Música Interdimensional

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MÚSICA INTERDIMENSIONAL Mis investigaciones iban muy bien –comenzó diciendo el profesor Knox, mientras sorbía de su taza de café negro y amargo–, como para ponerme a perder el tiempo ganando dinero. Se detuvo un instante a contemplar la taza que aún sujetaba con su mano, y luego la puso sobre la mesa, con aire melancólico y despreocupado. Aquella era la primera entrevista que el profesor me concedía desde mi solicitud, hecha a través de una carta enviada hacía aproximadamente un mes atrás, desde su reclusión en su finca, situada a las afueras de Piedecuesta, vía la Mesa de los Santos, Santander. Y francamente temía que la carta ni siquiera hubiese llegado a sus manos, cuando recibí una llamada telefónica, en la que una voz ronca pero suave y melodiosa me saludaba amistosamente y me invitaba a pasar aquel fin de semana de comienzos de agosto, cuando las lluvias arrecían por estos lares, con él. Su semblante, algo desaliñado, como él mismo solía reconocer, tenía mucho del aspecto de aquel filósofo alemán que tanta admiración le inspiraba, no obstante todavía conservar aquella jovialidad y buen aspecto propios de una juventud en proceso de extinción. Yo cursaba los últimos semestres de psicología, pero habiendo tomado un curso obligatorio de filosofía me había enterado de la figura del profesor Knox, que sin haber hecho un gran aporte a la academia en su momento, se había hecho a cierta fama de excéntrico a causa de una serie de ideas que despertaban toda suerte de suspicacias y comentarios referentes a su figura y su temperamento. Y no era para menos. Y es que aunque el profesor Knox ya estuviera pensionado, a la universidad (me reservo el nombre) no le

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MÚSICA INTERDIMENSIONAL

Mis investigaciones iban muy bien –comenzó diciendo el profesor Knox, mientras sorbía de su taza de café negro y amargo–, como para ponerme a perder el tiempo ganando dinero. Se detuvo un instante a contemplar la taza que aún sujetaba con su mano, y luego la puso sobre la mesa, con aire melancólico y despreocupado. Aquella era la primera entrevista que el profesor me concedía desde mi solicitud, hecha a través de una carta enviada hacía aproximadamente un mes atrás, desde su reclusión en su finca, situada a las afueras de Piedecuesta, vía la Mesa de los Santos, Santander. Y francamente temía que la carta ni siquiera hubiese llegado a sus manos, cuando recibí una llamada telefónica, en la que una voz ronca pero suave y melodiosa me saludaba amistosamente y me invitaba a pasar aquel fin de semana de comienzos de agosto, cuando las lluvias arrecían por estos lares, con él.

Su semblante, algo desaliñado, como él mismo solía reconocer, tenía mucho del aspecto de aquel filósofo alemán que tanta admiración le inspiraba, no obstante todavía conservar aquella jovialidad y buen aspecto propios de una juventud en proceso de extinción.

Yo cursaba los últimos semestres de psicología, pero habiendo tomado un curso obligatorio de filosofía me había enterado de la figura del profesor Knox, que sin haber hecho un gran aporte a la academia en su momento, se había hecho a cierta fama de excéntrico a causa de una serie de ideas que despertaban toda suerte de suspicacias y comentarios referentes a su figura y su temperamento. Y no era para menos. Y es que aunque el profesor Knox ya estuviera pensionado, a la universidad (me reservo el nombre) no le hacía mucho gracia tener entre su profesorado a alguien que expusiera e hiciera alarde de ideas poco o nada ortodoxas concernientes a la naturaleza de la psiquis y la realidad. Pero fue más que un artículo, una anécdota suya, como sacada, según sus contemporáneos, del más fantásticos de los libros de ciencia ficción, lo que colmó la paciencia de los directivos de la misma. Ya cerca de la edad estipulada para ello, no tuvieron el menor escrúpulo en asignarle su merecida pensión y mandarlo a su casa a descansar.

Poco a poco me fui interesando en su figura un tanto bizarra y enigmática. Y es que al preguntar por él entre el profesorado, solo recibía bromas concernientes a su aspecto físico, algo siniestro a decir de ellos, a lo pobre de su producción académica y a lo frágil de su mente que muy seguramente habría de sucumbir a la demencia. En cuanto a su producción, un par de artículos intrascendentes lo componían. Y aunque en ellos se podía apreciar destellos de un conocimiento cabal de materias tales como psicoanálisis, filosofía, sobre todo la referente a la filosofía platónica, pitagórica e idealista, y teología, era como si hubiese decidido guardarse para sí lo mejor que hubiera podido dar en su trabajo como investigador.

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No se imagina el lector la emoción y el profundo interés que despertó en mí aquella invitación de su parte. Empaqué en un bolso lo necesario para mi estadía en su cabaña y me dirigí allá de inmediato. Quién me recibió fue un señor, no muy alto de estatura, de cabellera revuelta y una naciente calvicie, no muy pronunciada sin embargo, y de maneras atentas como frágiles. Rápidamente le expuse la intención de mi visita, arguyendo que preparaba una tesis sobre los efectos de ciertas drogas psicotrópicas en el desvelamiento de ciertas realidades ocultas al ojo profano. Yo ya sabía que este era el tema que más le apasionaba por un artículo suyo que trataba precisamente de los efectos de la LSD en los diagnosticados con paranoia esquizofrénica y por un par de comentarios de antiguos compañeros y colegas suyos de la universidad. Ignoraba que eran materias que había dejado tiempo atrás, no obstante el objeto de su interés siguiera siendo el mismo: la percepción, el cómo hemos de percibir lo real, lo real en sí.

Rápidamente nos dispusimos a lo nuestro. Luego de mostrarme el lugar, una cabaña modesta pero cómoda e incluso acogedora, a su perra Malta, su copiosa biblioteca, entre la que destellaban las ediciones completas de los diálogos de Platón, las de los filósofos medievales y los idealistas alemanes, pasamos a su estudio, un cuarto aparte diagonal a la biblioteca. Una mesita de estar y dos tazas de café se interponían entre nosotros, y el delicioso aroma que humeaba a cada lado me hipnotizaba ansiando cada vez más el relato de sus pericias intelectuales.

Y de este modo continuo con su relato. –El ambiente hostil las universidades, no digamos de esas mafias que se me mueven entre bambalinas en el intercambio de favores, citas y referencias se me hacía de lo más pueril, y francamente, debo reconocerlo, incluso insoportable. Yo no buscaba ningún prestigio, ningún reconocimiento. A mí lo que realmente me obsediaba era la busca de la verdad. Y no la encontraría a no ser que fuera transitando mi propio camino. Me aparté de las publicaciones, las clases las daba de la manera más básica posible, no obstante mis alumnos salieran deslumbrados de cada una de ellas, mis conocimientos de los clásicos bastaba para impresionarlos como era debido. Pero yo quería algo más, y fue así como di con una idea que se implantó en mí con la potencia de una obsesión.

Por aquel entonces recién se acababa de descubrir el mapa genético propuesta por el doctor K*** que en efecto lo llevó a ganar el premio Nobel, y yo por mi parte, me iba convenciendo cada vez más de que este mapa, esta estructura molecular podría llegar a ser alterada ¡por la música!. En este punto Knox pareció agitarse un poco, luego se contuvo y bebió otro sorbo de café. Por aquel entonces, yo ya estaba llevando a cabo una serie de experimentos con la luz y la oscuridad, privándome a mí mismo de luz por horas hasta que mi propia mente comenzaba a producir toda suerte de imágenes mentales. Más adelante te hablaré de la naturaleza de estas alucinaciones autoinducidas.

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Yo callaba, ante la relevante idea que me acababa de revelar. ¡Qué secretos aguardan al viajero enceguecido! ¡Qué portentos y misterios se ocultan en la oscuridad de la mente privada de toda luz! No obstante, rápidamente fui absorbido de nuevo por el hilo de su conversación. En este punto notaba cómo el profesor Knox buscaba darle un giro que resaltara el tema desde un ángulo de lo más pertinaz e interesante a su interlocutor, se levantó de su sillón, y con los brazos cruzados se situó detrás del mismo, y retomó su repertorio de esta manera, quizás adivinando el profundo impacto que habían tenido en mi sus últimas palabras. Si quiere, inténtelo-, me dijo, y verá usted cómo al cabo de un par de horas su mente comenzará a bosquejar toda suerte de imágenes mentales. Es una experiencia de lo más fascinante, aunque muy seguramente se encontrará con dos obstáculos difíciles de franquear: la ansiedad y el sueño. En todo caso fue el sueño lo que supuse en principio una molestia para. Al principio lo intenté con un par de líneas de cocaína, pero un intento fallido al constatar que al final de cuentas derivaría de en una adicción y la dejé. La meditación ayudó mucho más.