Mi espada y yo. Por El Forjador de Letras.

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Mi espada y yo. Frente al campo de batalla, repleto de cadáveres, sangre y cuervos me hallaba. Allí sentado, mirando a mi espada, me pregunté… ¿Por qué tengo que acabar con las vidas de la gente? No entiendo ni quiero entender a los fanáticos de las guerras, a aquellos sanguinarios que sienten placer en el matar, estas solo traen horror, desesperación y dolor. Nada bueno sale de las guerras. Guerras, que la gran mayoría, no tienen ningún significado para los combatientes, los que van allí a morir poco les importa ese pedazo de tierra o ese comentario fuera de lugar que ofendió a su señor. Siempre nos mandan a nosotros, los pobres soldados, a defender el honor del señor, a recuperar ciertas posesiones de sus antepasados o a rechazar al enemigo que ha sido enviado del mismo modo que se nos mandó a nosotros en otras ocasiones. No somos más que simples peones ajenos a todo motivo. Matamos a soldados haciendo sufrir a familias enteras. No sabes cuánto te odio, espada mía. Recuerdo cuando te compré. Estaba feliz por tenerte, me dabas una sensación de grandeza, pero ahora me repugnas. Odio tener que usarte, pues tú dictaminas el fin de una vida, destrozas familias y me destrozas a mí por tener que esgrimirte. Ya no puedo dormir sin ver a todos aquellos a quien eliminé con tu filo. Muchos caballeros dirán que no debemos preocuparnos porque murieron con honor, pero ¿Para qué sirve el honor si estás muerto? Es preferible un cobarde vivo a un valiente bajo tierra. Maldigo estas guerras sin sentido, maldigo a los hombres que nos hacen luchar y, sobre todo, te maldigo a ti, espada mía. Te aborrezco, te odio, no puedo soportar tu peso. Nada me dará tanto placer como lo que te haré a continuación. En ese momento, me levanté, arrojé mi espada al río, saqué mi puñal y me corté el cuello. Mi sangre manaba de mi garganta empapando mis vestiduras, recorriendo y humedeciendo la tierra sobre la que reposaba. Ahora, por fin, puedo dejar de sentir el dolor de los vivos y el peso de los muertos. El Forjador de Letras.

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Mi espada y yo.

Frente al campo de batalla, repleto de cadáveres, sangre y cuervos me hallaba. Allí

sentado, mirando a mi espada, me pregunté…

¿Por qué tengo que acabar con las vidas de la gente? No entiendo ni quiero entender a

los fanáticos de las guerras, a aquellos sanguinarios que sienten placer en el matar,

estas solo traen horror, desesperación y dolor. Nada bueno sale de las guerras.

Guerras, que la gran mayoría, no tienen ningún significado para los combatientes, los

que van allí a morir poco les importa ese pedazo de tierra o ese comentario fuera de

lugar que ofendió a su señor.

Siempre nos mandan a nosotros, los pobres soldados, a defender el honor del señor, a

recuperar ciertas posesiones de sus antepasados o a rechazar al enemigo que ha sido

enviado del mismo modo que se nos mandó a nosotros en otras ocasiones.

No somos más que simples peones ajenos a todo motivo.

Matamos a soldados haciendo sufrir a familias enteras.

No sabes cuánto te odio, espada mía. Recuerdo cuando te compré. Estaba feliz por

tenerte, me dabas una sensación de grandeza, pero ahora me repugnas. Odio tener

que usarte, pues tú dictaminas el fin de una vida, destrozas familias y me destrozas a

mí por tener que esgrimirte. Ya no puedo dormir sin ver a todos aquellos a quien

eliminé con tu filo. Muchos caballeros dirán que no debemos preocuparnos porque

murieron con honor, pero ¿Para qué sirve el honor si estás muerto? Es preferible un

cobarde vivo a un valiente bajo tierra.

Maldigo estas guerras sin sentido, maldigo a los hombres que nos hacen luchar y, sobre

todo, te maldigo a ti, espada mía. Te aborrezco, te odio, no puedo soportar tu peso.

Nada me dará tanto placer como lo que te haré a continuación.

En ese momento, me levanté, arrojé mi espada al río, saqué mi puñal y me corté el

cuello. Mi sangre manaba de mi garganta empapando mis vestiduras, recorriendo y

humedeciendo la tierra sobre la que reposaba.

Ahora, por fin, puedo dejar de sentir el dolor de los vivos y el peso de los muertos.

El Forjador de Letras.