, sino también de grandeza como de un estado más perfecto del que ahora estamos privados.

LAS RAZONES DEL CORAZÓN

Una vez que Pascal ha mostrado la contradicción del hombre, haciéndole

ver la miseria y la grandeza que comporta, como es su ansia de infinito y su impo-tencia para alcanzarlo, quiere al mismo tiempo persuadirle para que, una vez que se ha reconocido como tal, se eleve a Dios a fin de conseguir el perfecto objetivo que colme todas sus aspiraciones. La duda y el vacío provocarán, dentro de ese es-tado de impotencia, la esperanza y, en último término, la fe. De hecho, tras el abismo insondable que es su ser, confirma que sólo puede llenarlo un objeto infini-to, es decir, Dios. Para llegar a esa aspiración, es preciso que caigamos primero en la cuenta de la incapacidad del espíritu reflexivo que deduce y teoriza. La natura-leza, como portadora de incongruencias y contradicciones, descalifica a la lógica de la razón. Por eso, Pascal busca otra fuente que confunda a pirrónicos y dogmáticos. Esa fuente es el “corazón” (coeur). “El corazón tiene razones que la razón no conoce”240.

Acudiendo precisamente a esta ciencia del corazón, él cree encontrar y es-

clarecer los presupuestos que son inaccesibles a nuestro dispositivo lógico. En sí, ellos abarcan un campo bastante más extenso que la pura ciencia racional. De ahí que al hablar de las demostraciones naturales de la existencia de Dios, señale: “Las pruebas metafísicas de la existencia de Dios son tan lejanas del raciocinio de los hombres, y tan complicadas, que impresionan poco; y aun cuando pudiera servirle a alguno, esto no su-cedería más que durante el momento en que ellos ven esta demostración, pero una hora más tarde estos mismos temen haberse engañado”241.

En referencia a estas declaraciones, no es de extrañar tampoco que una nu-

merosa crítica haya acentuado un manifiesto escepticismo en ese ámbito del cono-cer y del juzgar. No creemos sin embargo que sea totalmente cierto. En primer lu-gar porque él carecía de una formación filosófica como para conocer todo el alcan-ce de esta concepción. Se limita a reproducir los antiguos argumentos de Sexto Empírico que él conoce a través de Montaigne y Charron. Por eso que, aún descali-ficando a la razón y a la filosofía, su principal propósito es poner de relieve nues-tras limitaciones para conseguir en todo punto la verdad. “Dos excesos: excluir la ra-zón, no admitir sino la razón”242 “La cosa más importante de toda la vida es elegir el ofi-cio…, porque naturalmente se ama la verdad y se odia la locura…243.

240 Ibid. P. 477. 241 Ibid. P. 5 242 Ibid. P. 3. 243 Ibid. P. 127.

207

De hecho, el alcance que Pascal quiere ofrecer a las razones del corazón no es algo que se contraponga totalmente a lo racional, tampoco que lo irracional se anteponga al sentido lógico. No es un puro sentimentalismo lo que él aboga, sino que, simbolizando el corazón humano la aspiración más profunda de la persona, él lo amplía a toda su actividad, más bien, en sus relaciones dinámico-personales con el “otro”. Es el mismo espíritu humano, pero no como capacidad que piensa y ra-zona teóricamente, sino en cuanto realidad que presencializa intuitivamente nues-tro mundo interior. Conocemos incluso los primeros principios por el corazón, y no al revés, es decir, por la razón. “Conocemos la verdad no sólo por la razón, sino aun por el corazón; de este segundo modo es como conocemos los primeros principios, y es en vano que el razonamiento - que ahí no tiene parte -, intente combatirlos”244.

EL SENTIMIENTO ADIVINA A DIOS

Aun cuando Pascal haya desestimado el valor de las pruebas racionales y

metafísicas de la existencia de Dios, no quiere ello decir que las elimine de forma radical. Cree más bien que una verdad como ésta, tan necesaria para la vida del hombre, deberá manifestarse de alguna otra manera. Se pregunta: ¿acaso no podrá descubrirse por caminos distintos al modo de intuiciones como los primeros prin-cipios de geometría? Y responde: si por la razón nos es inalcanzable, lo es por el corazón; él adivina, intuye, preludia la infinitud de un Dios. Bien es cierto que esto tampoco le es suficiente, él quiere saber algo más de esa infinitud y de esa supues-ta realidad; en definitiva: quiere saber de qué dios se trata. Los conceptos ideales y abstractos de los filósofos no le sirven, aspira a algo más. Un deseo que sólo cree encontrarlo en el que se ha hecho ya manifiesto, esto es, en el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob y más concretamente en el Dios revelado a los hombres mediante el mensaje cristiano. Éste sí es real.

La inquietud de toda su búsqueda le ha llegado a eso: a caer en la cuenta

que la religión cristiana es la única donde se puede encontrar el fundamento últi-mo de esa certeza en la que ya no cabe dudar. En cierto modo, imitando aquí el proceder cartesiano, encuentra la base firme para fundar todas las demás verdades. Si bien, no por la certeza del propio existir, no por un concepto ni por la idea del Dios de los filósofos y los sabios, sino por la verdad del Dios verdadero, del Dios viviente, el de la Biblia.

Como tal hallazgo, se trata de un sentimiento en modo alguno irracional, él

siempre resaltó el alma humana como algo que intuye, que penetra, que hace que sienta el corazón. De ahí el reproche que hiciera a Descartes por no haberse aplica-do al verdadero Dios cristiano. Llega a escribir: “No puedo perdonárselo a Descartes: le habría gustado prescindir de Dios en toda su filosofía; pero no pudo porque lo necesitaba

244 Ibid. P. 479.

208

para que diera al mundo un empujón que lo pusiese en movimiento; hecho esto, no necesita a Dios para nada”245. En este punto, como se puede apreciar, difieren totalmente el uno del otro. Para Pascal el gran problema del hombre sólo puede tener respuesta en la religión. Bien es cierto que hay muchas religiones, ¿por cuál optamos? ¿Quién puede garantizarnos la total fiabilidad?

Ante la problemática, Pascal, aun sin tener una gran formación histórica so-

bre el contenido de las distintas religiones, se atreve a exponer su punto de vista sobre las más representativas. Critica en primer lugar los cultos paganos por cuan-to se detienen mayormente a repetir unos cuantos fenómenos comunes, como la inmortalidad, la persistencia y el poseer sus divinidades las mismas pasiones y vi-cios de los humanos. Respecto a la religión mahometana, cree que tampoco reúne las disposiciones de la verdadera religión, pues, a pesar de no ser un gran experto en temas islámicos, se atreve a afirmar que ofreciendo como ofrecen bienes simi-lares a los de la tierra en el otro mundo y hacer uso de una moral relajada en esta vida, no es ni honesto ni decoroso - dice -, rebajarnos al nivel de las bestias. En cuanto al judaísmo, el reto es otro, pues, una vez que el fiel creyente está dispuesto a la escucha de la palabra, se le puede persuadir de la verdad de la Sagrada Escri-tura como doctrina y hecho revelado; se le puede recordar el episodio de la crea-ción del hombre, el sentido de la profecía, del milagro y del pecado original como evento que desentraña por sí mismo el enigma de la contradicción que todos lle-vamos en nuestra naturaleza. Y lo que es más: su certeza queda acreditada por ex-periencias tangibles y reales, es decir, por los testigos que se “dejaron ejecutar”. Y es-to no es todo, la cima histórica lo constituye el mensaje cristiano, en atención a la vida de Jesucristo. Novedad, por otra parte, que se irá acentuando merced a sus fieles seguidores como lo fueron los mártires y los santos; ejemplos todos, que si bien no convencen por principios racionales, sí persuaden y cautivan el corazón.

Pero el compromiso de aceptación no se debe únicamente al esfuerzo hu-

mano como obra de su voluntad. Se precisa la fe como dádiva y obsequio de Dios. A solas consigo mismo, el hombre siente la soledad y la contradicción de su natu-raleza y de su ser, el corazón siente un vacío, aunque preludia la fe. Por eso, y por extraño que parezca, el espíritu tampoco se resigna a una espera puramente pasi-va, sino que, dada su inquietud de búsqueda, la quiere de algún modo activar, ¿cómo? Apelando a la “costumbre”. De ahí que en este punto sí echa mano del me-canicismo de Descartes para decirnos que la repetición mecánica de los actos origi-na con el tiempo la costumbre y, en atención a ella, se suscita la fe; es, al fin y al ca-bo, lo que se ha venido a llamar el “mecanicismo de la fe”. Sin apenas percibir su incitación, ella arrastra, impulsa, promueve la fe. Sin especiales artificios, sin fór-mulas o pruebas deductivas, el sentimiento declinará por la costumbre, ella misma vence a los sentidos para llevarnos tras de sí. Se pregunta: ¿quién ha demostrado

245 Ibid. P. 269.

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que mañana será de día o que un día moriremos?: la costumbre es la que nos lo confirma. Según él, es la que persuade, la que mueve a creer. Escribe: “Hay tres medios de creer: la razón, la costumbre, la inspiración. La religión cristiana, que es la única que tiene la razón, no admite por hijos verdaderos suyos a los que creen sin inspiración; no es que excluya a la razón y a la costumbre; al contrario; pero es menester abrir su espíritu a las pruebas, confirmarse en ello por la costumbre, y por ella (por las humillaciones), a las inspiraciones que son las que solamente pueden hacer el verdadero y saludable efecto246.

APOSTEMOS POR LA EXISTENCIA DE DIOS

Otro curioso argumento de Pascal respecto al conocimiento de Dios es el de

la apuesta. Se trata, como el mismo concepto indica, de apostar según el cálculo de probabilidades por la existencia de Dios. Frente a la desconfianza de las pruebas mediante la razón y las deducciones lógicas, él presenta ésta donde media el “inte-rés”, deseado por todos como si se tratara de un juego que se quiere a toda costa ganar. Lo resumiríamos del siguiente modo:

Dios existe o no existe. Como problema humano, es vital para toda persona,

nadie lo puede eludir. Ahora bien, es preciso apostar en pro o en contra. Por no in-tervenir en ello factores de tipo racional ni sentimental, lo propone como puro inte-rés. La fórmula aparentemente es clara: si se apuesta por la existencia de Dios, arriesgamos en el juego una serie de bienes finitos, como son las posibles satisfac-ciones y los gozos humanos, aunque insuficientes en todo momento. Sin embargo, si la apuesta es ganada, el beneficio es infinito. Hay, pues, que apostar que Dios existe, ya que siendo él infinito sobrepasa todas nuestras limitaciones. De otro mo-do: si apuesto a favor de Dios, la ganancia es infinita. Al contrario, si apuesto a fa-vor de Dios y Dios no es, nada perderíamos. Si apuesto en contra y Dios es, sería pérdida infinita. Debe por tanto apostarse por su existencia.

-“Examinemos, pues, este punto, y digamos: “Dios existe, o no existe”. ¿De qué la-

do nos inclinamos? La razón no puede ahí determinar nada: hay un caos infinito que nos separa. Se juega una partida, al extremo de esta distancia infinita, donde resultará cara o cruz. ¿Quién ganará? Con razón no podéis hacer ni lo uno ni lo otro; con razón no podéis defender ninguno de los dos.

No reprochéis, pues, de falsedad a los que han hecho su elección; porque vosotros no

sabéis nada de eso. -“No; pero yo les reprocharé por haber hecho, no esa elección, sino una elección; por-

que aunque el que eligió cruz y el que eligió cara falten análogamente, los dos son a falta: lo justo es no apostar”.

246 Ibid. P. 482.

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-Sí; pero es preciso apostar. Esto no es voluntario; os habéis embarcado en ello: ¿Qué partido tomaremos? Veamos. Puesto que es preciso elegir, veamos lo que os interesa menos. Tenéis dos cosas que perder: la verdad y el bien, y dos cosas que empeñar: vuestra razón y vuestra voluntad; vuestro conocimiento y vuestra beatitud; y vuestra naturaleza tiene dos cosas de que huir: el error y la miseria. Vuestra razón no se perjudica más eligiendo lo uno que lo otro, puesto que es preciso elegir necesariamente. He ahí un punto vacío. Pero, ¿y vuestra beatitud? Pesemos la ganancia y la pérdida, apostando a cruz a que Dios existe. Tengamos en cuenta estos dos casos: si ganáis, ganáis todo; si perdéis, no perdéis nada. Apostad, pues, porque Dios existe, sin vacilar”247

La objeción es que arriesgamos algo real contra algo hipotético. Al fin y al ca-

bo, es el inconveniente que lleva consigo cualquier lance realizado en el juego, aunque aquí sea con la prerrogativa de que la posible ganancia conlleve una di-mensión infinita. De hecho, con este modo de requerimiento no va más allá de una sorprendente y a la vez caprichosa forma de expresarse. Reconoceríamos esto más fácil si se tiene en cuenta que en el ámbito filosófico la formación de Pascal es más bien de un aficionado. El mismo Voltaire no dudó en afirmar que en este asunto era demasiado frívolo para la gravedad del tema. Incluso cabría pensar que su apo-logía del cristianismo está, en el fondo, minado por un escepticismo filosófico. Lu-cien Goldmann estima que la apuesta no es propiamente un argumento, sino la ex-presión de una actitud indagadora sobre un Deus absconditus, tan velado a la mira-da del hombre, que el filósofo, no estando seguro de su existencia, decide apostar a favor de ella. Su buena fe es indudable, pero eso no basta. De ahí que, aun cuando los contrastes, las paradojas y el estado fragmentario de los pensamientos fueran motivos para acrecentar socialmente la crítica y el conocimiento de los mismos, se debe reconocer que el formalismo apologético deja bastante que desear. Para lo que se trata, la buena intención no es suficiente.

BARUCH SPINOZA (1632 - 1677)

El nacimiento de Spinoza tuvo lugar en

Amsterdam dentro de una familia de judíos sefar-díes originaria de España (probablemente de Espi-nosa de los Monteros – Burgos -), aunque trasla-dada a Portugal y emigrando después a Holanda a causa de la persecución religiosa. Educado en la comunidad hebrea, conoció y siguió en un primer momento las enseñanzas del Talmud y la filosofía judía medieval. Fue iniciado igualmente en la cába-la por Menaseh ben Israel. El latín lo estudió con

247 Ibid. P. 451.

Fig. 46. Retrato de Baruch

Spinoza, hacia el 1665.

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Francisco Van den Enden, un jesuita que había sido expulsado de la Compañía por sus ideas liberales y racionalistas, el cual propició a Spinoza un cierto conocimiento de la filosofía escolástica. Gran repercusión tuvieron también en él los escritos de Descartes y Tomás Hobbes, así como los vigentes descubrimientos de la física.

Todo ello, unido a su natural espíritu de independencia, hizo que optase por abandonar el judaísmo. De hecho, mientras vivió el padre, que llegó incluso a ser jefe de la Comunidad, siguió frecuentando la sinagoga. Pero, tras su fallecimiento en 1654, dejó de asistir a todas sus prácticas e incluso no tuvo reparo en poner de manifiesto su disconformidad con la ortodoxia judía, por lo que se vio excomulga-do y desterrado de Amsterdam por la más representativa élite de los rabinos. Per-maneció en el extrarradio, en Ouwerkerk, puliendo lentes para poder sobrevivir. A esta grave incidencia, se sumaron las indisposiciones corporales debido a los sín-tomas de la tuberculosis que le debilitaron considerablemente. Para restablecer la salud se estableció en el campo, en Rijnsburg, muy cerca de donde había residido Descartes. Permaneció allí tres años – 1660-63-, escribiendo su primer trabajo filo-sófico: Tractatus brevis de Deo, homine, eiusque felicitate, destinado a sus amigos y donde se esbozan ya las líneas maestras del que sería su sistema filosófico. El Trac-tatus theologico-politicus y la disertación De intellectus emmendatione puede que fue-ran también escritos en este período.

Respecto a la redacción de su Ethica (obra principal), la inicia en 1661, cuya primera parte - la más ambiciosa -, pronto empezó a circular entre los amigos. En 1663 se traslada a Voorburg y, más tarde, a La Haya donde le ofrecen una cátedra de filosofía occidental en la Universidad de Heidelberg. Spinoza sin embargo la rechaza por no comprometer su libertad de pensamiento con las presumibles res-tricciones que pudieran aplicarle los teólogos de entonces. Cierto es que su fama por este tiempo era ya reconocida en toda Europa, siendo visitado por eminentes autoridades de la ciencia y la filosofía, entre ellos Leibniz, aunque, al parecer, la en-trevista debió de ser poco deferente y respetuosa. De hecho, su independencia de espíritu fue tal, que llegó incluso a rehusar una pensión que le ofrecía el propio rey de Francia, Luis XIV, a cambio de que le fuera dedicado alguno de sus escritos. Claro que, aun manteniéndose inflexible ante cualquier imposición, su cuerpo, dé-bil y minado ya por la tuberculosis, no pudo superar el desenlace de la muerte, acaecida el 21 de febrero de 1677; contaba tan sólo 44 años. Fig. 46.

PUNTO DE PARTIDA

A pesar de haberse formado en una comunidad judía, Spinoza, dado su es-

píritu crítico, quedó insertado dentro de una múltiple tradición filosófica. Por un lado, el aporte que le dio el estudio del Talmud y las fuentes hebreas, destacando los filósofos judíos medievales, entre ellos, Maimónides como mejor representante. Debe incluirse también la tradición griega, en especial el estoicismo, así como el

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conocimiento de la ciencia natural contemporánea y de la filosofía de Giordano Bruno, también la teoría del Estado y de la Política de Hobbes, aunque en una am-bientación cartesiana y de principios en todo punto racionalistas.

Claro que, dada su forma de redactar, aludiendo genéricamente a “los anti-guos filósofos”, “a los antiguos hebreos”, “a los metafísicos o “a los escolásticos” y alguna que otra referencia a Descartes como acepción personal, no pocos han sido los juicios que se han barajado como fuentes principales de su verdadera inspira-ción filosófica. Leibniz, por ejemplo, cree que el spinozismo no es sino un desarro-llo de los principios de Descartes. Otros, por el contrario, ponen como antecedentes de su panteísmo las tradiciones judías y neoplatónicas. Hoy la crítica se inclina por este supuesto. Según A. Rivaud y P. Siwek el genuino pensamiento de Spinoza de-riva de los estudios de su primera juventud. Su racionalismo y su panteísmo arrai-garon en las fuentes neoplatónicas de su vida de estudiante, principalmente en las de Ibn Gabirol, Maimónides, Levi ben Gerson o Chasdai Crescas, mencionado este último en la carta 12. Pudo haber tenido también influencias de los pensadores con-temporáneos de tipo liberal y contrarios al Talmud y a la Cábala, como León de Mó-dena o Uriel de Acosta. Respecto a las fuentes griegas y latinas, su conocimiento fi-losófico es más bien vago. Habla de los “metafísicos”, de un ambiguo “escolasti-cismo”e incluso de cierta corriente “tomista”.

A partir de estos antecedentes, y considerando que la ética y la moral eran la culminación de toda filosofía - como así lo entendían también los estoicos -, le im-pulsa a conseguir, mediante su conocimiento y su práctica, la verdadera y auténti-ca felicidad. De ahí el título que da a su obra más importante, La Ethica, ensayando un camino de verdad para cualquier forma de vida. No es por ello una simple es-peculación racional o si se quiere científica, sino una verdadera práctica para con-seguir el arquetipo que corresponde a toda la naturaleza. Como síntesis de lo que significa y da sentido a su pensar filosófico, nos lo resume al inicio del tratado De intellectus emmendatione. Escribe: “Una vez que me enseñó la experiencia que todo lo que constituye la materia del vivir cotidiano es vano y nada, me resolví, finalmente, a investigar si acaso existe algo que sea un bien verdadero y comunicable”.

Con esta intención, a la hora de fundamentar la base que pudiera sostener el

firme entramado que pretendía, Spinoza va a partir de una ambientación cartesia-na, si bien modificando el alcance de la misma. En efecto, por sustancia se entien-de, según Descartes, aquello que no necesita de nada para existir; por consiguiente, la única sustancia así entendida sólo podría ser la de Dios. Después encontraba otras sustancias que no necesitaban de otras criaturas para existir, aunque sí de la primera, esto es, de la Sustancia divina. Se trataba en resumen de la res cogitans y de la res extensa. Pues bien, asumiendo dicho análisis, Spinoza lo lleva a sus últimas consecuencias, tomando la noción de Dios como Sustancia única e infinita. En di-cho ámbito, no es tan sólo la primera idea, sino también la única realidad que, me-

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diante un método geométrico riguroso, deducirá, no sólo toda posible idea, sino también toda posible realidad. Por lo tanto, no se trata de un ascender de abajo arriba, de lo menor a lo mayor, sino al revés: tras la evidente intuición de la prime-ra idea como realidad única e infinita (la Sustancia), todo lo demás seguiría el proceso deductivo mediante el principio de identidad o de contradicción. De ahí, el enunciado y el alcance que nos ofrece de la misma: “Entiendo por Sustancia aquello que es en sí, y se concibe por sí; esto es, aquello cuyo concepto no necesita del concepto de otra cosa para formarse”248.

DIOS ES LA ÚNICA SUSTANCIA

Contrariamente al dualismo cartesiano de las sustancias (pensantes y exten-

sas), Spinoza ratifica que Dios es la única Sustancia, el primer Ser y la fuente de to-dos los demás seres. Es también la primera Idea y el origen de cualquier verdad. Como tal Sustancia, se identifica con la naturaleza: Deus, sive substantia, sive natura. Claro que, siendo el principio del ser y de la vida, todos los demás fenómenos se-rán derivación suya, o lo que es lo mismo: de nuestro concepto de Dios - mediante un orden rigurosamente matemático -, puede deducirse el entramado de toda con-cepción filosófica. Concibe por tanto que los seres y sus manifestaciones forman una concatenación adjunta e interdependiente; de arriba abajo, en cuanto que to-dos derivan de una misma Causa primera (la Sustancia de Dios), y de abajo arriba, por cuanto que todo fenómeno, al elevarse, encuentra su sentido en aquella prime-ra Causa que lo ha formado y constituido. Por eso, al referirse a la extensión de la naturaleza no duda en afirmar: “Entiendo por cuerpo, un modo que expresa la esencia de Dios, en cuanto se le considera como cosa extensa de una manera cierta y determinada”249

Ante enunciados como éste, no sería incorrecto decir que su filosofía tiene un fondo netamente teológico. Considerando que los cuerpos son siempre reduci-bles a la Sustancia divina, se comprenderá el porqué de su panteísmo. Ahora bien, si la Sustancia es única, ¿qué decir de las otras posibles realidades? Ellas – indica -, no son sustancias, son atributos, es decir, lo que el entendimiento percibe de la sus-tancia. Escribe: “Entiendo por atributo aquello que el entendimiento percibe de una sus-tancia como constitutivo de su propia esencia”250. Nos dice también que hay infinitos atributos, aunque el intelecto no conoce más que dos: cogitatio y extensio (pensa-miento y extensión). Y en referencia a las cosas particulares, sostiene que son sim-plemente modos de la sustancia. Puntualiza: “Entiendo por modo las afecciones de una sustancia, o dicho de otra forma, aquello que existe en otra cosa por medio de lo cual es tam-bién concebido”251.

248 Spinoza, B.: Ethica, I, def. 3. 249 Ibid. II, def. 1. 250 Ibid. I, def. 4. 251 Ibid. I, def. 5.

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Asumido el alcance que porta en sí este monismo sustancial, se explica que

conciba a Dios como el Ente absolutamente ilimitado. No trasciende ni va más allá de la naturaleza, sino que Él es Naturaleza. De ahí que fuese tan hostil a toda teo-cracia concebida al modo tradicional, rigiendo y gobernando al universo. Niega igualmente cualquier supuesta relación interpersonal entre Dios y la criatura, así como toda simbología o posible representación del mismo; sería – dice -, pura su-perstición. No hay escritura ni palabra revelada. La infinitud de Dios lo excluye por sí mismo. Lo especifica con las siguientes palabras: “Entiendo por Dios un ser ab-solutamente infinito, es decir, una sustancia constituida por una infinidad de atributos, ca-da uno de los cuales expresa una esencia eterna e infinita”252.

Un somero análisis a esta definición nos lleva a concluir que la Sustancia de Spinoza, no sólo abarca el mundo espiritual, sino también todo lo que sea materia. Cualquier realidad es parte de su Ser, incluido lógicamente el compuesto humano. Es también el motor primario que mueve el universo. El mundo como tal no existe fuera o al margen de Él, sino que su existencia está inmersa en Dios. Más aún, da-do el enunciado de ser eterno e infinito, le resulta sumamente fácil afirmar su exis-tencia. En efecto, lo que se concibe de forma primaria e intuitiva como es la Sus-tancia, cae de su peso que sea real. Pues aún queriéndola negar es de todo punto imposible porque primeramente se la debe concebir. Es algo ineludible y evidente, no precisa ser demostrada. Escribe al respecto: “Una sustancia no puede ser producida por otra cosa; tendrá que ser, pues, causa de sí misma, es decir, que su esencia envuelve ne-cesariamente la existencia, o dicho de otra forma, que pertenece a su naturaleza existir”253.

Con todo, Spinoza nos expone algunas pruebas en pro de su primera formu-lación. Así, llegados a la idea de un ser infinito, contradice que no fuera existente. La perfección de su esencia es que exista. Además, en el ámbito divino, si Dios es posible, debe existir, nada excluye la no existencia, o lo que es lo mismo: intuye nuestro entendimiento que una cosa existe necesariamente cuando no hay ninguna razón intrínseca o extrínseca que lo impida. Y como no hay ninguna razón que lo imposibilite, debe existir por necesidad. “Si no puede darse razón o causa alguna que impida que Dios exista o que destruya su existencia, habrá que concluir de un modo inevi-table que existe necesariamente”254.

Otra demostración la saca al reflexionar sobre los supuestos entes finitos. Viene a decir: si lo que existe necesariamente son sólo seres finitos, entonces estos entes serían más poderosos que el ser absolutamente infinito, lo que es absurdo a todas luces. Por lo tanto, o no existe nada, o existe el ser absolutamente infinito. Además, si Dios no existiera, no podría haber existido nunca, aunque tampoco los

252 Ibid. I, def. 6. 253 Ibid. I, Prop. 7. 254 Ibid. I, prop. XI, dem.

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seres finitos. Estas son sus palabras: “Poder no existir significa impotencia, y, por el contrario, poder existir significa poder. Si lo que existe necesariamente en el instante actual son sólo seres finitos, esto es absurdo; en consecuencia, o no existe nada, o existe también necesariamente un ser absolutamente infinito”255.

EL MUNDO ESTÁ INSERTO EN DIOS

Más que la existencia de la Sustancia - que le era evidente por sí misma -, lo que realmente le preocupaba a Spinoza era poner de relieve su indisoluble unidad, más bien, mostrar que el mundo y sus cosas estaban insertas en la única realidad llamada Dios. De este modo, el Ser, o si se quiere, la Sustancia única con los carac-teres de eternidad e infinitud, era lo que mejor se conformaba con la lógica de nuestra mente y de nuestro pensar. Como en Parménides, era la razón quien evi-denciaba la unidad del ser y su verdad. Los sentidos en cambio eran apariencias y simulacros, es decir, falsedades. Tampoco pueden existir dos sustancias infinitas porque serían dos dioses simultáneos, y lo que es infinito en uno incluiría la infini-tud del otro, su realidad sería la misma. Además, si hubiese dos, ya no podrían ser infinitos, uno debería haber sido causa del otro; luego Dios es único e infinito. Tampoco puede coexistir la Sustancia infinita (Dios), con otra u otras mu-chas finitas y limitadas (mundo). Sabemos que Descartes había distinguido tres di-ferentes clases de sustancias: la pensante (res cogitans); la perfecta e infinita (res in-finita); y la corpórea (res extensa). Pero, además de éstas, incluía también las llama-das sustancias particulares. Para Spinoza, sin embargo, únicamente existe la Sus-tancia perfecta e infinita, incluyendo infinidad de atributos. Ahora bien, para no incurrir en la idea monolítica del Ser de Parménides, Spinoza pone de relieve la pluralidad de las cosas haciendo hincapié en la infinidad de atributos de la única Sustancia que se identifica con Dios. Dicho de otro modo: intenta manifestar que el Ser divino, lejos de ser un concepto puramente abstracto, es ante todo real con to-das sus determinaciones y diferencias positivas. Tampoco puede decirse que los atributos se limitan mutuamente, pues, en su infinitud, cada uno marca el ámbito que le es propio.

Pero, si de la infinidad de atributos, nuestro intelecto sólo alcanza a conocer el ámbito del pensamiento y la extensión, quiere decir que todo lo demás son de-rivaciones, como lo es el alma humana y todos los cuerpos individuales. A estas derivaciones las llama modos o afecciones de la Sustancia. No existen en sí ni se conciben en sí, sino en otro (en los atributos a los cuales afectan). Se diría que las almas humanas son modos del atributo divino del pensamiento, y los cuerpos, modos del atributo divino de la extensión.

255 Ibid. I, otra dem.

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Por otro lado, al proponer que no puede concebirse ninguna sustancia fuera de Dios, los corolarios que se siguen pretende que sean obvios y en todo punto ob-jetivos: “Se deduce que la cosa pensante y la cosa extensa son, o atributos de Dios o afec-ciones de atributos de Dios”256. Por eso su programa y su ética son en el fondo una ontología de Dios. Aplicando igualmente el concepto de causalidad llega a los mismos resultados: deduce que la unidad de la Sustancia es inexorable, pues si hubiere dos o varias, en su causalidad transitiva debería haber un atributo común que, al no ser diferenciado, la realidad sería la misma. “Si fuese divisible, las partes en que sería dividida, o bien retendrían la naturaleza de una sustancia absolutamente infi-nita, o no la retendrían. En el primer caso, habría varias sustancias de igual naturaleza, lo cual es absurdo. En el segundo, una sustancia absolutamente infinita podría cesar de ser, lo cual es también absurdo”257.

Un somero análisis a estas reflexiones nos lleva a pensar que todos los seres

proceden y tienen su origen en la Realidad divina. A este origen y procedencia lo llama Spinoza natura naturans; si bien, Dios no engendra nada distinto a su natura-leza; las cosas brotan y emergen, son para él natura naturata. Pero, siguiendo el or-den y la línea de cada uno de los infinitos atributos y de los modos que se incluyen en esa magna Realidad, Spinoza formula que los atributos no cambian; los que cambian son los modos, pero no como si fuesen a añadir o aumentar el ser de Dios, sino que, al igual que las propiedades de un triángulo no aumentan ni disminuyen su noción, lo mismo sucede con los modos. Entenderíamos así que del atributo “Pensamiento” deriva el modo “Entendimiento infinito”, y de éste, la idea de Dios. En un segundo grado, todos los modos finitos, entre ellos, el alma del universo y los espíritus individuales con sus deseos, pasiones y esperanzas. En realidad, un símil al supuesto de Averroes apostando que las almas y todos los entendimientos finitos no eran sino modos de un único Entendimiento. Escribe: “Se deduce que el Alma humana es una parte del entendimiento infinito de Dios, y, por consiguiente, cuando decimos que el Alma humana percibe tal o cual cosa, decimos únicamente que Dios, no en cuanto es infinito, sino en cuanto se explica por la naturaleza del Alma humana, o consti-tuye la esencia del Alma humana, tiene tal o cual idea”258. Esto mismo puede decirse también del atributo Extensión. De él se deriva el modo de la Cantidad infinita en reposo y en acción; seguidamente, la “faz” del universo, y, de ésta, todas las demás entidades que componen el mundo exterior de los cuerpos.

EN LA NATURALEZA TODO OCURRE NECESARIAMENTE

Asumida la infinitud de la Sustancia, es lógico que la considere libre de toda

coacción exterior. En ese ámbito, el Ser divino obra libremente porque todo se rea-liza según la necesidad de las leyes de su misma naturaleza. Esta es la única liber-

256 Ibid. I, prop. XIV, corol. 2. 257 Ibid. I, prop. XIII, dem. 258 Ibid. II, prop. XI, corol.

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tad posible. “La voluntad no puede llamarse causa libre, sino solamente causa necesa-ria”259. Consecuentemente, Dios no puede obrar contra su esencial ordenamiento; toda su libertad radica en lo que le es propio, es decir en la inherente necesidad. Para Spinoza las causas finales son pura fantasía de los hombres, porque si el obrar divino es un tender a lo necesario, ni la contingencia tiene sentido, ni tampoco cualquier supuesto que esté al margen de la pura necesidad. “Pertenece a la natura-leza de la Razón considerar las cosas, no como contingentes, sino como necesarias”260.

Ahora bien, con estas premisas, es obvio que los conceptos de bien y de mal, de orden y desorden carezcan de sentido. Las cosan son porque deben ser así. Si hubiera elección habría cambio en la naturaleza, lo cual contradice lo que es perfec-to y eterno; de ahí que, siguiendo esta línea de pensamiento panteísta, basada en la rigidez que impone todo determinismo, deberá excluirse, no sólo la noción de fin y de libertad, sino también en moral la presumible falta o pecado. El mal tan só-lo podría definirse en función del impulso que mueve al individuo a su propia conservación y perfección. “Entiendo por bueno lo que sabemos con certeza que nos es útil. Por el contrario, entiendo por malo lo que sabemos con certeza que impide poseamos algún bien”.261

Para Spinoza las cosas son buenas en cuanto que se las admite como cauti-vadoras de nuestro apetito, y malas cuando provocan repulsa o aversión. En su fi-losofía el bien y el mal sería una quimera, pura ficción, no existen. Concede a lo sumo los dos principios morales de los estoicos: conformar la conducta a la ley que rige la naturaleza y vivir en conformidad con la razón. “Entiendo por virtud… la na-turaleza del hombre en cuanto tiene el poder de hacer ciertas cosas que se pueden conocer sólo por las leyes de su naturaleza”262.

No obstante, mientras el hombre vive sobre la tierra, se encuentra en un es-tado de esclavitud. Por estar compuesto de cuerpo y alma sufre el tirón de las pa-siones perturbadoras y le es difícil la virtud. Es esclavo porque, creyéndose libre, se ve arrastrado por el imperio de otra exigencia mayor, como es el acomodo al ordenamiento de la necesidad. Del cuerpo provienen las impresiones sensoriales que impiden, según él, contemplar la verdadera unión con el atributo de la Sustan-cia divina. Por eso, llegar a captar que estamos en Dios y que entendemos por Dios es haber comprendido el fundamento de la auténtica virtud. “El bien supremo del alma es el conocimiento de Dios, y la suprema virtud del alma la de conocer a Dios”263.

EL AMOR INTELECTUAL HACIA DIOS

259 Ibid. II, prop. XLIX, dem. 260 Ibid. II, prop. XLIV. 261 Ibid. IV, def. 1-2. 262 Ibid. IV, def. 8. 263 Ibid. IV, prop. XXVIII.

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Partiendo de la conformidad de la naturaleza con la única Sustancia que es Dios, emerge el amor intelectual hacia Él. Para Spinoza, ser quiere decir querer ser siempre, es decir, apetitito de eternidad. Se trata de un amor infinito que Dios se tiene a sí mismo y que se despliega a los hombres cuando perciben su ligación inte-lectual con su Realidad. A este estado lo llama “tercer conocimiento”. “Hallamos el placer en todo lo que conocemos con el tercer género de conocimiento, y a éste acompaña como causa la idea de Dios”…”El amor intelectual del alma hacia Dios es el mismo amor con que Dios se ama a sí mismo”264.

Nos dice también que el hombre experimenta una inmensa alegría cuando

se percata de sus propias pasiones, pues aprehendiéndolas como tales, mejor sa-bremos quiénes somos y mejor conoceremos el alcance de la única Sustancia. El amor intelectual hacia Dios es la alegría que se experimenta al saber que nuestro amor es igual al que Él se tiene a sí mismo. Caer en la cuenta de esto, conduce a superar todas sus pasiones y el estado de esclavitud al que le encadenaban sus afectos. Se diría que es una culminación en beatitud. Cierto es que estando el alma unida a un cuerpo no es posible que lo llegue a conseguir plenamente en este mundo, aunque tampoco impide para que el hombre lo intente como la más plena realización de su ser.

DISTINTOS JUICIOS DE VALOR

Aun asumiendo la inflexible actitud determinista de Spinoza, la crítica a su

panteísmo ha recibido las más variadas interpretaciones: desde considerarle ateo y destructor de las religiones ideando un Ser fantasma e imaginario, hasta los que le ensalzan poniéndole como estandarte del sentimiento de lo divino; un hombre ebrio de Dios por más que anatematizase toda representación antropomórfica. Pensamos no obstante que ni lo uno ni lo otro. En principio, reconocemos que en el sistema de Spinoza es difícil hallar contradicciones formales, lo cual, no quiere de-cir que su intuición y las consiguientes deducciones estuvieran ajustadas a la reali-dad de los hechos. Ya Kant decía: el sistema de Spinoza es ejemplar, pero falso; supuestamente ilusorio porque sin previo examen lleva hasta el límite el argumen-to ontológico y la concepción metafísica de Dios. A este respecto, podríamos acep-tar que la Sustancia divina es el Primer Ser, la Primera Idea y la Primera Verdad, pero no es menos cierto que nuestra capacidad intelectual está siempre limitada y nunca posee semejante idea ni la intuye como él pretende. Por más que reitere que la idea de Dios es clara y distinta, nadie tiene conciencia de semejante claridad y distinción.

Por otro lado, entendiendo que toda la realidad deriva de la Sustancia, es extraño que los atributos de la extensión y del pensamiento, así como sus modos, los deduzca de la experiencia; antinomia que se desprende por la rigurosa identi-

264 Ibid. V.

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dad de la representación lógica y la significación ontológica de los conceptos claros y distintos. Tampoco se comprende que habiendo excluido la creación ex nihilo, la voluntad libre de Dios, por una parte, y la contingencia de los seres, por otra, pue-dan derivarse de una Sustancia infinita y de unos atributos también infinitos. Se le objeta también a la hora de hablar de las cuestiones sociales y política, pues si la lógica de su determinismo filosófico le lleva necesariamente al absolutismo y a la negación de toda clase de libertades, no son así sus sentimientos de tendencia de-mocrática y liberal. De hecho, la alternativa entre ley y libre albedrío, entre estado natural y civil, es algo que nunca nos lo pudo conjugar.

JOHN LOCKE (1632 – 1704)

Nace John Locke en Wrington, Somerset (Inglaterra). Estudia en la West-

minster School (1646–1652). Ingresa más tarde en la Christ Church de Oxford con la intención de seguir los estudios eclesiásticos. Pero, nombrado lector de griego y retórica, su interés se va a decantar por la filosofía moderna, la física y la medicina. En 1665 viaja a la corte de Brandenburgo (Berlín), aunque al año siguiente retorna a Oxford donde perfecciona sus estudios de medicina. Por este tiempo conoce y pasa al servicio de Lord Ashley, más tarde primer conde de Shaftesbury y jefe del partido liberal. El aprecio muto hizo que ejerciera, no solamente como médico pri-vado, sino también como leal confidente en asuntos gubernamentales. Tanto es así que en 1672 lo nombran secretario del ministerio de Comercio en el régimen presi-dido por Shaftesbury.

Sin embargo, al caer el gobierno en 1675, se retira a Francia, residiendo en París y Montpellier, donde entabla relaciones con médicos, naturalistas y físicos. Conoce a Lord Herbert, conde de Pembroke, a quien dedicará el Ensayo sobre el entendimiento hu-mano, obra capital de Locke. Si bien, aunque su re-dacción fue acabada en 1666, no se publicó hasta el 1690 con el título, An Essay Concerning Human Un-derstanding. En Francia se relaciona con cartesianos y científicos, atrayéndole de modo particular las doctrinas de Gassendi. Regresa a Londres en 1679. Pero los acontecimientos sociales y políticos le obli-garán a expatriarse a Holanda. En Amsterdam co-noce y entabla relación con Limborch y Le Clerc. Toma también parte activa en la promoción de Gui-llermo de Orange en el trono inglés, regresando a Inglaterra en 1689 con el prestigio de ser el mentor

Fig. 47. Pintura de John Locke, por Godfrey Kneller.

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ilustrado del nuevo régimen liberal. Reside en una casa solariega de Oates (Essex). Allí entabla amistad con la familia de Sir Francis Masham, en particular con Lady Masham, hija del conspicuo filósofo y teólogo Cudworth. De hecho, fue esta emi-nente dama, junto con su nuera Esther, quienes le atendieron en su muerte acae-cida en 1704. Fig. 47.

Aparte de su obra filosófica, como es su “Ensayo sobre el entendimiento hu-

mano”, Locke escribió numerosos estudios de contenido social y político, destacan-do “Dos tratados sobre el gobierno civil”. A sus últimos años en Inglaterra correspon-den Pensamiento sobre la educación (1693) y La razonabilidad del cristianismo (1695).

SU PRIMER OBJETIVO

En una Epístola al lector que precede al Ensayo sobre el entendimiento hu-

mano, notifica lo que verdaderamente le ha movido a escribir la mencionada obra. Nos recuerda que habiendo existido en su propia vivienda algunas discusiones entre distintos contertulios – no indica el asunto de las mismas - cayó en la cuenta de la necesidad de plantear primero nuestra capacidad cognoscitiva, dada la diver-sidad de opiniones que se aportaban sobre la resolución de unos mismos proble-mas. Nos dice: “Encontrándonos unos amigos discutiendo sobre un tema muy alejado de éste, nos hallamos en gran apuro a causa de las dificultades que surgían. Después de inten-tar resolverlas en vano, pensé que habíamos tomado un camino erróneo, y que antes de ha-cer ninguna investigación era necesario examinar nuestra capacidad y ver con qué objetos estaba nuestra mente en condiciones de tratar”265.

El texto como tal es un detallado estudio sobre el alcance y el límite del en-tendimiento (Understanding), un supuesto donde se intenta mostrar el origen y el alcance de nuestro conocer, sabiendo que hay grados de creencias, opiniones y asentimientos. Era, en el fondo, un compromiso similar al de Descartes. Coincidía con él en que el objeto del conocimiento no son las cosas sino las ideas. Pero, en su contra afirmaba que las ideas provenían únicamente de la experiencia. Para él los “principios innatos” carecían de sentido, no tenían cabida en su concepción filosó-fica. Ni el consentimiento universal, ni los hechos como tales pueden probar que el entendimiento posee semejantes principios. Afirmaba que, previamente a la expe-riencia, nuestro entendimiento se encuentra como una tabla rasa, como un papel en blanco (sheet of White paper), en el cual es la experiencia la única que va escribiendo. Considera osado admitir cualquier tipo de “innatismo” cuando el hombre, por el simple uso de sus facultades, puede acceder a cualquier tipo de conocimiento. Sus palabras no admiten duda: “Sería impertinente suponer innatas las ideas de color en una criatura a quien Dios ha dado vista y capacidad para recibirlas de objetos externos por me-dio de los ojos. No menos irrazonable sería atribuir ciertas verdades a impresiones de la na-turaleza y caracteres innatos, cuando podemos observar en nosotros mismos facultades ade-

265 Locke, J.: Ensayo sobre el entendimiento humano. Epístola al Lector.

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cuadas para obtener un conocimiento de ellas tan fácil y cierto como si estuvieran impresas originariamente en la mente…”266

Reforzaba este punto de vista diciendo que no hay indicio alguno de que los niños vengan a la vida con ideas innatas, y menos aún con principios considerados comunes o universales. Los adquirirán por la experiencia y la observación de los objetos a su alcance. Son las cualidades sensibles de los objetos quienes se transmi-tirán a nuestro intelecto mediante los sentidos, ésa es la primera fuente del cono-cimiento. Otro conducto es la reflexión o experiencia interna, es decir, la percep-ción que la mente tiene de su propia actividad. Para él la experiencia es de dos cla-ses: externa e interna. Por la primera se imprimen en el alma las ideas de los obje-tos sensibles (sensación). Por la segunda se fijan las ideas de las operaciones del alma ejercidas sobre aquellos mismos objetos (reflexión). Al margen de estas dos fuentes, nuestro entendimiento quedaría prácticamente vacío para conocer. Son los objetos exteriores quienes proporcionan al intelecto las ideas de las cualidades sensibles, y, en subsiguiente operación, es la mente quien proporciona al entendi-miento las ideas de sus propias operaciones. Lo expresa del siguiente modo: “A mi parecer, el entendimiento no tiene ni el menor atisbo de ideas que no se reciban de una de estas dos fuentes. Los objetos externos proveen a la mente de ideas de las cualidades sensi-bles, es decir, de todas aquellas diferentes percepciones que esas cualidades producen en no-sotros; y la mente provee al entendimiento de ideas de sus propias operaciones…267”

Por otro lado, al concretizar el tipo de ideas, nos dice que pueden ser de dos clases: simples y compuestas. Las simples son las que se originan por la actividad de su objeto sobre la pasividad del entendimiento (experiencia externa e interna). Las compuestas son las que resultan de la actividad intelectiva sobre las ideas sim-ples ya impresas en nuestra mente. Por eso, si ante las ideas simples el espíritu es puramente receptivo al igual que un espejo refleja la imagen, nuestro intelecto puede combinarlas y estructurarlas. Lo hace del siguiente modo: puede combinar varias ideas simples en una sola para constituir ideas complejas; puede combinar dos ideas, sin unirlas, dando entonces origen a las ideas de relación; puede tam-bién separar una idea por medio de la abstracción; en este caso se formarían las ideas generales. En resumen: el espíritu, una vez que se ha apropiado o ha sido re-ceptivo de ideas simples, tiene el poder activo para combinarlas, asociarlas u orde-narlas de un modo casi infinito.

Ahora bien, de entre estas ideas, el grupo más interesante es el que las orga-niza en “complejas”, ya que a él pertenece la difundida idea de sustancia. A tal respecto, considera que encontramos con suma frecuencia una recopilación de ideas simples referidas al mismo objeto. Ante lo cual – dice -, nuestro entendimien-to se ve inclinado, inadvertidamente, a considerarlas como si se tratara de una sola

266 Ensayo, I, 1. 267 Ibid. II, 5.

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idea simple. Acto seguido, al no poder imaginar cómo esas ideas pueden subsistir por sí mismas, se habitúa a suponer que existen en alguna realidad, dando a tal supuesto el apelativo de sustancia. Escribe: “No pudiendo imaginar cómo estas ideas simples puedan subsistir por sí mismas, nos acostumbramos a suponer algún “substratum” en donde subsisten y a éste lo llamamos “sustancia”…”La idea que tenemos y designamos con el nombre general de sustancia no es más que el soporte supuesto o desconocido de unas cualidades que existen y que imaginamos no pueden existir…, sin algo que las soporte”268. Sin embargo, para él, nuestro conocimiento alcanza únicamente a las propiedades y los atributos de las cosas, no a la esencia o al substratum.

Piensa que la idea de sustancia es una representación simulada e incomple-ta, creyendo que se refiere a una existencia exterior con capacidad de comunicar el movimiento; pero es engañoso todo ello; se trata de una supuesta realidad que, en referencia al pensamiento y la voluntad, hacemos lo mismo hablando del alma. Sin embargo, tanto la sustancia del cuerpo como la del alma nos son desconocidas, nos vienen en última instancia de la sensación y de la reflexión. Para Locke la sustancia es ese sujeto desconocido e indeterminado que ponemos al modo de sustentáculo de las ideas de las propiedades sensibles y de los atributos espirituales. Claro que, si de la extensión y del alma nos vemos impedidos a tener un conocimiento apro-piado, con mayor motivo debe afirmarse también de Dios, está en la misma línea de pensamiento. Bien es cierto que esta invalidez no se refiere tanto a negar su existencia, cuanto a que nuestro entendimiento se ve igualmente imposibilitado a conocer su esencia.

De esta concepción empírica del conocimiento derivará, en mayor o menor medida, el alcance filosófico de todos sus planteamientos sociales, educativos y po-líticos. Apoyándose únicamente en la razón, considera a la ley como fruto del con-senso entre los individuos. No es innata ni algo congénito que se imponga a la per-sona. De hecho, la autoridad misma debe surgir del consenso opcional y delegado de los pueblos. Es el intelecto que Dios ha puesto en el hombre el que dicta lo que es bueno y lo que está mal. Llega a decir que cada uno lleva en su corazón los ca-racteres trazados por el dedo de la Divinidad, es decir, el que le puso obligaciones, necesidades y conveniencias para inclinarse a vivir con otros seres humanos.

A DIOS SE LE PUEDE DEMOSTRAR

Aun cuando no tengamos ideas innatas de Dios, sí podemos llegar a la

Realidad divina por los abundantes medios que nos ha provisto para conocerlo. Por la razón – nos dice -, el hombre puede llegar a una seguridad de su existencia como se demuestran las matemáticas. Para ello basta que reflexionemos sobre la realidad indubitable de nuestra existencia. Tal es la intuición que tenemos de noso-tros mismos que es la verdad más obvia en toda la dimensión de nuestro conocer.

268 Ibid. II, 1; XXIII, 2.

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A partir de esta realidad, es evidente que no podemos provenir de la nada,

pues de lo que no tiene entidad nunca podrá originarse algo positivo. Por consi-guiente, si existen los seres, deben tener un fundamento; de la nada - por ser pura privación -, lógicamente no pueden provenir las cosas; luego debe admitirse un ser de procedencia, que, además de poseer realidad, tendrá que ser eterno e inteli-gente, de lo contrario nunca se podría originar un ser que reflexionase. Su razona-miento es el siguiente: “De la consideración de nosotros mismos, y de lo que hallamos in-faliblemente en nuestra propia constitución, nuestra razón nos conduce al conocimiento de esta verdad cierta y evidente: que existe un Ser eterno, omnipotente y omnisciente, llámese-le como se quiera, sea que se le llame Dios o de otro modo, pues eso no se hace al caso. Y de esta idea debidamente considerada deduciremos todos aquellos atributos que debemos reco-nocer en este Ser eterno…”269.

Para Locke la existencia del mundo exterior no ofrece la más mínima duda. Considera el testimonio de los sentidos como fuente de certeza y de la más absolu-ta confianza, aunque estima también que esa certeza es inferior a la intuitiva que nos proporciona el conocimiento de la propia existencia y de la prueba demostrati-va de la existencia de Dios.

Tampoco olvida Locke la cuestión de la fe, como disciplina que trata sobre enunciados establecidos por el testimonio de personas que han recibido una reve-lación de Dios. Sin embargo, las considerará ciertas si pueden conocerse por el propio examen o por la propia reflexión, y, aun siendo así, la certidumbre sería siempre menor que si las hubiésemos descubierto nosotros. Claro que si llegasen a contradecir a nuestra razón, dichas revelaciones serían inadmisibles. Sus expresio-nes no pueden ser más claras: “No puede recibirse ninguna proposición por revelación divina u obtener el asentimiento debido a tal, si es contradictoria con nuestro conocimiento claro e intuitivo. Porque esto supondría subvertir los principios y fundamentos de todo co-nocimiento… La fe no puede convencernos de algo que contradiga a nuestro conocimien-to”270.

En consonancia con este énfasis en lo puramente racional, tampoco tiene in-conveniente a la hora de pronunciarse sobre la religión cristiana. En su obra, La ra-cionabilidad del cristianismo, él se propone confinar todo el mensaje cristiano en el encuadre y la capacidad de la pura razón, cuyo ámbito quedaría reducido a una re-ligiosidad estrictamente natural; una religión – dice -, al margen de sutilezas teoló-gicas, sencilla, comprensible y apta para cualquiera, aunque contraria a todo miste-rio o posible incomprensión. No cree, por ejemplo, en el dogma del pecado original por no entender que una culpa ajena a la propia persona pudiera repercutir en otros sujetos por más que pertenecieran a la misma especie. Como artículos de fe,

269 Ibid. VII, 6. 270 Ibid. XI, 4.

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admitía la existencia de Dios, la creencia en Jesucristo como Mesías enviado por el Padre, la espiritualidad e inmortalidad del alma y algún otro, como la sanción y la recompensa por nuestras obras. Aceptaba también la necesidad de la revelación para la gran mayoría, aunque, por ajustarse a la pura racionalidad, pensaba que los filósofos la hubieran podido descubrir.

Por todo ello, las críticas no se dejaron esperar. Se le objetaba por ejemplo, cómo es que, después de asumir una actitud claramente empirista negando toda clase de innatismos, adjudicase mayor grado de certeza a la experiencia interna, es decir, a la reflexión, que a la externa, como es el ámbito de las sensaciones. Más aún, el hecho de supeditar la revelación y la fe al dictamen y el alcance de la razón es, por lo menos, inmodestia respecto a las facultadas humanas. En su filosofía es la razón la que pone límites, la que en todo, en lo humano y en lo divino, dictamina sobre la verdad y la existencia de los hechos. De ahí que, aun reconociendo su gran incidencia en el pensamiento liberal del siglo XVIII, y que su criticismo y natura-lismo religioso prepararan la Ilustración inglesa e incluso la francesa mediante el influjo que recibieron Montesquieu y Voltaire, hubo no obstante censuras enérgicas a su filosofía. Leibniz por ejemplo llamó a su sistema: paupertina philosofía. Hume también le criticó, aunque, en este caso, el “fenomenismo” suyo no pudiera ser en-tendido sin la aportación de Locke.

MALEBRANCHE, NICOLÁS (1638 – 1715)

Hijo de una familia acomodada de París, Malebranche nace en esta ciudad

dentro de un ambiente circunscrito a lo que suponía el funcionariado de la corte francesa. Aunque de constitución enfermiza, se dice de él que ya desde muy joven revelaba grandes dotes intelectuales. La educación elemental la recibió de un tutor privado. De 1654 al 56 cursa filosofía en el collè-ge de la Marche, aunque, en palabras suyas, no le lle-naba la enseñanza que allí se impartía, como le suce-dió a Descartes en La Fléche. Estudia después teología en la Sorbona, quedando también insatisfecho con los métodos y el alcance que se daba a los mismos. Es en-tonces cuando, a sus 22 años, se decide a ingresar en la Orden del Oratorio, donde el estudio de Platón, S. Agustín y Descartes eran orientaciones prioritarias. Hecho importante en su vida fue haber comprado en una librería el Traité de l’homme de Descartes. Fue tal la impresión que le produjo su lectura, que creyó descu-brir el método que interiormente él más había anhela-

Fig. 48. Retrato de Nicolás Malebranche.

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do. Lo complementaría con el pensamiento de San Agustín y otros escritores afines al cartesianismo. Diez años después comenzaría su producción literaria.

Obra principal suya es la Recherche de la vérité. Después publicó las Conversa-

tions chrétiennes, para seguir con las tituladas Méditations chrétiennes. Le siguió más tarde el Traité de la nature et de la grâce, suscitando una aguda polémica respecto al alcance que ofrecía la obra, tanto es así que fue incluida en el Indice por la autori-dad romana. Muy conocido fue también un diálogo con el título Entretiens sur la métaphysique et sur la religión, así como un traité de morale, amén de otras publica-ciones. Cierto es que, aun cuando gustaba de la vida oculta y silenciosa, no pudo por menos de responder a las numerosas objeciones de sus contemporáneos, tales como las de Bossuet, Leibniz o Berkeley, incluso con agudas polémicas provenien-tes de clérigos y representantes de la misma Iglesia, como las del canónigo Foucher y las del jesuita F. le Valois. Pero, independientemente de las ambigüedades que suscitaban sus escritos, él termina sus días en un clima de profunda espiritualidad. Muere en 1715 a la edad de 77 años. Fig. 48.

UN SUGESTIVO ANHELO

Puede que el deseo más profundo de Malebranche fuera llegar a ser un fir-

me apologista cristiano. La impresión que le causó la lectura del Traité de l’homme de Descartes, hizo despertar en él un proyecto donde, partiendo del mecanicismo que revelaba esta obra, poder formular, con pruebas derivadas de la filosofía y de las ciencias modernas, el sentido espiritual de San Agustín que era la tendencia dominante en el Oratorio. Cayó en la cuenta que relegando a procesos mecánicos las funciones vitales del espíritu, le permitirían despojarse de los vestigios natura-listas de Aristóteles y acentuar el carácter espiritual del alma.

En el aristotelismo los cuerpos materiales actuaban sobre nuestros sentidos de tal modo que el alma adquiría sus ideas mediante la experiencia en un proceso que culminaba en la abstracción. Sin embargo, dicho punto de vista era ilusorio pa-ra Malebranche. No podía suceder esto así por varias razones. En primer lugar, porque siendo los objetos cuerpos materiales, era de todo punto imposible que in-fluyeran en algo espiritual como era el alma. Por ser la sustancia pensante radical-mente distinta de la corpórea, la contraposición era manifiesta. Los cuerpos nunca podrán ejercer causalidad alguna en nuestras ideas, son inertes en todo momento. En segundo lugar, tampoco las ideas provienen de nosotros mismos. El alma no tiene, según él, la prerrogativa de producir ideas, supondría esto poder crear, lo que es imposible para toda criatura; únicamente Dios tiene ese poder. Tampoco son innatas, es decir, creadas e insertas en nuestra mente para hablar y comunicar-nos con ellas. Además, no parece muy acorde con la Realidad divina que tuviera que estar abasteciéndonos en cada instante de su multiforme representación. Se-gún él, Dios hace siempre las cosas de una forma más sencilla. “Dieu agit tujours par

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les voies les plus simples”. Esta sencillez la explica diciéndonos que las ideas no son únicamente claras

y distintas, sino que, al modo platónico, conforman realidades eternas, infinitas e inmutables. Por lo tanto, independientes de nuestra capacidad mental. No están en nuestro entendimiento, sino fuera de él; están en Dios, que es donde nosotros las vemos. “Que nous voyons toutes choses en Dieu”271. Únicamente la Divinidad ve en sí todas las perfecciones y el auténtico alcance de los seres. Él es la verdadera causa ejemplar. Citando a San Agustín, decía: “No digáis que vosotros mismos sois vuestra propia luz”272. En la filosofía de Malebranche no hay ni puede haber comunicación alguna entre la mente y las cosas materiales. “Es evidente que los cuerpos no son visi-bles por sí mismos, que no pueden actuar sobre nuestro espíritu ni representarse a él”273.

Con todo, aun cuando el conocimiento directo del mundo es imposible a nuestra capacidad humana, hay algo que nos permite dicho conocimiento, ¿cómo? De la siguiente manera: Dios tiene en sí los arquetipos de todos los seres, de todas las ideas, Él hizo que existieran. Ahora bien, por estar nuestra alma en estrechísi-ma unión con su creador, podemos ver, como si se tratara de un inmenso recep-táculo, todas las demás cosas salidas de sus manos. Concluye: “Si no viésemos a Dios de alguna manera, no veríamos ninguna cosa”274.

El problema está en ese “ver de alguna manera”. Porque, aun teniendo en mente el texto de San Pablo (Rom. I, 20): “lo invisible de Dios… lo conocemos por sus obras” y, por lo tanto, haciendo saber que le percibimos indirectamente por las co-sas creadas, Malebranche con frecuencia invierte los términos de la fórmula pauli-na haciendo saber que llegamos a conocerle de forma directa y a las demás cosas en Él. Un equívoco, por otra parte, que tuvo su incidencia en los ontologistas ita-lianos del siglo XIX, como Rosmini y Gioberti. En realidad, todo ello en oposición al pensamiento aristotélico. Las ideas no proceden de los objetos particulares; tam-poco las produce ni elabora el sujeto cognoscente, ya que, siendo universales y ne-cesarias, nuestro espíritu, como ente limitado, nunca podrá producir algo de tal ca-tegoría, por consiguiente, no queda otro recurso que colocarlas en Dios, donde no-sotros las vemos.

Las consecuencias a todo ello son evidentes: vemos todas las cosas en Dios.

Aunque, entiéndase bien: de las cosas que tenemos ideas, no de las que no tene-mos. Citando a San Agustín, recordaba: vemos en Dios las verdades eternas. Pero Malebranche va aún más lejos que el mismo San Agustín cuando advierte que es

271 Malebranche, N.: Recherche de la verité. I, 3, 2ª. 272 San Agustín.: (Sermo 8 de verbis Domini). Cita tomada de la obra, Historia de la filosofía de Fraile, G.

Vol. III, pág. 569. 273 Xe Eclaircissement. 274 Recherche de la vérité. I. 3, 2ª.

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mejor hablar de ideas eternas que de verdades eternas, en el sentido de que las verdades no son más que relaciones entre ideas. Por eso, si San Agustín había afirmado que vemos en Dios las verdades de las cosas que no cambian, Malebran-che lo amplía diciendo que también vemos en Dios las ideas de las cosas que cam-bian, como son los cuerpos. Claro que ver las entidades corporales en Dios no es ver la idea singularmente de cada uno, puesto que la particularidad implica fini-tud, y lo finito no puede darse en Dios. Con lo cual, decir que vemos todos los cuerpos en Dios, significa ver la idea común que tenemos de ellos. Y puesto que todos tienen la misma naturaleza, esto es, la extensión, decir que vemos en Dios la idea de todos los cuerpos se entiende que vemos en Él la idea indiferenciada de la extensión como arquetipo modélico del mundo material.

Sin embargo, no sucede lo mismo cuando hablamos de nuestra realidad

personal. Pues, aunque la propia conciencia y la percepción interior nos aseguran que existimos, pensamos y sufrimos, no podemos aplicarlo al conocimiento de nuestra esencia. Respecto a lo que es en sí, nos falta esa claridad. Únicamente po-dremos afirmar que está en Dios, aunque Él no cree conveniente mostrarla al alma en toda su realidad. No lo cree oportuno, porque si la viésemos – dice -, nunca po-dríamos ya estar unidos al cuerpo; no le consideraríamos como algo propio ni cui-daríamos de él. Más aún, sería tal la maravillosa contemplación del alma que no se podría pensar en otra cosa. Absorto en el embeleso de uno mismo, descuidaríamos todos los demás deberes. En razón, precisamente, de esas dificultades, concluye diciendo que el ámbito de la persona para conocer su esencia no es más que limita-ción e impotencia. La sustancia como tal nos resulta ininteligible. “Nosotros cono-cemos claramente la naturaleza y las propiedades de la materia porque la idea de la exten-sión que vemos en Dios es clarísima. Pero, como no vemos en Dios la idea de nuestra alma, nosotros sentimos que somos y lo que pasa actualmente en nosotros”275. Percibimos úni-camente nuestra alma por el sentimiento que abrigamos de ella, aunque en todo momento de forma confusa e indeterminada.

De todo lo cual se deduce que tampoco podemos tener idea clara y distinta

del Infinito, es decir, de Dios. Pues, aun cuando veamos la necesidad de su existen-cia, desconocemos su esencia infinita. No se le puede comprender porque nadie le puede representar. “No puede verse la esencia de un ser infinitamente perfecto sin ver allí la existencia; no se le puede ver simplemente como un ser posible; nada lo comprende; nada puede representarlo”276.

DIOS EXISTE Y ES EVIDENTE

En la filosofía cartesiana la prueba de la existencia de Dios era el requisito

indispensable para demostrar la objetividad del mundo y de sus realidades. Sin

275 Xe Eclaircissement. 276 Recherche. I, 4, c. 2.

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embargo, para Malebranche la existencia divina era tan evidente que no necesitaba demostración. Incluso dando validez al argumento de Descartes, él dice que nece-sita ser completado para hablar más categóricamente de Él. “Nada finito puede repre-sentar lo infinito”. Tampoco es posible que lo infinito esté contenido en lo finito; ha-bría que añadir: “Todo lo que el espíritu percibe inmediatamente existe realmente…, pues, si no existiese, al percibirlo, no percibiría nada, lo cual es una contradicción manifiesta”. Por eso que diga más adelante: “La prueba más bella, más destacada, más sólida, la primera y la que da menos cosas por supuestas, es la idea que nosotros tenemos del infinito. Porque nos consta que el espíritu percibe lo infinito, aunque no lo comprenda”277.

No es por tanto una verdad deducida, sino intuida o, como gusta decir, de una preuve de simple vue. Como tal, la prueba no se apoya en la idea de Dios, sino en el conocimiento inmediato que tenemos de Él. “Por la divinidad todos nosotros enten-demos lo Infinito, el Ser sin restricciones, el ser infinitamente perfecto. Ahora bien, nada fi-nito puede representar lo infinito. Por consiguiente, basta con pensar en Dios para saber que existe”… “Sí, Teótimo, yo estoy convencido de que nada finito puede tener bastante realidad para representar lo infinito. Pero yo estoy cierto de que veo el infinito. Por consi-guiente, el infinito existe, porque yo lo veo, y no puedo verlo más que en sí mismo. Pero como mi espíritu es finito, el conocimiento que yo tengo del infinito es finito. Yo no lo com-prendo, ni lo puedo medir… En una palabra, la percepción que yo tengo del infinito es limi-tada, pero la realidad objetiva en la cual se pierde mi espíritu, ésa no tiene límites. Es una cosa de la cual ahora me es imposible dudar”278.

Tal es la evidencia de la existencia de Dios que la iguala al aserto cartesiano, “Pienso, luego existo”. Intuitivamente percibimos y vemos la idea de infinito, con lo cual, aun cuando tengamos de ella una percepción limitada, nunca podríamos in-tuirla si careciese de realidad; luego existe de forma clara y evidente. Pero, no viendo esta idea en las cosas ni en nuestra alma por ser confinada a un cuerpo limi-tado, deberá decirse que la vemos en sí misma, advertimos el infinito en sí mismo por más que no lo percibamos en toda su comprensión. La vemos en nuestra forma limitada de conocer. Intuitivamente Dios existe, vemos su idea en Él. La nada, o la carencia de realidad, no se puede ver porque es pura ficción. “El infinito sólo se puede ver en sí mismo, pues ninguna cosa finita puede representar el infinito. Si pensamos en Dios, debe existir. Otro ser, aunque conocido, puede no existir. Puede verse su esencia sin su existencia, su idea sin él. Pero no podemos ver la esencia del infinito sin su existen-cia, la idea del Ser sin el ser, porque el Ser carece de idea que le represente. No hay arqueti-po que contenga toda su realidad inteligible. Es para sí mismo su arquetipo, y encierra en sí el arquetipo de todos los seres”279.

En términos de comprensión, acontece como en el alma: sabemos que existe,

277Ibid. I, 3, 2ª. 278 Entretiens. VIII, n. 1. 279 Entretiens, II, n. 1.

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pero desconocemos todo su alcance, no sabemos lo que es. De igual modo nos pasa con la Realidad divina: conocemos su existencia, pero desconocemos lo que real-mente constituye su verdadera esencia. Bien es verdad que, aun cuando nuestra condición limitada no pueda alcanzar la totalidad del Ser, al preguntarnos por sus atributos sí podemos decir que el más esencial es la “infinitud”, cualquier otro que podamos atribuirle, como es la suma perfección, la inmutabilidad, la simplicidad, etc., no son sino determinaciones del ser infinitamente perfecto, aun cuando sean también incomprensibles para nuestra humana capacidad.

OCASIONALISMO

Prescindiendo de los planteamientos medievales sobre la interacción del

cuerpo y el alma, Malebranche lo replantea a partir del dualismo cartesiano sobre el tema “pensamiento-extensión”. Para resolver el problema, Descartes propuso la existencia de un punto en el cerebro humano (la glándula pineal), con el que pre-tendía explicar dicha correlación, aunque con los años terminó por declarar que le era imposible resolver dicho problema. Pues bien, Malebranche, que recoge y afronta esta misma cuestión, da por sentada la imposibilidad de la comunicación entre el alma y el cuerpo. Considera que no hay conexión necesaria, por ejemplo, entre nuestra voluntad de mover un brazo y el movimiento efectivo de éste. Cierto que el brazo se mueve cuando yo quiero, siendo yo la causa natural del movimien-to, pero lo que nos parece que son verdaderas causas naturales no lo son en absolu-to, son simplemente “ocasiones” para que obren por el poder y la eficacia de la vo-luntad de Dios. Malebranche es taxativo al respecto: no hay ni puede haber comu-nicación alguna entre la mente y los cuerpos.

No obstante, aun cuando la percepción directa del mundo es absolutamente

imposible, hay algo que nos permite su conocimiento: Dios tiene en sí las ideas de todos los seres creados; esto por una parte; y como Dios está unido a nuestras al-mas por ser el lugar de los espíritus como los espacios son el lugar de los cuerpos, será cierto que nosotros podremos ver de alguna manera en Dios esa representa-ción de los entes corporales. De ahí la afirmación: “Si no viésemos a Dios de alguna manera, no veríamos ninguna cosa”280.

En este ámbito, podemos decir que el hombre participa de Dios, y en Él, de

las cosas. Es la forma expuesta por Malebranche para superar el dualismo carte-siano. Sin haber interacción directa entre las sustancias, sí puede encontrarse su sentido viéndolo como operación directa de la Divinidad. Es la fuerza divina quien, con ocasión de una idea del alma, produce en el cuerpo el movimiento co-rrespondiente. Estas son sus palabras: “Todo depende de estos dos principios, de los cuales yo estoy convencido: a) Que solamente el Creador de los cuerpos puede ser su motor, y b) que Dios no nos comunica su potencia sino por el establecimiento de algunas leyes ge-

280 Recherche, III, 2. c. 6.

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nerales, cuya eficacia determinamos nosotros por nuestras diversas modalidades"281. Atendiendo precisamente a ese ver en Dios todo el conjunto de las realida-

des mundanas, no es fácil concretizar en unos fraccionados principios el juicio de valor que nos ofrece su pensamiento. Diríamos sí, que su intención era exponer la religión revelada en coherencia con la filosofía, es decir, la fe en su conexión con la capacidad intelectiva del hombre. Pero, aún cuando el origen de toda verdad está en Dios, el hecho de suprimir cualquier indicio de causalidad en la persona, era re-legarla a la pura pasividad. El acto voluntario sería ilusorio. Todo ello debido, cla-ro está, al deficiente análisis que ofrecía su concepto de la percepción. Tampoco en el orden natural del percibir se puede aceptar que tengamos intuición de la Reali-dad divina. Además, su absoluta separación del alma y el cuerpo tenía como resul-tado que la interacción era inexplicablemente ficticia. Olvida que las criaturas son también causas principales, aunque segundas, respecto a Dios. El cardenal Zefe-rino hacía este juicio en su Historia de la filosofía: “Malebranche es un genio que tiene más de brillante que de sólido, así como tiene más de fecundo que de lógico y racional. La movilidad natural de su genio, unida al virus racionalista que bebió en la Filosofía cartesia-na, dio origen a sus grandes errores e ilusiones y le condujo más de una vez al borde del precipicio, del cual sólo le salvó la profesión de la fe católica”282.

LEIBNIZ, G. WILHELM (1646 – 1716)

Cincuenta años después del nacimiento

de Descartes, y dos todavía para poner fin a la Guerra de los treinta años, nace Gottfried Wilhelm Leibniz, en Leipzig, donde su padre era jurista y profesor de filosofía moral en la Uni-versidad. Muerto éste cuando el pequeño Leib-niz tenía únicamente 6 años, su educación quedó en manos de su madre, un tío y, según sus pala-bras, de sí mismo. Desde muy joven se inició en latín, lengua entonces internacional, y que utilizó prácticamente toda su vida; tampoco descuidó el griego. En 1661, comienza los estudios universi-tarios en Leipzig, especializándose en leyes, aunque mostrando gran interés por los estudios clásicos, la lógica y la filosofía escolástica sobre todo. Tuvo de profesor de filosofía antigua a Ja-cobo Thomasius, quien, comprendiendo las

281 Entretiens, VII, n. 14. 282 Hist. De la fil., 3, p. 258.

Fig. 49. Retrato de Gottfried

Wilhelm Leibniz.

231

grandes cualidades especulativas del joven Leibniz, procuró orientarle cuanto pu-do. Por este tiempo se interesó por la ciencia y la filosofía moderna, leyendo a Ba-con, Marsilio Ficino, Campanella, Descartes, Kepler, Galileo y otros representantes de la escena intelectual de entonces.

A los diecisiete años escribe su obra, De principio individui, señalando el

leitmotiv de toda su posterior labor filosófica, como era la defensa de lo individual frente al recelo y opacidad que había sumido a la filosofía de Spinoza. Con veinte años, y después de haber sido promovido al grado de Doctor Iuris, en Altdorf, se le ofrece una cátedra en la Universidad, si bien, renuncia a ella para entrar al servicio del príncipe elector de Maguncia, Juan Felipe Schönborn, lo que le vinculará a la vida cultural y política de su tiempo.

En 1672, a sus veintiséis años, se le envía a París con la misión diplomática

de ganarse a Luis XIV, proponiéndole que abandonara las guerras de Europa, que ocupase Egipto y consiguiera humillar a Turquía. Sin embargo, sus gestiones no lograron convencer al monarca, más bien al contrario, renovó la alianza con el tur-co e inició la invasión de Holanda.

Desde París, viaja a Inglaterra, donde establece contactos personales con

grandes pensadores y científicos de su tiempo. Conoce al químico Roberto Boyle, al botánico Ray y a los matemáticos Wren Pell. Aunque, por haber muerto su se-gundo protector, Juan Philipp, retorna a París. Se decidirá entonces a aprender el francés y, aun cuando no publicara obra alguna en este tiempo, fueron unos años de gran formación científica y filosófica. Se le recuerda por haber construido una máquina de calcular y, sobre todo, por su invención del cálculo infinitesimal, des-cubierto también de forma independiente por Newton. Por ese motivo, y a conse-cuencia de la prioridad de la invención, surgieron no pocos altercados, aunque, muy probablemente, los dos llegaran a un mismo resultado con procedimientos diferentes.

En 1676 viaja por Holanda, visitando, entre otras personalidades, a Spinoza,

y no mucho después, aunque en ese mismo año, figura como bibliotecario y conse-jero al servicio de la Corte de Hannover. Su producción literaria por este tiempo es muy fecunda, pues, además de sus tratados filosóficos (los más originales y fecun-dos), trabaja activamente en una historia de la casa de los güelfos, aunque sin dar ese toque último que hubiera deseado. Decir finalmente que en los últimos años de su vida las relaciones con la corte se fueron enfriando. De hecho, al morir en 1716, se encontraba prácticamente solo, dejando, eso sí, una obra extraordinariamente extensa, aunque dispersa y en tantos puntos inacabada. Fig. 49.

OBRAS

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La producción literaria de Leibniz fue muy extensa y variada: artículos aca-démicos, cartas, informes políticos, estudios filosóficos, etc. Escribió en tres idio-mas: latín, francés y alemán. Se suman a ello el gran número de fascículos - con frecuencia anónimos -, en nombre de la casa de Brunswick; conjunto que revela su gran formación cultural y académica; si bien, dejándose sentir una clara influencia de los escritores franceses. Sobre temas filosóficos, dos son los principales tratados: Nouveaux essais sur l’entendement humain y la Théodicée. El primero, en oposición al pensamiento de Locke, expresado en su obra, Essay Concerning Human Understan-ding, y, respecto a la Théodicée, es un planteamiento sobre el problema de la “justifi-cación” de Dios, intentando poner de manifiesto su bondad y omnipotencia ante los aconteceres mundanos y las acciones libres de los hombres. Importantes son también ciertos escritos más breves y concisos, sobre todo el Discours de métaphysi-que; los Principes de la nature et de la grâce fondés en raison, y más particularmente, la Monadologie, que redactó para el príncipe Eugenio de Saboya. En verdad, una sín-tesis de su pensamiento filosófico estructurando el universo de un modo formal y estrictamente lógico.

DINAMISMO DEL SER

El marco donde se mueve Leibniz es la amplia parcela cultivada por la filo-

sofía de Descartes y Spinoza. Pero, aun conociendo sus puntos de vista, dará un paso adelante tras la confrontación de uno y de otro. Para Descartes, por ejemplo, el mundo físico lo constituía algo persistente, consolidado, era pura extensión. Las ideas de energía y fuerza en los seres le eran ajenas por ser incapaces, entre otras cosas, de traducirse a conceptos de la geometría. El movimiento para él era cons-tante; había cambios, pero éstos eran sólo transiciones de un punto a otro. Leibniz, sin embargo, quiere poner de manifiesto que lo constante es la “fuerza viva”. Por lo tanto, el movimiento, lejos de ser un simple cambio de posición, era algo más, estaba producido por la fuerza dinámica del mismo ser, por un impulso interior, era ciertamente real. En consecuencia, la física, lejos de reducirse a la extensión, es aquí una física dinámica del ser. La esencia de los cuerpos no es la extensión, sino la fuerza, la vis.

Ante dicha perspectiva, es lógico que la idea de realidad y de sustancia sea

también diferente. En el análisis concluye que los elementos que forman los cuer-pos deben ser sustancias simples, sin partes, indivisibles e inalterables. En su ter-minología, son “mónadas”. Entrando a formar parte de los compuestos, son los elementos de todas las cosas. Llega a decir: “La mónada de que hablamos aquí no es otra cosa que una substancia simple, que forma parte de los compuestos; simple, es decir, sin partes”283. Por ser esto así, las mónadas no comienzan sino por creación y no acaban sino por aniquilamiento. Además, por ser simples, no pueden tampoco ser movidas ni alteradas por la acción de algo exterior a ellas. De igual modo, por no 283 Leibniz, G. W.: Monadología, 1.

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tener partes, son rigurosamente indivisibles; y no teniendo extensión, tampoco po-drán corromperse ni perecer por disgregación alguna. “Las mónadas no podrían co-menzar ni terminar de una vez, es decir, no podrían comenzar más que por creación, y ter-minar más que por aniquilación; por el contrario, aquello que está compuesto comienza y termina por partes”284.

Ahora bien, estas mónadas, aun en su simplicidad, tienen cualidades y son

distintas entre sí, lo que indica que los cambios no son sino el despliegue de sus posibilidades internas. Siendo puro dinamismo, la mónada es también representa-tiva, reproduce lo que es el universo; en su actividad lo está reflejando activamen-te. Como realidad simple e independiente, las mónadas son irreemplazables, cada una representa al universo con distintos grados de claridad. Se diría que su vida consiste en el despliegue interno de sus propias posibilidades. De hecho, su perfec-ción se mide por el grado de claridad con que realizan esa representación. Es lógi-co, por tanto, que exista una jerarquía en la actividad interna de las mismas y, por lo mismo, que haya una infinidad de grados en la formación de las mismas. Unas actúan al modo vegetal (con percepción confusa); otras son propias de los animales (con percepción consciente, pero no distinta); otras son capaces de reflexionar, co-mo lo hacen las almas de los hombres (con percepción consciente, clara y distinta), las que albergan la capacidad suficiente como para conocer las verdades eternas y necesarias; más aún, para salvar la distancia y la continuidad entre los seres de este mundo y el Creador, Leibniz nos habla de “espíritu puros” como intermediaros en-tre los hombres y la Divinidad. Nos dice: “Las almas en general son espejos vivientes o imágenes del universo de las criaturas, pero los Espíritus son, además, imágenes de la Di-vinidad misma, o del propio Autor de la naturaleza; capaces de conocer el Sistema del uni-verso y de imitar algo de él mediante muestras arquitectónicas, siendo cada Espíritu como una pequeña divinidad en su departamento”285.

Como estructura indicativa, la oposición al monismo de Spinoza no podía

ser más radical. Para Leibniz el universo es creado y, a su vez, constituido por un número infinito de sustancias. Su metafísica es pluralista y perspectivista. No to-das las mónadas son iguales; existe, como hemos visto, una jerarquía de las mis-mas. Los seres, por lo tanto, son distintos, tienen su propia representatividad como así nos lo justifica también la experiencia. Claro que, en su constitución, unas son formalmente simples, es decir, ausentes de partes, sin ventanas (las mónadas). Las otras, las que Leibniz llama sustancias compuestas no son sino añadidos o sumas de sustancias simples. Para él, cada porción de la materia es como un frondoso jar-dín de plantas o como un estanque lleno de peces, pero con la particularidad de que cada tallo de las plantas o cada miembro de los peces son a su vez el reflejo del jardín y del estanque. “Cada porción de la materia puede ser concebida como un jardín lleno de plantas; y como un estanque lleno de peces. Pero cada ramo de la planta, cada

284 Ibid. 6. 285 Ibid. 83. Teodicea, 147.

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miembro del animal, cada gota de sus humores es, a su vez, un jardín o un estanque seme-jante"286. Se trata, en realidad, de una fuerza representativa y apetitiva, es decir, de un impulso vivo y dinámico. Pero además, no habiendo mónadas inertes, es expli-cable que en su modo de comportamiento exista en todas ellas un grado más o menos consciente. La corporeidad se constituye por las mónadas de menor percep-ción representativa; otras, como el alma de los humanos, tienen conciencia y me-moria, aunque eso sí, merced siempre a la mónada de las monadas, a la mónada infinita y creadora que llamamos Dios.

EL MUNDO RECLAMA UN CREADOR

En la filosofía de Leibniz el papel de Dios es fundamental. Le considera la

Razón última de las cosas y la fuente inagotable de vida y de fecundidad. En el examen que hace a los argumentos clásicos sobre su existencia, los considera váli-dos, si bien cree que se pueden completar con ciertos añadidos. “Yo creo que todos los medios que se han empleado para probar la existencia de Dios son buenos y podrían va-ler si se los perfeccionara”287. Él cree complementarlos con cinco argumentos: el cos-mológico, el de las verdades eternas, el de la armonía preestablecida, el ontológico y el modal. Veamos:

1) Argumento “cosmológico”.

A partir del principio: “nada sucede sin razón suficiente”, Leibniz demuestra la

existencia de Dios mediante dos formulaciones que podríamos llamar, mecánicas y metafísicas. Mediante las primeras llega a la existencia de un Ser necesario tras aplicar el principio de “razón suficiente” al movimiento y al origen de los objetos materiales en el mundo físico. Fundamenta esta prueba el hecho de que todo lo que se mueve es movido por otro. Pero si todo el mundo físico se mueve, la causa de su movimiento habrá de buscarse fuera de sí, en algo extracorpóreo que dé sentido y sea fundamento de lo que se mueve. Su principio y razón de ser no puede ser otro sino Dios. Respecto a las entidades materiales, la demostración es similar: la razón suficiente no puede estar en ellas mismas, sino en una sustancia externa inmaterial, es decir, en Dios. “la razón última de las cosas debe estar en una substancia necesaria, en la cual el detalle de los cambios no esté sino eminentemente, como en su origen: y esto es lo que llamamos Dios”288. En cuanto a las formulaciones metafísicas, parte de la noción ontológica de contingencia, que, a su juicio, se trata de aquello que su negación no implica con-tradicción alguna, esto es, aquello que podría ser de otra manera sin que ello fuera incoherente y absurdo. Percibimos por ejemplo que en el mundo de la experiencia

286 Ibid. 67. 287 Nouveaux Essais, 4. 10, 7; Janet, I,400. 288 Mónad. 38.

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existen seres que bien podrían haber sido de otra manera, es decir, que no va im-plícita en ellos la causa de su propia existencia. Luego la razón de que esto sea así y no de otra forma se debe a la existencia de un Ser necesario que quiso que existiese este mundo y no otro de los posibles. El proceso es el siguiente: “Hay un hecho fun-damental: ¿Por qué existe algo, en lugar de nada?, porque la nada es más simple y fácil que el algo. Además, supuesto que debe existir algo, hay que poder dar razón de por qué debe existir así y no de otro modo. Ahora bien, esa razón suficiente de la existencia del universo no puede encontrarse en la serie de las cosas contingentes, sino que precisa que la razón su-ficiente, la que no necesita otra razón, se halle fuera de esa serie de las cosas contingentes y se encuentre en una sustancia que sea la causa de la serie, o que sea un ser necesario que lleve en sí mismo la razón de su existencia, pues de otro modo no habríamos llegado a una razón suficiente que pudiera ser término de todo. Y esa última razón de las cosas llámase Dios”289. 2) Argumento de las “verdades eternas”.

Lo que entiende Leibniz por verdades eternas o verdades de razón son las que caen dentro del campo de la matemática y la lógica: 2 + 2 = 4. El todo es mayor que la parte, etc. Por sí mismas tienen siempre validez objetiva, son irrefutables. Pero si se dice que son necesarias y eternas es porque no dependen de la existencia de ningún ser contingente. En cualquier dimensión, son verdades reales, no ficcio-nes de la mente. Al captarlas – llega a decir -, nos distinguimos de los animales; más aún, reflexionando sobre ellas nos revelan, no sólo la existencia de nuestro yo, sino del Ser donde esas ideas subsisten. Por sí mismas hablan de lo ilimitado, de lo absoluto, de Dios. Lo complementa del siguiente modo: siendo verdades necesa-rias y anteriores a la existencia de los seres contingentes, es necesario que estén fundadas en la existencia de una sustancia absoluta y necesaria, es decir, en Dios como realidad ilimitada y eterna. Nos dice: “También es verdad que en Dios radica no sólo el origen de las existencias, sino también el de las esencias, en tanto que reales, o de lo que de real hay en la posibilidad. Y esto es así porque el Entendimiento de Dios es la región de las verdades eternas, o de las ideas de que dependen, y que sin Él no habría nada real en las posibilidades, y no sólo nada de existente, sino tampoco nada de posible”290. En referencia al ser humano, concluye que siendo una sustancia inteligente, refleja también el motivo principal para que Dios llevase a término su obra creado-ra. Irradia, como un espejo, las perfecciones divinas. Por lo tanto, las almas inteli-gentes pueden ver reflejadas en ellas mismas, no sólo la grandeza de Dios, sino también su infinita bondad. Su grandeza, por la creación de sustancias inteligentes; su bondad porque en la acción divina consiguen, no sólo conocer las verdades eternas, sino también porque pueden dirigirse a Él manifestando su gloria por la inmensa perfección de crear el ser de las personas.

289 Principios, 7; Teod. I, 7; J. II, 87. 290 Monad. 43; Teod. 20.

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3) Argumento de la “armonía preestablecida”.

La prueba de la armonía preestablecida tuvo en Leibniz un significado muy

especial, él mismo llegó a creer que había sido desconocida hasta entonces. Sin embargo, aunque exista un algo de originalidad, en gran medida está tomado de la vieja prueba de la finalidad que Platón y otros seguidores suyos ya la tuvieron en cuenta. Diríamos que la novedad no está tanto en el punto de partida del argumen-to, como en el de su alcance y desarrollo. En efecto, Leibniz establece como princi-pio fundamental la incomunicabilidad de las mónadas. No existe una influencia de unas para con otras, ni tan siquiera el alma con las que componen su cuerpo. Aho-ra bien, si el universo es un compuesto de mónadas absolutamente cerradas - en palabras suyas -: “sin puertas ni ventanas”, ¿cómo explicar los cambios y la armo-nía que percibimos en el cosmos? Leibniz reconoce el problema y nos dice: “Ha-biendo establecido todo esto (teoría de las mónadas), creía arribar al puerto; pero cuando empecé a meditar sobre la unión del alma con el cuerpo, me vi como impelido en alta mar. Porque no encontraba ningún medio para explicar cómo el cuerpo transmite algo al alma o viceversa; ni cómo una sustancia puede comunicar con otra sustancia creada”291. Ante la dificultad, y no viendo solución ni en Descartes, ni en Spinoza ni tampoco en Malebranche, concluye que la avenencia de unas sustancias para con otras no pue-de deberse más que a la perfecta armonía instaurada en la creación. Explica así que ni los cuerpos influyen sobre las almas ni ninguna sustancia sobre las demás; la armonía de una mónada para con otra no es sino la consecuencia de su estado pre-cedente. “Y como todo estado presente de una sustancia simple es naturalmente una con-secuencia de su estado precedente, de este modo su presente está preñado del porvenir”292.

A tenor de este principio, Leibniz cree haber encontrado la prueba más ra-

zonable para explicar el orden y la coordinación de cualquier cambio. Todo está previamente convenido para que las sustancias se sincronicen y exista la mutua co-rrespondencia. “Las almas actúan según las leyes de las causas finales, por apeticiones, fines y medios. Los cuerpos actúan según las leyes de las causas eficientes o de los movi-mientos. Y los dos reinos, el de las causas eficientes y el de las causas finales son armónicos entre sí”293.

La consecuencia es clara: en razón de dar solución a esta avenencia y armo-nía en las mutaciones, a Leibniz le es imperioso recurrir a una causa de orden su-perior, infinitamente inteligente, una causa que llamamos Dios; causa Suprema que, al regirse por el dictamen de lo más perfecto, quiere decir que el mundo actual es el mejor de los posibles.

291 Nuevo sistema, 12. 292 Mónd. 22; Teod. 360. 293 Ibid. 79.

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4) Argumento “ontológico”.

Desde que en el siglo XI San Anselmo formulara este argumento, no pocos han sido los pensadores que lo han pretendido articular con más o menos matices. Leibniz, aun admirando la exposición primera, piensa que existe un vacío que se debe rellenar. Para él no es suficiente que tengamos la idea de perfección para que ésta exista, sino que hay que añadir que dicha realidad sea posible. Su razonamien-to es el siguiente: Si Dios (Ser perfecto) es posible, existe necesariamente. Claro que, para demostrar esta posibilidad, Leibniz argumenta que puesto que todas las perfecciones son compatibles (no existe una perfección que excluya a otra), el Ser perfecto es posible. Y si es perfecto, necesariamente debe contener la existencia. De hecho, sólo Dios, o Ser necesario, posee el privilegio de que, basta que sea posible, para que tenga que existir.

En vista de la originalidad, creemos oportuno consignarlo con sus propias

palabras: “Sólo Dios (o el Ser necesario) tiene este privilegio: que es preciso que exista si es posible. Y como nada puede oponerse a la posibilidad de lo que no tiene límites, ni negación, ni por consiguiente, contradicción, esto es suficiente para que conozcamos la existencia de Dios a priori”294. Cierto es también que si la esencia de Dios y la Suma Perfección son inseparables, se sigue que su esencia y su existencia también lo sean. “Es nece-sario que, si hay una realidad en las esencias o posibilidades (o bien en las verdades eter-nas), esta realidad esté fundamentada en algo existente y actual; y, por consecuencia, en la existencia del Ser necesario, en el cual la Esencia implica la Existencia”295.

5) Argumento “modal”.

Antes de exponer esta argumentación, convendría recordar que entre los es-

tudiosos de la obra de Leibniz hay dos grupos diferenciados respecto a esta prue-ba: los que piensan que este argumento se reduce al ontológico, como Parkinson, Jalabert o Henrich, y los que por el contrario, creen que es una nueva formulación, es el caso de Blumenfeld, Lomaski, Dumoncel y Auletta. Se trata, en realidad, de un argumento donde se prueba que sin el Ser perfecto sería imposible cualquier otro ser. El resumen podría ser el siguiente:

A) Si el Ser necesario no es posible, entonces ninguna existencia es

posible. B) Si el Ser necesario es posible, entonces existe. C) Si el Ser necesario no existe, entonces, nada existe. D) Pero algo existe, luego el Ser necesario existe.

294 Ibid. 45; Teod. 180-184, 185, 335,351,380. 295 Ibid. 44; Teod. 184-189, 335.

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ANÁLISIS CRÍTIO

En medio de las carencias inherentes al racionalismo, Leibniz es, sin duda

una figura sumamente interesante, sobre todo por su espíritu de querer conciliar las distintas opiniones. En principio, decir que, además de filósofo, ha sido uno de los grandes matemáticos de la historia; los adelantos físicos de su tiempo tampoco le eran desconocidos; fue también jurista, historiador y en no pocas ocasiones usó de la diplomacia. En el aspecto religioso, aun siendo protestante, se sentía muy próximo al catolicismo; bien es cierto que el alcance de su doctrina en este campo es un tanto difusa por no decir superficial; manifiesta un racionalismo y naturalis-mo religioso en el dogma; entre otras cosas no se percibe la distinción entre fe y ra-zón, tampoco está claro que admitiese la palabra revelada. Es cierto que consigue superar el mecanicismo cartesiano dando una interpretación finalista de la natura-leza, pero reducir la sustancia a “fuerza y actividad” es acceder a una noción rela-tivista del tiempo y del espacio. Por eso, más que considerar las cosas desde un án-gulo de lo material, fundamentalmente lo ve bajo el prisma del espíritu; se diría más bien que, su antagonismo con Descartes y Spinoza, le condujo a un panvita-lismo o, quizá mejor, a un enigmático panpsiquismo.

De otra parte, respecto a los conocimientos a priori y el consiguiente argu-

mento ontológico para probar la existencia de Dios, evidenciamos, como en otros autores, un notorio contrasentido: nunca el plano conceptual puede confundirse con lo verídico y palpable. En la crítica que le hizo Kant, la discrepancia era mani-fiesta; decía éste: una determinada cantidad de dinero sólo implica una cantidad posible, pero nada más. La existencia no es un predicado que pueda atribuirse a priori a ningún sujeto. Rechazaba todo apriorismo porque en ello se pretende de-ducir una existencia a partir de conceptos que son puramente de razón. También es difícil compaginar la determinación de una “armonía preestablecida” con el uso con-creto del libre albedrío. Por todo ello, concluimos con la respetada opinión de A. Weber: “Es fácil advertir el racionalismo a través de todos los poros de su ortodoxia. Si proclama el teísmo, es en nombre de la filosofía; si afirma lo sobrenatural, es en nombre de la razón y, en cierto modo, por racionalismo. Admite una trascendencia de Dios tan mitiga-da que la razón humana no tiene – según él -, por qué contradecirla… Es evidente que en el pensamiento de Leibniz el cristianismo se reduce a las mezquinas proporciones de un deís-mo, y la revelación queda limita a una simple sanción de los principios de la religión natu-ral”296.

296 Weber, A.: Histoire de la Philosophie europeenne. Paris, 1874, pág. 373.

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TEOLOGÍA EN LOS FORJADORES DEL RENACIMIENTO CIENTÍFICO

El avance de las ciencias no siempre ha seguido un desarrollo homogéneo y

proporcional con los acontecimientos históricos. En dicho transcurso han existido anticipaciones y retrocesos al compás de las circunstancias favorables o desfavora-bles. Cabe decir, no obstante, que los presocráticos fueron, no sólo los iniciadores de la “filosofía”, sino también los que respaldaron las primeras iniciativas en la búsqueda del arjé de la naturaleza, del principio de la fisis.

Sin embargo, no mucho después, Sócrates adoptaría una actitud más bien

escéptica ante aquellas soluciones elementales sobre la composición de los cuerpos, derivando hacia temas que consideraba superiores, como los postulados morales y políticos. Las soluciones de la filosofía de Platón, aun con un componente también político, fueron sobre todo orientadas hacia realidades trascendentes e ideales. En ese ámbito, la física era “no ciencia” por tratar de seres contingentes y circunstan-ciales. Lo que siempre existe – decía -, es la Idea; lo que cambia es el universo. Para él sólo existían conjeturas probables sobre la naturaleza. Sin embargo, la concep-ción de Aristóteles era diametralmente opuesta. La física era para él una verdadera ciencia dentro del propio campo experimental. Concebía a la naturaleza como un modo de ser de las cosas, con movimiento y reposo, con operatividad y desarrollo; de ahí sus estudios sobre botánica, biología, historia natural, etc., como indicativo

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para conocer mejor el mundo con sus múltiples realidades. Bien es verdad que en las últimas postrimerías del “helenismo” las tendencias eclécticas y escépticas fue-ron las que más vinieron a dominar.

Roma también descuidó un tanto las investigaciones físicas en pro de disci-

plinas como la retórica y los temas morales y jurídicos. Tampoco en la larga Edad Media puede hablarse de grandes aportaciones al respecto. Pues, aparte de la esti-ma por los libros clásicos y el interés por las traducciones, poco más podría añadir-se si exceptuamos la admiración por la “autoridad” clásica respecto a sus investi-gaciones. De hecho, Hipócrates y Galeno fueron las fuentes principales para los distintos diagnósticos en medicina; en astronomía, Ptolomeo; en geometría, Eucli-des.

Habrá que esperar hasta el siglo XIV para que se vislumbre el verdadero in-

terés por el conocimiento de las ciencias físicas. Parece que se inició en el ámbito “nominalista”, como sutilmente lo reseñó Pierre Duhem; concretamente en Padua. Allí estudiaron, entre otros amantes por lo experimental, Copérnico y Galileo, pu-diendo comprobar que, junto a las interminables discusiones de “realistas “ y “conceptualistas”, existía también en la Universidad un jardín botánico y un ele-mental observatorio astronómico; bien es cierto que, junto al aprecio por la autori-dad clásica y el embrionario interés por la observación directa de las cosas, se fue-ron introduciendo otras corrientes que pretendían explicar, a su modo, los fenó-menos ocultos de la naturaleza. Tenían gran influencia los alquimistas que, de una u otra forma, buscaban la piedra filosofal que pudiera convertir los metales en oro. Para otros, como los cabalistas, les era prioritario descifrar el Árbol de la Vida y fijar sobre todo el sentido de la Sagrada Escritura. También estaban los atomistas, los animistas y los cultivadores de la magia, todos ellos buscando conocer lo más re-cóndito de la filosofía natural.

Pero, junto a estos intentos más o menos especulativos y, en cualquier caso,

ilusorios, se iniciaba otra línea de pensamiento altamente científica respecto al mé-todo empírico. Se trataba, en verdad, de una auténtica ciencia positiva que combi-naba la observación con el cálculo y las leyes matemáticas. Fruto de ello fue el re-sultado de una física cuantitativa donde, marginando la especulación sobre las esencias, su objetivo se centraba en los fenómenos. El universo se concebía como un todo armónico regido por leyes inmutables y necesarias. En su búsqueda, esta nueva ciencia hará uso, tanto del método inductivo como del deductivo, aportan-do, mediante los símbolos matemáticos, la mejor explicación posible de los hechos, es decir, de los fenómenos como tales. Figuras señeras de este Renacimiento cientí-fico de los siglos XVI y XVII son, entre otros, Leonardo da Vinci, Copérnico, Brahe, Kepler, Galileo y Newton; todos ellos con sus propias ideas religiosas. Veamos:

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LEONARDO DA VINCI (1452 – 1519)

Hijo natural de la lugareña Caterina y de un rico notario florentino, Leonar-

do nació en el año 1452 en el pueblo toscano de Vinci. Se le considera uno de los grandes maestros del Renacimiento; famoso, como pintor genial, escultor, arquitec-to, ingeniero y científico. Sobre si se le puede considerar un filósofo o no, hay dis-paridad de criterios; lo que no cabe duda es que él abrigó opiniones que pueden considerarse como filosóficas. Las expresó en sus numerosos apuntes y cuadernos. Fig. 50.

Su concepción del mundo, por ejemplo, coincidía con la idea neoplatónica

de los florentinos. El universo, más que una máquina, era para él como un inmenso organismo animado por el espíritu cósmico, comparable a un animal viviente donde late dentro de sí un alma que vincula y relacio-na todas sus partes. Juzgaba al mismo tiempo que en la naturaleza existían unas leyes internas que manio-braban y dirigían los fenómenos. Hay un orden pres-crito que nos supera y nos es prácticamente imposible determinar. Nuestra experiencia es siempre limitada. Sin embargo, la investigación es necesaria, pues, tras esas leyes internas, se oculta también una especie de matemática real. La inducción y la deducción eran mé-todos adecuados para la investigación. De ahí su pro-funda curiosidad por descubrir los secretos que guar-daba la naturaleza, tanto en el campo de la física, de la botánica, de la geología, como de la mecánica y la pa-leontología. Por eso, cuando se observa la obra de Leonardo da Vinci en términos de cantidad, no es la pintura lo que destaca, sino los cientos de esquemas de ingeniería, de experiencias científicas y de inventos. Entre otras cosas, planeó construcciones hidráulicas, instrumentos para sumergirse bajo el mar, suspender-se en el aire o poder aprovechar la fuerza expansiva del vapor.

También las ideas religiosas incidieron en su acusada personalidad. De ahí

que, aun cuando el concepto suyo de Dios estuvo condicionado por una cultura ca-tólica, en modo alguno puede decirse de él que estuviera integrado dentro de las prácticas tradicionales del catolicismo: al contrario, criticaba la ilusa y fácil creduli-dad de los creyentes y la forma de comportarse y de actuar la jerarquía eclesiástica; claramente criticó por ejemplo la venta de las indulgencias. Más aún, no tuvo repa-ro en manifestar opiniones afines con algunos círculos intelectuales de su tiempo.

Fig. 50. Leonardo de Vinci.

Autorretrato hecho entre el

1512 y el 1515.

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Tengamos en cuenta que él muere dos años después de que Lutero colocase las 95 tesis en la puerta de Wittengerg en 1517. Además, sabiendo que su visión del mundo coincidía con el platonismo florentino, según el cual la belleza pertenecía a una esfera ideal, admitiríamos con el filósofo Giuseppe Fornari que la belleza artís-tica era el medio por el que Leonardo da Vinci se unía con Dios. Una Divinidad he-cha a su manera que se dejaba entrever en toda su obra artística. En la biografía que hizo Serge Bramly, escribe de él: “Creía en Dios…, aunque quizá no en un Dios muy cristiano… Descubría a Dios en la belleza milagrosa de la luz, en el armonioso movi-miento de los planetas, en la intrincada disposición de los músculos y los nervios en el inte-rior del cuerpo, y en la indescriptible obra maestra del alma humana. Leonardo no era un católico practicante - más bien practicaba a su modo -. Su arte sigue siendo esencialmente religioso hasta la médula. Incluso en sus trabajos profanos alababa la sublime obra creadora del Altísimo”.

Nada con esto tiene que ver la obra novelesca escrita por Dan Brawn y pu-

blicada por primera vez por Random House en el año 2003 con el título, El código Da Vinci. Por tergiversarse aquí problemas centrales del cristianismo y de la histo-ria de la Iglesia Católica con descripciones fantásticas y de ficción, el éxito publici-tario no se dejó esperar. Sin embargo, la conmoción provocada por las atrevidas si-tuaciones estaba más cerca del esoterismo que de la verdad que se pretendía ofre-cer, incluso los expertos en arte se han quejado de su vaga investigación; aunque acaso el ensueño y lo atrevido de las propuestas fuese lo que más contribuyó al éxi-to editorial. Lo cierto es que en su conjunto, no sólo se margina la realidad de los hechos, sino también la coherencia hacia la persona de Leonardo da Vinci.

NICOLÁS COPÉRNICO (1473 – 1543)

Polaco de nacimiento, Mikolaj Kopernik nace

en la ciudad de Thorn (hoy Torun) el 19 de febrero del 1473. Huérfano a los diez años, se hizo cargo de él su tío materno, el que fuera más tarde obispo de Warmia. De joven estudia humanidades en la Uni-versidad de Cracovia. Más tarde, en 1496, viaja a Ita-lia inscribiéndose, de 1496 – 1499, en la Universidad de Bolonia, donde estudió Derecho, Medicina y Filo-sofía; ayuda también aquí al astrónomo y matemáti-co Domenico de Novara, afín a las ideas neoplatóni-cas y crítico de la doctrina de Aristóteles. En 1501 vuelve a su patria donde es nombrado canónigo en la Catedral de Frauenburg. Pese a su cargo, retorna nuevamente a Italia, ahora a Padua con la intención

Fig. 51. Ilustración de Nicolás

Copérnico.

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de perfeccionarse en Derecho y Medicina. Haciendo una breve estancia en Ferrara, consigue allí el doctorado en Derecho Canónico. Ese mismo año regresa a su país, viviendo en el palacio episcopal e integrado como canónigo aunque sin órdenes sagradas. Fallecido el obispo en 1512, fija su residencia en Frauenburg, dedicándo-se, además de la administración de los bienes del Cabildo, a sus investigaciones as-tronómicas. Fig. 51.

Pero si Copérnico ha pasado a la Historia, es por lo que consideramos el

elemento clave de la ciencia moderna, es decir, por el giro que dio al cambiar el modelo geocéntrico por el heliocéntrico en el sistema astronómico. No sabemos propiamente cuándo empezó a gestar la idea de poner el sol, y no la tierra, como el centro del universo. Aunque tampoco era una idea desconocida. Había sido ya propuesta por algunos filósofos de la Grecia clásica. Hasta donde se sabe, fue con-cebida por primera vez por Aristarco de Samos (310-230 a. C.), aunque ahora se presentaba de forma científica. Claro que a la hora de demostrar esta radical ruptu-ra ante un público mayoritariamente confuso por la novedad, le hizo temer su pu-blicación. Se oponían evidentemente, los partidarios de las observaciones desde la tierra y del movimiento aparente de los astros, esto es, la astronomía tradicional avalada por la autoridad de Ptolomeo y la física de Aristóteles que situaba el ele-mento más pesado, la tierra, en el centro del universo.

Sin embargo, aparte de las observaciones que él no lograba encajar en el sis-

tema de Ptolomeo, le impulsó al cambio sobre todo el principio de sencillez. En efecto, frente a la complicada astronomía geocéntrica, Copérnico encontraba una distribución más sencilla de las órbitas de los planetas y de las leyes que deben re-gir la naturaleza. Escribía: “Habiendo reparado en todos estos defectos (del sistema de Ptolomeo), me preguntaba a menudo si sería posible hallar un sistema de círculos más ra-cional”.

La coherencia la veía poniendo al sol en medio del sistema planetario con su

enorme masa, mayor que la de todos los planetas juntos. Giran en torno a él des-cribiendo órbitas circulares, Mercurio, Venus, la Tierra y la Luna, Marte, Júpiter y Saturno. Las estrellas, que permanecen fijas, están muchísimo más alejadas que el sol. Opinaba también que la tierra tenía tres movimientos: la rotación diaria, la re-volución anual, y la inclinación anual de su eje. En referencia al sol, estas son sus palabras: “En medio de todo reside el sol. ¿Quién podría colocar esta lámpara en otro lugar mejor, en este bellísimo templo, para que pudiera iluminarlo por completo? Así, pues, con razón unos lo llaman lámpara; otros, mente; otros, rector del mundo; Trismegisto, dios vi-sible; Electra, en Sófocles, el que todo lo ve. De este modo, residiendo como en un solio real, el sol gobierna el cerco de plata de la familia de los astros”297.

Pero, como ya se ha dicho, aun cuando Copérnico había puesto por escrito

297 Ptolomeo: De revol. I, 5.

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todos sus trabajos, temía presentarlos al público por temor a la dura crítica que le vendría de los partidarios de la física aristotélica y de los teólogos tradicionales principalmente. Fue Rheticus - aunque con permiso del propio Copérnico -, quien editara, en 1540, un resumen con el título Narratio prima; y más tarde, en 1543, es-tando ya Copérnico enfermo de muerte, es cuando el protestante Andreas Osian-der, publica la obra completa con el título “De Revolutionibus Orbium Coelestium”. El texto llevaba un prefacio escrito por el mismo Osiander - aunque sin firmarlo -, donde proponía dicho tratado como especulación hipotética. Alegato, por otra par-te, no compartido por Copérnico que lo tenía como real. El escrito llevaba también una dedicatoria al Papa Pablo III, haciéndole saber las contrariedades y malenten-didos que podía provocar dicha exposición. Su finalidad, sin embargo, era otra: se trataba de la búsqueda de la verdad en todas sus dimensiones; en cuanto lo permi-tía Dios y lo alcanzaba la razón humana. Concluía: “Tan admirable es esa divina obra del Óptimo y Máximo Hacedor”. Por eso, a vista de las veces que habla de Dios en la obra, deducimos que él siempre abrigó la convicción de que su sistema en modo alguno estaba en conflicto con el Creador de la Biblia, al contrario, más que la con-frontación, su perspectiva era verlo como fe renovada de una misma y eterna Ver-dad.

TYCHO BRAHE (1546 – 1601)

Hijo de un alto consejero estatal, Tycho Brahe nace en Knudstrun, Scania, en

aquel entonces perteneciente al reino de Dinamarca. Creció sin embargo al lado de su tío, un hermano del padre. Durante tres años estudia ciencias humanas en la Universidad de Copenhague, pero pronto decide trasla-darse al extranjero. Primero a Leipzig, donde, accediendo a los deseos del tío, estudia jurisprudencia. Pero, su ten-dencia a la observación de los astros, hizo que buscara otros lugares donde perfeccionar sus estudios. Residió en Wittenberg, Rostock y Habsburgo, interesándose, no solo por la astronomía, sino también por astrología, la alqui-mia y la química. Investigó por ello el alcance y las de-ducciones que ofrecía la doctrina de Paracelso.

Tras su retorno a Copenhague, y después de haber

publicado un folleto con sus detalladas observaciones de una estrella supernova, que él llamó Stella Nova, su fama como investigador y como astrónomo fue unánimemente reconocida, tanto es así que el rey Federico II optó por concederle de por vida, no sólo la isla de Hyen, en el es-trecho del Sund, sino también los medios necesarios para que pudiera construir los

Fig. 52. Ilustración de Tycho Brahe.

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edificios apropiados para sus investigaciones. Construyó primero el castillo de Uraniborg, al que equipó, además de un

observatorio, de todo tipo de instrumentos que favorecieran sus observaciones ce-lestes. Más tarde, viendo que dicha residencia era insuficiente para albergar todo su inmenso material, construyó otro fortín contiguo al primero llamado Stier-neborg. Sin embargo, tras la muerte del rey Federico II, en 1588, comenzaron a sur-girle no pocos problemas, viéndose obligado, en 1597, a abandonar Dinamarca. Después de una estancia en Hamburgo, se dirige a Praga, instalándose en el cer-cano castillo de Benatky, gracias al favor de Rodolfo II que compartía con Tycho la creencia en los sueños astrológicos. Le nombró matemático de la corte. En 1600, el todavía joven J. Kepler, aceptó la oferta del propio Tycho para ser su colaborador. Fruto de este compromiso fue el intento de ir completando un nuevo conjunto de tablas astronómicas. Pero Brahe muere pronto, al año siguiente; dejando todos sus apuntes a Kepler que de seguro sirvieron de base para completar con los años su propia obra. Fig. 52.

Como valoración general, diríamos que Brahe es una figura de transición. Pues, aun sintiéndose atraído por el sistema de Copérnico - debido al ambiente y contexto que le tocó vivir -, ni admitió enteramente el modelo heliocéntrico, ni tampoco las soluciones de Ptolomeo. El suyo fue un compromiso entre uno y otro. Suponía que la Tierra se hallaba inmóvil y que el sol y los cinco planetas entonces conocidos giraban alrededor de la tierra. De este modo, su propuesta que se ha dado en llamar “sistema ticónico”, pretendía resolver, no sólo los movimientos fi-gurados de los cuerpos celestes, sino también conformarlos con las expresiones de la Biblia. Dicho de otro modo: los cinco planetas giran en torno del sol y éste, a su vez, circula en un año dando la vuelta a la tierra.

Pero la visión de Brahe de la realidad contenía también un contenido reli-

gioso. El universo para él era sobre todo una creación de Dios, aunque como tal, su naturaleza y las últimas causas que lo forman serán siempre inaccesibles para nuestra capacidad como humanos. Considera que la creación en sí es un prodigio y una totalidad plena de sentido. Por eso, observar e investigar los fenómenos astra-les ha de ser algo obligado si queremos vislumbrar el orden y la armonía de los mismos. Más aún, podremos obtener conclusiones lógicas y de método por tratarse de manifestaciones en todo punto físicas. En su conjunto, tanto las estrellas, como los planetas, nos revelan que, por encima de lo puramente material, está su condi-ción de ser verdaderas divisas de lo transcendente, es decir, son reales signos de Dios. Para él, su presencia se hace accesible, no sólo a través de la palabra revelada, sino también por las múltiples manifestaciones de su obra. En el fondo, esa era su religiosidad. Creía que la mejor forma para llegar Dios era conocer sus obras, co-nocer el cosmos en su auténtica globalidad.

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JUAN KEPLER (1571 – 1630)

Descendiente de una familia luterana, Johannes Kepler nació en la ciudad

de Weil der Stadt el año 1571, en el ducado alemán de Wurtemberg. De naturale-za endeble y enfermiza, se vio aquejado por distintas dolencias, la viruela por ejemplo, le afectó severamente la vista. Sin embargo, ya en la adolescencia empezó a revelar grandes dotes para las matemáticas. En 1584 ingresa en el Seminario pro-testante de Adelberg y, dos años más tarde, en el Seminario Mayor de Maulbronn. Obtiene aquí su diplomatura, permitiéndole inscribirse en la Universidad de Tu-binga donde va a tener como profesor a Maestlin, un seguidor de la teoría helio-céntrica de Copérnico.

Terminados sus estudios, marcha a Graz, en Austria, donde ejerce la docen-

cia en la Universidad, impartiendo Aritmética, Geometría y Retórica, aunque aprovechando su tiempo libre para observar y perfec-cionarse en la Astronomía. En 1597 publica su prime-ra obra: Mysterium Cosmographicum, donde se adhiere plenamente al copernicanismo. Entendía por entonces que las órbitas planetarias eran circulares. Sin embar-go, por motivos político-religiosos acaecidos en la propia Austria, se verá obligado a exiliarse en 1600 a la ciudad de Praga donde es invitado a colaborar con Tycho Brahe, una vez que éste ya conocía sus publica-ciones. Tras la muerte de Brahe ocurrida al año si-guiente, Kepler lo sustituye como matemático imperial de Rodolfo II, continuando la tarea de observación y de análisis. Llegó a entender que siendo el sol el agen-te que ejercía la fuerza para que girasen los planetas a su alrededor, era obvio que al aumentar la distancia entre uno de estos planetas y el sol, la velocidad de su desplazamiento debería disminuir. Observación, por otro lado, que le condujo a rechazar la clásica concep-ción de las órbitas circulares.

Nueve años después de su encuentro con Brahe, publica la obra Astronomia

Nova, donde formula dos de sus tres famosas “leyes del movimiento de los planetas”. Eran las siguientes: 1ª) El camino recorrido por un planeta es una elipse, uno de cuyos centros es el sol. 2ª) En el movimiento alrededor del sol, el radio vector de un planeta cubre superficies iguales en tiempos iguales. La tercera la expone en Harmonices mundi, en el 1619. Dice así: Los cuadrados de los tiempos en el recorrido de los planetas se relacionan entre sí como los cubos de sus distancias medias respecto del sol.

Fig. 53. Retrato de Kepler

de pintor desconocido (hacia

el 1610).

248

Kepler muere en Ratisbona (Alemana), en un viaje con su familia cuando se dirigía a Sagan. Tenía 59 años. Fig. 53.

De su vida religiosa es sabido que fue un sincero y fervoroso protestante.

Por tal motivo, nada tiene de extraño que desde un primer momento deseara com-patibilizar su concepción astronómica con las Sagradas Escrituras. Aún más, con-cebía su trabajo como una especie de sacerdocio cuya plenitud era la de contem-plar la grandiosidad de Dios mediante el reconocimiento de la maravillosa obra salida de sus manos como era la creación. Cierto que su vehemente espíritu por ahondar en este misterio le llevó en ocasiones a mezclar sus agudas observaciones astrales con tendencias de tipo platónico e incluso místico. Llegaba por ejemplo a entender que la causa del movimiento de los planetas era porque los movía su propia alma. Aún más, puede suponerse que hay un alma única del mundo, que reside en el sol como principio y motor de todo cuanto le circunda. Consideraba que el sol era el centro del universo, la imagen de Dios que da la luz, el calor y la vida.

De hecho, sus reflexiones sobre las leyes que regían el cosmos eran siempre

vistas al trasluz de una óptica religiosa. En su obra Harmonices Mundi podemos leer: “Hasta aquí he proclamado la obra de Dios creador. Ahora hay que dejar la mesa de las demostraciones para elevar al cielo ojos y manos; para, piadoso y suplicante, rezar al Padre de la luz, a ti que enciendes en nosotros el deseo de la luz y la gracia a fin de conducirnos por ellas a la luz de la gloria, y te doy gracias, Señor Creador”. Sintomático es también el epitafio que deseó se grabase en la lápida de su tumba. Dice así: “Medí los cielos, y ahora las sombras mido. En el cielo brilló el espíritu. En la tierra descansa el cuerpo”.

GALILEO GALILEI (1564 – 1642)

Hijo mayor de siete hermanos, Galileo nació en Pisa (Ducado de la Toscana).

Diez años después, en 1574, la familia se traslada a Florencia donde Galileo, ado-lescente aún, fue enviado al monasterio de Santa María de Vallombrosa, quizá aceptando vivir por algún tiempo como novicio. Sin embargo, no conforme el pa-dre con dicha opción, hizo que saliera para inscribirle en medicina y filosofía en la Universidad de Pisa.

Cuatro años más tarde se inclinará por las matemáticas, por lo que, dejando

la medicina, vuelve a Florencia en 1585 donde trabaja en varios objetivos relacio-nados con la mecánica. Su capacidad inventiva hizo que al año siguiente constru-yera la bilancetta o balanza hidrostática. En 1589 consigue una plaza para enseñar en el Estudio de Pisa. Entre otras materias, enseña aquí el movimiento de los cuer-pos, y, si es verdad que su exposición académica estaba todavía dentro de los cá-

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nones de la mecánica medieval, no oculta su oposición a las soluciones aristotéli-cas. Acentuará esta crítica en la carta que escribió a J. Mazzoni el 30 de mayo de 1597, adhiriéndose planamente a la teoría copernicana.

En su estudio e investigación va a utilizar el catalejo, recientemente descu-

bierto en Holanda, y que él lo convierte en el primer, aunque rudimentario teles-copio. Las observaciones sin embargo serán en todo punto sorprendentes: descu-bre los cuatro satélites de Júpiter, las fases de Marte y de Venus, las montañas de la luna, las manchas del sol y, borrosamente, los anillos de Saturno. Galileo publica estos hallazgos en su primera obra, Sidereus nuncius, lo que le acreditará ser uno de los más grandes astrónomos de su tiempo. Y lo que es más: las mencionadas ob-servaciones corroboraban la convicción de que el sistema copernicano era verdade-ro. Incluso afirmando como objetivas las manchas solares y los repliegues de la lu-na, se estaba dando a entender que la composición material de los mismos era si-milar a la de la tierra. Un supuesto que evidenciaba lógicamente la más radical oposición hacia los defensores de las teorías aristotélicas. Consciente de ello, escri-bió una carta el 12 de mayo de 1612 al conde de Cesi; le decía: “Presumo que estos descubrimientos serán los funerales, o más bien, el fin y el juicio final de la seudo-filosofía, habiendo dado señales el sol y la luna. ¡Qué cosas van a decir los peripatéticos para defender la incorruptibilidad de los cielos!

Pero si la publicación del Sidereus nuncius

tuvo una gran acogida en el círculo científico, no olvidemos que ese mismo año, 1610, corría igualmente, aunque en forma manuscrita, un tra-tado de Ludovico delle Colombe con el título, Trattato contra il moto della terra (Tratado contra el movimiento de la tierra), donde se calificaba al sistema copernicano como erróneo en filosofía y sospechoso en teología por oponerse al sentido li-teral de la Biblia. Se impugnaba también a Gali-leo.

En este clima tenso de unos para con otros,

tuvo un gran eco la intervención del benedictino P. Castelli en una cena que se convocó en el pala-cio de Cristina de Lorena, gran duquesa de Tos-cana, en 1613. Fue la anfitriona la que sacó a cola-ción el tema de si la exposición de Copérnico era o no contraria a las Escrituras. Tras las distintas intervenciones, ella, que no había quedado satisfecha con la argumentación del P. Castelli defendiendo la ortodoxia de la postura copernicana, pide la opinión del mismo Galileo, el cual contesta con una carta ya famosa, conocida como “Carta a Castelli” en la que, además de defen-

Fig. 54.Galileo Galilei, por Otta-

vio Leoni (1624)

250

der a Copérnico, ofrece una serie de argumentos para saber cómo deben interpre-tarse algunos textos de la Biblia cuando éstos se refieren a fenómenos de la natura-leza. Explicaciones, por otro lado, interesantes para conocer su fe en Dios y la for-ma de entender el mundo y las leyes del universo.

Como línea general, diríamos que interpreta dichos textos en un sentido

más bien acomodaticio, es decir, adecuados al lenguaje y las personas a las que se dirige. Así, cuando se habla por ejemplo de la estabilidad de la tierra o del movi-miento del sol no deben buscarse en ellos principios de astronomía, sino formas simples de hablar para comprender y revelar la grandeza de Dios. Citando al car-denal Baronio, dice: “La intención del Espíritu Santo era enseñarnos cómo se va al cielo, no cómo va el cielo”. También en la carta al mencionado P. Castelli, en referencia al caso de Josué (Js 10,12.13), comenta que la Biblia se expresa según el contexto y el sentido vulgar que la gente da a las cosas. Es muy normal que hablemos del mo-vimiento del sol, de su salida y de su ocaso.

Pero todo cambió cuando el dominico, P. Lorini denuncia a la Sagrada Con-

gregación del Índice la carta de Galileo al P. Castelli en febrero de 1615. Su inciden-cia fue tal, que al año siguiente se designa una comisión de seis teólogos para exa-minar principalmente dos proposiciones de Galileo: 1ª) “Que el Sol está en el centro del universo”, y, 2ª) “Que la tierra no está en el centro y se mueve alrededor del Sol”. Di-cha comisión, en menos de 4 días, y en la que no había ningún astrónomo, dicta-minó que la primera proposición era falsa y absurda en filosofía y formalmente he-rética. Respecto a la segunda, la calificación era la misma en el ámbito filosófico y, teológicamente, errónea en la fe.

Al conocer el resultado, Galileo, previendo lamentables consecuencias,

prometió de palabra no enseñar el sistema de Copérnico ni mantenerlo. De este modo, él, que había viajado a Roma para exponer sus puntos de vista, vuelve a Florencia donde continuará con sus investigaciones, si bien, y a pesar de lo suce-dido, con la esperanza de que un día pudiera levantarse la prohibición y tener nueva oportunidad para enseñar lo que le habían denegado.

Con la elección del nuevo papa, Urbano VIII, Galileo, que previamente ha-

bía tenido buenas relaciones con él, creyó que en su pontificado llegaría por fin el momento para que la Iglesia pudiera reconocer los resultados de la nueva ciencia. En espera de esa apertura, trabajó durante varios años en una obra comparativa sobre los dos grandes sistemas: el de Ptolomeo y el de Copérnico. La obra se publi-có en 1632 con el título, Dialogo sopra i due massimi sistemi del mondo. Pero los aseso-res del papa, que en su gran mayoría no secundaban las ideas de Galileo y creían al mismo tiempo que había desobedecido la orden dada en 1616, hicieron que Ur-bano VIII reaccionase de forma negativa contra el que había tenido como amigo. Hasta tal punto llegaron a complicarse las cosas que el inquisidor de Florencia lla-

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ma a Galileo para comunicarle su procesamiento. Recibe también la orden de pre-sentarse en Roma, donde llegó el 13 de febrero 1633. El proceso duró varios meses, hasta el 22 de Junio que se dicta la condena. Compareció en la sala capitular de Santa María sopra Minerva. Después del dictamen, él, estando de rodillas, lee públicamente su abjuración. La Condena, que obligaba a la prisión, fue conmuta-da ese mismo día por el papa. Galileo se retira a Siena, y más tarde, a su villa (Il Gioiello), cerca de Florencia donde pasó sus últimos años con el mismo afán inves-tigador de siempre. En 1638 publica su gran obra de mecánica, Discorsi intorno à due nuove scienze (Discurso sobre las dos nuevas ciencias). Muere en Arcetri el 8 de enero de 1642. Fig. 54.

De su profunda fe como cristiano, nadie lo pone en duda. Hablaríamos más

bien de una forma nueva de interpretar el fenómeno religioso. La carta que escribe a Cristina de Lorena refleja un ferviente deseo de que la Iglesia pudiera entender el bien que reportaría a todo el cristianismo el reconocimiento de la nueva astrono-mía. Se llegaría a poder descifrar mejor lo que él llamaba el “libro de la naturaleza”. Decía: “La grandeza de Dios se descubre y se lee en el libro abierto del cielo”. Por eso, aun siendo en todo punto lamentable el proceso de Galileo, es a su vez comprensible si lo encuadramos en el contexto histórico. Quizá se fue más lejos de lo que se debiera en sus ataques a la jerarquía católica.

Pensamos, en principio, que no es correcto enfrentar a Galileo, por una par-

te, y a la Iglesia por otra; tampoco entre la Iglesia y la ciencia moderna, sino la for-ma clásica de interpretar que admitían prácticamente todas las universidades (sal-vando las apariencias de los fenómenos y la forma acomodaticia de las Escrituras), y la de una pequeña minoría que abogaba por las observaciones de la nueva cien-cia. En realidad, la Iglesia no prohibió defender el sistema heliocéntrico como hipó-tesis, sino como doctrina cierta, sobre todo cuando se hacían algunas interrogantes que por entonces ni el propio Galileo podía contestar. Muy probablemente, si hu-biera puesto como hipótesis el heliocentrismo, acaso no se hubiese llegado a la condena. En sí, todo ello podría considerarse como un choque histórico inevitable. Los teólogos consultados, dejándose influir por la convicción milenaria del sistema aristotélico-ptolemaico que era el que mejor respondía a la letra de los textos bíbli-cos, llegaron a la razonable, aunque equívoca certidumbre, de que el heliocentris-mo sería un peligro para la fe. Los otros, por el contrario, y Galileo en particular, no lo creían así. Por eso, aun después de la condena, escribía convencido en una de sus cartas: “No hay nadie que haya hablado con más fervor y devoción por la Iglesia que yo”.

ISAAC NEWTON (1642 – 1727)

252

El año en que muere Galileo, nace Isaac Newton (1642), en el pueblecito de Woolsthorpe, a unos kilómetros al sur de Grantham, en el Lincolnshire. No llegó a conocer a su padre que había muerto apenas dos meses antes de venir él al mundo. Nació prematuramente y, como era explicable, con una constitución delicada. Cuando su madre se volvió a casar, fue a vivir con la abuela, permaneciendo en su casa hasta la muerte del padrastro en 1653. Iniciada su adolescencia, el reverendo William Ayscough, convence a la madre para que le enviase a estudiar a Cambrid-ge en lugar de dejarlo en la granja familiar. De este modo, a sus dieciocho años cursa estudios en el Trinity College de Cambridge. No es que destacara allí como alumno aventajado, pero sí lo suficiente como para asimilar los conocimientos y principios renovadores de Descartes, Kepler y Galileo, entre otros.

Terminados los estudios como bachiller, se ve

obligado a retornar a su domicilio por causa de una epidemia de peste bubónica que obligó, provisional-mente, a cerrar la Universidad. Lo que no obsta para que en los años 1665-1666 lleve a cabo una serie de descubrimientos en todo punto sorprendentes que más tarde daría a conocer. Entre otras cosas, construye un telescopio de reflexión, desarrolla el Cálculo y sien-ta las bases de lo que sería su teoría sobre la Gravita-ción. También en los estudios de óptica deduce que la luz del sol es una mezcla de rayos de distintos colores, mostrándolo al hacer pasar la luz solar a través de un prisma.

En 1667 vuelve a Cambridge donde es elegido

miembro (Fellow) del Trinity College, y dos años más tarde, tras renunciar el profesor Barrow a su cátedra de matemáticas, le sucede Newton hasta 1696. Su la-bor científica en este tiempo fue inmensa. Trabajó en diversas áreas como la ter-modinámica y la acústica, aunque su lugar en la historia de la ciencia se debe a su refundación de la mecánica. En su obra principal, Philosophiae naturalis principia mathematica (Principios matemáticos de la filosofía natural), formula tres leyes fun-damentales del movimiento: 1ª) Ley de la inercia, cuyo extracto es el siguiente: “todo cuerpo permanece en su estado de reposo o movimiento uniforme y rectilí-neo a no ser que sea obligado a cambiar su estado por fuerzas impresas sobre él”. 2ª) Ley de la dinámica, según la cual, la aceleración que experimenta un cuerpo es igual a la fuerza ejercida sobre él dividida por su masa. 3ª) Ley de acción y reac-

ción, considerando que en cada fuerza o acción ejercida sobre un cuerpo, existe una reacción igual de sentido contrario.

De estas tres leyes deduce una cuarta que es, sin lugar a duda, la más uni-

Fig. 55. Retrato de Isaac New-

ton por Geoffrey Kneller

(1702).

253

versalmente conocida: la ley de la gravedad, estableciendo que la fuerza que ejerce una partícula puntual con masa (m1) sobre otra con masa (m2) es directamente proporcional al producto de las masas, e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que las separa. Descubrió que la fuerza de atracción entre la Tierra y la Luna era directamente proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que las separa.

En otro orden de cosas, muy significativo fue también en su vida el modo de defender los derechos de la Universidad de Cambridge contra el impopular rey Ja-cobo II, lo que le valió conseguir un escaño en el Parlamento en 1689; compromiso, por otra parte, que tampoco fue gran obstáculo para que prosiguiera con sus traba-jos de investigación. Años más tarde, en 1696, le persuaden para que acepte poner-se al frente de la Casa de la Moneda, creyendo encontrar en él un administrador diligente y honrado. En 1703 es elegido presidente de la Royal Society, y no mucho después, “caballero” por la reina Ana. Sin embargo, los últimos años de su vida se vieron ensombrecidos por agudas depresiones, debidas sobre todo a las mordaces controversias que tuvo que afrontar. Se habla de cartas anónimas y de no pocas acusaciones de plagio, como las habidas sobre el cálculo infinitesimal con Leibniz. Fallece tras larga enfermedad el 20 de marzo de 1727. Es enterrado en la abadía de Westminster junto a las grandes personalidades de Inglaterra. Fig. 55.

Como hombre religioso fue profundamente creyente, llegando a escribir in-cluso más de temas teológicos que de los estrictamente científicos. Comentó el libro de Daniel y el Apocalipsis. Más aún, intentó formular una prueba convincente de la existencia de Dios partiendo de la armonía y las leyes internas que rigen el univer-so. La perfecta coordinación de las mismas era motivo suficiente para que poda-mos hablar de una causa inteligente que, además de dirigirlo todo, lo conserve. Admirando la belleza que irradia el firmamento, escribía: “¿De dónde proviene este esplendor que brilla en el cosmos? ¿Con qué fin han sido creados los cometas? ¿De dónde proviene que el movimiento de los planetas tenga lugar siempre en el mismo sentido? ¿Qué es lo que impide a las estrellas fijas precipitarse unas sobre otras? ¿Cómo han sido formados de una manera tan artificiosa los cuerpos de los animales?”298. Preguntas plenas de sen-tido religioso y de sincera admiración. Ese orden debe ser puesto por alguna causa primera. Que ello siga y de modo uniforme, debe ser por alguien que sea provi-dente. En la referencia que hace a ese Ser en los “Principios matemáticos de la filosofía natural”, nos dice: “Este bellísimo sistema del sol, los planetas y cometas, sólo podría pro-ceder del consejo y domino de un Ser inteligente y poderoso… El Dios Supremo es un Ser eterno, infinito, absolutamente perfecto”. De este modo, el origen y la conservación del universo demandan un Ser absoluto y en todo momento providente. Es la Realidad misma de Dios, que sin poder conocer su esencia, sí llegamos a Él por sus

298 Newton, I: Principios Matemáticos de la Filosofía Natural, III, 31 y 38.

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atributos, es decir, por la armonía universal que nos ofrecen todas sus cosas. En consecuencia, es un Ser viviente, eterno, infinito, omnisciente y omnipotente.

De otra parte, la acción de Dios guarda analogía con las leyes de la naturale-

za; razón por la que, mediante su ubicuidad, él se halla presente en todos los luga-res; por el tiempo, en todos y cada uno de los instantes, es decir, siempre. Concibe un doble espacio: el relativo y el absoluto, aunque ejerciendo en ambos su poder y su providencia. Sin identificarse con Dios ni ser atributo divino, el espacio es el medio por el cual se manifiesta en el mundo. En la cuestión 28 de su Óptica, New-ton escribe de este medio como si de un sensorio divino se tratara. “Dios ve íntima-mente las cosas mismas en el espacio infinito, como si fuera en su sensorio”. Acaso pueda extrañarnos esta forma de decir y expresar su punto de vista, pero lo que no ofrece duda es su profunda inquietud religiosa ante la visión que le fue desvelando la fia-bilidad de la nueva ciencia.

255

256

EMPIRISMO INGLÉS

A lo largo de la historia han existido distintas nociones sobre el concepto de experiencia y, como derivado, del “empirismo”. De este modo, puede muy bien hablarse de la filosofía de Aristóteles como más empirista que la expuesta por su maestro Platón; también la de los atomistas como más empírica que la de los pita-góricos. Sin embargo el empirismo al que aquí nos referimos es al clásico, esto es, el que se desarrolla en las Islas Británicas en el siglo XVIII. No sería incorrecto si dijé-semos que es una reacción contra el racionalismo del siglo XVII. De hecho, la base se cimenta al proponer el dato experimental como el origen que da valor a nuestros conocimientos. Rechaza por lo tanto cualquier idea apriorística o innata del racio-nalismo precedente; no admite tampoco la intuición intelectual; la mente es como un papel en blanco donde se van escribiendo los informes sellados por la experien-cia. Debido a la importancia que tuvieron las concepciones, tanto de George Berke-ley como las de David Hume en el problema que venimos tratando, intentaremos hacer un sucinto estudio de ambos.

GEORGE BERKELEY (1685 -1753)

Nació Berkeley en Dysert Castle, al sur de Irlanda, de una familia protestan-

te de origen inglés. Su primera educación académica la recibe en el Kilkenny Co-llege, pasando más tarde al Trinity College de Dublín donde acabó sus estudios en 1707. Allí obtiene el título de profesor, impartiendo clases de griego, hebreo y

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teología, alternando estas materias con la lectura de renombrados pensadores, co-mo Bacon, Descartes, Malebranche, Newton y, sobre todo, Locke, su autor preferi-do.

La perspectiva filosófica puede apreciarse ya en el cuaderno de notas que

escribió entre el 1706 – 1707 donde, afectado por las críticas mordaces de materia-listas y ateos hacia el cristianismo, Berkeley llegó a pensar que en gran parte, ello se debía a la creencia escolástica de la sustancia material. Creía que si se eliminase de golpe dicha sustancia, las invectivas y ataques carecerían de sentido. De todos modos, su primera publicación fueron dos ensayos relativos a las matemáticas: Arithmetica absque Algebra aut Euclide demostrata y Miscelanea matemática, y con una incidencia mayor, el “Ensayo hacia una nueva teoría de la visión”, del año 1709, donde investiga la base de nuestros juicios sobre la distancia y la posición de los objetos, presintiéndose ya un evidente inmaterialismo que expondrá un año después en su

obra más importante: “Tratado sobre los principios del co-nocimiento humano”. Examina aquí las principales causas de los errores de las ciencias, del escepticismo, la irreli-giosidad y el ateísmo; aunque, viendo la poca acogida que despertó la obra, marcha a Londres, confeccionan-do y publicando allí una versión más popular del Trata-do; son los “Tres diálogos entre Hylas y Philonus”, del 1713. En el período entre 1714 y 1720 alterna los traba-jos académicos con viajes por Europa; Vuelve a Dublín y se doctora en teología en el Trinity College. En el 1724 es nombrado, en calidad de pastor protestante, deán de Derry.

Como actividad pastoral, destaca el interés que puso para fundar en las islas Bermudas un instituto mi-sionero con el fin de educar a los colonos ingleses y los indios americanos. Obtuvo para ello la promesa de una

subvención ministerial, por lo que, con la esposa de su segundo matrimonio, al-gunos amigos y una biblioteca de unos veinte mil volúmenes, se embarca en Gra-vesend. Arribó cerca de Newport (Rhode-Island). Compra una finca, pero, dado que no llegaban los fondos prometidos, tuvo que desistir de su proyecto y dedicar-se a sus predicaciones y el estudio de la filosofía, principalmente neoplatónica. Su estancia en dichos territorios duró tres años (de 1728 a 1731).

Tras ese período, regresa a Londres donde publica su escrito Alciphron,

compuesto prácticamente todo él en América. Refuta aquí las objeciones más di-vulgadas contra la existencia de Dios y las embestidas de los librepensadores hacia el cristianismo. En 1734 se le nombra obispo anglicano de Cloyne (Irlanda), intere-sándose ahora, no sólo por la tutela religiosa, sino también por el bien social y eco-

Fig. 56. Retrato de

George Berkeley por John

Smybert (1727).

258

nómico de sus diocesanos. Ejemplo de esta atención fue su escrito Siris, divulgan-do, durante la epidemia de 1740, los remedios medicinales que usaban los aboríge-nes americanos. Permaneció en Cloyne hasta 1752, fecha en la que se retira, ya de-licado de salud, a vivir con su hijo, en Oxford; si bien - quizá añorando el deseo de las Bermudas – decidiéndose a fundar un instituto dedicado a la filosofía, con la esperanza de hacer frente al declive moral y religioso que él creía advertir en Eu-ropa. Muere el 14 de enero de 1753. Fig. 56.

PUNTO DE PARTIDA

La orientación filosófica de Berkeley viene en gran parte condicionada por

sus convicciones religiosas. Ya desde joven se siente impulsado a polemizar contra el laicismo materialista de Hobbes y las doctrinas de librepensadores como Toland, Collins, Shaftesbury y Mandeville; aunque llegando a creer que la raíz de todos esos despropósitos venía favorecida por la convicción de haberse defendido la existencia de una sustancia material tras los datos que nos ofrece la experiencia. Pensaba que eliminándola de golpe, desaparecería todo posible alegato contra la fe y la enseñanza religiosa. “Si se admiten como verdaderos los principios que yo intento propagar aquí, las consecuencias que, según creo, se derivarán de ellos inmediatamente son: que el ateísmo y el escepticismo serán totalmente vencidos, que muchos puntos intrincados se aclararán, se resolverán grandes dificultades, serán eliminadas partes inútiles de la cien-cia, la especulación se relacionará con la práctica y los hombres se apartarán de las parado-jas a favor del sentido común”299.

En sus reflexiones sobre la filosofía precedente, veía que Descartes, para ga-

rantizar el mundo exterior – tangible y material -, debió primero apoyarse en la Ve-racidad divina. También Malebranche recurrió a la revelación para probar los cuerpos materiales que, en principio, le eran incognoscibles. Por su parte, Locke, aun admitiendo la realidad de las cosas corpóreas, éstas sólo podían conocerse de forma imperfecta, por cuanto que no las percibimos en sí mismas, sino por las mo-dificaciones que causan en nuestros sentidos. El substratum, la sustancia material, por más que fundamenten las cualidades secundarias, permanece incognoscible. Reiteraba que ignoramos su naturaleza.

Pues bien, la postura de Berkeley va a ir más allá, afirmando que nos es im-

posible conocer el mundo material. Más aún, la sustancia material es ficticia, no existe. El substratum es irreal. “La existencia absoluta de cosas no pensantes, indepen-dientemente de la percepción que se tendría de ellas, es, para mí, completamente ininteligi-ble. Su “esse” es su “percipi”; no es posible que tengan existencia actual fuera de las cosas pensantes que las perciben”300. El soporte de las ideas será siempre el sujeto que las percibe, es el yo pensante el que tiene conciencia de la mencionada sustancialidad.

299 Prefacio al Diálogo entre Hylas y Philonus. 300 Princ. I, 3.

259

Diríamos que pasa del puro idealismo - en lo tocante al mundo de los cuerpos -, al más dogmático realismo, respecto al mundo de los espíritus.

Ya desde joven defendía la imposibilidad de conocer los objetos tal y como

aparecen, sólo podemos hablar de ellos como fenómenos percibidos por nuestra mente. El ser humano nunca puede conocer las cosas reales o la materia de las per-cepciones, incluso niega también las cualidades primarias y secundarias; todas son sensaciones puramente subjetivas; la extensión, como el color o el gozo de lo con-templado, son ideas, es decir, contenidos de mi percepción. Tras dichas sensacio-nes no hay sustancia material alguna. Su ser se agota en ser percibidas. Por eso, si polemiza contra los “matemáticos” y materialistas es precisamente porque creen en la existencia de una sustancia material fuera de la persona que percibe. Para él sin embargo la abstracción, no sólo es imposible, sino que es también contradicto-ria. De hecho, cuando la idea se refiere a una multiplicidad de entidades que po-seen las mismas notas, lo que evidencia dicho concepto es un signo, nunca una realidad, y menos aún una abstracción identificada con dicha referencia. Bajo su punto de vista, haber insertado un contenido real en la abstracción hizo que se ori-ginase la mayor aberración filosófica. Considera que todo el mundo material es só-lo percepción de la mente, percepción singular del propio espíritu y del que tene-mos una certeza intuitiva. Por consiguiente, cuando se habla de cuerpos materiales o de cosas sensibles, su alcance no va más allá de ser realidades percibidas, que son siempre particulares; la abstracción, como concepto universal, es siempre apa-rente e ilusoria. No es posible, por ejemplo, concebir la extensión de una forma ab-soluta; los cuerpos son grandes o pequeños, azules o marrones, blancos o negros. El triángulo como tal es incomprensible; lo que concebimos son triángulos equilá-teros, isósceles o escalenos, pero nunca el triángulo en general.

A partir de esta crítica de las ideas generales, se ve avocado - a instancias de

ese mismo nominalismo -, a negar el alcance real de toda genérica denominación. Más bien, queriendo combatir el materialismo, lo hace de la forma más simple: ne-gando toda materia. Diríamos que, partiendo de las ideas de Locke, elabora una metafísica, cuyo alcance no es otro que el puro idealismo psicológico. Del yo espi-ritual tenemos un conocimiento inmediato, intuitivo; por el contrario, la experien-cia nos ofrece únicamente representaciones, es decir, ideas de nuestra mente. Para él, sólo existen ideas y espíritus que las perciben. Claro que, para garantizar la va-lidez de todo ese conocimiento, Berkeley apela a Dios. No existen cosas que causen en nosotros las ideas, éstas las pone Dios en nuestra mente.

TENEMOS EVIDENCIA DE DIOS

Ante el planteamiento de la existencia de un Ser supremo e infinito, Berke-

ley piensa que su exposición doctrinal presenta pruebas claras y evidentes de la

260

existencia de Dios y de las realidades creadas por Él. Llega a decir: “Partiendo de mi propio ser y de la dependencia que hallo en mí mismo y en mis ideas, debo, por un acto de razón, inferir necesariamente la existencia de Dios y de todas las cosas creadas en la mente de Dios”301. La deducción le parece en todo punto razonable y lógica: si yo no soy el autor y el productor de mis ideas, ¿quién entonces podrá ser la causa? Necesaria-mente Dios, el Espíritu infinito que garantiza la veracidad de todo cuanto hay en mí. En los diálogos entre Hylas y Philonus, leemos:

“Fihil. – Me resulta evidente, por las razones que has admitido, que las cosas no

pueden existir más que en una mente o espíritu. No concluyo de ello que no tienen existen-cia real, sino que viendo que no dependen de mi pensamiento y que tienen una existencia distinta del hecho de que sean percibidas por mí, tiene que haber alguna otra mente en la que existan. Por lo tanto, tan seguro es que el mundo sensible existe realmente como que hay un Espíritu infinito, omnipresente, que lo contiene y soporta…

¡Ah! Pero la diferencia radica en que los hombres comúnmente creen que todas las

cosas son conocidas o percibidas por Dios porque creen en la existencia de Dios, mientras que yo, por el contrario, concluyo inmediata y necesariamente la existencia de Dios ya que todas las cosas sensibles tienen que ser percibidas por Él…¿No hay diferencia entre decir: existe Dios, por tanto percibe todas las cosas, y decir: las cosas sensibles existen realmente; y, si existen realmente, son percibidas necesariamente por una Mente infinita, por tanto existe una Mente infinita, o sea Dios”302.

En la exposición de Berkeley la postura de S. Anselmo y la de Descartes no

son correctas. A su entender, no se puede partir de las ideas propias para inferir la idea de Dios. Es absurdo pretender deducir su existencia de algo que no nos perte-nece, es decir, si lo sensible son ideas que no dependen de mentes finitas, deben es-tar referidas a otra mente distinta de las nuestras. Por eso, en Berkeley la existencia de Dios se lleva a cabo de manera inmediata y directa. Además, en el supuesto que dejaran de existir los espíritus finitos, las ideas seguirían intactas en la mente de Dios. Es Él quien garantiza que el mundo cambie y se renueve sin perder su uni-dad. Considera también que los vínculos y la ligazón entre los hechos que perci-bimos - que llamamos leyes naturales -, no tienen tampoco un carácter ineludible y necesario. Dios no está constreñido a seguir el orden y las leyes que nosotros inva-riablemente apreciamos, podría modificarlas si quisiera, es libre para hacerlo. Co-mo Sustancia espiritual e infinita, Dios existe eternamente, y con Él, las ideas de todas las cosas; lo que nada impide que creara otras nuevas. Comunicarlas o no, dependerá también de su voluntad. Pero eso sí, aun siendo seres existentes en la Divinidad, sería incongruente que nosotros las correlacionáramos con las sustan-cias materiales.

301 Diál. 3.º 302 Diál. 2.º

261

En cualquier caso, y por extraño que parezca, Berkeley, aun no admitiendo la materialidad de las sustancias, piensa que dicho inmaterialismo es compatible con la realidad de los objetos, aceptando el testimonio de los sentidos. Si percibo el aroma de las flores, el verdor de los campos, el frío de la nieve o el sabor de la fruta madura, es señal – dice -, de que existen en cuanto que soy yo el que las percibo. Su existencia es real, pero sólo como percepciones, no como sustancias materiales in-dependientes de sujeto. Son ideas en Dios y, secundariamente, percepciones de ca-da individuo. Escribe: “Yo no pongo en duda que las cosas que veo con mis ojos y toco con mis manos, existen, y existen realmente. Lo único que rechazo es la existencia de eso que los filósofos llaman materia o sustancia corpórea”303.

Habla también de la armonía de las leyes de la naturaleza, aunque nos dice

que ese orden y avenencia no son necesarias, dependen en todo momento de la vo-luntad de Dios que ha querido mostrarlas de ese modo y no de otra posible mane-ra. Llega a afirmar: “Por una observación diligente de los fenómenos dentro de nuestra vi-sión, podemos descubrir las leyes generales de la naturaleza, y de éstas deducir los demás fenómenos. Pero no digo demostrar, porque todas las deducciones de este género dependen del supuesto de que el Autor de la naturaleza obre siempre uniformemente y con una cons-tante observancia de aquellas reglas que nosotros tomamos por principios, lo cual no puede ser evidentemente conocido”304.

En este ámbito, la distinción entre espíritu e idea es clara. El espíritu, cual-

quiera que sea, es dinámico y nunca puede caracterizarse por las ideas que son in-animadas y pasivas. Los espíritus perciben las ideas, mientras que éstas agotan su función en ser percibidas. Ellas existen en Dios, las nuestras son copias y reflejos de las auténticas. Pero, esta doble representatividad trae también consigo conse-cuencias de vital importancia: nosotros participamos de las ideas de Dios de una forma poco perfecta al estar limitados por la percepción de lo sensible, lo que ori-gina nuestras propias imperfecciones. Este perjuicio no puede atribuirse a la Divi-nidad, sino a las limitaciones e incoherencias del alma humana. Es la propia volun-tad la que hace posible todo género de despropósitos que compendian lo que en realidad llamamos males.

Claro que, en pura lógica, Berkeley debería haber estado atento a las conse-

cuencias de su fenomenalismo, debiendo admitir tantos mundos heterogéneos co-mo sujetos perceptores. Cierto que fue admirable el esfuerzo por conjugar el empi-rismo con una metafísica sumamente idealista y espiritual, pero sus prejuicios ideológicos no impidieron para que, respecto al mundo exterior y humano, pudie-ra hablarse de tesis como de antítesis, de realidades finitas como de infinitas, de le-yes impuestas como de un radical liberalismo.

303 Princ. I 35. 304 Princ. I 107.

262

DAVID HUME (1711-1776)

Nació en Edimburgo (Escocia). De joven, en lugar de seguir el estudio de las

leyes, como más propio de la tradición familiar, él se inclina por lo que consideraba su “pasión dominante”: la literatura y la filosofía. Tras un corto período dedicado al comercio en Bristol, marcha a Francia, donde vivió de 1734 a 1737, principalmen-te en La Flèche, (Anjou). Allí escribe su obra más importante, Treatise of Human Na-ture (Tratado de la naturaleza humana). Pero, acaso por la deficiente claridad en la re-dacción, lo cierto es que el renombre que él pretendía quedó frustrado; llegaría a decir: “Nunca fue más desgraciado un comienzo literario”. De ahí que decidiese más tarde hacer varias refundiciones de la obra, como las tituladas, An Inquiry Concer-ning Human Understanding (Investigación sobre el entendimiento humano). An Enquiry Concerning the Principles of Moral (Investigación sobre los principios de la moral).

En 1737 regresa a Inglaterra, fijando su resi-

dencia en Londres; más tarde, en Edimburgo donde imprime la primera parte de sus Ensayos morales y políticos. En el 1744 solicita la cátedra de ética y “pneumática” (psicología) en la Universidad de Edimburgo, pero se le deniega por haber sido con-siderado pensador heterodoxo. No obstante, en 1752 es elegido bibliotecario de la Facultad de dere-cho en el mismo Edimburgo, dedicándose a com-poner una Historia de Inglaterra. Con esta obra al-canza más popularidad que con los Ensayos. Entre 1763 y 1766 se instala nuevamente en Francia, en París, como secretario del embajador inglés. Entabla amistad con Rousseau, acompañándole incluso en el regreso de Hume a Inglaterra en 1766, aunque posteriormente termina enemistándose con él. En Londres trabaja como subsecretario de Estado para el Departamento septentrional; pero dimite del car-

go, regresando a Edimburgo, donde fallece en agosto del año 1776. Publicaciones póstumas fueron: Life of David Hume by Himself (Vida de David Hume escrita por él mismo), y Dialogues on Natural Religion (Diálogos sobre la religión natural). Fig. 57.

EL CONOCIMIENTO PROCEDE DE LA EXPERIENCIA

Se ha considerado a Hume como un sucesor de Locke y de Berkeley, culmi-

Fig. 57. Retrato de David Hume

por Allan Ramsay (1766) Gale-

ría Nacional de Escocia.

263

nando así el conocido “empirismo inglés”. De alguna forma, lo que Newton había hecho con la física, él lo anhelaba con la creación de una nueva ciencia experimen-tal del hombre. Por eso, en el análisis que realiza sobre el “conocimiento humano”, su postura es terminante: sólo conocemos los hechos de la conciencia que experi-mentamos. En este sentido, da un paso adelante respecto al pensamiento de Locke, pues si éste había negado la objetivad de las cualidades secundarias - aun a expen-sas de conservar la sustancia como soporte de las primarias -, Hume, al quedarse únicamente con lo empírico, su lógica le lleva a negar cualquier substrato que esté por debajo de lo que nos ofrecen los sentidos. Pero también se opone a la metafísi-ca espiritual de Berkeley, sustituyéndola por otra práctica y basada en los hechos de la experiencia. Hume divide los contenidos del conocimiento en impresiones e ideas. Impresiones: es el conocimiento por medio de los sentidos. Ideas: son las representaciones o copias de las impresiones en el pensamien-to, es decir, que mientras las percepciones integran lo que son nuestras sensacio-nes, las ideas serían las imágenes débiles de la impresiones. Pero, tanto unas como otras, pueden ser: Simples: cuando no admiten distinción ni separación, por ejemplo, el color blanco y la idea de blanco. Son las de mayor valor cognoscitivo. Complejas, cuando se las puede segmentar: un libro puede ser más grande o más pequeño, de un color u otro. Su génesis es clara: la idea tiene su origen en las impresiones, convertidas, de una u otra forma, en la base de todo el empirismo. Llega decir en el Tratado del conocimiento: “Todas las percepciones de la mente humana se reducen a dos tipos diferentes, que llamaré impresiones e ideas. La diferencia entre ellas estriba en los grados de fuerza y viva-cidad con que hieren el espíritu y se abren paso en nuestro pensamiento y consciencia. A aquellas percepciones que penetran con más fuerza y violencia podemos llamarlas impresio-nes; y bajo este nombre comprendo todas nuestras sensaciones, pasiones y emociones según hacen su primera aparición en el alma. Por ideas entiendo las imágenes débiles de éstas en el pensamiento y en el razonamiento; tal como, por ejemplo, son todas las percepciones provo-cadas por el presente discurso, con excepción solamente de aquellas que proceden de la vista y el tacto, y con excepción del placer o desasosiego inmediatos que puedan ocasionar. Creo que no será necesario emplear muchas palabras para explicar esta distinción”305. Para Hume el material primario de nuestro conocimiento es, como hemos podido apreciar, las impresiones. Bien es cierto que a la hora de preguntarse por su origen lo deja en suspense por ignorar la base, esto es, porque nunca sabremos las causas. Nuestro conocimiento – dice -, queda reducido únicamente a lo que capta-

305 Hume, D.: Treatise, I sec 1ª.

264

mos por los sentidos, a las impresiones. “La causa última es, en mi opinión, perfecta-mente inexplicable por la razón humana, y siempre será imposible decidir con certeza si provienen inmediatamente del objeto, si son producidas por el poder creador de la mente, o si derivan del Autor de la nuestro ser”306. A este respecto, diríamos que entre el sentir y el pensar, entre las impresio-nes y las ideas, no existe más distinción que la calidad o el grado de vivacidad con que nos impresionan y quedan estampadas en nosotros. Pero, ¿de dónde proviene todo aquello que nos afecta y creemos captar? Para Hume, la única fuente son las impresiones, todo lo demás queda al margen; lo deja de lado porque desconoce-mos sus causas.

IDEA DE CAUSALIDAD

La relación de causa y efecto, que tradicionalmente se había interpretado ba-jo la noción de “principio de causalidad”: todo lo que empieza a existir debe tener una causa de existencia, la somete Hume a la crítica, para concluir que tal principio su-pera nuestra posibilidad empírica de los hechos. Tampoco es evidente por intui-ción; carecemos de ideas innatas porque todo nuestro conocimiento y todas nues-tras impresiones provienen de la experiencia, ya sea ella externa o interna; bien por los objetos físicos, o en razón de la experiencia interna mediante los fenómenos psíquicos. Desde este punto de vista, el vínculo real entre la causa y el efecto es enga-ñoso. Al no ser experimentable, carece de valor. La experiencia nos dice únicamen-te que el fenómeno B sigue al fenómeno A, pero nada podrá justificar la conexión necesaria entre ambos; la percepción de uno no puede valer para determinar al otro. Tan sólo la experiencia podría justificarlo. Pero el nexo no lo percibimos, por consiguiente el principio de causalidad tiene para él un fundamento meramente subjetivo. Habida cuenta del compromiso que ello comporta, Hume prosigue el análi-sis diciendo: las impresiones pueden ser actuales, por ejemplo, la contemplación de esta montaña; también del pasado, recordando a un amigo. Pero nunca podremos tener conocimientos del futuro porque las supuestas impresiones todavía no han sucedido. Por lo tanto, hablar de certezas que se van a producir, como, si pongo le-che al fuego se calentará, debemos caer en la cuenta que, aun pareciéndonos lógico el nexo causal, su relación necesaria – dice -, no es proporcional a los hechos, por-que, ¿cómo podemos estar seguros de una tal evidencia futura? Si el valor viene dado por las impresiones, y éstas no han tenido todavía lugar, lógicamente que concluya que las supuestas verdades sean meras ficciones de la mente; del futuro únicamente podemos hablar de creencias, pero nunca de relación necesaria; no hay

306 Ibid. I 3 sec. 5ª

265

conocimiento, sino creencias; indica que es la costumbre que tenemos de ver un fe-nómeno después de otro lo que nos habitúa a que afirmemos dichas certezas. Es-cribe: “En los casos particulares resulta que, por rigurosa que sea nuestra investigación, nunca podemos descubrir más que la sucesión de un acontecimiento a otro, sin llegar a comprender ninguna fuerza o poder por medio del cual obre la causa o alguna conexión en-tre ella y su efecto… Un acontecimiento sigue a otro, pero no llegamos a descubrir una co-nexión307. Conocido es también el ejemplo del juego del billar. Comenta: si observa-mos el choque de dos bolas de billar, podremos advertir el golpe de la primera bo-la y el impacto (causa) sobre la segunda, que se pone en movimiento (efecto). Per-cibimos que en ambos casos, tanto a la causa como al efecto les corresponde una impresión. Estamos persuadidos de que si la primera bola impacta con la segunda, ésta se desplazará al creer en una “conexión necesaria” entre lo que consideramos causa y lo que suponemos efecto. Pero, ¿hay alguna impresión que corresponda a esa idea de “conexión necesaria”? Hume nos dice que no; captamos únicamente lo observado, es decir, la sucesión entre el movimiento de la primera bola y el movi-miento de la segunda; es la idea de sucesión en los dos aconteceres lo que parece impresionarnos, pero en ninguna parte aparece la impresión que corresponda a la idea de “conexión necesaria”; en consecuencia, suponer que existe un nexo entre causa y efecto es un postulado ficticio, engañoso, por más ello conlleve la crítica a toda realidad trascendente y metafísica, como son los conceptos de mundo, de al-ma y de Dios. Veamos:

LAS IMPRESIONES NO ALCANZAN A LAS ESENCIAS

Tras la crítica del principio de causalidad, el problema de las sustancias quedaría abocado al puro fenomenismo. En efecto, teniendo en cuenta el rechazo que Berkeley había efectuado hacia las sustancias materiales, él lo extenderá, no sólo a las esencias corpóreas, sino también al propio yo como sustancia espiritual. Respecto a la primera, nos dice que la percepción y la reflexión nos ofrecen una se-rie de elementos que aplicamos a la sustancia como soporte de los mismos. Sin embargo, nunca encontramos la impresión de la mencionada sustancia. Nos topa-mos por ejemplo con las impresiones de extensión, color y figura de una manzana, pero esto no es más que un proceso asociativo: unimos las impresiones, las combi-namos o asociamos en la mente, pero nunca podrá probarse la impresión de la mencionada sustancia. Es la asociación de ideas, reforzada por la costumbre, la que nos lleva a suponer un substratum sustancial por debajo de lo que percibimos. “La idea de una sustancia, lo mismo que la de un modo, no es otra cosa que un conjunto de ideas simples unidas por la imaginación”308.

307 Hume, D.: Investigación sobre el entendimiento humano. Sec. Iª p.2ª 308 Treatise, I sec 6ª.

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Pero, esto no es todo, Hume no limita su crítica a las sustancias materiales, sino también el propio yo. En contra de Descartes y Berkeley, es taxativo al respec-to: no tenemos intuición de nosotros mismos como de una sustancia simple. A se-mejanza de las sensaciones naturales, el yo no es más que un haz o colección de percepciones o contenidos de conciencia que se suceden continuamente. Es ilusorio atribuir una realidad sustancial a lo que es – dice -, un puro resultado de nuestra imaginación. En la sección 6ª del Treatise (I, 4), afirma: “Hay filósofos que imaginan que somos conscientes íntimamente en todo momento de lo que llamamos nuestro yo, que sentimos su existencia y su continuación en la existencia; y se hallan persuadidos, aún más que por la evidencia de una demostración, de su identidad y su perfecta simplicidad… Des-graciadamente todas esas afirmaciones son contrarias a la experiencia que se presume a fa-vor de ellas, y no tenemos una [tal] idea del yo, pues ¿de qué impresión puede derivarse esa idea?”309. Como línea de pensamiento, lo espiritual, lo que se traduce por alma, mis-midad o sustancia, no es más que una colección de percepciones que tienen entre sí ciertas relaciones y a las que se supone, muy erróneamente, una simplicidad real; pero todo es equívoco e imaginario, puesto que es la memoria la que interviene en ese supuesto existencial. Considera que si una impresión diese lugar a la idea del yo, debería continuar invariable durante toda la vida, pues así es como se supone que existe el yo. Sin embargo, nada es constante en nosotros: la alegría, el temor, el dolor, la pena se suceden continuamente y de ninguna de estas impresiones hace que derivemos la idea del yo. En realidad, a la hora de especificarme como perso-na – dice -, siempre me encuentro rodeado de lo que son mis vivencias, esto es, de lo que son mis propias impresiones. Jamás puedo sorprenderme con algo distinto de lo que constituyen mis vivencias, mis usos, aquello que de una u otra forma ha ido conformando la trama de las diferentes experiencias que conforman lo que soy en la realidad de mi existencia.

Hume compara el espíritu a un teatro, donde las diferentes percepciones hacen que veamos las escenas de manera sucesiva: pasan y vuelven a retornar con variedades de formas, posturas y situaciones, pero sin que tengamos idea de su emplazamiento real; simplemente lo imaginamos por medio de la memoria que re-cuerda experiencias u objetos que encuadran con lo que vemos en el escenario. Es la similitud con las experiencias anteriores lo que nos hace configurar lo que de una u otra forma imaginamos. Pero el análisis va más lejos, no acaba con el subs-tratum personal, la crítica alcanza también al supuesto metafísico de la realidad de Dios.

LA EXISTENCIA DE DIOS NO ES DEMOSTRABLE

Dada su postura sobre el mundo de los objetos y el alcance del yo, Hume

309 Ibid. I, 4 ,sec 6ª.

267

afronta el problema de la Realidad divina en consonancia con los términos y resul-tados anteriores. Ya en la sección XI de la “Investigación sobre el entendimiento hu-mano”, afronta el tema del Ser supremo y la vida futura en la línea crítica de la sus-tancia y el principio de causalidad. Concluía diciendo que las esencias eran su-puestos engañosos, por más que las objetivemos en su realidad “externa”, “pen-sante” o “infinita”. Por lo tanto, no reconocerá validez alguna a las pruebas metafí-sicas de la existencia de Dios, considerando que la pretendida Realidad no puede ser demostrada ni por la experiencia ni por la razón.

Como criterio objetivo, no vale el elemento mediador del principio de causa-

lidad para probar la existencia divina porque no tiene más que un valor empírico y no supera nuestras más inmediatas impresiones, o lo que es lo mismo, nada pode-mos saber de una realidad concebida fuera de nuestra experiencia. Para él, la idea de Dios es simplemente “un resultado del uso de nuestro espíritu, inseparable de la na-turaleza humana”. Nos dice también que las creencias religiosas se explican por un proceso de idealización que, partiendo de un politeísmo, concluirá más tarde en forma de monoteísmo, aunque sin descartar que, en ocasiones, retorne a un nuevo politeísmo por el hecho de concebir seres intermediarios entre los hombres y la su-puesta Realidad. Llega a creer que el sentimiento religioso emana de los miedos, las incertidumbres y, tras de estos u otros estados similares, las supuestas espe-ranzas.

Sin embargo, en 1776 tomará una decisión importante para el tema que nos

ocupa. Después de habérsele diagnosticado la enfermedad que le llevaría a la muerte, Hume introduce una cláusula en su testamento para que su amigo, el Dr. Adam Smith - ex profesor de Filosofía Moral en Glasgow -, publique los Diálogos sobre la Religión Natural” que años antes algunos colegas le habían aconsejado no editarlos. Vieron la luz pública en Edimburgo por su sobrino David, en 1779.

Pues bien, en estos Diálogos hace intervenir a tres personajes: Demeas,

Cleantes y Filón con diferentes puntos de vista. El papel de Demeas queda casi reducido a un mero sorprenderse y escandalizarse ante las afirmaciones de los otros dos interlocutores. Hume le caracteriza como persona de fe ingenua, defendiendo la “ortodoxia” de forma incondicional. Pues, aunque sus puntos de vista parezcan revestirse de fundamento filosófico, no consigue la entidad que se precisaría, por lo que su figura queda vagamente desdibujada y sin apenas relieve. Demeas preconi-za y defiende el argumento a priori, esto es, que la Naturaleza divina es algo que existe necesariamente, reportando en sí la razón misma de su existencia. Se le res-ponde sin embargo que es un contrasentido y un absurdo que pueda justificarse, pues nada se puede demostrar a menos que su opuesto implique una contradic-ción; cualquier cosa que podamos concebir como existente, la podemos también concebir como no existente.

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El papel de Cleantes - que expone las pruebas a posteriori -, se resumiría en la forma siguiente: es cierto que existe un orden, una armonía en el mundo. Ahora bien, si la estructura existe, podría teóricamente provenir de dos principios: o bien la materia contiene en sí misma un fundamento oculto de autoordenación, o bien se mueve según los impulsos que le dicta otra realidad más elevada. Como hipóte-sis, las dos podrían ser posibles en abstracto, pues conocemos por experiencia que las cosas inertes son incapaces de organizarse por sí mismas. De hecho, vemos y comprobamos que existen edificios, puentes, relojes, etc., que obedecen a un plan determinado, es decir, por un arquitecto en el primer caso, o por un relojero en el segundo. De igual modo, y por analogía, podremos deducir una Mente superior encargada de diseñar y organizar la totalidad del Universo.

Pese a todo, cabe decir que si a Cleantes le toca desempeñar el cometido de

ser el “filósofo experimental”, a Filón le concierne ponerse de parte del escepticis-mo religioso, ya que, aun concediendo alguna validez a los razonamientos de su amigo Cleantes, se niega a ampliar su campo de acción más allá del marco de lo sensible y las formas externas. Con múltiples ejemplos le descubre su gran pro-blemática al querer establecer equivalencias entre las construcciones humanas y la creación del mundo por parte de Dios. Considera que todas las inferencias causales - si en verdad tienen alguna validez -, es porque se apoyan en la observación cons-tante y seguida de los objetos. Y como de Dios falta dicha experiencia, el nexo cau-sal entre lo divino y el conocer humano es imposible. Más aún, Filón, como si qui-siera resaltar a Cleantes las propias dotes analíticas, subraya: suponiendo que el Universo obedeciera al diseño de una Mente creadora, también esa Mente divina respondería a los designios de una razón superior, embarcándonos en un proceso “infinitum”.

Acentuando esta perspectiva, ya al final de la obra vuelve a insistir trayendo

a la memoria el clásico problema del mal. Lo incluye dentro de lo que considera atributos morales de Dios, como la bondad, la justicia o la generosidad en su grado máximo. Llega a creer que en el supuesto de ser benevolente en su grado máximo, la conclusión sería que es incapaz de impedir el mal en el mundo, o, en todo caso, siendo todopoderoso, se le podría hacer responsable del mal que Él, pudiendo ha-berlo evitado, no lo hizo. Bien es verdad que, a tenor del contexto, más que tratarse de irreverencia, lo que quiere hacer valer aquí es la incapacidad de nuestro cono-cimiento para justificar racionalmente los principios de la fe. No es que se pongan en duda los atributos divinos, sino la posibilidad de explicarlos a la luz de la razón. Sintomáticas son las palabras que pone en boca de Filón, dice: “Créeme, Cleantes: el sentimiento más natural que un alma bien intencionada experimentará con ocasión de todo esto consistirá en esperar y desear que los Cielos se complazcan en disipar, o, al menos, ali-viar esta profunda ignorancia, proporcionando a la humanidad una revelación más particu-lar y descubriéndonos algo sobre la naturaleza, atributos y operaciones del objeto Divino de nuestra fe. Una persona dotada con un justo sentido de lo que son las imperfecciones de la

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razón natural se acogerá a la verdad revelada con la mayor avidez; mientras que el arrogan-te dogmático, persuadido de que puede erigir un sistema completo de teología con la sola ayuda de la filosofía, desdeña cualquier otra ayuda y rechaza estas excepcionales enseñan-zas. Ser un escéptico filosófico es, en un hombre de letras, el primer paso, y el más esencial, para llegar a ser un auténtico cristiano creyente310.

LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL

La primera vez que afronta Hume el problema ético es en el tercer libro del

Tratado de la naturaleza humana. Años más tarde extrapoló las ideas allí expuestas a un ensayo más corto con el título Investigación sobre los principios de la moral. Como cabría suponer, su idea es fundamentalmente empírica. Así, en vez de decir cómo debería operar la moral, notifica cómo realizamos los juicios morales. La síntesis es clara: es el propio sentimiento y el interés quienes determinan la moralidad de los actos. Considera que nunca podremos realizar juicios morales basándonos única-mente en la razón. El ejercicio de nuestro entendimiento es conocer, no obligar. La mente conoce las normas prácticas de la moral, pero no las establece.

Ahora bien, si la razón no puede ser la fuente de los juicios morales, habrá

que buscarla en otra parte. Hume la encuentra en el sentimiento que surge espon-táneo en cada persona. Llega a escribir: “Aquella facultad con la cual discernimos lo verdadero y lo falso, y con la que percibimos el vicio y la virtud, han estado mucho tiempo confundidas y se suponía que toda la moral estaba fundada en relaciones eternas, inmuta-bles e invariables, a la manera de las proposiciones acerca del número y la cantidad. Pero un filósofo reciente (Hutcheson) nos ha enseñado, con los argumentos más convincentes, que la moral no consiste en la naturaleza abstracta de las cosas, sino que pertenece por completo al sentimiento o al gusto mental de cada ser particular, del mismo modo que las distinciones entre dulce y amargo, frío y caliente, resultan de una sensación particular de cada sentido y órgano. Por lo tanto, las percepciones morales no deben situarse entre las operaciones de la inteligencia, sino entre los gustos y los sentimientos”311.

Ante lo cual, bien puede decirse que la razón, más que mover a la persona,

es el sentimiento y las pasiones quienes la someten y esclavizan. La acción y los juicios morales quedan predeterminados por las emociones, las desavenencias, las simpatías, etc. Más que lo racional, lo que realmente priva en los juicios morales son los sentimientos; porque son ellos los que realmente determinan el cumplir o el no cumplir, los que dotan de valor moral a cuantas decisiones realicemos, los que expresan el sentimiento de aprobación o desaprobación. Y esto es lo que se llama en Hume “emotivismo moral”.

Pero, queda todavía una cuestión importante: si el sentimiento particular es

310 Hume, D.: Diálogos sobre la religión natural. Part. 12. 311 Investigación sobre la moral, V, 1

270

el que determina la moralidad de los actos, ¿cómo es posible que haya uniformi-dad en los juicios colectivos? La respuesta de Hume es terminante: el sentimiento descansa en una especie de humanidad que, por ser común a toda persona, las de-cisiones y sus juicios morales serán también conocidos por toda la colectividad. Hay un instinto que nos hace distinguir lo agradable y lo desagradable, lo bello y lo antiestético, una especie de inclinación práctica por más que nos sea difícil ex-ponerlo teóricamente. Sí sabemos que la utilidad es el fundamento común que despierta dicha aprobación, o lo que es lo mismo, un criterio apropiado para dis-tinguir el bien y el mal moral de nuestros actos. En palabras suyas: “La utilidad es agradable y solicita nuestra aprobación”. Esta es una cuestión de hecho confirmada por la observación de todos los días. Pero, ¿útil para qué? Sin duda, para el interés de al-guien”312.

REFLEXIÓN CRÍTICA

El empirismo de Hume, llevado a sus últimas consecuencias, se convierte,

como se puede apreciar, en puro escepticismo. La realidad torna a ser percepción, experiencia, idea. Lo cual, por su misma dinámica, hace que estas representaciones – al no ser cosas, sino afecciones de cosas -, se conviertan en actos subjetivos don-de el conocimiento se ve impedido para conocer más allá de la impresión, a desistir de cualquier realidad metafísica.

Sin embargo, aquí Hume olvida que soy “yo” quien tiene las percepciones,

el que se encuentra con ellas, el que, asumiéndolas, las distingue de sí mismo en cuanto persona. De hecho, no mucho después, Kant - aun reconociendo el valor que siempre se debe dar a la experiencia -, reivindica el cometido de la razón, seña-lando, eso sí, los límites y las competencias de ambas. Reconoce que la experiencia se nos presenta desestructurada e informe, como una babel de datos (fenómenos), que sólo se transforman en conocimientos por la acción ordenadora de la mente mediante el espacio y el tiempo, que son ajenos a toda experiencia. Productos tam-bién de nuestro entendimiento son los conceptos básicos de cantidad, calidad, rela-ción, etc. Son condiciones que están en el sujeto, no en la realidad, y que refinan y clarifican la “ciencia del hombre”. En todo punto la razón se hace imprescindible. Confunde también las leyes particulares con el principio general de causalidad, pues, afirmando que no podemos conocer la conexión de la causa con el efecto fu-turo, en la creencia de que a lo mejor no sucede, se podrá responder que esto no se-ría una excepción al principio de causalidad, sino a una ley particular. En tal caso, la supuesta excepción tendría también una causa.

Por otra parte, su emotivísimo moral tiene el inconveniente de ofrecer un in-

contable número de posturas y actitudes morales dentro de una misma sociedad; no hay un único arco que cubra a todas las personas. Cuando se acusa a alguien de

312 Ibid. I, 1

271

hacer algo moralmente mal, el acusado podría responder diciendo: ¿Quién es Ud. para inculparme a mí que estoy equivocado? ¡Cada uno con lo suyo! Nada enton-ces tiene de extraño que las arbitrariedades y los distintos puntos de vista se harán siempre presentes. Se precisará al menos una base donde apoyarnos para que el consenso sea común. Y el principio no puede ser otro que el reconocimiento de que el hombre tiene un fin en sí mismo, más bien, que los humanos somos racionales y deseamos vivir lo mejor posible. Estar en consonancia con el ser que somos, he ahí nuestro primer soporte moral; ir a favor o en contra justificaría el bien o el mal de nuestros actos. Compartir unos componentes físicos, químicos, biológicos, psi-cológicos, sociales y culturales, hace que nuestros acciones conformen o desatien-dan el proyecto de un itinerario común.

De todos modos, acaso el ambiente y el entorno que le tocó vivir podría ex-

plicar en parte su posición filosófica. En efecto, se sabe que Hume no fue ajeno a las enseñanzas religiosas en la Escocia de su tiempo. Concretamente, en la edición de los Diálogos por Norman Kemp Smith, se dice que había calado fuertemente en Hume una versión popular de la doctrina calvinista, incidiendo sobre todo en los temas más tétricos y sombríos del reformador. De todo lo cual se sabe que, aún cuando los aceptara en los primeros años de su juventud, no tardó en reaccionar sobre algunos puntos, como el alcance del pecado original, la predestinación y el total estado de depravación de la naturaleza humana. Su aversión hacia estas doc-trinas debió ser muy connatural a su condición crítica y a un temperamento socia-ble y comunicativo como el suyo313. Se entendería también su acentuación en una moralidad más libre y desarraigada del miedo y de toda clase de imposición. Vis-lumbraríamos igualmente un poco más las dificultades que se han tenido a la hora de sintetizar el conjunto de su exposición filosófica. A este propósito, pienso que no va desencaminado J. Ferrrater Mora cuando, en su Diccionario de filosofía, con-cluye: “Su actitud es a menudo agnóstica y, por así decirlo, moderadamente teísta, pero en ningún caso dogmáticamente teísta o atea”314.

313 Boswell Papers, XII. Pgs 227-228 (cit. en The life of David Hume, por E. C. Mossner, University.of Texas

Press, Austin, 1954, pg. 34). 314 Ferrater Mora, J.: Diccionario de filosofía, Hume.

272

LA ILUSTRACIÓN Y EL IDEALISMO ALEMÁN

Si desde un primer momento la “Ilustración” tuvo como incentivo armoni-

zar el racionalismo con el empirismo, no es menos cierto que nunca lograría estruc-turarlo ni como método ni como sistema especulativo. De ahí que la Ilustración, más que ser un movimiento propiamente filosófico, sea una corriente estrictamen-te cultural. Los pensadores de esta época, comprendida entre la Revolución inglesa (1688) y la Revolución francesa (1789), se sienten más bien llamados a iluminar a la sociedad que consideran sumergida en el oscurantismo y la ignorancia. La luz suya será la ciencia, ese saber que es fruto de la razón. Pero esta confianza no es como la de los racionalistas que se preguntaban por el origen del conocimiento; lo que aquí realmente se intenta es la ampliación de saberes.

No sucederá lo mismo con el Idealismo o los Idealismos alemanes. Pues,

mientras el racionalismo y el empirismo reivindicaban por encima de todo el ori-gen del conocer humano; el primero negando el valor de la experiencia y colocan-do en la razón la única fuente de conocimiento; el segundo negando toda actividad que no tuviese la divisa de la experiencia; en el Idealismo alemán se van a invertir los términos; el énfasis se pondrá aquí, no tanto en los objetos que se intentan es-clarecer, cuanto en el sujeto como parte activa de todo proceso cognoscitivo; más aún, el sujeto se convertirá en el centro donde girarán todos los demás problemas. Centrados en el yo, se caracterizará esta época por la elaboración de grandiosos y originales sistemas. Immanuel Kant como principal inspirador de los mismos.

273

IMMANUEl KANT (1724 – 1804)

Nace Immanuel Kant en la pequeña ciudad alemana de Königsberg (Prusia Oriental), en el seno de una familia modesta con un acendrado sentido religioso; se conocía en aquel entonces por “pietismo”. De la madre conservó siempre un profundo recuerdo. Nos diría: “Ella sembró y cultivó en mi espíritu los primeros gér-menes del bien”. En verdad, fue ella la que más contribuyó para que él pudiese lo-grar la formación más completa. Consiguió que pudiera entrar en el Collegium Fredericianum, el más prestigioso de la ciudad. Pero, no mucho des-pués, en 1737, muere la que tanto bien le había procurado. Tres años después, ingresa en la Universidad de Königsberg, donde estudia, del 1740 al 1747, filosofía, teología, físi-ca y matemáticas. Sin embargo, al morir también el padre en 1756, tu-vo que abandonar los estudios, te-niendo que ganarse la vida como preceptor privado e impartiendo clases particulares. Después de nue-ve años, y gracias a la ayuda de un amigo, pudo participar en las tareas universitarias, nombrándosele, en 1770, profesor ordinario de Lógica y Metafísica.

Su entrada tiene lugar con la presentación de la lectio, en latín:”Disertación acerca de la forma y los principios del mundo sensible y del inteligible”. Permanece en la cátedra hasta 1797, desarrollando una labor en todo punto encomiable. Su prestigio como pensador original nadie lo ponía en duda, aunque las creíbles novedades le acarrearon también no pocas censuras, como las presentadas por el Gobierno de Prusia, prohibiéndole impartir clases y escribir sobre asuntos religiosos. Sin em-bargo, pese a estos y otros incomprendidos ataques, su gran personalidad se fue imponiendo hasta llegar a decirse que con su muerte, acaecida el 12 de febrero de 1804, el mundo había perdido una de las más altas insignias del pensamiento filo-sófico. Fig. 58.

OBRAS

Dos son los períodos que se distinguen en la producción filosófica de Kant,

Fig. 58. Una de tantas ilustraciones de Immanuel

Kant.

274

el precrítico y el crítico, es decir, el anterior y el posterior a ser publicada la Crítica de la razón pura. En la primera etapa, los escritos más importantes son los siguientes: Allgemeine Naturgeschichte und Theorie des Himmels (Historia natural universal y teo-ría del cielo), Der einzig mögliche Beweisgrund zu einer Demonstration des Daseins Got-tes (El único argumento posible para una demostración de la existencia de Dios), y la disertación latina, De mundi sensibilis atque intelligibilis forma et principiis (Diserta-ción acerca de la forma y los principios del mundo sensible y del inteligible), seña-lando el punto de partida hacia la crítica.

Tras 11 años de silencio, sale a la luz pública, en 1781, la 1ª edición de la Kri-

tik der reinen Vernunft (Crítica de la razón pura). Dos años después, Prolegomena zu einer jeden künftigen Metaphysik, die als Wissenschaft wird auftreten können (Prolegó-menos a toda metafísica futura que quiera presentarse como ciencia). En 1785, la Grundlegung zur Metaphysik der Sitten (Fundamentos para una metafísica de las cos-tumbres), y tres años más tarde, la obra que completa su ética: Kritik der praktischen Vernunft (Crítica de la razón práctica). No mucho después, en 1790, edita la que podría considerarse su tercera crítica, esto es, Kritik der Urteilskraft (Crítica del jui-cio). Particular mención tendrían también, Die Metaphysik der Sitten (Metafísica de las costumbres), Die Religion innerhalb der Grenzen der bloben Vernunft (la religión dentro de los límites de la mera razón), Anthropologie in pragmatischer Hinsicht (An-tropología en sentido pragmático), amén de otros interesantes artículos.

OBSERVACIONES PRELIMINARES

Antes de hacer referencia al pensamiento propiamente de Kant, sería con-

veniente aludir a las motivaciones que precedieron a su original obra filosófica. Sa-bido es que él, inmerso en el marco de la Ilustración, conoce, como gran estudioso, los puntos de vista de aquella sociedad, cuya apetencia era poder dominar con la razón el conjunto de los problemas humanos. Bien es verdad que no todos compar-tían el mismo punto de vista en aquel ámbito racional. Por ser consciente de ello, Kant estudia y examina las distintas interpretaciones que le llegan de esa misma “razón” y que, en síntesis, podríamos concretizar: normativa de las ciencias expe-rimentales, normativa del conocimiento y normativa del deber del hombre como problema moral.

Tras estas orientaciones, Kant va a sentirse, de una u otra forma, irradiado

por algunos de los que él consideraba más destacados exponentes. Ya en su juven-tud, en la etapa precrítica, siente una verdadera atracción por Newton. Le conside-ra la figura máxima en el campo de las ciencias físico-matemáticas y a quien se de-be imitar. Considera que sus principios - basados en la ciencia experimental -, son suficientemente indicativos como para garantizar el rigor y la universalidad que se precisa en el campo científico. Pero, ¿cómo será eso? Lo responderá más tarde en la exposición de sus Críticas.

275

Bajo el punto de vista filosófico, el racionalismo de Descartes, de Leibniz y

Wolff hizo reflexionar a Kant en su etapa precrítica. En Descartes, por ejemplo, la res cogitans y la res extensa tenían algo en común: el ser. También del racionalismo estudió que la metafísica era un sistema deductivo de verdades racionales que con-tenían los primeros principios del conocimiento humano, así como su concepción del ser de las cosas sin tener en cuenta los objetos de la experiencia, es decir, por puros conceptos o verdades de razón.

Tampoco puede olvidarse la incidencia que tuvo en su pensamiento la con-

cepción moralista de Rousseau cuando llegaba éste a entender que el progreso de las ciencias y de las artes no eran ni mucho menos condición indispensable para hacer a los hombres más buenos y más felices. Razonamiento que hizo formular a Kant otro de sus inquietantes enunciados, ¿qué hay entonces respecto al valor autóno-mo en el ámbito de la moral y de la libertad humana?

Pero hay más: el pensamiento de Hume le hizo despertar - según las propias

palabras -, del “sueño dogmático” que le había sumido la etapa anterior o precrítica. La experiencia es importante, como así lo hizo saber en el estudio de la ciencia de Newton, aunque el empirismo como tal abocaba a un escepticismo del que era ne-cesario salir. ¿Cómo? Desvelando el error empírico al confundir el origen o génesis del conocer con el fundamento o validez del mismo. Por eso, ante la problemática que ofrecían las grandes interrogantes de su tiempo, Kant las afronta teniendo que averiguar primero las posibilidades de comprensión que tienen nuestras facultades cognoscitivas.

Analizando las distintas interpretaciones que se han dado sobre la razón a

lo largo de la historia, advierte que lo primero que se debería haber estudiado era la posibilidad y competencia de esa misma razón. Se extraña de que se hayan pre-tendido conocer las realidades del mundo y de los seres sin que primero se pre-guntara si tal conocimiento era posible. Decidirse a ello es iniciar el problema críti-co.

A la vista de los conocimientos científicos y filosóficos de la época, él va a

poner a prueba lo que el hombre cree saber del mundo y de sus cosas, diferencian-do lo científico, lo filosófico, lo metafísico y lo que atañe de alguna forma a la práctica de la moral. Considera que los modernos racionalistas (Descartes, Espinoza, Leib-niz) justificaban la certeza de sus conocimientos mediante la exactitud y la perfec-ción de las definiciones e inferencias en las ideas claras y distintas, al modo del ri-guroso método de la geometría y la matemática. La verdad, antes que a la observa-ción de lo sensible, correspondía a la razón. Por el contrario, los empiristas (Locke y Hume principalmente) optaban por atenerse sólo a la observación y la experien-cia de cada uno y en cada caso. Para éstos nunca podrían justificarse los juicios de

276

que se precien ser universales y necesarios. Nada ni nadie puede saltar la barrera de lo concreto y experimental.

Ante esta doble disyuntiva, toma partido el criticismo kantiano con un claro

propósito: discernir de dónde proviene la certeza de los conocimientos científicos, metafísicos y morales como saberes propios de todo ser racional. Planteada así la cuestión, considera que para alcanzar la certeza y el valor de los mencionados co-nocimientos, no tiene otra alternativa que someter a crítica a la misma razón para que ella misma reconozca sus posibilidades y sus límites. En consecuencia, será es-ta misma crítica la que hará plantearse al hombre, no sólo el sentido de la vida, sino también cuáles son sus últimos fines y motivaciones. Para ello, Kant formula los cuatro problemas que él supone que son los más importantes para el hombre:

1ª) ¿Qué puedo conocer? Corresponde a la trayectoria y el alcance que pue-

de tener el entendimiento humano, estableciendo su capacidad y sus límites. Sería el marco de la Critica de la razón pura.

2ª) ¿Qué debo hacer? Es lo que atañe al problema de la moralidad, es decir, al hecho de establecer un fundamento sólido en las actuaciones de la persona para que pueda obrar en razón de los propios actos y en libertad. Correspondería al ámbito de la Crítica de la razón práctica.

3ª ¿Qué puedo esperar? Se trata del problema de la religión y de la historia, en cuanto que marca las condiciones y posibilidades del destino último de la per-sona. Abarcaría la esfera de lo religioso, aunque dentro también del ámbito de la razón.

4ª) ¿Qué es el hombre? El problema aquí es antropológico, sintetizando las tres preguntas anteriores en el sujeto “hombre”. Se diría que es la pregunta básica, puesto que las tres anteriores se refieren a ésta.

A) CRÍTICA DE LA RAZÓN PURA

Teniendo en cuenta que el conocimiento científico debe ser universal y al

mismo tiempo válido y objetivo. Kant lo amplía preguntándose si nuestro enten-dimiento es capaz de elaborar una verdadera ciencia. En principio, va a tener pre-sentes las soluciones del racionalismo y del empirismo. Para los primeros – dice -, es el sujeto quien determina el objeto pensado formal y materialmente; profesan, de un modo u otro, un dogmatismo racional. En su primera etapa, Kant se había adherido a este sistema, pero, según sus palabras, Hume le “despertó del sueño dog-mático”. La postura del empirismo, es contraria: el sujeto no es en absoluto elemen-to determinante del conocimiento. El contenido de las ideas es aportado únicamen-te por el objeto.

Sin embargo, ante lo que podía parecer una obligada disyuntiva sobre una u

otra postura, Kant nos dice que hay conceptos que no provienen de la experiencia

277

(contra el empirismo), aunque esos mismos conceptos tienen aplicación en el ámbi-to experimental (contra la postura racionalista). Sabido es que el racionalismo, de-duciendo analíticamente las verdades unas de otras, salva la universalidad y la exigencia imperiosa del entendimiento; en tanto que el empirismo, limitando el conocer a la suma de percepciones, da cuenta de los objetos externos, pero no de la exigencia de universalidad. Se impone pues el problema crítico: ¿Cómo es posible un conocimiento que sea a priori y a su vez objetivo? En la explicación, Kant proce-de primero a clasificar los juicios.

LOS JUICIOS EN LA CIENCIA

Como forma del pensamiento, la ciencia está en los juicios. Sin ellos, sin la

afirmación o la negación del alcance que comportan, los conocimientos no avanza-rían. Pero no todos son científicos, por lo que se impone un estudio y una clara de-finición de los mismos. Kant los divide en:

a) Analíticos: cuando el predicado está comprendido en el sujeto, al

menos implícitamente. No enseñan nada nuevo, no constituyen ciencia, son tautológicos. Ej. “Los cuerpos son extensos”. “El todo es mayor que la parte”.

b) Sintéticos a posteriori: cuando el predicado no está comprendido en el sujeto, sino que se le añade algo. Ej. “El carbón es negro” Es-tos juicios amplían el saber, aunque tampoco sirven para la ciencia, puesto que para ser científicos deben ser universales y necesarios. Pero, como la ciencia existe, tiene que haber una tercera clase de juicios que la constituya.

c) Sintéticos a priori: son los juicios que, además de ser extensivos y ampliar el saber, llevan también la impronta de ser universales y necesarios, son por lo tanto científicos. Ej. “la línea recta es la dis-tancia más corta entre dos puntos”. En la noción de línea recta (conjunto de puntos alineados de longitud indefinida), no entra en modo alguno la idea de distancia. Pero no es sintético a posteriori, puesto que nos consta que es verdadero sin tener que medir todas las distancias.

La cuestión ahora es saber si se dan estos juicios sintéticos a priori. La res-puesta de Kant es afirmativa, pero dónde y cómo. Lo afronta en tres ciencias: en la matemática, en la física y en la metafísica. Pero, ¿Se darán ciertamente en todas ellas?

1) Juicios sintéticos a priori en las matemáticas (Estética trascendental). En

el análisis que lleva a cabo, Kant muestra que sí se dan estos juicios en

278

matemáticas, por lo tanto, sí aportan ciencia.

a) En geometría. Ej. “Los ángulos de un triángulo suman dos rectos”. Es evi-dente que la conclusión de este juicio nos aporta una verdad nueva, es por lo tanto extensivo, universal, vale para todos los casos, amplía nuestro cono-cimiento, nos aporta ciencia, es un verdadero juicio sintético a priori.

b) En aritmética. Ej. 4 + 6 = 10. El número 10 no está formulado en la proposi-

ción 4 + 6. Se añade algo a los dos primeros números. De lo contrario, ten-dría que pensar al mismo tiempo 3 +7, 8 + 2, etc. Es por lo tanto extensivo, universal y científico, es también juicio sintético a priori.

Ante dicha observación, Kant se pregunta de dónde sacamos semejantes proposiciones y cuál el apoyo para conseguir esas verdades ineludibles y univer-salmente válidas. La respuesta es porque esa validez tiene que residir en intuicio-nes y conceptos puros. Veamos: lo que conocemos se ajusta a dos componentes: lo dado, que es la materia, y lo que nosotros ponemos al conocer, es decir, la forma. El maridaje de la materia (el caos de las sensaciones) y la forma (o estructura de la fa-cultad de conocer) constituiría en verdad nuestro conocimiento. Pero el hombre posee tres facultades de conocer: la sensibilidad, el entendi-miento y la razón. De este modo, cuando recibo el caos de las sensaciones, las or-denamos, dice Kant, en el espacio y en el tiempo, que son las formas de la sensibi-lidad; formas que no son datos experimentales, sino modos con los que yo percibo todas las impresiones. El resultado es el “fenómeno”, es decir, el dato empírico en conjunción con el espacio y el tiempo. Se diría entonces, que a la hora de funda-mentar la matemática, como problema de la Estética trascendental, se hace impres-cindible la doctrina del espacio y el tiempo. Kant las llama formas a priori de la sensi-bilidad o intuiciones puras. Formas: significa que el espacio y el tiempo no son impresiones que yo reci-bo, no son datos empíricos, sino el modo de percibir las impresiones. A priori: son anteriores a toda experiencia. Están en mí, son algo del sujeto y, como anticipadoras, preceden y hacen posible toda experiencia. De la sensibilidad: esto es, del conocimiento sensible. Por lo tanto, la fuente es la sensibilidad; no son conceptos sacados por deducción. Intuiciones: No son extraídas de la experiencia, son anteriores a ella y para que ella sea posible. Puras: es decir, vacías de contenido empírico; no tienen nada dentro hasta que las llenen las impresiones que vienen del exterior. El “espacio” hace posible la geometría pura y explica al mismo tiempo la validez objetiva de la geometría apli-cada. El “tiempo” posibilita la aritmética pura, explicando su concordancia con la realidad. Esta es, a fin de cuentas, la auténtica “revolución copernicana” de Kant:

279

ya no es el sujeto el que se adapta al objeto, sino que es el objeto el que se ajusta a la forma de conocer del sujeto.

2) Juicios sintéticos a priori en física (Analítica trascendental)

El segundo problema de la Crítica de la razón pura es el referido a la Analítica trascendental. Se ha hecho saber que mediante la facultad de la sensibilidad tene-mos una serie de fenómenos en el espacio y en el tiempo. Pero percibir esos fenó-menos no implica que los conozcamos, se precisa la facultad del entendimiento (compromiso de la Analítica transcendental).

En principio, la sensibilidad sólo presenta fenómenos al entendimiento, pe-

ro éste, como aquélla, tiene también sus formas a priori, con las cuales aprehende y entiende las cosas: son las “categorías o conceptos puros”. Por éstas, los fenómenos adquieren el carácter de objetos, o lo que es lo mismo, se hacen para nosotros obje-tivables. Al captar nuestros sentidos unas percepciones, decimos: “veo una monta-ña”. El concepto de montaña me permite comprender esas percepciones. De igual modo, cuando percibo unas percepciones y no las identifico, digo: “veo algo, pero no sé lo que es”. Me falta el concepto. Por consiguiente, nuestro conocimiento in-cluye: a) Conceptos: los fenómenos los tengo que referir a un concepto para que haya conocimiento. b) Juicios: el conocimiento lo expreso a través de juicios: Ej. “esto es un peral”. Por consiguiente el entendimiento es la facultad de decir y de juzgar.

Pues bien, en este análisis, Kant deduce las categorías de la tabla de los jui-

cios, que son los siguientes:

1) Por la cantidad: universales, particulares, singulares. 2) Por la cualidad: afirmativos, negativos, infinitos. 3) Por la relación: categóricos, hipotéticos, disyuntivos. 4) Por la modalidad: problemáticos, asertóricos, apodícticos.

De estos juicios, Kant obtiene la siguiente tabla de conceptos puros del entendi-miento o categorías:

a) De la cantidad: unidad, pluralidad, totalidad. b) De la cualidad: realidad, negación, limitación. c) De la relación: sustancia, causalidad, comunidad. d) De la modalidad: posibilidad, existencia, necesidad.

Aplicando las categorías al fenómeno, el entendimiento elabora los objetos

de la física. Por las categorías es posible esta ciencia. Se dan juicios sintéticos a priori. Pongamos el ejemplo: “todo lo que comienza a existir tiene una causa”. Tal

280

principio se basa en la categoría de “causa”. Pero la categoría de causa es un con-cepto puro, ya que no proviene de la experiencia. Es previo a la misma. Es a priori. Su validez no depende de la experiencia. Las categorías se aplican a todos los fe-nómenos; en este caso, la categoría de causa. Sus juicios son, por lo tanto, univer-sales y necesarios.

3) Dialéctica trascendental.

El motivo de dar dicho nombre a esta parte de la Razón pura, no está claro, pudo haber sido, bien por ser la “razón” el objetivo primero de este estudio, o qui-zá por haber llamado Aristóteles “dialéctica” a la “sofística,” al entender Kant que la metafísica transcendente estaba llena de sofismas. De cualquier modo, lo que aquí se pregunta es lo siguiente: ¿puede la metafísica formular juicios sintéticos a priori y llegar a ser una ciencia? Analizará esta cuestión como problema fundamen-tal de la Crítica de la razón pura. Hemos visto cómo la matemática y la física podían formularlos y, por lo ello, alcanzaban un conocimiento universal, necesario y cien-tífico. También hemos hablado de las tres facultades que nos llevan a conocer: sen-sibilidad, entendimiento y razón. De hecho, en la Introducción a la Dialéctica tras-cendental, nos dice:

“Todo nuestro conocimiento empieza en los sentidos, pasa de aquí al entendimiento

y termina en la razón. No hay en nosotros nada más elevado que ésta para elaborar la mate-ria de la intuición y someterla a la suprema unidad de pensar”315.

Ya se comprobó cómo se pueden formular juicios sintéticos a priori en ma-

temáticas, gracias a las formas de la sensibilidad, espacio y tiempo, que ordenan el caos de las sensaciones. Vimos también cómo el entendimiento, en su capacidad de juzgar o atribuir un predicado a un sujeto mediante un juicio, se llevaba a cabo merced a las categorías o formas trascendentales a priori del entendimiento. Pues bien, la “razón”, como capacidad suprema de pensar, elabora razonamientos rela-cionando juicios, lo que conduce a que podamos hablar de silogismos. Con estas inferencias o conexiones en los enunciados, como son los silogismos, la razón bus-ca elaborar juicios cada vez más generales en fe de encontrar las leyes o los princi-pios que contengan el mayor número posible de fenómenos. Kant llama a esta in-dagación, “búsqueda de lo incondicionado”, en el sentido de que esa consideración úl-tima es la condición de todos los fenómenos al no depender de ninguna otra cau-sa. Son conceptos puros a priori de la razón, que él calificará con la denominación de “ideas trascendentales”.

La síntesis de este análisis le lleva a concluir que hay tres ideas trascenden-

315 Kant, I.: Dialéctica trascendental, Introducción, II.

281

tales: la primera es la del Yo (sujeto pensante), concebido como sustancia (alma); la segunda es el Mundo, en cuanto unidad absoluta de las múltiples series de fenó-menos; la tercera idea trascendental es Dios, como unidad absoluta de todos los ob-jetos del pensamiento en general, en cuanto que contiene la condición suprema de la posibilidad de todo cuanto puede ser pensado, es decir, el Ser de todos los seres.

Sin embargo, aun cuando estas ideas trascendentales nos ayudan a unificar

en el pensamiento la totalidad de los fenómenos - ya sean psíquicos o correspon-dan a la experiencia externa -, al no poseer intuición alguna de las realidades a las que se refieren (alma, mundo y Dios), esas ideas transcendentales no nos ofrecerán conocimiento alguno. Son conceptos puros, sin ningún contenido; tan sólo sirven para unificar los saberes del entendimiento. Cabe decir que la razón, magnetizada por la progresión del razonamiento, se cree idónea para conseguir el conocimiento de esos principios últimos, incondicionados, de todo lo real. Sin embargo, cae en todo tipo de contradicciones: son las antinomias y paralogismos de la razón pura, demostrando los espejismos metafísicos que concibe la razón como posibilidades de su conocimiento.

Paralogismos. En el estudio que hace de la psicología nos dice que se dan

constantemente paralogismos, es decir, argumentos que, pareciendo ser lógicos, se convierten en verdaderos sofismas. En efecto, se cree conocer la naturaleza del alma prescindiendo de la experiencia. El sofisma está al pretender designar al “yo pienso” la categoría de sustancia, cuando realmente, “yo pienso”, no es un sujeto empírico. (Sabido es que las categorías únicamente se aplican al mundo de los fe-nómenos).

Antinomias. En el campo de la cosmología se dan antinomias o contradic-

ciones a la hora de formar los juicios sobre la más profunda realidad de las cosas. Así, en las afirmaciones de las cuatro categorías: cantidad, cualidad, relación y modalidad, lo que se hace es tomar como cosas en sí el espacio y el tiempo, cuando únicamente son formas o condiciones subjetivas de nuestra sensibilidad.

Respecto al alcance metafísico de la realidad de Dios, la postura de Kant es

contraria a las pruebas tradicionales de su existencia. Critica, en primer lugar, el argumento ontológico de S. Anselmo y Descartes, haciendo saber que en un mero concepto no puede estar la existencia. No basta añadir al concepto de una cosa po-sible el de su existencia para que la cosa exista. Podemos representar con el pen-samiento cuanto nos venga en gana, pero de ahí, a que ello exista, eso es ya otra co-sa.

También el argumento cosmológico, donde se pasa de la contingencia del

mundo a la necesidad del ser supremo, es insuficiente. Según él, no se llega más que a un ser necesario. No es que sea en sí falso, sino insuficiente, puesto que no

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demuestra a Dios, sino únicamente a un ser necesario. Se tendría que probar que tal necesario es el ser perfectísimo y realísimo, lo que equivaldría a la realidad de Dios. Pero el argumento no es suficiente porque parte de la experiencia. La ficción se en-cuentra al querer aplicar la categoría de causa más allá del mundo fenoménico. Lle-ga a pensar que, tras un pequeño rodeo, se entra de nuevo en el viejo cauce del ar-gumento ontológico.

Más consideración le merece el argumento teleológico, es decir, la finalidad

y el orden intrínseco que manifiestan las leyes de la naturaleza, y que según el adagio de los antiguos: Opus naturae opus Intelligere, en cuanto que sólo una Inteli-gencia (Dios), puede haber inscrito en los seres dicho ordenamiento constitucional. Dice de él: “Este argumento es digno de ser citado con respeto. Es el más antiguo, el más claro y el más adecuado a la razón común y vulgar”316. Sin embargo, tampoco es sufi-ciente; a lo sumo nos lleva a un sabio ordenador, pero no que sea omnisciente, puesto que el mundo no agota todas las posibilidades, se constatan desórdenes. Tampoco nos conduce a un creador del mundo; en todo caso, a un artífice que or-dena la materia. Para demostrar al Dios creador habría que converger una vez más en el argumento cosmológico con las dificultades ya mencionadas. Y si, por otra parte, el argumento de la finalidad nos lleva, no sólo a un ordenador, sino también a un ser justo y bueno, deberá ser cotejado con las pruebas del deber moral.

Pese a todo, y aun cuando las ideas transcendentales no nos ofrezcan cono-

cimiento alguno, no quiere ello decir que no les conceda valor. Carecen de uso cognoscitivo, pero sí tienen un uso regulativo: unifican los saberes del entendimien-to. A este nivel, y con ese uso regulativo, el hombre debe actuar como si el alma fuese libre e inmortal, como si Dios existiese, aunque la razón especulativa no pue-da demostrarlo. Además, no es ésta la única competencia, pues a este valor hipoté-tico, las ideas trascendentales unen otras absolutas, incondicionadas, que afloran como postulados de la razón práctica.

B) CRÍTICA DE LA RAZÓN PRÁCTICA

Teniendo en cuanta la síntesis realizada en la Crítica de la razón pura, donde

en su uso teórico respondía a la pregunta, ¿qué puedo conocer? En la Crítica de la razón práctica mostrará el alcance comprendido en la no menos interpelación, ¿qué

debo hacer? En verdad, no es que haya en el hombre “dos razones”, sino dos usos o dos funciones diferentes de la misma razón. Cuando la utilizamos para el cono-cimiento de la realidad, estamos ente su uso teórico; cuando dichos principios tie-nen como objeto los dictámenes de la conducta, la razón tiene un uso práctico.

Ahora bien, esta Crítica de la razón práctica, surge del hecho de la existencia

de la moralidad, un vínculo y una coyuntura que establecen y cimientan toda la

316 Kant, I.: Crítica de la razón pura. L. ,. c.3, VII.

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cuestión del derecho, esto es, la justificación del valor universal de los actos mora-les. En todo caso, se precisa distinguir en el hombre entre ética “material” y ética “formal”.

A) Ética material. Es aquella en la que la bondad o maldad de la acción

humana depende de algo que se considera “bien supremo” para la persona; un bien primario que puede ser el dinero, el placer, la contemplación de Dios, etc. To-do esto tiene unos medios para conseguirlo. Pero la crítica que hace Kant a esta éti-ca es clara: dice de ella que es empírica, esto es, que los preceptos y el contenido se basan en la experiencia: es necesario trabajar, luchar o robar para conseguirlo. Es, al mismo tiempo, hipotética, es decir, equivale a presuponer un determinado su-puesto: si quieres aprobar los exámenes, tienes que estudiar. Pero, ¿qué ocurre si uno dice que no le da más aprobar? Que tal criterio no vale para él, por consiguien-te, no puede decirse que sea universal. Es también heterónoma, porque las pautas de comportamiento no son propias sino de otros: el placer es la consigna que mueve al epicúreo; luego una tal ética no puede cimentar la moralidad.

B) Ética formal. Ante los equívocos que comporta la ética material, él pro-

pone una ética contraria, es decir, que sea a priori, y por ello, universal y necesaria para todos los humanos. Que sea, por lo tanto, categórica, esto es, que los juicios que se hacen sean sin condición alguna. Debe ser, por lo mismo, autónoma, será el propio sujeto el que se determine a obrar. Por eso, frente a una ética material, Kant presenta una ética formal, esto es, vacía de contenido: no se establecen medios ni fines; se funda en el deber. Como tal, no tiene contenidos, no nos dice lo que tenemos que hacer, sino cómo debemos obrar. Somos nosotros, cada persona, la que tiene que llenar de contenido ese vacío. Considera, por tanto, que la única norma de mo-ralidad es el deber, es decir, actuar conforme a la ley; no por la utilidad que pueda comportarnos, sino por respecto a la misma. En este ámbito, Kant distingue tres tipos de acciones:

1) Contrarias al deber: un comerciante que abusa con sus precios. 2) Conforme al deber: un comerciante que cobra lo justo. Su acción es con-forme al deber, pero tal vez lo haga para asegurarse clientes… 3) Por deber: cuando lo hace por deber, por considerar que ese es su deber. La acción aquí no es un medio para conseguir un determinado propósito, sino que es un fin en sí misma. Por consiguiente, sólo las acciones así efec-tuadas son moralmente buenas. Se antepone el deber por el deber. Como tal interpelación, Kant nos dice que la exigencia de obrar moralmente

se expresa en un imperativo, en un deber – ser que nuestra voluntad obedece por lo que se supone como deber; aunque Kant distingue también entre imperativo

hipotético, que supone una condición: (estudio para aprobar), e imperativo cate-

górico, que obliga de forma absoluta, incondicionalmente y sin interés alguno: sé

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justo, sé honrado, etc. Tras este imperativo, es claro que puedan deducirse todas las demás obligaciones éticas y morales.

LA LIBERTAD

Tras el análisis del deber moral, diríase que la concepción kantiana ha supe-

rado el campo empírico y fenoménico. Con el imperativo categórico se adentra en el mundo inteligible y metafísico. En efecto, lo que parecía acotado para la razón es-peculativa, se ofrece ahora a la razón pura práctica. Es en verdad la puerta que se abre al mundo metafísico kantiano. Claro que, si a esta razón pura práctica la lla-ma Kant voluntad, la subsiguiente interpelación es también lógica: ¿En qué condi-ción puede considerarse impuesto el imperativo categórico a una voluntad absolu-ta? Nos contesta diciendo que la única condición es por ser libre. Si el hombre se hallara impedido o no estuviera colocado al margen de toda causalidad empírica, no podría ser determinado por una máxima inteligible ni obrar tampoco por una norma formal. En las “Formulaciones” que hace en (F.M.C., II) nos ofrece tres de-finiciones distintas del imperativo categórico:

“Obra de tal manera que la máxima de tu voluntad pueda valer siempre como prin-

cipio de una legislación universal”. “Obra como si la máxima de acción hubiera de convertirse por tu voluntad en ley

universal” “Obra de modo que trates a la humanidad en todo caso, tanto en tu persona como en

lo demás, nunca como medio, sino como fin”. El deber y la conciencia de responsabilidad suponen que el hombre sea li-

bre; es un postulado práctico, debemos someternos; pero si debemos, podemos, y si podemos, tendremos que tener libertad para hacerlo. Llega a entender que sin li-bertad no hay moral. Obrar moralmente conforme al deber sólo es posible por la autonomía que uno tiene para vencer las inclinaciones, los deseos y todo posible condicionamiento. Con dos sugerentes imágenes cierra Kant la Crítica de la razón práctica. Nos dice: “Dos cosas hay que llenen el ánimo de admiración y respeto siempre nuevos y siempre crecientes cuantas más veces y con más detenimiento se consideran: el cielo estrellado sobre mí y la ley moral dentro de mí”, esto es, la contemplación del uni-verso del que formamos una mínima parte, y la ley moral que ensalza nuestra in-mensa valía como humanos.

LA IMORTALIDAD DEL ALMA

De un modo análogo, la inmortalidad del alma y la existencia de Dios - im-

posibles de probar en la Crítica de la razón pura -, reaparecen también como postu-lados en la Crítica de la razón práctica. La inmortalidad del alma deriva de la exigen-cia que tenemos para alcanzar el “supremo bien” mediante la voluntad. Ésta, en su

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acción moral, persigue el dictamen de perfección que no puede conseguir en la ac-tual existencia. La razón nos ordena alcanzar la virtud, es decir, la honradez y la perfecta adecuación de nuestra voluntad con la ley moral. Bien es cierto que el re-corrido y la cima de rectitud y nobleza jamás pueden alcanzarse en esta vida. Su logro exige una duración ilimitada en un proceso indefinido de ajuste: la inmorta-lidad. “Este progreso infinito es sólo posible bajo el supuesto de una existencia personal y duradera en lo infinito del mismo ser racional, que se llama inmortalidad del alma. Así, pues, el bien supremo es prácticamente sólo posible bajo el supuesto de la inmortalidad del alma”317.

Entendamos que si el hombre no puede alcanzar su fin en su desarrollo exis-

tencial, ha de disponer de una vida futura como garantía de la perfección moral a la que se siente impulsado. Además, teniendo en cuenta que el progreso de la vir-tud es lento en este mundo, es razonable que el hombre virtuoso pueda alcanzar la dicha a la que se siente inclinado. Por eso, el contraste de no alcanzarlo en esta vi-da, hace que hablemos de expectante felicidad y de inmortalidad, lo contrario sería un absurdo.

DIOS COMO EXIGENCIA DE LA CONCIENCIA MORAL

L a libertad, como la inmortalidad del alma y la existencia de Dios son, en el

pensamiento de Kant, postulados de la razón práctica; algo que necesariamente hemos de suponer como requisito para que sea posible la moral. En este ámbito, la libertad es la condición sine qua non de la moralidad; sin ella el hombre no podría dirigir libremente sus actos, tampoco sería responsable de los mismos. La inmorta-lidad es la consecuencia necesaria de la aspiración del “supremo bien”, o lo que es lo mismo, un anhelo que sería inalcanzable por el hombre si su alma no fuese in-mortal. Ahora bien, esa aspiración que conduce al hombre a la “beatitud” como cumplimiento de su vida moral, hace necesario un Ser donde el bien sumo y la fe-licidad queden identificados. Por consiguiente, el fondo de este postulado es Dios, ya que, sin él, carecería de sentido toda la actividad moral. La existencia de Dios va unida de forma ineludible a la posibilidad del bien supremo, como es la felicidad. Más aún, sólo el supremo bien es fidedigno si se admite una causa suprema que sea acorde con la intención moral.

“El bien supremo sólo es posible en el mundo si se acepta una causa suprema de la

naturaleza que tenga una causalidad conforme a la intención moral. Ahora bien, un ente capaz de actos según la representación de leyes es una inteligencia (ente racional), y la cau-salidad de tal ser ante esta representación de las leyes, una voluntad. Por consiguiente, la causa suprema de la naturaleza, si ha de suponerse para el bien supremo, es un ente que mediante entendimiento y voluntad es causa y autor de la naturaleza, es decir, Dios”318.

317 Crítica de la razón práctica. I, 2 c.2, IV. 318 Ibid. II. cap. 2, V.

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Pero, aún teniendo en cuenta estas conclusiones, podríamos preguntarnos:

¿de qué forma se hace patente en nosotros la libertad de la voluntad? En la “Crítica de la razón pura”, Kant manifiesta que el mundo de la realidad quedaba dividido en dos tipos de entidades: los fenómenos y los noúmenos. Por lo que respecta a los fenó-menos, todos los seres están sometidos a las leyes de la naturaleza, y como tales, ex-cluyen del hombre toda posible libertad. Por lo que respecta a los noúmenos o “las cosas – en – sí”, quedaban también rechazados ante la imposibilidad de poder cons-tituir la metafísica como ciencia. Sin embargo, este entredicho lo salvarían los pos-tulados morales: proposiciones que no son demostrables, pero que se deben supo-ner como condición para que sea posible la moral, así nos lo impone el deber. Podrá acaso el hombre desoír la voz de su conciencia; podría adormecerla o no dar ejemplo de sus obligaciones, sin embargo, la persona como tal debe y puede lo que debe, pues el deber y la libertad no se los arroga o los procura para sí, sino que simplemente los tiene, le son propios por naturaleza.

Ahora bien, advirtiendo que la progresión de la virtud es lenta y un desafío

consumar lo que no alcanza, sería un absurdo si tal anhelo fuera frustrado. Por eso, aun cuando las entidades metafísicas (mundo, alma y Dios) no puedan ser objetos de demostración teórica, la razón práctica exige su existencia. El hombre necesa-riamente tiene que ser libre para poner en práctica la moralidad de sus actos. La moral nos sale al encuentro como ley, como imperativo, como exigencia categórica. Y si en esta vida no pude alcanzar su fin deseado, tendrá que existir un alma inmor-tal como garantía de realización de esa perfección moral; más aún, ha de existir un Dios que lo legitime y lo avale. Por eso, lo que la razón teórica no ha podido de-mostrar, la razón práctica lo postula necesariamente, es una interpelación de la conciencia moral. “Debí destruir la ciencia para dar lugar a la fe”, nos dice Kant en el Prólogo de la segunda edición de la Crítica de la razón pura.

En referencia precisamente a la teología de la razón, considera que es, o

bien especulativa, basada en un saber teorético, o bien moral, cuyo objeto lo consti-tuye el conocimiento práctico, aunque, para precisar mejor, subraya: dividimos la teología racional en

1) Trascendentalis. 2) Naturalis. 3) Moralis. La primera radica en pensar a Dios únicamente por conceptos trascendenta-les, es decir, se piensa en Dios como “ente originario”, como “ente supre-mo”, lo cual supone que el Ser Originario no es derivable de otro ser, sino que es la raíz y el origen de cualquier otra posibilidad. En la segunda se piensa en Dios por medio de conceptos físicos, como el

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Autor de todos los seres, o lo que es lo mismo, como “Suma Inteligencia” o “Dios vivo”, con entendimiento y voluntad para crear. En la tercera se piensa en Dios como Sumo Bien o supremo fundamento de todos los fines que regulan el establecimiento de las leyes. Para Kant, pensar en Dios como autor de nuestras leyes morales es adentrarse en la auténtica teología. En el fondo, es la que fundamenta toda la religión.

EXPOSICIÓN CRÍTICA AL PENSAMIENTO DE KANT

Aun cuando consideremos su obra de capital importancia, no quita para que

en la historia del pensamiento filosófico venga asumida a menudo como sorpren-dente y extraña. Lo justifica su misma valoración al decirnos que el giro que se da es copernicano. De ahí que, atendiendo al gran número de antagonistas y simpati-zantes, intentemos reseñar a grandes rasgos los motivos que llevaron a unos y a otros a defender el particular punto de vista.

En principio, cabe decir que, tras la publicación de la Crítica de la razón pura

en 1781, la sorpresa de su contenido fue tal, que muy pronto fue descalificada por algunos de oscura e ininteligible. Ya al año siguiente de salir a la luz, Christian Garve, profesor en Leipzig, calificaba a Kant de idealismo absoluto. Las réplicas continuaron tras las publicaciones posteriores. Consideraban su postura, no sólo como destructora de la tradicional metafísica, sino que, con tal aptitud, se socavaba la raíz misma de la moral y de la religión.

De hecho, mientras los empiristas censuraban al pensamiento Kantiano de

racionalismo por los presupuestos a priori y como propiedades innatas del alma; los racionalistas de la Ilustración lo reprochaban por apoyar un conocimiento de lo suprasensible mediante la fe en el puro sentimiento. Otros, como Hamann, se resis-tían a admitir la separación de la razón y la sensibilidad, así como toda suerte de abstracciones kantianas para quedarse con la realidad vital de la experiencia que alcanzaba al Dios de la fe y de la revelación. Tampoco faltaban los que, como J. Godofredo Herder, la crítica la hacían principalmente extensiva al dualismo de materia y forma, de naturaleza y espíritu, contraponiéndolo a la sólida unidad que ofrecía el sistema de Spinoza.

En el lado opuesto estaban los simpatizantes, para quienes las nuevas direc-

trices ético-religiosas atrajeron y fascinaron por su insólita novedad. Cautivó muy especialmente a las jóvenes generaciones académicas; incluso la ambigüedad y lo profundo del sistema parecía cobrar más atractivo a la hora de sondear todo su alcance. Se explica así que muy pronto se empezaran a formar grupos y asociacio-nes, principalmente en el sur de Alemania y Austria, con el propósito de difundir dichas ideas; citaremos a J. Schulze, profesor de matemáticas en Könisberg; a C. L.

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Reinhold, uno de los que más influyó en la primera propaganda del kantismo; también a C. F. Schmid, entre otros.

Pero, ¿qué decir hoy de la novedad kantiana? En principio, indicar que su fi-

losofía no es que sea un sistema perfectamente elaborado ni terminado. Los títulos de sus principales obras así lo acreditan: son Críticas; algo mediante lo cual pone ciertos límites a la razón y delimita sus objetos. Por eso, choca, en principio, la in-eficacia que ofrece la “razón pura” en la adquisición de las ideas universales y ne-cesarias, así como la inconsecuencia de conceder realidades objetivas a las intui-ciones. Parece ser que fue el mismo Kant el que, al darse cuenta de los inconve-nientes, eligiera como contrapartida la “razón práctica” para dar explicación meta-física mediante una ética universal apoyada en imperativos categóricos.

De igual modo, respecto al subjetivismo que se aplica a su teoría del cono-

cimiento, al proponer las condiciones universales (trascendentales) a priori en el propio sujeto. También se objeta: ¿no se cae en la vana presunción del espíritu hu-mano al creerse que puede por sí mismo prescribir sus propias leyes respecto a la naturaleza? Pues el objeto es algo que está enfrente, no sólo lo que se representa. El conocer no es sólo una parte, un monólogo del espíritu consigo mismo, sino un compartir, un diálogo con lo que está delante319. Por eso, separar la razón pura de la razón práctica, no parece correcto, pues la primera no deja de estar determinada por intereses prácticos, igual que la segunda lo está por los conocimientos teóricos. La unidad de ambas razones se hace ineludible para dilucidar el contenido de los tres postulados, como son, la libertad, la inmortalidad y la existencia de Dios.

Su ética del deber ha sido igualmente objeto de debate. Pues, aun recono-

ciendo su gran aporte frente a la dirección empirista y psicologista, dando consis-tencia y valor absoluto al campo de la moral, no obsta para que se descubran in-convenientes al imperativo categórico del deber. En efecto, al no comportar este móvil que determina la acción, ni el interés, ni el gusto, ni el amor, pensamos que es ir en contra de la más elemental ética de los valores. Es contradictorio querer fundar el deber absoluto y universal en la voluntad del individuo, siempre even-tual y limitada. Aparte de esto, aunque la conciencia de la obligación moral pesa ineludiblemente sobre todos los hombres, no se puede poner como punto de parti-da para establecer la existencia de Dios, pues debería ser previamente justificada. Como dato del espíritu que obliga al deber por el deber, nosotros insistiríamos: ¿por qué sentirnos obligados sin previo conocimiento del que obliga? Incluso di-ríamos que ser mandados por una ley incondicional, no es sino una forma de permanente esclavitud.

319 Enjuto Pecharromán, A.: Lenguaje, ciencia y filosofía. Ed. Ciencia 3. Madrid, 1996, págs. 280 y ss.

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FICHTE, JOHANN G. (1762 – 1814)

Nació Johann Gottlieb Fichte en Rammenau (Alta Lusacia), en el seno de

una familia humilde y de profunda religiosidad. Debido a las dificultades econó-micas, se vio obligado, ya desde corta edad, a trabajar como tejedor (el oficio del padre) y a guardar ocas. Un curioso episodio vino a cambiar su vida: al oírle el ba-rón von Miltitz cómo repetía el sermón que había escuchado en la iglesia, se ofre-ció a ayudarle para que pudiera estudiar. Merced a ello, tras acabar los cursos aca-démicos en el instituto Schulpforta de Naumburgo, se inscribe en la facultad de Teología de Jena; después en Leipzig. Dedicado a la enseñanza privada durante al-gunos años, sucedió que un alumno le pidió que le diera lecciones sobre el pensa-miento de Kant. Fichte se dedicó a estudiarlo a fondo. Tal fue su aplicación, que vino a convertirse en un acé-rrimo y tenaz seguidor del kantismo. Confiesa que se realizó un cambio radical en su vida; tanto es así que en 1791 viaja a Königsberg para conocer personalmente a Kant. La presencia de éste, ya anciano y encerrado en sí mismo, le sorprende, pero sin menoscabar la admiración de su pensamiento. No duda en reconocer que su figura, además de ser la cima de una cadena de filósofos, es pa-ra él un verdadero genio religioso: perfecciona la obra iniciada en el mundo por Jesús y Lutero; hasta tanto lle-gó su fantasía al que consideraba su mentor y maestro.

Hecho importante de aquella visita fue la presen-

tación de su primera obra, “Ensayo de una crítica de toda revelación” (Versuch einer Kritik aller Offenbarung). Al estar en la línea del que tanto admiraba, fue el mismo Kant quien pidió personalmente a su editor que la imprimiera. La edición se hizo de forma anónima, aunque creyendo los lectores que había sido escrita por el propio Kant, reveló éste que no había sido él, sino que la redacción se debía al joven Fich-te, lo que le propició no poca notoriedad. Tal es así, que fue llamado a la Universi-dad de Jena para ocupar una cátedra de filosofía que había quedado vacante. Cinco años permaneció en este puesto (1794 – 1799). Pero, debido a su carácter un tanto prepotente y orgulloso, a las radicales novedades que proponía, y sobre todo, al choque que tuvo con el Gobierno por causa de un artículo publicado en su revista – no redactado por él -, pero con ineludibles implicaciones, acusándole de ateísmo, hicieron que le destituyeran de su cargo.

Fig. 59. Litografía de Johann

G. Fichte por Careis y Däh-

ling.

290

Tras estos incidentes, marcha con su mujer a Berlín, formando parte de los círculos románticos de Schlegel, Schleiermacher y Tieck, a la vez que daba clases en cursos privados. Al sobrevenir la invasión napoleónica, Fichte toma partido en la campaña de levantamiento del espíritu alemán, pronunciando durante la ocupa-ción de la ciudad sus célebres Discursos a la nación alemana (Reden an die deutsche Na-tion), lo que contribuyó a crear y fomentar la conciencia nacional alemana sobre los idiomas “neo-latinos”. Apoyado por no pocos seguidores, en 1811 fue nombrado rector de la Universidad de Berlín, apenas fundada el año anterior. Sin embargo, al estallar la Guerra de Independencia en 1813, deja sus lecciones para enrolarse en la milicia como orador, al tiempo que su mujer trabajaba como enfermera en los hos-pitales de Berlín. Una infección que contrajo al cuidar los heridos, hizo que fuese también transmitida por contagio al esposo. Su muerte le sobrevino el 29 de enero de 1814. Fig. 59.

Como producción intelectual, su obra es bastante amplia. Destacamos: En-

sayos de una crítica de toda revelación (1792); Fundamentos de la doctrina de la ciencia (1794); Fundamentos del derecho natural según los principios de la doctrina de la ciencia (1796); Sistema de filosofía moral según los principios de la doctrina de la ciencia (1798); Sobre el fundamento de nuestra fe en un gobierno divino del mundo (1789); El destino del hombre (1800); El estado comercial cerrado (1800); Los caracteres de la edad contemporá-nea (1806); Discursos a la nación alemana (1808), y la última redacción de su Wissens-chaftslehre (Teoría de la ciencia), escrita en el lecho de muerte, y que no pudo con-cluir, para algunos la más importante.

PUNTO DE PARTIDA

Fue tal el impacto que causó en Fichte la lectura de la obra de Kant, que su

dirección filosófica habrá que verla siempre bajo el prisma de esa atracción intelec-tual. Dicha influencia la encontramos sobre todo en la primera exposición de los Fundamentos de la doctrina de la ciencia, en 1794. Kant es el referente y el punto de partida de su propia investigación filosófica. Siempre reconoció su afinidad con él y con todo su sistema. Reconoce que fue en su obra donde encontró la auténtica medicina que curó, no sólo sus desasosiegos, sino que hizo brotar las alegrías que antes nunca había imaginado. Entre otras cosas, comprendió la verdadera libertad de espíritu y el alcance de la virtud y del deber moral. Fue la Crítica de la razón prác-tica quien le hizo vivir – dice -, como si estuviera en otro mundo.

Sin embargo, aun cuando sus primeros pasos quedaran recluidos a la mera

exposición del sistema kantiano, pronto derivó hacia una creíble preeminencia del propio pensamiento al intentar completarle con lo que Kant había callado o acaso ignorado, llegando a creer que la filosofía de éste había quedado inacabada. En los Fundamentos de la doctrina de la ciencia no duda en afirmar: “Tengo la plena convicción de que Kant se limitó a indicar cuál es la verdad, pero ni la expuso ni la demostró… Hay

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sólo un hecho originario del espíritu humano que sirve para fundamentar toda la filosofía en sus partes, la teórica y la práctica. Kant lo sabe con certeza, pero no lo dijo en ningún lugar, quien lo descubra elevará la exposición de la filosofía al grado de ciencia.”

Alentado precisamente por esta convicción, no duda en iniciar la menciona-

da obra con las siguientes palabras: “Debemos indagar el principio absolutamente pri-mero, absolutamente incondicionado, de todo el humano saber. Debiendo ser absolutamente primero, no se puede demostrar ni determinar. Este principio debe expresar aquel acto que no se presenta ni puede presentarse entre las determinaciones empíricas, sino que más bien está en la base de toda conciencia y la hace posible”320.

No tarda Fichte en proponer ese principio incondicionado: se trata del “yo”

que de forma absoluta se pone a sí mismo. Para darse a entender, él piensa que só-lo hay dos puntos de partida posibles: el ser, (el objeto), cuyo resultado será el rea-lismo; y el “yo”, (el sujeto), que sería el idealismo. Considera que la filosofía que parte del mundo exterior (del objeto), nunca podrá solventar el problema del cono-cimiento; quiera o no, siempre se verá abocada a un puro determinismo, a no ad-mitir la libre personalidad en las acciones. Como contrapunto, la clase de filosofía que se elige deberá adecuarse a la clase de hombre que se es, por eso, su opción es clara: elige el idealismo. Para él, la realidad primaria, la fundamental, es el “yo”. En él, y por él, adquiere sentido toda otra posible realidad. Ahora bien, el “yo”, al po-nerse, pone el “no-yo”, que por no ser una realidad originaria, se convertirá en me-ra posición del “yo”. En el pensamiento de Fichte, nuestro entendimiento actúa si-guiendo unas leyes que le son necesarias, leyes inmanentes a la conciencia que ha-cen representar todo el mundo de la experiencia. Por eso es idealismo trascenden-tal. A tal respecto, los fenómenos reales no son sino productos inconscientes del “Yo puro”, o más bien, del Yo Absoluto e incondicionado como acción y actividad incesante; el “yo”, poniéndose, pone al “no-yo”. Lo expresa con las siguientes pa-labras: “Originariamente no hay sino una sola sustancia: el yo. En esta única sustancia son puestos todos los posibles accidentes, y, por tanto, toda posible realidad”321.

Con esta toma de conciencia, el idealismo trascendental de Fichte hace efec-

tiva la proyección incesante del “Yo puro” y absoluto que es dinamismo y activi-dad. En su acción, pone al no - yo o naturaleza. Como punto de partida, el giro co-pernicano iniciado por Kant en la Crítica de la razón pura, hay que entenderlo aquí en toda su radicalidad: el objeto no sólo es determinado por el sujeto pensante, sino “puesto”, esto es, producido por él. Se trata de una función dialéctica en tres artificiosos momentos del “yo”, desplegándose en posición, oposición y conciliación de contrarios dentro de un círculo inmanente. Dialéctica prefigurada en tres eta-pas: tesis, antítesis y síntesis, un proceso dialéctico que se impone en todo idealismo alemán. Como tal dialéctica, podríamos configurarlo del siguiente modo: conocer

320 Fichte, J, G.: Fundamentos de la doctrina de la ciencia. Sarpe. Madrid, 1984, I. 321 Ibid. I par.

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un objeto es ponerle, en principio, como real (el trigo es el trigo), después la con-traposición (el trigo no es la cebada), y, finalmente, delimitarlo y comprender en un concepto superior (el trigo es mies).

Sobre la objetividad de la experiencia, Fichte afronta la problemática con-

traponiendo dos sistemas que se excluyen entre sí: o se hace explicando los hechos empíricos como producto de la inteligencia, tal y como lo hace el idealismo, o se fundamentan como impresiones venidas del exterior al modo dogmático. Conside-ra que la interacción de ambos es imposible desde el momento que parten de prin-cipios diferentes. “Ninguno de estos dos sistemas (idealismo y dogmatismo) puede rebatir directamente al opuesto, pues la discusión entre uno y otro es una discusión sobre el primer principio, que ya no puede deducirse de otro. Cada uno de los dos impugna el del otro, con tal de que se le conceda el suyo. Cada uno niega absolutamente al opuesto, por no tener ningún punto en común, desde el cual pudieran entenderse el uno al otro y ponerse de acuerdo”322.

Ante lo cual, el dogmatismo queda descartado porque, según Fichte, afirma

la existencia de una “cosa en sí” independiente de nuestro alcance cognoscitivo; se-ría un despropósito, pues toda realidad objetiva está siempre en relación a una conciencia; es ésta quien determina a las cosas y no al revés. Por lo tanto, el idea-lismo es el camino correcto de comprensión porque es el que da prioridad a los ac-tos libres del espíritu frente a las cosas. Lo contrario es lo que hace el dogmatismo porque sacrifica la libertad en aras de lo adicional y accesorio de los hechos.

Como proyección acreditativa del saber, su doctrina de la ciencia se inicia

con la capacidad instintiva del “Yo puro”, que de forma libre capta las realidades por intuición intelectual. Nos dice: “El concepto del actuar, que sólo se hace posible por medio e esta intuición intelectual del yo espontáneo, es el único que une los dos mundos que existen para nosotros, el sensible y el inteligible”323. En el fondo, una espontaneidad con visos de auténtica creación. Es el “Yo puro” quien produce la realidad toda en su actuación constante y dinámica. Por lo tanto, este “Yo” más que ser tomado co-mo ser individual y finito, es, en su absoluta dimensión, actividad infinita que Fi-chte, en sus últimos escritos, identifica con Dios.

PRESENCIA DE DIOS EN LAS ACCIONES HUMANAS

La evolución que se efectúa en Fichte respecto al mundo religioso es muy

significativa. La primera toma de conciencia está enmarcada por el deber moral como lo hacía el kantismo. “Lo divino se constituye por el recto obrar. Dios es el mismo orden moral vivo y eficiente”. La Realidad divina se identifica con el orden moral, y cualquier otra invención que no sea ésta debe descartarse. Lo divino no es otra cosa

322 Ibid. pág. 40. 323 Ibid. pág. 88.

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que el orden y el deber por el deber; se identifica con la ley moral; por consiguien-te, cualquier otra prerrogativa que intente superarlo debe descartarse como supers-tición o utopía.

A partir de estas premisas, es comprensible que algunos le tacharan, no sólo

de panteísta, sino también de ateísmo. Pero, será en la polémica por defenderse, cuando se empezará a manifestar el cambio profundo respecto a la primera revela-ción. Aparece esta toma de conciencia en la segunda Exposición de la doctrina de la ciencia, de 1801, donde muestra ya el mundo de lo religioso como una realidad aparte, como un poder previo a la subjetividad. Ahora precede el “ser” al “hacer” y al “deber”. Volvería en cierto modo a redescribir su primera formación, queriendo transformar ahora la perspectiva kantiana en una “doctrina vital” que completara lo que faltaba a éste. Sintetizaríamos esta evolución del modo siguiente: en un pri-mer momento reconoció lo infinito en el hombre como un absoluto que se reflejaba en la espontaneidad de la conciencia, dando origen al “no – yo”, es decir, a los se-res finitos del mundo exterior. Sin embargo ahora la comprensión es diferente, lo infinito es el absoluto emplazado por encima del “yo” y de la conciencia. Por eso, aun cuando él mantenga que no ha habido ruptura con la etapa anterior, sino con-secuencia de llevar hasta el último estadio la proyección primera, no es que sea to-talmente cierto. Ahora la dialéctica del “yo” y el “no yo” viene prefigurada por una nueva metafísica: la del “ser”. El Absoluto, como realidad básica y primaria, ven-drá a constituirse en fundamento y sostén de toda forma de conciencia.

A este respecto, significativa es la Exhortación a la vida bienaventurada. Llega a

decir: “No hay en modo alguno ningún ser ni ninguna vida fuera de la vida divina inme-diata. Este ser se oculta y oscurece de muchas formas en la conciencia, según las leyes pro-pias e inextirpables de la conciencia fundadas en su esencia. Pero, liberado de todo oculta-miento y sólo modificado a través de la forma de la infinitud, se manifiesta en la vida y el actuar del hombre entregado a Dios. En este actuar no actúa el hombre, sino que el mismo Dios, en su ser y esencia, es quien actúa en él, y a través de él, la persona realiza su obra”324.

Como perspectiva teológica, la novedad es manifiesta: el Absoluto, como

vida infinita, es unidad y es dinamismo. Lo captamos como fundamento en la con-ciencia, aunque también en las modalidades que el mundo nos ofrece como exte-riorización de este mismo espíritu vital. Según Fichte, cinco son las visiones que captamos de este mundo: la sensible, la legal, la moral, la visión religiosa y la cien-tífica.

La perspectiva que conlleva esta nueva visión hace que llegue a identificar

el “ser” con el mismo Dios. Se percibe esto sobre todo en las elaboraciones de La doctrina de la ciencia en su plan general de 1810, 12 y 13. Considera ahora que el Ser 324 Exhortación a la vida bienaventurada. Lección 6ª.

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divino es todo en todo, incluso concibe el saber como el ser de Dios fuera de Dios, es decir, su exteriorización en las cosas. Son los objetos imágenes o esquemas de su ser, o, en palabras suyas, “el ser de Dios fuera de su ser”. En este ámbito la diferencia entre el universo y sus cosas viene constituida no tanto por la diferencia del “ser”, sino por el modo de “ser”. Según Fichte, aparte de Dios no hay nada más que ima-gen, que es el “saber”. Tan sólo así podría hablarse de lo que no es Dios, de lo no inmanente, de lo exteriorizado. Escribe: “Fuera de Dios no existe en el sentido propio de la palabra nada verdaderamente más que el saber: y este saber es la misma existencia divina absoluta e inmediatamente, y en la medida en que somos el saber, somos en nuestra más profunda raíz la existencia divina misma. Todo lo demás que se nos aparece como existencia – las cosas, los cuerpos, las almas, nosotros mismos en la medida en que nos atribuimos un ser propio e independiente – no existe verdaderamente y en sí, sino que existe sólo en la conciencia y el pensamiento como conocido y pensado, y de ninguna otra manera”325.

Como nueva impronta, consideraba que fuera de la Realidad divina no exis-

te verdadero ser, sino manifestación externa que sólo se verifica como imagen en nuestra conciencia. Cabría pensar que el Absoluto en el hombre se hace conciencia de sí mismo, entendiendo que todos los seres fuera de Dios son imágenes y apa-riencias suyas, es decir, aspectos de la totalidad. Por eso, siguiendo y profundizan-do en esta temática, no tendrá inconveniente en escribir que la felicidad y el verda-dero fin de la vida moral del hombre consiste en la unión con Dios. De hecho la persona puede buscar y anegarse en las cosas “aparentes” y superficiales que hip-notizan y seducen, pero por más que se quiera, nunca podrán satisfacer nuestras apetencias. Por causa de su unidad con la vida infinita y divina, lo que es imagen y finitud nunca podrá aquietar el espíritu humano. La persona necesita elevarse a la “auténtica vida”, como es el amor por lo transcendente e ilimitado, por el amor a Dios como Absoluto y única fuente de vida infinita. Tiene por lo tanto el hombre libertad para sumergirse, bien en la unidad de vida en Dios o ser presa de la su-perficialidad de las cosas volubles y externas. Para él, la religión, lejos de consti-tuirse en una serie de prácticas ascéticas y legales, su alcance va más allá, se identi-fica con la vida moral basada en el deber y la fe en Dios como única realidad que da sentido a la vida.

Quizá alguno pudiera identificar estas expresiones con las de los místicos

cristianos. En la formalidad hay sin duda ciertas afinidades, pero sería osado ha-blar de homogénea religiosidad cristiana en el Fichte ya anciano. De todos modos, sí se sabe que en los últimos años tomó del Evangelio de San Juan algunas de sus expresiones, sobre todo cuando habla éste del amor y de la común hermandad en-tre los humanos. Significativos son los conceptos de un soneto póstumo: “el eterna-mente Uno vive en mi vivir, ve en mi mirar; nada existe sino Dios y nada es Dios sino vida; muy claro se alza el velo ante ti. Ese velo es tu “yo”; muera lo que es caduco y vivirá sólo en tu anhelo. Penetra lo que sobrevive a ese anhelo y el velo se te hará visible como velo, y sin

325 Exhortación a la vida bienaventurada. Lección 4ª.

295

velo verás el vivir divino”.

JUICIO CRÍTICO

Limitándonos a los puntos más importantes de su exposición filosófica, di-

remos que Fichte, partiendo de Kant como modelo, pero queriéndole superar en la escisión que éste hacía entre lo teorético y lo práctico, la conciencia y la “cosa en sí”, cree encontrar la clave situando el “Yo” absoluto como principio de toda la realidad; una base constituida, no tanto por la esencia estática, sino en dinamismo constante. Como actividad pura, el “Yo” se pone a sí mismo en la intuición intelec-tual y pone todo lo demás en movimiento dialéctico. Sin duda alguna es merece-dora de todo respeto la inquietud de querer hacer brotar, de un único principio, toda posible realidad, así como haber hecho hincapié en la excelencia del espíritu y su dimensión metafísica. Pero, el error más grave se halla al dar la primacía al devenir sobre el ser. Como tal perspectiva, es ir contra todo sentido común, asu-miendo que el fenómeno sea creación del sujeto, también que la conciencia no ne-cesite más fundamento que ella misma. Se confunde aquí el ser con el conocer, lo producido con el producente, la causa con el efecto.

Como tal idealismo, la propuesta de Fichte es convertir toda la realidad en

acción, en fuerza vital absoluta, sin caer en la cuenta de que es el ser el que actúa, el que precede a la acción. En sí, inicia una nueva dirección, una filosofía de lo infini-to dentro y fuera del hombre, un Absoluto que no es reducible al sujeto ni al objeto. Pero una tal perspectiva impide lógicamente, no sólo dar una explicación al origen del mundo natural, sino también a la inteligencia y al mismo yo.

SCHELLING, FRIEDRICH (1775 – 1854)

Friedrich Wilhelm Joseph Schelling, nació en Leonenberg, en el Estado de

Württemberg. Hijo de un erudito pastor protestante, comenzó muy pronto a reve-lar un talento nada común. Inicia sus estudios de humanidades en la escuela que dirigía su padre en Bebenhausen y, con sólo quince años, se inscribe en el semina-rio teológico protestante de Tubinga, donde compartió conocimientos y amistad con Hölderlin y Hegel. Se interesó también por la filosofía, leyendo a Platón, Leib-niz, Spinoza, Kant y Fichte.

A los diecisiete años publica su primer escrito, “Sobre el pecado original”, y no

mucho después, “Sobre los mitos del mundo antiguo”, intentando ofrecer una exposi-ción crítica, no sólo de los mitos paganos, sino también sobre las concepciones bí-blicas de los mismos. Eran para él manifestaciones del alma en su deseo de expre-

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sar los conocimientos que se tenían del mundo en el contexto de entonces. Intere-sado también por el pensamiento filosófico, en 1795 - y con tan sólo veinte años -, publica “Del yo como principio de la filosofía”, revelando una clara orientación fich-teana. Dos años más tarde escribe las “Ideas para una filosofía de la naturaleza”, cuya difusión hizo que al año siguiente fuese nombrado profesor en Jena.

Con el prestigio que suponía dicha nominación, Schelling entablará amis-

tad con los círculos románticos de Novalis, los hermanos Schlegel, Tieck, Steffens y Schleiermacher. A este período corresponden las obras relacionadas con la filosofía de la naturaleza, que culmina con uno de sus escritos más importantes: Sistema del idealismo trascendental. Después, ciertos aconte-cimientos personales hicieron que se desligara de los círculos de Jena; marcha entonces a Würzburgo habiendo obtenido una cátedra de filosofía en la Universidad. Aquí permanece du-rante tres años, hasta 1806; más tarde se traslada a Munich, donde se integra como socio de la Academia de las Ciencias. Sin embargo, un in-cidente con su condiscípulo y no pocas veces co-laborador Hegel, le va a provocar una profunda crisis literaria. La discordia sobrevino cuando Hegel publica la Fenomenología del Espíritu, en 1807, donde en el prefacio desacredita con acen-tuada aversión el “Absoluto” de Schelling. Bien es cierto que la discrepancia no le intimida, y así, de sus estudios sobre la condición del hom-bre, tendrá como resultado la obra “Sobre la esencia de la libertad humana”, de 1809.

Desde 1820 a 1827 fue profesor en Erlangen, y desde el 1927 al 41 en Mu-

nich. Este mismo año fue llamado a Berlín donde se le nombra profesor de la Uni-versidad por el rey Federico Guillermo IV, preocupado por el radicalismo que ha-bía asumido la dirección de la izquierda hegeliana. El hecho de haber solicitado su presencia fue, entre otras cosas, para censurar lo que ya se había hecho voz públi-ca: combatir “el veneno del panteísmo hegeliano”. Claro que el éxito de sus primeras intervenciones, así como su última apuesta por la filosofía de la “mitología” y de la “revelación” fueron progresivamente decayendo ante las nuevas ideas materialis-tas que, en clara oposición, trataban de excluir cualquier conato de idealismo. De hecho, las implacables controversias tuvieron que ver para que se apartara defini-tivamente de la enseñanza. Por motivos de salud se retira a Suiza; pero la enfer-medad continúa, muere allí, en Ragaz el año 1854. Fig. 60.

Fig. 60. Pintura de Friedrich W.

Schelling por Joseph Karl Stieler

(1835).

297

FASES FILOSÓFICAS

La dilatada vida de Schelling tiene una característica singular: la de ofrecer,

más que un sistema cerrado, una serie de fases filosóficas dentro de una línea orientada por el idealismo. Sobre el número de las etapas no hay acuerdo entre los estudiosos, pues, mientras unos, como Windelband, hablan de cinco perspectivas o estadios diferentes, otros, como Zeller o Kuno Fischer, los concretizan en cuatro, sin descartar a los que piensan que pueden reducirse a tres o incluso a dos. Noso-tros aquí, atendiendo a la innegable evolución de su primer punto de partida, nos autoriza a hablar al menos de cuatro posturas que, de algún modo, podían quedar especificadas como de verdaderos sistemas diferentes, serían: “el de la filosofía de la naturaleza y el espíritu”; el de la identidad; el de la libertad; y el de la filosofía positiva y re-ligiosa. Los analizaremos más en detalle.

FILOSOFÍA DE LA NATURALEZA Y EL ESPÍRITU

Ante el compromiso de estructurar todo el alcance que ofrece el concepto de

naturaleza, Schelling nos va a mostrar, no una cosmología al estilo acostumbrado o según los datos de las ciencias físico-químicas, sino ofreciendo su propia visión del mundo en conformidad con los descubrimientos de las ciencias experimentales de entonces. En sí, una concepción que le va a servir como punto de partida para desarrollar su interpretación metafísica de la naturaleza en cuanto manifestación de un Absoluto que es, al mismo tiempo, acción inteligente y vida, materia y espí-ritu. Siguiendo en este ámbito a Fichte, reconoce en el Yo ilimitado y perenne el principio incondicionado de todo saber. De tal modo que si el “no – yo” es puesto por el “yo”, quiere decir que ambos se condicionan: lo condicionado por lo incon-dicionado. Para Schelling no hay sujeto sin objeto, como tampoco objeto sin sujeto. La naturaleza es actividad, vida latente, llegar a ser. El espíritu lo llena todo, se vincula con la naturaleza, por eso tiende a la vivificación, o si se quiere, a un des-pertar del espíritu; en palabras suyas, “la naturaleza es inteligencia en el devenir”, es decir, espíritu que llega a ser, manifestándose sobre todo en la historia, en el arte y en la religión.

Ante esta perspectiva, no duda en servirse de los avances de su tiempo para

exponer el verdadero alcance de lo que él entiende por filosofía sobre la naturaleza. Toma las investigaciones de Brown sobre la irritabilidad muscular, la teoría de la reproducción de Kielmeyer, los descubrimientos en química de Lavoisier y Pries-tley, así como las investigaciones de Galvani sobre la electricidad animal para in-cidir en su apuesta por la vinculación de la naturaleza con el espíritu manifestado de modo especial en el organismo viviente. En la Introducción al proyecto de un sis-tema de filosofía de la naturaleza, llegaba a decir: “El experimento es una pregunta hecha a la naturaleza, a la que la naturaleza está obligada a contestar”. En el fondo, es la cons-trucción ideal elaborada por el dinamismo interno de la naturaleza en cuanto ma-

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nifestación del Absoluto. En la concepción de Schelling, filosofar sobre la natura-leza supone crear naturaleza. Lo que para Fichte era negativo, es decir, la naturale-za como producto de la actividad inconsciente del “yo”, y, por lo tanto, limitada por el “no – yo”, Schelling la regenera eliminando la negatividad mediante la fuerza creadora.

SISTEMA DE IDENTIDAD

La segunda fase que se manifiesta en la evolución ideológica de Schelling

viene especificada al dar a la filosofía de la naturaleza y del espíritu una base co-mún, esto es, un fundamento en el que ambos, además de permanecer unidos, quedan identificados por una mutua interacción. En el período precedente la últi-ma etapa de la evolución de la naturaleza era el espíritu. Aquí la dimensión que al-canza su pensamiento confluye ofreciendo una identidad para ambos. De hecho, la consonancia es tal, que la naturaleza es espíritu, y el espíritu, naturaleza. Pero, ¿cómo lo conocemos?; no conceptualmente – dice -, sino por intuición intelectual. De este modo, si en la manifestación predominara el elemento natural, la entidad per-tenecería al reino de la naturaleza; si por el contrario, el predominio correspondie-se al elemento espiritual, entonces pertenecería al reino del espíritu.

Conseguido este proceso, diríamos que la naturaleza se ha trasformado en

subjetividad, se ha espiritualizado, al tiempo que el espíritu también se objetiva como principio dinámico y creador. Por eso la concepción filosófica de Schelling va más allá del punto de viste de Fichte, pues no se propuso como éste justificar la ac-tividad infinita del “yo”, sino que muestra dicha actividad del Absoluto en cuanto naturaleza. Como intuición intelectual, en el Absoluto solamente existe un acto eterno, por lo tanto, sin sucesión alguna de temporalidad. Bien es cierto que, en su objetivación en el mundo de los fenómenos, nos habla de tres momentos diferen-tes. En el primero se objetiva a sí mismo como naturaleza ideal; en el segundo, como objetivación en las cosas particulares; y en el tercero, como síntesis de ambos, transformándose la objetividad en subjetividad. En sí, un idealismo cuyo alcance tocará fondo en el panteísmo. Considera que el mundo en su infinitud no es más que el espíritu creador en sus infinitas producciones y reproducciones.

SISTEMA DE LA LIBERTAD

Insatisfecho por el alcance que había tomado la trayectoria dada a la “iden-

tidad”, Schelling renuncia a ella aunque dentro de la línea y comprensión panteís-ta. Concibe ahora el mundo y los seres como una auténtica revelación de Dios. El Absoluto, el todo-uno, se manifiesta a sí mismo en etapas sucesivas y diferentes: pasa de naturaleza inorgánica a orgánica, y de ésta al espíritu. Pero lo original en esta nueva toma de conciencia es que, en ese despliegue, el grado supremo del es-píritu es la libertad humana. “En el hombre se halla todo el poder del principio oscuro y a

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la vez toda la fuerza de la luz. En él se encuentran el abismo más profundo y el cielo más elevado, o ambos. La voluntad del hombre es el germen, oculto en el anhelo eterno, del Dios que sólo yace todavía en el fundamento; es el rayo divino de vida aprisionado en la profun-didad, que Dios vio al concebir la voluntad para la naturaleza. Sólo en él (en el hombre) ha amado Dios al mundo”326. Para él, toda la creación tiende hacia una forma suprema que se revela en albedrío. Cabría decir por tanto, que esta autonomía es la disposi-ción suprema del desarrollo de la propia naturaleza que, en su desvelarse, alcanza o se constituye en libertad.

Gran incidencia tuvo en esta etapa la muerte de su esposa, acaecida en 1809,

comprendiendo que la racionalidad no podía ser el fundamento de las realidades mundanas; declara ahora que la raíz primera está en el deseo, en el impuso vital que objetiva y trasciende toda limitación. El alfa y la omega de toda filosofía es la libertad. Claro que, para que se pueda llevar a cabo esta disposición se hace im-prescindible la intersubjetividad; tan sólo por el reconocimiento de los otros me atestiguo como autoconciencia y en posesión de libertad. Considerando al univer-so como un organismo y una totalidad conjunta, todas las sustancias - en este caso las inteligencias -, deberán considerarse interdependientes. Por eso, la acción recí-proca de las personas se hace imprescindible, tan necesaria que sólo por los actos libres y la intersubjetividad es posible caer en la cuenta de la propia voluntad; sólo la interacción de unos y otros dan sentido a la conciencia personal.

SISTEMA RELIGIOSO

Aun teniendo en cuanta su especulación filosófica sobre la libertad, Sche-

lling va a dar otro paso adelante para exponer lo que pudiéramos considerar la úl-tima fase de su heterogéneo estudio sobre el constitutivo que conforma la realidad. Centrado ahora en el alcance que adquiría el pensamiento de Hegel, hizo que, en su oposición, cristalizara lo que para él suponía una nueva dirección filosófica. En principio, rechaza la identificación de lo real y lo racional, inculpando a Hegel de haber elaborado, con esa tipificación, un nuevo racionalismo dogmático, o si se quier, una construcción de conceptos vacíos, cuyo alcance jamás podría traslucir el mundo de la realidades. Considera por tanto que el puro racionalismo no consigue el método apropiado para construir un sistema universal del ser y del saber. La concepción racionalista aporta universalidad, pero a base de conceptos negativos, es decir, sin la efectividad del ser. En la pura racionalidad faltan las condiciones positivas por las que se da autenticidad a las cosas. Frente a este método racional, Schelling pone ahora una filosofía positiva, es decir, con base en la experiencia. Es-tos pensamientos los expone en las lecciones de sus cursos que publicó más tarde su hijo con el título: Filosofía de la mitología y Filosofía de la revelación.

El modelo que ofrece Schelling a la filosofía positiva se enmarca dentro del

326 Schelling, F.: Investigaciones filosóficas sobre la esencia de la libertad humana. IV.

300

tema religioso, aunque englobando todo el campo metafísico del ser. Considera que la filosofía negativa, y por tanto, racionalista, llega sólo a la esencia y a la idea, una idea absoluta si se quiere, pero con la única posibilidad de deducir otras ideas o esencias, nunca la auténtica realidad existente. Por el contrario, la filosofía posi-tiva que él propone parte de Dios como realidad existencial, como acto puro que se revela tras las distintas manifestaciones del ser. Podría sin embargo preguntarse: ¿cómo se efectúa el cambio de la filosofía negativa a la positiva? La respuesta es clara: “No por deducciones lógicas, por cuanto permaneceríamos en un ámbito de puros conceptos…, sino por una voluntad que exige, por necesidad interna, que Dios no deba ser una mera idea”327. A este respecto, el yo, sintiéndose alienado, reclama a un Dios existente y personal que nos libere y redima, es decir, que el hombre busca a Dios por sí mismo, va a su encuentro por la profunda necesidad de hacerle presente. Es taxativo al respecto: “El yo exige a Dios mismo. A él, a él quiero yo tener, el Dios que ac-túa, que ejerce providencia; que, siendo él mismo real, pueda reunir la realidad de la caída… En este Dios sólo el yo ve su bien supremo real”328; y no mucho más adelante: “La aspi-ración hacia un Dios real y hacia la redención por medio de él no es otra cosa, como se ve, que la expresión de la necesidad de religión… Sin un Dios activo… no hay religión, pues la religión presupone una actual y real relación a Dios. Ni puede haber una historia en la cual Dios no sea providencia… Al final de la filosofía negativa sólo se tiene una religión posible y no actual, la religión dentro de los límites de la mera razón… Con el paso a la filosofía po-sitiva llegamos por primera vez a la esfera de la religión y de las religiones… Y podemos es-perar el aparecer de una filosofía de la religión que exponga toda la religión, comprendiendo las religiones reales, la mitología y la revelada”329.

Es significativo que en la última etapa de su vida se centre casi en exclusiva

en todo aquello que atañe a la dimensión religiosa. Tan importante, que la verda-dera filosofía positiva tiene como fundamento para él dos configuraciones básicas: la “mitología” y la “revelación”. Por eso, lo que ahora va a intentar es una prueba de la existencia de Dios mediante la historia de las religiones, como respuesta real y positiva de las diferentes comunidades humanas. En realidad, un estudio a la progresiva revelación de Dios que siendo entidad indivisa no excluye los momen-tos distintos de su manifestación.

A este nivel, el primer estadio es el de la mitología, donde la manifestación

de Dios hizo que la conciencia del hombre idealizara las fuerzas de la naturaleza en una peculiar, aunque todavía difusa interacción de las mismas. Se supera esta etapa por la concepción politeísta, que no es todavía auténtica “revelación” en el sentido formal de haber sido comunicada por la expresa voluntad divina. Se llega a esta última fase con el monoteísmo judeo-cristiano donde la revelación de Dios sí

327 Schelling, F.: Introducción filosófica a la Filosofía de la religión. I, 2 lec. 28, en Werke, ed. Schröter, V,

p.746. 328 Ibid., V p. 748. 329 Ibid., V p. 750.

301

es voluntad libre que transmite toda su verdad. Es por lo tanto un desvelarse en la historia en tres períodos diferentes: primero, como naturaleza en la que Dios insta a ser consciente; más tarde, como voluntad racional; culminando con la libre reve-lación del Absoluto. En síntesis: un devenir acorde con el idealismo trascendental, aunque con velado trasfondo panteísta. H. Fuhrmans llegaba a decir: “El Dios de Schelling, no es que sea el centro evolutivo del mundo, sino el trascendente o el altísimo, más bien, el ser sobre el mundo”330.

VALORACIÓN CRÍTICA

Intentar resumir de forma crítica todo el proceso evolutivo que hallamos en

el pensamiento de Schelling no es tarea fácil. Tan sólo, y en razón de esa dificul-tad, nos detendremos en el alcance que tuvo su última etapa como pensador cen-trado en la filosofía positiva o mundo de la religión. Como actitud y compromiso final, merece todo respeto, si bien el alcance que da a la mitología y la forma de in-terpretar los dogmas cristianos revela, además de un conocimiento superficial, unas nociones extremadamente imaginativas. Su libre interpretación filosófica está más cerca de la postura gnóstica y neoplatónica que de una acorde comprensión de las verdades cristianas; al mismo tiempo, el panteísmo que intenta superar está bastante lejos del alcance que enseña la teología cristiana. Su idealismo trascenden-tal, como revelación del Absoluto, hace que no pueda prescindir de una originaria inconsciencia de Dios a la hora de tener que mostrar sus relaciones con el mundo de la naturaleza. Para él, lo Absoluto comprende y vivifica todo. Como vestigio es-piritual, se hace viviente en cada cosa, todo es uno y lo mismo. Por eso, aún sin-tiendo el aprecio del que busca lo trascendente como principio que da estabilidad a la vida, no dejamos de reconocer que lo intuitivo e imaginativo debe hallar con-sistencia en la verdad y lo objetivo de los hechos. La “revelación” tiene un alcance determinado, no es caprichosa ni arbitraria.

HEGEL, G. FRIEDERICH W. (1770 – 1831)

Hijo de un funcionario de la Hacienda pública, nació Georg Wilhelm Frie-

drich Hegel en Stuttgart. Hizo sus primeros estudios en el “Stuttgart Gymnasium”, donde recibió una esmerada educación humanística. A los 18 años se inscribe en el seminario protestante (Stift) de Tubinga, en Württemberg. Las materias que se im-partían estaban relacionadas principalmente con la filosofía y teología, aunque conformando dichos conocimientos con las asignaturas preceptivas de la Universi-dad. Con Hegel ingresó el poeta Hölderlin al que le unió una profunda amistad; después se les unió Schelling, aun siendo cinco años mayor y haberse incorporado al centro dos años más tarde. Como principio, en dicha formación se pretendía

330 Fuhrmans, H.: Schelling letzte Philosophie. Berlín, 1940, pg. 286.

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conjugar la disciplina propia de un internado con el espíritu abierto y progresista de la mayoría de los profesores, pues, además de estar al tanto de las corrientes modernas, solían secundar las ideas de la Ilustración y las directrices filosóficas de Kant. En este tiempo, parece ser que su autor preferido fue Rousseau, aunque atraído también por Schiller, Herder, Mendelssohn y, en moral, por las orientacio-nes kantianas.

De otra parte, completados los cursos de filosofía y teología, decide no se-

guir la carrera de pastor protestante que su padre hubiese deseado. Opta ahora, como tantos otros colegas suyos, por dedicarse a la dura tarea de enseñar como preceptor privado para ganarse la vida. En su caso, marcha a Suiza en 1793, donde fue profesor y educador en la familia Von Steiger, perteneciente a la aristocracia de Berna. A los veinticinco años escribe el fragmento, La vida de Jesús. Pero, al siguien-te, en 1796, retorna a Francfort, también como preceptor. A decir de sus contempo-ráneos, Hegel no es que fuese una persona que impactara como orador, aunque sí era metódico y con una gran capacidad de trabajo.

De todos modos, en 1805 es nombrado

profesor extraordinario en Jena. Aquí - ya en plena madurez -, confecciona su primera gran obra, Fenomenología del espíritu, que publicó más tarde en Bamberg (1807). Claro que, al haber dejado patente en el Prefacio su radical oposi-ción al absoluto de Schelling, marcó, no sólo la ruptura, sino su gran resentimiento por lo ex-presado. Sucedió no obstante que la invasión francesa cerró la Universidad y obligó a Hegel a huir de Jena. Se traslada a Bamberg donde, gracias a un amigo, es nombrado rector y pro-fesor del “Gimnasio de Nuremberg”. Este pe-ríodo, que va a durar ocho años, fue realmente fecundo. Allí se casó en 1811, y publicó, de 1812 a 1816 su obra capital: Ciencia de la lógica, tam-bién este mismo año se le invita para ocupar la cátedra de filosofía de Erlangen, Heidelberg y Berlín; aceptó la de Heidelberg. Tal era ya su reputación que, entorno a sus direc-trices, se llegó a formar una especie de escuela de discípulos. De hecho, fue allí donde publicó su obra más completa: Enciclopedia de las ciencias filosóficas (en com-pendio). En 1818 le solicitó la Universidad de Belín, en la que expuso y enseñó lo que él consideraba su pensamiento filosófico. Fue la última etapa de docencia, al-canzando una fama sin igual como profesor, y esto, no sólo en Berlín, sino incluso en toda Alemania. De este período es su última gran obra: Fundamentos de la filoso-fía del derecho. Muere el 14 de noviembre de 1831, al parecer, de un brote de cólera

Fig. 61.Retrato de Georg W. Frie-

drich Hegel por Jakob Schlesinger

(1831).

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que azotó a Berlín. Fig. 61. Aparte de los escritos mencionados, adquirieron también relieve las que se

conocen como Lecciones de los cursos de Hegel, así como las obras; Filosofía de la his-toria universal; la Filosofía de la religión y la Historia de la filosofía, entre otras.

INTERPRETACIÓN RELIGIOSA DE LA REALIDAD

Habiendo recibido una formación teológica de tipo racionalista, según las

directrices de un protestantismo fuertemente influenciado por las ideas de la Ilus-tración y de la moral kantiana, es, hasta cierto punto, explicable su interés por los problemas religiosos y su implicación en el campo de la filosofía. Fueron precisa-mente estas orientaciones las que, unidas al fuerte espíritu crítico de su juventud, los móviles que le abrieron paso al idealismo del espíritu universal que condicio-naría el entramado de todo su sistema filosófico.

A los veinticinco años logra ya finalizar el escrito, La vida de Jesús, donde,

con notoria novedad, expone una libre interpretación de los textos evangélicos, siempre en la perspectiva de la moral kantiana. Pues, aún sintiendo una atracción romántica por el genio griego en cuanto al alcance que se dio a los conceptos de orden, de armonía y de belleza, quiere ahora superarlos por una libertad moral que eclipsara toda coacción u orden impositivo. De ahí que presente a Jesús como la personificación ideal de virtud en pugna con la religiosidad judía fundada en la obediencia de la ley por la ley. Claro que, en su interpretación simbólica de Jesús, considera que su cometido, lejos de presentarle como segunda persona de la Trini-dad para redimir al hombre, o como fundador de una religión vinculada a su per-sona, lo ve ante todo como mensajero de Dios para anteponer en su enseñanza la propia libertad del hombre en un saberse emparentado con la Divinidad, con vínculos familiares y de única raza. A su entender, Jesús, como Sócrates en el mundo griego, habría sido un maestro de la moral cuyo alcance tocaría fondo en la propia libertad de la persona.

Más tarde contrapone su pensamiento al de Platón del siguiente modo: ha-

bía éste llegado a entender que si teníamos conceptos universales es porque exis-tían éstos, no como algo abstracto, sino como verdaderas Ideas henchidas de reali-dad y universalidad. La cúspide, como el sol del mundo inteligible - y más allá in-cluso del ser -, lo ocupaba la Idea del Bien; tal era el mundo platónico. Sin embargo, Hegel ve en esta concepción una dualidad: una cosa es lo real y otra cosa lo divino. Él, sin embargo, se opone a esta concepción dualista, pues no es cierto que existan dos mundos o dos estructuras separadas, sino que ambas conforman una única realidad.

Pero, ¿cómo pudo llegar a semejante conclusión? Racionalizando la historia

304

del mensaje cristiano. Así, ante el hecho de la presencia de Cristo en el mundo, el Dios Padre se hace historia mediante el Hijo, es decir Dios se humaniza, deviene pensamiento y acción en la persona de Jesús. Se diría que en el Hijo se materializa el pensamiento del Padre; se hace humano en Cristo Jesús, ¿para qué?, para redi-mir a los hombres. Pero, ¿cuál es el verdadero alcance de esa redención? No otra que la de igualarnos a la Divinidad mediante la pasión y muerte del Hijo. Conse-cuentemente, en la persona de Cristo, el Dios de la transcendencia se humaniza, desapareciendo la dualidad clásica entre pensamiento divino y pensamiento hu-mano. Todo es inmanente en el devenir de los seres, todo es teología racionalizada.

EL ABSOLUTO, COMO IDENTIDAD DE LO REAL Y LO IDEAL

Una vez expuesto el alcance teológico del joven Hegel, donde Cristo era

modelo de amor y de vida, siente, a su vez, el apremio de que sea ahora la filosofía quien intente comprender el hallazgo que le ofrece la expresión religiosa. Para ello reclama una nueva lógica, es decir, un método que, secundando los impulsos más profundos del hombre, nos lleve a la auténtica verdad de las cosas. Como tal com-promiso, supone la transición del Hegel teólogo al filósofo. Concibe ahora que no es la religión, sino la filosofía la que debe ajustarse a las verdaderas fórmulas para expresar el alcance que proyecta la más auténtica realidad del ser y del sentir, esto es, la proyección dinámica del Absoluto en su acción histórica y creativa.

Ahora bien, para llegar a esta toma de conciencia, Hegel expone primero las

diferencias y las carencias que se encontraban en los sistemas filosóficos de Fichte y de Schelling. Por eso, frente a los contrastes y oposiciones que encontramos en las desigualdades de los seres, así como también en las incongruencias en la pro-pia vida, concluyó que es nuestra mente la que fija las oposiciones. Por lo tanto, Fi-chte se queda en la simple subjetividad, pues aun presentando un mundo realista, al oponer la naturaleza al “yo”, ofrecía un dualismo que en modo alguno resuelve. Por contra, en el “absoluto” de Schelling existe una identificación de lo subjetivo y objetivo, hay por tanto un avance respecto a la concepción de Fichte. Lo expresa también en el alcance que ofrece a la filosofía natural. Para Schelling la naturaleza, aun en su concepción como algo real, es al mismo tiempo ideal, más bien, como espíritu visible; de este modo, cabría decir que la naturaleza implicaría, como principio, un sujeto-objeto, por cuanto que cada uno de los términos contiene su principio originario.

Hegel, sin embargo, aun asumiendo ciertas intuiciones de Schelling, no du-

da en oponerse a alguno de sus más importantes planteamientos. Se deja esto ya entrever en las Lecciones de Jena. Tratando por ejemplo sobre lo finito y lo infinito, llega a decir que si ambos fuesen contrapuestos, nunca podría pasarse de uno a otro y, por consiguiente, nunca se podría llegar a la síntesis. Por eso, al afrontar Hegel este problema, concibe que lo finito traspasa el ámbito de la individualidad.

305

Según él, nunca podemos concebir lo finito sin lo infinito. Lo que podríamos pen-sar que es limitación, no es del todo cierto, porque lo limita el que no lo es; lo finito es más que finito; lo concibe como un momento en la vida de lo infinito; tal es el modo de revelarse como proceso, como fuerza inherente a sí misma. Ahora bien, revelándose como tal, como “absoluto” en la razón humana, comprenderemos que, aun cuando nuestra mente sea finita, es también más que finita al poder alcanzar el auténtico saber en la síntesis que conlleva la dinámica del espíritu.

A este nivel, aun cuando la filosofía de Hegel parta del idealismo de Fichte

y de Schelling en la formulación del infinito respecto al finito, la búsqueda como totalidad y armonía se encuentra en el sistema hegeliano. Ya en el Prefacio de la Fe-nomenología del espíritu, expone claramente la noción de lo “absoluto” como identi-dad de lo real y lo ideal, del sujeto y el objeto, aunque no tanto como “identidad indiferenciada”, sino como “identidad en las diferencias”. El “absoluto” es identi-dad, pero no “indiferenciada” al modo como lo concibió Schelling y que provocó la ruptura de ambos, sino incluyendo dentro de sí la oposición, y como tal, conci-liando los contrarios. Concibe al mismo tiempo que dicha actuación no es que sea un punto de partida, sino término de un desarrollo. La identidad y la armonía se complementan, no al principio, sino al final del proceso dialéctico331.

DIOS ES ESPÍRITU, VERDAD Y VIDA

La incidencia que tuvo el Prólogo del Evangelio de san Juan en el sistema hege-

liano, ciertamente fue grande. El Logos (el Verbo), que estaba en Dios y era Dios, que era Luz y había venido al mundo, lo aplica Hegel a la “Idea”. También en el “principio” la Idea es Espíritu y es Dios. Se encarna en la naturaleza (sale de sí), y, siendo luz y vida del mundo, lo asume todo, para retornarlo a la verdad de Dios. Pero, además de esta idea central, lo encuentra también en la filosofía de los con-trarios, que se van superando y conciliando en una síntesis superior. Por eso, cuando ya en edad madura nos expone su pensamiento en el primer tomo de la Ciencia de la lógica, (1812), no duda en afirmar que la dialéctica no es un paso de la mente por varios estadios, sino un movimiento del ser. Ineludiblemente se pasa de un estadio a otro, y en cada uno está la verdad del precedente. La lógica de Hegel es una dialéctica del ser, del Logos, del “ón”, es una verdadera ontología.

Como tal dialéctica, son numerosos los estadios que se van sucediendo. Los

que menciona no los expondremos aquí por creer que su estudio particular excede el compromiso que nos hemos impuesto. Sí decir que la trayectoria comienza por lo más simple, para seguir en un constante ascenso de ciclos dialécticamente terna-rios: a la tesis se opone la antítesis, pero encontrando ambas su unidad en la síntesis. No es que sea simple conciliación, sino que la tesis lleva necesariamente a la antíte-sis, y viceversa; se trata más bien del movimiento del ser cuyo ascenso conduce ne-

331 Hegel, G. W. F.: Fenomenología del espíritu. Prefacio, 2,I.

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cesariamente a la síntesis. Cada estadio encuentra su verdad en el siguiente. Tras esta toma de conciencia, Hegel quiso manifestar la realidad de Dios tal

como es Él en su eterna esencia, previamente a la creación de la naturaleza y del espíritu finito. Consideró como misión propia vivificar la verdad Divina mediante sus distintas revelaciones. Quiso hacer realidad la aparente antítesis que se lee en el evangelio: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, permanece infecundo, pero si se destruye y muere, se multiplicará dando fruto”. La experiencia de este y otros fenó-menos naturales, le llevó también a reflexionar sobre la concepción kantiana. Afir-mando éste la imposibilidad de toda metafísica especulativa como ciencia, también sobre la crítica que había hecho hacia las pruebas tradicionales de la existencia de Dios, quedando supeditada al deber moral y al sentimiento, Hegel reacciona afir-mando que Dios ciertamente había “muerto”, pero entendiendo que su morir le pertenece como esencia para renacer a nueva vida. Concibe que todo el organismo existente en el mundo da pruebas de Él. En referencia a las plantas, primero como semilla, después desplegándose en tallos, hojas, flores y fruto. En la vida del espíri-tu las fases se asemejan: lo inicia el pensamiento como novedad primera, después, saliendo de sí en cuanto expresión exterior, para retornar más tarde en la verdad de la nueva idea; y es que pensamiento dialéctico es igual a vida, y la vida es des-pliegue, superación, logro incesante.

Para Hegel, el ser es absoluto, puro, indefinible, indeterminado, simple-

mente es; pero al mismo tiempo pasa, deviene; esa es su dialéctica. En cada estadio está la verdad del anterior, y la suya está en el siguiente. Por eso, al decir que el “absoluto” es el pensamiento que se piensa a sí mismo, equivale a decir que es “espíritu”. También es corriente que hable de ese espíritu o sujeto que se piensa a sí mismo, como la auténtica realidad de Dios. Bien es cierto que la noción hegelia-na de la Divinidad está muy lejos de coincidir con la trascendencia ofrecida por la filosofía clásica. La metafísica tradicional y racionalista que había pretendido de-mostrar con sus pruebas la existencia del Dios trascendente, lo había hecho, según Hegel, ideando un Dios Absoluto sí, pero separado e independiente del mundo. Para él, esto es pura abstracción, sin valor ni contenido concreto; nos lo expresa del siguiente modo: “Esta prueba, que reposa en el principio de identidad suministrado por el entendimiento, (es vana) cuando se trata de buscar una transición de lo finito a lo infinito. Pues, o no puede despojar o separar a Dios del ser finito y positivo del mundo, y en este caso a Dios se le considera como la sustancia inmediata de las cosas, lo cual es panteísmo (el dogmático de Spinoza), o bien se define a Dios como una existencia objetiva enfrente del su-jeto, y en este caso Dios es un ser finito, es dualismo”332.

Se contrapone a esta concepción el absoluto de Hegel. Es ilógico hablar de

otro ser – dice - al margen de la Total Realidad. Defiende que lo objetivo y lo subje- 332 Enciclopedia. I. Lógica, n. 36.

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tivo se completan como dos momentos integradores, no ya de forma constituida, sino en proceso de actualización en las sucesivas fases del devenir. Con esta pers-pectiva se comprenderán más fácilmente algunos caracteres de su sistema; lo ex-presa sobre todo en sus Lecciones sobre filosofía de la historia universal. Trata aquí de la verdad y de sus relaciones con otras verdades. Para él, ninguna de ellas es inde-pendiente, sino que cada una está fundada y sostenida en las demás. Como revela-ción del ser, su manifestarse es un partir de, para llegar a una superación en la nue-va faceta. De hecho, y mediante este principio, Hegel intenta comprender dialécti-camente lo que ha sucedido en la historia, para lo cual expone y contrasta toda su estructura doctrinal con los sucesos acaecidos en cada época.

A la hora de especificar dicho examen, él enumera cuatro intervalos evolu-

tivos en la memoria de los pueblos, y que refiere a las etapas de la vida del hom-bre. Los anales de Oriente corresponderían con la “niñez”; no hay todavía filosofía, sí relación patriarcal, se sabe simplemente que el hombre es libre. A Grecia le con-cierne la “mocedad”. Se encuentra allí por primera vez la libertad subjetiva (hermo-sa libertad). En Roma recae la edad “viril” en forma de “universalidad”; impera el duro deber colectivo y la individualidad es sacrificada por la totalidad; surge el concepto de persona con derechos legítimos y legales. Ulteriormente, el espíritu revierte de nuevo sobre sí mismo para dar comienzo la vida henchida de interiori-dad donde la voluntad absoluta y la del propio sujeto quedan afiliadas en un único sentir, es la época del cristianismo. Mas tarde, con la incorporación de los pueblos germánicos se inicia la etapa de la “ancianidad”, aunque eso sí, abriéndose camino hacia una nueva reconciliación de los contrarios. En realidad, un ritmo dialéctico que explica toda la coyuntura y todo el proceso histórico mundial; son los contras-tes y oposiciones los que permanentemente impulsan la marcha hacia la nueva sín-tesis; tal es la acción del Espíritu universal.

En este ámbito, gran importancia tiene para Hegel el argumento ontológico

de san Anselmo. Considera que en esta prueba de la existencia de Dios se unen la subjetividad y la objetividad; existe una indiferenciación entre lo inmanente y lo absoluto; se da, según él, verdadera unidad. “El hombre conoce a Dios sólo en cuanto Dios se conoce a sí mismo en los hombres. Este saber es la autoconciencia de Dios, pero es también el saber que tiene Dios de los hombres, y este es el saber que los hombres tienen de Dios”333. De hecho, el Absoluto, la Idea, la Divinidad es para Hegel el verdadero In-finito. Pero también, como desvelación dialéctica, todo lo limitado y finito, inclui-do el mundo, forma parte del Absoluto, superando así los antiguos dualismos en los que el Infinito-Dios había quedado separado. En este sistema hegeliano lo finito constituye, forma parte de lo que él llama “infinito verdadero”. En la primera parte de las Lecciones de filosofía de la religión se lee: “Lo finito se muestra como un momento esencial de lo infinito y, si ponemos a Dios como lo infinito, Él no puede, para ser Dios, prescindir de lo finito. Dios se finitiza, se da a sí determinabilidad. Esto podría parecernos 333 Curso sobre las pruebas de la existencia de Dios.

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en un principio contrario a la Divinidad; pero esto ya está presente en las representaciones ordinarias de Dios. Pues nosotros estamos acostumbrados, por ejemplo, a considerarlo como creador del mundo. Dios crea el mundo de la nada, es decir, fuera del mundo no hay nada sensible, nada externo, pues Él es la exterioridad misma. Dios determina; fuera de Él no hay, ahí, nada que determinar; por tanto, se determina a sí mismo, al pensarse. Él pone frente a sí a un otro; Él y el mundo son dos. Sólo Dios es, pero Dios es tan sólo a través de la mediación de sí consigo; Él quiere lo finito, se lo pone como un otro y de este modo se convierte Él mismo en otro, puesto que Él tiene a un otro frente a sí. Él es así algo finito frente a otro finito; pero la verdad es que este ser-otro no es más que una manifestación, la verdad es que Él mismo se encuentra allí”334.

Esta visión de totalidad le permita a Hegel sobreponerse a cualquier posible

limitación; la muerte misma no sería sino un momento del largo proceso del deve-nir del Espíritu. También el arte, la religión y la filosofía quedan conformados en dicho acontecer. De hecho, el mundo religioso, más que ser objetivo humano, es determinación del Absoluto; la historia, en su ciclo dialéctico, lo ha ido reflejando en etapas sucesivas y diferentes: el primer estadio lo constituyen las religiones de Oriente, en la que Dios era la fuerza y la virtud de la naturaleza y a la que el indi-viduo debía someterse; nada se podía hacer ante dicha entidad. Al segundo estadio pertenecen las religiones donde se miraba al Ser divino como sujeto (corresponden con las religiones judía, griega y romana). El estadio tercero tomaría sentido con la religión cristiana, en la que ya se manifiesta como Dios Trino. Se conoce la sobera-nía del Padre como Idea eterna en sí y para sí; el reino del Hijo en la idea que se ex-terioriza con su aparición entre los seres finitos; la soberanía del Espíritu Santo, como retorno de la finitud a la unidad del Padre y el Hijo. Claro que, aun cuando los conceptos sean revelados, en el fondo es pura intelectualidad, una intelectuali-dad inmersa en el ámbito ciertamente panteísta. Es la filosofía quien comprende el hecho religioso; reafirma que la religión es un “saber de Dios”, la “suprema esfera de la conciencia humana”.

BREVE RESUMEN FILOSÓFIC0 DEL IDEALISMO ALEMÁN

Con el sistema kantiano y el subsiguiente idealismo alemán comienza una

nueva época en la Historia de la Filosofía. En Kant predomina la crítica, el análisis que hará prevalecer la especulación abstracta y la filosofía del espíritu. A su enten-der, ni racionalistas ni empiristas habían puesto en tela de juicio el sujeto que co-noce, sino que fue aceptado sin más (no fueron criticistas con el sujeto), Kant lo considera como algo cuestionable, es decir, como algo capaz de ser analizado. Y en ese estudio, considera que el sujeto es el elemento activo del conocimiento que aporta su modo de ser al objeto.

Se invertirán ahora los términos. En esta toma de conciencia, el eje central

334 Primera parte de Lecciones de filosofía de la religión.

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gira en torno al sujeto cognoscente; el hombre será de este modo el ordenador de la experiencia cognoscitiva, el que aportará su modo de ser al objeto. Al hablar de Descartes, llega a decir que éste considera que tiene dentro de sí una intuición de “sustancia”, aunque Kant muestra que es un producto del pensamiento, de tal mo-do que el sujeto pensante no es primero sujeto y luego pensante, sino que es sujeto en la correlación del conocimiento. Por eso, no duda en eliminar la supuesta “cosa en sí”; más bien se encontraría su sentido en el modo de satisfacer el afán de uni-dad, de incondicionalidad que el hombre siente en su interioridad. Bien es cierto que si el acto de conocer consiste en poner correlaciones entre el sujeto pensante y el objeto pensado, se concluirá que todo acto auténtico de conocer estará necesa-riamente constreñido a ineludibles condiciones; en sí, una propensión que sólo descansará cuando se logre un objeto pensado que, luego de ser conocido, tenga en sí la razón de su propio ser y de todo cuanto de él se derive. Pero ese anhelo de incondicionalidad, esa avidez de “absoluto” no lo salda la ciencia positiva por ser siempre respuesta parcial; se constituye únicamente como necesidad del conoci-miento; de otra parte, aparece ese mismo “absoluto” como la condición de posibi-lidad de la conciencia moral. Claro que, siendo un hecho la conciencia moral, no podría llegar a su fin si no postulase ese “absoluto”, si no postulase la libertad ab-soluta, si no postulase la inmortalidad del alma y las existencia de Dios.

Pues bien, los filósofos que suceden a Kant, particularmente Fichte, Sche-

lling y Hegel, toman como punto de partida ese “absoluto” como ideal del conoci-miento, por una parte, y como condición de posibilidad de la conciencia moral por otra. También coinciden estos tres filósofos en la idea de que ese ser “absoluto” es de condición “espiritual”. Piensan igualmente que se manifiesta, se explicita en el tiempo y en el espacio en una serie de trámites sistemáticamente ligados y en per-manente ascenso; de tal modo que si en su esencia es eterno, en su manifestación en el tiempo y el espacio transmite y da de sí, de su seno, formas manifestativas de su propia esencia, es decir, lo que hemos convenido en llamar mundo, historia, humanidad, naturaleza viviente. Asumen igualmente los tres una primera opera-ción que llaman intuición intelectual, cuyo alcance se dirigirá a aprehender la esen-cia de ese “absoluto” e intemporal que ha ido manifestándose en la naturaleza, en el pensamiento y en la historia de la humanidad.

Sin embargo, aun partiendo los tres del mismo “absoluto”, Fichte lo intuye

bajo la especie del “yo”; no del yo empírico, sino del yo subjetivo; más exactamente como un “yo” tomado en su generalidad. Pero, ¿cuál es propiamente dicho ámbi-to? Para Fichte su ser lo constituye la pura “actividad”; la esencia de lo “absoluto” es acción, quehacer operativo; aunque, como tal dinamismo, necesita un objeto so-bre el cual recaiga dicha actividad; tal objeto deberá ser el “no – yo”, es decir, lo que no es el “yo” como término de su función operativa. En relación con el hom-bre, al ser su conocimiento una acción igualmente subordinada, su “yo” es plena-mente lo que es cuando actúa moralmente, cuando su actividad es proyectada por

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la acción moral; tal es su principal concepción filosófica.

Por su parte, Schelling - aun partiendo también del “absoluto” -, lo consti-tuye la armonía, la unidad que compendia y sintetiza a los contrarios; en sí, la realidad viviente y espiritual que, en germen, entraña todas las diversidades que conocemos en el mundo. Para él, todo es uno y lo mismo. Por más que las realida-des nos parezcan diferentes, todas ellas vienen a fundirse en el “absoluto” que es el seno común de todos.

Pero, aún partiendo de la misma matriz, la primera diversificación lo paten-

tiza; por un lado, la naturaleza con sus múltiples manifestaciones de seres orgáni-cos e inorgánicos; por otro, los espíritus en sus más variadas manifestaciones de pensamientos y formas reflexivas; bien es cierto que las distinciones nunca revocan la identidad, al contrario, dicha identidad está en todas las diversificaciones de la naturaleza y del espíritu. La sensibilidad artística de Schelling se hace patente so-bre todo cuando describe los vestigios de ese espíritu en el interior de la naturaleza inorgánica, particularmente en la cristalización de los cuerpos; si se cristalizan en formas de triangulo o en exaedro, por más que se las divida, sus formas, su espíri-tu, tendrán siempre la misma configuración material y espiritual, tendrán siempre alma de triángulo o de exaedro.

La perspectiva de Hegel es muy distinta, pues si Fichte enfocó su filosofía en

la acción moral y Schelling en la penetrante y estética visión del espíritu tras la di-versidad de las formas, Hegel es el prototipo del pensador lógico y racional. Su punto de partida es la “razón” tomada como “absoluto”. Tanto es así que si le pre-guntásemos por el mundo de la existencia, contestaría que su dimensión es lo “ab-soluto”, la razón; pero no una razón estática, sino como fuerza eficiente y en puro dinamismo, plena de posibilidades posponiéndose en el tiempo. Claro que en su ejercicio se va forjando una tesis, aunque por el hecho de conseguirlo, se muestra también sus limitaciones, sus defectos, su antítesis; aunque este no es el acabado, sino que la antítesis proyecta a la “razón” hacia un tercer punto que sería la sínte-sis, siempre en la unidad, porque la razón, que es incondicional, al ir desplegándo-se en el vasto número de posibilidades, o como él dice, en su lógica, va realizando sus razones, es decir, sus tesis, sus antítesis y sus síntesis. A este respecto, cabe se-ñalar que todo cuanto ha sido, todo cuanto se es, y todo cuanto será, no es sino el despliegue exteriorizado de la razón, del espíritu. “Lo real es racional y lo racional es real”. En su dinámica, es el proceso del devenir, de la razón, de la naturaleza, del Espíritu Absoluto, de Dios.

Finalizamos diciendo que si estos filósofos sintieron la honda inquietud por

lo absoluto y trascendente como orientación y explicación de la propia existencia, sería desleal no reconocer su alta aspiración. Sin embargo, esto no indica que la

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trayectoria fuese correcta. Pues, en su idealismo, al partir de lo absoluto como in-tuición intelectual y construir bajo ese parámetro todo su sistema filosófico, come-tieron el grave error de marginar desde los inicios los datos de la experiencia y, con ellos, los adelantos científicos y matemáticos de su época. Al fin y al cabo, unos su-puestos que no tardarían en levantar una barrera infranqueable entre sus princi-pios filosóficos y la ciencia de entonces. Creemos que éste fue el equívoco más grande que cometieron, tal es así que desde mediados del siglo XIX fue propician-do un espíritu de hostilidad que derivó en la corriente que hoy conocemos como positivista.

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PRESUNCIONES ATEAS

La influencia y el gran crédito que tuvo Hegel desde sus años de docencia

en Berlín no ofrecen la menor duda; lo justificaba el gran número de discípulos que se sintieron atraídos por su sistema. Esta adhesión se hizo más incondicional cuan-do tuvieron que hacer frente a las duras polémicas antihegelianas que no tardaron en aparecer. Entre los distintos puntos que cuestionaban de su filosofía, uno era el de haber querido conciliar el monismo panteísta de Spinoza con la libertad de la persona, así como una encubierta defensa del más fuerte y poderoso. Tanto es así que incluso después del fallecimiento de Hegel, sus mismos discípulos se llegaron a dividir por causa, sobre todo, del problema relativo al concepto mismo de reli-gión. Uno de ellos fue Ludwig Feuerbach, quien, partiendo de los presupuestos hegelianos, los critica y trasforma. Recordemos que ya un año antes de la muerte del maestro escribe, a sus veintisiete años, un alegato con el título Pensamientos so-bre la muerte e inmortalidad, donde se desacreditan los dogmas de toda posible per-sistencia individual; concebía ya de joven que todo lo finito debía perderse en lo in-finito. Defendía de algún modo el encubierto panteísmo hegeliano.

Tras estas y otras similares controversias, se publica, en 1835, el tratado La

vida de Jesús críticamente elaborada, de D. Federico Strauss, donde presenta el Mensa-je evangélico, no como dato histórico, sino como mito que debe encontrar la ade-cuada significación en la filosofía. Lógicamente, las polémicas se hicieron inevita-bles por más que intentase aplicar el concepto hegeliano de la religión. Atendiendo precisamente a esa variedad de criterios, Strauss, de forma un tanto irónica, clasi-ficará a los seguidores de Hegel a la usanza del Parlamento francés, en seguidores de la derecha, del centro y de la izquierda, según el grado de aceptación de las tesis del maestro de las que decían partir. Nosotros aquí, atendiendo al tema que nos

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ocupa, posponemos a los defensores de la derecha y el centro para ocuparnos de los que iniciaron y dieron forma a la propiamente izquierda hegeliana.

Entre los impulsores primeros, nombraríamos a Strauss, quien, si en su co-

mienzo defendió el contenido espiritual y moral del cristianismo como la más alta moral de la Humanidad, pronto se inclinó hacia la crítica del contenido mismo de la religión, culminando en un materialismo ateo manifestado en su última obra, La antigua y la nueva fe, una senda que seguiría su amigo Ludwig Feuerbach y, en gran medida, también Karl Marx.

LUDWIG FEUERBACH (1804 – 1872)

Precursor del humanismo naturalista y

máximo representante de la izquierda hegeliana, L. Feuerbach nace en Lanshut (Baviera). Estudia teología y filosofía en Heidelberg. A los 20 años se traslada a Berlín para poder seguir los cursos de Hegel por el que siente en principio una verdade-ra atracción. Sin embargo, aun formando parte del grupo de sus discípulos, no tiene inconvenien-te de colaborar en la revista de la escuela: “Berli-ner Jahrbücher”, adhiriéndose pronto a la línea más radical. Debido a ello, no tarda en criticar al maestro, en base, sobre todo, a dos ideas que for-marán los ejes de su pensamiento: la concepción an-tropológica de la religión y la crítica materialista de to-do pensamiento especulativo. No obstante, su carác-ter independiente y liberal contribuyó para que su docencia pública fuera más bien escasa, se centró en el ámbito privado, aunque, debido a las hosti-lidades que provocó en algunos el radicalismo de sus ideas, abandonó la enseñanza. Influyó también en esta decisión el no haber podido conseguir una cátedra titular. Opta entonces por retirarse al campo, en Bruckberg, lo que le permitió dedicarse a la especulación y la composición de gran parte de su obra. Reside más tarde en Rechenberg, cerca de Munich, donde murió en 1872. Fig. 62.

Entre sus escritos, cabe destacar la publicación anónima: Pensamientos sobre

la muerte y la inmortalidad, cuya base suponía ya, a sus veintiséis años, una violenta agresión contra toda teología especulativa; posteriormente escribe la Crítica de la fi-losofía hegeliana, y, como obra más importante, La esencia del cristianismo (1841), se-

Fig.62. Fotografía de Ludwig

Feuerbach.

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guida de La esencia de la religión. Particular incidencia tuvieron también algunos trabajos más tardíos, como su Theogonia y varios fragmentos póstumos, así como al-gunas cartas.

ESCISIÓN DEL DISCÍPULO CON EL MAESTRO

Asociado al grupo de la izquierda hegeliana, Feuerbach fue durante algún

tiempo el más destacado e influyente de esa dirección. Pues, siendo en un principio un ferviente defensor de las ideas de su maestro, pronto pasará a desmentir las conclusiones que en un principio había aceptado, como era, sobre todo, el sentido mitificante de su dialéctica, al tratar de fundar la verdad del ser en el Absoluto me-tafísico y teológico. Censuraba a Hegel el hecho de que no partía de lo real, sino de la idea abstracta, de un Espíritu envolvente e indefinido; en todo caso, genérico. Sin embargo, de él mantendrá el convencimiento de que la razón posee una fuerza infinita, ilimitada en cuanto que engloba todo lo aleatorio y contingente, es decir, la realidad que se piensa y se vive. De hecho, las huellas hegelianas nunca lograron desaparecer de su vocabulario; tanto es así, que en uno de sus “fragmentos filosófi-cos”, llegó a escribir: “Mi primer pensamiento fue Dios; el segundo, la razón; el tercero y último, el hombre. El sujeto de la divinidad es la razón, pero el de la razón es el hombre”.

Ateniéndonos a esta afirmación, el proceso evolutivo de Feuerbach parece

evidente: el “tercer pensamiento” es el decisivo en su obra. Como planteamiento y conclusión, toda su teología y filosofía se convierten en pura “antropología”; ésta es la única, según él, que puede dar explicación a los hipotéticos misterios teológi-cos y hacer ver sobre todo que tales creencias no son más que fantasmas e inven-ciones aparentes y caprichosas. Considera que la razón no debe determinarse por conceptos generales y abstractos, sino por realidades concretas. Es en el propio in-dividuo donde coinciden lo general y lo individual, el ser y la existencia. Conse-cuentemente, el principio de la filosofía no es el Absoluto de Hegel; tampoco el ser como predicado del Absoluto, sino que lo radical es lo finito e inmediato. Mantiene la creencia de que es la razón humana la que posee por sí misma la fuerza para en-globar el ámbito de todo lo real.

Por otra parte, ese objetivo de reducir la teología a la antropología, ve que

puede ser justificado si toma como punto de partida el concepto hegeliano de alie-nación. Claro que, mientras la referencia de Hegel era el Espíritu, Feuerbach lo aplica al hombre, convirtiendo la fuerza y el dinamismo de la Idea en lo real y con-creto. Lo que en Hegel era una proyección ideal, ahora sus cualidades son atributos del ser del hombre, no del Absoluto. Cuando se proyectan fuera de sí – dice -, ya sea en Dios o en otra realidad extratemporal, se los extralimita haciéndoles ajenos a la persona. Para Feuerbach el concepto que se ha hecho de Dios no es otra cosa que la proyección de las cualidades del hombre, es decir, se las atribuyen a un Absolu-

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to mediante la dádiva que le ofrecen los humanos. Pero, si se niega a Dios, el hom-bre ocupa su puesto, con atributos propios y nunca imaginarios, sólo así podría-mos entender expresiones como éstas: Dios es “el espejo del hombre”335.

Consecuentemente, si en Hegel el Espíritu se hace objeto, se exterioriza, se

aliena en la naturaleza para conocerse, en Feuerbach se invierten los términos: la realidad no es el Espíritu, sino la materia, y más concretamente, el hombre. Es la persona quien, enfrentándose consigo mismo, objetivándose, origina a Dios. No re-chaza la enajenación, sino que, partiendo de ella, formaliza su crítica a todo el ám-bito religioso. De ahí que sean frecuentes expresiones como estas: “no es Dios quien crea al hombre, sino que es el hombre quien crea a los dioses”.

Puede que, teniendo como telón de fondo su pasada vivencia religiosa, lle-

gara también a escribir: “La religión, por lo menos la cristiana, prescinde del mundo; la interioridad pertenece a su esencia. El hombre religioso lleva una vida alejada del mundo, oculto en Dios mismo, tranquilo y carente de alegrías humanas…Dios, como ser extra-mundano, no es más que la esencia del hombre retraída del mundo hacia sí misma…; no es más que la conveniencia de la fuerza de poder prescindir de todo lo demás excepto de sí mismo, y poder ser para sí, únicamente consigo. Y esta fuerza se convierte dentro de la reli-gión en un ser diferente del hombre que, cual ser particular, se enfrenta al hombre”336.

En todo caso, lo que sí consiguió Feuerbach con su radical postura fue tras-

mutar el papel que había alcanzado hasta entonces el pensamiento teológico. Aho-ra las virtudes y atributos divinos las encarna la sociedad y, como individuo, el hombre, quien, en lugar de orientar su vida hacia el más allá, es el más acá lo que priva. A este respecto, considera que para lograr la verdad del ser se precisa des-andar el camino de Hegel, más bien, pasar de la Idea y el Absoluto, a la realidad concreta, es decir, de lo que pudiera ser la esencia, a la existencia; de la pura repre-sentación simbólica, a la intuición inmediata y sensible.

EMPIRISMO ANTROPOLÓGICO

Frente al racionalismo en general, la reacción aquí es concluyente: proclama

la intuición sensible como principio de toda determinación de los objetos. Son los sentidos los que nos ofrecen la verdad de las cosas. Ser y realidad sensible coinci-den; es un ineludible supuesto para conocer la naturaleza. Para Feuerbach sólo un ser sensible es verdadero y real. Lo condicionante son los sentidos, sin ellos cual-quier referencia sería ilusoria, sin fundamento ni consistencia alguna. No quiere decir que él llegara a negar el valor de la razón, sino que ésta deberá únicamente ordenar lo que la sensibilidad le ofrece. Conocemos racionalmente, pero el objeto, la verdadera filosofía se crea por la intuición sensible.

335 Feuerbach, L.: La esencia del cristianismo. Sígueme, Salamanca, 1975, 110. 336 Ibid., 113.

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Las consecuencias de este principio sensualista son claras: la realidad que no

sea sensible es ilusoria. Para él existe una identificación básica entre experiencia y conocimiento; lo que privan son los sentidos; de ahí que nos diga: “Dios es pura ficción imaginada”. Llega a creer que la supuesta realidad de Dios no es otra cosa que la esencia de la razón. Escribe: “Dios, en cuanto ser espiritual o abstracto, o sea, no humano…, no es otra cosa que la esencia de la razón misma, la cual, sin embargo es repre-sentada por la teología común o por el teísmo mediante la imaginación como un ser inde-pendiente, distinto de la razón. Es por ello una necesidad interna, sagrada, identificar fi-nalmente con la razón la esencia de la razón distinguida de la razón y en consecuencia re-conocer, realizar y actualizar el ser divino como la esencia de la razón. Sobre esta necesidad reposa la elevada significación histórica de la filosofía especulativa”337.

En contra de ese razonar especulativo, Feuerbach propone el retorno a lo

experimental. Su convicción no admite paliativos: frente a los principios básicos y trascendentales de la filosofía anterior, lo único que priva ahora es el sensismo como norma para todo pensamiento que se precie de ser racional. Es la intuición sensible (sinnliche Anschauung) la que nos da el ser o la esencia (Wesen) de las co-sas. Únicamente lo sensible tiene la categoría de ser verdadero; sólo por los senti-dos podemos hablar de objetos y entidades entendibles. Es desde esta perspectiva donde podemos advertir el frontal desacuerdo con el idealismo de Hegel. Ahora lo humano es lo divino (homo homini deus). Pero, como las personas permanecen siempre en su estado físico y palpable, la comunidad humana deberá sustituir a cualquier otra asociación espiritual o religiosa. No es por lo tanto Dios ni cualquier otro principio religioso el fundador de la sociedad y del Estado, sino el hombre como soberano de su ser y destino.

En atención precisamente a esta autonomía antropológica, llegará a concluir

que el ser divino no es otra cosa sino la misma esencia humana, o, más exactamen-te, la esencia del hombre concebida sin la limitación que le ofrece la acepción de la propia individualidad. De este modo, todas las determinaciones y atributos ofreci-dos al Absoluto no son otra cosa que las determinaciones de la esencia humana. A este nivel, a lo que verdaderamente se diviniza es al género humano, no al sujeto como tal. Otros aspectos de su concepción religiosa, como la reducción de la dog-mática cristiana a las cualidades y atributos del ser humano, viene a ser la conse-cuencia del principio fundamental que establece que lo infinito y sobrenatural se inscribe siempre dentro de sensibilidad creadora del hombre. Como tal perspecti-va, nada tiene de extraño que se trivialice, no solamente la supervivencia del alma espiritual, sino la misma muerte de la persona. En términos similares a los de Epi-curo, nos dice que la muerte es un fantasma, pues mientras yo existo, es imposible constatarla, y cuando llega, yo ya no soy.

337 Feuerbach, L.: Principios de la filosofía del futuro, 6.

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EL HOMBRE CREA A DIOS

En la obra que sigue y complementa a La esencia del cristianismo, como es La

esencia de la religión, nos hace saber que el sentimiento humano es el que verdade-ramente crea la realidad divina, por lo tanto, a Dios. Parte del sentido de depen-dencia que el hombre tiene respecto a la naturaleza; consiguientemente sería la na-turaleza, como primera propensión a la que aspiramos, la que originaría el objeto de la religión. Claro que, al no poder el ser humano dominar las fuerzas de la natu-raleza, se refugia – dice -, en Dios, instando a que colme las lagunas que se desean llenar. Diríamos entonces que la creencia en Dios sería el fruto de la constatación de la finitud e impotencia humana, más bien, la incapacidad e inconvenientes para satisfacer los propios deseos; todo esto es lo que hace que se implante la religión. Lo justifica con el siguiente razonamiento: en el querer y en el desear el hombre es ilimitado, si bien en el poder y en la satisfacción se ve impotente para colmar sus deseos, de ahí que imagine a Dios como complemento y plenitud de lo que le falta. Por eso que concluya: “no es Dios quien crea al hombre, sino el hombre el que crea a Dios”.

Este ateísmo lo concibe Feuerbach como un intento de reivindicar el derecho

que corresponde a la persona. Si niega el concepto que se ha trasmitido de Dios, es para atribuirlo al hombre. La creencia en un Dios nace, a su entender, de un enga-ño, de dar a un ser lo que en realidad es creación humana. De ahí el axioma: “Como es tu corazón, así es tu Dios”. Conforme sean los deseos de los hombres, así serán sus divinidades. Es, en realidad, un volver a repetir lo que ya había asentado en La esencia del cristianismo, restituyendo a los hombres los atributos que se habían pro-yectado en el ser divino. Yo niego solamente – dice -, para afirmar después. Niega el fantasma de la religión para afirmar después lo que corresponde al ser humano. En el fondo, un deseo de poder dar plenitud a la insatisfacción de todo individuo, más bien, divinizando a la humanidad, porque si en la persona hay límite y muer-te, en la humanidad hay permanencia e inmortalidad. Según él, hay que bajar a Dios del cielo para instalarlo en la tierra, poniendo nuestra fe, no en algo etéreo e inmaterial, sino en lo que se constata y experimenta. Llega a decir: “Dios no es otra cosa que la esencia del hombre purificada de todo lo que aparece al individuo humano, sea en el sentimiento o en el pensamiento, como un límite, como un mal, así, lo que está más allá no es otra cosa que lo de aquí… El hombre natural se queda en su tierra porque le gus-ta, porque está plenamente satisfecho; la religión, que tiene su origen en una insatisfacción, en una discordia, abandona la patria, se va lejos, pero únicamente para sentir con más fuer-za la bondad del país natal en tal alejamiento”338.

Esta insistencia en atribuir al hombre la capacidad de crear el ser divino se

aprecia también en su posterior obra, la Theogonia. Vuelve aquí a decir que es el deseo quien crea a Dios por la potencia de sublimación que reside en cada persona. 338 Feuerbach, L.: La esencia del cristianismo, capítulo 19, p. 219.

318

Más aún, llevado esto al campo político, Feuerbach diviniza al Estado por ser la unidad viviente constituida por los hombres. El Estado es la misma esencia de to-das las realidades, (el ens realissimum), de ahí que concluya: “el Estado debe ser nues-tra religión”.

OBJECIONES A LA FILOSOFÍA DE FEUERBACH

Asumiendo que la religión es simplemente el impulso de un deseo que se

quiere llenar, del ansia de lo que le falta al hombre o echa de menos, es hasta cierto punto comprensible que concluyera diciendo que lo espiritual es ilusorio porque la aspiración es puramente humana. Sin embargo, convertir lo religioso, o transmutar en Dios lo que uno desea, es por lo menos, apetencia presuntuosa, pues lo trascen-dente como tal, no nace por la ineficacia del quehacer humano, sino de la profunda conciencia de finitud y de esperanza que el hombre lleva inscrito dentro de sí. Cierto que esta profunda radicalidad de búsqueda y de infinitud no prueba por sí misma la realidad de ese infinito, pero menos aún puede decirse que la niega como pretende exponer Feuerbach. Pensamos que en este ámbito su creíble inventiva es su gran debilidad. De hecho, para llegar a una negativa de Dios, lo primero que te-nía que haber razonado y descalificado eran los principios metafísicos en los que se apoyan las mayorías de las creencias. A ese nivel, se diría que su propuesta es un mero supuesto psicológico.

De otra parte, el sensualismo que propone con bases materialistas, dando

sentido únicamente a lo que se percibe y contabiliza, es un dogmatismo que con-tradice toda posible investigación de los fenómenos todavía no conocidos o por descubrirse. De este modo, la misma ciencia quedaría truncada, pues la realidad no es sólo lo que se percibe; los análisis psicológicos hablan de percepciones donde el individuo cree ver fenómenos en todo punto inexistentes, como en situaciones de fiebre alta o estando la persona sumida en el alcoholismo o la drogadicción. Inclu-so en caso contrario su punto de vista se halla al margen de la exploración de la psicología profunda; difícilmente explicaría la exploración del proceso inconscien-te y aún más si cabe dar razón de las imágenes subliminales. Tampoco el deseo de Infinitud es engaño o alienación de la persona. Tal como emerge y coexiste en no-sotros, es anhelo natural, está ahí, es tan humano como el hombre mismo. Que le demos sentido o se lo quitemos dependerá de cada uno, pero de ningún modo será óbice para afrontar y preguntarse por la existencia de Dios.

De otra parte, derivar hacia un Estado absoluto y divinizado, es en todo

punto inconsistente y utópico. ¿Cómo podría conjugarse con la propia libertad? Si la política es la religión y el Estado el verdadero Dios, ¿cuál la forma de conjugar esto con las distintas apetencias humanas y los modos tan dispares de juzgar los acontecimientos? ¿Cómo prescribir los programas y las leyes que apaguen las inhe-rentes apetencias? Acaso, por admitir la radicalidad de unos imaginados princi-

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pios, se descuidaron las implicaciones y, sobre todo, las consecuencias.

KARL MARX (1818 – 1883)

Karl Heinrich Marx nació en Tréveris, región renana anexa a Prusia. Hijo de

un abogado hebreo de formación y tendencias moderadamente ilustradas y libera-les; se convierte al protestantismo luterano y bautiza al pequeño Marx en 1824. In-gresa éste en el liceo de Tréveris, terminando el bachillerato en 1835. Con 17 años ingresa en la Facultad de Derecho en la Universidad de Bonn, aunque debido a sus malas notas y la atracción por la bebida, hizo que su padre le persuadiera para que cambiara a la Universidad de Berlín, donde se va a interesar por las ideas filosófi-cas de la “izquierda hegeliana”. Pero en 1838 muere el padre; un hecho que, aparte de la tristeza, le permite continuar sus estudios filosóficos, doctorándose en Jena con la tesis, Diferencia entre la filosofía de la naturaleza de Demócrito y Epicuro, defen-diendo el ateismo de este último filósofo.

Tras finalizar sus estudios y haber contraído

matrimonio, Marx se vuelca en el periodismo, trasla-dándose a la ciudad de Colonia; colabora allí en la Gaceta Renana (Rheinische Zeitung), un periódico de oposición liberal (de ideas socialistas), en la zona más industrializada de la Alemania de entonces. A causa de la censura, le obligan a abandonar el diario. No obstante, es aquí donde publicó una serie de artículos radicales, al tiempo que se solidarizaba con la ten-dencia de socialistas utópicos franceses (Fourier, Proudhon y Leroux). En un principio, le atrajeron también las ideas de Feuerbach, aunque, en vista de no poder ir trabajando en Alemania, se trasladó a Pa-rís. Estando en esta ciudad conoció en 1844 a Engels, con quien tuvo una estrecha amistad durante toda su vida. Este mismo año redacta los Manuscritos de Eco-nomía y Filosofía; pero es expulsado de Francia, exi-liándose en Bruselas. Del 1844 al 48 escribe: “Tesis so-bre Feuerbach” y La Sagrada Familia (con Engels); La ideología alemana (También con Engels); Miseria de la filosofía; Trabajo asalariado y capital y el Manifiesto comunista (con Engels).

Al producirse la revolución del 48, es expulsado de Bruselas. Se traslada a

París, Colonia y Viena, donde conoce “La Liga de los Justos” que pasará después a ser la “Liga de los Comunistas”. Un año después se exilia en Londres. Aquí escribirá,

Fig. 63. Karl Marx en 1882.

320

entre otros tratados, La lucha de clases en Francia; El 18 Brumario de Luis Napoleón Bo-naparte; Contribución a la crítica de la economía política y, como obra más importante, El Capital, que lo publicará Engels después de su fallecimiento. Marx muere en marzo de 1883. Fig. 63.

DIALÉCTICA DEL DEVENIR

No es infrecuente presentar a Marx como un discípulo de Hegel, también

como un “hegeliano de izquierdas” que alteró completamente las tesis del maestro; él mismo se denominaba un hegeliano al revés. Pero, si las deducciones fueron ra-dicalmente opuestas, el método que adopta es el de Hegel. A partir de ese Espíritu Absoluto que éste concibe como motor de la historia, Marx lo sustituye por la natu-raleza material; dígase lo mismo de ese espíritu nacional encarnado en cada pueblo y que Marx lo reemplaza por las relaciones económicas, concluyendo que son éstas las que verdaderamente producen las estructuras, no sólo políticas, sino morales y re-ligiosas. Cabe decir por tanto, que si el Absoluto o la Idea fue en Hegel lo primero, y las cosas materiales una exteriorización de ese Espíritu en el mundo, para el mar-xismo lo primario y fundamental es la materia; en sí, la única que acredita la reali-dad.

Como postura ideológica, los principios materialistas los defendió muy

pronto, se diría que desde su juventud. Tanto es así que hay autores que distin-guen en sus escritos dos Marx diferentes: el propiamente ideológico, que se contie-ne en los Manuscritos económico-filosóficos de 1844 y el expuesto en El Capital de 1876, alejado de la filosofía y dedicado a edificar casi una ciencia. Sin embargo, la mayoría de la crítica cree que existe verdadera continuidad entre el filosófico del principio y el práctico de la etapa posterior. En todo caso, lo que sí no ofrece duda es que, partiendo de la dialéctica hegeliana del Espíritu, pasa a lo que él considera “dialéctica del devenir constante”, donde la síntesis - a diferencia de Hegel -, toda-vía no ha sido realizada. Invierte por ello el orden de las cosas para desarrollar un nuevo materialismo, distinto del que presentaba Feuerbach y otros jóvenes de la izquierda hegeliana. El formulado por Marx es un materialismo práctico, histórico y ateo.

MATERIALISMO PRÁCTICO

Por más que el texto de la Ideología alemana no se publicase hasta después de

la muerte de Marx, su redacción fue elaborada en 1845/46. Es una crítica a la nue-va filosofía alemana constituida, tanto por el materialismo de Feuerbach, como por el idealismo de Bruno Bauer y Stirner. Según Marx, el idealismo capta únicamente el aspecto dinámico de lo real, concediendo la primacía de la activad al sujeto, aun-que negando la realidad objetiva; por eso, al eliminar la distinción entre pensar, por un lado, y ser, por otro, se reduce la actividad a lo abstracto, es decir, a la pura

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intelectualidad. Por contra, el materialismo de Feuerbach, al concebir la realidad como objeto exterior al hombre, tal componente es algo inactivo, sin la fuerza di-námica que le es propia. A su entender, el hombre contempla esa realidad, pero no la trasforma, es decir que mientras dicho materialismo olvida la actividad del hombre, el idealismo deja de lado la realidad del mundo exterior. Es un mérito de Feuerbach – dice -, haber diluido la representación religiosa del mundo en sus elementos terreno-sensibles, pero tanto su materialismo, como el idealismo de Bauer y Stirner no hacen sino permanecer en lo que es su representación, o lo que es lo mismo, en lo dado. Su error estuvo en no ver lo perceptivo y sensible como un producto de la actividad o praxis humana.

El compromiso de Marx es hacer una síntesis entre el materialismo y el idea-

lismo, ¿cómo? Manifestando que, ni el objeto es todo, ni el sujeto tampoco lo es, la auténtica realidad es teoría y praxis, es teoría dentro de la acción, y praxis confor-me a la teoría. En este ámbito, la acción corrige a la teoría y ésta orienta a la acción.

Para fundamentar este materialismo práctico, Marx toma de la filosofía de

Hegel el motivo doctrinal del eterno devenir, de la superación de los contrarios, del progreso continuo hacia lo nuevo. Ya el mismo Engels reconocía esa vinculación hegeliana del marxismo. Decía: “ De Hegel procede la gran idea fundamental de que el mundo no debe ser concebido como un repertorio de cosas, sino como un complejo de proce-sos, en el cual las cosas, estables en apariencia, y lo mismo sus reflejos intelectuales en nuestra mente, los conceptos atraviesan un incesante proceso…,un proceso continuo”. Pe-ro como ritmo incesante, quien verdaderamente lo efectúa es el hombre en su ince-sante quehacer. De hecho, todas las tesis que plantea en la Ideología alemana vienen a reducirse, de una u otra forma, a la 11: todas tienen la necesidad de pasar de la teoría a la práctica. “Los filósofos no han hecho más que interpretar la realidad de distin-tas maneras, lo que importa es transformarla”339.

MATERIALISMO HISTÓTICO

Aun cuando Marx nunca utilizó los términos de “materialismo histórico”, sí

el alcance conceptual de los mismos, con la expresión equivalente, “teoría materialis-ta de la historia”, intentando dar una explicación científica al quehacer humano, o mejor aún, a la historia del hombre. Contrariamente a las propuestas tradicionales, donde los sucesos y el desarrollo venían formulados en una concepción lineal de los hechos, y que el mismo Feuerbach había aceptado como dialéctica determinista viendo al hombre regulado por las circunstancias, las épocas y los ambientes, Marx - y también Engels -, transmutan los términos. Se trata ahora de un materialismo alejado del absoluto de Hegel, donde sólo los hombres son los que cambian la his-toria sin determinismos ni condicionante alguno.

339 Marx, K.: Tesis contra Feuerbach, 11.

322

En consecuencia, si antes las concepciones de la historia las hacían depender de eventos coyunturales que afectaban al hombre, como las ideas más en boga, la voluntad ajena, los ideales políticos o la religión, ahora la perspectiva es radical-mente diferente, el materialismo histórico reafirma sin ambages que son las bases económicas y los modos de posesión de los bienes materiales los que se encuentran en la base de toda transformación social. El motor del cambio, de la historia, no son las voluntades foráneas, sino la vida material y social del hombre con sus necesi-dades económicas e intereses personales. En la Ideología alemana leemos: “Toda la concepción histórica, hasta ahora, ha hecho caso omiso de esta base real de la historia, o la ha considerado simplemente como algo accesorio, que nada tiene que ver con el desarrollo his-tórico. Esto hace que la historia deba escribirse siempre con arreglo a una pauta situada fuera de ella; la producción real de la vida se revela como algo protohistórico, mientras que la historicidad se manifiesta como algo separado de la vida usual, como algo extra y supra-terrenal”340.

Para Marx, lo que caracteriza al hombre es su actividad productiva. Es el

único ser de la naturaleza que tiene por actividad producir los medios para la propia subsistencia, de tal modo que ésta irá cambiando a media que se vayan re-emplazando los medios de producción. Llega a creer que el hombre se distingue fundamentalmente de los animales desde el momento que comienza a producir sus propios medios de vida. Ahora bien, esas condiciones materiales que tienen como soporte la estructura económica, dependen básicamente de dos elementos: las fuer-zas de producción que serían los instrumentos con los que se produce, y las relaciones de productividad, atendiendo al sujeto que posee los medios de producción. En cada momento histórico, estas relaciones de los trabajadores y los propietarios de los medios de producción han sido distintas. El capitalismo (tesis) ha originado el pro-letariado (antítesis); la contraposición de las dos clases originará otra lucha, desembocará necesariamente en la revolución proletaria, haciendo que culmine en el verdadero socialismo (síntesis). En esta perspectiva, tal y como los hombres ma-nifiestan su vida, así son. Su verdadera personalidad coincide con lo que producen y con su modo de producir.

En la base de la producción capitalista se integran dos elementos esenciales:

la propiedad privada de los medios de producción y el considerar al hombre como mercancía. El obrero vende su fuerza de trabajo como si fuera una mercancía. El propietario de los medio de producción la compra por un salario. Pero, en la con-cepción de Marx, este sueldo no equivale a lo producido. Lo expone del siguiente modo: considera que todas las mercancías se pueden reducir a un valor convenido: el trabajo. Ahora bien, según esto, deduce que si la jornada laboral es de 12 horas y al cabo de 6 horas el trabajador ha producido lo suficiente para compensar lo que el capitalista le paga, resulta que hay una plusvalía (mehrwert), una ganancia, que se adueña el capitalista. El análisis económico marxista se refleja en la siguiente 340 Marx, K.: La Ideología alemana, I, A. 2.

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ecuación: E = C + V + P, donde E, equivale al valor de la producción; C, al llamado capital constante, es decir, las instalaciones, las máquinas o medios de producción; V, como capital variable o valor de la necesaria fuerza de trabajo; la P, sería la plusvalía. Claro que, la condición para que el propietario de los medios de produc-ción pueda percibir materialmente la plusvalía es que venda sus productos. Si los almacena o nadie se los compra, explotará a los trabajadores, pero no podrá perci-bir la plusvalía.

Así pues, adoptando Marx el proceso dialéctico de Hegel para conseguir el

cambio social que pretende, no ve otra forma más adecuada para conseguirlo que avivando la lucha de clases. Llega a decir que estando dichas clases ligadas al de-senvolvimiento histórico de su producción, la inherente lucha de las mismas con-ducirá necesariamente a la dictadura del proletariado; es el tránsito que se precisa para que la sociedad vuelva a ser natural, sin clases, sin antagonismos ni desafíos y con medios de producción comunes. De hecho, tanto en El Capital, como en el Manifiesto del Partido Comunista, Marx afirma que las ideologías desaparecerán cuando termine la subordinación de los hombres a las fuerzas sociales, cuando puedan autodeterminarse con plena libertad. Entonces, libre ya de las antiguas ataduras, quedará instaurada la sociedad sin clases, la sociedad comunista.

MATERIALISMO ATEO

La concepción atea de Marx se revela muy pronto en sus escritos. Es sinto-

mático que para su tesis doctoral se ocupase de dos ateos de la Grecia Antigua: Demócrito y Epicuro. Hace sobre todo hincapié en la concepción atomista y mate-rialista de este último, negando cualquier atisbo que pudiera desvelar un supuesto religioso. Sobre las pruebas de la existencia de Dios concluye que ni demuestran ni sirven para nada; son puras tautologías sin alcance ni acepción alguna; tampoco el argumento ontológico tiene sentido, pues lo que se pretende probar es únicamente lo que anteriormente se ha representado. Escribe: “Las pruebas de la existencia de Dios, no son más que tautologías, desprovistas de sentido… Todas las pruebas son argu-mentos de su no-existencia, son refutaciones de las concepciones que se han hecho de Dios… La irracionalidad es la existencia de Dios”341.

Esta base ideológica le llevará a criticar, no sólo cualquier presupuesto reli-

gioso, sino que formará el sostén de la creencia en uno mismo, evitando toda traba que pudiera dar opción a la supuesta transcendencia de la realidad. Pensaba que el ámbito religioso era lo que más impedía al hombre para que pudiese salir de su postración de miseria, creyendo ser consolado con la esperanza de otro mundo me-jor. “Es el opio del pueblo”. La sociedad está narcotizada por promesas ficticias e ilu-sorias; hay que sacar al hombre de esa falsa simulación. Se adhiere aquí a la crítica hecha por Feuerbach al proponer todo el ámbito religioso como proyección del es-

341 Marx, K.: Diferencia entre la filosofía de Demócrito y Epicuro.

324

píritu humano. Es el hombre el que hace la religión y no la religión (Dios), al hom-bre. Lo que primeramente Marx había propuesto como narcotizante, lo quiere aho-ra corroborar con los principios filosóficos de Feuerbach. Como impronta antirre-ligiosa, Marx nos dice que es la sociedad la que produce la religión. Hay que luchar por tanto contra ella porque, haciéndola desaparecer, se eclipsan los rayos que alumbran la esperanza del mundo del Más Allá. Quitada la religión – dice -, se su-primen los suspiros de las criaturas oprimidas, se erradican los latidos del corazón enfermo, se evita la presencia de espectros fantasmales. Escribe: “El fundamento de la crítica irreligiosa es la siguiente: el hombre hace la religión; la religión no hace al hombre. Y la religión es, bien entendida, la autoconciencia y el autosentimiento del hombre que aun no se ha adquirido a sí mismo o ya ha vuelto a perderse. Pero el hombre no es un ser abs-tracto, agazapado fuera del mundo. El hombre es el mundo de los hombres, el Estado, la so-ciedad…

La miseria religiosa es, de una parte, la expresión de la miseria real y, de otra, la

protesta contra la miseria real. La religión es el suspiro de la criatura agobiada, el estado de ánimo de un mundo sin corazón, porque es el espíritu de los estados de cosas carentes de es-píritu. La religión es el opio del pueblo…

La crítica de la religión desengaña al hombre para que piense, para que actúe y or-

ganice su realidad como un hombre desengañado y que ha entrado en razón, para que gire en torno a sí mismo y a su sol real. La religión es solamente el sol ilusorio que gira en torno al hombre mientras éste no gira en torno a sí mismo”342.

En esta perspectiva, considera que si rechaza la visión religiosa es por fide-

lidad a la tierra: la religión le aparta de sus deberes terrenales y le aliena, es decir, le hace proyectar la verdadera vida hacia otro mundo que no es éste donde vivi-mos y actuamos. Por eso, él nos habla del hombre nuevo, del hombre auténtico, libe-rado de alienaciones e instalado en un colectivo sin clases, dentro de una sociedad que lo es todo, quedando el individuo - de ser sinceros -, absorbido por ella. Claro que, es en todo punto chocante que no se de en el marxismo una definición de ese hombre nuevo; se le promete lo óptimo, lo consolidado y perfecto, pero no se des-ciende a determinar esa novedad y grandeza. En su crítica al Estado Burgués, reite-ra que el individuo como tal queda fuera de la existencia común, mientras que en el comunismo coinciden individuo y comunidad. Es en este colectivo, en esta so-ciedad, donde el hombre – dice -, se encuentra consigo mismo, donde consigue la auténtica libertad como persona.

RÉPLICAS AL CONTEXTO DE MARX

En principio, si el método que adopta Marx es el hegeliano, no se entiende

su lógica y, peor aún, sus consecuencias; pues, si todos los niveles económicos de

342 Marx, K.: Crítica de la filosofía del derecho de Hegel.

325

la historia (esclavitud, feudalismo, burguesía) llevan inscritos las antítesis que los supera y dan al traste con lo anterior, ¿cómo puede explicarse que de la economía proletaria surja, sin más, la sociedad perfecta, sin antagonismo, sin antítesis, para-lizando ese trascurrir dialéctico? De ser consecuente, el marxismo debería renun-ciar al mencionado proceso histórico si de verdad opta por poner límite a lo que desde un principio se propone como dialéctica de la realidad. Amparando esa di-rección, la sociedad proletaria debe ser también dialécticamente autodestruida. Al mismo tiempo, hacer valer que es únicamente la causa material la que explica el ser y el acontecer de las cosas, es, bajo cualquier punto de vista que se lo mire, un dogmatismo al ultranza, sobre todo para el investigador científico, que debe exa-minar, no sólo la materia, como objeto de su estudio, sino también otras causas, como la formal, la eficiente y la final.

Respecto al mundo religioso, proponiendo que la demanda y aspiraciones

de Dios vienen condicionadas por la explotación económica, no es algo que se ajus-te a la realidad. Los hombres primitivos, por ejemplo – conformados con la natura-leza según Marx – también eran religiosos. Incluso en el supuesto de que el hom-bre recurriera a Dios por causa de la explotación económica, no se sigue su no exis-tencia. Evidente que por el hecho de anhelar su ayuda no queda demostrada su realidad, pero tampoco que quede desmentida. Estaríamos en el mismo ámbito de Feuerbach cuando reducía a Dios a un puro deseo. El mundo religioso tiene otras raíces, nace por saberse e intuirse limitado y finito; pero una finitud con profundas esperanzas de poder ser henchidas por lo que se presiente que es plenitud. Por consiguiente, lejos de ser lo religioso pura alienación, los hechos muestran tantas veces lo contrario; tenemos el caso de la caída del muro de Berlín y la consiguiente unión alemana, lo sucedido en Polonia y en la misma Rusia, donde, tras haber ex-perimentado los efectos de la dictadura comunista, ni se sintieron conformes con los principios marxistas, ni llegaron a ser efectivas las supuestas sociedades idea-les. Ante el siempre misterioso mundo de la religión, creo que es inmodestia querer circunscribirlo a factores únicamente tangenciales y económicos.

FRIEDRICK NIETZSCHE (1844 – 1900)

Nace Friedrich Wilhelm Nietzsche en Röcken, un pequeño pueblo, cercano a

la ciudad alemana de Leipzig, en el seno de una familia bastante tradicional donde se consignan varios pastores protestantes, concretamente su padre era pastor lute-rano. A la muerte de éste, cuando Friedrich tan sólo tenía 5 años, todo el hogar (madre, hermana, abuela y dos tías), se trasladan a Naumburgo. Los estudios pri-marios los realiza en un ambiente religioso. Habiendo mostrado cualidades para la música y el lenguaje, fue admitido en el prestigioso centro Schulpforta donde reci-bió además una esmerada educación literaria, en especial, sobre autores clásicos de

326

Grecia y Roma. Conseguida la graduación, comienza sus estudios en teología y filología en

la Universidad de Bonn. El deseo de la madre es que fuera “pastor”, a lo que Nietzsche se opone; aún más, después de dos semestres abandona sus estudios de teología y se dedica a la filología, en Leipzig. En 1865 padece fuerte reumatismo; puede que fuera meningitis o tal vez sífilis. Por este tiempo descubre la filosofía de Schopenhauer, sintiendo en principio una gran atracción por sus ideas. Decir tam-bién que, debido a sus investigaciones filológicas, se le concedió, a los 24 años, un puesto como profesor de filología clásica en la Universidad de Basilea antes de ser licenciado. Un año después obtiene la ciudadanía suiza, renunciando a la alemana. Estando en Basilea fue invitado con cierta periodicidad a la casa de Richard Wag-ner, en Tribschen, del que se hizo gran admirador, aun cuando más tarde la amis-tad se enfriara, reprochándole su orientación hacia el cristianismo y haber desisti-do, según él, de los primitivos valores clásicos.

En 1872, Nietzsche publica su primer libro, El

nacimiento de la tragedia en el espíritu de la música. La crítica a esta obra fue muy dura por parte de sus mismos colegas de filología, también por el mismo Wagner; lo que no impidió para que Friedrich se re-afirmara en su postura, censurando incluso a toda la cultura alemana del momento. Pero su delicada sa-lud se agudiza, lo que le obligó a pedir el retiro y vi-vir como pensionista desde 1877. Enfermizo e ines-table, se dedica a escribir y a viajar, buscando de un lado para otro la quietud y la salud que no tiene; pa-deció de la vista, sufría migrañas y agudos dolores de cabeza; reside en Sils-Maria, Naumburgo, Niza, Marienbad, Venecia, Riva, Rapallo, Roma, Génova y Turín. Precisamente aquí es donde tuvo un derrum-be psicológico, al parecer, de esquizofrenia; pierde la razón que nunca volvería a recuperar. Vivirá enaje-nado, sumergido prácticamente en la locura, atendi-do, primero por su madre, y después del fallecimien-to de ésta, por su hermana. Nietzsche muere el 25 Agosto del 1900. Fig. 64.

OBRAS

En medio de la complejidad que ofrece su producción literaria, nadie pone

en duda su estilo apasionado, penetrante y profundamente crítico. En virtud de ello, y por tener presente el sentido vital del hombre, cargado siempre de inquie-tudes éticas e históricas, dividiremos su obra en tres fases diferentes:

Fig. 64. Friedrich Nietzsche

en 1869.

327

En la primera Nietzsche quiere conseguir un nuevo ideal de vida, cuyo mo-

delo cree encontrarlo en la era trágica de los griegos anteriores a Sócrates, como se reflejaba en Heráclito o Esquilo. Corresponde a esta aspiración la obra El origen de la tragedia en el espíritu de la música y en Consideraciones intempestivas. Se inserta aquí el primer influjo de Schopenhauer y de Wagner, resaltando lo dionisíaco sobre lo apolíneo, es decir, oponiendo a Apolo - símbolo de la serenidad, la medida y el ra-cionalismo -, lo impulsivo y desbordante de Dionisos.

En la segunda se le ve a Nietzsche más teórico si cabe, se convierte en un

ilustrado y positivista, propugnando un espíritu libre frente a cualquier posible imposición: ataca a la metafísica, a la religión y el arte, demostrando su cara ficticia e ilusoria. De este período son los escritos, Humano, demasiado humano, queriendo demostrar que los conocimientos y experiencias humanas pueden explicarse sin hacer valer los supuestos principios metafísicos y religiosos; en tanto que en la obra, Aurora, se centra en una feroz crítica a la moral. En La Gaya Ciencia, su deseo se centraliza en poder liberar al hombre de toda esclavitud, desenmascarando la fi-gura del santo, del artista y del sabio, negándoles todo atisbo de trascendencia. Comienza a hablar también del “eterno retorno” y de “la muerte de Dios”.

La tercera es, en cierto modo, una evocación de la primera fase, aunque

más radicalizada. Es el período fundamental, donde desarrolla las ideas del “su-perhombre”, que es el que conoce la “muerte de Dios”, tiene la “voluntad de po-der” y se mueve en el “eterno retorno”. Su principal obra lo constituye, Así habló Zaratustra, con la intención de que fuese semejante a una nueva Biblia. La compo-nen una serie de discursos alegóricos, unidos por una simbología: “Zaratustra” (re-formador persa que predicó la moral del esclavo, pero un día se convierte). Decide entonces retirarse a las montañas, donde vive en compañía de dos animales: el águila, que simboliza el orgullo, y la serpiente, como arquetipo de la inteligencia. Lograda allí la sabiduría, decide bajar y enseñarla a los hombres. Su predicación se centra en la verdad del “superhombre” y la “muerte de Dios”; después, la “volun-tad de poder” y, finalmente, el “eterno retorno”. Entre otras obras, mencionaría-mos, Más allá del bien y del mal; La genealogía de la moral; El crepúsculo de los ídolos, y, como escrito póstumo, La voluntad de poder.

TRES PERÍODOS DIFERENTES

Por lo que hemos podido apreciar, Nietzsche no tiene un sistema filosófico

claramente definido. Su producción literaria podría calificarse de filosofía “existen-cial”, pero de un existencialismo con un contenido muy variado. En sus comienzos la influencia fundamental viene vinculada a la expresividad de Richard Wagner y la ideología de Schopenhauer; acentuando su significación literaria y sus modelos personales y estéticos. De entonces es su interpretación del arte griego conforme a

328

los dos principios de lo apolíneo y lo dionisíaco. Del primero, simbolizando la cla-ridad, la mesura y la belleza; es la imagen de la Grecia clásica; en tanto que en lo dionisíaco, Nietzsche encuentra lo desbordante e impulsivo, la existencia verdade-ra, el erotismo, la orgía como culminación del ser y del vivir.

No mucho después, decepcionado de los que habían sido sus maestros, se

convertirá en un apasionado admirador de la cultura que propugnaba el espíritu libre, quiere ahora rendir homenaje a la Ilustración francesa. De entonces son sus ideas agnósticas sobre toda clase de deducciones metafísicas: rechaza la existencia de Dios y la inmortalidad del alma; aún más, considera que el cosmos, por estar constituido por un número finito de elementos, su combinación siempre dará re-sultados finitos. Pero, resultará que los combinados de los elementos volverán otro día, existirá un “eterno retorno” de los componentes, será un volver indefinido. La idea la toma de Heráclito: todo fluye, todo retorna. Para Nietzsche, lo que acontece en el mundo se repetirá una y otra vez, una y mil veces.

A partir de esta idea, podemos hablar ya de un tercer período de Nietzsche

que desembocará en la “voluntad de poder”. Particular significado tiene aquí Zara-tustra, exponiendo como suma verdad la idea del “superhombre”. Se llegará a di-cha aspiración afirmándose como individualidad poderosa cuyo bien máximo es la vida; por consiguiente, el hombre debe superarse hasta alcanzar ese modelo, ese supuesto ideal que está por encima de su persona. Como símbolos, toma el ejem-plo de las personalidades renacentistas que no tuvieron escrúpulo alguno, sustitu-yendo la moral vigente por la astucia y el saberse imponer. Urge por lo tanto una transformación, un cambio de valores para conseguir la figura deseada, para con-vertirse en el verdadero “superhombre”.

TRANSMUTACIÓN DE VALORES

El pensamiento de Nietzsche parte de este supuesto: la cultura occidental

está viciada desde su origen. Es una cultura racional y sectaria, por lo tanto, deca-dente y empobrecida porque se opone a los instintos, a la fuerza creadora, a la vi-da, empeñada en restaurar la racionalidad a toda costa. Este es el dogmatismo de Occidente: filosofía dogmática, religión dogmática y moral dogmática.

Asumida esta concepción, no es de extrañar que su ateismo sea uno de los

más furibundos e instigadores para el mundo contemporáneo. En sí, una crítica fe-roz a los valores que representaban a la burguesía del siglo XIX y, a su vez, una añoranza hacia aquellos que habían exaltado la Grecia antigua, como era la fuerza y el orgullo de pertenecer a la propia raza. Para Nietzsche, la decadencia había so-brevenido por la filosofía y la cultura judeo-cristiana. Consideraba que el pensa-miento filosófico había olvidado las líneas inspiradoras de los primeros ideólogos acerca del devenir y las transmutaciones, como así lo hizo saber Heráclito. La tor-

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peza fue haber seguido la racionalidad de Sócrates y Platón. El mundo de las “ideas” de éste sirvió para defender un mundo del “más allá” sin soporte ni fun-damento alguno. Llega a decir que en vez de una filosofía de la vida y de la creati-vidad continua, la enseñada hasta entonces había convertido a los filósofos en “se-pultureros de momias”, es decir, confinados a almacenar fatuas verdades eternas. Tal misión había sido indiscriminadamente espoleada sobre todo por la moderna filo-sofía alemana. Contra ellos lanza las mayores invectivas. Para él, Leibniz y Kant son responsables de la ruina intelectual de Europa. A Fichte, Schelling, Hegel, Schopenhauer y Schleiermacher les considera impostores y falsarios.

Pero, si la filosofía ha aceptado esta falsedad es porque, aliada con el cristia-

nismo, ha añorado un mundo halagador que no existe; nos consta sólo el que vi-vimos. Por eso, los insultos mayores los dirige contra la creencia cristiana en la que ve la corrupción de las corrupciones, nada dejó inmune su contacto: de todo valor contrapuso un contravalor; de toda verdad, una conformidad solapada de mentira. “El cristianismo inventó a Dios para aniquilar la vida; el alma, para denigrar al cuerpo; el cielo, para desvalorizar la tierra”. Como doctrina, invirtió los valores de las antiguas Grecia y Roma, que eran valores de vida. A este nivel, supone el extravío más fuer-te de los instintos; se ha inventado un mundo ideal, celeste, para despreocuparse o mirar de lado al mundo en el que vivimos, al terrestre, al nuestro. Se fomentaron valores miserables, como la obediencia, la compasión, el sacrificio o la humildad que son propios de la manada y el rebaño. Para Nietzsche toda esta degradación fue acogida por la Alemania cristiana en vez de intentar renacer el añorado ale-mán fenecido, el germánico y del norte, maridado con la Grecia presocrática.

LA MUERTE DE DIOS

Viendo Nietzsche que la idea de Dios era la que impedía desarrollar toda

superación humana, juzga hacerla desaparecer lo más tajantemente posible. Su crí-tica es despiadada para toda religión, toda moral y cualquiera metafísica viable. Nos dice que Dios es el gran obstáculo para que el hombre llegue a superarse y se convierta en el “superhombre”. Con Dios – dice -, nace el miedo, la angustia y toda clase de necesidades. Por lo tanto, para que viva el hombre debe morir Dios, pues si Dios vive, no puede vivir el hombre. De este modo, con la muerte de Dios caen los pilares que sostenían la construcción que había edificado la cultura occidental. Su muerte era, por lo tanto, fruto del movimiento modernista. Consciente de ello, llegaba a escribir: “Nosotros hemos matado a Dios”; un suicidio que es, en el fondo, el acontecimiento más grande que se pudiera alcanzar.

Significativo es el párrafo 125 de la Gaya ciencia, dice así: ¿No habéis oído ha-

blar de ese hombre loco que, en pleno día, encendía una linterna y echaba a correr por la plaza pública gritando sin cesar: “Busco a Dios, busco a Dios”? Como allí había muchos que no creían en Dios, su grito provocó la hilaridad. “Qué, ¿se ha perdido Dios?”, decía

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uno. “Se ha perdido, como un niño pequeño?”, preguntaba otro…”¿Dónde se ha ido Dios? Yo os lo voy a decir, les gritó. “¡Nosotros le hemos matado, vosotros y yo! ¡Todos nosotros somos sus asesinos!... ¿No oímos todavía el ruido de los sepultureros que entierran a Dios? ¿Nada sentimos aún de la descomposición divina? ¡También los dioses se descomponen! ¡Dios ha muerto! ¿Cómo nos consolaremos nosotros, asesinos entre los asesinos? Lo que el mundo poseía de más sagrado y más poderoso ha perdido su sangre bajo nuestro cuchillo. … La grandeza de este acto, ¿no es demasiado grande para nosotros? ¿No estamos forzados a convertirnos en dioses al menos para parecer dignos de los dioses? No hubo en el mundo acto más grandioso, y las generaciones futuras pertenecerán, por virtud de esta acción, a una historia más elevada de lo que fue hasta el presente toda la historia”343.

Habiendo quitado a Dios por delante, el hombre se libera, pone fin a la his-

toria antigua para comenzar otra nueva, la verdadera y auténtica historia. El hom-bre así se convierte en creador de su propio destino; tema que será el central de la primera parte de Así habló Zaratustra. Usando de la simbología, nos habla de tres transformaciones: manifiesta primero cómo el espíritu se convierte en camello, ha-ciendo saber que este animal - soportando grandes pesos -, se parece al hombre que se inclina ante la omnipotencia de Dios y las leyes morales. Sin embargo, ha-ciendo resistencia a todo esto, su actitud va a ser la del león que, rompiendo con toda atadura, es la pura insignia del poder y la libertad. Pero, le superará el naci-miento del niño, en cuanto que, un día será capaz de crear nuevos valores, y con ellos, la aspiración deseada, llegará a convertirse en “superhombre”. De hecho, los dos grandes anuncios de Zaratustra son los siguientes: “Dios ha muerto” y, a mo-do de enérgica apología, su proclamación final: “Viva el superhombre”. Bien es cierto que si este fue el epílogo, es porque previamente había trastocado los valores morales.

CRÍTICA A LA MORAL

Los reproches más hirientes que Nietzsche dirigió a la cultura occidental los

centró fundamentalmente en la crítica a sus principios morales. Comienza diciendo que el error de la moral tradicional es su “antinaturalidad”, como fue dar la espal-da a todo aquello que nace de la propensión e instinto natural. Para él, la naturale-za vive de sus gustos y tendencias instintivas. De hecho, son dos morales las que distingue: la de los “señores” y la de los “esclavos”. La moral de éstos últimos es la de los débiles y resentidos: preconizan la igualdad, la fraternidad, la humildad, la compasión, la resignación, la paciencia y demás formas insolentes y enfermizas. Nacen, a su entender, del “resentimiento”, propio de los débiles e insatisfechos que quieren agarrarse a algo que pueda defender su inseguridad. Lo asumió incondi-cionalmente la moral cristiana, aunque en el fondo no era sino la válvula de escape de una animadversión comprimida. La abnegación, el desprendimiento y el sacrifi-cio son frutos de la debilidad que inspiran las virtudes cristianas.

343 Nietzsche, F.: Gaya ciencia, Libro I, p. 125.

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Frente a esto, Nietzsche preconiza la moral de los “señores”: moral aristocrá-

tica, la caballeresca, la de los nobles que aman la vida, el poder, la grandeza, el pla-cer, la moral de los que se creen superiores. Lo bueno para él es lo que encuadra con el propio carácter, con la euforia que tiende a difundirse - no por compasión -, sino con magnificencia, con la plenitud de vida que posee el osado y poderoso.

Establecida esta distinción, Nietzsche, valorando la historia de la cultura oc-

cidental, constata el continuo ascenso de los valores de los débiles frente a los de los señores. Aquéllos ganaron la batalla y consiguieron tener fuerza para imponer sus criterios a los amantes de la vida. Sucedió esto hasta que los movimientos sociales de los próceres de la Revolución Francesa cambiaron el rumbo. Con su actitud desafiante presagiaron los nuevos valores, y con ellos, la moral de los fuertes, la moral del “superhombre” que entona la muerte de Dios.

EL SUPERHOMBRE

Como ampliación de la moral de los señores y complemento de tal apeten-

cia, Nietzsche expone la teoría del “superhombre”. Diríamos que es lo más caracte-rístico de su pensamiento, el núcleo de la predicación de Zaratustra. Llega éste a decir: “Yo predico al superhombre; el hombre debe ser superado”; es la meta a la que se debe aspirar. Para Nietzsche el hombre es algo no terminado, debe transformarse por su propia energía, por la fuerza que le ofrece la vida para crear los nuevos va-lores a los que inherentemente aspira. Por lo tanto, debe excluir, o mejor aún, opo-nerse a los deberes impuestos por los inferiores, por los “débiles”; debe ir más allá del bien y del mal, conseguir hacerse “superhombre”.

Como valoración, lo más grande que encuentra Nietzsche en la persona es

esta posibilidad de llegar a alcanzarlo. Pero, todavía es un puente, es algo interme-dio, no está acabado. Pese a todo, por no ser un ser estático e inmóvil, sino lleno de dinamismo, debe confiar en su capacidad creadora. Escribe al respecto: “El hombre es una cuerda tendida entre la bestia y el superhombre, una cuerda sobre un abismo. Un paso peligroso y una parada peligrosa, un retroceso peligroso, un temblar peligroso y un pe-ligroso estar en pie. Lo más grande del hombre es que es un puente y no un fin en sí; lo que debemos amar en el hombre es que es un tránsito y no un descenso. Yo amo a aquellos que no saben vivir más que para desaparecer, porque ésos son los que pasan al otro lado. Yo amo a los grandes despreciadores, porque son los grandes veneradores y son flechas que ansían pasar a la otra orilla”344.

En este trayecto hacia el “superhombre”, lo que de verdad define a la perso-

na es su libertad interior ante cualquier traba especulativa o moral. El hombre no se sujeta a ley alguna porque es él quien se constituye en creador de valores, su vo-

344 Nietzsche, F.: Así habló Zaratustra, Parte I, Discurso preliminar.

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luntad es legislativa; diríamos más bien que el “superhombre” cambia, no solo los valores, sino la misma forma de valorar, se mofa de los que ha estimado la tradi-ción. Lo único que le interesa es lo de acá, vive de la ley del más fuerte, del poder, del dominio, de la “voluntad de poder”.

ALGUNAS DISCREPANCIAS

En medio de la complejidad que revela su obra, nadie duda sus notorias

cualidades, como pueden ser las artísticas; su estilo, tanto en prosa como en poesía, es de una gran belleza literaria, sobre todo por sus encendidas y apasionadas ex-presiones. Claro que, tampoco es excederse si consideramos su filosofía como la formulación más extrema del irracionalismo moderno. Cabría decir en este sentido que redujo todas las cuestiones filosóficas a términos puramente psicológicos. Su ateísmo, por ejemplo, es simplemente postulatorio: lo basa en el deseo de que Dios no exista, pero sin dar razón alguna que lo probase. En ese aspecto, es más bien teofobia. Por eso, la “muerte de Dios”, que con el anhelo de llegar al “superhom-bre”, son centrales en la obra Así habló Zaratustra, no se justifican, sino que se afir-man sin demostración alguna. Al fin y al cabo, paradojas de este tipo son constan-tes en él. Traeremos a la memoria dos poemas reveladores:

¡Quiero conocerte, Desconocido tú, que ahondas en mi alma, que surcas mi vida cual tormenta, tú, inaprehensible, mi semejante! Deduciríamos por estos fragmentos que Nietzsche sentía a Dios en su ser

como una especie de clavo que le hería, por más que le mancillara con exabruptos e insolencias anti-divinas y anti-cristianas. Hay odios que son puras reacciones psi-cológicas de ocultos desengaños. Quizá sería atrevido afirmarlo de Nietzsche, aun-que sí se sabe cómo en ocasiones recordó los años felices de su niñez dentro de una familia cristiana y fervorosa. Su abuelo y su padre habían sido pastores protestan-tes y su madre y abuela cumplidoras asiduos de sus deberes religiosos. De hecho, en una carta que escribió a su amigo A. Cast, el 21 de julio de 1881, le llega a confe-sar que el cristianismo es para él un auténtico ejemplo de vida ideal. Le decía:

“Querido amigo, me ha venido a la mente que en mi libro, aquella confrontación in-

terior con el cristianismo le resultará ciertamente extraña; pero ello representa justamente el más bello ejemplo de vida ideal que yo haya conocido verdaderamente; desde niño siempre lo he seguido, en muchos ángulos secretos, y creo no haber probado jamás en relación con el cristianismo un sentimiento mezquino. En el fondo, desciendo de enteras generaciones de religiosos cristianos”.

De cualquier modo, entre la variedad de interpretaciones a las que ha dado

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lugar su filosofía, no son pocos los que coinciden en destacar las paradojas de un pensar cuyas conclusiones, lejos de emerger de una lógica objetiva de las cosas, son más bien resultados de sus propios estados subjetivos, muchas veces provocados por complejos anímicos que le afligían y torturaban. ¿Cuáles podrían ser las pre-rrogativas que el hombre debería tener para conseguir la arrogancia, la salud ple-na, la voluntad de dominio y la plenitud de vida? Como principio, pensamos que son formulaciones más bien transitorias. Se precisarían enunciados más puntuales y concretos.

Nietzsche ha criticado los valores tradicionales, pero él no ha creado una

mínima tabla de los que propugna. En vez de superar el supuesto nihilismo que ha quedado después de la “muerte de Dios” y la desaparición de los valores tradicio-nales, aumenta el desamparo al despojar al hombre de toda verdad y certeza. No basta hablar de “poder”, o de fuerza vital, sino que se debe concretar en algo. Po-dría esto mismo decirse respecto al “superhombre”, ¿cuál es el verdadero conteni-do de ese ideal? Si cada uno es sólo una pasarela, un puente para alcanzar la otra orilla donde está la nueva raza, entonces la conclusión es la misma: son marcos sin contenido, sin imágenes, el “superhombre” es simplemente una mera proyección. Incluso el mismo Nietzsche parece presentir la carencia de ese acabado. Escribe: “Es verdad que algo nos atrae siempre hacia arriba, hacia la región de las nubes; colocamos sobre ellas nuestros globos pintarrajeados, a los que damos luego el nombre de dioses o su-perhombres. ¡Ah! ¡Qué cansado estoy de todo lo insubstancial!”345. Aceptaríamos la sim-bología del globo: busca éste altura, pero su contenido se diluye, le impulsa las co-rrientes de aire.

SIGMUND FREUD (1856 – 1939)

De padres judíos, Sigmund Freud nació en Freiberg (Morabia). Fue el mayor

de seis hermanos. Pero muy pronto, siendo aún niño, la familia se trasladó a Viena donde él residió, salvo breves intervalos de tiempo, hasta 1938, prácticamente casi toda su vida; allí hizo sus primeros estudios y allí también, a sus 17 años, ingresó en la Universidad como estudiante de medicina. En 1881 se graduó como médico, trabajando durante dos años en el Hospital General de Viena. Como investigador, intervino en el descubrimiento de las propiedades anestésicas de la cocaína, si bien, se cree que tuvo algunos fracasos con su terapia, como fue el caso de su amigo Ernst von Fleischl-Marxow, adicto a la morfina, en cuyo tratamiento sumó una nueva adicción que le produciría la muerte. Por algún tiempo, el mismo Freud consumió cocaína y, dado que desde su juventud había perdido las creencias reli-giosas, cualquier consejo moral, poco le podría influir para una inmediata erradi-

345 Ibid. II, De los poetas.

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cación. De todos modos, quizá hubiese dedicado su vida a la medicina interna de

no haber sido por el año que estuvo en el Hospital de la Salpêtrière de París bajo la dirección de Charcot, el gran neuropsiquiatra francés, cuya influencia fue decisiva en su formación como médico. En 1886 vuelve a Viena, se casa y abre una clínica privada cuya orientación era el estudio y terapia de la histeria y la neurosis, utili-zando el método catártico y la hipnosis que su colaborador Josef Breuer había apli-cado ya con algunos pacientes.

Pero, aun cuando estas técnicas fueron cobrando renombre internacional, el

interés de Freud fue poco a poco desplazándose hacia la psicoterapia y al método psicoanalítico. En 1900 publica su obra principal, La interpretación de los sueños (Traumdeutung), donde marca el fin de su carrera de internista y el principio de los análisis del inconsciente y de la conducta hu-mana en general. Colaboran en su investigación emi-nentes psiquíatras como Alfred Adler, Ernest Jones, Carl G. Jung y Wilhelm Steckel. Años después, Adler y Jung rompieron con Freud fundando sus propias escuelas. Entretanto, Freud prosigue con su método psicoanalítico y se dedica a escribir. Es en su última etapa donde más se interesará por los problemas re-ligiosos, sociales y políticos. Entre sus numerosas obras, destacan, además de La interpretación de los sueños; Tótem y Tabú (1913); Más allá del principio del placer (1920); El yo y el ello (1923); El porvenir de una ilusión (1927); El malestar de la cultura (1930) o Moisés y la religión monoteísta (1934-38), provocando su lectura grandes admiradores y detractores.

En 1923 le fue diagnosticado un cáncer en el paladar, se supone que por su

persistente adicción a fumar puros. Le operaron bastantes veces, viéndose obligado a usar una serie de incómodas prótesis que le impedían casi hablar. A pesar de to-do, continuó trabajando como psicoanalista y escribiendo gran número de artículos e incluso libros como ya hemos reseñado. Pero, en 1938, tras la anexión de Austria por parte de la Alemania nazi, a Freud, como judío y fundador de la escuela psi-coanalista, se le consideró enemigo del Tercer Reich. Tuvo que refugiarse en Lon-dres, y allí, enfermo y abatido por la propagación del cáncer y la desazón de las consternaciones políticas, pidió a su médico personal que acabara con su sufri-miento. Freud murió en 1939 después de serle suministradas unas inyecciones de morfina. Fig. 65.

Fig. 65. Foto de Sigmund

Freud en 1922.

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EL PSICOANÁLISIS

A pesar de ser especialista en neurología, la contribución de Freud a la in-

vestigación no va a estar centrada en la medicina como tal, sino en la elaboración de un método que, partiendo del inconsciente, pueda tratar las enfermedades men-tales mediante el “psicoanálisis”. De este modo, el desarrollo de una teoría de la mente y de la conducta humana le conduce a hacer uso de una técnica terapéutica para ayudar a personas con afecciones psíquicas. Pero, aun cuando el psicoanálisis comenzara siendo una técnica psicoterapéutica, fue derivando hacia un conjunto de doctrinas filosóficas sobre la vida y la cultura que es la razón por la que cobra interés en las reflexiones que venimos realizando.

En principio, Freud abandona las investigaciones neurológicas para dedi-

carse a la cura de los “enfermos nerviosos”. Hizo uso de la hipnosis durante algún tiempo, pero descartó pronto esta terapia porque los resultados en los pacientes te-nían su efecto mientras el paciente permanecía bajo la sugestión hipnótica, después retornaban los mismos síntomas. Fue el año que estuvo en París trabajando con Charcot en el hospital de la Salpêtrière cuando llegó a comprobar que, tras las anomalías histéricas, siempre aparecía la sexualidad como problema. Vuelto a Vie-na, y tras varios años de investigación, Freud distinguirá tres zonas o fases de la vida psíquica: el inconsciente, el preconsciente y el consciente. Para él, la concien-cia era una reducida zona luminosa envuelta en la penumbra del preconsciente, y al que, a su vez rodea la amplia zona del inconsciente. En este análisis, una defini-ción del inconsciente podría concebirse como una degradación de la conciencia. Clásica es, a este respecto, la simbología de la linterna: “un haz de luz con un foco de luminosidad central y zonas de progresiva penumbra hacia los bordes de la pe-queña circunferencia iluminada”. La conciencia sería la zona reducida de la luz central, envuelta en la sombra de la preconciencia, y a la que, en una órbita mayor y más velada, rodea el inconsciente.

La evolución psíquica en cada persona tiene su propio desarrollo: va de lo

inconsciente a lo consciente pasando por lo preconsciente. Sin embargo, el proceso patológico de la involución psíquica sigue el camino contrario. En la vida normal los actos humanos transcurren equilibradamente desde lo profundo del incons-ciente hasta la irradiación de la conciencia dando satisfacción a las propias necesi-dades que el mundo y la sociedad nos proporcionan. La conducta y el equilibrio se rompe en el momento que las presiones morales, la familia, o cualquier gravamen social imponen a la conciencia una “censura” que reprime el curso normal de la vida psíquica remitiéndola a la zona del inconsciente donde se va a estructurar en forma de “complejos”. Ahora bien, lo insólito es que estos complejos pueden en cualquier momento irrumpir y, a su vez, predeterminar muchas acciones de la vida consciente aparentemente inexplicables. Las neurosis, los desaciertos y ofuscacio-nes tienen su origen en los complejos del inconsciente.

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Los diagnósticos para su terapia se llevarán a cabo mediante la interpreta-

ción de los signos, sueños y gestos que, como símbolos que son de los complejos, nos irán remitiendo a la verdadera raíz de las distintas actuaciones humanas. De este modo, el paciente deberá intentar conocer - como primer paso para su cura-ción -, la verdadera causa de su anomalía, es decir, desvelar a la conciencia los mo-tivos inconscientes que motivaron el trastorno. La apuesta es clara: desalojar los complejos en lugar de reprimirlos.

Pero el psicoanálisis, ocupando en principio un estadio terapéutico y psico-

lógico, evolucionará con el tiempo hacia una concepción filosófica del hombre, que es, en último término, lo que aquí más nos interesa. Como tal concepción vino de-rivada por la idea de un principio originador de las perturbaciones y sublimacio-nes establecidas en la vida del hombre. Dicho principio recibió el nombre de “libi-do”. Claro que una definición exacta de este término no es fácil. Podría decirse que es la fuerza vital de la persona; una energía profunda que orienta el comporta-miento hacia un fin, y que se acalla sólo cuando se consigue. No pocos autores lo identifican con lo sexual. Pero el amor sexual es solamente la forma principal de la “libido”. Se diría más bien que es la “voluntad de placer”, algo inherente, congéni-to y a la vez dinámico en la naturaleza del hombre. Por más que se la satisfaga, di-cha “voluntad de placer” buscará otros ámbitos de satisfacción.

Como prueba, la “libido” se manifiesta muy pronto en el ser humano. Freud

trató de sistematizar los distintos mecanismos que explicaran el comportamiento psíquico de las personas. Lo llevó a cabo mediante varias hipótesis, aunque la más destacada es la que postula tres grandes factores de la personalidad: El “Ello”, el “Yo” y el “Surper-Yo”. El “Ello” son los impulsos que aspiran a ser satisfechos; su fin es preservar el principio de placer. El niño, según la concepción freudiana, es casi puro “Ello”, es representación psíquica de lo biológico, traduce las necesidades del cuerpo a fuerzas motivacionales que Freud llama pulsaciones o “deseos”. Pero si esto es el “Ello”, el “Yo” se apoya en la realidad mediante la conciencia; es el que busca los objetos para satisfacer los deseos del “Ello”; se trataría de un proceso se-cundario para representar las necesidades orgánicas, haría de puente entre el mundo de las cosas y el “Ello”.

Pero, aunque el “Yo” procura satisfacer las demandas del “Ello”, se encuen-

tra frecuentemente con obstáculos y censuras que impiden salir a la superficie, en-tonces éstos se disfrazan y se camuflan de sentimientos elevados. Más bien se diría que en el “Yo” se encuentra el “Super-Yo” encubierto y sublimado; de alguna ma-nera, trata de sobreponerse al “Yo” al modo como lo realizan las normas morales aspirando a controlar las acciones del comportamiento de las personas. En este sentido, podríamos decir que el “Super-Yo” se constituye por el conjunto de prin-cipios y reglas que aparecen y que se han ido adquiriendo desde la infancia, agra-

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dables unas y desagradables otras: deseables por su racionalidad, indeseables por ser contrarias a la satisfacción de los impulsos del “Ello”. La represión de dichos impulsos puede llevar a convertirse en auténticas causas de neurosis, aunque si se canalizan y subliman – dice -, pueden también ser creadoras de grandes eventos culturales.

Considera al mismo tiempo que el “principio del placer” queda comprendi-

do en otro más amplio: el principio de la vida o Eros que, a su vez, contrasta con el impulso de la muerte o destrucción. Admitía que el comportamiento humano estaba motivado por pulsiones, cuyo empuje es el que perpetúa la vida, inclinando a la persona a buscar sexo y alimento. Pero, aun siendo la sexualidad el comportamien-to más hondo del hombre, llegó a entender que no explicaba toda su historia, pues si el principio del placer nos mantiene en movimiento, y toda búsqueda es lograr lo que todavía uno no tiene, en el fondo, se busca la quietud, estar satisfecho, no tener más necesidades; entonces la meta es algo distinto al dinamismo constante, sería más bien la calma, la serenidad, de algún modo, la “muerte”; defunción que Freud llegó a simbolizar con la idea budista del Nirvana. En su tratado del “Yo” y el “Ello”, escribía: “Basándonos en reflexiones teóricas apoyadas en la biología, supusimos la existencia de un instinto de muerte, cuya misión es hacer retornar todo lo orgánico animado al estado inanimado, en contraposición al “Eros”, cuyo fin es complicar la vida, y conser-varla así por medio de una síntesis cada vez más amplia de la sustancia viva, dividida en partículas. Ambos instintos se conducen en una forma estrictamente conservadora, ten-diendo a la reconstrucción de un estado perturbado por la génesis de la vida, génesis que se-ría la causa tanto de la vida como de la tendencia a la muerte. A su vez, la vida sería un combate y una transacción entre ambas tendencias. La cuestión del origen de la vida sería, pues, de naturaleza cosmológica; y la referente al objeto y fin de la vida recibiría una res-puesta dualista”.

LA RELIGIÓN COMO NEUROSIS OBSESIVA

Desde una opción puramente materialista, diríamos que Freud pretende

explicar el componente humano como resultado de la historia y la cultura. Respec-to al ámbito religioso, su estudio lo encontramos principalmente en las obras: Tó-tem y tabú; El porvenir de una ilusión y Moisés y la religión monoteísta. Como principio, él concibe lo religioso como una neurosis obsesiva. Escribiendo sobre las prácticas religiosas, llega a decir: “Después de señalar estas analogías y coincidencias podríamos arriesgarnos a considerar la neurosis obsesiva como la pareja patológica de lo religioso; la neurosis como una religiosidad individual, y la religión como una neurosis universal”.

Considera que toda neurosis está enraizada en la tendencia sexual que ya

desde niño pugna por salir a la superficie y es reprimida por la censura. En la in-fancia se desarrolla el complejo de Edipo, que será la base para implicar precisa-mente el nacimiento de la religión. Escribe: “La religión sería la neurosis obsesiva uni-versal de la humanidad; como la del niño deriva del complejo de Edipo en sus relaciones con

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el padre. De tales concepciones se puede prever que el abandono de la religión tendrá lugar con la fatalidad inexorable de un proceso de crecimiento, y que nosotros nos encontramos en la hora presente justamente en esta fase de evolución”346.

La raíz está en el complejo de Edipo de la tragedia griega. En efecto, Edipo

era hijo de Layo y Yocasta, reyes de Tebas. Pero desde su nacimiento está marcado por la fatalidad. Un oráculo anuncia que el niño matará un día a su padre, y que será el origen de una serie interminable de desgracias que ocasionarán la ruina de su familia. Para evitar estas catástrofes, Layo decide abandonar al hijo en el monte Citerón, no lejos de Tebas. Pero un día le encuentran unos pastores y le llevan al rey Polibio de Corinto que no tenía descendencia; éste le educa y crece fuerte y vi-goroso. Llegado a la edad adulta, se acerca otra vez a consultar al oráculo de Delfos y allí los presagios vaticinan que se manchará con un incesto con la madre. Huye entonces de los que creía que eran sus padres, pero en el camino hacia Tebas el sé-quito de Layo se interpone. Se entabla una lucha, y Edipo mata a Layo sin saber que era el verdadero padre. Llega a Tebas, libera la ciudad de una esfinge maléfica y es proclamado rey, casándose con la esposa de Layo sin sospechar que era su propia madre. Prosigue la tragedia al conocer la verdad de todo lo sucedido. Edipo se desespera y se arranca los ojos.

Para Freud el relato guarda relación con lo que acontece en el niño y sus pa-

dres. Considera que el bebé siente una atracción sexual hacia la madre, y, celoso del padre, surge el odio deseándole la muerte. El conflicto lo encubre la censura di-rigiendo el instinto sexual hacia otros objetos. Más tarde, al sentirse incapaz de so-portar sus impotencias e inseguridades ante las exigencias que impone la sociedad, se refugia ahora en algo que le colme como en la vida infantil e inventa un Dios que le proteja; forja un padre, esta vez todopoderoso. Por lo tanto, la religión sería, como ya se ha dicho, una neurosis obsesiva, producto de un ideal de sublimación o, si se quiere, de una neurosis obsesiva de la colectividad humana. Significativas al respecto son las siguientes expresiones que escribió en Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci: “El psicoanálisis nos ha descubierto una íntima conexión entre el com-plejo del padre y la creencia en Dios y nos ha mostrado que el Dios personal no es, psicoló-gicamente, sino una superación del padre (un padre magnificado), revelándonos innumera-bles casos de jóvenes que pierden la fe religiosa en cuanto cae por tierra para ellos la autori-dad paterna. En el complejo paterno-materno reconocemos, pues, la raíz de la necesidad re-ligiosa. El Dios omnipotente y justo y la bondadosa Naturaleza se nos muestran como magnas sublimaciones del padre y de la madre, o mejor aún, como renovaciones y reproduc-ciones de las tempranas representaciones infantiles de ambos”347.

346 Freud, S.: El porvenir de una ilusión. 347 Freud, S: Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci.

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INMODERADO REDUCCIONISMO

Hablar de reduccionismo en la concepción freudiana no es descalificar el

conjunto de su obra. La aceptación del inconsciente y, sobre todo, la gran impor-tancia que tiene la sexualidad en la conducta humana, así como los trastornos psí-quicos que se derivan de una mala orientación, es algo que hoy nadie discute. Sin embargo, sí es reduccionismo querer descubrir únicamente en el instinto sexual la raíz de tendencias como la búsqueda de la verdad, el pundonor o la creación artís-tica. Además, en el hombre hay instintos, como el de conservación, que es incluso más fuerte que el instinto sexual. El mismo Alfred Adler, discípulo de Freud, ve en el “instinto de poder”, y no en el sexo, el origen de toda anomalía psíquica. Lo trascendente y absoluto, como aspiración que el hombre anhela, sería para Adler el concepto elaborado de Dios. Es más bien el sentimiento de dependencia y de límite lo que impulsa a la persona a buscar lo que no tiene, a preguntarse por la religión.

También Gustav Jung, que en un tiempo colaboró con Freud, pero que se

separa del maestro para formar, como Adler, su propia escuela, será el que, recha-zando la aureola que daba Freud a la libido, centra la dimensión humana en las cuatro fuerzas anímicas, como es el “percibir”, el “sentir”, el “pensar” y el “intuir”, antesala de los ocho tipos psicológicos que conforman la psicología del hombre. De igual modo, sobre la actitud religiosa su postura es claramente opuesta a la de Freud. Llega a afirmar que la falta de creencias sí es muchas veces causa de verda-deras neurosis. Consideraba a la religión algo esencial para dar sentido a la vida. Llegaba a decir: “En todos los pacientes que ya han alcanzado la mediana edad, es decir, pasados los treinta y cinco años, no hay uno sólo cuyo problema básico no sea el de la acti-tud religiosa. Sí, todos adolecen en última instancia de que han perdido lo que las religiones vivas han dado en todo tiempo a sus creyentes, y ninguno está realmente curado mientras no recobra su actitud religiosa, lo que naturalmente nada tiene que ver con la confesionali-dad o la pertenencia a una Iglesia”348.

En otro orden de cosas, la crítica que hace Freud a la religión está en un

plano equivalente al que propusiera Feuerbach. En efecto, que las vacilaciones y el deseo de apoyo influyan en la creencia en Dios, no es, ni un hecho probado, ni tampoco que deje de serlo. Buscar el soporte en Dios, no quiere decir que pruebe su existencia, pero tampoco la negación del mismo. El porqué de esta búsqueda sí es importante en la vida del hombre. La razón de ese anhelo, no es ficción, es in-quietud de verdades que no tenemos. A este respecto, López Ibor llegaba a decir que la frustración en el hombre es una angustia ontológica, va ligada con el senti-miento de dependencia del ser trascendente. De la angustia que el hombre puede sentir, le libera únicamente la fe en el Dios que le ha preparado para la vida y la li-bertad.

348 Jung, C.G.: Über die Beziehung der Phychotherapie zur Seelsorge en: Psychologie und Religion (Olten

1971) 138.

340

JEAN PAUL SARTRE (1905 – 1980)

Nació Jean Paul Sartre en París. Debido a la muerte del padre cuando sólo

contaba un año, fue educado por la madre (católica) y su abuelo materno (calvinis-ta). A la edad de 11 años vuelve a casarse su madre yendo a vivir a La Rochelle, en cuyo Liceo Sartre cursó los estudios secundarios. En 1924 ingresa en la elitista Éco-le Normale Supérieure. Años más tarde conoce a Simone de Beauvoir, que será su compañera durante la mayor parte de su vida. En esta Escuela obtuvo su Agréga-tion de philosophie, lo que le permitió enseñar en varios liceos. En 1933 obtiene una beca, merced a la cual se trasladó a Alemania donde entra en contacto con las filo-sofías existencialistas, la de Heidegger principalmente, también con la fenomenología de Husserl. En 1938 pu-blicó La náusea, (La nausée), novela que pretendía divul-gar los principios del existencialismo, exponiendo la trágica angustia de un alma que se siente condenada a ser libre; habla asimismo de la prioridad de la existen-cia sobre esencia, aquélla precede a ésta.

Incorporado al Ejército francés en 1939, cayó pri-

sionero de los alemanes; pero, repatriado en 1941, re-gresa a París donde forma parte activa de la resistencia. Un año después escribe la primera de sus obras teatra-les, Las moscas (Les mouches), en la que utiliza el mito de Orestes como simbología de la impotencia de Dios ante la libertad humana. En 1943 publica el Ser y la Nada, la obra filosófica más conocida de Sartre, tratando de un modo muy personal el existencialismo de Heidegger; deja al hombre que se elija a sí mismo, es la condición de la verdadera libertad.

Dos años más tarde - ya con amplio renombre -, deja la enseñanza y se dedi-

ca a escribir. Fundó, con Simone de Beauvoir y Merleau-Ponty, la revista Les temps Modernes, de orientación izquierdista y de la que fue editor jefe. En 1946 publica una muy significativa conferencia: El existencialismo es un humanismo, donde resu-me y radicaliza algunos puntos de su filosofía, particularmente su orientación atea. Viaja después por Europa, EE. UU. y Rusia, sin poner reparos en criticar al estali-nismo; reacciona también contra la política de Francia por su represión en la gue-rra de Argelia; se declara marxista, postura que se ve reflejada sobre todo en la obra Crítica de la razón dialéctica.

Fig. 66. Boceto de Jean

Paul Sartre en el New York

Times por Reginald Gray

en 1965.

341

En 1964 rechazó el Premio Nobel de literatura, explicando que no quería “dejarse recuperar por el sistema”. En el fondo, con el deseo de avivar la oposición hacia la política estadounidense en Vietnam. Destacada fue también su participa-ción en la revuelta estudiantil en mayo de 1968, así como en las no pocas manifes-taciones en pro de las direcciones izquierdistas del momento; su acercamiento a los maoístas era patente. En 1975 su salud se deteriora; la ceguera avanza y le va apar-tando de la escritura y de sus anteriores actividades, incluso dejó de tratar con Si-mone de Beauvoir. Muere el 15 de Abril de 1980 en el hospital de Broussais. Fig. 66.

PRESUNTA INTERPRETACIÓN SARTRIANA

Por medio de ensayos, novelas, obras teatrales y escritos filosóficos, Sartre

es considerado el principal representante del existencialismo francés. Pero, por ser tan variada su producción literaria, no resulta fácil encontrar la coordinación de los puntos que forman su núcleo principal. Podríamos dividir ese despliegue en tres períodos distintos: el primero, marcado por la fenomenología de Husserl; el se-gundo, por el existencialismo; el tercero, bajo la influencia marxista.

A) ETAPA FENOMENOLÓGICA

Corresponde esta fase con la estancia que estuvo en Berlín como becario. De

los escritos de este tiempo se deduce una propensión al estudio de problemas más bien psicológicos, como la naturaleza de la conciencia, si bien, aunque influenciado por la dirección husserliana, se aparta pronto de su concepción filosófica, como también del “inconsciente” de Freud. En opinión de Sartre, el “inconsciente” era un criterio “muy propio del irracionalismo alemán”, oponiéndose a dicha postura mediante un “psicoanálisis racionalista” que él llamó “psicoanálisis existencial”.

Respecto a la intencionalidad de la conciencia, llega a decir que es siempre

conciencia de algo, pero, contrariamente a Husserl, el “yo” suyo no es conciencia trascendental, sino el conjunto unitario de la intencionalidad de la conciencia que se exterioriza, que está fuera, en el mundo. Para Sartre las cosas no están en la con-ciencia como imágenes, tampoco como representaciones en la misma; las cosas es-tán y subsisten simplemente en el mundo. La conciencia es sólo apertura posicio-nal hacia las mismas. Llega incluso a decir que si hay mundo es porque hay hom-bre. Aparte de él, el mundo carece de sentido. Por eso, al descubrir la persona lo absurdo de lo real, no puede por menos de ser invadida por el sentimiento de la desazón, la angustia y la náusea. En la novela que lleva este título, La náusea, el personaje Antoine Roquentin revela: “Lo esencial es la contingencia. Quiero decir que, por definición, la existencia no es la necesidad. Existir es “estar ahí”, simplemente; los seres aparecen, se dejan encontrar, pero jamás se les puede deducir… No hay ningún ser necesa-rio que pueda explicar la existencia: la contingencia no es una imagen falsa, una apariencia que puede desvanecerse, es lo absoluto y, por consiguiente, la perfecta gratuidad… Todo es

342

gratuito, este parque, esta ciudad, yo mismo. Y cuando uno cae en la cuenta de ello, el es-tómago da vueltas y todo se pone a flotar. He aquí la náusea”

B) ETAPA EXISTENCIALISTA

Teniendo en cuenta que el movimiento filosófico denominado existencia-

lismo se empieza a desarrollar a partir de 1927 con la publicación de “El ser y el tiempo” (Sein und Zeit) de Martín Heidegger, nos puede dar una idea de la inciden-cia que tuvo esta obra en los distintos análisis de la existencia humana como punto de partida para cualquier reflexión sobre lo real. Una existencia que se tomaba co-mo algo absoluto, no en su realidad estática, sino como algo que deviene, que se crea, que se hace en libertad.

No obstante, y aun reconociendo en este punto la base existencialista del ser

y del vivir, no todos los partidarios del existencialismo siguieron unas mismas pautas. Es el caso, por ejemplo, de Karl Jaspers, que, tras los hechos vitales de la persona, admite el valor añadido de la trascendencia y de un más allá que supera lo negativo que presenta la desaparición y la muerte; dígase lo mismo de Gabriel Marcel, sobrevalorando en todo momento la vida espiritual sobre la cotidianidad de la existencia.

La dirección que toma Sartre es distinta. Para él la persona, al caer en la

cuenta de su limitación e impotencia, no puede por menos de ser víctima de la an-gustia y la consternación. Es por lo tanto una filosofía radicalmente pesimista; un existencialismo cuya conclusión viene determinada por la desdicha de saber que su existencia carece de sentido, es un absurdo, “una pasión inútil”. Pasión ilusoria por no encontrar un itinerario que seguir o una esencia donde asentarse.

Pero si llega a esta conclusión es porque, en su radicalidad, la existencia

precede a la esencia en el sentido de que la persona, lejos de ser una realidad o una esencia creada por un Ser absoluto que le señala el camino, es una existencia pura que tiene que ir conquistando su esencia con el uso de la propia libertad. En su obra, El existencialismo es un humanismo, leemos: ¿Qué significa aquí que la existencia precede a la esencia? Significa que el hombre empieza por existir, se encuentra, surge en el mundo y después se define. El hombre, tal como lo concibe el existencialista, si no es defini-ble, es porque empieza por no ser nada. Sólo será después, y será tal como se haya hecho. Así pues, no hay naturaleza humana, porque no hay Dios para concebirla. El hombre es el único que no sólo es tal como él se concibe, sino tal como él se quiere”.

En este ámbito, el hombre es pura posibilidad de desarrollo, es decir, con-

tingencia viva que se elige a sí misma, un ser que se relaciona con lo cotidiano y se compromete con ello. Claro que, al estar ligados con las cosas que hacemos, la muerte sería el límite a todas estas posibilidades, de ahí que concluya: “existir es ser

343

para la nada”. En realidad, lo que Sartre postula es una libertad sin límite, independiente

de cualquier posible exigencia y al margen de inevitables proyectos. Por consi-guiente, lo absoluto, como cortapisa a la acción en nuestros actos, es ficción en toda regla, Dios contradice a la propia libertad. Llega a decir: “El existencialismo no es más que el esfuerzo para sacar todas las consecuencias de una posición atea coherente. El existencialismo no es así un ateísmo en el sentido de que se esfuerce en demostrar que Dios no existe. Más bien declara: aunque Dios existiese, eso no cambiaría nada; he aquí nuestro punto de vista. No es que creamos que Dios existe, sino que pensamos que el problema no es el de su existencia, sino que es necesario que el hombre se encuentre a sí mismo y que se persuada que nada puede salvarle de sí mismo, aunque fuese una prueba válida de la exis-tencia de Dios”349.

Como consecuencia, diríamos que para especificar al hombre o el alcance

que éste da a su libertad, la existencia de Dios es un obstáculo, pues concibiéndose como Absoluto y creador, su omnipotencia delimitaría la libertad humana. De ahí que corrobore: “Si Dios existe, el hombre es la nada”.

Ahora bien, queriendo dar sentido a este supuesto, Sartre va a distinguir en-

tre el ser-en-sí (en-soi) y el ser-para-sí (Pour-soi). La distinción es de índole ontológi-ca, más bien de una ontología fenomenológica. Considera El ser-en-sí, como una en-tidad opaca y sin fisuras, es decir, sin hueco o vacío alguno en el que pueda entrar realidad extraña, es lo que es con la simple verdad de estar en las cosas del mundo. Pero el en-sí no es todo el ser. Hay otro, el para-sí, del cual no puede decirse que es lo que es. El para-sí es enteramente relación, facilitando el aniquilamiento de lo real mediante la conciencia. De este modo, el para-sí, como conciencia que es, se distin-gue de los seres-en sí. Claro que la conciencia es siempre conciencia de algo, y por ello mismo, conciencia de que no es ese algo. En otra de sus obras, “El ser y la na-da”, escribe: “El ser de la conciencia…es un ser que cuestiona su propio ser. Esto significa que el ser de la conciencia no coincide consigo mismo en una adecuación plena… Desde que se quiere captar ese ser, se desliza por entre los dedos y nos encontramos ante un esbozo de dualidad”.

Para Sartre, la conciencia no es una entidad anímica, sino una intencionali-

dad que, no siendo nada en sí, tiene que habérselas con el mundo, es decir, con la facticidad de los objetos, más bien, deseando apropiarse de ellos; su efectividad es otra, es un intento imposible. “Cada realidad humana es, a la vez, proyecto directo de metamorfosear el propio para-si en en-sí-para-sí… Toda la realidad humana es una pasión, en cuanto que proyecta perderse para fundar el ser y para constituir a la vez el en-sí que es-capa a la contingencia, a un ser fundamento, al “ens causa sui” que las religiones llaman Dios. Así, la pasión del hombre es inversa a la pasión de Cristo, ya que el hombre se sacrifi-

349 Sartre, J. P.: El existencialismo es un humanismo. Barcelona 1984, 100-101.

344

ca en cuanto hombre para que nazca Dios. Pero la idea de Dios es contradictoria y nos sa-crificamos en vano; el hombre es una pasión inútil”350.

Se deduce de estas palabras que el hombre es aspiración sin el objeto al que

aspira, más bien anhelo fallido por no existir el término de dicha pretensión. Aun cuando la apetencia culminase en Dios, el derivado es nulo, es ilusión sin consis-tencia, es pasión sin objeto, por lo tanto, superflua. El hombre anhelaría alcanzar el en-sí, aunque no un en-sí craso y viscoso que le provocaría náuseas, sino un en-sí-para-sí en estado de plenitud que, en todo caso, únicamente podría ser Dios, pero Dios no existe, luego la consecuencia para él tiene su lógica: “el hombre es una pasión inútil”.

C) ETAPA MARXISTA

Aun cuando Sartre continúe sintonizando con las tesis más importantes del

existencialismo, a partir de los años 60 va ir orientando su actividad hacia la temá-tica marxista; lo cual, tampoco quiere decir que asumiera todos sus principios, y mucho menos a la hora de llevarlos a la práctica. De ahí que, tanto en sus escritos, como en su forma de manifestarse públicamente, exista una verdadera crítica a de-terminadas actuaciones. Pero, como principio, él sentía fuerte atracción por el pen-samiento de Marx, llegando a decir que “el marxismo era, no sólo una filosofía, sino el clima de sus ideas”. Sabemos también que se afilió al Partido Comunista Francés (PCF), aunque apenas fue miembro durante algunas semanas. Como activista polí-tico, fue importante su actuación contra el colonialismo francés en Argelia; incluso teniendo él mismo una ayudante doméstica argelina (Arlette Elkaïm), tuvo a bien hacerla hija adoptiva en 1965. Duramente crítico se manifestó también con la ac-tuación en la Guerra de Vietnam, tanto es así que, junto a Bertrand Russell y otras personalidades, organizaron un tribunal con el fin de exhibir los crímenes de gue-rra de los EE. UU.

Tampoco tuvo reparo en criticar determinadas actuaciones de los regímenes

comunistas totalitarios que, a su entender, abusaban o impedían al hombre vivir en libertad. Deseaba sobre todo acabar con el modelo socialista implantado por Stalin, propugnando lo que hoy entendemos como socialdemocracia; en el fondo, aborre-cía toda clase de imperialismos. Pensaba que la libertad de pensamiento no debía estar condicionada, ni por los intereses de un partido político, ni por los réditos que podían proporcionar las publicaciones. Creyéndose acreedor de ello, movilizó, junto con Pablo Picasso, a unos 200 intelectuales franceses para desafiar el intento de destrucción del estado de Israel. La intención era clara: oponerse a los sectores imperialistas de cualquier bando.

350 Ibid. El ser y la nada. Buenos Aires 1972, 747.

345

AMBIGÜEDADES DE SARTRE

Uno de los equívocos, acaso el más grave, es el haber reducido la conciencia

a la pura negatividad. Cierto que al conocer algo se tiene conciencia de no ser el objeto conocido, pero al mismo tiempo es la conciencia la que se afirma a sí misma como realidad diferente del objeto que conoce. Más aún, el sujeto cognoscente es ante todo, en su acto de conocer, efectividad consciente de la propia realidad como sujeto; rehusarlo sería negar el mismo proceso de la conciencia. De hecho, sin suje-to que conozca, sería imposible hablar de realidad conocida. No hay por lo tanto contradicción entre el ser-en-sí y el ser-para-sí, sino que uno y otro tienen su reali-dad positiva, aunque mediatizada y contingente. Por eso, la persona debe buscar una base última que fundamente a los dos. Tras la conciencia de sentirse limitado, preguntarse por su origen, su evolución y su término es, no solo racional, sino constitutivo de su propio ser. Por eso, la supuesta prueba de Sartre sobre la con-tradicción de la idea divina, basada en la contradicción entre el ser-para-sí (concien-cia), y ser-en-sí, es, por lo menos, falta de rigor metafísico.

Por otra parte, al decirnos que el hombre se elige a sí mismo, y que no es

nada hasta que se elige, contestaríamos que, por lo pronto, es “hombre” que decide lo que quiere que se haga. Contradictorio es también el aserto, “no hay naturaleza humana, porque no hay un Dios para concebirla”; pero entonces preguntaríamos: si no hay Dios, ¿cómo hablamos de naturaleza del rosal o de la encina? Aún más, decir que “no importaría nada que hubiese Dios, porque todo seguiría igual,”, es hacer más evidente el contrasentido; pues, si se demostrase con una prueba válida que Dios existe, entonces podría concebir la esencia del hombre, contraviniendo toda evi-dencia sartriana.

Punto también vidrioso es el alcance que da a la libertad. Si ésta es absoluta

y creadora de todos los valores, ¿a qué puede conducir dicho albedrío? ¿Qué al-cance pueden tener los derechos de los demás, si de algún modo, se oponen o le-sionan los propios? ¿Qué sentido puede darse a la ley y la moral? ¿Quién puede constituirse en juez de la norma y el canon? Interrogantes todos ellos nada fáciles de solventar en una filosofía como suya. Dígase lo mismo sobre sus principios marxistas. Aquí, como en Marx y Nietzsche, existe también una clara teofobia; son postulados sin verdadera argumentación: Dios no puede existir porque si Él exis-tiese coartaría mi libertad, me cosificaría y me haría ser-en-sí, dirá Sartre. Se basa, como podemos apreciar, en pretensiones, en puros deseos, pero sin dar razón de los mismos, simplemente se postulan, como el decir que “si el infierno es el otro, Dios será el infierno absoluto”; conclusión ciertamente apriorística; precisaríamos las pruebas que lo mostraran y confirmasen.

346

EL NEOPOSITIVISMO

En consonancia con las doctrinas de ámbito materialista que hemos venido

estudiando, mencionaríamos también la corriente filosófica que surgió durante el primer tercio del siglo XX, en torno al célebre “Círculo de Viena” (Wiener Kreis) y que se conoce como “neopositivismo”.

Bien es verdad que dicha orientación filosófica, más que tratar de una doc-

trina concreta o de un exclusivo punto de vista, asume una actitud: la de clarificar el conocimiento científico mediante el análisis lógico del lenguaje. De ahí que se le llame también “empirismo lógico” o, quizá más correctamente, “positivismo lógi-co”. La tradición histórica es la siguiente: bajo la denominación “positivismo” sue-len agruparse dos tendencias: una expuesta ya en el siglo XIX por Augusto Comte, quien, tras análisis concretos, trató de contemplar la realidad desde los datos que le ofrecía la observación empírica; la otra, desarrollada en el siglo XX, y cuyo inicio podría coincidir con la orientación e influencia de Ernst Mach en lo que más tarde sería el “Círculo de Viena”.

Aunque las dos pretendían un ideal científico, se reconoce una gran diferen-

cia entre ambas. Se distinguen, no sólo por los contenidos, sino también por el mé-todo. No obstante, el hecho de conservar elementos comunes, como podían ser la oposición a la metafísica o colocar en primer plano el modelo científico, contribuyó a que se considerase esta última tendencia como la de un verdadero neopositivis-mo. Pero, debido a que tales determinaciones fueron promovidas particularmente por los miembros del mencionado “Círculo”, bien estará que hagamos algunas re-ferencias al mismo.

CÍRCULO DE VIENA

Fue significativo que en 1895 se creara una cátedra de filosofía de las cien-

cias inductivas en la Universidad de Viena y que se la ofrecieran al físico Ernst Mach. Quedaba de manifiesto, entre otras cosas, el arraigo de la filosofía empirista y su apoyo al método experimental. De hecho, la proyección que guiaba al inci-piente Círculo era esta: elaborar una filosofía científica con el rigor del método po-sitivo y experimental. Se enlazaba así con la larga tradición empirista, desde Ockham y Hume, hasta Russell y, en parte, con el “Tractatus” de Wittgenstein. To-do ello teniendo la conciencia de pertenecer a una asociación distinta a la que exis-tía en Alemania, esto es, un círculo donde se abogaba por una filosofía anti-idealista al modo de la que expusieron Brentano, Marty, Meinong, Höfler, etc., y que se extendía principalmente por el antiguo reino de Austria-Hungría. En reali-dad, se trataba de un trabajo compartido que sólo comenzaría a singularizarse cuando Hahn presentó, como obra significativa y original, el Tractatus logico-

347

philosophicus de Wittgenstein, aun cuando éste siempre se mantuvo al margen del mencionado movimiento.

A tenor de las referencias que se hacen de su lectura, el impacto fue en todo

punto sorprendente; llamó en particular su atención a Carnap, Schlick, Feigl y Waismann. El primero de ellos nos dice que las sentencias del “Tractatus “eran leí-das en voz alta, examinando y discutiendo cada una de las proposiciones, aunque, consecuentes con su ideario positivista, marginaban aquellas tesis donde la sensi-bilidad metafísico-religiosa de Wittgenstein había incidido como ámbito de lo que acaece y se muestra. Más bien, reivindicaban sobre todo el principio de verificabi-lidad que acompaña a toda concepción isomórfica del lenguaje.

Acreditada dicha agrupación como innovadora en el ámbito intelectual,

pronto su influjo traspasaría las fronteras. Más aún, estudiosos de otro países ven-drán a Viena para conocer personalmente y en detalle las orientaciones del Círculo; es el caso de W. van Quine, Ernest Nagel y Charles W. Morris que llegan de Norte-américa para relacionarse particularmente con Schlick y Carnap. Sin embargo, fue la Segunda Guerra Mundial la que vino a escindir y, en cierto modo, truncar las anheladas ambiciones. Como grupo, se vio abocado a la extinción. De hecho, ya an-tes de la misma contienda bélica había sufrido la ausencia de las personalidades más representativas. En 1930 Carnap fue llamado a Praga y, posteriormente, en 1936, marcha a América, a la Universidad de Chicago; Feigl, en 1930, va también a los Estados Unidos, y Hans Hahn muere prematuramente en 1934. Pero es dos años más tarde cuando el Círculo pierde una de la personas más influyentes y que-ridas: se trataba de Schlick, quien termina sus días a manos de un antiguo discípu-lo suyo.

A partir de entonces, no solamente se va a echar de menos a quien represen-

taba el alma del Círculo, sino que con su ausencia, prácticamente desaparecía como reunión local, derivando hacia posturas más funcionales, como podía ser el análisis del lenguaje común practicado en la “escuela de Oxford”. En realidad, una direc-ción encaminada hacia estudios lógicos, metodológicos y metacientíficos dentro de la llamada “filosofía analítica”; si bien, manteniendo siempre unos presupuestos positivistas que podríamos resumir en dos de sus más importantes directrices: el estudio de la lógica y la matemática y su postura antimetafísica.

A) Interés por el estudio de la lógica y la matemática. Es en la segunda mitad del siglo XIX cuando la lógica experimenta un cam-

bio fundamental. A diferencia de la lógica clásica, ahora se usará una lógica simbó-lica, puramente formal; más que los juicios, interesan las proposiciones, es simbóli-ca. Se trata de unos signos interpretados (letras, símbolos convencionales, palabras, etc.), con una serie de reglas de formación que hacen posible las distintas expresio-

348

nes. En sí, una construcción artificial donde se lograba un rigor y una exactitud que no se veían reflejados en el anterior lenguaje de contenidos, como era en los juicios precedentes, amoldados al sujeto-cópula-predicado, haciendo valer relaciones concretas y definidas. Ahora no, la lógica y la matemática que se proponían, lejos de revelar los principios del ser, aportaban únicamente las reglas y la función que rigen nuestros pensamientos. De ahí el nuevo “empirismo lógico” o “neopositi-vismo”. El valor de verdad y falsedad reside en la definición de los conceptos de que están formados, son meras tautologías que diría Wittgenstein; la verdad sólo se alcanza mediante su forma lógica.

B) Actitud antimetafísica. El compromiso del Círculo de Viena era sumamente ambicioso: querían ha-

cer de la filosofía nada menos que una ciencia. Pero, como era lógico, esto conlle-vaba implícitamente la negación de la metafísica. Para ellos no se podía establecer significado alguno sin que previamente quedara reseñado el objeto de alguna ma-nera. Claro que este requisito no podía tomarse de un modo absoluto, debería exi-girse sólo para hablar de verdad, no para que la proposición en sí tuviera sentido. La orografía de la cara oculta de la luna no se podía mostrar, pero no por ello deja-ba de tener significado. Y es que, hablando de posibilidad, existían dos puntos de referencia: uno, que fuese verificable empíricamente; y otro, cuando la posibilidad era lógica, es decir, cuando la construcción de las proposiciones se ajustaba a las reglas que regían la formalidad de las mismas. Cabría pensar que el significado de una frase no dependía tanto de la verificación empírica, cuanto de su lógica, aun-que la actitud antimetafísica era clara: sus proposiciones no tenían valor desde el momento que, ni se las podía incluir dentro de las leyes naturales, ni entraban tampoco en las coordenadas de las leyes lógicas. Por lo tanto, eliminarlas era la so-lución más cómoda.

En consecuencia, el “ser-en-sí”, lo Absoluto, el noúmeno, lo incondicional,

Dios, tenían únicamente para ellos apariencias de proposiciones verídicas. Tampo-co poseían contenidos teóricos, eran – decían -, pseudoproposiciones; a lo sumo, re-ferían una actitud volitiva, un sentimiento vital ante los intereses humanos. En el fondo, ficciones sin referencias concretas; más bien, proposiciones metaempíricas (metafísicas), carentes de sentido351.

El derivado, como se puede apreciar, es terminante y categórico: todo lo que

no cae dentro de lo experimental, no sólo es excluyente, sino que, por no tener sen-tido, no debe ni tan siquiera tratarse, así lo demandaba su enunciado principal: “El significado de una proposición se determina por el método de su verificación”. Por lo tanto, estas filosofías no eran ateas en el sentido de que dijeran que Dios no existe, antici-

351 Wittgenstein, L.: Tractatus Logico-Philosophicus, n. 4112.

349

pan y dicen algo más grave, esto es, que Dios no tiene sentido, hablar de Él es no decir nada.

Sin embargo, por su misma radicalidad, pensamos que esta forma de asumir

principios absolutos como el de “verificación” es, por lo menos, actitud poco co-medida. En filosofía no se puede dar la espalda a un problema porque sí, y menos aún si es consustancial a la persona. Por eso, ante el alegato neopositivista: “nin-gún enunciado que no sea empíricamente controlable tiene sentido”, podríamos nosotros preguntar: ¿y cómo lo saben Uds.? ¿En qué experiencia se basan? ¿Podrían com-probar dicha declaración? En consecuencia, creemos que prohibir plantear el ám-bito metafísico y, en su línea, el problema de Dios por el hecho de no poderse veri-ficar empíricamente, es querer abrir una brecha infranqueable en el parámetro siempre abierto de la metafísica y de la filosofía.

SUPERANDO EL “PRINCIPIO DE VERIFICACIÓN”

Anclada la realidad únicamente en la constatación de los hechos, pronto se

vio - incluso por personalidades que pertenecían al mismo Círculo -, la estrechez a la que había llevado el unilateral significado empírico. Se cayó en la cuenta que era incorrecto extraer formulaciones generales a partir de enunciados particulares. Porque algunas X se comporten a la manera de las W, no quiere decir que todas las X proceden al modo de las W. Incluso el mismo Wittgenstein había hablado de lo místico como algo que daba valor a la vida aun cuando su representación fuera imposible. “Dios no se revela en el mundo” (6.432).

Sin embargo, ese valor religioso que él relaciona con la mística, se muestra a

sí mismo. ¿Dónde? En el sentimiento del mundo como totalidad limitada. Para él, “lo místico” se desvela en el sentimiento de finitud, aunque, como tal sentir, su re-presentación fuera inaplicable a la realidad objetiva. De algún modo, lo absoluto, lo inexpresable empíricamente, lo místico, llega a nosotros como procedimiento que da sentido a la vida. Para Wittgenstein la experiencia de Dios transciende el propio lenguaje; de ahí su conclusión en el Tractatus: “De lo que no se puede hablar, lo mejor es callarse”352.

En todo caso, sabido es que después de haber pasado más de una década de

inactividad filosófica, se le llama para que retorne a la docencia. En 1929 regresa a Cambridge, se doctora con el Tractatus y es nombrado profesor. Pese a todo, su pensamiento ha evolucionado; se refleja en pasajes como éste: “Desde que empecé de nuevo a ocuparme de la filosofía…me he visto obligado a reconocer graves errores de lo que escribí en aquel primer libro”353. Pero, ¿cuáles son esos graves errores del Tractatus?

352 Para una más amplia comprensión de la obra de Wittgenstein, podría servir el apartado del libro, Lenguaje,

ciencia y filosofía, de A. Enjuto Pecharromán, Págs. 86-113. 353 Wittgenstein, L.: Philosophical Investigations. Oxford, 1958, pág. 10.

350

No, por supuesto, la idea de filosofía como actividad clarificadora de los hechos, y menos aún que el lenguaje no sea el centro donde convergen los problemas filosó-ficos, sino el método que utilizó en el Tractatus. Así, en lugar de ser la lógica la que proporcionaba la estructura del lenguaje y de la realidad, van a ser ahora éstas sustituidas por otras de signo opuesto: se trata del “leguaje ordinario” que, al ser más expresivo y rico que el de la lógica, será el que ocupe el primer puesto. Se en-cuentra esta dirección, tanto en los “Cuadernos Azul y Marrón” como en las “Investi-gaciones Filosóficas” por más que se editaran póstumamente. Se trata del “segundo Wittgenstein”, donde el lenguaje tiene sentido en la medida en que está legitimado por el uso. Existen juegos de lenguaje (Sprachspiele) que son como ámbitos de la vida enmarcados en estructuras diferentes, pero que legitiman el lenguaje del de-porte, de la economía o el religioso. Se precisa sumergirse ahora en cada juego lin-güístico para captar el sentido de las palabras. El lenguaje empírico ya no es el úni-co; más bien es una forma de vida. Por eso que el lenguaje religioso tenga su pro-pio ámbito, queda garantizado por el uso. En el fondo, diríamos que Wittgenstein sufre el sin sentido de la vida. Capta que los problemas del más allá, de la muerte y de la vida estaban aún sin resolver; pero se encontraban ahí, esperando el sentido que su uso les daba, el mismo que el lenguaje ordinario proponía como valor de las más profundas apetencias humanas.

De hecho, el “principio de verificación” que tan abiertamente el neopositi-

vismo empezó respaldando, pronto desvelaría las carencias de toda unilateralidad y excesiva marginación de los problemas derivados del conjunto. Como en el ag-nosticismo moderno, se querían ocultar las ineludibles interrogantes que a todo hombre le inquietan y demandan. Pero un filósofo nunca podrá desmentir las limi-taciones de su persona como ser contingente y limitado; buscar las causas y la raíz de tal conducta no es sólo correcto, sino obligado al quedar implicadas nuestras más radicales e inherentes aspiraciones.

351

352

CIENCIA Y RELIGIÓN La ciencia y la religión son dos grandes visiones sobre el mundo. Mientras

la primera trata de comprender la naturaleza tangible y material, es decir, cómo ha llegado a ser, cómo la conocemos y qué leyes rigen su estructura; la religión trata de lo que está más allá de lo corpóreo, de aquello que se considera trascendente y, en todo caso, misterioso y espiritual. Las preguntas que hace la ciencia van dirigi-das a lo observable, y sus respuestas, atendiendo siempre a una metodología que lo pueda comprobar; en tanto que las preguntas en la religión miran al sentido del conjunto, incluido el sujeto que interroga. Pero, aún cuando parezcan ser posturas disociadas en los principios, no lo es porque en toda investigación de lo observable va implícita la pregunta sobre el fundamento que sí es propio de la filosofía y la re-ligión. No obstante, dado que las teorías científicas y su implicación en el ámbito religioso han tenido también su historia, intentaremos hacer un pequeño esbozo de los principales problemas supuestamente implicados.

EVOLUCIONISMO

Los siglos XVIII y XIX vienen caracterizados en la historia por un marcado

acento cultural. La Ilustración que se inicia en Europa va a tener una incidencia sin igual, no solamente sobre las ideas de la razón, sino también sobre la naturaleza y el concepto mismo de Dios. Como principio, se desea conocer, además de los fe-nómenos naturales y las causas de su actuación, las leyes que rigen el universo como totalidad. La ciencia así se va a convertir en la gran protagonista a la hora de interpretar los sucesos que afectan al ser humano como individuo que se interroga e investiga el origen de todo acontecer. Por eso la Ilustración, más que ser una co-rriente filosófica que establece sistemas o estructuras, es un movimiento cultural que busca un nuevo orden y un nuevo cógido de interpretación.

353

Ejemplo paradigmático de esas leyes es la de la gravitación universal que

gobierna el movimiento de los astros y la caída de los cuerpos con la consiguiente repercusión religiosa. Llevado a su extremo, no pocos veían en estas innovaciones una prueba para desistir en la fe de un Dios personal y creador. En cualquier caso, un deísmo cuyo alcance podría conjugar tan sólo con un Dios arquitecto y garante de la ética y la moral de los humanos. Incluso los nuevos hallazgos en geología y biología van a cuestionar también los relatos del libro del Génesis sobre la creación. Los días e intervalos del tiempo narrados aquí van a obligar a una nueva lectura de los textos, alejada evidentemente de una interpretación literal. El estudio sobre to-do de los estratos y los fósiles hacen deducir también una cierta historia de la Tie-rra en el tiempo. De ahí que se interrogara: ¿hasta qué punto retrasar la creación y su formación en el tiempo? Las primeras referencias que tenemos, desligadas ya de los datos bíblicos, las encontramos en la monumental obra de 44 volúmenes, His-toire naturelle (1749 -1804), de George Lecrerc Buffon, proponiendo una edad de 75.0000 años, calculando el tiempo que debió pasar desde su ebullición hasta la temperatura actual. Más tarde se amplió la cifra hasta los tres millones de años.

Gran popularidad tuvo también la teoría de Laplace, exponiendo la forma-

ción del Sol y del sistema solar a partir de una inmensa nebulosa. Consideraba que el colapso gravitatorio de la misma pudo haber dado origen a la formación del Sol, así como a la familia de planetas al condensarse los componentes materiales que orbitaban en torno a él. Lógicamente, concepciones como ésta, obligaban a propo-ner unos períodos en la historia de la Tierra mucho más prolongados de los que tan concisamente se expresaban en la Biblia.

Sintonizando en gran medida con esta idea, Charles Lyell publicó, en 1830,

la obra, Principles of Geology (Principios de Geología), considerada pionera en los estudios de geología. Llegó a concebir que los procesos que se han producido en la historia de la Tierra son los mismos que ahora se dan en la actualidad. Suponía que la formación de las rocas sedimentarias, así como su elevación, plegamiento y ero-sión, precisaban de muchos millones de años. La edad de la Tierra debió superar, según él, los cien millones de años, un tiempo que contrastaba con la opinión de algunos físicos, como la de Lord Kelvin y Hermann von Helmholtz, quienes, par-tiendo de la Tierra - como realidad originariamente en fusión -, calculaban, merced al enfriamiento, una edad entre los 20 y 80 millones de años; discrepancias que no se resolverían hasta el descubrimiento de la radiactividad, que habilita la forma-ción de la Tierra estableciendo su valor aproximado de unos 4.500 millones de años, que es lo que actualmente se acepta.

Ni que decir tiene que, partiendo de la no contradicción entre el hecho reli-

gioso y los descubrimientos científicos, se buscaron soluciones que pudieran con-jugar la ciencia con los datos bíblicos. Unos, tomando los días (en hebreo Yom”), no

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en referencia a espacios de tiempo de 24 horas, sino a períodos cíclicos que coinci-dirían con las eras geológicas. Otros, proponiendo una creación más o menos larga, acompañada de catástrofes que darían lugar a los sedimentos y los vestigios que presentaban los fósiles. De cualquier modo, lo cierto es que se fue haciendo cada vez más común que la forma en que se redactó el Génesis no pudo ser tal y como nos lo presenta la literalidad de las expresiones. Tampoco esto era nuevo, ya algu-nos de los Santos Padres había concluido que los textos de la Biblia no siempre de-ben interpretarse literalmente, sobre todo cuando se hablaba de los fenómenos de la naturaleza. S. Agustín llegó a decir que el Espíritu de Dios que hablaba por me-dio de los autores sagrados, no quiso enseñar las cosas del cielo, sino cómo ir al cie-lo354. No obstante, es a partir del siglo XVIII cuando, debido a los adelantos cientí-ficos, se ve la necesidad de un análisis crítico y más profundo de los libros revela-dos. Como principio, se asume que para que exista una acorde interpretación de-berá tenerse en cuenta, no sólo la situación cultural y el momento en que se redac-ta, sino también los intereses del autor y los géneros literarios de que se sirve.

Pero, no todo quedaba resuelto con esta tesitura. Atendiendo a las implica-

ciones que podían desprenderse del análisis bíblico, otro problema empezó a sur-gir cuando se afrontaba el estudio de la formación de las distintas especies. Tal y como se presentan los relatos, la redacción era obvia: tanto plantas como animales habían sido creados de forma independiente: “Dijo Dios: brote la tierra verdor: hier-bas de semilla y árboles frutales…, según sus especies… Produzca la tierra seres vivientes según su especie: ganados, serpientes y alimañas, según su especie” (Ge 1,24) En cuanto a la creación del hombre - por constituir un hecho singular -, lo trataremos más ade-lante.

El problema empezó a surgir cuando unos y otros se preguntaban: ¿tuvie-

ron las especies un origen independiente o hubo posibilidad que algunas dieran lugar a otras mediante cambios graduales? Durante los siglos XVIII y XIX fue abriéndose paso en no pocos círculos científicos esta última idea; diríamos más bien que hubo dos corrientes: la fijista y la transformista. Partidario de la primera fue el naturalista sueco Carl von Linneo (1707–1778), el cual sostenía que las espe-cies habían sido creadas por separado, manteniéndose fijas desde entonces. Por contra, el también naturalista Georges Louis Leclerc, se inclinaba hacia una teoría transformista, que expuso en su enorme obra científica, Historia natural, de 36 vo-lúmenes. Sintonizaba también con la transformista el botánico y biólogo Buffon, admitiendo que las especies podían variar durante las emigraciones al tener que adaptarse a un nuevo entorno.

Por su parte, Jean-Baptiste Lamarck, naturalista protegido de Buffon y con-

siderado el primer evolucionista, propuso – debido a las diferencias entre los fósi-

354 S. Agustín.: De g. ad lit. 2,9, 20; cf. También De act. c. Fel. 1, 10; De g. ad lit. 1, 19, 39.

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les y las formas biológicas de los animales actuales –, que los cambios en los seres vivos son de carácter progresivo, desde los muy simples, producidos por genera-ción espontánea, a los más grandes y complejos, aunque siempre con tendencia a crecer en complejidad. De este modo, la jirafa, al intentar conseguir las hojas cada vez más altas, hizo que fuera estirando el cuello y, como consecuencia, al ser here-dados dichos caracteres, se produciría dicho alargamiento tras múltiples genera-ciones. De algún modo, anticipó a Darwin en su idea de la evolución por más que él nunca usó este término.

CHARLES R. DARWIN (1809 – 1882)

Hijo de un médico rural, Charles Robert Darwin nació en Shrewsbury, In-

glaterra. Siguiendo la tradición familiar, inició los estudios de medicina, pero desistió de ello debido a sus mareos en las operaciones. Su padre le envía entonces al Christ’s College de Cambridge con el propósito de que obtuviese un grado en letras como primer paso para ordenarse de pastor anglicano. Pero es allí donde comienza a interesarse por las ciencias naturales. Apoyado por el geólogo Adam Sedgwick y el botánico John Henslow, los dos clérigos de la iglesia Anglicana que no veían inconveniente conjugar el estudio de la ciencia y la religión. Fue precisa-mente Henslow quien le animó para que se embarcara como naturalista en una ex-pedición cartográfica que iba a realizar el barco Beagle de la marina británica alre-dedor del mundo. El viaje, que duró casi cinco años, entre el 1831 y 1836, fue deci-sivo para su carrera, no sólo por sus numerosas observaciones geológicas, sino por haber acumulando una impresionante colección de especímenes para un posterior estudio.

Partió el Beagle de Plymouth y, tras efectuar una escala en las islas de Cabo

Verde, navegó por las costas de Brasil, fascinándole sobre todo el bosque tropical. En Punta Alta y en los barrancos de la costa de Monte Hermoso (Argentina), Dar-win encontró algo para él sorprendente: en una colina halló fósiles de enormes mamíferos extinguidos. Tras cruzar después el estrecho de Magallanes, subió por la costa de Chile. Para sus cálculos, importantísima fue la inspección durante cinco semanas en las islas Galápagos, donde encontró variedades de pinzones que, a su entender, estaban emparentados con la variedad continental y que, al mismo tiem-po, presentaban también sus diferencias según las distintas islas, así como en los caparazones de las tortugas. Tras esta corta permanencia, el Beagle surcó hacia Nueva Zelanda y el sur de Australia, para doblar después el cabo de Buena Espe-ranza y retornar por las mismas costas de Brasil a tierras inglesas. Una vez aquí, su empeño fue ordenar y sistematizar el inmenso caudal de datos geológicos, botáni-cos y zoológicos que había obtenido en el viaje; un trabajo que le ocuparía bastan-tes años de su vida; no los publicó hasta después de dos décadas de continua revi-

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sión empírica. Tras estas meticulosas observaciones, Darwin fue madurando su visión bio-

lógica del mundo, comenzando a dudar de que las especies hubieran sido creadas de forma independiente. Empezó a concebir la transmutación de las mismas en la forma que fueron adaptándose al medio. Pensaba que, tras distintas generaciones, daban lugar a otras nuevas. Era la lucha por la supervivencia, junto al predominio e influencia del ambiente, lo que determinaba para él los parecidos y las diferen-cias. Lo evidenciaban también los distintos experimentos mutacionales que hacían los ganaderos y criadores de aves en un tiempo relativamente corto. Por todo ello llegó a concluir que tenía que haber existido una “evolución” en la que las especies, mediante cambios al azar, accedían a mutaciones que, si eran ventajosas, les permi-tía sobrevivir y propagarse, mientras que si eran desfavorables, terminaban desa-pareciendo; es lo que él concibió como “selección natural”. Llegó a escribir: “como se producen más individuos que los que pueden subsistir, deberá existir una lucha por la existencia…¿Podemos dudar que los individuos que tienen alguna ventaja, debido a un cambio útil, tienen más posibilidades de subsistir y reproducirse que los otros? A esta pre-servación de las variaciones favorables y rechazo de las negativas yo le denomino “selección natural”355

Pese a todo, Darwin no se detenía aquí; opinaba que todos los seres vivos

debieron tener un origen común, cuyo ascenso progresivo evolucionaría hacia las formas y especies que hoy se pueden contemplar. Claro que, presintiendo la con-moción que estos supuestos podían ocasionar - sobre todo en ámbitos tradiciona-listas y conservadores -, empezó a comunicarlas sólo a algunos amigos, como a Jo-seph D. Hooker y a Thomas Huxley, convirtiéndose, sobre todo este último, en el gran propagandista de tales ideas.

Pero, debido a la demora de Darwin en sacar a la luz pública dichas investi-

gaciones, el confidente y científico Lyell le aconsejó que las compendiase para po-der editarlas, dado que otros podían adelantarse, como el menos experimentado naturalista Alfred Russel Wallace que había llagado a parecidas conclusiones a partir de sus experimentos como agricultor y naturalista en el archipiélago Malayo. De hecho, en 1858, el mismo Wallace envió un bosquejo de las mismas a Darwin que fue presentado ese mismo año en la Linnean Society en un trabajo conjunto de los dos científicos mediante las intervenciones de Lyell y el botánico Hooker. Claro que, si dicha exposición no tuvo el impacto que se esperaba, no ocurrió lo mismo cuando al año siguiente Darwin publicó la obra On the origin of species by Means of Natural Selection, or the Preservation of Favoured Races in the Struggle for Life”, (cono-cida como“El origen de las especies”). Ejemplo de esa conmoción fue que los 1250 ejemplares que se pusieron a la venta, se agotaron todos en un solo día.

355 Ch. Darwin.: El origen de las especies. Madrid, Debate, 1998, cap. 4.

357

Sin embargo, como era previsible, las reacciones no se dejaron esperar; junto a los seguidores incondicionales, existieron también posturas reacias a toda inno-vación. Por citar algunos de los más apasionados darwinistas nombraríamos a Huxley, Hooker y Spencer, si bien, reflejando en sus exposiciones un cierto carácter antirreligioso, descartando en todo hecho evolutivo cualquier intervención de or-den espiritual o metafísico. Pero la reacción contraria fue también muy fuerte, so-bre todo en los grupos más conservadores y apegados a la tradición. Famosa fue la polémica del obispo anglicano Samuel Wilberforce que debatió agriamente con Huxley en la biblioteca del Museo de Ciencias de la Universidad de Oxford y cuyo resultado no fue otro que la radicalización de las posturas. Bien es cierto que exis-tían también otros eclesiásticos cuyas posiciones hacían compatible la evolución con la obra divina; fue el caso del clérigo Frederick Temple, que ya en 1860 pro-nunció un sermón oficial anunciando que “el dedo de Dios está en las leyes de la natu-raleza, no en los límites actuales del conocimiento científico”. De ahí que, aun cuando en principio se advirtiera en el evolucionismo una actitud hostil hacia la religión, teó-logos, como Charles Kingsley y el católico St. George Mitvart, intentaban coordi-nar las ideas evolucionistas con los principios teológicos. La evolución para éstos era la forma en que Dios ha creado el mundo, y el paso de unas especies a otras, la manera en que ha hecho que las cosas se fueran transformando a sí mismas. Gran repercusión tuvo la postura de John H. Newman, quien, aun habiendo llegado a ser cardenal de la Iglesia católica, no veía inconveniente en aceptar la idea evoluti-va, pareciéndole más difícil sostener que las especies hubieran sido creadas inde-pendientemente; incluso las semejanzas entre los primates y el hombre nada impe-día para que se pudiesen encontrar conexiones históricas entre ellos.

De todos modos, por lo que respecta a la actitud de Darwin sobre dichas

controversias, diríamos que, en principio, él se mantuvo al margen, aunque, en su autobiografía sí encontramos algunas observaciones que puntualizan el proceso de sus sentimientos religiosos. A la hora de casarse por ejemplo con su prima Emma Wedgewood, es su padre quien se adelanta a decirle la gran religiosidad de su fa-milia, tan diferente a la mentalidad liberal en la que él se había educado. Bien es cierto que, a pesar de la influencia de la esposa, la religiosidad suya se fue enfrian-do con el tiempo; contribuyeron también a ello algunas desgracias familiares, co-mo el fallecimiento, en 1851, de su hija menor que tan sólo contaba los diez años y con la que se sentía profundamente unido. Debido a estas amargas experiencias, y por no ver claridad religiosa en las ideas evolucionistas, fue derivando hacia un particular agnosticismo. En una de sus cartas escribía: “Cualesquiera que sean mis convicciones sobre este punto, no pueden tener importancia más que para mí solo… Puedo aseguraros que mi juicio sufre a menudo fluctuaciones. En mis mayores oscilaciones no he llegado nunca al ateísmo en el verdadero sentido de la palabra, es decir, a negar la existencia de Dios. Yo pienso que, en general (y sobre todo a medida que envejezco), la descripción más exacta de mi estado de espíritu es la del agnosticismo"356. 356 Ch. Darwin.: Carta de 1879.

358

Como analista experimental, sospechaba que la vida debía haber surgido a

partir de prototipos muy simples, de formas unicelulares que, evolucionando se-gún las leyes de la naturaleza, alcanzarían las especies superiores que ahora con-templamos. Abrigaba la convicción de que la vida debió surgir en alguna charca o lodazal caliente de los trópicos, donde, tras el proceso de la selección natural, di-chos organismos irían evolucionando hasta conseguir todas las formas que pode-mos contemplar en el mundo de hoy. Y lo que es más: le parecía también razonable incluir al hombre en ese desarrollo evolutivo de las especies. Fue en otro libro, El origen del hombre, publicado en 1871, donde Darwin desarrollará esta idea. Decía: “Nos toca reconocer – así me lo parece -, que el hombre, con todas sus nobles cualidades, con las simpatías que abriga a favor de los más degradados, con la benevolencia que presta,

no sólo a los demás seres humanos, sino a las criaturas más humildes; con su intelecto divino, que ha penetrado los mo-vimientos y la constitución del sistema solar; con toda esa exaltación de facultades, el hombre acusa aun en su estruc-tura corporal el sello indeleble de su bajo origen”357. Lle-gaba a creer que el hombre podría haber surgido de seres antropoides más primitivos y no inteligentes; de ahí la frase que pronto se acuñó: “el hombre desciende del mono”, aunque la idea suya no es que proviniése-mos de los primates actuales, sino de otro grupo más primitivo del que también evolucionó el mono. Inclu-so se atrevió ir más lejos, pensando que los mismos sentimientos religiosos tenían un origen evolutivo, que, en su graduada progresión, estimularon códigos éticos y morales; hasta el mismo arrepentimiento le parecía que conjugaba con lo útil y provechoso. Fig. 67.

Así las cosas, nada tenía tampoco de extraño

que en el mismo sector científico se produjesen divergencias respecto al mecanis-mo asignado a la trasmutación de las especies. Comprendamos que Darwin no disponía de pruebas para explicar cómo se generaban las variantes hereditarias. Aún se desconocían las leyes de la herencia que el monje agustino Gregor Mendel descubrió tras hacer experimentos con guisantes en su monasterio de Brno, en la República Checa. En verdad, antes de Mendel (1822-1884), no existía ninguna teo-ría básica de la herencia que pudiese desafiar cualquier posible experimentación al respecto. Incluso el trabajo que presentó a la Sociedad para el Estudio de las Cien-cias Naturales en Brno (Brünn), publicado en las actas de la misma Sociedad al año siguiente (1886) con el título: “Investigaciones sobre híbridos vegetales”, permane-ció durante 35 años sin repercusión alguna. Fue en el 1900 cuando un grupo de es-

357 Ch. Darwin.: El origen del hombre y la selección en relación al sexo.

Fig. 67. Foto de Charles

Darwin, tomada por J.M.

Cameron en 1869.

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pecialistas logró redescubrirlo, mostrando la trascendencia de los experimentos. Lo que Mendel quería dar a entender – sin que aún se conociera la existencia de los cromosomas ni el mecanismo de los gametos o células sexuales -, es que, según sus observaciones, los caracteres están determinados por unidades hereditarias (más tarde se llamarían “genes”), que se transmiten de generación en generación. Por eso, llegados a este punto, el mecanismo de la evolución se podría definir como “la selección natural actuando sobre las variaciones heredables de una población”. Es posible que en cada generación aparezcan nuevos caracteres en ciertos individuos como consecuencia de las combinaciones y los procesos mutacionales; entonces, si estos organismos sobreviven, teniendo, a su vez, descendencia, las innovaciones genéti-cas particulares persistirán en la reserva de los genes de la población.

A este respecto, la “selección natural” es una fuerza creadora cuyos efectos

se caracterizan por difundir las novedades genéticas realizadas, más bien, de forma pacífica y en las que priva la “reproducción” más que la lucha por la supervivencia del más idóneo. Por eso, la selección natural no elimina al débil o al inepto; puede que siendo uno el más grande y poderoso de la población, sea, al mismo tiempo, impotente y estéril. Cabría decir que sólo indirectamente la condición somática, la fuerza física o la salud ayudan al éxito reproductor de los organismos. Así, lo que en tiempos de Darwin se consideró como “selección natural completa”, ahora se reconoce que sólo tiene un efecto limitado e indirecto en todo el proceso de la evo-lución. En Mendel los caracteres heredables se determinan por los genes – frag-mentos de la molécula de la herencia, el DNA, según se conoce hoy -.

Así pues, en consonancia con las leyes de Mendel, actualmente la genética

proporciona medios poderosos para entender la evolución a nivel molecular. Se piensa que todos los seres vivos actuales son descendientes de unas mismas for-mas primitivas unicelulares que vivieron en torno a los 3.500 millones de años. Después, inherentes mecanismos en las mutaciones, de transmisión mediante la herencia y su selección motivada por el mejor acomodo al medio, fueron marcan-do el camino de la evolución. Como proceso mutativo, parte lo determina el azar, afectando a algunos nucleótidos dentro de un gen, entendiendo por gen la unidad básica de la herencia. Claro que, aun cuando esa circunstancia afecte a ciertos nu-cleótidos, si lo comparamos con los 25.000 genes que aproximadamente posee hoy cada ser humano, hará que podamos vislumbrar la larga historia de la evolución.

Actualmente, las nuevas técnicas de la biología molecular proporcionan

medios para poder evidenciar que las mutaciones pueden producirse, bien por fac-tores espontáneos (azar) o por factores externos, como la misma radiación ultravioleta u otros agentes cósmicos. A esto se sumaría la lucha por la subsistencia, que, en los individuos cuyas mutaciones genéticas asumieron alguna ventaja frente al medio, sobrevivirían y se reproducirían, con detrimento de los que no las recibieron, que terminarían eclipsándose. También la selección natural, en cuanto competición por

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perpetuarse y subsistir, es derivación de las novedades genéticas. Pero volviendo a los supuestos de Darwin, es de creer que nunca pudo él

imaginar las consecuencias de sus presunciones científicas, sobre todo atendiendo al alcance que cobraron en el ámbito social, moral y religioso. De hecho, el evolu-cionismo tuvo incidencia, no sólo en la dialéctica materialista de Karl Marx y Frie-drich Engels, sino también en otras formas de gobierno al amparo de presuntos na-cionalismos. Ejemplo de esa incidencia fue la llevada a cabo por determinadas co-lectividades inglesas en la India y África, defendiendo la dominación como ley inexorable y determinista; otros, alimentando posturas en pro de razas superiores, como así lo propagaron los radicales del Nacionalsocialismo.

De otra parte, respecto a la moral y las creencias religiosas, vimos cómo los

enfrentamientos de principio entre evolucionistas y grupos conservadores fueron dando lugar a posturas más abiertas al diálogo y la comprensión entre lo religioso y lo científico. Hablamos ya de Frederick Temple y de Charles Kingsley, también del que fue cardenal John H. Newman; incluso el mismo Darwin suscribía que no era incoherente que una persona pudiera ser convencido teísta y seguidor del evo-lucionismo, poniendo como ejemplo a Kingsley. Tanto es así, que esta apertura ha-cia la investigación va a incidir hasta en la misma jerarquía católica, donde los mismos papas se van a hacer eco de los posibles malentendidos. Ya en 1893, León XIII, en la encíclica, Providentissimus Deus, expone - aún dentro de una posición conservadora -, un modo correcto de interpretar las sagradas Escrituras. Haciendo referencia a las descripciones de los fenómenos naturales, asume que no deben en-contrarse en ellos enseñanzas de tipo científico. Citando a S. Agustín, escribe: “Los escritores sagrados… no quisieron enseñar a los hombres esas cosas, es decir, la constitu-ción de las cosas sensibles, comoquiera que para nada habían de aprovechar a su salva-ción”358. Referencias posteriores, como la expuesta por la Comisión Bíblica en el año 1909, se mostraban todavía más precisas diciendo que el texto del Génesis no trata de enseñar en la forma que lo hace un científico, sino más bien de aludir a noticias populares y acomodadas a los sentidos, tal como era el uso y el lenguaje del tiem-po en que se escribió. También, asumiendo este proceso orientador, Pablo VI, en 1966, comentó que una evolución teísticamente entendida es perfectamente asumi-ble en la fe católica. Incluso se acentúa esta dirección con las palabras de Juan Pa-blo II cuando, en un discurso ante la Academia Pontificia de las Ciencias, llegó a decir que la teoría de la evolución tiene un mayor estatus de certidumbre científica359.

Más reciente fue el debate que protagonizaron en febrero del 2012 el agnós-

tico Richard Dawkins frente al arzobispo de Canterbury, Rowan Williams, en el teatro Sheldonian de la Universidad de Oxford, todo como si se tratara de reme-

358 H. Denzinger y P. Hünermann.: El Magisterio de la Iglesia. Herder, Barcelona, 1999, págs. 2.890 – 2896. 359 Juan Pablo II.: Discurso a la Academia Pontificia de las Ciencias (24 de octubre de 1996): Acta Apostoli-

cae Sedis, 89 (1997) págs. 186-190.

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morar la polémica donde en 1860 protagonizaron el naturalista Thomas Henry Huxley y el obispo anglicano Samuel Wilberforce, también en Oxford, sobre lo que entonces se popularizó como “teoría del mono”. El tema ahora era más deferente y comedido: “La naturaleza de los seres humanos y la cuestión última de nuestro origen”. Lo presidía, como moderador, el filósofo Anthony Kenny.

Ante la pretensión de ridiculizar los datos bíblicos por parte del biólogo

evolutivo Dawkins, el arzobispo respondió que los redactores de la Biblia no sa-bían nada de la física del siglo XXI, se limitaron sencillamente a trasmitir los men-sajes fundamentales que Dios quería que trasmitieran, no pueden por lo tanto bus-carse explicaciones científicamente válidas en sus textos. De otra parte, Dawkins, ante la incredulidad de un diseño divino, fue contestado mediante el hecho feha-ciente de la individualidad y la conciencia humana: “Si la conciencia es una ilusión, ¿qué no es una ilusión?”. Por eso, ante la pregunta de Dawkins: “Cree que Dios ha te-nido algún papel en el proceso evolutivo?, William le respondió: “Para mí, Dios es el po-der o la inteligencia que da forma a todo el proceso”. “Charles Darwin no nos ayuda a ex-plicar y a comprender la conciencia humana”.

ORIGEN DE LA VIDA

Aun estando en un planeta lleno de vida, el estudio sobre los seres vivientes

es complejo; tanto es así que se ha convertido, ya desde hace bastantes décadas, en uno de los grandes retos que tiene el científico. De hecho, los ensayos por recons-truir la génesis de la vida en la Tierra asocian, tanto a la fascinación, como al riesgo de perderse en la aventura. Esto sucede porque no existen fósiles de los primeros seres con manifestaciones de vida.

No obstante, ante el objetivo de reconstruir el presumible evento, se han

empleado diferentes enfoques basados, tanto en los componentes de los microor-ganismo que nos aporta la geología y la biología, como en los ensayos del laborato-rio. Claro que, aun siendo importantes las observaciones que intentan describir las condiciones fisicoquímicas en las cuales pudo emerger la vida, no se ha conseguido todavía un cuadro razonablemente completo acerca de cómo pudo ser este origen. De hecho, es la observación la que ha inducido a las distintas interpretaciones. Pe-ro, no estando al mismo nivel las pruebas científicas cuando se realizó el examen, es lógico que los distintos estudios tengan también su historia.

La concepción de los escritores clásicos, que actualmente se conoce como

“generación espontánea”, sostenía que los organismos vivos complejos se genera-ban por la descomposición de sustancias orgánicas. Atendiendo a la simple obser-vación, indicaban que surgían gusanos del fango, moscas de la carne podrida y pa-

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rásitos de los lugares húmedos. Aristóteles, que defendía esta tesis, llegaba a decir que los pulgones surgían del rocío que caía de las plantas y los ratones del heno podrido. Debido precisamente a su autoridad filosófica, hizo que esta tesis fuera incluso admitida por pensadores como Descartes, Bacon o Newton. Fue en la dé-cada de 1860 cuando el químico francés Louis Pasteur, llevando a cabo una serie de experimentos, probó que los microbios se originaban de otros microorganismos. Hongos y bacterias dejaban de aparecer en medios estériles, por lo que la teoría de la generación espontánea quedó excluida del pensamiento científico.

Ahora bien, debido a que la evolución sugería que todas las plantas y ani-

males debieron provenir de formas cada vez más simples, fue haciéndose cada vez más inquietante la hipótesis de que la vida podía haberse generado por la concu-rrencia de combinaciones en aguas someras calientes de sales fosfóricas, junto con la luz, el calor y otros fluidos, como así se lo comunicaba Darwin en una carta a Joseph Dalton Hooker. Se pensaba que, merced a esos combinados se formarían proteínas cuyas estructuras y cambios posteriores darían lugar a los primeros or-ganismos vivos. Aunque, a nivel científico, lo inicia el químico orgánico ruso Ale-xander Oparin en la década de los años 1920-1930, entendiendo que en la atmósfe-ra primitiva se hallaban ya los elementos necesarios para la vida, como metano, amoniaco, dióxido de carbono y agua. Con estos elementos, junto con el calor y las descargas eléctricas, se habrían producido reacciones químicas que conducirían a la formación de aminoácidos. La unión de estos aminoácidos daría lugar, con el tiempo, a la formación de péptidos y, en cadenas muy largas, a las proteínas. Pos-teriores procesos de estos componentes conducirán a lo que Oparin llamó “proto-biontes”, es decir, elementos previos a la vida.

Pero, a este proceso que todavía se proponía como especulativo, le dará una

base experimental Stanley Miller en 1953, simulando una atmósfera originaria. En efecto, habiendo preguntado a su profesor Harold Urey – un planetólogo y Premio Nóbel en 1934 -, sobre los componentes de la atmósfera primitiva, éste le dijo que, según sus estudios, la Tierra estaba rodeada de un ambiente que contenía amonia-co, metano, hidrógeno y vapor de agua. En atención a ello, el joven Miller ideó un aparato en el que introdujo dichos elementos, le aplicó corrientes eléctricas simu-lando los relámpagos y, ¿qué sucedió?: ocurrió que se produjo una condensación con las sustancias que se iban formando. Al analizarlas después de unos días, pudo comprobar que se trataba de una mezcla de aminoácidos y ácido succínico, es de-cir, de moléculas que se encuentran en los seres vivos. En sí, era el soporte experi-mental de las teorías esbozadas por Oparin, quien hablaba ya de una “”primordial soup” (sopa prebiótica). El impacto fue ciertamente grande, tanto es así que nume-rosos periódicos pronosticaban que no se tardaría en fabricar seres vivos en el la-boratorio. Sin embargo, el optimismo de aquella década de los años 50, dio paso a una visión más moderada y realista. Hoy se sabe que la atmósfera primitiva no era tan reductora como en un principio se creyó, incluso tenía que haber más oxígeno

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y menos hidrógeno que en la atmósfera supuesta por Miller. Es de suponer que la naciente Tierra surcaría un espacio interplanetario atestado de cometas y asteroi-des rocosos, un planeta sacudido por descomunales erupciones volcánicas. El in-menso bombardeo se produjo principalmente entre los 4.500 y 3.800 millones de años, pudiendo haber aparecido y desaparecido la vida varias veces. Pero, ¿de dónde vino y cómo se produjo? ¿Acaso de cuerpos extraterrestres? En 1969 se pu-do analizar casi de inmediato un meteorito que cayó en Murchison (Australia), presentando un gran número de aminoácidos y componentes del ARN y del ADN.

Actualmente no son pocos los que creen que hubo una forma de vida ante-

rior a la actual basada en el ácido ribonucleico (ARN), es decir, un “mundo” en el que había moléculas de (ARN) capaces de replicarse, dando origen a una verdade-ra evolución; un continuo progreso que dio paso al mecanismo que fabricara pro-teínas; deduciéndose que, entre el mundo abiótico y el mundo del (ARN) existió una larga sucesión de acontecimientos químicos que, por definición, se produjeron sin la información codificada y transmitida por el (ARN).

En un esfuerzo por presentar ese camino que da paso de la no vida a la vida,

el investigador norteamericano Jack Szostak, de la Universidad de Harvard, apues-ta también en sus investigaciones en pro de una vida primitiva basada en el (ARN). Llega a creer que en la evolución de la Tierra hubo un período en el que la información biológica y las capacidades catalíticas (formas de acelerar las reaccio-nes químicas), residían en las moléculas de ácido ribonucleico. Supone, al mismo tiempo, que dichas moléculas tenían una estructura muy sencilla, pero con un gran potencial catalítico para efectuar reacciones químicas y reproducirse. Szostak habla de unas moléculas de (ARN) llamadas “Tetrahymena” y “Sun Y” con una capaci-dad catalítica mayor que la de otras moléculas; son “robozimas”, y fueron descu-biertas en 1981 por los bioquímicos Thomas Cech y Sidney Alman, lo que les valió el Premio Nobel de Medicina. En realidad, dieron a conocer que un tipo de (ARN) funcionaba como una enzima, provocando su propia réplica. Hasta entonces esto sólo era posible con la colaboración del (ADN), el almacén de la información gené-tica.

De hecho, las moléculas de ácido desoxirribunucleico (ADN) son las porta-

doras de los códigos que, con la ayuda del (ARN) y otros factores celulares, se tra-ducen en proteínas. Lo que ocurre es que algunas de esas proteínas, las enzimas, son absolutamente imprescindibles para que se pueda realizar dicha traducción. El (ADN) por sí mismo no puede traducirse, pero las enzimas tampoco existen sin el (ADN), lo que hace inevitable la presencia de ambas formaciones.

Pero, como los dos tipos de moléculas son extremadamente complejas, no es

posible atribuir el origen de la vida a la aparición espontánea de un sistema tan complicado; si bien, el descubrimiento de las “ribozimas” lo ven con ojos esperan-

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zadores la mayoría de los expertos, aunque matizando, como así lo hizo el español Joan Oró, profesor de la Universidad de Houston, diciendo que el descubrimiento no es que fuese el eslabón entre la vida y la no vida, sino que se trataba de un paso adelante hacia la vida molecular; más aún, es al propio Joan Oró a quien se debe una de las primeras hipótesis al decir que, tanto el agua como los compuestos ne-cesarios para la vida, pudieron haber sido traídos a la Tierra por alguno o algunos de los numerosos cometas que chocaron con ella. Y si es verdad que dicha opinión la desmienten otros científicos, no es menos cierto que va teniendo cada vez más aceptación, sobre todo a partir de los estudios efectuados por ciertas misiones al paso del cometa Halley por las proximidades de la Tierra en 1986. Así, cuando las sondas “Giotto” y “Vega” se acercaron al cometa, los científicos pudieron detectar en su brillante núcleo compuestos tan importantes como ácido cianhídrico, formol y polímeros de estos compuestos; lo que hace pensar que un tercio de toda su masa es orgánica; y si, como sostienen otros, la mitad de la masa de los cometas está constituida por agua helada, se comprenderá la fuerza de la hipótesis en defensa de que alguno o algunos de los cometas tuvieron que ver en el actual estado de co-sas de nuestros mares. Es muy reciente una teoría donde se manifiesta que bom-bardeos de asteroides con agua helada y compuestos orgánicos sobre la Tierra fue-ron los que dieron lugar a nuestras aguas marinas, implicando lógicamente al ori-gen de la vida.

De todo modos, y aparte de la hipótesis que arranca de Miller (una reacción

química en la atmósfera), y la que supone que haya venido del espacio - incluyen-do la teoría de la Panspermia, que sugiere que las “semillas” o esencia de la vida prevalecen diseminadas por todo el Universo -, existen otras dos teorías que han cobrado particular incidencia en la comunidad científica.

Se inicia la primera al descubrirse formas primitivas en las profundidades

de los océanos. Ante lo cual, se acrecentó la hipótesis del “mundo caliente”, es de-cir, que surgiría la vida en esa área que se encuentra próxima a los volcanes sub-marinos. Se pensó que esas fuentes hidrotérmicas, situadas generalmente junto a fallas submarinas, reúnen ya las condiciones necesarias para la química prebiótica: nitrógeno, carbono y sólidos en solución; al menos así lo acreditaba un tipo de bac-terias que los microbiólogos bautizaron con el nombre genérico de “arqueobacte-rias”, preparadas para soportar una presión de 300 atmósferas y temperaturas de hasta 300 grados centígrados. Se sumaba también el hecho de que se encontrasen colonias de seres vivos poco comunes, como gusanos tubulares fijados al fondo marino, extraños cangrejos, etc., todo un mundo independiente de la energía solar y de la fotosíntesis. Claro que aún quedaba por contestar la pregunta: ¿se originó la vida en las cercanías de las fuentes hidrotérmicas o, por el contrario, llegó hasta allí huyendo de las amenazas cósmicas?

365

La otra hipótesis se atribuye al profesor Graham Cairns-Smith, químico en la Universidad de Glasgow, para quien, antes de que apareciesen las primeras formas de vida, pudo haber existido un mundo de “organismos de barro”. Así, por ser las arcillas los minerales más frecuentes de la corteza terrestre, y poseer, gracias a su misma imperfección, la propiedad de replicarse, pudieron catalizar reacciones químicas, almacenar información y duplicarse por crecimiento cristalino (semejan-te a la replicación orgánica). En algún momento, estos sistemas sencillos pudieron también alcanzar la capacidad de reducir el dióxido de carbono atmosférico por fo-tosíntesis, tal y como lo hacen hoy las plantas. De ese modo, las moléculas así for-madas, servirían de ayuda al metabolismo de las arcillas, reemplazando de forma paulatina a todos sus componentes inorgánicos y comenzar, de esa forma, la vida en la Tierra.

Pero, como podemos apreciar, aun teniendo su lógica los argumentos, no

dejan de ser más que meras elucubraciones. Es probable, como dicen algunos cien-tíficos, que nunca podamos asegurar categóricamente que los hechos ocurrieron de una determinada manera; lo cual no quita tampoco para que las investigaciones nos hagan suponer, como ya subrayó Ricard Guerrero, profesor de la Universidad de Barcelona, que la vida es algo que comenzó no mucho después de la formación de la Tierra. Podrían avalarlo, al menos, los yacimientos más antiguos que se cono-cen: el de “Isua” (Groenlandia), con una antigüedad de 3.900 millones de años – y donde ya parecen apreciarse indicios de posible agua y de formas orgánicas míni-mas -, no así de restos celulares; y el de Australia del Oeste, de 3.450 millones de años, cubierto ya de múltiples microfósiles de células muy parecidas a las ciano-bacterias actuales; aunque, en razón de sus formas bastante evolucionadas, se pue-de pensar que las precederían otras más simples, aunque, de momento, nada se sepa de ellas.

De todos modos, teniendo en cuenta la línea seguida en la evolución, cuya

pauta ha sido la del incremento de la “complejidad” en los sistemas que se han ido formando a partir de los elementos más simples, nos podríamos preguntar: ¿Es és-te el único camino posible?, o lo que es lo mismo, ¿se trataría de un proceso inevi-tablemente determinista? En el ámbito de la ciencia es cierto que la evolución ha seguido una trayectoria determinada, pero no es que haya una ley física que obli-gue a seguirla. De hecho, tanto en los procesos cósmicos como en los biológicos in-tervienen factores que son también fruto del azar, como la condensación de un modo u otro de la materia o que caigan determinados meteoritos, etc., incluso la aparición de la vida depende de unas condiciones iniciales que pueden darse o no; tampoco predicen el curso concreto que van a alcanzar. Sí indicar que la línea se-guida en cualquier evolución es la de una mayor complejidad, lo que supone un grado mayor de orden y disposición en los cambios adquiridos. Por eso, aun cuan-do la ciencia se atiene a lo que ocurrió y a formular posibles mecanismos del modo en que sucedieron los hechos, no parece que se pueda hablar de una específica di-

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rección ni de una concreta finalidad en los cambios. Si bien, ateniéndonos al testi-monio que nos aporta la investigación científica, sí puede conjeturarse la existencia al menos de una dirección en el proceso de la complejidad. Se trataría de ver “a posteriori” la resolución alcanzada tras los agentes cosmológicos, químicos y bio-lógicos que condujeron a la aparición de la vida.

Ahora bien, atendiendo al tema que venimos tratando, nos podemos pre-

guntar: ¿son los seres vivos obra de un Ser trascendente? Desde el ámbito religioso, la idea general es que su creación tradicionalmente se concebía como si se tratara de un hecho voluntario y en un determinado momento, o si se quiere, en un perío-do de tiempo con actos discontinuos de Dios que iban dando vida a las distintas especies, tal y como se relatan, por ejemplo, en el Génesis. Aunque, como ya adver-timos habando de la evolución, los términos en los que se describe fueron siempre en sintonía con las cosmovisiones del entorno en las que se hallaba el autor. Detrás del relato estaba el mensaje religioso, cuyo alcance se cifraba en exponer que todo había sido creado por Dios, que era bueno y que dependía de Él. Bien es verdad que el modo en el que se fue realizando su obra lo ha ido descubriendo la inteli-gencia del hombre, ¿de qué manera?: configurándolo en el día de hoy mediante el camino de la evolución, tanto cósmica como biológica; en palabras de Piet Schoo-nenberg: una cosmovisión evolutiva donde se hace presente la acción divina, acto creador de Dios que, estando fuera del tiempo, incluye toda la evolución que sí tie-ne lugar en el tiempo. En su profunda prodigalidad, no es un intervenir en un de-terminado instante y dejar después al cosmos libre para que evolucionara según el propio dinamismo, sino que es continuo y simultáneo en todos sus procesos. El teólogo Karl Schmitz-Moorman consideraba que la creación del universo se efec-tuaría por una evocación divina a emerger de la nada en un camino hacia Él; solici-tud que, aun sin originar seres complejos y dinámicos, sí crearía las estructuras y los agentes más simples para que se diera la evolución360.

A este respecto, algunas deducciones que llevó a cabo el jesuita francés Tei-

lhard de Chardin son por lo menos sorprendentes en cuanto a los problemas deri-vados de su concepción científico-religiosa; tanto es así que durante su vida no pu-do ver publicadas sus obras no científicas por causa de la prohibición de las auto-ridades eclesiásticas. Hoy, no obstante, gran número de teólogos no pueden dejar de admirar su enorme inquietud por ofrecer una visión cristiana de la evolución. Tal es así, que el mismo Pablo VI, en un discurso sobre la relación entre fe y cien-cia, citara a Teilhard como un científico que, en su interpretación del cosmos, mani-fiesta “la presencia de Dios en el universo como principio inteligente y Creador”361. Tam-bién Benedicto XVI, en sus Principios de Teología Católica, reconoció que el docu-mento Gaudium et Spes del Concilio Vaticano II fue de algún modo remozado por el

360 Karl Schmitz-Mormann.: Teología de la creación de un mundo en evolución. Verbo Divino, Estella, 2005,

pags. 213-219. 361 Pablo VI.: Cursos IV, 1966, Págs. 992-993

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pensamiento de Teilhard. Dijo de él que tuvo una gran visión al auspiciar una ver-dadera liturgia cósmica donde el universo quedaría convertido en una auténtica hostia viviente362.

Para explicar este proceso, Teilhard sugiere que, tras la presencia exterior de las cosas, hay también una “interior” en cada ser. Aún más, considera que parale-lamente al exterior e interior de las cosas hay también una doble energía: la física, que él la llama “energía tangencial”, y otra energía asociada al interior que deno-mina “energía radial”. La primera – relacionada con la interacción de los elementos en un mismo nivel -, pertenece al campo de la física; mientras que la “radial” – im-pulsora de los niveles superiores -, es la que va alcanzando mayor complejidad, es decir, la que da lugar a la vida, la conciencia y, en su más alta aspiración, las exi-gencias del espíritu. Por consiguiente, en el pensamiento de Teilhard, la vida, la conciencia y el nivel espiritual están ya de forma embrionaria en la materia inerte.

Sin embargo, no todo ha concluido con la aparición de la conciencia en el

hombre. Para Teilhard el ser humano se encuentra en proyección de futuro. La evolución continúa; por lo tanto, la humanidad (noosfera), va, en su continuo avance, a cotas superiores; en su opinión, va colectivizándose, aunque con replie-gues sobre sí misma, para converger en lo que él denomina “superconciencia”. Cree por ello que las personas van buscando una mayor unidad, no sólo en la cul-tura y la economía, sino también en el ámbito del espíritu. En los convenios inter-nacionales, en las decisiones a nivel mundial, él ve ya indicios de este incipiente proceso hacia cotas superiores; cree que la evolución en sí tiene un sentido conver-gente. Todo está proyectado en esta dirección, de lo contrario el primer puesto lo ocuparía el contravalor y el sinsentido, lo que, a su entender, contradice el hecho mismo de la evolución. Pero, por ser tendencia ineludible, la convergencia deberá elevarse a lo “superconsciente” y “superpersonal”. Es lo que califica de “Punto Omega”, esto es, una conjunción donde todas las conciencias, y con ellas, todo el universo, hallarán su consumación.

Pero, ¿cuál es el móvil para que todo esto se produzca? No otro que el im-

pulso y la fuerza que late dentro del interior del mismo ser; en palabras suyas: el impulso de la “energía radial”. Claro que, si insólito es este supuesto, lo es más si cabe cuando nos dice que la mencionada energía adopta en la conciencia humana la forma del “amor” que tiende y busca plenitud; lo presenta como una “interna y mutua correlación”, como el dinamismo convergente de toda la humanidad. Más aún, en el análisis que hace de las características del “Punto Omega”, descubre que, para poder cumplir su cometido de ser centro universal de unificación, deberá ser “preexistente” a todo elemento y “trascendente” en el ámbito del ser; lo que correspondería con la tradicional idea de Dios, es decir, con el alcance que da todo

362 Benedicto XVI.: Homilía durante la celebración de vísperas en la catedral de Aosta. 24 de junio de 2009

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espíritu religioso cuando se refiere a la Divinidad como omnipotencia creadora y que él también lo entiende como consumadora de toda la creación. Llega a decir que la humanidad se ve avocada a un punto de convergencia en que todo se une, se agrupa, se consolida y se anima. De ahí que no tenga reparo en asignar a dicho “Punto Omega” los caracteres de autonomía, actualidad y trascendencia. En defini-tiva: lo que puede entenderse por la palabra Dios363

ORIGEN DEL UNIVERSO (LA CREACIÓN)

Desde la más remota antigüedad, al hombre le ha gustado conocer, no solo los objetos de su entorno, sino también su naturaleza y las causas que motivaron la presencia de los mismos. Prosiguiendo en esa búsqueda, su inquietud fue más allá: se preguntó por los fenómenos naturales, por el porqué de los cambios, por la sali-da y la puesta del sol, por la sucesión de las estaciones, por el origen del universo. Surgieron así las distintas cosmogonías de los pueblos primitivos que en sucesivas observaciones fueron derivando a determinadas cosmologías que, en su conjunto, podríamos dividir bajo su aspecto mágico, mítico, geométrico, teológico, mecani-cista y evolutivo. Las más antiguas concepciones pueden ser atribuidas ya al hombre prehis-tórico, cuyas simbologías podrían ser cotejadas con las de los pueblos primitivos actuales; pues, tanto entonces como ahora las configuraciones cósmicas, como las del sol o la luna, así como la observación y presencia de las montañas, los ríos y los animales, hicieron pensar en peculiares atribuciones mágicas con una más que probable influencia sobre las propias vidas; de ahí que la primera visión del uni-verso, en cuanto contenido y fuerza que lo impulsaba, fue siempre para el hombre algo mágico y pleno de poderes ocultos. De igual modo, por presentarse tantas ve-ces la naturaleza como amenazadora mediante truenos, relámpagos y otros fenó-menos naturales, era también lógico que se buscasen los medios para defenderse por medio de prácticas y ritos mágicos. Claro que, al hacerse el hombre sedentario y cultivar la tierra, los cambios ideológicos que se van a producir serán en todo punto trascendentales, al menos por lo que se refiere a las consecuencias: se construyen poblados, se intercambian conocimientos y, sobre todo, se fijan en caracteres escritos lo que antes eran única-mente mensajes hablados. Tal fue esta última invención - en torno a los 4000-3500 a. C.-, que una de las grandes divisiones de la vida del hombre en la tierra es la que le contempla en un antes y en un después de la escritura. En verdad, la consisten-cia que tuvo el léxico al quedar fijado en modelos figurativos superó a las más

363 Teilhard de Chardin.: Le phénomène humain, págs. 288,300,311.

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grandes construcciones antiguas. Incidirá también en una nueva visión del univer-so; pues, debido precisamente a esas primeras estructuras sociales, se van a ir ela-borando una serie de narraciones mitológicas que alcanzarán al origen y forma-ción, no sólo de las plantas, los animales y el hombre, sino a cualquier fenómeno de la naturaleza. De hecho, la mitología está presente en todas las grandes culturas de la antigüedad (Sumer, Egipto, India y China). A diferencia de la concepción mágica, donde la naturaleza estaba animada por fuerzas insondables y ocultas, ahora la narración mítica separa lo profano y lo sagrado; las actuaciones naturales, de la acción propiamente de los dioses; diría-mos que lo oculto de antes se personifica ahora en el “dios sol” o la “madre tierra”. Pero, al mismo tiempo, debido también a las exigencias de las nuevas sociedades, como la regulación de las fiestas, los trabajos y los cultos religiosos, hizo que sur-giera una peculiar “astronomía” que, junto a las descripciones mitológicas, antici-paron los calendarios que reglamentarían toda la actividad ciudadana. Por eso, aun cuando las mitologías relataban que los dioses eran los que gobernaban los movimientos de los astros, no impedía para que los astrónomos egipcios y babiló-nicos estudiasen los movimientos del sol, de la luna y de las estrellas. Merced a lo cual, creyendo que los astros, según su posición, tenían una especial influencia so-bre la vida del hombre, dio también lugar a una nuevo tipo de adivinación y de magia: la “astrología” que, de una u otra forma, todavía tiene sus incondicionales en el día de hoy. Ahora bien, tras estas elucubraciones, había una presunta intención: buscar un modelo cosmológico donde el lugar de los astros y la tierra hallaran su natural explicación. Tras las confrontaciones, se fue adoptando un patrón que consideraba la tierra prácticamente llana, rodeada por el agua del mar y con la bóveda del cielo en semicírculo donde estaban colocados los astros. Se suponía a su vez un mundo subterráneo donde el sol hacía su recorrido desde el oeste, saliendo en la mañana por el este. Modelo que encontramos también en la Biblia.

En torno al siglo VI a. C., nace la filosofía, y con ella el pensamiento racional

con la impronta de hacerlo extensivo a toda posible especulación. En referencia al universo se abandonarán los relatos míticos para dar paso a concepciones racio-nales donde la matemática y la geometría tuviesen que ver en la distribución y movimientos siderales. En sí, toda una nueva concepción donde se podrían prede-cir los recorridos de los astros. En torno al 600 a. C. Tales de Mileto estableció que la Tierra era un enorme cilindro flotando en un inmenso mar. Pitágoras, (hacia el 550 a. C.), con su teoría de los números que tenían figura cuántica y geométrica, dedujo que la Tierra y todo el universo se desplazaban en círculos perfectos, y que su forma era también esférica; aunque es Eudoxo de Cnido, discípulo de Platón, el que primero expuso un universo esférico de dimensiones finitas cuyo centro lo ocupaba la Tierra; el sol y el resto de los planetas eran formas esféricas que ejecu-

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taban movimientos circulares alrededor de ella, su límite exterior lo ocupaban las estrellas fijas. También Aristóteles aseguraba que la Tierra era el centro del univer-so, donde el sol, la luna, los planetas y las estrellas se movían en órbitas circulares con velocidad uniforme a su alrededor; aunque, a diferencia del mundo terrestre, formado por la mezcla de los cuatro elementos (tierra, agua, aire y fuego), el mun-do celeste lo componía un material cristalino e inmutable (el éter).

Pero, curiosamente fue Aristarco, en el siglo III a. C. quien propuso por primera vez la teoría heliocéntrica, donde los planetas, incluyendo la Tierra, eran los que giraban alrededor del sol. Sin embargo, por la aparente incongruencia, era lógico que fuera rotundamente rechazada dicha idea. Así las cosas, y dada la gran variedad de propuestas, Ptolomeo va a recopilar, ya en el siglo II d. C. toda la tra-dición astronómica en trece tomos, traducidos primero al árabe (al-Majisti), des-pués al latín en la Europa Medieval, se conocería con el nombre de Almagesto, vi-gente hasta el siglo XVI.

Conviene recordar también que, dada la incidencia que tuvieron Platón y

Aristóteles en el pensamiento medieval, los autores cristianos - en consonancia con la literalidad de la Biblia -, asumieron la mayoría de los principios de la teoría geo-céntrica. Fue a partir de la publicación de la obra de Copérnico, en 1543, y las in-novaciones de Brahe, Kepler, Galileo y Newton, como ya expusimos, cuando, por razones obvias, se fue poniendo fin a esa imagen medieval del cosmos para ir acep-tando, aunque con no pocas rémoras, el nuevo modelo cosmológico heliocéntrico. Con todo, todavía quedaba una pregunta sin resolver: ¿De donde surgía la mate-ria? Porque, aun cuando Newton fue capaz de dar explicación a cómo se movían los planetas en sus órbitas, llegó igualmente a decir que saber el porqué seguían esas órbitas y no otras posibles era algo que no pertenecía a la ciencia, sino a una decisión de Dios. Sin embargo esa conclusión no convencía a todos. Por eso, aun aceptando las leyes de su mecánica rigiendo las interacciones del universo, deduje-ron algunos un mundo “mecanicista” que prácticamente borraba el pensamiento teológico tradicional.

En esta línea, es a Laplace a quien se atribuye el primer sistema cosmogóni-

co. En la Exposition du Système du monde expuso su famosa teoría nebular, donde, partiendo de algunas ideas de Emmanuel Kant, que también hacía depender de la gravedad la agrupación de estrellas en la Vía Láctea y del sol en nuestro sistema planetario, llegó a sostener que nuestro sistema solar derivaba de una nebulosa con movimiento de rotación alrededor de un eje fijo en unas altísimas temperaturas. La concentración se debía a la progresiva pérdida de calor, pero también aumentaría su propia velocidad hasta formar anillos periféricos, los cuales, al ir concentrándo-se, se romperían formando los planetas. A su entender, el sol representaría el nú-cleo de la nebulosa original. En cualquier caso, tanto para Kant como para Laplace, el universo no siempre tuvo el mismo cariz ni la misma forma en la que hoy puede

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contemplarse; claro que, aun pareciendo un modelo excesivamente simple y poco satisfactorio, ofrecía no obstante un esquema para sustituir el dedo de Dios por las leyes de la dinámica.

Sin embargo, fue en el siglo XX cuando más se modificó la imagen del uni-

verso; dos fueron las causas principales: los nuevos desarrollos teóricos, basados en la teoría general de la relatividad, y las nuevas observaciones astronómicas. En efecto, en 1917, Albert Einstein aplicó por primera vez las ecuaciones de la relativi-dad general al universo en su conjunto. Para él, la gravedad no era ya una fuerza o acción a distancia, como sucedía en la gravedad newtoniana, sino una consecuen-cia de la curvatura del espacio-tiempo. Consideraba que el tiempo absoluto no existe, puesto que la duración de un suceso dependía de la velocidad del sistema en el que se realiza. En sí, el espacio y el tiempo constituyen una misma realidad que denominó espacio-tiempo. En virtud de esta perspectiva, el universo a gran escala es de densidad uniforme e isótropo; esto es, que sus características son las mismas en todas las direcciones, con una masa finita y teniendo el espacio una curvatura positiva; de ahí que, a esa escala, el universo tenga el mismo aspecto cuando se le mira desde cualquier punto de observación dentro de él, es lo que se conoce como “principio cosmológico”.

En realidad, Einstein se resistía a abandonar la visión clásica del universo

estático. Por eso introduce la “constante cosmológica” donde el cosmos es un uni-verso “finito pero ilimitado”; lo explica diciendo que la gravedad es tan intensa que el espacio se curva como una esfera, pero a la vez es ilimitada, algo así como la superficie de la Tierra, que es finita, pero se puede ir avanzando siempre; lo mismo sucedería en el universo. De hecho, Einstein, aun cuando descubría un universo que cambiaba; por motivos no científicos, prefería que éste fuese inalterable en su conjunto; era su “constante cosmológica”. Por eso, más tarde, cuando se generalizó la teoría del universo en expansión, no tuvo inconveniente en afirmar que ese ha-bía sido el error más grave de su trayectoria científica; un reconocimiento que, además de honrar la honestidad de su persona, nada quitaba para que la mayor parte de los modelos del universo tuvieran como base las ecuaciones de su “relati-vidad general”. Dan prueba de ello las investigaciones del joven matemático ruso Alexander Friedmann, quien, tras resolver las ecuaciones de la “relatividad gene-ral”, llegó a deducir un universo en expansión o en contracción. También el sacer-dote y profesor de astronomía belga, Georges Lemaître, sin haber tenido noticia de esta última información, publica en 1927 un informe en el que, resolviendo asi-mismo las ecuaciones de Einstein, sugería también un universo en expansión.

Pese a todo, y aun cuando sus datos armonizaban con los obtenidos por los

astrofísicos de vanguardia de entonces, no tuvieron el impacto que esperaba. Tam-poco llegó a convencer al propio Einstein en una entrevista que tuvo con él, más bien lo contrario; éste le llegó a decir que si bien sus cálculos eran correctos, su físi-

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ca era deplorable. Con todo, pasados unos años, y tras no pocas controversias, el 9 de mayo de 1931, Lemaître publica en la revista inglesa Nature un corto artículo ti-tulado: “El comienzo del mundo desde el punto de vista de la teoría cuántica”, donde se decía que si el universo está en expansión, en el pasado debió ocupar un espacio cada vez más pequeño, hasta que, en algún instante original, todo el universo se encontraría concentrado en una especie de “átomo primitivo”. A su entender, el proceso de expansión debió comenzar con la explosión de ese átomo primitivo. Claro que, no toda la comunidad científica se adhirió a esta idea. Así, hacia el 1948, Hermann Bondi, Thomas Gold y Fred Hoyle, propusieron un modelo de universo “estacionario”, esto es, con una densidad constante a lo largo del tiempo. Por con-tra, George Gamow, partiendo de la física nuclear e independientemente de Lemaî-tre, en 1952, ofrece también una visión física de la expansión del universo, conside-rando que toda la materia se encontraba concentrada en un átomo antes de la ex-plosión. Dedujo igualmente que si la expansión se debió a la descomunal fuerza explosiva, debería haber dejado huella en una radiación que todavía podría captar-se, lo que así sucedió no muchos años después.

En efecto, en 1964, los radioastrónomos, Arno Penzias y Robert Wilson, ajus-

tando una antena en los laboratorios Bell de USA, escuchaban un zumbido de fon-do que, por ajustarse a la temperatura de la gran explosión, era de una radiación de microondas y, por tanto, se debía tratar del eco de tal explosión. Era, en reali-dad, el primer paso experimental de dicha teoría. Su labor, al menos, así se recono-ció, al otorgárseles el Premio Nobel en 1978. Lógicamente, con este reconocimiento se echaba por tierra el universo estacionario. Lo curioso es que Hoyle, uno de los que más se oponía al universo en expansión, fuera el primero en utilizar, en plan jocoso, el término “Big Bang” para referirse a la referida explosión inicial.

Confirmaban aún mejor esta teoría las pruebas facilitadas por el satélite

COBE (Cosmic Background Explorer), lanzado al espacio por la NASA en 1989. Puesto en una órbita de 900 kilómetros de altura, envió datos a la Tierra que con-firmaban la naturaleza de la radiación de fondo de microondas; resultados que ra-tificaban una de las predicciones fundamentales de la teoría del Big Bang. La ra-diación de fondo es lo que queda de la luz emitida por el gas existente no muy pos-terior (unos 100.000 años después de la explosión inicial). Esta luz viajó por el es-pacio cósmico en todas direcciones, pudiéndose detectar ahora como radiación en microondas con una temperatura de 2,7 grados Kelvin (menos 270,3 grados centí-grados) Por eso, cuando George Smoot, astrofísico de la Universidad de California en Berkeley y coordinador del COBE, se decidió revelar, en abril de 1992, lo que ya conocía con un año de antelación, como era la naturaleza de la radiación de fondo de microondas, el impacto fue enorme, ya que, al ser correctas las comprobaciones y adaptarse a los cálculos previstos, se ponía fin a más de 25 años de búsqueda y era la mejor noticia que se podía ofrecer a los estudiosos de la cosmología. No du-daron algunos en considerar dicho descubrimiento el más grande del siglo, incluso

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el mayor de todos los tiempos. En el fondo, se desentrañaba lo que pasó después del Big Bang y de cómo estas ondulaciones, ahora detectadas, fueron formando, en su crecimiento, todo el conjunto del componente cósmico.

Un nuevo satélite (WMAP), lanzado al espacio en junio de 2001, ha vuelto a

confirmar la naturaleza de la radiación, si bien con un mapa más exacto y detallado de su complejidad. De hecho, la cosmología de hoy acepta, casi de forma unánime que en torno a los 13.700 millones de años se produjo una descomunal explosión, de la que surgió una sopa de partículas elementales: quarks y leptones. Por unión de quarks se formaron protones y neutrones, objetos elementales considerados como ladrillos del universo, luego los núcleos de los átomos más ligeros, hidró-geno, deuterio, helio. A parir de unos 300.000 años, con la temperatura más baja, dichos núcleos se unieron con electrones para formar los átomos; la consecuencia fue primordial: el universo, que anteriormente era opaco, se hizo transparente. Pues bien, a este patrón, conocido como “modelo Standard del Big Bang”, se le atribuyen numerosas propiedades, entre ellas, las siguientes.

1) El universo, como estructura global, está formado por materia visible,

llamada también materia bariónica, esto es, formada por un núcleo de protones y neutrones con electrones girando a su alrededor.

2) Este tipo de materia es lo que forma las estrellas, los planetas, los come-

tas, los gases y el polvo interestelar e intergaláctico; de lo cual, aproximadamente el 74 % es hidrógeno, el 25% helio, el resto (en una mínima parte), otros elementos.

3) La interacción en dicha materia se lleva a cabo por las cuatro fuerzas fun-

damentales: gravitación, electromagnética, fuerza nuclear fuerte y fuerza débil. 4) La materia visible, sin embargo, sólo forma el 4%de toda la masa del

universo; el 23% es materia oscura, y la mayor parte, el 73%, está forma-do por energía oscura. Por consiguiente, materia oscura y energía oscura forman el 96% de toda la masa del universo.

Pero, aún sin saber apenas nada de esa materia oscura, cuya existencia sólo

conocemos por los efectos (gravitatorios) que se producen en la materia ordinaria, otros científicos, como Peter Higgs, tuvieron como principal objetivo investigar el porqué las cosas tienen masa. El resultado – gracias a la alta tecnología de hoy -, ha sido en todo punto sorprendente con el más que probable “Bosón de Higgs o la popularizada “partícula de Dios””364. Claro que su propuesta no es más que una

364 El llamado Bosón de Higgs o “partícula de Dios”, como últimamente se le ha calificado, tiene su

historia. En principio, fue una propuesta teórica del británico Peter Higgs y otros investigadores que en 1964

teorizaron una onda-corpúsculo para explicar el origen de la masa en un campo que llenaría el vacío, (distinto

evidentemente de la nada en cuanto carencia absoluta). Un vacío en un estado de mínima energía cuyas vibra-

374

etapa de un nuevo camino. Se desea saber más sobre esa partícula, cuál es sobre todo su comportamiento para averiguar lo que verdaderamente existe más allá de ese modelo cuya naturaleza aún se desconoce, como es, por ejemplo, la de esa ma-teria oscura. Por eso, al recibir Higgs el Premio Nobel de Física junto al belga Fra-nçois Englert, en octubre del 2013, no faltaron críticas, como las del también físico estadounidense Carl Hagen, quien, en declaraciones a la agencia sueca TT, instaba a que se cambiaran las reglas del Nobel por considerarlas discriminatorias para to-

ciones son los bososes recientemente deducidos. Como onda-corpúsculo, está asociada a un campo energéti-

co, calificado ahora como Campo de Higgs que cubre el cosmos al igual que el agua inunda toda la piscina. Y

es así como, “nadando” en ese campo energético, las diferentes partículas (electrones, protones, neutrones,

etc.), adquieren su masa. Claro que, en este mundo subatómico se ha propuesto que si hiciéramos una escala

del átomo al modo de un reducido Sistema Solar de unos 10 kilómetros de diámetro, los neutrones y proto-

nes tendrían sólo unos 10 cm., y sus componentes, los quarks, tan sólo 0,1 milímetros, más o menos el mismo

tamaño de los electrones. Pero eso sí: todos ellos deducibles, no visibles. De hecho, la física de hoy propone

para el microcosmos 16 partículas básicas (12 de ellas con masa). Ahora bien, tras el hallazgo del último de

los seis quarks, el quark “top”, en 1995, sólo faltaba para completar el puzzle confirmar la existencia de esta

onda-corpúsculo tan intuitivamente teorizada. De hecho, sin este componente y actividad, ninguna partícula

tendría masa, por cuanto que ninguna tampoco podría haberse juntado ni colisionado con otras para formas

átomos, objetos complejos o galaxias. De ahí, la importancia del supuesto hallazgo; aunque debe reconocerse

que esto es sólo un camino, pues si el Bosón de Higgs obtiene su masa directamente del campo del que forma

parte, y es, a su vez, la partícula responsable de la masa de la demás partículas, puede que se tarden años para

desentrañar el núcleo y las propiedades de la misma. Con todo, la trascendencia de los resultados obtenidos es

determinante, ya que, no solo explica la diversidad de la masa de las partículas, sino el primer producto del

Big Bang.

Sin embargo, el hecho de que se haya calificado al Bosón de Higgs como la “partícula de Dios” se

debe a una manipulada expresión de un término descrito por el físico León Lederman, director del acelerador

de partículas, Fermilab, y premio Nobel de Física en 1988. En efecto, él escribió un libro sobre la física de

partículas lleno de humor y de originales ocurrencias. Haciéndose eco, entre otras cosas, del Bosón de Higg,

llegó a calificarle como “The Goddamn Particle” (la partícula puñetera), por ser tan evasiva y difícil de detec-

tar. Sucedió no obstante que el editor del libro cambió, por su cuenta, el término “The Goddamn Particle”

por el más llamativo y comercial “The God Particle”, cuya traducción llegó a nosotros como la “partícula de

Dios”. Como tal, su búsqueda comenzó en las últimas décadas del siglo pasado en el colisionador de partícu-

las Tevatron del Fermilab, cerca de Chicago, para reanudarse en 2010 con el Gran Colisionador de Hadrones

(LHC) de la Organización Europea para la Investigación Nuclear (CERN) de Ginebra.

Pues bien, entre abril y junio del año 2012 se incrementaron las posibilidades de verosimilitud de un

bosón compatible con el teorizado por Higgs y otros investigadores. El descubrimiento lo publicó la prensa

mundial el 4 de julio de ese mismo año. Pero, ¿qué explica esta partícula?: lo que se estaba esperando, es de-

cir, los orígenes de la diversidad de la masa de las partículas, o si se quiere, el primer producto del Big Bang.

En palabras de Rolf Heuer, director del Centro Europeo de Física de Partículas (CERN), “un hallazgo que

permite, con factible probabilidad, acercarnos a la formación del universo”. Ir más allá, o meter a Dios en

ecuaciones puramente físicas o humanas, es profanar su nombre, tomarlo en vano. A la ciencia le corresponde

explicar y describir formaciones: orígenes de la vida, de las especies, del hombre, de las estrellas, de la ma-

sa…, pero es competencia de la filosofía preguntarse por el porqué de la vida, el porqué de la especie humana,

de sus leyes morales, el porqué de la masa. El mundo de los principios teológicos es otro: requieren un labora-

torio donde las experiencias religiosas, la mente y el corazón humano tengan el puesto que les corresponde.

375

dos aquellos – incluyéndose él mismo, que habían divulgado esas mismas conclu-siones.

CREDO RELIGIOSO Y CREACIÓN

Tras las distintas cosmovisiones que se han ido dando a lo largo de la histo-

ria, siempre hubo un componente religioso que las implicaba en su acción operati-va. Lo podemos ya observar en las primeras tradiciones orientales, donde lo di-vino se manifiesta y personifica en las distintas manifestaciones astrales, de la na-turaleza y de la vida. De una u otra forma, concibieron el mundo asociado a un cierto panteísmo e inmanentismo donde la naturaleza cósmica y la Divinidad quedan fusionadas en una unidad más bien velada e indefinida. Así, en el hin-duismo, Brahma, como fundamento de todo cuanto existe, es infinito, eterno e in-manente. Como fuente de vida que impulsa y da consistencia, hace que todo ema-ne de él. Cierto que en algunas manifestaciones puede venir configurado con de-terminadas formas representativas de carácter personal: Siva, Vishnú, etc., pero es-to nada excluye el componente unitario de toda la realidad.

En el budismo encontramos también una singular cosmología. Ateniéndo-

nos a las tradiciones más antiguas, se constata que el universo era ordenado por ciclos donde se manifestaba y desaparecía según las etapas concurrentes; más bien, un universo infinito, sometido a un número ilimitado de fases donde se emerge, se desarrolla y se pone fin mediante un diluvio o un fuego exterminador. Lo que no quiere decir que exista una causa original, sino que del lodo o las cenizas renacía otro nuevo. En sí mismo, un ente vital con fuerza suficiente como para desarrollar-se en formas desiguales. Por eso, el maestro del budismo actual, dejando de lado toda referencia a la acción divina, se centra principalmente en poder guiar al hom-bre hacia la superación del sufrimiento y conducirle al estado eterno del ser, como es el “nirvana”, es decir, un estado final en el que se adentra uno tras el ciclo de las re-encarnaciones; algo trascendente y misterioso que no puede ser explicado desde el más-acá.

En cualquier caso, el concepto de un Dios personal no encaja en la religión

budista. Además, hoy existen muchas sectas donde el alcance de lo divino, e inclu-so del mismo Buda, no siempre tiene la misma connotación. Con frecuencia nos topamos con una visión panteísta donde algunos vislumbran lo divino como una fuerza impersonal que mueve y da consistencia a todo cuanto existe. En esta línea se mueve el erudito Dr. John Noss cuando nos dice: “No hay ninguna Persona sobe-rana en los cielos manteniendo todo unido. Sólo existe la unidad personal última del ser mismo, cuya paz envuelve al yo individual cuando deja de llamarse “yo” y se disuelve en la

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pureza anodina del Nirvana”365. A este respecto, es curioso que se hayan tomado algunas ideas de la física y

la cosmología actual como descubrimientos que se preludiaron ya de alguna ma-nera en las doctrinas tradicionales del budismo mahayana; es el caso de la “mecá-nica cuántica” al explicar la materia microfísica como un fluir inconsistente, simi-lar, según ellos, a la idea de “vacío” como fondo y origen de toda la realidad; de-ducciones un tanto gratuitas evidentemente, pero que, a su modo, expresan su de-ferencia y respecto a la investigación del científico de hoy.

Otra es la tradición judeo-cristiana sobre la creación, portando una novedad

que la distingue de las concepciones orientales que hemos reseñado. La singulariza el absoluto monoteísmo que presenta, donde un Dios soberano se revela en la his-toria como creador y sostén de toda realidad existente. Es el pueblo judío quien primero elabora esta concepción y la expone en unos textos que, en principio, con-sideran revelados. Los acepta también el cristianismo e incluso son la base del Dios creador del Islam.

Haciendo un pequeño resumen, diremos que el primer libro de la Biblia, el

Génesis, comienza con un relato de la creación en el capítulo 1, al que sigue otro di-ferente en los capítulos 2 y 3. Sin embargo, conviene adelantar que la redacción del capítulo 2 es anterior al primero. Pertenece a la denominada tradición Yahvista, que se remonta a los siglos VII y IX a. C. En cambio, la redacción del capítulo 1 es más tardía; se elabora hacia el siglo V. a. C., después del exilio del pueblo en Babi-lonia, y que corresponde a la denominada tradición sacerdotal.

Comienza el primer capítulo narrando: “Al principio creó Dios los cielos y la

tierra”; después, siguiendo el esquema de los días de la semana, va creando todas las demás realidades. Lo propio aquí es que, sirviéndose de de la palabra: “y dijo Dios”, y la forma de obrar: “hizo Dios”, se pone de manifiesto una actuación libre y soberana donde se crea una entidad distinta de Él. Por eso, la diferencia entre las concepciones orientales y lo que aquí se revela es radical. El mundo bíblico es un mundo bueno, pero secular y tangible donde las cosas difieren de su creador. El cosmos no es emanación, tampoco forma fehaciente de los efluvios divinos, sino que el universo es creado por la libre actuación de Dios; esta es la idea que, de una u otra forma, se fue repitiendo en los distintos textos que componen la Biblia; apa-rece, por ejemplo, en los Salmos 8 y 104, en el libro de los Proverbios, de la Sabidu-ría, los Proféticos etc. Bien es verdad que la creación a partir de la “nada” es más tardía, aparece en el segundo libro de los Macabeos. Se lee: “Te ruego, hijo, que mi-res al cielo y a la tierra y veas cuanto hay en ellos y entiendas que de la nada lo hizo todo Dios”. (Siglo I a. C.). La tradición cristiana asumió esta idea como expresión de la

365 John Noss.: Nan’s Religions. New York, Macmillan Company, pag. 183

377

soberanía Divina, sobre todo cuanto es reflejo de su actuar creativo. Respecto al Islam, diríamos que, asumiendo la doctrina de la creación del

Génesis, su alcance guarda estrecha relación: “En verdad, vuestro Señor es Allah, que ha creado los cielos y la tierra en seis días. Luego, se asentó en el trono”366. También, en consonancia con lo que el hombre podía contemplar a diario, se le dice: “Es Él quien ha creado la noche y el día, el sol y la luna. Cada uno de estos astros flotando en una esfera celeste”367.

Ahora bien, teniendo en cuenta estas concepciones, ¿cómo poder afrontarlas

ante la cosmología actual? Porque, si hoy la ciencia asume el “modelo Standard del Big Bang” como punto de partida para las subsiguientes investigaciones, ¿de qué forma pueden conjugarse con la total dependencia del universo respecto a Dios? Ante la importancia del compromiso, se hace necesario deslindar primero los dis-tintos campos desde donde puede buscarse solución al problema.

En principio, diremos que la creación del universo puede investigarse bajo

distintos puntos de vista: uno es el científico, otro el filosófico y otro el religioso, sin descartar el puramente estético o el vinculado a lo que tiene de fascinante y es-pectacular. Así, dentro de la metodología científica, la respuesta que da su examen es consistente en sí misma, es decir, tiene un ámbito propio y no hay que constatar, dentro sus propios límites y por sí misma, la presencia y el poder de Dios. La filo-sofía, y también la religión, lo plantean bajo otro nivel. La ciencia presupone un mundo real cuya formación y estructura se investiga según su constitución, por eso se pregunta cómo está formado, qué leyes lo rigen y cuáles fueron las causas que lo originaron, pero siempre en su aspecto físico, es el campo de su competencia. Hoy el modelo del Big Bang nos ofrece un comienzo que es a la vez origen de nuestro espacio y nuestro tiempo; de ahí que no hayan faltado hipótesis considerando que el universo en sí es un legado de una herencia anterior. Otros se interrogan: ¿hubo un único Big-bang o fueron muchos? ¿Seguirá el cosmos expandiéndose indefini-damente o se desacelerará llegando al gran colapso (Big Crunch) para volver, con-trayéndose, al punto original? ¿Existe un único universo o son numerosos? ¿Es fi-nito o infinito? Preguntas que, por no tener base experimental, no dejan de ser me-ras elucubraciones.

Otro concepto que debe tenerse en cuenta a la hora de dar explicación al

origen del universo es el de la “nada”. Debe aclararse, en principio, que la “nada” no es un concepto físico, sino filosófico, en referencia a la negación de toda la reali-dad. La física, en su ámbito propio, habla de vacío, que es muy distinto a la “na-da”. El vacío físico está lleno de potencialidades, como son los campos de fuerzas. Por eso, cuando algunos cosmólogos, concretamente Stephen W. Hawking, hablan

366 Corán.: sura 7, 54 y 40, 62-68. 367 Ibid. 21, 33.

378

de que el Big-Bang fue originado por una fluctuación del vacío cuántico, están im-plicando ya ciertas realidades existentes en ese vacío; y es que, al proponer que crear algo de la “nada” es posible, el procedimiento es capcioso: se sirve para ello de la mecánica cuántica; nos dice: a escala de las partículas, como los protones, se comportan según las leyes de la naturaleza que llamamos mecánica cuántica, es decir, que pueden aparecer al azar, quedarse durante algún rato y luego desapare-cer, para surgir nuevamente en otro lugar; de ahí que, aceptando que el universo fue infinitesimalmente pequeño, de hecho, más pequeño que un protón, esto indica que en sí mismo, pudo haber aparecido de la “nada”; incluso queriendo reforzar su tesis con la teoría de la relatividad de Einstein, deduce que, puesto que el tiempo es relativo, dado que el espacio y el tiempo se encuentran entrelazados en el universo, y que el modelo del Big-Bang nos presenta un comienzo de nuestro espacio y tiem-po, se sigue que no se puede retroceder a un momento que precediera al Big Bang ya que no existía nada anteriormente al instante inicial. Y si “nada” existía, tampo-co la existencia de un Dios creador.

Sin embargo, tal planteamiento encierra en sí una serie de equívocos que

conviene precisar. Como principio, en física cuántica, la materia no existiría si pre-viamente no hubiera estado de alguna manera; lo que ocurre es que la energía am-biental se convierte súbitamente en materia para desaparecer y convertirse de nue-vo en energía. Por lo tanto, en modo alguno puede decirse que la materia provenga de de la “nada” como se cree suponer. Además, el universo no solamente son las cosas que existen: estrellas, montañas, plantas o electrones, sino también las leyes de la naturaleza que rigen el comportamiento universal; es el caso de la gravedad por la que se atraen los cuerpos, el electromagnetismo o las leyes de la misma teo-ría cuántica. Es un error por tanto identificar universo con materia; incluso si ésta hubiese surgido como consecuencia de una fluctuación, lo hubiera hecho siguiendo ciertas leyes que, de ser sinceros, serían más primarias y fundamentales que ella misma como muy bien nos dice el doctor de Ciencias Físicas, Antonio Fernándes-Rañada368.

En la misma línea está el astrofísico y director del St. John’s College de Dur-

ham cuando se preguntaba: ¿De dónde vienen las leyes de la física? ¿Qué propósito tiene el universo? ¿Por qué es inteligible, comprensible? En contra también de lo publicado en El gran diseño369 por Hawking y Mlodinow, L., el astrofísico jesuita Manuel Ca-rreira no duda en afirmar que la teoría planteada allí sobre el origen del universo no tiene validez científica. Comenta que al decirse “que la nada tiene fuerza gravitato-ria y que, gracias a ella, es cómo surge el universo”, les recuerda que la “nada” en sí es carencia de realidad, no tiene ni fuerza alguna ni propiedad que la distinga. Lo que sí es evidencia científica es que la gravedad es el resultado de la masa, de modo que, como la “nada” no tiene masa, tampoco puede tener gravedad; es como decir

368 Antonio F. Rañada.: Los científicos y Dios. Ediciones Nobel, s. A. 1994, pág. 147. 369 Hawking, S. y Mlodinow, L.: El Gran diseño. Ed. Crítica, S. L. Barcelona, 2010.

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que del cero salga una cuenta bancaria de millones. De igual modo, el astrofísico británico, George Ellis, profesor emérito de la Universidad de Ciudad del Cabo y presidente de la Sociedad Internacional para la Ciencia y la Religión, se siente con-trariado al ver cómo ambos escritores nunca han contestado por qué existen las le-yes físicas que ellos propugnan para que el universo fuera creado de la “nada”. Más aún, le parecen sumamente atrevidas las afirmaciones cuando, al referirse a la filosofía, dicen que ésta ha muerto. Claramente lo expresan en el primer apartado: “El misterio del ser”, cuando, al responder a las preguntas eternas y elementales: ¿qué es la realidad?, ¿cómo entender el mundo en el que vivimos? o ¿de dónde viene todo lo que nos rodea?, se definen sin ambages: “Tradicionalmente, ésas son cuestiones para la filosofía, pero la filosofía ha muerto. La filosofía no se ha mantenido al co-rriente de los desarrollos modernos de la ciencia, en particular de la física. Los científicos se han convertido en los portadores de la antorcha del descubrimiento en nuestra búsqueda de conocimiento”370.

Como tal afirmación, creemos que esto es ignorar la historia de la filosofía.

Aristóteles, por ejemplo, escribió ya IX libros de física y, según el entorno y el desarrollo científico de la época, pocos han sido los filósofos que no han tenido, como principio de sus reflexiones, la objetividad de las cosas. La filosofía no ha si-do suplantada por la ciencia como en el Gran diseño se quiere pretender. Pero, aun como propuesta se les podía preguntar: ¿por qué la ciencia merece la pena? En verdad, la respuesta es filosófica, y si no se indicara es que la ciencia no puede res-ponder a la pregunta sobre sí misma.

En efecto. Uno es el alcance que nos proporciona la ciencia y otro el que nos

aporta la filosofía. La ciencia nos habla de cómo actúa la materia, pero no da razón de por qué existe esa materia. Las inquietudes más radicales del hombre, como las preguntas sobre el porqué de la existencia y de la vida, así como la búsqueda de su fundamento, es decir, ¿qué sentido tiene la realidad que nos rodea y qué razón damos a nuestro estar en el mundo?, son interpelaciones que están fuera del alcan-ce científico.

Todavía está en pie la pregunta de Leibniz: ¿Por qué existe algo en lugar de la

nada? Las ciencias presuponen la objetividad del mundo y tratan en su investiga-ción dar respuestas a cómo está constituido, qué estructura tiene, qué leyes lo rigen e incluso cuál ha sido su origen físico, pero, como investigadores de lo tangible y positivo, no es su campo preguntarse por el “sentido” ni la razón de su existir, no se puede pedir que hable de lo que no puede comprobar, como sería la razón del libre albedrío, del porqué de la ética o de la moral; tampoco del fin que persiguen los hechos o del porqué de las mismas estructuras sociales. La incondicionalidad del deber, que diría Kant, tiene que tener su fundamento en algo Incondicional, en algo Absoluto que posea y colme el sentido que está inscrito en el ser inteligente. 370 Ibid. pág. 11.

380

Por eso, decir, como afirman Hawking y Mlodinow que el libre albedrío es una ilusión porque un neurocirujano puede estimular el cerebro para que mueva sus extremidades o sus labios, es confundir un efecto puramente determinista con la acción voluntaria y personal del individuo. Si determinista fuese la acción humana, tal como ellos proponen371 ¿cómo podrían mostrar que su teoría es la más correcta?

Otra cuestión que suele plantearse es el de la relación entre el acto de la

creación y el tiempo. Como principio, es evidente que si existe algo, tendrá que existir un creador, a no ser que aceptemos la eternidad del universo; la disyuntiva sigue estando en pie: de no aceptar la idea de un Dios creador que es eterno, el mundo tendrá que serlo; lo que no se puede hacer es concebir a Dios como una causa física; llevaría esto a un camino sin solución. Debemos recordar que Dios es-tá fuera del tiempo y, por consiguiente, el acto creador es atemporal. Por eso, no es incongruencia que a ese nivel se conciba la creación coincidiendo con cada uno de los instantes del tiempo del universo, incluyendo toda su evolución. Se trataría - desde nuestra dimensión temporal -, de una “creación continua”, por más que ello sea insondable desde la atemporalidad de Dios. Consecuente con esto, debe recha-zarse también que Dios creara en un solo momento para que después el mundo evolucionara según las propias leyes, sino que su acción continúa como principio fundante y originario. De hecho, ya el ingenio de S. Agustín - aun sin grandes co-nocimientos de la física – le acercó a la cosmología actual al indicar que el tiempo había sido creado con el mundo372. Al fin y al cabo, fue la explicación que dio Eins-tein para resumir su relatividad general: “Antes se creía que el espacio y el tiempo eran independientes de la materia. Pero la teoría de la relatividad afirma que si hiciésemos desa-parecer toda la materia, también desaparecerían el espacio y el tiempo”. Suponemos que a S. Agustín le hubiese gustado escuchar esta frase, dado que la eternidad de Dios no es una persistencia sin principio ni fin, sino un modo cualitativamente distinto de existencia, imposible lógicamente de imaginar con nuestras categorías temporales.

Al nivel de las ciencias puede uno preguntarse si el momento del Big Bang

corresponde al instante de la creación. Pero, teniendo presente que al hablar la ciencia del origen del universo lo hace siempre dentro del contexto científico y en relación a una teoría concreta, que puede que un día cambie, nunca podrá tener el sello de ser absoluta. La fe en la creación se dirige al ser como tal, en el sentido on-tológico, y responde a la pregunta del por qué existe el universo, que pasó de la

371 Hawking, S. y Mlodinow, L.: El Gran diseño. Ed. Crítica, S. L. Barcelona, 2010, págs. 38-39. 372 “Que es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregun-

ta, no lo sé. Lo que sí digo sin vacilación es que sé que si nada pasase no habría tiempo pasado; y si nada su-

cediese, no habría tiempo futuro; y si nada existiese, no habría tiempo presente. Pero aquellos dos tiempos,

pretérito y futuro, ¿cómo pueden ser, si el pretérito ya no es y el futuro todavía no es? Y en cuanto al presen-

te, si fuese siempre presente y no pasase a ser pretérito, ya no sería tiempo, sino eternidad. Si pues, el presen-

te, para ser tiempo es necesario que pase a ser pretérito, ¿cómo deciros que existe éste, cuya causa o razón

de ser está en dejar de ser, de tal modo que no podemos decir con verdad que existe el tiempo sino en cuanto

tiende a no ser?”S. Agustín.: Confesiones. XI, 14, 17.

381

“nada” a la existencia. Por consiguiente, desde el ámbito científico, no es válido tampoco hacer preguntas que impliquen finalidad, éstas son interrogantes propias del pensamiento filosófico o teológico; por lo tanto, las preguntas de la ciencia no son las únicas que hombre puede hacerse.

Ahora bien, aunque la fe en la creación implica la existencia de un Dios de

quien depende todo lo creado, los modelos científicos no deben ignorarse, al con-trario, han de tenerse siempre en cuenta como posibilidad de expresar mejor dicha fe. Históricamente los teólogos, en consonancia con sus conocimientos, expresaron sus creencias según los modelos cosmológicos de la época en la que les tocó vivir. Actualmente, la investigación científica nos presenta una imagen del mundo con un origen y una evolución basados en postulados físicos y observaciones astronó-micas. Dicha trayectoria, pasando de una menor a una mayor complejidad, nos se-ñala la forma de entender hoy el hecho de la creación; incluso en los procesos subatómicos donde se nos revela lo asombroso de los fenómenos cuánticos, que sólo permiten expresarnos en términos probabilísticos, podremos también pregun-tarnos qué es lo que ello nos puede decir respecto a la creación, porque, aun cuan-do la ciencia en sí esté siempre abierta a nuevas especulaciones, lo que no se debe hacer es ignorarla si queremos hablar de la acción creadora de Dios.

No obstante, aunque los campos y modos de evaluación sean diferentes, la

relación de la ciencia, la filosofía y la teología tienen en sí un fondo plenamente compatible. Todas ellas manifiestan profundas inquietudes por conocer la realidad que, por ser tan variada y rica, no se circunscribe a una única metodología. Por tan-to, en medio de sus formas parciales de conocer, no hay incongruencia en poderse complementar. En efecto, tanto en la ciencia, como en la filosofía y la religión se acepta la racionalidad como principio evaluable de verdad; el orden y las exigen-cias propias de los seres están plenamente implicados; también la capacidad hu-mana, en su ámbito cognoscitivo, es otra de las estipulaciones imprescindibles para los distintos estudios, incluyendo los valores inherentes a la misma condición de conocer, como es la búsqueda de la verdad y todo cuanto de ella se deriva, como puede ser el bien común, el respeto o la solidaridad; valores que por sí mismos hablan de coherencia y de diálogo en medio de la recíproca diversidad.

De todos modos, no es infrecuente toparse con autores inclinados a creer en

la incompatibilidad entre ciencia y religión. Dos libros publicados por John W. Draper y Andrew D. White a finales del siglo XIX contribuyeron a hacer extensiva esta forma de pensar. Sin embargo, quizá sean más los científicos que crean lo con-trario. Por no querer ser exhaustivo en citas al respecto, concluiré con las palabras de Einstein: “La religión sin la ciencia sería ciega; la ciencia sin religión estaría coja”373.

373 Palabras atribuidas a Einstein, en un simposio sobre ciencia, filosofía y religión, en 1934.

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MAX PLANCK (1858 – 1947)

Considerado el “mundo cuántico”, junto con la “teoría de la relatividad”,

los descubrimientos más sorprendentes y extraordinarios desde los tiempos de Newton, nos ha parecido adecuado exponer – después de las secciones del “evolu-cionismo”, “el origen de la vida” y la “creación”-, el pensamiento, tanto de Max Planck, como de Albert Einstein, sobre el concepto y la correspondencia entre cien-cia y religión.

Respecto a los datos biográficos más rele-

vantes de Max Karl Ernst Ludwig Planck, dire-mos que nació en Kiel (Alemania), el 23 de abril de 1858, siendo el sexto hijo de Emma Patzig y Julius, nieto y biznieto de pastores y teólogos lu-teranos. La infancia la pasó en Kiel, después marchó a Munich por causa del traslado de sus padres, donde, a los 16 años obtiene la gradua-ción académica. Mostrando habilidades para la música, las ciencias y la filosofía clásica, se de-cantó por las ciencias puras siguiendo los estu-dios de física en las Universidades de Munich y Berlín. Recibe el doctorado en la Universidad de Munich con la tesis, Sobre el segundo principio de la termodinámica, a la edad de 21 años. Sucesiva-mente fue profesor en las Universidades de Mu-nich, Kiel y Berlín. Esclareció la ley de Wien, aplicando el segundo principio de la termodi-námica y formulando, a su vez, la ley de la ra-diación que lleva su nombre, esto es, la “ley de Planck”.

A partir de 1905 se convierte en el forjador y alma de la Deutsche Physikalis-

che Gesellschaft (Sociedad Alemana de Física). En reconocimiento precisamente a la creación de la “mecánica cuántica”, en 1918 se le concedió el Premio Nobel de físi-ca. Entre las obras más importantes se encuentran, Introducción a la física teórica (5 volúmenes) y la Filosofía de la física. En 1927 se jubila; ocupará su plaza el también famoso Erwin Schrödinger, quien contribuiría a consolidar la teoría cuántica cuya puerta había abierto genialmente Planck. Sin embargo, a pesar de su enorme con-tribución al desarrollo científico, los horrores de la Segunda Guerra Mundial, no sólo consternaron el entorno social de su persona, sino que las desgracias llegaron también a la propia familia. Por eso, ante lo que podía avecinarse por causa de los sangrientos conflictos, en 1943 Planck se traslada a Rogätz, cerca de Bagdeburgo; entretanto, la casa que tenía en el barrio de Grunewald de Berlín fue destruida, ma-

Fig. 68. Fotografía de Max

Planck.

383

lográndose su biblioteca y gran número de notas que allí conservaba; aunque el trago más amargo fue la ejecución de su hijo Edwin en 1945 por la GESTAPO, ante la sospecha de haber estado implicado en un complot para asesinar a Hitler.

Terminada la Guerra, Planck tenía ya 87 años. No obstante, a pesar de su avanzada edad, y después de haber sido llevado a Göttingen por los aliados, fue capaz de sacar fuerzas para reanudar y reconstruir la ciencia alemana. De hecho, llegó a ser nuevamente presidente de la Kaiser Wilhelm Gesellschaft. Su muerte tuvo lugar el 4 de octubre de 1947, en Göttingen. Fig. 68.

Como científico, ya antes de ser nombrado profesor extraordinario de física

teórica en la Universidad de Berlín, en 1888, Planck había publicado tres interesan-tes artículos sobre aplicaciones a la fisicoquímica y la termoelectricidad, que le re-velaban como científico sumamente agudo. En Berlín estudia la termodinámica, particularmente la distribución de la energía según la longitud de onda. Distintos cálculos le conducen a anunciar, en 1900, la fórmula actualmente conocida como fórmula de la radiación de Planck. Pero esto no es todo, con sumo empeño se dedi-cará ahora a buscar una deducción especulativa completa de la mencionada fórmu-la. Al conseguirla, el derivado es contundente: la física clásica deberá ser sustituida por la introducción de los “cuantos de energía”. Lo acreditó en el círculo de la Physikalische Gesellschaft de Berlín.

Pero, ¿cuál era el alcance de esos “cuantos de energía” que supusieron una

revolución en la física del siglo XX? La respuesta está al afirmar que la “energía se emite de forma discontinua”, como si en vez de comprar el azúcar a granel lo com-prásemos en segmentos o fracciones de paquetes. Ante la novedad, no pocos cien-tíficos fueron impulsados a un profundo examen por si lo pudieran acreditar con posibles comprobaciones; el mismo Planck, aun siendo el descubridor de la teoría, reconoció que él al principio no la comprendía, (incluso puede decir que la mayor parte del desarrollo e impulso de la teoría cuántica se debió a sus incondicionales seguidores); el más acreditado fue Einstein, quien, basándose en los trabajos de Planck, publicó su teoría sobre el fenómeno conocido como efecto fotoeléctrico, transformando la luz solar en electricidad. Demostró asimismo que las partículas cargadas absorbían y emitían energías de “cuantos finitos” que eran proporciona-les a la frecuencia de la luz o radiación. Claro que, debido a su visión determinista, no toda la teoría cuántica fue asumida por él. Otro importante seguidor de Planck fue el también Premio Nobel Nils Bohr, quien, dentro del ámbito de la Física, reve-ló su particular modelo de la estructura del átomo, afirmando que sus movimien-tos están gobernados por unas leyes ajenas a las de la Física tradicional (modelo atómico de Bohr). Confirman igualmente dicha aportación las palabras del ilustre científico Werner Héinsenberg: “Fue Max Planck el último gran representante de la época clásica de la física, y al mismo tiempo el que comenzó todo lo nuevo; en cierto modo actuando bajo la presión ejercida por las leyes naturales. Max Planck se vio inducido a

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apartarse de ciertas categorías de pensamiento, consideradas como evidentes hasta enton-ces”. Pero, no sólo el marco de aplicación de la teoría cuántica quedaba limitado a los niveles atómicos, subatómicos y nucleares, sino que sus implicaciones fueron múltiples en otras esferas; en el campo de la electrónica, por ejemplo, diseñando transistores, microprocesadores, etc.), también en la física respecto a nuevos mate-riales, incluyendo esbozos para la instrumentación quirúrgica (láseres, tomógrafos, etc.).

MATERIA Y ESPÍRITU

Reconocida su labor investigadora como una de las más grandes aportacio-

nes que se han hecho a lo largo de la historia de la ciencia, nos es de todo punto obligado, por lo que aquí respecta, preguntarnos sobre la forma de afrontar, no só-lo su propia existencia, sino el concepto que él tenía del mundo religioso.

Sintomática a este respecto es la disertación que tuvo en Florencia en un

Congreso de Ciencias Físicas. Llegó a decir que en su total dedicación al estudio de la materia, había llegado a la conclusión que la materia en sí no existe, ella nace y permanece en virtud de una Fuerza que pone en vibración las partículas intraató-micas y las mantiene vinculadas semejando al más pequeño sistema solar del mundo. Admito que detrás de la Fuerza mencionada está – dijo -, la presencia de un Espíritu consciente e inteligente. Por lo tanto, el fundamento esencial de la ma-teria es dicho Espíritu. Más aún: continuando con ese postulado, declaró que lo real, lo cierto y efectivo no es la materia visible y transitoria, sino el Espíritu invisi-ble e inmortal. Además, dado que en todo ser hay un espíritu, y éstos deben ser creados, no dudó en denominar a ese misterioso Creador, el Dios del que han ha-blado todos los pueblos cultos de la Tierra.

Confirman también esta actitud religiosa las ideas reflejadas en un pequeño

libro suyo titulado, ¿Adónde va la ciencia?, cuyo prólogo está escrito por Albert Eins-tein. En su admiración hacia Planck, utiliza esta curiosa simbología: “Algunos hom-bres se dedican a la ciencia, pero no todos lo hacen por amor a la ciencia misma. Hay algu-nos que entran en su templo porque se les ofrece la oportunidad de desplegar sus talentos particulares. Para estos hombres la ciencia es una especie de deporte…, hallan regocijo en ello. Otro tipo…, lo hacen con la esperanza de una buena paga… Si descendiera un ángel del Señor y expulsara del Templo de la Ciencia a todos aquellos que pertenecen a las catego-rías mencionadas, temo que el templo apareciera casi vacío. Pocos fieles quedarían, algunos de los viejos templos, algunos de nuestros días. Entre estos últimos encontraría a nuestro Planck. He aquí por qué siento estima por él”374.

Como podemos apreciar, la alta consideración de Einstein hacia el científico

Planck no podía ser más expresiva. En referencia al texto, Planck considera que los

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planteamientos del “positivismo” y del “darwinismo” están cediendo ante las re-cientes innovaciones de la física. A su entender, el darwinismo está pasando de moda; y si el positivismo todavía persiste en algunos investigadores, va a intentar mostrar lo absurdo de semejantes propuestas. Impugnará sobre todo la teoría de la causalidad de David Hume, por más que sólo esté implícito su nombre. Así, te-niendo en cuenta la conclusión de éste al decir que la causa y el efecto son momen-tos sucesivos sin la conexión esencial de uno sobre el otro, y que sólo la costumbre nos hace suponer la relación de que a toda causa le sigue un efecto, les responde diciendo que si fuéramos a una playa desierta y viésemos “huellas de tigre” en la arena, a nadie se le ocurriría dudar de la existencia de tigres en la zona. Para él, al-go semejante pasa con el científico que investiga el macro o el micro cosmos. La presencia de la “huella inteligente” no es una prueba de su existencia, sino una evidencia. Por eso, recluirse únicamente al empirismo de Hume o a la experiencia sensorial del positivismo de Augusto Comte es confinar todo los valores humanos al particularismo de una visión superficial e inmediata.

Por contra, Planck es consciente que la razonada dedicación a la ciencia lle-

vará al experto a evidenciar el ámbito religioso de todas sus pesquisas. Escribe: “El científico como tal, debe reconocer el valor de la religión, sin importarle cuáles puedan ser sus formas en tanto no cometa el error de oponer sus propios dogmas a la ley fundamental sobre la que la investigación científica está basada, y que es la consecuencia de causa efecto en todos los fenómenos externos”. Lo compendia el enunciado siguiente: “Jamás puede haber una verdadera oposición entre la religión y la ciencia”375. Por eso, cuando en la parte final del libro, otro gran científico, James Murphy, le pregunta: ¿Piensa usted si la ciencia puede ser un substituto de la religión? Responde: “Para una mente es-céptica en modo alguno, pues la ciencia exige también espíritus creyentes. Cualquiera que se haya dedicado seriamente a tareas científicas de cualquier clase, se da cuenta de que en la puerta del Templo de la Ciencia están escritas estas palabras: Hay que tener fe”.

Cabe decir que desde los años treinta, el interés por el problema religioso

fue acentuándose en Planck con una incidencia singular. Confesaba que la creen-cia en Dios la percibía el individuo religioso como algo natural aun cuando no fue-se aprehendido por la razón. El orden y la armonía de las cosas estaba indicando la proyección hacia lo Absoluto, hacia lo General e Indefinido, aun cuando él, como científico, se resistía a asentir a la idea de un Dios personal. Lo manifestó en varias ocasiones. Si bien, teniendo presente alguno de sus comportamientos, sí nos da opción para relativizar dicha idea. No era infrecuente por ejemplo verle participar en actos de culto como miembro de un consejo de tercera edad en un templo cris-tiano en Berlín. Lo avalaba también su admirable conducta ante las adversidades; porque, a pesar de sus éxitos científicos, en la vida familiar tuvo que afrontar no pocos dramas personales: en 1909 su primera esposa murió dejando dos hijos y dos hijas. El hijo mayor muere en el frente de combate en la Primera Guerra Mundial 375 Planck, M.: ¿Adónde va la ciencia? Ed. Losada, Buenos Aires. Prólogo.

386

(1916); las dos hijas fallecen también al dar a luz en 1917 y 1919. Además, y como ya hemos reseñado, en la Segunda Guerra Mundial su casa fue totalmente destrui-da por las bombas, sumándose la muerte del hijo menor, Erwin, al ser acusado de participar en un complot de atentado contra Hitler. Sin embargo, a pesar de tanta desdicha, siempre tuvo la fortaleza y la confianza del que se conforma al designio de ese Ser con características de algún modo personales; lo insinúa al menos en una carta que escribió a un amigo; le decía: “Lo que me ayuda es que considero un fa-vor del cielo que, desde mi infancia, hay una fe plantada en lo más profundo de mí, una fe en el Todopoderoso y Todobondad que nada podrá quebrantar. Por supuesto, sus caminos no son los nuestros, pero la confianza en Él nos ayuda en las pruebas más duras”376. En el fondo, percibimos que era lo trascendente y espiritual lo que verdaderamente le daba fuerza; la fe en el que ve más alto, en el que rige los destinos aun cuando sean incomprensibles para los humanos, es decir, la fe en el que puede completar lo ili-mitado de nuestras aspiraciones y calmar nuestras ansias de Absoluto.

ALBERT EINSTEIN (1879 – 1955)

Considerado en el mundo de la ciencia como uno de los físicos más impor-

tantes de todos los tiempos, Albert Einstein nació en Ulm (Alemania), a un cente-nar de Kms. de Stuttgart, en el seno de una familia judía. Al año siguiente de su nacimiento se trasladaron a Múnich, donde el padre, junto con un tío, fundaron una empresa que les permitió abrir un taller de aparatos eléctricos.

En su niñez tuvo dificultades para expresarse; de hecho no comenzó a ha-blar hasta los 3 años; más tarde el propio Einstein consideró ese lento desarrollo in-telectual como algo positivo que le ayudaría a desarrollar una teoría como la de la relatividad. Se le atribuyen estas palabras: “un adulto normal no se inquieta por los problemas que plantean el espacio y el tiempo, pues considera que todo lo que hay que saber al respecto lo conoce ya desde niño. Yo, por el contrario, he tenido un desarrollo tan lento que no he empezado a plantearme preguntas sobre el espacio y el tiempo hasta que he sido mayor”. Cursó los estudios primarios en una escuela católica. Desde 1888 asistió al instituto de segunda enseñanza Luitpold. Las asignaturas preferidas para él fueron las de ciencias, no así las de letras. Pero el período de su juventud no fue fácil; la rigidez escolar le granjeó no pocos altercados con los profesores, hasta decirle uno de ellos, el Dr. Joseph Degenhart, que “nunca conseguiría nada en la vida”. Pero, por complicada que fue su pubertad, la ayuda de su madre tuvo mucho que ver para ir superándola, ella misma le daba clases de violín, lo que, además de apasionarle la música, hizo que lo siguiera tocando durante toda su vida.

376 A. Hermann.: Max Planck in Selbstzeugnissen und Bilddokumenten. Reinbeik bei Hamburg: Rowohlt Tas-

chenbuch Verlag, 1973.

387

Sucederá, no obstante, que, debido a los apuros económicos, en 1894 los Einstein emigraron a Pavía (Italia), mientras Albert permaneció en Munich en vista de poder terminar el bachiller. Aunque con dificultades, lo consiguió en la escuela cantonal de Argovia, al oeste de Zúrich. A finales de 1896, con 17 años, inicia los estudios superiores en la Escuela Politécnica Federal de Zúrich, donde fue alumno del matemático Hermann Minkowski. Se interesó también por el pensamiento de ciertos filósofos, como el de Baruch Spinoza que tanta incidencia tuvo en su vida, así como el de David Hume, de Kant y de Karl Marx, entre otros. En 1898 conoció a Mileva Maric, una compañera de clase serbia. Tuvieron una hija, sin que hasta el día de hoy se haya podido demostrar qué fue de la niña. Se supone que sería adop-tada después de su matrimonio en 1903. En cualquier caso, los padres de Einstein nunca se resignaron a dicha unión. Más tarde tuvieron dos hijos: Hans Albert (1904) y Eduard (1910).

Ese mismo año del nacimiento de Hans, consigue Einstein un trabajo en la

Oficina de Patentes de Berna, permitiéndole finalizar su doctorado con la tesis, Una nueva determinación de las dimensiones moleculares. Pero es en 1905 (annus mirabilis para Einstein), cuando publicó cinco trabajos fundamentales en la revista Annalen der Physik; (en 6-7 meses) y otro segundo escrito (1906). En estos estudios aborda tres temas, abriendo con ellos una nueva faz de la física y que, en su orden crono-lógico, fueron los siguientes:

El primero de los trabajos lo titulaba, Über einen die Erzeugung und Ver-

wandlung des Lichtes betre enden heuristischen Gesichtspunkt (“Sobre un punto de vis-ta heurístico acerca de la producción y transformación de la luz”). Intenta aquí ex-plicar el efecto fotoeléctrico mediante una interpretación y transformación de la luz”. En sí, un estudio primordial en la génesis de la física cuántica. Según él, muy revolucionario, pues cuestionaba la validez de la teoría electromagnética de Max-well, basada en campos continuos. Einstein proponía la idea del “cuanto” de luz (hoy llamados fotones). Claro que, una explicación completa del efecto fotoeléctri-co sólo pudo ser elaborada cuando los estudios de la teoría cuántica estuvieron en fase más avanzada. De todos modos, dada la originalidad del trabajo, a Einstein se le concedió, en 1921, el Premio Nobel de Fisica.

El segundo artículo: Über die von der molekularkinetischen Theorie der Wärme geforderte Bewegung von in ruhenden Flüssigkeiten suspendierten Teilchen (“Sobre el movimiento de pequeñas partículas suspendidas en líquidos en reposo exigido por la teoría cinético-molecular del calor”). Relaciona este trabajo con el estudio sobre la teoría molecular, sentando las bases del movimiento browniano que observó por primera vez Robert Brown en pequeñas partículas en 1827. Einstein explicó el fe-nómeno haciendo uso de las estadísticas del movimiento térmico de los átomos in-dividuales que constituyen un fluido; en sí, proporcionaba una evidencia experi-mental sobre la existencia de los átomos, o si se quiere, un método sencillo para

388

contar átomos mediante la observación con un adecuado microscopio. El tercer artículo: Zur Elektrodynamik bewegter Körper (“Sobre la electrodiná-

mica de cuerpos en movimiento”) que, junto con “Ist die Trägheit eines Körpers von seinem Energieinhalt abhängig? Formaban lo que hoy se denomina la “teoría especial de la relatividad”. Einstein se apoyaba en dos principios fundamentales: a) la físi-ca debe ser la misma en todos los sistemas inerciales; y b) el principio de constancia de la velocidad de la luz, esto es, la velocidad de la luz es isótropa y de igual mag-nitud en todos los sistemas inerciales. Asumidos así, Einstein socavaba los cimien-tos de la hasta entonces física conocida, estableciendo un nuevo esquema basado en un espacio-tiempo en el que pierden su va-lor absoluto, tanto el espacio como el tiempo. Como experiencia personal – decía -, y sin un mayor examen, los podemos distinguir fácil-mente, aunque las fluctuaciones cuánticas pueden disolver su diferencia o transformar el uno en el otro. De hecho, en el trabajo, Eine neue Bestimmung der Moleküldimensionen (“Una nueva determinación de las dimensiones mo-leculares”), le llevaría, desde sus principios de relatividad y constancia de la velocidad de la luz, a la equivalencia masa-energía, traducida en la famosa fórmula E = mc2., donde E (ener-gía) es igual a la masa por su factor de conver-sión (velocidad de la luz al cuadrado), indi-cando que la masa conlleva una cierta canti-dad de energía aunque se encuentre en reposo (noción ausente en la mecánica clásica). La teoría como tal, recibió el nombre de “teoría especial de la relatividad” o “teoría restringida de la relatividad”, para distinguirla de la “teoría de la relatividad general” intro-ducida por Einstein en 1915.

Establecido en Berlín, permanece en la ciudad durante diecisiete años, sien-

do miembro de la Academia Prusiana de las Ciencias. De hecho, entre el 1914 y 1916 se dedicará al perfeccionamiento de esta última teoría, basada en el supuesto de que la gravedad no es una fuerza, sino un campo creado por la presencia de una masa en el “continuum” espacio-tiempo; una previsión que se confirmaría al foto-grafiarse el eclipse solar del 29 de mayo de 1919, fecha también señalada para Eins-tein por ser el año en que se divorció de Mileva, casándose unos meses después con su prima Elsa, que le había cuidado durante un fuerte estado de agotamiento.

Pero, aparte de las desavenencias con la primera esposa, su amor por la

Fig. 69. Albert Einstein en 1921.

389

ciencia nunca decayó. Cabe decir que en la década siguiente concentraría sus es-fuerzos en encontrar una relación matemática entre el electromagnetismo y la atracción gravitatoria a fin de poder hallar el supuesto último de la física, esto es, descubrir las leyes que regirían el comportamiento de todo el universo, desde las partículas subatómicas hasta las más grandes constelaciones estelares. En sí, una labor investigadora que le ocupará prácticamente toda la vida, con logros y desa-ciertos, aunque siempre apasionado por toda posible comprobación.

Pero, ante la propaganda y ascenso del nazismo alemán (Hitler subió al po-

der en enero de 1933), Einstein decide abandonar el país y marchar a Estados Uni-dos donde pasó sus últimos veinticinco años impartiendo la docencia en el Institu-to de Estudios Superiores de Princeton (Nueva Jersey). Significativa fue la decisión de tomar parte, a partir de 1939, en las cuestiones políticas que podían afectar a to-do el mundo, como así fue la decisión de redactar una carta al Presidente Roose-velt a fin de promover el Proyecto atómico, con el objeto de impedir que los “enemigos de la humanidad” lo pudieran desarrollar antes. Fig. 69. Einstein mue-re en el Hospital de Princeton el 18 de abril de 1955, tenía 76 años. Sus restos fue-ron incinerados, pero anteriormente, durante la autopsia, el patólogo del Hospital, Thomas Stoltz Harvey, extrajo el cerebro con el fin del conservarlo y esperar que la neurociencia del futuro pudiese investigar y descubrir lo que le hizo ser tan su-mamente genial. Lo conservó durante varias décadas; entregándolo finalmente a los laboratorios de Princeton. Las investigaciones que se han hecho hasta ahora dan únicamente como resultado que una sección de cerebro - la parte que está rela-cionada con la capacidad matemática -, es más grande que esa misma sección en otros cerebros de tipo estándar.

RELIGIOSIDAD CÓSMICA

Dado el excepcional aporte de Einstein a la física del siglo XX, es normal que

nos preguntemos en nuestro estudio por su concepción religiosa, que, por cierto, no tuvo tampoco inconveniente en manifestarla en varios escritos y conferencias. Muy revelador fue, por ejemplo, un artículo en el New York Times377 donde mani-festó su ideología basada en el “sentimiento del orden y la armonía cósmica”. Pues, aunque en su juventud anidase en él una continua sospecha contra toda clase de autoridad y prácticamente abandonara la práctica religiosa, ello no quiere decir que poseyera una actitud antirreligiosa, al contrario; como investigador científico, su idea de Dios, aun en medio de la originalidad, no tuvo reparo en expresarla en términos de asombro y fascinación ante las leyes que rigen el universo.

Para él, había tres estadios de experiencia religiosa. Al primero correspon-

día la religión del miedo, propia, a su entender, de hombres primitivos; un pe-

377 Einstein, A.: Religión y ciencia, del 9 de noviembre de 1930, reproducido en Mis ideas y opiniones. Trad.

por José M. Álvarez Florez y Ana Goldar, Barcelona, 2011, págs. 47-64.

390

riodo donde, tras los fenómenos desconocidos y extraños, el hombre imagina seres quiméricos con atribuciones e incidencias reales para con las personas. Decía: “En el hombre primitivo, es sobre todo el miedo el que produce las ideas religiosas: miedo al hambre, a los animales salvajes, a la enfermedad, a la muerte. Como en esta etapa de la exis-tencia suele estar escasamente desarrollada la comprensión de las conexiones causales, el pensamiento humano crea seres ilusorios más o menos análogos a sí mismo de cuya volun-tad y acciones dependen esos acontecimientos sobrecogedores”378.

Corresponde al estadio segundo el deseo de hallar una guía asesora y segu-

ra en nuestras limitaciones humanas. Se crea así la compensación moral y social en nombre de Dios, que, en última instancia, defenderá y colmará a los humanos en cualquiera de sus aspiraciones. Escribía: “Los impulsos sociales son otra fuente de cris-talización de la religión. Padres y madres y dirigentes de las grandes comunidades humanas son mortales y falibles. El deseo de guía, de amor y de apoyo empuja a los hombres a crear el concepto social o moral de Dios”379. Consideraba que el paso de una religión del mie-do a la religión moral ha sido ya un hecho en poblaciones de elevada civilización, aunque debe uno precaverse también de los prejuicios, pues no es difícil encontrar ambas actitudes en las distintas religiones.

Pero hay un tercer estadio de experiencia religiosa; él le denomina “religio-

sidad cósmica”, por la que el hombre percibe con asombro el orden y la armonía de la naturaleza. Ayudará a conseguir ese ámbito el estudio atento de la ciencia mo-derna. No es fácil llegar a ese insondable sentimiento; se necesitará un proceso de ascesis privativo para percatarse de ello en profundidad. Lo reflejaba también en otro escrito de 1934, aunque con el matiz determinista del que Einstein nunca se desprendió. Llegaba a decir: “Difícilmente encontraréis entre los talentos científicos más profundos, uno solo que carezca de un sentimiento religioso propio. Pero es algo distinto a la religiosidad del lego. Para este último, Dios es un ser de cuyos cuidados uno espera bene-ficiarse y cuyo castigo teme…

Pero el científico está imbuido del sentimiento de la causalidad universal. Para él, el

futuro es algo tan inevitable y determinado como el pasado… Este sentimiento es el princi-pio rector de su vida y de su obra, en la medida en que logre liberarse de los grilletes del de-seo egoísta. Es sin lugar a duda algo estrechamente emparentado con lo que poseyó a los ge-nios religiosos de todas las épocas”380.

Tratando de explicar esta idea, se expresaba diciendo que todo el que está

seriamente comprometido con el trabajo científico, llegará, de una u otra forma, más pronto a más tarde, a la convicción de que un Espíritu está siempre tras el or-den y las constantes leyes del universo. Bien es verdad que él se quedaba única-

378 Ibid. pág. 47. 379 Ibid. pág. 48. 380 Ibid. pág. 51.

391

mente aquí; y si a esto añadimos su aquiescencia determinista, podemos compren-der que su concepción religiosa se apartase en mucho del concepto tradicional de la religión. La frase que se le atribuye: “no creo en un Dios que juegue a los dados”, tiene únicamente sentido en esa perspectiva religiosa. En efecto, Einstein no creía en un Dios personal que premie o castigue. Como científico, no conoce dogmas, tampoco definiciones de teología y, menos aún, prácticas concretas. En el fondo, un sentimiento de admiración ante lo que es y se manifiesta como sorprendente e im-pactante. De ahí que admirase tanto el pensamiento panteísta del filósofo judío Baruch Spinoza al identificar éste a Dios con la Naturaleza. Escribía: “Yo creo en el Dios de Spinoza, que se revela en la armonía de cuanto existe, pero no en un Dios que se ocupa del destino y los actos de los hombres”. Claro que la aceptación y el rigor lógico de Spinoza le llevarían a no poder asumir la libertad en el hombre. Su determinis-mo en la naturaleza se lo impedía.

Por eso, al pretender resumir el pensamiento religioso de Einstein, no po-

demos dejar de reconocer que fue su amor a la ciencia lo que determinó, no sólo el ámbito metafísico, sino también la actitud psicológica frente a lo real. Significativas a este respecto fueron las siguientes palabras: “El trabajo científico conduce a un sen-timiento religioso de un tipo especial, que se diferencia esencialmente de la religiosidad de la gente ordinaria”. De hecho, su admiración por la belleza del orden cósmico la mani-festó gráficamente en una especie de alegoría en todo punto reveladora. Dijo así: “Somos como un jovencito que entra en una voluminosa biblioteca, cuyas paredes están cu-biertas de libros escritos en innumerables lenguas. El joven entiende que alguien ha de ha-berlos escrito, pero no sabe ni quién ni cómo. Tampoco comprende los idiomas. Pero observa un orden claro en su clasificación, un plan misterioso que se le escapa, pero que sospecha vagamente. Esa es en mi opinión la actitud de la mente humana frente a Dios”381. Lo que él cree vislumbrar detrás de los hechos, no sólo le sugiere asombro y fascinación, sino también humildad por lo que atañe a nuestras limitaciones en el saber. En sí, la religiosidad suya, además de sugerente, es sobre todo indagadora del misterio último que se esconde en la naturaleza y en las leyes cósmicas.

381 Entrevista de G. S. Viereck, publicada en su libro Glimpses of the Great, 1930 y transcrita por M. Gardner

en Los porqués de un escriba filósofo. Tusquets, Barcelona, 1989.

392

FILOSOFOS DEL SIGLO XX Y XXI

La filosofía, como las ciencias sociales, ha tenido siempre como horizonte las

necesidades más ineludibles que podían demandar las personas. Ya Hegel afirma-ba: “La filosofía es hija de su tiempo”. De ahí que, una sucinta mirada a los plantea-mientos, sistemas y perspectivas que nos ofrecen los siglos XX y XXI, no podrían ser sino múltiples y en tantos casos contrapuestos. Las convulsiones sociales y po-líticas del siglo XX así lo corroboran; tanto la corriente vitalista y la materialista, como la fenomenológica, la neopositivista y la existencialista entre otras, no fueron sino consecuencias de un mundo crispado en busca del ideal que no encontraban. Con todo, en ese mismo inconformismo siempre hubo perspectivas de renovación que en muchos casos todavía perviven en estructuras que hoy, en el siglo XXI, se traducen en formas de solidaridad y de paz como principio. En el mundo actual es frecuente hablar de la persona como un tú que nos enriquece, de una democracia como modelo de convivencia; también, en buena parte, de un equilibrio entre lo espiritual y lo racional. De entre los pensadores que se dejaba y se deja esto ya en-trever, reseñaríamos a los siguientes:

HENRI BERGSON (1859 – 1941)

Con la filosofía de Henri Bergson dejamos el siglo XIX para introducirnos en

el XX; pues, aunque su formación académica estuvo influenciada por el positivis-mo de la centuria decimonónica, el sentido último que dio a su filosofía pertenece ya a la dimensión contemporánea de la nueva metafísica. Henri Bergson nace en París en el seno de una familia judía, su padre, de origen polaco, y su madre ingle-sa oriunda de Irlanda. Se trasladaron pronto a Inglaterra, aunque volvieron a París cuando Henri tenía nueve años. Estudió en el liceo Condorcet y la École Normale Superieure, mostrando cualidades, tanto para las asignaturas de letras como para las de ciencias. Se inclinó por la filosofía, ejerciendo como profesor de enseñanza en varios liceos: en Angers, en Clermont-Ferrand y en París. Obtiene el doctorado

393

en filosofía en 1889 con dos disertaciones: Quid Aristoteles de loco senserit y Essai sur le dones immédiates de la consciente. Tras la publicación de su segunda obra, Materia y memoria, en 1896, y La risa, en 1900, consigue una cátedra en el Collè de France donde sus clases y conferencias alcanzan un extraordinario renombre. En 1907 pu-blica su tercera y principal obra: La evolución creadora, que le abre al prestigio y la fama. De hecho, en 1914 es admitido como miembro de la Academia francesa. A partir de 1921 deja la enseñanza académica por motivos de salud, dedicándose a dar conferencias, escribir y participar en ciertas actividades políticas, llegando a ser presidente del Comité para la Cooperación Internacional de la Sociedad de las Na-ciones. En 1928 se le concede el premio Nobel de literatura. Su última obra: Las dos fuentes de la moral y de la religión, apareció en 1932. Decir también que, pese a su in-clinación por acercarse al catolicismo, en su testamento, redactado en 1937, dijo de forma explícita: “Me hubiera convertido si no hubiera visto prepararse durante años la formidable ola de antisemitismo que va a arrollar el mundo. He querido permanecer con los que mañana serán perseguidos”. Murió en París en 1941, al año siguiente de la ocupación del norte de Francia por los nazis. Fig. 70.

EVOLUCIÓN CREADORA

Con el deseo de superar el empirismo, el ra-

cionalismo y el relativismo, en el sentido que estos sistemas sólo han aceptado: de la realidad, lo com-pacto; del pensamiento, los conceptos; y de la con-ciencia, las propias formas interpretativas. Bergson quiere vencer esa limitada pretensión por aquello que nos hace aprehender en toda su profundidad la realidad de la vida.

Considera que el mundo material es el reino donde actúa la inteligencia, que puede alcanzar el ámbito de las cosas, pero nunca comprender la enti-dad que entraña la duración y la vida; tan sólo la in-tuición nos permite captar profundamente dicha realidad, que es dinamismo, evolución, vida. Entiende que el pensamiento, dirigi-do a la ciencia o a la manipulación de las cosas, usa como método la observación y la lógica mediante conceptos. Pero todo esto tiende a solidificarse, a hacerse co-mún, a generalizarse, lo cual es muy distinto de lo que se requiere para aprehen-der la actividad que comporta el vivir. Tan sólo por la intuición podremos captar la movilidad, llegar al proceso mismo del moverse en el tiempo vivo, antes eviden-temente de ser petrificado en los conceptos. De ahí que si la intuición se opone al concepto que esquematiza y diseca el mundo de lo real, es porque la realidad en sí es algo más profundo, se manifiesta en un proceso perenne de creación, donde en

Fig. 70. Henri Bergson en

1910.

394

cada momento se muestra un aspecto original e imprevisible: un fluir constante donde nada persiste, pues es continuidad pura, sin división ni partes. En sí, un proceso vivo y creador, liberado de todo cuanto comporta esquemas abstractos in-telectualmente deducidos de la materialidad de los objetos. La intuición va más allá, es el instrumento para captar la vida desde dentro, desde su más profunda realidad.

Como consecuencia - y en virtud precisamente de esa intuición -, llegamos a

vislumbrar, no sólo la profunda realidad de los objetos, sino también la verdad de nuestro propio yo, que permanece en el tiempo, que fluye y vive dentro de la pro-pia personalidad. Se diría que la esencia del yo es “duración” (durée) en el que, to-das las posibles fases se hermanan en una persistente unidad. Se trata de una fuer-za, de un impulso (élan vital) como principio alentador de todo cuanto podemos concebir. En la Evolución creadora, Bergson llega a decir que la realidad entera es élan vital, fundamento y sostén donde gira el núcleo de toda su filosofía. Como im-pulso, dicha actividad determina también la evolución en el tiempo; es por lo tanto creador porque la realidad se va haciendo en una continuidad viva y persistente; tan sólo después de haberse consumado, puede intentar la persona recomponerlo en una serie de estados de reposo.

Por eso, frente a la idea de ese mundo que nos muestran las ciencias como

mera extensión, existe una realidad cualitativamente distinta, no extensible ni suje-ta a cálculos definidos, sino que dura, que fluye y deviene persistentemente. En la Evolución creadora, Bergson nos dice: “El universo dura. Cuanto más profundicemos en la naturaleza del tiempo, más comprenderemos que duración significa invención, creación de formas, elaboración continua de lo absolutamente nuevo. Los sistemas delimitados por la ciencia no duran sino porque están indisolublemente ligados al resto del universo. Es ver-dad que en el universo mismo debemos distinguir, como diremos más adelante, dos movi-mientos opuestos: el uno, de “descenso”; el otro, de “subida”. El primero no hace más que desenvolver un rollo ya preparado. Podría, en principio, realizarse de una manera casi ins-tantánea, como ocurre a un resorte que se afloja. Pero el segundo, que corresponde a un tra-bajo interior de maduración o de creación, dura esencialmente, e impone su ritmo al prime-ro, que es inseparable de él”.

Considera que es sólo la intuición la que hace posible que captemos la pro-

fundidad y el misterio de la vida; intuición que no examina ni se ajusta a unas le-yes establecidas, únicamente capta. Como hecho determinante, captamos que en un momento aparece la vida al modo de una corriente que arrolla y vence cual-quier obstáculo. Un avanzar por otra parte que no es un progreso lógico ni medi-ble, sino que corre por aquellos itinerarios que caprichosamente se hace; pasando de la vida vegetal a la vida animal, después al hombre donde, como entidad más perfecta, se hace presente en la intuición y en el uso de la propia libertad. Ya en la Introducción a La evolución creadora, Bergson comenzaba diciendo que “La historia

395

de la evolución de la vida, por incompleta que todavía sea, nos deja entrever cómo se ha constituido la inteligencia por un progreso ininterrumpido, a lo largo de una línea que as-ciende, a través de la serie de los vertebrados, hasta el hombre”382.

LAS EXPERIENCIAS MÍSTICAS MUESTRAN A DIOS

El estudio de los fenómenos místicos fue cobrando en Bergson un cariz es-

pecial. Su interés venía dado por considerar que se trataba de testimonios profun-dos y verdaderos que acreditaban de algún modo sus observaciones de la vida real. Los consideraba también una prueba para justificar el engaño del cientificis-mo al querer mostrar la realidad existente por la lógica de un examen puramente material de los hechos. En la naturaleza viviente hay dimensiones, según él, que van más allá, algo que nos demanda explicaciones más convincentes y profundas.

Como defensor de lo vital y de la intuición, llegaba a creer que la inteligen-

cia, por importante que ésta sea, sirve para usos instrumentales en cuanto nos pro-porciona unos medios para descubrir y analizar nuestro entorno; pero, por sí sola, la inteligencia es impotente para profundizar en el ámbito de la conciencia y de la vida. Tan sólo la intuición nos pondrá en contacto o, mejor aún, nos proyectará ha-cia el núcleo de la verdadera realidad. Por eso que sean los místicos los auténticos maestros en este campo. De hecho, son ellos los que mejor han experimentado es-tas vivencias. Para Bergson la mística es la auténtica actitud que lleva a la capta-ción total de esa finalidad última. Escribía: “A nuestro modo de ver, el misticismo con-duce a una toma de contacto, y por consiguiente a una coincidencia parcial, con el esfuerzo creador que manifiesta la vida. Este esfuerzo es de Dios sino es Dios mismo. El gran místico sería una individualidad que franquearía los límites materiales asignados a la especie, y que continuaría y prolongaría así la acción divina”.

Cierto que las vivencias de los místicos son personales y que a la hora de

quererlas expresar se ven impotentes de manifestar lo vivido. Sin embargo, por lo que nos insinúan, a Bergson le es suficiente para captar lo que él tanto buscaba por la “evolución vital”. No olvidemos que su ensayo primero fue presentar un análisis filosófico de las dos teorías evolucionistas básicas de su tiempo. La primera era la de Darwin, donde todo cambio en la evolución de las especies tendría como causa eficiente la mutación progresiva, propiciando la supervivencia; la segunda, la te-leológica, en cuanto que todo tiene un fin ya predeterminado. Sin embargo, para él las dos adolecían del mismo defecto: ser mecanicistas y deterministas. Olvidaban la libertad y la creatividad en las acciones vitales. Tengamos en cuenta que Berg-son, antes de escribir su obra más acreditada, “La evolución creadora”, en 1907, pasó gran parte de sus vacaciones estudiando las costumbres de las hormigas y las abe-jas, intuyendo que la vida es una corriente, o mejor aún, un impulso que se va di-versificando en su inherente proyección. A su entender, esa evolución creativa ha-

382 Bergson, H.: La evolución creadora, Introducción.

396

bía realizado una especie de camino ascendente: desde lo inorgánico de la materia, a la vida de las distintas especies de plantas y animales; culminó en el ser hu-mano donde la conciencia de ser libre le coronaba como el ser más preclaro de esa creación.

Pero el examen suyo no se detendrá aquí. De hecho, siendo ya de edad

avanzada, y afectado por la artritis, Bergson escribe, en 1932, “las dos fuentes de la moral y de la religión”, entendiendo que hay dos fuentes de moralidad: una, la que venía por la presión del propio grupo humano que quería mantenerse inmune a cualquier cambio, convirtiéndose en una “sociedad cerrada”; otra, creativa, donde la base de su actuar se cimentaba en el amor. Hay por lo tanto aquí una visión nueva de Bergson sobre la Divinidad; pues, si en La evolución creadora había identi-ficado a Dios con el “impulso vital” y de algún modo como realidad que se está haciendo y consecuentemente sin un acabado final, ahora, rompiendo en cierto modo con la enseñanza judía, parece acercarse al catolicismo hablando de la obra creadora como realidad de amor. Para él, la prueba la encontraba en los místicos, pues, en lo profundo de sus experiencias, nadie mejor que ellos revelaban la reali-dad divina. Su tarea es, no tanto demostrar la existencia de Dios, cuanto mostrarla mediante su vida y acciones.

Atendiendo al impacto que dejaron en él algunos de ellos, llegó a escribir:

“Los que me han iluminado son los grandes místicos, como Santa Teresa y San Juan de la Cruz: estas almas singulares, privilegiadas. Hay en ellas, lo repito, un privilegio, una gra-cia. Los grandes místicos me han traído la revelación de lo que yo había buscado a través de la evolución vital, y que no había encontrado. La convergencia sorprendente de sus testi-monios no se puede explicar más que por la existencia de lo que ellos han percibido. Este es el valor filosófico del misticismo auténtico. El nos permite abordar experimentalmente la existencia y la naturaleza de Dios”. En el fondo, lo que él vagamente había creído desvelar tras las múltiples manifestaciones de la vida, ahora, en las revelaciones místicas, lo percibe como aprehensión divina hecha realidad en estas personas. En ellas el alma es trasportada a otro nivel, coincidiendo de alguna manera con el es-fuerzo creador que manifiesta la vida y que es Dios383. En verdad, su admiración por los místicos no podía ser mayor. De hecho, ya próximo a su muerte, reconocía que antes de la lectura de sus revelaciones él poseía tan sólo un “vago espiritua-lismo”. En sus documentos encontré – decía -, lo que tan anheladamente buscaba: “hallé la historia, el Sermón de la Montaña”; por eso que no tuviese reparo en afirmar: “Nada me separa del catolicismo”.

Claro que, un somero análisis a los principios que fundamentaron su ideo-

383 Bergson, H.: Les deux sources de la morale et de la religión. PUF, París, 1992, pág.

233.

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logía, hace que nos percatemos de ciertas incompatibilidades con el pensamiento católico. En efecto, al interpretar a Dios como puro dinamismo e “impulso vital” y ser, al mismo tiempo, libre y autónomo, hace que esté en constante movimiento e incesante cambio. Dios mismo se estaría haciendo; lo que iría lógicamente contra los atributos asignados a la Perfección Divina. Incluso en su admirable intención de querer sintetizar la ciencia y la filosofía, existe el inconveniente de tener que su-perar el carácter de irracionalidad que amenaza a toda intuición. Como tal, la filo-sofía es un saber riguroso, abierto a toda humana capacidad. La experiencia y la vida tienen su puesto, pero también la razón. De ahí que su pensamiento filosófico, que nos pone en contacto con la vida y que tiene en él uno de los más fecundos an-tecedentes del vitalismo contemporáneo, debería completarse con el puesto que tiene, no sólo la vida, sino también la razón, es decir, el vínculo formado por la “razón vital”.

NIKOLÁI BERDIÁYEV (1874 – 1948)

Descendiente de una familia militar de clase

distinguida, Nikolái Berdiáyev nace en Kiev (Ucra-nia). En su infancia y primera juventud es educado en un ambiente casi feudal y aristocrático. Pero, como él mismo nos dice en su autobiografía: “nunca amé aquel mundo, y aún de niño me sentí en franca opo-sición”. A los veinte años se inscribe en la Universi-dad de Kiev, donde descubrió las orientaciones del idealismo alemán y las tesis del marxismo. Su par-ticipación en actividades revolucionarias le llevó a ser expulsado de la Universidad por las autorida-des zaristas, ser encarcelado durante dos años y luego a exiliarse al norte de Rusia. Sin embargo, años más tarde, aquel fervor juvenil por las ideas de Karl Marx, derivan hacia un compromiso filosó-fico en busca de lo que él consideraba la “verdad”. Influyó particularmente en esa inquietud la perso-nalidad de Vladimiro Soloviev, aunque también las lecturas de Dostoyevski, Tolstoi, Keyserling, Bergson y Jaspers, entre otros; y si es cierto que pasó por varias crisis, reconoce finalmente haberse reencontrado con el cristianismo de su primera infancia.

Entre 1909 y 1922 da conferencias, escribe artículos e imparte clases de filo-sofía. En 1916 publica (en traducción francesa), La Signification del l’acte créateur - El sentido de la creación-, y dos años más tarde, la Filosofía de la desigualdad que, habida

Fig. 71. Foto de Nikolái

Berdiáyev.

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cuanta de la Revolución rusa del 1917, es una recriminación hacia ciertas actuacio-nes de los bolcheviques, como eran su autoritarismo y su concepción del Estado en la forma de limitar la libertad personal. En 1920 edita su gran obra (también en traducción francesa) Le Sens de l’Histoire (El sentido de la historia) Pero, si es cierto que desde 1918 a 1920 no fue mayormente molestado en su actividad de conferen-ciante y haber conseguido incluso impartir clases en la Universidad de Moscú, sin embargo, por declinarse en sus ideas y publicaciones por una auténtica renovación cristiana, sus escritos fueron confiscados y él, con una veintena de filósofos que no simpatizaban con el marxismo oficial, fueron expulsados por la Rusia leninista en 1922. Su exilio primero fue Berlín, en cuya ciudad funda una Academia de Filoso-fía y Religión que, en 1924, traslada a Clamart, cerca de París, donde residirá hasta su muerte, acaecida el 24 de marzo de 1948. Fig. 71.

De sus numerosos escritos, mencionaríamos también El espíritu de Dosto-

yevski y, como obra que le diera más renombre social, La nueva Edad Media, con gran repercusión en el pensamiento europeo. Ya en París, funda y dirige el perió-dico Put (El camino), donde podrá exponer sus ideas e incidir sobre todo en el acer-camiento entre el cristianismo oriental y occidental. Publica otros importantes tra-tados, entre ellos, El destino del hombre; Soledad y sociedad; Espíritu y realidad; Esclavi-tud y libertad del hombre; Ensayo de metafísica escatológica y Ensayo de autobiografía es-piritual.

ANTECEDENTES IDEOLÓGICOS

Gran conocedor del pensamiento marxista, y seguidor del mismo en los

años jóvenes, no tarda sin embargo en ver la necesidad de una revisión de sus principios filosóficos. Le llevó a ello haber sintonizado con las ideas neokantianas, bastante seguidas por aquel entonces. Pero, muy pronto le pareció insuficiente, por lo que comienza a elaborar un realismo religioso que le conduciría a ofrecer una concepción cristiana del mundo y de la vida. Piensa en principio que las ciencias puramente humanas han olvidado, en su modernidad, el componente que podía satisfacer las inquietudes más radicales del hombre; había olvidado el complemen-to divino que está inmerso en todas nuestras aspiraciones.

En referencia al marxismo, considera que en su propósito de instaurar una

sociedad nueva fundamentada en el hombre, lo que realmente se consigue es des-virtuar su real proyección al convertir a la persona en un número, en mero objeto. Llega a decir que el socialismo ruso “ve en el mundo de los objetos la realidad primera y en el mundo del sujeto una realidad secundaria. De esta forma, el socialismo representa una de las transformaciones del reino del César”. Él sin embargo acentuará en el hombre una concepción, no sólo natural y social, sino también particularmente anímica. Además de lo tangible y material, subsiste en el hombre un claro fundamento espi-ritual. Por eso, en virtud de su misma constitución, vivirá inclinado, bien hacia la

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imagen de Dios o hacia las tendencias del propio egoísmo. El problema surge cuando la ambición social o política intenta retener todo lo que pertenece al indivi-duo como ser autónomo y personal. A su juicio, querer conseguirlo no es sino una de tantas utopías como la de Thomás Moro, Campanella o las imaginarias elucu-braciones de Founer. En la presente situación tiene un señuelo de engaño: el mito de la revolución. De ahí que Berdiáyev, advirtiendo que el socialismo ruso - racio-nalizando la existencia humana con valores únicamente materiales -, no pudo re-solver sus más profundos problemas, fuese en todo punto taxativo: se debía al no dejar espacio a la dimensión espiritual del hombre. Con el halo de desarrollo y de sociedad perfecta, relegaban o, mejor aún, cubrían con tupido velo las más hondas aspiraciones del corazón humano. Para él la persona debe ser tomada en su com-pleta dimensión, es decir, como ser natural, social y espiritual, sólo el encuentro en el espíritu será un verdadero encuentro en libertad.

Concibe también que todo el proceso evolutivo ha tenido como expectante

resultado la presencia del hombre; todo ha estado en función de su perfecciona-miento y desarrollo, si bien, en dicho proceso se han dado cita, no sólo su voluntad y las necesidades propias e inherentes de su naturaleza, sino también la fuerza im-pulsora del dinamismo divino. En su gran tratado, El sentido de la historia, no tiene reparo en escribir: En la historia universal, en el destino del mundo y del hombre, no sólo actúa la libertad humana…,sino también la gracia divina, sin la cual este destino no se rea-lizaría , ni el drama podría tener salida alguna…” La interacción de libertad, necesidad y presencia divina son las premisas que pueden dar sentido al drama que conlleva en sí la propia vida. Tomar sólo la libertad como única cimentadora de los proce-sos históricos es asumir el riesgo de destruir al mismo ser. La libertad sola – decía Berdiáyev -, puede ser “fatal”; se precisa el principio originario que otorga a la to-talidad del ser el significado de su propia realización, es decir, precisamos de la asistencia de la acción divina como elemento integrador y a su vez explicativo de toda acción humana.

LA VIDA DIVINA EN UNIÓN CON EL DESTINO DEL HOMBRE

Frente al conocimiento puramente humano que busca sólo el interés y la uti-

lidad, Berdiáyev cree superarlo adentrándose en la interioridad de la persona don-de se revela lo divino como origen de vida y fundamento de la historia. Así es co-mo el hombre se encuentra con Dios, no en el ámbito de lo racional, sino en los dominios del espíritu. Considera que cuando sustituimos esta Verdad por otras verdades transitorias y efímeras pretendiendo que tengan valor universal, caemos en lo que él considera idolatría y esclavitud humana. Nuestra respuesta a dicha in-quietud espiritual deberá ser sobre todo honesta si no queremos quedar confinados al perímetro único de la medida de lo experimental y concreto. Pero si en ese co-nocerse como ser histórico, que avanza y se despliega en aspiraciones siempre

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nuevas, accedemos a su profunda realidad, hallaremos el fundamento, encontra-remos a Dios que se revela como principio alentador de toda aspiración humana.

A este propósito, significativas en todo punto son las siguientes expresiones:

“La historia tiene su origen en la realidad espiritual interior, en la experiencia del espíritu humano, en la cual éste último no aparece ya como algo lejano y opuesto al espíritu divino, sino que, por el contrario, está en inmediato contacto con él, una experiencia, en suma, en la que se revela el drama de las relaciones recíprocas entre Dios y el hombre…, entre el hombre y la fuente primordial de la vida. Es justamente esta relación la que constituye la esfera pro-funda en la que es concebida la historia”384. Cabe decir que nuestro encuentro con lo espiritual, más que realizarse en el ámbito de la razón, lo es en el dominio del espí-ritu. Encontramos a Dios en la propia humanidad. A su juicio existe un nexo inde-leble entre lo teológico, lo cosmológico y lo antropológico; una ligación que nos permite explicar la historia como principio metafísico que alienta y vivifica todo lo anímico de nuestro mundo. Como análisis propio, piensa que el alma está inserta en el reino natural y que el espíritu está más allá, supera los confines del alma. Pe-ro entiende también que el hombre está limitado; con frecuencia siente angustia y nostalgia; angustia que se origina por la condición misma del propio ser, y nostal-gia por ese sentimiento de impotencia y de límite al no poder alcanzar la perfec-ción ontológica que deseara. Pero, frente a lo trágico de la vida, cree que el mundo se fue encaminando hacia una nueva espiritualidad que un día se patentizó en el cristianismo. Considera que si los marxistas desearon superar el mito cristiano con valores puramente materiales, el derivado no podía ser otro que la inseguridad y la duda al marginar las más profundas inquietudes que dan esperanzas y valor a la vida.

Al inicio del capítulo sexto de El sentido de la historia, se hace eco de las pala-

bras de Schelling que consideraba al cristianismo primordialmente histórico. Ber-diáyev sintoniza con ello, aunque incide en su acción eficiente y dinámica. Subra-ya: “Hemos dicho que el cristianismo es, por su misma naturaleza, excepcionalmente di-námico y no estático, que es una fuerza que irrumpe en la historia y, por consiguiente, se diferencia profundamente del mundo antiguo que, dada su tendencia especuladora, le con-vertía en estacionario”385. Por ser movimiento ascendente, la humanidad caminaba hacia un fin en todo punto esperanzador; aspiraba a algo que no tenía. Pero el tiempo esperado llegó, hizo acto de presencia en la persona de Cristo como hom-bre y como hijo de Dios. En cuanto hecho único e irrepetible - y asumiendo en per-sona nuestra misma humanidad -, dio carácter a lo histórico, a toda la historia pre-cedente y a la que a partir de entonces sigue en constante proyección. En sí, lo que antes del cristianismo permanecía velado, como era su manifestación en libertad, se hace patente en Cristo asumiendo lo humano en su realidad divina.

384 Berdiáyev, N.: El sentido de la historia. 385 Ibid. Cap. 6: El cristianismo y la historia

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Considera al mismo tiempo que la verdadera entidad de la acción histórica es un sujeto libre, esto es, un espíritu obrando en libertad. Confirma que si no ad-mitimos este espíritu que actúa libremente y determina en gran medida los desti-nos humanos, no podemos hablar propiamente de historia386. Claro que, en ese desvelar los fenómenos, vemos que han existido errores, arbitrariedades y no po-cos abusos; es la cara amarga de las acciones personales y colectivas, la tragedia del destino humano a partir, como dice el propio Berdiáyev, de la existencia de una doble revelación: la revelación de Dios al hombre, y la revelación del hombre a Dios, que sería su respuesta. Cierto que en ocasiones el reino del Cesar invade el ámbito cristiano imponiendo teocracias políticas bajo el cariz de ser salvadoras de una nueva humanidad. Sin embargo, por su imponderable espejismo, se precisará entonces que el cristiano retome lo propio suyo, es decir, su forma original, la del evangelio como condición para alcanzar el esperado reino de Dios. Ante la crisis social y política que le tocó vivir nos dice: “Este angustioso problema no podrá tener solución más que con la aparición en el cristianismo de una nueva conciencia, de una con-cepción que le considerará como una religión de transfiguración, no sólo personal, sino también social y cósmica, con la introducción en la conciencia cristiana del elemento mesiá-nico y profético387” Como vocación propia, diríamos que el drama es este: compro-miso libre entre la persona y el espíritu de Dios, más bien, el nacimiento de Dios en el hombre y del hombre en Dios. Debido a la responsabilidad, el camino no es fácil, a veces trágico, pero, como en todo compromiso, Dios siempre espera del hombre la audacia creativa que le acerque a lo que es su fin en el amor.

DIOS APARECE EN EL ABISMO DEL SER

En su deseo de llegar a percibir el porqué de nuestro más profundo actuar,

Berdiáyev vislumbra la fuerza creativa de Dios en toda acción del espíritu humano; descubre también que cualquier enseñanza cristiana sobre la inmovilidad divina es un error, pues el ser mismo de Dios es vida comunicativa, es amor, es, en palabras suyas, “nostalgia” por otro; aún más, llega a decir que esa ansia ilimitada de amor por los otros, es, al mismo tiempo, deseo ilimitado de ser correspondido; el drama está en la correspondencia; sería por ello drama divino y drama humano. De ahí que escribiera: “La tragedia interior del amor de Dios y la esperanza de ser correspondido es el misterio íntimo de la vida divina, al cual va ligado la creación del mundo y del hom-bre”. Piensa que en lo más hondo del yo palpita la presencia divina, reflejada en la insondable inquietud por poseer la dimensión que todavía le falta; en realidad, un deseo que puede traducirse por un oírse y un ser escuchado, es decir, un acto de comunión con un Tú que obra únicamente por amor.

En verdad, las páginas escritas por Berdiáyev acerca del amor ocuparían un

espacio que, en nuestro propósito, desbordarían la intención que de momento nos

386 Ibid. 387 Ibid. Reino del espíritu, reino del César. (Obra póstuma de Berdiáyev)

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ocupa, aunque él también fue tributario de la literatura rusa del momento. Lo fue en principio de Dostoyevski, pues si en las novelas de este universal escritor las fuerzas pasionales de sus protagonistas se entrelazan con actitudes que conducían a sus héroes al desastre y la ruina; sin embargo, considera al mismo tiempo que la belleza es la que debe salvar al mundo; y lo salvará si ella enciende el auténtico amor en los hombres. Le influyeron también las ideas de Tolstoi, sobre todo cuan-do éste se expresaba diciendo que el amor estaba relacionado con la muerte en el sentido de que, frente a la nulidad y el vacío, lo único que puede enfrentarse a la nada es el amor, el auténtico amor como rival eterno a todo lo que se oponga a la belleza y la armonía universal. Para Tolstoi sólo el amor supera e impide la muerte; habiendo amor hay siempre vida. Por eso, en consonancia con esta literatura, Ber-diáyev no dudaba en afirmar: “Todo existe porque amo. Todo está unido por el amor. El amor es Dios, y morir significa para mí, partícula de amor, volver a la eterna fuente co-mún”.

Pero, si grande fue la influencia de estos dos escritores, lo superó con creces

el pensamiento de Vladimir Soloviev. Como analista de los profundos anhelos humanos, consideraba Soloviev que el fin de nuestras aspiraciones es conseguir la unión plena y eterna con el objeto de nuestro amor. Claro que el tiempo y la iner-cia del diario vivir hace que dicho enamoramiento decaiga y no logre la dicha que tan vehementemente se había idealizado. El fracaso se debe al concretarlo en lo efímero y pasajero. Haberlo restringido a un solo ámbito es su desatino, porque el amor aspira a más, quiere infinitud, desea superar los límites que le ofrece este mundo, el amor, si es sincero, aspira a lo ilimitado, anhela inmortalidad.

Por su parte, Berdiáyev, aun sintonizando en gran medida con algunos de

los puntos de estos escritores, profundizará en lo que él considera una religión del Espíritu, donde el amor desinteresado y puro presida todas las relaciones huma-nas. El modelo ideal lo ve en Cristo que explicita y realiza el drama del nacimiento del hombre en Dios y de Dios en el hombre. Considera que si hay un deseo divino por asumir nuestra naturaleza, hay también por parte de la persona un deseo de respuesta que se traduce en el ansia por alcanzar la Realidad Divina. Claro que es-to conlleva dentro de sí lo que podríamos llamar el “drama humano”, pues el vínculo no está plenamente refrendado, no por parte de Dios, sino como conse-cuencia de la radical libertad humana que se puede anteponer a lo que sería la ple-na realización como persona. Según él, Dios puede únicamente actuar como deste-llo de luz y de amor, pero solo si nos hacemos trasparentes a dicha irradiación. Llega a decir que en lo más profundo del ser existe un oscuro abismo, un “Ungrund”, fuente de toda libertad y en cuyo seno tiene lugar el nacimiento de Dios. Citando a Böhme y a Schelling concibe que en la naturaleza de Dios, en lo más profundo de sí mismo, existe un oscuro abismo originario, una fuente de la que brota el torrente eterno de la vida. En cuanto dinamismo de lo real, también es sed apasionada por el Otro como objeto de amor, es lo que Berdiáyev llama “nos-

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talgia de Dios”; un deseo misterioso que conlleva además la esperanza de ser co-rrespondido. Por lo tanto, como nostalgia divina que origina y crea, halla un para-lelo en el ansia del hombre por alcanzar a Dios. En su profunda realidad, es lo que originó la historia, y como hecho central de la misma, la llegada de Cristo por ha-ber llevado a su punto culminante el nacimiento del hombre en Dios y de Dios en el hombre.

Ni que decir tiene que tras estos elevados ideales existe el inconveniente de

caer en un subjetivismo personal donde la razón queda marginada por su excesivo apoyo a lo intuitivo. En este aspecto, su postura es muy similar a la Bergsoniana, donde la intuición es la verdadera creación de sentido. Pero, como ya expresamos allí, existe el inconveniente de tener que superar el carácter arbitrario y de irracio-nalidad que amenaza a toda postura intuitiva. Incluso el amor humano que pro-pugna Berdiáyev es utópico porque nunca conoceremos profundamente sus cau-sas; es su radical personalismo el que le lleva a decir que el hombre nunca debe renunciar a su amor por un deber social y religioso, sería amor de esclavos. En verdad, una conclusión que difícilmente compaginaría con el amor compartido y familiar. Por más que quisiéramos, nos es imposible conocer el último soporte de nuestra elección; tan sólo podemos decir que el impulso viene provocado por una fuerza oculta, enigmática si se quiere, que busca complemento y plenitud; en el fondo, es misterio.

MARTÍN BUBER (1878 – 1965)

En un ambiente familiar de cultura judía, Martín Buber nace en Viena. El

divorcio de sus padres cuando él tenía tan sólo 3 años, hizo que pasara gran parte de su niñez (hasta los 14 de edad), con los abuelos paternos, Salomon y Adela, en Lemberg (Lviv, antigua Ucrania). Era Salomon un destacado estudioso de la tradi-ción hebraica, por lo que las enseñanzas bíblicas le fueron muy pronto conocidas. Fue también iniciado en varios idiomas como el alemán, el francés, el polaco y el hebreo. En 1896 se traslada a Viena donde se matricula en la Universidad, estu-diando, entre otras asignaturas, filosofía e historia del arte que continuará en Leip-zig (Alemania), allí conoce a Paula Winkler, que se convertiría en su esposa y de la que tendría dos hijos, Rafael y Eva. El doctorado lo hizo en Berlín en 1904. Es aquí donde se adhiere al movimiento sionista del que nunca se desvinculará, lo que no quiere decir que no tuviera sus discrepancias en algunos de sus postulados. Su ac-tividad periodística fue muy considerable, en 1916 funda el periódico Der Jude (El judío), que dirigió hasta 1924. Fue el órgano referencial de los judíos alemanes.

En 1923 escribe su obra principal, Ich und Du (Yo y Tú), base de su pensa-

miento y que irá reelaborando a lo largo de su vida. Imparte clases de Ética e His-

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toria de las Religiones en la Universidad de Frankfurt, al tiempo que trabaja con Franz Rosenzweig en la traducción de la Biblia (Antiguo Testamento) a la lengua alemana. Sin embargo, en 1933, habiendo sido expulsados los judíos de todas las escuelas alemanas como consecuencia de la subida de Adolf Hitler al poder, Buber, aun en medio de las imposiciones políticas, cumplirá con una vibrante labor edu-cativa; tanto es así que la propia Comunidad hebrea le nombró Director de la Ofi-cina Central para la Educación Judía Adulta; si bien, tras ser expulsado de la Uni-versidad, y ante la comprometida situación de di-cho colectivo, decide emigrar a Palestina, donde será admitido como profesor de Filosofía Social en la Universidad Hebrea de Jerusalén. En 1949 fun-da el Instituto Israelí para la Educación de Adul-tos, permaneciendo al frente hasta 1953. Entre sus aportaciones sociales destacaríamos el énfasis que él siempre puso por el entendimiento y el diálogo entre judíos, cristianos y árabes. Como reconoci-miento, se le concede, además de otros galardo-nes, el Premio Erasmus dos años antes de su muerte, acaecida en Jerusalén el 12 de junio de 1965. Como escritor, amén de su gran obra, Yo y Tú, y las numerosas publicaciones sobre temas ha-sídicos, merecen especial mención: Sobre el ju-daísmo (1923), ¿Qué es el hombre? (1943), Caminos de utopía (1950), Eclipse de Dios (1952) y, como obra póstuma, El conocimiento del hombre (1966). Fig. 72..

UNA FILOSOFÍA DEL DIÁLOGO

En sintonía con el pensamiento de algunos existencialistas cristianos, el de S.

Kierkegaard sobre todo, y el misticismo judío que floreció en Polonia a mediados del siglo XVIII con el nombre de “jasidismo”388, Buber quiso poner en evidencia la importancia que tienen las interrelaciones personales si se quiere que florezca en la sociedad un nuevo y auténtico humanismo. Frente al mundo especulativo que en tantas ocasiones se convierte en acaparador e inhumano, puso él la solidaridad, la tolerancia y el amor como valores indispensables para que el hombre pueda con-

388 “Hasidismo”: movimiento místico fundado por Samuel Hassid en el siglo XII. En realidad, una doctrina

deformada y herética respecto al judaísmo ortodoxo. Su mayor florecimiento tuvo lugar en el siglo XVIII

dentro de ciertos “ghettos” judíos de Polonia y Rusia. Tres eran los supuestos principales de sus enseñanzas:

a) Presencia inmediata de Dios en el mundo que Él ha creado; tan cercano a las cosas y al hombre que supera

la misma proximidad del alma con su cuerpo. b) La vida mística de la persona no excluye la solidaridad con la

vida comunitaria; la virtud del hombre piadoso implicará ser guía y modelo en la búsqueda del bien de la

Comunidad. C) En la práctica es importante el “esfuerzo personal” (Hithazkuth) para alcanzar un profundo

acercamiento entre el hombre y Dios.

Fig. 72. Fotografía de Martín

Buber en Palestina.

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seguir su auténtico destino. Como condición, el diálogo se hace imprescindible; una comunicación que, en el fondo, lleva consigo implícitamente la noción de ver-dad. Es la apertura hacia el otro lo que convierte a la persona en emisor de vida y fuente que fecunda la propia vocación.

En principio, lo que realmente preocupa a Buber es la dimensión social del

hombre, más bien, su comportamiento y la repercusión que puede tener en el en-torno. Por eso, más que la asignación que pueda tener el diálogo como instrumen-to o técnica de negociación, le interesa su papel comunicativo, es decir, de inter-cambio de sentimientos y de vida. Como analista intuitivo, piensa que desde que se inicia el siglo XX dos son los grandes peligros que han acechado a la conviven-cia social: de una parte, el individualismo, es decir, la reclusión del componente humano a ámbitos puramente privados e individualistas sin apenas repercusión hacia otros colectivos sociales; de otra, el peligro de la masificación, perdiendo lo más propio de la persona como es su libertad en decisiones donde se hacían nece-sarios los juicios personales. De todos modos, tanto en una como en otra coyuntu-ra, el hombre queda deshumanizado, pierde lo que más le define como persona, se convierte en un número para el que gobierna, un dígito para el Estado.

Frente a estos dos peligros, Buber apuesta por un pensamiento dialogante,

es decir, por una filosofía que capta a un “tú” como interlocutor, incluso antes de conocernos a nosotros mismos. El “otro” no es por tanto un alguien que tenemos enfrente, sino un tú que de algún modo está ya dentro de mí, alguien sin el cual yo no sería yo; lo que significa que el encuentro, el diálogo, la conversación con el ”tú” no es algo casual y esporádico, sino constitutivo del ser; la persona es “ser-en-relación”. Dialogar, para él, no es hacer uso de una técnica literaria para negociar o distribuir competencias, es reconocerse en comunión con el que se desea corres-ponder, con el que se quiere compartir.

COMUNICACIÓN INTERPERSONAL: Yo – Tú

La propuesta dialogante de Buber no podría entenderse, como ya se dijo, sin

el legado que recibió, tanto del hasidismo hebreo, como de ciertos escritores exis-tencialistas cristianos. Se percibe esto en su principal obra, Ich und Du, (Yo y Tú), donde el carácter relacional del yo es el leitmotiv de todo su pensamiento. En el ámbito humano la persona es un ser que comparte, crece y se afirma en una triple relación: con el (yo-tú), con el (yo-ello), y con el (yo-Tú).

En nuestras relaciones con los demás – dice -, vemos que nos dirigimos a un

interlocutor con una presencia de verdad. Pero en esa interlocución hay una refe-rencia dirigida al “nosotros”, captamos nuestro yo merced al tú con quien dialo-gamos, es decir, que al hablar, no sólo percibimos la persona que está presente, sino también el ser mismo del que somos portadores. Bien es cierto que existen

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múltiples formas de comunicación, aunque la más propia y natural es la palabra. Con una treintena de signos trasmitimos ideas, sentimientos, valores; hay un ver-dadero enriquecimiento con las experiencias e intercambios personales. Pero todo ello si el diálogo es respetuoso con el interlocutor; el encuentro entonces será efi-ciente, fecundo a cualquier nivel; pues, por esa misma deferencia, es decir, por ser respetado el oyente como “otro yo” su conciencia le llevará a percibir un tú autén-tico y personal; el diálogo en sí personifica a unos y a otros, hace que haya empa-tía porque la comunicación entre personas es más que dialéctica, es logro y crea-ción en el devenir.

Pero todo esto es distinto cuando nos relacionamos con alguien o con algo

simplemente porque nos interesa conocerlo. Entonces nuestro yo solamente se afirma como sujeto que percibe lo que tiene delante. Cierto que no podríamos vivir sin los objetos del entorno, pero aun cuando constituyan nuestra realidad munda-na, vivir sólo de los seres y las cosas es contraponer y desvirtuar el fondo de la vi-vencia propiamente humana. Para Buber, el auténtico saber no es el conocimiento intelectual y objetivo, sino el resultado de la relación directa entre un “yo y un tú”, pues es aquí donde realmente existe un verdadero encuentro entre sujetos; porque la persona no es una partícula o un cuerpo aislado, sino que fundamentalmente somos seres interrelacionados. Una forma es la relación que constituye el “yo – ello” y otra muy distinta la que establece el “yo – tú”, y más aún, el yo – Tú con mayúscula, es decir, la relación con Dios. A este respecto, significativas son las si-guientes expresiones:

“Tres son las esferas en las que se alcanza el mundo de la relación. La primera: la

vida con la naturaleza. Allí la relación oscila en la oscuridad y por debajo del nivel lingüís-tico. Las criaturas se mueven ante nosotros, pero no pueden llegar hasta nosotros, y nuestro decirles – tú – se queda en el umbral del lenguaje. La segunda: la vida con el ser humano. Allí la relación es clara y lingüística. Podemos dar y aceptar el tú. La tercera: la vida con los seres espirituales. Allí la relación está envuelta en nubes, pero manifestándose, sin lenguaje, aunque generando lenguaje. No percibimos ningún tú, y sin embargo nos sentimos interpe-lados y respondemos imaginando, pensando, actuando. Decimos con nuestro ser la palabra básica sin poder decir tú con nuestros labios. Pero, ¿cómo podríamos nosotros integrar lo extralingüístico en el mundo de la palabra básica? En cada una de las esferas avistamos la orla del Tú eterno gracias a todo lo que se nos va haciendo presente, en todo ello percibimos un soplo que llega de Él, en cada tú dirigimos la palabra a lo eterno, en cada esfera a su ma-nera”389.

En las relaciones “yo – ello” nos estamos refiriendo a las cosas o a las perso-

nas que están delante de mi, a las cuales conozco, utilizo, manipulo, etc. Sin em-

389 Buber, M.: Yo y Tú. Caparrós editores, Madrid, 1993, pags. 14-15.

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bargo, en el ámbito de “yo – tú” la relación es de contigüidad y cercanía. En esa inmediatez, el estar juntos no es para estudiarse ni analizarse ni vivir en la distan-cia, sino que la vecindad implica la relación de todo el ser. Nos lo aclara aún mejor haciendo referencia a esos gratos recuerdos cuando nos sentamos un día junto a un amigo, un amante o puede que también en medio de la frondosidad de un bosque: acaso no se intercambien palabras, quizá sólo exista el silencio; no importa, porque la relación no era para analizar, ni para comparar, tampoco para distinguir unos árboles de otros, simplemente estamos con lo que amamos: con la naturaleza, con los animales, con las personas. El siguiente pasaje, tomado del “Yo – Tú” es revela-dor al respecto:

“Cuando me encuentro con un ser humano como mi tú, y le digo la palabra básica

“yo –tú”, entonces él no es una cosa entre las cosas, ni él se compone de cosas. Ya no es él o ella, limitado por otros ellos y ellas, un punto en la red del espacio y del tiempo. Él no es una condición que pueda ser experimentada o descrita, ni un conjunto de cualidades especí-ficas. Sin vecinos ni suturas, él es tú, y llena el cielo por entero. Esto no quiere decir que no haya nada más que él, sino que todo lo demás vive en su luz. Así como una melodía no está compuesta por tonos, ni un poema está compuesto por palabras, ni una escultura está com-puesta por líneas. Así pasa con el ser humano a quien yo le digo tú. Puedo abstraer de él el color de su pelo o el tono de su habla o el calor de su bondad”.

Como tal concepción, aun cuando las relaciones yo–ello sean necesarias pa-

ra fines prácticos, por su materialidad son incompletas y, en tantos casos, alienan-tes; por contra, las efectuadas entre el yo-tú están henchidas de vida y de sentido; escribe: llegando a ser yo, yo digo tú. Afirma también que dichas relaciones no deben ser forzadas, no pueden imponerse; simplemente suceden por “la gracia”. La rela-ción yo-tú no se puede imponer ni violentar, implicaría división e iría contra la in-mediatez que conlleva en sí el diálogo. Pero se debe responder con voluntad y es-fuerzo, pues, como demanda que estimula y alienta, lejos de disgregar, en la rela-ción la voluntad y la gracia se unen, el vínculo es connatural al encuentro.

Sin embargo, también es consciente de que las relaciones con el tú no logran

colmar por sí mismas nuestras aspiraciones, existe en todo encuentro un vacío que nos hace sentirnos limitados. Con todo, y pese a tal confinamiento, surge en el tú de la persona una nostalgia de algo perenne, infinito, de un Ser eterno como pleni-tud de nuestra limitación personal. En cada tú existe un anhelo de totalidad que sólo el Tú eterno puede ofrecer. Significativo es el texto siguiente: “Las líneas de las relaciones, si se las prolonga, se encuentran en el Tú eterno… El Tú innato se realiza en cada relación y no se consuma en ninguna. Sólo se consuma plenamente en la relación di-recta con el único Tú que, por su naturaleza, jamás puede convertirse en ello”390

390 Buber, M.: Yo y Tú. Buenos Aires, 1969, pag. 73.

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EL TÚ ETERNO ES EL DIOS SIN MEDIDA

Así como en la Crítica de la Razón Practica Emmanuel Kant fue llevado a im-

plicarse en las relaciones morales para referirse al Dios trascendente e inmortal, de forma análoga, aunque en un ámbito diferente, Buber hablará de un Tú eterno me-diante una relación personal. Concibe que tanto el yo y el tú, como el yo y el ello son dos maneras de conocer y vivir la realidad. Siendo el tú un sujeto como el yo, no se les puede tomar como cosas u objetos. Diferente es la relación con el ello, que sí son cosas o entidades externas a nosotros. Pero, aunque en nuestra existencia la relación con el ello se hace imprescindible, siempre es conocimiento parcial, men-surable, que nos invade y distrae; de ahí que afirmara: “Sin el ello no podemos vivir, pero si vivimos sólo de esta manera, no es un correcto y humano vivir”. Es en el tú donde encontramos nuestro destino, donde la libertad y el sentido de la vida hallan la di-rección correcta.

No obstante, aún cuando el tú nos da seguridad en las acciones, es algo que

no se puede imponer, y menos aún manipular, debemos únicamente prepararnos para cuando llegue, es el mundo del verdadero encuentro, de la confianza, del amor, donde, sin haberlo demandado, está ahí, sin tiempo y sin espacio, en su pura y radical donación. Claro que, la aspiración humana no para aquí, pues todo en-cuentro, por profundo que éste sea, nos hace percibir también lo limitado que so-mos, nuestra comunión con el otro tiene una demarcación, un ámbito finito que demanda y anhela infinitud. Hay en cada encuentro humano una proyección hacia lo trascendente, hacia un Tú eterno, hacia el Dios sin medida. Cabe decir por tanto que la relación con el Tú eterno es la más alta, la más trascendente interrelación a la que puede llegar la persona, un Tú que nunca puede llegar a ser ello. Para Buber todas las relaciones del tú particular se efectúan y acaban en un tiempo determi-nado, en ninguna se consuman plenamente; tan sólo se vislumbra e intuye la ple-nitud en la relación directa con el único Tú eterno y absoluto.

Habla también de los distintos nombres que, a través de la historia, han ido

asignando a ese Dios sin medida. En un principio – dice -, se le relacionó con lo Sagrado, con lo Santo; más tarde, al convertirlo en objeto de reflexión, la filosofía, y también la teología, le acercaron a las designaciones del ello, lo cual contradecía la plenitud del Tú eterno e infinito. Como tal, todo queda incluido en la relación: el yo en el Tú y el Tú en el yo, o mejor aún: no se encuentra a Dios si permanecemos únicamente en el mundo, como tampoco lo encontraremos si abandonamos el mundo. Llega a subrayar: Dios es el “Todo otro”, “Todo mismo”, Todo presente”; es ha-llazgo, puro encuentro en el amor.

Ya de edad avanzada, en 1951, Buber escribe la obra, El Eclipse de Dios, don-

de, entre otras cuestiones, investiga cómo las filosofías de los últimos tiempos han afrontado el tema de la interrelación, no tanto como concepto o idea, sino como

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experiencia personal con Dios. Es un hecho – dice -, que aun cuando existan postu-ras en radical oposición a semejante propuesta, lo cierto es que ha cundido pro-fundamente en nuestra sociedad. En su gran mayoría los hombres ignoran a Dios, o, en todo caso, actúan como si no existiera. Analiza también el pensamiento de Hermann Cohen, quien - en consonancia con su idealismo subjetivista -, concluye que Dios es un puro ideal, por consiguiente, sin la existencia objetiva con la que se pudiese entrar en contacto con él, la correspondencia y comunión sería ficticia. Dí-gase lo mismo de Martin Heidegger, el cual, aun cuando no niega expresamente la existencia de Dios, la ve como algo inaccesible y lejano; en este aspecto, todo lo contrario de Buber, para quien el contacto con Dios es una realidad viva, recíproca y espontánea; los destellos están en los verdaderos actos de amor: en todo encuen-tro con el tú hay nostalgia de Dios.

Como propuesta, el criterio valorativo que nos ofrece Martín Buber es doble:

admiramos la dimensión comunicativa y dialogante que, en toda pretensión nues-tra, es siempre proceso en vías de realización personal, más bien, continua bús-queda de plenitud que la naturaleza y el tú de nuestro entorno no logran colmar. Reconocemos por tanto la nueva dimensión que él nos ofrece en nuestras relacio-nes interpersonales, descubriendo el Tú eterno que complementa el ámbito de nuestras más radicales aspiraciones; el tú de la persona que encuentra plena reali-zación en el Tú infinito, el amor humano, en la “Plenitud” del amor. Sin embargo, este encuentro, que parte de la intuición, tiene el inconveniente de dejar de lado toda acción intelectual que, en el fondo, es la que más nos pone en contacto con la realidad. Para no caer en el irracionalismo, es de todo punto necesario dar cuenta también de la razón, de la verdad de nuestros diálogos, de nuestros encuentros, inclusive de la trascendencia, es decir, de nuestro encuentro con el Tú. La razón nos dirá que Dios no es un icono que tenemos delante, son sus huellas las que nos hablan y las que hacen que nos comuniquemos con Él.

EDITH STEIN (1891 – 1942)

Nació Edith Stein el 12 de octubre de 1891, en la entonces ciudad alemana

de Breslau, actualmente Wroclaw, capital de Silesia, que pasó a pertenecer a Polo-nia después de la Segunda Guerra Mundial. Su infancia discurrió en el seno de una familia judía de profunda tradición religiosa. Pero, antes de que cumpliera dos años, muere el padre, por lo que la madre, ante la dura situación, asume la respon-sabilidad de hacerse cargo del negocio del marido, comerciante en maderas, para que la pequeña Edith, junto con otros dos hermanos y cuatro hermanas, pudiesen mantenerse en la misma posición social.

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Pasados los años infantiles, pronto aparecerá en ella un agudo sentido críti-co. En su autobiografía nos dirá: “Todo lo que durante el día veía y oía lo escudriñaba por dentro. Al ver un borracho, por ejemplo, me producía una impresión que me perseguía día y noche y me atormentaba… Siempre fue para mí incomprensible cómo puede haber gente que se ría de estas cosas”391. Dado este sentido crítico, es explicable que en la adolescencia Edith pasara una crisis de inconformidad y de protesta, primero, fren-te al sistema de enseñanza, llega incluso a dejar por un año la escuela. Es crítica también con la fe recibida en la infancia, declarándose en todo punto agnóstica. “Con plena conciencia y por libre elección – dice -, dejé de rezar”. Los recuerdos de los actos litúrgicos de los rebinos en las sinagogas le dejaron también un poso des-agradable y frío. Para su experiencia, la piedad de los devotos la consideraba diri-gida hacia la salvación de la vida presente, conduciendo hacia un vacío abstruso e incompatible con su inquietud de búsqueda. Más tarde comenta: “Ya he contado como perdía mi fe infantil y cómo, casi al mismo tiempo, comencé a sustraerme como perso-na independiente… Tenía catorce años y medio… Yo empezaba a preocuparme de cuestio-nes, especialmente relativas a la manera de ver el mundo…”392. La defensa de los dere-chos de la mujer también la apasionaba. Decía: “Como bachiller y joven estudiante, fui una feminista radical. Perdí después el interés por este asunto. Ahora voy en busca de solu-ciones puramente objetivas”.

INTERÉS POR LA FILOSOFÍA

En medio de esa insegura y a su vez problemática vida juvenil, Edith decide

terminar el bachillerato, inscribiéndose, en 1911, en la Universidad de Breslau. Las asignaturas elegidas se conformaban con la propia inquietud: escoge, historia, alemán, psicología y filosofía. Los dos primeros años centrará principalmente su interés en la psicología. Las clases las daba William Stern, con quien incluso pensó hacer su tesis doctoral. Pero no la llenaba del todo porque partía de un método pu-ramente naturalista y mecánico, más bien de un concepto de la persona sin un al-ma que lo animase. De otro lado, la concepción filosófica que entonces solía seguir-se en la Universidad era el neokantismo, en su caso, asumido por el profesor Ri-chard Hönigswald. Pero va a ser precisamente en un seminario impartido por éste cuando Edith va a escuchar por primera vez referirse a Edmund Husserl y a su fe-nomenología. La impresionó tanto, que decide leer las Investigaciones lógicas. La sorpende enormemente. Capta en su lectura la nueva forma de acercarse a la reali-dad. Tanto es así, que decide marchar a Gotinga, donce Husserl era profesor. En principio, su intención era permanecer allí un semestre, pero, de tal forma la cauti-vó el ambiente universitario de Gotinga y la forma de entender la fenomenología que estimuló en ella una verdadera conversión filosófica. Llegó a considerar que los estudios que había hecho sobre la psicología la convencían de que era una cien-

391 Stein, E.: Estrellas amarillas. Autobiogría: infancia y juventud. Editorial de Espiritualidad, Madrid, 1997,

pág. 62. 392 Ibid. pág. 104.

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cia que aún estaba en mantillas. También se había persuadido de que la fenomeno-logía ofrecía más claridad a los problemas filosóficos que los fundados en catego-rías apriorísticas neokantianas, pues mientras aquí la proyección filosófica partía del sujeto como verdadero elemento activo que aportaba su modo de ser al objeto; en la fenomenología se invierten los términos, el conocimiento se dirige primor-dialmente a la realidad objetiva. De ahí que no tenga reparo en afirmar: “Todos los jóvenes fenomenólogos eran decididos realistas”393.

En este contexto, Edith recibe influencia de varios fenomenólogos, princi-

palmente de Husserl, aunque sin olvidar a Max Scheler, sobre todo por la inquie-tud que éste provocaría en su vida interior. El encuentro fue más bien casual. Su-cedió en 1913, pocos meses después de su estancia en Gotinga. Había sido éste in-vitado a dar unas conferencias. Como seguidor de la fenomenología, fue expo-niendo la síntesis de sus experiencias y convicciones, entre ellas, la de haber ingre-sado en la Iglesia catótica; esto, unido a su vivacidad intelectual, despertó en Edith la búsqueda de los auténticos valores que propugnaba el convertido apologista del catolicismo, tanto como para escribir: “Este fue mi primer contacto con aquel mundo desconocido. No me condujo a la fe. Pero me abrió un campo de “fenómenos”ante los que no me fue posible pasar nunca con los ojos cerrados”394. No obstante, dado su espíritu soli-dario, al estallar la Primera Guerra Mundial, Edith no duda en posponer la tesis doctoral que había comenzado a elaborar, para seguir un curso de enfermería a fin de de prestar sus servicios en un hospital militar austriaco. Cerrado éste, retorna a los estudios, al lado del “Maestro”, como gustaba llamar a Husserl. Claro que, por haberle trasladado a Friburgo, Edith tuvo que ir a esta ciudad para defender su te-sis con el título, Sobre el problema de la Empatía; la expone en agosto de 1916; recibe la nota máxima, “summa cum laude”.

El contenido podríamos dividirlo en cuatro parte. En la primera, de carácter

histórico y sugerida por el propio Husserl, no se conserva. La segunda viene a cen-trarse en la “esencia de la empatía”, en cuanto constitución del individuo psicofísi-co, es decir, como un compuesto en varios niveles: el Yo puro, como sujeto de ex-periencia; el alma, como parte esencial del individuo; y el cuerpo en comunión con el alma, en cuanto que viven y se desarrollan conjuntamente. En la tercera afronta las relaciones intersubjetivas como capacidad de relacionarnos con los demás, más bien, como posibilidad de empatizar; se hace patente en forma de experiencia in-tersubjetiva. Finalmente, en la cuarta parte estudia el ámbito de la persona en rela-ción con la empatía; se fijará sobre todo en la conciencia del individuo por cuanto es la que constituye el objeto; la conciencia es Edith algo que supera lo puramente natural, algo con espíritu; la empatía en ella se mueve en ese campo. En el fondo, una visión de la persona como sujeto espiritual que precisa dar sentido y, al tiem-po, poderlo resolver.

393 Ibid. pág. 201. 394 Ibid. pág. 211.

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Obtenido el doctorado, es el propio Husserl quien la propone para ser su

asistente; ella lo acepta agradecida, por lo que durante casi dos años se encargará, entre otras cosas, de transcribir los manuscritos del “Maestro”. Sin embargo, debi-do sobre todo a la evolución de éste hacia el idealismo trascendental, provocará que muchos de sus discípulos se separen de él. Edith hará lo mismo, manifestando la imposibilidad de seguirle en dicha dirección. Senstirá dende entonces la necesi-dad de emprender una vida independiente, de investigar y dar solución a los pro-blemas que la inquietan y preocupan. Intentará por tanto, a partir de 1918, buscar soluciones – siempre mediante el método fenomenológico -, a las dudas que anidadan en su interior. En la base tiene su acento casi siempre el estudio de la persona y sus relaciones con el entorno. Por eso, te-niendo en cuenta el gran impacto de la Alemania que había perdido la guerra, nada tiene de extraño que los escritos posteriores a este tiempo tengan implicaciones claramente sociales y políticas. La primera confección que elabora después de su tesis doctoral, es Causalidad psíquica, probablemente entre 1918 y 1920, analizando los distintos procesos mentales con el fin de dar sentido y fundamento ontológico a toda causalidad psíquica. Le sigue, Individuo y comunidad, afrontando el tema de los valores de la persona en su relación con lo político y so-cial de la comunidad. En consonancia con esta exposi-ción, le sigue, La naturaleza del Estado, con el deseo de clarificar el puesto y el valor del Estado en vistas al bien común y la solidaridad.

De carácter diferente, aunque comenzado a re-

dactar en estos años, es su Introducción a la filosofía. Puede que se trate de los apun-tes impartidos a los alumnos en Friburgo como preparación a la fenomenología y que los fuera revisando a lo largo de su enseñanza. De hecho, no se publicaron has-ta 1991. Citaríamos también, Sobre la esencia del movimiento, un trabajo que Edith presentó como homenaje a su siempre estimado Adolf Reinach, quien, habiendo sido el brazo derecho de Husserl, cayó en el frente de Flandes en 1917.

No debe olvidarse tampoco que en medio de esa independencia y el natural

deseo de elaborar sus propias concepciones filosóficas, estaba también la preten-sión de lograr una cátedra universitaria de filosofía. Su aspiración fue infructuosa; por entonces todavía existían bastantes complejos sobre la mujer como profesora de Universidad. La foto de la Fig. 73 corresponde al perfil de esos años.

Fig. 73. Foto de Edith

Stein (hacia el 1920).

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SORPRENDENTES VIVENCIAS PERSONALES

Para desvelar toda la carga interior de Edith en su búsqueda por dar un sen-

tido a la vida, nada mejor que recordar ciertas vivencias que relata como hitos que cambiarán su modo de ver la realidad de las cosas.

La primera aconteció en 1916, en un viaje que hizo a Friburgo. De camino se

paró en Frankfurt y entró en una iglesia católica por simple curiosidad estética. Mientras contemplaba su arte en respetuoso silencio, entró una sencilla mujer con su bolsa de compra, se arrodilló y oró; poco después, tomó la bolsa de alimentos y marchó. Fue para mí una cosa insólita, nunca lo había visto. En la sinagoga y en las iglesias protestantes que había visitado se entraba sólo para el servicio religioso; aquí, una persona había entrado en una iglesia vacía y, al margen de otras ocupa-ciones, dialogó, a su manera, de forma confidencial. ¿Era acaso la premonición de lo eterno en nuestras vidas? De tal modo se grabó en mí – nos dice -, que nunca lo pude olvidar.

La segunda experiencia ocurrió también en Frankfurt. Nos cuenta que una

amiga la llevó al Instituto Liebig para mostrarle la Atenea de Mirón. Pero antes de llegar a contemplarla, sucedió que tuvieron que pasar por una sala donde estaban expuestas cuatro figuras de un descendimiento flamenco del siglo XVI: la Virgen y S. Juan en el centro, María Magdalena a un lado y Nicodemo en el otro. El Cristo muerto ya no estaba. Ante el dolor reflejado en los rostros, no pudimos por menos de quedarnos inmóviles durante un buen rato. Después fuimos a ver la Atenea, re-flejaba una gran belleza, pero fue la escena del descendimiento lo que me sobreco-gió. ¿Qué atractivo tenía aquel lienzo que no encontraba en la representación grie-ga? No pude dejar de pensarl.

La tercera vivencia fue a raíz de la muerte de Adolf Reinach. En efecto, en el

verano de 1921 le llegó la noticia de Anna, la esposa del fallecido, pidiéndole el fa-vor de encargarse de ordenar el legado de su esposo. Recibió con agrado la invita-ción, pero al mismo tiempo – nos dice -, la turbación de tener que volver a Gotinga y entrar en la casa que ella había conocido tan llena de vida; la agobiaba y, a su vez, también la confundía. Porque, habiéndose convertido los dos del judaismo al cristianismo, ¿qué le podría decir ella a Anna que aliviase su dolor, si en su vida y especulación no había conseguido tener fe en la vida futura?

Pero sucedió que la aleccionada fue ella: la paz que respiraba el rostro de

Anna impidió cualquier frase de ánimo y consuelo. Como diría más tarde, fue An-na la ocasión para que yo experimentase la presencia de lo eterno en el tiempo, de presentir que la muerte no tiene la última palabra. En mi interior deseaba conocer la fuente de esa paz y esa fe que reflejaba su amiga; más aún, si dicho encuentro fue de todo punto imborrable, lo acentuó en sumo grado el hecho siguiente: estan-

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do sola una tarde en la casa que me albergaba, fui a buscar en la librería algo que me pudiese entretener; al encontrar la autobiografía de “Santa Teresa de Ávila,”me puse a leer y – según sus palabras -, leí y leí hasta altas horas de la noche; “cuando cerré el libro, me dije: “Aquí está la verdad”.

Estas experiencias, unidas a la inquietud que ella siempre tuvo por dar sen-

tido a los seres y a las cosas, dieron como resultado el gran giro que tomó su vida. En efecto, unos meses después de la lectura de la mencionada autobiografía, Edith entra en una iglesia católica para comunicar al sacerdote su deseo de ser bautizada. Comprobado que el compromiso era serio, fue admitida a las aguas bautismales el 1 de enero del 1922. En febrero de ese mismo año, recibe la “confirmación”.

NUEVO ITINERARIO FILOSÓFICO

Si al comienzo de su conversión al catolicismo, Edith estuvo tentada de abandonar la filosofía y pedir el ingreso en alguna institución religiosa, el Padre que la aconsejaba espiritualmente la disuadió para que no fuese de inmediato. Sa-bedor de sus grandes cualidades, era mucho lo que todavía podía ofrecer a la so-ciedad. Comienza entonces un período fecundo de apostolado: imparte clases, tra-duce, escribe y da conferencias, incluso llega a convencerse del gran aporte que puede hacer la filosofía moderna al cristianismo. Tratará por tanto de armonizar la fenomenología con el pensamiento del Medievo, más en particular con el tomismo y las direcciones de Duns Escoto. Fruto de ello serán algunos trabajos de este tiem-po, como la traducción de las Questiones Disputatae de Veritatae de Santo Tomás y el interesante escrito, La fenomenología de Husserl y la filosofía de Santo Tomás de Aquino, intentando encontrar puntos de contacto entre las dos corrientes filosóficas.

Pero, como gran proyecto filosófico, Acto y potencia, es considerado como el primer ensayo de su gran obra, Ser finito y Ser eterno. Le siguen otros trabajos en la línea de hacer presente el método fenomenológico en la forma de interpretar el mundo moderno; también otros breves escritos recientemente recuperados.

Sin embargo, cuando el 1 de abril de 1933 el nuevo Gobierno nazi ordena a los profesores no-arios que abandonen “de forma espontánea” sus profesiones, ella y su director espiritual ven el momento de que puedan cumplirse, tras 11 años de espera, sus anhelados de entrar en alguna Comunidad Religiosa. En abril de ese mismo año solicita el ingreso en el Convento de las Carmelitas Descalzas de Colo-nia. Una vez que fue aceptada, decide primero despedirse de su madre y de la fa-milia a quien escribirá después todas las semanas. El 14 de octubre entra en el mo-nasterio, donde toma el hábito el día 14 de abril de 1934, con el nombre de Sor Te-resa Benedicta de la Cruz.

En el Carmelo de Colonia a Edith se le dio permiso para continuar su labor especulativa. Entre los compromisos, uno fue reelaborar de nuevo la obra Ser finito

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y Ser eterno. Lo llevó a cabo entre el 1935 y 1936, aunque su publicación no se efec-touó hasta ocho años después de su muerte. En su conjunto, lo que realmente se desvela es una profunda huella antropológica y contemplativa. Así, compren-diendo que la pregunta sobre el “sentido del ser” es la que ha jalonado toda la his-toria del pensamiento filosófico, ella, desde las primeras páginas, lo contempla bajo una doble vertiente. A su entender: “Ha dominado tanto el pensamiento griego como el pensamiento de la Edad Media; sin embargo, los griegos concibieron este problema ante los datos naturales del mundo creado, mientras que para los pensadores cristianos se amplió (en cierta medida también para los pensadores judíos y musulmanes) mediante el mundo sobrenatural de los hechos revelados”395.

El examen de esa dualidad, y el deseo de dar una respuesta adecuada, es el compromiso que se impone. En su conjunto, diríamos que el Ser finito y Ser eterno de esta última elaboración, es una obra de madurez, densa, y en ocasiones de no fácil lectura, donde, haciendo uso de minuciosos análisis ontológicos, busca la coordinación entre la fenomenología y lo que ella considera neotomismo; en reali-dad, una sutil, aunque persistente cohe-rencia que, partiendo del Pseudo-Dionisio, de Santo Tomás y de Duns Es-coto, se articula con la modernidad re-presentada por la fenomenología de Husserl, Scheler y el mismo Heidegger. La Fig. 74 corresponde con la edad de esta reflexión filosófica.

Pero, aun partiendo de esta con-cepción general, no quiere ello decir que Edith desconociera los contrastes de las distintas posturas; de ahí que, en medio de las diferencias, fuese desarrollando su propio criterio; unas convicciones enraizadas, según ella, en la experiencia de la vida. Diríamos que se fue liberando de todo principio “a priori” intelectual ante los datos de la experiencia. Para Edith dar ahora una respuesta al sentido del ser pasa por la consideración del sujeto co-mo persona. En ese ámbito, onsidera que el ser finito es siempre un fluir, un deve-nir hacia el ser verdadero. Nos dice: “El yo siempre vivo pasa de un contenido, de una experiencia a otra y su vida es una vida fluida. Pero al considerar el yo, es necesario tam-bién comprender que lo que ya no es vivo, lo pasado, no está hundido simplemente en la na-da, sino que continúa de otra manera y que lo que aún no es vivo, el futuro, existe ya en cierta manera antes de llegar a ser vivo”396. Pero este “yo” que fluye y es camino, tiene como dirección la plenitud. Llega a escribir: “El conjunto creado remite a los arqueti-

395 Stein, E.: Ser finito y Ser eterno: ensayo de una ascensión del ser. Ed. Fondo de Cultura Económica, Méxi-

co, 1996, pág. 22. 396 Ibid. pág. 63.

Fig. 74. Ilustración de Edith Stein.

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pos eternos y a los no devenidos de todo lo creado, a las esencialidades o formas puras que hemos concebido como ideas divinas. Todo ser real, sometido a la vez al devenir y al pasar, está anclado en su ser real, sometido a la vez al devenir y al pasar, está anclado en su ser esencial”397.

Acaso, ante expresiones como éstas, se pudiera pensar en un platonismo a ultranza, sin embargo, aun cuando ella misma dijera que los planteamientos de Platón no habían sido correctamente interpretados, el contexto aquí es otro, pues el devenir real del ser no se entiende, ni como fruto de una sustancia finita, ni como derivado de un ser real finito. A lo que realmente se apunta es al Ser infinito que, siendo verdad en su esencia, lo es también en su realidad. En el fondo, un recorri-do hacia un punto culminante, hacia lo divino como fuente de vida y plenitud.

CAMINOS HACIA DIOS

En el análisis sobre “el ser y el sentido de la persona”, Edith ha ensayado el recorrido hacia Dios. Un trayecto que, partiendo de la propia experiencia, la ha ido llevando a la conclusión de que nuestra interioridad está íntimamente vinculada con la posibilidad de trascender, de descubrir y experimentar el encuentro con el Ser infinito. ¿De qué forma? Muy similar a cuando contemplamos un paisaje: la panorámica, la orografía, los matices nos trasladan a horizontes sorprendentes y tantas veces insospechados; porque, aun en medio de lo experimental y sensitivo que puede tener su contemplación, no es algo que nos podamos quedar con ello, la realidad sale a nuestro paso, está ahí, en su sitio. Sin embargo, por más que no po-damos apropiarlo, se abre a nosotros para que nos adentremos en él; podemos per-cibir su belleza, apreciar los contrastes, conocer su historia; tanto es así que el im-pacto puede incluso influir en el rumbo de nuestra vida, abrirnos a lo excepcional y trascendente. Para ella, Dios sería ese paisaje que nos va sorprendiendo durante toda nuestra vida. Él no nos entrega su misterio, pero sí nos deja que transitemos por él, que adivinemos su verdad mediante las irradiaciones que se desprenden de las experiencias que conmuevan el fondo de nuestro interior. Es lo que Edith llama recorrido hacia lo trascendente y divino a partir de las esencias, y que, a su vez, se suman con la vía que parte de la fe en ese Dios que se revela.

En este ámbito, lo que ofrece estabilidad a las esencias no podrá nunca pro-venir de los ejemplares que las hacen limitadas y concretas, sino de algo que las trascienda y las plenifique como es el Ser único e infinito. Escribe: “Es en la inmuta-bilidad de estos arquetipos donde reposan la norma y el orden del mundo creado sometido a una evolución constante. Pero esta diversidad se encuentra reunida en un Ser divino infini-to y único que se limita y articula en ellos para constituir el arquetipo del mundo crea-do”398.

397 Ibid. pág. 351. 398 Ibid.

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Esta inmersión en la profundidad del Ser infinito acaso no se entendería si olvidásemos el clima espiritual que ella descubrió en la mística de Santa Teresa de Ávila y de S. Juan de la Cruz. Su deseo de encontrar la verdad en conjunción con su acopio filosófico, hizo que estos últimos años de su vida se concretizaran en es-critos de carácter hondamente espiritual y místico. Ya en la última parte del Ser fi-nito y Ser eterno considera la experiencia mística como lo más encumbrado de la fi-losofía. Una visión que Dios da al encontrarse y desear unirse a Él. En realidad, una teología en consonancia con la mística de estos santos y ciertas proyecciones del Pseudo-Dionisio, para quien todo conocimiento de Dios viene del propio Dios; es la luz que ilumina, que irradia a los seres; pero sin dividirse ni perderse, sino que a todos liga en el amor, es, por ello, la Suprema Unidad.

No obstante, sería injusto creer que dichas especulaciones fuesen obstáculos que la impidiesen pisar tierra y dejar de lado la situación social y política de la Alemania de entonces. Tampoco el monasterio estaba al margen. Por eso, dada la grave situación, sobre todo a partir de la famosa noche de los “Cristales Rotos”, en-tre el 9 y 10 de noviembre de 1938, la Superiora y Comunidad deciden enviar al ex-tranjero a Sor Teresa. Les pareció adecuado el carmelo de Echt, en Holanda por ser neutral y país de refugiados políticos, y deciden trasladarla allí. Se lleva a efecto el 31 de diciembre de 1938. El 1 de julio de 1939 llega también a ese monasterio su hermana Rosa – convertida igualmente al catolicismo y profesa como terciaria carmelita -.

De forma un tanto apresurada, en Echt redactará el ensayo sobre Juan de la Cruz, el místico doctor de la Iglesia, con ocasión del cuatrocientos aniversario de su naci-miento; estudio que lleva como subtítulo, La Ciencia de la Cruz. Es éste un escrito de insondable sentido espiritual. Ante el panorama que vivía su pueblo, la inteligen-cia filosófica de Edith comienza a experimentar la mística de la noche oscura que se lee en el Doctor Místico de Fontiveros. Es ciencia en consonancia con su vocación filosófica, pero culminada en la cruz por ser el símbolo donde se hizo posible la salvación del género humano. Edith quería configurarse con ella; fue su divisa, su emblema como síntesis de toda su espiritualidad. En la segunda parte de La Ciencia de la Cruz, leemos: “La unión nupcial del alma con Dios, fin para el cual aquélla fue crea-da, se logró mediante la cruz, se consumó bajo la cruz y se selló con la cruz por toda la eter-nidad”.

Atraída por esa alta aspiración de fe en el amor y en el dolor, Edith empeza-rá a consumarla cuando el 2 de agosto de 1942 llega la Gestapo al monasterio, arrestando a ella y a su hermana Rosa que, junto a otros hebreos convertidos al cristianismo, son llevados al campo de concentración de Westerbork. Apenas 5 días después, en la mañana del 7 de agosto, 987 judíos son traslados a Auschwitz. El 9 de agosto, Sor Teresa Benedicta de la Cruz y su hermana Rosa, junto con otros muchos de su pueblo, terminaron sus vidas en las cámaras de gas.

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Reconocida su fe y su entereza cristiana, el papa Juan Pablo II la canonizó el día 11 de octubre de 1998.

Finalmente, tras este somero recorrido de la vida y la obra de Edith Stein, concluimos el trayecto con la valoración que merece el haber estado siempre abier-ta a la verdad. Pero esta disposición requiere también análisis y visión de conjunto. Edith nunca fue una intelectual de laboratorio o de biblioteca. La misma obra Ser finito y Ser eterno, es un libro amplio y difícil. Como principio, diríamos que su in-tento era lograr una síntesis mediante el método fenomenológico y el realismo clá-sico de las esencias, es decir, aceptando, por una parte, los conceptos elaborados de la filosofía moderna, como la empatía, la temporalidad de la conciencia o la divi-sión de las ciencias de la naturaleza y del espíritu, y por otra, el alcance de la po-tencia y el acto, la distinción entre lo contingente y necesario o los atributos tras-cendentales del ser. Si acaso le falta el alcance del acto del ser expuesto por Santo Tomás y apenas desarrollado en la filosofía de su entorno.

ZUBIRI, XAVIER (1898 – 1983)

Nació Xavier Zubiri en San Sebastián el 4

de diciembre de 1898. Cursa los estudios prima-rios en el Colegio de Santa María de esa misma ciudad. Terminados éstos, se traslada a Madrid, donde, como estudiante externo, recibe clases de teología y filosofía en el Seminario, prosiguiendo su formación en la Universidad de Madrid, donde conoce a Ortega y Gasset que le introducirá en las principales corrientes del pensamiento europeo, de modo especial en la fenomenología de Husserl. En 1920 estudia en el Instituto Superior de Filoso-fía de la Universidad Católica de Lovaina, si bien, al final de ese mismo año aprovecha para trasla-darse a Roma donde obtiene el doctorado en teo-logía. De vuelta a Lovaina presenta la memoria de licenciatura en filosofía con el título, Le problème de l’ objectivité d’après Ed. Husserl. I: La logique pure. No mucho después, en mayo de 1921, defiende su tesis doctoral en la Universidad Central de Madrid, con el título, Ensayo de una teoría fenomenológica del juicio. La te-sis se la dirigió Ortega.

Hecho importante de ese año 1921 fue su ordenación sacerdotal, en Pam-

plona. En 1926 gana la cátedra de Historia de la Filosofía en la Universidad Cen-

Fig. 75. Foto de Xavier Zubiri.

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tral de Madrid, aunque, deseando ampliar sus conocimientos, en 1929 se traslada a Friburgo, siguiendo cursos con Husserl y Heidegger. Interesado al mismo tiempo de los avances de la física por su repercusión en los problemas filosóficos, en 1930 se encuentra en Berlín, donde conoce, entre otros, a Albert Einstein. Se reincorpora a su cátedra en Madrid al año siguiente. En 1935 se encuentra en Roma, a donde se traslada para obtener la secularización; contrae matrimonio en esa misma ciudad con Carmen Castro, hija del historiador Américo Castro. Pero, debido a la Guerra Civil española y los antagonismos en la Italia fascista, el matrimonio se traslada a París, donde Zubiri imparte algunas clases en el Institut Catholique. Acabada la Guerra vuelve a España, aunque ciertas presiones políticas fuerzan su alejamiento de Madrid, aceptando la cátedra de filosofía en la Universidad de Barcelona. Ejerce aquí la docencia durante los años 1940-1942, si bien este último solicitó una exce-dencia sine die, al parecer, una renuncia velada debido a las presiones políticas. Re-gresa a Madrid donde impartirá cursos privados.

Hasta 1944 Zubiri había publicado poco. Fue una andadura denominada

por él como etapa fenomenológica; se pone de relieve en el libro Naturaleza, Histo-ria, Dios. Más bien, es una recopilación de artículos editados principalmente en re-vistas filosóficas y científicas. Le sigue su etapa metafísica, marcando un hito, Sobre la esencia, de 1962. Al año siguiente, con Cinco lecciones de filosofía. Reseñar asimis-mo que, a partir de 1971 se crea, dentro de la Sociedad de Estudios y Publicaciones, el Seminario Xavier Zubiri, iniciando la publicación de Realitas, donde los trabajos, tanto de Zubiri como la de sus colaboradores, van saliendo a la luz. La gran nove-dad sin embargo, viene representada por la publicación, en 1980, de su última obra, Inteligencia sentiente, en tres volúmenes: Inteligencia y realidad (1980); Inteligen-cia y logos (1982); Inteligencia y razón (1983). Pero esto no es todo: a pesar de su avanzada edad, se siente con fuerzas para iniciar un nuevo libro, El hombre y Dios, que no podrá terminar porque, de forma casi imprevista, le sobreviene la muerte en Madrid ese mismo año. Se encargará, no obstante, su colaborador y discípulo Ignacio Ellacuría, para que saliera a la luz póstumamente en 1984, siguiéndole otros escritos, como Estructura dinámica de la realidad; El hombre y la verdad y Sobre la realidad. Fig. 75.

CONTEXTO HISTÓRICO

Dentro de la filosofía contemporánea, la obra de Zubiri representa una pos-

tura original, aunque enmarcada en una difícil y compleja visión metafísica. Su in-quietud por el problema de Dios y su trascendencia le viene de lejos. Según sus pa-labras, la cuestión religiosa fue una temática ineludible que le persiguió desde su juventud. Por eso, introducirse en la mayoría de sus escritos es quedar involucrado en la idea de lo “divino” como problema radical de la existencia humana. Pese a todo, y aun conservando las directrices centrales a lo largo de sus publicaciones, existe también en él una progresiva evolución en algunos de sus conceptos más

420

significativos. Desde el artículo publicado en la Revista de Occidente, “En torno al problema de Dios” de 1935, corregido y ampliado en Roma en 1936, y que fue el que apareció en Naturaleza, Historia, Dios, hasta el libro póstumo, El hombre y Dios, es un reflejo de su profunda inquietud por desvelar el alcance que puede ofrecerse al te-ma religioso.

Pero, atendiendo a su evolución, el mismo Zubiri reconoce en el prólogo a la

edición inglesa de Naturaleza, Historia, Dios del año 1980, que su filosofía de la ma-durez no es fenomenología ni ontología, sino filosofía de lo real en cuento real. Lo explica más claramente diciendo que en él existen tres etapas: la primera es asumi-da aproximadamente hasta el año 1930, la entiende como “fenomenológica”, cuya influencia viene determinada principalmente por Husserl y Ortega. En efecto, Husserl había encontrado un yo puro como presupuesto de nuestros actos. Zubiri parte también en su filosofía del análisis de lo dado en los actos como ideal feno-menológico, aunque lo característico en él fue desvelar que las cosas no solamente están constituidas por una serie concreta de propiedades sistemáticamente organi-zadas, sino que en nuestros actos se actualizan como radicalmente “otras”, diría-mos, como “alteridad radical”, aunque él lo llamará simplemente “realidad”.

En la segunda etapa la influencia principal viene dada por el pensamiento

de Heidegger. Una fase considerada, según el propio Zubiri, de “ontológica”. Con frecuencia cita a la obra Ser y Tiempo de Heidegger, asumiendo algunos de sus planteamientos que se dejarían sentir hasta los años 1943-44. Pero, aun partiendo como éste de la apertura que el hombre tiene hacia las cosas, Zubiri va a ir más le-jos, le reprochará la insuficiencia de su análisis en el sentido de que hay algo más. Aparte de cosas, “hay” también lo que hace que “haya”. Es decir, la realidad mis-ma. Lo básico no es un hecho entre otros hechos, sino lo que antecede a todo he-cho.

A partir de aquí, comenzaría propiamente la etapa de madurez, la tercera, la

propiamente metafísica. En este estudio - atendiendo a lo más genuino suyo -, nos detendremos de modo especial en su obra póstuma, El hombre y Dios, aunque sin olvidar las referencias a los escritos anteriores.

A este respecto, Zubiri, antes de exponer sus propios postulados, hace una

somera síntesis de las principales propuestas históricas en su intento de acceder a la realidad de la existencia de Dios. Se empezó a abordar, según él, en Grecia, lle-gando a su madurez con Aristóteles. Como tal supuesto, incidirá sobre todo en la Edad Media, asumiendo que era posible demostrar la existencia de Dios a partir de la experiencia. Los recursos que se utilizaron fueron, además de las leyes naturales, el principio de causalidad y el orden del universo. Las pruebas más acreditadas son las cinco vías de Santo Tomás. Sin embargo, como alternativa a estas demos-traciones, aparecen las propuestas racionalistas modernas, que fundan la “teodi-

421

cea” en la pura razón, sustituyendo las anteriores pruebas cosmológicas por el ar-gumento propiamente ontológico. Surgirán más tarde otras opciones mediante los postulados del deber que hacen posible la moral y, con ellos, que pueda hablarse de otro modo de Dios. Pero, ni éstos ni las anteriores pruebas satisfacen a Zubiri; el acceso suyo es diferente, él comienza, en principio, optando por la fenomenología de la religión para llegar, en su hacerse como persona, a la experiencia de lo real en Dios.

Dicho esto, y antes de abordar su nada fácil exposición filosófica, diremos

que su estudio podríamos centrarlo en los tres temas que, según sus palabras, le desafiaron durante toda su vida: el problema de la realidad, el problema de la inteli-gencia, y el problema de Dios. Pero, dado que el eje articulador de su pensamiento lo constituye el alcance que da al concepto de religación del hombre al poder de lo real, nos obliga a detenernos en su primer significado y su posterior trayectoria conceptual.

LA RELIGACIÓN

Este término lo introduce ya en el artículo “En torno al problema de Dios”,

aunque referido, no tanto a una experiencia religiosa positiva, cuanto a una dimen-sión formalmente constitutiva de la existencia humana; dimensión actuante y di-námica que posibilita, no sólo la existencia de las distintas religiones, sino incluso en la decisión de que alguien diga no tener religión alguna. A ese nivel, “La religa-ción no es sino el carácter personal absoluto de la realidad humana actualizado en los actos que ejecuta”399. Claro que para realizar las propias acciones es imprescindible que existan cosas con las que unos y otros poder realizarnos. De ahí que nos diga que estamos obligados a existir porque previamente estamos religados con lo que nos hace existir. “Ese vínculo ontológico del ser humano es “religación”…, en la religación no “vamos a”, sino que, previamente, “venimos de”400. En ese ámbito, la religación no tie-ne nada que ver, ni con el alcance que en otro tiempo se dio al principio de causa-lidad, ni tampoco con el de razón suficiente; la religación se constituye mediante el análisis y la descripción de una experiencia fundamental, es decir, de una informa-ción o dato primario en lo más profundo y radical de la existencia humana.

Sin embargo, captar dicha visión no es suficiente, se precisa profundizar en

el alcance de esa experiencia, entendiendo que se trata de una realidad que me viene dada de fuera, nos viene impuesta. Escribe: “La religación no es algo que afecte exclusivamente al hombre, a diferencia, y separadamente, de las demás cosas, sino a una con todas ellas. Por esto afecta a todo. Sólo en el hombre se actualiza formalmente la religación; pero en esta actualidad formal de la existencia humana que es la religación aparece todo, in-

399 Zubiri, X.: Naturaleza, Historia, Dios. pág. 356 (Introducción al problema de Dios). Editora Nacional.

Madríd, 1978, pág. 356 de la 7ª Ed. En adelante citaré esta obra con las siglas, NHD. 400 Ibid. 372 (En torno al problema de Dios).

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cluso el universo material, como un campo iluminado por la luz de la fundamentalidad reli-gante”401.

Consecuentemente, por esta abertura a la realidad y por ese sentirse implan-

tado en el ser, se desprende que en su entidad ha sido establecida por una fuerza mayor. De ahí que su estar religado no se circunscribe únicamente al del hombre con independencia de las cosas, sino junto con ellas; también el mundo material se ilumina por la luz de la “fundamentalidad religante”. El hombre podrá optar u oponerse a la religión positiva, pero nunca logrará prescindir de la religación en cuanto ámbito dimensional de la persona con lo real.

Decir también que cuando se habla de experiencia, no quiere ello decir que

el alcance se concrete en el dato externo o en el reconocimiento de una misma cosa en distintas percepciones; tampoco en referencia a la habitual expresión de la expe-riencia de la vida. Para Zubiri se trata más bien de una prueba, no con carácter de comprobación lógica o conceptual, sino como “probación” de la realidad física de lo experimentado. “Una especie de prueba a que se somete algo, una prueba que no es mera comprobación, por ejemplo conceptiva, sino que es el ejercicio mismo operativo del da-to de probar: es probación física. ¿De qué? De la realidad de algo. La experiencia es, pues, probación física de realidad”402.

De hecho, el hombre, por ser una realidad personal, posee una serie de no-

tas por las que decimos que está vivo; tiene también una cierta independencia del medio aun cuando dependa de él. Por ser viviente animado, tiene impresiones del medio, siente. Percibe por los sentidos como lo hacen también los animales; la dife-rencia está en que, mientras éstos sienten o descubren los objetos como estímulos, el hombre, gracias a su inteligencia, los aprehende como reales, es decir, advierte algo en sí mismo, no sólo como afectante o estimulante, sino según son “de suyo”; percibo “lo otro” como realidad. Viene a decir: “El hombre se dirige a la realidad para buscar un apoyo en ella, y a su vez esta realidad tiene gran riqueza de notas, las cuales son una talificación403 del momento de realidad, y por tanto quedan determinadas por este mo-mento como posibilidades de realización. La inserción de estas posibilidades en la realiza-ción de mi persona es la probación física de realidad. El hombre haciendo religadamente su propia persona, está haciendo la probación física de lo que es el poder de lo real. Es la proba-ción de la inserción de la ultimidad, de la posibilitación y de la impelencia en mi propia realidad. Al hacerme realidad personal soy pues una experiencia del poder de lo real, y por lo tanto de la realidad misma”404.

401 Ibíd. 429 402 Ibíd. El hombre y Dios. Madrid, 1998, pág. 95 (citaremos en adelante con las siglas, HD). 403 La totalidad en Zubiri, según la interpretación de Ignacio Ellacuría, no es sólo el contenido, sino contenido

como momento aprehendido de algo real. 404 Ibíd.

423

INTELIGENCIA SENTIENTE

Como se puede apreciar, en esta antropología entra como concepto básico la

“inteligencia” que, en el pensamiento zubiriano se constituye formalmente por la “apertura” a las cosas como realidad, lo que significa que lo entendido es ante todo y formalmente “realidad”. Pero la intelección no es que sea independiente del sentir; se diría más bien que el sentir se hace intelectivo; por eso que hable de “inte-ligencia sentiente”. Su sentir no es como la del animal que ve y percibe los objetos como estímulos, sino que, en un mundo constituido primariamente por las cosas a las que el hombre está constitutivamente abierto, las siente como realidades en ra-zón de su inteligencia. “El hombre no es sólo aquello que le distingue del animal, sino también lo que comparte con él. Pero el hombre no solo siente las cosas como estímulos, sino también como realidades”405.

Considera que la apertura a las cosas como realidades es lo que constituye

para él la inteligencia. Se diría que en el hombre la sensibilidad se hace intelectiva y la inteligencia se hace sentiente; pues, aunque las operaciones sean distintas, en la persona están ligadas en la conjunción del sentir y el entender, más bien, como “inteligencia sentiente”, como una única impresión de la cosa real en dos modali-dades distintas: el “contenido” y la “formalidad” que comporta su ser real. Puntua-liza: “Por su estructura formal como facultad, inteligencia y sentir constituyen una facul-tad…, facultad que ejecuta la aprehensión sentiente de realidad, esto es, la impresión de realidad. No se trata de dos actos, uno de sentir y otro de inteligir, cada uno completo en su orden y convergentes sintéticamente, sino que se trata de un solo acto completo de una sola facultad, es la facultad que yo llamo inteligencia sentiente”406.

Por estas expresiones se deduce que existen en Zubiri actos de “inteligir”

por una parte, y “formalidad de realidad” por otra. Respecto a esta formalidad en-tiende que es algo en sí mismo, aunque siempre en el sujeto; se diría que es lo real en la inteligencia sentiente, algo que se impone a la persona. Afirma también que la realidad tiene dos momentos: el talitativo y el trascendental. El primero es el mo-mento de tener “tales” notas; el segundo los “modos” que presenta dicha realidad, aunque teniendo siempre en cuenta que trascendental no es un concepto, sino un momento físico407. Ahora bien, si el hombre se va configurando con sus propios ac-tos de forma libre e independiente, quiere ello decir que por este mismo actuar se constituye en un modo de realidad “absoluto”, más bien, en una realidad relati-vamente absoluta, o lo que es lo mismo: por medio de sus acciones es como el hombre cobra su carácter de “absoluto relativo”. Escribe: “Lo absoluto de la realidad personal humana consiste en ser absoluto “frente” a todo lo demás y a todos los demás. Sin

405 Ibid. Sobre la esencia. Ed. Moneda y Crédito. Madrid, 1972, págs. 417-18. 406 Ibíd. HD, 35-36. 407 Ibíd. 23.

424

este “frente a” no se puede ser persona humana…Cobrar es pues ejecutar acciones “frente a”408.

Pero, si el hombre se apoya en la realidad para ser lo que es, quiere ello de-

cir que dicha realidad se constituye en fundamento. Zubiri nos habla de un triple carácter de la misma: carácter de “ultimidad”, de “posibilitancia”y de “impelen-cia”. De ultimidad porque es algo último y fundante; en ella se apoyan, no sólo las acciones personales, sino todas las demás cosas; la ultimidad de lo real es la su-prema instancia a la que el hombre puede apelar. Desde la posibilitancia se le abre al hombre la oportunidad de realizarse como persona, de adaptarse a una forma de realidad; pero eso sí, haga lo que haga, siempre tendrá que recurrir a la misma co-mo principio de sus posibilidades. La impelencia viene referida al poder que ejerce la realidad en cada una de las acciones humanas; de algún modo fuerza al hombre a esbozar un sistema de posibilidades en las que tiene que elegir; se realiza como un absoluto relativo por la imposición de esa misma realidad.

Con estos antecedentes en los que el hombre se siente plenamente religado,

es justo que, en esa apertura hacia la realidad que lo fundamenta, busque la fuente de cuanto positivo y enigmático lleva consigo; surge así la religación a lo absoluto, a Dios como máxima posibilidad de la persona.

ACCESO A DIOS

El tema de la existencia de Dios debe abordarse, según Zubiri, como un ver-

dadero problema, es decir, en cuanto que tiene en el hombre directa relación con el mismo fundamento en su hacerse como persona. Esto se descubre en el análisis de la propia existencia. Nos dice que es en la misma experiencia donde se hace osten-sible el poder de lo real y por consiguiente es en ella donde vamos aprehendiendo lo que constituye su fundamento. Escribe: “La persona humana, por ser estructura misma del poder de lo real al que se encuentra religada, se halla remitida a una realidad-fundamento, esto es, a una realidad absolutamente absoluta”409.

A su modo de ver, tanto el idealismo como el realismo tienen en el fondo

una base bastante similar, pues en ambas concepciones se parte de la existencia o inexistencia de un mundo exterior como si se tratase de algo extrínseco y agregado a la existencia del sujeto. En realidad, un supuesto que ha sido radicalmente cues-tionado por la fenomenología al considerar al sujeto humano constitutivamente abierto a las cosas, lo cual hace que la comprensión del mundo exterior esté supe-ditada, no tanto por lo que proviene de fuera, cuanto a la dimensión de la propia estructura ontológica formal de la persona. La fenomenología, sin embargo, su-pera, según él, las visiones del idealismo y del realismo al proponer más adecua-

408 Ibíd. 79. 409 Ibíd. 308.

425

damente el problema de la realidad del mundo exterior, pues éste, lejos de ser pen-sado como un hecho extrínseco y agregado al sujeto, se constituye como dimensión constitutivo-formal del ser del hombre.

Zubiri llega a esta conclusión, no sólo por la influencia que recibe de Hus-

serl, sino por la importancia que tiene el alcance de la religación. No es difícil to-parse en su primera etapa con expresiones como éstas: “El problema de Dios tiene por raíz la religación de la existencia”. De hecho, para él, el problema de la trascendencia es una dimensión radical de la vida humana, hasta tanto, que bien puede decirse que en el hombre está Dios como problema, o lo que es lo mismo: el problema de Dios en el hombre existe porque es una existencia constitutivamente religada.

Esta religación, en cuanto forma parte de la persona, implica también estar

en Dios en cuanto realidad incondicionada y absoluta; una realidad trascendente que, al mismo tiempo que es fundamento, se constituye también en soporte de to-do lo real. En este ámbito, en la religación se accede a la presencia de lo divino en las cosas, la presencia de Dios en cuanto las constituye y en cuanto quedan im-plantadas como realidades. No obstante, puede que se precisen algunas aclaracio-nes al respecto. Así, conviene tener en cuenta que lo patente al hombre en la religa-ción no es propiamente Dios, sino la deidad. Por lo tanto, se precisará de la razón para que pueda explicarnos su alcance, ya que por simple intuición el hombre no llega a saber que esta deidad sea Dios. En ese ámbito puede decirse entonces que la religación fuerza al hombre a usar su razón para que muestre y justifique el fondo último de la deidad como sería la existencia y la realidad del mismo Dios. “En la re-ligación estamos “fundados”, y la deidad es lo “fundante” en cuanto tal410.

Dicho lo cual, sí podríamos entender que se diga que el hombre es “expe-

riencia de Dios”; no como algo externo que nos adjudicamos y asumimos con sus atributos, sino como algo que le constituye en su más íntima realidad. Se diría que la razón elabora un esbozo que lleva a la fundamentalidad de lo real, es decir, a lo “absolutamente absoluto” y “fundante” de toda posible realidad. Pero, bien es cierto que este esbozo, por más que aparezca como razonable, nunca podrá agotar el carácter enigmático del fundamento; siempre va más allá de las posibilidades de la razón, con lo que, aun siendo ello verdadero, nuestro conocer siempre será limi-tado.

Pese a todo, Zubiri concede a la razón una segunda virtud que denomina

“verificación”, definiéndola como “probación física de la realidad”. No se trata de demostrar de forma directa todo el alcance del mencionado “fundamento”; de he-cho, trasciende todo humano entender; tampoco es que sea la conclusión de un ra-zonamiento lógico o deductivo; su alcance viene condicionado por la realidad

410 NHD, 432.

426

misma de donde se parte, experimentándola a la luz del fundamento; el punto cla-ve está en la experiencia de plenitud de vida personal en su triple carácter de “ul-timidad”, “posibilitancia” e “impelencia”, como algo último y fundante. Para Zu-biri, Dios es aquello que está fundando y haciendo posible lo absoluto de mi ser como persona. ”La experiencia de lo absoluto no es otra cosa sino la experiencia de lo ab-soluto cobrado en la constitución de mi ser, la experiencia de estar fundado en una realidad fundante”411.

Pero en dicha experiencia hay también distintos niveles. El primero de ellos

es el que se llama nivel de experiencia universal, atribuido a todo hombre; quiéralo o no, lo sepa o lo ignore, pues es algo que atañe a la experiencia de la religación; él lo expresa con el calificativo de “experiencia teologal”. También nos dice que la experiencia de Dios en su radicalidad es experiencia de la propia libertad. “La expe-riencia de Dios de una manera radical y última es la experiencia de mi propia libertad, en tanto que Dios es fundamento de mi propio ser absoluto”412. En la religación el hombre cobra su libertad y su relativo ser absoluto. Es absoluto porque es “suyo”, y es rela-tivo porque es “cobrado”. Tampoco hay libertad sin fundamento, pues lo que realmente confiere al hombre ser libre es su fundamentalidad.

Otro de los niveles de la experiencia es el que nos proporciona la “gracia”,

dando lugar a la vivencia específicamente religiosa. Es Dios quien se va revelando históricamente a los hombres. La iniciativa no es nuestra, sino que parte de Él. Por lo tanto, el estudio de las religiones quedaría cifrado en eso: en el examen de la manifestación histórica de Dios a los hombres. Nos dice: “El hombre tiene una expe-riencia de la gracia, aunque no lo sepa, porque nadie hay que esté exento de esta presencia de Dios. Rigurosamente hablando no es una presencia; es la proyección misma de la vida trinitaria ad extra en lo que consiste…, la razón formal de la creación del hombre”413.

En un tercer nivel expone la experiencia cristiana que, en su máxima expre-

sión, se da en Cristo y que él denomina “experiencia de la deiformidad”. Es Dios quien asume la forma humana y el hombre el que se “deiformiza”. Lo concibe como la máxima expresión de la experiencia teologal acaecida en el mundo, indi-cando a su vez que nuestra inserción con Dios en modo alguno debe apartarnos de lo que somos, tampoco de las cosas que integran el mundo en el que vivimos. Un breve resumen de lo que hemos venido exponiendo podría concretizarse en los puntos siguientes:

1) El concepto de “religación” – fundamental en la filosofía de Zubiri -, lo

utiliza para referirse a una experiencia humana fundamental, que antecede a cual-quier intento de racionalización y, como tal realidad, a lo único que el ser humano

411 HD, 328. 412 Ibíd. 329. 413 Ibíd. 330-331.

427

puede acceder. En sí, una realidad previa al ser que, mediante el poder de lo real, se apodera del hombre, lo religa y lo proyecta hacia una búsqueda intelectual de su fundamento.

2) La razón, como ámbito exclusivo de la persona humana, es principalmen-

te método, en dos facetas sucesivas: el esbozo y la experiencia. Respecto a Dios, el esbozo alude siempre a la religación, en tanto que, mediante la experiencia nos en-contramos con la probación física de la realidad esbozada; una prueba que debe entenderse, no como comprobación de tipo lógico y deductivo, sino como proba-ción física de la realidad.

3) El carácter absoluto de Dios se entiende y se presencializa desde la religa-

ción a su fundamento. En la experiencia de lo real el hombre y Dios, aún en la dife-rencia de la propia identidad, van radicalmente unidos. No otro parece ser el al-cance que Zubiri da a las siguientes palabras: “El hombre es experiencia de Dios y Dios es experiencia del hombre”. Somos para él “una forma finita de ser Dios”.

AMBIGÜEDADES FILOSÓFICAS

Aun reconociendo la originalidad que nos aporta la filosofía de Zubiri, ofre-

ciéndonos una nueva idea de realidad partiendo del análisis de las propias accio-nes, encontramos, no obstante, algunos conceptos difíciles de puntualizar en su siempre inusitada exposición. Por su importancia, tendremos a bien analizar, aun-que someramente, algunos de ellos, como el de “ser” y el de “realidad”.

De una parte, encontramos textos donde el “ser” parece quedar inscrito a un

después de la realidad. Reseñamos los siguientes: “La realidad, y no el ser sustantivo, es el fundamento previo, el “prius” de la objetividad de las afirmaciones y del ser copulati-vo””414. “La realidad es previa a la dualidad “esencia-existencia”, porque tanto la una co-mo la otra son precisamente momentos de lo real”415. “Realidad no es mera existencia, sino que es algo primario o irreductible, que puede explicarse diciendo que es lo “de suyo”416. “Ser” es un acto “ulterior” a lo real”417

Sin embargo, existen otras frases donde parece indicar que el ser sea ante-

rior a la realidad. Significativos son los siguientes pasajes: “Realidad es ese carácter que hemos llamado “de suyo”…, el “de suyo” es, pues, el carácter transcendental de todo contenido determinado”418. “El ser “de suyo” es la razón formal y el fundamento de que la existencia y de que la aptitud para existir sean momentos de algo ya real”419. Entendemos

414 Zubiri, X.: Sobre la esencia. Editorial Moneda y Crédito. Madrid, 1972, pág. 410. 415 Ibíd. pág. 413. 416 Ibíd. pág. 406. 417 Ibíd. pág. 424. 418 Ibíd. pág. 461. 419 Ibid.

428

que el ser aquí viene a ocupar el sector de la “razón formal” de la realidad, que, en sana lógica, una razón formal será siempre anterior a aquello de que es razón. Por consiguiente, hablar de ambigüedad en los términos señalados no creemos que sea arbitrario o infundado.

Por otra parte, teniendo en cuenta su “realismo trascendental” - cuyo pro-

pósito no es sino hacernos comprender el poder de lo real proyectándonos hacia una búsqueda intelectual de su fundamento -, es lógico también que nos pregun-temos por qué tal proyección está concebida como “realidad” religada. Las cosas, según palabras del propio Zubiri, se presentan con carácter de realidad. Sin em-bargo, creemos que esto no es así; las cosas se presentan más bien con carácter de alteridad; ellas se descubren en los actos, por lo que siempre serán anteriores a su realización. Por mucho que la realidad radical, según él, nos remita más allá de nuestros actos; la acción en sí es un carácter que tienen las cosas en su propio quehacer, por lo que el modo de presentarse será un momento de los actos; en consecuencia, los actos precederán siempre a esa alteridad radical que él llama realidad.

Esa misma ambigüedad viene implicada en el interrogante sobre la existen-cia de la realidad absolutamente absoluta, es decir, de Dios. Exponemos los si-guientes textos: “La religación al poder de lo real perfila, en efecto, una idea de Dios per-fectamente determinada, común a todos, y, en su carácter enigmático nos está ya llevando a la discusión viva, esto es, a un tanteo vivo, y no sólo especulativo acerca de la realidad o no realidad de aquella realidad absolutamente absoluta”420. Nos parece que en la frase se alude a la realidad en dos sentidos; porque si la referencia fuese a uno sólo, es de-cir, de tener un único sentido, nunca podría hablarse de la “no realidad” de una “realidad”. Además, lo enigmático tampoco puede conducir a una idea perfecta-mente determinada, como aquí parece quererse concluir. Tampoco creemos que sea fácil descartar toda clase de panteísmo en frases como éstas: “El hombre es una proyección formal de la propia realidad divina; es una manera finita de ser Dios”421.

PAUL RICOEUR (1913 – 2005)

En un ambiente familiar protestante y devoto, nace Paul Ricoeur en Valence

(sureste de Francia), en 1913; meses después fallece la madre y, a los dos años, muere también el padre en la Primera Guerra Mundial, por lo que el pequeño fue educado por su tía y abuelos paternos merced a una pequeña pensión asignada a Paul por su condición de huérfano de guerra. Estudia en el Liceo masculino de Rennes, mostrando un profundo amor a la lectura. A los 17 años ingresa en la Uni-

420 Zubiri, X.: HD. 421 Ibíd. El problema teologal del hombre.

429

versidad, también de Rennes. En 1934 se inscribe en la Sorbona de París, donde co-nocerá, entre otros, a Gabriel Marcel, asistiendo a las reuniones coordinadas por és-te y conocidas como los “vendredi”.

Es sabido que en esta etapa juvenil queda ligado a las juventudes socialis-

tas, aunque en clara oposición al autoritarismo comunista. Como principio, siem-pre se mostró a favor de la paz. En 1935 se licencia en filosofía y se casa con Simona Lejas, una amiga de la infancia. Trabaja primero como profesor de filosofía en el Liceo de Saint Briene et Colmar y, más tarde, en el de Lorient. Se interesa ahora por la lengua alemana, tanto es así que consigue una beca para perfeccionarse en ella en Munich. Sin embargo, la gestación de la Segunda Guerra Mundial interrumpe su carrera. En 1939 fue movilizado por el ejército francés, pero, al año siguiente fue capturado por la invasión alemana, pasando 5 años en distintos campos de concen-tración. Durante este tiempo, lee a Karl Jaspers e inicia la traducción de las ideas de Husserl. Fue liberado en 1945.

Después de la guerra imparte clases en el Colegio

Cévenol, de orientación pacifista. En 1948 obtiene una plaza en la Universidad de Estrasburgo y, dos años des-pués, se doctora con una tesis de filosofía, Le volontaire et l’involuntaire. Invitado en 1955 por la Comunidad cuá-quera que tenía lazos afines con el Colegio Cévenol, viaja a Estados Unidos; visita también Montreal y después China. Su reputación como experto en fenomenología hizo que su fama cobrara visos de internacionalidad. En 1957 se traslada a Les Murs Blancs, la casa que Emma-nuel Mounier compartía con varios intelectuales. Aquí, siendo consciente de la problemática que ofrecía la filo-sofía del momento, comenzó a interesarse por los pro-blemas políticos, oponiéndose, entre otras decisiones, a la postura tomada por el Gobierno en la Guerra de Arge-lia. En desacuerdo también con el sistema universitario francés, deja la Sorbona para participar en la creación de la Universidad de Nanterre. Es elegido en 1968 decano de la Facultad de Letras, al tiempo que se le concede el Doctorado Honoris Causa. Pero, debido a las protestas estudiantiles de mayo del 1968, donde es ridiculizado como “títere del Gobierno francés”, Ricoeur, dimite como decano en Nanterre. En 1970 se traslada a la Universidad de Chicago, permaneciendo hasta 1985, donde conoce más de cerca la filosofía analítica y los tratados estadounidenses sobre las ciencias sociales. Pero, estando ya jubilado, el suicidio de su hijo Oliver le afecta profundamente. En realidad, un suceso que le apremia a escribir “lo trágico de la ac-ción” en “Sí mismo como otro”. Dignos de reseñar son también los numerosos galar-dones que fue recibiendo, como el Premio Nacional de Investigación en Humani-

Fig. 76. Fotografía de

Paul Ricoeur.

430

dades de Francia, así como la investidura de doctor Honoris causa en distintas Uni-versidades del mundo, entre ellas, por la Universidad Complutense de Madrid, la de Ramon Llull de Barcelona y la de Santiago de Compostela, también el premio Balzan en reconocimiento a su labor filosófica. En siglo XXI, el premio Pablo VI en 2003. Muere el 20 de mayo de 2005 en su casa de Châtenay Malabry, al oeste de Pa-rís, tenía 92 años. Fig. 76.

CONTEXTO IDEOLÓGICO Y SOCIAL

Dada la numerosa y heterogénea producción literaria y las distintas fases

por las que fue moldeando su pensamiento filosófico, adelantamos la dificultad que ofrece hacer un resumen del conjunto de su obra. Baste decir que un volumen biográfico de sus escritos publicado recientemente ocupa más de quinientas pági-nas. Con todo, intentaremos extraer lo que creemos ser más significativo de su progresivo despliegue ideológico.

En primer lugar, conviene tener en cuenta que por su condición de huérfano

y el haber experimentado en propia carne los sinsabores que supuso haber estado 5 años en un campo de concentración, nada tiene de particular que sus primeras orientaciones filosóficas se dirigiesen a problemas como la alienación o los concep-tos referidos a la culpa o infracciones colectivas y personales. Cabe decir que en sus primeros años de investigación la influencia es doble: de una parte, las enseñanzas de Gabriel Marcel y Emmanuel Mounier; por otra, la fenomenología e ideas de Edmund Husserl que tradujo en los años que estuvo confinado en los campos de concentración. Realmente, si de los primeros captó el valor existencial de la vida, de Husserl fue el rigor intuitivo de las esencias dentro del marco de la fenomeno-logía. Bien es verdad que, a la hora de ofrecer su propio punto de vista, lo va a ir exponiendo en confrontación con no pocos pensadores como Descartes, Kant, Fich-te, Husserl, Marx, Nietzsche, Freud, Jaspers, Marcel, Heidegger, Gadamer, la lin-güística de De Saussure, el estructuralismo de Lévi-Strauss y las filosofías analíti-cas del lenguaje.

De hecho, comienza a publicar sus trabajos a finales de los años cuarenta. En

principio, afrontando la obra de Karl Jaspers, fruto de lo cual, aparecen sus dos primeras obras; una en colaboración con Mikel Dufrenne: Karl Jaspers y la filosofía de la existencia (1947), la otra, de forma personal: Gabriel Marcel y Karl Jaspers (1948), autores que caracterizaban en buena parte el pensamiento personalista y existencial de la filosofía alemana y francesa del momento; aunque eso sí, una existencia que Ricoeur veía, no como finitud y eventualidad, sino como apertura y afianzamiento personal. Con esta perspectiva, inicia el doctorado con una tesis so-bre la “filosofía de la voluntad”, que llegaría a ser una de sus grandes obras, en dos volúmenes. El primero con el título, Lo voluntario y lo involuntario (1950), donde, si-guiendo el método fenomenológico de Husserl, pretende esclarecer las disposicio-

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nes básicas de la voluntad, recurriendo a una teoría eidética de lo voluntario y lo involuntario.

Pero el problema del mal, el tema de la culpa, le inquietará de tal forma, que

decide optar por un concluyente cambio metodológico. Así, en el segundo volu-men de su “filosofía de la voluntad” que titula, Finitud y culpabilidad, publicado 1960, nos ofrece una contrapartida al primero. Lo divide en dos partes: “El hombre débil y La simbólica del mal”. Su compromiso ahora es claro: intenta desprenderse de la pu-ra abstracción, de las disposiciones básicas de la voluntad, para adentrarse en su ámbito empírico, es decir, lo que está intrínsicamente dentro de ella misma; intro-duce la realidad del mal como problema dentro de la persona; no es pura abstrac-ción, porque el mal, por su carácter absurdo y opaco, no puede ser objeto de una descripción independiente y pura; no es posible explicar el paso de la inocencia a la culpa mediante descripciones abstractas. Por eso, al introducir el problema del mal y la ofensa en la estructura de la voluntad, el cambio metodológico era en todo punto obligado. Se precisaba ahora un nuevo método descriptivo donde los símbo-los y los mitos - por su carácter de mediación -, serían imprescindibles, esto es, se demandaba la aparición de una hermenéutica filosófica con el fin de esclarecer la base significativa de todo lenguaje simbólico. De ahí que, en Finitud y culpabilidad, Ricoeur opte por desarrollar una inusitada concepción del individuo como “hom-bre lábil”. Nos lo resume del siguiente modo: “¿Qué queremos decir al afirmar que el hombre es “lábil”? Esencialmente esto: que el hombre lleva marcada constitucionalmente la posibilidad del mal moral”422.

Siguiendo esta línea, irá analizando los conceptos de “mancha”, de “peca-

do” y de “culpabilidad” a nivel, no sólo del individuo infractor, sino también de la injusticia colectiva o de grupo. En cuanto símbolos propios del mal y su antítesis, Ricoeur tipifica cuatro tipos míticos respecto a su origen y su fin, son los siguien-tes: 1) El drama bíblico de la creación, donde, frente al caos primigenio, pugna y vence el acto creador de Dios. El mal aquí sería el caos; la salvación, el hecho de haber creado. 2) El mito de la caída. En sí, un episodio incongruente ante la perfec-ción en la que se hallaban instalados. 3) El mito trágico. Se trata, en realidad, de un mito intermedio entre el del caos y el de la caída, donde la figura heroica de la tra-gedia es culpable sin culpa, es decir, donde la salvación, más que estar en la indul-gencia o la piedad, se constituye en la coexistencia de la libertad y la necesidad. 4) El mito del alma desterrada. La referencia aquí se dirige a nuestra cultura occiden-tal, dividiendo a las personas en dos realidades supuestamente diferentes: el cuer-po y el alma.

Considera también que desde la óptica mítica, el símbolo nos ayuda a aden-

trarnos en la realidad más profunda del hombre, es decir, en ese ámbito inherente

422 Ricoeur, P.: Finitud y culpabilidad, trad. de Alfonso García y Luis M. Valdés. Ed. Taurus, Madrid, 1991,

pg. 149.

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donde goza y sufre las distintas eventualidades de la vida. Para Ricoeur, el hombre - cuya personalidad se extrae de la interpretación de los mitos -, conlleva las si-guientes características: A) “Es un ser que nace ya en un mundo caído”. Como persona humana, está estructuralmente inmerso en la culpa; por lo tanto, si los demás nacen inclinados con esta tendencia - dígase lo mismo de nosotros -, todos nos debatimos ante la alternancia entre el bien que se quiere hacer y el mal que se realiza; en cierto modo, es una interpelación que se nos hace si queremos seguir viviendo. B) El hombre es partícipe de ese mal en el mundo. En efecto, si antes era víctima del extravío inserto en el hombre, ahora colabora a ese daño. En el fondo, cree llegar con el mal adonde con el bien le fue imposible. Por lo tanto, no es que quiera el mal por el mal, es porque, con su realización, lo que cree conseguir es su propio bien. Por eso el hombre no es que se constituya en un ser malo de alcance absoluto, sino en un simple colaborador del mal practicado de forma equivocada. C) El siervo albedrío. Significa que el hombre está mediatizado, es decir, que no es libre absolutamente. Por más que siga afirmando o negando, su libertad está res-tringida, las circunstancias y el contexto condicionan, de un modo u otro, su actuar en la vida. D) La apuesta por el hombre. Quiere decir que, a pesar de todo, él con-fía en la persona. Cree que, en medio de sus limitaciones, no está vinculado radi-calmente al mal, puede construir el bien. En el análisis del mito adámico, por ejemplo, entrevé que la bondad supera al abuso y a la infracción. Por eso, aun en medio de su contingencia y finitud, el hombre puede llegar a construir una huma-nidad en concordia con el bien y la mutua solicitud. Diríamos que la frase, “El sím-bolo da que pensar”, con la que Ricoeur concluye la obra Finitud y Culpabilidad, va a ser reveladora en buena parte de todo el escrito, de hecho, será el lema que orienta-rá su filosofía en la década de los 70 a los 80.

Pese a todo, y tras esos años de estudios principalmente fenomenológicos,

va a tomar otra dirección, se inclinará ahora hacia el “giro lingüístico”, transfor-mando su fenomenología en hermenéutica. Analizará directrices nuevas, como la psicoanalítica freudiana, la lingüística, el estructuralismo y las filosofías analíticas, más bien la redescripción de la experiencia humana por medio del lenguaje meta-fórico, como también la relación entre experiencia temporal y narración. Cabría mencionar, en este ámbito, los escritos, La metáfora viva (1975) y Tiempo y narrativa (1983-85), en tres volúmenes; aunque, debido a los múltiples cambios de orienta-ción, su metodología es compleja; él mismo tiende a distanciarse de comprensiones unitarias. En una entrevista concedida en 1994, llegaba a decir: Mis libros poseen siempre un carácter limitado. Nunca me he hecho preguntas generales del tipo: ¿qué es la filosofía? Me preocupan los problemas particulares. No obstante, en medio de esa frag-mentación, creemos que es posible encontrar una línea direccional: descubrir la es-tructura del sujeto en acción. Cabrían, entre otras, las preguntas siguientes: ¿cómo caracterizar a la persona que actúa y toma decisiones? ¿En dónde se funda dicha capacidad?

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Atendiendo a estas pautas, uno de los análisis que nos ofrece es la confron-tación con los puntos de partida de filósofos como Descartes, Kant o Husserl, los cuales intentaron constituir el yo del pensamiento como primera verdad, unos de una forma y otros de otra. Sin embargo, para Ricoeur, la auténtica referencia nun-ca puede ser una intuición del yo, no puede ser por tratarse de una realidad abs-tracta y, por consiguiente vacía, sólo lo encontraríamos en sus objetivaciones, es decir, en sus actos, en las obras concretas realizadas por el individuo; acciones que deben ser interpretadas, por lo que se impone una hermenéutica de las mismas. De este modo, inspirándose ahora en Heidegger, llegará a reconocer que el “ser-en-el-mundo” es previo a la reflexión del supuesto yo. Se diría que el sujeto que interro-ga pertenece ya al mundo, por lo tanto sólo la hermenéutica del lenguaje, basada en el análisis de los signos y de los símbolos, permitirá vislumbrar la verdad onto-lógica. Cierto que tampoco existe un único método de interpretación, no hay una única hermenéutica; mientras para Freud, por ejemplo, los símbolos son disfraces del inconsciente, otros los consideran trazos o bocetos de realidades suprasensi-bles. Ricoeur - de entre lo que él considera “conflicto de las interpretaciones” -, habla de los “maestros de la sospecha”, incluyendo a Marx, a Nietzsche y a Freud. A Marx, en cuanto que desvela la ideología como falsa conciencia; a Nietzsche, desenmascarando los falsos valores; y a Freud, poniendo al descubierto las pulsa-ciones del inconsciente. Sin embargo, él cree que, junto a la hermenéutica de la “sospecha”, debe efectuarse la hermenéutica de la “escucha”, capaz de dar pleno sentido a las cosas, es decir, que la hermenéutica de lo oculto y la sospecha debe completarse con la fenomenología de lo sagrado y del espíritu, la complementarie-dad en las interpretaciones antitéticas es posible y, a la vez, integradora de la ver-dad. De ahí el gran interés de Ricoeur en la últimas etapas de su vida por recuperar al hombre como sujeto que convive y se desarrolla con los otros; lo mostraría sobre todo en las obras, “Sí mismo como otro” (1990) y “La memoria, la historia y el olvido” (2000).

INTERPRETACIÓN Y FE

Aun cuando no se encuentre en sus escritos un tratado que hable de forma

explícita del tema de la fe, sin embargo, la lectura de algunos de sus textos, princi-palmente los relacionados con la hermenéutica teológica, nos ofrece un mundo que sí nos posibilita vislumbrar el ámbito religioso de la persona. Significativas por ejemplo son las conversaciones que Ricoeur tuvo con François Azouvi y Marc Lau-nay, recopiladas en el libro, Crítica y convicción: Paul Ricoeur, publicado en 1993, donde, aun cuando no se manifieste como filósofo cristiano que defienda de forma racional sus convicciones de creyente, se diría que su praxis vital era la mejor for-ma de expresar su fe religiosa. A este propósito es muy significativo lo que él fue expresando a lo largo de su vida. En las distintas ocasiones que visitó Taizé, admi-rando el ejemplo apostólico del hermano Roger, se expresó diciendo que “en Taizé hay una teología escondida, discreta, en la liturgia, que se resume en esa idea, que “la ley de

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la oración, es la ley de la fe”423. Admirando también la paz que respiraba en dicho en-torno, decía: “por muy radical que sea el mal, éste nunca será tan profundo como la bon-dad. Y si la religión, las religiones, tienen un sentido, es el de liberar el fondo de bondad de los reses humanos”… Aquí, en Taizé, veo irrupciones de bondad en la fraternidad entre los hermanos, en su hospitalidad tranquila, discreta, donde miles de jóvenes que no tienen la articulación conceptual del bien y del mal, de Dios, de la gracia, de Jesucristo, pero que tie-nen un tropismo fundamentalmente hacia la bondad”424. También en las distintas visitas que hizo a Santiago de Compostela no era infrecuente encontrarle asistiendo a las ceremonias de la catedral. En un artículo que publicó Carlos Baliñas Fernández so-bre su estancia en la ciudad, comentaba que Ricoeur, lejos de presentarse como pu-ro racionalista o radical filósofo cristiano, lo que él mostraba era simplemente creencias, sin intentar incluso armonizar lo que le dictaba la razón con lo que le decía la fe. En uno de sus encuentros llegó a comunicarle que su confesión (protes-tante – calvinista – francés), en modo alguno le impedía participar en los actos reli-giosos de cualquier confesión cristiana425. Claro que, de atenernos a distintas publi-caciones suyas, sí podríamos afirmar que la fe cristiana, como la fe bíblica, debe pasar por un proceso hermenéutico, es decir, por una correcta interpretación, aun-que no para quedarse ahí, sino para alcanzar el mundo relacionado con lo trascen-dente, esto es, con Dios. No se puede creer en Él sin dejarse interpelar por su pala-bra. En sí, cada texto conlleva un entorno que lo define y caracteriza. Aplicado a la Biblia, diría que es, además de testimonio, revelación divina en la historia huma-na.

Aparte de esto, el lenguaje bíblico - en su forma de trasmitir una fe condi-

cionada a nuestro alcance -, hizo uso de diversas formas de discurso, como lo fue la narración, la profecía o los himnos, aunque la referencia siempre es la misma: su dirección se dirige al Dios vivo que se comunica e interpela; es por lo tanto algo más que el término filosófico que se incluye en la palabra “ser”. En el contexto bí-blico, tras las legislaciones, los relatos o las profecías, existe una vida, lo que hace que la comprensión del Dios viviente sea más afín a la persona. A este respecto, Ri-coeur considera que el texto bíblico sería una variedad del lenguaje poético, en el sentido de que en la función poética se recrea la realidad misma de los seres me-diante las distintas variedades simbólicas que contienen los textos. En su referencia al Dios revelador se apunta a algo más que a un término filosófico. En síntesis po-dríamos decir que la fe bíblica en Ricoeur pasa, en principio, por la hermenéutica, esto es, por una coherente y crítica interpretación. En gran medida, creer es dejarse interpretar. Claro que a la hora de querer resumir en unas páginas toda su gran producción filosófica, no es compromiso fácil, sobre todo, habida cuenta de la plu-ralidad y variedad de los contenidos, pues éstos van, desde la fenomenología, a la

423 En la carta que escribió el hermano Roger a la familia de Paul Ricoeur tras su fallecimiento, en mayo del

2005 se encuentran estos extractos de una conversación en la Semana Santa del 2000. 424 Ibid. 425 Baliñas Fernández, C.: Conversaciones con Paul Ricoeur. Universidade de Santiago de Compostela, 2006.

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historia de las religiones; de la filosofía del lenguaje, a la hermenéutica y las inter-pretaciones simbólicas de los estudios bíblicos; y todo ello, como él reconoce, sin esa organización sistemática que conlleva todo proyecto integrador en los princi-pios básicos de la persona. Acaso esa frágil comprensión unitaria de su obra, junto con la falta de planteamientos radicales del hombre, sean los mayores fallos del po-lifacético Ricoeur. Admirando su inquietud pacifista en pro de una más acorde y esperanzada vida social, echamos de menos no haber afrontado las cuestiones bá-sicas y radicales del ser del hombre que toda filosofía, en buena lógica, nunca puede olvidar.

HANS KÜNG (1928 - …)

El teólogo católico suizo, Hans Küng, nace en Sursee (Cantón de Lucerna),

el 19 de marzo de 1928. Cursó estudios en la Universidad Gregoriana de Roma, primero de filosofía y luego de teología. En 1954 se or-dena de sacerdote y tres años más tarde, queriendo ampliar sus estudios en la Sorbona, se doctora en teolo-gía en el instituto Católico de París. Desde 1960 es pro-fesor en la Facultad de Teología Católica de la Univer-sidad de Tubinga, primero de teología fundamental y, a partir de 1963, de teología ecuménica. Un año antes, fue nombrado oficialmente por el papa Juan XXIII como perito del Concilio Vaticano II.

Pero en 1979, el Vaticano le retira la licencia para enseñar teología en una Universidad Católica, debido, en gran medida, a su libro, ¿Infalible? Un interrogante, donde se cuestiona el dogma de la Infalibilidad Papal. De hecho, su talante desconformista y renovador hacia determinados problemas teológicos y su actitud frente a ciertas posturas de Juan Pablo II, le convirtieron en uno de los principales teólogos críticos de la Iglesia Ca-tólica. Por su parte, Benedicto XVI, antiguo colega suyo en la Universidad de Tubinga, lo recibió en 2005, llegando a existir, según la opi-nión de ambos, un diálogo cordial, reconociendo, según el propio Hans Küng, la labor del Papa, al tiempo que Benedicto XVI le hizo saber su positivo esfuerzo en el estudio de las religiones, así como la propuesta en pro de una ética mundial. En el comunicado también se dice que en dicho encuentro no se sacaron a colación los temas discutidos de la teología dogmática. Más tarde, su descontento con la actua-ción Papal es de dominio público. Fig. 77.

Fig. 77. Fotografía de Hans

Küng.

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Respecto a sus numerosas obras, podríamos dividirlas - si bien de un modo convencional -, en cuatro etapas diferentes:

1ª) La primera abarcaría los escritos sobre “eclesiología”, incluyendo su tesis

doctoral, La justificación. Doctrina de Karl Barth y una interpretación católica (1957); La iglesia (1967) e ¿Infalible? Un interrogante (1970), donde ya refleja un singular mode-lo de democracia interna en todas las instituciones eclesiales.

2ª) En esta etapa enumeraríamos tres estudios fundamentales de teología. El

primero lo constituye, La encarnación de Dios (1974), en la que reflexiona - desde un enfoque de diálogo con Hegel -, sobre la trascendencia de Dios y su forma de ma-nifestarse en el mundo. Le sigue en esta misma línea el gran volumen, Ser cristiano, donde presenta una visión global del cristianismo, desde su comprensión de fe, a su responsabilidad social en el mundo de hoy. Publica después la no menos exten-sa obra, ¿Existe Dios? En sí, un tratado específico de teodicea en diálogo con algu-nos acreditados pensadores de la filosofía moderna, como Descartes, Pascal, Spi-noza, Kant o Hegel; también con los más declarados ateos, principalmente Feuer-bach, Marx, Nietzsche y Freud, afrontando el reto que supone tanto el ateísmo co-mo el nihilismo. Analizaremos este ámbito filosófico por ajustarse al compromiso que venimos tratando.

3ª) En la tercera etapa quedarían incluidas las obras con sincera aspiración

de diálogo entre las distintas religiones, particularmente entre las monoteístas. Se aprecia esto en El cristianismo y las grandes religiones; en El judaísmo, pasado, presente y futuro, y en El Islam, historia, presente y futuro, donde nos ofrece, en primer tér-mino, la identidad de cada religión, aunque siempre en apertura y diálogo con las demás.

4ª) Una cuarta sección quedaría configurada por el anhelo de una ética

mundial; de este modo, las obras, Proyecto de una ética mundial; Una ética mundial para la economía y la política y ¿Por qué una ética mundial?, justificarían este objetivo. Mencionaríamos también, para una visión de conjunto de sus publicaciones, sus dos libros de memorias, Libertad conquistada (Memoria I) y Verdad controvertida (Me-moria II); del resto de sus libros cabría decir que no hacen sino acentuar las directri-ces que encontramos en estas etapas.

LA IDEA DE DIOS NO ES CONTRADICTORIA EN SÍ MISMA

Debido a la gran incidencia que ha tenido en el público la forma de interro-

garse sobre la existencia de Dios, afrontamos este estudio con el deseo de poder sintetizar lo que él ha ido exponiendo a lo largo de su dilatada obra. Me detendré

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casi en exclusiva en el volumen, ¿Existe Dios?426, por más que se haga referencia a alguno de sus otros escritos; porque, independiente de que se acepte o se rechace su forma de proyectar y dar soluciones a los distintos problemas, lo que no ofrece duda es que, bien por su forma de acomodarse al lenguaje del hombre de hoy, bien por lo atrevido de presentar la temática, lo cierto es que sus publicaciones alcanza-ron muy pronto niveles extraordinarios de publicidad; diríamos que en los años setenta, Hans Küng fue el “best-seller” a escala mundial. Sus obras, además de tra-ducirse a las lenguas más habladas, fueron también punto de referencia en no po-cos simposios y reuniones. En nuestro caso, agradecemos que un tema como es el de la existencia de Dios haya acaparado tanto la atención, por más que en ocasio-nes sus postulados fuesen controvertidos y, en no pocos puntos, desafiantes. Lo afrontaremos siguiendo lo más posible su metodología, aunque, por el resumen que aquí se exige, nuestra intención es hacerlo en sus líneas más generales.

Así pues, ante el desafío que plantea la pregunta, ¿existe Dios?, Küng nos

ofrece en el capítulo I el alcance que tuvieron en la filosofía moderna dos posturas contrastadas, como fueron las de Descartes y Pascal, que él analiza y contrapone. En efecto, Descartes, en su deseo de buscar un punto de apoyo para deducir con certeza matemática todas las demás realidades, introduce la duda metódica. Pero, cae en la cuenta que, aun dudando de todo, encuentra una verdad inamovible: que, aun estando dudando, él era una realidad pensante. Por su inamovible vera-cidad, se convertía en el primer principio de la filosofía que buscaba:”Yo pienso, luego existo”, era tan firme y segura que las más extravagantes suposiciones de los escépti-cos no son capaces de conmoverla, juzgué que podía recibirla sin escrúpulo como el primer principio de la filosofía que andaba buscando” (Discours IV, 1)427. De esta certeza, Des-cartes va a pasar al convencimiento de la existencia de Dios. ¿Cómo?: según el es-quema de causa-efecto (Meditaciones III = AT VII, 34-52). Si yo, ser finito, tengo en mi mente la idea de infinito, debe haberlo puesto en mí un ente supremo, infinito, Dios.

Contrastando con Descartes, Küng, analiza el pensamiento de otro gran ma-

temático y pensador: Pascal. Sostenía éste que si de alguna forma era posible al-canzar la certeza intelectual mediante el pensamiento, de ningún modo la seguri-dad existencial. Para Pascal las razones del corazón son las que verdaderamente perciben de forma intuitiva, las que valoran, aman, odian y conocen existencial-mente. “El corazón tiene sus razones que la razón no conoce” (Pensées 277) 428Conoce-mos por intuición directa; aunque esto no es todo; Pascal se ve enfrentado a dos posturas opuestas: o nos resignamos al escepticismo donde la verdad del mundo y sus leyes quedan ocultas, u optamos por el dogmatismo con sus ineludibles deduc-

426 Küng, H.: ¿Existe Dios? Trad. de J. Mª. Bravo Navalpotro. Edic. Cristiandad. 2ª edición. Madrid, 1979.

Las citas estarán tomadas de esta edición. 427 Küng , H.: op. cit, pág. 38. 428 Ibid. pág. 85.

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ciones; la neutralidad no es posible, porque, de no decidirse, la opción sería la misma que la del escéptico. Ante dicha problemática, y no habiéndole convencido, ni el total escepticismo por la protesta espontánea de la naturaleza que nos dice cuándo nos mojamos o cuándo hemos hablado con un familiar, ni tampoco el dogmatismo por cuanto muchas de sus razones chocan con una revisión crítica, Pascal - invirtiendo esta lógica -, da un giro para expresar que la solución no puede venir por causa del esfuerzo humano, sino que todo está remitiendo a algo supe-rior a él; demanda la verdad de Dios. La certeza nos viene, no tanto por el pensa-miento, cuanto por la fe. Al “cogito, ergo sum” (“pienso, luego existo” de Descartes), propone Pascal el “creo, luego existo”.

Habida cuanta de tales conclusiones, Küng las estudia y analiza para des-

pués contrastarlas con su propia opinión. En realidad, lo irá haciendo a lo largo de su voluminoso texto de casi mil páginas. Así, de tener en cuenta por ejemplo la te-sis racionalista, apostando que todo cuanto existe se puede conocer con certeza por la razón, inclusive la realidad divina, Küng manifiesta - en favor de Pascal -, que la sola capacidad intelectiva se ve impotente por sí misma para llegar a semejante afirmación. Pero tampoco sólo la fe, porque si es obvio para el creyente, ¿qué se di-ría de los incrédulos?

Examina también los argumentos tradicionales de la existencia de Dios,

desde el ontológico de san Anselmo, hasta las pruebas sistematizadas por Santo Tomás y repensadas más tarde por Spinoza, Leibniz o Wolff, sometidas a crítica por Kant y reinterpretadas por Fichte y Hegel. La conclusión de Küng es que en todos los argumentos tomados de la experiencia (a posteriori), cabe siempre la pre-gunta si realmente ellos efectúan el tránsito de lo visible a lo invisible, del hecho experimental, a lo que está por encima, a la trascendencia. Para él, tanto las distin-tas variantes de interpretar el argumento ontológico (intuición inmediata de Dios), como las pruebas mediante la causa eficiente, o la teleológica (Dios como ordena-dor del mundo o causa final), no excluyen la duda de si tales pruebas realmente llegan a una causa o fin último no identificable con el yo, la sociedad o el mundo. En resumen: no hay una demostración puramente racional de la existencia de Dios que pueda convencer a todos, como consta por la experiencia. La fe en Dios – dice -, no puede serle demostrada a la persona prescindiendo de los componentes exis-tenciales, como si se tratara de eximir al hombre de la fe en vez de desafiarle a creer429. Aceptados estos componentes humanos, concluye que la idea de Dios no es en absoluto contradictoria en sí misma.

RETO AL ATEISMO CONTEMPORANEO

A partir de las mencionadas objeciones a las pruebas tradicionales de la

existencia de Dios, que toma, en gran parte, del idealismo trascendental de Kant,

429 Ibid. págs. 727-28.

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prosigue Küng su estudio teniendo ahora en cuenta sus reinterpretaciones median-te la apuesta de Fichte, Schelling y, más en particular, de Hegel. En principio, se di-ría de ellos que, aún más que el apoyo a los principios político-sociales de la Revo-lución francesa, lo que verdaderamente intentan es un pronunciamiento, un cam-bio radical del “espíritu”, desempeñando la religión - sobre todo en Hegel -, un papel determinante. Concibe éste que la religiosidad de un pueblo debe estar fun-damentada en la razón en general, pero también en el sentimiento, en la fantasía y en el corazón; no quiere una creencia religiosa irracional, pero tampoco una razón sin tradición430. Claro que, influenciado en parte por Spinoza, llega a decir: “Cuan-do uno comienza a filosofar, tiene primero que ser spinozista. El alma debe bañarse en el éter de esa sustancia única, en la que está sumergido todo lo que se tiene por verdadero”431, Hegel, sin ser un panteísta en sentido estricto, por cuanto no diviniza el mundo, sí se acerca a esta tesis al considerar que “todo existe en Dios” de forma viva y diná-mica”. “Todo forma parte de un sistema universal, no rígidamente matemático, sino viva-mente dialéctico, y en él debe entenderse todo lo particular como momento de la evolución dialéctica unitaria del todo, del propio espíritu absoluto divino: espíritu absoluto que repre-senta la unidad de sujeto y objeto, del ser y del pensar, de lo real y lo ideal”432. Bien es cier-to que a la hora de hacer la crítica a este pensar hegeliano, Kúng parece ponerse de lado de Karl Barth al interpelar éste a la teología contraria al hegelianismo. Llega más o menos a decir: quién sabe si la teología que rechaza la concepción teológica de Hegel no ha sido por quedar espantada ante lo auténticamente teológico que se desprende de él. Ante los interrogantes, tal vez existan grandes promesas433. En Küng las conclusiones son obvias: “¡Dios está en este mundo, y este mundo está en Dios! Se impone un concepto unitario de la realidad: Dios no es únicamente una parte de la realidad, un finito (supremo) entre otros finitos. Más bien es lo infinito en lo finito, la tras-cendencia en la inmanencia, lo absoluto en lo relativo”434.

Pero el gran crédito intelectual que tuvo Hegel desde sus años de docencia

en Berlín, pronto se quiso minimizar por causa de las duras polémicas de los que se consideraban abiertamente antihegelianos, entre ellos, Ludwig Feuerbach, quien, partiendo de los mismos presupuesto de Hegel, los critica y trasforma de forma radical. Le censuraba sobre todo por no partir de los hechos reales, sino de la idea abstracta, de un espíritu envolvente e indefinido, en todo caso, genérico. Consideraba igualmente que la razón no debe determinarse por conceptos vagos e imprecisos, sino por realidades concretas y palpables. Por eso, mientras la referen-cia en Hegel era el Espíritu, Feuerbach lo aplica al hombre, convirtiendo la fuerza y el dinamismo de la Idea, en lo real y concreto; se diría que el panteísmo idealista de aquél, Feuerbach lo transforma en ateísmo materialista; un materialismo antro-

430 Ibid. págs. 192-93. 431 Ibid. pág. 195. 432 Ibid. pág. 207. 433 Ibid. pág. 240. 434 Ibid. pág. 261.

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pológico que desde sí mismo y por sí mismo daba razón del mundo y del indivi-duo. Para él la idea de Dios no era sino una simple y pura proyección del hombre.

Frente a este desafío ateo, Kúng se pregunta: ¿Está el ateísmo de Feuerbach

verdadera y convincentemente fundamentado? Responde apoyándose nuevamente en el resumen que hace Karl Barth. Sus palabras son estás: “El hombre real, si se ha de pensar desde el punto de vista existencial, no puede ser otro que el hombre individual. Feu-erbach, acorde con la teología de su tiempo, ha operado con el hombre en general y, al atri-buirle la divinidad, de hecho no ha dicha nada sobre el hombre real… De haberlo sabido, tal vez se hubiera dado cuenta del carácter ficticio de ese hombre genérico y se hubiera absteni-do de identificar a Dios con el hombre, el hombre real, el que queda después de suprimir esa abstracción”435. No obstante, a pesar de éste y otros equívocos, Feuerbach se conver-tiría en el “padre del ateísmo moderno”. Influirá sobre todo en Karl Marx por más que éste mostrara con el tiempo algunas reservas sobre su mentor. En contra por ejemplo del materialismo de Feuerbach y el idealismo de Bruno Bauer y Stirner, Marx intenta hacer una síntesis de ambos, ¿cómo? Manifestando que, ni el objeto es todo, ni el sujeto tampoco lo es, la auténtica realidad es teoría y praxis; es teoría dentro de la acción, y praxis conforme a la teoría; por eso, según él, la acción corri-ge a la teoría y ésta orienta a la acción. Pensaba asimismo que el ámbito religioso era lo que más impedía al hombre que pudiese salir de su miseria y postración, nunca se podría levantar mientras creyera ser consolado con la esperanza de otro mundo mejor. En ese sentido, era “el opio del pueblo”. Consecuentemente, la socie-dad estaba narcotizada por promesas ficticias e ilusorias. Para él, las aspiraciones puestas en un Dios venían condicionadas, de un modo u otro, por la enajenación y explotación económica.

También el ateismo de Sigmund Freud es examinado. Consideraba éste que

la religión no era sino una de tantas neurosis obsesivas, teniendo su origen en el complejo del padre y su ambivalencia. Una vez que se sustituyó el padre por el animal totémico: el venerado, envidiado y odiado padre primitivo vino a conver-tirse en el modelo de Dios436. Recordando también a Feuerbach asiente con él en su fundamentación psicológica: “los deseos y la fantasía son los auténticos responsa-bles de la idea de Dios y de todo el mundo de apariencias religiosas”437.

Lógicamente, las consecuencias de este ateísmo conducirán, según Küng, al

nihilismo de Nietzsche, objeto también de su estudio. Así, tras la crítica que hace éste a la filosofía tradicional, a los valores de la cultura europea, a la moral y a la religión, llega al nihilismo, no como teoría filosófica, sino como derivado de nues-tra cultura occidental. Recordando las palabras del propio Nietzsche, nos dice:

435 Ibid. págs. 303-04. 436 Ibid. pàg. 389. 437 Ibid. pág. 414.

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“nihilismo es el convencimiento de la inanidad, la incoherencia, el sinsentido y sinvalor de la realidad”438.

Frente a todas estas posturas negativas, Küng apuesta por “un sí a la reali-

dad” y por “otro sí como alternativa al ateismo”. En efecto, después de expresar que una confianza fundamental en la realidad no excluye la desconfianza en un ca-so particular y, por ello, que pueda confundirse con la confianza ciega y acrítica, él ratifica que el hombre no “propende” – tiende -, al no, sino al sí, pues es el que nos abre a toda aspiración. En palabras suyas, “el sí radical a la realidad constituye una confianza que no es racionalmente demostrable ni irracionalmente indemostrable, sino su-prarracional, más que racional; por eso, tal confianza representa un riesgo racionalmente justificado, por tanto, no irracional, sino enteramente racional, pero que nunca deja de ser un riesgo439. Aunque, quizá, esta propuesta la entenderíamos mejor en el párrafo si-guiente: “¡La confianza radical es un don! La realidad me está dada previamente: si la acepto confiado, la recobro llena de sentido y valor. Mi propia existencia me está dada pre-viamente: si la acepto confiado, puedo experimentar el sentido y el valor de mi existencia. También mi razón me está dada previamente: si la acepto confiado puedo experimentar su racionalidad. Y también mi libertad me está dada previamente: si la acepto confiado, puedo experimentarla como real440.

Respecto al otro sí como alternativa al ateismo, Küng pretende justificarlo

mediante la confianza radical en esa misma realidad problematizada. Porque si es cierto que no hay pruebas positivas – dice -, para refutar al ateísmo, tampoco las hay para negar la existencia de Dios. Teniendo en cuenta la perspectiva de Feuer-bach, Marx, Freud y Nietzsche es claro que sus posturas son negativas; niegan que la realidad tenga fundamentos y soportes primordiales, no admiten valores prime-ros; el nihilismo sería la consecuencia. Por eso, aun cuando Küng exprese que la negación de Dios no puede refutarse por caminos puramente racionales, ello no obsta para apostar por un sí a Dios. ¿De qué forma?: mediante una confianza basa-da en la realidad misma. Nos dice: “El sí a Dios implica una confianza radical última-mente fundada en la realidad. La fe en Dios, en cuanto confianza radical y fundamental, puede aducir la condición de posibilidad de la problemática realidad. Quien afirma a Dios sabe por qué puede fiarse de la realidad441.

Por eso, al confrontar esta última toma de conciencia con la apuesta negati-

va a Dios, Küng nos dice que el hombre en el ateísmo se decide en contra del fun-damento primero, del soporte básico, es decir, de la última meta de la realidad; consecuentemente es infundado, aun cuando quiera encubrirse mediante una ilu-soria racionalidad. Nos lo expone con las siguientes palabras: “La fe en Dios vive de

438 Ibid. pág. 532. 439 Ibid. pág. 611. 440 Ibid. pág. 613. 441 Ibid. pág. 778.

442

una confianza radical últimamente fundada: con el sí a Dios yo mismo me decido confiada-mente por un primer fundamento, por el soporte más profundo y por la meta última de la realidad. En la fe en Dios mi sí a la realidad resulta últimamente fundamentado y conse-cuente: es una confianza fundamental anclada en la más honda de las profundidades y en el fundamento de todo fundamento y orientada hacia la meta de todas las metas. Mi confianza en Dios, en cuanto confianza fundamental, cualificada y radical, es capaz de precisar la condición de posibilidad de la problemática realidad”442.

Como síntesis, ésta es, a mi juicio, la consecuencia que hemos podido ex-

traer de la problemática que nos ofrece Küng en el libro que venimos analizando. En posteriores estudios, como en la obra últimamente publicada, Lo que yo creo, no hace sino reiterar su apuesta en pro de la esperanza como fundamento que posibi-lita experiencias de sentido. Incidirá, eso sí, en una teología útil, válida para vivir, aunque, en el fondo, apoyada en las premisas que hallamos en ¿Existe Dios?

LÍMITES DE HANS KÜNG

Al hablar de límites en la persona de Hans Küng no pretendemos referirlos,

ni a sus problemas con el Vaticano por su enfoque en la obra ¿Infalible? Un interro-gante, ni tampoco a sus puntos de vista sobre cristología en su tesis doctoral sobre la “justificación”.

Atendiendo a nuestro cometido, la crítica aquí se dirige a sus “enunciados”

en apoyo de la existencia de Dios. Así, teniendo en cuenta sus reiteradas afirma-ciones diciendo que tanto el ateísmo como la creencia en Dios son racionalmente indemostrables e irrefutables, aunque sosteniendo que ello no es un empate por-que la existencia de Dios es algo que puede admitirse, no en base a una prueba ra-cional o postulado moral de tipo kantiano, sino en virtud de una confianza basada en la realidad misma, en una confianza racionalmente fundada, más bien en una “racionalidad interna”, nos obliga a indicar que, en sana lógica, no lo entendemos.

En cuanto exposición, Küng se reduce a presentar una serie de afirmaciones

gratuitas donde faltan las pruebas que convenciesen. Se limita simplemente a pos-tular la existencia de Dios y las consecuencias favorables que conllevaría dicha creencia. Aún más: no entendemos que nos diga que la “existencia de Dios no puede ser objeto de una prueba o demostración estricta de la razón pura (teología natural),”443y unas páginas más adelante afirme que “la fe en Dios puede justificarse ante una crítica racional”444. No puedo comprender cómo un teólogo de su reputación, que ha escri-to una treintena de libros en los que discurren los problemas más radicales de nuestro tiempo, con un lenguaje del mundo de hoy - por más que sea un tanto

442 Ibid. pás. 779. 443 Ibid. pág. 775. 444 Ibid. pág. 781.

443

reiterativo y no demasiado sistemático -, vaya a caer en esa contrariedad y falta de argumentos para lo que él cree estar solidamente legitimado. Porque apelar a la “racionalidad interna”445 para sostener una imperiosa confianza en la realidad que me remitiría a Dios como último fundamento, es clara y simplemente una pura ar-bitrariedad, pues la mencionada “racionalidad interna” sólo es accesible al sujeto que cae en la cuenta de ella, posibilitando a que en otros sujetos la perspectiva pueda ser diferente.

En realidad, Küng no alega argumentos convincentes, por más que incida

en las consecuencias favorables que comporta la fe y la creencia en Dios. Tampoco nos sirve que se niegue a admitir quedar en tablas con el ateísmo, pues si, en prin-cipio nos parece legítima esta idea y sus ineludibles repercusiones, echamos de menos la solución a ese radical porqué para no optar por el empate. El no encon-trar el resultado que deseáramos, nos obliga a reconocer su limitación y arbitrarie-dad a la hora de querer dar sentido y fundamento a la teoría de su singular apuesta por la existencia de Dios.

445 Ibid.

444

FORMULANDO UNA TEORÍA

Una vez expuestas las motivaciones y los puntos de vista de los menciona-

dos filósofos y científicos sobre el problema de la existencia de Dios, me he sentido casi obligado a ofrecer lo que acaso algún lector me apremiara: y de la propia pos-tura, ¿qué? Asumiendo esta obligación, la perspectiva no podía ser otra que la de ir abriendo el abanico de posibilidades para mejor esclarecer el problema. Ya Kant, en la introducción a las Lecciones de Lógica, resumía el campo de la filosofía en estas cuatro preguntas: “¿Qué puedo conocer? ¿Qué debo hacer? ¿Qué me cabe esperar? ¿Qué es el hombre?” Aunque, de buscar una mayor simplificación, diría que las dos pri-meras podrían reducirse a la última, es decir, ¿qué es el hombre?, anteponiendo la antropología a cualquier otro saber. Pero, por ser la persona un sujeto original y, al mismo tiempo, estar henchido de aspiraciones de vida, optamos por sintetizar las mencionadas interrogantes en las dos siguientes: ¿quién soy yo? y, ¿qué será de mí? El interés va dirigido, no tanto al hombre en general, cuanto a la persona concreta, al yo que siente y vive en medio de continuas apetencias humanas, al yo, no como “algo”, sino como “alguien” que tiene que saber lo que le constituye y conforma para poder actuar en consecuencia. De ahí que indague el sentido de su vida, que busque certidumbres, algo a qué atenerse como horizonte de su propia existencia. Sabemos que hay muchas personas despreocupadas de estas preguntas, pe-ro, a largo plazo, nos parece imposible que se puedan eludir radical y absoluta-mente. De una forma u otra, en situaciones límite sobre todo, nos parece anómalo no interrogarse por el porqué de cuanto nos está sucediendo. ¿Quién soy yo? y, ¿qué será de mí? Son cuestiones que, aun cuando incomodan, nunca las podremos

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enteramente postergar en nuestra vida. Claro que, por ser ineludibles, son también inseparables. Por eso, en lo que tienen de inquietud y de espera, nos están revelan-do de alguna forma el carácter dramático de la existencia. Pero es en el horizonte de la propia vida donde más claramente apreciamos este dramatismo: en el nacer y en el morir está nuestra más clara limitación como individuos. Por eso, ante el de-seo de saber quiénes somos, como primera de las cuestiones planteadas, nos vemos obligados a hacer una somera síntesis como anticipo para después responder a la ulterior pregunta sobre el ¿qué será de mí?

Al preguntarnos por el “yo” de la existencia, todos sabemos que un día em-pezamos; pero, ¿cómo? Nadie lo recuerda, tan sólo podemos decir que fue en un momento del pasado, que me sucedió sin haber dejado rastro en mi conciencia. ¿Qué éramos años atrás de ese trascendental momento? Apenas nada; si acaso, me-ra posibilidad. Se necesitó el tiempo y un entorno favorable para que supiésemos la razón de nuestro existir. Científicamente sí puede probarse que procedemos de nuestros padres y de nuestros abuelos y bisabuelos. Pero si la realidad psicofísica de un hijo se deriva de la de sus antepasados, la personalidad como tal, es decir, el “yo”, como proyecto que se interroga y mira al futuro, no es convertible a los “yos” de sus progenitores. Es distinto por ejemplo a cuando se fabrica un reloj. Aquí apa-rece también algo nuevo que antes no existía, pero se pueden enumerar las partes que lo constituyen y a las cuales se reduce; sin embargo, una persona es irreducti-ble a cualquier otra cosa; su ser es único, es una “innovación radical”. Del cómo se inicia y del cómo se va desarrollando no es poco lo que se ha investigado y dedu-cido. Sabemos en primer lugar que la comunicación no es privativa del hombre, lo hacen también los animales, y, en algunos casos, en todo punto sorprendentes. Impactan por ejemplo los intercambios de las abejas, de los delfines, de los chim-pancés, también la habilidad y la pericia del perro como para decir de él con toda verdad que es sumamente inteligente, más sin duda de lo que nos brinda la inteli-gencia del niño en sus primeras etapas. Sin embargo, éste tiene, de forma incoativa, la razón, que, al no ser instantánea, precisará de la experiencia y del bagaje genéti-co para ir articulando su posterior vida personal. La inteligencia se distingue radi-calmente de la razón. Por eso, ya desde el inicio, su vivir es distinto al de los ani-males. Su pasado, su presente y su proyección futura lo distinguirán de cualquier otro tipo de comunicación que no sea la humana. Estudios recientes muestran una primera comunicación no verbal del bebé. ¿De qué forma? Abriéndose paso en el pequeño mundo que le rodea. Cabe decir que antes de su nacimiento el niño ha aprendido ya las lecciones acaso más impor-tantes de su vida. Rodeado por un mundo acuoso, el feto siente el calor del líquido amniótico en su piel y escucha el funcionamiento interno de la madre. El doctor Joost Meerloo describe el útero materno como “un mundo de sonidos rítmicos”,

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donde el feto vive al compás del corazón de la madre; incluso habiéndose compro-bado que el mencionado líquido amniótico es mejor conductor de sonidos que el mismo aire atmosférico, la pequeña criatura está en condiciones para percibir una gran variedad de sonidos del exterior, incluso las mismas conversaciones de la madre, sobre todo a partir de la segunda mitad del embarazo. Tal es la importancia que tiene esta comunicación no verbal, que experimen-tos efectuados en niños de tres o cuatro años que no habían sido capaces de emitir sonido alguno inteligible, gracias a que se les colocó en pequeñas y silenciosas ha-bitaciones donde se escuchaba la voz de la madre - grabada con anterioridad me-diante un micrófono de contacto sobre su abdomen -, tuvo como consecuencia que esa voz, aunque para los adultos confusa, no lo era para los niños por simular el útero materno. Los resultados fueron sorprendentes, pues, gracias a dichos expe-rimentos, comenzaron algunos a emitir señales de un lenguaje comprensible. Y es que, desde el momento mismo de la concepción, el feto se rige ya por un “calenda-rio de maduración”; una trayectoria que dependerá lógicamente de las relaciones concretas: primero con la madre, y después con los estímulos del entorno. Se cree que los niños reconocen a sus madres nada más nacer gracias al olfato, por el olor de los efluvios que ella le ha transmitido mediante el líquido amniótico. Se piensa que en la psicomotricidad de una persona hay distintos componentes: unos de maduración, como es el desarrollo cerebral, y otros estimulados por el medio en el que le ha tocado vivir. Por eso, si las primeras habilidades del bebé pueden consi-derarse reflejas, es decir, involuntarias hacia estímulos concretos, muy pronto em-pezará a percibir el mundo que le rodea. Se cree que con tres o cuatro meses su desarrollo ha alcanzado ya la capacidad de hacer representaciones, reproduciendo mentalmente un objeto desaparecido y que antes le había afectado, lo que indica, a su vez, el temprano funcionamiento de la memoria. Respecto al tiempo y la forma de ir forjando el “yo”, existen pruebas para creer que su manifestación no va más allá de los tres o cuatro meses. A esa edad ya sabe el efecto que produce en sus padres o cuidadores su llanto o su sonrisa, por lo que se deduce que sepa ya distinguir el “yo” y el “tu” como realidades diferentes. En esa progresión, lo que antes era el llanto, las miradas y las señalizaciones, pro-piciará, en torno a los siete u ocho meses, el balbuceo de sonidos silábicos y bisilá-bicos que se traducirán, alrededor del año, en las primeras palabras.

Puede que no hayamos caído suficientemente en la cuenta de la importancia

que tiene en nosotros el lenguaje446. Estudiosos del mismo, como el antropólogo-lingüista, Edward Sapir, consideraba al lenguaje como la más colosal obra realiza-da por el espíritu humano. Merced a las palabras, el hombre ha creado simbolo-gías, cultura, vida comunitaria e intercambios sociales. Cierto que el animal tam-

446 Enjuto pecharromán, A.: Lenguaje, ciencia y filosofía. Ed. Ciencia 3. Madrid, 1996, págs. 268 y ss.

447

bién se comunica. Pero, por sugestiva y sorprendente que sea su comunicación, el animal no habla, no usa signos lingüísticos, carece de ese algo que el hombre posee y que llamamos lenguaje simbólico; les falta la razón. Aun poseyendo gran memo-ria, sin embargo, el pasado y el futuro, como conceptos abstractos, no son condi-cionantes como en las personas. Por ser la palabra un medio singular de comuni-cación, va más allá: se crea con ella cultura. Por eso el hombre es capaz de reaccio-nar ante hechos que tuvieron lugar en el pasado, incluso sin haber intervenido en los mismos; también puede imaginar o concebir perspectivas de futuro, incluso el aprendizaje y la instrucción puede influir profundamente en su conducta; de ahí que se haya afirmado, no sin razón, que el cambio que se efectuó hace unos 3.500 millones de años - haciendo que evolucionara lo inorgánico a lo biológico -, fue menos trascendental que lo ocurrido con el uso de la palabra. Pues, mientras lo primero fue cambio evolutivo, ayudado por el medio, con el lenguaje y la cultura se puede incluso ir cambiando la misma genética; esa es la gran aportación que tra-jo consigo el uso de la palabra447.

De hecho, en el diálogo, además de atender al impulso natural, la persona,

de forma consciente o inconscientemente, hace uso de un bagaje que le ha sido transmitido y que le permite reaccionar en consecuencia. Pero, debido a la propia personalidad, puede también manifestarse con peculiaridades específicas, hacien-do que una comunidad humana sea diferente a otra. Donde ella existe, se inter-cambian conocimientos, experiencias nuevas, se crea cultura. Tal es la importancia del lenguaje que hasta la misma percepción puede quedar notablemente afectada, influye incluso en los mismos aspectos biológicamente adquiridos.

Esta perspectiva la refleja particularmente Gadamer, sobre todo a la hora de analizar algunos de sus principales conceptos, como pueden ser los de “forma-ción”, “mediación” y “horizonte”. Por la “formación”, el hombre va asumiendo to-do aquello que le enriquece y le cultiva; o lo que es lo mismo: se apropia de las ex-periencias, siempre extrañas y siempre nuevas, pero que son, en realidad, las que conforman nuestra tarea y nuestro saber. Por la “mediación”, la conciencia, lejos de interponerse a los objetos, los subordina y los hace interdependientes, incluso el pasado; se diría que, mientras la “mediación” nos traslada al objeto, la configura-ción depende de la subjetividad de la propia persona. Más aún: por esa dinámica, la conciencia se va revelando en forma progresiva hacia nuevos horizontes. Por eso, más que constituir parcelas delimitadas e intransferibles, el pasado, el presente y el futuro representan momentos peculiares de la temporalidad del ser del hom-bre en esa dimensión significativa y única, aunque plural, si nos atenemos a los elementos originarios; elementos que se configuran en un sistema lingüístico; de ahí que la hermenéutica gadameriana sea precisamente eso: ontología del ser reve-lada en una estructura lingüística.

447 Ibid., pág. 267- 268.

448

Pero esta dialéctica del saber, cuya dinámica nace de la novedad de la expe-riencia, margina todavía ciertos enfoques que, de algún modo, darían luz a ese ca-mino que se abre a la verdad. Así, la conciencia, lejos de constituirse en soberana y autónoma de todos sus actos, debe implicar también el inconsciente y el mundo de imágenes subliminales, inclusive la lingüística anónima en lo que propiamente es y constituye nuestro proceso cognoscitivo. Por eso, el “significado” que se constituye por el sentido o contenido mental que damos a los signos, será siempre en razón de la circunstancia personal mediatizada por los estímulos y los nombres. Además de los factores biológicos, como el sistema glandular, produciendo los elementos químicos necesarios para la buena marcha del organismo o el sistema nervioso con su funcionamiento neuronal controlando los procesos orgánicos vitales, se hace preciso atender, de modo similar, a la biografía, la educación y el ambiente que conforma el “perspectivismo” del que habla Ortega.

Junto a lo orgánico y fisiológico está la realidad humana que, desde la pro-

pia constitución y particular punto de vista, va haciendo historia. Un quehacer proyectado al futuro, que es misión e innovación, donde los estados inconscientes - como lenguajes indirectos -, también forman parte del cometido. Análisis realiza-dos recientemente han llegado a comprobar que existen verdaderos mensajes so-noros y visuales trasmitidos por debajo del umbral de la percepción y que, sin em-bargo, pueden llegar al cerebro sin que sean advertidos de manera consciente: es el mundo de las imágenes subliminales que han puesto en alerta hasta la misma ONU por la influencia que pueden tener en medios informativos, como la televi-sión, el cine, la radio o el teléfono. Y si esto sucede con los estímulos externos, cuanto más si se parte de la vida anímica y personal. El psicoanálisis considera a ese mundo inconsciente como la capa más profunda de nuestros procesos psíqui-cos; en ocasiones se le ha comparado con la parte sumergida de un iceberg cuyo escaso volumen emergido representaría lo psíquico de la conciencia.

Pero, si es verdad que el inconsciente influye en la vida, no hasta impedir la

realización de los propios proyectos. La evolución y la cultura se han hecho efecti-vas gracias a la voluntariedad de nuestros actos. Ya Ricoeur cayó en la cuenta de ello al reconocer dicha perspectiva como algo esencial en su hermenéutica. Consi-deraba que es desde la propia libertad donde mejor se entienden las otras realida-des que condicionan lo consciente. “Lo que fui, eso seré”, nos dice, dando a entender que la conciencia, más que fundar un “sentido”, evoca otra realidad que la precede y la funda.

Llegados a este punto, nuestra propuesta a la interrogante, ¿quién soy yo?, queda reseñada a un “principio unitario y racional” de referencias múltiples. En su origen, se descubre la implícita conciencia de esa unidad como fuente activa de sus acciones. Cierto que está condicionada por factores fisiológicos y psíquicos, esto es,

449

por una particular genética proyectada intencionalmente a las cosas, pero sin per-derse en ellas. De forma errónea interpretan la conciencia del yo quienes la redu-cen al curso de los actos. Los objetos - por más que estén mediatizados por la subje-tividad y el particular punto de vista -, son presencia asumida, por lo que, aun cuando el mundo inconsciente, la historia, el entorno cultural e incluso las imáge-nes subliminales tengan que ver en la propia interpretación, están, sin embargo, radicalmente orientados hacia la verdad. Por ello, nuestro conocer, aunque velado por las limitaciones inherentes, será siempre una forma de asumir la realidad; pues, sin dicha referencia, la cultura hubiera sido imposible, no habría evolución en el saber. Por eso, ni el yo solo del idealismo, ni las cosas solas del realismo; el significado y la verdad están en el yo con las cosas.

No obstante, esta somera exposición sobre la primera pregunta, poco o nada

tiene que ver con la segunda, incluso podría decirse que, cuanto más nos conoce-mos como realidad proyectiva, más insondable nos parece la interrogante sobre el qué será de mí. Como expectación, lleva implícito un futuro lleno de dificultades que, en cualquier caso, sería improcedente no admitir. Se apunta a cuestiones radi-cales que, por lo que incumbe al ámbito filosófico, nunca se deben marginar. En la resolución deben incluirse, tanto el tema de la felicidad, como el cese de la vida que sería la muerte; también el conocimiento de la auténtica realidad, y, en el ho-rizonte, el problema de la existencia de Dios.

LO QUE TODAVÍA NO ES

El hombre es histórico por lo que ha vivido y ha reflexionado sobre la vida;

de ahí que, sólo viviendo es como podremos vislumbrar el futuro. Existen cosas con las que nos topamos, pero hay también anhelos en nosotros que sin haberlos alcanzado nos impulsan a ir tras ellos. Pero, ¿será razonable hablar de lo que aún no es? Sí, porque en el mundo no existe solamente el ser, sino también el “poder ser”; posibilidades y aperturas hacia un más, que, si bien todavía no tenemos, nos lo pide y exige nuestra naturaleza para poder desarrollarnos. En el fondo, son las inherentes aspiraciones de futuro que de un modo u otro subyacen en nuestro ser. De hecho, el hombre no es sólo presente y pasado, principalmente somos perspec-tiva, futuro, tensión hacia el mañana; queremos cosas, buscamos lo que no tene-mos, deseamos en todo un final feliz. Por eso, partiendo de esa búsqueda de la feli-cidad como uno de los temas claves para plantear de forma adecuada el problema de Dios, nos parece justo que hagamos primeramente algunas reflexiones sobre la misma.

LA FELICIDAD

Por el hecho de vivir, la felicidad en el hombre va implícita en cualquiera de

sus apetencias e inclinaciones; diríamos que es el acento más grabado en ese deseo

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de conseguir nuestra máxima realización. Pero, ¿cuál es su verdadero alcance? Porque, como pregunta radical que nos apremia, tiene también su historia. Ya Pla-tón, asumiendo que los humanos apetecemos la felicidad, se adelanta a decir que no todos la buscan por caminos similares. Unos creen encontrarla en las inclinacio-nes instintivas, como es la comodidad, otros en la riqueza o en el placer; en cual-quier caso, realidades referidas, según él, a la parte inferior del alma; por eso nunca se sentirán satisfechos, son, en el fondo, carceleros de sí mismos. Los hay que la po-nen en la ambición y el poder, dominando en ellos la parte irascible del alma; con-seguirían éstos ser magníficos jefes de mando, pero nunca alcanzarían la plena sa-tisfacción que creen encontrar con semejantes apetencias. Por su parte, él cree que sólo puede encontrarse cuando el valor de la verdad sea el término de la auténtica contemplación. La felicidad es posible cuando el hombre contempla lo eterno de las cosas, es decir, sus verdaderas esencias. Por lo tanto, rastrear las “Ideas Eter-nas” en el orden de las cosas, ese sería el verdadero alimento del alma racional.

Aristóteles lo estudia también al iniciar sus reflexiones éticas. En principio,

establece que toda actividad humana tiene un fin, cuyo correlato es el bien. “El fin y el bien coinciden”448. Pero, aun cuando toda acción humana se orienta a la conse-cución de algún bien, se pregunta por el fin último, por el bien supremo en el que residiría la verdadera felicidad. Como suma aspiración, deberá ser la más perfecta y elevada, suficiente por sí misma. Nos dice: “Estimamos suficiente lo que por sí solo hace deseable la vida y no necesita nada; y pensamos que tal es la felicidad…, la felicidad es algo perfecto y suficiente, puesto que es el fin de los actos…, la felicidad es lo mejor”449. Claro que, aun reconociendo que el fin de la vida humana sea la felicidad, no to-dos coinciden en la forma de alcanzarla. Dependerá del tipo de vida que cada uno escoja para sí: unos la proyectarán hacia lo sensible, otros hacia los honores, sin ex-cluir tampoco los que la buscan en la renuncia para llevar una vida independiente. Ninguna de estas conductas las cree adecuadas, pues, siendo la “razón” el rasgo más propio de la actividad humana, el uso correcto de la misma vendría a consti-tuirse en el fin último de la persona y, por consiguiente, de su felicidad. Considera que la acción intelectiva, en su uso racional, es la que debe dirigir los actos huma-nos para convertirlos en auténtica virtud. No es por tanto la felicidad un regalo de los dioses ni un producto del azar, sino que es preciso conquistarla día a día; se re-quiere esfuerzo y voluntad450.

Sin embargo, S. Agustín perfila otra línea de pensamiento guiado por su

ideal ético integrado por la voluntad y el amor. Si nuestra vida – dice -, es “anhelo de amar”, su meta únicamente puede consumarse por la felicidad en la posesión del amor anhelado. De este modo, el objetivo final, lejos de ser el pensamiento del

448 Aristóteles: Ética a Nocómaco. I, 4, 1095 a. 449 Ibid. I, 7, 1097 b. 450 Ibid. I, 9,1099 b.

451

pensamiento que preconizaba la élite de la filosofía griega, se constituye para San Agustín por el gozo pleno en el amor.

Resaltamos estas reflexiones por considerarlas prototipo de los numerosos

puntos de vista que sobre la felicidad se han ido exponiendo a lo largo de la histo-ria. Claro que, en el fondo, todos, de una u otra forma, vienen a convenir en lo que sencillamente ya subrayaba el filósofo hispanorromano en su obra, De vita beata; decía: “Todos los hombres, hermano Galión, quieren vivir felizmente”.

En efecto, buscamos la felicidad como bien incondicionado que pueda col-

mar todas nuestras aspiraciones. En verdad, seremos felices en la medida que al-cancemos aquello a lo que aspiramos. La felicidad está intrínsecamente inscrita en el hombre; por lo tanto, nunca podremos renunciar a ella. El conflicto surge cuan-do ese ideal no se alcanza y la frustración anula los deseos pretendidos. La apeten-cia permanece ineludible, pero la propia limitación natural de la vida hace que físi-ca y moralmente la veamos únicamente en lontananza. En sí, la pretensión es com-pleja y múltiple, pues, por más que alcancemos lo deseado, su plena realización será siempre insuficiente. Como seres temporales que somos, la felicidad debe an-clarse en elementos acordes con la armónica seguridad de la vida. Por eso, ya des-de los clásicos se hablaba de los bienes más preciados que podrían llevar al hombre a su felicidad; enumeraban, entre otros bienes, la vida en familia, la moderada can-tidad de riqueza, los buenos amigos, el honor, la buena salud, aunque alimentado todo ello por la contemplación de la verdad y la práctica de la virtud. Hoy todo es-to lo podrían entender muchos dentro de la expresión, “calidad de vida”, aunque conviene matizar. Por encima del tener está el ser. Los bienes que portan felicidad al hombre no sólo son los útiles, sino los que son dignos de ser amados por sí mis-mos. Se considera que buena parte de la felicidad viene condicionada por las rela-ciones personales; de tal modo que la relación humana en el amor será siempre en toda persona condición indispensable para introducirnos en el ámbito de la felici-dad. Más aún, cabría decir que la vida no merecerá la pena vivirla si permanece velada o queda inédita la radical capacidad de amar.

Vanamente se buscaría la felicidad en las cosas del mundo exterior si margi-

násemos las apetencias interiores. Toda equidad viene condicionada por la armo-nía del espíritu. El camino de la felicidad se inicia desde dentro, desde el interior de la persona. Pero, aun partiendo de una situación concreta, la perspectiva es siempre de futuro; las aspiraciones miran hacia adelante, no puede ser de otra ma-nera, pues el hombre, en su condición temporal, está volcado hacia el porvenir, es un ser futurizo; por lo tanto, ser feliz nos traslada hacia otra felicidad que todavía no tenemos. En este ámbito, es más importante la anticipación que la felicidad que pueda poseerse. Para lograr un bien será preciso desearlo antes. Diríamos que la felicidad nace de la conformidad de lo que se quiere y de lo que realmente se vive; por eso es una tarea, un quehacer inspirado en los propios ideales. El cometido de

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la vida es aspiración y proyecto por conseguir en el futuro el bien que se ama; en el fondo, un anhelo que nos impulsa ir siempre hacia delante.

Pero, como toda gran ilusión, conlleva también dificultades y peligros, la

misma libertad es arriesgada. Por eso, sea cual sea el nivel, es tarea constante. Al mismo tiempo, por ser dicha apetencia incompatible con la soledad, se sigue que dar pleno sentido a la vida y, por lo tanto, tener expectativas felices, tiene que ver con la colaboración y el compartir. Es lo que los clásicos llamaron el “ocio”, no en-tendiéndolo como un “no hacer nada”, sino en la perspectiva de saborear los bie-nes más altos y hermosos a los que el ser humano puede en este mundo conseguir, como era la contemplación de la belleza y de la verdad. Por consiguiente, no es un descubrir y contemplar de forma estática o impasible, sino que confina con algo más rico, esto es, con su acción lúdica en el amplio sentido de la palabra. Porque contemplar, jugar y entretenerse son acciones que por sí mismas tienen su valor; expresan y recrean sentimientos acordes con la felicidad. Lo lúdico, como todo lo festivo, forma parte del sentido de la vida, nos lo enseñan particularmente los ni-ños al aprovechar cualquier motivo para jugar y entretenerse. Y es que, mientras caemos en la cuenta de una estupenda u original jugada, o contemplamos la belle-za que plasmó en un cuadro un consumado artista, estamos asumiendo lo que en el fondo forma parte de la felicidad humana. Puede que sean felicidades pequeñas, pero ineludibles para dar sentido a la vida.

Claro que toda esta reciprocidad que buscan nuestras acciones tiene como

objetivo el encuentro con otra persona. Por eso, concurrir y darse en el amor de forma interpersonal constituye la aspiración más profunda del corazón enamora-do. Se formaliza en nosotros como una verdadera vocación, es decir, con carácter propio, que no se elige, sino que, como proyecto vital del ser humano, lo único que podemos hacer es admitirlo o rechazarlo; el amor es donación libre en el en-cuentro de la otra persona para formar parte del propio proyecto vital que, en úl-timo término, daría valor y consistencia a la ansiada felicidad. Pero lo sorprenden-te es que en ese encuentro interpersonal deseado, se ansía que perdure, que tras-cienda el tiempo, que no se apague lo que empezó como ventura y felicidad; se ha-bla por ello de eternidad y de inmortalidad. Lo inalcanzable en la relación inter-humana es, por tanto, apelación a otra felicidad más elevada que colme la capaci-dad potencialmente infinita de la persona. Anhelamos, en lo más profundo de nuestro ser, la plenitud que solo es posible con un Amor Supremo y Absoluto, por más que la constatación de límite y de muerte parezca desmentir todo proyecto; alguien lo ha calificado de “imposible necesario”, es decir, que tras la finitud y la muerte, se antepone la exigencia incondicionada de vida y felicidad inscrita en nuestros ser.

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LA MUERTE

Es mucho lo que se ha especulado sobre el hecho misterioso de la muerte.

Prueba de ello es que todas las culturas y religiones nos han dejado signos eviden-tes de haber sentido profunda conmoción ante el cese de la vida. También el pen-samiento filosófico no pudo por menos de reflexionar sobre el fin de la existencia. Platón, por ejemplo, llegó a decir que “la filosofía es una meditación de la muerte”. Por eso, no pocos ideólogos consideran el calibre de una filosofía por el sentido que se da al hecho de tener que morir.

En principio, la muerte puede ser considerada en tres distintas modalidades.

Una sería la muerte en general: todos los seres mueren, incluido el hombre. Pero, de concebirse así, en sentido abstracto, es inexistente como todos los conceptos ge-néricos mientras no se los concretice en algo delimitado y real. El otro modo de considerar la muerte es cuando la referimos a un individuo concreto, esto es, la muerte de una persona conocida. El caso aquí es muy distinto; su impresión de-penderá del trato que hayamos tenido con ella, pues, de no pertenecer al círculo de nuestras amistades, acaso nos pudiera causar extrañeza, pero sin conseguir alterar mayormente el ritmo de nuestra vida. Otra cosa ocurre cuando la persona fallecida ha formado parte de nuestro afecto y de nuestro amor; aquí el cambio es profun-do, pues no solamente formaba parte de nuestra circunstancia, sino de nuestros proyectos y de nuestra propia vida. De algún modo, ante dicha situación, nos en-contramos incompletos al experimentar cómo se eclipsó lo que compartíamos en común.

La tercera modalidad es cuando caemos en la cuenta que un día yo también

tengo que morir. Entonces la muerte se presenta en su sentido más radical, esto es, como incidente que me va a pasar a mí. Acaso esta profunda vivencia tenga lugar en “situaciones límite”, pero no es menos cierto que ya desde la infancia la con-ciencia de ser mortal la llevamos inscrita muy dentro. Ante dicha constatación, nos damos cuenta que existen dos espirales en la vida del hombre. En la primera, per-cibiendo el latente y a su vez enorme potencial del niño que le llevará, tras ciertos años de avance y desarrollo, a un incipiente declive para terminar envejeciendo y morir; es la curva biológica caracterizada por tener que ir afrontando situaciones y etapas siempre nuevas. En este ámbito, la muerte, no es que llegue desde fuera o al final de la vida, de alguna forma va adherida a nuestra propia constitución exis-tencial; cada segundo y cada minuto es algo de vida que hemos gastado, que ha muerto en nosotros. Mirado así, la vida del hombre es una existencia mortal o, si se quiere, una muerte vital.

Pero, si este es el camino biológico de la existencia, no es lo que descubrimos en la trayectoria de la vida “personal”. Aquí se inicia otra curva de signo entera-mente distinto a la anterior. Comienza como un germen que avanza y se supera:

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aparece y se desarrolla la inteligencia, se perfila la voluntad, se abre el corazón a un mundo cuyo horizonte es el encuentro con un tú que pueda dar sentido a la vi-da interior. Por eso, al ser estas observaciones fehacientes por sí mismas, no necesi-tarían de por sí filosofía alguna. Únicamente, por ser realidades que afectan al ser del hombre, sí deben incluirse en toda reflexión filosófica, y su omisión significaría una cisura radical en la perspectiva propiamente humana, porque, sólo podríamos dar razón de la vida si recurrimos a su totalidad y mirando a sus más amplios ho-rizontes. Por lo tanto, como exigencia propia, se precisa inteligibilidad y sentido a todo el ámbito humano, incluidas las más profundas interpelaciones como son las referidas al “más allá” tras el acontecer de la muerte. Porque la pregunta, ¿qué será de mí?, nos lleva ineludiblemente a investigar las posibles soluciones.

De hecho, si en la espiral biológica percibimos un avance y un decrecer ha-

cia un final aciago y de muerte, en la espiral “personal” la apertura es siempre ha-cia un crecimiento mayor; nos elevamos porque el objetivo, viniendo de nuestro in-terior, es siempre impulso hacia un bien que sólo culminaría en la suma Realidad. Sucede como en la evolución cósmica: por una parte se da la extensión casi infinita de la materia; pero, a medida que ésta se expande y disgrega, existe otro incremen-to que converge cada vez más sobre sí mismo: surge así la vida, y de la vida, la conciencia, y de la conciencia, las nuevas dimensiones cuyo horizonte se polariza únicamente en la realización plena del ser que comenzó como germen. De ahí que, vivir y detenerse en una vida sólo biológica es, además de frustrante, incorrecto; la muerte sojuzgaría y pondría fin a todo el ámbito de la existencia, lo que es excesivo a todas luces; sucedería como en la espiga: si no madura, impide que un día po-damos poner pan blanco a la mesa. Por eso, en la espiral personal, aún a sabiendas de sus limitaciones, no sólo se desvela el fundamento de toda proyección, sino también el fin último de todo encuentro: el amor con un Tú que va más allá de la muerte.

Pero, aun cuando la vida del hombre tenga un carácter misivo, en esa mi-

sión cabe también una doble pregunta: ¿quién es el enviado en ese cometido y quién es el que envía? Evidentemente, la respuesta nos remite a la cuestión inelu-dible del “más allá” como trayectoria que tiende y busca complemento y plenitud.

PLANTEAMIENTO DE LA EXISTENCIA DE DIOS

En principio, reconocemos que el tema de la existencia de Dios no es prima-

riamente una cuestión filosófica. Su origen conceptual es religioso. Antes de que existiera la filosofía ya se hablaba de dioses y se ofrecían cultos a las divinidades. De hecho, el saber filosófico, cualquiera que éste sea, viene condicionado por su punto de partida: antes de tener idea de una cosa, es decir, antes de formular un pensamiento, existe ya un subsuelo de creencias. Previamente al examen que po-damos hacer de la naturaleza, del movimiento de los seres o de nuestro proceso

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intelectual, todos admitimos - aunque sea veladamente -, ciertas evidencias. Se parte, por ejemplo, de la necesidad del aire para respirar y vivir, también de un es-pacio de tierra para trasladarnos de lugar. Poseemos y coexistimos con estas reali-dades como si se tratase de algo connatural a nosotros, aun cuando nos pase desa-percibido y no caigamos en la cuenta de ello. Ortega y Gasset calificó a este subsue-lo de “prefilosofía”. Precediendo a las ideas están – decía -, las creencias.

Ahora bien, estas realidades que el hombre ha asumido y en las cuales se ha-

lla, tampoco suelen cuestionarse hasta que no surja en nosotros alguna incidencia sobre las mismas. Es entonces cuando nuestro pensamiento cobra sentido dando lugar a las ideas. En el ejemplo del aire, vemos que se hace presente en nosotros cuando las inclemencias meteorológicas nos afectan de alguna forma. “Dar razón” significa repensarlas, es decir, dar cabida al pensar filosófico. Claro que, acreditar o dar razón de las creencias no quiere decir que el filósofo tenga que justificar todo su alcance; aunque sí le obligarán a ofrecer una justificación de todas aquellas que constituyan para él un verdadero problema, como son las que se refieren al sentido de su existencia, a la posibilidad de una vida perdurable y, sobre todo, a las pre-guntas que puedan implicar la existencia de Dios. Se diría que el ejemplo máximo de lo que se entiende por “prefilosofía” es la misma noción de Dios.

Ante la instancia filosófica de tener que dar sentido a dicha creencia, men-

cionaremos las tres principales posturas que se han adoptado a lo largo de la histo-ria. Una es la del “ateísmo”, otra la del “teísmo” y una tercera que podríamos cali-ficar de “teísmo antropológico”.

A) Síntomas de ateísmo los encontramos ya en algunos de los primeros filó-

sofos griegos al no adherirse a las explicaciones que relataba su tradicional y des-bordante mitología. Sintieron la tentación de desmentir las historias que corrían de los dioses y, muy en particular, la de sus acciones morales tantas veces nada modélicas. Se explican así las frecuentes acusaciones que recibieron tachándoles de “asébeia”. Es sabido también que, a partir sobre todo del siglo V, se empezó a tildar de “impío” a todo aquél que mostraba cierta desaprobación hacia las creencias co-munes. Acaso hoy su postura fuera más acorde con la puramente escéptica, como la del sofista Protágoras o la del atomista Demócrito, incluso el materialismo de Epicuro estaría en esa misma línea, pues, no es que se opusieran a los dioses, sino que, según ellos, poco o nada tenían que ver con los intereses o asuntos interhu-manos. Caería también en esta misma acusación la actitud romana frente a los cris-tianos; todo porque sus creencias no se ajustaban a los cultos del Imperio.

Respecto a la tradición medieval, hablaríamos de un ateísmo minoritario,

debido, en gran medida, a la enseñanza de las artes liberales: (Trivium et Quadri-vium) generalmente adoptadas y a las que se añadió, no tardando, la metafísica, la religión y la teología. La gran intervención por parte de las autoridades religiosas y

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civiles ante cualquier substancial discrepancia, hizo que apenas pudiera prosperar alguna enseñanza en su contra.

En el Renacimiento - aun con sus críticas a las instituciones y su desdén ha-cia las creencias tradicionales -, tampoco supuso un sistemático desarrollo del ateísmo; recordemos que este término se acuñó en Francia en el siglo XVI en refe-rencia más bien a todos aquellos que prescindían de Dios en sus intelectuales po-lémicas. Cabe decir que durante los siglos XVI y XVII hubo un verdadero recelo de poder ser acusado de ateísmo; podían ser expuestos a duras penas e incluso a la muerte, como sucedió, entre otros, al humanista francés Étiene Dolet, al polaco Ka-zimierz Lyszczynski o al también francés François-Jean Lefebvre.

Un paso en la libertad de expresión se alcanzará en el siglo XVIII, donde el

“hombre ilustrado” verá en el conocimiento de la Naturaleza y su dominio la tarea fundamental de la razón. Por esta gran incidencia, considerarse ateo en el “Siglo de las Luces” no supondrá ya una peligrosa acusación, por lo que algunos autores se declararán explícitamente ateos, como el enciclopedista Denis Diderot y el tam-bién enciclopedista francés-alemán Barón D’Holbach. Más aún, con la influencia de las ideas liberales y el apoyo que fue obteniendo el empirismo positivista inglés en Europa, el siglo XIX va a reflejar las primeras sistematizaciones ateas, como fue la presentada en La esencia del cristianismo de Ludwig Feuerbach en la forma que ofrecimos en el apartado de las Presunciones Ateas.

B) En cuanto al “teísmo”, la alusión más simple es la referida a la creencia de

los que afirman la existencia de Dios. De este modo, el teísta sería el que se opone radicalmente al ateísmo. Pero, si en su origen los conceptos “teístas” y “deístas” llegaban a equipararse, con el nuevo estilo renacentista y la exaltación del pensa-miento ilustrado, las discrepancias llegaron a ser tales que incluso los deístas fue-ron denunciados por los teístas como ateos. Kant por ejemplo calificó de deístas a los que llegaban al Objeto Trascendente mediante la razón pura; se trataría de una teología trascendental, en tanto que los teístas lo extraerían de la naturaleza, es de-cir, de la naturaleza de nuestra alma, cuyo correlato sería una teología natural. De todos modos, pensamos que el deísmo no es sino una versión “atenuada” del teís-mo.

De cualquier modo, el deísta es el que acepta la existencia de Dios alcanzada

mediante el uso de la razón, aunque tendiendo a rechazar la ingerencia en la vida del hombre. Para ellos Dios es el Creador u Organizador del universo, el Dios cósmico al modo de un Gran Relojero que ha dejado su obra a expensas de la pro-pia constitución y de las leyes que lo rigen. Entre los francmasones: el “Gran Ar-quitecto del Universo”. Por lo general, no toman posición sobre las religiones or-ganizadas ni reveladas, más bien las excluyen; si acaso, asumiendo su velada mani-festación en las leyes de la naturaleza.

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Como tendencia ideológica, cobró notoriedad en los siglos XVII y XVIII, par-

ticularmente en el Reino Unido, Francia y los Estados Unidos de Norteamérica. En-tre los representantes podríamos señalar a los filósofos ingleses, Thomas Hobbes y John Locke e, influido por éste último, el francés Voltaire. Entre los norteameri-canos: Thomas Jefferson y, sobre todo, el radical estadounidense de origen inglés, Thomas Paine.

C) La tercera actitud es la que asume el teísmo antropológico, es decir, el

que cree que tiene sentido preguntarse por la existencia de Dios a partir de las más radicales exigencias humanas, las que dan sentido a la vida. La aceptamos aquí como disposición más acorde con la persona, esto es, partiendo de lo que el hom-bre precisa para poder vivir, como son sus ineludibles necesidades y el fundamen-to que las constituye y sostiene. En otras palabras: si el hombre es una realidad nueva, que acierta o se equivoca, pero sin poder dejar de razonar para vivir; y si, al mismo tiempo, es proyección que se hace y sigue impulsado a seguir haciéndo-se, sería una contradicción prescindir del soporte que lo fundamenta. Creemos por tanto que sin esa Realidad Fundante sería imposible dar razón del sentido que nos revela la vida. Por eso, sin omitir las “cosas” que nos rodean y de las que forma-mos parte (cosmos o naturaleza), debe partirse de la “realidad personal” que es la que inmediatamente conocemos con sus inherentes necesidades. Comprenderemos entonces que el tema de Dios no es incorporado a la filosofía desde fuera, como una cuestión meramente teórica, sino que se descubre desde dentro, desde el sen-tido de la vivencia personal.

A partir de esta mirada fenomenológica, el hombre va descubriendo que es un “alguien” que desea, que busca el bien que le falta. En el fondo es un ser pro-yectivo que no puede vivir sin dar razón de sus anhelos. Podría acaso pensarse que todo es producto de un azar cósmico, pero esto complica las cosas en lugar de ex-plicarlas. Es de todo punto ineludible preguntarse por el sentido que nos ofrece la vida, por la razón de su ser vital, por el principio que le ha conformado de esa ma-nera.

EL HOMBRE EN PROYECCIÓN DE FUTURO

Por nuestra forma de actuar, damos por hecho que las justas apetencias no pueden ser por sí mismas irracionales, lo contrario a la razón es el absurdo. Incli-nados hacia el bien que no tenemos, estamos de alguna manera posibilitando la apertura hacia un más que complemente las inherentes necesidades personales. Porque el hombre no es sólo pasado y presente, sino que principalmente es impul-so, perspectiva, tensión hacia el mañana. De hecho, toda la historia ha sido vivida en vistas a un futuro vivencial, a un porvenir que, sin tener actualidad, aspira a ella como complemento de lo que todavía no es. Por eso, las aspiraciones de futuro no

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pretenden sino explicitar y patentizar lo que está latente dentro de lo que son posi-bilidades humanas. El presente de hoy está formado por el futuro de ayer. De ahí que, el hombre completo, en cuanto que ha consumado su desarrollo y aspiración, aún no ha nacido, evoluciona sólo hacia ello. En sí, la evolución de la humanidad tiene latidos de un mundo que nos precedió con nuevas y constantes apetencias. La línea que siguió nuestra especie tiene a lo largo de su prehistoria unos rasgos específicos: la columna vertebral que se va enderezando lentamente; el cerebro que va aumentando en volumen y conte-nido; el animal que se yergue hasta convertirse en especie humana. En realidad, todo como si se apuntase a darnos una extraordinaria respuesta: que la vida tiene una dirección, un oculto trazado que da consistencia a un también velado sentido. Puede que no logremos descifrarlo, pero sí nos da pautas para que lo intentemos. La ciencia, como ya se dijo, asume que el azar y la selección desempeñan un gran papel en el nacimiento y el crecimiento de la vida. Pero, ¿ofrecen una clara res-puesta? ¿Qué azar y qué selección son las que tienden a ir incesantemente hacia arriba, esto es, a existir, vivir, sentir, pensar y amar? ¿Existe una proyectada direc-ción que lo dirige y empuja? Porque, aun cuando en la evolución humana hayan sido admirables los adelantos conseguidos, no es menos cierta la experiencia de sus limitaciones en lo que conlleva de inseguridad, dolor y turbación, sobre todo ante la muerte; es ésta la píldora amarga de toda aspiración y de todo anhelo. Pues, aun cuando en el futuro se instaurara un reino ideal de amistad y libertad y la ciencia hubiese conseguido prolongar increíblemente la vida, nada puede impedir que en un determinado momento pudiera suceder lo imprevisible. Nunca podre-mos estar seguros, ni de nuestra vida ni de nuestra dicha. Por eso, ante esta reali-dad que acompañará siempre a la existencia, es lógico también que nos pregunte-mos: ¿Será entonces toda la historia de la humanidad, toda la evolución, con sus logros e infortunios, con sus dolores y actos de amor una broma sin sentido, algo como si se tratara de un proyecto absurdo? Y de ser así, ¿por qué no nos adapta-mos a ella? Ante reflexiones como éstas, nada tiene de extraño que los dictámenes ven-gan determinados por el particular punto de vista. Paradigma de una evolución centrada en la ciencia positiva tenemos a Auguste Comte, quien, postergando un Espíritu Absoluto al modo de Hegel desplegándose en formas superiores, conside-ra que es la misma humanidad la que evoluciona en tres estadios diferentes. El pri-mero sería de fabulación mística, pasando del fetichismo al monoteísmo de corte militar. El segundo, predominando la concepción metafísica mediante conceptos abstractos e indeterminados: causas, potencias, almas, cualidades, en una sociedad marcadamente jurídica. El tercero, con el predominio de la ciencia positiva e indus-trial. De este modo, el que fue concebido tradicionalmente como Ser Necesario, es sustituido ahora, no por el Dios de la razón del pensamiento ilustrado, sino por la humanidad en general, remplazando la fe en el Absoluto por la religión que tiene

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por objeto esa misma humanidad. Comte, mensajero de la nueva ideología positivis-ta, se basa en el orden social y tecnocrático para proponer una religión sin Dios como mejor respuesta a los logros alcanzados por la humanidad positivista. Pero, si así fuere, no hablaríamos hoy de crisis de materias primas ni de la deteriorada capa de ozono o del peligro que supone el armamento atómico. De hecho, y muy al contrario a ese progreso sin Dios, pensadores de talla vislumbran más bien un impulso divino en toda proyección ascendente y univer-sal. Asumiendo en cierta medida la visión de Teilhard de Chardin, me permito acentuar lo que ya apuntábamos en el apartado Origen de la Vida, al considerar que la materia y el espíritu son dimensiones de una misma realidad. Como principio, Teilhard cree en una profunda e íntima coherencia de ambos conocimientos. Con-sidera - como ya se dijo -, que tras el fenómeno exterior de las cosas, palpita otra fuerza interior en cada ser, un impulso que hace que consiga mayor complejidad, como fue, en su tiempo, la vida, la conciencia y, en su más alto nivel, el espíritu con sus imperativos morales y sus anhelos de supervivencia y de felicidad. Pero, como proceso, todavía se está en camino, somos proyección de futuro. La humanidad se dirige hacia cotas superiores. Por más que existan fallos, dictámenes injustos y eje-cuciones siniestras y refinadas, la humanidad, en su conjunto, “noosfera”, sigue una senda ascendente hasta converger en lo que él llama “superconciencia”. Lo vislumbraba ya, no sólo en las intercomunicaciones científicas y culturales, sino también en lo que atañe a las apetencias del espíritu, como pueden ser los distintos tratados humanitarios a nivel internacional o las leyes generalmente aceptadas en pro de la vida y de los derechos humanos. Claro que, no todo fue fácil a la hora de exponer su original cosmovisión. Las prohibiciones le acompañaron prácticamente durante toda la vida. De sus superiores, impidiéndole impartir clases en el Institu-to Católico de París, después, reteniéndo sus escritos filosófico-científicos, incluso el mismo año de su muerte (1955) se le impide participar en el congreso Interna-cional de Paleontología. Pese a todo, y aun cuando dos años más tarde el Santo Ofi-cio prohibiese vender sus libros en librerías católicas y retirarlos de sus bibliotecas, la originalidad y sutileza de haber intentado coordinar los conocimientos científi-cos y antropológicos de entonces con la palabra revelada, hizo que no pocos pen-sadores y teólogos fueran reconociendo la gran aportación de sus escritos. Por citar algunas de las polémicas, recordaríamos las del dominico P. Garrigou Lagrange, quien, en la revista Angelicum, denunciaba los grandes peligros que acarreaban los presupuestos de Teilhard, artículo que era duramente impugnado por Bruno de Solages, Rector por entonces del Instituto Católico de Toulouse.

Con los años, aun existiendo posturas en pro y en contra, la deferencia y consideración hacia sus presupuestos son, para la gran mayoría, obviamente respe-tables, incluso, como ya se dijo, fueron los mismos papas, Pablo VI y Benedicto XVI quienes debieron sentirse impactados por la espiritualidad cósmica que desvela-ban sus escritos. Por todo ello, dejando aparte algunos temas vidriosos, como la

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parusía o segunda venida de Cristo, su acción redentiva o el pecado original donde algunos quieren minimizarle en aras de un acendrado monismo o, si acaso, de un singular misticismo, creemos no obstante que su punto de partida es válido para poder referirnos con propiedad a la existencia de Dios. Consideramos que sólo una realidad de esa condición, es decir, de un exis-tente Absoluto, puede dotar de sentido al sorprendente desarrollo de la creación, y más aún si atendemos a esa plenitud que late en todo espíritu humano. Tras la evi-dencia del grado conseguido en la evolución del hombre, sería un contrasentido quedar confinados a un mundo intrahistórico y mensurable. La contingencia hu-mana nos pide más, proyecta perspectivas en pro de un futuro incondicionado y trascendente; en realidad, un Absoluto que ordena el caos, ahuyenta la nada, y bo-rra el absurdo de todo horizonte. Es por las inquietudes expectantes por lo que na-ce la esperanza de lo metaempírico y subsistente, porque no es la historia la que se constituye en soporte de la realidad, sino otro Ser más poderoso que impulsa des-de dentro y que da consistencia a todo posible avance, a ese aún-no que rastrea plenitud y eternidad. Suscribiría a este respecto las palabras del filósofo y soció-logo alemán Max Horkheimer, quien, hablando de la honestidad social, decía: “El anhelo de la justicia cumplida, que alienta en todo hombre, es la mejor prueba de que la realidad histórica no es la última, pues esta justicia jamás podrá ser realizada en la historia secular… Es vano tratar de salvar un sentido absoluto sin Dios”451 Próximo a los postulados de la moral kantiana, Horkheimer ve claro que sin los principios metahistóricos y trascendentes sería imposible una auténtica cimen-tación social. Por eso, sin olvidar las motivaciones cosmológicas, no pocos filósofos actuales se plantean el problema de Dios desde la tendencia personal, poniendo el interés en lo ético como soporte ineludible para dar sentido a todo cuanto nos con-duce a una plena realización. De hecho, ya antes del estudio sobre el sentido evolutivo del cosmos e inclu-so sobre la tendencia humana hacia la plenitud, incalculables fueron las páginas escritas sobre la finalidad en el universo y del universo; en la Edad Media lo resu-mía y especificaba Santo Tomás mediante la prueba de lo que él llamó quinta vía. Llegaba a decir: “Vemos que las cosas privadas de conocimiento, como los cuerpos natura-les, obran en virtud de un fin, lo cual se nos manifiesta porque siempre, o la más de las ve-ces, obran de la misma manera, de modo que realizan lo mejor: de donde vemos que no es por casualidad, sino en virtud de una tendencia determinada por la que consiguen su fin. Ahora bien, lo que está privado de conocimiento no puede tender a un fin sino es dirigido por un ser inteligente… Por lo cual, todas las cosas naturales están orientadas hacia su fin, a este ser lo llamamos Dios”452.

451 Horkheimer, M.: Die Sehnsucht nach dem ganz Anderen. Hamburgo, 1970. 452 Santo Tomás.: I, q.2, a.3; C. Gent., 1.1, c. 13 y 42.

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Pero, aun cuando se considera esta prueba la más eficaz de sus cinco vías, y que el mismo Kant - en medio de su crítica negativa -, manifestara también que era “la que mejor se adecuaba a la razón humana común”453, conlleva el peligro de hacer a Dios a la medida de nuestra racionalidad, pues la razón, por más que elabore há-biles silogismos, su marco es fundamentalmente especulativo. Existen por lo tanto sus dificultades a la hora de evaluar el alcance de los llamados argumentos filosó-ficos clásicos sobre la existencia de Dios; porque si fueran totalmente convincentes, ¿por qué ninguno ha logrado imponerse de forma universal como en las cuestiones técnicas o científicas?, ¿por qué todos asienten al teorema de Pitágoras y a estos argumentos no? Además, deducir a Dios de esa forma teórica, ¿no será convertirlo en un objeto al modo de la física o de la técnica? ¿Acaso no es limitada nuestra ca-pacidad de conocer y de razonar? De todos modos, pensamos también que no se pueden tomar superficial-mente dichas argumentaciones clásicas, pues, aun con sus reservas, el alegato que ellas aportan continúa siendo un verdadero desafío al pensamiento humano. A es-te respecto, Karl Jaspers escribía: “Tras la magistral refutación de todas las pruebas de la existencia de Dios hecha por Kant, tras la ingeniosa – pero cómoda y falsa – restauración de la las mismas por Hegel y dado el renovado interés actual por las pruebas de la existencia de Dios de la Edad Media, resulta hoy una necesidad imperiosa el replanteamiento filosófico de las todas ellas”454. De todos modos, seguir buscando es connatural a nuestra condición huma-na, porque toda teoría, por más que esté condicionada por nuestra racionalidad y el propio punto de vista, es anhelo de alcanzar lo que todavía no tenemos; nuestra naturaleza es proyectiva, intrínsicamente dinámica, orientada hacia el futuro, esto es, hacia metas que, aun sin haberlas alcanzado, las desea profundamente: ansía ser feliz por más que el horizonte de la felicidad esté siempre en lontananza. De ahí que, en virtud de este análisis fenomenológico y existencial del sentido que nos ofrece la vida, es obligado que nos preguntemos por la base que lo constituye, ya que, por ser así, únicamente atendiendo a las instancias de la “razón vital” es co-mo mejor podrán acreditarse los motivos para interrogarnos por las demandas más radicales de la persona, entre ellas, las de su fundamento, y, como lógico derivado, la existencia de Dios. En sí, no pudiendo el hombre vivir sin saber a qué atenerse, sin tener que elegir por una u otra opción, se ve obligado a interrogarse y a buscar el fundamen-to de su vida. Que ello derive hacia un principio metafísico y trascendente tiene su hondo sentido. De hecho, el tema sobre Dios no se incorpora a la filosofía desde fuera, como una cuestión meramente teórica, sino que lo descubrimos desde den-tro, como algo profundamente vivencial.

453 Kant, M.: Crítica de la Razón pura II, Buenos Aires, 1976, 269. 454 Jaspers, K.: Der philosophische Glaube. Munich, 1948.

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Pero, ¿cuáles son esas radicales vivencias que demandan la existencia de Dios? En principio, las que constituyen la base de la “razón vital”. En efecto, si el hombre es una innovación en el discurrir evolutivo de los seres, y tiene a su vez un sentido el conjunto de su existencia, quiere ello decir que preguntarse por un fun-damento, no sólo es racional, sino también profundamente vivencial. Algunos, como J. Monod, han pretendido poner como principio únicamente el azar, pero és-te, aun cuando se dé en momentos tangenciales del universo, nunca puede expli-car, ni la evolución constante, ni menos aún los actos voluntarios de nuestra natu-raleza racional.

Como aspiración ineludible, el hombre desea ser feliz, ¿hasta qué punto? No con una felicidad limitada, sino en plenitud, pues es la única cota que armonizaría con nuestros deseos y el sentido de la vida. Claro que esta elevación, que alguien pudiera calificar de especulativa, se unifica con la vivencial, es decir, con el en-cuentro de un verdadero amor. Por ser así, el deseo de amar y su realización plena en un amor eterno, demanda lo Absoluto como fundamento de todos los dina-mismos que laten dentro de nuestro ser. Cierto que esta profunda y natural aspira-ción, a la que en modo alguno podemos renunciar, choca con la realidad de la muerte por parecernos, en principio, una contradicción. Sin embargo, un análisis detenido nos dice que el hombre, como ser viviente y racional, es primero una es-tructura proyectiva, es decir, abierta a no tener que cesar; lo postula el dinamismo inscrito en la persona, se anhela en todo encuentro en el amor; por eso se desea fe-licidad, perduración, eternidad. Por lo tanto, una cosa es la muerte biológica que atañe a la constitución psicofísica de la existencia humana, y otra es la muerte de la persona en cuanto tal, esto es, la que esboza o delinea el porvenir. Tal vez pueda conjeturarse que a la muerte biológica le siga la muerte personal; pero esto habría que probarlo. De cualquier modo, se trata de dos formas de ausencia, de conexión posible, pero en todo caso filosóficamente problemática. Además, sorprende que, mientras la aniquilación no se admite en el mundo físico, sino que todo es trasfor-mación de unos elementos en otros, paradójicamente, y de forma casi irreflexiva, se admite sin ambages para la defunción del grado superior como es la muerte personal; hay algo que no cuadra con la vocación proyectiva de la persona que pi-de avance y perduración. El encuentro con un tú en el amor es, al tiempo, radical impulso hacia otra presencia mayor, hacia el encuentro con un Tú en plenitud, pues lo evocamos, no por algo que nos viene de fuera, sino como demanda interior que da sentido a toda proyección de la vida. Es por lo tanto la razón vital la que encuentra sentido y permite evocar a Dios, hablar de su existencia. Sobre este impulso dirigido hacia lo Eterno se ha hablado y escrito mucho, incluso se han propuesto, mediante concepciones teológicas y reveladas, conclu-siones a las que la sola razón especulativa nunca podría haber llegado. Recorda-ríamos una vez más la propuesta de Teilhard. Como teólogo cristiano, él conoce la

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palabra revelada y, como experto paleontólogo, también está al corriente de las in-vestigaciones evolutivas, lo que le permitirá, vista la concordancia, conjugar su fe religiosa con los conocimientos que le aportaban las ciencias positivas. Atendiendo a la visión del mundo cosmológico y su avance evolutivo, Tei-lhard cree que el hombre, al igual que el cosmos, está aún sin perfeccionar. De la cosmogénesis emergió la biogénesis; desde la biogénesis irrumpió la antropogéne-sis, que no está clausurada, sino que el hombre es un ser en devenir. ¿Hasta qué punto? Él piensa que la persona tiende a la cristogénesis, y de ésta, a la futura ple-nitud, al pleroma en el “punto omega”, que sería la unidad con el mismo Dios. Significativa a este respecto es su confesión de fe en el folleto policopiado que lleva el título, Coment je crois. Escribe: “Creo que el universo es una evolución. Creo que la evolución va hacia el espíritu. Creo que el espíritu se eleva a lo personal. Creo que lo má-ximo personal es el Cristo universal”455. Claro que, el contenido de dicha conclusión, aun partiendo del campo científico, rebasa toda medida y toda posible dimensión, pues involucra no sólo a la naturaleza, sino también a la metafísica y a todo el ám-bito de la religión; lo que nada tiene de particular, puesto que los valores asumidos mediante la fe revelada pueden valer a la filosofía, no como tesis de un ámbito ra-cional, pero sí como principio heurístico, es decir, como indicación metódica para el análisis que se investiga. Él es consciente de las dos vías de conocimiento: la científica y la que nos aporta la revelación. Llega a decir: “Por educación y formación espiritual pertenezco a los “hijos del cielo”. Por temperamento y estudios especiales soy “hi-jo de la tierra”456. No es por tanto su testimonio una visión de la razón pura, sino de la fe cognoscente al desvelarle que la ciencia moderna no es contraria a la revela-ción, sino que el evolucionismo en sí guarda coherencia con el misterio cristiano de la fe.

Sin embargo, como ya se dijo, no fue fácil para él, ni la exposición de sus deducciones filosóficas ni la defensa de las mismas; pues, dada su originalidad, y, sobre todo, las no pocas implicaciones teológicas que conllevaban, como lo tocante a la muerte de Cristo, a su segunda venida, a los sacramentos, al pecado original e incluso a un velado monismo filosófico, hicieron que el debate de estos temas aún continúe entre partidarios y opositores.

Por lo que aquí respecta, aceptamos su primer enfoque, esto es, la visión del

mundo y del hombre en continuo ascenso buscando armonía y plenitud. En sí, una cima donde confluyen la perfección del mundo y la perfección de Dios; ir más ade-lante, para decirnos que se culmina en el Cristo cósmico universal, es ya hacer teo-logía; se trasciende el alcance de nuestra capacidad intelectual para dar pie a lo que

455 Teilhard de Chardin.: Comment je crois, en Oeuvres de Pierre Teilhard dce Chardin, 1934, vol. X, París,

1969. 456 Ibid.

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él conoce por revelación: “Cuando le queden sometidas todas las cosas, entonces el mis-mo Hijo se sujetará a quien a Él todo se lo sometió, para que sea Dios en todas las cosas”457.

Pero, aun cuando el campo de la filosofía y el de la teología sean diferentes, -

dirigido uno por la luz de la razón y el otro por la fe -, en su independencia y auto-nomía, no quiere ello decir que tenga que haber oposición, al contrario, la interde-pendencia y relación viene marcada porque, en uno como en otro campo, su fin es conocer y exponer la verdad. Por eso, aunque deba defenderse la autonomía filosó-fica en planteamientos puntualmente intelectuales, no dejamos de reconocer que la revelación puede ayudar, como principio heurístico, a la investigación puramente intelectual. El alcance por ejemplo que da la palabra revelada al concepto de Dios como Padre, que tanta coherencia nos ofrece para defender la solidaridad humana, acaso por la sola razón nunca lo hubiésemos alcanzado, pues la simple semejanza de las personas no parece ser suficiente como para explicar el fundamento de sus relaciones de hermandad y solidaridad que tan encarecidamente se solicita

En el ámbito referido al problema de la existencia de Dios, el supuesto ra-

cional puede de igual modo armonizarse con la palabra revelada. De hecho, en el estudio que hemos intentado exponer, existe afinidad, no sólo en los principios, sino también en la conclusión. El punto de partida lo constituye – no podía ser de otra manera -, el análisis fenomenológico de la propia vida que descubre a la per-sona como un “alguien proyectivo” que busca en el amor de sus encuentros la ple-nitud que éstos no le pueden dar. De hecho, una demanda no exigida convencio-nalmente, sino reclamada por la radicalidad que tiene la misma proyección de la existencia. Por eso, ante la instancia de dar pleno sentido a nuestro vivir, esto es, a la convergencia realizadora de todos los dinamismos latentes de nuestro ser y de nuestro amor, nos impulsa a afirmar que sólo será posible en la plenitud de lo Eterno, en la realización plena y absoluta en el amor de Dios. Al fin y al cabo, un supuesto filosófico que encontramos también en la revelación de S. Juan cuando nos dice: Dios es amor458. Claro que, a dicho enunciado se interpone una difícil obje-ción. En efecto, si tal es la Realidad Divina, ¿por qué tanto sudor y lágrimas? ¿Por qué tanto dolor y tanta víctima?

EL PROBLEMA DEL MAL

Quizá el desafío más grande para el teísta sea la constatación del sufrimien-

to y del mal. Al dirigir nuestra mirada hacia el mundo, nos sentimos heridos por una punzante paradoja: al lado de la perfección y belleza que acompaña a los seres, nos encontramos también con la persistente animadversión que estigmatiza todo lo

457 1 Cor. 15,28. 458 1 Jn. 4, 7-21.

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creado. La realidad es siniestra por el sinnúmero de lágrimas que provoca. Hay he-ridas abiertas que no logran cicatrizar: existen convulsiones, cataclismos y tsuna-mis que pueden aparecer en cualquier momento; y más aún si nos detenemos en las contradicciones que afloran en el ser humano: el afán de dominio nunca se sa-cia; el instinto de destrucción nunca pone fin; el número de los sacrificados nunca es suficiente.

Ante lo cual, no es extraño que el hombre se pregunte y reclame una res-

puesta. Su siniestralidad hace que nos preguntemos, ¿de dónde proviene? ¿Cómo se ha infiltrado hasta nosotros? ¿Cuál es su origen y qué destino tiene? De otra par-te, si existe un Ser perfecto ¿cómo es posible que haya tanta fatalidad e infortunio? ¿Podrá compaginarse el amor de Dios con el sufrimiento inocente de las criaturas? Preguntas en todo punto radicales que el filósofo y el teólogo en modo alguno de-berán dejar de contestar so pena de caer en el absurdo. Cierto que las dificultades que entraña han hecho que las respuestas sean diferentes. Los que niegan la exis-tencia de Dios ante el hecho de la presencia del mal, prácticamente vienen a coin-cidir con la vieja paradoja de Epicuro que Lactancio resume en los términos si-guientes:”O Dios quiere eliminar el mal y no puede, o puede y no quiere, o ni quiere ni puede, o quiere y puede. Si Dios quiere y no puede, es débil y no omnipotente; si puede y no quiere, contradice su bondad; si ni puede ni quiere, entonces no es ningún Dios; si quiere y puede ¿por qué no elimina el mal?”459.

Con estas cuatro posibilidades, Epicuro quiso demostrar que Dios no se

molesta por nuestros asuntos, y menos aún por los sufrimientos de los hombres. A lo que Lactancio responde diciendo que sin el conocimiento del mal, las personas nunca podrían conocer el bien, y, por lo tanto, a Dios. En la problemática, debe comenzarse por ahí. Porque, como tal desafío, también inquieta al teólogo de hoy. De hecho, es en el mismo Catecismo de la Iglesia Católica donde se afirma en el número 272 que “la fe en Dios Padre Todopoderoso puede ser puesta a prueba por la expe-riencia del mal y del sufrimiento”. Incluso, tras haber experimentado dicha contrarie-dad, prosigue diciendo que,”a veces Dios puede parecer ausente e incapaz de impedir el mal”. Por eso, dado el conflicto y las implicaciones que esto acarrea, la cuestión que se suscita en el número 310 es en todo punto desafiante: ¿Por qué Dios no creó un mundo tan perfecto que en él no pudiera existir ningún mal?

Ante estas interpelaciones, las respuestas se hacen ineludibles. Tanto el filó-

sofo teísta, como el teólogo deberán ofrecer la clave que compatibilice los dos ex-tremos del problema. Por lo tanto, se precisa en primer término una reflexión filo-sófica que, aun cuando no solvente por completo el problema a nivel vivencial, ofrezca al menos una visión coherente del mundo donde se inscriba el mal como hecho indiscutible. 459 Lactancio: De ira Dei, 13, 20-21.

466

En este empeño, intentaremos exponer el problema en tres apartados dife-rentes: A) existencia y concepto del mal. B) Justificación del mal. C) Compatibili-dad de Dios con el mal.

EXISTENCIA Y CONCEPTO DEL MAL

Acaso la mejor forma para iniciar el estudio fenomenológico del mal es se-

guir la senda de los efectos incontrastables que lo producen: en la naturaleza, como desequilibrio y desorden; entre los humanos, en los signos de dolor y sufrimiento. Del mal nos habla, no solamente la historia, sino la propia experiencia; lo concebi-mos, no sólo como algo que debemos afrontar, sino como una forma de ser de la existencia; vemos que está en todo proceso evolutivo, en toda marcha ascendente de la vida. Por altas que sean las cotas alcanzadas, allí están las desventuras y los fallos; se nos impone por su evidencia. La dificultad surge lógicamente al querer avenir la existencia del mal con el Dios todopoderoso y bueno. ¿Podrá armonizar-se? He aquí el problema que tanto ha inquietado al hombre.

A la hora de solventarle, las opiniones no siempre han sido las mismas. Por

eso, sin pretender hacer un recorrido histórico del problema, sí creo oportuno, co-mo resumen de este planteamiento, recordar las palabras de Berdiaev ante el es-cándalo que suponía para muchos afrontar hoy el problema. Decía: “La conciencia racionalista del hombre contemporáneo juzga que la existencia del mal y del sufrimiento es el principal obstáculo para la fe en Dios y el argumento más importante a favor del ateísmo. Parece difícil conciliar la existencia de Dios, del dispensador clementísimo y omnipotente, con la existencia del mal, tan temible y poderoso en nuestro mundo. Este argumento, el único serio, se ha hecho clásico. Los hombres pierden la fe en Dios y en el sentido divino del mundo, porque observan que el mal triunfa, porque experimentan sufrimientos carentes de sentido, engendrados por dicho mal”460.

Esta visión de Berdiaev, que en modo alguno le impidió ser un fiel converso

a la fe cristiana en los tiempos modernos, es, en realidad, la misma consternación que hizo exclamar a San Agustín: ¿De dónde proviene el mal, puesto que Dios, siendo bueno, ha creado buenas todas las cosas?461. Ante el desafío, urgen explicaciones, no só-lo en el campo de la teología, sino también de tipo filosófico y racional.

Abordaremos la cuestión con el deseo de esclarecer lo que, de momento, se

nos ofrece en una doble incógnita: su causa y su naturaleza, es decir, ¿a qué se debe el mal? y, derivado de ello, ¿en qué consiste su entidad si es que la tiene? En la ex-plicación sobre la causa del bien y del mal ya encontramos en el Zend-Avesta de la antigua Persia dos principios que justificaban todo cuanto de bueno y de malo pu-diésemos comprobar. Uno de ellos era Ahura Mazda (Ormuzd), originando la luz

460 Berdiaev, N.: Esprit et liberté . Essai de philosophie chrétienne. Paris, 1933, págs. 175-76. 461 Agustín, S.: Confesiones, VII, V, 7.

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y la justa medida, es decir, el bien; el otro, Angra-Mainyu (Arhiman), como princi-pio de las tinieblas y del mal. De ellos brotaban emanaciones buenas y malas con la consiguiente conflictividad entre lo bueno y lo malo.

Con elementos gnósticos y cristianos, prendió también esta doctrina más

tarde en el maniqueísmo y otras sectas medievales como en los cátaros y albigen-ses. No obstante, sin pretender una crítica exhaustiva a dichas concepciones, sí de-cir que dos principios absolutos en plano de igualdad, es algo en todo punto in-comprensible; lo malo o el mal en sí se contradice con el Bien Absoluto. Ser omni-potente y bueno excluye cualquier insolvencia o posible fisura en lo que es armo-nía y plenitud. Entonces, ¿qué es el mal?, no otra cosa que privación, porque si tu-viera entidad, si fuese una sustancia, sería algo existente y bueno; es, por lo tanto, privación de de un bien debido a un sujeto, esto es, carencia de aquello que el suje-to está dispuesto a tener y debe poseer. De este modo, que yo no tenga alas no es un mal. Sin embargo, la ceguera sí lo es porque me priva de un bien debido, que es la visión. Es importante diferenciar esto porque si definiésemos el mal como pura negación deberíamos admitir como mala toda criatura por las inherentes limitacio-nes que todos tenemos. El mal no radica en sí mismo porque no tiene entidad pro-pia – no es ser -, sino en las cosas, que aún siendo buenas por el mero hecho de existir, no poseen todo aquello que les correspondería, es decir, el grado de perfec-ción a que están llamadas. Asentimos, en este aspecto, con las palabras de Mari-tain: “el sujeto portador del mal es bueno porque hay ser en él, y el mal obra por el bien, puesto que el mal, siendo en sí mismo privación o no ser, carece de causalidad propia”462. Claro que, aun no poseyendo esa entidad propia, no por ello deja de afectarnos. De ahí que el mal sólo sea posible desde el ser y desde el bien, es decir, desde la con-tingencia y la debilidad de los seres. Pero, aun admitido esto, ¿a quién se debe di-cha carencia y qué sentido puede tener? En otras palabras: ¿puede Dios crear seres desprovistos de la perfección debida? ¿Podría racionalmente justificarse?

JUSTIFICACIÓN DEL MAL

Concebido el mal como privación de un bien debido a un sujeto, es conse-

cuente que nos sigamos preguntando: ¿cabría la posibilidad de crear un mundo perfecto sin posibilidad de males y desdichas? En modo alguno, ¿por qué? Senci-llamente porque crear implica finitud constitutiva, es decir, limitación ontológica del ser. No es porque la contingencia o finitud sea un mal en sí, sino porque posibi-lita que se realice. Su condición finita conlleva la marca de sus carencias y hace imposible toda omniperfección; radicalmente no es posible un mundo finito-perfecto, es un contrasentido, un querer compaginar propiedades opuestas. Un mundo creado que fuese perfecto es contradictorio porque participaría de la fini-tud e infinitud al mismo tiempo. Ser finito entraña privación, carencias y, por lo tanto, el mal.

462 Maritain, J.: Saint Thomas d’Aquin et le problème du mal. New York, 1944, págs. 219-220.

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Así las cosas, la perspectiva se abre al percibir que si el mal es privación, di-

cha carencia sólo la comprendemos racionalmente desde la perfección. El punto de referencia de lo limitado no puede ser otro que tenga las mismas privaciones, sino lo absoluto e ilimitado. La razón postula un Bien perdurable, que vaya más allá de las desventuras y pesares que tan hondamente nos afectan. Sólo ante ese Bien su-premo captamos que las limitaciones inherentes a nuestra realidad no pueden te-ner una consistencia en sí mismas. Las carencias y privaciones únicamente podrán eclipsarse ante la realidad de ese Ser absolutamente bueno y garante de los princi-pios y postulados de toda persona. Lo vislumbra también la razón en la marcha as-cendente de la realidad; pues, una evolución que va a más sólo puede salvarse del absurdo por la confianza en un Ser Supremo donde el mal no tenga cabida. De ahí que las limitaciones, como expresión de un mundo finito e inconcluso, lejos de te-ner la última palabra, trabajan a favor de lo permanente y lo absoluto. No obstante, todavía encontramos otro problema que el pensamiento filosófico no solventa, ni con la finitud de los seres del mundo, ni con la marcha evolutiva de la naturaleza, y es el siguiente: supuesta así la creación, finita e inestable, ¿por qué Dios quiso un mundo que inexorablemente tenía que contar con el mal? En otras palabras: ¿qué sentido podía tener lo defectuoso?

COMPATIBILIDAD DE DIOS CON EL MAL

Una vez comprobados los efectos del mal, comprenderemos que, en cuanto

privaciones que son, caen siempre dentro del campo de lo finito e inestable, nunca en la acción positiva y directa del Ser que es existencia en plenitud. Por lo tanto, que haya males no quiere decir que sea asentimiento, connivencia o carta blanca por parte de Dios. No, Él es la oposición radical a todo mal, capitanea la primera línea en el enfrentamiento, Dios es el ariete contra el mal. Pero, ¿por qué? Sencilla-mente porque Él quiere y desea que esta realidad finita que somos nosotros tenga la capacidad de infinitud mediante el proceso evolutivo y de maduración de cada uno; es el primer paso para responder a la cuestión de si tiene sentido la existencia de un mundo limitado e imperfecto.

Creemos que Dios no opta por un mundo defectuoso o malo y otro carente

de imperfecciones, sino que su acción creadora es por “el ser” en lugar de “la na-da”. Por consiguiente, las carencias propias del ser finito, no son para que nos ins-talemos en ellas, sino para superarlas. La bondad de Dios se refleja dando el ser y, en su ascendencia evolutiva, llegar a comunicarse con el hombre a quien llama a participar de su vida y perfección. Se deduce entonces que la creación y la supera-ción del mal no han terminado, pues, aun encontrándonos en una línea ascendente, las sucesivas etapas llevan el mal introducido en las propias venas. No obstante, por ir en pos del triunfo definitivo del espíritu, sí puede decirse que Dios ayuda e impulsa al hombre para que consiga el fin que más intensamente ansía. En la lu-

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cha contra el mal se involucran, no sólo la voluntad del hombre, sino la acción di-vina en aras de una perfecta liberación.

Por eso, lo que en un principio parecía inexplicable, al final vemos que se di-

luye comprendiendo que el mal entra en el acto bueno de la creación. Llegar a ser lo que no se era, siempre será positivo por más que la finitud de su entidad com-porte privaciones y carencias. Superarlas y llegar a la comunión con el Absoluto es el cometido. En consecuencia, el problema está, no tanto en saber dónde provienen los males, cuanto en el modo de erradicarlos. En el empeño no se está solo, pues, siendo la creación el espejo de una voluntad perfecta y buena, su acción divina siempre estará del lado del que sufre el dolor cuando aún no se ha alcanzado la plenitud que se desea.

Con todo, al igual que en el problema de la existencia de Dios, también aquí

la palabra revelada puede iluminar nuestros razonamientos filosóficos. En la Carta a los Romanos, por ejemplo, San Pablo testifica: “La creación entera vive en la espe-ranza de recibir la gloria que les pertenece… Todavía el universo gime y sufre dolores de parto. Y no sólo el universo, sino nosotros mismos, aunque se nos dio el espíritu como anti-cipo de lo que tendremos463. En realidad, una esperanza que es también persistencia contra toda desdicha aguardando la total liberación. Pero, como sucede cuando se espera algo o a alguien, el compromiso es doble: por una parte, el acto voluntario de la persona como sujeto de la expectativa; por otra, la presencia de lo esperado. Así, en el camino ascendente hacia esa liberación, junto al esfuerzo del hombre que lucha contra el mal, se hermana la acción divina que insta y da su gracia para que se alcance la ansiada plenitud. Es, “la gloria de lo que les espera”, según la expresión paulina.

Pero, donde mejor se expresa el significado y el desafío del triunfo sobre el

mal es en la pasión de Cristo. Fue allí donde Dios, mediante el Hijo, asume todo lo que hay de defectuoso y malévolo en la realidad creada. Pues la muerte, como su-prema expresión del mal, encuentra en Cristo el modo de engrandecer el contenido de una entrega total por amor. Porque su muerte fue, en primer término, humana. Se sitúa en un contexto donde el conflicto tiene como resultado la muerte; no im-puesta por un decreto divino, sino sancionada por hombres concretos. De ahí que pueda ser narrada por la historia. De atenernos al texto revelado, Jesús murió por poner los valores que predicaba por encima de la misma conservación de la vida; prefirió morir libremente a renunciar a la vocación a la que se sintió llamado; ante-puso cualquier interés de la persona por la fraternidad universal, por la filiación divina y la bondad sin límite de su padre Dios.

463 Rom. 8, 19-23.

470

¿Podría decirse entonces que el Padre fue la causa del sufrimiento de Jesús? En modo alguno, sufrió libremente por el mundo, por los sufrientes y por dar sen-tido a toda ansia de Infinitud. La cruz no es amor, ni fruto del amor, es el lugar y la expresión donde se manifiesta lo que puede el amor. En cuanto dolor humano, de-be ser entendido como solidaridad con nuestra naturaleza limitada y pecadora, no para perpetuarla o eternizarla, sino para suprimirla, no por la fuerza, sino por el amor.

Por ser esto así, podemos afirmar que el Cristo inmolado en la cruz no sim-

boliza el fracaso de Dios ante el mal, al contrario, encarna la victoria definitiva, re-velando la posibilidad de convertir el mal en bien. Puede decirse igualmente que la creación, como acto divino, se consuma en la pasión de Jesús, donde la misma muerte halla su más alto sentido de fidelidad y de entrega por amor. Por eso, su confianza se convirtió en dádiva mediante su resurrección. En otras palabras: el mal existe en el centro y en la raíz de toda creación evolutiva, pero ha sido vencido en la muerte y resurrección de Cristo, primicia y garantía de nuestros anhelos de vida y de plenitud.

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ÍNDICE DE AUTORES A. Hermann, 387 Abbagnano, 114, 158 Abu Bisr Matta., 99 Adam Sedgwick, 356 Adler, 335, 340 Adriano, 55 Agripa, 47, 59 Alejando de Hales, 126, 127 Alejandro, 37, 98, 121, 205, 473 Alexander Friedmann, 372 Al-Farabi, 99, 100, 101, 102, 104, 106,

109 Algazel, 108, 109, 110, 111, 112, 115 Amonio, 64 Amorth, Gabriele e Italo Zanini, 472 Anaximandro, 11, 12, 13, 14 Anaxímenes, 13, 21 Andreas Osiander, 245 Andrew D. White, 382 Andrónico de Rodas, 38, 41 Anesidemo, 59 Ángel González Álvarez, 113 Anníceris, 30 Antonio Gassendi, 201 Arcesilao de Pitane, 59 Aristarco de Samos, 245 Aristóteles, 8, 10, 11, 15, 18, 20, 22, 23,

25, 31, 35, 36, 37, 38, 39, 40, 41, 42, 43, 44, 58, 64, 65, 66, 70, 85, 86, 87, 88, 99, 100, 103, 104, 107, 109, 111, 112, 114, 115, 117, 118, 119, 121, 124,

125, 128, 130, 133, 137, 138, 140, 141, 148, 149, 155, 173, 178, 179, 185, 192, 201, 226, 241, 244, 245, 257, 281, 363, 371, 380, 421, 451

Arno Penzias, 373 Arsuaga, J. Luis, 472 Artigas, M, 472 Asín Palacios, 114 Averroes, 103, 111, 112, 113, 114, 115,

116, 117, 123, 134, 146, 149, 169, 173, 178, 217

Avicembrón, 117 Avicena, 103, 104, 105, 106, 107, 109,

111, 123, 134, 138, 146, 149, 173, 178 Ayala, Francisco, 472 B. Hauréau, 90 Barbour, I, 472 Barreau, J, 472 Benedicto XVI, 367, 368, 436, 460 Berdiáyev, 398, 400, 401, 402, 403, 404 Bergson, 393, 394, 395, 396, 397, 398 Berkeley, 226, 257, 258, 259, 260, 261,

262, 263, 266, 373 Bernardo, 127 Blondel, 5 Boecio, 84, 85, 86, 87, 88, 98, 134 Bohr, N, 472 Bowker, J, 471 Brahe, 242, 246, 247, 248, 371 Brandon, S.G, 471 Brentano, 347, 472

477

Brian Greene, 472 Brugger, W, 471 Buber, 404, 405, 406, 407, 408, 409, 410,

472 Burro, 51 C. F. Schmid, 288 C. L. Reinhold, 288 Cabada Castro, 472 Calígula, 47, 50, 51 Campanella, 201, 231, 400 Camps, Victoria, 472 Carl Hagen, 375 Carl von Linneo, 355 Carnap, 348 Carnéades de Cirene, 59 Catón, 59 Cayo Calpumio Pisón, 51 Charbonneau, P. E, 472 Charles Lyell, 354 Charles W. Morris, 348 Charron, 207 Chasdai Crescas, 213 Christian Garve, 288 Cicerón, 10, 38, 76, 78, 141, 192 Claudio, 51, 194, 201 Cleantes, 45, 46, 57, 268, 269 Clemente, 73, 100, 127, 168 Collins, J, 472 Copérnico, 178, 179, 242, 245, 247, 248,

250, 251, 371 Corbín, H, 472 Cortina, A, 472 Crisipo, 45 Dalailama, 472 Dan Brawn, 244 Daniel Huet, 201 Dante, 54 Darwin, 356, 357, 358, 359, 360, 361,

362, 363, 396, 472 Dawkins, R, 472 De Olañeta, José J, 472 De Sahagún, Lucas, 472 Delanglade, J, 472

Demócrito, 178, 320, 324, 456 Denis Edwards, 473 Descartes, 62, 78, 80, 84, 96, 98, 110,

167, 191, 193, 194, 195, 196, 197, 198, 199, 200, 201, 202, 203, 205, 208, 209, 211, 212, 213, 216, 221, 225, 226, 228, 230, 231, 233, 237, 239, 253, 257, 259, 261, 266, 275, 276, 282, 309, 363, 431, 434, 437, 438

Diderot, 457 Diels, 10, 12, 13, 14, 17, 18, 19, 20, 22 Diógenes Laercio, 10, 11, 21, 24, 26, 29,

45, 141 Dión, 30 Dostoyevski, 398, 399, 403 Duns Escoto, 134, 144, 146, 147, 149,

156, 158, 173, 415, 416 Dyson, F, 473 É. Gilson, 134 Eccles, J, 473 Eckhart, J, 151, 152, 153 Edith Stein, 410, 419 Egido Romano, 173 Einstein, 372, 379, 381, 382, 383, 384,

385, 386, 387, 388, 389, 390, 391, 392, 420, 473

El cardenal Zeferino, 231 Eliade, M, 471 Empédocles, 173 Engels, 320, 321, 322, 361 Enjuto Pecharromán, A, 289, 473 Enrique de Gante, 173 Epafrodito, 55 Epicteto, 55, 56, 57 Epicuro, 58, 317, 320, 324, 456, 466 Erasmo de Rotterdam, 54 Ernest Nagel, 348 Ernst Cassirer, 9 Escoto Erígena, 90, 91, 93 Esfero de Bosporo, 45 Étiene Dolet, 457 Euclides, 29, 203, 242 Feigl, 348

478

Ferrater Mora, 272, 471 Feuerbach, 313, 314, 315, 316, 317, 318,

319, 320, 321, 322, 324, 326, 340, 437, 440, 441, 442, 457

Fichte, 290, 291, 292, 293, 294, 295, 296, 298, 299, 305, 306, 310, 311, 330, 431, 439, 440

Filipo de Macedonia, 37 Filón, 47, 48, 49, 50, 268, 269 Flavio Arriano, 55 Forment, E, 473 Fraile, G, 227, 473 Francisco Suárez, 182, 184, 185, 186,

188 François Englert, 375 Fred Hoyle, 373 Frederick Temple, 358, 361 Freud, 334, 335, 336, 337, 338, 339, 340,

342, 431, 434, 437, 441, 442 Galieno, 64 Galileo, 193, 231, 242, 249, 250, 251,

252, 371 García Bacca, J. D, 473 Gasendi, 203 Gaunilón, 96, 97 George Ellis, 380 George Gamow, 373 George Lecrerc Buffon, 354 George Smoot, 373 Georges Louis Leclerc, 355 Gioberti, 227 Giordano Bruno, 178, 179, 180, 181,

182, 212 Girardi, 471 Gómez Caffarena, J, 473 González Palencia, 117 Gonzalo de Balboa, 144 Gozalo Sanz, L. María, 473 Graham Cairns-Smith, 366 Guillermo de Auvernia, 107, 121, 126 Guillermo el Rojo, 94 Haisch, Bernard, 473 Hamann, 288

Hans Hahn, 348 Harold Urey, 363 Hawking, 378, 379, 381, 473 Hegel, 143, 166, 296, 297, 300, 302, 303,

304, 305, 306, 307, 308, 309, 310, 311, 313, 314, 315, 316, 317, 321, 322, 324, 325, 330, 393, 437, 439, 440, 459, 462

Heidegger, 341, 343, 410, 416, 420, 421, 431, 434

Héinsenberg, 384 Heisenberg, W, 473 Heráclito, 14, 17, 18, 22, 31, 173, 178,

328, 329 Hermann Bondi, 373 Hermías, 37 Hesíodo, 8, 19 Hobbes, 201, 211, 212, 259, 458 Höfler, 347 Hölderlin, 296, 302 Homero, 8, 19, 173, 192 Horacio, 192 Horkheimer, 461 Hume, 142, 143, 225, 257, 263, 264,

265, 266, 267, 268, 270, 271, 272, 276, 277, 347, 386, 388

Husserl, 341, 342, 411, 412, 413, 415, 416, 419, 420, 421, 426, 430, 431, 434

Isaac Beeckman, 194 J. D. García Bacca, 10 J. Monod, 463 J. Schulze, 288 Jack Szostak, 364 Jaeger, W, 473 Jámblico, 173 Jaspers, K, 143, 462 Jauch, J, 473 Jean Guerrier, 205 Jenófanes, 14, 19, 20, 21 Joan Oró, 365 John H. Newman, 358, 361 John Henslow, 356 John W. Draper, 382 Joseph D. Hooker, 357

479

Joseph Degenhart, 387 Juan de la Cruz, 397, 418 Juan de Rochela, 126 Juan Mocenigo, 178 Julián Marías, 473 Jüngel, E, 473 Kant, 96, 97, 98, 143, 219, 239, 271, 273,

274, 275, 276, 277, 278, 279, 280, 281, 282, 283, 284, 285, 286, 287, 288, 289, 290, 291, 292, 296, 302, 309, 310, 330, 371, 380, 388, 409, 431, 434, 437, 439, 445, 457, 462, 472, 474

Karl Jaspers, 143, 343, 430, 431, 462 Karl Schmitz-Moorman, 367 Kazimierz Lyszczynski, 457 Kepler, 231, 242, 247, 248, 253, 371 Koyré, A, 473 Küng, 436, 438, 439, 440, 441, 442, 443,

444, 473 Kuno Fischer, 298 La Rochefoucauld, 206 Lactancio, 54, 73, 466 Lamarck, 355 Laplace, 354, 371 Latourelle, 471 lbn Tufay, 112 Le Clerc, 220 Le Strat, S, 473 Leibniz, 96, 98, 147, 166, 212, 225, 226,

231, 232, 233, 234, 235, 236, 237, 238, 239, 254, 275, 276, 296, 330, 380, 439

Lemaître, 372, 373 Leonardo da Vinci, 103, 242, 243, 244,

339 Levi ben Gerson, 213 Limborch, 220 Locke, 220, 221, 223, 224, 225, 233, 257,

259, 260, 263, 276, 458 Lococo, D, 473 López Ibor, 340 Lord Herbert, 220 Louis Pasteur, 363 Lucilio, 52, 55

Maimónides, 101, 107, 121, 123, 124, 125, 134, 139, 212, 213

Malebranche, 225, 226, 227, 228, 230, 231, 237, 257, 259

Manuel Alonso, 114 Manuel Carreira, 379 Marcel, 5, 343, 430, 431 Marechal, 5 Mario Cayo Victoriano, 77 Marsilio Ficino, 166, 167, 168, 169, 170,

171, 172, 231 Martín Velasco, J, 473 Martínez, A. y Cortés, J, 471 Marty, 347 Marx, 314, 320, 321, 322, 323, 324, 325,

326, 345, 346, 361, 388, 398, 431, 434, 437, 441, 442

Meinong, 347 Meleto, 27 Mendel, 359, 360 Menéndez Pelayo, 52 Merleau-Ponty, 341 Mersenne, 194, 200, 203 Minucio Félix, 72 Mlodinow, L, 379, 381 Monod, J, 473 Montaigne, 206, 207 Mounier, 5, 430, 431 Mück, O, 473 Muguerza, J, 473 Musonio Rufo, 55 Mydorgue, 194 Nerón, 51, 55 Newton, 232, 242, 252, 253, 254, 255,

257, 263, 275, 276, 363, 371, 383, 473 Nicolás de Cusa, 159, 160, 161, 162,

163, 164, 165, 178, 179, 182 Nietzsche, 12, 326, 327, 328, 329, 330,

331, 332, 333, 334, 346, 431, 434, 437, 441, 442

Nishitani, K, 474 Norman Kemp Smith, 272 Ockham, 154, 155, 156, 157, 158, 347

480

Olasagasti, M, 474 Olimpiodoro, 173 Oparin, 363 Orígenes, 55, 73, 74 Ortega y Gasset, 63, 419, 456 P. Castelli, 250, 251 Pablo VI, 361, 367, 431, 460 Paracelso, 103, 246 Parménides, 17, 21, 22, 23, 31, 66, 178,

216 Pascal, 57, 202, 203, 204, 205, 206, 207,

208, 209, 211, 437, 438, 439 Peacocke, Arthur, 474 Pedro Lombardo, 144, 154 Pedro Martín de Dacia, 132 Peter Higgs, 374 Petrarca, 54 Peukert, 474 Pico della Mirandola, 172, 173, 174,

175, 176, 177 Pierre Guerrier, 205 Píndaro, 192 Pirrón de Elis, 58 Pitágoras, 14, 15, 16, 70, 144, 168, 370,

462 Planck, 383, 384, 385, 386, 387, 474 Plantinga, A, 474 Platón, 8, 21, 24, 25, 26, 27, 28, 29, 30,

31, 32, 33, 34, 35, 36, 37, 38, 39, 41, 42, 44, 47, 49, 50, 54, 55, 58, 64, 65, 66, 67, 69, 70, 72, 75, 80, 85, 86, 87, 88, 99, 103, 112, 127, 134, 140, 141, 151, 166, 167, 168, 169, 170, 171, 173, 174, 176, 178, 192, 225, 237, 241, 257, 296, 304, 330, 370, 371, 417, 451, 454

Plotino, 64, 65, 66, 67, 68, 69, 70, 87, 88, 92, 167, 171, 173

Polkinghorne, John, 474 Porfirio, 64, 70, 85, 167, 173 Prigogine, Ilya, 474 Proclo, 75, 134, 167, 173 Próxeno de Atarneo, 36

Pseudo-Dionisio, 66, 75, 90, 91, 94, 151, 153, 162, 416, 418

Ptolomeo, 102, 104, 116, 242, 245, 247, 251, 371

Rabí-Samuel-ben-Tibbon, 101 Ramón Llull, 178 Random House, 244 Rañada, A. F, 474 Ratzinger, J, 474 Ricard Guerrero, 366 Richard Dawkins, 361 Ries, J, 474 Robert Brown, 388 Roberto Boyle, 232 Roberval, 203 Roscelino, 155 Rousseau, 263, 276, 302 Rovira, R, 474 Rowan Williams, 361 Ruíz Noé, J, 474 Ruse, Michael, 474 Russell, 345, 347 S. Agustín, 54, 76, 78, 79, 80, 81, 82, 83,

84, 86, 88, 89, 95, 98, 355, 361, 381, 451

S. Alberto Magno, 121, 132 S. Ambrosio, 77 S. Anselmo, 86, 94, 96, 97, 98, 282 S. Basilio, 74 S. Buenaventura, 98, 126 S. Gregorio de Nacianzo, 74 S. Gregorio de Nisa, 74, 75, 89, 94 S. Pablo, 72 Sádaba, J, 474 Sagan, C, 474 Saint Cyran, 204 Saladino, 122 Samuel Wilberforce, 358, 362 Santa Teresa, 397, 415, 418 Santo Tomás, 98, 105, 107, 121, 123,

128, 130, 132, 134, 135, 136, 137, 138, 139, 140, 143, 144, 145, 148, 149, 168, 173, 178, 415, 416, 419, 421, 439, 461

481

Sartre, 341, 342, 343, 344, 345, 346 Scheler, 412, 416 Schelling, 296, 297, 298, 299, 300, 301,

302, 303, 305, 306, 310, 311, 330, 401, 403, 440

Schlegel, 290, 297 Schleiermacher, 290, 297, 330 Schlick, 348 Schmitz-Mormann, Karl, 474 Schrödinger, E, 474 Schulz, W, 474 Séneca, 12, 46, 50, 51, 52, 53, 54, 141 Serge Bramly, 243 Sexto Empírico, 58, 60, 61, 62, 207 Sidney Alman, 364 Simone de Beauvoir, 341, 342 Sócrates, 21, 23, 24, 25, 26, 27, 28, 29,

31, 34, 35, 37, 42, 53, 61, 72, 241, 304, 328, 330

Sogyal rimpoche, 474 Solón, 29 Spinoza, 211, 212, 213, 214, 215, 216,

217, 218, 219, 232, 233, 234, 237, 239, 288, 296, 307, 313, 388, 392, 437, 439, 440

Stanley Miller, 363 Steffens, 297 Stephen Jay Gould, 474 Stevin, 194 Tales, 10, 11, 12, 13, 370 Teilhard de Chardin, 367, 369, 460,

464, 474 Temistio, 173

Tertuliano, 52, 54, 72 Thomas Cech, 364 Thomas Gold, 373 Thomas Huxley, 357 Thomas Jefferson, 458 Thomás Moro, 400 Thomas Paine, 458 Tieck, 290, 297 Tolstoi, 398, 403 Tomás de York, 126 Toscano Liria, M, 474 Tresmontant, C, 474 Udías Vallina, A, 474 Vallejo Nágera, María, 474 Virgilio, 192 Von Balthasar, 5 VV. AA, 471, 472 VV.AA, 474 W. van Quine, 348 Wilson, 90, 128, 373 Windelband, 298 Wittgenstein, 347, 348, 349, 350, 351 Wolff, 275, 439 Wren Pell, 232 Wulff, 90 Xavier Zubiri, 184, 419, 420 Yuhanna bn Haylan., 99 Zambrano, M, 474 Zeller, 298 Zenón, 45, 57 Zenón de Citio, 45 Ziman, J, 475

482

ÍNDICE ANALÍTICO

absolutismo ............................... 123, 220

abstracción11, 40, 41, 136, 157, 161,

186, 223, 227, 261, 308, 433, 442

absurdo22, 167, 170, 188, 216, 218, 236,

262, 269, 287, 288, 343, 344, 387, 433,

459, 460, 462, 467, 470

Adonai .................................................... 5

agustinismo ................................ 85, 146

alma inteligible ................................... 34

alma irascible ...................................... 34

amor de Dios .................... 403, 466, 467

animismo ............................................. 10

antinomias ................................ 154, 283

antropomórficas ........................... 19, 20

apologetas ........................................... 74

argumento cosmológico .......... 283, 284

argumento ontológico87, 97, 130, 144,

148, 220, 240, 283, 284, 309, 325, 440

argumento teleológico .................... 284

aristotelismo47, 100, 131, 135, 146,

150, 160, 161, 174, 227

armonía12, 15, 16, 18, 52, 55, 56, 68,

82, 92, 113, 115, 131, 135, 136, 171,

174, 175, 181, 236, 237, 238, 240, 248,

255, 263, 269, 305, 307, 311, 387, 391,

392, 393, 404, 453, 465, 469

ascética......................................... 16, 128

asebeia ................................................. 27

astros13, 33, 68, 116, 121, 174, 246, 247,

355, 371, 379

ataraxia .............................. 56, 57, 58, 60

ateo ....... 27, 118, 220, 315, 322, 442, 458

atomistas ...................... 31, 179, 243, 258

átomos ...................... 4, 61, 375, 376, 389

atributos33, 40, 49, 77, 93, 110, 126,

157, 158, 169, 186, 201, 215, 216, 217,

218, 220, 224, 225, 230, 255, 270, 316,

317, 318, 319, 399, 420, 427

axiomas ................................................ 57

azar9, 142, 358, 361, 367, 380, 452, 459,

460, 464, 474

Bosón de Higgs ......................... 375, 376

budismo ......................... 6, 154, 377, 378

catolicismo86, 240, 244, 395, 398, 413,

416, 419

causalidad35, 82, 96, 99, 112, 115, 131,

141, 143, 158, 188, 199, 200, 217, 227,

232, 266, 267, 269, 272, 281, 286, 287,

387, 392, 414, 422, 423, 469

ciencia teológica ......................... 42, 136

ciencias experimentales ....... 4, 276, 299

ciencias poéticas ................................. 40

ciencias prácticas ................................ 40

ciencias teóricas .................................. 40

círculos sufíes .................................... 109

civilización grecorromana. ............... 72

conceptualistas ................................. 243

concupiscible ....................................... 34

conocimientos científicos136, 277, 278,

461

483

cosmos15, 16, 17, 28, 54, 102, 125, 164,

166, 175, 181, 238, 248, 250, 255, 330,

368, 372, 373, 376, 378, 379, 387, 459,

462, 465, 474

cristianismo73, 77, 78, 160, 171, 206,

212, 222, 225, 240, 245, 253, 259, 309,

315, 317, 319, 328, 331, 334, 378, 399,

400, 402, 403, 415, 416, 419, 438, 458,

473

culto6, 57, 59, 89, 115, 156, 164, 172,

387

cultura helenista ................................. 47

deber28, 37, 45, 114, 183, 276, 284, 285,

286, 288, 290, 292, 294, 295, 296, 308,

309, 381, 405, 423

deducciones silogísticas .................... 44

Demiurgo ........................ 32, 68, 69, 177

determinismo27, 57, 148, 219, 220,

293, 393

deus ......................................... 5, 166, 318

devenir9, 12, 18, 43, 92, 297, 299, 302,

306, 308, 310, 312, 322, 323, 330, 408,

417, 418, 465

dialéctica31, 46, 65, 74, 95, 133, 173,

282, 293, 295, 307, 308, 309, 316, 322,

323, 327, 342, 362, 408, 441, 450

dictadura del proletariado .............. 325

dimensión ontológica ........................ 23

dinamismo8, 13, 16, 65, 68, 70, 182,

235, 293, 295, 297, 299, 311, 312, 316,

333, 339, 368, 369, 395, 399, 401, 404,

441, 464

Divinidad2, 16, 20, 34, 35, 45, 49, 50,

56, 61, 70, 75, 82, 83, 93, 94, 100, 101,

126, 128, 130, 132, 137, 147, 153, 154,

174, 180, 182, 197, 199, 224, 228, 231,

235, 244, 262, 263, 305, 306, 308, 309,

370, 377, 398

divino12, 13, 16, 18, 20, 33, 35, 42, 43,

48, 49, 50, 57, 61, 65, 68, 70, 83, 84,

88, 89, 93, 100, 101, 110, 111, 115,

117, 119, 120, 126, 132, 133, 138, 149,

152, 153, 154, 163, 167, 170, 175, 176,

179, 183, 189, 190, 216, 217, 218, 220,

226, 256, 270, 292, 294, 295, 296, 300,

305, 306, 310, 318, 319, 360, 363, 377,

400, 401, 402, 403, 404, 418, 421, 427,

441, 461, 468, 471, 472, 475

dogmatismo59, 60, 63, 118, 278, 294,

320, 327, 330, 439

donatistas ............................................ 78

dualismo maniqueo ........................... 78

Dyaus pitar ............................................. 5

Dyeus ...................................................... 5

ecléctico .................................... 50, 70, 89

Edad Moderna .................................... 72

el Uno16, 65, 66, 67, 69, 70, 101, 163,

174, 175, 176

el vacío ................. 22, 204, 207, 375, 404

eleatas............................................. 19, 20

emanatismo . 77, 119, 120, 122, 170, 172

empirismo143, 192, 258, 263, 264, 265,

272, 274, 277, 278, 348, 350, 387, 395,

458

enseñanza coránica .......................... 114

enseñanzas coránicas ....... 102, 103, 114

epistemología ...................................... 63

escepticismo26, 58, 59, 60, 62, 63, 78,

79, 109, 111, 112, 143, 159, 162, 195,

196, 208, 212, 259, 260, 270, 272, 277,

439

escolástica48, 50, 85, 90, 100, 118, 122,

128, 129, 132, 134, 135, 138, 139, 146,

149, 159, 161, 165, 170, 184, 186, 195,

202, 212, 232, 259

espacio6, 8, 11, 61, 129, 165, 167, 175,

180, 182, 186, 204, 240, 256, 272, 280,

281, 282, 283, 311, 365, 366, 373, 374,

375, 379, 380, 382, 388, 390, 401, 403,

409, 410, 457

Espíritu Absoluto ............. 312, 322, 460

estoicismo45, 47, 51, 55, 56, 57, 61, 66,

74, 195, 213

estructuralista ....................................... 9

eternidad7, 39, 44, 67, 69, 83, 92, 98,

102, 110, 116, 126, 148, 170, 172, 175,

181, 217, 219, 382, 419, 454, 462, 464

eterno6, 12, 13, 18, 22, 23, 32, 45, 67,

73, 82, 83, 102, 117, 126, 130, 140,

153, 163, 165, 180, 181, 182, 200, 201,

484

216, 219, 224, 255, 300, 311, 323, 329,

330, 377, 382, 404, 408, 409, 410, 411,

415, 416, 417, 419, 420, 452, 464

evidencia44, 94, 114, 115, 130, 131,

132, 136, 137, 138, 140, 158, 185, 196,

202, 230, 261, 266, 268, 347, 380, 387,

390, 406, 462, 468

evolución3, 4, 72, 77, 79, 294, 295, 299,

300, 337, 340, 347, 357, 358, 359, 361,

362, 364, 365, 367, 368, 369, 382, 383,

395, 396, 397, 398, 414, 418, 421, 422,

441, 450, 451, 456, 460, 462, 464, 465,

470, 474, 475

existencia de Dios3, 5, 34, 35, 39, 44,

57, 61, 73, 82, 85, 96, 98, 99, 106, 110,

115, 125, 126, 128, 130, 131, 132, 135,

136, 137, 144, 147, 157, 158, 163, 186,

187, 198, 199, 200, 203, 208, 209, 211,

225, 229, 230, 236, 239, 240, 255, 259,

261, 262, 269, 276, 286, 287, 290, 302,

308, 309, 311, 320, 325, 330, 345, 359,

398, 411, 422, 426, 438, 439, 440, 443,

444, 445, 446, 451, 456, 457, 458, 459,

462, 463, 464, 466, 467, 468, 471, 473

fanatismo ........................................... 123

felicidad26, 27, 43, 45, 52, 54, 55, 57,

62, 67, 78, 81, 83, 85, 87, 103, 113,

121, 123, 130, 149, 170, 175, 207, 214,

287, 296, 451, 452, 453, 454, 461, 463,

464

fenomenología342, 343, 412, 413, 414,

416, 417, 420, 422, 423, 426, 431, 432,

434, 435, 436

ficticio .................................... 8, 267, 442

fideístas ....................................... 81, 167

filosofía occidental ....................... 3, 213

forma alegórica..................................... 8

fuerza creadora .......... 18, 300, 330, 361

fuerzas naturales .................................. 2

fundamento3, 4, 10, 11, 13, 62, 65, 82,

88, 91, 95, 115, 116, 125, 136, 143,

145, 180, 182, 189, 196, 209, 219, 224,

236, 266, 269, 270, 272, 277, 278, 289,

292, 295, 297, 300, 301, 302, 317, 326,

331, 345, 354, 377, 381, 386, 396, 400,

401, 414, 426, 427, 428, 429, 430, 443,

444, 445, 456, 459, 463, 464, 466

galaxias .......................................... 4, 376

gnoseología ......................................... 63

God .......................... 5, 376, 473, 474, 475

Got........................................................... 5

Gott ......................................................... 5

hilozoísmo ........................................... 13

humanidad2, 4, 5, 75, 78, 103, 116,

169, 270, 271, 286, 311, 319, 340, 369,

391, 402, 403, 434, 460, 461, 475

idealismo202, 260, 261, 289, 293, 294,

297, 298, 299, 300, 302, 303, 305, 307,

310, 312, 318, 322, 323, 399, 411, 414,

426, 440, 442, 451, 475

idealista ................ 70, 202, 263, 348, 441

ideas innatas ............. 195, 222, 224, 266

ilimitado11, 13, 43, 181, 215, 237, 296,

299, 319, 373, 377, 388, 403, 404, 470

Ilu ............................................................ 6

iluminación80, 81, 103, 109, 110, 111,

128, 133, 154, 162, 170

Ilustración226, 274, 276, 289, 303, 305,

330, 354

impresiones23, 143, 161, 203, 207, 219,

222, 265, 266, 267, 268, 269, 280, 294,

424

incognoscible ........................ 76, 92, 260

inconsciente299, 320, 336, 337, 341,

343, 435, 450, 451

indeterminación ......................... 69, 116

indeterminado 11, 15, 17, 147, 224, 308

infinito3, 11, 12, 13, 43, 61, 83, 92, 93,

122, 125, 133, 139, 140, 147, 148, 161,

162, 163, 164, 165, 179, 180, 181, 182,

186, 187, 188, 198, 199, 200, 203, 207,

211, 216, 217, 218, 219, 223, 229, 230,

235, 255, 256, 261, 262, 287, 295, 297,

306, 307, 308, 309, 314, 318, 320, 377,

379, 409, 410, 411, 418, 419, 439, 441,

474

infinitud espacial .............................. 181

inmanente35, 41, 46, 56, 57, 61, 144,

164, 181, 293, 296, 306, 309, 377

485

inmortal12, 34, 42, 49, 52, 69, 82, 110,

117, 126, 175, 284, 287, 288, 386, 410

inmovilidad ........................ 22, 115, 403

inmutabilidad ... 39, 58, 66, 83, 230, 418

intelectualismo socrático .................. 26

inteligencia2, 5, 15, 18, 32, 39, 41, 43,

46, 48, 56, 57, 59, 80, 81, 91, 93, 94,

97, 103, 117, 121, 124, 125, 128, 142,

148, 166, 169, 170, 176, 196, 271, 287,

294, 297, 299, 329, 363, 368, 395, 397,

419, 423, 424, 425, 447, 456

intuición48, 67, 69, 70, 159, 162, 163,

167, 176, 179, 202, 203, 214, 220, 224,

232, 258, 266, 267, 282, 283, 294, 297,

300, 310, 311, 312, 317, 318, 395, 396,

397, 399, 405, 411, 427, 435, 439, 440

islamismo .......................................... 123

Jehová ...................................................... 5

Jhvh .................................................... 127

jonios ........................................ 14, 17, 26

judaísmo47, 124, 125, 210, 212, 406,

438

la creación74, 82, 93, 99, 102, 107, 110,

116, 129, 131, 170, 172, 174, 177, 178,

189, 201, 210, 220, 237, 238, 248, 250,

264, 270, 301, 308, 341, 355, 356, 368,

370, 378, 379, 382, 383, 384, 400, 403,

428, 431, 433, 462, 470, 471, 472, 475

la Inquisición ............................ 178, 179

la razón5, 22, 23, 28, 32, 33, 38, 39, 45,

47, 48, 52, 59, 69, 73, 75, 80, 81, 82,

89, 91, 92, 94, 96, 102, 105, 109, 110,

111, 112, 114, 115, 118, 124, 125, 129,

133, 136, 137, 140, 144, 146, 150, 158,

159, 161, 162, 179, 183, 184, 187, 197,

200, 202, 206, 207, 208, 209, 210, 211,

217, 219, 224, 226, 236, 240, 247, 265,

269, 270, 271, 272, 274, 276, 277, 278,

280, 281, 282, 283, 284, 286, 287, 288,

289, 290, 292, 293, 307, 311, 312, 316,

317, 318, 328, 337, 342, 354, 381, 387,

399, 402, 405, 411, 427, 428, 429, 436,

439, 440, 441, 444, 447, 449, 458, 459,

460, 463, 464, 465, 466, 470

la revelación47, 74, 75, 113, 114, 135,

136, 147, 159, 169, 197, 225, 226, 240,

260, 289, 301, 302, 398, 403, 465, 466

la virtud24, 25, 27, 52, 53, 54, 55, 57,

62, 84, 89, 219, 271, 287, 288, 292,

310, 406, 453

libido .......................................... 338, 341

lo Absoluto5, 6, 33, 110, 163, 303, 350,

387, 464

lo Incondicional ................................ 6, 7

logos ............................................... 2, 421

macrocosmos ............................ 166, 175

materia inanimada ............................. 11

materialismo261, 315, 322, 323, 324,

441, 442, 457

mayéutica ...................................... 25, 35

mecánica cuántica ............ 378, 380, 384

Medievo ........................... 72, 77, 89, 416

metafísica17, 21, 38, 40, 41, 42, 82, 86,

99, 105, 122, 159, 184, 185, 186, 187,

188, 196, 220, 235, 261, 263, 265, 267,

272, 276, 277, 279, 282, 288, 289, 290,

295, 297, 299, 308, 329, 331, 348, 350,

351, 394, 400, 421, 422, 457, 460, 465,

474, 475

método eurístico ................................. 25

microcosmos 75, 121, 126, 166, 174, 376

misterio6, 7, 9, 14, 63, 75, 111, 125, 176,

225, 250, 381, 393, 396, 403, 405, 418,

465, 474

mística48, 76, 77, 90, 103, 105, 111, 122,

128, 132, 133, 151, 153, 155, 160, 161,

162, 351, 397, 406, 419, 460

mito2, 8, 9, 33, 314, 342, 401, 402, 433,

434

mitología2, 8, 9, 20, 70, 298, 301, 302,

303, 371, 457

mónadas .................... 182, 234, 235, 238

monismo ...... 11, 215, 235, 314, 462, 465

monista .......................................... 20, 77

monoteísmo35, 104, 119, 125, 269, 302,

378, 460

monoteísta ........................... 20, 336, 339

moral5, 25, 26, 27, 31, 36, 38, 54, 57, 59,

63, 73, 103, 119, 134, 135, 144, 149,

486

157, 159, 173, 189, 196, 207, 210, 214,

219, 232, 260, 264, 271, 272, 276, 277,

284, 286, 287, 288, 289, 290, 292, 294,

295, 296, 304, 305, 308, 311, 312, 315,

329, 330, 331, 332, 333, 335, 347, 355,

362, 381, 392, 395, 398, 423, 433, 442,

444, 462

moralidad89, 117, 149, 271, 273, 278,

284, 285, 287, 288, 398

motor inmóvil43, 44, 115, 139, 159, 188

movimientos cósmicos ...................... 34

mundo helénico ................................. 64

mundo inteligible33, 49, 65, 68, 121,

286, 305

naturaleza2, 10, 11, 12, 13, 15, 18, 20,

26, 33, 36, 49, 51, 52, 53, 56, 57, 61,

65, 66, 75, 76, 80, 83, 87, 89, 90, 92,

96, 97, 99, 101, 102, 106, 110, 116,

117, 120, 121, 128, 131, 139, 140, 142,

148, 149, 152, 153, 157, 164, 170, 175,

183, 189, 198, 199, 200, 208, 210, 211,

214, 215, 216, 218, 219, 222, 229, 235,

240, 242, 243, 244, 246, 248, 249, 251,

253, 255, 260, 263, 264, 269, 270, 271,

273, 283, 284, 287, 288, 289, 290, 293,

298, 299, 300, 302, 303, 306, 307, 308,

310, 311, 312, 317, 319, 321, 322, 324,

327, 332, 338, 339, 343, 344, 347, 354,

356, 359, 360, 363, 370, 371, 374, 375,

376, 377, 380, 392, 393, 396, 397, 398,

401, 402, 404, 408, 409, 411, 414, 420,

440, 451, 456, 458, 459, 463, 464, 465,

468, 470, 472, 473, 474

neoplatonismo48, 50, 64, 78, 83, 90, 91,

100, 102, 105, 119, 121, 177, 182, 183

neopositivismo ................. 348, 350, 352

neurosis ..... 336, 337, 339, 340, 341, 442

nominalismo ............. 159, 160, 191, 261

Olam ....................................................... 6

omnisciente ....... 147, 201, 225, 255, 284

ontologismo ........................................ 80

órficos .................................................. 15

orfismo .................................................. 9

orientaciones ontológicas ............... 116

originalidad11, 23, 51, 90, 135, 137,

172, 185, 186, 194, 238, 239, 389, 391,

429, 461, 465

panteísmo11, 66, 107, 108, 153, 214,

215, 220, 298, 300, 303, 308, 314, 377,

430, 441

panteísta20, 70, 103, 104, 107, 118, 153,

166, 178, 182, 219, 295, 300, 303, 310,

314, 377, 393, 441

paralogismos ............................. 196, 283

partícula de Dios ...................... 375, 376

pensamiento filosófico2, 9, 58, 73, 79,

100, 102, 123, 234, 275, 289, 297, 304,

330, 383, 399, 417, 432, 455, 470

pensamiento islámico ...................... 122

pensamiento occidental . 30, 38, 44, 168

percepción58, 102, 143, 223, 229, 230,

231, 232, 235, 236, 260, 261, 263, 266,

267, 272, 449, 450

pitagórica ............................... 14, 15, 171

platonismo74, 86, 87, 100, 104, 167,

168, 170, 174, 244, 418

plusvalía ............................................ 324

Pneuma .......................................... 13, 49

poética .......................... 38, 122, 180, 436

politeísta ...................................... 35, 302

politeístas............................................. 20

preexistencia ............................... 81, 103

prehistoria ..................................... 2, 460

presencia del mal.............................. 467

presocráticos ................... 17, 20, 42, 242

primer motor43, 110, 115, 116, 117,

125, 126, 138, 139, 159, 188

primeros principios39, 109, 112, 208,

209, 277

principio originario10, 11, 13, 66, 67,

306, 401

probabilismo ....................................... 59

problema de Dios3, 351, 421, 423, 427,

451, 462, 474, 475

proceso inductivo ............................... 41

protestantismo .......................... 305, 321

psicoanálisis ...... 337, 338, 340, 343, 450

quarks .................................... 4, 375, 376

487

racionalismo81, 91, 104, 118, 127, 192,

195, 202, 214, 239, 240, 258, 274, 277,

278, 279, 289, 301, 317, 329, 395

razones epistemológicas ................... 31

realidad ontológica .............. 23, 31, 199

reencarnación ..................................... 19

relatividad79, 373, 380, 382, 384, 388,

390

relativismo ............................ 18, 31, 395

religación423, 424, 426, 427, 428, 429,

430

Renacimiento72, 104, 160, 192, 243,

458

ritos .................................. 6, 27, 169, 370

sentencias ........ 10, 11, 52, 145, 174, 349

sentido alegórico ................................ 47

sentimiento57, 64, 72, 77, 135, 179,

209, 210, 220, 229, 269, 270, 271, 289,

308, 319, 334, 341, 343, 350, 351, 391,

392, 393, 402, 441

shalem alechim ........................................ 6

Shalom .................................................... 6

silogismo ........................... 40, 48, 61, 86

sistema cósmico .................................. 16

sistema filosófico4, 64, 119, 124, 213,

305, 312, 329

sofista ............................... 24, 31, 59, 457

sofistas ..................................... 26, 31, 59

substancia corpórea ........................... 18

superestructura .................................... 9

Sustancia finita ................................. 201

Sustancia infinita .............. 201, 217, 220

sustancia material ............ 259, 260, 261

teogonías ............................................... 8

terminología hilemórfica ................ 119

tiempo2, 3, 4, 8, 11, 12, 17, 19, 20, 22,

24, 29, 40, 42, 43, 47, 49, 50, 53, 64,

66, 67, 69, 72, 76, 81, 83, 84, 89, 93,

104, 107, 110, 111, 123, 125, 130, 135,

136, 137, 138, 139, 140, 148, 150, 151,

152, 158, 159, 160, 163, 164, 165, 167,

170, 171, 172, 174,캈179, 185, 186,

190, 195, 198, 199, 204, 205, 207, 210,

213, 221, 232, 233, 240, 244, 249, 250,

251, 252, 254, 256, 271, 272, 273, 277,

278, 280, 281, 282, 283, 285, 292, 299,

300, 303, 306, 307, 308, 311, 312, 316,

321, 327, 328, 335, 337, 338, 339, 341,

343, 344, 347, 355, 356, 357, 358, 359,

361, 362, 364, 365, 368, 371, 373, 374,

379, 380, 382, 386, 388, 390, 394, 395,

396, 397, 399, 402, 403, 404, 406, 409,

410, 412, 413, 414, 415, 416, 421, 423,

427, 431, 437, 442, 444, 446, 447, 448,

454, 459, 461, 464, 469, 474, 475

tirano ............................................ 30, 190

todopoderoso ...... 20, 116, 270, 340, 468

tomismo ..... 122, 138, 147, 156, 161, 416

tradiciones hebraicas ....................... 127

transmigración ................ 14, 15, 34, 103

trascendente3, 46, 53, 65, 76, 102, 119,

137, 144, 164, 174, 176, 267, 303, 308,

312, 320, 341, 354, 368, 369, 377, 388,

410, 418, 427, 436, 462, 463

trasmigración ...................................... 70

último fundamento ...................... 4, 445

universo4, 10, 28, 45, 53, 55, 56, 57, 65,

66, 67, 68, 75, 82, 94, 96, 101, 107,

112, 114, 115, 116, 121, 125, 142, 158,

165, 166, 174, 176, 177, 179, 180, 181,

182, 188, 215, 216, 218, 234, 235, 237,

238, 242, 243, 244, 246, 248, 250, 251,

252, 255, 286, 296, 301, 354, 368, 369,

370, 371, 372, 373, 374, 375, 376, 377,

378, 379, 380, 382, 391, 393, 396, 422,

424, 458, 462, 464, 465, 471, 473, 474

verdades eternas80, 82, 228, 235, 236,

237, 239, 331

Yhwh ....................................................... 5

488

ÍNDICE GENERAL

PRÓLOGO ....................................................................................... 2

DE LA REALIDAD AL MISTERIO ........................................... 4

LA MITOLOGÍA ............................................................................................................ 8

LOS PRESOCRÁTICOS ............................................................................................... 9

TALES DE MILETO (¿624-546? A. C.) ...................................................................... 10 ANIMISMO DE LA MATERIA ........................................................................................................... 10

ANAXIMANDRO (¿610-547? A. C.).......................................................................... 11 EL RETORNO AL “ÂΠΕΙΡΟV” .......................................................................................................... 12

ANAXÍMENES (588-524 A. C.) .................................................................................. 13

PITÁGORAS (¿572-500?) ........................................................................................... 14 LA ARMONÍA COMO ANHELO DEL ESPÍRITU ............................................................................ 15

HERÁCLITO (¿536-470? A. C.) .................................................................................. 17 DINAMISMO CREADOR Y DIVINO ................................................................................................ 18

JENÓFANES (¿575-490? A. C.) .................................................................................. 19 INDIFERENCIA DE UN DIOS IMPASIBLE ..................................................................................... 20

PARMÉNIDES (¿540-470? A. C.) ................................................................................. 21

SÓCRATES (470/469 – 399) .......................................................................................... 23 LA MUERTE, COMO OBEDIENCIA A LOS DIOSES...................................................................... 27

PLATÓN (428/427 – 347) .............................................................................................. 29 METODOLOGÍA PLATÓNICA .......................................................................................................... 31 EL “BIEN”: HORIZONTE DE LO ABSOLUTO ................................................................................ 31 ALMA INMORTAL .............................................................................................................................. 33 EL CAMINO HACIA DIOS ................................................................................................................. 34

ARISTÓTELES (384/3 – 322) ....................................................................................... 36 ETAPAS DEL PENSAMIENTO ARISTOTÉLICO............................................................................. 38 TRES FORMAS DE CONOCIMIENTO ............................................................................................. 39 CLASIFICACIÓN DE LAS CIENCIAS................................................................................................ 40 LA METAFÍSICA COMO CIENCIA DIVINA .................................................................................... 41 DIOS: PRIMER MOTOR INMÓVIL ................................................................................................... 42

CLEANTES (331/3 – 233) ............................................................................................. 45 HONDA RELIGIOSIDAD .................................................................................................................... 46

FILÓN DE ALEJANDRÍA (40-30 A. C. / 40-50 D. C.) ............................................... 46 EL DIOS DE FILÓN.............................................................................................................................. 47 ENTRE DIOS Y LA CREACIÓN: EL LOGOS ................................................................................... 49

489

SÉNECA (4 A. C. – 65 D. C.) .......................................................................................... 50 APORTACIÓN DE SÉNECA ............................................................................................................... 51 LA MORADA DEL DIOS DE SÉNECA ............................................................................................. 52

EPICTETO (H. 50 – 138) ............................................................................................... 55 INMANENCIA DE DIOS EN EL MUNDO ....................................................................................... 55

EL ESCEPTICISMO ..................................................................................................... 58

PLOTINO (H. 204 – 270) ................................................................................................ 64 EL “UNO” DE PLOTINO, SUPERIOR A DIOS ................................................................................ 65 LA DIALÉCTICA COMO RETORNO A LO ABSOLUTO ................................................................ 69

SENTIDO RELIGIOSO EN LA ÉPOCA MEDIEVAL .......... 71

SAN AGUSTÍN (354 – 430) ......................................................................................... 76 OBRAS ................................................................................................................................................... 77 DOCTRINA ........................................................................................................................................... 78 FUENTES DE LA VERDAD ................................................................................................................ 78 EL ALMA ............................................................................................................................................... 80 DIOS....................................................................................................................................................... 81

BOECIO (480 – 524/525) ............................................................................................... 84 DIOS Y EL SER ..................................................................................................................................... 86

ESCOTO ERÍGENA, JUAN (H. 810 - 877) ................................................................. 89 LA RAZÓN Y LA FE............................................................................................................................. 90 NATURALEZA Y DIOS ....................................................................................................................... 91

SAN ANSELMO DE CANTERBURY (H. 1033 – 1109) ............................................ 94 DIOS NO PUEDE NO EXISTIR .......................................................................................................... 95

AL-FARABI (870 – 950) ................................................................................................. 99 DIOS, COMO UNIDAD ABSOLUTA .............................................................................................. 100 LAS EMANACIONES DE DIOS ....................................................................................................... 101

AVICENA (980 -1037) ................................................................................................ 103 ORIENTACIÓN IDEOLÓGICA ........................................................................................................ 104 DIOS, COMO EL SER NECESARIO ................................................................................................ 105 LAS IRRADIACIONES DE DIOS ..................................................................................................... 106

ALGAZEL (1058 – 1111) ............................................................................................. 108 EMISIÓN VIVIFICANTE DE LO DIVINO ...................................................................................... 109

AVERROES (1126 – 1198) .......................................................................................... 111 LA FE NO DESPLAZA A LA RAZÓN ............................................................................................. 112 LA FILOSOFÍA PRUEBA LA EXISTENCIA DE DIOS ................................................................... 114

IBN’ GABIROL – AVICEBRÓN – (¿1020 – 1059?) ................................................. 117 A DIOS SÓLO SE LE CONOCE POR SUS OBRAS ........................................................................ 118

MAIMÓNIDES (1135 – 1204) ................................................................................... 121 CONVERGENCIA DE LA FE Y LA RAZÓN ................................................................................... 123 DIOS NECESITA SER DEMOSTRADO .......................................................................................... 124

SAN BUENAVENTURA (1221 – 1274) .................................................................... 126 LA RAZÓN ILUMINADA POR LA FE ............................................................................................ 127 LOS CAMINOS HACIA DIOS .......................................................................................................... 128

SANTO TOMÁS DE AQUINO (1225 – 1274) ......................................................... 132 PERFIL INTELECTUAL ..................................................................................................................... 133 USO DE LA RAZÓN HASTA DONDE ÉSTA ALCANCE ............................................................. 134 PRUEBAS DE LA EXISTENCIA DE DIOS ...................................................................................... 136

1) Primera vía ................................................................................................................................................. 136 2) Segunda vía ................................................................................................................................................ 137

490

3) Tercera vía .................................................................................................................................................. 138 4) Cuarta vía .................................................................................................................................................... 139 5) Quinta vía ................................................................................................................................................... 140

REFLEXIONES A LAS PRUEBAS TOMISTAS ............................................................................... 141

DUNS ESCOTO, JUAN ( H. 1266 – 1308 )............................................................... 144 DIOS, COMO INFINITUD DIVINA................................................................................................. 145

ECKHART, JOHANNES (1260 – 1327) .................................................................... 149 INEFABLE NATURALEZA DE DIOS ............................................................................................. 150

GUILLERMO DE OCKHAM (¿1295 – 1349?) ......................................................... 153 PREDOMINIO DE LO INDIVIDUAL .............................................................................................. 155 DIOS NO ES OBJETO DE UNA PRUEBA RACIONAL ................................................................. 156

NICOLÁS DE CUSA (1401 - 1464) ............................................................................ 158 EL SABER HUMANO ........................................................................................................................ 159 LA COINCIDENCIA DE LOS CONTRARIOS ESTÁ EN DIOS..................................................... 161 DESPLIEGUE DE DIOS ..................................................................................................................... 163

MARSILIO FICINO (1433 – 1499) ............................................................................ 166 TODO GIRA EN TORNO A DIOS ................................................................................................... 167 PROCESO DE DIVINIZACIÓN DEL ALMA .................................................................................. 169

PICO DELLA MIRANDOLA (1463 – 1494) ............................................................ 171 LA DIGNIDAD DEL HOMBRE ........................................................................................................ 172 EN BUSCA DE LA ÓRBITA DE DIOS ............................................................................................. 174

GIORDANO BRUNO (1548 – 1600) ......................................................................... 176 EL ESPACIO INFINITO DEL UNIVERSO ...................................................................................... 177 REFLEJO DE DIOS ............................................................................................................................. 178

FRANCISCO SUÁREZ (1548 – 1617) ....................................................................... 181 PROYECCIÓN METAFÍSICA ........................................................................................................... 183 UN DIOS VIVO Y CREADOR .......................................................................................................... 185 DIOS Y LAS CRIATURAS ................................................................................................................. 187

FILOSOFÍA EN LA EDAD MODERNA ............................... 190

DESCARTES (1596 – 1650) ........................................................................................ 190 OBRAS ................................................................................................................................................. 192 FUENTES REFERENCIALES ............................................................................................................ 193 EL PROBLEMA CARTESIANO ........................................................................................................ 194 LA NOCIÓN DE INFINITO IMPLICA LA EXISTENCIA DE DIOS ............................................. 196 GRANDEZA Y LÍMITES DE DESCARTES ..................................................................................... 200

BLAS PASCAL (1623 – 1662) ..................................................................................... 201 IMPOTENCIA DE LA RAZÓN PARA ALCANZAR LA VERDAD .............................................. 205 LAS RAZONES DEL CORAZÓN ..................................................................................................... 206 EL SENTIMIENTO ADIVINA A DIOS ............................................................................................ 207 APOSTEMOS POR LA EXISTENCIA DE DIOS ............................................................................. 209

BARUCH SPINOZA (1632 - 1677) ............................................................................ 210 PUNTO DE PARTIDA ....................................................................................................................... 211 DIOS ES LA ÚNICA SUSTANCIA ................................................................................................... 213 EL MUNDO ESTÁ INSERTO EN DIOS .......................................................................................... 215 EN LA NATURALEZA TODO OCURRE NECESARIAMENTE ................................................... 216 EL AMOR INTELECTUAL HACIA DIOS ....................................................................................... 217 DISTINTOS JUICIOS DE VALOR .................................................................................................... 218

JOHN LOCKE (1632 – 1704) ...................................................................................... 219 SU PRIMER OBJETIVO ..................................................................................................................... 220 A DIOS SE LE PUEDE DEMOSTRAR ............................................................................................. 222

491

MALEBRANCHE, NICOLÁS (1638 – 1715) ........................................................... 224 UN SUGESTIVO ANHELO ............................................................................................................... 225 DIOS EXISTE Y ES EVIDENTE ........................................................................................................ 227 OCASIONALISMO............................................................................................................................. 229

LEIBNIZ, G. WILHELM (1646 – 1716)..................................................................... 230 OBRAS ................................................................................................................................................. 231 DINAMISMO DEL SER ..................................................................................................................... 232 EL MUNDO RECLAMA UN CREADOR ......................................................................................... 234 ANÁLISIS CRÍTIO ............................................................................................................................. 238

TEOLOGÍA EN LOS FORJADORES DEL RENACIMIENTO CIENTÍFICO ............................................ 240

LEONARDO DA VINCI (1452 – 1519) .................................................................... 242

NICOLÁS COPÉRNICO (1473 – 1543) ................................................................... 243

TYCHO BRAHE (1546 – 1601) .................................................................................. 245

JUAN KEPLER (1571 – 1630) ..................................................................................... 247

GALILEO GALILEI (1564 – 1642) ............................................................................ 248

ISAAC NEWTON (1642 – 1727) ............................................................................... 251

EMPIRISMO INGLÉS .............................................................. 256

GEORGE BERKELEY (1685 -1753) .......................................................................... 256 PUNTO DE PARTIDA ....................................................................................................................... 258 TENEMOS EVIDENCIA DE DIOS .................................................................................................. 259

DAVID HUME (1711-1776) ...................................................................................... 262 EL CONOCIMIENTO PROCEDE DE LA EXPERIENCIA ............................................................. 262 IDEA DE CAUSALIDAD ................................................................................................................... 264 LAS IMPRESIONES NO ALCANZAN A LAS ESENCIAS ............................................................ 265 LA EXISTENCIA DE DIOS NO ES DEMOSTRABLE ................................................................... 266 LOS PRINCIPIOS DE LA MORAL ................................................................................................... 269 REFLEXIÓN CRÍTICA ....................................................................................................................... 270

LA ILUSTRACIÓN Y EL IDEALISMO ALEMÁN ............. 272

IMMANUEL KANT (1724 – 1804) ............................................................................ 273 OBRAS ................................................................................................................................................. 273 OBSERVACIONES PRELIMINARES ............................................................................................... 274 A) CRÍTICA DE LA RAZÓN PURA ................................................................................................. 276 LOS JUICIOS EN LA CIENCIA ......................................................................................................... 277 B) CRÍTICA DE LA RAZÓN PRÁCTICA ......................................................................................... 282 LA LIBERTAD ..................................................................................................................................... 284 LA IMORTALIDAD DEL ALMA ...................................................................................................... 284 DIOS COMO EXIGENCIA DE LA CONCIENCIA MORAL .......................................................... 285 EXPOSICIÓN CRÍTICA AL PENSAMIENTO DE KANT .............................................................. 287

FICHTE, JOHANN G. (1762 – 1814) ........................................................................ 289 PUNTO DE PARTIDA ....................................................................................................................... 290 PRESENCIA DE DIOS EN LAS ACCIONES HUMANAS ............................................................. 292 JUICIO CRÍTICO ................................................................................................................................ 295

SCHELLING, FRIEDRICH (1775 – 1854) ............................................................... 295 FASES FILOSÓFICAS ........................................................................................................................ 297

492

FILOSOFÍA DE LA NATURALEZA Y EL ESPÍRITU ..................................................................... 297 SISTEMA DE IDENTIDAD ............................................................................................................... 298 SISTEMA DE LA LIBERTAD ............................................................................................................ 298 SISTEMA RELIGIOSO ....................................................................................................................... 299 VALORACIÓN CRÍTICA ................................................................................................................... 301

HEGEL, G. FRIEDERICH W. (1770 – 1831) ............................................................ 301 INTERPRETACIÓN RELIGIOSA DE LA REALIDAD ................................................................... 303 EL ABSOLUTO, COMO IDENTIDAD DE LO REAL Y LO IDEAL .............................................. 304 DIOS ES ESPÍRITU, VERDAD Y VIDA .......................................................................................... 305 BREVE RESUMEN FILOSÓFIC0 DEL IDEALISMO ALEMÁN ................................................... 308

PRESUNCIONES ATEAS ........................................................ 312

LUDWIG FEUERBACH (1804 – 1872) .................................................................... 313 ESCISIÓN DEL DISCÍPULO CON EL MAESTRO ......................................................................... 314 EMPIRISMO ANTROPOLÓGICO ................................................................................................... 315 EL HOMBRE CREA A DIOS ............................................................................................................. 317 OBJECIONES A LA FILOSOFÍA DE FEUERBACH ....................................................................... 318

KARL MARX (1818 – 1883)....................................................................................... 319 DIALÉCTICA DEL DEVENIR ........................................................................................................... 320 MATERIALISMO PRÁCTICO .......................................................................................................... 320 MATERIALISMO HISTÓTICO ......................................................................................................... 321 MATERIALISMO ATEO .................................................................................................................... 323 RÉPLICAS AL CONTEXTO DE MARX ........................................................................................... 324

FRIEDRICK NIETZSCHE (1844 – 1900) ................................................................ 325 OBRAS ................................................................................................................................................. 326 TRES PERÍODOS DIFERENTES ..................................................................................................... 327 TRANSMUTACIÓN DE VALORES ................................................................................................. 328 LA MUERTE DE DIOS ...................................................................................................................... 329 CRÍTICA A LA MORAL ..................................................................................................................... 330 EL SUPERHOMBRE .......................................................................................................................... 331 ALGUNAS DISCREPANCIAS .......................................................................................................... 332

SIGMUND FREUD (1856 – 1939) ............................................................................ 333 EL PSICOANÁLISIS ........................................................................................................................... 335 LA RELIGIÓN COMO NEUROSIS OBSESIVA .............................................................................. 337 INMODERADO REDUCCIONISMO .............................................................................................. 339

JEAN PAUL SARTRE (1905 – 1980) ......................................................................... 340 PRESUNTA INTERPRETACIÓN SARTRIANA ............................................................................. 341 A) ETAPA FENOMENOLÓGICA ..................................................................................................... 341 B) ETAPA EXISTENCIALISTA ......................................................................................................... 342 C) ETAPA MARXISTA ...................................................................................................................... 344 AMBIGÜEDADES DE SARTRE ....................................................................................................... 345

EL NEOPOSITIVISMO ............................................................................................. 346 CÍRCULO DE VIENA......................................................................................................................... 346 SUPERANDO EL “PRINCIPIO DE VERIFICACIÓN”................................................................... 349

CIENCIA Y RELIGIÓN ............................................................ 352

EVOLUCIONISMO ................................................................................................... 352

CHARLES R. DARWIN (1809 – 1882) ..................................................................... 355

ORIGEN DE LA VIDA .............................................................................................. 361

ORIGEN DEL UNIVERSO (LA CREACIÓN) ....................................................... 368

493

CREDO RELIGIOSO Y CREACIÓN ...................................................................... 375

MAX PLANCK (1858 – 1947) .................................................................................... 382 MATERIA Y ESPÍRITU ..................................................................................................................... 384

ALBERT EINSTEIN (1879 – 1955) ........................................................................... 386 RELIGIOSIDAD CÓSMICA ............................................................................................................. 389

FILOSOFOS DEL SIGLO XX Y XXI ....................................... 392

HENRI BERGSON (1859 – 1941) ............................................................................. 392 EVOLUCIÓN CREADORA ............................................................................................................... 393 LAS EXPERIENCIAS MÍSTICAS MUESTRAN A DIOS................................................................ 395

NIKOLÁI BERDIÁYEV (1874 – 1948) .................................................................... 397 ANTECEDENTES IDEOLÓGICOS ................................................................................................. 398 LA VIDA DIVINA EN UNIÓN CON EL DESTINO DEL HOMBRE ............................................ 399 DIOS APARECE EN EL ABISMO DEL SER.................................................................................... 401

MARTÍN BUBER (1878 – 1965) ................................................................................ 403 UNA FILOSOFÍA DEL DIÁLOGO ................................................................................................... 404 COMUNICACIÓN INTERPERSONAL: Yo – Tú ............................................................................. 405 EL TÚ ETERNO ES EL DIOS SIN MEDIDA ................................................................................... 408

EDITH STEIN (1891 – 1942) ..................................................................................... 409 INTERÉS POR LA FILOSOFÍA ......................................................................................................... 410 SORPRENDENTES VIVENCIAS PERSONALES ........................................................................... 413 NUEVO ITINERARIO FILOSÓFICO ............................................................................................... 414 CAMINOS HACIA DIOS ................................................................................................................... 416

ZUBIRI, XAVIER (1898 – 1983) ................................................................................ 418 CONTEXTO HISTÓRICO ................................................................................................................. 419 LA RELIGACIÓN ................................................................................................................................ 421 INTELIGENCIA SENTIENTE ........................................................................................................... 423 ACCESO A DIOS ................................................................................................................................ 424 AMBIGÜEDADES FILOSÓFICAS ................................................................................................... 427

PAUL RICOEUR (1913 – 2005)................................................................................. 428 CONTEXTO IDEOLÓGICO Y SOCIAL ........................................................................................... 430 INTERPRETACIÓN Y FE .................................................................................................................. 433

HANS KÜNG (1928 - …) .......................................................................................... 435 LA IDEA DE DIOS NO ES CONTRADICTORIA EN SÍ MISMA ................................................. 436 RETO AL ATEISMO CONTEMPORANEO .................................................................................... 438 LÍMITES DE HANS KÜNG ............................................................................................................... 442

FORMULANDO UNA TEORÍA ............................................. 444

LO QUE TODAVÍA NO ES ............................................................................................................... 449 LA FELICIDAD ................................................................................................................................... 449 LA MUERTE ....................................................................................................................................... 453 PLANTEAMIENTO DE LA EXISTENCIA DE DIOS ..................................................................... 454 EL HOMBRE EN PROYECCIÓN DE FUTURO .............................................................................. 457

EL PROBLEMA DEL MAL ........................................................................................ 464 EXISTENCIA Y CONCEPTO DEL MAL .......................................................................................... 466 JUSTIFICACIÓN DEL MAL .............................................................................................................. 467 COMPATIBILIDAD DE DIOS CON EL MAL ................................................................................. 468

BIBLIOGRAFÍA .......................................................................................................... 470 DICCIONARIOS Y ENCICLOPEDIAS............................................................................................. 470 BIBLIOGRAFÍA GENERAL ............................................................................................................... 471

494

ÍNDICE DE AUTORES ............................................................. 476

ÍNDICE ANALÍTICO................................................................ 482

ÍNDICE GENERAL .................................................................... 488