Reseña de "eso mismo" por Juan M. García Cortina

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por Juan M. José Fraire en En Eso Estamos #14 eso mismo García Cortina

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Muestra de José Fraire curaduría de chempes saurio y dani lorenzo en En Eso Estamos (EEE) Calle 8 entre 41 y 42, Nº 460 septiembre 2013

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por Juan M.

José Fraire en En Eso Estamos

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García Cortina

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de José Frairecuraduría de chempes saurio y dani lorenzo

en En Eso Estamos (EEE)Calle 8 entre 41 y 42, Nº 460

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La heterogeneidad de formas y soportes agrupados parece conformar una sociedad

en permanente estado comunitario. Una sociedad que se aproxima menos al Estado-Nación y más a una cofradía que

se gobierna a sí misma en dirección apaisada.

Page 6: Reseña de "eso mismo" por Juan M. García Cortina

Una tarjeta de invitación a la muestra Eso mismo, de José Fraire, llega a mis manos en cuidada presentación de papel fotográfico. A un lado y a otro de ese amplio cartón cuadrado, un impactante texto visual de José encuentra sustento y armonía en un texto escrito que, cargado de matices, es dejado como antesala por los curadores Dani Lorenzo y Chempes Saurio. Todo convocante.

Sin mayor conocimiento sobre el lugar de la muestra, llego a En Eso Estamos (EEE) con el caer de la tarde. Habituado desde la cuna al racionalismo urbanístico de las calles platenses, y al entrecruzamiento de sus ricos estilos arquitectónicos, ingreso sin mayor sorpresa a una casa chorizo atravesada por la quietud y el silencio. Me muevo. Busco. Espero. Nada.

Largos segundos después, y a media luz en una de las habitaciones en línea, veo un cuerpo desplazarse. Pienso en las dinámicas de las muestras. Recuerdo la tarjeta de amplios bordes cuadrados. Agarro el picaporte. No entro.

Una mirada, con apariencia de fastidio, me hace saber que debo esperar afuera. Desde ese interior en calma parece querer resguardarse el ritmo de la respiración; y también, el tono y la economía de las palabras. "Al lado. No hay nadie. Ni idea". En idéntico tono, pero con dificultad en la respiración, me

disculpo y agradezco. Todo en uno y no se me entiende. Me solidarizo con aquella apariencia de fastidio. Torpe e incómodo, giro hacia una habitación contigua.

Una abertura clásica de madera, con sus dos hojas cerradas, preludian una salida de ese lugar con las manos vacías. O no tanto. A través del vidrio de una de esas puertas, y con la ayuda de una media luz que se filtra vaya uno a saber por dónde, alcanzo a ver una persona, y otra a su lado, y otras por detrás, y varias más confundidas entre sí. Extiendo la mirada y veo distintas edades y ropas, y distintas facciones y expresiones. Y lo veo a José.

Hace frío y llueve. Ni la más cerrada oscuridad que acompaña el viaje hasta mi casa consigue apagar en mi recuerdo tanta vida en esa gente, con sus colores y sus gestos, grandes y chicos, entremezclados pero juntos, habitantes, todos, de una única pared que los congrega y les permite ser y mostrarse frente al mundo tal como son, aunque más no sea a través del vidrio de esa puerta que no se abre, ya que tal vez no necesite abrirse para descubrir tanta vida heredada de su creador ni tanta vida donada por quienes organizan un espacio propio para esos seres que irradian tanta vida.

Cambia el día, pero no la lluvia y el frío. Cambia el tono de las voces, que llegan alegres desde la cocina con olores aceitosos y especiados. Cambia el biorritmo de esa casa, que me recibe nuevamente con sus movimientos de viernes por la noche. Y también cambia mi perspectiva frente a esos cuadros de distintos tamaños y soportes, los que tengo, finalmente, sin interferencias ante mis ojos.

El espacio de la pared ocupado por los retratos que tanta vida y luz irradian es tan cuadrado como la habitación (y como la tarjeta de invitación). No propone direccionamiento de miradas ni deja lugar para los cuestionables ciclos evolutivos que suelen ordenar los recorridos de ciertas muestras. Juega en mi mente la semblanza de un anodino .doc con márgenes simétricos, que obliga a hacer lecturas de arriba hacia abajo y de izquierda a derecha. Admito cierta incomodidad inicial.

A mi auxilio, y como un punctum catalogador, encuentro en una de las paredes laterales una imagen solitaria, a pocos centímetros del suelo. Es el rostro de una mujer, de reducidas dimensiones y escasas pinceladas, semicubierto por un

pañuelo rojo que apenas deja entrever una plácida sonrisa; y más, aún, que es portador de un efecto entrañablemente patético y comunicante.

Es el arte de decir mucho con poco.

Creo percibir un rotundo cambio de significaciones en ese ambiente. Esa pared central, atiborrada de retratos variados, es ahora la-pared-en-sí, la pared-circuito, la pared-establecimiento. Y es, por sobre todas las cosas, la conjunción de un estilo dramáticamente conmovedor con una organización espacial extraordinariamente poética.

Así, el Minero metalúrgico ruso, la Muchacha pop, el Bibliotecario, El Mongol, y todos los otros personajes -con su multiplicidad de orígenes, edades y demás

distinciones posibles- parecen perder su individualidad y ganar en riqueza colectiva. De esta manera, la heterogeneidad de formas y soportes agrupados parece conformar una sociedad en permanente estado comunitario. Una sociedad que se aproxima menos al Estado-Nación y más a una cofradía que se gobierna a sí misma en dirección apaisada. Esa sociedad, también, me recuerda la existencia del fuera de campo deleuzeano, con su "al lado" y su "otra parte", lo que exige agudizar los sentidos para poder percibir tanta vida y tanta luz en ese mundo de voces en off, de tonos cálidos saturados, de juegos en los parques y en las orillas, de texturas satinadas, de nacimiento y muerte entre las sábanas. Es fuerza narrativa y expresiva. Es cosmovisión.

Veo esa comunidad ahí. Con actitud subversiva, se revela anti-convencional e invierte los roles de quienes poblamos ese espacio, a un lado y a otro de la muestra. En duelo de libretos, intuyo que son los personajes de esa pared quienes imponen su mirada expansiva, y quienes contemplan -apaciblemente, tal sus predecibles costumbres de vida- el desfile de transeúntes y curiosos. Revelación y contemplación. Eso es Teorein en estado puro.

De ser cierta mi creencia, dicha Teoría -y la representación artística que contiene- debería necesariamente codearse entre otras de rango equivalente. Suceden, así, inevitables líneas de tensión y de luchas dialécticas inherentes al campo: corrientes de adhesión, tribunas contestatarias, argumentos y reflexión, burla e indiferencia.

En arbitraria digresión, tomo prestado ahora un margen de referencia propio de la literatura. En Viaje a la Semilla, Alejo Carpentier narra una historia en reversa: se inicia con el velorio de su protagonista y avanza (retrocede) hasta su estado embrionario. Hay, en esa obra, un determinado tratamiento del tiempo y el espacio conducente a una construcción simbólica particular. Hay, en ese autor, precisos (y osados) cánones estilísticos decididos, que pueden dejar desairados a los desprevenidos y a los incrédulos. Y hay, para quienes completan el circuito artístico desde sus roles como curadores, críticos, espectadores y lectores, el desafío de mantenerse inmóviles ante las dudas o intentar recorrer algún camino en dirección a ciertas certezas transformadoras.

Eso mismo, en tanto, sobrevuela reglas y preceptos dados. Su autor trasciende los debates y se apiada de los tics de época. A su vez, no carga con la exigencia de representar lo real, sino que acomete con sus imágenes mentales decidido a atravesar lo Real. Retrata a esos personajes de tanta vida y elabora, con ellos, una versión propia de la humanidad. Modela a gusto sus climas y geografías. Y también, esculpe todo tiempo pasado o futuro para conferirles un presente continuo. Tiempo presente, que es su estilo elegido para hablar del amor, la muerte o el destino. Y lo es para mí, para escribir esta reseña.

Eso mismo es eso mismo.

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Una tarjeta de invitación a la muestra Eso mismo, de José Fraire, llega a mis manos en cuidada presentación de papel fotográfico. A un lado y a otro de ese amplio cartón cuadrado, un impactante texto visual de José encuentra sustento y armonía en un texto escrito que, cargado de matices, es dejado como antesala por los curadores Dani Lorenzo y Chempes Saurio. Todo convocante.

Sin mayor conocimiento sobre el lugar de la muestra, llego a En Eso Estamos (EEE) con el caer de la tarde. Habituado desde la cuna al racionalismo urbanístico de las calles platenses, y al entrecruzamiento de sus ricos estilos arquitectónicos, ingreso sin mayor sorpresa a una casa chorizo atravesada por la quietud y el silencio. Me muevo. Busco. Espero. Nada.

Largos segundos después, y a media luz en una de las habitaciones en línea, veo un cuerpo desplazarse. Pienso en las dinámicas de las muestras. Recuerdo la tarjeta de amplios bordes cuadrados. Agarro el picaporte. No entro.

Una mirada, con apariencia de fastidio, me hace saber que debo esperar afuera. Desde ese interior en calma parece querer resguardarse el ritmo de la respiración; y también, el tono y la economía de las palabras. "Al lado. No hay nadie. Ni idea". En idéntico tono, pero con dificultad en la respiración, me

disculpo y agradezco. Todo en uno y no se me entiende. Me solidarizo con aquella apariencia de fastidio. Torpe e incómodo, giro hacia una habitación contigua.

Una abertura clásica de madera, con sus dos hojas cerradas, preludian una salida de ese lugar con las manos vacías. O no tanto. A través del vidrio de una de esas puertas, y con la ayuda de una media luz que se filtra vaya uno a saber por dónde, alcanzo a ver una persona, y otra a su lado, y otras por detrás, y varias más confundidas entre sí. Extiendo la mirada y veo distintas edades y ropas, y distintas facciones y expresiones. Y lo veo a José.

Hace frío y llueve. Ni la más cerrada oscuridad que acompaña el viaje hasta mi casa consigue apagar en mi recuerdo tanta vida en esa gente, con sus colores y sus gestos, grandes y chicos, entremezclados pero juntos, habitantes, todos, de una única pared que los congrega y les permite ser y mostrarse frente al mundo tal como son, aunque más no sea a través del vidrio de esa puerta que no se abre, ya que tal vez no necesite abrirse para descubrir tanta vida heredada de su creador ni tanta vida donada por quienes organizan un espacio propio para esos seres que irradian tanta vida.

Cambia el día, pero no la lluvia y el frío. Cambia el tono de las voces, que llegan alegres desde la cocina con olores aceitosos y especiados. Cambia el biorritmo de esa casa, que me recibe nuevamente con sus movimientos de viernes por la noche. Y también cambia mi perspectiva frente a esos cuadros de distintos tamaños y soportes, los que tengo, finalmente, sin interferencias ante mis ojos.

El espacio de la pared ocupado por los retratos que tanta vida y luz irradian es tan cuadrado como la habitación (y como la tarjeta de invitación). No propone direccionamiento de miradas ni deja lugar para los cuestionables ciclos evolutivos que suelen ordenar los recorridos de ciertas muestras. Juega en mi mente la semblanza de un anodino .doc con márgenes simétricos, que obliga a hacer lecturas de arriba hacia abajo y de izquierda a derecha. Admito cierta incomodidad inicial.

A mi auxilio, y como un punctum catalogador, encuentro en una de las paredes laterales una imagen solitaria, a pocos centímetros del suelo. Es el rostro de una mujer, de reducidas dimensiones y escasas pinceladas, semicubierto por un

pañuelo rojo que apenas deja entrever una plácida sonrisa; y más, aún, que es portador de un efecto entrañablemente patético y comunicante.

Es el arte de decir mucho con poco.

Creo percibir un rotundo cambio de significaciones en ese ambiente. Esa pared central, atiborrada de retratos variados, es ahora la-pared-en-sí, la pared-circuito, la pared-establecimiento. Y es, por sobre todas las cosas, la conjunción de un estilo dramáticamente conmovedor con una organización espacial extraordinariamente poética.

Así, el Minero metalúrgico ruso, la Muchacha pop, el Bibliotecario, El Mongol, y todos los otros personajes -con su multiplicidad de orígenes, edades y demás

RESEÑA

por Juan M. García CortinaMártir

"(...) Así fue como un hombre ascendió un día a la cima inaccesible, y un barco logró llegar al confín del mar infinito. (...) Pero la más hermosa de todas las dudas es cuando los débiles y desalentados levantan su cabeza y dejan de creer en la fuerza de sus opresores. (...)"

De La Duda, Bertolt Brecht

distinciones posibles- parecen perder su individualidad y ganar en riqueza colectiva. De esta manera, la heterogeneidad de formas y soportes agrupados parece conformar una sociedad en permanente estado comunitario. Una sociedad que se aproxima menos al Estado-Nación y más a una cofradía que se gobierna a sí misma en dirección apaisada. Esa sociedad, también, me recuerda la existencia del fuera de campo deleuzeano, con su "al lado" y su "otra parte", lo que exige agudizar los sentidos para poder percibir tanta vida y tanta luz en ese mundo de voces en off, de tonos cálidos saturados, de juegos en los parques y en las orillas, de texturas satinadas, de nacimiento y muerte entre las sábanas. Es fuerza narrativa y expresiva. Es cosmovisión.

Veo esa comunidad ahí. Con actitud subversiva, se revela anti-convencional e invierte los roles de quienes poblamos ese espacio, a un lado y a otro de la muestra. En duelo de libretos, intuyo que son los personajes de esa pared quienes imponen su mirada expansiva, y quienes contemplan -apaciblemente, tal sus predecibles costumbres de vida- el desfile de transeúntes y curiosos. Revelación y contemplación. Eso es Teorein en estado puro.

De ser cierta mi creencia, dicha Teoría -y la representación artística que contiene- debería necesariamente codearse entre otras de rango equivalente. Suceden, así, inevitables líneas de tensión y de luchas dialécticas inherentes al campo: corrientes de adhesión, tribunas contestatarias, argumentos y reflexión, burla e indiferencia.

En arbitraria digresión, tomo prestado ahora un margen de referencia propio de la literatura. En Viaje a la Semilla, Alejo Carpentier narra una historia en reversa: se inicia con el velorio de su protagonista y avanza (retrocede) hasta su estado embrionario. Hay, en esa obra, un determinado tratamiento del tiempo y el espacio conducente a una construcción simbólica particular. Hay, en ese autor, precisos (y osados) cánones estilísticos decididos, que pueden dejar desairados a los desprevenidos y a los incrédulos. Y hay, para quienes completan el circuito artístico desde sus roles como curadores, críticos, espectadores y lectores, el desafío de mantenerse inmóviles ante las dudas o intentar recorrer algún camino en dirección a ciertas certezas transformadoras.

Eso mismo, en tanto, sobrevuela reglas y preceptos dados. Su autor trasciende los debates y se apiada de los tics de época. A su vez, no carga con la exigencia de representar lo real, sino que acomete con sus imágenes mentales decidido a atravesar lo Real. Retrata a esos personajes de tanta vida y elabora, con ellos, una versión propia de la humanidad. Modela a gusto sus climas y geografías. Y también, esculpe todo tiempo pasado o futuro para conferirles un presente continuo. Tiempo presente, que es su estilo elegido para hablar del amor, la muerte o el destino. Y lo es para mí, para escribir esta reseña.

Eso mismo es eso mismo.

Page 8: Reseña de "eso mismo" por Juan M. García Cortina

Una tarjeta de invitación a la muestra Eso mismo, de José Fraire, llega a mis manos en cuidada presentación de papel fotográfico. A un lado y a otro de ese amplio cartón cuadrado, un impactante texto visual de José encuentra sustento y armonía en un texto escrito que, cargado de matices, es dejado como antesala por los curadores Dani Lorenzo y Chempes Saurio. Todo convocante.

Sin mayor conocimiento sobre el lugar de la muestra, llego a En Eso Estamos (EEE) con el caer de la tarde. Habituado desde la cuna al racionalismo urbanístico de las calles platenses, y al entrecruzamiento de sus ricos estilos arquitectónicos, ingreso sin mayor sorpresa a una casa chorizo atravesada por la quietud y el silencio. Me muevo. Busco. Espero. Nada.

Largos segundos después, y a media luz en una de las habitaciones en línea, veo un cuerpo desplazarse. Pienso en las dinámicas de las muestras. Recuerdo la tarjeta de amplios bordes cuadrados. Agarro el picaporte. No entro.

Una mirada, con apariencia de fastidio, me hace saber que debo esperar afuera. Desde ese interior en calma parece querer resguardarse el ritmo de la respiración; y también, el tono y la economía de las palabras. "Al lado. No hay nadie. Ni idea". En idéntico tono, pero con dificultad en la respiración, me

disculpo y agradezco. Todo en uno y no se me entiende. Me solidarizo con aquella apariencia de fastidio. Torpe e incómodo, giro hacia una habitación contigua.

Una abertura clásica de madera, con sus dos hojas cerradas, preludian una salida de ese lugar con las manos vacías. O no tanto. A través del vidrio de una de esas puertas, y con la ayuda de una media luz que se filtra vaya uno a saber por dónde, alcanzo a ver una persona, y otra a su lado, y otras por detrás, y varias más confundidas entre sí. Extiendo la mirada y veo distintas edades y ropas, y distintas facciones y expresiones. Y lo veo a José.

Hace frío y llueve. Ni la más cerrada oscuridad que acompaña el viaje hasta mi casa consigue apagar en mi recuerdo tanta vida en esa gente, con sus colores y sus gestos, grandes y chicos, entremezclados pero juntos, habitantes, todos, de una única pared que los congrega y les permite ser y mostrarse frente al mundo tal como son, aunque más no sea a través del vidrio de esa puerta que no se abre, ya que tal vez no necesite abrirse para descubrir tanta vida heredada de su creador ni tanta vida donada por quienes organizan un espacio propio para esos seres que irradian tanta vida.

Cambia el día, pero no la lluvia y el frío. Cambia el tono de las voces, que llegan alegres desde la cocina con olores aceitosos y especiados. Cambia el biorritmo de esa casa, que me recibe nuevamente con sus movimientos de viernes por la noche. Y también cambia mi perspectiva frente a esos cuadros de distintos tamaños y soportes, los que tengo, finalmente, sin interferencias ante mis ojos.

El espacio de la pared ocupado por los retratos que tanta vida y luz irradian es tan cuadrado como la habitación (y como la tarjeta de invitación). No propone direccionamiento de miradas ni deja lugar para los cuestionables ciclos evolutivos que suelen ordenar los recorridos de ciertas muestras. Juega en mi mente la semblanza de un anodino .doc con márgenes simétricos, que obliga a hacer lecturas de arriba hacia abajo y de izquierda a derecha. Admito cierta incomodidad inicial.

A mi auxilio, y como un punctum catalogador, encuentro en una de las paredes laterales una imagen solitaria, a pocos centímetros del suelo. Es el rostro de una mujer, de reducidas dimensiones y escasas pinceladas, semicubierto por un

pañuelo rojo que apenas deja entrever una plácida sonrisa; y más, aún, que es portador de un efecto entrañablemente patético y comunicante.

Es el arte de decir mucho con poco.

Creo percibir un rotundo cambio de significaciones en ese ambiente. Esa pared central, atiborrada de retratos variados, es ahora la-pared-en-sí, la pared-circuito, la pared-establecimiento. Y es, por sobre todas las cosas, la conjunción de un estilo dramáticamente conmovedor con una organización espacial extraordinariamente poética.

Así, el Minero metalúrgico ruso, la Muchacha pop, el Bibliotecario, El Mongol, y todos los otros personajes -con su multiplicidad de orígenes, edades y demás

distinciones posibles- parecen perder su individualidad y ganar en riqueza colectiva. De esta manera, la heterogeneidad de formas y soportes agrupados parece conformar una sociedad en permanente estado comunitario. Una sociedad que se aproxima menos al Estado-Nación y más a una cofradía que se gobierna a sí misma en dirección apaisada. Esa sociedad, también, me recuerda la existencia del fuera de campo deleuzeano, con su "al lado" y su "otra parte", lo que exige agudizar los sentidos para poder percibir tanta vida y tanta luz en ese mundo de voces en off, de tonos cálidos saturados, de juegos en los parques y en las orillas, de texturas satinadas, de nacimiento y muerte entre las sábanas. Es fuerza narrativa y expresiva. Es cosmovisión.

Veo esa comunidad ahí. Con actitud subversiva, se revela anti-convencional e invierte los roles de quienes poblamos ese espacio, a un lado y a otro de la muestra. En duelo de libretos, intuyo que son los personajes de esa pared quienes imponen su mirada expansiva, y quienes contemplan -apaciblemente, tal sus predecibles costumbres de vida- el desfile de transeúntes y curiosos. Revelación y contemplación. Eso es Teorein en estado puro.

De ser cierta mi creencia, dicha Teoría -y la representación artística que contiene- debería necesariamente codearse entre otras de rango equivalente. Suceden, así, inevitables líneas de tensión y de luchas dialécticas inherentes al campo: corrientes de adhesión, tribunas contestatarias, argumentos y reflexión, burla e indiferencia.

En arbitraria digresión, tomo prestado ahora un margen de referencia propio de la literatura. En Viaje a la Semilla, Alejo Carpentier narra una historia en reversa: se inicia con el velorio de su protagonista y avanza (retrocede) hasta su estado embrionario. Hay, en esa obra, un determinado tratamiento del tiempo y el espacio conducente a una construcción simbólica particular. Hay, en ese autor, precisos (y osados) cánones estilísticos decididos, que pueden dejar desairados a los desprevenidos y a los incrédulos. Y hay, para quienes completan el circuito artístico desde sus roles como curadores, críticos, espectadores y lectores, el desafío de mantenerse inmóviles ante las dudas o intentar recorrer algún camino en dirección a ciertas certezas transformadoras.

Eso mismo, en tanto, sobrevuela reglas y preceptos dados. Su autor trasciende los debates y se apiada de los tics de época. A su vez, no carga con la exigencia de representar lo real, sino que acomete con sus imágenes mentales decidido a atravesar lo Real. Retrata a esos personajes de tanta vida y elabora, con ellos, una versión propia de la humanidad. Modela a gusto sus climas y geografías. Y también, esculpe todo tiempo pasado o futuro para conferirles un presente continuo. Tiempo presente, que es su estilo elegido para hablar del amor, la muerte o el destino. Y lo es para mí, para escribir esta reseña.

Eso mismo es eso mismo.

El Punctum de una fotografía es ese azar que en ella me despunta. (Roland Barthes)

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Una tarjeta de invitación a la muestra Eso mismo, de José Fraire, llega a mis manos en cuidada presentación de papel fotográfico. A un lado y a otro de ese amplio cartón cuadrado, un impactante texto visual de José encuentra sustento y armonía en un texto escrito que, cargado de matices, es dejado como antesala por los curadores Dani Lorenzo y Chempes Saurio. Todo convocante.

Sin mayor conocimiento sobre el lugar de la muestra, llego a En Eso Estamos (EEE) con el caer de la tarde. Habituado desde la cuna al racionalismo urbanístico de las calles platenses, y al entrecruzamiento de sus ricos estilos arquitectónicos, ingreso sin mayor sorpresa a una casa chorizo atravesada por la quietud y el silencio. Me muevo. Busco. Espero. Nada.

Largos segundos después, y a media luz en una de las habitaciones en línea, veo un cuerpo desplazarse. Pienso en las dinámicas de las muestras. Recuerdo la tarjeta de amplios bordes cuadrados. Agarro el picaporte. No entro.

Una mirada, con apariencia de fastidio, me hace saber que debo esperar afuera. Desde ese interior en calma parece querer resguardarse el ritmo de la respiración; y también, el tono y la economía de las palabras. "Al lado. No hay nadie. Ni idea". En idéntico tono, pero con dificultad en la respiración, me

disculpo y agradezco. Todo en uno y no se me entiende. Me solidarizo con aquella apariencia de fastidio. Torpe e incómodo, giro hacia una habitación contigua.

Una abertura clásica de madera, con sus dos hojas cerradas, preludian una salida de ese lugar con las manos vacías. O no tanto. A través del vidrio de una de esas puertas, y con la ayuda de una media luz que se filtra vaya uno a saber por dónde, alcanzo a ver una persona, y otra a su lado, y otras por detrás, y varias más confundidas entre sí. Extiendo la mirada y veo distintas edades y ropas, y distintas facciones y expresiones. Y lo veo a José.

Hace frío y llueve. Ni la más cerrada oscuridad que acompaña el viaje hasta mi casa consigue apagar en mi recuerdo tanta vida en esa gente, con sus colores y sus gestos, grandes y chicos, entremezclados pero juntos, habitantes, todos, de una única pared que los congrega y les permite ser y mostrarse frente al mundo tal como son, aunque más no sea a través del vidrio de esa puerta que no se abre, ya que tal vez no necesite abrirse para descubrir tanta vida heredada de su creador ni tanta vida donada por quienes organizan un espacio propio para esos seres que irradian tanta vida.

Cambia el día, pero no la lluvia y el frío. Cambia el tono de las voces, que llegan alegres desde la cocina con olores aceitosos y especiados. Cambia el biorritmo de esa casa, que me recibe nuevamente con sus movimientos de viernes por la noche. Y también cambia mi perspectiva frente a esos cuadros de distintos tamaños y soportes, los que tengo, finalmente, sin interferencias ante mis ojos.

El espacio de la pared ocupado por los retratos que tanta vida y luz irradian es tan cuadrado como la habitación (y como la tarjeta de invitación). No propone direccionamiento de miradas ni deja lugar para los cuestionables ciclos evolutivos que suelen ordenar los recorridos de ciertas muestras. Juega en mi mente la semblanza de un anodino .doc con márgenes simétricos, que obliga a hacer lecturas de arriba hacia abajo y de izquierda a derecha. Admito cierta incomodidad inicial.

A mi auxilio, y como un punctum catalogador, encuentro en una de las paredes laterales una imagen solitaria, a pocos centímetros del suelo. Es el rostro de una mujer, de reducidas dimensiones y escasas pinceladas, semicubierto por un

pañuelo rojo que apenas deja entrever una plácida sonrisa; y más, aún, que es portador de un efecto entrañablemente patético y comunicante.

Es el arte de decir mucho con poco.

Creo percibir un rotundo cambio de significaciones en ese ambiente. Esa pared central, atiborrada de retratos variados, es ahora la-pared-en-sí, la pared-circuito, la pared-establecimiento. Y es, por sobre todas las cosas, la conjunción de un estilo dramáticamente conmovedor con una organización espacial extraordinariamente poética.

Así, el Minero metalúrgico ruso, la Muchacha pop, el Bibliotecario, El Mongol, y todos los otros personajes -con su multiplicidad de orígenes, edades y demás

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distinciones posibles- parecen perder su individualidad y ganar en riqueza colectiva. De esta manera, la heterogeneidad de formas y soportes agrupados parece conformar una sociedad en permanente estado comunitario. Una sociedad que se aproxima menos al Estado-Nación y más a una cofradía que se gobierna a sí misma en dirección apaisada. Esa sociedad, también, me recuerda la existencia del fuera de campo deleuzeano, con su "al lado" y su "otra parte", lo que exige agudizar los sentidos para poder percibir tanta vida y tanta luz en ese mundo de voces en off, de tonos cálidos saturados, de juegos en los parques y en las orillas, de texturas satinadas, de nacimiento y muerte entre las sábanas. Es fuerza narrativa y expresiva. Es cosmovisión.

Veo esa comunidad ahí. Con actitud subversiva, se revela anti-convencional e invierte los roles de quienes poblamos ese espacio, a un lado y a otro de la muestra. En duelo de libretos, intuyo que son los personajes de esa pared quienes imponen su mirada expansiva, y quienes contemplan -apaciblemente, tal sus predecibles costumbres de vida- el desfile de transeúntes y curiosos. Revelación y contemplación. Eso es Teorein en estado puro.

De ser cierta mi creencia, dicha Teoría -y la representación artística que contiene- debería necesariamente codearse entre otras de rango equivalente. Suceden, así, inevitables líneas de tensión y de luchas dialécticas inherentes al campo: corrientes de adhesión, tribunas contestatarias, argumentos y reflexión, burla e indiferencia.

En arbitraria digresión, tomo prestado ahora un margen de referencia propio de la literatura. En Viaje a la Semilla, Alejo Carpentier narra una historia en reversa: se inicia con el velorio de su protagonista y avanza (retrocede) hasta su estado embrionario. Hay, en esa obra, un determinado tratamiento del tiempo y el espacio conducente a una construcción simbólica particular. Hay, en ese autor, precisos (y osados) cánones estilísticos decididos, que pueden dejar desairados a los desprevenidos y a los incrédulos. Y hay, para quienes completan el circuito artístico desde sus roles como curadores, críticos, espectadores y lectores, el desafío de mantenerse inmóviles ante las dudas o intentar recorrer algún camino en dirección a ciertas certezas transformadoras.

Eso mismo, en tanto, sobrevuela reglas y preceptos dados. Su autor trasciende los debates y se apiada de los tics de época. A su vez, no carga con la exigencia de representar lo real, sino que acomete con sus imágenes mentales decidido a atravesar lo Real. Retrata a esos personajes de tanta vida y elabora, con ellos, una versión propia de la humanidad. Modela a gusto sus climas y geografías. Y también, esculpe todo tiempo pasado o futuro para conferirles un presente continuo. Tiempo presente, que es su estilo elegido para hablar del amor, la muerte o el destino. Y lo es para mí, para escribir esta reseña.

Eso mismo es eso mismo.

Page 10: Reseña de "eso mismo" por Juan M. García Cortina

Una tarjeta de invitación a la muestra Eso mismo, de José Fraire, llega a mis manos en cuidada presentación de papel fotográfico. A un lado y a otro de ese amplio cartón cuadrado, un impactante texto visual de José encuentra sustento y armonía en un texto escrito que, cargado de matices, es dejado como antesala por los curadores Dani Lorenzo y Chempes Saurio. Todo convocante.

Sin mayor conocimiento sobre el lugar de la muestra, llego a En Eso Estamos (EEE) con el caer de la tarde. Habituado desde la cuna al racionalismo urbanístico de las calles platenses, y al entrecruzamiento de sus ricos estilos arquitectónicos, ingreso sin mayor sorpresa a una casa chorizo atravesada por la quietud y el silencio. Me muevo. Busco. Espero. Nada.

Largos segundos después, y a media luz en una de las habitaciones en línea, veo un cuerpo desplazarse. Pienso en las dinámicas de las muestras. Recuerdo la tarjeta de amplios bordes cuadrados. Agarro el picaporte. No entro.

Una mirada, con apariencia de fastidio, me hace saber que debo esperar afuera. Desde ese interior en calma parece querer resguardarse el ritmo de la respiración; y también, el tono y la economía de las palabras. "Al lado. No hay nadie. Ni idea". En idéntico tono, pero con dificultad en la respiración, me

disculpo y agradezco. Todo en uno y no se me entiende. Me solidarizo con aquella apariencia de fastidio. Torpe e incómodo, giro hacia una habitación contigua.

Una abertura clásica de madera, con sus dos hojas cerradas, preludian una salida de ese lugar con las manos vacías. O no tanto. A través del vidrio de una de esas puertas, y con la ayuda de una media luz que se filtra vaya uno a saber por dónde, alcanzo a ver una persona, y otra a su lado, y otras por detrás, y varias más confundidas entre sí. Extiendo la mirada y veo distintas edades y ropas, y distintas facciones y expresiones. Y lo veo a José.

Hace frío y llueve. Ni la más cerrada oscuridad que acompaña el viaje hasta mi casa consigue apagar en mi recuerdo tanta vida en esa gente, con sus colores y sus gestos, grandes y chicos, entremezclados pero juntos, habitantes, todos, de una única pared que los congrega y les permite ser y mostrarse frente al mundo tal como son, aunque más no sea a través del vidrio de esa puerta que no se abre, ya que tal vez no necesite abrirse para descubrir tanta vida heredada de su creador ni tanta vida donada por quienes organizan un espacio propio para esos seres que irradian tanta vida.

Cambia el día, pero no la lluvia y el frío. Cambia el tono de las voces, que llegan alegres desde la cocina con olores aceitosos y especiados. Cambia el biorritmo de esa casa, que me recibe nuevamente con sus movimientos de viernes por la noche. Y también cambia mi perspectiva frente a esos cuadros de distintos tamaños y soportes, los que tengo, finalmente, sin interferencias ante mis ojos.

El espacio de la pared ocupado por los retratos que tanta vida y luz irradian es tan cuadrado como la habitación (y como la tarjeta de invitación). No propone direccionamiento de miradas ni deja lugar para los cuestionables ciclos evolutivos que suelen ordenar los recorridos de ciertas muestras. Juega en mi mente la semblanza de un anodino .doc con márgenes simétricos, que obliga a hacer lecturas de arriba hacia abajo y de izquierda a derecha. Admito cierta incomodidad inicial.

A mi auxilio, y como un punctum catalogador, encuentro en una de las paredes laterales una imagen solitaria, a pocos centímetros del suelo. Es el rostro de una mujer, de reducidas dimensiones y escasas pinceladas, semicubierto por un

pañuelo rojo que apenas deja entrever una plácida sonrisa; y más, aún, que es portador de un efecto entrañablemente patético y comunicante.

Es el arte de decir mucho con poco.

Creo percibir un rotundo cambio de significaciones en ese ambiente. Esa pared central, atiborrada de retratos variados, es ahora la-pared-en-sí, la pared-circuito, la pared-establecimiento. Y es, por sobre todas las cosas, la conjunción de un estilo dramáticamente conmovedor con una organización espacial extraordinariamente poética.

Así, el Minero metalúrgico ruso, la Muchacha pop, el Bibliotecario, El Mongol, y todos los otros personajes -con su multiplicidad de orígenes, edades y demás

distinciones posibles- parecen perder su individualidad y ganar en riqueza colectiva. De esta manera, la heterogeneidad de formas y soportes agrupados parece conformar una sociedad en permanente estado comunitario. Una sociedad que se aproxima menos al Estado-Nación y más a una cofradía que se gobierna a sí misma en dirección apaisada. Esa sociedad, también, me recuerda la existencia del fuera de campo deleuzeano, con su "al lado" y su "otra parte", lo que exige agudizar los sentidos para poder percibir tanta vida y tanta luz en ese mundo de voces en off, de tonos cálidos saturados, de juegos en los parques y en las orillas, de texturas satinadas, de nacimiento y muerte entre las sábanas. Es fuerza narrativa y expresiva. Es cosmovisión.

Veo esa comunidad ahí. Con actitud subversiva, se revela anti-convencional e invierte los roles de quienes poblamos ese espacio, a un lado y a otro de la muestra. En duelo de libretos, intuyo que son los personajes de esa pared quienes imponen su mirada expansiva, y quienes contemplan -apaciblemente, tal sus predecibles costumbres de vida- el desfile de transeúntes y curiosos. Revelación y contemplación. Eso es Teorein en estado puro.

De ser cierta mi creencia, dicha Teoría -y la representación artística que contiene- debería necesariamente codearse entre otras de rango equivalente. Suceden, así, inevitables líneas de tensión y de luchas dialécticas inherentes al campo: corrientes de adhesión, tribunas contestatarias, argumentos y reflexión, burla e indiferencia.

En arbitraria digresión, tomo prestado ahora un margen de referencia propio de la literatura. En Viaje a la Semilla, Alejo Carpentier narra una historia en reversa: se inicia con el velorio de su protagonista y avanza (retrocede) hasta su estado embrionario. Hay, en esa obra, un determinado tratamiento del tiempo y el espacio conducente a una construcción simbólica particular. Hay, en ese autor, precisos (y osados) cánones estilísticos decididos, que pueden dejar desairados a los desprevenidos y a los incrédulos. Y hay, para quienes completan el circuito artístico desde sus roles como curadores, críticos, espectadores y lectores, el desafío de mantenerse inmóviles ante las dudas o intentar recorrer algún camino en dirección a ciertas certezas transformadoras.

Eso mismo, en tanto, sobrevuela reglas y preceptos dados. Su autor trasciende los debates y se apiada de los tics de época. A su vez, no carga con la exigencia de representar lo real, sino que acomete con sus imágenes mentales decidido a atravesar lo Real. Retrata a esos personajes de tanta vida y elabora, con ellos, una versión propia de la humanidad. Modela a gusto sus climas y geografías. Y también, esculpe todo tiempo pasado o futuro para conferirles un presente continuo. Tiempo presente, que es su estilo elegido para hablar del amor, la muerte o el destino. Y lo es para mí, para escribir esta reseña.

Eso mismo es eso mismo.

Page 11: Reseña de "eso mismo" por Juan M. García Cortina

Una tarjeta de invitación a la muestra Eso mismo, de José Fraire, llega a mis manos en cuidada presentación de papel fotográfico. A un lado y a otro de ese amplio cartón cuadrado, un impactante texto visual de José encuentra sustento y armonía en un texto escrito que, cargado de matices, es dejado como antesala por los curadores Dani Lorenzo y Chempes Saurio. Todo convocante.

Sin mayor conocimiento sobre el lugar de la muestra, llego a En Eso Estamos (EEE) con el caer de la tarde. Habituado desde la cuna al racionalismo urbanístico de las calles platenses, y al entrecruzamiento de sus ricos estilos arquitectónicos, ingreso sin mayor sorpresa a una casa chorizo atravesada por la quietud y el silencio. Me muevo. Busco. Espero. Nada.

Largos segundos después, y a media luz en una de las habitaciones en línea, veo un cuerpo desplazarse. Pienso en las dinámicas de las muestras. Recuerdo la tarjeta de amplios bordes cuadrados. Agarro el picaporte. No entro.

Una mirada, con apariencia de fastidio, me hace saber que debo esperar afuera. Desde ese interior en calma parece querer resguardarse el ritmo de la respiración; y también, el tono y la economía de las palabras. "Al lado. No hay nadie. Ni idea". En idéntico tono, pero con dificultad en la respiración, me

disculpo y agradezco. Todo en uno y no se me entiende. Me solidarizo con aquella apariencia de fastidio. Torpe e incómodo, giro hacia una habitación contigua.

Una abertura clásica de madera, con sus dos hojas cerradas, preludian una salida de ese lugar con las manos vacías. O no tanto. A través del vidrio de una de esas puertas, y con la ayuda de una media luz que se filtra vaya uno a saber por dónde, alcanzo a ver una persona, y otra a su lado, y otras por detrás, y varias más confundidas entre sí. Extiendo la mirada y veo distintas edades y ropas, y distintas facciones y expresiones. Y lo veo a José.

Hace frío y llueve. Ni la más cerrada oscuridad que acompaña el viaje hasta mi casa consigue apagar en mi recuerdo tanta vida en esa gente, con sus colores y sus gestos, grandes y chicos, entremezclados pero juntos, habitantes, todos, de una única pared que los congrega y les permite ser y mostrarse frente al mundo tal como son, aunque más no sea a través del vidrio de esa puerta que no se abre, ya que tal vez no necesite abrirse para descubrir tanta vida heredada de su creador ni tanta vida donada por quienes organizan un espacio propio para esos seres que irradian tanta vida.

Cambia el día, pero no la lluvia y el frío. Cambia el tono de las voces, que llegan alegres desde la cocina con olores aceitosos y especiados. Cambia el biorritmo de esa casa, que me recibe nuevamente con sus movimientos de viernes por la noche. Y también cambia mi perspectiva frente a esos cuadros de distintos tamaños y soportes, los que tengo, finalmente, sin interferencias ante mis ojos.

El espacio de la pared ocupado por los retratos que tanta vida y luz irradian es tan cuadrado como la habitación (y como la tarjeta de invitación). No propone direccionamiento de miradas ni deja lugar para los cuestionables ciclos evolutivos que suelen ordenar los recorridos de ciertas muestras. Juega en mi mente la semblanza de un anodino .doc con márgenes simétricos, que obliga a hacer lecturas de arriba hacia abajo y de izquierda a derecha. Admito cierta incomodidad inicial.

A mi auxilio, y como un punctum catalogador, encuentro en una de las paredes laterales una imagen solitaria, a pocos centímetros del suelo. Es el rostro de una mujer, de reducidas dimensiones y escasas pinceladas, semicubierto por un

pañuelo rojo que apenas deja entrever una plácida sonrisa; y más, aún, que es portador de un efecto entrañablemente patético y comunicante.

Es el arte de decir mucho con poco.

Creo percibir un rotundo cambio de significaciones en ese ambiente. Esa pared central, atiborrada de retratos variados, es ahora la-pared-en-sí, la pared-circuito, la pared-establecimiento. Y es, por sobre todas las cosas, la conjunción de un estilo dramáticamente conmovedor con una organización espacial extraordinariamente poética.

Así, el Minero metalúrgico ruso, la Muchacha pop, el Bibliotecario, El Mongol, y todos los otros personajes -con su multiplicidad de orígenes, edades y demás

distinciones posibles- parecen perder su individualidad y ganar en riqueza colectiva. De esta manera, la heterogeneidad de formas y soportes agrupados parece conformar una sociedad en permanente estado comunitario. Una sociedad que se aproxima menos al Estado-Nación y más a una cofradía que se gobierna a sí misma en dirección apaisada. Esa sociedad, también, me recuerda la existencia del fuera de campo deleuzeano, con su "al lado" y su "otra parte", lo que exige agudizar los sentidos para poder percibir tanta vida y tanta luz en ese mundo de voces en off, de tonos cálidos saturados, de juegos en los parques y en las orillas, de texturas satinadas, de nacimiento y muerte entre las sábanas. Es fuerza narrativa y expresiva. Es cosmovisión.

Veo esa comunidad ahí. Con actitud subversiva, se revela anti-convencional e invierte los roles de quienes poblamos ese espacio, a un lado y a otro de la muestra. En duelo de libretos, intuyo que son los personajes de esa pared quienes imponen su mirada expansiva, y quienes contemplan -apaciblemente, tal sus predecibles costumbres de vida- el desfile de transeúntes y curiosos. Revelación y contemplación. Eso es Teorein en estado puro.

De ser cierta mi creencia, dicha Teoría -y la representación artística que contiene- debería necesariamente codearse entre otras de rango equivalente. Suceden, así, inevitables líneas de tensión y de luchas dialécticas inherentes al campo: corrientes de adhesión, tribunas contestatarias, argumentos y reflexión, burla e indiferencia.

En arbitraria digresión, tomo prestado ahora un margen de referencia propio de la literatura. En Viaje a la Semilla, Alejo Carpentier narra una historia en reversa: se inicia con el velorio de su protagonista y avanza (retrocede) hasta su estado embrionario. Hay, en esa obra, un determinado tratamiento del tiempo y el espacio conducente a una construcción simbólica particular. Hay, en ese autor, precisos (y osados) cánones estilísticos decididos, que pueden dejar desairados a los desprevenidos y a los incrédulos. Y hay, para quienes completan el circuito artístico desde sus roles como curadores, críticos, espectadores y lectores, el desafío de mantenerse inmóviles ante las dudas o intentar recorrer algún camino en dirección a ciertas certezas transformadoras.

Eso mismo, en tanto, sobrevuela reglas y preceptos dados. Su autor trasciende los debates y se apiada de los tics de época. A su vez, no carga con la exigencia de representar lo real, sino que acomete con sus imágenes mentales decidido a atravesar lo Real. Retrata a esos personajes de tanta vida y elabora, con ellos, una versión propia de la humanidad. Modela a gusto sus climas y geografías. Y también, esculpe todo tiempo pasado o futuro para conferirles un presente continuo. Tiempo presente, que es su estilo elegido para hablar del amor, la muerte o el destino. Y lo es para mí, para escribir esta reseña.

Eso mismo es eso mismo.

http://sintomacuradores.tumblr.com/post/43744847796/copias-fallidas-de-una-imagen-mental-de-jose-fraire

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