Regímenes visuales y políticas de la imagen.

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1 Regímenes visuales y políticas de la imagen Ciberespacio, subjetividad y política Por: Jorge Iván Bonilla Vélez En su análisis sobre la proliferación de imágenes amateurs que hoy compiten con las imágenes profesionales de los medios e instituciones de poder para dar cuenta de la realidad, el académico español, Angel Quintana (2011), propone una ruta interesante para estudiar el régimen visual que se ha instalado en el ciberespacio. A partir de breves comentarios a algunos documentales y películas recientes sobre la guerra de Irak (2003) que han acudido a la “textura” borrosa, inestable, desenfocada y sin punto fijo de las imágenes amateurs, Quintana se pregunta por el efecto de verdad de este tipo de imágenes innoblestomadas con videocámaras domésticas pero, sobre todo, por la subjetividad que se pone en juego en la iconosfera contemporánea: “¿cómo puede construirse una ficción cuando la narrativa se ha fragmentado y la falsa objetividad informativa ha empezado a tambalear frente a las nuevas formas de subjetividad que convierten un conflicto político en un auténtico calidoscopio de imágenes?” (Quintana, 2011, p. 175). Una reflexión semejante tiene el académico brasilero, Arlindo Machado. En la segunda parte del libro titulado El sujeto en la Pantalla (2009), Machado reflexiona sobre las transformaciones que se producen en la subjetividad del espectador cuando se desplaza la mirada del sujeto que está frente a la pantalla al sujeto que se sumerge en ella, esto es, que entra a los “lugares” donde viven las imágenes, los lugares de la realidad virtual. Machado no está interesado en la televisión o el video, sino en lo digital: en las imágenes que son producidas por el computador. Esto le permite al autor indagar por los regímenes de subjetividad que emergen en los nuevos medios tecnológicos, en Profesor Titular del Departamento de Humanidades de la Universidad Eafit. Candidato a Doctor en Ciencias Humanas y Sociales de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín. Este ensayo es una derivación del trabajo de tesis de doctorado que el autor está desarrollando, titulado: “Imágenes perturbadoras: fotografía y conflicto armado en Colombia”.

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Regímenes visuales y políticas de la imagen Ciberespacio, subjetividad y política

Por: Jorge Iván Bonilla Vélez

En su análisis sobre la proliferación de imágenes amateurs que hoy compiten

con las imágenes profesionales de los medios e instituciones de poder para dar cuenta

de la realidad, el académico español, Angel Quintana (2011), propone una ruta

interesante para estudiar el régimen visual que se ha instalado en el ciberespacio. A

partir de breves comentarios a algunos documentales y películas recientes sobre la

guerra de Irak (2003) que han acudido a la “textura” borrosa, inestable, desenfocada y

sin punto fijo de las imágenes amateurs, Quintana se pregunta por el efecto de verdad

de este tipo de imágenes ─innobles─ tomadas con videocámaras domésticas pero, sobre

todo, por la subjetividad que se pone en juego en la iconosfera contemporánea: “¿cómo

puede construirse una ficción cuando la narrativa se ha fragmentado y la falsa

objetividad informativa ha empezado a tambalear frente a las nuevas formas de

subjetividad que convierten un conflicto político en un auténtico calidoscopio de

imágenes?” (Quintana, 2011, p. 175).

Una reflexión semejante tiene el académico brasilero, Arlindo Machado. En la

segunda parte del libro titulado El sujeto en la Pantalla (2009), Machado reflexiona

sobre las transformaciones que se producen en la subjetividad del espectador cuando

se desplaza la mirada del sujeto que está frente a la pantalla al sujeto que se sumerge

en ella, esto es, que entra a los “lugares” donde viven las imágenes, los lugares de la

realidad virtual. Machado no está interesado en la televisión o el video, sino en lo digital:

en las imágenes que son producidas por el computador. Esto le permite al autor indagar

por los regímenes de subjetividad que emergen en los nuevos medios tecnológicos, en

Profesor Titular del Departamento de Humanidades de la Universidad Eafit. Candidato a Doctor en Ciencias Humanas y

Sociales de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín. Este ensayo es una derivación del trabajo de tesis de

doctorado que el autor está desarrollando, titulado: “Imágenes perturbadoras: fotografía y conflicto armado en Colombia”.

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una época en que lo numérico (la imagen producida por operaciones matemáticas)

pareciera destruir el acto creador. ¿Qué cambios se están produciendo en la naturaleza

de la percepción? ¿Cómo se produce el proceso de subjetivación en los medios digitales?

Son preguntas que el autor encara a lo largo de la segunda parte de su libro.

Estas ideas de Quintana y Machado sirven para introducir el propósito del

presente ensayo. Por una parte, me interesa esbozar una reflexión sobre las

consecuencias de la imagen digital en la actual producción del “yo”, inmerso en

ambientes virtuales, lo que obliga a re-pensar conceptos clásicos como la narración, la

interacción y el lugar que ocupa el espectador frente a las pantallas tecnológicas. Por la

otra, quiero proponer una discusión en torno del impacto que tiene el régimen visual

del ciberespacio, caracterizado por la velocidad, el exceso y el instante, en la

cristalización de una esfera pública de debate ciudadano; esto a partir de problematizar

la puesta en escena visual y narrativa de algunas guerras contemporáneas que invitan

a preguntarse por el tipo de imágenes apropiadas para la representación del cuerpo del

horror y para la aclimatación del debate público (Taylor, 1998, Carruthers, 2000;

Mitchell, 2009; Rancière, 2010).

Dispositivos de la imagen y producción del “yo”

Para desarrollar esta primera parte del ensayo, quiero citar a Arlindo Machado

(2009, p. 163) cuando afirma que los regímenes de subjetividad que emergen en los

nuevos medios tecnológicos no son discernibles si no comprendemos las advertencias

que hoy nos hace la densa trama iconográfica generada por el computador, ya que lo

que ésta anuncia es la implantación de espacios “artificiales” de enunciación,

interacción e imaginación radicalmente diferentes al orden visual que heredamos del

Renacimiento, y su modelo ocular basado en la distancia introspectiva y auto-

concentrada que debía tener el sujeto que ve ─el observador─ frente al mundo que lo

rodeaba (Jay, 2003, p. 221-231). Enfrentar esta situación implica, para Machado, asumir

que las figuras del lenguaje utilizadas para designar al “receptor”, el “espectador” o el

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“lector” no son las más afortunadas para dar cuenta de nuevos los modos en que el

sujeto interacciona en, con y desde esos ambientes digitales. Tampoco el ojo y el oído

son los únicos sentidos que gobiernan, en este contexto, la experiencia perceptiva del

sujeto (Machado, 2009, p. 132).

¿Qué tan novedosos son esos espacios “artificiales” de la experiencia? Machado

va al pasado para comprender el presente. Y con esto advierte que la historia de los

aparatos digitales de inmersión, así como los cambios en la naturaleza de la percepción

humana, no nacen con la industria de la realidad virtual, tal como actualmente la

conocemos. Para ubicar los procesos de larga duración en la historia de los dispositivos

ilusorios de inmersión, Machado sigue a autores como Jonathan Crary, Oliver Grau y

Tom Gunning, quienes realizan una arqueología de la percepción y la iconografía

producida por los objetos técnicos, ya sea a partir de una serie de inventos que tuvieron

lugar durante el siglo XIX, como el taumatropo, el zoótropo, el caleidoscopio, el

estereoscopio, el fenaquistiscopio, el diorama y el kinetoscopio, entre otros (Crary, 2008a,

p. 139-158; Machado, 2009, p. 157-166); o de mecanismos que surgieron rayando el

siglo XX como el cineorama (que simulaba la vista que se alcanzaba desde la cesta de un

gran globo), el mareorama (que simulaba la visión que se obtenía desde un barco

surcando los mares), o el Hale´s Tours (que simulaba un viaje a bordo de un vagón de

tren), los cuales han constituido verdaderos aprendizajes para un propósito mayor que

se mantiene: la conquista de un imaginario social, cuya fuerza reside, no en la

suplantación del mundo, sino en la posibilidad de verlo, sentirlo, experimentarlo de otra

manera (Quintana, 2011, p. 106-108).

De ahí que la historia de estos dispositivos tenga una doble consecuencia. Por

una parte, ayuda a entender el florecimiento de la naciente industria de la realidad

virtual al estilo, por ejemplo, de los parques temáticos de Disney World, o de las películas

de animación en 3D producidas por el cine de Hollywood (Machado, 2009, p. 149); y

por la otra, apunta a lo que Quintana llama el gesto del retorno de la industria de las

atracciones contemporánea, que tiene que ver con “un devenir que conduce hacia la

recuperación inconsciente de una serie de elementos que ya fueron apuntalados por los

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pioneros y que han adquirido una inusitada actualidad” (Quintana, 2011, p. 23). Por eso,

como lo plantea Machado, para comprender “los actuales progresos que se han

producido en el campo de la modelación y la animación, como también de la simulación

y visualización en ambientes digitales”, es necesario asumir que éstos “forman parte de

la impetuosa reconfiguración de las relaciones entre un sujeto observador y los modos

de representación, fenómeno que se inicia en el siglo XIX” (Machado, 2009, p. 162).

Ahora bien, ¿qué le ocurre al “yo” en un ambiente como este? Para dar cuenta de

este interrogante, es importante seguir las reflexiones de Machado a propósito de la

mutación de la experiencia mediática en los ámbitos de los videojuegos y la imagen de

animación. Al introducirse en el ojo del huracán de estas mutaciones, este autor plantea

la necesidad de renombrar al sujeto inmerso en la pantalla del ordenador. Si no es un

“receptor”, un “espectador” o un “lector”, en el sentido clásico de los términos, entonces

¿qué es? Machado propone la categoría de interactor para referirse a ese sujeto que se

manifiesta en tanto agente capaz de experimentar un hecho interviniendo en él, cuya

una autonomía no está tanto en la respuesta que ofrece a los materiales que accede,

como en las elecciones y decisiones que toma; ese sujeto que entiende que el camino a

seguir no está determinado previamente por las intencionalidades del enunciador

(Machado, 2009, p. 132, 187).

Si esto es así, ¿qué sucede con la narración en los ambientes digitales? Para

Machado, en tanto que el sello de los medios digitales es la interactividad, la figura

“narrativa” de la literatura o el cine, que presenta a los espectadores los

acontecimientos de la diégesis, sufre una fractura en la medida en que ésta ya no puede

ser definida a piori por el autor o el director, puesto que hace parte de un conjunto de

posibilidades, de decisiones y estrategias que asumen los interactores desde el primer

momento en que se enfrentan a una pantalla, como efectivamente ocurre en los

videojuegos (Machado, 2009, p. 131-132). De este modo, la narración, más que contar

una historia, se convierte en un conjunto de situaciones que deben resolver los

personajes, de decisiones que deben tomar los jugadores al interactuar con la pantalla.

No hay narración sin inmersión.

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Y con esto, llegamos a un punto crucial en el proceso de subjetivación en los

medios digitales: la inmersión, que se “se refiere al modo singular en que un sujeto

“entra” o “se zambulle” dentro de las imágenes y los sonidos virtuales generados por el

ordenador” (Machado, 2009, p. 147). Sólo que la inmersión no es exclusivamente la del

ojo o el oído, sino la del cuerpo. Esto es así en la medida en que los medios basados en

el computador no son simplemente audiovisuales, por lo que la experiencia mediática

de atravesar el “espejo” trasciende la pantalla, dando cabida, por ejemplo, a un sentido

que, dice Machado, ha sido soslayado o dejado de lado, incluso por el cine: el tacto

(Machado, p. 183). De allí que en los nuevos medios tecnológicos, el interactor sea

alguien activo también con el cuerpo pues, además de ver u oír, también es necesario

tocar, moverse, ponerse en acción y vestirse con ropas especiales (Machado, p. 183).

A este respecto, Machado se refiere a dos dispositivos que sirven para

comprender los cambios en la naturaleza del “yo” en los ambientes de inmersión

propios de las tecnologías digitales conectadas en red: el avatar y la cámara subjetiva.

En cuanto al primero, el autor sostiene que un avatar es una especie de máscara que

cumple una función psicoanalítica, por cuanto puede dar cabida a identidades múltiples

e, incluso, reprimidas (Machado, 2009, p. 192-193). Sobre la cámara subjetiva, Machado

plantea que ésta produce la impresión de experimentar la historia como alguien que

hace parte de ella, y no como un observador, mezclándose así el jugador con el

personaje al “actuar” en la pantalla (Machado, p. 197-198). Así, “la técnica de la cámara

subjetiva que fue marginal en la historia del cine, ahora se convierte en regla y principio

absoluto de una nueva técnica dramática que hace que el lugar del espectador sea la

fuerza centrífuga de la imagen”. (Machado, p. 198).

Si, como lo plantea Jonathan Crary, los modelos de visión subjetiva que se

desarrollaron a partir de la segunda mitad del siglo XIX rompieron con los regímenes

clásicos de la visualidad occidental, generando con esto nuevas formas de “prestar

atención”, y, por tanto, de aislarse y concentrarse en un mundo con, cada vez más,

a(dis)tracciones (Crary, 2008b, p. 21-83), para Machado lo que está en juego con los

medios basados en el computador es entonces la emergencia de nuevos

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desplazamientos y emplazamientos en la naturaleza del “yo”. El asunto aquí es que para

Machado los dispositivos de inmersión están produciendo lo que él llama una hipérbole

del sujeto, esto es, “una especie de narcisismo radical y auto-referenciado, en que la

única identificación es la del sujeto consigo mismo” (Machado, 2009, p. 191). Para esto,

discute con Roy Ascott, quien afirma que una de las consecuencias de la interconexión

propiciada por las tecnologías digitales radica en los efectos de multiplicación y

distribución por todas partes, en todo momento, del sujeto transformado en una

especie de “conciencia planetaria” ─una subjetividad global─ portadora de una mayor

apertura, interacción y movilidad en sus relaciones con “otros” producidos, conectados

y diluidos en red (Ascott, citado por Machado, p. 203).

A contravía de este hipersujeto diluido en el ciberespacio, imaginado por Ascott,

Machado prefiere acudir a los planteamientos de Siefried Zielinsky, para quien la red

global de computadores, más que un dispositivo de unificación universal, puede ser

comprendida como un espacio de lo divergente, lo no-consensual, lo heterogéneo en

toda su complejidad, dando cabida a nuevas posibilidades de experiencias

intersubjetivas como “la creación de obras en colaboración, la práctica de formas de

compromiso social directo” que se combinan con “la expresión de identidades

culturales colectivas no necesariamente geográficas” (Zielinsky, citado por Machado, p.

206). Situación que da lugar a una subjetividad ampliada que se moviliza en una zona

de frontera y le permite al sujeto migrar del interior del ciberespacio al exterior y

viceversa, en un proceso de “realidad mixta”, en que lo virtual, más que sustituir el

mundo real, se suma conflictiva y creativamente a él, elevando su nivel de complejidad.

A esto precisamente apunta el investigador inglés, John B. Thompson, cuando se

refiere al proceso de desconfiscación de la experiencia vivida ─de primera mano─ del

sujeto como consecuencia de la trama de interacciones que éste entabla con tecnologías

que trascienden las interacciones cara-a-cara, arraigadas a la proximidad del espacio. A

pesar de que Thompson no aborda la cuestión del ciberespacio, su análisis de los

entornos mediáticos es interesante porque complementa lo dicho por los autores

mencionados en términos de vislumbrar los cambios producidos en las biografías del

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“yo” cuando nos enfrentamos a experiencias de segundo orden ─la experiencia

mediática─ que no sólo expanden el “yo”, sino que lo convierten en algo más

indeterminado, más híbrido, menos obligado a los condicionamientos de la tradición y

más abierto a la experimentación, en un mundo de entrelazamientos de formas

distintas de experiencia que conviven, compiten y se yuxtaponen a los regímenes

vivenciales del aquí y ahora: yo lo vi, yo lo viví (Thompson, 1998, p. 269-301).

Guerra y régimen visual

Ahora bien, ¿qué sucede cuando desplazamos la mirada de los videojuegos y los

dispositivos de inmersión para situarnos en otras dimensiones del ciberespacio que

obligan a considerar el problema político de las imágenes, así como su impacto en la

esfera pública? En este punto, quiero retomar el concepto de “imágenes amateurs”,

empleado por Angel Quintana al principio de este ensayo, para dar cuenta de la guerra

visual que se lleva a cabo en el ciberespacio, ese gran depósito de diseminación, flujo,

reciclaje, fragmentación, hibridación y desmaterialización de imágenes en donde

también tiene lugar el debate y el performance público de las sociedades de hoy y, por

supuesto, la producción de la subjetividad de categorías, grupos e identidades sociales.

Ante la inquietud sobre quién, mediante qué estéticas y por qué canales se ha

mostrado lo que ha ocurrido en las últimas guerras y levantamientos civiles en el

mundo, el concepto de imagen amateur es útil porque permite desestabilizar formas de

censura tradicional impuesta desde “arriba”, así como regímenes de verdad propios del

modelo profesional de la objetividad periodística. Quintana sostiene que las imágenes

domésticas, sin ninguna pretensión artística, producidas a partir de pequeñas

videocámaras, pueden funcionar en tiempos de conflictividad social como un gesto de

contrainformación, capaz de retar al punto de vista oficial proveniente de las imágenes

fabricadas por los poderes mediáticos-político-militar y, por tanto, de proponer al

espectador otras formas de ver, por ejemplo, las guerras. A propósito de la guerra de

Irak en 2003, este autor sostiene que ésta “acabó convirtiéndose, también, en una

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curiosa batalla entre la información periodística tradicional y las nuevas formas de

subjetividad generadas por la red” (Quintana, 2011, p. 170).

¿Son las amateurs, imágenes moralmente superiores? La pregunta sirve para

plantear una doble paradoja. Por una parte, no son únicamente los ciudadanos de a píe,

los afligidos y los vilipendiados los que desafían con sus pantallas móviles y sus cámaras

ligeras el régimen de verdad oficial del periodismo y el poder. También el torturador,

el militar, el asesino, el insurgente y el terrorista se convierten ellos mismos en “video

artistas”, en autores y documentalistas de la realidad. Y por la otra, no vemos tantas

imágenes ─ni profesionales ni amateurs─ en nuestras pantallas, pues en nombre de

mantener nuestra distancia contra el exceso de imágenes innobles e intolerables, esas

que muestran el horror y la crueldad sin ninguna estética ni mediación, ya sea por su

profunda lascivia, o por su falta de decoro, terminamos domesticando las imágenes en

favor de las fuerzas visuales del orden.

Susan Sontag permitirá abordar la primera paradoja. Al analizar el giro que se

produce en la fotografía de guerra cuando el horror se enfoca en mostrar a los verdugos

colocados junto a las víctimas, como es el caso de los soldados-fotógrafos de Abu Ghraib,

Sontag sostiene que:

“Las fotografías que hicieron los soldados estadounidenses en Abu Ghraib reflejan, sin embargo, un cambio en el uso que se hace de las imágenes: menos objeto de conservación que mensajes que han de circular, difundirse […] Si antaño fotografiar la guerra era terreno de los reporteros gráficos, en la actualidad los soldados mismos son todos fotógrafos ─registran su guerra, su esparcimiento, sus observaciones sobre lo que les parece pintoresco, sus atrocidades─, se intercambian imágenes y las envían por correo electrónico a todo el mundo”. (Sontag, junio-julio de 2004, consultado en: http://elmalpensante.com/index.php?doc=display_contenido&id=1114).

Con una aclaración. En la cárcel de Abu Ghraib, dice Sontag, sus perpetradores

no supusieron nada condenable en lo que mostraban las imágenes. La pretensión de

que las fotos circularan y mucha gente las viera, tenía por desgracia algo más detestable:

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todo había sido divertido. Las imágenes fueron el resultado de un momento de

esparcimiento, el mismo que desnudaba la reinante admiración a la brutalidad

contumaz. Para Sontag, la revelación de estas fotografías por distintos canales difusión

alentó, no obstante, la controversia pública sobre la política oculta de la Guerra contra

el Terror, como también fuertes reacciones del gobierno Bush para detener el peligro

de imágenes no autorizadas, capaces de desafiar el poderío moral de esa nación. “Las

fotografías ─sostiene Sontag─ hicieron esto “realidad” para el presidente y sus

funcionarios. Hasta entonces solo hubo palabras, que resultan más fáciles de encubrir,

y más fáciles de olvidar, en nuestra era de reproducción y diseminación digital infinitas”

(Sontag, 2004, s.p.).

A un asunto similar se refiere el historiador canadiense, Michael Ignatieff, en un

artículo donde cuestiona el régimen visual que hay en los videos subidos a internet por

grupos terroristas que muestran en directo, y sin edición, la decapitación de sus

víctimas, en el marco de un desplazamiento de cámara que pasa de ser “testigo” a

“instrumento” del horror. Según Ignatieff, estos videos de la humillación retributiva han

entrado en un mercado de la violencia que busca reducir el umbral humano de la

repugnancia: si nada es repugnable, todo está permitido. De este modo, el horror

termina en pornografía, mientras que el disgusto moral, que es el primer paso para

quebrar la voluntad de continuar la pelea, acaba como una víctima más de la venganza.

Para este autor, justo aquí está la diferencia con Abu Ghraib, pues lo que ese caso mostró

fue que “la voluntad de la democracia estadounidense para cometer la atrocidad en su

defensa, está limitado por la repugnancia moral, arraigada en dos siglos de instituciones

libres. Esta capacidad de repugnancia sostuvo la protesta popular que con el tiempo nos

sacó de Vietnam” (Ignatieff, 2004, consultado en

http://www.nytimes.com/2004/11/14/movies/14TERROR.html s.p.).

En cuanto a la segunda paradoja, valdría la pena preguntar: ¿cuál es la calidad de

la esfera pública cuando ésta es sorprendida por imágenes que muestran el dolor, la

muerte y la destrucción y, que por esta razón, terminan ellas mismas bajo sospecha en

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la medida en que son declaradas no aptas para criticar la realidad puesto que

pertenecen al mismo régimen de visibilidad que buscan denunciar? (Rancière, 2010, p.

85-104). El interrogante es pertinente porque obliga a considerar la política de las

imágenes, y el lugar que allí ocupa el espectador, en una época caracterizada por la

velocidad, el exceso y el instante pero, sobre todo, porque invita a interrogar qué tipo de

imágenes son las apropiadas para la representación de acontecimientos monstruosos y

dolorosos (Rancière, p. 85).

Al comparar los regímenes visuales de la guerra del Golfo Pérsico (1991) y de la

Guerra de Vietnam (1964-1975), donde la circulación de imágenes otras −amateurs,

alternativas− era mucho menor del que hoy existe, distintos autores han orientado sus

reflexiones en torno a la cuestión del cuerpo humano como eje fundamental para

considerar una política de la imagen. Régis Debray, por ejemplo, afirma que mientras la

de Vietnam fue una guerra en imágenes porque se veían los vietnamitas y americanos

de pie, cara a cara, de espaldas y en situ en el escenario de la confrontación, la del Golfo

Pérsico fue una guerra “visual”, y por eso mismo invisible, sin huellas en nosotros,

puesto que allí primó, no el plano ético, sino el plano económico de las tecnologías

“inteligentes” que mataban a distancia (Debray, 1994, p. 256). Máquinas, no hombres,

estaban envueltas en la guerra, con lo cual soldados y civiles se podían disociar de la

materialidad de la guerra. Las cámaras de video instaladas en los aviones, los misiles y

en las bombas de alta tecnología le permitían al espectador, como nos lo recuerda Susan

Carruthers, ver a través de la posición de las armas, esto es, ocupar el lugar de ser

agencia de la muerte (Carruthers, 2000, p. 276).

Mirada que también comparte el académico estadounidense W.J.T. Mitchell. Si

para él, conmemorar Vietnam lleva implícito el recuerdo de “la cobertura televisiva de

los cuerpos caídos en combate, de los innumerables ataúdes cubiertos con banderas, de

las masacres, las atrocidades, los entierros masivos y las imágenes singulares, como la

de la niña vietnamita desnuda con su carne en llamas por el napalm” (Mitchell, 2009, p.

344), ¿qué caracteriza entonces la construcción narrativa de las nuevas guerras? Para

Mitchell, el objetivo narrativo que se inaugura con la operación Tormenta del Desierto

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es “des-escribir” Vietnam, borrar la huella del cuerpo, mediante la proliferación de

imágenes abstractas, generadas por el cartografiado electrónico de las “bombas

inteligentes” (Mitchell, p. 344-346). Guerras sin cuerpos muertos, o lágrimas para el

público, cuyo eje narrativo comenzará a formar parte del régimen de verdad oficial que

se instalará en la esfera pública global.

Esta concepción de la esfera pública como régimen visual de la euforia

tecnológica tendría consecuencias mayores. Una de ellas es la aclimatación de lo que

Paul Virilio denomina una “estética de la desaparición” que consiste no sólo en el

ocultamiento de la dimensión humana de la guerra, asimilada a máquinas, mapas,

simuladores y videojuegos, sino en la desaparición de los cuerpos heridos y muertos

producidos por ésta, convertidos en fantasmas especulares (Virilio, citado por Taylor,

1998, p. 159). Como bien afirma la investigadora británica Margot Norris, “cuando la

censura reduce la muerte a fantasmas de especulación, ésta −la muerte− deja de ser una

“evidencia” capaz de servir como lugar de debate ético y se convierte en figuras

imposibles de verificar y localizar, por tanto, incapaces de servir a cualquier operación

intelectual más que la de determinar la imposibilidad de su realidad: son fantasmas”

(Norris, citada por Taylor, p. 179). Con lo cual es el debate público lo que queda

suspendido o, al menos, señalado como indeseable, ante la tranquilidad que suscita

borrar el cuerpo de la imagen.

Por tanto, no es la superioridad moral de las imágenes amateurs lo que aquí está

en juego, sino el problema de la distancia crítica y la responsabilidad moral del sujeto,

ante la disyuntiva de responder ante lo infame, o de rehusarse a conocer su existencia.

Como afirma el filósofo francés, Jacques Rancière, “no vemos demasiados cuerpos

sufrientes en la pantallas […] Lo que nosotros vemos sobre todo en las pantallas de la

información televisada, es el rostro de gobernantes, expertos y periodistas que

comentan las imágenes, que dicen lo que ellas muestran y lo que debemos pensar de

ellas”, pues al contrario de lo que propone la falsa querella contra las imágenes, el

sistema de información no funciona por el exceso de éstas; “funciona seleccionando los

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seres hablantes y razonantes capaces de “descifrar” el flujo de la información que

concierne a las multitudes anónimas. La política propia de esas imágenes consiste en

enseñarnos que no cualquiera es capaz de ver y de hablar” (Rancière, 2010, p. 97).

Y con esto, es la imagen oficial la que retoma la palabra o, mejor, que hace de

las imágenes otras el lugar de la sospecha permanente. ¿No hubo acaso una época en

que los productores y editores profesionales de imágenes eran más prudentes, más

objetivos, con un mejor “gusto”?, es la pregunta que se escucha a menudo. Como

sostiene John Taylor, no es que las imágenes fueran más prudentes, lo que pasa es que

había más tolerancia a lo monstruoso, a lo terrible. Y se pregunta: “¿Qué significado

tiene para la civilidad que las representaciones de los crímenes de guerra fueran

siempre delicadas, decorosas y educadas? Si la lascividad es fea, ¿qué es la discreción

en la cara de la barbarie?” (Taylor, 1998, p. 196). No vaya a ser que la crítica a lo innoble

de la imagen termine aparejada con lo que Machado denomina una “hipérboles del

sujeto”, ese sujeto autorreferenciado y sometido al “espejo” de su propio yo, porque lo

demás es el lugar de los temores que acechan.

Así, lo que el ciberespacio posibilita es la proliferación de nuevas pantallas de

emisión, circuitos de diseminación y agentes que tienen la capacidad de producir y

difundir una diversidad de relatos ─textuales, visuales, experienciales, sensoriales,

multimediales─ que ponen en vilo las figuras tradicionales del narrador profesional (el

escritor, el artista y el periodista) y del experto en la producción de discursos públicos

(el especialista, el académico, el político). Con lo cual, múltiples nociones de ciudadanías

amateurs ─frágiles, breves, colaborativas─, o de “ciudadanías vigilantes”, como las llama

Henry Jenkins (2008), podrían entrar en juego en un tipo de esfera pública “mixta”, en

la medida que complejizan el concepto clásico del “ciudadano informado” (ávido por el

conocimiento, hijo de los derechos individuales, de las pericias de la disertación, de la

avidez y del debate racional, que surgió en el siglo XIX y se hizo de la mano de la

epistemología de la imprenta, esto es, del pensamiento lógico, secuencial y deductivo)

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para dar cabida a un ciudadano “que se dedica a la observación del entorno más que a

la recogida de información” (Jenkins, 2008, p. 227).

Como afirma Jenkins, “si el ideal de ciudadano informado se desmorona es

sencillamente porque el conocimiento desborda con creces a cualquier individuo”. El

ideal de la “ciudadanía vigilante” depende, por tanto, “del desarrollo de nuevas

destrezas cooperativas y de una nueva ética en la producción del conocimiento

compartido que nos permita deliberar juntos” (Jenkins, 2008, p. 256). Es aquí donde los

dos párrafos iniciales del presente escrito encuentran una posible intersección.

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