Oriente de perla (primeras páginas)

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ORIENTE DE PERLA Miguel Fernández-Pacheco A B A B

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ORIENTEDE PERLA

Miguel Fernández-Pacheco

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ORIENTE DE PERLA

Miguel Fernández-Pacheco

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© Miguel Fernández-Pacheco© De esta edición: Abab Editores

www.ababeditores.com [email protected]

Diseño de la colección: Scriptorium, S. L.

ISBN: 978-84-612-5225-1Depósito legal: M-13395-2012Printed in Spain

ÍNDICE

El sultán de Samarcanda y la doncella estrellada . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

El palacio imperial, los Diez Irreprochables Emperadores y los Cien Sublimes Arquitectos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19

Los dos sueños del Kan . . . . . . . . . . . . . . . . . . 29

El filósofo y el ladrón del desierto . . . . . . . . . 39

El pintor y la muerte . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 51

La mujer pirata y el hombre del mar . . . . . . . 61

El gran narrador y el cuento del minuto . . . . 75

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EL SuLTÁN DE SAMARCANDA y LA DONCELLA ESTRELLADA

Alabado sea el Altísimo e Inmenso Dios, que nos ha permitido el uso de la pluma para salir de nuestra ignorancia. Mil veces bendito.

Ojalá su omnipotencia ilumine a este incrédulo pecador para que sea capaz de narrar aquí una historia tan antigua como verdadera, tal y como le fue referida por quienes la vieron, y sin añadir ni quitar detalle alguno.

Cuentan las viejas crónicas islámicas que, antes de caer en poder de Tamerlán, Samarcanda fue gobernada por un sultán afortunado, poderoso y amado por el pueblo, al menos en los primeros años de su reinado. Ni su augusto nombre ni el tiempo en el que fue príncipe de la ciudad hacen al caso.

Aunque perseguido desde su adolescencia por la leyenda, tal vez calumniosa, de haber asesinado

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oxidado igual que su armadura, desoía, como so- námbulo, las proposiciones de sus adalides, que le aconsejaban tal o cual hábil campaña, esta o aque-lla correría, alguna breve pero fructífera incursión fronteriza contra cualquier región, prácticamente indefensa pero pródiga, en cambio, en riquezas sin cuento, en esclavos sin número, en mujeres de sin par hermosura. Tampoco se complacía, como antaño, con las salvajes peripecias de la caza. Aho-ra no podía sufrir que los pérfidos halcones o los feroces lebreles desgarraran infelices volátiles o evisceraran aterrados cuadrúpedos. No gustaba ya de las fastuosas fiestas palaciegas, donde los exqui-sitos manjares, las dulces músicas o las voluptuo-sas danzas mecían los sentidos. Se aburría mortal-mente entre las caricias de su serrallo, tan famoso en Oriente como en Occidente. y las carreras de caballos, en las que solía participar y que habían constituido en tiempos una de sus mayores aficio- nes, solo conseguían arrancarle bostezos. En fin, que cuanto le había gustado desde que tenía memoria se le volvió indiferente y aun odioso, y en nada de cuanto tenía a mano, con ser tanto, encontraba consuelo, placer ni alegría.

a su padre para arrebatarle el trono, lo cierto era que el joven sultán, además de resultar amable e inteligente, estaba dotado de fortuna en la guerra y buen sentido en la paz, de modo que no es raro que extendiera considerablemente los límites de su imperio y alcanzara la madurez rodeado de cuanto puede apetecer un buen monarca: la opu-lencia de los suyos, la estimación del pueblo enri-quecido, el respeto de los vecinos y el temor de los enemigos.

Mas he aquí que un día aciago, sus seis hijos mayores y sus esposas más queridas perecieron víctimas de un desdichado naufragio, y el sultán cayó en la más negra melancolía.

Dio en vagar a solas por lo más umbrío de sus jardines, con la vista extraviada y los ojos a menu-do bañados en lágrimas, y también en permane-cer días y días postrado en el lecho, negándose a despachar asunto alguno.

Al reaparecer, se dormía escuchando las pero-ratas de sus ministros, que trataban, sin éxito, de interesarlo en los arduos asuntos del gobierno. Cual si su pasión juvenil por las devastaciones, las rapiñas, las violaciones y los saqueos se hubiera

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Conspiraban los nobles, los guerreros y los hom-bres libres, pero también los eunucos y las concu-binas.

En esto llegó de la lejana Cracovia un buhone-ro que dijo traer el más precioso de los portentos: se trataba de una virgen que, una vez despojada de sus velos en presencia del sultán, mostró, aparte de unos encantos nada desdeñables, la fantástica peculiaridad de estar cubierta de diminutos luna-res que reproducían la configuración exacta de la bóveda celeste. Si se la observaba con atención, podían verse en su cuerpo las cuarenta y ocho constelaciones de Ptolomeo con todas y cada una de sus estrellas.

Más fabuloso aún era que, al caer la noche, todos aquellos miles de diminutas pecas se ilumi-naban, cual si estuvieran dotadas de luz propia, mostrando sobre su piel aceitunada el verdadero aspecto del firmamento estrellado en todo su glo-rioso esplendor.

Pero había más. Con el transcurso del tiempo, la posición de tan curiosas motas variaba de sitio. Se desplazaba, casi imperceptiblemente, como en nuestro cielo se desplazan las constelaciones, de

En vano sus visires, por distraerlo y sacarlo de su postración, le hacían traer cuanto de exótico y nunca visto existía en el mundo entonces conoci-do: así llegó a la corte un hombre-pez hallado en el Bósforo, cubierto de plateadas escamas y cuyas piernas eran semejantes a las colas de los delfi-nes; o un elefante alado del Nepal, que venía a confirmar la teoría de que los paquidermos, en pasadas eras, habían volado. Apareció también un autómata chino que copulaba sin cansarse nunca y estaba recubierto de piel humana, un caballo árabe con dos cabezas, una flor hindú que no se marchitaba jamás, un endemoniado dálmata que hablaba todas las lenguas.

Estos y otros prodigios iban acomodándose por el palacio, que llegó a parecer una auténtica feria de las maravillas, museo de lo insólito y lo monstruoso y aun laberinto de la sinrazón. Por-que nada de aquello conseguía distraer más de unos segundos al entristecido sultán, quien volvía enseguida a sus sombrías cavilaciones.

Entretanto, el reino, en manos de validos débi-les y poco escrupulosos, era pasto de toda clase de intrigas. Por doquier crecía el descontento.

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que no lo hizo en el sentido en que los cortesa-nos o el pueblo esperaban.

Desde ese momento, despreciando cualquier preocupación terrenal, decidió consagrarse por entero al estudio del firmamento.

Hizo venir a Samarcanda a cuantos astrólogos y astrónomos de renombre existían; los instaló en suntuosas residencias y sufragó generosamente cuantas investigaciones le propusieron, por costo-sas y aun absurdas que pudieran resultar.

Se hizo construir en un lugar estratégico una fortaleza inexpugnable, mitad palacio, mitad obser-vatorio, en la que se encerró con la extraordinaria joven y algunos viejos eunucos, rodeado de fieles guardias, sin recibir allí más que a ciertos astró-nomos, ya que solo por correo y muy de vez en cuando accedía a comunicarse con el resto de los mortales. Hizo erigir en tal refugio soberbias torres y potentes ingenios, ópticos o mecánicos, con los que escudriñar el cosmos.

No obstante, los pocos que en ese tiempo lo trataron aseguran que su humor se había tornado jovial, que recuperó el apetito e incluso el sueño, aunque dormía de día, pues las más de las noches

tal manera que, si en un momento dado la Osa Mayor, o la Menor, habían sido vistas en su hom-bro derecho, un mes más tarde podía encontrár-selas en el omóplato izquierdo. El Fénix podía anidar entre los rizos de su nuca o yacer en los pliegues de una de sus orejas, según la estación. Las Pléyades, difíciles de distinguir, podían relu-cir en el centro de su vientre o en su casto seno, dependiendo de la época.

Era, por tanto, diferente cada día y cada noche, repitiéndose solamente al cabo de un año.

No es raro que el sultán, amante de la Astrono-mía como muchos poderosos de su tiempo y su estirpe, quedara fascinado ante semejante porten-to y no dudara un instante en pagar al buhonero diez veces el peso en oro de tan singular criatura. Cuentan quienes lo presenciaron que al punto cesó su melancolía, y hasta hay quien dice que incluso una dulce sonrisa —tal vez de curiosidad, tal vez de deseo— se instaló en sus labios, tanto tiempo contraídos, y su gesto, habitualmente adus-to, se iluminó con una nueva e imprevista luz.

En verdad, la existencia del sultán cambió con-siderablemente a partir de ese día. Lo malo fue

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seguido de sus tropas más feroces, y lo degolló mientras dormía, proclamándose sultán a la maña-na siguiente, al tiempo que mandaba celebrar fas-tuosas exequias y hacía salir del país a toda clase de astrólogos y astrónomos, prohibiendo su ciencia.

Por ningún lado apareció la increíble joven constelada de estrellas. El gineceo del baluarte fue hallado desierto. ¿Pudo escapar en la confu-sión del asalto? ¿Disponía de alguna salida secre-ta? Todo fue registrado sin resultado.

un eunuco, sometido a tormento, afirmó que se trataba de una muchacha corriente y moliente a la que él, siguiendo las indicaciones de un astrónomo, pintaba con fósforo cada noche. Antes de que su cabeza rodara, el jefe de la guardia lle-gó incluso a decir que tal esclava no existió jamás y que era una argucia, propalada por el propio sultán, para que lo dejaran tranquilo. Las crónicas se confunden y enmarañan en este punto. ¿Exis-tió la doncella estrellada? ¿Fue una invención?

Solo Dios es Sabio entre los sabios. Solo Él conoce el destino de los míseros mortales y pue-de separar la verdad de la mentira. Sea por siem-pre mil veces bendito.

las pasaba en vela, comparando las joyas del cielo con las que relucían sobre su única favorita.

Naturalmente, el resto de la corte, con su tur-bamulta de edecanes y ministros, cadíes y sacer-dotes, viejas esposas y recientes concubinas, se sintió celosa e irritada.

Por otro lado, el pueblo, agobiado por impues-tos extraordinarios, invariablemente destinados a un firmamento tan lejano como incomprendido, también dio muestras de descontento.

Las intrigas palaciegas crecían así, pero también proliferaban los motines populares, algunos de los cuales hubieron de ser ahogados en sangre.

Mientras el indiferente sultán se perdía entre las hermosas constelaciones, admirándose del brillo de Casiopea, persiguiendo al Can Menor o tratando de descubrir el Águila en el asombroso cuerpo de su esclava, en palacios y calles se pedía su cabeza.

El séptimo de sus hijos, que no había perecido en el naufragio con sus hermanos mayores, mal aconsejado por parientes advenedizos, se puso al frente de la más radical de las facciones que lucha-ban por el poder, y una mala noche, a sus quince años de edad, escaló la fortaleza de su padre,

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ORIENTE DE PERLA se publicó por primera vez en 1991

en la editorial Anaya, al cuidado de Emilio Pascual

y con ilustraciones de Javier Serrano. La presente edición

se compuso en Bodoni Old Face BE Regular y se acabó de imprimir en 2012

ASPICIuNT SuPERI

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Concebidos al modo de los cuadros llama-

dos orientalistas, que hicieron furor a finales

del siglo XIX, los siete relatos de Oriente de

Perla configuran otros tantos polícromos

lienzos, donde la trama de lo mágico se

entrecruza con la urdimbre de lo exótico,

creando un universo desconcertante, cuyos

protagonistas se debaten entre sus sueños y

sus posibilidades, componiendo la tragedia

con los materiales de la felicidad.

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