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Tragedia de Romeo y Julieta El primer amor William Shakespeare Versión novelada de Martín Casillas de Alba

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Tragedia de Romeo y JulietaEl primer amor

William Shakespeare

Versión novelada deMartín Casillas de Alba

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A MANERA DE EXPLICACIÓN

ÉSTA ES UNA VERSIÓN BASADA puntualmente en la original Tragedia de Romeo y Julieta (1595-1596) de William Shakespeare (1564-1616), escrita en el espa-ñol que usamos en esta región, sabiendo que al adap-tarla y traducirla perdemos la rima, el ritmo, la música y los juegos de palabras, pero ganamos en la trama, los personajes, las metáforas y la fluidez de la historia.

He seguido la secuencia del original de la obra y he dejado aquellos monólogos, diálogos o parla-mentos que le dan un toque especial y que son de una belleza muy particular.

Al final, he traducido varias citas que han he-cho que Romeo y Julieta se una obra para los enamo-rados.

Martín Casillas de Alba

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INTRODUCCIÓN

FUE EN VERONA DONDE NACIERON dos jóvenes, bajo una estrella rival, jóvenes que se enamoraron a pesar de que sus familias eran enemigas de toda la vida y así, mientras ellos hablaban de amor, sus pa-rientes expresaban su odio en las calles, empujados por ciertas razones cuyo origen nadie conocía bien a bien e iban manchando con sangre de los inocentes las plazas de la ciudad y, como si fuese el producto de una oscura entraña, los dos jóvenes, Romeo y Ju-lieta, marcarían sus destinos como ahora lo van a co-nocer si me tienen un poco de paciencia.

Provocadores de la enemistad, pronto vemos a los criados de los Montesco y de los Capuleto que andan por la plaza cerca del mercado de Verona, bur-lándose unos de los otros y acusándose de ser unos cobardes hasta que se encuentran cara a cara y em-piezan una nueva pelea, insultándose y dando ini-cio a una bronca en la que hasta llegaron a sacar sus espadas; y otros, que sólo habían ido al mercado, se metieron en ese pleito como si fueran parte del pro-blema, golpeándose con sus palas y picos o con lo que encontraban a la mano, de tal manera que, más pronto de lo que nos tardamos en contarlo, había un reguero de heridos sangrando por todas partes.

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Al oír este escándalo, el señor Montesco lle-gó hasta el mismo centro de la refriega para partici-par en la pelea y, por el otro lado de la plaza, el viejo Capuleto pedía a gritos que le dieran su espada para acabar con sus enemigos. En eso llegó el príncipe de Verona, que había sido avisado de la situación, mon-tado en su caballo al frente de sus guardias, para parar en seco la pelea y llamarles la atención gritándoles:

—¡Deténganse!, ¡alto!, ¡no más! —vociferaba al tiempo que levantaba la mano.

En cuanto se dieron cuenta de que había lle-gado el Príncipe, se detuvo la pelea. Entonces, el Príncipe mandó llamar a su presencia a los dos cabe-zas de familia, los amenazó de muerte y les pidió que detuvieran de inmediato la pelea.

—¿Qué no hay en Verona alguien que me es-cuche? —gritó el Príncipe—, parecen unos anima-les que pretenden apagar el fuego de sus odios con la sangre que derraman. Ésta es la tercera vez que pro-vocan este tipo de peleas… la próxima vez que su-ceda algo parecido, la pagarán con sus vidas, ¿me entienden? —así fue lo que les dijo en seco, amena-zándolos y sin titubear por un momento. No había terminado de decir esto cuando, abriendo y levan-tando la palma de su mano, dio su dictamen:

—Si reinciden, será la pena de muerte para quien tenga la culpa, ¿me entienden?, ¡pena de muer-te!, es lo que digo y, ahora, no quiero que sigan en este lugar ni un momento más, así que, por favor, ¡cada quien para su casa! Antes de salir, le pidió al se-ñor Capuleto que lo siguiera a su palacio y “más tarde —le dijo al señor Montesco—, lo recibiré a usted”.

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MONTESCO CONTRA CAPULETO

UNA VEZ QUE SE HABÍA despejado la plaza, como si no hubiera pasado nada, llegó un joven que anda-ba en la luna y, como nos podemos imaginar, no ha-bía estado en la pelea. Era Romeo, el hijo único de los Montesco que llegaba a donde estaba su amigo Benvolio quien se había quedado ahí para esperarlo, pues los señores Montesco le habían encargado que investigara qué le pasaba a su hijo que parecía enfer-mo, distraído y con fiebre. Por eso le preguntaron a Benvolio si él sabía las causas.

Romeo llegó como si le hubieran picado unos gusanos envidiosos. Venía quejándose del cruel mundo y por eso parecía que arrastraba por los sue-los una tristeza porque —decía— no estaba cerca de lo que la podría acortar. Sin duda estaba enamora-do. Sí, estaba enamorado de una tal Rosalinda, una veronesa que, hasta ese día, no le había hecho el me-nor caso.

—¿Por qué el amor tiene una apariencia dul-ce y cuando lo probamos resulta más amargo que nada y es tan cruel como cualquiera de los tiranos? —le preguntó Romeo a Benvolio cuando se acercó a tiro de piedra.

—¡Caray! —continuó Romeo, con los ojos

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viendo al cielo—, ¿por qué si el amor es ciego pue-de encontrar su camino y los atajos? —y, suspirando ante el asombro de Benvolio, en verdad, le parecía que su amigo estaba medio chiflado.

Sin esperar la respuesta, Romeo empezó a de-cir una serie de incongruencias, de ideas contradic-torias como las que dicen que dicen los que están enamorados y no son correspondidos, pero prime-ro, con los pies en la tierra, le preguntó a su amigo dónde cenarían y luego, sin decir agua va, empezó con sus locuras:

—¿Qué fue este desorden? No, no me digas nada, pues alcancé a escuchar algo y sé que todo esto tiene que ver con el odio y no con el amor. Enton-ces, te pregunto amigo, ¿por qué el amor pelea y el odio enamora? O la nada es el origen de la creación. ¡Liviana gravedad! ¡Prudente vanidad! ¡Caos infor-me de bella apariencia! ¡Plumas de plomo, humo brillante, gélido fuego, sana enfermedad, sueño des-pierto, que, a la vez, no es nada de lo que parece! Ése es el amor que siento —le decía a Benvolio como si se lo creyera de veras— y, al mismo tiempo, no sien-to amor de todo esto. ¡Cómo! ¿No te hace reír? —y Benvolio, asombrado, trató de seguirle la corriente mientras salían de la plaza para abandonarla e ir a encontrar una sombra donde resguardarse, pues ha-bían prohibido que se quedaran ahí.

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INVITACIÓN A LA FIESTA

EL SEÑOR CAPULETO HABÍA REGRESADO del pa-lacio del Príncipe junto con el conde Paris, pariente del Príncipe, que venía recomendado por él para pe-dirle la mano de la hija del señor Capuleto. Sí, el se-ñor tenía una hija aparentemente en edad de casarse.

—Ella, mi querido Paris, todavía es ajena a las cosas del mundo, pero le propongo lo siguiente: esta noche voy a dar una fiesta donde usted podrá corte-jarla y, si gana su corazón, le prometo que mi volun-tad estará de su parte ¡faltaba menos! Sí, esta noche habrá un baile como ésos que había cuando era joven. ¡Ah, la juventud! Sí, esta noche invitaré a los amigos que más estimo (usted está entre ellos, por supues-to), para que pueda conocer a los luceros terrestres que iluminan este pueblo de Verona. Le recomien-do que oiga todo, que observe todo y haga la corte a la veronesa que crea que tiene las mayores dotes.

Dicho esto, mandó llamar a uno de sus cria-dos para que entregara ya las invitaciones según la lista que había hecho. El problema que nunca con-sideró el señor Capuleto es que el criado al que le daba esa lista era analfabeto y, por eso, salió de la casa de su patrón preocupado murmurando.

—Parece que estuviese escrito que el zapatero

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se las arreglara con la vara de medir y el sastre, con la horma de los zapatos; el pescador con la brocha y el pin-tor con la caña de pescar… por eso me envían —dijo en ese tono que parecía más bien un lamento—, para que encuentre a las personas que están escritas en este papel, si no puedo leer los nombres... mejor busco —se dijo a sí mismo para tranquilizarse, vol-teando a ver a quién se encontraba en la calle— a alguien que tenga buena letra —y mientras le daba vuelta a estas sinrazones, se acercó a ese par de vero-neses que descansaban con la camisa desabrochada bajo la sombra de un árbol.

Para el mozo lo que escuchó eran puras ton-terías. Benvolio se burlaba del aspecto que traía su amigo Romeo, y algo decía de su fatídico estado de ánimo, que parecía como si fuera a un funeral en lu-gar de disfrutar del sol y de la libertad como se les ofrecía en su juventud en este verano cálido, cuando deberían divertirse con tantas otras cosas.

En eso estaban, cuando se les acercó el mozo para preguntarles si sabían leer. Romeo le contestó —y nos podemos imaginar en qué tono le dijo—, sí señor, estoy seguro de poder leer mi futuro, sobre todo cuando veo que me persigue mi propia miseria —una de esas ideas que tienen los que están enamo-rados del amor, porque saben, aunque no lo reco-nozcan, que las pretendidas novias no les hacen el menor caso. Pero, aunque el mozo no entendió nada de lo que dijo ese joven, supo que sabía leer y por eso le suplicó que le ayudara con la lista escrita, pues tenía que entregar unas invitaciones.

Le arrebataron la lista y la leyeron en voz alta. Por eso se enteraron de que esa noche habría una fiesta.

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¿Saben quién estaba en la lista de invitados? Nada me-nos que la famosa Rosalinda, una sobrina del señor Capuleto. Sí, ahí estaba su nombre junto con otros invitados. Una de esas luces que alumbraba Verona.

—Livia y el signor Valentino; Teobaldo, me-jor conocido como “el buscapleitos”; Lucio y una gentil veronesa llamada Helena, entre otros —como leyó Romeo medio burlándose.

—Buena es la comitiva —dijo Romeo, quien dejó de leer después de nombrar a su amada Ro-salinda, para irse a sentar en la banca suspirando y tan emocionado sólo de leer su nombre que hasta le habían temblado las rodillas.

—¿Dónde será la fiesta? —preguntó Benvolio. —Aquí, arriba, señor; en casa, es decir, en la

casa de mi patrón.—Y, ¿quién es tu patrón? —preguntó Romeo.—Se lo hubiera dicho aunque no me lo pre-

guntara, señor —dijo el mozo que sonreía feliz de haber escuchado los nombres de los invitados que ahora había memorizado—, mi amo es el rico señor Capuleto y, si ustedes no son de la casa de los Mon-tesco, pueden venir a beber un buen vaso de vino esta noche, donde estoy seguro de que se van a di-vertir —les dijo, antes de recoger su lista y salir co-rriendo para cumplir con lo encomendado.

Benvolio se paró frente a su amigo Romeo como si lo fuera a retar, pues se imaginaba que la fiesta sería una buena idea para sacar a su amigo Ro-meo de ese estado en el que se encontraba.

—¡Listo, Romeo! ¡Ya está! —le dijo—, esta noche habrá una fiesta en la casa de los Capuleto donde irá, entre otras bellezas, tu famosa Rosalinda,

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de la que dices estar tan enamorado. Bien, pues ¡te-nemos que ir!, y allí podrás ver (yo me encargo de eso) a las otras joyas de esta corona veronesa para que compares a tu Rosalinda (que no te hace el me-nor caso y te trae por el callejón de la amargura), con otras bellezas que te voy a mostrar y que estoy seguro harán que tu cisne parezca más bien un triste cuervo.

Romeo se paró de golpe y le reclamó a su amigo creyendo que había ofendido a su amada Ro-salinda, pero luego, a pesar de mostrar una cierta re-sistencia por el peligro que implicaba ir a la casa de los Capuleto, no se dejó amilanar ni mostró mie-do alguno, ni mucho menos, sino todo lo contrario: iría con gusto para defender la belleza de esa joven que tanto amaba. La verdad es que no le podía ca-ber en la cabeza que hubiese alguien más hermosa que Rosalinda.

—Escúchame, Benvolio: el Sol, que lo ve todo, nunca ha encontrado una modelo igual desde su origen ¿me entiendes?

Hábil, Benvolio encontró la manera de con-vencer a su amigo y por eso lo retó para ver si tenía el valor de ir y enfrentar la situación o si era un co-barde. Una vez estando ahí, le apostaría a que seguro habría otras veronesas con las que podría confirmar (lo que con tanto valor defendía), de que siguiera siendo lo mejor de Verona.

Funcionó. Finalmente, Romeo aceptó ir a la fiesta y que-

daron de verse al anochecer para llegar juntos con los Capuleto. Llevarían medias máscaras, con esas que en los carnavales de Venecia ocultan su identi-dad y, por eso, se divierten como enanos.

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¿NO QUISIERAS CASARTE?

POCO A POCO, EL SOL, que desde su altura ilumina lo que resplandece en Verona, se fue ocultando, can-sado de empezar con una jornada sangrienta, para cederle el paso a su hermana la Luna, la reina de la noche que era un inconstante satélite que cambia de aspecto frecuentemente y que ahora salía relucien-te en su cuarto creciente, coronada por unas nubes que, como velos, ocultaban parte de su rostro evi-tando que sus rayos se reflejaran en la superficie del agua de las fuentes, como ésa de Hércules que ha-bían esculpido en un extremo de la plaza de Verona.

A esas horas había mucha acción en la casa de los Capuleto: el servicio preparaba las mesas, barrían y trapeaban el piso del salón de baile a pesar de que los músicos ya habían llegado; otros más preparaban las bebidas mientras en la cocina terminaban de pre-parar la cena para los invitados de esa noche.

—¡Dios mío! —se quejaba la señora Capule-to mientras iba y venía por la casa tratando de hacer muchas cosas en tan poco tiempo. Tenía que hablar con su hija, ¿dónde estaba?... ¿de qué tenía que ha-blar?... ¡ah, sí!… estaba tan ocupada con los prepa-rativos de la fiesta que ya no se acordaba qué era lo importante que tenía que decirle a su hija.

—¿Dónde estará? —preguntaba a quien se le

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cruzaba en el camino, aunque ya le había pedido a la nodriza que la encontrara.

—¡Julieta!, ¡mi niña!, ¿dónde estás? —gritaba por los corredores de la casa, buscándola desespera-da, pues su señora le había pedido que, una vez que la encontrara, la llevara de inmediato a su recámara porque tenía algo urgente que decirle— ¡Niña Julie-ta! —gritaba como si estuviese cantando— ¿Dónde te has metido, pequeña? —y así seguía recorriendo cada uno de los corredores, volteando por todos la-dos a ver si la veía por ahí. De pronto, entre todo ir y venir, escuchó por ahí que le contestaba una vocecita:

—¿Quién me llama? —preguntó Julieta aso-mada por uno de los balcones, y la Nana, sabiendo de dónde venía esa voz, se asomó y le dijo:

—Tu madre, Julieta, tu madre quiere verte, ¡ándele! —le dijo una vez que la había encontrado y, mientras caminaban a paso veloz rumbo a la recáma-ra de la señora Capuleto, la Nana intentaba arreglar-le un poco el pelo, que lo traía medio alebrestado, poniéndole saliva en las sienes para que se le aplaca-ran un poco los remolinos.

Abrieron la puerta después de haber dado un par de golpecitos y entraron saludándola, para saber qué era lo que tanto urgía. En esa época, en la vida cotidiana los niños vivían con sus nanas o con el tu-tor alejados de los padres, quienes sólo se preocupa-ban por saber, de vez en cuando, cómo iban en su educación. Poco sabían del día con día y era tal la distancia que había entre padres e hijos que, bien a bien, la señora Capuleto no sabía la edad que tenía su hija.

—¡Ah, sí!... ¿qué tenía que decirle? —se pre-

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guntó la señora Capuleto, que sabía que lo que que-ría decirle tenía que ver con la fiesta— sí… ¿qué era?

—Nana, por favor, déjenos solas que tenemos que hablar algo privado… —le ordenó la señora Ca-puleto, una vez que habían entrado a su recámara. La Nana, un poco molesta pero sin poder reclamar ni decir nada, se dirigió a la puerta con el ceño frun-cido, ofendida, pues cómo era posible que le dijera eso y que no se enterara ella de lo que iban a platicar.

—¡No! —volvió a decir la señora—, no, me-jor regrese, Nana, y escuche lo que le voy a decir a Julieta… como bien sabemos, Julieta está en una edad crítica… ¿qué edad tienes? —y sin decir más, la Nana pensó que le habían preguntado a ella y que debía intervenir, ¡claro!, ella sabía todo lo que tenía que ver con su chiquilla y por eso, sin más, se paró en el centro del cuarto y empezó a contar todo esto que sabía, sin que la pudieran interrumpir.

—¿Que cuántos años tiene esta niña?, me pregunta —empezó dudando la Nana, emociona-da—, días de más, días de menos entre los días que hay en el año… fue en la víspera de esta fiesta cuan-do Julieta cumplió los catorce años. Sí, ella y mi Su-sana (¡que Dios la tenga en su gloria!), tendrían la misma edad (¡quede Susana con Dios!, era dema-siado buena para mí), pero, como le iba diciendo… sí, fue en la víspera de la fiesta cuando cumplió los catorce… Sí, le apuesto mis catorce dientes… —y metiendo los dedos en su boca, dijo— ¡ay!, si ya sólo me quedan cuatro… ¡Dios mío!, ¡por eso digo que tiene catorce!… Vaya que si lo sé, a mí no se me olvi-da nada, no… Lo recuerdo muy bien… Hace once años que sucedió aquel terremoto y ése fue el día

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que la desteté… ¡Que si no me voy a acordar toda la vida! ¡Cómo no! Ese día, entre todos los del año, yo me acababa de poner limón amargo en mis pe-chos, ¡sí, señora!, y allí estaba sentada bajo el sol, bajo el palomar… ¡sí, señora!, creo que ustedes se habían ido a Mantua… ¡Que si tengo buena me-moria!… ¿Cómo iba diciendo?... ¡Ah, sí!… Cuando probó la niña el amargo del limón y encontró por eso mi pecho como algo espantoso, había que ver cómo se puso furiosa… y en ésas estábamos, cuando de pronto escuchamos “¡crac!”, venía del palomar justo antes de caerse y, al oírlo, ella salió corriendo… Once años hace de aquello… ¡Por la santa cruz de Cristo! Sí, mi Julieta ya se tenía solita de pie y podía correr y saltar, ya lo creo que lo hacía por allí, inclu-so un día antes casi se rompe la cara y fue mi esposo, ¡que Dios lo tenga en su gloria!, ¡bien alegre que era el condenado!, que fue y la recogió y le dijo: “¡vaya!, ¿ahora te caíste de boca?, ¡ya verás el día que te cai-gas de espaldas lo que te pasará!, sí… —así le dijo en broma— ya verás cuando tengas juicio y estés casa-da”… ¿Verdad que así pasó, Juli? —y al terminar de decir esto, hizo una pausa pues su señora reaccionó con la cabeza, con el ceño fruncido y la mirada fir-me, queriendo negar todas estas tonterías que había escuchado hasta ese momento.

—¿Casada? —dijo la señora Capuleto—, ¡ah, sí!, ¡casada!, justamente de eso quería hablarte, pe-queña, de eso mismo —y haciendo una pausa, le preguntó—. Dime, querida Julieta, ¿qué piensas de esto… no quisieras casarte?

Entonces se hizo un silencio. Julieta sorpren-dida, más que desesperada, volteaba a ver a su nana,

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como si con la mirada le pidiera auxilio y que la ayu-dara a salir de esa situación engorrosa.

—Se trata de Paris, el joven que te pretende —le decía su madre—, es un buen partido y parien-te del Príncipe.

Julieta, asombrada, le contestó lo más cortés que pudo, sin dejar de mostrar cierta ansiedad:

—¿Casarme, madre? Es un honor en el que nunca había pensado —le dijo sin que le tembla-ra la voz.

La Nana se incorporó con la noticia —su pe-queña Julieta— y, con los nervios que esta idea le produjo, no se le ocurrió decir otra cosa que seguir platicando de aquellas historias como si tuvieran que ver con el matrimonio propuesto. Se localizó en me-dio de la recámara para seguir hablando así:

—Y, por la Virgen, señora, que la pobrecita sa-lió corriendo y luego se quedó parada como si estu-viera pensativa y se volteó y le dijo a mi marido: “¡sí!”, así, con esa vocecita… ¿se puede imaginar la risa que nos dio? ¡Faltaría ahora que la broma resultara cierta! ¡Mil años que viviera, lo juro y no la olvidaría! ¿Ver-dad que sí, Juli?... que así fue como te dijo mi marido: “¡verás cuando te cases!”, le dijo y la pobrecita se que-dó callada y luego, con esa voz que tiene de niña tra-viesa, le dijo “¡sí!”, ¡ah, la muy condenada chiquilla! Y ahora que su madre le dice que el joven Paris la pre-tende, bueno, parece que se cumple el augurio de mi marido, ¡Dios lo tenga en su seno!, y volteando a ver a su pequeña Julieta le dijo: ¡un hombre, mi niña! ¡Un hombre a quien todas!… Eso es… una flor, sí, una flor, un botón que se está abriendo con el calor del sol de la primavera, tiene ya su primer pretendiente.

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Y sin dejar de hablar, se acercó a Julieta para abrazarla, mientras que entraba uno de los sirvien-tes para avisarles que ya habían llegado los invitados, que la cena estaba lista y que, por favor, bajaran al salón lo más pronto que pudieran…

Antes de salir, su madre le preguntó a Julie-ta si podía amar a Paris, y ella, sin saber qué contes-tar, ni lo que quería decir eso, contestó en voz baja, como si se lo dijera a ella misma:

—Sí, madre, lo voy a intentar —y luego si-guió diciendo—. Si cuando lo vea me mueve a ha-cerlo ¡sí!, trataré, pero yo sé que los dardos del amor se clavan caprichosos donde los hayan lanzado… —dijo antes de cerrar la puerta para asomarse por la ventana sin saber qué hacer.

Había oscurecido y por el árbol de granada empezaba el ruiseñor con su lamento en forma de canto, al tiempo que empezaban a escucharse los primeros acordes de los músicos y algunas piezas como para entonar sus instrumentos. Luego, empe-zó la música y las risas subieron desde el salón de baile iluminado con antorchas, mientras los invi-tados iban llegando, listos para disfrutar de la gran fiesta esa noche.

Cuando Julieta decidió bajar para integrarse, pudo ver cómo los jóvenes tomaban de la cintura a sus parejas y las levantaban por el aire bailando la “volta”, seguida de una “canaria”, dos de los bailes más populares de su época.

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