TRES REINAS CRUELES - Isaac Belmar | Escribo y … · 2016-05-26 · Me despertó la curiosidad esa...
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Isaac Belmar 3 reinas crueles. Papeles perdidos
TRES REINAS CRUELES
Capítulos y papeles perdidos
Isaac Belmar
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Isaac Belmar 3 reinas crueles. Papeles perdidos
Trozos que encontré en un cajón
Un montón de pedazos bien escritos no hacen una historia y he ahí la
dificultad, que puedes incluso juntar palabras de una manera decente, pero el
buen escritor sabe además contar una historia y eso es algo mucho más
complejo.
Así que lo que hay aquí son algunos pedazos recopilados, que no hacen una
historia, pero quizá completen un poco más la que se cuenta en Tres reinas
crueles. En este volumen se ha recogido un pequeño «Cómo se hizo», la historia
tras la historia, curiosidades sobre cuánto se quedó fuera o capítulos y retales
inéditos que, por una razón u otra, no se incluyeron en el manuscrito final.
Esencialmente esto es decir de nuevo gracias a aquellos que han leído y no
han odiado demasiado, así que quieren saber más. Y si soy malo introduciendo
historias, no sé ni cómo hacerlo cuando se trata de pedazos de un puzzle
incompleto.
Así que he aquí estos trozos cosidos.
Un aviso, es mejor haber leído el libro antes de leer esto, si bien no se revela
demasiado la historia, obviamente se anticipan algunas cosas, aunque me he
cuidado de no desvelar la trama principal de modo que si alguno ignora el aviso
(yo lo hago siempre con todos) no arruinará el libro.
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Cómo se hizo Tres Reinas crueles
Muchas cosas empiezan de la manera más insospechada y aleatoria.
Pequeños actos que parecen sin importancia desencadenan lo importante años
después. Una frase hace meses, un sí en vez de un no… Tres reinas crueles fue
así.
En la corriente imparable que es Twitter, hace bastante más de un año, leí
algo del escritor Santiago Eximeno, hablaba de que se había presentado a un
concurso francamente curioso de novela negra. En él no se competía con el libro
completo, sino solamente con el comienzo del mismo.
hice clic, eché un vistazo y (re)descubrí la editorial Libros.com. Me sonaba
de hacía tiempo, cuando empezaron a publicar con un libro de Lorenzo Silva y
en la modalidad de crowdfunding.
Por aquel entonces acababa de salir Perdimos la luz de los viejos días y
también acababa de terminar la escritura de otra novela (ahí está, a un par de
carpetas de distancia) que se titula La mejor parte del sol.
Me despertó la curiosidad esa forma de trabajar y me dio la idea para escribir
algo esa mañana, un comienzo libre porque no tenía obligación de seguirlo ni
había nada planificado.
Los personajes no existían, las tramas tampoco. Quizá por eso las primeras
páginas de Tres reinas crueles surgieron en una de esas extrañas ocasiones en
las que escribes en una especie de estado de flujo. La inspiración viene a verte
cuando estás trabajando, eso es algo raro, así que tuve que aprovecharlo.
Como un torrente y en un par de horas tenía a un extraño llegando a un lugar
bajo la tormenta, buscaba a algo o a alguien y las ventanas se cerraban a su
paso. Procedí a dejarlo descansar, sin tocarlo ni repasar, eso ya sería mañana.
Treinta versiones
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Al día siguiente me dispuse a releerlo y, por supuesto, era una mierda y ni
siquiera se entendía nada. En serio, estás medio en trance pensando que estás
escribiendo lo mejor en mucho tiempo, pero cuando tomas distancia es
sencillamente infumable.
Sin embargo pensaba que había algo ahí, en el fondo de todas esas frases
incomprensibles, así que me puse a reescribir.
Ya se sabe cómo es cuando limpias un pozo lleno de mierda, que cuando
empiezas no haces más que revolverlo todo y el agua se vuelve aún más turbia
que al principio. Pero no tenía otra cosa y yo insistía en que había visto algo en
el fondo del agua y lo iba a sacar.
Los siguientes diez días, más o menos, estuve dedicando mi tiempo diario de
escritura a «tallar» ese capítulo hasta darle la forma adecuada (que en mi caso es
una que no me dé demasiadas ganas de quemarlo). Calculo que hubo algo más
de treinta versiones de ese primer capítulo, un árbol frondoso e ilegible que tuve
que podar una y otra y otra vez.
Después lo envíe sin esperanza alguna a Libros.com, para luego proceder a
olvidarme. Cuando has mandado tantas cosas a tantas editoriales ya, pues
funcionas así: trabajas, echas el sobre al buzón y no esperas otra cosa excepto el
silencio.
Entonces me respondieron rápidamente que les había gustado y que harían
una campaña de mecenazgo para el resto de la historia. ¿Qué historia? Ninguna
historia, el par de días que transcurrieron hasta el sí fueron días de escribir
relatos y pedazos, como suele ser cuando no estoy inmerso en algo más grande.
No tenía historia.
Como mejor se escribe es con miedo
Me entró algo de pánico y está bien, porque si no, reconozco que no
funciono. O tengo la pistola en la cabeza o soy muy perezoso, porque escribo
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cada día, sí, pero la mayoría de veces hacia ninguna parte, cosas que jamás
verán la luz.
Conté el tiempo que tenía, algo más de un mes hasta que finalizara la
campaña más otro mes máximo para entregar el manuscrito una vez terminada
(tal y como suelen trabajar en la editorial).
Y he aquí que me puse a escribir. Es que no hay otra manera de decirlo,
porque en esa fase de la creación sientas tu culo y escribes cada día como un
poseso, intentando no ceder a las mil tentaciones que tiran de ti para todos
lados.
Quizá haya métodos secretos que los grandes escritores no comparten, quizá
todas esas formas de crear un bestseller que te prometen por 0,99 en Amazon
funcionan. Yo no lo sé, yo sólo sé escribir y ya está. Y de veras que el pánico es
la mejor de las musas.
No negaré que recurrí a coger prestados pedazos de historias antiguas (al fin
y al cabo, escribir hacia ninguna parte no resulta tan inútil). La casa que el
silencio construyó y su partida, Leo o Sara, esos eran personajes y lugares de
otras historias, pero les pedí ayuda y, a saber por qué, a pesar de que los
abandoné en un rincón, vinieron.
El fracaso de la campaña
Pronto me di cuenta de que la campaña de mecenazgo no cumpliría los
objetivos. La realidad es que en el fondo, si no eres muy popular, tu familia no
es muy fértil o no realizas una enorme promoción hasta el último confín (y yo
vivo en mi cueva, ansiando que escribir no me abandone y luego que me dejen
en paz) pues los mecenazgos no van a salir y es normal.
Sin embargo seguí escribiendo. Tras vencer la inercia inicial uno coge
impulso y aunque no cumpliera los objetivos de la campaña, al menos tendría
una novela que me estaba gustando. Bueno, gustando a pedazos.
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Cuando quedaban apenas unos pocos días para cerrarse la campaña, decidí
que, dado que ya no iba a tener ese tiempo tan limitado, quería cambiar
completamente la historia de Tres reinas. Yo soy así, las tendencias suicidas
salen a pasear con el buen tiempo.
Sería una nueva novela y la escribiría al calor de la primavera de 2015. De
hecho, el verano me sorprendería con ella, pues ya no había prisa. Supuso una
cierta liberación, aunque me daba pena que probablemente Tres reinas acabara
al lado de La mejor parte del sol.
El giro inesperado
Entonces llegó el email de Miguel. La campaña no se había cumplido, pero
de veras les había gustado lo que envié y querían publicarlo de todas formas.
No entendí nada, pero estuvimos hablando, dije que sí y me di cuenta de que
tenía treinta días y estás en ese momento en el que la historia se te ha levantado
en armas.
De nuevo fueron cuatro semanas en las que yo no sé de fórmulas mágicas, te
sientas, escribes, sangras y ya está. Obviamente deseché la idea de cambiar de
caballo a medio cruzar el río y continué con la historia prevista inicialmente.
Entregué (por supuesto in extremis) el manuscrito a los 30 días exactos. Que
no se diga que alguna vez un escritor cumplió un plazo antes de que terminara.
Ni idea de qué es un «lector cero»
En mi caso, yo no tengo a nadie que lea mis cosas antes de que se publiquen,
si es que lo hacen. Tampoco tengo lectores cero ni otras cosas tan modernas. Y
no, no las busco. Yo escribo y corrijo atendiendo sólo a las mil voces que se
pelean en mi cabeza, con lo que cuando doy algo a alguien, se supone que ya
está terminado, nadie más lo ha leído y caigo en llamas sólo bajo mi
responsabilidad. Sí, lo sé, así no se hace, es la peor manera, etcétera.
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Así que durante el insoportable verano de 2015 metí a mi corrector en el
infierno de los diacríticos, pues se los acentué todos incluso sabiendo que no
debía. Afortunadamente sabes que estás con una buena editorial cuando en su
libro de estilo dejan claro que ellos van a acentuar el sólo de aquí a la eternidad.
Pero el resto, del resto Juan aún se debe estar acordando.
Con la corrección siempre es lo mismo, páginas en rojo y juramentos de te
mataré. Pero Juan es un buen tío (sé que no me lees Juan, pero ese es tu
problema, eres un bueno), no significa que no lo quiera matar igual, pero le
pondré la mitad de saña. Aún nos lanzamos pullas en alguna red social de vez en
cuando, yo le maldigo y él me devuelve las amenazas de muerte corregidas.
Buenos tiempos.
Las elecciones y la literatura
Tras la corrección vino el otoño de 2015, la campaña y las elecciones, esas
que no sirvieron de nada. Los tiempos políticos hicieron que la cola de libros
quedara alterada, y es comprensible. Una editorial tiene que comer, tiene que
conseguir una rentabilidad y pagar a los que nunca entenderemos las reglas y
acabaremos muertos de hambre en el margen de las cosas. Y Libros.com tenía
preparados una serie de títulos dentro de su línea de periodismo de
investigación, que había que sacar antes de las elecciones sí o sí.
Tres reinas quedó atrasada pero no parada y con paciencia (esa que tuvieron
los que me apoyaron), transcurrieron los siguientes pasos. La elección de
portada, la primera prueba de impresión en PDF, la siguiente en papel…
Un día tocaron mi timbre y el repartidor trajo un puñado de ejemplares de
algo que empezó con una casualidad y una mañana de escritura casi automática.
Jamás hubiera creído que terminaría así, y a veces me pregunto qué otros
hechos importantes habré empezado a poner en marcha con otras acciones
aparentemente insignificantes.
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Tres reinas y un homenaje
Soy ese al que le gustan las bromas que sólo le hacen gracia a él. Lo mismo
pasa con referencias ocultas, guiños y señales que inserto en lo que escribo o
digo. Es un pasatiempo sin utilidad, un motivo más por el que moriré solo.
Tiene gracia —pero sólo para mí, claro— que luego soy ese que nunca lee
nada suyo que ya se haya impreso, pues supongo que lo odiaría pero, más que
eso, odiaría el hecho de que ya no puedo cambiarlo. Sé que muchas cosas ya no
hay que cambiarlas, que hay que saber cuándo parar de reescribir, etcétera, pero
supongo que todavía mantengo la esperanza de que, mientras no esté impreso,
aún podría cambiar si quisiera esos cientos de miles de palabras malas que he
escrito.
La cuestión es que hay una referencia a lo largo de todo el libro que, es
posible, no haya pasado desapercibida para algunos, especialmente si como yo,
desde críos, estaban fascinados por leyendas viejas que ya no parecen tener
mucha cabida hoy.
Que sí, que Kerouac, que Melville y demás, pero el camino que recorre
Gabriel tiene, sobre todo, puntos inspirados en La Odisea de Homero, el
legendario viaje de vuelta a casa de Ulises (Odiseo) una vez terminada la guerra
de Troya.
Esa guerra de Troya capturó mi imaginación de pequeño y Ulises, como
héroe, también. Inteligente como para hacerse pasar por loco para evitar ir a una
guerra, no era el más fuerte, no era el más mimado por los dioses (de hecho, era
experto en ofender a unos cuantos a la vez). Un listillo incorregible e
insoportable en definitiva y, aún así, salía con bien de situaciones gracias a
tretas moralmente dudosas. Supongo que como nunca fui el poderoso Aquiles,
me vi identificado con ese pequeño cabrón. Una especie de antihéroe en
definitiva, aunque bien es cierto que en aquellos tiempos había otra moral y,
sobre todo, no existía una estúpida corrección política que diluía las historias.
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El caso es que no soy muy de viajes, ni de literatura de ese género, pero si
uno me gustó, fue el de Ulises. Así que no podía sino rendir algún homenaje y
devolver aquellas tardes tras la escuela, en las que me pasaba leyendo e
imaginando sobre batallas en los muros de Troya.
He aquí algunas de esas referencias.
+ Polifemo y la fragua del herrero. ¿Qué puedo decir? Esta es la más
obvia. Un solo ojo, la conversación y no ser nadie… No digan que no, es lo más
conocido de La Odisea.
+ Los comedores de loto. Sí, ya sé que Joyce tiene un capítulo en su propio
Ulises, pero no. Una tormenta enviada por Zeus hace navegar a los hombres de
Odiseo hasta la isla de los comedores de loto. Allí pierden todo recuerdo del
hogar y las ganas de volver. Ulises los arrastra y encierra en los barcos,
partiendo de nuevo. En la novela, Gabriel llega hasta el local de los
descendientes del farmacéutico loco, una isla en la que curarse.
+ Circe y Sara. Sara no es exactamente la bruja de la Odisea, pero comparte
esos rasgos de belleza, fatalidad y un extraño e inmenso poder que convierte a
los hombres en animales.
+ La tierra de los muertos y la casa de los padres. Gabriel vuelve a casa
de sus padres, una especie de tierra de los muertos, de hecho se comenta algo
sobre escuchar «como Sara le dijo». Ulises visita esa tierra por indicación de
Circe en La Odisea. Al final, la conclusión de Ulises es que, da igual como sea
la muerte, cualquier clase de vida es preferible. Había más escrito al respecto y
no se incluyó. Tampoco se perdió mucho, la esencia del tema es que lo único
que escucharías de los muertos serían lamentos por no estar vivos.
+ La tierra de los Cimmerios y Galicia. «Envuelta en niebla y nube», el
capítulo de la llegada a Galicia comienza con una cita literal de La Odisea sobre
esa tierra Cimmeria que nunca ve el sol. Nunca fui el más sutil en mis bromas,
así que fue prácticamente copiar y pegar ese pequeño párrafo. Y sí, Cimmeria
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está cerca de la tierra de los muertos, como Galicia lo está de la casa de los
padres en Tres reinas crueles.
Y alguna más hay, pero pierde esa gracia que sólo me hace a mí si las digo
todas. Este es el homenaje a ese crío que leía esos libros raros sobre esos temas
raros, con un bocadillo partido en dos y untado de Pralín (sois muy jóvenes, no
sabéis de lo que estoy hablando).
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Lo que se quedó fuera, o «La parte más importante de
escribir es borrar»
11.978 palabras, casi cincuenta páginas aproximadamente, divididas en unos
11 capítulos más o menos. Eso es lo que se quedó apartado en los márgenes de
Tres reinas crueles y no se incluyó en el manuscrito final. Capítulos enteros,
alguna trama secundaria, más lugares en el viaje…
Y eso que estuviera más o menos desarrollado y pulido. No se cuentan, claro
está: ese montón de ideas que al final «no», pedazos importantes que se
quedaron en el primer o segundo borrador, personajes que no llegaron a
asomarse, descripciones y retazos varios sin principio ni fin.
Por si alguien tenía curiosidad, sí, a veces se queda fuera de un libro casi
tanto como lo que entra dentro.
Borrar es la parte más difícil de escribir, porque cualquiera puede enrollarse,
y de hecho, siempre he pensado que los escritores somos unos pedantes a los
que nos encanta el sonido de nuestra voz (hablada o escrita), pero sólo los
maestros dicen lo que quieren con la palabra justa y ni una más.
Por eso creo que borrar es la parte más importante de escribir, al menos en la
última fase, donde has de pulir como un artesano para que todo encaje como un
reloj.
A mí, que no soy maestro de nada, me cuesta un mundo recortar palabras y
otro mundo dejar fuera todas esas tramas e imágenes que rondan por ahí,
queriendo también su lugar en la historia.
De hecho, si hay un lastre que me persigue es ese, muchas cosas y no saber
dejar ir ninguna.
He sido culpable, y bien que lo volveré a ser, de demasiadas tramas,
personajes, caminos secundarios cuando escribo. Al final se desbordan y, lo que
es peor, al final, si son demasiadas, abren senderos a ninguna parte y, sobre
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todo, diluyen la historia principal, porque cuando pasan demasiadas cosas
importantes, nada es importante.
Lo veo constantemente cuando voy al cine, por ejemplo, y es algo que
aprendes a base de muchas líneas y mucho fracaso. La mayoría de películas,
buscando el dinero de los que nos distraemos ya con cualquier mosca, están
explotando todo el rato cosas cada vez más grandes en la pantalla. Son
sucesiones sin sentido de imágenes espectaculares, pero he aquí que pasa lo
mismo que en cualquier clase de historia, cuando todo es espectacular, nada es
espectacular.
Tener un argumento principal, cocinarlo bien y saber justo cuando insertar el
momento clave es esencial para que transmita emoción, para que implique al
que lee, lo haga pasar por las fases adecuadas hasta llevarlo al clímax y, sobre
todo, para que lo que cuentas importe. Y ese arte de que lo importante destaque
se consigue, en mi opinión, con la habilidad de borrar, de poda o como se le
quiera llamar.
A mí me queda mucha distancia que recorrer hasta podar algo y que, o no se
note que lo he hecho y siga pareciendo farragoso, o lo haga tanto que acabe
matándolo. Varias plantas han sufrido en la vida real que me cuesta esa
habilidad.
Es paradójico que borrar sea —para mí al menos—, la parte más importante
de escribir, pero es así, tarde o temprano has de desenamorarte de lo que
escribes por el bien de la historia, saber dejar ir esos párrafos que la mejoran
cuando no están.
Y sí, muchas veces está esa frase de la que estás falsamente orgulloso, o ese
personaje al que te gustaría ver de una vez, pero mejor que sea en otro momento
u otra historia.
Esos pedazos se quedan ahí y, quién sabe, quizá por necesidad como pasó en
Tres reinas (debido a la apretada agenda de escritura) vuelvan en futuras obras
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cuando hagan falta. En otras ocasiones, las más de las veces, lo cierto es que se
quedan en el limbo para siempre. Tampoco pasa nada, ocurre con prácticamente
casi todo lo que escribo y se perderá sin que lo lea nadie. Supongo que uno ha
de hacer las paces con eso.
Sin embargo, en esta ocasión, varios brazos cortados de Tres reinas crueles
asomarán. Alguno de esos pedazos lo pondré en esta web, como ejemplo (y no
sé si escarmiento), algún otro irá también en una pequeña edición digital donde
recopilaré estos artículos y algunas de esas cincuenta páginas más o menos que
se quedaron fuera.
Mientras tanto, seguiré practicando cada día el arte de borrar, que es el de
escribir y el que más me cuesta.
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3 curiosidades sobre 3 reinas crueles
No voy a escribir algo y no meter a Hemingway de por medio, no sé qué se
habían pensando que es esto.
Hemingway se hizo famoso por la frase de que, para empezar a escribir,
sobre todo en esos momentos en los que no pareces poder hacerlo, sólo basta:
«Escribir una frase cierta», poner algo verdadero. Y no, no necesariamente se
refería a que fuera algo que había ocurrido, pero ese es otro tema.
La cuestión es que a veces me leen conocidos, qué le vamos a hacer. Yo soy
ese que mantiene su escritura como algo íntimo, me publicaron por primera vez
hace casi diez años, pero muchos amigos, buenos amigos, no se han enterado de
que escribo hasta hace poco. Mi familia igual, la mayoría lo ignora, a otra buena
parte no le importa demasiado (al mundo nunca le importó demasiado la
escritura, no es raro) y algunos otros lo saben, pero desde hace poco.
Personalmente, lo prefiero así, a veces me incomoda que alguien que me
conozca me lea y, la verdad, soy un poco ese que vive en su casa solo, delante
de un ordenador, el mundo destruyéndose ahí fuera y yo ni me entero por culpa
del clic, clic de las teclas.
La cuestión es que algunos de esos conocidos que me leen a veces vienen a
decirme: «He reconocido esto o lo otro», o peor aún, «a éste o aquél» (voy a
tildar esas dos palabras con mis saludos a la RAE). La mayoría de las veces,
francamente, fallan. Entonces me pongo más odioso de lo habitual y les hablo
de una de las muchas funciones del Sistema de Activación Reticular, en
concreto esa por la cual si te compras un coche azul, de pronto te parece que
todo el mundo tiene un coche azul. O si te quedas embarazada, ves embarazadas
por todas partes. Otras, muy pocas veces, aciertan. Esas también las niego.
¿Significa eso que lo que cuento es real? No, ni mucho menos. Lo que
significa es que, a veces, para solidificar una ficción, me parece que es bueno
insertar cuñas de realidad en la estructura, que le den fortaleza y esa veracidad
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de la que hablaba siempre Hemingway. Así se solidifica la narración. Él
aspiraba a que si te contaba una historia de pesca en un río, tú sintieras que
estabas en ese río, respirando el mismo aire y escuchando cómo las ramas de los
árboles cercanos se inclinaban por el viento.
Yo he hecho las paces con la noción de que no voy a ser Hemingway en
ninguno de los sentidos, pero como pequeño homenaje a esos que me
preguntan: «¿Es esto real o no?», he aquí y como curiosidad circense, tres cosas
que son reales.
Mi propia calle
Cuando el protagonista sale en su viaje, su calle es mi calle. ¿Por qué?
Porque soy horrible imaginando cosas cotidianas. No sé qué tienen, pero
aburren a mi cabeza, soy incapaz de retratar con un mínimo de veracidad esas
cosas cotidianas: una casa, una calle, un trabajo, la estampa de una mañana
cualquiera. ¿Qué hago entonces? Me fijo en algo y comienzo a describirlo como
un paisajista lo pinta. Nada de imaginación, sólo encerrar lo que veo en lo que
escribo y ya está, se pasó lo cotidiano y podemos seguir con la historia. Cada
uno tiene sus piedras y esa es una de mis miles
Sara
¿Existe Sara? Sí. Existe hecha de varias, no de una. Existe hecha de dos
sobre todo y por supuesto de esa manera irreconocible en la que en realidad
dejan de ser ellas.
¿Por qué? Porque soy un inútil para comprender y entrar dentro de una mujer
y poder describir el mundo desde ahí, así que he aquí mi intento de buscar la
veracidad en ese aspecto, que Sara fuera (más o menos) real. Escribir desde el
otro lado es mi punto débil y creo que a estas alturas ya nunca lo lograré bien.
Siempre me parece tosco y terrible.
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Es un tópico de cuidado eso de que a un escritor hombre le cuesta un mundo
escribir desde el punto de vista de una mujer. Nos cuesta comprender. Tampoco
sé si es así al revés, aunque sí me he parado a leer extractos de ciertas novelas
románticas, por curiosidad sobre cómo se comportan los hombres en ellas.
Ningún hombre real que yo conozca se comporta de manera remotamente
parecida a esas páginas y, sobre todo, a ninguno le he oído decir esas cosas.
Claro, que estábamos hablando de ciertos libros de romántica que no sé hasta
qué punto comulgan con ese sacramento de la veracidad tan querido por Ernest.
Así que el experimento no es válido y todo esto no es más que un montón de
palabrería.
Las referencias a otras cosas que he escrito
Sí, suelo intercalar referencias a otras cosas que he escrito, la mayoría de mis
historias viven en el mismo mundo y ese es otro de mis pasatiempos sin sentido.
Otra de esas bromas que sólo me hacen gracia a mí, algún oscuro enlace a otros
relatos y novelas.
No me gusta desvelar lo que he insertado y refiere a otras historias pero, por
ejemplo, Sara es el núcleo central de otra novela (Prometeo), que imagino se
quedará inédita. Siempre pensé que quizá Sara merecía ver la luz de una manera
y, la verdad, necesitaba algún personaje ya creado y con bagaje, debido a que el
manuscrito debía entregarlo pronto. Trucos y más trucos desvelados cuando no
se debería.
Así que la llamé hasta esta historia y no entiendo cómo vino, pues ella sólo
le hace caso a ella misma.
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Capítulo inédito: Hugo y la voz de las montañas
Este es uno de tantos capítulos que se cortaron en el manuscrito final. Es un
capítulo quizá inspirado en alguien real, quién sabe. También que tiene la
curiosidad de que emplea el tiempo futuro en un párrafo. Sé que el futuro no se
usa a la hora de escribir, qué clase de idiota hace eso, ¿verdad? En fin, aquí está
la historia de Hugo.
Hugo y la voz de las montañas
Gabriel siempre había tenido un plan B y todos le habían decepcionado, pero
no abandonaba la manía, como si estuviera atrapado en una mala relación. Así
que sí, había otro plan B para el final del viaje y estaba escrito en un montón de
servilletas de papel, con su letra y la letra de Hugo. Hugo había dejado crecer su
cabello en rastas frondosas como una palmera y siempre llevaba una barba que
se cuidaba y empezaba a canear por la barbilla. Era músico y errante. «Mucho
tiempo en un mismo sitio es marchitarse». Cuando Gabriel entró en aquel bar,
hacía tanto, Hugo estaba inclinado sobre un portátil al lado del dueño del local.
Eran amigos y planeaban cómo ahorrarse un viaje al otro lado del mundo,
embarcándose como marino mercante con sólo un pasaje de ida. Gabriel llegó,
se sentó en la barra, le miraron un segundo y siguieron a lo suyo. Cuando el
dueño se acercó por fin a ver qué quería, Gabriel pisó las ilusiones de Hugo y
no le supo muy mal porque le habían hecho esperar. Dijo que el plan no era
posible si querían que fuera legal. Ahora, que si deseaba acabar esclavizado en
Filipinas dentro de un carguero pirata, se encogió de hombros Gabriel:
«Adelante». Hoy en día esos tiempos románticos de pasajes con sólo ida
murieron igual que el camino. Los embarques y desembarcos se controlaban
mediante una libreta marítima, certificados y cosas así. «Los países quieren
saber dónde están sus súbditos». Nada más cumplirla, se arrepintió de su
venganza, suele pasar y en Gabriel, siempre.
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—¿Qué has hecho para querer ser un fugitivo?
Así se conocieron y Hugo huía de una vida anclada a un mismo sitio y unas
mismas cosas. «¿Es que te parece poco motivo?» No había crímenes de por
medio, nada de marido celoso ni otros tópicos. Era sólo que Hugo acumulaba ya
demasiados días fotocopiados, la misma página con los mismos diálogos cada
mañana al levantarse.
—Se me está jodiendo el libro de la vida.
—Bueno, se parece bastante a la vida de todo el mundo.
—Yo me niego, no puedo más. Mi energía es muy ansiosa, está demasiado
alta, —gesticuló con las manos—. Así no puedo vivir el presente, ¿entiendes?
—Entiendo.
—Todo es igual, todo está parado. Una vez alguien me dijo que en su tierra,
no moverse era lo que hacían los muertos. Pues yo veo morir todo y yo me veo
morir.
—No es lo más loco que he escuchado para querer irse.
El bar estaba vacío a esas horas, por eso Gabriel iba allí, a tener paz con una
cerveza y nada más. Invitó a otra a Hugo y supo que era de esa clase de errante
al que sólo le interesaban las tierras que estuvieran muy lejos, más allá del mar
y de ella. Se perdió con una moto en la selva de Laos, llevando a su nueva
mujer en el asiento de atrás. Se había casado con ella en la India dos semanas
antes, se habían conocido hacía tres. Cuando se cruzaban con policías,
campesinos y otros, repetían: «Honeymoon» con cara de buenos, y a veces
funcionaba para que les dieran algo, les dejaran pasar o se les ablandara la
mirada. Aquella mujer del asiento de atrás pronto se convirtió en ex y vivía
desde hacía un año y pico en Camboya; trabajaba en no sé qué cosa con no sé
qué mujeres en no sé qué rincón. Hugo contaba una cosa y la otra como si fuera
lo que a uno le pasa cada martes cualquiera. También le apedrearon junto a unos
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Isaac Belmar 3 reinas crueles. Papeles perdidos
argentinos en Nepal y allí conoció a una estrella del porno y pasó un mes en
Tailandia con ella. «Es que surgió una muy buena conexión», dijo. «Eso y que
yo llegué a Nepal con esta mochila» (se giró un poco para que Gabriel la viera y
era pequeña) «y unas pieles de tambor, a ofrecer una terapia de batucada a
niños nepaleses que esnifaban cola y se hacinaban en un orfanato. Tengo que
volver, me dejé la vida olvidada ahí, ¿entiendes?». Cada dos por tres se ajustaba
las rastas, agarrando dos de los lados y anudándolas detrás para recoger al resto.
Y al contrario que los que siempre cuentan historias, todo lo que decía era
verdad.
Le brillaban los ojos al recordar, pero ahora estaba encerrado en la rueda
cotidiana y se moría, él y todo a su alrededor.
—Supongo que mí también me ves morir.
Hugo asintió.
«Tienes que irte», le repetía el dueño a veces. «Es que tienes que hacerlo y lo
sabes». A Hugo le quedaban cuatro mil euros en el banco, de sus trabajos en una
empresa de iluminación y sonido para grupos de música y bandas de verbena. A
eso se dedicaba en el mundo en el que conseguir wifi resultaba fácil. Aquel día
era noviembre y no habría negocio hasta la primavera siguiente, tenía que irse y
hacer un update de sí mismo, para conseguir ese flow a la vuelta que siempre
tenía y que la vida cotidiana le estrangulaba.
—¿Un update?
—Sí. Cuando llevas tiempo fuera, al final, tras dos meses o así, te ocurre. Es
un momento de mierda, ya sabes: pero, ¿qué coño hago aquí? ¿Quién me
mandaría? Si viajas tienes relaciones buenas, pero todas son superficiales, y
empiezas a sentir que lo que has hecho es un error. Pero tampoco quieres volver.
¿Entiendes? Quedarse es un error, marcharse fue un error, y entonces —abrió
los brazos, miró al cielo, hizo un ruido despegando los labios que se parecía un
poco a algo que se descorcha—, entonces sucede. Es un break point y te rompes
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en piezas muy pequeñas y con ellas te reconstruyes, pero, ¿sabes? Aquí está lo
importante, reconstruyes algo nuevo, porque nunca puedes volver a poner las
piezas rotas de la misma forma que antes. Es una nueva versión de ti mismo,
¿entiendes? Y te entra esa calma y ese flow. Necesito eso, llevo una energía
demasiado elevada, demasiado ansiosa.
Gabriel bebió y le tuvo cierta envidia lejana,. Para él la noción romántica de
escapar siempre estuvo ahí, pero también esa sensación de que nada más
aterrizar en un país lejano colgaría por los pies, destripado como un cerdo y
desvalijado. Hugo le dijo que ese miedo casi nunca se hace realidad. Una amiga
suya acababa de volver de un año de viaje con mochila por El Salvador y
Guatemala. Y deseando volver. Pueden ocurrir cosas, pero a él la peor fue esa
pelea a pedradas en Nepal «y la culpa», dijo levantando su cerveza y
señalándola, «es de esto. Yo no bebo ni me drogo si viajo, es mi regla de oro»,
sentenció. Ese día la rompí y nos metimos en una pelea con aquellos chavales,
dijo, porque empezaron a meter mano a una chica alemana que iba con ellos. A
uno de los argentinos le abrieron la cabeza.
—¿Y cómo terminó? No me lo digas, alguien enterrado en algún bosque.
Pasó por el rostro de Hugo uno de esos instantes fugaces que no sabes bien
lo que significan, sólo que no es bueno. Luego recuperó el gesto y siguieron
hablando: de viajes y desaparecer, de cómo romperse y ser otro, otro quizá
mejor. Había demasiado Karma y Dharma en las frases para que calaran en
Gabriel, pero aquella promesa de romperte en pedazos y hacer algo nuevo con
ellos, eso le atrajo. Lo anotó en su eterna libreta de planes B.
—Tienes que irte fuera, porque aquí ya estamos jodidos sin remedio —dijo
Hugo—. En estos países nuestros, si te quedas tirado y te ven con pintas y sin
pasta, te evitan como a la peste. Pero te caes en un camino de Senegal, medio
muerto de hambre, y alguien te lleva a su casa y te cuida. Eso me contó un suizo
y sé que es así. En serio, aquí estamos jodidos, pero no por lo que la gente cree.
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Tienes que irte donde aún quede algo de humanidad, y eso es lejos de aquí. Es
cierto que si te ven occidental muchos van a querer ser tus amigos para sacarte
la pasta, eso también. Pero hay sitios —levantó un dedo—, donde no hemos
olvidado aún lo que somos. Es ahí donde debes ir, pero no de turista, así nunca
te rompes ni te conviertes.
Gabriel anotó en su cabeza cada detalle y quedaron para que le ayudara con
ese plan que nunca ejecutaría. Hugo conocía Asia y Latinoamérica, que era muy
grande y en ella ya teníamos el idioma. Era donde le recomendaba ir primero,
aunque él quería volver a Nepal, le quedaban cosas por terminar.
—La estrella del porno.
Se encogió un poco de hombros y negó a la vez.
—No. No sé qué fue de ella, creo que conoció a un tío.
Sabía perfectamente qué fue de ella, pero prefería difuminar ese recuerdo.
Quedaron para otra cerveza otra tarde y Gabriel se fue lleno de servilletas
escritas. Luego agrupó todos los nombres y lugares. Antes de conocer la partida
de la Casa del Silencio, aquella tarde era su baza para romperse y echar los
pedazos en otro molde nuevo, a ver qué salía. Después de la partida, ese se
convirtió en su plan de emergencia tras la emergencia. Si el Norte era frío y sin
ella, viajaría como Hugo, billete de ida y una falsa vuelta.
—Es que siempre te van a pedir un billete de vuelta. A mí me lo pidieron
cuando conocí a una chica canadiense y me dijo que me fuera a vivir con ella.
Fue mi primera vez, compré un billete de salida de Canadá hasta Chicago por
autobús, para hacerles ver que no iba a estar más que los meses de turista. Al
llegar lo cancelé y me devolvieron el dinero.
Hugo se encogió de hombros y sonrió. Que les jodan a los que quieren
controlar al resto para que no se salgan de la rueda del hámster, que le jodan a
esta manera de vivir. También había muchas chicas distintas en las historias de
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Hugo. Hugo era alto, fuerte y bonachón, y si le mirabas los pies, no veías raíces.
Gabriel se guardó el plan y en el futuro sólo se lo contará a Sara una de esas
noches en las que ella le pedirá algo, lo que sea, para dormir. Ella, como
siempre, tendrá una opinión que se parecerá a clavarte el tacón. Sara dirá que
hasta que Gabriel no dejara de tener planes B, no conseguiría romperse del todo.
Y a lo mejor tenía razón, como si eso importara. Cuando supo que le aceptaron
en la partida, sacó aquellas servilletas apuntadas y les sopló el polvo de encima.
Gabriel siguió yendo a aquel bar, pero Hugo ya se había marchado lejos. Se
enteró, hablando con el dueño del sitio, que cuando era crío se había forjado en
los fuegos de las cosas jodidas. Padres cabrones y palizas, una hermana yonqui
que tuvo que rescatar de «cosas muy chungas», así lo dijo el dueño. Y su mejor
amigo se suicidó.
—¿Te lo dijo alguna vez?
—No.
—Pues sí, aunque él no quiere pensarlo así. Encontraron coca y vodka en el
balcón por el que se tiró. Hugo siempre dice que sería un error, que se subiría
colocado a caminar por la baranda y resbaló.
Una tarde entró al bar un chico muy joven con una mochila a la espalda.
Siempre había querido ver España y venía de Nepal. Conocía a Hugo y le había
hablado del local, le había dicho que si un día pasaba por allí, entrara y dijera a
quien hubiera que se encontraba bien. Aquella tarde del muchacho australiano,
Gabriel estaba allí.
—¿Entonces Hugo está bien? ¿Por dónde anda?
El chico australiano se encogió de hombros y sonrió triste. Una mañana,
Hugo se levantó y caminó hacia las faldas de los impresionantes Himalayas, el
horizonte nevado que cada mañana veía al despertarse. Dijo que iba a buscar
algo, pero no se llevó su mochila de siempre, esa pequeña que le bastaba para
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todo. Ya ni siquiera necesitaba eso y el chaval australiano la llevaba a la
espalda, el dueño y Gabriel la reconocieron nada más entrar. Esa mañana en la
que Hugo empezó a caminar hacia las montañas había algo de niebla y en ella
se desdibujó. Cuando el sol la levantó del todo, sólo quedaban las montañas,
gigantes y blancas, que siempre estuvieron y siempre estarán. Pero de Hugo no
se supo más y así terminaba su última historia.
Hugo siempre tuvo un lado oscuro y vivió peleando contra él, intentando
vibrar en «una onda por encima», que decía siempre. Ese lado oscuro le
susurraba cosas, lo hizo durante los días en que se drogaba demasiado y era
poco más que un chaval, y también le susurró que el balcón estaba abierto y
sólo necesitaba cuatro pasos y un salto. Aquella noche de cuchicheos en su oído
había sorprendido en la cama a su novia de entonces con un imbécil del que
nunca supo el nombre, y Hugo dijo: «Está bien, vayamos al salón y hablemos
los tres». Pero la gente no es como Hugo. El tipo se puso los pantalones a la
pata coja y dijo que bueno, que él se iba. La chica llegó al salón y se sentó en el
suelo a sus pies, apoyándose en él, que no dejaba de mirar el balcón y oír la
letanía de los cuatro pasos y un salto. Aquel día, como todos los días, como el
día en que quiso cortar los dedos o enviar unos cobradores a los que estafaron a
su empresa de música, Hugo venció a su lado oscuro. No importaba si lo hacía
con calma o con pelea, importaba que el lado oscuro nunca venció. Tampoco lo
hizo el día en el que sólo las montañas sabrían dónde estaba Hugo. Hugo no se
había suicidado, como no lo hizo aquel amigo suyo, simplemente hizo lo que
Hugo hacía, fue al encuentro de lo que buscaba.
Y ahora, su mochila y herencia, por culpa de ese cabrón de Ángel, se quedó
perdida y no entre las nieves que siempre estarán.
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Capítulo inédito: El suministro ilimitado de pequeñas
decepciones
Este capítulo iba inicialmente tras la visita de Gabriel a la casa de sus padres
y tampoco pasó el corte en el manuscrito final.
* * *
La vida tiene un suministro ilimitado de pequeñas decepciones, eso pensaba.
También que no hay botas que aguanten todo el camino. Y Sara, claro. Tengo
hambre y echo de menos aquel cocido de mi madre, nunca más lo comeré. De
pronto, eso te apena profundamente. Sara. Recuerda a un tipo que escribía, se
pregunta qué fue de él, supone que nada bueno. Siempre quiso ser un bohemio
de esos que follaba entre chinches parisinas, idolatraba a Henry Miller y se
mataría a beber, aunque no le gustara el alcohol. Por Dios, no se puede ser más
tópico, Sara hubiera escupido en las heridas que habría abierto al acuchillarle.
Seguramente se le cumplieron los sueños de morirse maldito y pobre en algún
rincón. A él no le importaba eso, que si sería inmortal en el pensamiento de los
demás cada vez que le leyeran, decía. Qué pena que nadie fuera a hacerlo.
—Tengo noticias para ti, nadie lee ya —dijo Gabriel en voz alta y pateó una
pequeña piedra. Resultó ser mierda fosilizada porque la vida tiene un suministro
ilimitado de pequeñas decepciones—. Conocí a una chica que leía mucho y era
peligrosa, ¿sabes? Te hubiera matado. Conocí a uno que leía mucho también, y
es un cabrón de cuidado que me robó una mochila que apreciaba.
Gabriel miró atrás y vio camino, una senda que no era fea ni bonita, sólo
piedras pequeñas, polvo y malas hierbas delimitando el sendero a izquierda y
derecha. Miró hacia adelante y vio camino y pequeñas piedras, etcétera. En sus
últimos pensamientos ya no estaba la muerte, pero apareció dos veces Sara, que
a lo mejor era lo más parecido. La última noche la tuvo que pasar al raso y fue
fría. No hay nada peor que pasar frío o hambre, excepto quizá ver que lo pasa
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un hijo, pero Gabriel no tendría ese problema y eso le hizo triste y feliz a la vez.
Se le metió en la cabeza otro pensamiento: por aquellos caminos secundarios no
se había cruzado a ninguna persona. Un arroyuelo, un bosque creado por el
hombre con todos los árboles en fila como un ejército, lo cruzó zigzagueando
porque no quería seguir la línea recta de otros. Zumbaba un gran avispero cerca
de la acequia donde rellenó su botella de agua y a lo lejos ladraron dos perros
cuando le olieron; pero cero personas. Eso le hizo pensar que quizá había vuelto
a perder la vida, esta vez dejando de respirar. Habría sido durante la noche
helada que le miraba y, como si el frío le tuviera encerrado en su puño, apretó y
le mató sin ceremonia como a muchas cigarras.
Una vez soñó que moría y resultó que no era más que seguir viviendo la
misma vida de siempre, en los sitios de siempre, pero sin nadie alrededor.
Visitaba casas vacías, cruzaba calles desiertas en los que los semáforos
cambiaban en silencio todos a la vez. Cuando morías, simplemente seguías
viviendo lo mismo, pero todos los demás desaparecen. Le pareció lógico. Una
vez pasó una etapa tonta en la que era solipsista y por tanto todos los que le
rodeaban no eran más que creación suya. Al morir desaparecían los demás,
porque Dios creó el mundo, luego sólo a un hombre y cuando vio lo que hizo se
arrepintió y ya no quiso crear ninguno más. Pero este hombre, que estaba hecho
a imagen y semejanza, creó en su imaginación a todos los demás porque se
sentía solo, al fin y al cabo era lo mismo que hizo Dios y por el mismo motivo.
Por eso, al morir, el resto de personas desaparecen, porque las creó el hombre,
pero quedan las montañas, cielo y el resto de cosas que creó Dios.
—Estoy alucinando.
Se había acostumbrado a hablar solo en voz alta y cortar así el reguero de
pensamientos inconexos, que se desbocaba cuando caminaba demasiado tiempo
sin ver a otros. Un par de kilómetros más adelante, descubrió que estaba vivo.
Se cruzó con dos personas mayores que paseaban de la mano cincuenta y dos
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años después de haberse casado. Se saludaron, porque eso es lo que hacen las
personas decentes cuando se cruzan con otras en medio de la nada. Si no te
saludan en parajes desiertos, es que vas a morir a manos de quien no te dijo
hola. Es la regla.
Si esos dos ancianos hubieran muerto, se les habría concedido el deseo de
estar juntos hasta que la muerte los separara. Hubieran tenido algo que a la
mayoría de las personas se les niega, una historia de amor que duró siempre.
Habría sido una forma bonita de terminar porque lo habrían hecho juntos. Ante
aquellos viejos sólo quedaba decadencia y enfermedad. Uno de ellos, ella, se
quedará sola porque el egoísta de su marido se irá primero, igual que todas las
noches se duerme el primero y la deja peleando contra la oscuridad y pensar que
ya es mayor y ya es tarde. La mujer tiene los mismos pensamientos de Gabriel
antes de empezar del camino.
Miró hacia atrás, pero ya no vio a los ancianos de la mano, habían girado en
un recodo del camino. Debería haberlos matado, pensó. Seguro que ellos
piensan lo mismo ahora y se miran con pena porque saben que decidieron vivir
juntos, pero no morirán juntos. Gabriel se rió como lo hacen un poco los locos.
Los caminos solitarios daban lugar a pensamientos extraños, que se agolpaban
unos con otros, como una bola de nieve que todo lo aplastaba.
—Estoy fatal, esta ni siquiera es una tierra de locura según los mapas.
Debería frecuentar caminos más concurridos.
Otra vez palabras en voz alta para cortar los pensamientos, para que los
próximos dos que se crucen con Gabriel sigan vivos. Entonces recordó que la
gente le daba una extraña pereza. En los caminos concurridos, en las ciudades y
en los pueblos, los demás eran el problema. En los caminos solitarios, él era el
problema.
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—Quiero llegar ya —dos pasos más y sacó uno de sus mapas, porque
siempre hay un camino—. No, no quiero llegar aún —se guardó otra vez el
mapa sin abrirlo.
¿Y si él no era más que un loco? Sólo los locos podían hacer algo como lo
que él hacía. Casi todos los vagabundos de corazón están locos. Si él contara su
historia a alguien, le mirarían como él miró a aquella mujer de la biblioteca.
¿Qué sería de ella? ¿Y la vecina y la chica de la tienda? ¿Cuántas eran reales?
¿Cuánto imaginó?
—Esa no es una buena pregunta. Deja de pensar —dos pasos, la mano volvió
por instinto al pecho, tocando los mapas—. Deja de pensar en osos blancos.
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Extracto inédito: Al borde de la cama
Una novela son los caminos que no toma. Igual que borrar es de lo más
importante a la hora de escribir, matar líneas argumentales secundarias suele
contribuir a que la principal, lo que de verdad quieres contar, sea poderoso y
que el lector no se vaya por otras ramas. Que a lo mejor esas ramas son bonitas
y con flores, pero no importantes como el tronco.
Como ya venía diciendo al respecto de Tres reinas crueles, en breve voy a
recoger algunas de esas ramas podadas en un pequeño libro electrónico, junto
con lo que he comentado ya aquí sobre el proceso de creación del libro y
algunas curiosidades adicionales.
He aquí uno de esos trozos que se quedó por el camino. En este caso, uno
que discurría por sucesos que no fueron los definitivos. A veces los personajes
caminan por futuros y decisiones que no son las que toman finalmente, a veces
puedes verlos con detalle, vivir ahí un rato, dar marcha atrás. Es la ventaja de
escribir, que no responde a las leyes de la vida. Estoy seguro de que no hay
nadie que no se pregunte qué habría pasado si hubiera dicho o hecho otra cosa
en ciertas situaciones.
En esta ocasión los protagonistas comparten una noche, igual que en el libro
comparten varias, pero lo hacen después de algo que, finalmente, no sucedió en
las páginas definitivas de la novela.
Así que este es un ejemplo muy breve de texto que se desecha en un libro, y
a veces me da un poco de pena, me gusta el párrafo final, no sé muy bien por
qué.
Y a pesar de eso, como bien dijo alguien hace poco respecto al artículo de
que borrar es lo importante al escribir, un contador de historias ha de tener la
habilidad de matar lo que le gusta («Kill your darlings, love»).
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Al borde de la cama
Se sentó al borde de la cama y se miró las manos como para saber de quién
eran y qué hacían pegadas a él, porque las suyas siempre fueron las manos de un
cobarde: finas, sin cicatrices porque no se enfrentó a nada.
Aprendió a pelear, sabía que era capaz de ello y sin embargo algo por dentro
lo ataba en esos instantes. A pesar de saber cómo luchar, nunca lo hizo. Un poco
como vivir. Gabriel siempre fue un cobarde que jugaba a ser valiente con
guantes puestos, pretendiendo que los puñetazos que recibía en un ring y los
derribos en la lona se parecían a la verdad. Pero cuando la verdad llegaba y
había un enemigo enfrente, todo era adrenalina, olvido de lo que aprendió y esa
sensación de estar atado. Sólo levantaba las manos para intentar apaciguar, pero
no iba a pelear con ellas y permanecerían suaves.
Aquel era un otro muy lejano, las manos que se miraba tenían cicatrices del
camino, pocas veces estaban limpias del todo y bajo la base de los dedos
nacieron callos. Eran manos que tenían coraje, que raspaban al acariciar y quizá
eso lo hacía mejor y era por lo que Sara gemía como no lo hizo ninguna antes.
Salió vivo de la pelea y fue porque no pensó, y es que no pensar y vivir
parecían siempre cercanos en el camino. Miró a Sara, que dormía en la cama a
su lado, y la envidió. Él no dejaba de recrear lo ocurrido en su cabeza y ella ya
lo había olvidado y respiraba con la calma profunda de los dormidos. Para Sara
sólo existía el presente y consistía en sábanas limpias y un techo sobre ellos, así
que no había nada que lamentar y respecto al futuro, pues quién sabe y qué más
da. Gabriel se miró otra vez las manos y las cerró. Dolían un poco y tenía
heridos los nudillos de la mano derecha. Quizá, si pudo cambiar sus manos por
las de un valiente, también podría conseguir ese sueño profundo. Volvió a mirar
a Sara y parecía que se estaba bien en ese lugar.
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Tres notas sueltas sobre Gabriel
En servilletas, en el móvil (mucho menos romántico, dónde va a parar), en
cualquier lado. Las ideas, las imágenes, surgen en lo más inoportuno y son muy
celosas de ellas mismas, o les haces caso y las atrapas o se van y no, no
volverán, aunque nuestra cabeza es hábil para decirnos: «No te preocupes, me
acordaré de esto, no te muevas ahora de la cama, no te levantes del sofá».
Nuestra cabeza miente, somos expertos en mentirnos a nosotros mismos,
sobre todo en estas cosas. He aquí un ejemplo de servilleta de bar transcrita, las
notas, obviamente, no tienen sentido por sí mismas y a veces incluyen cosas que
luego no terminan en la historia.
* * *
El protagonista va buscando algo y sólo consigue perderse. Sin saber adonde
ir, va al norte, allí tuvo un viejo amor y no lo encontró, ni hubiera sabido qué
hacer aunque lo hubiera logrado. Y luego estaba el mar y no tenía medio de
cruzarlo. Ya estaba bien, el viaje terminaba ahí.
Salió vivo, pero no ileso. Y no debió ir al norte, allí hacía frío y a la lluvia le
gustaba aquel paisaje, y esos son los peores enemigos del que camina sin rumbo
queriendo poco equipaje. Y debió haber sido más listo, debió saber que, si
alguna vez hubo alguna posibilidad de que algo salvara a alguien, jamás iba a
ser el pasado. Lo susurra todo el tiempo pero sólo los tontos y los desesperados
caen en esa trampa. Él era una mezcla de las dos cosas.
Todo vino por leer lo que no debía y por tardes como aquella en la que se
marcha de viaje con las manos en los bolsillos y volvió feliz después de dos
días. En realidad, como todas las historias de todos, «no fue exactamente así».
Siempre recuerda esa vez de una manera más romántica de la que fue. Siempre
quiso recuperar esa sensación de libertad y de que era una ola que cogió
perfecta. Pero no había manera de reproducir el azar que contribuyó a la ola.
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Nota suelta sobre la tierra de los muertos y Cimmeria
No tienes que escuchar la voz de los muertos, porque lo que dicen es una
sola cosa, se lamentan de lo que no hicieron en vida. Ya está. Toda una
existencia dedicada a conseguir hablar con ellos y resulta que tienen menos
sabiduría que los vivos.
Ulises viaja a la tierra de los muertos por consejo de Circe, para consultar un
oráculo. Es posible que Sara le marque en el mapa, o le diga dónde ir para hacer
lo mismo y consultar el Oráculo sobre María. Una vez allí la profetisa o lo que
sea, le puede mandar un mensaje desde las tierras de los muertos, un mensaje de
alguien, quizá el tonto grandullón (no sabe que murió, pero murió, eso es lo que
le pasa a esa gente en el mundo real), quizá un mensaje de algún amigo que dejó
atrás en la vieja vida. Quizá Hugo.
Gabriel le dice que no se lamente de estar muerto, como le dice Ulises a
Aquiles, el otro puede replicar que prefiere ser el peor de los vivos al mejor de
los muertos.
Las tierras de los Cimmerios se parecen bastante a Galicia, nunca da el sol y
está llena de bruma. Sara ha hecho el camino contrario al que hace el
protagonista, así que se conoce el camino. El protagonista va a morir, ella va a
vivir.
«Allí están el pueblo y la ciudad de los Cimerios, entre nieblas y nubes, sin
que jamás el sol resplandeciente los ilumine con sus rayos».
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Y eso es todo
Había más, pero no todo lo que se escribe ha de leerse. Ha de mantenerse esa
ilusión de que la historia ha sido más o menos decente y barrer bajo la alfombra
todos esos pedazos deformes feos. Al fin y al cabo de eso se trata hoy, de
mostrar la mejor cara siempre a los demás.
Y ya está, se acabó el carnaval de curiosidades y pedazos. Como siempre,
hay más cada cierto tiempo en http://www.hojaenblanco.com
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