Novela: Mi libro de Magia

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La Fantástica Trilogía de Anchoajo Tomo I

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Esta novela configura la historia de Augusto que vive en el mítico Anchoajo, al cual baña las tibias aguas del río Huallaga y se ubica en la fértil geografía amazónica del Perú. Pero su adolescencia se vuelve mágica de un momento a otro cuando se le ocurre escribir un libro, que primero intentó ser un diario, de esos que anotan muchos chicos de su edad en todo el mundo buscando perennizar los sucesos de su vida diaria o cuando menos escribir las ocurrencias más resaltantes de los días. Ahí surge, de manera repentina, la atmósfera que de pronto y así por así, se convierte en un libro de historias que él ha creado en largos periodos de pasión, alucinación e ilu-sión. Todo estaba bien pero tras la muerte de su padre, la hechicera Atanué Carrel logra dar vida a ese libro y entonces cada historia allí escrita empieza a cobrar vida, como un juego de doble sentido en los sueños de Augusto, en los que parti-cipan sus amigas de escuela, Micaela y Almudena además de un simpático e irónico ser, que es Ricardo, un duende de las selvas que se les une, acompañándolos en las muchas aven-turas que vivirán en Anchoajo y en lugares tan remotos como Francia y la Antártida. La hechicera está empeñada en conseguir a toda costa el libro de magia de Augusto para cambiar su final. Solo así po-drá dejar de existir en los sueños y volver al mundo real pues tiene planeado luego, realizar un conjuro para que la tierra esté maldita por cien años. Augusto lo sabe bien y por eso no permitirá que ella se apodere del libro. Cuenta para ello, con la ayuda de la Dama del Zenalés, de sus amigas las Abejas Africanas, las Libélulas Gigantes, su hermano Orlando, el an-ciano naviero francés Théophile Gautiery muchos otros más. Revela a través de estas mágicas páginas, un mundo que hasta la publicación de esta obra había estado oculto a nues-tros ojos y, descubre el comienzo de una trilogía donde todo ocurre q ue hasta tus propios sueños se pueden volver reali-dad.

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La Fantástica Trilogía de Anchoajo

Tomo I

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Antonio Morales Jara

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Mi libro de Magia

la Fantástica trilogía de anchoajo

antonio Morales jara

© Antonio Morales Jara moralesjara.blogspot.com facebook/antonio.moralesjara.com

Diseño de portada: Joe Mejía Composición de interiores: Blanca Llanos Ilustraciones interiores: Andrés Rosas, Ernesto Liendo y Karem Huamán Ilustración de carátula: Karem Huamán Granda © Editorial San Marcos E.I.R.L., editor Jr. Dávalos Lissón 135, Lima Telefax: 331-1522 RUC 20260100808 E-mail: [email protected]

Primera edición: 2010Tiraje: 1000 ejemplares

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del PerúReg. N.° 2010-06035ISBN: 978-612-302-220-4Reg. de proyecto editorial N.° 31501001000262

Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra, sin previa autorización escrita del autor y el editor.

Impreso en el Perú / Printed in Peru

Pedidos:Av. Garcilaso de la vega 974, LimaTelefax: 424-6563E-mail: [email protected]

Composición, diagramación e impresión:Aníbal Paredes GalvánAv. Las Lomas 1600, Urb. Mangomarca, S. J. L.RUC 10090984344

A los niños de Haití y, a través de ellos, a todos los de América.

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Un silencio magnífico profundiza el éxtasis celeste. Quizá llegue de la ruina próxima, en un soplo imperceptible, el aroma de los azahares.

Tal vez una piragua se destaque de la ribera asaz sombría engendrando una nueva onda rosa; y haciendo blanquear, como una garza a flor de agua, la camisa de su remero...

leopoldo lugones

El aguacero cesó de pronto como había empezado, y el sol se encendió de inmediato en el cielo sin nubes, pero la borrasca había sido tan violenta que arrancó de raíz algunos árboles, y el remanso desbordado convirtió el patio en un pantano.

gabriel garcía Márquez

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Capítulo 1

ABRIENDO LA PUERTA

Augusto es un chico intrépido, romántico y poseedor de una imaginación extraordinaria. vive con su madre y sus dos hermanos: Gabriel, de siete años, y Alcides, de

cinco, en una casa de arcilla y calicanto en un pueblo llamado anchoajo.

Augusto ya empezó la secundaria mientras que Gabriel está en tercero de primaria y Alcides apenas en primero.

La madre es una mujer que trabaja haciendo cestas de bejucos y sombreros tejidos con hojas de palmera.

Los árboles dan sus mejores frutos, la hierba reverdece en la parte baja y en los cerros. Todo es tropical y existe un Sol radiante que es fiel a la vida natural de la selva.

El Huallaga, que es un río maravilloso, se desliza con sus crestas y sus ondas que van a chocar contra las simas y terminan en el cascajal que se desliza por toda una amplia geografía, como señero de un río caudaloso que alguna vez discurrió por ahí.

El pueblo es uno de ensueño y fantasía; es pura leyenda. Los árboles gigantes, jóvenes y viejos, se levantaban para for-mar, bosque tras bosque, enredaderas que como alfeñiques se doblan en la maraña tupida; los rosales cantan en la límpida penumbra su canción más alegre bajo el vuelo de un travieso picaflor, y las quebradas y cascadas alumbran la noche con

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sus rayos de agua de luz; pero la magia es aún más profunda en el pueblo, en donde las casas aparecen y desaparecen al compás de unos colores aún no descubiertos a los ojos de los humanos, y en sus patios los habitantes festejan con gran jolgorio la abundancia de la pesca, la gran cosecha, y el amor y ternura que descubren cada día en una estación distinta del viento. Los corceles briosos trotan por el prado o por el heno cargando sueños, aunque a veces son alterados por la mal-vada hechicera Atanué Carrel que, afanosa, urde una serie de hechizos y encantos para que los animales, personas del bosque y del pueblo, sean sus esclavos, y extravía las naves o hechiza a quien se le antoje, impunemente. Se ha convertido, sin duda, en la enemiga de Augusto, porque solo él conoce la forma de hacer que vuelva al mundo real, pero ella buscará con mil y un ardides el pasaporte para ello, aunque en el ca-mino tenga que aplastar a todo aquel que se le atraviese.

En Anchoajo hay monos, pájaros, serpientes, faunos y duendes, unicornios blancos y negros, sirenas, otorongos, música y más…

En la tarde, el viento tibio del crepúsculo sacude las últi-mas hojas secas de los árboles, y las achiras, gladiolos, cucar-das, geranios, girasoles y orquídeas juegan y compiten, por última vez, antes de que caiga la noche cálida y fresca.

Las noches pueden iluminarse con una luna redonda de plata, por un millón de estrellas espléndidas y coralinas, o por la magia de un celeste claro de nubes de colores.

En fin, en Anchoajo es posible que suceda todo y que los sueños se conviertan en realidad.

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Todo comenzó con una lluvia.Las habitaciones de todas las casas terminaron inun-dándose y, a cada metro, los charcos se fueron for-

mando en las callejas de Anchoajo, sin dar tiempo para con-templar las últimas florecillas de otoño que cayeron por el viento, en cuyos pétalos de mil colores la miel se diluía como gotas de vida, y terminaban por desaparecer vaporosas en medio del agua y el fango.

Una de esas casas era la de Augusto. Él dormía sin pre-ocupación alguna, sin remordimientos, sin pesares; en un sueño de ángel, de querubín exactamente.

Su cama era toda de madera con un colchón suave como el propio algodón; donde él cubría su cuerpo en las madruga-das frescas con la sábana blanca que su madre había cortado para él, y que llenó de figuras celestes y amarillas.

Su habitación era pequeña; había sido construida de ca-licanto como toda la casa y el tejado de arcilla. Era lo sufi-cientemente pequeña para llegar al cielo, y bastante espaciosa para hacer las tareas de escuela y dormir cada noche. Atrás de ella estaba el jardín donde las malvas crecían, florecían y despertaban de un sueño fresco; y también las rosas, al ras de la tierra, brotaban en botones de luz en la mano de Dios, extendiéndose por todo el jardín.

Capítulo 2

EL GÉNESIS

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La flor de la cucarda emergía de las tardes de sol y se esfumaba en la penumbra como lo hacía la flor de la hierba-luisa, pero cada veinticuatro de diciembre a medianoche.

El agua de lluvia casi llegaba al colchón, pero Augusto no escuchó siquiera las últimas gotas de lluvia que cayeron, y mucho menos oyó el ruido que los trozos de madera, al caer a sus pies, hacían sobre el agua en su habitación. Aquella noche un fulgor reverberante surgía desde su ventana al exterior.

Barcos provistos con gigantes velas de color negro se aproximaban a la orilla donde, anclados pero con los caño-nes en alto, se encontraban otros barcos más, aguardando el momento para hacer detonar el primer disparo contra el primer barco de bandera negra y estos, prestos a su vez, a disparar contra cualquier barco de esos de bandera roja que se hallaban apostados en el puerto.

Un cañonazo contra la proa de un barco de bandera roja desató la furia. “¡A la carga! ¡Disparen! ¡Disparen! ¡Remen con más fuerza, bellacos!”, eran las exclamaciones monótonas de los capitanes de navío y guerreros.

Al cabo de unos minutos, el mar y su brisa cargaban con el humo de la pólvora y con pedazos de madera a la deriva.

Las velas se hundieron en la profundidad como el hierro y otros metales de las naves, los tripulantes de ambos bandos socorrían a sus heridos y muchos otros, con menos suerte, desaparecían de la superficie. Solo un par de barcos de velas negras se aproximaban a la orilla, intactos, sin que nadie los pueda detener.

El último rayo de luz, tímido, se colaba casi inadvertido entre las ramas verdes de la palmera para luego desplomarse en un velo vaporoso, y la noche azul caía con algunos luceros apareciendo y desapareciendo brevemente.

Las naves desembarcaron en el puerto y pronto sus tripu-lantes prepararon una fogata, alrededor de la cual se trenza-ron en danzas y alegorías, que se prolongaron más allá de las primeras horas de la madrugada. Los guerreros bailaron toda

la noche en compañía de una fila de bailarinas y comieron toda clase de frutas, panecillos, carnes y otros manjares.

La celebración por la victoria terminó y, con ella, el último soplido de movimiento en el puerto.

Augusto despertó bruscamente y tardó apenas unos se-gundos en darse cuenta de que su habitación estaba comple-tamente inundada. Observó trozos de madera flotando en el agua, creyendo ver en ellos barcos gigantes navegando en la mar, solo entonces varios golpes en la puerta le avisaron que su madre venía por él, angustiada, como una de las muchas madres que buscaban despavoridas a sus hijos, incluso en medio de la oscuridad, bajo las gotas postreras e indecisas del aguacero diluvial. Augusto se incorporó y, hundiendo sus piececitos tibios en el agua, fue a abrirle la puerta a su mamá; esta lo abrazó en el acto y lo cargó para luego abandonar la casa rumbo al escampado donde aguardaban los hermanos menores de Augusto. Desde allí observaron, entre lágrimas, como se desplomaban las paredes de la casa, y las tejas ca-yendo en pedazos y pedacitos para luego sumergirse en el agua.

Afortunadamente, lograron recuperar algunas frazadas que la lluvia no pudo mojar y dos petates que fueron de gran ayuda durante los noventa y cuatro días que no pudieron vol-ver al terreno donde quedaba la casa, o lo que quedaba de ella. Fueron muchos los días de trabajo intenso en los que la madre, ayudada por gente muy solidaria, tuvo que reconstruir su vivienda. En ese mismo ajetreo estuvieron todas las fami-lias del pueblo, ya que el aguacero resultó tan tenebroso que llegó a perjudicar muchísimas casas. Augusto más tarde se da-ría cuenta de que eso fue un anticipo de lo que vendría y que, lógicamente, no era tan natural como una lluvia que cae del cielo. No obstante, se las ingenió durante los noventa y cuatro días para asistir a la escuela sin faltar uno solo, desarrollando sus tareas a la intemperie, siendo todas excelentes.

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Un día después del aguacero, en su carpeta habitual, en la quinta fila del aula y frente a Ludovico, respondía amable-mente (o no tanto) a algunas interrogantes que él le hacía.

–¿Qué soñaste anoche?–Que me encontraba pescando en la orilla del mar pero,

de pronto…–De pronto qué –se emociona Ludovico, pero con algo

de recelo.–Hay muchos barcos de banderas negras que se acercan

a la orilla con cañones listos para disparar.–¡Qué chévere!... Guau, ¿y qué pasó con esos barcos?–Hay unos barcos de bandera roja que los aguardan en el

puerto –le relata Augusto.–Uy, así que una guerra, ¿no?... Pero si era una guerra,

¿cuál de los dos era el malo?–Parece que los de bandera negra –le dijo Augusto.–¿Parece? –se asombra Ludovico.–Bueno, no completé el sueño. Desperté luego que los

barcos de bandera negra ganaron el combate; aunque, a de-cir verdad, creo que ahí acababa mi sueño. Ja, ja, ja.

–Así que hubo combate. ¿ves que lo supe desde un co-mienzo?, estoy aprendiendo a adivinar tus sueños –y se rio–. Pero hay algo que no me queda claro… ¿Por qué tuvieron que ganar los malos?, ¿no se supone que tienen que ganar siempre los buenos?

–Déjame que te siga contando –le pidió Augusto–. Los barcos negros dispararon contra los rojos; entonces el mar se convirtió en un infierno, ya que de ambos lados se dispararon sin piedad, los tripulantes morían y fueron destruyendo sus naves mutuamente; una tras otra se hundían. Pero al final dos barcos gigantes de velas negras llegaron al puerto, se envol-vieron en bailes y comieron de todo.

–¿Y qué pasó contigo, te descubrió alguien? Y… ¿la arti-llería de los buques no te alcanzó? –le interrogó desesperado.

–Nadie me descubrió y tampoco me alcanzó disparo al-guno. ¿Sabes por qué?

–No, dime por qué, Augusto... –inquiere Ludovico con sumo interés y brillo en los ojos.

–Porque yo estaba durmiendo.

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Augusto estuvo jugando con sus hermanos a las escon-didas y se ocultó con la ayuda de las hojas de palmera que abundaban en casa, pero de tanto jugar y correr

de un lado a otro, pronto se vio envuelto por unas ganas de dormir que le hicieron pestañear pocos minutos antes de que-dar tendido en el tapete, a la intemperie, profundamente dor-mido.

Su madre, al percatarse de ello, lo cubrió de cuerpo en-tero con una sábana limpia y blanca, pero sintió pena de re-tirarle la rama de palmera que tenía a su lado. Aquella noche tuvo un sueño:

Se encontró de repente en medio de un bosque donde crecían ceticos gigantes y viejos. Todo el camino se cubría de redondas hojas secas, tallos y flores caídas (por cierto que eran muchos los caminos que llevaban a ese bosque y otros muchos los que se entretejían a partir de él).

Era una tarde celeste y dulce, donde apenas la claridad virgen del crepúsculo permitía distinguir los variados elemen-tos del bosque, como el follaje tupido y verde, los pájaros e insectos, roedores y más...

Todo hubiera sido de una tranquilidad insondable si no fuera porque, de súbito, el ambiente se vio enrarecido por ráfagas de viento helado y el granizo que cayó, tornando en

Capítulo 3

EL BOSQUE DE LOS CETICOS

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oscuridad el bosque. Augusto se aterró y quiso gritar pero no pudo, o pudo y no quiso por lo valiente que era; sin embargo, una bola incandescente llegó rodando y se detuvo frente a él, solo entonces un torbellino de hojas secas y tallos frescos se hizo visible, remeciendo los árboles de cetico cargándolos de fuego, como si todo el bosque se incendiara sin quemarse.

Fue el preludio espantoso a la aparición de la hechicera Antanué Carrel, dueña del bosque donde crecían frondosos ceticos que ella jamás dejaba morir. Tenían siglos y siglos y seguían en pie, muchos de ellos ya estaban muy ancianos y se querían caer, pero ella los seguía manteniendo en pie, de modo que en ese bosque ningún árbol, roedor, pájaro, insecto o cualquier otro tipo de vida dejaba de existir. Hechizó todo el bosque logrando que vivieran por siempre para servirle y hacer lo que ella les ordenara.

La hechicera miró con furia a Augusto, como reprochán-dole algo que hizo o dejó de hacer; pero él, naturalmente, no lo entendió, así que nada le importaron sus rulos dorados, el traje de perlas preciosas, el tul y las cintas multicolores de la hechicera, y se dispuso a correr sin decirle una sola palabra. Sin embargo, ella no estaba dispuesta a dejarlo ir tan fácil-mente, así que alzando sus manos al aire arrojó sobre el cami-no que Augusto dejaba atrás, una chispa de fuego con la que hizo aparecer de pronto catorce toros negros, los que provis-tos de una cornamenta muy bien afilada, fueron por él. Supo entonces que si no se daba prisa o actuaba con inteligencia su vida estaba en grave peligro. Intentó correr como nunca pero fue en vano, pues los toros lo rodearon sin tregua y ¡pum!, ¡pum!, ¡pum!, detuvieron sus pezuñas frente a él dejándole sin escapatoria. Solo entonces la imaginación le sobrevino a flor de piel al treparse en uno de los vetustos ceticos con maestría excepcional.

Arriba, en la rama más alta, observaba como las bestias golpeaban su cornamenta, todos a la vez, contra el árbol y ya no eran catorce sino muchos más, y muchos otros animales

ensañados contra él queriendo traerse abajo el árbol por or-den de la hechicera; pero cuando estaban a punto de lograr su cometido pese a los esfuerzos inútiles de Augusto que hacía todo por espantarlos, resolvió finalmente que no había otra salida más que tomarlos por sorpresa. Para ello, fue descen-diendo sigilosamente como quien juega al mono de rama en rama, hasta encontrarse en la más baja sin que las bestias lo advirtieran. Y cuando llegó el momento brincó, cayendo de pie sobre el lomo de una de ellas e inmediatamente se tiró al suelo y echó a correr tan rápido como pudo porque, tras él, venían bufando aquellos animales malignos.

Casi volando pudo atravesar el cerco de alambre con púas del que nadie sabía qué hacía allí; entonces los mamífe-ros desaparecieron por arte de magia o como si nunca hubie-ran existido. Antanué Carrel, del mismo modo, desapareció dejando en todo el bosque el vaho de una corona de hojas achicharradas, al tiempo que Augusto ya estaba en los pri-meros pasos del asfalto de una avenida inexplicable y cerca de unas piedras misteriosas que cambiaban de color a cada instante, como focos, como juego de luces.

Despertó solo cuando el desayuno estaba servido en la mesa roja de roble. Sus dos hermanos lo jalaban de todas las partes de su cuerpo, tratando de evitar que llegara tarde a la escuela; con razón cuando llegó era el último alumno de la fila que ingresaba antes que se cerrara el portón por completo.

Las dos primeras horas no tuvieron clase por la inasisten-cia del profesor de Sociales, pero Ludovico aprovechó para conversar con él y, de paso, presentarle a Micaela, que era una alumna que estudiaba con ellos hacía un año, pero hacía poco tiempo se había convertido en amiga de Ludovico, y él quería que también lo sea de Augusto; así que luego de la presentación se quedaron reunidos los tres, pero por poco tiempo, ya que Micaela se avergonzó de estar sola entre dos

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chicos y quiso volver a su sitio, entonces Ludovico soltó el anzuelo:

–¿Y en qué parte del libro de magia te quedaste ayer, Augusto?

Micaela, al escuchar, dio media vuelta e interrumpió:–¿Libro de magia?–Sí, Augusto tiene uno, se lo encontró por casualidad.–¿Es cierto eso? –le interrogó ella.–Bueno… sí… es cierto –respondió titubeante.–Desde que empezó a leerlo tiene sueños asombrosos y

no sabes, cada vez son más fantásticos –le explica Ludovico.–Guau... ¿y no te da miedo leer esa cosa? –le dice su

amiga.–Bueno, no es hechicería, simplemente son fábulas –le

dice él.–Fábulas reales. De un mundo que a lo mejor existió o

existe. Es como un manual donde todo sucede… ¿verdad, Augusto?

–Sí, es verdad –lo admite al fin–. Pero lo que no entiendo es por qué Ludovico, que leyó también parte del libro, no tiene esos sueños igual que yo –le explica a Micaela–. Él no sueña nada de lo que yo sueño, es raro.

–Sí, tienes razón. Yo apenas ronco –se resigna Ludovico. –A lo mejor tú eres uno de esos príncipes que alguna vez

existieron en las fábulas o leyendas –alega Micaela, con una sonrisa entre labios.

Todos se ríen, incluso Augusto, todos excepto el resto del salón que murmura: esos tres están locos.

–¿Y qué soñaste anoche, Augusto? –pregunta Micaela.Entonces les relató a ambos, en detalle, lo que soñó la

noche anterior: el bosque, la hechicera, los toros, la avenida, las luces… y los ojos de Ludovico y Micaela se iban llenando de asombro, se iluminaban.

Era cierto que el libro que halló por casualidad no era uno de hechicería, era más bien uno de historias fantásticas, pero que en los sueños de Augusto se hacían realidad, una realidad extraordinaria y misteriosa que afloraba de la nada, de un simple sueño y lo convertía todo en un hecho fascinante.

–¿Dónde encontraste ese libro? –pregunta Micaela con sumo interés, pero cuando Augusto se disponía a responder, ocurrió algo: el profesor de deportes había ingresado al aula de repente y, a puro silbatazo, ordenó a cada uno en su lugar. Ya en el suyo, Micaela volteó y le susurró a Augusto con un tono cómplice–: No te olvides de contarme dónde encontras-te ese libro –y le guiñó el ojo, y Augusto le sonrió.

Ahora están en la loza deportiva trotando, zigzagueando, ensayando volteretas y otras acrobacias que el profesor in-dicaba.

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Fue la noche más fría que soportó Anchoajo en lo que iba del año. La madre de Augusto, con sus hijos, con-tinuaba aún a la intemperie en el escampado, cerca

de la casa en plena construcción. Augusto tuvo un sueño (a propósito, aquella noche no apareció la luna).

La brisa del mar golpeaba en una roca dantesca, carcomi-da por el tiempo y el salitre. La espumosa agua helada llegaba hasta la orilla para humedecer la arena blanca, pero el sol, con un brillo espectacular, absorbía el agua desde la mismí-sima playa, calentaba las rocas y piedras pequeñas pero las volvía a su vez intermitentes y luminosas, como si estuvieran pintadas todas de arco iris.

Llegaban al puerto, sin apuro, los botes de madera y las totoras repletas de peces, pues el sol radiante brillaba con su plena luz sin que la noche se asomara siquiera por azar, y los pescadores, después de tres o cuatro veces de depositar sus redes en la orilla, terminaban la faena quedando extenuados sobre la playa.

Una tarde cualquiera, con ese bello panorama de verano, alguna embarcación de estas se hizo a la mar, pero a dife-rencia de otras oportunidades, esta vez se alejó de la orilla mucho más de lo que correspondía, confiada en el trinar de

Capítulo 4

UN NAUFRAGIO

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las gaviotas y la poca pesca que se había logrado hasta ese momento.

De pronto, los pescadores se encontraron navegando en medio de las crestas de un mar embravecido. Las gaviotas desaparecieron por obra de magia y el mar angelical de las costas había adoptado un extraño color entre las aguas revol-tosas. Estaban extraviados.

El reloj marcaba las ocho de la noche, pero el sol vivo les alertó de la locura del aparato; sin embargo, estuvieron así por muchas, muchas horas más y ciertamente no anochecía, tomaron conciencia entonces de que estaban completamente desorientados y el pánico les sobrevino repentinamente.

Alguien propuso empezar a rezar, a recordar todas las oraciones que de niños se aprendieron y que, por los azares e ingratitudes de la vida, terminaron por dejar en el olvido. Pero esta vez era mejor encomendarse a todos los santos y a creer en Dios los escépticos. Aun así ello no fue suficiente o no bas-taba para aplacar la tragedia, de modo que otro más realista propuso contar historias, anécdotas y adivinanzas. Hicieron todo eso pero nunca anochecía y, por ende, jamás amaneció. El naufragio inesperado los obligaba a permanecer en el bote en medio de aquel mar profundo y misterioso.

Las aguas se enfebrecieron en una marea colosal que traía en sus crestas calamares y peces gigantes. El viento gris era soplado por la hechicera Antanué Carrel que, ensañada con la nave, buscaba hacerla zozobrar. Los pescadores se lle-naron de pánico y, aferrados al barco, rodaban de la proa a la popa y viceversa, pero el bote se resistía a hundirse. En sus mejores campañas el Coraima XIv era el bote de pesca más querido, pues además de ser liviano también era lo su-ficientemente espacioso para cargar más de una tonelada de pescado; se decía que era una embarcación amuleto porque los que se echaban a la mar a bordo de ella nunca regresa-ban sin la satisfacción de una gran faena. Pero ahora, con el pasar de los años y con nueve tripulantes a bordo, parecía

estar dando sus últimos esfuerzos sobre el agua. No obstante, cuando ya todo parecía consumado y el hundimiento era in-minente, una luz que refulgía a lo lejos se acercó más pronto de lo que imaginaron y, sin temor, por el contrario, con una esperanza de redención, los nueve ocupantes la siguieron con la mirada llena de esperanza, y luego de unos minutos de ce-guera imprevista, la calma tan ansiada volvió apaciguando la marea y la luz desapareció dejando apenas la estela indecisa de unas siluetas transparentes en la sombra del sol dibujada en el agua.

Todos en el pueblo conocían que el Coraima XIv había naufragado con toda su tripulación a bordo y que el mar se los había tragado. Sin embargo, otros afirmaban que de las profundidades del océano había surgido un monstruo enor-me provisto de cuatro cabezas, diez cuernos y muchas colas que se los tragó de un solo bocado.

Habían transcurrido dos largos meses y aún nadie sabía de ellos; muchos en el pueblo empezaron a perder la fe de volverlos a ver con vida. Sin embargo, sus familiares jamás dejaron de persistir en la búsqueda, y mantenían la viva es-peranza de hallarlos sanos y salvos; así que todas las noches a la orilla del mar, luego de la búsqueda diaria sin descanso, formaban vigilias; pero la embarcación con sus nueve tripu-lantes permanecía varada a su suerte mar adentro, sin que hubiera fallecido uno solo porque hasta el momento todos lograron sobrevivir comiendo pescado crudo y agua salada que les hacía regurgitar.

El tiempo del naufragio fue para ellos tan inmenso que nunca acababa ni empezaba, el ciclo de las horas era un con-tinuo vaivén comparado únicamente con un huérfano de madre por las noches que jamás asomaban. Contemplar las estrellas, la luna o los luceros había sido algo tan, pero tan común, que apenas si lo cargaban en la memoria; ahora solo era un triste recuerdo que estaba más latente que nunca, eso sí. En cambio, las horas seguían su ciclo con tal normalidad

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que solo la locura podría explicar la ausencia de la nocturni-dad o el frío de la marea embelesándose con la penumbra.

Por otra parte, los días bajo un sol vivo y hasta cruel es-taban hechizados por Atanué Carrel, que se había encargado personalmente de tener bajo su control la marea y la brúju-la del mismísimo tiempo. Era muy común en ella extraviar a los pescadores o marineros; se divertía viéndolos padecer, intentando inútilmente navegar a babor o estribor, buscando infructuosamente la orilla del mar que ella, complacida por el mal, les apartaba de la vista. Pero los pescadores no se deja-ban vencer por la desesperación; como hombres de mar, es-taban preparados para alguna eventualidad que de pronto se presentase y esta, sin duda, era una de ellas de la que tenían que salir bien librados –habría pensado alguno de ellos o qui-zá todos–; lo cierto es que mientras se manifestaban ánimos mutuamente, a la deriva, en medio del mar, observaron peces voladores que fingían ser golondrinas en canoro vuelo y cam-biaban de color en el cielo antes de sumergirse en el agua; vieron también decenas de enormes ballenas jorobadas ju-gando alrededor de la barca, con cuyas colas casi la hunden, y sirenas de rostros hermosos y cabellera plateada que por poco los encantan con su maravilloso y enigmático canto.

Una tarde cualquiera, con un bello panorama de verano, un barco de la Marina los encontró por accidente rescatándo-les y poniéndoles inmediatamente a buen recaudo. Los tras-ladaron al puerto para el reencuentro familiar desbordante de alegría y lágrimas, pero todo en medio de una inmensa felicidad. Era, por supuesto, un gran milagro volverlos a ver aunque afiebrados y deshidratados pero con vida, les abraza-ron y esa tarde hubo una gran fiesta a la que nadie dejó de asistir.

Augusto se levantó sin que haga falta despertarlo, en su tapete todavía, abrió los ojos que se aguaron de pronto pero sonrió. Dejó todo listo para ir a la escuela y, tras un cálido

beso a su madre, acompañó a sus hermanos a la escuela y luego se dirigió a la suya.

Hoy no asistió Micaela, pero no fue tan aburrido. Se hizo amigo de Leonidas, que era de la otra sección, y a la hora de recreo jugó fulbito. Mandaron al arco a Ludovico que, para mala suerte de su equipo, no atajó un solo disparo y termina-ron perdiendo el partido.

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El olor de la guayaba se extendía a lo largo del camino de otoño como un manto invisible que, apenas ador-mecido en el péndulo de la mañana, se podía tocar

con la nariz; y las ramas de guayaba se convertían en trapecio imprevisto de monos y demonios que asaltaban Anchoajo.

Todo el camino se abría en flor desde las primeras horas de la mañana, con un tibio rayo de luz sobre las hojas ama-rillas cuando la yerba celeste brotaba bajo mis pies atercio-pelándolo todo en medio de un asombroso cuento de hadas.

Yo llegaba a la escuela presuroso, con cincuenta libros en las manos, mi mochila dentro de la cual se ordenaban mis lápices y cuadernos, y con la sonrisa pícara dibujada en el rostro como uno de los lenguajes más traviesos de la humani-dad. En el tejado de mi aula, que se encontraba en el segundo piso, unos pajaritos anidaban y cantaban; los mismos que se habían apoderado del techo y de la escuela por completo; es que a todos nos encantaba tener a la vista ese maravilloso plumaje de mil colores, porque quizá era único en su tipo en todo el país.

Nosotros habíamos terminado de construir la casa al fin, y nos mudamos a ella nuevamente. volvieron a su habitación Alcides y Gabriel, esos dos diablillos que ante la ausencia de mamá no perdían tiempo y jugaban con la pelota en el patio

Capítulo 5

UN DÍA EN MI ESCUELA

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infinito, a correr y saltar no solo en el nuestro sino también en el huerto de los vecinos. Se trepaban a los árboles con una acrobacia milagrosa, buscando coger la más apetecible y mejor fruta fresca: las chirimoyas, el mango, la pomarrosa, el caimito, la guaba, el zapote y las guayabas. Finalmente, agotados sobre los tapetes que tanto nos sirvieron antes y des-pués del diluvio, se tendían a reponer ganas con el corazón exaltado.

En la escuela era todo felicidad. Desde el ambiente ro-deado de verde absoluto, girasoles retoñando por doquier, arbustos de campanita con sus hojas amarillas y verdes, hasta las rosas de todos los colores que flanqueaban el camino des-de el portón, hasta la loza deportiva que era una de antigüe-dad incalculable. Las palmeras en la frontera a modo de cerco perimétrico hermoseaban a sus anchas cargadas de agua de coco, provistas de ramas sedosas y límpidas que brindaban asilo y reposo a cualquiera.

Yo seguí leyendo Mi libro de magia, un libro que Ludo-vico decía era de leyendas y fábulas; no obstante, a veces discrepaba en eso con él. Sabía que todo lo que leí se volvió realidad. El bosque de céticos existe, lo sé, y un día de estos iré por ahí; lo he reconocido, sé que alguna vez estuve allí pero no precisamente en mi sueño y la hechicera Atanué Ca-rrel no es solo una gran fantasía de mis pesadillas, debe existir la malvada mujer en alguna parte y debe conocerme muy bien, eso sí.

Sin embargo, a veces siento la fuerte corazonada que nada malo podrá pasarme aun si mis sueños fueran tan feos, yo sé que a todo eso le puedo sacar una sonrisa. ¡Sí, señor! Es simple: uno se deja llevar (o sea soñar), actúas como si en verdad fuera real y luego, cuando las papas queman (es de-cir, cuando el asunto se vuelve ojo de hormiga), vuelves a la cama y te despiertas, y ahí mismo está la mañana y mamá me prepara el desayuno, acompaño a mis hermanos a la escuela y luego, pues nada, a la mía a estudiar y a divertirme con mis amigos.

La escuela resulta ser más divertida de lo que suponía. Las clases son chéveres, a todos los cursos les presto mucha atención (excepto a Literatura) y luego viene el recreo, estoy con ellos, nos divertimos corriendo, contamos historias que nos hayan pasado o que alguien nos relató, jugamos fulbito, el aire juega en mi cara, converso con mis maestros, les pido consejos, en fin yo sí la sé pasar bien aunque a mi vida para que sea completamente feliz le hace falta que desaparezca Atanué Carrel; aun así solo la veo en mis sueños y sé que un día se terminará marchando, o yo mismo me encargaré de llevarla hasta donde haga falta, para evitar que siga estro-peando mis sueños con sus maldades y hechizos.

–¿Dónde fue que encontraste ese libro? –me preguntó Mi-caela a la hora de recreo, bajo el árbol de campanita.

–En un lugar del pueblo –le dije.–Pero dónde, pues, dónde –indagó.–A orillas del Huallaga, debajo de una topa –Ludovico,

que nos acompañaba, hizo alarde de su indiscreción.–¿Es cierto eso? –me pregunta Micaela.–Bueno, no era exactamente una topa –le respondí–. Más

bien un tronco seco cualquiera y había una canoa muy cerca de allí.

–Ah, ya. Seguro se le cayó a uno de sus ocupantes –alegó.

–A lo mejor, porque estaba boca abajo –agregué, en el afán por justificar algo que no era cierto, pues si les decía que fui yo quien lo escribió, seguramente matándose de la risa, no me hubieran creído.

–Entonces se ahogaron los ocupantes… ¿Y si el libro per-tenecía a uno de los difuntos? –esgrimió Ludovico.

–No –le dije enfático–, yo sé a quién pertenece la canoa y puedo asegurarles que está más vivo que nosotros tres juntos.

“Ja, ja, ja” (nos reímos todos).

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–Bueno, si es así, entonces… ¿De dónde apareció? –se inquieta Micaela.

–No estoy lo suficientemente seguro, pero a lo mejor fue traído por el río, quizá en la temporada de crecida y se secó intacto con el sol –le dije.

Era tan común en los temporales de lluvias que el río Huallaga arrasara con todo a su paso. Parecía enfurecerse y su canto no era nada alegre en aquellas ocasiones. Su agua discurría turbia estrepitosamente, creando remolinos inferna-les y ocasionando estragos a las barcas y piraguas que surca-ban con productos de panllevar o animales. Por fortuna, el temporal de la crecida no era tan prolongado y, en un dos por tres, el sol arreciaba a las orillas originando un musgo casi tier-no por entre la mala hierba muerta y, sin que nadie se diera cuenta, más pronto de lo imaginado, el cascajal se fundía con unas piedras hermosísimas de todas las formas y tamaños.

Al poco rato sonó la alarma indicando nuestro inminen-te retorno al aula, no así pudiendo proseguir con la plática, de modo que nos fuimos de prisa porque a continuación el profesor de Matemática se hacía presente y no perdía un solo minuto; sin embargo, él no es nada aburrido, al contrario, nos entretiene muchísimo con mil y una sorpresas tanto que los minutos se pasan volando mientras nosotros jugamos con los números, con las cifras, las operaciones, con los cubos, líneas, y vamos, sin pretenderlo y sin darnos cuenta, aprendiendo a ser como Arquímedes.

Augusto pasó la tarde entera cabalgando por el prado. Las pezuñas del animal apisonaban con brío el heno fresco de escarcha lejana; más que caballo, era un ave

retozando al viento el vigor eterno de su color de bronce. El caballo era de Ludovico, tenía una sola mancha de color blan-co sobre el lomo en una suerte de apero, y relinchaba bajo un Augusto que lo montaba enfebrecido, de quien su cabellera suelta se enredaba en mil formas, porque el aire se ensañaba en sus hebras delgadas azabaches.

Más tarde, el crepúsculo en un fino hilo de luz se apa-gaba entre el umbral de una noche clara, los cerros reverde-cían imaginariamente a plena noche y los muchos animales silvestres retornaban a sus madrigueras o covachas. Ahí, en ese punto exacto de la noche, Augusto y Ludovico daban los pasos finales antes de llegar a casa, donde seguramente les esperaban los padres del último porque la hora era bastante avanzada.

Ludovico llegó con la soga del bozal en la mano y Augus-to en el lomo del animal, exhausto y adormilado, bostezando de trecho en trecho.

Cuando llegaron a casa supieron que la madre de Lu-dovico hacía un buen rato aguardaba por ellos y el padre ni qué decir, echaba chispas. Pero a ambos, no bien los vieron acercarse, se les esfumó la rabia por una cuestión de arte de

Capítulo 6

UN CAMELLO, LAS MUSARAÑAS Y UNA SERPIENTE EN EL DESIERTO

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mago y luego de algunos minutos ya estaban todos, incluidos los hermanos de Ludovico, sentados alrededor de la mesa be-biendo chapo tibio, acompañado de unos panecillos hechos con huevos, harina y otras especies.

Empero, los ojos de Augusto no resistieron más y empe-zaron a cerrársele como consecuencia del agotamiento por ju-gar jockey, pues cuando menos en dos oportunidades estuvo a punto de caerse de la silla. En esas estaba cuando a la ma-dre de Ludovico se le dio por auxiliarlo sintiendo pena por él. Además, era bastante tarde para que un niño cruce el campo y llegue a su casa, así que le preparó con la ayuda de su mari-do, una cama tibia e interrumpiendo la merienda, el padre de Ludovico tuvo que llevarlo en brazos a descansar, alumbrado por la lámpara que su mujer llevaba en la mano. Sin duda, el travesear con el caballo por el heno lo rindió tanto que ahora se veía envuelto por un sueño atroz, pero uno de ángel.

De pronto, una sabana árida y tosca se extendía desde sus pies hasta el infinito. Más allá del horizonte, las dunas se peleaban entre sí compitiendo por ser la que más figuras dibu-jadas tenía en su superficie, como resultado de un viento que se paseaba del lado opuesto al sol. Se levantaban de la nada volviéndose cada vez de menos indefensas a más monstruo-sas, pero en todo el desierto no había rastro de vida, nada por aquí y nada por allá.

El sol aún lucía su franja roja al fondo y Augusto al fin supo que su sueño había acabado. Se encontró repentina-mente y de golpe en medio del desierto del que muchas veces le hablaron, pero nunca tuvo la oportunidad de conocer; aho-ra se encuentra en medio de él, pero en vez de asombrarse por el paisaje, se siente más bien desconcertado y un helado escalofrío a cuarenta grados de temperatura le sobreviene in-tempestivamente.

Camina lento con un ojo de águila vigilante, eso sí. Pero apenas sus ojos disimulan un breve resuello de relajamiento,

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advierte que una hilera de musarañas se apresura por entre los montículos de arena. Una columna de menor a mayor va acarreando el alimento y, otras tantas, sin dejar de avanzar, se zambullen en el mineral sin temor alguno de no volver a emerger. Es la primera vez que Augusto ve musarañas, ape-nas si conoció de ellas por las ilustraciones del viejo dicciona-rio que tenía en casa pero no imaginó, en cambio, que estas tenían patas tan delgadas, una apariencia rarísima y que a lo mejor era cierto que tenían glándulas salivales venenosas.

Mejor cambió de rumbo, pero tras varias horas de cami-nar errante, de no encontrar a nadie en su ruta sin brújula y tampoco un solo oasis, decidió al fin que era mejor tomarse un breve descanso, pero con un sentido de alerta al tope. No obstante, se puso a maldecir su suerte, a chillar como una Magdalena, a pedir a gritos un auxilio que nadie lograba oír. “Nunca más volveré a ver a mi madre”, pensó. “Ni a mis her-manos”, y lloró más desconsoladamente porque supo que no volvería a la escuela… cayó de golpe y su cara fue a hundirse en la arena.

En medio del vacío y la soledad clara, solo faltaba que la huella de una siniestra serpiente venenosa aflore de improviso y se acerque al cuerpo tendido de Augusto, para luego levan-tar un poco su cabeza y oler el aire exponiendo su lengua bífi-da, pero cuando estuviera a punto de clavarla en alguna parte de su cuerpo, no contaría con que un peso de doscientos kilos le caería encima.

Las patas de un camello le aplastaron la cabeza hundién-dosela en la arena por un largo rato, firme; porque para cuan-do le dio la gana de moverse de allí la sierpe casi inmortal tardó apenas unos segundos antes de huir maltrecha a morir en algún rincón del desierto.

Poco rato después, Augusto reaccionó dándose con la sombra de un cuadrúpedo rumiante que era la de un camello de dos jibas que le salvó la vida y que, seguramente, al encon-trarse sin dueño y sin soga, vagaba por el desierto en busca de

un amo o disfrutando de su libertad, que a menudo le habría sido indiferente, una libertad ansiada también por los muchos camellos bactrianos que diariamente surcaban la sabana en decenas de kilómetros. Empero, él no dudó en montarlo y gracias a su docilidad supo pronto que ese camello lo sacaría de allí.

La noche había caído ya, un montón de estrellas y luceros parpadeaban incesantes y traviesas estrellas fugaces caían de-trás de todo. En el umbral, montado en el camello desaparece bajo la luna en medio de una inesperada tormenta de arena.

Para cuando despertó, su madre ya estaba en el umbral, pero de la puerta de la habitación. Le dio un gran beso de buenos días y raudamente se lo llevó a casa para vestirlo y apurarlo para que vaya a la escuela. Esta vez Augusto llegó puntual, incluso antes que el crispado auxiliar que era a su vez el portero, tirara de las aldabas.

Micaela lo esperaba en las escaleras que daban al aula, le sonrió al verle y le prometió un beso en la mejilla para la hora de recreo, naturalmente Augusto no supo el porqué, pero des-pués de la segunda hora de clase estuvo completamente con-vencido de no merecer el beso de Micaela, pues involuntaria-mente, para mala suerte de él, hubo de olvidar traer consigo el libro de magia que le ofreció el día anterior.

En efecto, ella no le dio el beso prometido pero contraria-mente a lo usual, no se dio por vencida, así que le consultó a Augusto si podía ir a su casa por la tarde.

–Claro –le dijo él–, no hay problema. Tras hacer algunas tareas que tengo pendientes te podré dar el libro.

–De acuerdo –dijo ella… –¿A las tres está bien? –Sí –respondió él–, está bien.Aquella tarde redactaron al alimón una asignación de his-

toria, resolvieron algunos problemas de aritmética y colabo-raron mutuamente en un dibujo que luego pintaron para el curso de Artística.

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Antes de las seis de la tarde se sentaron en el marco de la puerta y, desde allí, mientras platican y degustan un dulce de papaya, que la madre de Augusto preparó, observan a los montaraces y campesinos que van llegando del bosque y, de un momento a otro, él saca de debajo de su camiseta el libro de magia y se lo entrega, el cual ella recoge en sus manos inmediatamente.

–Tienes una semana para regresármelo, eh –le recuerda. –Hecho –asiente ella. Coge el libro en una mano y abraza

a Augusto, le regala un beso en el carrillo y luego le sonríe y…–: Adiós –se despide y se marcha con el libro en una mano, y lo que queda de su conserva de papaya, que seguramente terminará por el camino, en la otra. D

espués de algunos días con sus horas matutinas, ves-pertinas y nocturnas; cuando aún se sentía lejos la atmósfera brumosa y lejos los sobresaltos, como si el

tiempo se hubiese detenido tal vez por azar a contemplar los fresnos, las amapolas y pimpinelas, vacilante bajo el vuelo de una oropéndola. Augusto continuaba, sin embargo, con su habitualidad en casa y con mucho más entusiasmo departien-do con sus amigos de escuela y vecindario.

Micaela, como todos en Anchoajo, había entrado en la primavera, ahora que las flores en capullo emergen a cual-quier hora de la noche con un viento que sopla frescos inter-valos de una melodía, así como jugueteando entre las hojas verdes de naranja. En todo el pueblo se respira alegría, dicha, felicidad y las sonrisas están a toda orden.

Los animales silvestres a veces asoman por las callejas sin que nadie les moleste o atrape, las abejas también alborean y sobrevuelan con su dulce danza panales de almíbar, cuando todos, absolutamente todos, advierten que las flores gualdas y rojas se extienden a lo largo del prado como una sabana intermitente que nos va acercando poco a poco al amor.

Al otro lado del río se encuentra el mariposario en me-dio de arbustos que, en una suerte de brazos humanos, se entretejen a modo de canción, una canción enigmática pero a la vez tan visible y común. El mariposario es una zona pro-

Capítulo 7

MICAELA ABRE LOS OJOS PARA SOÑAR

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tegida no solo por personas humanas, sino también por una imbricación de duendes, otorongos, hadas y faunos. Todo es magia allí, han dicho los que han ingresado, pero a menos que no creas en él, no podrías entrar. Sencillamente porque se tiene que cerrar bien los ojos y caminar de frente como si estuvieras pisando sobre nubes o sobre el agua o, mejor aún, sobre algodón. De pronto todo se vuelve azul color del mar o color del cielo, que para el paraíso que tienes enfrente una vez abiertos los ojos da igual.

Lazos blancos descienden del cielo envolviéndote de una pureza de misterio, y luego aparece el hada que con un solo soplido te hace flotar dentro de una burbuja, cuya diafani-dad permite que veas todo tan nítido y claro como si fuera puro sueño, y te conduce a donde quieras ir sin que temas por nada ni a nadie. Llegas hasta unas cataratas inmensas con las que no puede compararse ni el Iguazú, donde el agua es cristalina y luego comes flores de chocolate, bebes leche de un manantial, para luego del recorrido de ensueño jugar con el Fauno que te acompaña a la carrera por el hielo, y te diviertes con él tirándole bolas de nieve y le das en la cara o en las piernas y cae, y después él te lanza las bolas de nieve por donde caigan y te derriba, y te ayuda a levantar y tú te haz hecho la loca, y lo coges del brazo y lo tumbas, y ambos ruedan formando una dantesca bola de nieve que llega hasta los árboles de un otoño prematuro, pero al rato se despojan de la nieve y se ríen y se limpian los abrigos, y se ponen a correr otra vez por la nieve, a practicar sin mucha experiencia esquí y todo eso ocurre mientras se escucha desde atrás de las cataratas la melodía del Preludio a la siesta de un fauno, de Claude Debussy.

Por la noche, los duendes que no son sino los gentiles más queridos del mariposario, vestidos con atuendos de todos los colores van velando tu sueño que es de querubín o mejor de arcángel, a orillas de un río cristalino y cerca de una fogata que, prodigándote de calor constante, no cesa y más cerca

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de ti, una cuna de otorongos a la cabecera cuidándote del peligro, de algún unicornio blanco que intentase asomar su cuerno siniestro por allí.

Micaela leyó día a día el libro, que capítulo tras capítulo le arrebataba en casa que era toda de madera pintada de bar-niz, una emoción de asombro. La casa tenía dos pisos pero parecía una casa en el árbol, el huerto que llegaba hasta el otro lado de la quebrada era una basta extensión de terreno, donde se levantaban bambús gigantes, se cargaba de frutos el mango, el pan de árbol y la piña de cabeza dorada que brillaba en todo el huerto. Las frutas eran una bendición que caían como maná por sí solas sin que nadie las recoja. Al paso del tiempo volvían a germinar las semillas, de modo que con-tinuaba el ciclo del follaje golpeado por el viento. En su patio posterior había dos panales de abejas que protegía con esme-ro, como quien se deja picar cuando se asoma a ver las miles de abejas obreras alrededor de la reina, fabricando cera, miel, jalea real y alimentando a las larvas. También criaba conejos y unas tiernas charapitas. Al fondo de todo algunas casas de palomas que ella misma no sabía desde cuándo visitaban su casa, pero que, conmovida por su presencia traviesa y canto-ra, construyó el albergue para que su paso por Anchoajo les sea más cálido y hospitalario que en otros lugares; de modo que dejaba diariamente en pates, granos de maíz, migas y agua en las casitas que ella, ayudada por Almudena, algu-na tarde de ocio, construyó con delgadas capas de triplay y alambre, dejando una puerta elíptica para el ingreso y salida de las aves.

Como pocas veces ocurría los domingos, la madre, Au-gusto y sus dos hermanos salieron de casa acompañados por un par de cestas. Era la tarde de un espléndido sol primaveral y, sin duda, la cascada de Anchoajo no se había convertido sino desde hace mucho, en un gran destino de fin de sema-na. Era una cuyas aguas descendían desde los cien metros con sus burbujas cristalinas, estrellándose en las rocas y en el

verdor de unas tercas enredaderas, con tal estrépito que ni el rugido de los jaguares podía competir; abajo se formaba una laguna también cristalina donde la gente nadaba, se zambu-llía y, pocos o muchos, deslumbraban con piruetas atrevidas y peligrosas.

Los hermanos de Augusto, igual que él, inicialmente es-tuvieron sentados sobre unas piedras que la naturaleza a pro-pósito había pintado de varios colores mientras la madre se bañaba. Pero sus chicos ahora se animan a jugar haciendo líneas y figuras en la arena o greda; aunque Alcides, que es el más chiquitín de todos, ha encontrado una mejor manera de divertirse: ató solito unos bejucos de un lado a otro y se mece hasta el agua como límite. Gabriel tiene ahora dos caraco-les entre manos que halló en algún lugar, pero los abandona luego sobre tierra ya que está seguro que no huirán porque aun cuando se desplazasen, no alcanzarían el medio metro de distancia en toda la tarde.

Con el vaho de rarísimas pestes muchas de las especies que vivían alrededor de la cascada como el cangrejo azul, los monos voladores, el venado de un solo cuerno y los lo-ros de rojo absoluto, habían desaparecido definitivamente y ya no eran sino un nostálgico recuerdo breve para los viejos habitantes de Anchoajo. Apenas tímidos hilillos de agua bro-taban del subsuelo donde antes burbujeaba la laguna, y las rocas ahora convertidas en una agreste porción de sequía es-taban envueltas por una hierba muerta. Todo se hacía rancio y lóbrego entre enredaderas extinguidas y, en medio de las bolsas, tapas y botellas de plástico, llantas sin su carrocería y envases enlatados de embutidos y lácteos.

Ello no era sino el espanto vivo, el horror que sentían unos niños jugando a ser expedicionarios o descubridores de un nuevo mundo, al que era fácil confundir con un hermoso sueño del cual no se quiere despertar.

Augusto lo pensó mientras cargaba a Alcides y lo tiraba al agua buscando un trampolín. Los caracoles que Gabriel

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supuso no alcanzarían el medio metro han huido, ayudados por su baba que funcionó como deslizante entre las piedras o paredes de barro. Ahora todos están juntos, chispeándose agua, zambulléndose y jugando unos con otros.

Almudena, amiga de Micaela, ha venido a visitarla vesti-da de azul entero, acompañada por una bolsa de trapo que contiene galletas caseras, y refrescada por un perfume de jazmines que en la calleja aún perdura luego de sus pasos. Ambas se acomodan alrededor de la mesa de madera que se ubica en una sala pintada toda de color melón. En el centro de la mesa, con letras doradas en una carátula de ensueño, estaba el libro de magia que ella colocó allí para motivo de la reunión.

Almudena observó mientras leía una de las historias del libro, que los ojos y el rostro de Micaela se llenaban de luz. Al principio, a decir verdad, su amiga se resistió a creer en la magia del libro pero, tras la lectura, venía el comentario de Micaela y luego, a absolver cada pregunta de Almudena, así más pronto que tarde fue entendiendo mejor y empezando a creer.

En esas estaban cuando de pronto un vientecillo se coló por la ventana abierta; traía un polvo brillante y escarchado que fue a dar directamente a las páginas del libro que Micaela tenía en las manos. Se asustó, pero no lo suficiente para tirar el libro, más bien lo sujetó con fuerza aun cuando la luz cen-telleante le hería los ojos dejándola inmóvil; entonces la luz se fue desvaneciendo de tranco en tranco en el interior del libro, el cual se cerró y resbaló al fin de sus manos. ¿Estás bien?, le preguntó Almudena; pero ella tardó apenas unos segundos antes de responder que sí, que no había problema, que se sentía muy bien.

Ese fue el comienzo de un gran misterio. A partir de aquel momento, ya no solo Augusto sino también Micaela formaría parte de asombrosos y extraños acontecimientos que ocu-rrirían en Anchoajo que, a decir de Augusto, no eran sino

más que sueños que de manera fortuita se acomodaban en la mente; no obstante, muchos cabos sueltos merodeaban fur-tivamente entre los sueños y la realidad, lo cual no era nada sospechoso, sino fuera porque él mismo no estaba dispuesto a atar.

Micaela acompañó a la puerta a Almudena, la niña más hermosa de la escuela, pero no contaba que ella se regre-saba con el estribillo de que la chica del libro se traía algo entre manos, y su sospecha no hacía más que ahondar en los rumores que constituían toda una comidilla en el pueblo, de que habían empezado a acontecer sucesos muy extraños desde que a un tal Augusto se le ocurrió hablar de un tal libro de magia.

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A la hora de recreo, Augusto, Leonidas y Micaela se en-contraban, como no ocurría usualmente, en la pla-zoleta; echando de menos a Ludovico que no había

asistido a la escuela. A Leonidas se le ocurrió algo poco usual en él: contar una historia; sin embargo, hoy se le ha dado por hacer remembranza de aquello que alguna noche de infancia la abuela le narró, así como quien busca consolar el sueño en una cama amplia que compartían, allá en un pequeño pueblo de la costa.

Mi abuela se pasó la vida –dijo–, contándonos la historia de cuatro pescadores que un día se echaron a la mar a bordo de una embarcación mediana, provistos únicamente de sus redes de pescar; fueron avanzando aguas adentro en busca de la abundancia marina, y sí que era abundante pues siem-pre regresaban con la barca repleta y las esposas felices y ellos también. Pero una noche, de vuelta a la playa, traían entre sus redes una preciosa sirena de cabellos de grana que por su ingenuidad se dejó atrapar. Su cabellera le invadía el cuerpo, su cuerpo de pez y la piel tersa apenas si fue admirada por los hombres de mar; pues, tan pronto la dejaron en la arena envuelta con la red, uno de ellos se dispuso a ir al pueblo para dar aviso sobre el hallazgo; en cambio, ella que hasta ese momento no había proferido ni un solo vocablo, volviéndose aún más misteriosa, con solo tibios gemidos –que aun pegan-

Capítulo 8

MONEDAS DE ORO

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do la oreja no podían oírse–; no dudó esta vez en hablar, y lo hizo para implorarles que desistan de la intención de alertar al pueblo sobre su presencia y que, a cambio de eso, les entre-garía un baúl repleto de monedas de oro, diamantes y piedras preciosas.

Fue, sin duda, una oferta nada desdeñable, a lo que po-cos se hubieran resistido; sin embargo, luego de una breve discusión entre los cuatro, dos de ellos aceptaron y los otros dos no, estos últimos preferían la fama y gloria antes que par-te del botín. Era cierto que por esa época guardaba un gran prestigio atrapar una sirena y su solo peso valía oro, que ni se comparaba a un despreciable baúl. Todo el mundo quería te-ner por esposa a una de ellas, sobre todo si eras pescador, de modo que por nada absolutamente era transable el asunto.

Los mochicas que constituyeron una de las culturas preín-cas más importantes del Perú, organizaban redadas por todo el litoral con la única finalidad de arrebatarles a los pescadores sus mujeres, las cuales eran bellas sirenas de cabellera dorada y piel suave de pura seda, incluso sus escamas y que por ellas el tiempo no transcurría porque siempre estaban a flor de piel, primorosas y lozanas.

Así, la nobleza mochica se hizo de un importante séqui-to de sirenas que vivían para la exhibición en un gran acua-rio especial que no era de vidrio, y se exponía al público en determinadas celebraciones religiosas y de guerra durante el año; como también el soberano mochica podía escoger en-tre alguna de ellas a su próxima concubina. No obstante, la degradación llegó a extremos impensables con bebés peces y otras combinaciones genéticas muy raras; aun así, era de muy buena suerte saber que se podía contar con sirenas en la comarca, cuyo período de vida muchas veces concluía en las pirámides del Monte Pómac, por eso hasta nuestros días no es extraño, luego de las excavaciones, hallar restos marinos como moluscos y esqueletos de peces junto a una frondosa orfebrería, cerámica polícroma y tejidos en una suerte de re-voltijo histórico y legendario.

En cambio, de aquellos años para hoy, solo quedaba el recuerdo célebre de los antepasados, y la resignación que se atenuaba cada día esperando un milagro o acontecimiento extraordinario para volver a atrapar una sirena en las ricas y paradisiacas aguas del mar de Lambayeque. Por eso es que para los pescadores que no aceptaban el cuento del baúl, sig-nificaba la fama indiscutible de cazadores de sirenas y, con suerte en el sorteo, quedársela uno de ellos como esposa.

Se lanzaron al pueblo para hacer alarde de su proeza, pero antes la sirena les advirtió: si alertan a la gente para que venga a verme, les aseguro que mañana a esta misma hora de la noche, el pueblo habrá desaparecido entre las aguas y no quedará un solo rastro de vida sobre él. Al concluir, esta vez los cuatro se rieron a carcajadas y le arrojaron arena al pez.

Tras el anuncio por todo el pueblo, la multitud se abalanzó al puerto como una hilera de hormigas. De todos los extremos del pueblo, de las lomas, del campo, de lo más lejano, llegaron atraídos por la noticia, para rodear y observar estupefactos la presencia de una sirena atrapada que yacía en la playa.

Pero los rumores fueron tornándose poco a poco en vo-ciferaciones y exclamaciones, habiendo quienes exigían se le dé muerte, porque presumiblemente se trataba del mismísimo demonio, para lo cual las biblias, crucifijos y una ristra de sor-tilegios estaban a la orden del día; como lo estaban también las fotografías y los más curiosos que querían tocarla. Al final, se dijo que era una maldición y que lo mejor era regresarla al agua, pero nadie hizo nada, ni los propios pescadores envuel-tos por una inédita confusión supieron qué hacer con ella.

Sin embargo, la sirena no esperó que anocheciera al día siguiente para cumplir su promesa porque la marea comen-zó a subir rápidamente sin que nadie llegue a advertirlo y, cuando al cabo del desconcierto se fijaron en las olas, estas se habían convertido en monumentales, y presurosas arremetían contra la costa; además, casi de improviso una garúa de gotas

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imperceptibles se había convertido en toda una tormenta de dimensión universal.

Rayos y truenos rompían la atmósfera hasta hace solo al-gunos momentos en paz; eran fogonazos increíbles que nunca antes habían caído sobre el pueblo en toda su historia, y un viento salvaje empujaba las olas descomunales más allá de los extramuros y la gente aterrada corrió a protegerse. Sin embargo, todo fue en vano, la furia de la sirena se había des-atado y no era sino un escarmiento ejemplar para que se en-tendiera a esa especie. Pero ella murió en la playa solo apenas acompañada de un resquemor en solitario, maniatada con redes y cadenas; aun así, antes que cante el primer gallo, todo el pueblo se encontraba sumergido bajo las saladas aguas de un mar azul, que a punta de maretazos lo desapareció por completo.

Sobre lo que dejó la marea, poco tiempo después, se fun-dó el nuevo pueblo inicialmente aislado de los demás, pero muy pronto se conectó con otros a través de unas precarias vías. A la gente se le borró rápidamente el recuerdo del pue-blo antecesor y la abuela de Leonidas se convirtió en una de las primeras habitantes que, por el azar, una noche de desve-lo trajo a la memoria algo que rara vez alguien recordaba o quería revelar.

Un trozo de madera flotando se hundía en el horizonte y una sirena de cabellera azabache, quisquillosa y excitada, jugaba sola a las zambullidas en medio del océano. La cam-panita que anunciaba el regreso a las aulas sonó cuando en ese momento Augusto, Leonidas y Micaela ingresaban en fila india.

Bajo un gigante y raído árbol de amasisa, Augusto cayó en un sueño profundo. La tarde se le había ido por los dedos jugando con Micaela en el huerto inmenso

que ella tenía y en el cual tuvo a su disposición mil frutas que no pudo acabar. Empezaron corriendo de un lado para otro, luego de árbol en árbol haciendo crujir el follaje, para después resbalar por una pendiente de arena y, finalmente, llegar al otro lado del río flotando en una balsa de topa, la que ataron con bejucos y echaron al agua. La ribera del otro lado había sido invadida por decenas de hectáreas de caña brava que asistían frente al sol, a una fiesta de filosos cuernos verdes. Pero, antes de llegar a casa, Augusto se venció por el agota-miento y, sin preverlo, con el pretexto de protegerse del sol momentáneamente, se apoltronó bajo el árbol quedándose raudamente envuelto por un sueño repentino…

Una sombra inesperada le azotó la cara con una rama pequeña, logrando despertarlo. Al hacerlo, descubrió al duen-de típico de sus sueños: raquítico, de orejas y cabello largo, piernas delgadas sin un solo vello pero con raleados vellos en la cara, un sombrero de paja, zapatos de cuero en punta y vestido de verde con un cinturón dorado. Al verlo despierto le sobrevino un ataque de risa que mostraba su dentadura intacta e impecable a través de su boca ancha. Augusto, en cambio, no se vio impresionado por nada; la sola apariencia

Capítulo 9

LA MELODÍA ENCANTADA DEL CHARANGO

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del duende le era tan común y, más bien, con serenidad, le in-crepó por haber interrumpido su apacible siesta. ¡Eso sí no se lo perdonaba! Pero el incómodo visitante no reparaba en su indiferencia; por el contrario, se tiró al piso y ahí siguió rego-deándose a carcajadas mientras Augusto elucubraba las más insólitas ideas: ¿Será que tengo la cara pintada por esas rosas que Micaela frotó en mi rostro?... ¡Quiero en este preciso mo-mento un espejo!... ¿O se me habrán alargado las orejas de tanto oír los gritos de Micaela a los que no hice caso y ahora estoy convertido en todo un duende, tan solo por no regresar con ella al huerto? Pero la balsa no resistía, además se desar-mó y no hubo cómo repararla; por eso era necesario que ella regrese en lo que quedaba de la balsa y yo me las arreglaba como podía, aunque teniendo solamente frente a mis ojos un inmenso cañaveral… ¡Eso nos pasa por creernos explorado-res y surcar el río como si se tratase de una tina!

Cuando el duende estuvo a punto de llorar de risa, la efi-gie de Augusto, de pie, firme y con un gran palo en la mano derecha apuntándole, le empañó los ojos, causando de in-mediato el desvanecimiento de su risa y devolviéndole a la atmósfera su anterior silencio. Solo entonces una misteriosa melodía que brotaba de las cuerdas de un charango se fue propagando por todo el pueblo, colándose por entre las hojas y ramas de cedros, caobas, amasisas, cañas bravas y crestas de un río sagrado y dulce.

No obstante, nadie advertía aún de dónde provenía la pegajosa melodía que tanto a Augusto y al duende tenía ab-sortos. Pero el duende no esperó más y se puso en pie para observar a todos lados con el rabillo furtivo del susto; sin em-bargo, su búsqueda no tuvo éxito, aunque ya para eso la in-triga de ambos aumentaba con un halo de misterio que les cundió de pronto.

Una melodía enigmática no solo es cosa de duendes, pensó Augusto. Había oído, sendas veces, la melodía que el charango en sus diversos acordes era interpretado por los

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músicos en las fiestas patronales de Anchoajo. No obstante, esta era sin comparación alguna, porque las tonadas de sú-bito advenimiento eran para él de un misticismo absoluto, de una composición de notas que se convertían en pura magia. Ambos, sin mediar un acuerdo previo, pero en cambio sí con un solo fin, emprendieron el camino hacia donde suponían era el origen de la melodía, la cual, ciertamente, se oía por todo el bosque, embrujándolo; aún así, no fue tan difícil llegar pero tampoco fue fácil: unas marañas con bejucos venenosos, zarzas caprichosas que emergían de pronto en el camino y cuanta cuna hubo que deshacer para despejarlo se realizó y ahora recién, y después de todo, estamos frente al trovador que no es otro que este Fauno sosteniendo trastes, cuerdas y caparazón de armadillo, pero logrando con una maestría vo-luntaria esta mágica tonada que no acaba, sino que es un hilo infinito de notas anómalas pero tan hermosas a la vez que a mí, al duende y a saber quién más, “nos ha embrujado sin poder resistirnos”, habría susurrado Augusto en silencio.

Un grupo de árboles viejos y frondosos se abren a sus pies construyendo un maravilloso paisaje verde y tropical; apenas si permiten que algunos escurridizos rayos de sol se cuelen por un tragaluz que son sus ramas caídas. El Fauno, que esta-ba bajo uno de ellos, presentaba en sus muñecas la huella de unos eslabones y en sus pies las señas de los grilletes, tenía la cara pálida y estaba tiritando. Era extraño encontrar un Fauno en esas condiciones: ¿como esclavo… y tiritando en pleno calor? Augusto le miró a la cara, el Fauno también, enton-ces una lágrima gris se derramó por las cuerdas, para luego quedar fundida en el interior del charango. Evidentemente, el músico no se sentía feliz de estar allí, pues solo bastaba anali-zar algunas conjeturas para darse cuenta de quién estaba tras de todo esto.

Un viento glacial golpeó con fuerza el rostro del duende, de Augusto y del Fauno y a los animales que merodeaban por

ahí, los cuales huyeron en estampida vaticinando lo peor. Po-cos segundos después la hechicera Atanué Carrel se apareció volando, dibujada por una risa en la boca de lata que tenía en el rostro, el cabello purpúreo desgreñado y con un vestido rojo larguísimo que llegaba hasta el océano. Se detuvo frente a Augusto y le sopló su aliento en la cara, lo que ocasionó que en instantes tuviera decenas de arañas caminándole por toda su faz. El duende, despavorido, se trepó en el árbol de jagua en un santiamén. Desde allí solo atina a observar en medio del temor que encerraba soportar la presencia de la hechicera, a un Augusto que rebosante de arañas se mantiene incólume mientras el Fauno, congelado de estupor en sí mismo, mantie-ne los dedos arañando las cuerdas del charango, porque era ese el hechizo que Atanué Carrel, luego de haberle liberado momentáneamente de sus cadenas, le impuso para atraer a Augusto, pues a parte de ser un gran dios mítico de las selvas era un gran compositor de músicas bellísimas. Luego volvería a colocarle las cadenas y los grilletes, sin que él ponga resis-tencia alguna y sería llevado nuevamente al castillo donde ella vivía y donde albergaba, además, a numerosos esclavos que adquiría como resultado de sus prolongadas cacerías en el bosque, a los que encomendaba alguna labor maléfica.

Augusto sabía quién era ella, de sus hechizos, sus mal-dades y de su gusto desmedido por extraviar a las personas que se le antojara, pero también estaba al tanto de su insania sobre él porque, sin duda, era la piedra angular que le per-mitiría salir de los sueños hacia el mundo real, para convertir finalmente al planeta en una gran aldea que ella gobernaría, logrando, sin que nadie lo pueda evitar, enraizar y expandir la maldad como único sentimiento por todo el orbe. Pero para ello era preciso antes manejar dos situaciones: la primera, descifrar las viejas anotaciones personales de Galileo Galilei y, la segunda, apoderarse del libro de magia de Augusto para cambiar su final. Luego sería cosa fácil realizar los experimen-tos con humanos en varios laboratorios y, después, extender

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la maldición a cien años. Augusto era el puente, pues solo con imaginarlo era capaz de trasladarse de un lugar a otro, de un determinado espacio de tiempo a otro, sin problemas, y de pintar con el color que prefiera las imágenes de realidad y fantasía de sueños y despertares.

Galileo Galilei tenía dentro de sus anotaciones personales guardadas bajo siete llaves en un iglesia europea, la geome-tría exacta para la construcción de un observador del espacio y la lista de los materiales, las notas de procedimientos para la fabricación de naves de transporte interespacial, y muchas páginas sobre la certeza de otro tipo de vida fuera de este pla-neta miserable al que así llamaba Atanué Carrel.

De modo que tenía que vencer a Augusto para que lue-go él mismo la traslade a la iglesia donde se encuentran las anotaciones personales de Galileo Galilei (o por lo menos eso era lo que pensaba y sabía Augusto; sin embargo, él mismo decía que con la hechicera uno nunca estaba seguro de lo que ocurriría). Pero ella desconocía que también para Augusto su existencia significaba de vital importancia y, lo que era más, un solo músculo de él no sentía temor al verla por eso es que estas arañas apenas venenosas, no eran sino un mal rato a lo mucho, y entonces cayó en la cuenta de que ya estaba bueno de pérdida de tiempo y tolerancia, porque además había em-pezado a sentir un leve cosquilleo a causa de los tentáculos.

Un enjambre de avispas africanas se aproximó de repente atacando a la hechicera al unísono, clavándole sus aguijones en partes blandas y duras de su cuerpo, y aplaudidas desde el árbol de jagua por el duende. Augusto había concluido su parte y cayó en la cuenta que, de seguir abajo, hubiera sido víctima por confusión, de las avispas africanas, por lo mismo que no tuvo que pensar demasiado cuando optó por subirse al árbol donde se encontraba trepado el duende, para poder apreciar con mayor regocijo el espectáculo avispahechizano. El duende se percató de que Augusto no tenía más esas horri-bles arañas recorriéndole la cara, habían desaparecido como

lo hizo también Atanué Carrel, pero perseguida por el enjam-bre laborioso de unas redentoras avispas africanas de las que no podía desprenderse.

La rama de la jagua, sin embargo, no pudo resistir de-masiado y cedió. Al caer, Augusto se dio cuenta de que se hallaba en medio de un gran colchón de algodones azules y en la cabecera de una almohada blanca y suave, cuando en ese momento su madre se apuraba en despertarlo.

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Toda la tarde se la pasó pensando en la historia que le contó su compañero de clases; no muy a menudo se reunía con él, pero cuando lo hacía algo ingrato le

revelaba sin que Augusto indagara demasiado, a Roberto se le daba por ser así, hablaba como un loco desbocado aunque casi siempre tenía la razón de su parte o convencía a todos con su certeza.

Su padre, un astronauta asentado en una base de Cabo Cañaveral, murió cuando Roberto apenas era un bebé. El tipo abordó, junto con otros cinco tripulantes más, un trans-bordador cuyo nombre fue quizás Discovery o Atlantis, aun-que decía no recordar con exactitud, para una misión fuera de órbita que no era otra cosa que recoger lo más sólido de eso que llaman basura espacial, la cual yacía flotando varias décadas atrás entre los gases fuera de la atmósfera terrestre y debía ser reciclada dentro de la nave; porque este trans-bordador era uno de los muchos que estaban programados para esa misión (algo así como la ‘Baja Policía’ de la nasa); sin duda, Cabo Cañaveral sabía de este grave problema, el cual, abandonado a su suerte jamás desaparecería, más bien estaban seguros que acabaría perjudicando de manera seria a las futuras expediciones.

Pero resulta que la nave de exploración sufrió un desper-fecto rutinario en esas tareas, exactamente en el sector de la

Capítulo 10

EL MUNDO DE UN EXTRATERRESTRE

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compuerta lateral, lo que mereció que el padre de Roberto se dirija hacia allá para reparar el daño. No contó, sin em-bargo, con que uno de los astronautas le empujaría fuera de la nave, cayendo al espacio para flotar ahí eternamente, ya que el transbordador cerró puertas y escotillas y regresó a la Tierra; a partir de ese momento nadie supo de él y se inventó alguna retrucada excusa para los familiares.

–Es puro cuento –alegó uno de los chicos que, como yo, escuchaba el relato.

–Sí, yo también creo que es mentira. Es una vieja historia que cuentan nuestros abuelos cuando no pueden explicar la ausencia de los padres –dijo alguien.

Sin embargo, a Roberto le valió lo que creyeran o dijeran; era poco o menos importante saber qué pensaban esos chim-pancés, ya que él estaba absolutamente convencido de que su padre fue un gran astronauta y murió traicionado, pero como un gran héroe; de modo que no se lio con ellos en una vana discusión, por el contrario, sonrió y se apartó para seguir jugando al cajón y luego a las bolichas.

En cambio, Augusto no quitó de su cabeza esa idea del viaje al espacio. Empezó a sentir fascinación por uno de esos, pero como capitán de transbordador era, sin duda, soñar des-pierto viajar en una misión como el Apolo a visitar la Luna, Marte, quizá Júpiter y seguir por la vía Láctea atravesando intensas lluvias de meteoritos y sortear un impredecible co-meta que se aproximase a la Tierra, o evitar el impacto de un meteoro con el planeta desintegrándolo en el espacio y, a partir de entonces, elevarse como héroe del espacio a quien la humanidad le debiera su salvación.

¿Y si no hubieran echado del transbordador al padre de Roberto? ¿De qué causas habrá fallecido si es que falleció? Ah, ya sé. Infrarrojos y Rayos Gama lo extinguieron… ¿Por qué querrían deshacerse de él? Y, ¿dónde terminó la nave? ¿Regresó en verdad a la Tierra o se perdió en el espacio?...

Fueron preguntas sin respuestas que se hizo toda la tarde e, incluso, mientras concluía las tareas, repensaba e imagina-ba sobre el triste final del padre de su compañero de cole, sin que por eso deje de tener, como ahora, despiertas las ganas de convertirse en un gran cosmonauta, y navegar por el es-pacio descubriendo otros mundos y librando grandes hazañas en honor a la humanidad.

Al caer la noche ni los zancudos penetraban el mosqui-tero, como tontos se estrellaban de golpe para volver sin su gota de sangre al bosque. Esta era una noche poco común; el firmamento límpido se extendía como una fina capa de azul claro o verde azulado, no habiendo una sola estrella pero sí una luna llena a viva luz que lo alumbraba todo, compitiendo con mucho éxito con las luciérnagas que, acantonadas en los pantanos, aguardaban la madrugada para sobrevolar el río Huallaga que toda la noche desplazaba en sus aguas, barcas y canoas de tripulantes extranjeros que llegaban y se iban de Anchoajo.

“¡Llegar a Saturno tan pronto fue increíble, espectacular! No obstante, tuve que sortear sus anillos milenarios, lidiando en cada uno con el gas helado y el hielo; pero ahora al fin Saturno estaba a la vista; estoy sobre su suelo”, exclamó Au-gusto.

“¡La superficie es de una luminosidad absoluta a causa del Sol que alumbra con tres veces más intensidad que en la Tierra y, por su propia incandescencia interior, tiene los satélites más grandes que haya visto!”; pero él continuaba de tranco en tranco y por momentos parecía acercarse a algunos cráteres creados por la lluvia inevitable de meteoros ambu-lantes que han caído sobre su superficie, convirtiéndolos en grandes socavones obscuros donde apenas la tenue luz de su traje espacial le ayudaba a atinar bien el paso.

Hay unos castillos que no están construidos de ladrillos ni adobes, ni piedras ni cemento, pero se levantan en unas to-rres monumentales en cuya altitud se puede divisar claramen-

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te cuarzo translúcido a modo de tótem, que no es sino una bandera de nación o cultura que apenas si podíamos imagi-nar. Las paredes eran endebles por momentos y, por otros, sólidas como granito. Las puertas y ventanas eran demasiado transparentes como para no observar qué había detrás, pues estaban hechas de un material parecido al tul y las ventanas sin cortinas, más bien al parecer con un espejo al fondo.

Augusto, después de contemplar los insólitos palacios, se desplazó aún turbado, más al Norte, pero tan solo luego de unos pasos sobrevino al planeta una intensa llovizna de mi-neral y polvo interplanetario, pero supuso que se trataba de algo pasajero que a lo mejor la combinación de radiación y su propia atmósfera creaba esa llovizna, de manera tal que prosiguió camino a unas montañas rocosas para continuar explorando Saturno; no obstante, todo hubiera ocurrido tal como lo previó él, si no fuera porque a la llovizna le siguieron rayos Gama y rayos ultravioletas, que en una suerte de com-bate intergaláctico, se vio librado en este planeta a propósito de la llegada súbita de Augusto. Un cráter de menor diámetro, sin embargo lo suficiente para utilizarlo de refugio, se presentó frente a sus ojos impávidos que contemplaban con estupor la lluvia de mineral, ahora eléctrica, con rayos diabólicos que chocaban como fogonazos sobre la superficie amarillenta y crateriana de Saturno.

Al lado del cráter solo podía vislumbrar entre la bruma un gran acantilado, recto como una jabalina, que se extendía hasta un océano o eso fue lo que le pareció ver, y tan pronto lo decidió se marchó para el acantilado exponiéndose como niño travieso a quedar achicharrado por los rayos. No obstan-te, el acantilado le sirvió de covacha imprevista, prolongándo-se ahí su permanencia hasta el término de la tormenta. Desde allí descubrió un vasto mar pétreo, donde apenas podía di-visar algunos peces, ostras y algas fosilizadas, que existieron alguna vez en ese mar y en las orillas, como en las costas de la Tierra, sendas rocas creaban lomas medianas y gigantes, pero

con la diferencia que aquella composición era el resultado de la aleación de metales y gases que las hacía sorprendentes pero tóxicas.

Al cabo de unas horas de tragedia pluvial y de frenesí ul-travioleta, todo menguó, permitiendo que Augusto regresara a los castillos asombrosos que observara hacía unas horas; no obstante, la ingrata revelación que el camino desapare-ció porque sobre él se habían formado colosales montículos de polvo espacial con gran cantidad de desechos sólidos, lo perturbó aún más y le sobrevino, en una dosis de nostalgia, el recuerdo de los palacios enormes de tul y lo sintió tan leja-no como pensar en la Tierra. En cambio, camino a la nada, se encontró en medio de un desierto semejante al Sahara, atestado de oasis cristalinos, cuya agua inexplicable brotaba como chorros de vida del mar Rojo y, arriba, no tan lejano como el recuerdo tétrico de los palacios, un sol dorado de viva alma, águilas de un solo color volando confundidas entre las nubes y una silueta de mandriles colorados volando todos como si se tratara de pájaros.

En la orilla de uno de esos oasis, de improviso empezó a brillar algo, seguramente un elemento que llamó fuertemente la atención de Augusto, quien se dirigió allá pero con cautela. Al llegar, en cambio, solo encontró un trozo de espejo que en contacto con la luz solar despedía un rayo luminoso capaz de llegar muy lejos, no obstante, al volver atrás alguien le empu-jó con fuerza haciéndole rodar por la arena, cayendo medio cuerpo en el agua. Entonces descubrió a un tipo de estatura muy baja, rechoncho, de tez clara como el papel, pero trans-parente como el mismo agua, algo así como leche translúcida y empezó a moverse de un lado a otro como inquietado por cosquillas, pero en silencio mirando a todas partes, como si buscara saber si había más seres como Augusto, quien estaba a punto del vértigo, y un halo de terror le cogió de pronto como escalofrío tibio de espanto y solo atinó a observarlo desde la arena.

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–Hola –le dijo al extranjero.–Ho… la –titubeó él.–¿Cuál es tu nombre? ¿De dónde viniste? ¿Qué estás ha-

ciendo por aquí?Le hizo tres preguntas; Augusto no sabía por cual empe-

zar. Al final de todo tenía que pronunciar algo, “no es bueno quedarse callado cuando alguien te hace una pregunta, sobre todo en estos momentos”, reflexionó para sí.

–Mi nombre es Augusto, vengo de un planeta llamado Tierra y, bueno, solo quise explorar Saturno; pero si no te importa ahora mismo me regreso pa’mi planeta –le dijo, tem-bloroso y poniéndose en pie.

–No te preocupes, no tengo inconveniente de que estés aquí; por el contrario, me alegra ver a un ser distinto a mí. Mi nombre es Senturiel, soy natural de este planeta y vivo muy cerca de donde estamos.

–¿Tienes familia, Senturiel? –le preguntó ya en confianza y más relajado.

–¿Qué es eso?–Parientes, o sea gente que vive contigo en tu casa. Tu

padre, madre, hermanos.–Ah, sí; tengo madre y padre pero no tengo eso último…

¿Cómo dijiste?–Hermanos –repitió Augusto.–No, eso no tengo. Acá los padres solo pueden tener un

hijo.–¿vives con tu papá, tu mamá… dónde están todos?–Ah, sí, vivo con ellos; en este momento deben estar ex-

plorando una de las lunas de Saturno, quizá Tetis o Jápeto.–Y… ¿qué buscan?–Materiales.–¿Materiales… qué tipo de materiales?–Hebras de rayos sólidos, clarifalia y mampostería de

neón. Necesitamos todo eso para reconstruir nuestros hoga-res y los sistemas de conexión interespacial, porque luego de

la tormenta nos quedamos aislados e incomunicados casi por completo con el resto del universo.

–Guau, qué escucho. Todo es tan perfecto y avanzado aquí, ustedes superan los videojuegos de la Tierra, eh.

–Todos aquí, en casa, tenemos la facilidad de oír más de mil emisoras de radios en alta frecuencia a través de ondas electromagnéticas, y algunas veces hasta ponemos programas que se transmiten desde tu planeta; aunque no mucho, pues en verdad en otros planetas hay más variedad y tienen un contenido de mayor nivel.

–Eso sí, tienes razón. Pero si en la Tierra tuviéramos ese sistema que ustedes poseen, tenlo por seguro que yo oiría esas mejores frecuencias.

–Pero nosotros no solo oímos, también vemos, aunque no en tiempo real, pero lo dejamos que se grabe y al día si-guiente lo visualizamos.

–Ah, bueno, eso también pasa en la Tierra; pero nosotros, en mi país, le llamamos microonda chola. Ja, ja, ja.

Senturiel también se rio aunque sin entenderlo, solo por seguirle a él, pero con una risa bastante torpe que seguramen-te le causó más gracia a Augusto.

–Sí que fue muy fuerte esa tormenta, lamento mucho lo que les ha pasado, –le dijo Augusto, parando la broma.

–No fue solo la tormenta.–¿No?–No. Ayer impactó la superficie de Saturno un meteoro

que casi lo parte en dos. Ese gigantesco cuerpo celeste ha des-truido estructuras milenarias y matado a cientos de miles de habitantes sepultándolos; apenas unos pocos sobrevivimos y solo algunos edificios se mantienen aún en pie, pero no sabe-mos hasta cuándo, pues los remezones se sienten diariamen-te, a veces intensos y prolongados, pero a veces tan leves que pasan inadvertidos.

–Es cierto, he sentido algunos desde que estoy en suelo saturnal, pero creí que se debía a la gravedad.

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–No es así –reparó el extraño ser.Senturiel se puso triste, aunque pronto se le iluminaron

los ojos cuando vio que sus padres se acercaban en una nave rarísima para Augusto, donde traían lo necesario para recons-truir su hogar y restaurar las comunicaciones, que hacía que su vida sea absolutamente normal y completa.

Empezaron a zarandearlo luego de haberle retirado la sábana y le dieron bofetadas suaves para despertarlo, y él, cuya interrupción no habría deseado, observó ya despierto a través de los cristales de sus ojos, las dos figuras vivaces y alegres de sus hermanitos. Se frotó rápidamente los ojos para darse cuenta que había arriba un sol de alma viva hiriéndole la cara, y anunciándole que hacía buen rato debió despertar para ir a la escuela. C

ada tarde, en la penumbra, el jardín resplandecía como metales en crisol, mismo oro en las minas prolíficas del Perú o como el metal áureo que se lava y relava en las

aguas del río Marañón y en algún riachuelo de la jungla. ¡Un ensueño! Solo bastaba pensar en un jardín donde no hiciera falta nada y entonces esa era la imagen frente a tus ojos. Las corolas las habían de todas formas y tamaños: margaritas, orquídeas, gladiolos, entre otras. Un planeta verde se tornaba cada vez más verde, pero verde áureo y verde luminoso. Toda la inflorescencia era tan perturbadora que apenas si podíamos acertar o adivinar el nombre de las rosas que, agitadas por el viento, lo envolvían todo con un aroma de recreo, fresco y permanente, que a mí y a mis hermanos nos atrapaba tan pronto asistíamos al jardín, afanosos en la poda o el recojo de algunas maravillas.

En la noche ni qué decir. Todo el jardín estallaba de fluo-rescencia en bellos botones que destellaban finos hilos de cris-tal, que en contrapunto con su propia luz tejían un manto de calor y frescura a la vez, y la escarcha de los pétalos podía herirse con cada rayo de luz. Cada tarde y cada noche se volvían incandescentes, pero sin quemarse un solo botón de rosa.

Todo el jardín se iluminaba de pronto; y las orquídeas y cucardas –ah, las orquídeas–, se abrían en par y sus flores,

Capítulo 11

LAS FLORES ÁUREAS DEL JARDÍN

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combatiendo a trompadas con el picaflor, eclosionaban a la vida desde la vida; y la muerte, la muerte no era más que un triste pero olvidadizo recuerdo del pasado.

La yerba seca reverdecía y era posible que la chirimoya se cargara de sus mejores frutos, o algún pájaro bullebulle y otro sosegado interpretaran cada uno, a solas y a su modo, su canto.

La yerba era un manto fresco rebosando de una vida so-lemne e inmortal, a partir del cual todo se pintaba de verde. Creo que mis primeros pasos fueron en este jardín y, de he-cho, luego de hacer mis travesuras en casa habitualmente, huía a ocultarme en este refugio privilegiado con el que po-cos en el mundo, pero muchos en Anchoajo, contaban. Quizá detrás de las hojas ensiformes o del tallo de la achira u otro rosal semejante cargado de primavera. A lo mejor me trepaba en una de las ramas de la chirimoya y mi madre después… ¡Augusto! ¡Augusto! Y luego que la cólera se le esfumaba yo regresaba a casa lleno de temor pueril; pero mi madre, que era una mujer tan dulce, tierna y bondadosa, se apuraba con una sonrisa corrigiéndome con amor.

En las tardes quemadas por el verano, todo Anchoajo era un clavel. Los niños jugaban en la plaza del pueblo inventan-do nuevos juegos, los caballos vagaban campantes por las ca-llejas, los habitantes atrapaban avispas comestibles (huashos), mariposas de canela y fingían ser ruiseñores e imitaban el ru-gido de los jaguares para ahuyentar el peligro, y otras tantas argucias para atraer a la presa.

Las callejas están alborotadas por ambulantes, perros vagos, florecillas tendidas, yerba crecida por los sardineles rupestres y por cantores extranjeros que han llegado para la fiesta patronal, cuya festividad es la más importante de todas, y en la cual se preparan los más ricos potajes y se organizan números de arte, pandillas bailables y otras extravagancias como concursos, kermeses y jincanas.

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Los niños, amigos míos, tanto o más que yo se atiborra-ban del polvo que el viento traía. Y, a cada paso, hasta fuera de las casas: un arbusto, una flor, un pequeño jardín.

Nosotros solíamos jugar en la plaza del pueblo, donde todavía siguen vagando los caballos, borricos, borregos, saji-nos, sachavacas y majases. En toda la plaza crecían enormes árboles, quizá secuoyas, arbustos de los que nadie sabía su nombre y pomarrosas, pero también había árboles viejos que se doblaban por los años; precisamente cerca de uno de estos nos apurábamos en jugar a las bolichas, al trompo o nos ser-vían de vida y muerte en el juego del cajón.

Corríamos por toda la plaza, que en realidad era una pla-zuela pero nos enseñaron a llamarle así, y a veces nos íbamos de bruces o resbalábamos en la fina capa de cemento que era la vereda y regresábamos a casa, agotados y con cinco kilos de polvo sobre el cuerpo… ¡Eran maravillosos esos años en Anchoajo, qué duda cabe!

A veces, bajo una redonda luna de queso me hallaba en medio del jardín, tarareando como quien compite con el croa, croa de los sapos, los cuales brincaban por no sé dónde, pero sin duda yo sabía que ese croa, croa, era el lenguaje de pro-testa que algún príncipe encantado pronunciaba, deseando volver a su palacio para casarse con su amada, y que la novia perdida en el bosque estaría vagando de arboleda en arbo-leda vanamente sin poder hallarlo; aunque creo también que sería el anuncio de una lluvia que pronto arreciaría, y es que, en efecto, una garúa que al principio fue celeste se ha con-vertido en finos cristales de colores, que ahora observamos cuajarse en los pétalos, en las hojas, en el umbral verde de la noche.

Yo regresaba a casa mojado hasta los codos por el agua-cero tibio y dulce de luna llena, pero cuando volvía atrás antes de ingresar finalmente a casa, las luciérnagas relampagueaban con mucho más de su propio esplendor por todo el jardín, en su vuelo enigmático y misterioso. No obstante, en Navidad el jardín era una fiesta llena de luz. De las cinco plantas de hierbaluisa, a la medianoche exactamente brotaba una flor:

¡la flor de la hierbaluisa! Era una de oro, oro puro. Solo una vez al año, cada veinticuatro de diciembre a la medianoche.

Por eso los años transcurridos han sido para mí motivo de ansias, pues cada vez que llegaba diciembre empezaba a estar pendiente del día veinticuatro y los días se iban volan-do, y la fecha se acercaba o sentía que se acercaba con tal ligereza que pocas veces echaba de menos el chocolate, el panetón o los juguetes. Esa flor de oro lo valía. ¿¡Te imaginas lo que podría comprar con ella!? Panetones todo el año, los mejores juguetes, mi computadora personal, la mejor ropa y a mi madre la tendría como a una reina, ¡como se lo merece! Y a Gabriel y Alcides les regalaría un cuarto lleno de juguetes, libros, chocolates y todo aquello que me pidan; y a Micaela le regalaría una ramo de rosas diariamente, pero no unas rosas cualquiera, tendrían que ser esas que florecen a mitad de la ciénaga, las cuales tienen cada pétalo un color y aroma dis-tinto. Sí, tiene que ser de esas rosas y también comprarle un vestido azul para que las poesías que declame en las noches de arte en la escuela, tengan una chispa de magia que le ha-rían única.

Desde mucho antes de las doce ya estaba con mi candil, frotándome los ojos frente a una de ellas, la que mamá tiene sembrada al fondo de todo. voy aguardando el momento pre-ciso, para arrancar, con toda mi fuerza y con la ayuda de una sierra su flor de oro. Tenía que ser inmediatamente después de su aparición, y por ningún motivo se podía pestañear, de lo contrario se la lleva el diablo. Afortunadamente el olor fres-co de la noche y la vegetación funcionan como desasosiego. No obstante, resulta que la suerte no ha estado de parte mía lo suficiente que digamos, porque a decir de mí, faltando solo unos minutos o quizá segundos, ocurre que me quedo dormi-do o el candil se apaga súbitamente con el viento y hasta que lo encienda la flor se me ha ido (o mejor dicho se la llevaron), no logrando hasta hoy arrancar la flor de hierbaluisa. Quizá esta Navidad tenga mejor suerte; hay que seguir con las ga-nas, eso sí.

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Todos los que pasaban por ahí sentían lástima por ese árbol sin hojas, seco, muerto en vida. En cambio, a otros les parecía tan espantoso que creían que se tra-

taba de alguna persona que había sido encantada, quedando con la apariencia de este tétrico árbol absolutamente solo en medio de la nada. Era de color cenizo entero, tallo membrudo y de unas ramas endebles a las que ningún pájaro asomaba.

Por la noche pasaba inadvertido, apenas si alguien de pronto tropezaba con él por pura casualidad, pero a partir de la aurora aparecía desde lejos su imagen triste y, desde cerca, su imagen aún más triste. Habría sido en su mejor tiempo uno de aquellos frondosos y rebosantes de hojas verdes, en verano, y gualdas en otoño. Tal vez floreció en primavera con sus ramas crepitando por el viento y por las madrugadas fres-cas; donde las moras cubiertas de un rocío, que en las fértiles temporadas del año caía en forma de cristales oscuros pero brillantes, terminaban en tierra para que después los poblado-res de Anchoajo con sus cestas las recojan, e iban a dar a un gran recipiente para el dulce de moras.

Pero ahora ya no es más que un árbol que no se parece sino a un palo, un palo insignificante que nadie toma en cuen-ta; no obstante, se mantiene en pie como poniendo resisten-cia al tiempo que le ha sobrevenido de modo hostil, aunque no tiene defensas para resistir más y a veces en el invierno,

Capítulo 12

EL ÁRBOL SIN HOJAS Y LA MONTAÑA NEGRA DE ATANUÉ CARREL

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a causa de unas inadvertidas lluvias, se inclina de un lado para otro, de Norte a Sur o de Este a Oeste, lo cual hace su-poner una despedida involuntaria que el pueblo no advierte, tampoco las aves que pasean su vuelo por encima y que ni por equivocación se posan o construyen sus nidos en él. Na-die quiere saber cuál será su final, como a nadie le importa ya si alguna vez brindó jugosos frutos que les habría salvado de la hambruna después del aguacero diluvial que sobrevino a Anchoajo y que mató a miles.

Atravesando el río Blanco y dejando atrás perdidos mo-numentos de piedra entre el bosque tropical, damos al fin con la Montaña Negra. Ni bien asomamos, unos tenebrosos pá-jaros negros nos dan la bienvenida con sus gorjeos, y toda la montaña se sacude como si cobrara vida por un hechizo y es que, no muy lejos de allí, se encuentra el castillo de Atanué Carrel, al cual Augusto, Micaela y el duende han llegado para saber del hechizo que le impuso al árbol de moras que agoni-za en el pueblo.

Tras separar algunas ramas espinudas y después de un riachuelo de aguas turbias se hallaba el castillo, uno cuya base de piedra sostenía su estructura cuneiforme con ventanas de hierro y dos puertas gigantes: una en el centro y otra en la parte posterior del edificio. Era como si el sol no existiera allí. Todas las tinieblas estaban acaparadas en nubes densas que flotaban sobre el castillo y los pájaros negros, como diablillos, volaban en derredor. Eran, en realidad, los guardianes y a la vez espías que comunicaban a la hechicera todo lo que veían y oían. Para evitar ser descubiertos los tres se vistieron de negro y, de rato en rato, cuando los pájaros sobrevolaban el territorio, fingían volar para engañarles que eran como ellos y así, sin contratiempos, pudieron llegar más pronto de lo ima-ginado a la puerta principal; sin embargo, estaba cerrada y tenía un peso monumental. Pero luego reflexionaron sobre la manera de poder entrar; al final, resolvieron que no te-nían otra alternativa que subirse por las espigadas paredes

hasta dar con aquella ventana abierta de arriba. Ahora faltaba decidir quiénes subían, pero ese no fue el problema, pues el duende se ofreció a hacerlo y luego abriría la puerta para que Augusto y Micaela pudieran ingresar. En realidad, no fue mu-cho trabajo convencer al duende de acompañarlos, se había hecho amigo de Augusto y, naturalmente, no dudó en serlo también de Micaela, que ahora compartía los mismos sueños que él de una forma que nadie podía explicar. Empero, el duende le hubo advertido a Augusto que existían otros de su especie que no lo querían, porque eran malos y trabajaban al servicio de la hechicera Carrel; no es difícil suponerlo, habría subrayado Augusto al tiempo de agradecerle por su amistad.

Hace cien años el reino Duendino se partió en dos. De pronto, la enemistad cundió entre los corazones de todos. Empezaron a pelear sin razón, a quitarse cosas que no eran de su propiedad, a saquear las minas de sal por el simple gus-to de hacerlo, bloquearon las minas de oro y quemaron todos los mapas de nuestras comarcas, de las minas, de las escuelas, de los parajes, sacrificaron a nuestros animales y cada cual prendió fuego a su casa, para luego tener que reconstruirla y nuevamente incendiarla, y ese ciclo continúa hasta nuestros días por obra del hechizo.

Pero falta poco para que se cumplan los cien años desde que la hechicera impuso aquel conjuro. Aunque pocos hemos sido los que nos sobrepusimos al hechizo bebiendo agua del río Crétalo, que es la única manera de regenerar nuestra bon-dad y armonizar nuestros corazones; aún hay muchos her-manos duendes que andan haciendo maldades por sí solos o bajo las órdenes de la hechicera.

–¿Y por qué no les dan de beber esa agua a sus demás amigos? –inquirió Augusto.

–Ya no es posible –respondió el duende.A lo que Augusto preguntó de inmediato:–¿Por qué?

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–Porque Atanué Carrel hizo secar el río Crétalo y ahora solo es un montón de piedras calcinadas por el Sol, y perma-nece guarnecido de un musgo negruzco y pestilente –le reveló el duende, para luego treparse a las paredes como una rana y en un santiamén estuvo dentro del castillo, burlando así a los pájaros negros y a la misma Atanué Carrel, que al parecer estaba tomando una siesta.

Con el mayor cuidado posible descendió por unas largas escaleras espiraladas de pura piedra, las cuales, en su borde, apilaban musgo y ciertos cristales filosos. Pero cuando estuvo a punto de llegar a la puerta principal observó una fogata que ardía sin leña que la avivara y le distrajo de su camino yendo hacia allá. Solo entonces descubrió un árbol en miniatura, quizá con diez centímetros de tamaño ardiendo sin quemarse y quebrándose cargado de ramas y frutos. El duende sintió pena por él, pero mientras lo observaba notó algo muy co-mún que le resultaba familiar, como si alguna vez le hubiera visto pero en tamaño normal. Sin embargo, tenía que dirigirse pronto a abrir la puerta para que ingresen sus amigos hacién-dolo a duras penas, pues era tan pesada que solo con ayuda de unas palancas y echándole mucha fuerza desde adentro, y su amigos empujando desde fuera, pudieron finalmente abrir el portón.

No supieron por dónde comenzar, qué buscar, ni cómo le harían para descubrir el hechizo que Atanué Carrel le dio al árbol del pueblo y el contrahechizo que le devolvería a su estado normal. No obstante, estaban completamente seguros que de allí no regresarían sin su cometido y si se daban prisa era mucho mejor. Para ello, se dividieron: Micaela iba con el duende a la biblioteca del castillo a buscar entre sus libros el contrahechizo del árbol, mientras que Augusto echaría un ojo al castillo para impedir que la hechicera pueda atraparlos.

Pero no bien Micaela y el duende hicieron su ingreso a la prolija biblioteca, y Augusto oteaba entre algunas habitacio-nes infestadas de telarañas y mala hierba, alaridos de aves y

el gruñido de bestias estremeció el silencio del castillo. Todos lo escucharon y el temor natural les sobrevino, pero no por ello cejaron en su objetivo.

Augusto se apresuró a la biblioteca para proteger a Micae-la y al duende, y avisarles que no había hallado nada impor-tante en las habitaciones innúmeras y pestilentes, pero que le llamó mucho la atención un arbolito quemándose en la cuna de un rincón de la sala, de cuyo cielo raso caían eslabones anchísimos y oxidados; por su parte, Micaela había leído al-gunos libros encontrando en uno de ellos el contrahechizo del árbol de Anchoajo, cuya explicación anotaba que solo tenían que trozar una de las ramas de ese arbolito encendido que había visto el duende y Augusto, pero no cualquier rama, sino la dorada, y luego llevarla hasta donde estaba el árbol sin ra-mas y adherirla a su tronco; solo así la vida volvería a él, y la apariencia trágica que tenía ahora pasaría a este arbolito que se quema y no se quema.

–Pero ¿cómo daremos con ella si todo parece dorado por el fuego? –preguntó Augusto.

–Fácil –respondió Micaela–. Lo único que debemos hacer es apagar el fuego y luego será simple distinguir cuál de sus ramas es la dorada.

–Sí, muy fácil… ¿y cómo piensas apagar ese fuego, si pa-rece eterno? –le dice Augusto.

–Ya lo tengo: el musgo –indicó el duende.–¿Qué haremos con el musgo? –inquiere Augusto.–Todo el musgo que hemos visto en la Montaña Negra,

en las escaleras, cerca de la puerta y en todos lados, no es otra cosa más que puro hechizo, y si el fuego que hace arder al ar-bolito nunca se apaga y tampoco lo consume, entonces quie-re decir que también es un hechizo –les explicó el duende.

–Y hechizo con hechizo no pueden competir porque han sido dados por la misma Atanué Carrel –agregó Micaela.

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–De modo que si tiramos musgo al fuego lo apagaremos, y luego con mayor facilidad podremos distinguir la rama do-rada que nos llevaremos a casa –resumió Augusto.

–Exacto –agregó Micaela.–Pero no es tan fácil, creo que la hechicera acaba de

llegar o despertar, y ahora las cosas se nos complican –alegó el duende.

No obstante, Augusto le abraza y le dice: –Pero si no empezamos ahora nunca lo lograremos.

Andando…

Una ristra de pájaros negros se desplazaba por los pa-sillos a toda prisa, las lechuzas y los búhos desde las canteras picoteaban la piedra de rato en rato en una

suerte de intervalos, mientras gorjeaban como si todo apun-tara a una gran reunión. Precisamente la hechicera Carrel, sentada en un sillón de carbón de piedra volcánica, aguarda-ba a sus súbditos que eran bestias de todo tipo y pajarracos oscuros a los que les hablaba como si se tratara de personas.

Todos estuvieron reunidos de pronto en el salón principal, que era uno de espejos relucientes y de paredes con enchapes de oro. Desde la puerta de entrada hasta donde quedaba el sillón de piedra volcánica se extendía una alfombra roja guar-necida de polvo gris y cristales rotos. El salón estaba repleto, todos estaban menos los esclavos y la guardia de celdas, pero cuando estuvo a punto de empezar la reunión algo falló y des-de el cielo raso descendió un enorme peso convertido en roca meteórica, matando a muchos de sus súbditos y dejándola a ella en una consternación de la que rápidamente se sobrepu-so, para ordenar a su guardia personal dirigirse a la cornisa y averiguar qué era lo que había sucedido.

Los asistentes a tal reunión todavía estaban en zozobra, pues nada similar había ocurrido jamás en el castillo; incluso el diluvio de Anchoajo no logró hacer estragos por allí porque todo estaba embrujado y bajo el control de Atanué Carrel;

Capítulo 13

LA MONTAÑA NEGRA TIENE vIDA

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sin embargo, esto fue tan impredecible que luego de saber que casi la mitad del castillo había sido destruido de la nada y por ninguna causa razonable, aparentemente, la hechicera explotó, encabezando ella misma la indagación del porqué gran parte del castillo se vino abajo que por poco la mata.

Ahí aprovecharon los intrusos yendo de prisa con gran cantidad de musgo hacia el arbolito ardiendo, el cual tiraron sobre el fuego apagándolo sin demora y, tras esperar los res-quicios de un humo silueteado y espiralado, el ambiente se tornó claro, tanto o más como para distinguir a plenitud la rama dorada que hacía falta. La desarraigaron e igualmente de prisa echaron a correr hacia la puerta, dejando atrás aquel tenebroso lugar que de no ser por el árbol sin hojas, jamás hubieran visitado.

Empero no fue tan fácil salir. Tras llegar al primer piso ad-virtieron que la puerta estaba cerrada, ya no encontraron las palancas que ayudaron a abrirla, y empezaron a escuchar el vuelo de los pájaros y las pisadas fuertes de las bestias que se acercaban a ellos; entonces se separaron nuevamente, pero acordaron reunirse en la ventana por donde ingresó el duen-de. Los tres tomaron rumbos distintos pero, a partir de enton-ces, por cada pasillo que transitaban les quedaba cierto sinsa-bor, pues maléficos conjuros se abrían a su paso: laberintos, habitaciones infinitas, pantanos y trampas que ellos, afortuna-damente, aunque con muchísimo riesgo y calamidad, pudie-ron sortear. Los pájaros negros no cesaban de perseguirles y a picotones les hacían correr más rápido, aunque al duende se le ocurrió fabricar, con lo que halló, un espantapájaros ha-ciéndoles estrellar contra las paredes, huir a muchos otros o caer sin vida al piso.

Cuando estuvieron reunidos en la única ventana abierta, se dieron cuenta que unos tres pisos más abajo había otra y que era cuestión solamente de abrirla, para luego tirarse fuera del castillo, porque desde la altura en que estaban hubieran terminado afuera, pero con algunas costillas y piernas rotas;

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no obstante, en el intento de bajar fueron sorprendidos por la hechicera que andaba tras sus pasos y ahora los tenía frente a ella, lo cual representaba una delicia inenarrable, ya que se convertirían en los prisioneros de honor; aquellos que jamás tuvo la dicha de albergar en su castillo.

Les envolvió en un manto invisible y los hizo levitar re-torciéndolos de dolor. ¡A girar!, ¡a girar!, gritaba la malvada mujer y el manto obedeció convirtiéndose en un gran remo-lino, y ellos gritaban por el susto con un mareo involuntario por las muchas vueltas. Ella, en cambio, se regodeaba en una risa siniestra que blandía en toda su boca ancha, y los pájaros negros que habían formado un redondel en el aire también reían convertidos ahora en enanos luciferinos de color rojo.

Pero entonces de la boca de Augusto salió un sonido oclu-sivo: “sshsshssh”, poniendo en alerta al enjambre de avispas africanas que ya se habían convertido en aliadas suyas y más pronto que luego aparecieron con una furia letal, invadiendo el castillo para hundir su aguijón en todo aquello que estuvie-ra en movimiento; exceptuando, naturalmente, a sus amigos que cayeron luego que la hechicera fuera atacada por ellas.

Empezó a defenderse como pudo inútilmente, pues sus hechizos no podían contra las avispas, de modo que tuvo que huir a refugiarse en algún resquicio del castillo. Sin embargo, los que llevaron la peor parte fueron los enanos de color rojo que ahora, convertidos, no podían sino soportar únicamen-te las venenosas picaduras de las avispas africanas, porque mientras corrían echaban de menos su plumaje negro, el pico curvo, pero sobre todo las alas que les hubieran ayudado de mucho para escapar. La reina hizo subir sobre ella a Micaela, a Augusto y al duende para ayudarles a abandonar el castillo, pero todas las avispas la empezaron a seguir, pues creían que estaban regresando al panal y, como no fue así, cayeron en las manos de unos cazadores furtivos que las atraparon para llevarlas a que produzcan miel en unas colmenas orgánicas

que, por aquel entonces, proliferaban en Anchoajo en la ven-ta ambulante. La reina no pudo soportarlo, como tampoco lo pudo soportar Augusto, así que le pidió hacerles descender para que ella regresara con el resto y pudiera evitar su escla-vitud en manos de los habitantes.

Descendieron, pero no de buen modo sino de una ma-nera accidentada, pues todos cayeron sobre unos arbustos carnívoros y espinosos que, al sentirlos, abrieron las bocazas que tenían ocultas entre sus hojas también gigantes. Ense-guida se pusieron a correr porque los arbustos no cesaban de perseguirlos, y luego las enredaderas tejidas por toda la montaña cobraron vida en unas trampas que les hacían caer y enredaban todo el cuerpo hasta asfixiarlos; pero ellos, con mutua ayuda y basándose en las mañas del duende, esca-paban de una y otra trampa y emboscada que la Montaña Negra urdía.

En medio de ella era posible todo. Una niebla densa se aproximaba con rapidez, lo cual era poco creíble pensar que se trataba de algo natural. Antes de dar tiempo a nada pe-netró por entre los arbustos carnívoros, por los pantanos, las zarzas y las ciénagas, oscureciendo como un eclipse total la montaña, y fue ese el momento en que Atanué Carrel, mon-tada en una carrocería que trasladaba cuatro corceles negros que ella misma dirigía, se aproximó a donde estaban ellos; que ya empezaban a correr antes que los atrape, pero por accidente tropezaron con un tronco seco que estaba atrave-sado en medio del camino, cayendo estrepitosamente a un hoyo no muy profundo donde estaban acantonadas, en una celda cerrada pero transparente, cientos de libélulas que fue-ron víctimas de la hechicera cuando la Montaña Negra era un hermoso bosque florido, donde existía toda clase de flora y fauna, y todo era radiante, lozano y maravilloso, como los bosques tropicales en Anchoajo.

Las libélulas no solo zumbaban sino que desde luego po-dían hablar perfectamente el idioma de los inesperados fu-

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gitivos; así, la jefa del grupo les habló con voz fuerte para que la puedan oír y, a través de sus palabras, les dio calma diciéndoles que era poco probable que la hechicera se salga con las suyas, ya que todo parecía indicar que la niebla les se-ría de mayor ayuda para que pudieran escapar de la monta-ña. La jefa era una parloteadora incansable y bromista, pero en ese momento no estaban para bromas ni mucho menos; así que Micaela, con la ayuda del duende, liberó de la celda transparente a las libélulas que, en vez de huir en estampi-da, se reunieron alrededor de los tres para planificar la for-ma en que saldrían de allí y escaparían definitivamente. Solo entonces ocurrió lo increíble… alcanzaron su tamaño límite: setenta centímetros de largo, conformando un ejército inédito e invencible de libélulas gigantes. Iban adelante mientras los tres corrían a toda prisa por los caminos que, a sus pies, se convertían en verdaderos laberintos pero les ayudaban a en-cauzarse en el camino acertado y el embrujo de Atanué Carrel no surtía efecto, las bestias también les perseguían, pero el duende y Augusto armaban las trampas en las que caían sin poder evitarlo u otras se desbarrancaban por los desfiladeros, y tropezaban por una falsa presa hasta los pantanos veneno-sos que había por doquier.

A las libélulas gigantes se les abrió el apetito de tanta gue-rra que se lanzaron sobre un robusto árbol que estaba sem-brado al final de la Montaña Negra. Empezaron por las hojas, luego arremetieron contra el tronco; sin embargo, no contaban con que la hechicera había tomado la forma de aquel árbol y, sintiéndose devorada, cobró su estado normal para asombro de todos. Las libélulas se aterraron, aunque no les sorprendió mucho, pues tenían la corazonada que ella andaba por ahí, ya que fue bastante raro no habérsela topado antes. Conver-tida al fin en la malvada mujer que era, se abalanzó sobre Augusto haciéndole rodar por una pendiente, ocasionándole muchas heridas en el cuerpo, pero eso no le dio mayor triste-za que ver la rama quebrada, la cual habían protegido tanto

hasta ahora. Ya no servía más para dar vida al árbol sin hojas de Anchoajo.

Las libélulas fueron en su ayuda atacando a la hechicera, y el duende que aún conservaba en su talega un poco de mus-go, se lo tiró encima, mientras Micaela auxiliaba a Augusto. El musgo también funcionó para la vieja haciéndola regresar a su castillo, porque dando alaridos desapareció entre la densa niebla de la montaña. Aún así, la misión estaba incompleta y el viaje había resultado en vano porque no tenían consigo la rama dorada. Solo quedaba resignarse y volver. Esa re-signación precisamente fue la que se le dibujó en el rostro a Augusto y Micaela.

–Por lo menos lo intentamos –dijo ella. Él, en cambio, calló y la jefa de las libélulas se acercó a él, le abrazó con las alas muy abiertas y le besó en la frente.

–No sé por qué tanta tristeza –rechinó el duende.–¿No sabes por qué?, ¿dónde diablos anda tu mente que

no te das cuenta que perdimos la única posibilidad de regre-sarle la sonrisa al viejo árbol? –replicó Micaela.

–Es que no hace falta colocarle la rama dorada para que vuelva a su estado normal –dijo.

–¿Entonces? –pregunta Augusto, reponiéndose de su con-goja, aún sentado sobre la piedra.

–Como ya le quitamos la rama dorada al arbolito que-mado, le hemos regresado a partir de ese momento la vida a nuestro amigo, de modo que no hay necesidad de pegarle la que traíamos.

–¿En serio? ¿Lo dices en serio? –pregunta Augusto con cierta emoción.

–Claro que es en serio –le respondió.–Ya era hora que lo dijeras, duendecito –replicó la jefa.–¿Tú también lo sabías? –inquiere Micaela.–Bueno… digamos que sí, eso lo saben todos los que vi-

vimos en la Montaña Negra –y se avergonzó, quizá de no haber sido ella quien lo dijera. Los chicos se alegraron mucho y sonrieron.

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Las libélulas se despidieron de ellos agradeciéndoles por devolverles su libertad y mostrándoles su disposición de ayu-darlos siempre que lo necesitasen. Se marcharon en un vuelo que a lo lejos se tornaba azul, azul claro, celeste, celeste claro. Poco antes de llegar al pueblo, el duende se despidió de ellos con un hasta pronto y se perdió en la maraña del bosque. Al llegar, del viejo árbol sin hojas y ramas escuálidas solo que-daba el recuerdo pálido en algunas personas que preferían entre las demás frutas, las moras. Se había convertido en un frondoso árbol con las ramas rebosantes de frutos que llega-ban a tierra y, en derredor suyo, un manantial de florecillas que, a partir de entonces, cada tarde, entonaban un himno semejante al de las caracolas, al rugido del tigre en sinfonía con los paujiles o al de la música cuajada de romance en las fiestas prolongables e infinitas que a menudo se organizaban en Anchoajo, que era un pueblo de fantasía, de una fantasía real.

Y cuando despertó, el uniforme planchado en tela de seda yacía colgado en la percha. Coincidiendo en el portón de la escuela, decidieron no contarle a nadie de la aventura que les significó llegar hasta la Montaña Negra para salvar al viejo árbol, sorteando las maldades de Atanué Carrel, y gracias a las avispas africanas y a las libélulas, que en una suerte de menudas aliadas fueron de gran valía para que la hazaña sea completa. Ambos sonrieron cuando, insistentemente, Ludovi-co interrogaba a Augusto por lo que había soñado la noche anterior; él no comprendió la sonrisa cómplice y los guiños de ambos, pero tenía la corazonada de que la noche anterior había sido una gran noche, eso sí.

Orlando es un Arcángel! Lo supo mi madre al traerlo al mundo y desde aquella vez hasta hoy, pese a no estar ya entre nosotros, lo sigue siendo. Se le puede

ver en las estrellas, en la compañía simultánea que brinda a mi madre, a Alcides, a Gabriel y a mí. En las florecillas sil-vestres del campo, en los ojos de los bueyes arando la tierra para sembrar el arroz, las betarragas, el trigo, la vid y la caña de azúcar. Orlando fue y es el hermano mayor que todo her-mano menor quisiera tener. Su partida fue temprana, pero su ejemplo de hombre de lucha y su fortaleza inagotable han de perdurar por siempre entre nosotros y los que le amaron.

A veces juego con él, claro, cuando está de buen humor (o sea siempre), y cuando está liberado de alguna agenda recargada en el Cielo y la Tierra. Es capaz de entrar al paraíso cuantas veces desee, imagínate que es uno de los arcángeles más engreídos que tiene Dios y uno de los más obedientes, por supuesto. Pasea por el jardín de rosas aromadas y níveas, toma los frutos que nadie probaría en la Tierra, aun entre los más preciados que hay aquí, canta todo el día con una voz que no es de ave, tampoco humana, pero no insólita. Es una voz divina que arrulla desde donde cante a cientos de bebés que reposan en su cuna o juegan a las escondidas con el pla-neta desde arriba.

Capítulo 14

CON ORLANDO, EN LA PLAYA

¡

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El Paraíso: un campo florido e infinito a partir del cual se extiende una esperanza pura y los más límpidos anhelos y sueños que guarda cada persona, ser o animal dentro de sí. Bellos jardines colgantes se deslizan en un breve murmullo de fiesta. Detrás de una cañada, el agua impoluta de las ca-taratas cae para dar vida a un manantial que arroja vapores en los que se bañan miles de ángeles que peinan sus cabellos áureos, purifican sus alas gigantes y refrescan su cuerpo per-fecto. Cuando se alejan, el agua se evapora por sí sola, dejan-do los trajes blanquísimos y relucientes apenas divisables bajo la luz del Sol.

He estado con Orlando cosechando el arroz aquellas ma-ñanas soleadas y también en el sembrío. Me he bañado en las aguas del Sisa y él ha estado a mi lado; me ha rescatado de las olas embravecidas y librado de los golpes en las rocas que están encubiertas bajo el agua turbia. En los días de llu-via intensa ha fingido ser paraguas; en los días de hambre, ha aparecido en maná y, frente a los arrebatos del peligro, ha sido una sólida atmósfera impenetrable, cómoda y tibia.

Me salvó de morir ahogado por el diluvio, y en el bosque de los ceticos seguramente tuvo mucho que ver para yo esca-par sano y salvo y, ciertamente, los pescadores pudieron ser rescatados del naufragio gracias a su protección. Ha de haber sido él quien envió aquel camello al desierto para evitar que la tormenta de arena acabara conmigo, y el que me siguió a piejunto durante la travesía por la Montaña Negra y dentro del mismo castillo de la hechicera Carrel.

Hoy me ha invitado a la playa y yo he ido con él porque me gusta su compañía, con él no tengo temor a oír como las olas revientan en las orillas cubiertas de cascajo y de inquietos muimuys en la arena de la rompiente, o ver quizá un tibu-rón asolando las costas porque han escaseado los peces mar adentro. La playa se vuelve mansa y parece que sus ondas nos hablan, el sol no quema mucho y la arena… es un fino manto blanco apenas tibio, que permite dejar nuestras huellas estampadas como un sello perpetuo.

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Toda la playa está envuelta por el canto de las caracolas y de la brisa misma, que sobreviene con su toque de sal a guar-necer las rocas. Orlando me ha confesado que hacía mucho no venía por aquí. Lo extrañaba, claro, pero es que los días en el paraíso son a menudo agitados, y uno tiene que estar de un lado para otro siguiendo indicaciones precisas de Dios. Por ejemplo, cuando un ángel descarría, hay que hacer un acto de contrición por él y afianzar nuestra fe fortaleciéndola con pensamientos virtuosos, puros, con actos sagrados y fieles. Pero aun si en el Paraíso la existencia es incesante –me dice–. Tenemos tiempo suficiente para la reflexión, el jugueteo, la algarabía, la dicha y el placer de ser imperecederos.

Ahora que estoy de vuelta, siento el aroma del mar como el aroma de las cataratas del Paraíso; aunque, claro, allá hay más flores que arena y más ruiseñores que caracoles, pero toda la vida que resume este ancho mar es, sin duda, muy semejante, lo confiesa. Y es que es cierto que el mar y toda su playa siempre le encantó cuando iba con mi madre y conmigo en los veranos que se prolongaban hasta la noche; en la orilla, bajo la luz de la luna, armábamos fogatas, cantábamos y reía-mos, y había mucha más gente alrededor nuestro complacida y contagiada de nuestra celebración, que no era sino una de las muchas cuando vivíamos en la costa y el mar estaba a un paso: las olas y el paraíso a la vuelta de la alameda.

Mientras caminábamos descalzos y yo también vestido de blanco, nos divertía ver a los patillos piando, las golondrinas golondrineando, a los cangrejos que salían a la orilla o quizá a una tortuga en su afán de escarbar y escarbar en la arena para depositar sus huevos.

Antes de retirarnos de la playa, pero no muy cerca del asfalto, había una enorme roca horadada, prehistórica, que a lo mejor alguna vez fue la cueva húmeda de animales mari-nos o aves gigantes, quizá de tiburones o ballenas jorobadas; formaba un gran arco tras del cual se expandía una sombra breve. Allí nos detuvimos y Orlando me advirtió:

–¡Tienes que darte prisa!–De qué –le dije enseguida y algo desconcertado.–Atanué Carrel anda buscando el diario secreto de Gali-

leo Galilei y quiere vencerte para lograrlo. –¿vencerme? ¿Una lucha?... será muy fácil vencer a esa

vieja bruja.–No te confíes. Es una hechicera muy poderosa.–Y bueno, entonces qué hago… no sé ni por dónde em-

pezar.–Tranquilo, ella primero tiene que llegar a ti. Porque solo

tú sabes cómo llegar hasta el diario de Galilei.–¿Que yo sé qué?–Eso, que solo tú puedes acceder a él.–¡No entiendo nada!, ¿me lo quieres explicar, por favor?Orlando me hizo saber que el diario secreto de Galileo

Galilei se hallaba en una antigua iglesia francesa, en el inte-rior de una cripta bajo el piso principal de la gótica iglesia de Saint-Denis al norte de Francia; posiblemente entre las osa-mentas de Enrique II o las de Catalina Medici y que tenía que ir allá pronto para deshacerme de él.

Estaba claro que la hechicera tenía un vivo interés por obtener a toda costa la información que contenía aquel dia-rio, pero lo que no comprendí fue de qué modo llegaría hasta la iglesia de Saint-Denis, si hace muchos años que no salgo siquiera de Anchoajo.

–¿Cómo piensas que voy a llegar hasta Francia? Yo no soy un superhéroe, te lo recuerdo, hermano –le increpé.

–No tienes que comprar un boleto de viaje y tampoco volar con una capa mágica que te traslade a la velocidad de la luz –me dijo entre risas.

Entonces supe de inmediato que, últimamente, a partir de los sueños que tengo, puedo estar en varios lugares con seres que jamás vería estando despierto, y que solo en mi es-tado onírico soy capaz de enfrentar a la hechicera Carrel, de vérmela cara a cara. Ese diario debe ser más importante que

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nada para ella, y luego, ¿qué más, qué más vendrá? Apenas si logro comprender algunas cosas. Primero esclaviza a los seres del bosque, tiene un castillo que es el más horrible del mundo y ahora quiere atacarme para que pueda conseguir el diario de Galileo Galilei, y después qué…

–Querrá matarte, por supuesto –me dijo subiendo la voz, Orlando.

–¿Estabas leyendo mis pensamientos? –le inquiero, sor-prendido.

–Siempre lo hago.–Bandido –le digo y le golpeo en el estómago. Pero él no se quedó conforme y quiso desquitarse, así que

nos echamos a correr por la playa como verdaderos niños; quién atrapa a quién, las gaviotas volaban tras nosotros, quizá las golondrinas y los muimuys salpicados de arena, a tientas se escabullían entre los dedos de nuestros pies. A Orlando le gusta mucho jugar conmigo, correr conmigo, cantar conmi-go (me ha enseñado hermosas canciones que jamás olvido y que, por las noches, cuando estoy en mi cama las canto entre labios antes de dormirme); a veces me enseña a volar, pero no el simple vuelo de las aves, y entonces imagino el vuelo de las criaturas celestiales en el paraíso o el vuelo de los uni-cornios negros en pleno estío, entre las muchas nubes que se abren a nuestro paso.

En el crepúsculo dorado que nos regala la vista desde la playa y, antes de alejarse de mi lado, Orlando me advier-te que tenga mucha cautela, que le ponga muchas fuerzas y ganas para no dejarme vencer por la hechicera, que él estará protegiéndome, pero que no intervendrá porque, según él, yo sé lo que tengo que hacer, y me revela algo en lo que yo aún no había reparado con un solo guiño: “Tú sabes cómo llegar a esa iglesia”.

La madre de Augusto no tuvo más remedio que ir has-ta el Campo de las Legumbres, como llamaban a esa vasta porción de tierra donde abundaban palmeras y

de todo, pero menos legumbres. Todavía con el transcurrir del tiempo no se habían puesto de acuerdo en cambiarle aquel nombre por otro que, por lo menos, resuma algo de lo que allí había; sin embargo, a muy pocos les interesaba el asunto, además, si se daba el caso, debiera pasar un buen número de años, a lo mejor algunas generaciones para que recién se per-petuase el nuevo nombre y que, por cierto, lamentablemente hasta la fecha no se había logrado barajar uno solo.

De un tiempo para acá, las palmeras empezaron a esca-sear como consecuencia de la proliferación de sembríos de coca y, desde luego, eso afectaba mayoritariamente a las mu-jeres y hombres de Anchoajo, que se dedicaban a trabajar tanto con su fruto como con sus hojas y madera. De mane-ra tal que todos se dirigían bajo los primeros rayos de sol, o apenas asomaba el claroscuro de la aurora, al Campo de las Legumbres que colindaba precisamente con el mariposario.

Era uno inmenso que acababa donde aparecía un río caudaloso en el que muy pocos solían nadar, porque creían en la leyenda de que sus aguas estaban protegidas por una serpiente gigante que era la encargada de custodiarlo y de estrangular, sin ninguna duda, a cualquier nadador, pescador

Capítulo 15

EL ESCASO MILAGRO DE LAS PALMERAS

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o badero que se sumergiera o transitara por allí. Las aguas de aquel río eran de color gris y en sus orillas abundaba una hierba a la que conocían con el nombre de ‘la yerba de los muertos’ que, paradójicamente a lo que suponía su nombre, preparándola en infusión se podía reanimar a un enfermo de gravedad y hasta devolverle la vida a un difunto. Sin embar-go, pocos eran los que hasta hoy se asomaban por ahí, y si lo hacían era únicamente para recoger aquella hierba.

La madre de Augusto empezó a concurrir con frecuencia al Campo de las Legumbres a recoger la hoja de palmera con la que fabricaba sombreros, y como también abundaban bejucos los aprovechaba para las cestas, y luego de la respec-tiva confección lo alistaba todo para ir a la feria municipal de artesanías que empezaba a partir del viernes e iba hasta el domingo de cada semana durante todo el año.

La feria se extendía desde la modesta casona municipal hasta el mercado del pueblo, por toda una avenida al aire libre y bajo las carpas de cuero de animales silvestres. Corta-da la feria desde el mercado, se extendía nuevamente dentro del mismo, y entonces se convertía de viernes a domingo en una gran alternativa de compra y venta que llegaba hasta las orillas del río Huallaga, en donde desembarcaban los botes a motor y las piraguas, cargadas de plátanos, yucas, menestra, carne de monte, verduras, gallinas, cerdos, pescado…

Uno de aquellos sábados de feria, por la mañana, el sa-cerdote del pueblo había oficiado la llamada ‘misa de reden-ción’. Estaba dirigida a todos lo feligreses que pertenecían al grupo permanente de la parroquia y donde solo algunos de los habitantes del pueblo podían negarse a pertenecer; de to-dos modos, el cura hacía una depuración porque escaseaba el lugar para todos. La fe en Anchoajo era a prueba de balas. De la iglesia salió una gran procesión cargando el anda, y unos hombres robustos con el alcalde a la cabeza se pasearon por todo el pueblo o cuando menos por las vías principales, vela en mano; aunque no hacía falta por la claridad de la hora

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y, en la otra, el incienso cuyo humo se esparcía hasta ingresar a las viviendas furtivamente a través de las ventanas.

Augusto, Leonidas, Micaela y Ludovico, en cambio, per-manecían en la plaza del pueblo disponiendo de toda una bullaranga junto con unos amigos de escuela, de vecindario u otros que se colaron a esa hora por allí. Augusto les enseñaba a cantar.

–¿Qué cantas? –Es un coro, un coro de ángeles –respondió.–Se escucha bonito. A mí me gusta, ¿y a ti? –le preguntó

Micaela a uno de los chicos que estaba allí–. A ver, déjame imitarte. Uy, no lo hago tan bien como tú.

–A ver si todos lo cantamos al mismo tiempo –dijo Au-gusto.

Y otros:–Pero no me sé la letra.Y Augusto: –Es así:

Cuando cae el sol, las estrellas alumbran,

es una luz infinita que nunca se apaga… y el sol alumbra de

nuevo y la luz brilla más y más…

Y luego les dice: “A ver, repitan conmigo”. Y los chicos repiten el coro a viva voz:

Cuando cae el sol, las estrellas alumbran,

es una luz infinita que nunca se apaga… y el sol alumbra de

nuevo y la luz brilla más y más…

Y luego él: “ven que era fácil”. Pero los chicos no se can-san y siguen repitiendo el coro, y así, como embelesados, le piden que les enseñe otro coro y que les enseñe a cantar y a modular la voz, y algunas otras técnicas que para Augusto eran pan comido, pero él les enseñaba sin soberbia. Canten así, así y tal. Y no se cansaba y seguía, y la mañana se fue sin sentirla para los muchachos reunidos en la plaza.

La madre pregona la venta de los sombreros de palma y las cestas bien tejidas. El almuerzo está servido y con qué ganas, porque no se come mejor en ninguna otra parte más que en Anchoajo; luego, el aire trae el sonido de los tambores, del pífano y la quena, y el charango como atraído por el in-cienso, hace brotar de sus cuerdas la melodía que, al compás de unas semillas colgadas en el cuello de uno de los músicos, alegran la feria de manera indescriptible y después vienen las bombardas, y todo se pinta de un color que es de fiesta. Y el amigo de Leonidas, mi madre es profesora y me dice que debo ser un chico bueno, aun cuando ella no esté para verme. Y otro chico comenta, claro, eso mismo me aconseja mamá, pero ella no es profesora, es costurera y hace unos vestidos preciosos que nadie la supera en todo el pueblo, y Micaela, yo tengo una casa enorme que es toda de madera y el huerto más prodigioso; y Ludovico, ah, pero yo te quiero; y todos: Ja, ja, ja. Pero yo la quiero más, dice Augusto, y otra vez to-dos ríen y uno de los muchachos propone jugar al cinturón escondido, y una niña objeta pidiendo que se juegue mejor a los encantados, y otra niña dice que los dos juegos están bien pero primero uno y luego el otro.

A mitad de feria han colocado un estrado liviano sobre el cual hay dos hombres que aseguran hacer arte de magia. ¿Y de cuándo acá a la magia se le cataloga como arte? Habría criticado una vendedora de utensilios. Pero los hombres apa-recen de pronto: entre sus dedos, un billete de cien para luego hacerlo desaparecer, y nuevamente aparecer pero desde el interior de la oreja de uno de los curiosos espectadores que

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les rodeaban. El otro número consistía en la trivial aparición de un conejo dentro de un sombrero, pensaron muchos, pero esta vez no sacaron conejo sino un zorro de él y después mos-traron que dentro no había nada, levantaron la caja envuelta toda de papel de oro dejando escapar, en vez de una paloma blanca, un viejo y maltrecho gallinazo. Poco antes de pedir la colaboración de las personas y antes de marcharse la ven-dedora de utensilios que les dio la propina, habría susurrado ¿estos son magos o payasos?

Nadie podía encontrar el cinturón. Pero hay de aquel que lo logre, la catana que nos va a dar; y seguían buscando como si todo estuviese a oscuras, a tientas. Debajo de las piedras, entre los árboles y arbustos, entre la cuna del bebé, entre la hierba, bajo la glorieta, al ras de la acera y hasta en las grietas del obelisco que estaba en medio de la plaza como una jabali-na de concreto. Al fin, después de tanto esfuerzo, se supo que nadie lo encontraría, porque hasta quien lo ocultó se había olvidado del lugar del escondite pero aún así persistieron en la búsqueda sin resultado fructífero, de modo que alguien se quedó sin cinturón y empezaron a jugar a los encantados. Ni bien corrió Micaela; Augusto, encantada. Y todos empezaron a correr para no dejarse atrapar por el primer afortunado que podía encantar a los demás. Alguien se resbaló por ahí pero otros corrían y resistían bien. vino uno y, topándole la cabeza a Micaela, desencantada. Y Micaela volvió a correr… Ahora le tocaba su turno a Ludovico y él, encantado, encantada, encantada, encantado, encantado, encantado, encantada y luego los otros, desencantado, desencantada, desencantada, desencantado, desencantado, desencantado, desencantada. Y luego el turno para un chico del vecindario de Augusto, seguidamente fue el turno de Leonidas y así hasta que se desencantaron del encanto al menos por ahora.

Se acabaron todas las cestas y sombreros, incluso uno de los magos, siguiendo su buen gusto por los detalles, se compró uno. Las personas que trabajaban en la feria iban recogiendo

sus enseres uno tras uno, enrollando otros la carpa, entre to-dos dejaron la avenida bien aseada y luego se despidieron los unos a los otros solo hasta el día siguiente.

La plaza era una suerte de albergue donde oriundos y extranjeros se sentían tan a gusto que era poco probable ex-trañar los asientos de casa. Desde allí se tenía una privilegiada vista panorámica, tan cierto era eso que había una calle que llegaba directo hasta el río Huallaga, en cuya orilla estaban aparcados los botes a motor, las balsas y canoas, y al que desde enfrente vigilaban los cerros poblados de árboles y ani-males silvestres y, todo era tan verde, verdísimo.

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Por la noche, como usualmente ocurría, tomé mis útiles de limpieza y me fui al río. Es que en casa no tenemos agua potable ni luz eléctrica, y así todo lo que tiene

que ver con tareas de escuela y lecturas favoritas las realizo de día; mientras que, por la noche, el río Huallaga me refrescaba el cuerpo y el espíritu; y es que en verdad siento sus aguas como manto libre no solo corriendo por mi anatomía, sino que van a donde la regadera no llegaría jamás: al alma.

Pero, para llegar, primero debía cruzar varias chacras, de las que de los propietarios no se sabía mucho. Eran unas don-de abundaba las lechugas, alcachofas, rabanitos, espárragos y piñas; a lo mejor también lagartijas, ratones silvestres y una que otra serpiente. A continuación de las chacras, un espacio amplio y abierto se abría frente a mis ojos; naturalmente, no se formaba este espacio en los meses de invierno, que eran uno o dos a lo mucho; sino que, más bien, casi todo el año podíamos observar sin novedad, en cambio, con mucha fa-miliaridad, el cascajal revestido de piedras parduzcas, oscuras y blancas, cuyos tamaños disímiles se apoderaban del calor, y en las mañanas y tardes nos quemaban los pies o cuando menos nos regalaban una que otra ampolla. En cambio, a la hora que yo solía pasar por ahí a pie descalzo (porque era un verdadero suplicio intentar avanzar entre el cascajal en sandalias.), estaban tan tibias que parecían una colchoneta.

Capítulo 16

DUENDES EN LA CASA

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Pero el cascajal no solo estaba conformado por piedras y más piedras, había, además, ventrudos troncos secos, abundante mala hierba seca que fue arrastrada en el tiempo de crecida del río, esqueletos de mamíferos, caracoles inertes, tarros, la-tas, caña brava y arena. A todo ello se sumaba que aún entre las piedras emergía vida: un tipo de hierba que comían los caballos al surcar el cascajal, y hasta piñones florecían por donde antes discurrió el agua del río, que tenía que volver para llevarse todo nuevamente y, tras la temporada de mer-ma, dejaba todo lo que había podido arrasar y así se repetía aquel ciclo cada año.

De repente, sin darme cuenta, había llegado al fin. Todo el camino oscuro me era tan familiar que los minutos se fue-ron así por así. Sin embargo, algunos decían no atreverse a cruzarlo a esas horas de la noche: las ocho. Yo, en cambio, prefería aquella hora porque no había nadie que me moleste y entonces podía bañarme desnudo. Dejaba mi ropa, el jabón y champú en la orilla de piedras, y me aventaba al agua como si quisiera llegar hasta la otra orilla, buceaba y jugaba. ¿Y qué tal nadas? Muy bien, por supuesto. ¿Qué tal buceas? Excelen-te, no hay por qué dudarlo, soy uno de los mejores nadadores y buceadores de todo Anchoajo; debo aclarar que me lo han dicho muchos, por eso se me dio por creerlo. Ahora bien, ¿no te da miedo ir al río a esa hora? Claro que no. Yo no le tengo miedo a nada. Pero dicen que por ese camino se aparece la lamparilla. ¿La lamparilla, y qué es eso? Nada, que se trata de una calavera en cuyo cráneo tiene dos ojos de cristal trans-parentes, que destila una luz que enceguece a cualquiera, y luego, pues te lleva.

A mí la lamparilla me vale. Ojalá la viera algún día, qui-siera conocerla. Claro, lo dices porque no te he hablado del Chullachaqui. Y, aunque no lo creas, por ese caminito que recorres por las noches se les ha presentado a muchos. ¿Y yo qué tengo que ver con el Chullachaqui? También me tiene sin cuidado; eso adviérteselo a los miedosos. Y yo seguía con

mi habitualidad que, a veces, es cierto, interrumpía por algún asunto que debía priorizar (como jugar, por ejemplo, o escri-bir en mi diario).

Los rayos perpendiculares de una luna redonda hiere los cristales del agua, no hay un solo murmullo. El río baja lento y silencioso. Yo seguía nadando de espaldas, de pecho y volvía a zambullirme, y nuevamente a tomar aire; pero después de un rato me di cuenta que ya estaba bueno y el jabón aguarda-ba en la orilla, pero resulta que no advertí la sigilosa piragua que se desplazaba río abajo y ellos, en cambio, sí debieron haber supuesto que alguien se estaba atravesando en su ruta; así que debieron advertirme para no caerme con la piragua y las redes de pescar encima; así que en vez de tocar el claxon como los coches, me iluminaron todo el cuerpo con la luz de la linterna, a lo que yo, naturalmente, avergonzado me zam-bullí de inmediato. Se habrían reído los pescadores mientras se marchaban después de haberme visto desnudo.

Mientras me enjuagaba tan afanosamente un poco lejos de la orilla por la poca profundidad, no me fijé hasta ahí que un breve murmullo de burbujas repentinamente se había con-vertido en un gran remolino que me atraía hacia él. Estaba en graves problemas, sin ninguna duda. Pero… qué raro, el agua estaba tan mansa y sin ondas, incluso. Empecé a nadar con gran fortaleza para vencer el salvaje movimiento giratorio, pero tardé en darme cuenta de que ningún intento por esca-par de allí era suficiente, de modo que más pronto de lo que supuse estuve envuelto en el remolino que en vez de tragarme en sus aguas, me elevó hacia lo alto, como propulsado por gas metano desde la profundidad. Yo giraba y giraba como apoltronado en una silla voladora, sin poder venirme abajo o quizá salir disparado para el cascajal. En toda cuenta supuse que este fenómeno no era gratuito, que detrás estaba segura-mente la peluda hechicera Atanué Carrel, ausente, pero con su pleno poder en ejecución, como en la mayoría de los casos tan atroces con los que me he encontrado.

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De todos modos, creo que hubiera sido gracioso que al-guien pasara por allí, porque se hubiera partido de risa viendo a un calato dando vueltas en un remolino que no lo quiere sumergir. Pero no era cuestión de gracia, yo estaba aterrado porque no sabía qué sucedería luego del inesperado remo-lino, a lo mejor este era mi último baño en el río que tanto quiero… ¿Dónde estaba Micaela? ¿Dónde Ludovico? ¿Y dón-de mi madre para auxiliarme?... ¿Dónde estaba Orlando que hacía poco jugábamos en la playa como dos nenes?

La hechicera se apareció en forma de una serpiente gi-gante de color oscuro, con solo apenas algunas manchas de color amarillo haciéndome recordar la descripción de algunos campesinos sobre la serpiente del río de aguas grises, en el Campo de las Legumbres.

Abrió la siniestra mandíbula, mostrándome sus filosos colmillos y me habló:

–No vas a morir hoy, no te preocupes.–Oh, qué generosa –le grité.–Pero será muy pronto, eso te lo aseguro.–¿Qué quieres? Bájame de una vez de aquí.–Aún, no. Tienes que escucharme primero.–Por lo menos déjame tener los pantalones puestos, ¿no?

–ironicé.Provocando su ira, que hizo embravecer aún más el re-

molino, volviendo a darme vueltas como una lavadora, y el agua logró que me elevara más alto poniéndome esta vez sí, al borde del vértigo. Luego la serpiente abrió sus fauces para escupirme una baba verduzca y pestilente que me cubrió como una telaraña el cuerpo entero.

–Ahora sí me vas a escuchar en silencio, chiquillo atrevido e insolente, te tengo que enseñar a respetarme… pero no te impacientes, ya aprenderás poco a poco; más te vale.

Pero yo no podía responderle nada, ya que tenía hasta la boca pegada con esa baba repugnante.

–Necesito el diario secreto de Galilei… ¿lo sabes, verdad? Claro que lo sabes, ya te habrá informado Orlandito, ja, ja, ja, ja. Anda alistándolo todo para irnos de viaje; me lo das y luego te puedes quedar en Francia si quieres o te regresas a este pueblo rutilante, aunque yo te aconsejo que te quedes allá. Ah, durmiendo para siempre, eso sí. Bueno, bueno, ya estás avisado. ¡vengo por ti una noche de estas!, adiós.

Se largó y con ella la fatal envoltura de mi cuerpo, el re-molino se tornó en el río manso de cuando llegué, cayendo de golpe sobre él, y tan pronto estuve encauzado en el cami-no de regreso, no quería otra cosa más en el mundo que solo llegar y lanzarme a dormir.

Tal parece que aquí no hay nadie, lo afirmé tras una bre-ve inspección. Encendí una vela y la coloqué en la mesa de la sala, la cual tenía un agujero en el mismo centro, a causa de un desagradable descuido al quedarme dormido, teniendo como almohada un libro. Sin embargo, consideré que no era buena idea ni buena hora para coger algún libro. Me dirigí, en cambio, a mi dormitorio, que era una mezcla de orden y des-orden; me vestí el pijama y me apuré a la claraboya de metal y sin cortinas, desde la cual observé la calleja vacía sin un solo peatón ni mototaxis; apenas si el viento silbaba recogiendo las últimas hojas secas de los arbustos que habían caído al atardecer. ¿Dónde andaba mamá? ¿Habrá salido con Alcides y Gabo? ¿O Gabo y Alcides se tiraron la tarde y ella tuvo que salir a buscarlos, y a lo mejor su búsqueda aún no termina? Al otro lado de la acera, frente a la puerta del vecino; erguida, verde pero vieja, yacía la castaña que mi madre argumenta-ba haber visto crecer y brotar sus frutos alrededor, fungiendo cada uno, como abono propio.

Yo, desde donde estaba, volví mi mirada a la sala y nunca como antes me pareció amplísima y esférica; pero cuando estuve a punto de dirigirme para allá, la luz de la vela se ex-tinguió de pronto, dejando su silueta espiralada de un humo

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blanco con olor a cera, pensé que era consecuencia del aire que se coló inesperadamente por la claraboya, pero pensé mal. Cerré la puerta del cuarto y me arrojé a la cama, a los brazos de Morfeo, pero solo entonces me volqué de la cabe-cera a los pies, de los pies a la cabecera, de un lado para otro; era mi rara costumbre, quizá una terapia precedente al sueño o una cábala anodina antes de dormir.

También era una costumbre estar en la cama conciliando el sueño, sin sentir la necesidad de cubrirme el cuerpo con nada. El frescor de la noche llegaba desde las ciénagas, des-de el río, del Campo de las Legumbres, del mariposario; lo traía el resuello del croar de los sapos, la hierba que apenas se besaba con el rocío a las cinco de la mañana y no antes se podía caer en un clima frío. Los encargados de tripular las embarcaciones que transitaban toda la noche el Huallaga lo sabían bien, aquellas desde donde los turistas en las hamacas contemplaban la luna o las olas, mientras el barco se despla-zaba aguas arriba o aguas abajo.

Solo en el vientecillo de la madrugada se podía disfrutar del descenso de la temperatura, y precisamente a esta hora recién pude conciliar el sueño.

Sin que nadie me lo ordenara o pidiera me hallé súbita-mente en el patio anterior de la casa, contemplando la íngri-ma calleja. Hacía poco que entramos en la estación de otoño y la vieja castaña del vecino se había venido abajo estrepito-samente, y estuvo a punto de matar a su mastín; pero, para mala suerte, la noche hubo sobrevenido más pronto, y nadie quiso o hizo algo para removerla de allí, de modo que se que-dó tendida como un difunto, pero no cualquier difunto, sino uno ilustre al que muchos admiraban pero en pretérito; pues ahora pocos son los que recordaban sus lustros entregados enteramente a la filantropía, a la música, a lo mejor a pintar cuadros.

volví la mirada a la puerta de mi casa y, a continuación, al portón de al lado por donde no tenía costumbre ingresar; fue

entonces que advertí a alguien filtrándose clandestinamente, y creí que se trataba de un ladrón al que era necesario redu-cir, pero yo estaba solo y desarmado, aunque quizá el ladrón también lo estaba; entonces concluí que no existían razones para no enfrentarlo e ingresé por el mismo portón, y tras abrir la puerta posterior de la sala ingresé a ella; solo entonces pude percatarme que alguien se ocultaba en un rincón y que, pro-tegido por la oscuridad, trataba de disuadirme.

No obstante, algo me atrajo como un imán a la cocina, a la que conectaba la sala a través de una puerta angosta; en-tonces supe que ahí recién estaba lo bueno: dos duendes que no me llegaban al ombligo se apresuraron a cogerme de las manos, apretándomelas tan fuerte que querían retorcérmelas o quizá separarlas de mis dedos; el dolor que me ocasionaban era intenso e insufrible. Estos duendes eran distintos al amigo que tenía; eran, ahora lo recuerdo, los duendes malignos atra-pados por la desidia, por el embrujo de la hechicera Carrel; a lo mejor de las comarcas Uirus, Azamontes, Marindellas o Alepantos. Me estiraron toda la mano y casi me arrancan los dedos, pero lo curioso fue que pese al dolor intenso de sen-tir que te llevan los dedos aquellos demonios, no podía con ellos. Mi lucha era vana, y creí por única vez que a partir de entonces la derrota total era inminente; así que me resigné de-jándome arrastrar por los duendes malos que me sacaban de casa para llevarme a arrojar en una hoguera, la cual me con-fesaron estaba lista en el bosque, a orillas de un riachuelo en la Montaña Negra. Pero, para evitarlo, se apareció como lla-mado por campanita mi amigo, el duende bueno, que a puro sacudón y con otras pericias los hizo huir lo suficientemente rápido, como para darme cuenta que todavía me encontraba en el patio anterior de la casa. No sabes cuánto te lo agradez-co, le dije tras su triunfo con los demás duendes. No tienes por qué –me contestó–, ¿para eso somos amigos, no? Sí, es cierto –le dije, aliviado. Me abrazó y se marchó de inmediato

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porque según argumentó, había dejado solo por un momento esperando a su novia–, así que antes que me regañe me voy de prisa –me lo dijo mientras corría entre chasquidos; pero antes yo le dije que quería conocerla, que a ver si un día se animaba y nos la presentaba–. Sí, claro, no hay problema, me habría prometido y al fin se marchó.

No todo fue tan tradicional en Anchoajo por la mañana. Micaela se reunió con Augusto a la hora de recreo, bajo el árbol de campanita, y allí, exaltada por la sor-

presa, le reveló que la noche anterior soñó que Atanué Carrel le perseguía por un bosque de sauces y eucaliptos pero infes-tado de lechuzas, búhos y fieras salvajes.

–Yo corría y corría –le dijo–, amenazada por ella, que con sus palabras venenosas se acercaba cada vez más a mí, pero seguía corriendo sin detenerme jamás y eso creo que la enfu-reció; pero, para mala suerte mía, tropecé con un tronco seco que algún despistado maderero dejó atravesado en el camino, cayendo de golpe a un charco.

–¿Y por qué te perseguía?... si la bronca es conmigo –ar-guyó Augusto, en un intento por calmarla.

–Yo tampoco lo comprendía hasta que puso su horrenda cara frente a mí y me dijo: “¿Dónde tienes oculto ese libro que te prestó Augusto? ¡Dímelo!” –gritó la bruja.

–Y qué le dijiste.–Que no sabía de lo que me estaba hablando, que a lo

mejor se equivocó de persona.–Y como era lógico no te creyó –dijo él.–Por supuesto que no y me dio una gran bofetada que me

dejó estampada en el barro.–¡Desgraciada! –refunfuñó.

Capítulo 17

EL RELOJ DE ARENA

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–Quería tu Libro de magia, Augusto. Lo quiere a toda costa. Por suerte, desperté de pronto porque Almudena llegó a mi casa muy temprano para prestarle la pomada de zapatos. Si no hubiera sido porque mi madre la dejó ingresar a mi ha-bitación a despertarme no sé qué me hubiese ocurrido.

–Y todo por culpa mía.–No es culpa tuya, tú no tienes culpa de nada –le respon-

dió.–Cómo que no, estuviste a punto de morir en manos de

la hechicera. A ella no le importa nada, solo busca conseguir lo que se propone y punto. No debí entregarte el Libro de magia; esa es la razón por la que te persigue.

–Pero yo lo quise leer, y te lo agradezco nuevamente, por-que gracias a ello ahora puedo vivir, mientras duermo, en un mundo absolutamente nuevo y maravilloso, así que por favor no te sientas mal.

–Tú no sabes que puedes morir mientras sueñas, solo basta que ella te quite la vida para que no vuelvas a despertar jamás.

Eso era algo que realmente ignoraba Micaela y que Au-gusto se lo hizo saber tardíamente, a lo que ella respondió con un silencio; pero luego se sobrepuso y le dijo con firmeza:

–La hechicera no puede salirse con las suyas. Tenemos que hacer algo para evitarlo.

–Sí, lo primero que harás es devolverme el libro, solo así estarás a salvo.

–No tengo miedo, pero está bien, aquí está, lo he traído a la escuela porque sé que solo contigo estará mejor guardado, tómalo –le dijo y se lo entregó. Y, al hacerlo, una chispa de luz brotó desde sus páginas.

–La hechicera Carrel no solo quiere este libro –le reveló él–, sino más.

–¿Y qué más quiere? –preguntó.–Un diario.–¿Un diario?, ¿y de quién?, ¿y para qué?

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–El diario nada menos que de Galileo Galilei. Lo necesita para asegurar que su reinado de cien años tenga éxito.

–¿Galileo, el astrónomo? –se asegura ella.–Bueno, no era únicamente astrónomo sino también filó-

sofo, físico y matemático.–Claro, sí sé de él… pero dónde está ese diario, Augus-

to… no me digas que en Anchoajo.–Ya quisiera que estuviese a la mano para poder solucio-

nar más pronto este problema, pero no. Está bieeeen lejos.–Dónde –inquiere ella.–Al norte de Francia, en la bóveda de una iglesia de nom-

bre Saint-Denis. Si obtiene aquel diario, más este libro de ma-gia, ya tendría todo lo necesario para salir de los sueños y vivir como nosotros en el mundo real; luego vendrá su reinado que durará cien años y a lo largo de la Tierra se abrirá infinidad de laboratorios humanos en donde ella podrá hacer lo que se le dé la gana con la especie.

–Sería terrorífico –exclama pavorosa–, tenemos que ha-cer todo lo necesario para impedirlo.

–¿Y qué podrán hacer dos nenes como lo que somos?–Mucho, Augusto, mucho. Solo tienes que confiar en mí y

decirme qué debemos realizar para impedir que nuestro pla-neta caiga en las manos de Atanué Carrel.

–Existe una forma.–¿Cuál?–Ir a Francia por el diario.–No será muy arriesgado, ya que no tenemos otra alter-

nativa. ¡O, vamos, o vamos! Ya sabes lo que está en juego –reflexiona ella–. Pero ¿cómo llegaremos hasta allá? –se pre-gunta.

Y Augusto no tiene inconvenientes en decirle de qué modo. Se acerca a su oído para susurrarle las instrucciones que deberá seguir esta noche, a fin de que juntamente con él se traslade hasta la iglesia de Saint-Denis, en el departamento de Seine-Saint-Denis, región de Île-de-France a las orillas del río Sena.

La aventura era para los dos, eso sí, nada de murmurar algo a Ludovico.

Esa mañana tuvieron un examen de Ciencias sobresalien-te y los minutos se pasaron tan rápido que parecía obra de magia el poquísimo tiempo que antes estuvieron a solas bajo el árbol de campanita, organizándolo todo para la travesía que significaba ir en busca del diario perdido de Galileo Ga-lilei.

Todo o casi todo parecía listo cuando cayó la noche. Aun cuando ni Augusto ni Micaela tuvieron que alistar algún tipo de equipaje o pertrecho para la ocasión, no faltaba nada para iniciar el viaje. Él, vestido con su pijama habitual, reposó su cabeza sobre la almohada y se le dio por mirar el cielo raso de su cuarto. Ella, en cambio, se vistió un pijama que casi no usaba y se tiró boca abajo sobre el colchón. No obstante, al rato, ambos comunicados por una telepatía súbita se hallaban de costado en la cama, mirando hacia la ventana que cada uno tenía en su habitación. Cerraron los ojos al fin e hicieron un puño en sus manos.

Media hora después de pasar por unos túneles oscuros que terminaban en unas pendientes, desde donde comen-zaron a resbalar a toda velocidad y, sin detenerse, pero por separado y gritando a todo pulmón, terminaron por caer en una playa tropical guarnecida por varias colinas, acantilados y grietas, donde los pingüinos se deslizaban, brincaban y re-producían, y también los alcatraces que convivían con ellos en un solo espacio geográfico. Todo frente a un mar azul co-pioso de toda clase de peces.

–No había un camino más corto, Augusto –le dijo ella con ironía al verle.

Pero él le sonrió y, más bien, se quedó admirando su traje de estilo rococó en seda, con peto triangular decorado con cintas grises, blancas y rojas, falda y sobrefalda con delicados encajes. Él, por su parte, al ser contemplado por ella, vestía una túnica estrecha, corta y ajustada a modo de casaca, con una sobretúnica de color intenso engalanada por una cota y

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encima la hopalanda de cuerpo entero, larga y con mangas anchas y acampanadas. Parecía un caballero del s. XvII, ape-nas reconocible por el rostro blanco y redondo.

–¿Ya estamos en Europa? –preguntó ella.–Lamento decirte que no, todavía permanecemos en el

Nuevo Mundo –y se rio.–Yo creí que sí, por las vestimentas… ¿En qué momento

me vestí de esa manera? –se preguntó ella.–Estamos listos para irnos, eso sí –afirmó él.–Pero no veo ningún barco en la bahía, tampoco un ae-

roplano o algo así. Ya sé, volaremos como campanita y Peter Pan –ironizó.

–Exacto. volaremos, pero no como ellos, precisamente. Mira hacia arriba –le dijo.

Ella volvió la mirada al cielo y hacia las grietas, pero no observó nada relevante que ayudara al viaje.

–Arriba, niña, en aquella colina –y le apuntó el lugar con el dedo.

¡Ella no podía creerlo! Un globo de aire caliente en la mis-ma cima aguardaba por ellos listo para elevarse; pero cuando Augusto pensó explicarle algunas cuestiones de vuelo, se per-cató de que Micaela ya no estaba a su lado, sino que cogien-do sus zapatos en las manos corría de prisa hacia la colina. Él la siguió de inmediato para subirse en el globo y emprender el viaje. Era uno de color azul con franjas puntiagudas verdes y amarillas. En su cubierta de caucho estaba almacenado el hidrógeno y metano ya caliente por un quemador de gas pro-pano que no cesaba de lanzar poderosos chorros de llamas hacia su interior. Cuando ya estaban en la barquilla y a punto de elevarse, ambos se percataron de que el globo se ladeaba a la derecha. Al principio, Augusto pensó que era cuestión de la corriente de aire; sin embargo, para sorpresa suya y la de Micaela, no era sino porque el duende, amigo suyo, a duras penas, casi a punto de caerse, permanecía trepado de un lado

de la barquilla. Lo socorrieron inmediatamente aunque luego le reprocharon por su osadía.

–No podía dejarlos ir sin mí –les dijo, con poca modestia.–Bueno, supongo que sabrás cuidarte por ti mismo –le

dijeron los dos.–Despreocúpense de eso, más bien he venido para cui-

darlos –y rio, y Augusto y ella también.–Ok, pero deja de parlar que ya pareces una lora –le dijo

Augusto.–Está bien, está bien… pero solo quisiera preguntar en

qué tiempo llegaremos. No se olviden que estamos yendo en globo –lo dijo en voz baja.

Los otros dos solo fruncieron el ceño.El globo se elevó sin contratiempos en medio de un mo-

saico de nubes blanquísimas y ligeras. Micaela y Augusto, con un poco más de la mitad del cuerpo dentro de la barquilla y el duende con casi todo, observaban el bello paisaje del mar azul, las ballenas que circundaban las aguas, los pueblos que se hacían pequeñitos cuando el globo se elevaba cada vez más y un horizonte naranja que los dejó maravillados.

Eran ya casi cinco horas de vuelo, Micaela se notaba can-sada y el duende se había dormido, pero Augusto permanecía vigilante.

–Imagino que has traído algo de comer porque se me ha abierto el apetito –le dijo Micaela a Augusto.

Entonces abrió su talega y empezó a sacar todo lo que ha-bía traído con él: un catalejo, una manta, fruta fresca y seca, un pañuelo, un reloj de arena y una brújula.

–Todo lo demás tiene sentido, pero… ¿El reloj de arena? –inquiere ella.

–Hace cinco horas le di vuelta, ¿viste? Él nos indicará de cuánto tiempo disponemos para volver.

–¿Y si nos pasamos?–Nunca más volveremos a despertar y nos quedaremos

allá para siempre, viviendo en el sueño de los franceses del siglo diecisiete.

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Mi libro de magia120 La fantástica trilogía de Anchoajo 121

–¡Qué aterrador suena eso! Entonces tenemos que dar-nos prisa en todo lo que hagamos.

–Estoy de acuerdo contigo –dijo el duende, que se había despertado para comer pasas.

–Una pregunta más… ¿estás seguro que el globo llegará a tiempo?

–Eso mismo iba a preguntar yo –refunfuñó el duende.–Los dos me han agarrado de punto o qué, ¿eh? Por úl-

timo, yo no les obligué a venir, si están acá fue porque qui-sieron.

–¡Mira que sí es malagradecido! No seas grosero con esta hermosa niña –le dijo el duende besando la mano de Micaela.

–¿ves? Aprende como él.–Bah, el globo nos dejará a tiempo en Seine-Saint-Denis

o cuando menos descenderemos a orillas del río Sena.–Sí, cómo no –decía el duende mientras masticaba las

pasas.–Nos estamos elevando con nitrógeno, es el mejor com-

bustible para este tipo de artefactos; ya verán, par de incré-dulos.

Se rieron todos y Micaela volvió la vista al cielo, que era uno sin constelaciones pero de un azul nítido extendido; em-pero, pronto estuvo recostada cuerpo a cuerpo con el duende en un sueño ligero, aunque lo suficiente para descansar. Au-gusto, en cambio, permanecía alerta, sin pestañear una sola vez. No tenía otra opción porque sabía que su deber era ese.

Al amanecer les sorprendió una inacabable ráfaga de viento gélido que chocaba contra ellos, haciendo que el globo pierda estabilidad; y solo entonces una tempestad de dilu-vio sobrevino de lo inesperado, despertando a Micaela y al duende.

–Cuida del reloj que no se vaya a humedecer la arena –le pidió al duende, entregándoselo.

Y él inmediatamente tomó el reloj y lo cubrió lo más que pudo con su vestimenta, mientras que Augusto calentaba el

aire de la cubierta con el quemador de gas y Micaela sujetaba las amarras en un intento por impedir que el globo caiga al Atlántico; pero empezaron a descender inevitablemente por la fuerte corriente del aire en sentido opuesto. El duende se percató y les hizo saber que las nubes seguían cargadas de un color gris inusual, comparándolas con las que suponen el cielo en el castillo de la Montaña Negra.

Solo a escasos pies de caer al mar, un tiburón emergió súbitamente, abriendo la boca que mostraba sus cerca de qui-nientos dientes para tragarse al globo y sus ocupantes pero, a consecuencia del calor en la cubierta y del aire favorable, comenzó a ascender nuevamente en un vaivén violento que amenazaba con desalojar de la barquilla a alguno de ellos, y el tiburón tuvo que quedarse con las ganas de probar bocado.

El viento siguió soplando poseído por una furia tal que la tormenta arreciaba con mucho más vigor, haciéndoles atrave-sar por los momentos más críticos y desfavorables de toda la travesía. A mitad del Atlántico nada podía ser peor. No con-taban con salvavidas, el duende no sabía nadar y ni un solo barco pirata siquiera se asomaba en altamar. Lo curioso fue ver las fumarolas submarinas que, incesantes, se elevaban a la atmósfera, creando verdaderos torbellinos que se acercaban cada vez más al globo.

–Esto no puede ser normal, es cosa de alguien que co-nozco muy bien –dijo Augusto, refiriéndose a la hechicera Carrel.

Ni bien terminó de decirlo, un grupo de pájaros negros sobrevoló el globo y empezaron a picotear el caucho del que estaba hecho para que el hidrógeno escapara, y sus ocupantes cayeran al mar y fueran devorados por las famélicas bestias marinas que seguían su curso, como el tiburón azul gigante, calamares gigantescos, ballenas azules y monstruos descono-cidos, que ellos, a su paso por el Atlántico, habían visto aflorar a la superficie por algunos momentos.

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Los pájaros lograron su cometido porque después de los mil picotones, el globo terminó agujereado y ante el pesar de los tres, comenzó a escaparse el hidrógeno

y el metano, descendiendo inevitablemente a las aguas em-bravecidas del Atlántico. No obstante, los tres se juntaron a esperar lo peor; se abrazaron y prometieron no separarse. Así, solo quedaba esperar que la muerte les sobrevenga por hipo-termia o porque una bestia marina les engullera de un solo bocado. Yo tengo mal sabor, habría susurrado irónicamente el duende. Cerraron los ojos y, a solo unos cuantos pies de altura, se detuvieron de golpe por efecto de la restricción a la caída por gravedad.

Los huéspedes imprevistos que Micaela alimentó y cobijó cada día, en el patio posterior de su casa, llegaron a rescatar-los. Todas al unísono con las patas y picos sujetaban de varios extremos el globo, evitando que llegue al agua; pero no solo ellas habían llegado, el enjambre de abejas africanas hizo vo-lar de prisa y en busca de refugio a toda la manada de pájaros negros. La reina saludó a Augusto al paso porque era quien dirigía el ataque; mientras que la hechicera Atanué Carrel, confundida como una más entre las nubes grises, maldecía a las abejas y palomas, pero desapareció pronto.

Las palomas siguieron agitando sus alas con todas sus fuerzas, pero no era suficiente para cargar con la barquilla y

Capítulo 18

EL DIARIO DE GALILEO GALILEI

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mucho menos para luchar contra el viento salvaje. Sin em-bargo, los nubarrones habían desaparecido dejando un lím-pido cielo donde se podía divisar el sol con claridad y divisar también un islote a unas cuantas millas. Augusto estudió la brújula en silencio y luego, atalayando por medio del catalejo hasta el punto de tierra, dijo: es el golfo de vizcaya.

–¿Estamos cerca? –preguntó Micaela.–Más o menos; pero no podremos continuar hasta Seine-

Saint-Denis con la ayuda de nuestras amigas palomas, Mica –le dijo–, se les nota muy abatidas, tendremos que descender en el golfo.

–Tienes razón –le secundó ella.El golfo de vizcaya se extendía en una vasta porción de

tierra en medio del mar Cantábrico, y para suerte de ellos Francia se hallaba al suroeste de allí; y, mejor aún, por mar podían llegar hasta Seine-Saint-Denis sin mayor contratiempo.

Las palomas les hicieron descender y, a partir de aquello, muchos curiosos se acercaron a observarlos, pues no eran co-munes los viajes en globo y, más aún cuando se trataba de un duende como parte de la tripulación. ¡Gran encanto!, un exó-tico duende americano. Ciertamente, les rodearon muchos, sin embargo, el espectáculo fue interrumpido por un anciano de nombre Théophile Gautier, que irrumpió el barullo y con un palo, que era su bastón, los hizo correr por grupos hasta que no quedó uno solo. Sin embargo, la gente se fue sin saber si los tripulantes del globo eran europeos (por la vestimenta) o americanos, porque no hablaban su idioma y se traían un duende con rasgos de indio muy distinto a sus duendes tra-dicionales.

Gautier se hizo amigo pronto de ellos, brindándoles una confianza de padre o mejor de abuelo que ellos supieron agradecer y corresponder. Después de algunas preguntas de rigor, el viejo sabía qué misión les había traído por esas tierras y, entendiendo la premura, le entregó a Augusto una car-

tografía de Seine-Saint-Denis y de la región de Île-de-France. El mapa, aunque no es muy exacto –le advirtió–, será de mu-cha ayuda. Les prestó su único velero pidiéndoles que se lo devolvieran en cuanto terminaran su estadía en Seine-Saint-Denis, y les entregó suficiente provisión de alimentos para el viaje. Pero mientras se marchaban, les siguió insistiendo que dejaran al duende con él, que se lo vendieran o regalaran, y el duende, como era natural, le puso cara de pocos amigos y frunció el ceño mirándole fijamente, pero Augusto, Micaela y el viejo desde la playa, no cesaban de reír hasta que el velero desapareció en el horizonte.

Navegando en un velero que parecía una ligera pluma al soplar el viento por el océano, el tiempo se les iba sin sentirlo, pues en ratos prolongados la plática sobre asuntos de escuela era la más tocada: desde las confesiones sobre asignaturas desaprobadas, el profesor más antipático y bromear del di-rector, que al parecer de los tres era un cascarrabias. Ah, y ni qué decir del auxiliar, que en ese momento del viaje, parecía un espantapájaros, y que en vez de cabello tenía la cabeza cubierta por espinas y púas de puercoespín, al que en muchas oportunidades quisieron decirle mil cosas, pero por no des-aprobar en comportamiento no lo hicieron; y las carcajadas seguían, y el duende, como si lo entendiera todo, como si fuera uno más de sus compañeros de aula, se reía también y hasta ayudaba a poner sobrenombres a algunos profesores, al auxiliar o a los compañeros de ellos. La travesura de ponerse el uniforme de mujeres a la hora de educación deportiva por parte de Augusto y Roberto fue otro tema de conversación; a propósito se rieron nuevamente los tres al recordar el ma-rañón apachurrado de una manera salvaje, aprovechando que la compañera salió al recreo olvidando la bolsa blanca de plástico.

–Eso no lo hice yo –le aclaró de inmediato a Micaela–; fue Leonidas con Roberto. Yo le acepté, eso sí, cuando ya esta-ban todos aplastados para que no se desperdiciara y, claro,

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tampoco fui yo el que se subió a un árbol para no dejarse vacunar cuando fue a buscarnos el troglodita que era nuestro profesor en la banda de guerra.

–Pero bien que fuiste tú el que jamás llegó cuando tenía que cantar para una orquesta local de música, en casa de nuestra amiga la directora de primaria y, además, eras tú el que siempre vacilaba a la maestra de Religión que era una de esas monjitas dulces, ingenuas y tarugas a la que llamábamos Panchita, le dijo Micaela.

–Bueno –dijo él–, lo último sí es cierto, es que quería que yo esté siempre pintado de payaso y haciendo reír a cada rato en clase; claro, como sus clases eran tan aburridas, qué más le quedaba.

–Sí, pues, qué más le quedaba, repitió el duende y siguió tragándose las pasas, masticándolas con torpeza.

–Eso último que dije y lo de la orquesta también, ah. Es que desde siempre he cantado pésimo; sino, escúchame…

Y Augusto ni bien intentó afinar la voz para empezar a cantar, el duende, con cierta socarronería, se tapó los oídos diciéndole. No, por favor. No.

Pero Augusto no lo hacía mal, todo lo contrario, cantaba bien, lo había reconocido su grupo de amigos y eso le basta-ba, pero en un gesto de modestia quiso pasar como novato en el canto. También era bueno para el teatro y hasta para la danza, aunque nunca quiso cultivar esto último con auténtico esmero; no obstante, sentía una gran fascinación cuando veía danzar, porque lo definía como una manera más de volar y vaya que él sí volaba. Cuando era solo un infante soñaba diariamente que se elevaba sin ayuda de ningún aparato. Era necesario únicamente tomar vuelo, correr hacia adelante y lanzarse al aire. Entonces daba resultado: el vuelo era cor-to y largo. Corto en el sueño, pero largo al despertar. Todo el día se la pasaba pensando por qué razón tuvo que soñar así, pero como se repetía muy a menudo ese tipo de sueños, cayó en la cuenta que era, ahora sí, tan común que no va-

lía la pena seguir recordándolo; sin embargo, siguió soñando que volaba sobre una vasta extensión de bosques, o a veces las imágenes eran intercaladas; jungla, avenidas asfaltadas y casas de concreto compartían una misma escena. De pronto, una lluvia grácil caía pausadamente, acariciando el paisaje jungla-ciudad en un fresco de color celeste.

Después de seguir la línea marítima que indicaba la rudi-mentaria cartografía, y de mantener siempre las pautas que mostraban las agujas de la brújula, llegaron a París, atrave-sando antes, varias divisiones administrativas, que eran co-marcas gobernadas todas por una sola monarquía. Con la carpa cubrieron al duende para que no llame la atención y, aunque le arrastraba por los pies y apenas tenía una abertura para los ojos, le quedaba muy bien. Aun así, aquellos ilustres visitantes no dejaban de llamar la atención por cada zona que pasaban. Bonjour… y luego, òu alles-vous. À Paris, respon-dían, a bientôt, decían los franceses, y ellos, au revoir, pero sin dar mayores detalles, y a Micaela, los mozos, Madeimoselle y más pronto de lo que supusieron, con la ayuda de carrocerías solidarias, estuvieron a orillas del río Sena, refrescándose los pies momentáneamente mientras se abría la iglesia.

–¿A quién se le ocurriría guardar ese diario en la cripta de la reina Catalina de Medici? –preguntó Micaela.

–Todavía no sabemos a ciencia cierta si es que se encuen-tra allí o en la de Enrique II –le dijo Augusto.

–Seguro que está en la de Catalina Medici.–Y… ¿por qué estás tan segura?–Porque las reinas de la Antigüedad eran las que man-

daban en el imperio y seguramente, dado a su importancia, quisieron proteger las anotaciones secretas de Galilei en su cripta.

–Te olvidas de algo importante, Mica. Enrique II era pro católico y odiaba a las otras religiones, de modo que si qui-sieron asegurarse de ocultar bien el diario del astrónomo en algún lugar, habría pensado en un rígido católico.

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–Tú también te olvidas de algo –le increpa Micaela.–¿De qué? –De… La Noche de San Bartolomé.–Uhmm, veo que has leído sobre estos dos difuntos antes

de llegar aquí, eso me da gusto, eh.Aquella noche hubo una cruel matanza. Se contaban por

miles los religiosos no católicos muertos por intrigas y ensaña-miento de Catalina De Medici. No solo fue en París, sino que se expandió por varias provincias del imperio, avivando aún más las latentes guerras de religiones que azotaban toda Eu-ropa donde se mataban por una cruz, una capa, una espada, quizá por un santo grial.

Pero el diario de Galileo Galilei, contrariamente a lo que supuso Micaela, se hallaba en la cripta de Enrique II, así lo comprobó Augusto ayudado por una piocha, un cincel y una comba, y con la ayuda aunque no lo suficiente, pero sí ur-gente, del duende. Oculta por la sombra de monumentos reli-giosos y debajo del atrio, se encontraba la cripta con la efigie del rey sobre la roca intacta. La iglesia de Saint-Denis estaba dotada de espléndidos capiteles y de pórticos románticos, convirtiéndola en una joya francesa, al fondo estaba el púlpi-to y debajo, algunos recipientes de oro y plata. Las vidrieras están por toda la iglesia, y los frescos y pinturas delante de las paredes de arquitectura gótica narrando varias escenas del Antiguo Testamento.

Cuando tuvieron el diario, que era una suerte de papeles antiguos enrevesados, a punto de deshacerse, con una cará-tula color marrón de cuero de animal en las manos; la hechi-cera Atanué Carrel apareció volando de súbito y se los arre-bató sin que nadie advirtiera su presencia. Pero el duende se había cogido de su vestidura y no se desprendía de ella pese a que hacía una serie de jalones y más jalones, mordiéndole hasta las orejas alargadas que poseía. Entonces se generó una gran disputa por el texto en ciega persecución con chasqui-dos y una espantosa bullaranga. Augusto corría tras ella para

ayudar a su amigo, mientras que Micaela cerró las puertas de la iglesia para que no escapara la hechicera; la cual voló has-ta las campanas de la abadía con el duende colgando de su cuerpo. Augusto subió de prisa por la escalera angosta, pero al llegar al campanario no encontró a nadie; volvió, en cam-bio, la mirada y fue cuando la hechicera se abalanzó sobre él haciendo que cayera al vacío, eso pensó; sin embargo, para suerte suya pudo cogerse casi de milagro del borde del cam-panario pendiendo de él, pero sin que pudiera resistir por mu-cho tiempo. Micaela, luego de asegurar las puertas y advertir que los vitrales estaban absolutamente tapiados, subió para ayudarlos pero se encontró con que la vida de Augusto corría peligro, logrando apenas auxiliarlo con la ayuda del duende, cuando tuvo que desistir de luchar con la hechicera para ir en ayuda de su amigo permitiendo, contra su voluntad, que huyera con el diario de Galilei.

A orillas del Sena, una vez más, Augusto se lamentaba:–Debiste seguir luchando con la bruja malvada hasta qui-

társelo –le dijo al duende.–Primero estabas tú –le dijo él, al instante.–Sí, tiene razón. Si no te ayudábamos te hubieras caído

–agregó Micaela.–Ya estaba a punto de alcanzar una de las columnas –les

dijo Augusto.–Qué va, amigo, no te sientas mal… ya veremos la forma

de recuperar ese diario –le animó el duende.Y le abrazó Micaela.–Tendremos que volver al puerto para alistar la nave y

regresar al golfo de vizcaya. Théophile Gautier debe estar aguardando por nosotros, a lo mejor creerá que ya nos roba-mos su velero.

–Mira –le dijo el duende, mostrándole una gavilla de ho-jas que logró arrancar del diario mientras forcejeaba con la hechicera.

–Duende, eres lo máximo. A ver…

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Mi libro de magia130

Examinando aquellas páginas que estaban en latín y que él, por obra de magia entendía perfectamente, les dijo que eran anotaciones precisas de cómo construir una nave. Pero solo un detalle le llamó la atención de forma decisiva.

–Duende, ¿sabes de qué parte del diario arrancaste esas páginas?... ¿Lo recuerdas?, dime que lo recuerdas, por favor.

–Sí, claro que sí. Eran las cuatro últimas porque la maldita se llevó el resto.

–Síganme –les dijo Augusto de inmediato.–A dónde –preguntó Micaela.–A la abadía –les dijo, mientras se dispuso ir allá a toda

prisa y ellos tras él, sin que por ello el duende olvide su telar que era su camuflaje artificial.

–Pero explícame por qué estamos regresando –indaga Mi-caela mientras va de prisa junto a él.

–Si estas son las cuatro últimas páginas del diario la cuar-ta está inconclusa, o sea, continúa. Parece que finalmente tu-viste razón, el diario estaba dividido en dos partes, la primera oculta en la cripta de Enrique II y la otra… si no me equivo-co, en la de Catalina Medici. Apurémonos, todavía estamos a tiempo.

Ingresaron a la abadía y, siguiendo el mismo procedi-miento que en la cripta del Rey, lograron abrir la de la Reina, en donde, efectivamente, tal como lo supuso Augusto, se ha-llaba la segunda parte del diario de Galilei, con unas páginas en que las letras eran más legibles que en la primera, y de una carátula color ocre hecha de un material semejante al papiro.

De vuelta al golfo de vizcaya, volvieron a reencontrarse con Théophile Gautier que, para fortuna de ellos, les entendía con toda claridad. En sus años mozos trabajó

en un barco que surcaba todo el Atlántico, llegando a menudo a las costas de América, pero el español no lo aprendió preci-samente allá. Uno o muchos de sus compañeros de navío de origen español, se habrían encargado así, sin proponérselo, a enseñarle su idioma que, sin duda, jamás desdeñó, y desde luego ahora con los huéspedes lo había puesto en práctica; pues les confesó que hacía mucho no se expresaba en caste-llano, pero ellos notaron que Gautier lo dominaba claramen-te, permitiéndoles comunicarse con gran facilidad.

Durante la navegación de regreso Augusto, recostado en la baranda del velero, leía e interpretaba cada página del dia-rio, mientras Micaela se tomaba una siesta y el duende pes-caba con un arpón que halló en la bahía del río Sena. Pudo deducir la geometría, interpretar las escalas, apuntar los ma-teriales y hasta dibujar un astrolabio en una hoja de apuntes. Había tomado la decisión, inmediatamente después de llegar al golfo, de construir una nave dentro de los varios modelos que habían sido graficados por el mismo Galilei; si lo lograba, esta podría trasladarlos en poquísimo tiempo a Anchoajo, aun-que demandando muchísimo tiempo para construirla, con-cluyó, en cambio, luego de evaluar ciertos asuntos, causas y

Capítulo 19

LAS PREDICCIONES DE LA DAMA DEL ZENALÉS

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La fantástica trilogía de Anchoajo 133

elementos, que no podría concretar su ilusión, y se resignó a la fantasía que le significaba la idea misma de los religiosos católicos del s. XvII al conocer las ideas heréticas del astróno-mo italiano.

A su retorno, el más entusiasta fue el anciano Théophile Gautier, que hasta puso en práctica la sorpresa de un banque-te y lo sirvió en una mesa fina y larga, con manteles blancos al aire libre y bajo la sombra apenas de una palmera enjuta. Los manjares desfilaron uno a uno: canastillos con carnes y pescados acompañados de verduras, ensaladas, frutas, queso, charcuterie, crêperies crêpes y, al final de la mesa, surtidos postres y tazas de café y vino y, bueno, agua para los chicos.

La noche parecía una fibra relampagueando al fondo, con un solo haz de luz a orillas del mar Cantábrico, en donde habían preparado una fogata, y a la luz de la nocturnidad se pusieron a platicar: el viejo les narró que enviudó hacía muchos años y que sus hijos vivían en Italia y Grecia, y que hacía mucho no tenía noticias de ellos. Pudo montar una ca-baña en la playa donde brindaba servicio de guía marítima a los turistas y que, además, a partir del último verano, había empezado a beber con mucha frecuencia; pero mientras les relataba pasajes de su vida, había intervalos de bromas muy esmeradas que ellos gozaban y aplaudían, mientras el duende colaboraba con el viejo atizando la hoguera con su bastón como trinche. También les hizo preguntas sobre la escuela, las que Augusto y Micaela respondieron amablemente pues se sentían motivados al asistir cada día, y le narraron sobre el bosque tropical de Anchoajo, sus ríos, sus piraguas, sus cié-nagas y sus maravillosas criaturas, y no se olvidaron tampoco de los animales silvestres como los jaguares y otorongos, y las flores de achira, gladiolos, orquídeas y más...

No obstante, a mitad de la tertulia, Augusto le explicó a Gautier sobre el contenido del diario de Galilei, con una fasci-nación que se vio brillar no solo en sus ojos, sino también en

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los de él, le dijo que era posible construir una nave como la que graficó en sus hojas íntimas que luego, sin duda, querría publicar, pero se las retuvieron. Convencidos ambos de ello, no hizo falta agregar más, el viejo, con una voz de capitán de barco, les dijo a todos: Mañana, a primera hora, empezamos. En ese momento no creyeron que hablaba en serio, que a lo mejor se excedió en jerez. Pero no era así; nunca antes había sido tan honesto con sus propias palabras como hoy; de modo que luego de afirmar otras cuantas frases más al respecto, quedó sellado que al día siguiente, desde Théophile Gautier hasta el duende, todos colaborarían para poner en marcha la construcción de una nave que pudiera cruzar el Atlántico, pero por aire, a la que pondrían por nombre AeroGalilei.

En Anchoajo las cosas seguían con total normalidad. El amanecer fue de un radiante sol primaveral, las palomas se hallaron picoteando el maíz que Micaela dejó el día anterior, las abejas no habían descansado toda la noche fabricando miel y el río Huallaga abrumaba a todos con su presencia caudalosa, desbordando su torrente desde el último temporal de lluvia hasta el último cascajal del pueblo. En cambio, la tra-gedia estaba en sus recámaras. Tanto Augusto como Micaela no habían asistido a la escuela y permanecían con los ojos cerrados tendidos en la cama. La madre de Augusto hizo nue-vamente un esfuerzo por levantarlo hasta que lo logró. Sus ojos parecían dos luceros transparentes y su anatomía de un niño de nueve años, pero con la sonrisa de siempre. Al levan-tarse le dio un beso pero, al percatarse de la hora en el reloj de pared, intuyó que su madre estaría furiosa por no haberse levantado a tiempo. Perdón, dijo. A lo que ella agregó: Tus hermanos menores tienen mejor entendida su responsabili-dad, jovencito. Entonces hizo un esfuerzo para recogerse de la cama y alistarse con el uniforme y los cuadernos, pero su madre le dijo: ¡Alto!, ya son las once; hoy no irás a la escuela y espero que sea la primera y última vez que eso ocurre, le ad-virtió. Sí, mamá, repuso él, hundiendo los hombros entre sí.

En casa de Micaela la reacción de sus padres no era tan diferente. Aunque, a diferencia de Augusto, ella sí había falta-do algunas otras veces; pero esta, le indicaron, sería la última vez y la advertencia fue con tal severidad que no le quedó ninguna duda de que estaban hablando muy en serio.

Quería comunicarse con Augusto de cualquier forma por-que tenía varias interrogantes en la mente que consultarle, pero no pudo. Sus intentos tuvieron que restringirse a la puer-ta de su casa o a la claraboya, porque le había caído el castigo de encierro, todo el día.

Augusto, en cambio, fue acompañando a su madre al Campo de las Legumbres a recoger bejucos y cortar hojas de palmera; pero no todo era trabajo aquella mañana, se las ingenió para ocultarse de su madre y se internó en el campo a jugar, atrapando mariposas que sabían a canela o a bajar por los desniveles a recoger vainas; precisamente, siguiendo por uno de esos desniveles, le pareció ver la silueta del duende escabullirse por un árbol de jagua. Fue arrojado por su supo-sición, tras él, pero después de un largo recorrido por la zona se dio cuenta que no estaba, que todo había sido producto de su fértil alucinación, ya que solo podía estar al lado del duende mientras dormía.

No muy lejos de allí empezó a oír los gritos de su madre llamándole, que inquieta, antes de regresar, se había perca-tado de su ausencia. Entonces Augusto corrió de izquierda a derecha, de derecha a izquierda, de un lado a otro sin conse-guir llegar hasta donde estaba su madre; volvió a subir por las pendientes sin dejar de atrapar cuanto insecto pudiera, pero nada. Solo entonces supo que se había extraviado y que no le rodeaba otra cosa más que aquellos gigantescos árboles de ojé y algunos lupanares, en medio de un follaje agreste y tupi-do, pero también se abría camino frente a él, un río de aguas grises en cuyas profundidades, contaba la leyenda, habitaba una serpiente del tamaño de dos campos de fútbol, que era la protectora y madre de aquellas aguas en las que, según los comuneros, el oro brillaba emanando del subsuelo.

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Ciertamente, no era un río común, pero tampoco creía que tuviera poderes diabólicos o algo parecido. A veces la gente le añade supersticiones a aquello que le inspira misterio, pensó; y de misterio sí que sabía mucho. Sus años de infancia habían sido misteriosos, desde el llanto prolongado e infini-to que no pudo contener por razones inexplicables y poco convincentes, hasta su curación con remedios preparados de manera artesanal pero eficaz por parte de sus padrinos, según le había relatado su madre. Antes que cumpliera la semana de nacido se había vuelto bocabajo en la cuna en la que le dejó su madre; a veces ella le dejaba en el columpio del parque, cerca de casa, pero lo encontraba conversando como todo un viejo, con sus vecinos mayores, cuando apenas tenía cuatro años bien cumplidos.

Al poco tiempo de estar allí, se hizo un breve murmullo de burbujas a mitad del río, convirtiéndose pronto en un remoli-no que aclaró el color del agua, volviéndola tan transparente que parecía una de esas aguas que conformaban las cataratas de las que le habló Orlando; pero entonces dos voces acer-cándose, llamándole por su nombre, lograron desaparecer el remolino y sus burbujas cristalinas.

Era Almudena y Micaela, que habían ido a buscarle a su casa y, al no hallarlo, decidieron ayudar a su madre en la búsqueda siendo las primeras en dar con él. A duras penas Micaela pudo convencer a su madre de levantarle la sanción; en realidad, tuvo que intervenir Almudena para que ello fuera posible. Ambas se alegraron al verle. Almudena iba a ser tes-tigo de algo inaudito que, sin duda, le cambiaría la vida por completo para siempre.

Las aguas grises empezaron a burbujear nuevamente y del centro del río se desplegó una gran luz que les encegueció. De pronto, pequeños cristales de múltiples colores emanaban del agua, que en una aleación se transfiguraron en una mu-jer cuyo cuerpo transparente estaba vestido de un gran telar purpúreo. Se le podía apreciar el rostro claramente, las orejas

perfectas con un par de aretes de oro confundidos entre dia-mantes y dueña de una sonrisa que se dibujaba en sus delga-dos labios, derramando ternura. Un mosaico de mariposas, semejantes a las que Augusto estuvo atrapando desde hacía un rato en el Campo de las Legumbres, le rodearon.

–Acérquense, vamos, no tengan miedo –les dijo a los tres que habían presenciado su aparición, anonadados.

Ellos no se opusieron, aunque los más decididos fueron Augusto y Micaela, seguidos por una trémula Almudena que se acercó a paso lento. vista desde la orilla era más alta que Goliat, y más bella que reina alguna de los cuentos de hadas.

–¿Quién eres? –le preguntó Augusto.–Soy Tizera, dama y protectora del río Zenalés. –Y… supongo que el río Zenalés es este –inquirió.–Así es –le dijo–. Yo cuido de este río desde que se formó

a causa de un deshielo, cuando la Cordillera de los Andes atravesaba Anchoajo. Muchos creen que aquí habita una gran serpiente, y por eso no vienen a pescar, y eso es bueno, así puedo evitar que depreden las especies que habitan en el río, con venenos y explosivos como el varbasco y la dinamita. Aquí no viene nadie a botar basura ni llegan las aguas servi-das del pueblo.

–Pero todavía no entiendo qué quieres de nosotros, su-pongo que sueles hablar con las personas que vienen por aquí –dijo Micaela.

Mientras que Almudena seguía pasmada.–No, te equivocas –le respondió, no he hablado con nadie

hace ya casi cien años; solo en una oportunidad y fue cuando por primera vez los colonos llegaron a fundar Anchoajo. Les expliqué detalladamente cómo debían diseñar el pueblo, les entregué manuales para facilitar su convivencia y les pedí que se alejaran del mal, de la hechicera Atanué Carrel.

Atanué Carrel se encontraba en el laboratorio de su casti-llo en Montaña Negra, examinando con el mayor cuidado el

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diario de Galilei. Los pájaros negros rondaban por los pasillos y las bestias encantadas por el hechizo seguían vigilando a los prisioneros. En varias páginas, Galilei había anotado el movi-miento de los astros, la geometría para la construcción de na-ves aéreas; había señalado tipos de energía y hasta una teoría incipiente sobre la gravedad. La hechicera lo entendía todo, pero no se sintió feliz al descubrir que faltaba la otra parte del diario. Aun así, no se desanimó y concluyó que mientras buscaba la forma de conseguir la otra parte, ampliaría su la-boratorio a un hangar fuera del castillo, en medio de Montaña Negra y allí empezó la construcción de algunas naves.

–¿Qué? ¿Atanué Carrel, dices? –inquirió sorprendida Mi-caela.

–Sí, ella misma. Antes vivía en las afueras de Anchoajo y desde siempre fue una hechicera muy malvada… tú lo sabías, Augusto.

Augusto guardó silencio y le quedó mirando.–¿Es cierto eso? –le pregunta Micaela.–Sí, lo sabía; por eso es que debo evitar que vuelva a la

vida real –le dijo al fin.–Hubieras sido más sincero conmigo, ¿no?... ¿Y desde

cuándo vive en tus sueños, eh? –pregunta Micaela.–Desde que su padre la encerró a través de un conjuro

que obtuvo en uno de sus viejos libros –interrumpió Tizera.–¿Conocías a mi padre?, –interrogó Augusto.–Sí, claro, fue el hijo de uno de los primeros colonos que

fundó Anchoajo. –¡Oh, por dios!, el agua sigue hablando… ¿Y quién era

esa tal Atanué Carrel, eh? –repuso Almudena.–No es agua, es Tizera, la dama del río Zenalés y lo de la

hechicera pues es una historia bien larga que un día te conta-ré –le dijo para tranquilizarla.

–Pero el hechizo no salió del todo bien, Augusto; por eso es que tu padre se sacrificó y la hechicera fue a parar a tus sueños. Ahora te toca a ti acabar el trabajo que empezó y quiso terminar él.

–Nunca supe cómo murió mi padre, quizá porque soy chico mamá nunca me lo dijo; pero ahora sé cuál fue el mo-tivo.

–Perdón, no quise romper las reglas de tu madre, pero es que a veces no me contengo y soy poco discreta; pero tenías que saberlo para que puedas seguir adelante hasta acabar con la hechicera.

–Sí, te lo agradezco; igual no creo que mamá se moleste contigo; además no pienso decírselo porque se preocuparía más por mí y quizá intente llevarme a curar a esos chamanes o brujos –le dijo.

–Que dicho sea de paso deben ser discípulos de Atanué Carrel –agregó Almudena.

–Así es… pero bueno, ahora escúchenme con atención lo que tengo que decirles: antes de la cuarta luna llena habrá un incendio de proporciones devastadoras para la flora y fauna, e incluso poniendo en riesgo a muchas personas y tu vida, Micaela, correrá un grave peligro tras la muerte del Fauno en la Montaña Negra.

Las predicciones de la Dama del Zenalés eran estram-bóticas, porque de por sí se sabía que en Anchoajo no hubo incendios forestales jamás y pues Micaela no correría otro pe-ligro más que algún tropezón casual. Su verdadero peligro era ella misma, pensó Augusto.

–Sé lo que estás pensando –le reveló la dama, tras una rápida lectura de sus pensamientos.

Augusto se sintió desnudo por un instante, pero con un tono casi burlón la desafió: “A ver… qué”.

–El hecho de que no haya habido incendios forestales en Anchoajo no significa que no se puedan quemar las praderas. Si no controlas ese fuego en tu sueño, se volverá realidad porque ahora que Atanué Carrel tiene en su poder el diario de Galilei, ha logrado evadir las leyes de la gravedad y de la física, y cada día que pasa se vuelve más real de lo que crees. Y claro, Micaela también está en un gravísimo peligro,

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Mi libro de magia140

porque no olvides que ella es la única persona, luego de ti, que sabe de su existencia y la hechicera hará cualquier cosa por deshacerse de ustedes dos, y quizá de ti también, Almu-dena; porque a partir de ahora estarás en algunos de los sue-ños de Augusto y Micaela hasta que finalmente te encontrarás en todos.

–¿Yo, qué? –se preguntó Almudena sacudida por un ex-traño pavor.

Aún no era consciente de la situación en la que se en-contraba; sin embargo, pronto la entendió y Augusto terminó admitiendo que no podían darle tregua a la hechicera Carrel, y si se daban prisa todo les saldría bien. La Dama del Zenalés se despidió de ellos con un gesto breve y tierno, e inmedia-tamente fue envuelta por las mariposas de canela que se su-mergieron con ella, convirtiéndose nuevamente en burbujas efímeras que cedieron al remanso.

Una noche fría nos sobrecogió atravesando el Campo de las Legumbres. Ay, date prisa, Almudena y Micaela… Ya voy, ya voy. Yo venía cogido de la mano de Mi-

caela, o quizá ella de mi mano para no perderse entre la os-curidad del follaje que insistía tercamente en apagar la luz de una espléndida luna llena. De vez en cuando, las luciérnagas aparecían con su luz intermitente y era bueno seguir aquella luz, pues por lo menos nos guiaba entre las tinieblas; aunque más pronto de lo pensado estuvimos en el umbral caminando a pie firme hasta llegar a casa; bueno, a la mía y cada quien a la suya. Mi madre se enojó conmigo porque estuvo en vilo imaginando que algo malo me pudo haber ocurrido y, tras una severa amonestación, me llamó a la mesa a cenar; advir-tiéndome nuevamente que esperaba que mañana no volviera a despertarme a destiempo y faltara a la escuela.

En el camino Micaela me preguntó si la próxima vez so-ñaríamos estando en Francia o simplemente ya venimos, y de juego también ya tenemos la segunda parte del diario… y, ¿dónde está el reloj de arena?, ¿acaso se nos agotó el tiempo? Nada de eso –le dije yo–. La arena del reloj ha dejado de caer hasta que volvamos a Francia; una vez allá, el tiempo volverá a correr y entonces sí debemos darnos prisa en construir la nave y volver –no obstante, lo que le iba a decir a continua-ción, seguramente la aterraría–: Si la hechicera Carrel logra

Capítulo 20

LA APABULLADA NAvE RECUPERA SU HONOR

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La fantástica trilogía de Anchoajo 143

volver a la realidad, simplemente no volveremos jamás a An-choajo ni a despertar.

Pero al instante entendió con calma lo serio del asunto, y concluyó que debíamos colaborar para que AeroGalilei que-dara terminado esta misma noche. Seguro que sí –le dije yo–, y me hubiera gustado ver la cara burlona del duende mirán-dole con sus ojos saltarines.

No sería cosa fácil, pero con la ayuda de Gautier, un du-cho naviero; de Micaela que es una chica inteligente; y hasta del duende que molesta más de lo que colabora, pero que esta vez pondría de su parte, lograríamos el objetivo. No obstante, nadie sabía en ese famoso golfo qué diablos construíamos a orillas de un mar ciego. Nos visitaban y observaban con mu-cha curiosidad cuando los cuatro, palmo a palmo, seguíamos con exactitud las instrucciones en el diario de Galilei.

Esa noche, Micaela y yo repetimos el ritual de la noche anterior. Nos acostamos mirando hacia la ventana que cada uno tenía en su habitación. Cerramos los ojos e hicimos un puño en las manos y, como si el sueño nos viniera de golpe, estuvimos esta vez, a diferencia de la noche anterior, cayendo de una cascada cuyas aguas cristalinas tenían mucho de ma-nantial y nos vimos perdidos en medio de un bello paisaje de selva virgen. volvimos a estar vestidos con los mismos trajes y el duende apareció de súbito cargando algunos palos. Apú-rense que se hace tarde chicos, nos dijo a la volada y siguió caminando.

Ahora nos sentíamos mejor al saber que el duende esta-ba allí con nosotros y lo seguimos; pero Micaela me dijo que esta vez debía despertar antes de que llegue la hora de ir a la escuela; me lo advirtió, alegando que si faltaba una vez más, no la contaba con sus padres. Pero le di sosiego al afirmar que mientras permanecíamos en este onírico mundo, pueden pa-sar días y hasta semanas, y en Anchoajo apenas si transcurre una noche. Y entonces ¿por qué se me hizo tarde para ir a la escuela ayer? –rechinó. Te dije que, a veces, no siempre, tú sabes, los sueños sueños son.

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El anciano Théophile Gautier fue a nuestro encuentro y, tras un breve saludo, nos invitó a desayunar. Eran las seis de la mañana. No hay tiempo –le dije–. Desayunaremos mien-tras trabajamos... vamos, démonos prisa.

En medio de la arena desplegamos metal fundido, made-ra labrada, tornillos, calderos y otros utilitarios que, por arte de magia, se iban formando; impulsados por las manos y bra-zos de los cuatro, en el fuselaje, las alas, el timón, los alerones de cola y el caucho para el tren de aterrizaje. Incorporamos rápidamente el motor y fabricamos, antes de las catorce horas del mismo día, la cabina, los estabilizadores y las hélices.

–AeroGalilei se ha convertido en todo un transbordador –se ufanó Gautier.

–Solo le falta algunos detalles más, y luego ponerlo a prueba para dar por terminada su fabricación –les dije, con gran entusiasmo.

Los curiosos que siguieron minuto a minuto la construc-ción del artefacto, se rindieron cuando a la hora del crepús-culo la nave se hallaba en el hangar improvisado de hojas y ramas en el golfo de vizcaya.

–Ahora solo falta pilotear el invento de Galilei –les dije–… ¿Quién quiere tener el privilegio?

Pero nadie quiso mirarme. El duende lanzó un silbido tra-vieso de yo no, Théophile Gautier me dijo que estaba muy viejo para subirse a un aparato de esos, Micaela dijo que una dama no podría darse ese lujo si es que no es piloteado antes por un caballero; de modo que recayó en mí hacer realidad el sueño, dentro del mío, de Galileo Galilei.

Una vez ubicado en la cabina, me dispuse a encender el motor que ronroneaba, pero nada.

–Espera –dijo el duende–. Ya sé lo que ocurre. Fue a re-visar el tanque de combustible y, en efecto, no había una sola gota.

–Sin combustible no se puede volar esto, Augusto –dijo Micaela. Y solo entonces reparamos en que nos habíamos olvidado de lo más importante. Y el duende a ella: Tienes

razón… ahora qué hacemos, y se llevó las manos a la cintu-ra. La betarraga, Théophile Gautier. Y yo, ¿la betarraga? Y Théophile Gautier, sí, la betarraga fermentada nos producirá combustible, con el que podremos hacer funcionar la nave. Por fin hay alguien que piensa aquí, el duende y Micaela con una cara de asesina mirándole y yo que quería empotrarlo en las hélices.

Théophile Gautier acudió a un amigo suyo que tenía plantaciones de betarraga, pero la cosa le salió más fácil por-que el tipo era un científico loco que, precisamente, andaba experimentando con biocombustibles; de modo que le prestó mucho de ese gas líquido que, concentrado en el motor, era lo único que faltaba para regresar a Anchoajo luego del vuelo de prueba que tuvo éxito al despegar, sobrevolar y aterrizar.

Antes de marcharnos nos despedimos del naviero Gautier que, entre sollozos, nos pidió que partiéramos de prisa. Y yo, que debía dejar la bebida, y el viejo me lo prometió. Ade-más no tiene que trabajar tanto, Micaela y el duende, a ver si nos visita un día en Anchoajo, y Théophile Gautier, claro, me encantaría. Besos y abrazos, Micaela, y subimos a bordo, nos instalamos en la cabina con reservas de combustible, el diario y algunos croissants. AeroGalilei, la primera nave de punta curva y de alas contraídas, figurando un habano, des-pegó desde el golfo de vizcaya el año 1668; sobrevolando el Atlántico, el mar del Caribe y el océano Pacífico.

Desde la nave, el Atlántico era menos temerario, apenas si provocaba un resquemor ligero. De todos modos, las olas se erigían con varios metros y el aire bufaba una marea alta. También observamos nuevamente tiburones, ballenas, ca-lamares gigantes, y un barco pirata que surcaba el océano, aprovisionado de riquezas obtenidas en el asalto de algún barco americano.

Sobre las aguas del océano Pacífico, una descarga eléc-trica provocada por rayos brutales sacudió la nave poniendo en peligro el reloj de arena con una rajadura y, cuando pare-cía que la arena iba a ser expuesta y esparcida por el aire, el

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duende lo cogió con sus dos manos que, aunque pequeñas, evitaron que se haga añicos. Si la arena se hubiera perdido, todo el tiempo que pasamos en la abadía de Saint-Denis re-cuperando el diario, y lo que nos costó construir AeroGalilei, se hubiera vuelto a fojas cero, despertando bruscamente cada uno en nuestras camas y el duende en el bosque, sin haber logrado absolutamente nada.

varias partes de madera se chamuscaron, sobre todo en las pequeñas alas y la cabina, encontrándonos a punto de realizar un aterrizaje de emergencia, pero estábamos a cientos de pies y no teníamos un lugar apropiado a la vista; de modo tal que realicé múltiples maniobras con el timón, pudiendo sortear el temporal, aunque estrellándome con muchas aves, varias veces. ¡Allá está Anchoajo!, exclamó el duende, apun-tando con su dedo índice. Micaela cogió el catalejo para ase-gurarse que era cierto lo que había dicho o era pura ilusión para ponerle paños fríos a la inminente tragedia; pero no solo él creyó ver el pueblo en su alucinación, pues la brújula, exen-ta de toda subjetividad, me decía que estábamos sobrevolan-do Anchoajo.

El problema surgió cuando nos dimos cuenta de que no había una sola área abierta para aterrizar, y estuvimos hacien-do varios círculos en el aire, buscando un lugar, pero nada; de pronto nos dimos cuenta de que no teníamos más combusti-ble de reserva que para dos o tres minutos de vuelo. Nos in-quietamos sobremanera, y mi reducida tripulación empezaba a amotinarse, arguyendo que no quería morir de esa forma… ¿Y, quién querría morir?, caer al vacío no era una gran ma-nera; sobre todo si tenemos tantas tareas pendientes; como la escuela, la familia y vencer a la hechicera Carrel. Esta no era una mejor forma de morir, no era la hora de morir; pero todos no podíamos evitar pensar en eso y la nave empezó a des-cender, y cuando se detuvo una de las hélices; ahí sí el pánico comenzó a cundir con fuerza y a flor de piel. El duende se lanzó a los brazos de Micaela, Micaela se sujetó con fuerza del

asiento, yo del timón y, antes de caer inevitablemente, realicé ciertas cabriolas para no estrellarnos contra los árboles.

Pero la salvación estaba a orillas de un riachuelo que, definitivamente, no se hallaba en los mapas. Habían depre-dado a mansalva los árboles que alguna vez estuvieron en sus orillas, aunque sirvió de alguna forma para poder aterrizar sobre la arena y piedras, pero con la mitad de la nave en el riachuelo. Creo que esta es una de las primeras proezas de la aviación, pensé mientras le ayudaba al duende a salir, por-que era el único que me faltaba saber si estaba a salvo, solo entonces veo en el reloj que el último resquicio de arena ha terminado de bajar.

–Justo a tiempo –exclamé; pero todos estaban tan ocupa-dos en saber dónde nos encontrábamos, que nadie tomó en cuenta lo que dije…

–¿Dónde se supone que estamos? –preguntó Micaela. –No lo sé, exactamente –respondí–, aunque me resulta

familiar el lugar, me parece que alguna vez estuve por aquí. ¿Tú sabes, duende? –le pregunté.

Él empezó a silbar como quien se hace el desentendido, y por eso tuve que volverle a preguntar, pero esta vez con mayor firmeza. Y sí que la respuesta sorprendió a todos: nos hallábamos exactamente a las orillas del riachuelo de aguas turbias, en medio de la Montaña Negra.

–Cuánto mejor –les dije, resuelto–. Ahora tú y yo –le indi-qué al duende–, iremos por la otra mitad del diario y tú, Mica, llevarás esta otra (le mostré la segunda parte) al río Zenalés y nos esperarás allá. Estoy seguro que Tizera sabrá decirnos qué hacer con él.

–Está bien –dijo ella–, pero hagámoslo pronto, esta vez no quiero despertar tarde y faltar a la escuela.

Tomó enseguida la segunda parte del diario en su pecho y echó a correr lo más que pudo por la montaña, rumbo a donde se encontraba la Dama del Zenalés, mientras que el duende y yo nos dirigimos al castillo de Atanué Carrel.

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Mi libro de magia148 La fantástica trilogía de Anchoajo 149

Mientras nos acercábamos cada vez más era raro no to-parnos con alguno de esos pájaros negros que tienen por ama a la hechicera. Todo parecía tan tranquilo que por momentos me recordaba al heno de los verdes prados de Anchoajo o al Campo de las Legumbres… ¿El Campo de las Legumbres? ¡Micaela! –exclamé con vehemencia–. Micaela está en gra-ve peligro… duende, tenemos que ir a buscarla y el duende, ¿Pero si le pediste que fuera al río Zenalés, quién te entiende? Y yo, eres tú el que no comprende. La hechicera no está en su castillo, seguramente alguien tuvo que avisarle que Micaela se ha llevado la otra mitad del diario hacia el Campo de las Legumbres. Cuanto más mejor, el duende. Ahora podemos entrar al castillo sin que pueda sorprendernos. Pero Micaela corre peligro, yo, y él; pierde cuidado, ella sabe cuidarse bien sino hace mucho la hubiéramos perdido; además, tiene mu-chos amigos en el bosque, le ayudarán; pero si abandonamos esta misión por ir tras ella, seguro se enfadará. Y yo, pero… pero nada muchacho, sigamos, él.

Faltando poco para salir de la Montaña Negra la hechi-cera Carrel alcanzó a Micaela. No pudo volver a fiarse de sus negros súbditos, ya que le habían fallado cuando les ordenó derribar el globo de aire caliente que transportaba a los chicos a Francia, así que determinó que esta vez no podía volver a fallar; pero, para ello, debió encargarse personalmente de realizar el trabajo. Llegó volando con su habitual traje largo, aunque esta vez traía uno de color negro absoluto.

Las nubes oscuras se replegaron, el follaje de los árboles crujió y una manada de pájaros negros anticipó su presencia. Sin embargo, en aquel momento nuestra amiga, la jefa de las libélulas, apareció con sus setenta centímetros de tamaño vo-lando como toda una reina de los aires. En pleno vuelo la im-pulsó hacia arriba con sus robustas patas y se la llevó. Micaela estaba agradecida, sin duda, y mientras se desplazaba sobre sus alas a una velocidad sorprendente le fue narrando todo lo que había acontecido durante el tiempo que no la vio. Afortu-nadamente lograron escabullirse de la hechicera, perdiéndola

gracias a unos vericuetos que hizo en su vuelo la libélula, pues en vez de llevarla al río Zenalés, la condujo a otra parte donde estaría segura, porque supuso que la malvada mujer iría por ella hacia allá.

El duende y yo logramos, sin mayor inconveniente, sor-tear unas pegajosas telarañas y cuna de tigrillos cerca del por-tón. Ingresamos por la ventana y una vez dentro, nos dirigi-mos de prisa a la biblioteca. La puerta estaba entreabierta y hacia al fondo había una mesa de madera sobre la cual reposaba una lámpara de aceite, papeles confundidos, libros, tinta, lápices y, al fin, la carátula marrón de cuero de animal que precedía al diario de Galilei. Lo tomé de inmediato y, tras una breve inspección para asegurarme de que lo fuera, le pedí al duende que me siga de prisa, porque no podíamos permanecer más tiempo allí.

Antes de escapar, atravesamos un pasillo que estaba for-mado por una hilera de habitaciones, pero solo una de ellas se encontraba abierta, desde la cual titilaba una luz. Sigamos, el duende, y yo, aguarda. Así que ingresé a ella dejando al duende en la puerta para que vigilara. Se trataba de un labo-ratorio abarrotado de tubos de ensayo, los cuales seguramen-te contenían pócimas, brebajes y hechizos, que Atanué Carrel utilizaba a menudo para conseguir lo que quería. En una lar-ga mesa había también papeles escritos, desperdigados entre rollos de piel de animales. Cogí alguno de ellos, un par de tubos de ensayo y abandoné el lugar; corrimos el trecho ne-cesario para dejar el castillo y ya estábamos internados en la Montaña Negra, nuevamente.

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Hasta que me harté de llamarle “Duende”!, y salpi-cado de un misterio que nadie podía explicar, de un arrebato desconocido por mí, le pregunté si los

duendes también tenían nombres como nosotros, pero él me dijo que no, que solamente se identificaban por comarcas, y me confesó que él pertenecía a la de los Ricardos, de modo que era un Ricardo y solo así tenía que llamársele.

Al fin salimos, gracias a Dios, de la tenebrosa montaña; no fue cosa tan difícil, es cierto, pero tampoco fue lo que di-ríamos pan comido. Lechuzas diabólicas nos siguieron todo el camino y búhos infernales que con sus enormes ojos trataban de hipnotizarnos, pero el duende Ricardo (o mejor solo Ricar-do) me advirtió que no les mirara y que siguiera de frente.

El verdadero problema, en cambio, fueron los dos leo-pardos que iniciaron nuestra persecución por toda la mon-taña pero que, afortunadamente, pudimos engañar al cruzar el riachuelo de aguas turbias y dejarlos desorientados por la densa niebla que, ahora, contrariamente a lo que suponía su naturaleza, nos había favorecido. De lo contrario hubiéramos terminado en los colmillos de aquellas bestias, las cuales aho-ra estuvieran retirando lo último de ti con los mondadientes, le dije a Ricardo y él –con sorna–. Sí, seguramente tú habrías salido ileso y yo, bueno, seguro que no, pero afortunadamen-te ya estamos a salvo y camino al río Zenalés.

¡

Capítulo 21

FIN DEL DIARIO ESCONDIDO DE GALILEO GALILEI

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No obstante, nos envolvió un halo de nostalgia al dejar a AeroGalilei estropeado, convertido en chatarra y con la mitad de su punta curva en el riachuelo. Sin embargo, hubo algo que nos retrajo y es que, al pasar por el mariposario, Micaela había salido a darnos encuentro. La noté, pese a todo, so-segada, y con un brío tal en los ojos que señalaba, estaba dispuesta a continuar con el plan.

¡Augusto!, ¡Augusto!, gritó, que si no fuera por ello nun-ca la hubiera visto ya que íbamos a toda prisa. Me alegré al verla, la abracé, y al fin supe que estaba a salvo, luego me relató lo que ocurrió mientras cruzaba Montaña Negra; ade-más me dijo que la hechicera Carrel en este momento debía estar buscándola desesperadamente, y yo le dije que pudimos recuperar la primera parte del diario y que ahora teníamos que deshacernos de él antes que la hechicera se apoderara de ambas partes. ¿Pero cómo?, si en este mismo instante debe estar a la expectativa por atraparnos…

Sin embargo, ahí es donde nacen las ideas más preclaras, pensé, y entonces recurrí a mi talega, extraje uno de los tubos de ensayo que robé del castillo de la hechicera y se lo mostré a Micaela.

–¿Qué es eso? –preguntó ella. –No lo sé –le dije–, pero estaba en la mesa de trabajo del

laboratorio de Atanué Carrel. A lo mejor nos sirve de algo, pero antes hay que ponerlo a prueba.

–A mí ni me mires –dijo Ricardo de inmediato, frunciendo el entrecejo y cruzándose de brazos.

–No te preocupes duende miedoso, no pensaba utilizarte como ratón de laboratorio –y en aquel preciso momento un ratón silvestre que estuvo haciéndonos compañía desde algún lugar, salió en estampida, zigzagueando, ayudado por sus me-nudas patas y enorme cola.

Cogí el tubo de ensayo y rocié parte de su contenido en una hoja de arbusto.

–Esperemos a ver lo que ocurre –les dije. Y en aquel ins-tante la hoja se congeló por completo, luego desapareció–.

¡Magia! –grité–, esa bruja sí que sabe de buenos hechizos –y les mostré una breve sonrisa que ellos reprodujeron–. Con la ayuda de esto llegaremos al Zenalés sin ser descubiertos; pero Micaela me aclaró: No vayas a pensar que pondré esa cosa sobre mi cuerpo, y Ricardo de igual modo. Eso detestaba de él porque siempre lo hacía. Con el afán de complacer a Mi-caela se ponía de su lado aun si no estuviera seguro de lo que estaba haciendo.

Pero tras convencerlos de que no teníamos otra opción, que el tiempo se acababa y que seguramente tú volverías, Micaela, a faltar a la escuela y por ello tus padres te matarían; accedió y naturalmente el duende también. Primero tú, le dijo a Ricardo, y él que presumía siempre de valiente y de estar a sus órdenes, extendió su brazo hasta el tubo de ensayo, el cual salpiqué con el líquido y de inmediato se volvió loco, dando unos alaridos que parecía que se quemaba, y Micaela se ate-rró y fue a pasarle su mano en el brazo, intentando aliviarle de algún modo el dolor, pero él me miraba entre un sobrecejo burlón, manteniendo una sonrisa pícara entre los labios y así, cuando Micaela volvía su mirada a los ojos de Ricardo, él fingía estar siendo aliviado. ¡Mira si eres un bellaco!, le dije. Y ella, ¿deja de insultarlo, quieres?, y mientras fue desapa-reciendo, seguía su risa burlona y furtiva ante la mirada de Micaela.

Hasta que, por fin, se hizo humo, y amparado en su ca-muflaje empezó a hacerle cosquillas a Micaela. Eso sí me amargó. Ahora verás, yo y Micaela, déjalo, es bien juguetón, eso es todo, y seguía con la risita y me apuré a untarle el líqui-do azul y desapareció, y luego yo, y solo entonces pudimos vernos nuevamente los tres tan claramente, como si ninguno se hubiera desvanecido.

Comencé a corretear a Ricardo; y el muy bribón se me escabullía entre los árboles del mariposario, y se subió a uno de ellos y yo tras él, y Micaela detrás mío para detenerme y, al final, tuvo que poner orden y me hizo saber: Estamos perdiendo tiempo muy valioso, jovencito… Dejémonos de

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cosas y apurémonos en ir donde la Dama del Zenalés. Y yo, es cierto; y el duende, sí, sí. Y entonces abandonamos el mari-posario, cruzamos algunos vericuetos que la naturaleza a pro-pósito había creado y, al final, no estábamos sino en el mismo lecho del río.

¡Tizera!, ¡Tizeeeeraaaa!, le grité apenas habíamos vuelto a aparecer. Las aguas empezaron a inquietarse, y de un breve murmullo siguió una secuencia de cristales de todos los colo-res que conocíamos, e incluso de colores que jamás habíamos visto. Solo entonces una ola gigantesca se alzó para dar forma a la Dama del río Zenalés, antecedida por un gran mosaico de mariposas de canela que le rodeaban siempre, mientras ella mantenía su forma semihumana.

–Hola, díganme, en qué puedo servirles –nos dijo, con su voz que venía del infinito, con un eco que podía haber reso-nado en el mismísimo Campo de las Legumbres.

–Hemos viajado hasta tierras francesas, como sabes, en busca del diario escondido de Galilei. Ahora al fin lo tenemos con nosotros; ambas partes, porque eran dos, impidiendo así que la hechicera Atanué Carrel pudiera hacerse de él. Solo te ruego que me digas la manera en que debo protegerlo –le dije.

–No hay un lugar en Anchoajo donde pueda estar a sal-vo ese tesoro –nos reveló–. Pero tienes que deshacerte de él –sentenció.

–¿Y cómo sugieres que lo hagamos? –preguntó Micaela.–Arrojándolo a las aguas del río Zenalés. Acá estará se-

guro, ya que la hechicera nunca ha osado venir por aquí, porque existe demasiada bondad; no lo soportaría.

–De acuerdo –le dije–; así será.–Ah, lo olvidaba, antes de marcharme te digo, Augusto,

ten mucho cuidado con tu Libro de magia, porque estoy se-gura que Carrel tiene planes para él, y si lo obtiene, nada im-pedirá que llegue a estas aguas, recupere el diario de Galilei y regrese a la vida real para conquistar este planeta.

–Sí, lo sé y lo que más temo es que eso ocurra.

–Has sido un buen chico –y, acercándose a mí, me en-tregó un obsequio, el cual consistía en una lanza con asta de roble y punta de hierro.

Y, diciéndole también bondades al duende, le entregó un arco que tenía una varilla de acero, madera elástica y un gran número de flechas, las cuales tenían características muy particulares que más adelante descubriría, y a Micaela le ob-sequió un morral con unas simples semillas, que nadie supo para qué servían, sino para hacer germinar algún tipo de hor-taliza o frutal, pero no fue así. Y luego se marchó con una sonrisa muy tierna, acompasada por las miles de mariposas de canela que, alegremente, sacudían sus alas al tiempo que desaparecían con ella.

Micaela arrojó la segunda parte del diario y yo la primera mientras Ricardo miraba con cierta nostalgia, cómo se hun-dían, y yo parecía ver en él, por primera vez, muy lejana su picardía; pero luego, repuesto de su morriña, nos confesó que allí se iban largos desvelos de un astrónomo, que fue muerto a causa de una absoluta bestialidad y que, al igual que en el siglo XvII, hoy desaparecían las anotaciones ocultas de Gali-lei, pero en el río Zenalés que para el caso resultaba lo mismo, cuando se trataba, ahora sí, de evitar que la maldad recupe-rara tal fuerza, poniendo en riesgo a la humanidad y al propio reino de los Ricardos.

Ahora unas gotas más y ya estaremos en casa, nueva-mente, querida Mica, yo. Y el duende, sí, Mica, para volver a estar en casa y Micaela se rio, y yo (echando chispas) luego: Micaela se va sola a su casa, y Ricardo, sí, lo sé, solo estaba bromeando, y de inmediato me acerqué a él para mojarlo con el líquido azul y, de la misma forma a Micaela que esta vez le provocó un leve cosquilleo el hielo que se formaba en su cuerpo, y luego yo y los tres desaparecimos del lecho del río, del Campo de las Legumbres, y aparecimos, tanto Micaela y yo, cada uno en nuestra cama; zarandeados por la insistencia de nuestras madres para llegar a la escuela a buena hora.

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La noche me cayó encima con el viento polar en con-tra, luego de dejar atrás un océano congelado que se extendía a lo largo de muchos kilómetros y en los ice-

bergs y carámbanos estaba resumida toda la geometría. El rompehielos apenas si lograba que nos abriéramos paso entre gruesas capas de agua solidificada. Atrás habíamos dejado témpanos de hielo que flotaban lentamente al azar, convir-tiendo el Ártico en una zona verdaderamente intransitable; pero nosotros seguíamos en marcha y nada podía hacer que detengamos nuestra misión. Ni siquiera esas islas flotantes, cuya blancura cortaba en par la luz apacible anidada en nues-tras pupilas.

La hechicera Atanué Carrel se había hastiado de man-tener a un músico que, aunque contaba con su instrumento, no había lugar dónde interpretara una sola melodía. Primero porque ella detestaba la música, y segundo porque ya no ser-vía aquel método para atraer a alguien; de tal manera que se hartó del humilde Fauno que no le ocasionaba ningún mal, pero al que sí tenía que alimentar. Llegó a su celda la noche anterior apenas alumbrada por una lámpara de aceite y algu-nos rayos escurridizos de luna que se colaron por las mirillas de las ventanas. “Abran la puerta”, les gritó a los celadores y ordenó que lleven al Fauno a las ruinas de Montaña Negra; luego regresó a su estancia y caminó de un lado para otro

Capítulo 22

EL SECUESTRO DE MICAELA

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Mi libro de magia158 La fantástica trilogía de Anchoajo 159

buscando entre algunos papeles aquellos que le hacían falta; tomó entre sus manos un frasco translúcido, el cual contenía sangre, otro vacío, una navaja y una sábana negra, y salió por los aires de su castillo hacia las ruinas de piedra; arrojando chispas la muy malvada, al parecer algo muy serio le había hecho enfadar, que nadie podía acercársele porque, segura-mente, con el mal genio que llevaba, los hubiera convertido en renacuajos o en sal.

Una luna clara, en cambio, se hacía de la noche en Mon-taña Negra. Era la cuarta luna llena desde que la Dama del Zenalés predijo la muerte del Fauno, la cual estaba a punto de ocurrir. Todavía era posible oír los árboles crepitando por el viento, el gorjeo de las lechuzas, y el trino destemplado de unos pájaros negros alimentándose de carroña en tierra y apareándose en el aire. Los celadores colocaron al Fauno en el sótano de un ambiente que, al parecer, funcionó en al-gún tiempo de sala ceremonial, sobre una roca plana y oval a modo de batán, con los pies y manos atadas por cadenas de eslabones anchos y oxidados.

Solo bastó unos instantes para que la hechicera asomara sus fauces por el sótano, hasta quedarse de pie frente al des-graciado; entonces alguien le sujetó el frasco de sangre y la navaja, mientras ella rezaba en latín frases bastante legibles desde una hoja de papel.

Apenas desembarcamos, un viento glaciar nos golpeó la cara y el cabello y un hondo sentimiento de desamparo nos sobrecogió en un escalofrío. Ricardo, Almudena y yo arma-mos una improvisada tienda y, antes que cante un gallo (por cierto, no había gallos en esta zona, se hubieran muerto de frío mucho antes de llegar), encendimos una fogata y nos aco-modamos alrededor de ella, observando que no muy lejos de donde estábamos, dos traviesos osos polares se apareaban, jugaban y peleaban sobre el hielo.

–¿Por dónde debemos empezar? –preguntó Almudena, mirándonos a ambos.

–Sí, esa es una buena pregunta –masculló Ricardo. Y todo estaba bien, pero yo mismo no sabía qué respon-

der; sin embargo, era lógico que lo primero que debíamos hacer era explorar el área, pero como supone la investigación en este tipo de circunstancias, lo mejor era esperar a que ama-nezca para realizar tal cosa; de modo que los convencí de que eso era lo más razonable que debíamos hacer.

Un poco más tarde ingresamos a la tienda, luego de di-vertirnos al comprobar como dos fieras podían ser a la vez tan tiernas en sus jugueteos que parecían dos hombres de nieve jugando al baloncesto. No obstante, estábamos muy preocu-pados por Micaela que había desaparecido así, de pronto, mientras jugábamos a orillas del río Huallaga.

No era común en ella irse así, sin avisar y sin dejar rastro; no cabía una sola posibilidad de que ello se tratase de algún hecho natural, así que indagamos por todo el pueblo pero nadie supo darnos razón y no nos quedó otra que ir hasta el río Zenalés a consultarle a Tizera por el hecho.

Y, en efecto, ella tenía la respuesta. –Micaela ha sido secuestrada por la hechicera Carrel, la

cual a hecho ese trabajo por encargo de un príncipe que, se-guramente, le habrá prometido algo a cambio, pues los malva-dos nunca hacen nada gratuito; lo cierto es que ahora mismo Micaela debe encontrarse en la Antártida, encerrada en una de las celdas de su palacio, del que se asegura es impenetra-ble, pues está guarnecido por tenebrosas bestias del Ártico, y toda su geografía es densa pero en cualquier momento podría ceder y ahogar en sus aguas congeladas a los intrusos.

–Pero yo no soy un intruso –repliqué–, perdóname Tizera. Se trata de mi amiga y para muchos podrá ser impenetrable, pero para mí no. Así que ahora mismo tengo que ir para allá. Ayúdame, por favor para poder llegar.

Tizera se apiadó de mí y también de Almudena que me acompañó, la cual aún no se reponía del asombro. Y me dio la siguiente instrucción: esta noche, antes de dormir, no olvi-

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des fabricar un barco de papel y llevarlo a tu pecho. Así lo hice y, casi de inmediato, me quedé dormido.

Cuando abrí los ojos, frente a mí se erigía imponente un rompehielos de colores rojo y blanco. Tenía dos chimeneas muy altas, decenas de camarotes con sus literas y ambienta-dos por algunos cuadros, dos enormes timones de madera y la cubierta toda de metal. Cuando subí a bordo, grata fue la sorpresa al ver a Ricardo y Almudena esperándome. El duen-de me recibió como se recibe a un capitán y se puso a mis órdenes; pero claro, como a mí no me gusta que me hagan sentir superior, le dije entre broma y broma que tenemos que dejar el protocolo para otra ocasión y darnos prisa; así que nombré contramaestre a Ricardo y dama de navío a Almu-dena. La travesía, por fortuna, no fue tan tempestuosa como supusimos pues, contrario a todo, hubo una marea regular y el viento sopló a favor nuestro y más pronto de lo esperado, los témpanos de hielo como islas blancas sobre el agua, nos señalaron que estábamos en el continente Antártico.

Mientras desembarcábamos me aseguré de traer conmigo la lanza que me obsequió Tizera, pues estaba convencido de que me sería de mucha utilidad.

La predicción de la Dama del Zenalés sobre el secuestro de Micaela, había llegado a cumplirse, por desgracia. Ahora no quedaba sino rescatarla para evitar que muriera en el Ár-tico o nunca más volvería a despertar. ¿Qué será del Fauno?, pensé al instante, envuelto de un temor inexplicable.

Luego de pronunciar sus adoraciones malignas, volvió su mirada al Fauno y le dijo: “Te ha llegado la hora… es momen-to de que te reencuentres contigo mismo. Pero no temas, no estarás solo, te harán compañía muchos de los que se fueron antes que tú y tendrás muchos más amigos que ya te alcanza-rán. Ah, y cuando te encuentres con un tal Augusto, procura darle mis saludos”. Y soltó una risotada. Luego hundió la na-vaja en la pelvis del Fauno, provocando en él unos inenarra-bles alaridos de dolor. Los pájaros negros huyeron de pronto

al castillo, espantados por una extraña sensación de peligro, pero las ruinas se colmaron de silencio, apenas con el gorjeo de las lechuzas, y en el sótano, la piedra que sostenía el cadá-ver se había teñido por completo de un color escarlata, que era la sangre del Fauno, la cual era recogida por la hechicera y luego mezclada con otra que tenía en un frasco.

La temperatura empezó a descender mientras dormíamos y una ventisca endemoniada lanzaba sus resoplidos, los cua-les tratamos de aplacar cubriéndonos con varios cobertores. Al fin pudimos conciliar el sueño y la madrugada que pesaba sobre nosotros, nos pareció tibia.

El sol radiante de las seis nos regaló un abrigado des-pertar, pero en las primeras palabras se nos iba, como en la noche anterior, el humo propio de las heladas. El primer susto desde nuestra llegada lo ofreció un oso en la puerta de la tien-da. Almudena dio gritos pidiendo socorro, pero era probable que nadie más que nosotros la oyera, pues no habíamos visto personas durante la noche; en cambio, Ricardo y yo logramos ahuyentarlo arrojándole encima nuestras pertenencias y algu-nos objetos que tuvimos a la mano; pero el oso se encaprichó con los gritos destemplados de Almudena, o se enamoró de ella porque se hacía para su lado, y nosotros insistentes en espantar al intruso que, afortunadamente, no atacó a nadie y se marchó dejando en la nieve sus huellas pequeñas y semi-circulares.

Creo que tenía hambre o simplemente le atrajo el olor chamuscado de las cenizas. Me vino a la mente de pronto esa historia que contó cierta vez nuestro maestro de Litera-tura, sobre un oso polar enamorado de una expedicionaria en el Polo Norte. Y aunque muchos opinaron que se trataba de una historieta más –dijo–, otros aseguraban que era posi-ble; igual ocurre con los perros y otros mamíferos. Pero no le presté mayor atención a mi recuerdo; al contrario, salimos de prisa pero con precaución de no ser sorprendidos por más de ellos, y comprobamos que la leña había desaparecido casi por

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completo bajo la nieve; así que la teoría del olor de las cenizas se fue a las cenizas y cobró más fuerzas la del hambre.

El barco estaba frente a nosotros, imponente, pero tras él, un iceberg que lo había cercado. Ricardo estiró sus extremi-dades sin estilo, Almudena volvió a ingresar a la tienda para vestir su traje, pero yo hice una inspección del área y, tras un breve recorrido, supe por el mapa que estudié en el barco mientras duraba el viaje, que nos hallábamos justo al pie del monte Scott; desde donde se podía ver el hielo brillar como una cresta sobre el volcán Terra Nova. Me apresuré a ir al campamento donde ya me esperaban Ricardo y Almudena, listos para emprender la búsqueda de nuestra amiga.

–Apúrate en bajar a los perros lobos del barco –me indicó Ricardo.

–¿Perros lobos? ¿Te volviste loco o qué? –le dije.¡No podía creerlo!; el duende hablándome de perros lo-

bos. He viajado junto con él y, en todo el viaje, no he escu-chado un solo ladrido, un oso estuvo a punto de atacarnos y nada de perros, y quizá anoche corríamos peligro mientras permanecíamos alrededor de la fogata, y recién hoy me dice que traemos perros a bordo. ¡Qué patético!

–Perdona, Augusto –repuso–, pero creí que si pasaban la noche fuera del barco hubieran podido escapar, y luego…

–Y luego nada, duende tonto, ¿pusiste en riesgo nuestras vidas a costa de los perros? Solo a ti se te pudo ocurrir eso –chillé–. De razón anoche escuché aullidos mientras dormía, y yo que pensé que se trataba de lobos. ¡Pero no de perros lobos! –y le miré frunciendo el entrecejo.

–Ya, no seas duro con él. Entiéndelo, es solo un duende-cito. Además, ya se está haciendo cargo él mismo de bajar los perros, mira el pobre cómo sufre hasta para subir por esa escalera de hilo trenzado. ve a ayudarle, no seas rencoroso –me pidió Almudena y no pude resistirme.

Por qué siempre tiene que aparecer como la víctima; la víctima no es él, soy yo. Micaela lo compadece y hasta cariño

le da, y ahora Almudena; ¡Por Dios! ¿Tan torpe seré que no soy capaz de inspirar siquiera ternura? ¿Cómo es posible que me gane este duende?, pensé.

Comenzamos la búsqueda de Micaela en el carruaje jala-do por los perros, mientras aprovechábamos en comer algu-nos alimentos enlatados. Sobre el hielo, las ruedas fungían ser patinetas, todo era blanco alrededor, solo enfrente el volcán Terra Nova con su cresta de nieve. Hasta en el fuego hay hielo o hasta en el hielo podemos encontrar fuego –murmuré–. A cientos de metros bajo nuestros pies quizá el océano Glacial Antártico y más allá devorado por unos osos: ¡viva la vida!, grité y los dos se asustaron. Y todo gracias a la maldita hechi-cera Carrel. ¡Pero un día tendrás tu merecido!, ya verás.

Los perros se detuvieron repentinamente poco después de haber escalado una cuesta ligeramente empinada y no ce-saban de ladrar, querían romper las correas y huir o atacar porque, frente a nosotros, un grupo de cinco osos blancos alzados en dos patas empezaron a rugir.

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La noche de la víspera, Micaela se había tomado un té de hojas de naranja con miel, un par de tostadas y se había echado a la cama olvidando lo que jamás

olvidaba: cepillarse los dientes. Pero lo que sí había olvidado hace algunas semanas era preguntarme por qué mi libro de magia no tenía un final como usualmente ocurre en todos los libros; sin embargo, cada vez que lo tenía pensado, por una u otra razón terminaba olvidándolo.

La noche del secuestro fue tan común como cualquier otra noche en el pueblo: primero cálida y luego la inminente madrugada fresca; las luciérnagas sobrevolaban las ciénagas, las hojas de los árboles crepitaban por un viento furtivo, y la almohada, el pijama y hasta los frescos de la habitación pare-cían el vaivén monótono de cada día en la sesión de la misa diaria en la parroquia del pueblo.

Ni bien se quedó dormida, un sueño glacial la envolvió de golpe logrando como nunca antes que se sintiera despier-ta. De pronto dio algunos pasos en su habitación y se dirigió a la cocina para llenarse un vaso con agua, pero cayó de su mano y se hizo añicos. La sorpresa de tres caballos volando que se hicieron pequeños inesperadamente para penetrar por la ventana de la sala fue letal. De inmediato, descendieron los jinetes, la tomaron prisionera y, con un método poco piadoso, la raptaron para dirigirse inmediatamente a la Montaña Negra

Capítulo 23

LA PRISIONERA DEL ÁRTICO

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donde, entre edificios de piedra, musgo y follaje maligno, les aguardaba Atanué Carrel. Al poco rato, Micaela recuperó el conocimiento pero fue ingrata la situación en la que se halla-ba: maniatada y amordazada entre las patas de tres unicor-nios blancos, bajo la mirada energúmena de la hechicera.

Sus gritos se ahogaron entre la tela que le ataba la boca y eran inútiles sus esfuerzos, pues las amarras de un nailon a prueba de fuego le herían las muñecas. En esas estaba cuan-do no tardó en echar anclas un buque japonés de color ama-rillo, que apareció de súbito manchando de un color sangre la playa y dejando en la arena una hilera interminable de peces varados. De inmediato, la hechicera se la llevó entre brazos a puro vuelo hasta la nave, y se la entregó al capitán, no sin antes advertirle algunos detalles sobre el pacto con el príncipe Namakutzawa y este asintió en un rígido idioma japonés, se despidió de una manera casi displicente y ordenó luego a su tripulación emprender el viaje de regreso a la Antártida; todo ante el espasmo de Micaela que, contrariamente al miedo en su semblante, se mostró confiada en sí misma; siguiendo con la mirada a toda la tripulación a bordo mientras esta se des-plazaba de un lugar a otro, de camarote a camarote, entre ba-bor y estribor, o por la cubierta de un color amarillo infinito.

Solo cuando estuvo encerrada en la celda, el príncipe Namakutzawa ordenó a los dos osos polares que resguarda-ban con ferocidad el recinto, abrir las rejas; pero su ingreso fue accidentado. Micaela se abalanzó a él para atacarlo con una filuda estaca, que obtuvo gracias a que algún reo que ocupó anteriormente la celda, dejó entre la paja que cubría el piso no pudiendo llegar a utilizarla, porque fue sorprendido por la muerte o perdonado y vuelto a su vida habitual. Uno de aque-llos osos se adelantó y puso el pecho delante del príncipe, con tal firmeza que su cara se estrelló en él, cayendo de bruces sin poder resistirlo. Para cuando levantó la mirada, estaba justo bajo la de Namakutzawa que, sin inmutarse, más bien con soberbia, le dijo: Es peor para ti si pones resistencia.

Había escuchado, mientras duraba la travesía, que aquel príncipe japonés había exigido su secuestro a Atanué Carrel, a cambio de deshacerse de Tizera con una bomba de pla-ta que sembraría en medio del río Zenalés (naturalmente, la bomba de plata ocasionaría una explosión monumental, ca-paz de originar que las calmadas aguas del río se salieran de su cauce hacia las tierras altas del Campo de las Legumbres y, con facilidad de labriego, luego se rellenaría con hormigón y otros elementos, lo que antes fuera el lecho de un místico río y aposento de Tizera. Así que luego: adiós, Dama del Zenalés).

Aquello le aterró, sin duda, así que desde que empezó a ocupar la celda se la pasó buscando algo contundente con lo cual darle el recibimiento. Esa estaca hubiera sido su final si no se entrometía el oso. Pero los súbditos están para servir y proteger a sus amos. El príncipe, en cambio, no pretendía hacerle daño; no, siempre y cuando ella cediese a la intención malévola de convertirse en su esposa.

Namakutzawa era el adolescente heredero del emperador Aikito, que tras su muerte había heredado el trono y obtuvo noticias de una mujer extraordinaria, de una belleza deslum-brante y mítica en las lejanas tierras de Anchoajo, el cual se hallaba en el Oriente de Perú, en América. Era la mujer que él quería como esposa o, por lo menos, como novia hasta que se decidiera ser, al fin, la princesa del Imperio.

El príncipe se incorporó lo suficiente para alcanzarla y, extendiéndole la mano, lo que dijo fue:

–¿Te lastimaste?... Toma mi mano, por favor.Pero ella ni lo miró y se hizo la sorda, sin embargo, se

levantó de prisa y corrió hacia un extremo de la celda, donde había un poyo en el que se sentó levantando las rodillas hasta que le llegaran al cuello. Ante aquel desaire, Namakutzawa se volvió y ordenó que la castiguen con agua de mar y pan duro por tres días.

Su palacio era uno de marfil puro. Setenta grandes co-lumnas desplegadas con doble relleno de hormigón y fierro

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sostenían cielos rasos, conectando decenas de paredes. Había tres largos pasillos, uno en cada piso, y alrededor de ochenta habitaciones con todas las comodidades que necesitaba su séquito, el cual estaba conformado por destacados militares, sacerdotes y consejeros. En el tercer nivel estaban las cuatro torres que servían de atalaya, dos en el frente y dos en la parte posterior del edificio. Las del frente servían para divisar los barcos que anclaban en el mar de hielo, y la estampida de osos blancos en la época de hibernación, y las otras dos torres para atisbar las tiendas de los científicos y el volcán Terra Nova.

Era extraño que los vigías no hubieran avisado del arribo de nuestro buque. ¿O es que se trataba de la magia del hechi-zo que envolvió el barco que Tizera preparó para nosotros? Lo cierto fue que nadie vio nada, y el mar a la distancia esta-ba tan quieto como un bloque gigantesco de hielo.

–¿Y cómo sabes tú todo eso? –inquirió Almudena–. No me vas a decir que alguna vez estuviste dentro de ese palacio o presente cuando la hechicera sacrificaba al pobre Fauno; tampoco, velando el sueño de Micaela en su habitación u ob-servando sereno, mientras era trasladada por los aires hasta el buque japonés. ¿Cómo lo sabes, eh, tontito?

Desde luego me tomó por sorpresa y, tras un breve si-lencio, tuve que admitir algo que hubiera querido mantener en secreto hasta el final de este libro, pero ya era inevitable; incluso a Micaela no se lo hubiera revelado. En cambio, me increpó de tal forma que me sentí, como nunca antes, com-pletamente desnudo, sin una topa donde apoyarme para cru-zar el río, un río de misterio y de silencio a la vez.

–Eso está escrito en mi libro de magia.–Con que en tu libro de magia… ¿Y qué más contiene?

–continúa con el interrogatorio, Almudena.–Bueno, es un libro de historias en realidad y contiene

muchas de ellas.–¿Y de aquí qué más sigue, Augusto, qué más? –in-

quirió.

El duende por su lado se tapó la cara con el brazo en señal de: “Ahora sí te pescaron”, y se distanció un poco de nosotros para disimular, pero Almudena se percató de sus gestos y entonces berreó: Tú lo sabías, eh duende. Y le bajó con poca delicadeza (por no decir sin ninguna) el brazo que tenía en la cara.

Era cierto que solo Ricardo y yo sabíamos del contenido exacto del libro en cuanto a su manifestación. Las imágenes que contenía eran una a una episodios que nos ha tocado vivir hasta ahora, en cada uno de nuestros “sueños”; a di-ferencia de Micaela, ella creía, pese a que quizá debió haber reconocido su efigie en varias de las imágenes del libro, que se trataba de uno de magia, donde todo podía ocurrir y las frases en las historias pudieron haber sido muy parecidas, a su juicio, de las que le tocó vivir con nosotros; sin embar-go, no sospechaba en absoluto o eso por lo menos es lo que yo creía, que este libro de magia era uno que escribí con mi propia letra en azul y que por un suceso que explicaré más adelante, cobró vida, empezando a materializarse cada uno de los capítulos.

Los osos, que se habían atravesado en nuestro camino, no eran sino rebeldes que lograron escapar del palacio del príncipe. Se tendieron sobre la nieve y con las patas recogidas hacia el hocico olían el aire y nos miraban agazapadamen-te; solo entonces comprendí que en contra nuestra no tenían nada, y que solo buscaban llamar nuestra atención, de modo que dejé atrás a Ricardo y Almudena y me fui acercando a ellos lentamente.

–Qué bueno que no nos hayas soltado los perros encima –habló el Oso Polar, al parecer, jefe de la manada.

Pero lo que hubiese resultado extraño y quizá diabólico a algún otro habitante de Anchoajo, a mí me pareció tan nor-mal oírle hablar que me le acerqué con más confianza (y es que no es nada común y nada tan normal entablar una ame-na conversación con el carnívoro más grande del mundo);

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a menudo en mis sueños los animales y otros seres cumplen funciones propias de los seres humanos, como hablar, razonar y embarcarse en empresas inteligentes.

No obstante, lo que sí me sorprendió es que hablaran español; creí que por la fiebre inglesa en todo el mundo ellos también hablarían aquel idioma o cuando menos el japonés, por lo del totalitario Namakutzawa, pero no, hablaban el es-pañol y bien clarito.

Me volví y les grité a Ricardo y Almudena: No hay pro-blema, amigos. Y luego les hablé a los osos polares mientras ellos dos se acercaban.

–No tienen qué temer. Además, a mis perros no creo que les guste la carne de oso –bromeé. Entonces entraron en con-fianza y dejaron de estar con las garras entre los ojos, y una sonrisa tranquila se les dibujó entre los colmillos que hicieron retroceder un poco a Almudena y al duende. Y luego yo a ellos: No es nada, son amigos.

Nos preguntaron qué hacíamos en la Antártida, y les ex-plicamos que habíamos llegado porque un tal Namakutzawa, que se cree emperador, mandó a secuestrar a nuestra amiga Micaela para desposarla y que a nosotros nos valía un rábano esa locura de extender su imperio hasta estas zonas conge-ladas, porque lo único que queríamos era rescatar a Micaela sana y salva, y que si el tal príncipe ese osaba ponerle un dedo encima, se vería con mi lanza que traía en el carruaje y el duende corrió a sacar su arco para mostrarlo y exclamó: estas flechas atravesarán el corazón de aquel que ponga en peligro la vida de Micaela.

–Precisamente, nosotros acabamos de escapar del tor-mento que resistimos día a día durante muchos años en los so-cavones dentro del palacio –nos reveló el jefe de la manada.

–¿Son esclavos fugitivos? –les pregunté. Y los ojos de los cuatro, excepto del jefe, se aguaron; sin duda, él tenía que presentarse como el más fuerte, ya que además habían dos hembras en el grupo.

–Sí –dijo él–. Y ahora andamos buscando refugio para no volver a ser capturados.

–Pero eso no puede ocurrir; ¿cómo es que ustedes tienen que huir de su propio territorio? –rechinó Almudena.

–Ese tal Namakutzawa ha llegado muy lejos. Tendremos que darle su merecido –les dije.

–Así se habla –repuso Ricardo. Tomó el arco y colocando la flecha se alistó para el lanzamiento.

Entonces yo tuve que detenerlo, recordándole que debía-mos guardar municiones para cuando sea necesario utilizarlas.

Los osos que acompañaban al jefe asintieron con un ru-gido que se parecía mucho a los bostezos humanos. El jefe de la manada, sin duda, se mostró muy amable y dispuesto a apoyarnos en el rescate de nuestra amiga. Consideren nues-tro apoyo para ello –nos dijo– y es incondicional –lo aclaró. Pero nosotros, si bien aceptamos su apoyo, teníamos silencio-samente el compromiso de ayudarles luego para que puedan volver a ser libres completamente, y estar lejos de los socavo-nes en los que vivieron todo este tiempo.

Ellos mismos pidieron que les coloquemos las correas para hacer andar el carruaje, y aquello no fue sino más que un aliciente para los perros porque, a partir de entonces, solo se dedicaron a pegar las narices en el hielo para olfatear las huellas de algún intruso, o para alertarnos si estábamos cerca del palacio de Namakutzawa.

Y ahí estábamos, con la ayuda de los perros y osos, fren-te y debajo del imponente edificio de marfil que servía de guarida para mantener cautivo a todo aquel que se quisiera y, desde luego, una de aquellas personas era Micaela que yacía en una asquerosa celda de cuatro por cuatro, entre ratones y pulgas; pesando sobre ella el castigo de comer todo el día pan duro y beber agua de mar.

No habían marcado sino las ocho de la noche en mi reloj de bolsillo, cuando una luz tenue desde una ventana del pa-lacio a lo lejos nos señalaba que acabábamos de detenernos

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en la orilla elevada de un lago salado, que conectaba, a través de un puente, una orilla de la otra; antes de llegar a dar con las hojas de madera enfundadas en hierro, que era el portón. Solo entonces nos percatamos que empezaba a nevar y todo, más luego que pronto, se tornó en una oscuridad tenebrosa.

Almudena me preguntó cuál sería el siguiente paso a dar y el duende me miró fijamente que, a saber por él, era un inquisidor que de un tiempo a otro se había convertido en un tonto que solo buscaba ponerme a prueba y demostrar a los demás que era mucho más inteligente que yo; pero entonces no volví a mirarlo ni con el rabillo del ojo, e imaginando no tenerlo enfrente, le dije a Almudena: Tenemos que ver la for-ma de entrar; y creo saber cómo lo conseguiremos. ¿Cómo?, interrumpió Ricardo. Los osos estaban echados en la nieve, con la mirada en las puertas del palacio y podíamos verlos tan tranquilos que por ellos no pasaba preocupación alguna; sin embargo, ahí estaba el meollo del asunto. No se preocupa-ban absolutamente por nada, porque sabían cómo penetrar el palacio; pero tanto Ricardo como Almudena, que habían subestimado su capacidad, no lograron darse cuenta, de que solo nuestros amigos de blanca lana podían ayudarnos deci-didamente a rescatar a Micaela. Preguntas ¿cómo?, duende. Pues te diré que yo no sé cómo entraremos allá –y le señalé con mi dedo índice el palacio japonés–. Pero sí nuestros ami-gos. Ellos sí lo saben.

En efecto, los osos polares solo pudieron haber escapado por una ruta que no era el portón. El jefe del grupo habló:

–A espaldas de palacio existe una entrada. Se trata de una abertura en la pared, no muy pequeña pero tampoco muy grande que hace solo dos días, tras la erupción del vol-cán se vino abajo, y no terminan de reconstruirla aún. Por allí podemos ingresar sin ser sorprendidos.

–Sin embargo, tendríamos que dar toda una vuelta y construir una embarcación para cruzar el lago, lo que nos de-mandará todo un día de trabajo –anotó Almudena.

–Cierto –dijo el duende.Yo, en cambio, preferí guardar silencio hasta terminar de

oír las explicaciones del jefe de los osos.–Es cierto que para llegar a la parte posterior del palacio

tendríamos que dar toda la vuelta. Pero cuentan con nosotros y no olviden que los osos nadamos sin inconvenientes en el mar o lagos helados. Así que no tienen por qué desanimarse, amigos, lo único que tienen que hacer es subirse a nuestros lomos y dejar que nosotros los conduzcamos a la otra orilla –indicó el jefe, seguido por otro oso que agregó:

–Desde donde sería mucho más fácil llegar a la pared de-rrumbada.

–¿Ya ves?, un oso piensa mejor que un duende –susurré, mascullando una risita burlona. Ricardo supo que la frase iba dirigida a él; frunció el entrecejo y no dijo nada (pero bien que se la guardaba, seguramente esperando el momento propicio para cobrármela).

En cambio, la que no estaba convencida de nada era Al-mudena; berreó que a lo mejor era una estrategia de los osos para que subamos sobre ellos y termináramos en sus hocicos.

–No seas ilusa –le increpé–, si fuera así, hace tiempo nos hubieran visto como sardinas y ahora no estaríamos ideando la forma de llegar al maldito palacio.

Finalmente la convencí, pero con la ayuda del duende, que por primera vez se ponía a mi favor desde que llegamos, y cumplimos al pie de la letra el plan de nuestros amigos: ca-minamos un poco al este, luego bajamos por un declive que era como un desfiladero mediano, pero igual de peligroso, y terminamos de grieta en grieta a orillas del lago salado. A mitad de él, mientras los osos nadaban lentos pero seguros cargándonos en sus lomos, notamos como la noche oscura se hacía más oscura y la noche fría, más fría, con la nieve cayendo a borbotones.

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Escoltados por el volcán Terra Nova, que parecía un monstruo marrón en medio del hielo, escalamos una pendiente antes de llegar a la zona posterior del pa-

lacio por donde se supone debíamos ingresar. Los osos, que conocían más que nadie aquella geografía, iban adelante se-ñalándonos el sendero hasta que llegamos.

En lo alto del edificio había dos atalayas ocupadas por los vigías que estaban provistos de arcos y flechas, alumbrándose apenas con una lámpara de aceite cuya luz se difuminaba po-bremente. Date prisa, duende demorón, le dije, pues todos ya estábamos adentro tras sortear algunos pedazos de marfil que permanecían aún desperdigados por el suelo y el muy oron-do; ya voy, ya voy…, pero nadie estaba dispuesto a esperarlo toda la vida y Almudena, compréndelo, es muy pequeño para tener las mismas pisadas que nosotros; además, debe estar muy cansado con lo que tuvo que escalar sin ayuda; y yo, pero igual, debe darse prisa, estamos perdiendo demasiado tiempo porque cada minuto que pasa Micaela corre peligro. Y el duende terminó frente a todos con la lengua que le llegaba a los pies.

El palacio por dentro, a comparación del castillo de Atanué Carrel, era uno tenebroso, sí, pero en toda la atmósfe-ra se podía oler unos lirios recién cosechados, la fragancia del té recién hervido y un olor agradable a incienso que recorría

Capítulo 24

EL RESCATE

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los pasillos y habitaciones; es que, precisamente, estábamos frente a una hilera de estas en las que, seguramente, reposa-ban y resollaban el sueño de los gentiles, nobles, religiosos y militares cuyo séquito siniestro apoyaba al japonés también oscuro, en sus fechorías.

Sin embargo, no faltaban los guardias de menor grado que, apostados fuera de las puertas de las recámaras, las vi-gilaban con sus lanzas y espadas. Contrariamente a lo que supusimos, el palacio en pleno se encontraba a oscuras, ape-nas iluminado por tenues haces de luz que despedían velas pequeñas en cada pasillo, las cuales se achicaban cada vez más sin que nadie las repusiera.

Cuando nos dirigíamos, guiados por los osos polares a los sótanos, precisamente donde se encontraban las celdas de los prisioneros, atravesamos un ambiente que probablemente era un comedor, pues en una mesa de madera rectangular de cinco metros, aproximadamente, desfilaba una cubertería de plata y copas de oro con detalles de diamantes, las cuales estaban llenas todas de vino. En el centro, canastas de fruta fresca, recipientes con helado y jugos, jarras de leche y cada plato tenía una buena porción de carne de pavo ahumado.

–Al fin alguien se acordó de que teníamos hambre –mu-sitó Ricardo.

Pero nadie más pensó como él. Sabían anticipadamente que nadie prepararía un festín para los intrusos; por el con-trario, a lo mejor esa cena estaba envenenada o no faltaría mucho para que se sentaran a la mesa los verdaderos comen-sales. De tal manera que, lo mejor era seguir y deshacerse del deseo de querer probar bocado. Sin duda, la cena se veía exquisita, pero no era propicio sentarse a degustar los platillos cuando se sabe que no te invitaron a cenar; el duende com-prendió a regañadientes pero, sin que nadie lo advirtiera, se metió al bolsillo un racimo de uvas.

Antes de llegar a la celda tuvimos que atravesar un pasi-llo, cuyas paredes estaban tatuadas con diversos dibujos de

calaveras y siluetas de faunos; pero al llegar al fondo descu-brimos sobre una puerta alta de madera con hierro forjado, la cabeza disecada de un oso polar y, enfrente, en un cuadro de dos metros de largo por uno y medio de ancho, el retrato de la hechicera Atanué Carrel vestida con un turbante color azul intenso con detalles grises, en medio de una montaña de piedra pero también boscosa.

El fresco era curioso porque mostraba las sombras en contraste con una luz brillante que nacía de la nada y que hacía suponer la eterna lucha entre el bien y el mal, dándole a la hechicera la salvedad imposible de que alguna vez estuvo de parte de los buenos. A solo unos metros de aquella puerta, una escalera caracol creaba un abismo al sótano; a través de la cual uno a uno fuimos bajando; como dije, primero los osos y tras ellos nosotros. Sus ojos eran dos linternas que les podía conducir perfectamente sin equivocarse, por los pasillos oscu-ros y las escaleras, así que solo cuando se detuvieron supimos que habíamos llegado.

En la primera celda de las cuatro que existían en aquel pabellón se encontraba Micaela, vigilada por dos osos polares los cuales estaban protegidos por una armazón de hierro. Ahí es donde debió empezar la ferocidad y el desenlace: la pelea entre osos mientras Almudena, Ricardo y yo rescatábamos a Micaela. Pero no fue así. Al llegar oímos los rugidos de las bestias y de las zarpas arañando el piso. Solo entonces el jefe polar empezó a rugir y, para sorpresa de todos los humanos, aquella era una forma de comunicarse con los otros, los que reconocieron y entendieron su lenguaje rápidamente.

Cuando estuvimos frente a los celadores, resultó que los dos guardias eran hijos del jefe del grupo que logró escapar de Namakutzawa y en el cual también se encontraba la ma-dre de estos. Ella se alzó en dos patas y los acarició, pues sabía que ellos habían tenido la nobleza de quedarse como sirvientes del príncipe a cambio de que no le hiciera daño a sus padres, tío y primos cuando decidieron escapar. Pero el

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padre oso, en cambio, les regañó al instante por no haberles seguido. En tanto yo, pese a que me interesaba el tema de su libertad, consideré que no debíamos perder más tiempo en sacar a Micaela de prisión y libertarla. Afortunadamente el duende actuó con rapidez consiguiendo el anillo de llaves de la cintura de uno de los guardias, con tal proeza que ni se dio por enterado o lo permitió voluntariamente. Lo cierto es que Ricardo introdujo la llave en la cerradura de la celda y, más pronto de lo esperado, todos nos encontrábamos dentro dándole la gran sorpresa a Micaela.

Ella se abalanzó sobre mí y me llenó de besos y nos di-bujó a todos una risa espléndida salpicada de ternura, pero sus ojos se le aguaron y tuvo ganas de gritar, así que tuve que taparle la boca para que no lo haga. Almudena la abrazó y también el duende que, como no alcanzaba, se colgó de su cuello para que también lo viera, pues todo aún permanecía a oscuras. Más tarde nos explicaron los celadores que luego de la erupción del volcán Terra Nova, el palacio se quedaba a oscuras por la noche porque escaseaba el combustible, ya que las reservas se desperdiciaron por el sismo.

De pronto, oímos el sonido de unas pisadas huecas y fuertes, como si se tratase de un ejército de osos polares, acer-cándose cada vez más y más. Yo cogí a Micaela de la mano, Almudena a Ricardo y sin más tiempo para nada, salimos inmediatamente con los osos por detrás. Ahora sí recordaba el camino nítidamente, aunque las escasas velas ya se habían derretido por el calor. Corrimos de prisa, pero esta vez no cabía duda que ya todos en palacio estaban informados de la presencia de los intrusos. Los pasos de nuestros gigantes amigos nos habían delatado.

Subimos por el espiral de la escalera, atravesamos un pa-sillo, luego otro y cuando tropecé con algo que seguro no estuvo allí en el camino de ida, el jefe de los osos me detuvo con su zarpa evitando que Micaela y yo cayéramos. De in-mediato me sobrepuse, le agradecí, empuñé mi lanza y seguí

adelante. Solo entonces una lluvia de flechas pasó por nues-tras cabezas y por las orejas de los osos blancos que corrían en cuatro patas, atravesamos la cocina (nuevamente Ricardo se las ingenió para robarse, esta vez no un racimo de uvas, sino dos manzanas pequeñas), pero nos detuvimos súbita-mente después de atravesar el sector dañado al oír al jefe de los osos que dijo:

–Monten sobre nosotros, pues necesitarán más que la simple velocidad humana para llegar a salvo hasta el otro lado del lago salado.

–No, de verdad, sí podemos –le dije.Pero él insistió:–No tenemos tiempo para discutir esto, súbanse de una

vez.–Si ustedes no estuvieran aquí, seguro que nos quedaría-

mos a luchar –dijo uno de los ex guardias.–Seguro –repitió el otro.El mismo Namakutzawa dirigía la persecución y detrás de

él venía una imbricación de militares muy bien guarnecidos con armas y armaduras impenetrables.

–¡Allá están! –gritó, exacerbando el ánimo de sus guerre-ros y entonces una lluvia de flechas fue lanzada contra noso-tros.

–Pelearemos –les dije a todos con firmeza.–Sí señor –agregó Ricardo, y fue el primero en apoyarme.–De acuerdo –dijo el jefe de los osos.–Pero… ¿y las chicas? –preguntó uno de los rebeldes.–¡Pelearemos también! –resolvió Micaela, que logró recu-

perar su morral de semillas que le fue quitado por uno de los guardias.

Cuando el duende lanzó su primera flecha a campo abier-to, ya los teníamos enfrente, apenas a cien metros de noso-tros. Su flecha creó, antes de llegar al enemigo, una gran cir-cunferencia de fuego, simulando un escudo que era imposible de penetrar, por lo que los corceles relincharon volviéndose.

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Entonces muchos de los jinetes cayeron a tierra (o mejor di-cho al hielo) y los arqueros recibieron la orden de atacar, pero ninguna de sus flechas podía atravesar el escudo de fuego, entonces el duende volvió a disparar una flecha más para averiguar qué pasaba ahora, y resultó que esta apagó el fuego desapareciendo el escudo que les protegía, así que no les que-dó otra que emprender la retirada, pero en cuanto el enemigo advirtió el cese del fuego se abalanzó contra nosotros. Y yo, qué tonto, le decía al duende, y el duende molestísimo con él mismo, pero se volvió nuevamente para lanzar esta vez una flecha de color azul y entonces sucedió algo inesperado: una enorme grieta separó a sus enemigos de él, dejando salpica-dos por todas partes carámbanos y, desde el fondo, emergió la corriente empujada por una fuerza interior tremenda, oca-sionando más bajas para el ejército enemigo entre arqueros y espadachines.

Al fin llegamos a orillas del lago y ni falta que me hizo utilizar la lanza. Observé a Micaela y a Almudena: gracias al cielo ambas se encontraban bien, con un poco de prisa por salir de aquel lugar, naturalmente, pero sobre todo tranquilas. Sin embargo, el problema estaba en el lago: mientras perma-necimos dentro del palacio, el nivel del agua había subido considerablemente siendo imposible cruzarlo sin la ayuda de alguna embarcación, aunque muy liviana.

Una fuerte corriente de agua y trozos de hielo dispersos en la superficie lo complicaban todo y, mientras ideábamos la forma de cruzar, una enorme masa de hielo se desplazaba hacia el centro del lago, la cual seguramente se detendría allí poniéndonos en serios aprietos y bloqueando toda posibili-dad de regresar por el único camino, pues la separación del hielo que ocasionó la flecha de Ricardo nos había aislado por completo y entonces empezamos a desesperarnos y a echar-nos la culpa unos a otros y, por un momento, quisimos comer carne de oso y los osos carne humana.

Los guardias que nos siguieron se arrepintieron de haber-lo hecho, lamentaron su suerte y les reprocharon a sus parien-tes por haberles insistido en ir con ellos; en conclusión, todos querían volver argumentando que habrían estado mejor, aun-que como esclavos, en el palacio del japonés, y así no tener que morir ahogados en ese lago torrencial o aplastados por el iceberg de proporciones apocalípticas que se acercaba rauda-mente. Por un momento nos pareció extraño que los osos po-lares, siendo grandes nadadores, tuvieran pánico al agua; fue entonces que sospeché de que aquello no podía ser sino obra de un ser al que todos conocíamos bien y sabíamos de lo que era capaz con tal de evitar que huyéramos de aquel lugar.

Un nubarrón dibujó el rostro de la hechicera Atanué Ca-rrel y apareció sobre nosotros con una sonrisa maligna debajo de sus ojos marcados por la ira. Todos la vimos. Los osos preguntaron de quién se trataba y luego de darles una breve explicación, cogí mi lanza y la lancé con toda mi fuerza ha-cia el nubarrón que lo atravesó haciendo que desaparezca su imagen oscura y perversa, pero al caer mi lanza, se dirigió al lago y todos la observamos con estupor. Cuando resultó que antes de caer al agua se extendió en forma vertical creando un gran puente de madera y metal por el que nos apuramos en llegar a la otra orilla; una vez a salvo, me acerqué a uno de los cables del puente y este se encogió de tal manera que volvió a ser mi lanza de roble y metal, obsequio imperecedero que me entregara Tizera y, en estas circunstancias, sí que era de valiosa utilidad.

Nos dimos prisa en llegar a la tienda, apenas si recogi-mos algunos elementos que utilizamos la noche anterior y de inmediato abordamos el buque. Antes, nos despedimos de nuestros amigos los osos polares rogándoles que se alejen para siempre de ese maldito castillo, que lucharan por su su-pervivencia y no confiaran en los seres humanos, y que ojalá estos algún día cambiaran su visión respecto a los animales

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de seres inferiores y dejaran de desdeñar la vida en general en el planeta.

La travesía de regreso fue o nos pareció menos tediosa que la ida. El mar se abría limpio de icebergs; teníamos el buque en barlovento, los efectos de la marea no se sentían demasiado bruscos y el cielo estaba despejado de cualquier nubarrón. Pero eso sí, un crepúsculo llano nos sobrevenía oculto en una penumbra que todos empezamos a percibir con ternura y nostalgia, y nos abrazamos mientras veíamos al sol hundirse en el océano gélido y pacífico.

Cuando Augusto despertó, un desayuno tibio aguarda-ba por él. Su madre le trajo el uniforme a la mesa y lo vistió tan deprisa que no pudo darse cuenta cómo lo

hizo, pues continuaba desayunando mientras atinaba a obe-decerle cuando ella decía: alza los brazos, levanta la pierna, ahora bájala y levanta la otra, y luego de terminar su desa-yuno pero antes de ir por los útiles de escuela, le hizo parar frente al espejo y lo peinó, siendo esta una de las contadas ocasiones en que lo hacía, pues Augusto detestaba peinarse (solo humedecía su cabello y luego lo desenredaba con sus dedos hasta que se acomodara, de tal manera que quedaba un peinado bastante adolescente, fresco y jovial).

El reloj marcaba una hora acelerada e ingrata a la vez; en aquel momento el tiempo no era sino el peor enemigo del libro de Augusto y de su madre, y de toda la gente, a la que siempre, por algún resquicio de vida, les quedaba tan pero tan pigmeo.

Augusto se apresura para llegar a tiempo a la escuela, sabe que hoy tiene examen de Literatura, curso al que más teme, pero hace su esfuerzo y por lo general sale bien librado en los exámenes y prácticas calificadas (prácticas como las de ortografía… su peor suplicio).

En horas de clase nadie podía hacer un tantito de bulla siquiera. El profe es un cascarrabias –decían los muchachos.

Capítulo 25

AUGUSTO HA MUERTO

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Luego llegaban las preguntas redactadas en la máquina de escribir, pasadas al mimeógrafo e impresas en papel perió-dico. Después de tomar lista eran repartidos a todos y, listo, comenzaba el examen. Tras cuarenta minutos de uñas mas-ticadas, frentes rebasando de sudor, camisas húmedas, po-ros abiertos y de una que otra hazaña escrita en el pantalón, la falda y el contrabando de papelitos con las respuestas, se daba por finalizado el examen.

Los otros cuarenta minutos más, el maestro los utilizaba para hablar de autores que nada le importaban a Augusto y de obras que él nunca pensaba leer, y recitaba algunos poe-mas de vallejo y otros de Neruda; los minutos corrían y el chico pensando en la Antártida, en la proeza del rescate a Micaela, en el duende y en todas esas cosas que había vivido hasta hoy y que le hacían soñar (a parte de que soñaba) en la magia de aquel libro, al que seguramente alguna vez tendría que destruir para así evitar que Atanué Carrel se adueñara del mundo.

Lo de él era más importante que todo eso de vallejo y Neruda, se trataba de salvar al mundo, de luchar contra ver-daderas fuerzas que amenazaban la paz y de tener siempre protegida a su amiga más querida: Micaela, que hacía un buen rato le andaba mirando desde su sitio, pero él, abstraído con la mirada en el cielo del salón, no lo había advertido.

Pasaron dos horas más de clase y el recreo, en el súbito sonido de la campanita desde la loza de deportes, atolondró a medio mundo y los maestros se apuraron en salir de las aulas para ir a comer algún platillo ligero, tomarse un refresco o sentarse a conversar en las bancas de madera que estaban ubicadas en la parte baja de la escuela.

Micaela hizo llamar a Augusto con Almudena, pero como él se encontraba en compañía de Ludovico y de Leonidas, no le quedó otra que seguir acompañado por ellos mientras le seguía donde la muchacha. No obstante, Micaela sabía que ellos no debían enterarse de su secuestro, de modo que con

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alguna excusa, hasta a Augusto lo sacó de cuadro, logró que los dos chicos, incluso Almudena, se apartaran de ellos y en-tonces cuando estuvieron solos, Micaela le dijo: Gracias, si no fuera por ti hoy no estuviera en la escuela y quizás hasta hubiera perdido la vida. Y él, no es nada, era mi deber. Y ella, tu deber, ¿por qué? Porque fui el que te metió en todo esto, él, y ella, ¿sigues con esa vieja tonada?... Que por tu culpa, que siempre por tu culpa; solo porque me diste a leer el libro, por Dios santo, Augusto, no te recrimines más, simplemente las cosas se dieron así; es más, yo creo que ni existo, que este es un sueño más en el que estamos en la escuela… dime, ¿cómo saber que no estoy soñando?

Fue la primera vez que Augusto se quedó callado sin sa-ber qué responderle. Ese silencio significaba, al parecer, una anuencia a la posibilidad de que aquello fuera verdad; de que todo fuera solo un sueño. Han sido tan reales las noches y días que, envueltos en el velo de los dormidos se habían sumer-gido en un mundo paralelo del cual no podían sino ser ellos, alrededor de quienes giraba toda esa realidad y de manejar el tiempo a su antojo, sin que hiciera falta la seguridad de que lo que estaban haciendo y viviendo era una realidad absoluta.

–Gracias, nuevamente –le dijo, mientras él seguía en si-lencio; ella le dio un beso y un abrazo, y otro abrazo y otro, y se marchó.

Aquella noche todos sabíamos en Anchoajo que el verano continuaba a flor de piel asomado por la ventana del cascajal, que en la temporada de invierno se convertía en un Huallaga vivo y torrente. Micaela no pudo conciliar el sueño. Se la pasó de revolcón en revolcón, mientras su cuerpo sudaba a chorros por el calor abrasador pese a que su ventana permitía cierta ventilación.

En la madrugada del día siguiente, un vientecito fresco la envolvió por completo y sintió que alguien le acicalaba. Se quedó dormida. Al poco rato se vio caminando por un verdoso prado invadido de corceles color de cobre, blancos

y azules; solo entonces recordó que alguna vez Augusto le había comentado que el caballo era el animal más diabólico del mundo, sobrecogiéndole de inmediato un raro escalofrío de pavor.

Los caballos volvieron su mirada a ella dejando de pastar pero no de rumiar y, retozando, se le acercaron. En aquel momento un chaparrón cayó de pronto y ella y la hierba se mojaron, los caballos también pero estos prefirieron guarecer-se lejos de donde estaba Micaela, dándole tiempo para que huyera, pero ella no huyó. En medio de la fuerte lluvia alcan-zó a notar que solo llovía en la pradera pues le era posible observar como brillaba el Sol a plenitud por donde comen-zaba la hilera de árboles que se extendía hasta el corazón del bosque.

De repente, sus pupilas se hirieron con el fulgor de un arco iris que parecía estar frente a ella, tan cerca que no pudo dis-tinguir si alguna vez estuvo en el cielo. Al momento sus oídos empezaron a escuchar el trote de un cuadrúpedo resoplando un bufido y acercándose cada vez más. Solo entonces el arco iris desapareció por arte de magia y lo que descubrió en su re-emplazo, frente a ella, fue un unicornio blanco. El animal más temido en todo Anchoajo. Su único cuerno afilado brotaba desde su cráneo, con una punta que era capaz de traspasar el cuerpo de una persona y luego pasearla por todo el prado.

Contaban las historias que aquello había ocurrido alguna vez; sin embargo, se fue perdiendo con el tiempo hasta que muy pocos la recordaban. No obstante, ahora que Micaela se encontraba frente a aquel animal de prominente corpulencia, había recordado aquella historia producto de la oralidad so-bre un hecho real.

Pero mientras ella seguía azorada por la presencia de la bestia, Augusto se hallaba a orillas del río Zenalés conversan-do con Tizera, la cual le había hecho llamar porque le preocu-paba sobremanera el libro de magia de Augusto. Estaba al

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tanto de que Atanué Carrel buscaba, a como dé lugar, obte-nerlo, ya que era su última carta por jugar luego que los chicos arrojaran el diario de Galilei al río, dejándola sin posibilidad de completar sus planes de regresar al mundo no onírico de Anchoajo.

–No te preocupes, Tizera, tengo el libro a buen recaudo.–Eso espero, muchacho… Es mucho lo que está en juego,

tú lo sabes.–Sí, por esa misma razón es que he ocultado el libro don-

de ella ni nadie podrían dar con él. Sin embargo, tengo una duda –le dice Augusto.

–¿Duda?, ¿cuál?–¿Qué pasará con ella? ¿Es que acaso nunca podremos

sacarla de nuestras vidas? –Claro que sí, solo nos hace falta una sola cosa y podre-

mos al fin olvidarnos de la hechicera.–¿Y qué es lo que debemos hacer? –inquiere Augusto.–Debes hacerla prisionera.–Aprisionarla, pero ¿cómo?–Fíjate bien en lo que tengo que decirte: ella anda bus-

cándote porque quiere obtener tu libro a toda costa para cam-biar su final…

–Sí, eso ya lo sé… pero cómo conseguiré atraparla si es muy poderosa –interrumpe Augusto con su acertada preocu-pación.

–¡El río Blanco! Debes ir a recoger un poco de agua de aquel. Pero tienes que tener mucho cuidado. Las gotas que has de recoger tienes que depositarlas en un frasco de vidrio tranparente y debes mezclarlas con el agua de lluvia que cae.

–Pero cómo, si no ha llovido en semanas… me pasaría el día entero aguardando un chubasco que jamás se asomaría siquiera con algún trueno.

–Pierde cuidado. Lloverá. ¿Sino para qué estoy yo?–¿De verdad tienes el poder de hacer llover?–Y de mucho más. Pero déjame que te siga explicando lo

que debes hacer.

–Sí, por favor.Una vez que tienes el agua, solo tienes que ir al castillo

de Atanué Carrel, entrar a su recámara y dejarla bajo su al-mohada.

–¡vaya, qué fácil! –susurró irónicamente el muchacho.–No es para gracia, Augusto –le aclaró Tizera, para luego

agregar–, sé que no es nada fácil, pero tampoco es imposible. Esa es la única manera de que ella se sumerja en un sueño profundo, para luego capturarla con toda facilidad.

–¿No tengo otra alternativa, Tizera? –No la hay; sin embargo, estoy segura que lo lograrás,

para eso cuentas con Ricardo y Micaela.–Eso sí, aunque no estoy seguro de que esta vez me ayu-

den, últimamente andan muy ocupados y ya casi no los veo en mis sueños; fíjate nomás sino estuviera con ellos en este momento… La última vez que los vi fue en la Antártida.

–Y eso no es gratuito, bien sabes quién está detrás de todo eso; no es raro que ella esté tramando una serie de con-juros para mantenerlos separados. Pero estoy segura que te ayudarán porque esta será la última vez que luchen contra el mal y se romperá el hechizo.

–Hechizo, ¿cuál de todos?–El de los sueños, Augusto… el de todos estos sueños

que has tenido y que han puesto en peligro tu vida y la de tus amigos.

–Entiendo. Y luego de tener dormida para siempre a la hechicera, qué haré.

–Será trasladada a la Tundra y allí permanecerá por toda la eternidad.

–¿Y dónde queda la Tundra?–Al Sur… pero debes darte prisa, pues está a punto de

terminar el solsticio de verano en el Norte y si no llegas a tiempo, encontrarás a la Tundra más congelada que nunca y será imposible encerrar a la hechicera. Una vez estando allí, encontrarás una gran bóveda de mármol y granito. Al colocar

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su cuerpo solo tienes que esperar unos segundos, pues una estrella, la más hermosa y luminosa que jamás hayas visto en el firmamento, descenderá y con sus rayos de luz sellará la bóveda. Tú no debes temer, yo te guiaré.

–Guau… ¡De verdad que ahora me gusta más la idea de llevar hasta la Tundra a esa malvada hechicera! Está bien, entonces ahora mismo voy por mis amigos para explicarles todo y empezar a trabajar.

–Espera –le dijo, reteniendo con sus manos invisibles al muchacho que, con gran entusiasmo, se disponía a ir.

–¿Qué ocurre, por qué me detienes, Tizera?–¿Es que acaso sabes dónde se encuentran tus amigos?–Ah… cierto. Pensé que estaba en el mundo real, mejor

dicho, en el mundo de los que sueñan, pues esto también tiene una realidad propia; siempre lo olvido.

–Ellos seguramente estarán librando algún tipo de batalla contra la hechicera, que ya cuenta sus horas y que solo busca hacer el mal, cuanto más pueda a alguien...

–Pero me tienes que decir dónde se encuentran ellos para ir a ayudarles –le dice él.

–Es imposible que vayas para allá.–¿Pero por qué? –pregunta desconcertado.–Porque eso es lo que precisamente quiere que hagas.

Está hostilizando a tus amigos para que vayas a ayudarles y luego se llevará a uno de ellos si es que no puede contigo, y ahí sí estaremos arruinados. Si queremos aprisionarla para conducirla a la Tundra es mejor que no vayas, Augusto.

–Pero somos un equipo, debo ir.–Lo echarías todo a perder.–¿Y si alguno de ellos deja de existir?–Eso no ocurrirá. Las armas que les entregué les servirán

de mucho y ya verás que salen bien librados. Ten fe, mucha-cho. Ya hablarás mañana con Micaela y le pondrás al tanto. Suerte.

Y la Dama del Zenalés, envuelta en el mismo ritual de agua y mariposas de canela, desapareció confundida entre remolinos translúcidos.

En efecto, a la casita de Ricardo había llegado un ejército de pajarracos negros que empezaron a picotear la madera, y con sus alaridos hacían temblar todo el bosque. El duende estaba relativamente medroso, pero pronto se repuso de la zozobra y, montado en coraje, cogió su arco y el morral de flechas para salir a hacerles frente; sin embargo, adoptó una mejor estrategia: se acercó con gran cautela a un resquicio de la ventana de madera, apuntó y disparó una flecha, que de inmediato cubrió la casa con fuego sin que esta sufriera des-integración alguna por efecto del calor; por el contrario, a la mayoría de los pajarracos se les quemaron las alas, la cola y el pico, tanto que se podía ver, ahora sí, a través de la ventana abierta, cómo caían de golpe en la hierba a morir, mientras muchos otros se desvanecían en el aire, y los sobrevivientes se marchaban en estampida por los árboles amarillentos y verdes, y por todo el bosque no se volvió a oír aquel gorjeo siniestro, oscuro y perverso.

Micaela cayó en un previsible vahído y su cuerpo ende-ble, tirado en la hierba, fue puesto por el cuerno del unicornio sobre su lomo y empezó a trotar con dirección al bosque, pero entonces Atanué Carrel apareció de súbito y, suspendida en el aire, le dijo:

–¿Adónde crees qué vas? No pensarás que te la puedes llevar.

–¿Y por qué no? –interroga el unicornio blanco.–Esa no es una buena pregunta, unicornio mentecato –le

increpó.El unicornio se enfurece, relincha y sus ojos se encienden

como dos trozos de carbón vivo, entonces resuelve tirar el cuerpo de Micaela, aún adormecida, al aire para luego atra-vesarlo en caída libre con su cuerno. Sin embargo, la hechicera

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atrapa el cuerpo antes que eso ocurra y se eleva muy alto, que el unicornio a pesar de su esfuerzo no la alcanza y entonces le recrimina:

–Unicornio estúpido… el trato era que solo la atraparías. Ahora me sales con que la quieres para ti. Desaparécete de mi vista.

Luego de decir aquello levantó su dedo índice, cuya pun-ta despidió una chispa de luz y fuego y, al instante, convirtió al animal en una hormiga pero del tamaño de una cucaracha, que con pavor a los rayos solares se hundió entre el excre-mento que los corceles habían dejado en el prado.

Pero Micaela recobra el conocimiento y, al despertar, des-cubre que se encuentra en los brazos de la hechicera, levitan-do. Esta se da cuenta y desciende solo para dejarla en tierra y soltar unas carcajadas malévolas. Entonces Micaela quiere huir de aquel lugar y la malvada mujer no piensa impedírselo; sin embargo, mientras echa a correr, ella se eleva nuevamente y se detiene justo en frente de ella pero sin descender, y le dice: No me digas que vas a pedirle ayuda a Augusto. Y se sigue riendo de tal manera que lo más abyecto se muestra en aquel espíritu sarcástico; pero Micaela la ignora y echa a correr nuevamente, pero ella la persigue y esta vez agrega: Será en vano… no busques más a Augusto. Él ha muerto. Es mentira, le responde Micaela y continúa corriendo ahora mu-cho más de prisa pero siempre seguida por la hechicera desde arriba, la cual disfruta viéndola padecer.

–Murió en el incendio –dijo la hechicera.–¿Incendio? –se preguntó ella mientras corría.–Así es, muchacha, en el incendio que sigue hasta este

momento devorando el mariposario –le dijo desde el aire–. Lo siento por tu amigo, es que era muy pesado, insoportable diría yo –y retorció la mandíbula en un gesto de desprecio.

–vete al demonio –le gritó Micaela, deteniéndose y mi-rándola de frente, y sacó de su morral dos semillas, las que arrojó hasta donde estaba la hechicera.

¿Y qué crees? Una de las semillas la congeló en el acto y la otra la envolvió en un torbellino que empezó a darle vuelta tras vuelta, como si se tratará de un verdadero huracán. Afor-tunadamente Micaela está a punto de abandonar aquel lugar y se apresta a dirigirse al mariposario, pero antes de ir hacia allá, vuelve su mirada a la estatua de hielo que gira y gira sin cesar.

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Micaela llegó hasta el lugar y comprobó, efectivamente, que el mariposario, devastado por las llamas, se volvía cenizas. vientos de Norte a Sur avivaban el fuego que,

en grandes llamaradas, consumía el área sin dar tiempo a que los habitantes del pueblo pudiesen controlarlo. Estos llegaban en grandes caravanas pero era poco lo que podían hacer, pues el agua escaseaba y para traerla desde el río Zenalés ni qué decir… la gente temía mucho por la gran serpiente.

“¡Augusto!”, pensó Micaela al momento que se aguaban los ojos con unas lágrimas que, apenas el viento volvió a so-plar, resbalaron por sus mejillas rosadas y calientes. Algunos pobladores se le acercaron para alejarla del fuego, pues si no lo hacían hubiera sido probable que Micaela entrara en el mariposario sin medir las consecuencias, y luego quedar atra-pada dentro.

A poco rato llegó Ricardo, alertado como todos por el incendio colosal. Sin duda, el mariposario era la reserva na-tural más espléndida de Anchoajo… en él habitaban faunos, otorongos, unicornios negros, el hada Salomé que creaba burbujas dentro de las cuales alguna vez paseó Micaela y los duendes, que seguramente ahora estarían atrapados por el fuego. Ricardo se quebró y no pudo soportar la escena, era evidente que el tema de los duendes y el hábitat en gene-ral le provocaba infinita tristeza, sin poder hacer mucho por

Capítulo 26

LA OSCURIDAD DE LA TUNDRA

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ellos. Pero quien se repuso inmediatamente después de no resignarse a la muerte de Augusto fue Micaela, que recordó el escarmiento en el prado a la hechicera con las semillas, de modo que se puso de pie y, con suficiente energía, tiró una de aquellas al fuego.

De inmediato surtió efecto, aquella pequeña bolsa de ge-nes consumió las llamas congelando el mariposario. Todo el lugar se volvió hielo, como un gran continente blanco y gla-cial en cuyo interior se podía observar petrificados árboles, cascadas, los unicornios inmóviles y los otorongos en plena actitud de escape. Los duendes eran unos pequeños trozos de hielo, y encontraron al hada más al fondo, congelada mien-tras procuraba ascender; sin embargo, los faunos fueron los que corrieron con menos suerte, pues hallaron sus cuerpos encogidos por el fuego entre el hielo.

No obstante, la preocupación central era Augusto, que no aparecía por ningún lado, pese a haber peinado casi toda el área. El duende y Micaela se habían dividido para buscarlo y a los demás habitantes del pueblo les habían dado carac-terísticas precisas de él para que ayudaran en la búsqueda; sin embargo, luego de algunas horas transcurridas, no había aún resultados positivos. Además de Augusto lo que empezó a preocupar a Micaela era el mariposario, pues si bien lo ha-bían rescatado de las llamas, todo estaba congelado, inerte y estático. Por un momento le pareció ver a la Antártida tan cer-ca que sintió estar allí y solo entonces el pavor se apoderó de ella. Empero, el duende sabía cómo aliviar su desaliento. Ey, mira, le gritó, como quien busca sacarla de su abstracción. Mi-caela le miró, pero su mente estaba en el hielo y en Augusto.

Ricardo disparó una de sus flechas y el hielo empezó a derretirse con el fuego de aquel dardo y cuando notó que se había derretido casi por completo, lanzó otra flecha con tal rapidez que solo por ser necesaria apagó el fuego volvien-do todo a la normalidad, pero dejando en toda el área más objetos chamuscados y cenizas por doquier. Solo entonces

Micaela recuperó el aliento, se le cristalizaron los ojos y una sonrisa tibia se le dibujó cuando, volviendo la mirada, vio que Augusto se aproximaba desde el Campo de las Legumbres, sin un solo rasguño.

–¿Cómo pudiste escapar? –le dijo Micaela.–¿Escapar, de dónde… del mariposario?–Claro –le contestó Micaela al tiempo que se acercó más

a él.–Yo no estuve en el mariposario, sino en el Campo de las

Legumbres, conversando con Tizera.–Maldita bruja –rechinó Micaela–. Pero qué bueno que

estés a salvo –le dijo, y abrazándole le dio un beso en la me-jilla.

En el mariposario todo volvió a la normalidad. Mientras los tres amigos se alejaban de él, observan a los duendes ca-mino a sus casas, a los otorongos lamiéndose el pelaje por la mojadura del hielo y del achicharramiento, a los unicornios negros brincando y otros cargando en sus lomos a los faunos caídos. Pero el vuelo travieso y primaveral de unas singulares mariposas, asegura a todo el mundo que existe hoy más que nunca vida en el mariposario.

Augusto y sus amigos, camino al pueblo, van haciéndose preguntas como: ¿Y dónde estuviste Micaela? Y ella, en un prado del demonio donde solo pude ver caballos, unicornios, arco iris embrujados y a esa horripilante hechicera. Augusto la escuchó con zozobra pero agradeciendo a Dios por tener-la ahora a su lado. Luego el duende responde a la pregunta de Augusto, que unos pájaros malditos casi se traen abajo su casa a pico limpio y que tuvo que achicharrarlos con su Carco y sus flechas para que dejaran de molestarlo de una buena vez. Y él a ellos les reveló todo lo que le había explicado Tize-ra sobre la captura y posterior encierro de Atanué Carrel en la Tundra. Y ellos, que dónde queda esa tal Tundra y Augusto, al Sur de Anchoajo; que Tizera les guiará, pero que debían darse prisa porque estaba a punto de terminar el solsticio de

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verano en el Norte y si no llegaban a tiempo encontrarían a la Tundra más congelada que nunca, y entonces sería impo-sible encerrar a la hechicera Carrel en la bóveda de mármol y granito. Mientras se despedían de Ricardo en la puerta de un bosque tropical, hermosísimo y florido, Augusto y Micaela sintieron que alguien les jalaba de sus vestimentas.

Los hermanos de Augusto habían ingresado a su habi-tación, tomaron su almohada y empezaron a jugar. Natural-mente, seguía dormido hasta que Alcides empezó a jalarlo para que le ayudara a luchar contra Gabriel y, a este último, se le dio también por estirarle la ropa de modo que sin querer o queriendo, ambos terminaron por interrumpir la somnolen-cia de Augusto que yacía despierto en el Anchoajo de sus sueños.

Micaela no tenía hermanos pero sí una madre rígida que tomaba con mucha seriedad la puntualidad de su hija en la escuela, y sus deberes dentro y fuera de casa. Así que se aproximó a su habitación y como la nena estaba completa-mente dormida le dio breves sacudidas con ternura hasta que despertó con su mirada llena de luz, que a su madre le pareció una de las más dulces y transparentes que contempló jamás en ella.

En la escuela, a la hora de recreo, uno de los últimos del año; se sentaron bajo el árbol de campanita prescindiendo de sus mejores amigos para conversar.

–De modo que ha llegado la hora –le dijo Micaela.–Todo parece indicar que sí, Mica. Solo falta una cosa.–¿Cuál? –pregunta ella.–Que tú y el duende acepten.–Yo acepto –respondió en el acto.–Gracias –dijo él–. Ahora solo falta saber qué tiene que

decir nuestro amigo en común.–Aceptará –afirma Micaela.–Yo no estaría tan seguro. Ya ves, a veces se me hace el

díscolo dándome la contra en todo.–Si no acepta yo lo convenceré. Déjalo por mi cuenta.

Aquello no le pareció buena idea, pues amenudo trataba de arrebatarle su cariño y afecto, de manera que esta sería una oportunidad más para hacerse querer por ella. Pero ni modo, no tenía opción; así que debió ser buen chico y dejar que Micaela maneje el asunto.

–Una pregunta.–Dos –le responde a Micaela.–¿Sería preciso que nos acompañe Almudena?–No lo creo… sería ponerla en peligro, ya con nosotros

tres en esa onda tenemos bastante.–Sin embargo, yo creo que le gustaría ver como aprisio-

namos a la hechicera y la dejamos en la Tundra. Además, no olvides que ella ayudó en mi rescate y eso que no fue en Anchoajo sino en la mismísima Antártida… vamos, Augusto, que ella también esté con nosotros.

–Uy, si me lo pones así, ¿ni modo, no? Está bueno, ella también podrá acompañarnos.

–Gracias –le dijo y le abrazó. Y toda la escuela advirtió aquello, Augusto lo supo con

solo mirar a su alrededor sintiendo luego un extraño senti-miento de vergüenza; se separó de ella tosiendo sin motivo y le dijo:

–Bueno, esta noche tendrá que ser.–De acuerdo. ¿En dónde nos encontramos? –pregunta

ella.–Uhm… ya sé. ¿Recuerdas el árbol de moras?–Por supuesto, aquel que logramos salvar de las garras de

Atanué Carrel.–Sí, y que fue la razón para ingresar por primera vez a ese

tenebroso castillo. Bueno, en la sombra de ese árbol amigo nos encontramos –le dice Augusto.

–Hecho.La noche cayó a la hierba como mismísima escarcha. Las

hojas de naranja tiritaban mientras iban construyendo remoli-nos ligeros en plena oscuridad y el viento del Norte comenzó a soplar como fresco ventilador en las casas de caña brava y

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Mi libro de magia200 La fantástica trilogía de Anchoajo 201

shapaja. Micaela se puso a dormitar con pijama, sin edredón, con fragilidad y sin una sola duda de que estaría esa noche con Augusto bajo la sombra del longevo árbol de moras que se hallaba en los extramuros del pueblo. Augusto, impaciente, aguardaba por ella vestido de blanco y con un gorro color naranja. Miraba a todos lados y, por un momento, materia-lizó el desaliento al murmurar que jamás llegaría ella porque finalmente tuvo el mal gusto de desanimarse de la misión; pero mientras se arrimaba al árbol, para luego apoltronarse en tierra, supuso que era ella, la imagen vaga y distorsionada que dibujaba el viento y los arbustos que antecedían su llega-da. Pero no, se trataba de Almudena que, avisada por ella, se aproximaba al árbol de moras sin suponer que Augusto aún aguardaba por Micaela.

–Hola –le dijo Augusto al saber quién era.–Hola –respondió ella–… ¿Y Mica? –Eso mismo digo yo… ¿Y Mica? Pensé que vendría con-

tigo –alegó él.–Y yo pensando que esperaría aquí por los dos.–vaya, será que no vendrá… Ni modo, tendremos que ir

solo nosotros.Pero ni bien acababa de decir aquello, un bulto blanco sin

forma, guarnecido por el halo de la madrugada, se asomó en el esbelto umbral sin que ambos pudieran distinguir de quién se trataba. Agáchate, le indicó Augusto a Almudena. Ella hizo caso y se ocultó detrás del árbol; Augusto se tiró sobre la yer-ba y mientras sus miradas estaban fijas en el presunto intruso, este desapareció de pronto entre la nada.

–¿Qué habrá sido? –se preguntó Augusto.–Seguramente un fantasma.–No digas tonterías… ¿quién cree a estas alturas en los

fantasmas?... ¿Escuchaste ese ruido?–No –dice Almudena.–Ocúltate, ahora sí se está acercando de a deveras.

Un soñoliento Ricardo, exasperado por realizar la proeza, se acercaba a los chicos sin presagiar que ellos creían que se traba de algún enemigo.

–Es el duende –aseguró Augusto.Y, en efecto, Almudena también lo vio y se alegró al saber

que la cosa ya estaba casi completa. Sin embargo, aún faltaba Micaela, que de no ser por la paciencia ejemplar de Augusto, se hubiera marchado para el río Blanco sin tener que espe-rarla. Pero no les haría esperar más porque cuando estaban vueltos de espaldas, la mano frágil y tersa de una niña de doce años se apoyaba en el hombro izquierdo de un chico de la misma edad.

–¿Tardé mucho?–vaya que sí... ¿Qué te pasó? –le preguntó Augusto,

volviéndose a ella.–Pensé que luego de convencer a Ricardo de acompañar-

nos las cosas serían más fáciles, pero me equivoqué.–¿Por? –inquiere nuevamente.–Pues me ha pedido que sea su testigo. Se va a casar.–¿Qué?... no me digas... –se asombró, volviendo la mira-

da al duende.–Así es, y quiere que tú y yo seamos los testigos de su

boda.El duende, que había escuchado todo, se sonrojó, pero

a la vez dibujó en su carita de musaraña, una sonrisa pícara y traviesa, una parecida a las muchas que Augusto tuvo en ciertas ocasiones.

–¿Y por eso tardaste tanto? –indagó el chico.–No precisamente, pero tuve que regresar a casa a saber

si tenía un vestido para la ocasión.–Y…–No lo tengo –asegura.–Demonios… bueno, de eso podemos hablar después.

Ahora nos urge ir a la Montaña Negra –sentenció Augusto.–Sí, ¡vamos!... –dijeron en coro los otros tres.

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Y más pronto de lo que imaginaban todos estuvieron in-ternados en el centro de aquella montaña que, por voluntad propia, jamás hubieran querido pisar, pero debían hacerlo. Antes de llegar se aproximaron a las orillas de río Blanco de donde recogieron agua, y tuvieron que guarecerse de una llu-via inesperada que sobrevino así por así. Augusto llevó a cabo al pie de la letra las indicaciones de Tizera: recogió en un tubo de ensayo lo que no fue sino una mezcla de lluvia y agua del río. Con él dentro del morral, se adentraron más y más dejando poco a poco la silueta de aquellos vestigios arqui-tectónicos que guarnecían Montaña Negra, y que a lo mejor eran la muestra señera de alguna cultura antigua perdida en el tiempo, o solamente un centro de hechicería de una malva-da mujer que vivía no muy lejos de aquel lugar.

Los pájaros grises estuvieron a la orden. Sobrevolaban la montaña y el castillo, como era usual, pero no los descu-brieron y no fue porque se pasaran de cegatones sino porque una súbita oscuridad había caído sobre la maraña, y el castillo parecía aún más tenebroso sin un solo resplandor de luz en las ventanas y la cornisa.

Pero en la Tundra la cosa no era diferente, una tenebro-sidad absoluta había cubierto el área dejando sin un solo res-quicio de luz la bóveda de mármol y granito. Era como si un eclipse universal cubriera toda la Tierra. Pero como era lógico, ni aquello podía hacer desertar a Augusto y sus amigos del propósito de atrapar a la hechicera Carrel.

Se detuvieron frente al castillo cuneiforme y terrorífico. No había nadie fuera, y el silencio que manaba de él por la puerta abierta les hacía creer que no había mucha gente adentro.

En efecto, la puerta principal se encontraba abierta de par en par y solo un atisbo de luz al fondo les hacía suponer que alguien salió pero que no tardaría en volver.

–No podemos entrar los cuatro, alguien tiene que quedar-se a vigilar –les dijo Augusto.

–Es cierto. Pero quién irá a dejar el frasco en la cabecera de Carrel –se preguntó Micaela.

–Por supuesto que yo –respondió Augusto inmediata-mente.

–No creo que sea buena idea –alegó Almudena.–¿Por qué lo crees así? –le preguntó.–Es que si alguien viene necesitaremos ayuda para com-

batirlo, Augusto; además, Ricardo es pequeño y podría llegar más rápido hasta aquel lugar. Mejor deja que sea él quien vaya y luego venga a avisarnos para ir por la hechicera –dice Almudena.

–Ella tiene razón; es menos probable que se percaten de él –agregó Micaela.

–Ok, Ricardo irá.Y le entregó el tubo de ensayo dándole las indicaciones

respectivas.Pero cuando se disponía a entrar… Micaela le dice: Espera,

iré contigo. Y Augusto, ¿qué? Y ella, sí, iré con él… necesitará a alguien que le ayude. Y él, pero es muy peligroso, Mica, y ella, todo aquí es peligroso. Y Almudena, por eso mejor digo que voy yo, y Augusto de acuerdo con ello pues le fastidiaba tener que dejar ir sola a Micaela con Ricardo, pese a que este ya había declarado que se casaría muy pronto; sin embargo, él no estaba completamente convencido, pues con los duen-des uno nunca sabe –se habría dicho en silencio–, quién quita y eso de la boda es un cuento más para distraerme de Micae-la. No señor, usted no se va. Pero cuando acabó de pensarlo, el duende y Micaela habían desaparecido por el umbral de la puerta.

Así que se marchó… y Almudena para consolarlo, “dijo conocer el castillo más que yo”, y es cierto; esta es la primera vez que vengo y espero que sea la última, claro. Y se volvieron para vigilar que nadie les tomara por sorpresa, ocultándose entre el follaje que había cerca.

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La hechicera Carrel nunca pudo conseguir el libro de magia de Augusto aunque lo trató de mil formas, sin ninguna duda. Es que era bastante lógico que un ser

como ella aspire a gobernar el mundo para beneficio propio, convirtiendo a la especie humana en una suerte de robots, a la que pudiera esclavizar, y luego construir laboratorios donde todos los días, durante cien años, realice sus experimentos macabros. Pero el libro de Augusto también le era necesa-rio para cambiar ciertos episodios adversos, los que suponían grandes derrotas para ella: como la desaparición del diario de Galilei; que hubiera podido sacar del fondo del río Zenalés o como la prisión que le esperaba en la Tundra, donde perma-necería por siempre.

Todavía estaba dormida cuando Ricardo se asomó a la puerta entreabierta de su recámara que quedaba en el tercer nivel, no muy lejos de su biblioteca, alumbrado sobre su ca-beza por la lámpara de aceite que Micaela consiguió cuando atravesaron la cocina. Sus ronquidos fuertes podían despertar hasta al del sueño más pesado. Su habitación era espaciosa, teñida toda de color morado. Había una mesa larga al lado derecho de la puerta y un baúl con detalles de orfebrería a los pies de la cama, la cual tenía un tul que la protegía se-guramente de los mosquitos nocturnos que llegaban desde las ciénagas, los cuales no hacían diferencia entre un común

Capítulo 27

LAS BESTIAS DEL CASTILLO

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mortal y una hechicera. La mujer seguía roncando como si su mente soñara con geranios o como si recordara su niñez (niña mala, por supuesto), y ni la luz tenue de la lámpara mellaba su somnolencia. Tenemos que darnos prisa, musitó Micaela. El duende se acercó hasta la cabecera con el tubo de ensayo en la mano izquierda para dejarlo bajo la almohada, pero en ese preciso instante, unas pisadas agrias y fuertes por el pasillo les anunció que alguien se acercaba muy de prisa a la alcoba, seguramente para despertarla. Micaela hizo lo que toda chica astuta hubiera hecho: apagó la lámpara de un soplido y, abra-zando al duende, se tiró con él bajo la cama.

Un gorila gris, con la mitad inferior de fauno, apoyado en un extraño bastón color negro y de una apariencia asaz magra, entró a la habitación sin hacer mayor ruido, alum-brado por una lámpara de mano que traía en la izquierda. Solo le bastó dar algunos golpes en el piso con su bastón, y era como si con ese toque de magia podía despertar a la hechicera que, efectivamente, salió de su somnolencia para preguntarle por qué estaba allí interrumpiendo su sueño. Pero ese extraño ser, al que llamó Grolfo, se apuró a explicarle que habían capturado a Augusto y a una amiga de él en las afue-ras del castillo. “¡Hasta que por fin alguien se acordó de hacer algo bueno!”, exclamó Carrel al tiempo que Grolfo le hacía recordar que ese era su trabajo, y que tarde o temprano tenía que dar resultado, y ella, sin darle demasiada importancia a sus palabras, considerándolas innecesarias y pura fanfarria, le preguntó cómo era que los atraparon y él, los pájaros su majestad, ellos fueron los que detectaron a los intrusos, y ella, perfecto. Y siguieron hablando del asunto mientras desapare-cían por uno de los pasillos camino al Salón de los Turbantes, donde los tenían maniatados y desguarnecidos.

Al aparecer en aquel lugar todo el salón se iluminó como por arte de magia, y del cielo raso empezaron a descender hebras de hilo luminoso color azul eléctrico. Los espejos bri-llaban más nítidamente cerca de un púlpito y el fresco de color

verde púrpura comenzó a titilar tras sentir la presencia de la dueña del castillo. Sin duda, todo allí estaba embrujado… una alfombra oscura se deslizó de pronto por el piso, mientras la hechicera asentaba cada paso con sus babuchas aún, pero vestida de una túnica roja luminosa. Y de la azotea apareció una insólita buhardilla, a través de la cual, los haces de luz penetraron al Salón de los Turbantes convirtiéndolo en una magnífica escena vespertina.

Al fin aquí… esperé tanto tiempo por este momento; ¡no sabes cuánto! Claro, espero que a ti también te agrade estar aquí, le dijo luego de ver a Augusto en medio del salón y él, pues te equivocas, lo que menos quisiera es tener que verte la cara. Y ella, entonces ¿por qué has venido hasta aquí? Por cierto, dónde está tu otra amiga y… ¿ese duende tan moles-toso? Ello sí le hizo alegrar por un momento, pues al parecer no habían sido capturados por la hechicera, contrariamente a lo que él pensó. Se quedaron –dijo– yo vine por mi cuenta a luchar contigo, mintió. Y ella empezó a soltar sendas carcaja-das burlándose de él, afirmando que había sido una tontería venir solo por ese propósito, y encima trayendo una chica para que te ayudara, qué patético, Augusto. Pero él tenía que soportar la humillación, al final de cuentas, la operación había fallado y no quedaba otra que esperar y resistir hasta el último momento.

Así que viniste a luchar contra mí, vamos pues, lucha. Le provocó rozando con su uña esmaltada, el lampiño y terso mentón de Augusto. Pero, desde luego, no podía hacer gran cosa maniatado y sin armas frente al poder inmenso de la hechicera en su castillo. ¡Ya me harté de este mocoso!, ex-clamó volviéndose; entonces sus súbditos, que se hallaban detrás, le rindieron pleitesía con gran temor. De inmediato volvió a observar a Augusto con desdén y le dijo: Solo quiero una cosa de ti y te dejaré libre, de lo contrario, sobre ti haré un hechizo y pronto serás un pajarraco más a mis órdenes. Hasta ese momento, Almudena no hubo proferido palabra

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Mi libro de magia208 La fantástica trilogía de Anchoajo 209

alguna; sin embargo, desatando toda su ira contenida por la malvada, le gritó: vete al mismísimo infierno. Y la hechicera, ¿quién es esta niña insolente?... Grolfo, ¿ya cenaste? Y él, sí, su majestad, pero un aperitivo como ese no me ocasionaría acidez, más bien ayudaría a mi digestión. Grolfo era el jefe de todas las bestias que vivían en el castillo, las cuales estaban re-unidas allí: los Jirondales (mitad hipopótamo y la otra jirafa), los Dinovenados (con toda la corpulencia de un dinosaurio, pero con la cabeza de un venado), los Hombresperros (en una verdadera fusión), varios Gatos Cancerberos, los Candri-los (que eran, la mitad superior del cuerpo, cangrejo araña y, la otra mitad, cocodrilo), serpientes con alas y muchas otras especies con las que jugaba genéticamente y a puro hechizo, Atanué Carrel.

No le hagas daño, por favor. Es a mí a quien quieres des-truir, le dijo Augusto, en un intento por evitar que Grolfo se tragase a Almudena. De acuerdo, dijo ella, solo necesito tu libro de magia y podrás irte con tu detestable amiga. Y él, está bien, pero no lo tengo aquí conmigo. Tendría que ir por él a mi casa. Y ella, y tú qué dijiste me voy y no vuelvo más. Pues no, a una hechicera nadie le repite ese cuento (ya se lo había hecho un ex esclavo y nunca más volvió), y es que a veces resultaba siendo muy boba.

Ya sé lo que haremos. Grolfo, llamó a su jefe de la guar-dia. Y él, hincando su rodilla en el piso: Dígame, su majestad. Y ella, lleva a los prisioneros a sus celdas, que sigan enma-rrocados y vigílenlos bien, porque no quiero ningún contra-tiempo. Y Grolfo, como usted ordene, su majestad. Y ordenó a la guardia de los Candrilos (los más feroces del castillo) que llevasen a los prisioneros, pero mientras aquellos los sujeta-ban con sus pinzas y se internaban por un pasillo oscuro, la hechicera, sentenciaba: A primera luz de la aurora, yo misma iré con él a traer ese maldito libro de magia, dejando como rehén a esa niña odiosa, de lo contrario seguramente me hace un truco y se larga sin entregármelo. Y luego volvió a su re-

cámara acompañada de Grolfo, quien poco antes de llegar, le preguntó porqué dejaba su puerta abierta mientras dor-mía. Y ella, ¿cómo dices, Grolfo? Él volvió a repetir lo antes dicho y ella, debes estar delirando. Yo jamás dejo mi puerta abierta, y él, que sí; no tendría por qué contradecirla si eso no fuera verdad, su majestad. Y la hechicera cobró su natu-raleza pérfida sobreviniéndole la maldad a flor de gorila. ¡El duende, la niña… maldita sea! Y se dieron prisa para hurgar en su habitación. Removieron todo, incluso voltearon la cama pero sin éxito. ¡No estaban por ningún lado! Seguramente son solo ideas nuestras; el viento pudo haberla abierto. Ya, vete. Y Grolfo se fue y la hechicera volvió a su lecho, durmiéndose más pronto de lo que Micaela y Ricardo habrían supuesto, luego de que desaparecieran por un momento con la ayuda de la Dama del Zenalés, que apareció en el vuelo de una mariposa de canela concediéndoles, con un poco de magia, la invisibilidad que requerían para no ser sorprendidos por la hechicera y Grolfo, e inmediatamente después desapareció.

Ahora que han vuelto a ser visibles, y con la certeza de que Carrel se volvió a dormir, salieron debajo de la cama, pero esta vez Micaela decidió no encender la lámpara y le indicó al duende lo que debía hacer para dar con la cabecera. Y en aquel instante una mariposa de canela, que no era sino la Dama del Zenalés, se volvió toda de luz, siendo su claridad de vital importancia, permitiéndole a Ricardo colocar de ma-nera correcta y exacta el tubo de ensayo con el agua debajo de la almohada. Entonces ocurrió que una pequeña nube de color celeste se posó a un ligera distancia de la cabeza de la durmiente y plumas de varias aves como burbujas hicieron germinar una luz brillante, que luego de algunos segundos fue apagándose poco a poco, juntamente con la nube que terminó desapareciendo por completo y luego la mariposa, chisporroteando de luz, les señaló lo que debían hacer a con-tinuación.

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La puerta se abrió por la magia, ellos siguieron a través del pasillo y luego tuvieron que descender por una escalera en espiral, que conectaba con otro pasillo a mitad de pared, teniendo que agacharse un poco para no rozar el cielo raso y, más al fondo, un declive, a partir del cual todo se ilumi-nó; pues un mosaico esplendente de mariposas de canela les dio el alcance y tuvieron que caminar solo un poco más para llegar hasta las celdas donde se hallaban cautivos Augusto y Almudena; en cambio, los guardias, en un súbito desva-necimiento, habían quedado profundamente dormidos. Solo cuando sus amigos se encontraron en libertad y Augusto re-cuperara su arma, decidieron ir por la hechicera a continuar con la misión.

Apenas la vieron, a todos les sobrevino una inquietante alegría religada con miedo, porque desde luego no estaban muy seguros de que la hechicera no volviera a despertar y les sorprendiera. Pero la mariposa de canela les animó y, con ciertos signos y ademanes, les indicó que debían darse prisa, que no había nada que temer. La hechicera, despierta, hubie-ra pesado lo que pesaba, pero dormida no era otra cosa más que un montón de huesos livianísimos que parecían de pollo y su piel longeva puro tejido.

Augusto y Micaela la retiraron de su cama, mientras el mosaico de mariposas alumbraba la habitación, luego avan-zaron entre pasillo y pasillo, y descendieron escalón tras es-calón. Parecía que todo el castillo estaba adormecido por un hechizo, porque no hubo un solo movimiento, apenas si vie-ron a los Hombresperros en el pasillo anterior al Salón de los Turbantes, roncando, pero antes de abandonar por fin el castillo observaron serpientes con sus lenguas bífidas fuera y las alas encogidas tiradas sobre las baldosas.

Las mariposas se acercaron al portón cerrado que, con solo rozarlo, se abrió dejándoles a la vista un carruaje co-lor madera con ocho corceles blancos, en el cual subieron a Atanué Carrel, y luego ellos, uno a uno rápidamente. Augusto

y el duende se hicieron cargo de conducir, pero para la falta que hacía porque ni bien desaparecieron las mariposas, el bir-locho completo ascendió gracias a las alas de los corceles que les brotaron así, de repente. Y en el cielo apareció de pronto un trineo de leyenda navideña. A pleno vuelo, y recobrado su espíritu silente, Micaela le pregunta a Augusto cómo fue que los capturaron y él, a Almudena le picó una hormiga gigan-te, esa a la que todos llaman curuhuinsi, y pegó el grito de su vida y nos escucharon y yo creyendo que no; pero luego nos sorprendieron unos dinosaurios con cabeza de venado y luego cocodrilos deformes y cangrejos gigantes y, sin dejar-nos realizar un solo movimiento, me quitaron la lanza, y nos condujeron hasta la presencia de un horripilante simio con patas de fauno... Pero Almudena le interrumpe y agrega: Des-pués llegó la hechicera y casi ordena que me trague ese simio apestoso, pero no lo hizo gracias a Augusto que supo ganar tiempo. Y el duende, ya ves, Mica, yo te dije que el muchacho era un héroe. Y todos se rieron, pero Augusto no lo suficiente como para dejar de perderle cuidado, pues había demostrado a lo largo de su amistad ser un convenido y eterno burlón (Augusto habría pensado que lo de su boda se trataba de una fanfarronada más para ganar tiempo y enamorar a Micaela), por cierto, Ricardo, no soy mayor de edad aún; por lo tanto, no podré ser tu testigo y tú, Micaela, tampoco lo eres.

Pero el duende, y qué importa eso, en mi comarca no existen papeleos absurdos, solo la voluntad, las ganas de que-rer y el amor; y como yo estoy profundamente enamorado de Genoveva no tenemos que esperar nada más… vamos, Augusto, acepta hombre. Por un momento creyó que el duen-de hablaba muy en serio sobre su deseo de casarse y, natu-ralmente, aquello prevaleció porque terminó aceptando ser su testigo y le agradeció por la deferencia, asegurándole que estaría presente el día de su matrimonio; claro, si es que Mica no se desanima al no encontrar un vestido para la ocasión.

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Mi libro de magia212

Eso ni se diga, yo estaré en la boda así tenga que estar vestida solo con mi pijama, dijo ella.

Y todos rieron y luego platicaron sobre los días de es-cuela que, por cierto, estaban a punto de terminar porque la clausura del año lectivo estaba programada para solo un par de semanas más. Antes que me olvide, les dice Augusto a Mi-caela y al duende, ¿cómo hicieron para hacer dormir y luego despertar a la hechicera? Y Micaela, no entiendo. Él, o sea, mientras ustedes permanecían arriba nosotros teníamos a este monstruo –señalándola–, enfrente… ¿Cómo lo hicieron? Ah, ya sé, aún no llegaba a su habitación cuando estuvo con no-sotros en el Salón de los Turbantes. Y el duende, bueno, noso-tros la encontramos dormida… y Micaela, complementando: Ya te contaré cuando estemos en tierra, o mejor en la escuela; pero te diré que mucho tienen que ver esas maripositas, ah. Él, bueno, está bien; pero les digo que me pareció conocida una de ellas. No sé, creí por un momento ver a Tizera, y el duende, fue ella. Y él, ¿de veras? Y Micaela, por supuesto que fue ella y también este birlocho es gracias a ella. Y él, supe que estaría conmigo en esta hazaña.

El Sur comenzaba a enfriarse poco después de haber re-sistido el calor más abrasador de los últimos cincuenta años. La Tundra estaba a punto de dar la bienvenida al

solsticio de invierno y nosotros sobrevolábamos el área oscu-ra con el birlocho de insólitos corceles. Y el duende, vigilante, nos alertó sobre un campo abierto en la sima de una colina e, inmediatamente, descendimos allá. Al llegar, notamos que el lugar estaba desolado con apenas una breve claridad al fondo de unos árboles magros y otoñales. Pero muy pronto llegó la mañana y un sol naranja se descolgaba por los pantanos, los cuales invadían casi toda la geografía.

Un halo de misterio surgió de pronto cuando decidimos esperar un poco hasta estar bien seguros a dónde iríamos en busca de la bóveda, que demás está decir, no sabíamos por dónde empezar… todo era tan extraño. Nunca habíamos es-tado en un ambiente tan enrarecido como este y jamás se pensó que existiera este tipo de geografía en el territorio de Anchoajo, o es que esta área ¿ya no le pertenece? El sol se ocultó y una niebla densa comenzó a extenderse por los árbo-les, mostrándonos seguidamente que el suelo era de un color cenizo, cuya composición desconocíamos.

Algunos lobos se paseaban no muy lejos del birlocho oliendo con sus fauces, eso sí, a los blancos corceles alados. Pero en la oscilante zozobra del desconcierto, les dije a mis

Capítulo 28

LOS ÚLTIMOS DÍAS DE ESCUELA

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La fantástica trilogía de Anchoajo 215

amigos, ¿escuchan aquel sonido? Y Almudena, sí… suena como un enjambre de avispas. Micaela, o de langostas; y el duende, sea lo que sea creo que lo más conveniente es tirar-nos a tierra, porque a lo mejor se les da por confundirnos con su alimento o creer que somos sus enemigos. Entonces todos nos arrojamos al suelo, siendo el único inconveniente los cor-celes; no obstante, Ricardo, un gran domador de caballos de tiro y de paso (cuya faceta recién descubríamos), se acercó a ellos y, con gran habilidad, les hizo acostar sobre el suelo cenizo.

Sin embargo, no era cosa de preocupación. Un enjambre de libélulas gigantes se abría paso entre la niebla y cuando le-vanté la cabeza, ellas se habían detenido justo sobre nosotros, y a la jefa, al vernos, cuánta alegría le habría causado porque sus alas empezaron a batirse con más esmero y sus antenas a vibrar con gran ímpetu. ¡Aquí están!, ¡al fin los hallamos!, les gritó a las demás. Y yo al verlas, ¡qué inmensa alegría!, pues cada vez que las necesitábamos sabíamos que estarían con nosotros, y caí en la cuenta de quién más que ellas que sobre-vuelan medio mundo para hacernos conocer el lugar.

Les explicamos sobre nuestra tarea, pero eso sí, nos sor-prendieron mucho al revelarnos que estaban al tanto de todo y que, precisamente, habían venido en nuestra ayuda; ade-más, no querían perderse, de buen agrado, el momento en que la hechicera Atanué Carrel era encriptada en la bóveda de la Tundra.

¡Es por aquí!, nos dijeron, y nosotros las seguimos en el birlocho, mientras nos guiaban desde arriba. La hechicera dormía como un bebé recién nacido y todo estaba muy si-lencioso en la Tundra, pero aquello no me gustaba tanto que digamos, y es que yo siempre creí que demasiado silencio también era motivo para estar pendiente por si se presentase alguna eventualidad.

Frente a nosotros, un creciente río de aguas cristalinas dis-curría apaciblemente entre dos riberas infestadas de hierba en

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germinación. Ese fue el primer obstáculo: no había puente. Las crestas apenas divisables creaban un breve murmullo y ese era todo el sonido. Sin embargo, cuando decidí acabar con el problema gracias a que mi lanza podía convertirse en puente, otro ruido análogo al de las libélulas se aproximaba a nosotros, pero con asaz virulencia. Entonces, con destreza de cazador, extendí mi lanza y la arrojé al río, convirtiéndose de inmediato en el puente que todos ansiábamos, pero mientras nos preparábamos para cruzarlo, una mesnada de pájaros os-curos e infinidad de búhos y lechuzas aparecieron entre las nubes y comenzaron a atacarnos. Las libélulas gigantes, gran-des luchadoras, les salieron al frente dando inicio a una feroz lucha entre aves; lo que diríamos aves del mal y del bien.

Ricardo disparó sus flechas achicharrando a muchas de las malas en el aire y Micaela les arrojó semillas que, en un instante, las convirtieron en pigmeas estatuas de hielo. Sin embargo, lo que debíamos hacer no era precisamente com-batir contra ellas, sino llevar a la hechicera donde la pudiéra-mos encerrar de una vez, ya que seguramente eran sus súb-ditos los que habían llegado para evitar que termináramos con nuestra misión. De modo que arreamos los corceles y, a gran paso, empezamos a cruzar el puente, pero seguidos por un regimiento de pájaros que nos picaban la cabeza, los bra-zos, las piernas y hasta a los caballos, para que se detengan; sin embargo, nada paraba a las bestias ni mucho menos a nosotros, que seguíamos luchando con flechas y semillas de hielo; finalmente Micaela, en un arranque de impaciencia y por evitar que los malignos se salgan con la suya, arrojó una semilla más, la cual creó un torbellino y, en un santiamén, los desapareció pero, para mala suerte y desgracia, se llevó a muchas libélulas… Pero nosotros nos íbamos aproximando a la Montaña Rocosa, en la cual se hallaba la bóveda, guiados siempre por la jefa de las libélulas que había salido ilesa del torbellino; pero fue entonces cuando observamos que este se había convertido, a causa de los vientos del Oeste, en un

tornado de dimensión continental que amenazaba con llegar hasta el centro de Anchoajo. Y, además, cuando nos encon-tramos en la última curva antes de que llegáramos a la Mon-taña Rocosa, nos sobrevino una intensa nevasca.

Mientras aquello empeoraba la situación confirmándonos que el solsticio de invierno había tocado con fuerza la Tun-dra, nuestros ojos se enceguecieron, y tuvimos que detener el carruaje por temor a desbarrancarnos, a causa de alguna sorpresa que aquella hostil geografía nos presentaba. Solo en-tonces, como ya no podíamos ver con claridad, el ruido de las libélulas gigantes al caer muertas, nos anunciaba que la trage-dia estaba en su punto más vivo y empezaba a abrumarnos. Pero, en medio de tanto frío y oscuridad, varios haces de luz gualda, que luego se transformaron en color azul claro, alum-braron el birlocho; sin embargo, los corceles ni se inmutaron, era como si la luz no les afectara en lo más mínimo, a pesar de que llegaba directamente a nuestros ojos hiriéndonos la retina. Pero aquel inconveniente pronto se difuminó por una luz a plenitud que parecía el mismísimo sol radiante, extin-guiendo la oscuridad y el clima gélido.

Entonces recordé lo que me había dicho la Dama del Ze-nalés: “Una estrella, la más hermosa y luminosa que jamás hayas visto en el firmamento, descenderá con su luz”. Era la luz que veíamos, aquella estrella descendiendo y mostrán-donos que debíamos seguir. Abrió con su fulgor un camino fosforescente, el cual seguimos y, entonces, nos encontramos frente a una estructura que era toda de piedra y tenía algunos sectores invadidos por una yerba rastrera color naranja poco común, y que nosotros jamás habíamos visto en Anchoajo.

Luego, no sé por qué tuvimos que desmontar del carrua-je y le dije a Ricardo: Es aquí, y él me escuchó en silencio, pero rápidamente se acercó a donde estaba la hechicera y, los dos, descendimos su cuerpo para llevarla al edificio de piedra. Atravesamos una abertura angosta a modo de puerta, pero lo suficiente para caber los dos, y mientras penetrábamos fuimos

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escuchando un ligero ruido de gotas de agua. En el centro de todo, la luz nuevamente se volvió a filtrar entre las rocas como si la estrella estuviera adentro con nosotros; solo enton-ces contemplamos la bóveda, que era una de granito puro cuya base estaba hecha de mármol y, hacia arriba, un arco con enigmáticos gravados que no eran escritos, sino imáge-nes y líneas que solo Dios sabía su verdadera interpretación. El mármol tuvo una hendidura por la cual introducimos el cuerpo de la hechicera e, inmediatamente después, la luz es-telar selló aquella comisura como si se tratara de un rayo láser y luego se extinguió.

Nos volvimos rápidamente para salir de aquel lugar, por-que no habíamos sentido sino hasta ese momento ninguna sensación de miedo real, como si corriéramos peligro al per-manecer más tiempo allí. Pero nos dimos con que el pedrisco había tapiado la entrada, y de aquella solo quedaban pesadas capas de hielo que, con muchos intentos, no pudimos derri-bar. En esas estábamos cuando Ricardo me dijo: Aléjate, y disparó una flecha en el centro del blanco concreto originando su inminente derretimiento y pudimos salir, finalmente, ante la felicidad de las chicas que habían empezado a inquietarse.

Cuando todos estuvimos de vuelta en el birlocho y a pun-to de abandonar la Tundra, Micaela volvió la mirada al edifi-cio, y dijo para sí pero todos la oímos: Seguramente un poco más de hielo no le caería mal a ese lugar y, tras ello, arrojó una de sus semillas mágicas cubriéndolo con muchas más ca-pas de hielo. Los corceles desplegaron sus alas y volvieron a ascender rumbo a Anchoajo.

Desde arriba, observamos cómo los bosques secos empe-zaban a retoñar, las flores a brotar y todo Anchoajo se dibu-jó de verde y de vida. En el mariposario, las hadas, faunos, duendes y otros seres, se confundían en jolgorios celebrando que Anchoajo volviera a la normalidad, lo cual era motivo de fiesta y el tornado que vimos formarse en la Tundra, desapa-reció entre los bosques mucho antes de llegar. De la Montaña

Negra desapareció el hangar, se liberaron sus esclavos y todo hechizo que antes existía se rompió, excepto uno. De lo árido del río Crétalo volvió a emerger agua pura y cristalina; los pá-jaros grises volvieron a tener el color de su especie; los faunos que habían fallecido en el incendio del mariposario y los que fueron ofrendados en sacrificios, volvieron a la vida, como también todos los que murieron por causa de la hechicera; y el castillo cuneiforme y las bestias que allí moraban, desapa-recieron.

En los prados había espacio para todas las especies, in-cluidos los unicornios negros, pero ni por asomo se volvió a ver siquiera un unicornio blanco; ninguna cosa en todo An-choajo volvió a estar embrujada porque, a partir de este día, todo hechizo malvado se rompió, excepto un cosa que más adelante explicaré. Incluso en la Antártida los osos polares que aún permanecían cautivos fueron liberados y hasta el hechizo de mis sueños se rompió; es decir, en adelante no regresaría más a aquel mundo lleno de aventuras.

Cuando desperté aún era muy temprano, y lo que hice fue acercarme a la cocina a preparar el desayuno de mis her-manos y de mi madre, pero cuando ella me sorprendió se rio mucho, y luego con gran paciencia y dedicación que yo siempre admiré, me enseñó cómo debía hervir el agua, freír los huevos y más… algo que, por supuesto, yo aún no había aprendido pero que, desde aquella vez, fui practicando hasta verme convertido en un gran chef (echando broma), pero por lo menos ahora sé preparar el desayuno y a veces hasta el almuerzo. Al poco rato, Gabriel y Alcides despertaron, y nos pusimos a contar adivinanzas antes de ir a vestirnos para la escuela.

Mi madre nos besó y apapachó, y luego de solo algunas recomendaciones (como era usual) acerca de cómo compor-tarnos en la escuela, nos alejamos de la casa ante su sonrisa y ojos fulgurantes, mientras se apuraba en mandarnos besos volados por toda la calleja.

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Aquella mañana, Gabriel y Alcides, pintaron hermosos dibujos que la maestra había llevado a la escuela sobre una hoja de papel blanco. Gabo pintó primero las nubes que en realidad convirtió en celajes multicolores; luego, los árboles coposos, después la quebrada que discurría entre un fértil campo de hortalizas y muchos animales silvestres pastando al aire libre, correteando por el viento. Las acuarelas terminaron un gran y célebre dibujo, que sus compañeros aplaudieron cuando le tocó su turno de mostrárselo a todos. Alcides, por su parte, pintó una hermosa guacamaya en libertad con alas de color amarillo, rojo y azul, en un fondo naranja de un ho-rizonte que acariciaba la jungla y de cuyo suelo brotaban los helechos, bejucos y enredaderas, y casi en el borde del dibujo, hileras de flores con sus pétalos anchos revelándonos su cami-no rebosante más allá del relieve.

Los aplausos más fuertes, sin duda, fueron para Alcides, que con una sonrisa amical les agradeció a todos, y después del receso a conversar un poco y a jugar con la pelota, con las bolichas, o a correr para saber quién es el mejor.

Pero yo estaba muy nostálgico, porque era solo cuestión de días para que acaben las clases y seguramente extrañaría mucho a mis amigos: a Ludovico, Leonidas, Micaela, Almude-na, a Roberto y todos a los que se consideraban amigos míos; sin embargo, ahora tendría más tiempo para ir al Campo de las Legumbres con mi madre, a bañarme al río Huallaga divir-tiéndome con aquellas volteretas, conteniendo la respiración bajo el agua; asistiendo a la plazuela a jugar cajón, cinturón escondido u otros juegos que el grupo se atrevía a inventar.

Micaela llegó de golpe a mi carpeta sacándome de la abs-tracción. Y yo, qué bueno que te acercas, justo estaba pen-sando en ti. Y ella, ¿en mí, en serio? No, mentira, y me reía y ella un poco disgustada, pero luego me acompañó con una risa de placidez. Era como si todo en la escuela se volviera felicidad y más felicidad. Ella, ¿puedo hacerte una pregunta?

Yo, claro. ¿Cómo irás vestido hoy?, ella. ¿Adónde?, yo. Y ella, a la boda de Ricardo; no me digas que lo olvidaste, serías demasiado ingrato. Yo, ¡verdad! –y luego, recuperando la se-renidad–... pero será imposible asistir. ¿Y eso por qué?, ella. Pues porque ya no volveremos a estar en aquel mundo en el que aprendimos a soñar, yo. Y aún sin comprender; ella, ¿por qué? Yo, ¿acaso olvidaste que con la hechicera encerrada en aquella bóveda de la Tundra nuestra misión acabó? E insis-tentemente ella, sin embargo yo no pienso fallarle a Ricardo, me he comprometido a ser su testigo y cumpliré mi promesa, no sé tú. Y se cruzó de brazos mirándome fijamente, como quien me dice haz lo que tengas que hacer pero debemos estar en esa celebración. Entonces me hizo recordar que ya me había comprometido con el duende. Ya sé –dije–. volveré a leer el libro de magia, seguramente encontraré la forma de que volvamos a estar allí. Y ella, más te vale, Augusto.

Al momento apareció Leonidas y dijo: –¿Boda?, no me digan que se casan.Desde luego que había estado escuchando parte de la

plática y como no habría estado tan cerca, distorsionó el tema o simplemente lo decía para crear, a costa nuestra, un breve entretenimiento en el salón; porque ciertamente todos em-pezaron a rumorear sobre la posible boda en secreto, de dos adolescentes que estaban a punto de convertirse en los testi-gos de boda más jóvenes de Anchoajo, de un duende llama-do Ricardo; lo cual, naturalmente, ignoraban mis compañeros de grado.

Todos se echaron a reír y, claro, a Micaela y a mí nos fascinaba la idea de casarnos en la boca de mis compañeros; porque lo que vive un adolescente en esa etapa, es amor e ilusión a toda prueba. Y, entonces, recordamos el dulce de papaya en casa y las tareas de colegio, el inmenso huerto de Micaela que parecía un edén y el cañaveral al otro lado del río. Y luego llegó Ludovico y me preguntó qué haría en las vacaciones, y yo, extrañar menos al maestro de Literatura, y

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todos los que escucharon se rieron... Ah, también me voy a li-brar del auxiliar, y pregunté a viva voz a todo el salón: ¿Cómo se llama, chicos? Y todos en coro: “Puercoespín”.

Más tarde cogimos la mota y empezamos a tirárnosla el uno al otro, manchándonos con el polvo de la tiza, corriendo de un lado para el otro, y tocó la hora de recreo, y entonces el arbolito de campanita apareció más espléndido y lozano que nunca, y el sol titilaba sus rayos con más intensidad que ayer, pero menos que mañana. La alegría floreció entre los labios, las camisas sudorosas, los abrazos sinceros; y entre los maes-tros ejemplares recayeron los abrazos y las cartas de agradeci-miento. Un año más se iba y otro nuevo comenzaba. Estaban a punto de quedar atrás las mañanas inolvidables, que bajo el resuello del calor se iluminaban de anécdotas, travesuras y aventuras. Sin duda, yo estudiaba en la más noble y hermosa escuela de Anchoajo, y tenía a los mejores compañeros de todo el mundo.

Una noche azul claro, doblando el acero de los árboles y persiguiendo el murmullo de las hojas y los talles, cubrió Anchoajo de tapices color grana. El río Hua-

llaga en sus crestas dulces envolvía peces de colores bajo una mítica tonada que solo interpretaba el caudal, los azahares y el aroma de la selva. El pueblo estaba tan apacible y sus cié-nagas alumbradas por vagabundas luciérnagas que se podría decir era de una magia completa, un hechizo. A lo lejos, más allá de los matorrales, el follaje y los árboles de jagua, se escu-chaba la melodía del charango, la quena y la guitarra, en una sinfonía tan suave que era como si las florecillas de diciembre compusieran la cadencia más humana y melodiosa que jamás se haya oído.

Cuando me dormí eran apenas las ocho de la noche, por-que mi madre había inquietado a sus hijos para descansar temprano, y es que era, en verdad, como si el pueblo entero se hubiese ido a dormir aquella hora para estar presente en un evento muy importante, al cual solo se podía asistir dor-mido. Pero antes que mis párpados se cerrasen por completo y se sumergieran en un apacible sueño, el más plácido de todos, un coro de brillantes mariposas de canela sobrevolaron mi habitación iluminándola con haces de colores azulvioleta, verde iridiscente y de arco iris; luego escuché un tenue arrullo

Capítulo 29

TODOS vAYAN AL RÍO CRÉTALO

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de pajarillos de primavera desde mi ventana y la luz se apagó. Ahora era un durmiente que estaba a punto de despertar.

El mariposario lucía encantador con su floresta rever-berante, llena de vida por los seres que lo habitaban y que estaban envueltos en una bullaranga festiva. Retozaban de un lado a otro como verdaderas especies celestiales, como una jácara de niños traviesos…, pero cuando me dispuse a seguir hacia el Campo de las Legumbres, escuché, desde la entrada, una voz que me decía: No pensarás pasar de largo, Augusto. Al principio no la reconocí porque la persona o ser hablaba entre los arbustos y al parecer estaba ocupado cuan-do creyendo que me acercaría, me vio yendo al Campo de las Legumbres. Entonces, al fin supe quién era cuando los rayos de luna llena iluminaron su faz. Sin duda, lo que menos me hubiera imaginado es encontrarlo en el mariposario, jugando desde hacía un buen rato con los duendes, con las mariposas de múltiples colores, formas y tamaños que le envolvían el cuerpo provocándole cosquillas, y montado en un unicornio negro, paseando por las grutas y cascadas sobre una hierba fosforescente que retoñaba cada segundo. A lo mejor también probó las flores de chocolate y la leche de los manantiales.

Me alegré al verlo nuevamente, lo había extrañado tan-to los últimos meses que, por un momento, creí no volver a verlo. Empero, ¿ya ves? Aquí está; precisamente en aquel mariposario que era el símbolo de la magia y lo extraordina-rio de Anchoajo, saludándome y conversando conmigo, y yo, contentísimo de permanecer en compañía de él, y cuando le invité al matrimonio de Ricardo diciéndole que yo iba a ser su testigo, aceptó complaciente, pero antes le dije: ven conmigo al Campo de las Legumbres, que tengo que hacer algo muy importante, y me siguió.

A orillas del Zenalés todo reposaba y los helechos pare-cían iluminarse por momentos con los rayos de luna. Aquella misma esfera del firmamento originaba una extraña secuencia de luz desconstruida en el agua, a través de la cual se podía

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observar desde la orilla, pececitos dorados y plateados. Luego nos sumergimos hasta las rodillas, pudiendo ver a cientos de mariposas de canela volando dentro del agua o quizá aquel era su estilo de nadar. Un palacio enorme se extendía más allá de nuestros ojos, y era todo de cristal y cuarzo. Bellas criaturas nos miraban desde el fondo del río y niños traviesos que jugaban con caracoles y con sus mascotas. Me sentí tan maravillado que por un momento pensé que me había vuelto a dormir. En aquel instante las mariposas emergieron como un huracán y nuestras miradas dibujaron a Tizera envuelta en una túnica con detalles amazónicos, tan extensa, que se po-dría decir llegaba hasta el otro lado de América. Una hermosa corona de diamantes cubría su cabeza y la cabellera de un color dorado caía como jardines colgantes, como capullos de seda y la belleza de su rostro era tan perturbadora que en él estaba resumida la beldad de cien reinas.

–Hola, Augusto.Y yo enmudecí por un momento, pero mi acompañante,

la persona que más amaba en el mundo después de mi ma-dre, le dijo, luego de hincar la rodilla sobre los helechos:

–Qué grato es poder gozar de su presencia, Dama del río Zenalés. Seguramente mi hermano no tiene palabras para usted, porque su presencia le ha aturdido.

–No tendría porqué –dijo ella–. Nos conocemos desde hace mucho.

–Pero usted está hoy más radiante y hermosa que nunca –le dije al fin, reponiéndome de la impresión.

–Es un día de fiesta. Es la boda del rey de los Ricardos. La comarca de duendes más importante de Anchoajo.

–¿Rey? –inquirí anonadado.–Sí, aquel amigo tuyo es el rey, Supremo Gobernante y

Sumo Sacerdote de la comarca de los Ricardos –agregó ella.–vaya, qué escondido se lo tenía el duende –le dije con

alegría y repentino asombro.–Pero a qué has venido, Augusto –me preguntó con dul-

zura.

–Pues, la verdad, es que quería darte las gracias por todo lo que has hecho por mí y mis amigos.

–No tienes que hacerlo, lo hice porque el mal nunca debe gobernar a los seres humanos y porque a las personas bon-dadosas como tú, a veces les hace falta la ayuda de la magia para vencer el mal –me dijo.

Y sentí a través de sus palabras un gran amor por nuestra especie.

–Ha sido un gran honor haberte conocido, Tizera. Sé que este será el último sueño que me brinda la oportunidad de verte y quiero que sepas que eres de lo más valioso para mí, y estoy seguro también lo eres para mis amigos y para todas las especies que viven aquí. Y en nombre de la humanidad, te doy las gracias. Ah, y de veras, te pido disculpas por haberme comido, alguna vez, mariposas de canela, es que de verdad son exquisitas.

Y todos nos reímos.–No hay problema, ellas nunca perecen, solo se convier-

ten en otra forma de vida. Bueno, Augusto… puedes contar siempre conmigo –me aseguró.

–Pero ya no te volveré a ver. Eso dice mi libro.–Sin embargo, uno nunca sabe lo que pueda ocurrir ma-

ñana –me dijo.Y me desconcertó más, pero luego me pidió que me dé

prisa en ir a la boda del rey Ricardo, porque no era bueno ha-cer esperar a los novios. Ella les llevará hasta allá, dijo mirando detrás nuestro, y cuando volvimos la mirada, una mariposa, cuyo tamaño monumental jamás habíamos contemplado, ba-tía sus alas envuelta en una luz espectacular y enceguecedora. Nos despedimos con reverencia, como se tiene que hacer en los casos que uno está frente a una dama muy importante, su-bimos a la mariposa dantesca y a vuelo limpio emprendimos el camino hacia la comarca que nunca había conocido, la de los Ricardos.

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En la medida que avanzábamos, la noche se iba acla-rando cada vez más, y observamos cada vez menos estrellas y luceros hasta llegar a un punto donde aquella luna llena también desapareció por completo; solo entonces el alba de un día azul nos sobrecogía, sin que por ello el tiempo haya transcurrido lo suficiente como para estar seguros de que se trataba de un nuevo día.

Después de sobrevolar ríos caudalosos, cerros de mineral, y otros tantos cubiertos de fértil vegetación, acantilados, pen-dientes y muchas comarcas que yo creía era una de esas; nos íbamos acercando cada vez más. Todo lo que veía desde el cielo era de una belleza asombrosa y monumental que ya no quería descender. Parecía que estábamos cerca de la comarca pero luego de avizorar tanta geografía distinta una de otra, y comarcas de duendes y de otros seres alados por doquier, probablemente la comarca de mi amigo esté en el Poniente, cerca de la China. Pero no, estaba dentro del territorio de Anchoajo, justamente bajo nosotros, en una hermosa ciudad pigmea, que al descender me ha cautivado para siempre.

El suelo está cubierto por hierba fresca que reverdece con florecillas de un tipo que jamás he visto. Las casas pequeñas por el tamaño de sus ocupantes, son de madera, y el tejado de un material similar a la arcilla pero vítreo y muy resistente. La entrada de la comarca era un arco de piedra labrada y lo único de tamaño real que se podía encontrar. Desde allí, sendas de lirios dispersos a modo de alfombra se extendían hasta el atrio que se hallaba en el centro y al aire libre, para que todos puedan presenciar el gran acto inmemorial.

Los trajes de los invitados eran impecables y yo no me acuerdo en qué momento cambié mi habitual pijama por este espléndido frac y pantalón plomo con rayas sutiles, cuya tela me hacía sentir en las nubes. Micaela, que estaba sentada bajo un toldo de telas púrpuras, me había divisado y con un par de ademanes me pidió que fuera hacia allá.

La comarca no solo rebosaba por sus habitantes que se habían dado cita, sino también por gente que yo conocía cuando iba a la escuela o a la plaza, y hasta de lugares muy remotos. Enseguida el ambiente se silenció para dar la bien-venida al rey de la comarca que, vestido con un traje blanco impecable, hacía su ingreso al atrio y el sonido de cien trom-petas, de cuernos y caracolas, empezó a interpretar una ma-ravillosa y enigmática melodía. Micaela me tomó de la mano y se puso muy nerviosa, tanto que por un momento parecía que éramos nosotros los que contraíamos nupcias.

Un aroma de girasoles, jazmines, lilas y orquídeas frescas, antecedió la llegada de Genoveva. Estaba regia, radiante. Su vestido verde se extendía a lo largo de dos metros y su rostro estaba cubierto por un velo de tul color perla. Parados frente al altar, solo faltaba la presencia del sacerdote que por un mo-mento empezó a inquietarnos, ya que de momento no había dado luces de arribar a la comarca. No obstante, fue pura sorpresa saber que el sacerdote había llegado hacía un buen rato y conmigo, pues cuando Orlado se subió al atrio, todos supimos en ese instante que era aquel arcángel el sacerdote que los uniría en santo matrimonio. Habría estado en el ma-riposario conversando con los seres que lo habitan antes de venir aquí y desde luego sabía perfectamente que yo pasaría por allí.

Primero Ricardo: Sí, acepto, y luego la que se convertía en la reina Genoveva: Sí, acepto. Y Orlando les dio su ben-dición y luego pasamos nosotros a firmar el acta, y abrazos y felicitaciones a los esposos, y santiamén la boda se consumó y todos felices por el matrimonio de los reyes.

El baile empezó con un tradicional tahuampeo (baile típi-co de la comarca) y después la banda tocó música de diversos géneros que todos bailaban sin parar, con una vivacidad y entusiasmo contagiantes. Micaela y yo bailamos el baile tra-dicional, y uno que sonó a pura flauta en el cual solamente casi al concluir la pieza, apenas si sentimos la melodía de una

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zampoña, pero muy leve, como si fueran las propias notas del viento.

El buffet era cosa aparte. varias mesas largas de tapetes coloridos, sobre los cuales estaban imbricados exquisitos man-jares y bebidas como el vino, aguardiente de caña, ventisho y agua de manantial, aguardaban a los comensales. Aquella tarde de boda, un sol dorado brillaba como el máximo testigo de un amor que hoy se consagraba por la decisión voluntaria de dos seres, que con toda seguridad se convertirían en los mejores reyes en toda la historia de la comarca; y como dicen que los duendes viven muchos, pero muchos años, probable-mente volveré a encontrar a Ricardo y Genoveva algún día.

Después de celebrar un buen rato, pero antes que ano-chezca en la comarca de los Ricardos, me acerqué al oído de Micaela y le musité: Es muy agradable para mí estar contigo en esta celebración. Y ella, Oh, a mí también me encanta. Y luego de mirarnos un momento en silencio; yo, pero temo de-cirte que debo ir a hacer algo muy importante. Y ella, ¿qué es eso tan importante?, claro, si lo quieres compartir conmigo, si no ni te molestes. Quisiera decirte ahora mismo, pero quiero que sea una sorpresa; prometo decírtelo mañana, yo. Y ella, de acuerdo, Augusto; conste, eh, me lo estás prometiendo. Yo, y lo cumpliré. Entonces la abracé con fuerza y le regalé un efusivo beso en cada mejilla y me fui de prisa. Micaela me sonrió.

Pero al momento me vio Ricardo y se acercó diciendo: Hey, hey… ¿A dónde crees que vas? Y yo, Ricardito, tengo que ir a hacer algo que no puedo postergar; pero él, y cómo así por así. No se vale, Augusto. No pues, en serio, sabes que los quiero mucho y ojalá un día te vea y regrese a tu comarca, yo; y él, de eso no lo dudes. Fruncí el ceño porque no enten-dí mucho su última aseveración; en cambio, lo abracé y me despedí, pidiéndole que haga lo propio con su esposa y los

dejé celebrando. Pero cuando llegué hasta donde habíamos dejado a la mariposa gigante ya no estaba. Enseguida volví la mirada cuando una voz me dijo: No hará falta, le dije que podía regresar. Era Orlando que una vez más me sorprendía. Sé a dónde vas –agregó–. Súbete. Y juntos nos elevamos, que por la figura del sol parecíamos una fotografía a blanco y negro en el cielo. Pero luego de algunos segundos, Orlando me dijo que me separe de él y yo, con temor a caer, le pregun-té por qué, y me dijo solamente que le haga caso; entonces fiado en la seguridad que siempre me brindó, me separé y, de un momento a otro, me encontraba volando, sin alas, solo ayudado de mis brazos que traía y contraía, como si estuviera en el agua. Así llegamos a volar los dos por encima de aquel paradisíaco mundo, que nos parecía aún más maravilloso y encantador.

Pero cuando estuvimos cerca de los lugares, descendimos un poco y fue que logramos distinguir las comarcas de los Uirus, Alepantos, Marindellas, Azamontes, y muchas otras más a lo largo de nuestro recorrido. Yo sabía que aquellas co-marcas aún estaban asediadas por el celo, la envidia, el odio y por todo sentimiento negativo. Que con ellos no funcionó la captura de la hechicera Carrel, puesto que era necesario para romper aquel hechizo, que bebieran el agua del río Crétalo, de tal manera que les gritamos para que vayan hacia allá y creo que al fin fue lo único a lo que hicieron caso, porque jun-tamente con Orlando observábamos cómo se desplazaban y, naturalmente, aquel río prodigioso les aguardaba con sus más dulces y apacibles aguas. Mientras nos alejábamos de aque-llas comarcas, nuevamente la misma noche en que desperté cerca del mariposario inundó el cielo, recordándome que no había sido, sino aquello, la realización de un sueño más y que seguramente faltaba poco para despertar bajo los ojos de mi madre, tiernos y rebosantes de amor.

Aquello era lo último que faltaba para romper todos los hechizos de Atanué Carrel, y liberar a Anchoajo de su maligno

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poder. Mi libro de magia, aquel que sin pensarlo mucho es-cribí creyendo que anotaba un diario más o uno de historias solamente, y que ignoraba que un día todo lo escrito allí se convertiría en realidad, fungió ser la fuente clara para abrir más aventuras de las que yo mismo imaginé, y para gestar las más grandes batallas que antes no se habían librado en todo el mundo. Pero claro, faltaban muchas más, eso sí.

GLOSARIO

Amasisa. Tipo de árbol tropical muy frondoso. Su madera es utilizada en carpintería.

Avispahechizano. Palabra compuesta por dos vocablos “avis-pa” y “hechicera” que, al fusionarse, imprimen la lucha enre-vesada entre una y la otra.

Bejuco. Planta tropical, cuyos tallos, largos, delgados y flexibles; se emplean para fabricar, tejidos, muebles, basto-nes, etc.

Caimito. Fruto tropical, carnoso y dulce que segrega un látex natural. Se recomienda, luego de degustarlo, frotarse los la-bios con aceite comestible.

Calicanto. Obra de mampostería, cuyas piedras sin labrar no tienen orden ni tamaño.

Campanita. Tipo de árbol tropical muy coposo y no muy alto, de hojas redondeadas y ásperas.

Candil. Lámpara para alumbrar, formada por dos recipientes de metal superpuestos, uno con aceite para alimentar la llama de la mecha y otro con un asa o un garfio para colgar.

Cascajal. Lugar donde discurrió el lecho de un río, y que dejó a su paso fragmentos de piedra y otros materiales.

Cascarrabias. Persona que se enfada fácilmente.

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Curuhuinsi. Hormiga amazónica de poderosa picadura, que sale al exterior después de un intenso aguacero.

Chapo. Bebida hecha a base de plátano maduro sanco-chado.

Charapita. Tipo de tortuga que se encuentra en los ríos de la selva.

Greda. Arcilla arenosa, que puede ser hallada en el lecho de un río o luego de cavar en determinados lugares.

Huasho. Avispa comestible. Suelen volar en grandes grupos después de una lluvia muy intensa y a vuelo muy bajo, razón por la cual son atrapadas fácilmente con la ayuda de apenas una simple tela.

Jockey. Jinete que participa en competiciones y concursos hípicos.

Juego del cajón. Juego que consiste en la participación de dos grupos de chicos. Unos son los que se protegen, ya sea topando el tronco de un árbol, una pared u otro, la cual es llamada “vida”, pero tienen que salir de allí pronto y correr para salvar a sus demás amigos, los que se encuentran en otro lugar al que llaman “muerte”. El otro grupo debe atrapar hasta el último de todos, evitando que estos se salven unos a otros, construyendo una cadena con sus manos y brazos. Una vez atrapados, estos ocupan el lugar de los anteriores y se desarrolla el juego a la inversa.

Lupuna. Árbol tropical que puede alcanzar hasta doscientos pies de altura. Sus semillas, hojas, corteza y resina, son usa-das para tratar la fiebre, asma, disentería y problemas renales; también es utilizada por los chamanes para rituales de he-chicería. Posee madera apta para la construcción de balsas y canoas.

Majáz. Mamífero muy parecido al ronsoco, conocido tam-bién como picuro. De carne muy valorada.

Marañón. Fruto exótico, carnoso y cítrico, sostenido por un pedúnculo grueso en forma de pera, es una nuez de cubierta cáustica y almendra comestible.

Nevasca. ventisca de nieve.

Ojé. Árbol de 18 m de altura a más, tronco recto, copa amplia y frondosa, corteza firme y lisa de color gris parduzco, con fisuras paralelas y abundante látex de color blanco-lechoso. Posee flores bixesuales y un fruto globoso de unos 2 a 3 cm de diámetro, con semillas pequeñas y abundantes utilizadas como efectivo laxante.

Pan de árbol. Árbol y fruto del mismo nombre. Para poder comer el fruto se tiene que retirar de su camuflaje color verde y luego sancocharlo con la cáscara, para luego desenvainarlo y comer la carne que es de un color blanquizco.

Panllevar. Productos constituidos por legumbres, cereales, frutas y otros, que por su tan común necesidad, son el alimen-to diario de muchas personas en zonas rurales del mundo.

Pate. Envase hecho de un fruto llamado cerma o huingo y que es utilizado, luego de un proceso de secado, para deposi-tar bebidas o cereales.

Paujil. Ave de América tropical, exclusivamente americana, de cuerpo robusto, cola larga y cresta de plumas eréctiles ha-cia adelante, coloración negro lustroso con abdomen blanco, cera amarilla que sostiene una prominencia bulbosa, pico ne-gruzco con punta clara y patas grisáceas. Su carne es comes-tible, por lo que está en peligro de extinción.

Pedrisco. Granizo grueso y abundante: tormenta de pe-drisco.

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Mi libro de magia236

ÍNDICE

1. Abriendo la puerta 11

2. El génesis 14

3. El bosque de los ceticos 20

4. Un naufragio 26

5. Un día en mi escuela 32

6. Un camello, las musarañas y una serpiente en el desierto 37

7. Micaela abre los ojos para soñar 43

8. Monedas de oro 50

9. La melodía encantada del charango 55

10. El mundo de un extraterrestre 62

11. Las flores áureas del jardín 71

12. El árbol sin hojas y la Montaña Negra de Atanué Carrel 76

13. La Montaña Negra tiene vida 83

14. Con Orlando, en la playa 91

15. El escaso milagro de las palmeras 97

16. Duendes en la casa 104

17. El reloj de arena 113

18. El diario de Galileo Galilei 122

19. Las predicciones de la Dama del Zenalés 131

20. La apabullada nave recupera su honor 141

Petate. Esterilla de palma que se usa en lugares tropicales para dormir sobre ella.

Pífano. Flautín de tono muy agudo.

Piragua. Embarcación larga y estrecha, mayor que la canoa, hecha generalmente de una pieza, o con bordas de tabla o cañas.

Poyo. Banco de piedra u otro material que se construye pe-gado a una pared.

Sachavaca o tapir. Mamífero que mide de 1,70 a 2 metros de largo y puede llegar a pesar 250 k. Su cuerpo es gris y tiene unas orejas marrones con puntas blancas. Este animal pasea generalmente solo y de noche.

Sajino. Mamífero parecido al jabalí. Es domesticado como mascota y/o para la alimentación.

Shapaja. Tipo de palmera, cuyas ramas y hojas son utilizadas generalmente para los techos de las casas en la Amazonía.

Talega. Saco o bolsa ancha y corta.

Topa. Tipo de madera frágil con un centro absorbente, que sirve para la fabricación de balsas y otros elementos. Muy utilizada en la amazonía peruana.

Varbasco. Bejuco usado para atontar peces.

Zapote. Fruto comestible en forma de manzana, con carne amarillenta oscura, dulce y aguanosa, y una semilla gruesa, negra y lustrosa.

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Mi libro de magia238

21. Fin del diario escondido de Galileo Galilei 150

22. El secuestro de Micaela 156

23. La prisionera del Ártico 164

24. El rescate 174

25. Augusto ha muerto 183

26. La oscuridad de la Tundra 194

27. Las bestias del castillo 204

28. Los últimos días de escuela 213

29. Todos vayan al río Crétalo 223

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Mi libro de magia240 La fantástica trilogía de Anchoajo 241

Esta novela configura la historia de Augusto que vive en el mítico Anchoajo, al cual baña las tibias aguas del río Huallaga y se ubica en la fértil geografía amazónica del Perú. Pero su adolescencia se vuelve mágica de un momento a otro cuando se le ocurre escribir un libro, que primero intentó ser un diario, de esos que anotan muchos chicos de su edad en todo el mundo buscando perennizar los sucesos de su vida diaria o cuando menos escribir las ocurrencias más resaltantes de los días.

Ahí surge, de manera repentina, la atmósfera que de pronto y así por así, se convierte en un libro de historias que él ha creado en largos periodos de pasión, alucinación e ilu-sión. Todo estaba bien pero tras la muerte de su padre, la hechicera Atanué Carrel logra dar vida a ese libro y entonces cada historia allí escrita empieza a cobrar vida, como un juego de doble sentido en los sueños de Augusto, en los que parti-cipan sus amigas de escuela, Micaela y Almudena además de un simpático e irónico ser, que es Ricardo, un duende de las selvas que se les une, acompañándolos en las muchas aven-turas que vivirán en Anchoajo y en lugares tan remotos como Francia y la Antártida.

La hechicera está empeñada en conseguir a toda costa el libro de magia de Augusto para cambiar su final. Solo así po-drá dejar de existir en los sueños y volver al mundo real pues tiene planeado luego, realizar un conjuro para que la tierra esté maldita por cien años. Augusto lo sabe bien y por eso no permitirá que ella se apodere del libro. Cuenta para ello, con la ayuda de la Dama del Zenalés, de sus amigas las Abejas Africanas, las Libélulas Gigantes, su hermano Orlando, el an-ciano naviero francés Théophile Gautier

y muchos otros más.Revela a través de estas mágicas páginas, un mundo que

hasta la publicación de esta obra había estado oculto a nues-tros ojos y, descubre el comienzo de una trilogía donde todo ocurre q ue hasta tus propios sueños se pueden volver reali-dad.

Antonio Morales Jara

Es uno de los autores peruanos más queridos por el público juvenil, y el escritor sanmartinense más conocido y apreciado. A partir de la publicación del libro La Fiesta de los Cuentos (libro muy polémico por su temática y lenguaje), su trabajo literario merece la mejor acogida de los lectores y la crítica. Además de la presente novela, otros títulos importan-tes son: Veinte poemas en otoño, Ciudad de Canela, La Fiesta de los Cuentos. Sus libros son trabajados como planes lecto-res, en escuelas públicas y privadas, en Costa, Sierra y Selva.

En la actualidad, es Director General del Grupo Iberoameri-cano Sociedad y Cultura.