La Araña - Lispector, Clarice

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Colección dirigida por: Maria Antonieta Pereira

Florencia Garramuño Gonzalo Aguilar

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CLARICE LISPECTOR

LA ARAÑA

Prólogo: Raúl Antelo

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Diseño de tapa: Estudio Manela & Asoc. S. Manela + G. Soria Traducción de: Haydée M. Jofre Barroso Revisión de este volumen: Paula Porroni Primera edición: 1977 Segunda edición: 2002 Primera reimpresión. Todos los derechos reservados. © Ediciones Corregidor, 2003 Rodríguez Peña 452 (C1020ADJ) Bs. As. Web site: www.corregidor.com e-mail: [email protected] Hecho el depósito que marca la ley 11.723 I.S.B.N.: 950-05-1452-4 Impreso en Buenos Aires - Argentina

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PRÓLOGO

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Si Kafka fuera mujer. Si Rilke fuera una brasileña judía nacida en Ucrania. Si Rimbaud hubiera sido madre y hubiera llegado a cincuentona. Si Heidegger hubiera podido dejar de ser alemán, si hubiera escrito la Novela de la Tierra. ¿Por qué cito todos estos nombres? Para intentar perfilar el terreno. Por ahí escribe Clarice Lispector. Ahí donde respiran las obras más exigentes, ella avanza. Pero, luego, donde el filósofo pierde aliento, ella continúa, va aún más lejos, más lejos que cualquier clase de saber. Después de la comprensión, paso a paso, se adentra estremeciéndose en el incomprensible espesor tembloroso del mundo, con el oído finísimo, alerta para captar incluso el ruido de las estrellas, incluso el mínimo roce de los átomos, incluso el silencio entre dos latidos del corazón. Vigía del mundo. No sabe nada. No ha leído a los filósofos. Y sin embargo, a veces juraríamos oírles susurrar entre sus bosques. Lo descubre todo.

Todos los movimientos paradójicos de las pasiones humanas, los dolorosos maridajes de los contrarios, que constituyen la mismísima vida, miedo y valentía (el miedo es también valentía), locura y sabiduría (la una es la otra como la bella es la bestia) carencia y satisfacción, la sed es agua... Nos descubre todos los secretos, y, una a una, nos brinda las mil claves del mundo. Y también es experiencia suprema, sobre todo hoy en día, consistente en ser-pobre a fuerza de pobreza, o a fuerza de riqueza.

Hélène Cixous, La risa de la medusa Hay una carta en que Clarice Lispector le confiesa a su amigo, el

escritor Lúcio Cardoso, la pesadumbre de no haberle gustado el título de su segunda novela, La araña. Pero la carta dice más.

Exactamente por lo que no te gustó, por su pobreza, es que me gusta a mí. Nunca pude convencerte realmente de que soy pobre...; infelizmente cuanto más pobre, con más adornos me adorno. El día que consiga una forma tan pobre como yo lo soy por dentro, en vez de carta, creo que ya te dije, vas a recibir una cajita llena de polvo de Clarice. Tal vez el título te parezca mansfieldeano porque sabes que últimamente he leído las cartas de Katherine. Pero creo que no. A las mismas palabras, les damos éste o aquel color. Entonces, si estuviera leyendo a Proust, alguien pensaría en una araña proustiana (¡por

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dios, iba a escribir proustituta1!), en una de esas cosas nimias a las que él da tanto sentido sin darle ningún valor sobrenatural. Si estuviera oyendo a Chopin, pensaría que mi araña es una de esas de gran salón con caireles delicados y transparentes, sacudidos por los pasos de muchachas enfermizas y tristes, bailando. La maldición es que naturalmente yo llego al final, de modo que siempre estoy en lo que ya fue hecho. Eso a veces me fastidia un poco. De modo que estaba leyendo Poussière y encontré algo casi igual a lo que había escrito. Y ahora que estoy leyendo a Proust, me asusté al ver en él una de esas expresiones que había usado en la Araña, en el mismo sentido, con las mismas palabras. La expresión no es gran cosa pero ni siendo mediocre se llega a no caer en los demás [sic].2

Como en Proust, Clarice Lispector hace pasar su proceso de busca por

dos momentos complementarios, la decepción que produce un intento de interpretación objetiva (la pobreza del título, según Lúcio Cardoso, mero símil de Mansfield o Proust) y luego un intento de remediar la decepción mediante una interpretación subjetiva en que se reconstruyen conjuntos asociativos.

Clarice dice que lee a Proust pero no dice que esté leyendo la Prisonnière sino la Poussière, el polvo. Clarice lee a Proust como quien lee el polvo, la pobreza, lo otro de sí, “una forma tan pobre como yo lo soy por dentro, (...) una cajita llena de polvo de Clarice”. La escritora, como detecta Cixous, es pobre a fuerza de pobreza, o a fuerza de riqueza porque sólo le interesa el ser desheredado, ser-sin-herencia, ser-sin-memoria (aunque no amnésico), “ser tan pobre que la pobreza esté en todas partes en el ser: la sangre es pobre, la lengua es pobre, y la memoria es pobre; pero nacer y ser pobre no es reductor, es como si uno perteneciera a otro planeta; y en aquel planeta no dispusiera de un medio de transporte para venir al planeta de la cultura, de la alimentación y de la satisfacción”3.

Su búsqueda consiste pues en vaciar cada uno de los signos heredados, conduciéndolos a su término absoluto, en obediencia a una ley de la muerte que se enlaza con la de la resurrección, así como el tiempo perdido se transmuda en el recobrado.

Escribe Antonio Candido en 1943: “Su ritmo es un ritmo de búsqueda, de penetración que permite una tensión psicológica pocas veces alcanzada en nuestra literatura contemporánea. A los vocablos se los 1 En portugués, la araña es palabra masculina, lustre. El original dice, entonces, proustituto. Por otro lado, Lúcio era gay. 2 Clarice Lispector, carta sin fecha (1946-7) reproducida por Mário Carelli en Corcel de fogo: vida e obra de Lúcio Cardoso (1912-1968). Rio de Janeiro. Guanabara.1988. p.52. 3 Hélène Cixous: La risa de la medusa. Ensayos sobre la escritura. Trad. Ana M. Moix, Barcelona, Anthropos, 1995. p.166. Para el tópico de la pobreza, ver Suzi Frankl Sperber: “Jovem com femigem” in Roberto Schwarz (ed.). Os pobres na literatura brasileira, San Pablo, Brasiliense, 1983, p. 154-64.

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obliga a perder su sentido corriente para amoldarse a las necesidades de una expresión sutil y tensa de modo tal que la lengua adquiere el mismo carácter dramático que el enredo”4. Gilda de Mello e Souza lo secunda: “El lenguaje en fin simplifica la naturaleza de las cosas y pone orden en el mundo. Pero el objetivo de la sra. Clarice Lispector es exactamente opuesto. Pretende traducir no lo que de simple y lógico existe en el mundo sino lo complejo y contradictorio. Ve en cada objeto no lo que lo iguala a los otros de su especie sino lo que lo diferencia. En cada ser, lo que lo singulariza. En cada emoción, lo que la vuelve específica. Ahora bien, eso la obliga a recorrer el camino inverso del lenguaje: en cierto sentido va a obligarla a violar el lenguaje”5. Y Sérgio Milliet, a través de una elegante lítote, dice: “No le censuro lo que han de censurarle otros críticos: la constante modificación del sentido de las palabras porque considero que eso no llega a transformarse en fórmula sino que expresa con felicidad un tipo temperamental, marca una riqueza de interpretación rara y revela un poder inventivo de calidad incomún en nuestra literatura”6. En todo caso, Antonio Candido, Gilda de Mello e Souza o Sérgio Milliet, sus primeros lectores, ya advertían el proceso de violación de la norma discursiva para arrancar del lenguaje puro una nueva energía indómita e incomún.

En ese proceso transgresivo, como en Proust y los signos señala Deleuze, no se puede abrir una caja sin proyectar todo el contenido asociado sobre el evento, persona o lugar reales. Es por eso, precisamente, que se producen sin duda en el lenguaje de Lispector asociaciones coaccionantes, impuestas por la mediocridad referencial, que así la rompen para inaugurar un hiato entre ser y sentido. Muestra entonces el valor de convención todo su carácter inadecuado e inconmensurable, ya sea por un contenido perdido, que reconocemos en el esplendor de una esencia que capta una forma anterior, ya sea por un contenido vaciado, que arrastra el yo a la muerte, ya sea, en fin, por un contenido separado, que nos arroja en inconsolable decepción.

En ese color que Clarice presta a los signos, reconocemos no sólo el estallido de la materia por una forma de expresión inusitada sino la explosión de la misma materia, cuyos sentidos, ahora desplegados y desarrollados, ya no forman una figura singular, sino verdades heterogéneas en fragmentos que se debaten sin conciliación interna.

Es más, cuando, mediante esa operación, el pasado nos es devuelto en su esencia, el acoplamiento de presente y pasado, más que un pacto o coalición entre tiempos disímiles, se convierte en una lucha o agonía, de las que no se obtienen ni eternidad ni totalidad, sino tan sólo un presente 4 Antonio Candido: “Uma tentativa de renovação” en Brigada Ligeira, San Pablo, Martins, 1945, p.106. 5 Gilda de Mello e Souza: "O Lustre". O Estado de São Paulo, 14 de julio 1946. 6 Sergio Milliet: Diário Crítico. 2ª ed. San Pablo, Martins/ Edusp, 1981, vol III, p.42. La anotación es fechada el 15 de febrero de 1945.

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hecho trizas que es la eternidad vivida como infierno. A propósito, Wittgenstein anota en una página de su Diario de 1937

que uno se imagina la eternidad del premio y del castigo como una duración temporal sin término pero también se la podría pensar como un instante fugaz porque en un instante se pueden experimentar todos los horrores y toda la felicidad. “Si quieres imaginarte el infierno no necesitas pensar en tormentos inacabables. Más bien diría: ¿Sabes qué horrores indecibles es capaz de soportar un ser humano? Piensa en ello y sabrás lo que es el infierno, aunque no intervenga para nada la duración”7. Se trata de una peculiar coincidencia con la conocida posición borgeana. Como se recordará, en “La duración del infierno”, una de las piezas de Discusión, Borges descarta la hipótesis policial-disciplinaria (se teme al infierno porque es eterno) así como la ontológico-punitiva (el infierno es infinito porque la culpa lo es), inclinándose por una versión dramática y desconstructiva: el infierno es eterno porque así lo estipula el libre albedrío, o tenemos la facultad de obrar para siempre o es una delusión este yo8, una simple nadería la idea de personalidad.

Para Clarice, coincidentemente, el infierno es el instante en que, con toda intensidad, brilla ese vacío que es la personalidad. Ni siendo mediocre —dice— se llega a no caer en los demás, o sea, sólo el vulgar libre albedrío juzga poder abstenerse de lo heredado. El delusivo yo sabe que la tradición consiste en el riesgo de atravesarla a todo momento con una efectiva transgresión.

Así Virginia, la protagonista de La araña, constata que, como en un rápido movimiento de caleidoscopio, sus imágenes no sólo se forman paradas, insolubles y sin más allá, sino que, en su mismo intervalo, había todavía otro instante, “pequeno, pálido e plácido”, que no tenía en su interior ninguna de las cosas que sus ojos veían. Tal el caso del anís, cada vez más disociado del líquido de la botella, ella misma un damero de cristales: “el anís no existía en esa masa equilibrada sino cuando ésta se dividía en partículas y se desparramaba como sabor entre las personas”. No se trata del anís de los bodegones futuristas. El anís (y su palíndromo, sina, destino) es la imagen medusina del lenguaje como espejo refractado, que será constitutiva de las especulaciones estéticas de Agua viva. Pero, aún embrionariamente, en las primeras ficciones, estas imágenes connotan una teoría de la percepción y de lo moderno.

Recapitulemos las ideas que aparecen en La araña. La percepción es recuerdo y éste, una luciérnaga esquiva. Es la percepción, y no el pensamiento, la que engendra pensamiento porque pensar es, alegórica y femeninamente, coleccionar cosas y “llegar hasta este punto donde la

7 Ludwig Wittgenstein: Movimientos del pensar. Diarios. Trad. I. Reguera. Valencia, Pre-Textos, 2000, p.107. 8 Jorge Luis Borges: Obras Completas. Buenos Aires, Emecé, 1974, p.238.

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cadena asociativa se rompe, salta afuera del individuo constituido, se encuentra transferida al nacimiento de un mundo individuante”9.

Miraba, miraba. Casi de inmediato, de su mismo silencio, su ser

comenzaba a vivir más, un instrumento abandonado que por sí mismo comenzara a hacer sonido, los ojos mirando porque la primera materia de los ojos es mirar. Nada la inspiraba, ella estaba asilada dentro de su capacidad, existiendo por la misma débil energía que la hiciera nacer. Pensaba simple y claramente. Pensaba una música pequeña y límpida que se alargaba en un solo hilo y se enredaba clara, florescente y húmeda, agua en agua, meditando un tonto arpegio. Pensaba sensaciones intraducibles distrayéndose secretamente como si canturrease, profundamente inconsciente y obstinada, ella pensaba un solo trazo fugaz: para que las cosas nazcan necesitan tener vida, pues nacer es un movimiento —si dijeran que el movimiento es necesario solamente a la cosa que hace nacer y no a la nacida no es cierto porque aquello que hace nacer no puede hacer nacer algo fuera de su naturaleza y así siempre da nacimiento a una cosa de su propia especie y también con movimientos— de ese modo nacieron las piedras que no tienen fuerza propia pero alguna vez fueron vivas porque si no no habrían nacido y ahora ellas están muertas porque no tienen movimiento para hacer nacer otra piedra. Ningún pensamiento era extraordinario, las palabras sí lo serían. Sin inteligencia ella pensaba su propia realidad como si la viera y nunca podría usar lo que sentía, su meditación era un modo de vivir. Le llegaban informes de sí misma aunque al mismo tiempo titilaban en ella algunas cualidades precisas y delicadas, como delgados números penetrando en números delgados y súbitamente un nuevo número leve sonando pulida y secamente —mientras la verdadera sensación del cuerpo entero era expectante—. Y finalmente algo sucedía tan distante, ay, tan distante y tan reducido a un sí que ella se cansaba aniquilada, pensando ahora en palabras: estoy muy, muy cansada.... La imagen-pensamiento produce entonces una experiencia a

contrapelo de la herencia, altera los valores recibidos y, más aún, nos persuade que el valor es siempre valor de gasto, inseparable de la materialidad de su soporte, sin existencia autónoma o independiente, valor que se realiza tan sólo en su derroche o disipación, a diferencia del valor de cambio, acumulable, que es, simplemente, valor de uso diferido. De allí la importancia del agotamiento: es la instancia a través de la cual la modernidad desborda el intercambio y postula un valor de uso de lo 9 Gilles Deleuze: Proust y los signos. Trad. F. Monge. Barcelona, Anagrama, 1972, p. 116.

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imposible. En ese sentido, el pasaje de La araña constituye una elocuente condensación de la teoría clariceana de la experiencia moderna, para cuya cabal comprensión deberíamos, además, examinar la compleja relación que Clarice Lispector mantiene con la tradición moderna de Brasil. Ella misma explicitó la cuestión en una conferencia pronunciada en la Universidad de Texas, en Austin.

Se preguntaba entonces, mediados de los años 60, cuál sería el auténtico sentido del concepto de vanguardia. El de experimentación, claro.

Lo que me confundió un poco al respecto de la vanguardia como experimentación es que todo arte verdadero es experimentación y, lo lamento mucho, toda vida verdadera es experimentación. ¿Por qué entonces una experimentación era vanguardia y la otra no? ¿Vanguardia sería aquella que revierte valores formales y ensaya, por así decirlo, lo opuesto a lo que se estuviese haciendo en ese momento? Sería demasiado simple, además de rastrero como la moda. ¿Quien sabe la vanguardia sería la forma usada como nuevo elemento estético? Pero la expresión elemento estético no afina mucho conmigo. ¿O vanguardia sería la nueva forma, usada para hacer estallar la visión estratificada y forzar por medio de la ruptura la visión de una realidad otra —o, en pocas palabras, de la realidad? Cualquier experimentación verdadera llevaría a mayor autoconocimiento, lo que significaría: conocimiento. Vanguardia pues sería, en última instancia, uno de los instrumentos de conocimiento, un instrumento avanzado de investigación. Ese modo de experimentación partiría, supongamos, de renovaciones formales que llevarían a la revisión de conceptos, incluso de conceptos no formulados, sobreentendidos tan solo. ¿Pero podría también partir de la conciencia, aún no formulada, de conceptos nuevos, y revestirse inclusive de una forma clásica —y eso ya no estaría en contradicción, en sentido estricto, con el concepto de vanguardia tal como se la configura generalmente? Fue entonces que me di cuenta de que mi dificultad con ese asunto era mucho más profunda. Es que estaba tratando un asunto afín a dos palabras cuyo sentido no tenía para mí mayor sentido: me refiero a la expresión forma y fondo. Son palabras usadas en contraposición o en yuxtaposición, no importa, pero de cualquier manera significan división. Y esa expresión forma-fondo siempre me desagradó vitalmente —así como me molesta la división cuerpo-alma, materia-energía, etc. Sin detenerme mucho en ese asunto repelía casi por instinto ese modo de, por haberse logrado cortar verticalmente un hilo de cabello, juzgar que todo hilo de cabello se compone de dos mitades. Caramba, un hilo de cabello no tiene mitades, a menos que se las

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fabrique. Sé muy bien que usar la división fondo y forma quizás sea, a veces, hipótesis de trabajo, instrumento para estudio. Si yo también usara ese instrumento, ¿sería la vanguardia una innovación de forma? ¿Pero innovación de forma podría entonces implicar contenido o fondo antiguo? ¿Pero qué contenido es ese que no puede subsistir sin la llamada forma? ¿Qué hilo de cabello es ese que existiría incluso antes del hilo de cabello? ¿Cuál es la existencia que es anterior a la existencia? Viéndome tan confundida, me propuse entonces, sólo para facilitar mi vida y también como una hipótesis para avanzar, que para mí la palabra tema sería la que substituiría la unidad indivisible que es el fondo-forma. Un tema, sí, puede preexistir y de él se puede hablar antes, durante y después de la cosa propiamente dicha; pero fondo-forma es la cosa propiamente dicha, y del fondo-forma sólo se sabe al leer, ver, oír, experimentar. Yo me lo propuse: tema es la cosa escrita; tema es la cosa pintada; tema es la música; en suma, tema es vivir. Recién entonces conseguí entenderme más y sobre todo entender mejor el modo en que veía el caso brasileño.10

Es decir que para Lispector, enfrentar un tema, la cosa escrita, la

Cosa en fin, implicaba entender de qué modo ella misma veía el caso brasileño, es decir, la tradición vanguardista local. Clarice Lispector —observa Cristina Peri-Rossi— supera lo ambiental de su literatura nacional con abierto desparpajo: “lo único que existe, casi con egolatría, es su propia mirada, éste es el tema, esto es lo narrado. Decir la mirada, es decir la percepción. Literatura de la percepción, podría ser el subtítulo de toda su obra”11.

Lispector sabía no ser de vanguardia al modo de los modernistas de San Pablo, Mário u Oswald de Andrade. Sin embargo, pese a su condición nordestina, jamás se identificó con el post-modernismo anti-experimental de Jorge Amado o Gilberto Freyre. A pesar de su trágica soledad, la crítica le ensayó puentes, por ejemplo, con las narrativas de Aníbal Machado12, o destacó en sus novelas, en sentido amplio, una singular prosa surrealista13.

10 Clarice Lispector: “De uma conferência no Texas”. Jornal do Brasil, Rio de Janeiro, 7 dic. 1968. 11 Cristina Peri-Rossi: “Prólogo a la edición castellana”. Silencio. Trad. C. Peri-Rossi. Barcelona, Grijalbo, 1988. p. 8-9. 12 Hablando de La araña Gilda de Mello e Souza dice que tan sólo El piano o Villa Feliz de Aníbal Machado (luego agrupadas en Historias reunidas) podrían equiparársele. Para la petite histoire que toca a la cultura argentina, digamos que El piano fue dedicada a Maria Rosa Oliver y que Carlos Hugo Christensen filmó otra de esas historias reunidas, La muerte de la portaestandarte, con el nombre de Río que amo. De Machado se puede leer João Ternura (Trad. René Palacios More. Buenos Aires, Proyección, 1967). 13 Escribe el crítico portugués João Gaspar Simões, que el estilo de su novela “es hecho de conceptos que se vuelven hechos y de hechos que se vuelven conceptos. En él se pone patas para arriba a las leyes en que estábamos habituados a ver condensar una historia. Clarice

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En suma, Clarice supo declinar la disyuntiva típica del período que la obligaba a optar entre la prosa experimental de vanguardia y el regionalismo mimético. Es verdad que, en La araña, el lugar natal de Daniel y Virgínia, la Granja Quieta, remite a un mundo rural decadente, cuyos valores se refieren a un tiempo perdido. Pero no es menos cierto que la autora los recupera en ese espacio mítico, más próximo de Onetti o García Márquez14, que de Graciliano Ramos o José Lins do Rego. Por otro lado, el espacio de la ciudad tampoco se encuentra moralizado, criticado, como en las novelas de vanguardia de los años 20. Ni siquiera está marcado. No es ni Rio ni San Pablo. Es tan sólo la ciudad.

Otro tanto se da con el linaje extranjero. Su alegoría recuerda los relatos de Kafka o el Monsieur Ouine de Bernanos15. Su tono, el de Colette, la de Claudine, si hubiese convivido con la Condesa de Noailles16. Un personaje como Virgínia remite a la genealogía satírica o, para retomar el

Lispector puede no tener lectores que la acompañen de la primera a la última página de su libro —¿símbolo o alegoría?— pero de lo que no hay duda es de que no conozco otro libro en las letras de lengua portuguesa en que la intención de crear una supra-realidad (Clarice Lispector no será al fin de cuentas supra-realista, surréaliste?) se revista de una frescura tal y conquiste tanta pujanza”. Cf. João Gaspar Simões: “Clarice Lispector ¿‘existencialista’ ou ‘supra-realista’?” en Letras e Artes. Suplemento Literario de A Manhã, a.4, n° 179, Rio de Janeiro, 1 oct. 1950, p. 10. 14 Al resumir Cien años de soledad en su columna periodística, Clarice parece hablar de La araña: “La novela es una historia de familia, llena de amor, violencia y locura. García Márquez trabaja sólo con hechos. Y sus personajes son tan solitarios, a pesar de la vida en común de muchos, que García Márquez no les describió los pensamientos: el autor mismo sintió la soledad intrasponible de toda esa estirpe de locos, poetas, revolucionarios, bandidos, lindas mujeres, en un ritmo de acción sin treguas, con poesía, humor, grandeza y magia verbal”. Cf. Clarice Lispector: “Cem anos de solidaos”. Jornal do Brasil, Rio de Janeiro, 15 nov. 1969. 15 Son asociaciones de Gilda de Mello e Souza que, de cierto modo, nos remiten a una transvaloración de valores, de innegable extracción nietzscheana. Explico: poco antes de su reseña de La araña, Antonio Candido había publicado un ensayo sobre la novela de Bernanos, en aquel momento exiliado en Brasil, cuyos primeros parágrafos, en función de la posterior articulación de la misma reseñista, valen como una evaluación de la problemática de Lispector. Afirma Candido y, consecuentemente, corrobora Gilda que, “como las personas, los valores, que son ideas, nacen, padecen variada suerte y mueren. Su raíz es modesta y común. Las necesidades elementales de la vida individual, proyectándose en la vida colectiva, se subliman en normas. Deshecha la placenta que las nutre, se presentan como valores autónomos, eternos, universales. A su alrededor se construyen las ideologías, proliferan otros valores, se forma el tejido de las ilusiones caras a la existencia. Las instituciones viven a su sombra y la conducta se organiza de acuerdo con su directriz. Pero las relaciones entre los hombres cambian con el cambio de sus técnicas, con el reajuste de la actividad económica. Los valores pierden su fundamento concreto, su funcionalidad pero permanecen cargados de contenido afectivo. Entran en choque con la vida, se vuelven sobrevivencias, padecen. La vida los vence y sobrepuja, en su crecimiento continuo. Los momentos de pasión de los valores son momentos de dolor y de incerteza en que la humanidad anda a ciegas, se enfurece, sucumbe, sangra y prosigue, en busca de nuevos criterios y creencias nuevas”. En ese sentido. Candido clasifica Monsieur Ouine de novela de padecimiento, de pasión de los valores (Cf. Brigada ligeira, op. cit., p. 116), todo lo cual nos hace pensar no sólo en las concomitancias en relación a La araña sino en cierta prefiguración de la escritura de Clarice que quedará más clara en La pasión según GH (Trad. Juan García Gayo. Caracas, Monte Avila, 1979. Hay una traducción posterior de Alberto Villalba, editada por Península, de Barcelona, en 1988). 16 Cf. Sérgio Milliet, op. cit., p. 41.

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epíteto borgeano, delusiva, de Bloom o de Bouvard et Pécuchet17. Pero lo que importa destacar en esta alegoría es el modo de representar los valores. Lispector duda que los valores sean acumulables y, por el contrario, supone que hay un valor de uso de lo imposible que consiste en usar y gastar los valores. Allí donde el pensamiento deja de pensar para convertirse en ataque de alegría, ahí escribe Clarice Lispector. Ahí donde la alegría se hace tan aguda que duele, ahí nos hace daño esta mujer18. Ella misma lo dice en la conferencia de Austin recién recordada:

El futuro de un hombre de vanguardia es no ser leído mañana exactamente por aquellos que más se le asemejan, es decir, exactamente los más aptos a entender su necesidad de búsqueda estarán mañana ocupados con nuevos movimientos de búsqueda. Pensando en varios hombres de nuestra vanguardia, se me ocurrió, sin ninguna melancolía, que es entonces, exactamente, que el escritor de vanguardia habrá alcanzado su finalidad mayor: habrá dado tanto y habrá sido tan bien usado que mañana desaparecerá. Dije mañana. Pero pasado mañana, pasada la vanguardia, pasado el necesario silencio, pasado mañana, se levanta de nuevo. Y es claro que Mário de Andrade no desapareció: 1922 no fue ayer, fue anteayer. En ese sentido, podríamos decir que Clarice Lispector accede a la

literatura con una actitud nada indulgente, aunque mucho más optimista que la de los viejos modernistas. Poco antes de La araña, Mário de Andrade había hecho un agridulce balance de logros vanguardistas en torno a tres cuestiones, el derecho a la experimentación, el estímulo del presente internacional y la consolidación de una conciencia creadora nacional. Menos programática, la posición de Clarice reivindica la primera, crece gracias a la segunda y es activa colaboradora en la última de las reivindicaciones de Andrade. La cuestión es que no opera lineal o racionalmente sino pulsional y fragmentariamente y, para probarlo, me veo obligado a un cierto rodeo.

Clarice Lispector concluye La araña viviendo ya en Europa, donde acompaña a su marido en funciones diplomáticas. En esos años escribe una página autobiográfica que podemos interpretar como contra-alegoría nacional brasileña pero, al mismo tiempo, como activa reivindicación del derecho pregonado por la vanguardia, el derecho a equivocarse19. Nos dice, 17 Cf. Berta Waldmann y Vilma Arêas: “Eppur se mueve” en Remate males, n° 9, Campinas, 1989, p. 164. 18 Hélène Cixous, op. cit., p. 158. 19 “O medo de errar” (Letras e Artes. Suplemento Literario de A Manhã, a.4. n° 169, Rio de Janeiro, 2 jul 1950, p.2), Lispector escribe: “A um suíço inteligente perguntamos uma vez por que não havia propriamente pensamento filosófico na Suíça. Como desposta, nosso interlocutor lembrou-me que seu país tem três raças, quatro línguas. De onde podemos concluir, três ou quatro pensamentos. Que esta naçao que funciona, digamos, quase perfectamente, precisa constantemente procurar um equilibrio, fazer uma suma de idéias, reduzi-las àquela que, sem

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en suma, que toda acumulación se paga (con miedo de errar) y todo derroche se consuma (sin miedo de experimentar), lo cual señala una problemática articulación entre la literatura como lujo (luxo) y como alijo (lixo), esplendor y basura de la modernidad, reconocibles en el comienzo y el final de su misma trayectoria literaria.

Como ha señalado Italo Moriconi, los últimos textos, los de “la hora de la basura”, ponen en escena los límites y la extenuación de un proyecto de progresiva radicalización de la escritura autorreflexiva que, sin embargo, puede ya leerse en los primeros, los de “la hora del lujo”, donde se plantea, ferir completamente as outras, satisfaça maís ou menos a todos. Assim, quem pensa, espera de antemão uma vitória apenas média. As idéias de cada um se encontram e param no seu ponto de contato com as outras. Ora, o pensamento filosófico é por excelência aquele que vai até o seu próprio extremo. Não pode admitir transigências, senão a posteriori. Nenhuma obra filosófica poderia ser construída tendo como um de seus principios tácitos a necessidade de se chegar somente até certo ponto. ”Este é mais um dos aspectos da neutralidade suíça. Esta não funciona apenas em relaçao a fins exteriores. É um princípio que dirige a paz interna, exatamente tendo em vista a mistura de raças. É um princípio, mais do que de paz, de apaziguamento. Ser neutro não é soluçao a determinado caso, ser neutro tornou-se, com o tempo, uma atitude a uma previdência. ”Esse admirável país encontrou sua fórmula própria de organizaçao social a política. Mas que pouco a pouco estendeu-se a uma fórmula de vida. ”O amálgama de tendências e necessidades formou uma cultura e entranhou-se de tal forma nos indivíduos que, se esta naçao não fosse formada de vários grupos raciais, se poderia cair na facilidade de falar em caráter racial. ”Pode-se falar no entanto em caracteres nacionais —e um dos mais evidentes é o da atitude mental de precauçao. ”A impressão que se tem de um suíço é a de um homem que vive em segurança e, mais do que isso, que sofre da ânsia de segurança. A propósito disso poder-se-iam lembrar várias causas gerais, como situação geográfica, dificuldade que não de produção agraria, etc. ”Essa atitude de previdência encontra, a cada momento, motivo de se concretizar. E estende-se até onde já seria desejável que se interrompesse. ”Assim, por ejemplo, é comum, pelo menos em Berna, ver-se metade de uma platéia retirar-se antes de começarem as músicas modernas. Às vezes antes de peças que serão executadas pela primeira vez na Suíça. ”No entanto o povo suíço gosta realmente de música, sinceramente, sem nenhum esnobismo. O fato é motivado particularmente pelo horror que o povo tem pela música moderna ou pela literatura moderna ou pela pintura moderna: a palavra moderna soa um pouco como escândalo, como aventura ainda suspeita. Porém, mais amplamente e mais profundamente, esse fato vem de que o suíço teme errar na sua admiração. ”Os suplementos literáríos de jornais suíços descobrirão cartas sepultas de Vigny — adivinharão pensamentos ocultos de Madame de Staël— atacarlo, mesmo com certa ferocidade cômoda, o várias vezes falecido Renan —desculparão Victor Hugo nas suas brigas com amigos —e se aparece oportunidade de comemoraçao de centenários as páginas se cobrirão de comentarios a respeito; há mais centenários na terra do que um homem atual pode prever. ”Não é apenas por gosto e por respeito à tradição. É medo de se arriscar. Um escritor vivo é risco constante. É homem que pode amanhã injustificar a admiraçao que se teve por sua obra com um mau discurso, com um livro mais fraco. ”O povo suíço nada recebeu gratuitamente. Tudo nessa terra tem marca de nobre esforço, de conquista paciente. É não foi pouco o que eles conseguiram —tornar-se um símbolo de paz. ”Esse estado de alta civilização —onde a expressão homem civil tem realmente um sentido a uma força— eles o manterão a todo custo, com austera previdência, com dura disciplina mental, com a precaução contra o erro. ”O que não impede que tanta gente, em silêncio, se jogue da ponte de Kirchenfeld, sem que os jornais sequer noticiem para que outros não o repitam. De algum modo há de se pagar a segurança, a paz, o medo de errar.” Si a este fragmento le superponemos un relato como “La relación de la cosa” (de Silencio), la versión antropológica de la cultura suiza gana una dimensión diferencial pulsátil.

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asimismo, el más espectacular de los finales, que probablemente determina todos los otros: el fin del modernismo.

La hora de la basura se fundamenta, pues, en una dualidad entre lo literario y lo periodístico, entre lo erudito-vanguardista y lo kitsch, entre el buen y el mal gusto, entre lo alto y lo bajo, entre la poesía y el cliché, entre lo irónico y lo sentimental.20

La hora de la basura desarrolla, entonces, sus dos caras: un costado

popular, en la crónica “meditativa”, que es mera basura de la escritora, fundo de gaveta, como la llama en la primera edición de La legión extranjera, republicación de páginas dispersas, camuflaje de muchas otras, propias y ajenas, pura pérdida del tiempo y del texto. Pero, por otro lado, el costado literario experimental-vanguardista se desarrolla en los libros finales, en los cuales lo “bajo” del cliché sentimental-existencial se entrelaza con el extrañamiento, provocado por la complejidad de un lenguaje autorreferencial, propio del alto modernismo.

En esos últimos textos, podemos, como efecto après-coup, reconocer algo que ya acechaba en La araña, el deseo del narrador por crear efectos de simultaneidad entre los hechos narrados y la escritura, propuesta como una inscripción simultánea del proceso de pensar/sentir, es decir, una escritura del instante-ya, como leeremos más tarde en Agua viva. Podemos así interpretar el catastrófico final de Virgínia en La araña y de Macabéa en La hora de la estrella, atropelladas ambas en plena calle, como sendos casos en que el cliché se muestra tan inadecuado como inconmensurable para medir la radicalidad de la experiencia, ya sea por haber perdido su valor original, ya sea por haberlo vaciado, lo que arrastra a esas mujeres a la muerte, ya sea, en fin, por haberse irreversiblemente separado el sujeto moderno de los valores gregarios que dan cohesión, lo que lo arroja a inconsolable decepción y agotamiento.

En todo caso, de esa simultaneidad entre escritura y pensamiento/sentimiento deriva, según Moriconi, una filosofía de la subjetividad muy específica de Clarice Lispector.

En las obras previas a Agua viva la narración avanza a través del juego clásico entre un narrador y los personajes. En los textos de este período, por el contrario, el escenario aparece completamente dislocado. La filosofía de la subjetividad en Clarice pasa a concentrarse exclusivamente en un yo que es un ego scriptor, se trate de un yo naïf, como en el caso de la pintora que resuelve dedicarse a

20 Italo Moriconi: “La hora de la basura”. Radarlibros. Suplemento de Página 12, a.3, nº 123, Buenos Aires, 12 mar 2000, p. 1. Ver también Nadia Gotlib: “Las mujeres y el otro: tres narradoras brasileñas” en Escritura, nº 31-2, Caracas, 1991.

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escribir en Agua viva, o de un autor experimentado —femenino en La hora de la estrella, masculino y femenino en Un soplo de vida. En la escena final de La hora de la estrella, un Mercedes Benz atropella a Macabéa, su protagonista. Esa muerte acentúa la victoria de la artificiosidad de la escritura sobre la piedad social como móvil de la creación artística. “¿El final fue suficientemente dramático para vuestras necesidades?”, pregunta al lector el más cínico de los narradores creados por Clarice Lispector. En la cuneta, el cuerpo muerto de Macabéa alegoriza no sólo un cierto concepto de ego scriptor sino, sobretodo, una imagen impiadosa de la misma Clarice, en la hora final. El mismo narrador, el sadomasoquista Rodrigo, bien puede ser una imagen travestida de la autora, cuando dice: Escribo porque no tengo nada que hacer en el mundo: sobro, y no hay lugar para mí en la tierra de los hombres. Escribo por desesperación y por cansancio. No soporto más la rutina de ser yo mismo, y si no fuese por la novedad que siempre representa escribir, moriría simbólicamente todos los días. Pero estoy preparado para salir discretamente por la puerta del fondo. Experimenté casi todo, incluso la pasión y la desesperación. Ahora sólo querría tener lo que pude haber sido y no fui.21

La basura barrida por el lujo. El lujo, espejo brujuleante de la escoria.

Rodrigo S.M., espectro de Macabéa. Macabéa, espectro de Clarice y ella, a su vez, de un carnavalesco andrógino, soberano en los carnavales de Río, a quien la cronista Clarice Lispector no duda en preguntarle si alguna vez se vistió de mujer:

Me dijo que no, que su disfraz era una sábana atada a la cabeza y de la cintura hasta los pies, y en la cara una careta de calavera; barato y práctico. Pero en 1937, al tener la edad suficiente, apareció en el Municipal con un disfraz ideado por él mismo, y con el título de Príncipe Hindú, confeccionado mediante el reciclaje de los caireles de cristal de una araña abandonada.22

Con esa mortaja que sublima su ser en falta, el carnavalesco, al tomar

la pobreza como lujo, surge como el reverso de Lúcio Cardoso: es un espectro o delirio (desvarío, alejamiento del surco, abandono en la banquina) de la misma Clarice, desastrosa aparición de lo pulverizado y heterogéneo, que irrumpe en la ficción e interrumpe toda supuesta homogeneidad social en la escritura y su recepción23, para demostrar,

21 Italo Moriconi, “La hora de la basura”, op. cit. 22 Clarice Lispector, “Carnaval”, Jornal do Brasil, Rio de Janeiro, 6 feb. 1971. 23 Cf. Eleonora Croquer Pedron: El gesto de Antígona o la escritura como responsabilidad. Clarice Lispector, Diamela Eltit y Carmen Boullosa. Santiago de Chile, Cuarto Propio, 2000, p. 132.

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como admite Virgínia, que lo único que existe en la vida es un poder indistinto e infinito, realmente infinito y desmayado24. Neutro y espectral, porque tiende a borrarse en su portador, a obliterarlo y anularlo como centro, lo que asimismo le confisca a sus acciones, entre ellas, la propia obra, toda centralidad, totalidad e, incluso, completud.

Blanchot25 argumenta que lo neutro destituye toda persona narrativa y toda personalidad social, ya sea porque el habla suena baja o impersonal, ya porque, en el espacio neutro de un relato informe, todo sujeto de acción se torna espectral, al desidentificarse de sí mismo. Hablar en neutro es hablar, a distancia y sin mediación, a una comunidad inconfesable. Implica no revelar ni ocultar, es decir, significar de un modo diverso a la significación de lo visible banal. Dos frases actúan así en espejo entre la hora del lujo, en La araña, y la de la basura, en La hora de la estrella. En la primera leemos: “Mas o lustre! Havia o lustre. A grande aranha escandescia”. En la segunda, paralelamente, “a moça não tinha. Não tinha o quê? É apenas isso mesmo: não tinha”. Si en la primera novela un dato de la significación ocular (la enorme araña resplandecía) rebaja el tajo de la imposición neutra (había la araña), en la última novela, sin embargo, la intransitividad de atributos de la pobreza (no tenía) revela el carácter sabidamente intransitivo de la escritura misma que, en su neutralidad, rescata y potencia el gesto perdido.

Lo neutro de La araña desplaza, en consecuencia, el eje de una escenografía convencional y establece el centro de gravedad en otra parte, allí donde sería superfluo tanto afirmar el ser como denegarlo, es decir, en el punto sagital de la desgracia o la locura.

RAÚL ANTELO

Desterro, noviembre 2001.

24 Clarice usa la palabra esgazeado, con los ojos en blanco, lo cual nos remite a la problemática de la denigración de la mirada, tópico de la negatividad de autores como Bataille, Foucault o Debord, estudiada por Martin Jay en su clásico Downcast Eyes (Berkeley, University of California Press, 1993). 25 Maurice Blanchot: El diálogo inconcluso. Trad. Pierre de Place. Caracas, Monte Avila, 1974.

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NOTA: Al momento de su primera traducción al castellano, realizada por Haydée Joffre Barroso en 1977, La araña contaba con cuatro ediciones en portugués: la primera, de Agir (Rio de Janeiro, 1946), dos de José Álvaro (Rio de Janeiro, 1963 y 1967) y la de Edições de Ouro (Rio de Janeiro, 1976). En 1990, Éditions des Femmes lanzó la edición francesa, realizada por Jacques y Teresa Thériot. Su bibliografía crítica no es abundante.

BIBLIOGRAFÍA BRASIL, Assis: Clarice Lispector: ensaio. Rio de Janeiro, Organização

Simões, 1969. GUETIER, Marie-Pierre: “Le lustre” in Art Press, Paris, nº 151, oct. 1990, p.

64. LINS, Alvaro: “A experiência incompleta” in Os mortos de sobrecasaca. Rio

de Janeiro, Civilização Brasileira, 1963, pp. 186-193. MILLIET, Sérgio: Diário Crítico. 2a ed. San Pablo, Martins/ Edusp, 1981,

vol. III, pp. 40-4. MOREIRA, Virgílio M.: “Clarice escafandrista do tempo perdido”. O Globo,

Rio de Janeiro, 11 jul. 1982. PEREZ, Mário A.: “Escrevendo com o Corpo”. Correio do Povo, Porto Alegre,

4 mar 1978. MELLO E SOUZA, Gilda de: “O Lustre”. O Estado de São Paulo, 14 jul

1946. Reproducido en Remate de males, Campinas, nº 9, 1989. pp. 171-5.

SOUSA, Ronald W.: “O lustre” in MARTING, Diane E. — Clarice Lispector. A Bio-Bibliography. Westport, Greenwood Press, 1993, pp. 87-91.

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LA ARAÑA

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Ella sería fluida durante toda la vida. Sin embargo, lo que dominara sus contornos y los atrajera a un centro, lo que la iluminara contra el mundo dándole íntimo poder, habría de ser el secreto. Nunca podría pensar en él en términos claros temiendo invadir y disolver su imagen. No obstante, él había formado en su interior un núcleo lejano y vivo que jamás perdiera la magia, que sustentaba en su vaguedad insoluble la única realidad que para ella siempre debería ser la ya perdida. Los dos se reclinaban sobre el puente frágil y Virginia sentía vacilar de inseguridad los pies desnudos como si estuviesen sueltos sobre el remolino calmo de las aguas. Era un día violento y seco, en anchos colores fijos; los árboles se quejaban bajo el viento tibio crispado en ligeras brisas. El vestido ralo y rasgado de la muchachita era atravesado por estremecimientos de frescura. La boca seria, apretada contra el gancho muerto del puente, Virginia sumergía los ojos distraídos en las aguas. Súbitamente se inmovilizó tensa y leve:

—¡Mira! Daniel volvió la cabeza rápidamente: preso a una piedra estaba un

sombrero mojado, pesado y oscuro de agua. El río corriendo lo arrastraba con brutalidad y él resistía. Hasta que perdiendo la última fuerza fue llevado por la corriente ligera y en saltos se perdió entre espumas casi alegres. Ellos dudaban sorprendidos.

—No se lo podemos contar a nadie —susurró finalmente Virginia, la voz lejana y vertiginosa.

—Sí... —hasta Daniel se había asustado y manifestaba estar de acuerdo... las aguas continuaban corriendo—. Aunque nos pregunten sobre el ahoga...

—¡Sí! —casi gritó Virginia... callaron con fuerza, los ojos agrandados y feroces.

—Virginia... —dijo el hermano lentamente con una crudeza que dejaba su rostro lleno de ángulos—, voy a jurar.

—Sí... Dios mío pero siempre se jura... Daniel pensaba mirándola y ella no movía el rostro esperando que él

encontrara en ella la respuesta. —Por ejemplo... que todo lo que uno es... se transforma en nada... si

uno habla de esto con alguien... Él hablaba con tal gravedad, tan hermosamente, y el río rodaba,

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rodaba. Las hojas cubiertas de polvo, las hojas espesas y húmedas de las márgenes, el río rodaba. Quiso responder y decir que sí, ¡que sí!, ardientemente casi feliz, riendo con los labios secos... pero no podía hablar, no sabía respirar; como perturbada. Con los ojos dilatados, el rostro de pronto pequeño y sin color, ella asintió cautelosamente con la cabeza. Daniel se alejó, Daniel se alejaba. ¡No!, ella quería gritar y decir que esperase, que no la dejara sola sobre el río; pero él continuaba. El corazón golpeando en un cuerpo de pronto vacío de sangre, el corazón jugando, cayendo furiosamente, las aguas corriendo, ella intentó entreabrir los labios, soplar una palabra por pálida que fuese. Como el grito imposible de una pesadilla, ningún sonido se escuchaba y las nubes se deslizaban rápidas en el cielo hacia un destino. Bajo sus pies rumoreaban las aguas —en una clara alucinación ella pensaba: ah sí, entonces iba a caer y ahogarse, ah sí—. Una cosa intensa y lívida como el terror pero triunfante, cierta alegría loca y atenta, le llenaba ahora el cuerpo y ella esperaba morir, la mano cerrada como para siempre en el gancho del puente. Entonces Daniel se volvió.

—Ven —dijo sorprendido. Ella lo miró desde el fondo tranquilo de su silencio. —Ven, idiota —repitió él colérico. Un instante muerto extendió largamente las cosas. Ella y Daniel eran

dos puntos quietos e inmóviles para siempre. Pero yo ya he muerto, parecía pensar mientras se desprendía del puente como si fuese cortada de él con un cuchillo. Yo ya he muerto, volvía a pensar y sobre pies extraños su rostro blanco corría pesadamente hacia Daniel.

Caminando por la carretera, la sangre había vuelto a golpear con ritmo en sus venas, ellos se adelantaban de prisa, juntos. En la polvareda se veía la marca vacilante del único automóvil de Brejo Alto. Bajo el cielo brillante el día vibraba en su último momento antes de la noche, en los atajos y en los árboles el silencio se concentraba pesado de calor y humedad —ella sentía en la espalda los últimos rayos tibios de sol, las nubes gordas tensamente doradas. Hacía un vago frío sin embargo, como si viniera del bosque en sombra. Ellos miraban hacia adelante, el cuerpo agudizado—, había una amenaza de transición en el aire que se respiraba... el próximo instante traería un grito y perplejamente alguna cosa se quebraría, o la noche suave amansaría súbitamente aquella existencia excesiva, brutal y solitaria. Ellos caminaban rápidos. Había un perfume que dilataba el corazón. Las sombras iban cubriendo de a poco el camino y cuando Daniel empujó el pesado portón del jardín la noche ya reposaba. Las luciérnagas abrían puntos lívidos en la penumbra. Se detuvieron un momento indecisos en la oscuridad antes de mezclarse con los que no sabían, mirándose como por última vez.

—Daniel... —murmuró Virginia—, ¿ni siquiera contigo puedo hablar? —No —dijo él sorprendido por su propia respuesta.

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Dudaron un instante, delicados, quietos. ¡No, no!... ella negaba el miedo que se aproximaba, como para ganar tiempo antes de precipitarse. No, no, decía evitando mirar alrededor. La noche había descendido, la noche había descendido. ¡No precipitarse!, pero de repente algo no se contuvo y comenzó a suceder... Sí, allí mismo iban a levantarse los vapores de la madrugada enfermiza, pálida, como un final de dolor —miraba Virginia de súbito calma, sumisa y absorta. Cada gajo seco se escondería bajo una luminosidad de caverna. Aquella tierra más allá de los árboles, castrada en los brotes por la quemazón, sería vista a través de la blanda neblina, ennegrecida y difícil como a través de un pasado—, ella miraba ahora quieta e inexpresiva como sin memoria. El hombre muerto se deslizaría por última vez entre los árboles adormecidos y helados. Como horas sonando de lejos, Virginia sentiría en el cuerpo el toque de su presencia, se levantaría de la cama lentamente, sabia y ciega como una sonámbula y dentro de su corazón un puente pulsaría débil y casi desfallecido. Levantaría el vidrio de la ventana, los pulmones envueltos por la niebla fría. Sumergiendo los ojos en la ceguera de la oscuridad, los sentidos pulsando en el espacio helado y cortante; nada percibiría fuera de la quietud en sombra, los gajos retorcidos e inmóviles, la larga extensión perdiendo los límites en súbita e insondable neblina: ¡allá estaba el límite del mundo posible! Entonces, frágil como un recuerdo, vislumbraría la mancha cansada del ahogado alejándose, desapareciendo y reapareciendo entre brumas, sumergiéndose finalmente en la blancura. ¡Para siempre!, soplaría el ancho viento en los árboles. Ella llamaría casi muda: hombre, ¡pero hombre!, ¡para retenerlo, para traerlo de vuelta! Pero era para siempre, Virginia, escucha, para siempre y aunque Granja Quieta se marchite y nuevas tierras surjan indefinidamente, jamás el hombre retornará, Virginia, jamás, jamás, Virginia. Jamás. Salió del sueño en el que se había deslizado, los ojos ganaron una vida perspicaz y centelleante, exclamaciones contenidas dolían en su pecho estrecho; la incomprensión ardua y asfixiada precipitaba a su corazón en la oscuridad de la noche. No quiero que la lechuza chille, gritó en un sollozo sin sonido. Y la lechuza inmediatamente chilló desde una rama. Sufrió un sobresalto —¿o había chillado antes de su pensamiento?, ¿o en el mismo instante?—. No quiero escuchar a los árboles, se decía tanteando adentro de sí misma, avanzando estupefacta. Y los árboles se mecían a un súbito viento en un rumor lento, de vida extraña y alta. ¿O no había sido un presentimiento? Ella se imploraba. No quiero que Daniel se mueva. Y Daniel se movía. La respiración suave, los oídos nuevos y sorprendidos, ella parecía poder penetrar y huir de las cosas en silencio, como una sombra; débil y ciega, sentía el color y el sonido de lo que casi sucedía. Trémula avanzaba delante de sí misma, volaba con los sentidos hacia adelante atravesando el aire tenso y perfumado de la noche nueva. No quiero que el pájaro vuele, se decía ahora, casi una luz en el pecho a pesar del terror, y en una

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percepción cansada y difícil presentía los movimientos futuros de las cosas un instante antes de que ellos sonaran. Y si quisiera diría: no quiero escuchar el rodar del río, y no había ningún río cerca pero ella oiría su llanto sordo sobre pequeñas piedras... y ahora... ahora ¡sí!...

—¡Virginia! ¡Daniel! En una misma confusión todo se precipitaba asustado y oscuro, el

llamado de la madre brotaba del fondo del caserón y reventaba entre los dos en una nueva presencia. La voz no alteraba el silencio de la noche pero había repartido su oscuridad como si el grito fuese un rayo blanco. Antes que tuviera conciencia de sus movimientos, Virginia se encontró dentro de la casa, atrás de la puerta cerrada. La sala, la escalinata, extendíanse en un silencio indistinto y sombrío. Los candelabros encendidos vacilaban en el hilo bajo el viento en un prolongado movimiento mudo. A su lado estaba Daniel, los labios exangües, duros e irónicos. En la quietud de la Granja algún caballo suelto movía lentamente las hierbas con sus patas finas. En la cocina se movían los cubiertos, un inesperado sonido de campana y los pasos de Esmeralda atravesaron rápidamente una habitación... el candelabro encendido vacilando calmadamente, la escalinata adormecida respirando. Entonces —no era el alivio del final de un miedo, sino en sí mismo inexplicable, vivo y misterioso—, entonces ella sintió un largo, claro, alto instante abierto dentro de sí misma. Alisando con los dedos fríos la vieja aldaba de la puerta, entrecerró los ojos sonriendo con malicia y profunda satisfacción.

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Granja Quieta y sus tierras se extendían a algunas millas de las casas que se agrupaban en torno de la escuela y el puesto sanitario, alejándose del centro comercial del municipio de Brejo Alto, bajo cuya circunscripción se encontraban. El caserón pertenecía a la abuela; sus hijos se habían casado y vivían lejos. El hijo más joven había llevado allí a su mujer y en Granja Quieta habían nacido Esmeralda, Daniel y Virginia. Poco después los muebles desertaban, vendidos, rotos o envejecidos, y las habitaciones se vaciaban pálidas. La de Virginia, fría y cuadrada, apenas poseía la cama. En su respaldar ella depositaba el vestido antes de dormir metida en la gastada combinación, los pies sucios de tierra, escondiéndose bajo las enormes sábanas de dos plazas con un largo placer.

—Sería preferible tener más muebles y menos habitaciones —se quejaba Esmeralda, con los ojos bajos de rabia y fastidio, los grandes pies descalzos.

—Exactamente lo contrario —respondía el padre cuando no guardaba silencio.

La escalinata mientras tanto se cubría con una gruesa alfombra de terciopelo púrpura, de la época del casamiento de la abuela, ramificándose por los corredores hasta los aposentos en un súbito lujo seguro y grave. Las puertas se abrían y en vez de la confortable riqueza que la alfombra anunciaba encontrábanse el vacío, el silencio y la sombra, el viento comunicándose con el mundo por las ventanas sin cortinas. Por los altos vidrios se veían más allá del jardín de plantas enmarañadas y ramas secas el ancho pedazo de tierra de un silencio triste, susurrado. El propio comedor, el mayor aposento del caserón, se extendía debajo de largas sombras húmedas, casi desierto: la pesada mesa de roble, las sillas delicadas y doradas de un antiguo mobiliario, un estante de finas patas torneadas, el aire rápido en los picaportes lustrosos y un largo aparador donde brillaban traslúcidamente en gritos silenciados algunos vidrios y cristales adormecidos en el polvo. Sobre la cristalería de ese mueble reposaba la palangana de loza rosada, el agua fría refrescándola en la penumbra, donde se debatía preso un ángel gordo, torcido y sensual. Frisos altos levantábanse de las paredes dibujando sombras verticales y silenciosas sobre el piso. En las tardes en que el viento rodaba por la Granja —las mujeres en las habitaciones, el padre en el trabajo, Daniel en el monte—, en las tardes lisas en que un viento lleno de sol soplaba como

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sobre ruinas, desnudando las paredes comidas en los desprendimientos de cal y yeso, Virginia vagaba en la limpidez abandonada. Caminaba mirando, sumida en una distracción seria. Era de día, los campos se extendían claros, sin manchas y ella se movía insomne. Sentía una difusa náusea en los nervios calmos —pequeña y delgada, las piernas marcadas por los mosquitos y las caídas, ella se paraba junto a la escalinata mirando—. Los peldaños subiendo sinuosos alcanzaban una gracia firme tan leve que Virginia perdía su percepción casi al poseerla e interrumpíase a su frente, viendo apenas madera empolvada y terciopelo púrpura, escalón, escalón, ángulos secos. Sin saber por qué, deteníase moviendo los brazos desnudos y delgados; ella vivía a la orilla de las cosas. La sala. La sala llena de puntos neutros. El olor de la casa vacía. ¡Pero la araña! Estaba la araña. La gran araña enrojecía. La mirada inmóvil, inquieta, parecía presentir una vida terrible. Aquella existencia de hielo. ¡Una vez!, una vez en un abrir y cerrar de ojos, la araña se esparcía en crisantemos y alegría. Otra vez —mientras ella corría cruzando la sala— ella era una casta simiente. La araña. Salía saltando sin mirar para atrás.

De noche la sala se alumbraba con una claridad pascual y dulce. Dos candelabros reposaban sobre el aparador a disposición de los que se iban a recoger. Antes de entrar en el dormitorio la luz debía ser apagada. De madrugada un gallo cantaba una límpida cruz en el espacio oscuro —el trazo húmedo esparcía un olor frío por la distancia, el sonido de un pajarito arañaba la superficie de la penumbra sin penetrarla—. Virginia incorporaba los sentidos tibios, los ojos cerrados. Los gritos sanguinolentos y jóvenes de los gallos se repetían dispersos por los alrededores de Brejo Alto. Una cresta roja se sacudía en temblores, mientras patas delicadas y decididas avanzaban con lentos pasos sobre el suelo pálido. El grito era lanzado —y lejos como el vuelo de una saeta otro gallo duro y vivo abría el pico feroz y respondía— mientras los oídos todavía adormecidos esperaban en vaga atención. La mañana extasiada y débil iba propagándose en una noticia. Virginia se erguía, entraba en el corto vestido, empujaba las altas ventanas del dormitorio, y la niebla penetraba lenta y oprimida; ella sumergía la cabeza, el rostro dulce como el de un animal que come en la mano. La nariz se movía húmeda, la mejilla fría afinada en claridad se adelantaba en un impulso táctil, libre y asustada. Apenas si veía uno que otro hierro de reja del jardín. El alambre de púas apuntaba seco desde adentro de la bruma helada; los árboles emergían negros, de raíces ocultas. Ella abría grandes los ojos. Allá estaba la piedra escurriéndose en rocío. Y después del jardín la tierra desapareciendo bruscamente. Toda la casa flotaba, flotaba en nubes, desligada de Brejo Alto. Hasta el monte descuidado se distanciaba pálido y quieto y en vano Virginia buscaba en su inmovilidad la línea familiar; las ramas sueltas bajo la ventana, cerca del arco decadente del camino, yacían nítidas y sin vida. Y poco después el sol surgía blanqueado como una luna. Unos instantes más y las nieblas

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desaparecían con una rapidez de sueño disperso y todo el jardín, el caserón, la planicie, la vegetación salvaje, fulguraban emitiendo pequeños sonidos delgados, quebradizos, todavía cansados. Un frío inteligente, lúcido y seco recorría el jardín, se mezclaba en la carne del cuerpo. Un grito de café fresco subía de la cocina mezclado al olor suave y sofocante del pasto mojado. El corazón golpeaba en un alborozo doloroso y húmedo como si fuese atravesado por un deseo imposible. Y la vida del día comenzaba perpleja. La mejilla tierna y helada como la de una liebre, los labios duros de frío, Virginia continuaba un perdido segundo junto a la ventana escuchando con alguna parte de su cuerpo el espacio frente a ella. Dudaba entre la timidez y un encanto difícil; como una loca la noche mentía que era día...

Como una loca la noche mentía, como una loca la noche mentía —ella bajaba descalza las escaleras polvorientas, los pasos adormecidos por el terciopelo. Ellos se sentaban a la mesa para tomar el desayuno y si Virginia no comía bastante era castigada en ese mismo momento—, la mano volaba rápida estallando con un ruido alegre sobre las mejillas resfriando la sala sombría con la delicadeza de un estornudo. El rostro despertaba como un hormiguero al sol y entonces ella pedía más pan de maíz, llena de una mentira de hambre. El padre continuaba masticando, los labios húmedos de leche, mientras con el viento una cierta alegría flotaba en el aire; un ruido fresco en el fondo del caserón llenaba levemente la sala. Pero Esmeralda siempre escapaba, los hombros derechos, el busto alto. Porque la madre se levantaba pálida y tartamudeante y decía —mientras un poco de frío penetraba por el vacío claro de la ventana y mirando el rostro duro y amado de Daniel un deseo de huir con él y correr hacía que el corazón de Virginia se hinchara tonto y leve en un solo impulso—:

—¿No tengo derecho ni siquiera a un hijo? —A una hija, debería decir ella —pensaba Virginia sin levantar los

ojos de la taza porque en ese mismo momento el relinchar de algún caballo en el pasto hería como una audacia triste y pensativa. Esmeralda y la madre conversarían largamente en el dormitorio, los ojos brillando en rápidas comprensiones. Una que otra vez las dos trabajaban en el corte de un vestido como si desafiasen al mundo. El padre jamás hablaba con Esmeralda y nadie tocaba sino de lejos el tema de lo que le había sucedido. Virginia ni siquiera había indagado al respecto; ella podría vivir con un secreto sin revelar en las manos faltas de toda ansiedad y como si ésta fuera la verdadera vida de las cosas. Esmeralda sujetaba la larga falda que usaba en la casa, subía la escalinata, quemaba en su dormitorio un perfume irritado, insistente y solemne; no se podía permanecer en su habitación más que algunos minutos, de pronto el olor saciaba y entorpecía en un mareo de capilla. Pero ella misma se quedaba absorta frente a la vasija que le servía de urna, parecía aspirar la llama caliente con sus ojos fuertes, femeninos e hipócritas. Toda su ropa interior era

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bordada a mano; el padre no miraba a Esmeralda, como si ella estuviera muerta. La última vez que le hablara había sido exactamente cuando se conversó sobre el viaje que Daniel y Virginia harían algún día a la ciudad, para estudiar idiomas, comercio y piano. Daniel, que tenía tan buen oído y practicaba algunas veces en un piano de Brejo Alto. Con la otra hija, había dicho él no haría lo mismo porque “los animales sólo se sueltan de la casa cuando no tienen dientes”. Esmeralda se sentaba junto a la madre a la hora de las comidas; siempre bajaba un poco retrasada y lentamente, pero el padre nada decía. Y también ella podría aparecer pálida y con ojeras, porque había bailado en la casa de una familia de Brejo Alto. En esos casos la madre también descendía rejuvenecida de cansancio; el cuerpo asustado, tal la excitación que la tomaba por volver a frecuentar fiestas. Sus ojos se ausentaban, y reveía el salón mientras masticaba. Dulces y brillantes las muchachas se perdían nuevamente por los balcones, por la sala, en poses calmas y contenidas, esperando la oportunidad de ser enlazadas; después bailaban, el rostro casi serio; las más inmorales hinchaban el seno con inocencia, todas peinadas y contentas, en los ojos un solo e indescifrable pensamiento; pero los hombres, como siempre, eran inferiores, pálidos y galantes; ellos sudaban mucho: como eran poco numerosos, algunas muchachas terminaban bailando entre ellas, animadas, riendo, saltando, los ojos sorprendidos. Ella masticaba, la mirada fija, sintiendo la realidad incomprensible del baile fluctuar como una mentira. El padre las miraba en silencio. Antes de ponerse a comer y permitir que todos comenzasen, afirmaba con cierta tristeza:

—Pues, si... Virginia lo amaba tanto en esos momentos que desearía llorar de

esperanza y de confusión sobre el plato. La madre suspiraba con ojos pensativos:

—Qué sé yo. Dios mío... Pero ella pasaría los días como si fuese una visita en su propia casa,

no daría órdenes, no se ocuparía de nada. Su vestido florido y gastado la vestía blandamente dejando entrever los amplios senos gordos y aburridos. Una vez ella había estado viva, con pequeñas resoluciones a cada minuto —brillaba su ojo fatigado y colérico—. Así había vivido, así se casara e hiciera nacer a Esmeralda. Y después había sobrevenido una pérdida lenta, ella no abarcaba con la mirada su propia vida, aunque su cuerpo todavía continuara viviendo separado de los otros cuerpos. Perezosa, cansada y lejana, de ella había nacido Daniel y después Virginia, formados en la parte inferior de su cuerpo, incontrolables —un poco flacos, con mucho pelo, los ojos casi bellos—. Se apegaba a Esmeralda como al resto de su última existencia, a aquel tiempo en que respiraba para adelante diciéndose: voy a tener una hija, mi marido va a comprar un juego tapizado, hoy es lunes... De su tiempo de soltera guardaría con amor un camisón gastado por el uso como si la época sin hombre y sin hijos fuese gloriosa. Así se defendía del

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marido, de Virginia y de Daniel, haciendo parpadear sus ojos. De a poco el marido había impuesto cierta especie de silencio con su cuerpo astuto y quieto. Y de a poco, después del apogeo de la prohibición de compras y gastos, ella supo con una alegría removida de uno de los mayores motivos de su vida: que no vivía en su propio hogar sino en el del marido, en el de la vieja suegra. Sí, sí; estaba unida por delgados hilos a lo que sucedía, y ahora los hilos engrosaban pegajosos o rompíanse y ella chocaba bruscamente con las cosas. Todo era tan irremediable y ella vivía tan segregada, pero tan segregada, María —se dirigía en pensamiento a una amiguita de la escuela, perdida de vista—. Simplemente, continuaba, María... Miraba a Daniel y Virginia, claramente sorprendida y altiva; ellos habían nacido. Hasta el parto había sido fácil, ella no podía recordar dolores, su parte inferior era sana, pensaba confusamente, lanzando una rápida mirada a sí misma; no se ligaban a su pasado. Decía débilmente: come, Virginia... —y se detenía—. Virginia... Ella ni siquiera le había elegido el nombre, María. Le gustaban los sobrenombres brillantes e irónicos como quien se abanica con un abanico rechazando: Esmeralda, dos movimientos del abanico, Rosicler, tres movimientos... Y la niña, como un grajo, crecía sin que ella hubiera aprendido de memoria sus facciones anteriores, siempre nueva, extraña y seria, rascándose la cabeza sucia, teniendo sueño, poco apetito, dibujando tonterías en hojas de papel. Sí, la madre no comía mucho, pero su modo abandonado de estar en la mesa daba la impresión de que revolvía la comida. No hacía casi nada, pero de alguna manera parecía sentirse tan arrollada en su propia vida que mal podría desenredar un brazo y saludar siquiera. Al verla abandonada sobre la mesa; a su padre masticando con los ojos fijos; a Esmeralda aguda, rígida y ávida diciendo: ¿por dónde pasear?, ¿por esos pantanos?; a Daniel oscurecerse orgulloso y casi estupidizado de tanto poder contenido; y, al cerrar los ojos, viendo en sí misma una pequeña sensación cerrada, alegrísima, firme, misteriosa e indefinida, Virginia jamás se enteraría que si se indagaba una cualidad en una persona excluía la posibilidad de otras, si lo que había adentro del cuerpo era bastante vivo y extraño a punto de ser también su contrario. En cuanto a sí misma ella ni siquiera sabía adivinar lo que podía y lo que no podía, lo que conseguiría con apenas un movimiento de párpados y lo que jamás obtendría, aun cediendo a la vida. Pero se concedía el privilegio de no exigir gastos y palabras para manifestarse. Sentía que, aunque sin un pensamiento, un deseo o un recuerdo, ella era imponderablemente aquello que ella era y que consistía Dios sabe en qué.

Los días en la Granja Quieta respiraban anchos y vacíos como el caserón. La familia no recibía visitas en conjunto. La madre rara vez se animaba con la llegada de dos vecinas, que llevaba rápidamente a su habitación, como si procurase protegerlas de los largos corredores. Y Esmeralda se iluminaba con agitación y cierta brutalidad cuando sus

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amigas, pálidas y altas bajo sus sombreros color maíz, venían a verla. Rápidamente se calzaba zapatos y las conducía, ruborizada, a su aposento cerrando su puerta con llave, mientras el tiempo transcurría. Y a veces venía del sur algún miembro de la familia paterna a visitar a la abuela y al padre. El tío sentábase a la mesa, sonreía a todos con su sordera y comía. Y también la tía Margarita, flaca, la piel flácida, el rostro agudo de pajarito seco pero los labios siempre rosados y húmedos como un hígado; usaba en un solo dedo los dos anillos de viudez y otros tres con piedras. En esos días el padre renacía y Virginia lo ayudaba asustada, con un disgusto inquieto. Él mismo quería servir la mesa, sustituyendo a la negra de la cocina —Virginia lo miraba agitada y muda, la boca llena de una agua de náusea y atención—. Con los ojos mojados él conducía a la abuela cerca de la mesa, decía:

—La dueña de casa debe comer con sus hijos, la dueña de casa debe comer con sus hijos... —y apenas se daba cuenta que eso era un chiste. Virginia reía. La mirada de la tía Margarita era rápida y en la fracción de segundo que duraba parecía sonreír. Sin embargo, cuando terminaba, su rostro ya estaba vuelto hacia otro lado y en el aire flotaba algo así como lo que existe después de un miedo revelado. Con la cabeza de pajarito de plumas peinadas oblicua al plato, comía casi sin hablar. Veíase que ella un día de ésos iba a morir, eso se veía. El tío decía con un aire profundo y tranquilo:

—Pero esto está muy sabroso... —¡Sírvete más! —gritaba el padre pestañeando de alegría. El tío lo miraba bien a los ojos con una sonrisa inmóvil. Amasaba una

bolita de corazón de pan y respondía con delicadeza y bonhomía como si debiera apaciguar su propia sordera:

—Pues entonces, pues entonces... El padre miraba un instante con perplejidad excedida. De pronto

tomaba el plato del hermano, lo llenaba de comida y lo empujaba, emocionado y contento:

—Toma, come de una vez. El tío hacía un ligero saludo sacudiendo la mano delante de su propia

cabeza en salutación militar. El padre lo ayudaba con los brazos paralizados como los de un muñeco, exagerando y feliz.

—Ah, vida triste, vida triste —decía riendo mucho. Cuando después de algunos días de visita se retiraban, la vida en el

caserón era absorbida nuevamente por el aire del campo y las moscas zumbaban más fuerte, brillando a la luz. El padre retomaba su soledad sin tristeza, empujaba el mantel y los cubiertos, acercaba un candelero, leía el diario y jamás abría el libro. Subía después para dormir, subiendo las escaleras despacio como para escuchar el crujido de los escalones, una esperanza oscura y calma, casi una falta de deseo. A veces, con los calzoncillos arrugados —él se transformaba súbitamente en un hombre

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gracioso y Virginia demoraba en dormirse esas noches—, él dejaba correr el tiempo y allí se quedaba hasta las dos, las tres de la madrugada viendo a las aves poner sus pequeños, pequeños huevos. Con el cuerpo cubierto de piojillo de gallinas se metía después en una tina llena de agua y kerosene puesta en el patio e iluminado débilmente por el candelero, se lavaba, enjuagábase callado, la oscuridad era salpicada de ruidos mojados y bruscos, y se iba a dormir. La madre preguntaba en medio del olvido de la cena, en el centro del caserón:

—¿Y la papelería? —Va yendo —respondía el padre. Virginia pasaba por la puerta de la abuela, se detenía contenta por un

instante para escuchar sus ronquidos. Ella no roncaba en línea recta y aguda, sino por un par de alas. El sonido comenzaba ancho, reuníase en un centro fino y se prolongaba nuevamente. Su ronquido satisfecho y extraño era como un ala volando. Virginia entraba en su habitación con los ojos cerrados, sentíase en medio de un batir de alas tiernas, roncas y rápidas, como si la vieja soltara un pajarito asustado en cada soplo. Y cuando ella despertaba —siempre despertaba súbitamente, miraba aterrorizada alrededor de sí misma como si pudieran haberla transportado hacia otro mundo mientras dormía, y miraba a Virginia con maldad—, cuando ella despertaba el rumor se cortaba en una línea recta, un pajarito suelto a medias en una boca vacilaba trémulo y luminoso y era sorbido en un murmullo. La abuela ya no salía de la habitación, donde la negra que ella criara le llevaba las comidas. Sólo descendía cuando la visitaba la familia del sur. Esmeralda, Daniel y Virginia tenían el deber de entrar en su habitación por lo menos una vez al día para pedir su bendición y darle una especie de rápido beso en el rostro. Y nunca la visitaban más de esa vez. Cuando enfermaba la negra, mandaban a Virginia a quedarse en la habitación atendiéndola. Iba animada. Sentada, la abuela no hablaba, no reía, casi ni miraba, como si ahora le bastase con vivir. A veces renacía en una rápida expresión de rostro experto e indecente. Virginia le hablaba en voz baja para que ella no oyese y se irritara. Su mayor gesto de rabia o de desprecio era escupir de costado; la boca seca, ella tenía dificultad en reunir bastante saliva; y entonces, distraída de su cólera, apenas trataba de escupir —recostada a la puerta, el rostro profundamente quieto y flaco, Virginia miraba—. La vieja parecía meditar un instante, la cabeza inclinada hacia un lado, en la posición hacia la que la rabia la llevara; después desistía con un aire satisfecho y ágil como si hubiese ahorrado saliva contra todos; de nuevo inmovilizábase, brillantes los ojos que parpadeaban a intervalos. Virginia temblaba de desagrado y miedo. La veía mover la mano lentamente, con una calma dificultosa rascarse la nariz seca. “No se muere, vieja del diablo”, repetía para sí misma, colérica, la frase de la criada. De repente la abuela daba un estornudo de gato al sol y algo se mezclaba al miedo de Virginia, le pesaba en el pecho una piedad

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vergonzosa e irritada. “No te mueras, no, viejita de mi corazón”, repetía. El aposento se oscurecía ante sus ojos abiertos y fijos mientras ella recostaba enteramente su cuerpo a la puerta. Y de repente un movimiento de vida parecía precipitarse y caer en el mismo plano —la sensación de la caída cuando se duerme—. Inmutable, inmutable. Pero a veces era tan rápida su vida. Luces caminaban sin dirección y Virginia escrutaba el cielo, los colores brillantes bajo el aire. Virginia camina sin dirección, la claridad es el aire, Virginia respira claridad, tiemblan hojas sin saber, Virginia no piensa, las luces caminan sin dirección, Virginia escruta el cielo... A veces era tan rápida su vida. Su pequeña cabeza de niña se aturdía, ella miraba el campo extenderse ante ella, miraba a Granja Grande ya perdida en la distancia y la veía sin pretender entender. En Brejo Alto no había mar, pero una persona podía mirar rápidamente hacia la extensa campiña, cerrar luego los ojos, apretar el propio corazón y como un hijo, como un hijo naciendo, sentir el olor dulcemente podrido del mar. Y aunque en ese instante el día fuese duro y nuevo, las plantas secas de polvo, nubes rojas y calientes del verano, los girasoles ásperos sacudiéndose en el final del grueso tallo contra el espacio, aunque no hubiera la feliz humedad de las tierras próximas a las aguas... una vez un pájaro erró de la campiña hacia el aire en vuelo repentino, y su corazón golpeó de prisa en un susto pálido. Y eso era libre y leve como si alguien caminase a lo largo de la playa. Ella nunca había estado cerca del mar pero sabía cómo era el mar, ni forzaba su vida para expresarlo en pensamiento, ella sabía, y eso bastaba. Cuando menos se esperaba llegaba la noche, la lechuza chistaba, Daniel podía de un momento a otro llamarla para pasear, alguien podía aparecer a la puerta dando algún recado, ella y Daniel corrían para saber qué era, la criada podía enfermar, ella misma despertarse de repente tarde, una vez más —era tan simple ella en aquel tiempo. No existía lo inesperado y el milagro era el movimiento revelado de las cosas; que brotara una rosa en su cuerpo, y Virginia la cogería con cuidado y con ella adornaría sus cabellos sin sonreír. Había cierta alegría admirada y tenue sin notas cómicas—, ¿adónde?, ah, un color, las plantas frías que parecían destilar sonidos pequeños, vagos y claros en el aire, diminutos soplos trémulamente vivos. Su vida era minuciosa pero al mismo tiempo ella vivía apenas un solo trazo realizado sin fuerza y sin fin, liso y aterrado como el rastro de otra vida; y lo más que podría hacer era seguir cautelosamente sus visiones. ¿Todo el mundo sabrá lo que yo sé?, preguntábase con el aire obstinado y sin inteligencia que era la señal común de la familia, la cabeza inclinada. Deteníase un instante al borde del campo y se inmovilizaba a la espera atentando contra sus propias posibilidades. Un largo minuto se desarrollaba, del mismo color y en el mismo plano como un punto saliendo fuera de sí en línea recta y demorada. Mientras él duraba todo lo que existía fuera de ella era visto apenas por sus ojos en una límpida y curiosa verificación. Pero de un momento para otro, sin ningún aviso, ella se

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estremecía delicadamente recogiendo de una sola vez los movimientos contenidos en las cosas a su alrededor. Instantáneamente transmitía sus propios movimientos hacia el exterior mezclados con la carga recibida; poco después, en el aire del campo había un nuevo elemento que ella criaba emitiendo con pequeñas sonrisas mudas su propia fuerza. Avanzaba y penetraba libremente por el yuyaje mojado, y las piernas estrechas se humedecían. Todo rodaba suavemente a su alrededor, y el viento sobre las hojas del patio. Una vez u otra, como un pequeño grito inaudible y después el silencio desmintiéndolo, ella apresaba rápidamente la sensación de poder vivir y enseguida la perdía para siempre en una sorpresa tonta: ¿qué pasó? Aunque la sensación valiese como un perfume mientras se corre, casi una mentira, todo aquello había sido poder vivir... Dijo a Daniel:

—Lo que es bueno y lo que asusta a uno es que... por ejemplo, yo puedo hacer mis cosas... que yo tengo por delante algo que todavía no existe, ¿sabes?

Daniel miró hacia adelante, inflexible: —¿Entonces?, el futuro... —Sí, pero es horrible, ¿no es cierto? —decía ella ardiente y risueña. Profundamente ignorante hacía pequeños ejercicios y comprensiones

sobre cosas como caminar, mirar los árboles altos, esperar desde la mañana clara el fin de la tarde pero esperar solamente un instante, seguir con la mirada a una hormiga igual a las otras y en medio de muchas, pasear despacio, prestar atención al silencio casi atrapando con el oído un rumor, respirar rápido, poner la mano expectante sobre el corazón que no paraba, mirar con fuerza una piedra, un pájaro, el propio pie, oscilar los ojos cerrados, reír fuerte cuando estaba sola y entonces escuchar, abandonar el cuerpo en la cama sin ninguna fuerza casi doliendo toda de tanto esfuerzo por anularse, probar café sin azúcar, mirar el sol hasta llorar sin dolor —el espacio de inmediato atontado como antes de una terrible lluvia—, cargar en la palma de la mano un poco de río sin derramarlo, apostarse debajo de un mástil para mirar para arriba y marearse —variando cuidadosamente el modo de vivir. Era tan corto lo que la inspiraba. Vagamente, vagamente, si hubiese nacido, sumergiendo las manos en el agua y muerto, agotaría su fuerza y habría sido completo su movimiento— ésa era la impresión sin pensamientos.

De tarde las palmeras fueron derribadas por un motivo y grandes palmas duras y verdosas se cubrieron nerviosamente de hormigas que subían y bajaban cumpliendo misteriosamente una misión o divirtiéndose por un motivo. Virginia se arrodilló mirando. Levantó los ojos y vio un humo blanco elevándose a lo lejos, en medio de ramas negras. Un rápido movimiento del caleidoscopio y se formaba una imagen detenida, insoluble y sin más allá: hierbas directas al sol, sol caliente y calmo, filas tibias de hormigas, tallos gruesos de palmeras, la tierra picando las rodillas, los cabellos cayendo en los ojos, el viento penetrando por el rasgón del vestido

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y aclarando frescamente su brazo, humo velado disolviéndose en el aire y todo eso ligado por el mismo misterioso intervalo —un instante después de erguir ella la cabeza y mirar el humo a lo lejos, un instante antes de bajar la cabeza y sentir nuevas cosas—. Y también sabía vagamente, casi como si inventara, que dentro de ese intervalo había otro instante, pequeño, pálido y plácido, sin tener en su interior ninguna de las cosas que ella estaba viendo, así, así. Y cómo ella y Daniel eran pobres y libres. El mundo entero podría reír de ambos y ellos no harían nada, de nada se enterarían. Se decía que los dos eran tristes pero los dos eran alegres. A veces Daniel iba a conversar con ella de fugarse algún día —ambos sabían que en realidad no lo deseaban. Ella levantaba la cabeza de la tierra ¡y veía sobre sus labios trémulos de imaginación naciente un arco mal hecho de café con leche ya seco! Desviaba los ojos imprevistamente herida en lo más tierno del corazón y altiva, asustada, tropezaba entre la repugnancia, las lágrimas y el desprecio, perpleja, viviendo, viviendo. Finalmente caía en una piedad profunda e intolerable, brutal contra sí misma y que terminaba por conducirla a una especie de gloria íntima, un poco miserable también. En aquella época ella se apiadaba mucho, con violencia casi voluptuosa, sintiendo en la boca un gusto fugitivo de sangre. En secreto, tenía lástima de todo, de las cosas más fuertes. A veces, aterrorizada frente a un grito del padre, sus ojos bajos y amedrentados se posaban en aquellas botinas gruesas donde un cordón grisáceo vacilaba en servir. Y de pronto, sin esperar, toda la carne doliéndose como si un dulce ácido la recorriese instantáneamente, se deslizaba hacia un martirio de comprensión y sus ojos se cubrían de húmeda ternura. ¡Eran tan ridículas las personas!, ella tenía deseos de llorar de alegría y de vergüenza de vivir. Ésa era la impresión. El padre llegaba en la carreta preguntando:

—¿Qué es eso? ¿Virginia estaba llorando? —No, cantando —respondía la negra—. Hay momentos en que ella

canta en voz alta antiguas canciones, sin ninguna gracia. Flaca y sucia, las venas del cuello temblaban anchas —ella cantaba

sin gracia, puro ruido gritado, traspasando las cosas en sus propios términos—. Lo importante eran los planos que alcanzaba la voz. En primer lugar, ella continuaba pequeña en pie en el vano de la puerta; mientras tanto las notas subían como pompas de jabón brillantes y llenas, y se perdían en la claridad del aire; y mientras tanto, esas pompas de jabón eran de ella, de ella que estaba pequeña de pie en el vano de la puerta. Así era. Y también era cualidad suya saber imitar el llanto de algunos bichos, a veces de algunos que no existían pero que podrían existir. Eran voces guardadas, redondas en la garganta, gritadas, dolidas y bien pequeñas. También podía hacer llamados agudos y dulces como de animales perdidos. Pero de súbito las cosas se precipitaban en una realidad resistente. El padre la encontró un día llorando; ella era casi una muchacha mirando distraída las nubes que se movían. Estupefacto le

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había preguntado: —¿Pero por qué? ¿Por qué? Entonces todo se había vuelto difícil, él había venido y cansaba. Y

como no supiese responder inventó: —Daniel y yo no podemos vivir siempre aquí. Aterrado su padre la escuchó como si oyera hablar a un árbol. Y

entonces en una rara y súbita comprensión que la asustó porque ella no había entendido nada, se llenó de una cólera que lo volvía rojo y tenso, en una conmoción casi peligrosa.

—¡Mentira, loca! ¡loca! ¡loca! Como ella lo mirara sorprendida, el rostro joven ya brillándole sin

lágrimas, él la miró con las cejas fruncidas y concluyó más calmo alzando los hombros casi con indiferencia:

—Loca. Daniel era un niño extraño, sensible y orgulloso, difícil de amar.

Cuando ocultaba algo, no sabía dar pretextos. Aun cuando caía en fantasías, éstas eran precavidas, familiares; él no

tenía coraje de inventar y era siempre ella quien con una facilidad sorprendente mentía por los dos: él era sincero y duro, detestaba lo que no veía. Con sus ojos limpios y secos vivía como si estuviera solo con Virginia dentro de la Granja. Desde que naciera la hermana, él la había tomado y secretamente ella era solamente suya. Todavía muy pequeña, los cabellos largos y sucios en los ojos, las piernas cortas vacilando sobre los pies descalzos, ella agarraba con una de las manos los fundillos de los pantalones de Daniel y el hermano, el rostro quemado sin dulzura, los ojos seguros, subía por las laderas de las montañas con movimientos obstinados como si no sintiera el peso de Virginia, la inclinación resistente de los cerros, el viento que soplaba firme y frío contra su cuerpo. Ni siquiera la amaba, pero ella era dulce y tonta, fácil de conducir a cualquier idea. Y aun en las épocas en que él se encerraba severo y brutal dándole órdenes, ella obedecía porque lo sentía cerca de sí, ocupándose de ella —él era la criatura más perfecta que ella conocía—. Pasaba entonces los días en una extraña euforia, como el viento, alto, calmo y silencioso. Dios mío, ella no sabía qué pensaba, ella sólo tenía ardor, nada más, ni siquiera un motivo. Y él, él sólo tenía rabia, nada más, ni siquiera un motivo. A pesar de todo Daniel pisaba sin fuerza, permitía que en ella viviera aquella desesperación desordenada y atenta, una aguda franqueza, la posibilidad de percibir por la nariz, de presentir adentro del silencio, de vivir profundamente sin ejecutar un movimiento. Sí, sí, de a poco, muy bajo, de su ignorancia iba naciendo la idea de que poseía una vida. Era una sensación sin pensamientos anteriores ni posteriores, súbita, completa y una, que no podría acrecentarse ni alterarse con la edad o con la sabiduría. No era como vivir, vivir y entonces saber que poseía una vida, pero era como mirar y ver de una sola vez. La sensación no venía de los

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hechos presentes ni pasados sino de ella misma como un movimiento. Y si muriese pronto o se enclaustrara, el aviso de tener una vida valía como haber vivido. Por eso también ella era un ser cansado tal vez, desde siempre; a veces sólo por un esfuerzo imperceptible se mantenía alerta. Y por encima de todo, siempre había sido seria y falsa.

De tarde vistieron una ropa limpia, se mojaron y peinaron los cabellos y fueron con el padre a la papelería. Era un lugar bueno para quedarse, con una puerta y una ventana, casi oscuro y agradable por dentro. Se vendían libros, cuadernos, santos y medallas religiosas. En todos los aniversarios de Granja Quieta el regalo era una medallita con un santo que variaba, en general el menos buscado por los fieles de Brejo Alto. También vendían postales con enamorados besándose, ángeles y cupidos, y paisajes de nieve. Esmeralda había traído una de ellas en la que un joven le ofrecía una flor a una muchacha pensativa con una de sus manos apoyada en la frente, el codo suelto en el espacio. Lo que tenía más salida eran los artículos religiosos. La calle de la papelería subía estrecha y con esfuerzo hasta la iglesia del Buen Jesús, con su patio blanco circundado por rejas oxidadas. Saliendo de la iglesia se compraban medallitas. Daniel y Virginia, mientras esperaban al padre, entraron en la iglesia. Era corta y limpia, oscura; el exterior blanqueado a cal. Adentro la lamparita quemaba su aceite y un algo sombrío avioletado y solitario se ahogaba en viejas alfombras, “Rogad por nosotros” dijeron ellos rápidamente, escudriñaron la pequeña pila de agua bendita y salieron de prisa pisando sin violencia en el suelo de ladrillos húmedos. De lejos se escuchó un trueno. Ya anochecía pero el padre tenía la tienda llena de hombres que trataban de negocios. Virginia y Daniel salieron de nuevo caminando por las calles casi oscuras; miraban por alguna ventana que olvidaron cerrar el interior polvoriento de las casas; los muebles, los pequeños jarros viejos y concentrados parecían de materia viva y expectante como árboles. Las calles apretadas descendían o subían ligeramente con ellos. Entre las piedras la Municipalidad había olvidado hierbas. En cierto momento las cosas quedaron intensamente teñidas de algún impreciso color, tal vez azulado sin que el aire que las bañaba de color y transparencia pareciese existir y tocarlas. Los brazos eran traslúcidos y desmayados, el rostro vago y suavemente despierto. Las casas bajas se prendían directamente a la vereda, pegadas unas a otras, con pequeños balcones de hierro sin salientes. Los palacetes color rosado eran anchos y chatos, con sus vidrios coloreados. Caminaron hasta el parque, cansados y con hambre. Sentáronse juntos en un banco. A través de la bruma fina del parque los postes ya encendían luces redondas, amarillas y asustadas. Por la extensión calma y sin árboles, aquel silencio sorprendente, un sonido simple y tembloroso parpadeando sereno. Un nuevo trueno sonó apagado, distante. Una rana saltaba de la sombra, se doraba un instante en la claridad y se sumergía en la oscuridad de la noche. De pronto Daniel

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mirándola se cansó de Virginia agudamente, mientras ella cabeceaba de sueño. Se irguió y fue a sentarse en otro banco sin que ella protestara. Allí el surtidor esparcía agua, siempre nueva y mansa, ruidosa. El olor de las plantas rastreras era llevado por el viento, el frío del agua desparramaba gotas en el aire. Él comenzó a pensar con violencia en nada. Un deseo de matar, de conquistar, mientras la hormiga lenta y rubia se movía sobre las piernas largas en el cemento del banco. Daniel no sabía qué hacer y el ruido mojado del agua refrescaba su enorme espíritu. Lo embargó un gran deseo, como de ironía y él tenía cerca de quince años. Arrancó un yuyo alto, lo masticó y desafiantemente lo tragó. Pero eso era poco. Le parecía que debía morir como una respuesta. Necesitaba de la cólera para vivir, ella le daba elocuencia. Respiró impetuosamente sintiendo el verde duro e inflexible de la vida en el corazón —el nuevo ánimo le insinuó un pensamiento: ¡él la asustaría, le diría que iba a morir!—. El pequeño impulso le dio una vida más apurada mientras sus ojos se alegraban. Retornó al banco donde Virginia sentada sumergía los ojos somnolientos en el suelo. Un delgado chal de lana resguardaba sus hombros flacos de frío.

—Estás jorobada —dijo él para comenzar. Ella enderezó un instante la espalda y retornó a la antigua posición

con debilidad. Él se enfadó; pero con sabiduría transformaba su ímpetu en lenta fuerza de paciencia. Dijo:

—Vamos a caminar. La obligó a correr casi. Rápidamente la tomó cierta alegría, el sueño

desapareció. —Voy a morir —dijo él en un tono casual porque no podía contenerse

más. Ella palideció. —No. Virginia jamás lo sorprendía... Él la escrutó con curiosidad, notó que

estaba emocionada, rió fuerte con desprecio y vehemencia, sacudiéndose como sacudiéndose en el agua.

—Voy a morir así... —puso un rostro como de muerto pero observó que en ese instante su violencia había decaído y sin interés él miraba el jardín. Ella no se asustó. Y él comenzó a sentir sueño a medida que caminaban. Permanecieron en silencio pero quizás ambos pensaran levemente en lo mismo. ¿Sabrán todos lo que yo sé?, reflexionaba Virginia. Porque ella acababa de pensar casi con certeza, sin sobresalto, en la muerte.

Daniel también conocía un juego al principio calmo y claro pero que después fue asustándolos sin que ninguno supiera por qué. Él cavaba el suelo resistente y seco por el sol hasta encontrar tierra húmeda, nueva, fragmentada, pero bastante apta para reunirla en una sola materia. Abría una zanja y Virginia entraba en ella. Con el rostro marcado por un placer grave y minucioso ella sentía la frescura tibia de la tierra en el cuerpo,

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aquel abrigo suave, delicado y pesado. Por las plantas de los pies subía un estremecimiento de miedo, el susurro de que la tierra podría profundizarse. Y de adentro se levantaban ciertas mariposas batiendo las alas por todo el cuerpo.

—Estás encerrada —le decía Daniel con brutalidad, pero ella reía bajito sin asustarse. Inmediatamente, sin embargo, se asustaba, el viento doblaba hierbas, dispersaba hojas. Y ninguno de los dos habló más de eso, trataron de olvidar y olvidaron para siempre sin dejar indicios. Él hacía una pequeña amenaza hacia adelante como si fuese a saltar: ¡Mira, Virginia, voy a saltar hacia afuera! Hacia afuera del mundo, quería decir —y le costaba hacérselo entender—. Cuando ella comprendiera, un pavor blanco y trémulo surgiría en su rostro disminuyendo de repente como si se perdiera hacia atrás. Los ojos de Daniel brillaban con un placer caliente, oscuro y terriblemente excitante: ¡Mira, Virginia, voy a saltar hacia afuera! Amenazaba con el salto que lo lanzaría más allá de la tierra. No, no —decía ella ronca—, las palmas de las manos se humedecían rápidamente, ella sujetaba con dedos helados la ropa del hermano, sentía los propios movimientos endurecidos sobre la tela áspera. Él jamás llevaba adelante el juego, como ahorrando a Virginia para una próxima vez. Ella abría los labios secos en la dificultad de una sonrisa de alivio.

En aquel tiempo el padre iba asiduamente a la papelería. Apenas salía rumbo al centro, la casa se tornaba menos comprimida, como un gran espacio con algunas paredes porque en cuanto a la madre nada había para reparar y Esmeralda sólo dejaría su habitación a la hora del almuerzo. Ella y Daniel. Pero ella no era como Daniel, tan lleno de pensamientos que no se podían adivinar, tan orgulloso. Jamás había pedido disculpas y él sabía que eso era la marca de un poder. Entre el hijo y el padre vagaba una sinceridad cuidadosa y perturbada. Y él era tan obstinado que cuando pequeño no decía ni una palabra más después que el sol se ponía, interrumpiendo hasta una frase o una risa. Sentábase en un rincón, los ojos opacos de rabia y tristeza. Sólo se amansaba al día siguiente. Le preguntaban con fastidio por qué y él decía como si estuviera ofendido por alguien:

—Me gusta hablar sólo cuando está claro. Sí, él siempre había sido viril de una manera que irritaba a la familia.

No quiero ser un muchacho, decía en voz baja sacudiendo el cuerpo con brusquedad mientras los ojos se concentraban oscuros y feroces. Virginia nada respondía, ambos sabían que era de emoción que él gritaba, tanto debía esperar, con los ojos entrecerrados, el rostro móvil como ante un rumor que se aproxima, tanto debía esperar para crecer. Su cólera era también contra la familia que miraría con placer y orgullo su desarrollo, haciendo de eso una fiesta doméstica, mientras que él quería crecer solo, atento. Él poseía una colección de arañas peludas y grisáceas apresadas en el monte.

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—Papá no debe saber. —¿Por qué? —preguntaba Virginia curiosa. —Él puede pensar que son venenosas, idiota. —¿Y lo son? —¿Y cómo puedo saberlo?, ¿cómo? —sus manos inútiles. —Yo tengo miedo. —¿Y qué hay con eso? —respondía él. Amenazaba con abrir la caja de las arañas a la menor desobediencia

de su parte. Y de repente, sin que ella supiera por qué, la llamó, los ojos intensos, mostrándole la cajita:

—Mira... Ella se negó enojada. Pero terminó pegando un ojo al agujero de la

caja, no viendo nada sino movimientos lentos en la oscuridad. Dijo: —¡Ya vi, ya vi todo! Él reía. —¡Tú serías hasta menos idiota si no fueses tan idiota! Un día la caja de arañas se ahogó en el agua de la lluvia que invadió

el escondrijo. Un olor agudo, violeta, nauseabundo, subió de su interior. Sufriendo, duro y calmo, Daniel mandó a Virginia que la arrojara afuera.

—No, no la empujes con los pies. Hay que sujetarla con las dos manos y arrojarla afuera.

El ojo con el que ella espiara a las arañas le dolía. Durante días lagrimeó torcido, caído, y por las mañanas ella no podía abrirlo hasta que el calor del sol y de sus propios movimientos lo despertaba. Después se hinchó, insensible y sin sangre. Cuando todo pasó ya no era el mismo, se había vuelto imperceptiblemente estrábico y menos vivo, más lento y húmedo, más apagado que el otro. Y si se tapaba con una mano el ojo sano, veía las cosas separadas de los lugares donde los posaba, sueltas en el espacio como en una fantasmagoría.

—No es cierto que la araña te haya escupido, lo que pasa es que siempre te gustó mentir. Lo que sucedió con tu ojo es una idiotez. Tú y tía Margarita están hechas de casi nada: ¡un estornudo y listo!, quedan llenas de dolores, disminuidas, ¡pues, muérete de una vez!

Pero ella sentía en su voz cierto miedo. No era el temor a ser denunciado, él sabía que la hermana jamás lo haría. ¿Arrepentimiento?, eso hacía que ella lo amara con un amor lleno de alegría loca, un deseo animado de salvarse los dos, de pasear, con el corazón brillante. Su noble ardor aumentaba en misterio y seriedad cuando el padre decía:

—El Bayo hoy se espantó en mitad del camino. Nadie respondía una palabra. A veces proseguía: —Y no había nada en el camino que pudiera asustar al bicho. El

tiempo claro, ningún ruido sino el de las ruedas de la “charrette”. Fue preciso que yo dijera: tranquilo, Bayo, Dios está con nosotros. Entonces se tranquilizó.

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Y cuando llegó la noche, en medio de la cena él respiró y dijo: —Daniel. Daniel levantó la cabeza, vaciló y lo miró con resistencia y desprecio.

Perplejos y asustados todos esperaban. El padre dijo despacio mirándole los ojos, como apresando la fuerza del hijo.

—Tienes prohibido estar en el camino haciendo gestos... infames a las señoras que pasan —una profunda palidez tornaba su rostro informe y opaco. Daniel parecía fijo en el propio cuerpo. Todos aguardaban contritos, interrumpidos por un largo instante que jamás iniciaría un final. Mientras tanto Daniel desvió los ojos. La madre se abandonó en la silla, adormeciendo los párpados en un desfallecimiento de alivio. El padre agregó ronco y bajo, como exhausto:

—Me presentaron quejas. A la mañana siguiente una hoja se despegó de un árbol alto y durante

enormes minutos planeó en el aire hasta reposar en la tierra. Virginia no comprendía de dónde venía la dulzura: el suelo estaba negro y cubierto de hojas secas, ¿de dónde entonces venía la dulzura? Un deseo se formaba en el aire, palpitaba atentamente, se disolvía y nunca había existido. Ella alejó las hojas y con una rama escribió con letras torcidas Imperio del Sol Naciente. Después las borró con el pie y escribió Virginia. Afinó el ser como se afina una punta de lápiz y dejó con la rama un leve rastro en la tierra. De nuevo borró y quiso dibujar una cosa con mayor intensidad, en una seriedad llena de fulgor. Se concentró y una onda nerviosa la recorrió como un presagio. Con una serenidad extraordinaria, los ojos cerrados, ella dibujó brutalmente como si gritase atentamente —después abrió los ojos y vio un simple, fuerte, tosco círculo vulgar (hoy decaí)— era ésa una impresión y desde pequeña ella lo sabría. Soy infeliz, pensó lentamente, casi deslumbrada —ella era casi una muchachita—. Se dejó deslizar por la piedra grande en medio del jardín. Un segundo apenas hasta alcanzar el suelo. Pero mientras duraba este segundo, con los ojos cerrados, el rostro cauteloso y móvil, ella escrutó largamente, más largamente que el propio segundo, sintiéndolo entonces vacío, grande como un mundo no poblado. De pronto llegó al suelo con un choque. Abrió los ojos y de la oscuridad hacia la luz su corazón se abrió a la mañana. El sol, el sol helado. Y ciertos lugares del jardín tan secretos, tan de ojos casi cerrados, secretos como si tuvieran agua oculta. El aire era húmedamente brillante como polvo casi brillante. Y si alguien corría hacia el frente sin fuerza sentía imperceptiblemente quebrarse flechas invisibles, frágiles y frígidas, y el aire vibraba en los oídos fino, nervioso, inaudiblemente sonoro. Procuraba cerrar de nuevo los ojos y poseer una vez más la sorpresa. Pero la visión de la mañana apenas había querido chispear dentro de ella y sería inútil intentar ver el vacío de otro momento. Sin embargo, si Daniel accedía, ellos podían hablar en una lengua difícil. Los dos se habían habituado a conversar:

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—El diez es como el domingo. Uno piensa que el domingo es el fin de la semana pasada ¿no es cierto?, pero es el comienzo de otra. Uno piensa que es el fin del nueve ¿no es cierto?, y ya es el principio del once.

—No, yo creo que el diez es como el domingo porque los dos son redondos, no están partidos.

—Pero el domingo no es redondo, sólo el diez lo es. —Pues yo creo que el domingo es redondo. Lo creo y lo veo. Ellos se reían porque sabían que todo estaba equivocado, veladamente

equivocado. A ella, sobre todo, le gustaba equivocarse. Y frente a la mirada de casi repugnancia de la madre, Daniel le decía: la pobre señora... —a Daniel le gustaba un poco leer. Nadie los comprendía y eso era tan excitante como huir. Daniel le había dicho:

—¿Por qué estás comiendo? Ella lo escuchó sorprendida y un día le preguntó: —¿Por qué duermes? —y los dos rieron mucho. Daniel le dijo: —Piensa en el color más lindo del mundo. Ella lo miraba iluminada por la libertad que él le daba. En una mezcla

fugaz y casi audible percibía pesados colores brillantes y tontos, todo moviéndose, hasta corriendo para extinguirse antes que ella pudiera captar uno solo y contárselo a Daniel.

—Pero del mundo entero, ¿entero? —interrogaba para cerciorarse. —S-sí —concedía Daniel con avaricia. Entonces, cerrando con dificultad los ojos demasiado radiantes, ella

buscaba tan profundamente que le subía a los labios un color inexistente, inventado, loco, ¡ah!, exclamaba aguda e inmediatamente; su voz decrecía desalentada.

—¿Qué? —preguntaba Daniel, intrigado. Ella no sabía explicarlo. Para cubrir el instante decía de prisa: violeta

amarillento en los bordes. —Es un color lindo —Daniel manifestaba su conformidad, pero nada

más. Para Virginia, sin embargo, todo lo que pudiera decirse después de

aquel grito sería pobre y gastado. Ham, ham, repetía sin resultados. Ham, decía en un tono más bajo como para sorprender. Sin embargo era una palabra que reventaba de comprensión como si de un momento para otro se pusiera a cantar su propio sentido. Realmente la madre los miraba como si los hubiera amamantado sin saberlo. Evitando una asfixiada sensación de que debería llamar a la madre para que también comprendiera. Virginia sin palabras trataba de decirse que finalmente ella poseía un marido, unas visitas raras; cuando la tarde caía ella se peinaba los finos cabellos de mujer, vivía más lentamente, miraba hacia adelante por la ventana. No era fea, pero sus trazos carentes de fuerza no dudaban jamás, nada anunciaban, en una calma vulgaridad escondería hasta los

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momentos felices y vivos. Virginia y Daniel de prisa y alegres las evitaban: —¿Qué es eso de ir comprando, comprando y guardando, para un día

abrir todo y mirar? Virginia no lo sabía: era tan difícil tomar las cosas que habían nacido

bien adentro de los demás y pensarlas. Hasta tenía una cierta dificultad para razonar. A veces no era comenzando por ningún pensamiento que ella llegaba a un pensamiento. A veces le bastaba esperar un poco y poseerlo todo. Hasta que Daniel decía triunfante, con la voz fría:

—¡Es coleccionar cosas, yegua de pasto! Virginia retrucaba: —¿Qué es eso de ir andando, andando y después decir: ah no vamos

más, vamos a pasear, eh? Él adivinaba de inmediato, negligente pero en el fondo encantado: —Bueno, eso es no ir a la escuela, ¿quién no lo sabe? Y después ella le había dicho con un ardor serio: —Mira, un día, sabes... Y él entregaba una mirada, aceptando lo que ella misma no entendía.

Pero raramente él elogiaba un descubrimiento de Virginia, raramente se deslumbraba con su habilidad. Acostumbraba en esos casos a decir como si se dirigiese a alguien ausente que pudiese comprenderlo mejor, mientras Virginia atenta y curiosa escuchaba:

—Ella es tan tonta que todo le resulta fácil. Una vez sin embargo —ella tenía la cara hinchada por un dolor de

dientes— ellos estaban reclinados en el balcón del cuarto de huéspedes y miraban la noche. Allá abajo la oscuridad se extendía uniforme y cuando el viento soplaba, los arbustos parecían moverse en un mar. Olas fugitivas de luciérnagas se encendían desfallecidas y se apagaban.

—Mira, Daniel —había dicho Virginia—, mira lo que yo vi: la luciérnaga desaparece.

Él la miró, vio su mentón hinchado y enrojecido a través de la luz triste del candelero posado en la habitación.

—¿Cómo? —preguntó sin placer. —Así: cuando la gente ve a una luciérnaga no piensa que ella

apareció, pero tampoco que desapareció. Como si una persona muriese, y eso fuera la primera cosa de esa persona porque ella no hubiese nacido ni vivido, ¿sabes cómo? Se pregunta así: ¿cómo es la luciérnaga? Y se responde: ella desapareció.

Daniel comprendió y los dos permanecieron callados y satisfechos. A veces ella sabía sujetar bien una cosa con una mano distante de la otra y hacerlas bailar sorprendidas, enloquecidas, dulces, arrastradas. Confiada y tibia, ella prosiguió:

—¿Tú querrías ser así, muchacho? —¿Así, cómo? —Como la luciérnaga es para la gente... Sin que nadie sepa cómo es,

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si se está apareciendo o desapareciendo sin que nadie adivine, ¿pero piensas que mientras tanto uno no vive?, vive, tiene historia y todo, como la luciérnaga.

—Por primera vez dices algo que yo también pienso; sería bueno —dijo Daniel y de nuevo se callaron mirándose.

Cuando terminaba la tarde y sobrevenía la serenidad susurrante y difusa del crepúsculo, el corazón de Virginia se llenaba de una tristeza sin expresión mientras su rostro se calmaba, se hundía en sí mismo. Quietos, las almas desmayadas, tiesas, aterradas, ellos parecían entrar irremediablemente en la eternidad. Ella y Daniel se recostaban más íntimamente contra el balcón del cuarto de huéspedes y se quedaban largo rato viendo la violácea extensión del campo, el azul negro de las matas, la sequedad inmóvil de los gajos.

—Qué te gusta más: ¿comer o dormir? —preguntaba ella pensativa. Él dudaba. —Comer. —¿Por qué? —Porque uno se llena la barriga. ¿Y tú? —Dormir... porque uno duerme, duerme, duerme... Un viento frío nacía del suelo y hacía que las plantas pequeñas

oliesen mezcladas a la tierra todavía caliente. Aunque el día hubiese sido alegre y ocupado entonces parecía iniciarse de nuevo.

—Yo hubiese querido tener una vida extraña y triste ¿sabes? —decía Virginia.

Algo como un imposible se deslizaba en su verdad, ella era como su propia equivocación. Sentíase extraña y preciosa, tan voluptuosamente vacilante y extraña como si hoy fuera el día de mañana. Y no sabía corregirse, dejaba que su equivocación renaciera cada mañana por un impulso que se equilibraba en una fatalidad imponderable.

—Yo quisiera poder decir lo que pienso, y el mundo quedaría maravillado —decía Daniel—. Si yo pudiera ¡no costaría nada que yo lo supiera! —terminaba con desesperación.

—Yo no quiero dormir sola, tengo miedo. —La hora de ir a acostarse todavía está lejos —respondía él más

calmo y seco. —Pero es como si estuviera cercana. Él sabía que ella estaba pidiendo ayuda. Con una horrible bondad,

como si tuviera lástima de sí mismo, no hacía esperar a la hermana: —Me quedaré leyendo con el candelero en la escalera. A veces él la empujaba de un modo brutal, en un juego que le dejaba

la penosa y sorprendente sensación de estar siendo odiada. Pero era solamente su fuerza. Los juegos con Daniel siempre la cansaban, porque ella debía tener cuidado de no disgustarlo. Se volvían excesivamente sutiles y Daniel era riguroso, no admitía ni siquiera un tropiezo. Las respuestas

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debían ser rápidas y él era más inteligente que ella. Hasta que una vez él despertó de buen humor y a la mañana siguiente le dijo:

—Buen día, humano... La sorpresa iluminada de verlo iniciar el día admitiéndola la

inmovilizó un instante, la alegría le dio excesiva confianza y en un grito agudo y feliz ella respondió:

—Buen día, fulano... Él se volvió sorprendido, casi avergonzado, mientras la sonrisa en ella

moría rápidamente. Él la miró con disgusto como si ella lo hubiese arruinado todo, la vida entera:

—Tú siempre tienes que decir alguna tontería. Porque a veces ella pensaba pensamientos tan flaquitos que ellos

súbitamente se rompían en mitad del camino, antes de llegar. Y porque eran tan delgados, aun sin completarlos, ella los conocía de una sola vez. Aunque jamás pudiera pensarlos de nuevo, indicarlos siquiera con una sola palabra. Como no sabía transmitirlos a Daniel, él siempre ganaba en las conversaciones. De alguna manera misteriosa sus desmayos se relacionaban con eso; a veces ella sentía un pensamiento delgado tan intenso que ella misma era el pensamiento que se quebraba y se interrumpía en un desmayo.

—¡Pero ella no tiene ab-so-lu-ta-men-te nada! —decía el viejo médico de Brejo Alto, conteniendo la impaciencia bajo los anteojos.

En verdad, nunca había sufrido. Sin embargo los vértigos aparecían, aunque raras veces. De pronto el suelo amenazaba subir hasta sus rodillas, sin violencia, sin apuros. Ella los esperaba quieta, pero antes de que pudiera comprender, el suelo ya había descendido hasta donde no podría verlo, cayendo al fondo de un abismo, lejana como una piedra lanzada a alta mar. Sus pies se disolvían en el aire y el espacio era cruzado por hilos luminosos, por un sonido frío y nervioso como el viento escapando por una hendija. Después una gran calma envolvía suavemente al mundo. Y después no existía el mundo. Y después, en un resto final y fresco, ella no estaba. Sólo el aire sin fuerza y sin color. Ella pensaba en una larga línea trémula: estoy desmayándome. Nacía una pausa sin color, sin luz, sin fuerza, ella esperaba. El fin de la pausa la encontraba abandonada en el suelo, el viento claro penetrando por la ventana inmóvil, el sol manchando sus pies. Y ese silencio sin peso, como el zumbido sonriente de una tarde de verano en el campo. Ella se levantaba del suelo, lentamente iba tomando forma, a su alrededor todo esperaba mansamente inorgánico; después caminaba y continuaba viviendo, pasando horas y horas dibujando líneas rectas sin auxilio de reglas, sólo con el peso de la mano, a veces como con el impulso del pensamiento, solamente; de a poco conseguía trazar líneas puras y rasas, profundamente divertida. Era un trabajo tan refrescante, tan serio; le dejaba liso el rostro y abiertos los ojos.

Sentada a la sombra de un árbol, rápidamente la rodeaban los

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instantes vacíos porque desde hacía varios momentos nada sucedía y los segundos futuros nada traerían —presentía ella—. Se aquietaba —no conseguía disfrazar el ancho bienestar inexplicable que la hundía en su mismo cuerpo pensativo, el ser inclinado hacia una sensación delicada y difícil— pero disimulaba por algún motivo tratando de ver las piedras del suelo, fruncidas las cejas, mentirosas, toda ella mareada y estúpida. Algo curioso y frío le sucedía, alguna cosa que sonreía con desprecio, pero atenta a seguir hasta el final, casi haciéndola pensar en un impulso irónico y fútil: si eres como dices una criatura viva, muévete... y ella casi desearía levantarse y cortar una hierba clara y un poco tierna. Dentro de su rostro las nociones susurraban liquidificándose en descomposición —ella era una niña descansando—. Miraba, miraba. Cerraba los ojos atenta a todos los puntos indescubribles de su estrecho cuerpo, pensándose toda sin palabras, recopiando su propia existencia. Miraba, miraba. Casi de inmediato, de su mismo silencio, su ser comenzaba a vivir más, un instrumento abandonado que por sí mismo comenzara a hacer sonido, los ojos mirando porque la primera materia de los ojos es mirar. Nada la inspiraba, ella estaba aislada dentro de su capacidad, existiendo por la misma débil energía que la hiciera nacer. Pensaba simple y claramente. Pensaba una música pequeña y límpida que se alargaba en un solo hilo y se enredaba clara, florescente y húmeda, agua en agua, meditando un tonto arpegio. Pensaba sensaciones intraducibles distrayéndose secretamente como si canturrease, profundamente inconsciente y obstinada, ella pensaba un solo trazo fugaz: para que las cosas nazcan necesitan tener vida, pues nacer es un movimiento —si dijeran que el movimiento es necesario solamente a la cosa que hace nacer y no a la nacida no es cierto porque aquello que hace nacer no puede hacer nacer algo fuera de su naturaleza y así siempre da nacimiento a una cosa de su propia especie y también con movimientos— de ese modo nacieron las piedras que no tienen fuerza propia pero alguna vez fueron vivas porque si no no habrían nacido y ahora ellas están muertas porque no tienen movimiento para hacer nacer otra piedra. Ningún pensamiento era extraordinario, las palabras sí lo serían. Sin inteligencia ella pensaba su propia realidad como si la viera y nunca podría usar lo que sentía, su meditación era un modo de vivir. Le llegaban informes de sí misma aunque al mismo tiempo titilaban en ella algunas cualidades precisas y delicadas, como delgados números penetrando en números delgados y súbitamente un nuevo número leve sonando pulida y secamente —mientras la verdadera sensación del cuerpo entero era expectante—. Y finalmente algo sucedía tan distante, ay. tan distante y tan reducido a un sí que ella se cansaba aniquilada, pensando ahora en palabras: estoy muy, muy cansada, sabes. Anda, anda, murmuraba con cierta ansiedad algo profundamente saciado y ya sabido en su cuerpo. ¿Pero hacia adónde? El viento, el viento soplaba. Apenas quieta y a la expectativa como vuelta

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hacia el Norte o hacia el Este ella parecía dirigirse a alguna cosa verdadera a través del gran formarse incesante de mínimos acontecimientos muertos, guiando la delicadeza del ser hacia un sentimiento casi exterior como si tocando la tierra con el pie descalzo y atento sintiera agua inaccesible rodando. Sobrepasaba largas distancias dándose apenas una dirección inmóvil, sincera. Pero no conseguía ser enteramente aspirada, como por su propia culpa. Se ayudaba sintiendo una vaga noción del viaje, del día de partir hacia la ciudad con Daniel, un poco de hambre y de cansancio, casi sin probar el almuerzo. A veces casi aproximábase a un pensamiento, sin embargo jamás lo alcanzaba aunque todo alrededor le soplase su comienzo; miraba con extrañeza el espacio sin misterio, la brisa levantaba en su piel escalofríos de comprensión; un instante aún penetraba en el silencio buscando en el fondo de él un hilo por el cual prenderse. Y si un pájaro volaba o el grito de un ave soplaba del monte próximo, ella era envuelta por un torbellino frío, el viento haciendo rodar hojas secas y polvo, vagos comienzos inacabados, en un remolino de ella y del que ya no era ella. Llegaba el momento de dejar subir hasta los últimos nervios la ola que se formaba más acá de su debilidad y que podría morir por su propio impulso. De partícula a partícula, empero, el pensamiento indistinto venía bajando violentamente mudo hasta abrirse en el centro del cuerpo, en los labios, completo, perfecto, incomprensible de tan libre de su propia formación —necesito comer—. Entonces, la embargó la suavidad; ella podría marchar hacia adelante sin ser empujada, sin ser llamada, andando simplemente porque era cualidad de su cuerpo el moverse. Ésa era la impresión y el estómago enterrábase alegre, hambriento. Pero continuó sentada. Parecía no saber levantarse realmente ni dirigirse, le faltaba angustiosamente un sentido. Alargábase hacia la distancia, como si paulatinamente pudiera perder la forma —pretendía oír las voces y los ruidos del caserón y se inclinaba para distinguirlos—. Recostábase de nuevo en el árbol, restregaba uno de los pies cubiertos de polvo, sobrepasaba la comprensión y por una especie de esfuerzo irreprimible alcanzaba la incomprensión como un descubrimiento. Ya inquieta, inmóvil, la realidad parecía perturbarla. Pensaba con la voz floja de la madre: estoy nerviosa. En una aprensión sin dulzura, vibraba áridamente en la inmovilidad caprichosa e histérica. Hasta que se rompía la cuerda más tensa, como si una presencia abandonara su cuerpo y ella quedaba más acá de su propio existir común. Empujada, extraordinariamente indiferente y ya sin mucha hambre, olvidaba todo para siempre como quien es olvidada.

Pero lo que ella amaba por encima de todo era hacer muñecos de barro, lo que nadie le enseñara. Trabajaba en una pequeña callejuela de cemento a la sombra, junto a la última ventana del sótano. Cuando quería iba con mucha fuerza por el camino hasta el río. En una de sus márgenes, escalable aunque resbaladiza, se encontraba el mejor barro que alguien

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pudiera desear: blanco, maleable, pastoso, frío. Sólo con tomarlo, con sentir su alegre delicadeza ciega, aquellos pedazos tímidamente vivos, el corazón de la gente se enternecía, húmedo, casi ridículo. Virginia cavaba con los dedos aquella tierra pálida y lavada: en la lata atada a su cintura se iban reuniendo los trozos sin forma. El río en pequeños gestos le mojaba los pies descalzos y ella movía los dedos menudos con claridad y excitación. Con las manos libres, entonces, trepaba cuidadosamente la orilla hasta la extensión plana. En el pequeño patio de cemento disponía su riqueza. Mezclaba el agua con el barro, los párpados temblando de atención —concentrada, el cuerpo alerta, ella podía conseguir una proporción exacta y nerviosa de barro y agua, con una sabiduría que nacía en ese mismo instante, fresca y progresivamente creada—. Conseguía una materia clara y tierna con la que se podría modelar un mundo. Cómo, cómo explicar el milagro... Se asustaba, pensativa. No decía nada, no se movía pero interiormente sin ninguna palabra repetía: yo no soy nada, no tengo orgullo, todo me puede suceder, si... quiere me impedirá hacer la masa de barro... si quiere puede pisarme, deshacerme todo, yo sé que no soy nada... Era menos que una visión, era una sensación en el cuerpo, un pensamiento asustado sobre el que le permitía conseguir tanto en el barro y en el agua, y ante quien ella debía humillarse con seriedad. Le agradecía con una alegría difícil, frágil y tensa, sentía en... algo como lo que no se ve con los ojos cerrados, pero lo que no se ve con los ojos cerrados tiene una existencia y una fuerza como lo que es oscuro, como lo oscuro, como la ausencia, ella se comprendía asintiendo, feroz y muda, con la cabeza. Pero nada sabía de sí misma, pasaría inocente y distraída por su realidad sin conocerla, como una criatura, como una persona.

Una vez obtenido el material, en una caída de cansancio, ella podría perder el deseo de hacer muñecos. Entonces iba viviendo hacia adelante como una niña.

Sin embargo, un día sentía su cuerpo abierto y fino y en el fondo una serenidad que no se podía contener, ora desconociéndose, ora respirando en alegría, las cosas incompletas. Ella misma insomne como luz —desvanecida, fugaz, vacía, pero en el fondo un ardor que era deseo de guiarse hacia una sola cosa, un interés que hacía que el corazón acelerara su ritmo...— inesperadamente, qué vago era vivir. Todo eso también podría pasar, al caer la noche súbitamente, la oscuridad sobre el día tibio. Pero a veces recordaba el barro mojado, corría asustada hacia el patio —enterraba los dedos en aquella mezcla fría, muda y constante como una espera, amasaba, amasaba, y al rato comenzaba a extraer formas—. Hacía niños, caballos, una madre con su hijo, una madre sola, una niña haciendo juguetes de barro, un niño descansando, una niña contenta, una niña mirando si iba a llover, una flor, un cometa de cola salpicada de arena lavada y centelleante, una flor marchita con sol por encima, el cementerio de Brejo Alto, una muchacha mirando... Mucho más, mucho más.

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Pequeñas formas que nada significaban pero que en realidad eran misteriosas y tranquilas. A veces altas como un árbol alto, pero no eran árboles, no eran nada... A veces como un riacho deslizándose, pero no era un río, ni eran nada... A veces un pequeño objeto de forma casi estrellada pero cansado como una persona. Un trabajo que terminaría, y eso era lo que tenía de más lindo y cuidadoso; ¡porque ella podía hacer lo que existía y lo que no existía!

Una vez que los muñecos estaban listos eran colocados al sol. Nadie se lo había enseñado pero ella los depositaba en las manchas de sol sobre el piso, manchas sin viento y sin ardor. El barro se secaba mansamente, conservaba el tono claro, no se arrugaba, no se quebraba. Hasta cuando estaba seco parecía delicado, desmayado y húmedo. Y ella misma podría confundirlo con el barro pastoso. Las figuritas entonces parecían ligeras, casi como si fueran a ponerse en movimiento. Miraba al muñeco inmóvil. Por amor, o prosiguiendo el trabajo, cerraba los ojos y se concentraba en una fuerza viva y luminosa de la cualidad del peligro y de la esperanza, en una fuerza de seda que le recorría el cuerpo velozmente con un impulso que se destinaba a la figura. Cuando por fin se abandonaba, su fresco y cansado bienestar venía de lo que ella podía enviar aunque nunca supiera qué... tal vez. Sí, ella a veces poseía un gusto dentro del cuerpo, un gusto alto y angustiante que temblaba entre la fuerza y el cansancio —era un pensamiento como sones escuchados, un color en el corazón—. Antes que él se disolviera suavemente rápido en su aire interior, para siempre fugitivo, ella tocaba con los dedos un objeto, en entrega. Y cuando quería decir algo que venía tenue, oscuro y liso y eso podía ser peligroso, apoyaba un dedo solamente, un dedo pálido, pulcro y transparente —un dedo tembloroso de dirección—. En lo más delgado y loco de su sentimiento ella pensaba: voy a ser feliz. En verdad lo era en ese momento y si en vez de pensar “soy feliz” buscaba el futuro, era porque oscuramente escogía un movimiento hacia adelante que sirviera de forma a su sensación.

Así es como había juntado una procesión de cosas pequeñas. Casi desapercibidas en su habitación. Eran muñecos flaquitos y altos como ella misma. Minuciosos, ligeramente desproporcionados, alegres, un poco sorprendidos —¡a veces parecían un hombre cojo riendo!—. Hasta sus figuritas más suaves tenían una inmovilidad vigilante como la de un santo. Parecían inclinarse hacia quien las miraba como los santos. Virginia podía mirarlas una mañana entera sin que disminuyeran su amor y su sorpresa.

—¡Lindo… lindo como una cosita mojada! —decía excediéndose en dulce ímpetu.

Observaba: aunque bien acabados, ellos eran toscos como si todavía pudieran continuar siendo trabajados. Pero vagamente pensaba que ni ella ni nadie podría intentar perfeccionarlos sin destruir su línea de nacimiento. Era como si ellos solamente pudieran perfeccionarse por sí mismos, si eso fuera posible.

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Y las dificultades surgían como una vida que va creciendo. Sus muñecos, por efecto del barro claro, eran pálidos. Si quería oscurecerlos no lo conseguía con ayuda del color y por fuerza de esa deficiencia aprendió a darles sombra por medio de la forma. Después inventó una libertad: con una hojita seca bajo un fino trazo de barro conseguía cierto colorido, triste y asustado, casi enteramente muerto. Mezclando barro a la tierra obtenía otro material menos plástico pero más severo y solemne. ¿Pero cómo hacer el cielo? Ni siquiera podía comenzar. No quería nubes —que podría obtener, por lo menos groseramente— pero el cielo, el cielo mismo, con su inexistencia, color libre, ausencia de color. Descubrió que necesitaba usar materias más leves que ni siquiera pudieran ser palpadas, sentidas, tal vez apenas vistas, quién sabe. Comprendió que eso se conseguiría con tintas.

Y a veces en una caída, como si todo se purificara —ella se contentaba con hacer una superficie lisa, serena, unida, en una simplicidad fina y tranquila.

También le gustaba munirse de piedras, piedras y piedras y entonces arrojarlas una por una lejos, lejos como un grito sin eco. Y a veces permanecía con la cabeza baja, los ojos entrecerrados hasta que el suelo trémulo y confuso se acercaba a su rostro y se alejaba perezosamente confundiéndose con el calor. En el cielo de verano un batir de alas susurraba rápidamente. Ella pensaba si valdría la pena levantar la cabeza y mirar. Y cuando finalmente se decidía, el cielo ya flotaba limpio y azul, sin el pájaro, sin expresión, los ojos apenas abiertos. Movía la cabeza en una lenta búsqueda. Adormecidos algunos gajos secos se inmovilizaban contra el espacio, sonidos divididos flotaban en el aire como nubes. En un tenue despertar ella sentía que existían en aquel mismo instante muchas cosas más allá de las que veía. Entonces se ponía firme y sutil queriendo aspirar todas esas cosas para su centro después de una pequeña pausa. Nada venía, ella miraba las cosas levemente doradas de luz —sin pensamientos iba quedando saciada, saciada como el ruido cada vez más agudo y apurado del agua llenando una vasija—. Se levantaba y caminaba, caminaba hasta pasar por el grupo escolar de donde nacía dulcemente un olor a niño mezclado al de pintura nueva y de pan con manteca. Una u otra niña lloraba inesperadamente dándole al aire una felicidad extraña, la voz de la maestra subía hasta bajar y los susurros volvían mansamente, llorando. Cerca, las casas nuevas y sin sabor yacían bajo el sol poniendo los pequeños jardines brillantes y pobres. Una mujer hablaba hacia el interior de la casa, dando órdenes. Allá estaba la vieja y diminuta Cecilia que les dijera con los ojos desorbitados, mientras ellos se tapaban la boca para no reír: muerte violenta, niños, tengan cuidado, los dos tendrán una muerte violenta, mirando las palmas sucias y vacías de sus manos. Cecilia gritó con una voz que flotaba siempre un tono por encima de su estatura y ella se alzaba sobre los pies como para alcanzarla:

—¿Cómo está mamá...?

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Virginia irguió el cuerpo, en un momento inspirada y libre, y lanzó la respuesta con voz alegre como la ropa meciéndose en la cuerda:

—¡Bien... gracias...! La vieja Cecilia movía el brazo flaco, la cabeza mostrando que había

escuchado, que había escuchado, una gran brisa silenciaba todo, llevaba lejos los murmullos del lugar, se insinuaba entre las hojas de los árboles, detenía a una persona y sonreía sintiendo las faldas, los cabellos, volar fríamente. Sí, la impresión era de que algo progresaba en ese momento. Continuaba el camino hasta alejarse de las casas y de la escuela. Iba penetrando nuevamente en el campo abierto. Con la larga caminata la cintura, las piernas, los brazos, renacían leves pidiéndole movimientos. Ella corría y por los ojos entrecerrados el verde se confundía en una sola mancha brillante y movible, con chispas de agua corriendo. Hasta que se detenía cansada y ávida, reteniendo la risa por algún motivo. Miraba alrededor, allá estaban las hierbas ralas escondiendo la desnudez del suelo, la montaña cubierta de yuyo nuevo, y cerca de su cuerpo un abejorro centelleante curvando el talle de un arbusto; entonces, como si algo faltara a todo eso y ella pudiera completarlo, ponía las manos formando una bocina cerca de la boca, cerraba los ojos, y latiéndole furiosamente el corazón gritaba con fuerza, más allá de las montañas:

—¡Yo!... ¡Daniel!... ¡Mundo!... ¡Yo!... El primer grito era difícil como una pequeña osadía y rompía el aire en

todas las direcciones. Esperaba palpitante, el corazón precipitándose asustado. Pero después era el propio campo el que gritaba: ¡Yo!... ¡Cosas!... ¡Daniel!... Ella se detenía. ¿Qué?, algún pensamiento rápido, un brillo que huye. Quería decir algo aunque no supiera qué, pero no lo decía solamente porque le faltaba valor. Murmuraba por lo bajo con una violencia sorda: ¡arrh, arrh! Olvidaba la necesidad de gritar y se sentaba en una piedra todavía caliente, a la espera de alguna cosa dentro de sí. Poco después inclinaba la cabeza hacia atrás, los párpados bajos y trémulos, en una sonrisa, en un estremecimiento, como si alguien la tocase. Su rostro se aclaraba, florecía en una media sonrisa casi encantada, flotando por encima de la piel, casi repugnante, íntima. Se dejaba estar en una quieta fiesta, mansamente alborozada: la confusión tornaba sus ojos húmedos y vacilantes como los de una mujer: “¿Ah, fue eso lo que sucedió?, pero yo no sabía... Ja, ja, ja... Como se dice vulgarmente, esto es muy gracioso...”, ensayaba ella con una voz pequeña y afectada. Así se deslizaba hasta que al no suceder nada, su corazón se enfriaba lentamente, ella despertaba perturbada y seca, abriendo los ojos, hiriéndolos en la violencia de la luz. Miraba un instante, los labios abiertos, seria. Poco a poco, profundamente ofendida, recogía la cabeza hacia el cuerpo y el rostro se concentraba en sombras.

En el invierno la vida se tornaba atenta a sí misma, comprensiva e íntima. El olor se amansaba, el lodo apaciguaba el campo. La voz durante

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horas silenciosa sonaba ronca y tibia. El aire era húmedo, los objetos de la habitación se aislaban a través del frío y sólo la oscuridad fundía los muebles. Allá afuera la lluvia caía sin fuerza, sin cesar. El vidrio bajado de la ventana se iluminaba débilmente por la luz durmiente del patio. Las gotas resbalaban trémulas, brillantes, secretas, por los ventanales. Pero las hojas se desprendían de los árboles y arrastradas por el viento golpeaban en ella con un rumor casi imperceptible. Le gustaría contar o escuchar una larga historia sólo de palabras, pero en ese tiempo Daniel se mantenía silencioso y difícil, casi inexistente en el caserón. Ella quedaba más sola, mirando la lluvia. Interiormente sentíase violácea y fría, en su cuerpo era lentamente asfixiado un pajarito. Pero eso era vivir, tanto, que las horas transcurrían felices y distantes como si ya estuvieran marcadas por la nostalgia. Desde su ancha cama miraba el techo perdido en las sombras, las paredes fundiéndose en penumbra. Solamente la ventana brillaba quieta, sólo el ruido mojado incesante. En el aire una respiración contenida flotaba en la oscuridad como el continuo batir de alas de una mariposa. Volvía la espalda a la ventana, se movía despacio en la cama de matrimonio de la abuela. La existencia de la mariposa continuaba latiendo con los ojos fijos en ella. Un viento de gritos venía del interior del monte como almas huyendo desesperadas. Era una mezcla de las voces de la lechuza y de las aguas, del restregar de las hojas, de los últimos estallidos secos antes de la humedad, todo unido en la misma aguda fuga desorbitada, un viento de gritos atravesando el caserón como un soplo. Virginia apretaba la colcha caliente y gruesa con un poco de olor a ceniza. Debajo de ella su cuerpo y el estrecho espacio que su cuerpo ocupaba tornábanse un mundo familiar. Dejaba entonces que el miedo finalmente se escurriera, ahora que estaba abrigada. Trataba de no adormecerse para sentirlo todo hasta que todo se transformara por sí mismo, y se transformara en otra cosa que no fuera el miedo. Así no perdía nada del silencio de la noche de invierno. Los días eran de una tristeza perfecta que terminaban por sobrepasarse y deslizarse hacia una quietud sin más allá. Las ramas se balanceaban nerviosas al viento, el agua corría rápida y brillante por las hojas, un impulso sin dirección torturaba a los árboles y del rumor sin ritmo nacía como un gran viento fresco la esperanza de amar y vivir.

Iba hacia el fondo del caserón con el capote viejo sobre el cuerpo. Por un instante se paraba ante la media claridad de la lluvia corriendo y después continuaba. No veía mucho ante sí, sus ojos tropezaban con la lluvia que parecía subir de la tierra en un humo espeso. Con el rostro frío se adelantaba y alguna cosa era dolorosa, alta e indecisa en su corazón. Entreabría los labios recibiendo la niebla helada en el centro tibio del cuerpo. Caminaba apartando los gajos pesados de agua, dolorosos, temblorosos. Miraba hacia atrás y ya no veía más el caserón; lluvia, sólo lluvia. Entonces decía con una voz que sonaba rara y audaz entre el rumor

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del agua corriendo: —Yo estoy sola. Como si hubiese dicho más de lo que podía, inclinaba un instante la

cabeza, asustada, alegre, preguntándose. Levantaba el rostro mojado y necesitaba decir algo más que ella, más que todo.

—Estoy sola, estoy sola —repetía como un pequeño gallo cantando. Después regresaba. Vestía una ropa seca, alisaba los cabellos

mojados y caídos, cuidando de su aspecto con toda seriedad. Su imagen se reflejaba en el viejo espejo amarillento entre las sombras del cuarto de huéspedes y allá estaba ella dudando y húmeda como la claridad de una lluviosa madrugada de viaje. El rostro blanco danzando sobre la gruesa blusa era extraño y joven, sus ojos se escondían en cálida luz y los labios respiraban calmos, inocentes. Algo en ella relucía dulcemente en gloria de ignorancia como en un dios de corazón expuesto, había en su existencia el más allá del martirio pero ella no había sido martirizada, ella había sido muchas veces creada. Mirábase quietamente escuchando caer la lluvia en un solo cántico. Allá estaba ella vacilante como leves llamas lentas, los contornos en sombra y luz animando el espejo.

—Yo —le dijo con voz sedosa y ronca al vidrio helado. Y su cuerpo se disolvía como el sonido en el aire oscuro del cuarto.

El fin de año se aproximaba, las clases llegaban a su término y Virginia asistía a las lecciones sentada entre las haraganas. El coro de la escuela era escaso y trémulo. Virginia cantaba con los ojos entreabiertos sin escuchar su propia voz, los dedos se paseaban distraídos por la pared próxima. Sabía fingir un rostro concentrado mientras se ausentaba en un instante. A veces la maestra se unía al coro vigoroso, ardiente. Y a veces en un fugaz momento que restaba sonando largamente en el cuerpo las voces se unían en una línea llena y veloz, en una sorda vibración honda y tensa como si nacieran de la caverna hacia la luz. Virginia abría los ojos asombrada, el instante que seguía era nuevo y erizado, ella miraba el mundo de superficie lisa, el sol más pálido y alegre, los vestidos de las niñas con adornos blancos, rojos, las bocas abriéndose húmedas, vacilando en un hálito de luz. Alerta como para sorprender todas las cosas en la confesión de ese mismo momento, ella dirigía la cabeza, en un segundo, sin ninguna señal anterior, hacia un mueble —hacia el interior de la escuela— hacia los pies de las alumnas... En el cielo, por la ventana, nubes blancas se deshacían, corrían sueltas de aquel azul quieto. Los vidrios aislaban de la sala y del patio, brillando de luz cortante. Un cono de claridad iluminaba el torbellino de polvos que bailaban alucinadamente lentos... Virginia, despierta en el instante apresurado se volvía hacia atrás, suavemente para no destruir nada, y sí, allá estaba la ardiente mitad ardiendo viva bajo el calor del sol, mitad frescamente negra... muerta y sombría, un lago en la floresta. Virginia respiraba, el rostro móvil, suelto. Sin ver, no obstante podía sorprender el campo en sombras detrás de la

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escuela, los yuyos largos vibrando nerviosos y verdes al viento. Un momento después, en una caída minúscula y silenciosa, las cosas se precipitaban en su verdadero color. La sala, el cielo, las niñas, se comunicaban entre sí con distancias ya marcadas, colores y sonidos fijos —el deslizar de una escena muchas veces ensayada—. Virginia comprendía confusa que todo había sido visto hacía muchos años. Para mirar de nuevo lo que ya viera y que ahora había huido como para siempre, intentaba comenzar por el final de la sensación: abría los ojos bien grandes de sorpresa. Pero en vano: ella no se equivocaría más y solamente vería la realidad. Se recogía. Ahora el haz voces separábase en rayos frágiles y éstos se quebraban un instante antes de alcanzar el centro de los sonidos; también las otras cosas quedaban ahora flojas y ya nada más tocaba el punto vivo de sí mismo. Virginia se aquietaba durante el resto de la tarde, vaga, neblinosa, distante, levemente cansada como si en verdad hubiera sucedido algo. Había días así, en que ella comprendía muy bien y veía tanto que terminaba con una suave y atontada embriaguez, casi ansiosa, como si sus percepciones sin pensamientos se arrastraran en brillante y dulce torbellino para dónde, para dónde.

Poco después, mirando, desmayando, pegando, respirando, esperando, ella se iba ligando más profundamente a lo que existía y teniendo placer; poco después sin palabras, subcomprendía las cosas. Sin saber por qué, entendía, y la sensación íntima era la de contacto, de existencia mirando y siendo mirada. De aquel tiempo le restaría algo de una claridad indescifrable. ¿Y de dónde venía que tal vez todo mereciera la perfección de sí mismo? ¿Y de dónde venía una inclinación casi semejante a unirse al día siguiente por medio de un deseo? ¿De dónde había surgido?, pero casi no tenía deseos, casi no tenía deseos, casi no poseía fuerza, vivía en el fin de sí misma y en el comienzo de lo que ya no era, equilibrándose en lo indistinto. En su estado de débil resistencia recibía en sí lo que sería excesivamente frágil para luchar y vencer cualquier fuerza del cuerpo o del alma. Ella era demasiado tonta para tener dificultades, repetía Daniel.

Después el tiempo perdido —él distanciándose, avanzando en brumas y regresando más delgado más brutal más triste y más inocente aunque intranspasable—. Cada vez más su vida tornábase obstinada. Ella también se aislaba en cansancios, un poco de insomnio, pero en breve se mostró nuevamente lisa y quieta, la piel estirada, las piernas arañadas por los gajos, un ojo más cansado que el otro. Por entonces Daniel le había dicho por primera vez, casi sin intención:

—Por Dios y por el Diablo... Ella se inmovilizó. Un gran silencio había sobrevenido. Lo había

mirado descubriendo en su trémula victoria la misma perturbación. Él le había traído tímidamente un grito. Se miraron un instante y todo era indeciso, frágil, tan nuevo y naciente. Y todo era tan peligroso y revuelto

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que ambos desviaron casi bruscamente los ojos. Pero había algo encantado entre ellos en ese momento. Aunque ella jamás se ocupara verdaderamente de Dios y raramente rezara. Frente a la idea de Él permanecía sorprendentemente calma e inocente, sin siquiera un pensamiento. Daniel se alejaba. Entonces él había comenzado a pensar y a decir cosas difíciles con gusto y amor. Ella escuchaba inquieta. Él paseaba de ida y de vuelta por los corredores en penumbras del caserón con los brazos cruzados, abstraído. Virginia escrutaba inútilmente el rostro de boca cerrada, los indecisos ojos oscuros, aquella casi fealdad que se agravaba con la edad, el sufrimiento y el orgullo.

—¿Qué es lo que estás pensando? —no se contenía ella endulzando la voz, borrándose con humildad.

—Nada —respondía él. Y si osaba insistir recibía una respuesta que todavía la

intranquilizaba más por su misterio y por el celo que despertaba en ella. —Estoy pensando en Dios. —¿Pero por qué en Dios? —le preguntaba dificultosamente, con voz

baja e insinuante. —¡No sé! —gritaba él con brutalidad, irritado como si ella lo acusara—

. Y eres tan estúpida que morirías antes de comprender —y continuaba paseando por los corredores, como si caminar le aclarara los pensamientos. Lo más que ella conseguía era que la dejara acompañarlo de ida y de vuelta, de ida y de vuelta, apurándose si él se apuraba, conservándose ansiosa y quieta a cierta distancia si él se detenía. Daniel hablaba demasiado de su propio futuro. Ella no quería, no quería... como si adelantándose hacia el medio del mundo él fuera a perder sus propios pasos. Pero por amor quiso comprenderlo, falsamente alegre inventó que aquella nueva inteligencia de Daniel lo modificaba tanto como modificaba la propia vida de alguien el saber manejar agujas en el encaje. Se obstinaba en tratarlo como a un igual, lo respetaba como si él estuviese hecho de la misma suave masa de las flores. A pesar de que a veces él era tan brutal que con un gesto borraba a una niña. Ella quedaba pálida y vertiginosa entre los instantes ofensivos. Y amándolo tanto como jamás podría amar.

¿Fue a causa del ahogado que naciera la Sociedad de las Sombras? Ellos habían presentido el encantado y peligroso comienzo de lo desconocido, el impulso que llegaba del miedo. Daniel le dijo:

—Vamos a crear la Sociedad de las Sombras. Aun antes de saber de qué se trataba, Virginia ya había comprendido

confusamente con el cuerpo, accediendo. La Sociedad de las Sombras tenía objetivos extraños e indefinidos. Ellos mismos no los conocían y mezclaban sus mandamientos a una ignorancia casi desesperada. La Sociedad de las Sombras debería explorar el monte. Sí, sí. Pero ¿por qué? Cerca del caserón había un camino casi cerrado y por allá se alcanzaba la oscuridad.

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Sí, la oscuridad ¿pero por qué? —¿Por qué la soledad?... Soledad: es el lema de la Sociedad —imponía

Daniel. —¿Cómo? —le costaba entender a Virginia. —Todo lo que asusta porque lo deja a uno solo, eso es lo que debemos

buscar —vacilaba él. Deteníase un instante, fluctuante su pensamiento se cruzaba con el

de ella como el arco sobre la cuerda del violín, ligeras agujas de perspicacia y sorpresa se deshacían en el aire. Pasaban días sin que se agregara palabra sobre la Sociedad, sin que ellos osaran tocar esa materia viva, informe. Pero no habían olvidado: era necesario callar para crear una pausa en el temor que ya los dominaba. Y en la alegría que hacía temblar a Virginia, los ojos contenidos. ¡La Sociedad de las Sombras la acercaba tanto a Daniel!, él la admitía diariamente. Ella amaba los secretos hasta con ferocidad, como si ellos fueran de su misma especie.

—¿Y la verdad? —preguntaba. —¿Qué verdad? —Otro lema debe ser: La Verdad. —Sí —irritábase Daniel, tanto le costaba ser guiado siquiera una vez

por Virginia. Al principio habían combinado que habría una reunión los sábados,

en el primer descampado a partir del camino del cerco. Era un paraje donde todo lo que tenía que suceder en la vida de alguien se precipitaba y sucedía, habían determinado. Si tienes que morir joven, ve allá y muere, explicaba Daniel. Era realmente el peor descampado, húmedo, sombrío, cerrado por árboles altos y flacos; entre los parásitos sin olor y los ciprés colgando los gajos se balanceaban; gorriones oscuros y grandes volaban verticales como si jamás osaran liberarse. La tierra era negra y mojada; de una a otra lluvia los pequeños charcos lanzaban gajos y sombras sin que el sol los agotara.

La fiebre no les permitía reuniones tan espaciadas. Comenzaron a verse diariamente después que el sol se ponía. Por el momento deberían partir de caminos diversos hacia la claridad y de allí volver solos. Con el correr de los días no soportaron el regreso solitario. En la casi noche el terror se precipitaba. Los pajaritos volaban como ciegos y batían sus alas. Las hojas de los árboles altos eran finas y anchas, el aire preso de la claridad rodaba, rodaba, golpeaba en las hojas y algo como un soplo en campanillas de vidrio sonaba en el mismo tono largamente, tranquilamente. No, ellos no soportarían el regreso solitario... Regresaban juntos, falsamente calmos, pálidos. Nadie en la casa había percibido la ansiedad en que ellos vivían. Y eso era como si ambos estuvieran solos en el mundo. ¡Cómo era de aterrador y secreto pertenecer a la Sociedad de las Sombras! Daniel, en la dirección, crecía en fuerza. Virginia se internaba peligrosamente en su naturaleza débil y absorta. Y cuando Daniel la

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encontraba de pie en medio del descampado esperándolo, con las manos frías, con ojos grandes y ennegrecidos, y le preguntaba cumpliendo uno de los mandamientos de la Sociedad: ¿cuál ha sido tu pensamiento más intenso hoy?, ella callaba asustada, sin poder explicarle que había vivido un día de excesiva inspiración, imposible de guiar ni siquiera hacia un pensamiento, así como el exceso de luz impedía la visión, el alma exhausta de ella respiraba puro placer sin solución y la sentía tan viva que moriría sin saberlo. Daniel se encolerizaba, la empujaba apretándole el brazo, llamándola ignorante, amenazando con disolver la Sociedad de las Sombras, lo que la aterrorizaba mucho más que su brutalidad física. Daniel la inquietaba: era como si él se degradara con el poder adquirido en la Sociedad de las Sombras; se había endurecido y no perdonaba nunca. Virginia le temía, aunque no se le ocurría huir de su dominación. Quizá porque ella misma se reconocía tonta e incapaz, y Daniel era fuerte. Antes de comprender qué era lo que él quería, ella ya había accedido, pues:

—Virginia, todos los días ves café con leche y te gusta el café con leche. Ves a papá y respetas a papá. Te arañas la pierna y sientes dolor en la pierna ¿comprendes lo que quiero decir? Eres vulgar y estúpida —sí, por Dios que lo era—. La Sociedad de las Sombras debe perfeccionar a sus miembros y manda que seas todo lo contrario. La Sociedad de las Sombras sabe que eres vulgar porque no piensas, como se dice, con profundidad, sólo sabes seguir lo que te enseñaron ¿entiendes? La Sociedad de las Sombras te ordena que mañana entres en el sótano, te sientes y pienses mucho, mucho para saber qué eres tú misma y qué es lo que te enseñaron. ¡Mañana no debes preocuparte por la familia ni por el mundo! La Sociedad de las Sombras ha hablado.

Ella secretamente se regocijaba; al contrario de lo que Daniel imaginara, ella amaba el sótano y nunca lo había temido. Sin embargo calló porque si confesaba, el lugar para pensar profundamente sería cambiado. Temía ante la idea de que Daniel pudiese mandarla a pensar en medio del monte al anochecer. No tener una tarea difícil para el día siguiente era como tener vacaciones. Daniel la examinó un poco sorprendido esa noche, viéndola conversar alegremente casi sola en la mesa de la cena y recibir sin tristeza una bofetada del padre. Fuera del descampado ellos no podían hablar sobre la Sociedad de las Sombras y así ella estaba libre, observando casi maliciosa y feliz la inquietud de Daniel.

A la mañana siguiente, como no debía preocuparse por la familia, hizo que la familia no se preocupara por ella. Por lo tanto no evitó el hábito de tomar el desayuno con todos, y responder todas las preguntas. Obediente a Daniel, ella cerraba el corazón sin rabia y sin gloria, como en un trabajo sincero, escondiéndolo intacto en una zona oscura y quieta. Era preciso no mezclar, no mover nada a su alrededor con el pensamiento para no ser imperceptiblemente movida. Distraída adivinaba: pensando profundamente ella iba a saber lo que era de ella como agua mezclada al agua del río, y lo

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que no era, como las piedras mezcladas al agua del río. ¡Ah!, comprendía tanto. Suspiraba de alegría y de cierta incomprensión. Tal vez un día no apareciera junto al respeto de los padres, junto al placer de pasear, al gusto del café, al pensamiento de gustar del azul, al dolor de herirse la pierna. Aunque eso jamás la hubiera preocupado. Caminó hacia el sótano lentamente, empujó su verja y se internó en el olor frío de penumbra donde tímidamente vivían piletas, polvo y muebles viejos. Se sentó cerca de las ropas negras de un luto antiguo. El olor de los baúles producía náuseas, un olor a cementerio subía de las losas del suelo. Sentada, esperó. A intervalos apretaba el grueso vestido contra el pecho. Los pájaros cantaban allá afuera pero eso era el silencio. Para pensar profundamente uno no debía recordar nada en particular. Se purificó de recuerdos, se quedó atenta. Como para ella siempre era fácil no desear nada, se mantuvo parada sin siquiera sentir las sombras negras del sótano. Se fue distanciando como en un viaje. Poco a poco iba consiguiendo un pensamiento sin palabras, un cielo ceniciento y vasto, sin volumen ni consistencia, sin superficie, profundidad o altura. A veces, como ligeras nubes desprendidas del fondo, el cielo era atravesado por la vaga conciencia de la experiencia y del mundo fuera de sí mismo. El temor de desobedecer a Daniel —un temor que no era pensamiento ni lo perturbaba— la asaltaba, y también una curiosidad de proseguir sin interrupciones, que la hacía moverse por encima de sus propios conocimientos. Sin esfuerzo, sin alegría —como para no detenerse en ningún sentimiento definido— ella alejaba la percepción y el cielo quedaba nuevamente puro. ¿Estaría pensando profundamente? indaga en ella una conciencia aparte. Líneas luminosas, secas y veloces rasguñaban su visión interior, sin sentido, huidas de alguna hendija misteriosa, y entonces, fuera del propio medio del nacimiento, débiles y tontas. Ella podía pensar en todos los sentidos; cerrando los ojos, dirigía dentro del cuerpo un pensamiento de la calidad del que nace de abajo hacia arriba o del que recorre el espacio abierto corriendo —eso no era palabra o contenido sino el propio modo de pensar orientándose—. Sería eso pensar profundamente —no tener siquiera un pensamiento para traer a la superficie—. El silencio continuaba ceniciento y leve. En el cielo se abría por un segundo en un espacio vacilante, pero ella descubría confusamente que era su propia concentración: y continuaba denso, de una densidad sin forma ni volumen, el cúmulo de una sustancia más impalpable que el aire, de un elemento más vago que el perfume a través del aire. Por un instante se alegraba tenue y agudamente por conseguir —un instante apenas, luz que se enciende y se apaga—. ¿Habría pensado mucho más que profundamente y ya estaría viendo la nada? pensaba asustada. El cielo proseguía monótono, monótono, transcurriendo. Aunque sin ninguna imagen sobre su superficie, él no estaba inmóvil, su extensión sin medida se iba sustituyendo continuamente como el desenrollar del mar —siempre hacia

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adelante sin jamás salirse de sí mismo—. Intentó transformarlo mudando la posición del cuerpo cansado de existir con tal brusquedad. Se tendió en un canapé sin color, la cabeza más baja que los miembros, el rostro pálido sin expresión. En una clarividencia incómoda vio ropas negras holgadas, una banqueta de piano, pileta ennegrecida, muñecas sin piernas, lámparas, vasos. Lentamente, en un esfuerzo concentrado que subía del centro del cuerpo, se liberó del sótano y pudo esperar sin sensaciones. El cielo surgió de nuevo. Afuera, sobre las hierbas secas de sol sonaron pasos. Se alejaban... Y como ella se permitiera escuchar pasos en vez de no oírlos, todo ahora se había resuelto súbitamente en una realidad innegable. Se levantó todavía perturbada por la posición baja de la cabeza y procuró liberarse del sótano y del mal olor de valijas. Empujó la verja dura, se limpió la mano del barro y la herrumbre de los barrotes fríos. Los ojos estrechos, la frente fruncida, salió de la tierra hacia la claridad con un choque ligeramente doloroso, el rostro vagando en una palidez. Un latir sutil se inició en la frente helada. El aire castaño del sótano extendíase allá afuera, verde y rosa. Sonrió débilmente. De la oscuridad hacia la luz —éste era uno de los acontecimientos que más la alegraban, la alegraban, la alegraban...— En el fondo lo que la ponía contenta era que no tuviera éxito la experiencia. Seguramente Daniel la obligaría a volver al día siguiente y de nuevo tendría vacaciones... Pero ella no sentía fuerzas para ser feliz. Se había cansado.

Caminó despacio hacia el campo. Su frente ardía ahora mientras las manos duras y heladas no se calentaban al sol. Su cabeza comenzaba a latir por encima de su debilidad y ella se estremecía en cada brisa. Desistió del paseo y se dirigió penosamente a la casa. Subiendo la escalinata sintió que alguien se movía en el descanso, vio a Daniel acecharla; sus ojos eran secos, firmes, no la perdonaría jamás. ¿Qué decirle a la tarde, en el descampado?, ¿qué pensamientos traería ella de la experiencia? El miedo la dobló en cansancio. Entró en el dormitorio, se encogió sobre la cama. Temblaba con un frío que parecía venir de las entrañas y de un corazón apretado y ennegrecido, su cabeza continuaba siendo martillada con una precisión alegre. ¿Estoy loca? Le parecía que alguien lo decía, pero no consiguió dejar de pensar. Debo dormir para calmarme, pero no podía. ¿Qué diría Daniel? Ahora ya ni sabía si había visto el cielo por sí misma como quien ve lo que existe o si había pensado en el cielo y consiguiera inventarlo... Había penetrado en un mundo desconocido y loco, le parecía vagamente que el cielo existía en todos los instantes como siempre anterior, siempre presente y quieto... y que sobre él fluctuaban sus deseos de cosas, sus visiones, los recuerdos, las palabras... su vida. Y era él quien subía y crecía en momentos de silencio, dándole también un silencio de pensamientos ¿o todo eso valía solamente como una de sus ideas, una invención?; ¿ver la verdad sería diferente a inventar la verdad?; su cabeza estallaba, crecía oscilante como una bola fría de fuego. ¿Ver la verdad sería

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diferente a inventar la verdad?, su pensamiento al final era tan fuerte que no parecía rodeado de ningún otro. En su casi delirio ella se obstinaba en pensar: si aquel cielo era una realidad, observaba, una vez que retrocediera, ella no podría alcanzar otra etapa, la anterior al cielo, la más alta, por medio del esfuerzo: su fuerza de búsqueda se había agotado. No, no podría. Pero con una inexplicable certeza de perfecciones, pensaba que si pudiera alcanzar más allá del cielo entonces existiría un momento en que se tornaría claro que todo era libre y que no se estaba ligada a lo que existía. No se precisaría respetar al padre, sentir dolor en la pierna golpeada, alegrarse con la alegría... Asustada, en una agitación que avivaba la sensibilidad de la cabeza, se levantó encaminándose hacia la ventana. Ella sentía que ese conocimiento escapaba a la realidad innegable aunque verdadera. Ahora se tornaba claro: ¡era verdadero!, todo existía tan libre que ella podría hasta invertir el orden de sus sentimientos, no tener miedo de la muerte, temer a la vida, desear el hambre, odiar las cosas felices, reírse de la tranquilidad... Sí, bastaría un pequeño toque y con un coraje leve y fácil transpondría la inercia y reinventaría la vida instante por instante. ¡Instante por instante!, temblaban en ella pensamientos de vidrio y sol. Yo puedo renovarlo todo con un gesto, sentía bravamente, húmeda como algo que nacía, pero confusamente sabía que ese pensamiento era más alto que su realización y no hacía nada, perpleja y serena, ningún gesto. Entonces lentamente se hundía en la benéfica oscuridad del desmayo y de la renuncia alegre —algunos minutos transcurrían, las moscas de la mañana tibia volaban por la habitación, se posaban sobre su cuerpo calmo y lo abandonaban para descansar sobre la vidriera seca y brillante—. De a poco volvió a la realidad emergiendo tranquila y fría de la penumbra.

En el descampado ella le dijo que había fallado. El primer movimiento de Daniel fue de cólera. Pero, como si lo pensara mejor, se reprimió:

—¿Quieres volver al sótano mañana? —le preguntó un poco desatento.

Le sorprendió la delicadeza de la pregunta, cómo lo amaba ella, cómo lo quería, aquellos ojos pensativos, aquel cuello fuerte y erguido pero gentil. Y ella fracasando siempre, censurábase emocionada. Pero no, ahora temía el sótano, había tenido un desmayo después de salir de ahí, Daniel, era peligroso pensar profundamente, no.

—Silencio, la Sociedad de las Sombras desea que cumplas otra tarea —dijo finalmente Daniel, los ojos concentrados persiguiendo una idea difícil.

Virginia aguardaba sin respirar. —Liberar a la familia del Mal. —¿Qué mal? —preguntó ella inmediatamente. —Silencio, estúpida. La Sociedad de las Sombras desea saber si tú

conoces a Esmeralda. Desea saber si conoces el secreto de Esmeralda, los

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encuentros de ella en el jardín con aquél... —Pero si fui yo misma quien te lo contó, ¿no recuerdas? —

interrumpía Virginia fingiendo animación, lisonjeándolo. —¡Cállate! No te atrevas a interrumpirme o termino con la Sociedad y

contigo. La Sociedad de las Sombras desea que cuentes al padre de Esmeralda los encuentros de Esmeralda en el jardín.

Ella entreabrió los labios pálidos. —La Sociedad de las Sombras ha hablado. Ahora no podría objetar nada. La Sociedad de las Sombras tenía

siempre la última palabra y la fórmula empleada por Daniel significaba el final de la reunión.

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Le parecía haberse internado en la vileza con la Sociedad de las Sombras.

Se miraba al espejo, el rostro blanco y delicado perdido en la penumbra, los ojos abiertos, los labios sin expresión. Ella se agradaba, gustaba de su aspecto, fino y tan sinuoso, de los cabellos sombreados, de sus hombros pequeños y delgados. ¡Qué linda soy! se dijo. ¿Quién me compra?, ¿quién me compra? —hacía un ligero guiño al espejo— quién me compra: ágil graciosa, tan graciosa como si fuera rubia pero no soy rubia: tengo lindos, fríos, extraordinarios cabellos castaños. Pero yo quiero que me compren tanto que... que... ¡que me mato!, exclamó observando su rostro espantado por la frase, orgullosa de su propio ardor; lanzó una carcajada falsa, baja y brillante. Sí, sí, necesitaba una vida secreta para poder vivir. Al instante siguiente estaba nuevamente seria, cansada —su corazón latía en la sombra, lento y rojo—. Un nuevo elemento hasta ahora extraño había penetrado en su cuerpo desde que existía la Sociedad de las Sombras. Ahora ella sabía que era buena pero que su bondad no impedía su maldad. Esta sensación era casi vieja, había sido descubierta hacía unos días. Y un nuevo deseo le tocaba el corazón: el de librarse todavía más. Salir de los límites de su vida —era una frase sin palabras que rodaba en su cuerpo como una fuerza apenas—. Salir de los límites de mi vida, no sabía ella lo que decía mirándose al espejo de la habitación de huéspedes. Yo podría matarlos a todos, pensaba con una sonrisa y una nueva libertad, mirando infantilmente su imagen. Esperaba un instante atenta. Pero no: nada se había creado en ella misma con la sensación provocada, ni la alegría ni el pavor. ¿Y dónde le nació la idea? —desde la mañana pasada en el sótano las preguntas surgían fáciles; ¿y a cada momento ella progresaba en qué dirección?, iba adelante aprendiendo cosas de las cuales en toda su vida no sintiera siquiera el comienzo: ¿Dónde había nacido la idea?, de su cuerpo; y si su cuerpo era su destino... ¿O ella aspiraba los pensamientos del aire y los devolvía como propios, obligándose a seguirlos?... ¡Allá estaba ella en el espejo!, se gritó bruta y feliz. ¿Pero qué podía y qué no podía? No, no quería aguardar una condición para matar, si había que matar lo deseaba libremente, sin ocasión..., eso sería salir de los límites de su vida, ella no sabía lo que pensaba. En un súbito agotamiento en el que había cierta voluptuosidad y bienestar, se acostó en la cama de los huéspedes. Y como una puerta que

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se cierra de prisa sin estrépito, rápidamente se adormeció. Y rápidamente soñó. Soñó que su fuerza hablaba alto y hacia la lejanía del mundo: quiero salir de los límites de mi vida, sin palabras, sólo la fuerza oscura dirigiéndose. Un impulso cruel y vivo la empujaba hacia adelante y ella desearía morir para siempre si morir le diese un solo instante de placer, tal la gravedad a que llegara su cuerpo. Ella entregaría su corazón para ser mordido, ella quería salir de los límites de su propia vida como suprema crueldad. Entonces caminó hacia afuera de la casa y caminó buscando, buscando con todo cuanto de más feroz poseía; procuraba una inspiración, las narices sensibles como las de un animal fino y asustado, pero todo a su alrededor era dulzura y dulzura era algo que ella ya conocía, y ahora dulzura era la ausencia de miedo y de peligro. Ella haría alguna cosa fuera de sus límites que jamás comprenderían —pero no tenía fuerzas, ah, no podía salir de lo que podía—. Era necesario cerrar un instante los ojos y rezar para sí misma brutalmente con desprecio hasta que en un suspiro profundo, desnudándose del último dolor, en fin olvidando, caminase hacia el sacrificio del destino. Porque yo soy libre si con un gesto puedo renovar todo —caminaba ella en el campo bajo un cielo blanqueado—, entonces nada me impedía realizar ese gesto; ésa era la sensación turbia e inquieta. Mientras caminaba veía un perro y en un esfuerzo anhelante como el de salir de aguas cerradas, como salir de lo que podía, resolvía matarlo mientras caminaba. Él movía la cola indefenso —pensó en matarlo y la idea era fría pero ella tuvo miedo de estar engañándose a sí misma diciéndose que la idea era fría para huirle—. Entonces guió con señales al perro hasta el puente sobre el río y con el pie lo empujó seguramente hasta la muerte en las aguas, oyéndolo gemir, lo vio debatirse, arrastrado por la corriente y lo vio morir —nada quedaba, ni un sombrero—. Siguió serenamente. Serenamente continuaba buscando. Vio a un hombre, un hombre, un hombre. Sus anchos pantalones pegábanse por efecto del viento a las piernas, las piernas flacas. Era mulato el hombre, el hombre. Y los cabellos, Dios mío, los cabellos blanqueaban. Trémula de asco se encaminó hacia él entre el aire y el espacio: y se detuvo.

También él se detuvo, los ojos viejos aguardando. Nada en el rostro de ella hacía suponer lo que apenas guardaba para suceder. Ella tuvo que hablar y no sabía cómo hacerlo. Dijo:

—Tómeme. Los ojos del hombre mulato se abrieron. Y un rato después recortado

contra la oscuridad de los yuyos y de los árboles, en breve él reía entendiendo. Él la levantó mudo, riendo, los cabellos blanqueando, riendo, y atrás se extendía la campiña bajo el viento. Él la levantó mudo, riendo, un olor a carne guardada venía de su boca, del vientre a través de la boca, un hálito de sangre; de la camisa entreabierta surgían pelos largos y sucios y alrededor el aire era vívido, él la levantó por los brazos y la sensación de ridículo la endurecía con ferocidad —él la balanceaba en el aire probándole

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todo lo liviana que ella era—. Ella lo empujó con violencia y él mudo, riendo mudo, caminó y la arrastró e invencible la besó. Él todavía reía cuando ella se irguió y serenamente, como final de esa salida de los límites de su vida, le pisó con calma fuerza el rostro arrugado y le escupió encima mientras él mudo miraba sin entender y el cielo se prolongaba en un solo aire azul. Ella despertó inmediatamente y cuando abrió los ojos estaba casi de pie, el rostro límpido y ansioso. Inmóvil sentía el propio cuerpo hasta el fin, grande, los músculos mansos y contentos. No experimentaba sopor sino una posibilidad de moverse con equilibrio. ¿Qué sucederá?, rápidamente entendió, por un instante se confundió, pensó que realmente había salido de la casa, dudó, volvió a un vago buen sentido. Había sido un sueño breve, lo bastante como para permitirle salir de los límites de su vida. Sensaciones turgentes y lentas ensanchaban su cuerpo. Sorprendida como después de un acto de sonambulismo, se encaminó hacia el espejo: ¿qué le sucedía?, había una extraña ambigüedad en el rostro donde el ojo amortecido soñaba siempre, una determinación en los labios como si ella obedeciera a la fatalidad de una alucinación. Le parecía que un tiempo incontable había transcurrido y ella recordaba la casa en cuyo centro se encontraba como lejana. Una dulce fuerza le pesaba en las caderas, le alargaba el cuello liso que el escote grande e irregular hacía nacer. De alguna manera ella ya no era virgen. Había vivido más de lo que había soñado, había vivido, ella lo juraría sinceramente aunque también supiera la verdad y la despreciara.

—Virginia. El padre la llamaba desde la sala con su voz sin altura pero que se

escuchaba en toda la casa. En una reminiscencia difícil notó que él ya la había llamado mientras ella soñaba. Bajó algunos escalones y se detuvo en medio de la escalinata:

—¿Papito, me llamaste? Esmeralda con el rostro mojado de lágrimas vacilaba a su lado, en la

mejilla el dibujo rojo de la palma de una mano —la madre miraba en el vano de la puerta sin apoyo, fijando la mirada parda y lenta de ratón viejo. Virginia buscó a Daniel inútilmente.

—Repite lo que tú... lo que nosotros escuchamos de aquella persona —dijo el padre.

—Papacito, papacito... —Repite. —Papacito. —¡Repite! —No puedo. El padre miró a todos victorioso, viejo, sombrío. En esos momentos de

rabia él parecía más gordo y joven. —Pues, escucha y confirma: esta atorranta se encuentra en el jardín

con un macho.

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Esmeralda sollozó: —Pero si esta vez no pasó nada, ni nunca... ¡ya juré! —¡Dios! —gritó el padre con súbita elocuencia ¡qué hizo un pobre

hombre para recibir por segunda vez en su casa los malos espíritus! ¡Qué hizo un pobre hombre para ver rebajada su vida y la de la casa que él ha criado por su propia hija! ¡Castígame, Señor, pero en mi propia cabeza!

Virginia lo miraba lúcida, los ojos móviles y astutos. Le dolía todo el cuerpo por la expectativa. El padre se serenó bruscamente y se volvió hacia ella:

—Confirma lo que dijiste. —¿Fue ella quien lo contó? —gritó la madre. —¡No... no! —gimió Virginia blanca mirando al padre. Éste vaciló un instante con los ojos turbios y quemantes: —No interesa quién fue, lo que importa es lo que ésta… Rápidos pensamientos se entrecruzaban en ella y antes que alguien

pudiera preverlo lanzó un grito lacerante y se dejó caer al suelo. El padre impidió que rodara por la escalera. Los ojos cerrados, los oídos tensamente despiertos, escrutando lo que pasaba, se sintió llevada hacia arriba en un vuelo lento. Sonreía interiormente sin saber por qué, en medio de un atento terror. El esfuerzo que hacía para no abrir los ojos y conservarse inanimada la concentraba tan fuertemente que ella dejó por varios instantes de oír y de percibir. Cuando entreabrió los ojos se encontraba sobre la cama en la habitación vacía. Un gran silencio envolvía la casa, susurraba por los rincones como en un día domingo. Permaneció unos momentos casi distraída palpitando dulcemente. En su cuerpo la sangre se renovaba. Incorporándose en un impulso leve ella estaba en la puerta, buscaba en el aire para saber dónde estaban las personas. Nada se percibía, el caserón enorme y desnudo. Se sintió sonreír, llevó los dedos a los labios pero éstos se conservaban cerrados y estrechos, y la sonrisa no había sido otra cosa que un pensamiento. Un pensamiento en la alegría pero que la hacía sonreír: su bondad no impedía su maldad, su bondad no impedía su maldad. Ella había cometido un acto corrupto y vil. Sin embargo nunca le había parecido haber actuado tan libremente y con tanta frescura de deseo. Precisaba mirarse al espejo, sí, sí, pensó con urgencia y esperanza. Presentía que el cuarto de huéspedes sería alcanzado por ella sin que nadie la viera. Cruzó el corredor rápidamente, los pasos de los pies desnudos silenciados por la alfombra púrpura, el corazón latiendo violento y pálido.

Así, pues, allá estaba ella. El rostro un instante como eterno, la carne piadosamente mortal. Allá estaba ella, pues, los ojos inocentes mirando adentro de la propia degradación. Y mientras tanto sería inútil detener lo que sucedía alrededor. Y dentro de ella sería inútil intentar despertar la comprensión de su cuerpo viviendo en la tarde largamente tensa. Jamás sabría repetir lo que pensaba y lo que sentía le sucedía débilmente, leve y

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brillante, tan inmaterial y fugaz que ella no podría detenerse en algún pensamiento. Sorprendida, intimidada con su propia ignorancia al lado de una certeza inmóvil, ella dudaba un instante, interrumpía el movimiento de su vida y se miraba al espejo: aquella figura expresando algo sin risa angustiosamente muda y tan en sí misma que su sentido jamás podría ser captado. Mirándose ella no conseguiría comprender, apenas concordar. Concordaba con aquel profundo cuerpo en sombras, con su sonrisa callada, la vida como naciendo de esa confusión. Ahora parecía todavía más ardiente su consentimiento consigo misma como si ella también admitiera el propio futuro. Y ella... pero sí, sí, ella veía el futuro... sí, en una ojeada hecha de mirar y oír, en un solo instante el futuro entero... Aunque sólo supiera que veía y no lo que veía, así como sólo habría de saber decir sobre el azul: vi azul, y nada más... Con las cejas levantadas ella aguardaba la tímida anunciación. Lo que había existido en su vida era un poder indistinto e infinito, realmente infinito y desmayado. Pero nunca podría haber demostrado la existencia de aquel poder como sería igualmente difícil probar que tenía voluntad de continuar, que el color de la rosa le agradaba, que sentía fuerza, que estaba ligada a la piedra del jardín. Lo que había en su vida, intocado y jamás vivido, levantábase por el mundo como una burbuja que sube. Pero a poco de la realización de algún acto —¿haber mirado algún día más de una vez al cielo?, ¿haber mirado al hombre que caminaba?, ¿haber ingresado a la Sociedad de las Sombras?, ¿o después un simple instante quieto?, después de la realización de algún acto imposible de contenerse, fatal y misterioso, de repente ella sólo podría de ahora en adelante esto o aquello y había cesado su poder... De ahí en adelante conseguiría nombrar lo que podía y esa capacidad en vez de darle la certeza de mayor fuerza le aseguraba de una manera inexplicable una segunda caída y una pérdida. Antes su movimiento de vida más seguro había sido desinteresado, ella percibía cosas que jamás usaría, una hoja cayendo interceptaría el camino iniciado, el viento desharía para siempre sus pensamientos. Después de la Sociedad de las Sombras ella robaría de cada mirada su valor para sí misma y sería lindo eso de que su cuerpo tuviese sed y hambre: ella había tomado un partido. También había observado a Daniel en los últimos tiempos. Y sin conciencia veía que su más leve materia lentamente se había corrompido, que se había aniquilado en él el más dulce sufrimiento en que ambos vivían; en su ser algo se había tornado más serio e inflexible, una trémula brutalidad. ¿O lo veía por primera vez? Ella misma, aunque no negara o afirmara, sus ojos automáticamente se levantaban o bajaban adelante de ciertas imágenes y aunque ansiara no escoger jamás, perpleja ya había escogido. Y ahora cuando vacilaba en el desánimo sin dolor sabía que si más tarde resucitara a la alegría y abriera el corazón para respirar de nuevo riendo, ella sabía; decaer y reincorporarse era irreprimible. Había cesado para siempre el peligro. Súbitamente parecían haberse agotado las palabras de las que ella

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viviera en la infancia y ella no encontraba otras. Se movió con cuidado. Experimentaba una inquieta sensación de arrepentimiento por estar viviendo ese momento, de ser casi una muchacha y de ser aquella a quien sucedía el instante; parecía sentir que una profunda libertad intocable podría quitarle fuerza para no permitirse. Miraba el aire silencioso y pálido del cuarto, un instante inmóvil y sin destino. ¡Qué fatal era haber vivido! Por primera vez envejeciera. Por primera vez tenía la conciencia de un tiempo detrás de sí y la noción desasosegada de algo que no podría tocar jamás, de algo que ya no le pertenecía porque estaba completa pero al que ella aún se prendía por la incapacidad de crear otra vida y un nuevo tiempo. Toda su infancia había sido doblada por el aire frío que dolía en la nariz con gélido ardor; se veía a sí misma como de lejos, pequeña, la forma oscura en la neblina ya dorada de sol, inclinada mirando en la tierra algo que no podía precisar más; ahora su propio hálito parecía rodearla de una atmósfera tibia, los ojos se abrían en color ancho, el cuerpo se enderezaba en criatura humana. Con un suspiro de impaciencia y temor su cuerpo se rebeló como poseído y de nuevo se inmovilizó en el cuarto. Habiendo experimentado la dulzura de la fascinación y de la obediencia ardiente a Daniel, su naturaleza maleable y débil ansiaba ahora entregarse a la fuerza de otro destino. Sentía que había cesado la armonía entre su existir y la Granja donde ella naciera y vivía; por primera vez pensaba en el viaje a la ciudad con un placer nervioso lleno de esperanza y confusa rabia. Brejo Alto, la neblina de las mañanas, las calles estrechas, la soledad de Granja Quieta permanecían ahora de un modo incomprensible encima de ella, y si antes el silencio de los campos y el ruido indescifrable del bosque continuaban sus propias sensaciones, ahora ella debería moverse en una tierra fría e indiferente; pensaba con inquietud en las lluvias del invierno próximo como si previera una nueva desesperación en permanecer presa en el caserón. Inexplicablemente hasta entonces había soñado y solamente ahora abría los ojos, precipitándose en alguna cosa sólida y mortal —con un disgusto sorprendido secretamente adivinábase más conocida, como reconocible—. Algunos años más y se iría con Daniel. Años todavía. Con firmeza resolvía cerrar el corazón y atravesarlos cerrada para sólo recomenzar a vivir en la ciudad —su pensamiento dejó una resonancia lívida en el aire—, cuántas posibilidades tenía una persona si vivía en el mundo abierto, su cuerpo temblaba casi asustado con su propio ímpetu con todo lo que había de oscuro en su fuerza. Dio un pequeño grito de alegría y dura promesa: ¡ah! Pero ella misma apenas pensaba la superficie de lo que le sucedía en aquellos instantes y atentaba contra sí misma como si posara la mano sobre el corazón latiendo y no pudiera tocarlo. Esperó un instante. Nada sucedía de inmediato... El silencio la rodeó impalpable y ella entonces se tranquilizó, miró hacia el espejo sombríamente brillante. Obstinada miraba el rostro buscando definir su fugitiva magia, la suavidad del movimiento de respiración que lo iluminaba y apagaba lentamente. La

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corrupción bañábase de una dulce luz. Así pues allá estaba ella. Así pues allá estaba ella. No había quién la salvara o la perdiera. Y he ahí que los momentos se desarrollaban y morían mientras su rostro quieto y mudo permanecía a la espera. Allá estaba ella pues. Todavía ayer el placer de reír la había hecho reír. Y frente a ella se extendía todo el futuro.

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Después de tantos días en que ella no había salido de la casa y ni una vez siquiera había visto a Vicente, buscaba el domingo para restablecerse y no aparecer en la comida de Irene pálida y mal resucitada. El aire libre después de tantas horas arrastradas en la cama deshecha despertaba su piel en un olor indefinible y fuerte, tímidamente brusco. El perfume que el calor despierta en las plantas gruesas y verdes, pero ella estaba pobremente viva y aunque el paseo le soplara una vaga sonrisa ella se cansaba.

Subió el monte en busca de la represa donde el caudal de agua se contenía aprisionado, condensado en una unión tan íntima que su susurro áspero tenía el impulso de una oración. Mechas de hierbas se doblaban a su propio peso, se acostaban en el estrecho atajo bajo sus pies. Ella acomodaba con una de las manos el pequeño sombrero marrón mientras que con la otra se apoyaba en el paraguas negro y largo. Subía el difícil declive y por encima de ella veía apenas una línea de tierra uniéndose nueva y clara al cielo; las altas hierbas se agitaban contra el rosa frío del aire. Cerca de la represa vivía el guardián de piel seca y arrugada, de ojos limpios —un perro ladraba sin aproximarse—. Y del monte, enfrente, cuando soplaba el viento, venía un rápido ruido de movimientos, el cantar tranquilo de un gallo, risas finas y rasgadas, los gritos de las criaturas derramándose en el domingo —todo desde la iniciación lejana y desaparecida, un olvido que no se podía precisar y que se repetía súbitamente, perdiéndose de nuevo—. Cuando hacía silencio era como si alguien respirase sonriendo. De lejos vio a una vieja fumando, una mujer cargando naranjas, un hombre construyendo una casa; un fuego se encendía y brillaba. Virginia se volvía hacia adelante y continuaba subiendo la montaña; para sentirla mejor casi decíase distraída con leve obstinación: ella es vieja como la tierra, ella es vieja como la tierra, y trataba de sentir miedo. Por momentos recordaba la carta que escribiera a la Granja —cada vez más breves. Yo estoy bien de salud, sólo que he sufrido de algunos mareos. Como muchas cosas dulces, debe ser por eso; ¡pues me volví tan golosa en la ciudad!... Continúo engordando, gracias a Dios, pero estoy volviéndome pesada; no recuerdo tener desmayos, nadie en Brejo Alto reconocería a la flaquita que fui..., ya pagué el alquiler, he aprovechado mucho de todo, sí, sí—. Ella encontraba cada vez más difícil comunicarse. Cuando Daniel todavía vivía con ella se sentía en la

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obligación de comunicar que estaban bien. Pero ahora... Sería estupendo caminar con Daniel esa tarde. No porque él pudiera definir en ella algún sentimiento; a pesar de su integridad invulnerable él también permitía a las cosas quedarse en su propia naturaleza. Pero sería agradable caminar con Daniel e indicarle lo que veía con aquel gruñido familiar que entre los dos valía según el tono... En la ciudad el río era liso, los cocoteros alineados, hasta las montañas parecían limpias y podadas, todo se extendía a la superficie ya realizado. Mientras en Brejo Alto la existencia era más secreta —y ella diría eso sin hablar.

La represa gemía sin interrupción, vibraba en el aire y trepidaba dentro de su cuerpo, dejándola de alguna manera trémula y caliente. Se sentó sobre una de las piedras aún sensibles al sol. Por un instante, en un leve torbellino silencioso, pensó que toda su vida la pasara sobre piedras; otra realidad era que ella atravesara toda la vida mirando la oscuridad antes de dormir y moviéndose para buscar comodidad mientras algo fino y despierto espiaba: mañana. Sí, cuántas cosas veía ella —suspiró lentamente mirando a su alrededor con tristeza—. Pensaba encontrar en la ciudad otras especies... Sin embargo continuaba sentándose sobre piedras, reparando en la mirada de una persona, encontrando a un ciego, escuchando solamente ciertas palabras... veía lo que mirara por primera vez y que parecía haber completado la capacidad de sus ojos. Un ancho bienestar vacío la tomó, ella cruzó los dedos con delicadeza y afectación, se puso a mirar. Pero el cielo agitado, tan deshilachado, rozagante, tan sin superficie... Lo que sentía carecía de profundidad... pero lo que sentía... sobre todo desmayando sin fuerzas... sí, desfalleciendo en el cielo... como ella... Círculos rápidos y gruesos se ensanchaban en su corazón —el sonido de una campana no escuchado pero pesadamente sentido en el cuerpo en olas— los círculos blancos le embargaban la garganta en una grande y dura bola de aire —no había ni siquiera una sonrisa, su corazón se marchitaba, se marchitaba, se alejaba en la distancia vacilando intangible, ya perdido en un cuerpo vacío y limpio cuyos contornos se ensanchaban, se alejaban, se alejaban y sólo existía el aire, así sólo existía el aire, el aire sin saber que existía y en silencio, en silencio alto como el aire—. Cuando abrió los ojos las cosas emergían lentas de aguas oscuras y fulguraban húmedamente sonoras por encima de su conciencia todavía vacilante por el desmayo. El agua de la represa rumoreaba bien en su interior, tan distante que ya sobrepasaba su cuerpo infinitamente para atrás. La sagacidad del aire frío despertaba la carne del rostro picándola de frescura. Mi Dios, qué alegre estoy, pensó en un débil y luminoso impulso. Despertando tan joven del desmayo, sonreía agotada, se sentía por demás pequeña para quedar sin pensamientos protectores ni experiencia al tope de un monte escuchando a otro monte como otro mundo, viviendo minuciosamente el domingo. Sentía en silencio que después de un desmayo estaba en el mayor momento de su vida porque no había amor ni

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esperanza que sobrepasaran aquella seria sensación de vuelo naciente. Pero por qué ese instante no la apaciguaba con la satisfacción del final alcanzado... ¿por qué?, prolongábase hacia lo alto, se estiraba casi desesperada con la tensión de un arco pleno por su propio movimiento... como si viviendo tan en lo alto ella sintiera mucho más que la potencia de su cuerpo grande y oscuro y se aniquilara en la propia percepción. Su corazón todavía latía con cansancio y ella pensaba: me desmayé, fue eso, me desmayé. Miraba la luz encendida y roja vacilando en la materia en penumbra. ¿Qué significa su luz?, insistían sus ojos abriendo claridades en la confusión dulce de su cansancio. Ella no podría comprender, podría estar de acuerdo, solamente, y apenas con la cabeza, asintiendo asustada. ¿Estaba de acuerdo con la tarde, estaba de acuerdo con aquella frágil fuerza que la sustentaba frente al aire, estaba de acuerdo con su miedo alegre —el miedo de enfrentar la cena de casi extraños, el amor de Vicente, sus propias sensaciones diariamente falsas?, aquel error atento— estaba de acuerdo con el monte vivo diciendo alto, alto adentro de sí: ¡ah, sí, sí!, ardientemente una y quieta. Sin embargo en el plano de la realidad innegable, sólo en una cierta verdad donde podía decir todo sin equivocarse jamás, allá donde no había equivocación siquiera y donde todo vivía inefablemente por fuerza del mismo permiso, allá donde ella misma vivía esplendorosamente apagada, vaga, hecha “cosa”, puramente “cosa” como el parpadear húmedo de una perra acostada contra el aire y agitada, estando de acuerdo profundamente sin saberlo como una perra. Se sentía casi cerca de un nuevo desmayo, junto al deseo de ceder —y aún en el presente seco ella pertenecía a lo anterior de su vida que se perdía en una distancia calma.

Después del desmayo todo parecía fácil. Se equilibró. Hacía años que no se desmayaba. Casi caía la noche ahora y bajando los párpados ella podía sentir los rayos de luz amortecidos como música traslúcida, sombría, resbalando de la montaña en manso torrente lanzado por la fuerza del propio destino. Con una de las manos apretaba el áspero cabo del paraguas. Sería imposible que ahora lloviera, sentía mientras miraba distraída el cielo frío del espejo. Confusamente le parecía que también le sería imposible liberarse de su modo y seguir por otro camino —sonreía ella un poco seria y fluctuaba en una sensación asustada de sí misma pero tranquila— tan potentes y aprisionadas ellas y la naturaleza parecían encontrarse dentro del tenue equilibrio de sus vidas. Pero había una libertad —como un deseo, como un deseo— por encima de la posibilidad de escoger, en ella y en la naturaleza; de ahí venía la serenidad rara y cansada de la casi noche sin lluvia en las montañas, una vez más renovada la pereza dentro de su cuerpo.

Abrió la puerta de su pequeño departamento, penetró en el frío y sofocado ambiente de la sala. Una leve mancha ondulable en uno de los rincones, expandía como una luz frescuras casi apagadas. Ella gritó en voz

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baja, aguda —¡pero son lindas!—, el aposento respiraba con los ojos semicerrados en el silencio de las piquetas mudas de las construcciones. Las flores se erguían en delicado vigor, los pétalos gruesos y cansados, húmedos de sudor —el tallo era alto, tan calmo y duro—. La sala respiraba oprimida, adormecida. Los pétalos menores, como cabellos en la nuca en verano, se doblaban marchitos, ciegos, aunque todavía capaces de vivir y de asombrar. Virginia se apresuró hasta ellos riéndose, inclinó la cabeza oscura pero retrocedió ligeramente asustada. Porque ellos se cerraban hostiles sin el menor perfume, como si algo en su naturaleza rechazara secretamente la naturaleza de Virginia. Pero yo siempre me llevé bien con las flores —ésa era la impresión mientras se desvestía—; las rozó levemente con la punta de los dedos, decepcionada, alerta y ya sin interés. Ellas se estremecían. Sin saber por qué, había sido dado finalmente el permiso para entristecerse y ella lo buscaba sin realmente conseguirlo durante toda aquella tarde de domingo. Su verdadera sensación en el paseo había sido tan íntima, la había impregnado con tal delicadeza que apenas restaba una vacilación, una espera. Deseaba algo que la vistiera para la comida de Irene, un sentimiento calmo y estable, alguna certeza límpida de derrota para que no le fuese posible recomenzar irresistiblemente la lucha y el tener esperanzas. Se preparó para salir. El vestido blanco se extendía sobre la cama, animaba la habitación dándole un aire de extraña y prohibida excitación. Metida en la combinación corta y con el cuerpo de cintura tan pequeña, se miró al espejo —¿estaría lista para enfrentar la risa y el brillo?—, el rostro erraba en sombras. Desde la mirada a las arañas negras de Daniel sus ojos eran un poco bizcos, le daban un rápido tono de error y movilidad a su rostro donde algún trazo indefinible parecía vacilar casi transformándose —su rostro a veces recordaba una imagen reflejada en el agua—. Alrededor del cuarto las cosas vivían profundamente tranquilizadas y en la calle había cesado desde el día anterior el ruido de las construcciones. Los otros departamentos del edificio a esa hora del domingo estaban vacíos, otro grito de criatura se escuchaba preso en el cemento del edificio. Con una de las manos olvidada en el rostro en caricia distraída ella esperaba sin ánimo. De pronto en el fondo de su negligencia algún punto de su cuerpo comenzó a vivir débilmente, a latir acompañando las cosas de su entorno... Ahora ella esperaba más cuidadosa, los ojos abiertos, el corazón abierto, sombríamente abierto temblando de esperanza. Esperaba... Pero era tan poco familiar el silencio y su combinación blanca, que súbitamente como si ella misma no hubiese sentido la espera, se movió y continuó viviendo en otro medio, fácil y ligero entre las construcciones quietas. Cuando se puso el vestido golpearon en un sobresalto a la puerta. La abrió y se encontró con la lavandera y la hija con el paquete de ropa lavada, pidiendo disculpas por no haber venido el sábado, mirando sorprendidas el vestido de seda nunca lavado de Virginia, a quien siempre veían en ropas modestas. El escote alto y el corpiño justo

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le elevaban el busto dándole proporciones todavía mayores; el cinturón estrecho apretaba inútilmente la cintura sin reducirla. Los pequeños botones de vidrio temblaban a cada respiración. El blanco-crema le suavizaba la piel fina, hacía brillar sus cabellos cortos. Ella cambió una rápida mirada con las mujeres, tomó un aire mundano mientras las pupilas se movían con gusto y búsqueda:

—Ahora es completamente imposible; ¡pero com-ple-ta-men-te! —decía con un placer ocupado y voluptuoso—. Esperé ayer y toda la tarde hoy, ustedes ni se imaginan, vuelvan mañana por favor, por favor... mañana les daré la ropa sucia porque hoy tengo una comida... comprenden, debo estar lista en una hora, el coche ciertamente vendrá a buscarme... Las cosas son así infelizmente, ustedes saben... se interrumpió guiñando los ojos mientras buscaba más palabras para su impulso, casi pensativa—. Los rostros embebidos y atontados, las lavanderas decían: sí, sí, empujándose una a otra con deslumbramiento y angustia mientras también Virginia parecía empujarlas con disculpas fascinantes; ellas reían humildemente con aflicción, desaparecían por las escaleras todavía con la sonrisa blanca en el rostro. Virginia se detuvo escuchando por un instante el silencio calmo que siguiera al alborozo... un instante más. Un momento más. Estaba absorta y sin pensamiento pero le parecía que como en una enfermedad de la voluntad jamás tendría fuerzas para desear moverse. Se pidió un instante más, más. Ella misma rechazaba concedérselo. Entonces se movió, fue a peinarse. Pensativa, pensó que jamás habría de olvidar la ofensa a las lavanderas pero en el mismo momento pensó que era tarde y cambió para siempre de rumbo. Antes de salir, con la mano en el picaporte de la puerta, aquella tiesa y cuidadosa sensación del polvo de arroz y de la fragilidad de su apariencia, recordó y con lenta frialdad tomó unas tijeras, cortó el tallo de tres flores, de las flores duras y opacas, y las prendió en el escote del vestido, allá donde vivían sus senos grandes y su corazón, velados. En una protesta subía hasta su nariz un olor verde, tan acre para los dientes que la reanimó. No quería ir a la comida, ¡tenía miedo! —pensó por primera vez claramente en un ligero lamento, interpretando la pálida algazara que nacía atontada en su pecho...—. No quería, era eso... No, no era eso ¿cómo podía equivocarse tanto?... por el contrario... qué confusión... quería ir con tal fuerza... suspiró rápidamente, sintió la cintura ya sudada bajo el vestido liviano que la apretaba... comprendió que la tarde naturalmente había sido triste y nunca alegre... Oh, por el contrario, por el contrario, las flores la empujaban hacia adelante en un impulso alegre, nervioso... horriblemente desesperado... y ella vería a Vicente.

Las construcciones se habían cubierto de sombras, de anchas manchas irrevocables —lo vio cruzando la calle desierta—. Un puro olor de cal, ángulos, cemento y frío nacía de los destrozos donde fulguraba el silencio de algún trozo de piedra. Aspiró con placer la neblina que parecía

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subir de la construcción húmeda y continuó en un impulso controlado que la llevaría a la cena pero que podría conducirla hacia adelante... como sin fin dentro del ómnibus luminoso y bamboleante donde ella se instalara con su vestido blanco y las flores resistentes; conservaba los ojos fijos como para sustentar la realidad de aquellos instantes —con una de las manos apretaba el sombrero blanco de alas anchas contra la cabeza, el cuello duro y prudente—. Y he ahí que de lejos, saltando del ómnibus y caminando sobre el empedrado de piedra pulida y sobre todo manteniendo por encima de lo que pudiese suceder la misma realidad, levantándose a sí misma como un bouquet de flores sobre la multitud, ella vio a Vicente en compañía de Adriano, esperándola. Tan sorpresivamente observó con sorpresa que en un movimiento de vida y confusión las flores se ligaban al olor muerto de las construcciones, a la vaga tarde perdida, ¿triste o alegre?; al impulso que la soplara con esperanza hacia la comida, a las construcciones silenciosas... mezclándose a todo aquello a lo que ella decía: ¡sí!, ¡sí!, casi irritada y ella estuvo de acuerdo intensamente con el momento; sí, ella estaba de acuerdo en una rápida mirada y con una sagacidad de fuego artificial comprendía la luz amarilla y densa que venía de los postes temblando en finos rayos dentro de la oscuridad mediana y ruidosa de la noche; sentía detrás de las tiernas luces, cruzándolas, los sonidos dulces y levemente agudos de las ruedas de los coches y de las conversaciones apresuradas, un casi grito elevándose y dando rápido silencio al murmullo, las baldosas del paseo brillando como si acabase de llover y sobre todo de lejos, como traída por un ancho viento libre, la percepción emocionante casi dolorosa y muda de que la ciudad se prolongaba más allá de la calle, se unía al resto, era grande, viviendo rápidamente, superficialmente. Sin esfuerzo transformaba el caminar en alguna cosa que significaba alcanzar, las alas del sombrero temblaban, los senos temblaban, el cuerpo grande avanzaba. Sus ojos serios sonrieron, boyaban adelante como si ella supiera que al contacto de su cuerpo el aire cedía; se aproximaba profundamente a los dos hombres e inventaba un cuerpo confuso y cínico como solamente una mujer podría imaginar; de inmoral, nadie podría acusarla y ella avanzaba, ofrecía su cuerpo a la calle, conocía sus labios, los humedecía enamorando, los imaginaba rojos como sangre corriendo porque el instante pedía sangre corriendo hacia su luminosidad de materia recién nacida. ¿Cómo oso vivir?, sin embargo ésa era la impresión persistente. Y a pesar de que sus labios estaban apenas rosados —¿quién?, pero, ¿quién lo percibiría jamás?—, ella les daba un pensamiento fuerte como la gloria de un santo y ese pensamiento era de sangre que corría. Y ¡por Dios y por el Diablo!, el amigo de Vicente parecía comprender. Sí, ella y Adriano se comunicaban: él, pequeño, tranquilo, límpido y desconocido miraba y percibía y mal sabía, oh, mal sabía que percibía —ella no sabía qué pasaba—. Vicente la miraba ligeramente sorprendido entre los saludos, desviaba la atención pero volvía con ojos

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casi severos: ¿pues, qué expresión podría él usar para aquel minuto si el minuto era inventado? Y él mal sabía lo que sentía... él moriría aún ignorando lo que había sucedido pero tal vez no olvidando... No, no había nada de pintoresco en el momento, había algo tranquilo y viejo alrededor del instante. Vicente había comprendido por qué se dirigía a ella o no se dirigía con aquel aire que él sólo adoptaba en presencia de las mujeres todavía no poseídas y a las que jamás pudo decir: cierre la puerta antes de salir. Pero finalmente nada había sucedido, apenas aquella rápida confusión de sonrisas y saludos, aquel malestar satisfecho nacido de la conciencia de que todo estaba sucediendo delicadamente como debería suceder, aquella llegada de Virginia con la cabeza erguida y los ojos anchos... solamente eso, una persona sintiendo que el vestido y el rouge están bien, sobre todo existen, una inexplicable actitud de orgullo de la propia femineidad como una mujer.

—Está etérea hoy... —le dijo Adriano sonriendo con un aire liso y frío como si estuviera obligado a decirlo. Vicente sonreía, las luces sonreían, las calles iluminadas sonreían, Virginia sonreía.

—Ella estuvo enferma, ¿no es cierto, Virginia? —Ya saben cómo son estas cosas —respondió ella—, una enfermedad

chiquita aquí, otra allá... y así se va viviendo —concluyó con una sonrisa demasiado grande, encogió los labios, ellos la miraban en silencio.

Aunque el momento del encuentro no hubiese existido... “esto” —lo que Adriano acababa de decir— había hecho que algo se entreabriera dentro de ella y se agregara al cuidado con que se había vestido y “eso” viviría por el resto de la noche aún hasta después que las flores marchitasen. Era lo que necesitaba para cruzar la noche de la cena: ella no sabía lo que pensaba tomando con los dos hombres un vaso caliente y uno frío de alcohol, repitiéndolo antes de subir, y diciéndose: sí, sí. Después de apretar la mano de todos los invitados y de sonreír se vio forzada por la mirada de los presentes a no rechazar una ida al toilette de Irene. Para enderezar misteriosamente cosas femeninas —ellos lo permitían y mientras tanto no la miraban para que ella estuviera cómoda—. Ella aceptaba tímidamente, casi gorda, aunque Irene estuviera muy ocupada para conducirla y el marido de Irene la acompañara hasta la habitación por un largo corredor donde no sonaba ni siquiera una palabra entre ambos. Póngase cómoda, murmuraba perturbado el hombre dudando entre seguir o decir algunas palabras más, tal vez una broma sobre cualquier cosa. En un rincón de la habitación una lámpara ardía blanca y recortaba por las paredes y por el techo círculos de suave luz y sombra, fofos velos incoloros; sobre la cabecera de la cama pendía un Cristo de heridas secas, cansado. Se quitó el sombrero, y la cabeza apareció desnuda y pobre, los cabellos sin vida. Sí, decía ella con torvo ardor. Se miró al espejo de la cómoda: ¿dónde, dónde estaba su tibio poder del instante del encuentro?, peinábase ella. Pero ella había, sí —obstinábase casi desesperada—, sí, casi se había

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desmayado, brillando en el fondo de un rostro que continuaba serio y ofendido como el de una niña. De nuevo la asaltó la idea antigua, tan vaga y turbulenta y que no era exactamente la que debería nacer sino otra, pequeña y demasiado difícil de pensar:

—Yo me contengo para no ser amada por todos. ¡No era eso!, ¡no era eso!, sin embargo la sensación posterior valía

como si ella hubiese dicho lo que no sabía siquiera pensar ni aun sentir. Pero con los ojos entreabiertos y un deseo constante ella había conseguido mirarse como velos amontonados bajo luces antes de que sonara un vals —a pesar de haber crecido tanto, los movimientos reflejados y el miedo de la tarde limpia volver, triste o alegre, y volver cierto modo de mirar en que ella caía a veces sin saber cómo tomar una actitud falsa entre las personas desconocidas, no pudiendo erguirse como las flores durmientes pero dando perfume inútilmente, mirando y escuchando todo, mezclándose y errando perpleja—. Tomó un poco de coraje enderezando el cuerpo y dándole falsamente un movimiento más rápido que sonó demasiado vivo en el cuarto vacío. Se encaminó hacia el salón, aquel comedor quietamente iluminado en un solo color pálido, blanqueado y dorado, que existía sólido bajo la dulce polvareda fría. Perdió el impulso; ella siempre se había sentido prisionera del lujo de aquellas superficies brillantes, oscilantes y hostiles. Se detuvo atenta. El silencio se contenía en la mesa puesta. Venida de un mundo no tan limpio como éste, una u otra mosca sobrevolaba los platos plácidos y chispeantes. Había una sonrisa detenida en toda la sala como si de tan larga hubiese perdido el sentido y fuese apenas su propia reminiscencia. Virginia flotaba entre la mesa, el aire y su propio cuerpo fluctuaba buscando —tan indescifrable era aquel silencio de fiesta—. No olvidar, no olvidar, pensaba ella distraída observando como si fuese a partir y debiera contar lo que veía. Y también porque sentía que el alcohol abreviaría la memoria de aquellos instantes. Extendió las manos ligeramente embriagadas en un ensayo de ternura. Sin saber por qué, sorprendida y deleitada, sentíase a la orilla de una revelación. No olvidar... Un halo de pálida excitación brillaba en torno de las luces ferozmente encendidas, las lámparas quemándose de placer, exangües. No olvidar. En un parpadear glacial y suave un vaso existió por un momento y para siempre se apagó en el silencio atento de la vitrina. De nuevo ensayó un gesto cualquiera; llegó a extender suavemente los dedos, no consiguió nada, retrocedió. ¿Qué hacer en relación con aquel mundo?, las dos bebidas se entibiaban, la envolvían en un cansancio fino de cuerpo mientras los ojos lúcidos observaban. Se sentía extraña a ese medio pero se adivinaba subordinada a él por la fascinación y por la humildad. En contados minutos entraría en la sala por una fatalidad y no todos la verían sonriéndole por un segundo. ¿Cómo librarse?, no se libraría de nada, pero solamente porque ella no sabría decir de qué librarse. No pensó un instante, la cabeza inclinada. Tomó una servilleta, un pancito redondo...

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con un esfuerzo extraordinario, quebrando en sí misma la resistencia estupefacta, desviando el destino, los arrojó por la ventana —así ella conservaba el poder—. Un día, cuando niña, la maestra la había mandado a buscar un vaso de agua para una visita —a ella que se sentaba entre las últimas, ¡la nunca elegida!—. Habíase encaminado temblorosa de orgullo, sujetando con cuidado su premio, no por venganza, no por rabia, había escupido adentro del agua para conservar su poder. ¿Qué más?, preguntaba ella sonriendo, los ojos brillando de cálido amor porque sin asistentes sentíase armoniosa y potente en aquella sala viva y calma. ¿Qué más?, ella forzaba su propia embriaguez con dulzura. Un vaso se estremecía en chispas detenidas, su cristal se unía nervioso y ardiente a la luz de las lámparas. Extendió las manos delgadas, tan húmedas, y lo tomó delicadamente como si él fuese eléctrico en su fragilidad; intensamente lenta lo dejó caer por la ventana quebrando en sí misma la resistencia de su vida; escuchó sus fragmentos cantando rápidamente junto al cemento distante. Asustada prestó atención un instante a la sala donde se reunían los invitados de Irene: nadie había escuchado y los susurros risueños continuaban en un solo remolino; ninguna sirvienta aparecía. ¿Entonces, había sido ella misma? El coraje hacía que su corazón latiera fuera del ritmo tenue de los cristales. De nuevo la sensación inconfesable de que ella misma había creado el momento que venía... Y que podría parar la continuación de los otros instantes con un pequeño movimiento bien propio, controlado: ¡no entrar en la sala! Haber destruido el vaso no tenía nada que ver con su pasado, con el tiempo que se agotaba, era un instante por encima de su propia vida —ella reparaba extrañada en lo que pensaba como si fueran unos de esos pálidos y tontos recuerdos de cosas que no existieron—. Sobre todo porque estaba apartada de sí misma por dos delicadas copas de bebida. Pero ella sabía eso: que siempre era demasiado tarde para poder dejar de entrar en la sala.

Y dentro de la realidad innegable sabía que ahora, sentada junto a los demás en los sillones, decía: ¡ah, sí!, me parece lo mismo, gracias, sonriendo, viendo a Vicente alto, fuerte y amable vivir curiosamente independiente de ella, sintiendo en las piernas un calor benevolente; ¿y dónde, dónde estaba su dulce poder?, ahora sentía adentro de ella un insecto metálico y áspero, de vuelo cortante. ¿Y dónde estaba su propia marca en el rostro de Vicente?; uno de los invitados decía fumando:

—Y fue en esa misma época que leí el Problema del... ... en vano buscó ella algún punto en su cuerpo que atestiguara la

lectura del Problema del. Y en ella misma —¿quién diría que aquella insignificante criatura había sentido muy poco antes algo como de quien se contiene para no ser amada por todos? ¿Y quién diría que el vestido blanco, la cena, las flores eran excepciones en sus días? Prestaba atención a las conversaciones intentando ahora mostrarse inteligente y distinguida. Lo que la enriquecía era saber oscuramente que diciendo: “fui yo quien lo

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hizo” en lugar de “fui yo quien lo hice”, impedíase la intimidad, se ganaba un cierto aire calmo de ser mirada. Sentíase indecisa entre todos, tan naturales, tan bien vestidos, los dientes brillando. Por momentos, se recordaba a sí misma vestida de blanco y se mantenía en un ligero endurecimiento; ésa era la sensación más íntima de la fiesta. También recordaba la Granja, a la madre despeinada caminando en la casa sin gusto ni fuerza. Recordaba a Esmeralda, con las ropas adornadas, los ojos tiernos e impacientes. Al padre, silencioso, dominando la casa e ignorando, subiendo las escaleras. Y a Daniel, ¿cómo recordarlo ahora?, se había turbado en ella la manera de mirarlo. Recordaba los días transcurridos en el pequeño departamento, aquella sensación familiar de miseria cansada y expectante que ella, en un final de degradación, llegaba a amar conmoviéndose.

Una vez más se abrió la puerta y entró María Clara. Los muebles se volvían inteligibles, la disposición de la sala verdosa se

sacudió bajo la luz, un florero comenzó —aun los que permanecían sentados movíanse en su dirección—. Lo que la dejaba difícil era la parte cristalina de su cuerpo: sus ojos, su saliva, sus cabellos, sus dientes y las secas uñas que centelleaban. María Clara bebía, los labios encarnados y opacos, el brillo frío en la piel y el cuello de seda; saludaba con una semisonrisa, las pupilas abiertas sin miedo. En las pupilas de Vicente el negro risueño siempre se mezclaba a una cierta prisa —con su amor no alcanzara nada de esencial... ésa era la impresión. Mientras tanto él reía detrás de los anteojos como un estudiante crecido. El vestido rosado de lana y seda de María Clara recordaba el río inmóvil y las hojas inmóviles de un dibujo. A un movimiento de su pierna, a la respiración de sus senos, el río se movía, las hojas fluctuaban. Cómo era de linda y de cepillada ella. Sólo que, al contrario de las otras mujeres, ella olvidaba que se había perfumado y peinado y como una criatura jugaba sin miedo de ensuciarse. Su intimidad era rica e infranqueable, una vida secreta llena de detalles, mientras Virginia casi podía vivir públicamente, bajo un árbol. Con Virginia no se correría jamás el riesgo de tomar exceso de confianza y traspasar ridículamente lo permitido: aun su misma intimidad violada no parecía ser poseída, era inútil aspirar su perfume, ver sus frescas ropas interiores, verla bañarse; solamente ella usaba su ambiente. Pobre Esmeralda, bordando sus bombachas de lino, quemando perfumes en su cuarto, con el cuerpo exacerbado como un limón —su femineidad casi era repugnante para otra mujer—. Mientras María Clara tuviera los pensamientos más húmedos, guardaría aquella cualidad misteriosa y seca, límpida como un número. Era horrible sentirla tan simpática. Linda, mutable, débil, inteligente, comprensiva, bruta, egoísta, era inútil fingir que ella no era bonita, ella penetraba en el corazón como un dulce cuchillo. Las mujeres delgadas y seguras conversaban —ellas parecían fáciles para los hombres y difíciles para las mujeres; ¿y por qué no tenían hijos?, mi

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Dios, qué desconcertante era eso. Y si los tenían los trataban como amigos, sí, como amigos—. Recordó que un día había visto a Irene en la puerta de un cinematógrafo con el hijo, sí, ahora lo recordaba. Era un niño pelirrojo y flaco, uno de esos que no se sorprendían y que iban a ser alegres e infelices durante toda su juventud. Pero tú tampoco eres antipática, querida. Se sorprendió con el cariño usado y se enterneció en su soledad casi a punto de llorar. Con una seguridad miedosa cuidaba de no tomarse ciertas libertades consigo misma porque lo que había de inexplorado podía llevarla a perder para siempre su buen sentido. María Clara se había sentado bebiendo y fumando, con su vestido inmóvil era de un rosado ardiente quemándose en su propio color; sin embargo, a cierta luz él se apagaba y aparecía muerto, largo, casi frío en sus tonos tranquilos y reposados: en cambio Virginia aguardaba en su vestido blanco con pequeños botones, y el hijo del matrimonio aparecía antes de dormir, Irene brillaba en seda negra, el rostro atento de carnero bien peinado; lo traía de la mano vestido como por casualidad en un pijamita de seda a rayas, los rojos cabellos en una alta masa sobre el rostro delgado, pálido, sonriendo con franqueza.

—¿Ernesto?, Ernesto, venga acá —dijo la voz del director del diario. La criatura se aproximó, el hombre sentado en el sillón llegó al borde

y abrazó la delgada cintura del niño que continuaba riendo. La mano gruesa y peluda del hombre marcaba arrugas de seda sobre el cuerpo curvado de Ernesto, sentados todos, nada hacían en la sala verde, sonriendo y mirando. Se quería decir algo gracioso, sin saber qué, y se continuaba esperando sentados.

—Ernesto —dijo finalmente el director del diario demoradamente—, ¿sabes la importancia de llamarse Ernesto?

En respuesta el niño sonreía vagamente mirando la pared detrás del hombre; todos rieron discretamente, algunos cerrando los ojos, sacudiéndose. Irene quería agradecer de algún modo, y reía más alto; temiendo que el director del diario juzgara no haber sido comprendido, dijo torpemente en un final de risa falsa y tierna:

—Oscar Wilde... El director del diario calló pero sus ojos todavía posados en Ernesto se

transformaron imperceptiblemente, inmovilizándose para no dejar transparentar nada. Ernesto sonreía. La sala decayó de improviso como polvo de arroz tostando la piel, la vista cansándose, la lámpara disminuyendo de fuerza —Irene tuvo un movimiento apresurado:

—¡Saluda a todos, Ernesto! Sin mayor placer todos apretaron la manecita tibia de Ernesto que

sonreía y que se detenía en medio de la sala sin saber qué hacer a continuación. Los ojos ensanchados parpadeaban de nuevo serios.

—¿Entonces? —preguntó Irene, riendo irritada. El niño miró y dijo inexplicablemente, en voz alta: —Sí... —una especie de niebla roja subió alrededor de un ojo. Irene

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ligeramente desamparada observó la mancha oscura; parecía buscar al invitado más humilde en busca de apoyo y le dijo a Virginia con una sonrisa difícil:

—¡Él es tan sensible a veces! —Sí, sí —dijo Virginia riendo demasiado. —¡Di buenas noches a todos ahora! —repitió Irene sintiendo que todo

se había perdido. El niño abandonado se obstinaba en mirarlos esperando. Tan gracioso, dijo la señora más gorda. El padre entre el director del diario y Vicente, alto, seguía la escena con miradas rápidas y angustiadas, Irene lo buscaba por un segundo, la familia se desdoblaba sobre las visitas. Irene empujó a la criatura suavemente afuera de la sala. Cuando Ernesto desapareció, regresó ella, alisando el vestido en el cuerpo delgado y súbitamente sin elegancia; todos parecían exigir el final; ella rió y dijo en voz alta en una apelación: él estaba cansado... Ah, sí, es claro, naturalmente, dijeron de prisa algunas voces. La bebida le impedía que los acontecimientos se enlazaran unos a otros por atajos visibles, pero hacía que ellos se sucedieran a los saltos, suaves, insensibles, tibiamente fatales. Ella no debía beber, hoy se había desmayado, podía repetirse —y como si el hecho de desmayarse tuviera un sentido secreto, no soportaba desfallecer sino estando sola; y volver del vértigo abriendo los ojos sin entender nada—. Así fue como repentinamente estuvieron en el comedor sobre piernas arqueadas y gordas. Y una de las mujeres, astuta, audazmente viva, lanzó una rápida saeta en su dirección:

—¿Y su hermano?, ¿su simpático Daniel? Pero antes de que ella terminara de abrir la boca en una sonrisa,

alguien respondió por ella y nuevamente su boca cerróse en una sonrisa. Alguien agregaba: ¡él se casó hace a un tiempo, por Dios!, con una muchacha de muy buena familia. Ella no necesitaba hablar mucho, había sido invitada solamente por Vicente. Nadie esperaba de su cuerpo sino que comiese discretamente usando la servilleta, sonriendo. El simpático Daniel. Entonces el cariño que sintiera por él sobrepasó sus fuerzas con dificultad y dolor. Lo que ella deseaba con el corazón uniforme, ardiente y martirizado, era morir antes que él, no verlo nunca dejar el mundo, nunca. Dios mío —ella miraba un punto en la pared con ojos vidriosos y luminosos—. Y de repente se sintió helada y bruta: ¿y si él estuviera muriendo en ese momento?, ¿por qué no, idiota?, ¿acaso no puede suceder todo?, ¡puede, sí que puede, idiota! Ella se detuvo yerta, se apretó con las dos manos el corazón mirando hacia cualquier lado con cuidado y delicadeza. Escuchando los ruidos alrededor sabía que si comenzaba a sufrir ellos, todos, se alejarían peligrosamente corriendo, comiendo y riendo, lejos para siempre, en una cálida alucinación, intangible. Ella esperaba. Del ruido suave venía la sensación confusa y tonta de que la vida presente era mayor que la muerte y cada instante que pasaba sin traerla reía de miedo —casi pacíficamente asustada, ella bebía un poco de vino: él

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estaba vivo—. Él estaba vivo. Y era tan valeroso. Él no haría nada pero era tan valeroso como colérico, como un conquistador. Él nunca se movería para salvar ¡quién sabe!, ni siquiera a una criatura, pero era generoso así como ella viviría aún sin moverse. Y tan orgulloso... no había nada de lo que no se juzgara capaz pero por una misteriosa fuerza nada haría. Miró enfrente de sí a uno de los rostros de tan rica vulgaridad, el rouge vivo en la piel pálida, una comprensión sensual y rápida. Todos se conocían desde hacía tiempo y conversaban sin interrupción en un medio tono. Qué fácil es todo con la bebida, Vicente —¿si no cómo estaría tan bien sintiendo el brillo de los propios ojos flotar entre ella y los objetos?—, sentía una impresión casi indecente en las piernas dulces de vino. Ellos vivían de los acontecimientos que tenían, usando lo que se podía usar. Irene fulguraba sobre el tejido oscuro, la calva del marido era feliz preguntando: ¿no estás sintiendo corriente de aire?, aunque un poco triste, Irene permanecía atenta, ávida, espirituosa y dura con los cabellos cortos mientras él tenía más aspecto de persona. En toda su vida debería haber sido un hijo, un hermano. Y ahora un padre. Todos, inclusive las mujeres, poseían una especialidad de carácter, de pasado o de trabajo —y era por esa especialidad que se trataban y reían—. Hablaban con placer de sus propias dificultades. Solamente María Clara, de quien escuchara sus historias con alegría, no se refería a su trabajo de pintar flores sobre jarros de barro y exponerlos en salones invitando a los amigos; solamente María Clara con el rostro un poco ancho, los círculos espaciosos de las ojeras lilas y sin dolor, fumaba hasta en la mesa de la cena, mostrando los dientes húmedos. Vicente, ¿dónde está Vicente?, como una criatura que despierta de noche sentada en la oscuridad, llamando a la madre, mamá, rascándose el cuerpo con manos somnolientas. ¡Allá estaba él!, él sentía vergüenza de que ella no fuera como él, ah misterio —Vicente se dirigía al cuerpo de Irene y de María Clara con aquella reverencia controlada empleada para con las mujeres aún no poseídas: un respeto, pensaba absorta Virginia, como si él pensara que las tornaba indignas poseyéndolas—. Pero no, no: la misma palabra que ahora casi se dijera en su interior, misterio, lo explicaba. Misterio femenino, misterio de una mujer cuyo hijo de pijama a rayas ahora dormía, misterio de una mujer que sin un rouge brillante sería tal vez incapaz de reír alto lanzando la cabeza lisa para atrás con risa o con cansancio —y mientras la cabeza se mantenía caída y la garganta se estremecía con la risa, seguramente los ojos comenzaban a pensar en otra cosa que seguramente estaba lejos porque ella inclinaba el oído casi tensa en el espacio—. Sin impedir que la risa llegara a su final:

—¡Oh, no! —dijo María Clara sacudiendo la cabeza, riendo con los dientes ligeramente grandes y salientes brillando de saliva. Pero Virginia no quiso notarlos, se encaminaba hacia un final de sentimiento, se estimulaba: no grandes, pensaba hiriéndose y observando la mirada risueña de Vicente, claros y finos. Era horrible sentirla tan penetrante y

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saber que si Vicente no fuese atraído por su existencia, ella misma, Virginia, lo despreciaría, feliz. Si él huyese hacia aquella mujer gorda, ella no sufriría ni lo aceptaría de vuelta... sí, pensó con una sorpresa disfrazada, sí, sería finalmente libre. Si él fuera hacia María Clara ella esperaría sufriendo y lo recibiría a su regreso. Sentía crecer su infelicidad a cada instante. Al mismo tiempo sonreía como si fuese tibio soportarla. Con un profundo sentimiento de ironía que jamás podía subir a los labios en sonrisa, por un profundo sentimiento de ironía y martirio propio, ella pensó con ternura en los dos, entregándose una al otro y en el mismo instante despreciándolos con una sinceridad que la liberó de ellos. Deseó verlos juntos y alegres y su rechazo por Vicente creció a medida que él reía fumando en la mesa —entonces, éste era el hombre con quien...—. Bebió una copa de agujas dulces y ácidas que le subían por la nariz. Borracha, borracha, decíase con una vergüenza caliente, ya sonriendo. Se sorprendía que no la alteraran deseos de cometer tonterías; lo más que desearía era decir en tono bajo y misterioso, casi con furia, a todas las partículas de aquel aire tibio, íntimo y brillante: adiós, adiós. Y en eso hacía presa una angustia, una mancha oscura y opaca.

—Gracias, acepto una copa... ah, naturalmente... —dijo sacudiendo el cuerpo con la gentileza de quien espera una propina.

—Virginia —rió Vicente—, no te parece que es un exceso... Él tenía una forma de hablar con ella en público... Clara y fría, para

que todos escucharan, participaran y nada se estableciera entre ellos. Nada de esencial había sido alcanzado con su amor: ¿nada? María Clara había sido poseída por muchas cosas, de ahí su aire maduro y saciado; había probado de todo suavemente, muy plena, su modo era el de alguien descansado y cansado. Pero de pronto su rostro parecía afinarse, ligeramente pasivo y desesperado, muy inocente como si intentara aislarse dentro de sí misma. Cierto pensamiento le daba un aire de entrega, la boca se transformaba en una expresión casi fea e íntima como si ella estuviera sola. Sin embargo no se podría confiar y adelantarse porque ese mismo gesto resolvíase en una mujer calma y libre, que pintaba flores en jarras de barro. María Clara reía, se tornaba más vulgar, más vieja y más atrayente y Virginia prendíase al sonido de su risa entre seria y asustada. Temía cada vez más ser fascinada por ella como lo fuera por Daniel en la infancia y transformarse en su esclava. Sin embargo, María Clara ni siquiera le daría órdenes y por lo tanto no necesitaba de Virginia, que la ofendía. Con los labios mojados de manteca su vecino le habló por primera vez:

—Una linda comida, ¿no le parece? Ella lo miró fijamente, largamente, recorriendo sus labios, y preguntó

con dureza y alegría brutal a pesar de haber escuchado: —¿Qué?... —pero el momento se disolvió y ella preguntó con

delicadeza—: ¿Qué? Entre el plato de Adriano y su palabra aislada una arveja verde y

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redonda, grasa. ¡Sobre el mantel de encaje!, antes de poder evitarlo miró: ¿fui yo, usted?, se ruborizó enseguida pero él ¿comprendiendo?, le extendió el plato con pan redondo —¿estaba perdonándola?, pero no había sido ella quien... la arveja...— y le dijo amablemente, sí, amablemente con un aire distante y breve:

—¿Pan? Vicente le había dicho que ella se sentaría al lado de Adriano, no

necesitaría hablar mucho y sería bien atendida. Él había insistido en que fuera a la comida, le había mandado flores. Pero ella sabía que la insistencia había partido de Irene o de alguno de sus invitados: todo se deslizaba bien, realmente, la comida era un éxito, el marido de Irene se reía inclinado sobre la mesa, a pesar de que las voces por momentos se liberaban muy por encima del armonioso ruido de los cubiertos haciéndose desagradablemente más fuertes —después de la reunión sentiríanse amables entre ellos, agradecidos porque ninguno se había ofendido, porque ningún trozo de gallina había saltado fuera del plato, porque nadie había comido hasta el punto de sentirse infeliz, solamente aquella plenitud que un momento más la haría incómoda, dejando los ojos turbios y afligidos— pero no, solamente el leve aturdimiento gentil, gentil, gentil. Cómo entiendo todo, cómo entiendo todo, sorprendíase apasionada y confusa: Dios mío, hacedme triste —ella había sentido los ojos y los labios; y en medio de toda la fuerza de Irene manejándose con cierta angustia sobre todos, indagando en cada rostro rigurosamente si todo iba bien—. Eso ligaba la comida a la cocina hacia donde se dirigían rápidas miradas de Irene y donde la escena debía simplificarse con una lámpara amarilla, humo amontonado desde los platos servidos y donde la empleadita de delantal y toca duros de goma perdía la impersonalidad. ¡Oh, no!... dijo María Clara riendo, una de las manos de uñas centelleantes a medias levantada sosteniendo un cigarrillo, inclinando imperceptiblemente el cuerpo dulce y maduro. Ellos formaban un grupo que se entendía. Si uno de ellos veía el dibujo de una mujer triste y cansada con un vestido rojo, decía con aire sucinto: el trazo es bueno. Y de esta manera hombres y mujeres se reunieron un instante en aquella sala castaña —se le ocurrió con un suspiro. Dijo con voz clara y agradable— ella que estaba lejos de la Granja, lejos del propio nacimiento, nadando en un líquido desconocido pero nadando:

—Por favor, ¿quiere pasarme las aceitunas? Y entonces las cosas se tornaron reales. ¿Quién la había obligado a

hablar, quién podía llorar con miedo y cansancio en ese instante porque si existía una frase extraña para decir era ésa: por favor, ¿quiere pasarme las aceitunas? Las cosas huían de ella brillando a la distancia, la mesa refulgía en los cubiertos y cristales, todos inclinaban las cabezas hacia los platos sonriendo, ella exhausta de sonreír siempre suavemente, sin lanzar jamás una carcajada —el rostro liso, grande y rosado—. El hombre que estaba frente a ella era un gran periodista, le había dicho Vicente, agregando:

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claro que vino como amigo de Irene, no como director del diario: no era un gran periodista, recordaba ahora, era el director de un diario. El rostro de Vicente se deshacía como un lago. Si Daniel estuviera presente, espirituoso como se tornara ¿sería “espirituoso” la palabra?; ella temía confusa..., él daría una buena respuesta: no, parece una herida que todavía no cicatrizó totalmente. Realmente, cuando Daniel reía los rasgos se empujaban y la gente casi debería gritar: cuidado, cuidado. Pidió agua a la empleadita, tan natural era de pronto la vida. Sobre todo había ciertas cosas que al suceder eran tan fuertes que destruían a su contrario por más real que él hubiera sido —¿estaba explicándolo bien, Vicente?; porque ella no conseguía recordar a su cuerpo anterior a Vicente, sino volviendo a una ventana en la noche, sin conseguir dormir—. El amor había venido en una sola ola borrando la espera. Pero jamás volvería a poseer la fuerza que tuviera cuando era virgen. Al mismo tiempo sentía la conciencia firme de que nada se había alterado, nada. No exactamente eso... Sino como si Vicente y la ciudad fueran temporarios como la lluvia que no puede durar. Le gustaría decírselo a Vicente, sería bueno que él notara que no la había hecho feliz —¿o sí?— y entonces dijera: pero Virginia, querida mía, yo no quería eso... Ella le respondería: pero es que yo me siento tan feliz de sufrir por ti... es lo máximo que puedo hacer por alguien... Ella había sufrido por Daniel, solamente eso. El director del diario tenía las orejas carnudas y ávidas, groseramente abiertas al lado del rostro y mientras hablaba señalaba con un dedo las cosas más imposibles de estar presentes. Pero ¿qué sucedía? ¡Dios del Cielo!, eso le daba felicidad, ella sentíase como una parte de la luz trémula, tuvo la honda intuición de que era bueno vivir —pero eso terminaría, aquel instante centelleante y helado, aquel momento de la comida exitosa mezclada a un placer calmo y tibio en el estómago, aquel momento que reunía en un recuerdo compacto los minutos victoriosos... ¿qué sucedía?; ¿qué sucedía, pues?—. Le ofrecían un cigarrillo y ella lo golpeaba en la otra mano cerrada en un gesto familiar a los otros, pero nuevo, equilibrado, tensamente elegante y displicente para ella. Ella se sentía horriblemente feliz, se superaba agonizando.

Pesada de cansancio y vino, consiguiendo alcanzar los lugares y las situaciones por etapas sin unión, se levantó de la mesa con los otros, pesada de tristeza. Miró a Vicente sintiéndose extremadamente femenina y pensativa. Los ojos de él como paredes iluminadas ocultaban pero no se dejaban atravesar. El modo de estar con ella en público. Como si ella lo hubiera forzado a algo en el pasado y ahora irremediable, odiosamente irremediable: ese se rebelaba contra ella como contra una familia. En una cólera muda y violenta lo miró firmemente: finalmente, ¿qué tengo yo con él?; ¿no poseo mi propia habitación?; ¿no duermo mis propias noches? El director del diario se levantó, la servilleta cayó, él se inclinó, nuevamente se incorporó; ¡la cabeza golpeó en una esquina de la mesa!; él miró ligeramente espantado sin la menor alegría con la servilleta en la mano, los

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labios fofos, brillantes, todos miraron, hablando de varias cosas. —El ridículo es tan bueno, ¿no es cierto? —consiguió ella con

repentina fuerza reunirse en palabras ciertas, empujando discretamente la espalda de Vicente, sintiendo nuevamente una perturbación que la aproximaba extraordinariamente al hecho de ser mujer, de haber vivido, una sensación de sí misma—. Es tan bueno a veces, ¿no es cierto? —el vino la dejaba liviana, Vicente la miró sorprendido, retiró el cuerpo con delicadeza como si precisara dirigirlo a la silla en la que se apoyó; tal vez ella debiera sacudirlo, decirle: ¿no me reconoces, no sabes quién soy, no recuerdas?; pero él le sonrió un poco con los ojos, exactamente lo bastante para quitarle su fuerza; él siempre hacía que “la cosa” no pudiese ser usada: ahora, después de esa media sonrisa, aunque ambos supieran que era falso, ella no podía sacudirlo, decirle quién era ella, ni siquiera con una mirada: pero el ridículo era gracioso. Daniel lo aprobaría. Y ella sabía andar entre los bellos muebles oscuros con su vestido blanco, ella los comprendía con una mirada, veía con los ojos cerrados su propia armonía con las cosas en una percepción que venía de afuera para adentro a través de una gracia concedida por extrañas vibraciones. Recorriendo la sala con la mirada se tornó claro, como si explicara toda la noche, se tornó claro que a ella no le gustaba Adriano; él le despertaba malestar y sorpresa como el aviso que se tiene frente a una naturaleza mala. Es mi amigo, decía Vicente breve y bruscamente, cortándole cualquier pregunta que ella le hiciera vuelta hacia él, pestañeando los ojos en una curiosidad que él detestaba. A ella no le gustaba. Por un motivo sorprendido —lo descubrió animada en ese instante— porque él había estado cerca cuando ella conociera a Vicente... y eso lo excluía. Pero... no. no podía ser eso... Pero sí, era eso mismo. A veces Adriano la ayudaba imperceptiblemente a vivir. Frente a él, por ejemplo, de algún modo misterioso, Vicente parecía interesarse más por ella. Y la actitud de Virginia era una difícil comprensión de ese favor. Lo miró. Él mismo era frío y delicado —sí, sus manos eran frías— y la observaba con una atención que sin embargo no la hería. Por esta razón, junto a él, inexplicablemente ella se acentuaba violenta e irónica tratando con cierta perplejidad y placer de mostrarse peor de lo que era, masticando con la boca abierta en la comida, rascándose como ahora la cabeza, en una oscura alegría.

—Sus flores pueden caerse... —decía él. —Ah... muchas gracias, querido —fue Vicente quien agradeció. —Ya sé. Estaba con él cuando fueron compradas. ¡Ah, sí!, y ahora se

hacía claro que, sin Adriano, jamás Vicente se hubiera acordado de mandar las flores. Sí —y ella disfrazó la intensidad de la mirada conteniéndose, roja—, debía establecer para siempre que ambos no se soportaban. Así como ella y la mujer de Daniel no se deberían tolerar. Lo miró sin conseguir contener aquel confuso impulso que venía del hombrecito. Pequeño, limpio y fino, él expandía una luz seca a su

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alrededor. Parecía no haber venido de ningún lugar especialmente; cuando se despedía, sus manos de uñas claras cortaban ligaduras invisibles y parecía que él no fuera exactamente a ningún lugar. El hombrecito, lo llamaba ella. Sin ser ella muy alta, sin embargo, parecía sobrepasarlo y eso la humillaba; pero él no demostraba haberlo notado. En vez de sensualidad, como Vicente —miró a Vicente que reía quitándose los anteojos y limpiándolos con el pañuelo—, en vez de sensualidad él parecía poseer una quieta persistencia. Cuando se sentaban alrededor de una mesa, en un bar, él no daba la impresión de tomar parte sino de esperar, sin apoyar el cuerpo delgado en el respaldo de la silla, sonriendo con dientes regulares y limpios; pagaba todos los gastos y jamás nadie se oponía, porque él era rico y además había algo en sus actitudes suaves y directas que tornaba imposible impedírselo. Él no fumaba y bebía con rapidez. Virginia veía incómoda que Vicente lo dejaba pagar, invitándolo siempre que salían, interponiendo entre ellos dos, altos, al hombrecito. Y sobre todo el aire alegre y voluptuoso de Vicente, como infantilizado, junto a Adriano, haciendo observaciones y viviendo con animación junto al otro que escuchaba sin ferocidad, mirando con aquella su extraña ausencia de confusión. Lo que no había en él era sueño.

En ella existía la preocupación de reír cada vez que fuera necesario y eso le daba un rostro afligido como el de un sordo, pensaba Adriano con un aire minucioso, como el de quien encuentra algo en las arenas de la playa; pero esa dificultad de seguir la conversación, una tendencia a cierta inexpresiva calma como si ella en ese momento no pensara en nada; lo que más podía sorprender en ella era cierta sinceridad inconsciente pero no pueril; como si hace mucho tiempo hubiera comprendido algo, ya lo hubiera olvidado, pero aún restara la marca de la comprensión; ella no sabía hablar o explicar pero se movía como si lo supiera; tan tonta al mismo tiempo, tan baja de cierto modo; lo que al comienzo se llamaría una persona tonta y normal; a veces, sin embargo, asumía una actitud profundamente desconocida que casi no se percibía, un gesto diluido, un movimiento en el fondo del mar, adivinando en la superficie. ¿Quién?, ¿quién pensaba?, él, él mismo —se estremeció con una sonrisa luminosa, y como resignado, como alguien apenas despierto—. Las uñas demasiado cortadas apoyadas en la cal seca de la pared, los dientes perfectos. Sus dedos se detenían en el halo de los objetos y de las personas. Dios, dad genio a los que necesitan genio —son tan pocos los que lo necesitan—; sonrió con los labios delgados, con su clara y delicada salud, sacudiendo en la risa una cualidad que jamás alcanzara el desfallecimiento del propio ser. Él disfrutaba. Miró a Vicente, y con los ojos lo colocó junto a Virginia: sobre todo las miradas de ambos eran los de una hembra y un macho de dos especies diferentes; sin embargo, él jamás hablaría con Vicente, ésa era la calidad de amistad que él le dedicaba con los ojos abiertos. Su cabeza se aguzó inteligente, fresca y vacía: sí, él tal vez pudiera amarla a

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pesar de su clara insignificancia, pensó con un aire vivo y de nuevo buscaba un pequeño molusco entre las arenas de la playa. Sacarla de Vicente sería fácil por Vicente, reflexionaba él con rapidez e inteligencia como sobre un complicado y sutil problema: empero, ella debía poseer una obstinación de criatura. La miró con cierta límpida precisión, como para comparar lo que pensaba con el modelo. Lo que excitaba en ella era la vulgaridad como en una prostituta excita el vicio, de alguna manera ella parecía hecha de su semejanza con los otros. Mirándola un instante con sagacidad la vio de perfil, de nuevo tonta, un poco vanidosa, el mentón apoyado en el pecho, y enderezando en el escote las flores con ambas manos. Él disfrutaba. Las ropas la hacían ridícula, hacían recordar un árbol cubierto de telas, una fruta picada por un broche. Más que una mujer, ella parecía imitar a las mujeres con cuidado e inquietud. Y ella irritaba; sin embargo no a él, no a él —él reía con silencioso y agudo placer—. La realidad reía de todos ellos. Ella arreglaba las flores con todos los dedos. Sus labios poco destacados se escondían en sombras nacidas de la posición de la cabeza. Los senos se congestionaban apretados por las ropas, las caderas se ensanchaban con cansancio y sin belleza. La miró, la delgada cabeza hacia adelante, los ojos móviles y velozmente interesados con frialdad. Cerró los labios; con un pequeño esfuerzo como en una experiencia él podía sentir una sincera crueldad falsa hacia ella, un cierto desprecio. Virginia volvió el rostro y lo miró. Él se endureció en su color marfil, sorprendido en mitad del juego. Ambos se miraron largamente, sin interés; el corazón del hombre sonó pesado, desconocido.

—Adriano, ¿notó usted que mucha gente se junta en un salón, y después de un tiempo terminan pensando igual?; por lo menos al comienzo... Aquí mismo, ese señor gordo que está allá dijo una cosa que yo casi dije ahora... Parece que uno termina adivinando, ¿no? Pero no siempre, porque finalmente —ella parecía recordar y después de una pequeña vacilación agregó con cierta fuerza— porque finalmente todo es relativo... Yo siempre pensé: todo, todo es relativo, ¿no cree?; no siempre sucede así porque naturalmente toda regla tiene excepciones... es claro, eso ni es necesario decirlo...

El rió, y todos los dientes aparecieron silenciosamente. Ella volvió el rostro hacia otro lado mirando algo nuevo. Caminó hasta el sillón y sentóse. Durante toda la noche había mirado desde lejos el sillón deseando disimuladamente sentarse sobre él. En realidad, siempre había vivido a la orilla de las cosas. El sillón era largo, estrecho y verde; un verde lleno de resentimiento y quietud acumulados en él por los años: en los brazos el color se había ido retirando reservadamente y un fondo casi castaño se destacaba dulce y martirizado por los continuos desgastes: en verdad era un espléndido sillón donde se podría dormir un sueño oscuro, opalescente —y sintió cansancio y tristeza. Toda la sala de Irene era vertiginosamente verdosa, pálida, mortal— Vicente reía. Ella sonreía a todos. Vicente

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hablaba, con el aire cínico de quien vive hace mucho tiempo. —Él tiene algo de femenino o por lo menos de muy común en las

mujeres. Él piensa con movimientos, sus pensamientos son tan primarios que los actúa... ¿Recuerdas, Adriano? —cómo pronuncia la palabra “Adriano”...— él había entrado en la sala aquella noche y al vernos reunidos le pareció que estaba de más y se retiró. Todo eso le llegó con poca abstracción, un pequeño gesto, una señal mínima acompañó cada fase alcanzada por el raciocinio. Daniel —él volvió súbitamente a Virginia asustándola y ella rápidamente miró a todos— diría en ese caso: detesto a las personas en las que sorprendo las convulsiones de la inteligencia...

Todos rieron, ella rió como si fuera la madre de Daniel y tuviese derecho a la timidez. Pero de un instante a otro pensó que ellos estaban riéndose de Daniel —enrojeció violentamente— riendo de eso mismo que ella... no, ella no reiría jamás, aunque... sí, cierta manera que tenía Daniel de concluir una cosa que todos ya habían concluido antes discretamente... ¿era eso?, él, él —¿por qué no pensar una sola vez?, se enojó asustada— él, prosiguió dócilmente con el pensamiento que ya conocía, él tenía realmente una vida dura y cómica.

—Gracias... —Pero Virginia... —Vicente hacía que los dientes brillaran

odiosamente— ¿cuántas copas has bebido? Ella no sonrió, Vicente desvió los ojos, Adriano los miró, huía, se

hablaba y se fumaba, ella bebía. Un licor de anís. El líquido espeso y casi tibio, anís era lo que le regalaban en caramelos cuando era niña. El mismo gusto prendiéndose a la lengua, a la garganta como una mancha, aquel gusto triste de incienso, alguien comiendo un poco de entierro y de oración. Oh, la tranquila tristeza de la memoria. Al mismo tiempo salvaje y domesticado, sabor violeta, solitario, vulgar, solemne. ¡El padre traía caramelos de anís del centro!, ella los chupaba sola en el mundo con su amor por Daniel, uno por día hasta terminarlos, asqueada y mística, tan avarienta, tan avarienta como era. Bebió el licor con placer y melancolía, tratando nuevamente de pensar en la infancia y simplemente sin saber cómo aproximarse, de tal modo la olvidara y de tal modo ella le parecía vaga y común —queriendo mirar el anís como se mira un objeto detenido pero casi sin poseer su gusto porque el fluía, desaparecía— y ella sólo conseguía el recuerdo como la luciérnaga que apenas desaparece —le gustó la noción que surgía: como la luciérnaga que apenas desaparece... y notó que por primera vez en su vida pensaba en las luciérnagas a pesar de haber vivido tanto tiempo junto a ellas... reflexionó confusamente sobre el placer de pensar en alguna cosa por primera vez—. Era eso, anís violeta como recuerdo. Disfrazada detenía un sorbo en la boca sin tragarlo para poseer el anís presente con su perfume; inexplicablemente entonces él se negaba a oler y a dar su gusto mientras permanecía parado, el licor amorteciendo y entibiando su boca. Vencida, tragaba el líquido ya viejo, él

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descendía por la garganta y sorprendida ella notaba que él había sido “anís” durante un segundo ¿mientras resbalaba por la garganta o después?; ¿o antes? No “durante”, no “mientras” aunque resumiendo: había sido anís un segundo como el apoyar la punta de una aguja en la piel, sólo que la punta de la aguja daba una sensación aguda y no el gusto fugaz del anís que era ancho, calmo, quieto como un campo, eso, un campo de anís, como mirar hacia un campo de anís. Le parecía que jamás se estaba sintiendo el gusto del anís pero ya se había sentido, nunca en el presente pero sí en el pasado: después que sucedía quedaba pensando al respecto y ese pensamiento al respecto... era el gusto del anís. Se movió casi victoriosa. Cada vez comprendía más al anís tanto que no podía casi relacionarlo con el líquido de la botella de cristal —el anís no existía en aquella masa equilibrada, sino cuando ésta se dividía en partículas y se esparcía en las personas como un gusto—. Anís, pensaba ella distraída y veía a través de la puerta abierta una esquina del comedor y en ella un cuadrilátero del aparador cristalero y sobre él el plato con frutas artificiales, radiantes, estúpidas de barniz. Ahora comenzaba a sentir un sentimiento casi silencioso, tan inestable que ella cuidadosamente no debería tomar conciencia de él. En esos mismos instantes su cuerpo vivía plenamente en la sala de visitas mientras ella adivinaba la necesidad de rodear de soledad el comienzo, levantándose en la penumbra. Bajo una actitud de calma y dura claridad no se dirigía a nadie y se abandonaba atenta como a un sueño que se va a olvidar. Atrás de movimientos seguros intentaba con peligro y delicadeza rozarlo leve y esquiva, buscar el núcleo hecho de un solo instante, mientras la cualidad no se posa en cosas, mientras lo que es sí no se desequilibra en mañana —y hay un sentimiento hacia adelante y otro que decae, el triunfo tenue y la derrota, quizás, apenas la respiración. La vida haciéndose, la evolución del ser sin destino—, la progresión de la mañana dirigiéndose a la noche pero alcanzándola. De repente ella hacía un gesto interior casi brusco o veía la sonrisa sonámbula y luminosa de María Clara y todo dentro de ella se confundía en sombra subyacente, los movimientos difusos resonando. Quiso retomar su camino sinuoso en la oscuridad pero había olvidado sus pasos con el vértigo de una rosa blanca. Había olvidado en qué lugar de su cuerpo se acomodara para poder extrañar. Le quedaba un sentimiento indeciso como una promesa de revelación... algún día que ella quisiera con verdadera fuerza real... ah, si tuviese tiempo. Pero cuándo tendría ella en la vida un cuidado tan potente que la hiciera obtener por deseo aquello que le viniera misteriosamente espontáneo. Le había quedado una sensación de pasado. Súbitamente sólo sabía que algo había sucedido porque ella misma en una prueba material existía ahora sentada en el sillón. De ahí en más recomenzó a vivir por el hecho de estar sentada en el sillón. Permanecía absorta mirando con una insistencia casi aterrorizada más allá de una silla; le parecía imposible ser despertada de su extraño sueño. Y

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como todos se callaran por un momento en una pausa de final de conversación, miraron a su alrededor, la descubrieron y sonrieron en una sorpresa irónica. Ella había quedado con un aire absurdo en los ojos atónitos, los labios engrosados y su rostro parecían zumbar imperceptiblemente en vibraciones. Pero como si por un instante demasiado largo se hubieran fijado en una luz fuerte, el ambiente parecía oscurecerse bajo una nube sombría, un error de visión, y una pálida pausa de la vida le ensanchó las pupilas por un segundo.

—Virginia está silenciosa esta noche —dijo Irene sonriendo, despertando rápidamente—. Su función parecía ser la de atizarla. Todos se rehicieron con un ligero movimiento de suspiro.

—Ah, no, no es hoy solamente —respondió Vicente en un tono falsamente alegre—, ella es, ¿cómo se dirá?, una criatura seria... Todos se rieron y de esa manera él la repudió en público sacando de sí claramente la responsabilidad de su existencia. Hicieron rodar el disco en un rincón penumbroso de la sala y ella sintió crecer la música por encima de los ruidos, ella que jamás pensaba en la música. De repente, los sonidos se elevaron armoniosos, altos, castos, sin tristeza. Eran sonidos tan ligados a ellos mismos, caían a veces en una riqueza casi pesada pero no compleja, sólo comparable al olor del mar, al olor del pescado muerto —cerró los ojos alcanzada, soportando algo dulce, agudo y lleno de alegría; no, no era como el amor, no se revolvía sin socorro en la náusea del deseo, no amaba vilmente la propia agonía. Era un dolor, pero un dolor que no era el que se elevaba de aquellos caminos interrumpidos e imposibles—, cómo las cosas caían en ellas mismas, se tornaban verdaderas, finamente verdaderas, oh, Dios, Dios, socorredme. Ésa era la sensación: oh, Dios, socorredme. Su desesperación sobrepasaba misteriosamente las amarguras de la vida y su alegría más secreta escapaba al placer del mundo. Aquella íntima impresión de extrañeza. Cómo era todo de nuevo, cómo se libraba ella de todos, del propio amor a la vida, tranquila y sin ardor.

—Ahora voy a unir el segundo tiempo... Abrió los ojos cerrados por un instante, se vio a sí misma sentada en

el sillón en una postura quieta, el cuerpo cerrado dentro de sí mismo. Varias personas se movían, se atravesaban luminosas. La espalda curvada, ella no podría posar para una escultura griega pero era profundamente una mujer, una sensación de irrealidad la envolvió. Le pareció de pronto —como si viera algo desaparecer en silencio—, le pareció que ella misma se equivocaba, mistificada y fluctuante. Miró con ojos vagos cierta vida inmóvil y leve a su alrededor mientras los labios se entreabrían en una sonrisa asustada; con la palma de la mano rozó el fino borde del estante a su lado y al contacto áspero volvió a la superficie de la visita y de la cena. María Clara se encaminó hacia ella y como entregándole una flor dijo sonriendo:

—Virginia, ven un día a mi casa... No estoy invitándote por

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cumplimiento... —repitió—. Ven... vivo sola... Vamos a tener una buena charla de mujeres, vamos a hablar de soutiens, dolores menstruales... lo que quieras... ¿de acuerdo?

Virginia sonreía confusa, encantada, reía en exceso animando a su cuerpo: sí, sí... de acuerdo... El círculo se formó apretado y ruidoso junto a la puerta y Virginia quedó más allá de él teniendo al frente espaldas gordas y oscuras sacudidas por movimientos de risa que ella no podía seguir. El hecho de ser expulsada formaba parte de su propia naturaleza. Intentó insinuarse entre dos hombres pero de inmediato percibió su gesto, y se retiró, permaneció algunos pasos detrás del ruido, miró a su alrededor, libre. Finalmente deslizó la mirada por la ventana, hacia la noche negra e informe que se extendía más allá de la luz pálida y viva de la sala. Ella podía mirar desde todas partes hacia la noche, había tiempo —los gallos sobrevolaban suspendidos en la oscuridad congelada y cada hoja se incrustaba en el aire como para siempre—. La ciudad abajo era centelleante y fría, de lejos parecía inmóvil, tranquila y peligrosa. Y como nadie la veía retiró de la bandeja otra copa, bebió, tosió un poco, pero nada fue visto, las cosas vacilaban brillantes y sofocadas. Todos extendían la mano hacia una mujer y también ella extendió la suya, que no tardó en sentir ligeramente apretada con cierta humedad, una insistencia antipática y varias palabras. Irene. El automóvil se deslizaba suavemente, en el interior cálido el motor respiraba como un corazón. Plena de confort y de nostalgia se encogió entre Vicente y Adriano. Con los ojos brillantes y endurecidos por el whisky ellos conversaban aproximándose a Virginia, sintiendo el calor de su cuerpo, con los ojos fijos disimulando, y las palabras cortas. En medio de la somnolencia ella se sintió un poco infeliz y desamparada, los párpados pesados, los labios torpes y cínicos. En una crisis fluctuante y fugitiva quiso ser protegida, que alguien la defendiera, la considerase excesivamente pura para ser tocada así, equivocándose y conmoviéndola —entre los dos hombres la comodidad se profundizaba—. De la calle llegaban sonidos de bocinas solitarias: con las pupilas humedecidas de sueño ella miraba la sombra. Sin advertirlo dormitó un poco sujetando fuertemente en el regazo el ancho sombrero blanco que sobrenadaba en la penumbra, viendo como en sueños las luces parpadeando en la ciudad vacía. Fue tan rápido el viaje que en breve ella abría las sábanas de la cama, y abría los labios diciendo un nombre lleno de suavidad y oscuridad: Vicente. Vívidas se estremecían las flores en las tinieblas. Como si ella se disolviera y se sumergiera en la propia materia disuelta y en la lechosa y traslúcida oscuridad, ella misma se deslizaba como un pez puro volviendo la cola serenamente resplandeciente. Sí, Vicente. Avanzaban sin miedo y sin prisa, los grandes ojos límpidos cerrados a través de sí misma, mientras el hombre se alejaba con otro hombre dentro de un taxi a través de la ciudad acompañados por la falta que ella sentía de ambos apretándola e insultándola, recostándola en el

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fondo del automóvil. Repentinamente el reloj del vecino golpeó tres notas transparentes en tres planos de sonidos, el primero alto y asustado casi solidificándola en un comienzo de vigilia, el segundo conteniéndose entre el primero y el que le seguiría, el último, más bajo apaciguando, apaciguando, cada uno separado del otro y brillantes como diamantes separados unos de los otros y brillantes —sólo que las tres notas eran líquidas y los diamantes jamás temían quebrarse en una misma confusión—; ella continuó deshaciéndose en un gran mar grueso cruzándolo llena de una calma que estaba hecha de satisfacción, del sentimiento en el coche profundo, de esperanza, de memorias esparciéndose —con un parpadeo ella cambiaba el plano de su existencia interior—. Una criatura vistiendo un largo camisón lentamente se levantaba como un blanco en el fondo de su visión aunque apenas intentaba verla mejor, todo desaparecía en su propio mar —ella siempre experimentaba cortas visiones y cerrando los ojos sobre los ojos ya cerrados veía en la oscuridad formas hechas con su propia oscuridad—. Cada pequeña ola pasaba a la otra como un mensaje: Vicente, y a cada Vicente todo era mucho más real y sería inútil negarlo. Por un segundo sentía que estaba sobre la cama blanca, excesivamente rápido, ya que no era ella quien lo sentía sino apenas un trozo de su brazo apretado bajo la almohada —a cada Vicente hundíase más y más en la propia naturaleza—. Y también, más, más, casi a punto de ver del otro lado algo verde sombrío alumbrando como una linterna que era el recuerdo inmóvil de una linterna de fiesta en Brejo Alto, ¡ah, Brejo Alto! Un último Vicente como un suspiro antes de morir y el sueño cerróse en una sola roca infeliz, Virginia se agarró a sí misma como una mancha negra. No podía ver nada más a través del sueño y en caso de soñar jamás se enteraría.

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Esos eran los momentos en que ella sufría, pero amaba su sufrimiento. Cruzaba el día, la necesidad de cumplir los pequeños deberes, el arreglo de las habitaciones, la espera, la realidad y las calles; entre seria y ansiosa escrutándose y al espacio como si ya estuviera misteriosamente ligada a Vicente a través de la distancia. Porque apenas despertaba ya sabía que hoy era día de verlo. Quizá no fuera tan súbitamente —ella se proporcionaba la pequeña sorpresa para darse felicidad aun a costa de conservar cerrada la conciencia y allá encerrada la oscura y estimulante mentira—. Las primeras horas se quemaban difíciles y lentas pero cerca de las diez de la mañana limpio el tiempo se precipitaba alegre y fugitivo, claro con el día y en una sonrisa ella se veía moviéndose desde ese momento en adelante fácil y mansa. Casi no almorzaba, era difícil cocinar sólo para sí y aun hoy ella cenaría bien con Vicente —comía una fruta para contentar a la madre lejana—. Y así se preparaba para vivir diariamente, dispuesta a transformarse en lo que no era para quedar bien con las cosas de alrededor. Si Vicente amaneciera informe y áspero, ella se conservaría en espera, las manos delicadas, sin manifestarse en ningún sentido para que él pudiera mudarse solo, libre de su existencia. Si él se mantenía callado y nervioso ella buscaba ser ancha y a pesar de no conseguirlo enteramente —ni sus ojos un poco absortos ni su cuerpo de gestos pequeños ayudaban a esa actitud—, Vicente notaba su esfuerzo en apaciguarlo; y tantas veces eso había bastado para que él sonriera y mejorara con benevolencia.

Después de almorzar hacía un pequeño arreglo en la casa porque cuando volviera sería tarde. Le había costado habituarse al nuevo departamento vacío desde que Daniel se casara, regresara a la Granja y ella tuviera que mudarse. Soportaba un rápido baño de lluvia, porque siempre había sentido cierta repugnancia en bañarse; se desvestía, se exponía al chorro de agua ciega y excesivamente alegre asustando al silencio. El frío y enseguida se secaba con la toalla nunca enteramente seca del día anterior en el baño sucio, donde se llenaba todo lo que no podría deshacerse sin dolor. Después del baño cerraba las ventanas, cerraba la cocina en su viejo olor lleno de fritura, café y papas, se ponía el sombrero, trancaba la puerta de salida y se iba con la cartera roja en la mano —antes de cerrarla definitivamente se paraba un instante, miraba la casa ya adormecida, sumergida en tibia oscuridad, sonreía hacia las cosas ahora ya vagas en una despedida—, por un momento sentíase ligeramente

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vacilante y pensativa entre cerrar la puerta y salir gloriosa hacia la casa de Vicente o entrar de nuevo, descalzarse los zapatos tan altos, guardarse en la cama y no escuchar absolutamente nada. Y si Vicente asustado venía a buscarla —él nunca lo haría— ella avisaría con los ojos cerrados, intensa: he muerto, he muerto, he muerto. Pero era apenas un segundo de error turbulento porque en una verdad inmediata ella empujaba hacia ella la puerta con un pequeño sacudón duro, rodaba la llave suave y entrando excesivamente en contacto con las cosas se recriminaba: por qué ser tan brutal con la puerta. En la calle ella podría ser descubierta por la mirada de alguien —la secreta unión que sentía con las personas hasta conocerlas íntimamente—. Esos encuentros podían sucederle a una mujer en la ciudad. Inesperadamente alguien entendía su sustancia; ella temía retener esa mirada, sabía confusamente que ésta era una intuición que no duraría ni siquiera un instante más allá del propio instante; ni siquiera nunca recordaba ser comprendida. Su corazón sin embargo golpeaba más de prisa, en el pecho nacía una contracción de libertad y placer tan intensos y tan mundanos que ella se libraba en verdad con un movimiento, hacía algo como si fuera la primera vez —un secreto modo de alejar un hilo de cabello, cierta mirada controlada a una vitrina como si así cerrase las manos para no gritar—. Sin embargo sabía cómo ahorrar el amor de Vicente: empujaba con la mano trémula la percepción de las cosas alrededor y su vida cerrábase en torno de ella como la única vida —apenas entraba en el ómnibus iniciaba otra respiración, olvidaba el pequeño departamento muerto, su corazón enriquecía en movimientos difíciles; un dolor informe la atravesaba y sus ojos se abrían más ansiosos y transparentes—. Aunque nadie la mirara en las calles y ella las recorriera indisoluble con la cartera roja bailoteando, aunque sus gestos al tomar el ómnibus se dividieran en varias etapas esforzadas y atentas, aunque su cuerpo súbitamente se presintiera abandonado, perplejo, todo eso sería un preludio insoportable porque... ¿por qué? en el fondo no era porque iba a verlo sino mucho más leve, más corto, más tonto: porque iba. Un simple impulso hacia el frente como inclinarse en el puente húmedo y delgado oliendo a madera podrida y mirar el agua que se equilibraba bajo el sol incoloro —así como despertar sin ninguna sensación y recordar lentamente un poco de hambre mezclada al olor del café con leche del vecino mezclado al sol cansado y pálido sobre las ropas de la silla— y ningún recuerdo del día anterior, sólo la certeza del día que viene. Cuando llegaba al departamento de Vicente empujando la pequeña puerta de los fondos para no tocar el timbre, esperaba un momento —por un instante le parecía más sensible que ella se dirigía a través de sí misma, de Vicente y de su ausencia, de la Granja y de alguna cosa todavía no existente; la sensación del presente le llegaba tan real que ella se deslizaba hacia otro sentimiento más sólido y más posible: el de aprovechar, de aprovechar—, el momento que venía era rápido y fresco y ella lo miraba cansada. De repente cobraba

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más vida, agudamente, como si ella misma en fin comenzara. Conseguiría gastar mejor aquel nuevo ánimo si tuviese que arreglar, barrer, lavar —pero no podía hacer cariños ni siquiera conversar en gran tensión como quien trabaja, levanta polvo y casi canta como las lavanderas—. Y también porque antes necesitaba saber qué actitud tomar delante de él —a veces observaba que debía conservarse inclinada porque él deseaba conversar—. Después de él, ella pasaba horas con la cabeza llena de nociones ya transformadas en conversación y de movimientos nacidos como en función de su propia presencia frente a sí. Entonces su impresión era que sólo podía llegar a las cosas por medio de palabras. Era siempre un poco de esfuerzo entender, entender todo. Cerrábase y con un pequeño trabajo inicial volvía la voz de él monótona y acogedora como el abrigarse de la lluvia, sintiendo hasta un cierto gusto sensual en escucharlo sin oírlo. Un día casi había conseguido explicarle que estaba con él incluso distraída. Él había dicho y ella se había enterado después:

—Virginia, mira aquella nube casi roja... Ella había sonreído: —Sí, sí... Él la había mirado lenta, penetrantemente, no dejándola escapar

jamás, jamás: —¿Qué fue exactamente lo que dije? Ella había intentado hablar, confundida, roja: —Yo sabía que no habías escuchado —suspiraba él encogiéndose de

hombros. Confusa y elocuente ella explicaba: —Yo no escuché las palabras, no sé siquiera cuáles podrían ser, pero

yo te respondí, ¿no es cierto?, sentí tu disposición cuando hablaste, sentí cómo eran las palabras... Yo sé lo que quisiste decir... no importa lo que hayas dicho, lo juro...

Ella hacía preguntas con atención y nunca escuchaba las respuestas. Prefería cansarse a dejar que sucedieran las cosas. No pocas veces cuando él terminaba de hablar ella reía, y no tendría que haber reído. Entonces los dos se miraban por un instante. Arrojados de improviso a una sinceridad horrible, imposible de disfrazarse. Esperando. Y después, aunque lo que siguiera fuera bueno y cordial, en el fondo traía el recuerdo de aquella mirada innegable, levantándose como una estatua. Si ella fuese más inteligente podría borrar el pasado con palabras nuevas o aun participando un poco más de lo que él decía. Sin embargo tenía pocos pensamientos en relación con las cosas y temía repetirlos siempre; nunca usaba la expresión cierta, siempre equivocándose hasta cuando era sincera. A veces simplemente no sabía qué responderle y caía dentro de sí misma buscando. Mientras no le respondía, cada momento era ruidosamente perdido en el campo límpido y sin fondo que era su atención vacía y ella se sorprendía observándola agotarse en vez de buscar una respuesta

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conveniente. Hasta que una cierta desesperación la crispaba, ella miraba las cosas a su alrededor y el mundo surgía vasto, claro, sonriente; ella quedaba tan alada y perdida que entonces no le importaba la renuncia —rechazaba pálida hasta el último instante dentro de sí y allá se refugiaba—. Y de allá decía casi sin dolor de equivocarse tanto:

—Sí, Vicente, sí —finalmente no agregaba nada más y todo quedaba en su lugar. Y cuando prendieran la radio y sonara una canción él habría murmurado:

—Qué música insoportable... No había dicho nada de extraordinario pero su aire calmo sin ni

siquiera desprecio estaba de acuerdo con esa clase de día —tampoco a ella le gustaba esa música y esbozó un movimiento de rechazo tal vez demasiado fuerte, los labios afinándose en repugnancia—. Él sonrió, mirándola vivir animada, y decir desdeñosamente entre los dientes como si triunfara:

—No, no me gusta... tan... tan entrometida... —su rostro se deshizo enseguida y surgió la expresión de abajo atragantada, sorprendida e infantil porque él abría los ojos castaños detrás de los anteojos, intentaba comprenderla, el espanto de él decía, avergonzado, benevolente: pero Virginia... ¿qué es eso, Virginia? Sí, había avanzado demasiado: pues en realidad ¿cómo la música podía ser entrometida?; tal vez había querido decir: la música no tiene dignidad ni alegría, como escuchara decir una vez, ¡sí, era eso!, pero ahora ya era imposible explicar. Y aunque —¡no! se refugió dura y solitaria, que si él quisiera juzgarla lo hiciera en silencio. Ella se sorprendía desagradablemente cuando Vicente la interpretaba. Como sacaba la comprensión de los otros. Escuchaba sus palabras con curiosidad pero después no podía fundir sus descubrimientos consigo misma —como sería inútil cortar un gajo de un árbol, hacer con él una silla y entregárselo nuevamente al árbol: lo que él hacía de ella jamás ella lo aceptaba nuevamente, aunque lo llevase consigo. Prefería que él la ahorrase—, sólo Daniel soportaba las tentativas y los errores porque Daniel y ella eran de la misma materia vacilante y jamás se dirigían riendo hacia las cosas; la máxima alegría de ambos cabía en una pequeña sonrisa de Vicente. Alejarse de esa manera de Vicente por Daniel la asustó y ella se unió a Vicente tan de golpe que sus cuerpos parecieron chocar y ante su mirada Vicente sonrió. ¿No sería acaso por eso que ella lo amaba?, porque había presentido que Vicente podía reír tan alto como Daniel pero en una estúpida risa que en medio de su fuerza recordaba la imposibilidad de reír más alto —y eso le provocaba una ternura alegre, un deseo de perdonar riendo y olvidando. También el amor dejaba que él la guiara y la única forma en que ella pensaba en eso se reducía a reverse ayudándolo a moverse, a hablar. Cómo podía equivocarse sola: ella siempre se había juzgado serenamente una gran amante hasta que él viniera y le probara lo contrario; y así pasaban los meses. Prefería no verlo cambiar de voz y de

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mirada como si hubiera terminado una fase e iniciado otra nueva. Prefería que él no la deseara tan fuertemente a veces, casi paralizándola de perplejidad apresurada —aunque en verdad todo eso sucediera confusamente, sin fuerza, sin provocar siquiera una defensa, asumiendo la única forma de vida posible—. Nunca tenía suficiente tiempo para acostumbrarse con sus frases porque él decía otra inmediatamente después de terminar la primera, nunca tenía bastante tiempo para habituarse a sus caricias porque él pasaba inmediatamente a una nueva, dejándola todavía vuelta hacia la anterior —ésos eran pues los secretos de la vida—. Le permitía que la guiase... sí, sí, rara vez ella percibía en una noticia sorprendente lo que él deseaba y su pobre cuerpo vacilaba en misterio, toda ella se ensanchaba y se perdía retrocediendo sorda... —sería imposible penetrar su ser con uno solo de sus propios pensamientos—. Jamás intentaría caminar delante de Vicente; lo seguía porque no conseguía cargar sola, en la mano húmeda, aquella rápida estrella que en esos momentos perdería la forma como la gota helada que se transforma en líquido: todo tan peligroso, simple y leve... ése era pues el secreto hacia el cual se encaminaba desde la infancia; el centro del deseo era rutilante y sombrío, eléctrico y tan terriblemente nuevo y frágil en su contextura que podía destruirse a sí mismo apenas con profundizar un poco más, apenas fulgurando un instante más.

Comían juntos cualquier cosa por la noche. Después regresaba, el tranvía cortando la oscuridad. Ella sentía que volvía, que volvía. Si un día él se acordaba de acompañarla hasta la casa ella sería capaz de sentir una honda y amortecida saciedad como la que debería conocer una mujer casada en todo momento. Bajaba del tranvía y caminaba el corto trayecto a pie. Abría la puerta, subía, miraba un momento las cosas antes de encender el conmutador —se unía a todo sin tocar nada—. Se acostaba y tiraba las sábanas blancas en la oscuridad —llegaba el momento quieto antes del sueño como si ella cayera entonces en su verdadero estado—. Y ese momento era tan profundamente quieto que disolvía el día entero, la proyectaba hacia adentro de la noche sin miedo, sin alegría, mirando, mirando.

Finalmente, era natural vivir sola. Apenas alquilado el departamento, Daniel ya poseía una vida donde ella ya no tenía cabida. En la primera carta a la Granja él había escrito que estaban inscriptos en un curso de idiomas y que él mismo había encontrado un piano vecino para practicar. En verdad, ni siquiera sabían cómo moverse, cómo encontrar cursos o vecinos. Antes que nada pretendían tranquilizar al padre y después, como el padre ya estaba tranquilo, ellos mismos se calmaron, olvidaron los cursos y apenas si vivían en la ciudad. De esta manera el dinero aumentaba de poder —Daniel lo gastaba casi todo, enseguida había encontrado amigos y se veía con ellos fuera de casa—. Virginia paseaba, paseaba. Un día también ella había ido con él; la casa era de alguien, hacía

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tanto tiempo de eso, Daniel tocaba el piano, una señora tocaba, los brazos delgados casi presos a las caderas, la cabeza inclinada sin fuerza, se fumaba, había muchachas rubias, tranquilos hermanos que también discutían de política, Adriano de pie entre la ventana y alguna otra cosa. Allí había conocido a Vicente.

—De cualquier manera sonría un poco —había dicho Vicente bromeando—; es la mejor actitud frente a la vida. Desde siempre a él le gustaba hablar frente a la vida. Ella lo miraba inexplicable.

—No puedo reír —había dicho intentando ser inteligente y seria, y había dicho algo de “hondo” o “profundo”. Los ojos de Vicente brillaban levemente, divertidos:

—Ah, entonces el fondo es trágico... —Él poseía el don de destrozar las palabras de los demás solamente con repetirlas, con los labios lentos, delicados, ella lo conocería después. “Lo hondo”. Lo miró, le parecía difícil e inútil responder, sonreía coqueteando con cansancio y excitación. Nunca más lo había visto, como para siempre. El fondo no era trágico ni cómico, era un árbol, un pez, ella misma —ésa era la imposible y serena sensación—. Su vida había continuado como si no hubiera conocido a nadie. Después pasó mucho tiempo hasta que la puerta se abrió, ella había interrumpido un pensamiento cualquiera para siempre, para siempre, había esperado con la costura en las manos, Daniel había dicho:

—Virginia, ésta es mi novia. Durante minutos largos y huecos la habitación pareció vacía, la casa

silenciosa y llena de viento. Pero Daniel, Daniel, cómo pudiste... Sobre todo que ella apenas conocía a Vicente y el amor le parecía poco familiar, significaba entonces una brusca ruptura con el pasado. Ella era un cuerpo alto, bien formado y delgado, coronado por un rostro oval, duro y límpido, una risa femenina de marfil. De la visión de sus ropas le vino el recuerdo de un olor a revista recién impresa, algunas páginas todavía cerradas. Pero Daniel... Un aire de higiene íntima, de pureza conseguida a costa de antisépticos y en medio de la conversación difícil aquella frase clara y nueva, nueva como un objeto nuevo, que dejara un silencio de ojos bajos en el aire; yo siempre estuve ocupada, nunca tuve tiempo para sentir tedio. Daniel y Virginia no se miraban. Tal vez cuando ella envejeciera, quién sabe... pensaba Virginia sirviendo té fuerte en tazas rotas, tal vez cuando envejeciera, con algunas arrugas y color más concentrado... Sí, sí ¿quién sabe?, por el momento ella era tan horriblemente limpia de amar. No como Vicente al que ella recién conocía. No, él no era limpio como para amar, con él el amor era como el interior de los ojos cerrados, rápidamente arrastrado en incomprensión, en satisfacción oscura llena de malestar, ahora lo sabía. Y él era guapo, además. Él usaba anteojos. Había momentos en que sus líneas se tornaban como listas a decir algo —su cuerpo era grande y fuerte pero hecho como de un solo músculo recién nacido y flexible de frescura, él podría envolverla como un pulpo y sin

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embargo su carne era firme y Virginia podría chocar contra ella—. Sólo que sus ojos eran excesivamente anchos, a veces tontos detrás de los anteojos abriendo una pausa en su rostro, sin fundirse enteramente con él. Y los labios a veces se unían distraídos y blandos uno al otro en una horrible expresión de saciedad y abandono, próxima a una descompostura; ella desviaba el rostro, el corazón latiendo de prisa, queriendo refugiarse en la visión de una cosa inanimada, ¡ah, entrar de prisa en una región perfecta donde el frío se confundiera con la luz! Ciertos gestos de él, algunas palabras, eran brutalmente vivas y casi ciegas, lo precipitaban en un centro lento de sangre y avidez, lo llenaban de náusea y miedo —¿dónde estaba aquella bondad inteligente de su rostro? Ella lo observaba fascinada, el corazón caliente después de unos instantes; pero apenas conseguía liberar sus ojos, adquiría una frialdad casi dolorosa, el cuerpo se volvía tieso en sus fibras como si quisiera huir al máximo de aquella tibia vida inferior cargada de un perfume sincero, casi vil—. Un día que la madre estaba almorzando había recibido alguna noticia triste y comenzó a llorar mientras en los dientes se veían rastros de lo que había estado comiendo —¡oh! todo lo que sucede es inocente, al mismo tiempo era lo que ella sentía y perdonaba—. Entonces la saciedad la demoraba. Si tomaba un libro encontraba en él el mismo movimiento viscoso, almas que se insinuaban en perdón, amor buscando amor, los sacrificios riendo, cobardía y un extremo placer tibio. Por Dios, eso era el hombre. Hasta cuando hojeaba en una librería un ensayo sobre máquinas de tracción, en los razonamientos encontraba perfumes femeninos y masculinos, palabras que se alineaban ruborizadas y animadas, el camino en busca de una idea curvándose, elevándose, viviendo... el amor, el amor, la piedad, el remordimiento, la simpatía impregnando hasta la frescura, graduándola en el mismo calor. Ahora entendía la expresión de Daniel, aquel rostro vagamente aterrorizado que él traía en la época de las noches fuera de casa. También en él los tejidos se cruzaban en una estructura vegetal y así había sido lanzado en el centro de la mujer, allá donde latía la sangre del mundo. Ése era el secreto de la vida, pues. Entonces amaba a Vicente así como corren los días. En verdad se perdía fuera de cualquier deseo y su único refugio eran los pensamientos puros de la humanidad, las serenas cosas secas, compactas —las construcciones cerca de las cuales ella se detenía en las calles como una mujer embarazada presa de un raro deseo y de una nueva sensibilidad—. Apenas se alimentaba, parecía que le repugnaban los alimentos en los que aún latía el recuerdo de una vida anterior. Sin saberlo, se repetía a sí misma como en una oración perfecta: cal, hierro, arena, silencio, y se purificaba en esa ausencia de hombre y de Dios. Las palabras alentadoras, la honestidad, la necesidad de acercarse a las personas inteligentes y nobles, la necesidad de ser feliz, casi la necesidad de hablar antes de morir, todo eso parecía levantarla en el espacio como si soportara un chorro de aire suave por debajo del cuerpo y

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ella misma fuese una pompa asustada, agradecida, cansada, “tirando su vida de la mejor manera posible”. En el momento en que el chorro cesara —¿y cesaría alguna vez?, ella no sabía que se preguntaba moviéndose en el asco y en las sombras— ella caería violentamente, andando súbitamente de prisa después de la caída, dirigiéndose sin pérdida de tiempo para compensar la vida perdida, dirigiéndose hacia dónde, con los ojos abiertos, viva, sin crueldad para consigo misma y sin piedad ni placer porque ya no necesitaría castigar, sin ninguna palabra, era eso, sin ninguna, por Dios, lavada como después de una gran rabia. Librarse de la maternidad, del amor, de la vida íntima y frente a la espera de los otros rechazarse, posarse dura y cerrada como una piedra, una piedra violenta, qué importa el resto —como ella sabía que era Daniel, sin saber siquiera con precisión lo que pensaba, sintiéndose oscuramente rencorosa—. Solamente la primera vez le había gustado el mar: después, con inquietud se recostaba en la muralla para mirarlo, obligándose a emocionarse. Se sentía mentirosa, sin pensamientos pero como si tocara algo sucio, el alma fruncida evitaba, evitaba. En pocas ocasiones, rompiendo su temor, a ella volvía a gustarle tan fuertemente que eso la tornaba como para siempre comprensible a sí misma. En medio de esos nuevos sentimientos se encontraba de algún modo cerca de Daniel. ¿Pero contra qué?, su falsa fuerza descendía con torpeza y de a poco una tristeza aprensiva la tomaba, ahora ella deseaba reintegrarse en el movimiento común a todos, alegrándose con ellos, acusándose ofendida bien de prisa con humildad, sin ningún poder para que nadie la rechazara ahora, rápido, luego que ella en un gesto impensado procurara, loca, librarse.

Daniel había llevado a Ruth a Brejo Alto y allí se casaron. Virginia no había asistido al casamiento; simple, sin etiqueta, le había avisado Daniel sin mirar de frente su rostro, ella había comprendido que no era necesario que fuera y había quedado en la ciudad no como quien dice: me quedo; simplemente se quedó atrás sin acordarse de ir o de quedarse. El padre sabía que ella estudiaba, ¿y quién sabe ?, a lo mejor encontraba allí un casamiento. Pero ella no conocía a nadie fuera de las viejas primas, Vicente apenas existía, y ella había permanecido sola en la ciudad, en la habitación colgada de un tercer piso. Entonces había atravesado un período que, sí, podía llamar ciertamente muy triste. De pronto, como una vena que comienza a latir había pasado a vivir la realidad del departamento abandonado por Daniel, vacío hasta de ella misma, porque sus movimientos estrechos y su vida enredada eran pocos para llenar de ruido y confusión las habitaciones. Hasta que tuvo el recuerdo de aceptar vivir con las dos primas. Esa mañana se preparó, se lavó, arregló las valijas con la oscura sensación de que finalmente entraba en el colegio pupilo con el cual la amenazaban cuando era niña. Alquiló un taxi y sonándose la nariz lanzó una mirada hacia el edificio cuadrado, claro y viejo en el que ella y Daniel por última vez habían sido hermanos. El coche parecía saltar, las

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valijas amenazaban con caer sobre ella y herirla —ella recordaba cuánto había cuidado el departamento para Daniel, cómo lo esperaba para la pequeña cena, cómo ese recuerdo ahora tenía extrañeza y poca familiaridad, y que ella en ese momento se precipitaba hacia algo tan nuevo como un nuevo cuerpo y en el que ella no se presentía existiendo por mucho tiempo—. Con secreto horror, pensativa, se veía en cierto modo cada vez más parecida a Esmeralda, imitando el destino de la madre; por fin el viejo automóvil entraba en la calle polvorienta. La mañana subía. En breve ella vería aquella pobre casa que sólo visitara rápidamente y con miedo de contagiarse, apenas dos veces durante tanto tiempo en la ciudad. Era una de esas casas en las que alguien trataba de sentarse en el borde de la silla, donde se sorprendía evitando el roce de los floreros y bebiendo cautelosamente un vaso de agua solamente hasta la mitad. En las salas sombrías y nada extraordinarias había algo que sobresaltaba y que alertaba porque contenía una intimidad envolvente y poco familiar —como la bañera sucia de algún extraño en la que fuera necesario desvestirse y entrar en contacto bruscamente. Las primas Ariete y Enriqueta le parecían cada vez más un error y una mentira—, ahora que se aproximaba tanto a su realidad. Pobreza y vejez. Tocó el timbre como si viniera de un largo viaje. Bien, ahora había terminado la parte cómica —ésa era su sensación y se sorprendía porque hacía ya mucho tiempo que había dejado de sentir las cosas como tal—. Su padre debería estar contento sabiendo que por lo menos parte de la familia tenía una casa, lo suficientemente grande como para poder hospedar a su hija, hacerle conocer de cerca a los parientes — “y no tener motivos para avergonzarse de ellos”—; ¿cómo conocía tanto de la verdad, él?, aun sin motivo el mismo comienzo de aproximarse a los parientes era confusamente la vergüenza y el recelo. La prima Enriqueta abrió la puerta y pareció vacilar frente a la claridad:

—¿Sí? —preguntó con el rostro inclinado en espera, con una cierta angustia—, ¿sí?

—Yo... —tentó Virginia. —¿Sí? —pero de repente los ojos de vieja se iluminaron y con un breve

grito ahogado ella retrocedió: ¡entra, entra tus valijas! Ah, había que pagar al chofer, entra Virginia, entra, las valijas ¿no? Ariete... —dijo volviéndose hacia el interior oscuro y silencioso—, Ariete, ya llegó nuestra prima...

Su voz había cambiado imperceptiblemente y a través de ella Virginia penetró en las relaciones de las solteronas. Nadie respondió desde adentro y las dos mujeres permanecieron un instante en la puerta esperando. Repentinamente Enriqueta aprobó con la cabeza como si hubiera escuchado alguna respuesta.

—Entra, hija —dijo con más decisión. Y como Virginia se adelantara, ella pareció recordar un susto, se plantó, extendió un brazo deteniéndola con prisa y fuerza inesperada, y murmuró parpadeando con dificultad, tratando de repetir: Tú debes pagar el taxi... también el transporte de las

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valijas... el gasto fue tuyo... —Sí... —balbuceó Virginia. Enriqueta era alta, colorada y lenta. El rostro de piel lisa muy sedosa

se manchaba de pecas grandes y brillantes; el cuello se unía al cuerpo en curvas como en una muñeca de loza; era calva, usaba un postizo ralo sujeto por una cinta, vestía una pollera hecha de una tela color marrón ya oscurecida, larga hasta los pies hinchados y pecosos. Se movía lentamente vacilando como si sus pensamientos fueran siempre interrumpidos por nuevas ideas y ella quedara muda y confusa —pero su rostro era de sorpresa y bondad—. Entraron en la ancha sala de piso de madera. Casi en la oscuridad, junto a una gran mesa ovalada, estaba sentada Ariete. Levantó la cabeza de la costura, examinó a Virginia con una atención que se esforzaba por estar presente.

—Buen día, Virginia —dijo finalmente. Ariete era pequeña, su rostro se afinaba en una aguja atenta y

distraída. La columna vertebral se quebraba y el pecho sobresalía en punta bajo los ojos cansados y enfermizos. Parecía débil y mordaz, cosía para niños. Virginia arrastró sus valijas por las antiguas escaleras hasta el sótano enmohecido. Se detuvo un instante. Su aspecto recordaba el polvo que alguna vez sacudido volvía lentamente a su lugar. Por una única ventana con vidrios que no podía abrirse entraban claridades cenicientas y sordas, sin sombras. Se acostó un momento sobre la cama dura, aspirando aquel olor indefinible de vejez que la envolviera desde que penetrara en el pequeño jardín seco antes de tocar el timbre. Sentía los ojos ardientes y cansados, un dolor inmutable y calmo en el pecho como si hubiese tragado el propio corazón y lo soportara con dificultad; apretaba los dedos sobre los ojos que se obstinaban en abrirse fijos y abstraídos, consiguió contenerlos, escrutaba la pequeña oscuridad conquistada y como si se uniera por unos instantes a sí misma tan desaparecida, al silencio recogido y atento, suspiró y lentamente, mirando a su alrededor herida y pensativa, comenzó a vivir con las primas.

La casa era tan vieja que su antiguo habitante se había mudado por miedo de que se derrumbara. Abajo del sótano de Virginia, que terminaba la construcción en triángulo, estaba la sala donde las primas habían instalado el atelier de costura. Un cuarto sombrío y polvoriento que parecía aún más decadente que el resto de la casa. La luz, escasa, entraba por una ventana enrejada casi junto al techo. Como en el sótano las tablas del piso no se unían perfectamente, Virginia se bajaba, pegaba un ojo al piso y veía en un extraño y hondo cuadro a las dos solteronas cosiendo, la cafetera bajo una cubierta acolchonada y sucia, los retazos esparcidos, la máquina de coser movida por el pie lento de Enriqueta zumbaba en el aire, parecía sacudir polvo y una leve luz en torno. Virginia se levantaba impulsivamente apretando los labios coléricos con el dorso de la mano y el cuarto resonaba bajo la fuerza de sus pisadas. Enriqueta gritaba desde

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abajo con una voz que siempre parecía emocionada por un constante temblor:

—La casa se cae, Virginia... Una mañana —el día se había iniciado lluvioso y las gotas de agua

resbalaban detrás del vidrio— ella bajó tarde para desayunar, pálida e inexpresiva, con aquel aire resignado y altivo que los días pasados con las primas le habían prestado. Ariete la miró un instante. Y de pronto sin propósito, como si por costarle mucho se hubiera contenido hasta entonces, le dijo en voz baja, brutal:

—¿Por qué no coses con nosotras? Enriqueta la interrumpió asustada, con la cafetera en la mano: —Ariete, Ariete... Virginia las miraba muda... Entonces... entonces... ellas... decía

estúpida de ira, entonces ellas querían arrastrarla, subyugarla... querían... —¡No sé coser! —les arrojó en sofocada violencia. Ariete y Enriqueta se miraron con una sorpresa exagerada y

enseguida con el aire de quien no podía disfrazar lo cómico: —¡Pues, se te enseña! —gritó Ariete elevando el pecho raquítico. Virginia palideció, entrecerró los ojos oscurecidos. Dios mío, de dónde

le venía aquella fuerza, a ella que siempre había sido tan tranquila... En ese momento odiaba con tanta fuerza a las dos viejas que, sumergida en una oscura sensación extraordinaria de profundidad y de pecado, le respondió cualquier cosa, sí, sí...

Y entonces se vio obligada a sentarse y a bordar junto a ellas. Sus manos inhábiles atacaban los puntos groseramente, los ojos dirigidos a la ventana. Enriqueta delicadamente le desenredaba los nudos y nuevamente le entregaba el paño. Ariete la observaba con los ojos apretados, el rostro enfermo avivado de alegría. Aunque el hambre empalideciera a Virginia, el almuerzo y la cena no serían cambiados de horario. Cuando el reloj daba la una de la tarde, Enriqueta se erguía, dejaba la costura sobre la silla y lentamente se encaminaba a la alacena alta que se perdía en las sombras. Abría sus puertecitas y retiraba unas comidas pequeñas, frías y sin olor. Era traída de la cocina la cafetera y cubierta con un extraño capuchón que parecía mirar y sonreír, grueso de polvo. La misma sala de costura olía a polvo mojado, a moho, a tela nueva y a café con batatas frías. Virginia se levantaba del almuerzo hambrienta y enojada, sentía el cuerpo incontrolable y joven exigir lleno de cólera. Sin embargo ella envejecía, perdía los colores y era una mujer.

Los domingos por la tarde no trabajaban, la casa quedaba silenciosa —Enriqueta sentábase en los fondos del patio, con las manos cruzadas, descansando—. Virginia iba al jardincito. Las plantas marchitas le recordaban el vigor vegetal de la Granja y ella respiraba profundamente, el rostro vuelto hacia una dirección que le parecía el camino del regreso. Pero la ciudad... ¿dónde estaba la ciudad? Sentía adentro una especie de vida

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que le daba asco de sí misma, constantes suspiros de impaciencia y todo eso mezclado a un hambre real que era más que hambre, violencia —ella pensaba en comidas con una fuerza que desearía desencadenar sobre Ariete—. Ariete... Por momentos le parecía que Ariete era su motivo de espera. Había una unión rencorosa entre las dos como si Virginia fuera una renovación para la solterona. Ambas se hablaban con pequeñas palabras rápidas y oblicuas y se regocijaban, las cabezas bajas escondiendo los ojos. De pie en el jardín Virginia rememoraba sus relaciones con Ariete y de su placer nacía la certeza de una decadencia cada vez mayor, de una depravación que finalmente, bajo el calor del sol sobre su cabeza descubierta y sobre las plantas cenicientas, se resolvía en un movimiento de desánimo en que el hambre recrudecía con nuevo ímpetu. Inclinándose para cortar una rama seca sintió sobresaltada que alguien se mantenía indeciso en la puerta de la casa. Se volvió rápida: Ariete. Rió triunfante. La solterona la miraba, ¡Ariete!

—Ven al sol —le dijo con cierta brutalidad. Ariete se apoyaba en la pared, el cuerpo flaco debajo del vestido negro

del domingo, lavado, desabotonado; el talco le manchaba el rostro ceniciento y abatido —el pelo escaso reunido en trenzas húmedas—. Y como ella no respondiera, los ojos brillantes miraron a Virginia con frialdad, y ésta no se contuvo y en un movimiento voluptuoso y casi audaz murmuró:

—Tienes miedo de no soportar... La otra no respondía. Y como la situación se tornara muy rara,

subiendo tontamente una realidad nueva y sincera, Virginia agregó un poco asustada:

—Hace un calor aquí afuera... —Sí —respondió finalmente Ariete—. Las plantas se han quemado. —Bueno —susurró Virginia lenta y pálida— me voy de aquí, estoy con

hambre, ¿sabes lo que es hambre? He dado mi mesada sin faltar nunca y hace no sé cuánto tiempo que no veo comida. Eso no está bien; sólo por esa miseria de sótano tengo que dar casi todo mi dinero... Y todavía esa porquería de tener que bordar...

Ariete no se sorprendió. —Viniste porque fue tu deseo —dijo simplemente. —Y me voy ahora porque quiero —gritó Virginia subiendo los

escalones de cemento quebrado, cruzando la puerta y sintiendo en su brazo por un instante el cuerpo duro de Ariete. Cuando llegaba trémula a la mitad de la sala, cerca de las escaleras que la llevarían a su cuarto, oyó gemir a Ariete, se volvió y la vio sujetando con las dos manos el ridículo postizo de pelo como si estuviera herida.

—¿Qué pasó? —preguntó Virginia súbitamente aterrorizada. La otra la miró con atención e intensidad. —Me pegaste... Sabes que soy débil y me golpeaste.

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Estupefacta, Virginia la miraba; nadie que las viera sospecharía de la feroz comprensión entre las dos. Ese momento infundió en su cuerpo un impulso seguro y tonto de empujarla realmente y cerró los ojos conteniéndose. Un segundo más y lo haría. Con los labios blancos ardiendo se reprimió al descubrir que Daniel no la comprendería y ella no sabría explicarlo.

—Me golpeaste —repetía la otra en una áspera victoria. —Pero tú... tú... eres una perra —le gritó— ¡una perra mentirosa! —y

como si esa explosión la hubiera desfallecido de miedo y de vergüenza, un sudor frío le mojó la frente, ella sintió la brutalidad de esos términos que eran los de la Granja, del campo abierto pero no de la ciudad, miró a la vieja, sí, a la vieja a la que le arrojara la injuria y que la esperaba con la boca abierta de la sorpresa, mostrando los dientes amarillos... Mordiéndose los labios subió corriendo las escaleras, y la casa temblaba con ella. Pasó la noche despierta haciendo valijas, disfrazando el sentimiento de horror y miedo que apuntaba en su seno amenazando lanzarla fuera de la comprensión. Apenas clareaba el día cuando bajó por la escalera adormecida, atravesó la tenue luz irreal de la sala que despertaba, abrió la puerta, recibió el viento fresco de la mañana; caminando de prisa buscó un taxi con los ojos cansados —parecíale haber mentido despertando finalmente, librándose de sus sentimientos—. Cuando regresó no encontró a nadie en la sala; sin embargo sentía que alguien había andado con sus cosas, en su cuarto, y que sabían de su partida. Pensó con alivio que no tendría que despedirse. Bajó las escaleras arrastrando el equipaje; llegó a la puerta de calle sin encontrarse con las dos viejas, y subió al taxi; cuando sonó la portezuela y el coche comenzó a andar ella apoyó la frente sobre sus manos y sacudida por un llanto de alegría se repitió extrañamente, ella que nunca recurriera a su familia: ¡madre mía, madre mía, a qué estado llegó tu hija!, eso la calmaba. Entró en una lechería con las valijas, pidió café con leche, bizcochos, masas, comía ávida y sensible como después de una penitencia, comía y sufría deteniéndose por momentos para contener una especie de dolor que le subía del cuerpo hasta la garganta y que ella disfrazaba con una sonrisa, los ojos ardiéndole sombríos.

Se había mudado a la pensión; pasaba por encima del recuerdo de la pensión oscura, sucia y vacía, huyendo, escapando con el corazón pálido de alivio, a refugiarse en la memoria del departamento donde finalmente terminara. Era un edificio nuevo, una estrecha caja de cemento húmedo, flaca y alta, con ventanas cuadradas. Sí, había sido un período muy triste y sin palabras, sin amigos, sin nadie con quien intercambiar conversaciones rápidas y amables. La impresión de que estaba sola en el mundo era tan seria que ella temía sobrepasar sus propios conocimientos, precipitarse en quién sabe qué. Sería fácil, sin tener alguien al lado y sin un modelo de vida y de pensamiento por el cual guiarse. Descubrió que no

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poseía buen sentido, que no estaba armada de ningún pasado y de ningún acontecimiento que le sirviera de comienzo, ella que nunca había sido práctica y que siempre había vivido improvisando sin un fin. Nada de lo que le sucediera hasta entonces y ni siquiera ningún pensamiento anterior la comprometían para un futuro, su libertad crecía a cada instante pensativa, el aire frío invadiendo y barriendo una habitación vacía. Su vida estaba hecha por un día en que se ponía el vestido al revés y se decía con sorpresa curiosa como si fuera una noticia: caramba, hace tanto tiempo que esto no me sucede, caramba. Quería ocuparse de pequeñas cosas que llenasen sus días, las buscaba pero había perdido el encanto ágil de la infancia, había roto con su propio secreto. Sin embargo cada vez se hacía más minuciosa. Antes de apagar un cigarrillo pensaba si debía hacerlo. Después hasta sentía la necesidad de contarle eso a alguien de alguna manera y no sabía cómo. Entonces le parecía que tragaba el pequeño hecho pero que él nunca se disolvía enteramente en su interior. Ella trabajaba su día soportándolo profundamente. Una tarde, como el dinero comenzara a faltar, sacó un pedazo de queso de un almacén sin pagar, sin robar —el cajero no había notado nada, y ella colocó la presa como descuidadamente dentro de la cartera roja, salió despacio, sola en el mundo, el corazón golpeando hueco y limpio dentro del pecho, con una contracción dolorosa en la cabeza, casi un pensamiento—. Llegó a su casa, se sentó y permaneció inmóvil durante algún tiempo. No tenía hambre. Y el poco dinero que tenía alcanzaría para comprar algunas cosas hasta que llegara la remesa del padre. ¿Por qué había robado entonces? Desenvolvió el trozo de queso y comenzó a morderlo lentamente. El queso era blanco, agujereado y viejo, de esos que sólo sirven para rallar y esparcir sobre los tallarines, ah, de ésos que se ponían sobre los tallarines... Comenzó a llorar, los labios fríos, sin inocencia. Fue a la cómoda, se miró al espejo, vio su rostro rojo, ansioso y triste. Comenzó otra vez a llorar sin pensar en el queso, sintiéndose profundamente silenciosa, sin conseguir sacarse ni siquiera un pensamiento. Sentada, miraba la tetera. Su pequeña tetera en el parapeto de la ventana, brillando contra las persianas polvorientas y opacas; en toda la sala el aire caliente conteniendo el fulgor como sucede cuando afuera hace sol y alguien se cierra en la sombra. Una silla oscura se reflejaba en el vientre de la tetera, convexa, hinchada, inmóvil. Virginia continuaba mirándola. La tetera. La tetera. Allá estaba ella brillando ciega. Queriendo expulsarse de la muda estupefacción en la que se deslizara, una de aquellas profundas meditaciones en que a veces corría, se empujó brutalmente: dime, dime, entonces. Le parecía que ahora debía detenerse frente a la tetera y revolverla. Se forzaba a mirarla hondamente aunque dejaba de mirarla atontada o no conseguiría ver sino una tetera, una tetera ciega brillando. A través de las numerosas paredes cerradas, un reloj preso en un departamento sonó dentro de la sala agitando en el aire cierto polvo —sí, sí, pensaba con un súbito remolino de alegría, alivio y esperanza

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angustiada mientras por un instante balanceaba la pierna cruzada y permanecía quieta—. Le gustaría entablar relaciones con las personas del edificio pero sola era incapaz de aproximarse a los desconocidos; y mientras tanto cada día más su aspecto se asemejaba al de una solterona; un aire de buena conducta, de rechazo sereno y digno. Pero a veces se perdía y hablaba mucho, con los ojos abiertos, la boca llena de saliva, sorprendida, embriagada, afligida y con una cierta vanidad de sí misma que ya venía caliente de humillación. Escribía largas cartas a Daniel, a veces, en un solo impulso vívido y sombrío. Las releía con agrado antes de enviarlas y le parecía que eran verdaderamente inspiradas, pues aunque contasen la realidad, ella no la entreveía en los momentos en que la sufría. Dudaba si eran sinceras, pues lo que sentía nunca había sido tan armonioso como lo que relataba, pero sincopado y casi falso. No, no era infelicidad lo que ella sentía, la infelicidad era algo húmedo que alguien podía alimentar días y días encontrando placer, infelicidad eran las cartas. Pasó a sentir un gusto vil y voluptuoso en escribirlas y como las enviaba enseguida de escribirlas intentaba vanamente recordarlas, imaginó copiarlas y eso llenaba sus días. Las releía y lloraba como si llorara a alguien que no era ella misma. ¡Qué insoportable era esa nueva sensación que la arrebataba ansiada, mezquina, deleitada! Entre las cartas sentía algo sofocante y polvoriento, irrespirable, en una ráfaga de arena y ruidos estridentes. ¿Pero sería sincera al escribirle a Daniel? No mentir, no mentir —inventaba— aceptar la cosa como era, seca, pura, audaz —ella intentaba la sensación; durante algún tiempo perdía la necesidad de ser amable aunque en realidad no tuviera para quién serlo—. Y cuando llegaba a esa pureza árida no sabía que buscaba con seriedad las verdaderas causas sin encontrar nada. Lo que la desesperaba lejanamente en la mayoría de los casos era la inutilidad de su lucidez; el hacer del hecho de escuchar a un hombre en el jardín referirse a su viaje y, mirando la alianza de su dedo, ver con una tranquila clarividencia —y que podía ser equivocada— que él debía haber frecuentado un lugar de mujeres y que continuaba tratando de negocios y de su mujer; ¿qué hacer con eso? Ella no veía lo que necesitaba sino lo que veía. No quería forzarse para pasear e ir a cines sin obligarse: su día era vertiginosamente aspirado hacia aquel pasado desconocido y, plácida, ella se mantenía en un silencio infeliz de actos. ¿No había sido obligándose que una vez saliera a encontrarse nuevamente con Vicente?; rescatando el vago conocimiento tal vez para siempre. En esa época ya era fácil amar. Amar ya se había tornado viejo, la idea se había agotado al comienzo de su vida en la ciudad; ella ya se sentía experimentada y tranquila por la larga meditación de la espera. Recordaba la primera noche. El cuerpo de Vicente apoyado sobre su hombro pesaba como la tierra; para él nunca había sido trágico vivir. Un poco antes ella había intentado jugar, le había pedido los anteojos prestados; en medio de todo, había pensado entonces mirándolo rápidamente, en medio de todo, él tiene

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miedo de que yo le rompa los anteojos. Y eso le había dado una cierta resignación en cuanto al resto. ¿Entonces, con quién podría darse ella? Con quién sino con el portero. Se detenía para conversar un poco en la entrada principal del edificio, de la calle ancha y de pocos árboles por donde subían las escaleras generales. Después doblaba la esquina, daba algunos pasos por la callecita estrecha y rumorosa, abría su propia puerta, con sus mismas escaleras casi verticales que terminaban en la habitación, en la sala, en el baño y en la minúscula cocina. Se quedaba en la ventana observando la calle mal hecha y ancha, con su arboleda dura y copada estremeciéndose; podía divisar las construcciones surgiendo en la esquina. El portero era un hombre moreno y flaco, casado y con dos hijos. Él le contaba cómo había obtenido el empleo. El propietario pensaba que aun en un edificio pobre necesitaba mantener la moralidad. En verdad las familias se preguntaban: ¿aquí viven personas decentes? Por eso, repetía en una tímida disculpa, él le había avisado a Virginia —como hacía con todos los inquilinos, con todos los inquilinos— que estaba prohibido llevar a los departamentos visitas de otro sexo, a menos que fueran hermanos y padres, naturalmente. Él usaba la cintura baja y floja, tenía ojos pequeños y juntos. Él le contaba cómo vivía, si había ido al cine, que poseía un pequeño garaje en su casa convertido en “escritorio”. Solamente los domingos iba a su casa, siendo reemplazado por un viejo apurado y asmático que no era desagradable pero que de alguna manera no quería la simpatía de nadie. Miguel y Virginia se tenían simpatía: como las noches eran largas para ambos, a veces él subía a tomar un pocillo de café. Ella arreglaba la sala con alegría como si jugara seriamente, una vez hasta compró flores. Él se sentaba y mientras ella preparaba el café en la cocina los dos conversaban en voz más alta sin verse, escuchando con placer y atención su propia voz. Ella entraba con la bandeja, ambos acercaban las sillas hasta la mesa y tomaban el café fuerte y fresco con un placer preocupado, cambiando miradas de aprobación. Cuando llegó el invierno y caían las lluvias, las noches en el departamento eran buenas y cálidas con un hombre joven sentado tomando su café. Ella preguntaba súbitamente asustada:

—¿Usted no está abandonando sus obligaciones? —No —garantizaba él—. Lo que yo tengo que hacer es quedarme en el

edificio. Y además, quién va a necesitar informaciones a esta hora... —Pero la puerta... —No, la puerta ya está cerrada. Sólo entran los inquilinos y ésos

tienen su llave para entrar y salir. Ella suspiraba. Le hablaba un poco de Daniel, de la Granja, de las

personas, como Vicente, que ella apenas conocía. —Su hermano se llevará bien con la mujer... —dudaba él, serio, sin

querer ofender—. Esos casamientos apresurados... El casamiento no es un juego; mucha gente lo cree pero no es así.

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A él le gustaba asistir a oficios protestantes; como era vanidoso y humilde buscaba al pastor después del servicio religioso, le hacía preguntas inútiles, se pegaba a él con una gravedad orgullosa. El pastor le aconsejó leer todas las noches un pequeño trecho de la Biblia y meditar. Lleno de una alegría sin sonrisas compró una Biblia pequeña y usada, y la llevó a la portería. En su casa no leía nada, no conseguía interesarse por las mismas cosas y estaba sinceramente preparado para reírse con todos los temas de las prédicas. La vida aislada en el banco de la portería, la inmovilidad de los brazos, al poco tiempo hicieron de él un hombre irritado y ardiente. Nunca había tenido tantos deseos de acusar, nunca había dado limosna tan lleno de atención y cautela. Pero con lenta sorpresa había descubierto su imposibilidad de concentrarse y leer la Biblia tan fácilmente adquirida. Cada noche, sobreavisado, sentábase en el banco sin respaldo, debajo de la lámpara del balcón. Se pasaba el dedo en la lengua, volvía las páginas del libro, comenzaba. Poco después su lectura se limitaba a mirar letras y la Biblia lo hacía pensar en nada. Se decía a sí mismo: cómo voy a poder instruirme después de un día de trabajo, con la cabeza todavía llena de las quejas escuchadas. Tomando café tantas veces en el departamento de Virginia, había llegado a imaginarse leyendo con ella la Biblia. Le preguntó tímidamente y casi aterrado por la audacia —no exactamente por Virginia, ya que su departamento era el más chico del edificio, sino por él mismo, que nunca hablara de la nueva Biblia con nadie:

—¿Comprende?, la Biblia es el mayor deber del hombre. Estoy diciendo esto pero queriendo también decir que la mujer igualmente es hombre ¿comprende? —durante una pausa la escrutó con recelo de que ella no entendiera su difícil pensamiento—. Uno podría leer un poquito por las noches, no cuesta nada, en fin, sólo para instruirse y educarse... ¿Qué le parece? —concluyó completamente avergonzado.

Pero ella no podía responder enseguida. La idea de esas reuniones calmas y llenas de santidad la emocionó hasta el punto de que su rostro se cerró sombrío y severo. Ella tendría la oportunidad de llevar una nueva vida —se preguntaba con exageración, con una seriedad que llenaba de bienestar su corazón: quién sabe lo que estaría por venir—. Dijo en un tono casual, un poco seco:

—Bueno, sí, se puede leer. —¿No es cierto? —dijo él levantándose agitado y conteniendo su

inquietud alegre frente a la actitud fría de Virginia. Sin embargo ella lo miró por un instante discreto y agudo y él entendió que ella deseaba que ambos se comprendieran dentro de la falsedad. Por otra parte ella nunca había vivido tan simplemente con una persona como con Miguel —lo entendía mejor que a cualquier otro ser humano hasta entonces—. Con Daniel era difícil, encantador, difícil, renovadamente decepcionante. Con Miguel era llano y simple, él siempre era tan razonable; un día le había dicho:

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—Creo que en el fondo todos los hombres y las mujeres viven diciendo: no quiero pensar en eso. Y pensando que no pensaron ¿eh?, ¿no le parece? —había terminado riendo mucho con sagacidad, apretando los ojos—. Ella también se reía balanceando la cabeza varias veces en asentimiento, sorbiendo el café, pasmada por su perspicacia. ¿Y no era cierto?, nadie podía soportar mucho lo que sentía. Y ahora la Biblia...

—Pues sí, se puede leer —había dicho fríamente. Él la miró y se comprendieron con cuidado, evitando cualquier claridad.

—¡Pero beba su café antes de que se enfríe! —gritó ella con intensidad. Él la miró vacilando un instante con esperanza y de repente se alegró, se restregó las manos rápido:

—¡Es verdad, es verdad! A la noche siguiente golpeó la puerta, ella lo atendió, lo vio con la

pequeña Biblia en la mano; con rabia y pudor ella se recogió, el cuerpo rígido, el rostro indiferente. Él no la miraba. Entró hasta la mitad de la sala como esperando que él se fuera. Haciendo un esfuerzo sobre sí misma dijo después de algunos instantes:

—¿Quiere el café antes o después? Él respondió apresurado: —Usted es quien decide... Ella hizo el café hablando de algunas cosas sin importancia entre

largos momentos de silencio lleno de sospecha y prudencia. Cuando por fin terminaron él dijo simplemente:

—¿Leo yo o usted? —Usted. —¿Qué parte? —Cualquiera sirve. —¿No tiene ninguna preferencia? —Conozco muy poco. —Está bien. Él abrió la Biblia en el Sermón de la Montaña, comenzó a leer con voz

tosca y angulosa con vacilaciones llenadas por leves murmullos profundos y como somnolientos por la dificultad. Alrededor se hacía el silencio; Virginia apoyó la cabeza en las manos sin esfuerzo, con delicadeza. En la tercera reunión se estableció entre ellos una sinceridad llena de esperanzas y ella escuchaba la lectura con los labios entreabiertos como en un cuento. En una parte Jesús, en medio de la multitud, sentíase tocado por la enferma y le decían: —¿Pero, cómo preguntáis quién os tocó, cuando estáis en medio de una multitud que os aprieta? Y Él respondía: —Es que sentí salir de mí una fuerza... Este fragmento pasó a ser una vida nueva para ella, que suspiraba profundamente como a un imposible; absorta, la cabeza inclinada, ella pensaba: —¡Ah, el deseo de ironía y bondad, como de viajar, que sentía; cómo soy de débil! Se asustaba entonces y se bañaba en desfallecida beatitud. Pero eso no era meditar como Miguel exigía —en

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verdad ella no reflexionaba ni sacaba conclusiones—, pensaba en la historia con relación a ella misma, repitiéndola entre miradas, sombras, indecisiones y caídas. Vagamente imaginaba: pero yo también... Ahora le daba sentido a un recuerdo de la infancia que sin esas reuniones tal vez hubiera ignorado para siempre: cuando era pequeña cerraba los ojos y dejaba que la luz se filtrara lentamente desde afuera, pero si se acordaba de abrirlos de repente, todo perdía claridad, ella estaba cansada, sí, sin fuerzas. Miguel aceptaba con cierta reticencia que también sentía alguna semejanza con Jesús. Una noche, un poco confundido y enojado, le contó a Virginia que había hablado con el pastor contándole de las reuniones para leer la Biblia. Con sorpresa y disgusto lo escuchó decir: “Hijo mío, le falta religión a esas lecturas... por los comentarios que ustedes hacen y por el modo que escuchan... es casi un sacrilegio leer así la Biblia. Se lee con más seriedad y meditación —insisto en esa palabra—, meditación. Ve, hijo mío; la dificultad viene del cielo; vuelve y lee como quien estudia. Meditación —insisto en esa palabra—, meditación”.

Los dos permanecieron pensativos. Poco después, sin haber combinado nada al respecto, interrumpieron para siempre las reuniones. Hasta que una vez ella lo invitó a cenar. Ese día se despertó temprano, decidida, calma y alegre. La semana anterior había recibido la mesada; fue a la calle, compró carne, flores, huevos, vino, gelatina, arroz, verdura —ya hacía mucho tiempo que su cocina vivía limpia, con las moscas zumbando hambrientas al sol—. Sorprendida y tomando una actitud desdeñosa se compró una peineta con adornos de tortuga. Volvió a la casa con el rostro acalorado y los brazos llenos de paquetes —sentía que estaba siendo una de las personas más reales que ella pudiera ser—, lo comprendía por las miradas naturales y directas de los demás. Ellos la seguían con más extrañeza cuando ella no cargaba nada en los brazos. Lavó la carne, avergonzada, interrumpió con brutalidad de camarada su ligero canturrear con el rostro ruborizado, la saló, cocinó arroz con tomate, suspirando. Se sentía bien, fervorosamente bien, como si lo más profundo de las cosas se dispersara en nobleza. Hizo bocaditos de zanahoria y huevos, enrollando la masa con dedos íntimos de mujer, las cejas fruncidas —le gustaría ser pequeña y estar viéndose con envidia de poder moverse con comodidad en la cocina—. Preparó una entrada trémula de crema y gelatina, la cocina y la sala vivían llenas de movimientos, le parecía que casi chocaba consigo misma. A las dos de la tarde se sintió hambrienta y débil; no le gustaba ir a un restaurante, todavía sentía un poco de vergüenza al comer frente a otras personas. Pero ese día ella era una persona tan ocupada, con tantos compromisos, dueña de una casa que necesitaba arreglar, una cocina en la que había tanto para hacer que era evidente que en esos momentos no podría ser delicada consigo misma —pensó preocupada— Se vistió, fue a una lechería, almorzó huevos y café. Regresó por la calle llena de sol, ahora desanimada y lentamente, casi aprensiva; entró en la casa —sí, eran

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preparativos como para una fiesta, y su corazón se apretaba dolorido en una sonrisa—. Por la tarde se bañó, se lavó la cabeza, se puso la peineta de tortuga, el vestido blanco —bajo el corpiño ajustado sentía aquella timidez física que le daba al mismo tiempo la certeza de estar elegante—. Salió al viento con los cabellos mojados y lacios, para comprar pan y una lamparilla más fuerte —y no hubo quién la molestara—. A la tardecita retornó a la casa, arregló la mesa, dispuso los cubiertos, cambió la lamparilla, cortó la carne en bifes sobre la sartén traída de Brejo Alto —de vez en cuando se detenía, se inclinaba hacia adelante con una especie de careta como si sintiera un inesperado dolor; pero era solamente una sensación de extrema esperanza y saciedad, y como estaba sola podía inclinarse hacia adelante—. Se puso talco en el rostro. Apagó la luz y se sentó en la ventana para esperar y para que se secara la piel húmeda y fría de sudor. En la sombra las cosas brillaban calmas, limpias y olorosas. Ella suspiró. El trabajo en los edificios en construcción hacía mucho tiempo que había terminado, venía un perfume de jazmines de la calle estrecha, donde ya se paseaban algunos enamorados. La luna apareció en el cielo oscuro, un viento tibio de verano pasaba por la ciudad, los cubiertos de los vecinos habían dejado de tintinear. Se apoderó de ella una somnolencia que la hundió en una irrealidad llena de promesa y cansancio que la envolvía amorteciéndola. La luna subía, algunas parejas de enamorados se despedían. Golpearon a la puerta. Dio un salto, se adelantó, el muslo firme se vio penetrado por la esquina sorda de la mesa, ella respiró conteniéndose, el fuerte golpe se unió a su olor a talco y sudor fresco: prendió la luz que se arrojó intensamente sobre los ojos debilitados por la oscuridad, ella se sorprendió porque había olvidado el cambio de la lamparilla. Casi sin ver el contorno violento de las cosas, abrió la puerta y Miguel entró enjugándose la frente con el pañuelo cuadriculado, parándose sorprendido, mirando la ropa de seda de Virginia, el albo mantel, la luz alegre y rica, los cubiertos brillando, las flores...

—Pero usted no me avisó que se trataba de una fiesta... —¡Por favor! —respondía ella enrojecida y fría—, entre. Él entró pero su actitud era confundida, desconfiada. —¿Quiere que vaya abajo a ponerme una ropa mejor? —preguntó. —¡Pero no! —ella casi gritaba tapándose los oídos, herida,

angustiada—, ¡pero no! —Está bien, está bien —dijo él asustado—, está bien, ya no está aquí

quien lo dijo... Con los ojos vacilantes de lágrimas, el rostro húmedo, ella intentó una

sonrisa más alegre, aunque la luz titilaba en su retina mojada y ella veía ante sí gotitas brillantes y trémulas con un cierto placer visual ansiado.

—Pero, ¿qué es eso? —preguntó él aterrorizándose. —¡Oh nada!... ¿qué va a ser?... un poco de luz en los ojos y como yo

estaba en la oscuridad, ¿qué va a ser?, caramba...

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—¿En la oscuridad?... —él parecía acercarse a lo que jamás comprendería.

—¡Sí, en la oscuridad, con dolor de cabeza! —gritó ella mintiendo. Él se sentó en una silla, con los dedos entrecruzados sobre la pierna.

Ella se detuvo un instante; no tenía nada para decir. Él dijo: —Siéntese. Ella se animó: —¿Sentarme?... ¿Y quién hace la comida? —¡Ah, es cierto!... ¿quiere que le ayude? —No, muchas gracias —rechazó casi ofendida. Pero no se alejaba, sin

saber cómo dejarlo allí sentado para ir a la cocina. —¿Qué hora es? —preguntó él. —¿Cómo puedo saberlo? —respondió ella ofendida. —Es verdad... —sacó el reloj de cobre, lo miró—: son... son... son...

¡las nueve horas! menos... menos... menos... ¡tres minutos! —dijo él riendo sin que ella supiera por qué.

—¿Quiere cenar ahora? Él pareció súbitamente asustado, encogió el cuello entre los hombros

en un gesto de desesperada ignorancia. —No sé, no sé... usted es quien manda... Se miraron un instante más. Ella fue a la cocina a preparar los bifes.

De vez en cuando se detenía intentando un movimiento hacia la sala —no se oía nada—. Delicadas gotitas de sudor renacían sobre su labio superior, el cuerpo parecía haber engordado, el malestar del vestido le envejecía el cuerpo. Un poco inquieta frió los huevos, calentó las croquetas, el arroz —escuchó la sala, silencio— llevó la bandeja a la mesa. Se había preparado para decir algo espirituoso pero lo que iba a decir huyó pálidamente al verlo sentado en la misma posición con los dedos entrecruzados. Sin embargo, mirando los platos humeantes, los labios secos de Miguel se entreabrieron en una débil sonrisa de esperanza y desánimo. Ella tomó un pequeño impulso y dijo risueña, atenta:

—¡A la mesa, a la mesa! Miguel sentóse, levantó un poco el borde de los pantalones con un

suspiro apresurado, y se puso a buscar algo por todas partes, debajo de la mesa.

—¿Qué pasa? —preguntó Virginia interrumpiéndose alerta. —La servilleta... ¡Ella se había olvidado!, el rubor le calentó el rostro y el cuello. Él se

mostró tímido: —No hace falta... Yo pregunté solamente porque, usted sabe, en estas

cenas muy finas siempre se pone, ¿no es cierto? —¡Sí, sí, sí! —Ella corrió a la cocina, sacó del hielo la botella de vino,

la tomó en sus manos inertes y se sintió reanimada con el frío, la apoyó rápidamente en los labios calientes. Pero ya él aparecía en la puerta de la

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cocina y decía con un aire súbitamente masculino: —¡No señora! No admito que usted... Ella lo miraba aterrorizado... Él retrocedió sorprendido mirándola con

el vino en la mano. —Ah —dijo—, yo pensaba que usted había ido a buscar la servilleta...

Porque no era necesario, cualquier pedazo de género sirve... —La comida se está enfriando —dijo él finalmente como si arrojase la

culpa fuera de él—, la comida se está enfriando. Ella rió: —¿No es cierto que sí?, vamos... Usted tiene que abrir esta botella,

trabajar un poco —agregó lisonjera. —Pero usted hizo mucho gasto, ya se está viendo. —¡Pero, si no tiene importancia! —Bueno, eso no deja de ser cierto. El dinero fue hecho para gastarlo

—callaron. ¿Pero por qué no tomaba él la botella de vino que le helaba las manos?

—Usted no tenga a menos repartir conmigo los gastos... si quiere. —No, muchas gracias. —Está bien, está bien, mi lema es: no insistir. Se pusieron a comer en silencio; la comida era buena aunque los bifes

tuvieran algún nervio; el vino era suave pero transmitía calor y él lo bebió casi todo —a los postres sus ojos brillaban húmedos y sufrientes—. Ella permanecía silenciosa sirviendo los platos con ardor y una tranquilidad concentrada; parecía imposible detenerla. Después hizo café y cuando lo tomaron, de nuevo sus ojos se encontraron llenos de malicia: ¡qué café!, exclamó él y ella sonrió profundamente. Finalmente él le dijo, mirando hacia el techo mientras encendía un cigarro:

—La comida fue muy buena. Ella lo miraba interrogativamente, inquieta. Él llevó sus ojos a los de

ella, los bajó rápidamente pero de pronto la encaró con desesperación: —¡Pero es que mi mujer sabe que vengo acá! Virginia lo miró sin entender al principio, preguntó atontada mientras

la cabeza se negaba a trabajar y a mudar de rumbo: —¿Por qué? —¡Se lo contaron!, ¡qué diablos puedo hacer!, ya andan hablando... En ese momento ella ya había comprendido, el rostro pálido de

sorpresa; varios instantes se precipitaron vagos, incontables... y ella sentía un comienzo de cólera que finalmente le hacía bien, de alguna extraña manera eso simbolizaba la cena.

—¿Entonces, por qué viniste? —arremetió por fin y exasperada. —Perdón —murmuró él como en un salto, repentinamente mañoso y

con cautela—, perdón, nunca la he tuteado para oír ahora este tratamiento... nunca me tomé esa libertad, todo el mundo lo sabe —y de repente alguna idea le vino a la cabeza porque él abrió la boca con terror y

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estupefacción—. ¡No va a querer comprometerme ahora! ¡Diablos, yo soy un hombre casado!, se lo dije desde el comienzo, nunca la tuteé, nunca le toqué ni la mano, ¿no lo niegue, eh?, ¡no lo niegue!

Muy blanca bajo la lámpara que parpadeaba con un aumento de muda energía, ella lo miraba, los labios calmos e incoloros.

—Discúlpeme —continuaba Miguel asustado y ya francamente avergonzado—, la cena fue buena pero eso de que yo venga aquí no quiere decir nada ¿no es cierto? Yo me ofrecí desde el comienzo para que repartiéramos los gastos, ¿no es cierto? —preguntaba ansioso y repentinamente lleno de esperanzas.

—Sí. —¡Entonces, entonces! —gritó menos asfixiado—, yo sabía que usted

era razonable... —se volvió más delicado hablando con dificultad—. Usted comprende, quien está casado no es libre, es esa historia de quien se dejó apresar una vez... —rió con una mueca pálida y forzada. Los dos permanecían de pie, uno de cada lado de la mesa junto a los lugares que habían ocupado en la cena. El silencio crecía entre ambos como un globo vacío que cada vez más se llenara peligrosamente de aire y extrañamente no podía ser interrumpido, cada palabra esbozada moría tenuemente frente a su fuerza. Ella recordó con placer dos palabras feas que aprendiera en la Granja, pero algo así como el pudor, o ya el desinterés, le impedía prenunciarlas y ella esperaba un instante atenta, escrutándose imperceptiblemente, parpadeando con rapidez. Extrañaba nuevamente la luz tan fuerte, su pequeña sala tan enriquecida y muda. ¿Pero cómo usar tales hechos como maneras de vivir?; no eran plausibles, parecía faltarles la primera realidad; ¿a qué unirlos?, aquéllos eran los propios y verdaderos acontecimientos y ella no obtenía de lo que sucedía ninguna explicación, ningún resumen, sino la repetición simple de lo que sucedía. Miguel esperaba con los ojos a propósito inexpresivos, tratando de mantener la fuerza anterior y no perder terreno; algo extraordinario estaba teniendo lugar lentamente en la sala.

—Usted es lo más bajo de este mundo —dijo en voz alta y simple como si cantara.

—Pero... qué es eso... —murmuró el hombre retrocediendo sorprendido, intentando de inmediato una expresión ofendida.

Ella suspiró profundamente. —Por lo tanto, retírese para siempre —ella hablaba con calma y

escuchaba con placer y atención sus propias palabras, que salían alargadas y claras; el cansancio de los preparativos de la cena le pesaba en el cuerpo.

—Pero..., pero yo no la ofendí, ¿no es cierto? —murmuró él. Ella lo miró sin fuerza, absorta: —Sí, sí... —¿La ofendí? —gritaba él completamente perturbado.

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—Ah, no, no me ofendió. Estoy cansada solamente. Adiós, adiós. —Quería explicarle que yo no... —No, adiós, adiós —replicó ella. Sorprendido y ya francamente disgustado, él salía mirando a Virginia

con ojos martirizados y humildes. —¿Caramba, qué es eso? —le gritó ella de repente cuando ya se

encontraba en la puerta, poseída por una ligera fiebre—, ¡no necesita irse enojado!

—¿Pero no es lo mismo?, ¿no es lo mismo? —gritaba apurado con los húmedos ojos pestañeando.

—Sí. Y como siguiera un momento de silencio vacío y pensativo, ella

finalizó: —Adiós, adiós —y casi lo empujó por las escaleras cerrando la puerta. Pasaba las mañanas sentada junto a la mesa mirándose los dedos, las

uñas lisas y rosadas. ¿Todo el mundo sabrá lo que yo sé?, pensaba profundamente. Trataba de distraerse dibujando las líneas rectas, sin auxilio de regla, pero dónde estaba el encanto del trabajo: sin poder precisarlo mejor le parecía que fallaba siempre. A veces decía en voz alta algunas palabras y mientras se escuchaba le parecía una rareza inquieta y deliciosa, que ella no era ella misma y se sorprendía con un susto que también era mentira. Y después, en otra rareza débil y embriagada, sí, era ella misma. Decía en una pequeña voz fastidiosa, balanceando la cabeza: no estoy contenta, no estoy contenta. O entraba a vivir en una exaltación íntima, en una pureza ardiente cuyo comienzo era una imperceptible falsedad. Todavía sabía cerrar los ojos y cerrarse en una fuerza bruta. Entonces entreabría los párpados con delicadeza como dejando esa fuerza filtrarse lentamente, y veía las cosas bajo una cierta luz de crepúsculo dorado flotando en un fulgor trémulo, aclaradas y finas; el aire era tenso y frío entre ellas, los ruidos se agudizaban en agujas veloces. De pronto cansada abría los ojos por entero, dejaba en libertad a esa fuerza —con un estruendo mudo las cosas se secaban cenicientas, duras y tranquilas, el mundo finalmente—. O renacía como quien se estremece, con un impulso de sorpresa. Se vestía con mucho cuidado como si fuera a encontrarse con una multitud esperando en la puerta. Salía a la calle, caminaba lentamente por el paseo mostrándose, los ojos atentos, con la sensación de que fulguraba ardiente, seria. Era un insecto duro, un escarabajo, volaba en líneas imprevistas, se golpeaba al chocar contra los vidrios cantando estridentemente. Y realmente, a pesar de su apariencia modesta y de sus mejillas pálidas, algunas personas la miraban con curiosidad, muchas veces con más de un momento de atención. Ella se animaba con secreta brutalidad; de repente, de tal momento era ella la única verdad, que las personas se preparaban, se arreglaban, tomaban la actitud de la ropa, salían a la calle, se entrecruzaban luminosas y se apagaban de nuevo en

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casa —ella comprendía a la ciudad con seguridad y ardor—. Se enorgullecía de no ser Esmeralda. Alguna que otra vez era mirada como si fuera a tener un gran destino. Inesperadamente, ante una mirada le parecía: ¡este hombre sabe algo de mí!, pero ¿finalmente qué le importaba?, para que algo existiera no necesitaba ser conocido —ésa era la sensación—; las cejas fruncidas y entonces una rápida calma seguía vacilando después de aquello que no llegara a ser un pensamiento. Regresaba a la casa cansada como si dejara la fiesta en la que fuera coronada. Pasaba días enteros leyendo; leía como una prostituta pintarrajeada, llena de avidez y de un tedio que ardían en su alma y rápidamente la resecaban. Lo que más la inquietaba entonces era poder dormir tan temprano. Desde el momento en que se despertaba se ponía a pensar en el momento de dormir. El modo en que las horas transcurrían parecía haberse transformado irremediablemente y ella vivía entre ellas empujada por el deber que sugerían. Nadie le impedía ir a la cama a las siete de la noche. Pero no dejaba de cenar, así podía dormir hasta las cinco de la tarde. Combinaba todo con cálculo y cuidado y después permanecía a la espera respirando. Pero una tarde se dirigió en tranvía a una calle linda y tranquila, y con horror encontró a la peor vieja de Brejo Alto, que desde hacía algunos meses estaba en la ciudad con la hermana enferma. El tranvía corría y ella no podía ver nada. Sin embargo la vieja comenzó a hablar, y en vez de la irritación que esperaba sentir, algo se redujo simplemente a sí misma en un rápido desfallecimiento de deseos. Conversó con la vieja humildemente, sobre sí misma, con facilidad, casi liviana, intercambiando impresiones sobre modos de vivir y comprar, y formas censurables de vivir. Inexplicablemente se allegó a la mujer como si ésta fuera una amiga, se mostraba súbitamente femenina y ocupada sintiendo sin disgusto en sus piernas descubiertas el roce de aquella pollera larga; oscuramente buscaba con voluptuosidad conseguir su simpatía y piedad. La vieja retrocedía, el rostro flaco, ofendida de algún modo y dominada porque mal conseguía abrir la boca y hablar, ella que siempre se inclinaba sobre los otros con los ojos apretados, asfixiándolos de noticias.

—Usted ya imagina lo que es una ciudad grande —gritaba Virginia sobrepasando el ruido del tranvía en los rieles—, ¡cansa, simplemente lo cansa a uno! Y qué caros son los departamentos, ¿no? ¡A veces tan pequeños! Yo vivo en un edificio relativamente barato, gracias a Dios, pero los otros son un horror. ¡Digo que un horror!, usted no me oye por culpa del tranvía. —El vehículo se detenía un momento en la parada y nuevamente la vieja intentaba secamente dirigir la conversación, preguntándole si vivía sola—. Sí, sí, pero el edificio es lo más decente posible —le decía Virginia asustada—. Imagínese que en la ciudad, por lo que oí decir en una pensión en la que viví, las muchachas con mejor apariencia en realidad son las peores. —¿Horrible, no es cierto? —se reía ella—. Solamente viviendo aquí uno se entera de estas cosas.

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Cuando la vieja se despidió con rapidez y frialdad, frustrada en sus propias novedades, Virginia le estrechó la mano, efusiva como si fuera abandonada:

—¿Felicidades, eh?, ¡felicidades para usted y para su hermana! —la vieja se alejó sorprendida, ya encantada y sonriente, y Virginia permaneció un instante con los ojos abiertos, atenta, pensativa. Daniel... Cómo la miraría condenándola Daniel; ¿pero condenando qué cosa?, se preguntó. Lo que había sucedido se reducía simplemente a un silencio y a una sensación que ella comprendió que difícilmente podría transmitírsela a Daniel; de esta manera no quiso tenerlo a su lado, prefirió estar sola —se encogió en un rincón del tranvía—, simplemente sola conseguía agotarse; las cosas más vivas no tenían ni siquiera un momento para vestirlas, era imposible realizarlas; si se lo intentaba no sólo no se conseguía sino que ellas morían perplejas. Y dos personas por demás silenciosas terminarían hablando. Sin embargo cuando viniesen los tres días por semana ella se erguiría de alegría porque por fin estaba presa.

A veces, un agudo deseo envuelto por una ola de fresca e impulsiva felicidad, un deseo agudo de modelar daba un pequeño grito de sorpresa en su corazón. Abría la pequeña valija de las cosas de barro y sin vacilar las sumergía en agua caliente para disolverlas y obtener material para nuevas figuras. Trabajaba en feliz concentración que prestaba a su rostro la antigua transparencia nerviosa. No obstante los muñecos continuaban los trazos de aquellos levantados en su infancia. Grotescos, serios e inmóviles, de línea fina e independiente, obstinadamente Virginia insistía en decir la misma cosa sin entenderla. Ella inclinaba cabeza y parecía que continuaba creciendo.

Con el correr del tiempo había nacido en ella una secreta vida atenta; silenciosamente ella se comunicaba con los objetos a su alrededor con una cierta manía tenaz y desapercibida que sin embargo estaba siendo su modo más interior y verdadero de existir. Antes de realizar algún acto ella “sabía” que “algo” estaría en contra o que una leve ola lo permitiría; tenía tantos deseos de vivir que se había vuelto supersticiosa. Había entrado en su propio reinado. Las habitaciones con olor a túnel, las cosas ligeramente descolocadas de sí mismas como si acabaran de haber sido dotadas de vida. La superstición era lo más delicado que ella había conocido; por el deslizarse de un segundo podía sobrepasar aquella afirmación cálida y misteriosamente vehemente de que la cosa ¿comprende?, está allí, allí mismo y por lo tanto es así, los objetos, aquel florero pequeño por ejemplo, se sabe profundamente; y aun aquella ventana entreabierta, la mesita de tres patas bajo el techo ¿comprende?, se sabe profundamente; y también existe lo que no está presente (y que ayuda, que ayuda, todo avanza) (hasta aquella fuerza) (un instante después y de él nace un sí o un no) (pero si demora un poco “sabe” que el instante es un instante y entonces está mudo) (roto) (es necesario recomenzar) (ovillando, desovillando, ovillando

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fuerzas) (sin permitir que ciertas cosas del mundo se acerquen demasiado) (sobre todo lo que es pasado es pasado y es apenas de ese pequeño instante que se trata, y de ese otro, y de ese otro, y de ese otro más) (pero cada uno por sí solo) —y he ahí que sin ninguna palabra ella ya lo había hecho—. Por otra parte, toda ella era sostenida por algunas palabras. Pero empleadas con tal sentido, con tal sentido, con tal especie de naturaleza ciega y extraña que, cuando las usaba alto o en pensamiento o cuando las oía, no se estremecía, no se reconocía, no notaba; en su intimidad ocupada y minuciosa ella vivía sin memoria. Antes de adormecerse, concentrada y mágica, les daba el adiós a las cosas en un último instante de conciencia ligeramente iluminada. Sabía que en la penumbra “sus cosas” vivían mejor su propia esencia. “Sus cosas” —pensaba sin palabras, sabia en su propia oscuridad— “sus cosas” como “sus animales”. Sentía profundamente que estaba rodeada de cosas vivas y muertas y que las muertas habían sido vivas —las palpaba con ojos cuidadosos—. Lentamente iba subcomprendiendo, viviendo con cautela y consideración; sin saberlo admitía su deseo de ver en la lámpara apagada y polvorienta algo más que una lámpara. No sabía que pensaba que si viese solamente la lámpara, estaría más allá de ella y no poseería su realidad —misteriosamente si ella sobrepasaba las cosas poseía su centro—. Aunque pensara “sus cosas” como si dijera “sus animales”, sentía que el esfuerzo de ellas no estaba en tener un núcleo humano sino en que se conservaran en un puro plano extrahumano. Apenas las entendía y su vida era de reserva, encanto y relativa felicidad; a veces las sentía cobijadas en sí misma —¿gran parte de su existir no era una cosa?, ésa era la sensación: gran parte de su conjunto vivía con su propia fuerza desconocida, siguiendo un rumbo imponderable—. Y en verdad si hubiera alguna posibilidad de no ser ella íntimamente quieta, a causa de esa impresión inexpresable, ella lo sería. Sentada junto a la mesa, mirando los dedos, sola en el mundo, confusamente pensaba con una precisión sin palabras que valía como movimientos leves y delicados, como un zumbido de pensamientos: los pensamientos sobre las cosas existen en las propias cosas sin sujetarse a quien las observa. Los pensamientos sobre las cosas salen de ellas como el perfume sale de la flor, aunque nadie la huela, aunque nadie sepa siquiera que esa flor existe...; el pensamiento de la cosa existe, de esta manera, tanto como la propia cosa, no en palabras de explicación pero sí como otro orden de hechos; hechos rápidos, sutiles, visibles exactamente por algún sentido, así como solamente el olfato percibe el perfume de la flor —vibraba ella—. Su pensamiento era apenas un movimiento circular. Notaba un arañazo en el dedo y atenta a la vida todo lo olvidaba así como por el sueño es olvidado lo que se pensó un instante antes de adormecerse. Como alguien cuyo cuerpo precisara de la sal como sustancia de esencia y entonces la comiera con placer sediento —ella siempre había sentido un gusto simple y ávido en hacer un esfuerzo y decirse claramente: veo una

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silla, una polvera, unas tijeras abiertas, un cajón negro—... La gran naturaleza muerta en que vivía. Aun así le parecía estar mezclándose a las cosas, disponiéndolas a su gusto y perturbándolas. Ah, si yo tuviese tiempo, sólo un poco de tiempo, parecía decirse con la cabeza inclinada y confusa. Por otra parte ella había notado que cuando abría bien los ojos no veía nada. Sólo palabras, pensamientos hechos de palabras. Cuando miraba con ojos desorbitados a la abuela sentada, perdía la noción de la abuela y no veía nada, ni siquiera a una viejita. La verdad era muy rápida. Era necesario entrecerrar los ojos. En raros y rápidos segundos de visión le venían ideas de que la visión de su comunicación con el mundo, aquella secreta atmósfera que ella cultivaba a su alrededor como la oscuridad, era su último existir —después de esa frontera ella misma era silenciosa como una cosa—. Y esa última vida interior continuaba sin lagunas el hilo de su existencia, un genio más de la infancia. El resto se extendía horriblemente nuevo, criándose como de sí mismo —ese su cuerpo de ahora y sus hábitos. Y esa religión era tan poco rica y potente que no poseía ritual—; su mayor gesto se agotaba en una mirada rápida y desapercibida, lleno de “yo sé, yo sé”, de promesa de fidelidad y de apoyo mutuo en una unión cerrada y casi mala; una y simple, ningún movimiento la simbolizaba, era el misterio aceptado. En verdad ella no sabía qué era lo que le sucedía, y su única forma de saberlo era viviéndolo.

Solamente así se unía al pasado del cual le faltaba el recuerdo. Desmemoriada, vivía simplemente su vida sin éxtasis; sin embargo una extraña atención a veces la embargaba, intentaba vagamente pensar cómo emergía de la infancia hacia el suelo, intentaba orientarse inútilmente; en raras ocasiones le parecía haber vivido el mismo instante en otra época, en otro color y otro sentido —súbitamente interrumpía su ritmo, ella se detenía y con una calma hecha de susto y cuidado tanteaba en su interior buscando—. Sin embargo, en seguida que tomaba conciencia de ese examen nebuloso y oscuro se precipitaba en una confusa dulzura, en la comprensión de la imposibilidad y desorientada por un segundo perdía los pasos audaces. Buscaba con paciencia recordar más nítidamente aquella su infancia sin acontecimientos; uno y otro hecho se levantaban en su memoria como pilares distanciados en una limpidez sin apoyo. Apenas se aproximaba a ellos, los sentía disolverse a su contacto. ¿De qué había vivido entonces?; reunía unos pobres hechos que no eran realmente desenterrados por ella misma, sino por la palabra recordada de los otros o por el recuerdo de haber conseguido ya recordar, los reunía, los organizaba pero le faltaba un fluido que fundiese sus extremos en un mismo principio de vida. Los acontecimientos se alineaban espaciados, sólidos, duros; mientras el modo de vivir era siempre imponderable. Un cierto esfuerzo haría volver la memoria, una cierta actitud que ella no llegaba a encontrar como si no encontrase una buena posición para dormir en una noche de insomnio. ¡Ah, si yo tuviera tiempo!; ella balanceaba la cabeza en censura y

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pena. Sabía que nunca llegaría a tenerlo. El lugar en el que ella naciera —levemente se sorprendía de que él todavía existiera como si también él perteneciera a lo que se pierde. Ella misma vivía ahora en pie como una columna erguida—, lo que quedaba atrás era el mundo anterior a la columna, un tiempo tibio e íntimo, aunque se pensara en él buscando revivirlo, de pronto un tiempo impersonal, aire fresco llegando de un abismo de nieblas vagas. Buscaba sentir su pasado como un paralítico que inútilmente palpa la carne insensible de un miembro, pero naturalmente sabía su historia como todas las personas. Se veía separada de su propio nacimiento y sin embargo difusamente sentía que debía estar de algún modo prolongando la infancia en una sola línea ininterrumpida que sin conocerla desarrollaba algo iniciado en el olvido. La Sociedad de las Sombras... —ella sonreía pálidamente mientras los ojos brillaban un instante y se apagaban en el esfuerzo de la reconstrucción—. La Sociedad de las Sombras... Recordaba que ella y Daniel vivían con secretitos, asustados; secretitos... ¿era eso?, no, no. Ella especialmente tuvo siempre una memoria extraordinaria para inventar hechos. Sí, y que se encontraban en el descampado, sí, en el descampado. Cómo habrían sentido el miedo... se es tan valiente cuando niño: ¿sólo eso?, después habían combinado contar al padre los encuentros de Esmeralda en el jardín. Pobre Esmeralda, ¿pero por qué?, no sabía, pero lo cierto es que lo habían contado, el padre había gritado, ella misma había fingido desmayarse o se había desmayado realmente... ¡tan astuta!, entonces la vida había cambiado, ella sabía eso, seguramente porque ya no era ninguna criatura; entonces cosía, paseaba, visitaba algunas casas en Brejo Alto, seria, callada; Daniel ayudaba al padre en la papelería. Aunque no recordaba con nitidez aquel tiempo —se vivía tanto cada día— ahora le parecía estar siendo impaciente consigo misma. Lo único que no olvidaba —ella sonreía— era que alguien se había ahogado en el río... podía haber sido apenas un sombrero pero ellos se habían asustado. De cualquier manera guardaba el secreto. Ah, ella entraba en el sótano ¡en el sótano! ¿y eso era importante?; su memoria se disolvía en sombras, borraba el esplendor en un silencio dulce y pobre. Un profundo cansancio, cierta perplejidad se apoderaba de ella, y finalmente nada le había sucedido jamás.... ¿por qué entonces aquella conciencia de un misterio que preservar, aquella mirada que significaba haber existido inefablemente? De un modo vago sabía que alguna vez había vivido sobrepasando los momentos en una ceguera feliz que le daba el poder de seguir la sombra de un pensamiento a través de un día, de una semana, de un año. Y eso misteriosamente era vivir perfeccionándose en la oscuridad sin obtener siquiera un fruto de esa imponderable perfección. Más tarde intentaría contarle a Vicente cosas de la infancia y de Daniel y sorprendido lo escucharía decir riéndose: yo ya sé cómo eran ustedes más o menos, pero ¿finalmente qué hacían? ¿Nada había contado entonces?, permanecía

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quieta y asustada. Una persona podía gastarse siendo solamente: cada minuto que pasara ella había sido, había sido. No toleraba hablar de sí misma, se concentraba insoluble, angustiada —en el resumen de las palabras dichas escapaba lo esencial, que, en definitiva, era la sensación de haber vivido aquello que contara—; la delgada indecisión incesante de una vida parecía estar en su relación con quien la vivía, en la conciencia íntima de su contacto. A veces conseguía algo parecido a ella misma. Sin embargo era una libertad fácil y casi experimental, un proceso de libertad —un poder usado y no algo que avanzara mientras todavía se creaba; la diferencia que existía entre lo que fuera lanzado en el aire y lo que volaba de sí mismo—. No obstante alguna que otra vez la imitación conseguía ser más real que la cosa imitada y revelaba a ésta por un instante. Era una forma de la memoria que ella alcanzaba.

Ah sí, ella bien que deseaba adelantarse hacia el futuro para que el presente ya fuera pasado y ella de nuevo intentara comprenderlo como si ese juego de perder la llamara en un vicio y un misterio. Trataba de ser sincera como si eso fuera el modo de ver la realidad; sin embargo jamás podría resumir su vida actual sino reuniendo hechos a otros hechos y sin alcanzar los propios sentimientos. Tres veces por semana podía ir a casa de Vicente y amarlo porque tres veces por semana él entregaba a las revistas lo que trabajaba en otras tres veces por semana. Los días restantes eran una gran pausa blanca. Se despertaba, bebía agua, se sentaba en la sala envuelta en su robe florida que se abría en los senos y atrás —la madre, la madre resurgía en ella—. Caminaba de un lado para el otro sin saber qué hacer de sí misma como si tuviera más cuerpo del que era preciso. Casi no se alimentaba. Pero de repente algo en ella se degradaba y su ser comía con gran gusto, violentamente, bombones, dulces, platos muy condimentados —ella que siempre había sido frugal como una planta—. Después de pensar un día entero en una comida que se vendía muy lejos, resolvía salir a comprarla y ganaba en vida. La traía temblando de impaciencia y la devoraba. Con los ojos vacíos, cansados, levemente atónitos, se adormecía pesadamente. Después de su relación con Vicente había engordado más, y medio alta como era, su cuerpo existía ahora con doble fuerza, más firme. La cintura se había acentuado, la piel había perdido la sequedad y el dorado del sol y ahora se extendía blanda y blanca; sus caderas se habían ensanchado y ahora ella era una mujer. Pero su rostro había perdido su vago fulgor. Se conservaba tranquila con un aire ligeramente fuera de moda como en una recién llegada. Solamente vestida de blanco adquiría un tono ciudadano y, como lo advertía, prefería ese color para su mejor traje. Pero sin los paseos, sin espacio para una vida larga, vivía cansada. Las manos jugaban distraídas sobre la mesa, hasta imaginaba que tardaría mucho en morir porque una fuerza la atraía constantemente hacia la tierra y el sueño era inútil, no reposaba en él. Tenía la impresión de que ya todo lo había vivido a pesar de no poder decir

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en qué momentos. Y al mismo tiempo su vida entera parecía resumirse en un pequeño gesto hacia adelante, una ligera audacia y después un retroceso suave sin dolor, y ningún camino hacia donde dirigirse —sin posarse bien en el suelo, suspendida en la atmósfera casi sin comodidad, casi confortablemente, con la cansada languidez que precede al sueño—. Sin embargo a su alrededor las cosas vivían a veces tan violentas. El sol era fuego, la tierra sólida y posible, las plantas brotaban vivas, trémulas, caprichosas, se hacían casas para que en ellas se abrigaran cuerpos, brazos estrechaban cinturas, para cada ser y para cada cosa había otro ser y otra cosa en una unión que era un fin ardiente sin más allá. En realidad, ella poseería su propia armonía, sí, sí, sí, como una flor que forma un conjunto con sus pétalos. Lo que no impedía que a veces del corazón le naciera la desesperación de las cosas que ella no era y dejándola demasiado llena de lo que nunca había poseído, tan ambiciosa y envidiosa había sido siempre.

Había regresado de la casa de Vicente sintiéndose mal, le dolía el cuerpo, había vomitado, con ojos agrandados y tristes. El segundo día de la enfermedad creció la fiebre. Ya no se sentía especialmente envidiosa. Se miró al espejo, vio sus ojos centelleantes e inmóviles, los labios entreabiertos. La respiración le quemaba el pecho, era sofocante y superficial. Iba a volver a la mesa para sentarse cuando en un inesperado movimiento de cólera entró en el dormitorio, se vistió y salió, los gestos unidos en un solo impulso por la fiebre que no le permitía atender al tiempo que transcurría. El viento fresco apaciguaba el calor del cuerpo y del rostro —y eso inmediatamente se unía al instante de cólera—. Se sintió tan débil que los miembros le faltaron en pocos momentos; entonces se apoyaba en un poste de tranvía fingiendo esperar un vehículo. Por fin se sentó en un banco del jardín y perdió por largos huecos minutos la conciencia de sí misma y del lugar en que se encontraba. Cuando la comprensión volvió como un comienzo que recomienza a latir con fuerza ella estaba en mitad de un pensamiento cuyo comienzo no recordaba: así es preferible dar..., así es preferible dar... los chicos jugaban a la ronda, sus gritos resplandecían en el jardín, gotas resplandecientes del agua acumulada en un hueco llenaban el aire de fino brillo. Ella no podía mirarlo, bajaba los ojos heridos y los prendía a la tierra oscura, al césped apaciguador y tierno como en un bálsamo frío. Los chicos limpios y con una cinta en el cabello ahora jugaban a la pelota, viviendo extraordinariamente. Los gritos la atravesaban con esfuerzo y uno de ellos más extraño se inmovilizaba dentro de ella, ella se removía perpleja y continuaba escuchándolo como si lo tocase con los dedos, cristalizado en escarlata oscuro, corriendo con un vago brillo en una cinta sinuosa... ella rezongaba sin entenderlo, sin entender el mundo, horrorizada y calma. La pelota vino a golpear sus pies. Uno de los chicos le gritó:

—¡Juegue!

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Los miró en silencio sin un movimiento. Ellos se acercaron, la miraron con atención y curiosidad, los pequeños ojos inteligentes le examinaron el rostro, acercándose como ratones confiados. Formaron un semicírculo de espera y silencio. La niña flaca que aguardaba la pelota gritó con las venas del cuello salientes:

—¡Vuelvan! Como nadie respondía, ella misma se acercó con las manos en la

cintura, el cuerpo sosegado, extendió el cuello hacia adelante. Frunció el rostro como si hubiera sol y se puso a mirar a Virginia. Ésta miraba a los chicos, muda; de repente la invadió un comienzo de cólera mientras en el interior del cuerpo se movía una ola de respiración más ardiente:

—¿Qué pasa? Algunas niñas se pusieron la mano sobre la boca para esconder las

risas. —Qué, entonces no se puede mirar —dijo la más audaz, con el rostro

tonto y cínico, iniciando el ataque. Todas rieron excitadas, prontas para algo nuevo. El terror se apoderó de Virginia, ella apretó los labios, se sintió perdida. Las miró desamparada y cautelosa mientras la cabeza vacía palpitaba como un corazón. Con un pensamiento rápido, febril y casi doloroso por lo intenso, ella necesitaba ser simpática —habló con un aire humilde, afligido y duro, observándolas:

—Saben, no me siento bien. ¡Imagínense que desde hace dos días solamente tomo té! —las miró consternada, ellas retrocedían sorprendidas por el cambio, parecían dudar de su sinceridad y la escrutaban como si ésa pudiese ser una historia inventada para criaturas.

—Mentira —dijo una niña de ojos atentos y negros, de trenzas cortas y rostro moreno y decidido.

—No, no es mentira, ésa es la verdad, ¡lo juro! —su aliento caliente se desparramaba cerca del rostro, en una súbita inspiración le dijo a la que parecía ser la más importante: toca aquí —y extendió la mano apoyándola en la mano de la niña, aguardando en su rostro alguna señal de que ella sintiera el calor de su fiebre. Enseguida vio con gran gusto cómo varias manitas apuradas se extendían en su dirección, tocando con curiosidad y cautela el brazo, los dedos, la mano. Un niño que pasaba corriendo se detuvo, se acercó y, sin entender lo que hacía, avanzó, tocó con cuidado y perplejidad el brazo de Virginia, dudó y subió la mano por el hombro.

—¡Ella está caliente, de verdad! —decían las niñas mirándose estupefactas, moviéndose ocupadas y animadas.

—¿No tienes papá ni mamá? —preguntó una rubiecita vestida con un traje de hilo blanco, el rostro delicado, menudo y nítido. Virginia pareció profundamente sorprendida.

—Tengo, tengo —le dijo a la nueva niña, asintiendo febrilmente, pasándose la lengua por los labios secos.

—¿Y por qué ellos no te cuidan? —indagó sorprendida una morenita.

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—Bueno, ellos viven lejos, saben, por eso... —Ah, ya sé —dijo el muchachito con un súbito aire inteligente—, yo

sé, ¡no tienes dinero para volver! —¿Por qué para volver; qué sabes de esas cosas? —le preguntó

Virginia. —Ayer mismo la sirvienta de casa no tenía dinero para volver —dijo el

chico con cierto orgullo. —Ah sí, ah sí. —Virginia parecía meditar. —¿Entonces?, ¿está decidida? —preguntó la niña mayor, la delgada. —Sí, estoy decidida, voy a volver... —dijo Virginia mirándolos con

rabia, simulando—. Voy a volver, voy a volver. ¿Y ahora me puedo ir? —preguntó con aire indeciso, casi tímido. Ellas se mostraron sorprendidas, se miraron rápidamente sin responder. La morenita sacudió las trenzas:

—¿Quién te estaba sujetando? Las otras dijeron: —¡eso mismo!—. Rieron un poco frunciendo la nariz

al sol que inesperadamente había aparecido. Virginia se levantó, las chicas con las cabezas levantadas y la mano en la frente para protegerse de la claridad, retrocedían mirando. Ella dijo:

—Bueno, adiós —vacilaba como si fuera peligroso alejare. Algunas dijeron adiós, la rubiecita todavía apoyó con fuerza la mano en el brazo de Virginia. Ésta dio algunos pasos cuando el chico corrió gritando:

—¡Señorita!, ¡señorita!, la empleada de casa dijo que cuando pudiera volver iba a comprar el pasaje en la estación amarilla, sabe, aquella grande...

Virginia se detuvo escuchándolo en silencio. El chico no tenía nada más que decir, esperaba. Parecía fastidiado:

—Bueno, eso era lo que yo quería decir... —Sí, sí, muchas gracias realmente, realmente... Cuando pasó por un banco próximo una señora vestida de azul, sin

sombrero, con una cartera grande, pareció decirle algo. Se detuvo, inclinó la cabeza: ah sí, la mujer había visto la escena sin oír nada, y preguntaba llena de curiosidad, con cierta ansiedad familiar y maliciosa, qué había sucedido.

—El mundo está lleno de chicos mal educados —dijo demostrando que sería comprensiva con cualquier hecho que Virginia le contara.

—Sí —dijo Virginia y se alejó. El jardín se alargaba en anchas líneas horizontales, el césped se balanceaba en las sombras fluctuantes de los gajos, el aire se extendía claro, suavemente eléctrico. Y de pronto comenzaron a caer tibias gotas de agua. Ella se abrigó debajo de una marquesina junto a un viejo gordo, cardíaco, que respiraba lentamente con espanto y pena, los ojos mirando la lluvia como si fuese un desastre irremediable. Caía una lluvia tibia, gruesa y sin ruido, llenando el espacio de largos trazos brillantes.

Al día siguiente, inusitadamente, ella visitó al médico joven. Él reía

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imitándola. Con aire falsamente paternal apoyaba su cuerpo en el de ella, apoyaba en su mejilla aquel rostro con barba de dos días mientras en la otra mejilla le daba ligeras palmaditas... mientras ella sorprendida y confusa sentíase casi bien, muy bien —él era alto y pálido y las mujeres no valían nada para él—. Tenía una alianza; ¿cómo adivinar sus relaciones con la esposa? Él se acercaba en aquel consultorio calmo y blanco y ella permanecía sentada sobre la mesa donde la examinaba rápidamente. Había tenido dos noches de partos sucesivos, le había dicho al comienzo con delicadeza, casi ceremoniosamente, no había tenido tiempo todavía de afeitarse siquiera, decía mientras ella se quitaba el sombrero guardando cuidadosamente los pinches. Y después de examinarla conversaban, él perdía la frialdad, jugaba tan íntimo, tan distante... en el consultorio blanco, limpio, viéndola como a una cualquiera, deseándola sin tristeza, sin esperar siquiera que ella le permitiese algo, queriendo solamente hacerse desear, alegre, malicioso y distraído, divirtiéndose con su propia virilidad. Sin embargo serio, los ojos atentos y móviles.

—Pero doctor... Él se alejó un instante mirándola con un aire severo, imitando su voz

solemne y ronca —¡pero doctor!... Un peso le apretaba levemente el cuello, los brazos, ella sentía un informe gusto a sangre en la garganta y en la boca como siempre que tenía miedo y esperanza —podía derribar alguna idea y aceptar la aventura, sí, la aventura que él no le ofrecía—. De un centro nuevo de su cuerpo, del vientre, de los senos renacidos se propagó un pensamiento agudo, desesperado y profundamente feliz, sin palabras ella lo quería, tornaba un instante a ser algo anterior a Vicente. ¡Sin tristeza, como en vacaciones, se lanzaría al futuro!, y como él se aproximara un poco más todavía, ella desarticuladamente, rápida, apoyó su boca en aquella mejilla áspera como un hombre, cerca de la oreja... Él la miró rápido, ¡espantado y curioso!, ella vacilaba con los ojos abiertos, el consultorio giraba rojo, un rubor pesado y grave le subió al cuello y al rostro mientras ella intentaba justificarse con una sonrisa difícil y tonta. Él la miró atentamente un instante, con sabiduría dijo algunas palabras comunes y de pronto todo se disolvía en un simple juego. Lo miró seca y ardiente, le extendió la mano, él dijo conduciéndola: no se enoje, el mareo no significa nada, puede decirle a su amigo...; ella salió del consultorio, entró en el ascensor oscuro, rojo, sombrío, lujoso y tan fresco. Cuando recibió el aire polvoriento, luminoso, estridente de la calle caminó de prisa, libre. Luego caminó más lentamente por la tarde, eligiendo calles anchas. Cierta serenidad indiferente y opaca le dejaba fáciles los movimientos y el resto del día simple —ella olvidaría. Virginia, ella olvidaría—. Pero pasó una mujer a su lado con un perfume de limón, agua y pasto, asustada y penetrante perfume de limón y pasto —como un caballo sus piernas cobraron una fuerza nerviosa, alegre y lúcida. Granja Quieta. Ella aspiraba el perfume misterioso que sin embargo se daba. Porque era tan... tan vivo...

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tan...; ella renunció, recogió la cabeza sintiéndose sin valor para proseguir, tan fuerte era su esperanza. El sol brilló pálido en la calle, un viento frío traspasó la tarde, ella apresó el cuerpo apretado de fuerza, el corazón trémulo como si un sentimiento puro lo tuviese clavado... —un gran cansancio que estaba hecho de éxtasis, perplejidad, concesión y perfume la envolvió y sin preocuparse, tierna, sintió que sus ojos se llenaban de lágrimas por el médico y que éstas comenzaban a correr tibias y radiantes por su mejilla. Entró en un descansillo y se sonó la nariz; quería posarse en el mismo sentimiento fluctuante, iridiscente y duro pero no sabía sobre qué pensamiento fijar la sensación, tan incomprensible y fugaz era el mundo.

Después comprendió que el médico le había asegurado que ella no estaba embarazada... Cómo se reiría Vicente. Ella misma pensaba que jamás tendría hijos. Nunca los había temido siquiera, como si por un conocimiento quieto de su naturaleza más secreta supiera que su cuerpo era el final de su cuerpo, que su vida era su última vida. Ah, a ella le gustaban los chicos; la vida con ellos era tan rica... tan... —el resto se perdía en un gesto sin fuerza, casi inexpresivo—. ¿Pero cómo cuidar una vida más débil que la suya?, ella evitaba a las criaturas cuidadosamente y frente a ellas la asaltaba rápidamente el deseo de huir, o de buscar personas a las que nada pudiese dar. Sobre todo, ella no era de las que tienen hijos. Y si algún día los hiciera nacer, todavía sería de aquellas que no tienen hijos. Y si toda la vida que viviera fuera diferente de la que debería haber vivido, ella sería como debería haber sido —y lo que ella podía haber sido era profundamente, inefablemente, no por coraje, no por alegría y no por conciencia, sino por la fatalidad de la fuerza de existir—. Nada le robaba la unidad de su origen y la calidad de su primera respiración, aunque éstas se sepultaran bajo el propio enemigo. En verdad poco sabía sobre lo que se ocultaba debajo de su vida innegable. Pero no disolverse, no darse, negar los propios errores y aun no errar jamás, conservarse íntimamente gloriosa —todo eso era frágil inspiración inicial e inmortal de su vida—. Un día había tomado a la criatura de un vecino: ella dejaba su manecita en la suya, mirando por la ventana. Al rato, con la mirada dura y divertida, con leve emoción en el cuerpo, tomó la carne pequeñita y llena de dedos cieguitos y suaves, la apretó entre sus manos, sin que la criatura lo notara, siempre mirando por la ventana. Virginia se detuvo un instante para que no sucediera que confiara demasiado y avanzara. Progresivamente se fue animando, contó un cuento, inventó algo gracioso, pero realmente gracioso; la criatura se rió un poco, su propio rostro reflejado en una vidriera se ensanchaba brillante, enrojecido, inconsciente de sí mismo, moviéndose vivo y tímido. Después la criatura se fue como si nada hubiera sucedido. Una mujer fértil era tan vulnerable; su fragilidad venía de su fecundidad. Ella misma a veces sentía un éxtasis lleno de debilidad, cansancio, de una honda sonrisa y de una respiración

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difícil y superficial: era una posibilidad profunda y ciega que se disolvía en un suspiro y en un rápido bienestar, en un sueño pálido lleno de cansancio y de ensueños revueltos en que ella parecía querer gritar liberándose de las sábanas; mi fecundidad me sofoca. Si tuviera un hijo siempre estaría sobresaltada. Cada segundo esperaría verlo ponerse porotos en los oídos con malicia y sabiduría, poner el dedito en un enchufe eléctrico. Y cada segundo agradecería débil y nerviosa el milagro de que no hubiera sucedido nada —porque ella sería una mujer débil y nerviosa—. Hasta que habituada con la gentileza de los acontecimientos estaría en paz, tomando té con tortas y bordando. Y entonces la criatura iría directamente al enchufe eléctrico. Solamente su miedo evitaba las desgracias, solamente su miedo. Se puso su capa de lana gris y se fue al jardín zoológico. Los monos no hacían nada, se rascaban, miraban, se prendían a las rejas parpadeando, hacían gestos, miraban como dulces prostitutas. Se acercaba al tigre respirando el calor y el vicio del olor de la jaula; venciendo al propio destino: se obligaba a mirar sola en el mundo los ojos del tigre, su caminar ondulante, elevándose por encima del terror, hasta que de él salía una especie de verdad, algo que la apaciguaba como una cosa, ella suspiraba frunciendo los ojos. Aquel olor repugnante de cansancio le hacía bien, ella cerraba los dientes de mujer. El jefe de los guardianes le dijo:

—Tengo que expulsar o detener a algunas personas. Imagínese que unos hombres encienden el cigarrillo, aspiran una vez y arrojan el humo en el hocico del animal.

Ella dijo: qué horror, pero su cuerpo se movió quieto por dentro, apurado y oscuro. Las hienas reían peligrosas, plenas de alegría y tontería pero había una placa avisando que eran peligrosas. No lo parecían, con el cuello fino y sinuoso directamente pegado a los muslos voluminosos, llenos de movimientos tranquilos. Ella caminaba despacio, enterrando los tacos de los zapatos en el barro; era invierno, el silencio del jardín vacío interrumpido por alguno que otro murmullo de los animales, el grito agudo de un ave. Sus pasos en los anchos vacíos rodeados de jaulas eran cautelosos. Pasaba al lado de la serpiente inmóvil y fría con el corazón seco de coraje. Un día comenzó a llover, ella miraba los animales inquietos en las jaulas, mojada, los patos de agua cantaban. La pantera negra de terciopelo movía las patas, que tocaban y dejaban el suelo en un paso suave, rápido y silencioso. La hembra, con la cara levantada sobre el cuerpo acostado, resoplaba absorta con saciedad, los ojos verdes desorbitados. El guardián le mostró el tajo abierto en la palma de la mano, que la pantera le abriera. Pero había un tigre manso, él se lo iba a mostrar, señora.

—Voy a lavarme la mano con que agarré la carne, porque si ella siente el olor, ataca.

Le contó que siempre entraba en la jaula con un cuchillo, ¡sin que el

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director lo supiera, eh! Ese secreto la dejó ligeramente tonta, ella cerró los ojos un instante. Él le extendió el cuchillo por algún motivo que ella no comprendió: ¡toque! ¿Pero por qué?, se preguntó asustada; tocó la lámina fría y brillante que las gotas de lluvia parecían evitar y que le dejaba un gusto de sangre en la boca, mientras con los ojos abiertos, el rostro casi en una mueca de asco y horror, ella sonreía. El agua corría por el paraguas. Si le contara a Vicente... Sentía necesidad de contarle. Pero sobre aquello qué podía contar, ella conocía tanto como podía conocer de sí misma las sensaciones mientras miraba largamente un claro vaso de agua; la sensación parecía estar en el propio vaso de agua. De esta manera la necesidad de confesar era el único sentimiento que existía, la única realidad inquieta. ¿Qué contar? También recordaba que la piedad de Vicente era casi la confusión. No, no le contaría nada, ni siquiera sobre la Granja. Y mientras tanto pensaba: la Granja, como campanas repicando a lo lejos, sentía que cerca del caserón en aquel mismo instante el prado se extendía muerto y plano y que sobre él vivían inestables largas hierbas abandonadas. Él no tendría piedad de todo eso, y eso era exactamente lo que ella no podía contarle. Todavía no conseguiría decirle cómo su vida había perdido la íntima nobleza, cómo ahora ella actuaba bajo un destino. La presencia de un hombre en su sangre o la ciudad habían disuelto su poder de dirección en búsqueda. ¿Dónde, dónde estaba la fuerza que ella poseía cuando era virgen? Había perdido la indiferencia. A veces, de regreso del cine tomada del brazo de Vicente, veía la noche pálida de luna, los árboles en una oscuridad de desfallecimiento, sentía que algo se aproximaba dentro de sí y quería entonces alcanzarlo, tener un momento de tristeza absorta. Sin embargo sabía que el hombre le impediría sufrir, arrastrándola hacia la media sensación fluctuante y equilibrada de sus cuerpos. Él la forzaba a no desesperarse, insistente e inaccesiblemente la llamaba a un rebajamiento, no se sabía por qué. Existía una lucha entre los dos, que no se resolvía por palabras o por miradas —y también ella sentía, sorprendida y obstinada, que buscaba destruirlo, que temía los momentos de pureza del hombre, que no soportaba sus instantes de soledad como si le fuese desagradable y peligroso lo que había en ellos—. Era una lucha desapercibida que sin embargo los ataba en un mismo medio de atracción, desentendimiento, repulsa y complicidad. A pesar de todo él le había enseñado mucho. Escuchándolo admirarse del camino recorrido por los hombres, hasta descubrir la transformación del grano húmedo y dulce del café en una infusión amarga —sí, ella aprendía una nueva forma de sorprenderse—. La forma que él tenía de tomar las palabras comunes y hacer con ellas un pensamiento. Ella decía: llovía mucho, Vicente, parecía que el mundo se iba a terminar; él retrucaba jugando: ¿y si se acaba, tú sufrirías?, ella era arrojada a un mundo mayor y más profundo, o estaría engañada: de todo, él partía hacia algún lugar. Él decía de alguien: qué modo de gastar la vida... Y ella se gritaba: pero no,

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no se trataba de gastar la vida, eso no existía... él precipitaba las cosas en un plano extraño e irremediable. Yo no era feliz, me faltaba algo que me diera satisfacción —decía él y otra vez le descubría a ella casi una forma de pensar, tan nueva que le dolía como si arrancara el curso de un río afuera de su lecho. Sin palabras él hacía que ella supiera de cosas que jamás viera. Ella le contó:

—A veces paso los días con una esperanza tan... así... de repente quedo sin esperanza...

—¿Esperanza de qué? —preguntaba él interesado. —De nada en especial... —¿Pero cómo? —insistía—, tienes que saber... Ella no sabía explicar y

se sorprendía de la incomprensión de Vicente. Después aprendió que él entendería si ella dijera: pasé la mitad del día bien dispuesta y la otra mitad indispuesta. Pasó a convertirse en palabras de Vicente y a veces le parecía que era algo más que palabras lo que transformaba. En la misma tarde por fin había conocido a la hermana de Vicente, que vivía con los tíos. Los senos grandes, el rostro puro sin pintura donde la nariz se destacaba delgada, pálida y recurva; los brazos desnudos, los ojos oscuros y calmos —pero ella sería impura cuando le llegara su turno—. Leía libros policiales y su voz era ligeramente ronca. Mirándola Virginia sentía una intolerable envidia, la miraba con avidez y frío. Rosita la despreciaba con ojos sin curiosidad. Virginia rechazó el cigarrillo tratando de agradarle con ansiedad y bajeza. Se sentó con los dos en la confitería pero Rosita ni siquiera era golosa; miraba a la “amiga” de Vicente con los ojos desnudos mientras Virginia trataba de sonreír para adentro de la taza, guardando un dolor difícil de miedo, pensando en la propia nariz que brillaba, los cabellos despeinados y asustados reflejados en el espejo noble de marco negro. Poseía algunos vestidos de color indefinido, castaño claro, crema, azulado, el escote entre redondo y ovalado nadando en el cuello, de una seda que no caía ni armaba, arrugada como si recién saliera de una valija —eran ropas viejas las que ella vestía, como para no existir, se sentía bien en ellas, sin traicionar a Brejo Alto—. Siempre que las vestía “encontraba alguien de etiqueta” —y el hecho le pareció que tenía una extraordinaria e invencible fatalidad, algo que casi exigía una respetuosa sumisión—; no serviría de nada dejar de usar esas ropas, tal era la fuerza de las cosas. Eso, agregado al malestar que ella y Vicente sentían al encontrarse por casualidad en la calle. Como si uno estuviera sorprendiendo al otro. Bebía el té a tragos pequeños, había rechazado las tostadas para secretamente hacerse más simpática a Rosita y por hacer un sacrificio. Sentíase culpable junto a Vicente, y enfrente de ambos estaba la virgen vestida de hilo blanco con los brazos desnudos, la nariz grande y bien hecha, la piel pálida de gardenia. Cómo me atrevo a vivir. Siempre había sido envidiosa, la verdad debía ser dicha. Se levantaron y acompañaron a Rosita hasta el coche de la tía donde el chauffeur esperaba. Se despidieron. Virginia suspiró de alivio y

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tristeza, de pronto la calle tenía poca gente, rápidamente se parecía a un domingo vacío y calmo. Caminó con Vicente por las calles sin mirarlo hasta el departamento. También él de algún modo parecía tocado, la trataba con una animación interrumpida por intervalos —en el ascensor le tocó la cintura con la mano y ella lo esquivó casi groseramente—. Pero en el dormitorio se entristeció, se mostró tranquila, resignada, lo amó con un tono extraño y pensativo que ella misma no se conocía, amando en él a la hermana inaccesible, al padre y a la madre muertos. Como el final de los tres días por semana cerró la puerta detrás de sí, el calor del departamento de Vicente se aisló bruscamente detrás de las paredes, rápidamente por delante se extendía el piso quieto y oloroso en su frialdad. Las luces parpadeaban en halos trémulos y de esta manera un dorado poste se comunicaba con otro por la distancia. Cruzaba la calle seca, las paredes en sombras, tomaba el ómnibus y el viento era ligero golpeando su rostro. En el interior claro, tibio y trepidante del vehículo los rostros bajo los sombreros se condensaban en el silencio del viaje por la noche y atrás de cada uno la vida por un instante parecía arrojada al fondo del escenario, la platea vacía en la penumbra —el ómnibus avanzaba—. El chauffeur conservaba la mano en el volante, casi quieto, lento, el capullo iluminado parecía moverse por sí mismo. Virginia descendía, caminaba con las grandes galochas inútiles apretándole los pies. En la calle desierta sus pasos golpeaban sonoros y expectantes en la calzada. La luna se deslizaba por las construcciones. Le llegaba una ola de la Granja lívida e insomne en medio de nieblas, ella apresuraba el paso oscuro, proseguía. Introducía la llave en la cerradura, dulcemente la puerta cedía y la escalera alta y pálida surgía un instante ante sus ojos bien nítidos; inmediatamente cambiaba de posición cuando ella avanzaba el pie. Su propia figura adelantábase llenando el corredor estrecho, subía lentamente viendo los escalones mitad oscuros y mitad claros hasta perderse en la altura confusa de la casa. Por fin alcanzaba el descanso; la escalera y la calle quedaban atrás inmovilizadas en la quietud por una noche entera hasta que surgiera la madrugada y alguien moviese de nuevo su aire. En el dormitorio iluminado arrojó las galochas, examinaba los dedos de los pies oprimidos como pequeños pájaros golpeados. Con manos lentas los alisaba. Cómo le gustaba su dormitorio; sentía su olor de túnel cuando se acercaba y estaba bien, bien adentro de él cuando se acercaba. Notaba que antes de salir había olvidado abrir las ventanas y un olor de ella misma surgía de cada rincón —como si al volver de la calle se encontrara en la casa esperando—. Abría las ventanas y un aire frío de cielo y de agua fresca corría límpido por las cosas renovándolas. Vacilaba un poco intentando ligarse a sus cosas, ver una señal en los objetos, pero de inmediato sentía que sería inútil, que ella estaba liberada y de tranquilos contornos. Se asomaba un instante a la ventana, ofrendando a la noche el rostro con ansiedad y delicia, los ojos entrecerrados: el mundo nocturno, frío, perfumado y tranquilo estaba

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hecho de sus sensaciones débiles y desorganizadas. Oh, qué raro era, qué raro. Sentíase bien y sabía que antes se sofocaba, le parecía que de noche el agua del mundo comenzaba a vivir —respiraba y el alivio era casi violento, quizás el momento más fuerte del día; siempre lo había salvado un instante, un gesto no la dejaba perdida y la hacía volverse hacia el día siguiente—. Se cambiaba de ropa serena y cuidadosa. Con profundo amor propio se metía en la cama. Se concentraba un instante hasta descubrir un lejano cri-cri, nítido y frágil, el grillo brillando. Su propio espíritu se apoderaba de ella. Suspiraba. Oh Dios, era curioso que no sintiese ninguna prisa. En el fondo ella era aterrorizadamente quieta. Pensaba al pasar en la mañana siguiente. En la ciudad, aunque el silencio fuese el aire más próximo, detrás de él siempre vivía algún ruido. Se despertaba, oía aquel continuo y suave estrujar de papel que era el silencio... se escuchaba una flauta y un pequeño tambor sueltos quién sabe dónde en el aire, sonando lejanos, límpidos y bien dispuestos —y se sabía que en la plaza de un cuartel los soldados hacían ejercicios al sol—. Pero ahora era de noche, ella acababa de dar los últimos y huecos pasos por la calzada en sombra. Se sumergía en el cansancio, lo buscaba. Su cansancio tenía algo de flor, un perfume alado e inconquistable de melón fresco, aquel éxtasis de agotamiento y vuelo... la debilidad se confundía con la exaltación más sutil. Antes de cerrar los ojos recobraba una última visión de la escalera colocada en la tierra, blanca oscura, blanca oscura, blanca oscura, escurriéndose inmóvil entre las paredes hasta la puerta cerrada. Cerrada, oscura, compacta, seria, lisa, grande, alta, intransponible —qué bueno era eso, qué feliz—.

Al día siguiente recibió la carta del padre avisándole de la muerte de la abuela. Había muerto sin asistencia, durante la noche. A la mañana siguiente la sirvienta no había escuchado el difícil golpe de su bastón en las tablas del piso y con alivio solamente fue a llevarle la leche más tarde. Allá estaba la vieja sentada en la cama, el camisón abierto en el pecho seco y áspero, los ojos profundamente sorprendidos, la boca abierta. El padre había llorado días y noches. El entierro fue hecho bajo la lluvia, los parientes del sur ya vestidos de negro y fuertemente engripados. Unos días después tomaban el tren para sus propias casas llevando cada uno un recuerdo de la abuela y una cesta con provisiones para el viaje en el tren —el padre no había olvidado nada, era su familia—. Había heredado el caserón y las tierras de los alrededores. Los otros hijos no recibían nada porque habían abandonado a la vieja cuando el deseo de ella hubiera sido vivir con todos bajo el mismo techo; aquel techo lleno de polvo en las incrustaciones gruesas, tan amplio que podría abrigar a decenas de hombres y mujeres y que siempre permaneciera vacío en la campiña llena de viento. El padre pedía a Virginia que fuera a pasar algunas semanas en la Granja, si podía interrumpir los estudios y la vida en la ciudad. Hasta la madre estaba medio enferma y con un problema de dientes.

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De esta manera iba a volver. Se detuvo junto a la ventana en profunda meditación. No estaba triste, ni estaba alegre, sino pensativa. Interrumpir la vida en la ciudad ahora que ella se tornaba un poco inteligible. Vicente. Ah, pero volver a ver a Daniel... pero Vicente. Sabía que ya estaba resuelta a ir aunque razonaba, dudaba, hacía cuentas con cierta vanidad y con alguna satisfacción. Finalmente comprendió hasta qué punto estaba claro en ella el viaje. Entonces se sometió. Durante dos días no fue a ver a Vicente, arreglaba las valijas, combinaba fríamente con Miguel la venta de los muebles por un bajo precio, le explicaba que naturalmente volvería enseguida pero que viviría en una pensión, quizás en la casa de las primas —¡ella estaba tan ocupada!—. Después de algunos pensamientos interrumpidos parecía haber resuelto no contarle nada a Vicente sobre su partida. Imaginaba qué difícil sería decírselo y ver en su rostro —ah, ella lo adivinaba—, no la sorpresa, el disgusto, la nostalgia, sino esa expresión vacía y delicada que él tomaba cuando quería tornar indescifrables sus pensamientos. Y también existía un cálculo sabido y extraordinariamente femenino —ella sonreía casi voluptuosamente por mantener el secreto—; algún tiempo después él sentiría su ausencia, la buscaría y Miguel le informaría... ¡Y después ella aparecería! Yo te quiero, le había dicho él un día, con una especie de obstinación en la voz. Ella casi protestaba sin fuerzas. Claro que sí, tú lo sabes, repetía él y su tono de voz continuaba siendo obstinado como si él huyese a alguna cosa; los ojos abstraídos y fijos parecían limitar y no conceder. Sin poder explicarse por qué, la frase casi la ofendía. En medio de los preparativos se detenía un instante. De pronto el viaje asumía un nuevo sentido, ella había querido fuertemente regresar a Granja Quieta para ver... Algunas veces su deseo se agudizaba casi dolorosamente y ella sentía la alegría de reír. Sí, decir hasta luego mamá, y salir al campo, salir temprano al viento, apagarse al encontrarse con la mañana —eso era ver Granja Quieta—.

Así llegó la víspera del día fijado para la partida, y ella debía ver a Vicente por última vez. Se había despertado muy temprano, de madrugada, levantándose aunque no podía hacer nada, se mantenía pensativa y calma. A veces un profundo estremecimiento la despertaba, y ella miraba alrededor sin comprender. Dieron las diez horas. Pero el tiempo no se precipitaba como otras veces. Ahora todo estaba tranquilo, limpio, marcado. Apenas si almorzó, seria y sombría. Por la tarde, sin embargo, cuando debía salir, su raro estado se acentuó, se escrutó casi disgustada sin entender aquella pereza difícil de sobrepasar como un vacío y que le retenía los movimientos. Entonces era nostalgia de Vicente... de la ciudad... ¿de qué? Se sentó en el borde de la cama casi irritada, resuelta a comprenderse duramente. Una larga y calma tristeza se apoderó de ella. ¡Entonces! ¡Entonces!... ¿qué es esto?, quería decirse amigablemente, palmotear delicadamente su rostro y resolverse en una sonrisa. Sin embargo estaba tan lejos de tener esa fuerza de siempre que intenta

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captarla. Al continuar empujándose y creando en sí misma impulsos falsos para despertar, un malestar afligido y cansado se apoderó de su cuerpo como un mareo lento, los nervios se agudizaban ansiosos en vano. Pensamientos rápidos y vagos, casi febriles la asaltaban y ella vacilaba sin resolverse. ¿Qué era entonces?, ¿qué sucedía?; vagamente le parecía que iba a Brejo Alto para siempre y eso la alegraba asustándola. ¿Entonces qué?, se preguntaba sombría y colérica. La confusión la amansaba pero de pronto despertaba casi en un grito: necesito ir... Vicente... Se dirigía a la ventana, miraba el reloj lejano: ¡sí, debía decirle a Vicente que se iba, que lo amaba, era eso! Dios mío, cómo no lo había adivinado, ¡era eso!, sin embargo el pensamiento le hizo un terrible daño, comprendió que la confesión la dejaría débil y que sólo podría avisarle al padre que no le era posible interrumpir ahora los estudios... Sí, ¿por qué no desistir?, se decía llena de una alegría prisionera y tonta, siempre se había creado estados insoportables para ella misma, ella misma, ella misma... sin embargo podía interrumpirlos, ahora podía... Algo se encontraba, no obstante, resuelto en silencio y ella jamás podría volver atrás. Cuando se dirigía a la mesa en la Granja y bajaba las escaleras una por una fatalmente, se preguntaba: ¿si yo quisiera con todas mis fuerzas podría interrumpir el descenso, subir y encerrarme en el dormitorio? Y sabía que no era posible, que no era posible escalón por escalón y ahí estaba ella sentada perplejamente a la mesa con todos. Ahora inmóvil sin decidirse, de pronto recordó que podría hacer café para animarse y tomarlo. Y entonces tomarlo, ¡y entonces tomarlo!, pensó repentinamente viva. Pero ni siquiera se incorporó. Se quebró cansada de sí misma, distraídamente mareada de su vida caliente, de tantos gestos húmedos y lentos, de su benevolencia, del placer y del abrigo del sufrimiento; severidad y sequedad era lo que ahora desearía vagamente, horrorizada con tantos sentimientos, pero no conseguía nada, suave y atenta. La idea de preparar café la sacudió de nuevo con más vigor. Dios mío, eso sería renacer, tomar café límpido, negro, caliente, perfumado café —mundo, mundo, decía su cuerpo sonriendo en silencio de dolor—. Con alguna timidez observaba lo sola que estaba. Podría llorar de alegría, sí, porque tomando café tendría fuerzas para todo. Apoyó el rostro en la cama fría y lágrimas tibias, redondas y felices corrieron, y de a poco fueron creciendo en sollozos, ahora en pequeños sollozos tristes, ella lloraba sintiendo que la cama fría calentaba su mejilla. En un movimiento de abandono no quiso más café como si el café aún no preparado se hubiese enfriado mientras ella lloraba. Abría los ojos, el rostro arrugado y envejecido, las pestañas divididas en racimos por el agua y la claridad era tan blanca, tan abierta, blanda, zumbando en el aire... las hojas señalando... un viento secando los labios, estirando la piel húmeda. Ella vacilaba. Sentía un ancho placer que era pereza, debilidad, pusilanimidad... aquella sensación, ah, mientras se vive vívese eternamente, un casi mareo en la sangre como si cediera rápido... Algo

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curioso y fruncido aparecía y desaparecía, un sentimiento de liviandad irritada. Y como de pronto reaccionara en un impulso, decidió con un estremecimiento de energía y confusa esperanza no beber café sino ir a lo de Vicente y amarlo como jamás lo amara —cerrando los ojos risueños y cansados presintió que su sensación era tan alta y fuerte que debería haber herido al amante en algún punto de su cuerpo—.

Vicente se incorporó y caminó hasta la ventana. ¿Qué esperaba?, que ella viniese. Hacia varios días que había desaparecido sin avisar y eso era de alguna manera irritante y lo inquietaba: ella se hacía recordar —y eso era nuevo—. Estaba fatigado, pensó alisando como un ciego el parapeto de mármol frío. Había trabajado mucho y estaba cansado, completó parpadeando los ojos comprensivamente. Su cuerpo tuvo un movimiento elástico y largo, se sintió confortable, casi consolado del día que pasara trabajando solo. Vio renacer esa íntima satisfacción que era una irresistible voluntad de estar en medio de los demás, de conversar, de despedirse riendo, un deseo de saber las últimas noticias políticas y almorzar en seguida con un amigo conversando sobre mujeres livianas, de recibir un recado para encontrarse pronto en un lugar, un deseo de caminar moviendo las piernas y leer los diarios aguardando los acontecimientos —y al mismo tiempo aquel confort de que muchas personas aguardaban los acontecimientos—. Sobre todo había organizado en el fondo de sí mismo un sentimiento fuerte y severo, un cuidado permanente y no excesivo por la salud, cierta actitud aplomada que renacía en los momentos necesarios. Buscó los cigarrillos golpeando con las manos en los bolsillos, tanteando. Recordó a Vera de blanco y frunció las gruesas cejas —sí, volvió a verla esperando que encontrara los cigarrillos mientras él entonces y ahora repetía sin placer aquel gesto familiar—. La tomaba por el brazo apretándola, dolorido: ¡Qué delgada que eres!, decía con los ojos rabiosos y contentos. Se sorprendió un poco al constatar qué joven y vital había sido entonces, sintió un rápido disgusto que la preocupación por encender el cigarrillo interrumpió. Su delgadez bien construida le parecía una maldad obstinada y él la recibía como una ofensa amorosa. Cuyo castigo era el amor —sonrió con malicia y disfrazó la sonrisa un poco enojado—. ¡Qué delgada que eres!, decía enojado y los dos secretamente, con una punta de odio y de deslumbramiento, se comprendían. La primera vez él había hablado, hablado, mientras ella escuchaba, sonreía, manifestaba estar de acuerdo, pero no lo miraba de frente, ¿quizá con timidez?, ¿afligida?, ¿qué era en realidad?, se preguntó y de pronto toda la inquietud se resumió en un parpadear detrás de los anteojos: ¿es que fui demasiado inteligente? Todas las veces que durmiera con mujeres volvieron reunidas en un solo punto latiendo en rápida vida abierta, un punto atento, curioso, malicioso, divertido, extremadamente cansado y esperanzado. Quiso retener la sensación pero se vio en el vacío, sentado en el sillón con las piernas largas separadas, los pies, las manos, la sala, algunas moscas. Lo que había

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quedado vagamente era la sala con algunas moscas y él casi esperando a Virginia. Se preguntó confusamente si había sido delicado con todas, pensó con rápida ironía que eran ellas muchas veces las que lo herían, aun Virginia con ciertas... Un día él le había dicho tímido pero irresistible: no me pellizques. Enrojeció un poco. En cuanto a Irene, no la soportaba más, la había ligado definitivamente al marido sonriente y afligido; se había asqueado de sí mismo, se había apiadado de ella y detestaría encontrar a la criatura, aquella familia inquieta y elegante. Qué brutales eran ellas, cómo engañaban, cómo ardían, sí, cómo ardían y se acababan. Algo había en las mujeres que le molestaba. Menos María Clara. Terminan arruinándolo todo por gustar tanto de mí, pensó sonriendo por la anécdota. La delicadeza, la fuerza con que las abrazo, las prostitutitas, simplemente les encanta, concluyó curioso y fatigado. Su propia sensualidad acre le trajo un movimiento impetuoso dentro del pecho y una aguda repugnancia. Y ese gesto de rechazo no venía de su vigilancia sobre sí mismo, era la propia sensualidad. Se incorporó, la palma de la mano alisó la piel áspera de la barba afeitada, se miró fugazmente en el espejo —la mirada experta de cuando estaba solo—: casi hizo un gesto de disgusto por él ¡tan súbita era la falta de relación entre el rostro y el pensamiento!; de nuevo se sintió extremadamente disgustado por estar solo. Fue al pequeño balcón, se inclinó mirando la calle distante, el mar calmo, las personas pequeñas caminando y deteniéndose para mirar el mar, los coches pasaban veloces. Tres muchachas caminaban y se detenían riendo. Se detuvo fijamente en ellas, el rostro contorsionado buscando la risa de lejos. Ver tantas muchachas alegres... si se enamoraba de una de ellas, se separaba de las demás y la recibía rara y ofendida. Por más que ver muchachas alegres aumentaba la alegría. Eso le desagradaba. Cómo conozco la vida, pensó con satisfacción ávida. Sonrió. Tú no puedes imaginar qué curiosidad tengo por saber lo que va a suceder, le dijo a Adriano. Lo que iba a suceder estaba limitado, porque donde él encontrara mujeres las miraría. Le hacían falta ciertas sensaciones que él jamás conseguiría obtener. Pero algo continuaba sin resolverse bien —como si ese día fuera el aniversario de algo que con cierto dolor y esfuerzo no conseguía precisar— ¿una falla?, alguien esperaba riendo bajo que él recordara, riendo en murmullos calientes... Vera. Vera vestida de blanco. En un impulso como sin raíces arrojó el cigarrillo por la ventana y miró sombrío hacia la calle inaccesible, entonces pensó que Virginia no había venido y dijo con rabia que era por eso que el día le parecía sorprendentemente largo, calmo y contorneante. Era mentira. Adriano le preguntaba de vez en cuando por Virginia, él que nunca lo hacía por María Clara o Vera, y reía con un placer sacudido porque Vicente engañaba a toda la familia de Irene, inclusive a la criatura. Inclusive a la criatura —Vicente se sorprendió pensando en Adriano con censura y vacilación—. Una vez más sintió que el amigo tenía alguna idea sobre Virginia, que él le daba más importancia de

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la que ella merecía. Pero cómo explicarle a Adriano que Virginia era... ¿era poco?, había algo como de estanque siempre seco, como cubierto de hojas. ¿Era eso?, no, no era eso, pues él ni siquiera sabía pensar, cuanto menos transmitir su impresión de vago disgusto sobre aquella mujer que parecía estar desenvolviéndose de a poco entre sus manos y que no enorgullecería a ningún hombre. Incómoda, incómoda, sin dar placer... Ella lo recibía muchas veces distraída, sin concentración. Él se interrumpía, caído en un espanto de ojos abiertos, la sensación curiosa y casi riendo de sorpresa por apretar entre los brazos una cosa pesada, seria, sin movimientos y sin vestigio de gracia. Algunas veces él decía irónicamente, con cierta timidez y con miedo de herirla: ¿por qué no me abrazas?, ella se sorprendía: ¿yo no te abrazo? Pero no, respondía él perplejo, tú te dejas abrazar. Ella se quedaba pensativa, extrañamente parecía haber encontrado graciosa la idea. Y un día le había dicho confuso: no me pellizques. Como ciegos se encontraban una y otra vez con timidez, gracia y casi rabia por la vergüenza. Él la sentía vagamente buscar transformar su propio ritmo de mirar y de vivir para complacerlo pero que eso era para ella tan difícil como abrir los ojos en medio de una pesadilla e insinuarse en un sueño más blando. En suma —él frunció las cejas encontrando esto cómico, desesperado y embarazoso— en suma, ella era molesta. ¡Qué aburrimiento!, pensó casi estremeciéndose a propósito, sacudiéndose y librándose de la difícil sensación. Nuevamente se sintió tranquilo y severo. Una vez más buscaba recordar despacio, al comienzo, en la esperanza de acertar con el punto que latía dentro de él sin conseguir abrirse. Recordó cuando había conocido a Virginia —el cuerpo lleno y calmo, la onda rala de su pelo, el cuello pálido y, sobre todo, mientras en el piano su hermoso y presuntuoso hermano tocaba de oído un vals ansioso y ardiente—; ella parecía una criatura marchita, marchita entre las páginas de un grueso libro como una flor. El hermano tocaba llenando la sala. Recordó que el vals tenía un ritmo pleno de lentitud, pensó con un poco de simpatía y una sonrisa que le hacía bien, en aquel lejano muchacho que tocaba el piano, de cabellos negros, lacios y bien peinados, vestido de verano. Mirando a Virginia ni siquiera se sentía una desesperación presente sino como el recuerdo de una desesperación pasada, hace mucho perdida y por eso ahora para siempre sin solución. Concluyó el pensamiento con rapidez para proseguir en otro que lo había cruzado: —Sí. Daniel tocaba muy bien la “Viuda Alegre”, de oído y con variaciones, explotándolo como él nunca escuchara, con ardor y fuerza—. El recuerdo de la música tan arredondada y calma, eso era lo que él deseaba y comenzó a silbar con tristeza y placer. Aquella manera de Virginia de apretar suavemente los dedos contra los labios, amando patéticamente su suavidad. Después él le había pedido que alejara la onda como si lo perturbara el aire gentil y simple que su figura tomaba. Sin la onda por lo menos ella era algo así como una mujer grande y fría, cercana a un tipo. Al mismo tiempo parecía saber más sobre sí

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misma. Él nunca recordaría percibir en toda su vida que alguna vez amara a una flor amarilla en un vaso de agua. Sin embargo, después que ella hablaba, él pensaba: pero sí, pero sí... a mí también me gustaría o ya me gustó. En cualquier instante ella estaba dispuesta a retirar con un cuidado controlado un harapiento recuerdo de la infancia como de un tesoro lleno de moho con fondos de humo. Y llenaba con su pequeña y secreta narración tonta el espacio. De alguna manera lo que ella vivía se iba agregando a su infancia y no al presente, sin madurarla jamás. Tal como ella era se podía esperar todo, hasta que ella muriera de un momento para otro sin dolor, sin nada, dejándolo perplejo, casi culpable. Con cierta sorpresa notó que esa idea ya se le había ocurrido antes y lo unió al hecho de haberle contado ella que alguien, quizás una gitana de su tierra que se equivocaba horriblemente en las profecías, le había predicho a ella y a Daniel una muerte súbita. No se sentía... No se sentía seguro a su lado, recelaba siempre de lo que ella pudiera anunciar, se había acostumbrado a esperar de su placidez alguna palabra incómoda. A veces, al abrazarla, ella preguntaba con la voz dulce y cansada y esa pregunta era lo que él podía recordar de más femenino en ella: ¿y si yo muriera ahora? En la pregunta había un tono que, más que la pregunta, lo dejaba desolado. Así como ir lleno de gusto, arrojar una bocanada del cigarrillo y sentirlo apagado y frío —los cigarrillos parecían ser su punto de partida, los cigarrillos y los anteojos—. Él rió con cierta aspereza, y no porque él no pensara en la muerte. Si pudiese decirle: olvidemos, olvidemos. Pero ni siquiera sabía cómo continuar: ¿olvidemos, qué? Ella era algo para mirar y decir entonces: por Dios... con un poco de cólera. No era pretenciosa como el hermano. Ni era hermosa como el hermano. En verdad, con sorpresa, ella no era nada. Y debería haber cambiado exactamente porque él la había amado así. Parecía tonta. Sí, tonta y virtuosa. Aquel modo suave de caminar, aquellas posiciones ovilladas para el cuerpo que ella conseguía, la manera de hablar con la gente con la mirada absorta, todo eso había hecho que él se inclinara en su dirección, su inacción lo estimulaba de la misma manera que lo estimulaba la delgadez perfecta de Vera —él casi necesitaba ser provocado en su rabia y en su desprecio para comenzar a amar y así sentirse enteramente viril—. Pero ahora ya deseaba verla diferente. Y había terminado descubriendo que no había nada bajo aquellos graciosos hábitos, apenas distracción y cierto cansancio del que ella jamás se curaba: esa mujer que jamás practicaría un deporte. Pensaba que había un poco de pose en sus actitudes y era eso lo que lo había atraído. Sin embargo su simplicidad lo dejaba de brazos inertes, su sinceridad. Oh, por favor libérese más de mí, que me pesa una vida tan ligada a la mía —le había dicho él un día durante una pelea—; notó que peleaba siempre solo. Pero ella lo miraba de una manera tan rara, tan límpida y extraña que él se había callado un instante sorprendido y pensativo reducido a sí mismo con una especie de placer y gratitud. En un tono de voz bajo y sereno entonces

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murmuraba cualquier cosa que los reconducía al correr de los días. No, la culpa no era de ellos, no había sido Vera, porque la persona con la cual se vive es la persona de la que se debe huir: él les mentía a las dos. Sintió contra Virginia la cólera de amarse, inexplicablemente, como un capricho, el odio duro de estar preso a una mujer que haría todo para que los dos fueran felices. El impulso que lo quemaba era ávido, haciéndolo respirar en lo más puro y suficiente de la rebelión. Hizo un gesto con la mano en los cabellos sólo para acentuarla y hacerla vivir también fuera de sí. La detestó por vivir de cierto modo calmos los dos, odiándola porque ni siquiera había sido ella quien lo redujera. Pero el mismo instante de dureza trajo en sí un melancólico pensamiento de tranquilidad. Pasando y repasando dedos obstinados en el delicado friso de la cigarrera, cerró un poco los ojos y se imaginó libre de Virginia, apretó los labios con falsa dureza y falsa alegría, tal era la fuerza sincera que sentía —pero ser libre era amar de nuevo—. ¿Por qué exigía ella menos de lo que él podía dar?, se preguntó renaciendo y huyendo. Y tan inútilmente misteriosa. Por casualidad él había hablado de un hombre que trabajaba en la farmacia y ella había dicho: es mi amigo. ¿Cómo lo conoces?, preguntó él sorprendido, quizás un poco celoso. Ella no había respondido, haciendo un movimiento de rechazo con la cabeza, mirando hacia un punto cualquiera del suelo con firmeza y disgusto. Si él insistía ella respondía siempre: es mi amigo. Después de algún tiempo supo que ella lo había conocido en la farmacia, donde habían conversado un poco mientras ella esperaba un remedio. Por lo tanto no se podía decir que fueran amigos; ¿y por qué ocultar todo eso?, ella no podía tener interés en ocultar un hecho tan simple. Solamente porque le gustaba siempre no decir, adivinaba él con desaprobación y sorpresa. Cuando la conociera había intentado un flirt inteligente, al comienzo pensaba que ella era de esa clase.

—Se tiene la impresión de que se conoce desde hace mucho tiempo a una persona al verla por primera vez, cuando se consigue en una mirada aprender la armonía de los rasgos con el alma —más o menos esto es lo que él había dicho explicándole el motivo por el cual se había sentido atraído por su persona— Pero algo le había impedido proseguir en ese tono. Y algunos minutos después, en la primera oportunidad, él se había transformado, probando otra manera; preguntaba sonriendo por cualquier frase: ¿y tú?, ¿hasta dónde sabes?... esperaba una respuesta sonriente, maliciosa de quien comprende. Con un sobresalto molesto y de inmediato simulado la vio responder con misterio y gravedad, casi ridícula, haciéndolo ruborizar sin saber qué dirección dar a sus ojos perturbados:

—Yo misma no lo sé. Y cuando él había juzgado todo imposible y se conformaba sin el

menor dolor, mucho tiempo después el caso se resolvió fácilmente, y esa vez, él mucho más serio, la vio entregársele con muy poca emoción. Él mismo no sabía todavía cómo todo se había deslizado hacia esa situación.

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Un día se encontraron en la calle, caminaron juntos un trecho sin tener mucho que decirse, al punto que parecía haber terminado el comienzo de malicia comenzado hacía un año. La conversación fue girando, girando, se despidieron sin pena como para siempre, con cierto malestar. Y dos días después de ese encuentro, ellos, que no se vieran antes desde hace tiempo, se encontraron de nuevo con sorpresa al cruzar la calle, él la llevaba del brazo evitando un coche, la llevaba de prisa, conduciéndola por el codo como levantándola a la vereda, ella parecía una gallina asustada a la que le quisieran arrancar un ala, reían un poco de la coincidencia y se miraban atentamente mientras reían. Él había caminado con ella por las calles, se habían sentado en un jardín. Con cierta ironía por él mismo y con una audacia sin gran placer la había invitado a ir al departamento y como ella aceptara, había ido rápidamente; volviendo otro día sin que él la llamara, la conversación iba girando, girando sin muchos motivos. Y después cuando pensaba en ella sus cejas se fruncían, los ojos bailoteaban divertidos, cómodos y alegres. El modo con que ella hablaba mirando por la ventana: había un olor a baño de mar, que al comienzo no lo impacientaba. Él intentaba corregirla: el baño de mar no tiene olor, en todo caso puedes decir olor de marejada, que eso sí es cierto. Pero ella, aunque nada respondiera, asumía un aire silencioso e impenetrable. Y ahora por ejemplo, ¿por qué no venía? Pensó que en realidad nunca la buscaba, que podía haber ido hasta el edificio en que vivía, preguntar al portero: alzó los hombros con una mirada curiosa. Quiso volver a ver su rostro y como antes pensara en Adriano vio una mezcla de éste con los otros y en el fondo, apenas un vago rostro en fuga, el de Virginia, un llamado traído por la memoria. Ella será para mí una “persona”. ¡Qué abatida y deshecha estaba en la cena de Irene! Con Vera, todo tan breve, sin embargo ella ni siquiera era “ella” adentro de él cuando la recordaba. Pensaba en Vera con un pequeño síntoma interno, con algo que la indicaba sin herirla con una palabra. Y cuando hablaba de ella con alguien lo hacía con dificultad y repugnancia, decía: Vera, con dureza, con frialdad. Virginia era siempre Virginia —se sintió como si la hubiese robado, la vio con nitidez, los ojos castaños, la nariz delicada, aquella indecisión en el rostro como si pudiese ser asustada; casi con emoción como si mirara un retrato antiguo—. Sintió piedad por Virginia, aquel sentimiento que le daba alguna vergüenza de sí, aquella misma piedad que hacía que su hermana le dijera: ¡qué bueno eres, Vicente! Cuando ella viniera hoy con sus grandes ojos abiertos, sonriendo sin fuerza, él se incorporaría de prisa y —¡sin extender los brazos, es claro!— diría: ¡querida, cómo has demorado!, lo que era verdad. Sí, sí, era verdad. Ya la veía mirándolo contenta. ¿Contenta?, ¿ella lo estaría?, ¿o sorpresa... o qué? Virginia... ella reiría. No. Ahora quería que ella entrase para verla reaccionar, viviendo. Caminó un poco excitado: ¿por qué no venía de una vez? Entonces lo asaltó un instante de extrañeza y cruda soledad, ah, él apretó el flanco inclinándose, la sensación de un

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sabor perplejo al morder un fruto verde —ah, aquel lado, por un instante la vida perdía el cuidadoso sentido diario, revolvíase el rostro terroso demostrando una superficie fresca, nueva, terriblemente incomprensible—; apretó con una de las manos y con toda su vida el flanco derecho donde el dolor se desenvolviera como una flecha en movimiento; lo soportó con los ojos cerrados, la boca pálida cerrada: de allí vendría un día la muerte; el abuelo había muerto por el mismo costado, el padre había muerto por el mismo costado, él también moriría igual, con algo apretando un hígado desconocido. Poco después la puntada se desvaneció. Él aflojó los labios, entreabrió los ojos; se quitó los anteojos, toda su fisonomía se transformó sin ellos, adquirió un aire inocente y tonto como el de un niño: parpadeando se enjugó la frente mojada con el pañuelo, dio un suspiro de alivio que recordaba una arcada; en ese instante se perdían padre, madre, hermanos y mujeres, él miraba alrededor del cuerpo desnudo al mundo naciente. Algunos momentos más y una fuerza calma e inexplicable lo asaltaba de nuevo; él encendía otro cigarrillo, los anteojos le devolvían con una sensación familiar el antiguo rumbo de los pensamientos. Lo notó vagamente, pensó: qué sería yo sin ellos. Pero por qué no venía ella —cuanto más tardase más difícil sería porque él habría perdido el impulso—. La impaciencia renacida le cansó el corazón —de nuevo aquella aguda certeza de que hoy era el aniversario de algo difícil y pesado—. Se sorprendió, por haber consentido en pasar el día tan solo. Cuando él era pequeño respondía: tengo pereza de estar solo. Si ella no venía como todavía exigía... como todavía esperaba que él dijera... Oh, sí, él la rechazó rápidamente. Solamente eso. No, no, así tampoco... Sonrió inexplicable, encendiendo otro cigarrillo.

Después ella vino con el vestido blanco de fiesta... el sombrero de alas anchas sobre el rostro estrecho... ella se quedó quieta un instante con placer, procurando atentamente surgir en una visión... ¿por qué?, como si celebrara el día... Le vino a la memoria Vera vestida de blanco. Algo se crispó en su cuerpo. Y cuando él miró las mejillas pálidas de Virginia, sus labios como infantiles, aquel gesto tranquilo, sintió que sería absurdo decirle cualquier cosa en tono diferente. A pesar de todo, queriendo intentarlo, dijo por piedad:

—¡Qué demora, Virginia! Ella respondió con un tono delicado, casi rebuscado: —¡Ya sabes cómo son esos ómnibus! Sonriendo. ¿Por qué?, entonces como si eso fuese más de lo que él

podía soportar, casi el momento más comprensible del día, esbozó un momento de pérdida y desesperación al comienzo vago y que inmediatamente se tornó consciente y excesivo. Y como ella lo mirara con los ojos abiertos, él pensó: ¡pero Dios mío!, era más de lo que podía soportar después de aquel día y casi podía decir que provocaba una especie de llanto, no lágrimas, por Dios, ayudándose con el recuerdo de la

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madre muerta a quien él se sentía tan ligado por una cierta nostalgia olvidada, de las mujeres con las cuales había dormido reunidas en una sola exclamación, de ese día en que se distrajera trabajando y se dejara permanecer en soledad, con el placer renovado de esperar el futuro, de su desesperado sentimiento por Virginia, rabioso, infantil, como llora un hombre, notó Virginia. Y de inmediato a la observación, súbitamente estupefacta, ella concluyó: ¡él lloraba! Incapaz de aproximarse, incapaz de hablar, ella lo miraba. ¿Qué sucedía?, todo estaba tan bien entre ellos hasta ahora... ellos se querían y de repente... Ella lo miraba. Él no sabía hacia dónde dirigir el rostro todavía contrahecho en mitad de la sala, sorprendido de sí mismo: si interrumpiera su expresión de dolor tendría que transformar ahí mismo su fisonomía y Virginia lo observaría silenciosa; si continuase mirándola amargado estaría en mitad de la sala como llorando, como desnudo; ¿por qué no se había apoyado antes en una ventana, o se había sentado escondiendo el rostro?; pero la sensación más fuerte de aquel momento era de alivio: si lo estuviera viendo en medio de la sala otra mujer que no fuera Virginia... para Virginia, adivinaba él, era natural llorar y quizá por eso, con rabia por él mismo y por ella, hubiese cedido a la fácil oportunidad. Cierta paz venía subiendo de algún lugar de su cuerpo, tal vez del costado; era una paz con un comienzo de buena disposición, de suave alegría, él tenía deseo de reír un poco y de jugar sobre su propia estupidez pero no sabía cómo agregar la risa al movimiento anterior y continuaba con el rostro afligido. Virginia pudo hablar:

—¿Vicente, qué es eso? Él la detestó por un nuevo, rápido y chispeante segundo: vio todos los

defectos de aquel rostro pálido donde los ojos diferentes parecían siempre indecisos. Pero nuevamente la ola tibia y oscura subía por el pecho y como Virginia se acercara un poco, él sujetó las manos y como ella cediera, él la atrajo hacia sí e hizo que ambos se sentaran. Eso quería decir: ¡querida, cómo demoraste!, aun sin extender los brazos. Pero había algo de leve y cómico en esa escena —él pensó en ella como si ya la hubiera contado a alguien, a Adriano, y recibiera de él el vacío vivificador de su sonrisa; pero se preguntó si ese tipo de escena no sería deprimente para él—. En ese momento, con las cejas fruncidas, daría cualquier cosa por obtener un instante de verdadera tragedia, porque así se libraría de la tragedia de aquel día. Apretando las manos de Virginia, notó que hacía mucho que sentía dos trozos de carne fría y rígida entre sus propias manos y mirándola rápidamente vio un rostro claro, frígido, luminoso y tenso, de labios helados. ¿La había asustado tanto?, ¿había sido todo tan grave?, el descubrimiento valía una sonrisa orgullosa, interesada. Inmediatamente sintió más disposición protectora de la de “al fin explotó”. Pero ella, con un pequeño toque —un gesto de retención en una sutil y súbita manifestación de voluntad, le mostró que todavía lo deseaba en la misma actitud. Y él, sorprendido por ser encaminado por Virginia, pensando en contárselo de

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algún modo a Adriano, Adriano que en ese momento le parecía su fuerza oculta y el único lazo ardiente en su vida, cedió, mantuvo el mismo rostro, desesperado, abandonado. Al mismo tiempo no fingía, por el contrario: algo en él continuaba doliéndole en una expectativa y su cuerpo quemaba en un buen deseo de nobleza, de exaltación, sí, de nobleza exaltada.

—¿Por qué lloraste? —preguntó Virginia, y como en ese momento estuviese emocionada no buscaba ser delicada, y era vulgar y feroz. El silencio de la sala fluctuó durante algún tiempo sin posarse en ninguno de los dos.

—No sé —dijo él. —Sí, sí. Él disfrazó una mirada de profunda sorpresa. —Sí... mi pequeño querido. Él la miró espantado... Adriano sonreiría —¿pero por qué él lo vio

sonriendo con tristeza, lo que era imposible en Adriano?—, él la miró espantado... y no había nada que hacer, renació levemente el dolor del costado derecho, a partir de ahí él comenzaría a irse, el cuarto se aclaraba con el viento del mar, la marejada le llenaba los pulmones como a un pescador, las paredes como momias erguidas, una imagen inmóvil: él cayó de rodillas a los pies de Virginia, y por el hondo dolor en el costado y que sin embargo vacilaba en definir, apoyó la cabeza en sus piernas, en sus muslos tranquilos y tibios y respiraba silenciosamente y recibía de nuevo la respiración mezclada al olor de Virginia, al olor de la seda blanca de Virginia - Vera. ¿Qué es lo que ella comprendía?, se preguntaba casi divertido; era como si quisiera sobrepasarlo a él que no entendía nada de lo que pasaba y se encogía de hombros.

Arrodillado junto a ella con el rostro refugiado en su cuerpo. Ella miraba hacia adelante, seca, casi severa. Casi sin comprender volvió la cabeza con alguna brusquedad más allá de la ventana haciendo vibrar las alas del sombrero que no tuviera tiempo de quitarse. Con los ojos duros e inmóviles, el rostro escondía de sí mismo una expresión lentamente difícil que se formaba con esfuerzo y atención, una expresión desorbitada y al mismo tiempo de claridad luchando contra aquella carne habituada a esperar con paciencia, altivez y frialdad por un momento que no llegaría. Y que ahora explotaba en el corazón con semejante facilidad. Los minutos transcurrían. Ella sintió de pronto el dolor mezclándose a la carne insoportable como si cada célula fuese revuelta y rasgada, dividida en un parto mortal. Con la boca repentinamente amarga y ardiente, ella estaba horrorizada, dura y contrita como delante de sangre derramada, una victoria, un terror. Eso era la felicidad, entonces. El esplendor herido tropezaba en su pecho, intolerable; reventaba en su pobre corazón una bolsa de luz. Ella jamás podría haber ido adelante; débil y aterrorizada, alcanzaba el punto blando y fecundo de su propio ser. Esperaba. Después movió con dificultad las manos dulces por los cabellos del hombre

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redimido, lo dio todo en los dedos trémulos, ella que jamás había conseguido insinuar en los muñecos de barro el contacto de su vida. Dijo la primera palabra de su nueva experiencia:

—Vicente. Él levantó la cabeza, la miró sorprendiéndose, ella existía por encima

de Adriano. Y como en ese momento ella era fuerte, calma y plena como una mujer, él se sometió como ya se sometiera a las otras mujeres. Ella tomó en sus manos la cabeza de hombre: en un gesto precioso y fresco besó sus párpados temblorosos. El placer en el hombre fue luminoso e intenso; él levantó los ojos queriendo con su silencio dar a ambos la certeza de que él era un hombre y ella una mujer. Y retrocedió en un movimiento irresistible apretando el ojo derecho con la palma de la mano.

—Pero me metiste el dedo en el ojo —dijo él perdido de sí mismo, enjugando las lágrimas que le corrían por el rostro.

Un alegre y sordo tambor había sido atacado en medio de la habitación, un pabellón vacío. Algo concluía con sol y claridad: el tambor sonaba en medio del cuarto; y después sobrevino el silencio mudo, calmo, final en el recinto hueco. Vicente retiró la mano de los ojos, pareció despertar un breve instante; la vio tranquila y erguida bajo el sombrero duro, la miró casi con curiosidad; pensó indistinto: Dios mío, si yo fuese el mundo sentiría pena por haber lastimado tanto a una mujer. Vera, él la había herido mucho. Pero extrañamente Virginia ya le parecía curada y simple, sin haberse detenido más que un instante en ese instante; había retirado las manos posándolas sobre el regazo, guiándolas hasta el libro que estaba sobre la pequeña mesa, haciéndolas descansar sobre el regazo nuevamente. De pronto las llevó a la cabeza y finalmente se deshizo del sombrero, lo depositó sobre la mesa, alisó los cabellos que estaban húmedos. Recordaba que una vez había tenido una compañera y que simplemente la amaba, tanto como podría amar a María Clara. La niña —¿cómo recordar su nombre?—, la niña tenía largos cabellos dorados y ojos azules, pequeños, malvados. Mientras Virginia permanecía en su miedo y en su timidez, todo era suave y delicado entre ellas; después fue ganando en confianza y un día en medio de las risas de una bruma —todo era tan libre, tan natural y tan feliz..., ¿sinceramente, cómo podría adivinar...?—, ella había sujetado la riqueza de la amiga, sus cabellos largos y algunos hilos trémulos y asustados se soltaron, quedando en sus manos; la otra había gritado de dolor volviéndose a Virginia que todavía guardaba la excesiva sonrisa de la alegría en los labios ya sobresaltados, y hacia la mano culpable, cerrada y perpleja en el aire había gritado: ¡bruta! Sí, sí, había sido eso mismo. Un día ella le había pegado a la hija de una vecina tomándola en los brazos hasta que entre ambas sólo había intimidad; el bebé olía a la propia boca, a cuarto de jovencita durmiendo. Quiso abrazarla y la niña lloró, la madre vino con la mirada atenta, la niña dijo: ella me hizo doler y la madre se llevó a la niña diciendo que no era nada.

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Sí, todo eso había pasado. —¿Vamos a salir? —dijo Vicente con delicadeza. Había dejado de fruncir los ojos, pasaba la mano delgada y masculina

por el rostro como si precisara sentir la dureza de sus propios rasgos; él estaba perturbado, y se acentuaba en su rostro vagamente una cierta línea suave que indicaba aquella especie de bondad atenta de que él era capaz. Ella lo miró fijamente como si despertase, como si no debiera olvidarlo jamás.

—No —dijo. No, ella no quería salir, ella no quería borrar nada y miraba tranquila

por la ventana. En ese instante estaba casi bonita. —Vicente la miró encendiendo un cigarrillo, ofreciéndole otro—. Ella aceptó, y entonces realmente no hubo nada para borrar y olvidar; el pedazo de vida se mezclaba a toda la vida y en una sola corriente todo, todo caminaba incomprensible, esencial, sin miedo y sin coraje. Llevado por la imponderable fuerza de los minutos que se sucedían en el tiempo unidos a los instantes que la propia sangre pulsaba. La tarde era delgada y calma. Virginia recordó que iba a viajar, nada decía e intensificaba su contacto con la existencia alrededor. Él mismo llegó a hablar con mucha libertad y su humor se aclaraba, se mostraba amable y alegre. Ella prestaba atención con facilidad y hasta le dijo lo mucho que le gustaba y comprendía lo que una vez le había dicho, quizás en la cena en casa de Irene. Él se sorprendió de que hubiera guardado la frase, y sobre todo comprendido, y casi le extendió la mano no por vanidad, sino como una especie de disculpa mezclada con un presentimiento confuso de que ellos habrían podido vivir mejor, de que él habría podido vivir mejor con Vera, haber sido gentil con Irene. Ella se sentía tan tranquila que le dijo: ¡qué bonita estaba María Clara en esa comida de Irene! Pero el modo simple con que él le respondió: ella es una de las mujeres más atrayentes que conozco, la deprimió; aunque sonrió, había cambiado imperceptiblemente el plano en que existía, como si la sala hubiese oscurecido su brillo. Recordaba constantemente el viaje, recordaba a la abuela, sorprendida de pensar tanto en ella. Confusamente, porque la muerte le parecía un acto de la vida, la muerte en la vejez era un fresco fruto extemporáneo y un repentino revivir. Sólo ahora, casi, la abuela comenzaba a existir para ella. Volvía a ver sus ojos fijos y húmedos, sus párpados guiñando en una indecencia impotente, aquella piel castaña, de género arrugado, mucho mayor que su cuerpo duro, ciego, infantil. La imaginó sabia y fúnebre diciendo: mientras existí comí bastante. Qué vieja, pesada y muerta era aquella abuela que repentinamente se acordaba de morir. Ante ese pensamiento que le brotara cruel y libre se estremeció imperceptiblemente, levantó los hombros en descanso aunque una cierta angustia que se mezclaba también a esa última tarde con Vicente contrajo sus ojos asustados, hizo que su corazón se apretara en latidos espaciados y vacíos; se alejó del pensamiento

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disparado. Tenía por costumbre pasar junto a la vieja corriendo, darle un beso rápido y continuar su camino. A veces abría los ojos bien grandes frente a la abuela como para notarla realmente y no conseguía verla como si fuese una primera vez —la abuela no existía con la diferencia de que su no existir era incompleto: apenas un rostro que se besaba como se besa un paquete de papel, y de repente esta mujer moría como quien dice: viví—. Se sorprendía de gastar la última tarde con Vicente pensando en la muerta, pero por un oscuro y obstinado deseo continuaba atada a la horrible vieja —lo que de algún modo extraño significaba la despedida que hacía a Vicente sin que él lo supiera— No, ella no iba a hablar del viaje a la Granja. Pero en una atracción que misteriosamente le daba un gusto a cosa prohibida, baja y excitante trataba de hablar de la abuela, sí, y ni siquiera decir que ella había muerto... Su animación crecía, ella contaba detalles, narraba hechos que casi se tornaban reveladores, casi sí, pero aún secretos —y la vileza, algo irremediablemente infame y astuto se esparcía en el aire salado del dormitorio—. ¡Vicente se interesaba por la abuela! Jugueteaba: debe ser lindo vivir a la sombra de una vieja. Pero como una campana tocada de pronto que repercutiera violentamente en la ciudad, agregó:

—¿QUIÉN SABE SI ALGÚN DÍA NO LLEGO A CONOCERLA? Y de repente todo su loco deseo de equivocarse en la vida y

subyugarla a costa de la maldad que inventaba, todo el deseo que en ese momento la volvía de algún modo ávido feliz, fue cortado con un cuchillo lento y frío y el mundo cayó en la realidad con un suspiro pálido. Ella sintió el cansancio de todo su juego. ¿Por qué no ser simple, buena, comprensiva, atenta y natural?, se preguntaba llena de censura: al fin en otro suspiro le parecía que tenía miedo. Él fue a la heladera y trajo carne, leche, budín. Jamás se había sentido tan bien junto a Vicente. Aun cuando él la abrazara, ella lo había comprendido pestañeando, pronta a perdonar en el futuro las desgracias que le sucediesen. Aunque no lo hubiese podido comprender, lo recibiría como una mujer sabe recibir a un hombre, como una madre. Y mientras comían, con la luz encendida, ella despreciaba toda la felicidad que había tenido junto a Miguel. Vicente le hablaba de alguien tan espiritual, tan... Osadamente ella le decía: seguramente es fácil decir cosas graciosas; uno cierra los ojos y no piensa y se asusta de lo que dice... Él sonrió:

—Entonces, querida, cierra los ojos a tu gusto... Ella también rió, cerró los párpados valiente y simplemente, el

corazón palpitante, vaciló un poco: —Mundo... mundo grande, yo no te conozco pero ya oí hablar y eso te

molesta... ¡me molesta como una piedra en el zapato! Él lanzó una carcajada franca y alegre mientras reía la miraba atento,

sorprendido: —Di algo más, mi amor...

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Ella iba tomando confianza como un perro que se alisa; cerró los ojos radiantes, prosiguió con el rostro ruborizado y afiebrado:

—El cuerpo... de la época murió... bajo las ventanas que... se abrían... ¡se abrían hacia el rosado, Vicente! —ella misma reía. ¿Debía detenerse?, se preguntaba, porque terminaría diciendo algo excesivo, buen día fulano, destrozando el pasado. Pero él reía extremadamente divertido y ella no se podía detener, tan fascinante era sentirse amada. Él reía sin turbarse, más feo, con el rostro abierto —de pronto como hermanos, de la misma familia, como quien nada espera uno del otro, mi Dios—. Si hubiese sabido que para conquistarlo era necesario cerrar los ojos y hablarse, si hubiese sabido. Con un poco de tristeza en los ojos brillantes de risa, ella proseguía:

—Querido-querido, florcita verde en la guitarra blanca. Niño-niño, florcita verde en el claro de luna... al claro de luna... al claro de luna...

—No —decía Vicente entusiasmado y hablando seriamente— lo que tú debes hacer para acertar es no pensar, exactamente no pensar... —Él sonrió—. Tú tienes algo de los improvisadores de serenatas ¿sabes? —parecía de pronto confuso—. A Adriano le gustará saber que posees ese don.

—¿Por qué? —preguntó ella menos alegre. —Bien, a él le pareces curiosa. Pero me parece que él te estima —

respondía él casi cambiando con ella una mirada sobre la perplejidad del hecho.

Sí, era como una noche de gloria. Ella rió bajito, suavemente, los ojos llenos de humedad conmovida y soñadora. Mirándola, Vicente sintió ceder a su corazón, una espuma dulce, tibia y sofocante la envolvió, sus ojos se amansaron sonriendo. Ella miraba —nunca había estado tan hermoso él—. Con voz simpática y simple él dijo soplando suavemente en su rostro:

—Yo te amo, criatura. Sin embargo, apenas lo había dicho, sin transformar la fuerza del

rostro y tratando de conservarlo para poder seguir con libertad el nuevo sentimiento, él notó imperceptiblemente que no la amaba, que la amaba exactamente antes de decirle: yo te amo. Colérico contra sí mismo quiso retirar lo dicho observando el rostro de Virginia tan asustado y traslúcido. ¿Sería la primera vez que lo decía?, se preguntó con sorpresa y censura. Había hablado de más, hablado de más, pensaba mirándola con cansancio y pena.

—Está cayéndote el cabello en el rostro —dijo con una aspereza disfrazada. Y de esta manera decía nuevamente que no era amor. Pero casi impaciente sentía que sería imposible robarle ahora el “yo te amo” y ella sonreía con una alegría que la tornaba antipática, tan cansadora.

—Vamos a salir, a dar una vuelta —dijo él aniquilado. Con un movimiento asustado ella le tomó la mano diciendo: no, no...

porque salir significaría terminar el día. Sin comprenderla, él la miró

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fijamente y preguntó: ¿por qué? Como no podría explicarlo, ella le sonrió con un aire gracioso, extremadamente simpático y atrayente, perdido. Él no pudo dejar de reír, dijo con cierto orgullo y sorpresa: qué mujer... e inclinándose para besarle los cabellos sintió el perfume tonto y serio de su cuerpo, algo sobre lo que no se podía engañar, besó sus ojos que mal se podían cerrar de tanta vida; apoyó su rostro casi con tristeza en aquella mejilla fresca y clara como una mirada.

—Virginia. Después, cuando ella sintió que dentro de un momento debería irse,

el fusible se quemó, el viento del mar soplaba por las habitaciones oscuras... Él encendió velas diciendo:

—Sabes, necesito traducir esta última página ahora porque la interrumpí antes de que vinieras: estaba muy cansado. Y necesito salir mañana bien temprano.

Ella, desocupada, erraba por la sala que parecía volar con el viento. Miraba de cerca las cosas frunciendo las cejas falsas, las tocaba con manos delicadas, viviendo íntimamente. Alisó con los dedos la cortina, su cuerpo se entregaba a un vago movimiento acompañando el suspiro del mar, fue subiendo el brazo y de pronto sintió su propia forma recortada en el aire. Sabía que si Vicente la miraba sentiría el mismo estremecimiento. Lo miró pero él estaba distraído. Un momento más en la misma postura levemente viva y quizás él la descubriera... Sin embargo advirtió que al rato la rigidez sustituía a la gracia de la actitud, su propia sensación envejeció y en un gesto pensativo y sin dolor ella recogió el cuerpo a sus verdaderas proporciones. Abandonó la sala, cruzó el cuarto alado, llegó a las puertas vitradas y miró calle abajo. El mar no se veía sino imperfectamente como un movimiento oscuro y profundo —ella se estremeció—. Llovía, la calle brillaba negra y dulce, los automóviles corrían. Una inspiración la atravesó tan aguda y repentinamente que ella cerró los ojos golpeada, raptada. Tropezando con los muebles indefinidos, aspirando aquella reservada oscuridad llegó a la puerta de la sala donde él trabajaba, buscando las letras con sus ojos miopes en la penumbra mutable.

—Vicente —dijo sonriendo angustiada—. Déjame dormir aquí. Él levantó la cabeza sorprendido y casi en seguida a través de la llama

de la vela brillaba una sonrisa. —¿Lo quieres? —Mucho —pidió ella riendo, la voz ronca pesada de encanto. Había sido una noche muy feliz, los aposentos fluctuaban con las

llamas frágiles de las velas. Ellos habían bebido un vaso de leche y también un vaso de vino claro y manso. Después ella se cambió de ropa mirando con íntima pasión el camisón que se había dejado con Vicente, mientras lo oía cerrar las puertas y caminar por la cocina, y por el baño. Su rostro, después que se sacara el vestido, se reflejaba brillante y coloreado a la luz sorprendente de la vela; los hombros se cubrían de sombras rojas y

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oscuras. Vicente cerraba la puerta de calle probando una vez más los picaportes; andaban ladrones por la zona, que acostumbraban a entrar por la puerta principal. El mundo le parecía grande, latiendo sombrío, ¡tan lleno de miedo y de alegría expectante!, mientras la ventana de la sala golpeaba seca por el viento y Vicente se apresuraba a cerrarla. Después se acostaron juntos, serenos; Vicente apretó con los dedos el pábilo encendido de la vela. La lluvia recrudecía y los lejanos tranvías cantaban en las vías perdiéndose en distancia y silencio. Él la acarició con delicadeza, dijo con una voz quieta, casi severa, que cabía bien en el dormitorio oscuro:

—Duerma, mi amor. Poco después él se había dormido. Un silencio de fuego se extinguió

en cenizas. Ella mantenía los ojos abiertos. Por un momento sintió la falta del grillo. Tener un grillo alojado en una habitación no era poseer un animal doméstico, no daba ninguna noción especial de algo, pero uno siempre lo recordaba; era un recuerdo insoluble, duro y brillante como el propio grillo cantando —ella iba a sentir nostalgia cuando retornara a la Granja—. Y al pensar en el viaje extendió la mano en la oscuridad para una caricia y con un sobresalto, los ojos desorbitados de pronto en el aire, encontró su vientre frío, blando y palpitante como el de un sapo. Vicente. Esperó un poco, tensa, aguda; después se abandonó a una resignación casi alegre. Él respiraba tranquilo. Indistintamente roncaba. Ella sonrió enterrando la cabeza en la almohada con secreta malicia y nuevo ánimo para los días siguientes. Un día... pensaba apretando los labios en una incomprensible amenaza dirigida a Vicente, un día... Él continuaba casi roncando, inconsciente. Y ella en un movimiento de retroceso y censura a sí misma terminó por evitar su propio futuro, con un suspiro. No conseguía disfrazar ahora el ancho bienestar que la enterraba en el propio cuerpo pensativa, todo el ser inclinado hacia una misma, difícil y delicada sensación. Guiñaba los ojos con placer en la oscuridad. Y una nueva esperanza. Pero no del futuro, como una esperanza de estar viviendo aquel mismo instante. Entonces, en medio del vasto espacio del mundo en que su cuerpo vacilaba contento, ella se acordó del padre, de quien una vez se avergonzara no queriendo ser vista en su compañía frente a las compañeras. Se acordó de la madre, a veces dulce como un animal de pasto y de quien ella se separara para siempre al nacer por medio de la mirada, de la censura y de una atención imperdonable. Se acordó del centro de su corazón que parecía hecho de temor, vanidad, ambición y cobardía —ésa había sido su vida pasada—. Se sintió aislada en medio de su pecado; y de su extrema humildad, los ojos mojados, súbitamente con ardor ella sería mejor sólo para agradar a Dios. Pero de la propia conciencia de su mal venía también un placer oscuro y animado, una sorda e inocente sensación de haber vencido, de haber vivido heroicamente con fatalidad y depravación. Ella vigilaba, perdida en un medio sueño donde la realidad surgía deformada y suave, sin pensamientos, en visiones.

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A veces se internaba más en una sensación y eso era dormir. Entonces se sobresaltaba un instante, sorprendida por la habitación, escuchando a Vicente respirar en un sueño tibio y ovillado. Se acercaba a él, apoyaba su cuerpo en aquella fuente cálida y serena de donde venía un olor de piel cansada muy agradable. De nuevo se perdía en brumas dulces y extraordinarias, persiguiendo un placer íntimo que no se definía. Se detuvo bruscamente escuchándolo hablar:

—...por qué no apagué la luz... pero yo... que mi dolor... mi dolor... —su voz era gruesa y lenta.

—¿Qué pasa, querido? —preguntó Virginia con el corazón palpitante de miedo. Le parecía estar hablando con alguien que no existía y su misma voz la asustaba sonando ronca y breve en la oscuridad. Algo en particular era mentira, ¿Qué, Vicente?, ella se forzó a preguntar de nuevo y se mantuvo atenta: el silencio era espeso como si la pregunta hubiese caído en el mar, sintió que no habría respuesta. A pesar de no esperarla, entre los dos el aire apenas si era una pausa y solamente después de algunos momentos ella se fundió en el silencio y desapareció con esfuerzo en la noche. Él se había apretado el lado derecho diciendo: mi dolor. ¿Estaría enfermo?, se estremeció con cierta repugnancia y orgullo; aunque Daniel sentía repugnancia por la enfermedad, ella se sentía sola y fría cerca de quien sufría. La lluvia caía suavemente. Estaba calma y susurrante, ella se abandonó entre las almohadas con un suspiro. Le parecía horrible hacer una pregunta y no obtener respuesta; la persona ligábase a algo invisible que retenía la voz; suspiró de nuevo. Intentaba reconstruir la pequeña vida cuyos hilos él rompiera con la voz. Volvió la cabeza hacia el lado de Vicente. ¿Cómo culpar a ambos?, todo era tan difícil, había tantas formas de ofensas entre los que se amaban y tantas formas de no comprenderse; no se había alcanzado nada especial con su amor; ella respiraba lentamente, suave, dulcemente, la mano detenida sobre el pecho donde latía un corazón que estaba hecho de sorpresa, cansancio y vino. Al rato se fue notando despierta como si hubiera bebido agua fresca. Le pareció extraño estar atenta a la oscuridad, recordó con cierto miedo su departamento abandonado esa noche en la oscuridad, las valijas abiertas al viento —un vago fervor la levantaba por un instante encima de sí misma y sin fuerza la dejaba caer impalpablemente en el propio destino—; recordó la tarde con Vicente, la felicidad era tan violenta que la sacudía toda; aquellos instantes horribles la habían dejado fuera de sí, poco familiar, curiosa y revuelta en su interior; entonces se podía sucumbir de felicidad, ella se había sentido tan abandonada; un minuto más de alegría y habría sido lanzada hacia afuera de su mundo por deseos audaces, llena de una esperanza insoportable. No, ella no deseaba la felicidad, ella era débil frente a sí misma, débil, embriagada, cansada; descubrió rápidamente que la exaltación la fatigaba, que prefería estar escondida en sí misma sin temblar jamás, sin subir jamás; por primera vez notó que ella parecía

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realmente inferior a varias personas conocidas, eso le trajo a la boca una sensación de malestar y búsqueda, cierta náusea sin dolor como si se hubiera dislocado imperceptiblemente del propio contorno; en un vago suicidio suspiró despacio, cambió de posición las piernas, se recogió borrándose; su recorrer era como algo que se moviera en todas las direcciones: su pecho se comprimía informe, poco después la respiración de Vicente le daba un ritmo y ella se deslizó hacia un cansancio tranquilo. En el silencio de la primera somnolencia se levantó un tono de pregunta y de ojos durmientes, ella sentía un movimiento en su interior, lechoso, vago, casi inquieto como respuesta absurda. Ella se dijo casi como “no” y así retrucaba a “algo” que estuvo de acuerdo y quedó satisfecho encogiéndose y ella no solamente sabía lo que sería, sino que admitía tranquilamente con algún ardor que así fuese, tal era la única clase de experiencia que poseía, tal era su único vivir sin pecado. En la quietud del aposento la madera del piso crujió. Comenzaban las cosas a vivir solas. Ella se adormeció.

Abrió los párpados pesados —la brisa más clara iniciaba la madrugada, sonidos débiles y luminosos se esparcían lejos mientras el cuarto guardaba un silencio nocturno, tibio—; ella cerró los párpados.

Entonces abrió los ojos sobresaltada —grandes nubes de claridad se aproximaban, después de la noche de lluvia había un frío duro y excitado, el aire fluctuaba fresco, húmedo y lleno de ruidos...— Aunque inconsciente ella se asustaba, el día la asustaba —los ojos abiertos...— Entonces la idea la cortó en un gemido: iniciar la despedida, ¡la despedida! ¡era hoy a la noche!, ¡el viaje! Miró a su lado: con una sorpresa casi ridícula y victoriosa Vicente no estaba, las sábanas revueltas, la marca en la almohada... El camisón resbalándose por el hombro, sentada en la cama, y aquella brisa alegre soplando los cabellos, erizando la piel —ella se detuvo ansiosa—. Vicente no estaba, se había levantado rápidamente, atravesando el suelo seco y frío con los pies descalzos, el camisón amplio caído sobre las tablas cuidadosamente inventadas para gustar. Sobre la mesa de la sala vio el recado de Vicente: Virginia, tuve que salir temprano para entregar el trabajo, mi amor, seguramente mañana hablaremos, hoy trabajo todo el día, no dejes de venir mañana, mi amor; ¿dormiste bien?, tu Vicente. Vicente, Vicente. Ella se vistió rápidamente con los ojos grandes y mudos para decir angustiada, profundamente sorprendida y apresurada: ¡arrhh!, llena de dolor, se peinaba, salía por la puerta del fondo trancándola, arrojando la llave por el vano de la puerta. No esperó el ascensor, bajó por las escaleras de prisa, y se encontró en la calle. La luz del día le invadía los ojos, el olor matinal del mar, de la nafta, ella se encogía caminando hacia adelante, casi corriendo pero el cuerpo le molestaba por los días ya vividos acumulados —miró hacia los costados y Vicente se había ido mientras ella dormía— casi corría con dificultad, apretando de pronto la boca con una de las manos. Tan, tan herida... el pecho dilatado, encendido, vacío, el aire arañaba sus ojos y ella se apresuraba en la calle protegiéndose como si

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caminase contra el viento y la tempestad, la mirada ensanchada; proseguía pero se paró con la mano en el seno, ¡el sombrero!, ¡ah, mi sombrero!, ella lo había olvidado... y eso la apuñaló con brutalidad..., ella abría la boca perpleja, apretaba el busto con las manos: mi sombrero. La sensación del esqueleto del cuerpo como un límite frágil y eléctrico conteniendo apenas el aire, aire desorbitado y tenso; solamente herida, el cuerpo empujado hacia atrás a una distancia pálida y sin medida —¡sí, pues, volvería a la Granja!, ¡de pronto aquélla era la verdad, la única después de despertar y no encontrar a Vicente, lograda al no encontrar a Vicente, haber dormido de más!, ¿y mi sombrero?... Perdido para siempre—. Con el cuerpo nuevamente pesado, casi corriendo, casi llorando tomó el taxi preguntándose si gastando de esa manera tendría el dinero necesario para el viaje, se hundió en la suavidad del coche, hablando sofocada y oscura al chauffeur, que sonreía amable con un rostro delgado, afeitado rápidamente, la piel estirada y feliz, pronto a iniciar su día. Él apretó el acelerador con el pie y un ruido caliente llenó el vehículo, él apretó los labios con firmeza pensando vagamente que bien se podía ganar la vida haciendo que el coche rugiera en un preparativo de carrera, ganando dinero, guardándolo bien en el bolsillo, abriendo la puerta para que el pasajero descendiera, levantando de nuevo la placa adquirida en la Municipalidad: Libre. Sí. Libre. Libre. Cerró los labios frunciendo las cejas, lleno de responsabilidad y severidad mientras tocaba la bocina, miraba la señal del poste y pensaba con cierta benevolencia, sintiendo el asiento del coche ya tibio y familiar en una promesa de un día pleno, de una buena interrupción para un buen almuerzo, de muchas carreras, ¿por qué lugares?, simpática, esa primera pasajera.

Ella viajaría en el tren nocturno, que partía a las seis y algo de la tarde. Y ese día que preparaba la partida, ella lo cruzó con los ojos tranquilos, secos y sorprendidos. ¿Qué vendría, ahora?, ¿y si Vicente apareciera?, el viaje, despertar de madrugada ya en el tren... y quizá nunca más sentir el olor quieto de la mañana levantándose con polvareda en la ciudad; qué violentada se sentiría. Cada gesto intentado para expresar aquel ancho luminoso que se comprimía en el pecho, cada gesto en esa dirección se agotaba sin envolver ni siquiera por un instante el verdadero sentido de su dolor. Era dolor seco que la dilaceraba de pronto. Apenas vestida con la combinación corta, los gordos brazos desnudos, ella paraba con un camisón en las manos antes de guardarlo en la valija, casi diciéndose: ¡pero yo estoy loca conmigo misma, con la realidad!, pues bastaría querer y se convencería de que la realidad del viaje era otra, la del tren, la de comer en el tren, la de volver a ver su casa, y no la loca. Pero algún sentimiento fantástico la aspiraba a una atmósfera lenta y sobrenatural, casi impersonal y con los ojos desorbitados ella la obligaba a ver y a transformar. No, no pensar, dejarse rodar por los acontecimientos. Pero recordaba a Vicente y se inclinaba hacia adelante, apretando con la

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mano su cuerpo, los ojos cerrados, llena de náusea y emoción, en inesperadas crisis espaciadas como los dolores que anuncian el parto. Después un alivio y un sudor frío la recorrían con cansancio, abría los ojos pálida. Guardaba el camisón, revolvía en la valija con la punta de los dedos, lo más fútil que podía para interrumpir aquella voracidad de su corazón por la tragedia. ¡Entonces se iba! Era eso solamente. Hoy estaría en el tren y... No podía completar los pensamientos, recelaba esbozarlos tan definidos que ellos aparecían claros en su pobreza, y entonces, independientes; ella poseía el dolor sin la comprensión y la tolerancia que se daba a sí misma antes de saber lo que realmente pensaba. Adiós, mis queridos hijos, decía ella en voz baja en el dormitorio desordenado para provocarse la crisis de aquel estado. Estaba abatida, vieja, el ancho rostro amarillo. También sentía sueño: si se durmiera estaría salvada, pensó con miedo y ardor.

Se acostó y de inmediato la tomó el cansancio de la noche mal dormida. Ah, cómo la hacía terriblemente feliz el estar exhausta. Un vago llanto se formó en sus entrañas y ella se dijo sintiéndose revuelta y dolorosamente contrita: es el cansancio, sólo eso. Se adormeció cayendo, cayendo, cayendo a través de la oscuridad. Se detuvo: la ciudad metálica. La ciudad metálica. La Ciudad Metálica. Todo brillaba excesivamente limpio y en ella estaba el miedo de no poder alcanzar el mismo gran brillo y apagarse humilde y sucia. Las mujeres eran rubias y a un movimiento de cabeza conseguían nuevos peinados; finos, lisos y sedosos, casi fugitivos e irritantes cabellos corriendo como ríos de sus cabezas redondas. Alguien podía llegar a la cúpula más alta de la ciudad, ver abajo brillar los metales y gritar: yo quiero morir, yo quiero morir —se interrumpió: era la primera vez que deseaba morir desde que vivía—. Y algo más decía también: mi Dios, con infinita ternura, casi con vergüenza, casi con malicia: Diosito mío. Enseguida la almohada era un hueco donde se enterraba la cabeza y se encontraba calor, calor de plumas oliendo al propio cuerpo que aspiraba el perfume: una fuerza tibia y persistente la sorbía lentamente hacia el centro de la cama y del sueño, y se caía, se caía, era inútil intentar liberarse del sueño y caminar hacia la luz blanqueada y enfermiza del sol que existía sobre los párpados como un peso vacilante. Huir del sueño, huir del sueño. Pero la directora de la ciudad, con anteojos y una sonrisa, qué doloroso era estar frente a ella, venía y la forzaba a comer huevos fritos en sartenes calientes de grasa, a comer decenas, uno detrás de otro, Vicente, decenas, sintiendo llorar de asco al estómago. Y venía de nuevo su “yo quiero morir” —era la primera vez desde que vivía— pero ahora tan fuerte y serio que le parecía solamente haber ensayado hasta entonces. Con un suspiro ella conseguía un trabajo de lavandera de las bañeras de las mujeres rubias de la ciudad de la directora —qué rápido y turbulento era—. Eran grandes bañeras lisas y las mujeres tan hermosas, los muslos tan grandes que terminaba por ser una de ellas. En vano se buscaban

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huevos ¡qué raros eran, qué raros! Cuando los encontraban los comían crudos y desnudas, delgadas como la seda, entrando en la bañera. Entonces lo que más temía ella —marrón, brillante y agonizante— iba creciendo lentamente, creciendo, creciendo hasta que alguien simplemente era obligada a reír para mentir la tragedia: aumentaba hasta ser demasiado grande para los oídos, y para los ojos y para el gusto de la boca y aniquilar toda idea de grandeza que se pudiera tener, los océanos invadiendo y cubriendo la tierra; después, disminuyendo. ¿Pero cuánto?, ¡basta, basta!, argumentaba ella con la mano extendida —afinando de tal manera que un hilo penetraba a otro como el hilo atraviesa la aguja y el tejido sensible—. Se comprendía que con un pequeño esfuerzo más sería posible despertar. En un impulso sobrehumano levantó todo el cuerpo del lodo movedizo solamente con la fuerza ofuscada del propio deseo, y fue violentamente proyectada hacia el vacío del día amarillo que zumbaba; el olor del cuarto levantado por el calor le avivó la conciencia y ella notó con un leve suspiro que había despertado —una leve mano afloraba al agua y el sueño se turbaba—. Con una fuerte jaqueca su estómago se contraía, la cabeza latía. Con la combinación arrugada se sentó casi inconsciente en la cama y como en las primeras olas del sueño se dejó estar largo tiempo. A veces abría aún más los ojos, observaba ligeramente, se recogía después horrorizada. Finalmente despertó. Un reloj latía encerrado en un departamento lejano, sombra y polvo. Ella se incorporó a medias. Del cansancio despierto y nuevamente ansioso, como de materia revuelta, parecía exhalarse un tenue impulso, desorientado al comienzo, después agudo, casi gritante con la fuerza contenida de los despertares; se puso de pie. ¿Estoy loca?, pero no, se repetía radiante y débil, pero no... repetía sin saber, qué importa lo que viene... era tan simple... un estremecimiento de vida la recorrió veloz, intolerable, casi vomitó. En una impresión confusa sentía que no había desgracia demasiado grande para su cuerpo... sí, que ella soportaría todo, no, no por coraje, sino porque vagamente, vagamente, el impulso inicial ya había sido dado y ella había nacido; pensaba la sensación de fatalidad que por último era su última certeza de estar viviendo, la imposibilidad de admitir en lo más hondo de su carne que en ese instante podría estar muerta. Sí, y después parecía haber llegado al límite de sí misma, allá donde se confundían la alegría, la inocencia y la muerte, allá donde en una ciega transustanciación las sensaciones caían en el mismo diapasón... y como ella había llegado a su propio límite, se sentó de nuevo, quieta y blanca y miró superficialmente las cosas sin espera, sin recuerdo: alisó el bretel de la combinación súbitamente reducido al comienzo, y apareció uno de los grandes senos pálidos. Del edificio en construcción venían las voces. Había llegado a un instante raro de la soledad donde aun el más verdadero existir del cuerpo parecía vacilar. Ella no sabía cuál sería el próximo instante —por primera vez la vida vacilaba pensando sobre sí misma, llegando a cierto punto y

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aguardando la propia orden; el destino se había agotado y lo que todavía proseguía era la sensación primaria de vivir—; el tema interrumpido y el ritmo latiendo seco. Los momentos sonaban libres de su existencia y su ser se destacó del tiempo sobre el cual transcurría. Apretó la mano en el pecho —en verdad lo que sentía era apenas un gusto difícil, una sensación dura y persistente como de lágrimas insolubles tragadas de prisa—. Del edificio en construcción llegaban voces. Pareció reflexionar un momento y se puso a escuchar.

—La pequeña respondió: ¡anda tú, eso es! —¿Fue así? —¡Claro, hombre! Se corrigió el final y una carcajada gruesa y baja penetrada por otra

risa más clara mezclada a una profunda y ancha; en un tono más alto un hombre joven rió tan tranquilo y viril que ella aguzó los oídos y antes que él terminara, todos juntos recomenzaron disonantes y violentos. Se detuvieron y se escuchó el arañar de la pala en la tierra seguida de golpes sonoros en la madera hueca. Tuvo un suspiro rápido, bajó la cabeza mirando el suelo polvoriento. Le vino la idea fatigada de que las cosas esperaban continuación, que debía moverse y moverlas. El tren, las valijas, Vicente. Y como estaba muy alejada de ella misma y de su propia fuerza trató, sin conocer siquiera la naturaleza de su impulso, de unirse a un dolor más sensible y más posible, de esos que provocaban una solución; llegó a pensar confusamente que iba a separarse de todo y lloró falsamente. Pero no había tristeza, había cansancio e indiferencia mientras miraba las tablas oscuras con resignación. Después de eso pudo finalmente vivir en cuanto a las valijas y el tren, a su destino diario y a los días futuros que parecían necesitar de ella para existir. En el fondo de todo, casi desapercibido, horrible como una luz amarilla y desesperada estaba el peligro de ella, el miedo de repetir una vez más aquella sensación de hacía poco, un presentimiento de comienzo donde ella adivinaba la aproximación de la muerte, vertiginosa y calma. Vivió un día grueso y sin luz. De un solo golpe llegó a la hora de la partida: el sol todavía iluminaba la ciudad llena de tranvías y personas.

Las dos valijas ya estaban colocadas en el vagón de carga, y ella presenciaba la despedida de los otros. El sombrero marrón se adornaba de azul combinando con el vestido debajo del tapado gris. Temía sobre todo el instante en que el tren diera la primera arrancada, la primera pitada y el primer dolor. Entró en el toilette estrecho que tenía mal olor, se quitó el sombrero pequeño, comenzó a lavarse inútilmente la cara, a pintarse, a peinarse: arreglándose la ropa, engañando el instante. Se pintaba los labios cuando el tren se puso en movimiento, empujó su brazo, dio un violento trazo de rouge en el rostro pálido y abatido: ¡adiós! El corazón se apretó respirando apenas en la superficie, el rostro oscurecido y muerto. Lo peor había pasado. Salió a los tropezones, se sentó bruscamente en medio

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de aquella gente extraña. Miraba el tren, el polvo en los ojos, los labios resecos de agua y jabón. Una criatura rubia lloraba en el regazo de una señora joven y gorda. La última claridad cortante del vidrio se estremecía entre ruidos sordos; su corazón se endurecía pequeño y ennegrecido. Se levantó para tomar café alisándose la pollera ya arrugada: su pecho se contraía áspero como un ojo enrojecido y seco de polvo. Una ansiedad ronca y asustada la empujaba con los movimientos sacudidos en el tren hacia el fondo del vagón mientras ella forzaba el cuerpo hacia adelante intentando alcanzar el vagón restaurante —el silbato sonó de pronto largamente, la locomotora se sacudió aún más de prisa, no, mi Dios, no, se decía ella con una desesperación íntegra y obstinada mirando fríamente hacia adelante y alcanzando con dificultad las etapas del tren que corría; mientras cerca del corazón era como si se hubiera tragado un objeto negro e inmóvil—. Una criatura delgada lloraba en el restaurante frente a un vaso de leche, siempre, siempre. Cuando viniera a la ciudad, con el cuerpo despierto alejado del respaldo del banco, el corazón tonto de curiosidad y juventud, una criatura también lloraba: y un olor excitado de comidas, perfume, carbón y cigarros le daba a los ojos una pausa misteriosa y callada; el rostro serio y sensible bajo las largas cintas de aquel sombrero excesivamente infantil para la muchacha adelantada que entonces era, algunas finas arrugas. Pero ahora era como si hubiese tragado una resistente chispa, los ojos ardientes. Recordaba el viaje a la ciudad —aquel día había un hálito de carbón caliente y de yuyo húmedo y un ruido continuo que parecía empujarla a la aventura, a la aventura, a la aventura—; bajo las viejas cintas del sombrero ella tragaba alegremente la polvareda y observaba el cansancio excitado de los viajeros sacudiéndose benevolentes, los ojos claros y grandes de las mujeres; parecía un pic-nic. El ruido de las ruedas impedía entonces la conversación y los pasajeros se miraban aislados por la atmósfera cenicienta de ruidos; y era tan lindo como estar en el hogar, sentada junto a Daniel que leía los diarios escondiendo el corazón. Tan lindo como estar en el hogar. Las personas comían sándwiches sin apoyarse en los respaldos de los asientos, como ella, y masticaban ocupadas en evaluar la distancia. Y ahora... Ahora vino el café, un pancito con manteca y ella estaba sola. No se sentía infeliz. Especialmente sentía una altiva y fría sensación de que nadie podía quitarle lo que había vivido; concedía cierta atención íntima y oscura a lo que estaba sucediendo y que más tarde, quizás imposible de recordar, haría parte de su historia. Miró por la ventana: un boliche aislado en medio de la soledad, construido en ladrillo y cal, preanunciaba una aldea; eran apenas dos puertas, un perro echado espantando moscas y todo pasó rápidamente, la población en sombras, en trazos rápidos, largos inacabados. El tren avanzaba por el atajo abierto en la mata oscura, mojado por la última lluvia, el olor del agua endulzada, los rieles refulgían sinuosos y desaparecían bajo el tren. Ella comenzó a pensar cómo en

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realidad podía no haber partido; y la idea de que estaría en ese momento en la ciudad esperando el día siguiente para ver a Vicente le despertó un nuevo grito sofocado en el corazón. Jamás había tenido una noción más precisa y extraña de dos lugares existiendo al mismo tiempo, de una misma hora transcurriendo en todo el mundo, y esta sensación instantánea la aproximó como nunca a lo que ella no conocía. Cómo sé inventar las cosas hasta el final —una obstinación inconsciente la llevaba a un punto en el que en verdad alcanzaba lo que pretendiera y sin embargo no podía soportar lo que ella misma creara—. Mucho más fácil sería ser mejor para ella misma; las personas tomaban precauciones para tener compañía durante todos los instantes de la vida, hasta Daniel; y ella, misteriosamente desprendida, conseguía quedarse sola. Recordaba cómo, poco tiempo antes de ir a vivir a la ciudad con Daniel, había aceptado pasar un mes en una hacienda lejos de la Granja, aun cuando sentía disgusto y cuidado por lo que estaba por suceder; recordaba que esa noche no había podido comer en aquella hacienda de viejas y de empleados tontos, con el pecho oprimido por las lágrimas, el cuerpo ardiendo de silencio; y que no había podido dormir, acostada en la estrecha cama baja, escuchando caminar a los grandes ratones; y cómo no se hubiera sorprendido entonces si la puerta se abriese para que entrara un ser que la marcase con dedos dulces y violetas, sin nadie para salvarla, lejos de la familia de miembros flojos pero que se cerrarían a su alrededor impidiendo lo que era fatal que llegara; ¿cómo había podido olvidar ese mes de miedo y de meditación?, solamente ahora volvía el recuerdo. Y después, los ojos mirando la oscuridad detrás de la vidriera del tren, recordó que no había seguido a Daniel hacia la Granja cuando él se pusiera de novio, cuando habría sido fácil no quedarse sola; entonces vivía con las primas... y sí, hasta que encontró un departamento había vivido en la pensión. Con un suspiro final se acercó al recuerdo de la pensión. Era día santo; cuando entrara para cenar la primera vez —las mesitas cubiertas con manteles cuadriculados de rojo, un florero con rosas marchitas, nadie la miraba, ella ya tenía un aire distinguido y calmo—; nuevamente no había podido comer nada, con la garganta contraída por una soledad emocionada y nerviosa. Sus manos temblaban y ella las miraba asustada. Después había subido a la habitación con un biombo: se puso el camisón y con un movimiento se descubrió en el espejo alargado el cuerpo grueso apareciendo en una triste voluptuosidad a través de la tela delgada —aquellos horribles camisones de solterona antes de conocer a Vicente—. Veía el rostro rojo de lágrimas, el cabello peinado en un rodete discreto de mujer que anda sola; una criatura disforme y rara que despertaría miradas de curiosidad. Ah, sí, no existía Dios, eso se hacía claro, el viento alegre y fresco lo decía entrando en el cuarto, las flores rojas del florero lo repetían y todo se bastaba con secreto y terror. Sin saber qué hacer en la larga noche, ella se había quitado el camisón, vistiéndose de nuevo. No se atrevía a pensar presintiendo que el

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pensamiento la aislaría aún más. Una lámpara encendida de la vecindad le daba cierta penumbra al cuarto; el biombo parecía moverse y respirar. Las flores se estremecían en el florero estrecho. La mesita cubierta con un mantel empolvado amenazaba extraordinariamente quieta como si no tomase contacto con el suelo. A medias apoyada sobre la cama tendida, se había recostado en la almohada y miraba el aire tibio de la noche; zumbidos llenaban el silencio asfixiado de verano. De pronto, en el corazón de la casa vieja reventó una vena en astillas y sangre, en alegría congestionada —ella se sentó sobresaltada en la cama, ahogando un grito de horror—. Una pequeña orquesta tocaba en el salón de abajo. El saxofón atravesaba los parcos instrumentos cambiados. Inmóvil, apretando la blusa en el pecho, ella escuchaba como en un sueño un fox ronco y desarticulado. En la casa de enfrente encendieron una luz y su aposento ligeramente alcanzado se abrió en vaga claridad. La música calló, aplausos húmedos y cortos se sucedieron en líneas quebradas, se interrumpieron. Aquel día de fecha santificada con el comercio, se encontraban hombres en pijama en los corredores y en los baños mixtos de la pensión; ahora ellos ordenaban una orquesta... ¡Mañana! ¡Mañana se iría y buscaría a alguien definitivamente!, se prometía. Y eso —qué poderosa era ella a veces— y eso que sabía que una mentira bastaba para apaciguarla, hacía que pudiera esperar con el corazón más uniforme, consolada como una criatura, palpitando con cuidado para no entristecerse. Era preciso ser muy delicada consigo misma —eso lo aprendería cada vez más, cada momento que fuese cumpliendo; vivir como si sufriera del corazón—, tanteaba, dándose buenas noticias suaves, diciendo sí, sí, usted tiene razón. Porque había un instante en el permiso que una persona se daba que podía llegar a un terror seco y tenso, a algo de lo cual simplemente no se conseguiría decir el final. Un estado en el que quizá tener fuerza sería la misma muerte, y en el que la única solución estaría en la entrega rápida del ser, rápida, con los ojos cerrados, sin resistencia. Pasaba los días en su habitación. Mientras los maridos trabajaban, las mujeres vagaban por la pensión con sus ropas ligeras y floridas, se reunían en la sala para conversar, una le pintaba las uñas a otra, se hacían nuevos peinados y se prestaban rouges, cosían ropas, miraban revistas, como los monos del jardín zoológico. Solamente una pareja aparecía poco. Él tenía cejas bajas sobre los ojos disimulados, rostro minúsculo y las orejas anchas como un murciélago. Ella era pequeña, de poco cuello, el pecho ligeramente saliente, dócil, curiosa y fea. Los dos parecían unidos por cosas secretas, como por un crimen sexual, pero él la protegía y ella se sentía protegida. También recordó que había agradecido ardientemente a una de ellas que le prestara una revista, retrayéndose después fríamente, pensando que había sido ridícula; había subido a su habitación, quedándose en ella reflexionando si había agradecido poco si se había humillado demasiado; entonces había buscado castigarse no leyendo enseguida la revista: ¿buscando así la perfección?,

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sí, Dios mío, sí, había sido lo que buscara, el cuerpo grande y tosco de criatura, o lo que ella buscara con seriedad; la perfección de sí misma. Una ancha y misteriosa vida de criatura era lo que parecía haber probado siempre con ojos grandes y fríos, también recordó que en el silencio del nuevo departamento muchas veces le llegaba aquello que no faltaba ningún mes y que de esta manera la vida se sucedía en su cuerpo, pasible, siguiendo un ritmo que ella observaba orgullosa e inquieta, cuidadosa. Recordó cómo se sentaba a la mesa después de la cena, dulcemente atenta, el corazón traspasado por el miedo y por la espera; un viento suave rozaba la superficie de su cuerpo, enfriaba el aire, la nueva cortina estallaba ciega. Una presencia de blancos labios asustados languidecía en el aire, el silencio era aspirado en un vértigo, ella inclinaba la frente, un sonido venía de la calle desde lejos, nacido de movimientos y palabras: sí, sí… respiraba su cuerpo débilmente, guiñando los párpados. Sí, sí... en un cansancio sorprendido algo no se realizaba, se deslizaba como el viento y desaparecía para siempre; un frío recelo la hacía estremecer; el largo y tenso silencio le aguzaba inútilmente los sentidos... Pasaba los días comprendiéndose. Finalmente recordó que una tarde, rayando la toalla con la uña, le pareció escuchar que golpeaban la puerta. Se levantó abriéndola sobre el corredor vacío. No encontrar a nadie la asustó tanto que ella retrocedió, cerró la puerta rápidamente sin ruido, recostándose en la pared, sintiendo que el corazón latía atontado y bruscamente, con aquella sensación de errar que jamás se ilusionó. La solución estaba en la entrega rápida del ser, sí, sí, con los ojos cerrados, sin resistencia. Eso era existir bien. Entonces eso era existir —necesitaba repetirlo siempre y así podría vivir con alguna felicidad absorta, maravillada—. ¿Cómo buscar en el centro de las cosas la alegría?, por más que alguna vez remota y casi inventada la hubiese encontrado y vivido en ese mismo centro. Ahora tenía la responsabilidad de un cuerpo adulto y desconocido. Pero el futuro vendría, vendría, vendría.

Su lecho estaba sobre el de una señora ciega. Un rostro sonriente y escrutador que parecía extraordinariamente vivo, inteligente. Le ofreció ayuda con tibieza sin conseguir sufrir con la mujer. La ciega respondió con voz firme, clara y delicada:

—Si la necesito, llamaré. Subió con esfuerzo, cerró las cortinas y en la estrechez del

compartimiento se acostó. El rodar del tren vibraba en su cerebro y lo adormeció: cerró los ojos profundamente.

Quizá los abriera con lentitud mucho después, pero ellos se cerraron en el mismo instante... Era noche cerrada, el tren huía. La cortina sobre la ventana se movía lenta y suave por el viento blando, y ella pensó, vio una sombra que era la de una mujer extraordinariamente fina y tranquila, tan móvil y zumbadora como el propio aire, mirándola como quien se reclina en silencio. Virginia abrió los ojos que cerrara durante tanto tiempo y asustada se incorporó en el lecho estrecho y sombrío que la cortina velaba.

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El tren corría sin obstáculos por la noche calma y perfumada. ¿Cuánto tiempo transcurrió alrededor de la mujer dolida?, sonrió sin saber por qué, la cabeza pensativa; presentía con un placer sereno y absorto qué nuevo, inexperto e indescifrable era el existir; cómo ella misma algún día podía ser adivinada por un desconocido en un ferrocarril sin decir una palabra. Cerró las ventanillas, la cortina, y descansó la cabeza pesada y pálida sobre la almohada que se estremecía con todo el vagón dormitorio. Perdió la conciencia, y apenas una que otra vez sentía la luz mortecina y nauseante encendida sin fulgor sobre la cabeza, al alcance de la mano. Se volvía hacia el otro lado y de nuevo olvidaba. Después abrió los ojos y sin entender se quedó mirando, escuchó el roncar de un hombre cerca de su cuerpo, detrás de la cortina áspera de polvo, en el compartimiento contiguo. Ahora todo el vagón sofocaba, oscuro, las luces habían sido apagadas, el rodar del tren era fantástico. Una oscuridad compacta comprimía sus ojos abiertos. Apartó la cortina que cubría el vidrio exterior del lecho y una luz lunar azulada cortó su cuerpo con sorpresa... El tren corría violentamente por la noche y las campiñas se extendían lívidas, exangües... atrás en el pasado, sin alcanzar jamás el momento en que ella vivía. Sus ojos pasaban corriendo por un árbol y el árbol permanecía inmóvil, sin que una brisa amenazara sus hojas. Sin embargo estaba frío. El verde de los maizales silenciosos se extendía azul violáceo y fulgurante en el paisaje misteriosamente claro, pero el fondo de la visión se ocultaba negro y reservado, un brazo escondiendo los ojos con el secreto. A lo lejos veía un poste telegráfico y el tren se le acercaba en el mismo ritmo de atento sofocamiento; cuando su ventana lo acercaba y ambos eran el presente, el poste era sacudido con violencia de una sola vez y para atrás y el tren se alejaba olvidándolo bruscamente. Buscó un sentimiento en su interior y apenas estaba clara, insomnemente claro. No intentó dormir y la resolución serenó su rostro —con a cabeza en la almohada levantada ella miraba cómo se sucedían las planicies, oía el silbato del tren levantarse hacia el cielo; una u otra centella pasaba en torbellino por la ventana, un pequeño grito sin dolor, arrastrado—. A veces brillaba quietamente el agua afuera y luego desaparecía para siempre, hasta el fin de su vida. Ella fluctuaba en las olas profundas del sueño con los sentidos flojos y perdidos. Raramente, como el paso silencioso de un cometa, emergía quieta de las olas, porque sí, elevada por un simple impulso; por la misma ausencia de fuerza que inspiraría un abrir de párpados. Levemente despierta flotaba lejos del mundo, oscilando sobre la propia somnolencia rodeada por el oscuro momento pasado y por el que ya se esbozaba; estar despierta era un hecho de la misma materia que el estar dormida, pero purificado en un solo velo y ella veía a través de él sonámbula y mansa. Mientras duraba el largo segundo ella pensaba y su lucidez era la misma claridad cruda de la luna: pero no sabía qué pensaba; pensaba que una línea parte de un punto prolongándolo, pensaba que un pájaro que apenas

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vuela sigue una simple dirección pura; si mirase el vacío sin color ella habría mirado y visto. Así dormía ella de otra forma en los días de confusión y martirio; se concentraba en el sueño como si la atizaran con una lanza y ella encogiese su existir dejando vacía la vigilia. Mucho de su pasado no se había realizado a la flor del día, sino en los lentos movimientos del sueño, aunque ella raramente pudiera recordarlos. Escuchó ruidos sofocados de valijas y de pasos, comprendió que se dormiría. Era madrugada, la noche se iba desvaneciendo; una luz neblinosa flotaba en halos sobre las cosas. Por la ventanilla bajada se veía que el sol todavía no había nacido pero percibía la frescura y la vida nueva temblando delicadamente en cada hoja. Se sentó sobre el lecho, levantó el espeso vidrio y de pronto un frío alegre la rodeó; no sospechaba que la noche hubiera terminado tan completamente. Se peinó los cabellos enmarañados, bajó para tomar algo. Para su alivio la ciega había desaparecido. Bebió café en polvo, probó masas oscuras y grasosas. Un hombre gordo la miraba desde adentro de los ojos con el mentón incrustado en el pecho. Ella bebía el líquido tibio; quizás estuviera triste pero en ese instante tenía la firme sensación de que no podía vivir de su propia tristeza, de su alegría o aun de lo que sucedía; ¿de qué entonces?, se revolvía inquieta y atenta como si buscara una posición para vivir. Por primera vez se le ocurrió que vería a todos los de su casa, que volvería a su cuarto. Que Daniel estaría en la Granja, con su esposa... no, la esposa pasaba esos seis meses cerca de los padres... ¿Daniel atendería con el padre la papelería? Como más tarde encontraría bonito el paisaje comenzó por observarlo con una percepción ligeramente distraída. Después del café fumó y mientras fumaba buscaba concentrarse, comprender su vida en aquel instante. Buscaba observándose, pero no veía otra cosa que el cielo grisáceo como sucedía cuando intentaba pensar profundamente. Le parecía buscar la unión que debiera haber entre la especie de elfo que ella había sido hasta la adolescencia y la mujer de cuerpo sensato, sólido y cauteloso que ella era ahora. Volvería a ver su tierra y temía, un poco nerviosa, impaciente y tímida, el propio juicio. Tuve mi oportunidad en la adolescencia, ella no sabía que pensaba eso mientras arrojaba el humo con una suerte de prudencia y falta de gracia que usaba en relación con el cigarrillo. Perdí mi oportunidad en la infancia. Aunque su cuerpo actual tuviera un destino diario. Recordó a Vicente con una nostalgia asustada que también era sorpresa por la extraña tranquilidad y alegría de alivio. Quién sabe si volvería, imaginó. Por fin observó que esa había sido su impresión desde que recibiera la carta del padre. Pero no quería pensar, alejó el pensamiento cerrando rápidamente los ojos, moviendo la cabeza y exhalando el humo con decisión. Sentía un poco de hambre y eso prometía borrar cualquier cosa. Cuando yo coma... se decía con vaga amenaza, los labios secos como ante un nuevo día. Le vino una primera alegría emocionada: que vería a Daniel, que él repetiría “cada vez más tu tipo se

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torna material...”, y ella se ruborizaría por su falta de hijos. Se sintió tranquilizada, expectante; aun en una vida poco feliz y comprensible la continuidad de los momentos resultaba algo fluctuante y sin embargo estable, lo que finalmente significaba una vida equilibrada. Una niña pequeña con un mantel arrollado en el cuello, dientes rotos y ojos castaños en un rostro redondo, serio y pálido, estaba de pie junto a ella. Mirándola, Virginia le sonrió ligeramente. Su última experiencia con criaturas había sido trágica:

—¿Te quedas? —preguntó la niña. Sorprendida, casi asustada, Virginia la miró con más atención. —¿Te quedas? —repitió con paciencia y delicadeza. —¿Cómo?... —¿Te quedas? —preguntó la niña gritando. —Me quedo, sí —se apresuró a responder Virginia alarmada,

mirándola aturdida. La niña continuaba de pie observándola. La madre, sentada de espaldas, notando que algo pasaba, se volvió, miró rápidamente con sus ojos amarillentos y preguntó: ¿estaban conversando? Virginia asintió. “Ella no tiene todavía claras las palabras”, dijo la mujer en un extraño lenguaje, sonriendo y volviéndose hacia el frente. Parecía contenta de ver a la niña ocupada. Ésta las miraba esperando mansamente.

—¿Te quedas? —volvió a preguntar después de una pausa. —Sí, me quedo. ¿Y tú? Ella pareció caer en una gran perplejidad ante la pregunta; retrocedió

asustada sin quitar los ojos de Virginia. De repente se dirigió hacia la madre:

—Sí, sí —dijo la mujer siempre de espaldas, con la expresión imposible de adivinar.

Caminó hacia Virginia y se detuvo a una pequeña distancia: —Me quedo. —Ah, sí, espléndido, espléndido. —¿Y tú te quedas? —¿Dónde? Nuevamente la pregunta aterrorizó a la criatura que la miró

angustiada, con su rostro claro y redondo. ¿Sería idiota? De la nariz corrían mocos, brillando húmeda al sol, suave y corta. Virginia aprovechó su retroceso para desaparecer. Cuando ya había alcanzado el final del vagón, con horror fue alcanzada por la pequeña.

—Ésta es Concepción —dijo mostrando una muñeca de patio. Alzaba la carita con ansia y delicadeza, la nariz sucia parecía aguardar como si ella fuese ciega. Virginia apretó los labios, los ojos súbitamente difíciles de esconder: ¿Dios mío, qué quería ese animalito?

—Ah, es linda, muy linda tu Concepción —le dijo casi en un sollozo.

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—¿Te quedas? Tal vez ella hubiera regresado para quedarse pero nadie lo sabía y a

su alrededor los instantes no se unían al futuro, apenas temporarios y sueltos —le decían todas las cosas y ella comprendía—. La abuela había muerto y el padre subía las escaleras erguido, los escalones crujían. Virginia dejaba para el día siguiente el cumplimiento de la promesa de saber si él sufría para ayudarlo. La madre había soportado una leve molestia, los viejos comenzaban a mostrarse viejos y enfermos. Y tan pronto dejara el lecho, Virginia estaría lista para regresar. Aquel tiempo en Granja Quieta era tan plácido e inconquistable que ella admitía sin sorpresa la posibilidad de regresar sin recorrer el campo siquiera una vez, sin quedarse un momento tranquila junto al río.

Ella miraba. En vano buscaba indicios de su infancia, del vago aire de complicidad y temor que respiraba. Ahora el caserón parecía recibir más sol. Los revoques sueltos de las paredes roídas habían perdido la triste dulzura y apenas mostraban la vejez cansada y feliz. El sol, a pesar de continuar siendo el mismo, ahora inexplicablemente se había convertido en un modelo, su propio modelo. Y la madre se había transformado. La piel se había secado adquiriendo un tono arisco; se conservaba todavía joven de la frente hasta el comienzo de la boca, pero después de ésta la vejez se precipitaba como si le hubiera costado contenerse. Despertaba con el rostro reposado, lleno, comía bien, bordaba, el mentón doble y firme, la cabeza erguida a medias con satisfacción y dignidad, haciendo una historia perfecta de su vida. Los rasgos de su rostro y de su cuerpo se habían tornado grandes y domésticos; una gordura pálida le torneaba la figura que ahora, tan envejecida y rígida, adquiría por primera vez una especie de belleza, una familiaridad y una simpatía, cierto aire de fidelidad y fuerza como el de un perrazo criado dentro del hogar. Parecía haber descubierto un nuevo secreto de vivir; se interrumpía un instante, se pasaba la lengua sobre los dientes:

—Cuando yo iba a Brejo Alto... —decía ella. Porque durante quince días el marido la había llevado diariamente en

carreta al centro hasta que quedara lista la nueva dentadura. Había sido necesario coser a los apurones un vestido azul de lino con varias hileras de botones. Apenas pasaba la lengua por los dientes la pequeña y calma ciudad regresaba a ella en una perturbación que la llevaba a parpadear, la

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lengua olvidada sobre los dientes superiores, el labio sobresalido. Se le había convertido en un hábito buscar los dientes para un rápido contacto. Y ahora ya la caricia se sucedía inconscientemente en un hábito irresistible que ya no le parecía traer más el recuerdo nítido de Brejo Alto sino un cierto gusto apresurado y angustiado, un rezongo de aprobación. Mirándola, Virginia se sentía endurecida y enojada adivinando cómo es que esa mujer todavía podía vivir; y cómo la forma de amor que ahora sentía la madre estaba hecha de gula, de total entrega, de cansancio asqueante y de esperanza, por Dios, de esperanza. Sus propios pensamientos la asustaban. Virginia reprimía el cuerpo, volvía la cabeza para un costado como si la desviara de sí misma. Los miraba fijamente pero continuaba mirándolos como en el momento de descender del tren: los rostros ligeramente torcidos y poco familiares, como si los viera en un espejo. En la Granja ahora se respiraba una verdad simple, casi sana y aireada. ¿En cada habitación se encendería un color diferente apenas cerraban las puertas? En las vidas limpias y claras donde ningún ángel húmedo se insinuaría jamás, el milagro se había secado en haces de yerbas quebradizas al viento —¿dónde, dónde estaba el que ella viviera?— Granja Quieta había perdido lo que poseyera de claustro. Sólo por un instante ella captaba en el aire aquella vibración antigua, aquel trémulo vivir de las cosas del caserón que ella tanto supiera oír de pequeña. La Granja había subido de a poco en su ausencia y fulguraba al sol; sus habitantes parecían resucitados pero sin conciencia de la propia muerte, caminaban tranquilos sobre un suelo plano. ¿Qué había sucedido? Ella sentía ahí a cada cosa libre de su presencia y de su toque —en una rebelión la vida se negaba a repetirse y a ser subyugada. Ahora la casa servía bien a su cuerpo grande y tímido—, observaba ella con ligera amargura en una sonrisa que deseaba significar experiencia vivida pero que era apenas triste y pensativa. Aún en el parque de Brejo Alto —ella se detuvo apretando el chal que volviera a usar— el bebedero se había detenido debajo de la pequeña estatua del niño desnudo y sin el brillo del agua se había desvanecido el dios infantil. Una criatura muy animada jugaba en el bebedero seco. El vestido amarillo. Dos hoteles nuevos se habían instalado en el centro, algunos jóvenes y muchachas cruzaban las calles con chicotes y ropas de montar observando.

Las ropas de Esmeralda tenían el mismo olor agradable de frescura y de sal. Así se arreglaba ella, se cuidaba y quemaba perfumes en el cuarto —y era tan altiva su preparación que el tiempo se acumulaba mientras ella pensaba vivir minutos—. Usaba con voluptuosidad las ropas femeninas; los senos se escondían como joyas entre los volados y fruncidos, las gruesas piernas pálidas brotaban de entre anchas polleras. Ella miraba con sorpresa los vestidos desnudos, las sedas lisas y los cabellos cortos de Virginia.

—Has aprendido poco en la ciudad, Virginia —le decía.

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Con la edad parecía haberse precipitado a su verdadero cuerpo y Virginia adivinaba cómo podían quererla los hombres. Vicente, sí, Vicente se volvería a mirarla con atención, inconsciente de que su rostro de pronto se tornara masculino y duro... —ella le conocía esa expresión tantas veces en la calle—. ¿Por qué Esmeralda no se había casado?, encogía los hombros con indiferencia. El rostro redondo arriba se resolvía en una punta deliciosamente femenina, casi repugnante a otra mujer, de tan atrayente y destinada a los hombres que era. Y aún tenía otras marcas. Una minúscula boca arqueada y dura, casi en el mentón como un juguete desaprovechado, una boca pálida siempre viva, ojos un poco salientes, negros. Algo en ella inspiraba el deseo de pisarla y maltratarla aunque sin rabia. Alrededor de los ojos las finas arrugas, la piel de color asustadizo a pesar de maduro y casi cocinado. Y aquella fuerza latiendo con una altivez de mujer única. Daniel no hacía casi nada, dejándole al padre el cuidado de la tienda. Quemado de sol, cazaba, nadaba en el río, había adquirido músculos fuertes y brillantes, viviendo con ferocidad y calma del propio cuerpo. Ella lo miraba de lejos: ¿cómo acercarse? Con pereza y cansancio le decía pequeñas cosas inútiles, pero ellos apenas se encontraban. Él no parecía sentir necesidad de Ruth; por otra parte, nadie hablaba de ella. Sin embargo, dentro de cuatro meses ella volvería para cumplir un semestre junto a Daniel. Virginia consiguió algunos momentos del hermano: fueron al balcón, se apoyaron callados, distantes:

—Daniel —dijo ella. Le gustaría hablar de Vicente. —¿Eh? —preguntó él. Nunca había sabido preguntar ni oír, eso era cierto. Ella pensaba:

nada tenemos en común el uno con el otro, nada. Y con una apatía calma miraba el aire transparente. Caía la tarde.

—¿Lo has pasado bien? —preguntó por fin. Él la miró rápidamente sin responder nada. Ella se sintió llena de un

sentimiento difícil y frío, vio su saco blanco muy almidonado y estrecho en los hombros, los cabellos bien lisos, e insistió con brutalidad:

—¿Lo has pasado bien? —Tú supiste engordar pero continúas siendo la misma Virginia: de

una vulgaridad y de una falta de comprensión que da pena. Vete al diablo, hijita.

Quedaron un instante pensativos. Él dijo: —Voy a caminar. Ella continuó apoyada sobre el balcón; lo vio salir, y se encogió de

hombros. Él caminaba duro y limpio. Caminaba, caminaba, los pasos se sucedían en el silencio del camino pisando hojas húmedas y espesas. Penetró por los atajos; avanzaba de prisa, avanzaba. El caserón ya se había perdido, él caminaba. Cortó el camino, cruzó la nueva carretera, penetró en las primeras calles de Brejo Alto. En la estrecha carretera cubierta de

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yuyos algunas gallinas picoteaban al crepúsculo. Él caminaba pisando la piedra seca. La calle oscura en declive se abrió hacia una esquina de río luminoso, incoloro y frío; toda la basura de Brejo Alto se amontonaba en sus márgenes, negra: puso las manos en los bolsillos, frunció los ojos como afrentado por la evidencia de las cosas. Ahora estaba en una pequeña plaza de muros altos, calmo y lleno de aire claro como el patio de un convento. A esa hora las ventanas se cerraban, una u otra entreabierta mostraba en el parapeto una almohada no recogida. Brejo Alto parecía construida de piedra pálida, alambre tejido y madera húmeda. Las casas se inclinaban viejas y ennegrecidas como después de un incendio, las hierbas crecían desordenadamente en los tejados inclinados —él prosiguió, se alisó los cabellos negros, delgados y peinados, penetró en el centro comercial; de los negocios todavía abiertos llegaba un sofocante olor de lugar sombrío donde caminan cucarachas viejas, grisáceas y lentas, un olor de silos. De los hilos del telégrafo colgaban trapos sucios y papeles. Vio la iglesia. Con un movimiento rápido sacó las manos de los bolsillos; penetró en la humedad penumbrosa pisando con pies cuidadosos y tranquilos los cuadrados de ladrillos. Una vela encendida ardía bajo el altar de San Luis, delgado y delicado. Leyó: No tire papeles al piso y entonces salió, con las manos en los bolsillos; el aire todavía era claro; él caminaba. De pronto vio que se acercaban cinco personas. Se detuvo, se recostó en la pared. La mujer era seca, el escote excesivamente ancho, un hombro mirando por un rasgón; usaba chinelas azules y la cabellera se enredaba en un enorme dibujo alrededor del rostro moreno y delgado. Llevaba de la mano a una niña pequeña que se arrastraba con un pedazo de pan en el puño cerrado, lloriqueando. Delante de la madre venía una niña de unos doce años, delgada y seria, dentro de un gran vestido negro, con el rostro de viuda. Otra pequeña delgada y vivaz saltaba ora adelante ora detrás de la madre, tomando una piedra, comiendo un pan, limpiándose con el antebrazo la naricita larga que chorreaba mocos. Y detrás de todos un niño de unos nueve años, gorra enterrada hasta el medio de la frente, una bolsa calzada del brazo a la altura del hombro. Cinco personas, dijo él a media voz. La pequeñita dejó de llorar, lamió la manteca de los dedos. El niño se aproximó, se quitó la gorra con cansancio. Él, la niña de negro y la madre miraban las casas con los rostros fruncidos por el resto de la cenicienta claridad. La madre, sujetando de la mano a la niña más pequeña que se había sentado en el suelo, vacilaba. Las casas pintadas de rosado. Dirigió los ojos a una terraza, mirándola. Una mujer gorda y blanca tejía balanceándose. El niño de gorra y la niña de negro miraban a la madre aguardando. Ésta paseó los ojos por las casas, por la mujer que se balanceaba. Después empujó a la pequeña, por el brazo y le dijo en voz baja, gruesa:

—Aquí no. ¿Pero por qué no?, se preguntó Daniel perturbado, casi colérico. La

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niña de negro volvió a caminar. La madre arrastró a la más pequeña, que se restregaba los ojos somnolientos. El niño enderezó la bolsa en los hombros, se calzó la gorra alisándola. La niña delgada y vivaz saltaba adelantándose en una carrera y esperaba comer el pan, o se retrasaba junto a algún portal. El grupo fue disminuyendo hasta desaparecer. Él había visto, él había visto. Suspiró profundamente como si despertara y sus ojos tenían realmente la ciega luminosidad de los ojos que vuelven del sueño. Una débil lámpara comenzó a parpadear en el aire incoloro y agudo del crepúsculo. Antes de desviar la mirada escuchó el rumor en el comienzo de la calle. Se volvió sin ver nada al principio porque otro grupo se aproximaba contra la luz. De a poco fue distinguiendo y con una exclamación sofocada reconoció a dos soldados conduciendo a un preso, empujándolo, deteniéndose eventualmente para golpearlo. El grupo se acercaba y él se aplastó contra la pared. Una sensación de náusea le llenó la boca de una saliva que recordaba a la sangre. El preso seguía entre los dos soldados con los ojos rojos parpadeando, la boca abierta, el rostro marcado por las manos de sus guardianes. Daniel se encogió de hombros: ellos pasaban a su lado, el preso lanzó un gemido y uno de los soldados lo empujó de un puñetazo en la espalda. Daniel cerró los ojos profundamente, y pálido apretó los dientes. Una deliciosa extrañeza lo embargaba, dándole asco y fuerza, un extraordinario sentimiento de aproximación. Pensó en derribar a los soldados y liberar al hombre, pero con los ojos inmóviles él se sentía más capaz de derribar al hombre y golpearlo con los pies, con los pies. Sonrió de pronto acariciándose el labio superior como si alisara un imaginario bigote. El prisionero y los soldados se internaron en una esquina... Con un sobresalto él observó la calle de nuevo vacía y conteniendo una palabrota se dirigió casi corriendo hacia el lado por donde viera desaparecer a la mujer y a los cuatro hijos. Avanzaba apoyándose en la pared... dobló una esquina, sí, allá estaban ellos alejándose en el final de la calle... Él se apresuraba, los pasos resonaban, y el miedo de no alcanzarlos lo hizo gritar llamándolos. La mujer se volvió, dudó un momento en la calle desierta, el grupo se detuvo. Daniel se acercaba y los alcanzó enseguida con la respiración agitada, los ojos brillando. Ahora veía de cerca a la mujer, miraba la piel oscura y sucia, aquellos ojos inquietos, cansados. Asustado metió la mano en el bolsillo, retiró una moneda... La extendió a la mujer con brusquedad. Sin abrir los labios ella lo miró asustada, iba a tomar la limosna pero una inesperada desconfianza la detuvo, y le dijo:

—No, muchas gracias. Un movimiento de ira y de sorpresa lo sacudió. Los dos se miraron

silenciosos: él la castigaba rudamente con su mirada cruda. Después de un instante Daniel dijo casi con delicadeza, porque sabía que la había sometido:

—Tome.

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La mujer vaciló. De pronto extendió la mano, tomó la moneda, le arrojó una mirada aguda y difícil sin murmurar ni una palabra. La vio alejarse mirándola con decisión y placer, con fuerza penetrante y profunda risa interior —lanzaba un grito de triunfo batiendo las alas sobre su víctima—. La noche caía lentamente. En la puerta estrecha y cerrada casi brillaba la placa: Sete & Snabb - Despachantes. Una niña delgada surgió en una esquina y como un rayo desapareció en el interior negro de una casa. Miró indeciso la calle desierta. Ruth, Ruth, murmuró con un sollozo seco. Las sombras de los depósitos cerrados atravesaban el suelo pálido, se prolongaban por la calle, alcanzaban la otra calzada. Él dudaba. Y después continuó caminando en la penumbra como un vampiro.

Pero no solamente de Daniel se veía distanciada. En su ausencia los pequeños hechos diarios que ignoraba se levantaban en barrera y ella se sentía excluida del misterio de la familia. Entre las conversaciones los instantes de silencio se llenaban de reserva y vaga desaprobación. Parecían culparla por no continuar ausente, por haber vivido con ellos la infancia y la juventud. Como defendiéndose de una acusación que en realidad ella no sabía hacer.

—¿Qué sucedió de bueno? —preguntaba sonriendo falsamente. Era tan difícil contar lo que había sucedido en esa separación... todo

parecía escapar a las palabras. Se sentían atados unos a los otros y los ojos brillaban irritados

cuando se hablaban. En realidad lo que había sucedido era que habían sentido cierto placer diario y calmo en almorzar y cenar juntos, se encontraban en los corredores cruzándose, se comunicaban por pequeñas palabras sueltas. Vivían juntos como para estar juntos también en la hora de la muerte —juntos, si alguno muriese, todos tendrían menos miedo a morir—. Lo difícil de cada minuto, la respiración del mismo aire había provocado en ellos lo que había de más rápido y ellos intercambiaban palabras cortas. La conversación iluminaba objetos, cuestiones relacionadas al mantenimiento de la casa y la papelería. El hábito les permitía cambiar impresiones con una mirada veloz, con una media sonrisa que jamás penetraba en lo hondo del día. Quizá cada uno de ellos sabía que podía liberarse únicamente por medio de la soledad, creando sus propios pensamientos íntimos y renovados; sin embargo esta salvación individual sería la perdición de todos. Ahora ya evitaban una sensación más despierta porque no la podrían transmitir. Y para continuar teniendo aquella seguridad asustada, que ignoraban poder eludir, se reunían sombríos, inconscientes.

Virginia intentaba hablar con Esmeralda; quiso contarle lo que Vicente —un muchacho— le había dicho. ¡Qué difícil había sido repetir un elogio!, y como se avergonzara ante la mirada ávida y dura de la hermana, agregó apresuradamente con disgusto: bueno, sólo estoy repitiendo lo que se dijo... Esmeralda rápidamente estuvo de acuerdo, impaciente y curiosa:

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es claro, solamente estás siendo sincera... A pesar de la conciencia avivada sobre los propios movimientos, Virginia asintió con un humilde gesto de modestia que enseguida apretó con dedos fríos de ironía su corazón sorprendido. Después no fue posible continuar hablando porque, mientras sus palabras tropezaban, ella quedaba rígidamente mala para sí misma, todavía apegada al ridículo de aquel movimiento íntimo y servil. Como si Esmeralda fuese la culpable, el resto del día la evitó con repugnancia y malestar. De noche fue despertada por ruidos extraños que llegaban de la cocina. Se levantó y bajó las escaleras. Esmeralda calentaba agua, con una bolsa de goma en la mano.

—¿Mamá? —preguntó Virginia abotonándose el batón. —No. —¿Entonces eras tú quien se sentía mal? Esmeralda no respondió en seguida, contrajo la boca en un impulso

reprimido de irritación como si Virginia la estuviera obligando a contestar. —No es nada, un dolor tonto —dijo con mala voluntad, secamente. Virginia la miraba con frialdad. Quería insistir pero tenía recelos. A

Esmeralda siempre le había gustado parecer empujada por los demás. Ya se iba cuando vio a la hermana casi pidiéndole socorro, torcer la cabeza, apretar los labios desviando los ojos, dándole a Virginia oportunidad de ver cómo sufría.

—¿Pero, qué te pasa? —preguntó Virginia. Esmeralda abrió los ojos, la miró con sombría rabia: —Vete al infierno, no es nada. Y de esta manera Virginia sintió que había entrado en la familia.

Suspiró. —Pero si estás casi llorando... —dijo. —¿Qué quieres que haga?, ¿que ría? Linda vida tengo, ¿no?, da ganas

de reír... —con una sonrisa dura ella agregó—. ¿O quieres que yo vaya a oír Vicentitos idiotas? Linda vida tengo...

Virginia se ruborizó sorprendida, vaciló un momento: —¿Pero quién tiene mejor vida? —dijo con un malestar ligeramente

inoportuno, y de pronto con sueño. —El obispo. Déjame. Jódete. —Jódete tú. Vives comiéndote viva, ¿piensas que no lo sé?, que soy

ciega: martirizando a la pobre mamá, a los otros, acusando, mordiéndote como un gusano... Déjame tú también, entonces. Nunca tuve nada que ver con tu vida. Ni tú con la mía.

—La pobre mamá... ¿Tienes pena por ella, eh? Cambiaron una mirada sin palabras, sin sentido traducible. De fría

curiosidad, de inminente odio, de mutuo apoyo y placer. —Tanto que me sacrifiqué y éste es el pago —dijo Esmeralda. —Te sacrificaste porque ésa es tu naturaleza, así como la mía y la de

Daniel es no sufrir. Nunca sufrí porque no quise. Porque tú quieres tienes

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esa disculpa para tu miedo, eso es todo... —Y si fuese así, ¿qué culpa tengo yo? —la voz de Esmeralda violenta y

ahogada. —Por favor, no grites y no despiertes a los otros —dijo Virginia. Salió de la cocina: el reloj del pequeño corredor oscuro daba las dos.

Sí, ¿qué culpa? Un sentimiento lento y meditativo parecía tomarla para el resto de sus días. ¿Cómo no había presentido lo que había en el caserón?, ¿cómo había podido dejar la ciudad? La débil luz de la cocina continuaba encendida; y Daniel aún no había regresado. Subió lentamente la escalinata sujetándose la pollera del batón, pisando descalza el terciopelo adormecido y silencioso. En lo alto de la escalera se detuvo y miró la oscuridad de la sala de abajo. Esperó un instante. Entonces recordó: acostumbraba cruzar el corredor en sombras, sintiendo la alfombra en los pies descalzos, el cuello endurecido de miedo... a cada paso, la mano la agarraría de la ropa, de los cabellos, cuando miraba desde lo alto de la escalinata, la claridad ahogada de la sala se lanzaba incontrolable por los escalones negros, los ojos rasgados y secos; en la luz vacilante y recogida del candelero ella respiraba lentamente, el corazón latiendo hondo, hueco, lívido; tocaba los objetos con manos leves, buscaba profundamente su intimidad; la madre bordaba, el padre leía, Esmeralda entonces más dulce miraba por la ventana la mediana claridad del patio, Daniel borroneaba un cuaderno; la sala liberada; nadie la miraba y esa era la protección que ellos podían dar; desapercibida, caminaba lentamente entre ellos, aspiraba nuevamente el fluido familiar y extraño, sentía que estaba salvada contra el campo vacío, negro y susurrante, contra el corredor cerrado de oscuridad; atrás de la ventana las luciérnagas violáceas se encendían sin dejar vestigios.

En un deseo inexplicable ahora ella quiso descender nuevamente la escalera. Extendió la mano en la oscuridad y en contacto con la baranda fría casi se separó de lo que había de natural en su resolución; dudó un instante como si el mármol helado la hubiera despertado; finalmente bajo su mano caliente la baranda pareció animarse, ella recogió con la otra mano la pollera del largo vestido; mientras bajaba los escalones, inconsciente levantaba el seno abundante en una actitud majestuosa y lenta, sintiéndose otra persona, algo indefinible aunque de extrema familiaridad, como un viejo deseo que ya no precisa de palabras para renovarse. Un recuerdo difuso y vívido. Se detuvo un instante. Después se apretó el batón y se encaminó a su habitación.

Temprano al día siguiente abrió con seriedad y lentitud el álbum de fotografías. Ahí estaban parientes con el sombrero enterrado en la frente, los ojos hondos y oscuros, las poses afectadas, tan difíciles. Y nuevamente el ridículo la enternecía, la hacía caer en un sentimiento confuso y dulce que siempre fuera quizás el más fuerte de su vida. Es necesario no tener vergüenza de que te guste la familia —esa era la sensación inexplicable—.

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Le parecía estar asiendo retratos de muertos y sin embargo veía a su madre joven, su padre con bigotes tensos y rostro varonil, sus tías todavía vivas; se le cerró el corazón en una nostalgia perturbada y triste. Mis amores, pensaba con los ojos húmedos, consciente de lo falso de la expresión, profundizándola más con gusto. Un amor real, doloroso y ancho escapaba de su pecho y ella sonreía emocionada y benevolente con la fuerza de los propios sentimientos. Finalmente es la vida, pensó en un impulso alegre y tímido, con un suspiro. Ahora miraba con más atención los retratos donde la madre con ropas antiguas y elegantes exponía las ojeras negras —sentíase mezclada y esperanzada, el corazón tan alborozado y tierno como si la estación hubiera cambiado, como si de pronto ella comenzara a amar por primera vez a un hombre—.

Cuando se sentó para almorzar con todos, ella que aún no se desacostumbrara a comer sola, cuidadosamente con Vicente o con extraños delicados en restaurantes, con un espanto reprimido vio, repitiendo la impresión que tuviera en el primer almuerzo después del viaje, la manera en que ellos comían, masticaban con la boca abierta, un aire de placer sin disfrazar; tragaban con gula, alejaban el plato vacío con indiferencia y saciedad. Esmeralda apoyaba los brazos hasta el medio de la mesa; cuando algo del plato de la madre le gustaba más, ella se adelantaba y sin decir ni una palabra lo recogía con su tenedor; la madre aprobaba con un ligero rezongo. Con alguna repugnancia se conmovió agudamente sin conseguir tragar el alimento, los ojos con lágrimas —tan débil y envejecida estaba por los últimos tiempos en la ciudad, tan horrible era ver a la familia unida almorzando silenciosa y voraz—. Todavía esa noche ella se abandonaba y en la mesa de la cena todos se parecían. Los miraba y se sentía ahora unida a ellos, sabía de qué modo amarlos, tan fuerte era el espíritu de la casa. Había momentos en que la sala y los cuerpos inclinados hacia los platos, aquel silencio que venía del campo, el ambiente que ningún sentimiento particular podría indicar, eran intensamente comprendidos por ella —se detenía con el tenedor en el aire, mirándolos contrita y feliz—. Sentía una suerte de renuncia que era como un paso demorado hacia adelante, notaba con sorpresa mansa que podría casarse, quedar embarazada, cuidar hijos, demorarse alegremente, moverse dentro de una casa bordando manteles de hilo, repetir, sí, repetir el propio destino de la madre.

Y como si todos comprendieran que finalmente ella regresaba, las comidas se tornaron tranquilas y alegres; permanecían en la mesa conversando, riendo, se despedían tarde caminando lentamente hacia sus habitaciones, los rostros todavía sonrientes y pensativos. Solamente Daniel salía más temprano o dejaba de aparecer en las comidas. Al día siguiente todos lo encontraban, reían, vivían como en un barco. Le preguntaban lo que había visto en la ciudad; ella y Esmeralda conversaban cruzando palabras que no se contradecían. Esmeralda reposaba los senos grandes

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sobre la mesa y sonreía sacudiéndolos con gentileza y brillo; el padre masticaba sin mirarlas pero sin embargo escuchaba. La comida era más abundante que en el pasado, se hablaba de cerrar la papelería, de aprovechar la Granja transformándola en una hacienda franqueable a huéspedes. La madre escuchaba comiendo con gusto, los ojos detenidos en una idea; Daniel cortaba la carne con precisión e indiferencia, Virginia escuchaba al padre con un disgusto silencioso. Una vez había mirado a Esmeralda. Sin saberse observada, ella interrumpió la comida, los dientes cerrados, el mentón agresivamente hacia adelante en una sonrisa fuerte mientras los ojos entrecerrados miraban hacia ningún lugar, dura de esperanza, casi de venganza. Sí, huéspedes, huéspedes, huéspedes, parecía decir ávidamente su busto generoso y emocionado. ¿Qué cuentas de la ciudad?, volvía a preguntar. Las dos se quedaban en la mesa después que todos se retiraban; se parecían ligeramente, ambas eran casi altas y grandes. ¿Qué contar? Virginia apoyaba el rostro en el respaldo de otra silla, recordaba cuando había sentido fiebre y mareo, el cuarto había quedado áspero y su soledad crecía con dolor mientras ella se inclinaba de la cama hacia el piso mirando vagamente los rasguños y el polvo del suelo, pidiendo a Dios poder vomitar. ¿Y si hablase de amor, qué decir?, la sensación era la de haber sido abandonada mientras dormía, al mirar a su lado y ver que Vicente no estaba, todavía ahora el corazón se le apretaba de susto, arrepentimiento y perplejidad; había dormido demasiado. Sí, podría contar sobre una mujer que había visto un día; describió a Esmeralda sus ropas, solamente eso, lo lujosa que ella era. Pero nunca podría olvidar a esa mujer encontrada en un ómnibus —una verdadera señora, Esmeralda—, casi la cosa más fuerte de la ciudad. Qué linda era —Esmeralda escuchaba con el rostro amargado, la juventud perdida— qué linda era. Pero no sabía decir lo demás. ¿Cómo hablarle de sus ojos vivos y preocupados, la boca ávida, el cuello inclinado hacia adelante presentando un rostro horriblemente egoísta y distraído de los otros? Ella venía de la calle —eso se advertía—, tomaba el ómnibus para su casa, los labios duros de desilusión, pero no quería ayuda, nadie podía ayudarla, despreciaba a los otros con espanto. Venía claramente de un lugar importante para su vida. El sombrero forrado de pequeñas plumas negras y suaves era ridículamente elegante. En las orejas grandes y finas, de un color moreno muy claro, los lujosos aros se rodeaban de instantáneas flechas de brillo prestando a todo el rostro una vida áspera y amenazadora. En los dedos los ricos anillos y la alianza; ella se sentaba en el ómnibus, se sacudía con él, la mano fija en el respaldo del asiento de adelante, la memoria lejos, el rostro orgulloso, serio, duro y ardiente pero que sería brutalmente humilde, violento y furioso para alguien —para alguien que todavía ahora ella buscaba—. Extendía la mano con la alianza y los anillos pensando con un rostro que sabía humillar y también amar; ella era casada, y herida, eso se veía, eso se veía. Esmeralda escuchaba, los ojos se le perdían

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imaginando, una envidia acre e insoportable le secaba los labios. Virginia la observaba, adivinaba con sorpresa que ambas estaban hechas de algo insinuante, medroso y bajo, ya que ambas eran hermanas. Con disgusto y desánimo cambiaba de tema, contaba que su pequeño departamento tenía una escalera particular, que por su puerta pasaban también las escaleras comunes, que todo el día escuchaba los pasos de los que subían y bajaban. Contó que un día, volviendo de algún lugar a la hora en que se apagaban las luces de la ciudad... —Esmeralda la interrumpió:

—¿Cómo? Virginia no entendió. —¿Cómo, qué? Esmeralda decía casi perturbada y tímida como si tuviese miedo de

tocar el tema. —¿Qué dijiste recién? Virginia demoró en comprender y finalmente, disfrazando la sorpresa

repitió: —Las luces de la ciudad se apagan... —¿No fuiste al teatro? —le preguntaba. —A ninguno —decía Virginia. Una noche había ido a un concierto con Vicente y Adriano; habían

cenado ligeramente en un pequeño restaurante y ella se había sentido cómoda, simple y alegre. En el vestíbulo del teatro se paró delante de pieles sofocadas, narices suaves de polvo, un frío de luz, movimientos limpios y helados. Las mujeres relucían tranquilas entre susurros. Ella misma se sentía grotescamente humana con el vestido azul de lana y los zapatos claros, el cabello repartido a los costados y suelto. En un pequeño espejo de cartera observaba furtivamente su rostro serio, alargado, pálido y grande —una monja fallida de ojos duros y martirizados— La sala de conciertos resonaba sofocada y las notas del piano caían solitarias entre los abanicos. No conseguía extraer placer de la música pero se refugiaba en el sonido con cierta angustia, el rostro blanco inclinado hacia el escenario distante, el cuerpo contenido e inmovilizado. Mientras Adriano se perdía en los fondos del palco, mientras Vicente recorría con ojos naturales aquel mundo superior, del que nadie sabía que ella y Esmeralda podrían ser sirvientas, con alegría y curiosidad.

—No, casi a ninguno. —¿Qué conversabas con la gente? —Bueno, no sé... Naturalmente que no conversaba con ellas como lo

hago contigo... Se trata de decir cosas agradables, mostrar que se tiene instrucción, que se conoce lo que se usa, las costumbres de otras tierras... Mostrar que uno no es hija de cualquiera —ella se animaba con los ojos móviles, la espuma de la saliva aparecía en los extremos de los labios—. Allá en la ciudad, si no te defiendes quedas atrás... ¿Piensas que con la gente yo hablaba así, como lo estoy haciendo ahora? ¡No!, trataba de no

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equivocarme, de decir cosas... Esmeralda asentía. Mientras ella, con los ojos todavía fijos, se

acordaba de sí misma amenazando con el dedo: si pido cigarrillos no me des, ¿eh?, y después los pedía, la persona se negaba, ella pedía, la persona se negaba, así, así —ella miró un momento alrededor oprimida—. Casi enseguida, sin embargo, retomó una fuerza sonriente. Esmeralda asentía examinándola con más interés.

—¿Tenías novio? —No —dijo Virginia; las dos mujeres se miraron firmemente en los

ojos. —¿Paseabas cerca del mar? Habló sobre el mar pensando en realidad en Vicente, en su

departamento. Quizás ella era fría para los hombres, pero era sensible al mar. Las olas se formaban en la superficie del agua sin alterar la masa quieta y pesada —y eso movía en ella un impulso serio, peligroso—. Las olas mayores hacían reventar olores salados de espuma en el aire. Después que el agua golpeaba las piedras y retornaba en un rápido reflujo, restaba en los oídos una resonancia de desierto, un silencio hecho de pequeñas palabras arañadas y cortas, de arenas.

—¿Y no te bañabas en el mar? Vicente la había invitado muchas veces pero ella había tenido

vergüenza. Oscilante, dudando de su falta de dirección, parecía temer el placer que sentiría. La idea de que el mar pudiese rodearla hacía oscurecer su vista mientras en un profundo suspiro ella se demostraba cuánto le gustaría sentirlo y Esmeralda quedaba pensativa, escuchando su silencio sin entender. Finalmente no aceptaba porque tenía miedo del mar, miedo de ahogarse. Y eso fue lo que le dijo a Esmeralda y casi sólo eso lo que ella misma sabía.

—No, no me bañé en el mar. Uno tiene miedo... —Ya sé —respondió Esmeralda. Volvía a preguntar y a preguntar, como quien tantea angustiada, sin

encontrar jamás la pregunta que realmente desearía hacer. Virginia la comprendía sin palabras, mientras se miraban sinceramente profundas y hablaban de cosas diversas. Sabía que a Esmeralda le gustaría escuchar que un día estaba sentada en un ómnibus distraída y cansada; de pronto los rostros inmóviles encima de los cuerpos, el calor de las ruedas, el polvo brillando seco al tropezar con el sol, inesperadamente un movimiento de su propio brazo rozando en el asiento o en el seno le despertó la comprensión de la lujuria que vibraba en suaves sonidos ininterrumpidos en el aire y unía con hilos frágiles y trémulos a las criaturas. Allá estaba temblando la boca de una mujer, casi llorando o quizá casi riendo; el cuello de la otra, liso y grueso, inmovilizado por movimientos reprimidos y cerrados; y la mano de aquel hombre blanco apoyándose como sobre la base del asiento, llena de anillos que aprisionaban los dedos anchos y viejos... un instante

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más y el momento se resolvería en un grito sofocado, en furia, furia y barro. Pero casi enseguida el ómnibus había recomenzado su marcha, y todos penetraron con él en la calle sombría y silenciosa; las ramas de los árboles se balanceaban serenamente. Virginia sabía vagamente que eso era lo que Esmeralda esperaba escuchar, sabía que debería contarle lo que sucediera en cierto ómnibus; pero volvía a ver sin entender los rostros viajando y sólo podría pensar y decir: ¡hacía un calor!, todos estaban tan cansados, eran las dos de la tarde —sólo eso—. Y Esmeralda no comprendería.

—¿Allá hay muchas mujeres malas? —preguntaba Esmeralda sombría, aproximándose a la pregunta.

—Hay, sí... —Ah... Las dos se quedaban pensativas, esperando. —¿Cómo hacen ellas? —volvió a preguntar la otra. —Un día yo estaba sentada en un café y una de ellas tomaba un

refresco mirando hacia otro lado. Era delgada, pequeña, los ojos pintados, le faltaba un diente en un costado. Un hombre enorme estaba sentado en una de las mesas cerca de ella, rió, le preguntó en voz baja aunque yo pude escuchar: ¿de qué es el refresco? Ella dijo: de naranja y está agria.

—¿Solamente eso? —Sólo eso: de naranja y está agria. —Se detuvieron un momento

mirándose—. Ellos se quedaron mirándose uno al otro, después ella dijo: ¡qué gordo sos! Él rió apretando los ojos, sin decir nada, pero después dijo: sí, sí... Entonces ambos comenzaron a reírse. Yo tuve miedo de que me vieran y me fui.

—Ah... —Esmeralda la observaba y agregaba con una sonrisa en la que había algún placer—. Si hubiese sido yo me quedaba.

Virginia se encogió de hombros cansada y distraída. La pensión en donde vivía estaba cerca de una calle donde había unas vagas casas sospechosas. En una tarde de domingo algunas mujeres, dos delgadas y con ojeras y dos más o menos gordas, coloradas, de ojos intensos, pasaron por su calle, por delante de su pensión donde, en las sillas de la vereda, algunas esposas se sofocaban: ¡pero venir a buscar hombre aquí!... No decían “buscar un hombre” o “buscar hombres” sino “buscar hombre”. Pero no, entendía confusamente Virginia, no era para buscar hombre. Ellas tenían el cabello mojado del baño, con vestidos claros y calmos, y tomadas del brazo iban a la calle decente a pasear en el domingo de los otros. Si un hombre las reconociera dirigiéndose hacia ellas, tendrían que ceder porque ya no admitían el propio deseo, quizá cedieran inmediatamente, sorprendidas y pensativas, con melancolía y brutalidad, riendo y divirtiéndose. Virginia las comprendía tanto que se asustaba, repentinamente reservada y severa; se desviaba de las preguntas de Esmeralda con irritación y censura. Esmeralda la miraba atenta, con los

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ojos concentrados. Admitía lentamente y con dificultad la existencia de Virginia y no conseguía admitir que la hermana fuese realmente otra mujer. Se inclinaba hacia ella, escuchaba con cierto desprecio y un poco de ironía, a pesar de su interés. En cuanto a Virginia, por primera vez probaba una conversación entre mujeres. Aunque sin amor ni comprensión era bueno conversar con Esmeralda. Entre mujeres no había necesidad de hablar de ciertas cosas, lo principal ya estaba dicho, antes de que ellas nacieran y sólo quedaban mansas y frescas nociones íntimas para contar, pequeñas variaciones y coincidencias. Era una conversación familiar y tonta, de alguna manera un lamento, de algún modo una defensa; una esperanza mezclada a consejos llenos de una larga experiencia mientras los ojos se hundían con profundidad, absortos y casi distraídos, pesados de pensamientos lejanos; la voz disminuía, más lenta y más baja. Virginia terminaba apoyada en la silla con ojos vagos, en silencio, mientras la otra apoyaba el rostro en la mano que el codo sostenía sobre la mesa. No entre las mujeres del grupo de Vicente; éstas parecían especializarse en hombres; se sentían superiores y alegres en darse a ellos solamente en amistad, formando un grupo heroico y vagamente pervertido, sorprendido de sí mismo.

—¿Allá se hace mucho ruido para dormir? —preguntaba Esmeralda—. ¿Y los cines? Y ese muchacho, ese Vicente, ¿dónde lo conociste? ¿Cómo es él?

—Daniel me llevó un día a una fiesta y me lo presentó... Él... él... es una persona normal... No sé, no tiene nada de particular. Usa anteojos. No sabría decir a nadie, ni siquiera a sí misma, cómo era él. ¡Sin embargo, cómo lo conocía ella, lo tenía grabado en las reacciones de su propio cuerpo! Bien que lo sentía renovando por un esfuerzo de voluntad y de memoria la ligera aversión que su carne sentía ante su presencia; como la rápida e inmediatamente fugitiva percepción de un perfume: una leve contracción sobre la piel; menos que rechazo, una profunda certeza del hombre dentro de su sangre como si él estuviese ligado a ella de un modo excesivamente íntimo, casi vil. A través de Esmeralda, que nada sabía, tomó un gusto diferente y más intenso por la ciudad. Y mirando a esa mujer hermosa que jamás conociera a un hombre se sintió afrentosamente rica, enderezaba el cuerpo con orgullo, sorpresa y desencanto. Entonces recordaba nítidamente a Vicente... lo veía caminando como dentro de ella. Y su sensación era tan verdadera que ella lo veía caminando a través de una atmósfera penumbrosa y suave, porque su mismo inferior debía ser penumbroso y suave; él siempre había sido el aire de sus pensamientos y sueños. Pero si deliberadamente quería rememorar su rostro, veía surgir con sorpresa frente a sus ojos un esbozo de Adriano. Y una noche soñó con Adriano —un sueño que la llenó de sorpresas, vergüenza y misterio; se prohibió profundamente toda alegría y no soñó nada más—. Con desprecio ella, sin embargo, no podía negarse, confundida: sí, ciertamente Adriano

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era una persona, sí; un hombrecito; a veces después de estar con él quería llenar el vago ímpetu de fuerza que nacía con una exclamación clara y viva: ¡sí!, aunque no. Alejó la idea con un gesto de cabeza; sin embargo, él vivía conteniéndose a su borde. Forzaba algún recuerdo que al brotar trajera a Vicente ante ella. No obstante, lo que más recordaba de él era algo que no se podía decir ni pensar, una cierta condición que se establecía entre ambos en cuanto pensaba en él, uniendo el contacto... y que se concretaba en la visión de ella presenciando el gusto serio de Vicente de caminar por el aposento sabiendo que ella estaba presente, en algo que llenaba el aire de los dos, una reserva atenta de ambos —una atmósfera de ligera diferencia de sexos como un olor sofocado de polvo de arroz—, mientras él con pequeños gestos de párpados, de dientes, de labios, afirmaba su libre masculinidad discreta que, aunque existiera verdaderamente, tenía algo de falso y excedente —Virginia y las paredes veían—. En un segundo recordaba cómo él se cambiaba la ropa en su presencia. Era uno de los acontecimientos interiores de su vida en común. Cuando él se iba a cambiar de ropa, como si alguien apretara un botón, la vida caía en un cuadro conocido y ellos se repetían cuidadosamente en todas las minucias: ella se inmovilizaba con los ojos grandes como en una clase, los labios apretados uno al otro con una atención inocente de sí misma porque en realidad se interesaba; él parecía interrumpir los pensamientos mientras se cambiaba de ropa, los ojos se fijaban en un punto del techo o de la pared según se lo impusieran los movimientos. En el instante de transición entre una prenda y otra, el cuerpo suelto en el aire fresco del cuarto, ella lo miraba rápidamente pero sin brusquedad, le sonreía con los ojos apretando apenas la boca. En el mismo instante en que una nueva prenda lo vestía, el acontecimiento terminaba y los momentos proseguían cicatrizados a su alrededor. El hecho era tan tenue que ella lo recordaba todo en un ligero segundo, en un mover de párpados —en verdad el recuerdo se reducía al arrojar de una camisa en la silla mientras volviendo a ver ese movimiento ella se mantenía un instante en el aire escuchando, el cuerpo viviendo en su interior como en el interior aterciopelado, sombrío y fresco de un fruto—. Él andaba terriblemente bien dispuesto en el último tiempo; con una salud tan clara que la deprimía; como le chocaba la naturalidad; sólo se sentía bien entre personas tímidas y nada la perturbaba tanto como el desembarazo. Viendo ahora la existencia de Esmeralda le parecía tan atemorizante y ancho el tener un hombre como si él hubiera nacido de su deseo. Y a veces hasta le parecía extraordinariamente equivocado ese deseo. Tener un hombre que podía morir de un instante para otro, pero que alto, alto, en una tensión de equilibrio parecía vivir eternamente. Ella se apoyaba en la columna del balcón, miraba las estrellas llenas, tan brillantes y sin parpadeo, envueltas por una débil sábana de niebla, ¡vía láctea!, miraba como si ella y Vicente estuvieran mirándolo juntos. Sin recordar que cuando estaban reunidos

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ella, casi colérica, quería quedarse sola para poder mirar mejor. Veía a las estrellas duras y calmas, pensativa antes de dormir —reflejaba cosas tan altas que ni viviendo todas las vidas podría realizar su pensamiento: Vicente era un hombre; él estaba viviendo lejos. Yo te siento en alguna parte y no se dónde estás—, conseguía pensar ella en palabras. Su amor era tan delgado que ella sonrió tímidamente, atravesada por una helada sensación de existir. Le parecía muy extraño que esa misma noche él viviese en ese mismo mundo, que no estuvieran juntos y que ella no viera lo que él hacía, ya que más fuerte que la distancia era su pensamiento de amor. El amor era así, no se comprendía la separación —concluía con docilidad—. Pero tampoco sabía si quería tener a su lado esa noche a aquel médico pálido y con la barba crecida, el único hombre de quien ella sintiera la inexplicable, ansiada y voluptuosa necesidad de tener un hijo; sintió que su vida se apretaba de amor por él, su corazón pensaba con fuerza, con timidez y sangre, ven a mí, ven a mí, por un largo momento veloz. Cómo había podido pasar por lo que podría haber sido sin conseguir asirlo... Lo que amara en él no se podría realizar como una estrella en el pecho —tantas veces había sentido a su corazón como una dura pompa de aire, como un cristal intraducible—. Lo que más amaba en él, tan pálido y malicioso, era de una cualidad imposible, dolorosa como un agudo deseo ridículo: ella se sentía dulcemente capaz de ser de los dos. Y Vicente era perfecto, era un hombre tranquilo. Pensó con sorprendente claridad, usando para sí misma casi palabras: yo lo amo como al que hace bien, al que da bienestar pero no al que está fuera del cuerpo y que jamás lo apaciguará y que se quiere alcanzar aún con la desilusión; mi corazón no se inflama en ese amor, mi ternura más íntima no se usa: su amor casi era una dedicación conyugal. Sin embargo le dolía pensar así, tan tierno era, tan presuroso y lleno de vida alborozada podía existir en ella, respirar, comer, dormir y no saber que ella podría pensar así de él. Severamente se forzaba a una fidelidad de cuya secreta especie sólo ella entendía. Mi amor, mi amor —decía y por un cierto esfuerzo el amor finalmente estremecía su interior que por primera vez subía a una irrealidad y a una inaccesibilidad, parecía no existir confundiéndose con lo que había arrebatado de más en el sueño—. Y para acercarse a Vicente reflexionaba que el médico, junto a Arlete y al guardián del zoológico, todavía estaba suelto y que ella, por impaciencia y falta de tiempo, no lo absorbería. También se sentía infeliz, apoyada en el balcón, atenta al ruido de una carreta lejana —y de pronto, por pura volubilidad, deseaba algo perfecto, algo que la matase—. Un cierto ardor se apoderó de ella. Vicente, ni él sabía cómo podía ser casi perfecto, ni él sabía que cuando tenía hambre y pedía ir a un restaurante y dudaba entre los platos a elegir y llamaba de repente a un mozo con un gesto libre era para impresionarla e impresionarse. Y al mismo tiempo existía alrededor de nosotros sin amenazas. Sobre todos esos pensamientos estaba también la mentira. Apoyada en el balcón ella quería algo con más

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vehemencia de la que siempre quisiera —y no tenía coraje: era eso solamente. Pero también era dulce esperar—, se inclinó hacia adelante, apoyó el rostro en la columna, sonrió porque era extraño y excitante sonreír sola en la oscuridad —en el fondo confundía la vanidad de sentir nuevos deseos con el gusto de poseer las cosas que ellos representaban y mezclaban a todo la lejana desesperación de la ignorancia—. Sin embargo era perfecto vivir junto a aquel instante como si ambos formaran algo que debería ser mirado por alguien extraño al momento y a ella —tomaba por un segundo la forma de lo extraño y le parecía perfecto vivir ese momento—. Se fue a dormir, hacía un frío confortable. Continuaba probando lo mejor en el sueño. Sobre todo le gustaba hacerlo cuando llovía y ella sentía el calor de la cama y la ventana brillando; buscaba no adormecerse para vivir del sueño cuando parpadeaba incómoda, con ansiedad dulce —qué bueno era, mucho más sensual que moverse, que respirar, que respirar, que amar a un hombre—. Guardaba la esperanza de lo que podría soñar. Ni siquiera era necesario pensar al respecto, el ir a dormir ocurría solo, suave como caídas suaves, como el interior del cuerpo viviendo sin conciencia, sin finalidad.

—Con un trabajo permanente una mujer que tiene buena cabeza consigue alejarse del marido, no vivir todo el tiempo con él ¡ah, sí que se consigue! —decía la madre yendo a bordar junto a las hijas.

—¿Cómo “alejar”? —pregunta Virginia confundida. —Ah, hija mía, todas las mujeres saben que un hombre molesta

mucho. Virginia se sorprendía en silencio. —No me parece correcto meterme en la vida de mis hijas. Pero parece

que solamente Daniel quiso casarse: la muchacha es muy buena, un poco callada, pero parece entenderse bien con él, por lo menos ésa es mi impresión, y ustedes saben, todos podemos equivocarnos. Pero uno debe estar contento con lo que sucede. Hasta pienso que ustedes hacen bien en no casarse —ella dejaba de bordar y se quedaba mirando hacia adelante con los párpados apretados—. En el fondo las cosas son inconvenientes —decía con sagacidad, parpadeaba un poco, y ella sentía confusamente que ése era el punto más alto que había alcanzado en el entendimiento de aquello que la rodeaba.

Escuchándola, los ojos de Esmeralda brillaban en el rostro endurecido. Ahora debía culpar a la madre. Virginia le preguntó, en la semi intimidad que existía entre ambas:

—Cuando yo era pequeña escuchaba insinuaciones sobre algo que te pasó... un muchacho, no sé bien... Papito habló de eso cuando yo cometí aquella tontería de contar lo de tu otro enamoramiento en el jardín.

Esmeralda se ruborizaba, el rostro conmovido por una delicada sonrisa.

—Una tontería —trataba de parecer despreocupada— Ya sabes cómo

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es “él”, de una tontería hace un mundo e invoca a Dios. Yo quisiera que no hubiese sido una tontería sino un pecado serio, por lo menos ahora estaría libre —concluyó; con una violencia debilitada como si ése fuera un viejo pensamiento que ella decidía entregar por cansancio.

—Pero tú puedes comenzar a ser libre ahora mismo, si quieres. —No sé —dijo con el rostro apretado y enrojecido. —¿Por qué no? —¿Y por qué sí? —arremetió con rabia—. ¿Tú piensas que es simple

acabar con todo lo que se tiene, quedarse sin casa, sin nada... solamente para ser libre? —se detuvo un instante, el rostro en suspenso, comprendiendo vagamente que se equivocaba en contra de ella misma...— ¿Solamente para ser libre? —se repitió escuchando con creciente desesperación el sonido de su voz—. ¿Para qué hablar de esas cosas?, ¡vete al demonio! —le gritó airada—. Con un fino placer un poco sorprendido sintió el corazón duro de vida, el cuerpo renacido respirando en una tibieza vibrante, en legítima cólera; un impulso agudo de movimiento le subió por las piernas, se esparció caliente y doloroso por el pecho, se equilibró en el rostro, se contuvo y después se liberó por los ojos de pronto brillantes y tiernos. Su figura se borró de pronto en una sombra de incertidumbre y melancolía. De manera que ella vivía de sí misma solamente, de sí misma... de la propia soledad... de su rabia... de manera que... No, ¿qué había pasado?, ella se confundía.

Virginia se encogió de hombros. —Vale la pena o no —dijo sin ningún placer. Pero ella también sentía

que no podría luchar, aun cuando en la lucha se decidiera su camino. Algo por encima de la lucha se dirigía lentamente y alcanzaba un fin. Ella sentía que eran apenas dos mujeres. Permaneció quieta un instante mirando por la ventana el aire claro y exasperado de las dos de tarde. Cuando volvió la cabeza, Esmeralda la observaba. También ella la miró, pensó qué bonita y calma estaba su hermana con los ojos pensativos, anchos, todo el cuerpo abandonado y pálido, con aquella fuerza cansada.

—Aprendiste poco en la ciudad, Virginia —le dijo nuevamente Esmeralda.

—Sí... De nuevo se callaron sin espera, sin susto. La sala era grande y

profunda, la mesa se alargaba oscura con un pequeño paño bordado por la madre en el centro.

—Encontré todo tan cambiado... —dijo Virginia como en un suspiro. Esmeralda miró lentamente a su alrededor. Virginia se levantó y fue

hasta la ventana. —Voy a dormir —dijo Esmeralda y Virginia no se volvió. Esmeralda empujó la puerta de la habitación, aspiró distraída su

perfume ahogado. En la pieza sombría la sábana blanca de la cama surgía fresca, bordada, sorprendente. Se sentó con cuidado y levedad en el borde

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mirando en la penumbra. El ancho chal de lana le envolvía los hombres desnudos y el busto, dándole un aire friolento. Se incorporó de pronto, caminó hasta la ventana, la abrió y entró la claridad. No, para ella Granja Quieta no había cambiado. Podría cerrar los ojos y ver la dura violencia de los troncos desnudos, la dulzura de las ramas de acacia al viento; tantas veces había buscado con la mirada ese mismo paraje recortado por los vidrios de la ventana, limpiados por ella misma, por ella misma —¡como golpes de confesión y redención en el pecho, por ella misma!—, tantas veces había divisado el paisaje ensanchado hasta el infinito cuando la mirada se liberaba más allá de las cortinas pesadas que ella misma, ella misma, bordara. Se inclinó un instante como para probarse una vez más la realidad —sí, después del jardín se desnudaba el campo—. Apretando con una de las manos el grueso cordón de la cortina se concentraba con altivez y de espaldas hacia el interior del caserón lo vigilaba atenta, fríamente. En la cocina lejana el gato salvaje que ella misma, ella misma, domesticara, comía la carne molida mientras la negra hablaba sola y lavaba la loza. Las habitaciones vacías de huéspedes; un día las había recorrido con atención, verificando que todo estaba silencioso y en orden. El corredor se alargaba lleno de sombras, la escalinata profunda, las alfombras extendiéndose hasta los aposentos. Suspiró. No, ella veía todo como lo viera desde hacía largos años. En el jardín se movía la figura de Virginia —Esmeralda se reclinó ligeramente, siguiéndola con la mirada—. El cuerpo de Virginia era simple, alto y bien alimentado; ella se inclinaba, recogiendo algo del suelo y mirándolo de cerca, los cabellos cayéndole en los ojos mientras hasta de lejos se sentía aquel extraño defecto en el rostro, una inconsistencia atenta, un poco oblicua. Esmeralda la observaba con interés, con cierta benevolencia, como nunca pudiera sentir por Daniel. Pero Virginia nada había traído de la ciudad. Ella, Esmeralda, podría vivir más y mejor que Daniel, Virginia, el padre o la madre, ella, ella que poseía una fuerza excepcional y amarga, una concentración de vida que le diera aquella paciencia inaccesible a través de los años. Ella era realmente más grande que todos ellos y no se había precipitado hacia la vida y hacia la ciudad porque tuviera miedo. Y su miedo era tan orgulloso como su fuerza. Se movió casi rápidamente, se inmovilizó. Virginia se había sentado sobre la piedra del jardín mirándose las piernas claras con insistencia. Esmeralda hizo un movimiento brusco y firme con la mano y el cordón de la cortina se rompió, y cayó con un pequeño ruido alegre en el piso oscuro. Lo miró un momento, perpleja, dura, mala. De pronto suspiró cerrando rápidamente los ojos; más tranquila tomó el cordón a rayas, abrió el cajón de hilos y agujas y se sentó a coserlo.

Sin embargo se contenía en el último grado de fuerza. Y esa noche ella se perdió. Se miraba al espejo; todavía era muy linda con sus vírgenes arrugas de esperanza. En el rostro inmóvil lo amarillento era dulce como un fruto que casi se descompone; sus movimientos se mantenían vivos a

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una altura tensa que solamente una desesperación y una amenaza diarias conseguirían crear. La llegada de Virginia había introducido en el caserón un poco de la vida invisible de la caridad; sin sentirlo Esmeralda brillaba con más aspereza en su cuarto; aguardaba con nuevas reservas. Y como si se hubiera excedido en ese nuevo trazo de peligro no pudo impedir el ímpetu del propio cuerpo y saltó sobre el abismo, envejeció como si ya hubiese amado. Esa misma noche comió con un apetito aprehensivo y rió agitada mostrando los dientes blancos y puntiagudos; Virginia la había aprobado. Daniel también, inesperadamente, había sido amable, la madre reclinábase en el respaldo de la silla con bienestar, mientras ella les explicaba con un espíritu penetrante e irónico pequeños hechos sin importancia. Ellos reían con benevolencia, bebían pequeños sorbos de un vino viejo que el padre trajera de Brejo Alto. Y aunque eso no fuera jamás lo que ella podría esperar —¡no, por Dios!—, ganó en vida casi violentamente, vivió horas de gloria sombría, pesada de promesas. Los ojos radiantes brillaban húmedamente hacia el propio cuerpo, tanto para sí misma, tan fáciles y ásperos los movimientos —¿qué le sucedía?— ella se entregaba. Se despidieron, fue a dormir tan cansada que el cuerpo cayó débil en la gran cama suave. Lentamente se preguntaba casi sin motivo, ¿por qué, finalmente? Como se sofocara, tenía el rostro febril, se quitó las ropas y por primera vez se acostó desnuda. Se adormeció con un placer de criatura, despertando en breves y ligeros momentos casi asustada, el corazón golpeando sin ritmo, el ser entumecido. Entonces se encogía bajo las sábanas a causa de un frío que parecía venirle de las mismas entrañas, bajo el tintinear furioso de un recuerdo indescifrable. Que al sonar de los seres y de las cosas Dios abriese su corazón, que le permitiera ver dentro de sí y, expulsado el miedo, pudiese decirle finalmente a la muerte: viví. ¡Ah, ah!, gemía casi despierta. La luna blanqueaba la vidriera baja, cortaba el cuarto en una sombra profunda y azul claridad. Casi inconsciente ella pasaba los dedos por el bordado fino de la funda que ella misma, ella misma, ella misma bordara. Ah, ah, gemía mirando como loca el aire helado e inmóvil de la habitación. Se adormecía dolorosamente, se hundía en el gusto de dormir con la boca seca de sueño. A la mañana siguiente despertó más tarde —inesperadamente una mujer vieja y quieta—. Se auscultaba mientras se vestía, estrujándose por costumbre con las mismas palabras de la víspera pero sin doler. Se había deslizado hacia una oscura calma hecha de soledad y ausencia de martirio. Bajó para desayunar. Sus senos parecían modestos bajo la blusa que aún ayer los apretara con angustia. Sus piernas estaban tranquilas al caminar, su corazón se había distendido. ¿Dormir de más?, se preguntaba sin comprender. En vano intentaba abrir más los ojos de párpados hinchados y somnolientos. Con horror ella ya había vivido su vida.

Se sentó enseguida para desayunar en la mesa desierta. Ya se habían retirado todos. Se interrumpió con dificultad —la cancela rugía, alguien

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cruzaba el jardín—. Virginia entró en la habitación con el rostro claro y brillante. En los brazos traía enormes ramas secas para el fuego.

—Rompí todo... me arañé ¡mira! —casi gritó ella riendo, hiriendo el cansancio de la otra.

—Estás alegre —dijo Esmeralda. Sí, estaba alegre. Rió suspirando; la alegría le daba un aire poco

familiar y sin gracia a su rostro largo. Mientras depositaba las ramas en un rincón de la sala le parecía que esa noche había dormido verdaderamente en la Granja. Había reído tanto Esmeralda, hasta Daniel había escuchaba sonriendo, la madre masticaba guiñando los ojos de amor por Esmeralda. Y después el vino... lo bebía recordando la cena de Irene —qué feliz había sido entonces, pensaba atontada—. Se había despedido al pie de la escalera pero su deseo era salir y comenzar a caminar hasta agotar el poder del vino. Se había acostado insomne, clara y leve sobre la cama como si nunca hubiese dormido, como si nunca fuera a dormir. ¡Nuestra familia puede ser tan feliz!, pensaba. El mundo rodaba dentro de su pecho suavemente y ella no podría decir si era dulce alegría o suave tristeza lo que ahora circulaba en su sangre como el vino. Habían reído tanto... hasta Daniel había escuchado sonriente..., repetía la escena una, dos, innumerables veces, hasta Daniel sonreía, hasta él sonreía. Se revolvía en la cama. ¡Ah!, cómo había vivido ya... enterraba la cabeza en la almohada con un absurdo sentimiento de felicidad y perturbación, sonriendo sin sorpresa. Sin embargo, un instante más y la sensación se deshacía, en su lugar permanecía una oscuridad expectante dentro de la almohada como si ella esperase recordar de un momento para otro algo insólito y fugitivo. Levantó la frente, el gran cuerpo apoyado en los codos, atenta como un perro que presintiera a un extraño. La cabeza cansada cayó de nuevo, sin pensar en nada. Cuando reabría los ojos percibía que en realidad había estado pensando, pensando y repensando con obstinación, levemente y sin ruido, en esta escena extraña: un hombre caminando hasta encontrarse con otro hombre, ambos parados en la oscuridad, mirándose tranquilos y despidiéndose junto al muro blanco y alto; los hombres encontrándose, cambiando una mirada, despidiéndose junto al muro blanco: los hombres encontrándose... Un tono transcurría subyacente y con él ella acentuaba pequeños sentidos sin palabras, puntillando con énfasis o dudas y eso finalmente era su actitud y “su manera de ser”. Se sentía casi siempre bien. El agua corría trémula en el interior de la casa, vibrando en el aire. De a poco, lejana y seca, la desesperación venía del propio bienestar inmóvil y del vacío de la noche sin futuro, ella parecía sentir que jamás podría mezclarla a los días siguientes, aun a nuevos insomnios. Se abría una claridad inútil, ella se detenía en mitad del viaje sin querer, quizá para siempre. Pero la noche era larga como una vida que vacila. Se adormeció porque alguna cosa no sería jamás alcanzada con los ojos abiertos. Soñó que estaba acostada en el campo, la piel bajo el viento, sintiendo un placer

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prolongado, alto, rosado, profundamente difuso, un gusto indefinido en el cuerpo sin fuerza como si viviese exactamente el instante que se formaba y moría, que se formaba... moría, que se formaba... moría, inspirando y expirando, marcando el tiempo con el latir claro, lleno y fresco del corazón. En el sueño poseía largamente lo que, estando despierta, sería una sensación desgajada e imponderable, teniendo que vencer tantas imposibilidades que surgiría apenas en presentimiento, en algún olvido, en un silencio, casi como el aire a su alrededor. Lo que ella soñaba tan grande en la noche durante el día sería simplemente el palpitar de una hormiga en el campo. Dormía, la cabeza hundida en la almohada; y de su abandono de labios pálidos emergía un rostro de niña, los rasgos vagos y agudos como el sonido de un pequeño clarín en la distancia límpida.

De madrugada abrió los ojos como si el despertar estuviese formándose lentamente adentro de ella sin su conocimiento y entonces se abría maduro, perfecto e incomprensible. Vio que a su alrededor nacía la habitación de las tinieblas en silencio. Soplaba una fría brisa. Alejó las sábanas con las piernas, sin impaciencia, en un movimiento tan lleno y equilibrado que agotaba el motivo de ser de los miembros. El aposento fluctuaba en la media luz y las sombras heladas hundían las paredes blancas, velándolas en una confusión que prometía un abismo detrás de sí. Caminó descalza hacia la ventana, levantó los vidrios y una frescura reposada se apoderó de su cuerpo como si no existiera el corto y grueso camisón. Abajo, en el difuso y adormecido jardín, cada tallo aparecía entre un halo de humo frío y blancuzco. Ella permanecía atenta en el silencio de la mañana como si escrutara dentro de sí la resurrección de un símbolo.

—Saliste muy temprano —murmuró Esmeralda aproximando la cafetera con un suspiro.

—¡Ni siquiera tomé café! —dijo Virginia con una voz aguda y desagradable.

—¡Habla más bajo, por el amor de Dios! —Esmeralda fruncía las cejas y el rostro como si la hubiesen arrugado. Poco a poco se fueron deshaciendo las arrugas, se alisaron las mejillas en una expresión cansada, y reabrió los ojos lentamente—. Yo perdí el coraje de pasear por esos pantanos —dijo derramando absorta el café en la taza de Virginia.

Después todo fue más fácil. Daniel estaba acostado en el suelo debajo de un árbol, que era el ser más próximo, dominando el cielo. Virginia se sentó sobre una piedra y con un gajo seco perseguía a las hormigas. Él estornudó y el estornudo cortó el aire en todas las direcciones en pequeñas flechas que brillaron bajo el sol y se quebraron en un ruido delicado. Virginia buscó con los ojos lo que sentía fulgurar sin interrupción alrededor, cantando en algún punto. Era un hilo trémulo del agua de la canilla deslizándose hacia la tierra. Se volvió de espaldas, intentó olvidar. Pero sabía que el fulgor proseguía y la incómoda y viva certeza parecía herir sus ojos. Se levantó para cerrar la canilla. Cuando volvió, Daniel

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tenía el rostro quieto en la sombra, los músculos distendidos, quizá pensando profundamente. Pero él no decía nada y también ella se calló apretando los labios porque ambos habían combinado cuando niños no precipitarse jamás. Después, como pasaran largos momentos vacíos, casi llegó el instante en que no haría mal comenzar a hablar. Eligió y murmuró pequeñas cosas fáciles, preguntas rápidas, con las cejas fruncidas y aire indiferente; la respuesta venía seca y pronta. Y de pronto casi erró porque se alejó excesivamente de la playa hacia el mar, preguntándole:

—¿Y la vieja Cecilia? ¿La has visto? Él la miró rápidamente con una sorpresa casi áspera, en una sonrisa

angustiada ella lo miró de manera que él comprendiera que el recuerdo era posible, Daniel; era posible, era de ellos, la pregunta no significaba simplemente “cómo va la vieja Cecilia”, piensa bien, Daniel... Él vaciló un momento, meneó la cabeza entendiendo, casi sonriendo. Virginia respiró con esperanza, recordó la visita que le hicieran a Cecilia una tarde ya perdida en la memoria. ¡Mi casa!, ¡ésta es la casa!..., decía la mujer con voz estridente, la persiana golpeaba secamente tres veces rápidas y el aire quedaba fresco, tan bueno y animado era vivir de repente, el aire tenía un curiosa humedad helada y pura, ellos se sentían fríos y estimulantes, bien curiosos, capaces de hacer con ironía y finísima inteligencia que alguien notara pequeños asuntos excéntricos y por todos desapercibidos —mal contenían algo con equilibrio, fulgor y risa—. Ella misma usaba una blusa gruesa y oscura de lana. Ellos querían llevarse bien con la vieja, buscaban puntos de contacto, solamente hablaban de cosas que a los tres les gustarían y la mujer con un placer excitado balanceaba muchas veces la cabeza, escuchando, asintiendo mientras ellos hablaban, reía, dejando ver los dientes rotos —pero por Dios, de prisa, de prisa de una madre, de una hija, de una hermana, de alguien que había nacido e iba a morir—. La cortina volaba hasta la mitad de la habitación pobre, apresuraba la vida en un ritmo de largueza y placer. Virginia había sentido el deseo de viajar, un deseo agudo, casi alegre y perforante, ya desesperada. Pero oscuramente necesitaba no alejarse de Daniel por un sueño solitario y llegó a pensar que el viaje era algo con aprendizajes y días, con tiempo, con muchas observaciones y no una sola sensación, un solo vuelo y una sola satisfacción en respuesta a un solo deseo.

—La pobre Cecilia debe estar bien —dijo Daniel con una vaga sonrisa. —¿Y Ruth? —preguntó Virginia de prisa sin mirar, torciendo los labios

con indiferencia. —Está con la madre —dijo Daniel con simplicidad. —¿Ella no quiere hijos? —preguntó Virginia apretando a una hormiga

infeliz y alucinada con el gajo seco. Él estaba en silencio y ella sin mirarlo sintió que se había vuelto más

mudo aún. Se ruborizó, no insistió, pensaba: pero yo no quería entrar en tu intimidad... horrorizada, herida, con una punta de odio ardiendo. Pero

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él dijo de repente: —Cuando le pregunto eso ríe y me dice solamente: tú no quieres

todavía —él esperó un poco y después continuó con una cierta sorpresa que parecía estar renovándose en ese momento—: solamente eso responde, no consigo que diga más que eso.

Virginia asintió varias veces con la cabeza: —Ya lo sé, sí. Daniel la miró con interés: —¿Cómo? Pero lo que ella había comprendido exactamente se perdió en un

instante; ella buscó con atención, sólo supo decir alzando los hombros: —No sé, creo que las mujeres cuando no son rivales se comprenden. El amor no es todo lo que resulta en hijos, había dicho Vicente un día

con brutalidad, en un comienzo de pelea del que ella había olvidado el motivo, tan afligida y triste quedaba por olvidarlas. ¿Pero por qué Ruth no querría hijos?, se le había escapado por entero el motivo que hacía algunos instantes se le había ocurrido. Volvió a ver a Ruth; ella sabía guardar un secreto. No parecía tener ninguna necesidad de contar su vida. Y eso ofendía a las personas. Era lisa y fresca y hubiera parecido una imagen santa si no fuera por la inteligencia de sus ojos imperceptiblemente atentos, guardando para ella las impresiones. Saludaba como una postal, sonriendo llena de una vida fría. ¿Era eso? Volvía a ver a Ruth pensando extrañamente que era tranquila y buena —sí, esa había sido la sensación en el Gran Hotel, en la ciudad, allí donde la novia de Daniel, sus padres y sus dos hermanas pasaran una temporada y donde Daniel la conociera—. Pero había escondido la sensación de ella misma y entonces pensaba mintiéndose: ella hará de la vida de Daniel algo con hora de almuerzo, cena, de sueño, de regularidad sexual, sana, limpia y casi noble, como un sanatorio. Daniel había llevado a Virginia para presentarle a los padres de la muchacha. En la amplia habitación del hotel ellos se habían reunido para una gran visita perpleja, sin saber qué decir. Ruth usaba un vestido de seda gris perla, el rostro sin pintura, pálido y tranquilo. Sí, desde entonces había algo en ella que Daniel no comprendería. Y que ella jamás le presentaría; sonriéndole, mirándolo, amándolo, la cabeza erguida sin ningún apoyo. ¿Cómo no se había confesado desde entonces lo que veía?, pensaba Virginia; quizá por avaricia. Había conversado con la futura suegra de Daniel, una mujercita baja, apretada en una faja, los senos ajustados sofocándole el cuello; los cabellos grisáceos peinados por un peluquero. Entre sonrisas y miradas asustadas y casi pensativas, iban revelando a la familia. Ruth siempre había sido una criatura limpia, cuidadosa y estudiosa que no se tenía coraje de acariciar. ¡Y de repente ella había elegido un muchacho y tendría que ir a vivir lejos!, parecía que eso era lo que siempre había tramado en contra de la familia —la madre indefensa la miraba de lejos mientras la hija servía el té sonriendo a lo que

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el padre y Daniel decían—, pero al mismo tiempo cómo lamentarse, decía la madre todavía siguiéndola con los ojos ¿cómo lamentarse si también ella parecía haber tramado contra Daniel? Con sorpresa y casi desprecio por su decisión tan poco femenina —la madre parecía temer por su futuro como mujer— con sorpresa y casi desprecio, con alegría y emoción la oyeron decidir que iría a vivir seis meses en la Granja con el marido y seis meses con los padres y aquellas hermanas que ella parecía querer con dominio, severidad y ternura. Las hermanas, vestidas de muchachas ricas, se aburrían bajo los cabellos ondulados soportando con ojos casi cómicos la vista de Virginia y del “novio”; de qué materia rara estaban hechas. Miró a Daniel, la sombra fluctuante del gajo oscurecía y clareaba su rostro, ella adivinó sin sorpresa que él se había enamorado de Ruth. ¡Amor no es todo lo que resulta en hijos! La frase volvió nuevamente sin sentido, inoportuna y cansadora. Y entonces no solamente la frase sino también el propio movimiento, los propios sentimientos, el silencio sonriente de Ruth, la dificultad, la paz, todo mezclándose en la misma materia lenta y gruesa y ella respiró el aire, la existencia pura, con un suspiro vencido, casi colérico:

—¿Por qué no me interrumpiste? —dijo él. Pero... ¿Cómo?..., ¿qué decía él? No había preguntado nada... De

pronto entendió, no miró, conteniendo el rostro duro y tenso. —Por qué no me interrumpiste... debías saber que era por una especie

de desesperación. Yo estoy tan perdido —él apretaba los ojos, el rostro calmo, las manos bajo la nuca; los dientes opacos clavados en encías casi blancas, porque él parecía sonreír—, yo estoy tan perdido. Por qué me dejaste equivocarme...

La falta de pudor, esa brutalidad en confesarse. Le pareció truculento y voluptuoso ese hombre al que sólo sucedía lo que él podía comprender. Para eso vine, para enfrentar a un animal, ella casi lo odió, oh, esa gente de Irene tenía razón cuando se reía de él, lo miró con crudeza sintiendo el rostro enrojecido por la perturbación. Qué viejo estaba, con el rostro tostado, las arrugas... lo miró desesperada, apretó los dientes: pero no ¿si él envejece, yo qué hago?, él no podía envejecer, no podía, no podía.

—¿Por qué me dejaste equivocarme? —repitió él de repente, y su voz monótona la asustó.

¿Desesperación?, no, ella no lo sabía. Lo juro, Daniel, lo juro, ¿cómo una tonta egoísta como yo podía adivinarlo? —volvió a verse en el departamento, sin hacer nada, mirando por la ventana, deseando vilmente a algunos hombres, esperando, se odió profundamente sorprendida de haber olvidado que desde pequeños... ella queriendo llamarlo sin poder, él no escuchando... el sombrero... Él nunca alcanzaría a saber qué difícil había sido decirle una palabra para pedir el socorro o ayudarlo, qué solitario era él desde siempre—. Con el corazón doliéndole, ella dijo:

—Tú te equivocas con una fuerza que es imposible detener... Me

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parece que equivocarse con tal violencia es mejor que acertar, Daniel, es como ser un héroe... Sí —finalmente lo había dicho. Como si se escuchara a sí misma, repitió con dulzura y tranquilidad—: Tú eres un héroe.

Él no dijo nada, él sabía, cerraba los ojos soportando la vida. Ella recordó cuando él decía: no quiero ser un muchacho. Lo miró con delicadeza. Él era un hombre. Los niños y las niñas deberían cambiar de nombre cuando crecían. Si alguien se llamaba Daniel, ahora, debería haber sido Ciril un día. Virginia —ella se inclinó hacia su interior pensativa, mientras Daniel parecía adormecerse bajo el árbol—, Virginia era un sobrenombre lleno de paz, atenta como de un rincón detrás del muro, allá donde crecían finas hierbas como cabellos y donde no existía nadie para oír el viento. Pero después de perder aquella figura perfecta, delgada, tan pequeña y delicada como la maquinaria de un reloj, después de perder la transparencia y ganar un color, ella podría llamarse María Magdalena o Herminia, o cualquier otro nombre menos Virginia, de tan fresca y sombría antigüedad. Sí, y también podría haber sido cuando pequeña tranquilamente Sibila, Sibila, Sibila. Virginia... Suspiró moviendo la cabeza. No soportaba el pasado de Virginia y de Daniel: sentada sobre las piernas, lo miró —hubo un tiempo en que a él le había parecido esencial poseer un imán—. Ciertas personas a las cuales parecía haber sido dado el destino de vivir de nuevo la vida. Él se movió, adivinó la presencia de la hermana, ella agitó las manos, los dos se parecían mucho en ese momento; ellos siempre habían sido iguales. Un largo camino los había llevado hasta aquel instante. Se sentía tan sinceros que se miraron rápidamente con aprensión. Él cerró los ojos; ella fijó el aire distante, tan dolorosa era la respiración tensa, tan hermanos se sentían, tan dispuestos a mirar el mundo juntos, con interés y burla como en un viaje, con pequeñas noticias y silencios absortos, sí, haciendo de todo un juego, de todo, tan imposible era el viaje, tan llenos de amor para siempre, para siempre... Y que sería sepultado en segundos bajo el transcurrir de los instantes mayor que la eternidad. ¡Oh, dadle un momento de verdadera vida, el bello rostro alargado en color y esperanza! Ella se recostó en el árbol con los ojos desorbitados. Urgía decir algo con cólera, con alegría, que la violencia explotara al aire en fulgor, ¡rebelarse, comprenderse!, que surgiera un caballo corriendo por la campiña, que un pájaro gritase. Como si una piedra comenzara a hablar, él dijo y ella escuchó con el corazón sorprendido —¿había sido un presentimiento?— golpeando hueco en un comienzo de tranquilidad, él dijo tranquilo, siempre con los ojos cerrados, en un tono muy vulgar:

—¿Qué demonios hará que yo quiera parecerme conmigo mismo? Él nunca diría “nosotros”. Ella se quedó mirando el suelo, la vara

dura y quebradiza le dejaba en las manos pedazos grisáceos de madera podrida. El sol se abría blanqueándose sobre el jardín, las hormigas corrían sin ruido, casi sin tocar con sus finas patas el suelo resistente. Un

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viento bajo e insinuante soplaba las hojas secas alrededor del árbol. Ella dijo, siempre con la vara arañando el suelo:

—Si supieras qué delicada puede ser la vida. Ambos permanecieron con el rostro inexpresivo y suspendido en una

tranquilidad indecisa y atenta. Las patas de un pájaro pisaron alguna hoja que se movió, las sombras amansaban y hundían el viejo jardín. Ella entró en un silencio bueno hasta que Daniel preguntó, clavándole de pronto una punta helada en el corazón:

—¿Y tú? —Yo soy amante de Vicente —se escuchó responder. —¿Feliz? —Ya sabes, siempre lo mismo, yo no podría ser más feliz de lo que

soy, ni podría ser más infeliz de lo que soy. Él movió la cabeza asintiendo. Y como ella no pudiera soportar ni un

instante más, se levantó con un pequeño grito lacerante: —¿Vamos a caminar? Él dijo: —No, voy a entrar —se levantó y caminó lejos de ella y como en el día

del ahogado, de nuevo ella no supo cómo llamarlo, cómo gritarle que no la dejara sola en ese momento—; se sentó en el pequeño espacio de pasto bajo el árbol con los ojos abiertos, el corazón latiendo tranquilo, seco, sin sangre. Sí, quizá fuera mejor así. De la tierra sucia subía un olor a polvo, un hálito que no nacía de lo que estaba siempre vivo sino que parecía morir continuamente. Existía un silencio extremadamente agradable, grisáceo y frío bajo el sol débil. Pero los árboles rumoreaban verdes, oscuros y frondosos. Cerró los ojos dejándose vacilar. El día era largo como una flecha sin dirección. Poco después, bajo los párpados bajos, algo fue corriendo y perdiéndose como una liebre herida, pero lenta, iba corriendo perdiéndose como una liebre herida perdiendo sangre y corriendo hasta francamente llegar al final de la sangre. Podría decirse, reconociéndolo, es esto, es esto seguramente. Qué dulce era ir corriendo y perdiéndose en debilidad, pero le dolía y la asustaba; se podía recelar de afuera hacia adentro, sin embargo la habitación oscura era horrible y ella era esa misma habitación oscura. Era tan dulce porque no se entendía; en medio de todo suspiró y ese suspiro fue una sensación de que los instantes proseguían. Cuando poseía un reloj no suspiraba; lo miraba; pero se había roto. Y ella se sentía cansada, apoyada en el árbol, las mujeres se cansaban más fácilmente que los hombres, cansada como si de una herida invisible corriera sangre ininterrumpidamente como el aire, como el pensamiento, como las cosas existentes sin tregua, la liebre corriendo. La levedad la perturbaba. Ella era tan feliz. Vivir una vez era siempre, siempre. Pero no se enorgullecía y eso valía tanto como estar solitaria, sin compartirse con el mundo —era preciso enorgullecerse, establecer la victoria y la piedad—. ¡Qué incompleto era vivir!, se gritó agudamente,

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como un clarín que se partía de golpe. Resbaló por el árbol, se acostó sobre el césped ralo, se cubrió los ojos con el antebrazo desnudo. Qué incompleto era vivir. ¿Contra qué luchaba? Porque en lo más hondo de su ser, bajo el antebrazo oscureciéndola, sentía una leve tensión, los ojos abiertos vigilando algo. Eso era el destino —parecía notar— porque sin eso estaría liberada para dejarse penetrar por tantas posibilidades... ella, que se conservara en el buen sentido con una obstinación que extrañamente no parecía nacer de un deseo profundo sino de un capricho nervioso, de un presentimiento. Ojos abiertos vigilando y una leve tensión impidiendo... ¿qué?, atrás de esos ojos tal vez no hubiese nada de caro y vivo para resguardar con tanta dedicación, tal vez sólo el vacío uniéndose con el infinito, sentía ella confusamente casi en un adormecimiento —uniendo la propia profundidad al infinito sin conciencia siquiera, sin éxtasis, solamente algo viviendo sin ser vista ni sentida, seca como una verdad ignorada—. Qué horrible, puro e inapelable era vivir. Había algo oscuro e inexpresable bajo el antebrazo oscureciéndose. Ella se equilibraba sobre cada día en la punta de los pies, sobre cada frágil día que de un instante para otro podría partirse y caer en la oscuridad. Pero milagrosamente ella lo cruzaba y exhausta de alegría y cansancio llegaba a dormir para el día siguiente, sorprendida, recomenzar. Esa era la realidad de su vida, pensaba tan lejanamente que la idea se perdía en su cuerpo como una sensación y ahora ella ya dormía. Ése era el acontecimiento secreto y diario, lo que permanecía bajo el antebrazo, aunque ella se encerrara en una celda y ahí se quedase todas sus horas; ésa era la realidad de su vida: diariamente huir. Y cansada de vivir, regocijarse en la oscuridad.

Se levantó, se quitó los zapatos arrojándolos detrás del árbol, y echó a andar, caminó, caminó, caminó. Cruzó la campiña más allá de la Granja, caminó, caminó. Entró en el estrecho y largo camino y su mirada se habituó a las sombras verdes, a la tierra pisada y barrosa. Caminaba distraída, los pies descalzos mordiendo el polvo tibio de tarde. Caminó, caminó. Levantó una vez los ojos y entonces ellos se abrieron llenándose de dulce sorpresa húmeda... Porque de la penumbra en que se encontraban brotaban hacia el verde-agua de una enorme campiña de brazos abiertos y de la confusión triste de las ramas entrelazadas en el camino, ahora ellos flotaban en extensas líneas de luz, largas, tranquilas, casi frías... alegres. Era una llanura de tierra libre y verde, abierta más allá de donde su mirada podía contener. Del camino abajo en donde se había detenido, Virginia veía en el comienzo del barranco una que otra hierba alta tremolando al viento que se encontraba con el cielo, casi confundiéndose con su luminosidad sin color. Y eran tan finos aquellos trazos verticales y pálidos y tan rápido y leve su ritmo bajo el viento que por instantes sus ojos apretados por la luz dejaban de verlos, sintiéndolos apenas como un delicado temblor en el aire. Cómo había podido olvidar la tierra llana, cómo había podido olvidarlo... se censuraba balanceando la cabeza. Abandonó el

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cipó que sus dedos torturaban y esperó con los ojos vagos, ansiosos. En breve se hizo el silencio sobre el rumor de sus últimos pasos y se elevó una quietud susurrada. No sabía qué estaba haciendo de pie, esperando, y dudó. Tampoco conocía aquel suave quebranto en el corazón, caídas suaves y sucesivas hasta el tranquilo desfallecimiento como el de la tarde. Así permaneció contando con sorpresa los segundos por el suave latido de las arterias en algún punto del cuerpo. Hasta que lentamente, después de un solo instante, comprendió que debía subir. Se recogió un momento intimidada con el descubrimiento que no se unía al día entero, que no se unía a deseos antiguos y que surgía libre como una inspiración. Vaciló, se hacía tan tarde. Pero en un impulso leve atravesó el prado y su cuerpo se adelantaba frente a su pensamiento. Un solo color dorado y pálido cubría sin peso el césped. Sí... en alguna parte una corza abría y cerraba los párpados suavemente lamiendo a un sonriente recién nacido todavía cansado, sus cabellos se estremecían finamente como hierba frágil mientras con los sentidos entreabiertos ella conquistaba la tierra con dificultad y atención. Ningún árbol, ninguna roca, hasta el horizonte la desnudez de montañas apagadas; su corazón latía superficialmente y ella respiraba mal como si le bastara mirar para vivir.

Entonces experimentó hasta el final aquello de que un presentimiento la había puesto inquieta, a la orilla del llano. Con una alegría contenida, rutilante y fina se sintió casi ignorante de que ella, pero sí, pero sí, de algún modo ella ya estaba en la campiña..., ¿comprendes?, se preguntaba confusa, el ojo oscuro observando las montañas blanqueadas, como pidiendo socorro. Con los labios entreabiertos, secos por el viento que soplaba incesantemente, continuó su dura y humilde gloria con pies más leves, el cuerpo agudizado en movimientos. Sonriendo imaginó que detrás de sí, mientras subía sin alcanzar jamás, la seguían los ojos aterrorizados de muchos hombres como a una visión escapada... sí, sí, de esta manera se hacía más fácil que el gran cuerpo blanco avanzara... sonrió hacia atrás atontada y entonces, como si realmente creyera en lo que había imaginado, vio que estaba sola. Pero un hombre, un hombre, imploró asustada... que la comprendiese en aquel instante en el prado, que la sorprendiera casi dolorosamente. Pero nadie la veía y el viento soplaba casi frío. Sentíase tan bonita, frunció las cejas, ¡aprovechar, aprovechar para ser vista, amada, amar! Nadie la usaría, sin embargo; la belleza parecía por sí misma tan perdida, que de cualquier manera restaba íntegra y pensativa como una flor de naturaleza inconquistable; nadie, nadie la veía —el silencio y la soledad le llegaban de lejos en un soplo límpido—. El instante leve huiría sin rozar la memoria de ningún hombre de la tierra y ella jamás podría entregarlo a alguien porque él escaparía a los gestos y a las miradas. Sólo ella misma lo guardaría como un punto violento, una estrella caliente y blanca en el centro del cuerpo. Y serían inútiles otros ojos humanos porque solamente ella podría comprender que en realidad, bajo el último

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sol, en la ancha campiña verde, en realidad ella movía hacia la luz distante a un ser distante finalmente desnudo, las piernas borrándose a la raíz del cuerpo, los senos avanzando altos, traslúcidos, fríos; ése era su ímpetu, pero era falso. Solamente ella comprendería. Y porque creaba en sí misma, de ese hecho partía la gracia con que pisaba en ese instante. Intentó reír sola porque deseaba escucharse y en ese momento quizá todavía pudiera inventar una nueva risa. Su ligera carcajada la asustó con su extraña malicia, tembló en el aire como botones de rosa que se entreabrieran en silencio, la singularidad del aire frío sobre la carne del rostro. Se volvió hacia atrás, y el viento le cubrió la mejilla con los cabellos ásperos, ella vio que el camino se había distanciado en un frío rojizo para siempre perdido, el corazón atento y prudente se asustó. Las montañas al frente todavía eran irreales y ella jamás las alcanzaría. Suelta en el prado entonces tuvo un miedo lento y serio, mezclado al acontecimiento alegre, miedo de cruzar la línea de placer y de pronto internarse en lo ancho, profundo, oscuro como el mar... y por encima de ese mar flotaba el frío placer que se agudizaba en agujas de hielo y que se quebraría como un brillo que se apaga; entonces cerró los labios que con trabajo dejaban de sonreír, secos y límpidos. Bajó los ojos un instante. Cuando los levantó quiso mirar el prado con solemnidad y tristeza para impedir el exceso de plenitud tan difícil de soportar y así lo miró porque estaba solemne y triste.

El regreso fue penoso, sin impulso y sin éxtasis. Tenía la impresión de que se arrastraba por el polvo, la noche caía, ella se detenía con los pies doloridos, desesperada. Se sentaba un momento al borde del camino, las nubes se oscurecían, las ramas se balanceaban en calmo murmullo; apretaba los ojos temiendo comenzar a llorar. Sentía sed, vio un agua pequeña corriendo cerca, pero el líquido estaba cansado y tibio, le dejaba en la boca sedienta una impresión gruesa en vez de picarla con estremecimientos fríos. Todo comenzaba a negarse, todo guardaba sus cualidades de ser, la noche se cerraba. Le parecía cada vez más imposible alcanzar la Granja, alzaba el cuerpo pesado y transpirado y no veía nada fuera del camino dando vueltas, cerrándose como un final que ella buscaba alcanzar esperanzada pero que no era un final, que estaba abierto en un nuevo camino ya oscuro, lento y tambaleante como una pesadilla. La oscuridad descendía azulada sobre las montañas; en la península las luciérnagas existían en un instante incoloro de vuelo, el canto agudo y afligido de un pájaro cruzaba como un vuelo oblicuo la distancia. ¿Erré el camino?, se preguntaba extremadamente perturbada... Ahhh, decía sordamente, avanzando inexpresable y suelta, ¡ahhh!, los pies descalzos le ardían y el dedo menor sangraba negro de tierra. Tropezaba de desánimo y de miedo, a veces se detenía un instante, sólo para escuchar —no se oía nada, los grillos sonaban trémulos, duros, incesantes, la penumbra tonta, tan vaga, parecía un error de visión, ella pasaba la mano por los ojos pero nuevamente encontraba el aire ceniciento y frío, lleno de los nuevos

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rumores del monte, los árboles rechinaban—. Íntimamente había sido ella quien osara levantarse más allá de lo que podía, nuevamente había sido ella quien creara el momento de dolor, temía ser sorprendida por el frío que la dirigía a vivir, ¡y cómo se arrepentía, cómo se arrepentía!, no osar, no osar, tener menos coraje y menos fuerza aún de lo que tenía, ¡eso, eso! Pensaba bajito dándose ánimo, los ojos abiertos con dificultad en la media oscuridad de la noche, el cuerpo adelantándose a tropezones en una velocidad que fracasaba a cada instante. Le parecía que en todo momento nacía una pausa en que ella huía para atrás, para atrás, teniendo que recorrer nuevamente el camino recorrido. Ramas invisibles se prendían a su ropa, las espinas abrían el tejido, le arañaban la piel con aguda violencia y la sangre brotaba como gotas de sudor. Ella no gemía, ella no gemía, se decía colérica e impetuosa como un animal de carga que vacila en los pasos: ¡ah!, ¡ah!, su voz salía ronca e intensa, ella se animaba, casi corría, nunca, nunca el cuerpo había existido tanto, jamás le pesara tanto vivir —el espíritu respiraba un soplo frágil y vacilante, ella aspiraba, arrebataba el frío con violencia pero no lo conducía más allá de la superficie del ser, sofocada—. ¡Yo prometo, yo prometo no ir más hacia Vicente, Dios mío! Conducida por un velado presentimiento, gastando la sensación nueva como la memoria del pasado se desarrolla, ella pensaba en el pecado y se decía perturbada: más tarde, más tarde pensaré mejor, más tarde, prometo terminar todo, no volver a la ciudad si era eso lo que estaban queriendo, ellos, “ellos” querían que no retornara a la ciudad, que se quedara allí. Recordó que cuando pequeña pasaba por el cementerio de Brejo Alto, donde se levantaban gruesos árboles frutales, pesados, tranquilos, y ella se decía herida como un instrumento que libera un sonido, ella se decía: ¡no comas esas frutas, no las comas!, y lo decía como si algo la hubiera inspirado antes: come, roba, come; y ella sólo sabía decir asustada: ¡no comas las frutas!, se distraía pensando, se distraía caminando... ¡Allí estaba el final del camino!, le bastaba correr y alcanzar el campo, después la cancel..., el portón..., el hogar. Comenzó a murmurar bajo, como en un rezo profundo, hablando intensamente para sí misma, enloquecida, lastimándose con palabras duras de purificación mientras con los ojos brillándole con extraordinaria fijación miraba poco a poco la campiña... la cancel rechinaba. Estaba en los terrenos de la Granja, comenzó a correr mientras lágrimas alucinadas le corrían de los ojos y ella sollozaba sin intentar siquiera comprender, corriendo hacia adelante, entregada a la corriente de la vida.

Aunque llorando, tanteaba buscando los zapatos detrás del árbol. Los recogió con tierra en las uñas, sentándose en la piedra grande del jardín levantando su pollera y sonándose la nariz con la combinación de algodón. Miró la construcción vieja, encubierta por el árbol junto al que se sentara; brillaba una débil luz amarillenta y sombría en las ventanas altas, no se escuchaba nada, los ruidos nacían y se perdían dentro del caserón. Éste le

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parecía quieto, sobrenatural, distante —como si ella hubiese muerto e intentara recordar, como si él pudiera desvanecerse enseguida quedando el suelo liso, vacío, oscuro. Quién podía saber si la realidad no era la muerte—, como si toda su vida hubiese sido una pesadilla y ella despertara finalmente muerta. Pero por momentos llegaba una especie de zumbido tranquilo del centro de la casa, como de ruidos, movimientos y conversaciones triturados en un mismo sonido. Era su casa, su casa —ella poseía un lugar que no era el monte ni el camino oscuro, ni cansancio y lágrimas, que ni siquiera era la alegría, que no era el miedo alucinado y sin rumbo, un lugar que le pertenecía sin que nadie lo hubiese dicho jamás, un lugar donde las personas admitían sin sorpresa que ella entrase, durmiera o comiera, un lugar donde nadie le preguntaba si ella había tenido miedo pero donde la recibían sin interrumpir la comida bajo la lámpara, un lugar donde en los instantes más graves las personas podían despertar y quizá sufrir también, un lugar al que se corría asustada después del arrebatamiento, hacia donde se volvía después de la experiencia de la risa, después de haber intentado sobrepasar el límite del mundo posible— era suya, su casa. Se enjugó los ojos, trató de limpiar con las manos trémulas y débiles la tierra de los pies, se calzó los zapatos y se levantó. De pie sobre los tacos altos tuvo una sensación ligeramente familiar, experimentó alguna seguridad, se pasó las manos sucias por el rostro intentando borrar la expresión de las lágrimas, y se levantó la pollera, sonándose nuevamente la nariz hinchada. Al aproximarse al caserón quería tener un pensamiento que agradeciera la vaga sensación que sentía en el pecho, se detuvo mirando las paredes blancas y viejas sumergidas en la sombra y en el silencio, las ventanas brillando iluminadas. Iba a vivir en la Granja, pensó entonces en un comienzo y le pareció que quizás hubiese vivido toda su vida en busca de ese pensamiento, así como algunos vivían inclinados a través de la confusión hacia el amor, hacia la gloria, o hacia sí mismos. Sonrió mordiéndose los labios con vergüenza y orgullo de estar riendo ya —vivir toda la vida en la Granja— por un instante temblando ella misma en su sonrisa con una alegría sin mezcla, por un rápido instante. Pasó rápidamente por la escalera sin mirar a la familia ya dispuesta a la mesa:

—Vuelvo dentro de un rato... Se lavó el rostro, los pies, se pasó yodo por los arañazos del cuerpo.

Humedeció su cabello, lo peinó procurando alisarlo, a ratos con una especie de pequeño sollozo como reminiscencia. Se miró al espejo —bajo la luz oscura y tonta el rostro parecía grande, fresco, abierto y brillante, los ojos oscuros eran húmedos e intensos, ella recordaba a una monstruosa flor abierta en el agua—, bajó las escaleras sintiéndose extraordinariamente joven y trémula. Ellos comían, nadie le preguntaba nada; finalmente había descendido la noche y ella había regresado a tiempo. Se sirvió porotos, arvejas, carne, arroz y torta de maíz, comenzó a

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comer despacio, a comer minuciosamente todo, culpable y feliz, conteniendo algún sollozo. El campo negro le parecía impotente, ella recordaba por momentos el placer casi loco que había sentido en el prado, pero recordaba con náuseas y susto, con odio y fuga, como a una cosa que hiciera tanto, tanto mal, como a un vicio, ella que fuera expulsada del placer, ella que fuera expulsada del paraíso. La madre dijo:

—¿Papas? Ella extendió el plato dócilmente y recibió las papas. La madre la miró

con aprobación y dureza: —Cuando eras niña fuiste castigada muchas veces por tu padre para

que comieras papas. Virginia rió sintiendo que los ojos le brillaban mojados y vacilantes

frente a su propia visión. —¿Estás engripada? —preguntó la madre. —No sé, mamá... —Toma algún jarabe antes de dormir... Esmeralda tiene uno en su

cuarto —miró a Esmeralda con delicadeza y detenidamente; ésta sería para siempre la hija preferida.

—Pasa por mi dormitorio antes de acostarte —dijo Esmeralda. Parecía cansada y débil. —¿Y tú qué tienes? —preguntó Virginia. —Nada... —respondió la otra—. Desperté así. Pero dormí bien por la

noche. —¿Qué sientes? —¡No sé, ya te lo dije! —se irritó Esmeralda—, déjame en paz. El padre comía, con los anteojos en la frente, mirando el plato. Daniel

cortaba la carne, la llevaba a la boca y se inclinaba ante el periódico doblado.

—No sé cómo puedes leer con una luz así —dijo Virginia; ella quería tocar a cada persona con una palabra.

Él levantó rápidamente la cabeza, importunado, distraído. Dijo: sí... volvió a la lectura, el rostro bajo, masticando:

—¿Padre, quiere más maíz? —preguntó ella ruborizándose. Porque de inmediato recordó que él no soportaba ser obligado, que él era el jefe en la mesa, quien invitaba y obligaba a comer. El viejo no respondió, ni extendió el plato. Sin saber cómo proseguir, ella dijo una vez más, ofreciéndose oscuramente como hija, perturbada por estar insistiendo pero sin saber qué rumbo seguir:

—¿Y arroz? —Nadie necesita mandarme comer —dijo él finalmente—, yo sé solo lo

que me conviene —concluyó resistente. Sorprendida, sin embargo, comprobó que eso era el padre, y ella miró

tímidamente a su familia... padre, padre, así como eres, no mueras nunca. Pero qué tonta era, se dijo a sí misma de pronto, se enderezó y se puso a

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comer decididamente. Al final de la cena algo parecía decrecer como nieblas desapareciendo y la realidad surgía casi semejante a la realidad anterior al paseo. La escena ya era conocida, era la de la cena diaria, y se sintió más sosegada, más indiferente. Recordó la caminata por la noche, sentíase dentro de sí como un punto todavía loco y blando, como un lugar inexplicable hacia donde se podía volver; luego alejaba el pensamiento con un gesto, pero reflexionaba: quién sabe si no exageré, si no estoy enferma. De repente la fuerza de la electricidad comenzó a disminuir rápidamente, la lámpara casi se apagó y en la media penumbra llena de viento todos ellos se inmovilizaron con el tenedor en la mano y los ojos atentos hacia arriba. La cena interrumpida. Después, en un solo impulso, la luz reapareció con fuerza, una claridad brillante se derramó sobre la mesa larga y sobre los rostros... la realidad emergió entera, algo moría —la familia reiniciaba la comida—. Contrita, con rabia de sí misma, Virginia no podía dejar de notar que estaba tranquila y sin emoción. ¡Pero se quedaría para siempre en la Granja!, pensó con ardor y dureza, lastimándose. Era extraño que ella los amase tanto, que no soportara el dolor de imaginarlos muertos y sin embargo quisiera, sí, ella quería partir. Después, se levantaron de la mesa, los padres subieron a su habitación. Daniel salió, Esmeralda y ella se sentaron en las sillas hamacas de la sala sin hablar. Esa pieza que quedaba en el fondo del comedor recibía un poco de la claridad de ella y se aquietaba casi en la sombra; era el aposento más caliente del caserón, el más chico y más confortable. Virginia vio a Esmeralda cerrar los ojos y encogerse apartando las puntas del chal oscuro en el pecho. Ella comenzó a hamacarse dulcemente, las manos sobre los brazos curvos de la silla, los ojos fijos en el techo inconscientemente atentos al movimiento de vaivén. Cada vez más amaba y comprendía a las personas, y sin embargo cada vez más advertía que debía aislarse de ellas. Pero necesitaba quedarse, quedarse... Esmeralda le parecía tan vieja... ¿cómo no lo había notado antes?, los anchos párpados cerrados en un abandono que perturbaba, las piernas encogidas sobre la silla, toda ella anidando como si tuviese frío y fiebre, tan marchita, tan menor de lo que ella realmente era. Y si la llamara escucharía una exclamación irritada. Sí, quedarse, asistir al final de aquellas vidas con las cuales ella naciera, reconstruir la infancia olvidada con la ayuda de la memoria del lugar, vivir en la Granja donde tuviera sus mayores momentos, reconquistar, reconquistar. Se hamacaba de prisa, de prisa, despacio. Pero con la obstinación de un mundo que avisa con los ojos impotentes sobre el peligro, ella sentía aún sin comprender que el lugar donde se ha sido feliz no es el lugar donde se vive. Cerraba los ojos mientras se hamacaba rápida y suavemente, y en lo íntimo era preciso continuar, profundamente ella se embalaba con ansiedad y dulzura, profundamente era preciso continuar en aquel inefable perfeccionamiento que nunca iría a un punto más alto pero que estaba en la propia continuación de los momentos. ¿Cuál sería la comprensión íntima de esa

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lenta sucesión sin esperanza?, ¿por qué no vivía de una sola vez...? Ella se calentaba buscando —oscuramente lo que siempre se mantenía exactamente igual a sí mismo, a través de los instantes ya era imponderablemente otro —de una manera confusa—, de ahí llegaba su más contenida esperanza. Ella se hamacaba, profundamente escondida y discreta, y aquél era el sentido de vivir por segundos inspirando y expirando; enseguida no se respiraba todo lo que existía para respirar, no se vivía de una sola vez, el tiempo era lento, extraño al cuerpo, se vivía del tiempo. Y sería un instante igual al instante perdido que traicionaría un fin. Eso era lo que ella experimentaba extraordinariamente alterada, con los ojos abiertos y pensativos; sin sentir frío bajo la blusa rasgada por las espinas, sorprendida y angustiada como ante una náusea, bajo una inquieta alegría sofocada, en un cansancio con estremecimientos de intenso agotamiento, se decía: ¿pero qué tengo?, ¡mi Dios, entonces me voy, sí! También sufría y se preguntaba dulcemente, sumisa a sí misma: ¿pero por qué?, ¿por qué, realmente, quiero irme? Qué historia uniforme era la suya, y ella ahora lo sentía sin palabras. Que vivía de acuerdo con algo; la difusión había sido lo más serio que ella experimentara —crisantemos, crisantemos, ella siempre los había deseado—. Le parecía haber recobrado un sentido perdido y se decía aprensiva, hamacándose de prisa y levemente, engañándose: ¿y ahora?, ¿ahora? Irse, sufrir y estar sola; ¿cómo tomar todo lo demás? Esmeralda se había adormecido encogida, el rostro muerto; una lejana expresión inexplicable flotaba en algún trazo indefinible de su rostro como en el fondo indistinto de un pozo. ¿Y ahora?, ¿y ahora? Toda la Granja adormecida y oscura parecía acunarse con la silla sobre el campo.

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Se sentó en el tren humeante con el sombrero marrón ahora adornado de rojo, buscó en la cartera el paquete de cigarrillos abandonado desde que entrara en Brejo Alto. Se sentía alegre, como si estuviera fría y fresca por dentro del cuerpo. De nuevo sola, comenzaba a experimentar “las cosas”, a permitirlas. Pensaba en Vicente; con un suspiro perturbado sacó un cigarrillo y lo encendió. ¿Qué había sucedido? era, era la súbita pregunta que deseaba secreta pero firmemente tener una cierta respuesta imposible de definir; ella suspiraba intolerante delante de su importancia que sin embargo la hacía poseer mejor el propio estado en que se encontraba. ¿Qué había sucedido?, ignoraba qué buscaba saber con esa pregunta. Fumaba. La vaga noción de lo que siempre había querido parecía haberse debatido constantemente dentro de ella sin tomar forma jamás. Sin embargo adivinaba, por un misterioso sentimiento, la propia mentira, que habiendo vivido tan continuamente, con paciencia y perseverancia como en un trabajo diario, adivinaba que debía haberse escapado por fin en medio de los gestos perdidos, el verdadero —aunque jamás pudiera conocerlo—. Y que ella resolviera en algún minuto indistinto de su vida, en alguna mirada o una corta sensación, un movimiento del cuerpo o un pensamiento apenas curioso y desapercibido, quién jamás lo sabría. Una cadena de instantes confusos e indescifrables parecía haber servido de ritual a una consumación. Y lo que sería demasiado delicado para cumplirse a través de la claridad de los hechos, había usado la espesa defensa de toda una existencia diaria. Ella misma, contra sí misma, quizás hubiera concordado secretamente con el sacrificio de la masa de su vida, acumulando mentiras, falso amor, ambiciones y placeres —así como protegería la fuga silenciosa de alguien llamando la atención de todos con tumulto y confusión—. Se sentía plena y un poco cansada, fumaba, pero sus ojos brillaban calmos e inexpresivos. Antes de ese momento interminable ella había sido imperceptiblemente más fuerte como si fuese sostenida por un torvo impulso de rumbo ignorado; ahora era apenas una mujer débil y atenta, sí, iniciando ocultamente una vejez que alguien llamaría madurez. Tuvo alguna palabra más clara que casi la aproximó a su verdadero pensamiento y entonces, sin comprenderse, se miró en el vidrio de la ventanilla examinándose. Su propio rostro había perdido importancia. Se sentó mejor acomodándose. Fumaba y pensaba sin alcanzarse. Y en verdad, ¿cómo presentir jamás lo que sucedía sin interrupción dentro de

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su ser, de su cuerpo?... Las sensaciones siempre la habían sostenido con una leve fuerza continua y había sido por eso que ella llegara al momento presente. Aún en ese instante, si se detuviera profundamente, todavía podría descubrir impresiones primitivas transcurriendo como ruidos delicados las puras palabras sonando, el mar entregando su espuma en la playa desierta, quizás en memoria, quizás en presentimiento, el propio ser, a través de la astucia de su distracción, murmurando en esencia, desintegrándose, componiéndose, irguiéndose: lavar, colocar al sol, lo húmedo pierde la humedad, la piel nueva brillando suave en la sombra, lavar, colocar al sol lo húmedo pierde la humedad, la piel nueva brillando suave en la sombra, lavar, colocar al sol, lo húmedo pierde la humedad, la piel se aclara, lavar poner al sol, dejar perder la humedad, lavar... Deslucida por el cigarrillo ella se negaba a seguir adelante. Tal vez se refiriera a alguna cosa seria y honda que la preocupase; o que tal vez no la preocupara, que apenas prosiguiera con su vida natural como el corazón que ahora late apenas continúa el momento pasado. El sentido de esa escoria de sensaciones era oscuro y se cumplía con perfecto misterio; su desarrollar no le daba placer, no le daba cansancio, no la dejaba feliz o infeliz, era la propia persona viviendo y ella miraba por la ventana del tren calculando cuánto demoraría en llegar a la próxima estación, en fin, deseando levantarse y mover un poco las piernas cansadas por la inmovilidad. ¡Ah, la araña! Ella se había olvidado de mirar la araña. Le pareció que la había guardado o que no había tenido tiempo de buscarla con los ojos. Sobre todo, había otras muchas cosas que no había visto. Pensó que la había perdido para siempre. Y sin entenderse, sintiendo un cierto vacío en el corazón, le pareció que en verdad había perdido una de sus cosas. Qué pena, dijo sorprendida. Qué pena, se repitió con arrepentimiento. La araña..., miraba por la ventanilla y en el vidrio bajado y oscuro veía mezclada con el reflejo de los bancos y de las personas la araña. Sonrió contrita y tímida. La araña implume. Como una grande, trémula copa de agua. Prendiendo en sí la luminosa transparencia alucinada por primera vez la araña toda encendida en su pálida y fría orgía, inmóvil en la noche que corría con el tren detrás del vidrio. La araña. La araña. Sin comprenderse, apagando cuidadosamente el cigarrillo con el duro tacón del zapato, como si a través de él estuviese sintiendo el calor de la ceniza en el talón, la impresión confusa volvía. Ella finalmente había vivido, aunque no tocada por los acontecimientos, había tenido algún instante lleno de sentido —la pura sensación iba y volvía con una pizca de maravilla y en verdad ella jamás sabría pensar lo que sentía—. Como sin motivo, recordó que de pequeña jugaba a no intentar moverse, como todas las criaturas que ya lo olvidaran; se quedaba quieta, aguardando; los instantes latían en el cuerpo tenso, uno más, uno más, uno más. Y de pronto el movimiento era irresistible, algo imposible de contener como un nacimiento, y ella lo realizaba eléctrico, brusco y corto. Confusamente,

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había en todo lo que ella conocía ese mismo momento de realización indomable. Y quién sabe, el gesto incontrolado secretamente escapaba en todas las vidas. Sin saber por qué, pensó en la abuela muerta. Siempre había observado en los viejos algo que no se podía resumir, que no era exactamente ausencia de deseo, o satisfacción, ni experiencia, ah, nunca experiencia: algo que solamente el vivir imponderable de todos los instantes incomprensibles del sueño y de la vigilia parecía conceder. Tan extrañas e imperceptibles eran la fuerza y la fecundidad del ritmo. Nada parecía escapar a la sucesión continua, a un íntimo movimiento esférico, inspirando, expirando, muerte y resurrección muerte y resurrección. Finalmente todo era como era, pensó casi claramente, casi alegre —y eso significaba su más profunda sensación de existencia como si las cosas fuesen hechas de la imposibilidad de no serlo—. De súbito pareció comprender, sin explicarse sin embargo, porqué en los últimos tiempos su inquietud habla crecido como un cuerpo de niña que presenta, sofocada, la pubertad.

Se levantó, caminó con el ruido de las ruedas, los movimientos inclinados contra la dirección del tren: de algún modo encontraba divertido el esfuerzo que hacía y quizá por eso sonrió como si completase algún designio: entró en el coche restaurante, pidió café, arreglándose el sombrero lleno de polvo, asumiendo vagamente una actitud de persona alta, grande y bien dispuesta. Sentía una clara paz abierta como un campo ignorado y tranquilo: al poco tiempo se olvidó de ella misma y pasó a observar con dócil interés las cosas del tren, una mujer masticando. Raras agujas cruzaban con rápida violencia las ventanas, aquel trac-trac-trac de las ruedas le parecía un rumor interior. Atardecía, el tren corría por los campos, ya sin color. El restaurante estaba casi vacío, sobre los manteles manchados las moscas se posaban, todo estaba áspero, seco de polvo. Con un sobresalto notó su propio abandono. Miró con ligera ansiedad. Algo imperceptible mientras tanto se había transformado. Ella escuchaba con alguna inquietud el ser despierto, profundamente intranquilo. Se sentía levemente atenta; se había desvanecido la naturalidad de las cosas a su alrededor, como el último rastro del tibio placer somnoliento al lavarse el rostro, ahora la propia existencia era sacudida, dura y varias veces quebrada. Ella misma sentíase íntimamente incómoda, las entrañas despiertas como si tuviera los zapatos mojados o la ropa sudada pegada a las espaldas —con un disgusto sin sosiego se alejó del respaldo del banco—. Con una decepción sin fuerza y estupefacta comprendía en un comienzo de profundo cansancio fulgurando en los ojos que no había llegado a ninguna posesión, que la partida para la ciudad no era simbólica. ¿Y la sensación que hacía pocos minutos sintiera?, ella buscaba esperanzada. Pero no, no —y ella no estaba a la altura de comprender sus pensamientos— en verdad lo que había de intocado, despierto y confuso en ella misma todavía tenía fuerzas para hacer nacer un tiempo de espera

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más largo que el de la infancia hasta sus días, de tal modo ella no había llegado a ningún punto, disuelta viviendo —eso la asustaba cansada y desesperada del propio fluir inestable y eso era algo horriblemente innegable, que sin embargo la aliviaba de un modo extraño, como la sensación en cada mañana de no haber muerto por la noche—. Con un desapercibido movimiento de desánimo se preguntaba confusamente si olvidaría para siempre lo que sintiera tan firme y sereno y cuya clase ahora ella no podía precisar con nitidez, en un comienzo de olvido. No, no olvidaría, ¿se asía a ella misma sin saber apenas cómo hacerlo?, jamás podría gastarlo y eso también era algo innegable, el tren corría hacia adelante como perdiéndola, las ruedas parecían resoplar, el mozo del restaurante inclinaba el cuerpo según el movimiento del vagón, equilibrándose, desequilibrándose, el café era caliente, sí, ciertamente la primera vez en el mundo que en un vagón restaurante alguien conseguía tomar café caliente, que era algo como para sacudir la cabeza suavemente, sorprendida, como ella hacía ahora agitando la cinta roja del sombrero marrón.

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Con la valija posada en el suelo ella esperó un instante en la esquina. Sí, ahora tenía que tomar un taxi, buscar a Miguel, pedir el dinero de la venta de los muebles, sí, sí. Pero suspiró inmóvil y atenta. El rostro lleno de polvo bajo el sombrero ligeramente torcido en la cabeza parecía oscuro y oprimido por un vago temor. ¡Qué sucedía!, ¿por qué desfallecía todo su pasado y comenzaba horriblemente un tiempo nuevo? De pronto comenzó a transpirar, el estómago se encogió en una sola ola de mareo, ella respiraba terriblemente oprimida y asqueada, con náuseas —¿qué le sucedía?, ¿qué le iba a suceder?—. En un esfuerzo en que el pecho parecía soportar un viscoso peso, con un malestar sin excesos, cruzó pálida la calle y el coche dobló la esquina, ella retrocedió un paso, el coche vaciló, ella avanzó y el coche vino en luz, ello lo advirtió con un choque de calor sobre el cuerpo y una caída sin dolor mientras el corazón miraba sorprendido hacia cualquier lugar y un grito de hombre llegaba de alguna dirección —velozmente era el mismo día de hacía tres años cuando se detuviera adelante impidiéndose por un tris de pisar un gatito rígido y muerto y el corazón retrocediera mientras, con los ojos, por un instante profundamente cerrados de asco, todo su cuerpo decía para adentro en un oscuro y hondo momento, en el hueco sonoro de una iglesia silenciosa: ¡arrh!, en honda náusea vivificadora el corazón retrocediendo blanco y sólido en una caída seca, ¡arrh!— Pensó oscuramente en Vicente; vio a Adriano, Vicente, Miguel, Daniel —¡Daniel, Daniel!—, en una corrida clara y vertiginosa por las calles de la ciudad como un viento de cabellos sueltos, entró un momento en la Granja, se balanceó rápida en la silla-hamaca y con absoluta extrañeza se miró blanca y con los ojos oscuros en un espejo —largos corredores se formaban en su interior, largos corredores cansados, difíciles y oscuros, puertas sucesivas cerrábanse sin ruido, con espanto y cuidado mientras un momento de cólera de Daniel era pensado por ella y los instantes se sucedían claramente—, ella y Daniel masticaban el final de la fruta que resbalaba por el mentón y se miraban con los ojos brillantes e inteligentes, casi saboreando uno lo que el otro comía, hacía frío, la nariz rojiza y penosa en el patio de la Granja; ella le dirigió un temblor a Daniel. Ella que nunca perdiera tiempo —confuso, sordo, rápido, claro, disonante, el ruido que viene de la orquesta afinándose y afinándose para el concierto y un movimiento de bienestar buscando confort, el corazón insólito—. Lo que sucedía era tan simple que ella no sabía qué entender. En la helada

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penumbra los corredores negros, estrechos, vacíos y húmedos, una sustancia adormecedora y silenciosa: ¡y de pronto!, ¡de pronto!, ¡de pronto!, la mariposa blanca volando en los corredores sombríos, perdiéndose en el final de la oscuridad. Ella deseaba oscuramente interrumpirse, ella deseaba oscuramente interrumpirse. La calle humeaba fría y somnolienta, su propio corazón se sorprendía, la cabeza pesada, pesada de gracia entontecedora —mientras las calles de Brejo Alto se encaminaban veloces y vacilantes en su olor de manzana, viruta, importación y exportación, aquella falta del mar. Y de súbito arrebatada por el propio espíritu. Era un momento extremadamente íntimo y extraño—, ella reconocía todo eso. cuántas veces, cuántas veces lo ensayara sin saber; y ahora, extraordinariamente quieta, purificada de las propias fuentes de energía, entregando las posibilidades futuras —en no haber reconocido entonces aquella especie de gesto, casi una posición del pensamiento, la cabeza inclinada hacia un costado, así, así... no haberle dado importancia entonces... cómo se hubiera asustado si lo hubiera comprendido— pero ahora no estaba asustada, el impulso era inferior a la cualidad más secreta del ser, en la helada penumbra nacía una nueva exactitud: ¡no!, ¡no!, ¡no era una sensación decadente!, pero deseaba oscuramente, oscuramente interrumpirse, la dificultad, la dificultad que venía del cielo, que venía. El primer acontecimiento real, el único hecho que serviría de comienzo a su vida, libre como arrojar una copa de cristal por la ventana, el movimiento irresistible que ya no se podría contener. También había tratado de ensayar cuando buscaba percibir el olor en las construcciones había ensayado el olor en la media penumbra, cal, madera, hierro frío, polvo asentado espiando... cómo había podido olvidar: sí... El campo vacío de hierbas al viento sin ella, enteramente sin ella, sin ella, sin ninguna sensación solamente el viento, la irrealidad aproximándose en colores iridiscentes, en alta velocidad, leve, penetrante. Nieblas rasgándose y descubriendo formas firmes, un sonido mudo explotando de la intimidad adivinada de las cosas, el silencio apretando partículas de tierra en sombras y negras hormigas lentas y altas caminando sobre gruesos granos de tierra, el viento corriendo bien alto y adelante, un cubo límpido flotando en el aire y la luz corriendo paralela a todos los puntos, era presente, así había sido, así sería, y el viento, el viento, ella que fuera tan constante.

Las personas se reunieron alrededor de la mujer mientras el automóvil huía.

—¡Yo vi cómo el automóvil llegó en ese momento, en ese mismo momento, y pasó encima de ella!

—Esos chauffeurs son locos, un día mi hijo casi fue atropellado, pero felizmente...

—Él dijo que en ese momento, en ese mismo momento... —¿Nadie llama a la asistencia pública? —¿Por qué no la llama usted, entonces?, qué manía de...

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—Aléjense que voy a ver el pulso de esta mujer, soy estudiante de medicina...

—No llamo porque no soy de aquí, usted... —Ah, es estudiante de medicina, dice que va a ver el pulso de la

mujer... —El chauffeur fue muy astuto porque se escapó, y él... —¡Llamen a la asistencia, nadie se mueva!... ¡Yo no soy de aquí, no

tengo práctica en estas cosas!, ¡llamen a la asistencia! —¡Yo soy estudiante de medicina, pero hasta una criatura puede ver

que esta mujer está muerta!, llamen a la policía si quieren, ¡eso sí! —Pobrecita, pero no cuesta nada llamar a la asistencia, quién sabe

si... —Ahí viene el vigilante... —Él dijo que era estudiante de medicina y que hasta una criatura

podía ver que... —Miren, miren esto —gritó espantada y victoriosa una mujer gorda—,

no digo que conozca a ésta... esa..., iba a decir una mala palabra, pero los muertos ya no la merecen —y ella se golpeó la boca con una mano.

—¿Cómo, qué pasa? —preguntaban varias personas, interesadas. —Que Dios me perdone, pero esa mujer anduvo en cosas malas con

mi marido, ¡y ahí está el castigo! Mi marido es portero del edificio donde ella vivía y ésta... ésta... comenzó a recibir a mi hombre en su departamento; ¡imagínense!, ¡ni cara tenía! Le dije a mi marido que parara con esa historia y por poco no fui yo misma a estrangular a ésta... Pero miren ustedes a quién vengo a ver morir... —la pobre mujer se sofocaba.

—¿Pero usted está segura? —preguntó en voz baja, muy interesada, una vieja de negro, sacudiendo la dura rosa del sombrero.

—¡Segurísima! —gritó la mujer abriendo los brazos. Algunas personas reían, otras murmuraban algo sobre lo inoportuno

de la conversación. —Pobre, pero si ella está muerta como dice este señor, no hay

asistencia pública que salve a una mujer muerta, llamen a alguien del cementerio, yo no soy de aquí, no conozco...

—Ya que nadie se mueve voy a llamar yo; ¡yo voy a llamar! Pero no necesita empujar, señora, ahora no tiene prisa, ¿no? Yo llamo... Si no es necesario... ¡listo, aquí está el vigilante!

Una claridad desproporcionada y trémula vaciló en su pecho, él la vio acostada en el suelo con los labios blancos y tranquilos, el rodete de pelo deshecho, el sombrero de paja marrón arrugado. Sí, era ella.

—¿Y usted quién es? —gritaba el vigilante asumiendo sus funciones y viéndolo de pie, pálido, calmo, pequeño. Él vaciló un momento. Después lentamente miró al policía y con delicadeza respondió:

—Soy... —¡No me diga, no me diga, ya sé! Espere... espere. ¡Ah, cómo no,

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usted es del Edificio Santo Tomás! ¿Cómo no iba a conocerlo? Si lo multé por marchar de contramano hace mucho tiempo, ¿no? —el policía se reía recordando; todas las arrugas de su rostro se contraían simpáticas e inocentes—.

Él también rió, se pasó delicadamente el pañuelo por los labios. —¿Está muerta, no? —preguntó. —Sí, y el diablo del chauffeur se me escapó. Ya mandé que pidieran

por teléfono una ambulancia para llevarla al cementerio. ¡Mucho gusto, eh, mucho gusto por verlo de nuevo!

Así que ella recibía hombres en su departamento, ¡Ella recibía hombres en su departamento! Prostituta —suspiró él—. La muerte había terminado para siempre lo que se podría saber a su respecto. La imposibilidad y el misterio cansaron con fuerza su corazón. Adriano se sentó en un banco del jardín, apoyándose apenas en el respaldo. Los ojos entrecerrados miraban a lo lejos, respiraba dificultosamente con sorpresa y cólera. Con un pañuelo alisó lentamente la frente dura y fría. Y de pronto no sabía si era por un helado éxtasis o por un sufrimiento intolerable —porque en ese único instante él la ganaba y la perdía para siempre—, de pronto, en una primera experiencia de vergüenza, él sintió dentro de sí un movimiento horriblemente libre y doloroso, un vago ímpetu de grito o de llanto, algo mortal, abriendo en su pecho una claridad violenta que tal vez fuese un nuevo nacimiento.

Río, marzo 1943. Nápoles, noviembre 1944.

nmalinovsky
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ÍNDICE

Prólogo ..........................................................................................................5

La araña

Ella sería fluida durante...............................................................................21

Granja Quieta y sus tierras ..........................................................................25

Le parecía haberse internado .......................................................................61

Después de tantos días ................................................................................68

Esos eran los momentos ..............................................................................92

—¿Te quedas?............................................................................................162

Se sentó en el tren humeante.....................................................................197

Con la valija posada...................................................................................201

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Este libro se terminó de imprimir en Indugraf S.A.

en el mes de enero de 2003.