Frases como puños

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Frases como puños El lenguaje y las ideas progresistas

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Frases como puñosEl lenguaje y las ideas progresistas

Frases como puñosEl lenguaje y las ideas progresistas

Luis Arroyo

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Diseño de la cubierta: RQ

Primera edición: marzo de 2013

© Luis Arroyo, 2013texto cedido por © Fundación Ideas.

Publicado con el apoyo de FEPS(Foundation for European Progressive Studies)

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ISBN: 978-84-350-2408-2

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Depósito legal: B. 30675-2012

Impreso en España

A tantos cuantos, a costa de su propia vida,se aplicaron con inteligencia en el uso

de la palabra y la imagen,en la defensa de los débiles frente a los poderosos

Los dos partidos que dividen el Estado, el partido del conserva-durismo y el de la innovación, son muy antiguos y se han pelea-do por la posesión del mundo desde que se creó. Esta disputa es el tema principal de la historia cívica. El partido conservador estableció las jerarquías veneradas y las monarquías del mundo más antiguo. La batalla, entre el patricio y el plebeyo, el Estado paternal y la colonia, los viejos usos y la aceptación de los hechos nuevos, entre los ricos y los pobres, reaparece en todos los países y tiempos. Esta guerra no sólo se libra en los campos de batalla, en los consejos nacionales y en los sínodos eclesiásticos, sino que también agita el interior de cada hombre con sentimientos opues-tos en cada momento. Mientras tanto, el viejo mundo sigue gi-rando; en ocasiones uno de los impulsos gana, en ocasiones el otro y, sin embargo, la lucha se renueva cada vez como si fuera la primera, bajo nuevos nombres y con apasionados personajes. Un antagonismo tan irreconciliable debe, por supuesto, ser igualmen-te profundo dentro de la misma constitución humana. Es la oposición entre el pasado y el futuro, la memoria y la esperanza, el entendimiento y la razón. Es el antagonismo primario, la aparición en pequeño de los dos polos de la naturaleza.

Ralph Waldo Emerson, 1841

Índice

Nota del autor . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 13

Introducción. Una narrativa milenaria . . 21Herederos de una historia épica . . . . . . . . . 27Aceptémoslo: el lenguaje importa . . . . . . . 36

Pensar progresista. . . . . . . . . . . . . . . . . . . 43El marco define lo que se ve del cuadro . . . 47La solución depende de lo que vemos. . . . . 53

¿Patriotas, duros y devotos? . . . . . . . . . . . 59El ecualizador político . . . . . . . . . . . . . . . 63El frontispicio de los conservadores . . . . . . 67

Cambiar el marco para cambiarla visión del mundo . . . . . . . . . . . . . . 73

Retórica de la libertad . . . . . . . . . . . . . . . . 87Mercado libre o coto a la especulación . . . . 91Mérito personal e igualdad de oportunidades 96La igualdad nos hará libres . . . . . . . . . . . . 104

Índice 12

Un Estado cercano, que protege y sirve . . 107Funcionario es probablemente tu médico . . 108El sindicalista que garantiza tu salario . . . . . 110

¿Qué patriotismo? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 115El encaje autonómico . . . . . . . . . . . . . . . 120Respetar las costumbre o, simplemente, la ley 122La trampa del velo. . . . . . . . . . . . . . . . . . 125

Cómo defender la religión másque un conservador . . . . . . . . . . . . . . 133En defensa de (todas) las religiones . . . . . . . 134Cómo afrontar los dilemas morales

sin necesitad de una religión . . . . . . . . 138

Cómo cambiamos cuando hay crisis . . . . . 149

Hablar progresista . . . . . . . . . . . . . . . . . . 159

Referencias bibliográficas . . . . . . . . . . . . . . 169

Nota del autor

Aquellos piececitos amputados y sangrantes, más pe-queños que una uña, quedarían grabados en mi me-moria por el resto de mis días. Debió de ser en 1983, cuando yo era un alumno de 14 años del Colegio San Agustín de Madrid, uno de esos grandes centros con algunos miles de estudiantes de un único género re-gentados por sacerdotes. Con el alborozo que se pro-duce cuando se rompe la rutina de las clases, nos sentaron en el salón de actos de la planta primera del colegio. Y cuando se apagaron las luces y se hizo el silencio, comenzó el sangriento espectáculo: brazos de feto desmembrados, una suerte de aspiradora in-trauterina, unas tenazas terribles, unos cubos de ba-sura quirúrgicos rebosando miembros humanos… Una sucesión de diapositivas a cual más lúgubre para que viéramos cómo eran asesinados cada día esos po-bres bebés. Simple y brutal mensaje: abortar es matar a un bebé.

Nosotros no lo sabíamos, o poco nos importaba, pero los socialistas recién llegados al Gobierno de España preparaban una reforma de la normativa sobre interrupción de embarazo, y la Iglesia Católica y los

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colectivos más conservadores habían sacado su mejor artillería para evitarla: imágenes impactantes que se proyectaban sin ningún pudor ni vergüenza en los colegios católicos de toda España a niños en plena adolescencia, aún vulnerables a la fuerza de las imá-genes, haciendo uso de instalaciones y salarios pagados por todos los ciudadanos con sus impuestos.

Tardé aún muchos años en toparme con otras historias que aquellas que presentaban la interrupción del embarazo como un homicidio bestial sin matiz alguno, y las que me llegaban eran historias clandes-tinas: como la de mi compañera del trabajo que se vio obligada a abortar en no sé qué sitio en el más estric-to secreto; o cuando, más adelante, descubrí que en mi propia familia alguien había decidido también interrumpir un embarazo. Treinta años después de que yo viera aquellas imágenes lamentables, supimos que dulces monjitas, hoy ancianas, pensando quizá que evitaban así esos asesinatos de bebés, habían conven-cido a las parturientas para que dieran en adopción a sus hijos no buscados. Supimos también que en cien-tos de casos se tomaron la licencia de pensar que garantizarían la vida de las criaturas en familias como Dios manda, y que para ello habían simulado ante las madres el fallecimiento del feto, para robarles el bebé y entregárselo a unos padres de orden.

Con 14 años yo era, y estoy hoy en mis 40 y tantos, un receptor de mensajes políticos alternativos.

15 nota del autor

Como lo somos todos. En mi caso con la particula-ridad de que, además, me dedico profesionalmente a estudiarlos, diseñarlos y difundirlos. Pero como ciu-dadanos nos encontramos todos ante corrientes de opinión cuya materia prima son palabras e imágenes. A veces esas corrientes son unívocas, como cuando se establecen los grandes consensos nacionales. Otras veces las corrientes chocan y crean remolinos y tur-bulencias, como sucede con el muy controvertido asunto del aborto.

No es nada fácil generar dichas corrientes o lograr que venzan las resistencias de la orografía o el emba-te de otras fuerzas alternativas. La resistencia ante aquella reforma de la Ley del Aborto, que el Gobier-no de Felipe González logró aprobar en 1985 con su mayoría absoluta en el Congreso, fue posible gracias a que la Iglesia Católica y los conservadores contaban con una historia muy poderosa (abortar es matar a un bebé, concebido por decisión divina), con una causa que defender con nombre bellísimo (ni más ni menos que la vida) y otra que combatir de nombre horripi-lante (aborto), con un ejército de evangelizadores dispuestos a contarla (religiosos y profesores) y con una población dispuesta a creerla. Quienes, en el otro lado, y en línea con el Gobierno, defendían el derecho de las mujeres a abortar, tuvieron que contar una historia diferente (las mujeres tienen derecho a deci-dir cuándo quieren ser madres), con palabras nuevas

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(libre elección, interrupción voluntaria del embarazo) y buscarse su propia legión de evangelizadores, aunque fueran laicos.

Como sociólogo que trabaja con el lenguaje, me fascina el discurrir de esas corrientes de opinión en un sentido u otro. Como progresista convencido, sien-to que me conciernen por el éxito o el fracaso de los fundamentos morales que defendemos desde la iz-quierda. Por eso es un gusto y un privilegio poder dedicar mi tiempo a estudiar cómo las palabras, y las ideas que tales palabras transportan, son percibidas por la gente, qué emociones suscitan, de qué manera se agregan en eso que llamamos opinión pública, y cómo del eventual choque de corrientes alternativas, al final, las sociedades tienen unas u otras normas y defienden unos u otros principios.

Gracias al apoyo de la Fundación IDEAS del Par-tido Socialista español, en 2011 pudimos hacer un interesante estudio sobre uno de los fenómenos pri-migenios en la difusión de las ideas: el enmarcado o framing. Con la eficacia de aquellas imágenes impac-tantes y la ayuda de sus huestes de sacerdotes, monjas y profesores, la Iglesia española definía el aborto en los años ochenta –como sigue haciendo hoy, por cier-to–, como el asesinato sangriento de un bebé inde-fenso, ejecutado en una fría sala de intervenciones por unos desalmados cirujanos. Pero eso no es más que un ejemplo de la fuerza del lenguaje en la difusión de

17 nota del autor

las ideas. Cada día hay millones de mensajes que re-sultan más o menos persuasivos en función de cómo se enmarcan.

Nos propusimos, pues, estudiar el efecto de esos marcos en la opinión de la gente. ¿Qué pasaría –nos preguntamos– si presentamos a los denostados libe-rados sindicales como lo que realmente son: repre-sentantes de los trabajadores dedicados a resolver con-flictos en las empresas? ¿Y si, por ejemplo, al visualizar la bolsa de valores de cualquier país un ciudadano viera a un centenar de especuladores y no un merca-do aséptico? ¿Qué efecto mágico tiene el término libertad de elección de los padres para que los con-servadores logren el aprecio del público cuando, en realidad, con esos términos enmarcan la imposición de la religión en la escuela o la financiación de la educación segregada? ¿Qué ocurriría si, en vez de hablar de funcionarios, hablamos de quienes son la inmensa mayoría de los empleados públicos de nues-tro país: maestros, policías, médicos o militares? ¿Se sería más comprensivo con ellos si se les imaginara en un consultorio médico o patrullando por la calle?

Este trabajo obedece a esa preocupación básica general, que se refiere a nuestra manera de decir y hablar y a los principios morales que evocamos al hacerlo: el lenguaje define el mundo, y lo hace más aún en el ámbito de la política. Lograr apoyo para las políticas progresistas exige explicarlas bien. Tal cosa

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requiere una utilización adecuada del lenguaje. Un lenguaje coherente con nuestros principios morales: los principios en los que creemos y que defendemos.

Desde hace algunos años la Fundación IDEAS trabaja con el profesor George Lakoff, miembro de su Comité Científico sobre comunicación política y su relación con la mejora de la democracia. George colaboró en los inicios y el desarrollo de la investiga-ción que aquí presentamos. No sólo con la supervisión del proyecto, sino también con abundante trabajo académico previo. Su apoyo personal ha sido tan va-lioso como el aporte intelectual de su obra.

Más reciente ha sido nuestra relación con el pro-fesor Jon Haidt, pero igualmente productiva. Jon vio el proyecto inicial y los cuestionarios que se aplicaron e hizo importantes aportaciones. Nos anticipó tam-bién el contenido de su libro The Righteous Mind: Why Good People are Divided by Politics and Religion, cuya escritura interrumpió generosamente y de manera repetida para ayudarnos.

La redacción de este documento ha sido el pro-ducto de muchas reflexiones y discusiones. Óscar Santamaría, y también Corina Contaris y Josué Gon-zález, contribuyeron en el análisis y la discusión de los resultados; antes participaron en la definición del estudio los científicos sociales de Metroscopia José Juan Toharia y José Pablo Ferrándiz, que adoptaron con generosidad el papel de ciudadanos prejuiciosos

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para redactar dos cuestionarios raramente tendencio-sos para la investigación social al uso. David Redoli corrigió el primer manuscrito e hizo sobre él apor-taciones muy valiosas.

Pero, por supuesto, esta investigación no habría sido posible sin el apoyo financiero, intelectual y per-sonal, de la Fundación IDEAS. Muy especialmente de su director, Carlos Mulas-Granados, y de Francis-co Rojas e Irene Ramos. El proyecto fue aprobado y promovido por Jesús Caldera, vicepresidente ejecuti-vo de la Fundación. Tanto él como su equipo trabajan cada día en la defensa de las ideas y las políticas pro-gresistas. Eso incluye necesariamente la comunicación. Les estoy muy agradecido por haberme permitido ayudar modestamente en esa tarea.

Luis ArroyoMadrid, noviembre de 2012

Introducción

Una narrativa milenaria

Estamos intuitivamente familiarizados con los problemas de la injusticia, la falta de equidad, la desigualdad y la inmoralidad –sólo hemos olvidado cómo hablar sobre ellos–. La socialde-mocracia articuló esas cuestiones en el pasado, hasta que también perdió el rumbo.

Tony Judt1

¡¿Pero qué nos pasa?! Esta constante recurrencia a la crisis de la socialdemocracia empieza a resultar mo-lesta, aburrida y muy poco productiva. Se ha llegado a decir, por boca de reputados analistas progresistas –lo cual añade masoquismo al tedio– que nuestro tiempo ha pasado. Según parece, la desaparición de la clase obrera industrial del siglo pasado nos ha dejado sin causa, como si un joven científico de hoy, en paro

1 Judt, 2011, p. 217.

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o con un salario de 800 euros al mes, no tuviera las mismas demandas que las que tenía ayer su madre, trabajadora en una fábrica textil.

Se nos dice también que morimos por nuestro propio éxito: que, como la gran obra de la izquierda contemporánea, el llamado Estado de bienestar, es im-plícitamente reconocido por la derecha, no tenemos ya nada que defender. Como si los logros sociales de las últimas décadas no estuvieran en peligro; o como si, después de la extensión de la educación y la sanidad universales, no hubiera minorías que defender, nuevos derechos que reivindicar y ataduras que romper2.

De forma más o menos apocalíptica y con análi-sis más o menos solventes, los progresistas de Europa y América diagnostican los síntomas de la grave en-fermedad que les afecta. Son variados y probablemen-te todos ellos estén actuando al mismo tiempo.

Una razón posible del declive progresista es que sus causas clásicas ya no encuentran atractivo porque han terminado por ser aceptadas, al menos en sus plantea-mientos básicos. Los conservadores han aceptado las exigencias progresistas, de manera que ya nadie les pres-ta atención. En Europa nadie cuestiona, se dice, el sis-tema de seguridad social, la educación pública o la sa-nidad universal. Los ciudadanos no perciben que esos

2 Sobre la crisis de la socialdemocracia, véanse, por ejemplo, Todd, 2010; Crouch, 2004; Simone, 2012.

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logros, progresistas, estén en peligro porque se plantee el cobro de los medicamentos, un euro por visita al médico, por la limitación del acceso a la sanidad gratui-ta a los inmigrantes sin papeles, o por subir las tasas universitarias o regular las becas en función del rendi-miento académico del becado. De hecho, los progresis-tas con frecuencia también apoyan esas mismas medidas. Aunque estamos viendo cómo en Europa se deterioran los servicios públicos, y cómo en Estados Unidos los republicanos cercenan su extensión, la alarma no pare-ce suficiente para llamar a la puerta de los partidos progresistas para que acudan al rescate. Sólo cuando los retrocesos son graves y evidentes, como cuando el Go-bierno español propone limitar el derecho de las mu-jeres a decidir sobre su maternidad en caso de enfer-medad del feto, los progresistas tocan a rebato.

Hay también, se dice, causas sociológicas. Ya no hay una gran masa trabajadora en las fábricas reclamando jornada de ocho horas, salarios justos o derecho de huelga. La fractura tradicional de clase de las sociedades industriales de los dos siglos pasados se ha diluido, al menos en apariencia. Ahora hay amplias clases medias, millones de autónomos que no son ni puramente em-presarios ni puramente trabajadores; trabajos más có-modos, más formación, una oferta comercial que per-mite a muchos cumplir con los sueños reservados antes a la élite: viajar al Caribe, tener en su casa muebles de diseño, comer en restaurantes, vestir ropa estilosa.

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En las sociedades opulentas y acomodadas de hoy las luchas de la clase trabajadora de antaño suenan anacró-nicas y pasadas de moda, dicen algunos sociólogos3.

Es probable que influya también un efecto coyun-tural, pero que es muy relevante. Aunque no sea cierto, la gente considera que los conservadores son mejores en la gestión de la economía, una cualidad determi-nante en tiempos de recesión. Pese a que los progre-sistas sienten que el desastre económico que comenzó en 2008 fue culpa de las políticas conservadoras de Reagan y Thatcher en los años ochenta, pesa sobre ellos la losa de que sólo saben subir los impuestos y gastar. En el imaginario universal, los conservadores son ri-gurosos, austeros y disciplinados, y están mejor forma-dos para la gestión de la economía. Y los progresistas, derrochadores y excesivamente generosos con los po-bres y los perezosos. Además, en situaciones de crisis la ciudadanía se vuelve más conservadora: se repliega en los valores de la autoridad, el rigor y el patriotismo, principios típicamente conservadores. Es frustrante para los progresistas, pero cuando hay más paro y las dife-rencias entre ricos y pobres se acentúan, como sucede hoy en tantos países, los ciudadanos no confían en quienes se supone que piensan más en la mayoría de la gente corriente, sino en quienes creen que aplican las recetas más duras. Las políticas sociales acertadas se

3 Simone (2012) es especialmente locuaz a este respecto.

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atribuyen a los progresistas, pero las políticas económi-cas adecuadas, a los conservadores. Y si terminan por aceptar ese falso maleficio, y aceptan terceras vías o políticas ambidiestras (economía de derechas, derechos sociales de izquierdas), los progresistas pierden entonces su identidad, rompen con su tradición más nítida y renuncian a convertir su política económica en una alternativa creíble4.

El Estado, que es en realidad el gran agente dina-mizador de la economía, el promotor de la redistri-bución y el garante del cumplimiento de las reglas del juego, paradójicamente se convierte en un incordio. La sentencia conservadora de los ochenta, en boca de Reagan o Thatcher, encuentra eco a principios del milenio siguiente: «El Gobierno es el problema». Los progresistas parecen aceptar la maldición al afirmar que es necesario reducir los recursos del Estado: re-cortar, limitar, cercenar su influencia. La desafección histórica que se percibe en la ciudadanía con respecto a la política, el Gobierno y la Administración no per-judica a quienes menos los defienden, que son los con-servadores, sino a sus defensores tradicionales, los pro-gresistas. ¿Por qué iban los ciudadanos a confiar sus asuntos y sus dineros a quienes defienden una maqui-naria que no funciona?

4 Sobre el incremento del conservadurismo cuando hay crisis, Nail y otros, 2009.

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Al final, los líderes políticos progresistas se en-cuentran en una situación problemática: la mayor parte de la población europea, estadounidense y lati-noamericana quisiera gobiernos que defendieran los intereses y los valores de la mayoría: la solidaridad, la igualdad, los nuevos derechos individuales y sociales, el progreso científico, el crecimiento equilibrado, el respeto del medio ambiente, la cooperación, la laici-dad… Pero no confía en políticos de izquierda que parecen anclados en viejas luchas de clase, que perci-ben ser derrochadores en el gasto público y que con-sideran culturalmente elitistas, malos gestores econó-micos y débiles y permisivos en la defensa de la legalidad y la identidad nacional.

Ya que somos nosotros mismos, los progresistas, quienes nos empeñamos en diagnosticar la gravedad de nuestros males, los conservadores aprovechan nues-tra penuria para certificar, directamente, la muerte de las ideologías y, por tanto, el mismísimo «fin de la his-toria». Se acabó: nada que discutir. Queda sólo un pen-samiento único y más nos valdría resignarnos, se nos dice: libertad de mercado, rigor en la gestión pública, Estado mínimo sólo para lo imprescindible, austeridad, principios morales sólidos, defensa de la identidad co-lectiva, autoridad frente a los desviados, libertad indi-vidual sin ingerencias, fomento de la iniciativa privada, gobierno de tecnócratas… Cada vez que alguien cer-tifique la muerte de la ideología, el fin de la historia o

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el predominio inevitable de un pensamiento único, los progresistas deberíamos ponernos en alerta. El forense es muy probablemente un conservador al que le gus-taría que el poder lo detentaran los de siempre: los fuertes, los triunfadores, los ricos, los tecnócratas bien preparados. De hecho, la muerte de las ideologías ha sido varias veces anunciada y, tantas veces como se anunció, la ideología resucitó. Tras la segunda guerra mundial y el enfrentamieto titánico de las ideologías totalitarias, muy respetables analistas preferían pensar que ya estaba todo dicho; que los ciudadanos corrien-tes no están preparados ni motivados para entender y pensar en términos ideológicos; y que, a fin de cuentas, aceptando la superioridad de la democracia electoral como modelo general, no hay diferencia sustancial en-tre la derecha y la izquierda. Que da igual que gobier-nen los conservadores o los progresistas, porque son básicamente los mismos, con ideas parecidas5.

Herederos de una historia épica

Ni el más radical de los conservadores se atrevería a cuestionar algunos de los avances históricos de la hu-manidad que hoy nos parecen irrenunciables, que

5 Sobre el fin de las ideologías es bastante completo el resumen de Jost, 2006.

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algunos progresistas promovieron, pagando a veces con su propia vida, y contra los que los conservadores se revolvieron. Los grandes avances científicos, inte-lectuales, sociales y políticos fueron posibles porque un progresista se atrevió a cuestionar el estado de las cosas, los privilegios vigentes y los dogmas impuestos: desde los filósofos antiguos, los reformadores sociales de Occidente, los ilustrados europeos o los movimien-tos humanistas dentro de las grandes religiones histó-ricas, hasta los líderes de los movimientos sociales contemporáneos en la defensa de la igualdad, los de-rechos laborales, los derechos sexuales o la defensa del medio ambiente.

Por poner algunos ejemplos, la abolición de la esclavitud, lograda tras años de lucha por cuáqueros, cristianos e ilustrados progresistas, frente a las resis-tencias de los conservadores a lo largo de los siglos xviii y xix. Los derechos laborales al salario, al des-canso, la prohibición del trabajo infantil, o los derechos de asociación y de huelga fueron resultado del em-peño de los sindicatos progresistas. La Ilustración y la Revolución francesa, movimientos conducidos por los intelectuales en alianza con el tercer estado, en lucha contra los poderes reaccionarios del absolutismo. La proclamación universal de los derechos humanos, promovida por Eleanor Roosevelt –una destacada progresista del Partido Demócrata–, que presidió la comisión pluricultural que Naciones Unidas creó para

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elaborar la lista en los años que siguieron a la segun-da guerra mundial. Los sistemas contemporáneos de protección social, resultado de la lucha de los laboris-tas y liberales británicos, de los demócratas Franklin Roosevelt y Harry Truman en Estados Unidos, de los socialistas franceses Léon Blum y Vicent Auriol. Y aunque es cierto que la Seguridad Social española se desarrolló legalmente en los años sesenta, no es hasta los ochenta, con los gobiernos socialistas, cuando el modelo se desarrolla plenamente en el país.

En el mundo entero los avances en derechos ci-viles, en derechos políticos y en derechos sociales llevan casi siempre la firma progresista. Es casi una tautología. El progreso de la humanidad se ha produ-cido gracias a los progresistas que lucharon por cam-biarla. Nunca gracias a los conservadores que habi-tualmente tratan de perpetuar el estado de las cosas. Esa simple constatación debería invitarnos a huir del derrotismo tan habitual en los últimos tiempos, y a afirmar, como hace nuestro amigo Ignacio Urquizu, que la socialdemocracia no sólo no está en crisis, sino que tiene por delante motivos más que suficientes para rearmarse6.

En todos esos cambios encontramos una línea argumental central, una narrativa principal: la defen-sa del pueblo común, de la gente corriente, en parti-

6 Urquizu, 2012.

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cular de los más menestorosos y de las minorías, con-tra las imposiciones del poder político y económico. Ésa es nuestra historia: lo ha sido durante siglos y, por siglos, muy probablemente lo seguirá siendo.

Es incluso verosímil que el ser humano esté ge-néticamente preparado para crear esos dos grandes imaginarios universales, esas dos grandes fuerzas opuestas, esas dos grandes ideologías enfrentadas que animan a la humanidad en dos direcciones a menudo contrarias. Por un lado, el progreso, el avance, la au-dacia y la apertura en la persecución de los cambios sociales. Por otro lado, la conservación del statu quo, de la tradición, del poder establecido, el temor a la revuelta y el desorden. Vista así, la ideología sería una excelente ventaja evolutiva que permite al ser huma-no acelerar y frenar los cambios sociales de la especie7.

La narrativa central de los progresistas es muy persuasiva, porque llama a la acción colectiva, a la emancipación, al cambio y a la lucha. Pero tiene tam-bién dificultades. Necesita enemigos concretos que batir, que suelen ser, por definición, adversarios po-derosos, y puede generar en la gente la angustia ante lo desconocido: miedo a la anomia, a la ausencia de normas, a la dispersión de la comunidad, a la pérdida de la tradición y de la identidad colectivas.

7 Sobre esta cuestión la literatura es muy nueva, dispersa y abundante. Puede verse un resumen en Arroyo, 2012, pp. 35-113.

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Los conservadores también ofrecen una historia muy seductora, porque apelan al orden, al rigor, a la unidad de los nuestros frente a los distintos, a la fuer-za y a la tradición. Con frecuencia, además, ese relato se asienta en el origen divino de las normas y la tras-cendencia de su cumplimiento más allá de la vida. El relato conservador, por decirlo de manera clara, pro-mete la vida eterna, una ventaja indiscutible sobre el relato más prosaico de los progresistas. Para los con-servadores también hay un coste en su narrativa: sue-len pagar su énfasis en el orden, la autoridad y el dogma con la moneda del autoritarismo y la intole-rancia.

A pesar de tan egregia historia, hoy, por supuesto, los progresistas tenemos motivos para preocuparnos. Sin duda «algo va mal», como dejó escrito Judt justo antes de morir8. Hay una razón práctica y muy con-creta: los progresistas andan los últimos años perdien-do elecciones en todo el mundo. En la Unión Euro-pea sólo gobiernan en una ínfima minoría de países. En Estados Unidos decayó pronto la esperanza que tanta gente depositó en la promesa de un gobierno netamente progresista que encarnaba el candidato Obama. En América Latina, los gobiernos de izquier-da más conspicuos se decantan por un controvertido populismo autoritario, y otros menos llamativos bre-

8 Judt, 2011.