Relatos cotidianos

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1 Luis Parmenio Cano Gómez Relatos Cotidianos 1

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Luis Parmenio Cano Gómez

Relatos Cotidianos

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El besoDe todas maneras, Exequiel Pantoja y Pantoja, hizo referencia su brutal crimen. Sucedió en Campoalegre. Una noche, después de terminar su jornada laboral, llegó a casa de Brteelejalde Casimiro Hidalgo e Hidalgo. Una cuestión de rutina. Era normal la visita protocolaria. Desde hace seis años, lo hacía.

Entró a la casa, utilizando los duplicados de llaves que le había entregado Casimiro. Un protocolo que comprometía el fervor sexual de los dos. Se habían conocido en ciudad Críspela. Desde muy niños iniciaron una entrega pasional. Absoluta. En su infancia, todo les fue permitido; por la vía de reivindicar el libre desarrollo de la personalidad. Como estipula la Carta Magna. Desafiaron a las autoridades escolares. Una expresión de ensueño era su búsqueda constante.

Los domingos iban a misa, en el horario y la práctica ortodoxos. Un ensimismamiento hermoso. Cogidos de la mano, atravesaban la nave central; desafiando las miradas y las expresiones de repudio de todos los cartujos y todas las cartujas del barrio. El párroco de la capilla, había advertido a Monseñor Capuleto Velásquez Saldarriaga. Inclusive, el pasado Gran Viernes de Pasión, monseñor estuvo en la iglesita. Desenvolvió el procedimiento acordado desde el Vaticano. En términos de ejercer una rabia flagelante, inquisidora. Convocando a los fieles y las fieles a realizar exterminio sobre aquellos y aquellas que vulneraran, con sus miserables procedimientos, la Santa Autoridad de El Crucificado Mayor. Avaló, incluso la posibilidad de la lapidación y el linchamiento a esos y esas que se atrevieran a flagelar al Divino Rostro del Dios Único Envolvente en la Esperanza Grata.

Para ellos no había ningún afán. El desafío iba de largo aliento. Podían más sus ansias y sus escarceos sexuales, que cualquier mandato, por divino que pareciere. Cada uno, por su lado, asumió el reto. No dejaron que sus familias impidiesen su amorío. Cada semana, los jueves, salían al campo. Caminaban varios kilómetros, hasta llegar al charquito de aguas limpias. Se bañaban, se tenían en larguísimo tiempo. Comían la merienda que habían empacado desde la noche anterior mamá Altagracia y mamá Sara.

En la empresa donde laboraban los dos, eran comunes algunas sandeces, por parte de algunos de sus compañeros. Como ese de colocar en sus lockers condones usados, falos adheridos a los anos pintados. En ocasiones, fueron convocados por la gerente de la compañía, Ernestina del Carmen Cipagauta Álvarez. Su caso fue llevado, por ella, a la Junta Directiva. Afortunadamente, para ellos y para la causa, no fueron despedidos, dada la vehemente defensa que hizo el Presidente, de la Junta Toribio Marmolejo.

Ese sábado tres de abril, Exequiel visitó a Casimiro. Las cosas no iban bien, desde el pasado martes, cuando Exequiel asistió, coincidialmente, a la escena de Casimiro y el negro Jackson Olimpia Metaute. Unos afanes de subyugación hermosos. Los dos en el beso de la idolatría manifiesta, como era conocido esa expresión, entre ellos. Los reclamos fueron absorbidos, por la vía de reivindicar la “libre elección”, por parte de Casimiro. Un centro de gravedad los aprisionó. Lo hicieron de manera más apasionada que de costumbre. Cuando descansaban en la cama, después de bella entrega, Exequiel, rompió una de las copas en que habían bebido. La hendió en la garganta de Casimiro. Se quedó impávido. Viendo correr la sangre de su amado. Lo acompañó hasta su desfallecimiento definitivo.

Cerró el cuarto. Salió al escampado que rodeaba la casa. Y luego a la calle. Caminó hasta la casa de mamá Altagracia. Entró, casi de manera subrepticia. Se instaló en su cuarto. No supo cuánto tempo durmió. Lo que si supo y vio, fue la impresionante

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sombra de Casimiro, que se erguía cada vez más. Corrió hasta su baño. Trató de cerrar la puerta. Pero la sombra pudo más. Rompió la

Puerta, cargó a Exequiel y lo lanzó contra el espejo. Clavó cada una de las astillas en todo su cuerpo... Todo se hizo obscuridad absoluta. Exequiel todavía ronda por todo el barrio. Aquí y allá, grita palabras relacionadas con su amante. Con fuerza brutal, destroza todas las puertas…desaparece casi al límite de la desaparición de la Luna y la llegada del Sol. Y, así será, por siempre.

Utopía silenciada. Como férula hecha cuerpoNació en el leprosorio de Ciudad Vigía. Inimaginables los vientos, rodando. Venidos desde la ternura amarrada, enviciada al truculento espasmo. Ella, por si sola, había rondado desde antiquísimos tiempos. Desde cuando la vida se hizo secuencia desparramada por el mar hiriente. Los avatares, en seguidilla, lo fueron siguiendo. Desde la violencia hecha muralla, profanada e inhóspita, por lo bajo.

Ese hombrecito, empezó a ver el mundo, como proclama ya arrinconada: Metida en la muerte de la simpleza y de la aventura ansiada. Ahora mutilada. Sus orígenes, en eso de la herencia venida como patrón circular; remontan al tiempo en el cual la levitación era viento turbio; como cuando uno pretende dibujar El Sol a mano alzado. Una circunscripción rotando por todos los avatares del entorno. Viviendo una mudez que se amplía. Una memoria vaga; la ternura embolatada. Sin hacer superficie en el agua. Dulce o salada. En todo caso, cuando Patronato Antonio Lizarazu llegó a la vida; desde ahí mismo sintió que no podía vivir en ese escenario ditirámbico. Y se juntó con Inesita del Santísimo Juramento de las Casas. Ella y él trataron de buscar remedio a las afugias heredadas. Se hicieron al torbellino brusco, insensato.

Y, entre ella y él, vaciaron todas sus fuerzas, como rogando aceptación. En este universo explayado. Con sus sistemas ya definidos. Después de esa explosión constante. Yéndose por ahí. En lo que sería una finura en todos los tiempos. Ecos de él y ella. Cantándole a los mares. Como decían otrora; solo cantos de sirena.

Y llegaban las noches, después de ver morir el día. Y en la inmensa Luna, trataron de conocer su otra cara. Como diciendo que no es posible la obscuridad eterna. Que lo sensato sería que, esa Luna lunita, los acogiera. Y que les permitiera crecer a su lado.

Ya, en el pueblito suyo había comenzado las fiestas. Y se escondieron para que no los incitaran, a ella y a él a desestimular la alegría que, siempre, han querido conocer. Fiestecita encumbrada. Venciendo la gravedad, al aire sus cuerpos. Atendiendo las miradas de papá y mamá. Fingiendo, en veces, una locura hirsuta. Como escogiendo las nubes con las cuales arroparse. Y su Sol, amado Sol, les prohibió avanzar hasta su centro hirviente; milenario.

Cuando a él lo tocaron las fisuras de piel. En esas ampollas que maduraban constantemente. Para luego volverse estigmas supurando ese pus malévolo. Ella le rogó que la untara. Para acompañarlo hasta todos los día y todas las noches juntos. Y, él en arrebato impuro le dijo sí. Y llegaron a ese sitio. Conocieron a sus pares. Se hicieron solidarios. Cada día, en esa carne viva licuada por el calor inmenso, como tósigo; fueron enhebrando los días. Y, en las noches, contándose las historias aprendidas en pasado hiriente. Se hicieron sujetos y sujetas de la veeduría ampliada. En ese perímetro primero y último, tuvieron que asumir sus datos personales. En lo que eran ya. No en lo que fueron antes.

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Y pasaban los días, en veces, fulgurantes. Rojos como deben ser las cosas y los cuerpos a la orilla de esa estrella enana que va muriendo. Pensaron en la miríada de otros cuerpos celestes ampliados. Un ejercicio que combina lo cierto de ahora. Y lo que puede pasar después.-Patronato e Inesita del Santísimo Juramento de las Casas, empezaron ese mediodía que separa la vida de la muerte. Ahí, en esa sillita breve. La del parquecito único. Se hacían sangría en sus pústulas. Se besaban. Juntando esos labios henchidos. A punto de reventar. Se acariciaban sus cabellos. Se miraban entre sí. Como en ese espejo no conocido.

Por fin, les llegó la muerte. En esa amplitud manifiesta. En ese parquecito. En su casita color azul perenne. Y llevaron sus cuerpos. Los devolvieron a la tierra de la cual habían venido. Y se perdió la suma de años y de siglos…simplemente no volvieron.

Un bello hechizoCon razón estoy en el desvarío ampliado. Sí, no más, ayer me di cuenta de lo que pasó con Anita. La niñita mía que amo. Desde antes que ella naciera. Porque la vi en los trazos del vientre de su madre, Amatista. Y la empecé a cautivar desde el momento mismo en que empezó a gozar y a reír. Ahí en el caballito de carrusel primario, íntimo. Cuando, en el cuerpo de su madre, montaba y giraba. Ella, en esa erudición que tienen los niños y las niñas antes de nacer; se erigió en guía suprema. Yo, viéndola en ese ir y venir momentáneo, le dije que, en este yo anciano taciturno, prosperaba la ilusión de verla cuando naciera. O de arrebatarla a su madre, desde ahí. Desde ese cuerpo hecho mujer primera. Y le dije, como susurrante sujeto, que todo empezaría a nacer cuando ella lo hiciera. Y le seguí hablando aun cuando escucharme no podía. Simplemente porque su madre, amiga, mujer, se alejó del parquecito en donde estábamos. Y me quedé mirando a Amatista madre, en poco tiempo concretada. Y la vi subir al busecito escolar que ella tenía. Pintado de anaranjadas jirafas. Y de verdes hojas nuevas. Y se alejó, en dirección a casa. Y yo la seguí con mi mirada. Traspasando las líneas del tiempo y de los territorios. Sin cesar me empinaba para dar rienda suelta a mi vehemente rechazo por haberte alejado de mí. Niña bella. Niña mañanera.

Y, en el otro día siguiente. Ella, tu madre, volvió a estar donde nos vimos ayer. Amatista madre. Como voladora alondra prístina, se sentó en el mismo sitio. En ese pedacito de cielo que había solo para ella y para ti. Y me miró. Como extrañada madre que iba a ser pronto. Y me dijo, con sus palabras como volantines libertarios surcando el aire, qué ella nunca me dejaría llevarte al lugar que he hecho para los dos. Que, según ella madre, ese lugar tendría que albergar tres cuerpos. Uno inmenso, el de ella. Otro, en originalidad absoluta y tierna, el tuyo. Y, el mío, sería solo rinconcito desde el cual podría verlas regatear el lenguaje. Elevándolo a más no poder. Casi, entre nubes ciegas, umbrías. Y que, ella, tejería tus vestiditos azules, rojos, morados, infinitos los colores. Y que, su mano, extendería hasta el más lejano universo. Para que, siendo dos, me dijeran desde arriba que yo no podría ser tu dueño. Ni nada. Solo vago recuerdo de cuerpo visto en la calle. En el parque. Más nunca en el aire ensimismado.

Otra tarde hoy. Yo aquí. Esperándolas. Tú en el cuerpo de ella. Y las vi acercarse, desde la distancia prófuga, Viniendo del barriecito amado por las dos. El de las callecitas amplias. Benévolas. Desde esa casita impregnada por el arrebato de las dos mujeres vivas. Transparentes. Orgullosas de lo que son. Y, tú y ella, con los ojos puestos en una negrura vorazmente bella. Amplia, dadivosa. Y las vi en el agua hendidas. Como en baño sonoro, puro. Imborrable. Y agucé mis sentidos. El olor fresco de sus cuerpos. Y el escuchar las risas y las palabras que se decían las dos.

Hoy, en este sábado lento, estoy acá. Esperándolas como siempre. Y veo que llegan mujeres otras. Con sus hijos y con sus hijas. Niños y niñas nuevos y nuevas aquí. Pero, mi mirada, buscaba otros cuerpos. El de Amatista y de Anita, como decidí llamarte.

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Buscándolas por todo el espacio abierto. Sentí que no podía más con la nostalgia de no verlas. Y me pesaban las piernas. Como hechas de plomo basto. Y, mis ojos, horadando todo el territorio. Y miraba el aire que bramaba. Como sujeto celoso. Como fuerza envolvente,

Pero no llegaron. Ni ella. Ni tu cuerpo en ella. Pasando que pasaban las horas, todo estaba como hendido en la espesura de bosque embrujado. Y me monté, con mi mirada, en los carritos pintados que veía. Como siguiendo la huella de su cuerpo y el tuyo en el de ella. Viajero sumiso. Con el vahído espeso de la tristeza, pegado en mí. Viendo calles. Cerradas ahora, para cualquier asomo de alegría. Así fuese pasajera, Y llegó la noche. Y, el frío con ella. Eché a caminar. Llegué a la casita mía. Y las encontré. Dibujadas en la pared. Ella riendo y tú también. Pero eran solo eso. Dos cuerpos hechos. Ahí. Sin vida. Y, esa misma noche, decidí no vivir más. Y me maté con metal brilloso. Y mis manos embadurnaron con mi sangre los cuerpos dibujados por no sé quién.

Sueño ErosionadorLo que siempre soñó, Verticalisimo Dueñas Hinestroza, se hizo concreción. Desde que lo parió su mamá Emperatriz Reina Hinestroza Gómez, se hizo a la idea de gobernar. En universo imbuido de seres acostumbrados a verificar las herencias; por la vía de proclamar vigente el ejército milenario de notarios del tiempo. Con esas aureolas crecidas y expandidas, por la totalidad de los horizontes. En una envergadura posesiva, Quedando en vuelo, solo las vivencias cartujas. Como inmensidad de ideas rotas, por lo mismo que su papá Lucio Xavier Dueñas Ugarte, ya había expelido todo el odio posible en el entorno palaciego.

Casi siempre, de la mano con su hermanastra Coqueta María Hinestroza, iniciaba el día, con una caminata por toda la vecindad. Constituida por hombres y mujeres adultos y adultas. No había niños ni niñas. Solo él. Una manifestación explosiva, cuando no entendía las palabras dispuestas por ahí. Como meros ecos repetitivos al infinito. Y, en ese mismo afán violento, los caminos se abrían en puros lodazales. Ella, Coqueta María, asía su mano izquierda. Pretendiendo que no volara al primer impacto de los vientos de abril y agosto. Porque, en eso de haber soñado lo que en realidad es, Verticalisimo mostraba una enjundia inusual. Casi como rapacidad venida desde el límite del tiempo y de la Tierra. Se iba por las nubes gruesas, densas. Exponiendo su mirada al pálpito del hidrógeno azuzado, prepotente. Como si ya supiera, en ciernes, el poder guardado en su centro rodeado de electrones y protones en fuerza devastadora.

Cada día iban, en sus paseos empalagosos, atesorando extravíos punzantes. Reteniendo el aire. Cambiándolo de sitio. Inspirándolo en pleno bullicio de correrías. Desafiando los caballos, en sus bríos y en la apuesta de conquistar distancias infinitas. Cada día, un afán superaba al otro. En una nomenclatura escrita con la tinta sangre exprimida a los acorzados unicornios. Unas premisas decantadas, a partir de codificar los seres. En sus huellas y en sus utopías.

Todo el verdor de los inmensos jardines expuestos al bello Sol, en el día. Y, a la bella Luna, en las tardes-noches. El maltrato iba fluyendo. A cada recodo, en paralelo, al camino primero; desojaban los cabellos de las lindas y tempraneras galaxias doncellas. Casi como al galope de los hierros hendidos en los cuerpecitos. Cada hiriente lance, suponía imprimir su sello. Coqueta María, imponente, esclava impotente, dirigía el espectáculo del día a día. Y empezaron los sembradíos de cuerpos tiernos, desollados.

El paso del tiempo fue delineando los surtidores necesarios para recorrer la historia, por parte de los cabríos sujetos del mismo corte. Como ADN ya pensado desde que explotaron, en hecatombe, todos los aderezos forjando miríadas de soles, encasillados

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en estiramientos voraces de las galaxias. Fuerzas gravitacionales infinitas. En infinitos universos expuestos en perspectivas. En las lógicas viajeras. Como demostrando que, cada vida cabría en cada postura ígnea.

Y si, entonces, que Dueñas Hinestroza soñó en esa tarde-noche, que gobernaría la historia, desde el mismo momento en que fue parido. Y mamá Emperatriz Reina fue consciente de eso. Por lo mismo, en consecuencia, arrulló a su hijito en cunita hecha de hierros calcinados. Y de cuerpos celestes sin vida. Y, en el hidrógeno condensado, preso en las coloquiales voces; desmirriadas acezantes. Con energía espuria. Y, en ese crecer incesante, torcido. Contrario a las uniones, los espasmos y las hecatombes, miradas millones de años luz, hacia atrás.Se hizo idólatra de sí mismo. El sesgo creciente, lo vivió imprecando a su hermanastra esclava. En procesos sigilosos. O aspaventosos, según fuese hora o momento. Y la poseyó en la misma franja entre pasado y presente. En embelesado surco de ella. Hiriente, como el que más. Y, de esa unión surgieron, otras galaxias minimizadas en brillo y en cuerpos celestes válidos.

Una soñadera burlesca, lacerante. Impropia en lo que esto tiene de las iridiscencias perdidas. En afanosos y estridente voces licuadas por el viento enfermizo. Expandido por todo lo habido; por cuenta de este mensajero procaz, vergonzoso.

Relato de un díaCuando llegó, Hermelinda, no pronunció palabra. Sus dos maletas empolvadas, bastaron para llenar el aire de una verdad traída por ella. Estuvo por fuera mucho tiempo. Tanto que se le olvidaron las calles. No solo en nomenclaturas habladas, sino en lo que corresponde al significado: Como testigos del tiempo que ha ido pasando. Y que pasó, aún sin ella. Su mirada no ha cambiado, en lo sustancial. Su pelo sigue siendo tan negro como lo era desde niña. Lo único cambiado, lo hacía cierto el teñido blanco-amarillo como huella de su tránsito por esta carretera hecha de piedras y arena. Un vestido ceniciento. Como mostrando la ambigüedad hecha persona en ella. Atinó a entender que el piso desnivelaba el trasunto del entorno; cuando su primer paso hizo trastabillar su erguida figura. Caminando que camina, se fue yendo. Hacia la esquina olvidada. Y empezó el vuelo largo de su mirada; a tratar de adivinar algún referente conocido, válido.

No más la vieron caminar, las niñas del Colegio Manjarrez, en fila india, la miraron como si fuese esplendor náufrago. Con la sencillez posible de encontrar, en este territorio que fue suyo. Y, las mujeres niñas evidenciaron, en ella, su condición de mujer ya hecha. Pero que fue niña como ellas. Y entornaron los ojos. En ese plenosol del mediodía. Y siguieron, siguiendo huella las unas de las otras. Sin perder el compás de la música perdida en ese sonido solo, como soledad enunciada.

Al llegar al Parque de las Palmas, deshizo la prisa suya. Y se sentó en la banquita única habida. Mirando siempre en derredor. Fijó sus ojazos cafés en la puerta azulada de la casa de Los Acosta. Sabía eso porque nunca olvidar podría lo que pasó esa noche en que tuvo que partir en veloz andar. Vino, en plenitud, el recuerdo aciago. Volvió a ver el lazo energúmeno, manejado por Toribio Acosta. Infringiendo azote agrio, feroz. Su madre recibiéndolo como castigo a su condición de mujer viva, viviente. Ajena a la gendarmería desparramada en esa casa. Y en ese pueblo que languidecía todos los días. Y, volvió a ver, las acechanzas de los hijos dell patrón. Verdugo hiriente. Y de su fuerza aviesa sobre su cuerpo, apenas niña, Y recordó, la algarabía ensordecedora de sus pares; lanzando al aire el grito de la insolidaridad.

Volvió al camino. Transitando la ventidos. Hasta llegar a la alberca comunitaria. Estando ahí esa lámina de agua verdeazulada. Refrescó sus manos. Y, con ellas, su

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cara. Tan hermosa como el día que la vio partir, presurosa, golpeada, sangrante. Y, también, mojó sus labios gruesos; de carmesí absoluto. Bebiendo hasta que sintió la acritud. En lo que sabor transfiere el agua empozada, quieta. Desanudó sus zapatos que, en tiempos ha, fueron de verde fuerte, sólido. Ahora transformados en mero cuero híbrido y de suelas delgadas, casi rotas. Miró sus pies perfectos. Dedos rosados, pulidos, largos. Supuso que era pertinente meterlos en la alberquita de todos y todas. Para ello, izó su cuerpo. Y, con él, su pierna. Hasta casi deshacer la costura vertical de su vestido. Que cabía en su cuerpo exhibiendo las líneas perfectas de sus caderas y de sus glúteos. Suspiró, en do mayor, cuando sintió el pulso tibio del agua. Hizo los mismo con la otra pierna, acrecentando lo maravilloso de todo el cuerpo erguido, convocante.

Ya, en este tiempo pasando, los muchachos del Liceo Arredondo; estaban prestos para asediarla. Como sujetos presurosos, maravillados, sedientos de ese cuerpo ígneo. E hicieron cerco, en honor a la Bella Hermelinda. La Diosa. Ida del pueblo con heridas punzantes. Y venida al pueblo en exhibición de monumental iridiscencia. Estuvo con ellos, adjetivando lugares y cuerpos, con sus palabras. Y llegó la noche, bella. Con esa Luna infinita prendida. Y ascendieron hasta desaparecer, allá en el horizonte inmenso. Buscando el Sol para alcanzar el fuego puro. Para lograr, Ella y Ellos, azuzar, en él, el paso de la vida, aquí y ahora, hacia la vida que viniendo venga.

La cautiva liberadaAndando el tiempo, entonces, recordé lo que fui en próximo pasado. Y me volví a contar a mí mismo. Con palabras de los dos. Aquellas que construíamos, viviendo la vida vivaEs como todo lo circunstancial. Cuando regresas ya se ha ido. Y lo persigues. Le das alcance. Y lo interrogas. Al final te das cuenta que fue solo eso. Por eso es que te defino, a ti, de manera diferente. Como lo trascendente. Como lo que siempre, estando ahí, es lo mismo. Pero, al mismo tiempo, es algo diferente. Más humano cada día. Una renovación continúa. Pero no como simple contravía a la repetición. Más bien porque cuenta con lo que somos, como referente. Y, entonces, se redefine y se expresa, En el día a día. Pero, también, en lo tendencial que se infiere. Como perspectiva a futuro. Pero de futuro cierto. Pero, no por cierto, predecible. Más bien como insumo mágico. Pero sin ser magia en sí. No embolatando la vida. Ni portándola, en el cajón de doble tejido y doble fondo. Por el contrario, rehaciéndola, cuando sentimos que declina. O, cuando la vemos desvertebrada.

Siendo, como eres entonces, no ha lugar a regresar a cada rato. Porque, si así lo hiciéramos, sería vivir con la memoria encajonada. En el pasado. Memoria de lo que no entendimos. Memoria de lo que es prerrequisito. Siendo, por lo mismo, memoria no ávida de recordarse a sí misma. Por temor, tal vez, a encontrar la fisura que no advertimos. Y, hallándola, reivindicarla como promesa a no reconocerla. Como eso que, en veces, llamamos estoicismo burdo.Y, ahí en esa piel de laberinto formal, anclaríamos. Sin cambiarla. Sin deshacernos de lo que ya vivimos sin verlo. Por lo mismo que somos una cosa hoy. Y otra, diferente, mañana. Pero en el mismo cuento de ser tejido que no repite trenza. Que no repite aguja. Que se extiende a infinita textura. Perdurando lo necesario. Muriendo cuando es propio. Renaciendo ahí, en el mismo, pero distinto entorno.

Quien lo creyera, pues. Quién lo diría, sin oírse. Quien eres tú. Y quien soy yo. Sino esa secuencia efímera y perenne. De corto vuelo y de alzada con las alas, todas, desplegadas. Como cóndores milenarios. Sucesivos eventos diversos. Sin repetir, siquiera, sueños; en lo que estos tienen de magnetismo biológico. Que ha atrapado y atrapa lo que se creía perdido. Volviéndolo escenario de la duermevela enquistada.

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Y, sigo diciéndolo así ahora, todo lo pasado ha pasado. Todo lo que viene vendrá. Y todo lo tuyo estará ahí. En lo pasado, pasado. En lo que viene y vendrá. En lo que se volverá afán; mas no necesidad formal. Más bien, inminente presagio que será así sin serlo como simple simpleza sí misma. Ni como mera luz refleja. Siendo necesaria, más no obvia entrega.Y siendo, como en verdad es, sin sentido de rutina. Ni nobiliario momento. Ni, mucho menos, infeliz recuerdo de lo mal pasado, como cosa mal habida; sino como encina de latente calor como blindaje. Para qué hoy y siempre, lo que es espíritu vivo, es decir, lo tuyo; permanezca. Siendo hoy, no mañana. Siendo mañana, por haber sido hoy...y, así, hasta que yo sucumba. Pero, por lo tanto, hasta que tú perdures. Siendo siempre hoy. Siendo, siempre mañana. Todo vivido. Todo por vivir. Todo por morir y volver a nacer. En mí, no sé. Pero, de seguro sí, en ti como luciérnaga adherida a la vida. Iluminándola en lo que esto es posible. Es decir, en lo que tiene que ser. Sin ser, por esto mismo, volver atrás por el mismo camino. Como si ya no lo hubieras andado. Como si ya no lo hubieras conocido. Con sus coordenadas precisas. Como vivencias que fueron. Y hoy no son. Y que, habiendo sido hoy, no lo será mañana.

Y es ahí en donde quedo. Como en remolino envolvente. Porque no sé si decirte que, al morir por verte, estoy en el énfasis no permitido, si siempre he querido no verte atada, subsumida; repetida. Como quien le llora a la noche por lo negra que es. Y no como quien ríe en la noche, por todo lo que es. Incluido su color. Incluido sus brillosos puntos titilantes. Como mensajes que vienen del universo ignoto. Por allá perdido. O, por lo menos, no percibido aquí; ni por ti ni por mí.Y sí que, entonces, siendo yo como lo que soy; advierto en tú lo que serás como guía de quienes vendrán no sé qué día. Pero si sé que lo harán, buscando tu faro. Aquí y allá. En el universo lejano. O en el entorno que amamos.

PeregrinarY sí que me postulé para ser concejal. En este territorio mío que me conoció desde que me crie Antes, cuando estudié en el bachillerato y pregrado en sociología, no me llamaba, para nada, la atención, en lo que coloquialmente llaman, la política. Contaba mi madre que,” cuando era joven, conoció muchas amarguras ante los muertos y muertas en ese cambalache de vida que nos tocó vivir. Rojos y azules. Para nosotros esos eran los colores. No había otros”. Desde Santander y Bolívar.” Por mi cuenta me di a la tarea de seguirle la puntica del hilo, para aprender a discernir. En la escuelita y en el colegio, la historia patria nos fue contada por sujetos que habían sido preparados para esconder las verdades. No era culpa de ellos y ellas, es cierto. Pero a fe que lo hacía muy bien. Lo que llaman al pie de la letra. Nos filtraban verdades que no eran verdades. Que el Generalísimo Santander, llevaba las riendas para hacer las leyes. Que Simón Bolívar fue un héroe absoluto y que merecía todos los oropeles que pudiese cargar. Según nuestros maestros y nuestras maestras, Policarpa Salavarrieta no fue heroína. Casi que dicen que era un insumo más. Que lo suyo era pura logística. En general, las mujeres, solo eran personas de segunda categoría. Y así lo plasmaron en esa hediondez de texto de historia. De Henao y Arrubla O el Catecismo del Padre Astete. Toda una aureola perversa para reafirmar al catolicismo como religión oficial.

Mi papá Egnosodin me enseñó, desde muy temprano, a cantar el tango se Agustín Magaldi “Dios te Salve mi Hijo”. Yo lo entonaba en la escuelita cuando estaba cursando tercero de primaria. Mi papá había nacido en el municipio de El Bagre en Antioquia. Estuvo, desde muy niño, trabajando para un señor de nombre Arturo Borrero. En eso que llaman oficios varios. Incluido el de vigilar su casa, situada en el perímetro urbano. Se casaron, mi mamá y él, cuando ambos tenían dieciséis años. Después de soportar el asedio del papá de mi mamá, por cuanto Egnosodin preñó a Nicolasa. Había sucedido, entre los dos, una relación de pura pasión; muy bella por cierto, por lo que supe. Yo nací, como consecuencia de esa preñez. Después de mucho tiempo, cuando yo tenía diez años, empecé a vibrar con lo que me iban contando los

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otros niños. Uno de mis amigos, de nombre Rolando Vaca, me contó, en uno de esos días que uno dice, puede pasar como anodinos, que su mamá y su papá habían sido muertos tres años atrás. Sucedió que un grupo de hombres armados, habían sitiado la casita en la finca. Los hicieron salir. Y, en el plenosol de junio los fusilaron contra la pared. Rolando quedó solo. Después de un mes de estar andando por ahí, sin rumbo, fue acogido por la familia Amazará, compuesta por don Eliseo, doña Belarmina y el hijo de estos, de nombre Aureliano.

Entre tanto, conforme iban pasando los días, meses y años, me fui enterando de otras tropelías ejercidas contra casi todas las familias. Los agresores se hacían llamar “Ejército Anti Comunista del Nordeste”. Mi familia y yo tuvimos que abandonar el territorio que tanto amábamos. La situación se tornó muy agria. Dejamos todo. Mi papá solo tenía cuatro mil pesos producto de la venta de varias herramientas para la agricultura que le habían sido cedidas por don Arturo Borrero, como pago por sus servicios.

Llegamos el cuatro de agosto de 1975, al municipio de Yarumal. Allí estuvimos, durante varios meses, en casa de la familia Monsalve. Don Héctor, el jefe de familia, como se decía antes, había conocido a un primo de mamá Nicolasa, cuando estuvieron trabajando juntos en el municipio de Turbo. Nos hicimos, pues, a un cuartico y podíamos transitar por toda la casa y la finquita en la cual don Héctor y su familia tenía seis vaquitas lecheras.

Un día cualquiera, martes por más señas, llegó a la casa un señor de nombre Ruperto Balasanián. Era tío de doña Georgina, la esposa de don Héctor. Hablaron por mucho tiempo los tres mayores. Nunca he podido saber el tema. Lo cierto es que mi papá viajó con don Balasanián con rumbo desconocido. Mi mamá y yo quedamos con la señora Georgina. Se consolidó, con el paso de los años, una amistad muy bonita. La señora Georgina tampoco supo lo que pasó. Y, don Héctor, siguió sus labores; a pesar de sentirse muy preocupado. Esto lo leía en sus ojos.

Hoy, en este tiempo que sigue siendo muy amargo para todos y todas, recuerdo como me hice sociólogo. Para mí es importante este hecho, ya que me posicioné muy bien en Medellín y Yarumal. Me separé de mi familia putativa y de mi mamá, para desplazarme a Medellín. Allí vivía un cuñado de doña Georgina. Ella me relacionó con don Euclides y con su esposa, doña Lorencita. Empecé mi bachillerato en el Liceo Marco Fidel Suárez. Los fines de semana le ayudaban a don Euclides en la cobranza de créditos. Tenía, él, un negocito de mercancías ofrecidas en el comercio casa a casa. Vendía con el 5% de cuota inicial. Lo de más en pagos semanales.

Terminé el bachillerato e inicié la carrera en la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín. A pesar de ser una universidad privada, me gané una beca concedida en cesión. Don Romualdo Espinosa, hermano de la mamá de doña Lorencita. Algo así como entender que este señor Romualdo era sacristán en la Iglesia Divina Providencia, en el municipio de Abejorral, en Antioquia. El párroco de dicha iglesia conoció de mi vocación por la solidaridad con los y las demás. Tramitó la beca con el excelentímo señor rector.

Durante toda la campaña proselitista, tuve muchos inconvenientes Dos fundamentalmente. Las querellas insinuadas por los otros candidatos. Y, la falta de dinero y padrinos políticos. Yo veía como se compraban votos. Y como le hablaban de mí a los sufragantes. Diciéndoles que yo era un subversivo. Todo como consecuencia de mi liderazgo en diferentes obras sociales en Medellín y en Yarumal.Conocí, en el entretanto, a varios sacerdotes animadores de la opción política de Camilo Torres Restrepo. También, más de cerca, a Vicente Mejía, quien trabajaba con

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las personas que se ganaban la vida con el reciclaje en el basurero de Moravia. Tenía su asiento, en el barrio Caribe. El día de las elecciones fue, para mí, un día de mucha congoja. El sábado anterior, mi mamá y yo, recibimos la noticia de la muerte violenta de mi papá, en el municipio de Liborina. Tal parece que se trató de una riña callejera. A Egnosodin le habían robado el plante del negocio de venta de frutas. El ejercía como intermediario. Quienes lo mataron, lo esperaron en la noche, cuando iba a la casita que había alquilado. Todo por cuenta del hecho que mi papá los había denunciado.Fui elegido como concejal. De una lista promovida por Don Rosendo Natagaima, liberal que se había hecho militante del MRL, liderado por Alfonso López Michelsen. Empecé mi nuevo trabajo, con la pasión que siempre me ha distinguido para enfrentar retos y superarlos.

Este día, estando en la puerta de la alcaldía de Yarumal, departiendo con ex compañeros del Liceo, se nos acercó un hombre, con la ruana terciada, de tal manera que le tapaba la mitad de su cara; sacó su revólver y nos atacó a todos. Así, terminó mi vida. Mi última memoria fue para mí mamá Nicolasa y para doña Georgina.

MoviolaUn lugar para amar en silencio. Ha sido lo más deseado, desde que se hizo referente como persona ajena, a los otros y las otras. En ese mundo de algarabía. En este territorio de infinito abandono, con respecto a la esperanza. Y a la vida, en lo que esto supone crecer. De ir yendo en procura de las ilusiones. Un deambular casi sin límites. Como expósito itinerario. En veces de regreso al pasado. En otras, asumiendo el presente. Y, otras, con la mira puesta hacia allá. Como rodeando los cuerpos habidos, arropándolos con el manto que cubrió el primer frío.

Y sí que, Luis Ignacio, fue decantando cada una de sus ideas. Como cosas que vuelan. Que volaron desde que la humanidad empezó el camino. En el proceso de transformación. Todo en un escenario sin convicciones sinceras. Más bien, como en alusión a lo perdido desde antes de haber nacido. Y Luisito, como siempre lo llamó su madre, estuvo en la situación de invidente. Nacido así. En la obscuridad tan íntima. Se fue imaginando el mundo. Y las cosas en él. Y el perfil de los acompañantes y las acompañantes. Cercanas (os). Y se imaginó los horizontes. Las fronteras. Los territorios. Todo, en el contexto de lo societario. Y se encumbró en el aire. Y en las montañas insondables. Y las aguas de mares y ríos. Aprendió a llorar. Y a reír. Editando cada uno de los momentos, en sucesión.

Al mes de haber nacido, se dio cuenta de su condición de sujeto sin ver. Todo porque su madre lo supo antes que él. La intuición de todas las madres. Que Luisito la miraba sin verla. Y se dedicó a enseñarle como se tratan los momentos, sin verlos. Como se hace nexo con la vida de los otros y las otras. Aprendió, de su mano, a ver volar los volantines de sus pares infantes. A seguir la huella de los carritos de madera. De los trencitos hechos con el metal que ya existía antes de él y de ella. Siguió, con sus ojos tristes, velados, el camino que llevaba a la ciudad centro. A mirar el barrio. Y la casa suya. Y fueron creciendo en la pulsión que significa asumir retos y resolverlos.

Se acostumbró a sentir y palpar las violencias. Las cercanas. Y las de más lejos. El hilo conductor de las palabras de Eloísa Valverde, despejaban dudas. Y, en la escuelita, emprendió la lucha por alcanzar el conocimiento trascedente. A medir la Luna. A imaginar su luz refleja. A dirigirse, en coordenadas, al Sol. A entender el régimen de la física que estudia los planetas todos. Allí conoció a su Sonia. La amiguita volantona. Amable, radiante. De ojos como los suyos. Negros, inescrutables. Vivos en el silencio de la noche constante. Y aprendió a hablar con ella de todo lo habido. De los rigores del clima. De la exuberante naturaleza amenazada. De la química del universo. Y de los códigos ocultos de las matemáticas infinitas. Y del significado de las voces agrias.

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Atropelladas, envolventes. Ácidas, disolventes. Pero, al mismo tiempo, las voces de los sueños. De la ilusión. De la vida compartida. En la bondad e iridiscencia. Y, juntos, vieron los colores mágicos del arco iris. Enhebrando cada instante. Soplando el azul maravilloso. Y succionando el amarillo cándido. Y vertiendo al mar los tonos del verde insinuado. Y, avivando el rojo magnífico.

Y aprendieron a conocer sus cuerpos. Con las manos. De aquí y de allá. En un obsequiarse, en el día a día. Palpando sus cabezas. Y sus caras. Y sus vientres. Y sus piernas. Todo cuerpo elongado por toda la inmensidad de los decires. Y caminaban camino al Parque. Manos entrelazadas. Risas volando a lo inmenso del firmamento cercano. Y hablaban, en la banquita de siempre. Y lloraban de alegría, cuando escuchaban y veían el ruido de los niños y las niñas jugando. Siempre, ella y él, asumiendo el rol de la gallina ciega estridente. Sabia. Corriendo. Tratando de superar, en velocidad, al sonido y a la luz, su luz suya y de nadie más.

Fueron creciendo, envueltos en la magnificencia de los árboles. Entendiendo cada hecho. Fino o grueso. O, simplemente, atado al estar lúcido. Y corrieron, siempre, detrás del viento. Hasta superarlo. Y sus palabras, orientaban el quehacer del barrio. De sus gentes amigas. Y, cada día, se contaban los sueños habidos en la noche dentro de su noche profunda. Y nunca sintieron distanciamientos. Ella y Él, con sus secretos y sus verdades. Escritas en las paredes de cada cuadra. Dibujos de pulcritud. Las aves. Y los elefantes expandidos. De la María Palitos, en cada hoja. De los leones anhelantes. De las cebras rotuladas en blanco y negro. Sus colores ciertos. Posibles.

Le dieron la vuelta al mundo. Desde el África milenaria. Con todos los negros y las negras, en lo suyo. Con las praderas y los lagos incomparables. Con el sufrimiento originado en el arrasamiento de sus culturas y de sus vidas. Por la caterva de bandidos armados, pretendiendo erosionar sus vidas. Y, ella y él, se aventuraron por los caminos a la libertad. Y soñaron con Mandela. Y con Patricio Lumumba. Y con el traidor Idi Amín. Y recorrieron Asia, en toda la profundidad de saberes. De rituales. De razas. De la China inconmensurable. Del Japón en la quietud dinámica de sus valores. Y vieron a las gentes derretidas en el pavoroso fuego expandido a partir de la explosión nuclear. Jugaron, en simultánea, con los niños y las niñas, en Nagasaki Hiroshima arrasadas, Entendieron la dialéctica simple de Gandhi. Y sufrieron los rigores en Vietnam, cuando el Imperio pretendió aniquilar a sus gentes. Sintieron el calor destructor del Napalm. Y entraron a los túneles en los arrozales. Y Vieron, en ciernes a Australia y todo lo no conocido antes. Y volaron sobre los glaciales atormentados, amenazados de muerte. Y estuvieron en Europa. Con todas las contradicciones puestas. Desde la ambición de los colonizadores. Su entendido de vida. Como esclavistas. Pero, al mismo tiempo, conocieron a sus pueblos y de sus afugias. Y recorrieron a nuestra América. Sabiendo descifrar los contenidos de sus divisiones territoriales. Sobre todo, la más profunda. Norte Y Sur. En esa fracturación aciaga.

Y sí que, Luisito y la Sonia suya, crecieron sintiéndose a cada paso. Y el barrio. Su barrio, se fue perdiendo. Lo sintieron en la decadencia. Cuando sus vivencias y las de su gente, fueron arrinconadas, asfixiadas. Y murieron sus padres y sus madres. Y se sintieron en soledad profunda. Pero, aprendieron a hacer los cortes y las ediciones de vida. Su vida. Y, en su noche constante y profunda, se fueron acicalando. Aún, ya, en su vejez. Cuando todos y todas olvidaron a Sonia y a su Luisito. Y, ella y él, siguieron viviendo su vida. Descubriendo, cada día, las maravillas y las hecatombes en el infinito universo. En esa brillante noche. Iridiscente. Hecha con su imaginación y sus ilusiones.

Una mirada desde la vida, ante sujeto muerto Yo supe de la muerte de este señor, hace media hora. Un niño, vecino, me relató que, viniendo de la escuela, vio el cuerpo de un hombre tirado. Ahí en la acera de la casa

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de don Virgilio Pomares. “Me asusté mucho, don Ubaldino”, me dijo el chico. Y yo, como imbuido de esos deseos locos de celebrar lo macabro; me desplacé enseguida. Y, como ya creo que lo dije, lo vi ahí. Una profunda herida en el cuello. Esa sangre seca, que le corría por la espalda y por el tórax. Ese charco, inmenso, que más parecía apiladura de costras; que esa espesura fluida que es a los mamíferos, combustible continuo que va y viene, como surtidor de vida.

Y, en el camino, me encontré con Diógenes Arboleda, el novio de mi hermana. No más al mirarlo y saludarlo, me dio por recordar el día ese de la fiestecita, cuando celebramos la, boda. Qué lujo de orquesta. Y qué música, tan bacana. El novio bailando “patacón pisao”, siguiéndole el paso a la novia. Y es que, Dorita, sí que sabe de eso. De bailar. Desde pequeñita. Todavía le recuerdo, cuando celebramos su bautizo; bailando “Anacaona”.

Y sigo allí. Como ensimismado. Mirando esa cabeza, yerta. Con un cabello que, aunque empezaba a opacarse, exhibe unas sortijas bellísimas. Un negro `profundo, brusca y tierno al mismo tiempo. Y, sin saber porque, vino a mi recuerdo el día en que conocí a Andrea Benjumea. Tal vez, porque el cabello de ella era tan esplendoroso como el de éste cuerpo que está ahí tirado. Que fue vejado, inclusive. Porque, se me olvidaba precisar, que sus uñas estaban arrancadas. Tanto las manos como en los pies. Y, sus pestañas, también había sido arrancadas. Así, esos hermosos ojos, se mostraban a la intemperie; como queriendo volver a mirar la vida.

Cuando yo conocí a Adrián, tuve la sensación de estar enfrente de alguien que, al vuelo, induce a reflexionar. Con una mirada, ya desde tan niño, torva. Una boca, con rictus de ofensa para quien quisiera mirarlo. Unas manos, excesivamente livianas. Delgadas. Como las de experto cirujano, ávidas de bisturí. Todo él navegando entre lo brutal y lo insípido. Como queriendo ufanarse de la lectura a la que convocaba.

Yo diría que, en lo inmediato visceral, remontaba a los orígenes de la estructura freudiana de la vida. De las pulsiones; de las pasiones y los impulsos. Como sujeto condensado, repleto de potencia latente. Algo parecido a lo que se ha dado en llamar “Caja de Pandora”. Creo que, en lo más recóndito de su bella reflexión acerca de la psiquis, Freud analizaría el cuadro de Adrián, como tratando de escudriñar: Como si se diera cuenta de que ahí, en esa cabeza sesuda, podrían encontrarse las respuestas a sus interrogantes máximos. Como en la intención de descifrar los mensajes que, estando ahí, no son todavía realidad.Pedro Cancelado, estuvo a mi lado. Durante esa dos largas horas en que miré el cadáver de este señor mío. Que nunca antes había visto. Que, a lo mejor, nadie había visto; por lo menos vivo. “Es como si hubiera sufrido mucho antes de morir”, me dijo Pedro. Y yo dije sí, con un movimiento de cabeza. En esa heredad que ha estado siempre. Como diciendo a todo que sí. Por mero reflejo corporal. “En este cuerpo, si veo plena la muerte sin convicción”, recababa el Pedro Cancelado. Y, yo, absorto. Volviendo a la afirmación como cabeceo inmediato.

Esa misma noche, encerrado en mi cuarto, retome el hilo conductor de mi análisis. Y seguía apuntando a que Adrián, fue el asesino. El propiciador de todo ese sufrimiento reflejado en ese cuerpo ya inerte.

No dormí en toda la noche, incluida la madrugada. Seguí viendo ese cuerpo trozado. Y, con un grito mudo, recordé que ese cuerpo si lo había visto antes. El de ese joven que me encontré el martes pasado, yendo para Palermo.

Casi a las seis de la mañana. Cuando todavía estaba despierto, sentí unos leves golpecitos en la puerta del cuarto. Cuando abrí, me encontró de frente con esos ojos

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que parecían rasurados. Con esos cortes transversales, invitándome al olvido de lo que había visto. “…no vaya a ser que a usted también lo maten y le quemen las manos y las piernas con el mismo carbón encendido que en mi aplicaron los tres hombres, uno de ellos don Diógenes. Que llegaron antier a mi casa, me llevaron y me mataron sin yo saber nada de lo que me endilgaban. Entre otras cosas, que yo violé a su hermana, de usted, don Ubaldino…”

Canto al vuelo. La larga espera. Mi muerte en elloElla se fue un sábado. Mientras yo enhebraba mis ideas. Llevábamos una vida de pareja al vuelo. Como consumiendo los momentos, sin que eso implicara llevar vocería a los otros y a las otras. Metidos en la reflexión, en veces, impertinente. Todo como tirado al vacío. Llevando las ilusiones al límite. Forzándola a que, ellas, significaran lo inapropiado punzante. Hoy, recuerdo cuando nos conocimos. En el parquecito del barrio. Ella saliendo de la iglesia. Yo, jugando ahí en la callecita benévola. Pateaba el balón y, luego, lo recibía en mi pecho. Todo un espectáculo. Yo lo sabía. Y, henchido de emoción, recibía aplausos de quienes jugaban conmigo todos los días, desde temprano en la mañana. Marielita me miró. E hizo, con sus manos algo así como la emisión de mensaje voluptuoso. Muy linda. Siempre caminaba del brazo de su mamá. Después supe que era ella... Conocí de sus pasos, uno por uno. Nos comunicábamos en ese lenguaje de los infantes. Aprendido, casi desde la cuna. Vestidito color verde, alto. Más allá de las rodillas. Y un cabello sedoso, convocante. Sus ojos adornaban la mirada. Como fugaz rayito de luna bella.

Cualquier día nos encontramos. Allí mismo. Pero, ella, no salía de misa. Iba con su mamá. Se detuvieron a ver mis malabares con la pelotica de jugar fútbol. Y, yo, en énfasis de vida rutinaria ampliada. Me complacía en lo más profundo de mi ego. Aplaudieron mis piruetas. Se fueron. Quedé absorto. Con una miradera infinita. Perdida en el vuelo de su caminar. Quise llamarla; pero pudo más la invitación a jugar el picaito de todos los días.

Cuando conversamos por primera vez, supe de su coloquio y la manera de acompañar las palabras, con juego de manos. En una expresión que acompasaba palabra y acción. De profundo conocimiento de lo habido en el barrio. Y en la escuelita. Y en su relación vital con sus amigas. Su mirada se tornaba mensajera. Entonces se juntaban palabras, voces y miradas. Todo un contexto convocante. Casi de hechicera benévola. Supe el nombre de su mamá. También, que su papá trabajaba lejos de la ciudad y que solo podía venir una vez al mes. Y me contó de sus hermanos Roberto y Robespierre. Y, además, que su mamá Torcoroma tenía treinta y cinco años. Y que atendía con mucho esmero las tareas que aplicaban en la escuelita. Que, ella, había nacido en Pereira. Que habían llegado a Medellín, siendo Marielita una niña de tres añitos. Nos veíamos casi a diario. Ella, avanzando en su escolaridad. Terminó su educación primaria. Y el bachillerato. Ahora cursa arquitectura en la Universidad Nacional, Sede Medellín. Y, yo, seguía en esa expresión inhóspita para estudiar. Trabajaba en el tallercito de mecánica en las afueras del barrio. Don Leonel, su dueño, me quería mucho. Y me fue enseñando el arte de la electricidad automotriz. Los sábados trabajaba hasta el mediodía. Visitaba a “cachetes”, como yo la llamaba coloquialmente. No éramos novio y novia oficiales. Pero si lo parecíamos. Conversábamos casi toda la tarde. Palabras van, palabras vienen. Todo esto fue tejiendo un entendido de vida envolvente, preciosa. Me contaba de sus experiencias en la universidad. Y me hablaba de lo societario. Con una vehemencia absoluta. De los campesinos, campesinas. De los niños y las niñas. De la educación que se imparte; soportada en modelos autoritarios. Amplias descripciones iluminadas con el don de su palabra.

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Mamá Torcoroma me fue cogiendo mucho cariño. A veces compartíamos palabra Marielita, mamá Torcoroma y yo. Gozaba, mamá, con mis ocurrencias de vida. Reía cuando le contaba acerca de coger grillos y escarabajos para asustar a mi hermanita Juliana. Y que, ella, lloraba y le ponía quejas a mi mamá Esperanza. O cuando les contaba que iba a laguito del bosque con frascos para recoger pececitos de colores y que le decía a Julianita que yo los había pintado. En fin, que gozábamos ellas y yo.

Un sábado, estando yo en la visita acostumbrada, llegó papá Gregorio. No me conocía hasta ese día. Trajo naranjas, mangos, papayas, piñas y bananos y dos gallinas grandes. Parece que no le caí muy bien. Mera percepción mía, cuando me miró al entrar. Sin embargo, Marielita yo seguimos conversando. Cuando me despedí, ya papá Gregorio la había llamado dos veces, desde su cuarto. Supe, después, que estuvo indagando por mí. Que quien era. Que donde vivía. Y que si estudiaba en la universidad, Cuando mamá Torcoroma le dijo que yo trabaja en un taller de mecánica, preguntó si yo era huérfano de papá. Porque solo los huérfanos salen a trabajar tan jóvenes. En fin que no quedó muy satisfecho con nuestra relación. Afortunadamente se fue al lunes siguiente.

Robespierre y Roberto eran mayores que Marielita. Los dos estudiaban en la Universidad de Antioquia, ingeniería química. Ya estaban por terminar. Muy amables conmigo. Tanto así que, en veces, nos reuníamos mamá Torcoroma, Marielita, ellos dos y yo. Hablábamos de todo lo habido y por haber. La palabra de “cachetes” era la más pulida. Transmitía mensajes de conocimiento profundo. Sus dos hermanos hablaban poco. Pero, cuando lo hacían, demostraban que sabían menos que ella, acerca de los hechos sociales, económicos y políticos del país. Inclusive, tuve el pálpito en el sentido de su displicencia en esos temas.

Cierto día, cuando iba para el taller de don Leonel, observé muchas personas, agrupadas justo en la puerta de la casa de “cachetes”. Me causó mucha inquietud esto. Me detuve. Como cuando uno quiere indagar, más allá de lo visto. Noté a mamá Torcoroma muy ansiosa y como absorta. La saludé. Me dijo, no te vayas mijito que tengo algo que contarte. Cuando se fueron las otras personas, me hizo entrar hasta la sala. Allí me contó que Marielita no había llegado a casa en la noche. Una llamada de un compañero de “cachetes” la había alertado en la madrugada y le había informado que Marielita estaba detenida en la Estación Norte de la Policía. Que, justo después de un mitin que realizaban en el centro de la ciudad, la retuvieron. Fue golpeada en la cabeza. Ya estaban informadas las Directivas de la universidad. Estaban tratando apelar por ella, ante el comandante Jiménez. Salí de la casa y seguí mi camino hasta el taller. Hablé con don Leonel y le pedí permiso para ausentarme. No le dije el motivo. Pero él accedió de inmediato.

Cuando llegué a la Estación de Policía, eran casi las nueve de la mañana. Allí estaban Roberto y Robespierre. No habían podido hablar con “cachetes”. Pero lograron que le hicieran llegar el desayuno y una muda de ropa. Estuvimos como hasta las tres de la tarde, pero no pudimos hablar con ella. A duras penas, nos informaron “está incomunicada Ni siquiera el abogado dispuesto por la universidad puede hablar con ella.”Ya es otro día. “cachetes” lleva ya cuatro días en detención que llama “preventiva”, mientras cursa la investigación. Papá Olegario llegó el miércoles. Se puso muy mal. Lloraba por su hija. Tampoco él pudo verla, ni hablar con ella.

Pues sí que, yo, seguí con mi trabajo en el taller. En veces, don Leonel, me concedía permiso para salir un poco más temprano. En este tiempo iba hasta la casa de “cachetes” y hasta la Estación de Policía. Pero nada de nada. Marielita seguía detenida. El jueves en la tarde, le notificaron a Robespierre y a Roberto, que” cachetes” sería

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trasladada a la cárcel “El Buen Pastor”. En juicio sumario el Juez militar había dispuesto que debía ser condenada por lo que llaman “rebelión”. Nada pudo hacer el abogado designado por la universidad. Ni los ruegos de mamá Torcoroma y papá Olegario.

Han pasado ya cuarenta días, desde que fue encarcelada Marielita. He podido hablar con ella dos domingos. Entrevista breve, porque así estaba dispuesto por la autoridad carcelaria. Mamá Torcoroma y papá Olegario, la han visitado también. El viernes pasado, papá Olegario tuvo que viajar a lo de su trabajo. Ya no le concedían más permiso. Casi a diario hablo con Robespierre y Roberto. Están muy compungidos. Inclusive llevan casi quince días sin asistir a la universidad. Se la pasan hablando con diferentes personas. Con los compañeros de estudio de “cachetes”; con la Dirección de la universidad; con la Defensoría del Pueblo, delegada para Medellín.

Un veinticuatro de Julio, cuando Marielita llevaba dos años de detención, su familia fue notificada de la fuga de “cachetes”. Un comando armado arremetió contra la edificación de la cárcel…”se fue con ellos”, decía el parte. En verdad no lo creímos. Por lo menos, en términos de fuga. Mucho menos de esa manera. El talante de Marielita no era ese. Defendía sus ideas de manera vehemente. Asistía a mítines y movilizaciones. Pero hasta ahí. Todo, en ella, era muy transparente. Nunca, esto, podía asociase con actuaciones armadas ni nada por el estilo.

Tres días después, recibimos la notificación, en el sentido de haber encontrado el cuerpo de “cachetes”, en la carretera a las Palmas. Ya se había efectuado la cotejación respectiva. Era ella, no había pierde.

Treinta días después de haber encontrado a Marielita asesinada, fui hasta su casa. Por más que golpee la puerta, nadie salió. Los vecinos y las vecinas cercanos dicen no saber nada. Ni haber escuchado nada. Al forzar la puerta, nos encontramos con una casa desocupada. Todo había sido revuelto. Había manchas de sangre por todas las paredes y el piso.

Hoy cumplo Cuarenta y dos años. Llevo mucho tiempo indagando lo que pudo haber pasado. No se ha encontrado ningún rastro. Las palabras y las voces en el barrio se acallaron desde el día en que encontramos la casa sola. He estado tan solo. Y tan angustiado, todo este tiempo; que ni siquiera he accedido a comentar algo con mi familia. Lo cierto es que estoy aquí, de cuerpo. Pero mi espíritu hace mucho tempo voló en búsqueda imaginaria de “cachetes” y de toda su familia, que sigue siendo la mía. Pensando y diciendo esto, cualquier día dejé de vivir. Tal vez para encontrar el camino que me lleve, adonde están. Una recordación última, de ella, cuando la soñé mía sin conocerla. Recordación que evoco y que aspiro a reconstruirla en ese otro hecho mío de ensoñación cimera.

Conversando con Marielita En despertar de un día cualquiera. En consentimiento de los dos, se hizo icono lo que antes era solo falso conserje. Le dimos el nombre de lógica, en conexión con lo que entendíamos desde antes de ser uno, siendo dos. Y volamos, en vuelo ajeno, a los palacios de reyes eternos, no vencidos por la historia guerrera libertaria. Nos hicimos, pues, escoltas de lo que pasó, en ciernes. Como homenaje a África profunda, absoluta. Y resultaron ser reyes proselitistas, en la nueva era de lo que somos hoy. E hicimos voz bipartita, como convocatoria a las voces todas, imaginadas. Nos fuimos yendo en lo pendenciero. Por la vía de no promover libertadores melifluos. Asumimos la brega hecha protesta libertaria. Pero, quien creyera, llevando por dentro los traidores a la manera de Caballo de Troya. Y vimos a Idi Amín pútrido, torcido sujeto. Y volamos, de nuevo, a ese Congo distanciado, liberado de la Bélgica presuntuosa, engañadora como supuesta madre patria. Localizamos la potente Biafra, en separarada ya, de no sabemos qué. Pero, sabiendo que estaba languideciendo. Con sus hijos e hijas negras

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devoradas por la miseria. Hambruna hecha potencia. Con los déspotas hiriendo el camino y los cuerpos. A todos los lugares yendo y viniendo. Se fue perdiendo en el agobio potenciado. Todos y todas en la negrura, color bello. Les fueron hendiendo las lanzas como a corazón abierto.

Esa, la mujer mía, negra de conocimiento grato. De potente palabra convocante. Como presagiando, con su voz, lo que vendría. Por los valles. Reconfortando los ríos. Haciendo de las expediciones tumultos volcados. A lo que resultar pudiese. Metida en la oración andante. Contando las cosas con buen dedal y enhebramiento. Y, todos y todas, creímos ver, en ella, la libertad creciente. Convergiendo en los continentes todos. Un de aquí para allá irreverente. Viendo lo autoritario como escuálido cuerpo qué lugar no tendría. Y, en esos esbozos, su vocinglería iconoclasta, fue surtiendo de palabras el lenguaje. Precisas, perspicaces, hirientes de ser necesario. Pero, sobre todo, elocuente mimosa ampliada. Para nombrar a los niños y a las niñas. Diciéndoles de lo que vendría. De tal manera que fungieran como surtidores ampulosos en lo sereno que debería ser. En nervadura evidenciada desde el comienzo. Desde que, las mujeres, aprendieron a ser madres. Originados los seres vivientes, en el clamor por el sexo dúctil. Tierno, explosivo, herético.

Pero, en los tumbos dando, yo la seguí en primera pieza y primeros pasos. Tratando de alcanzar su vida. Y untarme en ella. Para ser negro del tiempo mozo, libertario. Y, ella, como si nada andando. En veloz carrera. Para alcanzar la estrella habida. Y supuso que volar tendría. Y se apropió de las alas de Pegaso, negro también, como ella. Viajaron juntos. Ella y Él. Hasta el abierto espacio de universo dado. Como prolongación de infinito estímulo.

Yo, viendo lo que pude ver, me fui haciendo enano, impotente sujeto de mediodía apenas. El día siendo él y ella. Y juntaron alas mucho más grandes. Habidas en contienda ligera con las aves lentas y presurosas. Haciendo de cada estar, huella imborrable ahora y siempre. Unieron sus cuerpos en negritud los dos. Unieron la hermosura de la Vía Láctea, con su hechura de planetas dependientes de su vuelo; con las galaxias todas. Y se hizo un universo de amplitud prolongada. No perecedero. Por lo mismo que la Negra fue creciendo. Ya volando sin el alado sujeto equino que fue suyo. Solo ella y sus alas. Y, las aves todas, viéndola en esa plenitud de vida, le cedieron también las suyas.

Lo mío, es hoy, no otra cosa que cazador de albedrío teñido, hecho. Buscándola en esta mí libertad sin ella. He roto cadenas antiguas y modernas. En ese ejercicio narrado. La he buscado en el entorno de todos los soles. De las lunas manifiestas, como silentes niñas que arroparme quisieron. Para mitigar la soledad cantada. O silente como la que más habida. Andando yo, sin las alas, robadas por ella. Por la Negra inmensa. Supe que creó otros mundos. No a su imagen y semejanza, Más bien como iconos sueltos. Rondando, por ahí. Aduciendo que son libres. Pero reclamando de la Negra Vida, su presencia. Para ser conducidos a la explosión toda. Como suponiendo, o murmurando, que despertarán en nuevo Bing Bang, más pleno y expansivo que el de otrora hecho.Y sí que, en esas andando. Como esperándola en la esquina de la galaxia nuestra, Tal vez añorando verla pasar algún día. Y que, me preste sus alas. Par ir volando hasta Asia pujante. Y volviendo a ver a nuestra África recién naciente. Descubriendo la pulsión de la Australia inmensa y gratificante, Surcando a la América toda. Y, proponiéndole a la Europa íngrima que se una a nosotros y a nosotras para levantar la vida, en plenitud potente, deseada.

La conocí en el universo habido. Siendo ella mujer de libertad primera. En esa exuberancia que me tuvo perplejo. Durante toda la vida mía. Siempre indagándola por su pasado sin fin. Siendo este presente su expresión afín a lo que se ama en anchura

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inmensa. Siendo su belleza el asidero de la ternura. En su andar vibrante. En caminos por ella pensados. En ese ejercicio lujurioso sublime, herético. Me fui haciendo a su lado, como sujeto de verso ampliado. Me dijo, en el ahora suyo, lo mucho que podía amarme. Diciéndole yo lo de mí viaje al límite gravitatorio. Ofreciéndole todo el ozono vertido en el fugaz comienzo que se hizo eterno. No por esto siendo mera expresión de momento. Ella, a su vez, me enseñó sus títulos. Siendo el primero de todos su holgura en lectura y en palabras. Yendo en caravana de las otras. Con ellas deambulando de la mejor manera. Por ahí. Por los anchurosos valles. Por los mares empecinados en demostrar su fuerza. Cogiendo el viento en sus manos y arropándolo para que no se perdiera. En fin que, la mujer mía libre; se fue haciendo, cada vez más explayada en recoger lo cierto. En lucha constante con la gendarmería despótica. Fue cubriendo con su cuerpo todos los lugares no conocidos antes.

La vi llorar de alegría inmensa. Cuando encontró la yerba de verde nítido. Y las aves volando que vuelan con ella. Me dijo lo que no decir podían las otras. Juró liberarlas. Y sí que lo hizo. Con su ejército de potenciado. Uno a uno. Una a una, fueron apareciendo. Espléndidos y espléndidas. Con el traje robado a la Luna nuestra. Sin oropeles. Pero si hechos con tesitura amable. Elocuente. Enhiesto. En ese andar que anda como sólo ella puede hacerlo. Todos los lugares, todos, se fueron convenciendo de lo que había en esa belleza extraña. No efímera. Cambiante siempre. Siendo negra que fuere. Y amarilla superlativa. Y blanca venida a la solidaridad de cuerpo. En mestizaje abierto, profundo.

Como queriendo, yo, decirle mis palabras, me enseñó a tejerlas de tal manera que surgió la letra, el lenguaje más pleno. Siendo, ella, lingüista abrumadora en lo que esto tiene de amplitud posible, para enhebrar las voluntades todas. Haciéndose vértebra ansiosa, a la vez que lúcida para la espera. Me trajo, ese día, los mensajes emitidos en todas partes. Conociéndola, como en realidad es, me fui deslizando hasta la orilla del cántico soberbio. Y, estando ahí, triné cual pájaro milenario. Convocando a mis pares para ofrecerle corona áurea, a ella. Para efectuar el divertimento nuestro, ante su potente mirada. Negra, en sus ojos bellos. Locuaz conversadora en la historia entendida o, simplemente, en latencia perpendicular, en veces, sinuosa en curvatura envolvente, en otras. De todas maneras permitiendo el encantamiento ilustrado.

Canto solo. Mi bella novia ausenteEste territorio que piso hoy; se convertirá en paraíso para las y los herejes todos y todas. Para quienes han ido decantando sus vidas. Evolucionando enardecidas. Como decir que el ahínco se hace cada vez más cierto; por la vía de la presunción leal, no despótica. Aclamando la voz escuchada. Voz de ella sensible. De iracunda enjundia permitida, plena, elocuente. Conocí, lo de ella en ese tiempo en que casi habíamos perdido nuestros cuerpos. Y nuestras palabras todas. Y sí que, en ese viaje permitido, me hice sujeto mensajero suyo. Llevando la fe suya; como quiera que es fe de la libertad encontrada.

Uno a uno, entonces. Una a una, entonces; nos fuimos elevando en las hechuras de ella. Transferidas a lo que somos. Conocimos las nubes no habidas antes. Y los colores ignotos hasta entonces. Y las lluvias nuevas. Venidas desde el origen de la mujer que ya es mía. Y digo esto, porque primero me hizo suyo, en algarabía de voces niñas, trepidantes en potencia de ilusiones, engarzadas en el cordón obsequiado por Ariadna; hija de ella. Concebida en libertaria relación con el dios uno, llamado por ella misma, dios de amplio espectro. Hecho no de sí mismo; sino por todos y todas. Siendo, por eso mismo, dios no impuesto desde la nada. Más bien dios dispuesto como esperanza viva vivida.

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Cuando terminó mi vida, al lado de ella, me fui al espacio soñándola como el primer día. Cuando, con ella, comenzó Natura embriagante, nítida. Dominante.

Qué domingo este. Anclado, en esta plaza, estoy yo, hace ya algún tiempo. Ya he estado en varias ocasiones. Pero lo de hoy es, particularmente especial. Esa nostalgia que me ha invadido. Como convocante a dilucidar, de una vez por todas, el tipo de camino a emprender. La concreción de la caminata. Hasta cierto punto estoy mimetizado. Como si nadie supiese lo que hay en mí. En este tiempo tan lejano ya, de esos hermosos días, allá en mi barrio amado. Recuerdo el impulso básico, por todas las calles andando. Las voces que llamaban a la expresión de la vida, en medio de cada arrabal. Siendo yo, todo, condensación de esperanza. Aún, habiendo vivido como lo había hecho: casi como tósigo que penetra y hunde, en lo más hondo, el espíritu de fe y de liberación.

Qué día es este día. Un carnaval de espacio triturado. Oyendo todas las voces. Diversas. Ansiosas de no sé qué. Porque, por esto mismo, es mi brega. Por distanciar. Pero puede más mi soledad de búsqueda impenetrable. Como ciento ahora el silencio. Como me he dejado llevar por el vértigo del dolor nefasto. Que tritura y destruye, todo lo que he podido alcanzar a ser. Aun dentro de estas limitaciones mías. Como garras que no me sueltan. Por el contrario, que me colocan en cepo eterno.

Como añoro yo esos días. En la mañana dominical; alzando el vuelo hacia la didáctica de la lúdica primaria. Emergiendo en cada esquina. Como repetición dichosa que me hacía feliz. Ese pasado inmenso, que añoro. Tal vez porque, siendo niño, no veía desaparecer las cosas bellas. Así como si nada. Que bipolaridad enhiesta. Entre sentir el vacío y sentir, también, la fascinación de lo cotidiano. Recreando la sensibilidad hasta magnificarla. Hasta convertirla en motor imaginario. Con el eros sin explotar. Casi que como enfatización perenne.

Y, sin saber cómo, llegó el naufragio. Eso que estoy viviendo en este presente. Hecho trisas el insumo fundamental. Una vida que se corroe a sí misma. Sin saber porque. En veces, ensayando la diatriba del insulto; como expresión de rechazo. En veces augurándome a mí mismo toda la felicidad posible por venir. Sin que llegue. Como ese límite en lo del día. Como llegando allí, sin llegar al fin. Como depositario de fracasos. Uno sobre otros. Con un horizonte que, de manera tardía, me engulle y de satura.

Esos domingos míos, antes. Días de ensayo y de vocación. Hacia lo nuevo. Sin dejar de ser yo mismo. Sin olvidar que existía. Precisamente por eso, para mí, son añoranzas de ternura. Aún ahí, en ese lodazal que amenazaba con permearme a cada paso. Con todo aquello que dolía. Con todo y que sentía el contubernio entre la tristeza y la desesperanza. Pero que, yo, ignoraba, estando en el juego callejero. Y en la penumbra nítida del regreso a casa, después de deambular por ahí. Por cualquier parte.

Y hoy, en este domingo cerrado. Sin por dónde mirar lo sublime; ahoga mis ímpetus. Esos que creí que nunca perdería; después de haber bebido la fuente de la vida. Siendo esa tú. Y tus anhelos. Tú y tu alegría desbordada. Allá lejana. En ese otro territorio; en el cual también es domingo. Pero otro, no este mío.

Y se van decantando las condiciones. Ya, como otrora no lo había percibido, solo me recorre el beneplácito de haber vivido. Como memoria que no habilita nada más que la victoria de los dioses que siempre he odiado, desde el mismo día en que hice ruptura con mi universo no profano. Desde el día en que dije no va más mi sublimación. Diciendo no va más el ejercicio oratorio como evento religioso perverso.

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Pero yo ya lo sabía. El pago por esa partición, tiene que ver con el crecimiento de la ansiedad, como castigo, tal vez. No lo sé en ciencia cierta. Y vuelves a aparecer allí, en esa esquina de esta plaza empalagosa, en lo que esto tiene de perdición del poder de la magia de amar. Siendo, en este lugar, sujeto que no atina a resolver el entuerto de siempre. El nudo gordiano que asfixia y que liquida, a cuenta gotas. Por esto es de mayor dolencia. Por esto es de mayor severidad.Por lo pronto no sé qué más vendrá. Si ha de ser el colapso absoluto. O si ha de ser una nueva esperanza. Encontrarla, no sé dónde. Tal vez ande por ahí y yo no la he visto. Es posible que haya acabado de pasar y ha dejado su suspiro en el aire. Y si ya pasó, no sé si lo volverá a hacer. De pronto, quien sabe cuándo.

Y, al unísono con esas voces continuas. Inacabadas, estrepitosas, diciendo nada; me he volcado al vacío. A ese espacio que no creía mío. Pero que, ahora en este domingo que cuento, se erige como presencia soberbia. Tal alta como monte Everest. Tan aletargadora que, por si misma, hace enmudecer, el grito de potencia que creía tener.

A no ser por ti, aún en vaguedad insoslayable, tu espíritu vuele hasta acá. Como águila gendármica. Atravesando esos pesados montes que veo allá, en la terminación del Sol, al menos por hoy. Y si fuese así, yo diría que la esperanza podría volver; a no ser que tu vuelo de águila inmensa, se detenga a mitad de camino y regrese hasta donde a cualquier hora partiste.

Ayer no más estuve visitando a Fabiana. Me habían contado de su situación. Un tanto compleja, por cierto. Y, en verdad la noté un tanto deteriorada en su pulsión de vida. “Es que no he logrado resarcirme a mí misma. Porque, estando para allá y para acá, se me abrió la vieja herida. No sé si recuerdas lo de mi obsesión por lo vivido en lo cotidiano. Simplemente, así lo entendí en comienzo, estaba unida al dolor por las vejaciones constantes. A esa gente que tanto he amado. Verlos, por ahí, sin horizontes. En una perspectiva centrada en la creciente pauperización. Pero no solo en lo que respecta al mínimo de calidad de vida posible. También en eso de ver decrecer los valores íntimos. Ante todo, porque, se ha consolidado un escenario inmediato y tendencial, anclado en la preeminencia de los poderes económicos y políticos, de esos sectores, de lo que yo he dado en llamar beneficiarios fundamentales del crecimiento soportado en la explotación absoluta. En donde no existe espacio posible para la solidaridad y los agregados sociales indispensables para aspirar, por lo menos, al equilibrio. Y no es que esté asumiendo posiciones panfletarias. Es más en el sentido de decantación de lo que he sido. Siendo esto, una tendencia a la sublimación de la heredad de quienes se han esmerado por construir opciones que suponen una visión diferente. De aquellos y aquellas que lo dieron todo. Que lo arriesgaron todo, hasta su vida. Por enseñar y comprometerse a fondo.

Yo solo. Sin ella, otra vezEs tanto, Germán, como sentir que he llegado casi al final de mi caminata por la vida. Porque siento que no hay con quien ni con quienes. Aunque parezca absurdo, todos y todas que estuvieron conmigo, han emigrado. Han cambiado valores por posiciones políticas en las cuales se exhibe una opción de acomodarse a las circunstancias. A vuelo han desagregado el compromiso y las convicciones. Por una vía de simple repetición de discursos anclados en lo que ellos y ellas llaman Desenmascarar, en vivo, a esos beneficiarios fundamentales. Convirtiendo la lucha en debates insulsos. Porque, a sabiendas de ello, pretenden construir lo que se ha dado en llamar tercera vía. O, lo que es lo mismo, una connivencia con los depredadores. Con aquellos y aquellas que se han posicionado como controladores. En consolidación de un Estado que, en teórico es social y de derecho. Pero que, en concreto, no es otra cosa que las garantías de su

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permanencia. Vía, un proceso que es como reservorio. Como eso de asimilar eventos, que para nada lesionan su razón de ser.

Y, estoy en un parangón. Sé que he ido y he venido. En veces como noria. Como lo que llamarían mis contradictores, un ejercicio ramplón. Supra ortodoxo. En fiel posición, que no es más que una figura asimilada a esa utopía sinrazón. Es como si hubiese llegado a un punto que ejerce como estación de vida. Como convocando a desandar lo andado. Como que no alcanzo a dimensionar los bretes diarios. Como si convulsionara. Como si, ni para aquí ni para allá. Y eso duele Germán. Porque es una soledad casi absoluta. No me hallo. Tanto como soportar una comezón visceral.Siendo, entonces, así he optado por vivir lo mío. Ahí, encerrada. Hermética. Sabiendo lo riesgos. Porque cuando se llega a un momento como este, es tanto como querer no ir más. No forzar más a la vida en lo que esta no me puede dar. Desde ahí, hasta la regresión paulatina, solo existe un nano segundo…”

Ciertamente, me conmovió la Fabiana. Con todo lo que la he querido. Con todo lo que vivimos en el pasado. Definitivamente la admiro. Pero me entra el temor de que, en verdad, no quiera ir más. Y pensado y hecho, a escasos tres días de haber hablado con ella supe, a través de Juliana, que encontraron su cuerpo incinerado. Murió como esos bonzos que otrora, en público, se incendiaban. Fabiana, simplemente, se fue. Y, aún en eso, se destaca su entendido de vida. Bello, pleno y de absoluta lealtad con ella misma.

Lo que si es cierto, tiene que ver con su belleza. Un dibujo pleno. Concierto vivo entre cuerpo y líneas de expresión exhibidas ahí. En labios prestos a la risa. A diario compartida. Con todos y todas. Una lisura en piel de cuello insinuante. Pero, siempre, muy suyo en lo que esto tiene de enhebración con la limpieza de espíritu.

No más, ayer, la vi. Estando en esa brega no ajena a su visión de lo humano como garante del ir y venir creativo. Como recreando los aqueus, en diario tránsito casi prístino. Perfilando la aqueia como comienzo. En un andar de a día y noche. Como Creta viviente arropada por la lucidez de la Diosa de enjundia exuberante. El Santuario Yzicikane. En Anatolia. El Pueblo Catal Huyuk. En posición de uititas como si fuesen danza compleja milenaria.

Y, en eso de haberla visto en esa simpleza bondadosa. Solidaria; centré toda mi posibilidad de ternura amplia. Sincera. Y la vi, cuando ella veía más allá de lo que yo, en verdad, podía. En un ejercicio de vuelo imaginario. Por mares y territorios no vistos. Ni por mí; ni por nadie. Ni antes ni ahora. Ni, tal vez, después. Y, en eso de haberla visto ese día, hice énfasis yo. Para tratar de encumbrar mi noción de ser vivo. Viviendo y viendo la que es Idea y Convocatoria a ver la vida en dinámica de ternura con alas abiertas. Inmensas.

Una finura de Sujeto Fémina. Subyugante. Y, ahí mismo. En ese mismo día; la percibí con dolor íntimo. Inmerso en su alma nítida. Como cuando se intuye que crece el desdecir de la alegría. Y, ella percibió, también, que yo ya daba cuenta; en mi íntima tristeza; de esa erosión en ciernes. Sin un por qué válido. O, al menos, constituido por una variable ensanchada. Como nube asfixiante. De inusual densidad conocida.

EsmeraldaAl verla así. Diluyéndose lo que era antes de ayer solo belleza inmensa. Nítida. Subyugante. Ese ayer pasó a ser referente de dolor mío. En algo similar al ahogo absoluto de la voluntad. Y de la esperanza. Y de la ternura de ahora y de después. En ese consciente tan mío y tan de todos. Cuando sentimos que ya no estará dado, para nadie, el derecho cierto a vivir la imaginación absoluta. En una orfandad como látigo punzante. Que empezó a cruzarnos desde ahí mismo; cuando, en ella, empezó a

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eclosionar la soledad. De cuerpo. Y del ávido espíritu. Certero, antes de ayer, en lo que ilusionario mágico, humano; era como heredad que ansiábamos todos y todas.

Y, por lo mismo dicho, percibido y visto; el antes de la belleza abierta y cierta; empezó el declive. Obscurana arrogante. De crecer constante. Exponencial. Un glacial. Y, nosotros y nosotras, ateridos (as); acompañándola en su periplo. Como esa decadencia que se impone. Sin explicación aparente. A no ser aquella que la relaciona a ella y a lo que era hasta antes de ayer, con la vida viva que la han ido matando. En ese recorrido de voces. De arengas. De acciones. Tan propias de la gendarmería palaciega. Vinculante. En lo que significa esto. Como trasunto envolvente que hiere y mata. En lentitud de tortura. De inclemente pavura. Que crece y crece en paralelo al decrecimiento de ella. Y de su hermosura. Y de su ternura. Y de su esperanza antes habida. Y, ahora, dolida. Derrotada en su significado que se tornó efímero. Por lo mismo que no me amó nunca. Y que, en ese nunca hiperbólico, soporté mi venganza. Construida a pulso perverso. Desde el mismo día en que sus divinos ojos dijeron no, a mi mirada furtiva de insinuación lasciva. Y, por lo mismo cierto, que sentí que este yo mío, era más que simple sujeto de llegar tardío al Edén suyo. En el cual, en su momento vivo, entregó hoja de ruta a quienes, con ella conductora, recorrieron todos los mares y todos los cielos. Hasta que, este yo perverso, la mató a ella navegante en agua y vuelo. Y a los (as) que, con ella, navegaron y volaron. Haciendo de la vida imaginación y anhelo.

En esto de cargar con una culpa, parece que se expande la vida en sentido contrario a lo que queremos. Lo digo porque, no más pasados veinte años, y ya estoy de vuelta. Aquí como si nada hubiera pasado. Pero, muy en lo recóndito, yo sé que si pasó. Y, no solo eso, además sé que no logré conjurar nunca la posibilidad de regresión. En ese universo en el que me he desenvuelto. Y que, ahora, no atino a precisar en cuestión de términos y de conceptos.

Transcurría, como solo yo lo sé, ese año absorbente. En el que nadie atinaba a dilucidar acerca de la sucesión de eventos. En ese proceso de erosión de lo que somos. En penumbras que nos llevaban para allá y nos volvían a regresar al punto de partido originario. En el vértigo propio de lo que acontece sin que sepamos porque. Al menos así lo entendía. O trataba de hacerlo.

Me fugué de ahí. De esa prisión modelo. Una familia en donde se expandía el odio contra todo aquello asociado a la ternura. Como en esas vocinglerías propias de quienes horadan a los sujetos; sin importar la condición; ni la edad; ni el sexo. Mucho menos sus creencias. Familia de esas que están ahí. Que siempre han estado. Y que perduran en el tiempo. Profundizando todo lo dañino que sea posible abarcar.

ESE DÌA, EN MI CUARTO, LOGRÈ VERTEBRAR LA IDEA DEL ESCAPE. No sin antes ensayar una aproximación a la resurrección de la vida. En lo que esta tiene de posibilidad de reconstruirse. Tanto en el tiempo como en el espacio. Y, yo mismo me decía acerca de la absoluta necesidad perentoria de reclamar lo perdido. Es decir de todo ese acumulado que se ha ido amontonando ahí. Pero que, por esto mismo, no ha pasado de ser simple aglomeración. De cosas y de vidas. Pero que, al fin y al cabo, obran como resorte imaginario que reivindica la razón de ser de la humanidad.Mi hermana, Esmeralda, también estaba ahí, conmigo. Nuestras miradas se tornaban cada vez más lentas; en lo que suponía debía de ser la aceleración de las respuestas. Como en esas ondas hertzianas; que van y vienen. Y que sintonizan las opciones. Y las relanzan al desgaire. Pero no. Ella y yo, seguíamos absortos. Tal vez buscando las condiciones y las circunstancias propicias. Pero, sin poder atinar a nada. Sentíamos volar nuestra imaginación, recortada. Como sumisos seres a los cuales lo despótico y autoritario les han cortado lo poco que quedaba de sus alas que, otrora, ejercían como

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motor entregadas al viento. Direccionando la esperanza. Hasta allá. Hacia ese horizonte que creíamos nítido y libertario.

Cuando llegó Fonseca, Esmeralda y yo, habíamos juntado nuestras manos. Como pregonando una rogativa perenne. Como si nunca más nos reconociéramos en el afán de la liberación. Estábamos claudicados. Como supongo yo que debe ser la derrota total. De hombres y mujeres que habíamos empezado la lucha desde el mismo momento en el que la vida comenzaba.

Este Fonseca nació aquí, hace ya cincuenta años. De niños, jugábamos a ser dos creativos. Dos imaginarios que se bifurcaban ante cada hecho.; pero volvían al punto de partida cuando sentíamos ese silencio atroz al que tanto miedo le teníamos. Y cada rayo. Y cada lluvia intensa; ejercían como convocantes para nosotros. Ahora que lo miro, después de tantos años, me doy cuenta que la vida es un camino. El tránsito lo hacemos por la vía que más nos permita la concreción de ideales. De sueños. Y de acciones convergentes o no.

Hoy, lunes de pasión, Esmeralda y yo. Seguimos ahí. Fuimos mutilados por Fonseca. Hizo de nosotros, cuerpos de expiación. Cercenadas las manos. A trozos, fuimos cayendo. Acompañados de espasmos dolorosos. Y nuestros ojos volaron como ave de martirologio. Nuestras bocas escaldadas a lo máximo. En fin que, ella y yo, sucumbimos. Y él, como si nada. Simplemente mirándonos en el desangre total. Sin reír. Pero, tampoco, sin el menor asomo de tristeza.

Y yo, particularmente, sentí que me iba yendo, desmoronando. Solo acaté a susurrarle a Esmeralda:”…lo que fue, ya fue hermana mía; nuestro padre así lo decidió, tratando de cortar nuestro vuelo de amantes íntegros…”

Una mirada desde la vida, ante sujeto muerto Yo supe de la muerte de este señor, hace media hora. Un niño, vecino, me relató que, viniendo de la escuela, vio el cuerpo de un hombre tirado. Ahí en la acera de la casa de don Virgilio Pomares. “Me asusté mucho, don Ubaldino”, me dijo el chico. Y yo, como imbuido de esos deseos locos de celebrar lo macabro; me desplacé enseguida. Y, como ya creo que lo dije, lo vi ahí. Una profunda herida en el cuello. Esa sangre seca, que le corría por la espalda y por el tórax. Ese charco, inmenso, que más parecía apiladura de costras; que esa espesura fluida que es a los mamíferos, combustible continuo que va y viene, como surtidor de vida.

Y, en el camino, me encontré con Diógenes Arboleda, el novio de mi hermana. No más al mirarlo y saludarlo, me dio por recordar el día ese de la fiestecita, cuando celebramos la, boda. Qué lujo de orquesta. Y qué música, tan bacana. El novio bailando “patacón pisao”, siguiéndole el paso a la novia. Y es que, Dorita, sí que sabe de eso. De bailar. Desde pequeñita. Todavía le recuerdo, cuando celebramos su bautizo; bailando “Anacaona”.

Y sigo allí. Como ensimismado. Mirando esa cabeza, yerta. Con un cabello que, aunque empezaba a opacarse, exhibe unas sortijas bellísimas. Un negro `profundo, brusca y tierno al mismo tiempo. Y, sin saber porque, vino a mi recuerdo el día en que conocí a Andrea Benjumea. Tal vez, porque el cabello de ella era tan esplendoroso como el de éste cuerpo que está ahí tirado. Que fue vejado, inclusive. Porque, se me olvidaba precisar, que sus uñas estaban arrancadas. Tanto las manos como en los pies. Y, sus pestañas, también había sido arrancadas. Así, esos hermosos ojos, se mostraban a la intemperie; como queriendo volver a mirar la vida.

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Cuando yo conocí a Adrián, tuve la sensación de estar enfrente de alguien que, al vuelo, induce a reflexionar. Con una mirada, ya desde tan niño, torva. Una boca, con rictus de ofensa para quien quisiera mirarlo. Unas manos, excesivamente livianas. Delgadas. Como las de experto cirujano, ávidas de bisturí. Todo él navegando entre lo brutal y lo insípido. Como queriendo ufanarse de la lectura a la que convocaba.

Yo diría que, en lo inmediato visceral, remontaba a los orígenes de la estructura freudiana de la vida. De las pulsiones; de las pasiones y los impulsos. Como sujeto condensado, repleto de potencia latente. Algo parecido a lo que se ha dado en llamar “Caja de Pandora”. Creo que, en lo más recóndito de su bella reflexión acerca de la psiquis, Freud analizaría el cuadro de Adrián, como tratando de escudriñar: Como si se diera cuenta de que ahí, en esa cabeza sesuda, podrían encontrarse las respuestas a sus interrogantes máximos. Como en la intención de descifrar los mensajes que, estando ahí, no son todavía realidad.

Pedro Cancelado, estuvo a mi lado. Durante esa dos largas horas en que miré el cadáver de este señor mío. Que nunca antes había visto. Que, a lo mejor, nadie había visto; por lo menos vivo. “Es como si hubiera sufrido mucho antes de morir”, me dijo Pedro. Y yo dije sí, con un movimiento de cabeza. En esa heredad que ha estado siempre. Como diciendo a todo que sí. Por mero reflejo corporal. “En este cuerpo, si veo plena la muerte sin convicción”, recababa el Pedro Cancelado. Y, yo, absorto. Volviendo a la afirmación como cabeceo inmediato.

Esa misma noche, encerrado en mi cuarto, retome el hilo conductor de mi análisis. Y seguía apuntando a que Adrián, fue el asesino. El propiciador de todo ese sufrimiento reflejado en ese cuerpo ya inerte.

No dormí en toda la noche, incluida la madrugada. Seguí viendo ese cuerpo trozado. Y, con un grito mudo, recordé que ese cuerpo si lo había visto antes. El de ese joven que me encontré el martes pasado, yendo para Palermo.

Casi a las seis de la mañana. Cuando todavía estaba despierto, sentí unos leves golpecitos en la puerta del cuarto. Cuando abrí, me encontró de frente con esos ojos que parecían rasurados. Con esos cortes transversales, invitándome al olvido de lo que había visto. “…no vaya a ser que a usted también lo maten y le quemen las manos y las piernas con el mismo carbón encendido que en mi aplicaron los tres hombres, uno de ellos don Diógenes. Que llegaron antier a mi casa, me llevaron y me mataron sin yo saber nada de lo que me endilgaban. Entre otras cosas, que yo violé a su hermana, de usted, don Ubaldino…”

Río mío. Río de ellaYo te he propuesto volver conmigo. A este territorio expansivo, lleno de opciones y de imaginarios vertiginosos. Te lo he dicho, por lo mismo que estoy reivindicando el derecho a mirarte una vez más. En seguilla de palabras y de expresiones corporales; te he visto en todos mis sueños habidos desde que volaste. Recuerdo bien ese día. Uno de tantos de enero. Te acompañé hasta el río nuestro. Y, estando allí, me dijiste que no ibas más conmigo. Tu discurso se volvió lineal, insípido. No como cuando nos conocimos. Este ahora es pura perplejidad para mí. Habiéndote visto en tu infancia. Danzante. Con tus piecitos atados a las alas del águila nuestra. La que vimos, por primera vez, en majestuoso bosque de los dos. Lo habíamos construido juntos. Tú con lo que tenías. Como queriendo decir que no. Y, yo, aportando mi visión de universos hechos para ti y para mí. En una corredera improvisada. En ese juego con el mar. Allá, en donde el agua es más densa. Y colocamos arrecifes para detener las olas encrespadas y dotadas de una fuerza infinita. Y te lo dije, diciéndote que no te fueras. Pero ya todo estaba dicho. No más palabras que en vez de arrullar, laceran. Me regresé

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como perdido de fe y de memoria. Te fabriqué un ícono. Y lo puse a la entrada de la casita, la que nos albergó tanto tiempo. La puse para que, quien pasara, supiera que eras mujer absoluta. Y, al caer la noche, cerré puertas y ventanas. Y me propuse dormir. Buscando los sueños idos. Cuando estábamos los dos. Dormí, en tiempo, trece veces más que lo eterno. Buscándote en las soledades del desierto. Y vi tus huellas en el camino todo. Y soñé más. Viéndote en la lejanía del río que te llevó a ti y a tu barca. Hecha del ilusionario tuyo y mío. Y, ese nuestro río, siguió raudo buscando al mar. Barquita esa de papel con hilo trabajado por mi madre. Y la recibiste ese día antes de partir. Y la vieja Baltazara, me dijo que, siendo ella mi madre; era tuya también.

Bajé de los sueños consecutivos. Justo cuando robaban las alas a nuestra águila. Que, tú y yo, bautizamos Esperanza. Tal vez recordando lo que hicimos juntos, ese día de calentura manifiesta. Tanto que derritieron todos y todas. Menos a nosotros. Alzando vuelo magnífico: Pensábamos ir hasta donde estuviera quien hizo tus ojos. Lo encontramos en ese extremo que no conocíamos. Y apareció. Así, de golpe ¡Que yo necesitaba tener otro par como los tuyos. En alzando las manos, como solo él podía hacerlo. Me susurró que su trabajo ya no era ese. Que buscáramos a la estrellita que vivía todo enfrente. Pasamos a esa otra orilla. Y le dijimos al notario de la vida, lo mismo que le habíamos dicho al otro hacedor de estigmas. Y, este otro, nos dijo que lo que pasó con tus ojos, solo fue laminita de agua. Y que ahí se hicieron los negros luceros de mi alma bella. Mi mujer que vive la vida, viviéndola tantas veces que ya había perdido la cuenta. Que lo único cierto era que irrepetibles serían siempre.

Volví a soñar con el río. Y con tu barquita. Bajándola, estabas tú. Y que habías partido ese lunes, después de haber hablado con los sabios que no pudieron repetir los ojos que miran y enloquecen al unísono. Que todo lo nuestro había sido. Pero que ya no era. Que la soledad solita se prolongaría hasta las setenta veces siete universos juntos.

Al despertar de ese enésimo sueño, corrí tanto y tan de prisa que la velocidad de la luz de las luciérnagas, quedaron en silencio detenidas. Pasé por los bosques. Cada nada me perdía. Pero, al momento, volvía a encontrar el río referente. Contigo abordo. Te llamaba a voces, a gritos. Y tú imperturbable. Y llegué al mar antes que tu barca. Y, cuando llegó, venía íngrima. Y me contó que te habías bajado a la mitad del viaje. Y que, en voz vibrante me llamabas para regresar conmigo. Y que, la barquita, te respondió diciéndote que ya era muy tarde. Que yo había ido hasta el mar y que con él me quedaría

TravesíaAl llegar, Paulina Moterroso, me hizo conocer a que venía. Ella era de unas condiciones espirituales excepcionales. Tanto que fue elegida, por el señor alcalde como “mujer de la eterna dulzura y faro de todas las mujeres de San Calixto” Yo veía en ella algo parecido a “todas las diosas juntas”. Cuando cruzó por la puerta de la Terminal de Transporte de Lago Viejo, quedé perplejo. Me habían hablado mucho de su belleza corporal. Pero, a decir verdad, era mucho más. Una hermosura de ojos y de cara. Piernas como recién hechas. Me le presenté como Everardo Camino González. Y fui elegido como su guía mientras permanezca en la ciudad.

Ni me sonrió. Solamente, me entregó sus maletas. Y, ella misma, hizo señales al conductor de una de las berlinas que estaban ahí en la bahía dispuesta. Conversamos solamente lo necesario. Como esa pregunta rutinaria ¿cómo le fue en el viaje?... ¿llegó muy cansada? La respuesta fue un monosílabo erguido como sucesión de palabras que decían nada.

Al legar a la tienda de don Hildo Monterroso, solicitó a su papá, una bebida bien fría. Preferiblemente una cerveza. Para mí no pidió nada. Solo la infinita bondad del

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propietario, impidió que muriera de sed y de rabia, ante esa actitud pérfida de la señorita Paulina. Yo le expresé a don Hildo que iba para la casa de mi mamá a almorzar y que luego regresaría para acompañar a la señorita Paulina a las visitas de rigor para sus amigas.

Cuando regresé ya Paulina había cambiado de traje y de personalidad. Me recibió con la risa que dicen es la más bonita en este territorio de dios. El dueño de la berlina, ya nos había preparado todo el lujo posible al interior. Fuimos primero donde Isabela Martínez, su compañera de toda la vida en el colegio Betlemitas. Hubo mucha alegría en el reencuentro. Doña Ranquelina, la mamá de Isabela, le había preparado dulce de duraznos, acompañados con cuajada, la especialidad de su casa y su secreto, al prepararlo.

Desde ahí, fuimos en el coche, hasta donde Martha Eugenia Cipagauta, quien fue novia del hermano de don Eurípides Gutiérrez. Este, a su vez, es el tío de Isabela. Mucha ternura noté yo en las expresiones vividas. Doña Esther había preparado dulce de maracuyá, acompañado con buñuelos, especialidad de la casa. Hablaron mamá Esther, Martha y Paulina. Se contaron hechos y acciones realizadas durante la ausencia.

Desde ahí, partimos hasta la vereda “Potro quemado”. Allí encontró a Gudelia Paniagua. Se conocieron desde chicas. Aun antes de ir a la escuela. Habían terminado juntas quinto de primaria. Ahora, con la carrera de medicina ya terminada , Paulina se ufanaba de su capacidad para ganarle el pulso a la vida, en todos los ámbitos.

La llevé a su casa. Eran las ocho de la noche. Ella golpeó la puerta, luego de agradecerle al señor conductor de la berlina. A mí, simplemente me dijo “adiós señor”. Mañana me debe recoger a las siete de la mañana; ya que debemos ir donde Evangelina Arregocès. Es muy lejos de aquí. Por esos, le solicito esté temprano, a la hora convenidaAl otro día estuve puntual a la hora convenida. Ya había llegado don Evaristo, el conductor del coche. Me informó que había tocado la puerta tres veces y que nadie abrió. Yo mismo golpee otras tres veces la puerta. Nadie abrió. Fuimos donde la señora Francisca, la vecina. Se extrañó de lo que hablamos. Según ella, don Hildo Monterroso y su hija Paulina habían muerto hacía dos años en accidente de automóvil, cuando iban desde aquí, hasta Santa Marta.

Absolutamente compungido, regresé a mi casa. Le conté a mi mamá lo sucedido. Ella me dijo “no es posible lo que me cuentas. Aquí, en nuestro pueblito nunca ha vivido señor de nombre Hildo, ni su supuesta hija .Y, mucho menos, existe una tienda en la esquina de “los Brujos”“.Nombre dado

A la esquina en donde yo llevé a Paulina. Y donde la recogí el día anterior. Y la que esperé en la Terminal de Transporte. Desconsolado cogí el camino de regreso a la casa de mi mamá. Cruzándola esquina de “los Brujos”, encontré un cartel que anunciaba los sepelios del día diecisiete de agoto de 1956.Entre ellas estaban los nombres Isabela Martínez. Martha Cipagauta y GUDIELA Paniagua. Las tres habían muerto en accidente vehicular el día anterior, cuando se dirigían a la ciudad de Bucaramanga. Cotejando versiones, me encontré que las tres señoritas habían muerto el mismo día en que doña Esther había percibido el tronar de los rayos; allí en la misma casa en que murió.

Sol viejo. Tu radianteEjerciendo como violín de tu danza y canto, me ha dado por recorrer todo lo que vivimos antes. Toda una expresión que vuelve a revivir el recuerdo. De mi parte te he adjudicado una línea en el tiempo básico. Para que, conmigo, iniciemos la caminata hacia ese territorio efímero. Un ir y venir absoluto tratando de encontrar la vida.

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Aquella que no veo desde el tiempo en que tratamos de iniciar los pasos por el camino provistos de un y mil aventuras. Como esa, cuando yo tomé la decisión de vincular mis ilusiones a la vastedad de perspectivas que me dijiste habías iniciado; desde el mismo momento en que naciste.

Todo fue como arrebato de verdades sin localizar en el universo que ya, desde ese momento, había empezado su carrera. Y, por lo mismo entonces, la noción de las cosas, no pasaba de ser diminutivo centrado en posibles expresiones que no irían a fundamentar ninguna opción de vida. Viendo a Natura explayarse por todos los territorios que han sido espléndidos. Uno a uno los fuimos contando. Haciendo de ese inventario un emblema sucinto. A propósito de sonsacar a los tiernos días que viajan. Unitarios y autónomos. En ese recorrido nos situamos en la misma línea habida. Situada en posición de entender su dinámica.-

La vía nuestra, fue y ha sido, entonces, un bruma falsa. Que impide que veamos todos los indicios manifiestos. Y que, en su lugar, incorpora a sus hábitos, todo aquello que se venía insinuando. Desde ese mismo anchuroso rio benévolo. Y, de mi parte, insistí en navegar contracorriente. Tratando de no eludir ninguna bronca. Todo a su tiempo, te dije. Y esperamos en esa pasadera de tiempo. Y volvimos, en esos escarceos, a habilitar la doctrina de los ilusionistas inveterados. Todo, en una gran holgura de haceres trascendentes.

Y, ya que lo mío es ahora, una copia lánguida de todo lo que yo mismo había enunciado en ese canto a capela. Y que traté de impulsar, como principio aludido y nunca indagado. En esa sordera de vida. Solo comparable con el momento en que te fuiste. Y entendía que no escuchaba las voces. Las ajenas y las nuestras, Como tiovivo enjuto. Varado en la primera vuelta. Y que tú lloraste. Pero seguía el olvido de tus palabras. Porque ya se había instalado, en mí, la condición de no hablante, no sujeto de escucha. Mil momentos tuve que pasar, antes de volver a escucharte. Y paso, porque tú ya habías entendido y dominado el rol del silencio y de la vocinglería. Contradictores frente a frente. Y que empezaste a enhebrar lo justo de las recomendaciones que te hicieron los dioses chicaneros. Tu irreverencia se hizo aún más propicia. Yendo para ese lugar que habías heredado de las otras mujeres plenas. Hurgando, en ese espasmo doloroso, me encontré con tu otro nombre. No iniciado. Pero que, estando ahí, sin uso. Lograste la licencia para actuar con él. En todas las acechanzas que te siguieron desde ese día Yo, entonces, me fui irguiendo como sujeto desamparado. Viviendo mi miseria de vida. Anclada en suelo de los tuyos. Y me dijiste que era como plantar la esperanza. Para que, después que el Sol deje de alumbrar; pudiésemos enrolarnos al ejército de los niños y las niñas que, a compás, de tu música, iban implantando la ilusión en ver otro universo. Sin el mismo Sol. Muerto ya. Tú debes elegir cual enana roja estrella nos alumbrará

ReencuentroEstuve visitando a Pancracia. No le veía desde el día en que terminamos el bachillerato, en el Colegio Abaunza. Recuerdo todo lo que hicimos. Años de buena lúdica. Estando aquí y allá. En todo el barrio. Que, para ella y yo, era igual al universo todo. Mauricio y Valquiria siempre fueron nuestros cómplices. En todo lo habido y por haber. Todo un trasunto de vida imborrable. Las caminatas en los fines de semana. Los juegos diversos, siendo niños y niñas. El trompo volando, zafándose de la pita envuelta en toda su barriga. Y la hilatura de haceres en los patios de nuestras casas. Leyendo todo libro que se cruzaba. Aprendimos a anestesiar las afugias. Con algo simple, las adivinanzas y las expresiones corporales. En elongaciones de cuerpo. Como danzas magnificadas. Y el ilusionismo que aprendimos como arte. En todas las calles hiriendo, con la lanza de los relatos. Como cuenteros y cuenteras ya hechos y hechas. Con la

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palabra viva. Lo que llaman “a flor de labios”. Y la población ahí, divirtiéndose con lo que decíamos y actuábamos.

La vida, en nosotros y nosotras, no era solo alegrías. Estaba, como aún están ahora, los raspones en piel. Cisuras endémicas. En todo escenario. Dolores, como espasmos agudos, vibratorios, en lo que esto tiene de relativizar todo lo corporal, por la vía de sentir que vamos cayendo al piso. Conocimos las tragedias familiares. Por la vía de entender la dinámico de lo societario. En la perspectiva que anunciaban los rigores. Las violencias lejanas y cercanas. Veíamos como iban llegando al barrio centenares de familias. Con sus niños y niñas. Con los viejos y viejas todo ternura. Como se diluía la esperanza. Las casitas de cartón, pegadas con la cinta de la ilusión en un mejor vivir. O, al menos, no tan lacerante.

Los días festivos, en estricto, eran para nosotros y nosotras, darle cabida a los pasos alegres. Hacia donde nos llevara el impulso primario. Andaregueando con nuestras propias musas alebrestadas. Una tiradera de ocio solo comparable con esos momentos en los cuales decimos, ¡por fin soy feliz! Cuando nos reuníamos a intercambiar saberes; lo hacíamos con la mayor ética posible. En limpieza para transmitir lo que cada uno o cada una sabía. En esos ejercicios interminables en sistemas de ecuaciones. O en los ejercicios de física que comprometía el cálculo de la caída libre. O los del tiro parabólico. En esa estridencia del lenguaje. Tratando de conjugar verbos, O de descifrar los adverbios y los adjetivos. El gerundio, nunca bien aprendido. O, en ese recorrido por la historia nuestra y la historia universal. En ese mirar e interpretar la llegada de los saqueadores españoles (así los tratábamos en las reuniones casi clandestinas). O siguiéndole el rastro a los griegos. O los romanos. Siguiendo de cerca a los perversos cruzados. Leyendo el Cid Campeador. O, más cerca aún, hablando y discerniendo acerca del 20 de Julio. O el siete de agosto. O tratando de entender el verdadero aporte de Bolívar al contexto de la lucha libertaria. O de las disputas de este con Santander.

Las tardes de junio. A veces con esos solazos hermosos. Alumbrándolo todo en esa potencia de energía. O yendo al charquito verde. Estrenando camisita o vestidito. O haciéndoles la encerrona a las aves cercanas. Subiéndonos a los árboles para conocer sus nidos. O tumbando mangos biches. O las pomas y las algarrobas. O estando como espectadores y espectadoras en los teátricos de los barrios. Haciendo énfasis en el diagrama de la vida; en aquellos dibujos a la intemperie. En las cartulinas coloreadas. O insistiendo en lo bacano que era jugar fútbol. Casando picaitos mixtos. Para reírnos de Graciela (a la que llamábamos “la brincona marimacha”) y de Abelardo, al que le decíamos “chapín”

En fin que nos tiramos casi tres horas de carreta, Pancracia y yo. Y se nos fue acabando la chispa magnifica. Como que se nos agotaron los recuerdos. Y sí que, noté en ella un deje de tristeza. Y me arriesgué a preguntarle qué le pasaba. Y conocí su respuesta, vehemente. Es por lo de Carlos, me dijo. Que no lo volvió a ver. Que todo el embarazo de la nena le tocó a ella sola. Más aún, que lLa manutención, la escuela, los problemas en el crecimiento; les ha correspondido a ellas y a su mamá Bertha asumirlos en toda su extensión. Y sí que es duro esto, me dijo.

Cuando nos despedimos, le apreté fuerte la mano. Y la abracé. Y, en ese abrazo vino el recuerdo de esos días pasados en los que fuimos novio y novia. Y que, yo sé, que nunca ella lo ha olvidado. Y yo tampoco. Salí a la calle con la tristeza misma. Como que volvieron a mí las desilusiones. De esos días en que la quise tanto. En los mismos días en que ella no me quiso como pareja. Pero que me amaba, y me sigue amando, como el amigo más sólido que ha tenido. Lo de Carlos fue otro cuento. Como esos en que uno

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siente que se le quebró la vida en ser sin ser. O, lo que es lo mismo, ser amante amigo. Y ser amante novio. Siendo este último “Carlitos”, como le decíamos todos. El que nunca fue cómplice con nosotros y nosotras. Pero supo cautivar, hasta el infinito, a la Pancracia mía. La que nunca pude tener como mujer mía…y de nadie más.

Ilusión a cada pasoBitácora 1. Siempre estuve del lado de aquellas cosas que no por lo simples, son desapercibidas. Más bien tratando de asumirlas por la vía de mi percepción. Algo así como juntar esas acciones que traducen condiciones inherentes al crecimiento de esos valores innatos. Esos que están ahí. Inclusive desde el momento mismo del nacimiento.

Siendo así, entonces, empecé a vivir la vida. Estando cautivada por el significado de lo que somos. Una aproximación a la razón de ser del recorrido que es una invitación a ejercerlo en libertad. Con la posibilidad latente de considerarlo como reto. Era como si mis convicciones estuvieran centradas en el afán de asumirlas como precondición para alcanzar un lugar en el universo cercano.Una invasión empezó a hacerme sujeta de redefiniciones. Esa que puede ser establecida como el punto de comienzo de la primera infancia. Siendo niña, ya estaba en mí la idea de futuro como recopilación de aciertos y desaciertos. Situada en un entorno familiar más o menos común. Con las diferenciaciones apenas obvias; propias de la individualización de los hechos.

Bitácora 2. Cierto fue que empecé a crecer. Decantando cada una de las situaciones. En su complejidad. Porque ellas mismas no pueden ser entendidas al margen de lo que constituye la brevedad del tiempo y las posibilidades asociadas al mismo. Una búsqueda de referentes para asirlos y precisarlos en el día a día. Haciendo parte de los grupos cercanos y lejanos. Pero, de todas maneras, con la obligación de concretar mi autonomía. Condición necesaria para poder posicionarme. Como lo hace cada quien. Pero sin ser, simplemente, cada quien. Una individualización que fui construyendo en el transcurso del tiempo que nos ha sido asignado. Un escenario común, pero al mismo tiempo diferente.

Bitácora 3. Y crecí soportando soledades y recordaciones. Casi como agobio. Porque tuve que aprender a sortearlas. Como si fuesen inherentes al hecho mismo de saber vivir. Tratando de cotejar los valores sociales que empecé a internalizar. Esos que, a la vez que son rituales comunes, como son también particularidades. En mí, el oficio de vivir tuvo y tiene que ver con las condiciones mismas, a veces efímeras. Otras veces como talante no permisivo, en el sentido de tolerar equívocos por parte de quienes estaban más cerca. Yo diría que, siempre, he tenido la disposición necesaria para acomodar mi manera de caminar como caminante que eludió y elude la aproximación a validar ese soporte de perversidad tan propio de nuestra sociedad. Pero, al mismo tiempo, confrontándola ahí, en la inmediatez.

Bitácora 4. Ese día en que sentí por primera vez la cercanía y la necesidad de lo afectivo. Fue como si empezara a descubrir algo asociado a la espiritualidad. Esa que no había conocido plenamente. Cuando lo conocí, sin saber porque, asocie ese momento a algunas visiones que había tenido en parte de mi niñez. Rememoré los sitios en los cuales estuve. Allá en el campo. Desde muy pequeña no me acompañó mi madre. Y eso, de por sí ya fue una desventaja. Un tipo de soledad impactante. La veía como imagen borrosa. Como sucede cuando sabes que no está, que se ha ido. Pablo empezó a ocupar un lugar en mí espacio. Como si, de pronto, sintiese que el vacío empezara a ser ocupado. Haciéndome mujer cada día más.

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El mismo me lo dijo. Ese día en que estábamos sentados en el parque del barrio Normandía. Recuerdo que, con palabras sencillas, me hizo saber lo que ya yo había percibido, desde días atrás. Era un domingo, por cierto. Yo había trajinado todo el día anterior. Mi jornada laboral era agotadora. De lunes a sábado. Ocho horas diarias a todo dar. Pero, no lamentaba. Más bien me sentía afortunada. En un país en el que el desempleo es abrumador, el hecho de tenerlo me situaba en posición de poder resolver las necesidades básicas. Ya, en ese entonces, se venía haciendo realidad el deseo de tener una casa propia. En el laboratorio en el cual trabajaba, hizo carrera el proceso comenzado por parte de Afidro en términos de ofertar vivienda para quienes estábamos vinculadas (os) como trabajadores y trabajadoras en los laboratorios. Seguí, paso a paso, las condiciones requeridas para acceder al apartamento. En verdad, todavía estaba en mí la lejana tierra. Cuando llegué a Bogotá, al lado de mi hermana mayor. Fui procesando el entorno ciudadano. Unas expresiones nunca antes vividas. A decir verdad, mi espíritu seguía allá atado a las vivencias pueblerinas. Retratos hermosos del paisaje. De las tristezas y de las alegrías.

Y Pablo seguía el cortejo. Y yo me dejaba cortejar. Era feliz a su lado. Él evocando, también como yo, su infancia y su terruño. Avizorábamos un horizonte para los dos. Crecía, cada vez más la expectativa. Como quienes no veíamos nada diferente a lo nuestro. Obviamente no faltaban las afugias.

Bitácora 5. Y llegó, por fin, el día de nuestro matrimonio. Gran satisfacción. A pesar de ser un martes de agosto, un tanto lúgubre. Nubes espesas, grisáceas. De esas que no solo anuncian lluvia, sino que la concretan. Tremendo aguacero. Pero Pablo y yo casi que ni nos dimos cuenta. Con esa alegría inmensa para que preocupaciones.…Y llegó nuestra hija. Angélica hizo presencia. Durante mi embarazo, conversé a diario con ella. Ahí, en mi sitio de trabajo. Ahí, en casa. Ahí en la calle. Susurraba; le decía que no veía la hora de paparla. De alzarla y de robarle no solo una, sino muchas risas. Como solo saben reír los niños y las niñas. Yo ya había vivido esa expresión. En mis sueños lúcidos. Corría tras ella. Bosques tupidos eran el escenario. Y ella, mi Angélica, saltando en tierra como pájaro. Caminando como buena caminante de ilusionesY Pablo conmigo y con Angélica. Todo lo cotidiano se hacía escenario pleno de fortaleza y de consentimiento. A pesar de las dificultades para el cuidado de la niña, mientras él y yo trabajábamos. En esto, un reconocimiento de gratitud a mis hermanas. Estaban ahí, dispuestas a estar con ella.

Cualquier día, Pablo me contó que había logrado conseguir un empleo como enfermero, vinculado al Ministerio de Salud. El sitio de trabajo sería el departamento de Caquetá Concretamente a un caserío llamado Campoalegre. Una distancia inmensa. Pero lo que más nos causó tristeza y congoja fue la separación inherente a esa decisión. Como si, de pronto, se nos viniera el mundo encima. Claro está que estaba de por medio la necesidad de mantener el trabajo. El mío y el de él. Como posibilidad cierta de seguir construyendo una opción de vida en la cual no existieran afugias. Mucho más, cuando ya había nacido nuestra hija. Un futuro cierto. Eso era lo que buscábamos.

Bitácora 6. Y sucedió ese domingo. Angélica y yo llegamos hasta donde estaba nuestro Pablo. Habíamos llegado desde Bogotá, hasta Campoalegre. Felices. Porque él era nuestra adoración. Tanto que no tuve reparo para trasladarme con nuestra hija, para estar con él. Además porque, Angélica lo reclamaba a cada rato. Su papá. Quería volver a verlo. Y yo hice todo ese esfuerzo, por complacerla. Y por complacerme a mí misma. Simplemente, lo amaba.

Pero que dura es la vida. Como lo mataron, ese 30 de junio de 1992 Precisamente, la noche anterior, había soñado con mi Pablo. Lo veía envuelto en sábanas de color rojo.

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Deambulando alrededor mío y de Angélica. Como si quisiera decirnos algo. Pero no le entendía. Era un acumulado de palabras, no escuchadas. Nada coherentes.Y, precisamente, esa noche, fue impactante. Llegó a mí con media vida afuera. En un dolor inmenso. Y yo le decía: Pablo no desmayes. Está, aquí, Angélica. Y estoy yo, diera mi vida por salvarte. Ya verás. Y cogimos la lancha. Había que surcar hacia abajo el río. Buscando a Tres Esquinas. O a cualquier lugar. Verás Pablo que Angélica y yo, removeremos cielo y tierra... Nadie nos va a privar de tu presencia. Y seguimos río abajo. Mi Pablo se desangraba. Lo cierto es que estábamos cerca a la Base Militar de Tres Esquinas. Un territorio en el cual se vivía en posición de combate; por cuanto había sido atacada por la guerrilla. Una noche lluviosa. El agua nos arropaba. Y el centinela gritando ¡alto quien vive! Y los disparos. Y Angélica y yo, gritando: se trata de Pablo que se muere. Y cesaron de disparos. Pero Pablo seguía en agonía. Y llegamos a Tres Esquinas. Lugar escenario de guerra. Y como si fuéramos algo no grato. Como cuando tú sientes que eres cualquier cosa vinculada con la guerra.

Pero se vino la muerte. Como pájaro agorero. Simplemente ya no estaría más con nosotras. Se fue al vuelo. Remontando ese universo que fue nuestro. De todos a una. Pero es así, la vida. Silencio penetrante. Como si todos y todas estuviéramos al vuelo. Por ahí sin ton ni son. Pero, en mí, era la herejía de cantarle al mundo que era todo para mí y para nuestra hija. Y me quedé ahí, absorta con Angélica. Que lloraba, sin comprender la dimensión de lo sucedido. Un canto apagado. Un canto que ella quería echarlo a volar al viento. Mi niña. Nuestra niña. Como mirando al padre en largo vuelo. Como si fuese plena en su sentir de no volverlo a ver más nunca.

Bitácora 7. Y seguí yo el cortejo. Ya Pablo era pasado. Así me doliese aceptarlo. Yo tenía que vivir, seguir viviendo. No sólo por mí. Más que todo por Angélica. Y estuve ahí. Al lado de ese cuerpo inerte, llamado amor. Llamado Pablo. Por mí. Y todos los ires y venires. Que su cuerpo allí y allá. Hasta que, por fin, estuvimos en Bogotá. Las dos con él. Y lo sepultamos. Y quedamos solas. Un volver a empezar. Pero tuve fuerzas. Como las de madre. Como las de esposa. Y me dediqué a ella. A nuestra Angélica. Y fue pasando el tiempo.

Y, en sueños, recreaba ese río abierto. Con abundante carga de vida. Río, sinónimo de esplendor. Esa noche no lo pude mirar cuan hermoso era. Porque el Sol no radiaba. La noche, como expresión necesaria, se juntó con mi tristeza. Sueños que exploraban la vegetación hambrienta. De vida y de alegría. Río que baja buscando su lugar en el mar. Como todos los ríos. Pero el mío, el de Angélica y el de mi Pablo, no era ni fue eso. Todo empañado por la pérdida. Selva inmensa. Con bosques tupidos. Maraña que envolvía. Pero que, a la vez, es territorio pleno, que muestra la inmensa riqueza de recursos naturales.

Es el presente. Esa simpleza. Está ahí. Ni lo que dijera, ni lo que hiciera, cambiaría la ruta. Y crecía Angélica. Empezaba mi rol de madre sola, enfrentando los avatares de la vida. Y la niña, creciendo. Con una promesa mía de resurgir, sin importar lo que pasara

Y es aquí y ahora. Ya eres adulta, le dije cualquier día pasado, a Angélica. Y siguió creciendo. Y yo, otra vez, al lado de la vida. Trabajando. Hasta que surgió, otra vez, la figura de la autonomía. Para ella (Angélica) que asumió, aquí y allá, lo necesario para otorgarle al padre post mortem, una dicha originada en lo que ella era capaz. Un universo nuevo. Construido desde ahí. Desde ese horizonte que no compartimos con él.

El Gran Arturo

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Andando el tiempo, me encontré con la historia de don Arturo Cifuentes Beltrán. Trabajó por cerca de 30 años en las oficinas del Gran Ministerio Real. Un poco taimado. Pero de una fuerza absoluta en lo que respecta a su compromiso. Siempre fue así. Inclusive desde el primer día laboral.

Su oficio, más o menos imbuido por lo general que son todos los manuales de funciones y obligaciones. Sucesión de actividades inherentes al funcionamiento de una entidad similar a todas aquellas en las cuales predomina la sinrazón razonada como razón de ser en lo cotidiano. Como parte de ese ejercicio: Además, que lo suyo estuvo enmarcado en los parámetros propios del funcionamiento del Estado. Dependencias, secciones, oficinas y oficinitas. Todas con un vuelo rasante en lo que este tiene de seguimiento de pautas. Todas ancladas en lo que refiere el marco constitucional.

Y es que las vigencias de los actos administrativos tienen, siempre, relación con los actos políticos proclamatorios de la realidad. Así esta sea suplantada las más de las veces. En ese tipo de vigilancia y control. Que corresponde a las perspectivas propias de cada quien que se erige como mandatario primero, soportado en la manipulación de lo que está definido como ejercicio pleno de la voluntad popular. Ésta, de por sí, manoseada y tergiversada. Porque, casi siempre, corresponde a la razón de ser de las verdades presentadas como registros. Un tanto a la manera kafkiana. Un Estado pletórico en opciones de experimentación. Por la vía de conectar unos conceptos con otros. En una acción de revoltijo propia de los cuartos en los cuales almacenamos los trebejos y cachivaches que ya no nos sirven para nada.

El señor Arturo asistió, siempre, de manera puntual a sus obligaciones. Por la vía de entender las obligaciones propias de su cargo. Como en ese tipo de tenencias psíquicas en las cuales cada quien está programado o programada para efectuar pie juntilla lo que ya está establecido. A la manera de reglamento que no es posible descifrar en lo que pueda tener de aporte real al proceso de consolidación del colectivo mayor. Casi que más allá de la significación de país. Inclusive, desbordando el concepto de nación.

Fueron muchos los años. Interminables los días y las horas. Al pie de lo que, coloquialmente, llaman cañón. Es decir, ese hospicio rodeado de algunas sillitas y de arabescos relacionados con lo que es la función en sí. Es decir, algo así como una enhebración que viene dada por los registros documentales y las expresiones que le resuelven al “cliente usuario” los problemas y los requerimientos. Por la vía de procedimientos asociados a lo que la “institucionalidad” requiere. Es decir, una sucesión de papeles y papelitos que dan cuenta de la existencia de la oficinita y de su justificación en el marco propio de lo que quieren exhibir y autenticar quienes ejercen jefatura máxima o mínima. Todo depende de las expresiones propias de los macro y micro poderes.

Un día a día fueron posicionando a Arturito. Un horizonte siempre el mismo. Con un sol guindado de la correa de transmisión de los hechos. Sol inmóvil. Como inmóvil es la transformación. Repitiendo lo de las gendarmerías. Y él en lo suyo. Resolviendo aquí y allá, a partir de lo estatutario. Días absolutamente laberínticos. Dando razón y fe pública de que lo establecido así, así será. Y las improntas, en lo que corresponde a el ir y venir, de documentos y de personas. Él aprendió rápido a saber resolver los requerimientos. Unas horas absorbidas por lo cotidiano. Desde las siete en punto hasta las 12 meridiano, no tan en punto. Y desde las dos en punto hasta las cinco no tan en punto. Porque todo dependía, según me relata Cifuentico. Sí, dependía de la asignación reglamentada. En esa tipología, dice él, enrevesada pero clara. Es decir, clara en lo que suponía ser claros al momento de decir lo que tenía que quedar claro.

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Mi padre (que en paz descanse), llamaba a esto el “circulo notarial”. Porque Beltrán fue siempre eso. Notario del tiempo habido, en el contexto de su formación y de su cronología administrativa. Una razón de ser que daba cuenta de lo necesario como fundamento de lo innecesario, si se observa desde el punto de vista de lo que es el manual de funciones y de requisitos para actuar de conformidad con la bitácora por siempre elaborada. Y en cuya elaboración participó el jefe de grupo. Un grupo seleccionado, para avocar lo seguro y lo inesperado. Porque la vida es así, refiere Arturito. Hoy es una cosa y mañana la misma u otra cosa. Todo depende de la ventana por la cual se mire. Siendo, en veces, los días suplantados por las noches y viceversa. Es decir, lo mismo que encontraba hoy, era lo mismo que lo que pude haber encontrado ayer. O mañana. Todo depende. Es decir, si encaja o no en lo que yo debía registrar. Casi siempre me correspondió legitimar a las personas ante la administración. Antes de que estas personas pudieran reclamar el servicio deseado. O sus derechos. O las dos cosas juntas. Casi siempre lo uno o lo otro. Todo depende. Porque no era lo mismo ser Juan ayer que ser ese Juan, o ser Augusto mañana. Por eso digo, decía Cifuentes, todo dependía de lo que me indicaran.

Pero, en definitiva, Arturo aprendió a ser alguien, dentro de ese montón de cosas hechas y de mandatos no asumidos, no resueltos. Según él “todo depende. O dependía”; de lo grueso del problema. Y si no era problema, mi obligación era convertirlo en tal. Porque, la administración define que lo que nosotros actuamos o actuábamos, tenía o tiene relación con satisfacer, con soluciones a los problemas. Sin estos no se justificaría nuestra presencia. Ahí en la oficina. O en cualquier escenario propio de la agenda o bitácora.

Hoy, ya en el exilio jubilatorio añora esa razón de ser. De tanto soportar el insomnio propio de la dejadez y del envejecimiento, ha perdido categoría. Ya no es lo mismo. Ni él es el mismo. Sabe que está ahí. Pero ya no representa a la administración. Ya no es dueño de lo suyo. Y esto es lo mismo que decir que ya no exhibe ningún tipo de poder. Aunque sea mínimo. Añora ese tiempo en el cual llevaba y traía mensajes y documentos. Papeles importantes. Reseñas acerca de la existencia de las personas que solicitaban ser registrados como actuantes en la vida. Personas con problemas que eran resueltos por mí. Habida cuenta de mi posesión de los sellos necesarios. De la rúbrica válida, para poder habilitar a fulano para que demuestre que asistió a la oficinita y que yo le di el aval para que pudiera pasar a la otra etapa. Para que pudiera subir el peldaño hasta donde el jefecito, que avalaba lo que yo ya había registrado. Pero que precisaba del visto bueno amparado en lo que dicta las simbologías y los reglamentos.

Ya hoy, Arturito, se siente más alejado de la vida. Porque su vida era y fue lo relacionado con esa porción de poder. Son unos días y unas noches absolutamente largas. Pesadas. Enervantes en lo que hace al ocio perverso. De estar añorando lo que fue. Y que ya no es. Días expandidos. En un aquí y un allá sórdido. Sueños y levitaciones. A mañana tarde y noche. Siempre proclive a los espasmos de lo temporal casi aciago. Como que los recuerdos desvirtúan las realidades.

Se colocan en el vértice de existencia. Por ahí, hablando con pares. Todos los días de lo mismo. Y, el dinerito de la mesada se mantiene ahí en el mismo punto. Porque ya ha sido resuelto constitucionalmente, que no puede amentar más allá de lo que el gobierno defina como porcentaje proyectado. Un índice de la vida y de las necesidades inherentes en donde lo cierto es ver declinar las posibilidades para resolver lo mínimo posible. Arturito, siente que se ha convertido en un resentido. Su tarjetica plata plus, como la llama el banco, no da sino para no llegar a la insolvencia plena. Pero, bien sabe que tendencialmente va para allá. Es decir, hacia su disolución física, mirada esta

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como referente. Un horizonte en él cual ya no cuenta. En el cual, inclusive, ha ido perdiendo esos cuadros memorísticos que lo devolvían al pasado. A ese pasado que ya pasó. En el cual era alguien. Porque, los estatutos decían que él era alguien al cual se le había asignado unas funciones básicas. En el contexto del funcionamiento del Estado.

Y, hoy, vive ahí. Resignado a saber que, dentro de los primeros cinco días de cada mes, puede pasar a retirar lo que le consignaron. Cada vez menos, respecto a lo necesario para subsistir. Y, cada vez, más alejado de lo que fue. Ya no acierta a precisar si lo hizo bien o mal. Siendo lo único cierto que ya no ejerce. Allá quedaron las escasas alegrías que proporcionaron el sentirse alguien. Con cinco dígitos 0023-3. En donde el último le definía la escala. Es decir, hasta donde llegaba su importancia. Y donde comenzaba la del jefecito.

Valentina

A sus escasos trece años, Valentina Potincare, ya había aprendido a abrir los ojos. Esa ceguera que la acompañó, desde el primer día de haber nacido, fue reemplazada por una apertura iconoclasta. Empezó a verlo todo. Lo de lejos y lo cercano. Un proceso lento, pero eficaz.

Para ella, ya es pasado innombrable lo que hicieron padre y madre. Recuerdo olvidado, es lo vivido; cuando apenas caminaba, dando tumbos. Como cada quien lo hizo en su momento. Y proclamó la libertad, de oficio. Sin pedirle nada a nadie. Por si misma, fue descubriendo lo necesariamente justo para no sumergirse en el abismo. Superando la ignorancia, acerca de la vida y de sus expresiones. No en vano pasaron las primeras ilusiones. Tan recortadas, como autoritarios fueron los mandatos.

Y que decir tiene los ensayos. Para alcanzar el conocimiento, de las cosas y sus orígenes. Como la Escuela me fue formando en sinónimos y valores, al menos eso dijo ella, Valentina. El mismo día en que, a borbotones, vio que el agua viajó. Que no le encontró explicación al rugir de las tormentas. Pero que, después, vio y sintió los golpes. A cada rato. Uno y otro. Mama y papá, abriéndose camino, como ejemplares sucedáneos. De lo habido y por haber. De destapar lo escondido. Y que no querían ver. La vida dando tumbos. O él y ella, dando tumbos en la vida. Lo mismo daba y da, aún ahora.

Y que, yo Valentina, estuve en ese sitio, cuando me encontró Wilfrido. Y que me cantó, recién cumplidos los trece. Y que, yo Valentina, navegué los mares de la desilusión. Y que fui embarcada en contenedores. Y llevada, a través de esos mismos mares, a París y a Roma. Y que, una vez allí, vi explotar todo lo mío. Volando en mil pedazos lo único que tenía, no tocado.Y que, cuando fui creciendo fui enajenada. Fui vertida en mil lugares. Y que, cuando me negaba a seguir, fui violentada. Y fui sometida a rigores no hablados, estando ahí. No difundidos, a pesar de no ser ya solo el mío, sino el de todas las Valentinas, por doquier. Y me hice traductora de dolores y afugias. Y vi venirse el mundo encima. De unas y otras. Y que, en creciendo, los lapidadores, fueron universalizando el ejemplo. La propuesta y la acción.

Y volví no sé qué día, volé a los altares. De una fama no antes vista. Altares de sumisión perenne. Antes de mí. Antes de mi madre. Antes de todos y de todas. Venales ejercicios permitidos. O, por lo menos, encubiertos. Normas difuminadas al soplo. Como queriendo decir que se van a ejercer castigos. Pero que, no más firmadas, se

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diluyen en el inmediato entorno del aire que se esparce. Y, como si nada, emerge aquí y allá, otra vez la vulneración. Otras Valentinas vuelven al suplicio. Y sus opciones son, de nuevo degradadas, en ese ejercicio inmenso, aterrador.

Y nosotros y nosotras aquí. Recreando en corto escenario, lo impúdico. Y, ella, vuelve a sus trece. Siendo ya niña vieja. Como añorando el canto a la ramera, de Manolo Galván. Como retrotrayendo a las niñas viejas de antes.

Y Valentina, sigue recordando a padre y madre, en esos soliloquios propios de quienes se acostumbraron a ver el mundo por la ventana más estrecha. En uso de unas ilusiones que no tuvieron. Mirando lo que no pudieron ver. La libertad. Ajena a todos y a todas. Horizonte asfixiado, lúgubre. Hechizos enfermizos. Scherezada reinventada, de tanto contar lo que no se debe contar. Una alegría no más. Cuando, en vientre, sintieron hablar. Madres que balbuceaban “te amo”. Pero

Sin extender la voz en el tiempo. Sin que permanecieran las palabras. Al garete volaron y se perdieron.

Mi Valentina. La niña que se hizo vieja a los trece. Que no pudo vivir la vida en libertad y la ilusión primera, reconfortante. Más bien, otorgando un legado a quienes vienen atrás. Valentinas, Julianas, Tanias…todas a merced de lo que las normas dicen y desdicen. De dichas apagadas. Ahí, a pie de boca. Como niñas yunteras, trasgrediendo en género, el canto de Serrat. Oyendo, en lejano, el “que va a ser de ti lejos de casa, niña que va a ser de ti”. Escuchando, en ignoto el homenaje a Valentina, de Isabel Parra y de Ángel Parra.Y, ella, sigue diciendo que, quiere volar a ras de tierra. Encontrarse con el mar, como Alfonsina Storni. Como queriendo indicar que ya no va más. Esa vida atormentada. Ensañamiento brutal. Pérfidos mandarines venidos a menos. Como diciendo que no quiere volver. Ni a ver el Sol. Ni a añorar a la vieja Luna nuestra y de todos y todas. Como queriendo decir, hasta aquí mi vida. Hasta aquí yo. Hasta aquí mi tristeza.

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