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TRAFALGAR 113 IX Octubre era el mes, y 18 el día. De esta fecha no me queda duda, porque al día siguiente salió la es- cuadra. Nos levantamos muy temprano y fuimos al muelle, donde esperaba un bote que nos condujo a bordo. Figúrense ustedes cuál sería mi estupor, ¡qué di- go, estupor!, mi entusiasmo, mi enajenación, cuando me vi cerca del Santísima Trinidad, el mayor barco del mundo, aquel alcázar de madera, que visto de lejos se representaba en mi imaginación como una fabrica portentosa, sobrenatural, único monstruo digno de la majestad de los mares. Cuando nuestro bote pasa- ba junto a un navío, yo le examinaba con cierto reli- gioso asombro, admirado de ver tan grandes los cascos que me parecían tan pequeñitos desde la mu-

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IX

Octubre era el mes, y 18 el día. De esta fecha nome queda duda, porque al día siguiente salió la es-cuadra. Nos levantamos muy temprano y fuimos almuelle, donde esperaba un bote que nos condujo abordo.

Figúrense ustedes cuál sería mi estupor, ¡qué di-go, estupor!, mi entusiasmo, mi enajenación, cuandome vi cerca del Santísima Trinidad, el mayor barco delmundo, aquel alcázar de madera, que visto de lejosse representaba en mi imaginación como una fabricaportentosa, sobrenatural, único monstruo digno dela majestad de los mares. Cuando nuestro bote pasa-ba junto a un navío, yo le examinaba con cierto reli-gioso asombro, admirado de ver tan grandes loscascos que me parecían tan pequeñitos desde la mu-

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ralla; en otras ocasiones me parecían más chicos delo que mi fantasía los había forjado. El inquieto en-tusiasmo de que estaba poseído me expuso a caer alagua, cuando contemplaba con arrobamiento unfigurón de proa, objeto que más que otro algunofascinaba mi atención.

Por fin llegamos al Trinidad. A medida que nosacercábamos, las formas de aquel coloso iban au-mentando, y cuando la lancha se puso al costado,confundida en el espacio de mar donde se proyec-taba, cual en negro y horrible cristal, la sombra delnavío; cuando vi cómo se sumergía el inmóvil cascoen el agua sombría que azotaba suavemente loscostados; cuando alcé la vista y vi las tres filas decañones asomando sus bocas amenazadoras, por lasportas, mi entusiasmo se trocó en miedo, púsemepálido y quedé miento asido al brazo de mi amo.

Pero en cuanto subimos y me hallé sobre cu-bierta, se me ensanchó el corazón. La airosa y altí-sima arboladura, la animación del alcázar, la vistadel cielo y la bahía, el admirable orden de cuantosobjetos ocupaban la cubierta, desde los coys puestosen fila sobre la obra muerta, hasta los cabrestantes,bombas, mangas, escotillas; la variedad de unifor-mes; todo, en fin, me suspendió de tal modo, que

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por un buen rato estuve absorto en la contempla-ción de tan hermosa máquina, sin acordarme de na-da más.

Los presentes no pueden hacerse cargo deaquellos magníficos barcos, ni menos del SantísimaTrinidad, por las malas estampas en que los han vistorepresentados. Tampoco se parecen nada a los bu-ques guerreros de hoy, cubiertos con su pesado ar-nés de hierro, largos, monótonos, negros, y sinaccidentes muy visibles en su vasta extensión, por locual me han parecido a veces inmensos ataúdes flo-tantes. Creados por una época positivista, y adecua-dos a la ciencia náuticomilitar de estos tiempos, quemediante el vapor ha anulado las maniobras, fiandoel éxito del combate al poder y empuje de los na-víos, los barcos de hoy son simples máquinas deguerra, mientras los de aquel tiempo eran el guerre-ro mismo, armado de todas armas de ataque y de-fensa, pero confiando principalmente en su destrezay valor.

Yo, que observo cuanto veo, he tenido siemprela costumbre de asociar, hasta un extremo exagera-do, ideas con imágenes, cosas con personas, aunquepertenezcan a las más inasociables categorías. Vien-do más tarde las catedrales llamadas góticas de

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nuestra, Castilla, y las de Flandes, y observando conqué imponente majestad se destaca su compleja ysutil fábrica entre las construcciones del gusto mo-derno, levantadas por la utilidad, tales como bancos,hospitales y cuarteles, no he podido menos de traera la memoria las distintas clases de naves que hevisto en mi larga vida, y he comparado las antiguascon las catedrales góticas. Sus formas, que se pro-longan hacia arriba; el predominio de las líneas ver-ticales sobre las horizontales; cierto inexplicableidealismo, algo de histórico y religioso a la vez,mezclado con la complicación de líneas y el juegode colores que combina a su capricho el sol, handeterminado esta asociación extravagante, que yome explico por la huella de romanticismo que dejanen el espíritu las impresiones de la niñez.

El Santísima Trinidad era un navío de cuatropuentes. Los mayores del mundo eran de tres. Aquelcoloso, construido en La Habana, con las más ricasmaderas de Cuba, en 1769, contaba treinta y seisaños de honrosos servicios. Tenía 220 pies (61 me-tros) de eslora, es decir, de popa a proa; 58 pies demanga (ancho) y 28 de puntal (altura desde la quillaa la cubierta), dimensiones extraordinarias que en-tonces no tenía ningún buque del mundo. Sus pode-

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rosas cuadernas, que eran un verdadero bosque,sustentaban cuatro pisos. En sus costados, que eranfortísimas murallas de madera, se habían abierto alconstruirlo 116 troneras: cuando se le reformó,agrandándolo en 1796, se le abrieron 130, y artilla-do de nuevo en 1805, tenía sobre sus costados,cuando yo le vi, 140 bocas de fuego, entre cañones ycarronadas. El interior era maravilloso por la distri-bución de los diversos compartimientos, ya fuesenpuentes para la artillería, sollados para la tripulación,pañoles para depósitos de víveres, cámara para losjefes, cocinas, enfermería y demás servicios. Mequedé absorto recorriendo las galerías y demás es-condrijos de aquel Escorial de los mares. Las cáma-ras situadas a popa eran un pequeño palacio pordentro, y por fuera una especie de fantástico alcázar;los balconajes, los pabellones de las esquinas depopa, semejantes a las linternas de un castillo ojival,eran como grandes jaulas abiertas al mar, y desdedonde la vista podía recorrer las tres cuartas partesdel horizonte.

Nada más grandioso que la arboladura, aquellosmástiles gigantescos, lanzados hacia el cielo, comoun reto a la tempestad. Parecía que el viento no ha-bía de tener fuerza para impulsar sus enormes ga-

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vias. La vista se mareaba y se perdía contemplandola inmensa madeja que formaban en la arboladuralos obenques, estáis, brazas, burdas, amantillos ydrizas que servían para sostener y mover el vela-men.

Yo estaba absorto en la contemplación de tantamaravilla, cuando sentí un fuerte golpe en la nuca.

Creí que el palo mayor se me había caído enci-ma. Volví la vista atontado y lancé una exclamaciónde horror al ver a un hombre que me tiraba de lasorejas como si quisiera levantarme en el aire. Era mitío.

-¿Qué buscas tú aquí, lombriz? -me dijo en elsuave tono que le era habitual -. ¿Quieres aprenderel oficio? Oye, Juan - añadió dirigiéndose a un ma-rinero de feroz aspecto -, súbeme a este galápago ala verga mayor para que se pasee por ella.

Yo eludí como pude el compromiso de pasearpor la verga, y le expliqué con la mayor cortesía quehallándome al servicio de don Alonso Gutiérrez deCisniega, había venido a bordo en su compañía.Tres o cuatro marineros, amigos de mi simpáticotío, quisieron maltratarme, por lo que resolví alejar-me de tan distinguida sociedad, y me marché a lacámara en busca de mi amo. Los oficiales hacían su

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tocado, no menos difícil a bordo que en tierra, ycuando yo veía a los pajes ocupados en empolvarlas cabezas de los héroes a quienes servían, me pre-gunté si aquella operación no era la menos a propó-sito dentro de un buque, donde todos los instantesson preciosos y donde estorba siempre todo lo queno sea de inmediata necesidad para el servicio.

Pero la moda era entonces tan tirana como aho-ra, y aun en aquel tiempo imponía de un modoapremiante sus enfadosas ridiculeces. Hasta el sol-dado tenía que emplear un tiempo precioso en ha-cerse el coleto. ¡Pobres hombres! Yo les vi puestosen fila unos tras otros, arreglando cada cual el coletodel que tenía delante, medio ingenioso que rematabalas operaciones en poco tiempo. Después se encas-quetaban el sombrero de pieles, pesada mole, cuyoobjeto nunca me pude explicar, y luego iban a suspuestos, si tenían que hacer guardia, o a pasearsepor el estaban libres de servicio. Los marinerosaquel ridículo apéndice capilar, y su seme parece queno se ha modificado aquella fecha.

En la cámara, mi amo hablaba acaloradamentecon el comandante del buque, don Francisco JavierUriarte, y con el jefe de escuadra, don Baltasard Hi-dalgo de Cisneros. Según lo poco que,o1, no, me

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duda de que el general francés había dado orden desalida para la mañana siguiente.

Esto alegró mucho a Marcial, que junto conotros viejos marineros en el castillo de proa diserta-ba ampulosamente sobre el próximo combate. Talsociedad me agradaba más que la de mi interesantetío, porque los colegas de Mediohombre no se per-mitían bromas pesadas con mi persona. Esta soladiferencia hacía comprender la diversa procedenciade los tripulantes, pues mientras unos eran marine-ros de pura raza, llevados allí por la matrícula o en-ganche voluntario, los otros eran gente de leva, casisiempre holgazana, díscola, de perversas costum-bres y mal conocedora del oficio. Con los primeroshacía yo mejores migas que con los segundos, yasistía a todas las conferencias de Marcial. Si no te-miera cansar al lector, le referirla la explicación queéste dio de las causas diplomáticas y políticas de laguerra, parafraseando del modo más cómico posiblelo que había oído algunas noches antes de boca deMalespina en casa de mis amos. Por él supe que elnovio de mi amita se había embarcado en el Nepo-muceno.

Todas las conferencias terminaban en un solopunto: el próximo combate. La escuadra debía salir

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al día siguiente; ¡qué placer! Navegar en aquel gi-gantesco barco, el mayor del mundo; presenciar unabatalla en medio de los mares; ver cómo era la bata-lla, cómo se disparaban los cañones, cómo se apre-saban los buques enemigos ... ¡Qué hermosa fiesta!,y luego volver a Cádiz cubiertos de gloria... Decir acuantos quisieran oírme: «Yo estuve en la escuadra,lo vi todo. »decírselo también a mi amita, contán-dole la grandiosa escena, y excitando su atención, sucuriosidad, su interés... ; decirle también: «Yo mehallé en los sitios de mayor peligro, y no temblabapor eso»; ver cómo se altera, cómo palidece y seasusta oyendo referir los horrores del combate, yluego mirar con desdén a todos los que digan:«¡Contad, Gabrielito, esa cosa tan tremenda! ... »¡Oh!, esto era más de lo que necesitaba mi imagina-ción para enloquecer... Digo francamente que enaquel día no me hubiera cambiado por Nelson.

Amaneció el 19, que fue para mi felicísimo, y nohabía aún amanecido cuando yo estaba en el alcázarde popa con mi amo, que quiso presenciar la ma-niobra.

Después del baldeo comenzó la operación delevar el buque. Se izaron las grandes gavias, y el pe-sado molinete, girando con su agudo chirrido,

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arrancaba la poderosa áncora del fondo de la bahía.Corrían los marineros por las vergas; manejabanotros las brazas, prontos a la voz del contramaestre,y todas las voces del navío, antes mudas, llenaban elaire con espantosa algarabía. Los pitos, la campanade proa, el discorde concierto de mil voces huma-nas, mezcladas con el rechinar de los motones; elcrujido de los cabos, el trapeo de las velas azotandolos palos antes de henchirse impelidas por el viento,todos estos varios sones acompañaron los primerospasos del colosal navío.

Pequeñas olas acariciaban sus costados, y lamole majestuosa comenzó a deslizarse por la bahíasin darla menor cabezada, sin ningún vaivén decostado, con marcha grave y solemne, que sólo po-día apreciarse comparativamente observando latraslación imaginaría de los buques mercantes an-clados y del paisaje.

Al mismo tiempo se dirigía la vista en derredor,y ¡qué espectáculo, Dios mío!: treinta y dos navíos,cinco fragatas y dos bergantines, entre españoles yfranceses, colocados delante, detrás y a nuestro cos-tado, se cubrían de velas y marchaban también im-pelidos por el escaso viento. No he visto mañanamás hermosa. El sol inundaba de luz la magnífica

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rada; un ligero matiz de púrpura teñía la superficiede las aguas hacia Oriente, y la cadena de colinas ylejanos montes que limitan el horizonte hacia laparte del puerto permanecían aún encendidos por elfuego de la pasada aurora; el cielo limpio apenastenía algunas nubes rojas y doradas por Levante; elmar azul estaba tranquilo, y sobre este mar, y bajoaquel cielo las cuarenta naves, con sus blancos ve-lámenes, emprendían la marcha, formando el másvistoso escuadrón que puede presentarse ante hu-manos ojos.

No andaban todos los bajeles con igual paso.Unos se adelantaban, otros tardaron mucho en mo-verse; pasaban algunos junto a nosotros, mientraslos había que se quedaban detrás. La lentitud de sumarcha; la altura de su aparejo, cubierto de lona;cierta misteriosa armonía que mis oídos de niñopercibían saliendo de los gloriosos cascos, especiede himno que sin duda resonaba dentro de mí mis-mo; la claridad del día, la frescura del ambiente, labelleza del mar, que fuera de la bahía parecía agitar-se con gentil alborozo a la aproximación de la flota,formaban el más imponente cuadro que puede ima-ginarse.

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Cádiz, en tanto, como un panorama giratorio, seescorzaba a nuestra vista, presentándonos sucesiva-mente las distintas facetas de su vasto circuito. Elsol, encendiendo los vidrios de sus mil miradores,salpicaba la ciudad con polvos de oro, y su blancamole se destacaba tan limpia y pura sobre las aguas,que parecía haber sido creada en aquel momento osacada del mar como la fantástica ciudad de SanJenaro. Vi el desarrollo de la muralla desde el muellehasta el castillo de Santa Catalina; reconocí el ba-luarte del Bonete, el baluarte del Orejón, la Caleta, yme llené de orgullo considerando de dónde habíasalido y dónde estaba.

Al mismo tiempo llegaba a mis oídos como mú-sica misteriosa el son de las campanas de la ciudadmedio despierta, tocando a misa, con esa algazaracharlatana de las campanas de un gran pueblo. Yaexpresaban alegría, como un saludo de buen viaje, yyo escuchaba el rumor cual si fuese de humanas vo-ces que nos daban la despedida, ya me parecían so-nar tristes y acongojadas anunciándonos unadesgracia, y a medida que nos alejábamos, aquellamúsica se iba apagando, hasta que se extinguió di-fundida en el inmenso espacio.

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La escuadra salía lentamente: algunos barcosemplearon muchas horas para hallarse fuera. Mar-cial, durante la salida, iba haciendo comentarios so-bre cada buque, observando su marcha,motejándoles si eran pesados, animándoles con pa-ternales consejos si eran ligeros y zarpaban pronto.

-¡Qué pesado está D. Federico! - decía observan-do el Príncipe de Asturias, mandado por Gravina ¡Alláva Mr. Corneta! - exclamaba mirando al Bucentauro,navío general -. ¡Bien haiga quien te puso Rayo! - de-cía irónicamente, mirando al navío de este nombre,que era el más pesado de toda la escuadra- Bien porpapá Ignacio! - añadía dirigiéndose al Santa Ana, quemontaba Alava -. ¡Echa toda la gavia, pedazo detonina! - decía contemplando el navío de Dumanoir-. Este gabacho tiene un peluquero para rizar la ga-via y carga las velas con tenacillas.

El cielo se enturbió por la tarde, y al anochecer,hallándonos ya a gran distancia, vimos a Cádiz per-derse poco a poco entre la bruma, hasta que se con-fundieron con las tintas de la noche sus últimoscontornos. La escuadra tomó rumbo al Sur.

Por la noche no me separé de él, una vez quedejé a mi amo muy bien arrellanado en su camarote.

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Rodeado de dos colegas y admiradores, les explica-ba el plan de Villeneuve del modo siguiente:

-Mr. Corneta ha dividido la escuadra en cuatrocuerpos. La vanguardia, que es mandada por Álava,tiene siete navíos; el centro, que lleva siete, y lo man-da Mr. Corneta en persona; la retaguardia, tambiénde siete, que va mandada por Dumanoir, y el cuerpode reserva, compuesto de doce navíos, que mandadon Federico. No me parece que está esto mal pen-sado. Por supuesto que van los barcos españolesmezclados con los gabachos, para que no nos dejenen las astas del toro, como sucedió en Finisterre.

>Según me ha referido don Alfonso, el francésha dicho que si el enemigo se nos presenta a sota-vento, formaremos la línea de batalla y caeremossobre él ... Esto está muy guapo, dicho en el cama-rote; pero ya ... ¿El Señorito va a ser tan buey que senos presente a sotavento? Sí, porque tiene pocofarol (inteligencia) su señoría para dejarse pescar así...Veremos a ver si vemos lo que espera el francés. . Si elenemigo se presenta a barlovento y nos ataca, de-bemos esperarle en línea de batalla; y como tendráque dividirse para atacarnos, si no consigue rompernuestra línea, nos será muy fácil vencerle. A ese se-ñor todo le parece fácil. (Rumores.) Dice también

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que no hará señales, y que todo lo espera de cadacapitán. ¡Si iremos a ver lo que yo vengo predican-do desde que se hicieron esos malditos Tratados desursillos, y es que..., más vale callar! ... ¡Quiera Dios! ...Ya les he dicho a ustedes que Mr. Corneta no sabelo que tiene entre manos, y que no le caben cin-cuenta barcos en la cabeza. ¡Cuidado con un almi-rante que llama a sus capitanes el día antes de unabatalla y les dice que haga cada uno lo que le diere lagana! ... Pos pa eso... (Grandes muestras de asenti-miento.) En fin, allá veremos... Pero vengan acá us-tedes y díganme: si nosotros, los españoles,queremos desfondar a unos cuantos barcos ingleses,¿no nos bastamos y nos sobramos para ello? Pues¿a cuenta qué hemos de juntarnos con franceses queno nos dejan hacer lo que nos sale de dentro, sino quehemos de ir a remolque de sus señorías? Siempre dicuando fuimos con ellos, siempre di cuando salimosdestaponados... En fin. . ., ¡Dios y la Virgen del Car-men vayan con nosotros y nos libren de amigosfranceses para siempre jamás amén>. (Grandesaplausos.)

Todos asistieron a su opinión. Su conferenciaduró hasta hora avanzada, elevándose desde la pro-fesión naval hasta la ciencia diplomática. La noche

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fue serena, y navegábamos con viento fresco. Se mepermitirá que al hablar de la escuadra diga nosotros.Yo estaba tan orgulloso de encontrarme a bordo delSantísima Trinidad, que me llegué a figurar que iba adesempeñar algún papel importante en tan alta oca-sión, y por eso no dejaba de gallardearme con losmarineros, haciéndoles ver que yo estaba allí paraalguna cosa útil.

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Al amanecer del día 20 el viento soplaba conmucha fuerza, y por esta causa los navíos estabanmuy distantes unos de otros. Mas habiéndose cal-mado el viento poco después de mediodía, el buquealmirante hizo señales de que se formasen las cincocolumnas: vanguardia, centro, retaguardia y los doscuerpos que componían la reserva.

Yo me deleitaba viendo cómo acudían dócil-mente a la formación aquellas moles, y aunque acausa de la diversidad de sus condiciones marineraslas maniobras no eran muy rápidas y las líneas for-madas poco perfectas, siempre causaba admiracióncontemplar aquel ejercicio. El viento soplaba delSO., según dijo Marcial, que lo había profetizadodesde por la mañana, j la escuadra, recibiéndole por

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estribor, marchó en dirección del Estrecho. Por lanoche se vieron algunas luces, y al amanecer del 21vimos veintisiete navíos por barlovento, entre loscuales Marcial designó siete e tres puentes. A eso delas ocho, los treinta tres barcos de la flota enemigaestaban a la vista, formados en dos columnas.Nuestra escuadra formaba una larguísima línea, y,según las apariencias, las dos columnas de Nelson,dispuestas en forma de cuña, avanzaban como siquisieran cortar nuestra línea por el centro y reta-guardia.

Tal era la situación de ambos contendientescuando el Bucentauro hizo señal de virar en redondo.Ustedes quizás no entiendan esto; pero les diré queconsistía en variar diametralmente de rumbo, es de-cir, que si antes el viento impulsaba nuestros navíospor estribor, después de aquel movimiento nos dabapor babor, de modo que marchábamos en direccióncasi opuesta a la que antes teníamos. Las proas sedirigían al N., y este movimiento, cuyo objeto eratener a Cádiz bajo el viento, para arribar a él en casode desgracia, fue muy criticado a bordo del Trinidad,y especialmente por Marcial, que decía:

-Ya se esparrancló la línea de batalla, que antes eramala y ahora es peor.

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Efectivamente, la vanguardia se convirtió enretaguardia, y la escuadra de reserva, que era la me-jor, según oí decir, quedó a la cola. Como el vientoera flojo, los barcos de diversa andadura y la tripu-lación poco diestra, la nueva línea no pudo formarseni con rapidez ni con precisión: unos navíos anda-ban muy aprisa y se precipitaban sobre el delantero;otros marchaban poco, rezagándose, o se desvia-ban, dejando un gran claro que rompía la línea antesde que el ase el trabajo de hacerlo.

Se mandó restablecer el orden; pero por obe-diente que sea un buque, no es tan fácil de manejarcomo un caballo. Con este motivo, y observando lasmaniobras de los barcos más cercanos. Mediohom-bre decía:

-La línea es más larga que el Camino de Santia-go. Si el Señorito la corta, ¡adiós mi bandera!, perde-ríamos hasta el modo de andar, manque los pelos senos hicieran cañones. Señores, nos van a dar julepeel centro. ¿Cómo pueden venir a ayudarnos el Juan yel Bahama, que están a la cola, ni el Neptuno ni el Ra-yo, que están a la cabeza? (Rumores de aprobación.)Además, estamos a sotavento, y los pueden elegir elpunto que quieran para Bastante haremos nosotroscon defendernos como podamos. Lo que digo es

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que Dios nos saque bien y nos libre de francesespor siempre jamás amén Jesús.

El sol avanzaba hacia el cenit, y el enemigo es-taba ya encima.

-¿Les parece a ustedes que ésta es hora de em-pezar un combate? ¡Las doce del día! - exclamabacon ira el marinero, aunque no se atrevía a hacerdemasiado pública su demostración, ni estas confe-rencias pasaban de un pequeño círculo, dentro delcual yo, llevado de mi sempiterna insaciable curiosi-dad, me había ingerido.

No sé por qué me pareció advertir en todos lossemblantes cierta expresión de disgusto. Los oficia-les, en el alcázar de popa, y los marineros y contra-maestres, en el de proa, observaban los navíossotaventados y fuera de línea, entre los cuales habíacuatro pertenecientes al centro.

Se me había olvidado mencionar una operaciónpreliminar del combate, en la cual tomé parte. He-cho por la mañana el zafarrancho, preparado ya to-do lo concerniente al servicio de piezas y lo relativoa maniobras, oí que dijeron:

«¡La arena, extender la arena>Marcial me tiró de la oreja, y llevándome a una

escotilla, me hizo colocar en línea con algunos ma-

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rinerillos de leva, grumetes y gente de poco más omenos. Desde la escotilla hasta el fondo de la bode-ga se habían colocado, escalonados en los entre-puentes, algunos marineros, y de este modo ibansacando los sacos de arena. Uno se lo daba al quetenía al lado, éste al siguiente, y de este modo se sa-caba rápidamente y sin trabajo cuanto se quisiera.Pasando de mano en mano, subieron de la bodegamultitud de sacos, y mi sorpresa fue grande cuandovi que los vaciaban sobre la cubierta, sobre el alcá-zar y castillos, extendiendo la arena hasta cubrir to-da la superficie de los tablones. Lo mismo hicieronen los entrepuentes. Por satisfacer mi curiosidad,pregunté al grumete que tenía al lado:

-Es para la sangre - me contestó con indiferen-cia.

-¡Para la sangre! - repetí yo, sin poder reprimirun movimiento de terror.

Miré la arena; miré a los marineros, que congran algazara se ocupaban de aquella faena, y por uninstante me sentí cobarde. Sin embargo, la imagina-ción, que entonces predominaba en mí, alejó de miespíritu todo temor, y no pensé más que en triunfosy agradables sorpresas.

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El servicio de los cañones estaba listo, y advertítambién que las municiones pasaban de los pañolesal entrepuente por medio de una cadena humana,semejante a la que había sacado la arena del fondodel buque.

Los ingleses avanzaban para atacarnos en dosgrupos. Uno se dirigía hacia nosotros, y traía en sucabeza, o en el vértice de la cuña, un gran navío coninsignia de almirante. Después supe que era el Vic-tory y que lo mandaba Nelson. El otro traía a sufrente el Royal Sovereign, mandado por Collingwood.

Todos estos hombres, así como las particulari-dades estratégicas del combate, han sido estudiadospor mí más tarde.

Mis recuerdos, que son clarísimos en todo lopintoresco y material, apenas me sirven en lo relati-vo a operaciones que entonces no comprendía. Lo eoí con frecuencia de boca de Marcial, unido a lo quedespués he sabido, pudo darme a conocer la forma-ción. de nuestra escuadra; y para que ustedes locomprendan bien, les pongo aquí una lista de nues-tros navíos, indicando los desviados, que dejabanun claro, la nacionalidad y la forma en que fuimosatacados.

Poco más o menos, era así:

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Neptuno, E..............Scipion, F................Rayo, E...................Formidable, F.........Duguay, F................Mont-Blanc, F.........Asís, E....................

PRIMER CUERPO Agustín E................Mandado por Nelson Héros, F...................

Trinidad, E..............Victory Bucentauro, F..........

Neptune, F...............Redoutable, F..........Intrépide, F..............

SEGUNDO CUERPO Leandro, E..............Mandado por Collingwoord

Justo, E......................Royal Sovereign Indomptable, F..........

Santa Ana, E .............Fougueux,F...............Monarca, E...............Plutón, F...................

Bahama, E.................Aigle, F.....................Montañés, E..............Algeciras, E...............Argonauta, E.............Swift-Sure, F.............Argonaute, F............Ildefonso, E..............Achilles, F................

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Príncipe de Asturias, E....Berwick, F.......................Nepomuceno, E...............

Eran las doce menos cuarto. El terrible instantese aproximaba. La ansiedad era general, y no digoesto juzgando por lo que pasaba en mi espíritu, puesatento a los movimientos del navío en que se decíaestaba Nelson, no pude por un buen rato darmecuenta -de lo que pasaba a mi alrededor.

De repente nuestro comandante dio una ordenterrible. La repitieron los contramaestres. Los mari-neros corrieron hacia los cabos, chillaron los moto-nes, trapearon las gavias.

-¡En facha, en facha! - exclamó Marcial, lanzan-do con energía un juramento -. ¡Ese condenado senos quiere meter por la popa!

Al punto comprendí que se había mandado de-tenerla marcha del Trinidad para estrecharle contrael, Bucentauro que venía detrás, porque el Victory pa-recía venir dispuesto a cortar la línea por entre losdos navíos.

Al ver la maniobra de nuestro buque, pude ob-servar que gran parte de la tripulación no tenía todaaquella desenvoltura propia de los marineros fami-

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liarizados, como Marcial, con la guerra y con latempestad. Entre los soldados vi algunos que sen-tían el malestar del mareo y se agarraban a losobenques para no caer. Verdad es que había gentemuy decidida, especialmente en la clase de volunta-rios; pero, por lo común, todos eran de leva; obede-cían las órdenes como de mala gana, y estoy segurode que no tenían ni el más leve sentimiento del pa-triotismo. No les hizo dignos del combate más queel combate mismo, como advertí después. A pesardel distinto temple moral de aquellos hombres, creoque en los solemnes momentos que precedieron alprimer cañonazo, la idea de Dios estaba en todas lascabezas.

Por lo que a mí toca, en toda la vida ha experi-mentado mi alma sensaciones iguales a las de aquelmomento. A pesar de mis pocos años, me hallabaen disposición de comprender la gravedad del suce-so, y por primera vez, después que existía, altas con-cepciones, elevadas imágenes y generosospensamientos ocuparon mi mente. La persuasión dela victoria estaba tan arraigada en mi ánimo, que meinspiraban cierta lástima los ingleses, y les admirabaal verles buscar con tanto afán una muerte segura.

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Por primera vez entonces percibí con completaclaridad la idea de la patria, y mi corazón respondióa ella con espontáneos sentimientos, nuevos hastaaquel momento en mi alma. Hasta entonces la patriase me representaba en las personas que gobernabanla nación, tales como el Rey y su célebre ministro, aquienes no consideraba con igual respeto. Como yono sabía más Historia que la que aprendí en la Ca-leta, para mí era de ley que debía uno entusiasmarseal oír que los españoles habían matado muchos mo-ros primero, y gran pacotilla de ingleses y francesesdespués. Me representaba, pues, a mi país comomuy valiente; pero el valor que yo concebía era tanparecido a la barbarie como un huevo a otro huevo.Con tales pensamientos, el patriotismo no era paramí más que el orgullo de pertenecer a aquélla castade matadores de moros.

Pero en el momento que precedió al combate,comprendí todo lo que aquella divina palabra signi-ficaba, y la idea de nacionalidad se abrió paso en miespíritu, iluminándolo, y descubriendo infinitas ma-ravillas, como el sol que disipa la noche, y saca de laobscuridad un hermoso paisaje. Me representé a mipaís como una inmensa tierra poblada de gentes,todos fraternalmente unidos; me representé la so-

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ciedad dividida en familias, en las cuales había espo-sas que mantener, hijos que educar, hacienda queconservar, honra que defender; me hice cargo de unpacto establecido entretantos seres para ayudarse ysostenerse contra un ataque de fuera, y comprendíque por todos habían sido hechos aquellos barcospara defender la patria, es decir, el terreno en queponían sus plantas, el surco regado con su sudor, lacasa donde vivían sus ancianos padres, el huertodonde jugaban sus hijos, la colonia descubierta yconquistada por sus ascendientes, el puerto dondeamarraban su embarcación fatigada del largo viaje,el almacén donde depositaban sus riquezas; la igle-sia, sarcófago de sus mayores, habitáculo de sussantos y arca de sus creencias; la plaza, recinto desus alegres pasatiempos; el hogar doméstico, cuyosantiguos muebles, transmitidos de generación engeneración, parecen el símbolo de la perpetuidad delas naciones; la cocina, en cuyas paredes ahumadasparece que no se extingue nunca el eco de loscuentos con que las abuelas amansan la travesura einquietud de los nietos; la calle, donde se ve desfilarcaras amigas; el campo, el mar, el cielo; todo cuantodesde el nacer se asocia a nuestra existencia desde elpesebre de un animal querido hasta el trono de re-

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yes patriarcales; todos los objetos en que vive pro-longándose nuestra alma, como si el propio cuerpon ole bastara.

Yo creía también que las cuestiones que Españatenía con Francia o con Inglaterra eran siempre por-que alguna de estas naciones quería quitarnos algo,en lo cual no iba del todo descaminado. Parecíame,por tanto, tan legítima la defensa como brutal laagresión; como había oído decir que la justicia triun-faba siempre, no dudaba de la victoria. Mirandonuestras banderas rojas y amarillas, los colorescombinados que mejor representan al fuego, sentíque mi pecho se ensanchaba; no pude contener al-gunas lágrimas de entusiasmo; me acordé de Cádiz,de Vejer; me acordé de todos los españoles, a quie-nes consideraba asomados a una gran azotea, con-templándonos con ansiedad; y todas estas ideas ysensaciones llevaron finalmente mi espíritu haciaDios, a quien dirigí una oración que no era Padre-nuestro ni Avemaría, sino algo nuevo que a mi se meocurrió entonces. Un repentino estruendo me sacóde mi arrobamiento, haciéndome estremecer conviolentísima sacudida. Había sonado el primer ca-ñonazo.

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XI

Un navío de la retaguardia disparó el primer tirocontra el Royal Soverreign, que mandaba Collingwood.Mientras trababa combate con éste el Santa Ana, elVictory se dirigía contra nosotros. En el Trinidad to-dos demostraban gran ansiedad por comenzar elfuego; pero nuestro comandante esperaba el mo-mento más favorable. Como si unos navíos se locomunicaran a los otros, cual piezas pirotécnicasenlazadas por una mecha común, el fuego se corriódesde el Santa Ana hasta los dos extremos de la lí-nea.

El Victory atacó primero al Redoutable, francés, yrechazado por éste, vino a quedar frente a nuestrocostado p 'barlovento. El momento terrible habíallegado: cien voces dijeron ¡fuego!, repitiendo como

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un eco infernal la del comandante, y la andanadalanzó cincuenta proyectiles sobre el navío inglés.Por un instante el humo me quitó la vista del enemi-go. Pero éste, ciego de coraje, se venia sobre noso-tros viento en popa. Al llegar a tiro de fusil, orzó ynos descargó su andanada. En el tiempo que medióde uno a otro disparo, la tripulación, que había po-dido observar el daño hecho al enemigo, redobló suentusiasmo. Los cañones se servían con presteza,aunque no sin cierto entorpecimiento, hijo de la po-ca práctica de algunos cabos de cañón. Marcial hu-biera tomado por su cuenta de buena gana laempresa de servir una de las piezas de cubierta; perosu cuerpo mutilado no era capaz de responder alheroísmo de su alma. Se contentaba con vigilar elservicio de la cartuchería, y con su voz y con sugesto alentaba a los que servían las piezas.

El Bucentauro, que estaba a nuestra popa, hacíafuego igualmente sobre el Victory y el Temerary,otro4poderoso navío inglés. Parecía que el navío deNelson iba a caer en nuestro poder, porque la arti-llería del Trinidad le había destrozado el aparejo, yvimos con orgullo que perdía su palo de mesana.

En el ardor de aquel primer encuentro, apenasadvertí que algunos de nuestros marineros caían

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heridos o muertos. Yo, puesto en el lugar dondecreía estorbar menos, no cesaba de contemplar alcomandante, que mandaba desde el alcázar con se-renidad heroica, y me admiraba de ver a mi amo conmenos calma, pero con más entusiasmo, alentando aoficiales y marineros con su ronca vocecilla.

-¡Ah! - dije Yo para mí -. ¡Si te viera ahora doñaFrancisca!

Confesaré que yo tenía momentos de un miedoterrible, en que me hubiera escondido nada menosque en el mismo fondo de la bodega, y otros decierto delirante arrojo en que me arriesgaba a verdesde los sitios de mayor peligro aquel gran espec-táculo. Pero, dejando a un lado mi humilde persona,voy a narrar el momento más terrible de nuestralucha con el Victory. El Trinidad le destrozaba conmucha fortuna, cuando el Temerary, ejecutando unahabilísima maniobra, se interpuso entre los doscombatientes, salvando a su compañero de nuestrasbalas. En seguida se dirigió a cortar la línea por lapopa del Trinidad, y como el Bucentauro, durante elfuego, se había estrechado contra éste hasta el puntode tocarse los penoles, resultó un gran claro, pordonde se precipitó el Temerary, que viro prontamen-te, y colocándose a nuestra aleta de babor, nos dis-

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paró por aquel costado, hasta entonces ileso. Almismo tiempo, el Neptune, otro poderoso navío in-glés, colocóse donde antes estaba el Victory; éste sesotaventó, de modo que en un momento el Trinidadse encontró rodeado de enemigos que le acribilla-ban por todos lados

En el semblante de mi amo, en la sublime cólerade Uriarte, en los juramentos de los marineros ami-gos de Marcial, conocí que estábamos perdidos, y laidea de la derrota angustió mi alma. La línea de laescuadra combinada se hallaba rota por variospuntos, y al orden imperfecto con que se había for-mado después de la vira en -redondo, sucedió elmás terrible desorden. Estábamos envueltos por elenemigo, cuya artillería lanzaba una espantosa lluviade balas y de metralla sobre nuestro navío, lo mis-mo que sobre el Bucentauro. El Agustín, el Héros y elLeandro se batían lejos de nosotros, en posición algodesahogada, mientras el Trinidad, lo mismo que elnavío almirante, sin poder disponer de sus movi-mientos, cogidos en terrible escaramuza por el ge-nio del gran Nelson, luchaban heroicamente, no yabuscando una victoria imposible, sino movidos porel afán de perecer con honra.

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Los cabellos blancos que hoy cubren mi cabezase erizan todavía al recordar aquellas tremendas ho-ras, principalmente desde las dos a las cuatro de latarde. Se me representaban los barcos, no como cie-gas máquinas de guerra, obedientes al hombre, sinocomo verdaderos gigantes, seres vivos y monstruo-sos que luchaban por sí, poniendo en acción, comoágiles miembros, su velamen, y cual terribles armas,la poderosa artillería de sus costados. Mirándolos,mi imaginación no podía menos de personalizarlos,y aun ahora me parece que los veo acercarse, desa-fiarse, orzar con ímpetu para descargar su andanada,lanzarse al abordaje con ademán provocativo, retro-ceder con ardiente coraje para tomar más fuerza,mofarse del enemigo, increparle; me parece que lesveo expresar el dolor de la herida, o exhalar noble-mente el gemido de la muerte, como el gladiadorque no olvida el decoro en la agonía; me parece oírel rumor de las tripulaciones, como la voz que salede un pecho irritado, a veces alarido de entusiasmo,a veces sordo mugido de desesperación, precursorde exterminio; ahora himno de júbilo que indica lavictoria, después algazara rabiosa que se pierde en elespacio, haciendo lugar a un terrible silencio queanuncia la vergüenza de la derrota.

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El espectáculo que ofrecía el interior del Santísi-ma Trinidad era el de un infierno. Las maniobras ha-bían sido abandonadas, porque el barco no semovía ni podía moverse. Todo el empeño consistíaen servir las piezas con la mayor presteza posible,correspondiendo así al estrago que hacían los pro-yectiles enemigos. La metralla inglesa rasgaba el ve-lamen, como si grandes e invisibles uñas le hicierantrizas. Los pedazos de obra muerta, los trozos demadera, los gruesos obenques segados cual haces deespigas, los motones que caían, los trozos de vela-men, los hierros, cabos y demás despojos arranca-dos de su sitio por el cañón enemigo, llenaban lacubierta, donde apenas había espacio para moverse.De minuto en minuto caían al suelo o al mar multi-tud de hombres llenos de vida; las blasfemias de loscombatientes se mezclaban a los lamentos de losheridos, de tal modo que no era posible distinguir siinsultaban a Dios los que morían o le llamaban conangustia los que luchaban.

Yo tuve que prestar auxilio en una faena tristí-sima, cual era la de transportar heridos a la bodega,donde estaba la enfermería. Algunos morían antesde llegar a ella, y otros tenían que sufrir dolorosasoperaciones antes de poder reposar un momento su

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cuerpo fatigado. También tuve la indecible satisfac-ción de ayudar a los carpinteros, que a toda prisaprocuraban aplicar, tapones a los agujeros hechosen el casco; pero por causa de mi poca fuerza noeran aquellos auxilios tan eficaces como yo habríadeseado.

La sangre corría en abundancia por la cubierta ylos puentes, y a pesar de la arena, el movimiento delbuque la llevaba de aquí para allí, formando fatídi-cos dibujos. Las balas de cañón, de tan cerca dispa-radas, mutilaban horriblemente los cuerpos, y erafrecuente ver rodar a alguno, arrancada a cercén lacabeza, cuando la violencia del proyectil no arrojabala víctima al mar, entre cuyas ondas debía perdersecasi sin dolor la última noción de la vida. Otras ba-las rebotaban contra un palo o contra la obramuerta, levantando granizada de astillas que heríancomo flechas. La fusilería de las cofas y la metrallade las carronadas esparcían otra muerte menos rá-pida y más dolorosa, y fue raro el que no salió mar-cado más o menos gravemente por el plomo y elhierro de nuestros enemigos.

De tal suerte combatida y sin poder de ningúnmodo devolver iguales destrozos, la tripulación,aquella alma del buque, se sentía perecer, agonizar

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con desesperado coraje, y el navío mismo, aquelcuerpo glorioso, retemblaba al golpe de las balas.Yo le sentía estremecerse en la terrible lucha: crujíansus cuadernas, estallaban sus baos, rechinaban suspuntales a manera de miembros que retuerce el do-lor, y la cubierta trepidaba bajo mis pies con ruidosapalpitación, como si a todo el inmenso cuerpo delbuque se comunicara la indignación y los dolores desus tripulantes. En tanto, el agua penetraba por losmil agujeros y grietas del casco acribillado y comen-zaba a inundar la bodega.

El Bucentauro, navío general, se rindió a nuestravista. Villeneuve había arriado bandera. Una vez en-tregado el jefe de la escuadra, ¿qué esperanza queda-ba a los buques? El pabellón francés desapareció dela popa de aquel gallardo navío, y cesaron sus fue-gos. El San Agustín y el Héros se sostenían todavía, yel Rayo y el Neptuno, pertenecientes a la vanguardia,que habían venido a auxiliarnos, intentaron en vanosalvarnos de los navíos enemigos, que nos asedia-ban. Yo pude observar la parte del combate másinmediata al Santísima Trinidad, porque del resto dela línea no era posible ver nada. El viento parecíahaberse detenido, y el humo se quedaba, sobrenuestras cabezas, envolviéndonos en su espesa

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blancura, que las miradas no podían penetrar. Dis-tinguíamos tan sólo el aparejo de algunos buqueslejanos, aumentados de un modo inexplicable porno sé qué efecto óptico, o porque el pavor de aquelsublime momento agrandaba todos los objetos.

Disipóse por un momento la densa penumbra,¡pero de qué manera tan terrible! Detonación es-pantosa, más fuerte que la de los mil cañones de laescuadra disparando a un tiempo, paralizó a todos,produciendo general terror. Cuando el oído recibiótan fuerte impresión, claridad vivísima habla ilumi-nado el ancho espacio ocupado, por las dos flotas,rasgando el velo de humo, y presentóse a nuestrosojos todo el panorama del combate. La terrible ex-plosión había ocurrido hacia el Sur, en el sitio ocu-pado antes por la retaguardia.

-Se ha volado un navío - dijeron todos.Las opiniones fueron diversas, y se dudaba si el

buque volado era el Santa Ana, el Argonauta, el Ilde-fonso o el Bahama. Después se supo que había sido elfrancés nombrado Achilles. La expansión de los ga-ses desparramó por mar y cielo en pedazos milcuanto momentos antes constituía un hermoso na-vío con 74 cañones y 600 hombres de tripulación.

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Algunos segundos después de la explosión, yano pensábamos más que en nosotros mismos.

Rendido el Bucentauro, todo el fuego enemigo sedirigió contra nuestro navío, cuya pérdida era ya se-gura. El entusiasmo de los primeros momentos sehabía apagado en mí, y mi corazón se llenó de unterror que me paralizaba, ahogando todas las fun-ciones de mi espíritu, excepto la curiosidad. Ésta eratan irresistible que me obligó a salir a los sitios demayor peligro. De poco servía ya mi escaso auxilio,pues ni aun se trasladaban los heridos a la bodega,por ser muchos, y las piezas exigían el servicio decuantos conservaban un poco de fuerza. Entre éstosvi a Marcial que se multiplicaba gritando y movién-dose conforme a su poca agilidad, y era a la vezcontramaestre, marinero, artillero, carpintero ycuanto había que ser en tan terribles instantes. Nun-ca cruel que desempeñara funciones correspon-dientes a tantos hombres el que no podíaconsiderarse sino como la mitad de un cuerpo hu-mano. Un astillazo le había herido en la cabeza, y lasangre, tiñéndole la cara, le daba horrible aspecto.Yo le vi agitar sus labios, bebiendo aquel líquido, yluego lo escupía con furia fuera del portalón, como

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si también quisiera herir a salivazos a nuestros ene-migos.

Lo que más me asombraba, causándome ciertoespanto, era que Marcial, aun en aquella escena dedesolación, profería frases de buen humor, no sé sipor alentar a sus decaídos compañeros o porque deeste modo acostumbraba alentarse a sí mismo.

Cayó con estruendo el palo de trinquete, ocu-pando el castillo de proa con la balumba de su apa-rejo, y Marcial dijo:

-Muchachos, vengan las hachas. Metamos estemueble en la alcoba.

Al punto se cortaron los cabos,- y el mástil cayóal mar.

Y viendo que arreciaba el fuego, gritó dirigién-dose a un pañolero que se había convertido en cabode canon:

-Pero Abad, mándales el vino a esos casaconespara que nos dejen en paz.

Y a un soldado que yacía como muerto, por eldolor de sus heridas y la angustia del mareo, le dijoaplicándole el botafuego a la nariz:

-Huele una hojita de azahar, camarada, para quese te pase el desmayo. ¿Quieres dar un paseo enbote? Anda: Nelson nos convida a echar unas cañas.

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Esto pasaba en el combés. Alcé la vista al alcá-zar de popa, y vi que el general Cisneros había caí-do. Precipitadamente le bajaron dos marineros a lacámara. Mi amo continuaba inmóvil en su puesto;pero de su brazo izquierdo manaba mucha sangre.Corrí hacia él para auxiliarle, y antes que yo llegaseun oficial se le acercó, intentando convencerle deque debía bajar a la cámara. No había éste pronun-ciado dos palabras, cuando una bala le llevó la mi-tad de la cabeza, y su sangre salpicó mi rostro.Entonces don Alonso se retiró, tan pálido como elcadáver de su amigo, que yacía mutilado en el pisodel alcázar.

Cuando bajó mi amo, el comandante quedó soloarriba, con tal presencia de ánimo que no pude me-nos de contemplarle un rato, asombrado de tantovalor. Con la cabeza descubierta, el rostro pálido, lamirada ardiente, la acción enérgica, permanecía ensu puesto dirigiendo aquella acción desesperada queno podía ganarse ya. Tan horroroso desastre habíade verificarse con orden, y el comandante era laautoridad que reglamentaba el heroísmo. Su vozdirigía a la tripulación en aquella contienda del ho-nor y la muerte.

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Un oficial que mandaba en la primera bateríasubió a tomar órdenes, y antes de hablar cayómuerto a los pies de su jefe; otro guardia marina queestaba a su lado cayó también mal herido, y Uriartequedó al fin enteramente solo en el alcázar, cubiertode muertos y heridos. Ni aun entonces se apartó suvista de los barcos ingleses ni de los movimientosde nuestra artillería; y el imponente aspecto del alcá-zar y toldilla, donde agonizaban sus amigos y su-balternos, no conmovió su pecho varonil, niquebrantó su enérgica resolución de sostener el fue-go hasta perecer. ¡Ah!, recordando yo después laserenidad y estoicismo de don Francisco JavierUriarte, he podido comprender todo lo que noscuentan de los heroicos capitanes de la antigüedad.Entonces no conocía yo la palabra sublimidad, peroviendo a nuestro comandante comprendí que todoslos idiomas deben tener un hermoso vocablo paraexpresar aquella grandeza de alma que me parecíafavor rara vez otorgado por Dios al hombre mise-rable.

Entretanto, gran parte de los cañones había ce-sado de hacer, fuego, porque la mitad de la genteestaba fuera de combate. Tal vez no me hubiera fi-jado en esta circunstancia, si habiendo salido de la

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cámara, impulsado por mi curiosidad, no sintierauna voz que con acento terrible me dijo: <Gabrieli-llo!, aquí!»Marcial me llamaba; acudí prontamente, yle hallé empeñado en servir uno de los cañones quehabía quedado sin gente. Una bala había llevado aMediohombre la punta de su pierna de palo, lo cualle hacía ¡Si llego a traer la de carne y hueso! ...

Dos marinos muertos yacían a su lado; un terce-ro, gravemente herido, se esforzaba en seguir sir-viendo la pieza.

-Compadre - le dijo Marcial -, ya tú no puedes niencender una colilla.

Arrancó el botafuego de manos del herido y melo entregó, diciendo:

-Toma, Gabrielillo; si tienes miedo, vas al agua.Esto diciendo, cargó el cañón con toda la prisa

que le fue posible, ayudado de un grumete que esta-ba casi ileso; lo cebaron y apuntaron; ambos excla-maron:«Fuego»; acerqué la mecha, y el cañóndisparó.

- Se repitió la operación por segunda y terceravez, y el ruido del cañón, disparado por mí, retum-bó de un modo extraordinario en mi alma. El con-siderarme no ya espectador, sino actor decidido entan grandiosa tragedia, disipó por un instante el

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miedo, y me sentí con grandes bríos, al menos conla firma resolución de aparentarlos. Desde entoncesconocí que el heroísmo es casi siempre una formadel pundonor. Marcial y otros me miraban; era pre-ciso que me hiciera digno de fijar su atención.

-¡Ah! -decía yo para mí con orgullo -. Si miamita pudiera verme ahora... ¡Qué valiente estoydisparando cañonazos como un hombre!... Lo me-nos habré mandado al otro mundo dos docenas deingleses.

Pero estos nobles pensamientos me ocuparonmuy poco tiempo, porque Marcial, cuya fatigadanaturaleza comenzaba a rendirse después de su es-fuerzo respiró con ansia, se secó la sangre que afluíaen abundancia de su cabeza, cerré los ojos, sus bra-zos se extendieron. con desmayo, y dijo:

-No puedo más: se me sube la pólvora a la tol-dilla (la cabeza). Gabriel, tráeme agua.

Corrí a buscar el agua, y cuando se la traje be-bió, con ansia. Pareció tomar con esto nuevas fuer-zas; íbamos a seguir, cuando un gran estrépito nosdejó sin movimiento. El palo mayor, tronchado porla fogonadura, cayó sobre el combés, y tras él el demesana. El navío quedó lleno de escombros y eldesorden fue espantoso.

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Felizmente quedé en hueco y sin recibir más queuna ligera herida en la cabeza, la cual aunque meaturdió al principio, no me impidió apartar los tro-zos de vela y cabos que habían caído sobre mí. Losmarineros y soldados de cubierta pugnaban por de-salojar tan enorme masa de cuerpos inútiles, y desdeentonces sólo la artillería de las baterías bajas sostu-vo el fuego. Salí como pude, busqué a Marcial, no lehallé, y habiendo fijado mis ojos en el alcázar, notéque el comandante ya no estaba allí. Gravementeherido de un astillazo en la cabeza, había caído exá-nime, y al punto dos marineros subieron para tras-ladarle a la cámara. Corrí también allá, y entonces uncasco de metralla me hirió en el hombro, lo que measustó en extremo, creyendo que mi herida eramortal y que iba a exhalar el último suspiro. Mi tur-bación no me impidió entrar en la cámara, dondepor la mucha sangre que brotaba de mi herida medebilité, quedando por un momento desvanecido.

En aquel pasajero letargo seguí oyendo el estré-pito de los cañones de k, segunda y tercera batería, ydespués una voz que decía con furia:

-¡Abordaje!. ¡las picas!. . ., ¡las hachas!Después la confusión fue tan grande, que no

pude distinguir lo que pertenecía a las voces huma-

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nas en tan descomunal concierto. Pero no sé cómo,sin salir de aquel estado de somnolencia, me hicecargo de que se creía todo perdido, y de que los ofi-ciales se hallaban reunidos en la cámara para acor-dar la rendición, y también puedo asegurar que si nofue invento de mi fantasía, entonces trastornada,resonó en el combés Y una voz que decía: «El Trini-dad no se rinde». De fijo fue la voz de Marcial, si esque realmente dijo alguien tal cosa.

Me sentí despertar, y vi a mi amo arrojado sobreuno de los sofás de la cámara, con la cabeza ocultaentre las manos en ademán de desesperación y sincuidarse de su herida.

Acerquéme a él, y el infeliz anciano no hallómejor modo de expresar su desconsuelo que abra-zándome paternalmente, como si ambos estuviéra-mos cercanos a la muerte. Él, por lo menos, creoque se consideraba próximo a morir de puro dolor,porque su herida no tenía la menor gravedad. Yo leconsolé como pude, diciendo que si la acción no sehabía ganado, no fue porque yo dejara de matarbastantes ingleses con mi cañoncito, y añadí quepara otra vez seríamos más afortunados; puerilesrazones que no calmaron su agitación.

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Saliendo afuera en busca de agua para mi amo,presencié el acto de arriar la bandera, que aun flota-ba en la cangreja, uno de los pocos restos de arbo-ladura que con el tronco de mesana quedaba en pie,Aquel lienzo glorioso, ya agujereado por mil partes,señal de nuestra honra, que congregaba bajo suspliegues a todos los combatientes, descendió delmástil para no izarse más. La idea de un orgulloabatido, de un ánimo esforzado que sucumbe antefuerzas superiores, no puede encontrar imagen másperfecta para representarse a los ojos humanos quela que aquel oriflama que se abate y desaparece co-mo un sol que se pone.

El de aquella tarde tristísima, tocando al términode su carrera en el momento de nuestra rendición,iluminó nuestra bandera con su último rayo.

El fuego cesó y los ingleses penetraron en elbarco, vencido.

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XII

Cuando el espíritu, reposando de la agitacióndel combate, tuvo tiempo de dar paso a la compa-sión, al frío terror producido por la vista de tangrande estrago, se presentó a los ojos de cuantosquedamos vivos la escena del navío en toda la ho-rrenda majestad. Hasta entonces los ánimos no sehabían ocupado más que la defensa; mas cuando elfuego cesó, se pudo advertir el gran destrozo delcasco, que" dando entrada al agua por sus mil ave-rías, se hundía, amenazando sepultarnos a todos,vivos y muertos, en el fondo del mar. Apenas entra-ron en él los ingleses, un grito resonó unánime, pro-ferido por nuestros marinos:

-¡A las bombas!

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Todos los que podíamos acudimos a ellas y tra-bamos con ardor; pero aquellas máquinas imperfec-tas desalojaban una cantidad de agua bastante me-nor que la que entraba. De repente un grito, aun másterrible que el anterior, nos llenó de espanto. Ya dijeque los heridos se habían transportado al último so-llado, lugar que, por hallarse bajo la línea de flota-ción, está libre de la acción de las balas. El agua in-vadía rápidamente aquel recinto, y algunos marinosasomaron por la escotilla, gritando:

-¡Que se ahogan los heridos!La mayor parte de la tripulación vaciló entre se-

guir desalojando el agua y acudir en socorro deaquellos desgraciados, y no sé qué habría sido deellos, si la gente de un navío inglés no hubiera acu-dido en nuestro auxilio. Éstos no sólo transporta-ron los heridos a la tercera y a la segunda batería,sino que también pusieron mano a las bombas,mientras sus carpinteros trataban de reparar algunasde las averías del casco.

Rendido de cansancio y juzgando que donAlonso podía necesitar de mí, fui a la cámara. En-tonces vi a algunos ingleses ocupados en poner elpabellón británico en la popa del Santísima Trinidad.Como cuento con que el lector benévolo me ha de

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perdonar que apunte aquí mis impresiones, diré queaquello me hizo pensar un poco. Siempre se me ha-bían representado los ingleses como verdaderospiratas o salteadores de los mares, gentezuela aven-turera que no constituía nación y que vivía del me-rodeo. Cuando vi el orgullo con que enarbolaron supabellón, saludándole con vivas aclamaciones;cuando advertí el gozo y la satisfacción que les cau-saba haber apresado el más grande y glorioso barcoque hasta entonces surcó los mares, pensé que tam-bién ellos tendrían su patria querida, que ésta leshabría confiado la defensa de su honor; me parecióque en aquella tierra, para mí misteriosa, que se lla-maba Inglaterra, habían de existir, como en España,muchas gentes honradas, un rey paternal, y las ma-dres, las hijas, las esposas, las hermanas de tan va-lientes marinos; los cuales, esperando con ansiedadsu vuelta, rogarían a Dios que les concediera la vic-toria.

En la cámara encontré a mi señor más tranquilo.Los oficiales ingleses que habían entrado allí trata-ban a los nuestros con delicada cortesía, y según en-tendí, querían transbordar los heridos a algún barcoenemigo. Uno de aquellos oficiales se acercó a miamo como queriendo reconocerle, y le saludó en

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español. medianamente correcto, recordándole unaamistad antigua. Contestó don Alonso a sus finurascon gravedad, y después quiso enterarse por él delos pormenores del combate.

-¿Pero qué ha sido de la reserva? ¿Qué ha he-cho Gravina? -preguntó mi amo.

-Gravina se ha retirado con algunos navíoscontestó el inglés.

-De la vanguardia sólo han venido a auxiliarnosel Rayo y el Neptuno.

-Los cuatro franceses, Duguay, Trouin, Mont-Blane,Scipion y Formidable, son los únicos que no han en-trado en acción.

-Pero Gravina, Gravina, ¿qué es de Gravina?-insistió mi amo.

-Se ha retirado en el Príncipe de Asturias; mascomo se le ha dado caza, ignoro si habrá llegado aCádiz.

-¿Y el San Ildefonso?-Ha sido apresado.-¿Y el Santa Ana? -También ha sido apresado. ¡Vive Dios! - exclamó don Alonso sin poder

disimular su enojo-. Apuesto a que no ha sido apre-sado el Nepomuceno.

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-También lo ha sido.-¡Oh!..., ¿está usted seguro de ello? ¿Y Chu-

rruca?-Ha muerto - contestó el inglés con tristeza.-¡Oh... ! ¡Ha muerto! ¡Ha muerto Churruca!exclamó mi amo con angustiosa perplejidad -.

Pero el Bahama se habrá salvado, el Bahama habrávuelto ileso a Cádiz.

-También ha sido apresado.-¡También! ¿Y Galiano? Galiano es un héroe y

un sabio.-Sí -repuso sombríamente el inglés -, pero ha,

muerto también.-¿Y qué es del Montañés? ¿Qué ha sido de Alce-

do?-Alcedo..., también ha muerto.Mi amo no pudo reprimir la expresión de su

profunda pena; y como la avanzada edad amengua-ba en él la presencia de ánimo propia de tan terri-bles momentos, hubo de pasar por la pequeñamengua de derramar algunas lágrimas, triste obse-quio a sus compañeros. No es impropio el llanto enlas grandes almas, antes bien, indica el consorciofecundo de la delicadeza de sentimientos con laenergía de carácter. Mi amo lloró como hombre,

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después de haber cumplido con su deber como ma-rino. Mas reponiéndose de aquel abatimiento, ybuscando alguna razón con que devolver al inglés lapesadumbre que éste le causara, dijo:

-Pero ustedes no habrán sufrido menos que no-sotros. Nuestros enemigos habrán tenido pérdidasde consideración.

-Una sobre todo irreparable - contestó el ingléscon tanta congoja como la de don Alonso -. Hemosperdido al primero de nuestros marinos, al valienteentre los valientes, al heroico' al divino, al sublimealmirante Nelson. Y con tan poca entereza como miamo, el oficial inglés no se cuidó de disimular suinmensa pena: cubrióse la cara con las manos y llo-ró, con toda la expresiva franqueza del verdaderodolor, al jefe, al protector y al amigo.

Nelson, herido mortalmente en mitad del com-bate, según después supe, por una bala de fusil quele atravesó el pecho y se fijó en la espina dorsal, dijoal capitán Hardy: «Se acabó; al fin lo han consegui-do». Su agonía se prolongó hasta el caer de la tarde;no perdió ninguno de los pormenores del combate,ni se extinguió su genio de militar y de marino, sinocuando la última fugitiva palpitación de la vida sedisipó en su cuerpo herido. Atormentado por ho-

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rribles dolores, no dejó de dictar órdenes, enterán-dose de los movimientos de ambas escuadras, ycuando se le hizo saber el triunfo de la suya, excla-mó: «¡Bendito sea Dios; he cumplido con mi deber

Un cuarto de hora después expiraba el primermarino de nuestro siglo.

Perdóneseme la digresión. El lector extrañaráque no conociéramos la suerte de muchos buquesde la escuadra combinada. Nada más natural quenuestra ignorancia, por causa de la desmesuradalongitud de la línea de combate, y además el sistemade luchas parciales adoptado por los ingleses. Susnavíos se habían mezclado con los nuestros, y comola contienda era a tiro de fusil, el buque enemigo quenos batía ocultaba la vista del resto de la escuadra,además de que el humo espesísimo nos impedía vercuanto no se hallara en paraje cercano.

Al anochecer, y cuando aun el cañoneo no habíacesado, distinguíamos algunos navíos, que pasabana un largo como fantasmas, unos con media arbola-dura, otros completamente desarbolados. La bruma,el humo, el mismo aturdimiento de nuestras cabe-zas, nos impedía distinguir si eran españoles o ene-migos; y cuando la luz de un fogonazo lejanoiluminaba a trechos aquel panorama temeroso, no-

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tábamos que aun seguía la lucha con encarniza-miento entre grupos de navíos aislados; que otroscorrían sin concierto ni rumbo, llevados por el tem-poral, y que alguno de los nuestros era remolcadopor otro inglés en dirección al sur.

Vino la noche, y con ella aumentó la gravedad yel horror de nuestra situación. Parecía que la Natu-raleza habla de sernos propicia después de tratasdesgracias; pero, por el contrario, desencadenáronsecon furia los elementos, como si el cielo creyera queaun no era bastante grande el número de nuestrasdesdichas. Desatóse un recio temporal, y viento yagua, hondamente agitados, azotaron el buque, que,-incapaz de maniobra, fluctuaba a merced de las olas.Los vaivenes eran tan fuertes que se hacía difícil eltrabajo, lo cual, unido al cansancio de la tripulación,empeoraba nuestro estado de hora en hora. Un na-vío inglés, que después supe se llamaba Prince, tratóde remolcar el Trinidad; pero sus esfuerzos fueroninútiles, y tuvo que alejarse por temor a un choqueque habría sido funesto para ambos buques.

Entretanto no era posible tomar alimento algu-no, y yo me moría de hambre, porque los demás,indiferentes a todo lo que no fuera el peligro, apenasse cuidaban de cosa tan importante. No me atrevía a

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pedir un pedazo de pan por temor de parecer im-portuno, y al mismo tiempo, sin vergüenza lo con-fieso, dirigía mi escrutadora observación a todos lossitios donde colegía que podían existir provisionesde boca. Apretado por la necesidad, me arriesgué ahacer una visita a los pañoles del bizcocho, y ¿cuálno sería mi asombro cuando vi que Marcial estabaallí, trasegando a su estómago lo primero que en-contró a mano? El anciano estaba herido de pocagravedad, y aunque una bala le había llevado el piederecho, como éste no era otra cosa que la extremi-dad de la pierna de palo, el cuerpo de Marcial sóloestaba con tal percance un poco más cojo.

-Toma, Gabrielillo -me dijo, llenándome el senode galletas -: barco sin lastre no navega.

En seguida empiné una botella y bebió con deli-cia.

Salimos del pañol, y vi que no éramos nosotrossolos los que visitaban aquel lugar, pues todo indi-caba que un desordenado pillaje había ocurrido allímomentos antes.

Reparadas mis fuerzas, pude pensar en servir dealgo, poniendo mano a las bombas o ayudando a loscarpinteros. Trabajosamente se enmendaron algu-nas averías con auxilio de los ingleses, que vigilaban

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todo, y según después comprendí, no perdían devista a algunos de nuestros marineros, porque te-mían que s sublevasen, represando el navío, en locual los enemigos demostraban más suspicacias quebuen sentido; pues menester era haber perdido eljuicio para intentar represar un buque en tal estado.Ello es que los casacones acudían a todas partes y noperdían movimiento alguno.

Entrada la noche, y hallándome transido de frío,abandoné la cubierta, donde apenas podía tenerme,y corría además el peligro de ser arrebatado por ungolpe de mar, y me retiré a la cámara. Mi primeraintención fue dormir un poco, pero ¿quién dormíaen aquella noche?

En la cámara todo era confusión, lo mismo queen el combés. Los sanos asistían a los heridos, yestos, molestados a la vez por sus dolores y por elmovimiento del buque, que les impedía todo repo-so, ofrecían tan triste aspecto, que a su vista era im-posible entregarse al descanso. En un lado de lacámara yacían cubiertos con el pabellón nacional,los oficiales muertos. Entre tanta desolación, ante elespectáculo de tantos dolores, había en aquellos ca-dáveres no sé qué de envidiable: ellos solos descan-saban a bordo del Trinidad, y todo les era ajeno,

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fatigas y penas, la vergüenza de la derrota y los pa-decimientos físicos. La bandera que les servía deilustre mortaja parecía ponerles fuera de aquella es-fera de responsabilidad, de mengua y desesperaciónen que todos nos encontrábamos. Nada les afectabael peligro que corría la nave, porque ésta no era yamás que su ataúd.

Los oficiales muertos eran: don Juan Cisniega,teniente de navío, el cual no tenía parentesco con mianio, a pesar de la identidad de apellido; don Joa-quín de Salas y don Juan Matute, también tenientesde navío; el teniente coronel de ejército don JoséGraullé, el teniente de fragata Urias y el guardia ma-rina don Antonio de Bobadilla. Los marineros ysoldados muertos, cuyos cadáveres yacían sin ordenen las baterías y sobre cubierta, ascendían a la terri-ble suma de cuatrocientos.

No olvidaré jamás el momento en que aquelloscuerpos fueron arrojados al mar por orden del ofi-cial inglés que custodiaba el navío. Verificóse latriste ceremonia al amanecer del día 22, hora en queel temporal parece que arreció ex profeso, para au-mentar la pavura de semejante escena; Sacados so-bre cubierta los cuerpos de los oficiales, el cura rezóun responso a toda prisa, porque no era ocasión de

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andarse en dibujos, e inmediatamente se procedió alacto solemne. Envueltos en su bandera, y con unabala atada a los pies, fueron arrojados al mar, sinque esto, que ordinariamente hubiera producido entodos tristeza y consternación, conmoviera entoncesa los que lo presenciaron. ¡Tan hechos estaban losánimos a la desgracia, que el espectáculo de lamuerte les era poco menos que indiferente! Las exe-quias del mar son más tristes que las de la tierra. Seda sepultura a un cadáver, y allí queda; las personasa quienes interesa saben que hay un rincón de tierradonde existen aquellos restos, y pueden marcarloscon una losa, con una cruz o con una piedra. Peroen el mar.... se arrojan los cuerpos en la movibleinmensidad, y parece que dejan de existir en el mo-mento de caer; la imaginación no puede seguirlos ensu viaje al profundo abismo, y es difícil suponer queestén en alguna parte estando en el fondo del Océa-no. Estas reflexiones hacía yo viendo cómo desapa-recían los cuerpos de aquellos ilustres guerreros, undía antes llenos de vida, gloria de su patria y encantode sus familias.

Los marineros muertos eran arrojados con me-nos ceremonia: la ordenanza manda que se los en-vuelva en el coy; pero en aquella ocasión no había

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tiempo para entretenerse en cumplir la ordenanza.A algunos se les amortajó como está mandado; perola mayor parte fueron echados al mar sin ningúnatavío y sin bala a los pies, por la sencilla razón deque no había para todos. Eran cuatrocientos, apro-ximadamente, y a fin de terminar pronto la opera-ción de darles sepultura, fue preciso que pusieranmano a la obra todos los hombres útiles que a bor-do había para despachar más pronto. Muy a dis-gusto mío tuve que ofrecer mi cooperación para tantriste servicio, y algunos cuerpos cayeron al marsoltados desde la borda por mi mano, puesta enayuda de otras más vigorosas.

Entonces ocurrió un hecho, una coincidenciaque me causó mucho terror. Un cadáver horrible-mente desfigurado fue cogido entre dos marineros,y en el momento de levantarlo en alto algunos delos circunstantes se permitieron groseras burlas, queen toda ocasión habrían sido importunas y en aquelmomento infames. No sé por qué el cuerpo de aqueldesgraciado fue el único que les movió a perdercondecían: «Ya las ha pagado todas juntas..., no vol-verá a hacer de las suyas», y otras groserías del mis-mo jaez. Aquello me indignó, pero mi indignaciónse trocó en asombro y en un sentimiento indefini-

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ble, mezcla de respeto, de pena y de miedo, cuandoobservando atentamente las facciones mutiladas deaquel cadáver reconocí en él a mi tío ... Cerré losojos con espanto, y no los abrí hasta que el violentosalpicar del agua no me indicó que había desapare-cido para siempre ante la vista humana.

Aquel hombre había sido muy malo para mí,muy malo para su hermana; pero era mi parientecercano, hermano de mi madre; la sangre que corríapor mis venas era su sangre, y esa voz interna quenos incita a ser benévolos con las faltas de losnuestros, no podía permanecer callada después de laescena que pasó ante mis ojos. Al mismo tiempo, yohabía podido reconocer en la cara ensangrentada demi tío algunos rasgos fisonómicos de la cara de mimadre, y esto aumentó mi aflicción. En aquel mo-mento no me acordé de que había sido un gran cri-minal, ni menos de las crueldades que usó conmigodurante mi infortunada niñez. Yo les aseguro a us-tedes, y no dudo en decir esto, aunque sea en elogiomío, que le perdoné con toda mi alma, y que elevé elpensamiento a Dios, pidiéndole que le perdonaratodas sus culpas.

Después supe que se había portado heroica-mente en el combate, sin que por esto alcanzara las

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simpatías de sus compañeros, quienes, repuntándolecomo el más bellaco de los hombres, no tuvieronpara él una palabra de afecto o conmiseración, niaun en el momento supremo en que toda falta seperdona, porque se supone al criminal dando cuentade sus actos ante Dios.

Avanzado el día, intentó de nuevo el navíoPrince remolcar al Santísima Trinidad; pero con tanpoca fortuna como en la noche anterior. La situa-ción no empeoraba, a pesar de que seguía el tempo-ral con igual fuerza, pues se habían reparadomuchas averías, y se creía que, una vez calmado eltiempo, podría salvarse el casco. Los ingleses teníangran empeño en ello, porque querían llevar por tro-feo a Gibraltar el más grande navío hasta entoncesconstruido. Por esta razón trabajaban con tantoahínco en las bombas noche y día, permitiéndonosdescansar algún rato.

Durante todo el día 22 la mar se revolvía confrenesí, llevando y trayendo el casco del navío cualsi fuera endeble lancha de pescadores; y aquellamontaña de madera probaba la fuerte trabazón desus sólidas cuadernas, cuando no se rompía en milpedazos al recibir el tremendo golpear de las olas.Había momentos en que, aplanándose el mar, pare-

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cía que el navío iba a hundirse para siempre; peroinflamándose la ola como al impulso de profundotorbellino, levantaba aquél su orgullosa proa, ador-nada con el león de Castilla, y entonces respirába-mos con la esperanza de salvarnos.

Por todos lados descubríamos navíos dispersos,la mayor parte ingleses, no sin grandes averías yprocurando todos alcanzar la costa para refugiarse.También los vimos españoles y franceses, unos de-sarbolados, otros remolcados por algún barco ene-migo. Marcial reconoció en uno de éstos al SanIldefonso. Vimos flotando en el agua multitud de res-tos y despojos, como masteleros, cofas, lanchas ro-tas, escotillas, trozos de balconaje, portas, y, porúltimo, avistamos dos infelices marinos que, malembarcados en' un gran palo, eran llevados por lasolas, y habrían perecido si los ingleses no corrieranal instante a darles auxilio. Traídos a bordo del Tri-nidad, volvieron a la vida, que, recobrada después desentirse en los brazos de la muerte, equivale a nacerde nuevo.

El día pasó entre agonías y esperanzas; ya nos'parecía que era indispensable el transbordo a unbuque inglés para salvarnos, ya creíamos posibleconservar el nuestro. De todos modos, la idea d va-

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dos a Gibraltar como prisioneros era terrible paramí, para los hombres pundonorosos y o como miamo, cuyos padecimientos morales de ser inauditosaquel día. Pero estas dolorosas nativas cesaron porla tarde, y a la hora en unánime la idea de que si notransbordábamos pereceríamos todos en el buque,que ya tenía quince pies de agua en la bodega.Uriarte y Cisneros recibieron aquella noticia concalma y serenidad, demostrando que no hallabangran diferencia entre morir en la casa propia o serprisioneros en la extraña. Acto continuo comenzó eltransbordo a la escasa luz del crepúsculo, lo cual no'era cosa fácil, habiendo precisión de embarcar cercade trescientos heridos. La tripulación sana constabade unos quinientos hombres, cifra a que quedaronreducidos los mil ciento quince individuos de que secomponía antes del combate.

Comenzó precipitadamente el transbordo conlas lanchas del Trinidad, las del Prince y las de otrostres buques de la escuadra inglesa. Dióse la prefe-rencia a los heridos; mas aunque se trató de evitarlestoda molestia, fue imposible levantarles de dondeestaban sin mortificarles, y algunos pedían confuertes gritos que los dejasen tranquilos, prefiriendola muerte aun viaje que recrudecía sus dolores. La

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premura no daba lugar a la compasión, y eran con-ducidos a las lanchas tan sin piedad, como arroja-dos al mar fueron los fríos cadáveres de suscompañeros.

El comandante Uriarte y el jefe de escuadra Cis-neros se embarcaron en los botes de la oficialidadinglesa; y habiendo instado a mi amo para que en-trase también en ellos, éste se negó resueltamente,diciendo que deseaba ser el último en abandonar elTrinidad. Esto no dejó de contrariarme, porque des-vanecidos en mí los efluvios de patriotismo que alprincipio me dieron cierto arrojo, no pensaba yamás que en salva mi vida, y no era lo más a propó-sito para este noble fin el permanecer a bordo de unbuque que se hundía por momentos.

Mis temores no fueron vanos, pues aun no esta-ba fuera la mitad de la tripulación, cuando un sordorumor de alarma y pavor resonó en nuestro navío.

«¡Que nos vamos a pique!..., ¡a las lanchas, a laslanchas5, exclamaron algunos, mientras dominadostodos por el instinto de conservación, corrían haciala borda, buscando con ávidos ojos las lanchas quevolvían. Se abandonó todo trabajo; no se pensó másen los heridos, y muchos de éstos, sacados ya sobrecubierta, se arrastraban por ella con delirante extra-

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vío, buscando un portalón por donde arrojarse almar. Por las escotillas salía un lastimero clamor, queaun parece resonar en mi cerebro, helando la sangreen mis venas y erizando mis cabellos. Eran los heri-dos que quedaban en la primera batería, los cuales,sintiéndose anegados por el agua, que ya invadíaaquel sitio, clamaban pidiendo socorro no sé si aDios o a los hombres.

A éstos se lo pedían en vano, porque no pensa-ban sino en la propia salvación. Se arrojaron preci-pitadamente a las lanchas y esta confusión en lalobreguez de la noche, entorpecía el transbordo. Unsolo hombre, impasible ante tan gran peligro, per-manecía en el alcázar sin atender a lo que pasaba asu alrededor, y se paseaba preocupado y medita-bundo, como si aquellas tablas donde ponía su pieno estuvieran solicitadas por el inmenso abismo.Era mi amo.

Corrí hacia él despavorido, y le dije:-¡Señor, que nos ahogamos!Don Alonso no me hizo caso, y aun creo, si la

memoria no me es infiel, que sin abandonar su ac-titud pronunció palabras tan ajenas a la situacióncomo éstas:

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-¡Oh!, cómo se va a reír Paca cuando yo vuelvaa casa después de esta gran derrota.

-¡Señor, que el barco se va a pique! -exclamé denuevo, no ya pintando el peligro, sino suplicandocon gestos y voces.

Mi amo miró al mar, a las lanchas, a los hom-bres que, desesperados y ciegos, se lanzaban a ellas;y yo busqué con ansiosos ojos a Marcial, y le llamécon toda la fuerza de mis pulmones. Entonces pa-réceme que perdí la sensación de lo que ocurría, meaturdí, se nublaron mis ojos y no sé lo que pasó.Para contar cómo me salvé, no puedo fundarmesino en recuerdos muy vagos, semejantes a las imá-genes de un sueño, pues sin duda el terror me quitóel conocimiento. Me parece que un marinero seacercó a don Alonso cuando yo le hablaba, y le asiócon sus vigorosos brazos. Yo mismo me sentítransportado, y cuando mi nublado espíritu se acla-ró un poco me vi en una lancha, recostado sobre lasrodillas de mi amo, el cual tenía mi cabeza entre susmanos con paternal cariño. Marcial empuñaba lacaña del timón; la lancha estaba llena de gente.

Alcé la vista y vi como a cuatro o cinco varas dedistancia, a mi derecha, el negro costado del navíopróximo a hundirse; por los portalones a que aun

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no había llegado el agua, salía una débil claridad, lade la lámpara encendida al anochecer, y que aunvelaba, guardián incansable, sobre los restos del bu-que abandonado. También hirieron mis oídos algu-nos lamentos que salían por las troneras: eran lospobres heridos que no había sido posible salvar y sehallaban suspendidos sobre el abismo, mientrasaquella triste luz les permitía mirarse, comunicándo-se con los ojos la angustia de los corazones.

Mi imaginación se trasladó de nuevo al interiordel buque; una pulgada de agua faltaba no más pararomper el endeble equilibrio que aun le sostenía.¡ Cómo presenciarían aquellos infelices el creci-miento de la inundación! ¡Qué dirían en aquel mo-mento terrible! Y si vieron a los que huían en laslanchas, si sintieron el chasquido de los remos, ¡concuánta amargura gemirían sus almas atribuladas!Pero también es cierto que aquel atroz martirio laspurificó de toda culpa y que la misericordia de Diosllenó todo el ámbito del navío en el momento desumergirse para siempre.

La lancha se alejó; yo seguí viendo aquella granmasa informe, aunque sospecho que era mi fantasía,no mis ojos, la que miraba el Trinidad en la oscuri-dad de la noche, y hasta creí distinguir en el negro

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cielo un gran brazo que descendía hasta la superficiede las aguas. Fue sin duda la imagen de mis pensa-mientos reproducida por los sentidos.

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XIII

La lancha se dirigió..., ¿adónde? Ni el mismoMarcial sabía adónde nos dirigíamos. La oscuridadera tan fuerte, que perdimos de vista las demás lan-chas, y las luces del navío Prince se desvanecierontras la niebla, como si un soplo las hubiera extingui-do. Las olas eran tan gruesas, y el vendaval tan re-cio, que la débil embarcación avanzaba muy poco, ygracias a una hábil dirección no zozobró más deuna vez. Todos callábamos,. y los más fijaban unatriste mirada en el sitio donde se suponía que nues-tros compañeros abandonados luchaban en aquelinstante con la muerte en espantosa agonía.

No acabó aquella travesía sin hacer, conforme ami costumbre, algunas reflexiones, que bien puedoaventurarme a llamar filosóficas. Alguien se reirá de

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un filósofo de catorce años; pero yo no me turbaréante las burlas, y tendré el atrevimiento de escribiraquí mis reflexiones de entonces. Los niños tambiénsuelen pensar grandes cosas; y en aquella ocasión,ante aquel espectáculo, ¿qué cerebro, como no fuerael de un idiota, podría permanecer en calma?

Pues bien: en nuestras lanchas iban españoles eingleses, aunque era mayor el número de los prime-ros, y era curioso observar cómo fraternizaban, am-parándose unos a otros en el común peligro, sin re-cordar que el día anterior se mataban en horrendalucha, más parecidos a fieras que a hombres Yo mi-raba a los ingleses, remando con tanta decisión co-mo los nuestros; yo observaba en sus semblantes lasmismas señales de terror o de esperanza, y, sobretodo, la expresión propia del santo sentimiento dehumanidad y caridad, que era el móvil de unos yotros. Con estos pensamientos, decía para mí: «¿Pa-ra qué son las guerras, Dios mío? ¿Por qué estoshombres no han de ser amigos en todas las ocasio-nes de la vida como lo son en las de peligro? Estoque veo, ¿no prueba que todos los hombres sonhermanos?»

Pero venía de improviso a cortar estas conside-raciones la idea de nacionalidad, aquel sistema de

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islas que yo había forjado, y entonces decía: «Peroya: esto de que las islas han de querer quitarse unas aotras algún pedazo de tierra, lo echa todo a perder, ysin duda en todas ellas debe de haber hombres muymalos, que son los que arman las guerras para suprovecho particular, bien porque son ambiciosos yquieren mandar, bien porque son avaros y anhelanser ricos. Estos hombres malos son los que engañana los demás, a todos estos infelices que van a pelear;y para que el engaño sea completo, les impulsan aodiar a otras naciones; siembran la discordia, fo-mentan la envidia, y aquí tienen ustedes el resultado.Yo estoy seguro - añadí -de que esto no puede du-rar: apuesto doble contra sencillo a que dentro depoco los hombres de unas y otras islas se han deconvencer de que hacen un gran disparate armandotan terribles guerras, y llegará un día en que se abra-zarán, conviniendo todos en no formar más que unasola familia».

Así pensaba yo. Después de esto he vivido se-tenta años, y no he visto llegar ese día.

La lancha avanzaba trabajosamente por el tem-pestuoso mar. Yo creo que Marcial, si mi amo se lohubiera permitido, habría consumado la siguientehazaña: echar al agua a los ingleses y poner la proa a

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Cádiz o a la costa, aun con la probabilidad casi ine-ludible de perecer ahogados en la travesía. Algo deesto me parece que indicó a mi amo, hablándolequedamente al oído, y don Alonso debió de darleuna lección de caballerosidad, porque le oí decir:

Somos prisioneros, Marcial; somos prisioneros.Lo peor del caso es que no divisábamos ningún

barco.El Prince se había apartado de donde estaba;

ninguna luz nos indicaba la presencia de un buqueenemigo. Por último, divisamos una, y un rato des-pués la mole confusa de un navío que corría el tem-poral por barlovento, y aparecía en direccióncontraria a la nuestra. Unos le creyeron francés,otros inglés, y Marcial sostuvo que era español. For-zaron los remeros, y no sin gran trabajo llegamos aponernos al habla.

-¡Ah del navío! -gritaron los nuestros.Al punto contestaron en español.Es el San Agustín -dijo Marcial.-El San Agustín se ha ido a pique -contestó don

Alonso -. Me parece que será el Santa Ana, que tam-bién está apresado.

Efectivamente, al acercarnos, todos reconocie-ron al Santa Ana, mandado en el combate por el te-

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niente general Álava. Al punto los ingleses que locustodiaban dispusieron prestarnos auxilio y no tar-damos en hallarnos todos sanos y salvos sobre cu-bierta.

El Santa Ana, navío de 112 cañones, había su-frido también grandes averías, aunque no tan gravescomo las del Santísima Trinidad; y si bien estaba de-sarbolado de todos sus palos y sin timón, el cascono se conservaba mal.

El Santa Ana vivió once años más después deTrafalgar, y aun habría vivido más si por falta dearena no se hubiera ido a pique en la bahía de LaHabana en 1816. Su acción en las jornadas que re-fiero fue gloriosísima. Mandábalo, como he dicho,el teniente general Álava, jefe de la vanguardia, que,trocado el orden de batalla, vino a quedar a reta-guardia. Ya saben ustedes que la columna mandadapor Collingwood se dirigió a combatir la retaguar-dia, mientras Nelson marchó contra el centro. ElSanta Ana, amparado sólo por el Fougueux, francés,tuvo que batirse con el Royal Sovereign y otros cuatroingleses; y a pesar de la desigualdad de fuerzas,tanto padecieron los unos como los otros, siendo elnavío de Collingwood el primero que quedó fuerade combate, por lo cual tuvo aquél que trasladarse a

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la fragata Eurygalus. Según allí refirieron, la luchahabía sido horrorosa, y los dos poderosos navíos,cuyos penoles se tocaban, estuvieron destrozándosepor espacio de seis horas, hasta que herido el gene-ral Álava, herido el comandante Gardoqui, muertoscinco oficiales y noventa y siete marineros con másde ciento cincuenta heridos, tuvo que rendirse elSanta Ana. Apresado por los ingleses, era casi impo-sible manejarlo a causa del mal estado y del furiosovendaval que se desencadenó en la noche del 21; asíes que cuando entramos en él se encontraba en si-tuación bien crítica, aunque no desesperada, y flota-ba a merced de las olas, sin poder tomar direcciónalguna.

Desde luego me sirvió de consuelo el ver quelos semblantes de toda aquella gente revelaban eltemor de una próxima muerte. Estaban tristes ytranquilos, soportando con gravedad la pena delvencimiento y el bochorno de hallarse prisioneros.Un detalle advertí también que llamó mi atención, yfue que los oficiales ingleses que custodiaban el bu-que no eran, ni con mucho, tan complacientes ybondadosos como los que desempeñaron igual car-go a bordo del Trinidad. Por el contrario, eran losdel Santa Ana unos caballeros muy foscos y antipáti-

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cos, y mortificaban con exceso a los nuestros, exa-gerando su propia autoridad y poniendo reparos atodo con suma impertinencia. Esto parecía disgustarmucho a la tripulación prisionera, especialmente a lamarinería, y hasta me pareció advertir murmullosalarmantes, que no habrían sido muy tranquilizado-res para los ingleses si éstos los hubieran oído.

Por lo demás, no quiero referir incidentes de lanavegación de aquella noche, si puede llamarse na-vegación el vagar a la ventura, a merced de las olas,sin velamen ni timón. No quiero, pues, fastidiar amis lectores repitiendo hechos que ya presenciamosa bordo del Trinidad, y paso a contarles otros ente-ramente nuevos y que sorprenderán a ustedes tantocomo me sorprendieron a mí.

Yo había perdido mi afición a andar por elcombés y alcázar de proa, y así, desde que me en-contré a bordo del Santa Ana, me refugié con miamo en la cámara, donde pude descansar un poco yalimentarme, pues de ambas cosas estaba muy nece-sitado. Había allí, sin embargo, muchos heridos aquienes era preciso curar, y esta ocupación, muygrata para mí, no me permitió todo el reposo que miagobiado cuerpo exigía. Hallábame ocupado en po-ner a don Alonso una venda en el brazo, cuando

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sentí que apoyaban una mano en mi hombro; mevolví y encaré con un joven alto, embozado enluengo capote azul, y al pronto, como suele suceder,no le reconocí; mas contemplándole con atenciónpor espacio de algunos segundos, lancé una excla-mación de asombro: era el joven don Rafael Males-pina, novio de mi amita.

Abrazóle don Alonso con mucho cariño, y él sesentó a nuestro lado. Estaba herido en una mano, ytan pálido por la fatiga y la pérdida de la sangre, quela demacración le desfiguraba completamente elrostro. Su presencia produjo en mi espíritu sensa-ciones muy raras, y he de confesarlas todas, aunquealguna de ellas me haga poco favor. Al punto expe-rimenté cierta alegría viendo a una persona conoci-da que había salido ilesa del horroroso luchar; uninstante después el odio antiguo que aquel sujeto meinspiraba se despertó en mi pecho como doloradormecido que vuelve a mortificarnos tras un pe-ríodo de alivio. Con vergüenza lo confieso: sentícierta pena de verle sano y salvo; pero diré tambiénen descargo mío que aquella pena fue una sensaciónmomentánea y fugaz como un relámpago, verdade-ro relámpago negro que oscureció mi alma, o mejor

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dicho, leve eclipse de la luz de mi conciencia, queno tardó en brillar con esplendorosa claridad.

La parte perversa de mi individuo me dominóun instante; en un instante también supe acallarla,acorralándola en el fondo de mi ser. ¿Podrán todosdecir lo mismo?

Después de este combate moral vi a Malespinacon gozo, porque estaba vivo, y con lástima, porqueestaba herido; y aun recuerdo con orgullo que hiceesfuerzos para demostrarle estos dos sentimientos.¡Pobre amita mía! ¡Cuán grande había de ser su an-gustia en aquellos momentos! Mi corazón concluíasiempre por llenarse de bondad; yo hubiera corridoa Vejer para decirle: «Señorita doña Rosa: vuestrodon Rafael está bueno y sano».

El pobre Malespina había sido transportado alSanta Ana desde el Nepomuceno, navío apresado tam-bién, donde era tal el número de heridos, que fuepreciso, según dijo, repartirlos para que no perecie-ran todos de abandono. En cuanto suegro y yernocambiaron los primeros saludos, consagrando algu-nas palabras a las familias ausentes, la conversaciónrecayó sobre la batalla; mi amo contó lo ocurrido enel Santísima Trinidad, y después añadió:

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-Pero nadie me dice a punto fijo dónde estáGravina. ¿Ha caído prisionero, o se retiró a Cádiz?

-El general - contestó Malespina - sostuvo unhorroroso fuego contra el Defiance y el Revenge. Leauxiliaron el Neptune, francés, y el San Ildefonso y elSan Justo, nuestros; pero las fuerzas de los enemi-gos se duplicaron con la ayuda del Dreadnought, delThunderer y del Poliphemus, después de lo cual fue im-posible toda resistencia. Hallándose el Príncipe deAsturias con todas las jarcias cortadas, sin palos,acribillado a balazos, y habiendo caído herido elgeneral Gravina y su mayor general Escaño, resol-vieron abandonar la lucha, porque toda resistenciaera insensata y la batalla estaba perdida. En un restode arboladura puso Gravina la señal de retirada, yacompañado del San Justo, el San Leandro, el Montañés,el Indomptable, el Neptune y el Argonau.ta, se dirigió aCádiz, con la pena de no haber podido rescatar eSan Ildefonso, que ha quedado en poder de los ene-migos.

-Cuénteme usted lo que ha pasado en el Nepq-muceno -dijo mi amo con el mayor interés Aun mecuesta trabajo creer que ha muerto Churruca, y apesar de que todos lo dan como cosa cierta, yo ten-

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go la creencia de que aquel hombre divino ha deestar vivo en alguna parte.

Malespina dijo que desgraciadamente él habíapresenciado la muerte de Churruca, y prometiócontarlo puntualmente. Formaron corro en tornosuyo algunos oficiales, y yo, más curioso que ellos,me volví todo oídos para no perder una sílaba.

-Desde que salimos de Cádiz -dijo MalespinaChurruca tenía el presentimiento de este gran desas-tre. Él había opinado contra la salida, porque cono-cía la inferioridad de nuestras fuerzas, y ademásconfiaba poco en la inteligencia del jefe Villeneuve.Todos sus pronósticos han salido ciertos; todos,hasta el de su muerte, pues es indudable que la pre-sentía, seguro como estaba de no alcanzar la victo-ria. El 19 dijo a su cuñado Apodaca: «Antes querendir mi navío, lo he de volar o echar a pique. Éstees el deber de los que sirven al rey y a la patria». Elmismo día escribió a un amigo suyo, diciéndole: «Sillegas a saber que mi navío ha sido hecho prisione-ro, di que he muerto».

»Ya se conocía en la grave tristeza de su sem-blante que preveía un desastroso resultado. Yo creoque esta certeza y la imposibilidad material de evi-tarlo, sintiéndose con fuerzas para ello, perturbaron

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profundamente su alma, capaz de las grandes accio-nes, así como de los grandes pensamientos.

»Churruca era hombre religioso, porque era unhombre superior. El 21, a las once de la mañana,mandó subir toda la tropa y marinería; hizo que sepusieran de rodillas, y dijo al capellán con solemneacento: «Cumpla usted, padre, con su ministerio, yabsuelva a esos valientes que ignoran lo que les es-pera en el combate». Concluída la ceremonia religio-sa, les mandó poner en pie, y hablando en tonopersuasivo y firme, exclamó: <¡Hijos míos: ennombre de Dios, prometo la bienaventuranza al quemuera cumpliendo con sus deberes! Si alguno falta-se a ellos, le haré fusilar inmediatamente, y si esca-pase a mis miradas o a las de los valientes oficialesque tengo el honor de mandar, sus remordimientosle seguirán mientras arrastre el resto de sus días mi-serable y desgraciado».

»Esta arenga, tan elocuente como sencilla, quehermanaba el cumplimiento del deber militar con laidea religiosa, causó entusiasmo en toda la dotacióndel Nepomuceno. ¡Qué lástima de valor! Todo se per-dió como un tesoro que cae al fondo del mar. Avis-tados los ingleses, Churruca vio con el mayor des-agrado las primeras maniobras dispuestas por Ville-

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neuve, y cuando éste hizo señales de que la escuadravirase en redondo, lo cual, como todos saben, des-concertó el orden de batalla, manifestó a su segundoque ya consideraba perdida la acción con tan torpeestrategia. Desde luego comprendió el aventuradoplan de Nelson, que consistía en cortar nuestra líneapor el centro y, retaguardia, envolviendo la escuadracombinada y batiendo parcialmente sus buques, ental disposición, que éstos no pudieran prestarse au-xilio.

»El Nepomuceno vino a quedar al extremo de la lí-nea. Rompióse el fuego entre el Santa Ana y RoyalSovereign, y sucesivamente todos los navíos fueronentrando en el combate. Cinco navíos ingleses de ladivisión de Collingwood se dirigieron contra el SanJuan; pero dos de ellos siguieron adelante, y Chu-rruca no tuvo que hacer frente más que a fuerzastriples.

»Nos sostuvimos enérgicamente contra tan su-periores enemigos hasta las dos de la tarde, sufrien-do mucho; pero devolviendo doble estrago anuestros contrarios. El grande espíritu de nuestroheroico jefe parecía haberse comunicado a soldadosy marineros, y las maniobras, así como los disparos,se hacían con una prontitud pasmosa. La gente de

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leva se había educado en el heroísmo, sin más quedos horas de aprendizaje, y nuestro navío, por sudefensa gloriosa, no sólo era el terror, sino el asom-bro de los ingleses.

»Éstos necesitaron nuevos refuerzos: necesita-ron seis contra uno. Volvieron los dos navíos quenos habían atacado primero, y el Dreadnoght se pusoal costado del San Juan, para batirnos a medio tirode pistola. Figúrense ustedes el fuego de estos seiscolosos, vomitando balas y metralla sobre un buquede 74 cañones. Parecía que nuestro navío se agran-daba, creciendo en tamaño, conforme crecía elarrojo de sus defensores. Las proporciones gigan-tescas que tomaban las almas, parecía que tomabantambién los cuerpos; y al ver cómo infundíamospavor a fuerzas seis veces superiores, nos creíamosalgo más que hombres.

»Entretanto, Churruca, que era nuestro pensa-miento, dirigía la acción con serenidad asombrosa.Comprendiendo que la destreza había de suplir a lafuerza, economizaba los tiros, y lo fiaba todo a labuena puntería, consiguiendo así que cada bala hi-ciera un estrago positivo en los enemigos. A todoatendía, todo lo disponía, y la metralla y las balascorrían sobre su cabeza, sin que una sola vez se in-

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mutara. Aquel hombre, débil y enfermizo, cuyohermoso y triste semblante no parecía nacido paraarrostrar escenas tan espantosas, nos infundía a to-dos misterioso ardor sólo con el rayo de su mirada.

»Pero Dios no quiso que saliera vivo de la terri-ble porfía. Viendo que no era posible hostilizar a unnavío que por la proa molestaba al San Juan impu-nemente, fue él mismo a apuntar el cañón, y logródesarbolar al contrario. Volvía al alcázar de popa,cuando una, bala de cañón le alcanzó en la piernaderecha, con tal acierto, que casi se la desprendiódel modo más doloroso por la parte alta del muslo.Corrimos a sostenerlo, y el héroe cayó en mis bra-zos. ¡Qué horrible momento! Aun me parece quesiento bajo mi mano el violento palpitar de un cora-zón, que hasta en aquel instante terrible no latía sinopor la patria. Su decaimiento físico fue rapidísimo:le vi esforzándose por erguir la cabeza, que se leinclinaba sobre el pecho, le vi tratando de reanimarcon una sonrisa su semblante, cubierto ya de mortalpalidez, mientras con voz apenas alterada, exclamó:«Esto no es nada. Siga el fuego».

»Su espíritu se rebelaba contra la muerte, disi-mulando el fuerte dolor de un cuerpo mutilado, cu-yas postreras palpitaciones se extinguían de segundo

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en segundo. Tratamos de bajarle a la cámara; perono fue posible arrancarle del alcázar. Al fin, cedien-do a nuestros ruegos, comprendió que era precisoabandonar el mando. Llamó a Moyna, su segundo, yle dijeron que había muerto; llamó al comandante dela primera batería, y éste, aunque gravemente herido,subió al alcázar y tomó posesión del mando.

»Desde aquel momento la tripulación se achicó:de gigante se convirtió en enano; desapareció el va-lor, y comprendimos que era indispensable rendirse.La consternación de que yo estaba poseído desdeque recibí en mis brazos al héroe del San Juan, nome impidió observar el terrible efecto causado enlos ánimos de todos por aquella desgracia. Como siuna repentina parálisis moral y física hubiera inva-dido la tripulación, así se quedaron todos helados ymudos, sin que el dolor ocasionado por la pérdidadel hombre tan querido diera lugar al bochorno dela rendición.

>La mitad de la gente estaba muerta o herida; lamayor parte de los cañones desmontados; la arbola-dura, excepto el palo de trinquete, había caído, y eltimón no funcionaba. En tan lamentable estado, aunse quiso hacer un esfuerzo para seguir al Príncipe1 deAsturias, que había izado la señal de retirada; pero el

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Nepomuceno, herido de muerte, no pudo gobernar endirección alguna. Y a pesar de la ruina y destrozodel. buque; a pesar del desmayo de la tripulación; apesar de concurrir en nuestro daño circunstanciastan desfavorables, ninguno de los seis navíos ingle-ses se atrevió a intentar un abordaje. Temían anuestro navío aun después de vencerlo.

Churruca, en el paroxismo de su agonía, man-daba clavar la bandera, y que no se rindiera el navíomientras él viviese. El plazo no podía menos de serdesgraciadamente muy corto, porque Churruca semoría a toda prisa, y cuantos le asistíamos nosasombrábamos de que alentara todavía un cuerpoen tal estado; y era que le conservaba así la fuerzadel espíritu, apegado con irresistible empeño a lavida, porque para él en aquella ocasión vivir era undeber. No perdió el conocimiento hasta los últimosinstantes; no se quejó de sus dolores, ni mostró pe-sar por su fin cercano - antes bien, todo su empeñoconsistía sobre todo en que la oficialidad no cono-ciera la gravedad de su estado, y en que ningunofaltase a su deber. Dío las gracias a la tripulaciónpor su heroico comportamiento; dirigió algunas pa-labras a su cuñado Ruiz de Apoesposa, y de elevarel pensamiento a Dios, cuyo nombre oímos pro-

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nunciado varias veces tenuemente por sus secoslabios, expiré con la tranquilidad de los justos y laentereza de los héroes, sin la satisfacción de la vic-toria, pero también sin el resentimiento del vencido;asociando el deber a la dignidad, y haciendo de ladisciplina una religión, firme como militar, serenocomo hombre, sin pronunciar una queja, ni acusar anadie, con tanta dignidad en la muerte como en lavida. Nosotros contemplábamos su cadáver auncaliente, y nos parecía mentira; creíamos que habíade despertar para mandarnos de nuevo, y tuvimospara llorarle menos entereza que él para morir, puesal expirar se llevó todo el valor, todo el entusiasmoque nos había infundido.

»Rindióse el San Juan, y cuando subieron a bor-do los oficiales de las seis naves que lo habían des-trozado, cada uno pretendía para sí el honor derecibirla espada del brigadier muerto. Todos decían:«Se ha rendido a mi navío», y por un instante dis-putaron reclamando el honor de la victoria para unou otro de los buques a que pertenecían. Quisieronque el comandante accidental del San Juan decidierala cuestión, diciendo a cuál de los navíos ingleses sehabía rendido, y aquél respondió: <A todos, que auno solo jamás se hubiera rendido el San Juan».

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»Ante el cadáver - del malogrado Churruca, losingleses, que le conocían por la fama de su valor yentendimiento, mostraron gran pena, y uno de ellosdijo esto o cosa parecida: «Varones ilustres comoéste no debían estar expuestos a los azares de uncombate, y sí conservados para los progresos de laciencia de la navegación». Luego dispusieron que lasexequias se hicieran formando la tropa y marineríainglesa al lado de la española, y en todos sus actosse mostraron caballeros magnánimos y generosos.

»El número de heridos a bordo del San Juan eratan considerable que nos transportaron a otros bar-cos suyos o prisioneros. A mí me tocó pagar a éste,que ha sido de los más maltratados; pero ellos cuen-tan poderlo remolcar a Gibraltar antes que ningúnotro, ya que no pueden llevarse al Trinidad, el ma-yor y el más apetecido de nuestros navíos.»

Aquí terminó Malespina, el cual fue oído conviva atención durante el relato de lo que había pre-senciado. Por lo que oí pude comprender que abordo de cada navío había ocurrido una tragedia tanespantosa como la que yo mismo había presenciado,y dije para mí: «¡Cuánto desastre, Santo Dios, cau-sado por las torpezas de un solo hombre!» Y aun-que yo era entonces un chiquillo, recuerdo que

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pensé lo siguiente: «Un hombre tonto no es capazde hacer en ningún momento de su vida los dispa-rates que hacen a veces las naciones, dirigidas porcentenares de hombres de talento».