Padre José Ma. Guerrero...
Transcript of Padre José Ma. Guerrero...
1
¿TESTIGOS CONVENCIDOS DE UNA NUEVA MANERA DE SER IGLESIA?
Padre José Ma. Guerrero s.j. RESUMEN
Por la acción del Espíritu en la Iglesia debemos ser testigos ante el mundo. Se plantea la posibilidad de pensar y de tener una nueva forma de ser Iglesia ¿Qué nueva forma de ser Iglesia (eclesialidad) tendría que presentarse hoy como nueva oferta evangélica?: vivir en comunión y compartir la misión desde un amor irrestricto a Jesucristo y su causa, a la vez que darse cuenta del cambio copernicano del Vaticano: como comunidad activa y responsable y comunidad de iguales, pero diferenciada. También debe pensarse la vida religiosa como constructora de comunión: el servicio de los religiosos: testigos de comunión; no somos propietarios sino servidores de la misión; la comunidad religiosa, parábola viviente de comunión; una comunidad de personas libres y, finalmente, no es posible una comunión humana a lo divino
Palabras claves: Iglesia, acción del Espíritu, comunión, comunidad, vida religiosa, vida consagrada. INTRODUCCIÓN
Nada más ajeno al dinamismo místico e histórico que el Espíritu alienta a
la Iglesia que el estancamiento y la fosilización. La Iglesia se mueve en
coordenadas históricas, como la existencia humana de Jesús de Nazareth. Es
camino abierto y no meta cristalizada. Ha de estar con un oído abierto a lo que
el Espíritu le insinúa, le sugiere y le pide y, con el otro, a lo que cada tiempo le
reclama. Así le gustaba soñar la Iglesia a san Bernardo.
La Iglesia camina en la historia como “punta de lanza de un pueblo
peregrino” (Rahner), que no tiene aquí su morada definitiva, señalándole el
rumbo de Dios. Por eso, no puede ser ni un museo ni una fortaleza, es más
2
bien una tienda de campaña. Y esto significa dinamismo, renovación, cambio,
futuro.
Acabamos de estrenar el Tercer Milenio, un tiempo desconcertante:
confuso y apasionante, lleno de incertidumbre, pero también cargado de futuro
y esperanza. Nadie podrá negar las tremendas transformaciones que se están
produciendo en el mundo actual, de las que somos testigos sorprendidos y
admirados y que crean en no pocos desorientación, desconcierto y
desesperanza.
En este momento histórico puede asaltarnos la tentación de aferrarnos al
pasado, añorando nostálgicamente algo que nunca volverá. La actitud
evangélica sería muy otra a la luz de la fe: ¿no será nuestro tiempo un kairós
(tiempo favorable), una llamada de Dios para que en esta situación nos
revisemos con humildad y en hondura frente a la misión que el Señor nos
confía? ¿No será el momento de discernir, en fidelidad creativa a la Iglesia que
Jesús fundó y a los tiempos en los que tiene que servir, cómo tendríamos
que presentarnos como comunidad creyente para vivir y con-vivir desde
el Evangelio? Nuestra misión como Iglesia es ser “levadura de Dios para la
historia”, es decir, anunciar la Buena Noticia del Reino que Jesús encarnó y
predicó. ¿Es inteligible, retadora y apasionante para los hombres que hoy
caminan a nuestro lado, buscando a veces, desesperadamente y a tientas, la
liberación y la felicidad que no encuentran en ninguna parte? La Iglesia, a lo
largo de los siglos, ha hecho relecturas de su presencia y acción en medio del
mundo. No todas fueron bien discernidas ni vividas. Y la historia es testigo.
I. Nueva forma de ser Iglesia
¿Qué nueva forma de ser Iglesia (es la eclesialidad, que otros autores
trabajan en este número y a ellos me remito) tendría que presentarse hoy como
nueva oferta evangélica?
Estamos en una época en la que los signos –y la Iglesia es signo y
sacramento universal de salvación (cfr. LG 1, 48, etc.)- para ser leídos y
3
entendidos, sobre todo para que conciernan a las personas, las inquieten y
seduzcan, necesitan ser muy finos evangélicamente. La oferta evangélica corre
el riesgo de ser una más en un supermercado atestado de todo tipo de ofertas.
Puede ser mirada con simple curiosidad y “respetada con indiferencia”.
Necesita ser de mucha calidad para ser interpelante. Si la Iglesia se repliega
sobre sí misma, si es incoherente con lo que cree, si habla de memoria y no
con la pasión del testigo, si no se presenta humilde y comprensiva, samaritana
y gozosa […] se vuelve opaca e insignificante, es decir no revela el rostro del
Señor sino que lo vela. ¿Dónde habría que poner hoy los acentos? ¿Qué
quiere de ella el Espíritu del Señor Jesús?
Mi impresión es que en esta época de cambios, el Espíritu que es, en
definitiva, quien dirige a la Iglesia -y que es siempre libre, creativo y, a veces,
desconcertante- está empujándola hoy a buscar nuevos caminos de fidelidad y
compromiso para servir más y mejor a este mundo al que hemos sido enviados
a servir, es decir la está impulsando a una nueva manera de ser Iglesia. Sin
pretender ser exhaustivo, enfatizaré un rasgo clave que recorre
transversalmente todo la vida y la misión de la Iglesia y que debe llevar a la
Iglesia a una nueva forma de presentarse ante el mundo. Me refiero al vivir
en comunión y compartir la misión desde un amor irrestricto a Jesucristo
y su causa.
1. El cambio copernicano del Vaticano: como comunidad activa y
responsable
El cambio copernicano del Vaticano II fue el redescubrir a la Iglesia
como Pueblo de Dios. Esta fue la gran categoría con la que el Concilio pensó la
Iglesia (no la única). Atrás quedan las estructuras de pasividad y diferenciación
que hemos arrastrado pesadamente a lo largo de tantos siglos con un costo
invalorable. La imagen de la Iglesia como Pueblo de Dios apunta a la radical
igualdad y dignidad de hijos de Dios de todos los bautizados, de todos los
creyentes. Tal dignidad rompe todas las fronteras y nos vincula a todos en
virtud de ser todos “personas iguales”, y no de desempeñar “papeles
diferentes”.
4
La Iglesia encuentra su caracterización más entrañable en ser un cuerpo
comunional más que (y antes que) un cuerpo jerarquizado. La Iglesia es una
comunidad activa y responsable en el interior de la cual hay muchos
servicios, pero ninguna dignidad ni privilegio. En esta Iglesia es más el que más
ama. No hay en ella miembros pasivos que reciben pero no dan (un cuerpo
vivo no puede tener miembros muertos), sino que todos deben sentirse
protagonistas de una misma misión (anunciar la Buena Noticia del Reino) que a
todos nos compromete porque de todos es. Y este privilegio exige de todos la
responsabilidad de participar activamente, cada uno según su propio carisma,
no solamente en la etapa “ejecutiva”, sino también en la otra previa y
fundamental del “discernimiento concreto” de las exigencias de la misión.
La misión no es monopolio de nadie sino exigencia de todos,
porque le compete a la Iglesia como cuerpo, es decir, con “anterioridad lógica”
respecto de la diversificación de los papeles que cada uno desempeña en ella.
No se puede aparcar a nadie en este compromiso evangelizador. Más aún, el
aparcamiento del laico y la mujer, a lo largo de los siglos, le ha costado muy
caro a la Iglesia y se ha traducido en un lamentable empobrecimiento
misionero. Se han desperdiciado incalculables energías que tan necesarias
eran para revitalizar la Iglesia. Por otro lado, muchos han sentido una
injustificada e inaceptable “marginación” en medio de una Iglesia que se
presentaba como una “sociedad de desiguales”, en la que unos han tenido la
competencia casi en exclusiva en el pensar, en el dirigir, en la responsabilidad.
En la Iglesia había miembros activos (el clero que evangelizaba) y
pasivos (los fieles que eran evangelizados). Desgraciadamente, durante siglos,
en la Iglesia no hemos vivido una estructura de comunión y participación, como
lo exigía necesariamente la comunidad que somos (los SS. Padres hablaban
del “nosotros” que es la Iglesia).
El centro de gravedad de la Iglesia está en la comunidad y no en el
clero. Si quedan resabios de esta vieja mentalidad “clerical” habrá que
erradicarlos. No se puede seguir identificando a la Iglesia con la jerarquía
5
porque, además de ser un grave error teológico, tiene unas consecuencias
teológico-pastorales lamentables.
Es más importante lo que nos une que lo que nos separa. Ya lo decía
San Agustín con una frase lapidaria:
“Cuando me aterra lo que soy para vosotros, entonces me consuela lo
que soy con vosotros. Para vosotros, en efecto, soy obispo; con vosotros
soy cristiano. Aquél es el nombre del cargo; éste, el de la salvación”.
La Iglesia es un Pueblo de Dios, una comunidad de creyentes. Y que no
se pretenda presentar a la Iglesia de comunión como una alternativa al Pueblo
de Dios. Eso estaría revelando una compresión superficial y errónea de la idea
de comunión y, por tanto, de la Iglesia de comunión. Quisiera todavía hacer
una observación antes de seguir adelante. Hoy todos hablamos e intentamos
vivir una eclesiología de comunión, participación y corresponsabilidad, pero
¿qué pasa en la práctica?, ¿cómo la entendemos? Para unos, la comunión es
predominantemente sumisión y la participación y corresponsabilidad simple
delegación de tareas; para otros, esta interpretación es reductiva y no responde
ni expresa la riqueza que entraña la eclesiología de comunión. Lo que hay que
acentuar es la importancia que tienen los diferentes carismas y la participación
como derecho que nace del hecho mismo de ser miembros vivos del Pueblo de
Dios, es decir, de una comunidad de creyentes.
Y por ser comunidad, la Iglesia es el hogar de todos -“y todos sois
hermanos” (Mt 23,8)-, en el que nadie se pueda sentir extraño en su propia
casa (cfr. Hch 2,42-473. 4, 32-35), todos tengan nombre y apellido y puedan
compartir con libertad lo que piensan, lo que sienten y lo que sueñan,
sabiéndose comprendidos y estimulados por hermanos que se quieren, sin que
nadie tenga que protegerse de una critica fraterna que ayuda a crecer y, por lo
tanto, a todos nos hace bien, porque nunca es un desahogo sino un acto de
caridad. No me parece sano para la Iglesia, incluida la Jerarquía, que se cree
un clima en que la crítica aparezca casi como herejía o división cismática. ¿No
6
es bueno para todos exponerse a la critica constructiva de sus hermanos? Si
no, ¿cómo crecemos? ¿No nos confesamos pecadores e imperfectos?
2. Comunidad de iguales, pero diferenciada
En esta comunidad de iguales no todos tienen que hacer lo mismo.
Dentro del cuerpo en comunión que es la Iglesia, cada uno de nosotros tiene
una vocación personal, concreta e intransferible, es decir, debe desempeñar un
papel propio. Por eso Pablo se refiere a la Iglesia con la imagen del cuerpo
orgánico, dotado de lo necesario para la vida y para la actividad del conjunto
(cfr. 1 Cor 12, 12-30; Rm 12, 4-8).
Es el mismo Espíritu el que distribuye dones diversos (carismas) entre
los fieles para que la unidad de la Iglesia sea la de la caridad, que acepta
gozosamente la complementariedad de todos.
II. La vida religiosa constructora de comunión
En este pueblo de Dios, en esta Iglesia de comunión, todos somos
“piedras vivas” para la edificación de la comunidad de creyentes que es la
iglesia. Todos nos necesitamos. El ejercicio de esta “reciproca necesidad” no
es algo simplemente funcional. Es vital porque somos personas libres en las
que actúa el Espíritu, y en esto consiste la comunión. Por eso, no puede darse
un “enfrentamiento” entre carismas -porque todos provienen de la Trinidad-
sino una “complementariedad”. Es necesario que los conjuguemos y no que
los opongamos. Pero, además, ningún carisma tiene sentido en solitario, sino
en comunión y complementariedad. Por otra parte, diluir los carismas seria
empobrecer a la Iglesia y desdibujarlos o equipararlos equivaldría a
traicionarlos y, por tanto, anular la “necesidad recíproca” y con ella la
comunión.
Y antes de continuar quisiera hacer un afirmación previa que casi es
innecesaria por obvia: No se ES ni se HACE comunión desde el aparcamiento
personal al margen de la vida de la Iglesia. Y por tanto la comunión no es
7
producto de la pasividad de nadie sino, al contrario, de la actividad responsable
de todos. Por eso la comunión no puede ser producto de sumisiones,
acatamientos o servilismos, coaccionados o comprados, sino de la obediencia
activa de todos, que nos vincula directamente al origen de la comunión, que es
la voluntad del Padre que nos convoca.
Cada uno tenemos que aportar nuestra “piedra viva” a la edificación de
la comunión eclesial.
1. El servicio de los religiosos: testigos de comunión
La vida religiosa debe resituarse como carisma especifico, en el cuerpo
de la Iglesia, abriendo espacio al reconocimiento de los carismas de todos los
demás en una Iglesia toda ella carismática. Esto la llevará a concentrarse en lo
que ha sido su carisma común como vida religiosa siempre. Los religiosos han
sido en la historia de la Iglesia como esos centinelas siempre alertas ante los
síntomas de instalación, de inercia, de pérdida de sentido evangélico,
exploradores de nuevas y más exigentes formas de seguimiento de Jesús,
constructores de comunión, despertadores de esperanza. Función suya ha
sido, es y será mantener despierta a la Iglesia, detectar las
“deshumanizaciones” de un mundo herido de tantas pobrezas, explorar
caminos del Espíritu, roturar el Evangelio y experimentarlo ininterrumpidamente
en su propia carne, para la Iglesia. Un Evangelio que desde la lectura particular
de cada Congregación, oriente y lleve a bajar a los infiernos del hombre a los
que siguen bajando el Crucificado en sus seguidores y que tienen muchos
nombres, pero un denominador común: la dignidad humana profanada. Y cada
uno desde su carisma específico.
Pero ya desde los orígenes monásticos -Pacomio marca el paso del
anacoretismo al cenobitismo- la vida religiosa aparece como una parábola
viviente de comunión y fraternidad y así se convierte en profecía interpelante
para toda la Iglesia y el mundo. Con razón dice el Papa:
8
“La Vida Consagrada posee ciertamente el mérito de haber contribuido
eficazmente a mantener viva en la Iglesia la exigencia de fraternidad
como confesión de la Trinidad. Con la constante promoción del amor
fraterno en la forma de vida en común, la Vida Consagrada pone de
manifiesto que la participación en la comunión trinitaria puede
transformar las relaciones humanas, creando un nuevo tipo de
solidaridad. Ella indica de este modo a los hombres tanto a los hombres
tanto la belleza de la comunión fraterna como los caminos que a esta
conducen” (VC 41).
En efecto, el llamado evangélico en el que más se reconocen los
religiosos es la ruptura con los modos habituales de establecer relaciones entre
los hombres. Los lazos de sangre o de sentimientos espontáneos como el
sistema de intereses personales, aun legítimos, se ven superados por el criterio
de fe, del “por causa mía” de Jesús. La vida religiosa hace una propuesta
nueva de relaciones entre los hombres. No podemos proponer ni imaginarnos
un profetismo más revelador y convincente que el de hombres y mujeres, tan
diversos en cultura, formación, personalidad […] y años y tan unidos en el amor
que los convoca a vivir como hermanos, sin reservarse nada, ni discriminar a
nadie. Es bien cierto, entonces, que la vida fraterna, entendida como vida
compartida en el amor, es un signo elocuente de la comunión eclesial, que se
construye desde el amor recíproco incondicional, que acoge al otro como es,
que lo alienta y lo estimula, que lo perdona setenta veces siete (cf Mt 18,22) y
que lleva a compartir todo lo que se es y se tiene.
Entonces la comunión fraterna no es una estrategia eficaz para una
determinada misión. Es, antes que eso, “espacio teologal” donde se puede
palpar, sentir y gozar la presencia mística del Señor resucitado. Ese amor
fraterno se nutre de la presencia de Jesús en la Palabra y la Eucaristía y se
purifica en el sacramento de la Reconciliación” (VC 42).
La comunidad religiosa se convierte así en testimonio elocuente de la
comunión que funda a la Iglesia y, al mismo tiempo, en profecía viviente de la
9
meta a la que aspira. Es también un signo para el mundo y una fuerza para
creer en Jesucristo (VC 46).
En efecto, el mejor testimonio contra las rivalidades y las violencias que
desgarran, por doquier, a la humanidad, es la comunión y fraternidad de
personas tan diversas y, sin embargo, tan unidas, al menos como proyecto
deseado. El reto trinitario de la comunión, que es comunión de personas,
resulta urgido y ayudado desde fuera, por estas nuevas exigencias
provenientes de nuestra misión. Si la comunidad religiosa, como reflejo de la
comunidad que es Dios mismo, es para el mundo, y la pluralización de éste
pluraliza también nuestra misión, se nos hace indispensable centrar la esencia
de la comunión en la relación de personas que se quieren y se lo demuestran y
que hacen que se comuniquen mundos que se ignoran, que se mantienen a
distancia o que se tienen miedo.
Con razón decía Juan Pablo II:
“La Iglesia encomienda a las comunidades de Vida Consagrada la
particular tarea de fomentar la espiritualidad de comunión, al interior de
la comunidad eclesial misma y más allá aún de sus confines, entablando
o restableciendo constantemente el diálogo de la caridad, sobre todo allí
donde el mundo de hoy está desgarrado por el odio étnico o las locuras
homicidas. Situadas en las diversas sociedades de nuestro mundo -
frecuentemente laceradas por pasiones e intereses contrapuestos,
deseosas de unidad pero indecisas sobre las vías a seguir- las
comunidades de Vida Consagrada, en las cuales conviven como
hermanos y hermanas personas de diferentes edades, lenguas y
culturas, se presentan como signo de un diálogo siempre posible y una
comunión capaz de poner en armonía las diversidades (VC.51).
Por eso las comunidades fraternas son esa parábola viviente y
provocativa de comunión y solidaridad y por eso contribuyen ya a la nueva
evangelización del mundo porque muestran el efecto humanizador del
Evangelio (VC 42).
10
¿Cómo llega una comunidad a ser parábola viviente y provocativa de
comunión?
Hoy es un axioma indiscutible que la vida comunitaria es mucho más
que un simple compartir un mismo techo, sentarse a la misma mesa y vivir bajo
un mismo reglamento. Muchos viven así y no forman comunidad.
Podemos estar solos a pesar de estar juntos. Y esta es la experiencia
frustrante de muchos que hambrean una comunidad de vida y se encuentran
con vida en común sin calor humano, sin aliento espiritual y con un clima frío y
enrarecido.
Mi convicción profunda es que nos sobran no pocas estructuras
(canales) y falta el “agua viva” (el manantial) que brote a borbotones y vaya
dejando a su paso frescura, vigor, esperanza y futuro de fraternidad.
Faltar o llegar tarde a laudes o vísperas por causas justificadas no es
para alarmarse, pero sí lo es el estar juntos aburridos, sin saber que decirse,
sin gozar de la gratuidad de la presencia del otro y, sobre todo, sin compartir
nuestra razón de ser (Jesucristo, el Señor) y de trabajar por la misma misión
(el Reino), sin confesar la alegría de nuestra experiencia profunda del
encuentro en el Señor que nos llama por nuestro nombre y apellido a compartir
juntos su vida y su misión, a tiempo completo, a corazón pleno, a pleno riesgo y
alegría total.
Hoy el acento se pone y cada vez más no tanto en la vida en común
cuanto es la comunidad de vida. La vida en común crea una común-unión
frágil y superficial que se logra a base de actos comunes que están
establecidos institucionalmente y que se cumplen al pie de la letra (en una
escuela militar es exactamente lo qué pasa, pero una escuela militar está muy
lejos ni siquiera de asemejarse a una comunidad). La comunidad de vida, en
cambio, es rica de relaciones personales, de acogida, de respeto y valoración
por el otro, lo diferente es una vida en diálogo y discernimiento, en libertad
11
responsable, en preocupación por el otro. El núcleo articulador de todo es la
amistad auténtica y madura entre los miembros.
En este estilo de comunidad más que la presencia física -siempre
deseada y gozada por los amigos de verdad- es la compenetración de
espíritu y la unión de corazones lo que verdaderamente importa. Es
emocionante leer las cartas de san Francisco Javier a sus compañeros que
dejó en Europa (aquellos primeros jesuitas). El decía que la “Compañía de
Jesús es compañía de amor” y así lo vivía. La amistad, como dice Juan
Salvador Gaviota, “no depende del espacio y del tiempo”. Las cartas de
Francisco Javier chorrean afecto y cariño para sus compañeros. Los miles de
kilómetros que los separaban no eran obstáculos para tenerlos siempre
presentes, para vivir en comunión de espíritu con ellos. Y no es raro que
suceda que los que viven bajo el mismo techo y reglamento y se sientan a la
misma mesa se encuentren a mil leguas de distancia sin saber qué piensa el
otro, qué sueña y añora, qué siente, qué le hace gozar o sufrir […].
Naturalmente que no estoy contra las estructuras de la vida religiosa,
pero hay estructuras que liberan y otras que ahogan, unas que encauzan el
Espíritu y otras que lo agostan. Ya decía sabiamente Pablo VI: “Cuántos más
son las reglas menos es el Espíritu con que se viven”. Y la historia es testigo.
Es importante que los religiosos y religiosas sean dueños y no esclavos
de sus propias estructuras y que para hacer circular la vida, dentro de la vida
religiosa y hacia fuera, se valen de las imprescindibles, las crean, las revisan,
las eliminan, siempre atentos a no dejarse atrapar en sus redes.
Y esto vale también para la Iglesia. Cuando las instituciones se
esclerotizan, no dejan pasar la vida o la dificultan sobremanera. Algunos
piensan que carisma e institución chocan, se anulan y excluyen. No es así si
uno y otro están bajo la acción del Espíritu. ¿Lo están?
12
2. No somos propietarios sino servidores de la misión
Se dice -y con razón- que “la comunidad es para la misión”. Y esta es la
verdad, pero no toda verdad. Sucede como en la Iglesia: no hay misión porque
hay Iglesia sino es exactamente al revés, es decir, hay Iglesia porque hay
misión. Con la comunidad religiosa sucede lo mismo. No hay misión porque
hay vida religiosa sino que hay vida religiosa porque hay misión. Y una misión
que a todos compromete porque de todo es. El alimento primero y la
preocupación última de toda comunidad religiosa es el Reino de Dios y el Reino
no es condenación sino misericordia, que no es castigo sino compasión, que no
es indiferencia sino solidaridad, que no es prepotencia sino sencillez, que no
esclavitud sino libertad, que no es odio sino reconciliación, es decir, que no es
otro mundo sino un mundo otro y finalmente que no es sólo decir sino hacer:
“por los caminos proclamad que el Reino de Dios ha llegado: curad enfermos,
resucitar muertos, limpiad leprosos, echad demonios […]”” (Mt 10, 7-8, Lc 4,31-
41), etc.).
El Reino es la soberanía amorosa y gratuita de Dios en el corazón de los
hombres, es decir, es filiación y fraternidad: en el corazón del pobre en quien
encontramos esperanza y vida y también nos descubrimos hermanos.
No basta con decir que somos “comunidades para la misión”. Podría
esto interpretarse que podemos soñar una comunidad que se retroalimenta y
vive ensimismada hacia dentro. Luego, le añadimos la misión. Esta secuencia
es simplemente falsa. Es la misión, el Reino de Dios, quien engendra la
comunión, le hace crecer y madurar. Del misterio del Reino viene, en él se
alimenta y hacia él se encamina.
No somos propietarios sino servidores de la misión de Jesucristo que
nos une a todos. Y ese ideal común de misión se encarna en una actividad
apostólica concreta, en el seno de una cultura al servicio de un país, en
respuesta a una necesidad determinada.
13
Más que comunidades para la misión somos “comunidades por la
misión”, dando a este particular todo su sentido causal: la misión es la causa,
el sujeto agente de la comunidad. Una misión, por supuesto, que tiene al Señor
en su centro (J. A. García). La misión tendrá que configurar nuestras
comunidades y no los “horarios” pensados al margen de la misión. No es la
misión la que debe ajustarse a los horarios sino los horarios los que deben
pensarse desde la misión ¿Creemos esto? ¿Lo hemos vivenciado
espiritualmente? ¿Lo hemos convertido en materia de nuestra oración?
El centro articulador de la comunidad no será la cosa religiosa
fortificadora y defendida sino la misión, es decir, el campo abierto donde se
lucha por la solidaridad y la justicia, por la paz y la reconciliación y en concreto,
el lugar específico será, como dice Jon Sobrino, el desierto (allí donde de
hecho no hay nadie, que eso es lo que ha pasado a lo largo de la historia), la
periferia (no el centro del poder sino donde no hay poder sino impotencia) y la
frontera (allí donde hay más que experimentar y arriesgar).Jesús se des-centra
de sí mismo para orientarse históricamente hacia el Reino de Dios. Ese fue el
horizonte catalizador de su vida y ese debe ser el nuestro. Ninguna vida
comunitaria puede considerarse una isla solitaria. Para ser expresión del
cuerpo universal del instituto debe comportarse en armonía y solidaridad con la
trama apostólica de la Provincia, de la Congregacición.
Nosotros no somos propietarios de la misión ni podemos comportarnos
tales y defender a capa y espada la actividad o una institución apostólica
(recoveco último donde el “yo” se esconde). Si esto lo hiciéramos, dejaríamos
de ser servidores de la misión de Cristo.
La misión se recibe y debe recibirse siempre como un bien comunitario,
tanto a nivel de la Congregación como de la comunidad local. Ninguno debe
comprometerse a una tarea meramente individual. Así se cumpliría el dicho:
“mueve el fraile y mueve la obrita“. Una cosa es que un miembro trabaje solo
en tarea apostólica y otra muy distinta que lo haga a lo llanero solitario. Todas
las misiones de los miembros de la comunidad son de la comunidad y ella es la
que debe ser la garante de todo lo que cada uno de sus miembros hace, la que
14
lo apoya y lo estimula. Ella es la que envía, a ella se le consulta y con ella se
comparte y se evalúa la vida en misión.
Esta manera de vivir la misión en comunidad es ciertamente expresión
de una eclesialidad nueva y, al mismo tiempo, interpela y cuestiona a una
manera de ser Iglesia en la que no tienen cabida ni los francotiradores, ni los
protagonistas de todas las horas, ni los que se sienten propietarios de la misión
y no servidores de la misma.
3. La comunidad religiosa, parábola viviente de comunión
Allá por los años 1993 hizo furor la película Jurassic Park que estaba
ambientada en la jungla donde los dinosaurios y los seres humanos compiten
por la supervivencia. Domina la ley de la selva: triunfan los más fuertes. En
este mundo de violencia sin límites donde los dinosaurios devoran a los
demás seres, incluidos los humanos, y éstos a su vez matan a los
dinosaurios.
Quizás es ésta una de las imágenes más brutalmente expresivas de
nuestro mundo gobernado por la violencia: una violencia genocida como la
de Bosnia-Herzegovina, la de los Grandes Lagos [...], la violencia en las calles
de Chicago y tantas otras ciudades, la violencia xenófoba contra los
emigrantes que buscan sobrevivir aun a riesgo de perder su vida, la violencia
familiar (de maridos que maltratan e incluso matan a sus mujeres y que
ambos gritan, se insultan y atemorizan a los hijos), violencia ecológica que
destroza nuestros bosques y contamina las aguas cristalinas de nuestros ríos
sembrando muerte a su paso de la flora y fauna.
¿No están llamados y llamadas los religiosos/as a ser hombres y
mujeres de paz y de comunión desde sus comunidades fraternas donde se
acoge al otro, al diferente, se le valora, se le apoya, se le defiende, se pone
uno siempre de parte del débil, del que más lo necesita porque el mundo no
es una jungla sino un hogar?
15
En un mundo sediento de unidad y sin embargo despedazado por el odio
y el asesinato, la división y la violencia, la comunión parece lejana y,
humanamente hablando, no más que un bello sueño. De ahí que la vida
comunitaria resulte testimonio de una comunión posible en Cristo; imposible de
alcanzar sólo con fuerzas humanas (cf. P. Peter-Hans Kolvenbach).
En una sociedad a la que precisamente la injusticia desune y divide y
que se nos está convirtiendo en una especie de jaula, cada vez más pequeña,
de bestiezuelas que luchan por apropiarse lo mejor que pueden todo el
pequeño botín ¿nos ponemos al servicio incondicional de los otros,
compartiendo en comunidad y amistad todo lo que somos y tenemos?
Frente a un mundo desgarrado y agresivo, cada vez más fragmentado
por etnias, ideologías y religiones, a pesar de la globalización que se proclama
a gritos por todas partes, un mundo al que se le han muerto las ilusiones de
fraternidad real y es incapaz de soñar utopías, los religiosos tendrán que ser
hombres y mujeres de reconciliación, creadores de solidaridad, despertadores
de esperanza.
La comunidad es levadura que fermenta, que cambia la masa.
Demuestra que el mundo es cambiable y cómo lo es. Si muchos viven como
hermanos, aun siendo tan distintos, es que la fraternidad es posible porque es
posible el amor.
Una vida religiosa fraterna vivida en radicalidad es una crítica a una
sociedad agresiva, individualista y ambiciosa que margina a las grandes masas
de desposeídos y una invitación profética a la justicia y a la reconciliación.
Pero ¿somos los religiosos por nuestras actitudes, nuestros gestos,
nuestros hechos y palabras, levadura de comunión, de cercanía y de
solidaridad en medio de un mundo dividido, lejano e indiferente? ¿Se van
convirtiendo nuestras comunidades en un signo provocador de esperanza,
ya que están llamadas a ser como esos “espacios verdes” en nuestras
ciudades donde se respira aire de Dios y de humanidad auténtica en el seno de
16
un mundo desgarrado por rivalidades y violencias, por egoísmos y ambiciones?
¿Somos “expertos en comunión”? ¿No hay aquí un aporte profético que la
vida religiosa está llamada a testimoniar?
Estando de paso por Roma vi al terminar el noticiero de la noche, en el
que habían presentado las atrocidades que se estaban viviendo en Bosnia-
Hetzegovina, un espectáculo impresionante: dos Padres de la misma
Congregación: uno serbio bosnio y otro croata, se abrazaban llorando. El odio
étnico, acumulado durante tantos años, había sido derrotado por el amor de
Dios que los había convocado como hermanos a vivir un mismo proyecto de
vida.
4. Comunidad de personas libres
La nueva forma de vivir en comunidad exige personas capaces de
comprometerse libremente y ser fieles hasta el final a la “palabra dada”, que no
las paralice lo nuevo, lo inesperado y que busquen con creatividad y coraje
responder, al estilo de Jesús, a los retos que nos va planteando nuestro
mundo. El nuevo talante comunitario requiere personas liberadas del
individualismo invasor, “manifestado en el sacrosanto „cada uno para sí‟ en
detrimento de la vida religiosa y el trabajo en equipo” que se traduce en
actitudes de manipulación, prepotencia y marginación del otro. Esto no significa
que no se reconozca y se tome conciencia de la originalidad personal de cada
uno, de sus capacidades y limitaciones, de su creatividad y su historia, sin que
nadie quede reducido al anonimato, como un número entre otros.
Se trata más bien de crear un clima en el que la comunicación sea
posible y a nadie se descuide o se margine. Es decir se trata de personas
libres DE tendencias de acaparamiento, autosuficiencia, protagonismo
vanidoso y libres PARA entregarse y servir a los demás con humildad y
sencillez.
Es necesario vivir desde una libertad responsable la aventura de una
comunidad que se va forjando a través de gestos concretos y hasta, a veces,
17
banales: una palabra de ánimo o de comprensión, una sonrisa acogedora, un
escuchar sin prisas lo que el otro quiere decirnos, un interés de corazón por lo
que el otro vive y hace, un echarle una mano en sus tareas, un rato dedicado a
la gratuidad y la fiesta juntos. La gran pregunta que tenemos que hacernos es
dónde, en fin de cuentas, está nuestro corazón ¿vuelto hacia nosotros
mismos defendiendo nuestra imagen y nuestros intereses, a veces, muy
camuflados, o más bien volcado hacia los demás sirviéndolos incondicional y
gozosamente?. La opción de Jesús fue muy clara y categórica. ¿Y la nuestra?
Caín se disculpa ante Dios descaradamente: “¿soy yo el guardián de mi
de mi hermano? “(Gn 4,9). Eso es exactamente el al revés de lo que debe ser
una comunidad. En ella cada uno es guardián de sus hermanos, o mejor un
buen samaritano por los caminos de todos sus compañeros, es decir la
persona que pone o los otros en el centro de su corazón y se dedica a servirlos
sin importarle sus intereses ni calcular sus ganancias. Al samaritano su
comportamiento con el herido en el camino más bien le produjo pérdidas y
molestias.
Esta manera de vivir es un reto para toda comunidad y abre un horizonte
de esperanza para una Iglesia cuyos miembros quieren ser activos y
corresponsables en la misión y misericordiosos, acogedores y fraternos en su
vida.
5. No es posible una comunión humana a lo divino
Cierto que tan importante como aspirar a una vida de comunión fraterna
es aceptar que la comunidad perfecta es una utopía nunca alcanzable del todo:
no es posible una comunión humana a lo divino. En toda forma de convivencia
humana siempre hay un margen de comunión frustrada, de conflicto inevitable,
de soledad nunca resuelta. Todo empeño por construir la comunión conlleva
saber llevar la cruz, asumir la negatividad, el conflicto, la división y las
limitaciones y deficiencias propias y de los hermanos. Sólo sumiendo la
realidad indigente se puede construir comunión.
18
Por otra parte, el ser humano debe pagar un peaje de soledad mientras
camina sobre la tierra. Esta soledad y esta frustración que acompaña siempre
es la que, en ocasiones, cuestiona nuestras mejores opciones. ¿Quién no tiene
que encajar en la vida de comunidad, como en la vida de familia,
incomprensiones, injusticias, olvidos, ingratitudes, tensiones que nos
descolocan? ¿A quién no se le viene abajo por momentos el sueño de la
comunión? Pero justamente ahí, en la prueba, comienza a madurar el sueño
de la comunidad real.
Creer en la comunión no consiste sólo en disfrutar cuando nos acogen
los hermanos. Creer en la comunión es también luchar por ella sin tirar la toalla
cuando la convivencia se hace un camino de espinas. En el momento de la
prueba el saber llevar la cruz con esperanza mientras se trabaja por la
comunión todavía ausente, es la prueba de que estamos animados por el
Espíritu de la Trinidad.
La prueba de madurez está en amar y trabajar la comunión entre los
hermanos reales que Dios me ha dado y no en lamentar sus miserias. Como
decía Bonhoeffer:
“Quien ama más sus sueños sobre lo que tiene que ser una comunidad
que la comunidad real a la que pertenece, se convierte en destructor de
toda comunidad cristiana, por más honestas, serias y abnegadas que
sean sus intenciones personales”.
Ni sacralicemos, ni vanalicemos, ni hagamos de la palabra comunión un
concepto mágico. Y tampoco la reduzcamos a un mero concepto útil para
definir la ortodoxia de la fe trinitaria. Está llamada a ser un concepto inspirador
y eminentemente práctico en el futuro de la vida religiosa y también de la
Iglesia. Hacia esta nueva forma de vivir nos impulsa el Espíritu tanto en la vida
religiosa como en la Iglesia. Los posibles tropiezos confirman que caminamos.
Y mientras nos estimula la meta, soñemos por el camino:
19
1. Sueño con una comunidad en la que todo esté permitido menos el
no amarse. S. Agustín nos diría: ”ama y haz lo que quieras”. Y este
amor concreto, hecho de gestos, a veces pequeños y hasta banales,
hará que se vaya fraguando una amistad a toda prueba, hecha de
estima, respeto por el otro como diferente, de valoración de los demás,
de confianza, acogida, gratuidad y fiesta.
Una comunidad así, que es un manantial de fraternidad, ya se irá
haciendo sus propios cauces que aportarán frescura y vida.
2. Sueño con una comunidad en la que venga reconocida la primacía
de la persona y todos estén convencidos que el “bien común” no puede
sino coincidir con el bien de cada una de las personas.
Una comunidad en la que las estructuras y las obras están al servicio del
crecimiento, de la realización de la persona al estilo de Jesús, de su
armonía y plenitud.
3. Sueño en una comunidad en la que la igualdad fundamental de todos
sus miembros sea reconocida y acentuada por todos los medios.
En una comunidad no hay miembros de primera y de segunda clase
porque todos son hermanos. No hay privilegios y dignidades sino
servicios y ministerios. Y cada uno vive el suyo para el bien de todos,
sabiendo que “ el mayor entre vosotros es el que sirve” (Lc 22,24-30).
4. Sueño en una comunidad en la que los débiles, los pequeños, los
últimos sean los más queridos y defendidos.
Una comunidad en la que domine la “mentalidad de la cadena”, según la
cual la fuerza y la consistencia de la cadena en su conjunto viene dada
por el anillo más débil.
5. Sueño con una comunidad-hogar en la que todos sientan calidez,
comprensión y aliento, donde todos son conocidos por su nombre y
apellido, pos su historia personal, por sus fortalezas y debilidades, por
sus logros y fracasos, y son comprendidos y alentados. Una comunidad
20
así comprende y disculpa, apoya y estimula, se alegra con el éxito de
todos y sufre con sus fracasos.
6. Sueño con una comunidad en la que cada cual tenga el valor de
expresar con libertad lo que piensa, lo que siente y lo que sueña. En la
que las opiniones manifestadas por los individuos sean tomadas en
consideración por el peso real de las razones que se aducen, y no por
otras valoraciones oportunistas o emocionales.
Una comunidad en la que cada uno de sus miembros descubra que los
demás se fían de él y lo aceptan como es, confían y apuestan por él. Y
cada cual, naturalmente, se empeñe en ser digno de confianza, sincero
y transparente ante Dios, ante sí mismos y los demás.
7. Sueño con una comunidad en la cual todos permitan ser discutidos.
Y el lenguaje sea sincero. Y no se tenga miedo a la verdad. También
porque el estilo habitual sea un estilo de verdad. Que penetra, incomoda,
pero no humilla a ninguno. Una verdad que cura -aunque sea con dolor-
pero no hiere. “Felicidad es poder decir la verdad sin hacer llorar a
nadie”.
8. Sueño en una comunidad en la no haya tiempo que perder, quiero
decir que haya tiempo para perder, para el descanso, para la distensión,
para la desintoxicación, para la gratuidad y la fiesta. Pero no haya
tiempo que perder en sospechas, maledicencias, envidias, silencios y
chismes. Donde se ama, no hay tiempo que perder. No hay nada que
absorba tanto como el amor.
9. Sueño en una comunidad en la que la única sospecha válida sea la
sospecha de que algún hermano no recibe la parte de amor que le
corresponde.
10. Sueño en una comunidad en la que sea desaprobado todo intento,
de cualquier parte que venga, de hablar mal de una persona ausente.
21
Una comunidad en la cual todos se encuentren “seguros”. Es decir,
cada cual se sepa seguro en cuanto a libertad, dignidad, respeto y,
sobre todo, responsabilidad personal.
Esta es una nueva manera de vivir y, por tanto, una nueva forma
de ser Iglesia que se hace profecía y abre horizontes y esperanzas
para el mundo en que nos ha tocado vivir. A veces, tiene más de
proyecto que de historia, pero es un proyecto que ilusiona, por el que
bien vale la pena jugarse todo enteros.