México Colonial
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UNIVERSIDAD NACIONAL AUTÓNOMA DE MÉXICO.FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS.
COLEGIO DE HISTORIA.
Palomino Mata José Eduardo.Portillo Motte Josué.
Geografía Histórica II.Semestre 2014-2.
México Colonial. (Parte II).
Contenido:
1. Sismos e inundaciones.
2. Servicios públicos: Abastecimiento de agua potable. Alumbrado público. Hospedaje. Mercados. Hospitales. Servicio de limpieza. Drenaje de las casas y de la ciudad. Medios de transporte.
3. Servicios religiosos: Iglesias. Monasterios.
4. La vida al interior de la ciudad: Gobierno y organización política. Diversiones.
5. La ciudad y su entorno.
Bibliografía.
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1. Sismos e inundaciones.
I. Sismos.
Para poder comprender la alta sismicidad que padecemos en el país, particularmente en el centro,
en necesario conocer las características fisiográficas de México. Geográficamente hablando, la
República Mexicana se encuentra conformada por quince provincias fisiográficas que son: la
Península de Baja California, Llanura Sonorense, la Sierra Madre Occidental, las Sierras y
Llanuras del Norte, la Sierra Madre Oriental, las Grandes Llanuras de Norteamérica, la Llanura
Costera del Pacífico, la Llanura Costera del Golfo Norte, la Mesa del Centro, la Península de
Yucatán, la Sierra Madre del Sur, la Llanura Costera del Golfo Sur, las Sierras de Chiapas y
Guatemala, la Cordillera Centroamericana y, por último el Eje Neovolcánica, siendo éste donde
nos encontramos.
La Sierra Volcánica Transversal como también se conoce a esa provincia fisiográfica, está
conformada por los siguientes estados: Jalisco, Colima, Michoacán, Morelos, Puebla, Tlaxcala,
Veracruz y el Distrito Federal, y para entender la naturaleza sísmica de esta zona es necesario
ubicar sobre qué placas tectónicas se encuentran. La primera sería la Placa de Cocos que se
encuentra al sur, la Placa de Rivera ubicada al sureste y la Placa Norteamericana, que forma parte
de la placa continental del país.
Dicho Eje Neovolcánico está formado por una enorme masa de rocas volcánicas, derrames de
lava y otras manifestaciones ígneas ocasionadas durante la Era Cenozoica. Se le llama transversal
porque va de Oeste a Este, es decir atraviesa de manera horizontal todo el territorio nacional
desde el Océano Pacífico hasta el Golfo de México y está compuesto en su mayoría por volcanes:
el Pico de Orizaba, Popocatépetl, Iztaccíhuatl y el Nevado de Toluca.
Las placas sobre las que se encuentra cimentada dicha sierra provocan una falla en la zona
costera del Océano Pacífico, donde se acumulan grandes cantidades de energía gracias a la
subducción que tienen las placas mencionadas anteriormente. Esto quiere decir que una placa se
encuentra deslizándose por debajo de la corteza terrestre de la otra, lo que provoca continuamente
movimientos y liberación de presión que existe entre ellas, generando así terremotos y temblores
en los estados del país que mencionamos anteriormente, haciendo de esta zona una de alta
sismicidad.
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Como podemos ver, desde su creación, esta zona ha padecido de sismos, por la que la historia de
la Ciudad de México está determinada a ellos desde los primeros asentamientos humanos hasta
nuestros días. Debido a que nuestro tema es la Colonia, a continuación hablaremos de los sismos
de mayor fuerza e importancia que ocurrieron desde el siglo XVI hasta el XVIII.
El primer sismo registrado durante el siglo XVI ocurrió el 1º de abril de 1523 gracias al lingüista
José Gómez de la Cortina:
<<El primer terremoto de que se ve hecha mención por los españoles inmediatamente después de la conquista, es el acaecido el 1 de abril de 1523, y que describe y refiere Rodrigo Rangel, teniente de la villa Rica, en carta que escribió al Lic. Zuazo con fecha de 23 de mayo de aquel mismo año>>.
Mientras que el último de este siglo sucedió en el año de 1597:
«Temblores que ha habido de tierra y daño que hicieron en la cañería del agua de esta ciudad. Hubo tres temblores de tierra no muy recios, pero no los tuvo la gente por ligeros […] Vase entendiendo en el reparo con mucha prisa y cuidado y hasta cumplir con esto no se hará nada en la obra de la arquería de agua que viene de Santa Fe, cuyo edificio está hecho hasta llegar a Chapultepec…»
Mientras que los más registrados del mismo siglo son los siguientes:
11 de abril, 1589: «Hoy martes 11 de abril, miércoles y jueves por dos días tembló seguido, y a los quince días, también miércoles, tembló por segunda vez.» —Códice Aubin.
26 de abril, 1589: «Pero mucho más fue lo que temieron cuando después, miércoles veintiséis del mes, tembló tres veces, […] con lo cual se cayeron en México y en sus alrededores algunas paredes y otros edificios hicieron sentimiento, especialmente en Cuyuacán, donde se cayó mucha obra del convento que allí labran los padres dominicos.»
Durante el siglo XVII podemos observar que la cantidad de sismos es mayor, y no porque las
características geográficas hayan cambiado, sino porque existe un mayor registro de los mismos.
El primero del que se tiene registro es el que documentó el franciscano Juan de Torquemada:
«Tembló la tierra y comenzaron a crujir las vidas de la celda y yo a moverme de la silla y fue tan poco que casi lo quise atribuir a algún desvanecimiento de cabeza, y creyera ser así, si después no dijera otros que había sido temblor de tierra.»
Mientras que el último sismo registrado de dicho siglo fue el que ocurrió el 29 de septiembre de
1698:
«Viose el informe de el procurador mayor sobre lo pedido por Francisco Manrique asentista de los acueductos sobre la ayuda a costa del temblor […]. Viose otra petición del mismo en que dice que tembló el día de San Miguel y pide ayuda…»
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En tanto que el de mayor registro fue el que ocurrió el 7 de abril de 1645:
«…hubo un temblor de tierra general muy terrible, viernes a las nueve de la noche. Habiéndose cantado la Salve Regina […] Sucedió así, que con el temblor tan grande se arruinaron y cayeron muchas casas de esta ciudad sembrando alaridos...»
El siglo XVIII durante la colonia en México es el más rico en documentación de sismos y
temblores, como los siguientes:
4 de marzo, 1702. México, D.F.«[…] tembló la tierra por espacio de más de un credo, tocóse la rogativa en el convento de Santo Domingo.»
7 de diciembre, 1799.«[…] se sintió un movimiento de tierra, más fuerte y de más duración que el que dijo en la anterior (Gazeta del 30 de noviembre de 1799), puntualmente a la misma hora que aquél, las 11 menos 7 minutos.»
8 de marzo, 1800.«En el fuerte temblor que hubo el 8 de marzo de este año, que causó graves prejuicios, [el virrey d. José Miguel de Aranza] dictó providencias oportunas en aquellos momentos y personalmente auxilió en cuando pudo a los necesitados. Su trato afable le atrajo simpatías en general de todos.»
«Uno de los temblores más fuertes y duraderos, llamado de “San Juan de Dios”, conmovió a la ciudad, causando grande espanto a sus habitantes.»
II. Inundaciones
Para comprender un poco de la historia de los incidentes que la Ciudad de México ha padecido a
lo largo del tiempo, es necesario conocer un poco de las características que posee. Durante la
época prehispánica, México Tenochtitlan fue fundada en una isla ubicada al noreste de uno de los
cinco lagos y lagunas que la alimentaba: las lagunas de Xochimilco, Zumpango y Chalco, y el
lago de Xaltocan y el lago de Texcoco, siendo este último en donde se estaba.
Antes de adentrarnos al tema de las inundaciones durante la colonia —y antes de ella incluso—
debemos tener en mente que el agua siempre busca y encuentra su cauce natural. Algo que quizá
nunca tuvieron en mente nuestros antepasados españoles para construir la ciudad colonial. Esto
hizo que el problema de las inundaciones dentro de la Ciudad de México se agravaran a su
llegada, a pesar de que trataron de seguir el modelo urbanístico mexica que evitaba las
inundaciones a gran escala.
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En 1449 Nezahualcóyotl mandó realizar una obra que consistía de calzadas y canales para
impedir que Tenochtitlan no se inundara en tiempos de lluvias. Fue a finales del siglo XV que el
taltoani Ahuizotl mandó a construir un acueducto que llevara las aguas de Coyoacán a México
Tenochtitlán. Mucho se le advirtió de esta medida pues si lo hacía, en temporada de lluvias
inundaría la ciudad, cuestión que se cumplió tiempo después y que durante una inundación al
tratar de escapar, se golpeó con una viga en la cabeza que le provocó la muerte. Para enmendar el
error se construyeron drenajes y se reconstruyeron los edificios dañados que evitaran futuros
desastres.
Con la llegada de los españoles, Hernán Cortés mandó a cerrar dichos canales. Es decir, dejó a
desaprovechar el ambiente y comenzó a modificarlo. Las principales inundaciones durante la
Colonia son las que ocurrieron en los siguientes años: 1604, 1607, 1615, 1623, 1627 y 1629,
siendo ésta última la que tuvo mayor duración y más daños y repercusiones provocó en la ciudad
colonial. Las inundaciones fueron un problema que los españoles habían estado enfrentando
desde 1550 y que desde 1555 se comenzaron a tomar medidas para evitar futuras inundaciones
pero todas fueron inútiles.
En el año 1605 gracias a la inundación a la reciente inundación se mandaron a reparar calzadas y
diques bajo la dirección de los frailes franciscanos Torquemada y Zárate. En 1606 se reconstruyó
el dique que separaba el lago de Texcoco del de Xochimilco. Esto provocó que el nivel de éste
último lago subiera, sumergiendo las chinampas, arruinando casas y siembras.
En 1607 se iniciaron las obras para construir el canal de Huehuetoca. Éste drenaría el lago de
Chalco e interceptando el río de Cuauhtitlán, canalizando las aguas al río Tula y de ahí al Golfo
de México. Esta obra fue realizada por el matemático jesuita Juan Sánchez y Enrico Martínez.
El canal de Huehuetoca fue criticado por varios especialistas de la época, en especial Adrian
Boot, argumentando que no tenía la profundidad suficiente para que bajara el nivel de los lagos,
considerando la obra como inútil. Martínez aseguró que el desagüe podía arreglarse a un costo de
110 mil pesos más. La obra se suspendió en 1623 cuando el virrey Gálvez vio que las aguas del
río Cuautitlán elevaron el nivel del lago y la ciudad volvió a inundarse.
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El virrey Marqués de Cerralvo mandó elevar el nivel de varias calzadas, reparar los diques de
Zumpango, San Lázaro y desviar los ríos de Sanctorum y los Morales para que desembocaran en
el lago de San Lázaro. En 1627 las lluvias torrenciales reventaron los diques, provocando el
derrame del sistema lacustre. Durante 1628 se ordenaron varias reparaciones pero no funcionaron
debido a que el nivel del agua no disminuía y las lluvias de 1629 empeoraron la situación
causando la peor inundación de la historia de la ciudad, la cual duró alrededor de dos años.
Las inundaciones en la Ciudad de México durante la época colonial se deben a la erosión del
suelo gracias al desmonte del sistema agrícola chinampero; a la clausura de canales que permitían
el libre paso del agua; a la explotación desmesurada de los recursos naturales como tala, quema y
roza y pastoreo. También a la proliferación de ranchos y haciendas instaladas a los alrededores y
por último, a la creación de obras hidráulicas inútiles e insuficientes. Las consecuencias de no
conocer el terreno conquistado por parte de los españoles fueron la destrucción constante de la
ciudad, en especial las zonas indígenas, la escasez de alimentos, epidemias, deterioro ambiental y
pérdidas humanas.
2. Servicios públicos.
I. Abastecimiento de agua potable.
Una de las particularidades de la Cuenca de México es que desde sus orígenes se encerró entre
agua dulce y salada. Por ejemplo, el Lago de Chalco a pesar de ser agua dulce, no era apta para
consumo humano, por lo que desde los primeros asentamientos, esta zona siempre se ha tenido
que abastecer de agua potable que provenga de lugares lejanos. A ello se deben las numerosas
obras hidráulicas tanto prehispánicas como españolas.
Durante casi tres siglos la Ciudad de México necesitó abastecerse con las aguas provenientes de
los acueductos de Chapultepec y Santa Fe, entre otros de menor calibre. Su caudal se veía
enriquecido por los manantiales de Cuajimalpa y del Desierto de los Leones. Mientras que la
reserva se encontraba en las montañas volcánicas del poniente de la cuenca, ubicadas entre el
Ajusco y la Sierra de las Cruces.
a) Antiguo Acueducto de Chapultepec:
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La construcción de esta obra inició en 1453, durante el reinado de Chimalpopoca, tlatoani de
Azcapotlzalco, y fue terminado en 1466. Fue en 1527, pocos años después de la llegada de los
españoles que se comenzaron las obras de reedificación del acueducto, siguiendo tanto la traza
como la técnica prehispánica, concluyéndose cerca de 1538. Este conducto conducía las aguas de
los manantiales de Chapultepec hasta la Plaza Mayor —lo que hoy en día conocemos como la
Plaza de la Constitución o Zócalo— donde había una fuente y una pila.
En 1554 se inició una obra dedicada a la reparación y levantamiento del acueducto sobre una
serie de arcos en el tramo que se encontraba en la calle de Tacuba, pues se creía que así ya no
podía ser bebida por los animales, evitando su contaminación, y que al elevarse hacia los rayos
del sol la purificarían aún más. Dicha obra se vino abajo en 1589, aunque en 1595 se volvió a
reparar, creando así un acueducto lo suficientemente sólido para que no se hundiera ni goteara.
Desgraciadamente esto nunca se cumplió en su totalidad, pues ya terminadas las obras seguiría
padeciendo problemas de filtración de agua.
b) Acueducto de Santa Fe:
Desde 1536 se comenzó a hablar de la posibilidad de llevar a la Ciudad de México las aguas de
Cuajimalpa y de Santa Fe. Las obras para dicho fin no iniciaron hasta 1564 porque los
manantiales de la zona pertenecían al pueblo indígena de la zona, fundado por Vasco de Quiroga,
quien por ser un gran defensor de los nativos, evitaba que les hicieran daño. Años y
negociaciones después en 1572 se concluyó el acueducto, pero en 1573 se supo que los arcos
realizados se encontraban seriamente amenazados. No se hizo nada hasta 1601.
La construcción iba desde Santa Fe hasta alcanzar el acueducto de Chapultepec. Seguí por la
calzada Melchor Ocampo y a la altura de Tlaxpana había una enorme fuente y una bifurcación
hacia el oriente para seguir por la Ribera San Cosme y la Calzada de Tacuba hasta llegar a la
Alameda.
En 1879 se destruyó parte del canal que llegaba hasta San Cosme para instalar canales
subterráneos y de materiales más resistentes como el metal. No fue hasta 1889 que se terminaron
de demoler los últimos tramos del conducto.
c) Acueducto de Arcos de Belén:
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Había un canal de agua que llevaba agua hasta el convento de los padres de La Merced, en
Belem, que era utilizada por los habitantes de la zona. En 1715 parte del canal que estaba al aire
libre fue cerrado para que tuviera lugar una tubería de plomo. A pesar de su remodelación, en
1716 se comenzó la construcción de los Arcos de Belén, terminándose el 20 de marzo de 1779.
Éste acueducto tenía alrededor de 904 arcos de piedra para sostener un caño de 3 300 m.
II. Alumbrado público.
Desde la caída de México Tenochtitlán, la Ciudad de México se fundó como una ciudad española
de gran importancia, la cual tenía y se requería que se pareciera a las grandes ciudades del
Continente Europeo, para ello necesitaba que tuvieran los servicios que allá se tenían, uno de
ellos fue el alumbrado.
Los propósitos del alumbrado son los siguientes: dar a la ciudad un aspecto urbano, transformar
la imagen de la ciudad e incrementar la vida de sus habitantes, embellecer el conjunto urbano,
generar nuevos espacios de sociabilidad y por último, incrementar la seguridad de sus habitantes
y de los viajeros.
Junto a la ornamentación y el embellecimiento, se pretende dar una imagen distinta a la de las
viejas ciudades medievales, las cuales se encontraban amuralladas, eran inseguras, desordenadas
e insalubres.
Así que el papel del alumbrado resulta tener una gran importancia en el México Colonial, ya que
no se trata de definir una nueva trama urbana, tal y como ocurrirá con las alternativas urbanísticas
decimonónicas, sino que fundamentalmente se buscará acabar el desorden de la ciudad medieval
y barroca.
Las principales fuentes de luz eran las velas, los faroles, las antorchas, las lámparas de aceite
vegetal, aunque resultaban costosas e inaccesibles para la mayor parte de la población gracias a
su combustible, y el sereno, quien era el encargado de vigilar las calles y dar iluminación en
horario nocturno. Éste solía ir armado con una porra y usaba un silbato para dar alarma en caso
necesario.
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III. Hospedaje.
Según algunos registros el primer hospedaje dentro de la Nueva España se estableció en
Michoacán y fue administrado por Juan de la Torre. Ya en el año de 1525 el Cabildo imponía
leyes a la actividad mesonera.
Dentro de los mesones existían diferentes categorías en función de los servicios y el precio de los
mismos. Los más económicos, los de tercera categoría, contaban con un pequeño espacio para
que el huésped descanse y frecuentemente debía compartir la habitación con otros. Los de
segunda categoría poseían habitaciones casi privadas, la cocina y el comedor eran más cómodos
que la categoría anterior. Los de primera categoría se ubicaban en las zonas céntricas y sus
huéspedes eran comerciantes, propietario de grandes terrenos y el alto clero.
Fueron fruto de los movimientos de los peregrinos religiosos. En la Nueva España se funda el
Primer Hotel de América. En una casona ubicada en la esquina de las calles de Refugio y Espíritu
Santo (hoy esquina de la Av. 16 de Septiembre e Isabel la Católica"; con el rótulo de "Hotel de la
Gran Sociedad".
Hotel de la Gran Sociedad: Se fundó en 1854, se encontraba situado en la esquina de la calle del
Espíritu Santo y Refugio. Su cocina era menos que mediana, sus precios “equitativos” y su
concurrencia, no muy numerosa, la componían los visitantes de paso.
IV. Mercados.
Consumada la conquista de México los españoles se dieron cuenta de la importancia que tenía el
conservar los mercados, destruirlos equivaldría a privar a la población del correcto surtimiento de
productos. Por tal razón, desde el momento mismo en que la nueva ciudad reunió las condiciones
necesarias para ser poblada, se formaron mercados y se veló para que siempre estuvieran bien
abastecidos.
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A partir de 1524 las autoridades dictaron una serie de disposiciones orientadas al control del
comercio, a su buen funcionamientos, y también a evitar regatonería, los abusos y la carestía de
productos de primera necesidad. Por mucho tiempo el principal mercado de la ciudad de México
estuvo situado en la Plaza Mayor; así, junto a los edificios de las instituciones más importantes
(Palacio Virreinal, Catedral, Casas de Cabildo), se designó también un lugar para la institución
comercial.
El motivo principal para situar el mercado en la zona más céntrica de la ciudad fue que la
población pudiera surtirse adecuadamente de todo cuanto necesitara; de igual manera, la
proximidad de la plaza con la Acequia Real hizo más idóneo el sitio, pues las acequias
constituían la más importante vía de introducción del abasto. Poco a poco la Plaza Mayor se fue
poblando con un sinnúmero de puestos comerciales donde diariamente se expendía una infinidad
de productos; incluso, fue ahí donde se instaló el antecedente de los “bazares” de artículos de
segunda mano, en donde la gente de escasos recursos vendía y compraba mercancías a bajos
precios. Este tipo de mercado fue conocido como “Baratillo”, y a la larga se convirtió en un
problema para la ciudad.
El comercio de la plaza se desarrolló sin mayor problema durante los siglos XVI y XVII, pero a
finales de este último, en el año de 1692, un acontecimiento fue determinante para la
configuración del centro de la ciudad; como resultado de un terrible motín de indios, gran parte
del Palacio Virreinal fue incendiado, al igual que el edificio del ayuntamiento y el total de
comercios de la Plaza Mayor, motivo por el cual se ordenó la construcción de un mercado de
mampostería; el resultado fue la formación del mercado del Parián en la parte suroeste de la
plaza; al extremo oriental del mismo se construyeron también una serie de puestos a modo de
“alcaicería”.
Por su situación céntrica y su proximidad a las vías de acceso del abasto, el Parián y los
comercios de la Plaza Mayor funcionaron como el centro comercial más importante de la ciudad
de México. Sin embargo, con el tiempo ya no resultaron suficientes para dar cabida al cada día
más creciente número de comerciantes; a la larga, y como resultado de la saturación, los puestos
se extendieron de nueva cuenta invadiendo incluso las calles principales de la capital.
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Hacia 1791 el segundo Conde de Revillagigedo emprendió diversas obras para el mejoramiento
de la ciudad; como parte de ellas mando limpiar y despejar la Plaza Mayor de comercios. Para
esto ordenó la construcción del mercado de El Volador, que se convirtió en el más importante de
la capital de Nueva España; nuevamente se eligió un sitio céntrico y contiguo a la principal vía de
acceso del abasto: la Acequia Real. Así mismo, Revillagigedo dispuso la elaboración de un
reglamento para los mercados de la ciudad y principalmente para El Volador, con lo que se logró
mejor control, orden y policía en las cuestiones de comercio.
El mercado de El Volador pudo solucionar por un tiempo el problema de la saturación de
comercios; sin embargo, provocó nuevos conflictos: el que los introductores de abasto prefirieran
vender en la acequia o en las calles, en vez de pagar un alto precio por un local en el mercado, lo
cual fue controlado cobrando un impuesto en la acequia y estableciendo el sistema de guías y
tornaguías para asegurar que el introductor llegase hasta los mercados. Otro problema fue el auge
que cobro la regatonería, lo que trato de controlarse pregonando en bandos públicos las penas y
multas estipuladas.
El mayor desarrollo de este mercado ocurrió durante el siglo XIX, reflejándose en su historia el
desorden y problemática de un difícil y conflictivo periodo de nuestra historia: los abusos de las
autoridades con el fin de obtener dinero para las arcas; el fomento de una especie de regatonería
encaminada al beneficio de algunos; el poco o nulo interés de las autoridades para invertir en
obras de reparación y mantenimiento de los mercados, y la miseria de la población entre otros.
Durante este periodo también se mejoró El Volador, se construyó un edificio de mampostería,
aunque para lograrlo se cometieron algunos abusos y arbitrariedades contra los antiguos
inquilinos. El mercado de El Volador se mantuvo como el más importante centro de abasto de
hasta que resultó insuficiente por el enorme número de comerciantes, de tal modo que, como
había sucedido con el Parián y la Plaza Mayor, llegó a su punto máximo de saturación. Esto trajo
como consecuencia la invasión de la plaza y calles principales de la ciudad.
El antiguo ideal de un mercado céntrico fue olvidado, y se trató por todos los medios posibles de
situarlo en los extremos de la ciudad, se formó el proyecto de la división de mercados de igual
importancia, ubicando uno en cada rumbo de la ciudad; sin embargo todo fue en vano, el arraigo
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de los comerciantes y del mismo consumidor era más fuerte que las disposiciones que se
dictaban; y sólo un incendio pudo lograr el inicio de la decadencia de El Volador.,
Como resultado de la destrucción del convento de La Merced por las Leyes de Reforma, en este
sitio se formó una plazuela en la que se hizo un nuevo mercado, viendo la posibilidad de que se
sustituyera a El Volador, lo que así ocurrió. A pesar de las quejas de los comerciantes y de los
vecinos, con el tiempo La Merced se convirtió en el más importante mercado de la ciudad,
mientras que El Volador pasaba a ocupar un lugar secundario dentro de la vida comercial de la
misma.
Ahora el objetico fue situar al mercado principal en un extremo de la ciudad, o al menos alejarlo
del centro, por lo que La Merced se ubicó al extremo oriental. Sin embargo, nuevamente se buscó
la proximidad a las vías de introducción del abasto, por ello La Merced se construyó exactamente
junto a la Acequia Real, adaptándose un embarcadero para el efecto. Así, La Merced soluciono
temporalmente el problema del abasto; por su parte, el gobierno estuvo dispuesto a invertir
continuamente en el mantenimiento y embellecimiento del mercado, pero a la largo, La Merced
también resultó insuficiente para albergar a todos los locales que comenzaron a situarse en las
principales calles adyacentes al mercado, formándose con ello prácticamente un barrio de
comerciantes.
V. Hospitales.
Tipos de institución que eran los hospitales y jurisdicción a que estaban sometidos:
Los hospitales estuvieron vinculados desde las épocas primitivas de la era cristiana a la iglesia,
mediante parroquias y órdenes religiosas. La razón era según el sentido de caridad que tenían
entonces las instituciones u órdenes. En el Concilio de Trento (1454-1563) se declaró que todos
los hospitales dependían de la iglesia en cuanto que eran instituciones religiosas (aunque el
fundador y el personal que los atendieran fueran laicos) y que, por tanto, quedaba el personal
sujeto a la jurisdicción del Ordinario Eclesiástico. Esto implicaba que el permiso de fundación
debía concederlo el diocesano, que las Ordenanzas a que se ajustara el gobierno interior de la
institución debían también ser aprobadas por el mismo y quedaba sujeta a la inspección del
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obispo. Para evitar problemas con la autoridad civil se hizo una excepción, que fue la de que los
hospitales estuvieran bajo la inmediata protección de los reyes. Esta doble autoridad, Iglesia y
Estado va a ser algo natural de la época. Por lo tanto la fundación y gobierno, de los hospitales
quedaban sujetos al rey, a través de las autoridades que los representaban en la Nueva España y al
Consejo de Indias; al obispo de la Diócesis donde estuviera situada la institución.
Primeras Reales Cédulas promoviendo la erección de hospitales:
Los reyes de España mostraron gran interés en los hospitales, esto proviene de su interés por las
obras sociales. La más antigua cédula del emperador, dictada en Septiembre de 1534 y dirigida a
la segunda Audiencia y al obispo Zumárraga para que den facilidades a fray Juan Paredes a fin de
que éste pueda establecer dos hospitales en Veracruz. Cédula dada en 1541, en la cual se ordena a
los virreyes, Audiencia y gobernadores “que con especial cuidado provean que en todos los
pueblos Españoles e Indios de sus provincias y jurisdicciones se funden hospitales donde sean
curados los pobres enfermos y practiquen la caridad cristiana”.
Las cédulas reales con el fin de obligar a las autoridades y al clero a fundar hospitales, se suceden
constantemente a través de todo el siglo XVI. En el Libro 1° de la Gobernación espiritual de las
Indias, de Ovando, en el cual se ordena que:
<< En todos los lugares de Indias donde se erigiere Iglesia, Catedral o Parroquia, en el mismo lugar se erija, funde, construya y dote un hospital, mandamos se les dé solar competente de lo realengo si lo hubiese y sino de particulares, pagándoselo cerca de la iglesia…>>
Se dispone además que tenga buenas enfermerías, oficinas, habitación, administradores y
sirvientes.
Hay una cédula de 18 de Mayo de 1533 dirigida a la Audiencia de Nueva España en la cual se le
encarga el cuidado de hacer hospitales para indios pobres, naturales y forasteros. Y otra en 1573
en la que, al tratar de los descubrimientos se ordena que, en las nuevas poblaciones “se señalen
sitios para los hospitales, que los de los de enfermedades contagiosas se pongan en las afueras de
la ciudad y los que no lo sean se hagan junto a los templos e iglesias”.
En la cédula del 10 de enero de 1589, Felipe II autoriza que los indios pudieran ser llevados a los
trabajos mineros, bajo las condiciones de que: el temple de la tierra no les dañara, tuvieran
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justicia que los protegiera, bastimentos para poderse sustentar, buena paga en sus jornales y
“hospitales donde sean curados, asistidos y regalados los que enfermaren”.
Todas estas leyes que disponían la fundación de hospitales fueron acogidas y realizadas según el
mayor o menor fervor religioso de las autoridades civiles y eclesiásticas de cada lugar.
Disposiciones para el levantamiento de Hospitales:
Se solicitaban las licencias del virrey y del obispo en cuya Diócesis iba a erigirse el hospital y
obtenidas ambas, se iniciaba la edificación o acondicionamiento del local, en tanto que la licencia
civil iba al Consejo de Indias, para su aprobación. Según el espíritu de las cédulas antes
mencionadas no era necesaria la obtención de una licencia para la fundación hospitalaria, pues la
orden traía implícita la licencia; pero esto rezaba sólo con las instituciones, por decirlo, oficiales
no las particulares. Cuando un particular pretendía fundar un hospital tenía que recabar una
licencia. Esto quedó instituido como requisito indispensable para la fundación, por la real cédula
del 17 de mayo de 1591, dada por Felipe II, en la que se autoriza a los particulares para construir
y dotar hospitales previa licencia del rey y de sus sucesores, sin perjuicio del Patronato, cosa que
solo ocurre en el siglo XVI, pues en todo el siglo bastaron las licencias del virrey y los obispos.
La iglesia en la reglamentación hospitalaria:
Que los hospitales sean para pobres y sólo por excepción se reciba a los que tengan bienes de
fortuna, pero esto sólo mediante paga. A los pobres no se les permita cosa alguna bajo ningún
pretexto.
Que se de instrucción religiosa a los enfermos; para estoy haya en todas las capillas de los
hospitales una tabla de la doctrina cristiana.
Haya sala para hombres y por separado sala de mujeres.
Quedaba prohibido: recibir malhechores, ebrios y demás maleantes, entretenerse en juegos de
azar y que de fuera llevasen manjares a los enfermos.
Los administradores y enfermeros mayores, dice el concilio, debían estar adornados de un celo
cristiano, mostrarse piadosos, benignos y fieles, confesar sus pecados y recibir la Sagrada
Escritura, en determinadas fiestas.
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Estas reglas son los lineamientos generales solamente, pues el Concilio dispuso que cada hospital
tuviera sus propias Ordenanzas ajustadas a éstas y aprobadas por el Ordinario Eclesiástico, su
oficial o visitador, y que una vez que las Ordenanzas se aprobase, se cumpliesen sin excusa
alguna.
Control de los hospitales por parte de las autoridades civiles:
La inspección de los hospitales, como medio de control de ellos, la realizaban los obispos o sus
representantes. Los obispos podían tomar cuentas a los mayordomos y administradores, “cobrar
los alcances y ponerlos en las casas a donde tocaren, para que de allí se distribuyeran en cosas
necesarias.
Hay una real cédula de Felipe II dirigida a los virreyes del Perú y Nueva España que les ordena el
“que cuiden de visitar algunas veces los hospitales de Lima y México y procuren que los Oidores,
por su turno, hagan lo mismo”. En otra real cédula, del 28 de agosto de 1591 se ordena a los
mayordomos y administradores de las fábricas, de iglesias y hospitales de indios, se nombraran
conforme a lo dispuesto por el Real Patronato, cosa que se complica cuando las fundaciones de
hospitales no las hacen ni el rey ni el obispo, sino los particulares, pues el problema de bienes,
dotaciones, diezmos y demás va complicando el asunto al Patronato y por ende jurisdicciones. La
ley decía así: “Si algún particular, de su propia hacienda quisiere fundar Monasterio, Hospital,
Ermita… u otra obra pía en las Indias previa licencia nuestra”, se cumpla la voluntad de los
fundadores y “que en esta conformidad tengan el Patronazgo de ellos las personas a quienes
nombraren o llamaren”, conservando los arzobispados y obispos las jurisdicción que les permite
el Derecho. Comenzando el siglo XVII el rey tuvo que dictar otra cédula dada el 23 de mayo de
1604 en Valladolid, en la cual se ordena al virrey y justicias que no se entrometan en nombrar
mayordomos de hospital ni en tomar cuentas, sino que dejen en ello libertad a los obispo.
Cuando una persona, familia o asociación hace una fundación hospitalaria, reclamaba para sí
mismo o los suyos el Patronato y éste casi siempre con el carácter hereditario. Estas fundaciones
particulares en el XVI tienen gran importancia en especial las rurales para indígenas y nos
muestra esa comunidad de pensamiento entre iglesia, gobierno y pueblo respecto a los servicios
hospitalarios. Las erecciones de los hospitales urbanos por parte de los particulares son
numerosas en el XVI, pero su mayor auge lo tienen en los siglos XVII y XVIII. Así en el siglo
15
XVII, de veinticinco hospitales fundados, veintiuno son de obra de particulares (familias,
cofradías, congregaciones de obreros, hombres y mujeres, viudas y solteras). Todos estos bienes
tienen como base económica la dotación de los fundadores, a la que se añadirá, para su
sostenimiento, la limosna pública.
Las Órdenes Hospitalarias:
No poseían bienes que pudiesen ser aplicados a sus obras sociales. Vivían de la limosna pública o
de los bienes que cada hospital poseía para sustento de sus enfermos y personal que los atendía.
Por ello es que, cuando los betlemitas, juaninos o hipólitos quieren fundar un hospital, lo único
que pueden hacer es sugerirlo a los buenos cristianos, para que hagan la fundación y luego el
hospital se entregue a ellos. En el siglo XVI la única orden hospitalaria existente es la de los
hermanos de la Caridad de San Hipólito. De los treinta hospitales existentes, 7 hospitales están a
su cargo, de los cuales 6 son establecidos por ellos mismos teniendo como base económica para
su fundación y sustento la limosna. El séptimo hospital fue establecido por fray Julián Garcés, en
1568. En el siglo XVII, de veinticinco hospitales fundados, veintitrés quedaban a cargo de los
frailes, pero sólo son fundados por ellos los siguientes. San Juan de Dios, obra de los juaninos, el
de San Antonio de Abad, que es fundación de los canónigos de dicho título. En el siglo XVIII,
entre los diecisiete nuevos hospitales que surgen, solo uno es fundado por los frailes
hospitalarios, este es el de Nuestra Señora de Belén en Guanajuato.
Las órdenes hospitalarias, solo en los principios, o sea en el siglo XVI, podían fundar libremente
hospitales; en el XVII y en el XVIII, salvo excepciones, no se les permitía, pues el rey sólo les
había autorizado ser administradores y enfermeros de hospitales ya existentes.
Clasificación de hospitales para su gobierno:
HOSPITALES REALES. Son aquellos que fueron dotados por la Real Hacienda desde sus
fundaciones, los oficiales reales o en su defecto la justicia ordinaria, debía tomar las cuentas.
HOSPITALES POR PARTICULARES. Son aquellos que fueron instituidos por ciudades o
particulares, que los hubieran dotado con rentas y limosnas, pero a los que después haya sido
necesario darles, para su subsistencia una renta real, encomienda o repartimiento de indios. En
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estos las cuentas las tomaría el ordinario eclesiástico (obispo), interviniendo un oficial de la Real
Hacienda.
HOSPITALES FUNDADOS POR CIUDADES O PARTICULARES. Son aquellos que fueron
fundados por ciudades o particulares con asignaciones o limosnas suficientes. En ellos las cuentas
las tomaría el ordinario eclesiástico (obispo) con asistencia, no intervención, de los diputados de
la ciudad.
En 1619, hay una cédula que obliga a las autoridades de la Nueva España a visitar el hospital
Real y a castigar a los legos o religiosos que no cumplían sus deberes hospitalarios. En 1824, otra
cédula impone la toma de cuentas a los frailes para controlar la economía hospitalaria. También
existen otra serie de cédulas referentes a mejorar los servicios clínicos de los hospitales,
estableciendo Academias de Medicina y Cátedras Clínicas en los hospitales.
Algunos hospitales de la época colonial fueron:
Hospital de Jesús: Fundado en 1524 por Hernán Cortés, mismo que lo administró. El hospital se
mantenía con sobrantes de los diezmos y de las rentas de los bienes de Cortés. Contaba con tres
capellanes y un sacristán, un contador, un cobrador, un abogado, un escribano, un médico, un
cirujano, un enfermero y una enfermera, un barbero o sangrador, cocinera, tres indios y ocho
esclavos. Actualmente sigue en funcionamiento.
Hospital de san lázaro: Fundado en 1524 por Hernán Cortés a las afueras de la ciudad, cerca de
Chapultepec. Se dedicaba al aislamiento de los leprosos y fue clausurado en 1528.
Hospital Real de Sainct Joseph de los naturales: Se fundó en 1531 por los franciscanos, y se
ubicaba en la actual avenida San Juan Letrán. Contaba con ocho salas, enfermerías para hombres
y mujeres, con separación de los contagiosos, sala de convalecientes, oficinas, cocina,
habitaciones de servidumbre; su economía estuvo sujeta al Real Patronato y se dedicó al servicio
de los indios. Fue clausurado en 1822.
Hospital del amor de dios: Se fundó en 1541 por la mano de Fray Juan de Zumárraga y se
localizaba cerca de la academia de San Carlos. Fue un hospital de indios y se mantenía de los
diezmos. Contaba con un capellán, un médico, un cirujano mayor, un cirujano segundo,
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enfermero mayor de hombres, enfermero segundo y tres enfermeros ayudantes, enfermera mayor
de mujeres con tres ayudantas, dos untadores de hombres y dos untadoras de mujeres, un barbero
y un jarabero. Se clausuró en 1786.
Hospital de San Juan de Dios: Fundado el 25 febrero de 1604 por el Marqués de Montesclaros en
el actual museo Franz Mayer. Fue administrado por los Juaninos. Contaba con dos grandes
enfermerías; una para hombres y otra para mujeres, con una capacidad de cincuenta camas cada
una y una media sala para sacerdotes. Se mantenía por la limosna, la cual era recolectada por los
frailes juaninos, y de donativos que llegaban por las visitas que hacían los hermanos a los
enfermos ricos. Clausurado en 1820
Departamento de partos ocultos: Fue fundado en 1774 por petición de la iglesia. Contaba con una
unidad reservada del hospicio de pobres, habitaciones para las enfermas en donde no se podían
ver la una con la otra. La junta de la caridad lo mantenía, las enfermeras eran las únicas que
podían recibir una propina. Sus servicios eran exclusivos para mujeres españolas y criollas.
Clausurado en 1821
Hospitales provisionales: Fundados entre los siglos XVII – XVIII en casas o edificios sencillos
que eran alquilados. Eran administrados por el ayuntamiento y se mantenían de la limosna y el
dinero de la Hacienda Real. Se tendían a los enfermos atacados por epidemias.
VI. Servicio de limpieza.
La salud del reino y sus habitantes sería otro punto clave de las reformas. Así pues, Limpiar,
airear, remover, recoger y obedecer, tendría efectos favorables sobre la disponibilidad de mano
de obra sana para el trabajo y la convivencia en las ciudades de la Nueva España. De 1781 a 1833
la población de la Nueva España enfrentó una serie de catástrofes, manifestadas en patologías
biológicas, como la viruela y fiebre amarilla. Enfrentaría también guerras internas y externas,
acompañadas de enfermedades como el tifo y diarrea, sumando todo esto a hambrunas, miseria,
hacinamiento, alcoholismo, vagabundeo, abandono de niños, lo que era manifestación del
decaimiento de la corona española; además sería asolada por la peste y el cólera morbus; ambas
de un carácter biosocial. Como podemos ver, tanto en América, como en Europa la población
sufría los ataques de enfermedades y de los males sociales producidos por el sistema,
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agudizándose en los pobres; no obstante, si se compara la población de estos años con la de
periodos anteriores, se puede notar que a pesar de todos los males y padecimientos, el número de
habitantes iba en aumento.
Recordemos que la presencia durante esta época de las reformas borbónicas, que aportaron
diferentes modificaciones entre las cuales se pretendía contar con mano de obra numerosa, bien
distribuida, con poblaciones conectadas por mejores caminos que favorecieran su control e
impulsaran el comercio y las actividades económicas, con puertos cada vez más abiertos al
comercio mundial; para esto se debía garantizar la salud de la población, lo cual era indispensable
para el buen cobro de los impuestos. Una sociedad enfocada a la producción y bien poblada, es
decir en buenas condiciones de salud y mejor alimentada, necesitaba de aplicar algunas medidas
como: crear trabajos, aumento de salarios, mejoras en el trato a trabajadores, mejores condiciones
sanitarias, prevención de epidemias; lo cual en una sociedad de antiguo régimen era difícil de
conseguir, dando una imagen de utópicas a las reformas. Sin embargo, las medidas más
importantes en materia de población que se lograron implementar, tuvieron un carácter a favor de
la natalidad, la prevención de las enfermedades y la distribución de la población.
La mala alimentación, las enfermedades y la poca atención por falta de presupuesto, agravadas
por los días que pasaban desde su abandono hasta su recepción en las casas de expósitos,
elevaban la mortalidad infantil. A una buena parte de estos niños en la Nueva España, se les usó,
entre otras cosas, como vehículo viviente de la linfa variolosa, es decir para transportar de brazo
en brazo la recién implementada vacuna, llegando a llevar la linfa a regiones del norte de la
Nueva España.
Las otras ideas de población, estuvieron relacionadas con la salud, que se expresaban en todos los
sentidos, el airear, el ventilar, remover, circular y limpiar fueron palabras y obras usadas de
manera cotidiana en casi todos los ámbitos. En este sentido, con el descubrimiento, por parte de
Harvey, de la circulación de la sangre en el cuerpo humano, las comparaciones entre el
funcionamiento del cuerpo y el de las ciudades eran muy frecuentes, incluso las ideas filosóficas
tenían mucha injerencia en las explicaciones médicas y urbanísticas del siglo XVIII y XIX.
La ilustración estaba iniciando una revolución científica y filosófica que tendría repercusiones en
la calidad de vida dentro y fuera del imperio español. En primer lugar, se intentó demostrar que
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las enfermedades asociadas con la pobreza, como el tifo y el cólera eran producto de la nula
acción de las autoridades por mantener las calles y lugares públicos limpios, a partir de 1833, las
autoridades tomarían en serio las medidas preventivas en materia de salud. En el último tercio del
siglo XVIII, se emprenden en la Nueva España una serie de obras públicas encaminadas al
bienestar público y a prevenir enfermedades: construcción de fuentes de agua, jardines,
empedrado de calles, hospitales y un incipiente sistema de recolección de basura y desechos. La
mayoría de los edificios públicos que se construyeron durante este periodo tienen plasmadas en
su arquitectura y distribución la idea de mantener las corrientes de aire y los jardines dentro del
edificio, así como los techos amplios, sobre todo en hospitales, con la finalidad de purificar el
ambiente y de limpiar de miasmas los interiores.
A las fuentes de agua con frecuencia se les daba un uso distinto al que fueron concebidas (lavar la
ropa, para dar de beber a los animales, para el baño de personas y animales). Los edificios
públicos como los conventos, hospitales, escuelas, iglesias, tenían, gracias a las mercedes reales
concedidas, una o más tomas de agua, en estas el desperdicio era muy alto, ya que por no tener
caja de agua donde almacenarla se derramaba provocando lodazales y encharcamientos, por esta
causa en tiempos de secas las enfermedades gastrointestinales aumentaban al consumirse aguas
en mal estado, o al consumir agua de pozo, que frecuentemente estaban contaminados.
Había otras formas de adquirir una enfermedad de este tipo, sobre todo cuando se rompían la
cañería en inundaciones y terremotos, o cuando los mismos depósitos de agua eran usados para
dar de beber a los animales, o se utilizaban para lavar la ropa o utensilios de cocina. En cuanto al
manejo de la basura y los desechos humanos, las viviendas no contaban con letrinas, ni sanitarios,
ni mucho menos con un sistema de drenajes adecuado para sacar los excrementos humanos y de
animales fuera de las viviendas, las personas defecaban en lugares semiocultos, aún dentro de la
ciudad sin importar las clases sociales, sexo o edad, acto que probablemente no era considerado
tan privado como en la actualidad lo concebimos.
Existían algunas costumbres muy peculiares para desechar los excrementos, las más usuales eran:
el usar una especie de letrina cubierta con tablas, con una entrada de tal forma que los cerdos
pudieran entrar a donde se acumulaban los desechos para alimentarse de estos; otra forma era el
utilizar bacinicas por la noche que se colocaban bajo las camas o en un rincón de la habitación,
por las mañanas los desechos que se juntaban eran arrojados por la ventana o puerta de las casas
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seguidos del grito de “aguas”, o eran acumulados en las esquinas de las calles junto con otros
desperdicios para luego ser recogidos y transportados por un carretón a las afueras de la ciudad.
En la Nueva España, con la reglamentación en materia de salud pública que trajeron consigo las
reformas borbónicas se hace obligatorio para los ayuntamientos de las ciudades el contratar
carretones para sacar los desechos humanos, cadáveres de animales y basura fuera de la ciudad.
Estas medidas se llevaron a cabo en un principio en la mayoría de los casos, pero después, la falta
de recursos de los gobiernos de las poblaciones hacía imposible que se mantuvieran las calles y
plazas públicas limpias.
Los problemas sobre sanidad en España y en la Nueva España adquiere mucha importancia, los
gobernantes ilustrados se interesaban por mejorar las condiciones sanitarias, la época de Carlos
III y del virrey Revillagigedo en la Nueva España estuvo llena de reformas y obras públicas
importantes; las de mayor relevancia fueron las de iluminación de calles, empedrado, la
reubicación de basureros y mataderos de animales en las afueras de la ciudad, y el comenzar a
plantear el sacar los cementerios de los atrios de las iglesias. Para cumplir con lo propuesto, se
hicieron una serie de reglamentos y bandos de policía y buen gobierno, en el sentido de medidas
sanitarias. Estos eran documentos que contenían reglamentadas las obligaciones que los
gobernantes estaban comprometidos a llevar a cabo; sin embargo, se daba a la iglesia y a los
santos cierta responsabilidad, al encomendar la salud de las poblaciones a algunos santos
patronos.
Las enfermedades se seguían considerando como un castigo divino, por esto la iglesia ante una
enfermedad tomaba partida, mediante sermones, o mediante la impresión de documentos que
explicaban los motivos de dicho mal, además, se establecían algunas recomendaciones
preventivas y curativas. Con estas medidas, llegó a la población un medio de prevención muy
importante para la conservación de la salud, que iba a tener grandes repercusiones en el
crecimiento de la población de aquí en adelante: la inoculación antivarilosa.
Entre 1804 y 1806 se realizan las primeras inoculaciones antivarilosas masivas en la ciudad de
México siguiendo el mismo modelo utilizado en España se vacunaron públicamente a niños para
probar que no era algo dañino, sino que se trataba de una protección contra la viruela, esta
enfermedad significó, desde 1520, una amenaza para la Nueva España, ésta se convirtió en una
de las pandemias más devastadoras para la población.
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Para finales del siglo XVIII aparecieron instituciones que tenían el objeto de contribuir a
combatir la vagancia y la mendicidad, llamados Hospicios de Pobres, teniendo como objeto el
proporcionar un techo a los desvalidos que vagaban de poblado en poblado, viviendo en las
calles; este problema era mucho más grave en las ciudades grandes, en donde la caridad y los
robos era una forma de sobrevivir para estos individuos, estos grupos de desprotegidos se
convirtieron en un estorbo en los nuevos modelos de sociedad que iban apareciendo a finales del
siglo XVIII. Otra forma que adoptaban los Hospicios era la de dar asilo a huérfanos y niños
abandonados, a estos se les enseñaba un oficio, se les daba alimentos y se les adoctrinaba en la
religión, después estos centros caritativos se les llamó Casas de Niños Expósitos.
En este periodo, la cantidad de vagos y desocupados iba en aumento, sobre todo en las ciudades,
debido a la reestructuración en materia económica llevada a cabo por las Reformas Borbónicas
que causaron la baja en la producción, y por lo tanto un periodo de estancamiento productivo. La
solución de los gobernantes fue emprender la limpieza de las ciudades por medio de la leva,
efectuadas por las noches para recoger a todo individuo que deambulara por las calles, alterara el
orden y la paz pública, o fuera señalado como vagabundo o mendigo. Según los rasgos étnicos o
físicos se les confinaba ya sea en el ejército, las obras públicas, las minas, o de plano
directamente a la cárcel u hospital cuando lo ameritaba, como lo establecía la Ley de Vagos.
Sin embargo, el abuso por parte de los guardias era muy frecuente, ya que se daban casos de
detenciones de individuos aun dentro de sus casas, con la finalidad de extorsionarlos, estas y otras
arbitrariedades eran las que tenían que pasar los más pobres tanto en cárceles, hospitales,
hospicios, casas de recogidas y conventos, donde eran remitidos en contra de su voluntad, y
donde era más probable que pescaran alguna enfermedad, debido al confinamiento y las malas
condiciones higiénicas en que se encontraban estos lugares. Parte de esto explica por qué los
niños recogidos en las casa de niños expósitos fueran utilizados como carne de cañón para
transportar las linfas antivarilosas a lugares tan lejanos como Filipinas, Nuevo México o las
Californias, partiendo principalmente de la ciudad de Guadalajara.
Esta y otras nuevas disposiciones en materia de salud y sanidad pública tienen una gran
influencia francesa, en Guadalajara, el pensamiento mágico-religioso comienza a ser puesto en
evidencia, se ordena la organización de una junta médica para diagnosticar los males epidémicos
por los que pasaba la capital de la Nueva Galicia, señalándose una serie de disposiciones que
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fueron usadas en beneficio de la salud pública, por ejemplo se reglamenta la matanza de
animales, se manda limpiar periódicamente las cárceles, ya que estos lugares eran probables
centros de infección, además, se manda la revisión de negocios dedicados a la producción y venta
de alimentos, entre estos almacenes y trojes, se pone atención en el empedrado de calles, el secar
lagunas o pantanos que pudieran ser una amenaza contra la salud, además, se comienza a legislar
sobre sepultura de cadáveres, para que se sepultaran lo más pronto posible, a una profundidad
considerable y se habla ya de la conveniencia de sacar los camposantos de los atrios de las
iglesias.
Durante el siglo XVIII la población de las ciudades experimentó un crecimiento en la población,
lo cual hizo necesario que se incrementaran los cambios en la ciudad encaminados a la
urbanización y el dotar de servicios públicos a esa población que poblaba a las ciudades. El
crecimiento de las ciudades propició que las calles, las fuentes, el interior de las viviendas, los
arroyos, manantiales, las iglesias, los mercados y los lugares de trabajo se convirtieran en
verdaderos focos de infección, ya que entre el pueblo llano no existía preocupación por mantener
los espacios públicos limpios, ni entre las autoridades existía el interés por legislar en este
problema. Este problema llegó a niveles extremos al entrar el siglo XIX, debido principalmente a
tres causas: el manejo del agua y los desechos de una manera poco disciplinada, el hacinamiento
de viviendas y centros de trabajo, y la ignorancia tanto de autoridades, como del resto de la
población.
VII. Drenajes de la casa y de la ciudad.
Al fundarse la capital de la Nueva España no se contaba con protección alguna contra las aguas
de los lagos, por lo que a partir de 1553 sufrió de constantes inundaciones. Con el fin de evitarlas,
a lo largo de la Colonia se presentaron varios proyectos que intentaron terminar con el problema,
pero que muy pocos llegaron a concluirse. En 1604 se construyó, bajo la dirección de Jerónimo
de Zárate un dique-calzada que corría de San Cristóbal Ecatepec a Venta de Carpio, en
Chicnautla, Estado de México. Conocido como Albarradón de Ecatepec, tenía la intención de
evitar los derrames de los lagos del norte en el de Texcoco. A pesar de ser una obra
arquitectónica muy importante, requería de un constante mantenimiento y continuas reparaciones.
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Una de las obras más importantes de esta época fue la realizada por Enrico Martínez en 1607, que
pretendía sacar las aguas fuera de la cuenca, mediante la construcción de un túnel y una abertura
entre los cerros, conocido como Tajo de Nochistongo, en el municipio de Huehuetoca, Estado de
México. Sin embargo, la falta de revestimiento en la galería del túnel ocasionó varios derrumbes
que lo dejaron inservible por muchos años. En 1789 se retomó el proyecto, y en lugar de reparar
el túnel se realizó un tajo a cielo abierto. Aunque sirvió durante algún tiempo para librar a la
ciudad de las inundaciones, pronto comenzó a ser insuficiente.
En 1630 Simón Méndez propuso la apertura de un canal que partiría desde el lago de Texcoco y
se uniría con un túnel que daría salida a las aguas del Valle a través del río Salado, en
Tequixquiac, Estado de México. Se practicaron cuatro lumbreras de las 28 propuestas, pues la
falta de recursos paralizó los trabajos. Hasta que en 1774 Joaquín Velázquez de León los
continuó, realizando únicamente la nivelación de todo el trayecto. Los habitantes del México
prehispánico construyeron grandes e interesantes obras hidráulicas. Se dice que el palacio de
Netzahualcóyotl incluía un sistema de distribución de agua fría y caliente, así como de drenaje.
En el México de la Colonia se construyeron obras de gran envergadura, como el acueducto de
Otumba, del siglo XVII, obra de un humilde franciscano, el padre Francisco Tembleque. Para
salvar el problema que presentaba una cañada, el padre Tembleque dirigió la construcción de una
arquería cuyo arco mayor alcanza una altura de 38.75 m, bajo el que pasa holgadamente el tren y
es 14 m más alto que la catedral de México. El acueducto distribuye agua a los pobladores
vecinos a lo largo de sus 16 km de longitud a través de cajas de agua, lo que convierte al padre
Tembleque no sólo en un gran ingeniero de la Colonia, sino también en el primer higienista. Pero
la distribución de agua por red municipal a los hogares requería de avances tecnológicos que sólo
fueron posibles hasta entrado el siglo XIX: sistemas de bombeo y tuberías que resistieran
presiones elevadas para llevar un caudal suficientemente grande.
Con anterioridad el acarreo de agua se efectuaba por medio de acueductos a cielo abierto. Para
surtir los hogares era necesario ir a las fuentes públicas, y el agua con frecuencia estaba
contaminada, así que se tuvo que descubrir cómo purificarla para evitar enfermedades. Desde
épocas muy antiguas (probablemente 200 años a.C.) se sabía que es higiénico conservar el agua
en vasijas de cobre, exponerla a la luz del Sol y filtrarla con carbón. En 1829 el inglés Juan
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Simpson desarrolló un filtro de arena que marcó el inicio de los modernos sistemas de
tratamiento de agua.
VIII. Medios de transporte.
El avance económico y la fuerza política –que en menor medida siguió siendo importante- no
fueron los únicos factores que intervinieron en el crecimiento de los centros urbanos y sus áreas
de influencia y abasto; el desarrollo de los transportes tuvo un papel determinante, al grado de
que no solo la conformación interna y el tamaño de estas áreas sino también la interrelación
entre las grandes regiones geográficas del país, estuvieron íntimamente ligadas al
aprovechamiento de diferentes medios de transporte y a la expansión de las vías de
comunicación.
Lo accidentado de la geografía novohispana había impedido un desarrollo homogéneo del
sistema de transportes, pues la existencia de cadenas montañosas, selvas y pantanos podía llegar
no sólo a limitar el desarrollo de comunicaciones entre regiones, sino incluso a aislar provincias
enteras; tal fue el caso de Chiapas y Yucatán que se constituyeron en regiones prácticamente
autosuficientes porque la selva dificulto la construcción de vías que las comunicaran con el resto
del país. Sin embargo, en otros lugares los accidentes geográficos significaron grandes ventajas:
algunos ríos y lagos brindaron la oportunidad de disponer de transportes acuáticos, que por lo
regular siempre eran más baratos y rápidos que los terrestres ; este fue el caso de la Ciudad de
México, que en buena medida debía su grande crecimiento a la presencia de un eficaz sistema de
transporte lacustre que le permitió expandir a mayor distancia su área de abasto; otro ejemplo fue
el del río Coatzacoalcos, que conectaba a Veracruz con Tehuantepec, y el de los ríos Grijalva y
Usumacinta que posibilitaron articular las regiones de Tabasco y Chiapas, no obstante sus
condiciones selváticas.
La eficacia de los transportes acuáticos respecto a los terrestres se pone de manifiesto en el hecho
de que algunas de las canoas que circulaban por los lagos y canales de la Ciudad de México
podían recorrer, en una jornada, casi 30 kilómetros transportando una carga de más de seis
toneladas, mientras que las carreteras únicamente recorrían 20 kilómetros con una carga de
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tonelada y media, y las mulas cubrían la misma distancia pero con cerca de 200 kilos. Sin
embargo, dado que los transportes acuáticos podían ser utilizados solo excepcionalmente, lo que
predomino fue el terrestre, realizado sobre todo a lomo de mula.
En el siglo XXVII había cuatro grandes caminos reales que cruzaban el territorio de la Nueva
España y todos partían de la Ciudad de México; hacia el oriente salía el camino a Veracruz, que
fue el primero que se construyó; al poniente partía el de Acapulco, por donde llegaba el comercio
de Oriente; al norte iba el Zacatecas, que conectaba con los demás centros mineros y la provincia
de Nuevo México, y finalmente el del sur, que tenía como destino la ciudad de Antequera, hoy
Oaxaca, desde donde se podía viajar a Chiapas y Guatemala.
Aparte de estas rutas, que habían sido construidas en el siglo anterior, casi no había otros grandes
caminos carreteros en la Nueva España, pues lo accidentado de la geografía hacía que su
construcción fuera difícil y muy costosa, además de su mantenimiento también requería grandes
recursos. A esto se agregó que el gobierno central virreinal del siglo XVII presto poca atención
en general al desarrollo de este tipo de vías, y tuvieron que ser las propias poblaciones que se
beneficiaban de su existencia, las responsables de hacerse cargo de su construcción y
mantenimiento, de tal manera que sólo las principales ciudades del virreinato y las regiones con
un alto grado de desarrollo económico pudieron costearlos; tal fue el caso de las regiones
dominadas por las ciudades de Zacatecas, Puebla, Guadalajara, Valladolid y Durango o la zona
del Bajío (que tenía una buena red de caminos que le permitía sacar su producción cerealera hacia
los centros mineros). El resto de las poblaciones novohispana, a menos que contaran con terrenos
muy llanos, debió conformarse con tener pequeños tramos carreteros que, según su
importancia, podían ser suficientemente extensos como para facilitar el transporte de las cosechas
que se producían en los campos cercanos o ser tan cortos como para confundirse con sus calles.
Los dueños de minas y haciendas desempeñaron un papel importante en la construcción y
mantenimiento de este tipo de caminos.
Los caminos de herradura, en cambio, tuvieron una gran difusión ya que en la mayoría de los
casos pudieron aprovecharse las antiguas veredas prehispánicas de los tamemes, además de que
su mantenimiento podía ser realizado por los mismos arrieros que los utilizaban. Esto, unido a la
movilidad que tenían caballos y mulas, permitió que los caminos de herradura pudieran llegar
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hasta los lugares más agrestes y apartados, siempre y cuando se contara en el trayecto con agua y
alimento para los animales. Al lado de todos los grandes caminos carreteros había rutas alternas
de caminos de herradura, que siempre eran más cortas que las que seguían las carreteras, salvo
que hicieran rodeos con objeto de pasar por diferentes poblados.
Por ejemplo, para ir a Veracruz había dos caminos, el real que era más directo e iba por parajes
despoblados y pasaba por Jalapa, y el de herradura que atravesaba diferentes lugares entre los que
destacan Huejotzingo, Puebla Orizaba y Córdoba; para ir a Zacatecas también había dos rutas
principales, la del camino real que pasaba por Querétaro, San Felipe y Cuicillo, y la alterna que
seguramente en muchos de sus tramos permitía el tránsito de carretas y pasaba o tenia empales
por los que se llegaba a Celaya, San Miguel, Guanajuato, Silao, León, Lagos y Aguascalientes;
Antequera estaba conectada por medio de tres vías, la del camino que pasaba por Puebla y
Tehuacán; otra por la que también se llegaba a Puebla pero se desviaba a Izúcar, Acatlán,
Tamazulapan, Teposcolula y Nochistlán, y la tercera que pasaba por Cuernavaca con rumbo a
Izúcar donde se unía con el camino que venía de Puebla; finalmente para ir a Acapulco sólo había
una ruta y era la del camino real que pasaba por Chilpancingo, pero sus condiciones eran tan
malas que el transporte se hacía por medio de mulas. La enumeración de las rutas anteriores y de
otras que, como las de Jalisco y el Bajío, sirvieron para la comunicación entre las diferentes
regiones y provincias, no debe llevarnos a pensar que la Nueva España estaba bien comunicada
pues hasta los caminos reales
Ladrón de Guevara aconsejo al virrey Manuel Antonio Flores en 1788 obligar a los propietarios
de casas y escuelas que debían de instalar letrinas conectadas con la red de los albañiles, siendo el
Ayuntamiento responsable de la forma de construirlas y ubicarlas. El 31 de agosto de 1792 se
publicó el abandono que pueda construir letrinas de caja y pozo profundo. Así el México del siglo
XVI introdujo, como uno de los únicos países, redes subterráneas a pesar de la horizontalidad del
terreno que provocaba baja velocidad del agua, tardaba por lo menos ocho horas de pasar de la
Viga a la compuerta de San Lázaro. Los conductos de agua se vieron incapaces de recibir las
aguas de lluvia al encontrarse en su mayoría tapadas con lodo.
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3. Servicios religiosos.
I. Iglesias.
La religión ocupó un lugar muy importante durante los tres siglos del virreinato novohispano, y la
ciudad de México no estuvo al margen de ello.
Al ser la ciudad de México el asiento de los poderes terrenales y espirituales desde el inicio del
virreinato, pronto tuvo catedral, o sea, la iglesia que alberga la sede del obispo, siendo el primero
fray Juan de Zumárraga. Con el tiempo, la primera catedral resultó pequeña, cuando pueblos
mucho menos importantes poseían grandes conjuntos conventuales, que opacaban la sede
metropolitana. Es por esto, que se decide levantar una catedral más grande y suntuosa, iniciando
las obras en 1573. Es en esta catedral, donde se llevaban a cabo las principales ceremonias
religiosas, como la procesión del Corpus Christi, la consagración de los Santos Óleos, vasos
sagrados y ordenación de nuevos sacerdotes.
Para atender a la feligresía, la ciudad contaba con parroquias, que para mediados del siglo XVIII
llegaron a ser 14. Las más importantes fueron (in decrescendo): Sagrario, Santa Vera Cruz, San
Miguel, Santa Catarina, Santa María la Redonda, San José de los Naturales, San Sebastián
Atzacoalco, San Pablo, La Soledad, Santo Tomás la Palma, San Antonio Tomatlán, Santa Cruz
Acatlán, Santa Ana, y Santiago Tlatelolco. En estas parroquias, se celebraba la Misa dominical,
se administraban los sacramentos, se bautizaba a los niños y se enterraba a los muertos. Eran
importantes también, ya que mediante los libros parroquiales se registraba a la población, mucho
antes del registro civil. En dicho registro se fichaban los nacimientos –mediante el bautismo-, los
matrimonios y las defunciones, señalando a que estrato étnico pertenecían.
Antes del siglo XVIII, las parroquias estaban diferenciadas; es decir, que no todos podían asistir a
la misma parroquia, sino a la que, por su origen étnico, les estaba asignada. Había parroquias para
españoles y criollos, mestizos e indios, y castas. Para los blancos eran el Sagrario, la Santa Vera
Cruz y Santa Catarina; los mestizos e indios iban a San José, Santa María o San Pablo. Las castas
tenían su parroquia dentro de la iglesia de La Merced.
Procesiones:
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Dentro de las festividades religiosas –que eran casi infinitas- las procesiones ocupaban un sitio
preponderante, ya que congregaban a la sociedad en un mismo sitio. Las más importantes
procesiones se efectuaban en la Semana Santa y para la celebración del Corpus. Eran organizadas
por el clero y las diversas cofradías que existían en la capital. Salían de la catedral y los templos
que albergaban a las principales imágenes, recorrían las calles de la capital entre el clamor de los
fieles y el repicar de las campanas, que tañían cuando las procesiones pasaban frente a las
iglesias.
Generalmente transcurrían en paz, aunque no estaban exentas de rencillas y pleitos, que eran
protagonizados por la plebe, o por las cofradías y aun por los mismos religiosos, que buscaban
salir primero y lucirse en los grandes recorridos. Muy sonado fue el caso de una procesión de
Jueves Santo, que acabó en una campal donde se dieron de palos y pedradas. Entre el alboroto,
quedó abandonada una imagen de la Virgen frente al Parián. La imagen se expuso al público para
que el dueño la reclamase, pero nadie lo hizo; fue entonces que los comerciantes decidieron
tomarla bajo su custodia y devoción, por lo que la llevaron a la Catedral, de donde la sacaban en
procesión. Hasta hoy, esa imagen reposa aún en una de las capillas.
Muy importante fue para la ciudad la procesión del Corpus, ya que esta recorría todas las calles
de la ciudad con el Santísimo Sacramento. Para esto, la ciudad se engalanaba, barriendo las calles
y decorándolas con flores, además de colgar un gran palio sobre ellas. En esta fecha es cuando
llegaban los arrieros transportando los diezmos, que llevaban a la Catedral para ser bendecidos, y
posteriormente a la Alhóndiga; llegaban además multitud de comerciantes a ofrecer sus
productos, que quedaron en el imaginario colectivo mediante las “mulitas” de hoja de maíz o de
barro.
Peregrinaciones:
Las peregrinaciones son un acto de fe muy antiguo entre los cristianos. Ya en el siglo V muchos
peregrinaban a Tierra Santa o a Roma. En la Edad Media, y con los musulmanes en Tierra Santa,
surgen en Europa muchos santuarios de peregrinación, como Santiago de Compostela en España,
Tours y Vézelay en Francia, Colonia en Alemania y Loreto en Italia. En estos sitios se guardaban
reliquias de santos cristianos, que con el tiempo y los milagros que se concedían mediante su
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intercesión, fueron creando ciudades importantes y sitios de culto en torno a sus iglesias, además
de lugares de comercio importantes.
Con la llegada de los españoles y la consecuente evangelización, pronto surgieron pequeños
santuarios en el virreinato, que con el tiempo cobraron popularidad entre los creyentes del Nuevo
Mundo. Tales santuarios fueron Los Remedios y el Sacromonte, Chalma y Zapopan, que se
fundaron en el siglo XVI. Pero el más popular e importante para todos los fieles, y su cercanía
con la capital novohispana, fue el santuario de Guadalupe, al norte de dicha ciudad. Recibía a
muchos peregrinos durante el año, en especial en los primeros días de diciembre, próximos a la
celebración de las apariciones de la virgen María en el cerro del Tepeyac, donde para el siglo
XVII, ya existía una villa. Estos santuarios siguieron en activo durante el virreinato, a los que se
sumaron San Juan de los Lagos, e Izamal, durante el siglo XVII. Estos sitios de culto aun hoy
atraen a miles de fieles, peregrinos y curiosos que acuden a ellos.
Cofradías y Terceras Órdenes:
Dentro de la sociedad novohispana, el individuo no valía en ella si no estaba inscrito en una
corporación, ya sea un gremio, o en este caso, una cofradía.
Una cofradía es una comunidad en que se asocian varios sujetos para rendir culto a Dios, la
Virgen o un santo en particular. Las había de gremios, castas e incluso de sacerdotes. Si bien eran
para la comunidad, no admitían en ellas a cualquiera; existían cofradías para nobles y para el
pueblo común. Solían organizar las procesiones y festividades religiosas, acudían a los sepelios
de los cofrades y socorrían a los compañeros necesitados.
Muy semejante a las cofradías es el papel que ejercieron las llamadas “terceras órdenes”. Estas
asociaciones, también llamadas “órdenes seglares” son la rama laical de alguna Orden religiosa.
Poseen terceras órdenes las familias Franciscana, Dominica, Agustina, Carmelita y Mercedaria.
En la ciudad de México, fueron muy importantes las primeras tres, aunque las mercedarias y
carmelitas también actuaron en ella. Contaban con capillas, santo y hábito propios, además de la
exigencia de un modus vivendi acorde a los carismas de la orden a la que estaban adscritos los
miembros. Es decir, vivían en el mundo, con familias y bienes, pero siguiendo la regla de la
Orden a la que pertenecían.
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Al igual que las cofradías, organizaban procesiones, asistían a los sepelios y apoyaban a los
miembros pobres, pero ofrecían mayores prebendas espirituales que aquellas, como el pertenecer
a una orden religiosa y las promesas que Dios o la Virgen había hecho a los santos fundadores.
De las procesiones de terciarios, sobresalía el “topetón” que se llevaba a cabo durante las vísperas
de las festividades de san Francisco y santo Domingo, respectivamente. Se reunían en la otrora
iglesia de Santa Clara (hoy Biblioteca del Congreso) para marchar al convento de San Francisco
o al de Santo Domingo, según correspondía la fiesta.
II. Monasterios.
El atrio conventual:
El primer espacio delimitado y preparado para las tareas de evangelización era casi siempre el del
atrio o patio, que solía estar amurallado y se comunicaba con el exterior por tres salidas (sur,
poniente y norte). Una cruz, generalmente labrada con los símbolos de la Pasión de Cristo, se
situaba en el centro del atrio y presidía todas las ceremonias de la comunidad. En varias de las
cruces atriales pueden apreciarse elementos de tradición indígena, como las plumas labradas en el
fuste o el travesaño de algunas de ellas. Vinculadas a la idea de lo sagrado de los indígenas, las
plumas siguieron utilizándose en la liturgia cristiana con anuencia de los frailes, y se usaban para
adornar muebles e imágenes fijos pero también para aderezar el cuerpo.
El uso de plumas y la práctica de la danza eran rasgos de la tradición religiosa indígena que los
frailes permitieron y favorecieron. Lo mismo ocurrió con la práctica de presentar ofrendas,
crucial en el rito mesoamericano y perfectamente compatible con la liturgia cristiana.
Además de las ofrendas, los indios eran muy afectos a llevar objetos a la iglesia para bendecir, y
los trataban con la mayor veneración.
Procesiones y Fiestas:
Las procesiones podían tener lugar fuera del atrio o dentro de él, en un recorrido perimetral que
usaba las capillas posas de las esquinas como descansos; los indios participaban en ellas con
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entusiasmo y las enriquecían con recursos de su tradición. El más notable de ellos era
seguramente el uso de flores, en forma de grandes arcos o a manera de tapices inmensos que
cubrían muros y pisos. El copalli indígena sustituía al incienso, aunque el fuego se confiaba a las
velas, más eficaces que las antorchas antiguas.
En 1538 los obispos declararon una prohibición contra las danzas y fiestas de indios en las
iglesias, y también contra la colocación de palos altos en los atrios para el juego ritual del
volador. Pero, a la larga, las prohibiciones no fueron acatadas, ni por los frailes, ni por los indios.
Catequesis:
Además de sus funciones procesionales, las capillas posas del atrio eran también espacios para
impartir la doctrina con medios mnemotécnicos y con carteles didácticos.
Aunque en los conventos se recitaba la doctrina todas las mañana en la iglesia y por las noches en
los barrios, al pie de las cruces, lo común era que las reuniones catequísticas se llevaran a cabo
los domingos en los atrios, antes de misa.
Muy temprano los “mandones” indígenas ordenaban a la gente de cada barrio que caminaran en
hileras de hombres y mujeres y se dirigieran al atrio cantando himnos. Al llegar al atrio se pasaba
lista, y se distribuía a las personas por edades y sexos alrededor de cada una de las capillas posas
y ahí se les hacía repetir el catecismo; en esta labor los frailes eran ayudados por jóvenes de
ambos sexos instruidos por ellos para desempeñarse como catequistas. Quienes habían faltado a
la catequesis eran castigados con azotes.
Teatro:
A veces las representaciones teatrales consistían en grandes pantomimas, como la realizada en
Tlaxcala en 1538, donde se escenificó la toma de Jerusalén por los ejércitos cristianos y en la que
participaron un gran número de naturales y españoles; otras veces las representaciones formaban
parte de los sermones, como los que hacia fray Luis Caldera, quién arrojaba a una hoguera, en
medio del atrio, perros y gatos vivos para ejemplificar los sufrimientos de los condenados al
infierno.
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Había también obras más convencionales, con escenas de la vida de la Virgen o de San Juan
Bautista o de la adoración de los Reyes Magos. También se organizaron en el atrio grandes
cuadros escenográficos con el paraíso terrenal lleno de árboles, ríos, fuentes y animales; y allí,
con sencillos diálogos, se daban enseñanzas contra la embriaguez, la poligamia, el adulterio o la
idolatría.
Muy a menudo el teatro fue asimilado por los indios como un rito más, y los frailes eran
parcialmente responsables de esta interpretación, pues en los primeros tiempos se administraron
sacramentos en el contexto de lagunas representaciones.
Los sacramentos:
El atrio se veía ocupado todas las semanas del año con la celebración de la misa dominical,
oficiada desde una capilla abierta, con la impartición de los sacramentos del bautismo, la
confesión y el matrimonio, y con la celebración de los sepelios.
Los indios se acercaban al bautismo con fervor; eran capaces de recorrer grandes distancias para
acudir al convento y solicitar el bautismo. Y si se les negaba, por no haber recibido la catequesis,
ellos suplicaban a los frailes. Quizá esto se deba a la identificación del bautismo con un ritual de
alianza: desde fechas muy tempranas, y por lo menos dentro de los indios caciques, el acto de
acudir a bautizarse era visto como un hecho político relacionado con cierta idea de vasallaje.
Una de las adaptaciones más interesantes que los indios hicieron a la relación del bautismo fue el
sistema de compadrazgo. Manipularon la figura del padrino y el nexo de compadrazgo con la
finalidad de tejer redes de compromisos y responsabilidades que dieran consistencia a la
comunidad.
Por lo que se refiera al matrimonio, era evidente que la iglesia no podía ofrecer una celebración
tan rica y prolongada como la fiesta de cuatro días de la época prehispánica. Sin embargo se ideó
una ceremonia de matrimonios colectivos, con una procesión de desposados coronados de flores
que portaban candelas encendidas; la procesión terminaba con una breve exhortación y con la
unión de las manos de los contrayentes. Pero los indios conservaban sus propias normas, las
casamenteras continuaban teniendo una fuerte injerencia en la elección de pareja, y en muchas
localidades se conservaba la costumbre de que el novio residiera un tiempo en casa de su futuro
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suegro, y realizará cierta cantidad de trabajo para conseguir a su mujer. A pesar de esta práctica
fue censurada en el III Concilio Provincial.
Respecto a la celebración del sepelio, se dice que solo se enterraba a los difuntos en la mañana,
después de la misa, o por la tarde, después de las oraciones. La gente común era enterrada en
algún punto del atrio, mientras que las capillas posas estaban reservadas para los caciques.
La música:
Uno de los grandes atractivos de la liturgia del siglo XVI, particularmente en el ámbito indígena,
era la música. Desde fechas tempranas los frailes organizaron a los músicos en capillas, e iban
cambiando cada año a quienes ocupaban los oficios de maestro y de capitanes. Los indios tenían
todo género de música, y ellos mismo fabricaban sus instrumentos que ya no hay que traerlos de
España como solían.
La gran importancia que tenía la música para la sociedad indígena antigua y el entusiasmo con
que los frailes fomentaron la práctica de la música para animar la liturgia, parecen haber
contribuido a crear una especie de estrato privilegiado entre músicos y cantores. Mantener este
grupo era gravoso para las comunidades y suscitaba preocupación para las autoridades
eclesiásticas. Varias disposiciones contribuyeron a restar peso a este grupo, en número e
importancia.
Poco después de mediar el siglo, la música litúrgica quedó separada de la festiva. En el Concilio
Provincial de 1555 se prohibió la utilización de trompetas en las iglesias, y se dejó su uso solo
para las procesiones. Ahora el órgano era el único instrumento litúrgico oficial, pero conseguir
un órgano era muy difícil, por lo que durante un tiempo se usaron flautas concertadas para
sustituirlo.
Monasterios femeninos:
Al despuntar el siglo XVII en la Nueva España había 19 conventos fundados. A las nuevas
instituciones conventuales procedió una consulta para que representantes de las órdenes
religiosas y del clero secular expresaran su opinión sobre la pertinencia y la necesidad de las
propuestas fundacionales.
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Nunca se autorizaba una nueva institución religiosa sin garantizar económicamente su
permanencia, por lo que los establecimientos estaban relacionados con los personajes más
acaudalados de su tiempo, y eran ellos los autorizados en dar mantenimiento y propiciar el
crecimiento de los conventos.
El sector de los comerciantes fue sin duda el que encabezó al grupo de los patrocinadores del
siglo XVII y los mercaderes de plata o sus viudas representaron la mitad de los patronos de 16
conventos reconstruidos en la Ciudad de México.
Las profesas estaban moralmente obligadas a rezar por el bienestar físico y espiritual de sus
benefactores. El monasterio brindaba certeza de protección, educación y comodidad al sector
femenino, y al mismo tiempo consolidaba la importancia de esa alternativa de vida.
Los grupos privilegiados enviaban a sus hijas a los conventos situados en lugares distintos a los
de su residencia habitual, que eran poblados más pequeños.
Para ingresar al convento era necesario que estuviera bautizada, respondiera a un interrogatorio,
diera a conocer la identidad de sus ascendientes y la declaración de varios testigos que conocieran
a la integrante y a su familia para garantizar su virtud y limpieza de sangre. La postulante debía
expresar deseo de entrar al convento sin que nadie la presionara; estar sana; pagar la dote, y tener
15 años de edad al tomar el hábito de novicia para poder profesar después a los 16. Sin embargo,
muchas ingresaron al claustro en calidad de mozas. Se abrieron las puertas a españolas pobres,
criollas, mestizas y negras, para acompañar, servir, ayudar o ser educadas por las religiosas.
Además de las cuidadoras y mozas, la presencia de niñas fue una constante en muchas
comunidades femeninas, contra lo que ordenaban las reglas.
Las religiosas más experimentadas eran las que enseñaban a niñas, novicias y mozas en asuntos
relacionados con actividades domésticas, práctica de la lectura y números aplicados a aspectos
contables; asimismo les enseñaban la disciplina verbal en el uso de la palabra enfocada al
silencio, la mesura y el canto; también, habilidades manuales como costura, bordado y dominio
de instrumentos musicales, así como destrezas relacionadas con la cocina y la botica, espacios
destinados a velar la salud.
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Los conventos garantizaban la formación de pupilas y les brindaban varias opciones: entrar al
noviciado, salir del claustro más adelante para contraer matrimonio, asegurando una esmerada
educación, o solo permanecer en el convento sin tomar los hábitos.
4. La vida al interior de la ciudad.
I. Gobierno y organización política.
El nacimiento de la Ciudad de México.
Por su formación jurídica, Hernán Cortés sujetó lo antes posible sus actos a la formalidad
normativa que existía en sus tiempos. Así, Cortés fundó el primer ayuntamiento continental en la
Villa Rica de la Veracruz, para después proceder a elegir a las autoridades que lo legitimarían y
poder dar inicio a las expediciones de conquista. Más adelante, tras la caída de Tenochtitlan en
1521, Cortés fundó el ayuntamiento de Coyoacán, el cual fue también el lugar de su residencia.
A la par de la construcción del ayuntamiento en Coyoacán, se inició la reconstrucción de la
ciudad aprovechando una gran parte de la traza original de Tenochtitlan, se conservaron los
canales, las calles anfibias y los lagos. Las modificaciones en la traza de la Ciudad de México
estuvieron a cargo del alarife don Alonso García Bravo, con la participación de Bernardino
Vázquez de Tapia y dos indígenas de nombre desconocido. Los límites originales de la naciente
ciudad fueron, entonces, los siguientes:
Norte: actuales calles de Venezuela y Belisario Domínguez. Oriente: Santísima y Roldán. Sur: José María Izazaga. Poniente: San Juan de Letrán, Juan Ruíz de Alarcón, Aquiles Serdán y Santa María de la
Redonda.
La traza de la ciudad llevaba en su esencia un principio político de separación, pero no como
discriminación racial sino para proteger a los indígenas de los excesos de los españoles, sin
embargo, el mestizaje cultural y étnico no se pudo evitar. Cuatro barrios se destinaron para los
indígenas: San Juan Moyotla, Santa María la Redonda Tlaquechuican, San Sebastián Atzacoalco
y San Pablo Zoquipan; el cabildo prohibió, el 8 de julio de 1528, que los españoles ocuparan
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estos terrenos destinados para los indígenas, pero la realidad es que esos límites fueron muy
flexibles y con toda facilidad se podían invadir los espacios indígenas.
Para el 8 de Marzo de 1524 se registra la primera de las actas del Cabildo de la Ciudad de
México, desde entonces, la ciudad comenzó a tener el rango de ciudad capital. Esto último se dice
debido a que en la real cédula del 23 de Octubre de 1531 se reconoce a la ciudad como la
residencia del virrey, del Gobierno y Audiencia de la Nueva España y, además, se le da el
carácter de “Muy noble, insigne, leal e imperial Ciudad de México, cabeza de todas las
provincias y reinos de la Nueva España.”
El ayuntamiento.
Se componía de un alcalde mayor, dos alcaldes comunes, entre ocho y doce ediles, un escribano o
notario y un mayordomo quien era el recaudador y tesorero. Las atribuciones principales del
ayuntamiento fueron:
El cuidado de las obras públicas estaba bajo la supervisión de los regidores, a excepción de aquellos lugares donde residía la Audiencia (México y Guadalajara).
El cuidado de los mercados, ventas y mesones. La formación de las ordenanzas que debían someterse a la aprobación del virrey. Repartir las tierras de acuerdo a la real cédula del 4 de Abril de 1532 expedida por Carlos
V.
En un principio, el cabildo metropolitano tenía atribuciones que influían en el resto de la colonia
e, inclusive, llegó a tener facultades legislativas y de gobierno sobre el resto de la Nueva España.
El sistema de los ayuntamientos de la Nueva España se puede explicar como un modelo
municipal europeo, que, en América, adquirió de a poco sus propias características. El marco
jurídico se conformó por: Las ordenanzas de Hernán Cortés (1525), que establecían como cargo
principal a los dos alcaldes de jurisdicción civil y criminal; las ordenanzas de Felipe II (1573).
Sobre descubrimiento, población y pacificación de las Indias, contenían disposiciones para la
fundación de los ayuntamientos; y, por último, las ordenanzas de intendentes de Carlos III
(1776), las cuales introdujeron la institución de los corregidores como representantes directos del
rey ante los cabidos. Después de las Reformas Borbónicas, el ayuntamiento fue presidido por el
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corregidor, dos alcaldes ordinarios, los regidores, un alférez real, un procurador general, el
alguacil mayor y un síndico.
En un principio, la figura del regidor guardaba un carácter popular, debido a que sus funciones
recaían en la administración de la ciudad, expedición de licencias y defensa de las prerrogativas
comunales; a pesar de esto, la situación fue cambiando por el surgimiento de la costumbre de
vender los cargos, que llegaría a consolidarse en el siglo XVII, y por la cual estos cargos
comenzarían a concentrarse entre la gente rica y a verse como patrimonio familiar en la Nueva
España.
Es importante señalar que el Ayuntamiento de la Ciudad de México competía con instituciones
que, jerárquicamente, se encontraban sobre él, como la figura del virrey. Desde muy temprano, la
Ciudad de México se hizo notar como un municipio libre; pero este régimen de libertad se
enfrentó en todo momento con un monarca y un virrey que representaban el poder absolutista,
por lo que se debe considerar como un suceso relevante el hecho de que esa libertad municipal
haya subsistido.
La iglesia también representó otro frente de poder, llegó a contar con facultades para intervenir
en algunos de los servicios públicos como hospitales y cementerios, o participar en actividades de
abastecimiento, regulación del trabajo y reglamentación escolar, en donde ejerció control total.
La autoridad política de los ayuntamientos se vio disminuida a causa del crecimiento de poder de
los hacendados y del propio clero, surgiendo varias formas de despotismo que, a la larga,
resultarían en el surgimiento del caciquismo.
II. Diversiones.
Durante la época colonial, en la Ciudad de México existieron gran cantidad de formas de
diversión y entretenimiento, las cuales se efectuaban por todos los territorios españoles en
América. Estas diversiones, en la mayoría de ocasiones, favorecieron el sincretismo dando como
resultado gran diversidad regional en las distintas actividades.
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Como en muchos otros procesos y actividades, existía una distinción social en la mayoría de las
actividades recreativas; así, existían actividades que solo eran para ciertas clases o, en otro caso,
actividades en las que participaban todos los estamentos, pero con actividades bien definidas para
cada uno. Algunas de estas actividades se siguen realizando hoy en día con algunos cambios
inevitables por la propia acción del tiempo.
Las Fiestas:
Existían dos tipos principales de fiestas: las religiosas y las reales. Entre las religiosas destacaban
las de Corpus Christi, Semana Santa, las fiestas patronales, beatificaciones y canonizaciones; en
tanto que las fiestas reales se hacían con motivo de la proclamación del rey, bodas reales,
nacimientos reales y por el recibimiento de las autoridades indianas. Las fiestas incluían
diferentes elementos como la música, danza y ruido (diferenciando entre disparos, para la clase
alta, y pirotecnia para la clase baja). Según el tipo de fiesta, podían realizarse en un palacio, en
una iglesia, en la plaza pública, o en plena calle.
Diversiones caballerescas:
Fueron muchas las actividades de corte caballeresco, generalmente se realizaban con el fin de
celebrar algún gran acontecimiento y estaban impregnadas de una gran distinción jerárquica; pero
ambos puntos se fueron diluyendo hasta convertirse en actividades que se realizaban por mero
entretenimiento, de manera muy clandestina y con una participación indistinta de los distintos
estamentos. Estas diversiones incluían: carreras de caballos, toros, cañas, moros y cristianos,
sortijas o anillas y mascaradas.
Espectáculos:
Otras actividades de recreo fueron las obras de teatro, las cuales tenían un principal fin
evangelizador, aunque no faltaron algunos dramas y comedias. El circo, que constaba de
malabaristas y acróbatas, fue otra actividad, en la que se reducían sus protagonistas a las clases
bajas.
Los gallos, fue una actividad muy importante, que se realizaba mayormente fuera de los límites
de la ciudad. En esta actividad participaban todos los estamentos, aunque generalmente se
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realizaba de manera clandestina, pues esta actividad implicaba, en el mayor de los casos, apuestas
y otras tantas prácticas que fomentaban los vicios.
Otro espectáculo más fueron las batallas de cometas: consistía en diseñar un papalote al cual se le
agregarían navajas o algún otro tipo de objeto punzocortante; la finalidad de dicha actividad era
derribar al papalote del rival al perforarlo o cortarle el hilo que lo guiaba. Esta actividad se
convirtió en un problema, pues se realizaba en medio de las calles, lo que ocasionaba un gran
riesgo para los transeúntes y espectadores cuando los papalotes llenos de filosas puntas caían en
medio de la multitud; de igual modo propició conflictos pues, cuando un papalote llegaba a caer
en propiedad privada, no se dudaba en invadir una casa para recuperarlo, causando muchas
molestias y daños en las casas.
Juegos deportivos y de habilidad:
En los deportes, dominó la pelota vasca, que en un principio se limitaba exclusivamente a los
comerciantes vascos, pero que poco a poco se comenzó a difundir entre los indígenas quienes
explotaron esta actividad pese al desagrado de los españoles. Existieron varias canchas por todo
el virreinato, pero en la ciudad de México, la cancha principal fue la de San Camilo. Algunos
otros deportes fueron los bolos y el billar, los cuales han sufrido de grandes modificaciones.
Por último, los juegos de azar, los cuales eran muy condenados por los conflictos que propiciaban
a través de las trampas, las apuestas y los vicios que giraban en torno a ellos.
Pulquerías y tabernas.
Sobre estos lugares existieron restricciones de horarios, pues los españoles consideraban que eran
lugares en los que los indígenas tan sólo perdían el tiempo y en los que se originaban todos los
conflictos sociales. Si era posible se clausuraban, aunque nunca han perdido su presencia dentro
de la ciudad de México.
Paseos.
Eran parques que se encontraban, en un principio, fuera de los límites de la ciudad, pero que,
conforme fue aumentando la mancha urbana, estas áreas verdes se vieron consumidas y
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modificadas de manera muy drástica. Destacan los de La Alameda, el Bosque de Chapultepec,
Paseo de Bucareli, el Paseo Nuevo y el Paseo de la Viga.
5. La ciudad y su entorno.
El estudio del abasto, o lo que es lo mismo, la manera como los hombres se organizan para cubrir
sus necesidades básicas de alimentación, techo y vestido, es una de las mejores formas de
acercarse al conocimiento de una sociedad, porque en la medida en que es un tema que tiene que
ver con la cultura (hábitos de consumo), la economía (producción e intercambio de alimentos y
bienes) y la organización política (control gubernamental de estos aspectos), nos proporciona la
oportunidad de integrar varios aspectos significativos de una realidad. Para comenzar a hablar de
la organización del abasto en el México del siglo XVII, tenemos forzosamente que referirnos a la
composición racial y cultural de su población, porque ésta determinó la presencia de diferentes
patrones de consumo que, a su vez, condicionaron buena parte de las necesidades que había que
satisfacer.
Así pues, la satisfacción de las necesidades del pequeño pero creciente mercado de consumidores
que integraba la república de españoles impulsó la creación de haciendas agrícolas y ganaderas,
primero alrededor de las ciudades como México, Puebla y Valladolid. De este modo, la hacienda
era ante todo una unidad de producción autosuficiente, ya que junto con los artículos comerciales
producía prácticamente todos los insumos que necesitaba para su funcionamiento: maíz, chile,
frijol, carne y productos lácteos para alimentar a sus trabajadores, animales de tiro y carga para
las labores agrícolas y el transporte. Esto era posible porque las haciendas abarcaban grandes
extensiones territoriales en las que había tierras de regadío, tierras de temporal; además de una
zona de pastizales. Tanto es así que fray Antonio Vázquez en 1624 apunta que:
<<La ciudad es de las mejores y mayores del mundo, de excelente temple, donde no hace frío ni calor, de maravilloso cielo y sanos aires, que con estar fundada sobre la laguna es muy sana... Para el abasto de la ciudad entran de toda la tierra cada día por la laguna más de mil canoas cargadas de bastimentos, de pan, carne, pescado, caza, leña, yerba que llaman zacate y lo demás necesario, y por tierra todos los días más de 3 000 mulas cargadas de trigo, maíz, azúcar y otras cosas a las alhóndigas; con que viene a ser uno de los lugares más abundantes y regalados del mundo.>>
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Asimismo, fray Toribio de Motolinia señala:
<<Lo más alto de este Nueva España, y los más altos montes, por estar en las más alta tierra, parecen ser los que están a redor de México. Está México toda cercada de montes, y tiene una muy hermosa corona de sierras a la redonda de sí, y ella está puesta en medio, lo cual le causa gran hermosura y ornato, y mucha seguridad y fortaleza; y también le viene de aquellas sierras mucho provecho, como se dirá adelante [...] Está esta ciudad de México o Temistitan muy bien trazada y mejor edificada de muy buenas, grandes y muy fuertes casas; es muy proveída y bastecida de todo lo necesario, así de lo que hay en la tierra como de cosas de España; andan ordinariamente cien arrias o recuas desde el puerto, que se llama la Veracruz, proveyendo está ciudad, y muchas carretas que hacen los mismo; y cada día entran multitud de indios, cargados de bastimentos y tributos, así por tierra como por agua, en acales o barcas, que en lengua de las Islas llaman canoas. Todo esto se gasta y se consume en México, lo cual pone alguna admiración, porque se ve claramente que se gasta más en una sola la ciudad de México que en dos ni tres ciudades de España.>>
Ahora bien, de acuerdo con Charles Gibson, las fuentes coloniales están de acuerdo en la
existencia de cinco clases de tierras bajo los aztecas: 1) teotlalli, o tierra de los templos y de los
dioses; 2) tecpantlalli, o tierra de las casas de la comunidad; 3) tlatocatlalli (tlatocamilli) o tierra
de los Tlaloque; 4) pillalli y tecuhtlalli, o tierra de los nobles (pipiltin y tetecuhtin); y 5)
calpullalli, o tierra de los capultin. Las cinco se modificaron sustancialmente bajo el impacto de
la colonización española y gran parte de las tierras cambiaron de una categoría a otra, surgieron
nuevas categorías y, en última instancia, la mayor parte de la tierra dejó enteramente de estar bajo
la posesión y el control indígenas.
Así pues, la zona de Tacuba-Coyoacan fue una región favorita para el cultivo del trigo. Se llenó y
extendió más hacia el oeste hasta 1560. Mientras tanto, muchas propiedades pastoriles españolas
se establecieron en otras partes. A mediados del siglo se hicieron otorgaciones para ranchos de
cría en las vecindades de Tlatelolco, Tepeztlaoztoc, Tecama, Ixtlahuaca, Coyoacan, Hueypoxtla y
otras comunidades. En las décadas de 1560 y 1570 se ocuparon de las regiones y noroeste del
valle, en muchas otorgaciones tanto pastorales como agrícolas; en Calpulalpan, Acolman,
Tepozotlan, Huehuetoca, Teocalhueyacan, Azcapotazltongo, Axapusco, Tequixquiac, Xaltocan y
Zumpango. El área dedicada al maguey se extendió progresivamente durante el período
colonial. En el siglo 16, había maguey principalmente en las comunidades del norte:
Tequixquiac, Acolman, Chiconauhta, Tecama, Ecatepec, xaltocan, Teotihuacan, Tequicistlan y
Tepexpan. Incluso en las haciendas de Chalco se cultivaban anualmente alrededor de 60 mil
fanegas de trigo en el siglo 18. Las jurisdicciones de Cuauhtitlan, Coyoacan y Otumba eran
regiones extensas dedicadas al trigo en el siglo XVIII. La cebada se cultivaba principalmente en
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las jurisdicciones de Coatepec, Cuauhtitlan, Tacuba, Teotihuacan, Otumba y Citlaltepec. La cría
de cerdos, ganado y otros animales se concentró en la parte oriental del valle, en Coatepec,
Texcoco y Otumba.
Bibliografía:
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1975.
• Boyer, Richar Everett, La gran inundación: vida y sociedad en México 1629-1638, México:
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