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Federación de Educadores Bonaerenses D. F. Sarmiento Departamento de Apoyo Documental e-mail: [email protected] Pág.1 Perrenoud, P. La construcción del éxito y del fracaso escolar. Morata. Madrid. Primera edición 1990. (Ficha Bibliográfica) Capítulo II Jerarquía de excelencia y desigualdades de capital cultural. La evaluación escolar se refiere a normas particulares de excelencia, propias del sistema de enseñanza y de sus agentes. La excelencia se relaciona con las prácticas, pero siempre manifiesta una competencia, resultante de un aprendizaje, que forma parte del capital cultural. Normas y jerarquía de excelencia. En el seno de la sociedad más “primitiva” se valoran especialmente ciertas prácticas: el arte de la guerra, de la caza, del mando, de preparar los alimentos etcétera. En cada dominio, una parte de los miembros del grupo entra en competición mutua, más o menos declarada. Habrá quien dé las mayores pruebas de excelencia, quien demuestre que supera a los demás y merece su respeto, admiración o sumisión. En las sociedades más complejas encontramos la misma competición en el seno de cualquier corporación. Una corporación es un círculo de profesionales en ejercicio: artesanos, artistas, deportistas, jugadores, aficionados o profesionales que practiquen la misma disciplina. Aunque sea de manera informal, los individuos comparan sus respectivas destrezas y se hacen una idea del lugar que cada uno ocupa dentro de una jerarquía de excelencia. Tales comparaciones suponen que determinadas prácticas de la misma naturaleza se comparen, de forma más o menos explícita, con una norma de excelencia compartida o impuesta. Puede definírsela como la imagen ideal de una práctica dominada a la perfección, cumplida, auténtica. Toda norma de excelencia, ya sea escogida de forma libre o impuesta, funciona como punto de referencia en el seno de un grupo o de una sociedad. La norma induce a un orden, a una clasificación de acuerdo con su grado de dominio, su distancia de la norma. Hablaremos pues de una jerarquía de excelencia, de niveles de excelencia. Se define la excelencia como el “grado eminente de perfección que una persona o cosa tiene en su género” la jerarquía de excelencia es una jerarquía fundada en el grado en el que una práctica se aproxima a la excelencia, entendida como dominio efectivo, elevado grado de perfección. La jerarquía de excelencia se origina a partir de una norma de excelencia, respecto a la cual se compara la ejecutoria de cada uno; pero clasifica a todos quienes manifiestan alguna pretensión de alcanzar la excelencia, con independencia de la distancia que medie entre su estado actual y aquel ideal. Competencias son las disposiciones latentes, inobservables, que subyacen a la excelencia, haciendo de esta la calidad de una práctica. Una práctica es un conjunto de conductas puestas al servicio de una finalidad global. Las normas y los juicios de excelencia son omnipresentes en todo grupo social: la excelencia no es una categoría de pensamiento exclusiva de la institución escolar. Existe en todos los campos de la vida social, en formas diversas, y la excelencia escolar es una variedad entre tantas otras, aunque en nuestra sociedad, ha adquirido un lugar destacado y tendemos a pensar en cualquier jerarquía de excelencia según el modelo escolar o en relación con el dominio de la cultura escolar.

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Perrenoud, P. La construcción del éxito y del fracaso escolar. Morata. Madrid. Primera edición 1990. (Ficha Bibliográfica)

Capítulo II Jerarquía de excelencia y desigualdades de capital cultural.

La evaluación escolar se refiere a normas particulares de excelencia, propias del

sistema de enseñanza y de sus agentes. La excelencia se relaciona con las prácticas, pero siempre manifiesta una

competencia, resultante de un aprendizaje, que forma parte del capital cultural.

Normas y jerarquía de excelencia.

En el seno de la sociedad más “primitiva” se valoran especialmente ciertas prácticas: el arte de la guerra, de la caza, del mando, de preparar los alimentos etcétera. En cada dominio, una parte de los miembros del grupo entra en competición mutua, más o menos declarada. Habrá quien dé las mayores pruebas de excelencia, quien demuestre que supera a los demás y merece su respeto, admiración o sumisión. En las sociedades más complejas encontramos la misma competición en el seno de cualquier corporación. Una corporación es un círculo de profesionales en ejercicio: artesanos, artistas, deportistas, jugadores, aficionados o profesionales que practiquen la misma disciplina. Aunque sea de manera informal, los individuos comparan sus respectivas destrezas y se hacen una idea del lugar que cada uno ocupa dentro de una jerarquía de excelencia.

Tales comparaciones suponen que determinadas prácticas de la misma naturaleza se comparen, de forma más o menos explícita, con una norma de excelencia compartida o impuesta. Puede definírsela como la imagen ideal de una práctica dominada a la perfección, cumplida, auténtica.

Toda norma de excelencia, ya sea escogida de forma libre o impuesta, funciona como punto de referencia en el seno de un grupo o de una sociedad. La norma induce a un orden, a una clasificación de acuerdo con su grado de dominio, su distancia de la norma. Hablaremos pues de una jerarquía de excelencia, de niveles de excelencia.

Se define la excelencia como el “grado eminente de perfección que una persona o cosa tiene en su género” la jerarquía de excelencia es una jerarquía fundada en el grado en el que una práctica se aproxima a la excelencia, entendida como dominio efectivo, elevado grado de perfección. La jerarquía de excelencia se origina a partir de una norma de excelencia, respecto a la cual se compara la ejecutoria de cada uno; pero clasifica a todos quienes manifiestan alguna pretensión de alcanzar la excelencia, con independencia de la distancia que medie entre su estado actual y aquel ideal.

Competencias son las disposiciones latentes, inobservables, que subyacen a la excelencia, haciendo de esta la calidad de una práctica. Una práctica es un conjunto de conductas puestas al servicio de una finalidad global.

Las normas y los juicios de excelencia son omnipresentes en todo grupo social: la excelencia no es una categoría de pensamiento exclusiva de la institución escolar. Existe en todos los campos de la vida social, en formas diversas, y la excelencia escolar es una variedad entre tantas otras, aunque en nuestra sociedad, ha adquirido un lugar destacado y tendemos a pensar en cualquier jerarquía de excelencia según el modelo escolar o en relación con el dominio de la cultura escolar.

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¿Quién define la excelencia?

Distingamos dos situaciones extremas. En un caso, la norma compartida surge de la transacción entre los actores. La norma constituye el resultado de una elaboración colectiva, organizada o difusa, sin que pueda identificarse un poder lo bastante fuerte como para imponerla. En el otro extremo encontramos, las normas de excelencia decididas por un poder instituido que se imponen a la mayor parte de los actores a él sometidos.

Según nos encontremos ante una u otra situación, la excelencia representará bien un ideal al que uno se adhiere con libertad, bien un modelo impuesto. Pero cualesquiera que sean sus modalidades de definición, una norma de excelencia, no puede funcionar más que a condición de convertirse en el punto de referencia común, aceptado con mayor o menor libertad, para cierto número de profesionales en ejercicio.

La mayor parte de las prácticas complejas que se desarrollan en una sociedad han sido elaboradas en alguna ocasión, más o menos reciente, por alguien. Se integran en la herencia común, en la cultura compartida. Y eso es porque muchas personas tienen una imagen de estas prácticas, por haber oído hablar de ellas o haberlas observado.

Entre todos los que poseen una representación de una práctica, procedimiento, ritual, técnica, hay algunos que ostentan una maestría efectiva, más o menos asumida, experimentada, cualificada. Puede reconocerse sin dificultad una práctica y no ignorar la forma de adquirir los conocimientos y competencias correspondientes: eso no equivale al dominio, en sentido estricto, y aun menos a la excelencia.

La representación de la excelencia desempeña un papel importante en las situaciones de formación. El aprendizaje de la práctica precede a veces a su representación, pero empuja a los alumnos a representarse de algún modo la habilidad que se les promete. El formador encarna la norma, actúa como un espejo ante los ojos de los aprendices o de los alumnos respecto a la excelencia que, si todo va bien, lograrán en algunas semanas, meses o varios años más tarde.

La norma de excelencia funciona no sólo como criterio de evaluación de una práctica actual, sino como objetivo movilizador en principio, lo que supone en el alumno un reto para llegar a ser excelente, bien por la satisfacción intrínseca de dominar una práctica difícil, bien por las ventajas materiales o simbólicas que esto suponga.

La excelencia pone de manifiesto una competencia.

La competencia puede definirse como excelencia virtual, o sea, como una capacidad estable, interiorizada, aunque no tendrá valor sino por su manifestación mediante una práctica en un nivel de dominio determinado. Salvo algunas conductas reflejas, toda práctica humana es el resultado de un aprendizaje. Toda forma de excelencia apela a una competencia poco compartida, dado que constituye el resultado de un aprendizaje largo y difícil que no todos quieren hacer o supone una formulación no accesible a cualquiera.

La excelencia requiere poner en práctica conocimientos, saber hacer, técnicas, un oficio, sabiduría, arte, ciencia, que no todos pueden dominar con facilidad, que exige una asimilación progresiva y paciente, al precio de un trabajo, de determinados sacrificios, de una disciplina consentida con mayor o menor libertad y, a veces, de larga experiencia o de una formación exigente.

A veces se relaciona la excelencia con características muy generales: inteligencia, personalidad, moralidad, fuerza vital e, incluso, la salud. En otros terrenos, la excelencia requiere aprendizajes muy definidos: ciertas habilidades, determinadas actitudes o

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costumbres, algunas cualificaciones o competencias especializadas. A menudo se produce una mezcla de ambos.

Si queremos saber qué da como resultado un buen nadador, un buen violoncelista, un buen vendedor, un buen docente…trataremos de relacionar la ejecutoria con una competencia específica, susceptible de medirse o modelarse.

Tras la excelencia de una práctica, existe una competencia, “algo” que el profesional en ejercicio ha asimilado. La única garantía de una excelencia duradera o renovada consiste en la adquisición de una competencia estable. Para evaluar, basta observar las prácticas, estimar su grado de excelencia media e inferir un determinado nivel de competencia que se presume estable. Así, una jerarquía de excelencia origina, una jerarquía de niveles de competencia, hasta el punto de que, en el lenguaje corriente, excelencia y competencia son con frecuencia intercambiables.

La incierta evaluación de las competencias.

Todo sería más sencillo si pudiera juzgarse constantemente “a pie de obra” la maestría de cada profesional en ejercicio. Pero, en una sociedad compleja, estamos lejos de tener acceso a las prácticas cada vez que se requiere evaluar la competencia de un profesional.

Si cada uno se entrega a su propia apreciación, la evaluación de las competencias llevaría mucho tiempo y energía, sin poder prevenir los riesgos de error. Al delegar la evaluación a las instancias de formación o a otras instituciones oficiales, los patronos, pero también los usuarios de todo tipo de servicios, se ahorran gran cantidad de trabajo. La referencia a un título expedido por la institución escolar o por una corporación profesional, garantizado a veces por el Estado, nos dispensa de asumir por nuestros propios medios, la evaluación de la competencia.

La certificación de las competencias.

El título o diploma se convierte en un “pasaporte para el empleo”, en un instrumento de calificación dirigido a los empresarios que ignoran las condiciones de la formación, pero que otorgan su confianza al sistema de certificación. En la mayoría de los países, el Estado o las corporaciones profesionales ejercen un control sobre el valor de los títulos académicos.

La competencia que se reconoce a un individuo constituye una forma de capital o, al menos, de “crédito”. El título académico puede considerarse, no como un capital cultural en sentido estricto, sino como una forma de capital social o simbólico, un reconocimiento más formal de competencias, más universal y menos sujeto a fluctuaciones incontrolables que una reputación.

Los títulos certifican la posesión de una forma específica de competencia y dispensan, por tanto, a los interesados de una parte del trabajo de evaluación. Con el título académico, ese certificado de competencia cultural que confiere a su portador un valor convencional, constante y jurídicamente garantizado con respecto a la cultura, la alquimia social produce una forma de capital cultural que tiene una autonomía relativa en relación con su portador e incluso en relación con el capital cultural que posee de forma efectiva en un momento determinado del tiempo.

En realidad, el título no es el único indicio del capital cultural efectivo y, en especial, de la calificación profesional. Por tanto no puede reducirse la “reputación” de un individuo a los títulos que ostente, lo que significa que el capital cultural reconocido, no se considera nunca de una vez por todas y de la misma manera, aunque

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esté certificado mediante un título. El mismo valor del título formal está sujeto a interpretación y ésta se modula de acuerdo, con los demás índices. Quienes tienen que tomar decisiones saben que no puede otorgarse una confianza absoluta a los títulos expedidos por las escuelas o por las demás instancias de certificación. Saben que el título no calibra todas las competencias pertinentes en el momento de contratar a un profesional.

El capital cultural ¿es un capital?

El niño se encuentra en la encrucijada de múltiples influencias culturales que nunca son exactamente las mismas para cada individuo. A diferencia del patrimonio genético, fijado de manera irreversible desde el momento de la concepción, el capital cultural no cesa de transformarse, enriqueciéndose, empobreciéndose, estructurándose con arreglo a la experiencia, lo que, en parte, explica su singularidad.

El niño no es una masa plástica de cera que el ambiente pueda moldear a su gusto; él construye de forma activa sus esquemas de pensamiento y de acción, su representación del mundo, sus conocimientos.

El capital cultural constituye, en un sentido más amplio, la memoria del individuo, sus adquisiciones, la resultante de los aprendizajes que no cesa de efectuar, sobre todo si es joven. En el centro del capital cultural se encuentra el hábito, sistema de disposiciones, costumbres, gustos, actitudes, necesidades, estructuras lógicas, estructuras simbólicas y lingüísticas, sistemas perceptivos, de evaluación, de pensamiento y de acción. En torno a este nódulo central, que puede permanecer en gran medida inconsciente y manifestarse sólo en estado práctico, se despliega un conjunto de representaciones.

El capital cultural es el resultado de una acumulación progresiva y podemos, sin merma, invertirlo, bien en la lectura de la experiencia, bien en la acción inmediata, bien en empresas individuales o colectivas a más largo plazo: un oficio, una formación nueva, el ejercicio de un poder, el mantenimiento de una posición, la consecución de una carrera profesional o mundana.

Hábitos y representaciones.

El hábito es el sistema de esquemas de pensamiento, percepción, evaluación y acción del que dispone un individuo en un determinado momento de su vida, como la gramática generativa de sus prácticas.

La noción de esquema es esencial y se distingue de la de costumbre. El esquema no es una regla de acción, un modelo cultural, un esquema consciente. Funciona en la práctica, a menudo en forma inconsciente, regulando nuestras acciones. El esquema, al contrario que la costumbre en su sentido corriente, no constituye un programa rígido. Su puesta en práctica no adopta en general la forma de una conducta estereotipada, sino de una acción adaptada a una situación, construida por diferenciación, acomodación y coordinación de varios esquemas. De ahí, la imagen de “gramática generativa”, que se opone al “repertorio de frases hechas”.

Hay que distinguir en el capital cultural dos facetas complementarias: por una parte, el hábito como gramática generativa de las prácticas, como conjuntos de esquemas más o menos inconscientes que guían la acción, en el sentido más amplio; por otra las representaciones figurativas, conscientes, de una realidad pasada, presente o futura o, aun, de una realidad posible, deseable o imaginable. En este sentido amplio, las representaciones pueden versar sobre cualquier aspecto, de la realidad, comprendidas

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otras representaciones, el hábito o funcionamiento mental de cualquier actor. Pueden ser compartidas, comunes a un cierto número de personas, o singulares, o combinar en proporciones variables elementos compartidos y otros que cada actor deba a su experiencia individual, a su especial relación con la realidad.

El hábito gobierna la práctica a la vez de forma directa y por mediación de representaciones subyacentes a la construcción.

El individuo está habituado por su capital cultural, lo lleva consigo, incorporado, inscrito en su ser biológico, en su cerebro y en su sistema nervioso, en el conjunto del cuerpo respecto de cierto número de esquemas de percepción y acción.

Cada uno detenta un capital cultural al tiempo que es ese capital, el que le proporciona su singularidad, su identidad y todo lo que le permite entrar en relación con el mundo y con los demás.

Mediante la reflexión, el individuo puede hacerse consciente de su capital cultural, de sus representaciones, de una parte de su hábito. La imagen del capital cultural del que dispone participa de la imagen de sí mismo y, por tanto, de un complejo proceso de valoración o de evaluación de sí mismo.

La imagen de sí mismo, de lo que sabe hacer, se opone, de todas formas, a la imagen que los otros nos devuelven de nuestra excelencia o de nuestra competencia.

Para satisfacer las expectativas ajenas en materia de competencia o excelencia, uno puede, a medio plazo, tratar de acrecentar o transformar su capital cultural, adquirir nuevas competencias o mejorar las que ya posee, mediante el trabajo personal, una experiencia formativa, un psicoanálisis o una formación. Pero la transformación del hábito lleva tiempo, exige disponibilidad mental, energía y, a veces, dinero o la posibilidad práctica y formal de seguir una formación.

Hay dos formas de servirse del capital cultural, que provocan dos tipos de desigualdades.

Dos formas de emplear el propio capital cultural.

Entre los humanos hay dos formas de poner en práctica el capital cultural: 1) El capital cultural se invierte de manera directa en la acción, sin

mediación de los juicios de los demás. 2) El segundo mecanismo, por el contrario hace depender el efecto de las

diferencias de capital cultural de su aprehensión por terceros, a través de los juicios de excelencia o competencia, más o menos formalizados; así el capital cultural no es útil de manera directa e inmediata para resolver un problema o realiza un proyecto: es eficaz con la condición de que sea reconocido, valorado.

En la mayor parte de las situaciones, los individuos utilizan a la vez su capital

cultural para orientar su acción y para hacer valer su competencia ante los demás, lo que les proporciona distintos tipos de derechos, privilegios, poderes, decisiones.

Las diferencias y desigualdades objetivas de capital cultural ejercen sus efectos a través de mediaciones diversas que pueden, sin que medien juicio alguno, ser directamente el origen de desigualdades de poder, de dominio de las cosas y del curso de los acontecimientos, de ocasiones de éxito en distintas competiciones o, incluso, de aprendizaje. También pueden colocar a los individuos en posiciones más o menos favorables respecto al juicio de otros en relación con su excelencia o competencia.

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La excelencia exigida.

Quien aspira a un nivel de excelencia elevado en una disciplina, espera satisfacciones personales o ventajas simbólicas o materiales. Como contrapartida, acepta consagrar mucho tiempo y energía a su formación y al mantenimiento de sus competencias. Quien desea la excelencia afronta también los riesgos y la tensión vinculados a la competición, a la posibilidad del fracaso. Los costes de la excelencia explican que ciertos actores renuncien a ella: resignándose a una relativa mediocridad, se aseguran una vida más tranquila, mayor cantidad de tiempo libre, menos trabajo y momentos de angustia.

La excelencia es a menudo una cuestión que supera a los individuos. Quienes se encuentran en la cumbre de una jerarquía de excelencia se ven incitados constantemente por su entorno a permanecer allí o a ascender todavía más.

La norma de excelencia funciona, pues como norma en el sentido estricto del término. No sólo ofrece la imagen ideal de una práctica perfectamente dominada, imagen hacia la que todos deben dirigirse a su ritmo o modo, sino que se convierte en obligatoria: es preciso ser excelente, aproximarse lo más posible al dominio pleno, o al menos, alcanzar el nivel mínimo que garantice la selección para una competición envidiable, la obtención de una beca, la admisión en una grande école, o la calidad de trabajo de un profesional. El profesional en ejercicio debe alcanzar, por imperativo moral o legal, el nivel más elevado posible de excelencia o, el nivel mínimo; si no lo alcanza, es por desinterés, pereza o negligencia y no por que carezca de las competencias necesarias. La falta de excelencia se interpreta como una desviación porque se sabe que el profesional podría hacerlo mejor y se comprometió a “dar lo mejor de sí mismo”.

La noción de competencia es esencial para calibrar la significación de un juicio de desviación. Para que una conducta se considere como desviada, no basta con que defraude determinadas expectativas normativas. Es preciso que los sujetos de conducta desviada sean capaces de alcanzar la norma, o sea, tengan la competencia necesaria para comprender las expectativas y satisfacerlas. Se considera que el desviado tiene la competencia necesaria para desempeñar su papel. Pero parece no estar dispuesto a adoptar su conducta a la norma, por lo que su desviación se interpreta como un rechazo deliberado a seguir las reglas, rechazo del que se le juzga culpable.

Ciertas conductas que transgreden de forma manifiesta diversas normas no se interpretan como desviaciones porque no se considera a su autor responsable absoluto: “no puede”, “no llega”, no es “dueño de sí”, o “no sabía”, sin más. Esta forma de trasgresión “justificada” suele atribuirse de modo especial a los niños, a los locos, oligofrénicos o a quienes durante unos minutos u horas, se encuentren bajo el dominio de una pasión incontrolable. Estos sujetos tienen en común que parecen “no saber lo que hacen”, no ser responsables de sus actos.

En la escuela, determinados niños son o serán etiquetados: caracteriales, disminuidos, psicóticos, débiles, inadaptados. También encontramos a niños inmigrados, para los que la escuela constituye un lugar de vida fundamental en una sociedad en la que aún son extranjeros. Por último, incluso hay niños naturales del país, que hablan la lengua correspondiente, pero que se sienten extranjeros en la escuela porque carecen de los códigos y desconocen las normas y las formas. La trasgresión de las normas escolares no constituye, en estos casos, un signo de mala voluntad, sino de la imposibilidad de comprender y de hacer lo que exigen tanto la maestra como la organización escolar.

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La falta de excelencia no suele interpretarse como una verdadera desviación cuando tampoco hay competencia. A menos que la competencia constituya una obligación estatutaria o contractual, sólo la falta de competencia será tenida como desviación.

Así, cuando un profesional se compromete a poner sus cualificaciones a disposición de un cliente o patrono, ha de ser competente, tener las cualificaciones garantizadas por su título.

Al aceptar formar parte de un grupo o desempeñar algún papel en una organización o sistema político, la persona en cuestión se compromete a tener las competencias correspondientes o a adquirirlas con la mayor rapidez.

De la falta de competencia a la carencia de aptitud…

En las escuelas, la situación es diferente, pues se asiste a ellas para adquirir las competencias. Cuando se reprocha a un alumno, niño, adolescente o adulto, que no haya adquirido las competencias que una determinada enseñanza debería haberle proporcionado, se da por supuesto que era capaz de ello. Esto apela a una competencia muy especial, la de adquirir nuevas capacidades o, si se prefiere la aptitud para aprender.

En el análisis que versa sobre las representaciones corrientes más que sobre el estado más reciente de la investigación psicológica, basta con dejar asentado que las nociones de aptitud natural, don hereditario, inteligencia innata, sin lograr la unanimidad, gozan de gran aceptación. Estas categorías de pensamiento son practicadas por gran cantidad de actores sociales siempre que tratan de explicar la desigualdad de las competencias adquiridas. Así, apelamos a la “desigualdad de aptitudes” para explicar por qué ciertos alumnos fracasan en la escuela, cuando al menos al principio, incluso manifiestan interés en aprender y toman en serio el trabajo escolar.

Las jerarquías de excelencia, relativas a prácticas observables, apelan, al menos en parte, a una desigualdad de competencias. Para explicarla podemos poner de manifiesto, la probable diversidad de los docentes, la desigual voluntad de aprender, la inversión diferente efectuada en el trabajo escolar. Si la desigualdad de competencias adquiridas subsiste cuando la voluntad y el trabajo son iguales, en condiciones idénticas de formación, se apelaría a la desigualdad de “aptitudes para aprender”. En este estado de la cuestión, es preciso saber si es que hay que concebirlas como dones innatos o como capital cultural rentable desde el punto de vista escolar.

Capítulo III La escolarización de la excelencia.

Las normas y jerarquías de excelencia escolares no se distinguen por su contenido,

sino por el carácter de la organización en la que se presentan, en relación con un currículum y por su solidaridad con las prácticas de enseñanza y selección.

La aparición histórica de las normas de excelencia escolar es inseparable de la escolarización de las sociedades occidentales. La historia de la excelencia escolar sería inseparable de la de los sistemas de enseñanza y de las culturas escolares.

No podemos asimilar la excelencia escolar sin situarla en el conjunto de valores, saberes y saber hacer, de las formas de hacer y de pensar constitutivas de cada cultura escolar.

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La excelencia y la formación.

La excelencia se adquiere por un aprendizaje, un incremento del capital cultural, una transformación y enriquecimiento del hábito y de las representaciones, en especial, de los saberes y del saber hacer.

En la vida diaria, cada uno aprende y se perfecciona constantemente, observando las prácticas o las “obras” de los demás. La excelencia se afirma a través de comparaciones, en una competición que engendra a la vez deseos de superarse y las oportunidades de incrementar la propia destreza en contacto con otros sujetos en acción.

En casi todos los oficios, artes, deportes, juegos, los individuos se observan unos a otros y aprenden en contacto mutuo.

Si el profesional con experiencia puede aprender a observar a sus colegas mientras trabajan o examinando sus productos, a veces de forma inconsciente o en contra de su voluntad, es raro que el aprendizaje básico se desarrolle completamente de este modo. El aprendizaje inicial exige a menudo la cooperación del profesional observado, sus consejos, ciertas demostraciones o explicaciones, si no una auténtica formación. En gran cantidad de campos la forma más trivial de acceder a la excelencia, consiste en seguir las enseñanzas de un maestro, que desempeñan su papel no sólo para perfeccionar una formación autodidacta, sino en la orientación de la formación básica. Un aprendiz puede seguir la enseñanza de diversos maestros, de forma paralela o sucesiva. Cuando existe una progresión en un currículum y una división vertical del trabajo de formación, se establece una jerarquía entre formadores. Sólo quienes se encargan de las fases finales de un largo proceso de formación deberán ser profesionales en ejercicio con un nivel de excelencia muy elevado. Para los niveles elementales, es probable que sea suficiente con la presencia de profesionales del inferior nivel o, incluso, de formadores cuya tarea principal consista en enseñar, sin que ocupen una posición muy prestigiosa en la jerarquía de excelencia.

La formación de nuevos profesionales es una forma de “sacar partido” de una excelencia reconocida.

Uno de los aspectos ambivalentes de la relación profesor-alumno se da cuando el maestro logra alcanzar de la forma más completa posible su objetivo declarado –transmitir todo lo que sabe– se hace vulnerable frente a alguien más joven que sepa tanto como él y pronto le supere; la paradoja de una formación cumplida consiste en que tiende a anular la desigualdad inicial que la ha hecho posible.

Una sociología de la excelencia y de las competencias debe extenderse a las formas de aprendizaje que permiten acceder a ellas y, a los modos de formación más o menos organizados que hacen posible ese aprendizaje. Hablar de información no significa referirnos a la escolarización. En todas las sociedades, ciertas formas de excelencia constituyen el objeto de una transmisión explícita, organizada, institucionalizada; pero puede adoptar múltiples fórmulas, como de educación familiar, iniciación ritual, formación mutua en el seno del grupo de iguales, aprendizaje por la práctica guiado por un maestro o compañero, o en forma de trabajo escolar dirigido por un docente. La formación puede organizarse según modelos diferentes al escolar.

La escolarización como forma predominante de socialización

En las sociedades industriales, la escolarización es la forma predominante de la transmisión cultural. Cuando surge una práctica nueva y, una nueva forma de excelencia, su difusión pasa por la información en las competencias correspondientes que, se confía a formadores que, sin que constituyan siempre una auténtica escuela,

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imparten cursos y representan trabajos prácticos organizados a la manera del modelo escolar: delimitación de un público, horario regular, anuncio de un programa que desarrollar en un tiempo determinado. Lo mismo ocurre en el campo de la vida privada y el ocio.

Puede verse como escolariza la formación en sectores relativos al ocio. Por ejemplo, en prácticas artesanales –alfarería, tejido, etcétera– o en deportes individuales: esquí, tenis, submarinismo, vela, ala delta, constituyen una serie de nuevas disciplinas en la que la formación de los aficionados se organiza según el modelo escolar.

En el terreno artístico, la profesionalización va, con frecuencia, a la par de una fuerte escolarización de las formaciones: conservatorio de música, escuela de arte dramático, de danza, de arte visual, de televisión o de cine. En cuanto a la formación religiosa de los laicos, ésta sirvió de modelo a las primeras escuelas primarias. La escolarización constituye la difusión hacia formaciones diversas de un modelo de socialización que, desde la Antigüedad hasta la Alta Edad Media, fue utilizado y conservado por la iglesia para formar su clero y, como consecuencia, para catequizar a sus fieles. En nuestros días, la formación religiosa de las nuevas generaciones de creyentes se lleva a cabo siempre de acuerdo con el modelo escolar. Normalmente, los maestros generalistas no enseñan religión. En ciertos sistemas de enseñanza, la formación religiosa está integrada en el currículum formal o, al menos, en el horario escolar.

En el terreno de las prácticas domésticas, familiares e incluso en el campo de las relaciones humanas y sexuales, los procedimientos formativos se multiplican: hay escuelas de padres, cursos de preparación para el matrimonio o cursos, seminarios de educación sexual.

La hipótesis de una formación escolarizada es aún más clara cuando se trata de competencias de tipo académico, sean filosóficas, literarias, científicas, jurídicas o técnicas. En este caso, no se plantea la cuestión de la pertinencia del modelo escolar: se da por supuesta. En nuestros días, la escolarización de cualquier tipo de formación no sorprende en absoluto. A continuación se esbozará la aparición de una norma de excelencia sin precedentes en la historia, dado que se aplica a todos los niños y, por extensión, a todos los alumnos de una sociedad, y esto, mucho antes de la escolarización masiva de la educación que desemboca en la instauración de la escolaridad obligatoria en el siglo XIX. Desigualdades culturales y jerarquías de excelencia en la Edad Media.

Examinaremos el cariz de las desigualdades culturales en una sociedad sin escuela. Nos atendremos a la Edad Media europea. No es una sociedad “sin escuela”, pero la escolarización en ella es extremadamente marginal.

En una sociedad medieval, distinguiremos la cultura de los nobles y sus variantes: mundana, militar, eclesiástica: la cultura de los clérigos; la de los campesinos; la de los artesanos y comerciantes de las ciudades; los laicos instruidos en derecho, medicina, ciencia, filosofía, literatura; la de la gente de armas, los soldados, e incluso la de los mendigos, bandoleros, vagabundos.

En esta sociedad el estado de las divisiones sociales culturales no puede explicarse salvo con la condición de relacionarlas con unas formas de producción y de reparto de los bienes, con el estado de desarrollo de las fuerzas productivas y de los conocimientos científicos y técnicos, y con la historia de la propia formación considerada. En la sociedad medieval, se da la reproducción de las diferencias culturales de generación en

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generación, porque la mayor parte de los individuos están destinados a permanecer en su condición de origen.

La movilidad social es muy escasa. La educación consiste en el aprendizaje de las formas de ser y de hacer, de pensar y de creer, de la cultura propia de cada condición. Las desigualdades económicas y políticas son muy grandes, pero no dependen de las desigualdades de capital cultural, puesto que el lugar que ocupan los adultos en la estructura social no está en función de su formación, sino de su condición de origen, que determina su capital cultural, y no a la inversa. El capital cultural es el corolario obligado de una condición de clase heredada directamente de acuerdo con los títulos nobiliarios o el patrimonio económico.

Las jerarquías de excelencia se establecen en el seno de cada condición o, incluso, de cada corporación particular. Entre gentes del mismo oficio hay jerarquías formales e informales.

Las jerarquías de excelencia existen pero no traspasan las fronteras de clase. Sólo hay dos excepciones: por una parte, las costumbres civiles, que distinguen a las gentes de calidad del pueblo llano; por otra, las prácticas religiosas que impuestas por el clero, atraviesan las fronteras entre las clases sociales y entre comunidades locales. Habrá que esperar al final de la Edad Media para que a este primer “denominador común” se una la sumisión al rey y el inicio de un sentimiento nacional. Cuanto más sustancial llegue a ser la cultura compartida, más razones habrá para que se instauren auténticas jerarquías de excelencia que atraviesen las fronteras de las diversas condiciones sociales.

En la Edad Media, la jerarquía cultural entre clases sociales está muy presente. Sin embargo las jerarquías culturales no son jerarquías de excelencia en el sentido en que las hemos definido. De ellas se deriva una escala de valor en las que las respectivas culturas de las distintas clases sociales ocupan un lugar correspondiente a su posición en cuanto a las relaciones económicas o políticas.

Para que se dé un principio de “consenso” respecto a la jerarquía de las culturas es preciso que se instaure una relación de dominación o de dependencia. Pero una dominación político-militar no es suficiente, no más que una dependencia económica. Para que la sociedad dominada reconozca, al menos en parte, la superioridad cultural de la sociedad dominante, es preciso que la dominación sea también cultural, al precio de una violencia simbólica.

Encontramos estas dominaciones culturales, en el seno de la sociedad. Las clases dominantes afirman con fuerza la superioridad de su cultura, de su modo de vida, y disponen de los medios para “persuadir” a las demás clases sociales. Una dominación total lleva a las clases dominadas a interiorizar el sentimiento de su propia indignidad cultural, o sea, de su carencia de cultura. En una sociedad medieval, la superioridad de su cultura es evidente para los nobles o para los clérigos instruidos, tanto sobre los villanos como sobre la naciente burguesía.

En la Edad Media, las jerarquías culturales se establecen entre culturas muy extrañas entre sí, de acuerdo con una relación de dominación que impone a todos el sistema de valores, de la nobleza y del clero. En las sociedades modernas, esta jerarquía de valores subsiste, pero se recubre de una jerarquía de excelencia, basado en el grado de maestría reconocido por una cultura valorada, si no poseída en pie de igualdad, por todas las clases sociales.

Esta cultura en la que la maestría se ha convertido en la norma de excelencia que se impone a todos, es la cultura escolar, la cultura denominada “general”, que la escuela pretende enseñar y exigir a todos. Pero no se convertirá en “universal”, no atravesará las barreras sociales y regionales hasta que no se produzca un lento proceso de escolarización de las sociedades occidentales.

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El dominio de una cultura escolar: una nueva forma de excelencia.

La escolarización progresiva de las sociedades nos conducirá hasta el siglo XIX a la instauración de la escuela obligatoria. Pero desde la Edad Media asistimos al renacimiento de las escuelas destinadas a un público restringido. Allí se elaboran las formas de codificación y transmisión de la cultura que servirán de modelos a la instrucción obligatoria. Definieron nuevas formas de excelencia escolares, que engendraron nuevas jerarquías basadas en el grado de dominio de una cultura enseñada de antemano. En cada escuela se instalo el modelo meritocrático, según el cual, tras ofrecer a todos “las mismas oportunidades” de formación, pueden considerarse como más meritorios aquellos que demuestren un grado más elevado de excelencia. La jerarquía de excelencia se asegura una legitimidad inatacable, pudiendo transformarse incluso en una jerarquía moral, en especial en determinados colegios o en las primeras escuelas de caridad, allí donde el éxito parezca depender sobre todo del trabajo de los alumnos, de su voluntad de adaptarse a disciplinas formativas, de su perseverancia en el esfuerzo.

El contenido de las normas de excelencia difiere según se trate de una escuela destinada a los clérigos de una escuela de gramática que proporciona los fundamentos del saber a los laicos de edades diversas, de una escuela dirigida por un maestro escribano que transmite su práctica, de una escuela profesional, de una universidad medieval.

Podemos reconocer en las formas escolares que resurgen una cierta unidad, en ellas se instaura una relación pedagógica asimétrica, un maestro que realiza el oficio de enseñar su arte a los alumnos que aceptan una cierta disciplina, consintiendo desarrollar un determinado trabajo, exponiéndose a una evaluación dentro de un espacio cerrado que se irá convirtiendo, poco a poco, en un edificio especializado, una “casa de escuela”, y de acuerdo con una distribución peculiar del tiempo, marcan un ritmo de horas, días, semanas, años escolares.

La forma escolar implica también la definición de una cultura centrada en los saberes y en el saber hacer, separados en parte de las prácticas para las que se supone han de preparar, de una cultura que poco a poco va dejando de formar parte integrante de un modo de vida y, cada vez más, se constituye en el capital necesario para dedicarse más tarde a determinadas prácticas intelectuales o profesionales. La escolarización, es una forma de transmisión de la cultura que supone una relativa separación entre la formación y la práctica que se busca desarrollar en último término.

Cada escuela suscita por su mismo funcionamiento, aprendizajes que no proceden de ningún proyecto pedagógico explícito. Corresponden a lo que suele denominarse currículum oculto. La fundación de una escuela supone la elaboración de una imagen de la excelencia que desarrollar, de las competencias que adquirir. Esta imagen se hace autónoma y se convierte en la imagen de una cultura digna de ser enseñada y evaluada, sin que se sepa siempre qué vínculos se establecen entre la excelencia escolar y otras formas de excelencias reconocidas fuera de la escuela. Este tipo de imagen, ordenada, idealizada, es una condición de la delegación de las tareas de formación a docentes profesionales. Constituye una condición de funcionamiento de una organización escolar de tipo burocrático, basada en una división del trabajo didáctico entre docentes que se encargan de forma sucesiva de los mismos alumnos. Esta codificación de la cultura que transmitir lleva a su cristalización en un currículum formal, preparado a base de de disciplinas separadas y de programas anuales.

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Jerarquías de excelencia y evaluación formal.

En las escuelas medievales, el maestro se dirigía a un público heterogéneo. Sus alumnos tenían edades, necesidades e intereses diferentes, conocimientos previos muy desiguales. El maestro enseñaba lo que sabía, abordando de forma cíclica cierto número de temas sin preocuparse demasiado de determinar los progresos que hacía su público. Los alumnos se preocupaban de estudiar –o de vivir juntos– más que de logra éxitos, y los maestros, de enseñar más que de evaluar.

La definición de normas de excelencia escolares, en sentido estricto, no lleva a someter a los alumnos en cada escuela a una evaluación regular, escrita, formal, estandarizada. En las primeras escuelas de gramática, universidades, colegios, los maestros no parecen que dedicaran mucho tiempo a evaluar las adquisiciones de sus alumnos. Cada uno de ellos tenía que evaluar sus propios aprendizajes comparándose con los demás o con los profesionales en ejercicio que admirara, empezando por el maestro.

La autoevaluación prevalecía sobre la evaluación. Los primeros maestros de escuela ofrecían sus servicios en el “mercado escolar”. Y los primeros alumnos actuaban como consumidores; como tales, les correspondía saber cuáles eran sus deseos y en qué medida la enseñanza recibida les proporcionaba satisfacción respecto a aquéllos.

El maestro encarna la norma de excelencia y el alumno la interioriza, pero dicha norma no es forzosamente el fundamento de las clasificaciones formales y mucho menos aún de las evaluaciones que modificarían el ritmo o el contenido del discurso magistral. La necesidad de evaluar con mayor rigor, de forma metódica y regular, los aprendizajes sólo se establece, paulatinamente. Es preciso esperar el siglo XIX para contemplar la instauración de la evaluación formal en Inglaterra. Algunos autores relacionan la aparición de la evaluación formal con la estructuración del sistema de enseñanza en el siglo XIX.

A partir del comienzo del siglo XIX, se pone de manifiesto un movimiento de racionalización de la evaluación formal bajo el imperio de tres factores principales:

1) El desarrollo de la docimología en sus aspectos críticos (cuando pone de manifiesto los errores metodológicos de las prácticas corrientes de evaluación) y en sus aspectos prescriptivos (al proponer modalidades de evaluación más racionales).

2) La práctica de un dispositivo de orientación y de selección en el seno del sistema escolar, que exige una evaluación menos orientada hacia la certificación que hacía el pronóstico.

3) Una tendencia general a racionalizar la evaluación del comportamiento y de las características humanas en todos los campos de la práctica social, para racionalizar mejor las mismas prácticas, en especial, el trabajo y la forma de hacerse cargo de las personas.

No hay ninguna historia general de la evaluación escolar, por tanto, podemos suponer que, se desarrollo en la medida en que se produjeron las transformaciones del sistema de enseñanza y en especial:

a) De la fragmentación del currículum en grados sucesivos, con la división del trabajo pedagógico que supone, pasando cada alumno al grado siguiente si hubiera dominado el currículum del anterior.

b) De la inversión de la relación de poder entre el alumno y la escuela: el alumno ya no es quien decide lo que quiere aprender, sino la escuela, que sabe lo que ha de enseñar y lo somete, con este fin, a un trabajo escolar y a controles regulares.

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c) De la integración progresiva de escuelas y niveles en un sistema de enseñanza único, en cuyo interior se regula la circulación de los alumnos mediante normas de selección y de orientación que exigen una evaluación codificada.

d) De la creciente demanda de certificaciones de las competencias adquiridas para el mercado de trabajo y, a la vez, para la admisión en otras escuelas u otros niveles de formación.

e) De la normalización del currículum y de la creciente movilidad geográfica de los alumnos.

f) Del desarrollo de la psicometría y de la docimología, que invaden el campo de la evaluación escolar en nombre del rigor científico.

g) En época más reciente, del intento de lograr el mayor rendimiento posible de la acción pedagógica e individualizarla, apoyándose en una evaluación formativa.

La cultura escolar, se ha definido, en un principio, como una cultura que debe enseñarse, transmitirse. Su codificación en forma de currículum explícito no se orienta hacia la evaluación instrumentada de la excelencia escolar, sino hacia la especificación de los contenidos de la enseñanza de los temas del discurso magistral.

Incluso en ausencia de evaluación formal, la formación se orienta en función de una imagen de la excelencia. En un primer momento, las normas de excelencia fundan jerarquías intuitivas, que no pasan por una evaluación formal e instrumentada, sino que se elaboran en el seno de un “público escolar”, a veces, sin intervención activa del maestro, por simple comparación mutua. Las normas de excelencia, siguen siendo propias de cada escuela. Están vigentes en el seno de una corporación de profesionales en ejercicio de la que proceden los maestros y a la que los alumnos esperan acceder.

La escolarización progresiva de distintos procesos formativos, antiguos o de nueva creación, no transforma inmediatamente la naturaleza de las jerarquías culturales a escala de la totalidad de la sociedad. Las normas de excelencia escolar se unen o sustituyen a las normas tradicionales, pero se circunscriben a círculos restringidos. Las normas de excelencia escolar no llegarán a instaurar una jerarquía a escala de la sociedad global sino de manera gradual. Y ese será el resultado de una evolución que hará que la instrucción escolar se convierta en principio de jerarquía cultural a escala de la sociedad global, antes de quedar consagrada norma de excelencia universal, reconocida incluso por quienes no van a la escuela o no alcanzan el éxito en ella.

La instrucción en el principio de las nuevas jerarquías culturales.

A partir del siglo XV aproximadamente, la alfabetización se pone en marcha. La norma que se instaura: es preciso saber leer para gozar de cierta consideración social y, mejor aún, si se sabe escribir y se dispone de una instrucción general. La existencia de una formación escolarizada devalúa poco a poco los demás modos de transmisión del saber hacer, hasta el punto de que quienes no han pasado por la escuela acaban por ser considerados como “incultos”, sin cultura. Antes de convertirse en obligatoria la formación escolar pasa a ser el principio de la jerarquía.

Progresivamente, la acumulación de un capital escolar va apareciendo como necesaria para legitimar la pertenencia hereditaria a las clases privilegiadas y más aún, la entrada a esas clases a partir de un origen más modesto.

Todavía no se pueden vincular las desigualdades culturales al funcionamiento de un auténtico “sistema” de enseñanza, porque no existe aún como tal, a menos que pretenda definirse en este sentido un conjunto heterogéneo de escuelas. Hasta la revolución, los estados monárquicos u oligárquicos carecen de una política escolar,

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aunque controlen directamente determinadas escuelas y puedan contribuir a crear otras. Las iglesias, si mantienen una política educativa, otorgan poderes o ejercen presiones sobre ellos para que sostengan sus iniciativas, obligando por ejemplo, a los municipios a crear escuelas elementales y a confiarles al clero. En cuanto a la instrucción del pueblo, no es materia de preocupación más que para una fracción de las clases dirigentes, hombres de iglesia o filósofos liberales.

Se considera que la desigualdad de formaciones que reciban el pueblo y la elite se ajusta al orden natural de las cosas, de acuerdo con la condición de cada cual.

Esta forma de pensar evolucionará lentamente y no se verá alterada por los tres procesos principales que operan desde el siglo XVI:

1) La proporción de niños que asisten a la escuela durante unos años, al menos, crece regularmente y, por tanto, también el grado de alfabetización.

2) Las escuelas, independientes hasta entonces, tienden poco a poco a integrarse en un sistema escolar controlado por el Estado, de forma directa cuando dirige y financia la enseñanza pública, e indirecta cuando orienta y supervisa las escuelas privadas, laicas y confesionales.

3) Se hace cada vez más evidente que la educación de los niños no puede dejarse al azar y es preciso asegurar a cada uno, al menos, una instrucción elemental, lo que se lleva a la práctica a través de la imposición por la fuerza de la ley o ejerciendo grandes presiones sobre las familias, por parte del clero, las personas influyentes o, incluso, los patronos.

La continuada expansión de la escolarización no desemboca hasta el siglo XIX en la instauración efectiva de la escolaridad obligatoria. Durante decenios persistirán, en muchos países, redes de escolarización primaria cerradas en grado notable.

La preparación de distintos futuros en las redes escolares cerradas camina a la par de notables diferencias respecto al contenido y nivel de las enseñanzas. Esta división interna de la enseñanza primaria subsistirá a veces, hasta mediado el siglo XX.

En cuanto a la escuela primaria, había una pluralidad de escuelas cuyo denominador consistía en estar dirigidas a los niños pequeños para enseñarles una “cultura básica”.

Cada escuela definía esta cultura básica a su manera. Su currículum coincide con el de otras escuelas, a veces en aspectos de detalle, en ocasiones en líneas más generales, por ejemplo, en la enseñanza de las matemáticas o de la gramática. La formación de los maestro y sus categorías respectivas no son universales; las concepciones didácticas y los medios de enseñanza, difieren; el nivel de exigencia no es el mismo, y es obvio que la composición social del público muestra un claro contraste, dado que la condición de clase es uno de los factores que decide, con la adscripción y la práctica religiosas, la inscripción en una u otra escuela.

En nuestros días, a pesar de la unificación parcial de la enseñanza primaria pública a escala regional o nacional, subsiste esta diversidad. No impide esta diversidad jerarquizar, desde le punto de vista de la excelencia escolar, de la cultura general básica, a los alumnos que asisten a distintas escuelas primarias porque los contenidos del currículum no difieren tanto como para vaciar de sentido una jerarquía de excelencia. Convendremos en que la jerarquía más indiscutible se establece entre alumnos de una misma escuela, dado que, se enfrentan al mismo currículum y a las mismas normas de evaluación.

Esta jerarquía ha permanecido durante mucho tiempo en un nivel muy trivial: en la medida en que coexistían redes de escolaridad primaria cerradas sobre sí mismas, era evidente, que ciertos niveles eran “superiores” a otros, y todo porque la selección predecía al ingreso en la escuela. Al escolarizar al niño en un establecimiento

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determinado, en una red concreta, las familias sabían que estaba destinado a estudios de larga duración o a la vida activa.

A medida que se desarrollaba la escolarización, las diferencias culturales se convirtieron cada vez más en desigualdades de nivel de instrucción, de dominio de la misma cultura básica. Pero durante mucho tiempo han sido vividas como diferencias cualitativas. Entre la instrucción elemental y la cultura adquirida en la enseñanza secundaria, la jerarquía es de valor, más que de excelencia.

Respecto a la escolaridad elemental, será preciso esperar a la unificación de las redes y a la instauración de una competición escolar entre todos los niños para que las desigualdades culturales a esta edad sean consideradas, como jerarquías de excelencia, como grados diferentes de dominio de la misma cultura.

Del hábito cristiano a la excelencia moral y cívica.

La escolaridad elemental fue instaurada en un contexto de preocupación por la educación religiosa y moral, más que en cuanto, formación propiamente intelectual. Desde el siglo XVI hasta el XVIII, se intenta crear un hábito cristiano. La tarea principal del maestro consiste en “instruir a los niños en las verdades de la Religión”. Hasta principio del siglo XIX, habida cuenta de la estrecha unión entre la Iglesia y estado, la escuela está dominada, dirigida e inspeccionada por la Iglesia. A “la idea de formar cristianos, el humanismo, ya después del siglo de las luces, había añadido, o mejor, sustituido por la de formar ciudadanos. En la primera mitad del siglo XIX, se trata de mantener el equilibrio entre ambas”.

En todos los países, católicos o reformados, la instrucción elemental permaneció durante mucho tiempo muy cerca de una catequesis completada con el aprendizaje de la lectura; sobre esas bases indispensables se edificó, por un lado, un currículum “académico”, y por otro un “currículum moral” que forma parte de la educación religiosa o la sustituía en las escuelas laicas.

La educación moral puede concebirse, como inculcación de principios morales, de reglas de conductas en situaciones en las que están en juego el “bien” y el “mal”. Esta forma de educación moral conservó cierta importancia en todos los países industrializados, al menos hasta la Segunda Guerra Mundial. Desde entonces y de forma desigual según los regímenes políticos, la educación moral se hace menos patente, en función de la evolución de las costumbres, de la disminución de las prácticas religiosas, de la pluralidad de los valores, de la voluntad de las familias de que la escuela no inculcase a sus hijos creencias que no coincidieran exactamente con las suyas. Esto en los regímenes llamados democráticos.

Esta fase ideológica de la historia de la escuela, característica de la segunda mitad del siglo XIX, se fundamenta en otra fase dominada por las disciplinas. La misma apuntaba más a los “cuerpo dóciles”. La docilidad de los cuerpos garantizaba la conformidad de conducta y pensamientos. La socialización disciplinaria es una modalidad de control de cuerpos y espíritus al servicio de ortodoxias diversas, laicas o confesionales, políticas o profesionales.

El trabajo escolar es una disciplina. En el aprendizaje de la lectura, escritura, cálculo, la disciplina a la que se obliga al escolar y que interioriza cuenta tanto como el dominio de un determinado saber hacer. Eso explica el tiempo empleado en repeticiones si fin, en correcciones minuciosas, en copias interminables. Se concede a esas formas de trabajo escolar tantas virtudes disciplinarias como eficacia didáctica. La noción de disciplina, todavía no ha adquirido en esa época los dos significados autónomos que le asignamos en la actualidad: por una parte, la disciplina como parcela del saber o de la

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práctica, arte, ciencia o técnica, conjunto de saberes y saber hacer que presenta una cierta unidad: geometría, danza, astronomía, dibujo técnico artes del Trivium o Quadrivium; por otra, la disciplina como conformidad con las reglas de conducta o como un conjunto de mecanismos de control social que aseguran la interiorización o el respeto.

Al filo del siglo XIX, una evolución de la escuela primaria, atempera un poco las disciplinas para otorgar mayor importancia a la lección de moral y a la instrucción cívica. Esto en la escuela laica. En las escuelas confesionales, el catecismo y la disciplina formativa de un hábito cristiano seguirán siendo partes integrantes del currículum y crean la reputación de ciertos centros.

Estas transformaciones importantísimas, que afectan también a la escuela confesional, conducirán con lentitud a la escuela primaria que conocemos hoy, que concede mayor importancia a la adquisición de saberes y de saber hacer lingüístico, lógico-matemáticos o gráficos y de conocimientos básicos de historia, geografía y de ciencias de la naturaleza, o al desarrollo de la inteligencia, de la personalidad, del sentido crítico, de la solidaridad, de la conciencia ecológica, de la creatividad. Durante mucho tiempo, la excelencia escolar, en la enseñanza elemental, era una excelencia moral, religiosa, cívica, más que intelectual: buenas costumbres, amor al trabajo, esmero, piedad, obediencia, humildad, caridad, patriotismo, respeto a las instituciones, constituían en el principio de las jerarquías de excelencia, muy alejadas de las que hoy día, fundamentan la selección escolar.

En los colegios, creados casi todos por órdenes religiosas, o por la autoridad eclesiástica secular, católica o reformada, la preocupación por la educación religiosa y moral no era menor. Pero las disciplinas intelectuales ocupaban mayor espacio y contribuían con mayor rapidez a promover jerarquías distintas de excelencia. La inmensa mayoría de quienes asistían a los primeros cursos de los institutos era de origen burgués y sus integrantes se consideraban a sí mismos como “elegidos” llamados a acceder a la cultura por su condición social. En los primeros grados se trataba de familiarizarlos con esta cultura, de prepararlos para estudios de larga duración y no de seleccionarlos.

En las escuelas primarias abiertas a los niños de las clases populares, la selección tampoco tenía mucho sentido; sólo algunos alumnos de mayor brillantez podían convertirse en becarios y proseguir estudios. La mayoría tenía marcado su destino social desde antes de ingresar en la escuela. Para las autoridades escolares, lo esencial era escolarizar a los niños, darles un mínimo de educación religiosa y de instrucción antes de su “entrada a la vida”, entre los 10 y los 13 años. Las clasificaciones escolares no eran necesarias.

La excelencia escolar y la selección en la escuela primaria.

Las jerarquías escolares cobran su valor cuando se llega a reconocer la creciente importancia de los conocimientos y del saber hacer intelectuales, pero no revestirán una significación decisiva, a escalas de generaciones enteras, hasta que la selección quede desplazada al final de la escolaridad elemental. Las jerarquías propiamente escolares, establecidas en el transcurso de los primeros años se convertirán en determinantes para la posterior carrera académica de loa alumnos de toda condición, cuando se produzca la apertura de las redes y la instauración de un “tronco común” de escolaridad obligatoria.

Interesa abordar la aparición histórica de una nueva norma de excelencia a escala social. En esta perspectiva, podemos decir que, todos los niños de la misma generación se enfrentan a una variantes de la misma cultura escolar, al mismo tipo de normas de

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excelencia durante los primeros años de escolaridad obligatoria, quizá también más adelante, según la estructura del sistema de enseñanza.

Distinguiremos tres tipos de estructuras en la enseñanza pública: 1) Un “tronco común” de algunos años de duración precede, para unos a la

admisión, previo concurso de méritos o examen, en una escuela secundaria; para otros, la continuación de la escolaridad obligatoria en las clases primarias, denominada en ocasiones “de fin de estudios”

2) Después de un tronco común de cinco a siete años de duración, todos los alumnos acceden a una escuela media que, manteniendo una cierta unidad de currículum, los orienta hacia secciones jerarquizadas de forma global, o hacia cursos de niveles u pociones, en general de manera progresiva y en parte reversible, a veces al término de un ciclo de observación, que prolonga el tronco común primario.

3) Toda escolaridad obligatoria se desarrolla en una escuela única, denominada a veces “básica”, con posibles opciones en los últimos grados, aunque sin selección antes de los 15 ó 16 años.

Esta diversidad de estructuras modula la amplitud de la cultura enseñada a todos, que puede ir desde una instrucción elemental, relativa al saber hacer y a conocimientos básicos –lectura, escritura, cálculo, fundamentos de ciencias, geografía, historia, higiene, educación cívica– hasta enseñanzas más completas de literatura, lenguas extranjeras, matemáticas, biología, física. Incluso cuando existe una selección temprana y una clara distinción de las enseñanzas impartidas a continuación, subsisten puntos comunes.

La cultura escolar, destinada a todos tiene, dos componentes. El más patente corresponde al currículum de la enseñanza primaria antes de la primera selección, y el más oculto se refiere al denominador común de los contenidos de la enseñanza en los distintos niveles posteriores a la primera selección.

Las prácticas y las normas de evaluación en la escuela primaria moderna, son el resultado de una larga historia la de la aparición de normas de excelencia escolar que se imponen a todos los alumnos de una misma generación.

Lo que sólo era una jerarquía entre culturas distintas, basada en la dominación y en juicios de valor, se ha convertido en jerarquía de excelencia basada en el dominio desigual de una cultura enseñada, en principio, a todos y, en gran medida, valoradas por todos.

Esta jerarquía afecta, por tanto, a todos los niños escolarizados en la enseñanza primaria, o sea, entre los 6 y 12 años, pero se extiende a todos a quienes han pasado por la escuela primaria y han salido de ella más o menos airosos; porque el destino escolar de los adolescentes y después, el destino social y profesional de los adultos, depende en gran medida de su grado de excelencia en la escuela primaria. Su éxito en estos primeros años de escuela desempeña un papel determinante en el momento de la primera selección para el ingreso en la enseñanza secundaria.

La excelencia escolar reconocida en la enseñanza primaria, o los aprendizajes reales que sanciona pesan sobre la primera orientación y niveles inmediatos, y, por tanto, de modo indirecto, sobre el desarrollo de la carrera académica posterior, sobre el nivel final de formación básica, las posibilidades de empleo y el nivel socio profesional que se considera, garantizan los títulos obtenidos.

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El peso de las jerarquías escolares fuera de la escuela.

Las jerarquías escolares siguen a los individuos más allá de su etapa escolar. Porque ellos los han interiorizado y porque están certificadas por diplomas o, indirectamente, por la naturaleza y duración de los estudios post-obligatorios y por la profesión ejercida.

La excelencia escolar, en cuanto dominio de una cultura general, produce efectos mucho más allá de la época escolar y se encuentra en la base de las jerarquías y de las distinciones culturales percibidas con mayor frecuencia e interiorizadas en las sociedades industriales. Las jerarquías escolares, en una sociedad industrial:

a) Incluyen, aun en contra de su voluntad, a todos los individuos, desde su más tierna infancia.

b) Preparan de forma manifiesta las jerarquías estrictamente profesionales, en cuanto condiciones de acceso a los procesos de formación profesional o componentes de las escalas de cualificación.

c) Determinan en parte la naturaleza y las representaciones de las diferencias culturales en los dominios más ajenos al currículum escolar.

Nuestra sociedad está escolarizada, en un segundo sentido: en ella, las jerarquías escolares ocupan un lugar central, se articulan con la pertenencia a una clase, la renta, el poder, las formas de vida y muchas otras diferencias culturales.

Si el dominio de la cultura escolar básica se ha convertido en una norma a la que nade escapa en una sociedad desarrollada, falta saber cómo se establece el grado de excelencia de cada uno, lo que nos remite a la evaluación escolar, a la que procediendo mediante balances periódicos rige el éxito o el fracaso, la fortuna frente a la selección.

Capitulo IV La imagen de la excelencia escolar en el “currículum” formal.

Nos ocuparemos sobre todo de la enseñanza primaria en nuestra época. En muchas

ocasiones nos referimos a la escuela francófona o a la ginebrina, sin que renunciemos a tomar ejemplos de otros sistemas escolares o de volver sobre la historia cuando ayude a iluminar el presente.

En último extremo, nos interesan los juicios de excelencia concretos que formulan a diario maestros concretos a propósito de alumnos también concretos; juicios que, sintetizados, combinados según procedimientos más o menos codificados, rigen el mundo académico. ¿Cómo captar estos juicios? Lo más seguro consistiría en colocar observadores en gran cantidad de clases, pedirles que observaran las conductas respectivas de maestros y alumnos, registrarán sus interacciones, sus propósitos y, en especial, los juicios que hicieran unos sobre otros.

Sin embargo no disponíamos de los medios para realizar una observación de este tipo, salvo en unas pocas clases, ni tampoco de la posibilidad de interrogar a muchos docentes en cuanto a sus prácticas de evaluación. La escuela define un currículum formal, que prescribe, al menos en líneas generales, lo que ha de enseñarse y, como mínimo de forma indirecta, lo que ha de evaluarse. Los reglamentos escolares establecen, por otra parte, las modalidades de la evaluación, su frecuencia, las disciplinas objeto de evaluación, los plazos, la naturaleza de la información facilitada a los padres, el sistema de calificación o de evaluación cualitativa. El análisis de estas reglas y del currículum formal no reemplaza a la observación directa de las prácticas, pero permite, al menos, calibrar lo que los maestros deben enseñar y evaluar. El análisis

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previo del currículum prescrito y de las normas de excelencia que define, de forma directa o indirecta, nos autorizará a describir las prácticas de los maestros como desviaciones, variaciones en relación con lo que la organización escolar les encarga de enseñar y de evaluar.

Normas de excelencia “inmersas” en el “currículum” formal.

No podemos esperar que un sistema de enseñanza pueda proporcionar una codificación de la excelencia hasta tal punto detallada que baste para que los docentes la apliquen al pie de la letra.

Hay muchos textos de distinta categoría relativos a lo que la escuela debe enseñar, sobre los límites de la cultura escolar, desde leyes y reglamentos que fijan los objetivos generales de la instrucción pública o de cada escuela hasta metodologías e instrucciones didácticas, pasando por los programas y planes de estudios. Por el contrario, a pesar de esta profusión, o por su causa, apenas podemos aislar un conjunto de normas de excelencias bien definidas, precisas, detalladas.

Da la sensación de que, prescribiendo lo que ha de enseñarse, la institución simulará haber definido ipso facto lo que es preciso evaluar, y esto la dispensaría de formular de manera separada y distintas las normas de excelencia. Las indicaciones formales relativas a la evaluación nos conducen, por tanto, a los procedimientos: en unos niveles, poner notas, a qué ritmo, de acuerdo con qué escala; en otros niveles, limitarse a efectuar apreciaciones cualitativas, cómo redactarlas; según qué reglas combinar apreciaciones y notas para decidir el éxito o el fracaso, o fundamentar determinadas decisiones como la repetición, el ingreso a las aulas de apoyo, revisión médico-pedagógica, envío a aulas de educación especial.

Pero hacernos una primera idea del contenido de las normas de excelencia, haría falta, por tanto, analizar los textos que especifican, en general, o en relación con un ciclo o un nivel concreto, los objetivos de la enseñanza, contenidos, nociones, saberes y saber hacer que enseñar, los métodos, actividades, y los procedimientos didácticos aconsejados. Examinando de cerca los medios de enseñanza puestos a disposición de docentes y alumnos (manuales, ficheros, cuaderno de ejercicios, formularios de evaluación), podremos hacernos una idea más clara de la naturaleza de las tareas propuestas en el marco del trabajo escolar ordinario y que, trasladados a los momentos de evaluación formal, dan lugar a los juicios de excelencia.

En estos textos, la excelencia está por todas partes, pero a menudo en forma implícita, identificable de un modo indirecto, a través de objetivos, contenidos, ejercicios, ejemplos didácticos. Se aprecia con claridad que todo gira en torno a la lengua escrita, la expresión oral, ortografía, gramática, matemáticas, geometría y, en menor medida, historia, geografía, ciencias o dibujo. Dado que los interesados, administradores, docentes, alumnos y padres, parecen saber bastante bien lo que hay que evaluar y cómo, pues lo hacen a diario, estamos en presencia de un sistema escolar que fabrica juicios de excelencia de forma perfectamente rutinaria.

Es difícil imaginar que un tribunal de justicia pudiera funcionar sin que jueces, jurados, ministerio público, acusado y defensor o la posible acusación privada se refieran a normas compartidas, código penal o código de procedimiento. Si hay interpretación, siempre es a partir de un punto conocido y compartido en sus aspectos esenciales, sea un código escrito o consuetudinario. En la escuela no hay nada de esto: no sólo no están consignados por escrito como tales las normas de excelencia ni los niveles de exigencia. Sin embargo, los mismos docentes evalúan a sus alumnos, lo que

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sugiere que, a la vez, tienen una imagen de excelencia y de las exigencias precisas, en relación con el grado correspondiente y el trabajo realizado.

La evaluación subordinada a la enseñanza.

Es absolutamente imposible comprender esta situación si hacemos abstracción del hecho del que el sistema de enseñanza no está orientado, en primer lugar, a la evaluación. La evaluación formal se desarrolla en un momento tardío; durante un largo período de la historia de la escuela, los maestros se ocupaban sobre todo de enseñar. La necesidad de certificar los conocimientos adquiridos, tanto en el seno del sistema escolar como en el mercado del empleo, no llega a imponerse hasta que se produce la integración del sistema escolar, inseparable de su burocratización; o en función de la creciente escolarización de las formaciones profesionales.

El sistema escolar doble cometido: evalúa, y esta práctica ocupa en determinados grados del ciclo, en ciertas escuelas y niveles, una parte considerable respecto al tiempo y organización del trabajo escolar. Pero antes de evaluar la escuela constituye un lugar de enseñanza y aprendizaje.

Desde el punto de vista sociológico, las prácticas de la evaluación están lejos de ser tan marginales como los profesionales de la escuela indican a veces. Los debates a cerca de la selección escolar remiten siempre a un sistema de evaluación de excelencia. Los maestros se ven así mismos como educadores o docentes por vocación, y evaluaciones por necesidad, ya que la institución les exige administrar pruebas, poner notas, redactar boletines; por ello han de conocer bien cómo van los alumnos, para informar a los padres o controlar el progreso de la clase respecto del programa.

La importancia conferida a la enseñanza reaparece en la formación de los maestros. Se insiste en ella a la manera de enseñar, de animar y de estar en clase, de fabricar o utilizar medios de enseñanza. Las técnicas de evaluación, la forma de poner notas, no están ausentes, pero ocupan un lugar marginal en los estudios de los futuros maestros.

La evaluación es igualmente marginal en los terrenos de los medios puestos a disposición del docente. La mayor parte de ellos se refieren a la enseñanza: manuales, libros de lectura, cuadernillos de ejercicios, fichas, obras de referencia, documentales, instrumentos, objetos que se prestan a manipulaciones físicas o matemáticas.

Por último, el desequilibrio aparece en los textos que definen el currículum formal. En lo esencial, prescriben lo que hace falta enseñar o lo que los alumnos deben estudiar. En efecto, el currículum, tal como está formulado, no es compatible con ningún tipo de evaluación escolar, sino que el maestro debe extraer las normas de excelencia de entre el conjunto de textos en los que, de algún modo, están inmersas. Dudamos que el maestro algo experimentado trabaje con el plan de estudios en la mano. Evaluación y enseñanza constituyen rutinas que, una vez dominadas, no exigen un retorno constante al programa, ni siquiera a las metodologías. La mayor parte de los maestros planifican su enseñanza apoyándose en su memoria, en su documentación, en los medios de enseñanza y, en caso de duda, se remiten a los textos más oficiales. En cuanto a la evaluación, consiste, en la mayoría de las ocasiones, en repetir, reformándolos un poco, los ejercicios y las tareas cotidianos, para utilizarlos en una prueba escrita o en preguntas orales.

Por tanto, no es posible calibrar la excelencia escolar concreta sino mediante el análisis del currículum real y las prácticas. Conviene examinar de antemano el currículum formal.

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El currículum no tiene por que estar escrito. Podemos concebirlo como una representación predominante, oficial, de lo que hay que enseñar o evaluar, esté consignado por escrito o se imponga a la manera del derecho consuetudinario. Dada la importancia del escrito en nuestra cultura, discutiremos a continuación los textos que integran el currículum formal, examinando después los aspectos no escritos.

La cultura escolar en forma escrita.

La cultura, en sentido estricto, existe cuando se pone en práctica, se traduce en actos, a cargo de individuos o grupos concretos.

Los saberes, en las sociedades occidentales, se ponen por escrito; los textos parecen constituir una memoria colectiva independiente de los individuos particulares, lo que apoya la idea de que los saberes están ahí, disponibles, almacenados; el desarrollo de la informática, de las “bases de datos” manejadas por ordenador y el teletexto acentúan aún más este fenómeno. En cualquier cultura que conceda un amplio espacio a saberes librescos se corre el riesgo de tener la imagen de una entidad autónoma, independiente de los individuos que le dan valor, sentido y la ponen en práctica.

Esta tendencia se amplifica por el hecho de que se trata de una cultura escolar, destinada a ser transmitida y aprendida, porque con esta intención didáctica se trata:

a) De dar a los alumnos y los que se relacionan con ellos una imagen simplificada de la cultura a dominar, con el fin de motivar el aprendizaje y orientar la elección entre distintos tipos de estudios;

b) De organizar la progresiva apropiación de esta cultura, lo que supone su fragmentación en distintas áreas y, en el interior de las mismas, en capítulos, en etapas sucesivas;

c) De hacer que esta cultura sea comunicable de forma oral o escrita, poniéndola en una de esas formas, con todas las restricciones sociolingüísticas y materiales de la comunicación en el aula;

d) De organizar la división del trabajo pedagógico, desde el momento en que varios profesores, que sólo enseñan determinados aspectos del currículum, toman a su cargo, de forma sucesiva o paralela, a un mismo alumno;

e) De hacer accesible a los alumnos la cultura escolar, memorizable, “ejercitable”, inteligible hasta el punto de poder establecer una progresión didáctica.

Por todas estas razones, la representación de la cultura escolar no constituye una imagen cualquiera de una cultura dada. Se trata de una representación formulada, a menudo expresada por escrito, metódica, estructurada de acuerdo con objetivos pragmáticos: información de los interesados, planificación de la acción didáctica, división del trabajo pedagógico, control del sistema de enseñanza y de los maestros. Llamaremos currículum formal al resultado de dar forma a todo esto; hablaremos también del currículum prescrito, porque especifica lo que hay que enseñar o hacer aprender. Por una parte lo distinguiremos de las representaciones más intuitivas y globales de la cultura escolar; por otra, del currículum real, definido como contenido efectivo de la enseñanza y de las situaciones de aprendizaje.

Los contenidos del currículum prescrito quedan más precisados cuando accedemos al detalle de los planes de estudios, a los programas de las distintas disciplinas, de los diferentes niveles. La imagen de la cultura contenida en esos documentos queda, no obstante, en un nivel de abstracción elevado. Se trata de listas de contenidos o listas de objetivos pedagógicos, nos encontramos siempre ante documentos

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relativamente condensados, pues el conjunto de lo que ha de ser enseñado o aprendido a lo largo de un curso escolar ocupa, de ordinario, varias decenas de páginas, y a veces menos.

Los planes de estudios y listas de objetivos sólo son recordatorios que remiten, por una parte, a otros documentos, menos oficiales pero más sustanciales; por otra, a representaciones no escritas. Los textos no agotan, por tanto el currículum formal, pero como el acceso a ellos es más fácil, no es inútil hacer un rápido inventario. Podemos distinguir seis tipos de textos:

1) Los textos legislativos, que asignan objetivos o contenidos a la escolaridad; 2) Los programas y planes de estudio oficiales; que aclaran los textos legales y

marcan unos límites; 3) Los programas y planes de estudio oficiales, que aclaran los textos legales

aspiran a fijar la interpretación; 4) Las metodologías, que, como presentan modelos de clases, de actividades,

situaciones didácticas, hacen referencia obligada a contenidos y objetivos, ilustrándolos, reformulándolos, dándoles más fundamentación de la que aparece en los planes de estudio. Entendemos aquí por “metodología” tanto las obras oficiales referidas a la didáctica de conjunto de una disciplina, como los “libros del maestro”, los prefacios y anexos metodológicos de los planes de estudio y los medios de enseñanza y publicaciones didácticas dirigidas a profesionales;

5) Los medios de enseñanza destinado a los alumnos: libro de lectura, cuadernillos, cuadernos de ejercicios, fichas, mapas, documentos audiovisuales. Estos tienen la finalidad principal de formular la cultura escolar para los alumnos y de facilitarles su asimilación mediante un trabajo metódico. Pero su función secundaria consiste en hacer corresponder a las nociones abstractas del plan de estudios contenidos más concretos: reglas, ejercicios, preguntas, respuestas, modelos, caminos que seguir;

6) Determinados modelos de evaluación, que ponen de manifiesto, hasta cierto punto, las normas de excelencia escolar, proponen formularios de evaluación o ejemplos de preguntas o de pruebas.

En determinados países o regiones no se experimenta la necesidad de codificar por escrito la cultura escolar. Remitiéndonos a la historia de cada sistema escolar y su correspondiente currículum. El grado de codificación escrita del currículum no se debe al azar.

Plasmar por escrito la cultura escolar constituye el trabajo de los profesionales de la escuela, docentes, altos funcionarios, inspectores, especialistas del currículum o metodólogos, formadores de docentes. Sobre la base de los textos por ellos redactados se ejerce el control político, mediante la aprobación o rechazo de sus proposiciones. Por tanto los profesionales de la escuela elaboran el currículum formal con fines pragmáticos, de acuerdo con sus necesidades concretas, que consisten en administrar, controlar, formar a los maestros, crear los medios de enseñanza y, sobre todo enseñar.

¿Es preciso presentar por escrito el “currículum” formal?

El currículum formal no debería identificarse con los textos, de igual manera que las normas legales en vigor no pueden reducirse al derecho escrito en naciones que reconocen el derecho consuetudinario. En algunos países, los textos consignan lo esencial del derecho en vigor o del currículum formal. En otros, la relación es menos

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clara, y el derecho o el currículum, existen en cuantas representaciones compartidas, “ancladas” sólo de forma parcial en textos oficiales.

En una sociedad industrial avanzada, el derecho consuetudinario o el currículum no escrito no pueden asimilarse del todo a la tradición oral en las sociedades que carecen de escritura. Nuestras sociedades no pueden dejar de fijar por escrito sus prácticas esenciales, aunque sólo sea con el fin de informar al público a través de la prensa, de formar a los profesionales, de alimentar a los debates en el parlamento o la opinión pública o de hacer un análisis en el marco de las ciencias sociales.

Una representación predominante del currículum la definiremos como la que implique a los poderes organizadores de la escuela, a quienes posean el derecho de decir o especificar lo que ha de enseñarse. Se trata de los mismos poderes que dan “fuerza de ley” a los textos; precisando su interpretación ortodoxa y eliminando las posibles lagunas.

Para identificar con precisión, para cada escuela, las fuentes de las representaciones dominantes del currículum será preciso efectuar un análisis de la estructura de poder propia de cada sociedad política y de cada sistema escolar. En los sistemas en que la enseñanza depende sobre todo del Estado, el poder de definir de manera oficial el currículum reside en el Ministerio de Educación, bajo el control del gobierno y del parlamento. En los sistemas más descentralizados, la definición del currículum puede corresponder a las regiones o entidades locales.

Es difícil poder hablar de un currículum formal a la escala de una sociedad global, incluso respecto a la enseñanza primaria, cuya estructura es más sencilla. En general, cuando existe una pluralidad, la ley fija unas grandes líneas de orientación que se imponen a todos los poderes escolares, privados o públicos, locales o nacionales. En este marco, cada instancia define el currículum formal de las escuelas que controla, de forma escrita o consuetudinaria.

Sin duda alguna, habremos de preguntarnos acerca de la unidad del poder que dicta el derecho o el currículum

En la medida en que tratemos de comprender el fundamentote la excelencia escolar, sin pretender analizar con todo detalle el currículum formal, nos atendremos a lo esencial a los textos que se presenten como el nódulo central de la definición predominante, oficial, de la cultura escolar.

La formulación prudente de objetivos generales.

En la medida en que se suponga que las leyes generales de instrucción pública expresen una voluntad política, podríamos esperar encontrar en ellas, al menos, formulaciones de las finalidades globales, una imagen del tipo de hombre o mujer que la escuela obligatoria deba formar, los saberes y saber hacer que un individuo habría de dominar para convertirse en un buen ciudadano, buen trabajador, o sea, un “hombre libre”, según la tradición de la escuela “liberadora”.

Las finalidades de la enseñanza pública, de la enseñanza primaria, son vagas más en los textos que en las mentes, acostumbradas a la idea de una instrucción primaria definida desde el primer momento como un bagaje mínimo para entrar en la vida y convertido después en la base de los estudios posteriores. Si las formulaciones son vagas no es porque la gente no sepa muy bien lo que espera de la escuela primaria, sino porque no esperan exactamente lo mismo. En una sociedad pluralista, parece cada vez más difícil de delimitar con nitidez una imagen del hombre y de la cultura que pueda producir un consenso político, salvo que nos atengamos a un humanismo abstracto que atraiga la unanimidad porque no comprometa demasiado.

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Para acoger a una amplia mayoría y producir la ilusión del consenso social respecto a las finalidades de la enseñanza, se edulcoran los textos hasta que resultan compatibles con cualquier ideología.

Esto no impide la existencia de representaciones dominantes más precisas de las finalidades de la escuela o de un tipo determinado de enseñanza. Se trasluce una visión predominante de los fines de la enseñanza, más precisa que la formulada en los textos que revelan una procedencia legal.

Esas finalidades encuentran más bien una “traducción”, con el desfase debido a la relativa inercia del currículum, en los programas y planes de estudio.

Ciertos planes de estudios recientes suelen estar formulados en términos de objetivos. Otros de forma más tradicional, mencionan, sin embargo, algunas finalidades, a menudo en forma de preámbulo al capítulo que detalla el plan de estudios a una rama determinada para cada año.

Existen currículum fragmentados que dividen la cultura escolar en ramas o en disciplinas claramente determinadas: lengua materna, matemáticas, historia, geografía, ciencias, educación artística, educación física, etc. Cada una de esas disciplinas puede estar fragmentada, a su vez.

Bernstein opone al currículum fragmentario (“collection code”) el currículum integrado (“integrated code”). En los países en que el currículum integrado sucede a un período de fragmentación, puede presentarse como una apertura de las disciplinas tradicionales, una interpretación más o menos profunda de la lengua materna, matemáticas, estudio del medio ambiente y actividades creadoras. En otros países, al menos en la enseñanza primaria, no existe tradición alguna de fragmentación del currículum y la imagen de la apertura no da cuenta de la forma de representación y de la organización de la cultura escolar que tienen los docentes a efectos de ordenación del tiempo de que disponen, de las actividades y de la evaluación.

Capítulo V La evaluación formal de la excelencia escolar.

Es imposible entender los procedimientos de fabricación de los juicios de

excelencia sólo a partir del análisis del contenido de las normas que figuran, implícita o explícitamente, en el currículum formal. Ante la profusión de posibles jerarquías de excelencia y de formas de fabricación y expresión de los juicios, ¿cuáles escogen los maestros?

Trataremos de comprender hasta qué punto estas elecciones están regidas por los textos o directrices verbales que emanan del sistema escolar o de la dirección del centro. Para comprenderlo es preciso esbozar algunas hipótesis sobre las funciones de la evaluación formal en el sistema de la enseñanza.

La noción de evaluación formal.

Cada vez que una práctica determinada se deja ver o se manifiesta a través de obras o productos, se esboza un juicio de excelencia. Incluso en un lugar en el que la interacción social se reduce a su mínima expresión, en donde las personas se rozan sin conocerse, los juicios de excelencia atraviesan de forma constante nuestro campo de consciencia, y tan pronto como se forman, se olvidan.

Cuando vivimos o trabajamos durante más tiempo con las mismas personas, esta evaluación informal se hace más consistente, y los juicios de excelencia influyen en las

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conductas y en la dinámica de las relaciones sociales, aunque no se expresen, incluso; aunque sólo se formen de manera inconsciente en las personas interesadas.

En una clase, la evaluación es aún más constante, dado que la búsqueda de la excelencia forma parte de la situación, exigida continuamente por el maestro y valorada por una parte de los alumnos. Desde el punto de vista profesional, el maestro no deja de valorar en ningún momento lo que hacen sus alumnos. Los alumnos se juzgan entre sí, de acuerdo tanto con las normas de excelencia propiamente escolares. Como con otras normas ajenas a la institución como por ejemplo hacer trampas sin hacer que le llamen la atención. La excelencia del maestro también es juzgada por sus alumnos y, de modo indirecto, por sus compañeros.

Todo ello forma parte de una evaluación informal, que se integra en el flujo de las interacciones cotidianas, en la que no se repara, y que no está codificada, registrada ni negociada. Esto no quiere decir que no tenga consecuencias, sino todo lo contrario. Decir que la evaluación es informal no significa, por tanto, de ningún modo, que sea insignificante y que pueda dejarse de lado en un análisis de la fabricación de los juicios de excelencia. No podemos ya considerar que la evaluación informal dependa sólo de la ecuación personal del maestro, que la organización escolar no tenga influencia alguna sobre los criterios, modalidades y los pormenores.

Al formar a los maestros imponiéndoles un currículum y un pliego de requisitos, se condiciona el conjunto de sus prácticas, incluyendo las normas de excelencia que ellos interiorizan y la evaluación informal a las que estas normas siempre subyacen. En evaluación formal, interviene la organización escolar de forma explícita, formulando reglas imperativas, acompañadas de consejos o ejemplos, menos restrictivos, pero que influyen también sobre las prácticas.

La evaluación formal implica a la organización escolar. Aunque sea elaborada por el maestro, una vez agotadas posibles vías de recurso, la evaluación formal fija oficialmente el nivel de excelencia reconocido a cada alumno, sea para una prueba particular, para un período de trabajo o en una materia definida, o relativa al conjunto del programa o curso escolar. La evaluación formal (debido a su carácter oficial, a que fundamenta decisiones de orientación o selección y a que llega a conocimientos de alumnos, padres y administración) suele estar escrita y normalizada, en su forma, periodicidad, difusión y, en principio en sus consecuencias respecto a las repeticiones de curso, al apoyo pedagógico y a la orientación.

En cada sistema escolar, la evaluación formal combina de manera original las apreciaciones formuladas por maestros y las pruebas o exámenes normalizados que los maestros se limitan a administrar. La evaluación formal descansa, esencialmente en las notas y apreciaciones de los maestros en el transcurso del año escolar. El éxito o fracaso depende de la síntesis de las evaluaciones parciales efectuadas por los docentes, a las que acompañan, en ciertos grados y ramas, los resultados obtenidos en pruebas comunes administradas de manera simultánea a todas las clases que siguen el mismo programa.

En ningún sistema escolar es posible, en realidad, comunicar a los alumnos, padres o administración toda la información de la que disponen los maestros sobre la excelencia y competencia de sus alumnos. Cada organización escolar se procura un lenguaje codificado que le permite clasificar, ordenar a los alumnos en las principales materias. La gradación de los niveles de excelencia se simboliza a menudo mediante letras (p. ej., de la A a la F) o notas (según escalas que pueden ir de 0 a 6, 10, 20 ó, incluso 100.)

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De uno a excelente: la atribución de notas.

La escala de calificaciones no constituye un simple código, en el que podrían reemplazarse las cifras por letras. Las notas son objeto de operaciones aritméticas: la calificación obtenida al final del curso escolar es la medida de tres notas trimestrales, las cuales son, a su vez, medias de notas atribuidas a evaluaciones parciales correspondientes, en la mayor parte de los casos, a pruebas escritas. El carácter doblemente selectivo de la evaluación formal:

1) Sirve de base principal para las decisiones que afectan al desarrollo de la carrera académica (promoción al grado superior, orientación al final del ciclo primario);

2) Afecta a una parte del currículum, correspondiente a lo que con frecuencia se denominan materias principales.

La segunda función manifiesta de la evaluación formal consiste en informar a los padres acerca del trabajo escolar y del nivel de excelencia de su hijo en las ramas principales, nos sólo al final del curso escolar, sino de cada trimestre y preferentemente más a menudo, mediante las evaluaciones parciales.

Estas medias llegan a conocimiento de los padres con una apreciación cualitativa que precisa el significado de alguna de ellas, por ejemplo, cuando el maestro quiere situar el nivel actual de excelencia del alumno en relación con su progreso en el transcurso del año, o poner de manifiesto un desfase entre sus posibilidades y sus resultados reales.

Las condiciones prácticas de la evaluación formal.

El formalismo y el ritualismo de un auténtico examen exigen, la ausencia de familiaridad entre el evaluador y el evaluado, y la insistencia en el carácter excepcional y definitivo de la prueba. La evaluación practicada en clase carece de estas características, aún cuando sea formal y calificada. En cierto modo, el escolar pasa el tiempo preparándose para la evaluación haciendo ejercicios, respondiendo a preguntas, resolviendo problemas análogos a los que encontrará en la prueba escrita o en la próxima pregunta oral. Por eso las conductas sobre las que se basa la evaluación formal de la excelencia escolar no se distinguen con toda claridad del conjunto de prácticas cotidianas en clase. Aunque los alumnos estén habituados a encontrase ante tareas análogas en su trabajo ordinario, la situación de evaluación puede modificar su conducta.

El contraste entre los momentos de evaluación y los de trabajo resulta más o menos marcado según las clases. En algunas, la tensión es permanente, el maestro ejerce una presión constante para que los alumnos trabajen rápido, bien, solos, sea en un ejercicio sin consecuencias o en una prueba importante. En otras clases, sino hay diferencias claras entre la evaluación y otros momentos del trabajo escolar, se debe a que ambos se caracterizan por una atmósfera distendida, teniendo los alumnos la posibilidad de hablar, de levantarse. Sin embargo, la evaluación sigue siendo un momento que se distingue de los demás por una cierta dramatización, y se pretende que sea una incitación suplementaria para trabajar. La dramatización crea una angustia y una tensión que obstaculizan el buen funcionamiento intelectual.

El factor tiempo reviste una importancia considerable porque crea en muchos alumnos una tensión que les hace perder parte de sus habilidades y, a la vez, porque impide que los más lentos hagan todos los ejercicios de manera que se les evalúa tanto por su ritmo de trabajo como por la exactitud de sus respuestas.

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Según la actitud del maestro la evaluación de la excelencia tiene en cuenta, y en una medida variable, la disposición a cooperar y la buena voluntad del alumno ante las tareas propuestas en una prueba escrita.

De la prueba corregida a las notas.

Una vez recogidos los ejercicios, con independencia de las condiciones en las que se haya realizado la prueba, el maestro se encuentra ante un conjunto de trabajos hechos de manera más o menos completa y más o menos correcta. ¿Cómo pasa de estas informaciones a una calificación? Sobre este punto no existe reglamentación alguna. En cuanto a las formas de calificar las respuestas orales, conferencias, presentaciones de libros, lecturas en voz alta, recitaciones de poemas o un conjunto de tareas regulares, es imposible calibrar una doctrina, identificar algunas constantes.

Podríamos decir que las prácticas observables participan de una combinación intuitiva de la evaluación de referencia normativa y de la evaluación de referencia criterial, ambas muy artesanales, cada una de las cuales neutraliza en parte los posibles excesos de la otra.

La evaluación tiene una referencia normativa cuando cada alumno es evaluado con respecto a una población. La prueba, una vez preparada, se administra a una amplia población de niños de la misma edad y se contabilizan los resultados obtenidos por cada uno. Si aquella está bien constituida, se supone que la distribución de los resultados tendrá la forma de la campana de Gauss, o curva normal.

En función de la distribución de los resultados, se transformarán las puntuaciones en porcentajes.

En una evaluación de referencia criterial, no se compara al alumno con los demás. Su trabajo se relaciona con un criterio, con un límite de dominio definido de antemano.

Cualquiera que sea la forma de calificar que empleen los maestros, criterial o comparativa, rigurosa o laxa, estable o cambiante, conduce a maestros distintos a adjudicar sentidos diferentes a las mismas notas, bien porque se trate de clases distintas (tanto por el nivel medio como por la dispersión en torno a la media), bien porque no plantean las mismas exigencias absolutas cuando se trata, por ejemplo, de poner un 4 en lectura o en matemáticas. A lo que se añaden todas las variaciones cualitativas en la interpretación y especificación de las normas de excelencia.

Los grados de libertad en la calificación de las pruebas escritas.

Distinguiremos 5 aspectos principales: 1) La administración de la prueba: en esta etapa al maestro no le interesa la nota,

sino la ejecución misma de la prueba; la norma de equidad formal, pretendía que todos sus alumnos trabajaran de forma individual, sin comunicación alguna, beneficiándose de las mismas explicaciones iniciales, disponiendo del mismo tiempo y trabajando en idénticas condiciones. Sin embargo en la práctica no siempre se desarrolla así.

2) La corrección ítem por ítem: el maestro aunque en un principio se dote de una codificación uniforme, se encuentra siempre con casos límite, errores inadvertidos, respuestas que no son verdaderas ni falsas, razonamientos falsos pero interesantes, respuestas inexactas aunque admisibles o que ponen de manifiesto cierta reflexión. Cuando juzga los casos complicados o evalúa de modo global un ejercicio, el maestro está influido por el conjunto del trabajo y por todo lo que sabe del alumno. Así, puede tomar, más o menos

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deliberadamente una decisión que mejore o empeore la puntuación final, y por consiguiente, quizá la nota.

Por otra parte, el maestro no llega a detectar todos los errores, los deja de lado e, incluso si el alumno o sus padres se dan cuenta de ello, no tienen apenas motivos para señalarlos. A la inversa, el maestro puede considerar como errores respuestas o razonamientos correctos. Pero los errores voluntarios no ocurren al azar. Hay maestros que dejan pasar más errores en los trabajos de los alumnos buenos que en los de los malos. La percepción del docente puede estar influida por las actitudes, con independencia del tema al que se refiera. A veces vemos la realidad, no como es, sino como quisiéramos que fuera. La corrección no es ajena a este mecanismo, tanto más cuanto que se trata de una rutina cotidiana, un trabajo bastante molesto en el que no es posible conseguir una cierta eficacia más que al precio de una determinada proporción de errores.

3) El cálculo de la presentación global: si cada ejercicio vale una cantidad concreta de punto, la calificación total suele calcularse mediante una simple adición; pero el maestro puede reservarse la corrección de esa puntuación (o la nota misma) para tener en cuenta factores generales como la calidad de la presentación, la escritura, la ortografía, forma de colocar las operaciones, de diseñar los diagramas, el respeto de las convenciones relativas a márgenes, la fecha, el nombre, etc. De un maestro a otro varía mucho la importancia otorgada a tales convenciones.

4) La elección del baremo: por definición, un baremo atribuye la misma nota a los alumnos que hayan tenido idéntica puntuación global o cometido el mismo número de errores. Aunque uno parezca menos apto que otro, el maestro no puede diferenciar sus notas mediante el baremo. Si el maestro escoge un baremo muy exigente, se trata de una decisión general, pero tiene consecuencias particulares, puede privar de una buena nota a ciertos alumnos que, a los ojos del docente, no la merece, o llevar a atribuir una nota más ajustada a la realidad a alumnos que el maestro considera realmente ineptos. Actuando sobre la división de intervalos, el maestro puede incluir o excluir a un alumno de un determinado nivel de excelencia.

5) La consideración de las pruebas: el maestro puede equilibra los resultados proponiendo una prueba más o menos difícil. Puede otorgar a determinadas pruebas un coeficiente. En el momento de hacer las medias, siempre han de tomarse ciertas decisiones para redondear las notas. Incluso, entonces, se introducen correcciones.

En relación con la imagen del examen como procedimiento imparcial, esas cinco formas de intervención correctora pueden parecer muy arbitrarias. Hay que subrayar que no introducen más que ligeras correcciones, para que, esencialmente, las notas encierren parte de “verdad”, para que las medias trimestrales reflejen con claridad una jerarquía de excelencia estable más allá de los aspectos azarosos de los procedimientos de evaluación formal. El juicio de excelencia que el maestro efectúa de manera intuitiva se extiende a veces no sólo a las competencias del alumno, sino a sus “aptitudes”. Pero esto sólo ocurre con algunos chicos, cuando, según el maestro, existe una contradicción manifiesta entre sus resultados actuales y sus posibilidades. En la “corrección” de las notas mediante la evaluación intuitiva hay algo de pronóstico. Las relaciones entre la evaluación formal y la intuitiva son, pues, bastante sutiles, y resultan difíciles de calibrar porque es más fácil descalibrar la intuición que las pruebas escritas, razón por la que los maestros, suelen mostrase muy discretos respecto a su forma de redondear las notas.

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La autonomía de la evaluación formal no es total cuando se trata de una evaluación continua concebida y dirigida por el maestro en clase. En parte está controlada por la evaluación informal que hace día a día, y que origina en el pensamiento del maestro, unas jerarquías intuitivas bastante estables. Para calibrar la esencia de la excelencia escolar, no basta el análisis de los procedimientos de la evaluación formal. Hace falta tener en cuenta la realidad del trabajo escolar y la evaluación intuitiva que lo acompaña para asimilar el contexto en el que se inserta la evaluación formal.

El sentido ambiguo de las calificaciones.

Podemos suponer que diferentes maestros no calificarían la misma prueba de manera contradictoria, salvo que cuando lo determinante sea la apreciación estética, en el dibujo o la composición, por ejemplo. Pero nada permite esperar una concordancia notable entre maestros distintos, habida cuenta de la forma de elaboración de las notas

Los especialistas en medición reprochan a las notas su falta de validez: las pruebas escolares, en especial cuando se elaboran a escala de una sola clase, no evalúan una muestra suficientemente representativa del conjunto de nociones y de saber hacer pertinentes de una materia. Para juzgar la validez, haría falta saber con exactitud qué competencias se pretenden medir. Pero no todos los maestros sienten necesidad de aclarar y de nombrar las competencias que tratan de evaluar en una prueba concreta. Aunque su validez estuviera asegurada, las notas carecerían de fiabilidad: el limitado número de preguntas y el escaso rigor de las condiciones de administración de las pruebas tiene como consecuencia grandes variaciones de notas correspondientes a igual competencia. Así, la persistencia del sistema de calificación mediante notas no se explica en realidad por el desconocimiento de sus limitaciones metodológicas.

Tales críticas valen ya para la evaluación de un solo alumno por un solo maestro, pues éste no aplica siempre las mismas normas de excelencia a todos sus alumnos. Si cada maestro tiene su propia imagen de la excelencia, de las exigencias correspondientes a un determinado grado del ciclo, en parte se debe a sus preferencias pedagógicas o ideológicas. Pero el maestro adapta de igual modo sus exigencias a los alumnos que tiene adelante. Es imposible mantener exigencias que condenarían a todos los alumnos de una clase al fracaso, con independencia del nivel absoluto de dominio que muestren. Bajo la presión de los alumnos, de sus padres, sus compañeros, el maestro adapta sus baremos al nivel de su público.

A parte de las críticas metodológicas, las prácticas actuales de evaluación se cuestionan desde un doble punto de vista:

1) El de la equidad: las formas corrientes de evaluación sobreestiman la excelencia escolar de determinados alumnos y subestiman la de otros, por tanto, son sancionados, recompensados, seleccionados, orientados injustamente. Si las notas no significan lo mismo en todas las escuelas, con capitales escolares iguales, hay una desigualdad patente ante la selección;

2) El de la eficacia de la acción didáctica y de orientación: en principio, las decisiones tomadas a propósito de un alumno-envío a clases de apoyo, repetición de curso, atención médico-pedagógica, transferencia a otra especialidad- serán más adecuadas si se basan en una apreciación justa de sus conocimientos escolares. Dicho de otro modo, una evaluación menos normativa permitiría orientar mejor la acción pedagógica corriente, sin necesidad de presentar continuamente a los “alumnos malos” una imagen poco gratificante de su posición en una jerarquía.

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La credibilidad de las calificaciones a los ojos de los padres.

La discordancia entre las exigencias de los maestros es lo bastante visible como para que muchos alumnos y padres tengan la impresión de que el significado de las calificaciones es bastante aleatorio. El alumno y sus padres, por tanto, en cierto modo, están en mejor situación que los docentes para tener conciencia de la diversidad de los modos de calificación. Lo que ellos observan no deja de empañar la credibilidad de la evaluación formal, con independencia de las críticas que le dirigen los especialistas en medición.

La forma en que los maestros elaboran las notas, distan mucho de ser evidente para todos sus alumnos, y aun para sus padres. Algunos docentes explican su sistema al principio del curso y responden sin problemas a cuantas preguntas les planteen respecto a una prueba concreta; ponen de manifiesto sus criterios de corrección, comunican sus baremos y justifican los casos de fracaso. En el otro extremo, hay maestros que protegen con todo cuidado “el secreto de fabricación” de sus notas, porque estiman que no tienen que rendir cuenta a los alumnos o a los padres o porque temen tener que justificar una práctica poco coherente, o sea, contraria al reglamento. Así cuando un maestros, que carece de calificaciones suficientes, basa su medida en una sola prueba, utiliza una prueba compuesta para poner notas en varias materias o vuelve a tomar la media del trimestre anterior, no estará muy dispuesto a la transferencia…

Respecto del eje severidad-laxitud, los comentarios abundan en las clases y en las familias. La tendencia general hacia una evaluación más global y menos frecuente no ayuda a los padres a comprender como se elaboran las medias. Como alumnos, conocieron, en general, un sistema que comunicaba a los padres, cada semana o cada quincena, el detalle de los resultados obtenidos. Como padres, viven un sistema en el que reciben cada tres meses una nota media calculada a partir de controles que no aparecen recapitulados; en el mejor de los casos, lo han visto y firmado, pero sin comprender siempre el sentido de las preguntas, las modalidades de corrección, la lógico del baremo y sin saber el peso de esa nota en la media que aparezca en el boletín trimestral.

Muchos padres y alumnos dan importancia a las calificaciones porque conforman la media anual y, por tanto, el éxito o fracaso escolar. Las notas funcionan como índices que anuncian que todo va bien, que la carrera académica sigue su curso, que el alumno trabaja con normalidad; o que hay que empezar a preocuparse, que está presente, la amenaza del fracaso escolar. Por tanto, a los alumnos y a los padres les importan que las notas sean buenas, o al menos suficientes para asegurar la promoción sin problemas de un curso al siguiente.

Cuando un niño recibe una calificación, espera, y sus padres con él, que sea justa. Esto supone que los alumnos sean evaluados de la misma forma, en idénticas condiciones y, en segundo lugar, que las notas correspondan al nivel real de excelencia de cada uno, sin exceso de severidad ni de laxitud. La forma de atribuir las calificaciones, variable de un maestro, una materia, una prueba a los demás, no contribuye a hacer creíble la equidad de la evaluación formal. Cuando el docente no se toma la molestia de explicar su forma de elaborar las notas y, cuando da muestras de que toda pregunta o toda crítica son mal recibidas, refuerza la impresión de que la evaluación no es muy rigurosa.

Las controversias de que son objeto las calificaciones y otros procedimientos de evaluación entre especialistas o profesionales de la escuela no pueden permanecer en el marco estricto del sistema escolar. La existencia de un debate, de críticas que autorizan

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las ciencias de la educación, de experiencias limitadas de prácticas alternativas “salvajes”, indican a los padres y a la opinión pública, que el sistema actual no goza de la unanimidad de los docentes, de los responsables, de los especialistas.

Si el sistema cambia poco, en parte se debe a que es objeto de críticas contradictorias. Las críticas de los especialistas y de una parte de los docentes piden más bien la supresión de las calificaciones y su reemplazo por una evaluación de referencia criterial, de la que los padres podrían recibir una versión simplificada. Los padres no se muestran unánimes en cuanto a las notas escolares. Los más próximos a las corrientes de la escuela moderna o activa se unen a los docentes que critican las calificaciones. Otros se oponen a las notas porque evalúan negativamente a sus hijos, los llevan a una competición muy dura de la que salen perdiendo. Pero muchos padres no desean la supresión de las notas, porque ven en ellas una justa retribución de la excelencia escolar y del trabajo, una invitación al esfuerzo, pero, sobre todo, porque las consideran una información familiar, simple, que sirve de barómetro o de termómetro de la situación escolar de su hijo, sin obligarles a entrar en el detalle de los objetivos y de los criterios. Las notas responden con exactitud a las necesidades de una parte de los padres. Los partidarios de la selección escolar desean también con vehemencia su mantenimiento, porque ven en el abandono de las calificaciones un signo de laxitud y la seguridad de un “descenso de nivel”.

Este sistema de evaluación resiste a las críticas porque permite a la organización escolar sobrevivir, a pesar de contradicciones importantes. Es lo que trataremos de mostrar analizando el sistema de evaluación formal, desde el punto de vista privilegiado en todos los debates, el de la selección escolar. Tendremos ocasión de examinar más de cerca poniendo de manifiesto los vínculos entre la evaluación formal y la progresión en el ciclo, la división del “currículum” en programas anuales y sus implicaciones para la fabricación de la excelencia escolar.

Capítulo VI Evaluación y progresión en el ciclo.

Una de las cuestiones que plantea todo análisis de los procedimientos de

evaluación formal consiste en saber por qué un sistema tan criticado por los especialistas en medición y que no goza de la aceptación unánime de padres ni maestros sigue en vigor durante decenios. Pretendemos comprender qué servicios prestan estas notas para que haya tanta resistencia a abandonarlas, a pesar de su limitada racionalidad desde el punto de vista de la medida “objetiva” de la excelencia.

La selección escolar constituye una cuestión escolar importante en las sociedades industriales occidentales y este tema divide a la opinión pública y a la clase política; las fuerzas conservadoras piden, por regla general, una selección dura y precoz, mientras que las fuerzas progresistas proponen, en cambio, atenuar la selección y retrasarla al máximo posible en el ciclo escolar. Sin embargo el desequilibrio existente entre las fuerzas, habida cuenta de las contradicciones internas de cada una, no es tan grande como para afirmar, que la selección escolar que se practica en la actualidad en la mayoría de los sistemas escolares sirva exclusiva y totalmente a los intereses de las clases sociales y de los partidos políticos favorables a la conservación del orden social y a la reproducción de las desigualdades. Las prácticas selectivas en son el resultado de un compromiso inestable entre doctrinas opuestas, conflicto que no sólo afecta a la sociedad política, sino también al sistema de enseñanza y al cuerpo docente.

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Ese compromiso produce, en cada sistema escolar, una determinada situación de selección. Sea como fuere, por sí sola no explica las modalidades de elaboración de los juicios de excelencia. Si existe una selección, con independencia del grado del ciclo en el que se produzca, supone una evaluación formal de los conocimientos adquiridos o de las “aptitudes”. Esto todavía no nos dice por qué la evaluación formal habría de adoptar o conservar la forma de calificaciones de excelencia escolar relativa.

La problemática de la reproducción de las relaciones entre clases y de desigualdades sociales y culturales permanece en el centro del debate en sociología de la educación.

Cursos anuales y diversidad de los ritmos de aprendizaje.

En su origen, la división en cursos sucesivos tenía como objetivo organizar una progresión rigurosa en los aprendizajes. En la organización de la escolaridad primaria en cursos anuales sucesivos, se contemplan que los alumnos que habían dominado los aprendizajes previstos para el primer curso puedan pasar al segundo, y así sucesivamente. En gran medida se sigue contemplando hoy día, la misma construcción progresiva de los saberes y saber hacer.

En la escuela primaria que conocemos desde hace al menos un siglo, la norma pretende que todos progresen al mismo ritmo y empleen un año escolar para asimilar el programa correspondiente a un curso.

Cuando esto no ocurre la institución escolar introduce tres correctivos importantes:

1. La relegación a una clase especializada: estas clases se destinan a los niños que se consideran “inadaptados” a la escolaridad ordinaria, bien por causa de la lentitud de su desarrollo intelectual y su ritmo de aprendizaje, bien como consecuencia de minusvalías físicas o de trastornos conductuales.

2. La variación en la edad de ingreso en el primer curso de enseñanza primaria: durante siglos, la edad de los escolares que recibían la misma enseñanza era muy variable, y esto preocupaba muy poco. Con la aparición de las leyes de escolarización obligatoria empieza a considerarse necesario fijar una edad legal a partir de la cual todos los niños estuviesen sometidos a instrucción, durante un período también fijado por la ley que, en el siglo pasado, solía ser de seis o siete años y, desde entonces, de nueve o diez años en la mayoría de los sistemas escolares. Se hizo normal que todos los niños de seis años entraran al mismo tiempo en el primer curso de escuela obligatoria. Sin embargo, con el desarrollo de la escuela materna o infantil, comenzó a ser raro que un niño fuese inscripto en la escuela obligatoria sin haber asistido de antemano a una escuela maternal o jardín de infancia. La generalización de la escolaridad preobligatoria sentó, no obstante, las bases de una relativa diferenciación de las edades de entrada en primer curso de primaria. Por una parte porque la división en cursos no es tan estricta en la escuela maternal: en ella es posible entrar más pequeño o saltar una o dos etapas. La simple existencia de una escolaridad antes de los 6 años permite justificar también que determinados alumnos entren en el primer curso de primaria con uno o, de manera excepcional, dos años de adelanto.

3. La repetición de un curso: es en esto consiste la principal modalidad por medio de la cual la enseñanza primaria hace frente a la diversidad de ritmos de adquisición. Ya no se trata, en este caso, de que un alumno permanezca en un curso durante el tiempo que necesite para dominar el currículum. Más bien es

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una especie de “doble o mitad”. Si en el término de un año escolar el alumno no ha adquirido manifiestamente el mínimo necesario para seguir la enseñanza en el curso siguiente, repetirá el año entero, quedando sometido a la misma forma de empleo del tiempo, a los mismos aprendizajes, a los mismos controles de quienes se encuentran por primera vez en ese curso.

Los límites de la diferenciación.

¿Bastan esos tres tipos de medidas –especiales, modulación en la edad de ingreso y repeticiones de curso– para garantizar que los alumnos que acceden al mismo curso se encuentran en condiciones de asimilar el programa? Dicho de otro modo: ¿los procedimientos estructurales descritos permiten considerar que la división en cursos asegura un progreso en los aprendizajes?

Es cierto que, en determinadas áreas, la estructura de los saberes y del saber hacer es hasta tan lineal y acumulativa que puede fijarse un límite absoluto por debajo del cual no tenga sentido al acceso al curso siguiente, de modo que la pobreza de los saberes aprendidos por el alumno le impidan de forma radical la más mínima asimilación del currículum correspondiente. Se sabe de niños que, desde el principio hasta el fin de su escolaridad primaria, pasan de un nivel a otro con muy escaso margen, porque no se quiere hacerles repetir curso aunque se sepa que tendrán las mismas dificultades al año siguiente.

A fuerza de enfrentarse a la realidad de los extravíos y de los fracasos, la escuela primaria se dota progresivamente con estructuras y medios didácticos que permitan una diferenciación más útil que la relegación a la educación especial, las dispensas de edad o las repeticiones de curso, esto es: la introducción de pedagogías de apoyo o las remisiones al tratamiento médico-pedagógico, que dejan a los alumnos en sus clases.

Al mismo tiempo, asistimos a tentativas de mayor diferenciación de la enseñanza dentro del aula. Esta es una de las justificaciones utilizadas con más frecuencia para pedir la reducción del número de alumnos por clase. Las clases menos numerosas hacen más fácil una cierta diferenciación de la enseñanza: el recurso al apoyo permite que determinados alumnos superen dificultades pasajeras, y a otros, seguir el programa con apoyo permanente. Incluso entonces, el sistema sigue teniendo que afrontar una gran diversidad de alumnos admitidos para cursar el currículum correspondiente a un determinado curso, sin que las posibilidades de diferenciación en el interior del mismo sean proporcionales a la diversidad de los alumnos.

En la enseñanza secundaria, pueden homogeneizarse las clases del mismo curso practicando una severa selección en el ingreso a las escalas más exigentes y, después, en el momento del paso de un curso a otro. Los alumnos que no alcanzan el nivel exigido pueden repetir, si esa medida parece suficiente para mantenerlos en la escala escogida; pero quienes presentan más dificultades son “orientados” hacia niveles menos exigentes, bien desde el principio, o cuando ya han comenzado los estudios correspondientes a su escala. La enseñanza primaria dispone de unos recursos selectivos mucho más limitados. La relegación a una clase especial no afecta más que a un reducido número de cada generación y no se acepta, en principio, más que para aquellos alumnos que padecen una seria desventaja a raíz de un diagnóstico clínico, o sea, de una revisión médico-psiquiátrica más que pedagógica.

En cuanto a la edad de ingreso en los primeros cursos de la escolaridad obligatoria, queda delimitada por las disposiciones legales. En cuanto a las repeticiones de curso, la mayor parte de los docentes y de los responsables de la escuela primaria se persuadieron (siguiendo en esto las conclusiones de gran cantidad de investigaciones

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psicopedagógicas) de que la repetición de curso no era una buena solución, porque no mejoraba sensiblemente las posibilidades de los alumnos que repetían un año, suscitando en ellos un sentimiento de fracaso más o menos duradero y multiplicando los años de escolaridad. La selección inconfesable.

Con frecuencia se toma la repetición del curso como el signo de fracaso del alumno, al menos en los esquemas de interpretación más corriente. Repeticiones de cursos de los alumnos considerados como pocos “dotados”, “poco motivados”, “demasiado lentos”, “víctimas de desventajas socioculturales o lingüísticas”. Aunque no se sientan responsables de cada repetición, los maestros parecen cada vez más sensibles al hecho de que los alumnos y sus familias lo viven como un fracaso y una desventaja; el espíritu de los tiempos se vuelve igualmente más sensible a lo que implica un juicio negativo de valor que versa no sólo sobre el trabajo y los aprendizajes escolares, sino sobre la propia persona del niño e, incluso, sobre su familia. Para una parte de los docentes y de los inspectores, constituye una razón suficiente para no proponer la repetición siempre que pueda darse otra solución, aunque suponga posponer el problema y obligar a que otros asuman, en el curso siguiente, la responsabilidad de la selección. La aplicación de una selección draconiana a los alumnos pone de manifiesto, en nuestros días, una actitud política tanto como pedagógica; los partidarios de la selección corren el riesgo de que se les atribuya, con o sin razón, una ideología elitista, una voluntad de impedir el acceso de todos a la cultura, una oposición política a la democratización de la enseñanza. En este aspecto, no existe consenso y el debate sigue siendo muy vivo. Pero, por el mero hecho de su significación política, la selección no puede ser defendida con tanta facilidad como en el pasado en nombre de los intereses del niño y de su familia, ni reivindicada en el marco de una racionalidad exclusivamente didáctica.

Las críticas contra la selección se refieren también a su poca eficacia: afirman que, entre los alumnos repetidores, pocos mejoran y, en cambio, experimentan un fracaso, pierden un año, acumulan un retraso que podría tener repercusiones negativas en adelante. Se afirma que muchos alumnos orientados hacia escalas poco exigentes de la enseñanza secundaria no obtuvieron provecho alguno, rechazaron aún más la escuela y la cultura y se convirtieron en marginales, no sólo desde el punto de vista escolar, sino también social.

Pero estas críticas referidas a su racionalidad están ligadas permanentemente a un rechazo ideológico de la misma idea de selección, a la afirmación de la apertura de la escuela primaria a todos, con independencia de sus capacidades. Quienes privilegian la plenitud del niño y el desarrollo global de la persona rechazan la selección porque da prioridad estrictamente a los aprendizajes escolares y, a la vez, porque constituye en sí misma una experiencia desvalorizadota para una parte de los alumnos.

Si la escuela lograra proporcionar a todos el dominio de lo esencial del currículum, la selección no tendría objeto. Dado que la escuela no puede instaurar la igualdad, algunos piensan que la única solución consiste en rechazar la selección en la enseñanza primaria, retrasarla al máximo hacia el final de la escolaridad obligatoria. Es evidente que esta postura se opone a las tesis de quienes denuncian “el igualitarismo furioso” y afirman el carácter inevitable de “la desigualdad del hombre”. Entre ambos extremos encontramos posturas más moderadas que se esfuerzan por conciliar selección y democratización.

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La relativa confusión ideológica que prevalece a propósito del papel principal de la escuela primaria se añade a la inestabilidad o coherencia de las mayorías políticas en casi todos los países democráticos; éstos son gobernados bien de forma alternativa por la izquierda o la derecha, bien por mayorías de coaliciones muy heterogéneas. Por eso, es difícil identificar en dichos países una política educativa coherente respecto a la cuestión de la selección escolar, y la democratización. Cada sistema se encuentra más bien dividido entre las fuerzas contradictorias que se enfrentan en el terreno político, pero también en el interior del sistema escolar y en los establecimientos.

Uno de los efectos perversos de estas contradicciones consiste en la imposibilidad que parecen tener las escuelas, en especial las de la enseñanza primaria, para definir y hacer aplicar en todas las clases una doctrina coherente. A la falta de voluntad o de poder para atacar las causas profundas de las desigualdades y del fracaso escolar, se trabaja esencialmente sobre las apariencias, en particular sobre las tasas de repetición de curso. Si disminuyen, si el retraso escolar desciende, en consecuencia, la escuela tiene una apariencia menos selectiva, más democrática.

Los docentes y la organización escolar se enfrentan a otro problema: no dar pie a reforzar la tesis, que una y otra vez vuelve a estar de actualidad, según la cual la escuela es una máquina totalmente ineficaz que engulle supuestos astronómicos con resultados decepcionantes. La crítica puede ser más o menos violenta, y sus consecuencias van, desde la propuesta para desescolarizar la sociedad, al simple rechazo de aumentar de forma constante, en todas las edades, las tasas de escolarización, la oferta de educación, las inversiones públicas o privadas. Así, las elevadas tasas de fracaso escolar o de abandono se convierten en signos de ineficacia del sistema mismo.

Al reducir la selección visible, la escuela y los docentes salen beneficiados, al menos en cuatro aspectos:

1. Reducen sus sentimientos de culpabilidad y se proporcionan así mismos una imagen más compatible con los valores de contribución al desarrollo pleno del niño, de escuela activa y de democratización de la cultura;

2. Se evaden de las críticas más virulentas de los movimientos pedagógicos o políticos que denuncian la selección escolar y las funciones de reproducción de las desigualdades sociales a cargo del sistema de enseñanza;

3. Reducen el número de ocasiones de conflicto y de negociación con los alumnos o con sus familias, víctimas de la selección, y que reaccionan, de forma tanto más violenta cuanto más se asocian éxito escolar y éxito social; si se presiente con ansiedad la devaluación de los títulos, y el posible desempleo, ello no conduce a volver la espalda a la formación, sino, al contrario, a desempeñarse con mayor ahínco en la competición escolar;

4. Salvaguardan la imagen de docentes que conocen su oficio, de una escuela que conduce racionalmente a la mayor parte de los alumnos al dominio del currículum.

La contribución del sistema de enseñanza a la reproducción de las desigualdades sociales no ha disminuido de ningún modo. La selección sólo tiende a desplazarse hacia el final del ciclo. Las desigualdades se crean en el interior de cada generación en las que el nivel formal de instrucción se eleva y cuyo período medio de escolarización aumenta. Pero esta evolución basta para inquietar a quienes encuentran que los privilegios quedan aún mejor salvaguardados si la selección escolar se opera a los 10 ó 12 años y elimina de manera definitiva de los estudios superiores a las tres cuartas partes de una generación. Es preciso insistir en que el desplazamiento de la selección es muy variable según los distintos sistemas escolares, en función de la coalición o de la alternancia de

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las fuerzas políticas que actúan a favor del statu quo o de la democratización de los estudios.

El sistema actual de evaluación salva las apariencias.

La división vertical del trabajo pedagógico ya no está regida, si es que lo ha estado alguna vez, por una racionalidad didáctica coherente. Incluso en las sociedades más ricas, cuyo sistema de enseñanza dispone de medios importantes, es imposible a los ojos de muchos, al menos con las técnicas y didácticas disponibles, hacer adquirir a todos los niños de cada generación el dominio completo del currículum de la enseñanza primaria. La contradicción sigue existiendo. La escuela trata de manejarla de la forma menos explosiva posible, tanto en el interior del establecimiento y del sistema, en las relaciones entre éste y las familias o la opinión pública, como a escala de la sociedad política. La escuela, como organización pública, visible, vive si duda mucho más que otras, la contradicción entre lo que está encargado de hacer y lo que ocurre cada día. Así, su sistema de evaluación formal es uno de los recursos esenciales de los que dispone la escuela para enmascarar esta contradicción o para enmendarla. Si traducimos el currículum de cada curso a objetivos bien definidos, que den fe de un nivel mínimo de dominio, y exigimos que un alumno alcance ese nivel mínimo en todos los campos importantes para poder pasar al curso siguiente, ocurrirá una de estas dos cosas:

1. Se mantendrán elevadas exigencias, que proporcionen confianza suficiente a los padres de los buenos alumnos y a los defensores de las elites.

2. Los objetivos y, sobre todo, los límites de dominio estarán definidos, de modo que, en realidad, nueve décimas pares de los alumnos puedan alcanzarlos en las condiciones actuales de funcionamiento de la enseñanza pública; en tal caso, es seguro que una parte de los alumnos que no tienen dificultades escolares perderían el tiempo durante largos años en la escuela y vivirían en la ociosidad y el aburrimiento, con gran daño para sus padres y para todos quienes afirman que la escuela frena la aparición de elites, lo que suscitaría, según las fuerza políticas operantes en ese momento, bien una elevación espectacular del nivel de exigencia y, en consecuencia, de la proporción de fracasos, bien una multiplicación de escuelas privadas de alto nivel y el renacimiento de una doble red de enseñanza primaria.

La forma de evaluación que se practica en la actualidad en la enseñanza primaria permite navegar, lo más cerca posible, entre estos dos extremos. Como no existen criterios de dominio definidos con claridad que se impongan a todos los alumnos al final de un determinado curso, nadie sabría decir con exactitud hasta que punto habría que dominar el currículum para pasar al nivel siguiente. Cada docente puede fijar, a su modo y por su cuenta, los límites de dominio y aplicarlos a sus propios alumnos. Pero en la medida en que no constituya una práctica generalizada, o que no exista consenso sobre posibles criterios, ni una definición institucional, es imposible valorar “el rendimiento medio” de cada curso de enseñanza.

Los sistemas escolares que pretendan lograr una visión del nivel de dominio de las principales asignaturas que estudian sus alumnos tienen la posibilidad de organizar exámenes al final del curso escolar cada año o al terminar un ciclo de estudios de dos o tres años. Esta práctica varía mucho de un sistema a otro, pero, en todo caso, tiende a desaparecer. Las razones que suelen invocarse se refieren al carácter artificial del examen, a la dificultad y a la injusticia que supone juzgar el nivel de excelencia de un alumno en virtud de una prueba, sobre la base de los resultados obtenidos en un día

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concreto. Los adversarios de los exámenes argumentan, no sin razón, a favor de una evaluación continua, más representativa de lo que realmente saben hacer los alumnos, y que, por basarse en períodos largos, neutraliza las fluctuaciones inevitables, de los resultados escolares y elimina parte del carácter dramático de las pruebas. La evaluación continúa simplifica también el final del curso escolar, sin obligar a los maestros a consagrar varias semanas a revisiones cuyo único interés reside en permitir a los alumnos hacer un buen papel en el examen anual. La evaluación continua evita también a la familia y a los niños la tentación de una preparación acelerada e intensiva para logra unos resultados satisfactorios en el examen entrenándose con pruebas administradas en años anteriores.

Los sistemas escolares que no organizan exámenes anuales o que los dejan a la discreción de los maestros saben aún menos que los demás lo que en realidad dominan sus alumnos al final de un curso escolar.

Los trabajos que evalúan las adquisiciones reales de los alumnos omiten la definición del nivel de dominio que podría considerarse “normal” o necesario al final de cada curso. Por tanto, sin fijar un nivel de exigencia ni codificar criterios mínimos de dominio, nadie puede apreciar el rendimiento, de un sistema escolar. Quienes pretenden poner de manifiesto el escaso rendimiento de la escuela pueden decir que esta sólo logra sus objetivos cuando todos los alumnos dominan el programa íntegro de todos los cursos. Esto está muy lejos de convertirse en realidad. Si se estima, en cambio, que la excelencia no puede corresponder sino a una minoría y que un dominio medio del currículum constituye la única ambición realista, podemos considerar que la escuela primaria hace bien su trabajo con los medios puestos a su disposición.

La imprecisión que planea sobre este aspecto no se debe al azar y no es imputado a la ausencia de instrumentos adecuados de evaluación. Si persiste se debe a que, en las sociedades pluralistas, esa impresión permite que la escuela sobreviva y funcione conciliando pragmáticamente ideologías contradictorias.

El fracaso escolar vivido como fatalidad.

Cabe preguntarse si ¿Se interesa, el maestro por el éxito de sus alumnos, si lo vive como el éxito o el fracaso de su proyecto educativo? El fracaso del alumno no supone el del maestro; como contrapartida; un maestro no se atribuye cada éxito individual. A veces sabe hasta qué punto su influencia ha sido débil, ya que el alumno conocía ya cosas y tenía facilidad para aprenderlas.

En el mejor de los casos, el maestro espera conducir a la mayoría de su clase a un resultado digno y a no agravar la situación de los alumnos que ya han perdido desde el momento en que los recibe. Modera sus ambiciones y se limita a lo que le parece accesible. El maestro no puede considerarse responsable de los fracasos respecto a los cuales se siente muy distanciado. Como todo profesional que se enfrenta a una tarea de resultados inciertos, el docente clasifica los fracasos entre dos polos: por una parte, aquellos respecto a los que “nada se podía hacer”; por otra los que “hubieran podido evitarse”.

Entre ambos extremos, aparecen casos intermedios, más ambiguos. Sería falso, no obstante, creer que todo docente procede de antemano a efectuar una división precisa de sus alumnos en tres categorías: quienes no pueden fracasar, quienes no pueden tener éxito y aquellos, sobre los que nada hay decidido. Sin duda, algunos docentes ponen demasiado pronto estas etiquetas, lo que permite suponer un “efecto Pigmalión”. Pero es más frecuente que esta clasificación no sea cerrada y, sobre todo, que se lleve a cabo a lo largo del año o, incluso a posteriori, a modo de balance.

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En las condiciones actuales de la enseñanza primaria, el principal objetivo del maestro consiste en salir airoso en su año escolar.

No todos los maestros mantienen idénticas relaciones con su trabajo, no todos contemplan de igual manera el año escolar, ni valoran los mismos aspectos de su práctica, pero todos tienen un proyecto para su clase, cuyo éxito no está por completo subordinado al éxito individual de todos sus alumnos.

El maestro se refiere en primer lugar al grupo de clase, a un conjunto. Si todos sus alumnos son excelentes, estará encantado. Pero su éxito –como docente– es compatible con el fracaso de algunos. Otros consideran “normales” las desigualdades de éxito, y no se inquietan salvo si el número de fracasos en su clase supera una cantidad “razonable”. Pero, aún aquí, se trata de la proporción de fracasos en el grupo. Tomado de forma individual, el fracaso de un alumno nunca amenaza al maestro, salvo si pone de manifiesto una falta profesional de envergadura.

Admitamos que esta relación sólo estratégica con el éxito de sus alumnos sea un caso extremo. Pero es muy difícil que, incluso un maestro concienzudo, amante de su profesión, preocupado por el futuro de los niños, pueda vivir cada fracaso de un alumno como el de su propio proyecto pedagógico.

Para los profesionales en ejercicio, salvo algunos que no se resignan a ello, el fracaso escolar es vivido como una fatalidad. Y no siempre en la forma espectacular de la repetición de curso, de la remisión a un aula especial, de la relegación al ghetto escolar de las escalas al final de la escolaridad. La disposición de las estructuras escolares y de las normas de selección puede dulcificar el fracaso escolar, hacerlo menos visible. Pero lo fatal a los ojos de los profesionales de la escuela, es que todos los alumnos no aprenden, no asimilan el currículum en la misma medida o, al menos, al mismo ritmo.

Este fatalismo no tiene por qué ser la expresión de una ideología del don, de una creencia de aptitudes innatas o naturales. Puede constituir también una referencia a las desigualdades “socioculturales”, a las “desventajas” lingüísticas, intelectuales o culturales. Incluso puede tratarse del reconocimiento del hecho de que la escolarización es, para determinados niños, como consecuencia de su origen social o de su personalidad, una experiencia carente de sentido, que les propone aprendizajes que no consideran interesantes al precio de un trabajo que no quieren realizar.

Cuanto más se adhiera uno a la “ideología del don”, más se resigna ante el fracaso escolar. Los docentes que piensan que “otra escuela” produciría menos fracasos se encuentran en una postura poco cómoda; deben conciliar su impotencia con el sentimiento de que se debe a factores modificables a escala de sistema escolar: el número de alumnos por clase, la sobrecarga de los programas, la inadecuación de las didácticas o de los medios de enseñanza, las formas de evaluación, los criterios de selección.

Cada uno, allí donde se encuentre, tendrá que definir a su modo “lo ilusorio y lo posible”. Debemos pues, preguntarnos a qué representación de la realidad corresponde el “realismo de un docente. Porque ese realismo –“¡respecto a ciertos fracasos, no puedo hacer nada!”– es también una protección, vital, contra la culpabilidad y la angustia. En un cometido tan difícil, no se puede vivir en un fracaso permanente, una vez tras otra.

Las diferencias entre alumnos, por sí solas, no explican nada, y no se transforman en desigualdades de éxito escolar sino a través del peculiar funcionamiento del sistema de enseñanza. En la medida en que los fracasos y las desigualdades escolares no corresponden al orden de naturaleza de las cosas, sino al de la historia de las sociedades y de sus sistemas de enseñanza, no podemos hablar de fatalidad, salvo que

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demostremos que sea imposible, desde un punto de vista sociológico, que una sociedad pueda crear y mantener un sistema de enseñanza más igualitario.

Los signos externos de eficacia didáctica.

¿Respecto a qué indicios se juzga al maestro en relación con el nivel conseguido por sus alumnos? Distinguiremos varios signos externos de eficacia didáctica:

1) Las medias trimestrales y anuales y las repeticiones que determinan; 2) Los resultados obtenidos por la clase en las pruebas normalizadas propuestas

por los inspectores o por el servicio de investigación pedagógica; 3) Las reacciones de los padres durante el año escolar; 4) Las reacciones del inspector; 5) Las reacciones de los docentes que reciben a sus alumnos en los cursos

superiores. Examinemos, estas formas de regulación, que pueden ser vividas, según los casos,

como una retroalimentación (feedback) gratificante y constructiva, que ayuda al maestro a “pilotar” mejor su enseñanza, o como una denigración y una amenaza.

En contra de lo que se pudiera creer, las medias y la cantidad de repeticiones, no son por sí solas, indicadores muy fiables del “rendimiento” de la enseñanza en una clase, por que tales indicadores se encuentran en gran medida bajo el control del maestro, que puede enmascarar hasta cierto punto el bajo nivel de sus alumnos poniendo las notas “con generosidad”.

Las pruebas normalizadas permiten situar el nivel medio de una clase y su heterogeneidad en relación con el conjunto de aulas del mismo nivel. Desde que los maestros no tienen que atenerse a un plan de estudios trimestral, las pruebas normalizadas no versan, en principio, sobre el programa del año en curso, sino sobre el del año anterior. En consecuencia, incluso unos resultados desastrosos no acusan al maestro encargado de los alumnos en ese momento, salvo que los hubiera tenido durante el año precedente, que no es raro. Cualesquiera que sea ésta, con razón o sin ella, muchos maestros se sienten controlados a través de las pruebas normalizadas, lo que, en algunas clases, conduce a un modo de preparación intensiva que adopta la forma de revisión a fondo del programa o de un entrenamiento sobre la base de pruebas administradas en el transcurso de años anteriores y que muchos docentes conservan o hacen circular según las necesidades.

Las reacciones de los padres desempeñan también un papel importante en las vivencias de la mayor parte de los docentes, bien como fantasmas o como resultado de experiencias auténticas.

Las expectativas de otros maestros y el “currículum”

Ningún maestro piensa, en realidad, que todos los alumnos que recibe dominen el programa del curso anterior. Pero puede servirse de esta ficción para descargar su responsabilidad, por ejemplo, atribuyendo el desigual progreso de sus alumnos a la falta de cumplimiento de la norma en los cursos precedentes.

Un docente no puede permanecer indiferente a su reputación, en especial si los docentes que reciban a sus alumnos trabajan en la misma escuela o en el mismo barrio. Un profesor que haya “preparado bien” a sus alumnos es felicitado directamente, lo que le causa satisfacción, pero le confirma que está siendo juzgado. Aunque carezca de retroalimentación (feedback) el docente prevé las reacciones. Al juzgar a sus colegas de los cursos inferiores, sabe que será, a su vez, juzgado sin compasión.

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En definitiva, son raras las escuelas en las que se pueda permanecer con total indiferencia respecto a las expectativas de los otros maestros.

Todo maestro sabe que quien reciba a sus alumnos no tendrá en cuenta si dominan el programa del curso anterior en su integridad, sino sólo si lo conocen “en una medida razonable” así mismo, sabe que su colega del nivel superior se mostrará, ante todo, muy sensible a las adquisiciones que faciliten su propio trabajo. Para estar, si no de manera “irreprochable”, al menos “dentro de una norma” a los ojos del maestro que reciba a sus alumnos, el docente debe, identificar a su vez los saberes más valorados y el nivel de dominio que se juzga aceptable.

Los saberes más valorados, en principio, deberían corresponder a los aprendizajes fundamentales, sobre cuya base habría que edificar otros conocimientos. El maestro dará más importancia a la homogeneidad a los aprendizajes en apariencia secundarios. Las normas de trabajo escolar, el respeto a las convenciones, importan tanto como la asimilación de los conceptos, al menos según la apreciación del trabajo que efectúan los colegas de cursos superiores. Que un alumno no comprenda nada en absoluto de las estructuras profundas confirma sobre todo al maestro en la idea de que sus aptitudes son limitadas. Los maestros tienen la impresión de que determinados alumnos, aunque repitiesen tres veces cada curso, siempre presentarían dificultades de importancia. Por el contrario, si no dominan las técnicas elementales del trabajo escolar, en principio al alcance de todos, con la condición de poner en ello cierto interés, la acción y el rigor del maestro precedente quedarán en entredicho.

Por tanto, la enseñanza y la evaluación se orientarán, en la práctica, menos respecto al currículum formal que a las expectativas supuestas en los maestros de los cursos siguientes.

La evaluación escolar, se presenta como un dispositivo racional destinado a medir el progreso de los alumnos respecto a la asimilación del currículum, porque el cometido de la escuela consiste en hacer aprender. En la práctica, la articulación del ciclo en niveles sucesivos no es tan racional como parecería sobre el papel.

La evaluación, si funcionara de forma autónoma, al modo de las encuestas pedagógicas, pondría en evidencia las contradicciones de la organización y de las prácticas. Como se encuentra bajo el control de la autoridad escolar, y de los maestros, les permite, en cambio, funcionar sin quedar paralizados por completo a causa de las contradicciones insuperables debidas al pluralismo de ideologías y estrategias. El sistema de evaluación formal, en una organización tan compleja como la escuela, tan relacionada con el aparato del Estado, tan vinculada a las familias, a las colectividades locales, a la sociedad global, no puede ordenarse en relación con la única preocupación de hacer progresar a todos los alumnos hacia el dominio del currículum. Se adapta a las exigencias de la organización y de la práctica.

Capítulo VII Cuando la excelencia constituye verdaderamente la norma.

En la medida en que la excelencia escolar no siempre corresponde a una profunda

aspiración del alumno, la falta de excelencia es fundamentalmente ambigua. Puede manifestar los límites de lo que sabe y sabe hacer el alumno en un momento determinado, pero también puede explicarse por una falta de interés en la tarea o en el trabajo de preparación y de ejercitación que precede a la evaluación.

Si la escuela se dedicara estrictamente a la evaluación, podría desinteresarse de la cuestión de saber si el alumno ha desempeñado su cometido de la mejor manera posible.

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Pero el juicio de excelencia no es comparable a un veredicto salvo cuando sirve de fundamento a una decisión de certificación o de selección. El paso de un maestro a otro no rompe la presión constante ejercida sobre todos los alumnos para que trabajen sin desmayo. De principio a fin de curso escolar, los chicos reciben exhortaciones, en tonos y con argumentos diversos, para hacerlo lo mejor que puedan, para aplicarse, trabajar y concentrarse para alcanzar el nivel de excelencia más elevado posible.

Para los maestros y los padres, alcanzar un determinado nivel de excelencia escolar, sea absoluto o relativo en comparación a los demás, supone asegurar el éxito; en cambio, quedarse más debajo de un nivel mínimo de excelencia o “descender”, supone correr hacia el fracaso. Para la mayor parte de los adultos, es evidente que hace falta aspirar a la excelencia escolar, por sí misma o como indicador del éxito escolar y, por tanto, profesional y social.

Así pues, la excelencia, en la escuela, no es, un simple ideal propuesto a los alumnos, de manera que cada uno sea libre para tender o no hacia él, con mayor o menor constancia y energía. La norma de excelencia constituye una norma en el sentido más fuerte del término. Es preciso ser excelente o, al menos, alcanzar un nivel mínimo que corresponda a las posibilidades, a las “aptitudes” que uno tiene. Ningún alumno puede, por tanto renunciar abiertamente a la excelencia sin afrontar numerosas malas caras.

La excelencia escolar es una de las formas de excelencia más sometidas a coacción social. Fuera de la escuela, las jerarquías de excelencia se establecen entre profesionales en ejercicio que valoran la excelencia, aunque no todos estén dispuestos a asumir el trabajo, la tensión y los deberes vinculados a toda competición.

Este capítulo constituye un principio de análisis del trabajo escolar como actividad a la vez impuesta por el hecho de la autoridad del maestro y evaluada en virtud de las normas de excelencia.

El éxito y el proyecto.

En toda red social uno de los privilegios que proporciona el poder consiste en poder definir la realidad, en particular respecto al éxito de las empresas de unos u otros. Este poder puede llegar hasta “adjudicar” deliberadamente a los otros proyectos, intensiones, que jamás hayan tenido, lo que permite estigmatizar su fracaso o al menos, hacerles responsables del desarrollo de los acontecimientos.

Por eso, las nociones de éxito y de fracaso tienen un sentido variable según la naturaleza de las relaciones sociales. Distingamos dos situaciones extremas:

a) En una de ellas, el individuo hace sus proyectos con total autonomía y juzga su éxito, con total independencia al abrigo de las miradas de los demás o, al menos, sin tener que rendir cuentas a nadie;

b) En otra, el individuo está completamente sometido al juicio de los demás: se le juzga sin preocuparse de sus opiniones, de acuerdo con criterios sobre los que no tiene control alguno, adjudicándole, si es preciso, un proyecto ficticio.

Entre esos dos extremos, existen mil situaciones diferentes.

La instrucción obligatoria: un proyecto para los niños.

En nuestra sociedad, desde hace algo más que un siglo, la ley impone una instrucción obligatoria, que prevé unos contenidos mínimos, etapas, edades límite; en determinados países, impone la escolarización, dejando a voluntad la opción por la

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enseñanza pública o las escuelas privadas; en otros sistemas; lo único obligatorio es la instrucción, dejando en libertad a la familia para que la asegure por sí misma o la confía a un preceptor, mientras el Estado comprueba la eficacia de la formación impartida mediante exámenes periódicos.

Los padres pueden utilizar la parte de autonomía que la ley les conceda sin tener en cuenta la opinión de sus hijos. En ninguna sociedad se deja la instrucción de los niños a su libre albedrío. En cualquier sociedad el control social se ejerce considerablemente sobre las prácticas educativas de las familias. En las sociedades de derecho, la legislación otorga al Estado el poder y la obligación de asegurar la “policía de las familias” lo que refuerza el control informal que ejercen los vecinos, los miembros de la familia más amplia o la iglesia.

Esto no significa que los niños o adolescentes carezcan de todo proyecto de formación, del deseo de aprender. Desde su nacimiento, cada niño se esfuerza para dominar determinadas prácticas. Sus deseos de aprender se adelantan con frecuencia a los de los adultos. Cuando el deseo de aprender parece aceptable, conveniente, constructivo, el poder de los padres se ejerce aún en el nivel de realización del proyecto: ellos deciden el empleo del tiempo y los desplazamientos de los niños. Incluso en el terreno de los juegos o de las actividades artísticas, artesanales o deportivas, la libertad de formación de los niños tiene límites.

En todas las sociedades los niños y adolescentes se hallan en una situación restrictiva por partida doble. En primer lugar, porque sus propios proyectos de formación, cuando existen no pueden ponerse en práctica sin la aprobación ni el apoyo material de los adultos de quienes dependen de forma directa. Su capacidad de tener un proyecto autónomo de formación y de ponerlo en práctica es, pues, limitada en grado sumo. Lo que aquí, ponemos de manifiesto es la dependencia de niños y adolescentes respecto a los adultos en materia de formación. El hecho de que esta dependencia haya tenido como resultado una escolarización masiva presenta una inmensa importancia histórica. Pero la escuela sólo tiene una autoridad delegada por la familia, la iglesia o el Estado sobre el niño y el adolescente. Ni es, pues, la fuente primaria de las limitaciones.

Un proyecto atribuido al alumno.

Cuando elaboran el proyecto de instruir a un niño o adolescentes sus padres, maestros y demás adultos, tienen suficiente poder para imponerle una asistencia regular a la escuela, cierto respeto hacia la disciplina escolar, determinando trabajo y una evaluación periódica de lo que asimile.

Esto no garantiza que se produzcan los aprendizajes deseados. Hacer aprender a alguien que carece de todo deseo e interés es difícil. Por eso los docentes consagran una parte de su tiempo a motivar a sus alumnos, a crear o mantener el deseo de aprender. Saben que necesitan de la cooperación activa de los niños y adolescentes para instruirlos. A los adultos les interesa que los niños o adolescentes deseen aprender:

1) Lo que la escuela quiera enseñarles; 2) A la edad y durante el período en que se juzga necesario ese aprendizaje; 3) Al precio del trabajo escolar que se considera necesario para garantizar

determinado nivel de excelencia: 4) Según las modalidades impuestas por los medios de enseñanza, las

metodologías, la cantidad de alumnos por clase y las reglas de la organización escolar.

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Los padres y maestros se sienten satisfechos cuando los niños y adolescentes hacen suyo el proyecto concebido según los dictados de aquéllos, hasta el punto de creer que lo han elegido con libertad. Producen:

a) Una adhesión global a la idea de que vale la pena ir a la escuela “para aprender cosas”, porque son interesantes, o porque ¡más tarde serán útiles”

b) Un deseo de comprender, de aprender determinadas cosas; saber leer, dibujar, construir un cuadrado; saber cómo viven las ranas o cómo hacían fuego los hombres de las cavernas.

Los deseos de aprender de los alumnos, cuando existen difieren: 1. Por sus contenidos: no todos los niños desean aprender, lo mismo en el mismo

momento; 2. Por el nivel de dominio en perspectiva: no todos los niños tienen las mismas

ambiciones o necesidades; 3. Por su grado de estructuración: no todos los niños tienen una idea clara de lo

que pueden y quieren aprender. Los docentes y los padres lo saben. Pero se sienten tentados de hacer como si cada

alumno deseara aprender exactamente lo que se le enseña y exige de él. Cuando los niños o adolescentes tienen en efecto el deseo de aprender algo y de

dominarlo, pueden, como todo el mundo, salir airosos o fracasar en esta empresa. Cuando este deseo coincide con lo que quieren enseñarle en el mismo momento, su sentimiento personal de éxito o fracaso puede unirse a la evaluación practicada por la escuela. Pero esta coincidencia no constituye la norma.

Al atribuir sistemáticamente el éxito y el fracaso al alumno, cualquiera que sean sus proyectos y deseo de instruirse, los docentes cometen un tipo de abuso lingüístico, que forma parte de la empresa de convencer al alumno de que se trata de su éxito o su fracaso y, por tanto, de su proyecto de formación. Este abuso enmascara la naturaleza real del éxito o fracaso escolar, resultados de juicios de excelencia automáticos a los que no puede substraerse el alumno. Con independencia de su deseo de trabajar y de aprender, será evaluado sin remisión. Si fracasa o tiene dificultades, se tomarán medidas que le afecten y que pueden ser tan desagradables como el trabajo escolar. Ningún alumno puede, pues, quitar toda importancia al juicio que sobre él haga la escuela. Debe logra el compromiso entre sus propias ambiciones y lo que se exige de él. Pero hacer suyo el proyecto de los adultos no es la única estrategia posible.

Las estrategias de los alumnos frente a las exigencias de la escuela.

Se acepte o rechace, no es posible evitar las consecuencias, formales o informales de un éxito, y más aún, de un fracaso, tal como la escuela los declara.

Las consecuencias formales más visibles son: la repetición de curso, el envío a una clase de apoyo, la asignación a un grupo de nivel más abajo o, aún más grave, la relegación a la educación “especial” o el impedimento para el ingreso en las escalas más exigentes de la enseñanza secundaria. Las consecuencias informales afectan a la vida cotidiana del alumno, a su autoimagen, su autonomía, sus relaciones con maestros y padres.

Pocos alumnos pueden permanecer indiferentes ante el coste social de un posible fracaso; pocos se mantendrán insensibles a los beneficios sociales que garantiza el éxito. Por otro lado, con independencia de las consecuencias prácticas, incluso los alumnos que carecen de todo deseo de aprender, y que afirman que ¡la escuela es un atraso! asimilan muy mal una evaluación negativa. En especial entre los 6 y 12 años.

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Un alumno que obtiene pésimos resultados suscita una represión tan dura que acaba haciendo alarde de una completa indiferencia hacia los juicios de excelencia. Un alumno que, a pesar de aparentes esfuerzos, “no llega a hacerlo bien” puede asegurarse la indulgencia de sus maestros. El que se mofa del trabajo escolar y lo manifiesta resulta más amenazador, porque perturba la clase, “da mal ejemplo” y, sobre todo, porque se resiste al propósito de inculcación, con el riesgo de suscitar el despotismo del maestro y de los alumnos más dóciles.

¿Qué pueden hacer quienes, sin que les interese demasiado la escuela, pretendan evitar los enfrentamientos directos y las humillaciones y temen las consecuencias prácticas o simbólicas del fracaso? ¿Cuál son las estrategias disponibles para hacer un buen papel en la evaluación? Si creemos a los adultos –padres o docentes– la única posible consiste en tomar en serio la escuela, trabajar, estar atento y mostrarse activo en clase, hacer los deberes concienzudamente. Ciertos alumnos interiorizan esta actitud. Algunos de ellos van más allá de las expectativas de los adultos y viven en una permanente angustia ante la posibilidad de no salir airosos. Otros adoptan estrategias menos costosas, quizá vayan en contra de sus propios intereses a largo plazo, pero muchos niños viven en el presente e inmediato futuro. Sus estrategias pueden parecer cínicas, pero, sobre todo, son pragmáticas. Con frecuencia son poco explícitas, en especial entre los más jóvenes, pero pueden ponerlas en práctica desde los primeros cursos. A medida que avanza en su vida académica, el alumno comprende mejor como se fabrican los juicios de excelencia y aprende el “uso adecuado” de la evaluación.

En este aprendizaje los hermanos o hermanas, los alumnos de más edad o más despabilados y, a veces, los propios padres desempeñan un papel, nada despreciable. Facilitan una comprensión más rápida de:

(a) Que el éxito, tal como lo define de modo oficial la escuela, no se basa sino en la evaluación efectuada en clase, completada a veces por una prueba normalizada o un examen anual;

(b) Que para alcanzar el éxito basta con hacer buen papel en la evaluación en los momentos decisivos y en las materias determinantes;

(c) Que lo que cuenta es el resultado, y todos los medios que se pongan son “buenos” mientras no le descubran a uno;

(d) Que no es indispensable ser excelente en todo, y basta con estar situado en la media para progresar en el ciclo académico.

Gran cantidad de alumnos comprende con bastante rapidez, que, para tener éxito, basta manifestar en el momento adecuado un nivel medio de excelencia.

Proponemos una tipología de aptitudes que los alumnos puedan adoptar en un momento determinado del trabajo escolar.

1. Trabajar por interés; 2. Evitar problemas: el alumno trabaja para evitar todo tipo de confrontaciones

reales o imaginarias (angustias, trabajos que acabar durante el recreo, deberes suplementarios, castigos, reprimendas del maestro o de los padres, sometimiento a vigilancia más continuada y atenta, envío a clase de recuperación, fracaso) o para asegurarse toda clase de ventajas (autoestima, satisfacción de los padres, prestigio, liderazgo, integración, buenas relaciones con el maestro, tiempo libre, relativa autonomía.). La excelencia escolar no interesa al alumno sino como medio para satisfacer sus intereses;

3. Intento de simulación: el alumno no es indiferente a las ventajas que le reportaría un dominio auténtico, pero no quiere asumir el trabajo correspondiente; trata, pues, de engañar, de rehuir el trabajo sin rechazarlo de forma clara, de recurrir a la ayuda de los otros, con más o menos discreción,

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o a diversos subterfugios en los momentos en los que se encuentra con dificultades. Cada vez que se le coge en falta respecto a su trabajo, adopta una postura sumisa y jura y perjura que hará un esfuerzo y muestra signos de buena voluntad durante algunos días;

4. Rechazar toda cooperación: siempre que encuentra una excusa, el alumno no asiste a clase, a veces con la complicidad de sus padres, cuando acude, no hace nada o casi nada, se divierte, molesta a los que trabajan; suele ser castigado, pero se burla y no se lo toma en serio; a veces la escala de sanciones y provocaciones, conduce a una expulsión más o menos duradera o al envío al cuidado médico-psiquiátrico, o judicial. Si el desafío planteado al orden escolar establecido resulta soportable, si el maestro prefiere no recurrir a la autoridad jerárquica, puede establecerse un modus vivendi hasta el final de curso, a falta de medios eficaces de control social a escala de clase.

Ante tal diversidad de actitudes, el maestro no puede limitarse a “despertar los espíritus”, a funcionar como animador, como “persona-recurso” al servicio de los alumnos para tratar de llevar a cabo la realización de un proyecto de formación. Para instruir a parte de sus alumnos, debe forzar su actividad, imponerles un trabajo sin poder contar en todo momento con su buena voluntad.

Aprendizajes y trabajo escolar.

La acción constante del maestro no se ejerce directamente sobre los aprendizajes, sino sobre el trabajo, la actividad de los alumnos: participación en las lecciones y en los trabajos de grupo, deberes y ejercicios individuales, actividades de reflexión y de investigación.

Desde un punto de vista didáctico, en sentido estricto, se trata de identificar las actividades que lleven a provocar o a consolidar uno u otro aprendizaje. Las metodologías y medios de enseñanza proponen respuestas más o menos detalladas a estas cuestiones. El docente puede apartarse de ellas pero se recomienda, encarecidamente respetar las metodologías oficiales; éstas indican una gama de actividades (juegos, ejercicios, investigaciones) y remiten a medios de enseñanzas concretos. Los docentes no tienen tiempo ni medios para crear todas las situaciones de aprendizaje ni todos los medios de enseñanza que corresponderían a sus opciones personales.

Para muchos maestros, el tipo de actividades parece, en la práctica, tan restrictivo como los contenidos, aún cuando la didáctica se deje en gran medida a la iniciativa del maestro como “profesional competente”. De todas maneras aunque tenga la energía y el valor de concebir y preparar actividades completamente originales, significativas, individualizadas, el maestro no podrá proponerlas sin más, dejando a los alumnos la libertad de decidir. Un alumno que no escoja nada o que se decida por otras actividades diferentes pronto será llamado al orden, animado a escoger y, en última instancia, obligado a ponerse a trabajar.

El cometido del maestro no consiste, sólo en proponer actividades susceptibles de generar aprendizajes. Su esfuerzo constante a de dirigirse a conseguir de sus alumnos un compromiso activo en su tarea. Estas tareas exigen concentración, esfuerzo, perseverancia, curiosidad; cualidades todas ellas, cuya adquisición no se produce de forma constante ni por todos los alumnos.

Por eso el maestro ejerce, una presión más o menos fuerte sobre sus alumnos, para comprometerlos con las tareas propuestas y evitar que dispersen su atención o inviertan su energía en actividades ajenas al trabajo escolar; ¡continúa!, ¡vuelve a tu sitio!,

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¡cállate y trabaja!, ¿Aún no has acabado? ¿Estás dormido? ¿Y dónde estará el ejercicio siguiente?

El motor de las actividades no es pues, el dominio que se supone han de proporcionar, sino el deseo de satisfacer una necesidad inmediata, ajustarse a las expectativas del maestro o de los padres, no reducir el propio prestigio antes los compañeros, confirmar su pertenencia al grupo, impresionar a causa de su trabajo, imponerse a los demás, hacer un buen papel en la evaluación. O simplemente para determinadas actividades, el placer de hacer, sin más, unido, bien al contenido de la actividad, bien a su novedad, o al grupo o marco o en cuyo seno bien donde se desarrolle.

Enseñanza y control de las actividades.

Las pedagogías difieren considerablemente según los motores que privilegian: las más activas apelan al placer del descubrimiento, de la creación, de la cooperación en la realización de un proyecto, de la comunicación. Las más tradicionales son menos realistas: se basan en el miedo a los castigos, el atractivo de las recompensas, el placer de la competición, el deseo de excelencia, la necesidad de integración social o de aprobación. Si las pedagogías activas y tradicionales no se refieren a los mismos motores, es obvio, que no tratarán de suscitar las mismas actividades. La escuela activa no puede esperar generar aprendizajes sino proponiendo actividades abiertas, significativas, que permitan una elección y una fuerte entrega personal. La escuela tradicional se da a sí misma los medios para imponer actividades en cuyo desarrollo la producción de placer es menor; lo que exige del maestro menos imaginación y trabajo en cuanto a su concepción y preparación.

Casi todas las pedagogías menos dependientes de restricciones se desarrollan fuera de la enseñanza pública. Adoptan otros medios porque persiguen otros objetivos. Las pedagogías más dependientes de las restricciones impuestas también suelen ser ajenas a la enseñanza pública. Se encuentran en determinadas escuelas privadas, confesionales o no, cuya especialidad consiste en hacer trabajar a los alumnos más perezosos, imponiéndoles un régimen férreo.

En la escuela pública encontramos también un amplio abanico de pedagogías, pero los docentes más favorables a las ideas de la escuela activa o de la escuela moderna deben contar con las numerosas imposiciones restrictivas de la institución.

En el seno de un marco de este tipo, el maestro más a fin a las ideas de la escuela activa no puede sobrevivir sin imponer a los alumnos un trabajo escolar que espontáneamente no habrían escogido.

Para los docentes, imponer actividades y exigir un trabajo, constituyen rutinas. Para sobrevivir en la institución es preciso, cumplimentar un contrato, progresar en el plan de estudios, facilitar que los alumnos hagan un buen papel durante el año siguiente, y por tanto, imponerles exigencias y esperar que cada uno lleve a cabo su trabajo con suficiente, seguridad y constancia para asegurar:

a) El buen funcionamiento del grupo de clase, el orden material y moral que se crea necesario;

b) El progreso en el plan de estudios; c) Un balance “globalmente positivo” a fin de curso, tanto en el nivel medio de

los alumnos, como en el clima y la disciplina. Por eso, para los alumnos, la escuela es, en primer término, un lugar de trabajo.

Esto no significa que todos estén dispuestos a seguir el juego, a trabajar sin reservas.

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Entre los alumnos y el maestro que no responden a sus expectativas hay siempre una tensión, más o menos fuerte, más o menos constante.

No tratamos de analizar aquí, el conjunto de las desviaciones escolares, sino de poner en evidencia que el trabajo escolar, constituye una conducta, compleja, que presenta, casi siempre, un doble sistema de interpretación.

Poder y querer...

La excelencia consiste en la calidad de una práctica. Cuando esta última se ejerce bajo cierta coacción, la falta de excelencia siempre es ambigua: puede poner de manifiesto una falta de competencia como una falta de buena voluntad.

En cierto modo el maestro, debe resolver, en su escala, la cuestión de la responsabilidad penal que se plantea a todo tribunal que debe juzgar un delito establecido. Si el autor del mismo es declarado responsable, de sus actos, se le pedirán cuentas, y será tratado como culpable. Si la investigación psiquiátrica, prueba, en cambio, su responsabilidad, será declarado, inocente, con la condición de que sea tratado o internado.

En la escuela es raro que se establezca la responsabilidad a través de un examen psiquiátrico. Antes de llegar a ese extremo, ante desviaciones banales, el maestro a de dilucidar la cuestión de la responsabilidad, que no se plantea, en términos de patología, aunque esa idea no esté del todo ausente a propósito de ciertos alumnos que plantean con frecuencia problemas al docente. Lo más habitual suele ser considerar la responsabilidad como cuestión de madurez o de educación familiar. El niño será considerado completamente responsable de alguno de sus actos. Respecto a otras conductas, se le concederá el beneficio de la duda: no sabía... no se daba cuenta... lo ha hecho sin mala fe...

Antes las conductas desviadas de loa niños, los educadores, sean padres o docentes, desarrollan una casuística compleja. No sólo varía el sentido de una misma conducta de un adulto a otro y según el niño de que se trate, sino también respecto al mismo adulto en relación con el mismo niño, la interpretación de una conducta puede variar cuando se adopta una cierta distancia, el razonamiento supera a la emoción, la irritación, el miedo, la cólera, la decepción. Si interrogamos a un docente a cerca de lo que ha de tenerse en cuenta para clasificar una conducta como desviada, nos exponemos a oír a menudo “¡eso depende!”, lo que no impedirá, una vez dentro de la situación, decidir, a menudo de forma muy rápida, la interpretación de una desviación, bien como una manifestación de incapacidad, bien como de mala voluntad. El esquema de decisión funciona bien, en el caso concreto, tanto en la familia como en la escuela, aunque sea difícil codificar y verbalizar los criterios.

Lo más frecuente es que se imponga una interpretación dominante con bastante rapidez, habida cuenta de las circunstancias, de lo que el maestro sabe del alumno, de anteriores experiencias del mismo tipo. Hay situaciones más ambiguas, en las que el maestro duda, oscila entre dos lecturas de la realidad.

“¡Hay que trabajar antes!”

El carácter peculiar del trabajo escolar produce una variedad muy especial de doble interpretación. Podríamos definirla del siguiente modo: la conducta actual del alumno manifiesta una incapacidad real, se diría que no puede, que no sabe hacer lo que se le pide. Pero, si no sabe, si ahora no puede es porque no ha querido aprenderlo cuando tenia tiempo para ello.

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Gran parte de los malos resultados escolares pueden considerarse como la consecuencia de una falta de trabajo, de seriedad, de asiduidad en el transcurso de los meses o años precedentes. Una actitud moralista, que otorgará gran importancia a la voluntad, a la perseverancia, al gusto por el esfuerzo, puede achacar con facilidad, una parte de la responsabilidad de cualquier fracaso actual al pasado.

¿Cuándo se produce la “prescripción”, en el sentido legal de extinción de la persecución? ¿Cuándo se dice dejar de reprochar a un alumno sus negligencias o perezas pasadas, aunque se sepa que constituyen el origen de las actuales dificultades escolares? La respuesta que el docente dé a estas cuestiones modela, en gran medida, su relación con un “mal alumno”.

La interpretación de una falta de excelencia se sitúa entre estas dos posiciones extremas:

1. En uno de ellas, el alumno no es considerado responsable de su falta de excelencia, que no se imputa ni a su actual mala voluntad, ni a la falta de trabajo en un pasado lo bastante próximo como para tenérselo en cuenta.

2. En la otra, el alumno es, en cambio, completamente responsable, a los ojos del maestro, de una manifiesta falta de excelencia, porque no se molesta en absoluto en hacer las cosas bien, o porque no ha realizado el trabajo encomendado en un pasado lo bastante reciente como para poder tenérselo en cuenta, lo que autoriza al maestro para reprochárselo, para juzgarlo desde un punto de vista moral. La situación reclama, entonces, una acción reprobatoria, o sea, represiva.

Las conductas que pueden tener doble interpretación, o una interpretación incierta, subsisten. Según que la conducta condenada suscite una respuesta represiva o educativa, la interacción posterior maestro-alumno se presentará de manera muy distinta. Una respuesta represiva provoca, casi necesariamente, una reacción agresiva o negativa del alumno. La desaprobación del maestro afecta, a su amor propio y a sus intereses. El niño se enfrenta a varios desafíos:

a) Conservar una imagen positiva de sí mismo; b) No perder su categoría ante el maestro o sus compañeros; c) Evitar sanciones; d) No provocar el endurecimiento de la norma o de la actitud del maestro

respecto a él mismo. Puede optar por acatar la intervención represiva sin protestar. Esto no quiere decir que admita su culpa y acepte con sinceridad el juicio del maestro. A veces, en cambio, conservará un sentimiento de humillación o de rabia impotente, o sea, de injusticia o persecución.

Es extremadamente raro que una acción represiva de cierto vigor no deje huellas, en el niño (que ve en el maestro a quien lo ha estigmatizado o castigado) y en el maestro (que ve al alumno como alguien que ha transgredido una norma, decepcionando sus expectativas y, más aún, lo ha forzado a intervenir en sentido represivo, cuando él se considera ante todo como educador). Todo ello puede influir sobre los posteriores juicios del maestro en el sentido de una mayor exigencia respecto a ese alumno.

Una respuesta educativa supone, en cambio, una relación de ayuda, una cooperación, intereses comunes. Sin embargo, la relación es, sobre todo, asimétrica; el maestro detenta el poder de imponer al alumno un trabajo suplementario, un ritmo más vivo, una reflexión más sostenida, un rigor mayor. En todas, o casi todas las aulas, hay uno o dos alumnos que se enfrentan constantemente a unas exigencias que pueden experimentar como exorbitantes: reparar sus graves fallos pasados mediante un compromiso constante respecto a todas las tareas propuestas, a las que se une un trabajo

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suplementario de recuperación. Esas mismas expectativas bastan para devolver al alumno a la situación de fracaso de la que se pretendía ayudarle a salir.

Desviación e incompetencia, una dialéctica de larga duración.

El control social represivo no conduce en todos los casos a la ruptura de la relación pedagógica. En los casos benignos se atiende a esferas separadas. “Tú no sabes hacerlo, no comprendes, por tanto, yo te ayudo”, “Tu te portas mal, no haces, lo que yo quiero, sólo haces, lo que te viene en gana, por tanto, yo te castigo”, y en eso se queda todo. Pero, en los casos más graves, ambas esferas se comunican. Maestros y alumnos corren el riesgo de encontrarse, atrapados en un círculo vicioso. El proceso puede iniciarse de dos maneras:

1. Las conductas desviadas, reprimidas con regularidad, marginan al alumno lo excluyen de la comunicación y del trabajo escolar; de ello se siguen pésimos resultados escolares que, a su vez, provocan nuevas conductas desviadas;

2. Las dificultades graves escolares provocan una atención didáctica individualizada o una presión más fuerte sobre el alumno para que trabaje y se “encargue del asunto”. Esto conduce a determinados enfrentamientos respecto al esfuerzo necesario y a estrategias de escape o de simulación.

Las conductas desviadas y las dificultades escolares se complementan mutuamente sin que sepamos muy bien cómo se desencadena la situación. Algunos alumnos están perfectamente habituados a ser llamados al orden a causa de desviaciones de menor importancia. El maestro también está acostumbrado a ello, y no afecta para nada al estado de sus relaciones.

El docente desarrolla con cada alumno un juego de estrategias y contra - estrategias que dura uno, o a veces, varios cursos escolares.

No podemos comprender totalmente el sentido de una interacción puntual, de un juicio a cerca de la excelencia o la conformidad, sin conocer la historia de la relación, los envites, los precedentes, rutinas, modus vivendi establecido, el tipo de complicidad que se instaura entre el maestro y cada alumno.

En la economía global de las relaciones entre el maestro y el alumno, determinadas conductas adquieren todo un sentido, mientras otras parecen ininteligibles para el visitante esporádico.

Por eso, la partida que se desarrolla entre maestros y alumnos, es muy diferente de una partida de ajedrez. Se integra en la memoria, consciente o inconsciente de los protagonistas, en sus costumbres, fruto de su experiencia común.

La relación pedagógica se inscribe en el marco de las relaciones de poder; el maestro trata de hacer trabajar a los alumnos recurriendo a diversos medios de estimulación. En ese marco, los juicios de excelencia, en especial cuando son formales, tienen consecuencias, se dirigen a los padres, constituyen uno de los recursos del maestro, en particular cuando ante él se encuentran alumnos que no temen el conflicto, no les preocupa caer bien, son insensibles a su autoridad, no valoran la excelencia escolar. Si son cada vez más indiferentes a las notas, el maestro carece en la práctica de medios de presión y sólo puede esperar el final de curso... Si en cambio, esos alumnos temen las reacciones de padres muy exigentes o por ambición o amor propio, tratan de evitar el fracaso, la amenaza de las malas notas puede ayudar al maestro a mantenerlos tranquilos o a ponerlos a trabajar.

El discurso pedagógico idealista no suele evocar las relaciones de fuerza que se establecen entre los maestros y determinados alumnos desde los cursos superiores de la enseñanza primaria. Sin embargo, es una realidad que hay que tener en cuenta para

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asimilar todas las funciones del sistema de evaluación formal y para comprender que los juicios de excelencia escolar se escapan a la vez del modelo de la medida científica y del propio del establecimiento judicial de una culpabilidad.

Capítulo VIII El “currículum” real y el trabajo escolar.

La función declarada de la evaluación formal consiste en estimar el grado de

dominio del currículum. Y esa es la intensión de la mayoría de los docentes cuando proceden a efectuar preguntas orales o administran una prueba escrita al conjunto de su clase. Pero ¿a qué currículum se refieren? ¿Al currículum formal, a los objetivos generales mencionados en las leyes o en el preámbulo del plan de estudios? ¿O al currículum real, al enseñado o al estudiado en realidad en clase?

Una cultura en parte reinventada por el maestro.

El currículum formal, si permite cierto control de la enseñanza, tanto en el interior como en el exterior de la escuela, sigue siendo demasiado vago y abstracto para guiar la práctica pedagógica diaria y la evaluación. La cultura que debe ser concretamente enseñada y evaluada en clase sólo queda encauzada por el currículum formal. Solo proporciona la trama a partir de la cual los maestros elaboran un tejido compacto de nociones, esquemas, informaciones, métodos, códigos, reglas, que tratan de inculcar. Para pasar de la trama al tejido, el maestro lleva a cabo un trabajo permanente de reinvención, explicitación, ilustración, reformulación y concreción del currículum formal.

La formación de los docentes está orientada a prepararlos para su trabajo de explicitación e interpretación del currículum formal, especialmente para garantizar una normalización del currículum real. Esto implica no sólo una formación didáctica stricto sensu, sino el dominio personal de la cultura que enseñar y evaluar y quiere decir también que los maestros deben tanto a su escolaridad general como a su formación pedagógica. El docente moviliza lo que sabe para dar forma y sustancia al currículum real. Su formación didáctica le proporciona un método: lo prepara para componer una lección, para encontrar ejemplos o ejercicios, para utilizar los manuales u otras obras de referencia con el fin de ilustrar los saberes y saber hacer que inculcar. Esto quiere decir que la cultura escolar en realidad enseñada y evaluada es, en parte, creada o recreada a diario, en la preparación de las lecciones y del trabajo de clase. Así, como de una cultura y una memoria, el maestro dispone de esquemas generadores de contenidos nuevos, de ejemplos, problemas, ilustraciones, explicaciones, ejercicios. Esos esquemas, que forman parte de su hábito profesional, están también anclados en su relación personal con la cultura, el mundo, la lengua, la excelencia.

Si se inspira muy de cerca en las metodologías y medios de enseñanza, el maestro puede limitar su parte de reinvención. Si prefiere guardar distancias respecto a las didácticas oficiales, deberá invertir más de sí mismo. De ahí, que los maestros, encargados de aplicar el mismo currículum formal, no impartan de hecho, la misma enseñanza, ni propongan el mismo currículum real. Al hablar del currículum, de la cultura escolar, postulamos, pues, una unidad que existe, en efecto, en los textos, pero no en las prácticas.

El programa no alcanza la misma precisión en todas las materias. A veces, resulta muy elíptico o más indicativo que imperativo.

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Aunque los maestros enseñen bien todas las disciplinas previstas en el plan de estudios, pueden hacerlo sin conceder a cada una el tiempo necesario, en principio, para estudiar los contenidos prescritos.

A parte de la dotación horaria, está la propia naturaleza de la enseñanza. Hay muchas maneras de trabajar sobre la ortografía y, por tanto, de evaluarla. Así pues, la diversidad de las prácticas lleva consigo, inevitablemente, una igual diversidad de expectativas y de juicios de excelencia.

No nos corresponde hacer la crítica ideológica del currículum real. En cambio, desde el punto de vista sociológico, importa comprender las causas de esas variaciones y, en particular, determinar la medida en la que son aleatorias o, por el contrario, responden a variaciones de la composición social del público escolar o de características políticas o culturales propias de cada establecimiento o de la comunidad local que lo rodea.

El currículum formal funciona como mecanismo unificador, en la medida en que los maestros lo interioricen y en que su aplicación sea objeto de control ejercido no sólo por la jerarquía, sino por los otros maestros, los alumnos y los padres. De otro modo, la diversidad de interpretaciones está limitada por las semejanzas de hábito y de relación con la cultura que los maestros deben a su relativa identidad de formación, posición en la división del trabajo o de origen social. Los mecanismos unificadores varían de un sistema escolar a otro, pero en todas partes los responsables del sistema se esfuerzan por hacerlos lo bastante fuertes para que el currículum real creado por cada docente no se aparte excesivamente del de sus colegas y para que todos se inscriban en el campo marcado por el currículum formal.

Si quisiéramos asimilar las líneas generales de la cultura y de las excelencias escolares, el análisis del currículum formal sería suficiente. Si pretendemos situar la fabricación de los juicios de excelencia en el marco del trabajo escolar cotidiano, es preciso aceptar la diversidad. No todos los alumnos se enfrentan a las mismas expectativas porque no todos experimentan el mismo currículum real. Esto es cierto dentro de la misma clase, y es aún más cierto en las aulas distintas, aunque el currículum prescrito sea completamente uniforme.

De la enseñanza al trabajo escolar.

Gracias al desarrollo de la psicología del aprendizaje y de la psicopedagogía, nos resulta evidente la disociación existente entre lo que enseña el maestro y lo que aprende el alumno. Las nuevas teorías insisten en que el aprendizaje depende sobre todo de la actividad del alumno, lo que tiende a redefinir el papel del maestro: de dispensador del saber, se convertiría en creador de situaciones de aprendizaje, organizador del trabajo escolar. De la imagen de un saber transmitido a través del discurso magistral, pasamos a la imagen de un saber construido mediante una actividad disciplinada, un trabajo.

Durante mucho tiempo, parecía no existir ninguna diferencia sustancial entre lo que el maestro enseñaba y lo que aprendía el alumno, sino en el grado de destreza, en la amplitud y solidez de los saberes y del saber hacer adquiridos. Esto no impedía concebir el aprendizaje como una transferencia de conocimientos o imitación de la excelencia, no sin esfuerzo, no sin trabajo escolar. Pero ese trabajo ha sido definido durante mucho tiempo, y sigue siéndolo a veces, como un trabajo de memorización del discurso del maestro o del manual. De ahí, la importancia concebida a la repetición y al aprendizaje de memoria, que parecen haber sido las claves de las pedagogías que apelaban a la memoria, a la capacidad de registrar el discurso magistral y de reproducirlo.

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Esta concepción de la pedagogía participaba del primitivo estado de las ciencias humanas y de la educación. Pero el hecho de dirigirse en primer lugar a adultos o adolescentes desempeñó, sin duda, un papel determinante.

Limitándonos a la comunicación oral, debemos renunciar a asimilar el contenido de un mensaje, habida cuenta de su complejidad y del hecho de que no todo el mundo participa en todos los intercambios. El contenido de los innumerables mensajes que circulan en una clase durante una jornada constituye una realidad multiforme.

Pero lo esencial es que la comunicación no agota las prácticas escolares. En una clase, siempre se está haciendo cosas.

A pesar de las diferencias siempre descubrimos una constante: enseñar, en la escuela primaria, nunca se limita a hablar a los alumnos. Consiste más bien, en organizar un conjunto de actividades y de intercambios con objeto, en principio, de favorecer los aprendizajes escolares, pero también para hacer posible la vida común, mantener el orden, proporcionar a cada uno la sensación de pertenencia al grupo, emplear el tiempo, el espacio y las cosas de forma adecuada. La enseñanza, provoca un trabajo, una serie de actividades, que, en su mayor parte, exigen esfuerzo, disciplina y concentración, y movilizan saberes y saber hacer específicos. Con frecuencia, este trabajo viene impuesto por el maestro. En parte, está preparado y planificado fuera de clase y en parte, improvisado dependiendo de las reacciones e iniciativas de los alumnos. A este trabajo, a este conjunto de actividades, haremos corresponder la noción de currículum real.

El “currículum” real como trabajo negociado.

Nuestra insistencia en las prácticas, en el trabajo escolar, trata de subrayar que el currículum real, tal como lo entendemos aquí, no sólo es una interpretación más o menos ortodoxa del currículum formal. Constituye una transposición pragmática. Dicho de otra manera, el currículum formal y el currículum real no son de la misma naturaleza. El currículum formal es una imagen de la cultura digna de transmitirse, con la división, codificación, formación correspondiente a esta intención didáctica; el currículum real es un conjunto de experiencias, tareas, actividades, que originan o se supone han de originar los aprendizajes.

Esta definición no se refiere ya a lo que el maestro hace o dice, sino a las actividades suscitadas con la intención de instruir a los alumnos; lo que cubre no sólo la recepción más o menos activa del discurso magistral y el conjunto de mensajes escritos o audiovisuales tomados de otras fuentes y mediados por el maestro, sino también la serie de actividades y experiencias vividas en clase.

En la transposición pragmática del currículum formal al real hay que tener en cuanta no sólo la ecuación personal del maestro, que determina su interpretación del currículum formal y su concepción del trabajo escolar, sino también de las restricciones de todo tipo con las que debe contar en la gestión efectiva de su clase. Nunca el currículum real constituye la estricta realización de una intención del maestro. Las actividades, el trabajo escolar de los alumnos, escapan en parte a su control, porque, en su andadura didáctica, no todo se selecciona de forma totalmente consciente y, sobre todo, porque las resistencias de los alumnos y los avatares de la práctica pedagógica y de la vida cotidiana en clase hacen que las actividades nunca se desarrollen exactamente como estaba previsto.

Nadie puede asegurar que todo se desarrollará según tal escenario. El maestro sabe de antemano que deberá adaptarse al ritmo de trabajo de sus alumnos y sacar partido de lo que propongan. El maestro puede limitar la parte de imprevistos dando

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menos ocasión a las intervenciones de los alumnos. Cada maestro dispone de un sistema de intervención, que le permite manejar con mayor o menor eficacia el imprevisto. Pero nunca es “completamente dueño de la situación”. El currículum real es el resultado de una negociación entre el maestro y sus alumnos y, más frecuentemente, de una confrontación, hora a hora, de sus estrategias respectivas, con independencia de que se dé un compromiso explícito o la neutralización recíproca, dentro de una relación de fuerza. Lo específico de las actividades susceptibles de provocar aprendizajes consiste en que existe un trabajo, esfuerzo, interés, la implicación personal del alumno y no un simple conformismo superficial. Los alumnos pueden, por tanto, “comerciar” con su buena voluntad. La orientación de la pedagogía de la enseñanza primaria hacia una escuela más activa, hacia situaciones de aprendizaje más abiertas tiene como consecuencia el incremento de la libertad del maestro respecto de la institución, pero, al mismo tiempo, la ampliación del campo de la negociación con sus alumnos.

Los alumnos disponen, en particular, de cierto control sobre el ritmo e intensidad del trabajo escolar. No siempre lo ejercen de un modo consciente, y aún menos, concertado.

Asimismo el maestro tiene en cuenta las preferencias y resistencias de sus alumnos en la selección de las actividades. La transposición pragmática del currículum formal no sólo está regida por las concepciones didácticas del maestro y su imagen de la cultura. Depende también de los alumnos y de la dinámica del grupo de clase.

Aunque sea detallado, el currículum formal no puede “programar” completamente la actividad del maestro y de los alumnos y a ellos compete la organización de su trabajo diario a partir de la trama que les proporciona la institución. A ello se añaden las preferencias del maestro y de los alumnos y las distintas restricciones que dan, por fin, forma y sustancia al currículum real. De ello se sigue que todo lo aprendido en la escuela no queda explicitado en el currículum formal.

¿La noción de currículum oculto añade gran cosa a esta idea? Todo depende del sentido que se le dé.

¿Existe un “currículum” verdaderamente oculto?

El currículum oculto designa una acción de la escuela que, sin ser desconocida o inevitable, a menudo se presenta al exterior bajo formas idealistas o edulcoradas, aunque podrían descubrirse intenciones más pedestres: contribuir a la socialización de las nuevas generaciones, hacer que interioricen el orden moral y social, la existencia y legitimidad de las desigualdades y jerarquías, la necesidad de trabajar y de esforzarse, el respeto a la autoridad e instituciones.

Al describir el currículum oculto, o mediante la simple introducción de esta noción, la sociología de la educación obliga a tomar conciencia de la importancia y de la relativa unidad de los aprendizajes que, sin figurar de manera muy explícita entre los objetivos de la enseñanza, son, no obstante, producidos regularmente por la escuela.

El aprendizaje del cometido del asalariado, del ciudadano, del consumidor, del agente o cliente de organizaciones constituye una preocupación importante para la sociedad global, en especial para quienes están vinculados al orden social. Para dirigir esos aprendizajes y asegurar que van en el sentido deseado, la clase política y la opinión pública no pueden dejar completamente de lado las representaciones de lo que aprenden los alumnos y de lo que deben aprender. A pesar de su formulación vaga, esta parte del currículum no escapa del todo de la conciencia de los actores sociales.

En cambio, la toma de conciencia de esos aprendizajes es muy desigual y, a menudo, confusa. Podemos estar seguros de que la escuela prepara a los alumnos para

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su vida de adultos sin saber muy bien cómo lo hace ni en qué consiste exactamente esta preparación.

La conciencia de los efectos de socialización de la escuela es más clara que la de los mecanismos que la producen.

Para reconstruir una representación realista del currículum real y de sus relaciones co el currículum prescrito, quizá hubiera que desechar una oposición frontal entre un currículum manifiesto y otro oculto y tomar, más bien, en consideración una gradación continua en el seno del currículum real, yendo desde lo más patente a lo más oculto sin solución de continuidad: algunos aprendizajes que se efectúan de modo regular se adecuan a la perfección a los prescritos por el currículum formal; otros, en cambio, pasan casi desapercibidos, sin que figuren en ningún texto normativo y se llevan a cabo con total inconsciencia, tanto de maestros como de alumnos. Entre ambos extremos, hay sitio para una gradación continuada de aprendizajes que, sin estar totalmente ausentes del currículum prescrito, no aparecen formulados con claridad ni se asocian de manera explícita con los medios didácticos o con momentos determinados del horario escolar.

De todas formas, ningún aspecto de la socialización, por oculto que esté, se encuentra completamente al abrigo de una elaboración teórica ingenua o perspicaz. Las ciencias de la educación y el debate ideológico sobre la escuela contribuyen a modificar poco a poco la representación de fines y efectos de la enseñanza. La manifestación clara del currículum en realidad oculto no llevará consigo su desaparición, si no el debate, y en ocasiones polémica violenta, sobre su legitimidad y su posible significación respecto a las nuevas formulaciones de los objetivos educativos y del currículum formal. La racionalización del currículum no pasa, en general, por su depuración, sino por la ordenación y correcta denominación de los aprendizajes ya originados, con el desconocimiento de todos o de la mayoría.

¿Existen aprendizajes clandestinos, en sentido estricto, de lo que no tengan conciencia la mayoría de los interesados?

Según Perrenoud, los aspectos más ocultos del currículum atañen menos a los valores y a las representaciones que a los sistemas de pensamiento o al hábito. Un enfoque antropológico de la escuela, como lugar de vida y de aprendizaje mediante la práctica, es aún más fecundo que el análisis de los contenidos “ideológicos de la enseñanza”.

La formación de un hábito y del sentido común.

La noción de currículum oculto, en sentido estricto, se refiere a las condiciones y rutinas de la vida escolar que originan regularmente aprendizajes ignotos, ajenos a los que la escuela conoce y declara querer favorecer.

Eggleston reconoce siete tipos de aprendizajes que favorecen regularmente el funcionamiento de la escuela, sin que aparezcan entre los objetivos oficiales de la enseñanza. Así tenemos que en la escuela:

1. se aprende a “vivir dentro de una masa”, definida como centración de individuos en un espacio relativamente exiguo; lo que supone, en especial, una intimidad muy débil, la necesidad de vivir siempre bajo la mirada de los demás; por tanto, se aprende también a asilarse, a no prestar atención o tolerar las interrupciones, a diferir la satisfacción de los deseos personales o a renunciar a ellos;

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2. se aprende paralelamente a matar el tiempo, a esperar, a acostumbrarse al aburrimiento y la pasividad como componente inevitable de la vida en la clase. En una palabra, se aprende la paciencia;

3. se aprende a dejarse evaluar por otros; no sólo por el maestro, sino también por los discípulos. Aprendemos, pues, a ser evaluados de la forma que mejor sirva a nuestros intereses y proteja de la mejor manera nuestra tranquilidad;

4. así, mismo, se aprende, mediante la evaluación u otros tipos de refuerzo, a satisfacer las expectativas del maestro y de los compañeros, para lograr su estima o cualquier otra forma de recompensa;

5. se aprende a vivir en una sociedad jerarquizada y estratificada y, por tanto, a vivir como normales y legítimas la desigual distribución del poder y la existencia de individuos o grupos con diferentes categorías;

6. se aprende, de acuerdo con los otros alumnos, a controlar o, al menos, a influir sobre el ritmo de trabajo escolar y sobre el progreso en el programa, mediante diversas estrategias de distracción: planear nuevas preguntas, pretender que no se entiende, no encontrar el material necesario;

7. se aprende, por último, a funcionar dentro de un grupo restringido, a compartir y emplear los valores y códigos de comunicación.

Habría que añadir a la lista de aprendizajes: a) una referencia al tiempo, a través de los horarios y la división del tiempo

escolar, la experiencia de los plazos, de las esperas, rendimientos, ritmos impuestos por otros, previsión, regularidad;

b) una referencia al espacio privado y público, mediante la interiorización de las distancias adecuadas en la interacción social, las fronteras invisibles que han de respetarse;

c) una referencia a las reglas y los saberes. En el currículum real encontramos: � por una parte, lo que contribuye a hacer interiorizar representaciones,

creencias, gustos, ideologías, modelos conscientes; � por otra, la que induce una transformación del hábito como sistemas de

esquemas de percepción, pensamiento, evaluación y acción. En el segundo caso, el aprendizaje es oculto por partida doble: no sólo se

desconoce el papel que desempeña la escuela en la formación del hábito, sino que los esquemas que lo constituyen siguen siendo inconscientes en parte, funcionando sólo en la práctica.

No sólo no existe referencia alguna a este aprendizaje en el currículum formal, sino que los alumnos no son conscientes de este aspecto de su hábito. En tales casos, podemos hablar de currículum oculto en el sentido más profundo de la expresión.

La escuela en la medida en que se encarga ampliamente de los niños y los enfrenta con problemas intelectuales que no siempre encuentran fuera de ella, desempeña un papel fundamental en la adquisición de ciertos aspectos del sentido común, en la formación de las rutinas intelectuales gracias a las cuales damos por sentadas, evidentes, indiscutibles, múltiples facetas de la realidad, así como las formas de describirlas, organizarlas desde le punto de vista lógico, transformarlas. De hecho lo que consideramos evidente es el resultado de una construcción en parte arbitraria, pues otras sociedades humanas, a partir de las mismas bases biológicas, construyen otra visión del mundo y otras formas de pensar. Pero el sentido común se define precisamente por el desconocimiento de esta arbitrariedad, la certidumbre de que nuestra forma de ver el mundo y de definir la realidad es la única posible o, en todo caso, la única con sentido.

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En definitiva el aprendizaje del sentido común forma parte del aprendizaje del oficio de alumno. Eso mismo puede decirse de la mayor parte de los aprendizajes favorecidos por el currículum oculto, lo que no impide que surta efecto, más allá de la escolaridad, efectos pertinentes desde le punto de vista de la integración social, en su sentido más amplio.

Aprender el oficio de alumno.

Para asimilar la unidad de los aprendizajes más o menos ocultos, podríamos atenerlos a dos observaciones principales:

a) el aula constituye un medio de vida especial, un grupo restringido, hasta cierto punto estable, inserto en una organización burocrática; las experiencias anteriores a la primera escolarización preparan en parte a la vida en este medio; por lo demás, hace falta aprender “sobre la marcha”; en el transcurso de meses y, después, de años, el escolar adquiere los saberes y el saber hacer, valores y códigos, costumbres y actitudes que lo convertirán en el perfecto “indígena” de la organización escolar o, al menos, le permitirán sobrevivir sin demasiadas frustraciones, o sea vivir bien gracias a haber comprendido las maneras adecuadas. En la escuela se aprende el oficio de alumno;

b) el aprendizaje de la vida en un grupo restringido y en una organización burocrática prepara también, más allá de la escolarización, para vivir y funcionar en otras organizaciones, sea como trabajador, enfermero, cliente, o para vivir en otros grupos restringidos, la escuela prepara para la vida, al menos a través del hábito de actor social y de las cualificaciones y conocimientos que permite adquirir.

Esos dos tipos de aprendizajes no se oponen, aunque unos se refieran a la vida del alumno y los otros a la vida del adulto, porque, aprendiendo el oficio de alumno, se aprende también el de ciudadano, actor social o asalariado. El término “oficio” no se considera desde el punto de vista de las calificaciones académicas o profesionales, sino de las “disciplinas” que permiten abordar una tarea productiva en el seno de una organización, con lo que ello supone de restricciones, retrasos, visibilidad, respeto a las normas en cuanto a los recursos que emplear, técnicas que utilizar, autoridades que consultar en cada etapa de un trabajo cualquiera.

Interesa la primera categoría de aprendizajes, porque nos remiten más directamente a las normas de excelencia y a la evaluación. En efecto, nada puede entenderse de la enseñanza si olvidamos que le período de escolaridad no constituye sólo un medio, una preparación para la vida, sino un momento de la vida en sí mismo, que tiene ya una organización compleja. ¡Tener éxito en la escuela, supone aprender las reglas del juego!

Cuando se habla de cultura escolar, de ordinario no se designa lo equivalente respecto a las personas que se encuentran en la escuela, sino los saberes o saber hacer, costumbres y actitudes que no pertenecen en sí ni a la escuela ni a las personales de la escuela. La definición de la cultura escolar supera el sistema de enseñanza, aunque sea el lugar privilegiado no sólo para su transmisión, sino para su práctica.

La atención dispensada al currículum formal impide a menudo ver que, como las demás organizaciones, la escuela mantiene en secreto su cultura interna. Y esto ocurre también porque, al menos para los alumnos, no hay demarcación clara entre la cultura escolar, que se encarna en el currículum, y la cultura de la organización, que es para los alumnos lo que la cultura hospitalaria para los pacientes, la carcelaria para los presos o la judicial para los reos. No hay demarcación clara porque lo que deben

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aprender los alumnos de acuerdo con los objetivos generales de la enseñanza encubre, en parte lo que deben aprender para mantener durante nueve años o más su papel dentro de la organización escolar para desempeñar adecuadamente su “oficio”.

Asimilar el currículum, supone convertirse en oriundo de la organización escolar, hacerse capaz de desempeñar su papel de alumno sin perturbar el orden ni exigir una atención especial.

Como organización la escuela tiene sus propias aspiraciones culturales. En su escala, cada establecimiento tiende a transmitir su propia cultura. Y sigue siendo cierto respecto a cada maestro en su propia clase. Por eso la excelencia escolar, definida en abstracto como la apropiación del currículum formal, se identifica muchas veces, en la práctica, con el ejercicio cualificado del oficio de alumno. La evaluación informal consiste, pues, en gran parte, en asegurar que el alumno aprenda y desempeñe su cometido de manera adecuada. Es evidente que esto no es independiente de cierto dominio de los saberes y saber hacer inscritos en un plan de estudios. Pero este dominio se empareja con las formas y contenidos de un trabajo escolar que siempre, y hasta cierto punto, está desligado de sus finalidades educativas, transformando en un conjunto de rutinas, como cualquier actividad regular en una organización burocrática.

El trabajo escolar como conjunto de rutinas.

En las escuelas en las que los docentes trabajan de manera estrictamente individual, la aleatoriedad de la formación de las clases hace que un alumno pueda seguir su escolaridad con una continuidad bastante grande o, por el contrario, vivir experiencias muy contrastadas, pasando de un maestro experimentado a un principiante, de una pedagogía muy tradicional a otra más activa, de un aula en la que se escribe durante todo el tiempo a otra en la que se discute sin cesar.

En rigor, para situar las exigencias y las prácticas de evaluación de un maestro, haría falta reconstruir la organización de conjunto del trabajo escolar en su clase.

Para el maestro en el trabajo diario, el buen alumno no es sólo el que domina el currículum, sino también y quizá más, el que se compromete en las actividades propuestas o impuestas y respeta las reglas. Es evidente que estas últimas atañen al valor intelectual, en sentido estricto, del trabajo elaborado, a su exactitud en las tareas de precisión, a su corrección en las referentes al respeto a las normas, a su validez en las que requieren respuestas justas, a su originalidad en las tareas creativas. Pero a menudo, a estos criterios de excelencia se añaden otros:

a) respeto a las convenciones y normas de representación, escritura, confección, corrección; todo trabajo escrito exige, en especial en la escuela, “guardar las formas”; algunos maestros son intransigentes al respecto, y otros, menos; pero ninguno permanece indiferente a estos aspectos formales;

b) respeto a las reglas de cooperación y de comunicación; el trabajo escolar no es solidario; está destinado al maestro, a veces a los padres o a los demás alumnos; se desarrolla en el seno de un grupo cuyo funcionamiento depende de la disciplina de cada uno; la manera de hacer importa tanto como la calidad del trabajo: silencio, rapidez, organización, visibilidad, limpieza, calma, precisión y educación en la expresión; respeto al trabajo de los demás.

c) compromiso con la tarea: interés, perseverancia, esfuerzo, participación. Volvemos a encontrar la interrelación puesta de manifiesto en el capítulo anterior

entre excelencia y conformidad. Conformidad con las convenciones gráficas, lingüísticas o matemáticas, pero conformidad también con las normas morales, en la relación con los otros y con las tareas propuestas.

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Un trabajo distinto a los demás.

El trabajo escolar no es como los demás porque carece de utilidad inmediata, visible, en el sentido de que lo producido rinda algún servicio a alguien, resuelva un problema real o enriquezca un patrimonio.

El trabajo escolar no procura remuneración monetaria alguna, sino que garantiza de inmediato la aprobación de los adultos y, quizá a más largo plazo, el éxito escolar. En la escuela hacer un buen trabajo consiste en realizar un trabajo que uno no ha escogido y por el que uno no tiene por qué sentir mayor interés.

El carácter repetitivo de las tareas escolares no contribuye a acrecentar el interés. Muchos alumnos, cuando descubren una actividad nueva, manifiestan curiosidad. En muchas clases, los ejercicios son muy estereotipados: operaciones y problemas en cadena, frases que analizar y transformar, ejercicios de completar frases, correspondencias, construcciones de clasificaciones, cálculos de múltiplos o divisores, formas verbales que completar o transformar, figuras que construir. Todos lo ejercicios son distintos en cuanto a los detalles, pero tienen la misma forma y pronto dan la impresión de lo ya conocido. En la escuela, hacer un buen trabajo consiste en hacer el encomendado, aunque sea repetitivo y aburrido.

Así mismo, consiste en hacer bien un trabajo extremadamente fragmentado. A menudo se trata de una serie de ejercicios más o menos dispares. Una vez, hechos y corregidos, no se habla más de ellos y se pasa a la siguiente actividad. Ese fraccionamiento se debe en gran medida a la existencia de un horario semanal. Esta división conduce a una fragmentación extremada del trabajo escolar, con una rápida alternancia de fases de puesta en marcha, trabajo intensivo, reordenación, transición a otra actividad. En la escuela, hacer un buen trabajo consiste en comprometerse en tareas fragmentarias, aceptar construir un rombo desde las 8 a las 8.30, responder a preguntas sobre un texto desde las 8.30, hasta las 9.05, cantar de 9.05 a 9.20, ir al recreo, buscar homónimos de 9.40 a 10.10, hacer a continuación 10 minutos de cálculo mental y después 30 minutos de lectura continuada. Este despropósito permanente exige no sólo unas mínimas competencias en cada materia, sino la capacidad de movilizarlas en unos minutos.

En la escuela, hacer un buen trabajo consiste también en razonar, escribir, calcular, dibujar, expresar, leer permaneciendo constantemente bajo la mirada del maestro y, a veces, de otros alumnos.

Es obvio: en la escuela, hacer un buen trabajo consiste en realizar un trabajo no retribuirlo, en gran medida impuesto, fragmentado, repetitivo y supervisado constantemente. Podemos concebir que, en esas condiciones, la energía de los alumnos no s invierta siempre en la búsqueda de la máxima excelencia posible. El papel del maestro consiste en hacer que los alumnos trabajen y mantener su compromiso con la tarea a pesar de la fatiga, del deseo de hacer otra cosa, del aburrimiento o de la falta de sentido de ciertas actividades para el alumno. Pero ese control respecto al compromiso en relación con el trabajo escolar se duplica con el ejercicio sobre su calidad, sobre el grado de excelencia que manifiesta.

Ese es el papel principal de la evaluación informal, que el maestro practica a diario.

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Conclusión. De las desigualdades reales a la fabricación de la excelencia.

Aunque la evaluación escolar fabrique las jerarquías formales a partir de las

diferencias reales entre alumnos, nunca dice “toda la verdad y nada más que la verdad” acerca de estas diferencias. Por el solo hecho de poner en práctica determinadas normas de excelencia más que otras, de que utiliza ciertos instrumentos y procedimientos más que otros, de que interviene en unos momentos más que en otros, la evaluación pone de manifiesto determinadas diferencias y desigualdades más que otras.

Según la edad o el momento que se lleve a cabo la evaluación, según la forma de definir la excelencia, según la naturaleza de los instrumentos de medida, la evaluación escolar no genera la misma representación de las desigualdades, no fabrica las mismas jerarquías formales a partir de desigualdades reales idénticas, incluso si, en todos los casos, las jerarquías formales tienen una base “objetiva”, de la que extraen su legitimidad.

La evaluación escolar, cuando procede de manera sobre todo comparativa corre siempre el riesgo de olvidar todo aquello por lo que los alumnos se asemejan, para marcar diferencias acusadas que, desde un punto de vista antropológico, pueden parecer menores ante el trabajo de uniformidad cultural que lleva a cabo el sistema educativo.

La fabricación de los juicios de excelencia y de las correspondientes jerarquías no conduce nunca, por tanto, a un puro “reflejo”, a una simple “fotografía” de las desigualdades reales. Proporciona una representación selectiva, situada, fechada, dramatizada, y, así, en parte arbitraria. Arbitraria, pero no inexplicable: en cada sistema de enseñanza, la fabricación de las jerarquías escolares tiene una razón de ser. Cumple determinadas funciones en el interior de la organización escolar, a veces, sin que sus agentes se den cuenta. Quienes instituyen o ponen en práctica los procedimientos de evaluación formal evocan la necesidad de una acción pedagógica racional, de una progresión regulada en el ciclo académico, de una selección u orientación fundadas sobre una “justa apreciación” de las adquisiciones y posibilidades. Pero lo que parece necesario (por ejemplo, poner notas, evaluar la lectura o la ortografía a una determinada edad, dar uno u otro peso a las matemáticas, exigir ciertas condiciones para la promoción) varía de un sistema a otro y se transforma en el interior de cada uno; cosa que los actores no ignoran, pues una parte del debate pedagógico se nutre de las comparaciones entre sistemas escolares regionales o nacionales.

El análisis, según Perrenoud, debe evitar dos errores. El primero consistiría en subestimar el papel de la evaluación, pretender que las desigualdades reales producen tarde o temprano, los mismos efectos, haya o no evaluación formal; el otro error sería sobreestimar el peso de la evaluación, hacer como si las desigualdades no existieran o no tuvieran consecuencia alguna en la medida en que no dieran lugar a jerarquías formales.

La evaluación formal modifica la autoimagen del niño y la representación que se hacen sus padres, compañeros y los docentes que lo reciban en años sucesivos. Aunque no enseñe gran cosa al maestro de la clase, pone en circulación una imagen oficial del “valor escolar” de niños y adolescentes. Por eso mismo, modifica su vida cotidiana de escolar, su lugar en el grupo de clase, las relaciones con sus padres, la autonomía y la confianza que se le conceda, su tiempo libre, el control que se ejerza sobre él, el trabajo que se le imponga en clase o en casa. La evaluación formal, cuando fundamenta una comprobación de fracaso en una materia o durante un período escolar de cierta importancia, modifica la relación pedagógica (trabajo más individualizado con el

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maestro, envío a un aula de apoyo, posible consulta al psicólogo escolar). En cuanto a las decisiones de selección u orientación, descansan totalmente en la evaluación formal.

La evaluación formal no crea las desigualdades de los aprendizajes iniciales, los que, instaurándose en los primeros mese de escuela, preceden a la primera evaluación. Por tanto, el papel de la evaluación formal es ambiguo. Por una parte, desanima a determinados niños, los encierra en una identidad de “malos alumnos”, les impide otros aprendizajes; por otra parte, permite que los maestros tomen conciencia de los fracasos y, en la medida de sus posibilidades, intervengan para impedir su agravamiento.

No se trata sólo de la evaluación, sino de lo que hace una escuela. Explicar la desigualdad ante la escuela consiste en primer lugar en mostrar cómo una definición particular de la cultura y de las normas escolares y un funcionamiento particular del sistema de enseñanza transforman las diferencias y desigualdades extraescolares de todo tipo en desigualdades reales de aprendizaje o de capital escolar. El análisis de la fabricación de los juicios de excelencia sólo da cuenta de la última fase de la génesis de las desigualdades, fase en cuyo transcurso se hacen visibles gracias a la evaluación escolar.

La escuela, origina de forma regular desigualdades a través de su funcionamiento. La sociología de la educación puede contribuir a explicar por qué el sistema de enseñanza se ha dado y conserva una organización pedagógica generadora de desigualdades.

Si la excelencia requiere diversos componentes, el fracaso o el éxito escolares tienen varias explicaciones posibles. En la escuela primaria distinguimos dos situaciones extremas:

1. En una, el éxito apela, en primer lugar, al trabajo, la aplicación, la conformidad tanto con las reglas de conducta como con los modelos de expresión y de pensamiento.

2. En la otra, el éxito se apoya en un desarrollo intelectual y un acervo cultural suficientes –con respecto al currículum del curso correspondiente– para permitir la asimilación de lo esencial de los saberes y saber hacer y para desempeñar un buen papel en la evaluación sin necesidad de esfuerzos inmensos.

Ello coincide con una intuición de todos los maestros de enseñanza primaria: entre los alumnos que salen airosos, unos son inteligentes –algunos dirían “dotados”– y pasan la escolaridad primaria sin mayores dificultades, trabajando más bien poco, manifestando cierta desenvoltura que puede irritar al docente o agradarle, pero sin influencia sobre las notas, siempre suficientes y, a veces, excelentes. Así mismo, alcanzan el éxito los alumnos serios y trabajadores, que tienen menos facilidad intelectual, pero responden mejor a la imagen clásica del buen alumno, ordenado, aplicado, cuidadoso, meticulosos, que lleva a cabo su trabajo escrupulosamente, desempeñando su papel a la perfección.

No proponemos aquí una tipología elaborada de éxitos y fracasos. Sólo queremos subrayar la importancia de estos dos ejes que se adaptan muy bien a lo que está en juego en el trabajo escolar y la evaluación: por una parte, la inteligencia, el acervo cultural rentable en la escuela, las competencias generales y transferibles; y, por otra, la seriedad, el sentido del esfuerzo, cierta conformidad, hábitos, arte de saber repetir lo ejercitado.