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EUCARISTÍA, PAN PARTIDO PARA LA VIDA DEL MUNDO Juan Esquerda Bifet

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EUCARISTÍA, PAN PARTIDO PARA LA VIDA DEL MUNDO

Juan Esquerda Bifet

INDICE

INTRODUCCION

I. PRESENCIA REAL Y DECLARACION DE AMOR

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1. Presencia real que sella la Alianza2. A partir de la fe3. Presencia che exige presencia y relación

II. SACRIFICIO COMO DONACION TOTAL E INCONDICIONAL

1. Dar la vida, darse a sí mismo2. La interioridad sacrificial de Cristo3. Ofrecer a Cristo y ofrecerse en Cristo

III. COMUNION, BANQUETE Y SACRAMENTO DE RECONCILIACION

1. El pan vivo2. Para vivir la misma vida de Cristo3. Sacramento de unidad y amor

IV. MINISTERIO Y MISION ECLESIAL

1. Dimensión misionera: Para toda la humanidad2. Fuente, centro y culmen de la vida3. El ministerio de servir el pan y la palabra

V. ESPERANZA Y ESCATOLOGIA: CAMINO CONFIADO HACIA EL ENCUENTRO DEFINITIVO

1. Espera confiada y activa2. Hasta recapitular todo en Cristo3. Hacia el encuentro y la Pascua definitiva

VI. VIDA NUEVA EN EL ESPIRITU SANTO

1. El agua viva2. Comemos un mismo pan, recibimos un mismo Espíritu 3. La "epíclesis" de la Misa

VII. DIMENSION MARIANA Y ECLESIAL

l. María figura de la Iglesia2. Unidos a María en el "amén"3. Maternidad de la Iglesia sacramento universal de salvación

LINEAS CONCLUSIVAS

SIGLAS

ORIENTACION BIBLIOGRAFICA

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INTRODUCCION

Jesús se presentó a sí mismo como "pan de vida... para la vida del mundo" (Jn 6,51). Es pan hecho "migajas", triturado por amor, para compartir su mismo ser con todos hermanos. Es una vida hecha oblación para comunicar una "vida abundante" (Jn 10,10).

Como a los discípulos de Emaús, Jesús se nos muestra "al partir el pan" (Lc 24,30). Es su modo peculiar de amar: darse él mismo, sin pertenecerse, según los designios del Padre, como "consorte" y compañero de camino.

En la Eucaristía, su presencia permanente indica esta oblación total de quien acompaña, escucha, comparte, comunica y, consecuentemente, espera en retorno nuestra donación. Es presencia donada en sacrificio y comunicada con todo su ser.

Es una declaración permanente del "amor más grande", que es el de "dar la vida por sus amigos" (Jn 15,13). Es amor "hasta el extremo" (Jn 13,1), de quien, como Hijo, comparte el mismo amor del Padre expresasdo en el amor del Espíritu: "Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros" (Jn 15,9).

Se hace presente en la Eucaristía para insertarse en nuestra vida y convertirnos en su misma expresión de donación al Padre y a los hermanos: "Padre... todo lo mío es tuyo y todo lo tuyo es mío; y yo he sido glorificado en ellos... yo en ellos y tú en mí... y el mundo conozca que tú me has enviado y que los has amado a ellos como me has amado a mí... para que el amor con que tú me has amado esté en ellos y yo en ellos" (Jn 17,10.23.26).

La vida humana es hermosa sólo cuando se hace verdad de donación. La oblación amorosa de Cristo pide la nuestra: "permaneced en mi amor" (Jn 15,9). Entonces nuestra vida se hace también Eucaristía, "pan partido".

Cada cristiano y toda la comunidad eclesial celebra y vive en sintonía con Cristo Eucaristía, para hacerse su "complemento" (Ef 1,23), su prolongación en la historia humana, signo de su misma oblación. Gracias a la Eucaristía, que lleva el bautismo a su pleno desarrollo, el creyente hace de la vida una relación filial con Dios y una oblación de pan partido para todos los hermanos. La vida merece vivirse cuando se vive en sintonía con la oblación de Cristo, como pan partido y comido.

Cristo ora en nosotros con su misma actitud filial. El "Padre nuestro" es su oración en nosotros. Cristo ama en nosotros y

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mira a los hermanos desde nuestro corazón en sintonía con el suyo, injertando sus pupilas en las nuestras. El mandato del amor ("amaros como yo os he amado": Jn 13,34) consiste en enfocar la propia vida por la "perfección de la caridad" (LG 40) según la pauta del sermón de la motaña: "Sed perfectos (sed misericordiosos) como vuestro Padre celestial" (Mt 5,48; cfr. Lc 6,36).

La vida cristiana se hace, pues, "Eucaristía", como continuación de la misma oblación de Jesús en nuestra vida cotidiana transformada en amor. El vive en nosotros para mirar, desde nosotros, al Padre con su misma mirada amorosa en el Espíritu Santo (cfr. Lc 10,21) y mirar a los hermanos con su mismo amor.

Por la Eucaristía, cada creyente realiza una misión irrepetible, como expresión personal del amor del Señor en medio de los hemranos. Y cada comunidad eclesial es una historia de su oblación, un signo suyo, transparente y portador para toda la humanidad. Enraizada en la Eucaristía, la Iglesia es "sacramento universal de salvación" (LG 48; AG 1). "La Eucaristía edifica la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía" (enc. Ecclesia de Eucharistia 26). Por esto, "la Iglesia vive de la Eucaristía" (ibídem, 1).

La presencia de Cristo en la Eucaristía, es presencia de donación sacrificial, para comunicarse tal como es y construir la comunión en el corazón de cada ser humano, de cada familia, de cada comunidad y de la humanidad entera, por medio de una Iglesia hecha, con Cristo, pan partido, oblación y comunión, expresión del amor de Dios Amor uno y trino (cfr. LG 4). "Del misterio pascual nace la Iglesia... En este don, Jesucristo entregaba a la Iglesia la actualización perenne del misterio pascual" (EdE 3).

La Eucaristía es, pues, "fuente y cima de toda la vida cristiana" (LG 11), "fuente y cima de toda evangelización", porque "contiene todo el bien espiritual de la Iglesia" (PO 5). De este modo, "el mundo nacido de las manos de Dios creador retorna a Él redimido por Cristo" (EdE 8).

Así es el "misterio de nuestra fe". "La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros muchos, sino como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación" (EdE 11).

La Iglesia aprende a vivir de la Eucaristía, sitiéndose idenfiticada con María, en cuyo seno se formó el "pan de vida"

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y cuya oblación al pie de la cruz personificó y anticipó la oblación de la misma Iglesia. En la celebración y adoración eucarística, "la Iglesia aprende de María la propia maternidad" (RMa 43).

En su caminar histórico, y especialmente en el inicio de un tercer milenio, y como continuación de una historia milenaria de gracia, "la Eucaristía es fuente y cumbre de la vida y de la misión de la Iglesia".

El itinerario ya está programado; se nos invita a recorrerlo: la presencia, la oblación y la comunicación de Cristo piden actitud relacional y oblativa, para realizar con él la misma misión de ser "pan partido" para toda la humanidad, bajo la acción del Espíritu Santo, de camino hacia "el cielo nuevo y la nueva tierra" (Ap 21,1), siguiendo la pauta de "la mujer vestida de sol" (Ap 12,1), transparencia y portadora de Jesús. "El programa... se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en él la vida trinitaria y transformar con él la historia" (EdE 60).

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I. PRESENCIA REAL Y DECLARACION DE AMOR

1. Presencia real que sella la Alianza2. A partir de la fe3. Presencia che exige presencia y relación

1. Presencia real que sella la Alianza

La presencia del "Emmanuel" entre nostros y en la Eucaristía es como una prolongación misteriosa de la Encarnación del Verbo en la historia humana.

Después de la Ascensión, "está más presente". Pero esta presencia es una realidad nueva. "La Eucaristía, mientras remite a la pasión y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor" (EdE 55).

La presencia real y substancial de Jesús en la Eucaristía es, especialmente, declaración de amor. Se ha quedado bajo signos de pan y vino porque nos ama. Es un gesto de "nueva Alianza" (Lc 22, 20), es decir, de amor esponsal, de amistad y de cercanía. Se ha hecho nuestro "camino" (Jn 14, 6). Cristo nos revela al Padre y el misterio de su amor: "Quien me ve a mí, ve al Padre" (Jn 14,9).

A la luz del "gran deseo" de celebrar la Pascua de la nueva Alianza (Lc 22, 15) y a la luz de su "amor a los suyos hasta el extremo" (Jn 13, 1), podemos "conocer" amando la eficacia de sus palabras: "Esto es mi cuerpo... ésta es mi sangre" (Mt 26,26-27).

Esta presencia por amor de desposorio (Alianza) dice relación a su promesa de estar siempre con nosotros: "Estaré con vosotros hasta la consumación del mundo" (Mt 28, 20). Está en relación estrecha con el quehacer misionero de la Iglesia: "Id... a todas las gentes" (Mt 28,19).

La misión de la Iglesia consiste en hacer que, en cada comunidad humana, haya los signos permanentes de la presencia activa de Jesús resucitado. Esta realidad forma parte del anuncio eficaz del evangelio ya desde la primera evangelización y en todo el proceso de implantar la Iglesia. La nueva Alianza, como declaración de amor, es universal: "por vosotros y por

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todos" (Mt 26,28; Lc 22,20).

La antigua Alianza ya suponía una presencia especial de Dios en medio de su pueblo, simbolizada por una tienda (shekinah) o una nube (Ex 33, 7-11). Desde el día de la Encarnación, Dios habita entre nosotros como Emmanuel, "Dios con nosotros" (Mt 1,23), el "Verbo hecho carne" (Jn 1,14). Esta presencia es definitiva, como de hermano o miembro de la misma familia, que establece su tienda de caminante entre nosotros (Apoc 21,3). Una vez resucitado, Jesús queda entre nosotros sin condicionamientos de tiempo y de espacio. Pero, además, ha querido quedarse bajo signos eucarísticos, como declaración permanente de esta nueva Alianza, que es amor de cercanía y de consorcio.

La presencia eucarística es una realidad que tiene origen en el amor de Cristo y que reclama el amor entre los hermanos. De hecho, el Señor se hace presente en la celebración eclesial, que es "ágape" o caridad; esta caridad fraterna es origen de una presencia especial de Jesús en la comunidad, que dice relación con la presencia eucarística, aunque no se identifique con ella: "Donde están dos o más reunidos en mi nombre, allí estoy en medio de ellos" (Mt 18,20).

La presencia de Cristo en la Eucaristía es permanente como signo de su amor indefectible a la Iglesia y a toda la humanidad. Esta presencia nunca dejará de existir hasta el día de la restauración final. Es presencia activa, santificadora, transformadora y evangelizadora. Es la presencia de enamorado que suscita santos y apóstoles. Jesús es buen pedagogo, que educa y ayuda a vivir el misterio de su presencia.

Es una presencia peculiar, por el hecho de quedarse el Señor bajo las especies de pan y vino, además de quedarse como víctima sacrificial y como manjar de comunión, pero se relaciona con otros modos de quedarse entre nosotros: en los sacramentos, en su palabra, en la comunidad, en los que sufren, en sus apóstoles, etc. Se puede decir que la Eucaristía es la presencia más intensa de Cristo resucitado, que hace posible todos los otros modos de presencia y que nos ayuda a vivirlos como prolongación de la presencia eucarística. Incluso es presencia que invita y urge a prestar nuestra colaboración como misión de hacerse realidad en todos los corazones, en todas las comunidades y en todos los pueblos.

No es presencia de adorno ni un simple signo de la omnipotencia divina, sino que es inicio de una presencia mutua, que un día se hará visión, posesión y unión. De la presencia eucarística podríamos decir lo que Pablo dice de Cristo Redentor: "Con él, Dios nos ha dado todo" (Rom 8,32). Efectivamente en la

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presencia eucarística encontramos la síntesis y la realidad actual de la redención.

Los signos pobres de la presencia eucarística de Cristo son signos de amor profundo. Son como los signos pobres de Belén y de la vida de Jesús, que dejan transparentar á Dios Amor. Dios se da principalmente a sí mismo por medio de sus dones. Naciendo pobre, Dios ha mostrado ser Dios Amor, que ha venido para hacerse él mismo donación más allá de sus dones. Haciéndose presente bajo signos pobres, Cristo muestra, como en el evangelio, su amor de cercanía a nuestra debilidad. Los signos pobres de la Eucaristía recuerdan la humildad y la obediencia de Cristo al Padre como declaración de amor a todos los hombres.

En cualquier cultura y en cualquier época histórica se recordarán con cariño y se visitarán con respeto las circunstancias concretas de la Encarnación: Nazaret, Belén, Palestina en general. Nadie podrá decir nunca que las circunstancias geográficas e históricas, que Dios escogió para vivir entre nosotros, son ajenas a la propia cultura. Las signos pobres de pan y vino, que Cristo escogió para quedarse en la Iglesia y en el mundo, ya no son elementos de una cultura y de un ambiente, sino que pasan a la "transculturación" del misterio de la Encarnación, puesto que ya pertenecen a toda la humanidad como tesoro común.

La humanidad va haciéndose una sola familia, como reflejo de Dios Amor, para pasar al "más allá" de la "restauración de todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10). La presencia humilde de Jesús no violenta a nadie, porque el amor busca la cercanía y espera pacientemente la presencia de sus amigos. Le basta con declararse tal como es, como quien se ha quedado por amor. Pero necesita voceros enamorados que experimenten, primero ellos mismos, que la presencia de Cristo es la razón de ser de la propia existencia, y que sepan gritar a los cuatro vientos que Cristo sigue presente entre nosotros.

2. A partir de la fe

La presencia de Cristo en la Eucaristía sólo comienza a comprenderse a partir de la fe; es decir, desde una actitud de sintonía con las palabras fiel Señor: "Esto es mi cuerpo... Esta es mi sangre". Se queda presente como glorificado, con su cuerpo, sangre, alma y divinidad, para darse de todo, tal como es.

Jesús, el Verbo encarnado y el Redentor resucitado, es el Señor

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de la creación y de la historia: "Todas las cosas se fundamentan en él", porque "todo ha sido creado en él y para él" (Col 1, 16-17; cfr. Jn 1,3). La soberanía de Jesús sobre las cosas y sobre la historia humana es un punto básico de nuestra fe, por encima de las explicaciones que nosotros podamos dar sobre el cómo de la realidad eucarística.

Un día todas las cosas, la creación y la historia, serán "restauradas en Cristo" (Ef 1,10). Jesús ha instituido la Eucaristía como signo fuerte y eficaz de esta restauración final. Como Señor resucitado, es capaz de transformar el pan y el vino en su cuerpo y sangre; la fuerza de su resurrección, a través de la "transubstanciación" eucarística, toca la raíz de toda la creación, de todo nuestro ser y de toda la historia humana, en vistas a una transformación o resurrección en él, que salvará nuestra identidad de la contingencia temporal y la hará pasar a la "vida eterna". Esa es la fuerza del Verbo encarnado, glorificado en la cruz: "Si yo fuere levantado de la tierra, atraeré todos a mí" (Jn 12,32). Un día, en el más allá, desaparecerán también los signos eucarísticos, para dejar paso a la gran realidad de "un cielo nuevo y una tierra nueva" (Apoc 21,1).

La transubstanciación o cambio de toda la substancia de pan y de vino en el cuerpo y sangre del Señor, recuerda el sentido profundo del "misterio". Por este "metabolismo" (como dicen en las Iglesias de Oriente), Cristo se hace presente misteriosamente, más allá de lo que nuestra razón pueda comprender. Por esto se puede llamar a la Eucaristía "el mayor de los milagros" (enc. Mysterium fidei). Es presencia verdadera, real y substancial de Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, bajo las especies de pan y de vino.

"La singularidad de la presencia real de Cristo en la Eucaristía se llama «real» no por exclusión, como si las otras presencias no fueran «reales», sino por antonomasia, porque es substancial" (EAm 12; cita Mysterium fidei de Pablo VI)

La fe en la presencia eucarística de Jesús equivale a un "sí" a sus palabras, por encima de toda explicación. La humildad y la pobreza del Verbo encarnado, nacido en Belén y muerto en cruz, nos piden nuestra fe, de suerte que sepamos descubrir a Cristo bajo los signos pobres de la Eucaristía y de la Iglesia. Por esta fe en su presencia activa, Jesús nos invita a enrolarnos, de modo consciente y responsable, en su paso ("pascua") hacia el Padre. Gracias a la presencia eucarística de Jesús, nuestro ser va quedando a salvo de la nada, de la contingencia y del pecado, para ir recuperando con creces el rostro original del hombre, que Dios se había propuesto desde la creación y que

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ahora debe ser el rostro de cada persona y de toda la humanidad transformada en Cristo.

Aunque la presencia de Cristo en la Eucaristía tiene unas características peculiares, no obstante se relaciona con su múltiple presencia de resucitado en el mundo y en la Iglesia, por medio de su palabra, de sus sacramentos, de la comunidad eclesial, de las personas que sufren, de los evangelizadores, etc. Jesús resucitado, que ya vive presente en su Iglesia y en cada uno de sus fieles (Mt 28,20; Hech 9,4), se hace presente, con toda su realidad redentora, bajo los signos o apariencias (las "especies") de pan y vino.

Sólo Dios puede llegar a lo más profundo de cada ser y transformarlo completamente. Las palabras de Jesús, Hijo de Dios, llegan a la "esencia" (substancia) del pan y del vino, para transformarlos en su propia realidad, que se hace presente de manera "verdadera, real y substancial". La ciencia y la experiencia humana continuarán viendo, palpando y experimentando "palo" y "vino"; pero el Señor de la creación y de la historia ha reorientado y cambiado el ser más profundo de estas "substancias" en la línea de una "nueva creación", que es verdadero cambio en el cuerpo y sangre de Cristo resucitado.

Es todo el ser y todo el misterio de Jesús que se hace presente. "Cuerpo" indica todo su ser en su expresión externa. "Sangre" indica todo su ser en su vida profunda e íntima. Las palabras de la "consagración" se refieren directamente al cuerpo y a la sangre, pero, por "concomitancia", es todo el ser de Jesús el que se hace presente como declaración de amor.

Dios ha cambiado la realidad profunda del pan y del vino en una realidad del "más allá", es decir, en la realidad escatológica de Cristo glorioso. La nueva creación no destruye nada, sino que hace "pasar" a la realidad definitiva. En la Eucaristía no hay coexistencia de pan y vino. "No queda ya nada del pan y del vino, sino las solas especies: bajo ellas Cristo todo entero está presente con su realidad física, aun corporalmente, aunque no del mismo modo como los cuerpos están en un lugar" (Pablo VI, enc. Mysterium fidei}.

El Señor espera de nosotras un respeto emocionado, que se oriente por el camino del amor y de la adoración, más que por el camino de la investigación y curiosidad. La reflexión teológica puede ayudar, con tal que parta de la fe amada y vivida. Paulatinamente esta misma reflexión debe dejar paso a la "ciencia del amor", a la admiración, a la adoración, al silencio. La presencia de amor y de totalidad por parte de Jesús, reclama presencia de donación por parte del creyente,

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desde lo más hondo del corazón. Las palabras de Jesús resucitado, que son expresión de su amor y de su poder salvador, fundamentan nuestra fe.

Nuestra fe eucarística es una respuesta a la palabra de Jesús, predicada en la Iglesia, celebrada en la liturgia, vivida por los santos, reeditada por nosotros y anunciada a todos los hombres y a todos los pueblos. El universalismo de este anuncio depende de nuestro modo generoso de vivir esta fe personalmente y en la comunidad eclesial.

3. Presencia que exige presencia y relación

"La Eucaristía es el lugar privilegiado para el encuentro con Cristo vivo" (EAm 35). La presencia permanente de Jesús en la Eucaristía reclama una actitud de "visita", de "cita" y de encuentro, concretada en "diálogo cotidiano" (PO 18).

Es presencia que pide trato de amistad por parte de quien ha seguido a Cristo para "estar con él" (Mc 3,13). Jesús habla al corazón y pide una actitud relacional permanente, que se alimenta de los momentos eucarísticos. La presencia de Jesús es presencia de toda su persona, de todo su ser y, por tanto, presencia de su "sí" como donación personal que reclama presencia y amor de retorno.

"¿Cómo no sentir una renovada necesidad de estar largos ratos en conversación espiritual, en adoración silenciosa, en actitud de amor, ante Cristo presente en el Santísimo Sacramento? ¡Cuántas veces, mis queridos hermanos y hermanas, he hecho esta experiencia y en ella he encontrado fuerza, consuelo y apoyo!" (EdE 25).

La relación amistosa con Cristo se va haciendo sintonía con su corazón, es decir, con sus amores e intereses salvíficos. Así se aprende a sintonizar con Jesús adorador, reparador y salvador. Es el camino mejor para entrar en el silencio activo de la adoración y acción de gracias. Es adentrarse en el "misterio" o intimidad del corazón y "amor de Cristo que supera toda ciencia" (Ef 3,19). Sólo en alas de esta amistad sencilla y profunda con Cristo, es posible caminar por el camino de la oración contemplativa, que es la oración de los amigos de Cristo, es decir, de los pobres salvados por él.

La relación personal se concretiza necesariamente unión y transformación por medio del seguimiento e imitación. Se quiere seguir e imitar a Cristo, el "contemplativo" de los planes salvíficos del Padre, para, con él y en su Espíritu, adorar,

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alabar, agradecer, interceder, reparar. El Espíritu Santo, comunicado por Jesús, orienta nuestra vida hacia estos amores o "miradas" (vivencias) de Cristo Redentor: glorificar al Padre y salvar a los hombres, haciendo de la vida una donación. Jesús en la Eucaristía sigue siendo el centro de la creación y de la historia humana.

Cada uno en particular y cada comunidad de hermanos se hace gota de agua que se "pierde" en este horizonte infinito del amor de Cristo. En los momentos de soledad junto al sagrario se aprende el significado de la actitud permanente de Jesús resucitado ante el Padre: "vive siempre para interceder por nosotros" (Heb 7,25).

El amor es así: busca la presencia, estar juntos, compartir la vida, unirse vitalmente en intimidad y comunión de ideales. La Iglesia, a través de los siglos, ha ido practicando esta actitud relacional ante Jesús sacramentado, por medio de la devoción privada y del culto público. Las expresiones personales y comunitarias han sido, a veces, manifestaciones de la vida cultural, artística y cristiana de todo un pueblo. La devoción popular se ha ido entrecruzando con el culto más oficial. En los ejemplos y escritos de los santos se ha subrayado el momento personal de diálogo expansivo y amistoso con Cristo. Todo es consecuencia y prolongación del encuentro con Cristo en el sacrificio de la Misa, como celebración de toda la comunidad eclesial.

Junto al sagrario se va aprendiendo que la presencia de Cristo es un don. La posibilidad de encontrar en Cristo al confidente y al amigo, sobre todo en los momentos de tentación y de prueba, es un don que se redescubre cada día más. Al principio puede parecer que somos nosotros los que vamos a hacer el "favor" de acompañar a Cristo, como cuando el Señor pidió agua a la samaritana. Luego vamos aprendiendo que la "sed" de compañía que manifestó Jesús junto al pozo de Jacob, no es más que una invitación a descubrir que es nuestra vida la que tiene sed de él.

A Teresa de Ávila le atraía irresistiblemente el poder colocar un nuevo sagrario en algún rincón del mundo. Era el ansia misionera de hacer presente a Cristo bajo signos permanentes en cada comunidad humana.

El apóstol tiene que dejar, muchas veces, su familia, sus amistades, su patria, sus planes y sus gustos personales. Con su presencia sacramental, Cristo suple con creces todo lo que uno ha dejado por él. Si faltara la amistad y la intimidad con Cristo Eucaristía, volvería a nacer en el corazón una serie

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interminable de exigencias personalistas disfrazadas de "carisma" y de "derecho".

La escala de valores de una persona se conoce por el tiempo que dedica a personas, quehaceres y cosas. Para el primer valor o para el primer amor del corazón siempre se encuentra tiempo. ¿Encontrar tiempo para estar con Cristo sin prisas psicológicas? Es cuestión de amor y de una recta escala de valores.

A Cristo no le extrañan ni molestan nuestras distracciones involuntarias, nuestro cansancio, nuestra sequedad e incluso el esfuerzo que tenemos que hacer para permanecer junto a él. Se contenta con nuestra decisión sincera de estar amigablemente con él. Le gusta nuestra presencia cuando nos presentamos tal como somos. Pero quiere ver en el corazón el deseo sincero de hacer de nuestra presencia una donación. La calidad de nuestra presencia junto al sagrario depende de haber descubierto a Cristo presente en el hermano, en sus palabras, en los acontecimientos, en la comunidad, en los signos de Iglesia.

El celo y compromiso apostólico se fraguan en estos momentos de sagrario, que parecen tiempo perdido. Allí se recupera el sentido esponsal de la vida, como desposorio y amistad con Cristo, que abraza a todos los hermanos y a todo el cosmos.

El secreto de la perseverancia en seguir generosamente a Cristo, sólo se explica a partir de estos momentos de amistad, en los que se escucha, como si se estrenaran por primera vez, las palabras del Señor: "sígueme","id", "estaré con vosotros", "vosotros sois mis amigos".

MEDITACION BIBLICA

Presencia de Alianza o pacto de amor:

- "Esta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados" (Mt 26,28)

Presencia y de enamorado;

- "Habiendo amado a los suyos que estaban en este mundo, los amó hasta el fin" (Jn 13,1).

El don de conocer amando:

- "Nadie puede venir a mí, si el Padre que me ha enviado no le atrae" (Jn 6,44).

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Amistad y amor de retorno:

- "Como el Padre me amó, así os he amado yo; permaneced en mi amor" (3n 15,9).

Presencia que pide relación personal:

- "Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor" (Jn 15,9).

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II. SACRIFICIO COMO DONACION TOTAL E INCONDICIONAL

1. Dar la vida, darse a sí mismo2. La interioridad sacrificial de Cristo3. Ofrecer a Cristo y ofrecerse en Cristo

1. Dar la vida, darse a sí mismo

El "deseo ardiente" de Cristo de celebrar la Pascua (Lc 22,14-16) tiene el sentido de resumir en sí todos los sacrificios del Antiguo Testamento y de toda la historia, para llevarlos a y perfección y plenitud. Cristo es "nuestra Pascua" (1Cor 5,7).

El sacrificio de Cristo, que abarca desde su Encarnación hasta la Ascensión, continuando en el cielo, que ya es perfecto desde el principio y que tiene su punto culminante en la Cruz, se actualiza o hace presente en la Eucaristía. "El sacrificio de Cristo y el sacrificio de la Eucaristía son, pues, un único sacrificio" (EdE 12). "La Eucaristía, supremo don de Cristo a la Iglesia, hace presente sacramentalmente el sacrificio de Cristo para nuestra salvación" (EEu 75).

Todo el existir de Jesús es donación. Su cuerpo y su sangre, es decir, todo su ser, en su expresión externa y en su vivencia interna, son un sacrificio perenne: "Entrando en el mundo dice... Heme aquí que vengo para hacer tu voluntad" (Heb 10,5-7). Este sentido sacrificial de su vida tiene un momento culminante: la muerte de cruz (Fil 2,5-7). Toda su existencia estaba orientada hacia "su hora, de pasar de este mundo al Padre" (Jn 13,1). La presencia de Jesús en la Eucaristía es el signo de su perenne donación.

Darse a sí mismo y no sólo sus cosas, es la síntesis de la vida del Buen Pastor: "El Buen Pastor da la vida por sus ovejas" (Jn 10,11). Este gesto de "dar la vida" en sacrificio, es la máxima expresión del amor: "Nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos" (Jn 15,13). Todo el misterio de la Encarnación y de la redención se resume en este gesto de darse sacrificialmente: "De tal manera amó Dios al mundo, que le dio a su Hijo Unigénito" (Jn 3,16). Esa es la máxima expresión del amor de Dios a los hombres.

En este sentido, el cuerpo de Jesús es siempre "entregado" y su sangre "derramada", aunque el momento culminante, querido por el Padre, es la muerte en cruz (Jn 12,27-28). Su vida es un sacrificio de propiciación "para la remisión de los pecados" (Mt 26,28), sacrificio de Alianza que establece la unión con Dios (Lc 22,10) y sacrificio de Pascua (cordero pascual) que

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libera de la esclavitud (Lc 22,15; Jn 1,29). Jesús sintetiza en sí mismo estos tres sacrificios principales del Antiguo Testamento.

La vida de Cristo es toda ella sacerdotal, en cuanto que se ofrece a sí mismo de una vez para siempre (Heb 9,12). Su sangre, es decir, su vida, está llena del Espíritu de Dios Amor (Heb 9,14). Por esto Jesús es, al mismo tiempo, sacerdote, víctima (sacrificio) y altar. Esta realidad la ha querido presencializar bajo signos eucarísticos en el sacrificio de la Misa.

La pobreza de Belén, de Nazaret y de la vida pública, indica que Jesús se da a sí mismo, y no sólo sus cosas. Dios se hace pobre para manifestar lo que es: Amor. Pero en la vida de Jesús, esta donación es sacrificial, en cuanto que es ofrenda total y, a veces, dolorosa al Padre por la redención de todos los hombres. No es un sacrificio de "destrucción", sino de salvación y de glorificación: "Cuando yo sea levantado de la tierra, atraeré a todos a mí" (Jn 12,32). Jesús, por su inmolación, es centro vital del mundo, de la historia y de cada corazón humano.

El hombre quiere devolver a Dios lo mejor que ha recibido de él: su vida. Pero Dios no quiere la destrucción, sino el amor de donación. En muchas culturas religiosas (también en las del Antiguo Testamento), este gesto de donación se expresaba derramando la sangre de un animal, puesto que la sangre simbolizaba la vida. El sacrificio del Cordero Pascual al salir de Egipto, de la Alianza en el Sinaí y de propiciación por los pecados en el desierto, tenía esta significación, con los matices de aplacar a Dios, restablecer la unión con él y reparar por los pecados cometidos. La vida de Jesús se resume en el gesto de derramar su sangre (Lc 22,20). Entregando su vida en sacrificio (Jn 19,30), es decir, derramando su sangre, ya nos puede comunicar el "agua" del Espíritu, la paz y el perdón (Jn 19,34).

Toda la historia de la Iglesia queda marcada con el signo del seguimiento de Cristo Redentor, el cordero inmolado. Si la Iglesia sintoniza con el gesto de Jesús, de dar la vida por amor a los hermanos, es para "teñir su túnica en la sangre del cordero" (Apo 7,14). Entonces la comunidad eclesial transparenta el evangelio, como "la mujer vestida de sol", es decir, transformada en Jesús a ejemplo de María (Apoc 12,1).

La fuerza misionera de la Iglesia, que debe anunciar e evangelio a todas las gentes, estriba en la capacidad de vivir el misterio eucarístico tal como es: donación sacrificial do

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Cristo y de su esposa y "complemento", que es la misma Iglesia (Ef 1,23). Maria, "la mujer" asociada a la hora de Cristo (Jn 2,5; 19,25), es el modelo de esta actitud materna y misionera de la Iglesia, que es asociada al sacrificio redentor y universal de Cristo.

En la Eucaristía se hace presente o se "representa" el misterio de la cruz. Es el "memorial" efectivo de su pasión muerte y resurrección, como misterio pascual. Durante la celebración litúrgica, "conmemoramos" haciendo presente el sacrificio redentor de Cristo (1Cor 11,24). El hecho de hacerse presente el "cuerpo" y la "sangre" de Cristo es ya sacrificio; pero las palabras de Jesús, actualizadas por el sacerdote ministro (en la "consagración") y los signos de separación de especies sacramentales, dejan entrever toda lo fuerza sacrificial de la celebración eucarística.

Jesús dio la vida "por todos" (Mt 26,28) e instituyó e sacrificio de la Eucaristía para hacer presente continuamente su sacrificio redentor universal. La comunidad sintoniza con esta donación sacrificial de Cristo, en la medida en que se haga ella misma donación para todos los hermanos redimidos. La Iglesia ha sido instituida para hacer partícipes de la redención a todos los hombres. El sacrificio eucarístico debe ser celebrado con la participación activa de todos los pueblos (Mal 1,11). El universalismo efectivo de esta celebración queda condicionado a la actitud de donación de los cristianos que ya participan en la Eucaristía.

"Nuestro Salvador, en la última cena, la noche que le traicionaban, instituyó el sacrificio eucarístico de su cuerpo y sangre, con el cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el sacrificio de la cruz, el Sacrificio de la Cruz y a confiar a su Esposa, la Iglesia, el Memorial de su Muerte y Resurrección" (SC 47).

2. La interioridad sacrificial de Cristo

El Cordero Pacual inmolado (cfr. 1Cor 5,7-8), de pie como resucitado (cfr. Apoc 5,6), es ahora, en la Eucaristía, el sacrificio de alabanza, de acción de gracias, de propiciación y de expiación. La interioridad de Cristo se quiere prolongar en nuestra vida.

La Eucaristía como sacrificio sólo se entiende a partir de la interioridad de Cristo, que se inmola por amor. Todo su ser, sus obras y sus vivencias son una oblación existencial, que se concreta en adoración, alabanza, gratitud, reparación e

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intercesión. Es el sacrificio de "agapé" o de caridad, al que Cristo asocia a su esposa la Iglesia. Es el sacrificio de "acción de gracias" (Eucaristía) o de bendición (Mt 26,26; Lc 24,30), que se expresa en el "partir el pan", haciendo de su propia vida una donación sacrificial.

La gran señal del amor de Cristo es el sacrificio de la cruz, que es ya inicio de su glorificación y de la nuestra. Es el sacramento o signo de su donación. Este momento, "su hora" (Jn 13,1), polariza toda su existencia, transformándola en "pascua" o paso hacia el Padre: "Pasó haciendo el bien" (Hech 10,38). Así realiza el desposorio o alianza de Dios con la humanidad.

Los amores o interioridad de Cristo son siempre de inmolación de sí mismo para cumplir los planes salvíficos del Padre sobre todos los hombres. El "yo me inmolo" (Jn 17,19) es una actitud fundamental y permanente de Jesús: "Yo te he glorificado sobre la tierra, llevando a cabo la obra que me encomendaste realizar" (Jn 17,4). Esta actitud de amor inmolativo al Padre para salvar a los hombres, encuentra su punto culminante en su actitud de morir amando en la cruz: "Todo lo he cumplido. E inclinando la cabeza entregó su espíritu" (Jn 19,30).

No es, pues, el sacrificio doloroso por sí mismo lo que atrae a Jesús, sino el amor del Padre y al Padre, que se traduce en amor de totalidad o de dar la vida por los hermanos: "Por esto me ama el Padre, porque yo doy la vida" (Jn 10,17); "yo conozco (amo) a mi Padre y pongo mi vida por las ovejas" (Jn 10,15). Este amor, que realiza la unión entre Dios y los hombres, es el que hace posible que las situaciones humanas de atropello no se conviertan en frustración, sino más bien en una nueva forma de realizarse. Este es la originalidad y "utopía" del cristianismo: vencer el dolor con el amor, sufrir amando o haciendo de la vida uní donación. Así quedarán vencidos para siempre el pecado, e dolor y la muerte.

La oración eucarística o canon de la Misa termina siempre con el "amén". Es el "sí" de la Iglesia esposa, que quiere sintonizar con los amores o interioridad de Cristo espose muerto en cruz. Sólo a partir de este "si" se puede hacer de la vida una comunión con el Padre y con los hermanos; es la "comunión" que se expresa en el "Padre nuestro", en el signo de la paz, en la comunión eucarística y en el compromiso de hacer de toda la vida una continuación del sacrificio de Cristo. El "amen" de Cristo al Padre reclama y hace posible el "amén" de los suyos, a quienes él ha amado hasta e extremo (Jn 13,1). El sacrificio de la Alianza, por ser desposorio, supone el "sí" de Cristo y el de la Iglesia. La fecundidad misionera de la Iglesia depende de este "sí".

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La interioridad de Cristo se expresa exteriormente en sus palabras, repetidas ahora por el ministro: "entregado por vosotros". Es el canto del Siervo inocente o Siervo de Dios, que asume esponsalmente, como protagonista, la historia de todo el pueblo; su sufrimiento tiene sentido porque se transforma en amor; sólo así se podrá salvar al pueblo de todas las opresiones e injusticias (Is 52-53). Es el amor de Cristo inmolado el que libera al nuevo Pueblo de Dios, de todo exilio y de toda opresión. La actitud de las bienaventuranzas y del mandamiento del amor, es la imitación de la interioridad de Cristo, que le lleva a dar la vida en sacrificio para salvar a toda la humanidad.

En la Eucaristía se hace presente el sacrificio de Cristo, no en abstracto, sino con toda su realidad concreta: su "sí" sacrificial, desde la Encarnación (Heb 10,7ss) hasta el cielo, donde presenta sus llagas abiertas y gloriosas por medio de una relación dialogal y amorosa con el Padre en el Espíritu Santo (Heb 7,25). Es el "sí" que tuvo su manifestación perfecta en la muerte de cruz: "En tus manos, Padre" (Lc 23,46).

Sólo el amor hizo de la vida de Cristo un sacrificio. Es el amor de ir a la hora querida por el Padre, de derramar su sangre en sacrificio. La vida o sangre de Cristo estaba llena del Espíritu de amor y, por esto, pudo entrar en el corazón de Dios para alcanzarnos la vida nueva en el Espíritu y hacernos hijos de Dios (Heb 9,14). Ahora este mismo amor sacrificial, hecho presente en la Eucaristía, en la realidad del cuerpo y sangre de Cristo inmolado, es el que transforma nuestra vida en una oblación agradable a Dios y fecunda para toda la humanidad redimida. En este sentido podemos "completar" la pasión y sacrificio de Cristo, puesto que él mismo ya asumió en su sacrificio nuestra participación en él (Col 1,24).

3. Ofrecer a Cristo y ofrecerse en Cristo

Por el sacrificio de Cristo, el pasado se hace presente y anticipa el futuro de restauración final. En ese sentido, el sacrificio de Cristo se hace contemporáneo al hombre de cada época histórica. Los deseos de la humanidad entera encuentran en Cristo su cumplimiento; fuera de él, esos deseos quedan incompletos. Ahora la Eucaristía es el centro de la liturgia cósmica e histórica. "Si hoy Cristo está en ti, Él resucita para ti cada día" (EdE 14, cita a S. Ambrosio).

La razón de ser de la Eucaristía es el amor de Cristo esposo a su esposa la Iglesia. La Eucaristía es también el sacrificio de

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la Iglesia, en cuanto que comparte esponsalmente la inmolación de Cristo. El Señor se ofrece ahora bajo signo eucarísticos, que son esencialmente signos de Iglesia. Ofrecemos a Cristo y nos ofrecemos con él. Es el sacrificio de "Cristo total", es decir, de Cristo y de la Iglesia.

La presencialización del sacrificio de la cruz tiene lugar gracias a los signos de Iglesia. La Eucaristía es, pues, el sacrificio de Cristo esposo, participado esponsalmente por la Iglesia, en cuanto que ella aporta los signos eucarísticos (materia, forma, ministerio sacerdotal, etc.) y en cuanto que toda la Iglesia se hace "complemento" del sacrificio de Cristo

El servicio de presidir la comunidad eclesial en nombre de Cristo Cabeza y de hacer presente al Señor bajo signo eucarísticos, es propio y exclusivo del sacerdote ministro. Pero es toda la Iglesia la que ofrece a Cristo y se ofrece con él. Toda la Iglesia colabora responsablemente a que toda la humanidad se haga Cuerpo Místico de Cristo por el hecho de bautizarse y de participar de su cuerpo eucarístico.

Nuestra vida se hace oblación sacrificial porque es parte integrante de la oblación de Cristo al Padre: "Por él, ofrezcamos continuamente al Padre un sacrificio de alabanza" (Heb 13,15). Nuestra vida ya puede ser el eco vivencial y esponsal de su "sí" a los designios salvíficos y universales di Dios Amor: "por él, decimos amén ("sí") para gloria de Dios" (2Cor 1,20). Este es el "sí" de toda la comunidad eclesial que se ensaya continuamente al terminar la oración eucarística de la Misa, antes del "Padre nuestro" y de la comunión.

La Iglesia (y cada uno de nosotros), preparando el "pan" y el "vino" de la Misa, hace Eucaristía de todo el trabajo y convivencia humana. El "cuerpo" y la "sangre" del Señor son nuestra misma oblación, hecha oblación de Cristo al Padre en el amor del Espíritu, desde el día de la Encarnación hasta el día de nuestra glorificación con él en los cielos. El momento culminante de la cruz da sentido sacrificial a toda la existencia de Cristo y a todo el ser de la Iglesia corno esposa o consorte, "la mujer", cuya figura y personificación es María al pie de la cruz (Jn 19,25-17; Apoc 12,1ss; Gal 4,4-19).

La victoria de la cruz consiste también en que el sacrificio de Cristo, gracias a la resurrección, se puede hacer presente en la comunidad y ser participado por ella. En este sentido, el sacrificio pascual del Señor se prolonga continuamente en la Iglesia. Ya podemos compartir la tribulación y el triunfo de Cristo "con las palmas en las manos" (Apoc 7,9). La Iglesia esposa se engalana con el traje de las bodas o del encuentro

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definitivo, que es la "túnica blanca" del bautismo, "blanqueada con la sangre del cordero" (Apoc 7,9-14).

La Iglesia, salvada por el sacrificio de Cristo, se ofrece a sí misma en sacrificio. Se ofrece toda entera, sin excepción de vocaciones y ministerios o servicios, y se ofrece toda entera sin reservarse nada. Este sentido de totalidad en la entrega u oblación sacrificial eucarística es la garantía de su misionariedad universal.

La Eucaristía se hace el sacramento del "martirio", como testimonio de la muerte y resurrección de Cristo. La Iglesia deja transparentar el misterio pascual de Cristo, en la medida en que haga de su propia existencia el anuncio del sermón de la montaña: transformar el sufrimiento en amor y donación. Así se hace "trigo molido por los molares de las fieras" (San Ignacio de Antioquía), para convertirse ella misma en "pan de vida" compartido con todos los hombres. De este modo, a través de la Eucaristía, como sacrificio de Cristo y de su Iglesia, "el hombre y el mundo son restituidos a Dios por medio de la novedad pascual de la Redención" (Dominicae Cenae 9).

La vida del cristiano, como miembro de la Iglesia, es vida de "crucificado con Cristo" (Gal 2,19). La verdadera gloria de la Iglesia es la de convertirse en transparencia de la cruz de Cristo y portadora, por ello mismo, de la "nueva creación" (Gal 6,14-15). La gran victoria del sacrificio de Cristo es la de que nosotros ya podemos ofrecer a Dios aquello por lo que Cristo murió y resucitó: nosotros mismos transformados en él. Somos oblación agradable a Dios gracias a la oblación de Cristo hecha nuestra.

Las "ofrendas espirituales" (1Pe 2,5) de la Iglesia son la expresión del sacerdocio común de todo el Pueblo de Dios como "Pueblo sacerdotal" (1Pe 2,5-9). Es el sacrificio de hacer de toda la vida un "camino de amor", como el de Cristo, que "nos amó y se entregó a sí mismo por nosotros en oblación y sacrificio" (Ef 5,1-2). Es el sacrificio del que nace la Iglesia esposa, asociada al mismo sacrificio de Cristo (Ef 5,25-27). La vida cristiana es, pues, la "ascética" oblativa de "ordenar todo según el amor" (Sto. Tomás). Cristo nos ofrece con él (1Pe 3,18).

MEDITACION BIBLICA

Una vida inmolada por amor:

- "Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos"

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(Jn 15,13; cfr. Lc 22,19-20; Jn 10,15-17).

Desde la Encarnación en el seno de María:

- "Por eso, al entrar en este mundo, dice: Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo... ¡He aquí que vengo para hacer, oh Dios, tu voluntad!" (Heb 10,5-7).

Desde el Corazón de Cristo:

- "Con gran deseo he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer" (Lc 22,15).

Iglesia que comparte la suerte de Cristo:

- "Vivid en el amor, como Cristo os amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma" (Ef 5,2; cfr. Heb 13,15; 1Pe 3,18).

Una vida ofrecida en las manos del Padre:

- "Por ellos me inmolo a mí mismo (Jn 17,19).

- "Padre, en tus manos pongo mi espíritu" (Lc 23,46).

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III. COMUNION, BANQUETE Y SACRAMENTO DE RECONCILIACION

1. El pan vivo2. Para vivir la misma vida de Cristo3. Sacramento de unidad y amor

1. El pan vivo

En el convite eucarístico, "Cristo es nuestra comida, se celebra el memorial de su pasión, el alma se llena de gracia y se nos da la prenda de la gloria futura" (antífona del oficio de Corpus).

"Tomad y comed... tomad y bebed" (Mi 26,26-27). Jesús es "el pan de vida" (Jn 6,35ss). Su existencia es donación y comunicación de todo lo que es y tiene. La iniciativa es suya. Es la iniciativa salvífica de Dios sobre nuestra participación en él: "de su plenitud hemos recibido todos" (Jn 1,16). De este modo hace que nuestro ser se abra para recibirle y para transformarnos en él. La invitación evangélica "venid a mí todos" (Mt 11,28) se traduce ahora en comida bajo signos eucarísticos.

Jesús es el Verbo, la Palabra del Padre, que se ha hecho nuestro hermano (Jn 1,14). Desde el día de la Encarnación se está realizando una "comunión" universal o nueva creación en Cristo. Todo el cosmos, pero de modo especial toda la humanidad y cada corazón humano, va participando cada vez más de Jesús "pan de vida". Es el proceso de la nueva creación, que encuentra su momento fuerte en la comunión eucarística. Todo se va haciendo "comunión" en Cristo (su Cuerpo Místico), en la medida en que cada creyente se haga "comunión" con Cristo "pan de vida" en la Eucaristía.

Jesús es "pan de vida" porque es nuestra Pascua, "el cordero de Dios que quita los pecados del mundo" (Jn 1,29). El ardiente deseo de Jesús, de comer este pan con nosotros (Lc 22,15), expresa su ardiente deseo de "comunión" e intercomunicación vivencial con nosotros. Cuando le comulgamos bajo signos eucarísticos, entramos en sintonía con sus amores y participamos de su mismo ser de Hijo de Dios.

La Eucaristía es, pues, comida y banquete. No es simple signo manifestativo, como puede ser una comida fraterna, sino una realidad. Jesús, presente en la Eucaristía, se hace nuestro alimento espiritual. La comunión eucarística, precisamente por ser comunión de su cuerpo y de su sangre, transforma nuestra vida en comunión real y vivencial con Cristo. En realidad, cada

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comunión sacramental es sólo un inicio de la gran cena del encuentro final, cuando ya no serán necesarios los signos eucarísticos (Apoc 3,20; 21,1-10). La comunión sacramental es un inicio y un signo eficaz de este encuentro esponsal de toda la humanidad con Dios Amor.

Cada comunión sacramental tiene sentido de encuentro personal. Cristo ha amado y dado la vida por todos y por cada uno (Gal 2,20). Pero es siempre un acto que pertenece a la "comunión" de Iglesia. Por esto cada comunión eucarística es una etapa en el caminar de una Iglesia que va acercándose cada vez más al encuentro definitivo con Cristo resucitado. La Eucaristía (y no propiamente la unción de los enfermos) es el sacramento de este encuentro pascual de muerte y resurrección.

En la celebración eucarística participamos de la mesa de la palabra y de la Eucaristía. Son los dos momentos diferenciados de la mesa del mismo "pan de vida" que es Jesús, como Verbo y como banquete sacrificial. La mesa de la palabra nos recuerda que todo acontecimiento humano es encuentro y "comunión" con el Verbo que habita entre nosotros. La mesa de la Eucaristía es el signo fuerte de transformación de todo nuestro ser en el Cuerpo Místico de Cristo. Con ambas mesas o con ambos momentos de la misma mesa se va transforman do el cosmos o la creación entera en una nueva creación; pero los pasos en firme sólo se dan cuando el hombre va comal pando vivencialmente la palabra y el cuerpo y sangre del Señor. La comunión eucarística es el punto culminante de este comunión, puesto que se recibe el mismo cuerpo y sangre de Cristo, es decir, todo él, verdadera, real y substancialmente presente bajo los signos o "especies" de pan y vino.

La Eucaristía es el cuerpo y sangre de Cristo como pan partido entre los hermanos: "Jesús tomó pan, lo bendijo (dio gracias), la partió y lo dio a sus discípulos" (Mt 26,26). En este texto encontramos resumido todo el contenido de la oración eucarística o canon actual, incluso hasta el signo externo del partir el pan, que ha de tener lugar en el momento de la comunión (y no en la consagración).

La oración eucarística o canon desarrolla las palabra y gestos de Jesús. La comunidad eclesial y cada persona en particular dice el "amén", que es un "sí" de comunión con Cristo presente, hecho banquete sacrificial. El "Padre nuestro" (oración de fraternidad universal) y el signo de la paz (como reconciliación) forman parte integrante de la comunión eucarística. Comer a Cristo "pan de vida" bajo especies eucarísticas es entrar en comunión de caridad con los hermanos. Esta comunión fraternal es fruto y, al mismo tiempo, garantía

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de la comunión sacramental.

Si Cristo es "pan de vida" para todos los hombres sin excepción, la comunión eucarística urge a construir la comunión o comunidad universal de hermanos. La misión nace del encuentro y de la comunión con Cristo, y urge a colaborar responsablemente en la construcción o "implantación" de la Iglesia en todas las comunidades humanas. La Iglesia aparece siempre como "comunión" de hermanos que, teniendo diversos carismas, todos de conjunto reflejan la "comunión" de Dios uno y trino. La misión eclesial nace de esta comunión divina, transmitida por Cristo a su Iglesia bajo la acción del Espíritu Santo.

La razón de ser de la Iglesia es precisamente esta misión de construir la familia humana como "comunión", es decir, como reflejo de la vida divina de comunión o de amor mutuo entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Jesús "pan de vida" se hace encontradizo con todos y cada uno. Cuando no es posible la comunión sacramental, el deseo sincero de la misma puede producir el mismo efecto. Hay cristianos que pasan largos años en las cárceles o en un exilio, donde no es posible la celebración y la comunión eucarística. Hay misioneros (religiosos y laicos) que no pueden comulgar sacramentalmente durante largos períodos. "Cristo nunca abandona", decía el obispo de Cantón después de estar veintitrés años en la cárcel.

La comunión dice siempre relación con el sacrificio. Por esto el momento más adecuado de recibir la comunión es durante la celebración eucarística. Cuando no se puede participar en el sacrificio, pero sí en la comunión, la propia vida (familia, trabajo, apostolado, etc.) es oblación con Cristo, que se une a todas las celebraciones eucarísticas del mundo. El signo más claro de que la comunión sacramental ha sido comunión con Cristo "pan de vida", es el deseo sincero y ardiente de unirse al sacrificio de la Misa. Cristo es "pan de vida" y pan "partido" entre los hermanos, porque la vida del Señor se ha hecho oblación sacrificial de cruz y resurrección. Por ser "banquete pascual", la Eucaristía es banquete de reconciliación con Dios, con los hermanos y con el cosmos.

2. Para vivir la misma vida de Cristo

"El que se une al Señor, se hace un solo espíritu con Él" (1Cor 6,17). La participación en la comunión eucarística tiene como objetivo nuestra transformación progresiva en Cristo. Participamos de su cuerpo y sangre para participar de su misma vida.

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La presencia sacramental de Cristo, cuando comulgamos, dura mientras permanezcan las especies sacramentales; pero cada comunión bien participada es una nueva profundización de la permanencia de Cristo en nosotros y de nosotros en él. Vamos viviendo cada vez más de su presencia y de su misma vida (Jn 6,56-57). De nuestra vida que pasa, va quedando sólo lo que se convierte en participación de la vida de Cristo. Nuestra vida terrena se hace vida eterna.

La presencia eucarística de Jesús, al ser participada por la fe y la comunión, salva nuestra caducidad. Nuestro presente pasajero se va haciendo presente definitivo que no pasa. Cristo salva nuestro tiempo y nuestra contingencia para transformarlo todo en vida perdurable. Comulgar equivale a hacer pasar todo nuestro ser, toda la humanidad y toda la creación, hacia la realidad última que será restauración de todo en Cristo resucitado. Por esto la comunión sacramental de Cristo unifica nuestro interior y armoniza toda nuestra vida, en sintonía cada vez mayor con Dios, con los hermanos, con la historia y con el cosmos.

La comunión sacramental hace cada vez más profundo nuestro "injerto" en el misterio pascual, es decir, en la muerte y glorificación de Cristo (Rom 6,5). La vida nueva que Cristo nos comunica es su misma vida: "Yo soy la vid, vosotros los sarmientos" (Jn 15,5). Entrar en comunión con Cristo es participar en su misma vida y en su inmolación por el fuego o amor del Espíritu Santo (Heb 9,14).

En el encuentro sacramental con Cristo "el alma se llena de gracia". En realidad es todo el ser del hombre el que va pasando a ser más Cuerpo Místico de Cristo; pero es un proceso lento que necesita prolongación del encuentro sacramental en momentos de diálogo íntimo, donde se fragua la amistad con él.

En estos momentos de "visita" o de "cita", la palabra de Dios meditada en el corazón se convierte en "pan de vida". Es el mismo Jesús, Palabra y Eucaristía, el que se comunica con todo lo que él es. A partir de estos momentos eucarísticos, toda la vida se va haciendo Cuerpo Místico de Cristo, como prolongación de la Encarnación y de la Eucaristía. Vivir de Cristo y en Cristo equivale a traducir a vivencias y compromisos concretos, el mensaje evangélico de las bienaventuranzas, del mandato del amor y del "Padre nuestro".

Se participa de la vida divina en la medida en que la persona se abre a la caridad. La vida se hace prolongación de Cristo, como epifanía de Dios Amor. La comunión sacramental transforma

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las personas y las comunidades para hacerlas transparencia del evangelio ante los que todavía no creen en Jesús.

De la celebración eucarística nacen las comunidades cristianas (familia, comunidad de base, grupos apostólicos y espirituales, parroquia, etc.), que tienen "un solo corazón y una sola alma" (Hech 4,32) y que saben afrontar con "audacia" ("parresía") la evangelización (Hech 4,31). Este proceso de vida en Cristo lo describe san Pablo como "no vivir para sí, sino para aquel que murió y resucitó por ellos" (2Cor 5,15). Equivale a dejar vivir a Cristo en nosotros: "No soy yo el que vivo, sino que es Cristo quien vive en mí" (Gal 2,20). El hecho de poder o tener que comulgar con frecuencia da a entender la posibilidad de progresar en esta unión con Cristo, no en el sentido de llegar ya a una perfección absoluta, sino más bien de tender continuamente hacia ella, renovando esta decisión en cada encuentro sacramental con el Señor.

Los signos pobres del pan y del vino simbolizan las cosas pequeñas del quehacer cotidiano, que manifiestan, al mismo tiempo, la decisión de totalidad: querer amar a Cristo del todo y hacerle amar de todos. El progreso de nuestra vida espiritual y apostólica está ligado a la comunión eucarística, en el sentido de participar cada vez más de la vida de Cristo y hacerse cada vez más capaz de transmitirla a los hermanos. No se trata de una "cosa" que aumenta con el número de comuniones recibidas, sino de la configuración con el Señor, que depende de nuestra apertura a su acción en nosotros.

Recibir más de una vez al día la comunión es posible y aconsejable cuando tomamos parte activamente en la vida de varias comunidades o en situaciones diferentes en que se celebra la Eucaristía. Pero no es propiamente el "número" de comuniones recibidas el que nos configura más con Cristo, sino la sintonía ("comunión") de nuestra vida con él, presente sacramentalmente en diversas comunidades o situaciones eclesiales. El número de comuniones puede ayudar a afinar nuestra sintonía y, por tanto, nuestra configuración y transformación en Cristo. La comunión diaria, cuando es posible, indica la actitud habitual de abrirse a la vida nueva en el Espíritu, que Cristo nos comunica con generosidad.

El signo de haber recibido con provecho la comunión sacramental es la sintonía con los hermanos redimidos por Cristo, especialmente con los que sufren, con los marginados y olvidados, con los más pobres y con los que todavía no le conocen ni le aman explícitamente. El crecimiento en la vida divina, recibida de Cristo, se expresa también en el celo apostólico de ansiar ardientemente y de colaborar eficazmente a

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que toda la humanidad participe en el sacrificio y banquete eucarístico de la Iglesia.

3. Sacramento de unidad y de amor

La comunión tiene eficacia ontológica: nos une a la vida de Cristo que transforma la vida del hombre. Es una pertenencia vital que perfecciona la gracia de adopción recibida en el bautismo y nos hace vivir la realidad eclesial de Cuerpo Místico y "comunión de los santos". "La Eucaristía es como la consumación de la vida espiritual y el fin de todos los sacramentos" (Sto. Tomás, Summa Theol., III, q.73, a.3).

La vida en Cristo, gracias a la comunión eucarística, se puede renovar continuamente. La Eucaristía como sacramento es signo eficaz de lo que ella misma contiene: Cristo "pan de vida". Los sacramentos y la palabra revelada tienen ya una eficacia especial de renovación, pero la comunicación de vida en Cristo encuentra su punto culminante en la comunión sacramental. En la comunión renovamos nuestro encuentro vivencial con Cristo como si fuera por primera vez. La vida cristiana se renueva eficazmente como imitación, unión y configuración con Cristo. En el aspecto vocacional la comunión se hace reestreno del seguimiento de Cristo y respuesta generosa al "sígueme" ("el vino que engendra vírgenes").

La presencia de Cristo en la Eucaristía se hace signo eficaz de comunicación de todo lo que es él. Es como la expresión externa de su decisión de transformarnos en él. Es él quien tiene la iniciativa de comunicarnos su vida y quien ha asumido la responsabilidad de reproducir en nosotros su rostro y su amor de Hijo de Dios y de hermano universal. Apoyados en él, comulgándole a él, ya es posible ir trazando en nosotros los rasgos de su fisonomía de Buen Pastor que da la vida por todos. La Eucaristía es sacramento y sacrificio al mismo tiempo. La comunión sacramental nos hace partícipes en el sacrificio de Cristo, que fundamentalmente consiste en su inmolación para darla vida (Jn 10,11-18; 15,13). Comulgando, nos hace partícipes de su donación sacrificial y de su misma vida.

En la Eucaristía encontramos el sacramento permanente del amor de donación de Cristo a su esposa la Iglesia. El signo de esta donación es la comunión sacramental. Mientras duran las especies sacramentales, Jesús está en la Eucaristía invitando a la "comunión" vivencial con él, como unión afectiva y efectiva. Por esto, en la tradición eclesial, se llama a la Eucaristía "sacramento de amor". Es el sacramento que expresa el amor de Cristo y que realiza nuestro amor a Cristo; pero es también el

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sacramento que fundamenta el amor a todos los hermanos. Es el "sacramento de fa piedad" (SC 47) que fundamenta nuestra relación filial con Dios en Cristo y nuestra relación fraterna con los demás hombres.

La Eucaristía es el sacramento o "signo de unidad" (SC 47) y el "sacrificio de reconciliación" (plegaria eucarística). Tanto para participar en el momento sacrificial, como en la comunión sacramental (que es parte integrante del sacrificio), es necesaria la reconciliación previa con los hermanos (Mt 5,23-24). El signo de la paz, antes de la comunión, quiere expresar esta reconciliación, como tarea permanente de construir la paz empezando por el propio corazón y por la comunidad en que se vive.

La misma comunidad se hace signo "sacramental" cuando vive en comunión como fruto de la celebración eucarística y de la comunión sacramental (PO 8). Esa comunidad es ya "un hecho evangelizador" (Puebla, 663). La Eucaristía, celebrada y participada en la comunidad eclesial (que tiene siempre una perspectiva universal), significa y realiza la caridad que abraza a todos los hombres.

La santificación personal está en relación con la reconciliación comunitaria, en cuanto que supone vivencia de la "comunión" fraterna en todos los niveles del amor: colaboración, comunicación de bienes, vida comunitaria, escucha, comprensión, perdón, etc. Es la Eucaristía la que hace posible esta "comunión" eclesial en todos los niveles, puesto que es "el sacramento de la piedad, el signo de la unidad y el vínculo de la caridad". Por esto antes de comulgar sacramentalmente, hay que estar ya en "comunión" (reconciliación) con Dios y con los hermanos. El sacramento de la penitencia o reconciliación, siempre conveniente, es necesario cuando se ha roto gravemente esta comunión fraterna. Pero será propiamente la participación y comunión eucarística la que haga posible y la que refuerce esta comunión fraterna y eclesial.

La comunión eucarística va construyendo la unidad interior del corazón, en los criterios, escala de valores y actitudes hondas, por una vida de fe, esperanza y caridad. El hombre va recuperando su rostro primitivo que refleja a Dios Amor. Por la comunión se recupera o reconstruye la identidad del hombre, que había desparramado su propio ser en una dispersión o disgregación de fuerzas en contra de la unidad de la familia humana y del cosmos. Especialmente por la comunión eucarística, "Cristo Señor obra en el hombre y en el mundo con la fuerza de la redención" (Reconciliatio el paenitentia 23).

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De la unidad del corazón se pasa a la unidad de la humanidad y de la creación. La comunión no se reduce a un efecto individual, sino que opera en la persona como miembro de la comunidad eclesial y humana. La comunión eucarística opera una "conversión personal que es la vía necesaria para la concordia entre las personas" (Reconciliatio el paenitentia 4). Celebrando todos los signos de reconciliación y especialmente la Eucaristía y la penitencia, "la Iglesia comprende su misión de trabajar por la conversión de los corazones y por la reconciliación de los hombres con Dios y entre si, dos realidades íntimamente unidas" (ibídem 6).

Por la comunión se participa de modo especial en la "epíclesis" o invocación de la venida del Espíritu Santo, que transforma el pan y el vino en el cuerpo y sangre de Jesús, así como transforma también la comunidad eclesial en su Cuerpo Místico. La celebración eucarística, que incluye como parte integrante la comunión, es el momento cumbre de la comunicación del Espíritu Santo, siempre en relación a todo el misterio pascual celebrado en la liturgia y en relación a los sacramentos del bautismo, confirmación y orden. La comunión individual indica que esta transformación o "nuevo nacimiento" (Jn 3,5) llega a todos los que creen en Jesús.

La persona que comulga se hace portadora de la vida nueva para todos los hermanos. Entonces la transformación que procede de Cristo por la fuerza del Espíritu Santo y que pasa a la comunidad eclesial y a cada creyente, se prolonga en toda la comunidad humana de toda la historia y en la creación entera.

Por la celebración eucarística (Hech 2,42-47), la comunidad eclesial se hace "un solo corazón y una sola alma" (Hech 4,32). Los que comulgan deben tener "un mismo sentir" (1Pe 3,8). Entonces la comunidad se hace evangelizadora con la fuerza y la audacia del Espíritu (Hech 4,33).

MEDITACION BIBLICA

Banquete y alimento:

- "Yo soy el pan de vida; el que viene a mi, ya no tendrá más hambre, y el que cree en mí, jamás tendrá sed" (Jn 6,35; cfr. Mc 14,22-24; Sal 16).

Vida nueva en Cristo.

- "El que come mi carne y bebe mi sangre está en mi y yo en

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él... y vivirá por mi" (Jn 6,56-57; cfr. 15,5; Gal 2,19-20).

- "En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él" (1Jn 4,9).

En la "comunión" de Iglesia:

- "Perseveraban en oír la enseñanza de los Apóstoles y en la unión, en la fracción del pan y en la oración" (Hech 2,42).

- "Tenían un solo corazón y un alma sola" (Hech 4,32).

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IV. MINISTERIO Y MISION ECLESIAL

1. Dimensión misionera: Para toda la humanidad2. Fuente, centro y culmen de la vida3. El ministerio de servir el pan y la palabra

1. Dimensión misionera: Para toda la humanidad

La Eucaristía "reune a todas las criaturas" (S.Gregorio de Nisa). La presencia sacrificial de Cristo muerto y resucitado, es presencia efectiva y eficaz que quiere llegar a cada ser humano.

La Eucaristía fundamenta la misión de la Iglesia. "Por la palabra de la predicación y por la celebración de los sacramentos, cuyo centro y cima es la santísima Eucaristía... hace presente a Cristo, autor de la salvación" (AG 39).

La Iglesia vive de la Eucaristía. De ella recibe, como de su fuente, la vida divina. La misión de la Iglesia tiende a la Eucaristía para hacerse comunión y construir la comunión. "Se percibe, a la luz de la fe, un nuevo modelo de unidad del género humano, en el cual debe inspirarse en última instancia la solidaridad. Este supremo modelo de unidad, reflejo de la vida íntima de Dios, uno en tres personas, es lo que los cristianos expresamos con la palabra comunión" (SRS 40).

La Eucaristía es la "fuente y culminación de toda la evangelización" (PO 5), "fuente y cumbre de toda la vida cristiana" (LG 11). A ella, pues, "se ordenan todos los trabajos apostólicos" (SC 10). La comunidad eclesial no está implantada suficientemente mientras en ella no se celebre la Eucaristía, como fuente de las vocaciones y como centro a donde se orientan los ministerios proféticos, cultuales y hodegéticos (cfr. PO 5; SC 10).

La comunidad eclesial se evangeliza y, a su vez, se hace evangelizadora, por la celebración comprometida de la Eucaristía. La proclamación de la Palabra, como anuncio del misterio pascual, lleva a la celebración de este mismo misterio. Las exigencias de la caridad cristiana son la expresión de una vida que participa de la donación sacrificial de Cristo Sacerdote y Víctima. "No se edifica ninguna comunidad cristiana si no tiene como raíz y quicio la celebración de la santísima Eucaristía; por ella, pues, hay que empezar toda la formación para el espíritu de comunidad. Esta celebración, para que sea sincera y cabal, debe conducir lo mismo a las obras de caridad y de mutua ayuda que a la acción misional y a las

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varias formas del testimonio cristiano" (PO 6).

El misterio redentor, que se hace presente en la Eucaristía, tiene dimensiones universalistas. "Cristo murió por todos" (2Cor 5,15); "Jesús había de morir por el pueblo, y no sólo por el pueblo, sino para reunir en uno a todos los hijos de Dios que estaban dispersos" (Jn 11,51-52). Quien recibe los frutos de la redención por medio de la Eucaristía, queda misionado para compartir esos mismos frutos con todos los hermanos (Jn 20,17).

En el sacrificio eucarístico encontramos a Cristo Mediador, que es "propiciación por nuestros pecados; y no sólo por los nuestros, sino también por los de todo el mundo" (1 Jn 2,2). Ningún valor cristiano ha sido nunca exclusivo de un grupo reducido. El encuentro con Cristo Redentor, presente en la Eucaristía, debe hacerse realidad para todo ser humano, puesto que él es "el Mediador entre Dios y los hombres" (1 Tim 2,5).

La institución de la Eucaristía es, al mismo tiempo, encargo y misión de hacer llegar a toda la humanidad los beneficios de la redención. El cuerpo y la sangre de Cristo son sacrificio ofrecido "por la multitud", es decir, "por todos" (Mc 14,24). Jesús "ha venido para servir y para dar la vida en redención (rescate) por todos" (Mc 10,45).

Jesús en el evangelio habla de banquete de bodas, al que son invitados todos (Mt 22,1-14). La analogía del banquete de bodas indica la pertenencia a la Iglesia esposa de Cristo, que se prepara para las bodas definitivas en el más allá (Apoc 3, 20; 21,1-2). La Eucaristía es ya el inicio de este banquete, donde comienza a tener lugar el desposorio con Cristo esposo, "que amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo en sacrificio por ella" (Ef 5,25ss). Por esto los discípulos de Cristo son enviados a invitar a todos los hombres: "a cuantos encontréis, llamadlos a las bodas" (Mt 22,9).

La Eucaristía es, pues, el sacrificio universal profetizado por Malaquías: "Desde la salida del sol hasta el ocaso es grande mi nombre entre las gentes, y en todo lugar ha de ofrecerse a mi nombre un sacrificio humeante y una oblación pura" (Mal 1,11). La nueva Alianza ha sido sellada con la sangre de Cristo Mediador de todos los hombres (cfr. Heb 9,11-15; 1 Tim 2,5). Así "se ha manifestado la gracia salutífera de Dios a todos los hombres" (Tit 2,11). Jesús es el "Salvador de todos" (1 Tim 4,10).

Este universalismo, que es intrínseco al sacrificio eucarístico, se convierte en llamada permanente a colaborar a

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que todos los hombres puedan participar en él de modo explícito, consciente y vivencial. El servicio o ministerio que cada uno desempeña en la celebración eucarística no es un simple signo de cercanía al altar o a las especies sacramentales, por medio de cantos, lecturas, ofrendas, distribución del sacramento, etc., sino que principalmente es una aportación responsable para que toda la comunidad eclesial y toda la comunidad humana participe realmente de la Eucaristía.

El mejor servicio que podemos prestar a los hermanos que están lejos o que desconocen el misterio eucarístico, es el de imitar la donación sacrificial de Cristo en nuestras vidas. Por esta donación, traducida en el mandamiento del amor, lo hombres conocerán el contenido del misterio eucarística. Nuestro anuncio de Cristo muerto y resucitado para la salvación de todos, se hace testimonio y experiencia de encuentro con el Señor. La "audacia" de evangelizar nace de la celebración vivencial y comunitaria de la Eucaristía (Hech 2,42-47 4,31-34). La vida cristiana, cuando está centrada en la Eucaristía, contagia de evangelio y de misterio pascual a todos los hombres.

En la medida en que se viva la celebración eucarística como "sacramento (o misterio) de la fe", se irá comprendiendo mejor la exigencia de comunicar esta misma fe a toda la humanidad. La Eucaristía es "sacramento de fe" porque en ella se expresa y manifiesta la fe de la Iglesia, mientras que, al mismo tiempo, es signo eficaz de la misma para todos los redimidos.

La dimensión universalista de la Eucaristía se capta y se vive con espíritu y con compromiso misionero, cuando se sintoniza con los sentimientos de Cristo presente en ella: "venid a mí todos" (Mt 11,28), "tengo compasión de la muchedumbre" (Mc 8,2), "tengo otras ovejas... y conviene que yo las traiga" (Jn 10,16), "tengo sed" (Jn 19,28), "id, enseñad a todas las gentes" (Mt 28,19).

El sentido universalista de la celebración eucarística se capta en la medida en que no se pongan obstáculos en el corazón para participar en la misma vida de Cristo. El Señor no excluye a nadie de su misterio redentor; somos nosotros los que tendemos a hacer de los dones de Dios un objeto exclusivo de nuestro pequeño círculo. Captaremos el significado profundo de la Eucaristía para nosotros, en la medida en que, al mismo tiempo, la contemplemos en su dimensión universalista. Cristo es "pan vivo... para la vida del mundo" (Jn 6,51).

La misma celebración eucarística, también en sus expresiones

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artísticas, llenas de belleza, llega a inspirar cristianamente las diversas culturas (cfr. EdE 51). "La Eucaristía es la fuente y, al mismo tiempo, la cumbre de toda la evangelización, puesto que su objetivo es la comunión de los hombres con Cristo y, en Él, con el Padre y con el Espíritu Santo" (EdE 22). "Toda comunidad, para ser cristiana, debe formarse y vivir en Cristo, en la escucha de la Palabra de Dios, en la oración centrada en la Eucaristía, en la comunión expresada en la unión de corazones y espíritus, así como en el compartir según las necesidades de los miembros (cfr. Act 2, 42-47)" (RMi 51).

2. Fuente, centro y culmen de la vida

La Eucaristía da sentido a la vida humana, transformándola en expresión de la oblación de Cristo. "Aquí está el tesoro de la Iglesia, el corazón del mundo, la prenda del fin al que todo hombre, aunque sea inconscientemente, aspira" (EdE 59). Por esto es el "corazón de la vida eclesial" (VC 95).

La oblación de Cristo se actualiza. "En el sacramento de la Eucaristía el Salvador, encarnado en el seno de María hace veinte siglos, continúa ofreciéndose a la humanidad como fuente de vida divina" (TMA 55).

Participar en la Eucaristía comporta la colaboración activa y responsable para hacer de ella el centro de la vida de cada uno y de toda la Iglesia, la cual, a su vez, tiene como misión hacer que toda la humanidad acepte a Cristo como centro de la creación y de la historia. "En la santísima Eucaristía se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia" (PO 5). Por esto "los sacramentos, así como todos los ministerios eclesiásticos y obras de apostolado, están íntimamente trabados con la sagrada Eucaristía y a ella se orientan" (ibídem).

La Eucaristía es "la fuente y cumbre de toda la vida cristiana" (LG 11) porque a ella se dirige el anuncio del misterio de Cristo muerto y resucitado, y de ella derivan todos los servicios de caridad para la comunidad de los fieles. En este sentido es fuente y cumbre de toda la actuación eclesial, de toda vocación, ministerio y carisma. Esta importancia central no deriva de una mera celebración externa, sino del misterio pascual que en ella se celebra y que, por tanto, supone y exige el anuncio y la comunicación del mismo misterio a toda la comunidad humana.

En Cristo resucitado, Hijo de Dios y Redentor, "fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra... y todo subsiste en él. Él es cabeza del cuerpo de la Iglesia; él es el principio,

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el primogénito de los muertos, para que tenga la primacía sobre todas las cosas" (Col 1,16-18).

En el sacrificio de la muerte y resurrección de Jesús, es decir, "con la sangre de su cruz", presente en la Eucaristía, se realiza la reconciliación de todas las cosas y de todos los hombres con Dios y entre sí (cfr. Col 1,19-20; Ef 2,14).

Toda la comunidad eclesial, por el hecho de participar en la Eucaristía, queda responsabilizada para convertir en realidad lo que en la Eucaristía se celebra. La dignidad de la persona humana aparece en el misterio de Cristo Redentor, porque sólo él "manifiesta plenamente el hombre al mismo hombre", en cuanto que "el Hijo de Dios con su Encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre" (GS 22). Gracias a la presencialización del sacrificio de Cristo en la Eucaristía, todo hombre "asociado al misterio pascual, configurado con la muerte de Cristo, llegará, corroborado con la esperanza, a la resurrección" (ibídem).

La comunidad humana, toda entera, hace de su actividad (de su trabajo y convivencia) un camino para llegar a "una tierra nueva y un cielo nuevo" (Apoc 21,1), donde habite la justicia y el amor (cfr. 2Pe 3,13; 2Cor 5,1-2). La misión de la Iglesia consiste en hacer de todo el trabajo y de toda la convivencia humana, "pan y vino" que se convertirán en el "cuerpo" de Cristo. La pequeña cantidad de pan y de vino que se transforman (transubstanciación) en el cuerpo y sangre del Señor, son un signo eficaz de la "restauración de todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10), comenzando a convertir la humanidad entera en el Cuerpo Místico del Señor.

Esta fuerza central de la Eucaristía da a la vida cristiana y apostólica un sentido de desposorio: "Os he desposado con Cristo como casta virgen" (2Cor 11,2). La palabra "desposorio", en su significado más profundo, equivale a correr la suerte o a "beber el cáliz" de Cristo (Mt 20,22; Mc 10,38).

En la última cena según san Juan, Jesús habla de amistad mutua como declaración de amor y como donación total, hasta "dar la vida por sus amigos" (Jn 15,9-15). La vida de cada cristiano y de cada comunidad eclesial se centra en Cristo, hasta hacer de él el punto espontáneo de referencia y la vivencia más profunda.

Llegar a experimentar esta "centralidad" de Cristo presente en la Eucaristía, respecto a la comunidad eclesial, a toda la creación, a toda la humanidad y a toda la historia, es algo que dimana de una fe que se hace relación personal, como de quien

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reestrena diariamente la existencia en el "estar con él" (Mc 3, 14; Jn 15,27). Esta orientación hacia el centro (Eucaristía), para que llegue a ser convicción profunda, debe empezar por ser vivencia personal de amistad con Cristo. Entonces se siente la necesidad imperiosa de ser fiel a la invitación de Cristo, que brinda su desposorio a todos los hombres: "Id, pues, a las salidas de los caminos, y a cuantos encontréis llamadlos a las bodas" (Mt 22,9).

Cada vocación y cada carisma se redescubre a la luz de esta "centralidad" eucarística, superando las tensiones exclusivistas. El misterio pascual de Cristo, presente y celebrado en la Eucaristía, la propia vocación y el propio carisma (personal y comunitario) reencuentran su verdadera perspectiva: todo viene de Cristo y todo vuelve a él. Esta relación personal con Cristo fundamenta la interrelación y el equilibrio con otras participaciones del mismo misterio del Señor y del mismo Espíritu (1Cor 12,4). La acción del Espíritu Santo, que transforma el pan y el vino en el cuerpo y en la sangre de Jesús, es la misma acción que transforma la multiplicidad de carismas, de vocaciones y de ministerios, en la unión o "comunión" del único Cuerpo Místico de Cristo.

La vivencia de esta orientación hacia la Eucaristía, de parte de las personas y de las comunidades eclesiales, es la base para la construcción de una sociedad humana más justa, fundamentada en el amor como donación sacrificial. En la Eucaristía, vivida con esta dimensión eclesial de universalismo y comunión, el cristiano encuentra las directrices para transformar todos los sectores de la vida según el espíritu evangélico. En la Eucaristía comienza a ser realidad la unión de todos los hermanos, como primer paso del compromiso de transformar todo el cosmos según los designios salvíficos de Dios. "Mediante la Eucaristía, las personas y comunidades, bajo la acción del Paráclito consolador, aprenden a descubrir el sentido divino de la vida humana" (Juan Pablo II, Dominum et Vivificantem 62).

3. El ministerio de servir el pan y la palabra

La Eucaristía está relacionada estrechamente con la palabra revelada por Dios. El mismo Jesús es "pan de vida", en cuanto Verbo hecho hombre (la Palabra del Padre) y en cuanto comida eucarística bajo especies de pan y vino. "La totalidad de la evangelización, aparte la predicación del mensaje, consiste en implantar la Iglesia, la cual no existe sin este respiro de la vida sacramental culminante en la Eucaristía" (EN 28).

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Cuando se anuncia el mensaje evangélico de la redención, se indica, al mismo tiempo, que el misterio redentor de Cristo se hace presente en la Eucaristía. El anuncio del evangelio incluye la invitación a participar en el sacrificio y banquete eucarístico, así como a prolongar en la vida la donación sacrificial del Señor.

La Iglesia existe para evangelizar. Su acción evangelizadora comporta "predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores, perpetuar el sacrificio de Cristo en la santa Misa, memorial de su muerte y resurrección" (EN 14). En la Iglesia somos todos servidores del pan y de la palabra, para construir la comunidad en el amor; todos somos profetas, sacerdotes y reyes (LG 31).

La naturaleza misionera de la Iglesia arranca del hecho de ser signo portador de Cristo para todas las gentes. Por esto se llama a la Iglesia "sacramento", es decir, "signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano" (LG 1).

La Iglesia realiza esta acción evangelizadora por medio del anuncio, de la presencialización y de la comunicación del misterio de Cristo. Anuncia la Palabra, es decir, el Verbo hecho hombre, que ha muerto y resucitado; esta realidad salvífica la hace presente en la Eucaristía y la comunica a todos los hombres. Por este servicio de la palabra evangélica, del pan eucarístico y de los demás signos salvíficos, la Iglesia es "sacramento universal de salvación" (LG 48; AG 1).

Cristo, "pan de vida", como Verbo del Padre y como Redentor hecho presente en la Eucaristía, sale al encuentro del hombre por medio de la Iglesia. Los servicios o ministerios, como signos portadores de Cristo, hacen de la Iglesia el espacio de la fe, donde el hombre encuentra y acoge al mismo Cristo "Salvador del mundo" (Jn 4, 2; 1Jn 4,14).

La presencia de Cristo en la Iglesia se convierte en misión. La promesa de "estaré con vosotros" está íntimamente relacionada con el mandato: "Id, enseñad a todas las gentes" (Mt 28,19-20). En realidad es una presencia múltiple de Cristo bajo diversos signos eclesiales (palabra, sacramentos, comunidad), entre los que sobresale la Eucaristía. La presencia de Cristo en la Iglesia, como "pan de vida", se convierte en urgencia de anuncio y de comunicación.

Quien encuentra a Cristo por la fe y la Eucaristía, queda misionado para hacer partícipes de esta realidad salvífica a todos los hermanos. Del encuentro se pasa a la misión. Cuando

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la palabra de Dios se asimila vivencialmente por la contemplación, entonces se convierte en fuerza del Espíritu que envía a anunciar el misterio de Cristo a todos los hermanos. Cuando se participa de la Eucaristía, como presencia, sacrificio y comunión, se siente en el corazón la misma fuerza del Espíritu enviado por Jesús, que insta a hacer de toda la humanidad el Cuerpo Místico del Señor y el único Pueblo de Dios.

La palabra revelada, inspirada por el Espíritu, lleva a la Eucaristía, que es el pan y el vino transformados por el mismo Espíritu en cuerpo y sangre del Señor. Toda la humanidad se va transformando en Cuerpo Místico de Cristo o Pueblo de Dios, gracias a la acción del Espíritu Santo. Todo creyente que recibe la palabra de Dios y participa en la Eucaristía, se convierte en instrumento vivo para la construcción de la humanidad como cuerpo de Cristo y templo del Espíritu. Todo cristiano es, pues, servidor del pan eucarístico y de la palabra evangélica, según las características de la propia vocación, y siempre con la dimensión universalista de la revelación y de la redención.

El mandato de Jesús de celebrar la Eucaristía (Lc 22, 19-20) se dirige a toda la Iglesia en general. El ministerio o servicio de presidencia y de pronunciar válidamente las palabras de la consagración "en persona" o "en nombre" de Cristo (para hacerle presente bajo signos eucarísticos), es un servicio exclusivo del sacerdote ordenado. "El sacerdote pronuncia estas palabras o, más bien, pone su boca y su voz a disposición de Aquél que las pronunció en el Cenáculo" (EdE 5). Pero es toda la Iglesia la que queda comisionada para celebrar el misterio redentor y para colaborar responsablemente a que todos los hombres participen en él. La Iglesia entera, cada uno de modo distinto, según su propia vocación, realiza el servicio del anuncio de la palabra, que es invitación universal a participar en el sacrificio y banquete eucarístico.

El servicio de los sacerdotes ministros está "en continuidad con la acción de los Apóstoles" (EdE 27) y "conlleva necesariamente el sacramento del Orden" (EdE 28). "El ministerio de los sacerdotes, en virtud dal sacramento del Orden, en la economía de salvación querida por Cristo, manifiesta que la Eucaristía celebrada por ellos es un don que supera radicalmente la potestad de la asamblea y es insustituible en cualquier caso para unir válidamente la consagración eucarística al sacrificio de la Cruz y a la Última Cena" (EdE 29). Por esto, "si la Eucaristía es centro y cumbre de la vida de la Iglesia, también lo es del ministerio sacerdotal" (EdE 31).

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Las tensiones de la vida apostólica se superan en el encuentro con Cristo Eucaristía. Para todo apóstol, "cada jornada será así verdaderamente eucarística" EdE 31). La Eucaristía ha de tener "su puesto central en la pastoral de las vocaciones sacerdotales" (EdE 31). "El culmen de la oración cristiana es la Eucaristía, que a su vez es «la cumbre y la fuente» de los Sacramentos y de la Liturgia de las Horas" (PDV 48).

Las palabras de Jesús siguen siendo eficaces, por ser palabras de Dios. El momento culminante de esta eficacia es cuando son parte (forma) del sacramento, pero de modo particular en el sacrificio y sacramento de la Eucaristía. Las palabras de la consagración son pronunciadas, al mismo tiempo, por Jesús y por el ministro ordenado.

Toda la comunidad eclesial tiene parte activa en el anuncio de la palabra que se hace "pan de vida". El "amén" al final de la plegaria eucarística (canon de la Misa) es la expresión de esta participación en el ministerio de la palabra y de la Eucaristía. Es el "sí" de toda la Iglesia, que, a partir de la Eucaristía, se hace anuncio, testimonio y compromiso de vivir el misterio pascual de la muerte y resurrección del Señor.

La "buena semilla" (Mt 13,24) es Jesús "pan de vida" y palabra de Dios, que es recibida por toda la Iglesia para comunicarla a todos los hermanos. Éste es el proceso de misionariedad o maternidad de la Iglesia, que encuentra en la Virgen María su modelo y su Madre (Lc 8,19-21).

"La presencia eucarística de Cristo, su sacramental «estoy con vosotros», permite a la Iglesia descubrir cada vez más profundamente su propio misterio, como atestigua toda la eclesiología del Concilio Vaticano II, para el cual "la Iglesia es en Cristo un sacramento, o sea, signo de unidad de todo el género humano" (Juan Pablo II, Dominum et Vivificantem 63).

MEDITACION BIBLICA

Por todos:

- "Esta es mi sangre de la Alianza, que será derramada por muchos por todos para la remisión de los pecados" (Mt 26, 28; cfr. Jn 6,51; 11,51-52).

Universalismo:

"Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan,

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vivirá para siempre; y el pan que yo le voy a dar, es mi carne por la vida del mundo" (Jn 6,51).

- Vivir para Cristo:

- "Murió por todos, para que los que viven no vivan ya para sí, sino para aquel que por ellos murió y resucitó" (2Cor 5,15; cfr. Col 1,16-18).

Mandato y misión:

- "Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros; haced esto en conmemoración mía" (2Cor 11,24; cfr. Mt 28,19-20).

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V. ESPERANZA Y ESCATOLOGIA: CAMINO CONFIADO HACIA EL ENCUENTRO DEFINITIVO

1. Espera confiada y activa2. Hasta recapitular todo en Cristo3. Hacia el encuentro y la Pascua definitiva

1. Espera confiada y activa

El camino histórico y eclesial es de confianza y tensión hacia un encuentro definitivo con Cristo resucitado. "En la Eucaristía recibimos la garantía de la resurrección corporal al final del mundo" (EdE 18). Nuestra esperanza se apoya en la Eucaristía, que "es verdaderamente un resquicio del cielo que se abre sobre la tierra" (EdE 19). Ella pone "una semilla de viva esperanza en la dedicación cotidiana de cada uno a sus propias tareas" (EdE 20).

San Pablo, al describir la celebración eucarística afirma: "Anunciamos la muerte del Señor hasta que vuelva" (1Cor 11,26). La dinámica de la espera activa, "hasta" que vuelva el Señor, marca el tono de la vida cristiana. Es la esperanza que confía y tiende hacia el encuentro. Es la confianza de poder transformar el presente según los planes salvíficos de Dios Amor. Y es la tensión de un camino hacia la cena de las bodas (cfr. Apoc 3,20), donde no podríamos llegar solos o con las manos vacías.

Dios nos invita a las bodas de su Hijo, para compartir con él la filiación divina (Mt 22,2). Para ello hay que compartir con él el misterio de la Pascua, que es misterio de muerte y resurrección, y que se hace presente en la Eucaristía. La Iglesia entera y cada cristiano en particular, vive con Cristo la tensión pascual del "voy y vuelvo" (Jn 14,28). El lugar definitivo del encuentro se prepara ya desde ahora, haciendo de toda la creación y de toda la historia humana, que es trabajo y convivencia, el "pan" y el "vino" que se convertirán, por medio de la Eucaristía, en el Cuerpo Místico del Señor.

El Señor viene bajo signos eucarísticos para hacer presente el banquete sacrificial, que es ya inicio del banquete de las bodas eternas. La comunidad eclesial responde con un "sí", que es compromiso de anuncio y vivencia: "Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús". Es el "amén" final del Apocalipsis (Apoc 22,17-20). Este "amén" final de la historia salvífica se hace, ya aquí y desde ahora, compromiso de construir "los cielos nuevos y la tierra nueva" (Apoc 21,1).

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La presencia pascual de Cristo resucitado en la Iglesia, y de modo particular en la Eucaristía, asegura la posibilidad de mantener el ritmo de confianza y de tensión hacia el encuentro final. La fuerza de la resurrección de Jesús, que es fuerza del Espíritu Santo, hace posible el misterio eucarístico, que es presencia sacrificial de Cristo, para realizar el crecimiento del Cuerpo Místico, que es la Iglesia, y para hacer avanzar toda la creación y toda la historia hacia una "restauración de todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10).

La Iglesia vive su camino de peregrinación entre un "ya" y un "todavía no". Ya tiene, en la palabra y en la Eucaristía, las primicias de la plenitud futura, pero todavía no ha llegado a este encuentro final, que será visión de Dios y restauración en Cristo. "La restauración prometida que esperamos, ya comenzó en Cristo, es impulsada por el Espíritu Santo y por él continúa en la Iglesia" (LG 48).

En la sacramentalidad de la Eucaristía, como signo eficaz del misterio redentor, aparece la sacramentalidad de la Iglesia, como signo transparente y portador de Cristo para todas las gentes: "sacramento universal de salvación" (AG 1; LG 48).

La Encarnación del Verbo se hace tensión o dinamismo salvífico hacia la ascensión de Cristo glorificado. Y es también tensión hacia la "parusía" o venida final de Cristo. El anuncio de que "vendrá como lo habéis visto subir al cielo" (Hech 1,12), se convierte en espera activa, responsable y misionera, gracias a la celebración eucarística "hasta que vuelva" (1Cor 11,26).

La Palabra personal de Dios hecha nuestro hermano, se convierte en el "pan de vida" de la Eucaristía. De la Palabra, creída, contemplada, celebrada, anunciada y hecha vida propia, pasamos a la visión y al encuentro definitivo. Del "pan de vida", que transforma nuestra existencia en Cuerpo Místico, pasamos a la glorificación plena de todo nuestro ser. La humanidad entera y el cosmos están dramáticamente pendientes de nuestra apertura a la Palabra y de nuestra celebración responsable y comprometida de la Eucaristía.

En la Eucaristía se nos da ya, como celebración y encuentro inicial, "la prenda de la gloria futura" (himno eucarístico). Gracias a la muerte y resurrección de Cristo Redentor, presente en la Eucaristía, recibimos el Espíritu Santo, en quien hemos sido "sellados", y que es "prenda de nuestra herencia" eterna (Ef 1,13-14). Es la medicina de la inmortalidad del hombre, banquete que vence la muerte, "fármaco de inmortalidad, antídoto contra la muerte" (S.Ignacio de Antioquía, Ad Efes. 20).

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"La Eucaristía es gustar la eternidad en el tiempo... es por naturaleza portadora de la gracia en la historia humana. Abre al futuro de Dios; siendo comunión con Cristo, con su cuerpo y su sangre, es participación en la vida eterna de Dios" (EEu 75).

2. Hasta recapitular todo en Cristo

La celebración del misterio eucarístico se convierte en un signo eficaz para llevar a término el designio divino de salvación universal, de "restaurar todas las cosas en Cristo, las del cielo y las de la tierra" (Ef 1,10). Jesucristo, presente en la Eucaristía, nos comunica el Espíritu Santo para hacer realidad este plan de salvación y para presentar al Padre toda la creación restaurada, "para que sea Dios todo en todas las cosas" (1Cor 15,28).

En el proceso de la transformación del hombre y del cosmos, la Eucaristía es el signo eficaz y el punto de referencia obligado. La antropología y la cosmovisión cristiana sólo se entienden a partir del misterio pascual de Cristo presente bajo signos eucarísticos. El pan y el vino pasan a ser el cuerpo y la sangre de Cristo resucitado, mientras, al mismo tiempo, el creyente, que participa en la Eucaristía, se va convirtiendo cada vez más en el Cuerpo Místico de Cristo, que un día también debe llegar a ser cuerpo glorioso como el del Señor.

Desde el día de la Encarnación, Jesús asume, como propia, la historia de cada persona y de toda la comunidad humana (GS 22). A partir del misterio pascual de muerte y resurrección, presente en la Eucaristía, Jesús asume toda la creación para hacerla "pasar" paulatinamente a la plenitud del "más allá". Así se va realizando el "hombre nuevo" (Col 3,10), que vive la vida nueva del Espíritu, comunicado por Jesús a los que creen en él. "El cielo nuevo y la tierra nueva" (Apoc 21,1; 2Pe 3,13) sólo tienen sentido como punto de llegada de este hombre configurado con Cristo gracias a la Eucaristía. Entonces tendrá lugar la comunicación plena y definitiva de Dios uno y trino.

La exaltación de Cristo en la cruz (Jn 12,32), como signo anticipado de la resurrección, es el polo de atracción de toda la humanidad y de toda la creación transformada. Ahora en la Iglesia, la presencia de Jesús resucitado bajo signos eucarísticos, se hace "memorial" de su muerte redentora, que transforma el universo comenzando por el corazón del hombre. De este modo, por la Eucaristía, "participamos en la única e irreversible devolución del hombre y del mundo al Padre, que

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él, el Hijo eterno y él mismo, verdadero hombre, hizo de una vez para siempre" (RH 20).

La misma acción divina que resucitó a Jesús, es la que ahora transforma el pan y el vino en su cuerpo y sangre. La Iglesia, acogiendo esta acción y colaborando con ella, se hace instrumento ("sacramento") privilegiado de la restauración de todas las cosas en Cristo resucitado.

La unidad del corazón y de la convivencia humana, así como la unidad del cosmos bajo la acción del Espíritu de amor, dependen de la celebración afectiva y efectiva de la Eucaristía, como "sacramento de unidad". Esta unidad de restauración final en Cristo, depende de la unidad interna y vital de la Iglesia, como reflejo de la unidad de Dios Amor, uno y trino (LG 4).

En la oración sacerdotal, Jesús pide al Padre que sus discípulos "sean consumados en la unidad" (Jn 17,23). La unidad entre el Padre y el Hijo, en el amor del Espíritu Santo, debe reflejarse en la comunidad eclesial como condición "para que el mundo crea" (ibídem). La Eucaristía realiza esta unidad, que sólo es posible cuando Cristo se hace presente: "Yo en ellos, tú en mí" (ibídem). La unidad cristiana, en el corazón y en la comunidad, nace de la participación en Cristo, "pan de vida", que vive en nosotros para que vivamos nosotros en él (Jn 6,56-57).

"El culto eucarístico es, a su vez, transformación misericordiosa y redentora del mundo en el corazón del hombre" (Dominicae Cenae 7). La celebración del sacrificio de la Misa y la adoración personal y comunitaria tienen como objetivo esta transformación de la persona, de la comunidad y de la historia según los planes salvíficos de Dios. De este modo, "el hombre y el mundo son restituidos a Dios por medio de la novedad pascual de la redención" (Domninicae Cenae 9).

Los congresos eucarísticos, que se celebran periódicamente a nivel nacional e internacional, subrayan siempre la acción de la Iglesia en el mundo precisamente como comunidad eucarística. Es la misma Iglesia la que toma conciencia de la misión de transformar la humanidad transformándose primero a sí misma. "Evangelizadora, la Iglesia comienza por evangelizarse a sí misma" (EN 15).

La acción eclesial en la sociedad recibe su fuerza de Cristo resucitado presente en la Eucaristía. Los criterios, la escala de valores y las actitudes de la persona se orientan hacia el mensaje evangélico de amor y de donación sacrificial. La familia se redescubre a sí misma como signo portador de Cristo

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para ella y para los demás. El trabajo recobra su dignidad cuando valoriza más la persona que la eficacia inmediata o la ganancia; la persona se realiza en la medida en que, a ejemplo de Cristo Eucaristía, se hace donación y servicio.

La sociedad entera se redescubre como familia de hermanos, que caminan juntos hacia el encuentro definitivo con Cristo. El amor, la vivencia personal y la convivencia humana se simbolizan en el pan y en el vino, que se transforman en el cuerpo y sangre de Jesús. La Eucaristía se hace fermento de esta transformación final, que ya ha comenzado en cada corazón y en cada comunidad humana. La Eucaristía es "la fuente y la culminación de toda la vida cristiana" (LG 11).

3. Hacia el encuentro y la Pascua definitiva

Jesús instituyó la Eucaristía en el marco histórico de la Pascua, manifestando su gran deseo de celebrarla (Lc 22,15) como "paso" definitivo hacia el Padre (Jn 13,1). En la Eucaristía se hace presente el misterio pascual de la muerte y resurrección de Cristo. Es la Pascua de la Iglesia peregrina, esposa de Cristo, de camino hacia la Pascua definitiva del "más allá", "en el Reino de Dios" (Lc 22,16).

Los signos eucarísticos son ahora invitación de Cristo esposo a su esposa la Iglesia, para que comparta con él este "paso" hacia el Padre. Las palabras son declaración de amor e invitación a correr su suerte. El pan y el vino, que se transforman en el cuerpo y sangre de Cristo glorioso, son el símbolo de todas las realidades terrestres que serán restauradas, al final de los tiempos, con la fuerza de la resurrección del Señor.

La Eucaristía contiene ya una realidad escatológica (el cuerpo y la sangre de Cristo resucitado), que ha asumido una realidad terrena (pan y vino) transformándola incluso con el cambio de substancia ("transubstanciación"). De modo semejante o analógico, la Eucaristía hace "pasar" todo nuestro ser y toda la creación hacia "el cielo nuevo y la tierra nueva" (Apoc 21,1). Este paso es progresivo y depende de nuestra fe, esperanza y caridad.

En la Eucaristía se anticipa la fiesta futura (cfr. Apoc 3,20). La fiesta cristiana es siempre "pascua", es decir, "paso" hacia el encuentro definitivo con Cristo. Es un encuentro que se va preparando por un proceso de imitación, seguimiento, unión y configuración con él (cfr. Apoc 14,4). El "canto nuevo" de la Pascua definitiva se inaugura en la celebración eucarística

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(Apoc 14,3; 5,9). Comulgamos en el cuerpo y sangre de Jesús resucitado, presentes en lo que fue anteriormente nuestro pan y nuestro vino, y que es ahora signo eficaz de nuestra transformación.

La Pascua se celebra en cada Eucaristía, pero de modo peculiar el "domingo" o día del Señor. "Cada semana, en el día que llamó «del Señor», (la Iglesia) conmemora su resurrección, que una vez al año celebra también, junto con su santa pasión, en la máxima solemnidad de la Pascua" (SC 102).

Los cristianos "viven según el domingo" (S.Ignacio de Antioquía, Ad Magn. 9,1). "Es preciso insistir en este sentido, dando un realce particular a la Eucaristía dominical y al domingo mismo, sentido como día especial de la fe, día del Señor resucitado y del don del Espíritu, verdadera Pascua de la semana... Precisamente a través de la participación eucarística, el día del Señor seconvierte también en el día de la Iglesia, que puede desempeñar así de manera eficaz su papel de sacramento de unidad" (MNi 35).

En la Santísima Virgen, ya glorificada y asunta a los cielos en cuerpo y alma, "la Iglesia admira y ensalza el fruto más espléndido de la redención y la contempla gozosamente como una purísima imagen de lo que ella misma toda entera, ansía y espera ser" (SC 103).

Los santos, como hermanos que ya celebran la Pascua definitiva, son un estímulo para la Iglesia peregrina: "Al celebrar el tránsito de los santos de este mundo al cielo, la Iglesia proclama el misterio pascual cumplido en ellos, que sufrieron y fueron glorificados con Cristo" (SC 104).

Anticipando esta realidad futura en la celebración eucarística (por la presencia de Cristo bajo las especies de pan y vino), la Iglesia proclama el cambio de la humanidad y de la creación entera al final de los tiempos. La transformación eucarística ("transubstanciación") es un signo fuerte e instrumento de la transformación de la humanidad en el Cuerpo Místico de Cristo. La creación entera está anhelando esta transformación de los hijos de Dios por obra del Espíritu Santo enviado por Jesús resucitado (cfr. Rom 8,22-23).

A partir de la muerte y resurrección de Cristo, todas las realidades terrenas han recibido un impulso nuevo hacia una restauración final o plenitud escatológica. Cristo resucitado, presente en la Eucaristía, es el garante de este camino hacia una Pascua "cósmica" y universal, cuando aparecerá claramente que "todas las cosas subsisten por él" (Col 1,17).

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El señorío de Jesús resucitado, sobre la muerte y sobre el ser de las cosas (transformando el pan y el vino en su cuerpo y en su sangre), es garantía de un éxito final. Pero Dios no quiere salvar al hombre sin la cooperación del mismo hombre a estos planes de salvación universal. Por esto la Pascua final depende de la Pascua que tiene lugar en cada corazón humano y en cada comunidad donde se celebra la Eucaristía.

La misión de la Iglesia es anuncio, celebración y vivencia de la fiesta de Pascua, que es muerte y resurrección. En el apóstol se traduce por la actitud de "dar la vida" como el Buen Pastor (Jn 10,11), "para que tengan vida abundante" (Jn 10,10). En medio de la Iglesia, Jesús Eucaristía se hace camino de Pascua, enviando su Espíritu para que la misma Iglesia viva la tensión misionera de hacer que todo quede orientado hacia Cristo, el Señor resucitado.

El encuentro y el seguimiento de Cristo se convierten en misión de transparentar a Cristo en el mundo (cfr. Apoc 12,1). La renovación de este encuentro y la vivencia generosa de la misión dependen del deseo sincero de llegar, con todos los hombres, a la Pascua definitiva. Es el deseo que se expresa en la celebración eucarística: "Ven, Señor" (Apoc 22,17 y 20).

La Eucaristía, como fiesta anticipada de la Pascua definitiva, absorbe nuestra vida y nuestra muerte, convirtiéndolas en "paso" y "nuevo nacimiento" (Jn 3,5s). Todo sacrificio y la misma muerte queda "absorbida" por el misterio pascual de Cristo (1Cor 15,54). "Vivimos y morimos para él" (Rom 14,8).

Todo se hace desposorio con Cristo (cfr. 2Tim 2,11), puesto que participamos ya ahora de su muerte y resurrección, para ir a su encuentro definitivo (cfr. 1Thes 4,13-18). Toda donación es un salir de sí mismo para pasar a Dios Amor; por esto morir con Cristo es "ganancia", puesto que transforma la vida en amor, donación y vida eterna (Fil 1,21-23).

Por esta donación sacrificial (en la vida y en la muerte), gracias a la Eucaristía, nos hacemos partícipes con Cristo de la comunión universal con toda la humanidad redimida. Celebrando la Eucaristía nos disponemos a vivir y a morir con esta actitud misionera de quien "pasó haciendo el bien" (Hech 10,38) porque "dio la vida por sus amigos" (Jn 15,13).

La Eucaristía es el sacramento que transforma nuestra vida y nuestra muerte en "Pascua", como participación en el misterio pascual de Cristo. Por esto la celebramos con la dinámica misionera de quienes se sienten llamados a comunicar la fe y la

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salvación a todos los hermanos: "Anunciamos la muerte del Señor hasta que vuelva" (1Cor 11,26).

MEDITACION BIBLICA

Eucaristía y esperanza:

- "Ya no beberé del producto de la vid hasta el día en que lo beba nuevo en el Reino de Dios" (Mc 14,25).

- "Esperamos, según nos lo tiene prometido, nuevos cielos y nueva tierra, en lo que habite la justicia" (2Pe 3,13).

Hasta que vuelva:

- "Cuantas veces comáis este pan y bebáis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor hasta que él vuelva" (1Cor 11,26; cfr. Hech 1, 2; Jn 14,28).

Proceso de restauración en Cristo:

- "Recapitular todas las cosas en Cristo, las del cielo y las de la tierra" (Ef 1,10).

Ven, Jesús:

- "El Espíritu y la Esposa dicen: Ven... Sí, vengo pronto. Amén. Ven, Señor Jesús" (Apoc 22,17-20; cfr. Lc 22,16).

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VI. VIDA NUEVA EN EL ESPIRITU SANTO

1. El agua viva2. Comemos un mismo pan, recibimos un mismo Espíritu 3. La "epíclesis" de la Misa

1. El agua viva

Jesús se presenta a sí mismo como "pan de vida" (Jn 6,35). Sólo él puede saciar el hambre y la sed del corazón humano. Se hace encontradizo con todos para ofrecerles "el don de Dios" y el "agua viva" (Jn 4,10). Es el mismo Jesús el don de Dios Amor al mundo (cfr. Jn 3,16). Con el misterio de su muerte y resurrección, presente en la Eucaristía, comunica a todos "los ríos de agua viva", es decir, el Espíritu Santo que procede del amor del Padre y del Hijo (Jn 7,38-39; 15,26-27).

La Eucaristía hace presente el misterio pascual, como momento culminante en el que Cristo comunica su Espíritu. Derramando su sangre en sacrificio, ya puede comunicar el agua viva del Espíritu (Jn 19,34). Resucitando, comunica a los Apóstoles la misma misión recibida del Padre bajo la fuerza del Espíritu (Jn 20,21-23).

Jesús Eucaristía es la "roca" de la que mana el agua viva del Espíritu (cfr. 1Cor 10,4; Ex 17,6). La entrega que Jesús hace de su espíritu al Padre (Jn 19,30) es su muerte sacrificial, que ahora se hace presente bajo signos eucarísticos. Del sentido sacrificial de su muerte deriva el poder comunicarnos la nueva vida.

La carta a los hebreos nos describe la sangre o vida de Cristo llena de Espíritu Santo: "La sangre de Cristo, que por el Espíritu Santo se ofreció a sí mismo como sacrificio inmaculado a Dios" (Heb 9,14). Este sacrificio es el único que puede subir hasta el cielo y, desde allí, comunicarnos el Espíritu Santo. Esta imagen cultual bíblica supone los sacrificios antiguos, cuya sangre tenía que ser quemada para que su aroma llegara hasta Dios en el cielo (cfr. Heb 9,11-14).

El Espíritu Santo, enviado ahora por Jesús presente en la Eucaristía, hace de la vida cristiana una oblación a Dios. Entonces la vida se hace filiación divina participada de Jesús, para poder decir "Padre" a Dios con su mismo amor (Rom 8,14-17; Gal 4,4-7). Por esto se reza el "Padre nuestro" después del "amén" de la oración eucarística o canon de la Misa, como participación en la vida divina trinitaria. "Por Cristo, tenemos el poder de acercarnos al Padre en un mismo Espíritu"

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(Ef 2,18).

Del sacrificio de Cristo derivan los sacramentos y la misma Iglesia. El bautismo comunica la gracia de "renacer por el agua y el Espíritu Santo" (Jn 3,5). La vida nueva se va profundizando cada vez más, como imitación, unión y configuración con Cristo. La comunión eucarística nos hace vivir de la misma vida de Cristo que es vida en el Espíritu (cfr. Jn 6,57).

El cuerpo y la sangre de Cristo son sacrificio "para la vida del mundo" (Jn 6,51). La primera creación, que también fue por obra del Espíritu (cfr. Gen 1,2), se ha hecho "nueva creación" (2Cor 5,17). En la celebración eucarística recibimos el "vino bueno" o vino nuevo de las promesas mesiánicas, que es fruto de "la hora", es decir, del misterio pascual de Jesús (Jn 2,1-11;7,39).

La Eucaristía nos lleva a participar más profundamente en la vida trinitaria. Hemos sido bautizados "en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28,19). El agua del rito bautismal simboliza esta misma vida de Dios uno y trino, personificada en el Espíritu Santo; por esto Jesús habla de "bautismo en el Espíritu" (Hech 1,5). El sacrificio redentor de Cristo ha hecho posible que esta agua llegara "a todas las gentes" (Mt 28,19).

El sacrificio u "oblación pura", que se ofrecería en medio de todos los pueblos, según la profecía de Malaquías (Mal 1,11), es ahora la Eucaristía. Todos los pueblos formarán el único pueblo de Dios. El agua de la vida nueva en el Espíritu, que brota del corazón de Cristo, es el Espíritu Santo. Pedro, el día de Pentecostés, anunció que éste es el don que Dios derrama sobre todos los hombres (cfr. Hech 2,17; Joel 3,1-5).

El grito de Jesús en medio del templo, invitando a todos a beber de los torrentes de agua viva (cfr. Jn 7,37), se va haciendo realidad cumplida en cada comunidad donde se celebra la Eucaristía. "El Espíritu Santo... mediante el misterio pascual, es dado de un modo nuevo a los apóstoles y a la Iglesia y, por medio de ellos, a la humanidad y al mundo entero" (enc. Dominum et Vivificantem 23).

En la multiplicación de los panes, manifestó Jesús la "compasión" por la muchedumbre (Mt 15,32). Era la preparación catequética para el anuncio de la Eucaristía como sacrificio "por la vida del mundo" (Jn 6,51), para comunicar a todos la "vida eterna" (Jn 6,54), es decir, "el Espíritu Santo que vivifica" (Jn 6,62).

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2. Comemos un mismo pan, recibimos un mismo Espíritu

Cristo nos une a él en un solo cuerpo por un proceso de santidad y transformación eclesial: "Vosotros recibís el misterio que sois vosotros" (S.Agustín, citado por EdE 40). La comunión eucarística construye la comunión eclesial. "La Eucaristía continúa siendo el centro vivo permanente en torno al cual se congrega toda la comunidad eclesial" (EAm 35). "La Eucaristía se manifiesta, pues, como culminación de todos los Sacramentos, en cuanto lleva a perfección la comunión con Dios Padre, mediante la identificación con el Hijo Unigénito, por obra del Espíritu Santo" (EdE 34). "La Eucaristía crea comunión y educa para la comunión" (ibídem 40).

El Cuerpo Místico de Cristo tiene como característica principal la unidad basada en la caridad. "Un solo Señor, una sola fe, un solo bautismo, un solo Dios y Padre de todos" (Ef 4,5-6). Esta unidad en la caridad se construye celebrando la Eucaristía: "Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de este único pan" (1Cor 10,17). Así, pues, los que comemos del mismo "pan de vida", recibimos "el mismo Espíritu" (1Cor 12,11).

En la celebración eucarística, tanto la mesa de la palabra como la mesa de la Eucaristía nos comunican la gracia del Espíritu Santo. La palabra, inspirada por el Espíritu, es camino de luz "hacia la verdad plena" (Jn 16,13; 14,26). Jesús es, al mismo tiempo, la Palabra del Padre y el "pan de vida" que nos hace vivir la vida nueva en el Espíritu. Y es el mismo Jesús el que nos hace penetrar el sentido profundo de las Escrituras a la luz del misterio pascual (cfr. Lc 24,45). Esta realidad santificadora de Jesús tiene su máxima expresión en la Eucaristía, donde hace presente su misterio redentor.

La palabra lleva a la Eucaristía. Jesús es "pan de vida" como palabra y como pan eucarístico. Toda la historia de salvación, tal como se describe en la revelación (Escritura y Tradición), apunta al misterio pascual de muerte y resurrección, que se hace presente en la Eucaristía. La luz de cada pasaje bíblico proviene de "la hora" de Jesús. En cada pasaje de la revelación, Dios se acerca y se manifiesta; pero la máxima revelación tiene lugar "en la plenitud de los tiempos" (Gal 4,4), cuando el Verbo se hace hombre, Dios con nosotros (Emmanuel), por obra del Espíritu Santo en el seno de la Virgen María (cfr. Lc 1,35).

Al mismo tiempo, la Eucaristía lleva a la palabra, puesto que

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no se trata de un simple rito religioso, sino del misterio pascual hecho presente bajo signos eucarísticos, como centro de toda la historia salvífica. En la Eucaristía comprendemos y vivimos la cercanía y epifanía de Dios, que dirige la historia de su pueblo, hablándole y amándole, hasta llegar a la máxima expresión de este amor, que es la donación sacrificial de su Hijo (cfr. Jn 3,16; 15,13).

Es el Espíritu Santo el que ha hecho posible la formación del cuerpo y sangre de Cristo en el seno de María. Y es el mismo Espíritu el que ahora hace posible, en la comunidad eclesial, que el pan y el vino se conviertan en el cuerpo y sangre del Señor, inmolado en sacrificio y hecho comunión. Este misterio pascual de Encarnación, muerte y resurrección, nos lo comunica el mismo Espíritu que ha hecho posible el sacrificio de "la sangre de Cristo" (Heb 9,14), y que sigue comunicando la luz necesaria para comprender los textos sagrados inspirados por él (cfr. 2Pe 1,21).

La Iglesia, como cuerpo de Cristo, como "casa espiritual" (1Pe 2,5) y como "sacerdocio real" y "pueblo adquirido" (1Pe 2,9), se edifica en la medida en que cada uno se haga, en Cristo, "piedra viva" y "oblación espiritual" (1Pe 5,5). Al participar del pan eucarístico o del "maná escondido" (Apoc 2,17), la Iglesia sigue la voz del Espíritu Santo, para convertirse toda ella en el pueblo amado, "reino de sacerdotes", redimido por la sangre de Cristo (Apoc 1,5-6). Y es siempre el mismo pan, Jesús, el que hace posible la construcción del nuevo "templo del Espíritu" (1Cor 6,19).

El Espíritu Santo enviado por Jesús nos hace nacer a una vida nueva, más allá de toda cultura, lengua, raza y nación. Las gracias o carismas del Espíritu son diferentes en cada persona y en cada comunidad, para que cada uno se sienta amado y misionado de modo irrepetible. Esta diferencia, precisamente por provenir del Espíritu Santo, debe hacerse "comunión" de hermanos. Desde el momento en que los "carismas" llevaran a la discusión acalorada y a la ruptura de la caridad, dejarían de ser gracias del Espíritu (cfr. 1Cor 12,3-12).

Todos los hombres, "judíos y gentiles, siervos y libres", son llamados a "participar del mismo Espíritu" (1Cor 12,13). La comunión eucarística es un signo eficaz de esta comunión universal en la misma vida nueva o vida divina, que es la vida en Cristo y vida en el Espíritu.

La participación en el cuerpo eucarístico de Cristo urge, pues, a colaborar a que todos los cristianos vivan en la unidad o comunión, pedida por Jesús en la última cena (cfr. Jn 17,11ss).

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Esa unidad de "un corazón y una sola alma" (Hech 4,32) la hace posible la oración o celebración eucarística (cfr. Hech 2,42-46), como momento culminante en que se recibe el Espíritu (cfr. Hech 4,31). Este testimonio eclesial de unidad se hace signo eficaz para el anuncio del evangelio en todo el mundo (cfr. Jn 17,23; Hech 4,33).

3. La "epíclesis" de la Misa

La imponer las manos sobre el pan y el vino ("epíclesis"), en la oración eucarística (canon), se pide al Padre que envíe su Espíritu para que transforme el pan y el vino en el cuerpo y sangre del Señor. Después de la consagración, se invoca nuevamente la venida del Espíritu Santo para que nos transforme en el Cuerpo Místico de Jesús. Es la "epíclesis" o invocación que aparece, más o menos explícitamente, en todas las plegarias eucarísticas. Por esto el sacrificio eucarístico, en el canon primero, se llama "espiritual".

Se invoca el Espíritu Santo sobre el pan y el vino, así como sobre la comunidad eclesial. El cuerpo eucarístico de Cristo está en estrecha relación con su Cuerpo Místico que es la Iglesia. Es toda la creación la que se simboliza por el pan y el vino, y que debe pasar a la realidad futura de "restauración de todas las cosas en Cristo" (Ef 1,10). Y es toda la comunidad humana, de "todas las gentes", la que debe pasar a ser Cuerpo Místico de Cristo. El Espíritu Santo ha sido enviado por Jesús para que todos los hombres se hagan hijos de Dios por obra del mismo Espíritu.

Al participar eucarísticamente en el cuerpo y la sangre de Jesús resucitado, se nos comunica el Espíritu Santo. Es todo el ser de Jesús el que es portador del Espíritu, especialmente por el misterio de su muerte y resurrección hecho presente en la Eucaristía. En este sentido, todos los sacramentos derivan de la Eucaristía, en cuanto que ésta hace presente el sacrificio redentor, que es fuente de toda la sacramentalidad de la Iglesia. Por esto se puede considerar a la Eucaristía como el momento culminante en que se nos comunica el Espíritu Santo. Los sacramentos del bautismo, confirmación y orden (siempre en relación al misterio pascual presente en la Eucaristía) son signos eficaces y portadores de una gracia o "sello" especial ("carácter") del Espíritu, a modo de consagración o configuración del propio ser con el de Cristo, Hijo de Dios, enviado y Sacerdote.

En la celebración eucarística, cuando invocamos al Espíritu Santo ("epíclesis"), pedimos que se realice lo que significa la

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Eucaristía, es decir, el hombre nuevo y libre (cfr. 2Cor 3,17; Jn 3,5), que es responsable de la transformación de todo el cosmos en "un cielo nuevo y una tierra nueva" (Apoc 21,1). Esta fe escatológica sostiene toda la marcha misionera de la Iglesia hacia el encuentro final con Cristo resucitado. El "agua viva" o vida en el Espíritu, que Cristo nos comunica ahora por la Eucaristía, será un día la realidad de adentrarse en la vida de Dios, es decir, en el "río de agua viva" que procede del Padre y del Hijo (Apoc 22,1).

El "amén" de toda la comunidad eclesial al terminar la oración eucarística, antes del "Padre nuestro", es el "sí" a la nueva Alianza (o desposorio) sellada por la sangre de Jesús. En la primera Alianza, la nube sobre el Sinaí (cfr. Ex 24,18) y la nube sobre el tabernáculo (cfr. Ex 40,34-38) simbolizaba el Espíritu de Yavé. Entonces el pueblo respondió con un "sí": "Todo cuanto ha dicho Yavé lo cumpliremos" (Ex 24,3 y 7). En la nueva Alianza, que comienza con la Encarnación, la "sobra" o nube del Espíritu cubre a María Virgen, para hacerla morada de Dios (Lc 1,35). María, en nombre de toda la humanidad, responde con un "sí": "Hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38).

La "nueva Alianza" queda sellada con la sangre de Jesús Hijo de Dios (Lc 22,20), que "por el Espíritu Santo se ofreció a sí mismo inmaculado a Dios" (Heb 9,14). Es el don que Jesús hace a su esposa la Iglesia bajo signos eucarísticos (cfr. Lc 22,19-20; 1Cor 11,25). La comunidad eclesial responde primero con la aclamación después de la consagración ("ven, Señor Jesús") y luego con el "amén" que sella el pacto de amor con Dios, en el Espíritu Santo, por Cristo, hacia el Padre ("per Ipsum"...).

El "sí" de la Iglesia a la invocación del Espíritu Santo y a la Alianza o desposorio con Cristo, es el "sí" de toda la humanidad. En realidad es la imitación del "sí" de María, que es Tipo o figura de la Iglesia en cuanto esposa de Cristo y asociada a la obra salvífica de redención universal.

El "amén" a la "epíclesis" o invocación del Espíritu Santo (enviado ahora por Jesús Eucaristía, de parte del Padre), es el "sí" que prepara la comunión sacramental. El "Padre nuestro" es la primera oración de comunión con Dios y con todos los hermanos. El signo de la paz expresa el deseo de restaurar las posibles rupturas. Esta comunión eclesial de caridad ("coinonia", "agapé") se hace misión y signo eficaz de evangelización (cfr. Jn 17,23).

En la comunión sacramental (Eucaristía) y en la comunión eclesial (Cuerpo Místico), nos encontramos todos los hermanos redimidos por Cristo. La invocación ("epíclesis" ) del Espíritu

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Santo urge a hacer realidad el que todas las gentes reciban abundantemente este don de Cristo resucitado (Hech 2,17).

La Iglesia, que escucha la palabra, ora y celebra la Eucaristía (cfr. Hech 2,42), es, por ello mismo, enviada a anunciar la reorientación ("conversión") de todos los hombres y de todo el hombre hacia el encuentro y la configuración ("bautismo") con Cristo, portador de la vida nueva o vida divina, "en el nombre (o en la unidad y vivencia) del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo" (Mt 28,19).

El "amén" a la invocación del Espíritu, durante la celebración eucarística, hace posible que la Iglesia, ayudada por el mismo Espíritu, pueda decir el "amén" del encuentro final con Cristo (Apoc 22,17.20). Entre los dos "amén", el eucarístico y el del final de los tiempos, está todo el proceso de santificación y toda la acción misionera de la Iglesia como madre, es decir, como signo portador de Cristo a todos los pueblos, "sacramento universal de salvación" (AG 1; LG 48).

MEDITACION BIBLICA

Vida nueva y agua viva:

- "Si conocieras el don de Dios y quién es el que te dice dame de beber, tú le pedirías a él y él te daría agua viva" (Jn 4, 10; cfr. 7,38-39).

Unidad en el amor:

- "Puesto que el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de este único pan" (1Cor 10,17).

- "Un solo Cuerpo y un solo Espíritu, como una es la esperanza a que habéis sido llamados" (Ef 4,4).

Vida en el Espíritu:

- "Por él tenemos el poder de acercarnos al Padre en un mismo Espíritu" (Ef 2,18).

La epíclesis de la Misa:

- "Por Cristo tenemos libre acceso al Padre en un mismo Espíritu" (Ef 2,18).

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VII. DIMENSION MARIANA Y ECLESIAL

l. María figura de la Iglesia2. Unidos a María en el "amén"3. Maternidad de la Iglesia sacramento universal de salvación

1. María figura de la Iglesia

Jesús tomó carne y sangre en el seno de María Virgen por obra del Espíritu Santo, para ofrecerse al Padre en sacrificio ya desde la Encarnación (cfr. Heb 10,5-7). Desde el primer momento quiso asociar a su "sí" el "sí" o "fiat" de María como parte de su misma oración sacrificial (Lc 1,38). En "la hora" o momento supremo de la cruz y de la glorificación, la quiso también asociada a su sacrificio redentor como "la mujer" o Nueva Eva (Jn 2,4; 19,25-27). Toda esta realidad redentora es la que Cristo hace presente en la Eucaristía, como misterio pascual de muerte y resurrección, en el que quiso la cooperación activa de su Madre (LG 58 y 61).

María es Tipo, figura o personificación de la Iglesia. Ahora el Señor toma de la Iglesia pan y vino para convertirlo, por obra del Espíritu, en su cuerpo y sangre. En este ofrecimiento de la Iglesia, Jesús asume principalmente el "sí" de su cooperación al anuncio, la presencialización y comunicación del misterio pascual. La Iglesia es cooperadora y "complemento" de Cristo Redentor (Ef 1,23; Col 1,24).

En este sentido, se puede decir que "la Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace la Iglesia" (RH 20). Cooperando a la realización del sacrificio eucarístico, la Iglesia encuentra su razón de ser: anunciar, hacer presente, comunicar y hacer vivir el misterio pascual.

La Iglesia ha sentido siempre la necesidad de hacerse consciente de la presencia de María junto a la cruz y en la celebración eucarística. Así lo manifiesta en el recuerdo que hace de ella durante la oración eucarística o canon de la Misa.

El hecho de vivir la presencia de María en el Cenáculo durante la preparación para Pentecostés (Hech 1,14), se convierte en paradigma o ejemplo de toda reunión eclesial y especialmente de la celebración eucarística. Es siempre la presencia humilde y callada de la esclava del Señor, que ayuda a centrar toda la atención en Cristo Redentor: "Haced lo que él os diga" (Jn 2,5).

La presencia de María en la realidad y en la conciencia

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eclesial es la consecuencia de las palabras de Jesús: "He aquí a tu Madre" (Jn 19,27). La comunidad eclesial aprende de ella la actitud de recibir con fidelidad generosa al Verbo o Palabra. El "sí" que ofrece la Iglesia tiene ahora forma de pan y vino, como indicando toda la vida humana (trabajo y convivencia), para que Cristo lo transforme todo en su carne y sangre. Así la Iglesia aprende a ser misionera y madre como María y con su ayuda, para comunicar a Cristo al mundo (cfr. Mc 3,33-35).

El gesto de María junto a la cruz es el gesto que debe imitar la Iglesia en la celebración eucarística: "Así avanzó también la Santísima Virgen en la peregrinación de la fe, y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz, junto a la cual, no sin designio divino, se mantuvo erguida, sufriendo profundamente con su Unigénito y asociándose con entrañas de madre a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado; y finalmente fue dada por el mismo Cristo Jesús agonizante en la cruz como madre al discípulo" (LG 58).

La Iglesia se rejuvenece constantemente en la Eucaristía, en cuanto que así se hace esposa siempre fiel (virgen), asociada o cooperadora de Cristo y, por tanto, madre permanente como María. De la Santísima Virgen aprende la Iglesia esta actitud materna, tanto más joven o vital cuando más fecunda: "Esta maternidad de María en la economía de la gracia perdura sin cesar desde el momento del asentimiento que prestó fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la consumación perpetua de todos los elegidos. Pues, asunta a los cielos, no ha dejado esta misión salvadora, sino que con su múltiple intercesión continúa obteniéndonos los dones de la salvación eterna" (LG 62).

La juventud y belleza de la Iglesia dependen de la actitud de consorcio o de desposorio con Cristo Redentor, hecho presente en la Eucaristía. Es el rejuvenecimiento de una Iglesia siempre "en estado de misión" (RH 20) o de maternidad fecunda, que hace presente a Cristo en medio de cada comunidad humana.

La naturaleza misionera de la Iglesia se expresa en esta acción evangelizadora de asociarse a Cristo Redentor, para prolongar su palabra, su sacrificio y su acción salvífica y pastoral, que encuentra su fuente y su cumbre en el misterio eucarístico (LG 11; PO 4).

De la celebración eucarística, que es eminentemente mariana y eclesial, nace el celo apostólico universal, como signo y estímulo del amor materno de la Iglesia (cfr. Gal 4,19; 2Cor

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11, 28; EN 79).

De este modo, la celebración eucarística es un nuevo cenáculo actualizado continuamente, donde la comunidad eclesial se reúne "con María la Madre de Jesús" (Hech 1,14) y donde el Espíritu Santo sigue "infundiendo en el corazón de los fieles el mismo espíritu de misión que impulsó a Cristo" (LG 4). "La piedad del pueblo cristiano ha visto siempre un profundo vínculo entre la devoción a la Santísima Virgen y el culto a la Eucaristía... en la pastoral de los Santuarios marianos María guía a los fieles a la Eucaristía" (RMa 44).

En la escuela de María, "mujer eucarística", la Iglesia aprende a ofrecer y ofrecerse con Cristo unida a su oblación. "María puede guiarnos hacia este Santísimo Sacramento porque tiene una relación profunda con él... la relación de María con la Eucaristía se puede delinear indirectamente a partir de su actitud interior. María es mujer « eucarística » con toda su vida. La Iglesia, tomando a María como modelo, ha de imitarla también en su relación con este santísimo Misterio" (EdE 53).

En la adoración eucarística, podemos imitar la actitud interna de María, que es "el primer «tabernáculo» de la historia... la mirada embelesada de María al contemplar el rostro de Cristo recién nacido y al estrecharlo en sus brazos, ¿no es acaso el inigualable modelo de amor en el que ha de inspirarse cada comunión eucarística?" (EdE 55).

En la celebración eucarística, nuestra oblación se une a la de María, quien "con toda su vida junto a Cristo, hizo suya la dimensión sacrificial de la Eucaristía... «para presentarle al Señor» (Lc 2, 22)... Preparándose día a día para el Calvario, María vive una especie de «Eucaristía anticipada» se podría decir, una «comunión espiritual» de deseo y ofrecimiento, que culminará en la unión con el Hijo en la pasión... ¿Cómo imaginar los sentimientos de María al escuchar de la boca de Pedro, Juan, Santiago y los otros Apóstoles, las palabras de la Última Cena: «Esto es mi cuerpo que es entregado por vosotros» (Lc 22, 19)?" (EdE 56).

2. Unidos a María en el "amén"

La vida de Jesús es un "sí" o "amén" al Padre, a modo de donación sacrificial. Este "sí" comenzó el día de la Encarnación, en el seno de María (cfr. Heb 10,5-7), continuó a través de toda la vida (cfr. Lc 10,21) y llegó a su punto culminante en la cruz (cfr. Jn 19, 30; Lc 23,46). Ahora ante el Padre, Jesús resucitado continúa su "amén" intercesor (cfr. Heb

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9,12; 7,25). Es el "sí" de oblación sacrificial que ahora se hace presente en la Eucaristía por medio de su Iglesia y para la redención de todos.

En el seno de María, Jesús fue pronunciando su "sí" mientras asumía de ella carne y sangre. La virginidad de María, además de fisiológica, es principalmente espiritual, es decir, de apertura y consagración total al Verbo o Palabra de Dios. Este "sí" de María es el de "la mujer" asociada a "la hora" del Redentor. Ahora, en la Eucaristía, juntamente con el pan y el vino, Jesús recibe el "sí" eclesial de asociación a la obra redentora.

El Espíritu Santo ayudó a María a decir un "sí" de cooperación virginal y materna, como modelo del "sí" de la Iglesia. En la celebración eucarística , el mismo Espíritu ayuda a la Iglesia a decir su "sí" o "amén" (final de la oración eucarística) que es asociación a Cristo Redentor. "El consentimiento de María fue en nombre de toda la humanidad" (Sto. Tomás, Summa Theol., III, q.30, a.1).

Es el mismo Espíritu el que guía a la Iglesia, como guió a Cristo, hacia el "desierto" de la prueba (Lc 4,1), hacia la evangelización de "los pobres" (Lc 4,14 y 18) y hacia el sacrificio redentor y pascual de muerte y resurrección (cfr. Heb 9,12-14).

El "amén" o "sí" de la Iglesia en la celebración eucarística expresa su naturaleza esponsal, como asociada a Cristo y cooperadora para que toda la creación deje de gemir y pueda llegar a "la revelación de los hijos de Dios" (Rom 8,19-23). Es toda la humanidad la que espera dramáticamente poder decir el "sí" de la Iglesia. En el "sí" de María, Tipo de la Iglesia, ya comenzó a realizarse este "amén" universal: "A partir del "fiat" de la humilde esclava del Señor, la humanidad comienza su retorno a Dios" (Marialis cultus 28).

La Iglesia se expresa a sí misma cuando se une al "sí" de Cristo Redentor como María. "Respondéis «amén» a eso mismo que sois vosotros", dice san Agustín. La Iglesia se hace realidad de esposa asociada a Cristo, precisamente a partir de la Eucaristía. "Hay, pues, una analogía profunda entre el fiat pronunciado por María a las palabras del Ángel y el amén que cada fiel pronuncia cuando recibe el cuerpo del Señor... María ha anticipado también en el misterio de la Encarnación la fe eucarística de la Iglesia" (EdE 55)

El "amén" de Jesús, Cabeza de la Iglesia, se hace "amén" de todo su Cuerpo o "complemento" (Ef 1,22-23). La "prenda" o

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"sello" del Espíritu hace posible esta fidelidad generosa que nos introduce en la vida trinitaria (Ef 1,13-14). El Padre nos unge, sella y comunica la "prenda del Espíritu en nuestros corazones" (2Cor 1,22), para que nuestra vida se resuelva en un "amén" asociado al de Cristo: "Por él, decimos "amén" para gloria de Dios (2Cor 1,20).

Por Cristo ya tenemos, pues, "el poder de acercarnos al Padre en un mismo Espíritu" (Ef 2,18). Nuestra vida, trabajo, vivencia íntima y convivencia con los hermanos, se va convirtiendo en un "amén" de oblación a Dios, simbolizada por el pan y el vino que se convierten en cuerpo y sangre de Cristo: "Por él, ofrezcamos continuamente a Dios sacrificios de alabanza" (Heb 13,15).

Jesús es el "amén" de la Alianza esponsal entre Dios y los hombres (Apoc 1,7-8). Este "amén" queda sellado con el derramamiento de su propia sangre. El "sí" del nuevo pueblo de Dios, que responde a la Alianza nueva, tiene lugar en la celebración eucarística, como respuesta al "sí" de Jesús. El "amén" de la Iglesia se va haciendo "canto nuevo" (Apoc 5,9), que tiene que llegar a ser el himno de todos los redimidos.

Toda la realidad de la Iglesia peregrina, de camino hacia el encuentro de plenitud, es como las primicias del Reino definitivo. Ya tiene comienzo en esta tierra, pero sólo en la medida en que la Iglesia se asocie al "amén" de Cristo.

En el momento del "sí" ("fiat") de María, toda la creación y toda la historia estaban pendientes de este gesto generoso y transcendental, libre y responsable. Ahora toda la humanidad está pendiente del "sí" de la Iglesia al misterio pascual que se celebra en la Eucaristía. La fuerza evangelizadora del anuncio se basa en la fidelidad generosa de la Iglesia a la celebración de este misterio. Toda la fuerza de la Iglesia misionera se resume en este "amén".

En este contexto mariano y eclesial, que desvela la fuerza espiritual y evangelizadora de la Iglesia, se puede comprender mejor cómo "la Iglesia hace la Eucaristía y la Eucaristía hace la Iglesia" (RH 20). En la medida en que una comunidad cristiana sintonice con el "amén" de Cristo, Verbo o Palabra del Padre y "pan de vida", se hace Iglesia misionera y madre como María.

"María está presente con la Iglesia, y como Madre de la Iglesia, en todas nuestras celebraciones eucarísticas. Así como Iglesia y Eucaristía son un binomio inseparable, lo mismo se puede decir del binomio María y Eucaristía. Por eso, el

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recuerdo de María en el celebración eucarística es unánime, ya desde la antigüedad, en las Iglesias de Oriente y Occidente" (EdE 57).

3. Maternidad de la Iglesia, sacramento universal de salvación

María es Tipo o figura de la maternidad de la Iglesia: "La Virgen Santísima, por el don y la prerrogativa de la maternidad divina, que la une con el Hijo Redentor, y por sus gracias y dones singulares, está también íntimamente unida con la Iglesia. Como ya enseñó san Ambrosio, la Madre de Dios es Tipo de la Iglesia en el orden de la fe, de la caridad y de la unión perfecta con Cristo. Pues en el misterio de la Iglesia, que con razón es llamada también madre y virgen, precedió la Santísima Virgen, presentándose de forma eminente y singular como modelo tanto de la virgen como de la madre" (LG 63).

En la celebración eucarística, "la Iglesia y se expresa realmente lo que es: una, santa, católica y apostólica; pueblo, templo y familia de Dios; cuerpo y esposa de Cristo, animada por el Espíritu Santo; sacramento universal de salvación y comunión jerárquicamente estructurada" (EdE 61).

La naturaleza misionera de la Iglesia se concreta en ser "complemento" de Cristo (Ef 1,23), a modo de signo transparente y portador suyo para todos los pueblos. La "sacramentalidad" de la Iglesia expresa precisamente esta realidad, de modo especial en los siete sacramentos. La Eucaristía es la máxima expresión de la sacramentalidad de la Iglesia, en cuanto que es presencia y comunicación del sacrificio redentor de Cristo, del que proceden todos los signos salvíficos. La Iglesia es "sacramento universal de salvación" (AG 1).

Naturaleza misionera y sacramentalidad se concretan en su maternidad, es decir, en ser instrumento de la vida nueva o vida divina. Es maternidad ministerial, en cuanto que se realiza a través de ministerios o servicios que son signos salvíficos. El modelo y personificación de esta maternidad es María, Virgen y Madre: "La Iglesia, contemplando su profunda santidad e imitando su caridad y cumpliendo fielmente la voluntad del Padre, se hace también madre mediante la palabra de Dios aceptada con fidelidad, pues por la predicación y el bautismo engendra a una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por obra del Espíritu Santo y nacidos de Dios. Y es igualmente virgen, que guarda pura e íntegramente la fe prometida al Esposo, y a imitación de la Madre de su Señor, por la virtud del Espíritu Santo, conserva virginalmente una fe íntegra, una esperanza sólida y una caridad sincera" (LG 64).

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La Iglesia aprende la actitud virginal y materna de María, especialmente en su gesto de asociarse a Cristo Redentor junto a la cruz; es gesto de fidelidad, unión, sufrimiento, asociación, como de quien se entrega "consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado" (LG 58). Por esto la Iglesia, cuando celebra el misterio eucarístico, recuerda siempre a María, como sintiendo necesidad de su presencia, amor, ejemplo e intercesión.

La misionariedad es la acción apostólica que deriva del mandato o envío de Cristo. Es acción que se desenvuelve en anuncio, presencialización y comunicación del misterio pascual de muerte y resurrección que celebramos en la Eucaristía. La Iglesia es misionera y madre en relación con su naturaleza de "sacramento" o signo portador de Cristo, por el profetismo, la liturgia y la construcción de la comunidad.

Ésta es la naturaleza materna de la Iglesia a imitación de María: "La Iglesia, meditando piadosamente sobre ella y contemplándola a la luz del Verbo hecho hombre, llena de reverencia, entra más a fondo en el soberano misterio de la Encarnación y se asemeja cada día más a su Esposo. Pues María, que por su íntima participación en la historia de la salvación reúne en sí y refleja, en cierto modo, las supremas verdades de la fe, cuando es anunciada y venerada, atrae a los creyentes a su Hijo, a su sacrificio y al amor del Padre. La Iglesia, a su vez, glorificando a Cristo, se hace semejante a su excelso Modelo, progresando continuamente en la fe, en la esperanza y en la caridad y buscando y obedeciendo en todo la voluntad divina. Por esto también la Iglesia, en su labor apostólica, se fija con razón en aquella que engendró a Cristo, concebido del Espíritu Santo y nacido de la Virgen, para que también nazca y crezca por medio de la Iglesia en las almas de los fieles" (LG 65).

La Iglesia "sacramento" (Ef 5,32) se realiza principalmente en la Eucaristía. En ella encuentra los constitutivos esenciales de su propio ser: Palabra de Dios, presencia de Cristo, venida del Espíritu Santo, comunidad, servidores o ministros, santificación, misión, signos salvíficos, etc. A través de la Eucaristía y por medio de la Iglesia, Cristo sale al encuentro del hombre de todos los tiempos, razas y culturas. La Iglesia, principalmente por la Eucaristía, se hace lugar de encuentro del hombre con Cristo resucitado.

La realidad de Iglesia tiene origen en Jesús, en cuanto que es el Verbo encarnado que se quiere prolongar en el tiempo bajo signos sensibles portadores de su palabra, de su presencia y de

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su salvación. Esos signos que constituyen la Iglesia, se los ha escogido el mismo Jesús. Ya no son signos exclusivos de una cultura, sino que adquieren la categoría de "transculturación", como el hecho de haberse realizado la Encarnación en Nazaret y el nacimiento en Belén.

El momento culminante del origen de la Iglesia es "la hora" en que Cristo murió, resucitó y comunicó el Espíritu. La Iglesia nace como misionera o enviada a anunciar, presencializar y comunicar la salvación de Cristo Redentor de todos los hombres.

Toda la realidad de Iglesia se podría concretar en ser signo transparente y portador de Cristo, es decir, en su "sacramentalidad". En la liturgia y principalmente en la celebración eucarística, la Iglesia recuerda y celebra su propio origen, "pues del costado de Cristo dormido en la cruz, nació el sacramento admirable de la Iglesia entera" (SC 5).

De ahí deriva la convicción de que en la Eucaristía se encuentra "todo el bien de la Iglesia" (PO 5), que la Eucaristía "construye la Iglesia" y que "la Iglesia vive de la Eucaristía" (RH 20).

A la Eucaristía se la llama "sacramento de reconciliación" (plegaria eucarística tercera), en el sentido de que la comunidad cristiana, por el hecho de comer de "un mismo pan", forma "un solo cuerpo" místico de Cristo (1Cor 10,17). La Eucaristía es el "sacramento de la unidad", porque en ella "se realiza la unidad de la Iglesia" (UR 2). Por esta unidad, la Iglesia se hace signo transparente y portador del evangelio (cfr. Jn 13,33-35; 17,23). Que la Iglesia sea "sacramento" significa que viene a ser el "signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano"; precisamente ahí aparece "su naturaleza y su misión universal" (LG 1).

La fuerza y "audacia" de la evangelización (Hech 4,31ss) le viene a la Iglesia de ser comunidad con "un solo corazón y una sola alma" (Hech 4,32). La fuente de esta unidad, como signo eficaz de evangelización y como "hecho evangelizador" (Puebla 663) es el "partir el pan" en un contexto de meditación de la Palabra y de fraternidad o comunión eclesial (Hech 2,42).

La Iglesia aprende de María a ser Madre de la unidad. De ella aprende a ser "Madre de los hombres" (LG 69). En la celebración eucarística encuentra la presencia de María como en el cenáculo (Hech 1, 14). "La Madre de Jesús, de la misma manera que, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es imagen y principio de la Iglesia que habrá de tener su cumplimiento en

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la vida futura, así en la tierra precede con su luz al peregrinante Pueblo de Dios como signo de esperanza cierta y de consuelo hasta que llegue el día del Señor" (LG 68). Imitando a María, la Iglesia hará que todos los hombres y todos los cristianos "se reúnan en un solo Pueblo de Dios" (ibídem).

MEDITACION BIBLICA

Presencia de María en el Cenáculo:

- "Perseveraban unánimes en la oración con algunas mujeres, con María la Madre de Jesús" (Hech 1,14; cfr. Jn 19,25-27).

Carne y sangre que se formaron en el seno de María:

- "Vas a concebir en el seno y vas a dar a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús... El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios" (Lc 1,31.35).

María figura de la Iglesia:

- "Apareció en el cielo una gran señal: una mujer vestida de sol" (Apoc 12,1; cfr. Ef 5,25-32).

El "amén" de María y el nuestro:

- "He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra" (Lc 1,38).

- "Por él, decimos amén, para gloria de Dios" (2Cor 1,20; cfr. Heb 10,5s; Jn 2,5).

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LINEAS CONCLUSIVAS

El camino eclesial está polarizado por la Eucaristía como centro, fuente y cumbre de su vida y de su misión. El "misterio de la fe" se profundiza por un conocimiento vivido de Jesucristo, para saberse amado por él, amarle y hacerle amar. Es la fe en Cristo, Dios hecho hombre, único Salvador, que se concreta en la adoración al Padre "en espíritu y verdad" (Jn 4,24).

El Catecismo de la Iglesia católica (CEC n.1327), citando a San Ireneo, dice: "La Eucaristía es el compendio y la suma de nuestra fe: «Nuestra manera de pensar armoniza con la Eucaristía y a su vez la Eucaristía confirma nuestra manera de pensar»" (CEC n.1327).

La renovación de la vida y de la misión de la Iglesia, en personas y comunidades, tiene siempre como pauta el evangelio hecho Eucaristía, "pan de vida... para la vida del mundo" (Jn 6,51). En la Eucaristía, celebrada, adorada y vivida, personal y comunitariamante, se encuentran las líneas de una renovación que es fidelidad más profunda, en armonía con toda la historia de gracia. El "nuevo vigor de la vida cristiana pasa por la Eucaristía" (EdE 60).

La fe en la Eucaristía se profundiza celebrándola, contemplándola, viviéndola y comunicándola, sin buscarse a sí mismo. De este modo, la Eucaristía produce en nosotros la unión con Cristo, para descubrirle y servirle en la comunión eclesial, y especialmente en los hermanos más necesitados.

Nuestra actitud de fe en la Eucaristía ("lex credendi") se expresa en la actitud de oración y de caridad ("lex orandi", "lex agendi"). La vida y misión de la Iglesia se fraguan en la celebración y adoración eucarística. Entonces "el amor de Dios que ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado" (Rom 5,5), se concreta en la "caridad de Cristo" que urge a la contemplación, a la santidad ya la misión: "El amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos... para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos" (2Cor 5,14-15).

La Eucaristía es la escuela de los santos y de los apóstoles de todos los tiempos. El programa pastoral del tercer milenio se resume en "caminar desde Cristo" (NMi 29). "Que Jesús resucitado, el cual nos acompaña en nuestro camino, dejándose reconocer como a los discípulos de Emaús «al partir el pan» (Lc 24,30), nos encuentre vigilantes y preparados para reconocer su

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rostro y correr hacia nuestros hermanos, para llevarles el gran anuncio: «¡Hemos visto al Señor!» (Jn 20,25)" (NMi 59).

El camino eucarístico es de oblación como verdad de la donación. "En la Eucaristía, la Iglesia se une plenamente a Cristo y a su sacrificio, haciendo suyo el espíritu de María... Puesto que el Magnificat expresa la espiritualidad de María, nada nos ayuda a vivir mejor el Misterio eucarístico que esta espiritualidad. ¡La Eucaristía se nos ha dado para que nuestra vida sea, como la de María, toda ella un magnificat!" (EdE 58). María Inmaculada y Asunta a los cielos es "la gran señal", para la Iglesia peregrina (Apoc 12.1). "Mirándola a ella conocemos la fuerza trasformadora que tiene la Eucaristía. En ella vemos el mundo renovado por el amor" (EdE 62).

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(Congregación para las Causas de los Santos), Eucaristia, santità e santificazione (Lib. Ediz. Vaticana, 2000) (autores varios).

(Congregación para el Culto Divino y Disciplina de los Sacramentos) Instrucción "Redemptionis Sacramentum" sobre algunas cosas que se deben observar y evitar acerca de la Santísima Eucaristía (25 marzo 2004); Instrucción "Eucharisticum Mysterium" (25 marzo 1967).

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SIGLAS

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GS: Constitución conciliar Gaudium et Spes.

LG: Constitución conciliar Lumen Gentium.

NMi: Carta apostólica Novo Millennio Inneunte (Juan Pablo II, 2001)

PDV: Exhortación apostólica Pastores Dabo Vobis (Juan Pablo II, 1992).

PO: Decreto conciliar Presbyterorum Ordinis.

RH: Primera encíclica Redemptor Hominis (Juan Pablo II, 1979).

RMa: Encíclica Redemptoris Mater (Juan Pablo II, 1987).

RMi: Encíclica Redemptoris Missio (Encíclica de Juan Pablo II, 1990).

SC: Constitución conciliar Sacrosantum Concilium.

TMA: Carta apostólica Tertio Millennio Adveniente (Juan Pablo II, 2000).

UR: Decreto conciliar Unitatis redintegratio.

VC: Exhortación apostolica Vita Consecrata (Juan PabloII, 1996).

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