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METAFISICA DEL BILLAR Martin Scorsese, El color del dinero (The colour ofmoney, 1986). Con Paul Newman, Tom Cruise y Mary Eliza- beth Mastrantonio. D e los movie brats que Lyn- da Miles y Michael Pye mencionaban en su ya clásico libro de 1979, nin- guno parece ser ya lo que era, para bien o para mal. Incluso el prestigioso Coppola ha abando- nado sus delirios de grandeza (pre- ciosos delirios, por otra parte) para comprometerse resignadamente en la realización de trabajos menos personales, de los que Peg Sue se casó (Peggy Sue got married, 1986) es el último y definitivo ejemplo. Martín Scorsese, sin embargo, que se dio a conocer con una compulsi- va y brillante epopeya callejera, las calles (Mean streets, 1973), y conoció las mieles del éxito -Pal- ma de Oro en Cannes incluida- con la poderosa xi Driver (T xi Driver, 1976), quizá una d las cm- co mejores películas americanas de los años setenta, aparece hoy en día como el más concienzudo e irreductible de todos ellos, sor- prendentemente fiel a sí mismo. En ecto, su obsesivo universo personal, hecho de héroes , a _ tor- mentados y más bien neurotJcos que se mueven en espacios muy peculiares, lo que se podría llamar una estilización hiperrealista del más degradado ambiente urbano, no sólo no le ha impedido aceptar los encargos que se le han presen- tado a partir del estrepitoso acaso de la espléndida El r de la come- dia (King of Comedy, 1983) -una de esas películas que se valorarán en su justa medida dentro de unos diez años-, sino que le ha posibili- tado el perccionamiento de una férrea puesta en escena capaz de convertir esos encargos en films enteramente personales. Tanto After hou (1985) -me niego a mancillar estas páginas con su deleznable título español- co- mo El color del dinero resultan ser dos películas totalmente scorsesia- nas: si la primera, una ntasía ima- ginativa y desquiciada que convier- te en una pesadilla la que podría tomarse por una comedia de cos- tumbres, se inscribe en la nómina Los Cuadernos de la Actualidad del Scorsese más irónico y roz, como el del final de Taxi Driver o el de El r de la comedia, la segunda es una obra de asombrosa madu- rez de una serenidad que su autor sólb había alcanzado, hasta ahora, en algunos momentos de Toro sal- vaje (Raging Bull, 1980). No se tra- ta, como muchos pretenden hacer ver de una continuación de El bus- cavidas (The hustler, 1961), la obra maestra de Robert Rossen. Scorse- se como en todas sus demás pelí- clas no busca el realismo tout court la recreación de personajes y ambientes, sino su modulación, la conversión de un material presun- tamente veraz en un film que, sin perder ni un ápice de carnalidad, alcanza insólitos niveles metari- cos. Como ro salvaje, se trata de la historia de una redención: inclu- so se repite la hermosa compara- ción del ciego que recupera la vis- ta allí sintetizada en una cita de S�n Juan, aquí aplicada casi literal- mente al personaje de Eddie (Paul Newman). Pero esta vez la cosa es distinta. Ni Eddie es un neurótico (como el Travis de xi Driver, el Jake La Motta de ro salve o el Rupert Pupkin de El r de la come- dia todos ellos interpretados por Robert De Niro) ni su salvación adquiere los tintes violentos y apo- calípticos de otros films de Scorse- se. Muy al contrario, su itinerario vital y moral -que le conduce des- de el calculador cinismo del princi- pio hasta la recuperación final de su antigua inocencia, reflejada en Martín Scorsese. 97 EDITORIAL ANAG LITERATURA INGLESA Panorama de narrativas Julián Barnes EL LORO DE FLAUBERT lan McEwan EL PLACER DEL VIAJERO Clive Sinclair CORAZONES DE ORO Evelyn Waugh MERIENDA DE NEGROS lvy Compton-Burnett PADRES E HIJOS Bárbara Pym MUJERES EXCELENTES Elizabeth Taylor ANGEL Contraseñas Martín Amis EL LIBRO DE RACHEL Malcolm Bradbury INSTALADOS EN LA CRESTA DE LA OLA Tom Sharpe VICIOS ANCESTRALES Roald Dahl MI TIO OSWALD Colin Mclnnes PRINCIPIANTES

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METAFISICA

DEL BILLAR

Martin Scorsese, El color del dinero

(The colour ofmoney, 1986). Con Paul Newman, Tom Cruise y Mary Eliza­beth Mastrantonio.

De los movie brats que Lyn­da Miles y Michael Pye mencionaban en su ya clásico libro de 1979, nin­guno parece ser ya lo que

era, para bien o para mal. Incluso el prestigioso Coppola ha abando­nado sus delirios de grandeza (pre­ciosos delirios, por otra parte) para comprometerse resignadamente en la realización de trabajos menos personales, de los que Peggy Sue se casó (Peggy Sue got married, 1986) es el último y definitivo ejemplo. Martín Scorsese, sin embargo, que se dio a conocer con una compulsi­va y brillante epopeya callejera, Malas calles (Mean streets, 1973), y conoció las mieles del éxito -Pal­ma de Oro en Cannes incluida­con la poderosa Taxi Driver (T�xi Driver, 1976), quizá una d� las cm­co mejores películas americanas de los años setenta, aparece hoy en día como el más concienzudo e irreductible de todos ellos, sor­prendentemente fiel a sí mismo. En efecto, su obsesivo universo personal, hecho de héroes , a_tor­mentados y más bien neurotJcos que se mueven en espacios muy peculiares, lo que se podría llamar una estilización hiperrealista del más degradado ambiente urbano, no sólo no le ha impedido aceptar los encargos que se le han presen­tado a partir del estrepitoso fracaso de la espléndida El rey de la come­dia (King of Comedy, 1983) -una de esas películas que se valorarán en su justa medida dentro de unos diez años-, sino que le ha posibili­tado el perfeccionamiento de una férrea puesta en escena capaz de convertir esos encargos en films enteramente personales.

Tanto After hours (1985) -me niego a mancillar estas páginas con su deleznable título español- co­mo El color del dinero resultan ser dos películas totalmente scorsesia­nas: si la primera, una fantasía ima­ginativa y desquiciada que convier­te en una pesadilla la que podría tomarse por una comedia de cos­tumbres, se inscribe en la nómina

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del Scorsese más irónico y feroz, como el del final de Taxi Driver o el de El rey de la comedia, la segunda es una obra de asombrosa madu­rez de una serenidad que su autor sólb había alcanzado, hasta ahora, en algunos momentos de Toro sal­vaje (Raging Bull, 1980). No se tra­ta, como muchos pretenden hacer ver de una continuación de El bus­cavidas (The hustler, 1961), la obra maestra de Robert Rossen. Scorse­se como en todas sus demás pelí­cu'las no busca el realismo tout court,' la recreación de personajes y ambientes, sino su modulación, la conversión de un material presun­tamente veraz en un film que, sin perder ni un ápice de carnalidad, alcanza insólitos niveles metafóri­cos. Como Toro salvaje, se trata de la historia de una redención: inclu­so se repite la hermosa compara­ción del ciego que recupera la vis­ta allí sintetizada en una cita de S�n Juan, aquí aplicada casi literal­mente al personaje de Eddie (Paul Newman). Pero esta vez la cosa es distinta. Ni Eddie es un neurótico (como el Travis de Taxi Driver, el Jake La Motta de Toro salvaje o el Rupert Pupkin de El rey de la come­dia todos ellos interpretados por Robert De Niro) ni su salvación adquiere los tintes violentos y apo­calípticos de otros films de Scorse­se. Muy al contrario, su itinerario vital y moral -que le conduce des­de el calculador cinismo del princi­pio hasta la recuperación final de su antigua inocencia, reflejada en

Martín Scorsese.

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EDITORIAL ANAGRAMA

LITERATURA INGLESA

Panorama de narrativas

Julián Barnes EL LORO DE FLAUBERT

lan McEwan EL PLACER DEL VIAJERO

Clive Sinclair CORAZONES DE ORO

Evelyn W augh MERIENDA DE NEGROS

lvy Compton-Burnett PADRES E HIJOS

Bárbara Pym MUJERES EXCELENTES

Elizabeth Taylor ANGEL

Contraseñas

Martín Amis EL LIBRO DE RACHEL

Malcolm Bradbury INSTALADOS EN LA CRESTA DE LA OLA

Tom Sharpe VICIOS ANCESTRALES

Roald Dahl MI TIO OSWALD

Colin Mclnnes PRINCIPIANTES

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su ya famoso «I'm beck!»- aparece inusitadamente reflexivo, como la consecución de una madurez gana­da a pulso y no obstante, como le ocurría a La Motta, en un instante de revelación. Incluso cuando Ed­die, jugando una importante parti­da, ve reflejado su rostro en una bola, cara a cara, y decide abando­nar, renunciar al dinero en favor de su integridad, no se trata de una iluminación repentina, sino del re­sultado de varias etapas sucesivas (separación de Vincent, recupera­ción progresiva de su habilidad, et­cétera). Igualmente, la violencia del boxeo deja paso aquí a los pau­sados movimientos del billar, en una ritualización del juego que evi­ta toda espectacularidad (las parti­das nunca se plantean como típicas escenas de quién-va-a-ganar) a tra­vés de una inteligente visión elíptica.

No quiere eso decir, sin embar­go, que El color del dinero sea una película menos física o más confor­mista que Malas calles o Taxi Dri­ver. Pero, a pesar de transcurrir en ambientes que Scorsese conoce muy bien (bares, tugurios de mala muerte ... ), su vocación testimonial es ya menos acusada. Incluso Vin­cent (Tom Cruise), un personaje que podría recordar a muchos de los jóvenes airados e inexpertos de Malas calles, aparece concebido más como el contrapunto de Ed­die, su otro yo al que debe enfren­tarse para llegar a ser él mismo, que como carácter autónomo: pri­mero lo corrompe, luego se enfren­ta a él y cree vencerle ( cuando en realidad el otro ha utilizado sus mismas artimañas: atender más al dinero que podía ganar perdiendo que a la gloria que podía alcanzar ganando) y, finalmente, toma la fir­me resolución de no abandonar hasta que le venza de verdad: exac­tamente igual que ha hecho consi­go mismo a lo largo de su vida. Del mismo modo, la depuración de la puesta en escena convierte todos los ambientes y situaciones en esti­lizada imagen exterior de la evolu­ción de Eddie: si el principio, por ejemplo, en el restaurante, la conti­nua ruptura del punto de vista de la cámara -y sus vertiginosos movi­mientos- delata una inestabilidad vital que la tranquila apariencia de Eddie se niega a ratificar, al final las ceremonias panorámicas sobre la sala de billar de Atlantic City, filmada con toda la intención co­mo si se tratara de un altar mayor, resultan ser la traducción visual del

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inicio de su nueva vida, de su sal­vación.

Por todo ello, El color del dinero se presenta como la más controla­da de las películas de Scorsese, la más seca y escética, renunciando a todo adorno (incluso la interpreta­ción de Newman es sorprendente­mente contenida) en favor de una austeridad casi abstracta. La pelí­cula ratifica así algo que Toro sal­vaje ya anticipó sibilinamente: que, en el fondo, el ya no tan joven au­tor de Taxi Driver está cada vez más lejos de Nicholas Ray y más cerca de Bresson.

Carlos Losilla

UNA

COLECCION

CLASICA Y

EJEMPLAR

Colección «Biblioteca». Ed. Altafu­

lla,

Barcelona,

1987.

siempre he sido un fan, un «grupi» de Josep Molí, editor de Altafulla, por­que busca y consigue dos cosas esenciales en su

profesión: editar buenos libros y sacarlos a la luz con cuidado exqui­sito. Desde el logotipo de la edito­rial hasta los de sus diferentes co­lecciones, un gusto poco habitual por el detalle, por todo aquéllo que convierte al libro en un objeto poli­fónicamente bello y útil, preside todos los pasos del proceso, desde el diseño hasta el manipulado.

Ahora, una nueva colección ha venido a unirse a las varias ya alta­mente estimables, desde el punto de vista recuperador y divulgativo que preside la línea intelectual de Altafulla, al poco de haber lanzado una de textos clásicos científicos ( «N octulabium» ), dirigida por el director de Mundo científico, Jaume Josa, y en vísperas de sacar a la luz pública otras de textos clásicos de economía y filología catalanas.

Semejante labor editorial no pa­rece verse recompensada con un equivalente interés por parte de los medios de difusión cultural, a ve­ces ni siquiera en el ámbito más re­ducido de Cataluña (con excepción

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quizás de la también reciente co­lección «Altaír», de antropología y viajes), por lo que merece la pena destacar la enorme importancia de esta última colección, titulada con el neutro designativo de Biblioteca, y que pretende recuperar textos clásicos de varias disciplinas hu­manísticas, aprovechando las tra­ducciones ya existentes en castella­no (algunas archiclásicas del s. XVIII, y otras que corrieron nopoco a principios de este siglo), yubicadas en la tierra de nadie deldominio público (calificativo jurí­dico muy engañoso, que indica engeneral que ya nadie los lee).

El coordinador-director de la co­lección, Alberto Cardín, biblióma­no de títulos, más que de los libros como fetiches, y por tanto muy en­tendido en piezas sueltas, ha reuni­do un grupo de especialistas de las diversas materias que en principio forman la colección (hay, al pare­cer, el proyecto de añadir otra serie más de psicología), y que son, por orden de lista: Rafael Carrasco, pa­ra la serie de Historia, José Doval, para la de Lengua y Literatura, Be­nigno Acaso, para la titulada Extra­vagantes (donde irán a parar, según parece, raros ensayistas literarios), Alberto Hidalgo Tuñón, con la Fi­losofía a su cargo, Juan Redón, con Arte y Arquitectura, la serie estre­lla de la colección, y el mismo Cardín al frente de una serie de Antropología.

Cinco títulos han salido ya hasta la fecha, en cortísimo tiempo, algu­no de los cuales ha agotado ya una edición, a pesar de lo añejo de su tema y de su edición (o, tal vez, por eso mismo), concretamente, los Cuatro libros de la arquitectura, de Andrea Palladio, en exquisita edi­ción facsímil de la edición españo­la de 1797. A lo que se añaden la

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reproducción de la traducción de 1912 del clásico de la antropología que es Los orígenes de la civiliza­ción y la condición primitiva del hombre, de Lubbock (con magnífi­cos grabados de época), la popu­larísima edición de Las 7 lámparas de la arquitectura, de Ruskin, apa­recida en Prometeo a principios de siglo; el importantísimo Análisis de las sensaciones, de Mach, en la has-

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ta ahora inencontrable edición de Jorro; y el absolutamente impres- � cindible, para las miríadas de tea- ¡ treros que nos rodean, Arte escéni- � co en España, de Yxart, joya de la ci crítica teatral de finales del XIX, y .; buscado por no pocos bibliómanos. ¡¡¡

De inminente aparición se anun­cian libros tan buscados, o tan es­perados por quienes ya desisten de buscarlos en librerías de ocasión, La condición social de los moriscos, de Florencio Janer, el Diario íntimo de los Goncourt, El materialismo contemporáneo, de Paul Janet, la Antropología de Tylor (nada menos que en traducción del padre de los Machado) y un libro muy buscado por la inmensa ralea de los arqui­tectos y diseñadores que nos inva­de, el Arte del diseño, de Milizia, otro clásico del XVIII. Y así, en imparable sucesión de críticos sus­pirados, mientras no empiecen a animarse los imitadores, cosa siempre de esperar en este país de nuestras entretelas.

Príam Mesquida

NI ANGEL, NI NEOFITO

Manuel Vicent, Balada de Caín. Pre­mio Nadal de Novela 1986. Ediciones J?estino, Barcelona, 1987.

N o hay más que ponerle lavista encima para advertir que este escntor es un su­jeto perverso. Un tipo·malvado y brillante, con

algo de dandy luciferino en la jeta y el avío, que maneja como pocos ese bajo latín en el que ustedes y yo nos entendemos, convirtiendo cada folio en una fiesta objetiva! mientras se ríe del mundo y sus in­mediaciones con unos ojos de aguamarina bajo un cráneo mondo y excelentemente amueblado.

Perpetra oraciones como navaja­zos del más bruñido acero -dicho de otro modo, gasta Manuel Vicent una sintaxis que te corta el resue­llo-, fatiga una prosa de alta preci­sión y convierte cada párrafo en un artefacto de relojería que estalla en el momento menos pensado, en forma de pifia irónica o arrebato barroco, dejando al lector con los menudillos al aire, con las ver­güenzas muy creadas, sobre todo cuando el lector es, además, escri­tor, porque individuos de su calaña provocan toda la envidia del mun­do en este gremio de marear.

Los tres angélicos, los buenos ti­pos -esos sujetos execrables- se conocen muy bien porque se la co­gen (la pluma, la olivetti) con papel de fumar e incurren en una prosa almibarada y meliflua que produce desinterés o vómito, según talentos y talantes.

Manuel Vicent resulta ser todo lo contrario, y lo ha demostrado una vez más con esta Balada de Caín que acaba de infringimos. Un libro imposible en el que el cé­lebre pecador sodomiza a su her­mano, se lía con una mona, juega a los bolos con Yavhé, anida en prostíbulos, insufla maldad a un sa­xofón y se va de bureo por el de­sierto, el Mediterráneo o la octava Avenida de Nueva York, según le pete. Haciendo buena la máxima baconiana (ne jamais s'expliquer, ne jamais s'excuser) puesta como pórtico de un libro barthesiano, Le plaisir du texte.

Texto placentero éste de Manuel Vicent y, por tanto, subversivo, que no respeta unidades de acción ni de tiempo (si lo prefieren por lo claro, no respeta ni a dios), porque se trata de «una sola vida multipli­cada por los sueños»). Y, natural-

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mente, un prodigio de escritura lu­minosa y olorosa, de esa que dicen mediterránea, que te conduce su­mido en el vértigo sensorial hasta la última página con el belfo hú­medo. No se lo pierdan.

Francisco Orejas

EL ETERNO DE LO EXOTICO

Lily Litvak, El sendero del tigre («Exotismo en la literatura española de finales del siglo XIX, 1880-1913»), Ma­drid, Taurus, 1986.

Pocos períodos tan contro­vertidos existen en el de­venir histórico-cultural de Occidente como aquel que, con denominación

bastante imprecisa pero de gran poder sugeridor, conocemos bajo el nombre de «fin de siglo».

Epoca de profundos cambios en todos los órdenes, el final del siglo XIX simboliza, entre otras muchas cosas, una nueva actitud ante el he­cho estético -resultado del recha­zo de las corrientes precedentes pero también de la rebelión contra las formas de vida burguesas, con­sideradas caducas, vulgares y esté­riles- que se resuelve en una afir­mación del elemento de arte y de los valores creativos del individuo.

No es, pues, arriesgado afirmar que esteticismo y rebeldía son las dos nociones fundamentales que articulan la plástica y literatura fi­niseculares. Muchas y muy diver­sas manifestaciones, que irían del postulado teórico -«El arte por el arte» de los parnasianos- a la más contundente expresión de fuerza vital -el dandysmo o la bohemia con su componente de moral al margen de lo establecido- ratifi­can la veracidad de lo dicho. Tales manifestaciones son, así considera­das, fenómenos representativos de una peculiar sensibilidad decidida a satisfacer unos anhelos de tras­cendencia espiritual que las cir­cunstancias del momento (el peso de su realidad), parecen asfixiar y malograr.

Ya hemos señalado la abundan­cia de ejemplos al respecto. Sin embargo, son contados los que al-

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canzan el grado de exquisitez con­tenida en la moda exotista de fina­les de siglo, cuya auténtica signifi­cación ha sido ignorada de forma sistemática durante años por la crí­tica, la cual ha tendido a concep­tuarla «como un simple escapismo, forjador de clichés y baratijas».

De esta confusión viene a sacar­nos el, hasta ahora, último y magnífico libro de Lilly Litvak, El sendero del tigre, al que pertenecen las palabras transcritas. En él, con la seriedad y rigor que le son habi­tuales, la profesora Litvak examina la cuestión del exotismo finisecu­lar -sus causas, expresiones y efec­tos- en el ámbito de las artes y, so­bre todo, de las letras españolas en los años comprendidos entre 1880 y 1913, sin que ello sea obstáculo para la inserción de alusiones refe­rentes al panorama europeo que repercuten en un perfecto incardi­namiento de la situación de nues­tro país en el contexto internacio­nal.

A nadie se le escapa que estamos ante un tema denso y, por su rique­za intrínseca, de tal complejidad que resulta casi imposible la elabo­ración de un estudio exhaustivo so­bre el particular. Así lo ha entendi­do la autora y por ello ha operado, creemos que con acierto, de acuer­do con un criterio de selección es­pecial en función de la importancia de los distintos países exóticos en lo que atañe a «su impacto en la sensibilidad finisecular española». De ahí que el trabajo se limite al análisis de cuatro áreas geográficas -la India, Japón, el oriente musul­mán y los trópicos- espléndida­mente descritas en sus particulari­dades como vehículos de respuestaa una serie de «inquietudes filosó-

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ficas, existenciales y estéticas», que conforman un singular espíritu de época cuyo perfil completa el exa­men del llamado «exotismo ar­queológico», signo de identidad decadente que resucita la atracción por aquellas grandes civilizaciones que, esplendorosas un día, sufrie­ron una irreversible destrucción.

En síntesis, una obra de gran in­terés, bien documentada ( como de­muestra la abundante bibliografía en ella manejada), digna de ser te­nida en cuenta por lo que en el fu­turo puedan sentirse atraídos por el tema.

María del Carmen Alfonso García

INMENSIDAD

DEL VERSO:

INTENSIDAD

DEL HOMBRE

José García Nieto, Galiana. Madrid. Instituto Hispano-Arabe de Cultura. Colección de Poesía Ibn Zaydun, 1986.

La palabra poética es la que arranca del insobornable fondo de amor que tienen todos los hombres, aunque ese amor llegue a la super­

ficie confusamente, turbiamente.» Esas palabras las pronunciaba el poeta asturiano José García Nieto, con ocasión de una mesa redonda sobre la poesía allá por los años se­tenta y las publicaba «La estafeta literaria» en su núm. 498 para ser del todo exactos. Del insobornable fondo del amor, y en larga andadu­ra, la palabra poética de García Nieto llega hasta muy lejos, hasta allí donde el hombre ha visto todo y donde todo por él ha sido amado en la inmensidad del verbo que in­tensifica tristemente el pecho del poeta, porque el amor lo habita y rompe al labio su insoportable sen­sación de olvido.

Quien conozca la obra poética de García Nieto no dejará nunca de asombrarse de esa su transparencia con el lenguaje. Tal parece que en la constante del verso, el poeta se hace niño muchas veces dejando atrás la biografía del hombre en el todo intento de asilarse en la ino­cencia, a través de una sucesión de

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INSTITUTO H!SPA,".'0 � ARABE DE CULTURA

JOSE GARCIA NlllTO

6-ALIANA

"PALABRA" PREVIA DE jESUS RIOSALlDO

COLECCION DE POESIA IBN ZAYDUN JIP 8 MADRD>,1916

imágenes que le alientan y le alum­bran: «El niño/aquel ... Mi corazón deshace el tiempo/aquel y el paloduz del amarillo/dulzor bajo la tierra re­movida». Tal parece que «cautivo y desarmado» ante su misma madu­rez, esencializa los cristales finísi­mos de la infancia para posar en ellos los cansancios; « ... el barro aquel, la tarde aquella, el niño aquel ... ».

Toledo es la ciudad, el río -Ta­jo- el testificador de una leyenda más que poner en el lienzo enamo­rado del poeta para plasmarse en ella un poco menos y trascenderse a ella un mucho más, no solo en la imaginación creadora sino en la historicidad propia. Galiana, prin­cesa mora afincada en Toledo, es una contemplación bíblica casi de todas las Galianas que transcurren silentes en el pecho despierto del que ama. La princesa aquí, en su cautivez cantada, nos acerca a las cumbres de la exaltación amorosa más bellamente transitadas: «De tus hombros descienden tus dos bra­zos,/tus dos ríos de nieve deshacién­dose/que no podré beber del todo nunca». José García Nieto lleva en su discurso poético la máxima ma­chadiana de la emoción de las co­sas antes que un conceptualismo formal y fabulado. Desde «Víspera hacia ti» -su primer libro- hasta esta última entrega poética pasan­do por «Del campo y soledad»; «Tre­gua»; «La red»; «Geografía es amor»; «Memorias y compromisos» y «El arrabal» (por citar algunos de la treintena o más publicados hasta el momento) el poeta ha ido nu­triéndose de soledades interiores, intensificándose en ellas para lle-

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varias luego hacia el poema a ma­nera del sólo que así comulga con la luz de la experiencia en la ino­cencia en punto -todavía- de todo lo vivido. Las cosas pasan, los de­seos pasan, como pasa la vida de

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esa «otra» manera que García Nietocuestionará siempre con personalí­simo verbo de extremada tristeza ,. -que no desesperanza-, de cuida- -�da cordura. A veces, sin demasiada � fe supongo. A veces, rozando con � los dedos la memoria de saberse "' más sólo ante el poema una palabra umenos. Pero con cuánta, cuantísima pasión de hombre todavía.

mo herramienta el espíritu y como oficio el tributo a la poesía, su no­via amantísima, primera y última, y con la que ha cumplido ya sus bo­das de plata en amor y fidelidad in­descriptible. Pocos, muy pocos han acudido a estos esponsales con la palabra poética con ese sobrecoge­dor enamoramiento, con esa espe­cie de éxtasis continuo.

Castilla, muchas veces presente en la obra de García Nieto retoma aquí por Toledo sus credenciales mesetarias como vibración lírica y estética en redoble de emociones hondas que traspasa incluso corte­zas de evocaciones históricas. En «Galiana» la palabra garcianietista parte del paisaje, más historia, más -y sobre todo- existencia delhombre. Toledo es al poeta su ni­ñez -Asturias, apenas si los prime-ros pasos y los «cantariquinos» dela madre- y un mucho de su pro­pia evocación amorosa. Toledo, talcual la ciudad -madre donde seasila el hombre en su madurez paradarle el tesoro de su carcaj de olvi­do y de tristeza: « Y Galiana, y suruina, y su memoria .. ./Pero te buscoy tú no estás. Galiana./Nuncafuiste.Ni yo soy. Ni mi triunfo sirvió/de na­da. «Es verdad la leyenda, y esmentira», dice el poeta y al decirloposa en la ciudad amada su equipa-je de regreso con disimulado gesto.Con ese su hacer finísimo y come­dido que siempre le ha caracteriza­do, aún con el viento de cara tantasveces.

Por las manos -«que tienen aún memoria» del poeta ovetense, cir­cula poesía como un fluir de pája­ros. En la medida en que la poesía es conocimiento antes que comu­nicación, García Nieto ha llevado en sí mismo y frente a todo el do-ble compromiso intelectual y esté­tico del entendimiento consciente con todas las criaturas en su espa­cio natural. Reverente con la estro­fa y cuidadísimo en el «dolorido sentir», el poeta «garcilasista» que en su turno de palabra en la Real Academia usó de la poesía para cumplir con el rito del ingreso en tal docta institución, y dijo aquello de «Hoy he puesto mi mano, comootros días,lcomo otras noches, como otras madrugadas,/en el papel,/y mi mano temblaba» ha empleado co-

Por «Galiana» a José García Nie­to se le ha concedido el Premio de Poesía «Ibn Zaydun» que convoca el Instituto Hispano-Arabe de Cul­tura en el año 1986. Pero otras en­tregas esperan su turno de salida muy pronto. Un ejemplo, «Carta a la madre» -conmovedora ofrenda del poeta a su madre, recientemen­te desaparecida- donde además -y más que nunca- de la palabra, el corazón escribe sus memorias, co­mo nunca doloridas y ciertísimas. A ras de vida casi.

Marián Suárez Pérez

DELA MUSIQUE, AVANT TOUTE CHOSE

Jorge Ordaz, Prima donna. Barcelo­na, Anagrama, 1986.

He aquí un narrador de una rara estirpe. Desde la ini­cial Celebración de la im­postura, pasando por Ga­binete de ciencias astura­

les (en colaboración con Juan Luis Martínez) hasta esta Prima donna,y cuanto a buen seguro vendrá, im­perturbable, lo que Jorge Ordaz va mansa e implacablemente escri­biendo pertenece a provincias de la

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literatura poco transitadas, qmza reservas de un tipo muy cualificado de escritor. Sorprende saber que sea geólogo, y más en concreto pe­trólogo, muy puesto al día y a la ca­beza de su disciplina, porque, lite­rariamente hablando, ama y practi­ca lo que no se lleva, el pastiche, un regusto falsamente clásico, eru­diciones sorprendentes, chispean­tes, de alguna vejez. Cuando la norma fuera -como hasta hace po­co- la tradición gala, él recorría la sajona; cuando el uso uniforme versaba sobre la implicación del autor en el acto narrativo, él man­tenía una tercera persona distan­ciada, tanto que casi llegaba a ser más próxima al fin del giro; cuando primaba la híspide seriedad de la experimentación, él trabajaba des­de la ironía.

Así ahora. No abunda precisa­mente la temática musical, y me­nos operística, en nuestra tradi­ción. Pues ahí tenemos a Angélica Caffi, recorriendo casi todo el XIX y diversos países, que no serán sino escenarios que arropen una voz que hasta hiciera suspender la in­gestión de un bocado exquisito a punto de llegar a la boca del gran Rossini, boquiabierto. Lo más fre­cuente en nuestra tradición, cuan­do se da el tema musical, es que vaya unido a lo fantástico -como en Bécquer- o en relación con un ambiente demi-mondain -Lloren<;: Villalonga- o como componente de la cultura rock -Haro lbars. Pero ya se ha dicho que son excepciones. Ni

siquiera en la época modernista, con aquel ansia de fusión de las artes, y con W agner como espejo en que mi­rarse, la música alcanza entre noso­tros, y narrativamente hablando, un lugar relevante; al contrario, podría decirse que el modelo interpuesto entre realidad y narración, para un modernista, es siempre pictórico; de­mostración a contrario, una obra que, el hito modernista, pretende amoldarlo a gustos más cercanos: el Fortuny de Gimferrer.

Donde sí va la música modernis­ta, por descontado, es en la lírica -poesía o prosa-, por más que elmaestro dijera que, con frecuencia,«la música es de la idea, solamen­te». Sea de ello lo que fuere, aquíhay música a raudales, y de ésa dela que puede decirse la más huma­na, pues el cuerpo mismo es el ins­trumento. Quien quiera ver Europaa través del sobrehilván de sus másimportantes coliseos diecinoves­cos, ahí lo tiene. Quien quiera sa-

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ber del fundamental cambio acae­cido tocante a la emisión de voz en la escena operística, allí tendrá una página sabrosa. Quien sea amigo del detalle -y el fantaseado-, la partitura oculta -y la muy conoci­da-, del matiz -y del chafarrinón­allí lo leerá. Pero también late, inesperado, como a traición, súbi­to, por momentos, un verdadero temblor. A pesar de la distancia, la ironía, el alejamiento del narrador, la disposición al modo de tableaux vivants, sobre esa superficie apa­rentemente fría, como un rubor, surge la fiebre, el rubor de la ternu­ra. El narrador sabe mucho más de lo que dice, le gusta la ópera mu­cho más de lo que confiesa. Dis­tante, irónico, con gran aparato de decorados cambiantes, una ajus­tadísima voz de narrador, velada­mente pudorosa la pasión, entre el cartón piedra y lo sublime, uno acaba dándose cuenta de que a este texto le sostiene la textura misma de lo que habla, la ópera. Era su si­no. O, más atinadamente, la forza del destino. Apuesten por este es­critor.

José Doval

Los Cuadernos de la Actualidad

LAS CARTAS

DE JUAN

LARREAA

GERARDO

DIEGO

Juan Larrea: Cartas a Gerardo Diego 1916-1980, Edición a cargo de Enrique Cordero de Ciria y Juan Manuel Díaz de Guereñu, San Sebastián: Cuadernos Universitarios (N.º 2), 1986.

Al amor de Larrea, Edición a cargo de J. M. Díaz de Guereñu, Valencia: Pre-Textos, 1985.

E1 Departamento de Lite­ratura de la Universidad de Deusto (sede en San Sebastián) reúne, en el segundo número de su

colección Cuadernos Universita­rios, toda la correspondencia de Juan Larrea a Gerardo Diego. Ni

qué decir tiene que estas doscien­tas trece cartas, que abarcan un pe­ríodo de casi cincuenta y cinco años, son de sumo interés, pues alumbran, por reflejo, muchos rin­cones hasta ahora oscuros de la poesía española anterior a 1925, en especial del creacionismo y el ul­traísmo. Pero también del grupo del 27, al que Larrea se aproxima -aunque sin integrarse- de la ma­no de Diego, sobre todo de lospoetas que, tras haber publicadopoemarios ultraístas de relevancia(p. ej., Imagen, de Diego, y Hélices,de Guillermo de Torre) siguen enla brecha de las principales revistasliterarias de la generación (Carmen,La Gaceta Literaria, Litoral, etc.).Se trata, en suma, además de unapublicación que colma muchas delas lagunas que tanto han coopera­do en la mistificación y en el olvi­do de Larrea, de quien el lector depoesía española tenía noticia casiexclusivamente a través de la edi­ción barcelonesa Versión celeste(Barral Editores, 1970). Por lo quese refiere a los ensayos larreanossobre poesía contemporánea, JoséMiguel Ullán recogió en 1982 algu­nos de los más apasionados y car­gados de visceral subjetivismo. Noen vano Ullán comienza el prólogoa su edición (Juan Larrea: Torres deDios: poetas, Madrid: Editora Na­cional) con la aseveración siguien­te: «Ese nómada del espíritu y de

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la letra que fue Juan Larrea vio, al igual que Pessoa, más paisajes que aquellos en que puso los ojos».

Dos botones de muestra de esta iluminadora correspondencia, sa­cados de la carta fechada en Valle­cas el 5-VI-1919 (e.d., de la primera etapa, en la que abundan los co­mentarios sobre los poemas res­pectivos, que Larrea y Diego solían intercambiarse antes de publicar­los), para ilustrar, primero, la es­casísima divulgación de las princi­pales revistas vanguardistas Y, se­gundo, la minuciosidad de los co­mentarios y la insistencia de opi­niones y juicios de valor sobre cada uno de los poemas que Diego le enviaba:

He pedido Perseo en varios kios­kos de periódicos y en ninguno me han sabido dar razón de tal revista. No cejo, sin embargo y seguiré demandándolo hasta dar con él y enviártelo. Espero com­prar Grecia y Cervantes que tam­poco sé dónde se venden (pág. 89) [ ... ]Te devuelvo las tuyas. Ahí vauna por una mis impresiones.«Andando» angustiosa visiónnocturna con tendencia al senti­miento trágico que se advierteen varias de ellas. Excesivamen­te descriptiva y detallista y suce­siva. Me gusta. Lo mismo digode «Fracaso» a la que justifica yde un enorme carácter la imagenfinal. La laminada «Lámina» esalgo extraño que sorprende, demodernidad pictórica. «Estrella»

Juan Larrea.

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muy bien vista, pero, a mi pare­cer, no tan bien sentida. «Guar­dia de honor» muy nueva, me gusta mucho. lPor qué en ésta como en otras explicas tanto? La explicación derrama general­mente el sentimiento. «Lied» evocadora e imprecisa como de antemano lo dice su título. Muy bonita. «Invitación» bien pero no acaba de convencerme. «Pa­lomar» tiene ritmo de balada y entra en tu antiguo estilo siendo moderna al mismo tiempo. «Tiesto» concebido primorosa­mente. En éste sentaría muy bien la rima perfecta. «Pesadilla» algo trágico y extraño que impre­siona y conmueve. «Fiesta» so­briamente descrita, de atinadas imágenes. «Regata» muy propia y vistosa. Perfecta la sensación. Me figuro que «Los 7 sosteni­dos» será una séptima parte, si no no lo comprendo, y aún así no acaba de llenarme. «Ría» muy bien, detalles primorosos, admirablemente vistos y expre­sados. «Quirurgia» de las que más me gusta, exactísima y nue­va. «Ten cuidado aviador» ligera, superficial, me gusta. «De tejas arriba» disuena en el conjunto. Es la única francamente nove� centista. Por eso no la puedo juz­gar bien. Sin embargo me agra­da. «Bilbao-Santander» y «Ma­drid-Bilbao» de lo más ultraísta mirando a Grecia. Me gusta más que casi la totalidad de lo que he leído de esta revista. Y en con­junto me parecen un poco des­greñadas, sucesivamente des­criptivas y por ello superficiales y saco la impresión de que no es­tás aún bien encajado. Desde luego me gustan mucho más al­gunas cosas que me leíste en Bil­bao. «Azar» me gusta también más. Esto, como suelo decir, es la dinamita, tiempo tendrás lue­go de tomar posiciones (págs. 89-90).

La edición integra asímismo tres apéndices de gran interés: I. Trein­ta y cuatro poemas inéditos de Juan Larrea, citados en las cartas o en las notas; II. Nueve poemas iné­ditos de Gerardo Diego, recorda­dos o comentados en las cartas de Larrea, y tres poemas de Diego vertidos al francés por Larrea y Diego; III. Dos cartas de Vicente Huidobro a Diego y un poema iné­dito de Salle XIV. Ambas cartas es­tán fechadas en París, el 28-IV-1920 y el 29-1-1922. La primera es

Los Cuadernos de la Actualidad

Gerardo Diego.

de especial interés, ya que Huido­bro diserta ampliamente sobre el movimiento creacionista. Además explica incluso cómo nace el nom­bre del movimiento. Las cartas, el poema inédito de Huidobro (cuya única copia existente conserva Diego, como regalo del chileno), la documentación fotográfica y otros materiales han sido facilitados a los editores por Gerardo Diego.

El otro volumen editado por Díaz de Guereñu recoge las ponen­cias de las Jornadas Internaciona­les Juan Larrea, celebradas en San Sebastián, en julio de 1984, cuando se cumplía el cuarto aniversario de la muerte del poeta. Las dieciocho colaboraciones que integran el li­bro se deben a personas de diversas procedencias, metodologías y eda­des. Con ello queda señalada la he­terogeneidad de los trabajos, que en este caso lleva incluso a resulta­dos positivos, pues cada uno a su manera subraya y analiza los as­pectos de la obra larreana que más le interesan, con lo que la dispari­dad metodológica enfoca y alum­bra puntos y trayectos similares desde perspectivas diferentes. De los trabajos reunidos merecen mención especial, a mi juicio (y considerando el escaso espacio a disposición), y siguiendo el orden en el que aparecen, los estudios de Robert E. Gurney, Juan Cano Ba­llesta, Carlos Aurteneche, Díaz de Guereñu, Agustín Sánchez Vida!, David Bary, José Angel Ascunce, José Paulina Ayuso. Estudian, res­pectivamente, la influencia de la poesía francesa en Larrea, el poe­ma «Cosmopolitano» (aparecido en Cervantes, en 1919 con el que . Cano muestra la ruptura de la tra-

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dición antiurbana de la poesía es­pañola), el poema «Luna de alas en el corazón de !a justicia» (mediante el que Aurteneche aísla e interpre­ta aspectos esenciales de la poética larreana), el «poeta» en Larrea (Guereñu adelanta en su ensayo al­gunos resultados de su próximo li­bro sobre el poeta bilbaíno, en es­pecial la dimensión del vidente­profeta y transmisor del «sentido profundo de la historia»), el texto de «Ilegible hijo de flauta» (el guión cinematográfico de Larrea y Buñuel, que Sánchez Vida! coloca y relaciona de manera magistral), las artes plásticas y Larrea, el hu­manismo utópico de Larrea y el símbolo y el lenguaje en Larrea. De especial interés son además las tres cartas de Larrea a Diego, de 1916, los comentarios de éste a las cartas, tres poemas inéditos Jarrea­nos de 1916 y la versión francesa del poema «Longchamps» (1922), que figura en español, con muchas variantes, en Versión celeste (págs. 315-316).

José Manuel López de Abiada

PARA CREER

LA IMAGEN

Lorenzo Vilches, Teoría de la imagen periodística. Barcelona, Ed. Paidós, 1987.

Se produce con la imagen fotográfica (y muy espe­cialmente con la fotogra­fía periodística) una cu­

. riosa paradoja. Lo incues­tionable de que debe existir una conexión material con un referen­te, su obligada «motivación», pare­ce dejar fuera de toda duda que fo­tografía = información. Frente al periodismo escrito, sujeto a una fuerte deontología, como demues­tra el continuo paso de sus profe­sionales por los tribunales de justi­cia, la fotografía se sitúa fuera de toda razón moral. Sin embargo, la fotografía es convencional (Eco ha acuñado con acierto la expresión de «convencionalidad motivada»): en principio, sólo se representa a sí misma a través de las convenciones de su medio.

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Porque para que un aconteci­miento sea visible (y publicable) es obligado detenerlo, interrumpirlo, congelarlo en su desarrollo, emu­lar, en suma, la secuencia de los hechos. Así, la foto de prensa no informa del «cuándo» de los acon­tecimientos, sino, más bien, del instante en que estos fueron dete­nidos: «una foto es la muerte de los acontecimientos». La fotografía encierra de este modo la capacidad de aislarse de todo referente, de crear un espacio hiperreal (en pala­bras de Baudrillard) o de convertir­se, sencillamente, en referente de sí misma (véase El País). Y se con­vierte, de este modo, en óptimo instrumento de simbolización y es­pectacularización, sin más rodeos, de poder. Su condición de objeto semiótico la instaura como arma apta para la mentira (ávida de men­tir), no debe olvidarse, pero, y prin­cipalmente, como un producto útil para adquirir conocimientos, bien de forma directa, bien a través de la elaboración artística: «el lector ve y recibe, pero además quiere sa­ber». Y puede saber.

La idea central que articula todo el desarrollo del nuevo libro de Lo­renzo Vilches es que la interacción periódico-lector se manifiesta en dos vertientes inseparables: por un lado, el contenido del mensaje in­terpela al área de conocimientos del lector; en segundo lugar, la for­ma expresiva en que se articula y presenta el mensaje lo hace a cier­tas aptitudes (competencias) del mismo. El dominio de estas con­venciones ( convenciones en la to­ma, en los procesos químicos de revelado, en la sintaxis y ordena­ción del periódico) es condición irrenunciable para la óptima desco­dificación de los mensajes. De lo contrario, estas mismas convencio­nes que permiten, en virtud del acuerdo tácito que instauran, un puente entre informadores e infor­mados se habrán convertido en la oportunidad de medio entre mani­puladores y manipulados.

Nuestras palabras suenan, es cierto, más catastrofistas que en la propia obra. El libro de Lorenzo Vilches no es espectacular, ni gra­tuito, intenta tan sólo subrayar un hecho claro y clave: un correcto ac­ceso a la verdadera información só­lo podrá llegar de la mano de un perfecto dominio de los lenguajes con que se nos ofrece ( «el lector no puede controlar la manipulación de la información por parte del pe-

Los Cuadernos de la Actualidad

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riódico, pero sí puede al menos lle­gar a comprender los mecanismos de manipulación utilizados por él».) De aquí parte el exhaustivo análisis de los procedimientos re­tóricos de los que la prensa se aprovecha y que centra la primera parte del libro.

Su interés, por tanto, excede al mero investigador de estos temas y las propuestas en él contenidas se­rán provechosas para fotógrafos, psicólogos (los aspectos técnicos de la elaboración fotográfica, así como las condiciones y leyes de la percepción visual son conveniente­mente abordados) y, sin duda, para periodistas en general. Por otro la­do, la exigencia de un aprendizaje de los procedimientos puestos en funcionamiento motivan una ex­tensa reflexión («Pedagogía de la imagen periodística») que no pue­de dejar de ser útil a los profesio­nales de la educación. El libro, en suma, nos concierne a todos por­que todos, con mayor o menor afi­ción, somos consumidores de pren­sa. La obra concluye con una sec­ción sobre la investigación en la fo­tografía, tal vez la más interesante, pese a su brevedad, y que da senti­do a toda la exposición teórica pre­cedente al ofrecer las pistas para su aplicación. Y dos títulos con sabor polémico: «El País y la censura fo­tográfica» y «La imagen de la OTAN en la prensa española», le­jos, no obstante, de ser fáciles en­frentamientos y sí muestras muy acertadas para un mejor leer.

Las virtudes de esta obra, como puede apreciarse, son muchas; y podríamos añadir aún más: la clari­dad conceptual que favorecerá el acceso, deseado y deseable, de un lector sin más atributos, o la abun­dante y correcta ejemplificación de lo expuesto con material fotográfi­co. Señalaremos un solo defecto: buena parte de la bibliografía a la que se nos remite no se especifica posteriormente en la sección de re­ferencias. De cualquier forma, Lo­renzo Vilches se convierte con este libro (y tras su anterior La lectura de la imagen, Paidós, 1983) en refe­rencia obligada para cualquier in­vestigación sobre la imagen, a la vez que nos da las claves para ha­cer realidad el viejo ideal de pure­za: «ver para creer».

Guillermo Lorenzo González