(Lingüística y teoría literaria) Ambrosio Fornet-La coartada perpetua -Siglo XXI (2002)

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uaUna de las figuras más destacadas de la crítica literaria y cinema-tográfica cubana reúne en este libro sus mejores ensayos. Preo-cupado por los problemas que relacionan la historia moderna de

Cuba con sus intelectuales, Ambrosio Fornet ha desplegado en sus tex-tos un talento excepcional para definir las líneas del peculiar desarrollode la cultura cubana a partir de la guerra hispano-cubano-americanade 1898 y de la independencia mediatizada, a la que dio lugar despuésde tres años de ocupación norteamericana. Tal es el asunto del primeroy cuarto ensayos de esta colección. La revolución de 1959 que rompióeste proceso neocolonial, inició una ambiciosa experiencia socialistaque encontró hasta hoy, en Estados Unidos, un enemigo decidido a des-truirla. ¿Cómo esa revolución ha podido, durante más de cuarenta años,resistir ese amenazador enfrentamiento sin abandonar sus propósitosde liberación y justicia social? El segundo ensayo de este libro brinda el“testimonio personal” de Ambrosio Fornet que responde a ese “enigmacubano”. El exilio que las medidas revolucionarias cubanas provocarondesde muy pronto y que Estados Unidos propició de manera constante,determinaron la aparición en Estados Unidos de una literatura cubanadel exilio que se ha manifestado y se manifiesta tanto en español comoen inglés. Los méritos de esta creación literaria exiliada y los conflictosprovocados por el bilingüismo han sido un tema en el que Fornet se haexplayado con notable objetividad y brillantez según puede verse en eltercero y sexto ensayos de la colección. El más extenso de todos ellos esuna interesantísima “arqueología del nuevo cine latinoamericano(1959-1979)” que hace un balance crítico importante de esa crucialetapa del cine en nuestro subcontinente. Por ultimo, el libro se cierracon un ensayo medular sobre el “testimonio” en cuanto género litera-rio peculiar de América Latina.

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porAMBROSIO FORNET

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primera edición en español, 2001© siglo xxi editores, s. a. de c. v.isbn 968-23-2339-8

derechos reservados conforme a la leyimpreso y hecho en méxico / printed and made in mexico

siglo xxi editores, s.a. de c.v.CERRO DEL AGUA 248, DELEGACIÓN COYOACÁN, 04310, MÉXICO, D.F.

siglo xxi editores argentina, s.a.TUCUMÁN 1621, 7 N, C1050AAG, BUENOS AIRES, ARGENTINA

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LA COARTADA PERPETUA:MITOLOGÍAS Y MITOMANÍAS EN EL DISCURSO DEL 98

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Desde la alta ventana de mi estudio, frente a la inmensa parábola quedescribe el paseo del Malecón habanero en el arranque de la aveni-da, puedo ver las esbeltas columnas gemelas del monumento a lasvíctimas del Maine, coronado hasta 196l por un águila imperial queahora se exhibe como trofeo en el Palacio de los Capitanes Genera-les, actual Museo de la Ciudad. Desvío apenas la mirada y creo dis-tinguir, sobre la quieta superficie del mar, la zona donde cincuentaaños antes fueron sumergidos definitivamente los restos de aquelacorazado cuyo misterioso estallido cambió el curso de nuestra his-toria, contribuyó a modelar la fisonomía de una época y desató unaserie de discursos –poéticos, periodísticos, novelescos...– sobre losque tengo algunas ideas que quisiera compartir con ustedes.

2

Me había propuesto estudiar las mutaciones que sufrió el discursoépico en la llamada “literatura de campaña”, como he denominado–por analogía con los diarios y partes militares– al conjunto de tex-tos narrativos que recogen las experiencias relacionadas con nues-tras guerras de liberación. Esa literatura –cuya primera muestra, en-tre las publicadas en forma de libro, es Episodios de la Revolucióncubana (1891), de Manuel de la Cruz– surge en la manigua y se reto-ma en el contexto colonial como un intento de preservar la memo-ria épica de la nación y de vincular las hazañas del pasado –la Gue-rra de los Diez Años (1868-1878)– con los proyectos emancipadoresdel presente –la Guerra de Independencia (1895-1898). Sostenía yola tesis de que, después de 1898, y sobre todo de 1906 –cuando seprodujo la segunda intervención norteamericana, apenas cuatroaños después de proclamarse la República– el vínculo entre el mito

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y la historia había ido perdiendo legitimidad y, en consecuencia, eldiscurso de la epopeya comenzó a sufrir una transformación y aca-bó diluyéndose en formas estereotipadas y folletinescas. En un nivelsuperficial, yo identificaba la narrativa de campaña con los mitosporque también aquélla alude a los orígenes –de la nación, en estecaso– y exalta las acciones de los héroes, hombres de carne y huesoconvertidos de pronto en arquetipos por sus virtudes cívicas y por lahabilidad de los cronistas para enmarcarlos en los códigos propiosde la épica. Pero en un plano más profundo me interesaban las im-plicaciones que para el análisis literario podía tener el hecho, seña-lado por Barthes, de que el mito, como todo sistema de signos, eshistórico –y por lo tanto mutable– y tiene dos caras, puesto que su-giere y oculta a la vez lo que quiere expresar. El mito es un valor –su-braya Barthes–; su legitimidad no consiste en ser verdadero sino enser significativo, motivo por el cual puede llegar a convertirse en“una coartada perpetua”.1 En ese sentido supone siempre una mani-pulación y no pocas veces la expresión de una conciencia culpable.

Convencido de que existe un vínculo secreto entre las estructurasde la sociedad y la naturaleza de sus expresiones simbólicas, yo aso-ciaba las vicisitudes de la épica con la crisis institucional y moral deaquel período (1898-1923) en el que la conciencia colectiva parecíahallarse totalmente dominada por sentimientos de frustración, pesi-mismo y decadencia. Para mí era obvio que ese desgaste precoz te-nía múltiples causas, pero sobre todo una externa –la famosa En-mienda Platt,2 apéndice incrustado en la Constitución cubanadurante el primer gobierno de Theodore Roosevelt–, y otra interna,

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l Roland Barthes, Mitologías, trad. de Héctor Schmucler, México, Siglo XXI, 1980,pp. 200 y 215-216.

2 El artículo tercero daba a los Estados Unidos el derecho de intervenir en Cubacuando lo creyera conveniente. Promovida por el senador Orville H. Platt, encontrófuerte oposición en el Congreso, puesto que debía imponerse a los cubanos comocondición indispensable para retirar las tropas norteamericanas de Cuba. “Estamosrealizando un acto de despotismo –observó un congresista durante el debate quetuvo lugar en el Senado– que no nos hemos atrevido nunca a realizar con una tribude indios en los Estados Unidos.” El texto del debate no se conoció en Cuba hasta1935, cuando Emilio Roig de Leuchsenring lo incluyó en su Historia de la EnmiendaPlatt. Eran, en opinión del autor, “las páginas más sensacionales de la historia deCuba republicana”. Véanse en su Los Estados Unidos contra Cuba Libre [1959]. 2a. ed.,Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 1982, t. I, apéndices 1 y 2. (La cita en t. II, p.263.)

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el creciente deterioro que había experimentado la vida política delpaís en manos de aquellos “generales y doctores” que darían título auna de las novelas emblemáticas de la época.

La Enmienda Platt introdujo en el ámbito del derecho interna-cional lo que pudiéramos llamar el concepto de intervención pre-ventiva, variante modernizada de la Doctrina Monroe según la cuallos Estados Unidos no se reservaban el derecho de intervenir enCuba para protegernos de extraños, sino para protegernos de no-sotros mismos. La corrupción, por su parte, había convertido elproyecto martiano de la nación “con todos y para el bien de todos”en una grotesca caricatura, resumida en la divisa liberal “Tiburónse baña, pero salpica”. Es probable que hasta 1906 se pensara quetodo podía ser distinto, pero ese año el fraude electoral del gobier-no conservador provocó una sublevación de los liberales que elpresidente Estrada Palma convirtió en catástrofe al exigir, invocan-do la Enmienda Platt, la intervención militar de los Estados Uni-dos. Fue vilipendiado por sus adversarios y desautorizado por suscompinches, pero hay que reconocer que su decisión era coheren-te con el estatus de la República; quien admite ser considerado me-nor de edad, ¿por qué no ha de comportarse como tal en momen-tos de crisis? Lo cierto es que con la Segunda Intervención –queapenas duraría tres años gracias a la áspera benevolencia de Roo-sevelt– se desintegró de golpe el viejo sueño de la manigua. No ex-trañe que en 1908 el poeta Regino Boti se negara a sumarse a lacelebración del 20 de Mayo –sexto aniversario del establecimientode la República– alegando que, dadas las circunstancias, era másadecuado hablar “de sepelio que de epopeya, de mausoleo que decapitolio, de sudario que de bandera”. ¿Acaso el 20 de Mayo –re-machaba– no era “un epitafio”?3 Por esos mismos años FernandoOrtiz atribuía el abatimiento de la nación a “la caída de los ídolosque daban ideales a su existencia”4 y todavía quince años despuésun joven ensayista se atrevía a asegurar que el cubano miraba con in-diferencia los valores históricos y la figura de los héroes. “Hay un es-

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3 Regino Boti, Cartas a los orientales (1904-1926), cit. por Jorge Fornet en “Elsíndrome del 98 en la literatura cubana”, Casa de las Américas, núm. 205, oct.-dic.1996, p. 124.

4 Fernando Ortiz, Entre cubanos [1913], 2a. ed., La Habana, Editorial de CienciasSociales, 1986, p. 72.

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cepticismo general –decía– respecto al valor de los símbolos...”5

Yo sentía que ese estado de ánimo generalizado bastaba para darfundamento sociológico a mi tesis, que además se vio reforzada porel descubrimiento de lo que el historiador Jorge Ibarra llamó “el mi-to de Roosevelt”.6 Permítanme abordar someramente ese fenómeno,tan curioso como previsible. En 1919, con motivo de la muerte deTheodore Roosevelt, intelectuales y dirigentes políticos cubanos, sindistinción de tendencias ni partidos, coincidieron en expresar su ad-miración y gratitud por el gran hombre que, además de pelear bra-vamente por la libertad de Cuba al frente de los intrépidos Rough Ri-ders, había contribuido a la fundación de la República –unarepública “enmendada”, cierto, pero tangible– e intentado por todoslos medios evitar la Segunda Intervención, aunque sólo fuera por ra-zones de prestigio.7 Del fervor y la extraña unanimidad suscitadospor una figura tan polémica –el agresivo Cazador de Darío– dedujoIbarra que en la conciencia de los testimoniantes se había impuestouna visión mítica del personaje estrechamente ligada a sus propiosintereses, más allá de las diferencias ideológicas y políticas. Esa vi-sión suponía un deterioro, o peor, una renuncia a los grandes idea-les de antaño. Desde 1909, en que se comenzó a invocar la EnmiendaPlatt con un signo positivo –como mecanismo anti-intervencionista–se hizo evidente que la ideología de la sumisión había empezado acarcomer todo el tejido social, que “el dominio neocolonial”, enotras palabras, “comenzaba a funcionar como un sistema”.8 En efec-to, la involución ideológica de los dirigentes políticos, principales be-neficiarios del status neocolonial, planteaba la necesidad de dispo-

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5 Alberto Lamar Schweyer, La crisis del patriotismo. Una teoría de las inmigraciones,2a ed., La Habana, Editorial Martí, 1929, p. 94. El autor tenía visión de pasado, sinduda, pero no de futuro. Escribía en medio de un clima de efervescencia intelectualy política que culminaría un año después con el inicio de la lucha frontal contra ladictadura de Machado.

6 Jorge Ibarra, Cuba: 1898-1921. Partidos políticos y clases sociales, La Habana,Editorial de Ciencias Sociales, 1992, pp. 4 ss., 375 ss.

7 El artículo tercero de la Enmienda Platt se basaba en el poder de persuasión dela amenaza, es decir, en la peregrina idea de que el simple temor a la intervenciónharía innecesaria la misma. Al demostrar lo contrario, Estrada Palma hizo quedarmal a Roosevelt.

8 Jorge Ibarra, op. cit., p. 375. El nivel de autoestima llegó a ser tan bajo y eldeterioro ideológico tan profundo, que un distinguido veterano de la guerra deindependencia –el teniente coronel Cosme de la Torriente– llegó a comparar aRoosevelt con Carlos Manuel de Céspedes y José Martí.

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ner de una coartada, de un mito sobre los orígenes de la República.No se trataba de una operación caprichosa o malvada, sino de unarespuesta tal vez inconsciente a la crisis de legitimidad por la queatravesaba el sistema, o como dice Ibarra, de una verdadera “drama-tización ideológica de las estructuras sociales más profundas”.9 To-do, hasta aquí, encajaba en mi proyecto.

Las dificultades comenzaron cuando traté de verificar mi hipóte-sis en la práctica. Había que demostrar que las estrategias discursi-vas y los propios modos de configuración genérica se habían idotransformando gradualmente hasta pasar de la epopeya a la saga, delos discursos épicos, con su énfasis tradicional en lo heroico, a aque-llos donde se funden la crónica y el melodrama, esa extraña mezclade elementos patrióticos y eróticos que según Doris Sommer carac-teriza nuestros grandes relatos fundacionales. En suma, me había de-jado arrastrar por el desatinado impulso de comparar dos tipos derelatos de naturaleza distinta, el puramente testimonial y el estricta-mente novelesco, atribuyéndole además al primero una mayor ade-cuación a las exigencias de la épica. La mediocridad también tienesus coartadas, y es posible que, en una primera lectura de ciertas no-velas histórico-sentimentales,10 yo haya tomado como estrategias na-rrativas lo que no era más que el resultado del mimetismo y la tor-peza. Lukács observa que el pathos de la gran novela realista –encontraste con la de tesis– radica en su capacidad para captar el f lu-jo espontáneo de la vida, “la inmediatez de la vivencia histórica”.11

En nuestra novelística, los idilios sentimentales en torno a los que sepretende reconstruir un pasado heroico carecen de esa carga de con-f licto y agonía que está en la base de todo verdadero acto genésico.“La tradición se desvirtúa –afirmaba Lamar en La crisis del patriotis-mo–, la patria cubana pierde representación sentimental al privárse-le del elemento de verdad dolorosa y de desgarramiento que hay en

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9 Jorge Ibarra, op. cit., p. 12. En Un análisis psicosocial del cubano: 1898-1925 (LaHabana, Editorial de Ciencias Sociales, 1985) el autor exploró los modos en que esasestructuras se insinuaron en el discurso literario y artístico durante el período al quevenimos refiriéndonos.

l0 Por ejemplo, Episodios de la guerra; mi vida en la manigua (1898), de RaimundoCabrera; La insurrección (1910), de Luis Rodríguez Embil; La manigua sentimental(1910), de Jesús Castellanos, y –como un fruto tardío y exangüe de esa corriente–Cenizas gloriosas (1941), de Miguel Ángel Campa. Un caso aparte serían los “Cuentosde la manigua”, incluidos en el libro Los héroes (1941), de Carlos Montenegro.

l1 Georg Lukács, La novela histórica [1955], trad. de Jasmin Reuter, México,Ediciones Era, 1966, p. 357.

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sus orígenes.”12 Lo mismo pudiera decirse de las narraciones a quevengo aludiendo –modalidades ficticias y recreativas de la literaturade campaña–, pero lo cierto es que de ese exiguo corpus no logréobtener una muestra lo suficientemente representativa como parademostrar mi aventurada hipótesis sobre la posible decadencia delgénero. En cambio, en una zona alejada del corpus, aunque no aje-na a él, hallé una imagen –la clásica imagen del náufrago que haceseñas desesperadas desde la playa de una isla desierta– que bien pu-diéramos llamar genitora, porque dio origen al tema que trataré dedesarrollar a continuación.

3

En su iconografía The Splendid Little War, Frank Freidel asegura queal amanecer del 22 de junio de 1898 –día previsto para el desembar-co de las tropas norteamericanas en el caserío de Daiquirí, al este deSantiago de Cuba– se pudo ver desde alta mar, sobre la línea difumi-nada de la costa, la figura de un hombrecito solitario “sacudiendocon fuerza un trapo blanco para indicar que los españoles se habíanido”.13 Esa curiosa instantánea adquirió de pronto para mí el carác-ter de una revelación: la de los mundos despoblados o habitados porseres invisibles. En algún lugar observa Bloch que la falta de infor-mación crea vacíos en la historia que se asemejan a mundos despo-blados. Sospecho que el hombrecito solitario del caserío desierto erasimplemente un soldado mambí que –cumpliendo lo acordado pocoantes por los jefes cubanos y norteamericanos– anunciaba satisfechoa sus aliados que podían desembarcar sin temor, porque ya se habíaestablecido allí una cabeza de playa. Detrás de aquella figurita gesti-culante no era difícil evocar el desfile de una multitud de mambisesperdidos en el anonimato –el coronel Carlos González Clavel, porejemplo, que con quinientos hombres había ocupado el caserío y lasalturas de Daiquirí– o imaginar el impresionante despliegue de tro-pas auxiliares que estaba llevándose a cabo en los alrededores, cua-tro mil hombres dispuestos a impedir la llegada de refuerzos, cavar

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l2 Alberto Lamar Schweyer, op. cit., p. 96. l3 Frank Freidel, The Splendid Little War, Boston/Toronto, Little, Brown and

Company, 1958, p. 82.

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trincheras, apoyar el cerco de Santiago y, en caso necesario, partici-par directamente en la toma de la ciudad.14 En el recuento de Frei-del todos ellos se han esfumado como por arte de magia. No descar-to la posibilidad de que el autor conociera esos datos pero losdesestimara. De hecho, en algún momento admite que los cubanoshabían prometido desalojar del caserío a las escasas fuerzas enemi-gas que lo guardaban, pero no sin antes referirse, como al pasar, a la“ineficiencia” de las tropas mambisas.15 Ahora bien, Freidel escribeen 1958, a sesenta años de distancia del acontecimiento, basándoseprobablemente en opiniones e informes de terceros. Pero la opiniónde testigos presenciales no coincide con la suya. En efecto, dos díasantes del desembarco en Daiquirí, el general William R. Shafter, jefede la fuerza expedicionaria, había bajado a tierra en compañía delalmirante William T. Sampson y algunos de sus oficiales para entre-vistarse con el jefe supremo de las fuerzas cubanas en la región, elgeneral Calixto García. La entrevista –en la que se acordaron los por-menores de la operación– se celebró en un campamento mambí re-cién instalado en las lomas cercanas. El teniente coronel John D. Mi-ley, que estuvo allí como ayudante de campo del general Shafter,cuenta lo siguiente:

Mientras se desarrollaba la entrevista, las tropas [cubanas] se iban concen-trando para darle al general [Shafter] una solemne despedida. Frente a latienda de campaña estaban formadas varias compañías que presentaron ar-mas al verlo salir, y un regimiento lo escoltó por el sinuoso sendero que ba-jaba hasta la playa, f lanqueado ahora por soldados que, en posición de fir-mes, guardando entre sí un metro de distancia, presentaban armas. Laescena produjo una honda impresión en todo el grupo. Parecía haber allí talseriedad y firmeza de propósitos que todos sentimos que aquellos soldadoseran una fuerza poderosa. Cerca del cincuenta por ciento eran negros y losdemás, mulatos, con un pequeño número de blancos. Vestían pobremente,muchos sin camisa ni zapatos, pero todos tenían armas y una canana llenade municiones.16

Lo que a mi juicio se interpone entre esos hombres y el ejército

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l4 A esa vasta operación de apoyo se asocian, en la historia de Cuba, los nombresde media docena de generales.

l5 Frank Freidel, op. cit., p. 81.l6 John D. Miley, In Cuba with Shafter, Nueva York, Charles Scribner’s Sons, l899,

pp. 58-59.

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andrajoso, famélico e “ineficiente” que se empeñan en describir al-gunos corresponsales,l7 no es algo ajeno a la imagen del hombrecitode la playa. Puede hablarse de exceso o ausencia de prejuicios, deignorancia o conciencia del modo en que se desarrolla la lucha anti-colonial –es obvio, por ejemplo, que Miley es un testigo desprejuicia-do, para quien la fuerza de un ejército no reside en el color de lapiel, los botones de la camisa o la suela de los zapatos–, pero lo queme interesa resaltar –pienso en Orientalismo, de Said– es la coheren-cia con que funciona el discurso de la dominación y la manera enque va recubriendo con su pátina los más disímiles aspectos de la rea-lidad. Dicho de otro modo: la descalificación de los mambises quehace Freidel y la imagen del hombrecito de la playa responden al mis-mo mecanismo de control ideológico: el de la producción de mitosen el contexto de los mundos despoblados. Huelga añadir que en es-te caso mito equivale a escamoteo, a coartada.

Sabemos que los artefactos discursivos de orientación colonialistao imperialista se sostienen en un principio básico, el de la superiori-dad racial. En este caso se trata de la superioridad anglosajona, puesaunque el título del ensayo remite al “discurso del 98”, sin otras pre-cisiones, aquí abordo únicamente, de modo muy somero, el que seorigina en los Estados Unidos y, como un coro entusiasta, entona esadisonante melodía por todos los medios a su alcance. Tan curiosaunanimidad nos devuelve al mito de Roosevelt: no se trata de que to-dos repitan mecánicamente la vieja partitura de Gobineau sobre ladesigualdad de las razas, sino de que todos responden, de modo de-liberado o inconsciente, a las estructuras de poder donde se generacierto tipo de consenso social. Es impresionante ver cómo funcionaesa red de discursos y canales –tan perfecta aunque no tan sutil co-mo una telaraña–, que abarca diferentes modos de producción –lospropios de la literatura, el periodismo y la docencia–, cada uno deellos con sus funciones específicas –estéticas, informativas, recreati-vas, didácticas– y sus distintos soportes materiales (periódicos, revis-tas, libros, folletos, documentales cinematográficos). La prueba deque no estamos ante papagayos o conspiradores es que esa actitud semanifiesta no sólo en la esfera pública sino también en la privada

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l7 Cf. Louis A. Pérez, Jr., Between Empires. Pittsburgh, University of PittsburghPress, 1983; y Peter Hulme, Rescuing Cuba: Adventure and Masculinity in the 1890s,University of Maryland at College Park (Latin American Studies Center Series, núm.11), 1996, pp. 26-28.

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(cartas personales, documentos de circulación restringida). Los pre-juicios o, si se prefiere, los ideologemas de la supremacía blanca sehan interiorizado de tal modo que han acabado convirtiéndose enparte de las estructuras emocionales, de los estratos más profundosde la personalidad. Para que logren atraer a individuos de todos lossectores sociales, muchos de los cuales rechazarían –en nombre desus creencias religiosas, por ejemplo– un racismo despiadado, seofrece también la doble opción del racismo paternalista y misione-ro, estrechamente ligado a la dialéctica civilización/barbarie y a losimperativos morales de la fe cristiana. Lo que el vencedor anglosa-jón debía hacer en su f lamante imperio insular –aquellas “grandes yhermosas islas tropicales”, como decía Roosevelt, recién liberadasdel yugo español– era, sencillamente, “imponer orden en el caos”.18

Ese acto, aunque compulsivo, estaba justificado moralmente, porqueel orden de marras suponía una forma más alta de civilización, elprogreso en todos los aspectos de la vida económica, política y so-cial. Tamaña responsabilidad debía asumirse magnánimamente, sintitubeos ni ambigüedades. Fue lo que dijo Rudyard Kipling, el “tro-vador del imperio británico”, desde su recién estrenado hogar enVermont, en un poema que por cierto envió a su amigo Teddy Roo-sevelt antes de publicarlo en una revista neoyorquina a principios de1899. Dijo que esa misión civilizadora era la carga, el “fardo” que elHombre Blanco debía asumir y por la que al cabo lo juzgarían lospropios pueblos “callados y taciturnos” que él iba a salvar. Una her-menéutica de la recepción podría ver en “The White Man’s Burden”el acta de nacimiento poético del imperialismo norteamericano, por-que Kipling lo escribió y publicó en medio de un intenso debate so-bre la conveniencia o improcedencia de ocupar total y definitiva-mente el archipiélago de las Filipinas.19 Si el presidente McKinleyleyó el poema debió de sentirse conmovido, aunque no convencidodel todo, ya que en determinado momento consideró oportuno tan-tear la voluntad divina sin intermediarios. En efecto, a varios pasto-res protestantes que lo visitaron a fines de 1899 les contó que había

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l8 Theodore Roosevelt, The Strenous Life; Essays and Addresses (1901), p. 7. Cit. porC. Douglas Dillon en su documentada tesis “Algunas causas extraeconómicas deltránsito de los Estados Unidos al imperialismo activo en 1898-1899” [1931],reproducida en Casa de las Américas, núm.209, oct.-dic. 1997. (Trad. de Esther Pérez.)

l9 Sobre la popularidad de Kipling en los Estados Unidos y la difusión e inf luenciaque tuvo “The White Man’s Burden”, véase C. Douglas Dillon, loc. cit., pp. 127-128.En esta última página se reproduce también el texto original del poema.

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pedido a Dios que lo iluminara sobre el espinoso asunto de las Islasy que cierta noche tuvo una revelación: “[Q]ue no podíamos hacerotra cosa que tomarlas y educar a los filipinos, instruirlos y cristiani-zarlos, Dios mediante, y portarnos lo mejor posible con ellos, porqueson nuestro prójimo, por quien murió Cristo.”20

Es evidente –y permítanme la digresión– que quienes traducen elburden de Kipling por “responsabilidad” no han leído esa piadosaconfesión de McKinley. “Responsabilidad” es un término aséptico,que carece de implicaciones emocionales; remite a alguna forma decontrato o compromiso mutuo. La metáfora del “fardo”, en cambio,sugiere inmediatamente la idea de sacrificio: para redimir a esa par-te del género humano que vive en el atraso y las tinieblas, el Hom-bre Blanco debe ser fiel a su misión, cargar estoicamente ese fardo,como cargó Cristo la cruz. La magnitud del consenso suscitado porel reclamo de Kipling produce a veces la impresión de que nos mo-vemos en un campo semántico restringido, donde ciertos términosno cesan de reiterarse. El representante de una de las tendencias ex-pansionistas más moderadas de la época le expone a McKinley sucriterio de que la inmensa mayoría del pueblo norteamericano estácontra la ocupación definitiva de Filipinas; sólo quiere ejercer sobrelas Islas –y en general sobre los territorios ocupados– “una inf luen-cia civilizadora”, dice, además de “abrir nuevos mercados” para losproductos nacionales, pero todo ello sin tener que asumir “la cargade las responsabilidades políticas” propias de un gobierno estable.21

Este tipo de enfoque, por cierto, privaba al concepto “civilización”de gran parte de su contenido, puesto que todos daban por descon-tado que la “inf luencia civilizadora” se extendería a las institucionespolíticas. El colonizador se ve a sí mismo en el espejo del colonizado

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20 Charl Olcott, The Life of William McKinley [1916], v. 2, pp. 110-111. Cit. por C.Douglas Dillon, loc. cit., p. 127. Sólo así pudo librarse McKinley de la diabólicatentación de abstenerse. Como dijo Cabot Lodge, después de consumado el hecho:“Todos los motivos egoístas, todos los intereses personales impulsaban al Presidentea abandonar las Filipinas, pero... guiado por el sentido del deber, por la herenciaespiritual del pueblo estadunidense, por sus propias dotes de estadista [...] actuó conosadía y ocupó las islas.” Henry Cabot Lodge: “The Retention of the PhilippineIslands” (1900), cit. por C. Douglas Dillon, loc. cit., p. 125.

2l Carl Schurz, carta personal al presidente McKinley, de septiembre de 1898. Cit.en “The Spanish American War: Business Recovery and the China Market. SelectedDocuments and Commentary” [Michael E. Boylen, comp.], Studies on the Left, v. 1,núm 2, invierno de 1960, pp. 61-62. (Las cursivas son mías.)

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como una imagen invertida; el éxito definitivo de su misión consisti-ría en lograr que el colonizado se convirtiera en un remedo suyo:esos Tío Tom y Gunga Din y negros “con alma blanca” que pueblanel imaginario del racismo paternalista. Las formas de gobierno, sinembargo, no pueden imitarse como se imitan las normas de conduc-ta; a veces se establecen simulacros, pero el sistema político del amo,en su conjunto, queda siempre como un modelo inaccesible. Huelgaaclarar por qué: los sistemas políticos avanzados son privativos de lasrazas superiores, y los pobladores de los territorios ultramarinos noentraban en esa categoría. Como dice el profesor Draper, presiden-te de la Universidad de Illinois, en un libro que escribió para los es-tudiantes poco después de terminar la guerra: los soldados nortea-mericanos eran “dignos representantes de una república donde elpueblo se gobernaba a sí mismo, y ejemplificaban las virtudes y elheroísmo de la raza anglosajona”; en Cuba intervinieron por compa-sión, no porque confiaran en nuestras virtudes cívicas, y en cuantoa Filipinas, ¿cómo iban a transferir el mando “a la población nativa,que era ignorante, indisciplinada y de momento incapaz de ejercerpor sí misma las funciones de gobierno”?22 A los españoles les llegósu turno cuando se debatió en el Congreso el tema de la guerra, po-co después de la voladura del Maine. España insistía en que se trata-ba de un accidente, pero uno de los congresistas, el senador Perkins,convencido de que los españoles padecían de una crueldad innata,insinuaba que a una nación que había parido monstruos como el du-que de Alba y el general Valeriano Weyler no le faltarían “hombrescapaces de mandar al otro mundo a 266 marinos en momentos enque se hallaban entregados al sueño”.23 Meses después, ya termina-da la guerra, Draper les explicaría a sus jóvenes lectores que no ha-bía sido la superioridad numérica ni de armamentos lo que condujoa una victoria tan fulminante, sino “la notable diferencia de caracte-res de las dos razas que se enfrentaron”, lo que se ponía de manifies-to, por ejemplo, en sus respectivas aficiones deportivas: del lado nor-teamericano, el beisbol y el balompié, que requerían fortaleza física

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22 Andrew S. Draper, The Rescue of Cuba. An Episode in the Growth of FreeGovernment. Nueva York, Silver, Burdett and Company, 1899, pp. 148, 178 y 139,respectiv. (El ejemplar que he consultado pertenecía a una biblioteca escolar delcondado de Marion, en Iowa.)

23 Véase debate en el Senado de los Estados Unidos (4 de abril de 1898),reproducido por Emilio Roig de Leuchsenring en Los Estados Unidos contra CubaLibre, ed. cit., t. I, p. 275.

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y temple viril; del lado español, las corridas de toros, con sus torerosemperifollados y su gusto por la carnicería.24 Si a todo esto se añadelo que, en el ya mencionado debate, afirmó el senador Clay sobre elpueblo cubano –que “era, y es, si se le deja quieto, una raza dócil,alegre, pacífica e inofensiva”–,25 tendremos el esquema clásico delcuento popular tradicional, tal como lo analizara Propp y se repro-dujera en la literatura caballeresca: de un lado, una Doncella marti-rizada (la Isla de Cuba) y un Vengador dispuesto a rescatarla a todacosta (el pueblo norteamericano); del otro, un Villano incorregible(el gobierno español). En su revelador estudio sobre el tema,26 PeterHulme –con quien obviamente estoy en deuda–, ha señalado que elmecanismo en que se basa el discurso promedio del 98 es la identifi-cación, y en especial el carácter exacerbado que adopta la misma enlos procesos de recepción del melodrama. La identificación superfi-cial requiere, por lo pronto, acción dramática: intriga, peripecias,conf lictos y, sobre todo, Buenos y Malos, es decir, personajes de unasola pieza, sin matices. Con esos ingredientes es fácil crear tensas ex-pectativas y hacer vibrar de emoción el corazón del público.27 En es-te caso, el drama estaba ahí. Para convertirlo en espectáculo sólo ha-cía falta un hábil Director de Escena.

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El genio de William Randolph Hearst –dueño del Journal de NuevaYork– consistió en lograr que la vida imitara al arte, convirtiendo ensimples unidades dramáticas tanto los hechos reales como a las per-sonas de carne y hueso. La historia –privada así de su dolorosa car-ga de verdad, como diría Lamar– se transforma en espectáculo pararegocijo del gran público y, claro está, del gran empresario, que sú-bitamente ve multiplicados sus ingresos (durante la semana siguientea la explosión del Maine, por ejemplo, el Journal duplicó su tirada,hasta superar el millón de ejemplares). Suele llamarse manipulación

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24 Andrew S. Draper, op. cit., p. 6.25 Cf. nota 23, supra. La cita en p. 256.26 Peter Hulme, Rescuing Cuba..., ed. cit.27 En el caso de Puerto Rico, la ausencia de alguno de tales ingredientes explicaría

quizá el tono descarnado que asumió el discurso sobre la Isla, considerada deantemano como botín de guerra.

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a esa falta de escrúpulos, pero lo cierto es que fue así, “dramatizan-do”, como Hearst y sus colegas de la prensa amarilla se convirtieronen precursores de lo que hoy conocemos como Nuevo Periodismo.No me detendré en la obra maestra de Hearst –el “rescate” de Evan-gelina Cossío, llevado a cabo por uno de sus reporteros– porque hasido tratada en detalle por Hulme. En cierta forma, la aventura sir-vió de introducción al escándalo provocado por el estallido del Mai-ne, apenas cuatro meses después, y de ella se dijo en el Journal quehabía sido el “episodio más audaz y romántico de los tiempos moder-nos”.28 En los sectores populares –que siempre habían simpatizadocon la causa cubana29 y ahora eran sometidos a un incesante bom-bardeo propagandístico que incluía las exhortaciones patrióticas, elclamor de venganza y las apelaciones al sentimiento humanitario–no tardó en manifestarse un estado de ánimo favorable a la guerra.Por lo demás, las argucias de Hearst y sus competidores crearon unaexpectativa sobre la situación cubana que había que satisfacer a cual-quier precio. Horatio Rubens –abogado de la Junta Revolucionariaen Nueva York– cuenta que muy pronto los periódicos no se confor-maron con las noticias oficiosas y decidieron contratar a hábiles re-porteros para que les enviaran desde Cuba informaciones y reporta-jes de primera mano. Pero no todas las fuentes eran confiables.Había periodistas cómodamente instalados en Tampa, Cayo Huesoy Nueva Orleáns que fantaseaban a su antojo amparándose en la su-puesta autoridad de reales o imaginarios informantes. Se explica asíque tomaran cuerpo los más insólitos rumores, como el de la legiónde amazonas mambisas que sembraba el pánico en las filas del ejér-cito español. Rubens observa, con admirable candor, que la patrañapodía deberse a un equívoco: tal vez los corresponsales ignorabanque en español se les suele aplicar el epíteto de “amazonas” a las ji-netas. Aunque, por otra parte, el hecho de que algunas mujeresacompañaran a sus maridos a la manigua, montando sus propias ca-balgaduras, no autorizaba a hablar de una “legión de amazonas enzafarrancho de combate, sedientas de sangre”, que mataban e inf li-gían “las torturas más salvajes y atroces” a sus adversarios...30 Hearst

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28 Peter Hulme, op. cit., p.15.29 Sobre ese vasto movimiento de solidaridad, véase Philip S. Foner: La guerra

hispano-cubano-norteamericana y el surgimiento del imperialismo yanqui [1966], Trad. deLidia Pedreira, La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1978, t. 1, cap. .

30 Cf. Horatio S. Rubens, Liberty. The Story of Cuba, Nueva York, Brewer, Warren

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mismo fue víctima del efecto bumerán cuando uno de sus correspon-sales le hizo creer que estaba reportando la situación desde el cam-po insurrecto; en realidad, pasaba la mayor parte del tiempo “en elbar del Hotel Inglaterra, en La Habana, bebiendo cocteles y recopi-lando historias sobre atrocidades [de los españoles], que le suminis-traban los simpatizantes de los rebeldes”.31 Los propios miembros dela Junta Revolucionaria en los Estados Unidos no parecían estar li-bres de sospecha: sus detractores los acusaban de librar verdaderasbatallas de papel, reportando dudosos combates e imaginarias victo-rias mambisas.32

Esas entelequias verbales, donde lo único real era el f lujo incesan-te de discursos, tenían propiedades similares a las de aquellos som-breros mágicos que hacían invisibles a sus portadores: bajo ellas de-saparecía como por encanto la verdadera historia de Cuba. Eralógico que eso pasara en el reino de lo efímero, representado por laprensa, pero no que ocurriera también en el de la historiografía. Locierto, sin embargo, es que los historiadores norteamericanos se die-ron siempre el lujo de prescindir de la extensa bibliografía existenteen español sobre este conf licto cuyo nombre tradicional (GuerraHispano-americana) revela, como bien dice Foner, una crasa igno-rancia o peor aún, un desprecio total hacia los cubanos y su larga lu-cha por la independencia. Cuando la ideología penetra en el terrenode la topografía se produce un curioso desplazamiento conceptualque pudiéramos llamar, en este caso, anglocentrismo. En él se vieroninvolucrados, inclusive, los cubanos residentes en los Estados Uni-dos, pues quien lee a los historiadores de ese país, según Foner, puedellegar a la conclusión de que la guerra no la libraban los mambisesen los campos de Cuba, sino los miembros de la Junta Revoluciona-

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& Putnam, 1932, pp. 202 y 204. Entre los corresponsales, Rubens mencionaexpresamente a Sylvester Scovil, del New York World, a Crosby, del Chicago Tribune, aSummerfield, del New York Herald, a Karl Decker, del New York Journal, a RichardHarding Davis, a Charles Michelson y a Grover Flint. Luego habría que añadir losnombres de algunos que desembarcaron con las tropas en el 98: Steven Crane yWinston Churchill, por ejemplo. También el cubano José de Armas y Cárdenas vinoen esa oportunidad, como corresponsal de The Sun.

31 Peter Hulme, op. cit., p. 10.32 De ahí el sarcástico comentario que apareció en un periódico de Cincinnati, el

Times Star, apenas comenzada la guerra del 95: “Las fuerzas insurrectas parecen estarprincipalmente compuestas de corresponsales periodísticos armados de lápices,cámaras fotográficas y otras armas igualmente mortíferas.” (Cf. Philip S. Foner, op.cit., p. 189 n.)

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ria en los Estados Unidos, presididos por Tomás Estrada Palma, querealizaban un intenso cabildeo y una constante actividad propagan-dística. En suma, incluso “algunos historiadores destacados escribencomo si ni siquiera hubiese habido guerra en Cuba antes de que in-terviniese Estados Unidos”.33 Lo hacen siguiendo una técnica quemetodológicamente está más cerca del arte que de la historiografía:consiste en aislar fragmentos de realidad y presentarlos como con-juntos. Para eso hay que prescindir de los contextos, o si se quiere,de los elementos cronotópicos, como diría Bajtín, que rigen los prin-cipios de temporalidad y causalidad en que se basa la narración rea-lista. Se desemboca así en la historiografía de los mundos despobla-dos, que vista desde acá no es la de la memoria, sino la del olvido.Este modus operandi –cuya característica más sobrecogedora es quesuele ser inconsciente– pudiera ilustrarse con lo que, siguiendo a uncronista mambí, llamaré el mito de Rowan.

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En abril de 1898, ante la inminencia de la guerra con España –elCongreso de los Estados Unidos acababa de aprobar la famosa Reso-lución Conjunta, que reconocía el derecho de Cuba a la independen-cia–, el general Nelson A. Miles, secretario de Guerra, se planteó laconveniencia de ordenar un desembarco de tropas en las inmedia-ciones de Santiago de Cuba. Para realizar la operación con la mayorrapidez y el menor número de bajas posible, se necesitaba el apoyodel Ejército Libertador de Cuba, representado en la zona, como yavimos, por el general Calixto García. Miles decidió solicitar directa-mente su colaboración sabiendo que Tomás Estrada Palma –repre-sentante del Partido Revolucionario Cubano en los Estados Unidos–le había prometido al presidente McKinley que daría instruccionesal general García y otros altos jefes mambises para que, llegado el

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33 Philip S. Foner, op. cit., pp. 7 y 189. Sobre el tema de la guerra en su conjunto,véase Araceli García-Carranza (comp.), Bibliografía de la guerra de independencia(1895-1898), La Habana, Biblioteca Nacional José Martí, 1976. Para una visióndetallada de los acontecimientos, desde la perspectiva cubana, véase Felipe MartínezArango, Cronología crítica de la guerra hispano-cubanoamericana [1950], 3a ed., LaHabana, Editorial de Ciencias Sociales, 1973; y para una visión panorámica, desde laperspectiva española, Pablo de Azcárate, La guerra del 98. Madrid, Alianza Editorial,1968.

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momento, apoyaran y ejecutaran “los planes de los generales ameri-canos en campaña”.34 La persona escogida para trasladarse clandes-tinamente a la Isla, ponerse en contacto con el general y volver rápi-damente a Washington con su respuesta fue un subordinado deMiles, el teniente Andrew S. Rowan, cuyo nombre pasaría a la poste-ridad, tanto en los Estados Unidos como en Cuba. Sobre esta opera-ción, Freidel es muy parco; se limita a decir que Rowan “atravesó Cu-ba para localizar al general insurrecto Calixto García” y que “esahazaña fue celebrada por Elbert Hubbard en un folleto [A Message toGarcia], distribuido por millones, donde se elogiaba a aquellos quecumplían ciegamente las órdenes” de sus superiores.35 Draper esmás explícito, aunque igualmente sobrio. Dice en esencia lo siguiente:

Que al declararse la guerra con España se consideró necesario es-tablecer contacto con los jefes de la insurrección, que se movíanconstantemente por zonas inaccesibles de la isla. Para llegar a ellos,en Cuba, había que jugarse la vida atravesando “cientos de millas deterritorio enemigo”. Rowan arribó a Kingston a finales de abril y,después de recibir instrucciones de Washington y de un fatigoso via-je a la costa, salió rumbo a Cuba –una distancia de cien millas– enun barquito de vela, con el que burló la vigilancia de la marina espa-ñola. Desembarcó sin novedad y luego, guiado por militares cubanos,se abrió paso a través de la espesura –“durmiendo a la intemperie,alimentándose de boniatos, bebiendo agua de coco”...– hasta que lle-gó a su destino, situado “en el corazón mismo de la selva”, donde en-tregó su mensaje. Al regreso tuvo que recorrer otras cien millas has-ta la costa norte de la isla. Allí, simpatizantes de la causa cubana lefacilitaron un bote de remos, con velas improvisadas, y acompañadopor cinco cubanos atravesó las doscientas millas de aguas turbulentasque lo separaban de Nassau, en las Bahamas. Tomó un vapor paraCayo Hueso y luego un tren para Washington. Había cumplido sumisión. El general Miles propuso que fuera ascendido a teniente co-ronel: “El teniente Rowan –afirmó– ha realizado un acto de heroís-mo y de audacia raras veces superado en los anales de la guerra”.36

Este cuadro –aunque realista, salvo por algunos detalles– adolecede una falla técnica: no tiene dimensión de profundidad. Las figu-

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34 Véase comunicación de Estrada Palma en Felipe Martínez Arango, op. cit., pp.203-204.

35 Frank Freidel, op. cit., p. 46. (Véase retrato de Rowan en la misma página.)36 Véase Andrew S. Draper, op. cit., pp. 152-154. (Las cursivas –como el propio

resumen– son mías.)

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ras y los espacios que sirven o pudieran servir de modelos han sidoomitidos o difuminados. Los personajes cubanos –esos oficialesmambises que reciben a Rowan, los “simpatizantes” que le facilitanun bote, los hombres que se embarcan con él rumbo a Nassau– ca-recen por completo de relieve. Son los eternos nativos, simples pun-tos de referencia gracias a los cuales la figura del personaje princi-pal se destaca vívidamente contra el fondo impreciso del paisaje. Ysin embargo, lo que la aventura de Rowan muestra con absoluta cla-ridad es el nivel de coherencia y organización que tenían las fuerzasrevolucionarias, tanto civiles como militares. Sólo la existencia deuna formidable red de comunicaciones y servicios auxiliares podíagarantizar que el periplo de aquel curioso mensajero –que no habla-ba una sola palabra de español y no conocía un solo palmo del agres-te territorio que debía atravesar– pudiera cumplirse sin contratiem-pos en tan breve lapso. Un meticuloso recuento de la aventura,hecho desde la perspectiva cubana,37 demuestra dos cosas: primero,que aunque Rowan tenía un valor a toda prueba y una ilimitada con-fianza en sí mismo, no corrió ningún peligro en el cumplimiento desu misión;38 segundo, que aquellas figuritas diseminadas por el pai-saje tenían nombre, identidades y propósitos bien definidos. El des-tinatario del mensaje, además, era un personaje de leyenda. En esaépoca estaba a punto de cumplir sesenta años y, después de la muer-te en combate de Antonio Maceo, había pasado a ser lugartenientegeneral del Ejército Libertador, el segundo hombre en la jerarquíamilitar mambisa, sólo precedido por Máximo Gómez. Fue justamen-te allí, en Bayamo, donde se incorporó a la Revolución treinta añosantes, junto con otros setenta jóvenes. En 1898 era el único de ellosque, según sus propias palabras, no había cometido “la gran tonte-ría de morirse”, aunque ocasiones no le faltaron: su hoja de servi-

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37 Para los detalles menos conocidos me baso en el relato de Aníbal Escalante Bea-tón, ayudante del general García que vio a Rowan en Bayamo y a quien EugenioFernández Barrot –el oficial que condujo a Rowan hasta allí– le contó los pormenoresdel recorrido. Véase Aníbal Escalante Beatón, Calixto García y su campaña del 95[1946], 2a ed., La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1978, pp. 432-464. Rowanse entrevistó con el general García el 1 de mayo, día en que a miles de kilómetros dedistancia se iniciaría el espectacular relevo de un imperio por otro con la destrucciónde la escuadra española en la base naval de Cavite (Manila).

38 En alta mar, porque las naves españolas que patrullaban la costa sur, previendolo que iba a ocurrir, se habían concentrado en Santiago de Cuba; en tierra, porqueel escenario de la acción –las zonas rurales de la provincia de Oriente– estaba enpoder de los mambises.

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cios, en el curso de tres insurrecciones, incluía todo tipo de accionesde guerra: escaramuzas, combates y tomas de pueblos y ciudades. En1874 cayó en una emboscada y, para evitar que lo hicieran prisione-ro, se disparó un tiro por debajo del mentón que le salió por la fren-te.39 Fue uno de los primeros estrategas mambises que combinó lastácticas de guerrilla con el empleo de la artillería. Cuando Rowan lovisitó, era jefe del Departamento Militar de Oriente, un vasto terri-torio convertido en bastión de la lucha independentista. Apenas dosmeses después cumpliría su compromiso, como ya vimos, situandoen las inmediaciones de Santiago de Cuba cuatro mil hombres listospara apoyar el desembarco de las tropas norteamericanas y luego latoma de la ciudad.

En suma, la manigua estaba muy lejos de ser un espacio despobla-do o habitado por fantasmagóricos nativos. En lo profundo del mon-te –como en la playa desde la que lanzaba su grito de júbilo el hom-brecito del trapo blanco– había un pueblo empeñado en luchar porsu independencia y por un ambicioso proyecto de justicia social. Talvez sea eso lo que Escalante quiso decir cuando, a propósito de lasimaginarias aventuras de Rowan, expresó el temor de que pudieraocultarse allí “el deseo preconcebido de crear un mito” –un mitodestinado a adormecer la conciencia criolla.40 Para él, semejantepropósito era incompatible con el normal desarrollo de la identidadnacional, en un pueblo que aún no tenía medio siglo de haberseconstituido en república y donde todavía el máximo emblema del po-der era la Embajada americana. ¿Estaría pensando Escalante, quizás,en el mito del Superhombre –lo que hoy llamaríamos el mito deRambo?

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39 La profunda cicatriz que le quedó encima del entrecejo sería un permanentemotivo de orgullo tanto para los patriotas cubanos como para los médicos militaresespañoles que le salvaron la vida.

40 Aníbal Escalante Beatón, op. cit., p. 438.

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EL ENIGMA CUBANO: UN TESTIMONIO PERSONAL

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Cuando escribí la primera versión de este texto,1 allá por los años1993 o 1994, nadie podía asegurar que cinco años después seguiríaexistiendo la Revolución cubana. El hecho mismo de que por enton-ces el sistema socialista cubano todavía no se hubiera desplomado,junto con el muro de Berlín y el asta de la bandera roja que ondea-ba sobre las vetustas murallas del Kremlin –eran ésas las fronterasdel espacio geopolítico donde se desarrollaba a la sazón el ochentapor ciento del comercio exterior cubano–, constituía para muchosun verdadero enigma. Y fuera de Cuba, hasta donde yo alcanzaba asaber, el enigma aún no se había despejado. De modo que parecíallegada la hora de renunciar definitivamente a la lógica de los este-reotipos para tratar de hallar por otros rumbos las razones profun-das de esa terca, escandalosa persistencia.

El año 1998 tuvo, en ambos lados del Estrecho de la Florida, uncarácter emblemático. Se cumplió un bienio de la promulgación, porel Congreso de los Estados Unidos, de la Ley Helms-Burton, conce-bida como el tiro de gracia al cuerpo agonizante de la Revolución cu-bana, una revolución que, por cierto, a esas alturas ya había roto unrécord histórico sin precedentes en el contexto de América Latina:haber resistido durante casi cuatro décadas la hostilidad y el bloqueosistemáticos de nueve sucesivas administraciones norteamericanas.Eso también era algo digno de conmemorarse, junto con el centena-rio de la guerra hispano-cubano-americana, como resultado de lacual esta bendita isla –como suele decirse– “cambió de amo”: termi-naron casi cuatrocientos años de dominación colonial española y seinició, impuesto por nuestros propios aliados –los gobiernos de Mc-Kinley y de Theodore Roosevelt–, un régimen neocolonial que du-raría sesenta años. La puja entre empresarios estadunidenses y na-

[25]

1 Destinado a presentar el número especial “Bridging Enigma: Cubans on Cuba”de la revista The South Atlantic Quarterly (Universidad de Duke, Carolina del Norte).Véase SAQ, 96:1, invierno de 1997. Ésta es una versión abreviada.

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cionalistas cubanos durante esa accidentada etapa –los primeros em-peñados en dominar la isla a través de sus banqueros y los segundosresueltos a impedirlo por todos los medios a su alcance–, suscitó lasospecha de que Dios había creado a los yanquis para que Cuba co-nociera los límites de su libertad, y a Cuba para que los yanquis co-nocieran los límites de su poder. Claro que hay de todo en la viña delSeñor: desde un Henry Reeve, héroe legendario de nuestras guerrasde independencia, nacido en Brooklyn, de padres luteranos, en l850–al morir en combate, a los veintiséis años de edad, era general debrigada del Ejército Libertador–, hasta los miles de criollos que yaentonces, como hoy, soñaban con distintas formas de anexión a losEstados Unidos. Lo cierto es que la primera mitad del siglo XX cuba-no –para no hablar de la segunda– sería totalmente incomprensiblesi no se tienen en cuenta, por un lado, la profunda convicción nor-teamericana de que Cuba no es más que un apéndice insular de laFlorida, y por el otro, la relación de amor-odio que la mayoría de loscubanos sostiene desde siempre con los Estados Unidos. Lo quequiero subrayar es el hecho de que esas actitudes tienen hondas raí-ces en la historia de nuestras relaciones recíprocas; no surgen enl959, cuando los guerrilleros encabezados por Fidel Castro tomaronel poder, o en l96l, cuando se produjo la invasión de Playa Girón yse proclamó el carácter socialista de la Revolución cubana, ni se pro-longan por la simple voluntad de un partido –Comunista, Demócra-ta o Republicano–, o por el simple capricho de un Presidente, lláme-se Clinton o Castro. Para nosotros –los partidarios de la Revolución–se trata, sobre todo, de otra cosa: de la incapacidad del grande paratratar con el chico en pie de igualdad. Estamos convencidos de quelo demás es pretexto, manipulación ideológica, coartada. Aún no he-mos olvidado las tres condiciones, risibles o virtualmente inacepta-bles, que en el apogeo de la guerra fría reiteró el binomio Reagan-Bush para establecer relaciones normales con Cuba: primera, que elgobierno revolucionario dejara de “exportar” la subversión a Cen-troamérica; segunda, que retirara sus tropas de África, y tercera, querompiera sus vínculos políticos y militares con la Unión Soviética.Por increíble que parezca, de eso hace menos de diez años. Pocospaíses en el mundo habrán cambiado tanto como Cuba, desde enton-ces, sin dejar de ser los mismos. Ésa es hoy la gran paradoja, el ver-dadero enigma de la sociedad cubana.

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Cuba sigue viviendo en una atmósfera de plaza sitiada, donde se re-piten las viejas consignas y se exaltan, con dosis variables de lucidezo paranoia, aquellas virtudes militares –la combatividad, el sacrifi-cio, la disciplina... – que contribuyen a mantener la unidad de la ma-yoría de la población en torno al proyecto revolucionario. Huelgaañadir que en este marco no hay espacio para la oposición organiza-da: prima el criterio de que esa oposición no tardaría en aliarse conel Enemigo –los halcones de Washington y la extrema derecha deMiami– para formar una quinta columna, un frente interno que aca-baría asumiendo posiciones abiertamente contrarrevolucionarias. Lallamada Ley Torricelli, aprobada también por el Congreso nortea-mericano, habla de alternativas de subversión en Cuba que incluyen–bajo el código de Carril II–, todas las formas de penetración ideo-lógica y cultural. Al parecer esta hábil estrategia se aplicó en el Estede Europa con excelentes resultados. Pero debe tenerse en cuentaque el caso cubano presenta algunas peculiaridades. Aquí no es po-sible utilizar como caballo de Troya la cultura o ciertas expresionesdel modo de vida americano por la sencilla razón de que ya estánadentro desde hace mucho tiempo, integradas en mayor o menor me-dida a la cultura cubana. El cine estadunidense, la literatura, la mú-sica popular y, por supuesto, la afición al beisbol y a los hot-dogs, for-man parte de nuestro imaginario colectivo y de nuestra propia vidacotidiana. El léxico popular cubano está lleno de anglicismos proce-dentes de los Estados Unidos, y hasta el propio país suele recibir tra-tamientos familiares: antes, por razones obvias, era el “Norte” o la“Yunái” (United); ahora, por causas desconocidas, es la “Yuma”. Cu-ba es sin duda uno de los países del mundo que mejor conoce a los“americanos”, para bien y para mal. Lo que, en cambio, constituyeuna amenaza para el normal desarrollo del proyecto revolucionarioes la ideología de la sociedad de consumo y del sálvese-quien-pueda.En un país subdesarrollado, como el nuestro, la idea misma de Re-volución socialista sería inconcebible si no se sostuviera en el ejerci-cio sistemático de la austeridad y la solidaridad.

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En términos de beneficios y desventajas, tanto individuales como co-lectivos, los cubanos, en Cuba, vivimos una contradicción perma-

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nente que sólo podrá superarse con el desarrollo simultáneo de laeconomía y de la conciencia social. Todo cubano al nacer tiene unaexpectativa de vida de setenta y cinco años, durante los cuales se legarantizan determinados privilegios: el derecho a la enseñanza y laatención médica gratuitas –desde la escuela primaria hasta la univer-sidad, desde la simple extracción de una muela hasta un trasplantede corazón o un sofisticado tratamiento contra el cáncer–; pensionespor vejez o accidentes de trabajo, vacaciones pagadas y la satisfac-ción de saber que en su país no existe el analfabetismo, el índice demortalidad infantil es uno de los más bajos del mundo, la droga nose conoce como fenómeno social y el deporte alcanza los más altosniveles de excelencia: en las tres últimas Olimpíadas, por ejemplo–las de Barcelona, Atlanta y Sidney–, Cuba se situó entre los diez pri-meros lugares. Hay que tener en cuenta también los bienes intangi-bles –como el sentido de la dignidad y la autoestima– que en una re-volución popular reivindican de inmediato los sectores másdiscriminados de la sociedad. Y por último, no debe subestimarse elpapel educativo que las propias circunstancias ejercen sobre la sensi-bilidad del individuo, de lo que puedo dar fe mediante una anécdo-ta personal: cuando mi hijo mayor, nacido en l96l, visitó por prime-ra vez un país extranjero –latinoamericano–, se escandalizó al vermendigos en las calles, y más aún al ver que muchos de ellos eran ni-ños. Como quiera que nunca, en sus treinta años cumplidos, habíavisto con sus propios ojos a un ser humano pidiendo limosna, el es-pectáculo le resultaba insoportable.

Ahora bien, ese mismo cubano que goza de privilegios tan inusua-les en el mundo subdesarrollado, tiene grandes limitaciones de con-sumo en su vida cotidiana, que abarcan no sólo los artículos suntua-rios sino también los de primera necesidad. No puede comprar unacasa, un automóvil, un billete de avión para el extranjero, una moto-cicleta o una simple grabadora si no se los “asigna” su centro de tra-bajo o un organismo del Estado, pero tampoco puede adquirir –fue-ra de la libreta de racionamiento– un buen par de zapatos, unpantalón, una botella de aceite o un jabón de tocador si no tiene dó-lares o su equivalente en moneda nacional. Para hacerse una idea delo que esto significa, como factor de desequilibrio social, baste saber,a manera de ejemplo, que el camarero de un centro turístico que,por concepto de propina, recaudara dos dólares diarios –unos cua-renta pesos, al cambio oficial–, ganaría tres veces más que un un pro-fesor universitario o un ingeniero. El principio socialista resumido

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en la máxima “De cada cual según sus capacidades, a cada cual se-gún su trabajo”, se quiebra ante semejante disparate.

Que esa situación sea necesariamente transitoria no la hace me-nos irritante para un pueblo que ya había satisfecho la mayor partede sus necesidades básicas y había aceptado –en el caso de la clasemedia– o se había habituado –en el caso de los sectores populares–a un nivel razonable de igualdad entre las distintas capas sociales (elsalario máximo sólo podía ser cuatro veces mayor que el salario míni-mo). Es una ironía de la historia que haya sido el propio Gobiernorevolucionario, forzado por las circunstancias, el que introdujera eseelemento disociador, simbolizado por el dólar, en un organismo so-cial cuya consistencia ideológica se basaba, sobre todo, en su homo-geneidad. Las consabidas diferencias entre quienes tienen mucho yquienes tienen poco se agudizaron por la decisión oficial de favore-cer tres líneas de reactivación económica: la apertura a las inversio-nes extranjeras, el desarrollo acelerado de la industria turística y laformación de pequeñas empresas privadas en el sector de los servi-cios. En efecto, las personas directa o indirectamente involucradasen esas actividades suelen tener ingresos que exceden con mucho lamedia nacional (una desproporción que el Estado trata de atenuarmediante impuestos progresivos). Si se toma en cuenta la masa depequeños agricultores que son propietarios individuales de sus tie-rras, y de cooperativistas que son propietarios colectivos de las su-yas, se verá que un porcentaje relativamente alto –aunque minorita-rio– de la población económicamente activa desarrolla su gestiónfuera de las empresas y organismos estatales. En esos espacios ope-ran, con escasas restricciones, las leyes de la oferta y la demanda, esdecir, la dinámica del mercado: los mecanismos capitalistas, en unapalabra.

No soy economista. No sé qué dosis de capitalismo puede asimi-lar un sistema socialista sin dejar de serlo o sin que comiencen a re-producirse en su interior esas manifestaciones de egoísmo y darwi-nismo social que están entre los rasgos distintivos del capitalismosalvaje. Ignoro cuáles podrían ser las implicaciones éticas y psicoló-gicas del invento chino conocido como socialismo de mercado. Perosospecho que la práctica sistemática de la gestión empresarial de ti-po capitalista, por primaria que sea, tiene que acabar generando –enuna sociedad como la nuestra– las expectativas y demandas de una“nueva clase” que tal vez intente llenar, modestamente, el vacío deja-do por la burguesía hace cuarenta años. A menudo la burocracia

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alienta en secreto esas pretensiones pero carece de base económicapara sostenerlas. Los nuevos actores sociales, en cambio, piensanque sus aspiraciones son legítimas porque se basan en sus propiosméritos de trabajadores y empresarios. Desde esa óptica, tales islotesde capitalismo –que en la prestación de determinados servicios, co-mo los gastronómicos, compiten ventajosamente con el Estado– sir-ven como índices para medir por contraste la eficiencia o incompe-tencia de las empresas estatales. En este último sentido, el Estadopaternal puede llegar a límites insospechados. A la larga, el modeloeconómico copiado de la Unión Soviética en los años setenta demos-tró ser, en Cuba, tan perjudicial como inviable. Cerca del setenta porciento de las empresas cubanas operaban con pérdidas y debían sersubsidiadas. Esta situación pudo mantenerse mientras la Unión So-viética compró nuestro azúcar a precios superiores y nos vendió supetróleo a precios inferiores a los del mercado mundial. Pero tal li-beralidad tuvo efectos dañinos a largo plazo: no sólo contribuyó aocultar la ineficiencia y reforzar la burocracia, sino también a pro-longar nuestra dependencia de un solo producto y un solo mercado,lo que hizo más agónica la crisis de los noventa.

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Sería tan absurdo negar la necesidad de los cambios como descono-cer su impacto en la psicología, la cosmovisión y el comportamientocotidiano de la gente, en especial de los jóvenes. No hay que ser pro-fesor de dialéctica para saber que toda situación, bajo el peso de lascontradicciones, genera su propia dinámica y puede llegar a conver-tirse en su contrario: el espíritu de sacrificio en hedonismo, el entu-siasmo en apatía, la confianza en suspicacia. Esa inversión de valoreses parte de la crisis de legitimidad que hoy afecta el campo de la ideo-logía y está presente, como tendencia al menos, en todos los inten-tos del cubano por adaptarse con cierta coherencia a las nuevas cir-cunstancias. Cabe preguntarse, entonces, si el ejercicio consciente dela austeridad y la ética solidaria no dará paso, como resultado de lacrisis, a los espejismos de la sociedad de consumo y los melancólicosseñuelos del escepticismo y la frivolidad. ¿Podrá evitarse que en unapirueta grotesca el ideal comunista se convierta en mentalidad consu-mista, frustrando así, de una vez y por todas, la posibilidad de mejo-

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ramiento y desarrollo del proyecto revolucionario? Admitir que el fu-turo es incierto no es resignarse a volver al pasado, o como diría Ed-gar Morin, abandonar la idea del mejor de los mundos no significarenunciar a la idea de un mundo mejor. Lo triste de la experienciasoviética no es que el sistema muriera por asfixia y sin que nadie lollorara; lo triste es que de las ruinas de ese experimento colosal, quepor un instante pareció cambiar la faz del mundo, no saliera unapropuesta nueva, sino la misma vieja distribución de espacios y fun-ciones que tan bien conocemos por estos lares: ricos arriba, pobresabajo. ¿Para eso se lanzaron millones de personas al asalto del cielo?¿O es que se pretendía implantar, en medio de la estepa, un capita-lismo “con rostro humano”? Se me disculpará la ironía. Sé que hay,entre las respuestas posibles, una que remite directamente al tema dela democracia.

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En un encuentro de académicos y artistas cubanos de ambas orillas,celebrado en La Habana, una pintora residente en Chicago habló deun drama que conocía por experiencia propia: el de los excluidos. Ci-tando la famosa advertencia de Fidel en el discurso conocido comoPalabras a los intelectuales –“Dentro de la Revolución, todo; contra laRevolución, nada”–, se quejaba de que entre esos extremos no se ad-mitieran gradaciones ni matices. Ello se debía, en su opinión, a loque denominó “el principio de incondicionalidad”: la Revoluciónexigía de los ciudadanos un apoyo incondicional, de modo quequien disintiera o no aceptara sin reparos “los valores de la nueva so-ciedad”, quedaba automáticamente “excluido de ella”.2 Sabemos queese tipo de extremismo es propio de las situaciones de guerra, en lasque el ciudadano, convertido de pronto en “soldado de la Patria”, só-lo puede elegir entre el patriotismo y la traición.

Para situar el drama de los excluidos en su verdadero contexto ha-bría que aclarar que el citado discurso se pronunció el 30 de juniode l96l, apenas dos meses y medio después de Playa Girón, la inva-

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2 Cf. Nereida García-Ferraz, “Para una aproximación a la problemática de lacultura en las relaciones entre la nación y el exilio”, Cuba: Cultura e identidad nacional,La Habana, UNEAC/Universidad de La Habana, 1995, p. 131.

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sión de Bahía de Cochinos organizada por la CIA. Las Palabras a losintelectuales hallaron su tono y su caja de resonancia natural en el cli-ma político de la época, caldeado por la indignación contra los yan-quis, el orgullo de la victoria y la exaltación nacionalista. Para cadauno de los bandos en pugna el dilema tenía, pues, significados dis-tintos: para los partidarios equivalía al máximo de libertad; para losadversarios, a la más rígida censura. Es así, en medio de la agresiónmilitar y el torbellino de la lucha de clases, con el beneplácito deunos –los más– y la irritación de otros –los menos–, como se instau-ra el discurso de la plaza sitiada con sus correspondientes estrategiasy mecanismos coercitivos. Y puesto que de hecho nadie es libre deltodo allí donde no todos son libres, los propios revolucionarios, alcabo, tuvimos que ceder una parte de la libertad recién conquistadapara no correr el doble riesgo de enfrascarnos en disputas internasy de “dar armas al enemigo”. Una decisión necesaria pero igualmen-te riesgosa, porque podía servir para justificar todas las coartadas dela censura y la autocensura.

Un sistema de participación social como el que impera hoy en Cu-ba –donde nadie es discriminado por motivos de clase, sexo, credo oraza–, tiene que encontrar tarde o temprano sus correspondientesformas de expresión en el plano político. Claro que existen en el paístodos los mecanismos necesarios para garantizar ese derecho dentrode la Revolución –comenzando por elecciones periódicas donde loscandidatos, propuestos en su mayoría por los propios electores, sonelegidos mediante votación secreta y directa–, pero de lo que se trataes de saber si puede lograrse el pleno ejercicio de la democracia po-lítica en un sistema de partido único. A la hora de tomar las decisio-nes, ¿quiénes deciden qué basándose en qué alternativas? Esa simplepregunta pone de manifiesto la necesidad de un ejercicio sistemáticoy riguroso de la crítica y la autocrítica –algo de lo que nadie debe que-dar exento, y mucho menos si es dirigente del gobierno o el Partido–,para evitar que se instauren aquí relaciones de dominación y nivelesde impunidad que –como ocurrió en el ámbito soviético– den al tras-te con el proyecto socialista. Añádase a ello el peligro representadopor las múltiples formas de corrupción que gangrenan el tejido so-cial en épocas de privaciones y reajustes: el mercado negro, el sobor-no, la malversación, la rapacería... Todo eso implica un desafío queatañe tanto al plano de la ética como al de la fiscalización colectivade la administración y el análisis de los problemas internos. Y es aquídonde nuestros medios de difusión, con su inagotable optimismo, se

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muestran incapaces de asumir la función crítica que les corresponde;operan casi siempre como órganos de agitación y propaganda, no co-mo voceros y catalizadores del debate público.

A los adversarios eso les parece natural: se trata, dicen, de la faltade libertad de expresión que caracteriza a las dictaduras. Los revolu-cionarios nos encogemos de hombros: dentro de los muros de la pla-za sitiada, la cuestión de las prioridades democráticas –libertad políti-ca o justicia social– nos recuerda la clásica pregunta sobre el huevo yla gallina. El problema, de hecho, nos desborda: mientras no cese la si-tuación de emergencia que dio origen al pacto defensivo –dentro, todo;contra, nada–, es muy difícil que puedan instrumentarse nuevas formasde apertura política. Entramos así de lleno en el Gran Círculo Viciosode la Cuenca del Caribe, pues la “apertura” es ahora la primera con-dición que ponen la Casa Blanca y el Congreso norteamericano parasuspender el bloqueo y las amenazas que penden sobre Cuba.

En Washington y Miami se afirma o insinúa que el verdadero obs-táculo para la normalización de las relaciones entre ambos países esFidel Castro en persona. Sería difícil convencer de eso a la inmensamayoría de los cubanos de la isla, incluyendo a muchos adversariospolíticos de la Revolución. El “Castro” de sus detractores nada tieneque ver con el “Fidel” de sus partidarios. Fidel –producto neto de lahistoria de Cuba– es un espejo en el que se reconocen millones decubanos; Castro es un muro detrás del cual once millones de cuba-nos se pierden de vista. Si adoptáramos el esquema maniqueo de laspelículas de Hollywood, pudiéramos decir que se trata del mismo ac-tor representando papeles opuestos en dos escenarios distintos: Fi-del, aquí, el de Héroe; Castro, allá, el de Villano. Huelga aclarar queel Héroe está muy lejos de ser infalible y ostenta algunos de los ras-gos que en América Latina caracterizan al caudillo carismático y po-pulista, pero resulta que este Héroe específico encabezó, primero, laguerra de guerrillas que derrotó a una tiranía sangrienta, y después,un proceso revolucionario que transformó desde su base, en benefi-cio de las grandes masas populares, las relaciones económicas, socia-les y políticas del país. Y en la apoteosis de l959 –como ya había ocu-rrido en l868, l895 y l930, otros momentos inaugurales de ese avatarhistórico conocido como Revolución cubana– logró sacar a f lote,rescatándolas de un enorme naufragio, las reservas morales y espiri-tuales de una nación exhausta, pero no resignada. Como si todo esofuera poco, Fidel es el hombre que desafió a los yanquis y que pormás tiempo les ha sostenido la mirada sin pestañear, lo que basta pa-

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ra que muchos –en Cuba y en América Latina, por supuesto, perotambién en otras partes del mundo– lo respeten y admiren. Su dis-curso es a menudo tajante e incluso apocalíptico, pero está orgánica-mente integrado a la memoria de la nación y a sus aspiraciones másprofundas, formuladas en el arduo proceso de lucha por la indepen-dencia y la soberanía que se inició en el pasado siglo. De modo quelos defensores de la fortaleza nos limitamos a gritar “¡Patria o Muer-te!” cuando los sitiadores nos advierten que, para librarnos del cer-co y asegurar una transición pacífica nada menos que al multiparti-dismo y la economía de mercado, debemos entregar sin resistenciaal Comandante de la plaza. Los defensores sabemos muy bien, pri-mero, que “uno no cambia de caballo en medio de la corriente”, ysegundo, que no es rindiéndonos sino resistiendo como podremosalcanzar en el futuro niveles superiores de democracia.

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Dos cosas no escasearon aquí, ni aun en los peores momentos de lacrisis: la imaginación y las ideas. La falta de recursos materiales y fi-nancieros sólo afectó la producción cultural en términos cuantitati-vos –menos libros, exposiciones, conciertos, películas...–, pero el im-pulso renovador y la inquietud intelectual se mantuvieron e inclusose intensificaron en ciertos géneros, pese al éxodo de numerosos es-critores y artistas. Aun en aquellas ocasiones en que parecía que lasituación tocaba fondo y amenazaba con hacerse irreversible, cuan-do en Miami seguían preparándose las maletas para el regreso triun-fal a la Isla –estoy pensando en el trienio que tiene como eje el añoterrible de l993– se hizo evidente que el movimiento cultural cuba-no no sufriría un colapso. Por lo pronto, no se cerraron las escuelasde arte –aunque los becarios no se alimentaran como debían–, ni sedejaron de publicar poemarios –cuadernos y plaquettes de hojas suel-tas, que el lector podía armar y desarmar a su gusto–, ni de montar-se obras teatrales –siempre a riesgo de que un súbito apagón impi-diera llegar a la catarsis, al esperado instante en que Nora debía darsu célebre portazo–, ni cesaron las exhibiciones de artes plásticas,donde por cierto la carencia de lienzos, pinceles y pintura favorecióel desarrollo de las instalaciones y los ready-made que –colocados a lasombra protectora de Duchamp y Beuys– lanzaban al rostro del es-

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pectador sus escandalosos mensajes de tablas, ladrillos, alambres,hierros retorcidos, materiales de desecho.

Si en el discurso político resistir era la palabra de orden, no habíaduda de que los escritores y artistas estaban resistiendo a su manera,es decir, haciendo política por otros medios. Eso explica en parte sudecisión de aportar al imaginario colectivo, a través de la ref lexióny la crítica, un dramático testimonio de la lucha por la sobrevivien-cia en las condiciones del Período Especial (eufemismo con que sedesignó la etapa iniciada con el derrumbe de la Unión Soviética). Eltestimonio incluía desde un ajuste de cuentas con el pasado –que aveces se convertía en un verdadero examen de conciencia– hasta mi-nuciosas radiografías del estado de ánimo prevaleciente, todo locual puede ejemplificarse –para aquellos que no tengan acceso aotras manifestaciones literarias y artísticas cubanas– con las propues-tas realizadas por las películas Fresa y chocolate, de Tomás GutiérrezAlea y Juan Carlos Tabío, y Madagascar, de Fernando Pérez. Por lodemás, no se trataba sólo de la vocación desmistificadora del arte, nide la pretensión del intelectual o el artista de convertirse en concien-cia crítica de la sociedad, sino, sobre todo, de responder a una de-manda social –la necesidad de crítica, ref lexión, confrontación deideas...– que la prensa no satisface o sólo satisface a medias. Un fe-nómeno como éste debe resultar incomprensible para los viejos y pe-rezosos sovietólogos que piensan que en Cuba se ejerce sobre las ar-tes una férrea censura. Lo cierto es que, en el contexto de la plazasitiada, el discurso estético goza, tal vez por su propia naturaleza po-lisémica, de la franquicia contenida en ese ambiguo “dentro” al que“todo” –o casi todo– le está permitido.

El arte y la literatura de la Revolución han crecido entre la caute-la y la audacia, en un clima de confianza y tirantez, procurando man-tener un equilibrio que no suele expresarse en declaraciones ni ma-nifiestos, sino en la práctica cotidiana, en escaramuzas y obrasconcretas. Ese difícil y siempre renovado consenso –en el que estánpermanentemente empeñados los escritores, artistas e institucionesculturales, apoyados a veces y a veces hostigados por burócratas yfuncionarios– ha experimentado varias transiciones dramáticas enlas tres últimas décadas: cuando el famoso “caso Padilla”; durante elperíodo que conocemos como Quinquenio Gris (l97l-l976), vano in-tento de implantar, junto con el modelo económico soviético, unaespecie de realismo socialista criollo; ante el desafío de los jóvenespintores iconoclastas que surgieron en la década del ochenta, y en

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aquellos momentos específicos en que, por coyunturas internaciona-les o discrepancias internas, se ha tratado de aplicar, a quienes estándentro, las limitaciones reservadas a quienes se sitúan contra, comoocurrió en el caso de la película Alicia en el pueblo de Maravillas, co-media satírica de Daniel Díaz Torres. O sea que el “todo” no es unaposesión vitalicia sino un espacio conf lictivo que hay que reconquis-tar día tras día no haciendo concesiones a la burocracia pero tampo-co cediendo, por capricho, a la tentación de la irresponsabilidad. Seacomo fuere, lo cierto es que un movimiento cultural como el nues-tro –no sometido hasta ahora a las presiones del mercado y quecuenta, en cada una de sus manifestaciones, con un público amplioy entusiasta– ha podido desarrollarse casi siempre de acuerdo con supropia dinámica y en un clima de libertad envidiable.

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En vísperas del sexto Congreso de la Unión de Escritores y Artistas,que se celebró en noviembre de 1999, una periodista quiso conocerni opinión sobre algunos de los grandes temas del fin de milenio: laglobalización, el dominio de las transnacionales, la uniformación delgusto por la acción de los medios masivos... Como no soy experto enesas cuestiones, me limité a responder que a mi juicio ésas no eranmás que manifestaciones del proceso de americanización que sigue elmundo, el modo tentacular de expansión capitalista cuyo centro deirradiación está en los Estados Unidos. Pero añadí que ahí subyaceuna dramática contradicción, porque “americanizarse”, con todassus connotaciones negativas, ha significado y significa también, pa-ra buena parte del mundo, “modernizarse”. Y puesto que ésa es unaaspiración irrenunciable, lo que debíamos preguntarnos era si podíahaber una modernidad otra, una modernidad distinta. ¿Es posible de-sarrollar una cultura –gustos, valores, formas de percepción, mode-los de conducta, prototipos de belleza, imágenes del mundo...– queno sea una simple copia de la que imponen, por todos los medios asu alcance, los Estados Unidos y la ideología eurocentrista? Si no esposible, no hay nada que hacer. Pero si lo es, yo creo que Cuba tie-ne más posibilidades que cualquier otro país para lograrlo, siempreque consiga salir de la crisis y marche hacia esa meta de modo lentopero inequívoco.

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GLOSARIO DE LA DIÁSPORA

Hace ya mucho tiempo que venimos reconociendo la necesidad deincorporar la producción simbólica de la diáspora cubana, en elcampo de la literatura, al horizonte de expectativas de nuestras re-f lexiones críticas. El volumen en que recogí parcialmente los cincodossiers publicados entre 1993 y 1998 en La Gaceta de Cuba da cuen-ta de esa preocupación.1 El siguiente glosario sólo aspira a estimularuna ref lexión sistemática sobre ese y otros temas afines.

DIÁSPORA. Un término marcado por la dramática historia del pueblojudío, sobre todo a partir del siglo III a.n.e., se utiliza hoy, por exten-sión, para indicar “la dispersión de individuos humanos que ante-riormente vivían juntos o formaban una etnia”. En este sentido pu-diéramos hablar de la diáspora africana como uno de esosfenómenos de desplazamientos masivos que nos tocan más de cerca.Pero el vocablo no forma parte de nuestro arsenal de conceptos ymetáforas, tal vez por la simple razón de que había otros dos –emi-gración y exilio, para no hablar de la trata– que estaban firmemen-te instalados en nuestra historiografía. Yo mismo me resistí duranteaños a utilizarlo porque me parecía, primero, que hacerlo equival-dría a sacarlo de contexto, y segundo, que esa resemantización, porsu inocuidad en nuestro medio, sólo serviría para escamotear lasconnotaciones de los términos tradicionales, especialmente las decarácter político. Esto último, sin embargo, fue lo que finalmente medecidió a adoptarlo, como subtítulo, al compilar los dossiers de LaGaceta, porque me percaté de que su “neutralidad semántica”, digá-moslo así, facilitaba su inserción en un terreno, el de la crítica litera-ria, donde se hacía necesario abordar el fenómeno sin ideas precon-cebidas, sin pre-juicios. Hoy en día, además, la diáspora cubana es unhíbrido de exilio y emigración, a lo que habría que añadir desplaza-mientos inclasificables, desde el punto de vista sociológico, como elde los llamados Peter Pan, forzados por sus propios padres a emigrarsiendo niños.

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1 Ambrosio Fornet (comp.), Memorias recobradas. Introducción al discurso literario dela diáspora, Santa Clara, Ediciones Capiro, 2000.

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Aunque a veces adopta características dramáticas –el caso de losespaldas-mojadas mexicanos, los yoleros dominicanos, los boatpeoplehaitianos, los balseros cubanos...– la diáspora, dentro de la crisis de-mográfica del mundo moderno, es un fenómeno “natural”, la sim-ple expresión de la injusticia a escala planetaria, una ley de gravedadal revés que hace que los de abajo, empujados al vacío de su suerte,busquen desesperadamente el modo de caer hacia arriba. Ese cons-tante f lujo migratorio plantea problemas, relacionados con la identi-dad nacional y cultural, que subvierten por completo nuestras ideassobre el asunto.

La diáspora cubana, como es natural, se concentra en los EstadosUnidos y muy especialmente en Dade, uno de los sesenta y siete con-dados de la Florida, que incluye la ciudad de Miami. Se calcula quede los dos millones y medio de habitantes que tiene el área metropo-litana de Miami, unos ochocientos mil –más de la tercera parte– soncubanos. El carácter “hispano” de la zona2 se refuerza por la presen-cia allí de unos setecientos mil latinoamericanos y unos quince milespañoles, lo que hace un total aproximado de millón y medio de his-panos. En este aspecto sólo Los Ángeles y Nueva York –esta últimacon sus dos millones de hispanos, la mitad de los cuales son de ori-gen puertorriqueño– compiten con Miami.3 De hecho, en escala na-cional hay ya más de treinta millones de hispanos o latinos en los Es-tados Unidos –la mitad de ellos, chicanos en su mayoría,concentrados en California y Texas– y se calcula que dentro de cin-co años serán la primera minoría del país y que dentro de diez su nú-mero sobrepasará los cuarenta millones. Es probable que hacia el2020 uno de cada cuatro estadunidenses sea de ascendencia hispáni-ca. No conviene ni exagerar ni subestimar lo que esas cifras repre-sentan para el posible desarrollo de un mercado editorial. La pre-sión demográfica, de hecho, ha determinado el auge de los estudios

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2 En los medios literarios y artísticos se prefiere el término “latinos” al de“hispanos”. Pero en cualquier caso, tienen razón los que argumentan que se trata deun conglomerado tan heterogéneo –por su procedencia nacional y de clase, por susniveles de instrucción, por su estatus jurídico– que agruparlos sin más bajo unsupuesto denominador común, el idioma de sus antepasados, no ayuda a entender laverdadera naturaleza del conjunto. Véase sobre el tema Ilan Stavans, La condiciónhispánica. Reflexiones sobre cultura e identidad en los Estados Unidos [1995], trad. deSergio M. Sarmiento, México, Fondo de Cultura Económica, 1999.

3 Todavía algunas de las cifras son aproximadas. Los datos del censo del 2000 aúnno se conocen en detalle.

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latinoamericanistas y de los llamados departamentos de Español enlas universidades norteamericanas, así como la gradual apertura delos medios masivos y de la publicidad comercial hacia esa clientela,nada desdeñable, que ya en el decenio del noventa gastaba anual-mente doscientos mil millones de dólares en servicios y artículos deconsumo, y se había convertido en una fuerza electoral activa, concuatro millones de votantes.

Al colocarnos como críticos o culturólogos ante una realidad deesas dimensiones corremos el riesgo de perder el sentido de las pro-porciones y no ver más allá de nuestras narices. Podríamos caer en-tonces en la miamización –digámoslo así– de nuestra perspectiva crí-tica. Y bien sabemos que en el campo literario el mapa de ladiáspora cubana excede con mucho el territorio de una ciudad o unpaís específico. Hay escritores cubanos o se publican libros suyos enIowa y Chicago, en México, Venezuela y Ecuador, en España, Sueciay Francia... Me pregunto hasta qué punto responderán sus obras a lainf luencia de los respectivos mercados o ambientes literarios, consus correspondientes tradiciones, modas y códigos lingüísticos.

EXILIO. Cuando leí, en el Diccionario etimológico de Corominas,que exilio había sido un término “raro hasta 1939”, me pareció unaobservación localista, a la que debió de añadirse “en España”, si éseera el caso. Pero no tardé en recordar que en Cuba, durante todo elsiglo XIX y el primer tercio del XX, se hablaba sobre todo de destierroy emigración, no de exilio. Es probable que sólo hacia 1930, durantela dictadura de Machado, se extendiera el uso del término y se hicie-ra común oír o leer que tal o mascual revolucionario, temiendo porsu vida, había tenido que “marchar al exilio”.

Desde 1959, al analizar las posiciones políticas de ambas partes–los que están a favor y los que están contra la Revolución, tanto fue-ra como dentro de Cuba– nos topamos con un serio problema de ca-rácter semántico e ideológico, y es que la realidad del exilio –o desus variantes– forma parte de una tradición revolucionaria que entrenosotros se remonta al siglo XIX, a los tiempos de Varela y Heredia,y se prolonga hasta los tiempos de Martí. De hecho, algunos de lossímbolos patrios –la estrella solitaria, las palmas...– son nostálgicasvisiones de un poeta desterrado. Pero a los exiliados cubanos de hoy–y no sólo al núcleo político más hostil– les resulta difícil reivindicarlos términos de esa tradición sin sacarla de contexto, o prefieren, pa-ra sortear el obstáculo, negar que lo que ocurre en Cuba es el re-

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sultado de una revolución y no el simple escenario de una lucha porel poder. De ahí que hablen siempre de “Castro” y nunca de la Revo-lución cubana. En otras palabras, la carga semántica del vocablo yano es la misma; se ha producido una inversión ideológica del signoque, por distintas razones, lo convierte en una marca incómoda oinadecuada, tanto dentro como fuera de Cuba. No extrañe que enuna encuesta realizada en 1995, en el sur de la Florida, sólo el 34 porciento de los encuestados se autodefiniera como “exiliado cubano”,mientras que un 61 por ciento prefirió hacerlo como “cubano-ame-ricano”.4

Para aceptar que lo ocurrido en Cuba a partir de 1959 puede ca-lificarse de revolución hay que estar convencido, primero, de queaquí se produjo una profunda transformación social, en beneficio delas clases populares, y segundo, que 1902 fue la culminación de unproceso mediante el cual Cuba dejó de ser colonia española paraconvertirse en neocolonia de los Estados Unidos, y que 1959, encambio, significó la ruptura total de ese proceso. Recuérdese el des-consuelo de Mañach y otros ideólogos liberales ante la sombría rea-lidad de aquel país que no lograba constituirse en nación porque sehabía quedado sin ideales colectivos.5 Con esto quiero decir que eldebate entre partidarios y adversarios de la Revolución no debieragirar en torno al tema de la identidad –quién es más cubano, cuálesson nuestros respectivos grados de cubanía– sino en torno al temade nuestras expectativas. Las dos partes somos igualmente cubanas,claro está, pero nuestros respectivos proyectos de nación son distin-tos.6 ¿Podremos alguna vez zanjar esas diferencias sin la mediación ola intervención de los Estados Unidos? Yo, personalmente, lo dudo.Y eso para mí quiere decir que toda discusión, aun en el terreno dela cultura, siempre va a quedar como sofocada –por razones tácti-cas– o marcada por nuestras respectivas posiciones políticas. Total-mente objetivos sólo son los objetos. Creo que lo que un crítico hos-til y otro partidario de la Revolución piensen respectivamente denovelas como Las iniciales de la tierra, de Jesús Díaz, y El color del

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4 Cable de ANSA, Miami, 24 de noviembre de 1995. Rob Schroth, que asesoró laencuesta, opinó que se estaba “desvaneciendo la mentalidad del exilio para serremplazada por un sentimiento de mayor afinidad hacia la cultura estadunidense”.

5 Véase nota 50 en la página 67 de este mismo volumen.6 Abordé éste y otros temas afines en “Soñar en cubano, escribir en inglés: una

ref lexión sobre la tríada lengua-nación-literatura”. Revista Temas [La Habana], núm.10, abril-junio, 1997.

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verano, de Reynaldo Arenas, estará inevitablemente, como se decíaantaño, “teñido de partidarismo”. Los condicionamientos ideológicosson tan fuertes, y eludirlos es tan difícil, que hay que dar por descon-tado que, en el noventa y nueve porciento de los casos, cuando habla-mos de literatura no estamos hablando únicamente de literatura.

Ahora bien, ya los campos ideológicos no están tan bien delimita-dos como al principio. Entre 1959 y 1960 mi generación vio “mar-char al exilio” a algunos de nuestros clásicos –Mañach, Novás Calvo,Montenegro, Lydia Cabrera...–,7 pero vio también que otros se situa-ban de nuevo o no tardaban en situarse a la vanguardia del movi-miento literario, como fue el caso de Guillén, Carpentier, Lezama,Marinello, Roa, Cintio Vitier, Eliseo Diego, Fina García Marruz, Vir-gilio Piñera, José Rodríguez-Feo, Samuel Feijóo, Onelio Jorge Cardo-so, Félix Pita..., para citar sólo algunos y no hablar de una aprecia-ble retaguardia que incluía autores como Manuel Navarro Luna,Regino Pedroso o José Zacarías Tallet. Algunos, por otra parte, per-manecían retraídos, en un discreto exilio interior, como José MaríaChacón y Calvo, Dulce María Loynaz, Agustín Acosta y Enrique La-brador Ruiz.8 Aquí siguieron y murieron, además, los dos pilares dela antropología y la historiografía cubanas, Fernando Ortiz y RamiroGuerra. Los jóvenes escritores de mi generación, con escasas excep-ciones, se incorporaron con entusiasmo a las tareas de creación, pro-moción y difusión de la literatura. Creo que el primero que “rom-pió” con la Revolución, de manera bastante estridente, por cierto,fue Guillermo Cabrera Infante, que en ese momento, por lo demás,todavía no había publicado Tres tristes tigres.

No pretendo hacer la cronología de esas rupturas, que no siem-pre coinciden con las distintas oleadas migratorias, sino llamar laatención sobre el hecho de que muy pronto comenzaron a entreve-rarse las posiciones del exiliado y el emigrante, y para tratar de des-lindarlas uno solía preguntar si el que se había ido –o no había vuel-to– había tomado públicamente una posición política hostil. Demodo que de Edmundo Desnoes y Antonio Benítez, por ejemplo–como antes de Severo Sarduy o Calvert Casey–, se decía hacia 1980que se habían “quedado” (en el extranjero) pero que “no habían

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7 Gastón Baquero, pese a ser el autor de “Palabras escritas en la arena por uninocente”, no era todavía el gran poeta que llegaría a ser, y sus vínculos con el antiguorégimen estaban demasiado frescos en la memoria de todos como para quelamentáramos su precipitada partida.

8 Los dos últimos emigraron años después.

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hecho declaraciones”, lo que los situaba enfrente, en una especie delimbo, pero no contra, como adversarios políticos. Fue un graveerror no tratar de mantener ese limbo vinculado al movimiento lite-rario interno. Dichoso tiempo aquel en que creíamos tener el cienpor ciento de la razón y las cosas parecían tan sencillas. Podíamos ac-tuar como si la diáspora cubana no fuera asunto nuestro, no forma-ra parte de la historia de Cuba. Entretanto, surgían en el exteriornuevos escritores cubanos de los que nada sabíamos –tampoco ellos,a decir verdad, sabían mucho de nosotros–, y ya para fines del dece-nio del ochenta podía hablarse de un corpus literario que incluía nosólo poemas y ensayos sino también novelas (que, por cierto, nadatenían que ver con sus congéneres del exilio tradicional, las que pro-liferaron hasta 1971). Sería Reynaldo Arenas, el más ilustre de los ex-patriados de Mariel, el que retomaría esa corriente agonizante de lallamada “novela anticastrista” y le daría un nuevo aliento, en obrasigualmente contrarrevolucionarias pero de un nivel literario incom-parablemente superior.

Hoy conocemos un poco mejor –aunque todavía superficialmen-te– ese conjunto de autores y obras. Poemas y prosas de escritorescubanos desconocidos hasta entonces aquí fueron incluidos en losdossiers de La Gaceta. Otros autores están siendo publicados o estu-diados en nuestras revistas literarias y en simposios, antologías, tesisde licenciatura...9 Ya apareció una valoración crítica de la cuentísti-ca de los noventa, tal vez la primera en su género.10 Nuestras edito-riales han publicado media docena de libros, uno de ellos premiado

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9 La revista Unión viene publicando sistemáticamente textos y reseñas críticas.Correo de Cuba (Revista de la Emigración Cubana) ha comenzado a hacer lo mismo confines divulgativos. Muestras de sus obras se han incluido en compilaciones ypanoramas como Estatuas de sal (1996), de Mirta Yáñez y Marilyn Bobes, y Laspalabras son islas (1999), de Jorge Luis Arcos. Ricardo Hernández Otero dirigió elproyecto “Literatura y emigración cubana contemporánea”, cuyos primerosresultados se presentaron en la III Jornada Científica del Instituto de Literatura yLingüística (La Habana, mayo de 2000). Nelson Cárdenas realizó su tesis delicenciatura (Archipiélagos: Explorando la identidad cultural en una novela de la diáspora)sobre la novela de René Vázquez Díaz La Isla del Cundeamor (Facultad de Artes yLetras, 2000). Juan Antonio García Borrero toca el tema de los filmes del exilio en“El cine cubano sumergido” (Antenas, julio-septiembre de 1999, reproducido enExtramuros). También a la producción cinematográfica, pero esta vez interna, sededica la tesis de licenciatura de Désirée Díaz Díaz Memorias a la deriva. El tema de laemigración en el cine cubano de la década del noventa (Facultad de Artes y Letras, 2000).

10 Zaida Capote Cruz, “El cuento cubano del exilio: panorama de la década delnoventa”. Revista Extramuros [La Habana], núm. 3, junio de 2000.

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por la Unión de Escritores y dos por la Casa de las Américas.11 Loque quería subrayar, sin embargo, es que ya la categoría de “exilio”,por sus connotaciones políticas, no resulta funcional a la hora de fi-jar los contextos de la diáspora desde la perspectiva del crítico lite-rario. Piénsese en un caso como el de Eliseo Alberto, por ejemplo.Después de Informe contra mí mismo, que pudiera considerarse una tí-pica novela de exilio, ha publicado Caracol Beach y La fábula de José,que están muy lejos de ser textos políticamente comprometidos. Lomismo podría decirse de numerosas obras escritas fuera de Cubapor autores que no comparten ni nuestros proyectos ni nuestra ideo-logía política.

IDENTIDAD. Un fantasma recorre el primer mundo: el fantasma delinmigrante. Los deslumbrantes espacios metropolitanos se llenan deborder crossers, multitudes que atraviesan líneas divisorias de todo ti-po –geográficas, sociales, culturales, lingüísticas...– tratando de en-contrar un punto de equilibrio entre lo que son y lo que quieren lle-gar a ser, entre lo deseable y lo posible. En torno a ellas –las eternasminorías, no importa dónde estén o cuán numerosas sean– se gene-ra un campo semántico cuyas categorías parecen dominar hoy losestudios culturales. En efecto, nunca se ha hablado tanto en las me-trópolis de fronteras, bordes, límites, márgenes, periferias, intersti-cios, cruzamientos, hibridez, desplazamientos, etnicidad, multicultu-ralismo, y por supuesto, identidades.

La identidad es el núcleo –a veces ausente– alrededor del cual to-das las demás nociones se organizan. Encarna una de las paradojasde la época, semejante a la que hacía gritar a Unamuno, atormenta-do por los avances del colectivismo: “¡Mi yo! ¡Que me arrebatan miyo!” Por primera vez en la historia, la expansión del capitalismo y elfantástico desarrollo de los medios electrónicos de comunicación ha-cen pensar en la viabilidad de una cultura planetaria: en todas par-tes las mismas ideas, los mismos gustos, sueños, mitos, patrones de

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11 Cf. Jesús J. Barquet, Escrituras poéticas de una nación: Dulce María Loynaz, JuanaRosa Pita y Carlota Caulfield, La Habana, Ediciones Unión, 1999, (Premio “LourdesCasal” de Crítica Literaria, 1998); Sonia Rivera-Valdés, Las historias prohibidas de MartaVeneranda (Cuentos), Bogotá/La Habana, Ministerio de Cultura de Colombia/Casade las Américas, 1997 (Premio Extraordinario de Literatura Hispana en los EstadosUnidos, 1997); Lourdes Tomás Fernández de Castro, Espacio sin fronteras, Bogotá/LaHabana, Ministerio de Relaciones Exteriores de Colombia/Casa de las Américas,1998 (Premio de Ensayo Artístico Literario, 1998).

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conducta..., la misma lingua franca. Tal vez sea el horror al peligrocreciente de esa uniformidad lo que haya llevado a reivindicar laidentidad nacional y cultural en tantos sitios, incluyendo algunosque antaño fueron metrópolis imperiales y coloniales. Hoy sólo exis-te un país que por su poderío económico, técnico, militar y culturalpuede colonizar a todos los demás, llevando a cabo lo que a princi-pios de siglo se llamaba, todavía con cierta extrañeza, la americaniza-ción del mundo. En semejante situación es lógico que prolifere un es-tado de alarma. Al mismo tiempo, ¿qué sentido tendría, en el mundomoderno, encerrarse en los viejos guetos de los nacionalismos y enel fantasioso reducto de una identidad inmaculada? La dualidad seimpone como destino a millones de personas, que la viven dramáti-ca o resignadamente.

Este pasaporte es personal e intransferible –escribe Sacerio-Garí– y será san-cionado Dual Citizens: a person who has the citizenship of more than quien per-mita su uso por tercera persona. Es válido por 2 one country at the same timeis considered a dual citizen. años y prorrogable por 2 años, 2 veces. El extra-vío de este A dual citizen may be subject to the laws of the other country documen-to será notificado a la Dirección de Inmigración [...]12

En otras palabras, los espacios nacionales se fragmentan: “Tur-cos en Berlín, moros en Madrid, argelinos en París, paquistaníes enLondres, mexicanos en Los Ángeles”...¿cuál es el mapa real de lasidentidades nacionales?13 Y en cuanto a la identidad cultural, es ob-vio que no está determinada únicamente por la etnia o el lugar deorigen sino también por ciertos factores –sexo, clase, estatus so-cial...– ligados al desarrollo de la personalidad. Se ha llegado a pro-poner la metáfora de una identidad caleidoscópica para definir ese ti-po de ser fragmentado y, al mismo tiempo, muldimensional.14 Paracomplicar las cosas más aún, en los Estados Unidos se descubre amenudo, entre los miembros de la segunda generación de exiliados

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12 Enrique Sacerio-Garí, “Documento, ver.2.0”, en su Poemas interreales [2a ed.],Madrid, Ediciones Endymion, 1999, p. 154.

13 Doreen Massey, citada por Federico Álvarez en “Espacios y tiempos reales eimaginarios en el arte”, Ponencia inédita presentada al Congreso Internacional deArquitectura, México, 1997.

14 Iraida H. López, A través del caleidoscopio: la autobiografía hispana contemporáneaen los Estados Unidos, tesis de doctorado, 1998. (Un fragmento de la introducciónaparecerá en Correo de Cuba. Revista de la Emigración Cubana (núm. 8, cuarto trimestrede 2000.)

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o inmigrantes, una conciencia étnica y cultural en ciernes que formaparte de lo que Fowler ha llamado “identidades liminares”:15 mucha-chos nacidos en Los Ángeles o Nueva York que afirman en inglés–único idioma que dominan– que son cubanos o mexicanos.

Ante semejantes dilemas, los que creemos que la Nación –y losmodos de ser derivados de ella– todavía tienen algunas tareas quecumplir –por lo menos en los países subdesarrollados–, estamos obli-gados a indagar sobre el lugar de enunciación de los discursos iden-titarios. En efecto, cuando hablamos de fronteras, diáspora, identi-dad, periferia, multiculturalismo... ¿desde dónde hablamos? ¿Estamos–con respecto a cada uno de esos asuntos– dentro, fuera o en la cer-ca? ¿Somos parte del problema, parte de la solución o simples espec-tadores del drama?

IDIOMA. “Yo –dice Sonia Rivera-Valdés, cubana residente en NuevaYork cuyo libro Las historias prohibidas de Marta Veneranda fue pre-miado en el concurso Casa de las Américas– escribo en español por-que saboreo al hacerlo y porque quiero que si uno de mis cuentos vaa parar a una librería de Artemisa, donde nacieron mi padre y miabuela, cualquier muchacho o muchacha que entre en ella y lo saquede un estante, sea capaz de leerlo sin necesidad de haber sido tradu-cido”, entiéndase sin necesidad de intermediarios.16 Este deseo desostener un diálogo directo con el lector, donde la única mediaciónsea el texto mismo, es a mi juicio el factor determinante de la nacio-nalidad literaria. El escritor bilingüe o multilingüe podrá escribir enel idioma que prefiera, pero la inmensa mayoría de sus lectores po-tenciales está obligada a leer en la lengua materna.17 Si hablamos deliteratura –poesía y narrativa, sobre todo– el elemento autenticidad,que solemos atribuir a los originales, no a las réplicas, ¿es importan-te? Leer una obra en su idioma original o en una traducción –por bue-na que esta última sea–, ¿da lo mismo? Pero a la vez cabría pregun-

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15 Víctor Fowler, “Identidades liminares”, La Gaceta de Cuba, núm. 5, sept.-oct. 1998.16 Sonia Rivera-Valdés, “A vuelo de pájaro. Notas sobre esta vida de trabajosa

definición”, en Daisy Cocco De Filippis y Sonia Rivera-Valdés (comps), Conversaciónentre escritoras del Caribe hispano, Nueva York, Centro de Estudios Puertorriqueños,2000, p. 99.

17 Tampoco se piense que para los propios escritores la decisión resulta fácil, loque explica que entre los mismos se hayan planteado con mucha frecuencia lastensiones inherentes al bilingüismo. Véanse, como ejemplos recientes, de GustavoPérez Firmat, Cincuenta lecciones de exilio y desexilio, y de Ariel Dorfman, Rumbo al Sur,deseando el Norte.

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tarse si en el mundo moderno pueden sostenerse afirmaciones tajan-tes con respecto al idioma, en el sentido de que éste sea el factor de-terminante de la nacionalidad literaria.18 En principio, la respuestasería negativa, salvo en el caso de países cuyos idiomas estén confi-nados a las fronteras nacionales. En cambio, cuando se trata de len-guas multinacionales –el español, por ejemplo–, es el binomio len-gua/nación, y no sólo uno de sus miembros, el que nos permiteafirmar que una obra es cubana, argentina o mexicana. Algo seme-jante podría decirse en el caso de los estados multinacionales o delas naciones multilingües. ¿Y qué de otros factores, como la ciudada-nía del autor, el tema de la obra, el contexto cultural en que la mis-ma se produce y circula? Las novelas policiacas de Daniel Chavarría¿pertenecen a la literatura cubana, a la uruguaya o a ambas? Alguienpodrá decir que pertenecen al mundo, al universo de la lengua espa-ñola, a la literatura hispanoamericana en su conjunto, pero si quisié-ramos precisar, tendríamos que hacernos una última pregunta: ¿quéhistoriadores de las literaturas nacionales –y existen historiadores delas literaturas nacionales– se considerarán obligados a incluir esas no-velas en sus estudios?

Insisto en que, tratándose de obras literarias, la traducción plan-tea más problemas de los que resuelve. La lengua no es una simplesucesión de signos, que pueden ser mecánicamente sustituidos porotros sobre la base de las equivalencias, como sabe cualquiera quehaya intentado traducir un chiste, un poema o una frase coloquial.Ya los lingüistas nos advirtieron que el significante tiene un signifi-cado, pero que ese significado adquiere “sentido” únicamente cuan-do lo situamos en un contexto capaz de abarcar no sólo el texto mis-mo sino también sus referentes culturales, históricos, etc. etc. Elcontexto, en fin, “es el mundo”, como afirma hiperbólicamente Geor-ge Steiner. Tomando a Madame Bovary como ejemplo, Steiner postu-la que su contexto “es el párrafo inmediato, el capítulo anterior oposterior, la novela entera. Y es también el estado de la lengua fran-cesa en el momento y el lugar en que escribió Flaubert; es la historiade la sociedad francesa, la ideología, la política, los giros coloquia-

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18 Téngase muy presente que hablo de nacionalidad literaria. Historiadores comoHobsbawm impugnan la legitimidad del binomio lengua/nación –“esa identificaciónmística de la nacionalidad con una cierta idea platónica del lenguaje”– porque a sujuicio no tiene base real, es ajena a la vida cotidiana de los hablantes. Cf. E.J.Hobsbawm, Nations and nationalism since 1780. Programme, myth, reality, Cambridge,Cambridge University Press, 1990, p. 57.

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les” y todas las “referencias implícitas o explícitas” que gravitan so-bre el texto.19 Así, pues, si el idioma remite no sólo a los signos sinoa las cosas, y no sólo a las cosas, sino a toda una experiencia del mun-do, no puede ser indiferente el hecho de escribir en una lengua uotra, o la decisión de apelar a ciertos lenguajes –las matemáticas o elesperanto– para darse a entender. No deja de ser curioso que quiensostiene ese criterio sea una persona como Steiner, cuya madre “te-nía la costumbre de empezar una frase en una lengua y terminarlaen otra”, según nos cuenta él mismo, y en cuyo hogar, en Viena, sehablaban normalmente tres idiomas –sin contar el húngaro, que só-lo hablaban las cocineras.

Para los cubanos, sin embargo, la situación es más compleja, por-que en este caso no se trata únicamente de monolingüismo o multi-lingüismo, sino de que autores y lectores, de uno y otro lados, par-ten de experiencias e incluso de contextos culturales diferentes, esdecir, de distintas –y casi siempre opuestas– ideologías o visiones delmundo. Técnicamente comparten un lenguaje pero por lo general,como suele decirse metafóricamente de quienes no logran ponersede acuerdo, “hablan idiomas distintos”. Esto ocurre sobre todo en elterreno de la política. Dicho espacio, ¿podrá situarse entre parénte-sis cuando las partes discrepantes hablen de literatura? No lo sé. Pe-ro creo que, en el terreno cultural, nuestra tarea consiste en hallarlas palabras y el tono que hagan el diálogo posible.

NACIONALIDAD. Huelga aclarar que al referirnos a la nacionalidad deuna determinada obra literaria no estamos aludiendo al lugar de na-cimiento del autor ni, mucho menos, a su ciudadanía. Pero en cuan-to al idioma, ya vimos que sí resulta ser una referencia ineludible.Las observaciones de Steiner, en efecto, llaman la atención sobre lared de significaciones y sentidos a que remite el uso de una determi-nada lengua. El campo semántico que se genera cuando digo “tequiero”, “je t’aime” o “I love you” involucra el conjunto de una cul-tura, con sus sobreentendidos y matices. Conviene tener en cuentaque la crítica cubana apenas ha ref lexionado sobre el fenómeno por-que el problema no vino a plantearse con urgencia hasta la apari-ción, en los Estados Unidos, de las novelas Raining Backwards (1988),de Roberto G. Fernández –que hasta entonces había escrito en espa-

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19 George Steiner, Errata. El examen de una vida [1997], trad. de Catalina MartínezMuñoz, Madrid, 2a ed., 1999, p. 33.

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ñol–, The Mambo Kings Play Songs of Love (1989), de Oscar Hijuelos,y sobre todo Dreaming in Cuban (1992), de Cristina García. A la pre-gunta sobre la nacionalidad de esos textos o sus autores siguió, auto-máticamente, la relacionada con la lengua.

En otro lugar20 intenté matizar la posible respuesta colocándolaen un plano distinto, el del asunto o el tema de obra, que suele con-siderarse un factor de peso en la determinación de la nacionalidadliteraria. Pero esa premisa a duras penas resiste la prueba del análi-sis: sería difícil convencer a alguien de que El reino de este mundo, deCarpentier, es una novela haitiana. Y a la inversa: es incierto que enel Corán no se mencionen los camellos, como creía Borges, perocualquier filólogo encontraría en sus versículos mil razones, ajenas aesos melancólicos rumiantes, para afirmar que se trata de un textode origen árabe. En resumen, lo que no parece recomendable es ge-neralizar y menos aún absolutizar. Si vamos a hablar seriamente deldiscurso literario de la(s) diáspora(s), si queremos saber en qué seasemeja y en qué se diferencia del producido dentro de las respecti-vas fronteras nacionales, hay que tratar de entenderlo en lo que tie-ne de específico, incluyendo sus propios contextos.

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20 Véase “Soñar en castellano...”, en este mismo volumen, p. 100.

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EL EXPERIMENTO NEOCOLONIAL CUBANOY SUS REPERCUSIONES EN EL CAMPO INTELECTUAL(1898-1923)

1

A principios de 1898, los rivales del Journal, de Nueva York, se en-cargaron de difundir una anécdota según la cual se había suscitadouna seria discrepancia entre William Randolph Hearst, su director, yel dibujante que él mismo había enviado apresuradamente a Cubacomo corresponsal previendo que el estallido del acorazado Maineen la bahía de La Habana conduciría a un choque inminente con Es-paña. Pasados los días, el dibujante pidió autorización para regresara Nueva York, pues todo parecía indicar, por el clima prevalecienteen La Habana, que no se produciría el conf licto. Hearst se limitó aresponderle por cable: “Usted ponga las ilustraciones, que yo me en-cargo de poner la guerra.” Verídica o no, la anécdota ilustra a caba-lidad el papel desempeñado por la naciente prensa amarilla en la ba-talla discursiva que desembocó en la intervención norteamericana.1

Otros textos de la época, anteriores y posteriores al conf licto, in-volucran también el destino de Cuba y de las relaciones triangularesde Hispanoamérica con España y con los Estados Unidos. El prime-ro es un testimonio insólito: un poeta explica, en el prólogo a su úl-timo libro, cuál fue el estado de ánimo que lo condujo a escribiraquellos versos. El poeta se siente acongojado, pero no por razonespersonales –porque padezca mal de amores, digamos, o por la pér-dida de un ser querido– sino por motivos estrictamente políticos. Oi-gámoslo. Se trata de José Martí y del prólogo a Versos sencillos, publi-cado en Nueva York en 1891.

Mis amigos saben cómo se me salieron estos versos del corazón –dice–. Fueaquel invierno de angustia en que por ignorancia, o por fe fanática, o por

[49]

1 Véase sobre el tema Peter Hulme, Rescuing Cuba: Adventure and Masculinity in the1890s. University of Maryland at College Park (Latin American Studies Center Series,núm. 11), 1996.

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miedo, o por cortesía, se reunieron en Washington, bajo el águila temible,los pueblos hispanoamericanos. ¿Cuál de nosotros ha olvidado aquel escudo,el escudo en que el águila de Monterrey y de Chapultepec, el águila de Ló-pez y de Walker, apretaba en sus garras los pabellones todos de América?2

La reunión aludida era la Conferencia Americana de 1889-1890,y el mal que ella representaba –el Panamericanismo– un aggiorna-mento de la Doctrina Monroe. En aquella ocasión Martí, convencidode que los Estados Unidos no conocían ni respetaban a los puebloshispanoamericanos, se hizo una pregunta retórica: “¿Conviene a His-panoamérica la unión política y económica con los Estados Uni-dos?”3 Respondería recomendando cautela, no sólo porque en polí-tica “lo real es lo que no se ve” sino porque en una alianza tanfestinada se corría el riesgo de que primara la ley del más fuerte. Ensuma: “La unión, con el mundo –aconsejaba–, y no con una parte deél”...4

En abril de 1898 Estados Unidos decide intervenir en la guerrahispano-cubana, que los mambises o combatientes del Ejército Liber-tador –encabezados por el propio Martí, por Máximo Gómez y porAntonio Maceo, veteranos, los dos últimos, de la Guerra de los DiezAños– habían reanudado en 1895. En su alocución al pueblo, el f la-mante gobierno autonómico de la Isla, como era de esperar, apeló alsocorrido argumento del conf licto de razas y culturas. Los EstadosUnidos, decían, no actúan por motivos altruistas; aspiran, simple-mente, a la posesión de Cuba “para someterla al predominio de unaraza extraña y opuesta en temperamento, tradiciones, lengua, reli-gión y costumbres a la nuestra...”5 Por su parte, el capitán general dela Isla, Ramón Blanco, se apresuró a dirigir una carta a Máximo Gó-

50 EL EXPERIMENTO NEOCOLONIAL CUBANO (1898-1923)

2 José Martí, Versos sencillos, varias ediciones, en Obras completas, La Habana,Editorial Nacional de Cuba, 1963-1965, t. 16, p. 61. (En lo adelante, O.C.)

3 José Martí, “La Conferencia Monetaria de las Repúblicas de América” [1891],O.C., t. 6, p. 160. La pregunta está precedida por una amarga descripción de laidiosincrasia racista prevaleciente en los Estados Unidos: “Creen en la superioridadincontrastable de ‘la raza aglosajona contra la raza latina’. Creen en la bajeza de laraza negra, que esclavizaron ayer y vejan hoy, y de la india, que exterminan. Creenque los pueblos de Hispanoamérica están formados, principalmente, de indios y denegros.” (Ibid.)

4 Ibid., pp. 158 y 159. 5 Cf. “Alocución del Gobierno Insular (Autonómico)”, 21 de abril de 1898, en

Felipe Martínez Arango, Cronología crítica de la guerra hispano cubanoamericana [1950],La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1960, p. 169.

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mez, jefe supremo de las fuerzas mambisas, en la que proponía unaalianza para combatir a los intrusos.

No puede ocultarse a usted –decía– que el problema cubano ha cambiado ra-dicalmente; españoles y cubanos nos encontramos ahora de frente a un ex-tranjero de distinta raza, de tendencia naturalmente absorbente y cuyas inten-ciones no son solamente privar a España de su bandera en suelo cubano, sinotambién exterminar al pueblo cubano, por razón de su sangre española.6

En la respuesta de Gómez se perfilan los elementos ideológicosde un americanismo humanitario y liberal que apenas se manifestóen los debates subsiguientes. Diríase que el campo intelectual hispa-noamericano no estaba preparado aún para esa toma de conciencia.

Me asombra su atrevimiento [...] –le espeta Gómez a su magnánimo rival–.Usted representa en este Continente una monarquía vieja y desacreditada, ynosotros combatimos por un principio americano: el mismo de Bolívar yWashington.// Usted dice que pertenecemos a una misma raza y me invitaa luchar contra un invasor extranjero; pero usted se equivoca otra vez, por-que no hay diferencia de sangre ni de razas.// Yo sólo creo en una raza: laHumanidad [...] Desde el atezado indio salvaje hasta el más refinado rubioinglés, un hombre es para mí digno de respeto según su honradez y senti-mientos, cualquiera sea la raza a que pertenezca o la religión que profese.7

Y después de advertirle que admira a los Estados Unidos y que in-cluso ha escrito ya al presidente McKinley para agradecer su deci-sión de intervenir en la guerra, concluye otorgando a los norteame-ricanos el beneficio de la duda y remitiendo al juicio de laposteridad la profecía de Blanco: “No veo el peligro de nuestro ex-terminio por los Estados Unidos, a que usted se refiere en su carta–dice–. Si así fuese, ‘la Historia los juzgará’.” 8

En realidad, el temor a la absorción o el “exterminio” –visto tam-bién como genocidio cultural: “¿Tantos millones de hombres habla-remos inglés?”– estaba bastante arraigado en amplios sectores inte-lectuales de la época. Es muy significativo que un hombre comoEnrique Collazo –mambí de pies a cabeza– critique en 1905 a quie-

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6 Cf. “Cartas cruzadas entre los generales Ramón Blanco (capitán general deCuba) y Máximo Gómez (jefe del Ejército Libertador Cubano)...”, en Felipe MartínezArango, op. cit., p. 160.

7 Ibid. p. 16l.8 Idem.

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nes todavía sueñan con la anexión a los Estados Unidos, alegandoque eso “nos anularía” como pueblo al privarnos de “nuestras cos-tumbres, historia, tradiciones, lengua y sentimientos de raza”.9 Des-de España, Juan Valera había afirmado diez años antes que la “gue-rra civil” [sic] que se venía desarrollando en Cuba podía conducir asu africanización bajo el modelo de Haití o de Liberia: lo primero, sitriunfaban los mambises, y lo segundo, si los Estados Unidos se ane-xaban la isla. En este último caso, advertía Valera, desaparecería has-ta el último vestigio de civilización española y era probable que losEstados Unidos repoblaran la isla “con los muchos negros que hayde sobra entre ellos y de los que sin duda gustarían de deshacerse”.10

Entre los intelectuales españoles fue justamente Valera, el padrinopeninsular de Darío, quien mejor representó, antes de Unamuno, elproyecto de una alianza entre los campos intelectuales de Hispanoa-mérica y de España.

La carta de Gómez aparece fechada un día después de que el Con-greso de los Estados Unidos aprobara la famosa Resolución Conjun-ta, en cuyo primer artículo se afirmaba categóricamente que el pue-blo de Cuba era y tenía el derecho de ser “libre e independiente”, yen cuyo último artículo se precisaba:

Los Estados Unidos niegan que sea su propósito ni su deseo ejercer jurisdic-ción o soberanía en Cuba, fuera del tiempo necesario para la pacificación,y afirman su voluntad de dejar a sus habitantes el dominio y gobierno de laIsla, una vez que haya sido pacificada.11

Permítanme dos comentarios, uno sobre las interpretaciones pos-teriores de ese texto y otro sobre la cuestión de la cultura y las razas.El artículo primero de la Resolución Conjunta es rotundo e inequí-voco. Ante semejante declaración, el voto de confianza de Gómez –ydel resto de los jefes mambises– estaba más que justificado. De he-cho, las tropas mambisas contribuyeron sin reservas al éxito de lasoperaciones militares llevadas a cabo por el Ejército de los EstadosUnidos en Santiago de Cuba y sus inmediaciones, y por lo tanto al

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9 Enrique Collazo, Los americanos en Cuba [1905], Pról. de Julio Le RiverendBrusone, 2a ed., La Habana, Editorial de Ciencias Sociales, 1972, pp. 3-4.

10 Juan Valera, cit. por Leonardo Romero Tobar, “Valera ante el 98 y el fin desiglo”, en Leonardo Romero Tobar (ed.), El camino hacia el 98. (Los escritores de laRestauración y la crisis del fin de siglo), Madrid, Visor/Fundación Duques de Soria,1998, p. 102.

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rápido fin de la guerra. Hasta ese momento, los mambises habían si-do tenidos como “aliados” por los mandos norteamericanos. Cómopudo ocurrir que aliados tan fieles pasaran a convertirse de la nochea la mañana en odiosos “adversarios” –y cómo lo que para unos erauna guerra de liberación se transformó de pronto, para los otros, enuna guerra de conquista– es un dramático proceso que el historia-dor Louis A. Pérez, Jr. ha descrito puntualmente en su documentadamonografía Cuba Between Empires.12 En realidad, todo comenzó elmismo día de la victoria, cuando a las tropas mambisas se les impi-dió asistir al acto de rendición e incluso entrar a la ciudad de Santia-go de Cuba. Poco después –mientras en Washington se firmaba elProtocolo de Paz que ponía fin a la guerra– un comentarista del NewYork Times se preguntaba si los cubanos, todavía incapaces de gober-narse a sí mismos, llegarían a serlo algún día, porque en caso contra-rio “tendríamos que mantener el dominio de la isla y en definitiva,con toda probabilidad, anexarla a los Estados Unidos”.13 Una sema-na antes el New York Tribune, considerado un vocero oficioso del go-bierno, había sometido la Resolución Conjunta a una tortuosa relec-tura que hacía pasar a primer plano las imprecisiones yambigüedades del texto. O mejor dicho, del último artículo del tex-to, aquel que, para referirse a la eventual retirada de las tropas, uti-lizaba frases como el “tiempo necesario para la pacificación” y “unavez que [la isla] haya sido pacificada”.

Fuimos a Cuba a pacificarla –puntualizaba el Tribune– y no tenemos ningu-na obligación, ni legal ni moral, ni tácita ni expresa, de retirarnos hasta queesté completamente pacificada. Tan pronto como los cubanos demuestren sucapacidad y disposición para gobernar la isla de acuerdo con los principiosde orden, libertad y justicia que rigen en los Estados Unidos, puede presu-ponerse que este gobierno [el de McKinley] se dispondrá, cumpliendo supromesa, a cederles el mando. Pero no se espere que lo haga ni un minutoantes.14

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11 Cf. “Texto de la Resolución Conjunta...”, en Felipe Martínez Arango, op. cit., pp.165-66.

12 Louis A. Pérez, Jr., Cuba Between Empires (1878-1902). Pittsburgh, University ofPittsburgh Press, 1983. (Véase esp. el capítulo 11: “From Allies to Adversaries”, pp.211-227.)

13 New York Times, 12 de agosto de, 1898, p. 6. (Cit. por Louis A. Pérez, Jr., op. cit.,p. 222.)

14 New York Tribune, 7 de agosto de, 1898, p. 6. (Cit. por Louis A. Pérez, Jr., op. cit.,p. 223.)

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Entretanto, los mambises seguían a la expectativa –algunos negán-dose incluso a deponer las armas mientras las tropas de ocupaciónno se retiraran del país– y a muchos miles de kilómetros de distan-cia el ejército guerrillero de Filipinas, que había pasado por la mis-ma amarga experiencia que el de Cuba, pero que no contaba conuna Resolución Conjunta en que basar sus demandas, iniciaba unaguerra sin cuartel contra las tropas de ocupación que se prolongaríadurante tres largos años. Es muy probable que la experiencia filipi-na sirviera para hacer ver al gobierno de los Estados Unidos la con-veniencia de buscar en Cuba un equilibrio entre la realidad y el de-seo, entre las viejas promesas y las nuevas ambiciones, astutaoperación de la que se encargaron numerosos congresistas y cuyo re-sultado fue la Enmienda Platt, verdadera obra maestra de maquiave-lismo político. Nombrada así por el senador que la promovió en elCongreso de los Estados Unidos, la Enmienda fue un apéndice im-puesto a la f lamante Constitución de Cuba como condición previapara la retirada del ejército de ocupación. El artículo tercero daba alos Estados Unidos el derecho de intervenir en la Isla cada vez que locreyera conveniente.l5 Nacía así, el 20 de mayo de 1902, la “repúbli-ca enmendada” y, con ella, el experimento neocolonial cubano, queen el plano político significaba establecer en la América Latina unEstado con todos los atributos externos de la soberanía pero sujetoa la tutoría de otro, es decir, una nación que fuera, al mismo tiem-po, república y protectorado.

Mi segunda observación tiene que ver con el controvertido asun-to de la raza. En cierta ocasión apuntaba Fernández Retamar que lasactitudes racistas pueden considerarse verdaderos procesos de otrifi-cación, dado que raza es un concepto que ciertos ideólogos burgue-ses tomaron de la zoología para encasillar a los otros, aquellos a quie-nes se quería denigrar o explotar.16 El Otro de los egipcios eran losgriegos, y viceversa; el Otro de los latinos eran los germanos. Ahorabien, ni para griegos ni para latinos el término tenía connotaciones

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15 Sobre la Enmienda Platt, véanse, Manuel Márquez Sterling, Proceso histórico dela Enmienda Platt (1897-1934), Pról. de René Lufriú, La Habana, El Siglo XX, 194l;Emilio Roig de Leuchsenring, Historia de la Enmienda Platt (1935) y Los Estados Unidoscontra Cuba Libre [1959], 2a. ed., Santiago de Cuba, Editorial Oriente, 1982, t. I; yLouis A. Pérez, Jr., op. cit., cap. 18 (“From Amendment to Appendix”, pp. 315-327).La Enmienda fue oficialmente abolida en 1934.

16 Cf. Roberto Fernández Retamar, Cuba defendida, La Habana, Ediciones Unión,1996, pp. 53-55.

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étnicas. Para Roma, todos los ciudadanos del Imperio, fuera cualfuese el color de su tez, eran eso: civis romanus. Fue la expansión delmundo colonial moderno y la introducción de la esclavitud en Amé-rica lo que, después de Gobineau, consolidó en Occidente la ideolo-gía y el discurso de la discriminación racial. Pero en la carta de Blan-co a Gómez –en la que el Otro es el anglosajón– se despliega unrasgo típico del discurso colonialista que consiste en desconocer o,más bien, en omitir la existencia de los grupos étnicos discriminados.En 1898 el Ejército mambí, en su mayoría, estaba formado, en efec-to, por cubanos negros, y entre sus oficiales abundaban los negros ymulatos. Unos y otros formaban “la masa inteligente y creadora deblancos y negros” a que aludía Martí en su última carta a ManuelMercado.17 Que Blanco se dirigiera a Gómez invocando la fraterni-dad de una raza y una sangre comunes era, por decir lo menos, undisparate.18 Lo era quizá hasta la propia genealogía de lo latino –con-cepto que haría fortuna, promovido inicialmente desde Francia yluego adoptado en España por hombres como Castelar–, sobre todocuando esa condición pretendía extenderse más allá de las viejasfronteras del Lacio.19 Esto último fue lo que hizo en 1898 el novelis-ta francés Pierre Loti, por ejemplo, para explicar sus simpatías porEspaña, y lo que suscitó un irónico comentario de Enrique José Va-rona –sucesor de Martí en la dirección del periódico Patria–, ridicu-lizando la idea de una comunidad racial. Para ello, bastaba con

recordar la composición etnográfica de los pueblos europeos que se apelli-dan caprichosamente latinos –decía Varona–. Los actuales pobladores de Es-paña provienen de una mezcla muy desigual de iberos, celtas, romanos, go-dos, alanos, suevos, vándalos, moros y judíos, sin contar un núcleo depoblación quizás autóctona, los vascos, y algunos millares de moriscos y gi-tanos [...] Los habitantes de Francia se componen de los descendientes deceltas, francos, teutones, valones, vascos e italianos. La población de Italiaes una amalgama, en que han entrado celtas, romanos, teutones, griegos, sa-rracenos y hasta franceses y españoles en tiempos más próximos. Y ni aunen esta península, que fue su cuna, predomina por igual el elemento romano,

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17 José Martí, Carta a Manuel Mercado, loc. cit., p. 162.18 Obsérvese, no obstante, que también Gómez elude mencionar a los negros. Ese

silencio sólo puede atribuirse a razones tácticas, pues es sabido que el general carecíade prejuicios raciales.

19 Véase Lily Litvak, Latinos y anglosajones: Orígenes de una polémica, Barcelona,Puvill-Editor, 1980.

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que sólo está en mayoría en las provincias del centro. Como se ve, no existeni una sombra de esa unidad de raza que se invoca.20

Y sin embargo, hemos de reconocer que desde la perspectiva ideo-lógica de la época la exhortación del general Blanco no carecía desentido; puesto que incluso el discurso ilustrado excluía automática-mente a los sectores marginales, el fenómeno de su ausencia en losdiversos alegatos no se percibía como una falla conceptual. Por lodemás, aún estaba firmemente arraigada en Europa –y por exten-sión en América– la noción de raza como sinónimo de cultura. Deahí que años después un ensayista español, conocedor de las Anti-llas, pudiera comentar sin ironía que, a su juicio,

aquel negro de Puerto Rico que, perorando en un mitin, decía golpeándo-se las venas de su brazo bituminoso: “Nosotros, los de la raza latina...”, va-riante del antiguo Civis sum romanus, entendía el concepto de raza, comoequivalente de cultura, mejor que muchos blancos.21

En cualquier caso, hoy ese ecumenismo, tan propio de los proyec-tos imperiales, nos resulta inaceptable en la medida en que niega deantemano nuestras señas de identidad específicas, es decir, en la me-dida en que sacrifica a un principio abstracto toda la riqueza deriva-da de las diferencias étnicas y culturales. Semejante concepción sólopuede conducir –y de hecho sólo ha conducido, en el curso de la his-toria– al genocidio cultural o a alguna de las múltiples variantes delpaternalismo etnocentrista.

2

Lo que llama la atención en esos debates no es tanto la índole de losargumentos como su espantosa monotonía. Todo el mundo parecíaformar parte de ese conglomerado que el joven Ortiz llamó burlona-mente “la farándula racista”,22 empeñada en dar categoría antropo-

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20 Enrique José Varona, “Una opinión en el aire”, Patria, Nueva York, 21 de mayode 1898. (Reproducido en E.J.V., Artículos, Sel. y pról. de Aureliano Sánchez Arango.La Habana, Dirección de Cultura, 1951, pp. 208-209.)

21 Luis Araquistain, La agonía antillana. El imperialismo yanqui en el mar Caribe, 3aed., Madrid, Editorial España, 1930, p. 189.

22 Fernando Ortiz, La reconquista de América. Reflexiones sobre el panhispanismo,París, Librería Paul Ollendorf [1911], p. 73.

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lógica a un concepto elaborado por los sociólogos y carente, en otrasáreas, de valor científico. Lo racial conspiraba de tal modo contra loracional que aun entre los letrados producía síntomas de idiotismo.Tómese como ejemplo la perspectiva que desde Madrid se tenía dela guerra de Cuba. Si de 1868 a 1898 los independentistas cubanoshabían estado en guerra abierta contra España durante quince años,era lógico suponer que el movimiento independentista tenía hondasraíces populares y una enorme tenacidad. Pero difícilmente podíallegarse a esa conclusión partiendo de las premisas de la inferioridadracial y la supremacía militar. Si el delirio se mezclaba, además, conel análisis objetivo de las otras fuerzas en conf licto –aun antes deque los Estados Unidos intervinieran en la guerra–, el resultado erasumamente curioso. El ya citado Valera, cuya obsecuente admiraciónhacia el poderío de los Estados Unidos parecía exacerbar, por con-traste, su desprecio hacia los independentistas cubanos, le escribíaen agosto de 1897 a un amigo, a propósito del asesinato de Cánovas:

Yo no me he atrevido nunca a censurarlo por su docilidad con los EstadosUnidos. Casi aplaudo su paciencia y su prudencia. Cuando no podemos ven-cer a unos cuantos mulatos y cimarrones, después de haber enviado a Cubamás de 200 000 soldados, parece locura ser arrogantes y poco sufridos con-tra gente tan rica, poderosa y denodada como los Yankees.23

El signo ideológico de tal actitud se invirtió en el 98 hasta el pun-to de convertir la admiración en repulsión y la prudencia en insolen-cia. Esta escaramuza del pensamiento panlatino, en su conf licto conel panamericano, produjo verdaderas joyas de maniqueísmo, sólocomparables a las elaboradas por el pensamiento anglosajón en simi-lares circunstancias. En un reciente estudio sobre los recursos alegó-ricos y simbólicos de que se valió el discurso latinoamericanista dela época para afirmar, frente al empuje de los Estados Unidos, la con-ciencia de su propia identidad cultural,24 la autora muestra el proce-so de satanización o bestialización a que fueron sometidos de prontoel país y sus habitantes: eran, en conjunto, un organismo “monstruo-so” poblado por “búfalos de dientes de plata” y “estupendos gorilas

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23 Juan Valera, Carta a Antonio de Zayas (18 de agosto de l897), cit. por LeonardoRomero Tobar, loc. cit., p. 93 n.

24 Belén Castro Morales, “1898: Alegorías de la identidad latinoamericana enMartí y Darío”, ponencia (inédita) presentada al simposio “Ideamérica ’98” (Institutode Literatura y Lingüística, La Habana, septiembre de 1998).

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colorados” que habitaban “casas de mastodontes” e iban por las ca-lles “empujándose y rozándose animalmente, a la caza del dollar”(metáforas todas procedentes del arsenal retórico de Darío, en su fa-moso artículo “El triunfo de Calibán”).25 No me detendré en esa cru-zada discursiva: ha sido suficientemente documentada desde su ini-cio, en mayo del 98, hasta su culminación, en noviembre de 1902,desde que Paul Groussac, en un café de Buenos Aires, acuñó esa ima-gen de lo calibanesco que recorrería con tanta fortuna el imaginariolatinoamericano, hasta que Rufino Blanco Fombona –entonces cón-sul de Venezuela en Amsterdam– publicó “La americanización delmundo”, un grito de alarma ante el temor de que “el apetito yanquise [hubiera] despertado con el aperitivo de Puerto Rico y el horsd’oeuvre de Cuba”.26 Me interesa subrayar, sin embargo, que Daríoentrelaza a las hipérboles de su bestiario una oportuna observaciónsobre las previsoras advertencias de Martí y el destino que parecíaaguardar a la Perla de las Antillas:

Martí no cesó nunca de predicar a las naciones de su sangre [dice] que tu-viesen cuidado con aquellos hombres de rapiña, que no mirasen en esosacercamientos y cosas panamericanas sino la añagaza y la trampa de los co-merciantes de la yankería. ¿Qué diría hoy el cubano al ver que, so color deayuda para la ansiada Perla, el monstruo se la traga con ostra y todo?27

No hay que añadir que bajo el impacto del 98 y de la imagineríacalibanesca surgió también Ariel (1900), de José Enrique Rodó, elcompendio más acabado e inf luyente de la espiritualidad latina, co-mo ideario opuesto al utilitarismo anglosajón, que se elaboró en elmundo hispanoparlante. Pérez Petit, el biógrafo de Rodó, recuerdaque en su grupo se hablaba de la guerra de Cuba como un “asuntode familia”: “¿Qué tenía que ver esa nación extraña –se preguntaban,aludiendo a los Estados Unidos– en la contienda de los pueblos deotra raza?”28 Y el propio Rodó, con el mismo candor, le comentaba:“Entre nosotros, los latinos, todo lo que se quiera [...] Pero ese otro

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25 Se reproduce en Sonia Mattalía (comp.), Modernidad y fin de siglo enHispanoamérica, Alicante, Generalitat Valenciana/ Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, 1996, pp. 179-182.

26 Véase en Sonia Mattalía, op. cit., pp. 211-222. (La cita en p. 213.)27 Ibid., p. 180.28 Víctor Pérez Petit, cit. por Mario Benedetti en Genio y figura de José Enrique

Rodó, Buenos Aires, EUDEBA, 1966, p. 39.

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pueblo es... nuestro futuro peligro...”29 Lo que se olvida a menudoes que el peligro también estaba dentro, es decir, en ciertos sectoresdel campo intelectual latinoamericano donde la anglofobia debíacoexistir penosamente con la anglofilia.30 En efecto, Ariel era un in-tento de enfrentar también la nordomanía que, a juicio de Rodó, ame-nazaba con imponer la visión de “una América deslatinizada por pro-pia voluntad”...

Pero la situación política favorecía el predominio de un consen-so, ya que no de un frente común. Actuando como catalizador, el 98contribuyó a poner de manifiesto la existencia de campos culturalesque habían venido articulándose en torno al Modernismo y a figu-ras como Darío y Rodó, en Hispanoamérica, y Valera y Unamuno,en España. Ese proceso de “modernización literaria” –que en opi-nión de Rama se inicia en 1870 y abarca un lapso de casi medio si-glo– se apoyaba en factores diversos: el auge de los periódicos, el au-mento de los lectores potenciales, el desarrollo de los medios decomunicación... Los viajes, las lecturas, el contacto recíproco en losgrandes centros culturales de la época –Buenos Aires, París, Ma-drid– dieron al escritor, junto con una visión cosmopolita, la expe-riencia cultural de la modernidad. Su nueva condición de periodis-ta le aseguraba un público a ambos lados del Atlántico. Por primeravez, el campo cultural latinoamericano se extendía de un extremo alotro del Continente.31 Darío conocía a Martí, mucho antes de que lefuera presentado, por “aquellas formidables y líricas corresponden-cias que [Martí] enviaba a diarios hispanoamericanos como La Opi-

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29 Ibid., p. 40. La idea del peligro étnico relegaba de tal modo a las demás que Piy Margall atribuía el antimperialismo de Martí a su propósito de mantener a la futuraRepública de Cuba como “pueblo eminentemente latino”. Cf. Francisco Pi y Margall,Introducción a la historia de España en el siglo XIX [1902], cit. en José Martí y el equilibriodel mundo, México, Fondo de Cultura Económica, 2000, p. 44.

30 Véase, por ejemplo, la posición de algunos intelectuales venezolanos enMaurice Belrose, “Latinidad vs. imperialismo yanqui en El Cojo Ilustrado, 1898-1903”,Casa de las Américas, núm. 211, abr.-jun. 1998, p. 76. Blanco Fombona, por su parte,asume una actitud práctica, que alguien podría calificar de oportunista:Hispanoamérica, dice, debe valerse de la Doctrina Monroe “contra la voracidad y lainsolencia europeas”, y de “la idea latina” para enfrentar a los Estados Unidos (loc.cit., p. 216).

31 Ángel Rama, “La modernización literaria latinoamericana (1870-1910)”, en suLa crítica de la cultura en América Latina, sel. y pról. de Saúl Sosnowski y Tomás EloyMartínez, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1985, p. 85. Véase también Pedro HenríquezUreña, Las corrientes literarias en la América hispánica [1949], La Habana, InstitutoCubano del Libro, 1971, p. 165.

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nión Nacional, de Caracas; El Partido Liberal, de México y, sobre to-do, La Nación, de Buenos Aires”.32 Sometido a las exigencias del pe-riódico, hasta el propio material literario comenzó a sufrir una me-tamorfosis: el texto fue haciéndose más breve, el estilo más conciso,el tono más coloquial.33 Ahora, por lo demás, una de las caracterís-ticas distintivas del campo intelectual era que el nuevo status profe-sional del escritor le otorgaba a éste una relativa autonomía con res-pecto a las instituciones oficiales. Como ha hecho notar Ramos, laideología, un componente de los proyectos políticos, pasó a serlotambién de los estéticos. Cuando Rodó defiende a Ariel contra Cali-bán, la espiritualidad latina frente al materialismo anglosajón, estáasumiendo una actitud política que implica, a la vez, un nuevo modode legitimación del discurso literario.34 Así, por obra y gracia de suubicación en el campo cultural –en definitiva, por su capacidad pa-ra asumir voluntariamente las tareas que suelen derivarse de los pre-carios vínculos entre la ética y la estética–, el intelectual había pasa-do a convertirse de pronto en conciencia crítica de la sociedad.

3

Pero es sabido que el campo intelectual no sólo se organiza en tornoa ideas y tareas sino también en función de intereses específicos quese canalizan a través de lo que Bourdieu llama “instancias”, es decir,aquellas instituciones o centros difusores –editoriales, revistas y pe-riódicos, tertulias, bibliotecas...– encargados de la selección, promo-ción y consagración de autores y de obras.35 Una larga tradición demaestrazgos, mecenazgos y discipulados consolidó asimismo lo quepudiera llamarse la instancia individual, gracias a la cual ilustres des-conocidos o jóvenes promesas literarias recibían el espaldarazo desus mentores y exigían, con esas credenciales, ser admitidos en losestratos medios o superiores del campo intelectual.

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32 Rubén Darío, Autobiografía [1912], 5a. ed. Madrid, SHADE, 1945, p. 133.33 Cf. Ángel Rama, loc. cit., p. 85.34 Julio Ramos, Desencuentros de la modernidad en América Latina. Literatura y

política en el siglo XIX, México, Fondo de Cultura Económica, 1989, pp. 70 ss.35 Cf. Pierre Bourdieu, “Campo intelectual y proyecto creador”, en varios autores,

Problemas del estructuralismo, México, Siglo XXI, 1967, p. 136.

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Véase la Autobiografía de Darío, por ejemplo: la legión de poetas,prosistas y diletantes que desfilan por ella forman la densa red delcampo intelectual latinoamericano de finales del siglo XIX y princi-pios del XX. Hemos de suponer que casi todos ellos estaban vincula-dos, directamente o no, a aquellos espacios de poder donde se dis-pensaban empleos secretariales, corresponsalías, consulados,misiones diplomáticas, las codiciadas sinecuras, en fin, que solíangarantizarle al poeta, al mismo tiempo, la sobrevivencia y el ociocreador. Dueño ya de ese escurridizo tiempo libre, el elegido podía en-tregarse de lleno a los imperiosos reclamos de la bohemia y de lasmusas. Los círculos intelectuales de la época contaban con ampliasreservas de solidaridad gremial; en más de una ocasión, Darío resul-tó ser uno de sus beneficiarios. En Madrid, Núñez de Arce intentóconseguirle un empleo en la Trasatlántica Española, por conductode Cánovas del Castillo; desde Valparaíso, Lastarria logró con unasimple carta que Mitre lo nombrara corresponsal de La Nación; Ra-fael Núñez, desde Cartagena, consiguió que el presidente Caro lo de-signara cónsul general de Colombia en Buenos Aires. A su paso porlos salones y tertulias de España y América, Darío encontró a sus be-nefactores y a sus cómplices, siempre dispuestos a apoyarlo en aque-lla cruzada de renovación literaria que los hispanoamericanos, salvocontadas excepciones, asumieron como una declaración de indepen-dencia cultural; allí el poeta conoció a quienes financiarían la edi-ción de sus obras (Pedro Balmaceda, en Chile), o las prologarían(Justo Sierra, a la sazón embajador de México en Madrid), o las es-tudiarían con obstinado rigor (Rodó, en su ensayo sobre Prosas pro-fanas), o simplemente contribuirían a consagrarla –a través de dia-rios personales, cartas, crónicas y artículos periodísticos– comoparadigmas de la nueva sensibilidad (Federico Gamboa, Amado Ner-vo, Enrique Gómez Carrillo, Julián del Casal).36

Sabemos, por lo demás, que una dedicatoria del propio Darío, uncomentario encomiástico de Valera, una frase de aliento de Rodó oun prólogo de Unamuno bastaban, en Hispanoamérica, para “lan-zar” a un autor dentro o fuera de sus fronteras nacionales. Es proba-ble que ese hecho –ligado al relativo desarrollo de la industria cultu-ral española de finales de siglo– haya inf luido en el fervor con quelos intelectuales hispanoamericanos afirmaron en el 98 su identidad

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36 Cf. Rubén Darío, op. cit., passim.

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hispánica y latina.37 Y a la recíproca, aquellos intelectuales españolesque decidían vincularse al campo intelectual hispanoamericano sebeneficiaban de sus colaboraciones en la prensa y la venta de sus li-bros. Véase, por ejemplo, el caso paradigmático de Unamuno. Cola-boraba regularmente en La Nación, y –a juzgar por el caso que nosocupa– aprovechaba cualquier oportunidad para colocar sus obrasen librerías de Hispanoamérica. Me referiré únicamente a la relaciónepistolar que sostuvo con el joven Fernando Ortiz entre mayo y agos-to de 1906.38 Ortiz, que acababa de comentar en un diario de La Ha-bana su ensayo “El sepulcro de Don Quijote”, le escribe una declara-ción apasionada asegurándole que ha reconocido, en el cuadrodesolador que él (Unamuno) pinta sobre España, la triste situaciónde Cuba. “[V]uestras desdichas y las desdichas nuestras –le dice– sonnotas de un mismo acorde en el triste ritmo de la gente ibera.” Y aña-de que aquí, como allá, urge organizar una cruzada para rescatar demanos impías el sepulcro de Don Quijote, predicar “una locura co-lectiva que galvanice al pobre pueblo”.39 Unamuno le responde deinmediato enviándole Vida de Don Quijote y Sancho, propinándoleuna de sus habituales paradojas –fuera del mundo hispanohablantedice, los materialistas son grandes idealistas– y animándolo a prose-guir la lucha. A manera de posdata añade una autorización –Ortizpuede publicar la carta, si lo desea– y una solicitud:

Le ruego también me dé la dirección de alguna librería de esa ciudad conla que pueda yo entenderme directamente para la venta de mis obras, puesestoy harto de negligentes y demasiado interesados intermediarios, y daría aun librero de ésa hasta el 39% corriendo de mi cuenta los portes.

En un abrir y cerrar de ojos se ha puesto en marcha el ondulantemecanismo que garantiza la dinámica interna del campo intelectual.

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37 Es lo que sostiene Graciela Montaldo en “La guerra y las políticasintelectuales”, ponencia presentada al Simposio “1898: War, Literature and theQuestion of Pan-Americanism” (Universidad de Princeton, marzo de 1998).

38 Cf. Ricardo Viñalet, “De Miguel de Unamuno a Fernando Ortiz. Dos cartas,presumiblemente inéditas”, La Gaceta de Cuba, nov.-dic. 1996, p. 41.

39 Fernando Ortiz, “Carta abierta al ilustre señor don Miguel de Unamuno,Rector de la Universidad de Salamanca”, El Mundo, La Habana, 1 de mayo de 1906.Se convirtió en el primer capítulo de Entre cubanos (París, Librería P. Ollendorf[1913]). Carlos Serrano, cit. por Viñalet, publicó la correspondencia de ambos en“Fernando Ortiz y Miguel de Unamuno (un episodio de regeneracionismotrasatlántico)”, Revista de la Biblioteca Nacional José Martí, ene.-abr. 1987, pp. 7-22.

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Ortiz se apresura a publicar en la revista habanera El Fígaro –en for-ma de carta abierta a Unamuno, y apelando él también a la parado-ja– un elogioso comentario de Vida de Don Quijote y Sancho dondevuelve a colocar un signo de igualdad entre las situaciones respecti-vas: “Hacemos y nos conducimos –dice– tal como hacéis y os condu-cís vosotros en Iberia [...], y es que Cuba, en no pocos aspectos, esmás española que España.” Por último, le informa a su corresponsalque ya habló con el librero, le pide un retrato autografiado y una no-ta biográfica que sirvan para la propaganda de sus libros, tan pron-to como se pongan a la venta, y aprovecha la ocasión para remitirleun ejemplar de su obra más reciente, Hampa afro-cubana, con el rue-go de que le haga llegar su opinión sobre la misma. Unamuno pro-mete enviársela y comenta de paso que los escritores cubanos no de-bieran ser tan remisos en darse a conocer, como le ha contado FrayCandil, porque el proverbio según el cual el buen paño se vende,aunque no se exhiba, “no reza ya en esta época de intensísima luchade mercado”. Ahora el que pierde tiempo pierde espacio. (Hastaaquí, resumido, el intercambio epistolar. Ortiz volvió a escribirle aUnamuno años después pidiéndole que prologara su libro Entre cu-banos [1913], lo que no ocurrió por culpa de un equívoco.)

Tenemos ahí, en una nuez, todo el ciclo de difusión y promociónque las instancias individuales podían y solían cumplir en el campointelectual sobre la base de la admiración, la solidaridad gremial ylos intereses recíprocos. Hay en esas cartas raptos muy personalesdestinados al consumo público, intercambio de elogios y favores,una ética profesional que le permite al autor defender los más purosideales y a la vez el derecho a comercializar directamente sus libros.Hay, en fin, la conciencia de que el campo intelectual no está en elOlimpo sino en un ámbito regido por las leyes de la oferta y la de-manda, sobre una maraña de transacciones mercantiles en cuyo cen-tro no están los escritores sino los editores, impresores, libreros, di-rectores de revistas y periódicos, la espesa red de proveedores eintermediarios que irritaba a Unamuno. Por lo demás, el campomantiene al mismo tiempo la vitalidad y el equilibrio generando suspropios casos: el bohemio, que vive en París (Gómez Carrillo), el ex-céntrico, que simula vivir en París (Casal), el esnob, que trae librosy noticias de París (Aniceto Valdivia)... Y generando, sobre todo, ideó-logos que se vinculan directamente o no a las instituciones oficia-les y asumen su tarea o su misión por encargo o de manera espontá-nea. Es lo que hacen en la España de finales y principios de siglo, por

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ejemplo, figuras como Menéndez Pelayo, Valera y Rafael Altamira,para citar sólo los casos más notables. Valera inaugura los estudiossobre literatura hispanoamericana y gracias a un f lujo de informa-ción constante –cartas, libros, revistas...– logra mantenerse al día ydar a conocer, por ejemplo, las obras más recientes de Darío, Zorri-lla de San Martín, Restrepo, Ricardo Palma...40 Otro es el caso de suentrañable amigo Menéndez Pelayo. Como bien observa Díaz Quiño-nes, cuando Don Marcelino prepara por encargo su famosa Antolo-gía de poetas hispanoamericanos (1893-1895), para contribuir a los fes-tejos por el cuarto centenario del llamado Descubrimiento deAmérica, está tratando de construir un canon literario latinoameri-cano desde la óptica del viejo proyecto imperial.41 Y cuando en 1911reúne y actualiza los prólogos de la Antología para formar con ellossu Historia de la poesía hispanoamericana, intenta aliviar a España deltrauma del 98 devolviéndole, en el plano de la cultura, el resplandorde un poderío definitivamente perdido en todos los demás planos.De pronto la lengua, como en época de Nebrija, se convierte en com-pañera del imperio, aunque esta vez se trate –como diría Ortiz en Lareconquista de América– de un imperialismo “manso”. En efecto, quemillones de personas hablen español de este lado del Atlántico es co-sa que

nosotros también debemos contar como timbre de grandeza propia –obser-va Menéndez Pelayo– y como algo cuyos esplendores ref lejan nuestra pro-pia casa, y en parte nos consuelan de nuestro abatimiento político y del se-cundario puesto que hoy ocupamos en la dirección de los negocios delmundo...42

Con razón situó Ortiz en el 98 los gérmenes del movimiento pan-hispanista –organizado en 1900 por Rafael Altamira y otros catedrá-ticos de la Universidad de Oviedo– cuyo objetivo era conseguir que

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40 Véase María Beneyto, “Las Cartas americanas de Juan Valera: orígenes de lacrítica española sobre literatura hispanoamericana”, en Trinidad Barrera (ed.),Modernismo y modernidad en el ámbito hispánico, Sevilla, Universidad deAndalucía/Asociación Española de Estudios Literarios Hispanoamericanos, 1997,pp. 55-56.

41 Cf. Arcadio Díaz Quiñones, “1898: Hispanismo y guerra”, en Walter L.Bernecker (ed.), 1898: su significado para Centroamérica y el Caribe, UniversitätErlangen-Nürnberg, Vervuert Verlag, 1998, pp. 17-19.

42 Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de la poesía hispanoamericana, t. I, p. 4. (Cit.por Arcadio Díaz Quiñones, loc. cit., p. 23.)

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los intelectuales de América Latina se dispusieran a enfrentar la cre-ciente inf luencia anglosajona reconociendo el derecho histórico deEspaña a ejercer su “misión tutelar” sobre los países de Hispanoamé-rica. El panhispanismo –que Ortiz calificaba de “neorracismo”– noera más, a su juicio, que

la traducción al español del movimiento que iniciara Fichte en Alemania pa-ra hacerla reaccionar contra la postración en que la halló sumida el siglo XIX.El heraldo de esta empresa nacional, Altamira, fue traductor al castellanode los Discursos de Fichte, traducción que llevó a cabo a raíz de los sucesosde 1898 y que tenía, por tanto, un verdadero significado histórico.43

También la tuvo, para el pensamiento cubano de la época, la cru-zada de los catedráticos asturianos.44 En efecto, el panhispanismocontribuyó a reforzar, por contraste, las bases ideológicas del experi-mento neocolonial. Sus aristas retrógradas y arcaizantes favorecieronel desarrollo de un equívoco trágico, que ya tenía hondas raíces enla idiosincrasia cubana: el que convirtió la pugna de anglosajones ylatinos en una lucha entre la Reacción y el Progreso, entre la Tradi-ción y la Modernidad. No es preciso aclarar quiénes representabanqué y hacia dónde se inclinó la balanza en el campo intelectual cuba-no.45 El señuelo de la americanización entendida como modernizaciónresultaba doblemente atractivo en un medio social donde, por unaparte, aún no habían cicatrizado las heridas de la guerra y, por laotra, la colonia española –unas doscientas cincuenta mil personas,más del setenta por ciento del total de extranjeros residentes en elpaís en 1919– disponía –al menos en sus estratos superiores, rancia-

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43 Fernando Ortiz, La reconquista de América, ed. cit., p. 7. Rojas Mix alude a lo quepudiéramos llamar el mito de la España incontaminada como fundamento delracismo panhispano: España –dice– pretendía ejercer la hegemonía espiritual porqueconservaba “los valores puros de la raza, mientras que en América habían sidomanchados por las inf luencias indias y extranjeras y por el materialismo del BrotherJonathan, como se tildaba a los Estados Unidos antes de llamarlos Tío Sam”. (MiguelRojas Mix, “Ref lexiones sobre América en la España de los 98”, Casa de las Américas,núm. 211, abr.-jun. 1998.)

44 Sobre la posición de algunos de los intelectuales cubanos más destacados deesta etapa véase Enrique Ubieta Gómez, “Panhispanismo o panamericanismo:controversia sobre identidad cultural (1900-1922)”, en su Ensayos de identidad, LaHabana, Editorial Letras Cubanas, 1993, pp. 11-80. Es un texto de consulta obligadapara los interesados en el tema.

45 En La reconquista de América, por ejemplo, Ortiz da numerosas muestras desimpatía hacia el modelo norteamericano.

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mente tradicionalistas– de cuantiosos recursos económicos e inf lu-yentes voceros, como el Diario de la Marina. En cambio, a principiosde siglo tanto el panhispanismo como el arielismo –con nuevos tin-tes racistas– parecen haber ejercido en ciertos sectores de la burgue-sía latinoamericana un atractivo especial. Es el caso de la Argentina,por ejemplo, donde a la sazón se creaba o reconstruía a toda prisa elmito de los orígenes nacionales, con el gaucho como centro, para po-der oponerlo, en tanto que arquetipo, al de la sociedad cosmopolitainvadida por masas de inmigrantes, en su mayoría italianos.46 Fue enese clima en el que Ricardo Rojas se atrevió a acuñar, junto con eltérmino argentinidad, la peregrina idea de que el cosmopolitismo era“una forma de barbarie”.

En Cuba, el único antídoto posible contra las tendencias domi-nantes –es decir, contra las tendencias de las clases dominantes– erala ideología mambisa, pero ésta había sufrido un colapso irreversi-ble, primero, en 1901, con la imposición de la Enmienda Platt y des-pués, en 1906, con la segunda intervención norteamericana. El mun-do que Ortiz describe en su carta abierta a Unamuno –esa Cuba queresultaba ser, por sus dolencias y sus lacras, “más española que Espa-ña”– era el mundo de la frustración y el desaliento.47 En el desdéncon que los cubanos miraban ya su propia literatura, por ejemplo,Varona creía ver “un síntoma de atrofia” espiritual:

Hubo un tiempo –observaba, el mismo año en que se estableció la Repúbli-ca– en que las obras de los cubanos que sobresalían [...] eran el alimento deuna y otra generación de sus compatriotas. De manos de nuestros padres re-cibimos las Lecciones de Varela, los Papeles de Saco, las poesías del gran can-tor del Niágara. Hoy se apolillan en las librerías de viejo.48

Ese mundo era también el espacio sociopolítico donde logróarraigar el Mito de Roosevelt:49 lo que se había considerado inacep-

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46 Cf. Carlos Altamirano y Beatriz Sarlo, “La Argentina del Centenario: campointelectual, vida literaria y temas ideológicos” [1980], en su Ensayos argentinos. DeSarmiento a la vanguardia [1983], 2a ed., Buenos Aires, Ariel, 1997.

47 Salvo para los hispanófilos recalcitrantes y para aquellos que habíanexperimentado un proceso de descubanización que los convertía, según sus críticos, en“verdaderas caricaturas, mascarillas o vaciados cubano-yanquis”. (Cf. Julio CésarGandarilla, Contra el yanqui [1913], Pról. de Julio Le Riverend, 2a ed., La Habana,Editorial de Ciencias Sociales, 1973, p. 74.)

48 Enrique José Varona, “Nicolás Heredia” [1902], en su Violetas y ortigas. Notascríticas, Pról. de A. Hernández Catá, Madrid, Editorial América [1917], p. 118.

49 Véase página 10 en este mismo volumen.

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table diez años antes, ahora se tenía por una valiosa conquista. Esacrisis ideológica se mantendría sin cambios notables hasta 1923,cuando surge a la vida política cubana una generación que acabarádominando el campo intelectual en los años siguientes. Son los van-guardistas. En el plano cultural se les conoce como Grupo Minoris-ta o generación de la Revista de Avance; en el plano político, comogeneración del 30. Percibían el campo intelectual cubano del primercuarto de siglo como un desierto; al contrastarlo con el jardín de an-taño –un poco a la manera de Varona–, reactivaron el mito del Siglode Oro de la literatura cubana, deslumbrados por el oscuro esplen-dor que les llegaba de una época todavía reciente.

¿Quién recogió la lírica poderosamente templada de Heredia? –se preguntadesesperado el joven Mañach, en 1925–. ¿Quién la inspiración enérgica y lafecundidad gloriosa de la Avellaneda? ¿Qué bríos han sabido desarrollar, ennuestro siglo, las iniciativas precursoras de Julián del Casal y de José Martíen el modernismo poético americano? ¿Dónde está el novelista que superea Cirilo Villaverde, el ensayista que emule a Varela, a Saco, a Varona, el crí-tico que rivalice con Piñeyro o “Justo de Lara”?50

Había llegado el momento de pasar balance, señal de que se en-traba en una nueva época. El conf licto ideológico desatado por el 98adquiere entonces nuevas orientaciones y matices. Surge con ímpe-tu, por un lado, el pensamiento marxista y antimperialista (Julio An-tonio Mella, Rubén Martínez Villena) y por el otro las ref lexiones so-bre los aspectos positivos y negativos de la presencia española enCuba (Azúcar y población en las Antillas, 1927, de Ramiro Guerra; Lacrisis del patriotismo, 1929, de Alberto Lamar Schweyer). En 1927, jus-tamente, se escribirá el último capítulo del fenómeno panhispanista

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50 Jorge Mañach, La crisis de la alta cultura en Cuba, La Habana, Imprenta yPapelería La Universal, 1925, p. 28. (Véase un panorama también desalentador, peromucho más objetivo, en Jorge Fornet, “El síndrome del 98 en la literatura cubana”,Casa de las Américas, núm. 205, oct.-dic, 1996.) No es casual que Mañach, casi treintaaños después, suscribiera la idea de que el deterioro de la vida cultural y cívicacubana se debía a la falta de un propósito colectivo como el que había orientado lasluchas independentistas. Al establecerse la República, dice, nos quedamos –“como eljoven que se gradúa y luego no sabe qué hacer con su diploma”– sin una imagen defuturo. Y peor aún: “De esa desorientación no hemos salido todavía.” Cf. JorgeMañach, “Palabras preliminares”, en Gustavo Pittaluga, Diálogos sobre el destino, LaHabana, Cámara Cubana del Libro, 1954, pp. 9-10 (libro que en opinión de Mañach,por cierto, podía servir para devolverle al cubano la conciencia del destino perdido).

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con la polémica sobre el Meridiano intelectual,51 que en Américatendrá también dimensiones continentales.

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51 Véase, sobre el tema, Carmen Alemany Bay, La polémica del meridiano intelectualde Hispanoamérica (1927). Estudio y textos, Alicante, Universidad de Alicante, 1998.

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Nuestra América entró en la conciencia universal como una imagendeformada. Desde que los conquistadores vieron y describieron porprimera vez estas tierras –súbitamente pobladas de indios y otras es-pecies no menos exóticas para la fantasía del europeo recién salidode la aldea medieval–, empezó a difundirse por el mundo una ima-gen falseada que no obstante se impuso como trasunto fiel de la rea-lidad, de ese complejo universo físico, cultural y social llamado alfin “América” por la caprichosa iniciativa de un cosmógrafo alemán,en honor de un oscuro navegante italiano casualmente radicado enEspaña. La interminable sucesión de equívocos podría mover a risa,como un pintoresco muestrario de disparates, si no formara parte in-separable de la psicología del despojo, ese desprecio visceral hacialos valores y la identidad del oprimido que segrega el colonialismopara ocultar, justificar y perpetuar la explotación más despiadada.En este sentido podría decirse que los Cronistas de Indias –aun losque dieron pábulo al mito inocente del “buen salvaje”– son los intré-pidos precursores de las grandes agencias de noticias, puesto que de-sataron la mayor campaña de desinformación que se haya orquesta-do sobre esta parte de América hasta la aparición de los actualesmedios de difusión masiva dominados por las transnacionales. Esaimagen espuria, donde se cruzaban todos los hilos de paternalismoy de la infamia, acabó suplantando no sólo a la imagen legítima sinoincluso al propio rostro que pretendía ref lejar. A los ojos de Europay Norteamérica –y aun a los nuestros, que asumían demasiado a me-nudo la óptica enemiga–, América Latina y el Caribe no tardaron enconvertirse en un vasto inframundo habitado, a semejanza de Coma-la, por susurros y fantasmas. Eso demostraba, por lo pronto, la efica-cia de la manipulación colonialista, el poder hipnótico de una ima-gen que había logrado sobreimponerse a la de millones de indios ycriollos, mestizos y negros que desde Túpac Amaru hasta Maceo, pa-sando por Louverture y Bolívar, habían hecho fraguar en un proyec-

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to irrenunciable la fisonomía moral y cultural de nuestra América.“Éramos una máscara”, decía Martí aludiendo al mimetismo que noshacía salir al mundo con “antiparras yanquis o francesas”; pero ad-vertía también que, con una nueva conciencia de sí mismos, nuestrospueblos descubrían al fin la necesidad de conocerse mutuamente yempezar a crear.

La América Latina entra balbuceando a este siglo escoltada pordos fuerzas nacientes, una embrionaria todavía, el cinematógrafo, yotra pujante y agresiva, el imperialismo yanqui. Nadie podía sospe-char entonces que andando el tiempo ambas iban a conf luir en unamisma empresa de conquista, pero lo cierto es que ya en 1898 un no-vel camarógrafo pisó tierra cubana en zafarrancho de combate,acompañando a las tropas intervencionistas, y en la maqueta de cier-to estudio neoyorquino se filmó una batalla naval de Santiago tanfiel que no parecía una batalla.1 Fue el debut de los marines en el ci-ne y, que sepamos, la primera vez que éste se utilizó para glorificarel mito de la superioridad anglosajona y lo que después iba a llamar-se el American way of life. La pantalla se convirtió muy pronto en elarco de triunfo de la ideología imperialista, que no tardó en hallarlas claves de su infalible dramaturgia en la lucha siempre desigual yriesgosa de los buenos contra los malos. Ya en 1905, en una películatitulada Fight of Nations, sólo la providencial intervención de un“americano” legítimo, anglosajón por los cuatro costados, logra im-pedir la catástrofe que amenaza al mundo por las interminables dispu-tas entre negros, judíos, irlandeses, españoles y gentes de esa laya. 2

Se trata de un esquema dramático que acompañará en su desarrolloa todo el cine imperial sin más variación que el tinte epidérmico oideológico del villano.

En América Latina, la tecnología moderna y la propia dinámicasocial marcaron las diferencias esenciales entre los dos modelos decolonización ideológica, el imperialista y el clásico. Éste operaba através del libro en los distintos niveles de enseñanza, con un códigoaristocrático, de manera que en rigor sólo alcanzaba a exiguas mino-rías destinadas a la burocracia y las profesiones liberales;3 en cam-

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1 La verdadera pasó a la historia militar como un simulacro, un ejercicio deartillería en el que Sampson puso los cañones y Cervera los blancos.

2 Cf. Mirta Aguirre, “Hollywood y el entretenimiento cinematográfico” (1951), enAyer de hoy, La Habana, Bolsilibros Unión, 1980, p. 129. (Reproducido en CineCubano, núm 98, 1980.)

3 El adoctrinamiento de las masas, reservado a la Iglesia, exigía cierto equilibrioentre ideología colonialista y cultura popular.

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bio, el modelo imperialista operaba a través del cine –y de los co-mics– con un código social basado en los gustos y aspiraciones quele atribuía al “hombre de la calle”; aunque sólo alcanzaba a la pobla-ción urbana, se dirigía al conjunto de la sociedad, sin distinción declases, sexos, credos ni razas. La diferencia cualitativa entre amboslenguajes, la connotación de sus mensajes respectivos y la escala so-cial que abarcaban le dieron de inmediato al nuevo modelo una efi-cacia que a su predecesor le tomó siglos alcanzar. Su difusión, ade-más, no encontró mucha resistencia en América Latina, salvo la quepudo ofrecer el cine europeo antes de que Hollywood se consolida-ra como monopolio industrial y comercial. Se impuso así un para-digma ideológico, estilístico y dramático que parecía surgir, sin másalternativas, de la naturaleza misma del medio. Para la generaciónque vio sus primeras películas en los años cuarenta, decir cine era de-cir cine americano; había otros, pero el de Hollywood era el cine porantonomasia.4

La penetración ideológica neocolonialista –inserta en el contextoglobal de la dependencia como un aspecto más del dominio impe-rial– funciona en varios niveles. El cine –su punta de lanza– no sepresenta como ideología, sino como entretenimiento. En efecto,Hollywood no vende ideas sino esquemas dramáticos y estilísticosque implican la asimilación de determinadas ideas, es decir, códigosque inducen a interpretar los conf lictos individuales y sociales deacuerdo con el esquema ideológico burgués. El espectador inadver-tido acaba haciéndose cómplice de esa manipulación y eventualmen-te de un sistema que, a semejanza de ciertas tribus amazónicas, re-duce la cabeza de sus víctimas y que además les pone anteojeras. Eslo que se llama un negocio redondo: el magnate de Hollywoodmuestra una cara de una realidad contada a su manera y el especta-dor las ve –y desembolsa su dinero por verlas– como si fueran lasúnicas posibles, convirtiéndose así en el perfecto consumidor de unaimagen social prefabricada y a la vez de una industria que paga muybuenos dividendos. El círculo vicioso de la manipulación se cierrabrutalmente cuando el propio consumidor es usado como coartada

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4 Pese a las apariencias, este monopolio casi absoluto era resultado de una doblecoerción –económica y política– ejercida en un movimiento de tenazas por elimperio y las oligarquías locales. Hollywood desplazó de América Latina a sus rivaleseconómicos –la primitiva industria cinematográfica italiana, por ejemplo– y boicoteóa su rival ideológico y político, el naciente cine soviético, que además fue prohibido enla mayoría de los países latinoamericanos.

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estética. Sus “gustos”, largamente deformados por un modelo im-puesto, sirven entonces para justificar la validez de ese modelo en elmarco de la oferta y la demanda: ahora resulta que el público lo im-pone porque lo “prefiere”, no que lo prefiera porque le hayan im-puesto esa preferencia.

Sobre ese demagógico principio de la industria cultural burguesase levantan las precarias cinematografías latinoamericanas de losaños cuarenta y cincuenta con una dramaturgia calcada sobre el mo-delo jolivudense y, claro está, mucho color local y alguna salsa crio-lla como ingredientes adicionales de éxito.5 Así, con un ojo vendadoy el otro puesto en la taquilla –el sinuoso talante de la burguesía–, elviejo cine latinoamericano renuncia de antemano a la búsqueda desu propio camino y, en cambio, da una visión folclórica o miméticade nuestra realidad que favorece, por inercia, la estrategia de pene-tración cultural neocolonialista. Entretanto, el mito de la superiori-dad anglosajona sigue haciendo de las suyas. Con absoluta impuni-dad, Hollywood introduce de contrabando en sus películas toda unagalería de tipos que circula por el mundo –el nuestro incluido– comola viva estampa de América Latina: beautiful señoritas de miradas defuego, galanes de balcón y serenata, bongoseros de ovalitos, prosti-tutas de jazmín a la oreja, chulos obsequiosos, anarquistas frenéticos,sirvientes holgazanes, amigos estúpidos o serviles y cuatreros de in-confundible acento mexicano, para mencionar sólo los más típicos.Más aún: de nuestros propios héroes ese cine se permitía y aún sepermite darnos una imagen denigrante o grotesca, y de ciertos acon-tecimientos de nuestra historia una visión ingenua o tendenciosa, pe-ro siempre falseada.6

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5 Eso no significa que sean del todo desdeñables para el desarrollo de unauténtico cine popular. Habría que analizarlos críticamente.

6 La misma que, por lo demás, le ha dado de su historia al propio pueblonorteamericano. Arthur Penn afirma que El pequeño gran hombre es su respuesta aquienes tergiversaron sistemáticamente la historia de los indios y a toda unageneración empeñada en saber por qué la habían engañado. Para él es evidente queHollywood ha mostrado siempre a los indios como “bestias salvajes, un pocoridículas” con el único fin de justificar retrospectivamente su genocidio. (Cf. MichelDelain, “Penn, primer cineasta cheyenne”, en Cine Cubano, núm 71-72, 1971.)

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Sería inútil pedir cuentas. Hollywood, ya se sabe, es una Fábrica deSueños; el cine, un entretenimiento que f luye de la pantalla como dela boca de un cuentero prodigioso, con la natural inocencia de las fá-bulas. En las oscuras salas de los cinematógrafos, millones de perso-nas agobiadas por su propio aislamiento sueñan a plazo fijo, comola Cenicienta, el mismo sueño colectivo por encima de sus diferen-cias individuales y sociales. Que ese sueño sea precisamente el “sue-ño americano” –los enajenantes estímulos del American way of life– esuna paradoja que por lo visto no tiene la menor importancia. El ci-ne burgués creó una cultura visual cuyo rasgo característico iba a serla sustitución permanente del objeto por la imagen y la imposibili-dad de acceder a lo real a través de esa supuesta representación ar-tística de la realidad. Cada rollo de película era como el símbolo grá-fico de su propio sinsentido, la serpiente de imágenes que se muerdela cola en un proceso irreversible de autofagia. Pero al ponerse enmovimiento, esas imágenes ensimismadas adquirían tal presenciaque la realidad se evaporaba por contraste. Así, pues, el problema noera sólo lo que el cine mostraba sino también lo que omitía o, másexactamente, lo que lograba ocultar. Para un cine de estrellas, espec-táculo y evasión permanentes, ¿qué interés podía tener, por ejemplo,la historia de un obrero sin trabajo que roba una bicicleta, o la de unanciano jubilado cuyo único nexo con la vida es un perrito callejero,o la de un niño que vaga por los cráteres y las ruinas de una ciudadarrasada por la guerra?7 La vida cotidiana de millones de seres hu-manos –y no sólo en la Europa de posguerra– estaba muy lejos deser un tema digno de la pantalla, aunque de vez en cuando asomaracomo información o etnología en noticieros y documentales. Desdeesta perspectiva el neorrealismo italiano era el anticine por excelen-cia, es decir, el cine de los que nunca habían podido ser, en el mun-do capitalista, héroes cinematográficos. No es de extrañar que enaquellos rostros sin afeites, en aquellas imágenes sombrías que pare-cían metáforas europeas del mundo subdesarrollado, los futuros ci-neastas latinoamericanos descubrieran la posibilidad de hacer un ci-ne volcado sobre su propia realidad, algunos como simples testigosy otros con el propósio consciente de ayudar a transformarla.

Pese a sus limitaciones ideológicas, el neorrealismo italiano favo-

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7 Alusión a tres clásicos del neorrealismo italiano: Ladrones de bicicletas, Umberto Dy Roma, ciudad abierta, las dos primeras de De Sica y la última de Rossellini.

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reció el desarrollo de una conciencia artística progresista que enAmérica Latina no tardó en adquirir un carácter revolucionario.8 Enla inmensa mayoría de nuestros países hasta el más simple testimo-nio de la vida cotidiana –especialmente en las zonas rurales– equiva-lía a una denuncia de la explotación y la miseria de las masas. Al aso-marse al ojo impasible de sus cámaras, los jóvenes cineastasdescubrían espantados un horizonte de “harapos, basuras, ataúdesde niño” 9 en el que se hacían cada vez más imprecisos los límites en-tre la estética y la lucha de clases. Las formas de producción neorrea-listas –pequeños equipos de filmación, empleo de actores no profe-sionales, elaboración de una dramaturgia capaz de prescindir delespectáculo– estimularon también una práctica cinematográficaque, en las condiciones socioeconómicas de América Latina, era laúnica posible fuera de la ciudad de México, São Paulo y Buenos Ai-res, los tres grandes centros industriales del viejo cine latinoamerica-no. Para los cinéfilos puros, los insaciables ratones de cinematecaque ni remotamente asociaban la vocación artística con el compro-miso social, el neorrealismo tenía cuando menos la suprema virtudde proponer un cine barato. Así, en el decenio del cincuenta, entrelos aficionados que se agrupaban expectantes en los cine-clubes uni-versitarios, “cada dos años aparecía un loco que hacía cine” aunquepara ello tuviera que empeñar hasta la camisa y no supiera muy bien,ni estética ni técnicamente, lo que se traía entre manos. 10 Otros, me-nos audaces o más previsores, le daban tiempo al tiempo: rastreabanalguna copia de Potiomkin que no hubiera pasado del archivo de lacinemateca al de la policía, o rumiaban en seco las teorías de Eisens-tein y Pudovkin, descubiertas en librerías de viejo, tratando febril-mente de imaginarse ese otro cine, un cine hecho por grandes artis-tas para las grandes masas populares en el contexto de una granrevolución social.11

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8 Ya a principios de los años cincuenta Roma se había convertido en la verdaderaMeca del cine para los jóvenes aspirantes a cineastas de América Latina. Algunos deellos –Fernando Birri, Tomás Gutiérrez Alea, Julio García Espinosa y Gabriel GarcíaMárquez, por ejemplo– fueron, por esa época, a estudiar cine a Italia.

9 Cf. Jorge Sanjinés, “Un cine militante”, en Cine Cubano, núm 68 (1971).10 Cf. Pedro Chaskel, “Se inicia una nueva etapa”, entrevista de Mayra Vilasís y

Jorge Sotolongo en Cine Cubano, núm. 98 (1980).11 “Todo el que buscaba y luchaba por descubrir en América Latina la verdad

sobre un cine nuevo y revolucionario [...] encontraba en las teorías y filmes soviéticosde la revolución bolchevique un arma de combate y un instrumento de ref lexión”(Pastor Vega, “El cine de Octubre y el Nuevo Cine Latinoamericano”, en Cine Cubano,

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Pero ni aun el cine más revolucionario podía ser la inf luencia de-cisiva de un movimiento que asumiría como cuestiones de principiolos problemas de la descolonización y la identidad cultural. La in-quietud artística era apenas un síntoma de inquietudes más profun-das, el anuncio todavía indescifrable de cataclismos sociales y políti-cos que llegarían a tener repercusión mundial y cuyo epicentro, porprimera vez en la historia, iba a estar en los países subdesarrolladosy colonizados. El decenio del cincuenta, que se inicia y culmina consendas derrotas del imperio –la guerra de Corea y el triunfo de laRevolución cubana–, enmarca otros acontecimientos memorables: lavictoria vietnamita en Dien Bien Fu, el ascenso de Nasser al poderen Egipto, el comienzo de las guerras de liberación en Vietnam delSur y en Argelia, la rebelión del Sahara Occidental, la independen-cia de Guinea... Mil trescientos millones de afroasiáticos hablan porprimera vez sin intermediarios en la Conferencia de Bandung, en1955, y al año siguiente Nasser, Nehru y Tito sientan las bases del fu-turo Movimiento de Países no Alineados, que no tardaría en agrupara más de cien naciones en representación de dos mil millones de per-sonas, la mitad de la población mundial. En América Latina, tam-bién, la tierra tiembla: dictadores ajusticiados o derrocados en Vene-zuela, Nicaragua, Colombia y Cuba; revoluciones triunfantes enBolivia, Guatemala y Cuba; ofensivas imperialistas y oligárquicas enPuerto Rico, Brasil, Guatemala y Argentina; fracasos momentáneosque pasarían definitivamente a la historia de la revolución latinoame-ricana, como el asalto al Cuartel Moncada, en Cuba, y la ejecuciónde Anastasio Somoza, en Nicaragua. El bumerán de la guerra fría,lanzado contra la Unión Soviética, recula sobre los Estados Unidosdesatando una cacería de brujas que sumerge en la pesadilla de lahistoria a su inexpugnable Fábrica de Sueños; entre los personajesde esa farsa siniestra habrá inquisidores como MacCarthy, delatorescomo Elia Kazan y Ronald Reagan, chivos expiatorios como los Diezde Hollywood, encarcelados por rojos en 1950... En nuestra Américasurge una óptica nueva. Los jóvenes cineastas del Continente aún nohan grabado sus primeros pies de película cuando ya la literatura la-tinoamericano-caribeña va al encuentro de sí misma a través de los

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núm. 93, 1977). Véase también la encuesta sobre ese vínculo secreto en el mismonúmero de la revista. Se dio el caso de cineastas que –como aquel Monsieur Jourdainde Moliére, que hablaba en prosa sin saberlo– hicieron sus primeros documentalesbajo la inf luencia de los clásicos del cine soviético sin haber visto nunca una sola desus películas.

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grandes temas de la época: no es casual que inaugure este períodocon dos epopeyas de la identidad y un alegato anticolonialista –elCanto general de Neruda, Los pasos perdidos de Carpentier y Discursosobre el colonialismo, de Cesaire–, hoy clásicos en sus respectivos géne-ros. No se precisaban más señales para comprender que los tiemposeran de cambio y toma de conciencia. Y es precisamente en este in-sólito contexto donde se producen los primeros intentos de definirlas líneas de desarrollo de un nuevo cine latinoamericano y, conellas, una nueva estética.

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En 1956 el argentino Fernando Birri, recién llegado de Italia, ofrecevarias charlas sobre cine en la Universidad del Litoral, en Santa Fe.Despierta tal interés que la Universidad decide encomendarle la di-rección de un Instituto de Cinematografía. Allí se inicia una “expe-riencia piloto” que no tarda en formular la estrategia de un nuevo ci-ne, el “cine que había que hacer en condiciones sociales e históricasmuy precisas, en esa ciudad de Santa Fe, en la provincia argentina,dentro del marco de la América Latina de 1958”.12 Esa búsquedaconcreta de la autenticidad convierte el oscuro movimiento santafe-cino en “la primera escuela documentalístico-crítica de América La-tina”13 y a Birri, su fundador, en uno de los más lúcidos inspiradoresdel nuevo cine. En noviembre de 1955 se había estrenado en la Uni-versidad de La Habana El Mégano, documental de diez minutos diri-gido por Julio García Espinosa que denunciaba las condiciones deexplotación a que se hallaban sometidos los carboneros de la Ciénagade Zapata.14 Realizado por un equipo que incluía, entre sus integran-tes, a Tomás Gutiérrez Alea y Alfredo Guevara, El Mégano pasaría ala historia como el único antecedente legítimo del cine cubano con-

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12 Carlos Álvarez, “Cultura, universidad y cine”, en Cine Cubano, núm 71-72(1971).

13 Cf. Fernando Birri, “Revolución en la revolución del nuevo cinelatinoamericano”, en Cine Cubano, núm 49-51 (1968).

14 Un dato curioso: a la proyección asistió Cesare Zavattini, que se encontraba depaso por La Habana. Cinco años después Zavattini volvería a Cuba, en circunstanciasbien distintas, para trabajar con García Espinosa como coguionista de El joven rebelde(1961).

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temporáneo. Al igual que García Espinosa, “partiendo del neorrea-lismo pero sin dejarse absorber por él”, Nelson Pereira dos Santosabrió, con Río, cuarenta grados (1956), la perspectiva de un auténticocine nacional a los jóvenes realizadores brasileños. En las tertulias deDos Santos, en 1960, surgiría el término “Cinema Novo” para desig-nar las aspiraciones artísticas y políticas de los cineastas rebeldes encontraste con la mediocridad y el conformismo de los “viejos”.15 Consu elocuente sencillez, el adjetivo haría fortuna dentro y fuera deBrasil, convirtiéndose en la credencial de todo el cine progresista la-tinoamericano que como tal, además, rechazaba por principio losmecanismos y esquemas jolivudenses.

En sus orientaciones teóricas y en su propia práctica cinematográ-fica (Tire die, 1959), Birri había sostenido de forma categórica que lamisión del cineasta latinoamericano –del documentalista, en particu-lar– era “documentar el subdesarrollo” apresando su propia realidadcríticamente. “El cine que se haga cómplice de ese subdesarrollo–advirtió– es subcine.”16 El crítico y cineasta brasileño Alex Viany di-ría lo mismo en otros términos al exponer el “programa básico” desus más jóvenes colegas: “Salir por el Brasil cámara en mano a sor-prender, registrar y analizar los problemas y las angustias de nuestragente.”17 Comenzó a producirse así, desde la dramática perspectivade las clases populares, un verdadero descubrimiento cinematográfi-co de América.

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El naciente cine cubano18 introduciría en ese proceso una dinámicaimprevista. Se trataba aquí de “documentar” una realidad subdesa-

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15 Cf. Glauber Rocha, Revisión crítica del cine brasilero, La Habana, Ediciones ICAIC,1965.

16 Concebía la acción de “documentar el subdesarrollo” como un doblemovimiento: el negativo, consistente en denunciar esa realidad mostrándola tal comoera, y el positivo, que se cumplía al afirmar en ella “los valores del pueblo” (cf.Fernando Birri, Tire die, Santa Fe, Universidad Nacional del Litoral, 1960). El autorrecopiló sus ensayos y artículos en el volumen La escuela documental de Santa Fe, SantaFe, Instituto de Cinematografía UNL, 1964.

17 Alex Viany, prólogo a Revisión crítica del cine brasilero, ed. cit. (14).18 El Instituto Cubano de Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) se fundó el 24

de marzo de 1959, a menos de tres meses del triunfo de la Revolución, bajo ladirección de Alfredo Guevara.

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rrollada en transformación dentro de la cual los propios cineastas sehallaban inmersos en calidad de militantes. En Cuba el cine se habíadefinido como un arte de vanguardia en el momento mismo de de-finirse como un arma de la Revolución:19 aquí “apresar la realidad”era un modo consciente de ayudar a cambiarla, puesto que la panta-lla no hacía más que devolver multiplicada al espectador –a los nue-vos protagonistas de la historia– la imagen de su propia capacidadtransformadora. Pero por encima de esas diferencias de contexto, unvínculo profundo unía a las cinematografías emergentes. Documen-tar críticamente la realidad latinoamericana llevaba a descubrir tar-de o temprano que el subdesarrollo no es más que la otra cara delimperialismo (los “mil dólares por muerto, cuatro veces por minuto”de la Segunda Declaración de La Habana), por lo que el nuevo cinetenía que ser antimperialista si aspiraba a ser genuinamente latinoa-mericano.20 Su principal elemento de cohesión ideológica y artísticaera la propia realidad que pretendía ref lejar.

Esto se puso en evidencia aun antes de que el movimiento salierade su fase embrionaria. Casi de manera fortuita, los jóvenes cineas-tas empiezan a descubrir sus intereses y objetivos comunes en festi-vales internacionales como el de Sestri Levante, que en 1962 patro-cinó una muestra de cine latinoamericano y dentro de ella un debatesobre su posible carácter testimonial.21 Este primer encuentro colec-tivo –con Italia sirviendo una vez más como punto de enlace– se pro-ducía en medio de una de las mayores ofensivas militares y políticasdel imperio en nuestra América: la que comenzó con la invasión de

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19 “El cine cubano existe, y existe como arte revolucionario –de búsqueda y aportereal–, como instrumento de cultura y arma de combate” (Alfredo Guevara, “Ref lexionesen torno a una experiencia cinematográfica” [10o. aniversario del ICAIC], en CineCubano, núm. 54-55, 1969).

20 El contexto de la cita entre paréntesis es un verdadero “montaje paralelo” de laindignación revolucionaria que en los años sesenta sirvió de base a más de un guióncinematográfico. “En este Continente de semicolonias –decía en 1962 la SegundaDeclaración de La Habana–, mueren de hambre, de enfermedades curables o vejezprematura, alrededor de 4 personas por minuto, de 5 500 al día, de 2 millones poraño, de 10 millones cada 5 años [...] Mientras tanto de América Latina f luye hacia losEstados Unidos un torrente continuo de dinero: unos 4 000 dólares por minuto, 5millones por día, 2 000 millones por año, 10 000 millones cada cinco años. ¡Mildólares por muerto: ése es el precio de lo que se llama imperialismo! ¡MIL DÓLARES

POR MUERTO, CUATRO VECES POR MINUTO!”21 Véase “III Exposición de Cine Latinoamericano”, en Cine Cubano, núm. 7

(1962).

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Cuba patrocinada por la CIA, en 1961, continuó con la exclusión deCuba de la OEA y la llamada Crisis de los Cohetes, en 1962 –un añofatal para los gobiernos sospechosos o indóciles de Honduras, Ecua-dor, Perú, Argentina y Brasil–, y culminó en su primera fase, duran-te el trienio 1963-65, con derrocamientoss y cuartelazos prefabrica-dos en Guatemala, Brasil, República Dominicana y Ecuador; con lamasacre de los jóvenes panameños en la Zona del Canal, el cerco ybloqueo económico y diplomático contra Cuba y el desembarco delas tropas intervencionistas yanquis en la República Dominicana. Encontraste con este acoso sistemático, el espacio que Sestri Levanteabría al reconocimiento y el debate adquiría una inusitada dimen-sión. “Porque nos conocemos desde lejos y se nos impide encontrar-nos en tierra americana –afirmaba en 1963 el delegado cubano alFestival–, Sestri Levante es para los cineastas latinoamericanos un te-rritorio de sorpresas y casi un milagro.”22 Ese deslumbramiento nose basaba tanto en el hallazgo previsible de un lenguaje común co-mo en la posibilidad de descubrir, en aquellos gestos y rostros y pai-sajes extrañamente familiares pero nunca antes vistos en la pantalla,las infinitas posibilidades artísticas e ideológicas del nuevo cine co-mo expresión insobornable de nuestra realidad. Allí estaría muypronto, para demostrarlo, el Cinema Novo brasileño, que despuésde Barravento (1961), de Glauber Rocha, y Asalto al tren pagador(1962), de Roberto Farias, detonaría en 1963 Dios y el diablo en la tie-rra del sol, de Rocha; Los fusiles, de Rui Guerra; Ganga Zumba, de Car-los Diegues y Vidas secas, de Pereira dos Santos, un espléndido fogo-nazo que dejó boquiabierta a la crítica y otorgó al nuevo cine, comohecho colectivo, sus primeras credenciales artísticas a ambos ladosdel Atlántico. Pero esa eclosión no se producía en el vacío. El trienioanterior había visto surgir en la Argentina, México y Cuba a un gru-po de realizadores y películas que, con diversos matices artísticos eideológicos, iban delineando en las pantallas y en la conciencia lati-noamericana los rasgos de una nueva sensibilidad. Ya en 1963, unastreinta películas de ficción, de media docena de países, tenían dere-cho a reclamar un sitio más o menos honroso en la etapa de funda-ción del nuevo cine,23 algo realmente insólito en un medio donde el

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22 Alfredo Guevara, “Sestri Levante: IV Reseña del Cine Latinoamericano”, enCine Cubano, núm 12 (1963).

23 Véase Filmes latinoamericanos: una cronología tentativa (1960-1979). Recopiladapor Teresa Toledo. La Habana, Sección de Cine Latinoamericano y del Caribe de laCinemateca de Cuba, 1980. (Esta valiosa filmografía incluye también algunaspelículas realizadas a fines de los años cincuenta.)

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quehacer artístico podía considerarse una hazaña cotidiana.

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En 1963 comienza la segunda fase de la ofensiva imperialista, unavez fracasada la Alianza para el Progreso y consolidado el régimenfascista en Brasil. Con cuarenta mil soldados en la República Domi-nicana y medio millón en Vietnam, el imperio no tiene fuerzas nitiempo que perder en América Latina y dispone que el Orden seamantenido a toda costa por los gorilas y lacayos locales. Esto da a loscuerpos represivos de cada país, asesorados por Mitriones de toda la-ya, la oportunidad de tecnificarse y aplicar científicamente las tácticasy métodos de intimidación y exterminio ya ensayados en Vietnam:tortura, desaparición, contrainsurgencia, bandas paramilitares, poli-cía antimotines y fulminantes operaciones de “limpieza” en las zonasrurales. Es todo un proyecto genocida a escala continental que lasmasas populares enfrentan con los recursos a su alcance, desde lashuelgas y las manifestaciones callejeras hasta las urnas y la lucha ar-mada. En 1966 hay frentes guerrilleros en Guatemala, Venezuela,Colombia y Bolivia, y comienzan a gestarse las guerrillas urbanas enArgentina y Uruguay. Ni un solo sector de la sociedad latinoamerica-na deja de verse involucrado en esa vasta confrontación entre dosmundos, el de los privilegios que se niegan a morir y el de la espe-ranza que se empeña en nacer. Los intelectuales y artistas no son unaexcepción. La lucha ideológica adquiere en todo el Continente unaespecial intensidad. Se reduce al espacio de los neutrales y los tibios.Muchos cineastas confesarán más tarde que perdieron su inocenciapolítica al salir a los caminos y las calles con el único fin de captarimágenes de la vida cotidiana. Eran técnicos y artistas. Filmando unContinente en revolución se hicieron revolucionarios. El plantea-miento inicial de Birri tenía, por lo visto, su propia dialéctica, que enadelante iba a servir de base al nuevo cine documental y, por exten-sión, a todo el movimiento: de la teoría y la práctica del documentalirían surgiendo las premisas ideológicas y estéticas del nuevo cine la-tinoamericano.

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El movimiento –todavía disperso, pero ya con una coherencia artís-tica e ideológica impresionante– se reconoce y constituye oficial-mente en 1967, en el Primer Encuentro de Cineastas Latinoamerica-nos, celebrado en el marco de los festivales de Viña del Mar (Chile).A las cinematografías ya consolidadas se suman ahora las nacientes,y el Nuevo Cine fija sus objetivos culturales y políticos en una seriede principios que podrían resumirse en tres compromisos esencia-les: 1] Contribuir al desarrollo y fortalecimiento de la cultura nacio-nal y, a la vez, enfrentar la penetración ideológica imperialista y cual-quier otra manifestación de colonialismo cultural; 2] Asumir unaperspectiva continental en el enfoque de los problemas y objetivoscomunes, luchando por la futura integración de la Gran Patria lati-noamericana; y 3] Abordar críticamente los conf lictos individuales ysociales de nuestros pueblos como un medio de conscientización delas masas populares.24

Hay ya una obra de conjunto que avala, en el plano profesional yartístico, la seriedad de esos pronunciamientos. El Nuevo Cine llegaa Viña del Mar con una filmografía terminada o en proceso de ela-boración que permite añadir, al fondo ya existente en 1963, más demedio centenar de películas y un estupendo conjunto de documen-tales.25 En ese breve lapso empiezan a despuntar las cinematogra-fías de Colombia, Chile, Perú, Bolivia, Uruguay, Venezuela y el pueblochicano; surgen realizadores y grupos que alcanzarán su madurez enel decenio del setenta; se consolida el cine cubano y dentro de él –en-cabezando su escuela de documentalistas con Ciclón (1963), Now(1965), Cerro Pelado (1966), Hanoi, martes 13 (1967) y el NoticieroICAIC Latinoamericano–, Santiago Álvarez logra comprimir la diná-mica y la poesía de la Revolución en una verdadera epopeya cinema-tográfica. 26 Antes de que termine el decenio, el Nuevo Cine habrá

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24 Estos principios serían ratificados en el V Encuentro de CineastasLatinoamericanos, celebrado en Mérida (Venezuela) en abril de 1977. (Cf. Por un cinelatinoamericano, v. 2. Caracas, Col. Cine Rocinante, 1978, p. 15.)

25 Más de cincuenta –reconocidos por el movimiento– en los primeros ocho añosdel decenio. (No incluimos aquí la producción cubana, que ya en el quinquenio 1964-1968 alcanzó un promedio anual de casi treinta documentales.)

26 Para un análisis concreto de esa relación, véase Jorge Fraga, “El Noticiero ICAIC

Latinoamericano: función política y lenguaje cinematográfico”, en Cine Cubano, núm71-72 (1971).

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adquirido definitivamente la orientación y la fisonomía con que sinduda pasará a la historia de la cultura latinoamericana como uno delos fenómenos más innovadores y sorprendentes del siglo XX en elcampo de las artes.27 De hecho, sólo podría hallarse un precedenteválido en el muralismo mexicano: la misma búsqueda de raíces au-tóctonas, el mismo afán descolonizador, la misma voluntad de crearun lenguaje propio que fuera también, dentro de la plástica univer-sal, un lenguaje contemporáneo. Carpentier evocó en una ocasión loque había significado para él, en 1926 –ya iniciado en los misteriosdel cubismo y de la plástica no figurativa– el súbito descubrimientode Orozco y de Rivera, el hallazgo de una pintura “profundamenteafincada en lo real circundante, en lo contingente, en la circunstan-cia y en lo vivo”.28 Para una generación obligada a aceptar los esque-mas de Hollywood como el Código inviolable del cine, el nuevo mo-vimiento cinematográfico fue también una experienciadescolonizadora, y no sólo en el plano cultural: descubrir un lengua-je propio equivale a descubrir un destino propio, lo que en AméricaLatina suele tener profundas implicaciones políticas.

El movimiento, en efecto, no tardó en ser calificado por sus másfrívolos detractores como cine político, término que sirve a la críti-ca colonizada para denominar cualquier manifestación artística que

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27 La producción de esos dos últimos años contribuyó a fijar, en la conciencia delos espectadores y la crítica, la perspectiva ideológica del Nuevo Cine y algunos desus rasgos estilísticos fundamentales. Ello se explica teniendo en cuenta que en elbienio 1968-1969 aparecieron, entre otras, las películas cubanas Memorias delsubdesarrollo, de Tomás Gutiérrez Alea, Lucía, de Humberto Solás y La primera cargaal machete, de Manuel Octavio Gómez; la argentina Camino hacia la muerte del viejoReales, de Gerardo Vallejo; la boliviana Yawar Mallku (“Sangre de cóndor”), de JorgeSanjinés; las brasileñas Macunaíma, de Joaquim Pedro de Andrade y Los herederos, deCarlos Diegues; y las chilenas El Chacal de Nahueltoro y Caliche sangriento, de MiguelLittín y Helvio Soto respectivamente. Entre los documentales baste citar La hora de loshornos, de los argentinos Fernando Solana y Octavio Getino; Chircales, de loscolombianos Marta Rodríguez y Jorge Silva; El hombre de la sal, de la colombianaGabriela Zamper; Asalto, del también colombiano Carlos Álvarez; Me gustan losestudiantes, del uruguayo Mario Handler, y algunos de los cortos venezolanosrealizados en el Centro de Cine Documental de la Universidad de los Andes. En esteperíodo, además, nace el cine chicano con el documental del Grupo TeatroCampesino I am Joaquin (1967) –una tajante afirmación de la identidad culturalamenazada– y con la película de Eduardo Moreno Chicano moratorium in the rain(1969), orientada también hacia un rescate de los propios valores étnicos.

28 Alejo Carpentier, “Un camino de medio siglo”, en Razón de ser, La Habana,Letras Cubanas, 1980, p. 21.

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pretenda dar al espectador una visión compleja y problemática delmundo en que vive. Para los cinéfilos puros y para quienes asumíangozosamente las fórmulas de Hollywood como arquetipos insupera-bles del cine, un cine político era una profanación de las pantallas, uncine contra natura. Los nuevos cineastas –advertidos ya, por múlti-ples intentos de castración, de que el apoliticismo no es más que unade las tácticas políticas de la oligarquía– respondieron a esa agresiónsemántica sin caer en la trampa de rechazar el término, sino al con-trario, reivindicándolo como sinónimo de auténtico y profundo.29

Para nadie era un secreto que el Nuevo Cine se definía, por una par-te, como un cine de impugnación y denuncia en el contexto de la so-ciedad neocolonial y, por la otra, como un cine de afirmación nacio-nal en el contexto de la lucha antimperialista. Así, pues, era un cinepolítico en el más estricto sentido etimológico de la palabra, es decir,un cine interesado en el destino de seres reales que habitan un mun-do dramáticamente real, donde se vive y se muere sin escenografíasni decorados. Sólo quienes se regodean o benefician aislando losconf lictos individuales en el vacío de la neurosis o la frivolidad pue-den hablar de dramas “apolíticos”. En la vida real, ni aun el más per-sonal de los conf lictos carece de implicaciones sociales. No hay dra-mas apolíticos. Lo apolítico es lo inhumano. En todo caso, se estabaante un fenómeno nuevo y sugestivo, que no podía dejar de suscitaruna especie de fiebre taxonómica entre los críticos y los propios ci-neastas. El temor a un escasillamiento prematuro no impidió queproliferaran los intentos de ubicar el Nuevo Cine según las premisasmás diversas: por analogía, por capricho, por contraste, por convic-ción e incluso por necesidad. Se habló entonces de un cine crítico,militante, rebelde, marginal, independiente, de agresión, imperfec-to, desenajenante, alternativo, tercermundista, descolonizador, deemboscada, del subdesarrollo y, por supuesto, político y revoluciona-rio. Se habló de un “tercer cine” y hasta de un cine “en trance”30

Aunque el catálogo, en general, y algunas connotaciones de la no-menclatura, en especial, revelaban cierta desorientación teórica en

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29 Cf. Pastor Vega, “El Nuevo Cine Latinoamericano: algunas características de suestilo”, en Cine Cubano, núm 73-75 (1972), y Jorge Sanjinés, “Un cine militante”, loc.cit. (nota 9).

30 En cambio, la concepción artística del Nuevo Cine se definió casiexclusivamente por analogía con sus medios de producción y sus objetivos políticos:la estética del hambre, de la violencia, del subdesarrollo, de la participación y de lapobreza fueron los términos preferidos por los cineastas y la crítica.

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las filas del movimiento, hacían patente también el ímpetu creadory transformador de sus participantes. Sería absurdo hablar de fórmu-las o etiquetas, aunque tampoco habría que escandalizarse por eso:el afán de poner etiquetas denota casi siempre una estrecha actitudmercantilista o dogmática pero también, a menudo, un sincero de-seo de distinguir y comunicar. De eso se trataba en este caso, sin du-da, pues entre los primeros teóricos del Nuevo Cine estaban algunosde sus fundadores y otros notables cineastas: Birri, con los aportesya citados; Rocha, con Revisión crítica del cine brasilero; García Espino-sa, con ensayos como el titulado “Por un cine imperfecto”; Solana yGetino, con “Hacia un Tercer Cine”; Jorge Sanjinés y el Grupo Uka-mau, con todo un cuerpo de doctrina combatiente, y Carlos Álvarez,con sus desafiantes y lúcidas propuestas.31 Un cine cuya divisa esté-tica era la autenticidad difícilmente podía ser encasillado en un es-quema que la misma realidad latinoamericana no se encargara decontradecir o desbordar. Desde el momento en que se propuso mos-trar el “verdadero rostro del hombre” a un público habituado a versólo sus máscaras, el Nuevo Cine asumió una función cuya comple-jidad venía dada por su propio objetivo: ese personaje hecho de his-toria y agonía, pero también de mitos y de sueños, de oscuras obse-siones y de secretas fantasías cotidianas. Es decir, la búsqueda de loauténtico incluía la dimensión imaginaria como un componente in-separable de la realidad que se proponía explorar y revelar.32 Un mo-vimiento en expansión podía darse el lujo de aceptar todas las defi-niciones, menos aquellas que tendieron a empobrecerlo reduciendosu alcance estético y comunicativo. No era posible, por ejemplo, des-conocer el hecho de que en América Latina la inmensa mayoría delos canales de distribución y exhibición estaban dominados por lastransnacionales y sus agentes. El Nuevo Cine –que a menudo debíarecurrir a canales alternativos o clandestinos, de audiencia necesa-riamente limitada– no podía rechazar de antemano ninguna vía deacceso a los más amplios sectores populares, siempre que eso no im-plicara oscuras concesiones al comercialismo y la frivolidad. “No ha-

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31 Cf. Alfredo Guevara, Discurso de apertura (Segundo Festival Internacional delNuevo Cine Latinoamericano. La Habana, 11 de noviembre de 1980, en Cine Cubano,núm 99 (1981).

32 Téngase en cuenta que para los nuevos cineastas y sus espectadores, aun elejercicio de la imaginación presuponía un laborioso aprendizaje: antes de podersoñar los propios sueños y reconocer las propias fantasías era preciso liberarse deref lejos estéticos largamente condicionados y colonizados.

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cemos culto a ninguna forma de automarginación investida de pure-za –puntualizaron más de una vez los nuevos cineastas–, pero tampo-co nos dejaremos seducir por mecanismos de amplitud.”33 Ésta eraa la vez la contradicción y el desafío de un cine con vocación de ma-sas artificialmente mantenido fuera del alcance de las masas. El Nue-vo Cine tenía ante sí la doble y azarosa tarea de llegar y de rescatar asus destinatarios naturales. En la mayoría de los casos era –y lo eraa sabiendas, sin hacerse demasiadas ilusiones– un arte para rehenes,el cine de un público secuestrado.

Pero si bien se mira, ahí radicaba justamente una parte de su po-tencial estético y político. Tal vez nunca dispongamos de las estadís-ticas necesarias para determinar qué papel desempeñó su mensajeen el proceso de concientización de los diversos sectores populares yen el contexto de la lucha ideológica a escala internacional; quizás noexista aún la metodología que nos permita hacer, cuando menos, uncálculo aproximado. Pero mientras los historiadores y sociólogos dela cultura y de los medios de difusión masiva no digan la última pa-labra, nuestra propia experiencia colectiva y una masa de informa-ción que no por incompleta resulta desdeñable, nos permiten con-cluir que ya en el decenio del sesenta el Nuevo Cine había cumplidohonrosamente sus tres objetivos esenciales. Y si tenemos en cuentalas duras condiciones económicas y políticas en que debió crecer, ga-rantizando al mismo tiempo su prestigio y su continuidad, podemosafirmar que superó con creces las expectativas de sus fundadores yde algunos críticos entusiastas.

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Los años del segundo y el tercer Encuentro de Cineastas Latinoame-ricanos (Mérida, 1968; Viña del Mar, 1969) marcan etapas ascenden-tes de las luchas populares en el Cono Sur y la insólita aparición, enel seno de las fuerzas armadas, de hombres como Velazco Alvaradoen Perú, Torrijos en Panamá y –en 1970, a menos de tres años de lamuerte del Che– Juan José Torres en Bolivia. De hecho, el deceniodel setenta, al igual que el anterior, se inicia y culmina con sendos re-

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33 Cf. “V Encuentro de Cineastas Latinoamericanos: Declaración final, en Por uncine latinoamericano, ed. cit. (nota 24), p. 17, y Cine Cubano, núm 91-92 (1977).

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veses del imperio: la victoria de la Unidad Popular en Chile y la delFrente Sandinista en Nicaragua. Pero entre ambos acontecimientosse enmarca la tercera fase de la escalada imperialista contra el movi-miento popular: en el trienio 1971-1973, una serie de golpes –cuar-telarios y palaciegos, incruentos o brutalmente fascistas– cancelantodas las posibilidades de desarrollo democrático en Bolivia, Ecua-dor, Uruguay y Chile. Entre 1975 y 1976, la frustración del movi-miento peronista y del proyecto revolucionario peruano, de una par-te, y el golpe de estado en Argentina, de la otra, rematan un ciclosombrío que parece compensar al imperialismo, en este hemisferio,de las aplastantes derrotas sufridas durante el bienio 1974-1975 enVietnam, Kampuchea, Etiopía y las antiguas colonias portuguesas deÁfrica. Sobre ese mapa convulso, arrastrando sus lentes por los tur-bulentos caminos de la revolución latinoamericana, el Nuevo Cinelogra registrar los altibajos de un movimiento colectivo cuyas intré-pidas consignas rebotan como ecos de agitación y denuncia en elámbito cómplice de las pantallas. Los nuevos cineastas escudriñanlos distintos procesos nacionales, en sus propios países o fuera deellos, con la clara conciencia de que son expresiones de una mismavoluntad continental. No extraña que en 1970-1971 los argentinosRaymundo Gleyzer y Humberto Ríos filmen, en México y Bolivia res-pectivamente, México, la revolución congelada y Al grito de este pueblo,ni que el cubano Santiago Álvarez realice en Chile ¿Cómo, por qué ypara qué se asesina a un general? Las trescientas mil personas que en1970 se vuelcan sobre las calles de Montevideo para convertir los fu-nerales de un mártir en testimonio vivo de indignación popular, dana Liber Arce, liberarse, el documental de Mario Handler, su dramáticaproyección latinoamericana. Un impacto semejante, aunque por ra-zones diversas, logran ¿Qué es la democracia?, de Carlos Álvarez, y Pla-nas: testimonio de un etnocidio, de Marta Rodríguez y Jorge Silva, dosclásicos del cine colombiano de la época. La denuncia de los meca-nismos de opresión se extiende a los medios de difusión masiva –su-tiles o burdos instrumentos de penetración ideológica y cultural– enfilmes como TVenezuela, de Jorge Solé, una muestra del impulso al-canzado por la documentalística venezolana a partir de 1969. En Chi-le, la lucha y el triunfo de la Unidad Popular conducen a un auge delNuevo Cine (dieciséis documentales en el bienio 1970-1971) y a au-daces proyectos cinematográficos, como el de Patricio Guzmán y suequipo, que deciden rastrear cotidianamente, sobre el campo de ba-talla de Santiago, las múltiples encrucijadas de la lucha de clases. En

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Bolivia, Antonio Eguino filma Basta; en Puerto Rico surge el Tallerde Cine Tirabuzón Rojo; en Brasil, se afirma la obra de documenta-listas como Paulo Gil Soares y Geraldo Sarno: en Cuba, García Espi-nosa estrena Tercer mundo, tercera guerra mundial en el contexto deuna producción que al terminar el decenio alcanzará un promediode treinticinco documentales anuales. En este período el nuevo cinede ficción se enriquece con películas argentinas (Operación Masacre,de Jorge Cedrón), bolivianas (El coraje del pueblo, de Sanjinés), perua-nas (La muralla verde, de Armando Robles Godoy), venezolanas, cu-banas y, sobre todo, con el imprevisible y novedoso aporte colectivode México: los filmes realizados en 1970-1971 por Luis Alcoriza, Fe-lipe Cazals, Paul Leduc y Salomón Leiter.34

Cuando tres años después quede inaugurado en Caracas el IV En-cuentro de Cineastas Latinoamericanos (1974), se habrán producidoalgunos fenómenos nuevos: el surgimiento de las cinematografíaspanameña (1972), costarricense (1973) y haitiana en el exilio (1974);la recuperación, en el exilio, del nuevo cine chileno; la aparición delGrupo Cine de la Base (1973), con Informes y testimonios sobre la tortu-ra política en Argentina; el boom de la documentalística peruana, vene-zolana y panameña, y por último –aunque no en orden de importan-cia–, el exitoso ingreso de un conjunto de realizadores allargometraje de ficción,35 todo lo cual denota a la vez la pujanza y lacontinuidad del movimiento.

Eso se manifiesta también en el desarrollo de nuevos géneros ysubgéneros. Desde 1960 el cine cubano había comenzado a producirdibujos animados.36 En 1974 –con una regocijante peripecia dondeel protagonista rescata a su caballo de manos del enemigo– surge el

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34 Véase Filmes latinoamericanos..., ed. cit. (nota 23), p. 13. El Nuevo Cinemexicano, que alcanzó su apogeo en 1975, produjo en el decenio del setenta unascuatro películas anuales, como promedio.

35 Baste citar al argentino Ricardo Wüllicher (Quebracho); al boliviano AntonioEguino (Pueblo chico); al chileno Miguel Littín (La tierra prometida); al mexicanoSergio Olhovich (La casa del sur); al venezolano por adopción Mauricio Wallerstein(Cuando quiero llorar no lloro) y a los cubanos Manuel Pérez (El hombre de Maisinicú),Sergio Giral (El otro Francisco) y Sara Gómez (De cierta manera). En 1974 otros dosdebutantes –el venezolano Román Chalbaud y el peruano Luis Figueroa– terminanLa quema de Judas y Chieraje, respectivamente, estrenadas un año después. (Cabríaincluir aquí, por excepción, a José García, cuyo corto La carreta, de 1973, tiene elmérito de ser la primera muestra del nuevo cine de ficción puertorriqueño.)

36 A un promedio de cuatro por año en el decenio del sesenta, que aumentaría asiete en la siguiente.

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intrépido mambí que, tras diez aventuras sucesivas, inscribiría defini-tivamente su nombre en los anales del Nuevo Cine: Elpidio Valdés(1979), de Juan Padrón, el primer largometraje latinoamericano delgénero. Con El país de Bellaflor (1971), el colombiano Fernando La-verde inaugura su emblemático fabulario, que contará con una dece-na de obras al final del decenio. El uruguayo Walter Tournier –radi-cado en Perú– enriquecerá el género con dos cortos antológicos: Enla selva hay mucho por hacer (1974) y El cóndor y el zorro (1979); lo mis-mo hará el venezolano Alberto Monteagudo con La vida natural(1974) y, sobre todo, con El cuatro de hojalata (1976). En 1975 se ini-cia en el exilio la obra del chileno Juan Forch, quien en menos detres años realizará media docena de cortos imaginativos y comba-tientes.37 Así, el Nuevo Cine puede vanagloriarse, pese a la limita-ción de sus recursos, de haber abierto caminos inexplorados para es-timular los propios sueños y rescatar la fantasía de los niñoslatinoamericanos del clásico bestiario jolivudense, con su mezquinaglorificación del individualismo y la competencia.38

Para el público adulto, la operación de rescate se produce en elnivel de la historia, en el centro mismo de la lucha de clases o en esaoscura zona periférica donde el suceso y el mito se confunden en unsolo tiempo. Sería ridículo aducir pruebas: la historicidad es una ca-tegoría inseparable del Nuevo Cine, puesto que resume todos sus ob-jetivos tácticos y estratégicos. No hay una sola muestra representati-va del Nuevo Cine que no esté signada por ella. La búsqueda de loauténtico, el rescate de la propia identidad, la conciencia de un des-tino común serían palabras huecas fuera del espacio real en que lavida humana transcurre y se proyecta entre un pasado más o menosremoto y un futuro más o menos inminente. Al asumir al hombre ensu concreta y compleja realidad, el Nuevo Cine reivindica para sí to-do el ámbito histórico de lo humano, el Tiempo simultáneo y su-

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37 Además de los realizadores cubanos –entre los que se destaca como dibujanteTulio Raggi, con una obra sostenida desde 1964–, habían incursionado en el géneroalgunos chilenos –como Pedro Chaskel, en 1965– y el venezolano José E. Castillo, en1974. A partir de 1976 se produce un auge, representado por la obra de losvenezolanos Armando Arce y Abilio Padrón, y sobre todo por la del Grupo Cinesur,de México. En 1977-1978 aparecen por primera vez dibujos animados peruanos,haitianos (en el exilio) y puertorriqueños.

38 Véase una opinión discrepante en Mayra Vilasís, “Cine para niños y literaturapara niños: un lenguaje común”, en Ambrosio Fornet (comp.), Cine, literatura ysociedad, La Habana, Editorial Letras Cubanas, 1982.

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cesivo de la memoria, de la acción y de la esperanza.39 Pero como elequívoco se impone, por inercia, aún reservamos la denominaciónde histórico para el cine que abarca exclusiva o casi exclusivamente eltiempo de la memoria, es decir, los hechos que cada generación atri-buye al pasado: documentales como ¡Viva la República!, del cubanoPastor Vega, o Juan Vicente Gómez y su época, del venezolano Manuelde Pedro; películas como Emiliano Zapata, del mexicano Felipe Ca-zals o La Patagonia rebelde, del argentino Héctor Olivera, para citarsólo algunos largometrajes representativos de los primeros años deldecenio. La historia en marcha –el tiempo de la acción– está presen-te en innumerables documentales y noticieros que, a menudo –comoen el caso del cine cubano–, desbordan las fronteras nacionales porsu ubicación o su trascendencia. En este último aspecto, el cine de laresistencia chilena aporta uno de los testimonios más impresionan-tes y ambiciosos del período: La batalla de Chile, de Patricio Guzmán,que desde el estreno de su primera parte, en 1975, es aclamada conrazón como una obra maestra del género. El Nuevo Cine exploratambién un ámbito sin fronteras cronológicas precisas: la selva, lapampa, el sertón, el altiplano, el mundo, en fin, donde la explota-ción y la discriminación se mantienen idénticas desde tiempos inme-moriales, como si formaran parte de la propia Naturaleza. De ahí ex-trae el llamado “cine antropológico” sus denuncias, las claves másrecónditas de la cultura popular, su reivindicación de las etnias dis-criminadas y oprimidas. En este sentido, cine antropológico sería to-do aquel que, con independencia de géneros, recogiera o plasmarael verdadero rostro y la auténtica voz de las nacionalidades, las mino-rías étnicas y las comunidades más discriminadas de cada país: des-de los filmes más antiguos, como Araucanos de Ruca Choroy, del ar-gentino Jorge Prelorán, hasta los más recientes, como Los hieleros delChimborazo, del ecuatoriano Gustavo Guayasamín, pasando por otrostan disímiles como Ayiti, min chimin libeté (Haití, el camino de la liber-tad), del haitiano Arnold Antonin, y Kuntur Wachana (Donde nacen loscóndores), del peruano Federico García. Pero una vez más la conven-ción impone sus fueros: se entiende por cine antropológico el queexplora documentalmente el modo de vida y las costumbres de cier-tas comunidades primitivas o periféricas, aisladas económica y cul-turalmente del resto de la sociedad. El Nuevo Cine, eludiendo los

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39 Me permito parafrasear así las categorías a que se refiere Carpentier en una desus charlas caraqueñas. (Cf. Razón de ser, ed. cit., p. 31.)

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dos pecados capitales del género –el paternalismo y el folclor–, ha lo-grado convertirlo en un instrumento de rescate, denuncia y concien-tización permanentes. En esta línea se mueve la obra precursora delos argentinos Raymundo Gleyzer y Jorge Prelorán, y de los colom-bianos Marta Rodríguez, Jorge Silva y Gabriela Zamper.40

La sola mención de Gleyzer –torturado y desaparecido en Argenti-na, en 1976–, y el hecho mismo de que al mediar la década el Nue-vo Cine fuera ya un fenómeno irreversible y, dentro de su diversidad,sumamente homogéneo, nos remite a la experiencia global del mo-vimiento, sintetizada por los participantes del V Encuentro de Ci-neastas Latinoamericanos (Mérida, 1977):

Hoy no sólo somos una larga lista de películas documentales, de ficción, no-ticieros y dibujos animados, de imágenes que testimonian, interpretan yacompañan la lucha de los pueblos latinoamericanos, de millones de metrosde celuloide en los que está impresa nuestra historia contemporánea comoarma movilizadora y forjadora de conciencia. También somos un movimien-to de cineastas unidos y comprometidos en esta lucha, y en nuestras filas sehan conocido la persecución, el exilio, la cárcel, la tortura y la muerte.41

Entre el cuarto y el quinto Encuentro de Cineastas se han produ-cido, dentro de las constantes, algunos hechos nuevos: ha surgido,con los filmes de Baltazar Polío, el nuevo cine salvadoreño; el Gru-po Cine de la Base ha reanudado su labor en el exilio (Las AAA sonlas tres armas); hay un sorprendente desarrollo de la documentalísti-ca venezolana, mexicana y panameña –esta última representada, so-bre todo, por la obra de Pedro Rivera–, y el cine colombiano conso-lida su bien ganado prestigio con nuevos aportes de sus fundadores(Los hijos del subdesarrollo, de Álvarez; Campesinos, de Rodríguez y Sil-va) y sus continuadores, entre los que sobresale Ciro Durán, cuyo im-placable Gamín es un símbolo trágico del desamparo de millones deniños en un Continente donde no cesan de fraguarse estrepitosas

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40 La continúan y enriquecen, en la segunda mitad del decenio, documentalescomo ABC del etnocidio: Notas sobre el Mezquital, del mexicano Paul Leduc, y Tierra deindios, del brasileño Zelito Viana. Una revalorización del mundo indígena, queimplica también una denuncia contra sus genocidas potenciales, aparece en filmesdel mismo período, como Madre tierra, del colombiano Roberto Triana; Canción alviejo fisga que acecha en los lagos amazónicos, de la peruana Nora de Izcue, y Yo hablo aCaracas, del venezolano Carlos Azpurúa.

41 Cf. Declaración final, loc cit. (nota 32), p. 18.

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alianzas para el progreso.42 En este período, además, vuelve a hacer-se patente el carácter internacionalista y solidario del movimiento,sobre todo en la producción del cine cubano y –desbordando am-pliamente las fronteras continentales– del cine chileno en el exilio.43

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Parecería cuando menos extraño que un cine vitalmente preocupa-do con la recuperación crítica de la historia –o, como dice Sanjinés,con la necesidad de “rescatar del olvido las cosas que no deben olvi-darse”– se mostrara indiferente ante su propio pasado, como si sólohallara en él la huella ignominiosa del colonialismo cultural. En paí-ses donde éste había ido frustrando esporádicos –aunque no prema-turos– intentos de hacer un cine ligado a la idiosincrasia y las tradi-ciones nacionales (el caso de Cuba en el decenio del treinta), elnuevo cine tenía que hacer tabla rasa de esa herencia indeseable, mi-les de metros de pacotilla fílmica de los que ni aun la más terca nos-talgia hubiera podido salvar algunos fotogramas. Era lógico enton-ces que, buscando la dinámica imprescindible de una tradición, elnuevo cine se volviera no hacia el propio cine, sino hacia el conjun-to de la cultura nacional y, dentro de ella, a las muestras más repre-sentativas de sus vanguardias artísticas y literarias.44 En cambio,otros cineastas descubrían con alivio en sus propios archivos que delnaufragio universal del viejo cine emergían como insólitas reliquiasalgunos nombres y títulos que podían ocupar sin rubor el espaciohasta entonces vacío de los precursores y los adelantados. Así, los

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42 En el trienio 1975-1977 el cine cubano produce un promedio anual decuarenticuatro documentales, tres largometrajes de ficción y once dibujos animados.Lo que este movimiento significaba ya para las cinematografías emergentes de lospaíses subdesarrollados, lo expresó un crítico y cineasta colombiano poco despuésdel Encuentro de Mérida: “...En lo que respecta a las áreas del Tercer mundo,tenemos que decir que el cine cubano es tal vez el mayor estimulante de la pérdidadel complejo creativo y de la tara colonizante que por cincuenta años lastraron a losescasos productos fílmicos de estas regiones.” (Lisandro Duque Naranjo, “SegundoFestival de cine cubano”, en Cinemateca, núm. 4, v. 1; Bogotá, mayo de 1978.)

43 En sólo tres años (1975-1977), el cine de la resistencia chilena produce veintedocumentales, trece películas de ficción y ocho dibujos animados, en quince países.

44 Cf. Alfredo Guevara, “Sobre el cine cubano”, en Cine Cubano, núm. 41 (1967).

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brasileños se apresuran a rescatar a Humberto Mauro, los argentinosa Héctor Quiroga y Mario Soffici, los mexicanos a Fred Zinnemanny el Indio Fernández. Aparecen a cuentagotas filmes como La guerragaucha (1942), de Lucas Demare, y Las aguas bajan turbias (1952), deHugo del Carril; Los olvidados (1950), de Buñuel, Raíces (1953), deBenito Alazraki, y tal vez media docena más dentro de una produc-ción de conjunto que en 1950, por ejemplo, fue de ciento ochentapelículas, contando sólo las argentinas y mexicanas. En la herenciacomún entran también primitivos y visionarios que alguna vez cap-taron la imagen auténtica del pueblo –Salvador Toscano y Serguei Ei-senstein son los dos arquetipos, en el caso de México–, y la mayoríade los críticos y cineastas del movimiento –reacios a toda forma desectarismo– incluyen además la obra de aquellos contemporáneosque, al margen de su filiación estética o política, han hecho una la-bor de rescate y afirmación de los valores nacionales, sin concesio-nes al mercantilismo y la banalidad, aunque con una visión más omenos aristocrática o pequeñoburguesa. Entre esos miembros hono-ríficos y absentistas del Nuevo Cine cabría citar a Leopoldo TorreNilsson como el ejemplo más sobresaliente.

El hecho mismo de que ya puedan hacerse balances de este tipo–por provisorios que sean– indica que existe una labor historiográfi-ca y crítica capaz de allanar el camino a los futuros investigadores ypromotores del movimiento. Después de un período inicial caracte-rizado por los manifiestos, las declaraciones y las polémicas –expresio-nes de una dinámica que el Nuevo Cine no podría rechazar sin ne-garse a sí mismo–, ha comenzado una labor sistemática de acopio yref lexión que se manifiesta editorialmente en recopilaciones de artí-culos, entrevistas, documentos, ensayos teóricos y críticos, monogra-fías –como la definitiva Historia documental del cine mexicano, de Emi-lio García Riera– y filmografías, como las publicadas por laCinemateca de Cuba en 1980.45 Durante años, las cinematecas, cine-clubes, departamentos de cine universitario, sindicatos y agrupacio-nes estudiantiles, políticas y gremiales han sido foros y canales de di-fusión del Nuevo Cine en diversos países del Continente, y más deuna vez han debido pagar las consecuencias: la Cinemateca del Ter-cer Mundo, por ejemplo, fue allanada, saqueada y destruida en 1972

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45 Filmes latinoamericanos: una cronología tentativa..., ed. cit. (nota 23), y Filmografíadel cine cubano (1959-junio 1980). Recopilada por María Eulalia Douglas. La Habana,Sección de Cine Cubano de la Cinemateca de Cuba, 1980.

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por la policía de Montevideo. En distintas etapas y niveles, varias re-vistas han divulgado y promovido la obra del movimiento,46 que atodo lo largo de su trayectoria ha tenido en Cine Cubano su voceromás consistente.

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Gracias a esa porfiada labor de cineastas, investigadores y críticos –ya una experiencia colectiva que forma el sustrato mismo de nuestrahistoria–, conocemos bastante bien el Nuevo Cine. Por lo pronto, co-nocemos las peculiaridades de su ámbito sociocultural, sus funda-mentos ideológicos y estéticos, sus líneas de desarrollo, sus métodosde producción, las duras condiciones mercantiles y políticas en quese ha visto obligado a operar en la mayoría de los países. En cambio,carecemos de estudios particulares y generales sobre las característi-cas de su dramaturgia y de su estilo, por lo que el lenguaje del Nue-vo Cine sigue siendo para nosotros un sistema indiferenciado de sig-nos que se nos revela por simple analogía, es decir, en el que sólopodemos distinguir como nuevo, paradójicamente, aquello que yanos resulte viejo como cine. No hay duda de que eso contribuye a su-brayar la impresión –bastante generalizada entre cineastas y críti-cos– de que en los últimos años el Nuevo Cine no ha hecho más querepetirse.47 Pero como no cesan de aparecer filmes cuyos recursosexpresivos son, a todas luces, muy diferentes entre sí, convendría to-mar esa impresión como síntoma de un malestar, no como un vere-dicto. Se trata de una situación contradictoria ante la que el críticotiene derecho a preguntarse: ¿es que ahora el Nuevo Cine, estanca-do, se limita a repetir los mismos esquemas con otros recursos, o esque, más consciente de sus limitaciones, intenta renovar su lenguajesin traicionar sus objetivos? El Nuevo Cine es por definición un uni-verso, en el sentido etimológico de la palabra: su unidad se sostieneen su diversdad, y viceversa. Cuando decimos que “se repite”, ¿que-

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46 Cf. Tomás Gutiérrez Alea, “Dialéctica del espectador”, en Revolución y Cultura,núm. 96, agosto de 1980.

47 “Parece que, en muchos casos, nos movemos con las premisas de la década delos sesenta, y estamos entrando en la década de los ochenta. En cierto modo, algunasde nuestras obras tienen veinte años de retraso” (Patricio Guzmán, “Cinelatinoamericano: exilio, crisis y futuro”, en Cine Cubano, núm. 99, 1981).

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remos decir que se repite como movimiento, en su conjunto, o den-tro de alguna de las cinematografías que lo componen, en particu-lar, o sólo en el caso de algunos realizadores específicos? En suma,¿qué es lo que repite el Nuevo Cine, si es que efectivamente “se repi-te”? Se sobreentiende que en la propia naturaleza del medio hay ele-mentos reiterativos ineludibles, que derivan de ciertas formas deproducción –el trabajo planificado y colectivo de la industria– y delempleo de recursos expresivos básicos que constituyen la gramáticadel cine en cualquier parte del mundo. El Nuevo Cine tiene en co-mún con Hollywood el hecho de ser cine, del mismo modo que elconejo y la ballena tienen en común el hecho de ser mamíferos. Deahí la necesidad de deslindar escrupulosamente la naturaleza de losproblemas teóricos y prácticos que se plantean en cada caso, sin ol-vidar que pese a todo habrá siempre entre ellos un vínculo profun-do. Cuando en Viento del Este, de Godard, la desorientada aspirantea cineasta le pregunta a Glauber Rocha cuál es el camino del cine po-lítico, y aquél le responde describiéndolo como un cine maravillosoy fascinante cuyos verdaderos problemas son de índole práctica –¿có-mo hacer en Brasil seiscientas películas al año para cubrir la deman-da del mercado interno?–, uno siente, primero, que falta algo en larespuesta, después que sobra la pregunta y por último que ambas ca-recen de sentido, como el dilema que supuestamente las suscita. Sinresolver sus problemas prácticos el Nuevo Cine nunca podría hacerni una docena de películas, pero sin claridad teórica sólo podría ha-cerlas renunciando a su condición de Nuevo Cine. Éste es el que ha-ce suyos los objetivos ideológicos y culturales del movimiento y, conellos, una estética fiel a la propia realidad, es decir, afincada –comodiría Carpentier– “en lo real cincundante, en lo contingente, en lacircunstancia y en lo vivo”. Las contradicciones internas de esa rea-lidad –a través de las cuales el espectador toma conciencia de que elcambio es necesario y posible– sólo pueden revelarse mediante unlenguaje que, a su vez, asume el cambio como necesidad expresiva ycomunicativa. Si el Nuevo Cine se repite, traiciona sus objetivos y suestética. Nadie filma dos veces el mismo río, pero un río filmado dosveces de la misma manera es una confesión de impotencia que con-tribuye a perpetuar los esquemas colonialistas. Algo semejante ocu-rre en el plano de la crítica cuando se pretende juzgar un filme concategorías ajenas a sus presupuestos ideológicos y estéticos. De ahíque convenga precisar, en cada caso, a qué escala de valores se remi-ten los juicios.

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Huelga aclarar que los críticos del movimiento no son neutralesni creen en esas supercherías. En el contexto de la lucha ideológica,donde todo producto cultural desempeña un papel más o menosperceptible, el crítico del Nuevo Cine –a semejanza de otros mu-chos– elabora su juicio partiendo de una pregunta elemental: “Estaobra, ¿ayuda o estimula a los hombres a conocer y reclamar sus de-rechos colectivos?”48 Una respuesta precipitada no haría más que re-velar la ignorancia o la mediocridad del crítico, por lo menos en loque atañe a la estética marxista. Sin embargo, contamos con una pis-ta relativamente segura: todo lo que promueva el cambio (de estruc-turas o de valores) ayuda en esa dirección, siempre que logre una co-municación novedosa y eficaz con el público. Esto nos devuelve a losproblemas del medio y el lenguaje. ¿Qué ocurre realmente en la pan-talla? ¿Cómo la “realidad” se convierte en esa otra “realidad” que lla-mamos un documental o una película? ¿De qué modo la segundapuede inf luir sobre la primera? ¿Qué relación existe entre la ideolo-gía y las unidades significantes del filme? ¿Podría decirse, por ejem-plo, que un determinado tipo de encuadre es, en sí mismo, más “de-mocrático” que otro? De ser así, ¿qué conclusiones prácticasderivaría de ello el realizador progresista? Y en lo tocante al NuevoCine, ¿cómo saber lo que aporta o deja de aportar el lenguaje cine-matográfico si no conocemos las constantes de su dramaturgia, suimaginería, su sistema metafórico, sus relaciones semánticas, sus es-tructuras narrativas, en una palabra, la especificidad de su propiolenguaje? Claro está que al llegar a este punto, un mínimo de rigor–y de prudencia– nos obligaría a cuestionar también la validez de laspreguntas. Durante años, los críticos del Nuevo Cine se sintieron ten-tados a plantear la falsa disyuntiva de los géneros: ¿cine documentalo de ficción? Por razones obvias, el primero había aportado no sólola imagen pública del movimiento –nacional e internacionalmente–,sino además su plataforma estética. Pero de ahí a convertir lo docu-mental en una teleología del Nuevo Cine había un trecho equivalen-te a reclamar para aquél el monopolio de las funciones didácticas, enuna absurda división del trabajo que otorgaría al cine comercial, porexclusión, el de las funciones recreativas.49 Planteada en términosabsolutos –es decir, ahistóricos– la polémica hubiera revelado ade-

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48 John Berger, Permanent Red, London, Methuen, 1960, p. 18.49 Véase Julio García Espinosa, Una imagen recorre el mundo, La Habana, Letras

Cubanas, 1979, pp. 45-46.

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más una ignorancia absoluta de la naturaleza del fenómeno. En elplano estético, la decisiva inf luencia del documental en el cine deficción había creado la base común que ya permitía al primero enri-quecerse con ciertas estructuras narrativas y dramáticas propias delsegundo; en el plano gnoseológico, ninguno de ambos géneros–simples mediaciones artísticas entre la realidad y el público– podíaconsiderarse más “verídico” que el otro, aunque el documental fue-ra –literalmente hablando– el más representativo.50

La necesidad de conocer el lenguaje específico del Nuevo Cineplantea, por consiguiente, ciertos problemas de carácter metodológi-co que la crítica ha de tener en cuenta si no quiere desembocar enun callejón sin salida. El peligro mayor es el ahistoricismo. Donde-quiera que haya un crítico colonizado despuntará la tendencia a ais-lar el discurso de su contexto, a absolutizar uno de sus componentesen detrimento de los otros, a extrapolar en el análisis del filme cate-gorías que no responden a sus códigos culturales y lingüísticos. Elpeligro de signo contrario es el historicismo avant la lettre, que sue-le manifestarse –dondequiera que haya un crítico bien intencionado,pero mediocre– como una solemne retahila de circunloquios y bal-buceos. Rechazar los valores de la metrópolis no equivale a asumirlos valores de la aldea. El hecho de que nuestro cine responda a losauténticos valores de una cultura mestiza –y exija ser juzgado deacuerdo con ellos– no significa que pretendamos exhibirlo como unRetablo de las Maravillas latinoamericano, con claves reservadas pa-ra los miembros de la tribu, como si sólo el mestizaje nos hiciera vi-dentes.

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Un balance de los filmes estrenados en el trienio 1976-1978 –en cu-ya órbita creadora, por decirlo así, se desarrolla el último Encuentrode Mérida– mostraría tal vez que el Nuevo Cine, en efecto, sigue gi-rando alrededor de sus viejas obsesiones: temáticamente, en el tiem-po de la memoria; estéticamente, en la búsqueda de un equilibrio en-tre la imaginación y el documento. Se trata de un hecho totalmenteprevisible, del que no cabe derivar de antemano un juicio adverso.

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50 Cf. Tomás Gutiérrez Alea, “Dialéctica del espectador”, loc. cit. supra.

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En toda obra de ficción, el intento de rescatar la propia historia im-plica la necesidad de contarla como presente, lo que en este caso equi-vale a decir en presente, pues es sabido que el lenguaje del cine ca-rece de pretéritos. (No hay duda de que ese carácterinexorablemente “testimonial” del lenguaje cinematográfico añade alas búsquedas del Nuevo Cine un elemento de coherencia.) Pero loque nos interesa subrayar es que, desde la perspectiva de una drama-turgia del pasado-como-presente, el vínculo ficción-documental dejade parecer un rasgo más del movimiento para revelarse como elaglutinante de todos sus componentes ideológicos y artísticos. ¿Valela pena insistir sobre esto? La historicidad, ya lo hemos dicho, es lamédula del Nuevo Cine, y la autenticidad su divisa estética. No hayque esforzarse mucho para ver lo que ambas tienen en común conlo documental,51 o lo que esta categoría puede representar para uncine descolonizado, como negación del modelo jolivudense. Lo quehabría que preguntarse entonces es cómo se aborda el pasado desdeel presente y cómo lo documental contribuye, artística e ideológica-mente, a darle vigencia. El énfasis puede estar dado por el predomi-nio de uno u otro género –en el caso de que ambos se mezclen– opor la técnica de filmación, el sonido sincrónico, la puesta en esce-na u otros recursos expresivos –incluyendo, por supuesto, los de ladramaturgia– capaces de transmitir la sensación de veracidad e in-mediatez. Pero la última palabra sólo podrá decirse ante la obra mis-ma como síntesis expresiva de esos elementos dispersos. De maneraque aquí se imponen otras preguntas elementales: este filme, ¿es unacto de creación o de reproducción? ¿Me aburre o me interesa? ¿Medeja frío o me conmueve?

Lo que llama la atención en numerosas películas del período 1976-1978 no es lo que tienen de común –el estar hilvanadas por el tiem-po recurrente de la memoria– sino, al contrario, el hecho de que seanvisiones inconfundibles de diversos sistemas narrativos y poéticos. Es-to se hace particularmente visible, por ejemplo, en aquellas películasque exploran, desde una perspectiva ideológica común, la conductade las clases dominantes en distintas etapas de su historia. La últimacena, de Gutiérrez Alea, que desenmascara la siniestra hipocresía dela aristocracia esclavista; Coronel Delmiro Gouveia, de Geraldo Sarno,

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51 Entendido aquí en su doble acepción de fuente verídica y testimonio fílmicosobre la realidad. (Para una posible correspondencia con ciertos géneros literariosafines, véase Víctor Casaus, “El género Testimonio y el cine cubano”, en AmbrosioFornet (comp.), Cine, literatura y sociedad, ed. cit. supra.

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que muestra la trágica impotencia de la incipiente burguesía indus-trial; Los indolentes, de José Estrada, que revela la turbia frustración delos terratenientes mexicanos desplazados por las reformas cardenis-tas..., todas pertenecen, en realidad, a órbitas artísticas diferentes,aunque las tres converjan, más allá de sus respectivos argumentos, enuna misma metáfora del hombre y de la historia: las clases dominan-tes están irremisiblemente atrapadas en sus contradicciones como enlos hilos de una telaraña monstruosa. En cada caso el tratamiento delasunto, como es lógico, determina la singularidad artística del filme.Tanto El brigadista, del cubano Octavio Cortázar, como Muerte al ama-necer, del peruano Francisco Lombardi –basadas en hechos incompa-rables entre sí, pero igualmente verídicos, que alguna vez ocuparonlos grandes titulares de la prensa–, se plasman con un naturalismoapacible, como crónicas testimoniales; pero en la primera sopla unviento de gesta que cobra fuerza gracias a la complicidad de la mira-da, mientras que en la segunda la atmósfera parece congelarse en undiscurso que asume deliberadamente la fría objetividad de un actanotarial. Esos contradictorios parentescos revelan la autenticidad deotros filmes del período,52 incluyendo, claro está, aquellos donde elasunto ha pasado previamente por el filtro de la imaginación litera-ria: Los perros hambrientos, del peruano Luis Figueroa; País portátil, delos venezolanos Iván Feo y Antonio Llerandi, y El recurso del método,del chileno Miguel Littín, ambiciosas ref lexiones satíricas o dramáti-cas sobre el caudillismo, la violencia y las “revoluciones” hechas porencima o de espaldas a las masas.53 El tiempo de la memoria es des-plazado por el de la acción cotidiana en películas que abordan conironía, amargura y lucidez las secretas catástrofes de los desposeídosy los desorientados: Los pequeños privilegios, del mexicano Julián Pas-tor; Chuquiago, del boliviano Antonio Eguino, y El rebaño de los ánge-les, del venezolano Román Chalbaud.

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52 Por ejemplo, Alias, el Rey del Joropo y Compañero de viaje, de los venezolanosCarlos Rebolledo y Clemente de la Cerda, respectivamente; Raíces de sangre, delchicano Jesús S. Treviño; Bandera rota, del mexicano Gabriel Retes, y ¡Fuera de aquí!,de Jorge Sanjinés. Por lo demás, en este bienio (1977-1978) aparecen nuevas películasde los brasileños Diegues, Guerra, Pereira dos Santos y Joaquim Pedro de Andrade,y de los cubanos Manuel Octavio Gómez, Manuel Pérez y Gutiérrez Alea.

53 El tema de la lucha por el poder (la tragedia) se aborda, en su varianteelectorera (la farsa), en dos documentales del período: Rumbo al poder, deldominicano José Bujosa, y Electrofenia, del venezolano Julio Neri, réplica criolla delmentado documental de Robert Drew y Richard Leacock sobre la campaña electoralnorteamericana de 1960.

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Sería difícil descubrir en ese conjunto de películas –más allá deuna vocación social irrenunciable– los síntomas de la reiteración, elesquematismo o la uniformidad. Los críticos que asistieron un tantosorprendidos al magnífico despliegue de las cinematografías conti-nentales en el Primer Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoa-mericano –celebrado en La Habana en 1979, como una continua-ción de los festivales de Viña del Mar, Mérida y Caracas– tuvieron laimpresión de que si al Nuevo Cine se le negaba iniciativa artística noes porque hubiera dejado de ser un universo, sino porque seguíasiendo un universo inexplorado. El Segundo Festival de La Habana(1980) contibuyó a reforzar esa sospecha. La muestra de ambos acon-tecimientos no podía ser más representativa: cien filmes de ficción ydoscientos ochenta documentales, producidos –salvo contadas ex-cepciones– en los tres últimos años del decenio del setenta. Entreellos, los primeros filmes del nuevo cine nicaragüense y los conmo-vedores testimonios del nuevo cine salvadoreño, espléndido estalli-do de imágenes de una revolución emergente y una revolución triun-fante.54 Es obvio que en sus veinte años de existencia el Nuevo Cineno ha dejado de ser –con los escasos, pero reveladores medios a sualcance– una avanzadilla irreductible en la lucha por la liberación delos pueblos latinoamericanos. En este sentido, el balance de su esfor-zada trayectoria arrojaría siempre un saldo favorable. Se impone yael recuento y la valoración definitiva de esta fecunda etapa. Entretan-to, “¿qué permanece vigente?”, se preguntaba Alfredo Guevara, unode los fundadores del movimiento, al inaugurar el segundo Festivalde La Habana, en noviembre de 1980:

¿Qué nuevas circunstancias, qué nuevas tareas, qué nuevas posibilidades seabren al creador cinematográfico en nuestros años de combate liberador yfascismo a cara descubierta? ¿Tendrá lugar la poesía, la imaginación, el des-lumbramiento en un mundo que pendula entre la represión sanguinaria yabiertamente genocida, y la hipocresía falsificadora del sistema de desapare-cidos? ¿O sólo serán legítimos el testimonio y la acusación, el canto de ges-ta y la afirmación del combate?55

Todo parece indicar que el Nuevo Cine, una vez más, sabrá asu-mir con audacia y lucidez el complejo desafío que plantean esos in-terrogantes.

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54 Sobre ambos festivales, véase Cine Cubano, núm. 97 (1980) y núm. 99 (1981).55 Alfredo Guevara, Discurso de apertura, loc. cit. (nota 31).

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SOÑAR EN CASTELLANO, ESCRIBIR EN INGLÉS:UNA REFLEXIÓN SOBRE EL BICULTURALISMO

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Un conocido crítico y ensayista cubano residente en Estados Unidoscuenta que, al llegar una noche a Venezuela, el chofer del microbúsque lo conducía del aeropuerto a Caracas le preguntó: “¿De dóndeviene usted?” Y que él, aturdido por el viaje y acostumbrado a satis-facer esa curiosidad en Estados Unidos, entendió la pregunta en in-glés (“Where do you come from?”, que equivale a “¿De dónde es us-ted?”) y en lugar de responder: “De Estados Unidos”, como debía,respondió: “De Cuba”.1 El equívoco pudiera servirnos como puntode partida para una ref lexión sobre los problemas que el bicultura-lismo introduce en el terreno movedizo de las identidades naciona-les y culturales, o, de modo más específico, sobre las tensiones queel mismo genera en los espacios comunes de la lengua, la nación yla literatura. Esas tensiones han sido expuestas y analizadas con dra-mática lucidez en varios textos de Gustavo Pérez Firmat y en las me-morias de Ariel Dorfman, por ejemplo. No es casual que el primerohaya titulado uno de sus poemarios Bilingual Blues y que el segundosubtitulara sus memorias “Un romance bilingüe”, como si ambosquisieran subrayar el papel que desempeña esa condición en la for-ja de las identidades escindidas.

2

En Cuba han venido exponiéndose diversos criterios directa o indi-rectamente relacionados con esa problemática.2 Dos de ellos mere-cen subrayarse: la identidad no es una categoría metafísica, que pue-

[100]

l Roberto González Echevarría, “Prólogo”, Relecturas, Estudios de literaturacubana, Caracas, Monte Ávila, 1976, pp. 11-12.

2 Cf. bibliografía en Temas, núm.10, abril-junio de 1997, pp. 11-12. Consúltesetambién Fornet, Memorias recobradas.

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da definirse de una vez y por todas, y la cuestión de la lengua no ha-brá de zanjarse apelando a rancios argumentos de autoridad o, a lainversa, a tácticas de francotirador. Estas últimas consistirían enocultar el problema de las fronteras nacionales detrás de las mura-llas de los guetos o en el horizonte ilimitado del ciberespacio, o bienen citar a un puñado de autores que, por elección u obligación, de-cidieron no escribir en sus lenguas maternas o hacerlo en idiomasdistintos al hablado por la mayoría en sus países de origen. Que unclásico de la literatura inglesa como Conrad naciera en Polonia, oque Kaf ka, judío oriundo de Praga, haya escrito toda su obra en ale-mán, o que el otro Heredia –el célebre autor de Les Trophées– haya na-cido también en Santiago de Cuba, no bastan para refutar –ni paracontradecir, siquiera– la arraigada e incitante noción de que la pa-tria mayor del escritor es su lengua, el idioma en que escribe. ¿Quiénpodría regatearle un lugar en la historia de la literatura inglesa al se-villano José Blanco White, que cambió de idioma siendo ya adultopero que un buen día escribió “The Night and the Death”, en opi-nión de Coleridge “el soneto más bello y grandioso” de la lengua in-glesa? No es casual que al llegar como exiliado a América Latina,Juan Ramón Jiménez sintiera la necesidad de acuñar un neologismocapaz de subrayar la unidad del terruño y la lengua: “No soy ahoraun deslenguado ni un desterrado –dijo–, sino un conterrado.” Des-conocer ese fenómeno, alegando que la pertenencia a una literaturanacional está dada exclusivamente por el lugar de origen del autor,nos llevaría, si hemos de ser coherentes, a negar de antemano que laobra de Cortázar (nacido en Bélgica) y la de Fuentes (nacido en Pa-namá) pertenezcan a las literaturas argentina y mexicana, respectiva-mente. La noción de una literatura cubana ab ovo, que para legitimarsu cubanía sólo necesitara presentar el certificado de nacimiento delautor, nos privaría automáticamente –por contraste– de un corpusque, partiendo del Espejo de paciencia, abarcaría desde los ensayos deDomingo del Monte hasta los de Cintio Vitier, desde los poemas deEugenio Florit hasta los de Fayad Jamís y desde las obras de NovásCalvo y Montenegro hasta las de Calvert Casey, pasando por las dePablo de la Torriente Brau y Alejo Carpentier. Una propuesta queconduzca a semejante resultado es un disparate, no una propuesta,como subrayó hace más de medio siglo Guillermo de Torre al bur-larse de los nacionalismos literarios alegando, con razón o sin ella,que el primer escritor argentino era un francés (Paul Groussac), el

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primer novelista un inglés (William Henry Hudson) y el primercuentista un uruguayo (Horacio Quiroga).3

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Desde el punto de vista conceptual, la tríada lengua-nación-literatu-ra dista mucho de ser transparente. Ninguno de sus elementos aisla-dos serviría para estudiar un fenómeno tan complejo. Éste debe ana-lizarse en la dinámica de sus relaciones recíprocas, es decir, sin caeren la tentación de un ontologismo que negaría el papel desempeña-do por los contextos, tanto históricos como socioculturales. En estesentido, admito que quizás fui demasiado categórico y esquemáticocuando, al referirme en una entrevista a la literatura cubano-ameri-cana, puse todo el énfasis de mi argumentación en el factor idioma.A la pregunta del entrevistador, relacionada con la posible identidadcultural de Oscar Hijuelos, respondí que a mi juicio era un autornorteamericano que aportaba elementos cubanos a su literatura.

Algo semejante –añadí– podría decirse de Cristina García, con su novela Drea-ming in Cuban, y de Roberto G. Fernández, con Raining Backwards, aun-que en este caso con una salvedad, y ess que Fernández escribió sus librosanteriores en español. Pero desde el momento en que, como escritores, es-cogen el inglés para comunicarse –una decisión, por otra parte, muy natu-ral– pasan a insertarse en esa rama de la narrativa estadunidense que ya seconoce como Cuban-american. Eso no quiere decir que dejen de interesar-nos.4

Huelga añadir que yo no pretendía usurpar las funciones de lostitulares de Inmigración autorizados a conceder pasaportes y a otor-gar cartas de ciudadanía, ni remedar a Carlos III, que en algún mo-mento tuvo la peregrina idea de imponer en América el uso obliga-torio del castellano, en detrimento de las lenguas autóctonas. La

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3 Cf. Guillermo de Torre, “Diálogo inocente o la irrisión de los nacionalismosliterarios” [1949], en su Las metamorfosis de Proteo, Buenos Aires, Editorial Losada,1956, p. 297. El autor añade otros casos notables, como el del primer poeta francés,por ejemplo, que a su juicio –con perdón de Victor Hugo– era el ya citado Heredia(un cubano).

4 Cf. Leonardo Padura Fuentes, “Tiene la carabina el camarada Ambrosio”(Entrevista), La Gaceta de Cuba, sept.-oct., 1992.

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modestia de mis intenciones, sin embargo, no me exime de ciertadosis de culpa, basada sobre todo en la ausencia de matices que seadvierte en la declaración. Es de suponer que en determinadas cir-cunstancias, el hecho de que una obra literaria esté escrita en unidioma extranjero5 no nos impediría insertarla en el corpus de unaliteratura nacional específica. En asuntos tan delicados como éste,los que aconsejan cautela (“nunca digas nunca”) demuestran sersiempre los más lúcidos.

Ahora bien, aceptar que el idioma no es el único factor determi-nante de la nacionalidad literaria no significa desconocer el papelque desempeña en la formación de las identidades culturales y na-cionales, dos fases inseparables, en el mundo moderno, del procesode humanización y socialización del individuo. Sabemos que el des-pertar de la conciencia en el niño coincide con el aprendizaje de lalengua: es en ella y gracias a ella –como bien observa Benveniste–como el individuo y la sociedad establecen sus canales de inf luenciarecíproca. De ahí que los hombres hayan percibido desde siempre “elpoder fundador” de ese prodigioso mecanismo capaz de instaurarrealidades imaginarias, animar las cosas inertes, hacer visible lo queno existe aún, devolvernos lo que ha desaparecido... Pero, además–subraya Benveniste– cuando decimos que el lenguaje “re-produce”la realidad, es eso exactamente lo que estamos diciendo: que el intér-prete del lenguaje produce de nuevo la realidad a que alude, “hace re-nacer por sus palabras el acontecimiento y su experiencia del acon-tecimiento”,6 de modo que todo lo que no sea vivencia mística opersonal –digámoslo así– es pura realidad lingüística. Ni el indivi-duo ni la sociedad llegan a ser conscientes de lo que no hayan sidocapaces de articular a través del lenguaje. Como apunta Alfonso Re-yes: “Sólo a través de la lengua tomamos posesión de nuestra partedel mundo.”7 Si esto es cierto en sentido general, cuánto más no loserá en el caso del escritor, para quien el lenguaje se relaciona con

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5 Entiéndase desconocido por los sectores populares en cualquier parte de lanación, siempre que ésta sea homogénea desde el punto de vista lingüístico. Elproblema que plantean los estados multiétnicos y multilingües –casos como el deEspaña, México o Perú, por ejemplo– son de índole más compleja.

6 Émile Benveniste, Problemas de lingüística general, cit. por Francisca Perujo en su“Lengua, lugar de identidad”, Poesía y exilio. Los poetas de exilio español en México,Edición a cargo de Rose Corral, Arturo Souto Alabarce y James Valender, México, ElColegio de México, 1995, pp. 400 y 405.

7 Alfonso Reyes, “Discurso por la lengua”, Obras completas, t. XI, 2a ed., México,Fondo de Cultura Económica, 1982, p. 313.

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su propia identidad de un modo absorbente y entrañable. Por algoafirmaba Milosz que no se podía cambiar de idioma sin cambiar depersonalidad.8

Pudiera aducirse que en el caso de los escritores bilingües –que esen definitiva el que ahora nos ocupa– el problema no tiene por quéser tan dramático. Se supone que ellos tengan la posibilidad de es-coger, entre ambos idiomas, aquel que mejor se adapte a sus necesi-dades expresivas o simplemente a las circunstancias. Pero las cosasno son tan sencillas. El ensayista palestino Edward W. Said habla ensus Memorias de lo difícil que le resultó, como escritor, transmitiren inglés sus recuerdos de infancia, aquello que había experimenta-do en otro ambiente cultural y en un idioma distinto.

La vida se vive en un idioma determinado –dice–, y las experiencias se tie-nen, asimilan y recuerdan en ese idioma. Dentro de mí, la fractura mayor seproducía entre el árabe, mi lengua materna, y el inglés, idioma en el que meeduqué y luego me expresé como investigador y maestro; de manera que tra-tar de dar cuenta de uno en la lengua del otro –para no hablar de las múlti-ples vías por las que ambos idiomas se inf luyen y entremezclan– ha sido unatarea complicada.9

Ariel Dorfman cuenta que vaciló ante la necesidad de optar poruno u otro idioma porque cada uno de ellos afectaba de modo dife-rente su talante expresivo, incluso en el plano corporal.“Yo no gesti-culaba de la misma manera en español que en inglés”, dice.10 Alu-diendo a ciertas características propias del genio de la lengua,Héctor Bianciotti –escritor argentino que escribe en francés– asegu-ra que “se puede estar desesperado en un idioma y apenas triste enotro”,11 lo que viene a confirmar la certeza de Conrad de que la len-gua tiene su propia virtud modeladora: él era un joven de veintitan-

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8 Cf. René Vázquez Díaz, “Del lenguaje, el exilio y la historia. Conversación conCzeslaw Milosz”, Apuntes posmodernos/Postmodern Notes, Miami, Fall, 1994.

9 Edward W. Said, Out of Place. A Memoir [1999], Nueva York, Vintage Books,2000, pp. XI-XII.

10 Glen Garvin, “Dorfman’s many voices reach truce in new book”, The MiamiHerald, april 12, 1998, I, p. 5. En el propio texto Dorfman va mas allá: “...¿Por quécambia tan drásticamente la disposición del cuerpo –se pregunta– cuando me muevode un lenguaje al otro? ¿Es otro [el] cuerpo cuando se habla otra lengua?” (Rumbo alSur, deseando el Norte. Un romance bilingüe, trad. del autor, Barcelona, Planeta, 1998,p. 164).

11 Cf. Miguel Ángel Quemain, “Héctor Bianciotti: La invención de la lengua”(Entrevista), Revista Mexicana de Cultura, núm. 61, 30 de marzo de 1997, p. 3.

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tos años cuando cambió de idioma, y el inglés “se apoderó de mí detal forma –dice–, que creo a pie juntillas que ese idioma ha obradodirectamente sobre mi temperamento y modelado mi carácter, aúnmaleable en aquella época”.12

A menudo las fracturas de la identidad propias del autor bicultu-ral se trasladan al ejercicio mismo de la escritura. El narrador cuba-no Carlos Rubio Albet, residente en los Estados Unidos, confiesaque cuando escribe en español tiende a ser neobarroco y a imaginarun lector exigente, mientras que en inglés sus “preocupaciones sondistintas”. “Cuando escribo en ese idioma soy otro –dice–, tal vez esapersona que se formó en este país y que no tiene conexiones con Cu-ba. Es una paradoja que ni yo mismo entiendo a veces.”13 Por lo de-más, el escritor bilingüe no siempre puede aprovechar las ventajas deun idioma sin sacrificar las del otro: el bilingüismo no suele ser “si-métrico”.14 A semejanza de lo que le ocurría a Said, José María Ar-guedas hallaba “casi imposible expresar en español lo que [de niño]había experimentado en quechua, desde sus relaciones con el paisa-je andino hasta sus modos de sentir las pulsiones primarias, como lasdel amor o del odio...”15 Sabemos que cortó por lo sano apelando ala división de géneros –es decir, escribiendo su prosa en español ysus versos en quechua–, aunque ya en Agua –su famoso relato de1935– había logrado, después de someter el idioma a una serie de“sutiles desordenamientos”, que su español sonara a quechua.16 Fa-bio Morábito –italiano nacido en Egipto, que adoptó el español co-mo lengua literaria– ha descrito el drama del bilingüismo en térmi-nos de pérdidas y ganancias: es cierto que cuando el autor decidecomunicarse en una lengua distinta a la materna se enriquece, dijo,renace “en el seno de una nueva expresividad”, pero no lo es menosque al hacerlo se ve obligado a “enterrar definitivamente otras pala-bras y otras cadencias”.

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12 Cf. André Maurois, “Joseph Conrad” [1935], en su Mágicos y lógicos, t. II. trad.de Emiliano Aguado, Barcelona, Editorial Apolo, 1952, p. 18.

13 Carlos Rubio Albet, en carta al autor, s.f. [1997].14 Antonio Cornejo Polar, “Condición migrante e intertextualidad multicultural:

el caso de Arguedas”, Revista de Crítica Literaria Latinoamericana núm. 42, 2o.semestre de 1995. El número incluye una sección monográfica dedicada almulticulturalismo y otros temas afines.

15 Cit. por Cornejo Polar en loc. cit.16 Cf. William Rowe, “Mito, lenguaje e ideología como estructuras literarias”,

trad. de Carlos Iván Degregori, Recopilación de Textos sobre José María Arguedas, comp.y pról. de Juan Larco, La Habana, Casa de las Américas, 1976, pp. 265-266.

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[E]l escritor bilingüe, en el momento de escribir en un idioma determinado–observó–, es bilingüe sólo por accidente, no por inspiración, porque den-tro de ésta sólo se puede ser dueño de un idioma. Yo diría incluso que la ins-piración es precisamente esto: el estado más profundo de monolingüismo,ese momento en que la lengua, envuelta y protegida por una especie de sor-dera frente a todas las otras, habla –sin recatos y sin escrúpulos, como si fue-ra la única existente– el único idioma concebible.17

Todo escritor sabe, además, que él no es sólo creador sino tam-bién criatura del lenguaje, puesto que hereda y habita un espaciolingüístico modelado por la dinámica del habla popular y por siglosde tradición literaria. Es lógico suponer que cuando esos factorescambian, se modifica también el arsenal retórico y, hasta ciertopunto, la cosmovisión que subyace en toda práctica lingüística. Talvez sea desde este ángulo como pueda entenderse el célebre aforis-mo de Wittgenstein: “Imaginar un lenguaje significa imaginar unaforma de vida.” Por lo demás, hay casos en que el simple temor aperder el dominio de la lengua o de sus más recónditos matices seconvierte en una auténtica pesadilla para el escritor bilingüe. En laprimera etapa de su exilio, durante sus años de estudiante en Cam-bridge, Nabokov devoraba literatura y diccionarios rusos comoquien se administra un antídoto.

Mi temor a perder, o a corromper, a través de las inf luencias extranjeras, loúnico que había podido llevarme de Rusia –su lengua– llegó a ser induda-blemente morboso y considerablemente más atormentador que el temorque experimentaría dos decenios después de no poder jamás llegar a elevarmi prosa inglesa al nivel de mi prosa rusa.18

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Entre los escritores de la diáspora –tanto cubanos como cubano-ame-ricanos– el enfoque que di al tema del idioma, en la citada entrevista,

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17 Fabio Morábito, “El escritor en busca de una lengua”. Vuelta, núm. 195, febrerode 1993. Habría que ver qué matices introduce en esa situación la estrategia de losescritores chicanos y puertorriqueños (incluidos, entre estos últimos, losneorriqueños o nuyoricans) que en Estados Unidos y Puerto Rico afrontaron eldilema creando un tercer idioma, el híbrido conocido como Spanglish o ingleñol.

18 Vladimir Nabokov, Habla, memoria [1966], trad. de Enrique Murillo, Barcelona,Editorial Anagrama, 1986, p. 264.

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no suscitó rechazos. Tal vez se vio como un falso problema –Hijue-los es un escritor neoyorkino, Cristina García no tiene reparos en au-todefinirse como Cuban-american–, o simplemente hizo encogerse dehombros a la mayoría de los involucrados, que llevan años discutien-do el asunto sin arribar a un consenso. Una ensayista ha descrito asía los dos principales contendientes: los defensores del inglés desde-ñan la posición marginal que ocupa el español en la sociedad y tra-tan, por consiguiente, de insertarse en el mainstream por la vía delidioma, como han hecho o tratado de hacer numerosos escritoreschicanos, puertorriqueños y, en general, latinos. Los defensores delespañol, en cambio, han “sacralizado su idioma” y califican “de he-rejía cualquier transgresión lingüística”.19 Esta lucha por la lengua estambién una lucha por el poder cultural, que en el seno de la comu-nidad latina –como es lógico– favorece a los hispanoparlantes. Enefecto, los que escriben en inglés “son automáticamente descartadosy excluidos de las antologías y los estudios sobre la cultura cubanadel exilio”.20 Una singular posición intermedia ocuparían los autoresque alguna vez cruzaron la frontera del idioma pero no repitieron laexperiencia. Es el caso de Guillermo Cabrera Infante con Holy Smo-ke, curiosa divagación sobre el tema del tabaco escrita “en un inglésque –según uno de sus críticos– es de hecho una sutil variante del in-gleñol”. Prieto Taboada opina que al incurrir en ese pecado de biga-mia lingüística, la obra asume una condición doblemente marginal,porque se sitúa entre dos literaturas “sin ubicarse del todo en ningu-na de ellas”.21 Junto al drama de quien cambia de lengua está el dequien se empeña en mantener la suya. Sirva de ejemplo José Kozer,uno de los más notables poetas cubanos de la diáspora, que pese ahaber comenzado su carrera literaria en Estados Unidos ha expresa-do más de una vez su “voluntad de vivir en español”. Pérez Firmat lereprocha que haya dado la espalda a su entorno rechazando “el in-

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19 Lourdes Gil, “La literatura cubana en los Estados Unidos: gestualidades de undiscurso”, Brújula-Compass, núm. 19, primavera de 1994. Existen matices–determinados por las preferencias lingüísticas y temáticas– que pueden conducir aclasificaciones interminables. Un crítico ha agrupado a los escritores colombianosresidentes en Estados Unidos, por ejemplo, en cinco categorías: biculturales,nostálgicos, asimilados, localistas e híbridos. (Cf. Eduardo Márceles Daconte, “Letrasde exilio”, Lecturas Dominicales [Bogotá], 23 de mayo de 1993.)

20 Carolina Hospital, “Introduction”, Cuban-American Writers: Los Atrevidos,Princeton, Ediciones Ellas/Linden Lane Press, 1988, pp. l6-17.

21 Antonio Prieto Taboada, “Idioma y ciudadanía literaria en Holy Smoke, deGuillermo Cabrera Infante”, Revista Iberoamericana, núm. 154, ene.-mar., 1991.

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glés en particular y lo norteamericano en general” e instalándose enun universo imaginario donde el lugar de residencia no desempeñaningún papel ni ofrece ningún estímulo creador. De ahí que formu-le su reproche parafraseando burlonamente el código existencialis-ta: hay momentos, dice, en que la residencia debe preceder a la esen-cia. En la decisión del poeta –como en el supremo error del héroetrágico– se incuba un destino previsible: alejado, por propia volun-tad, tanto de su patria como de su entorno inmediato, privado de losestímulos del habla popular y las experiencias de la vida cotidiana,Kozer ha acabado escribiendo –según el crítico– en un idioma con-gelado, “un hispano-esperanto, una lengua de nadie...”22

Ese drama ontológico tiene además una vertiente sociológica. YaRenan insinuó que la excesiva preocupación por el idioma no era só-lo empobrecedora desde el punto de vista cultural, sino tambiénmezquina desde el punto de vista humano. “¿No puede uno –se pre-guntaba– tener los mismos sentimientos y los mismos pensamientos,y amar las mismas cosas en idiomas distintos?”23 En un contexto ob-sedido por la procedencia racial y cultural de la persona, donde sehabla con toda naturalidad de idiomas étnicos y literaturas étnicas, talvez haya que responder la pregunta negativamente. El personaje delpadre, en la novela cubano-americana de Alex Abella The Killing ofthe Saints, sabe por experiencia propia lo que significa hablar espa-ñol “en una tierra donde ser un spic, por muy blanca que uno tengala piel o muy azules los ojos, es apenas un poquito mejor que ser unnegro”.24 En un medio así, los rasgos distintivos pueden llegar a per-cibirse como una mutación, la Otredad como un malestar incontro-lable. ”Me ha tomado nueve o diez años –confiesa una profesora uni-versitaria nacida en Cuba– entrar en una habitación de personasangloparlantes, de marcado aspecto anglo, sin sentirme como unamarciana.”25 La situación puede adquirir visos de catástrofe: se cal-cula que los 35 millones de hispanos que hoy viven en Estados Uni-dos serán cuarenta en los próximos diez años. Dentro del campo in-

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22 Gustavo Pérez Firmat”, “No-Man’s-Languaje”, en su Life on the Hyphen. TheCuban-American Way, Austin, University of Texas Press, 1994, pp. 159 y 162.

23 Ernest Renan, ¿Qué es una nación? [1882], trad. de Rodrigo Fernández Carvajal,Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1983.

24 Cit. por Víctor Fowler, “Miradas a la identidad en la literatura de la diáspora”,Temas [La Habana], núm. 6, abr.-jun. 1996.

25 Eliana S. Rivero, “‘Fronterisleña’, border islander”, en Ruth Behar (ed.), Bridgesto Cuba/Puentes a Cuba, Ann Arbor, The University of Michigan Press, 1995, p. 342.

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telectual la situación se agrava por la necesidad compulsiva de inser-tarse en un mercado editorial –el universitario– donde la autoridady el prestigio parten de la premisa del idioma: allí “escribir en espa-ñol y publicar en América Latina” son actos que carecen de “sufi-ciente legitimidad”.26 Y no obstante, en una sociedad tan heterogé-nea como la norteamericana –donde las minorías, por discriminadasque sean, forman parte inseparable del mosaico cultural de la na-ción– cabría responder afirmativamente la pregunta: “¿Puede consi-derarse estadunidense una obra escrita en español?”

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Sería ingenuo pensar que un fenómeno como éste pueda ventilarseúnicamente en el terreno de la lingüística o la literatura. Más allá delos desafíos que la naturaleza misma del lenguaje le plantea al escri-tor bilingüe, existen otros que remiten a una compleja trama de re-laciones personales y sociales en las que intervienen elementos talescomo el mercado, la política cultural, las características propias decada género... A este orden de problemas pertenece, por ejemplo, latraducción, que de inmediato coloca en otro nivel la pregunta sobreel idioma como factor determinante de la nacionalidad literaria. Lasdudas que suscitan las copias con respecto a los originales no son lasmismas, digamos, cuando se trata de poesía, teatro o narrativa, quecuando se trata de crítica o ensayo. Existen en español doce versionesde The Night and the Death, el soneto de Blanco White al que antesme referí,27 todas hechas por traductores o poetas de reconocidoprestigio y todas distintas, como era de esperar dada la naturalezapolisémica del lenguaje poético. Así, pues, no se trata sólo de que lostraductores sean traidores, sino de que cada uno de ellos tiene supropia manera de traicionar. El problema apenas se plantea en el ca-so de la prosa expositiva; la traducción convincente de un artículo oensayo, por ejemplo, que hiciera pasar a primer plano la “naturaliza-ción” del texto en su nuevo ámbito lingüístico, haría irrelevante lapregunta sobre la nacionalidad literaria.28

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26 Achugar, “La biblioteca en ruinas”, Estudios [Caracas], núm. 2, jul.-dic. 1993. 27 Véanse, en Diario de Poesía (Buenos Aires), núm. 45, otoño de 1998, pp. 22-23. 28 Casos extremos serían los de aquellos autores capaces de traducirse a sí

mismos; sirvan de ejemplo Edmundo Desnoes, con Memorias del

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Por otra parte, un énfasis excesivo en los aspectos temáticos o geo-gráficos, por ejemplo, a la hora de definir una literatura nacional,puede conducir a un callejón sin salida. Alguna vez Cintio Vitier,aludiendo a dos poemas emblemáticos de Heredia y a dos obras deShakespeare,29 observó irónicamente que la gran poesía de Cuba sehabía iniciado con una pirámide cholulteca y una catarata canadien-se, y el gran teatro de Inglaterra con un príncipe danés y una pareji-ta de adolescentes italianos. A los jóvenes cubanos de nuestros díasse les enseña que ciertos textos, empezando por los artículos de Fé-lix Varela y los propios poemas de Heredia –escritos y publicados enel extranjero–, pertenecen al patrimonio cultural de la nación por-que contribuyeron a formar el arsenal de ideas y las “estructurasemocionales” en las que se sostiene nuestro sentido de la nacionali-dad. Una gran parte del sujeto nacional cubano se ha construido alo largo de dos siglos con el incesante acarreo de esos testimonios ymetáforas.

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Todo sería sencillo si terminara ahí, en las aulas de Secundaria yPreuniversitario, dentro del marco de la más sólida tradición históri-ca y cultural. Pero al proceso no se le pueden fijar límites, porque larealidad siempre se encargaría de desbordarlos. En el caprichoso en-tramado de los destinos individuales y colectivos se tejen insólitas fi-guras cuyo diseño no suele responder a los patrones clásicos de lamismidad. De ahí que cada vez sean más frecuentes los casos de per-sonas que se niegan a dejarse encasillar en los estrechos marcos deun solo perfil identitario. En cuanto a los discursos literarios y artís-ticos, ha de tenerse en cuenta que no sólo reflejan aspectos de unadeterminada identidad sino que además contribuyen a crearla y, másaún, que son fuente de nuevas e imprevistas identidades. Como esos

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subdesarrollo/Inconsolable Memories y Ariel Dorfman, con el ya citado Heading South,Looking North/Rumbo al Sur, deseando el Norte.

29 Es obvio que se trata de “En el teocalli de Cholula” y la oda “Al Niágara”, poruna parte, y Hamlet y Romeo y Julieta, por la otra.

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personajes fantasmagóricos que buscan un autor para corporizarse,diversas formas de autoconciencia se disputan en cada momento alindividuo antes de manifestarse en la práctica. Nunca sabremos deantemano cuáles son, porque esas identidades virtuales pueden estarinscritas en el texto pero también en cada una de las posibles lectu-ras del mismo. Y, además, suelen surgir de la propia práctica del ofi-cio cuando ésta se ha hecho visceral y forma parte de un proceso deintrospección y toma de conciencia. “Yo descubrí que era cubanacuando empecé a escribir –confiesa Cristina García–. En ese mo-mento mi identidad era un espacio imaginario, el de la página enblanco.”30 En cuanto al ámbito mayor del idioma –el hilo con que laautora tendría que ir hilvanando su nueva subjetividad–, me limito areiterar la duda: ¿Puede expresarse el sentido de pertenencia a unpaís o una cultura en una lengua extranjera? ¿Puede un autor naci-do en Cuba reclamar un sitio en la literatura cubana escribiendo enun idioma desconocido para la mayoría de los cubanos? Se trata dedos preguntas diferentes que exigirían respuestas diferentes. Peroveamos una discusión entre dos personajes de la novela de Pérez Fir-mat Todo menos amor, cuya acción se desarrolla en Estados Unidos.Hay un momento en que Alicia le pide a Francisco que cambien detema y Francisco responde, irritado, que él habla de lo que le da lagana. “No estamos en Cuba”, dice. Y Alicia comete la imprudenciade replicarle que Cuba no viene al caso, que no tiene importancia alos efectos de la discusión.

–¿Que no tiene importancia? [exclama Francisco]. ¿Cómo que no tiene im-portancia? ¿Vietnam es importante y Cuba no es importante? ¿Las papasbien doraditas son importantes y Cuba no es importante? ¿Todos esos cuen-tos marrulleros que tú haces son importantes y Cuba no es importante? Oyelo que te voy a decir: Cuba siempre es importante. Cuba es lo único importan-te que hay. Lo que no tiene que ver con Cuba no me interesa.

–Por favor, Francisco, no te pongas así [terció Catalina].–Olvídate de Cuba –insistió Alicia.–Tú podrás olvidarte de Cuba –rugió Francisco desde el borde de su

asiento–, pero yo no. Estás hablando de mi vida. ¡De mi vida!31

Para colocar bajo una nueva luz el problema de las relaciones idio-ma/nacionalidad/identidad, me abstuve de aclarar previamente que

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30 Cristina García, en conversación (UNEAC, La Habana, 18 de enero de 2000).31 Gustavo Pérez Firmat, Anything but Love, Houston, Arte Público Press, 2000,

p. 102.

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se trata de un diálogo en inglés. En efecto, el pasaje citado pertene-ce a la novela Anything but Love; los personajes se llaman, en realidad,Alice, Frank y Catherine, y, naturalmente, estamos aquí ante unasimple versión al español del texto original. Procede por tanto la pre-gunta: ese Frank que así habla en inglés de su relación con Cuba, ¿escubano, o mejor, tiene derecho a llamarse y a ser considerado cuba-no? La posibilidad de referirse a ese personaje en una ref lexión so-bre la identidad cubana, ¿es algo que se descartaría sin más, por im-procedente?

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EL TESTIMONIO HISPANOAMERICANO: ORÍGENES Y TRANSFIGURACIÓN DE UN GÉNERO

A la memoria de Rodolfo Walsh,desaparecido.

Un espacio sin límites

Toda expresión cultural es por definición testimonial. Esto –que pa-ra los arqueólogos y antropólogos es un lugar común– no resulta tanclaro para los historiadores y críticos de la literatura, víctimas de loque se ha llamado el “fetichismo de los géneros”.1 Lo testimonial esuna sustancia, una cualidad transgenérica. Instaura dentro del textoun campo de tensiones y contradicciones que remite por igual a laepistemología y a la fantasía. Permítanme una rápida inmersión enlas fuentes de esos conf lictos.

Se afirma que la retórica, considerada desde siempre el “arte y latécnica del discurso persuasivo”, surgió en tiempos de Solón, cuan-do éste estableció que los ciudadanos acusados de delitos debían de-fenderse ante los tribunales, ya fuera directamente o a través de ter-ceros. Surge y f lorece así un gremio de activos leguleyos, duchos entrapacerías y minucias forenses, que se encargaban de redactar ape-laciones, reclamaciones y petitorios para su clientela. No pudo habermejor caldo de cultivo para la proliferación de los sofistas, que en elplano de la polémica tenían como divisa el todo-está-permitido. Pa-ra ganar un pleito o una discusión –y de eso se trataba, en definiti-va– era necesario persuadir a los jueces, al oyente. Y había que lo-grarlo valiéndose de palabras, de un discurso que –como bien decíaGorgias, el primero que concibió la unidad de retórica y poética– te-nía un “poder encantatorio” que llegaba al alma: “La fascina, la per-suade, la seduce –insistía– y la modifica con una ilusión mágica”. Elreino de la argucia –de la manipulación, para usar un concepto mo-derno– parecía sólidamente establecido cuando Platón decidió en-

[113]

1 Roberto Fernández Retamar, Para una teoría de la literatura hispanoamericana yotras aproximaciones, La Habana, Casa de las Américas, 1975, p. 141.

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frentar la retórica con la dialéctica, la doxa con la epistéme, la simpleopinión personal, sujeta a todas las mutaciones, con la certidumbrede una verdad alcanzada a través del razonamiento. Con esto, la so-fística parecía haber recibido un golpe mortal; pero Aristóteles pare-ció brindarle una coartada al afirmar que, en el fondo, retórica y dia-léctica tenían un terreno común y que la función de la retórica noera tanto persuadir como “encontrar los medios de persuasión paracualquier argumento”. Es decir, la filosofía era una cosmovisión y laretórica una técnica que permitía hacerla explícita y convincente. Esel propio Aristóteles, por lo demás, quien establece una distinciónfundamental para el tema que nos ocupa: el de las respectivas fun-ciones de la Historia y la Poesía. El historiador ha de contar las cosascomo sucedieron; el poeta, como pudieron haber sucedido. Uno de-be atenerse a lo verdadero; el otro, a lo verosímil.2

Obsérvese que hasta ahora, dentro del esquema general del actocomunicativo, me he referido a uno solo de los miembros de la ecua-ción: el mensaje, las modalidades que éste adopta a través del discur-so. Conviene ahora detenernos un instante en los otros dos, el emi-sor y el receptor, pues como sabemos –y sabían también losantiguos– uno de los rasgos distintivos de la elocuencia, de la comu-nicación eficaz consiste en la adecuación: es el auditorio –con su ho-rizonte de expectativas, diríamos hoy– el que determina buena par-te de las características del discurso. Y por último, aunque no enorden de importancia, está el emisor, un Yo que puede ser ensimis-mado –en cuyo caso el discurso asumirá un tono confesional–, o ex-trovertido y proselitista, en cuyo caso asumirá el tono de la exhorta-ción, la prédica o la denuncia. A menudo el segundo utiliza lamáscara del primero para alcanzar mejor su objetivo. El Yo del sofis-ta tiene la desventaja de ser un Yo despersonalizado o, más exacta-mente, impersonal: no existe fuera del discurso. El Yo testimonial, encambio, ha de tener señas de identidad, porque es siempre proselitis-ta. Su discurso, en la inmensa mayoría de los casos, es un intento dellevar la “buena nueva” a los gentiles, de predicar in partibus infidelis,lo que no pocas veces en la historia, por cierto, ha desembocado enla intolerancia y el fanatismo. Recuerden que Dios envió al Bautista“como testigo, para que diera testimonio de la luz y para que todoscreyeran por lo que él decía” (Juan, I: 6-7). Depositario de una ver-dad absoluta, el Yo proselitista asume su tarea como misión. “Y yo le

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2 Cf. Bice Mortara Garavelli, Manual de retórica, Madrid, Cátedra, 1991, pp. 19-25.

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vi, y he dado testimonio de que éste es el hijo de Dios” (Juan I: 34).Ante ciertos hechos extraordinarios, la necesidad de “testimoniar”puede hacerse irresistible. Al devolverles la visión a los ciegos, Jesúsles pide que no lo divulguen; “mas ellos, apenas salieron, contaronpor toda la región lo que Jesús había hecho” (Mateo, IX: 30-31). Has-ta aquí el Evangelio, con su invariable acento demostrativo. Veamosahora dos facetas del Yo ensimismado, en sendos ejemplos tomadosal azar: el de Horacio y el de san Agustín. Horacio confía en que suescritura bastará para dar testimonio de su fama ante el tribunal dela posteridad: “Acabé un monumento más perenne que el bronce ymás alto que el sitio de las pirámides reales”..., dice.3 San Agustín re-clama idéntico protagonismo, pero no por méritos propios sino por-que, sabiéndose pecador y mortal, sabe también que lleva en sí “laprueba y testimonio” de la sabiduría de Dios;4 a la luz de esta revela-ción su propia vida ha adquirido un carácter ejemplar y se ha hechodigna de la atención del público. Se cumple así el tránsito del Yo en-simismado al proselitista, y de paso el axioma de que comunicar essiempre, en cualquier circunstancia, un intento de persuadir. Con elcristianismo no sólo el hombre y sus obras, sino incluso el mundonatural, el universo todo, en realidad, se convierte en signo, en tes-timonio de la voluntad divina. El espacio de lo testimonial se ha en-sanchado tanto que ya no tiene límites.

Admito que esta divagación sería injustificable si no nos sirvieraahora para aislar algunos elementos estrechamente relacionados connuestro tema. De lo dicho se deduce, en efecto, que existen artes ytécnicas de persuasión; que las mismas suelen utilizarse directamen-te o a través de intermediarios; que en cualquier caso el exponenteasume su tarea como misión o como encargo social; que las modali-dades que adoptan, determinadas por el grado de verdad o de vero-similitud del contenido, guardan relación estrecha con: a] las carac-terísticas personales e ideológicas del comunicante; b] el auditorio alque se dirige; c] la convicción de que se trata de una verdad dignade ser divulgada; d] el grado de conciencia histórica que las anima,ligado a la noción de Memoria o de Fama, que suele expresarse re-mitiéndose al futuro, al juicio de la posteridad.

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3 Horacio, Libro III, Oda XXX (trad. de Enrique Sáinz.)4 San Agustín, Confesiones, Madrid, Espasa Calpe, 1988, p. 21.

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El rastro de los adelantados

Pasemos ahora a la época en que los dioses nacían en Extremadura.5

En su brillante estudio sobre lo que ella denominó el “discurso na-rrativo de la Conquista”, Beatriz Pastor comienza trazando una cla-ra distinción entre el discurso historiográfico y el narrativo propia-mente dicho. Éste es –digámoslo así, arrimando la brasa a nuestrasardina– el discurso testimonial, aquel en que se articulan las vocesde los que participaron en la acción y a la vez decidieron dejar cons-tancia escrita del suceso, es decir, incorporarse a la Historia, con ma-yúscula, a través del relato de sus propias historias personales.6 Es asícomo los “testimonios” de Bernal Díaz del Castillo y Álvar NúñezCabeza de Vaca, por ejemplo, se emparientan con el de los evange-listas, pero con una diferencia básica: la “verdad” que afirman y di-funden aquéllos no es una verdad revelada, sino vivida, el resultadode una experiencia personal. Ésta es ahora, de hecho, la única garan-tía de autenticidad que puede esgrimir un narrador. Bernal admitesu ineptitud en el campo de las letras y se declara indigno, por lotanto, de contar hazañas como las de Cortés y sus esforzados segui-dores; “mas lo que yo vi y me hallé en ello peleando, como buen tes-tigo de vista –dice–, yo lo escribiré, con la ayuda de Dios, muy llana-mente, sin torcer a una parte ni a otra”.7 Dos nuevos elementos nosaporta esta declaración sobre la autenticidad del testimonio o de lacrónica: que ya no se deriva, primero de mi fe, sino de mi buena fe,y segundo de mi habilidad como hombre de letras, sino de mi con-dición de hombre de palabra. Ahora lo importante es haber sido tes-tigo presencial de los hechos y estar dispuesto a contarlos tal cual, “sintorcer a una parte ni a otra”. Desde esta nueva óptica la escasa cultu-ra libresca del autor aparece como una virtud, puesto que otorga alrelato una insólita frescura, ingrediente casi desconocido por la esté-tica dominante (aunque cuando muere Bernal, en Guatemala, casinonagenario, el Lazarillo llevaba ya treinta años recorriendo los ca-minos de España). Para el lector moderno no cabe duda. Al no te-ner “modelos literarios que imitar”, observa uno de sus críticos, Ber-nal no tiene reparos en hundirse

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5 Aludo, por supuesto, al título de la novela de Rafael García Serrano (Cuando losdioses nacían en Extremadura).

6 Cf. Beatriz Pastor, Discurso narrativo de la conquista de América, La Habana, Casade las Américas, 1983, p. 8.

7 Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, LaHabana, Consejo Nacional de Cultura, 1963, t. I. p. 11.

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de lleno en el relato de los hechos en que ha tomado parte. Lo que consti-tuye para nosotros el mayor encanto de su libro, es que sea totalmente inca-paz de selección, de distinguir entre lo esencial y lo que no lo es, y así locuenta todo, absolutamente todo, dándonos en su historia esa riqueza de vi-da auténtica que nos hace asistir con él [a la conquista de México].8

Permítanme una digresión. Es obvio que nadie puede contarlo“todo, absolutamente todo”, pero el impacto de ese espejismo en ellector es tan fuerte que opera de hecho como una realidad. Por otraparte, ese efecto choca con la atmósfera prodigiosa que envuelveciertos pasajes del libro. La edición cubana lleva, a manera de prólo-go, una nota sin firma –pero que obviamente es de Alejo Carpen-tier–9 encabezada por un epígrafe de Washington Irving: “Las accio-nes y aventuras extraordinarias de estos hombres que emulaban lasgestas de los libros de caballerías –comenta Irving– tienen, además,el interés de la veracidad...” Ese “además” –subrayado por mí– pare-ce extraído de un ensayo sobre teoría de la recepción; se diría quepara Irving el verismo de las crónicas de la Conquista se da por aña-didura: es sobre todo su carácter novelesco el que les otorga interés.Idéntica impresión se desprende de la lectura de Bernal que hace elanónimo y desenmascarado prologuista. Dice que el público aficio-nado a los libros de caballería, dejándose arrastrar por su imagina-ción, soñaba con aventuras y andanzas por regiones fabulosas. Y heaquí que, de pronto,

ocurrirá algo inesperado: al iniciarse, en Cuba, la conquista de México, co-menzarán a vivir, los compañeros y soldados de Hernán Cortés, una autén-tica aventura de caballería. Igual que en sus novelas, encontrarán en tierrasde México ciudades maravillosas y desconocidas, como lo era la capital deMoctezuma; reinos ignorados, como el de Tlaxcala; “montañas que despe-dían humo” (los volcanes), animales desconocidos, fieras de una traza insos-pechada, encantadores y magos (los “teules”), dragones acuáticos (los caima-nes) y serpientes de un largo desmesurado. De asombro en asombro

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8 Ramón Iglesias, citado en “Al lector”, Historia verdadera..., ed. cit., t. I, p. 10.9 En su famoso ensayo “De lo real maravilloso americano”, Carpentier había afir-

mado que la Verdadera historia... era “el único libro de caballería real y fidedigno quese haya escrito” y que su autor “sin sospecharlo, había superado las hazañas de Ama-dís de Gaula, Belianis de Grecia y Florismarte de Hircania”. Cf. Tientos y diferencias,La Habana, Ediciones Unión, l966, p. 93. Cuando apareció la citada edición de la Ver-dadera historia..., Carpentier era director de la Editorial Nacional. (Véase también lanota l0.)

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[termina diciendo el prologuista], los compañeros de Cortés viven su propioLibro de Caballería –un Libro de Caballería que aventajaba, en mucho, losque tanto hablaban de las hazañas y andanzas de Amadís de Gaula y Floris-marte de Hicarnia. Aquí el prodigio era tangible, el encantamiento era cier-to, los hechiceros hablaban dialectos nunca oídos... Lo maravilloso resulta-ba, por primera vez, lo “real-maravilloso”.10

Me he detenido en este aspecto del asunto porque me parecíaoportuno traer a colación un elemento que, entre los estudiosos dela literatura latinoamericana, ha pasado a ser un lugar común: el ca-rácter híbrido que, desde el punto de vista epistemológico y formal,adopta esta modalidad narrativa desde su aparición en tierras deAmérica. En la opinión del prologuista se advierte, claro está, la bús-queda de un linaje propio, ese incoercible afán que hizo decir a Bor-ges que cada escritor acaba creando a sus precursores. Pero se trataen cualquier caso de una hipótesis verificable a nivel textual. La dis-tancia misma que mediaba entre la experiencia vital del emisor y ladel destinatario debió crear un ámbito de extrañeza que convertiríaen pasmosos e increíbles no sólo los hechos sino el propio tono enque se narraban. Oigamos lo que cuenta Álvar Núñez Cabeza de Va-ca en el capítulo decimocuarto de Naufragios:

[A] pocos días sucedió tal tiempo de fríos y tempestades, que los indios nopodían arrancar las raíces, y de los cañales en que pescaban ya no había pro-vecho ninguno, y como las casas eran tan desabrigadas, comenzóse a morirla gente, y cinco cristianos que estaban en rancho en la costa llegaron a talextremo que se comieron los unos a los otros, hasta que quedó uno solo, quepor ser solo no hubo quien lo comiese.11

Y añade impávido el autor, como un meticuloso notario: “Losnombres de ellos” –es decir, del sobreviviente y sus compañeros, losantropófagos devorados– “son éstos: Sierra, Diego López, Corral,Palacios, Gonzalo Ruiz”.12

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10 Cf. “Al lector”, Historia verdadera..., ed. cit., t. I, p. 8. Compárese con lo dichopor Carpentier, sobre la obra de Bernal, en “De lo real maravilloso americano” (cit.supra): “[L]ibro de caballería donde los hacedores de maleficios fueron teules visiblesy palpables, auténticos los animales desconocidos, contempladas las ciudades igno-tas, vistos los dragones en sus ríos y las montañas insólitas en sus nieves y humos.”(Véase también la nota 9.)

11 Álvar Núñez Cabeza de Vaca, Naufragios, La Habana, Instituto del Libro, 1970,pp. 47-48.

12 Idem.

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Más adelante volveré al tema del hibridismo, un componenteesencial de la realidad y la cultura latinoamericanas; pero ahora, pa-ra concluir esta larga digresión, permítanme advertir que un notableensayista peruano ha creído hallar, entre la Verdadera historia... y Nau-fragios, un paralelismo similar al que existe entre la Ilíada y la Odi-sea.13 Ahora bien, más que insertar a los Cronistas, de contrabando,en el canon occidental, nos interesa subrayar que produjeron, por lafuerza de las circunstancias, “la primera literatura testimonial escri-ta en el suelo o en ámbito latinoamericano”,l4 es decir, se convirtie-ron, sin proponérselo, en los adelantados de una literatura otra, deun corpus literario “incipiente”. Como ha observado Beatriz Pastor:

[E]n el desarrollo formal y expresivo de estos textos y en la dinámica extraor-dinaria de sus diversos modos de presentación, transformación y ficcionali-zación del material que narran, se concreta todo el proceso de emergenciade una literatura incipiente. Esta literatura que ha dejado, de forma paulati-na, de ajustarse a los cánones y exigencias de la literatura europea del perío-do, expresa, en intermitentes balbuceos primero, y luego de forma cada vezmás clara y decidida [...] la nueva realidad de la naciente Hispanoamérica.15

Memoria y conciencia de casta

El caso Bernal nos plantea asimismo un problema vinculado tanto alos modos de producción como a las estrategias discursivas. Se trata,como hasta ahora, de las ambiguas relaciones entre realidad y fic-ción, pero situadas en un nuevo contexto: el de los vínculos entre el

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13 “En efecto, si los Naufragios son la historia de un viaje extraordinario, impulsa-do por una tenaz voluntad de supervivencia y retorno, hallamos en la Historia de Ber-nal Díaz el recuento minucioso y vital de una sucesión interminable de batallas y com-bates, presentados con extraordinaria intensidad e inmediatez, como acontece con lasbatallas de la Ilíada. Si la obra de Álvar Núñez combina un espíritu épico con episo-dios novelescos, en los que aparece lo maravilloso y se destaca un protagonista deprudencia y paciencia inagotables, hay en la crónica de la conquista de México ese“acontecer vivo” y esa visión de la existencia en su “múltiple y variada plenitud”, tanpresentes en la Ilíada, y que según Emile Staiger son signos esenciales de lo épico. Ed-gardo Rivera Martínez, “Singularidad y carácter de los Naufragios de Álvar Núñez Ca-beza de Vaca”, Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, núm. 38, 2o semestre de1993, p. 306.

14 Renato Prada Oropeza, “De lo testimonial al testimonio (Notas para un deslin-de del discurso-testimonio)” [1985], en su, Los sentidos del símbolo, México, Universi-dad Veracruzana, 1990.

15 Beatriz Pastor, op. cit., p. 9.

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dato y la memoria, entre los intereses ocultos y los propósitos decla-rados.

Comencemos por la producción misma del texto. Todo parece in-dicar que Bernal empezó a escribir su crónica unos treinta años des-pués de ocurridos los sucesos que narra y que trabajó en ella duran-te más de diez años. De hecho, cuando decide darla por terminada–abandonarla, más bien, pues no era posible contarlo “todo, absolu-tamente todo”, ni aun teniendo la eternidad por delante–, cuando es-cribe como colofón el “Preámbulo”, el mozo veintiañero que acom-pañó a Cortés a la conquista de México tenía ya ochenta y cuatroaños cumplidos, y estaba ciego y sordo.16 Pobre también, como sedesprende de sus quejas, cuyo destinatario explícito es el Monarca,pero el implícito pudiera serlo un piadoso mecenas o un librero em-prendedor: “[N]o tengo otra riqueza que dejar a mis hijos y descen-dientes, salvo esta mi verdadera y notable relación...”17 Téngase encuenta, además, que el adjetivo “verdadera” –que pasaría a formarparte del título definitivo de la obra– tiene también destinatarios im-plícitos, pues Bernal asegura que su relato intenta dar un mentís a loque han dicho y escrito sobre el tema “personas que no lo alcanza-ron a saber, ni lo vieron”, ni tuvieron “noticia verdadera” de lo ocu-rrido, y hablan “a sabor de su paladar, por oscurecer, si pudiesen,nuestros muchos y notables servicios”...18

Es decir, el texto es un campo de batalla donde se negocian o di-rimen intereses y aspiraciones que en este caso, hay que reconocer-lo, no se ocultan ni se disimulan siquiera. Al terminar su conmove-dora y verídica relación, Bernal elude expresamente la polémicapara imaginar, en cambio, un apacible diálogo con la Fama, la que semuestra sorprendida de que varones de su calibre no hayan sido re-compensados aún como merecen.19 Y concluye el autor afirmandoque los nombres de sus compañeros de armas, devorados y tortura-dos por indios caníbales, debieran inscribirse en letras de oro, “puesmurieron aquella crudelísima muerte por servir a Dios y a Su Majes-tad, y dar luz a los que estaban en tinieblas, y también por haber ri-

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16 Cf. Bernal Díaz del Castillo, “Preámbulo”, Historia verdadera..., ed. cit., t. I,p. 13.

17 Ibid. Once años antes, al pasar en limpio el manuscrito, había expuesto la difí-cil situación de la familia: “[M]e veo pobre y viejo, y una hija para casar, y los hijosvarones ya grandes y con barbas, y otros por criar...” (ed. cit., t. II, p. 397).

18 Bernal Díaz del Castillo, op. cit., t. I, p. 15.19 Ibid., t. II, p. 398.

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quezas, que todos los hombres comúnmente venimos a buscar”.20 Eltrono, la Iglesia, el individuo emprendedor: el espíritu imperial, elfanatismo religioso, el afán de lucro... Vemos aquí en acción la face-ta más descarnada del Yo proselitista. Fue este Yo, dispuesto a impo-ner su verdad a sangre y fuego, quien hizo de la conquista de Amé-rica –según el cristal con que se mire– una misión evangelizadora,una empresa de rapiña, un proceso acelerado de modernización oun monstruoso genocidio. Bernal no podía imaginar –estaba fuerade los límites de su conciencia, es decir, de su ideología– que la in-comprensión de que habían sido víctimas él y sus compañeros era in-significante comparada con la que ellos habían mostrado hacia losindios pacíficos, a quienes creían haber salvado de la condenacióneterna, pues como bien dice él mismo, “les quitamos sus ídolos y lesdimos a entender la santa doctrina”.21

La muy verídica relación ha pasado, pues, por el tamiz de una me-moria selectiva, que opera a gran distancia de los hechos y que sepropone obtener beneficios concretos del Monarca y el reconoci-miento de sus lectores eventuales. ¿Es posible que esa memoria fun-cione como un mecanismo de relojería, “sin torcer a una parte ni aotra”? Lo que quiero significar con esta pregunta retórica es que nohay testimonio inocente. Reconozcamos, cuando menos, que la vi-sión de Bernal y la de los otros, los “vencidos”,22 no son sino las doscaras de una misma realidad, tan legítimas o espurias como el re-cuento de los historiadores o la fabulación de los poetas. En Bernalencontramos esa memoria bifronte capaz de operar en la doble di-rección del pasado –para rescatar un tiempo ido– y del futuro, paraque los hechos que narra y la fama de sus protagonistas pasen a laposteridad. Pese a no ser un hombre de letras, como Horacio, Ber-nal pudo decir también: “Acabé un monumento más eterno que elbronce”... Murió –sin verlo publicado, por cierto– en 1584. Doscien-tos cuarenta años después se iniciaba en América una nueva época,el centro de gravedad de la literatura documental se había traslada-do de México al Sur, y Simón Bolívar le escribía a un amigo: “Hemosarrancado el cetro del poder a los sucesores de Pizarro.” 23

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20 Ibid., p. 399.21 Ibid., p. 389.22 Aludo, claro está, a Visión de los vencidos (1959), la notable colección de textos

indígenas recopilada por el antropólogo mexicano León-Portilla, de la que existen nu-merosas ediciones.

23 Desafiando el fetichismo de los géneros –incluso de los nacientes– me gustaría

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La voz de los héroes

La lucha emancipadora del Continente produce, a los efectos de lasituación testimonial, dos mutaciones importantes, estrechamente li-gadas entre sí: la del héroe clásico en héroe romántico y la del Yoproselitista en Yo mediador.24 Augusto Mijares –que considera a Mi-randa y Bolívar como prototipos del héroe pre-romántico– observaque hasta entonces el heroísmo “había estado vinculado, y casi porcompleto subordinado, a otros ideales: la fidelidad al Rey, la defen-sa de la religión, el sentimiento del honor familiar y de clase...” Aho-ra, en cambio –observa Domingo Miliani, que prefiere hablar de“heroísmo emancipador” en lugar de romántico– el ideal se definecomo

[d]esvelo activo y ref lexivo por lograr el propósito de una independencia y,como culminación de ella, la utopía –más literaria que política– de construiruna unidad continental distinta a la impuesta por la colonización.25

Este grandioso objetivo encarna en el Yo mediador, cuyo discurso–marcado por su fogosa militancia– es al mismo tiempo un testimo-nio de la voluntad emancipadora y un vínculo dinámico entre la His-toria y sus agentes sociales y políticos. Un texto cualquiera de Bolí-var se proyecta a la vez como documento histórico y comoautorretrato. No procede entonces hablar de “literatura” en el senti-do tradicional: es la energía creadora del Yo mediador lo que im-pregna de “literariedad” toda esa actividad discursiva. El hombrecomprometido con su tiempo es ahora la medida de todas las cosas.No extrañe que cierto ensayista, Juan Germán Roscio, se atreva a es-cribir en forma de confesiones un alegato político titulado El triunfode la libertad sobre el despotismo. El culto al Yo y a la espontaneidad tie-ne, como es lógico, un correlato estilístico cuyo paradigma pudiera

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abrir y cerrar el somero inventario de esta nueva época refiriéndome a dos textosfundacionales, verdaderos manifiestos de la identidad social y cultural de Iberoamé-rica: la “Carta de Jamaica” (1815), de Simón Bolívar, y el artículo “Nuestra América”(1891), de José Martí; pero en aras de la brevedad me abstengo de hacerlo.

24 Para hacer un breve recorrido por este territorio casi virgen apelo a los buenosoficios de dos guías experimentados, los ensayistas venezolanos Augusto Mijares yDomingo Miliani. Véase, de este último: “Literatura y literariedad en la época eman-cipadora: Bolívar” [l983], en su País de lotófagos, Caracas, Biblioteca de la AcademiaNacional de la Historia, l992.

25 Domingo Miliani, op. cit., p. 68.

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hallarse en esta declaración de Rousseau hecha con el talante incon-fundible del discurso testimonial:

Me someto al estilo como a las cosas. No me empeñaré en uniformarlo;adoptaré el primero que venga, cambiaré de estilo sin escrúpulos, según miánimo; diré cada cosa como la siento, como la veo, sin rebuscamiento ni cui-dado, sin preocuparme por el abigarramiento... Mi estilo en sí, desigual y na-tural, a veces conciso y otras difuso, a veces razonable y otras alocado, a ve-ces grave y otras alegre, formará parte de mi historia.26

Lo que en Bernal era una consecuencia lógica de su falta de for-mación humanística, será dentro de poco una estrategia discursivamuy a tono con las nuevas circunstancias. Antes, por mi boca habla-ba el Espíritu o el Canon; ahora hablo Yo, y “escribo como hablo”porque, desafiando la tradición –en este caso, la hispánica– mi esti-lo consiste en no tener “estilo”: ésa es precisamente una de mis se-ñas de identidad.

Orden y Progreso: Los precursores

Pero la nueva actitud no estuvo determinada por estados de ánimo,sino, sobre todo, por el desarrollo de la prensa periódica, que diootro estatus y otras funciones al escritor en la sociedad poscolonial.Baste saber que los dos grandes textos precursores del testimonio enAmérica Latina –para salirnos por un momento del marco hispanoa-mericano– aparecieron originalmente en la prensa, por entregas: Fa-cundo (1845), de Domingo Faustino Sarmiento, en un diario de San-tiago de Chile; Los sertones (1902), de Euclides da Cunha, en undiario de São Paulo.

Se dice que fue Turgot, amigo de los enciclopedistas, quien expre-só por primera vez la noción de Progreso, una idea destinada a mo-delar la fisonomía de esas dos obras paradigmáticas. Y es curioso quefuera el mismo autor quien, aludiendo a la Historia, hablara por pri-mera vez del placer de la verdad. Todavía Herodoto, dice, se parecedemasiado a Homero por su afición a lo legendario; y si bien es cier-to que esto complacía a sus lectores, porque los hombres están ávi-dos de maravillas, no lo es menos que “hay ocasiones en que estas

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26 Cit. por Maurice Blanchot en Presencia de Rousseau. (Cita tomada de DomingoMiliani, op. cit., pp. 59-60.)

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maravillas no habrían gustado tanto como la verdad desnuda”.27 Ental dicotomía empieza a perfilarse, como un nuevo ingrediente delplacer de la lectura, ese discurso híbrido que Irving percibiría en losCronistas y que nosotros –con nuestros hábitos mentales, tan incli-nados a la paradoja y el oxímoron– podríamos llamar de factografíaimaginaria o de ficción documental. Pero volviendo a la idea de Pro-greso, lo cierto es que una categoría de tan universal alcance no tar-dó, primero, en adquirir rasgos específicos, nacionalidad, color...–fue blanca, burguesa, urbana, tecnocrática, anglosajona o europea–y después, en asociarse a los delirios racistas de Gobineau, los posi-tivistas ortodoxos y los ideólogos del colonialismo. Es con esa pul-sión a la vez transformadora y genocida, siempre arropada con losatributos externos de la civilización y la cultura, como ingresará alpensamiento liberal latinoamericano la consigna de Orden y Progre-so con que los ilustrados de la época resumirán el mito sacrosantode la Modernidad. Todo lo que no llene los requisitos del Modelo –loindio, lo negro, lo rural, lo artesanal, en una palabra, lo típicamen-te latinoamericano– caerá de lleno en la categoría de Barbarie y de-berá ser sistemáticamente suprimido o marginado. Ahora el prototi-po del héroe es el Ingeniero, y el Yo proselitista, sin dejar deconsiderarse mediador, se ve cada vez más a sí mismo como Yo ins-trumental: analiza, denuncia, predice, propone, amonesta... Y comosabe que no puede cumplir su tarea sin identificar claramente al Ene-migo, decide estudiar y “dar testimonio” de la Barbarie.28 Para esovienen como anillo al dedo las figuras de Facundo Quiroga en Ar-gentina y de Antonio Conselheiro, en Brasil.

Sarmiento acomete su singular biografía del caudillo –en realidadun ataque al tirano Juan Manuel de Rosas, representante, para él, de labarbarie institucionalizada– y va mucho más allá al dejarnos este tex-to cuyo título mismo es ya un monumento al propio caos que preten-de denunciar: Civilización y barbarie. Vida de Juan Facundo Quiroga, yaspecto físico, costumbres y hábitos de la República Argentina. Se diría que

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27 Jacques Turgot, “El progreso en la historia”, en Julián Marías, La filosofía en sustextos, Barcelona, Editorial Labor, 1950, t. II, p. 1542.

28 Julio Ramos opina, por el contrario, que Sarmiento tiene el mérito de darle unavoz trascendente a ese mundo hasta entonces enmudecido: “Había que oír al otro; oírsu voz, ya que el otro carecía de escritura [...]; el otro saber –saber del otro–” era un fac-tor decisivo para llevar a cabo el proyecto modernizador. Cf. Julio Ramos, “Saber delotro: Escritura y oralidad en el Facundo de D.F. Sarmiento”, en su Desencuentros de lamodernidad en América Latina, México, FCE, 1989, p. 24.

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quiere, él también, contarlo “todo, absolutamente todo”, una preten-sión tanto más asombrosa cuanto que él es, por decirlo así, un testi-moniante apócrifo: no estuvo allí, no vio con sus propios ojos másque algunos tipos y escenas campestres que conserva en la memoriadesde su infancia, no tiene más remedio que hablar de su tema, co-mo suele decirse, por boca de ganso. Sobre una estructura que al pa-recer “debe mucho a De la démocratie en Amérique, de Tocqueville”, yuna cosmovisión basada en “las ideas de Montesquieu y Herder”,29

Sarmiento construye este mosaico, desde la lejanía del exilio,

[c]on la lectura de viajeros que habían recorrido las llanuras argentinas, conlas descripciones de los poetas, con los informes de arrieros y expatriados,con el material espistolar proporcionado por amigos, con recuerdos [y] tam-bién con una poderosa intuición...30

Es así como toma posesión simbólica de esos reductos de barba-rie, poblados de gauchos y de indios, que obstaculizan el cabal desa-rrollo de la nación unificada, del Estado moderno. A un lado, la mi-seria y la ignorancia –aunque salpicadas de rasgos conmovedores opintorescos– y al otro las escuelas, los ferrocarriles, las comunicacio-nes f luviales, los inmigrantes europeos, las instituciones y la tecno-logía de Norteamérica. Este proyecto –incumplido todavía, siglo ymedio después, en la mayor parte del Continente– encontró en Sar-miento un “falso” testigo, pero un cruzado ejemplar que resultó sertambién uno de los grandes escritores de nuestra lengua.

[E]l Facundo –admitía el autor ante sus críticos, al preparar en 1851 la segun-da edición– adoleció de los defectos de todo fruto de la inspiración del mo-mento, sin el auxilio de documentos a la mano, y ejecutada no bien era con-cebida, lejos del teatro de los sucesos y con el propósito de acción inmediatay militante.31

Pero él sabía muy bien que ese nivel de improvisación y esponta-neidad –que lo situaban, como profesional, en posición de desventa-ja con respecto a sus colegas europeos– era el precio que el escritor

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29 Jean Franco, Historia de la literatura hispanoamericana, Barcelona, EditorialAriel, 1975, p. 77.

30 Emma Susana Speratti Piñero, “Introducción”, en D.F. Sarmiento, Facundo, Mé-xico, UNAM, 1957, p. 8.

31 Cit. por Julio Ramos en op. cit., p. 23.

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latinoamericano tenía que pagar para expresar una realidad inéditay, sobre todo, para cumplir una función social, una tarea “militante”–para decirlo con sus propias palabras– que los escritores europeosde la época ni siquiera sospechaban.32 En el Facundo no encontra-mos el modo de producción típico de lo que vendría a ser el Testi-monio, pero es evidente que nos hallamos en un nivel más alto de laespiral histórica en lo que concierne al discurso testimonial. Éste de-sempeña ahora un papel muy preciso: el de instrumento y vocero deuna nueva modalidad de la conciencia latinoamericana –la positivis-ta, la “civilizadora”– que complementaba y negaba a la vez el proyec-to emancipador elaborado en el ámbito bolivariano.33

Los sertones, de Euclides da Cunha –que cierra el siglo XIX o inaugu-ra el XX– tiene con el Facundo numerosos puntos en común y dos di-ferencias fundamentales. La primera de éstas es que responde al mo-do de producción del auténtico testimonio: como ingeniero militar,el autor fue testigo de los hechos que narra, la rebelión campesinade Canudos (1896), encabezada por Antonio Conselheiro y aplasta-da sin compasión por el f lamante ejército republicano. A la segundadiferencia nos referiremos más adelante. Entre las similitudes se hanseñalado el “plan expositivo” y “la filosofía de la historia” que susten-ta a ambas obras; de hecho, Ángel Rama considera probable que ha-ya habido una inf luencia directa de Facundo sobre Los sertones.34

En términos de función inmediata, el carácter militante de ambasobras es el mismo, sólo que Da Cunha no denuncia una tiranía sinoun sistema político: su discurso se enmarca en el contexto de la lu-

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32 Ibid., p. 24.33 En “Nuestra América” Martí impugnaba al Facundo –y a la ideología implícita

en el proyecto modernizador de Sarmiento– sin mencionarlos explícitamente: “Elbuen gobernante en América no es el que sabe cómo se gobierna el alemán o el fran-cés, sino el que sabe con qué elementos está hecho su país [...] El gobierno ha de na-cer del país. [...] El gobierno no es más que el equilibrio de los elementos naturalesdel país. / Por eso el libro importado ha sido vencido en América por el hombre na-tural. Los hombres naturales han vencido a los letrados artificiales. El mestizo autóc-tono ha vencido al criollo exótico. No hay batalla entre la civilización y la barbarie,sino entre la falsa erudición y la naturaleza.” Cf. José Martí y el equilibrio del mundo.Intr. de Armando Hart. México, Fondo de Cultura Económica, 2000, pp. 204-205.

34 Cf. Ángel Rama, “La guerra del fin del mundo: una obra maestra del fanatismoartístico”, En su Crítica de la cultura en América Latina, Caracas, Biblioteca Ayacucho,1985, p. 336.

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cha entre monárquicos (conservadores, retrógrados) y republicanos(liberales, progresistas), facción esta última a la que él, claro está,pertenecía. Ambos libros tienen la misma ambición totalizadora: Lossertones es también un mosaico, un texto inclasificable dentro de losparámetros tradicionales. “Literatura científica sobre tema regionalbrasileño”, la llama Afranio Peixoto; género intermedio “entre perio-dismo científico y poesía antropológica”, sugiere Glauber Rocha, elcineasta que en 1973 prologó la edición cubana; “típico ejemplo defusión, muy brasileña –opina Antonio Candido–, de ciencia mal di-gerida, énfasis oratorio e intuiciones fulgurantes”.35 Da Cunha pen-só circunscribir su relato a la Campaña de Canudos –partiendo qui-zás de los artículos que publicó en la prensa de São Paulo– perosintió que en determinado momento el relato había “perdido actua-lidad” y valía la pena seguirlo trabajando, dentro de un plan más am-bicioso. A los seis años que median entre la concepción y la apari-ción del libro pudiera atribuirse su factura, ese nivel estético quesupera con mucho al del modelo.

Los sertones tenía como propósito científico inmediato –insertado enla estrategia del proyecto civilizador– dar testimonio sobre una espe-cie humana que debía ser barrida de la faz de la tierra por el venda-val del Progreso –y que Da Cunha consideraba ya en vías de extin-ción: las que él mismo llamó “subrazas sertaneras del Brasil”.36 Y esaquí donde aparece la segunda diferencia de que hablábamos conrespecto a Sarmiento, registrada en la presentación del libro que ha-ce el propio autor. Se trata de un extraño soplo de conciencia culpa-ble que no es posible hallar ni en el texto ni en los elementos para-textuales de las ediciones autorizadas de Facundo. Después de haberaniquilado por completo a los rebeldes de Canudos –los escasos so-brevivientes fueron degollados–, Da Cunha toma conciencia de queellos, los vencedores, son puros colonizados mentales, y que comoinstrumentos ciegos de las Fuerzas del Progreso desempeñaron “enla acción el singular papel de mercenarios inconscientes”. Se diría

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35 Cf. Afranio Peixoto, “Reseña cultural”, en Euclides da Cunha, Los sertones. trad.de Benjamín Garay, Buenos Aires, Editorial Jackson, 1945. p. xxiv; Glauber Rocha,“Prólogo”, Los sertones, La Habana, Casa de las Américas, 1973. p. ix; Antonio Can-dido, “Literatura y Cultura de 1900 a 1945”, en su Crítica radical, trad. de MárgaraRussoto, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1991, p. 230.

36 Euclides da Cunha, “Nota preliminar del autor” (1901), Los sertones, EditorialJackson, cit., p. 1.

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que es una tibia justificación, pero de inmediato Da Cunha añade:“Aquella campaña fue, en la significación integral de la palabra, uncrimen. Denunciémoslo.”37 Este carácter dual y contradictorio deldiscurso –donde el emisor se declara cómplice de un delito que sinembargo se presenta, en un contexto mayor, como positivo e inevita-ble–, ese rapto de honestidad y lucidez, no exento de cinismo, hacede Da Cunha uno de los “testimoniantes” más complejos y sugestivosde la literatura latinoamericana. El Yo instrumental ha colocado, enla perspectiva del lector, la patética figura de un Yo desgarrado.38

El nuevo contexto del discurso testimonial

Cuando aparece Los sertones, en Cuba está fresca aún la tinta de unaenorme cantidad de documentos –diarios, memorias, relatos, artícu-los...– escritos entre 1895 y 1898, durante la última guerra por la in-dependencia. Dicho material, sumado al que venía acumulándosedesde hacía treinta años y al que aparecería en pleno siglo xx, for-ma el corpus de un tipo de literatura que, por analogía con los dia-rios de operaciones militares, he llamado “literatura de campaña”.Esa producción cumple la doble tarea de preservar la memoria delos hechos y de afirmar la propia identidad frente al desprecio siste-mático del poder colonial. Pero el boom de la literatura de campañarespondía a una situación muy específica, que en América Latina notendría equivalente hasta el advenimiento de la Revolución mexica-na y, con ella, de una nueva etapa de fiebre factográfica.

Por otra parte, se iniciaba a nivel mundial un proceso de desarro-llo de los géneros periodísticos –la crónica, la entrevista, el reporta-je– y de nuevos medios de comunicación –el cine y la radio– que engran medida harían cambiar de soporte y darían un alcance insospe-chado a todas las modalidades del discurso testimonial. Entretanto,se había iniciado ya –con el nuevo reparto del mundo por las poten-cias coloniales– la época de oro de los etnólogos y los antropólogos,que recogiendo el fabuloso acervo cultural de las tradiciones oralesestablecerían un vínculo directo entre el testimoniante anónimo de

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37 Ibid., p. 2.38 Para una novedosa visión de ambos textos véase Roberto González Echevarría,

“El mundo perdido redescubierto: Facundo de Sarmiento y Os sertões de E. Da Cun-ha”, en su Mito y archivo. Una teoría de la narrativa latinoamericana, México, Fondo deCultura Económica, 2000, pp. 138-196.

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la sociedad primitiva o periférica, y el lector de los grandes centrosurbanos, es decir, entre la cultura popular tradicional y el saber mo-derno. Existía ya la taquigrafía; faltaban el micrófono y la grabado-ra para que cualquier persona, sin conocimientos especiales, pudie-ra servir de intermediario entre el emisor analfabeto y el receptorletrado. Ahora bien, esos factores sólo cobran importancia, para no-sotros, dentro del contexto sociopolítico que en menos de medio si-glo permitió desarrollar una clara conciencia del nuevo papel socialdesempeñado por las clases populares. El topo de la historia habíaminado la buena conciencia del Yo instrumental y, como en el casode Da Cunha, lo había enfrentado a sus propios fantasmas.

En efecto, la función militante de la escritura en el Facundo y Lossertones se cumplía en el seno de una minoría más o menos letrada,radicada casi exclusivamente en las ciudades y que, de hecho, sólonecesitaba enriquecer su arsenal ideológico con nuevos argumentos.Para decirlo en dos palabras: Sarmiento y Da Cunha predicaban en-tre conversos. A gran distancia de ellos –mudos, sordos, ajenos al de-bate en que se ventilaba su propio destino, tanto individual como so-cial– estaban las multitudes de campesinos y artesanos, las masas,como empezaban a denominarse en la jerga política las clases popu-lares. Permítanme hacer un paréntesis para ref lexionar sobre los mo-dos de representación que daban cuenta de esas masas entre las cla-ses dominantes.39

Los fantasmas en su lugar

Las crónicas que nos hablan de los reyes que construyeron Tebas nomencionan a los que levantaron piedra a piedra la ciudad. Las quenos cuentan que Babilonia fue destruida varias veces no dicen quié-nes la reconstruyeron otras tantas. Las que afirman que el joven Ale-jandro conquistó la India y que Julio César venció a los galos, dan aentender que lo hicieron ellos solos. Y cuando leemos que Felipe IIlloró al conocer el desastre de la Invencible, nos asalta una duda:¿No lloró nadie más? El lector habrá advertido que aludo al poemaen que Brecht, con devastadora ironía, muestra cómo se escribe la

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39 Reproduzco a continuación, bajo nuevo título, mi ensayo “Mnemosina pide lapalabra”, incluido en René Jara y Hernán Vidal (eds.), Testimonio y literatura. Minnea-polis, Institute for the Studies of Ideologies and Literature, 1986, pp. 342-346.

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historia desde la óptica de una determinada clase social.40 Las figu-ras de los reyes tebanos, de César o Alejandro se alzan majestuosasy señeras sobre millones de fantasmas, seres invisibles que sin em-bargo levantaron con sus manos los palacios, forjaron los escudos so-bre los que más tarde caerían combatiendo, se hundieron con los ca-ñones de esas naves hechas por ellos mismos para que Felipe IIpudiera legar a la posteridad una lágrima y una frase. Eran albañi-les, soldados, marinos, talabarteros, herreros, peones de carga; te-nían mujer e hijos, opiniones, una ambición o una fe, grandes o pe-queñas aventuras que contar. Pero como no sabían escribir, ni se leshubiera ocurrido pensar que sus vidas merecían ser contadas, no ha-llaron un cronista, porque el cronista era un hombre que sabía escri-bir y que, por tanto, sabía darse su lugar.

Los fantasmas no podían entrar a los libros de Historia pero difí-cilmente podían ser excluidos de géneros más plebeyos, como las no-velas. Primero, porque pese a ser invisibles no podían pasar inadver-tidos, puesto que estaban en todas partes; segundo, porque pese aser analfabetos habían ido creando, a lo largo de siglos, en el más dis-creto anonimato, un verdadero arsenal de mitos, leyendas, refranes,cuentos, ideolectos, es decir, el auténtico sustrato de una literaturapopular. Sin llegar a ser una venganza, la picaresca era una espléndi-da burla, la mueca que las clases populares, rechazadas en el umbralde las historias, lanzaban desde la puerta trasera a los cronistas áuli-cos. Pero si bien es cierto, como ha demostrado Bajtín, que la risa co-lectiva es una forma de impugnación social, no lo es menos que setrata de una impugnación resignada. Por lo demás, nos consta que,asustados por la Revolución francesa, los románticos alemanes des-cubrieron una sustancia impermeable a las conmociones de la histo-ria: el “espíritu popular”, fuente de una literatura que, por sus oríge-nes míticos y fabulosos, tenía la virtud de conciliar, a nivel de lafantasía, todas las contradicciones sociales. Las clases populares, consus elementos dinámicos y estáticos, progresivos y regresivos, perosiempre históricamente condicionados, se hacían inofensivas al con-vertirse en Espíritu y Pueblo, esa doble entelequia que aún conservaentre algunos culturólogos todas sus virtudes sedantes.

Tal vez hayan sido los antropólogos y etnólogos los que nos obli-garon a reconocer la dignidad y coherencia de las más discriminadas

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40 Bertolt Brecht, “Preguntas de un obrero ante un libro”, en su Poemas y cancio-nes. 3a. ed., Madrid, Alianza Editorial, 1970, pp. 91-92.

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expresiones culturales –y, por extensión, la de sus anónimos creado-res–, aunque eso no los exime de su complicidad con una ideologíaligada al surgimiento del colonialismo y en consecuencia marcadapor el racismo, el paternalismo y una visión totalmente eurocentris-ta de la historia y de la cultura universal.

De no haber existido el colonialismo –dice Lévi-Strauss, tratando de deslin-dar responsabilidades–, el surgimiento de la antropología hubiera sido me-nos tardío; pero tal vez la antropología no se hubiera visto llevada a desem-peñar el papel que es ahora el suyo: cuestionar al hombre mismo en cadauno de sus ejemplos particulares. Nuestra ciencia alcanzó la madurez el díaque el hombre occidental comenzó a darse cuenta de que nunca llegaría acomprenderse a sí mismo mientras sobre la superficie de la Tierra una solaraza o un solo pueblo fuera tratado por él como un objeto. Solamente en-tonces la antropología ha podido afirmarse como lo que realmente es: un es-fuerzo [...] por entender el humanismo a la medida de la humanidad.41

Se trata, pues, de un intento de expiación a través de la ciencia yde una conducta desprejuiciada y solidaria. El discurso es todavía eu-rocentrista, pero el propósito es ya universal, aunque para ser conse-cuente debió conceder a los antropólogos y etnólogos del TercerMundo la última palabra. Queda en pie la toma de conciencia: cadahombre responde por todos los hombres y viceversa; ninguno pue-de ser tratado como objeto sin que se degrade con ello a toda la hu-manidad. Para que ese imperativo moral, tan viejo como el cristia-nismo, no se diluya en una identidad abstracta, es preciso tener encuenta las diferencias que nos permitan ver mejor las semejanzas,porque cada individuo es también el resultado de una historia, unacultura, una ideología, una determinada clase o grupo social.

Ya a fines del siglo XIX los sociólogos confirmaron esa ley psicoló-gica según la cual un objeto en movimiento se hace mucho más per-ceptible que uno estático. Cuando, a partir de las revoluciones bur-guesas, las multitudes invisibles empezaron a moverse, cuando losfantasmas adquirieron solidez –organización, peso, medida, es decir“masa” fuerza política y social– se hizo imposible desconocer su pre-sencia y comenzó la tenaz y sombría operación de “estudiarlas”. Lapsicología de las masas de Gustave Le Bon, La rebelión de las masas de

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41 Claude Lévi-Strauss, Clase inaugural en la Cátedra de Antropología Social delColegio de Francia (1960), en su Antropología estructural, La Habana, Editorial Cien-cias Sociales, 1970, p. liv.

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Ortega y Gasset, Anatomía de la revolución de Crane Brinton –estudiocomparativo de los movimientos de masa triunfantes–, son tal vez lasmuestras más difundidas, en el mundo de habla española, de esaofensiva ideológica que se articuló coherentemente después de laComuna de París y se exacerbó después de la Revolución de Octu-bre. Las acusaciones más frecuentes parecen demasiado conocidaspara insistir sobre ellas: las “masas” son ciegas, irracionales, desper-sonalizadas, promiscuas, en una palabra, bárbaras. De ahí que pa-dezcan una fobia congénita hacia la cultura o, para ser precisos, ha-cia esas formas superiores de cultura que encarnan los valoresoccidentales y cristianos. Son, pues, una amenaza para la civilizacióny es necesario mantenerlas a raya.

Obsérvese como, en el momento mismo en que se les reconoceexistencia, las masas son devueltas a su condición fantasmal, esta vezcon un matiz ideológico muy marcado. Se han convertido en abstrac-ción, en puro signo de peligro inminente, y en el proceso han adqui-rido ciertas equivalencias cromáticas: el peligro es mayor cuando lasmasas son negras, amarillas, cobrizas y, sobre todo, cuando a esoscolores epidérmicos se añade, por vía sindical o política, el color ro-jo, que hace sonar prolongados timbrazos de alarma en estacionesde policía, cuarteles militares y agencias de noticias. Porque el peli-gro verdadero comienza cuando se pasa de las estadísticas al drama,cuando del fondo de esas masas ya visibles, pero todavía sin rostro,indiferenciadas, anónimas, comienzan a destacarse clases, grupos,sectores sociales, individuos que tienen un problema que plantear,un derecho que defender, un programa que formular, una imposter-gable necesidad de hacerse oír, la posibilidd, en suma, de emplazara todos los hombres desde su situación concreta de hombres o, co-mo dice Lévi-Strauss, de “cuestionar al hombre mismo en cada unode sus ejemplos particulares”. Una cosa es las “masas” y otra sus van-guardias, porque de estas últimas sale tarde o temprano un vocerode las aspiraciones colectivas, el rostro, la voz de alguien que no só-lo sabe lo que quiere sino que además sabe expresarlo y que, por en-cima de las diferencias de color, intereses o culturas nos obliga a re-conocer en él a un semejante. Las fuerzas represivas de la sociedaddemuestran una siniestra lucidez cuando no se limitan a disparar in-discriminadamente sobre las multitudes obreras, campesinas y estu-diantiles, por ejemplo, sino que además cazan a sus dirigentes paraque el movimiento, sin cabeza visible, se vea devuelto al oscuro ano-nimato de una “masa” con la que ya no es tan fácil identificarse ni

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establecer un diálogo. Invertida, la vieja fábula del sombrero que noshace invisibles se actualiza, en una versión lúgubre: ahora a las ma-sas se las hace invisibles mediante el sencillo expediente de “desca-bezarlas”. Obsérvese la desemejanza de lo semejante comparando laimagen de las multitudes tebanas y de las masas actuales, tal comolas proyectan los respectivos cronistas áulicos. Una cosa es lo que nose ve porque apenas se dibuja sobre el trasfondo de la época y sueleconsiderarse como parte del paisaje, y otra lo que, habiendo pasadoal “proscenio de la historia”, como diría Ortega, no se ve porque nose quiere reconocer como una fuerza autónoma o sólo es vista a laluz del escándalo, a través de expresiones delictivas o marginales quetienden a reforzar el signo de peligro. El cronista imparcial sólo se in-teresa por un individuo de la “masa” cuando éste ha matado a al-guien, ha robado un banco o ha encontrado una forma espectacularde suicidarse.

Estamos, pues, en el meollo de la cuestión, porque no es posiblevalorar la importancia política y sociocultural del Testimonio fueradel contexto en que se produce, insertado o enfrentado a los apara-tos ideológicos del Estado y a los medios de difusión masiva en par-ticular. No es casual que el narrador y periodista argentino RodolfoWalsh –a quien volveremos más adelante– vagara durante años conel manuscrito de Operación Masacre bajo el brazo, sin hallar un edi-tor dispuesto a publicárselo. Entretanto, la prensa no se daba por en-terada. Walsh decía que revisando las colecciones de los diarios se te-nía la impresión de que aquella historia, absolutamente verídica, nohabía ocurrido jamás. Años después, en el prólogo de ¿Quién mató aRosendo?, refiriéndose a dos obreros asesinados, diría algo semejan-te: “Para los diarios, para la policía, para los jueces, esta gente no tie-ne historia, tiene prontuarios.”42 La idea vuelve una y otra vez, comouna verdadera obsesión, en las circunstancias más diversas. El soció-logo cubano Juan Pérez de la Riva llama a sus ensayos sobre la escla-vitud “contribución a la historia de las gentes sin historia”; el cineas-ta boliviano Jorge Sanjinés dice que una de las funciones esencialesdel documentalista latinoamericano es “salvar del olvido las cosasque no deben olvidarse”. Al subtitular Memorias del olvido su Testi-monio colectivo sobre el Bogotazo,43 el colombiano Arturo Alape

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42 Rodolfo Walsh, ¿Quién mató a Rosendo?, Buenos Aires, Editorial Tiempo Con-temporáneo, 1969, p. 7.

43 Arturo Alape, El Bogotazo: Memorias del olvido, La Habana, Casa de las Améri-cas, 1984.

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halló una fórmula elocuente: no se trata sólo de que hablen los tes-tigos sino también de sentar a los fiscales y sus cómplices –reos deese olvido culpable– en el banquillo de los acusados. Es la respuestaa una demanda social que alcanza al conjunto de la “ciudad letrada”y es asumida indistintamente por científicos, periodistas y literatosresueltos a convertir las tachaduras de la memoria en señas de iden-tidad. Carlos Fuentes ha observado:

La gigantesca tarea de la literatura latinoamericana contemporánea ha con-sistido en darle voz a los silencios de nuestra historia, en contestar con la ver-dad a las mentiras de nuestra historia, en apropiarnos con palabras nuevasde un antiguo pasado que nos pertenece e invitarlo a sentarse a la mesa deun presente que, sin él, sería la del ayuno.44

Años atrás Jean Franco había escrito, a propósito de García Már-quez:

Tanto en su obra de periodista como de “inventor de fábulas” se ha ocupa-do fundamentalmente de rescatar lo que la Historia ha olvidado, sea la tri-vialidad de la vida cotidiana en provincias remotas del continente o el mu-do heroísmo y las leyendas maravillosas de los marginados. Para este GarcíaMárquez, el papel del escritor consiste en rescatar hechos y fragmentos ar-caicos de un repertorio imaginario, rescatarlos de la amnesia voluntaria delos que están en el poder [...]. Desde sus primeras novelas se ha preocupadode este olvido forzoso y de encontrar formas de inscribir historias comple-mentarias en la memoria colectiva.45

Se trata, en cualquier caso, de una reapropiación simbólica del pa-trimonio cultural cuyo objetivo es enfrentar un trauma histórico, res-tablecer la integridad y el equilibrio de una conciencia mutilada. Haytambién la voluntad de devolver a las masas sus propios bienes espi-rituales –empezando por el lenguaje–, pero ahora enriquecidos porla elaboración técnica, o como dice Miguel Barnet, elaborados “enformas literarias compactas”. Esta tarea, tan semejante a la del cuen-tero tradicional, parece estar inscrita en el texto mismo de la oralitu-ra. “Aspiro [confiesa Barnet] a que mis libros se escuchen como alre-

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44 Carlos Fuentes, Discurso Premio Internacional de Novela Rómulo Gallegos, Caracas,ed. de la Presidencia de la República y del Consejo Nacional de Cultura, 1978. p. 14.

45 Jean Franco, “¿Qué ha pasado con el coro? García Márquez y el Premio Nobel”,Areíto, núm. 32 [Nueva York], 1983, p. 18.

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dedor de una fogata, que mis personajes sean como el griot quecuenta a su público historias tomadas de ese mismo público...”46 És-te es el Yo vocero, el menos proselitista y más incestuoso de los suje-tos de la enunciación, receptor y al mismo tiempo transmisor del dis-curso testimonial. En él alientan ya los gérmenes de la definitivamutación o transfiguración del género.

Los fundadores: Pozas y Walsh

Escritas en uno y otro extremos del Continente, en contextos socio-culturales opuestos, con una diferencia de casi diez años entre am-bas, aparecen dos obras fundacionales que pasarían a ser referenciaobligada para todos los estudiosos del Testimonio latinoamericano:Juan Pérez Jolote (1948), del etnólogo mexicano Ricardo Pozas, y la yacitada Operación Masacre (1957), de Rodolfo Walsh. Lo que ambasaportan al género es un equilibrio insuperable entre lo documentaly lo artístico.

Verdadera inmersión en lo que Unamuno llamaba la intrahistoria,Juan Pérez Jolote es la “biografía” –contada por él mismo– del indiochamula cuyo nombre da título a la obra. Los chamulas o tzotziles sonun grupo étnico –compuesto a la sazón por menos de veinte mil per-sonas– asentado en la región de Chiapas y sometido a las dramáticastensiones de una sociedad en proceso de cambios. Pozas afirma quesiendo Juan un representante típico del grupo, el relato de su vidaviene a ser también “una pequeña monografía de la cultura chamu-la”.47 Están dados aquí todos los elementos del estudio etnográficotradicional. Pero tan pronto como comienza la lectura, el lector sesiente arrastrado por la fuerza persuasiva de ese Yo inconfundibleque, sin embargo, tiene también algo de impersonal (“No sé cuándonací. Mis padres no lo sabían; nunca me lo dijeron”) y se percata deque está ante un hecho literario que trasciende, en efecto, las fronte-ras genéricas. Desde el principio, la crítica se vio obligada a recono-

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46 Ciro Bianchi Ross, “Miguel Barnet: Mi voz no queda atrapada debajo de las pie-dras”, En su Voces de América Latina, La Habana, Editorial Arte y Literatura, 1988, p.113.

47 Ricardo Pozas, Juan Pérez Jolote. Biografía de un tzotzil. [1948], La Habana, Casade las Américas, 1969, p. 7.

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cer esa ambigüedad, casi siempre con un aire de desconcierto;48 ymás de un joven etnólogo con secretas ambiciones literarias debiódescubrir su propia vocación “testimonial” en esta muestra todavíainnominada de la “ficción etnográfica” o etnoficción.49

A primera vista, el origen de Operación Masacre remite a la clásicanoción del argumento encontrado. Pero a nadie que careciera de lapasión de Walsh por la Verdad –y del coraje de llevarla hasta sus úl-timas consecuencias– se le hubiera atravesado en el camino esta in-creíble historia de aparecidos y fantasmas. Resulta que una noche,mientras jugaban ajedrez en un café de La Plata, él y sus amigos es-cucharon un tiroteo cercano y se asomaron a curiosear. Como entiempos de Rosas, les salió al paso la Violencia institucionalizada: va-rios hombres de militancia peronista –lo supieron después– habíansido fusilados a mansalva por la policía en un basural cercano. Losdiarios no publicaron la noticia. Durante un tiempo, Walsh se creyócapaz de olvidar lo ocurrido, pero seis meses más tarde, “una nocheasfixiante de verano, frente a un vaso de cerveza, un hombre me di-ce: ‘Hay un fusilado que vive’”.50 Eso bastó para que el Yo detectivedecidiera entrar en acción. Al final, los sobrevivientes resultaron sersiete. Así, después de un año de entrevistas con ellos y con “viudas,huérfanos, conspiradores asilados, prófugos, delatores presuntos,héroes anónimos”,51 nació Operación Masacre, primero como una se-rie de artículos periodísticos, después como un libro que nadie que-ría publicar, después como una obra abierta, que se iba modifican-do con cada nueva edición. Para Walsh debió de ser terrible el temora no hallar editor: “Escribí este libro para que fuera publicado –de-

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48 “El valor de la obra de Ricardo Pozas es mayor como testimonio etnográfico dela psicología y condiciones de vida actuales de uno de los grupos indígenas de Chia-pas, que como narrador [sic]. [...] La intención del autor no fue escribir específica-mente una obra literaria sino rescatar un testimonio de la convivencia humana enaquella zona indígena de México... [Pero su] valor literario es innegable...”, AuroraM. Ocampo de Gómez y Ernesto Prado Velázquez, Diccionario de escritores mexicanos.México, UNAM, 1967, p. 296.

49 Aludo a Miguel Barnet, que por lo demás lo ha reconocido en más de una oca-sión: “[D]e Juan Pérez Jolote soy deudor eterno.” Cf. Ciro Bianchi Ross, op. cit., p. 114.El término “etnoficción” fue acuñado por Martin Lienhard.

50 Rodolfo Walsh, “Prólogo de la segunda edición”, Operación Masacre, La Haba-na, Casa de las Américas, 1970, pp. 7-10. Otra historia de “fusilado-que-vive” puedeverse en Roque Dalton, Miguel Mármol. Los sucesos de 1932 en El Salvador, La Habana,Casa de las Américas, 1983.

51 Rodolfo Walsh, loc. cit., p. 17.

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cía–, para que actuara...”52 El Yo proselitista nunca había llegado tanlejos como al trazar ese signo de igualdad entre la palabra y el acto.Como bien observa Ricardo Piglia:

Operación Masacre es una respuesta al viejo debate sobre el compromiso delescritor y la eficacia de la literatura. Frente a la buena conciencia progresis-ta de las novelas “sociales” [...] Walsh levanta la verdad cruda de los hechos,la denuncia directa, el relato documental.[...] En este sentido no hace másque tomar una tradición que se remonta al Facundo, es decir, a los orígenesde la prosa argentina.53

El nacimiento de un género

El triunfo de la Revolución cubana produjo en Cuba un boom deobras testimoniales comparable al que había generado la literaturade campaña. Ciertas compilaciones, como Playa Girón: derrota del im-perialismo (1961), en cuatro tomos, daban la medida de lo que podíalograrse editorialmente en ese terreno: el registro casi instantáneode los hechos, un privilegio reservado hasta entonces a expresionesmás fragmentadas y fugaces de la realidad. La época misma tenía unaire de urgencia y de epopeya cotidiana; la poesía se había hecho ges-ticulante y coloquial; en la prosa se inauguraba lo que después cono-ceríamos como narrativa de la violencia.

El Testimonio, sin embargo, no acababa de encontrar una defini-ción, fuera de las provenientes del periodismo y la etnología. Se ha-blaba de reportajes, crónicas, recuerdos personales, pero ni por asomola discursividad testimonial se asociaba con el artificio, con un deter-minado nivel de elaboración artística.54 Hasta una obra emblemáti-ca del período –Pasajes de la guerra revolucionaria (1963), del Che

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52 Rodolfo Walsh, op. cit., 1a. ed., cit. por Roberto Ferro, “Operación Masacre: In-vestigación y escritura”, en Jorge Lafforgue (coord.), Rodolfo Jorge Walsh, núm. esp.de Nuevo Texto Crítico, 12/13 [Stanford], jul. 1993-jun., 1994, p. 165. [Las cursivas sonmías.]

53 Ricardo Piglia, “Rodolfo Walsh y el lugar de la verdad”, en Jorge Lafforgue(coord.), loc. cit., p. 13.

54 “Este libro –dice el autor en el prólogo de uno de esos ‘reportajes’– es un testi-monio. No pretende adjudicarse ningún valor literario.” César Leante, Con las mili-cias, La Habana, Ediciones Unión, 1962.

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Guevara–, escrita con el deliberado propósito de “dar testimonio”de los hechos mientras aún estuvieran frescos en la memoria, seidentificaba editorialmente como “narraciones” y funcionalmentecomo contribuciones a la historia de la lucha guerrillera. De ahí elénfasis que se ponía en el factor veracidad. “Sólo pedimos que seaestrictamente veraz el narrador”, decía el Che en el prólogo, al invi-tar a otros combatientes a recoger sus recuerdos por escrito; y subra-yaba que hasta en el momento de revisar el borrador, sería necesa-rio “quitar de allí toda palabra que no se refiera a un hechoestrictamente cierto, o en cuya certeza no tenga el autor una plenaconfianza”.55 Años después, inclusive, ya bien avanzada la década,cierta típica narración etnográfica sobre la vida de una pobre mujeren un barrio de indigentes –Manuela la Mexicana (1968), de AídaGarcía Alonso, que por su tema hacía recordar La favela (1960), dela brasileña Carolina María de Jesús– fue recomendada como ensayoen el concurso de la Casa de las Américas y catalogada, en algúnotro momento, como “monografía biográfica” (sic). Lo que primabaera el desconcierto.

A principios de 1969 los jurados del Premio Casa de las Américas–ante la oleada factográfica que, como resultado de las expectativasrevolucionarias, empezaba a azotar el Continente– discutieron laconveniencia de reconocerle una identidad específica al discurso tes-timonial, que por lo demás ya tenía en Cuba un ejemplo tan notablecomo Biografía de un cimarrón (1966), de Miguel Barnet. Del debate–ampliamente documentado, lo que me exime de detenerme enél–56 surge la decisión de incluir el Testimonio, como género dife-renciado, en la siguiente edición del Premio (1970). Aún no se sabíaclaramente lo que era, pero sí, cada vez con mayor precisión, lo queno era. El género nace, por tanto, ”como una suma de negaciones”:ni reportaje periodístico, ni pieza narrativa, ni biografía, ni investi-gación histórica, ni estudio etnológico tradicional –aunque compar-ta rasgos con todos ellos.57 Es así, por la fuerza de las circunstancias,

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55 Ernesto Che Guevara, Pasajes de la guerra revolucionaria, La Habana, EdicionesUnión, 1963, pp. 5-6.

56 Cf. el dossier preparado por Jorge Fornet, “La Casa de las Américas y la ‘crea-ción’ del género testimonio”, Casa de las Américas, núm. 200, jul.-sep., 1995, pp. 120-124. Incluye la citada presentación, “Conversación en torno al testimonio” –el ya men-cionado debate de los jurados del concurso– y “Para una definición del génerotestimonio“, de Manuel Galich. Todas las referencias al hecho proceden de este dossier.

57 Cf. Manuel Galich, loc. cit., pp. 124-125. Historiador y dramaturgo guatemalteco,

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como se produce la institucionalización o, si se prefiere, la canoniza-ción del género. Al aceptar su nominación como jurado –responsa-bilidad que compartirá con Ricardo Pozas y Raúl Roa–, Walsh habla-rá del “acierto” que significa haber creado esa categoría. Tampoco élla nombra; se limita a decir que la convocatoria es “la primera legi-timización de un medio de gran eficacia para la comunicación po-pular”. Pero ya que hay que hallar a toda costa una definición quepueda incluirse en las bases del Premio, se acude a la fórmula ope-rativa: podrán concursar todas aquellas obras inéditas “donde se do-cumente, de fuente directa, un aspecto de la realidad latinoamerica-na actual”. El premio recayó en La guerrilla tupamara, de laperiodista uruguaya María Esther Gilio. Una mención especial fueotorgada a Girón en la memoria, del poeta cubano Víctor Casaus. Am-bas obras se publicaron en 1970.

En los quince años siguientes aparecerán algunos de los textos pa-radigmáticos –tanto testimoniales como críticos– que permitirán de-jar establecidas las bases teóricas y metodológicas del género. Prota-gonistas de esta dinámica empresa serán, por una parte, los autorescubanos que siguen el esquema clásico del testimonio personal –cono sin intermediario–, o bien que intentan renovar las estructuras delgénero;58 y, por la otra, los del resto de América Latina que, comointermediarios o testigos, producen algunas de las muestras más lo-gradas y difundidas del neotestimonio: desde La noche de Tlatelolco(1971), de Elena Poniatowska, y El Evangelio en Solentiname (1979),de Ernesto Cardenal, hasta el ya mencionado El Bogotazo: Memoriasdel olvido (l984), de Alape, y, el mismo año, Me llamo Rigoberta Men-chú, de Elizabeth Burgos Debray.59

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a la sazón vicepresidente de la Casa de las Américas, Galich fue la persona encargadade redactar las bases y elaborar también las definiciones “negativas” del género.

58 Algunos otros testimonios significativos de esta etapa: Conversación con el últi-mo norteamericano (1973), de Enrique Cirules; Aquí se habla de combatientes y de bandi-dos (1975), de Raúl González de Cascorro; La fiesta de los tiburones (1978), de Reynal-do González; El que debe vivir (l978), de Marta Rojas; Corresponsales de guerra (1981),de Fernando Pérez; Pablo: con el filo de la hoja (1983), de Víctor Casaus; Recuerdos se-cretos de dos mujeres públicas (l984), de Tomás Fernández Robaina, y El caballo de Maya-guara (1984), de Osvaldo Navarro.

59 Otros testimonios de esta etapa en América Latina: Huillca: habla un campesinoperuano (1974), de Hugo Neira; Si me permiten hablar... Testimonio de Domitila, una mu-jer de las minas de Bolivia (1977), de Moema Viezzer; Las tribulaciones de Jonás (1981),de Edgardo Rodríguez Juliá; La montaña es algo más que una inmensa estepa verde (1982),de Omar Cabezas y Los sucesos de 1932 en El Salvador (1983), de Roque Dalton.

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La (im)previsible transfiguración del género

Mientras el discurso testimonial era institucionalizado como género,de nuevo el topo de la historia –en este caso, de la historia literaria–estaba socavando los cimientos de una de sus modalidades: el “autén-tico” testimonio de procedencia etnográfica y periodística, el quepresuponía la existencia de un informante y un intermediario. Ya vi-mos que el neotestimonio había comenzado utilizando recursos ex-presivos propios de la narrativa de ficción para potenciar su mensa-je. Pero ahora, por ósmosis, la propia sustancia testimonial, pordecirlo así, se había ficcionalizado. En ello inf luían, de un lado, lapericia técnica y las inquietudes artísticas de los intermediarios –enCuba, tanto Barnet como Casaus habían empezado a explorar, me-diante el montaje, las alternativas estructurales del género–, y delotro, probablemente, la búsqueda de un público más sofisticado yuna mejor inserción en el mercado editorial. Sea como fuere, lo cier-to es que en 1969, tanto en México como en Cuba, de manera casisimultánea, se producen dos hechos decisivos a los efectos de la mu-tación: uno, de orden práctico, la aparición, como novela, de la obrade origen testimonial Hasta no verte, Jesús mío, de Elena Poniatowska;el otro, de orden teórico –aunque no carente de consecuencias prác-ticas– el ensayo de Barnet sobre lo que él llamó la “novela testimo-nio”,60 bautizo que conllevaba la reubicación genérica de su Biogra-fía de un cimarrón: de estudio etnográfico pasaba a convertirse depronto en novela (fenómeno que, por lo demás, ya se había adverti-do, casuísticamente, en el proceso de recepción). El hecho planteabaproblemas de diversa índole, que muy pronto los estudiosos se en-cargarían de analizar.61 Por lo pronto, nos hallamos ahora ante el Yotaumaturgo, capaz de recanonizar el género e introducirlo a volun-tad en el espacio de la tradición literaria. Es obvio que cuando lafunción informativa del discurso queda subordinada a la función es-tética, surge la pregunta sobre la autoría y, para los puristas, sobre laautoridad o legitimidad del texto. No deja de ser curioso que los crí-

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60 Miguel Barnet, “La novela-testimonio: Socioliteratura”. Unión, núm. 4 [La Ha-bana], 1969. [Incluido en su La fuente viva, La Habana, Editorial Letras Cubanas,1983.]

61 Véase, por ejemplo, Elzbieta Sklodowska, “Miguel Barnet: Hacia la poética dela novela testimonial”, Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, núm. 27 (1988), pp,139-149. Véase también, en el número 36 (1992) de la mencionada revista, el ensayode Antonio Vera León, “Hacer hablar: la transcripción testimonial” (pp. 181-199).

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ticos ilustrados del Facundo y, sobre todo, de Los sertones, se lamenta-ran de que ambas obras estuvieran tan “bien escritas”, porque sibien eso les garantizaba la atención de los lectores, oscurecía o rele-gaba a un segundo plano los méritos “científicos” y el mensaje polí-tico de los textos.

Pero no hay que remontarse a los orígenes: el problema, ahora, ve-nía insinuándose desde la primera mitad del decenio del sesenta.Habían aparecido entonces dos obras de autores norteamericanosportadores del virus anfibológico: en l964, la traducción al españolde Los hijos de Sánchez, del antropólogo Oscar Lewis, y un año des-pués, A sangre fría, la “novela sin ficción” de Truman Capote. Al pro-logar la edición cubana de esta última, en 1967, Barnet la llama “no-vela-documento” y elogia lo que tiene de “testimonio verídico ypersonal”; pero se apresura a añadir que considerarla una novela sinficción, como pretende el autor, es muy aventurado: “Ese género –di-ce– no podrá existir mientras haya autores”, entendiendo por “auto-res”, obviamente, a los literatos.62 Al publicar dos años después Can-ción de Rachel, Barnet encuentra una fórmula sutil para explicar lacuriosa dialéctica que se establece entre el novelista y sus reales opresuntos informantes: “Ésta es su vida –le advierte al lector, refi-riéndose a su personaje–, tal como ella me la contó a mí y tal comoyo, después, se la conté a ella.” Lo que él dice con tanta discreción,lo reafirmará años después la Poniatowska, con una franqueza bru-tal, al referirse al proceso de elaboración de Hasta no verte, Jesús mío–y del personaje Jesusa Palancares– a partir de sus conversacionescon Josefina Bórquez, la informante real de su relato. La novela, su-brayará, no es “una transcripción directa de su vida”; por el contra-rio, “maté a los personajes que me sobraban, eliminé cuanta sesiónespiritualista pude, elaboré donde me pareció necesario, podé, cosí,remendé, inventé”.63

Como se ve, no hay nada que objetar. Tratándose de mundos fic-ticios, la autora no ha hecho más que ejercer su derecho, es decir, suautoridad. En cuanto al género mismo, es imposible prever qué nue-

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62 Miguel Barnet, “Al lector”, en Truman Capote, A sangre fría, La Habana, Insti-tuto del Libro, 1967, pp. xii y xiv. [Incluido en su La fuente viva, ed. cit.]

63 Elena Poniatowska, “Hasta no verte Jesús mío”, Vuelta (México), nov. de 1978.Cit. por Cynthia Steele, “Testimonio y autor/idad en Hasta no verte Jesús mío, de Ele-na Poniatowska, Revista de Crítica Literaria Latinoamericana, núm. 36 (1992), p. 156.[En el extremo opuesto encontramos la afirmación de Tomás Eloy Martínez sobre Lanovela de Perón (l986), “ésta es una novela donde todo es verdad”.]

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vas transfiguraciones habrán de operarse todavía en su naturaleza,estructura y funciones. Su propia condición híbrida lo sitúa forzosa-mente en un espacio textual indeterminado.

Conclusión

En el terreno de la teoría y la crítica aparecen, entre l970 y l985, losprimeros “deslindes” del género: desde el propuesto por FernándezRetamar en 1974 hasta el realizado por Prada Oropeza diez añosdespués.64 En ese lapso, además, se celebra en la Universidad deMinnesota el primer simposio internacional sobre esta modalidadnarrativa y sus relaciones con la ficción.65 Tal vez lo más importanteocurrido desde entonces sea, en primer lugar, la aparición de lasobras del filólogo suizo Martin Lienhard, cuya propuesta sobre las“prácticas literarias alternativas” ha servido –como ocurrió en sumomento con las obras de León-Portilla, pero en una escala muchomayor– para integrar a la historia del discurso testimonial latinoame-ricano un corpus menospreciado y desatendido durante siglos;66 yen segundo lugar, con la misma voluntad transformadora, la deci-sión de muchos latinoamericanistas, radicados sobre todo en las uni-

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64 Cf. Roberto Fernández Retamar, “Algunos problemas teóricos de la literaturahispanoamericana”, en su Para una teoría..., ed. cit., pp. 67 ss.; Renato Prada Orope-za, “De lo testimonial al testimonio (Notas para un deslinde del discurso-testimo-nio)”, en su Los sentidos del símbolo, ed. cit., pp. 245-257. El texto –presentado en elsimposio al que hago mención en nota 65– fue recogido en la memoria del evento(pp. 7-21). Incluye la definición del “discurso-testimonio” como “un mensaje verbal(preferiblemente escrito...) cuya intención explícita es la de brindar una prueba, jus-tificación o comprobación de la certeza o verdad de un hecho social previo, interpre-tación garantizada por el emisor del discurso al declararse actor o testigo (mediato oinmediato) de los acontecimientos que narra”.

65 Organizado por los profesores chilenos René Jara y Hernán Vidal tuvo lugar losdías 18 y 19 de abril de 1984. Las ponencias y colaboraciones fueron recogidas enRené Jara y Hernán Vidal, editores, Testimonio y literatura, ed. cit., que incluye traba-jos de algunos de los historiadores y teóricos cubanos del género, como Miguel Bar-net, Marta Rojas y Víctor Casaus. Participaron también en el simposio varios ensayis-tas y críticos que se convertirían en verdaderos especialistas del género, como lacubana Eliana Rivero –radicada en Estados Unidos–, el uruguayo Hugo Achugar y elnorteamericano John Beverley.

66 Cf. Martin Lienhard, La voz y su huella. Escritura y conflicto étnico-social en Améri-ca Latina (1492-1988), La Habana, Casa de las Américas, 1990; y Testimonios, cartas ymanifiestos indígenas, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1992.

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versidades norteamericanas, de buscar en las nuevas modalidades yen la inf lexión de voces subalternas una reorientación de sus pro-pios objetivos profesionales, quizás demasiado condicionados toda-vía por el canon eurocentrista.67

Si bien se mira, el único rasgo permanente del género es su hibri-dismo. El discurso testimonial fue definiéndose en un proceso demestizaje que afecta a todas aquellas de sus características que sonsusceptibles de análisis. Es híbrida la condición profesional del emi-sor o intermediario, que puede ser periodista, narrador, etnólogo,sociólogo o más de una de esas cosas a la vez; es híbrida la naturale-za del discurso, siempre a caballo entre la historia y la novela, entrelo imaginario y lo documental; son híbridas las formas de produc-ción, donde se mezclan métodos y prácticas procedentes de distintasdisciplinas y actividades profesionales; híbridas son las expectativasdel lector, que espera hallar allí una historia verídica, pero amena ybien contada, como suele encontrarse en las novelas; es híbrido, enfin, el tono, en el que se entrelazan la rígida sintaxis de la escrituracon las modulaciones propias del habla. E híbridos típicos, desde elpunto de vista lingüístico, son los que tratan de dar cuenta tipográ-fica de esos extraños maridajes: faction, en inglés; oralitura o etnofic-ción, en español.

Las principales causas de ese fenómeno pueden atribuirse a losdesajustes estructurales de la propia sociedad latinoamericana y susconsecuencias en los planos de la cultura y la vida social. Prada Oro-peza ha llamado la atención sobre el hecho de que en América Lati-na no ha dominado nunca, de manera absoluta, un determinado mo-do de producción.68 Sobreviven en las zonas rurales formas deproducción precapitalista y relaciones feudales; en el territorio de la

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67 El resultado de ese sostenido interés ha podido verse, durante los últimos años,en trabajos como el de Roberto González Echevarría, “Biografía de un cimarrón andthe Novel of the Cuban Revolution” (en The Voices of the Master. Writing and Authorityin Modern Latin American Literature, Austin, University of Texas Press, l985); en el li-bro de Elzbieta Sklodowska Testimonio hispanoamericano. Historia, teoría, poética, Nue-va York, Peter Lang, l992; en la excelente compilación de John Beverley y Hugo Achu-gar, La voz del otro: Testimonio, subalternidad y verdad narrativa, número especial(36/1992) de la Revista de Crítica Literaria Latinoamericana; y en panoramas tan abar-cadores como el de Mabel Moraña, “Documentalismo y ficción: Testimonio y narra-tiva testimonial hispanoamericana en el siglo XX”, en Ana Pizarro (coord.), AméricaLatina: Palavra, Literatura e Cultura, São Paulo, Fundação Memorial da América Lati-na, l995, vol. 3, pp. 479-5l5, entre otros.

68 Renato Prada Oropeza, op. cit., p. 248.

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nación coexisten la metrópolis moderna y la aldea tradicional. Estasituación –escisión, más bien, representada por el conf licto entre laciudad y el campo–, desempeña un importante papel en el terrenode la producción simbólica, tanto artística como literaria. CuandoRetamar trató de explicarse la importancia que tenía en la literaturalatinoamericana esa corriente “amulatada... híbrida... ancilar”, no va-ciló en atribuirlo “al carácter dependiente, precario, de nuestro ám-bito histórico”, donde la literatura –como ya había observado Sar-miento– suele asumir “funciones que en las grandes metrópolis lehan sido segregadas...”69 En el terreno social está el fenómeno de latransculturación, de esos “fecundos mestizajes” que, según Carpen-tier, contribuyeron a que América Latina mantuviera intacto su “cau-dal de mitologías”.70 Y está, por último, la tradicional oposición en-tre las letras y la ciencia, el hecho de que la intelectualidadlatinoamericana –como observa Antonio Candido a propósito de labrasileña– se desarrolló “bajo el predominio de inf luencias litera-rias, y su manera de interpretar el mundo circundante fue elabora-da, no en términos de ciencia, filosofía o técnica, sino de literatu-ra”.71 De ahí su ambigüedad epistemológica y su promiscuidadmetodológica, el hecho de que algunas de nuestras obras “científi-cas” del pasado –como Facundo y Los sertones– y del presente –comoJuan Pérez Jolote y Biografía de un cimarrón–, hayan resultado ser, so-bre todo, excelentes obras literarias.

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69 Roberto Fernández Retamar, “Algunos problemas teóricos...”, loc. cit., p. 72.70 Alejo Carpentier, “De lo real maravilloso americano”, loc. cit., p. 99.71 Antonio Candido, “Literatura y cultura...”, loc. cit., p. 230.

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[145]

Abella, Alex, 108Achugar, Hugo, 109n, 142n, 143nAcosta, Agustín, 41Aguirre, Mirta, 70nAlape, Arturo, 134, 140Alazraki, Benito, 92Alba, duque de, 17Alcoriza, Luis, 87Alejandro el Grande, 130Alemany Bay, Carmen, 68nAltamira, Rafael, 64Altamirano, Carlos, 66nÁlvarez, Carlos, 76n, 82n, 84, 86, 90Álvarez, Federico, 44nÁlvarez, Santiago, 81, 86Antonin, Arnold, 89Araquistain, Luis, 56nArce, Armando, 88nArcos, Jorge Luis, 42n Arenas, Reynaldo, 41, 42Arguedas, José María, 105Aristóteles, 114Azpurúa, Carlos, 90

Bajtín, Mijaíl, 21, 130Balmaceda, Pedro, 61Baquero, Gastón, 41Barnet, Miguel, 135, 136n, 138, 140,

141Barquet, Jesús J., 43nBarrera, Trinidad, 64nBarthes, Roland, 8Behar, Ruth, 108nBelrose, Maurice, 59nBerger, John, 95nBenedetti, Mario, 58Beneyto, María, 64n

Benítez, Antonio, 41Benveniste, Émile, 103Bernecker, Walter L., 64nBeverley, John, 142n, 143nBianchi Ross, Ciro, 135n, 136nBianciotti, Héctor, 104Birri, Fernando, 74n, 76, 77, 80, 84Blanchot, Maurice, 123nBlanco, Ramón (general), 50, 51, 55,

56Blanco Fombona, Rufino, 58, 59nBlanco White, José, 101, 109Bloch, Marc, 12Bobes, Marilyn, 42nBolívar, Simón, 69, 122Borges, Jorge Luis, 48Bórquez, Josefina, 141Boti, Regino, 9Bourdieu, Pierre, 60nBrecht, Bertolt, 130nBrinton, Crane, 132Bujosa, José, 98nBuñuel, Luis, 92Burgos Debray, Elizabeth, 140Bush, George, 26

Cabezas, Omar, 140nCabrera, Lydia, 41Cabrera, Raimundo, 11nCabrera Infante, Guillermo, 41, 107Campa, Miguel Ángel, 11nCandido, Antonio, 127, 144Candil, Fray (Emilio Bobadilla), 63Cánovas del Castillo (Antonio), 57,

61Capote, Truman, 141Capote Cruz, Zaida, 42n

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Cardenal, Ernesto, 140Cárdenas, Nelson, 42nCardoso, Onelio Jorge, 41Carlos III, 102Caro, José, 61Carpentier, Alejo, 41, 48, 76, 82, 94,

101, 117, 118n, 144Casaus, Víctor, 97n, 139, 140, 142nCasey, Calvert, 41, 101Castelar, Emilio, 55Castellanos, Jesús, 11nCastillo, José E., 88nCastro, Fidel, 26, 31, 33Castro Morales, Belén, 57nCazals, Felipe, 87, 89Cedrón, Jorge, 87Cervera y Topete, Pascual, 70nCesaire, Aimé, 76Chacón y Calvo, José María, 41Chalbaud, Román, 87n, 98Chaskel, Pedro, 74n, 88nChavarría, Daniel, 46Churchill, Winston, 20nClinton, Bill, 26Coleridge, Samuel T., 101Collazo, Enrique, 51, 52nConrad, Joseph, 101, 104Conselheiro, Antonio, 124, 126Cornejo Polar, Antonio, 105nCortázar, Octavio, 98, 101Cortés, Hernán, 116, 117, 118, 120Cossío, Evangelina, 19Crane, Steven, 20n

da Cunha, Euclides, 123, 126, 127,128, 129

Dalton, Roque, 136n, 140nDarío, Rubén, 58, 59, 60n, 61, 64de Andrade, Pedro Joaquim, 82n,

98nde Avellaneda, Alonso Fernández,

67de Azcárate, Pablo, 21nde Céspedes, Carlos Manuel, 10n

De Filippis, Daisy Cocco, 45nde Izcue, Nora, 90de la Cerda, Clemente, 98nde la Cruz, Manuel, 7de la Torriente, Cosme, 10nde la Torriente Brau, Pablo, 101de Lara, Justo, 67de Leuchsenring, Emilio Roig, 8n,

17nde Pedro, Manuel, 89de Rosas, Juan Manuel, 125de Torre, Guillermo, 101, 102nDe Sica, Vittorio, 73nde Unamuno, Miguel, 43, 59, 61, 62,

63, 66, 135de Zayas, Antonio, 57ndel Carril, Hugo, 92del Casal, Julián, 61, 63, 67del Monte, Domingo, 101Delain, Michel, 72nDemare, Lucas, 92Desnoes, Edmundo, 41, 109nDíaz, Jesús, 40Díaz del Castillo, Bernal, 116, 118n,

119-121, 123Díaz Díaz, Désirée, 42nDíaz Torres, Daniel, 36Díaz Quiñones, Arcadio, 64Diegues, Carlos, 79, 82n, 98nDiego, Eliseo, 41Diego, Eliseo Alberto, 43Dillon, Douglas, 15n, 16nDorfman, Ariel, 45n, 100, 104, 110nDouglas, María Eulalia, 92nDraper, Andrew S., 17, 18n, 22Drew, Robert, 98nDuque Naranjo, Lisandro, 91nDurán, Ciro, 90

Eguino, Antonio, 87, 98Eisenstein, Serguei, 74, 92Embil, Luis Rodríguez, 11nEscalante Beatón, Aníbal, 23n, 24Estrada, José, 98

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Estrada Palma, Tomás, 9, 21, 22n

Farias, Roberto, 79Feijóo, Samuel, 41Felipe II, 130Feo, Iván, 98Fernández, Emilio Indio, 92Fernández, Roberto G., 47Fernández Barrot, Eugenio, 23nFernández de Castro, Lourdes T.,

43nFernández Retamar, Roberto, 54n,

102, 113n, 142, 144nFernández Robaina, Tomás, 139nFerro, Roberto, 137nFigueroa, Luis, 87n, 98Flaubert, Gustave, 46Flint, Grover, 20nFlorit, Eugenio, 101Foner, Philip S., 19n, 20n, 21n, Forch, Juan, 88Fornet, Ambrosio, 88nFornet, Jorge, 67n, 138nFowler, Víctor, 45, 108nFraga, Jorge, 81Franco, Jean, 125n, 134Freidel, Frank, 12, 13, 22Fuentes, Carlos, 101, 134

Galich, Manuel, 138n, 139nGamboa, Federico, 61Gandarilla, Julio César, 66nGarcía, Calixto (general), 14, 21, 22,

23nGarcía, Cristina, 48, 102, 107, 111García, José, 87nGarcía Alonso, Aída, 138García Borrero, Juan Antonio, 42nGarcía-Carranza, Araceli, 21nGarcía Espinoza, Julio, 74n, 76, 77,

84, 87, 95nGarcía-Ferraz, Nereida, 31García Márquez, Gabriel, 74n, 134

García Marruz, Fina, 41García Riera, Emilio, 92García Serrano, Rafael, 116nGarvin, Glen, 104nGetino, Octavio, 82n, 84Gil, Lourdes, 107nGil Soares, Paulo, 87Gilio, María Esther, 139Giral, Sergio, 87nGleyzer, Raymundo, 86, 90Gobineau, Joseph Arthur, 14, 55Godard, Jean-Luc, 94Gómez, Máximo, 23, 50-51, 52, 55Gómez, Manuel Octavio, 82n, 98nGómez, Sara, 87nGómez Carrillo, Enrique, 61, 63González, Reynaldo, 139nGonzález Clavel, Carlos, 12Gónzalez de Cascorro, Raúl, 139nGonzález Echevarría, Roberto, 100n,

128n, 143nGorgias, 113Groussac, Paul, 58, 101-102Grupo Cine de la Base, 87Grupo Cinesur, 88nGrupo Ukamau, 84Guayasamín, Gustavo, 89Guerra, Ramiro, 41, 67, 98nGuerra, Rui, 79Guevara, Alfredo, 76, 77n, 78n, 79n,

84n, 91n, 99Guevara, Ernesto Che, 85, 138Guillén, Nicolás, 41Gutiérrez Alea, Tomás, 35, 74n, 76,

82n, 93n, 96n, 97, 98nGuzmán, Patricio, 86, 89, 93n

Handler, Mario, 82n, 86Harding Davis, Richard, 20nHart, Armando, 126nHearst, William Randolph, 18, 19, 49Helms-Burton, Ley, 25Henríquez Ureña, Pedro, 59n

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Herder, Johann, 125Heredia, José María, 39, 67, 101,

102n, 110Herodoto, 124Hernández Otero, Ricardo, 42nHijuelos, Oscar, 48, 102, 107Hobsbawm, Eric J., 46nHomero, 124Horacio, 115, 121Hospital, Carolina, 107Hubbard, Elbert, 22Hudson, William Henry, 102Hugo, Victor, 102nHulme, Peter, 14n, 18, 19, 20n, 49n

Ibarra, Jorge, 10, 11Iglesias, Ramón, 117nIrving, Washington, 117

Jamís, Fayad, 101Jara, René, 129n, 142nJesús, Carolina María de, 138Jiménez, Juan Ramón, 101Julio César, 130

Kafka, Franz, 101Kazan, Elia, 75Kipling, Rudyard, 15, 16Kozer, José, 107, 108

Labrador Ruiz, Enrique, 41Lafforgue, Jorge, 137nLamar Schweyer, Alberto, 10n, 12n,

67Lastarria, José Victorino, 61Laverde, Fernando, 88Le Bon, Gustave, 132Le Riverend Brusone, Julio, 52nLeacock, Richard, 98nLeante, César, 138nLeduc, Paul, 87, 90Leiter, Salomón, 87León-Portilla, Miguel, 121n, 143

Lévi-Strauss, Claude, 131, 132Lewis, Oscar, 141Ley Torricelli, 27Lezama Lima, José, 41Lienhard, Martin, 136n, 143Littín, Miguel, 82n, 87n, 98Litvak, Lily, 55nLodge, Cabot, 16nLombardi, Francisco, 98López, Iraida H., 44nLoti, Pierre, 55Loynaz, Dulce María, 41Lukács, Georg, 11

Llerandi, Antonio, 98

MacCarthy (senador), 75Maceo, Antonio, 23, 50, 39Machado y Morales, Gerardo, 39Mañach, Jorge, 40, 41, 67Márceles Daconte, Eduardo, 107nMarías, Julián, 124nMarinello, Juan, 41Márquez Sterling, Manuel, 54nMartí, José, 10n, 39, 49, 50, 55, 58,

59-60, 67, 70, 122n, 126nMartínez Arango, Felipe, 21n, 22n,

50n, 51n, 53nMartínez Eloy, Tomás, 142nMartínez Villena, Rubén, 67Massey, Doreen, 44nMattalía, Sonia, 58nMauro, Humberto, 91Maurois, André, 105nMcKinley (presidente), 15, 16, 22,

25, 51, 53Mella, Julio Antonio, 67Menéndez Pelayo, Marcelino, 64Mercado, Manuel, 55Michelson, Charles, 20nMijares, Augusto, 122Miles, Nelson A., 21, 22Miley, John D., 13, 14

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Miliani, Domingo, 122Milosz, Czeslaw, 104Miranda, Francisco, 122Mitre, Bartolomé, 61Moctezuma, 117Molière, 75nMontaldo, Griselda, 62nMonteagudo, Alberto, 88Montenegro, Carlos, 11n, 41, 101Morábito, Fabio, 105, 106nMoraña, Mabel, 143nMoreno, Eduardo, 82nMorin, Edgar, 31Mortara Garavelli, Bice, 114nMonroe, Doctrina, 9, 50Montesquieu, Charles-Louis, 125

Nabokov, Vladimir, 106Nasser, Gamal Abdel, 75Navarro, Osvaldo, 139nNavarro Luna, Manuel, 41Nebrija, Elio Antonio de, 64Nehru, Jawaharlal, 75Neri, Julio, 98nNeruda, Pablo, 76Nervo, Amado, 61Niera, Hugo, 140nNovás Calvo, Lino, 41, 101Núñez Cabeza de Vaca, Álvar, 116,

118, 119n, Núñez de Arce, Rafael, 61

Ocampo de Gómez, Aurora M.,136n

Olcott, Charl, 16nOlhovich, Sergio, 87nOlivera, Héctor, 89Orozco, José Clemente, 82Ortega y Gasset, José, 132, 133Ortiz, Fernando, 9, 41, 56, 62, 63,

64, 65, 66

Padilla, caso, 35

Padrón, Abilio, 88nPadrón, Juan, 88Padura Fuentes, Leonardo, 102nPalancares, Jesusa, 141Palma, Ricardo, 64Pastor, Beatriz, 116, 119Pastor, Julián, 98Pedroso, Regino, 41Peixoto, Afranio, 127Penn, Arthur, 72nPereira dos Santos, Nelson, 77, 79,

98nPérez, Fernando, 35, 139nPérez, Louis A., 14n, 53Pérez, Manuel, 98nPérez de la Riba, Juan, 134Pérez Petit, Víctor, 58Pérez Firmat, Gustavo, 45n, 100,

107, 108n, 111Perkins (senador), 17Perujo, Francisca, 103nPi y Margall, Francisco, 59nPiglia, Ricardo, 137Piñera, Virgilio, 41Piñeyro, Enrique, 67Pita, Félix, 41Pittaluga, Gustavo, 67nPizarro, Ana, 122, 143nPlatt, Orville H., 8nPlatt, Enmienda, 9, 10, 54nPolío, Baltazar, 90Poniatowska, Elena, 139, 140, 141,

142nPozas, Ricardo, 135-137, 139Prada Oropeza, Renato, 119n, 142,

144Prado Velázquez, Ernesto, 136nPrelorán, Jorge, 89, 90Prieto Taboada, Antonio, 107Propp, Vladimir, 18Pudovkin, Vsevolod, 74

Quemain, Miguel Ángel, 104n

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Quiroga, Facundo, 124Quiroga, Héctor, 92Quiroga, Horacio, 102

Raggi, Tulio, 88nRama, Ángel, 59, 60n, 127nRamos, Julio, 60, 124n, 126nReagan, Ronald, 26, 75Rebolledo, Carlos, 98nReeve, Henry, 26Renan, Ernest, 108Restrepo, Antonio José, 64Retes, Gabriel, 98nReyes, Alfonso, 103Ríos, Humberto, 86Rivera, Pedro, 82, 90Rivera Martínez, Edgardo, 119nRivera-Valdés, Sonia, 43n, 45Rivero, Eliana S., 108n, 142nRoa, Raúl, 41, 139Robles Godoy, Armando, 87Rocha, Glauber, 77n, 79, 84, 94, 127Rodó, José Enrique, 58, 59, 60, 61Rodríguez, Marta, 82n, 86, 90Rodríguez-Feo, José, 41Rodríguez Juliá, Edgardo, 140nRojas, Marta, 139n, 142nRojas, Ricardo, 66Rojas Mix, Miguel, 65nRomero Tovar, Leonardo, 52n, 57nRoosevelt, Theodore, 8, 9, 10, 14,

15, 25, 66-67Rosas, Juan Manuel de, 136Roscio, Juan Germán, 123Rossellini, Roberto, 73nRousseau, J.-J.,123Rowan, Andrew S., 21, 22-24Rowe, William, 105nRubens, Horatio, 19, 20nRubio Albet, Carlos, 105Ruiz, Gonzalo, 118

Sacerio-Garí, Enrique, 44n

Saco, José Antonio, 66, 67Said, Edward W., 14, 104, 105Sampson, William T., 13, 70nSan Agustín, 115Sanjinés, Jorge, 74n, 82n, 83n, 84,

87, 91, 98n, 134Sarduy, Severo, 41Sarlo, Beatriz, 66nSarmiento, Domingo Faustino, 123,

124n, 125, 126n, 129, 144Sarno, Geraldo, 87, 97Schurz, Carl, 16nScovil, Sylvester, 20nSerrano, Carlos, 62nShafter, William R., 13Shakespeare, William, 110Sierra, Justo, 61, 118Silva, Jorge, 82n, 86, 89Sklodowska, Elzbieta, 141n, 143nSoffici, Mario, 92Solana, Fernando, 82n, 84Solás, Humberto, 82nSolé, Jorge, 86Sommer, Doris, 11Somoza, Anastasio, 75Soto, Helvio, 82nSotolongo, Jorge, 74nSperatti Piñero, Emma Susana, 125Staiger, Emile, 119nStavans, Ilan, 38nSteele, Cynthia, 142nSteiner, George, 46, 47Summerfield (corresponsal), 20n

Tabío, Juan Carlos, 35Tallet, José Zacarías, 41Tirabuzón Rojo, Taller de cine, 87Tito, Josip Broz,75Tocqueville, Alexis de, 125Toledo, Teresa, 79nTorre Nilsson, Leopoldo, 92Torres, Juan José, 85Torrijos, Omar, 85

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Toscano, Salvador, 92Tournier, Walter, 88Toussaint-Louverture, François, 69Treviño, Jesús S., 98nTriana, Roberto, 90Túpac Amaru, 69Turgot, Jacques, 123, 124n

Ubieta Gómez, Enrique, 65n

Valdivia, Aniceto, 63Varela, Félix, 39, 66, 67, 110Valera, Juan, 52, 57, 59, 61, 64Vallejo, Gerardo, 82nVarona, Enrique José, 55, 56n, 66,

67Vázquez Díaz, René, 104nVega, Pastor, 74n, 83n, 89Velazco Alvarado, 85Vera León, Antonio, 141Viana, Zelito, 90

Viany, Alex, 77Vidal, Hernán, 129n, 142nViezzer, Moema, 140nVilasís, Mayra, 74n, 88nVillaverde, Cirilo, 67Viñalet, Ricardo, 62nVitier, Cintio, 41, 101, 110

Walsh, Rodolfo, 113, 133, 135-137,139

Wallerstein, Mauricio, 87nWeyler, Valeriano (general), 17Wittgenstein, Ludwig, 106Wüllicher, Ricardo, 87n

Yáñez, Mirta, 42n

Zamper, Gabriela, 82n, 90Zavattini, Cesare, 76nZinnemann, Fred, 92Zorrilla de San Martín, Juan, 64

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ÍNDICE

LA COARTADA PERPETUA: MITOLOGÍAS Y MITOMANÍAS

EN EL DISCURSO DEL 98 7

EL ENIGMA CUBANO: UN TESTIMONIO PERSONAL 25

GLOSARIO DE LA DIÁSPORA 37

EL EXPERIMENTO NEOCOLONIAL CUBANO Y SUS

REPERCUSIONES EN EL CAMPO INTELECTUAL (1898-1923) 49

ARQUEOLOGÍA DEL NUEVO CINE LATINOAMERICANO (1959-1979) 69

SOÑAR EN CASTELLANO, ESCRIBIR EN INGLÉS:UNA REFLEXIÓN SOBRE EL BICULTURALISMO 100

EL TESTIMONIO HISPANOAMERICANO: ORÍGENES Y

TRANSFIGURACIÓN DE UN GÉNERO 113

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tipografía: fernando rodríguez perezboldeimpreso en publimexcalz. san lorenzo 279-32col. estrella iztapalapa-09850dos mil ejemplares y sobrantes28 de noviembre de 2001

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