LAS BATALLAS DE UNA MUJER

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1 LAS BATALLAS DE UNA MUJER Cuando Dolores llevaba seis meses en la empresa, un viernes por la tarde la llamaron al despacho del jefe de personal para decirle que su contrato había finalizado, por lo que ya no tenía que seguir yendo a trabajar. Esto no le pilló por sorpresa pues lo venía haciendo la empresa regularmente con otros compañeros, ya que en los tiempos en que transcurre esta historia, y con el sindicato vertical totalmente afín a los patronos, una de las muchas arbitrariedades que se cometían con los trabajadores, eran hacerles firmar los contratos en blanco, de tal manera que luego el empresario los completaba a su conveniencia, que solía ser casi siempre por un

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PELEAS EN LA FABRICA

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LAS BATALLAS DE UNA MUJER

Cuando Dolores llevaba seis meses en la

empresa, un viernes por la tarde la llamaron al

despacho del jefe de personal para decirle que su

contrato había finalizado, por lo que ya no tenía que

seguir yendo a trabajar. Esto no le pilló por sorpresa

pues lo venía haciendo la empresa regularmente con

otros compañeros, ya que en los tiempos en que

transcurre esta historia, y con el sindicato vertical

totalmente afín a los patronos, una de las muchas

arbitrariedades que se cometían con los trabajadores,

eran hacerles firmar los contratos en blanco, de tal

manera que luego el empresario los completaba a su

conveniencia, que solía ser casi siempre por un

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periodo de seis meses. Si le interesaba a la empresa,

el contrato se lo renovaban por otros seis, de lo

contrario el trabajador se iba a la calle.

Dolores ya se había informado a través de un

abogado laboralista de uno de los incipientes

sindicatos obreros, de cuáles eran sus derechos en

materia de contratación, y estaba enterada también

que había una ley reciente por la que si a los quince

días la empresa no había prescindido de los servicios

del trabajador, éste, automáticamente, pasaba a tener

contrato indefinido, que en la práctica era ser fijo.

De modo que la muchacha le pidió al jefe de

personal la carta de despido, obligatoria por parte de

la empresa cuando rescinde el contrato de un

empleado, pero el jefe argumentó que no le iban a

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dar ninguna carta por que no había tal despido, era

simplemente que había finalizado su contrato

laboral, enseñándole al mismo tiempo el que la

propia joven había firmado en blanco seis meses

atrás.

Dolores contraatacó echándoles en cara que,

para poder trabajar, hicieran firmar los contratos en

blanco a la gente, quedando el trabajador a merced

del empresario, y que además ella, al haber pasado

ya los quince días de prueba que marca la ley, tenía

contrato indefinido.

Así estuvo la joven forcejeando más de una hora

con el director y el jefe de personal. Las acaloradas

voces se oían fuera del despacho, y mientras la

muchacha se mantenía firme en sus convicciones,

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sin arredrarse, ellos cada vez estaban más nerviosos,

pues no contaban con una reacción de este calibre

por parte de ella, acostumbrados como estaban a

despedir a los trabajadores según su conveniencia.

Los jefes insistían en que se fuera a su casa, que

su contrato había finalizado, y ella insistiendo en que

le dieran la carta de despido. Como se negaron a

dársela, la chica dijo que se iba a su puesto de

trabajo a continuar con su faena, hasta las diez de la

noche, su hora de salida.

De modo que salió del despacho dando un

portazo y se fue a la máquina donde trabajaba. A los

diez minutos se presentó el portero, un tipo de

aspecto patibulario, ya entrado en años que cojeaba

visiblemente, con una cicatriz que le llegaba desde la

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oreja izquierda hasta debajo del labio inferior. Este

individuo le dijo con muy malos modos que se fuera

a su casa de una vez, si no quería tener un disgusto,

y que si no hacía caso y se largaba de allí, se le

caería el pelo. Parecía un perro de presa dispuesto a

lanzarse sobre la muchacha. Demostrando un

desparpajo y una entereza de ánimo más que notable

para su edad, dieciocho años recién cumplidos,

Dolores le respondió:” Usted ya ha cumplido con la

orden que le han dado de asustarme, así que, a

menos que quiera pegarme, que no lo creo, váyase y

déjeme tranquila”. Refunfuñando y soltando

amenazas, al final se fue el portero. No habían

pasado ni cinco minutos cuando llegó su encargado

de sección insistiéndole para que se fuera. Ante la

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rotunda negativa de ella, el encargado le dijo que le

iba a quitar los fusibles a la máquina para que no

pudiera trabajar.

Lejos de arrugarse con esta nueva “vuelta de

tuerca”, le contestó al lacayo de la empresa que no le

importaba, porque había lo menos siete máquinas

más donde se hacía la misma faena. Ni corto ni

perezoso, el encargado le dijo que le quitaría los

fusibles a todas las máquinas, y así lo hizo, con lo

que no le quedó más remedio que dejar de trabajar.

Sin embargo era mujer de recursos, y como lo

que quería era que constara que había estado

trabajando hasta las diez, su hora de salida, cogió

una escoba y se puso a barrer el suelo, dejando

constancia de ello en los correspondientes boletines

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de trabajo. Salió pues de la fábrica a las diez, y al

llegar a su casa llamó a un compañero que trabajaba

en su mismo turno y en una máquina cercana a la

suya. Este compañero era muy buen chico y

servicial, pero tenía la mala costumbre de llegar casi

siempre tarde al trabajo, por lo que la llamada de

Dolores era para que el lunes procurara estar en la

puerta de la fábrica a la hora de entrar a trabajar. La

muchacha estaba segura que cuando fuera a entrar

no la dejarían, y quería tener un testigo de que le

negaban la entrada. Esa semana cambiaba el turno y

le tocaba entrar a las seis de la mañana.

Y así fue. El lunes estaba el portero como

siempre en la entrada, pero la puerta la tenía abierta

solo lo justo para que pasaran los trabajadores de

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uno en uno. Cuando Dolores fue a entrar, el portero

le dijo que tenía orden de no dejarla pasar. Ella

insistió pero fue inútil. Discutiendo a grito pelado

estaban la muchacha y el portero cuando llegó el jefe

de personal mucho antes de lo que habitualmente lo

hacía, sin duda avisado por teléfono de lo que

pasaba. Nueva discusión y forcejeo verbal en la

entrada de la fábrica.

Ese día Dolores y la empresa estaban citados en

la sede del sindicato vertical para tratar de llegar a

un acuerdo, por lo que dejaron las espadas de la

discusión en alto, hasta la hora que tenían fijada para

el siguiente “asalto”.

Eran alrededor de las doce y media cuando se

vieron de nuevo Dolores y el jefe de personal, en

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una de las salas del edificio de sindicatos, situado en

la parte baja de Vía Layetana, en Barcelona. Cada

una de las partes dio sus razones delante del

representante de la Administración. El principal

argumento de la empresa, como ya es sabido, era

que a la trabajadora se le había acabado el contrato

de seis meses. Otro de los motivos consistía en que

había menos trabajo, por lo que sobraban operarios

en la fábrica. Dolores respondió:

─Ustedes son unos tramposos pues hacen firmar

el contrato en blanco a la gente y luego ponen el

tiempo que quieren; además cuando transcurrieron

los quince días de prueba que marca la ley,

automáticamente pasé a ser fija. Y con respecto a

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que ha decaído el trabajo, dígame entonces por qué

la gente sigue haciendo horas extras en la fábrica.

El jefe de personal a estas alturas estaba

empezando a ponerse nervioso. No parecía la

persona apropiada para defender los intereses de la

empresa. Su hablar balbuceante contrastaba con la

firmeza y la seguridad que demostraba Dolores. No

obstante continuó con sus objeciones:

─Si que hacen horas extras, pero solo una por

trabajador.

─Pues con esa hora de más que hacen algunos,

puedo yo trabajar una jornada normal, de ocho

horas, y aún me sobrarían unas cuantas diarias.

El funcionario del sindicato no tuvo más

remedio que reconocer que efectivamente hacer

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firmar los contratos en blanco era una práctica

habitual entonces, pero ilegal a todas luces, así que

le preguntó a la chica si quería poner una demanda

contra la empresa, y sacó un formulario para

empezar a rellenarlo, pero Dolores le dijo que no

rellenara nada porque ella tenía un abogado

particular que le estaba llevando el caso.

Al oír esto, el representante de la empresa

empezó a ponerse más suave, menos drástico, y dijo:

─Bueno, no creo que haya necesidad de llegar a

ese extremo. Seguramente lo podremos solucionar

de una manera más amistosa. Sin embargo tengo que

consultar con el director pues yo soy un mandado

─Parece que ante la perspectiva de que se iba a

encargar del asunto una persona ajena al organismo

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oficial, ya no lo tenían tan claro, acostumbrados

como estaban a que la administración hiciera la vista

gorda ante sus chanchullos.

Por la tarde fue de nuevo al despacho del

director, el cual le dijo que al día siguiente por la

mañana podía entrar a trabajar. Esta lucha de

Dolores sirvió para que a otros trabajadores, sobre

todo mujeres, que estaban en la misma situación que

ella, no las despidieran al cumplir los seis meses.

Pero no fue ésta la única batalla que la muchacha

venida de un pequeño pueblo onubense, sin ningún

tipo de estudios, ni siquiera los primarios, pero con

valentía y arrestos a toda prueba, tuvo que librar en

los diecisiete años que permaneció en la fábrica de

Sants.

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Ya desde su primer mes de trabajo, al comparar

su hoja de salarios con la de otros compañeros, se

dio cuenta que las mujeres cobraban menos que los

hombres.

Aquello le chocó sobremanera, pues al lado de

la máquina que ella ocupaba, había varios hombres

trabajando en máquinas idénticas, haciendo la

misma faena y el mismo número de piezas, y no se

podía explicar porqué a las mujeres les pagaban

menos, por lo que lo comentó con algunas que ya

llevaban varios años trabajando en la empresa. Sin

embargo no se atrevió reclamar, porque acababa de

llegar y no quería que le tomaran manía tan pronto.

Así que decidió esperar.

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Fue despues de los hechos que se acaban de

relatar sobre su contrato de trabajo y la pretensión de

la empresa de despedirla, cuando se decidió a

plantear una reclamación formal a la dirección, para

que se equipararan los sueldos de hombres y mujeres

y se hiciera realidad esa vieja aspiración femenina,

“a igual trabajo, igual salario”.

Un día, despues de hablar con una compañera

de la que se había hecho muy amiga y que también

era bastante “lanzada”, decidió ir al despacho del

director a exponerle la cuestión directamente, pero

como era de esperar la dirección no quiso saber nada

del asunto, así que despues de estar un rato

argumentando sus razones, que se basaban en que

ellas hacían el mismo trabajo que los hombres, al ver

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que no conseguía nada positivo, salió de la oficina

dando un portazo, muy enfadada. Lo de los portazos

era algo que no podía reprimir, sobre todo ante

injusticias manifiestas.

Al día siguiente fue al despacho del abogado

laboralista que le había asesorado en su anterior

“refriega” con la empresa, y le planteó el asunto de

la igualdad de salario hombre-mujer para ver qué

camino podía tomar. El abogado le dijo que no era

fácil que accedieran a sus pretensiones pues en el

convenio provincial del metal había varios apartados

que trataban de “trabajos específicos para mujeres”,

refiriéndose a aquellos que por ser menos pesados

podrían hacer las mujeres, pero eso sí, con un sueldo

inferior al de los hombres. Le dijo también el letrado

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que si quería seguir adelante con su reclamación,

procurara recoger la mayor cantidad posible de

firmas de las mujeres para dar mayor fuerza a su

propuesta, y que por tramitar y llevar adelante el

asunto le cobraría unas dos mil pesetas. Había unas

cuarenta mujeres, así que haciendo un cálculo rápido

tocaban a cincuenta pesetas cada una.

Ese mismo día despues de salir del trabajo y en

su casa, se preparó un especie de documento con una

sencilla hoja de block, escribiendo en el

encabezamiento: “las abajo firmantes dan su

completo apoyo a Dolores Fernández, en su

reclamación a esta empresa sobre la equiparación del

salario de las mujeres al de los hombres, a igual

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trabajo”. Tenían que poner nombre y apellidos,

número de D.N.I. y la firma.

Para que no pudieran sancionarla por abandono

del puesto de trabajo, recogía las firmas despues de

acabar su jornada laboral, pero aún así al día

siguiente su encargado de sección le dijo que el

director quería hablar con ella, así que se apresuró a

ir al despacho del mandamás.

─Buenos días, me han dicho que quería usted

hablar conmigo.

─Así es. Ha llegado a mis oídos que está usted

recogiendo firmas. ¿Se puede saber que se trae entre

manos?

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─Mire usted, los mismos que le han dicho lo de

las firmas también le pueden decir de qué se trata.

Seguro que no tardan mucho en averiguarlo.

─Entonces, ¿se niega a decirme que es lo que

pretende con esas firmas?

─No se preocupe que pronto se enterará.

─Está bien, pero le advierto que si se le ve de

nuevo por los puestos de trabajo, entreteniendo a las

operarias, será sancionada.

─ ¿Nada más?

─Eso es todo.

─Buenos días.

Nuevo portazo y evidente temor del director de

que en una de éstas la chica arrancara el marco de la

puerta.

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Las firmas que le faltaban las fue recogiendo en

la calle a la hora de entrar o salir del trabajo.

En los cálculos que hizo sobre la recogida de

firmas pecó de optimista, pues de las cuarenta y dos

mujeres que había en la fábrica varias no quisieron

saber nada del asunto; dos de ellas estaban liadas

con sendos encargados, y otras tres tenían

demasiado miedo para comprometerse, pues creían

que la empresa tomaría represalias contra ellas e

incluso podría despedirlas. Dolores pensó que el

miedo era libre y había personas que lo tenían en

cantidades industriales.

Con las firmas que recogió y el dinero se

presentó de nuevo en el gabinete del abogado. Éste

inició los trámites pertinentes mandando una carta

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con la reclamación a la empresa y otra idéntica a la

administración, que a su vez envió un aviso a la

dirección de la empresa de que en los próximos días

se personaría un inspector, para ver si los puestos de

trabajo de las mujeres eran equiparables a los de los

hombres.

Varios días despues el director la llamó de

nuevo, para comunicarle que ya no vendría el

inspector de trabajo pues la empresa había decidido

pagar el mismo salario a hombres y mujeres. Otra

batalla ganada.

En aquella época había tantos desarreglos en

materia laboral, tantas injusticias y abusos por parte

de los patronos, que se podía estar continuamente

haciendo reclamaciones de todo tipo y no se

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terminaban. Y Dolores, que como se ha visto no

podía soportar las situaciones de abuso por parte de

la empresa, tuvo un amplio campo de acción, aun sin

proponérselo expresamente, pues ella no buscaba el

conflicto adrede, pero era incapaz de permanecer

cruzada de brazos ante tanta arbitrariedad.

Otro asunto al que tuvo que “meter mano” fue el

relacionado con primas y cronometrajes. El salario

total que cobraba un trabajador estaba compuesto de

una parte fija y otra variable que dependía del

rendimiento que este trabajador sacaba. Es lo que se

conoce como “trabajar a prima”. Cuando la prima es

una parte muy importante del sueldo total, como

suele suceder, el trabajador ha de esforzarse al

máximo para cobrar el salario entero, haciendo la

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cantidad de piezas que está estipulado según el

cronometraje previo de la faena. Cronometrar una

faena consiste en que una persona cualificada para

tal menester, que puede ser empleado de la fábrica o

no, va al puesto de trabajo y con un cronómetro en la

mano, toma los tiempos, incluso los movimientos

que el trabajador que está en la máquina emplea en

cada operación del mecanizado de la pieza. Puede

estar una hora o más cronómetro en mano. Despues

hace los cálculos pertinentes con arreglo a unas

normas y saca el número de piezas por hora que hay

que hacer. Muchas veces se producían abusos por

parte de la empresa y el cronometrador “barría para

casa”, metiendo más piezas de las que realmente

habían salido en el cronometraje. También es cierto

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que algunos trabajadores a los que se les

cronometraba una faena, trabajaban a un ritmo más

lento de lo normal, tratando de engañar al

cronometrador.

En esta empresa había faenas que no estaban

cronometradas, bien por que fueran relativamente

nuevas y no hubiera dado tiempo, o bien porque a la

empresa no le interesara. Al no estar cronometradas

tampoco se cobraba prima. Los encargados de las

distintas secciones de la fábrica, verdaderos

mandamases de la empresa, daban las faenas

cronometradas, por tanto con prima, a sus amigos o

a quien mejor les hacía la pelota, y en el caso de las

mujeres solían dárselas a sus queridas, pues eran

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varios los jefes de equipo y encargados que tenían

una o más.

Así pues las mujeres que no querían tener

ningún “asunto” con el jefe, que se limitaban a

cumplir en la fábrica lo mejor posible con su trabajo,

esas eran las que se cargaban las faenas sin prima, y

por tanto viendo su sueldo mermado

considerablemente.

Dolores y algunas mujeres más que se unieron a

ella, reclamaron a la empresa que cuando un

trabajador hiciera una faena no cronometrada,

cobrara también la media de la prima que llevaba en

ese mes. Como se trabajaba siempre al máximo de

los topes establecidos, también la media resultante

era máxima.

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No cedió fácilmente la empresa a esta

reclamación como puede suponerse. Tuvieron que

poner una denuncia ante la autoridad laboral

gestionada también por parte de abogados

laboralistas, y al cabo de dos meses la

Administración le dio la razón a los demandantes, de

modo que en todas las faenas de la fabrica no

cronometradas, la empresa pagaba la prima media

del trabajador en ese mes, que como ya se ha dicho

era la máxima.

¿Qué resultó de este cambio? Que ahora quienes

hacían estos trabajos sin cronometrar eran las

“favoritas”, amantes y amigas de los encargados, y

en el caso de los hombres, los amigos y “pelotas"

que nunca faltaban, pues no tenían que esforzarse

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para sacar el alto número de piezas exigidas por el

cronometraje; se limitaban a ir trabajando a un ritmo

normal, más descansado, ante el cabreo generalizado

del resto de la plantilla, de los que no tenían nada

que ver con los jefecillos y encargados.

Estas y otras historias me las contaba Dolores,

mientras estábamos sentados en el porche de su casa,

a las afueras de Barcelona, tomando yo una cerveza

y ella un zumo de piña, pues nunca ha bebido nada

alcohólico salvo acaso humedecer los labios en el

cava, en alguna fiesta o celebración importante, o

cuando asa castañas en su casa, que las acompaña

con un vasito de moscatel. Tiene cincuenta y cuatro

años, el pelo completamente blanco, por eso se lo

tiñe, y es más bien de pequeña estatura, ojos

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castaños y piel ligeramente morena. Habla con

decisión y tiene muy buena memoria, pues recuerda

hasta los más mínimos detalles de las “peleas” que

tuvo que librar en aquella fábrica, la única en la que

trabajó en todos sus años en Cataluña.

Dolores vino de su Huelva natal hasta las

catalanas tierras con dieciocho años, atraída sin duda

por la esperanza de encontrar un futuro mejor, con

más perspectivas que las que se le presentaban allá

en su pueblo, donde sus ocupaciones consistían en

ayudar a sus padres en las tareas propias del cortijo

en el que vivían, cercano al pueblo, siendo estas

tareas cuidar siete u ocho vacas, un rebaño de

ovejas, diez cerdos y casi cien gallinas, amén de

echar una mano en las faenas del campo: coger la

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aceituna, limpiar los campos de malas hierbas para

sembrarlos despues…

En contra de lo que pudiera pensarse, ella era

feliz en ese su pequeño mundo, y se sentía orgullosa

de poder ayudar a sus padres y hermanos al

sostenimiento de la economía familiar. Era una vida

sencilla pero gratificante en muchos aspectos. Como

botón de muestra me dice que desde siempre le han

gustado mucho las naranjas, y recuerda con mucho

cariño y bastante nostalgia los atracones que se daba,

subida al gran naranjo que tenían en el patio del

cortijo. No cabe duda que debía disfrutar de lo lindo,

a juzgar por cómo se le aviva la mirada y el énfasis

que pone en sus palabras mientras me lo cuenta.

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Pero aun así sentía deseos de conocer otras

ciudades y otras gentes, así que un año,

concretamente en mil novecientos setenta y cuatro,

al finalizar las vacaciones del verano, se fue con su

hermana mayor y su cuñado a vivir con ellos en el

piso que tenían en Hospitalet, población al lado de

Barcelona, hasta que tuviera bastante dinero para

poder alquilar una vivienda y ser independiente, que

era su objetivo a medio plazo.

Los primeros días los dedicó a ver Barcelona y

aprender a ir sola en el metro, mientras aprovechaba

para ir buscando trabajo, para lo cual se compraba el

periódico “La Vanguardia”, donde venían páginas y

más páginas de ofertas y demandas de empleo.

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Sentada en un banco del parque con un

bolígrafo en la mano, iba rodeando con un círculo

las posibles trabajos a los que podría acceder,

teniendo en cuenta que ella no tenía ninguna

especialidad ni estudios, pues ni siquiera fue un

curso completo a la escuela y aprendió a leer,

escribir, y las llamadas “cuatro reglas” porque fue un

mes al convento del pueblo, donde las monjas

enseñaban a las niñas las nociones básicas, y

también algo de costura. Me dice, con algo de

tristeza, que el hecho de que sus padres no se

hubieran preocupado apenas por que asistiera a la

escuela regularmente, es una de las pocas cosas que

puede reprocharles.

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Estuvo pateándose los cinturones industriales de

Barcelona y los pueblos lindantes más de veinte

días, hasta que encontró trabajo en una empresa de

Sants, barrio de Barcelona que por aquel entonces

estaba lleno de fábricas y talleres. Esta fábrica se

dedicaba a hacer cajas para contadores de la luz,

soportes para relés y otras piezas relacionadas con la

industria eléctrica, siendo la Siemens uno de sus

principales clientes.

Ni por asomo podía ella imaginarse los

quebraderos de cabeza que iba a vivir en aquel sitio,

por tener un carácter tan luchador e inconformista,

aunque me recalca que no está arrepentida de

haberse metido en los fregados que se metió.

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A estas alturas de la conversación con Dolores,

mi cerveza ya estaba más que liquidada, y su zumo

de piña otro tanto, por lo que se levantó para ir en

busca de nuevas provisiones, esta vez acompañados

de una lata de berberechos y otra de mejillones en

conserva. Cuando regresó de la cocina con las

bebidas y lo demás, le dije que si estaba cansada lo

dejábamos para continuar otro día, pues debía tener

la boca seca de tanto hablar, pero ella esbozando

apenas una sonrisa me dijo que prefería continuar.

Despues de este pequeño descanso siguió

relatando las peripecias, vicisitudes y

enfrentamientos que tuvo con la empresa y sus

encargados principalmente, aunque me aclara que

también tuvo que “cantarle la caña” a algún

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compañero o compañera que trató de pasarse con

ella.

De entrada, los encargados y jefes de equipo

estaban descaradamente a favor de la empresa en

todos los aspectos, eran una prolongación de la

empresa y como tal actuaban. Le hacían la pelota al

director, al jefe de personal, y a todo el que estuviera

por encima de ellos.

Había un encargado, de apellido Díaz, que era el

prototipo de rastrero y pelota y al mismo tiempo un

verdugo para los trabajadores. También le llamaban

“revientatopes” y “explotaviejas”. Cuando el

cronometrador iba a tomar el tiempo de una faena

nueva, él se pasaba primero por el puesto de trabajo

y se ponía a trabajar quince minutos en esa faena

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todo lo rápido que podía. Las piezas que sacaba en

ese tiempo las extrapolaba a una hora. Si por

ejemplo había hecho veinte piezas las multiplicaba

por cuatro con lo que le salían ochenta piezas por

hora, cosa que era una barbaridad, pues no era lo

mismo trabajar quince minutos que ocho horas sin

parar, sin tener en cuenta el cansancio propio de

tantas horas, los descansos para ir al lavabo, etc.

Cuando llegaba el cronometrador le decía que se

podían hacer ochenta piezas/hora y se quedaba tan

fresco. Todo para caer en gracia a sus jefes, que

vieran lo mucho que miraba por la empresa, a costa

del sudor y la fatiga de los trabajadores. Por eso la

gente le había otorgado el “honor” de ser el

“rompetopes” oficial de la fábrica.

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Este angelito, por si no tuviera bastante con ser

un rastrero, además era un alcohólico empedernido.

Debía tener en aquella época unos cuarenta y cinco

años, estaba casado y le había salido una hija

subnormal, a causa, según él mismo confesó, de su

acentuado alcoholismo. Tan enganchado estaba en la

bebida que el dueño de la empresa, al cual le decían

“el Chato” por su prominente nariz, le tenía dicho

que se presentara cada media hora en su despacho

para comprobar que no estaba bebido.

Previo permiso del dueño, se llevaba parte de

las faenas que se hacían en la fábrica a un local de su

propiedad, donde tenía empleadas ocho o diez

mujeres, ya mayores. Estas mujeres le hacían a las

piezas el mismo trabajo que en la fábrica pero eso sí

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cobrando una miseria. Con un camión propiedad de

la empresa llevaban las piezas al local, donde las

mujeres hacían el trabajo y despues las retornaban

ya mecanizadas a la fábrica. Resultado: ganaba el

encargado, que actuaba como intermediario y

ganaba la empresa pues le costaba menos el trabajo

de esas piezas que si se hubiera hecho dentro de la

fábrica. Lo curioso es que este hombre encima se

vanagloriaba de pagar una miseria a “sus viejas”,

como él decía. Por tanto el epíteto de explotaviejas,

también le venía como anillo al dedo.

Pero en esta vida muy pocas cosas son

inmutables. La empresa, como otras muchas,

atravesó por dificultades económicas y empezó a

sobrar personal. Como no podían echarlo a la calle,

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ya que tendrían que haberle dado una indemnización

bastante grande, a este hombre lo pusieron a trabajar

en una máquina, precisamente en una de las que más

alto tenía el tope de piezas, gracias sobre todo a que

intervino activamente para que así fuera cuando era

encargado. Me cuenta Dolores, con evidente

satisfacción, que fue a hacerle una visita al

rompetopes a la máquina donde estaba trabajando y

le preguntó, con bastante sorna, que qué le parecía la

cantidad de piezas que tenía que hacer. Era a

mediados de Julio. El rompetopes, explotaviejas,

borracho, pelota y rastrero, agachó la cabeza y

siguió trabajando a todo tren, pues no podía perder

un instante, ni para secarse el sudor que le empapaba

la camisa, le corría por la frente y le llegaba hasta

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los ojos, ya que entonces no sacaría las piezas

estipuladas y se quedaría sin prima.

Cuando Dolores tenía el turno de tarde, a partir

de las siete se quedaba sola en la sección donde

trabajaba y algunos días recibía la visita de

compañeros de otras secciones para charlar un rato

con ella. Una tarde llegó Emilio, un chico de unos

veinte años, de mediana estatura y bien parecido,

que presumía de conquistador, y parece que algo de

verdad había, pues se le había visto en distintas

ocasiones con chicas de la fábrica. Llevaba

intentando salir con Dolores desde hacía algún

tiempo, pero solo conseguía de ella negativas.

Algunos días la esperaba a la salida del trabajo y

continuaba sus requerimientos, poniéndose cada vez

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más pesado. Ella empezaba a estar harta de tanta

insistencia, pero confiaba en que Emilio se aburriera

alguna vez y la dejara al fin en paz.

Sin embargo el chico se sentía herido en su

amor propio, pues ya había conquistado a otras

chicas más guapas y con mejor tipo que Dolores, y

no entendía las constantes calabazas que ella le daba.

Esa tarde se presentó con un montón de almanaques

de bolsillo de esos que por el otro lado llevan una

mujer desnuda. Empezó a enseñárselos a la

muchacha, y ésta notó que cada vez se acercaba más

a ella, mientras le iba diciendo: “mira ésta lo buena

que está, y esta qué te parece, y ésta, y ésta…”

Al notar ella que aquel salido cada vez se

recalentaba más, lo detuvo en seco diciéndole de

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buenas manera que la dejara en paz y no la

incordiara. El chico se fue, pero dos días despues

volvió a la carga con una revista porno que trató de

enseñarle a Dolores. Ella no le prestó la menor

atención y siguió trabajando sin ni siquiera mirar la

revista que con tanto interés Emilio se esforzaba en

mostrarle, mientras él acercaba su cara cada vez más

a la de ella. El chico al ver que ella no decía nada,

creyó que iba por buen camino, y le pasó el brazo

por encima del hombro, mientras acercaba más su

boca a la de ella con la clara intención de besarla.

Entonces Dolores, que se había estado aguantando a

duras penas, dejó de trabajar y pegándole un

empujón lo lanzó un par de metros haciéndole caer.

Despues encarándose con él le dijo: “o te vas ahora

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mismo de aquí, o te pego con la pala en la cabeza, tú

decides”. La pala a la que se refería Dolores era de

hierro, y bastante grande, utilizada para suministrar

piezas pequeñas al puesto de trabajo. Emilio pensó

que no hablaba en serio y levantándose del suelo se

acercó a ella con los brazos abiertos, haciendo

ademan de querer abrazarla.

Ahora Dolores ya no se lo pensó más. Cogió la

pala antes mencionada y le arreó con ella en la

cabeza al persistente “don Juan”, abriéndole una

brecha en la frente por la que empezó a salir sangre.

Emilio comenzó a chillar como si fuera un cerdo al

que tuvieran subido a la mesa, pinchándole con un

cuchillo en el cuello, en la típica matanza.

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Los gritos de él diciéndole que estaba loca, y los

de ella llamándolo guarro y asqueroso, se

escuchaban en toda la fábrica, y atrajeron la atención

de varios compañeros que trabajaban en otras

secciones, los cuales llegaron a tiempo de evitar el

segundo palazo en la cabeza de Emilio, pues Dolores

ya había perdido el control por completo, y si no le

quitan la pala de las manos, Dios sabe de lo que

habría sido capaz.

Al día siguiente la empresa tomó cartas en el

asunto y suspendió de empleo y sueldo a Dolores en

tanto no se aclararan las circunstancias de la

agresión. Emilio declaró que él solo había ido a

hablar un rato con ella para pedirle que fuera con él

al cine el domingo, y como ella le dijo que no, él

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insistió una o dos veces más, hasta que perdiendo los

estribos y de manera incomprensible, ella reaccionó

de esa forma tan airada. A Dolores ni siquiera la

dejaron que explicara su versión, tanta era la inquina

que la dirección de la empresa le tenía, por haber

sido la abanderada de las más sonadas reclamaciones

a que la empresa había tenido que hacer frente, con

los resultados ya conocidos.

A los dos meses se celebró el juicio, en el que la

chica contó al juez detalladamente el acoso que

dentro y fuera de la fábrica había estado sufriendo

por parte de Emilio, no una sino bastantes veces.

Llevó como testigos a dos amigas suyas a la que les

había contado más de una vez, la persecución que

estaba sufriendo desde hacía meses por parte de

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Emilio. El juez le dio la razón a ella pues consideró

que había obrado legítimamente, ya que si no

hubiera actuado de tan drástica manera, él hubiera

pasado a mayores aprovechando que estaban solos

en aquella zona de la fábrica.

La empresa fue obligada a readmitir a Dolores

pagándole íntegramente el salario de los dos meses

que había estado suspendida de empleo y sueldo,

con lo cual aumentó más todavía la ojeriza que la

dirección le tenía, que en la práctica se traducía en

que los trabajas más pesados o con más cantidad de

piezas para hacer, se los cargaban a ella.

Muchas otras anécdotas me contó Dolores de su

paso por la fábrica, pero creo que con lo expuesto

aquí es suficiente para ilustrar el carácter luchador y

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la fortaleza moral de que está dotada, y también la

mala leche que se gasta cuando tratan de abusar de

ella de cualquier forma. La fábrica hace años que

cerró, pero estoy seguro que muchos de los que la

trataron allí todavía se acordarán de ella.

FIN