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41 QUARK NÚMERO 36 Mayo - agosto 2005 l siglo XIX, durante el cual la práctica de la ciencia asumió, en general, la forma institucional que aun tiene hoy, con- cluyó, sin embargo, con la sensación de que algo no iba bien en la visión new- toniana del mundo que, en el curso del mismo siglo, se había convertido en una piedra angular del pensamien- to occidental. No es que no hubiera posiciones discor- dantes de este sentimiento de crisis. Dos físicos muy conocidos habían llegado a afirmar que el programa de su disciplina se había completado en los elementos más esenciales y sólo quedaban algunos flecos por resolver. En este sentido, Albert Michelson, en una frase muy citada de sus conferencias Lowell de 1899 afirmaba que «las leyes fundamentales y los hechos más importantes de las ciencias físicas ya han sido todos descubiertos, y ahora están tan firmemente establecidos que es muy remota la posibilidad de que algún día sean sustituidos por otros como consecuencia de nuevos descubrimien- tos.» 1 Ello no implica que no se hicieran nuevos descu- brimientos, precisamente porque derivaban del «cre- ciente orden de precisión que permitían los nuevos ins- trumentos de medida». El físico británico lord Kelvin (sir William Thomson) expresó la misma idea en un dis- curso en la Asociación Británica para el Progreso de la Ciencia (British Association for the Advancement of Science) en 1900: «Hoy no hay nada nuevo por descu- brir en física», decía, «todo lo que nos resta es hacer mediciones cada vez más precisas.» 2 Michelson y Kel- vin representaban muy bien el punto de vista de una vieja generación de físicos experimentales, que hablaban justo antes de que las contradicciones del sistema de Newton y Maxwell generasen una nueva ola de teoriza- ción. El propio Maxwell había entendido que el senti- do de completitud de la ciencia, que era tan común en las postrimerías del siglo XIX, tenía relación con experi- T RES MOMENTOS, TRES LUGARES THREE MOMENTS, THREE PLACES Thomas F. Glick Las dos guerras mundiales son los referentes históricos que establecen la frontera entre las tres situaciones en las que se analiza a Einstein en este artículo. Sus revolucionarias teorías científicas se enmarcan en el bullicio intelectual anterior a la Primera Guerra Mundial que, para los historiadores, marca el inicio del siglo XX. Posteriormente, en el período de entreguerras, Einstein destacó por su firme compromiso en defensa de las minorías oprimidas, ya fueran nacionales, étnicas o religiosas. Tras la derrota del nazismo, su firme oposición a las armas nucleares y sus posiciones izquierdistas le convirtieron en un personaje incómodo en la nueva época política: la guerra fría. World War I and II are the historical references that set the border line between the three different situations whereby Einstein is approached in this paper. His revolutionary scientific theories popped up amidst the vivid intellectual atmosphere prior to World War I which, according to historians, set the beginning of the 20 th century. Later on, between the two world wars, Einstein was particularly engaged with the rights of minorities –either ethnical, national or religious. After the defeat of Nazism, his firm opposition to nuclear weapons and his left wing opinions made of him an uncomfortable celebrity to be dealt with during the new political era: the cold war. E Con muy escasas modificaciones, este artículo reproduce la conferencia del mismo título celebrada en el Saló de Cent del Ayuntamiento de Barcelona el 18 de abril de 2005, en conmemoración del cincuentenario de la muerte de Albert Einstein.

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QUARK NÚMERO 36

Mayo - agosto 2005

l siglo XIX, durante el cual la práctica de

la ciencia asumió, en general, la forma

institucional que aun tiene hoy, con-

cluyó, sin embargo, con la sensación de

que algo no iba bien en la visión new-

toniana del mundo que, en el curso del mismo siglo, se

había convertido en una piedra angular del pensamien-

to occidental. No es que no hubiera posiciones discor-

dantes de este sentimiento de crisis. Dos físicos muy

conocidos habían llegado a afirmar que el programa de

su disciplina se había completado en los elementos más

esenciales y sólo quedaban algunos flecos por resolver.

En este sentido, Albert Michelson, en una frase muy

citada de sus conferencias Lowell de 1899 afirmaba que

«las leyes fundamentales y los hechos más importantes

de las ciencias físicas ya han sido todos descubiertos, y

ahora están tan firmemente establecidos que es muy

remota la posibilidad de que algún día sean sustituidos

por otros como consecuencia de nuevos descubrimien-

tos.»1 Ello no implica que no se hicieran nuevos descu-

brimientos, precisamente porque derivaban del «cre-

ciente orden de precisión que permitían los nuevos ins-

trumentos de medida». El físico británico lord Kelvin

(sir William Thomson) expresó la misma idea en un dis-

curso en la Asociación Británica para el Progreso de la

Ciencia (British Association for the Advancement of

Science) en 1900: «Hoy no hay nada nuevo por descu-

brir en física», decía, «todo lo que nos resta es hacer

mediciones cada vez más precisas.»2 Michelson y Kel-

vin representaban muy bien el punto de vista de una

vieja generación de físicos experimentales, que hablaban

justo antes de que las contradicciones del sistema de

Newton y Maxwell generasen una nueva ola de teoriza-

ción. El propio Maxwell había entendido que el senti-

do de completitud de la ciencia, que era tan común en

las postrimerías del siglo XIX, tenía relación con experi-

TRES MOMENTOS, TRES LUGARES

THREE MOMENTS, THREE PLACES

Thomas F. Glick

Las dos guerras mundiales son los referentes históricos queestablecen la frontera entre las tres situaciones en las que se

analiza a Einstein en este artículo. Sus revolucionariasteorías científicas se enmarcan en el bullicio intelectual

anterior a la Primera Guerra Mundial que, para loshistoriadores, marca el inicio del siglo XX. Posteriormente,

en el período de entreguerras, Einstein destacó por su firmecompromiso en defensa de las minorías oprimidas, ya

fueran nacionales, étnicas o religiosas. Tras la derrota delnazismo, su firme oposición a las armas nucleares y susposiciones izquierdistas le convirtieron en un personaje

incómodo en la nueva época política: la guerra fría.

World War I and II are the historical references that setthe border line between the three different situationswhereby Einstein is approached in this paper. Hisrevolutionary scientific theories popped up amidst thevivid intellectual atmosphere prior to World War I which,according to historians, set the beginning of the 20th

century. Later on, between the two world wars, Einsteinwas particularly engaged with the rights of minorities–either ethnical, national or religious. After the defeat ofNazism, his firm opposition to nuclear weapons and his leftwing opinions made of him an uncomfortable celebrity tobe dealt with during the new political era: the cold war.

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Con muy escasas modificaciones, este artículo reproduce la conferencia del mismo título celebrada en el Saló de Centdel Ayuntamiento de Barcelona el 18 de abril de 2005, en conmemoración del cincuentenario de la muerte de Albert Einstein.

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mentos orientados hacia mediciones precisas (como los

llevados a cabo por Michelson y lord Kelvin), que apo-

yaban la idea de que, si se podía extender la precisión a

unos decimales más, todos los problemas se resolverían.3

De todos modos, otros eran menos optimistas.

Para aquellos que estaban convencidos de que la civili-

zación europea había entrado en un estado de inexora-

ble declive, el cambio de siglo tenía un significado apo-

calíptico.4 Lo que percibían como la intrusión de la

incertidumbre en la teoría científica que, pocos años

antes parecía sólida como una roca, era una evidencia

añadida al declive. En 1990, esta visión apocalíptica de

la ciencia era planteada de un modo muy claro por el

historiador americano Henry Adams (1838-1918), un

yanqui gruñón de Boston cuya visión podría ser califi-

cada entonces como la de un positivista apocalíptico.

Adams, nieto y bisnieto de presidentes (John Quincy

Adams y John Adams), que eran miembros de la gran

generación autoproclamada newtoniana, estaba conmo-

cionado por el temor que la unidad teórica que había

presentado la física del siglo XIX fuera sustituida por un

sistema caótico como el que presagiaba las investigacio-

nes de William Croques (1832-1919) sobre rayos cató-

dicos (que resultaron ser electrones, pero que Croques

consideraba que difuminaban la separación entre mate-

ria y fuerza). Hasta entonces, Adams había visto la teo-

ría cinética de los gases como elemento central de un sis-

tema físico ordenado, pero consideraba que hacia 1890

se había convertido en «una afirmación del caos funda-

mental».5 Cronológicamente, situaba la revolución

entre 1893 (al que solía referirse erróneamente como el

año del descubrimiento de los rayos X por Roentgen, un

hecho que en realidad aconteció dos años más tarde) y

1900. Adams tenía claro cuál era la crisis que se había

producido: «en estos siete años, el hombre se ha trans-

portado a un nuevo Universo con una escala completa-

mente distinta a la del viejo Universo. El hombre ha

entrado en un Universo más allá de los sentidos, en el

que no se puede medir nada si no es mediante colisio-

nes aleatorias de movimientos imperceptibles a los sen-

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Thomas F. Glick

Doctor en Historia por la Universidad de Harvard, actualmente es profesor de Historia

y Geografía de la Universidad de Boston. Interesado por la realidad cultural española

y latinoamericana, es reconocido internacionalmente como un gran hispanista. Sus estudios

sobre la diversidad cultural española y las minorías culturales, en particular, han merecido el

reconocimiento de toda la comunidad científica.

Su programa investigador en historia de la ciencia ha permitido legitimar el estudio de

la ciencia en países periféricos, proporcionándonos, por este motivo, un lugar en la histo-

riografía de la ciencia, normalmente alejada de la actividad científica periférica. En este sen-

tido, su investigación abarca, entre otras, la difusión de las ideas y conocimientos derivados

del evolucionismo darwinista, el psicoanálisis de Freud y la relatividad de Einstein, siempre

desde una óptica comparada.

En concreto, y en relación con la figura de Einstein y la difusión de sus ideas, merecen

ser destacados algunos de sus libros, como por ejemplo, Einstein y los españoles; Ciencia y

sociedad en la España de entreguerras; The comparative reception of relativity o Einstein in

Spain: relativity and the recovery of science.

[email protected]

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tidos, quizá imperceptibles incluso para sus propios ins-

trumentos, pero perceptibles para algún peldaño al final

de la escalera». Añadía que el astrofísico Samuel Langley

(1834-1906, otro bostoniano, que probablemente era su

principal fuente de información sobre física) había

advertido repetidamente sobre el reto del comporta-

miento «anárquico» de los rayos X y de la radiactividad.

«Langley parecía preparado para cualquier cosa»,

comentaba Adams, «hasta para un indeterminado

número de universos superpuestos –la física completa-

mente enloquecida como metafísica–». Los comentarios

de Adams reflejaban la investigación sobre la radiación

solar de Langley, en la que utilizaba un instrumento de

medición (el bolómetro) inventado por él mismo; los

datos que se obtuvieron serían utilizados posteriormen-

te para explicar la radiación del cuerpo negro. Langley

encontró las curvas de radiación que evidenciaban una

asimetría y un desplazamiento de la longitud de onda

con el incremento de la temperatura, que investigacio-

nes ulteriores harían inteligibles. Probablemente, Lan-

gley comunicó estos inquietantes resultados a Adams.

Este tipo de defensa de la física clásica fue repeti-

da por muchos científicos en la primera década del

nuevo siglo. Por consiguiente, el radio constituía una

«bomba metafísica», difuminando la frontera entre

materia y energía, y Ernest Mach, según el punto de

vista de Adams, había llegado al extremo de «rechazar la

materia» y equipararla al movimiento.6

La invocación a Mach por parte de Adams demues-

tra su sensibilidad por la filosofía de la ciencia europea

del momento, a pesar de que su comprensión sobre la

posición de Mach no fuese excesivamente correcta. El

problema filosófico de Mach era, en parte, un ataque

contra los conceptos newtonianos de masa (en tanto que

medida de la materia) y fuerza. Era la masa, y no la mate-

ria, la que Mach deseaba redefinir cinemáticamente,

porque su movimiento era una propiedad observable.

Mach se oponía al concepto de fuerza porque era el pro-

ducto de dos propiedades inobservables. Sin embargo,

redefiniendo la masa cinemáticamente se evitaban algu-

nas de las oscuridades metafísicas de la fuerza.7

A pesar de sus limitaciones matemáticas, Adams

también detectaba señales de peligro similares en el

renovado interés fin-de-siècle por la geometría no euclí-

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«Ernest Mach había llegado al

extremo de ‘rechazar la materia’

y equipararla al movimiento.»

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dea de n dimensiones, que sorprendió a muchos espíri-

tus austeros como Adams por ser contraria al sentido

común. Sus temores se confirmaron al leer el libro del

matemático francés Henri Poincaré, La science et l’hy-

pothèse [Ciencia e hipótesis] de 1902. Poincaré conside-

raba insostenible la idea defendida por numerosos

matemáticos de mediados del siglo XIX de que la cien-

cia actúa a través de leyes simples. El proceso de descu-

brimiento parecía más bien estratificado, las leyes sim-

ples escondían complejidad, la cual, a su vez, podía ser

explicada por leyes más simples, ad infinitum. «Un paraí-

so matemático de progreso ilimitado que promete amor

eterno a los matemáticos», comenta Adams irónica-

mente, «que hace empalidecer de horror a los historia-

dores». Para Poincaré, la geometría euclídea –en la que

Adams buscaba unidad conceptual– era simplemente

convencional, la más conveniente de las geometrías dis-

ponibles.8

De hecho, lo que Adams había percibido eran

inconsistencias entre tres paradigmas físicos competido-

res, pero mutuamente incompatibles. En primer lugar

estaban los modelos estadísticos y mecánicos de la elec-

trodinámica, como la teoría cinética de los gases, que

presuponía la existencia de átomos (Hermann von

Helmholtz, Ludwig Boltzmann, J. Williard Gibbs); en

segundo lugar, una teoría fenomenológica o matemáti-

ca del calor, que no requiere de los átomos (asociada con

Rudolph Calusius), en la que el calor presente en una

sustancia es función del estado de dicha sustancia,9 y en

tercer lugar, la electrodinámica de Maxwell, tal como la

formalizó Hertz y la extendió H. A. Lorentz para incluir

la naturaleza molecular de la electricidad.10 La interac-

ción entre los tres modelos (que Adams percibía como

una confusión) llevaba al colapso la física clásica. Poin-

caré, para citar una de las fuentes de Adams, expresaba

la tensión entre la mecánica de Newton y la de Maxwell

en el período entre 1899 y 1904 cuando dio una famo-

sa conferencia en la Exposición Universal de St. Louis,

un acontecimiento al que Adams asistió y que dejó

en él un sentimiento oscuro, ya que no encontró el tra-

dicional optimismo de América.11 Probablemente,

Adams escuchó la conferencia de Poincaré, pero

no la de Boltzmann quien también participó en la Expo-

sición.

La tensión se resolvería pronto, cuando la acepta-

ción de la realidad de los átomos dejó claro que las tres

aproximaciones eran la misma. Einstein, sospechándo-

lo desde el principio, lo vislumbró en 1900, como expre-

só a su novia:

«[El libro de Boltzmann] es magnífico. Ya casi lo he termi-

nado. Está magistralmente escrito. Estoy firmemente con-

vencido de que los principios de la teoría son correctos, y esto

quiere decir que estoy convencido de que en el caso de los

gases estamos realmente tratando con masas puntuales dis-

cretas de tamaño finito [es decir, átomos], que se mueven

de acuerdo con ciertas condiciones. Boltzmann destaca muy

correctamente que las fuerzas hipotéticas entre las molécu-

las no son un comportamiento esencial de la teoría, ya que

la energía en conjunto es de tipo cinético. Es un paso hacia

la explicación dinámica de los fenómenos físicos.»12

Hacia 1901, Jean Perrin había sugerido que el

átomo podía ser como un sistema solar en miniatura, y

hacia mediados de esta década, tanto él como Einstein

habían publicado trabajos clave sobre el movimiento

browniano (la colisión aleatoria de moléculas) que

demostraban la existencia de los átomos.

Todo esto conllevaba un colapso revolucionario de

todo el mundo del conocimiento: «El año 1900 no era

el primero en confundir a los maestros de escuela», dice

Adams, «Copérnico y Galileo ya desorientaron a

muchos hacia 1600; Colón puso el mundo patas arriba

hacia 1500; pero lo más parecido a la revolución de

1900 fue la de 310, cuando Constantino eligió la cruz

[es decir, cuando, al convertirse, Constantino hizo cris-

tiano al imperio romano].13 Los rayos que Langley

rechazaba, así como los que engendró [refiriéndose a los

estudios de Langley sobre la radiación solar], estaban

ocultos, más allá de los sentidos e irracionales; eran la

revelación de una energía misteriosa como la de la cruz;

eran los, según la ciencia medieval, llamados modelos

inmediatos de la sustancia divina».14 Las observaciones de

Adams eran premoniciones: muchos científicos se apresu-

raron a calificar la relatividad de irracional y mística.

Para Adams, las últimas informaciones del

mundo de la física eran precisamente más evidencias del

ocaso de la cultura occidental. Para Adams, se había

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impuesto en la ciencia una nueva visión de la historia

que no expresaba la unidad de la historia humana sino

su multiplicidad –una visión que él lamentaba, porqué

representaba la decadencia cultural. De esta teoría,

comentaba sarcásticamente, «Adams no se sentía en

absoluto responsable».15 La ciencia, para él, no era cien-

cia hasta que se garantizase su «unidad» (probablemen-

te refiriéndose a la visión unificada del mundo que ofre-

cían la ciencia newtoniana o la griega, por ejemplo), y

«la ciencia moderna no garantiza ninguna unidad»,16

mientras que la religión sí lo hacía, una conclusión que

creaba un dilema insoportable para Adams, que creía en

un universo mecánico newtoniano.

Lo extraordinario de los comen-

tarios de Adams sobre la ciencia

de fin de siglo es que él no

fuera un científico sino,

como mucho, un obser-

vador de la ciencia (al

menos un observador

cuyas percepciones

estaban teñidas de

un profundo pesi-

mismo cultural) y

que las conclusiones a

las que llegaba eran

remarcablemente pre-

monitorias para no ser un

científico.17

Si la confusión teórica llena-

ba a Adams de ansiedad, también lo

hacían una serie de sorprendentes descubri-

mientos experimentales que llegaban uno detrás de otro,

empezando por el descubrimiento de los rayos X pene-

trantes de W.C. Roentgen en 1895. Al mismo tiempo,

el físico francés Jean Perrin demostró que los rayos cató-

dicos no eran perturbaciones causadas en las ondas de

éter, sino más bien chorros de partículas –electrones,

como se acabarían llamando- cuya velocidad y relación

carga-masa fueron medidos en 1897 por J.J. Thomson.

El mismo año en que Wilhelm Wien encontró que en

realidad los rayos catódicos eran partículas, emitidas a

muy alta velocidad, se hizo otro descubrimiento que

daba apoyo a la teoría atómica. Fueron una serie de

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experimentos similares sobre radiaciones de una sal de

uranio, que se comportaban como los rayos X, los que

llevaron a Henri Becquerel al descubrimiento de la

radiactividad en 1896, que, a su vez, puso a Pièrre y

Marie Curie en el camino de descubrir nuevos elemen-

tos radiactivos. En marzo de 1900, Becquerel demostró

que los «corpúsculos» de Thomson eran lo mismo que

los electrones emitidos en la desintegración radiactiva.18

En un trabajo que ha tenido una influencia consi-

derable sobre los historiadores de la ciencia, Paul For-

man propuso que la inseguridad cultural de los intelec-

tuales del período posterior a la Primera Guerra

Mundial fue compartida por, o transmitida a, los cien-

tíficos, quienes, a su vez, proyectaron esta inseguridad en

las visiones probabilísticas de la física, el principio de

incertidumbre y las otras consecuencias. Está claro que

los científicos participan en un mundo cultural y social

más allá del laboratorio y reflejaban su entorno, pero mis

investigaciones han puesto de manifiesto que Forman va

en la dirección equivocada. La idea de que la relatividad

era «incomprensible», por ejemplo, no se originó en

intelectuales incapaces de comprender la física teórica.

Más bien surgió entre los físicos experimentales, con el

apoyo de los ingenieros de muchos países, que lamen-

taban que la naturaleza abstracta de la relatividad (prin-

cipalmente, la teoría general) la acercara demasiado a las

matemáticas abstractas e incluso a la metafísica, lo que

la hacía, por lo tanto, «incomprensible».

El caso de Henry Adams es interesante por su habi-

lidad para identificar la naturaleza de las malas perspec-

tivas de la ciencia, tal y como él lo veía. Las dudas sur-

gieron de los mismos científicos: Langley, que había

«atrapado» rayos cuya naturaleza no entendía; la cons-

ternación científica general sobre los rayos X y la radiac-

tividad; y Poincaré, que ya había expresado dudas sobre

la naturaleza newtoniana del espacio y del tiempo

mucho antes que Einstein.

Cuando aquel emblemático año, 1900, llegaba a su

fin, Max Planck, en una conferencia en la Sociedad Ale-

mana de Física, anunció una nueva ley para expresar la

«distribución de la energía radiante en todas las regio-

nes del espectro». Fue la famosa explicación de la radia-

ción del cuerpo negro –representado por un contenedor

metálico con un agujero–. Al aumentar la temperatura,

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«Poincaré ya había expresado

dudas sobre la naturaleza del

espacio y del tiempo mucho

antes que Einstein.»

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se producía una radiación que prácticamente quedaba

confinada en la cavidad, pero el orificio permitía la emi-

sión de un rayo. La teoría de Planck no se aplicaba a la

radiación, sino a los «resonadores» (electrones que él

suponía que emitían la radiación). Planck encontró que

el intercambio de energía entre los electrones y la radia-

ción confinada tenía lugar en paquetes discretos –cuán-

tos– y no en ondas en todas las direcciones, de manera

continua, como habían establecido Maxwell y Hertz

para la radiación electromagnética.19 Pero la naturaleza

exacta del intercambio todavía no se entendía cuando

Albert Einstein propuso que la luz misma estuviera com-

puesta por cuantos, partículas discretas (que ahora lla-

mamos fotones). Fue el reconocimiento de la dualidad

onda-corpúsculo que orientó a la física hacia un nuevo

camino.

Zúrich, 1905

Einstein escribió cinco trabajos en 1905. El pri-

mero, aparecido en el mes de marzo, trataba sobre los

cuantos (normalmente se le cita como el artículo del

efecto fotoeléctrico). No mencionaba al éter en absolu-

to, porque ya pensaba que las partículas de luz no pre-

cisan de ningún medio de transmisión. El segundo artí-

culo, terminado en abril y publicado al año siguiente,

era su tesis doctoral sobre dimensiones moleculares. Era

una extrapolación de la teoría cinética de los gases a los

líquidos y, por tanto, tiene que ver con la realidad de las

moléculas. El tercer artículo, de mayo, trataba sobre el

movimiento browniano, que demostraba la existencia de

las moléculas. El cuarto (en junio) era sobre la relativi-

dad especial, pero sin la famosa ecuación que establecía

la equivalencia entre masa y energía. El quinto y, últi-

mo trabajo, publicado en septiembre, era sobre la equi-

valencia de la masa y la energía. Contiene la famosa

ecuación. También apuntaba a las preocupaciones de

Adams: la radiación libre. Si un cuerpo emite energía en

forma de radiación, ha de perder masa.

Dos de estos trabajos se ocupaban de fenómenos

que habían provocado un gran estupor en Adams. El tra-

bajo de marzo de Einstein trataba de la preocupación de

Adams sobre la radiación libre. Es interesante destacar

que este artículo se identifica normalmente por su solu-

ción del «efecto fotoeléctrico» (cuando la luz incide

sobre un metal, los electrones pueden ser emitidos desde

su superficie: dado que la pequeña porción de una onda

de luz en contacto con el electrón no tendría la suficiente

energía para desalojarlo, la luz ha de ser corpuscular).

Pero, después de la última gran discusión pública sobre

Einstein en 1979 –centenario de su nacimiento–, ha

surgido entre los historiadores una gran tendencia a

caracterizar este artículo (como se ha hecho reciente-

mente) como «el artículo revolucionario sobre la cuán-

tica». La primera frase del artículo, sin embargo, alude

a otra de las grandes preocupaciones de Adams. Einstein

escribe: «existe una diferencia formal profunda entre las

concepciones teóricas que los físicos han formado sobre

los gases y otros compuestos ponderables, y las teorías de

Maxwell de los procesos electromagnéticos en el llama-

do espacio vacío».

A Einstein le gustaba plantear problemas en tér-

minos de generalizaciones contradictorias. Aquí, en

efecto, Einstein sugiere que el planteamiento estadísti-

co de los gases propuesto por Boltzmann y otros apor-

taba una solución a otros problemas asociados con la

radiación y, más allá, con la luz. Dice que si se conside-

rase a la luz compuesta de corpúsculos discretos se le

podría aplicar el enfoque de Boltzmann. Las leyes de la

termodinámica podían explicar la relación entre volu-

men y temperatura, teniendo en cuenta la energía total

de la radiación de una cavidad, pero no la distribución

de esta energía en las distintas frecuencias. La ley de

Planck describía la distribución de frecuencias, pero la

naturaleza del intercambio de energía entre materia y

radiación quedaba sin explicación.

El artículo de mayo de Einstein, sobre el movi-

miento browniano, también afectaba a algunas de las

dudas de Adams sobre el tratamiento estadístico del

estudio de los gases. La trayectoria aleatoria de las molé-

culas con las que Einstein explicaba el movimiento de las

partículas microscópicas observadas por Robert Brown

podía ser predicha estadísticamente. Einstein pensaba

que si el movimiento browniano era como él había

dicho, la interpretación probabilística de la entropía,

que había sido propuesta por Boltzmann, tenía que ser

correcta y la termodinámica clásica ya no sería comple-

tamente válida, ya que Boltzmann había entendido que

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las leyes de la termodinámica eran verdaderas sólo en un

sentido estadístico: es decir, que las propiedades obser-

vables de los gases están determinadas por los promedios

del comportamiento de sus átomos constituyentes.

Einstein tenía un don para las síntesis, para rela-

cionar una área de su pensamiento con otras. De este

modo, la relatividad especial también explicaba uno de

los atributos del radio. En mayo de 1905, Einstein escri-

bió a su amigo Honrad Habitcht «se me ha ocurrido otra

consecuencia de mi artículo sobre la electrodinámica. El

principio de relatividad, conjuntamente con las ecua-

ciones de Maxwell, conlleva que la masa pueda ser una

medida directa de la energía contenida en un cuerpo; la

luz arrastra masa consigo [E = mc2]. Una disminución

apreciable de la masa ha de tener lugar en el caso del

radio. La cuestión es divertida y sugerente; pero, por lo

que yo sé, Dios debió de reírse mientras me estiraba de

la nariz».

Einstein se convirtió en un físico reconocido poco

después de 1905; pero no debió su primera fama ni a la

relatividad ni a los fotones (una idea que fue tolerada

pero no tomada excesivamente en serio). Fue el artícu-

lo de Einstein sobre la cuántica de 1907, titulado «La

teoría de la radiación de Planck y la teoría del calor espe-

cífico», el que no sólo hizo famoso a Einstein sino que

puso a la teoría cuántica como objetivo central de la físi-

ca. En este trabajo aplicó el principio cuántico a los sóli-

dos cristalinos y explicaba los bajos calores específicos de

estos sólidos a bajas temperaturas. La verificación empí-

rica de la fórmula de Einstein fue lo que decantó a

muchos físicos por la cuántica.

Einstein escribió al matemático francés Jacques

Hadamard que «las palabras del lenguaje, tanto escritas

como habladas, no parecen ejercer papel alguno en mi pro-

ceso de pensamiento. Las entidades psíquicas que parecen

ser útiles como elementos en el pensamiento son ciertos

signos e imágenes más o menos claros que pueden ser

‘voluntariamente’ reproducidas y combinadas». Este

«juego combinatorio», continúa, «parece ser el rasgo esen-

cial de mi pensamiento productivo –antes de que haya

ninguna conexión lógica entre las palabras u otros signos

que puedan ser comunicados a los demás». Era este pro-

ceso mental singular, en mi opinión, lo que otorgaba la

unidad conceptual de los trabajos de 1905.

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Barcelona, 1923

Esta es la tercera vez que doy una conferencia sobre

Einstein en esta ciudad. La primera fue en 1982, como

consecuencia del año del centenario, sobre la visita de

Einstein a Barcelona durante su viaje a España en 1923

(también visitó Madrid y Zaragoza, dando conferencias

sobre la relatividad en cada ciudad). Había pasado los

tres años anteriores en estrecho contacto con Antoni

Roca, disfrutando de cada pequeño detalle sobre la visi-

ta de Einstein y su interacción con personalidades y ins-

tituciones catalanas y, en general, con la cultura de este

país. Fue esta textura fina la que hizo la investigación tan

interesante.

Cuando viajaba, Einstein escribía un diario en

forma de notas muy telegráficas, aparentemente como

un instrumento de mnemotécnica. Algunas de sus refe-

rencias eran extremadamente oscuras. Dijo que en

Madrid lo invitó a cenar un tal Herr Vogel. Sin embar-

go, Herr Vogel no aparece en ninguna memoria o repor-

taje periodístico. En 1995, ocho años después de la apa-

rición de mi libro, un señor se me acercó en una

conferencia en Massachusetts y me dijo «Herr Vogel era

primo de mi padre. ¡Era el director del Deutschebank en

Madrid!» Este tipo de experiencias son las que hacen tan

agradable el oficio de historiador.

En cualquier caso, el diario con relación a Barce-

lona es hipertelegráfico. Todo lo que dice es:

«Febrero 22-28. Estancia en Barcelona. Mucha fatiga pero

gente muy amable (Terradas, Campalans, Lana, la hija de

Tirpitz), canciones populares, bailes, Refectorium. ¡Ha sido

muy agradable!»

Terradas, naturalmente, es Esteve Terradas, inge-

niero, físico, y matemático, que se había encontrado con

Einstein en Alemania. En 1925, Einstein se encontró

con el matemático Julio Rey Pastor en Buenos Aires y

le dijo que Terradas era una de las «seis mejores» cabe-

zas del mundo. En Barcelona, Einstein y Terradas fueron

vistos en una larga conversación sobre relatividad. Terra-

das fue la primera persona que en España comentó la

relatividad especial y también estaba al corriente de la

teoría general. En un momento dado, Einstein le dijo a

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Terradas, «¡ya veo, señor Terradas, que usted sabe más

que yo!». Me he preguntado, a menudo, qué le estaría

comentando Terradas para merecer esta respuesta...

Rafael Campalans era un ingeniero y político que

le contó a Einstein su concepción del socialismo com-

patible con el nacionalismo. Einstein se rió y le indicó

que «¡estas dos cosas no pueden ir juntas!». Advirtió a

Campalans de que en un contexto europeo «nacionalis-

mo» representaba el nacionalismo conservador e impe-

rialista, como el de Alemania, y no podía aplicarse a la

lucha de minorías nacionales oprimidas para conseguir

un reconocimiento (tenía el mismo problema con el sio-

nismo político, dado que rechazaba todos los naciona-

lismos con el mismo vigor).

Lana era el ingeniero Casimir Lana Serrate. Los tres

eran germanoparlantes muy competentes.

Tirpitz era un almirante alemán, un político nacio-

nalista en absoluto del agrado de Einstein. Pero su hija

era la esposa del cónsul alemán en Barcelona, Erick von

Hassell. Encontramos a ambos en las fotografías de

Einstein en la Estación de Francia, el día en que mar-

chó de Barcelona. Las canciones populares y las danzas

se refieren a un baile de sardanas ofrecida por la Penya

de Dansa, organizada por Campalans en la Escuela

Industrial. Einstein explicó a un periodista en Buenos

Aires que aún escuchaba los discos de sardanas que le

habían regalado en Barcelona.

Refectorium era completamente oscuro hasta que se

descubrió que era un café de la Rambla frecuentado por

políticos e intelectuales catalanes.

A pesar de los fascinantes detalles de la estancia de

Einstein en Barcelona, sus respuestas aquí fueron poco

genéricas, como lo eran sus declaraciones públicas en

cualquier parte. Siempre le decía a la gente, de una

manera simpática, lo que esperaban que dijera. Por

ejemplo: «la sardana es un baile muy distinguido que

revela la esencia del pueblo catalán...» No es que fuera

insensible, al contrario. Pero en los cuatro años que ha-

bían transcurrido desde que se había convertido en una

figura pública había desarrollado una serie de compor-

tamientos que tenían por objeto proteger su vida priva-

da, incluso cuando estaba rodeado de gente. Llevó a

cabo todas estas apariciones públicas a pesar de sentirse

incómodo con ellas (en sus diarios de viajes, cuando

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daba una conferencia o acudía a un banquete decía que

«se colgaba del trapecio»).

Pero tras estas respuestas genéricas había un cierto

sentido. No está claro que supiese nada sobre la cultura

catalana antes de venir aquí, más allá del conocido hecho

de que los catalanes eran una «minoría cultural». Hacia

el final de la Primera Guerra Mundial, había organiza-

do una serie de acciones a favor de las minorías cultura-

les partiendo de una analogía con la situación de los

judíos en Europa. Siendo un joven en Zúrich, Einstein

no tenía una conciencia definida de ser judío; se casó

con una persona no judía, por ejemplo, y no practicaba

ninguna religión en un sentido convencional. Sólo

cuando se trasladó a Berlín en 1914 tuvo conciencia de

ser judío, que continuó en aumento mientras se inten-

sificaba el antisemitismo en Europa y, en particular, en

Alemania. Cabe destacar que en su visita a España no se

le identificó como judío –normalmente se hablaba de él

como un científico alemán, a pesar de que Einstein tenía

nacionalidad suiza–. Renunció a la nacionalidad alema-

na a raíz de su oposición al nacionalismo alemán. La

única referencia al judaísmo que encontramos en sus

manifestaciones a la prensa en España se dio cuando le

preguntaron si creía en Dios y él respondió: «creo en el

dios de Spinoza». Con ello evitaba más preguntas, ya que

la mayoría de los periodistas ignoraban quién era Spi-

noza. Pero hay una verdad detrás de esta respuesta gené-

rica. Spinoza era un modelo de triple valor: era un judío

herético, fue perseguido por ser judío, y rechazó un dios

personal a favor de un dios cosmológico. Spinoza era,

de hecho, aún más radical que Einstein, ya que fue pan-

teísta mientras que Einstein siempre insistía en que no

era ateo.

Einstein se convirtió en objetivo específico del antise-

mitismo alemán durante la Primera Guerra Mundial, cuan-

do fue uno de los cuatro profesores alemanes que se negó a

firmar el manifiesto en apoyo a los objetivos de guerra del

Kaiser. Se suponía que los judíos eran por definición «inter-

nacionalistas» (en un sentido peyorativo). Justo después de

la guerra, con el resurgimiento del nazismo y el ataque con-

tra la «ciencia judía» (es decir, la física teórica en general) por

parte de la comunidad científica alemana, Einstein se con-

virtió en objetivo principal. Este es uno de los motivos de

sus largos viajes por el mundo en los años 20.

A medida que crecía el antisemitismo, Einstein se

pronunciaba cada vez con más claridad contra la injus-

ticia que afectaba a su pueblo. Nunca escatimó palabras.

Se negó en varias ocasiones a ir a Rusia porque, como él

decía, allí mataban a gente como él y, después de la

Segunda Guerra Mundial, denunció públicamente el

antisemitismo soviético, dirigido en particular contra

científicos y médicos. Se hizo sionista porque era la

manera de protestar contra la injusticia hacia los ino-

centes. Era un sionista cultural –a causa de su oposición

a todo tipo de nacionalismo– y antes de la Segunda Gue-

rra Mundial se implicó en la fundación de la Universi-

dad Hebrea de Jerusalén. En relación con los palestinos,

cometió el mismo error que la izquierda judía: supuso

que existiría una solidaridad de clase entre los campesi-

nos que prevalecería sobre las diferencias étnicas. Fue

completamente consistente en su vida manifestándose

a favor de una solución binacional en Palestina, pero las

circunstancias que llevaron al holocausto, las terribles

consecuencias y la gran cantidad de personas desplaza-

das le obligaron a aceptar la idea de un espacio nacio-

nal, en vez de un hogar cultural, para su pueblo.

Princeton, 1949

Einstein abandonó Alemania a causa de la ley infa-

me del 7 de abril de 1933, por la que los funcionarios

de ascendencia «no aria» estaban obligados a dimitir de

sus cargos. Uno de cada cuatro físicos alemanes –exac-

tamente, el 26 %– fueron expulsados.20 Entre ellos

había varios premios Nobel (o personas que lo serían)

como Einstein, Hames Franck, Erwin Schrödinger y

Max Born. Einstein tuvo muchas ofertas de trabajo, una,

muy especialmente, de la Universidad de Madrid que

creó una «cátedra extraordinaria» para él. Pero eligió el

Instituto de Estudios Avanzados de Princeton. Cuando

Otto Hahn y Lise Meitner rompieron un átomo

de uranio en 1938, Szilard, Fermi, y otros físicos refu-

giados en los Estados Unidos –pero no Einstein–

comprendieron inmediatamente el alcance de este

hecho.21

Cuando Szilard explicó a Einstein los posibles efec-

tos de una reacción en cadena, éste se sorprendió, pero

comprendió en seguida sus implicaciones. Estaban pre-

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ocupados por el acceso a grandes cantidades de uranio

en el Congo Belga y Szilard, sabiendo de la amistad de

Einstein con el rey y la reina de Bélgica, quería que los

advirtiera. Pero entonces estalló la guerra y decidieron

plantear el asunto al presidente Rooseveldt.22 La carta

que Einstein firmó probablemente fue escrita por

Szilard.

Einstein (1955), respondiendo a una pregunta

sobre la paternidad de la bomba atómica y su relación

con la relatividad especial, dijo:

«… hubiera sido ridículo intentar esconder una aplicación

particular de la teoría especial de la relatividad. Una vez

la teoría existió, también existió su aplicación y se podía

haber escondido mucho tiempo... No existía la menor sos-

pecha de alguna aplicación tecnológica posible...»23

Después del fin de la guerra y la derrota nazi, Eins-

tein dirigió su voz crítica hacia su nuevo país. Se opuso

al desarrollo de más armas nucleares y, con la misma

vehemencia, a la orientación agresiva de la política exte-

rior americana en la era de la guerra fría, que tan viva-

mente le recordaba el nacionalismo imperialista alemán

al que se había opuesto radicalmente.

Tras la bomba y con el inicio de la guerra fría, Eins-

tein dirigió una crítica pública implacable contra el

poder americano. Su artículo de 1949 sobre por qué era

socialista en el primer número de la revista The Monthly

Review, que se convertiría en una revista marxista muy

influyente en el mundo anglófono, es emblemático de la

radicalización política de sus últimos años. La exposi-

ción tiene la calidad de un manual de marxismo (por

ejemplo, «teniendo en cuenta que el contrato de traba-

jo es libre, lo que el trabajador percibe no viene deter-

minado por el valor real de los bienes que produce, sino

por sus necesidades mínimas y por los requisitos del

capitalismo acerca de la fuerza de trabajo en relación con

el número de trabajadores que compiten por un

empleo»). Pero Einstein siempre negó ser un político

revolucionario. En Barcelona fue invitado a asistir a una

reunión sindical en los locales de la CNT de Baixa de

Sant Pere. Se dijo que le había comentado a Ángel Pes-

taña: «yo también soy un revolucionario, pero en el

campo de la ciencia». Desde Madrid, sin embargo, negó

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haber hecho esta afirmación, ya que él no era un revo-

lucionario ni en la ciencia ni en la política; en la prime-

ra, porque sólo había completado el trabajo de Galileo

y Newton, y en la segunda, porque no creía en una socie-

dad socialista «ni en el programa de promisión de los

comunistas» (posteriormente, durante la Segunda Gue-

rra Mundial, declaró que el experimento comunista era

interesante, pero su laboratorio tenía un equipo muy

pobre).

Hacia 1954, en la vergonzosa «caza de brujas» del

senador McCarthy contra sospechosos de comunismo,

Einstein fue la única figura importante de los Estados

Unidos que se declaró por la desobediencia cívica con-

tra McCarthy. Fue acusado de «comunista» y una de las

«pruebas» fue que había dado su apoyo al lado republi-

cano en la Guerra Civil española. Durante la Guerra

Civil, Einstein llegó a apadrinar los grupos que en Esta-

dos Unidos organizaban la ayuda a la República. Auto-

rizó a todos estos grupos a usar su nombre (excepto uno

que abiertamente daba su apoyo a la Unión Soviética,

ya que evitó escrupulosamente cualquier vinculación a

las políticas de los Estados, una de las razones por las que

las élites alemanas le odiaron).

Como es natural, dio su apoyo a la República por-

que luchaba contra el fascismo. Pero pienso que, dado

que los nazis perseguían especialmente a los judíos, la

República española se había convertido en un símbolo

muy destacado para la izquierda judía. Sólo hay que

recordar que, de los 40 000 soldados que lucharon en las

Brigadas Internacionales, 8000 (un 25 %) eran de ori-

gen judío. La mayoría de ellos provenían de la Europa

del Este y estaban vinculados al movimiento obrero y a

diversos partidos de izquierda, incluidos los grupos sio-

nistas de izquierda. Había incluso una unidad de habla

yiddish, la Botwin Company. ¿Por qué tantos judíos

luchando en España? En parte, podría decirse que el

mesianismo ortodoxo de la población judía del este de

Europa se había transformado en un movimiento mile-

narista no confesional que partía tanto del sionismo

como del movimiento obrero de izquierdas (como el

Bund judío), un movimiento particularmente impor-

tante en Polonia y Rusia (hasta que fue suprimido por

Lenin en 1922), o del comunismo. Pero, dejando apar-

te el milenarismo –la idea de que la sociedad del bie-

nestar no tardaría en instituirse–, en la sociedad del bie-

nestar como un mesías laico también había un apoca-

liptismo renovado. Como suele pasar en los movimien-

tos apocalípticos, el mesías de un grupo puede ser el

anticristo de otro. Hitler, en este sentido, siendo el mesí-

as de los alemanes, era el anticristo para los judíos. Este

es el motivo por el que Marc Chagall podía escribir en

un artículo en el semanario Yiddish publicado en París

en 1937, que la Guerra Civil española era el episodio

más destacado de la historia judía.

Por ser Einstein un internacionalista tan notable,

fue nombrado miembro del Comité de Cooperación

Internacional de la Liga de Naciones en marzo de

1922. En junio, tras el asesinato del judío Walter Rat-

henau, ministro alemán de Asuntos Exteriores, dimitió,

según dijo, a causa de «mi actividad en las causas judías

y, más en general, por mi nacionalidad judía». Lo con-

vencieron para que revocase su dimisión, pero entonces,

justo al volver de España a Alemania, en marzo de 1923,

volvió a dimitir. Como es habitual en Einstein, dio

varias razones. Una era la ocupación francesa del Ruhr.

Pero otra de las razones de su dimisión que circularon

fue el katalonische Frage, la cuestión catalana. Incluso en

la carta de dimisión, criticaba la política del Comité de

operar a través de comisiones nacionales establecidas en

cada país, que no hacían más que incrementar la opre-

sión de las minorías culturales. El calendario de su

segunda dimisión es la mejor evidencia de su verdad. Es

una lástima que la forma que tenía Einstein de llevar su

diario fuera más similar a la matemática que a la litera-

ria, de modo que no sabremos nunca qué le contaron ni

quien se lo contó. Podría darse el caso que su experien-

cia de primera mano de la toma de conciencia –tanto

cultural como política– de una «minoría cultural opri-

mida» aumentase su simpatía por ella y, al mismo tiem-

po, reforzase su convicción de que la guerra no había

resuelto ninguno de los problemas de Europa, sino que

los había agraviado. De ello hablaron en 1923 tanto él

como el alcalde de Barcelona, Enric Maynés, aquí, en

esta misma magnífica sala, con motivo de la recepción

en la que Einstein fue nombrado «huésped ilustre»

de la ciudad. Desgraciadamente, las tragedias de

los siguientes veinticinco años demostraron que tenía

razón. ¶

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1 A.A. Michelson: Light Waves and Their Uses, Chicago,

University of Chicago Press, 1902 (nueva ed., 1961):

23-24.

2 Citado por, P.C.W. Davies y J. Brown: Superstrings: A

Theory of Everything?, Cambridge, Cambridge University

Press, 1968: 4-5. En 1909, Kelvin, en el contexto del

debate sobre la completitud de la ciencia manifestó que los

últimos descubrimientos habían tenido como consecuen-

cia la erradicación del pesimismo, de un modo parecido

al Renacimiento; Lawrence Badash: «The Completeness

of Nieneteenth-Century Science», Isis 1972; 63: 48-58 (en

pág. 55).

3 Badash, Lawrence: «The Completeness of Nieneteenth-

Century Science», Isis 1972; 63: 48-58 (en pág. 50).

4 Sobre la visión intelectualmente apocalíptica de finales del

siglo XIX, véase Jan Romein: The Watershed of Two Eras:

Europe in 1900, Middletown, Wesleyan University Press,

1978; Hillel Schwatz: Century’s End: An Orientation

Manual Towrds the Year 2000, Nueva York, Doubleday,

1900 [1996]; John Stokes, ed.: Fin de Siècle/Fin du Globe:

Fears and Fantasies of the Late Nineteenth Century, Nueva

York, St. Martin’s, 1992; Asa Briggs y Daniel Snowman,

eds.: Fins de Siècle: How Centuries End 1400-2000, New

Haven, Yale University Press, 1996; y Arthur Herman:

The Idea of Decline in Western History, Nueva York, The

Free Press, 1997. Sobre ciencia en el fin de siglo, véase Carl

Gustav Bernhard et al., eds.: Science, Technology and

Society in the time of Alfred Nobel, Oxford, Pergamon Press,

1982; y Mikulas Teich y Roy Porter, eds.: Fin de Siècle and

its Legacy, Cambridge, Cambridge University Press, 1990.

5 Henry Adams: The Education of Henry Adams, Londres,

Penguin, 1995: 427. En una carta a Samuel P. Langley en

Adam’s annus horribilus de 1893, Adams se confiesa «inca-

paz de llevar la teoría cinética» de los gases a su cerebro.

Esta carta implica que Adams temía que la reducción de

la física a cinemática introducía un interrogante sobre clá-

sicos como los de materia y energía; The Letters of Henry

Adams, ed. J.C. Levenson et al., 6 vols. (Cambridge, Har-

vard University Press, 1988), IV, 99-101. Posteriomente,

la teoría especial de la relatividad de Einstein produjo

temores similares.

6 Education, págs. 428-429.

7 Véase Mario Bunge: Mach’s Critique of Newtonia Mecha-

nics, en Ernest Mach – a Deeper Look (Dordrecht, Kluwer,

1992), págs. 243-261, en págs. 250.251.

8 Adams: Education, págs. 430-431.

9 Edward E. Daub, Rudolph Clausius, Dictionary of Scien-

tific Biography [DSB], 3, 303-311, en p. 304.

10 Paul Feyerabend, Consolations for the Specialist, en Criti-

cism and the Growth of Knowledge, Imre Lakatos y Alan

Musgrave, eds., Cambridge, Cambridge University Press,

1970: 197-230 (págs 207-208).

11 Adams, Education, págs. 440-443. No indica si Adams

asistió a la conferencia de Poincaré.

12 The Collected Papers of Albert Einstein, Volume 1: The Early

Years. 1879-1902. Traducción inglesa (Princeton, Prince-

ton University Press, 1987), p. 149.

13 Pero Adams era un pesimista cultural. En sentido contra-

rio, optimista, J.J. Thomson destacó en 1909, en un deba-

te sobre la completitud de la ciencia, que los últimos

descubrimientos tenían un efecto comparable al Re-

nacimiento (véase Badash, Completeness, pág. 55).

14 Adams, Education, pág. 363.

15 Ibid., pág. 435.

16 Ibid., pág. 407.

17 Sobre el pesimismo cultural de Adams, véase el libro de

Arthur Hermann: The Idea of Decline in Western History,

Nueva York, The Free Press, 1997: 153-165.

18 Christa Jungnickel y Russell McCormmach: Intellectual

Mastery of Nature: Theoretical Physics from Ohm to Einstein.

Volume 2. The Now Mighty Theoretical Physics 1870-1925,

Chicago, University of Chicago Press, 1986: 211; Alfred

Romer: Henri Becquerel, DSB, I: 558-561.

19 I. Bernard Cohen: Revolutions in Science, Cambridge,

Harvard University Press, 1985: 420-422; Jungnickel y

McCormmach: Theoretical Physiscs, pág. 262.

20Ibid., pág. 44. Ute Deichman: Biologist under Hitler, Cam-

bridge, Harvard University Press, 1996 (pág. 26) dice que las

cifras de Beyerchen son demasiado altas. Beyerchen, loc. cit.,

da cifras del 20 % para la pérdida de matemáticos, 13 %

para químicos, y 18 % para médicos.

21 Sayen, págs. 117-118.

22Sayen, págs. 121-122.

23Sayen, pág. 119.

Notas

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