María en la vida de los jóvenes

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María es Madre, y, como tal, ayuda y comprende a la juventud que va formándose y lucha. Ella, la Purísima, guía a los jóvenes hacia la pureza; que Ella, la nobilísima Virgen-Madre, es la encarnación más perfecta de la pureza sin mancha y de la maternidad más elevada. La juventud que siga la bandera de María será una juventud pura, fuerte, unida con Cristo.

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JOSÉ MEIER

MARÍA

EN LA VIDA DE LOS JÓVENES

1954

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Índice

Prefacio del editor................................................................................................3A modo de introducción......................................................................................4Guía de la vida interior........................................................................................7El refugio de la pureza incontaminada..............................................................17¡Adelante a una renuncia forzosa!.....................................................................26Ayuda en la necesidad y aun en la caída...........................................................34La Madre sin par................................................................................................41La defensora de la fe..........................................................................................52Hacia Cristo.......................................................................................................63Por Cristo a María..............................................................................................69Caminos que van a María..................................................................................76Oremos...............................................................................................................84Estrella del Mar, yo te saludo............................................................................88

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PREFACIO DEL EDITOR

Educar a los jóvenes católicos para que profesen una devoción ínti-ma, caballerosa, a María, siempre ha sido ardoroso afán de la Iglesia. El presente libro muestra la influencia que esta devoción ejerce sobre la ju-ventud en pleno desarrollo, y lo muestra con confesiones hechas por jóve-nes, que atribuyen grandes bendiciones y una profunda eficacia en su vida y en sus luchas a la auténtica devoción mariana. Un experimentado direc-tor de jóvenes —que no quiere sea publicado su nombre en este libro — ha reunido y ordenado estos testimonios, dándoles al mismo tiempo por base unos preciosos pensamientos referentes al culto de la Madre de Dios, inspirado en las lecciones de sabiduría divina que teólogos antiguos y mo-dernos le brindaban.

Con gusto he revisado el manuscrito que me fue presentado, y —sin cambiar en lo especial los testimonios de los jóvenes, procedentes de todas las clases— los he abreviado a veces.

Así esperamos que este libro descubrirá a muchos jóvenes cuán her-moso y eficaz en orden a la pureza es amar noblemente a María y seguirla con generosidad. Muchos experimentarán en su propia persona lo que re-velan luminosamente y en múltiples formas los testimonios recogidos en este libro: que María es Madre, y, como tal, ayuda y comprende a la ju-ventud que va formándose y lucha: que Ella, la Purísima, guía a los jóve-nes hacia la pureza; que Ella, la nobilísima Virgen-Madre, es la encarna-ción más perfecta de la pureza sin mancha y de la maternidad más eleva-da. La juventud que siga la bandera de María será una juventud pura, fuerte, unida con Cristo.

Lucerna, en la fiesta de la Asunción de María, año 1942.

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A MODO DE INTRODUCCIÓN

“Las grandes potencias espirituales no pasan con vehementes remoli-nos, levantando espuma, como olas azotadas por el huracán. Una gran po-tencia espiritual sigue su camino como la corriente del golfo, que apenas perceptible para los profanos, conocida tan sólo del marinero experimenta-do, busca su ruta en la masa de agua. Costas verdeantes señalan su camino hasta arriba, en las últimas comarcas norteñas. La preparación más eficaz para el sol de verano, con el cual colabora, y al mismo tiempo su hija más auténtica..., esto es la corriente del golfo.

El historiador de la religión puede seguir, remontándose hasta los pri-meros siglos del Cristianismo, una corriente maravillosa. Apenas percepti-ble a ratos para los ojos no ejercitados, sin embargo, existe. El observador superficial muchas veces tendrá en poco su influjo; mas los que viven en la orilla de ese río maravilloso, sienten lo que es para ellos.

La corriente de golfo en el mundo católico se llama devoción maria-na.

La devoción mariana realmente hace un trabajo preparatorio para el sol de verano del mundo cristiano, y colabora con él como ninguna otra gran potencia espiritual. ¡Cuántas veces se yerra por no apreciar como es debido este trabajo intenso! Pocas veces lo ponderan en todo su alcance aun los fieles verdaderamente convencidos. Y es que para ellos se necesita una profunda mirada psicológica dirigida a la urdimbre misteriosa de la vi-da interior católica.”

Esto escribió hace ya muchos años el P. Pablo Strater, S. J., en Leu-chtturm (1). En las siguientes páginas

queremos dar una prueba de que estas palabras, especialmente las úl-timas frases, son exactas. No se trata de una investigación dogmática o his-tórica acerca de la devoción mariana. La calificaríamos mejor llamándola psicológica; mas no en el sentido de que pretendamos dilucidar por com-pleto las profundas cuestiones psicológicas que están relacionadas con la influencia que la Madre de Dios ejerce en innumerables corazones. Este

1 Faro. 1.014, pág. 449.4

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trabajo, tan hermoso, tan necesario para el recto concepto del amor a Ma-ría, lo reservamos para otra ocasión. Lo que intentamos de un modo espe-cial con este librito, se echará de ver sabiendo cómo se hizo.

Crecido en una devoción íntima a la Madre de Dios, emprendí el tra-bajo por la juventud con la firme convicción de que había de comunicar también a otros lo que a mí me dio fuerzas, consuelo y dicha en los años de desarrollo. Y cuando me fue dado poder penetrar con la mirada en cen-tenares y millares de corazones confiados —en el corazón de mis jóvenes amigos—, cuando pude servirles un poco de guía y ver la maravillosa ope-ración de la divina gracia en las almas juveniles, se me manifestó la in-fluencia de la Virgen y Madre purísima como una fuerza tan poderosa que rebasaba todo cuanto se podía esperar. Espontáneamente me sentí instiga-do a exponer este hecho —por gratitud a María, por amor y solicitud a tantas almas que luchan—, no solamente en ejercicios y conferencias, sino también por escrito.

De modo que en las siguientes páginas se describirá un hecho, y no con disquisiciones teóricas, sino —y esto es lo nuevo en este librito—per-mitiendo al lector penetrar con la mirada en muchos corazones, en la vida espiritual de los jóvenes, tal como ellos me la describieron en los días de lucha y después de la victoria, en la miseria y rebosando de gratitud. Este librito fue escrito por los mismos jóvenes, por mis jóvenes amigos. Es un testimonio de sus luchas y triunfos, de sus horas oscuras y de sus horas lu-minosas, de su amor a la Reina de su corazón.

Ni una frase de las cartas que siguen es mía. Sin embargo, de vez en cuando me vi obligado a suprimir una observación que podía delatar al au-tor de la carta; y por esto tuve que cambiar en el texto una que otra pala-bra.

Tampoco se ha limado mucho —y con intención— el estilo. Todo ha de ser espontáneo y comunicarse tal como fue pensado y escrito. Por otra parte, tuve que imponerme una limitación; es, a saber: trato únicamente de la juventud masculina y sólo en el período de la adolescencia y en la época en que prosiguen aún sus efectos (años de pubertad y años de postpuber-tad).

Solamente así podía ofrecer una obra unificada.No cabe duda: la imagen de la Madre de Dios puede ser “vivida” de

muy diversas maneras. Se cuenta que la piadosa imagen de la Madre del Buen Consejo, conservada en Genazzano, cambia de expresión según la persona que la invoca; ora promete escuchar benévolamente la súplica, ora se muestra con una severidad imponente. Ahora aparece con el rostro en-

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vuelto en tristeza; luego resplandece con alegría e intimidad humanas. El significado profundo que para nosotros tiene este hecho es que, según sea lo que llena el corazón humano, serán distintos los sentimientos que des-pierta en él la Madre de Dios. Así se explica que su imagen nos dé fuerza y auxilio en la tristeza, comunique júbilo desbordado en el triunfo, infunda una confianza firmísima en la necesidad, nos amoneste en la culpa. Así, aun hoy, María está cerca de nosotros —en el sentido más profundo—, es-tá presente. Y quizá lo está hoy más que nunca.

Sea este librito un cántico de gratitud consagrado a la Madre de Dios por todo cuanto ha hecho en nuestra alma. Sea para muchos un guía que les conduzca hacia Ella, Reina y Madre purísima, y así les inculque una confianza nueva y una pureza intacta o reconquistada. Y coadyuve todo a que permanezcan fieles a Aquel por quien trabaja María en el alma de los jóvenes, a Aquel que.es el fin último y la dicha suprema de toda nuestra la-bor: Jesucristo, Hijo de Dios e Hijo de María.

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GUÍA DE LA VIDA INTERIOR

Con frecuencia descubrimos en la vida juvenil de muchos hombres renombrados una influencia extraordinaria que la madre tuvo sobre todo su desarrollo interior. La Historia ofrece ejemplos abundantes para probar la verdad encerrada en estas palabras de San Francisco de Sales: “Casi todos los hombres insignes de la Iglesia han tenido madres excelentes. No pode-mos comprender el proceso de formación de un Agustín, de un San Luis Rey, de un Otón el Grande, de su santo hermano Bruno, ni de un Don Bos-co y un Pío X, en los tiempos modernos, sin la influencia silenciosa, abne-gada, profunda de una Mónica, de una Blanca, de Matilde, de Margarita Bosco y de la “madre Sarto”. En el “Día de los católicos”,” celebrado el 1851, en Maguncia, contó Kolping cómo durante el tiempo de trabajar co-mo artesano se encontraba en los mayores peligros. “¿Y sabéis qué es lo qué me mantuvo en pie? Tuve una madre, una pobre madre, cuyo solo nombre conmueve hasta el fondo mi corazón. Nada había en ella que yo no venerara. Cuando la tentación cercaba mi corazón, pensaba en mi madre, y no me habría atrevido a mirarla a los ojos en el caso de haber cometido al-gún acto reprobable. Y fue al morir ella cuando llegué a respetarla de ve-ras, porque murió con una fe firme, como una santa. Era una mujer senci-lla... Y el que ahora me encuentre yo aquí y trabaje por promover el honor de Dios, se lo debo también a ella.”

Kolping expresa aquí lo que experimentan, llenos de gratitud, otros muchos: es, a saber: que llegaron a ser lo que son merced a la formación que recibieron de su madre. El pueblo de sentimientos cálidos expresa esta verdad, con una pequeña exageración, en el conocido proverbio: “Dios no podía estar en todas partes, por esto creó a la madre.” Seguramente, en to-do el desarrollo interior, una de las gracias más señaladas es una buena madre.

De una manera análoga va cooperando muchas veces en la formación de todo el hombre interior, la Madre de Dios. Antes de bajar a pormenores en los siguientes capítulos, deseamos mostrar precisamente con algunos ejemplos esa influencia —influencia que todo lo abarca— en la vida es-piritual. La conciencia de ese auxilio pronto y eficaz subyuga muchas ve-

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ces de un modo tan vivo el alma, que a la pregunta: “¿Qué significa María en tu vida interior?”, recibimos esta respuesta: “Todo.” “Estoy convencido —escribe un joven— de que todas mis alegrías, el entusiasmo que siento por nuestra Santa Iglesia y por nuestra asociación, y el afán que experi-mento de trabajar por los demás, los debo en gran parte a la Santísima Ma-dre de Dios, como premio de la devoción que le he profesado hasta ahora.” Otro escribe: “A la pregunta respecto de lo que significa en mi vida la de-voción a la amable Madre de Dios, no puedo dar sino una respuesta: ¡To-do! En la época en que estaba alejado de Dios, empecé por encontrar el ca-mino que conduce a su amable Madre. Debo la paz de mi espíritu (tanto tiempo anhelada) únicamente a la intercesión de María. ¿Qué seria hoy de mí sin su ayuda? ¿Habría podido encontrar sin su mediación el camino de retorno al Salvador? Todo lo demás palidece en parangón con esta dádi-va.” Esta respuesta se parece a la que suelen darnos con frecuencia hom-bres de noble carácter, cuando los interrogamos respecto del significado que su madre tuvo en su formación juvenil. También ellos lo atribuyen to-do a ella, con lo que, naturalmente, no quieren negar las múltiples influen-cias de Dios, del padre, de los hermanos y de muchas personas buenas. To-do les parece enlazado en cierta manera con la influencia de su madre.

“Una vida sin la Madre de Dios creo que no es vida religiosa.” Así habla un joven de diecinueve años. Otro escribe: “Si hoy tengo el firme propósito de ser un hombre honrado, se lo debo a la Madre de Dios. Aun en las épocas en que me sentía desamparado, en que no tenia ni un amigo, convencido me decía: tienes una madre, y este pensamiento me sostenía una y otra vez.” Un tercero: “Ella es para mi vida espiritual lo que fue y lo que es mi madre terrenal para la vida del cuerpo.”

Aduzcamos ahora cuatro ejemplos más extensos:“¿Qué ha sido para mí María? Todo. Madre y Virgen, protectora e

ideal, ayuda en muchas necesidades y estrella luminosa en las horas difíci-les. Ya muy pronto (puedo decirlo con el corazón rebosante de júbilo) la honré. Hasta los trece o catorce años de edad mi devoción mariana tenía mucho de inconsciente, y fue mi madre quien más la cuidó y fomentó. Más tarde llegó a ser consciente mi devoción. A la edad de quince años me for-mé un concepto cabal de la misma, y lo primero que me subyugó fue la idea de la “Madre celestial”. A esta edad empecé a rezar de un modo cons-ciente, y por propio impulso, el rosario, regularmente por la noche, cuando todavía tenía tiempo, paseándome de abajo arriba en el aposento.

A los quince o dieciséis años vi por vez primera, de un modo cons-ciente, en ajaría, a la Virgen. Antes ni siquiera sabía qué era lo que tanto

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me atraía, por qué sentía una especie de nostalgia al mirarla; mas por fin vi claro que era el encanto de su inocencia, de su virginidad, lo que me atraía, aunque no comprendía bien el significado de la Inmaculada Concepción. Desde entonces mi ideal ha sido la santa virginidad. Amaba de un modo especial aquellas almas que sabían eran realmente puras y virginales y se esforzaban por tener esta virtud. Pronto resolví consagrarme a la Inmacula-da. Por tal motivo hice, con permiso de mi confesor, voto de castidad, creo que para un año. A la sazón no había cumplido aún los dieciséis. Recuerdo además que ese día, por la mañana, después de la sagrada comunión, emití el voto, según la fórmula que había compuesto yo mismo el día anterior, y por la noche, en la oscuridad, me postré ante una imagen de la Madre de Dios en mi aposento.

El caso es que ese día me sentí muy dichoso. Desde entonces, además de los ejercicios de piedad acostumbrados, he ido rezando diariamente el rosario en honor de la Inmaculada. Durante dos años lo recé todos los días. Luego, debido a mis muchas ocupaciones, no pude proseguir con regulari-dad este piadoso ejercicio. A la edad de dieciocho años volví a rezarlo casi diariamente. La Imagen de María aparecía clara a mi alma. No se le ha añadido ya nada nuevo. Día tras día fue grabándose más profundamente en mi corazón. Repetí mi voto, y luego lo hice para toda la vida. Lo que fue María para mí en las necesidades temporales y espirituales, no puedo con-tarlo por completo. Puedo considerar como favor, el más señalado de Ma-ría, el haberme preservado de pecado mortal, a pesar de los duros comba-tes que diariamente hube de sostener. Sin María no puedo imaginarme mi vida pasada.”

Otro ejemplo:“Lo que soy, lo debo al valioso auxilio de la Madre de Dios. Ella me

ha conducido con mano prudente a través de los años peligrosos de agita-ción y tempestad. A la edad de quince años tropecé con malos compañe-ros, y me degradé profundamente en mi vida interior. Lo primero fue des-cuidar la oración que con tanto afán me había inculcado mi piadosa madre desde mi niñez. Luego zozobró la pureza. Hasta entonces apenas supe qué cosa era la pureza. Muy vagamente barruntaba algo, pero sin saber nada concreto. Al principio oía con horror cómo se chanceaban de una manera desvergonzada sobre lo más santo que hay en el hombre, unos Jóvenes de-pravados. Muchas veces me ruborizaba. Pero se burlaron de mí, y entonces consideré más prudente y, ante todo, más de hombre, seguir la con-versación. Se despertó luego el impulso hacia el otro sexo. Debido a mi re-serva natural, no me atrevía a revelar nada de esto a mi madre. Por otra

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parte, el miedo a los demás me cohibía al tener que dirigir la palabra a una muchacha. Resultado: que me encerré en mí mismo aún más que antes. Es-to y el amor propio que se despertaba y que se agitaba por cualquier repri-menda que se me dirigiese, me llevaron poco a poco a enfrentarme con mis padres. Me fui acostumbrando a reñir sin miramiento alguno con mi ma-dre, a la que causaba graves preocupaciones. Apenas rezaba. Lo único que hacía aún era rezar diariamente un Avemaría, cosa que mi madre me había inculcado. Obligado por mis padres, seguía acercándome con regularidad a los sacramentos. El cómo, ya es otra cuestión. Me volvía más y más indife-rente respecto a la Iglesia y a la escuela: conversaciones y chistes obscenos corrompieron mi fantasía. Finalmente, llegué a pecar de un modo habitual conmigo mismo. Iba bajando más y más por la pendiente. Entonces, debi-do a ciertas circunstancias exteriores, hice ejercicios espirituales, que me dejaron terriblemente frío. Ciertamente, me causaron alguna impresión; pero una vez vuelto a la vida diaria, pronto pasó todo. El único provecho fue que llegué a tener concepto claro del pecado a que se refiere el sexto Mandamiento. No fueron motivos de orden elevado los que me instigaron a evitarlo, sino la circunstancia de parecerme el pecado cosa no varonil. A ello llegó a añadirse otra cosa buena. Rezaba a la Madre de Dios, y con su auxilio logré permanecer fiel hasta el día de hoy (sin excepción) a este pro-pósito. Sin embargo, en lo demás mi vida seguía siendo el mismo que an-tes de los ejercicios. Se empeoró todavía. Me sentía atraído con pasión ha-cia una muchacha, y entré en relaciones con ella. Un recato interior me preservó de llegar a cosas graves. Luego empecé a beber y fumar. Parecía ya hombre perdido. Entonces mi conciencia me instigó de repente a hacer nuevamente los santos ejercicios. Después de resistir durante largo tiempo, cedí al impulso interior. Pero en esta ocasión me entregué a los ejercicios con cuerpo y alma. Y experimenté nuevamente la asistencia de la Madre de Dios. Confiando en Ella, resolví emprender una vida nueva; con su pro-tección lo he logrado, y quiero seguir así en adelante. Al sentir luchas inte-riores muy vehementes, me retiraba a mi cuarto y me postraba ante su ima-gen. Ella escuchaba mis súplicas.”

Ofrece muchos pormenores la tercera confesión: “Una Madre de Dios ciertamente significa mucho en mi vida. Ante todo, Ella es para mí una Madre bondadosa. Lleno de confianza pongo a sus pies todas mis preocu-paciones y sufrimientos. Ella sabe que yo soy un débil ser humano que de-bo luchar y que necesito de su protección. Ella me ayuda y me consuela, y yo experimento de un modo especial su asistencia cuando clama a la Ma-dre mi corazón. Además, Ella intercede por mí ante Dios, y yo le expongo todas mis necesidades. Muchas veces me ha conseguido ya el cumplimien-

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to de mis deseos, tanto si se trataba de preservarme de algún mal, como de comunicarme fuerza en la lucha, perseverancia en el bien o de cualquier otro asunto. Además, Ella me ayuda en todas mis necesidades y flaquezas, orienta el camino de mi vida hacia Dios. Con frecuencia me hace sentir su asistencia. A Ella he encomendado la pureza, a Ella le he confiado mis es-tudios; me he puesto por completo bajo su bondadosa protección. También en esto me ha confortado siempre. Al sentirme oprimido por el dolor, y al necesitar consuelo, acudo a María. Me arrodillo ante su altar o ante su Imagen, y entonces mi corazón se pone a hervir, me inunda el amor a la Madre de Dios. Mi corazón se llena nuevamente de gozo, y confortado prosigo mi lucha.

Sí: la Madre de Dios significa para mí fuerza y firmeza en la lucha y en la necesidad, consuelo en la tristeza, socorro en los peligros, refugio en todas las necesidades. Le he encomendado también mi vida espiritual, y especialmente la formación de mi carácter. Ella puede modelar la vida in-terior y orientarla según su amor bondadoso, a fin de que un día me sirva para la salvación eterna. Guiado por Ella, me esfuerzo siempre por lograr lo más elevado. Cuando las cosas van mal, le pido con más insistencia su bendición, y nuevamente me lanzo hacia la meta que Dios me muestra, y hacia la cual me conduce María. Muchas veces me encuentro en trances difíciles; pero basta levantar los ojos a Ella para sentirme nuevamente con-fortado por su bondadosa mirada, que reposa sobre mí. Le he encomenda-do la salvación de mis amados padres, de mi hermano y también la propia. Ella nos guiará; yo quiero seguirla, yo, su hijo. Al tener que luchar contra los incentivos de los sentidos y los ardides de Satanás, y sentirme cansado del largo combate, invoco a María y llego a triunfar. Al desalentarme por las dificultades con que tropiezo en mis estudios y mis trabajos profesiona-les, levanto nuevamente la mirada a la Reina de los cielos, y como si Ella me dijera: ¡Ven a Mí, tú que quieres ser discípulo de mi Hijo y proseguir su labor de convertir y santificar almas; precisamente tú te encuentras cer-ca de Mí; precisamente a ti quiero servirte de Madre, de protectora y auxi-liadora; precisamente tú has de tener abundantes gracias para poder llevar una vida santa, para guardar fidelidad a mi divino Hijo y perseverar en tu vocación! ¿Podré desalentarme, si María está conmigo? No; yo confiaré en Ella y le suplicaré: Bendice a tu hijo; ¡oh, bendíceme!, para que acá abajo encuentre paz y en el más allá el cielo; bendice todos mis pensamientos, bendice todos mis trabajos, haz que descanse en tu amor de día y de no-che.”

Muchas veces vemos repetirse este caso de ir unida la influencia del pensamiento mariano con todo lo de la vida del joven; y esto aun tratándo-

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se de caracteres muy distintos. Un joven impetuoso, de carácter difícil, pe-ro ideal, escribe que toda su vida de oración rebosa de amor a María, que confía en Ella, que su imagen le impulsó con tal fuerza a la santa pureza, que él, sin saber propiamente de qué se trataba, siendo aún muy niño, hizo ante el altar de la Madre de Dios el voto de pureza, y que Ella le sirvió de guía en la elección de estado y en toda su formación.

Otro escribe: “Los últimos seis días de retiro me brindaron tiempo su-ficiente para reunir todos los recuerdos que se refieren a la orientación y ayuda recibidas de María y meditarlos una vez más. La influencia de la Madre de Dios en mi vida interior es extraordinariamente grande. El re-cuerdo más antiguo que conservo de la niñez se une a una imagen de Ma-ría que teníamos allá en casa, y que aun hoy me parece ser suma y com-pendio de todo lo puro, noble, elevado y gozoso; como si la hubiese visto hace un momento. En los años escolares, los ejercicios de devoción a Ma-ría eran los más eficaces, y durante mucho tiempo me sirvieron como úni-ca renovación de vida. Todavía hoy recuerdo perfectamente la profunda satisfacción y el orgullo con que traje de los Dominicos mi primer rosario, que desde entonces es mi compañero inseparable, Donde he experimenta-do la influencia más eficaz ha sido en la Congregación. En ella puse los ci-mientos de una vida interior ordenada y seria. Y allí la devoción a María y la confianza en su ayuda me han ayudado, de un modo llamativo, a vencer las dificultades que se me oponían en orden a la santa pureza y poder pro-ceder con toda seriedad en este punto. La devoción sencilla, infantil, que profesaba a la Madre de Dios me preservó del orgullo y “diletantismo” re-ligioso en sus múltiples formas, que observaba en ciertos grupos de los compañeros de clase. El hábito de levantar la mirada hacia Ella fue des-arrollando en mi una imagen resplandeciente y grande del ideal de mi vo-cación, del director espiritual, del pastor de las almas, del apóstol celoso; y esto me ayudó a mantener firme mi ideal contra todos los conceptos tri-viales que se habían formado de la vocación mis colegas. Cuando más tar-de toda mi vida interior, desviada por completo y conmovida con ímpetu revolucionario, iba buscando apoyo, otra vez fue María quien, gracias a mi creciente y sencilla devoción y a la antigua confianza que tuve en su auxi-lio, me hizo encontrar un fundamento firme y me condujo de nuevo a la simplicidad originaria de mi vida espiritual. Y esta sencillez, debida a la orientación de María, ha logrado firmeza y mayor consistencia, lo que aun hoy, en las horas decisivas de la prueba, me da empuje para lo grande, a que me he consagrado.

Todavía he de mencionar otra cosa como dádiva especial de la orien-tación bondadosa que me dispensa María: es la postura recta frente a la

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mujer, frente a la joven, y el amor hacia los niños. Si el otro sexo producía la más viva impresión en mi espíritu ya desde los días de la infancia, era cosa decisiva para toda mi vida espiritual la imagen que me formase de la mujer, de la joven. Y es mucho de notar que sin haber tenido nunca amis-tad ni trato con una joven, iba surgiendo en mí una imagen es-pontáneamente noble y elevada del otro sexo, la cual me sirve de modelo para todas las madres, mujeres y jóvenes que encuentro.

Con la confianza y amor crecientes que me inspiraba María, también iba creciendo constantemente en mí el amor a Cristo. “A través de María —debo reconocerlo honradamente —he encontrado más fácilmente a mi Maestro.”

Vamos a estudiar rápidamente la vida interior de dos jóvenes, en los cuales están trabajando las mismas fuerzas, que todo lo mueven, pero que obran de distinta manera.

“Cuando pasé al gimnasio —mis padres son pobres y, por consi-guiente, esto era algo extraordinario —mi madre me obligó a hacer una novena a María, y me encargó encarecidamente que rezase todos los días el “Acordaos”. La devoción a María llegó a ser en mí una devoción cons-ciente a los quince años de edad. En las horas difíciles, al ser tentado contra la pureza, o al desencadenarse en mi alma otras tempestades, des-aliento o cansancio espiritual, al sentirse mi espíritu completamente árido y seco, una mirada a María me traía siempre el descanso y consuelo an-helado. Lo que me ayudaba de un modo especial era esta Jaculatoria: “Ma-ría, Tú eres mi Madre, y yo soy tu hijo.” La aprendí de un misionero de Steyl, quien, a su vez, la había recogido de boca de un sencillo campesino. Innumerables veces la rezaba yo durante el día, y luego me sentía dichoso por cualquier cosa que me sucediese, “María, Tú eres mi Madre, y yo soy tu hijo.” Con frecuencia he discurrido sobre estas palabras, sin agotar nun-ca su significado. ¡Cuánta sabiduría y verdad, qué profundidad y plenitud hay en estas palabras! Mas no puedo expresarlo; cada cual debe encontrar por sí mismo la riqueza que en ellas se encierra...”

Otro escribe: “Nunca, nunca se ha oído que María haya dejado de es-cuchar una súplica. Esta frase, que se ha cumplido ya tantísimas veces, po-dría escribirla yo respecto de mi vida, que la Madre de Dios ha protegido de un modo especial. Siempre quisiera alabar las misericordias de la Vir-gen Santísima, esas misericordias que, con la gracia del Dios bondadosísi-mo, me han librado de muchas enfermedades y miserias espirituales. Por esta convicción he logrado una mayor firmeza, con la que espero permane-cer fiel a Dios. Ya de niño me sentía atraído a la Madre de Dios. Me con-

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movía de un modo especial el oír en los ejercicios piadosos de devoción mariana los cánticos del coro, cánticos hermosos, de profundo sentido. Más de una vez levanté mis ojos, humedecidos por las lágrimas, a María. Luego siguieron los estudios. Me cercaron peligros en diversas formas. Al recordar estos tiempos, doy gracias a la Virgen bendita por haber encontra-do finalmente —en todos los períodos de lucha y agitación —el camino para volver al Salvador. Cuando tuve que ir a otro centro docente para los cursos superiores, ingresé en una Congregación, haciendo voto de ser siempre un congregante fiel. Y si antes me asediaban los peligros y tem-pestades exteriores, entonces se mitigaron. En cambio, se desencadenó otra tempestad, una tempestad interior: desazón, inquietud, miedo y escrúpulos, con todas las consecuencias que suelen acarrear. A veces no sabía qué ha-cer. Sufría terriblemente. En esta época busqué refugio en María, invocán-dola como Madre del Buen Consejo y del Perpetuo Socorro. A Ella le debo haber encontrado un confesor muy perito en las cosas espirituales y haber conseguido nuevamente la paz interior.”

Añadamos que en los ejercicios, María suele intensificar su ayuda: “La Madre de Dios ejerce una influencia suprema en mi vida interior. Lo he sentido de un modo especial en los santos ejercicios. Gracias a Ella, és-tos son en mi vida un nuevo punto de partida.”

Otra carta: “Siempre recé con gusto a la Madre de Dios. Lo que me instigaba a ello de un modo especial era el “Ave” de nuestra Asociación. Rezarla diariamente era para mí cuestión de honor. Más tarde se amplió mi rezo mariano; en el mes de mayo acudía diariamente a las funciones reli-giosas. En casa esta devoción resultaba muy hermosa, porque por la noche íbamos a una pequeña capilla que había en el bosque, en la cual se celebra-ba el ejercicio del mes de María. Allí, realmente, se nos mostraba María como Reina de mayo. En la época de pasar a los cursos superiores, mi vida de oración podía resumirse —y así la resumía yo— con la siguiente frase: Soy caballero de María, paje de su Hijo Jesucristo. Conforme a ello, en-cauzaba y ordenaba todo mi proceder. Por la noche, en el examen de con-ciencia, me preguntaba siempre: ¿Me he portado como debe portarse un caballero de María? Si podía contestar afirmativamente me acostaba rebo-sante de dicha. Si no podía contestar con un “sí”, me acostaba con el firme propósito de portarme mejor al día siguiente. Muchas veces y con gusto he ido a pie a los santuarios marianos, puntos de peregrinación que había en mi tierra. Comulgaba temprano. Luego iba peregrinando por la mañana lle-na de sonrisas y llena de sol. Hacia el mediodía, regularmente, había alcan-zado mi meta y exponía a María mis negocios. Descansaba un poco y lue-go volvía a casa. Estos días siempre fueron para mí días de silencio y reco-

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gimiento; me comunicaban mucha fuerza para la propia lucha, y con fre-cuencia me daban también la convicción de haber sido atendidas las súpli-cas que había elevado a María en su santuario. También ahora en la vida militar siento muy vivamente la protección de María. Rezo todos los días el santo rosario y con preferencia los misterios en que puedo contemplar a María como Madre o como Virgen sin mancilla. En las conversaciones —de toda clase —que he de escuchar, muchas veces siento asomarse la ten-tación, y me veo obligado a luchar duramente para no caer. En estos tran-ces María es mi refugio; por esto medito con tanto gusto aquellos misterios del rosario que me dan ocasión de admirarla Purísima, Inmaculada. Cuan-do arrecia la tempestad, acudo a la catedral. Allí, en una capilla lateral, hay una antigua imagen de María. Basta que me arrodille y ore unos minutos ante la misma para volver a casa confortado y lleno de energías. Ante esa imagen cuento a María todo lo que me oprime y también todas mis aleg-rías.

Creo que debo a María casi todos mis valores interiores, como todas las victorias que he alcanzado sobre mí mismo, sosteniendo muchas veces duros combates. A los quince años de edad fui seducido por unos camara-das. Durante mucho tiempo luché y no he vuelto a reincidir. Ocurrió de la siguiente manera: Me di cuenta de que yo podría conducir a Cristo a los demás. Mas para lograrlo, todo debía hallarse ordenado en mi interior. El punto de partida me lo brindaron los Ejercicios; en ellos encomendé este asunto a María. Después de una breve lucha pude conseguir la victoria principal. Siguieron luego otras luchas y, por desgracia, también nuevas derrotas. Al cabo de un año, poco más o menos, volví a ser completamente puro. Desde entonces no he reincidido, y estoy convencido de que María tampoco ahora me abandonará. Consagré por completo a María, mi apos-tolado de conducir a Cristo a los demás. Me sentía de lleno caballero suyo, que podía prestar servicio en el séquito de su Hijo. En el último semestre escolar fui a unas clases de baile. Naturalmente, tampoco pude eximirme de su influencia. Conocí allí a una joven, buena católica, que empezó a ejercer cierta influencia sobre mi. El haberlo notado yo a tiempo y perma-necer fiel a mi misión, es otro favor que debo a María.

Y hay todavía otra victoria importante que he conseguido merced al auxilio de María. Me ayudó a sostener con mi madre las debidas relacio-nes, rectas y exquisitas. Al principio de mi adolescencia llegué a ser duro con ella porque creía que no me comprendía. Casi a diario había roces en-tre nosotros, hasta que un día mi hermana mayor me reprochó mi proceder. Esto me impresionó tanto, que la misma noche hice el firme propósito de

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procurar no darle más que alegrías. Pedí para ello la bendición de la Madre de Dios. Y Ella no me la negó.

También mis trabajos escolares se desarrollaron completamente bajo la protección de María. En casa, en mi aposento coloqué una estatua de María sobre mi estante de libros. Cuando me atascaba en el trabajo, me bastaba dirigir una mirada a María para seguir trabajando con más recon-centración. Al volver a la escuela, lo primero que hacía era dar gracias a María por los éxitos obtenidos, cualesquiera que fuesen. Si estaba en vís-peras de exámenes o trabajos difíciles, imploraba la bendición de la Madre de Dios. Con gusto recitaba por la noche la consagración mariana de los jóvenes católicos. Lo que me agradaba especialmente eran las siguientes líneas: “Haz que en adelante pueda oponerme a todos los enemigos de tu Hijo.” “Da éxito a nuestros trabajos y haz que mediante nuestras oraciones y nuestro trabajo, podamos conducir hacia el bien a los demás.”

Ser madre significa colaborar con la divina omnipotencia y sabiduría divina en la formación de un nuevo hombre, cimentar con oración, sacrifi-cios, amor y abnegación la dicha eterna de un nuevo ser, dar no solamente existencia, sino también orientación y valor a una vida. Y es esto lo que hace desde el cielo en millares de almas, sobre todo cuando la mente y el amor filial están dispuestos a comprender la fidelidad y el amor maternos.

Un joven escribe, fundándose en la propia experiencia y en lo que sa-be de sus camaradas: “La Madre de Dios es fuente de paz y de alegría en mi vida pasada y en la presente. Ella convivía con la pequeña tertulia de los hermanos, por la noche, en las excursiones, en el bosque, en la escuela. No había lugar ni ocasión en que no estuviésemos todos convencidos de que Maria se hallaba en medio de nosotros con su bendición. Y que todo lo torcido y falso estaba absolutamente distanciado de Ella. Así iba determi-nándose nuestra postura frente a la mujer pura; y ésta obtuvo en nuestro corazón el puesto que le era debido. Nos servía de refugio absolutamente seguro, sobre todo en las horas difíciles. No debe atribuirse un valor exiguo a su influencia en lo que respecta a la forma de la vida exterior e interior. Acaso fue por nuestras relaciones con Ella por lo que empezamos a barruntar lo que significa la palabra amor. A Ella dedicábamos nuestros momentos de más profunda y festiva alegría; y en la mayoría de los casos le dirigíamos palabras, imágenes y melodías de propia cosecha.”

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EL REFUGIO DE LA PUREZA INCONTAMINADA

Un joven —que no es católico— escribe: “Cuando un día se propuso el Cristianismo sanar un mundo decadente y depravado, empleó principal-mente el poder espiritual de la más perfecta pureza femenina. Pero el com-portamiento del mundo antiguo, decadente, es de poca importancia, si se parangona con la degeneración en que va a resolverse la corrupción mo-derna. De estos abismos solamente puede salvarnos la encarnación más su-blime de la intacta nobleza femenina; solamente Ella puede librar el alma humana del poder omnímodo con que la esclaviza el egoísmo de los senti-dos e introducir en medio de lo natural, el elemento sobrenatural. Real-mente lo que significa la figura de la “Virgo immaculata” para la cultura humana— y cultura es tener a raya los instintos —es muy superior a todos los éxitos de la técnica moderna sobre los poderes exteriores de la Natura-leza.”

Weiger lo expresa en su manera peculiar, exquisita (2): “El mundo necesita una vida santa, aprobada por Dios; necesitó y necesita incesante-mente la expiación por medio de la entrega total de Jesús en el sacrificio y en el memorial constante de este sacrificio. Necesita las figuras santas, pa-ra convencerse de que la sangre de Jesús purificó y santificó la Naturaleza —que tan sospechosa se había vuelto —; y entre esas figuras santas nos saluda como la más veneranda la Virgen Inmaculada y Madre de Dios, María. En Ella volvió a florecer —por vez primera desde los días de la caí-da— la Naturaleza, con su pureza y hermosura originarias, como la había concebido Dios; y floreció por gracia del Redentor. En María fue deroga-do, y derogado queda para todos los tiempos, conforme a la voluntad divi-na, lo sospechoso de la Naturaleza. Dios escondió de mil maneras al mun-do esta joya de la creación mientras peregrinaba Ella en carne mortal; nun-ca hablaba Jesús de su Madre santísima; levantó en torno de Ella una mu-ralla de silencio. Solamente una vez confirmó lo que confesara la sencilla mujer del pueblo, es a saber, que era bendito el vientre que lo llevó y ben-ditos los pechos que le alimentaron. Esto es como el primer toque de una campana que más tarde había de llenar con su repiqueteo todo el orbe te-rráqueo. Por María Inmaculada, Madre de Dios, comprendemos que con frecuencia la misión del santo en la historia de la salvación solamente se

2 María, die Mutter des Glaubens (María, la Madre de la fe). Werkbund, würzburg. 1940, pág. 139.

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pone de manifiesto después de su muerte. Así como por la noche el firma-mento no revela de repente todos sus secretos, de un modo análogo ha ido engarzándose una estrella después de la otra durante los siglos en la corona imperial de la Madre de Dios, y su imagen ha ido brillando cada vez más intensamente en la comunidad de Cristo, atrayendo todo cuanto anhelaba pureza y santidad, todo cuanto pedía con lágrimas verse libre de los ensue-ños de un mundo indigno de confianza, todo cuanto quería desligarse, con un supremo esfuerzo de buena voluntad, del espíritu impuro y sospechoso de este mundo. Muchos han encontrado por la intercesión de María el ca-mino de retorno a la casa paterna; muchos han aprendido por la imagen de la Inmaculada, de la nunca contaminada por el espíritu de este mundo, a comprender y amar nuevamente lo que antes, por efecto de la seducción general, les parecía cosa insensata y despreciable: la humildad, la pureza del corazón, el sacrificio propio por amor de Dios.”

En ningún periodo de la vida se revela esto de un modo tan emocio-nante como en los años de adolescencia. La gran mayoría de las vidas espi-rituales que he podido conocer dan de ello testimonio, y testimonio lleno de gratitud. ¡Cuánta pureza se conservó intacta, fue preservada en dura lu-cha o reconquistada después de una caída profunda, por haberse dirigido una mirada a la Virgen Purísima, que aparece al alma como la única com-pletamente hermosa, como luz sin sombra, como la más hermosa de todas las mujeres, “siete veces más hermosa que la hermosura misma”, según se decía con profundo sentido en la Edad Media!

No podemos expresar mejor lo peculiar de esa influencia que con es-tas palabras: Es la influencia de una imagen ideal. Hay que subrayar ambas cosas: “Ideal” e “Imagen”.

Ideal. —Para ser eficaz un ideal debe estar en relación estrecha con la persona sobre la cual ejerce influencia. Además, debe mostrársele desco-llando sobre todo lo demás, como algo que no puede alcanzarse perfecta-mente por las propias fuerzas, como algo grandioso, imponente. Además, debe instigar por su misma naturaleza y esforzarse, a imitar, a luchar. Una pirámide, por ejemplo, es algo imponente; pero nos deja fríos, no espolea nuestra voluntad. Como mejor contribuirá el ideal a enardecer el afán de esforzarnos será brillando precisamente en el campo de trabajo y de lucha propio de cada cual; así, por ejemplo, en el campo de la lucha moral, si se trata de jóvenes. Porque esta lucha es la mayor y más recia, es también su más profunda necesidad.

Imagen. —Y no como algo puramente intelectual. La fuerza del hom-bre total no se ciñe al pensar frío; trabaja con la fantasía y los sentimientos;

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lo primero que hacemos es lo que podemos alcanzar de un modo íntimo también con estas dos fuerzas.

Una imagen ideal de esta índole transfigura la fantasía, enardece los sentimientos, vigoriza el esfuerzo y el amor. Naturalmente, la razón cola-bora, mas no se coloca en el primer término de la conciencia.

María es una imagen ideal de esta clase. Ciertamente, el ideal supre-mo en todos los aspectos es Uno, del cual están pendientes, con amor y ve-neración irresistibles, millones de hombres: Jesucristo, el Hijo de Dios. Pe-ro así como en el orden natural el poder creador de Dios llamó a la existen-cia dos seres humanos —hombre y mujer— completamente puros, así aho-ra, en el orden sobrenatural, el poder de la gracia divina quiere mostrarnos no solamente al Hombre-Dios, sino también a una mujer de perenne pu-reza. Pero en el Salvador se transparenta, subyugador, a través del envolto-rio de la naturaleza humana, lo divino; por consiguiente, María, la Inmacu-lada, es la única imagen ideal puramente humana que está exenta de toda flaqueza. Ante su hermosura se desvanece todo brillo terrenal. Para ador-narla podrá acumular la fantasía todo lo hermoso que hay en la tierra, mas Ella será siempre superior en hermosura. Aunque la fantasía reúna el oro y las piedras preciosas del mundo entero para levantarle un trono y hacerle una corona, aunque recoja las flores más hermosas de todos los países y las entreteja en guirnalda, todo el brillo de los tesoros más valiosos y la pompa de colores de todas las flores serán pálidos ante la pureza y la hermosura de esa alma.

El dogma de la Concepción Inmaculada pone ante los ojos de todos cuantos tienen sentido para lo grande, la imagen de una vida llena de Dios. ¡María, la intacta, la no mancillada por el pecado, la mayor de todos los re-dimidos! En Ella está con plenitud la gloria de la vida divina. La posesión de la gracia irradia en todo su ser humano y lo levanta a un noble sentir, comunicándole donosura, belleza (María en el arte), profundísima alegría, que se expresa con las voces jubilosas del Magníficat.

He ahí el foco en que puede encenderse el más ardoroso entusiasmo, un entusiasmo que nunca saldrá fallido. Y es que en esta pureza ideal estri-ba la victoria, el triunfo absoluto sobre el poder del príncipe infernal. Ya en el primer momento Ella le derrotó por virtud de su fuerza incontamina-da, resplandeciente, llena de gracia. Y sigue siendo la triunfadora sin par, “Inmaculada”. Su castidad no es un “no-saber”, un “cerrar-los-ojos”, sino una mirada penetrante en la esencia del pecado y en la grandeza y fuerza de la divina gracia. Así la vio el gran profeta de la Antigua Alianza, Isaías; así la presintió el poeta más noble del paganismo, Virgilio: Ya vuelve la

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Virgen y con ella una nueva generación. La nueva era, la cristiana, está ba-jo el signo de la Virgen. Rechaza el antiguo y clásico ideal de belleza: el joven hermoso. Es una época virginal por su ideal.

Dios escogió lo débil para confundir la fuerza. Tan grande es el poder de la virginidad que influye en los tipos ideales de la Humanidad hasta en el campo profano: así en el caballero medieval como en los héroes del Re-nacimiento. Y es que el concepto de “virginidad” se aplica a ambos sexos. En la Edad Media se consagraban templos “ad duas virgines”. Se referían a María y a Juan.

La Virgen se erige en imagen ideal que conduce a las alturas; y aun se ve enaltecida por el título de “Esposa del Señor” y adornada con la ma-ternidad espiritual. “Quien me encuentra, encuentra la vida y recibe la sal-vación del Señor.” (Cf. GRABER: María im Gottesgeheimnis der Schö-pfung, María en el misterio divino de la creación. Pustet. Ratisbona, 1940, págs. 68 y sigs.) Así María es como un llamamiento que se nos dirige para que subamos a las alturas; para que luchemos por la perfección. Y la ro-dean el amor y el entusiasmo de innumerables fieles, amor y entusiasmo que llenan el alma y desprecian todo lo rastrero.

Estudiemos ahora la realidad de este pensamiento en el corazón mis-mo. Ante todo, la imagen de la Madre de Dios nos enardece e impulsa una y otra vez a la pureza moral. Muchos atribuyen a su protección la grandísi-ma dicha de haber conservado intacta la inocencia bautismal, a pesar de to-das las luchas y circunstancias exteriores, que muchas veces eran desfavo-rables. Reuniremos aquí una serie de ejemplos. Proceden de distintos jóve-nes. Uno de diecisiete años (que murió luego a los veinte) escribió en cier-ta ocasión:

“Al llegar a la edad en que se agitan las tentaciones, redoblé mi con-fianza en mi director espiritual, y se lo iba contando todo. Al mismo tiem-po sentía la necesidad de ahuyentar mis pensamientos impuros con otros puros. Hacía lo posible para lograrlo. Por esto adquirí una medalla que re-producía de un modo exquisito a la Inmaculada, tal como la pintó Murillo. La llevaba siempre encima; y en casa, mientras estudiaba, la tenía delante de mí sobre la mesa. Al ir de paseo me la llevaba. Cuando me asaltaba un mal pensamiento, la miraba. Y al verla en su brillante trono de nubes, ro-deada de ángeles, que transportados de gozo la contemplan, me animaba. Con filial confianza y convicción, le decía: “Madre, no olvides que quie-bro mantenerme puro.”

“Con una sola palabra encauzó la Madre de Dios mi vida de piedad, íntima. Las fiestas y solemnidades marianas siempre han sido para mi los

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principales factores, de la renovación espiritual. Mi devoción a la Madre celestial, en la que veía la suma y compendio de todo amor y hermosura maternales, iba creciendo. El pensamiento de la Señora siempre suscita en mí el fervor más intenso; y gracias a su imagen pura, regularmente se apa-ciguan y tranquilizan mis sentimientos excitados.”

“Quiero caminar bajo la bandera inmaculada; por esto he encomenda-do mi pureza a la que es pura como el lirio. Ella me asiste en las luchas y me asistirá también en adelante. Cuando se agitaban en mí pensamientos o incentivos sensuales, clamaba a Ella e inmediatamente sentía su ayuda. El espíritu maligno huye en cuanto ve que la mirada severa de la Madre se clava en él. Por la mañana y por la noche rezo un Avemaría, para que la bendición de la Inmaculada me acompañe en la lucha contra los rebeldes incentivos. María me ha conducido en medio de los peligros que me ame-nazaban.”

“Vivencia profunda es para mí el que María me haya ayudado a reco-brar la pureza. Ella, la más pura, me ha asistido, y con su ayuda he podido subir; al final no podía ya hacer otra cosa, tenía que ser puro.”

“Yo venero a la Madre de Dios como Señora y Reina, la más noble y grande; acaso la vea yo como debían verla los cruzados. Es el ideal de toda feminidad y grandeza, mujer que no solamente merece ser amada, sino también obedecida con disciplina militar y con exactitud. No hace mucho tiempo tuve que frecuentar una institución en la que presenciaba día tras día el comportamiento frívolo de las empleadas. Por esto sentí nostalgia; y me era necesaria la imagen de una mujer completamente grande y pura. La encontré siempre en María.”

“Mi actitud frente a la mujer y a la madre fue determinada de un mo-do esencial por la Madre de Dios. Me acuerdo de una conversación que tu-ve con mi madre en el período de desarrollo, al empezar yo a barruntar al-go respecto de la diversidad de los sexos y llegar las primeras tempestades. Ella me habló de la misión de la mujer en el plan de Dios, y luego me dijo: “Has de tener respeto a todas las mujeres, has de ser caballero con todas ellas, especialmente con las que llevan una nueva vida en su seno. Al en-contrarte con una mujer, no importa cuándo ni dónde, recuerda siempre que también fue mujer la Madre de Dios, y que cada mujer la representa. Si piensas siempre en esto, aun cuando te encuentres más adelante con una mala mujer, sabrás siempre cuál ha de ser tu comportamiento.” Muchas veces me fue difícil seguir este criterio; pero fue decisivo para mi actitud respecto a la mujer. “Ver en cada mujer a la Madre de Dios”; esto me ha ayudado siempre. En una crisis, cuando la amistad con una muchacha po-

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día ser para mí un peligro, volví a encontrarme y pude preservarme del mal, precisamente porque yo veo siempre en la joven algo más que una persona del otro sexo, pues ella es para mí la encarnación de lo más puro y santo, la encarnación de la Purísima.”

“En el bachillerato me encontré de repente con jóvenes excesivamen-te despreocupados, y entonces se derrumbaron todas mis hermosas e idea-les esperanzas. Lo sentí vivísimamente en mi interior y no sabía qué hacer. En este trance me protegió la Madre de Dios. Yo le contaba mis preocupa-ciones y dificultades, y luego volvía con nuevas fuerzas al trabajo. Si pude conservarme puro en medio de tantos peligros, a pesar de verme obligado a sostener una lucha continua desde los doce años de edad —muchas veces llegaba casi a desesperarme—, lo debo a la bondadosa Madre de Dios... Servía de expresión a mi ambiente espiritual 1a. Madonna Sixtina. que aparece entre fulgores celestiales como reina, madre y virgen. Este cuadro estaba colgado de la pared en mi cuarto de estudio, y delante de él he pasa-do horas difíciles y llenas de consuelo. Me causaba una impresión más profunda que todos los sermones, libros y conferencias referentes a la Ma-dre de Dios.”

“Esta Madonna de Rafael es también para otros jóvenes expresión de la imagen que llevan en su corazón. “Ciertamente eran rudas las luchas que hube de sostener para conservar la pureza. Pero combatí con el mayor empeño, y me siento dichoso de poder comunicarle hoy a usted que no he delinquido contra el sexto Mandamiento.” Es cierto que muchas veces las tentaciones eran inconcebiblemente grandes. Pero... como si una mano in-visible me señalase la imagen de la Madonna Sixtina que adorna mi cuar-to. Y al rezar el “Ayúdame, María, ha llegado la hora”, ya estaba vencida en la mayoría de los casos la tentación.”

Un joven expresa brevemente la misma idea: “El hecho de que yo ha-ya podido pasar incólume a través de todos los peligros, a pesar de vivir en una ciudad grande, lo atribuyo a María. Siempre me impresionó de un mo-do especial la pureza eximia, admirable; sobre todo la pureza de la Inma-culada. Me sentía seguro al hallarme en su proximidad y me parecía estar protegido por Ella.”

Ahí va la confesión de otro: “El mes de mayo suscitó en mi alma la imagen de la Madre de Dios, brillando con los más alegres colores. Nunca me había parecido tan hermoso mayo. Diariamente y con fervor íntimo re-zaba a la Madre de Dios, pidiéndole fuerzas para permanecer firme en me-dio de la tentación. La lucha no fue fácil; a veces la refriega era calurosa, y en cierta ocasión no vigilé como debía. Pero al darme cuenta del punto pe-

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ligroso en que me encontraba, una jaculatoria dirigida a María me salvó del peligro...”

Otro testimonio: “He luchado y combatido. Pero zozobraba nueva-mente. Estaba completamente aturdido. Todo me importunaba y me prepa-raba tentaciones. En medio de ese estado caótico, iba hojeando las confe-rencias de los Ejercicios y tropecé con la última, la referente a María. La leí y luego cogí mi devocionario, en el que tengo una imagen admirable de María, y me puse a contemplarla. Nunca me habían emocionado tanto esos rasgos nobles y puros. Luego me arrodillé y supliqué a María que me ayu-dase. Desde entonces me he salvado de los peligros y me he vuelto más fuerte. No estoy seguro todavía. Pero si por la mañana prometo fidelidad ante la imagen, siempre logro pasar al día sin pecar. Bendigo la hora en que conocí a María.”

Sí, es posible que María domine hasta tal punto la vida interior que no surja ninguna impureza. “Uno de mis pensamientos guías ha sido: Qui-siera tener la complacencia de María. Porque en Ella había puesto mi amor, no buscaba otro. Bajo su protección me sentía seguro; lo estaba. Sin Ella —estoy convencido —no sería lo que soy; a su protección debo el no haber conocido en realidad, ni sospechado una sola vez, lo que es pecado y tentación. Su pureza ideal me apartaba mucho, muchísimo de los proble-mas sexuales.”

Ni en las circunstancias más difíciles fracasa la fuerza del ideal ma-riano. “Sin Ella —escribe un joven —no me habría conservado puro; por-que el medio ambiente de la escuela, etc., era bien capaz de arrebatármelo todo. Efectivamente, en nuestra clase eran contadísimos los jóvenes com-pletamente puros. Pueden suponerse las conversaciones, chistes y compor-tamiento. En esas circunstancias, lo que me ha salvado ha sido pensar en la pureza de María.”

“La Madre de Dios es la reina de la pureza. Como tal la venero yo. Usted conoce mi principal flaqueza y sabe que no perdono medio para vencerla. Veo ante mí la imagen de la madre de Dios, la que venció el pe-cado, la que aplastó la cabeza de la serpiente, la mujer más pura. Mi devo-ción a María iba creciendo al compás de la lucha que hube de sostener por la pureza. Aprendí además a respetar a todas las mujeres, en primer lugar a mi madre.”

Podríamos aducir todavía muchos testimonios. Florecen más lirios de lo que muchos creen; y con frecuencia precisamente allí donde, humana-mente hablando, el suelo y el aire son más desfavorables. En todos estos testimonios vibra el pensamiento de un joven que poco tiempo después de

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escribirme sufrió un accidente mortal: “En el momento del peligro, el re-presentante a la Madre de Dios ha disipado la tentación.”

Una cosa quiero mencionar todavía, porque puede servir de orienta-ción a muchos:

“Un cuadro moderno de la Madre de Dios, ante el cual pasaba con frecuencia largo tiempo, despertó muchas veces en mí el anhelo de una li-beración interior. Era para mí el polo opuesto de los cuadros procaces que se ven en los escaparates. La virginidad de María, su elevación absoluta sobre la sensualidad me cautivó. Ella aparece sin ninguna flaqueza en me-dio de un mundo corrompido. Esto me ayudó en la lucha por la pureza. Los conceptos fundamentales los he recibido de un ambiente religioso y santo. El rezo diario del rosario —a la edad de dieciocho años— era para mí cuestión de honor. Muchas veces era difícil; con frecuencia hube de re-zarlo a las doce de la noche...”

Alegrémonos de tanta pureza como floreció con pompa magnífica, gracias a una mirada dirigida a la imagen ideal de la Virgen Purísima. Te-nemos la explicación de muchas cosas en un rasgo peculiar de esas imáge-nes ideales; y este rasgo lo encontramos no solamente en María, sino en to-dos los ideales de nuestra fe católica: A la imagen hermosísima que el al-ma contempla le corresponde una realidad viva, con la cual podemos po-nernos en contacto directo mediante la fe. La mujer más pura, la Virgen más bella no está lejos de nosotros como el. cielo; no. Ella contempla real-mente nuestras luchas y esfuerzos, y nos alienta a combatir, a confiar y a vencer. La influencia de María tiene una historia que nadie podrá escribir con toda su grandeza, que solamente vemos refulgir de vez en cuando al escuchar unas revelaciones hechas en confianza. No ocurre lo que en el ca-so de un héroe, que, una vez muerto, ya no puede obrar heroicamente; an-tes al contrario, entre María y nosotros hay una relación constante, perso-nal; y es esto precisamente lo que puede brindar al joven de noble sentir unos valores inapreciables.

Un joven sencillo, pero de profundos sentimientos, resume muchas cosas de las que acabamos de decir: “Un silencio nocturno en torno mío; el viento susurra entre las encinas. Los grillos cantan. Todo ello invita a la meditación; en este ambiente pienso yo en lo que es la Madre de Dios para mí; y voy dándome cuenta cada vez más de que Ella es para mí, ante todo, la Virgen Purísima, Inmaculada. Así veo en cada muchacha a la Virgen Santísima, y me duele el que muchas de ellas sean con harta frecuencia precisamente todo lo contrario. La madre es para mi el símbolo de la pure-za.”

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Otro joven lo expresa de un modo brevísimo: “La Madre de Dios sig-nifica en mi vida el ideal de la pureza. Estoy convencido de que a Ella de-bo mi juventud pura, desde que cada noche levanto hacia Ella la mirada re-zando un Avemaría.”

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¡ADELANTE A UNA RENUNCIA FORZOSA!

La Virgen purísima es también la gran maestra de la cruz. La educa-ción para la pureza, que ella hace florecer en las almas, pide sacrificio. Los mayores sacrificios deben hacer los jóvenes si quieren cumplir en realidad el propósito de conservar la pureza. Los que se han visto libres de luchas persistentes y rudas apenas pueden sospechar el valor heroico que se nece-sita para pronunciar en este punto el “sí” denodado ante la cruz. La imagen ideal de la Virgen da facilidad para hacer sacrificios y nos impulsa a con-sumarlos.

La idea de caballerosidad nos impulsa a ponernos al servicio de la mujer pura y amable, a imponernos tal cosa y evitar tal otra, a no consentir junto a Ella malos amigos, a no dar entrada en la fantasía, en la que vive su imagen santa, a otras imágenes, y, por consiguiente, a estar sobre aviso en la lectura y en las llamadas obras de arte, en el teatro, en el cine. Queremos portarnos en todo como caballeros irreprochables, agradecidos, en quienes la Reina purísima pueda posar su mirada con benignidad y complacencia.

“Como expresión de gratitud —así se expresó un joven—, tenia que honrar yo su pureza intacta, no mancillada; otra muestra de gratitud ni yo podía ofrecérsela a la Señora, ni Ella la quería de mí; lo vi claro. Mas su pureza sólo podía honrarse con un esfuerzo vigoroso, decidido, por lograr un espíritu puro y unas obras que le fueran afines. Por este motivo, desea-ba yo obtener su complacencia; así me dediqué de lleno a ese esfuerzo, y con la ayuda de Dios alcancé el bello objetivo de la virtud.”

Muchas veces se trata de pequeños sacrificios. Los jóvenes se los im-ponen —cada día o el domingo para la si siguiente semana— precisamente en el Mes de María para complacer a la Reina de mayo. Con el fin de obli-garse a cumplir lo prometido, escriben los propósitos y colocan la cédula a los pies de una imagen de María. Muchas veces se ha puesto de manifiesto que tal costumbre resulta una poderosa ayuda para el trabajo de la propia formación interior. Se trata de privarse de algo en la comida, de prestar pe-queños servicios de caridad, de ser afables con camaradas antipáticos, de obedecer a los padres con más prontitud, de poner una diligencia extraordi-naria en el trabajo... En todo ello el pensamiento impulsor es el que expre-

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só de esta manera un joven: “La caballerosidad es a saber: para honrar a la Madre de Dios hemos de aceptar ciertas cargas y privarnos de ciertas co-sas, oponiéndonos a nuestra inclinación natural.”

Muchas veces —y precisamente en la profunda miseria espiritual— el amor a la Virgen Purísima nos espolea a un empeño vigoroso, serio, de conseguir la inocencia, aunque haya de costamos los mayores sacrificios. Instiga a hacer el voto de pureza y virginidad. Ciertamente los jóvenes no siempre se dan cuenta cabal de todo el alcance de su voto. Sólo quieren obligarse con santo idealismo y con plena conciencia de su propia debili-dad a no caer en lo bajo y rastrero. Se arrodillan ante una imagen de María y ponen en manos de la Señora la santa promesa (3). Es la hora del querer santo, del alegre y entusiasta espíritu de sacrificio.

“El culto a María y la devoción a San Luis corrían parejas en mi caso. No recuerdo cuál de esas dos devociones fue la primera. Creo que surgie-ron a un mismo tiempo. María tenía en Luis a un hijo entusiasta, y Luis te-nía en María una madre fiel. La práctica piadosa, fielmente observada, de rezar por la mañana y por la noche tres Avemarías, y ¡oh Señora mía!, no permitieron que palideciera el recuerdo de María. Ante la imagen del Per-petuo Socorro me sentí impulsado en los años críticos a hacer voto de cas-tidad, cuyo ideal veo resplandecer en María. No diré si comprendí o no en todo su alcance el voto. Lo que yo quería era ofrendar a María algo eleva-do y hermoso. Así, la devoción a María llenó mi alma de nobles anhelos.”

Otro escribe: “Al ser admitido en la Congregación, sentí claramente que, si quería consagrarme a la Madre de Dios —y como consagración consideré ese acto—, tenía que conservarme puro; y me comprometí a ello —naturalmente no bajo pecado—, poniendo la mano sobre el libro de los Evangelios. El mismo día revelé mi resolución a una joven, con la cual ha-bía trabado amistad entre juegos de niños, y le dije que nuestros amoríos carecían de objetivo. Desde aquel día no he vuelto a hablar con ella; y, fir-me en mi propósito, he andado con gran cautela respecto del otro sexo. Después de algún tiempo emití en el día de la Inmaculada Concepción el voto de virginidad; y con tal fin acudí a una sagrada imagen de la Madre de Dios. Recordatorio de ese día es para mí una estatua de María que aquel día coloqué sobre mi escritorio. Entonces veneraba yo en María de un mo-do especial a la Virgen, y a esta veneración debo mi pureza.”

3 No es éste el lugar de discutir si debe o no recomendarse tal voto. El director es-piritual experimentado inculcará el principio de que no se haga sino después de ma-duro examen y consulta; y. al principio, lo permitirá sólo para un corto lapso de tiem-po.

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De importancia suma es la ayuda que el ideal mariano, fomentado con amor, brinda a los jóvenes para los innumerables sacrificios que se ven obligados a hacer en lo que toca a su inclinación instintiva hacia la mucha-cha. Hemos de observar dos cosas en este punto.

La primera la indicó un joven al escribir: “La pureza y la virginidad de María venían a ser en mi espíritu como un sustitutivo beneficioso de aquello a que debía renunciar. Sin esta imagen ideal difícilmente habría podido vencer —así lo estimo— en la lucha.”

Un soldado escribe: “Pensamientos y deseos impuros no se compade-cen con el rezo fervoroso del Avemaría. Al rezarla, surge siempre ante mis ojos —si puedo expresarme así— la Madre purísima de Dios, con lo cual se disipa todo lo impuro.”

Un joven campesino: “Puedo asegurar una cosa, y es que nunca ha-bría conservado mi pureza sin la Madre de Dios. Muchas veces se acercó a mí el tentador, un día y otro día; en esos trances yo procuraba siempre sus-citar en mi mente la Imagen de la Madre de Dios como la más pura y la más noble; rezaba: “¡Oh María, sin pecado concebida, ruega por mí y asís-teme”; y puedo afirmar que entonces vencía casi con facilidad todas las tentaciones.”

Y es que la imagen de María nos aleja de todo lo rastrero, colma to-dos los anhelos, y además es una prueba viva de que la castidad no signifi-ca sólo renuncia o empobrecimiento, sino grandeza y riqueza interiores, ar-monía, pureza, dicha y dominio.

La segunda cosa se revela por la siguiente carta: “Al llegar a los die-ciocho años de edad, se apoderó de mi una seriedad profunda, íntima. Sin embargo, hube de sostener una lucha ininterrumpida por muchos proble-mas, que se referían a la fe, y se movían aún mucho más en el orden moral. Entonces se despertó en mí con la mayor fuerza la devoción a la Madre de Dios. Lo que más me impulsaba hacia Ella eran las necesidades del alma misma. La imagen de la Virgen sin mancilla me comunicó un deseo ar-diente de conseguir la pureza de corazón y un respeto reverencial a la fe-minidad pura. Estoy convencido de que en los cursos superiores del bachi-llerato y en la Universidad, María fue mi protección y fuerza, con la que pude librarme de muchos peligros.”

Está en íntima relación con esto el hecho de que precisamente las ofensas que se infieren a María activan todas las fuerzas de defensa a favor de lo santo. “En cierta ocasión me encontraba con cuatro camaradas en un mismo aposento. Como suele ocurrir, por la noche, antes de dormirnos, llegamos a hablar de algunos temas religiosos. Tres de nosotros no nos co-

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nocíamos. El cuarto se lanzó de repente a hablar de la Madre de Dios, de la Inmaculada Concepción y de la maternidad de María. En qué tono, puede imaginárselo usted. Le digo con toda sinceridad que me pareció se ofendía a mi propia madre. Me puse a cavilar con toda seriedad si debía o no darle unas bofetadas. Cuando luego hablé del asunto con los otros camaradas, noté que ellos habían sentido lo mismo que yo. Ese individuo habría reci-bido una paliza de no pensar nosotros que el desgraciado habló como ha-bló porque nunca había oído otra cosa.”

Un ejemplo me parece que resume en este punto muchas cosas. “Has-ta la edad de dieciocho años no estimé como se debe la devoción mañana; los estímulos de la Asociación en que estaba encuadrado tampoco me ayu-daban mucho. Aun cuando escuchaba o leía con agrado sermones y artícu-los referentes a esas cuestiones, no me llegaban a lo hondo. Por lo menos, no me inspiraban una devoción mariana consciente, sistemática, aun cuan-do rezaba diariamente el Avemaría. Esta devoción no llenaba mi espíritu de adolescente. A la edad de dieciocho años —debido a ciertos desengaños— se produjo en mi un cambio, y desde entonces estudié más detenida-mente la cuestión. Como joven, iba buscando la imagen ideal de la mujer, imagen que nunca podrá realizar un ser humano. Pero el joven necesita precisamente una imagen ideal, una figura ideal, para poder ir formando su vida según principios elevados. Especialmente la amarga experiencia —que va creciendo a medida que madura la razón— de ver lo que hay de rastrero, de cruelmente trivial en este mundo y de ver que el espíritu se in-clina al fango y a la carne, pide una contrafuerza, una altura resplandecien-te, a la que pueda levantarse nuestra mirada, un fundamento roqueño gra-cias al cual podamos salvarnos en medio del agitado oleaje de la vida. Esta altura, esta roca, es la figura sublime de María; y yo no podría indicar otra mejor. Es una fuerza que atrae hacia las alturas, que dirige nuestra mirada hacia Dios. Gracias a su pureza, nos atrae y nos espolea a triunfar del peca-do y de la flaqueza. Nos infunde fuerzas para perseverar, aun cuando nos venga cuesta arriba. Ella es modelo en todos los aspectos, tanto en lo terre-nal como en lo religioso. Su elevada nobleza nos calma cuando nos senti-mos agitados por la pasión y la lucha. La devoción a María crece con espe-cial vigor en las horas difíciles... En la lucha por la pureza, María es la me-jor ayuda. Al pensar en María, un hombre de corazón noble tiene que aver-gonzarse de cometer un delito.”

Aquí nos hallamos ante una influencia que se ha sentido en todos los siglos. El corazón del joven necesita y ha necesitado siempre poder levan-tar la mirada a una mujer sin lunar ni mancilla. Por este anhelo se explica el casto amor, característico de la Edad Media. ¡Cómo se respetaba enton-

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ces en amplios círculos a la mujer! En los castillos de los caballeros y en las casas de los patricios, en los gremios y entre el pueblo, resonaban las canciones puras de un amor inocente. Entonces se creía que las puras ma-nos virginales curaban las heridas más graves; los caballeros porfiaban en el servicio puro, recatado de la mujer, y la defensa de su honor se contaba entre los primeros deberes; se desenvainaba la espada para defender la ino-cencia de las vírgenes, y se doblaba la rodilla ante la maternidad. Varios eran los motivos que inducían a ello; pero hay algo especial que explica muchas cosas: ante los ojos espirituales de los mejores de aquellos tiempos y de amplios sectores del pueblo brillaba la más santa de todas las mujeres: María. Ellos la veían completamente hermosa, a Ella, a “Nuestra amada Señora”. Tan íntima y ardorosa era su devoción, que extendían a todo el sexo femenino el aprecio y el amor que profesaban a María. En los senti-mientos, en los colores, en la palabra y en la imagen se transferían a la Ma-dre de Dios el amor y el respeto que se tenía a las mujeres, y se extendían a las mujeres el amor y la veneración dirigidos a la Madre de Dios. ¡Admira-ble juego que se desenvuelve entre la Naturaleza y la gracia, entre el cielo y la tierra! Aquellos hombres colocaban la corona de sus reinas en las sie-nes de “Nuestra Señora” y hacían brillar la aureola de “Nuestra Señora” en la más humilde sirvienta.

En la Vida de Enrique Suso, contada por él mismo, encontramos el siguiente caso: En cierta ocasión iba por el campo, y en una angosta pa-sadera se encontró con una mujer pobre, respetable. El le cedió el paso, ba-jando al suelo fangoso. La mujer se volvió y le dijo: “Señor, ¿cómo cedéis tan humildemente el paso, vos, señor respetable y sacerdote, a mí, pobre mujer, cuando soy yo quien debiera cedéroslo a vos?” El contestó: “¡Ah!, buena mujer, yo suelo tributar honor y respeto a todas las mujeres por amor a la dulce Madre de Dios, que está en los cielos.” Ella levantó los ojos y las manos y dijo: “Pues bien, yo suplico a la misma mujer veneran-da que os dispense una gracia especial. Ella, a quien vos honráis en todas nosotras”. El contestó: “Así me ayude la Virgen pura del reino de los cie-los.”

Aquí precisamente tenemos nosotros los católicos un medio bien pro-bado para santificar las relaciones de los jóvenes con el otro sexo. ¡Ay, qué dolor! ¡Se han arrebatado a Nuestra Señora millones de corazones! Se le ha quitado la corona de sus sienes y la corona ha caído también de la cabe-za de las mujeres. No brillaba ya en la fantasía la imagen hermosísima de la más Pura; y otras imágenes vinieron a ocupar su puesto.

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¡Cuán humillada ven nuestros jóvenes a la mujer en las novelas, en las publicaciones humorísticas, en los cines! ¡Con qué inconcebible frivoli-dad se habla de ella en las tertulias distinguidas y en la calle! Y, sin embar-go, ¡es tan esencial para la dicha de un pueblo que los jóvenes honren y respeten a la mujer! Tan alto está un pueblo cuan alta es la estima en que tiene a la mujer. Con toda seguridad podemos aplicar esta medida a la ju-ventud, y hemos de dar gracias a Dios porque brilla para millares de almas que luchan la imagen purísima de la Virgen de las vírgenes. Por ella apare-ce con vivos fulgores lo que es adorno y valor de la mujer auténtica y de la joven pura; el brillo de su pureza envuelve a todas sus hermanas, así a la madre como a la doncella por la cual conciba el joven un amor profundo. El joven verá en la doncella lo elevado y considerará como un delito todo juego y hasta la más leve frivolidad, un delito ante el cual retrocederá es-pontáneamente, sobresaltado. La feminidad se ha glorificado; se revela precisamente con sus rasgos más hermosos: virginidad y maternidad; y es-to en la perfección más ideal. De ahí que en el amor y en el trato con la mujer todo el interior del joven se rebele decididamente contra toda con-cepción baja. También en este punto muéstrase la devoción a María como un verdadero don de Dios. ¡Cuántas vidas se habrían destrozado sin este don de la gracia! “Lo que me dio la Madre de Dios es algo elevadísimo: la imagen ideal de la mujer y de la madre. La devoción a la Virgen iba cre-ciendo al compás de las dificultades con que yo tropezaba.” ¡A cuántos les sucedió lo que al joven artista, que al final de una carta me decía: “Encon-trará usted complacencia en su joven amigo. Una cosa exquisita y de-licadísima, Padre: mi corazón es puro. Y realmente, me siento ahora más feliz que antes. Mas no pensemos en lo pasado. Ante mí se abre el porve-nir; de mí depende el que sea turbio o sereno. He prometido a la Madre ce-lestial ser siempre puro.”

Otro joven expresa el mismo pensamiento de la siguiente manera: “Ante la bella imagen de la Madre de Dios que tenemos en nuestra iglesia, podemos explayar el corazón y exponerle nuestros asuntos y preocupacio-nes; lo hago sobre todo desde hace dos años, cuando me veo obligado a sostener combates, cuando me encuentro en la lucha de la vida. Ella siem-pre me ayuda, y me ayudó de un modo especial en la época en que empecé a meditar sobre la maternidad y sobre el origen del hombre. Un sacerdote nos los explicó y habló también del nacimiento de Cristo. Desde entonces mi veneración a María se ha acrecentado. Al ver su imagen, pienso que también Ella hubo de llevar a su Hijo bajo el corazón, y con ello se acre-cienta mi respeto al sexo femenino, especialmente a mi madre. Si me en-cuentro con muchachas, se apodera de mí un sentimiento de recato lleno

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de respeto. Creo que si alguien les faltase al respeto —cosa que ni siquiera puedo comprender— estallaría mi enojo y recriminaría al atrevido sin mor-derme la lengua. Desde que sé lo que significa una joven para los hombres, miro con un respeto peculiar el cuerpo femenino. No sé con exactitud si este pensamiento me lo inspira la imagen ideal de María, Reina de mi co-razón, o la sublime misión de la mujer. Pero sé que María me ayuda en es-te punto de un modo eficaz. Y también me comunica fuerza cuando se tra-ta de la pureza. A veces nos asaltan unos pensamientos que nos quieren hundir en el fango. Acuden sin quererlo nosotros. Entonces se pone de ma-nifiesto lo que puede María a favor de uno de sus hijos. Sentimos verdade-ro horror a tales pensamientos. Por la mañana, al rezar la oración. “¡Oh, mi Señora...”, sé que Ella me ayudará...”

De un modo parecido escribe otro: “La meta de grandeza incomparable ha sido para mí durante mucho tiempo la Madre de Dios. Bajo su influencia, he formado mi vida interior. En Ella he pensado principalmente, al hacer mis oraciones. Por amor a Ella he hecho muchas cosas. En mi propia madre y en todas las jóvenes la veía a Ella; todo lo hermoso lo engastaba en su imagen. Ella era mi reina, y yo su siervo. Estaba satisfecho de mi vida interior, hasta que tuve una crisis en orden a la pureza. Entonces recurrí a Ella. Siguieron otras crisis. Yo corría peligro de perderme para siempre en cosas triviales. Y no podía recurrir a Ella, sino avivando una y otra vez mi buena voluntad; así la Madre de Dios ha llegado a ser para mí una fuerza motriz que me lanza hacia las alturas.”

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M A R Í A

Ayúdanos a ser puros

Ayúdanos a luchar

Ayúdanos a triunfar

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AYUDA EN LA NECESIDAD Y AUN EN LA CAÍDA

La imagen ideal puede aún más. No solamente conserva el lirio en su pompa intacta, sino que puede enderezar flores marchitas para que bus-quen el rayo de sol. Y en ello estriba su fuerza principal. No parece sino que la lucha y el esfuerzo por la pureza son prerrequisitos para un intimo amor a María; y al revés; que precisamente en estas luchas es poderosa ayuda el amor a María.

Son muchos los que saben perfectamente que sin la influencia de la imagen purísima de María se habrían hundido en el pecado. Un joven —ideal, pero apasionado—, después de hacer los primeros Ejercicios, escri-be:

“Gran parte de mi vida interior la domina María. Cuando aquí reza-mos el santo rosario, mis ojos se clavan en el rostro puro, resplandeciente, hermoso de la Virgen Purísima. Muchas veces se apodera de mí ese am-biente espiritual. Ya lo sentía en los días en que servía de acólito. Luego me quedé aislado, como solitario, durante un breve tiempo, pero seguía flotando en mí la imagen de María. Al caer, me parecía sentir que sus ojos suaves se posaban, tristes, sobre mí. Y entonces se apoderaba de mi cora-zón un dolor profundo. A pesar de todo, no lograba librarme del vicio. Los Ejercicios me mostraron la gravedad del pecado en plena luz. Lo que ocu-rrió después lo sabe usted. Rezaba a María, la invocaba. Ella llegó a ser por completo mi ideal. Le prometí firmemente —a Ella, que es Patrona de nuestra Asociación— conservar la pureza recobrada. Duras fueron las lu-chas que hube de sostener y que he de sostener todavía. Sin embargo, cuando más arreciaba la tentación, me representaba a María posando con suavidad sobre mí sus ojos bondadosos, y así triunfaba del tentador. Con frecuencia ocurre lo mismo. No sé cómo resistiría, de no tener mi imagen ideal.”

De un modo parecido, y no obstante con matices propios, escribe otro: “Precisamente cuando allá dentro se desataba horrible y enfurecido el huracán, María era para mí la imagen ideal de la pureza. Cuando me en-contraba a oscuras, y aun cuando había caldo, buscaba el camino que me condujera a María. Y si pude llegar a ser puro, lo debo a Cristo y a Ella.

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Fue en los tiempos más difíciles del desarrollo cuando la busqué y la en-contré. La ilusión con que miraba su imagen fue ajada. Me presentaban la imagen de María blanda, dulzona y con aire de melindrosa piedad. Tal imagen no me subyugaba, porque yo no quería —debido a mi juventud—tener debilidades, por lo menos públicamente. Así le volví la espalda hasta que vi en Ella a la mujer fuerte. Entonces me puse a servirla con agrado.”

Otro testimonio: “Cuando mi alma estaba vacía y sin consuelo y ape-nas me era posible rezar una oración como es debido, la imagen de la Ma-dre de Dios me infundía consuelo y fuerza; y esto me preservaba de vol-verme indiferente en las cosas de la religión.”

Todavía otro: “Siento de un modo especial la fuerza de la Madre de Dios, cuando ya me parece que no puedo más. Precisamente entonces la siento junto a mí con toda su grandeza. Elevada y sublime, me habla y me indica el camino recto. Entonces me es más fácil ir contra corriente. Vivo de lleno lo que dice el canto: “Nunca se ha oído que María dejase de escu-char una súplica.”

Sí, la Madre está tan íntimamente unida con nuestras necesidades, que puede darse el siguiente caso, referido por un joven. “En los tiempos de apremio y necesidad iba creciendo mi devoción a María, mientras que en los tiempos de bonanza decrecía. Siento que hay aquí algo deficiente, pero es así.”

De qué manera nos ayuda la imagen de María en la lucha por la re-conquista de la pureza, nos lo mostrarán las siguientes cartas:

“Cuando usted me dijo aquel día: “Muchacho, la lucha será dura”, yo le creí, mas no tenía idea de lo que iba a ocurrir. Es un luchar y combatir de todos los momentos. En cualquier parte que me encuentre, a cualquier cosa que me dedique, siempre, siempre la tentación,..; siempre, siempre la lucha. Por desgracia —sí, por desgracia—, no puedo terminar diciendo: y siempre la victoria. Pero puedo afirmar que en lo esencial las cosas van mejor, y aun cuando caiga también ahora, no caigo tan profundamente. De modo que no puedo aún cantar victoria por completo, pero voy adelantan-do, y... un día llegaré a cantarla. Debo decirle que si usted no me hubiese dado una patrona para mi camino, una defensora como no la tiene el mun-do, una imagen que me ilumina en la lucha, si yo no pudiese dirigir la mi-rada hacia Ella, la Reina de la pureza, la Madre Inmaculada de Dios, no sé qué sería de mí. Veo su imagen en medio de las luchas y miserias de mi al-ma y sin ella sucumbiría siempre.”

Añadamos otro relato más minucioso: “Un dolor profundo se apodera de mí, al dirigir una mirada retrospectiva a mi adolescencia. ¡Cuán alegres

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y felices habrían podido ser mis años juveniles! Atendido y cuidado en el hogar por padres buenos y piadosos, rodeado de alegres hermanitos, habría podido ser la mía una edad juvenil de oro. En vez de ello, han sido los años de mi adolescencia un camino de profundo y agotador sufrimiento espiri-tual. Un dolor hondo, una culpa grande y un desgarramiento interior me oprimían; reincidía en el pecado a que se refiere el sexto Mandamiento. ¡Cuán dichoso ha de ser el joven que pasa incólume por este escollo! No puedo expresar con qué nostalgia y secreta envidia, y hasta con qué respe-to reverencial miraba a los camaradas que sabía eran puros. Todavía hoy siento oprimírseme el corazón al pensar en esa desazón interior y en esa miseria. Cuentos, palabras y chistes groseros que oía en la escuela, en la calle, en el trayecto diario por ferrocarril, me precipitaban más y más pro-fundamente, y todo ello me causaba tormento, miedo y al mismo tiempo desprecio de mí mismo. Todo en torno mío había cambiado para mí, y no obstante, ¡con qué facilidad me entusiasmaba por lo elevado, bello y gran-de! ¡Con qué espíritu realmente noble pensaba entonces en una joven pura, con quien nunca había hablado, a quien sólo conocía de vista! Mis pensa-mientos eran ideales, y, con todo, sucumbía una y otra vez. Reservado, re-plegado sobre mí mismo, completamente consciente de mi culpa, muchas veces lloraba amargamente sin ser visto de nadie. Hacía siempre el propó-sito de enmendarme. Pero pronto volvían horas de desesperada soledad, de desconsuelo interior..., y luego la caída. Me sentía muy dichoso —me acuerdo bien de esos momentos— al encontrarme con una persona recta, feliz, quien con su cariño y serenidad ejercía una influencia benéfica sobre mi alma abatida. En las horas sombrías muchas veces tenía que salir a la gran Naturaleza; descontento de mí mismo, me dirigí presuroso, a través de los campos, al bosque. Durante horas me martirizaban los pensamien-tos. Iba cavilando qué tenía que hacer, cómo encontrar a quien pudiese re-velar toda mi miseria interior. Quizá me pregunte usted, sorprendido, si no sabía qué son la Iglesia y los sacramentos, si no tenía un padre y una ma-dre buena. Sí, los tenía, sin saber lo que valían. Con mis padres no podía explayarme. El confesor me daba la absolución, pero nada más. Y, sin em-bargo, mi corazón anhelaba amor, comprensión y confianza. No podía en-contrar a nadie ante el cual pudiese abrir mi corazón en la seguridad de ser comprendido. Finalmente, acudí, en mi desesperación a un sacerdote, y le conté entre lágrimas todo mi dolor. Por desgracia, él no me comprendió, ni yo supe expresarme bien. Sin consuelo, sin sosiego, me fui. Entonces pen-sé en mi María. Por una disposición peculiarísima de Dios, me hice con-gregante. Y la Congregación me dio lo que anhelaba con ardor mi alma: la imagen de la Madre de Dios. Su devoción suscitó nuevos impulsos en mi

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interior, desgarrado, deshecho casi por completo. El consuelo que antes no podían darme ni conferencias, ni deportes, ni siquiera la oración, lo en-contré entonces. Acudí a la Madre de Dios con oración confiada. A Ella podía con facilidad contarle lo que llevaba en el corazón. Ella me com-prendió; comprendió tanto mis derrotas como mis honrados esfuerzos. Y ahora, después de haber pasado esa época desgraciada, siento que María me abrió el corazón del Salvador. ¿Será porque yo iba conociendo que Cristo, el Hijo de esa Madre comprensiva y dispuesta al perdón, me escu-charía finalmente como Hijo de Dios? Con alegría y emoción íntima reci-bía al Hijo de Maria en la sagrada comunión. Mi camino iba subiendo. En aquellos años de tempestades interiores, cuando mi alma estaba poseída del amor cálido, auxiliador, comprensivo de la Madre de Dios, la imagen ideal de la pureza virginal ejercía sobre mis sentimientos una influencia li-bertadora, ennoblecedora. Me sentí llamado a cosas más altas, y tuve la fuerza de seguir el llamamiento. A la edad de diecinueve o veinte años se apoderó Cristo de mi corazón y lo llenó de dicha; la imagen de su Madre Santísima fue relegada excesivamente a un segundo término; y entonces me cogía in fraganti, como a un culpable, la conciencia de esa desatención para con la Madre de Dios, teniendo, sin embargo, contraída con Ella un deuda tan grande de gratitud. Mas también en este punto llegué a acertar con el justo medio.”

Vemos que el ideal sublime infunde alientos siempre nuevos. Muchas veces esto ocurre durante largos años, hasta que se alcanza la meta. No es posible descansar hasta que se llega a esta convicción: en algo eres digno de la que es sin mancilla. Un joven lo expresa de esta manera: “La más pe-queña transigencia en la tentación me cubría de rubor ante la Purísima; no me atrevía a presentarme ante su acatamiento. Antes tenia que repararlo to-do mediante el arrepentimiento, la penitencia y una confesión humilde. El amor a la santa pureza y el amor a María corrían parejas en mi caso, cre-cían o menguaban siguiendo el mismo ritmo.”

Otro escribe: “María es la pureza. En este punto, Ella es más que mo-delo, es lo supremo, es auxilio, protección, consuelo. Es la mujer a la que podemos levantar la mirada todos, y de cuya visión podemos sacar fuerzas para levantarnos gloriosos sobre nuestro ambiente. Hay horas sombrías, pero Ella inunda de luz todo ese caos. Ella es la pureza, la bondad y el amor en la más alta perfección humana.” Otro joven, muy valiente, escri-be: “Lo que la Madre de Dios significa en mi vida... no se puede decir con unas pocas palabras. Si digo que lo significa “todo”, no exagero, porque la coloco en el puesto que le fue designado por Dios; y creo que Ella está por doquier, en cualquier circunstancia de la vida humana. Ya en la infancia,

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cuando nuestra madre nos enseñaba que María es nuestra buena Madre ce-lestial, ¿no debía ello impulsarnos a acudir siempre y por doquier a Ella? María era sencillamente la Madre, y vivía completamente para nosotros. Así iban formándose círculos más grandes y profundos. Ya mayorcito, en-tré en la Congregación, y entonces viví de lleno el amor profundo a la Ma-dre de Dios. ¡Qué deliciosas eran nuestras veladas mañanas! Son inolvida-bles por esos delicados pensamientos que la fe católica nos inculca respec-to de María, por las hermosas leyendas e inspiradas canciones, acom-pañadas de instrumentos músicos. ¡Cómo subía en nosotros y en torno de nosotros, con calma y grandeza, un mundo nuevo, sobrenatural..., y toda-vía perdura! Reinaba la paz en nuestro círculo —alborotado a veces— y también en nuestro corazón. Con paz y armonía en el corazón, porque está-bamos junto a nuestra Señora y Madre celestial..., nos sentíamos ya hijos mayores y responsables de su honor, que para nosotros ya a la sazón llega-ba lejos, rebasaba el círculo de nuestros hermanos y amigos, alcanzando el círculo familiar de donde partía aquél. Y así fue posible —quiera Dios que así sea también en adelante— que en cada muchacha, en cada mujer yo viese a una hermana de María.”

De todo lo expuesto podemos sacar la conclusión de que en la in-fluencia ejercida por el ideal mariano no se trata ya de un pensamiento abstracto, del conocimiento de esa inocencia sin mancilla, peculiar —lo que naturalmente es prerrequisito—, sino de una convicción intima, viva, de una relación real con María, y al mismo tiempo de una imagen profun-damente amada; que se presenta al alma, la llama de las profundidades del pecado y de la miseria de las luchas para lo más elevado, y es de gran efi-cacia, porque sabemos y sentimos que es una realidad. Lo que se necesita es que la imagen de la Madre de Dios se conciba con profundo entusiasmo. Entonces bastará una ocasión, al parecer insignificante, para hacer brillar nuevamente la vivencia anterior y suscitar toda su eficacia.”

“No ha mucho tiempo se me ocurrió algo, que llenaba mi mente y ejercía sobre mí una influencia grande. Corría peligro de perderme en unas relaciones no puras y olvidarme por completo de mí mismo. Pero precisa-mente el día en que me faltaban fuerzas para resistir, me preguntó alguien qué significaba propiamente el nombre de María, y mientras le contestaba, se despertó en mí la resistencia, y el peligro quedó vencido en lo esencial.”

Para otros el levantar la mirada a la Madre de Dios llega a ser una gracia constante.

Sólo aduciremos dos ejemplos:

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“Precisamente en los años de lucha espiritual (15-18) se me iba mos-trando más y más la pureza sin mancilla de la Inmaculada como un ideal sublime, lleno de hermosura y fuerza; tanto más me subyugaba cuanto ma-yor era el contraste y más fuerza la antítesis entre mi vida y esta pureza. Cuanto más aumentaba mi debilidad interior, cuanto más me distanciaba de ese ideal, tanto más me conmovía y agitaba interiormente el mirar a la Inmaculada. Tenía que reconocer, apreciar y amar la elevación y la grande-za de su inocencia, y precisamente esto era un reproche continuo que me acusaba, que me confundía, que me espoleaba a reunir mis fuerzas. Enton-ces me atrajeron nuevamente esta suavidad y esta hermosura celestiales, me conmovieron, intensificaron mi anhelo, mi nostalgia de paz y dicha in-terior, hasta que pude vencer la crisis.”

Se cuentan por millares los que agradecidos reconocen —como vi-mos en estas confesiones —haber vencido la crisis más difícil de su vida y haberse purificado levantando la mirada a la que es realmente ayuda en la necesidad y aun en la caída.

En cierta ocasión escribió Fr. W. Weber, con íntima veneración, estos versos:

“Si todos los hombres supieran la gran fuerza que te comunicó Dios, todos los hombres tendrían que refugiarse junto a Ti, Virgen fuerte.

Si cada cual comprendiese cuán suave eres, ¡oh Medianera!, levantaría el corazón y las manos a Ti, ¡oh Reina rica!

El peregrino cansado aceptaría consolado su carga para todo el tiempo de su vida, rebosando con esperanzas de eternidad.”

Son innumerables los que lo han comprendido. Lippert lo circunscri-be en cierto pasaje a su manera: La gran procesión de los adoradores de María, procesión que pasa a través de las centurias, es como una procesión de peregrinos que se dirige a la capilla de Kevelaer: En noches oscuras, otoñales, húmedas, tempestuosas, van unos hombres humildes, pobres, atormentados, envejecidos. A muchos se les ha apagado su cirio en medio de la tempestad de la vida. Desgarrado, deshecho y disperso por el viento y la lluvia, se oye el cántico en medio de la noche. Y, con todo, es indecible-

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mente hermosa y emocionante esta voluntad conmovedoramente desampa-rada y al mismo tiempo inconmoviblemente fuerte: “Amar a María en todo tiempo es mi anhelo.”

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LA MADRE SIN PAR

¡Cuántas quejas contra el joven, al encontrarse éste en el período de agitación, de tempestad! Muchas veces son fundadas estas quejas —el jo-ven sensato no lo discute—, pero con harta frecuencia nada logra quien las formula, porque no comprende interiormente al joven. Quien quiera redu-cir esta vida interior tempestuosa a una fórmula, para orientar su propio proceder, se equivocará. El joven no es una personalidad desarrollada, ma-dura. Viven y luchan en él dos mundos, y a veces hasta tres y cuatro. Ora triunfa el uno, ora el otro. La victoria y la derrota se precipitan muchas ve-ces una tras otra. De ahí lo que llamamos caprichos, de ahí el paso frecuen-te, al parecer, completamente inesperado e inmotivado, de un profundo abatimiento a una actitud espiritual terca, que de nada se preocupa. De allí también —lo que nos interesa en este lugar— el ímpetu violento hacia la libertad e independencia por una parte y el anhelo profundísimo de apoyo y dirección por la otra. Si en este trance hay junto al joven una madre que en medio de la lucha le lleve de la mano con delicadeza, que le entienda, sin que él tenga que explicarse —lo que a veces ni siquiera podría hacer—, que, confiada, afloja las riendas, amonestando, sin embargo, y prote-giendo al borde de los precipicios, que no se sorprenda de los defectos y culpas, pero sufra con él profundamente, que sea pronta para perdonar, pe-ro sin debilidad —porque no hay cosa más odiosa para el joven que la de-bilidad—, que amoneste y exija, entonces el joven —tan indomable al pa-recer—, se entrega con fidelidad, sin reserva, casi a ciegas. Algunos sacer-dotes, amigos de los jóvenes, tienen como don especial de Dios la gracia insigne de comprender precisamente estos corazones en los momentos en que se trata para ellos del cielo y del infierno y dirigirlos con seguridad. Pero pocos habrá tan peritos en estas cosas como una madre llena de la gracia de Dios. Hay madres que poseen de un modo admirable el arte difí-cil de conducir con mano firme y acariciar al mismo tiempo con mano sua-ve. Mas, por desgracia, son pocas. ¡En cuántos corazones queda in-satisfecho el anhelo de tener tal madre!

Con razón dice el P. Stráters: “¿No estriba en esto el poder sorpren-dente que el recuerdo de la madre difunta ejerce muchas veces sobre el jo-

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ven? Su imagen influye mucho más profundamente en él, que no influía su presencia, mientras se hallaba aún en esta tierra. El “más allá” ha borrado sus defectos humanos y ha glorificado su bondad. No pronuncia ya ningu-na palabra dura, sino que amonesta con toda suavidad allá dentro en la conciencia. Si además la fe viva en el otro mundo añade la certeza de que esta representación no es un sueño, sino que el alma, en el gozo sobrea-bundante del cielo, no olvida su oficio de compasiva intercesora, entonces la imagen glorificada, espiritual, de la madre puede ser. el ángel salvador en los años más peligrosos de la vida.”

Con una pedagogía y sabiduría completamente divinas ha dado el Se-ñor al joven, precisamente en la época tempestuosa del desarrollo, su Ma-dre Santísima, para que tengan una madre los que ya perdieron la suya, y tengan una ayuda los otros más dichosos. En el anhelar y buscar de innu-merables jóvenes, la Madre de Dios cumple una misión parecida a la de la madre difunta y glorificada. En Ella encuentra el joven comprensión y di-rección. En la pureza omnímoda de la Virgen, en la exención de todo lo impuro —que a él le atrae hacia abajo—, en la fuerza invencible que tiene María, descubre él la fuerza, que busca en todo aquel a quien se confía; pe-ro al mismo tiempo la influencia que ejerce María es tan íntima, su proce-der tan delicado y Ella tan pronta a ayudar, llena de perdón, en las debili-dades del joven, que éste puede acudir a la celestial Señora con sus quejas y descubrirle su miseria interior, hasta sus derrotas y bochorno. Ella es pa-ra él la Madre fuerte que puede ayudarle, la Madre sobremanera buena, la Madre dolorosa, a la que se siente cerca en las penas. Todo esto le impulsa hacia Ella Con Ella entabla diálogos, unidos los corazones, completamente a solas, sin nadie que escuche, sin testigos. Y entonces siente algo en su corazón, algo agradable y provechoso. Y este “algo” es precisamente la impresión vigorosa de ser comprendido, amado y protegido por una Madre desde allá arriba. Jóvenes muy orgullosos, que no consienten que nadie les diga nada, capitulan ante María; y luego, según la auténtica modalidad ju-venil, se entregan con todo fervor. El muchacho tozudo, indomable, ha si-do atraído por la madre delicada, que le ha suplicado fuese fiel por amor a ella.

Miremos en los corazones.Un joven de dieciocho años expresa precisamente el hecho constante:

“María es mi Madre celestial. En mi adolescencia yo me hallaba muy lejos de Ella. Pero cuando mi alma se vio asaltada por enemigos exteriores y tentaciones, principalmente por los bajos instintos, cuando ni siquiera sa-bía lo que estaba ocurriendo en mí, busqué en torno mío una persona que

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supiera comprender mi miseria e intercediera por mí ante el Padre celes-tial. La encontré en María. Ella era realmente Madre para mí. Me arrodilla-ba con frecuencia ante una imagen de la “Madre del Perpetuo Socorro” que había en nuestro templo parroquial y con palabras sencillas, así como brotaban de mi corazón, contaba a mi Madre lo que me oprimía o los asun-tos que me preocupaban. Ya el mero hecho de poder explayar ante alguien mi corazón me calmaba. Pero además confiaba firmemente en que María podía ayudarme de veras y que me ayudaría. Veía en Ella una madre que lo oye todo y luego, como sólo una madre puede hacerlo, cavila medios y caminos a fin de ayudar.”

Más profundos son todavía los pensamientos de un joven que desde Rusia escribe: “País sin Dios, país que ha rechazado y maldecido a Dios, país en que las iglesias profanadas miran con ventanas vacías el mundo. Ese ambiente de sofocación pesa sobre las calles, las ciudades y los bos-ques, y sube de los campos de espigas que maduran al sol, y cuyo mar on-duloso parece extenderse hasta lo infinito. El día de la octava de San Beni-to me fue posible asistir al oficio divino en una iglesia destruida. De las gargantas roncas de mis camaradas brotaba el cántico: “Oh dulce Madre de Dios, oh María, ayúdanos; oh María, ayúdanos a todos en nuestra gran mi-seria.” Me conmoví profundamente, y entonces sentí más que nunca: ¿Có-mo no amar a María, cuando Ella es mi Madre? Impulsado por este senti-miento, se acerca nuestra época a María, a la Madre, a la Madre de miseri-cordia, que ha ofrendado su Hijo en la cruz. Nuestra época va a María co-mo a Madre de la vida. Hoy se busca la vida, la vida pletórica y fuerte, cu-yas vigorosas pulsaciones quisiera sentir cada uno con fuerza renovada. Y también el Cristianismo va a la vida, a la vida perfecta de aquí, y a la vida eterna del más allá. ¿Comprendemos ya por qué para tantos hombres mo-dernos ocupa María un puesto céntrico? Ella es, en sentido profundo y es-pecial, Madre de la vida. Porque las puertas de la vida abrió en su divino Hijo. El círculo infinito de la vida divina que se explaya, y pasa a través de la creación, en Ella alcanzó su punto culminante y en Ella se cerró. La ple-nitud de la vida se nos dio en Cristo, su divino Hijo. Y esto nos llena de un sentimiento liberador a nosotros hombres que luchamos. Porque ¿no tene-mos en la Madre de la vida un acceso admirable a la plenitud de la exis-tencia divina? ¡Con qué fervor rezo la Letanía Lauretana, en la que apare-cen tan admirablemente unidos estos misterios de la vida de María! Y lo que más amo es la “Salve, Regina, mater misericordiae, vita, dulcedo et spes nostra, salve”.

Muy característico es lo que escribe otro:

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“Sólo puedo imaginarme a María como Madre. Las otras expresio-nes, como “Señora, Dominadora”, nada significan para mí. Yo necesitaba una madre. Fue Ella quien penetró con su mirada en mi corazón, quien me miraba con pena cuando me veía zozobrar, quien me sonreía después de haberme confesado. Ella es realmente quien llena mi corazón anheloso de comprensión y amor. Sin embargo, al hablar de mi devoción a María, no se debe pensar que yo haya sido “piadoso” de veras. Solamente en días deter-minados, cuando quería confesarme, o antes de alguna fiesta, o cuando me sentía interiormente muy abandonado —lo que ocurre no pocas veces tam-bién a otros jóvenes en los años críticos—, aunque por fuera me daba aires de “hombre” y disimulaba para que nadie lo notase. Aun cuando me porta-ba como “persona mayor” y nadaba con la corriente para pasar como “hombre”, ante mi “piedad” me sentía niño o hijo pródigo, y éste era mi sentimiento más verdadero. La devoción a María surgió en mí cuando todo era hervor y tempestad, cuando yo empezaba a piñonear, cuando ya tenía algunas cosillas que esconder ante los padres y educadores y no encontra-ba a nadie que tuviese comprensión para mi modo de ser tan enigmático. Una silenciosa capilla lateral con una imagen de la “Piedad” era mi lugar favorito, porque allí podía explayar mi corazón y allí buscaba amor y com-prensión, especialmente respecto de aquellos puntos que nunca había trata-do con nadie y de los cuales sólo hablaba en la confesión de un modo ne-gativo y cuasi oficial.”

“Contemplo a la Madre de Dios en la imagen de mi propia madre, que providencialmente se llama también María. Si en mis años tiernos tuve poca devoción a María, ello es debido a que desgraciadamente tampoco te-nía unas relaciones filiales íntimas, agradecidas y francas con mi madre. Había una sima entre nuestros corazones. La consecuencia fue encontrar-me con dificultades en la elección de estado y en la fe. Finalmente, llegué a perder también la confianza y la fe en los hombres y en mi madre. No sé cuánto sufriría por ello la pobre. Una vez la encontré en el dormitorio llo-rando. Mas ella no desesperaba de mí, si bien yo lo juzgaba todo perdido. En tal estado de ánimo hube de hacer el servicio militar. Durante mucho tiempo seguí obstinado en mi terquedad y error; no me acercaba a la mesa eucarística. Cuando fui llamado a filas, mi madre hubo de guardar cama, sufriendo mucho. Más adelante me dijo que todo lo sufrió y lo ofreció por mí. A sus oraciones y sacrificios debo yo el haber encontrado de nuevo el camino recto y haber concebido confianza. Cuando tenía licencia, sólo po-día pasar ocho días junto a su lecho. Entonces veía lo que debe y quiere su-frir una madre por su hijo para que éste encuentre nuevamente el camino de casa. Finalmente, se durmió ella felizmente en el Señor, Sacrificó su vi-

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da por nosotros. ¡Cuánto más bondadosa y maternal ha de ser la Madre ce-lestial! Por esto acudimos a Ella con confianza, aun cuando, débiles, delin-quimos una y otra vez. Aquí en el frente, Ella está más cerca de nosotros que en otra parte cualquiera. Avemaría.”

Otra confesión: “La Madre de Dios me sirve de madre en todas las circunstancias. En todas las necesidades, pero también en medio de todas las alegrías la invoco; imploro su protección cuando se acumulan los traba-jos, y de un modo especial en la lucha que he de sostener conmigo mismo. Cuando a veces ya creía no poder dominarme más, recurría a Ella y rezaba en medio de mis combates el rosario de los misterios dolorosos. Entonces entraba la paz en mi interior, y otros pensamientos venían a ocupar mi mente. Y todas las veces me alegraba con María, porque pensaba que Ella como Madre no solamente me ayudaría, sino que también se alegraría del éxito.”

Séanos permitido añadir todavía dos relatos breves:“En la confesión, María es para mí la puerta para llegar a Cristo,

cuando a causa de un pecado grave no me atrevo a presentarme ante sus divinos ojos. En estos trances María nos ayuda y nos abre el camino hacia el Hijo de Dios. Nos acompaña hasta El e intercede por nosotros.” “Antes de hacer la confesión general en los ejercicios estaba muy preocupado por el modo de hacerla. Primero acudí al director de los ejercicios sin la inten-ción de hacer una escrupulosa rendición de cuentas, Pero al entrar en su cuarto, no parece sino que me inundó un río de gracia; concebí una con-fianza tan grande, que por primera vez en mi vida lo dije todo honrada-mente. De repente lo vi todo tan claro que sólo había de alargar la mano y ya encontraba las cosas que durante años hube de sobrellevar penosamen-te. Creo firmemente que de María recibí esta gracia.” Aquí vemos despun-tar ciertos pensamientos que indicamos brevemente. Es lo que un joven ex-presó lapidariamente: “Lo que me hacía falta era la madre amorosa, que estuviese cerca de mí, que me consolase en todos los dolores, que me ayu-dase en todas las necesidades, que me levantase con manos delicadas cuan-do yo hubiera caído, y lo reparase todo, todo. Esta madre buena, pronta a ayudarme, la encontré en María.”

“Si diariamente rezo a la Madre de Dios, sea un Ave, sea una decena del Rosario o cualquier otra oración en honor suyo, siento inmediatamente alivio y alegría, y ya tengo arrestos para cumplir más tareas, y las hago con cierto éxito. Si físicamente me siento agotado, recobro fuerzas, y sigo mi trabajo con energías frescas.”

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Podría añadir numerosos ejemplos para mostrar cómo encontramos a esta Madre en la necesidad. Transcribo todavía unos pocos: “María me ayudó siempre. De ahí mi confianza en Ella al encontrarme en trances difí-ciles. Cuando la oración no me inspiraba confianza y cuando en el pecado ya ni siquiera podía rezar, siempre me quedaban fuerzas para invocar a la que es refugio de los pecadores. Me sentía cerca de Ella aun como peca-dor. Y Ella me salvó, de modo que todavía puedo esperar que el Salvador haga de mí un hombre íntegro. Principalmente en los ejercicios vi lo que es mi Madre. Tenía que desalentarme. Mi culpa casi me desesperaba. Y des-pués de consolarme el sacerdote, apenas me atrevía, en mi fe menguada, a acudir a Cristo. Recurrí a su Madre, que es también mi Madre, y me recon-dujo a El, junto a quien espero perseverar hasta el fin, sostenido y protegi-do por la mano de María.”

“En los años siguientes volví a caer todavía algunas veces, mas nunca me desalenté. Me levantaba y proseguía mi camino, aun cuando me costa-ba. A veces, cuando parecía que ya no podía seguir, me bastaba levantar la mirada a la Madre de nuestro Salvador y rezarle una oración. Ella me sacó de los abismos y me recondujo al Señor. Por esto le prometí seguir su di-rección durante toda la vida. Cumpliré la promesa. Ella misma me ayuda-rá.”

La ayuda de la Madre de Dios es más apreciada cuando un temor na-tural de explayarse cierra al joven todos los caminos; y, por desgracia, es éste un caso muy frecuente. Por esto queremos reproducir todavía otra car-ta.

“La devoción mañana, practicada en el seno de la familia, fue cierta-mente la que grabó en mi alma una imagen de la Reina de los cielos que iba a servirme de paladín en las horas de peligro. En los años en que se despiertan las pasiones se produjo en mí, por culpa mía y por circunstan-cias especiales, un desasosiego espiritual. Las dudas respecto de la fe, fo-mentadas por maestros y condiscípulos incrédulos o acatólicos, encontra-ron en mi un suelo abonado. No podía ya alegrarme de la vida y, al final, me perdí en un laberinto, del que podía en absoluto salir por muchos cami-nos, mas sin consejero ni guía no lograba hallar la senda salvadora. Y pre-cisamente me era insoportable la idea de confiar a alguien mis dificultades. Seguía confesándome con regularidad, pero siempre con miedo de que el confesor me interrogara. Dos años viví en este estado de tibieza, error y creciente miseria espiritual. Me acuerdo aún —y con toda exactitud —del lugar y del momento en que me di cuenta del peligro que corría, mas no sabía qué hacer. Me arrodillé donde me encontraba y recé el “Sub tuum

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praesidium” y un “Acordaos”. Fue el punto crucial de mi vida Luego reci-bí una invitación para hacer los santos Ejercicios. Me preparé con una no-vena a Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Llegó el día de la confesión general. Más de doce veces recé aquel día el “Acordaos”; y lo que pedía con más ardor era que el confesor no me hiciese preguntas. La súplica fue escuchada. Empecé una vida nueva. Necesitaba explayarme; pero sola-mente me era posible hacerlo en la oración. Regularmente recurría a la Madre de Dios. Aquello era ya orar no por costumbre, sino como me lo ha-bía enseñado la miseria. La desazón espiritual pasó también. Mi alma esta-ba tranquila.”

Otro joven escribe brevemente: “Antes de confesarme invoco siem-pre al Espíritu Santo, pero también a María, y así me es mucho más fácil acercarme al confesonario y decirlo todo sin ambages.”

Otro: “Me fue difícil la confesión general, pero debía hacerla. Tenía que confesarlo todo, todos los pecados, cuyo solo recuerdo hacía subir la sangre a mi cabeza. María me facilitó considerablemente la confesión. Yo rezaba como habla un hijo a su madre, largo tiempo y con fervor hasta que recibía fuerzas.”

Todos estos auxilios María los dispensa también a los jóvenes que tienen madre, madre amorosa, comprensiva. Pero ¡a cuántos les falta hoy una madre de estas cualidades! Que la Madre celestial reemplace a la terre-nal cuando ésta ha fallecido y consuele al huérfano, es una verdad bien probada. Después de las exequias se arrodilla el joven ante una imagen de María, le pide fervorosamente que sea su madre y le promete ser su hijo fiel.

Más importante es aún la ayuda que presta María al joven cuando la madre vive; mas por circunstancias lamentables no sabe granjearse la con-fianza de su hijo. Séanos permitido aducir tres ejemplos.

El primero es de uno que, si bien tuvo algunos desvíos en su juven-tud, puede afirmar que la imagen pura de María le infundió un santo respe-to y aprecio al otro sexo, y que en este punto sus anhelos juveniles fueron completamente puros e ideales. Declara: “Mis circunstancias en el seno de la familia eran muy especiales. No había nadie en casa que apreciase mi trabajo. Me pareció estar solo, no ser comprendido por mis padres. Pero ya a la edad de catorce años encontré compensación en María. Era serio y me-lancólico por naturaleza, y la propia debilidad me creaba conflictos interio-res y oprimía mi espíritu. También en esto fue María la amable consolado-ra, la Madre que me protegía.”

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Por las siguientes líneas podemos dar una mirada a otra vida íntima: “El amor a María, aun en épocas de tibieza, me preservaba de perder el contacto espiritual con la Iglesia. Creo firmemente que debo a María el ha-ber podido conservar intacta la pureza en los años tempestuosos, de pa-sión, a pesar de la mayor libertad que reinaba en el hogar, a pesar de las lecturas pasionales y de todos los peligros que lleva consigo la vida de la gran ciudad. La devoción del Mes de María y la Congregación dieron vi-goroso impulso a mi vida religiosa. También la vida sentimental desempe-ñaba en este punto un papel importante. La admirable hermosura del paisa-je me parecía un reflejo de la pureza virginal.” A este joven, María le sir-vió verdaderamente de madre. “Por un desarrollo intelectual muy indepen-diente, pronto rebasé el círculo de pensamientos y sentimientos de mis pa-dres, especialmente el de mi madre. Entonces levanté la mirada hacia la Madre de Dios y en Ella encontré un sustitutivo y un apoyo moral.”

“María en mi vida. Es cosa sabida que cuando más intensos son nues-tros sentimientos, cuando se trata de lo más sagrado y querido, es cuando menos sabemos expresarnos, Ahora, en medio de la faena campesina, al recoger las mieses, es cuando con mayor facilidad comprendo y aprecio lo que debemos a María. Cuando la mano duele por los cardos punzantes, y el sudor corre por la frente ardorosa, María es quien nos comunica una dul-zura secreta en medio de esta vida tan llena de preocupaciones y trabajos, de sudores y lágrimas, y además nos libra del gran mal, del pecado. No me agrada recordar mi tierna juventud, porque es muy triste y desacertada. Aunque hijo de padres católicos, he de manifestar —con todo el amor filial y gratitud que les debo— que no fui instruido de un modo profundo y fun-damental en las verdades de nuestra fe sacrosanta. Mi padre, pobre cons-tructor de violines, atormentado por la abrumadora preocupación de ganar el pan cotidiano para su familia, compartiendo la triste suerte de la mayo-ría de los de su oficio, es a saber, indiferente por esas circunstancias. Así crecí también yo, sin alegrías, lejos de Dios y más lejos todavía de su santa Iglesia. Solamente la lectura de nuestros grandes poetas, hecha con mucha comprensión y entusiasmo juvenil, me conservó entonces el sentido para algo más elevado, y me ayudó a soportar la miseria material que no pocas veces nos visitaba. Pasaron así largos años, hasta que llegó el día de despe-dirme de la' escuela. La solemne gravedad de esa hora pedía imperiosa-mente una decisión. En ese momento tremendamente serio, decisivo no só-lo para la bienandanza o desgracia en este mundo, sino también para la vi-da o muerte eterna, cuando mi padre y mi madre en vano se esforzaban por encontrar una solución, la Madre celestial se compadeció de su pobre hijo descarriado. De repente y con un poder inquebrantable me sentí impulsado

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a orar. Con la devoción y la entrega de un pecador arrepentido, que com-prende haber andado por falsos derroteros y de repente descubre una ima-gen sugestiva, de una sublimidad hasta entonces desconocida, iba rezando yo todos los días, con fervor e insistencia, dirigiéndome especialmente a María. Entonces principió el gran milagro. Mi vida, que parecía carecer de plan y objetivo, de repente se iluminó, y fue encauzada por la idea que an-tes me era completamente extraña y cuya grandeza me hacía ahora estre-mecer...: la idea de ser sacerdote... No fue fácil convencer a mi padre. Mi elección de estado y mi actitud completamente cambiada respecto de las cosas de esta tierra le hirieron como un rayo que viniese de un cielo sin nu-bes, porque él nunca habría pensado en su vida —por más que me deseara una suerte mejor que la suya —que su hijo llegase a ser estudiante y, aun menos, sacerdote. Con todo, logré por fin su anuencia —él dudaba del éxi-to —; pero, como es natural, me dijo que él podría ayudarme poco.

Con mi vuelta a Dios entraron nuevamente en mi familia —y ésta es mi mayor alegría—el orden y la paz, porque por mi palabra y mi ejemplo también mis padres —y sobre todo mi madre— conocieron al Señor y con gusto le ofrendaron su hijo único... No le costará a usted descubrir por mi relato lo que María significa en mi vida. Para mi vida espiritual Ella es lo que mi madre terrenal para la vida del cuerpo. Ha sido sencillamente mi salvación; porque así como la Humanidad recibió por María al Redentor, de un modo análogo también yo recibí mediante María al Hijo, mi Salva-dor. Por esto la amo tanto. Le debo una gratitud infinita por haberme saca-do de la noche y miseria y conducido a la luz de Jesucristo, y hasta al sacerdocio en su santa Iglesia. He de guardarle fidelidad en todos los días de mi vida; cada hora ha de hacerme más semejante a Ella.”

Deseo aducir todavía un ejemplo en que el tormento interior, recon-centrado durante mucho tiempo, desaparece repentinamente al explayarse el corazón ante María: “A medida que pasaban los años iba sintiéndome más solitario y extraño en la casa paterna y en medio de todos mis camara-das. Esto me oprimía. Se añadieron todavía algunos desengaños, y se apo-deró de mí una profunda tristeza, de modo que también mi trabajo se resin-tió. Creí que nunca volvería a tener alegría. Fueron aquéllos unos años di-fíciles. Una noche me acometió vivamente la melancolía; sobre todo me atormentaba el pensamiento del porvenir. Vi claro que si continuaban tales circunstancias, quedarían quebrantadas para siempre mis energías de tra-bajo. Empezó a crecer mi temor. Recé un poco. La opresión aumentaba. Llorando me arrodillé antes de acostarme y clamé desde el fondo del cora-zón a la Madre de Dios pidiendo su ayuda. Y entonces me tranquilicé de repente, me tranquilicé por completo. Me acosté y dormí, siendo así que en

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noches parecidas me era difícil conciliar el sueño. Me desperté alegre; sa-bía que mi Madre estaba a mi lado. Desde entonces me siento transforma-do. Se ha disipado la opresión; y una alegría grande, vigorosa, tranquila ha entrado en mi corazón.”

Weiger lo resume todo en el siguiente pasaje (4): “Del tesoro de la Bi-blia ha sacado el espíritu cristiano la imagen de la Madre del Buen Conse-jo... Y ahora se reúnen los creyentes piadosos en todos los países ante la consoladora imagen y le confían sus cuitas. Saben que aquel corazón ha sufrido, que es capaz de sentir compasión, que conoce lo que es estar sin consejo: ver obstruidos todos los caminos, participar sin culpa propia en la miseria de otros corazones, sentirse impotente frente a los hombres y los acontecimientos. Y no son solamente orantes piadosos los que se reúnen en torno de la Madre con el Niño. Peregrinos descarriados colocan sus bor-dones ante la “Madre del Buen Consejo”; corazones tentados y desalenta-dos descansan ante su imagen; hijos pródigos emprenden el camino de re-torno... No es maravilla si la leyenda habla del cambio de color o de expre-sión en el rostro de la Madre de Dios. ¡Cuánto dolor ha de ver la Madre bondadosa, cuántas quejas ha de escuchar, cuántas lágrimas ha de secar, cuántas autoacusaciones ha de mitigar, cuánto arrepentimiento ha de trans-formar en confianza y amor, cuánto espíritu de penitencia ha de despertar, cuánta paz ha de comunicar! ¡Y luego loa escándalos en el reino de Dios! ¡Comunidades cristianas que se deshonran a sí mismas y se desgarran en todos los siglos; la túnica de Cristo con rasgaduras, destruida la unidad en la fe; la Iglesia perdiendo fuerza espiritual y extensión! Pero la Madre de la sabiduría eterna y del Buen Consejo ve también tiempos de Pentecostés: tiempos de renovación espiritual, de penitencia heroica, de grandes con-versiones; la lucha dura de almas virginales, los esfuerzos de hombres y mujeres de espíritu apostólico, que abren caminos nuevos. ¡Y qué cosas habrá de ver todavía el corazón de esta Madre hasta el día en que el Hijo del hombre envíe sus ángeles para reunir toda carne ante su tribunal! Nos place creer que el noble rostro de María —si Ella morase todavía entre no-sotros en carne mortal— ya estaría como iluminado por el sol al contem-plar todo lo noble y santo, ya oscurecido por las nubes al ver lo triste y lo escandaloso. Seguramente la alegría y el dolor conmoverían profundamen-te el alma delicada, sensible de María y en su rostro se reflejarían las pro-fundidades de su corazón. Mas no fue la fina sensibilidad respecto de lo puro, noble y recto, ni la profunda compasión de toda miseria humana, principalmente del pecado, lo que hizo de María la “Madre del Buen Con-sejo”. No bastaba que Ella sintiera la miseria humana, ni sufriera por el

4 WEIGER, 1, c., págs.. 82 y siguientes.50

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destino de los hombres; la futura “Madre del Buen Consejo” debía conocer por propia experiencia los momentos en que falta todo consejo, triunfar en su propia vida, terminar ejemplarmente el camino de la prueba. Los sufri-mientos de la Madre de Dios fueron indescriptiblemente grandes; mas no pudieron ni embotar ni cerrar su alma. María no se encerró en su dolor, de-jando allá fuera a los demás con sus preocupaciones. No se dejó quebran-tar ni endurecer. Fue siempre —y debía serlo la Madre de tal Hijo —pa-ciente, callada, bondadosa. El sol de su fe podía oscurecerse por el dolor, mas no suprimirse. La anciana Isabel, iluminada por el Espíritu Santo, ex-presó en la hora más feliz de la vida de María su sentir con estas palabras: “¡Oh, bienaventurada tú que has creído!” Estas sencillas palabras encierran lo más exacto y hermoso que se haya dicho de la Madre de Dios. Pueden aplicarse a todos los momentos de su vida, a las horas risueñas y a las ho-ras de dolor, principalmente a la hora en que la Madre entró con su Hijo en la noche oscura de los momentos postreros y triunfó en esta última prueba como había triunfado en la primera.”

Es grande como el mar mi dolor, y es grande también como el mar mi amor. Así vemos el dolor y el amor unidos en la “Mater Dolorosa”; vemos la hermosura glorificada por el dolor. Nos conmueve a todos.

En cierta ocasión Hans Thoma vio un grupo de peregrinos que se di-rigía al santuario mariano de Todtmoos, en el Bosque Negro. La profunda impresión que le produjeron aquellos hombres que iban rezando fue con-signada en estas palabras:

“Me envolvió un misterio indeciblemente santo, que llegó a ser para mí como una revelación. Comprendí el grito lanzado por el alma humana a la Madre de la misericordia, la súplica de que nos ampare con su brazo protector, y así nos libre de la inseguridad y de las dudas de la vida. Al pa-sar los peregrinos por delante de mi casa y proseguir su camino rezando, me uní a sus oraciones, hasta que se apagaron las voces en la lejanía. Co-mo un eco seguía resonando en mí corazón: “Dios te salve, María” (5).

5 WILHELM FREISCHLAG; Glauben Sie an einem Gott? —¿Cree usted en Dios? —(Herold Verlag. München, 1941, pág. 60).

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LA DEFENSORA DE LA FE

San Francisco de Sales sufrió horriblemente en sus años juveniles por las tentaciones que le atormentaban en punto a la fe. Todo tambaleaba; se consideraba réprobo, destinado a la condenación eterna. Un miedo atroz se apoderó de él. Por más que recordase las soluciones claras de la Teología y las comprendiese de un modo puramente intelectual, la desazón no le deja-ba, antes al contrario, se intensificaba aún. Apenas podía comer, beber y dormir; se puso enfermo. Sólo sintió su liberación al postrarse ante la ima-gen de la Virgen Santísima y pedirle con lágrimas su ayuda. En una tabla colocada en el altar leyó la oración: “Acordaos, ¡oh, piadosísima Virgen!...” La rezó con todo fervor; luego invocó a Dios pidiéndole que le ayudara por la intercesión de María. Apenas hubo acabado la oración, vol-vió a sentir la paz antigua de su corazón.

Sin duda fue este auxilio una gracia especial; mas con harta frecuen-cia hay una conexión íntima entre la devoción a María y el verse librado de las dificultades contra la fe. La historia misma de la Iglesia lo demuestra con hechos. En los pueblos que perdieron la integridad de su fe, lo que más tiempo se mantiene, a pesar de las supersticiones y tristes aberraciones, es muchas veces el culto mariano. Así sucedió, por ejemplo, en la Iglesia abi-sinia, en las antiguas colonias portuguesas, donde reinaban una des-preocupación e ignorancia religiosas, de las que difícilmente podemos for-marnos idea. Pero no había sido olvidada “Nossa Senhora”, aun cuando ya se sabía muy poco de Cristo Redentor. Así ocurrió también en el Japón. Cuando en el año 1865 se descubrieron allí comunidades cristianas que du-rante siglos, sin tener sacerdote, habían conservado las doctrinas —aunque pocas— de la fe antigua, una de las tres principales, y que para ellos era la marca de catolicidad, era el culto de Maria. Es sabido cómo se honra a Ma-ría en las iglesias cismáticas de Rusia y del Oriente.

Julius Tyciak expresa este pensamiento en su excelente libro Marien-geheimnisse (Misterios marianos), de la siguiente manera (6):

“Ella es el auxilio de los cristianos en todas las necesidades. No en vano invoca el pueblo de Dios a María en los días de las mayores calami-

6 PUSTET, 1949, págs.. 76 y siguientes.52

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dades, descubrimos su influencia admirable, tan callada, y, con todo, tan poderosa, en la historia de la Iglesia. A María atribuye la Iglesia los gran-des acontecimientos decisivos. Y aun cuando la Iglesia, al parecer, sucum-be en las persecuciones y sufrimientos, en las grandes catástrofes..., preci-samente entonces triunfa María. Brilla nuevamente su santa imagen, vir-ginal y pura en la Iglesia, cuyo más bello adorno es la fe, que florece por la fuerza del testimonio, cuya única arma será la espada de los siete dolores.

Y si paramos mientes en las luchas interiores de la Iglesia, ¿no es pre-cisamente en ellas donde la Virgen de Nazaret aparece como la verdadera “Señora de la Victoria”? Las primeras luchas que la joven Iglesia hubo de sostener por la fe, las sostuvo con la conciencia de su propio ser. El gnosti-cismo que amenazaba con diluir toda la substancia de la Iglesia, fue venci-do por el conocimiento más profundo de la misma “Ecclesia” como orga-nismo divino-humano del reino de Dios, y entonces surgió ante los grandes pensadores cristianos la imagen admirable de la “Virgo-Ecclesia” tal como la trazan Ireneo, Clemente de Alejandría y Orígenes. ¿Y no es de profundo significado el hecho de que en esa primera época la imagen de María fuese tan eclesiológica y la Iglesia tan mariana? Las grandes disputas trinitarias y cristológicas son vencidas propiamente en la Iglesia de María, allá en Efeso, donde San Cirilo de Alejandría, tan inspirado, ensalzó a María co-mo Thoetokos, Madre de Dios. Así como las aguas crecidas rompen el di-que, de un modo análogo surge poderosa en la Iglesia la devoción a María: María triunfa en el Oriente sobre los iconoclastas; esta lucha en último tér-mino era un ataque contra el culto de los santos y la realidad de la En-carnación. Por la sublimidad de sus dotes sobrenaturales, María vence en el Occidente el pelagianismo naturalista. Asiste a la Iglesia, cuando la ima-gen de la “Ecclesia” vuelve a desdibujarse por las agitaciones valdenses y albigenses, cuando un Domingo de Guzmán levanta la devoción de María como broquel en la lucha contra los herejes. María triunfa en los avances de la Contrarreforma. La imagen de la Reina triunfante del cielo, que ve-mos en muchos templos barrocos de los países meridionales, da testimonio del nuevo y gozoso despertar de la Iglesia, que se sabe vencedora gracias a María. Y otra vez se reunió la Iglesia en torno de María para luchar contra las falsas doctrinas del naturalismo y del racionalismo. ¡Cómo brilla la In-maculada Concepción! ¡Qué profundo sentido tiene el que precisamente en una época que se rinde al naturalismo, al mundo presente, a la cultura de la mera utilidad y de la razón, fulgure la imagen de la Llena de gracia, de la Unica-Escogida! En la “Inmaculata” se falla sobre toda la cultura trivial de este mundo, y nuevamente surge ante nosotros el ideal de la “Columba Dei”, que tiene por patria, no la tierra, sino el cielo, y baja de las alturas

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como brillante nube de Dios, fulgurando con el resplandor de una santidad inasequible. Realmente a Ella pueden aplicarse las palabras de la Iglesia: “Solamente Tú has vencido todas las herejías en el ancho ámbito de la tie-rra” (Antífona de las fiestas de María.)

De un modo análogo escribe Weiger (7): “La Madre de Jesús vivía la misma fe que nosotros. Ella se atuvo siempre a la nube resplandeciente, en que el ángel, después de retirarse al cielo, dejó envuelta su alma: ¡Y su reino no tendrá fin! Ella creyó, en medio de todas las oscuridades de la vi-da de fe; no vaciló jamás, ni siquiera al encontrarse, en compañía de Juan y las piadosas mujeres, al pie de la cruz. Naturalmente, el reino de su Hijo se revelaba con una luz distinta de aquella con que hubiese deseado verlo una fe puramente humana. Todo aquello que, según el concepto humano, cons-tituye la grandeza y la firmeza de un reino, faltaba en la vida de su divino Hijo; y, realmente, no de propia cosecha, sino inspirado por el espirito del Señor, puso Pilato en la cruz la solemne Inscripción: “Jesús de Nazaret, Rey do los Judíos”. No sabia lo que escribía, porque él, al menos según su propio juicio y con mala conciencia, preparó en aquel día el fin del supues-to reino de ese Jesús de Nazaret, Rey de los Judíos. No sabemos la impre-sión que debió de producir al Procurador romano U nueva pascual; respec-to de ello, guarda silencio la Sagrada Escritura.

¿Qué santo podía conocer más profundamente los misterios del reino de Cristo y de la operación de su gracia que la Madre del Reino Eterno? En el capitulo XII del Apocalipsis surge “la gran señal” en el cielo: Una mujer vestida del sol, teniendo la luna a sus pies, ceñida la cabeza con una corona de doce estrellas... Y aparece también otra señal en el cielo, el dra-gón, que acecha, a la mujer. Esta mujer es la Iglesia. Mas, ¿qué razón nos prohíbe pasar en pensamiento de la Iglesia, madre del Cristo oculto, a Ma-ría, Madre del Cristo visible? En el alma de los santos prosigue la pasión de Cristo, y donde está el Cristo paciente allí se halla también su Madre. Y cuando más sufre la comunidad, tanto más cerca está de ella la Madre del Cristo paciente. Y cuando llegue la hora postrera de la Iglesia, cuando las cosas do este mundo toquen a su fin, entonces nadie estará más cerca del Cristo agonizante de la Iglesia que la Madre del Reino Eterno. Ella pedirá a su Hijo que conceda al pequeño rebaño, en su hora postrera, el don pre-cioso de la fe que Ella misma llevaba en el corazón el primer Viernes San-to; Ella recibirá en sus brazos al Cristo moribundo de la Iglesia y se Incli-nará sobre El con amor infinito, sabiendo que el Cristo de la Iglesia no puede ya sucumbir al último ataque de la muerte, sino que se levantará al

7 WEIGER, o. c., págs.. 183 y siguientes.54

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sonido de la trompeta y despertará a sus miembros, santificados en la tie-rra, para la gloria de la resurrección, porque “su reino no tendrá fin”.

El Cardenal Faulhaber, en uno de sus sermones expresa el mismo pensamiento. Describe la vida ríe la Madre de Dios, proponiéndola como escuela de la claridad de fe. En la Anunciación, Ella interroga, medita y luego pronuncia su “Fiat”. La presenta también como escuela de la pureza de la fe —esto resalta de un modo especial en los dogmas marianos—; co-mo escuela de la unidad de la le a través de todos los tiempos y de todos los pueblos; corno escuela de la piedad de la le, contra los que la niegan, contra los que la critican, contra los plebeyos de la le. La propone, como escuela del fervor íntimo de la fe, a la Iglesia, a las mujeres, a los hombres, en el dolor, en la muerte. Con razón se le dirige la alabanza: ¡Oh!, bien-aventurada Tú, que has creído. En cierta manera podemos decir que por la fe de María se ha Ido formando la lo de la Iglesia. En una poesía que tiene por titulo “Por qué Te amo, María’’, Santa Teresita del Niño Jesús aludió al hecho de que también la Madre del Señor, según la voluntad de Dios, hubo de conocer la oscuridad de la fe. Tampoco Ella tuvo siempre una luz clara. Precisamente así debe ¡rasar la Iglesia a través de la vida, así debe-mos pasar todos.

María no es tan sólo el ideal sublime de la fuerza de la fe en la histo-ria de la Iglesia universal, sino que también ayuda a cada alma a conservar esa fuerza. El fundamento psicológico de ello es que la devoción a María se concibe, en la mayoría, con todo el corazón, no solamente con el enten-dimiento y la memoria. De ahí que se arraigue más profundamente y per-dure aun cuando desaparecen otras cosas cuya percepción no dejó huellas tan profundas en los sentimientos. El pueblo dice con acierto que el hom-bre cree con gusto lo que ama. Siempre ocurre lo mismo: quien ama se for-ma del objeto conocido una imagen distinta de la que concibe quien no ama. Un saber sin amor podrá ser muy preciso y penetrante, pero nunca agotará la materia. Cuando se unen el saber y el amor, florece la sabiduría. Por el hecho de amar a María, muchos quieren la fe, aun cuando ésta es acuso imperfecta. Además, la devoción a María responde hasta tal punto u nuestro modo de sentir y a los más íntimos anhelos, que hasta se transmite como por herencia, aun tratándose de personas que por lo demás lían podi-do salvar poco de su fe.

Algo parecido —que tiene el mismo fundamento— encontramos en la vida de nuestros Jóvenes. Un estudiante de Medicina, que tiene toda cla-se de dificultades respecto de la fe, escribe: “Y. sin embargo, en medio de todas las dudas, me siento atraído siempre, especialmente en las horas

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sombrías, por María, porque Ella me ha ayudado muchas veces, muchas veces me ha consolado y calmado, y seguramente lo hará así también en adelante.”

Un artesano inteligente escribe: “María y la firmeza de mi fe van jun-tas.” Un soldado: “Mi devoción a María se menguó cuando yo estaba cavi-lando acerca de la idea filosófica de Dios. En esa época Ella desempeñaba un papel secundario, porque yo creía haber encontrada el camino directo, haber comprendido a Dios en la Santísima Trinidad en cuanto ello es hu-manamente posible. Mas, sin la Madre de Dios —me parece cada vez más claro— nunca habría llegado a tanto, nunca habría tenido unas relaciones tan sublimes y sólidas con el Dios creador.”

Un joven de diecinueve años expresa de esta manera su propia expe-riencia: “Cuando la fe corre el riesgo de caer en el escepticismo, la Madre de Dios es un sostén firme para el joven. Cuando él peligra de hundirse en un pensar abstracto, anónimo, marchito, entonces la vida cálida, fresca, que hay en esta imagen produce una impresión profunda. Junto a la Virgen encuentra nuevamente el joven la fe en la vida.”

De la propia vivencia habla un joven recto: “La Madre de Dios ha si-do hasta ahora en mi vida el único ser con quien nunca he roto. En la hora más oscura, cuando quise apartarme interiormente del amor de Dios, y ob-cecado, con encono contra el Señor, iba a acostarme, saludaba, a pesar de todo, breve y silenciosamente a la Madre comprensiva. Es también Ella quien ahora me coge firmemente de la mano y me reconduce al Salvador, el cual —lo siento—, siguiendo el deseo de su Madre, me ha llamado para la santidad. Con María nunca he roto, porque al temer la justicia de Dios, al pensar en el Juez, sentía que Ella, solamente Ella, refleja el atributo más hermoso de Dios, el amor infinito.”

Otro escribe: “De repente me envolvió como una negra noche. Todo el fundamento de mi fe parecía tambalear. En la soledad más amarga pedía luz. Mas la prueba con que Dios me visitaba proseguía. Luego vinieron tiempos en que me sentí otra vez más tranquilo. Pero el gozoso entusiasmo de la fe muchas veces faltaba. Entre tanto había momentos en que la incer-tidumbre interior me espantaba como un negro espectro. En mi apremio me refugiaba siempre junto a la bondadosa Madre de Dios. Y, finalmente, una noche, durante las vísperas, cuando otra vez me dolía tanto el corazón, levanté la mirada a su imagen, y le supliqué con más fervor íntimo que nunca que me ayudara. Y lo hizo. Pronto volvió la calma; y las nieblas, que me habían impedido ver a Dios, desaparecieron.”

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Un joven menciona una ocasión especial: “A menudo me cuesta mu-cho ir a la iglesia, porque me persiguen las miradas irónicas de personas que tienen otra ideología. Pero basta dirigir una mirada a María, y ya no me preocupo de lo que ocurre en torno mío. Así como Ella me ayuda ahora en lo pequeño, me asistirá también cuando se me exija algo grande.”

“Cuando invoco a María, sé con seguridad que Ella me ayuda; y si entonces se acercan a mí personas —sean cuales fueren y dondequiera que ocurra—, me basta pensar en la Madre de Dios para no errar.”

Una imagen muy eficaz, que influye poderosamente en los corazones nobles, es la escena de la Anunciación. El ángel se acerca a María, la más pura de las vírgenes. Ella se estremece; sorprendida escucha el mensaje. Reflexiona, expone sus dificultades, y solamente al reconocer la autoridad de Dios, para quien no hay cosa imposible, pronuncia su “sí”. María es la gran creyente. “Lo extraordinario y único de su elección induce fácilmente a creer que su vida estuvo llena de milagros y revelaciones. Mas con ello se destruye lo más santo que hay en su fe.” Es de Ella de quien fue dicho: “¡Oh, bienaventurada tú que has creído!” Ejemplo sublime de una fe ilumi-nada. La influencia que puede ejercer lo demuestran las siguientes líneas: “Un amor agradecido llenó mi alma, cuando, atormentado por la lucha acerca de la fe, pude acudir a la Madre dolorosa. En la oración, junto a Ella, recibí consuelo y ánimo nuevo. Entonces la Madre de Dios me ense-ñó a comprender su “He ahí la esclava del Señor”; entonces, cuando, ago-tado en la lucha por la fe, descubrí el ideal de su santidad en su entrega to-tal a la voluntad de Dios. Su humildad, su obediencia, vencieron mi orgu-llo, que me impulsaba a revelarme contra la fe, para adquirir el conoci-miento. En la imagen de la Madre de Dios vi que para el hombre lo único necesario frente a Dios es la humildad, la obediencia.”

Naturalmente, el alma corre el mayor peligro cuando se desatan lu-chas durísimas en todas sus potencias y recibe poca ayuda. Pero aun en es-te caso demuestra María su poder. Vamos a aducir tan sólo dos ejemplos. El primero es de un joven de veintidós años, que con una mirada re-trospectiva escribe:

“Profunda era en mí la influencia de María, a quien me conducía una y otra vez mi piadosísima madre, especialmente en mis tempranas y nume-rosas luchas acerca de mi fe (desde la edad de quince años) y acerca de la pureza (ya corre ahora el séptimo año, con unas pausas intermedias de unos meses, a lo más, quietos, felices, de paz interior). Casi siempre he vi-vido en un ambiente llamado “libre”, religiosa y moralmente: escuela, ca-maradas, libros, teatro. Desamparado, casi desesperándome en mis dificul-

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tades acerca de la fe, muchacho de catorce años, fui acompañado de mi madre a Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. No podía ya rezar; me falta-ba el motivo interior: Dios. Solamente ante el altar de María me era posi-ble todavía orar. Aquello era para mí como una planta milagrosa. Ese altar sigue siendo aún hoy para mí el lugar más amado y seguro después del ta-bernáculo. Muchas veces apenas me atrevía a confesarme por escrúpulos y dudas respecto de la pureza; y entonces la Virgen me ayudaba desde su al-tar. El consejo de mi confesor: rezar diariamente un Ave a María para con-servar la pureza, me dio fuerzas. Aun hoy en miles de tentaciones es a Ma-ría a quien dirijo mi primera y última invocación. Fue María quien levantó nuevamente ante mí el ideal de la pureza, cuando yo no quería ya com-prenderlo. A Ella honro yo en toda mujer; todo lo puedo con esa arma: Ella, Virgen y Madre. No ha mucho tuve una tremenda tempestad de fe en mi interior —todo peligraba: mi saber y mi propia existencia—, y sólo pu-de mantenerme porque María me ayudó. A Ella le podía rezar aún; a Ella, la Madre. El pensar en Ella me calmaba, me ayudaba. ¿Por qué? No lo sé. Pero así era.”

Otro cuadro: “Soy hijo de pobres trabajadores. Pero me cabe la dicha inapreciable de tener una madre santa. Muy pronto nos enseñaba a juntar las “manos y a levantar la mirada a la Madre celestial. Siempre la conocí como mujer silenciosa, humilde, que sin quejarse estaba trabajando desde la mañana hasta la noche; ella había de compensar lo que —por desgracia —mi padre gastaba de su salario en las tabernas. Cada mañana iba con no-sotros a misa, buscando consuelo para las penas del día. Por la noche, ago-tadísima, iba todavía con nosotros al rosario, que diariamente se rezaba pú-blicamente allá en el pueblo. Todos los que gozaban de salud hacían anual-mente una peregrinación a la Madre de Dios antes de alguna fiesta maria-na. Mi madre tenía que quedarse en casa, porque no disponía de dinero pa-ra el viaje. Nos acompañaba a la iglesia ante un altar de María; ofrecía dos cirios, comprados con céntimos trabajosamente ahorrados, y rezaba larga-mente con nosotros para que fuésemos buenos. Así, pues, yo veía a mi ma-dre siempre silenciosa y apesadumbrada hube de presenciar en casa esce-nas tristes, y así llegué a ser un joven tímido. He sufrido terriblemente por la guasa —todavía inocente— de mis compañeros de escuela. Fui distan-ciándome de ellos; y en los últimos años escolares devoré con hambre ca-nina todos los libros que caían en mis manos. En esas novelas me encontré con mucha miseria, la comparé con la mía, y entonces surgió en mí la pre-gunta fatal: “¿Por qué esto?” No había quien me resolviera la cuestión, y así llegué a ser sofista, que iba forjando por sí mismo las respuestas a sus preguntas y sacaba estas respuestas del veneno malicioso de los novelones

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chabacanos. Y no tenia más que catorce años. Acababa de salir de la es-cuela. Era el principio de la guerra. Veía a mis camaradas. Unos se fueron a estudiar en el gimnasio, los otros tuvieron buenas colocaciones. Todos, aun los últimos de la clase, obtuvieron algún puesto; solamente yo, uno de los mejores estudiantes, me quedé con las manos vacías. Nadie se preocu-pó de mí. Una oleada de amargura me inundó. Acusaba de injusticia a Dios. Que El me lo perdone. Hube de ganarme el pan; preparé mi hatillo y me ajusté para vaquero con un campesino. Es indescriptible lo que sufrí entre esa gente que solamente conocía y buscaba lo material. Ahora com-prendo que no tenía mala intención; mas a la sazón yo reñía con todos. Ciertamente, rezaba todavía, pero únicamente porque al despedirme de mi madre, anegada en lágrimas, se lo había prometido.

Así me encontré completamente solo en el mundo, y anhelaba amor, como puede anhelarlo solamente un joven desamparado de quince años de edad. Cada mes iba a confesarme, para cumplir la palabra dada a mi ma-dre. Pero tampoco allí era comprendido.

El espíritu maligno aprovechó ese estado de desconsuelo para coger-me en sus redes. Me uní con malos camaradas. Estos, por lo menos, de-mostraban tenerme amistad y apego. Caí. Pronto sentí gusto en el pecado, y en él buscaba consuelo. Pero precisamente entonces se volvió más árido mi interior. Muchas veces se apoderaba de mí la desesperación. Por cierto, el recuerdo de mi madre me levantaba siempre un poco. Pero iba yo bajan-do, alejándome más y más de Dios. Mis labios seguían musitando todavía por la noche el Ave; pero el corazón, ¡ay!, ¡dónde estaba el corazón! Aun en esa época me acercaba cuatro veces al año a los Santos Sacramentos por amor a mi madre. Entonces me arrepentía profundamente de todos mis tropiezos; quería enmendarme; mas nunca recibí aliento en el confesona-rio. De modo que regularmente después de la confesión mi interior estaba más vacío que antes.

Entonces intervino por primera vez la Madre de Dios en mi vida. Una grave enfermedad me obligó a volver a casa. Me curé gracias al cuidado solícito de mi madre. Mas allá, dentro en el corazón, había miseria. Apenas curado, la cuestión era trabajar para ganar el pan cotidiano. La necesidad era grande en casa. Me puse de jornalero en mi pueblo, y me alababan por lo mucho que trabajaba. Pero yo envidiaba, y hasta odiaba, a los ricos, mis patronos. ¿Con qué derecho eran ellos ricos y yo pobre? No había quien me diera respuesta. Empecé a trabajar con verdadera furia; se me encalle-cieron las manos y cuanto más duros se volvían los callos, tanto más me desesperaba. Al mismo tiempo veía a los de mi edad, muchachos afortu-

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nados, pasearse bien trajeados. Los estudiantes venían para las vacaciones, se daban aires de sabio, y los que más se pavoneaban eran precisamente los que en la escuela habían sido más tontos que yo. Muchas veces habría querido gritar de dolor. Buscaba consuelo en los libros. Pero en vano se buscará consuelo en la inmundicia. Otra vez me lancé a los brazos de ma-los camaradas. Si a la sazón un hombre noble se hubiese acercado a mí, yo le habría besado los pies de pura gratitud.

No podía quedarme más en casa. Nadie me proporcionaba una colo-cación. Yo mismo me busqué una. Me puse en un establecimiento de horti-cultura; pero aquello fue salir del lodo y caer en el arroyo. Un amo descreí-do, trabajo duro, comida mala, exiguo salario. Me encontraba más pobre, más solitario y desconsolado que antes. Los domingos por la tarde estaba libre, e iba vagando por la ciudad como un desesperado. En torno mío no veía más que alegría y dicha, y yo me encontraba sólo con mi corazón, que anhelaba un poco de amor. Entonces la tentación se acercó seductora a mí en la figura de mujeres desvergonzadas, que querían encadenarme. Pero me consideraba aún demasiado bueno para entregarme a unas mujeres, por muy miserable que me sintiera. En medio de mi miseria y tormento clama-ba a Dios y le acusaba de injusticia, de dureza de corazón. No obstante, re-zaba todas las noches a la Madre de Dios; a regañadientes, por cierto, pero lo hacía por amor a mi madre. Tampoco dejaba la santa misa el domingo, aun cuando no rezara nada durante la misma.

En casa mi madre oraba y lloraba por mí. Barruntaba mi estado e in-vocaba a la Madre celestial para que tuviera compasión de mí. Al despe-dirnos tuve que prometerle una cosa: orar a veces ante la imagen de la Ma-dre de Dios. Y cosa admirable: al vagar de esa manera, solitario y des-amparado, me sentía atraído con poder irresistible a la iglesia, y allí, junto a la Madre, aun cuando mis labios no se desplegaran para el rezo, la tem-pestad se amainaba. Pero penas salía, empezaba nuevamente el furor del huracán, y con más violencia que antes.

Un domingo mi madre vino a verme, y parecía abrumada y afligida. Sin sospechar las tempestades que sacudían todo mi interior, me contó su dolor, con sencillez y resignación, pero de un modo desgarrador para mí, que la amaba sobre todas las cosas. ¿Leería ella este tormento en mi ros-tro? Me dijo brevemente: “Ven; llevaremos nuestro dolor a la Madre de Dios.” Y allí estuvo postrada de hinojos mi pobre madrecita, levantando suplicantes las manos, gastadas por el trabajo, a la consoladora de los afli-gidos. De repente empezaron a correr lágrimas por sus mejillas. Mi madre lloraba y volcaba todo su corazón en el de la Madre de Dios. Y yo estaba

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allí, y recriminaba a Dios, sí, hasta desesperaba de El. Si Tú eres un Dios justo, ¿por qué nos envías este dolor inmerecido y atroz? El, el Padre bon-dadoso, no me aplastó, como yo merecía. Tampoco me contestó, y con de-recho, porque el Señor se opone a los orgullosos. Así, pues, mi madre salió consolada del templo; yo, en cambio, más desdichado. Después de acom-pañarla al tren, la corriente, el tormento alcanzó su punto culminante. Vol-ví y pasé por un puente, desde el cual muchos se habían arrojado al agua. ¿Pensé yo en ello? No lo sé. Lo cierto es que poco tiempo después me en-contraba nuevamente en la iglesia, de rodillas, escondido tras una colum-na. Precisamente se celebraba el acto religioso de la noche; del coro llega-ba suplicante, en voz queda: “Salus infirmorum, refugium peccatorum, ora, ora pro nobis.” De repente, en medio de mi profundo pena, se me es-capó un sollozo. Había encontrado el camino que conduce a la Madre. Cla-mé a Ella: “¡Oh Madre, ten piedad de este tu pobre hijo!” Y me pareció que la Madre bajaba de su trono, me cogía de la mano y me decía: “Ven, ven, pobre joven, ven al tabernáculo, mira allí a mi Hijo, tu hermano, có-mo ha sufrido, y precisamente por ti.” Entonces entró la tranquilidad en mi alma. Todas las miserias y todos los dolores habían desaparecido. No me quedaba más que el triste sentimiento de una culpa grande. Una vergüenza profunda se apoderó de mi alma y me empujaba con fuerza hacia el confe-sonario, y entonces encontré también al noble amigo-sacerdote, tan ardoro-samente anhelado, quien me comprendió y me habló con palabras que ar-dían de amor y entusiasmo. ¡Qué “Magníficat” brotó allí de mi pecho libre de dolor! De pura alegría habría querido besar el suelo de la iglesia.

Con ojos muy distintos miré desde entonces la vida. No me vi libre de sufrimientos y preocupaciones; pero se glorificaban por el pensamiento puesto en Dios. Desde entonces he permanecido fiel al Señor, a pesar de todas las burlas. En casa de mi amo notaron pronto mi cambio, y se reían de mí; hasta me invitaron explícitamente a pecar. Mas, con mi conversión, adquirí también valor; con firmeza decía a cualquiera mi opinión, y prose-guía tranquilo por el camino emprendido. Cada sábado, después de termi-nar la jornada, iba a buscar, aunque fueran las diez de la noche, una iglesia abierta, y a los pies del sacerdote reunía fuerzas para la siguiente semana.

Un sábado, después de haber trabajado hasta muy tarde y duramente, pensé no ir a confesarme aquella noche. Pero pasé a las diez y media por delante de una iglesia abierta y me sentí impulsado irresistiblemente a en-trar. Entré, pues; un sacerdote joven estaba sentado ante su confesonario, rezando, como si me hubiese esperado precisamente a mí. Alegre, olvidan-do todo cansancio, y cumpliendo la penitencia que me había sido impues-ta, emprendí el camino de retorno después de la confesión. De repente pa-

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recióme que una voz me decía en mi interior: “Sé mi sacerdote. Dame tu vida entera como expiación por tu juventud descarriada.” En cualquier co-sa habría pensado antes que en hacerme sacerdote. Esta idea me era tan nueva... Ignorante y pobre, ¿había de pensar todavía, a los veintiún años de edad, en estudiar? Mas sin titubear contesté: “Señor, haré lo que Tú quie-ras.” Fui invocando durante meses a la Madre de Dios para que me ayuda-ra a cumplir el deseo de su Hijo. Y me ayudó. Me deparó un noble y an-ciano sacerdote, el cual, después de la faena de] día, me preparaba para los estudios. Y aun cuando muchas veces se nos cerraban los ojos de puro can-sados sobre los libros, no perdíamos el ánimo. Después de unos meses pu-de emprender mis estudios de latín.”

Estrella del mar, yo te saludo.¡Oh María! Ayúdame.Dulce Madre de Dios,¡oh María! Ayúdame.Ayúdanos, María, a todos, líbranos de esta profunda miseria.

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HACIA CRISTO

Después de lo que precede no cabe duda de que el amor y la devoción a María pueden dominar basta tal punto la vida espiritual, que el sentir, el querer y el pensar religiosos aparezcan completamente saturados de tal de-voción y amor. Mas, para el católico verdadero, ¿no debe ser la fe en el Salvador, el amor al Salvador, el punto céntrico de la vida interior? A ve-ces podrá descentrarse la piedad por efecto de una educación poco com-prensiva o por falta de mirada amplia. No podemos aprobar —y menos aún si tenemos una devoción verdadera a María— que solamente se rinda homenaje a Ella y al parecer sea olvidado su Hijo, a quien deben dirigirse todas las alabanzas. Cristo es el único Redentor, el fundamento y el fin de toda fe, de toda esperanza, de todo amor. “Nadie viene al Padre sino por Mí.” Así habla el mismo Jesucristo (Juan, 14, 6). Esta doctrina fundamen-tal del catolicismo debe mantenerse siempre. Pero, en realidad, ningún jo-ven sensato saludará a María sin pensar en el Salvador; no la honrará sin sentir el anhelo de permanecer fiel a su divino Hijo. No rezará un Avema-ría sin tener este pensamiento principal: “Bendito es el fruto de tu vientre, Jesús”, de cuya plenitud participa María. Jesús está con María y le comuni-có todo aquello por lo cual Ella es bendita entre todas las mujeres; a Jesús debe dirigirse su Santísima Madre para interceder por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte. María da el acorde fundamental: “Mi alma glori-fica al Señor.” La auténtica devoción mariana tiene el espíritu del “Mag-níficat”. Si la imagen de María brilla en el corazón, no quedará en la oscu-ridad la imagen de Cristo, Los templos de María son casas de Dios, los al-tares de María son altares de Dios. La Sagrada Escritura nos muestra a Ma-ría llevando a Cristo en sus brazos, pregonándolo, trayéndolo al mundo.

María quiere todo el honor, todo el amor para su Hijo; no quiere sino escuchar nuestra oración: “Dios te salve, Reina y Madre..., muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre.” Si la bendición que irradia de María es expresión de la' gratitud que siente el Hijo de Dios por el esmero con que Ella le cuidó durante largos años, en Nazaret, todo lo que hace María se di-rige al honor de su divino Hijo, a quien debe gratitud por la gracia sobrea-bundante que de El recibió.

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Pío X, en su Encíclica de 2 de febrero de 1904, enseña que el camino mejor y más seguro para ir a Cristo es María. “¿No hubiera podido Dios darnos sin María al Salvador de la Humanidad y Fundador de la fe? Mas, habiendo querido la Providencia divina que tuviésemos al Hombre-Dios por María, la cual, por obra del Espíritu Santo, le concibió en su seno, ya se nos hace preciso a nosotros recibir a Cristo de las manos de María... Na-die es más apto que la Virgen para unir a los hombres con Cristo... ¿Quién no verá con cuánta razón hemos dicho que María... más que nadie conoció los secretos de su Corazón, y administra, casi con derecho maternal, el te-soro de sus méritos, es el principal y más seguro apoyo para llegar al cono-cimiento de Cristo? Bien nos lo confirma la deplorable condición de cuan-tos por diabólico engaño, o por falsas doctrinas, creen poder prescindir del auxilio de la Virgen. Míseros e infelices, prescinden de María, a pretexto de honrar a Cristo, e ignoran que no se halla el Hijo sino con María, Madre suya.”

Todo esto parece obvio al joven católico; ni siquiera se le ocurre ex-presarlo. Al interrogar a los jóvenes sobre este punto, muchos ni siquiera comprenden de momento la intención de las preguntas; y cuando la com-prenden, contestan: Es natural. Sin embargo, algunos lo subrayan en las cartas. Séanos permitido aducir algunos ejemplos.

“No comprendo cómo puede palidecer siquiera la devoción a María por el culto creciente de Cristo. Frente a este culto la devoción a María ocupa, por decirlo así, el segundo puesto. Pero yo no comprendo el proble-ma. De todos modos, creo que no es posible escalonar según categorías las devociones. Antes al contrario, la devoción a Cristo y la devoción a María están íntimamente relacionadas. Por María llegamos siempre a Cristo. Casi diría que la devoción a Cristo se asienta en la que profesamos a María. María nos conduce a Cristo. María es nuestra Madre, y Cristo quiere ser nuestro Hermano.”

“El mismo Dios quiere que nos refugiemos junto a María. En su ago-nía nos la dio por Madre. Por esto, al honrar a María, honramos a Cristo, Rey de todos los siglos.” “Yo no tengo una devoción a María y otra a Cris-to, de modo que se pueda decir: “Aquí está Cristo y aquí está María”, sino que ambas devociones se funden, ocupando naturalmente Cristo el primer puesto. Presento todas mis oraciones al Corazón de Cristo por medio de María. No puede haber una devoción unilateral a María, una devoción en que se prescinda de Cristo.”

“La devoción a María siempre inspira la devoción a Cristo. Son inse-parables.”

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“Si Cristo es la fuente, su Madre Santísima es el canal; siempre me ha comunicado energías, especialmente en las muchas y duras tempestades que contra mí se desencadenaron por dentro y por fuera. Nunca he tenido un pensamiento referente a María que no terminara en Cristo. Y cuanto más me dirigía a Ella, tanto más me acercaba a Cristo.”

“¿Es posible la devoción a Cristo sin la devoción a María? Ni siquie-ra puedo imaginármelo, porque si honro a Cristo, he de honrar también a su Madre, y si honro a María, he de honrar también a su divino Hijo.”

“Conste que precisamente por la devoción a María he llegado a tener unas relaciones profundísimas con Cristo; y María siempre aparece en pri-mer término, cuando alguna vivencia espiritual me impresiona o cuando corro peligro de perderme. Precisamente entonces parece que la Madre quiere usar de sus derechos, porque entonces me indica el único camino recto con una claridad tan apremiante que siempre me veo obligado a se-guirlo.”

“En la lucha por la pureza Ella lo ha sido todo para mí. Por Ella he acudido con más frecuencia a los sacramentos, porque no podía librarme del pensamiento de que Ella no quiere que en mi vida espiritual prescinda de su Hijo. Por esto hube de unirme más íntimamente con el Salvador. Las visitas que hacía a María en el templo parroquial me conducían al Santísi-mo. Sin notarlo yo siquiera, Cristo, el Hombre-Dios, ocupaba el primer puesto en mi alma. María me había conducido a El.”

De un modo análogo escribe otro: “No podía separar de la devoción a María el pensamiento de Jesucristo. La idea de que la Madre de Dios nos conduce al Salvador se apoderó de mí con tal fuerza en la primera comu-nión, que ya no me abandonó nunca. El Salvador vino a ocupar cada vez más el primer puesto. Y cuando me asaltaba el temor de no poder alcanzar mi ideal, acudía a la Madre de Dios y la invocaba con filial confianza: “Ayúdame a llegar al Salvador.” Y así ocurre también ahora. El Salvador es mi meta y su Madre Santísima me ayuda a alcanzarla.’^

“El amor a María y el amor a Cristo parece que van alternando mu-chas veces o que corren parejas. Pero interiormente se incrementan recí-procamente.”

“La devoción a la Madre de Dios creció en mí con ocasión de la pri-mera comunión, y crece siempre que comulgo. Pero decrece cuando paso mucho tiempo sin acudir a la mesa del Señor.”

Otro joven intenta establecer una clasificación: “Por la creciente de-voción a Cristo no ha menguado mi devoción a María, porque aquélla re-

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presenta más bien unas relaciones de amistad varonil, que enardecen mi amor a la Iglesia, mientras que la segunda representa más bien unas rela-ciones de extraordinaria hermosura, que radican profundamente en el cora-zón.”

La contemplación de la imagen de María nos impulsa a una gratitud profunda para con Dios por todo cuanto hizo en Ella. “Muchas veces bro-taba de mi corazón un saludo muy sentido a María; muchas veces sentía un júbilo, una gratitud gozosa para con Dios, que la conservó tan pura, que tanto la encumbró. Ciertamente, María es para mí la Mujer a quien ofrezco mis servicios de caballero; es también la Madre amorosa. Estos sentimien-tos viven en mi corazón. Pero lo que más me mueve es el recuerdo de la Estrella del Mar, a la que rezo: “Ayúdame a encontrar a Jesús, ¡oh María! Ayúdame.” Antes de la sagrada Comunión dirijo siempre una súplica a María, pidiéndole que perfeccione mi devoción. María es para mí la Estre-lla del Mar, que en mis años juveniles, agitados por tempestades, brilla con pompa y fulgores vivísimos, gozosos. María es para mí la suma y el com-pendio de algo completamente elevado y santo. Con frecuencia me inunda una alegría indecible al rezarle el Avemaría.”

“Solamente después de la adolescencia, cuando se calma ya nuestro mundo interior —aunque a veces se agitan aún algunas tempestades—, ve-mos con claridad en nuestra propia vida cómo María nos conduce a Cristo. Desde mi juventud yo veo siempre a la bondadosa Madre de Dios junto a la imagen de Nuestro Señor. La veo como Reina de las vírgenes. Por me-dio de Ella he vuelto a encontrar el camino al Salvador; a Ella debo el ha-berme conservado fiel a Cristo en punto a pureza.”

Pero ¿necesitamos acaso estos testimonios particulares para ver que el sentido más profundo de la devoción mañana es conducirnos al Salva-dor? Todo este libro lo atestigua. Porque si María conduce las almas a las alturas, ¿cuál es el punto culminante sino Cristo y su santísima voluntad? Si María nos ayuda a conservar o recabar la pureza, ¿qué otra cosa es ésta sino fidelidad al Salvador en la lucha más dura? Las almas puras son las que le siguen a El, Cordero inmaculado, las que le prefieren a todo lo bajo de este mundo. Si María nos ayuda a permanecer fieles a la fe, ¿qué otra cosa es la fe sino confesar a Cristo, fundamento, contenido y consumación de nuestro Cristo? Y lo mismo podemos decir en todos los órdenes, así en la vida de oración como en el apostolado, en la defensa de la Iglesia como en el cumplimiento del deber. En todo nos dirige María; de ahí que en to-dos los campos podemos repetir: Por María a Jesús. Lo que tiene María, lo recibió del Salvador, y la lección que Ella nos da es ésta: Id a Cristo. Y si

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Cristo quiere comunicarnos su gracia por medio de María, ¿quién se lo prohíbe? “María me ha conducido por completo al Salvador —escribe un joven, volcando sus sentimientos— y ha logrado que toda mi vida se cifre en el Sagrado Corazón. Comprendiéndolo, amo a mi Madre con íntima gratitud. María transmite a su Hijo todo el amor dirigido a Ella. El medio más fácil para lograr una unión intima con Jesús es tener un amor delicado, filial a la Madre de Dios.”

No salimos de nuestro tema si mencionamos el hecho de que con har-ta frecuencia María es ensalzada con gratitud como la guía más fiel en me-dio de las luchas y preocupaciones de la elección de estado. Es muy natu-ral que en tal agobio —que muchas veces llega a ser una verdadera “mise-ria” para el joven— se implore fervorosamente la ayuda de la Madre celes-tial. Pero llama la atención el gran número de los que atribuyen al auxilio especial de María la resolución que adoptaron de ser sacerdotes o religio-sos. “La idea de la pureza inmaculada de María fue el motivo principal que me decidió a servir con perpetua virginidad al Salvador.” “Pensando en su poderosa intercesión, cobré ánimo para luchar contra todas las dificultades y seguir la vocación.”

“En los días de retiro he orado fervorosamente para ver clara mi vo-cación. Levanté el corazón a la Madre de Dios y vi claro, el objetivo a que me llama el Señor es brillante, es un ideal alto, sublime. Y la Reina celes-tial es mi defensora; Ella me guiará para poder mantenerme fiel a este ob-jetivo y ser digno de alcanzarlo.”

“Cuando tengo que luchar duramente para elegir estado, siempre me siento más calmado si suplico a mi Madre celestial que me ayude y pida conmigo a su divino Hijo que yo pueda llegar —si tal es su santísima vo-luntad— a ser un sacerdote santo.”

“He puesto la gracia de mi vocación sacerdotal bajo el amparo de María. Cuando a veces me parecía imposible alcanzar el objetivo, una mi-rada dirigida a María me comunicaba ayuda y esperanzas nuevas. Sé que la Madre no me abandona, ya que es la Reina de todos los sacerdotes. Hu-bo momentos en que lo único que me sostenía era pensar en la Madre de Dios.”

Otro escribe: “A la edad de diez años perdí mi madre, que me había cuidado siempre con solicitud. A mi padre no le queda mucho tiempo libre para dedicármelo a mí. Abandonado a mí mismo, a la edad de dieciséis años me desvié del camino recto y me fui por falsos derroteros. Un hábito malo se apoderó de mí. Después de cada confesión quería reunir fuerzas. Mas, faltándome la dirección adecuada, nunca lo logré. Después de pro-

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longados conflictos interiores, encontré en un sacerdote joven, realmente piadoso, un guía comprensivo, que hizo de mí un verdadero devoto de la Madre de Dios. Gracias a la asistencia de María, rompí de repente con mi mala costumbre. No reincidí más. Poco tiempo después hice los santos Ejercicios; el director me insinuó que entrara en la Congregación Mariana, para que allí pudiera disfrutar de la protección especial de la bondadosa Madre de Dios. Seguí su consejo. Con la devoción a María se me fue ahin-cando la idea del sacerdocio. A la gracia de Dios y a la influencia de la Madre atribuyo el que. después de maduro examen, haya llegado como hombre puro al estudio de la Teología. Cuando sea sacerdote, no perdona-ré medio para conducir almas a la Madre que tan amorosamente me ha protegido.” La Madre de Dios presta su valiosa ayuda no solamente al tra-tarse de la vocación sacerdotal, sino también en la elección de otra carrera. Un estudiante de Medicina escribe: “El haber podido abrazar y seguir la carrera a la que me sentía inclinado lo debo en gran parte a la ayuda de la Madre de Dios.” Un maestro: “Despacio fui teniendo luz respecto de mi vocación, y lo debo a María. Me sentía Instigado a conducir la juventud hacia el ideal. Con la ayuda de María me lanzaré a la empresa.” Un joven que no se siente llamado al sacerdocio, y está pensando qué camino seguir, escribe: “En la elección de carrera también me asiste María: quizá por te-ner vocación, aunque una terrible oscuridad envuelve todavía el camino del porvenir, siento yo su ayuda. Confiando en Ella y en Nuestro Señor, ni siquiera sé lo que es miedo, sino que espero luz.” Un relojero: “Pudiendo escoger una carrera u otra, dudé durante mucho tiempo. Invoqué a la Ma-dre de Dios, pidiéndole que me diera luz para ver en qué puesto podía lle-gar a ser maestro, conforme a la voluntad de Dios. Hoy día sé que escogí bien.”

“En el problema de la vocación la figura ideal de María es para mí un acicate para desplegar todas mis energías por el bien del pueblo y de la patria, para poder brindar a mi futura esposa una vida feliz y tranquila, asegurar el porvenir de nuestros hijos y glorificar al Dios todopoderoso desplegando todas las fuerzas de que me ha dotado.”

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POR CRISTO A MARÍA

No pocas veces nos encontramos con jóvenes católicos, fervorosos, que no saben sacar provecho de la devoción mañana; hasta les parece que cohíbe el impulso más íntimo con que su corazón se siente atraído a Cristo. Si prescindimos de casos especiales, debidos a una predisposición ex-cesivamente intelectualista o a otras circunstancias peculiares, que no per-miten encontrar la llave de esta cámara de tesoros, la explicación, por lo general, es la siguiente: A veces se han detenido demasiado en la devoción mañana como tal. María es la intercesora, es una santa poderosísima. Y hay que ver toda la profundidad dogmática y psicológica de la frase “Por María a Jesús”. Mas algunos han concebido la devoción mañana como una capilla completamente independiente en la catedral de Dios. La relación íntima existente entre la fidelidad a Maña y la fidelidad a Cristo no resalta-ba con claridad. Hemos de reconocer los siguientes hechos: Así como Ma-ría dio al mundo el Cristo histórico, de un modo análogo está siempre dis-puesta a comunicar también al alma fiel el Cristo místico de la gracia. Así como Cristo no vino a nosotros de un modo directo, también en adelante quiere dársenos por medio de una Madre. Dejemos obrar la gracia como quiere Dios. Y según la voluntad de Dios, no hay Cristo sin María. Un es-tudio más profundo del dogma católico abre los ojos —como suele ocurrir con tanta frecuencia— también en este punto. Y así se acrecienta el sentir cálidamente católico; nos hacemos conscientes del espíritu familiar católi-co, de la “comunión de los santos”, de la unión intima y de la mutua rela-ción de los miembros en un solo cuerpo místico. Así incorporamos la de-voción mañana a toda la economía de la salvación y luego admiramos la sublimidad de la Madre de Dios,

Veamos un alma que ha vivido todo el problema, y a fuerza de luchar lo ha resuelto: “La creciente devoción a Cristo me impulsa al culto de Ma-ría y al culto de los santos. Al dirigir una mirada retrospectiva a mi vida in-terior y repasar mis apuntes, veo que María, durante mucho tiempo, no sig-nificaba nada para mí; lo necesario y absolutamente obligatorio para mí era únicamente Dios, la Divina Majestad. Para sostenerme en medio del caos religioso y espiritual del ambiente en que vivía, tenía que afianzarme

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primero en lo más céntrico, en Cristo. Y lo hice hasta tal punto que María se encontraba, como en la periferia, al margen de mi conciencia. Ciertos santos: Ignacio, Luis y Francisco Javier, significaban algo para mí, pero aun a éstos los veía únicamente como maestros de Cristo. No había un contacto personal. Me interesaba lo que decían, pero no por decirlo ellos. De modo que si hubiese encontrado el contenido de su predicación en otros, habría recibido la misma impresión. Los lazos que me unían a María eran puramente exteriores, y se debían a los sermones, ejercicios, grupos de jóvenes; no me sentía interiormente movido. Anhelaba tan sólo estar unido con Cristo. Más tarde resumí estos sentimientos en la siguiente ora-ción —que sigo rezando aun hoy—: “Que los latidos de mi corazón se unan con los tuyos; que sea tu pensar el mío, y el mío tu amor.” Entretanto, encontré el camino de una intima devoción al Espíritu Santo, y con ello al Dios Trino. “Ven, oh Espíritu, Santo y Vivificador, enardece mi corazón, para que siempre crea y espere con firmeza y fuerza al Señor Dios mío y le ame con todo mi espíritu.” Gracias a este modo de orar, muy propio, muy personal, penetré más profundamente en el centro vivo de Jesús, en su Sagrado Corazón, símbolo del amor divino humanado. Aquí está el eje de mi verdadera formación y la creciente intensidad de mi vida interior. Mi oración cotidiana es la que mejor lo expresa: “Haz, Señor, que me una ca-da vez más profundamente con tu humildad, contigo y con tu divino Cora-zón.” Pero entonces ocurrió un hecho de capital importancia. A medida que iba creciendo mi devoción a Cristo, crecía también mi inclinación ha-cia el culto de los santos —primero en un plano completamente general—, y así encontré también el camino que me condujo a María. Al acercarme a lo más íntimo de Jesús, a su espíritu, levanté la mirada hacia aquellos que tan cerca de El se hallaban. ¡Cómo le amaban y cómo imitaban su vida! Sobre todo María. ¡Cómo conocía las intimidades del Corazón divino! Así surgió en mí una devoción mariana profundísima, que, sin embargo, yo no concebía como cosa independiente, como una práctica de piedad, sino que veía en ella la gran manera como se realiza la vida cristiana en una persona humana que goza de la divina gracia. Yo veo en María el modelo viviente, y en Ella encuentro acicate y fuerza para adaptar mi vida a la de Cristo. Realmente, el culto de los santos queda con bastante frecuencia aislado; nos conduce a Cristo indirectamente. Mas una cosa es necesaria: estar uni-dos con Cristo y apoyarnos en El. Ahora, cuando he encontrado mi ca-mino, María me conduce a una comprensión más profunda de Cristo y a su imitación; ¿no ocurre lo mismo a muchos? De ahí que para mí la imagen de María sea la “Piedad”, de Miguel Angel; María está del todo unida con la gran obra salvadora de la Trinidad; todo el dolor personal queda oculto

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en el interior. Así ha de ser para que brille Dios y su obra. Los santos son como cimas de montes que brillan con el rayo de sol. Lo que nos subyuga es la luz, el sol mismo. ¿No hemos de anunciar nosotros ante todo las ver-dades más fundamentales: Dios, Cristo, la Iglesia y luego María como “puerta” que nos da entrada en el santuario más íntimo de la Iglesia? Mas este “luego” no ha de entenderse como posterioridad de tiempo.”

El ejemplo de esta vida interior nos muestra que no solamente pode-mos decir: Por María a Cristo, sino también: Por Cristo a María. Sí, hasta podemos afirmar: Por María a la Santísima Trinidad; como también: Por la Santísima Trinidad a María. Es natural que el camino que de Cristo condu-ce a María se vea de un modo especial en aquellos que están completa-mente llenos del pensamiento y de la vida de Cristo, aun cuando ponen re-paro —come queda indicado— a las alabanzas de la Madre de Dios, faltas de precisión y claridad. Debemos ver claro en este punto, tanto en lo que respecta a los fundamentos objetivamente teológicos como en lo que con-cierne a hechos religioso-pedagógicos,

Por lo que se refiere a lo primero, queremos consignar dos hechos.Es posible hacer caso omiso de cualquier santo en la economía de sal-

vación; mas no podemos prescindir de la Madre de Dios. Ella se encuentra íntimamente unida al principio de la obra redentora y se encuentra también de un modo especial al pie de la cruz. Dios le preguntó a María si quería ser su Madre, y cuando Dios pregunta, deja en libertad al interrogado. El “sí” espontáneo de María era —en los designios eternos de Dios— un pre-rrequisito para la realización de la obra redentora. Así, pues, Dios no quiso darnos la salvación sin María. Ciertamente, también el “Fiat” era una gra-cia, pero fue pronunciado con toda libertad. La cooperación de María es un recibir y un obrar en el más alto grado. Madre y Virgen. Pero Dios vio en el “Fiat” de María no solamente el “si” individual, sino la palabra de amor de toda la Humanidad. Compartiendo el sentir de Santo Tomás y de mu-chos teólogos, León XIII, en su Encíclica de 22 de septiembre de 1891, “Octobri mense”, enseña que Dios esperaba el consentimiento de los hom-bres, representados por María; y cuando María, como representante de to-do el linaje humano, expresó su “Fiat”, su anhelo de redención y el de toda la Humanidad, entonces el Verbo se hizo carne. Ella conocía su calidad de esclava y la oponía, con la más profunda humildad, al orgullo y jactancia del primer hombre. El hecho de atarse Dios en cierto sentido a una causa secundaria no destruye este otro hecho: solamente El puede dar nueva vi-da, gracia y redención. Puede interpretarse erróneamente la denominación Corredentora, aun cuando a veces se usa en un sentido recto. Pío X, en la

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Encíclica que publicó con motivo del cincuentenario de la definición del dogma de la Inmaculada Concepción, llama a María “administra” de la re-dención, sierva o, mejor aún, diaconisa.

Aunque no en grado tan necesario como al principio de la vida de Cristo, encontramos a la Madre de Dios al final de la misma, al pie de la cruz. Ella era la única que sabía con claridad lo que ocurría. Compenetrada por completo con el espíritu de su divino Hijo, en el augusto sacrificio de Este lo ofreció al Padre. También allí aparece Ella como la representante de los hombres, cuya Madre iba a ser.

Una segunda consideración dogmática nos lleva más lejos. No hay más que un solo Cristo; el Cristo que María nos dio y el que sigue vivien-do en la Iglesia no son distintos. Nosotros, por la gracia de la filiación divi-na, somos realmente miembros de ese Cristo que sigue viviendo en medio de nosotros. Pero así como mi madre es en realidad madre de todos mis miembros, de un modo análogo la Madre de Dios, en una realidad mística, es Madre de todos los miembros de Cristo. Scheeben ha expresado de una manera profunda —como suele hacerlo— este pensamiento. El gozo ma-terno de María prosigue dondequiera que un miembro es incorporado a Cristo. De ahí que María en realidad —aunque en realidad mística— es nuestra Madre. Con derecho es llamada Madre de los vivientes, Madre de la vida sobrenatural.

De lo dicho se sigue que nosotros, como católicos, somos marianos, no a pesar de sentir y pensar cristológicamente, sino porque así lo hace-mos en realidad. Sí; cuanto más profundamente cristológicos, tanto más marianos somos. Hasta viene a ser piedra de toque de la autenticidad de nuestro espíritu cristológico el que oremos también marianamente. Y así podemos en realidad decir: Por Cristo a María. A la Iglesia le toca definir hasta qué punto se sigue de esta idea la doctrina de la mediación universal. En todo caso el misterio de la maternidad de María en su unicidad históri-ca tiene un significado supratemporal que perdura. “Bienaventurado el hombre que me escucha, y que vela continuamente a las puertas de mi ca-sa, y está en observación en los umbrales de ella. Quien me hallare hallará la vida, y alcanzará del Señor la salvación.” (Prov., 8, 34-35.)

Por lo que respecta al hecho religioso-pedagógico, también aquí ha de sostenerse, como principio de la piedad católica, que en último término no hay más que una sola ascesis para alcanzar la perfección, es a saber, la ascesis en que el camino, la verdad y la vida es Cristo. Este principio no debe alterarse ni siquiera por ideas marianas. Cuando se usa la expresión no del todo feliz —en nuestro sentir— “ideal de vida mariano”, esta frase

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no puede tener el sentido de que María sea el objetivo y el punto final de nuestra santificación. No hay una “ascética mariana” en el sentido de que María sea el principio fundamental de nuestra santificación. El objetivo para todos es éste: ser perfectos como el Padre celestial, imitando a Cristo, entregándonos por completo a la voluntad del Padre. El camino queda se-ñalado para todos en las palabras del Señor: “Nadie viene al Padre sino por Mí.” “Aprended de Mí”, es decir, sed mis discípulos. “Tomad mi yugo.” “Permaneced en Mí como el sarmiento en la vid.” Incorporarnos a Cristo, que es la cabeza. En esto no ha de cambiarse ni una jota: Nadie puede po-ner otro fundamento.

Mas en esta articulación esencial de nuestra santificación no ha de faltar María. En nuestra vida conscientemente religiosa, Ella debe ocupar el puesto que le corresponde por razón de su posición en la economía de la salvación, y no puede encontrarse al margen o junto a la vida religiosa es-encial, interior. No debemos ver a María aisladamente, es decir, desligada del organismo general rica o prácticamente la devoción mariana hasta el punto del orden sobrenatural. Tampoco debemos subrayar teórica o prácti-camente la devoción mariana hasta el punto de colocarla por completo en el centro de la conciencia religiosa. Y, finalmente, tampoco debemos dete-nernos en la contemplación meramente natural de lo mariano, viendo, por ejemplo, en María únicamente la encarnación de la feminidad más pura. La contemplación de María ha de conducirnos a Dios. Todos los valores que hay en ella son valores de la Madre de Dios, bendita entre todas las mujeres. Pero Dios puede permitir o disponer las cosas de tal manera —y lo demuestra todo este librito —que de tiempo en tiempo o también de un modo duradero, el elemento mariano prevalezca tanto que llene, al parecer, todos los afanes. Las leyes orgánicas del crecimiento en la vida religiosa no coinciden sencillamente con las leyes constructivas, objetivas, dogmáti-cas del cosmos religioso, de la jerarquía de valores. Porque, de lo contra-rio, la doctrina de la Santísima Trinidad tendría que ir a la cabeza del pro-ceso religioso en la vida del hombre, lo que, sin embargo, no ocurre en muchos casos. Lo que en el orden objetivo de valores es subordinado y pe-riférico, puede estar —y muchas veces está en realidad— más lleno de efi-cacia para el individuo y lo mueve más que otros valores objetivamente más altos.

Relacionado con ello está el hecho de que no pocas veces en una vida espiritual religiosamente anémica queda, como postrer residuo, algo de la devoción mariana. Puede darse el caso de que una persona no haga genu-flexión ante el tabernáculo, y se arrodille, en cambio, ante una imagen de la Madre de Dios. Huelga decir que esto no es lo propio, mas tampoco he-

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mos de abominarlo. El Espíritu Santo, partiendo de cualquier punto del mundo religioso, puede conducir el alma al centro y a la totalidad.

Dada la importancia de esta cuestión, séanos lícito reproducir algunos pensamientos del ya aludido trabajo del doctor Graber y de un artículo de Ida Coudenhove.

Ida Friederike Görres-Coudenhove escribe: “Por pertenecer también yo a aquellos que durante mucho tiempo han estado alejados, interrogando con recelo, con obstinación, con espíritu de crítica, quiero hablar del ca-mino que me condujo a Ella. Hay almas que en realidad no conceden a María un título de gran veneración, y en esta veneración ven una doble injusticia, una contra Cristo y otra contra todos nosotros. Mas, si compren-demos precisamente lo que la fe nos enseña respecto de María, Madre de Jesús, se disipan todas las dificultades. Hemos de pensar profundamente que el Salvador es, en realidad, su Hijo. Conocemos la unión que existe entre el alma y el cuerpo, sabemos que nuestras facultades, inclinaciones, fuerzas y debilidades están condicionadas por las propiedades físicas; sa-bemos también cuánto dependen de la madre estas propiedades físicas. Así Cristo recibió de María el cuerpo y las condiciones de su alma humana. Ciertamente, Jesús tiene en Sí una plenitud de posibilidades humanas muy superior a lo que tiene de común con su Madre. Pero todo se apoya, se arraiga en aquel cuerpo que recibió de María. No es cosa extraña ni insóli-ta pensar que Jesús tenía los rasgos de su Madre, que en las cualidades del niño, de ese niño que era Dios, como también en las del adulto, se podía reconocer a la Madre. Este hecho de la maternidad consuena en gran ma-nera con el dogma de la Inmaculada Concepción. Se resiste nuestro espíri-tu a pensar que aquella de quien fue tomada la substancia de la humanidad de Jesús tuviera algo enfermizo, impuro, corrompido. María tenía que ser “buena”, es decir, inmaculada. No podía comunicar a la sangre de su Hijo ciertas inclinaciones torcidas, que fuesen como gérmenes reales, aunque inactivos. Debía verse desligada de la interminable cadena de generaciones que la prepararon y la formaron a Ella, y de cuyo caudal hereditario proce-dían su cuerpo y su alma. En la serie de sus antepasados hay muchos hom-bres y mujeres que estuvieron muy lejos de ser guardianes de la virtud y de la fidelidad. María tenía que ser un nuevo principio, tenía que ser la “Tota pulchra, immaculata.” “Eres completamente hermosa, en Ti no hay manci-lla, porque de Ti ha salido el sol de la justicia, Cristo, nuestro Dios.” El respeto, la reverencia que nos inspira el Salvador, nos conduce necesaria-mente al misterio de la gracia especialísima que se otorgó a María. Esta devoción mariana es cristocéntrica; no es, en último análisis, sino un amor más profundo a Cristo.”

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Al resumir los pensamientos del doctor Graber, cogidos de diversos pasajes de su libro, vemos que subrayan lo siguiente: La historia de la sal-vación empieza con el silencio del hombre y el “sí” de una mujer. ¡Cuántas veces ha intentado el hombre, tensas sus fuerzas, levantar altares y tem-plos! ¡Cuántas veces ha sacrificado innumerables animales para lograr así la redención! Mas, el final es impotencia y silencio. En cambio, María di-ce: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.” Es la palabra más vigorosa que haya pronunciado un ser humano. Es más grande que los salmos de David y que todas las oraciones e himnos de los hom-bres. De modo que una mujer está tan unida con la existencia del Cristia-nismo, que sin ella no habría nacido el Hijo de Dios ni se habría consuma-do la obra de la salvación. María pertenece a la esencia misma del Cristia-nismo. La vemos nosotros como Madre Dolorosa, como “sponsa ornata vi-ro suo”, esposa adornada para el esposo, llevando en su mano el santo Gra-al, comunicando a los hombres, como verdadera Madre, la vida divina en las aguas del Bautismo y en la sangre de la Eucaristía.

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CAMINOS QUE VAN A MARÍA

Propongamos ahora la cuestión: ¿Qué es en la mayoría de los casos —cuando no nos hallamos ante disposiciones especiales de Dios— lo que nos conduce a la devoción mariana? Como en todo, también aquí los cami-nos de la gracia son muy diversos. Algunos profesan desde la infancia un amor profundo a la Madre de Dios, amor que muchas veces perdura hasta el final de la vida con toda su profundidad y al mismo tiempo con su au-téntico matiz infantil. Muchas veces se une a este amor un verdadero cono-cimiento de la majestad divina. Otras, en cambio, han de “descubrir” a María. Cambian para ellos las circunstancias y cae el velo que cubría la imagen de la Madre de Dios. Entonces aparece Ella de repente e ilumina toda una vida. Para otros, la devoción mariana va madurando despacio y puede llegar al fervor más intenso.

De los caminos que resaltan en nuestros relatos mencionaremos ante todo la educación auténticamente católica, comprensiva, que se recibe en la casa paterna. Es una cosa que se menciona repetidamente en los relatos.

“Cuando niño, honraba a María, como lo aprendí de mi madre. Cier-tamente, no era esta devoción objeto de profundas meditaciones. Luego pasé por un período de continuo mal humor y melancolía. Me explayé con mi madre. Ella me aconsejó que rezase diariamente un Avemaría y añadie-se: “Santa María, causa de nuestra alegría, ruega por nosotros.” Así lo hi-ce, y esto me ayudó.”

“Ya de niño, mi madre me llevaba consigo a las funciones del mes de mayo o a un templo cercano dedicado a María. Mas la verdadera devoción a la reina celestial surgió en mi cuando fui acólito. Y aun entonces fueron las solemnidades del mes de mayo las que enardecieron mi corazón en amor hacia esa Madre bondadosa.”

“Mi devoción a María se debe, en su mayor parte, a que mi madre nos la mostraba siempre como poderosa ayuda en todas las necesidades y negocios de la vida.”

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Es natural que el amor a la Madre de Dios surja en medio de una gran necesidad, cuando, por cualquier motivo, faltan las adecuadas relaciones con la propia madre.

“Mi madre, debido a circunstancias desgraciadas, siempre fue extraña a mi desarrollo espiritual e intelectual. Así, acudí espontáneamente a la Madre de Dios, cosa que especialmente mis padrinos fomentaron siempre. Al tener que tomar alguna decisión, ponía el negocio en manos de María, imaginándomela en tales o cuales circunstancias; y obraba como Ella ha-bría obrado.”

“Mi devoción a María surgió en mí y creció de un modo especial por las imágenes que de mil maneras muestran siempre un rostro noble. Y, a medida que iba creciendo mi comprensión, estas imágenes me hablaban al corazón. Sin embargo, a veces no las comprendía —y hoy puedo com-probar que esto ocurría cuando eran de poco valor—. A ello se añadieron la devoción de mayo, leyendas de flores, la relación intima de la Madre de Dios con las flores que yo amo, un sentir fino y rico. Recuerdo que María, durante mucho tiempo, vivió en mi alma, con su perfección peculiar, como Virgen y Madre: como Virgen, con el misterio intacto, incólume, de la be-lleza; como Madre, ofreciéndome un hogar íntimo, atractivo, donde se está a gusto.”

Muchas veces ejerce una influencia duradera la vivencia del acto con que nos consagramos a María en el día de la primera comunión. Aduciré tan sólo dos ejemplos: “Surgió el amor a María y la confianza en Ella el día de mi primera comunión, aquel dichoso domingo, in albis, en que con mis compañeros me arrodillé ante el altar de la Madre de Dios, y recé, del fondo del corazón, estas palabras: “Me consagro a Ti, oh María, con cuer-po y alma. Oh María, sé mi madre en la vida y en la muerte.” Ese acto de consagración revivía anualmente en mi alma el domingo in albis; y revivía con tal vigor que a veces me echaba a llorar de pura alegría. Esa vivencia me servía de sostén en las horas aciagas. Hace mucho tiempo que rezo ca-da noche y cada mañana con las mismas palabras que en el día de mi pri-mera comunión. Y las recitaré hasta el final de mi vida.”

Con frecuencia, todo cuanto haga en este punto una buena educación católica, influye de un modo irresistible en el corazón del joven, y precisa-mente en los años tempestuosos puede servirle de apoyo salvador. Como en muchos otros puntos, también aquí la influencia de la madre es decisi-va. Un joven de veinticinco años escribe con toda sencillez: “El haberme conservado puro, a pesar de una vida accidentada, lo debo, no en último término, a la bondadosa Madre de Dios. Pero fue mi propia madre quien

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me condujo a Ella.” La naturalidad con que ésta acudía a María en todas las dificultades, fue de una eficacia muy profunda, sin necesidad de mu-chas palabras.

Otro escribe: “En el templo de mi parroquia está, en un nicho, la ima-gen del Perpetuo Socorro. Allí veía yo, cuando niño pequeño, arrodillarse siempre a mi madre cuando íbamos a la iglesia. Al preguntarle yo por qué lo hacía, me contestó: “Invoco a la que es Madre celestial de todos. Ha de ser también tu Madre. Te ayudará cuando yo no pueda ayudarte.” Con mis cortos alcances no veía claro a la sazón cómo era posible tener, además de la propia, otra madre. No obstante, me encomendé a aquella mujer her-mosa, que me parecía tan suave, tan dispuesta a socorrer y tan glorificada. Esa señora, con su aire de reina, seguramente tenía que estar en el cielo. Iba yo creciendo. Hacía con facilidad los cursos de bachillerato. Pero ma-estros y camaradas que no eran católicos, pronto borraron de mi alma la fe en la Madre de Dios. Ciertamente, empecé pronto a admirar la hermosura de las grandes imágenes de la “Madonna”, mas no comprendía el lenguaje dirigido al cielo. Hacía tiempo que ya no miraba la imagen del templo pa-rroquial; no respondía a los ideales de belleza propios del ambiente en que vivía, ambiente olvidado de Dios.

Cuando sólo me faltaba un año para los exámenes de bachillerato, fui atacado de terrible encefalitis. Los médicos me desahuciaron. Mi madre seguía rezando por mí a su Patrona celestial; y gracias a sus oraciones in-cansables, me curé. Mas, según se decía, no podía continuar ya nunca los estudios. La memoria y la inteligencia, necesarias para los estudios, no ha-blan vuelto con la curación. Así me abatió el destino un año antes de ter-minar los estudios. Desesperado, cogía los libros, y los dejaba nuevamente con desaliento, ya que no lograba asimilarme su contenido. Hacia medio año que no iba a clase, y todavía no había indicios de mejoría.

Entonces vi un día a mi madre delante de la mencionada imagen de María en nuestro templo parroquial. “¡Perpetuo socorro!” Y me acordé de las palabras que un día ella me dijo: “Te ayudará cuando yo no pueda ayu-darte.” ¡Ayudar! ¡Sí! ¡Ella tenía que ayudarme! “Madre, ayúdame. Ruega a tu Hijo por mí.” Una y mil veces brotaron de mis labios estas palabras. Unas súplicas pronunciadas en tono apremiante y con entrega confiada, te-nía que escucharlas la Madre. Y realmente no demoró mucho tiempo su auxilio. La Madre de Dios me ayudó. Encendí un cirio ante su imagen y le ofrendé un ex voto en mi corazón. “Madre, te doy gracias con toda el al-ma. Quiero serte fiel durante toda la vida y servir a tu Hijo. Quiero anun-ciarte a los hijos de los hombres. ¡Madre celestial!...”

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Otro joven nos hace ver al mismo tiempo el proceso ulterior: “El ejemplo de mi piadosa madre me inculcó, ya en mi niñez, la devoción a María. Yo rezaba regularmente el Avemaría, el Angelus Domini, y también el Sub tuum praesidium, pero de un modo más bien inconsciente. En las horas de soledad invocaba y suplicaba a la Madre de Dios. Era sobre todo el pensamiento de mi propia madre el que me recordaba a la Madre celes-tial. Pero, en lo general, me contentaba con asistir a los actos de devoción popular celebrados en su honor y apreciar el culto mariano como típica-mente católico. La Madre de Dios no se hallaba aún cerca de mí interior-mente. Lo que leí sobre María en una publicación para jóvenes me dejó asombrado. Lo que allí se pedía a los jóvenes era cosa imposible para mi. Leí el oficio mariano y me quedé admirado al ver la altura en que coloca la Iglesia a María. Pronto empecé a tener confianza en Ella. En medio de las tempestades me refugiaba junto a María. Ya rezaba con plena conciencia: “¡Oh, mi Señora; oh, mi Madre, acuérdate de que soy tuyo. Protégeme y defiéndeme como tu hacienda y propiedad.” Entonces se puso en primer término el elemento romántico: Amor a María, caballerosidad, servicio ca-balleresco de la Reina. En mi grupo de jóvenes hablaba con gusto de la Virgen Purísima, la Madre fiel y la Mujer fuerte. Al final de mis oraciones, después de la comunión, le digo cada mañana: “Da gracias Tú al Salvador por todo. Condúceme siempre más cerca de El, mi mejor amigo; y pide fuerza para mí, asísteme Tú, oh Purísima, para que yo sea puro y me con-serve limpio de pecado. Sé mi reina.” Y creo que María me ayuda. Estrella del Mar, yo te saludo.”

Por los relatos que se refieren al efecto de los santos Ejercicios, pode-mos ver que un buen sermón sobre María ejerce muchas veces la influen-cia más profunda, y cuando todas las pláticas precedentes han dejado fría el alma, puede obrar de repente la conversión interior.

Si la educación ha abonado bien el campo, llega en los años críticos un guía poderoso que ata el corazón joven —como ningún otro puede ha-cerlo— a María. Es una urgencia interior, y se comprende, después de lo que vimos respecto de la relación que existe entre la devoción mariana y la pureza. ¡Qué bien se hallan entonces la Madre y el Hijo! “Mi predilección por María viene del día en que, agobiado por una profunda desazón espiri-tual, me fui, solo y triste, a una iglesia, centro de peregrinaciones; en el santuario vacío, en que no había ni una sola alma viva, explayé ante María mi dolor; lloraba como un niño y recibí de Ella perdón, luces, fuerzas y consuelo. Desde entonces, al hallarme en casos similares, en los momentos de desaliento y desamparo, acudo al mismo sitio.” Otro escribe: “Tuve que recurrir a María, instigado por una pena espiritual. Era una urgencia inte-

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rior. Me sentía atraído hacia la Madre que se inclina amorosa sobre su des-graciado hijo y aleja de él el brazo justiciero del Hijo divino. Me llené de confianza en las horas de desesperación Después de todas las caídas, una mirada dirigida a María me ayudó siempre a levantarme.”

Si el alma ha experimentado en medio de la lucha y la necesidad el auxilio de María, conservará un amor íntimo y una gratitud caballerosa. No se olvida lo que se recibió en los años más difíciles. Va creciendo una confianza capaz de comunicar luz aun en las horas más oscuras. Bienaven-turado quien obtuvo tal gracia.

Un joven escribe, refiriéndose a sí mismo y a sus compañeros: “La devoción a María me la inculcó mi madre. La imagen de la Madre de Dios es la primera que recuerdo. Mi devoción llegó a ser verdaderamente fervo-rosa en medio de los compañeros, porque el objetivo común y la fuerza ju-venil nos arrastraban. Era yo muy joven cuando el amor a María alcanzó su punto culminante. Ella tenía que acompañarme por todas partes, y real-mente me acompañaba. El encontrarme con ciertas ideas exageradas res-pecto de la devoción a María fue motivo de un enfriamiento, y entonces prevaleció el elemento racional. María me parecía solamente un instru-mento de Dios. Después de ese período, mi devoción adquirió una forma más madura y equilibrada, inspirándose en la confianza y el amor.”

Un joven de una gran ciudad de la diáspora, escribe: “Solamente al ser conducido por mis camaradas al círculo parroquial de jóvenes aprendí a amar más fervorosamente a María y comprenderla más profundamente. Mientras que antes predominaba un ambiente sentimental en mí devoción mariana, sentí la necesidad de conocer más de cerca a María a raíz de la consagración hecha en la fiesta de la Inmaculada y de una meditación más profunda acerca de Ella, Patrona de nuestra Asociación. La coloqué junto al Salvador. Vi cómo la amó Cristo, de qué manera le estaba sujeto y cómo se preocupaba de Ella aun estando clavado a la cruz. No podía ser Ella una mujer como cualquiera otra. La Madre del Salvador tenía que ser una per-sonalidad del todo extraordinaria. Y cuando me acometieron los rebeldes incentivos, contemplé a María en el plano de la pureza. Y en este respecto la vi única. Su pureza y virginidad se levantaban por encima de toda su-ciedad e inmundicia que vemos por la calle y en la vida profesional. Por todas partes precedía Ella como vencedora. Yo procuraba alcanzar su ideal. La invoqué y me puse bajo su amparo. Le supliqué que se preocupa-ra de mí y que me asistiera en la dura refriega. Creo que Ella nunca me abandonó. En los días en que todo era oscuro en mi interior, brillaba a ve-ces una chispa y me ayudaba una y otra vez a vencer todas las dificultades.

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Cuando me pusieron a la cabeza del grupo de jóvenes, le pedí encareci-damente a Ella que me ayudara. ¡Cuánto me costaba a veces ese grupo que se encontraba en el distrito más grande de trabajadores! Pero María nunca nos abandonó y nos ayudó a vencer las mayores dificultades.”

Merece mención especial precisamente en este respecto la Congrega-ción Mariana. Desde 1563, hace, por tanto, siglos, conduce innumerables almas a María, y, de esta manera, a la pureza y a la dicha. No solamente es mariano en ella el nombre, sino que marianos son su corazón, su constitu-ción, su actividad. Con la ayuda de María quiere conducirnos al Salvador. Así era, sobre todo en los primeros decenios de su florecimiento, al cum-plir su misión de abarcar en toda su amplitud y propagar la devoción a Ma-ría. Espoleada por un auténtico y caballeresco amor, y bendecida por Ella, Reina celestial, logró éxitos extraordinarios en la propia santificación y en el apostolado seglar, cuyo testimonio gloriosísimo es la Historia. Causa asombro el ver cómo los fundadores de la Congregación, al fijar los re-quisitos y señalar medios de santificación, se inspiraron precisamente en los anhelos más íntimos del joven, porque propiamente a la juventud se di-rigía la Congregación y en la juventud tiene su campo de actividad y sus mayores éxitos. Los congregantes debían y querían ser caballeros de la Virgen Purísima, quien los animaba a conservar la pureza; debían ser hijos de la Madre bondadosa que ayuda en la necesidad y culpa; debían ser pala-dines de todo lo bueno y noble...; y esto porque precisamente en los años mozos es cuando mejor se encuentra el camino que va al Salvador, amor predominante de sus corazones.

“A los catorce años de edad empezó para mí un período muy triste. Luchas en el orden moral, con varias derrotas. Entonces pedí ser admitido en la Congregación Mariana, en la que no había querido ingresar un año antes. Algo puro, santo, me atraía irresistiblemente. Desde entonces he si-do dueño de mí mismo, aunque siguieron todavía mucho tiempo las tenta-ciones.” Otro joven reconoce también que precisamente al entrar en la Congregación se mitigó la furia de las tentaciones. “AI entrar, a los quince años de edad, en la Congregación, empezó a arder de un modo especial en mi corazón la devoción a María. Lo que más me impresionó fueron el cul-to mariano y la fe inquebrantable de los demás congregantes, especialmen-te de los mayores. A María debo el haber reconquistado la virtud de la pu-reza, que a causa de unos malos compañeros había perdido pronto. No so-lamente a mí me protegió la Virgen Santísima; otros muchos de mis ami-gos le deben a Ella el haber conservado la fe.” “La influencia de María so-bre mis compañeros congregantes me instigó a pedir la admisión. Primero veneré a María como a Madre, porque la mía había fallecido. Luego debo

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a su pureza el que mi alma haya revivido después del pecado. Seguramente fue Ella quien me conservó puro desde entonces en medio de un ambiente depravado.” “Soy congregante, y desde que lo soy y he estudiado en la Congregación la vida de la Madre de Dios van creciendo más y más mi confianza y mi entusiasmo. Cómo sea esto, no sé explicarlo bien.” La ad-misión solemne en la Congregación llega a ser para muchos una vivencia que influye profundamente en toda la vida interior. “Uno de los días más importantes de mi vida fue el de mi admisión en la Congregación. La sú-plica que elevé entonces a la Madre de Dios, pidiéndole, ante todo, que guardase mi pureza, la cumplió Ella como solamente una madre puede cumplir la demanda de su hijo, por muy ingrato que éste sea. Tres veces me ha salvado de tentaciones, cuando mis manos no sujetaban ya las rien-das, cuando iba a precipitarme en el pecado. La salvación fue casi milagro-sa; y, así, tres veces le debo a la Madre de Dios mi inocencia. ¿Cómo ocu-rrió? No lo sé. o no podía ya nada.” “Me encontré de un modo íntimo con Maria al ser admitido solemnemente en la Congregación. Desde entonces le he rezado siempre como a Madre de Dios, invocando su poderosísima intercesión. Y Ella me ha ayudado siempre que mi alma estaba desasose-gada. El director de la Congregación dijo en el acto de admisión: Un con-gregante no se pierde nunca. A ello me he atenido. Y no en vano.”

Significativas son las respuestas que fueron dadas en una excelente Congregación de jóvenes, al contestar por escrito a esta pregunta: “¿Por qué me siento a gusto en la Congregación?” Algunos respondieron: “Por-que hay funciones de teatro, porque tenemos bibliotecas, porque en ella encontramos buenos amigos.” Otros muchos: “Porque en la Congregación nos conservamos puros, no pecamos tantas veces, acudimos con frecuencia a la sagrada comunión.” Poco más o menos la mitad de las respuestas eran como sigue: “Porque en la Congregación se goza de la protección especial de la Madre de Dios, porque en ella somos hijos de María.” En la mayoría de las respuestas se revela claro este hecho: la consecución de un objetivo en la vida interior comunica alegría e infunde sentimientos de gratitud.

El Papa Benedicto XIV —celoso congregante en su juventud— escri-be en su célebre “Bula áurea” respecto de la Congregación: “Son increí-bles los beneficios que personas de todas las clases han sacado de esta pia-dosa y loable institución. Unos recibieron la gracia de seguir por el camino de la inocencia y de la piedad y llevar una vida sobremanera virtuosa. Otros, merced a la ayuda de María, fueron reconducidos de los caminos de la perdición al bien y consiguieron con los medios de la Congregación la gran dicha de la perseverancia final. Y todavía otros se sintieron levan-

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tados a grados superiores del amor divino por efecto de una devoción espe-cial a la Madre de Dios, que habían logrado en años anteriores.”

El juicio del Papa se ve coreado en el decurso de las centurias por el testimonio agradecido de innumerables corazones; y aun hoy se cuentan por millares los miembros de Congregaciones bien dirigidas, que, llenos de amor, contestan: Así sea.

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OREMOS

¿Cómo rezan nuestros jóvenes a la Madre de Dios? Como es natural, los sentimientos que María les inspira los expresan ellos en oraciones tra-dicionales, otras veces —lo que es aún más valioso— en oraciones pro-pias, platicando el hijo con la Madre, alabando a la Reina y Señora, o, sen-cillamente, en una contemplación silenciosa, rebosando alegría o abruma-dos de dolor. Si la oración brota verdaderamente del corazón, siempre es profunda y fervorosa por su contenido y su espíritu, sin necesidad de recu-rrir a palabras o frases.

“Lo que más me agrada es hablar a solas con María, explayando mi corazón, sin recurrir a ninguna fórmula de rezo, usando palabras propias. La saludo, imploro su protección, le doy gracias. Estando a solas con Ella, ¡podemos entendernos de un modo tan hermoso, tan sublime!” Lo mismo dice otro joven: “Lo que más me place es rezar a la Madre de Dios según la inspiración del momento.”

De las conocidas oraciones marianas se mencionan de un modo pecu-liar: “El ángel del Señor”, “Alégrate, oh Reina celestial”, “Acordaos”, “Virgen piadosísima”. “Virgen, Madre de Dios”, “Oh, mi Señora”, el Ave-maría. Aduciré una serie de testimonios. A cada párrafo corresponde el testimonio de un joven distinto.

“El rosario lo rezo pocas veces —por desgracia—; de todos modos, es una oración hermosa; y cuando estaba de guardia, lo rezaba solo. La “Salve Regina” la canto y rezo con gusto en latín. Pero lo que más quiero, junto a la oración sencilla del Avemaría, son las oraciones de nuestro pro-pio estilo: “Amor que confía con el corazón alegre.” No rezo con frecuen-cia las oraciones litúrgicas en honor de la Madre de Dios, pero al rezarlas lo hago con devoción.”

“Las oraciones que más quiero son el Magníficat y el Avemaría. Sin embargo, creo que lo mejor para un joven es dirigir a María una oración sencilla, con palabras propias. En este caso se trata naturalmente de una súplica que le dirijo, o de una acción de gracias por un favor recibido. Na-turalmente, cada cual tendrá sus ideas propias en este punto.”

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“Lo decisivo en las oraciones que dirijo a la Madre de Dios es lo que llena mi corazón. Las oraciones personales son, en la mayoría de los casos, las más vivas. Sin embargo, siempre me place rezar a María juntamente con la Iglesia. El canto debe acompañar a la oración. Entonces siento una alegría verdadera. Las prácticas de devoción mariana, si son exquisitas en su contenido, son las más gratas para mí. El canto de la Letanía Lauretana es para mí la oración más hermosa dirigida a la Madre de Dios, ensalzando sus méritos. Las invocaciones, con su modalidad de latín conciso, casi di-ría con su modalidad católica, son magníficas. ¡Cómo me alegraba leyendo el libro de Langbehn —creo que el Geist des Ganzen (el Espíritu del todo) — de encontrar en él el capítulo admirablemente hermoso intitulado “Ma-ría”, en que el autor expresa el deseo de que se introduzca esta invocación: “¡Oh Virgen humilde!”

“Lo que rezo con más gusto es el Magníficat, porque es la alabanza de la Madre de Dios, que me une por la noche con muchos hermanos cató-licos en torno de María y cierra el anillo que nos une a todos con Cristo.”

“Mi predilecta oración mariana es el “Acordaos”, porque esta oración expresa una confianza profunda. Pero aún es más hermosa la sencilla Ave-maría, que tan llanamente nos muestra todas las excelencias de nuestra au-gusta Señora.”

Hemos de mencionar expresamente dos oraciones que tienen una his-toria gloriosa; resuenan en el corazón de los jóvenes, como también en cír-culos más amplios.

La primera es: “Bajo tu amparo”. Carlomagno la trajo al Occidente. La hizo traducir del griego al latín por un capellán de su corte, por consi-derar que era una oración no de manos perezosamente cruzadas, sino una oración que concentra fuerzas, una oración que consagra energías, una ora-ción de la prontitud para morir. En la Letanía Lauretana se resume en una sola invocación: “María, auxilio de los cristianos, ruega por nosotros.” Es el grito de guerra en la Letanía. Cuando Constantinopla pertenecía aún a la Iglesia antigua, sus emperadores y capitanes llevaban en sus combates contra las huestes de los incrédulos y disidentes la imagen de la “Reina de la Victoria”.

Las banderas y los gonfalones se inclinaban ante el estandarte que llevaba la imagen de la Madre de Dios.

Esta oración encontró su expresión en la imagen de la Virgen con el manto protector. María descuella sobre todos —muchas veces llevando al Niño en sus brazos—; bajo las fimbrias de su manto se cobijan los cristia-nos de todas las clases, el Papa y los obispos, los sacerdotes y los seglares,

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el emperador, los príncipes, los caballeros, los burgueses y los campesinos. Esta imagen se explica por una costumbre popular de la Edad Media, por el llamado derecho o amparo de capa. El hombre de noble prosapia podía cobijar bajo su capa al perseguido, aun cuando éste fuese culpable. Así le levantaba de su bajeza por la comunión con él y le libraba de los opreso-res. Esta costumbre tiene su expresión ideal en la imagen de Nuestra Seño-ra del manto protector. Desde el siglo v canta el pueblo de habla alemana esta canción:

“María, extiende tu manto, transfórmalo en amparo y escudo nues-tro, haz que nos hallemos seguros debajo del mismo, hasta que pase la tempestad; Patrona llena de bondad, guárdanos en todos los tiempos.”

La segunda oración es la “Salve, Regina”. En el tiempo en que fue compuesto el “Heliand”, entonó, a orillas del lago de Boden, en la isla de Reichenau, el monje Hermán Contractus (el Baldado), este cántico, que desde hace novecientos años no ha enmudecido, y que nuestros jóvenes re-piten con intenso fervor (8). ¡Cuántas veces habrá resonado en el curso de estas largas centurias! ¡Cuántas veces habrá sido cantado y recitado en un solo día, así en la liturgia como en las oraciones más íntimas dirigidas a la Reina y Madre de misericordia!

Llama la atención el profundo amor y la emoción con que entonan precisamente los jóvenes los cánticos marianos, que en su contenido y me-lodía son expresión de lo que ellos sienten. ¿No se trueca muchas veces en realidad lo que San Agustín expresó un día de esta manera: Quien canta, ora dos veces?

Mucho júbilo y muchas quejas, mucha dicha y mucho dolor, mucho anhelo y mucha alegría, resuenan en las oraciones. Es el lenguaje de los hi-jos cuando hablan a su madre, de los pajes y caballeros al dirigirse a su se-ñora, de los servidores fieles al presentarse ante su reina. Si añadimos a ello la gran oración del pueblo, que se plasma en las piedras de las catedra-les, puestas bajo la invocación de la Madre de Dios; que se expresa en el

8 Los españoles, siguiendo a Durando (Rationale divinorum officiorum), suelen atribuir la «Salves a San Pedro Mesonzo. Sin embargo, parece que entre los investi-gadores prevalece actualmente la opinión de que el autor de la «Salve» es Hernán Contractus. (Cf. A. MANSER: «Salve, Regina», en Lexikon für Theologie und Kirche —Herder, Friburgo de Brisgovia, 1937, t. IX, col. 137-138—, que da una nutrida bi-bliografía; además, A. STONNER: Heilige der deutschen Frühzeit —Herder, Friburgo de Brisgovia, 1935, t. II, pág. 29 —; R. MOLITOR: Die Musik in der Reichenau —Be-yerle, págs. 813-818 —; C. BLUME: Reichenau und die marianischen Antiphonen, págs. 821 y siguientes. (N. del T.)

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júbilo y las quejas de la liturgia; que dirige súplicas a la imagen vespertina de la “Piedad” como a la Reina gloriosa de los cielos; que jubila en mil cánticos, que se vuelve silencioso en medio de un dolor sobremanera gran-de y en el fervor místico, entonces realmente vemos el cumplimiento de lo que anunció proféticamente la misma Madre de Dios: “Desde hoy me lla-marán bienaventurada todas las generaciones.”

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ESTRELLA DEL MAR, YO TE SALUDO

Hemos penetrado con la mirada en algunos* corazones, los hemos examinado. Resuma cada cual lo que ha visto. Sólo queremos llamar la atención sobre dos puntos.

Primero: En todos los cuadros que hemos contemplado, la divina pe-dagogía quiere conducir las almas de los jóvenes conforme a planes amo-rosísimos; y el alma sumisa llega a alcanzar con seguridad su objetivo. Hay una admirable psicología en la devoción mariana. La mano de Dios entreteje en ella, con arte divino —como tantísimas veces— la naturaleza y el orden sobrenatural. Los efectos psicológicos naturales de la devoción mariana, precisamente en el caso del joven, siguen la misma línea que la orientación sobrenatural de la gracia: Conducen a la pureza, a la confianza, al amor de Cristo. Personas pertenecientes a otras religiones han subrayado muchas veces con asombro este hecho. Nosotros, los católicos, tenemos realmente tesoros inapreciables en nuestra fe. Entre los más valiosos se destacan María y el amor que le profesa el pueblo fiel.

Segundo: Es posible poseer el tesoro más grande y, con todo, vivir pobremente y morir de hambre, por no aprovecharlo en medio de la nece-sidad. ¡Ojalá alentase en todos nosotros el anhelo de amar siempre a Ma-ría, de comprender más y más profundamente su hermosura, de creer cada vez más firmemente en su bondad maternal. Si así lo hacemos, seremos apóstoles para millares de compañeros que se encuentran en peligro. ¡Có-mo podríamos mostrar a los que viven en torno nuestro y sufren y nos pi-den ayuda, una imagen que a nosotros nos comunicó dicha y bendición, y puede ser la salvación también para otros, para los de buena voluntad! En el libro de los Jueces leemos: “Si venis mecum, vadam” (Juec., 4, 8). “Si vienes con nosotros, nos lanzaremos a la lucha.

A todos los amigos dirijo esta súplica: Con amor caballeroso consa-grémonos a María, venerémosla, alabémosla, a Ella, Reina de nuestros co-razones; cantémosle los más hermosos cánticos y ofrezcámosle todas nues-tras fuerzas para luchar por su divino Hijo. Levantemos a Ella la mirada en todas las luchas, interiores y exteriores. Así podremos presentarnos con la gloria del triunfo ante su divino Hijo.

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Y tú, lector, que has recorrido estas páginas, junta tus manos y canta y reza conmigo, como en los momentos de intimidad:

“Estrella del Mar, dulce Madre de Dios, yo te saludo. Lirio sin par, a quien ceden el paso los ángeles. Corona de las vírgenes, elevada en tu trono, danos una vida pura y un caminar seguro. Ayúdanos a implorar a Cristo, y comparecer felices ante su acatamiento. ¡Oh María!, ayúdanos. Ayúdanos, María, a salir de esta profunda miseria.”

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