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Libro de género misceláneo que recopila 28 prosas con pensamientos, fragmentos de diario, leyendas, fotografías y narraciones desarrolladas en la sierra del Perú. "Las moradas del abuelo" es casi un libro de viaje, pero no se limita a describir lo pintoresco ni lo costumbrista. Es una mirada reflexiva y filosófica del autor, un hombre de ciudad, que ve con añoranza ese espacio natural donde vivió su infancia acompañado por su abuelo.

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Créditos

Primera edición, agosto de 2012

Las Moradas del Abuelo

© Víctor H. Palacios Cruz

Fotografía de Portada: Víctor H. Palacios Cruz

Fotografías de ilustración: Víctor H. Palacios Cruz

Diagramación de Cubierta: Angel Hoyos Calderón

Diagramación Interior: Josué Aguirre Alvarado

Prólogo: Manuel Prendes Guardiola

Derechos reservados.

© Caramanduca Editores

De Josué Aguirre Alvarado

Av. Los Cocos 421

Piura -Perú

Ruc:10425249971

facebook.com/caramanduca

Cel: (51) 993 830486

Mail: [email protected]

Hecho el Depósito Legal

Biblioteca Nacional Del Perú N° 2012-09594

ISBN N° 978-612-46267-0-8

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PRÓLOGO

Manuel Prendes Guardiola*

En este pequeño libro confluyen y se renuevan tradiciones centenarias. Una, la de lo que podemos llamar el dietario, crónica o ensayo personal donde lo que proporciona material ininterrumpido a la escritura es la marcha de la propia vida, con toda la rica variabilidad que el escritor es capaz de descubrir allí donde otros solo perciben la monotonía cotidiana. Se trata de un género moderno, más aún para la literatura en nuestra lengua, pero con cultivadores especialmente

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predilectos por el autor de Las moradas del abuelo, desde el innovador Montaigne hasta los más recientes Robert Walser, Ernst Jünger, Josep Pla y, más cerca, el Julio Ramón Ribeyro de La tentación del fracaso o los Dichos de Luder.

Como sello de esa modernidad, caben en este tipo de escritura personal otros géneros. Es peculiar la fortuna con que Víctor H. Palacios recurre a la lírica, trasladando juntos arte y artesanía, hombre y paisaje: llamo a prestar atención al capítulo 19, uno de mis favoritos. En cuanto a la narrativa, destacaré en el autor su especial sentido del relato oral, modo de contar –y de escuchar– tan asfixiado en nuestros días por los medios audiovisuales.

Otra tradición: la montaña. Que los puntos de la tierra más cercanos al cielo se prestan al conocimiento de la verdad, nos lo revelan la arqueología

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(quien ha carecido de montes, ha edificado torres y pirámides) y la literatura desde la Biblia o Petrarca, primer filósofo alpinista de Occidente. Como los de Europa sus propias cumbres, nuestros románticos amaron la empingorotada naturaleza de los Andes (Bolívar mismo le dedicó emotivas páginas), y ya en el siglo pasado se difundieron los paisajistas peruanos que, con la pluma y el pincel, quisieron descubrir en las sierras “el verdadero Perú”.

Queda lejos de Víctor Palacios –añadiré que por suerte– cualquier propósito antropológico, costumbrista, pintoresco o esencialista. Él mismo lo rechaza desde el principio, de manera explícita. Por hablarnos de su sierra de Piura, de la maraña de caminos que se extiende entre San Miguel y Chalaco, se lanza a la reflexión universal sobre aspectos clave de la existencia humana y,

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al mismo tiempo, a trazar un delicado autorretrato de filósofo, artista y hombre de raíces. Creo que de aquí viene la causa de que los textos reunidos en Las moradas del abuelo encajen con orgánica perfección, aun compuestos en momentos y lugares diferentes.

Uno de puntos más ampliamente meditados de estas Moradas, como es presumible y también de larga tradición, es el contraste entre la ciudad y el campo, entre el bullicio de una “civilización” de próspera superficie y la plácida sencillez del caserío serrano. En este terreno donde tan fácil es caer en el tópico (ya se sabe: menosprecio de la corte y alabanza de la aldea, utopía arcaica, etc.), considero especialmente rica, profunda y original la apropiación que realiza el autor sobre esos lugares de los que forma parte. El urbanita y profesor universitario no renuncia a serlo ni por un momento y, de

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hecho, la percepción estética e intelectual adquirida en el aula y la biblioteca son las que le ayudan a descubrir la trascendencia y hasta la magia de los paisajes y las anécdotas vividas. La mirada del autor se ve enriquecida unas veces por la perspectiva adánica del niño que se asoma por primera vez al mundo de las cosas del campo, pero también por la literatura, la pintura y la música. Al fin y al cabo, leer y escribir son dos actividades totalmente “artificiales”, y esta obra que ahora mismo comenzamos nos mostrará cómo el canto de los grillos bajo la vasta bóveda nocturna, según el momento, puede exigir su sustitución por los artistas de rock favoritos en la intimidad del walkman. Nuestro cronista, o diarista, pertenece a esos paisajes y lugares que ama, pero se da cuenta de ello gracias precisamente a la distancia, al viaje, al conocimiento y aprecio de otras realidades. En este

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sentido me resultan particularmente lúcidas, agudas y a la vez contracorriente las palabras del autor a favor de las fronteras (cap. 27), o de los turistas que pudorosamente podemos llamar viajeros (15).

Víctor Palacios, sin embargo, sabe cuándo reducir esas distancias e identificar aquellos valores “naturales” que en el mundo urbanita se han perdido o, por lo menos, ocultado en gran medida. Como el amor al relato, a que me he referido más arriba, y a la conversación. Al trabajo pausado y su fruto, a los objetos que por ser útiles son bellos (valoración admirable desde una sociedad “del consumo” que ha acabado por serlo “del desperdicio”). Como la desinteresada hospitalidad hacia el vecino y el simple forastero. Como la naturalidad con que se encaran el silencio y el gran tabú de la posmodernidad, la muerte, uno

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de los campos a los que mayor espacio de su labor académica ha dedicado nuestro escritor.

Este pequeño universo se cifra a su vez en un hombre, que como todos es en sí otro microcosmos. Desde el mismo título, la obra está devotamente dedicada a Don José de la Luz Cruz, abuelo del narrador. Como en los relatos de la antigüedad, el padre de familia –el Rey– se identifica con la tierra, y su agonía es la agonía de un mundo entero. Este anciano campesino, espiritualmente presente en cada página, llega el momento en que se transforma en su verdadero protagonista narrativo; el relato de los últimos años de esa ancianidad en que al fin nada se pierde porque ya se ha dado todo, a lo largo de una larga vida, deparará al lector pasajes tan hondos como conmovedores.

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* Profesor de Lengua y Literatura en la Universidad de Piura. Autor de varios manuales de Literatura y una guía de viajes. Como poeta y prosista de ficción carece aún de libros propios. En España, fue director de la revista literaria Pretexto (Universidad de Oviedo) y participó en la revista Fábula y el Aula Literaria de Logroño. Actualmente es miembro de la redacción del boletín literario piurano Magenta. Autor del blog Maceta en el páramo (www.macetaenelparamo.wordpress.com)

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PRESENTACIÓN En su ensayo “El narrador”, Walter Benjamin sostenía que solo la muerte confiere unidad a los hechos de una vida y autoridad al relato de su historia. Tras la partida, nada puede añadirse en el haber de una persona. La obra ha sido terminada, únicamente ahora podemos preguntar por el sentido e intentar la comprensión de lo ausente.

Contaba Abraham Lincoln que a los cuarenta años uno es al fin responsable de su rostro, esa parte del

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cuerpo que es como la abreviatura de la personalidad, según Julián Marías. Y el rostro de mi abuelo materno era singularmente expresivo, luminoso, como una continua celebración del estar en el mundo, a pesar de las tristezas connaturales a la condición humana. La célebre actriz italiana Anna Magnani advertía a su maquilladora antes de rodar una escena: “no me ocultes ninguna de mis arrugas, que me han costado muchísimo”. Desde su partida, el semblante de mi abuelo es cada día más hermoso. Este pequeño libro no es una biografía. Tampoco un panegírico. Ni siquiera fue concebido como una obra unitaria mientras iba adquiriendo una existencia que yo era el primero en ignorar. Para el entrañable Julio Ramón Ribeyro, los géneros literarios son relativos. Un mismo tema puede ser

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tratado como poesía, novela o teatro, pero lo que a fin de cuentas importa es escribir, y hacerlo bien.

De niño escribía para contar historias –mi padre me alentó con ese tacto propio de los maestros de vocación–. De adolescente lo hacía para ilusionarme con darme a conocer y ser famoso. Ahora escribo solo para conocerme a mí mismo, para registrar las cosas que me pasan, las cosas que me encuentro. Para vivir más, y no precisamente en el sentido del tiempo –el mío o el de la impredecible memoria de los otros–, sino en el de la riqueza del presente que tenga entre mis manos. Y el padre de mi madre y el paisaje que lo rodeaba son como un tronco de eucalipto sobre el cual mi vida se ramifica y alarga para acoger cada momento de aire y cada momento de luz.

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Las Prosas apátridas de Ribeyro fueron para mí el descubrimiento de que era posible escribir algo que no fuera estrictamente ni cuento ni poesía. Leyéndolas por las calles de Pamplona (España), conquisté la libertad de mi propia opción en la escritura, al margen de cualquier reglamento o recompensa. Desde entonces, lo único que me propongo es consignar simples unidades de palabras, instantáneas más o menos breves que capturen pequeños sucesos, divagaciones reflexivas, fragmentos de diario, indagaciones sensitivas o simples estremecimientos del espíritu, con absoluto olvido de cualquier convención preestablecida. A través de algunos grupos literarios en la ciudad de Piura –especialmente Magenta, al cual pertenezco–, publiqué algunos de estos textos.

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El fallecimiento de mi abuelo, hace unos cinco años, es el principal motivo de Las moradas. Quise reunir aquellas prosas que lo mencionaban y las que trataban sobre mi relación con la bella sierra piurana donde él vivió. A ellas, además, he incorporado dos artículos publicados en la prensa de Piura y Chiclayo respectivamente.

He procurado conservar las referencias del lugar y la fecha de la composición, que responden al modo de ordenar mis archivos. Creo, por lo demás, que cada palabra es un instante y un espacio determinados. No obstante, he reemplazado el orden cronológico en favor de un más conveniente orden de sentido. Debo decir, por último, que en ninguna de estas piezas he tenido una intención costumbrista, naturalista o menos aún sociológica.

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Sí puedo admitir, en cambio, que este libro es un gesto de gratitud hacia su personaje principal; pero, al mismo tiempo, un intento por comprender mi propio recorrido, por mirarme en el espejo. Es insuperable y hago mía la justificación que da Michel de Montaigne de la redacción de sus Ensayos: “y si al final nadie me lee, ¿acaso habré perdido el tiempo? No he hecho más a mi libro de lo que mi libro me ha hecho a mí”.

No es mi intención imponer a los lectores mis recuerdos, mis ideas o mis sentimientos. Me conformaría con hacerles un poco de compañía y nada más.

El autor Chiclayo, 23 de enero de 2012.

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A mis padres, que me enseñaron

el amor por la palabra y el amor por las personas

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[1 ] La luz en el fondo de las cosas*

Carezco de la información estadística o la documentación socio-económica que encuadre los recintos recogidos en estas tomas. Más allá de indicar su circunscripción –Distritos de Santo Domingo y Chalaco, Provincia de Morropón, Departamento de Piura–, confieso que se trata de un espacio que me es familiar, incluso literalmente. Aunque resido en la ciudad de Piura, en medio de la amplitud y el fragor del

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desierto, desde pequeño he frecuentado esta serranía pródiga y su amable rusticidad. Los lazos de sangre –maternales, además– han ligado mi crecimiento a sus montañas, sus quebradas y sus colores, en esperadas vacaciones escolares, hechas de faenas campesinas conjugadas con pequeños deslumbramientos y meditaciones secretas. Diría que allí, bajo la tutela de mis abuelos, no nació mi cuerpo pero sí lo hicieron mis sentidos. No es solo, pues, un espacio que hayan hollado mis pies y avistado mis ojos sino, por decirlo de algún modo, una geografía que ha diseñado para siempre mi propio camino y mis percepciones. Mi destino urbano, sin embargo, ha terminado por prevalecer. Soy un profesional, un consumidor, uno entre tantos inserto en una red de cemento, asfalto y prisas, sometido a la intensidad

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de su estimulación y al hartazgo de sus reiteraciones. Se comprende que, entre innumerables artificios y convenciones, el hombre de la ciudad se sienta finalmente rodeado de espejos, es decir, de sus propias obras, de extensiones y distorsiones de su ser. Lo cual no hace sino, precisamente, llevar la mirada de vuelta hacia el campo en una suerte de búsqueda compensatoria: para recuperar la sensación de lo natural, para respirar un aire todavía puro y, también, para buscarse a uno mismo.

Pero el campo no es solo un territorio de retiro jubilar, como la solitaria casa en la playa que soñaba Julio Ramón Ribeyro. Tener una casa en el campo, decía el suizo Robert Walser, permite disponer de un cielo siempre a la vista. No el cielo sucio y gris que expelen las industrias, sino el aire transparente que obsequia las primicias de lo real. Es esta

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familiaridad –no eximida de asperezas y tragedias– lo que infunde en los espíritus aldeanos una particular manera de tratar las cosas y un inconfundible ritmo vital. En los ojos de los campesinos se advierte, incluso, una espontánea conciencia de lo infinito y un gran sentido de la gratitud. (¡Qué sencillo y grandioso, como un patriarca, mi abuelo persignándose con el primer tubérculo extraído del surco!) Sabiduría que hace a estas gentes serenas y hospitalarias, inmunes a las depravaciones de la normalidad citadina. Tradiciones y costumbres ocultas, no exhibidas turísticamente, que señalan más bien el dorado corazón de lo ordinario. Sin que nada de ello quiera decir que se trata de seres inmaculados o, acaso, de buenos salvajes rousseaunianos. Aunque, no puede negarse, la falsedad y la simulación es más frecuente en la metrópolis que en la campiña.

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No niego que me aflige su pobreza –que ciertamente tiene una razón humana más que natural– pero, lejos de la denuncia o la exhortación, con estas fotografías me limito a celebrar su cotidianidad, el leve fulgor de una existencia que discurre todavía al margen de los bullicios de la modernidad, ignorada y dichosa. * Texto para una exposición fotográfica que tuvo lugar en la Universidad de Piura.

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[ 2 ] Piura, 12-14 de octubre de 2001

A Fernando Múgica, Hugo Alconada y Gonzalo Aranguren

Mi rutina en un campus

universitario, en medio de un extenso desierto, me lleva a evocar el lejano relieve de la cordillera. ¿Por qué de pronto esta añoranza?

Pienso ahora en el alma de antiguos peruanos que creían percibir en cada prominencia del paisaje el silencio de alguna potestad. Acaso detrás de aquella

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teología telúrica pervivía, junto al temor, una aptitud contemplativa, una disposición espiritual que en los modernos es ya apenas un resto folclórico. Cualidad sofocada por el orgullo que levanta construcciones y se jacta de tecnologías que disuelven lo corpóreo, o tal vez relegada por un ansia de conocimiento que sueña con abolir todos los misterios.

Recuerdo, también, mis vacaciones serranas de la infancia que alternaron el tedio de la vida escolar en la aridez de Piura con pausas bucólicas tan agradecidas. Durante el resto de aquellos años, el terreno llano y el calor despótico instigaban en mí la queja del forastero y la desazón del desterrado. Entonces, mi pequeño espíritu buscaba alivio mirando hacia el Este, en dirección de aquellas alturas donde no había nacido mi cuerpo pero sí mis sentidos.

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¿Cómo esclarecer el hechizo de los montes, la magia que desprende la visión de una cumbre? ¿Qué son, al fin y al cabo, las montañas? Tal vez astillas que la atracción de los astros arranca al planeta; los trazos que deja el viento que se persigue a sí mismo sobre el planeta; un inmenso ramaje aposento de criaturas extintas; los gritos de un prisionero de la Tierra que prorrumpen sobre la somnolienta corteza; velos de roca que esconden el dolor de los ríos que huyen. O, más cercanamente, el vértice que organiza el sendero recorrido, la quietud de una plegaria, el punto sustraído a la distante llanura de los vivos.

Altitudes de la Tierra, por donde el paisaje se tuerce, por donde ensaya una fuga inútil. Disciplina del camino e instrucción de la mirada, metáfora de la sed y de los quebrantos del pensamiento. Cielos de piedra por cuyos flancos las

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palabras resbalan y se rompen. Y ese raro poder de ocultarse tras las nubes para reaparecer, espléndidas, como astros nuevos en la bruma del amanecer.

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[ 3 ] San Miguel, 29 de julio de 2003

Después de unos días de dispendio en la atolondrada y estridente Lima, emprendo al fin mi descanso rural. La paz y el olor de la serranía ya invaden mis pulmones y llenan de salud y potencia las extensiones de mi cuerpo. Aunque conozco de memoria cada tramo del ascenso, las primeras montañas que surgen y los primeros sembríos que vislumbro me emocionan y disculpan sobradamente la dureza del transporte.

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Veo los perfiles de la cordillera que se destacan en el difuminado de la distancia como brazos de un padre que ve venir a sus hijos.

Entiendo que mi existencia es citadina en sus referencias y proyectos, por lo que me pregunto de dónde mi persistente adhesión al campo. Es como si la inercia de mis adentros me impulsara hacia territorios ajenos al círculo de las ideas, como si alguna fuerza natural me asiera de los tobillos y me plantara fijamente en estas comarcas sin progreso ni erudición. Quizá este poder cósmico no sea más que mi propia memoria devolviéndome al seno materno como las almas platónicas que, movidas por la evocación, se sienten reclamadas por el mundo celeste de donde provienen. O tal vez el influjo de los primeros alimentos de la infancia: las plantas y los animales

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crecidos en aquellas tierras, y el aire incorruptible que los cubrió y germinó.

Lo terrestre ofrece el mismo asombro y prodiga también, a su manera, los enigmas del espíritu. Andy Warhol decía que toda la profundidad yace en las superficies. Digresión que abandono, sin embargo, por una conclusión más bien sentimental: después de recorrer países y conversaciones querría que mi última imagen, al cerrar los ojos, fuera una multitud de cañas y, al lado, unas vaquitas mugiendo en un pastizal. Gustosamente seré enterrado junto a un río y mis huesos se confundirán con el disperso excremento de unas ovejas alegres y lanudas.

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[ 4 ] Piura, 06 de agosto de 2001

A Adriana Arredondo Desde hace un tiempo, el transporte que comunica a los pueblos de la sierra piurana con la capital del departamento utiliza unos buses pequeños que, en manos del temple y la buena memoria de sus conductores –devotos del pasillo ecuatoriano y de la cumbia peruana–, ofrecen por fortuna amplias ventanas llenas de paisajes

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apacibles que subliman la incomodidad. El viaje de retorno, sin embargo, mantiene viejos horarios bastante rigurosos para las costumbres urbanas, con salidas en las primeras horas de la madrugada. La casa de mis abuelos, como otras de la zona, cuenta ahora con un panel de energía solar que les suministra una luz artificial.* Inserción moderna que no ha abolido antiguos hábitos. Por ejemplo, el empleo de la cocina a leña. No solo incomparables sazones se acrisolan en sus dedos de fuego, también su calor reúne a los parientes en torno por las noches y propaga un aura, el silencio de una oscuridad que pareciera ponerse a escuchar, como nosotros, los relatos del abuelo. Aquella vez el despertador me puso de pie a la una de la mañana. Titubeante logré al fin preparar mi

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mochila. El agua gélida de un rápido aseo terminó de abrirme los ojos. Era una noche densa, repleta de grillos y de estrellas. Melómano tenaz, introduje un casette en mi walkman para acompañar la travesía. Encendiendo un cigarrillo, como si una luciérnaga se posara en mi boca, me puse a esperar.

Pasaron varios carros mientras aguardaba aquel con cuyo chofer había convenido el día anterior. De pronto dieron más de las dos de la mañana y empecé a preocuparme. Mi abuela se había despertado para despedirme y ponerle una tranca a la puerta –“no sea que entren perros ajenos”–. Estaba igualmente extrañada. Me era urgente volver a Piura donde aguardaba el trabajo. Providencialmente, un camión de carga se detuvo y voceó “¡a Piura!, ¡a Piura!”. Aproveché para preguntar por el vehículo que yo esperaba, y me dejó helado la

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respuesta: “ya pasó hace rato, señor”. Sin tiempo para pensar en la informalidad nacional, abracé a mi abuela, ajusté mi mochila y trepé sobre las barandas del camión hasta hacerme un lugar sobre una viga de madera atravesada. Me acomodé como pude, el conductor tenía prisa y el camino era un cauce lleno de baches. Traqueteando, zarandeado, conseguí una posición rígida pero adecuada al bamboleo del vehículo. Sin cubierta alguna, miraba hacia arriba y hacia abajo: el cielo hermoso que relumbraba sobre mi cabeza y cada curva del camino, a cuyo costado negreaba un precipicio.

Me acordé de mi walkman y, con la agilidad de la súbita pasión, lo saqué de mi equipaje y lo ajusté a mi cinturón. Colocados los audífonos empecé a escuchar mis canciones de rock favoritas. Dudaba de si podría discernir ritmos y acordes en tales circunstancias: al ruido

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del motor se añadía la respiración sonora de la nocturnidad rural: el tronar de los ríos que se deslizan sobre piedras, la crepitación de las chicharras, ocultos pájaros exhalando desvelados sus hipos musicales, y el viento que aúlla torcido por la orografía. Maravillado, logré de inmediato el volumen exacto y una nitidez aceptable. Y conocí un insólito placer: arreglos de piano, una guitarra melancólica, el oboe preludiando una estrofa coral, los zarpazos vocales de Jim Morrison. En fin, un abrigo de sonidos que acariciaba aupado sobre un camión de carga, con los cabellos revueltos y el universo entero a mi disposición. El cielo estaba limpio de nubes, las montañas se recortaban con la precisión de un lápiz y la lejanía de los llanos más allá de las últimas estribaciones se arropaba bajo una frazada de niebla. Entusiasmado, cantando a solas –nadie podía

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escucharme–, sorbía esa energía que bajaba del infinito. La Luna daba al paisaje una iluminación discreta, irreal, solo detenida ante las frondas de los árboles. Las montañas, bajo mantos de solemne oscuridad, se agazapaban para venerar al firmamento.

Así discurrió el viaje, tenso de emociones, distraído de la inseguridad que afrontaba: el chofer no daba recibo del pasaje, no había seguro de vida y estaba trepado sobre un peligroso cargamento –balones de gas, jaulas de gallinas, barriles de combustible, sacos de arroz y cuatro campesinos borrachos atravesados sobre el piso–. En suma, ubicado en la parte alta de un transporte que, si bien me permitía unas visiones variablemente bellas, me exponía a ser expulsado por una aceleración o un frenado intempestivos, o a ser sorprendido por alguna rama de árbol que colgase del muro de la carretera

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excavada en los cerros. Podría haber sufrido un accidente, alguna desgracia irreparable, pero, absorto en mi estado, disfrutaba indiferente. Tal vez entonces descubría la verdadera naturaleza de la dicha: un placer rodeado por todas partes de peligro. * Actualmente, estos poblados ya han sido cubiertos por los tendidos eléctricos.

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[ 5 ] San Miguel, 06 de agosto de 2005

Pequeño autobús rumbo a la sierra de Piura. Hacia el medio, uno al lado de la ventana izquierda y el otro en la opuesta, dos compadres se reencuentran después de unos años y charlan animada, estruendosamente. Algunos pasajeros curiosos y otros martirizados seguíamos cada noticia, cada vuelta de esta plática que por momentos adquiría el tono de una impúdica franqueza. Cuando el tiroteo de voces se apaciguaba en una

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tregua, un nuevo dato familiar encendía una nueva andanada de comentarios, muchos de ellos reiterativos y formularios, como los que se verifican en cualquier conversación de fiesta, cantina o vecindario.

– Oiga, ¿y qué fue de su hija la menor, que estaba por acabar la secundaria?

– Salió encinta la bandida. Fíjese que no terminaba el colegio y me salió con esto. Y pior que el hombre era un muchacho haragán, un inútil. Yo le pagué el alumbramiento. Le pagué también la escuela nocturna pa’ que termine, pa’ que tenga algo siquiera de instrucción. Ya estaba faltándole un año no más pa’ acabar una carrera de enfermera, le digo, y me sale otra vez embarazada...

– ¡Fíjese, compadre! A ver vean eso. Oiga, y a propósito, ¿qué fue de don Manuel, su hermano menor?

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– Ése es otro. Ya le sacó la vuelta a mi cuñada.

– ¡No diga! ¿Y con quién se ha ido?

– Con la mujer que dejó a mi primo José...– Y así seguía una nueva radionovela en la que apenas faltaban las venganzas y los crímenes de pasión.

De pronto, el vehículo vencía un meandro de la carretera muy cerca del pueblo de Morropón, y el diálogo al mismo paso cobraba un nuevo giro.

– Cuénteme, compadrito, ¿ya se jubiló?

– Ya, oiga, pero malhaya pa’ mí. Me pagan una miseria de pensión. La ley ésa que ha dado el gobierno nos ha fregado, compadre. Este Presidente ha resultado el más malo de toditos. Se llenaba la boca de promesas y, mire, nadita nos ha ayudado.

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– Sí, pues, compadre. Vea Usted la tristeza por aquí nada más. No hay trabajo por ningún lado. Ese Toledo solito se aumentó el sueldo, y a nosotros nos ha dejado en la misma pobreza. La corrupción orita está por todos lados.

– Así es, oiga. Los jueces, los alcaldes, los congresistas, todo está corrompido. Hasta la corrupción está corrompida.

– Y encima ni obras ha hecho el Toledo. Nada va a dejar. Ni una sola cosa.

– Es un desgraciado. A ese Toledo que no ha trabajado hay que sacarlo con golpe de Estado. Es la única manera, paisano. Tamos hartos ya de los políticos que no hacen nada. A toditos hay que fusilarlos.

Queda atrás el poblado de Morropón y, luego de atravesar una breve trocha, principia una sinuosa cinta

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asfáltica que se alarga para sorpresa de los conversadores.

– ¡Mire, compadre! ¡Mire! Cómo ha cambiado el camino. ¡Caray, qué moderno se ve! ¡Mire!

– ¡Es cierto! ¡Qué lindísima pista! Qué ligerito que va el carro, mire... Vamos a llegar más antes, oiga. Y de veras, ¿quién la ha hecho?

– El Presidente Toledo, pues, compadre.

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