Regímenes visuales y políticas de la imagen.
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Regímenes visuales y políticas de la imagen Ciberespacio, subjetividad y política
Por: Jorge Iván Bonilla Vélez
En su análisis sobre la proliferación de imágenes amateurs que hoy compiten
con las imágenes profesionales de los medios e instituciones de poder para dar cuenta
de la realidad, el académico español, Angel Quintana (2011), propone una ruta
interesante para estudiar el régimen visual que se ha instalado en el ciberespacio. A
partir de breves comentarios a algunos documentales y películas recientes sobre la
guerra de Irak (2003) que han acudido a la “textura” borrosa, inestable, desenfocada y
sin punto fijo de las imágenes amateurs, Quintana se pregunta por el efecto de verdad
de este tipo de imágenes ─innobles─ tomadas con videocámaras domésticas pero, sobre
todo, por la subjetividad que se pone en juego en la iconosfera contemporánea: “¿cómo
puede construirse una ficción cuando la narrativa se ha fragmentado y la falsa
objetividad informativa ha empezado a tambalear frente a las nuevas formas de
subjetividad que convierten un conflicto político en un auténtico calidoscopio de
imágenes?” (Quintana, 2011, p. 175).
Una reflexión semejante tiene el académico brasilero, Arlindo Machado. En la
segunda parte del libro titulado El sujeto en la Pantalla (2009), Machado reflexiona
sobre las transformaciones que se producen en la subjetividad del espectador cuando
se desplaza la mirada del sujeto que está frente a la pantalla al sujeto que se sumerge
en ella, esto es, que entra a los “lugares” donde viven las imágenes, los lugares de la
realidad virtual. Machado no está interesado en la televisión o el video, sino en lo digital:
en las imágenes que son producidas por el computador. Esto le permite al autor indagar
por los regímenes de subjetividad que emergen en los nuevos medios tecnológicos, en
Profesor Titular del Departamento de Humanidades de la Universidad Eafit. Candidato a Doctor en Ciencias Humanas y
Sociales de la Universidad Nacional de Colombia, sede Medellín. Este ensayo es una derivación del trabajo de tesis de
doctorado que el autor está desarrollando, titulado: “Imágenes perturbadoras: fotografía y conflicto armado en Colombia”.
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una época en que lo numérico (la imagen producida por operaciones matemáticas)
pareciera destruir el acto creador. ¿Qué cambios se están produciendo en la naturaleza
de la percepción? ¿Cómo se produce el proceso de subjetivación en los medios digitales?
Son preguntas que el autor encara a lo largo de la segunda parte de su libro.
Estas ideas de Quintana y Machado sirven para introducir el propósito del
presente ensayo. Por una parte, me interesa esbozar una reflexión sobre las
consecuencias de la imagen digital en la actual producción del “yo”, inmerso en
ambientes virtuales, lo que obliga a re-pensar conceptos clásicos como la narración, la
interacción y el lugar que ocupa el espectador frente a las pantallas tecnológicas. Por la
otra, quiero proponer una discusión en torno del impacto que tiene el régimen visual
del ciberespacio, caracterizado por la velocidad, el exceso y el instante, en la
cristalización de una esfera pública de debate ciudadano; esto a partir de problematizar
la puesta en escena visual y narrativa de algunas guerras contemporáneas que invitan
a preguntarse por el tipo de imágenes apropiadas para la representación del cuerpo del
horror y para la aclimatación del debate público (Taylor, 1998, Carruthers, 2000;
Mitchell, 2009; Rancière, 2010).
Dispositivos de la imagen y producción del “yo”
Para desarrollar esta primera parte del ensayo, quiero citar a Arlindo Machado
(2009, p. 163) cuando afirma que los regímenes de subjetividad que emergen en los
nuevos medios tecnológicos no son discernibles si no comprendemos las advertencias
que hoy nos hace la densa trama iconográfica generada por el computador, ya que lo
que ésta anuncia es la implantación de espacios “artificiales” de enunciación,
interacción e imaginación radicalmente diferentes al orden visual que heredamos del
Renacimiento, y su modelo ocular basado en la distancia introspectiva y auto-
concentrada que debía tener el sujeto que ve ─el observador─ frente al mundo que lo
rodeaba (Jay, 2003, p. 221-231). Enfrentar esta situación implica, para Machado, asumir
que las figuras del lenguaje utilizadas para designar al “receptor”, el “espectador” o el
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“lector” no son las más afortunadas para dar cuenta de nuevos los modos en que el
sujeto interacciona en, con y desde esos ambientes digitales. Tampoco el ojo y el oído
son los únicos sentidos que gobiernan, en este contexto, la experiencia perceptiva del
sujeto (Machado, 2009, p. 132).
¿Qué tan novedosos son esos espacios “artificiales” de la experiencia? Machado
va al pasado para comprender el presente. Y con esto advierte que la historia de los
aparatos digitales de inmersión, así como los cambios en la naturaleza de la percepción
humana, no nacen con la industria de la realidad virtual, tal como actualmente la
conocemos. Para ubicar los procesos de larga duración en la historia de los dispositivos
ilusorios de inmersión, Machado sigue a autores como Jonathan Crary, Oliver Grau y
Tom Gunning, quienes realizan una arqueología de la percepción y la iconografía
producida por los objetos técnicos, ya sea a partir de una serie de inventos que tuvieron
lugar durante el siglo XIX, como el taumatropo, el zoótropo, el caleidoscopio, el
estereoscopio, el fenaquistiscopio, el diorama y el kinetoscopio, entre otros (Crary, 2008a,
p. 139-158; Machado, 2009, p. 157-166); o de mecanismos que surgieron rayando el
siglo XX como el cineorama (que simulaba la vista que se alcanzaba desde la cesta de un
gran globo), el mareorama (que simulaba la visión que se obtenía desde un barco
surcando los mares), o el Hale´s Tours (que simulaba un viaje a bordo de un vagón de
tren), los cuales han constituido verdaderos aprendizajes para un propósito mayor que
se mantiene: la conquista de un imaginario social, cuya fuerza reside, no en la
suplantación del mundo, sino en la posibilidad de verlo, sentirlo, experimentarlo de otra
manera (Quintana, 2011, p. 106-108).
De ahí que la historia de estos dispositivos tenga una doble consecuencia. Por
una parte, ayuda a entender el florecimiento de la naciente industria de la realidad
virtual al estilo, por ejemplo, de los parques temáticos de Disney World, o de las películas
de animación en 3D producidas por el cine de Hollywood (Machado, 2009, p. 149); y
por la otra, apunta a lo que Quintana llama el gesto del retorno de la industria de las
atracciones contemporánea, que tiene que ver con “un devenir que conduce hacia la
recuperación inconsciente de una serie de elementos que ya fueron apuntalados por los
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pioneros y que han adquirido una inusitada actualidad” (Quintana, 2011, p. 23). Por eso,
como lo plantea Machado, para comprender “los actuales progresos que se han
producido en el campo de la modelación y la animación, como también de la simulación
y visualización en ambientes digitales”, es necesario asumir que éstos “forman parte de
la impetuosa reconfiguración de las relaciones entre un sujeto observador y los modos
de representación, fenómeno que se inicia en el siglo XIX” (Machado, 2009, p. 162).
Ahora bien, ¿qué le ocurre al “yo” en un ambiente como este? Para dar cuenta de
este interrogante, es importante seguir las reflexiones de Machado a propósito de la
mutación de la experiencia mediática en los ámbitos de los videojuegos y la imagen de
animación. Al introducirse en el ojo del huracán de estas mutaciones, este autor plantea
la necesidad de renombrar al sujeto inmerso en la pantalla del ordenador. Si no es un
“receptor”, un “espectador” o un “lector”, en el sentido clásico de los términos, entonces
¿qué es? Machado propone la categoría de interactor para referirse a ese sujeto que se
manifiesta en tanto agente capaz de experimentar un hecho interviniendo en él, cuya
una autonomía no está tanto en la respuesta que ofrece a los materiales que accede,
como en las elecciones y decisiones que toma; ese sujeto que entiende que el camino a
seguir no está determinado previamente por las intencionalidades del enunciador
(Machado, 2009, p. 132, 187).
Si esto es así, ¿qué sucede con la narración en los ambientes digitales? Para
Machado, en tanto que el sello de los medios digitales es la interactividad, la figura
“narrativa” de la literatura o el cine, que presenta a los espectadores los
acontecimientos de la diégesis, sufre una fractura en la medida en que ésta ya no puede
ser definida a piori por el autor o el director, puesto que hace parte de un conjunto de
posibilidades, de decisiones y estrategias que asumen los interactores desde el primer
momento en que se enfrentan a una pantalla, como efectivamente ocurre en los
videojuegos (Machado, 2009, p. 131-132). De este modo, la narración, más que contar
una historia, se convierte en un conjunto de situaciones que deben resolver los
personajes, de decisiones que deben tomar los jugadores al interactuar con la pantalla.
No hay narración sin inmersión.
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Y con esto, llegamos a un punto crucial en el proceso de subjetivación en los
medios digitales: la inmersión, que se “se refiere al modo singular en que un sujeto
“entra” o “se zambulle” dentro de las imágenes y los sonidos virtuales generados por el
ordenador” (Machado, 2009, p. 147). Sólo que la inmersión no es exclusivamente la del
ojo o el oído, sino la del cuerpo. Esto es así en la medida en que los medios basados en
el computador no son simplemente audiovisuales, por lo que la experiencia mediática
de atravesar el “espejo” trasciende la pantalla, dando cabida, por ejemplo, a un sentido
que, dice Machado, ha sido soslayado o dejado de lado, incluso por el cine: el tacto
(Machado, p. 183). De allí que en los nuevos medios tecnológicos, el interactor sea
alguien activo también con el cuerpo pues, además de ver u oír, también es necesario
tocar, moverse, ponerse en acción y vestirse con ropas especiales (Machado, p. 183).
A este respecto, Machado se refiere a dos dispositivos que sirven para
comprender los cambios en la naturaleza del “yo” en los ambientes de inmersión
propios de las tecnologías digitales conectadas en red: el avatar y la cámara subjetiva.
En cuanto al primero, el autor sostiene que un avatar es una especie de máscara que
cumple una función psicoanalítica, por cuanto puede dar cabida a identidades múltiples
e, incluso, reprimidas (Machado, 2009, p. 192-193). Sobre la cámara subjetiva, Machado
plantea que ésta produce la impresión de experimentar la historia como alguien que
hace parte de ella, y no como un observador, mezclándose así el jugador con el
personaje al “actuar” en la pantalla (Machado, p. 197-198). Así, “la técnica de la cámara
subjetiva que fue marginal en la historia del cine, ahora se convierte en regla y principio
absoluto de una nueva técnica dramática que hace que el lugar del espectador sea la
fuerza centrífuga de la imagen”. (Machado, p. 198).
Si, como lo plantea Jonathan Crary, los modelos de visión subjetiva que se
desarrollaron a partir de la segunda mitad del siglo XIX rompieron con los regímenes
clásicos de la visualidad occidental, generando con esto nuevas formas de “prestar
atención”, y, por tanto, de aislarse y concentrarse en un mundo con, cada vez más,
a(dis)tracciones (Crary, 2008b, p. 21-83), para Machado lo que está en juego con los
medios basados en el computador es entonces la emergencia de nuevos
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desplazamientos y emplazamientos en la naturaleza del “yo”. El asunto aquí es que para
Machado los dispositivos de inmersión están produciendo lo que él llama una hipérbole
del sujeto, esto es, “una especie de narcisismo radical y auto-referenciado, en que la
única identificación es la del sujeto consigo mismo” (Machado, 2009, p. 191). Para esto,
discute con Roy Ascott, quien afirma que una de las consecuencias de la interconexión
propiciada por las tecnologías digitales radica en los efectos de multiplicación y
distribución por todas partes, en todo momento, del sujeto transformado en una
especie de “conciencia planetaria” ─una subjetividad global─ portadora de una mayor
apertura, interacción y movilidad en sus relaciones con “otros” producidos, conectados
y diluidos en red (Ascott, citado por Machado, p. 203).
A contravía de este hipersujeto diluido en el ciberespacio, imaginado por Ascott,
Machado prefiere acudir a los planteamientos de Siefried Zielinsky, para quien la red
global de computadores, más que un dispositivo de unificación universal, puede ser
comprendida como un espacio de lo divergente, lo no-consensual, lo heterogéneo en
toda su complejidad, dando cabida a nuevas posibilidades de experiencias
intersubjetivas como “la creación de obras en colaboración, la práctica de formas de
compromiso social directo” que se combinan con “la expresión de identidades
culturales colectivas no necesariamente geográficas” (Zielinsky, citado por Machado, p.
206). Situación que da lugar a una subjetividad ampliada que se moviliza en una zona
de frontera y le permite al sujeto migrar del interior del ciberespacio al exterior y
viceversa, en un proceso de “realidad mixta”, en que lo virtual, más que sustituir el
mundo real, se suma conflictiva y creativamente a él, elevando su nivel de complejidad.
A esto precisamente apunta el investigador inglés, John B. Thompson, cuando se
refiere al proceso de desconfiscación de la experiencia vivida ─de primera mano─ del
sujeto como consecuencia de la trama de interacciones que éste entabla con tecnologías
que trascienden las interacciones cara-a-cara, arraigadas a la proximidad del espacio. A
pesar de que Thompson no aborda la cuestión del ciberespacio, su análisis de los
entornos mediáticos es interesante porque complementa lo dicho por los autores
mencionados en términos de vislumbrar los cambios producidos en las biografías del
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“yo” cuando nos enfrentamos a experiencias de segundo orden ─la experiencia
mediática─ que no sólo expanden el “yo”, sino que lo convierten en algo más
indeterminado, más híbrido, menos obligado a los condicionamientos de la tradición y
más abierto a la experimentación, en un mundo de entrelazamientos de formas
distintas de experiencia que conviven, compiten y se yuxtaponen a los regímenes
vivenciales del aquí y ahora: yo lo vi, yo lo viví (Thompson, 1998, p. 269-301).
Guerra y régimen visual
Ahora bien, ¿qué sucede cuando desplazamos la mirada de los videojuegos y los
dispositivos de inmersión para situarnos en otras dimensiones del ciberespacio que
obligan a considerar el problema político de las imágenes, así como su impacto en la
esfera pública? En este punto, quiero retomar el concepto de “imágenes amateurs”,
empleado por Angel Quintana al principio de este ensayo, para dar cuenta de la guerra
visual que se lleva a cabo en el ciberespacio, ese gran depósito de diseminación, flujo,
reciclaje, fragmentación, hibridación y desmaterialización de imágenes en donde
también tiene lugar el debate y el performance público de las sociedades de hoy y, por
supuesto, la producción de la subjetividad de categorías, grupos e identidades sociales.
Ante la inquietud sobre quién, mediante qué estéticas y por qué canales se ha
mostrado lo que ha ocurrido en las últimas guerras y levantamientos civiles en el
mundo, el concepto de imagen amateur es útil porque permite desestabilizar formas de
censura tradicional impuesta desde “arriba”, así como regímenes de verdad propios del
modelo profesional de la objetividad periodística. Quintana sostiene que las imágenes
domésticas, sin ninguna pretensión artística, producidas a partir de pequeñas
videocámaras, pueden funcionar en tiempos de conflictividad social como un gesto de
contrainformación, capaz de retar al punto de vista oficial proveniente de las imágenes
fabricadas por los poderes mediáticos-político-militar y, por tanto, de proponer al
espectador otras formas de ver, por ejemplo, las guerras. A propósito de la guerra de
Irak en 2003, este autor sostiene que ésta “acabó convirtiéndose, también, en una
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curiosa batalla entre la información periodística tradicional y las nuevas formas de
subjetividad generadas por la red” (Quintana, 2011, p. 170).
¿Son las amateurs, imágenes moralmente superiores? La pregunta sirve para
plantear una doble paradoja. Por una parte, no son únicamente los ciudadanos de a píe,
los afligidos y los vilipendiados los que desafían con sus pantallas móviles y sus cámaras
ligeras el régimen de verdad oficial del periodismo y el poder. También el torturador,
el militar, el asesino, el insurgente y el terrorista se convierten ellos mismos en “video
artistas”, en autores y documentalistas de la realidad. Y por la otra, no vemos tantas
imágenes ─ni profesionales ni amateurs─ en nuestras pantallas, pues en nombre de
mantener nuestra distancia contra el exceso de imágenes innobles e intolerables, esas
que muestran el horror y la crueldad sin ninguna estética ni mediación, ya sea por su
profunda lascivia, o por su falta de decoro, terminamos domesticando las imágenes en
favor de las fuerzas visuales del orden.
Susan Sontag permitirá abordar la primera paradoja. Al analizar el giro que se
produce en la fotografía de guerra cuando el horror se enfoca en mostrar a los verdugos
colocados junto a las víctimas, como es el caso de los soldados-fotógrafos de Abu Ghraib,
Sontag sostiene que:
“Las fotografías que hicieron los soldados estadounidenses en Abu Ghraib reflejan, sin embargo, un cambio en el uso que se hace de las imágenes: menos objeto de conservación que mensajes que han de circular, difundirse […] Si antaño fotografiar la guerra era terreno de los reporteros gráficos, en la actualidad los soldados mismos son todos fotógrafos ─registran su guerra, su esparcimiento, sus observaciones sobre lo que les parece pintoresco, sus atrocidades─, se intercambian imágenes y las envían por correo electrónico a todo el mundo”. (Sontag, junio-julio de 2004, consultado en: http://elmalpensante.com/index.php?doc=display_contenido&id=1114).
Con una aclaración. En la cárcel de Abu Ghraib, dice Sontag, sus perpetradores
no supusieron nada condenable en lo que mostraban las imágenes. La pretensión de
que las fotos circularan y mucha gente las viera, tenía por desgracia algo más detestable:
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todo había sido divertido. Las imágenes fueron el resultado de un momento de
esparcimiento, el mismo que desnudaba la reinante admiración a la brutalidad
contumaz. Para Sontag, la revelación de estas fotografías por distintos canales difusión
alentó, no obstante, la controversia pública sobre la política oculta de la Guerra contra
el Terror, como también fuertes reacciones del gobierno Bush para detener el peligro
de imágenes no autorizadas, capaces de desafiar el poderío moral de esa nación. “Las
fotografías ─sostiene Sontag─ hicieron esto “realidad” para el presidente y sus
funcionarios. Hasta entonces solo hubo palabras, que resultan más fáciles de encubrir,
y más fáciles de olvidar, en nuestra era de reproducción y diseminación digital infinitas”
(Sontag, 2004, s.p.).
A un asunto similar se refiere el historiador canadiense, Michael Ignatieff, en un
artículo donde cuestiona el régimen visual que hay en los videos subidos a internet por
grupos terroristas que muestran en directo, y sin edición, la decapitación de sus
víctimas, en el marco de un desplazamiento de cámara que pasa de ser “testigo” a
“instrumento” del horror. Según Ignatieff, estos videos de la humillación retributiva han
entrado en un mercado de la violencia que busca reducir el umbral humano de la
repugnancia: si nada es repugnable, todo está permitido. De este modo, el horror
termina en pornografía, mientras que el disgusto moral, que es el primer paso para
quebrar la voluntad de continuar la pelea, acaba como una víctima más de la venganza.
Para este autor, justo aquí está la diferencia con Abu Ghraib, pues lo que ese caso mostró
fue que “la voluntad de la democracia estadounidense para cometer la atrocidad en su
defensa, está limitado por la repugnancia moral, arraigada en dos siglos de instituciones
libres. Esta capacidad de repugnancia sostuvo la protesta popular que con el tiempo nos
sacó de Vietnam” (Ignatieff, 2004, consultado en
http://www.nytimes.com/2004/11/14/movies/14TERROR.html s.p.).
En cuanto a la segunda paradoja, valdría la pena preguntar: ¿cuál es la calidad de
la esfera pública cuando ésta es sorprendida por imágenes que muestran el dolor, la
muerte y la destrucción y, que por esta razón, terminan ellas mismas bajo sospecha en
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la medida en que son declaradas no aptas para criticar la realidad puesto que
pertenecen al mismo régimen de visibilidad que buscan denunciar? (Rancière, 2010, p.
85-104). El interrogante es pertinente porque obliga a considerar la política de las
imágenes, y el lugar que allí ocupa el espectador, en una época caracterizada por la
velocidad, el exceso y el instante pero, sobre todo, porque invita a interrogar qué tipo de
imágenes son las apropiadas para la representación de acontecimientos monstruosos y
dolorosos (Rancière, p. 85).
Al comparar los regímenes visuales de la guerra del Golfo Pérsico (1991) y de la
Guerra de Vietnam (1964-1975), donde la circulación de imágenes otras −amateurs,
alternativas− era mucho menor del que hoy existe, distintos autores han orientado sus
reflexiones en torno a la cuestión del cuerpo humano como eje fundamental para
considerar una política de la imagen. Régis Debray, por ejemplo, afirma que mientras la
de Vietnam fue una guerra en imágenes porque se veían los vietnamitas y americanos
de pie, cara a cara, de espaldas y en situ en el escenario de la confrontación, la del Golfo
Pérsico fue una guerra “visual”, y por eso mismo invisible, sin huellas en nosotros,
puesto que allí primó, no el plano ético, sino el plano económico de las tecnologías
“inteligentes” que mataban a distancia (Debray, 1994, p. 256). Máquinas, no hombres,
estaban envueltas en la guerra, con lo cual soldados y civiles se podían disociar de la
materialidad de la guerra. Las cámaras de video instaladas en los aviones, los misiles y
en las bombas de alta tecnología le permitían al espectador, como nos lo recuerda Susan
Carruthers, ver a través de la posición de las armas, esto es, ocupar el lugar de ser
agencia de la muerte (Carruthers, 2000, p. 276).
Mirada que también comparte el académico estadounidense W.J.T. Mitchell. Si
para él, conmemorar Vietnam lleva implícito el recuerdo de “la cobertura televisiva de
los cuerpos caídos en combate, de los innumerables ataúdes cubiertos con banderas, de
las masacres, las atrocidades, los entierros masivos y las imágenes singulares, como la
de la niña vietnamita desnuda con su carne en llamas por el napalm” (Mitchell, 2009, p.
344), ¿qué caracteriza entonces la construcción narrativa de las nuevas guerras? Para
Mitchell, el objetivo narrativo que se inaugura con la operación Tormenta del Desierto
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es “des-escribir” Vietnam, borrar la huella del cuerpo, mediante la proliferación de
imágenes abstractas, generadas por el cartografiado electrónico de las “bombas
inteligentes” (Mitchell, p. 344-346). Guerras sin cuerpos muertos, o lágrimas para el
público, cuyo eje narrativo comenzará a formar parte del régimen de verdad oficial que
se instalará en la esfera pública global.
Esta concepción de la esfera pública como régimen visual de la euforia
tecnológica tendría consecuencias mayores. Una de ellas es la aclimatación de lo que
Paul Virilio denomina una “estética de la desaparición” que consiste no sólo en el
ocultamiento de la dimensión humana de la guerra, asimilada a máquinas, mapas,
simuladores y videojuegos, sino en la desaparición de los cuerpos heridos y muertos
producidos por ésta, convertidos en fantasmas especulares (Virilio, citado por Taylor,
1998, p. 159). Como bien afirma la investigadora británica Margot Norris, “cuando la
censura reduce la muerte a fantasmas de especulación, ésta −la muerte− deja de ser una
“evidencia” capaz de servir como lugar de debate ético y se convierte en figuras
imposibles de verificar y localizar, por tanto, incapaces de servir a cualquier operación
intelectual más que la de determinar la imposibilidad de su realidad: son fantasmas”
(Norris, citada por Taylor, p. 179). Con lo cual es el debate público lo que queda
suspendido o, al menos, señalado como indeseable, ante la tranquilidad que suscita
borrar el cuerpo de la imagen.
Por tanto, no es la superioridad moral de las imágenes amateurs lo que aquí está
en juego, sino el problema de la distancia crítica y la responsabilidad moral del sujeto,
ante la disyuntiva de responder ante lo infame, o de rehusarse a conocer su existencia.
Como afirma el filósofo francés, Jacques Rancière, “no vemos demasiados cuerpos
sufrientes en la pantallas […] Lo que nosotros vemos sobre todo en las pantallas de la
información televisada, es el rostro de gobernantes, expertos y periodistas que
comentan las imágenes, que dicen lo que ellas muestran y lo que debemos pensar de
ellas”, pues al contrario de lo que propone la falsa querella contra las imágenes, el
sistema de información no funciona por el exceso de éstas; “funciona seleccionando los
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seres hablantes y razonantes capaces de “descifrar” el flujo de la información que
concierne a las multitudes anónimas. La política propia de esas imágenes consiste en
enseñarnos que no cualquiera es capaz de ver y de hablar” (Rancière, 2010, p. 97).
Y con esto, es la imagen oficial la que retoma la palabra o, mejor, que hace de
las imágenes otras el lugar de la sospecha permanente. ¿No hubo acaso una época en
que los productores y editores profesionales de imágenes eran más prudentes, más
objetivos, con un mejor “gusto”?, es la pregunta que se escucha a menudo. Como
sostiene John Taylor, no es que las imágenes fueran más prudentes, lo que pasa es que
había más tolerancia a lo monstruoso, a lo terrible. Y se pregunta: “¿Qué significado
tiene para la civilidad que las representaciones de los crímenes de guerra fueran
siempre delicadas, decorosas y educadas? Si la lascividad es fea, ¿qué es la discreción
en la cara de la barbarie?” (Taylor, 1998, p. 196). No vaya a ser que la crítica a lo innoble
de la imagen termine aparejada con lo que Machado denomina una “hipérboles del
sujeto”, ese sujeto autorreferenciado y sometido al “espejo” de su propio yo, porque lo
demás es el lugar de los temores que acechan.
Así, lo que el ciberespacio posibilita es la proliferación de nuevas pantallas de
emisión, circuitos de diseminación y agentes que tienen la capacidad de producir y
difundir una diversidad de relatos ─textuales, visuales, experienciales, sensoriales,
multimediales─ que ponen en vilo las figuras tradicionales del narrador profesional (el
escritor, el artista y el periodista) y del experto en la producción de discursos públicos
(el especialista, el académico, el político). Con lo cual, múltiples nociones de ciudadanías
amateurs ─frágiles, breves, colaborativas─, o de “ciudadanías vigilantes”, como las llama
Henry Jenkins (2008), podrían entrar en juego en un tipo de esfera pública “mixta”, en
la medida que complejizan el concepto clásico del “ciudadano informado” (ávido por el
conocimiento, hijo de los derechos individuales, de las pericias de la disertación, de la
avidez y del debate racional, que surgió en el siglo XIX y se hizo de la mano de la
epistemología de la imprenta, esto es, del pensamiento lógico, secuencial y deductivo)
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para dar cabida a un ciudadano “que se dedica a la observación del entorno más que a
la recogida de información” (Jenkins, 2008, p. 227).
Como afirma Jenkins, “si el ideal de ciudadano informado se desmorona es
sencillamente porque el conocimiento desborda con creces a cualquier individuo”. El
ideal de la “ciudadanía vigilante” depende, por tanto, “del desarrollo de nuevas
destrezas cooperativas y de una nueva ética en la producción del conocimiento
compartido que nos permita deliberar juntos” (Jenkins, 2008, p. 256). Es aquí donde los
dos párrafos iniciales del presente escrito encuentran una posible intersección.
Bibliografía
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