PERSPECTIVAS IGNACIANAS, DE LA OBEDIENCIA

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PERSPECTIVAS IGNACIANAS, DE LA OBEDIENCIA Deseamos presentar el pensamiento de San Ignacio sobre la obe- diencia del modo más objetivo posible. Por ello vamos a dejar hablar al santo todo lo que podamos. Nos limitaremos de nuestra parte a un sucinto comentario, el necesario para entender el alcance de las ex- presiones ignacianas. San Ignacio integra la obediencia en una serie de verdades fun- damentales que es necesario considerar para entender su pensamiento. La primera y más fundamental es la gloria de Dios, aspiración su- prema de San Ignacio en toda su vida, punto de partida y, a la vez, de término de su espiritualidad. Esta gloria de Dios consta de dos elementos: uno, divino, y otro, humano. Dios ha de recibir la gloria y, a la vez, ha de dar gracili para que el hombre pueda rendirle la gloria debida. El hombre tiene que hacer todo lo que está de su parte para darle esta gloria. De parte de Dios no puede fallar el plan. «De su parte, nunca falta», escribe el Santo (1). «A su tiempo, Dios nuestro Señor nos pro- yeerá de todas las armas necesarias para su mayor servicio» (2). «Os enseñará siempre en lo que conviene para satisfacer el oficio de que os encargáis por amor y suya» (3). «Dios nuestro Señor (1) Mon Ign., Epp. [= Epp.] 1, 126; Obras completas de San Ignacio de Loyo.za, Edición manual, Madrid, B. A. C., 1952, núm. 86 [= BAC] p. 668. (2) Epp. VIII, 545. (3) Epp. IX, 80.

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PERSPECTIVAS IGNACIANAS, DE LA OBEDIENCIA

Deseamos presentar el pensamiento de San Ignacio sobre la obe­diencia del modo más objetivo posible. Por ello vamos a dejar hablar al santo todo lo que podamos. Nos limitaremos de nuestra parte a un sucinto comentario, el necesario para entender el alcance de las ex­presiones ignacianas.

San Ignacio integra la obediencia en una serie de verdades fun­damentales que es necesario considerar para entender su pensamiento.

La primera y más fundamental es la gloria de Dios, aspiración su­prema de San Ignacio en toda su vida, punto de partida y, a la vez, de término de su espiritualidad.

Esta gloria de Dios consta de dos elementos: uno, divino, y otro, humano. Dios ha de recibir la gloria y, a la vez, ha de dar gracili para que el hombre pueda rendirle la gloria debida. El hombre tiene que hacer todo lo que está de su parte para darle esta gloria.

De parte de Dios no puede fallar el plan. «De su parte, nunca falta», escribe el Santo (1). «A su tiempo, Dios nuestro Señor nos pro­yeerá de todas las armas necesarias para su mayor servicio» (2). «Os enseñará siempre en lo que conviene para satisfacer el oficio de que os encargáis por amor y rever~ncia suya» (3). «Dios nuestro Señor

(1) Mon Ign., Epp. [= Epp.] 1, 126; Obras completas de San Ignacio de Loyo.za, Edición manual, Madrid, B. A. C., 1952, núm. 86 [= BAC] p. 668.

(2) Epp. VIII, 545. (3) Epp. IX, 80.

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ve y sabe lo que más le conviene, y como quien todo sabe, muestra la yía» (4). «Proveerá y consolará en todo, como suele» (5). . El hombre de por sí no tiene ningún derecho a intervenir en el plan divino. Es necesario que Dios le acepte. Y Dios no tiene ninguna obligación de admitir a nadie. La aceptación divina de los servicios del hombre es un acto de pura misericordia divina. Recibe a los que quie­re y cuando quiere. Sigue la táctica que adoptó en la elección de los apóstoles: «Eligió a los que El quiso» (6). El hombre sólo puede hacer una cosa, y ésta con la gracia de Dios: ofrecerse para que le acepte, mostrar su deseo, instar a Dios.

Recordemos el papel decisivo que juega en la espiritualidad del santo el ofrecimiento y la petición. No cesa de ofrecer su persona al trabajo, para que su Divina Majestad le quiera elegir y recibir en su mayor servicio y alabanza (7). San Ignacio nunca ohrida este aspecto. Es necesario que Dios acepte el ofrecimiento de cada uno. Hace pe­dir al ejercitante «que su divina Majestad la quiera rescibir y con­firmar [la elección], siendo su mayor servicio y alabanza» (8). Y él buscaba afanosamente la aceptación divina, desde lo íntimo de su alma. «Al preparar del altar al vestir (como se ve ~n su Diario espi­ritual), un venirme: Padre eterno, con'[firma me]; Hijo eterno, con[fir­ma me]; Espíritu Santo eterno, con [firma me]; Santa Trinidad, con­[firma me], con tanto ímpetu y devoción y lágrimas, y tantas veces esto diciendo, y tanto internamente esto sentiendo, y con un decir: y Padre Eterno, ¿no me confirmaréis?» El día siguiente repite idénti­cas expresiones: «Acaba,da la misa, luego en la oración breve: Padre Eterno, cOnl[firmadme]; Hijo, etc., con [firmadme].» El 24 de febrero, siente que Dios le ha confirmado ya. Recibe una «fuerza interior y se­guridad de confirmación» (9).

Observamos la misma actitud en Jo que se refiere a la actividad de la Compañía. Era también necesario que Dios aceptara la Compa­ñía. La aparición de la Storta tiene este gran significado en su vida. Es la confirmación divina de su misión. El Padre Eterno le une a su Hijo, asocia su vocación a la obra redentora. Para mayor garantía en cosa tan trascendental, procura que el Papa, como representante ofi­cial de Dios, confirme esta aceptación. Por ello se ofrece, junto con sus compañeros, al Sumo Pontífice, por cuanto «es el Señor de toda la mies de Cristo» (10). La confirmación de Paulo III fué el «fundamen­tum Societatis», la señal de que Dios aceptaba su sETvicio y les aso­ciaba a su servicio. No es extraño de que semejante beneficio dejara un recuerdo perenne en el Beato Fabro:

Ansimismo fue señalada merced, y quasi la fundamental y para toda la Compañía, en que ... presentándonos in holocaustum Summo Ponti· fici Paulo III para que mirase en qué nosotros podíamos servir a Cristo nuestro Señor ... , nuestro Señor quiso que nos aceptase y holgase de

(4) Epp. n, 236; BAC, .756. (5) Epp. I, 380. (6) Me. 3 13. (7) Cf. Ejercicios, núm. 96-98. (8) lb., núm. 146, 183. (9) Mon. Jgn., Consto I, 99, 101, 105-106. BAC, 295, 296, 300. (10) Epp. I, 132; BAC, 669.

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nuestros propósitos, por donde seré yo obligado siempre y cada uno de los otros a dar gracias ipsi DominO' messis universae Eclesiae catholicae, id est, Iesu Domino nostro, el qual tuvo por bien de querer declarar por voz de su Vicario en tierra (que es una vocación [llamamiento] tan ma­nifesta), digo que tuvo por bien de darnos a entender de cómo se quería servir y usar de nosotros para siempre (11).

Este era el significado decisivo de la aprobación pontificia. Dios les confirmaba su oblación, les aceptaba en su servicio. Lo que había manifestado de modo .directo e inmediato en La Storta, lo muestra ahora a través de su representante en la tierra, el Romano Pontífice. . El Señor sigue aceptando del mismo modo a los demás jesuítas. Es el valor de los votos. Al ofrecimiento de cada sujeto responde .de parte de Dios su aceptación. El Superior recibe al votante en nom­bre de Dios, debido al poder recibido de la Iglesia. San Ignacio, en la fórmula de los votos, no se olvidó de indicar esta i.dea básica. Que Dios «se digne de aceptar este holacausto en olor de suavidad» (12).

Es éste uno de los resortes con que San Ignacio estimula a sus hijos en sus instrucciones. El servicio de Dios es un don gratuito, pero parece obvio que el Señor admita más fácilmente a los que se pre­senten ante su acatamiento con mayor pureza. Al maestro .de novicios le recomienda en las reglas que tenga «cuidado que cada vez sea mejor y en las virtudes más perfecto, para que de Dios nuestro Señor sea aceptado por instrumento de perfeccionar los otros» (13). Y en una de sus Instrucciones sobre el modo de proceder, escribe: «La pri­mera parte [que se conserven en espíritu, letras y número], que toca a los de la Compañía, es como el fundamento de las otras, porque cuan­to ellos fueren mejores, tanto estarán más dispuestos a ser aceptados por Dios como instrumentos de la edificación de los de fuera y de la perpetuidad de la fundación» (14).

Dios tiene que procurar que su obra prospere. Los hombres son siervos suyos. A El le compete la parte decisiva y más importante. El hombre no es más que cooperador .divino. Es evidente que no puede cooperar si ignora el modo de hacerlo. Dios, por consiguiente, tiene que indicarle el puesto en que ha de realizar su colaboración y el modo de llevarla a cabo.

Dios puede manifestar su voluntad por varios medios. Uno de ellos, el que aquí nos interesa, es el de la obediencia, que aparece, a esta luz, en función del gobierno de la Iglesia. «La divina Providencia [va] reduciendo las cosas ínfimas por las medias, y las medias, por las su­mas, a sus fines» (15), gobernando de este modo el mundo a través de una jerarquía de intermediarios coordinados y subordinados entre sí (16).

(11) MHSI, Mon Fabri, p. 861, núm. 18. (12, Consto núm. 540, 5." parte, 4, núm. 4. (13) Mon. [gn., Regulae, 398; BAC, 615, núm. 20. (14) Epp. III, 543; BAC, 799. -(15) Epp. IV, 6890; BAC, 842. (16) Naturalmente que este fundamento no es original de San Ignacio. Recoge

de la tradición la doctrina recibida comúnmente. Sus cartas sobre la obediencia están llenas de citas de Sagrada Escritura y de Santos Padres. El Quería trasmitir la obedien-

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La Iglesia es «la vera esposa de Cristo nuestro Señor». «Entre Cris~ to nuestro Señor, esposo, y la Iglesia, su esposa, es el mismo espíritu que nos gobierna y rige para la salud de nuestras ánimas» (17), Es por ello la guía segura e infalible, la gran norma de la verdad. El «Es~ píritu Santo ... la enseña toda verdad». Este «cuerpo místico de la Iglesia católica, vivificado y regido por el Espíritu Santo» (18), no puede fallar. Es infalible, como su esposo Jesucristo. Dios manifie,,>ta su plan a través de la Iglesia.

Ahora entendemos más plenamente el jnterés que tenía San Ignacio de servir a Dios en una orden religiosa aprobada por la Iglesia .. Era el modo más seguro de entrar en la órbita del plan de Dios. A través de la Iglesia, la Compañía quedaba encuadrada en el ejército de Dios. N o se pertenecía ya a sí, sino a Dios, con quien permanecía unida a través de este lazo de unión. Las órdenes de la Iglesia eran órd~ nes del mismo Dios. Por esta razón, los «superiores, a los quales como de parte de su oficio conviene regir ... suelen tener más influxo de los dones de Dios necesarios al gobierno de los que tienen a su cargo» (19).

La Iglesia, al aprobar una orden religiosa, la acepta en nombre de Dios en el cuadro de los servidores de Jesucristo. No olvidemos que el acto de la aprobación de una Orden religiosa pertenece al ejercicio de la infalibilidad.

Tenemos aquí las dos grandes bases teológicas de la obediencia: la Providencia de Dios, dueño absoluto del mundo y de los hombres, que va manifestando su plan de acción a través de las diversas je­rarquías, y la Iglesia, que, en virtud de su divinidad y de ser la esposa de Cristo, recibe y transmite las disposiciones divinas, y jerarquiza los cuadros de mando.

No se trata de que un particular elija una orden religiosa deter­minada y se someta a unos superiores. Se trata de algo mucho más profundo e íntimo. De que Dios elige a uno dentro de un cuadro con­creto del ejército de la Iglesia para una misión particular. De ahí la necesidad de la aceptación divina, que la realiza el superior al recibir al candidato en nombre de la Iglesia y, a través de ella, del mismo Dios.

San Ignacio, como se ve, ha querido fundamentar la obediencia en las verdades inconmovibles de la fe, no en consideraciones más o menos probables. Dios tiene que ir manifestando su plan de acción y su voluntad a través de sus continuadores y representantes oficiales para cooperar con El en el gobierno espiritual del mundo.

Por medio de la obediencia se vincula el hombre con Dios; y como en todo vínculo se da una correlación de obligaciones y derechos, nace por los votos una obligación nueva, no de orden natural, como la que

cia. como la habría entendido la Iglesia, apoyada en la verdad de la Sagrada Escritura e interpretada auténticamente por la tradición. En lo que se refiere a este .punto, sigue de modo más inmediato a Santo Tomás, quien había ya basado toda la concepción de la obediencia en el principio supremo del gobierno de Dios en el mundo, n·n, q, 104, a. 1. Cfr. TE6FILO URDANOZ, 0, p" Teología de la obediencia religiosa, en «Ciencia To­mista», 83 (1956) 219-270, principalmente p. 224-225.

(7) Ejercicios, núm, 353, 365. . (18) Epp, VIII, 464, BAC, 906. Cfr. EspJritu de San Igrvacio de Loyola. Mensajero del

Corazón de Jesús, Bilbao, 1958, p, 83-92. (19) Epp, XII,638. , .

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existe entre el hijo y el padre, sino de orden sobrenatural. El supe­rior puede obligar al súbdito a que cumpla lo que le ordena, porgue ha recibido autoridad de Dios para ello. Es el portavoz, el indicador de la voluntad divina. Santo Tomás había ya puntualizado este aspect0.

La... obediencia debida a los hombres es una prolongación y partici­pación de la obediencia que debemos a Dios y es obediencia dada a Dios. Verdad que es simple consecuencia del principio de mediación sentado por el Aquinate: Dios gobierna el mundo, inanimado y libre, por inter­mediarios; no por deficiencia, sino por sobreabundancia de bondad. Ha querido comunicar a sus criaturas esta dignidad de ser colaboradoras de la actividad divina, partícipes del gobierno y autoridad de Dios sobre sus inferiores súbditos. Mas la virtud divina es operante en las causas segundas con más eficacia que la virtud de éstas. Si, pues, tenemos que obedecer a los superiores humanos que nos gobiernan, es por el mismo orden y necesidad de justicia, añade el Angélico, por el que debemos obe­decer a Dios, ya que su autoridad y mandato proviene de Dios (20).

Como en respuesta a esta obligación del súbdito, Dios se obliga, a su vez, a manifestar su voluntad al súbdito. Es el gran derecho que re­cibe el súbdito en virtud de este contrato. Si Dios no le indicara su voluntad, fallaría la más elemental base de la jerarquía y, en último término, la Providencia divina. «DIOS -como escribe Nadal- gobier­na el mundo por la obediencia» (21).

San Ignacio, en carta al obispo de Calahorra, Bernal Díaz de Luco, explana con claridad este pensamiento. Quería siempre trabajar «para mayor provecho espiritual de las ánimas»; pero muchas veces no sa­bía cuál era el campo donde podría hacer más bien. Para poder acer­tar, había acudido al Sumo Pontífice, le había prometido· obedecerle, seguro de que el Papa, por ser el representante de Jesucristo, le seña­laría lo que fuera para mayor provecho espiritual de las almas, porque «a la voz del qual [el ViCario de Cristo, queda] resonando el ciel~)}> (22).

El Papa es el eco de la voz de Dios. Nosotros tenemos que perci­bir la resonancia divil¡ta a través de su palabra. El santo no tiene otra voluntad que la del Papa. Su deseo es «peregrinar .donde quiera el Vicario de Cristo nuestro Señor» (23), seguro que el sitio a donde le mande el Papa será el sitio querido por Dios.

Pero el Sumo Pontífice no puede señalar personalmente a cada uno de los religiosos dónde puede hacer más por la gloria de Dios. Aprue­ba órdenes y congregaciones religiosas, en las que los superiores va­yan indicando en su nombre la voluntad de Dios. En virtud de esta delegación, resuena también el cielo a la voz de cada superior.

El religioso no obra en estos momentos en nombre suyo, sino de Dios. La obediencia le ha introducido en la órbita divina. Si sale del campo de la obediencia, no se establece el contacto con el plan divino, no se llega al punto justo en que se pueda percibir la voz divina.

El P. Karl Rahner señala acertadamente que los superiores, no ele-

(20) l!llDANoz, O. P., p. 233. Cito de sto. Tomás q. 104, arto 5, 6 in corp. et ad 3 (21) ARSI., OpP. NJ{. 30, p. 176. (22) Epp. 1, 241. (23) lb.

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gidos por el hombre, sino o.ados por Dios a cada uno, como el padre y el jefe o.e estado, manifiestan la voluntad o.e Dios en sus precep­tos (24). Las páginas precedentes prueban cómo el superior religioso se encuentra en las mismas circunstancias. Dios elige para cada uno no sólo un padre y una patria, sino también la sociedad concreta en que se desarrolla su vida. Para el religioso, por consiguiente, la congrega­ción u orden determinada con su finalio.ad, superiores, reglas, carac­terísticas. Es la «dirección especial» que, dice Nadal, Dios ,da para el jesuíta «a través de la Compañía y sus ministros» (25).

Si a la libre entrega o.el súbdito no respondiera o.e parte o.e Dios otra acción y no naciera ninguna obligación ni ningún derecho, el re­ligioso no sería religioso, porque Dios no habría aceptado su oblación. N o estaría ligado más que de su parte y podría soltar los lazos cuan­do le apeteciera. El que el superior pueda obligar bajo pecao.o implica necesariamente esta aceptación divina del servicio del súbdito y, por consiguiente, como decíamos, el derecho de parte del súbdito o.e cono­cer la voluntad de Dios.

El religioso no pretende directamente renunciar al don sagrado de, la libertad, lo que, como ino.ica también rectamente el P. Karl Rah­ner (26), sería algo absurdo y aun imposible. Quiere sólo cumplir la voluntad divina. Como todo hombre debe renunciar a lo que se opone' a un mandamiento grave de la ley de Dios -y nadie ha considerado como absurda la renuncia de la libertad en este punto-, el religioso tiene que renunciar a cuanto se opone a lo que Dios quiere en con­creto para él, es decir, a lo que, como acabamos o.e probar, el supe­rior manda.

Este plan, precisamente por ser un plan divino, basado en su Pro­videncia, tiene un sentir20 universal. Entran en, él millones de personas y se conjugan innumerables circunstancias. Dios nos ve, y nos ha visto desde toda 'la eternidad, no como seres aislados, sino en función de la, Iglesia y de las almas.

Nosotros nos contemplamos como ejes centrales. Dios muchas ve­ces nos quiere colaboradores de otros y nos asigna una función radial. N os vemos en una perspectiva distinta de la que Dios nos ve. De esta diferencia de punto de vista provienen muchas o.e las oscuridades y di­ficultades. Dios nos va moviendo en direcciones incomprensibles para nosotros al dirigirnos como radios a un eje central, desconocido para' nosotros.

No hay que acudir siempre al misterio de la Providencia para legi­timar el sentido de la obediencia. Basta muchas veces aplicar las leyes ordinarias en una organización humana de gran alcance y universa­lidad. Los subalternos no conocen más que una parte mínima o.el plan

(24) KARL RAHNER, S. L, Eine ignmt~anische Grundhaltung, Marginalien über den: Gehorsan, en «Stimmen. der Zeit» 158 (1956) 261.

(25) Opp. NN 30, p. 176. (26) RAHNER, ib" p. 261.

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total, la que ellos tienen que realizar. No pueden juzgar del conjunto . . El bien universal, no sus intereses particulares, exige la realización ,exacta de la misión concreta a ellos confiada, que puede ser un mal para un individuo particular, puede exigir renuncias de proyectos

.y planes magníficos desde el punto de vista individual, pero que anu­laría el éxito total. Nosotros buscamos muchas veces la razón de ser de la acción divina en nosotros. Juzgamos que es de mayor gloria de Dios lo que es más conforme con nuestro modo de pensar. Dios piensa ,de un modo más universal. Cada uno de nosotros somos pieza de un plan general de redención. Somos demasiado débiles para ser ejes cen­trales. La fuerza de Dios gravita sobre la Iglesia, no sobre nosotros. El P. Marceliano Llamera explica con gran precisión este punto.

El bien verdadero de un hombre es er bien definitivo o providencial, resultante del conjunto de su vida... En función de este bien final y no de las mayores o menores conveniencias parciales y pasajeras, hay que juzgar la verdadera eficacia de... la obediencia. En las dificultades humanas, actúan muchas veces ocultas facilitaciones divinas. Porque sólo Dios sabe lo que quiere de nosotros y los medios mejores para con­.seguirlo. Jjjstos, desde luego, no son siempre los mejores que nostros cree­mos y queremos darle, sino los que El quiere que le demos, o los que quiere que renunciemos. Como esta valoración providencial de nuestra vida, sólo la sabe Dios,' puede ocurrir que, a veces, haya de equivo­,carse inculpablemente la providencia humana, para que acierte la di­-vina.

En todo caso ésta no se equivoca, y la obediencia que la secunda, tam­poco. y es obediencia providencial, toda obediencia debida. De donde se sigue que mientras persista la obligación de obedecer, ningún bien es mayor que el de la obediencia. Más aún, que el bien de la obediencia compensa lo que estorba. Dios da con creces lo que se renuncia por obedecerle (27).

San Ignacio aplica a la Compañía el gran principio paulina de la necesidad de jerarquización entre los miembros en el cuerpo mís­tico de la Iglesia (28). «En el cuerpo, no todos los miembros son ojos, ni oídos, ni manos, ni pies; y como cada miembro tiene su oficio y con él se contenta, así también en el cuerpo de la Compañía todos no pue­den ser literatos, ni todos sacerdotes; mas cada uno ha de conten­tarse del oficio que le toca según la voluntad y juicio del Superior, el cual ha de dar cuenta a Dios nuestro Señor de todos los suyos» (29).

El objeto de la Providencia divina no es nuestro bien particular, sino ·la utilidad de la Iglesia universal.

En otra providencia, en la que Dios nos hubiera asignado otra fun­ción, le hubiéramos podido dar mayor gloria, pero Dios, que «ve y sabe 10 que más conviene», que «todo lo gobierna y todo lo hace», por su propia bondad, sin «trabajo ni mérito» nuestro (30), se ha dignado «hacernos partícipes y cooperadores de lo que sin nosotros podría ha-

(27) MARCELINO LLAMERA, O. P., La crisis actual de la ob~die1'\Cia y las razones tr'1lr ·dicionales e ignacianas de su necesidad, en «Teología Espiritual» 1 (1957) 417-452. Nues­'tra cita en p. 448.

(28) Cf. ICor. 12, 17; Eph. 4, 7. (29) Epp. XI, 438; BAC, 946. . (30) Epp. I1, 236; BAC, 756; Epp. 1, 182; Epp. XII, 290, BAC,. 955.

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cer» (31), asignándonos el puesto en que podamos realizar la misión más conveniente para el conjunto de la Iglesia.

Dios nos da los medios en función qel puesto que nos ha asignaqo. Mide nuestras cualidades y grac~as según ese fin. Podía Dios haber hecho que nuestra naturaleza humana hubiera sido la que se unió al Verbo al encarnarse. Evidentemente que en ese caso esa naturaleza humana, que ahora es la nuestra, hubiera dado mayor gloria a Dios. Podemos imaginar infinitos casos posibles en los que hubiéramos po­dido ser más santos, pero esos casos salen qel «curso qe la provi­dencia» designado a nosotros.

Acerquémonos ahora a las conclusiones que saca San Ignacio de estos principios. No nos cause maravilla el que nos parezcan descon­certantes. El modo que Dios gobierna el mundo es uno qe los mis­terios mélS profundos. El «curso» de la divina Providencia (<no entíen­den los hombres, y por eso se afligen a las veces de aquello que de­berían alegrarse» (32). Trasciende, aqemás, nuestra posibilidad huma­na el comprender la función y el sentido .de las múltiples circunstan­cias, factores, hombres que intervienen en la realización del plan de conjunto.

La primera conclusión es la siguiente. El fallo del plan divino viene sólo del pecado voluntario, no qe las limitaciones inherentes al hom­bre, sea superior o súbdito, ni de las deficiencias propias de la fragi­lidad y debilidad qel ser propio de cada uno, o de las circunstancias independientes de la voluntad, El único límite que libremente se ha impuesto Dios ha sido la voluntaq del hombre. Le ha hecho libre y ca­paz de quebrantar la voluntad divina. Dios sabe sacar bienes de los males. y en una providencia superior volverá a enderezar el camino deshecho por la perversa acción humana. No tocamos aquí este pro­blema. Sólo decimos que, según San Ignacio, ninguna limitación hu­mana puede impedir la gloria de Dios. El es dueño absoluto y maneja los hilos de la trama total. Deja algunos más .nojos, otros más tírantes, realiza operaciones extrañas para nosotros, porque ·10 exige así el fiIi que pretende.

Nos. movemos en un campo qe oscuridad, debido a' la realidad ya indicada: somos un punto de un plano universal. La única actítud, aun humanamente racional, es la de tener confianza en los que regulan la acción universal y están ligados con el jefe supremo.

San Ignacio avanza todavía más en esta línea. Cuando los hombres no poden.os llegar a la altura debida, Dios suple lo que falta. No pue­de fallar el plan divino, y por ello se ve obligado a añadir qe su parte lo que falta a los hombres. Nosotros concebimos la realidad qe una manera distinta. Creemos que no podremos realizar más de lo que permiten nuestras fuerzas. Si para conseguir algo se necesitan fuerzas

(31) Epp. VI, 367. (32) Epp. x, 529; BAC. 939.

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superiores, nos sentimos fracasados. San Ignaclo piensa de una manera distinta. La obra no es nuestra, s~no de Dios. Si nosotros, con nuestras fuerzas, ayudadas por la gracia, no podemos llegar, Dios pondrá de su parte lo que talta. Su plan -el suyo, el que pretende de hecho en esas circunstancias, no el nuestro- no puede fallar.

Sólo unos pocos textos en una materia en que San Ignacio se re­pite mucho. Escribiendo al P. V~ola sobre las dificultades que encon­traba en la fundación de Módena, dice: «V. R. se .tome el menor fas­tidio que puede, porque haciendo nuestra parte nosotros, es decir, ha~ ciendo lo que podemos, es justo que dejemos la suya a Dios nuestro Señor, que es la de suplir nuestras faltas» (33).

Obsérvese la fuerza de la expresión. «Es justo», lo que presupone un deber de parte de Dios. Trabajamos por una obra que no es nues­tra, sino de Dios; a «su divina Providencia ... toca» (34), no a nosotros, llevar adelante la empresa. Consecuente con este principio, escribe a César Helmio que «no se tenga inquietud, dejando a la divina pro­videncia aquello que la suya no puede disponer. Y si bien es a Dios grato nuestro esmero y moderada solicitud en proveer a las cosas que por cargo debemos atender, no le es grata la ansiedad y aflición de ánimo, porque quiere que nuestra limitación y flaqueza I se apoyen en la fortaleza y omnipotencia suya, esperando en su Bondad suplirá don­de nuestra imperfección falte ... Haciendo competente esfuerzo, se deje el resto a quien puede toda cosa' que quiere» (35).

Al confirmar al P. Barceo en el cargo de rector, le escribe cómo espera «en la divina y suma Bondad [que] suplirá las flaquezas y fal­tas de sus instrumentos, y así que os dará gracia de mucho servirle en e.3e cargo» (36). Al P. Bautista de Barma le anima a que continúe con sus tareas de predicar y confesar: «Con hacer también aquí lo que se pudiere, según la mesura de la discreta caridad, puede V. R. aso­segarse, y esperar que Dios nuestro Señor suplirá de su plenitud nues­tras faltas como suele» (37). Al Duque de Monteleón se expresa en tér­minos muy semejantes: «Haciendo lo poco que podemos, Dios nuestro Señor suplirá el resto, según el modo sólito de su divina Providen­cia» (38).

Vuelve a repetir en otros textos que esta función divina de suplir las deficiencias humanas no es algo insólito, extraordinario, sino una providencia ordinaria. «Dios nuestro Señor suplirá, como suele, donde nosotros faltamos» (39). EJs algo que tiene que hacer Dios en todas partes. «Dios nuestro Señor es menester supla allá, acá y en todas par­tes nuestraEl faltas, y así esperamos lo hará», o «Dios nuestro Señor, que siempre ha de suplir nuestras faltas» (40). .

(33) Epp. v, 314-315. (34) Epp. X, 529; BAC, 939. (35) Epp. X, 155, 156; BAC, 932-933. (36. Epp. VI, 87. (37) Epp. VIII, 546. (38) Epp. IX, 667. (39) Ibid. 353. (40) Ibid. 188, 146.

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San Ignacio sintetiza este pensamiento en una imagen muy concre­ta. La de instT1~mento. Toda la concepción ignaciana del apostolado gira en torno a esta verdad. El hombre es instrumento de la «Divina. Providencia» (41), qne en tanto realizará su misión en cuanto sea ma­nejado de Dios, la causa principal. Lo esencial es mantenerse en el, puesto y función de instrumento, es decir, dejarse mover por la causa principal. La acción nuestra, por ser de orden instrumental, es de or-

. den mv.y inferior a la del agente principal, a Dios; pero esa pequeñez es la condición necesaria para que se pueda realizar el plan' de Dios. No nos ha elegido porque somos grandes, ni para que seamos grandes. ni para que hagamos ninguna obra solos, sino únicamente para que colaboremos con Dios. Y es demasiado evidente que el instrumento no se elige por su grandeza ni por su valor, sino porque es apto para realizar la empresa. Su aptitud proviene de que la causa principal pueda servirse de él del modo apto y justo, lo que exige de su parte el «enteramente ... dejarse mover y poseer, mediante esta virtud, de la potente mano del autor de todo bien» (42).

En el empleo del hombre como instrumento de parte de Dios se da una peculiaridad especial. El hombre no puede cambiar la naturaleza del instrumento, ni puede con un instrumento deficiente o inadecuado realizar una obra perfecta. Dios, en' cambio, es señor absoluto. Es Om­nipotente.

«N o es más difícil a su potencia infinita con pocos que con muchos instrumentos realizar lo que quiere» (43). Aunque normalmente respeta la naturaleza y se acomoda a ella, no depende de ella. La inhabilidad del instrumento no impide la realización del plan divino. «A su Onmi­potencia -escribe- no es impedimento alguno la debilidad del instru­mento» (44).

El hombre, por su función instrumental, como indkamos ya an­tes, sólo realiza una part,e del plan total, la parte más .~equeña y des­proporcionada. «El resto», como repite San Ignacio con frase casi ri­tual, lo hace Dios. «Baste a nosotros hacer según nuestra fragilidad lo que podamos, y el resto queramos dejarlo a la divina Providencia, a quien toca» (45).

A esta luz se entiende la frase siguiente de San Ignacio: «Cuán poderoso es Dios nuestro Señor para obrar cosas muy grandes, aun con instrumentos de suyo debilísimos», pero con tal de que estén «mo­vidos de la santa obediencia» (46); es decir, con tal que estén a dis­posición completa de Dios, para que pueda manejarles a su gusto y según su absoluta voluntad.

El hecho de que el obediente sea, instrumento implica otra con­secuencia de carácter aparentemente antagónico. Se le ha de usar conforme a su naturaleza humana y racional. El instrumento tiene una función concreta que el agente intenta utilizar. Si fuerza la acción

(41) Epp. VIII, 436, 477 etc. (42) Epp. IV, 561-562; BAC, 828. (43) Epp. IX, 80. (44) Epp. IV, 664. (45) Epp. X, 529; BAC, 939. (46) Epp. XI, 501; BAC, 948.

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PERSPECTIVAS IGNAC,IANAS DE LA ()BEDIENCIA 81

instrumental o la anula, deshace la razón de ser del instrumento. El que uninstrumerito sea manejado cón entera liberta,d es sólo la con­dición necesaria para que produz~a el efecto. Este se da apenas se ponen las condiciones necesarias. San Ignacio pUI;ltualiza con su acos­tumbrada exactitud. «Todas las cosas de acá parece que Djos N. S. por quien El es, las gobierna y las lleva punto por punto conforme a su mayor servicio y alabanza, laborando con sus instrumentos, tanto fie­les y diligentes» (47).

Dios «labora», trabaja, con los instrumentos que al contacto con Dios realizan su función. No los violenta y anula, como puede hacerlo. «Las lleva punto por punto.» Aprovecha el ritmo, la naturaleza de cada cual, pone en su punto justo cada objeto, para que desarrolle su labor fiel y diligentemente. Dios «gobierna» dirigiendo todas las cosas de este modo suave y natural. '

Es, sin duda, el punto más difícil del problema de la obediencia. La naturaleza misma humana y racional del súbdito exige que se le use de modo humano y racional. Si el superior conscientemente fuerza la naturaleza del súbdito y fuerza su capacidad, no usa del hombre como instrumento, sino abusa de su modo de ser. La operación no puede ser recta. El súbdito en este caso hará un acto de humildad, que puede ser incluso más meritorio, pero propiamente no realiza un acto de obediencia.

No conviene olvidar, con todo, las consideraciones que hace Santo Tomás de Aquino a propósito del modo como los súbditos deben ejer­cer la prudencia en el gobierno.

LO' prudencia r:eside en la razón. El regir y gO'bernar es función prO'pia de la razón. PO'r lO' tantO' cada uno debe pO'seer de la prudencia en tantO' cuantO' participa del gO'biernO' y de la dirección. Es además manifiestO' que nO' cO'mpete al súbdito y siervO', en cuanto tales, regir y gO'bernar, sinO' más bien ser regidO's y gO'bernadO's. PO'r cO'nsiguiente la prudencia nO' es es virtud del siervo ni del súbditO' en cuantO' a tales. PerO', cO'mO' tO'dO' hO'mbre, por ser raciO'nal, participa algO' del gO'biernO' según el juicio de la razón, en esa medida le conviene tener prudencia. De dO'nde es manifiestO' que la prudencia reside en el Príncipe 'cO'mo en mente arquitectónica, y en lO's súbditos a mO'dO' del arte manual O' comO' O'breros que ejecutan un plan (48).

Es necesario puntualizar el papel activo y racional del súbdito en la obediencia, a base de estos luminosos principios. Su acc.ión es varia en los diversos momentos.

Es mucho más importante antes del ejercicio de la obediencia que durante él. Exactamente como pasa en cualquier instrumento. Se forja un instrumento independientemente de la causa que lo ha de manejar, pero en orden a que sea manejado del modo más eficaz posible. Una pluma, una máquina, se elabora como pieza suelta, pero sjn perder

(47) Epp. r, 230. (48) u-u, p. 47 a. 12 in corp.

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nunca de vista la función a que está desUnado. Su peso, ~orma, gran~ deza y demás características se gradúan conforme a este fin.

San Ignacio quiere que el súbdito, antes de la obedi~ncia, se per­feccione lo más posible. Se ha de dejar gobernar completamente del superior en el momento en que se efectúe la obediencia, pero antes se ha de preparar del modo más apto. En el momento mismo de la obediencia se ha de resignar en sus manos, conforme a la voluntad del superior; pero el hecho de estar llamado para dar la mayor gloria de Dios en una vida religiosa de obediencia debe de gravitar sobre su conciencia sin cesar.

Como instrumento humano y racional, su participación ha de ser necesariamente activa. Se ha de poner completamente en manos del superior para colaborar activamente con él. Pronto se ven las dificul­tades prácticas y la tensión profunda que implica esta resignación ac­tiva. Dios nos da en este campo un ejemplo maravilloso. El ha querido, en una incomprensible dignación de amor, hacerse en cierto modo ins­trumento del hombre. El hombre no puede realizar ninguna acción humana sin que concurra Dios nuestro Señor. La voluntad del hombre, ayudada también por Dios, indica la ,dirección de los movimientos. Dios da la fuerza para que el miembro se mueva en la dirección querida por la voluntad del hombre, aurique se trate de un acto pecaminoso, incompatible con el querer divino.

Esta participación activa del súbdito como instrumento humano a la acción de Dios y del superior se da en tres momentos distintos.

a) Antes del acto de la: obediencia en una vida religiosa de obe­diencia. En este momento, el súbdito tiene no sólo plena libertad den­tro del campo que le deja el superior, sino obligación de buscar lo que estime ser mayor gloria de Dios. Aquí no hay problema ni con­flicto ninguno. La colaboración con el superior puede darse en toda clase de aportaciones, propuestas y juicios.

b) Mientras se está realizando la obediencia. Cuando el superior ordena algo al súbdito, no mueve un resorte de modo mecánico. Se dirige a un entendimiento, una voluntad, un hombre. Inicia una serie de actos que ha de terminarlos el súbdito. Determina una dirección, una finalidad, un modo que ha de ir realizando y completando el súb­dito. La orden del superior estimula una actividad, que no se hu­biera dado de no haber mediado esa orden.

e) Puede muy bien suceder que, en virtud del raciocinio iniciado por la disposición del superior, se levanten dudas, dificultades, oscila­ciones. Sin que el sujeto se ponga a inquirir por su cuenta, el proceso del raciocinio llega de hecho a un punto que a él le parece absurdo. También aquí San Ignacio nos da la palabra justa: «Sintiendo razones o inconvenientes cerca la cosa mandada» (49). No es un «inquirir o investigar», es un sentir interno que brota de modo espontáneo, en virtud de la reacción que provoca la orden. Para obedecer, tiene que entender lo mandado y querer ejercitarlo. El mismo ejercicio de la obediencia pone en movimiento sus potencias, que siguen el proceso

(40) Epp, r. 228; BAC, 684.

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iniciado conforme a su propja naturaleza, independientemente de la voluntad, aunque ésta pueda inHuir sobre él, «inclinándole a sentir 10 que el superior siente» (50). Debido a este mecanjsmo puesto en marcha por la misma· voluntad de· obedecer, no puede, a veces, menos de pensar si lo mandado' está bien o mal. Es lo que llama San Ignacio «la evidencia de la verdad conocida» (51). Podrá ser de hecho percep~ ción subjetiva, pero a él se le presenta como una percepción objetiva. A él le parece evidente la falsedad, y el entendimiento «naturalmente, da su asenso a lo que se le representa como verdadero» (52), aunque no lo sea de hecho.

Esta actitud no es contra la obediencia, nj siquiera contra la obe­diencia ciega (53). No anda inquiriendo y buscando motivos y situa­ciones, como podía hacer antes de la orden. Busca sólo liberarse de las dificultades que se le ofrecen espontáneamente, como consecuencia de la naturaleza racional de su entendimiento. En este caso, la actividad del instrumento exige otro paso, lo que San Ignacio llama la repre­sentación, pieza fundamental, demasiado olvidada. Cuando al súbdito se le impone alguna dificultad seria, debe «con humildad al superior representar las razones o inconvenientes que se le asoman, no indu­ciéndole a una parte ni a otra, para después, con ánimo quieto, seguir la vía que le será mostrada o mandada» (54).

«Animo quieto». La paz interna, el sosiego, es fruto de la acti­vidad espontánea de las potencias que se paran cuando logran su objetivo. La orden definitiva cierra el proceso libre y activo del en­tendimiento y de la voluntad

Recordemos la conducta general del santo en este campo. Cuando sentía en su interior que algunos de los deseos del Papa estaban en contra de lo que le parecía ser de mayor servicio divino, hacía lo que podía para hacer llegar al santo Padre sus dificultades y exponer su punto de vista con tal fuerza que se ha llegado a hablar de «des­obediencia». Así hizo, por citar sólo dos casos, cuando Paulo nI de­seaba hacer cardenal a San Francisco de Borja y Paulo IV poner coro en la Compañía.

En ninguno de estos momentos había el Papa mandado nada, ni . siquiera había manifestado su voluntad de que deseaba se realizara

de una manera determinada. Constaba únicamente que iba a dictar una orden en ese sentido. Mientras no existiera tal orden, no podía mediar la obediencia o desobediencia a ella, y San Ignacio se en-o contraba libre para realizar lo que le pareciera mejor.

Su norma de conducta fué muy lógica. Por un lado, sentía una! moción interna en un sentido; veía, por otro, que el superior deseaba mandar en un momento posterior lo contrario. Dios no había hablado por medio del superior, mientras que le parecía que hablaba a tra-

(50) Epp. IV, 677; BAC, 840. (51) Epp. Iy. 674; BAC, 838. (52) lb. (53) El texto de la nota 49 en que habla San Ignacio de los inconvenientes que se

sienten ante una orden, se refiere a la obediencia ciega. (54) Epp. I, 228; BAC, 684-685. La representación puede incluso hacerse {{aunqu~

sea la cosa determinada una y dos veces» (Epp. IX, 90, BAC, 925).

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vés de la mOClOn interna. Tenía que hacer todo lo que estaba de su parte para hacer triunfar la realidad que juzgaba ser de Dios. Te­nía que atenerse a lo que en su conciencia sentía como voz de Dios. Sólo una orden contraria clara del superior podía mostrarle que Dios no quería lo que parecía le manifestaba a él directamente.

Conviene recordar en este caso que una orden puede ser absur­da desde el punto de vista en que está situado el súbdito -muchas veces no puede cambiar de perspectiva- y acertada desde el punto del superior. En este caso se le impone al súbdito la evidencia de lo absurdo de la orden dada, como se le impone al superior su acier­to. He aquí una de las funciones activas propias del instrumento después de la orden. Como instrumento racional e intelectual, debe ir discurriendo a través de los principios de la Providencia divina y de nuestra colaboración en el gobierno divino, para concluir que Dios tiene que suplir lo que falta a la orden recibida para que el plan global no falle. Como instrumento racional, debe pensar que la ruina y el descalabro parcial, que se le impone, puede ser un bien respecto al conjunto, que estamos imposibilitados de comprender.

En esta participación activa, conforme a la naturaleza del instru­mento, hay otro aspecto más profundo, que Nadal desarrolla con fuer­za singular.

Dios no sólo maneja externamente al instrumento, como maneja· mas nosotros la materia, sino que influye directa e inmediatamente en el hombre para que éste realice la función debida. Queda elevado no sólo el efecto, sino el mismo instrumento.

Las inspiraciones personales se prestan a ser mal interpretadas. Es muy difícil muchas veces precisar la naturaleza de un llamamiento interno. Pero el peligro no quita el valor intrínseco de la cosa. La or­den del superior suele ser generalmente diáfana. En el orden prácti­co, la norma objetiva más segura es la obediencia. Pero ahora esta­mos analizando la naturaleza misma de la intervención divina, no el modo más seguro de reconocerla.

A veces, nos imaginamos como si el superior fuera un canal a tra-. vés del cual pasa el flúido de la voluntad de Dios al sujeto, sin que Dios toque directamente al mismo sujeto. La realidad es muy distinta.

En todo acto de obediencia se dan dos acciones distintas. Una, del superior sobre el súbdito, y otra, inmediata y directa, de Dios al hom­bre. La del superior es externa; la de Dios, interna. No puede haber oposición ni tensión entre estas dos acciones, ya que las dos proce­den del mismo Dios, aunque de modo distinto, una, inmediatamente; otra, mediatamente, a través del representante divino, que es el supe­rior, y las dos están dirigidas al mismo fin. El superior señala el cam­po donde el alma encontrará a Dios, indica los movimientos que tiene que realizar, la activi~ad que ha de desarrollar, pero no arrastra al

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súbdito a que ponga esa acción, ni mediatiza la ,intervención divina. El súbdito, al obedecer voluntariamente al superior, va siguiendo un impulso divino. Se va realizando en su interior una transformación de su querer y voluntad en virtud 4e la acción 4irecta de Dios sobre su alma.

Dios influye directamente sobre los 40s, sobre el superior y sobre el súbdito, pero de modo distinto. La Sabiduría divina -según la con­cepción de San Ignacio- ilumina y dirige al superior; la Omnipotencia mueve al súbdito. A través de los dos atributos divinos se manifiesta la Providencia divina. Al superior ilumina para que acierte a ver lo que es mejor para gloria de Dios o, como 4ice San Ignacio, «conCUlTe con mayor especial influjo 4e su luz» (55).

Al nombrar provincial al P. Manuel de Nobrega, ruega «a la divi­na sapiencia se os comunique mucho y guíe t04as vuestras cosas Gomo sean mayor gloria y servicio suyo» (56). Al P. Araldo le recuerda que al superior, «Dios nuestro Señor ... concurre con más especial influjo de su luz»; y en las Constituciones, hablando de los Padres reunidos en la Congregación general, dice casi lo mismo: «La primera y suma Sapiencia ha de descender la luz con que se vea lo que conviene de­terminar» (57). Desea en otra ocasión al rey de Portugal Juan III que «la suma y eterna sapiencia comunique su luz y claridad santa, para que en todo vea la que más ha de ser para la 4ivina gloria y bien universal de las ánimas» (58). No du4a que a San Francisco de Borja, desde que es Comisario de España, «la divina sapiencia se le comuni-cará más que por el cargo que le ha dado» (59). '

Dios comunica luz y claridad al superior y, a la vez, fuerza y efi­cacia al súbdito. No hay que olvidar, con todo, que el superior, excepto el Romano Pontífice, es también súbdito de otro hombre. Por ello, el acto de mandar es a la vez un acto de obediencia. Ejerce el mandato, porque por obediencia le han confiado ese cargo. Por consiguiente, se da también en él esta moción y fuerza inmediata de Dios para que mande como debe mandar al súbdito.

Los enteramente obedientes «son instrumentos» muy eficaces «por ... dejarse mover y poseer mediante esta virtud [de la obediencia] de la potente mano del autor de todo Bien» (60). «Dios, sumo bien ... , hinche tanto nuestra ánima, quanto halla vazío 4e propia voluntad» (61). Esta plenitud divina se derrama sobre el alma del obediente. De este modo, «la fortaleza y omnipotencia divina» suplen lo que falta a <muestra limitación y flaqueza». Al P. Fermo, desanima40 en sus ministerios, le indica que considere «el poder divino» y «cuán poderoso es Dios para obrar cosas muy grandes con instrumentos de suyo debilísimos, pero movidos de la santa obediencia» (62). El superior dirige al súbdito, le mueve en una dirección determinada, pero la Omnipotencia divina obra

(55) Epp. VII, 528. (56) Epp. v, 182. (57) Epp. VII, 528; Consto n. 711, P. 8.', C. 7, n. 1. (58) Epp. VI, 566. (59) Epp. X, 223. (60) Epp. IV, 561-562; BAC, 828; (61) Epp. XII, 335. (62) Epp. XI, 501; BAC, 948.

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directa:mente en el súbo.ito, o.ándole la fuerza que necesita «para obrar cosas muy grandes».

El súbdito recibe un influjo directo a la vez de Dios y del superior. Se funden las dos acciGnes de signo distinto, en un solo efecto. Por esta razón, habla San Ignacio o.e instrumento o.e Dios movido por la obe­diencia. Es claro que el concepto de instrumentalidad se toma en un sentido análogo. Se pretende con esa imagen explicar con mayor cla­ridad la intervención de Dios y del superior en el alma; pero, como en toda comparación, se dan en la causa instrumental muchos aspectos que no pueden aplicarse. No hace al caso, por ello, meternos en el laberinto de las sentencias sobre la naturaleza de la causa instrumen­tal. San Ignacio fundamenta su doctrina en verdades básicas, no en opiniones probables.

Baste indicar que el santo intenta poner o.e relieve con esta imagen el hecho que el obediente recibe directamente de Dios una virtud es­pecial, muy superior a la que él tiene, y que, poseído por ella, coopera activamente con Dios. El santo prescinde del modo con que el súbdito recibe ese influjo, y por ello no podemos nosotros avanzar más en este punto.

No hay contradicción en esta cooperación activa y posesión pasiva, porque la cooperación está también regulada por la causa principal, que usa de ella en cuanto es necesario para su fin. Aunque el hombre sea instrumento racional, en cuanto instrumento, obra dirigido por otro.

Dice muy bien el P. Lumbreras: «El uso pasivo es idéntico en el instrumento animado y en el instrumento inanimado» (63). Y en se­guida puntualiza el modo con que se realiza esta instrumentalidad.

Si se niega al súbditO' la prudencia gubernativa, no se le niega toda prudencia ... El hombre, por distinguirse del instrumento inanimado y del agente irracional, no ejecuta sin elección propia el mandato del superior. Obedece más bien, consciente y libremente, determinándose a sí mismo a prestar su colaboración que el superior le exige. Pero el juicio pruden­cial del súbdito no versa sobre el mismo objeto del juicio prudencial del superior. No tiene el súbdito que juzgar si el medio impuesto por el superior es el más a propósito entre los medios conducentes; ni siquiera tiene por qué saber cuál es fin inmediato que el superior pretende. El juicio del súb­dito versa sencillamente sobre si tiene él que hacer 10 que le manda el superior, o si tiene que cooperar con el superior en la forma que éste le prescribe. Para sentenciar afirmativamente el subordinado debe saber que quien le manda es superior suyo y que en lo que manda no se extra­limita ...

El primer juicio es fácil cuando se trata de un superior en .posesiÓn pacífica de su cargo. Tampoco el segundo es complicado: se trata sencilla­mente de saber si el superior es competente en lo que manda ... No estan­do obligado el superior a manifestar qué fin pretende, el juicio del súb­dito sobre la proporción del medio con el fin es del todo superfluo y en los más de los casos peligroso (64).

(63) PEDRO LUMBRERAS, O. P., La obediencia dialogada, en «La Ciencia Tomista. 82 (1955) 65-84. Citamos la p. 79.

(64) lb., p. ~79-80.

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Hay que recurrir también a esta acción directa de Dios para ex­plicar el verdadero alcance de otra de las verdades centrales de la obe­diencia. El hecho de que el súbdito, cumpliendo la voluntad del supe­rior, cumple la voluntad de Dios. Esta voluntad no sólo se manifiesta a través de su representante, el superior, sino que se comunica direc­tamente al súbdito en el momento de la obediencia. Hasta que no se ejecute una orden, no existe la obediencia. Sólo en este momento queda «poseído y gobernado de la divina Providencia por medio del superior» (65). Quien gobierna el alma es la Divina Providencia. Mani­fiesta su voluntad a través del superior, pero mueve a cumplirla di­rectamente. Luego el que se pueda ejecutar la voluntad divina se debe a esta comunicación directa de Dios al alma del obediente.

Esta acción interna la explica San Ignacio en la carta magna de la obediencia con una palabra: conformidad de voluntades. Se con­forma la voluntad del súbdito con la del superior, pero no a través de la del superior. Es decir. La voluntad del superior es el espejo en que el súbdito ve reflejada la voluntad divina. Puede, gracias a esa luz, conocer cómo es la voluntad de Dios. Pero la conformidad se da di­rectamente con la voluntad de Dios, aunque como la del superior es la misma que la de Dios, resulta también la conformidad con la del Superior. Se ha de ir, dice, «conformando del todo vuestras volun­tades con la regla certísima de toda rectitud, de la divina voluntad» (66). El «intérprete» de la divina voluntad es el superior. Pero la confor­midad hay que hacerla con la «divina voluntad». Usa expresiones si­milares más adelante. Os habéis sujetado «a la voluntad del superior, por más conformaros con la divina» (67). «Presuponer que lo que se manda es conforme a la divina voluntad» (68).

Apenas el obediente se conforma con la voluntad divina, ésta le posee enteramente. Quedan entonces, como explica el santo a Teresa Rajadell, «las voluntades del todo conformadas, antes transformadas en aquella que es la mesma esencial rectitud y perfecta bondad» (69). El alma queda confirmada con creces en la verdad de la obediencia. Habrá ocasiones en que le será difícil persuadirse que alguna deter­minada orden del superior pueda reflejar la voluntad de Dios; pero cuando se realiza en su interior esa conformidad directa entre las vo­luntades de Dios y la suya, y pe percata de que sin esa comunicación y moción divina no hubiera pvdido realizar el acto de la obediencia, se disipan muchas dudas. Dios no puede mover de esa manera ni co­municarse de modo tan íntimo, ni poseer enteramente al alma sino para conseguir algún gran bien. Y es de sobra evidente que Dios no puede amar sino lo que quiere, es decir, su voluntad, y no puede querer sino lo que es bueno, es decir, lo que sirve para su gloria.

Escribe acertadamente el P. Marcelino Llamera:

La eficacia intrínseca de la obediencia, mientras persista el deber de (65) Epp. IV, 675; BAC, 838. (66) Epp. IV, 674; BAC, 837. (67) Epp. IV, 678; BAC, 840. (68) Epp. IV, 679; BAC, 842. (69) Epp. I, 627; BAC, 747.

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prestarla, no está condicionada ... por el mayor acierto del superior 'en lo que manda, sino por la perfección misma con que se obedece. Y es así, porque el objeto propio de la obediencia que la especifica y ennoblece, no es el bien o valor de lo mandado, sino el bien o valor moral del mandato, esto es, la conformación de la actividad del súbdito con la regla divina de acción que le es aplicada mediante la voluntad del superior ... La eficacia colectiva e individual de la ley providencial de la obediencia no descansa exclusiva ni principalmente en la competencia de los superior~s huma­nos, sino en la competencia de la misma providencia divina que la rige y utiliza (70).

Nadal es el contemporáneo de San Ignacio que más profundamente ha explicado la acción de Dios en la persona que obedece (71). La ex­posición de su pensamiento es el mejor comentario de la doctrina ig­naciana.

Tendremos que repetir algunos conceptos, pero preferimos dar su pensamiento integral. Para más claridad, vamos a dividir su explica" ción en varios puntos.

1) La obediencia es una operación del súbdito. No es un mero re­cibir. Influye activamente, como toda causa instrumental, determinan­do con su acción el resultado.

2) El alma se diviniza a través de esta operación con una modali­dad especial, ya que realiza la operación «no sólo de un modo reli­gioso, pero aun divino» (72). Es un «operar en la virtud divina» (73), puesto que Dios «obra de modo divino en nosotros y en nuestros ac­tos» (74).

Podemos recordar la doctrina de la gracia para entender mejor la naturaleza de esta operación. La gracia no es algo externo. Es una realidad física inherente al alma, que convierte al hombre en hijo de Dios. La obediencia actúa esa gracia. Hace que el obediente obre como hijo de Dios. Es «un obrar en el mismo I[Cristo] y por Cristo ... , de modo que, tomadas las fuerzas en Dios, llegamos por la virtud divi­na, apoyados en Cristo, a obrar divina y fructuosamente» (75). Dios mete en nosotros una virtud operativa superior, gracias a la cual po­demos producir un efecto de índole más elevada: algo divino y fruc­tuoso. Sin ella, nunca podríamos actuar de esa manera: «8i abstraemos de la fuerza especial divina, tenemos poca fuerza» (76). Pero con ella

(70) LLAMERA, arto cit. en nota 25, p. 448. . (71) Nos vamos a basar casi exclusivamente en las Orationes observacwnes o Ilotas

privadas. espirituales en. que va desgranando sus sentimientos personales y anotando las luces que recibía de Dios en la oración. Se encuentran en el ARSr, OpP. NN. 30 ..

(72) "Possunt non solum religiose fieri... omnes virtutum operationes, sed etIam divine; illud facit actus religionis et virtus, hoc relatio peculiaris ad divinitatem in~e­diante ... » (OpP. NN, 30, p. 419). Explica después cómo se realiza ésto en la obedienCla.

(73) lb., p. 70. (74) lb., p. 444. (75) «Noli nisi in ipso et per ipsum operari ad actiones virtutum. Illinc in Deo virl­

bus assumptis aggredieris divina virtute in Christo nitens, ita fiet ut divine et fructuose opereris» (lb., p. 480-481).

(76) «Virtutes morales, quae sunt e nostris actibus productae, si a vi speciali, si quam habent divinam abstrahamus, modicam vim habent in nobis» (lb., 305).

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«obramos ciertamente, pero ya no nosotros, sino obra Cristo en nos­otros, y con él cooperamos» (77).

3) Dios realiza esta .acción, superior a nosotros, a través de nues­tras potencias, sirviéndose de ellas como de instrumento para su ac­ción. Por la obediencia se da «la dirección y gobernación de todas nuestras potencias y operaciones por Dios». Por esta razón, «de la obediencia proviene un gran provecho al sumo Pontífice, a la Igle­sia, y el aumento de la Compañía» (78). El sujetar el entendimiento o la voluntad al Superior no es propiamente obediencia. Es la con­dición previa para que pueda Dios gobernar. Es necesario dejar nues­tras potencias a la libre disposición divina, para que pueda dirigirlas según juzgue más conveniente, entregarlas para que Dios pueda obrar en ellas y a través de ellas, conforme le plazca. «Resigna todas tus potencias, el entendimiento, la voluntad, el corazón, todo lo demás, de donde puedas obrar» «in Christum et Deum» (79), en dirección a Cristo y Dios, diríamos, incorporándote en Cristo y Dios a medida que vayas dejatldo lo tuyo. En consecuencia, «al sentir que obedece­mos a Dios, llegamos. a una perfectísima ... unión y dirección de Dios en la dulzura de nuestro espíritu en Cristo» (80). Esta es «una divina operación en ti». Nos debía acompañar siempre el «humilde senti­miento» (81) de ser objetos de semejante acción divina en nosotros, que va transformando nuestra voluntad en la de Dios.

4) A este efecto divino que produce la operación de Dios en nos­otros debe acompañar de nuestra parte una confianza en la virtud que se irnjerta en nosotros, es decir, una «confianza en las obras, sean in­ternas o externas, hechas por obediencia en Dios por Cristo, y no como de nosotros» (82).

Esas obras hechas por nosotros, en cuanto instrumentos movidos y elevados por Dios, quedan elevadas a la categoría de obras divinas. No realizamos la voluntad de un hombre, sino la voluntad de Dios. El efecto divino procede a raíz del mandamiento del superior, pero por una fuerza divina. «No es de maravillar que ... responda tanto fru­to. Se obra en la divina virtud» (83).

5) Este obrar es, a la vez, «una humilde cooperación a la operación divina» (84). A la operación divina en nosotros responde otra opera­ción nuestra. Obramos como un instrumento que recibe el influjo

(77) «Operamur quidem, iam non nos, sed operatur in nobis Christus, et nos illi cooperamur» (lb., p. 495).

(78) «Ex obedientia. directio et gubernatio omnium potentiarum et operationum nostrarum a Deo. Ex obedientia etiam summi Pontificis, Societatis augmentum et El]­clesiae magnus proventud» (lb., p. 490).

(79) «Resigna primum omnes potentias tuas, intellectum, volutatem, cor tuum, re­liquia omnia, un de operari potes in Christum et Deum» (lb., p. 480).

(80) «oo. ut cum sentiamus in his obedire nos Deo, ad Dei perfectissimam obedien­tiam,unionem et directionem attingamus in dulcedine spiritus nostris in Christo. (lb., p. 348).

(81) «Da operam ut ex yero et humili sensu divinae operationis in te opereris, nam id intelligebat P. 19natius dum dicebat "in Domino nostro"» (lb., p. 434); MHSI, Epp. Nadal IV, 723.

(82) «Confidentia in operibus sive internis, sive externis, ex obedientia in Deo per Christum, et non tamquam ex nobis» (Opp. NN. 30, p. 216); Epp. Nadal IV, p. 708.

(83) «Nihil mirum si ministeriis per praesentem obedientiam. cum plena resigna­tione et abnegatione tantus respondeat effectus; nam illud est in virtute divina operari> (Opp. NN. 30, pp. 69-70; Cf. p. 185).

(84) «Per obedientiam subiectio fit pura operationi divinae, et humilis cooperatio» (lb., p. 464).

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la causa principal y obra con él. Dios no anula nuestra actividad, sino la eleva. En las pláticas .de Alcalá expresó Nadal el mismo pen­samiento. «Coopera .de su parte con la gracia que le fué comunicada cuanto puede, poniendo su juicio y voluntad con pura resignación en la del superior, que es lo que pide la perfecta obediencia» (85).

Como resumen y conclusión de esta acción divina, queremos pre­sentar un texto .de San Ignacio. La obediencia «ennoblece y grande­mente eleva sobre su estado al hombre, haziéndole desnudar de sí y vestirse de Dios, sumo bien, que hinche tanto nuestra ánima, quanto halla vazío de propia voluntad, que los tales pueden .dizir, si de cora­zón son obedientes: vivo ego, iam non ego, vivit in me Christus» (86). Señala aquí San Ignacio la transformación interna que se produce en el alma del obediente y la fuerza de la acción divina, cuando en­cuentra al alma vacía de sí y resignada en manos de Dios. Dios in­yecta en ella la virtud vital divina, gracias a la cual puede producir efectos divinos.

Todavía expresa el santo con otra imagen el mismo pensamiento. La obediencia es «holocausto, en el qual el hombre todo entero, sin dividir nada de sí, se ofrece en el fuego de caridad a su Criador y Se­ñor por mano de sus ministros» (87), es «hostia viva ... holocausto de cuerpo y ánima». El obediente no sólo queda «ofrecido a Dios», sino «consagrado a Cristo» (88).

Se compara aquí al obediente a una hostia que queda transformada enteramente en Cristo. Se acentúa aún más en esta imagen la acción inmedita de Dios, que exige la renuncia total para llenar el vacío con la plenitud divina; pero, en cambio, en esta imagen -toda compa­ración es imperfecta- no se refleja la acción instrumental activa del obediente.

La comparación que usa San Ignacio de la hostia nos lleva a aplicar la de los sacramentos. En la obediencia, salvando las debidas distan­cias, sucede algo similar a lo que pasa en los sacramentos. El sacer­dote absuelve, pero la gracia no pasa a través .de él, como por un canal. Dios comunica directamente la gracia al penitente en virtud de la absolución dada por el sacerdote. El superior es representante de Dios, en cuanto señala el acto que debe ejecutar el súbdito, pero no en cuanto da al acto un valor divino. Esto lo realiza directamente Dios. El que obedece, realiza siempre la voluntad de Dios, porque en el momento de obedecer la voluntad, obra en Cristo y con Cristo.

Se entiende así lo que San Ignacio dice tantas veces. No se obe­dece al hombre, sino a Dios en el hombre. Es decir, no se· realiza di­rectamente una fusión de la voluntad del superior con la del inferior, sino de la voluntad de Dios con la del inferior a través de la orden del superior. La obediencia «une nuestro entendimiento y voluntad a Dios en Cristo» (89).

(85) Pláticas espirituales del P. Jerónimo Nadal, S. J., en Coimbra (1.561) 'editadas, con introducción y notas por MIGUEL NICOLAU, S. L, Granada, 1945, Plática 16. p. 167.

(86) Epp. XII, 335. (87) Epp. IV, 675; BAC, 838. (88) Epp. II, 84; BAC. 751. (89) Opp. NN. 30, p. 419.

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Esta íntima y profunda transformación sólo puede entenderse a la luz de la te. Nadal asocia siempre la obediencia a las virtudes teolo­gales, y en particular, a la de la fe. La considera como una forma práctica de actuar la fe, de esperar en Dios y de amarle. «Por la fe se encuentra a Dios en la luz de Dios» (90). La obediencia no es otra cosa más que encontrar a Dios a través de la luz de los superiores. «La luz y el esplendor viene a las acciones de la fe, la esperanza 'y la caridad» (91). Sólo a través de la caridad, a la que, a su vez, hay que llegar a través de la fe y de la esperanza, se puede «obrar en la luz celestial en Cristo» (92), y sólo usando de las potencias formadas con estas virtudes divinas se tiene «la fuerza divina» (93). Para entender lo que es «obrar en Dios en la luz», «debe preceder un acto perfecto de humildad» (94).

Nadal pedía para leer la sagrada Escritura una «gran fe, sencillez, humildad, devoción, semejantes a la de una sencilla y devota vieje­cilla» (95). La obediencia exige una actitud similar. Necesitamos acer­carnos a este misterio con la visión humilde y sencilla con que nos acercamos a la Eucaristía. Palpamos, por un lado, la seguridad que nos produce la fe en la Eucaristía, y por otro, la dificultad de conven­cer de la verdad eucarística a un incrédulo. Dios está en el superior y está en nosotros, pero sólo se le puede ver con los ojos de la fe o, como dice bellamente Nadal, «a la luz del don de la obediencia» (96).

«Se le busca a veces -dice el mismo Nadal- como si estuviera ausente, siendo así que está presentísimo en nosotros y en todas las cosas, y de un modo especial da señales de su luz y fuerza de su presencia en los preceptos y en todas las cosas que hay que obrar con­forme al Instituto y a la vocación, entre las que está la obediencia religiosa» (97).

La te les la luz die la obediencia. Sin ella nunca se podrá vislum­brar la presencia de Dios en los hombres, sean superiores o inferiores, y la fuerza de su presencia en los súbditos movidos por el mismo Dios a través de la obediencia.

«No intentes encontrar inmediatamente a Dios -dice todavía Na­dal- si no estás muy ejercitado en la oración, eres muy humilde en la voluntad y sencillísimo en el entendimiento» (98).

Si no nos elevamos sobre la realidad terrestre y profundizamos a la luz de la fe en el misterio de la obediencia, se nos impondrán los aspectos humanos y las apariencias engañosas. El diario espiritual de Nadal es buena prueba de ello. Va manifestando sus tentaciones, quejándose de las dificultades que siente en la obediencia, de las de~ ficiencias que ve a su alrededor (99). Es muy difícil mantenerse siem-

(90) lb., p. 463. (91) lb., p. 485. (92) lb., p. 309. Cf. p. 304. (93) lb., p. 312. Cf. p. 444. (94) lb., p. 465. (95) lb., p. 293. (96) lb., p. 67. (97) 1I1, p. 130-132. (98) lb., p. 430. (99) Véanse algunos ejemplos. Habla de tentaciones contra la obediencia en

62, 67, 68; de perspectivas falsas de la obediencia en p. 65, 211. Llega a escribir':

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pre en el espíritu de fe y persuadirse que la voluntad de Dios esté supeditada a disposiciones que parecen imponerse a la evidencia como menos acertadas. Son los «afectos pravos y las tentaciones» (100) de que habla Nadal. Para vencerlas es necesario que nos «hagamos ciegos con la fe perfecta, que clamemos y oremos sin cesar para que se nos abran los ojos de la fe» (101). A esta luz y en este clima, la obediencia de entendimiento «es un paraíso en la tierra», hace que vivamos una vida semejante «al estado de inocencia... en lo que se refiere a la paz del alma», porque nos quita «lo más difícil y molesto que tene­mos, el juicio», indicándonos lo que .debemos hacer, lo que es mejor y más acepto para Dios, y esto con luz divina» (102). Sólo con ojos de la ·fe se comprende «el espíritu de libertad y alegría que experimentan totalmente -según afirma San Ignacio- aquellos que totalmente, por medio de sus ministros, se entregan, libres de toda solicitud perso­nal» (103).

El misterio de la obediencia está íntimamente ligado al misterio de Cristo (104). El ejemplo del Salvador, su enseñanza, su sed de realizar en todo la voluntad de su Padre, son motivos que continuamente re­curren en la pluma de Ignacio como estímulo a la perfecta obedien­cia. Es inútil citar textos. Habría que copiar todas sus páginas sobre la obediencia. La humanidad de Cristo se encontraba ligada en esta vida por el estado de víctima y redención que había asumido. Su poder y gloria se manifestaron plenamente sólo cuando la muerte le liberó del «cuerpo de pecado» y pasó al estado glorioso de su nueva vida.

Este es el significado más hondo del misterio de la obediencia. Se pide la imitación de Cristo, seda la i.dentificación con El, pero no sólo en el dolor, sino también en la gloria. Sólo cuando participemos de la vida gloriosa de Cristo en el cielo podremos entender este morir a nos­otros para vivir en Cristo, que oíamos a San Ignacio, como condición máxima de la obediencia. Sólo entonces se entenderá la esencia más íntima del modo misterioso con que Cristo realizó la redención, base del misterio de la obediencia por la que se perpetúa el mensaje de Cristo en la Iglesia. Dios ilumina a los superiores no pocas veces a que dicten órdenes tan misteriosamente absurdas como las que dictó a su Hijo y delinearon la vida de Nazaret y la tragedia del Calvario.

Bella y profundamente expresa este pensamiento el P. Holstein:

dientia intellectus ... solet in superioribus, alioqui probis hominibus, remitti ac corrumpi, occasione accepta ex libertate iudicii, quod accipitur in sua administratione. Hinc fit ut possint facile unusquisque redire in naturam suam» (p. 239).

(100) lb., p. 313. (101) lb., p. 278. (102) lb., p. 217. (103) Epp. n, 84; BAC, 751. (104) Cf. DOM GEORGES LEFEBVRE, O. S. B., La croix, mYiltere d'obéissance, en «La

Vie spirituelle» 96 (1957) pp. 339-348. Queremos notar, para evitar malas interpretacio­nes, que San Ignacio no fundamenta la obediencia en el ejemplo de Cristo, sino en la Providencia divina, que gobierna la Iglesia a través de los hombres. Dice, es verdad, muchas veces, que el Superior está en lugar de Cristo nuestro Señor, pero habla, como en otros muchos problemas, de Jesucristo en cuanto Dios, como se puede ver en los texto.s en que especifica la función de Cristo, v. g.: «Representa la persona del que es infal1ble sapiencia» (Epp. IV, 672; BAC, 835). El ejemplo de Cristo es eso: un ejemIllo, un estímulo y acicate.

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Jesucristo actualmente ofrece en la Iglesia al Padre el homenaje de la obediencia a través de la obediencia de todo el Cuerpo místico y de cada uno de sus miembros ... El misterio de la obediencia cristiana con­siste en continuar y actuar, sin interrupción, la actitud del Verbo ~mcar­nado frente al Padre (105).

La obediencia es, como todo misterio, un don de Dios (106). La oscuridad procede no de que nos acercamos con los ojos cerrados de la obediencia ciega, sino de la incapacidad del hombre para enten­der el plan de Dios y el modo con que gobierna la Iglesia. La obe­diencia eleva al hombre a una altura desproporcional a la pequeñez humana. Le pone cerca de Dios, le hace colaborador y cooperador de su obra, le une a El por una operación directa.

No podemos comprender a Dios, pero podemos comprender que no hay nada más racional que fiarnos de Dios. Este es el sentido profun­do de la obediencia ciega. La ceguedad viene de la luz de Dios, que nO pueden nuestros ojos soportar. «Es -como dice Nadal- el esplendor de la santa obediencia y de la contemplación de la presencia de Jesu­cristo en nuestros superiores» lo que nos ciega y «absorbe nuestro juicio y voluntad para que queramos y juzguemos en Cristo y por Cristo». En último término, no es ceguera, «es luz de la presencia di­vina que disipa nuestras tinieblas» (107).

El obediente tiene los ojos muy abiertos a la bondad y omnipo­tencias divinas. Hemos ya citado la frase de Nadal de que es necesa­rio «hacernos ciegos con la fe perfecta ... para que se abran los ojos del corazón» (108).

La obediencia ciega tiene abiertos los ojos del corazón, es decir, ama a Dios con toda su alma, se fía plenamente de El. El amor le hace fácil el entregarse a las órdenes que puedan parecer más absurdas.

El amor humano tiene un límite, y la obediencia es, en último tér­mino, un modo de amar a Dios con obras. Si no sobreviene un gran amor divino, no puede el hombre tener la fuerza suficiente para subir a esa región elevada. San Francisco de Borja, cuando pedía «amar sin medida, participando del amor inmenso» (109), se colocaba en la ver­dadera perspectiva de la obediencia. La limitación del hombre y su incapacidad de comprender y amar a Dios de modo adecuado son la fuente de todas las dificultades y oscuridades. Mientras más partici­pemos del amor de Dios, más y mejor entenderemos la obediencia.

IGNACIO IPARRAGUIRRE, S.l.

Instituto Histórico de Compañía de Jesús. Roma

(105) H. HOLSTEIN, S. l., Le mystere de l'obéissance; Prete et Ap6tre, en «Etudes» 278 (1953) 145.

(106) Cf. OPP. NN. 30, p. 67. (107) «Coecam igitur obedientiam complectimur, 'quasi proprio iudicio privati In

splendore sacro sancta e obedientiae ac contemplationis praesentiae Iesu. Christi in nostris superioribus, et quid mirum si praesentia divinae lucis nostras tenebras dissipat, hoc est nostram absorbet voluntatem ac iudicium, ut in Christo et per Christum et velimus et iudicemus» (In E.va,men Anmotationes, ARSI, Inst. 186a f. 39v).

(108) OPP. NN. 30, p. 278. (109) MHSI, S. Fr. Borgia V, 748.