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Alejandra María Sosa Elízaga Mar adentro Col. Lámpara para tus pasos Ciclo C

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Alejandra María Sosa Elízaga

Mar adentro

Col. Lámpara para tus pasos Ciclo C

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"designó el Señor a otros setenta y dos y los envió por delante...

a todas las ciudades y sitios a donde Él había de ir..."

(Lc 10, 1)

E D I C I O N E S 72

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ALEJANDRA MA. SOSA ELÍZAGA

Mar adentro

Colección ‘Lámpara para tus pasos’ Ciclo C

EDICIONES 72

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Mar adentro Colección ‘Lámpara para tus pasos.’ Ciclo C EDICIONES 72, S.A. DE C. V. Moctezuma 17 local C, esq. Chimalcoyótl, Col. Toriello Guerra, Tlalpan, C.P. 14050, México, D.F. ISBN: Registro del Derecho de Autor: Prohibida su reproducción total o parcial sin permiso por escrito de la autora y/o del editor www.ediciones72.com Correo electrónico: [email protected] Si desea escribirle a Alejandra María Sosa Elízaga puede hacerlo al Ap. postal 22-289 México, D. F. Correo electrónico: [email protected] tel: 56 65 12 61 Hecho en México

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ÍNDICE

PRESENTACIÓN 7 Amor, no temor 8 De vuelta 12 Alégrense 15 Dichosa por creer 18 Buscarlo y encontrarlo 21 Tiniebla, niebla y luz 23 Su compañía 27 Ojos misericordiosos 30 Nuestra fuerza 33 ¿A quiénes amas? 36 Mar adentro 40 Seis tentaciones 44 Temor y valor 49 El perfil de Moisés 52 Sin pretextos 55 El Papa y la Palabra 58 Saber decir, saber callar 63 Si Jesucristo no hubiera resucitado 66 ¿Por qué no me confieso? 69 Epílogo para comenzar 75 Sus ovejas 80 ¿Cómo probarlo? 85 Para recordar 89 Conversión + perdón= salvación 93

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Cont. del índice Lo que todos pueden comprender 100 Al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo 104 Maravillar a Jesús 106 Nadie se lo pidió 112 Sol y barro 115 Una mala y una buena 120 Pero déjame primero... 123 De todos modos 125 Ve y haz tú lo mismo 130 La mejor parte 141 El Padrenuestro: guía para tu día 144 El tiempo 148 Encargo compartido 150 Santos que pinten su raya 154 De primeros y últimos 159 Ni más ni menos 163 Cuenta conmigo 166 Búsqueda 171 El dinero y los amigos 174 ¿Bienes o males? 178 La verdadera recompensa 182 Nueve sinrazones 185 Misión en riesgo 191 Oración y justificación 194 Atención inesperada 197 Telar 202 Debilidad y fortaleza 204 Lecciones de un ladrón 208 Obras de Alejandra Ma. Sosa E. 214

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PRESENTACIÓN

ste es el tercer volumen de la colección de tres libros titulada ‘Lámpara para tus pasos’. Con esa capacidad suya de ofrecer meditaciones breves

pero profundas, sólidamente fundamentadas pero de lectura fácil y sabrosa, la autora va invitando al lector a releer textos de las Lecturas que se proclaman el domingo en Misa (en el ciclo litúrgico C, dedicado a san Lucas), para comprenderlos mejor, relacionarlos con su propia existencia y descubrir cómo la Palabra de Dios realmente ilumina su vida.

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I Domingo de Adviento

Amor, no temor

Cuándo sobresaltaría a unos alumnos que su maestra entrara de pronto en su salón de clases?

Cuando salió un momento pidiéndoles que se quedaran sentados en sus pupitres, portándose bien y se pusieron a echar relajo, a rayonear el pizarrón y a correr y brincar por toda el aula. ¿Cuándo consideraría un joven, cuyos papás tuvieron que salir de fin de semana, que sería el peor momento para que cancelaran el viaje y regresaran? Cuando avisó en ‘facebook’ que había ‘reventón’ en su casa, y la tiene llena de desconocidos pachangueros que están y la están dejando en un estado deplorable. ¿Cuándo no querría un empleado que terminara el viaje de negocios de su jefe? Cuando se la ha pasado sirviéndose de la caja chica con la cuchara grande. Queda claro que nos da miedo que nos ‘agarren’ portándonos mal, sobre todo si quien llega cuando menos lo esperamos tiene autoridad para sancionarnos por ello.

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Reflexionaba en esto al leer que este Primer Domingo de Adviento, en el Evangelio que se proclama en Misa (ver Lc 21, 25-28.34-36) pide Jesús, refiriéndose al día de Su Segunda Venida: “Estén alerta, para que los vicios, la embriaguez y las preocupaciones de esta vida no entorpezcan su mente y aquel día los sorprenda desprevenidos; porque caerá de repente como una trampa sobre todos los habitantes de la tierra. Velen, pues, y hagan oración continuamente, para que puedan escapar de todo lo que ha de suceder y comparecer seguros ante el Hijo del hombre” (Lc 21, 34-36). El Señor nos advierte que un día tendremos que comparecer ante Él, así que no nos conviene dejar que nuestra mente se entorpezca por “los vicios, la embriaguez y las preocupaciones de esta vida”. Llama la atención que menciona aparte de los vicios, la embriaguez, siendo que solemos considerarla también un vicio, pero es que tal vez lo que quiere enfatizar es que no se refiere sólo a la embriaguez provocada por el alcohol, sino a todo lo que implica la embriaguez como actitud, aplicado en un sentido espiritual: falsa euforia (alegrarnos sólo por los bienes de la tierra, que son transitorios, y no por los del cielo, que duran para siempre); desaprensión (que no nos importe caer en el pecado), libertinaje (usar mal nuestra libertad; volvernos esclavos de nosotros mismos, de nuestros malos hábitos); violencia (no amar al prójimo), inconsciencia (no darnos cuenta de la presencia de Dios), convertirnos en seres tambaleantes (no cimentados en la roca firme que es el Señor) que no saben lo que hacen y por lo tanto pueden hacer lo que sea, desde un penoso ridículo (olvidar su dignidad de hijos de Dios), hasta un delito grave (tropezar y caer en toda clase de pecados). Se nos llama a evitar la embriaguez, no sólo física sino espiritual, de modo que estemos siempre alerta, lúcidos, conscientes de lo que hacemos.

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Pero no sólo para poder ‘comparecer seguros’ ante el Señor, sino sobre todo para ser capaces, como pide san Pablo en la Primera Lectura (ver 1Tes 4,1) de vivir “como conviene para agradar a Dios”. Que nuestra principal motivación no sea la de evitar el castigo. Qué triste sería que se porten bien esos niños sólo para que no los dejen sin recreo, ese joven sólo para que sus papás no le quiten el coche, ese empleado sólo para que no lo corran. Cuánto mejor sería que su motivación para portarse bien fuera, en el caso de los niños, que quieren a su maestra que es tan buena y paciente con ellos; en el caso del joven, que ama a sus papás y no quiere desilusionarlos; en el caso del empleado, que no quiere defraudar a su jefe, al cual le está muy agradecido por haberle dado chamba. El motor que nos mueve a obrar no deber ser el temor sino el amor. Vivir agradando a Dios porque lo amamos, porque le agradecemos la vida, los dones y bendiciones con que nos colma cada día. Quien vive así no sólo vive sin temor a que el Señor lo llame a cuentas de repente, sino también disfruta más plenamente la existencia, puesto que vive conforme a la voluntad de Aquel que lo creó y que sabe qué le conviene, qué lo hace feliz. Y desde luego no hay que olvidar que al final obtendrá una recompensa que supera cuanto pudiera imaginar. Cabe suponer la gran alegría que sentirían esos alumnos que se portaron bien si la maestra volviera de la dirección a avisarles que por su buena conducta les dieron permiso de organizar una posada; la que experimentaría ese joven, que se portó bien, al ver que sus papás, agradecidos con él porque se portó responsablemente, volvieron trayéndole un regalazo; la que

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embargaría a ese empleado, al que su jefe al ver lo bien que se encargó de la oficina en su ausencia, lo ascendiera y le aumentara el sueldo. Pues todas esas alegrías no se comparan con la que experimentarán quienes vivan agradando a Dios, pues además de haber vivido gozosamente y en Su amistad, podrán “comparecer seguros ante el Hijo del hombre”, y recibir la mayor recompensa que Él les puede dar: seguir disfrutando de Su compañía, toda la eternidad.

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II Domingo de Adviento

De vuelta

omo un niño que se echa a andar, entretenido con lo que va encontrando, y cuando acuerda ya se ha alejado demasiado de su hogar y no tiene idea de cómo

regresar, y la vuelta se le ha llenado de obstáculos que le parecen insalvables: la bajadita que descendió correteando se ha convertido en una empinada subida; los senderitos que recorrió son tantos y tan parecidos que ya no sabe cuál seguir y además ha oscurecido y se ve rodeado de impenetrables sombras, tal vez así somos nosotros. Quizá nos hemos dejado distraer por muchas cosas que nos han salido al paso y cuando menos lo pensamos nos damos cuenta de que sin saber cómo nos fuimos apartando paso a pasito del Señor. Tal vez un día sin orar se nos convirtió en un mes; faltamos un día a Misa y nos acostumbramos a ya no ir nunca; dejamos de confesarnos; de leer la Palabra, de asistir a charlas o a retiros, de platicar con Dios. Y cuando nos damos cuenta y queremos dar marcha atrás, tal vez nos encontramos con una montaña que nos lo impide: una montaña de orgullo, de pretextos, de flojera, de ocupaciones a las que les hemos dado prioridad.

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Retornar parece imposible. Pero entonces llega el Segundo Domingo de Adviento, y descubrimos que Dios nos facilita el regreso. En la Primera Lectura dice el profeta Baruc (ver Ba 5, 1-9) que “Dios ha ordenado que se abajen todas las montañas y todas las colinas, que se rellenen todos los valles hasta aplanar la tierra”. ¿Por qué ordenó eso Dios? Para que Su pueblo pueda “caminar seguro”, porque Él lo guiará de regreso. Dice el profeta que habían salido “llevados por los enemigos”; también nosotros nos extraviamos no sólo por nuestra cuenta sino porque el enemigo, el demonio, se la ha pasado animándonos a tomar rutas equivocadas. Y ¡vaya que lo ha conseguido! Pero lo bueno es que Dios no nos abandona. Ha venido a rescatarnos. Y tiene el poder para quitar todo obstáculo que nos impida tornar a Él. Con Su gracia echa abajo nuestras montañas, rellena nuestros vacíos, y, como anunció el profeta que Dios haría con Su pueblo, nos guía a la luz de Su gloria y nos escolta con Su misericordia y Su justicia. Apenas empezamos titubeantes a caminar de regreso y descubrimos que Él ha venido a nuestro encuentro con los brazos abiertos, dispuesto a colmarnos de Su amor y perdón. Ahora depende de nosotros aceptar Su ayuda. ¿Cómo?

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Por ejemplo, aprovechemos Su gracia haciendo una buena Confesión; vayamos a Misa a recibir Su abrazo, Su Palabra, a Él mismo en la Eucaristía; apartemos un ratito cada día para dialogar sabrosamente con Él en la oración. Adviento, tiempo de conversión, de comprender que nunca estamos mejor que cuando estamos de vuelta con el Señor.

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III Domingo de Adviento

Alégrense

el plato a la boca se cae la sopa’, dice un dicho, para significar que se puede perder algo que se creía ya seguro, por ejemplo una cucharada de rica sopa

calientita, que por alguna causa se derrama justo cuando uno iba a tomarla. La gente hace todo lo posible para evitar perder algo bueno que espera; llega incluso a inventar rituales que supuestamente aseguran que lo consiga, como eso de que el novio no debe ver a la novia antes de la boda; que el que va a apagar las velitas de su tarta de cumpleaños y pide un deseo, no debe decir qué pidió o no se le cumple (de todos modos no se le iba a cumplir, pero está bien que no diga qué pidió, porque es un poco penoso para los invitados enterarse de que su deseo fue que ya se fueran, o al menos no se avorazaran sobre el pastel). Supe también de alguien que escribió en internet: ‘no quiero mencionar mi entrevista de trabajo porque se me seva’ (sic). Y me enteré de que de nada le sirvió no mencionarlo, porque de todos modos ‘se le sevó’ (doble sic), supongo que el que iba a ser su jefe leyó su cibertexto... Ya se sabe que todas esas prácticas supersticiosas no sirven para nada, pero evidencian una idea muy arraigada en la gente: que es riesgoso alegrarse por un bien que todavía no se recibe,

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porque como en este mundo nada es seguro, puede suceder que aquello no llegue nunca. Pero lo que aplica a las cosas del mundo no aplica a las cosas de Dios. Y por eso a este Tercer Domingo de Adviento en el que se atempera tantito el morado de este tiempo litúrgico y se cambia por rosa para expresar gozo, se le conoce como Domingo ‘Gaudete’, término latín que significa: ‘regocijaos’ o ‘alegraos’, tomado de la primera palabra de la Antífona de Entrada, que a su vez retoma una petición que plantea san Pablo en la Segunda Lectura: “Alégrense siempre en el Señor, se lo repito, ¡alégrense’(Flp 4,4), y más adelante añade: “El Señor está cerca” (Flp 4, 5). Qué oportuno recordatorio, porque el Adviento es un tiempo para alegrarse por lo que podríamos llamar la triple cercanía del Señor. La Primera Lectura nos remite a los tiempos antiguos, cuando la llegada del Salvador era solamente una gozosa esperanza, claro, firmemente anclada en la promesa de Dios, que por medio del profeta Sofonías invitaba a Su pueblo a cantar, a dar gritos de júbilo, a gozarse y regocijarse de todo corazón, porque: “el Señor será el rey de Israel en medio de ti y ya no temerás ningún mal”. (Sof 3,15) Un gozo futuro que se cumplió puntualmente con la venida de Jesús, cuyo Nacimiento nos disponemos a recordar y a celebrar en unos cuantos días. Pero no para aquí la alegría, hay otro gozo que nos embarga en el Adviento, el de esperar la Segunda Venida del Señor. En ese caso, decir “el Señor está cerca”, es anunciar que cada vez está más próxima ésa, que Jesús llamó la hora de nuestra liberación (ver Lc 21, 28).

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Y desde luego afirmar “el Señor está cerca” es también hacer referencia a que tenemos un Dios cercano, que está siempre con nosotros, que nos ama y que ha cumplido y cumplirá todo lo que nos promete. Así pues, cuando a los creyentes se nos invita a alegrarnos por algo futuro, podemos hacerlo con toda tranquilidad, porque tenemos la seguridad de que aquello llegará, pues depende de Dios y Él nunca nos defrauda. Él es el Novio que ya nos vio antes de la boda y de todos modos quiso casarse con nosotros; es Quien cumple nuestro mayor deseo antes de que se lo pidamos y no nos pide que no lo platiquemos, al contrario, que lo proclamemos a los cuatro vientos, porque lo que más anhela nuestro corazón y ya nos lo ha concedido, es gozar de Su amor y Su gracia; es el Jefe que nos contrata para Su viña aunque ya sabe que cometimos y cometeremos errores, y a todos nos paga generosamente y más de lo que merecemos. Conmueve ver que en este Domingo Gaudete la alegría no es sólo nuestra también es de Dios. En la Primera Lectura el profeta afirma: “Dios, tu poderoso salvador, está en medio de ti. Él se goza y se complace en ti; Él te ama y se llenará de júbilo por tu causa, como en los días de fiesta” (Sof 3, 17-18). Qué bello que no sólo nosotros nos alegramos de tener a Dios cerca, sino que Él se alegré también; ello aumenta nuestro gozo, porque ya sabemos que sólo quien ama es capaz no sólo de acompañar las penas, sino de alegrarse con las alegrías ajenas. Una vez más comprobamos el amor que Dios nos tiene, no sólo por Su cercanía, sino porque causa y comparte nuestra alegría.

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IV Domingo de Adviento

Dichosa por creer

i nosotros hubiéramos estado en el lugar de Isabel, prima de María, cuando ésta llegó a visitarla, como narra el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver

Lc 1, 39-45), y le hubiéramos dicho a María, como le dio Isabel, “dichosa tú”, ¿a qué nos hubiéramos referido?, ¿por qué la hubiéramos considerado dichosa, es decir, bienaventurada, dueña de una felicidad que sobrepasa cualquiera de este mundo? Probablemente la hubiéramos llamado dichosa por ser la elegida por Dios; dichosa por ser la Madre de Jesús; dichosa porque gozaría del privilegio sin igual de convivir con el Señor durante muchos años. Nuestras razones para considerarla dichosa seguramente hubieran estado enfocadas a condiciones que sólo le pertenecieran a Ella, como haber sido concebida sin pecado, o que siendo virgen hubiera engendrado a Jesús por obra y gracia del Espíritu Santo. ¿Se nos hubiera ocurrido llamarla dichosa por haber creído? Tal vez sí, o tal vez no, por considerarlo demasiado simple, algo que quizá no nos hubiera parecido notable.

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Y sin embargo fue la fe de María la que movió a Isabel a llamarla dichosa. ¿Por qué? Porque la fe no es, como la considera mucha gente, una cuestión meramente intelectual, simplemente pensar, creer, que existe Dios y ya. La fe implica muchísimo más: confiar en Dios, decirle sí, con toda la mente, con todo el corazón, y respaldar esto con la propia vida. Habiendo tantas razones para llamar dichosa a María, Isabel elige destacar su fe, porque fue su fe, su “sí” a Dios, ese difícil “sí”, que dijo y sostuvo aun en las condiciones más adversas, el que nos trajo la salvación. Así como en la Carta a los Hebreos se destaca la fe de Noé, de Abraham, de Moisés, y las grandes hazañas que lograron gracias a esa fe, así también cabe destacar la fe de María, porque gracias a esa fe, se encarnó y nació de Ella nuestro Salvador. Y la fe de María no terminó allí. Fue su fe la que le permitió aceptar todo lo que Dios le fue pidiendo: el viaje a Belén y el alumbramiento allí, en difíciles condiciones, lejos de su familia; la huída a Egipto y el regreso; la tremenda e inolvidable profecía que le anunció Simeón, y luego, años más tarde, la separación de Jesús cuando comenzó a predicar. Cuando san Juan narra el primer milagro que Jesús realizó, durante una boda, en Caná, dice que viendo el signo milagroso que realizó Jesús (cuando cambió el agua en vino), Sus discípulos creyeron en Jesús (ver Jn 2,11). Cabe destacar que María creyó en Jesús antes que los discípulos. Porque Ella pidió a los servidores que hicieran lo que dijera Jesús, segura

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de que intervendría (ver Jn 2, 5). Tuvo fe en Él antes que nadie. Fue la primera cristiana de la historia, la primera creyente en Jesús. Y mantuvo su fe en Él cuando todos los demás lo abandonaron. La mantuvo en el Calvario, la mantuvo al pie de la cruz, la mantuvo cuando se alejó de aquel sepulcro en el que quedó el cuerpo muerto de Jesús. Muchos santos han comentado en sus escritos que aunque Ella por modestia no lo contó y por eso no aparece registrado en ningún Evangelio, sin duda alguna la primera aparición del Resucitado fue para Su Madre. La extraordinaria fe de María fue recompensada y con creces. Y por eso se ha cumplido lo anunciado en la Biblia, que todas las generaciones la llamaríamos dichosa, bienaventurada (ver Lc 1, 48). El que Ella sea dichosa por haber creído, es algo maravilloso para nosotros, porque es algo en lo que podemos imitarla. No podemos imitar a María en lo demás: no fuimos concebidos sin pecado, no engendramos al Salvador, etc. pero sí podemos ser como Ella en su fe, en decirle siempre “sí” a Dios. Pidámosle que ruegue por nosotros para que seamos dóciles a lo que Dios nos pida y nunca le neguemos nada. El “sí” de María cambió el rumbo de la historia; el “sí” que demos nosotros hoy, puede cambiar el rumbo de nuestro mundo.

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La Sagrada Familia

Buscarlo y encontrarlo

uando María y José, que volvían de haber ido con Jesús a Jerusalén, por las fiestas de Pascua, se dieron cuenta de que Él no venía con ellos, no apareció una estrella

que los guiara, como guió a los sabios de Oriente, al lugar en el que se encontraba el Niño. Tampoco consultaron, como hizo Herodes, a los sumos sacerdotes y escribas, para que les informaran cuál era su ubicación exacta según la Sagrada Escritura, pues ningún profeta anunció que esto sucedería. Dios no le envió a María de nuevo al Ángel Gabriel, esta vez a anunciarle dónde podría hallar al Niño, y, si acaso la angustia lo dejó dormir, a san José, tampoco se le apareció otra vez el Ángel del Señor en sueños para indicarle dónde buscar. Llama la atención que Dios no hubiera resuelto el asunto de inmediato, interviniendo de modo sobrenatural para guiar al instante a María y a José a donde estaba Su Hijo, sino que les permitió experimentar la angustia de sentir que se les había perdido. ¿Por qué pudiendo intervenir espectacularmente Dios no lo hizo? Tal vez para que hoy nosotros podamos aprovechar el ejemplo de María y de José, si nos llega a suceder que sintamos que perdimos a Dios.

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Y si alguien se pregunta asombrado, ¿es que es posible perder a Dios?, ¿qué no está en todas partes?’, cabe responder que no es que Él se pierda, sino que hay quienes por diversos motivos, llegan a percibirlo como ausente, sienten que lo han perdido. ¿Qué hacer si eso llega a suceder? Imitar a María y a José en estas cinco actitudes: No se resignaron a perderlo, se pusieron a buscarlo hasta encontrarlo. No se quedaron sentados esperando que Dios hiciera un milagro, no dijeron: ‘le toca a Dios localizarlo y devolvérnoslo, después de todo es Su Hijo y Él sí sabe dónde está.’ Si duda se encomendaron a Él, pero se pusieron a buscarlo hasta encontrarlo. Aunque estaban “llenos de angustia” (Lc 2, 48), no desperdiciaron tiempo en reclamar o preguntarle a Dios por qué dejó que se les perdiera Jesús; simplemente, como en otras ocasiones, aceptaron sin chistar que lo permitió, y se pusieron a buscarlo hasta encontrarlo. No se desanimaron pensando que no eran aptos para la tarea que Dios les encomendó. Con toda humildad asumieron lo sucedido, se dispusieron a superar aquello, a seguir cumpliendo, en la medida de sus capacidades y limitaciones humanas, la voluntad de Dios, y hacer lo que les correspondía: buscarlo hasta encontrarlo. Ellos lo encontraron en el templo de Jerusalén. Hoy podemos encontrar o reencontrar al Señor en la Iglesia, y recibir Su abrazo amoroso, Su perdón, Su Palabra, Su intercesión, a Él mismo en la Eucaristía, y hallarle en la comunidad, en Su nombre convocada y reunida. En este domingo, en que celebramos a la Sagrada Familia, pidámosle a María y a José que nos ayuden a nunca perder -o a recobrar, si la sentimos perdida- la cercanía con Jesús y la conciencia de Su presencia amorosa en nuestra vida.

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La Epifanía

Tinieblas, niebla y luz

ocos días después de festejar su cumpleaños 94 y a unos días de celebrar, como le gustaba, la Navidad con su familia, mi mamá tuvo un paro cardio respiratorio y fue

ingresada a terapia intensiva. Esa primera noche me ofrecí a velar, y como en esa área no había dónde dormir, decidí irme a la capilla del hospital y dedicarme a orar. La pequeña capilla tiene altar, un Crucifijo en la pared, imágenes de bulto del Sagrado Corazón de Jesús, de la Virgen de Guadalupe y de san José, y algunos otros cuadros religiosos, pero no tiene Sagrario. Y aunque es comprensible que no hayan querido exponer a Jesús Sacramentado a que alguien sin querer o queriendo le faltara al respeto, yo, que prefiero siempre orar ante el Santísimo, ¡cómo sentía Su ausencia! Sin embargo no me quejo, fue una bendición contar con una capilla, en la que estuve rodeada de imágenes familiares y queridas, en silencio y soledad. Pasé horas caminando despacio, alrededor de las bancas, rezando el Rosario, la Coronilla de la Misericordia, mi

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Docenario de la Infinita Misericordia del Sagrado Corazón de Jesús, a ratos dialogando con el Señor y con María, a ratos simplemente en silencio, sabiéndome contemplada y sostenida por su amor. A medianoche entraron a la capilla una señora joven y un hombre mayor. Él se sentó, ella se arrodilló ante la cruz y se puso a llorar amargamente. Recé en silencio por ella y para no incomodarlos me salí y seguí caminando por los pasillos del hospital, sobre todo por el de terapia intensiva, donde los familiares de los pacientes pasaban también la noche, intentando dormitar en incómodos asientos, o parados en un rincón o caminando también, con los ojos enrojecidos de sueño o de llanto. A las dos de la mañana me permitieron pasar a estar con mi mamá. Iban a ser sólo cinco minutos pero me vieron tan tranquila que me dejaron una hora, que pude aprovechar para rezarle, hablarle, incluso cantarle quedito sus Salmos favoritos. Cuando volví a la capilla, me sorprendió hallar un ambiente muy distinto al que había dejado. La joven seguía allí pero se había calmado, y por su mirada serena fija en la imagen de Jesús, era fácil deducir en Quién había encontrado la paz. Recordé esta escena al leer el texto del profeta Isaías, que forma parte de la Primera Lectura que se proclama este domingo en la Solemnidad de la Epifanía del Señor: “Mira: las tinieblas cubren la tierra y espesa niebla envuelve a los pueblos; pero sobre ti resplandece el Señor y en ti se manifiesta Su gloria” (Is 60, 2). Lo había leído muchas veces, y siempre lo había relacionado con el Nacimiento de Aquel que se llamó a Sí mismo “luz del mundo” (Jn 8,12), y con la luz de la estrella que guió a los Sabios de Oriente a adorar al Rey recién nacido, pero ahora cobró para mí una especial actualidad, dejó de referirse a un

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pasado lejano y se convirtió en la interpretación de lo que me tocó vivir. En la mitad de la noche, cuando las tinieblas cubrían la tierra, en la oscuridad de los pasillos y salas del hospital, en medio del sufrimiento de los que estaban allí internados o acompañando a alguien internado, sintiéndose como envueltos en la espesa niebla de la incertidumbre y el dolor, no todo era oscuridad. Brillaba una Luz. Era la luz del Señor que brilla para quien sepa contemplarla con los ojos de la fe. Y a los que la percibimos, a la señora joven que recobró la paz, a mí que gracias a Dios nunca la perdí, a algunas otras personas y a tres religiosas que al amanecer entraron a orar, nos iluminó interiormente, nos dio fortaleza, y despejó toda sombra de angustia, desesperanza y tristeza. Y lo extraordinario es que no sólo brilló esa luz para nosotros, y no sólo aquella noche, sino que brilla todo el tiempo, a todas horas, para cuantos ponemos nuestra mirada en el Señor. Después, al seguir leyendo el Misalito, vi que el Evangelio dominical narra la adoración de los Magos de Oriente (ver Mt 2, 1-12) y pensé que cuando en medio de las dificultades y dolores de la vida nos dejamos iluminar por la luz del Señor, cuando dejamos que sea la luz del cielo la que nos guíe, nos volvemos capaces de encontrarnos con Dios donde menos lo esperamos, en lo más sencillo, en lo que nos toca vivir. Y es un encuentro maravilloso, que nos deja llenos de gozo y hace surgir en nuestro corazón el deseo de agradecerle, de adorarle. Y quisiéramos imitar a los Magos y ofrecerle oro a Jesús, para significar que nos gloriamos de tenerlo por Rey y le pedimos que reine en todas las circunstancias de nuestra vida, y nos ayude a vivir edificando siempre Su Reino.

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Y quisiéramos ofrecerle incienso, para adorarle y expresar que lo reconocemos como nuestro Dios y Señor, y nos proponemos amarlo y seguirlo sólo a Él. Y quisiéramos ofrecerle mirra, agradecidos porque vino a compartir nuestra condición humana, nos amó hasta dar Su vida por la nuestra, y no sólo nos acompaña y nos comprende, sino nos rescata de aquello que más nos hubiera abrumado y entristecido: sufrir sin sentido y morir para siempre. NOTA: Mi familia y yo agradecemos sus oraciones por el eterno descanso de mi mamá, que falleció el 23 de diciembre, tras noventa y cuatro años de una vida plena y bendecida. La encomendamos a la misericordia infinita del Señor y al abrazo amoroso de María.

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Bautismo del Señor

Su compañía

n adolescente que entra a una escuela nueva y quiere caerle bien a los alumnos más populares, ¿se sentaría a la hora del almuerzo con el grupito del que se burlan?

Alguien que va a empezar a trabajar en una empresa y quiere quedar bien con ciertos ejecutivos, ¿se pondría a tomar café con los empleados a los que aquéllos desprecian? La joven que va a conocer a los parientes de su novio y quiere impresionarlos muy favorablemente, ¿llegaría a su reunión familiar acompañada de la primita ‘sangrona’ o la tía ‘metiche’ a la que detestan? Seguramente la respuesta en los tres casos es ¡no! Quien quiere quedar bien, quien desea poder introducirse en cierto ambiente y recibir aceptación, cuida mucho el ‘qué dirán’, desea dar una buena impresión y no que de entrada vayan a juzgarle mal. Por eso llama la atención lo que narra el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 3, 15-16.21-22). Dice que el pueblo estaba atento, esperando al Mesías, es decir al Salvador que Dios le había prometido desde antiguo, y que

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todos pensaban que quizá era Juan el Bautista, pero éste los sacó de dudas y les dijo que aquel a quien esperaban era más poderoso que él, y que bautizaría con Espíritu Santo y con fuego. Las gentes estaban ansiosas de conocer a ese personaje en el que tenían puesta su esperanza, y seguramente pensaban que lo reconocerían porque sería alguien muy importante, que destacaría por encima de todos, que como enviado por Dios tendría ciertas cualidades, se comportaría de cierta manera, tendría poder, sería un gran líder. Dice el Evangelio que “sucedió que entre la gente que se bautizaba, también Jesús fue bautizado.” ¿Qué?, ¿leímos bien? Antes de iniciar Su ministerio público, en el que proclamaría el Reino de Dios; antes de comenzar la importante misión con la que se revelaría como el Mesías anunciado, Jesús ¡se metió al Jordán entre los pecadores a los que Juan bautizaba!, ¡se dejó ver en medio del grupo menos recomendable que había! ¡Vaya comienzo! ¿Qué no le importó perder credibilidad, que cuando empezara a predicar Sus oyentes recordaran que lo vieron con un grupito de mala reputación y pensaran mal de Él? Evidentemente no. Jesús no se guiaba por los criterios del mundo. No consideró que hubiera personas ‘non gratas’, nunca se mantuvo a ‘prudente distancia’ de los pecadores. Y no le importaba si lo juzgaban o criticaban, quiso hacerse cercano a todo ser humano, fuera justo o pecador.

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Y así como fue entonces sigue siendo hoy. Aunque seamos pecadores, aunque los demás, e incluso nosotros mismos, pensemos ‘pestes’ de nosotros, el Señor no nos desprecia ni se aleja. No le importa el ‘qué dirán’, no le preocupa ser visto en nuestra compañía. Nos ama a pesar de nuestro pecado, depende de nosotros reconciliarnos con Él y disfrutar Su compañía.

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II Domingo Tiempo Ordinario

Ojos misericordiosos

Te vengo a contar un tremendo chisme del que me acabo de enterar!

Esto habla muy mal de ellos, ¿cómo no se prepararon? Es un gran descuido, debería darles vergüenza. Ya ni la amuelan, ¡pudieron haberlo evitado y no lo hicieron! Esto les pasa por no ser previsores, ahora que asuman las consecuencias. Que se las arreglen solos, para que aprendan. Vamos a platicárselo de una vez a todos sus invitados. Todas estas frases tienen algo en común, pudieron ser pronunciadas, pero no lo fueron. Se las pudo haber dicho María a Jesús cuando se dio cuenta de que en la boda a la que ambos habían sido invitados, se les había terminado el vino. Pero no las dijo. Y eso que la ocasión lo ameritaba.

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Que se acabara el vino en plena boda era algo muy penoso desde cualquier punto de vista. Si se considera que lo que narra el Evangelio según san Juan este domingo (ver Jn 2, 1-11) fue un hecho histórico que realmente sucedió, era bochornoso que en una celebración nupcial, una fiesta importantísima que solía celebrarse durante varios días, se acabara la bebida. Si se interpreta este pasaje como una metáfora en la que con la referencia a la boda se alude a la alianza de Dios con Su pueblo, es todavía más reprensible que éste se hubiera quedado sin vino, que representa el amor, la acogida del don de Dios, y que sólo le quedaran unas grandes tinajas vacías, es decir, un culto ritualista, externo, que ya no significaba nada, que ya no tocaba su corazón. Así que por dondequiera que se lo vea, la falta de vino podía haber suscitado una crítica, un duro juicio por parte de la Madre del Señor, pero no fue así. Ella no fue con él para hablarle mal de los que no tenían vino, sino simplemente para hacer notar que les faltaba, para poner su caso ante la mirada misericordiosa de Jesús. No dijo ninguna de las frases reprobatorias mencionadas al inicio, solamente: “Ya no tienen vino”. Una observación delicada, discreta; el puntual diagnóstico de una situación que ella aprovechó no para juzgar ni condenar, sino para interceder. Meditando en este pasaje contemplaba un cuadrito del rostro de la Virgen de Guadalupe, copia fiel del original, y me pareció que en los ojos de ella está perfectamente representada María como la percibimos en este pasaje evangélico. Tiene una mirada atenta, aguda, que no pierde detalle, pero mira sin críticas, sin reproches, sin aspavientos, sin fruncir el

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ceño; es una mirada llena de paz, de bondad, que vuelve a nosotros ésos, sus ‘ojos misericordiosos’, como decimos en la oración. Qué consolador tener la certeza de que cuando María nos mira y capta hasta el fondo todas nuestras miserias, nuestra falta de amor, nuestras tinajas vacías, no se aleja horrorizada ni le pide a Su Hijo que nos dé una reprimenda, sino le encomienda nuestro caso, sabiendo de antemano que Él, que no sabe negarle nada, no se quedará de brazos cruzados e intervendrá para nuestro bien. Por eso ni me gustan ni creo en ciertas publicitadas apariciones de la Virgen que han proliferado últimamente, en la que dizque amenaza, anuncia catástrofes, y hasta regaña a sus supuestos videntes por no darle la debida difusión a sus apocalípticos mensajes; no corresponde para nada con lo que de ella nos dice la Palabra de Dios y lo que contemplamos en la imagen que ella misma nos dejó. Prefiero tener presente un bello canto de Misa que empieza pidiendo: “María, mírame, María, mírame. Si tú me miras, Él también me mirará’. Es que donde la Madre pone la mirada, también la pone el Señor, ella para encomendarnos, Él para rescatarnos; ambos para colmarnos de su amor.

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III Domingo Tiempo Ordinario

Nuestra fuerza

ualquiera hubiera creído que lloraban de emoción. Eran miembros del pueblo de Israel que habían

permanecido o estaban de vuelta en Jerusalén después de la época del destierro a Babilonia. En un extraordinario esfuerzo colectivo habían logrado reparar las puertas de la muralla, y ahora se hallaban reunidos ante una de ellas, en una gran plaza, escuchando, como hacía mucho no la escuchaban, la Palabra de Dios. En el texto del profeta Nehemías que se proclama este domingo en Misa como Primera Lectura (ver Neh 8, 2-4.5-6.8-10) se narra el momento en que ante “los hombres, las mujeres y todos los que tenían uso de razón” (Neh 8,3), el sacerdote Esdras trajo el libro de la ley (la que Dios dio a Moisés), se subió a un estrado levantado especialmente para esta ocasión, con toda solemnidad abrió el libro, ante lo cual los asistentes se pusieron de pie; bendijo a Dios y todos se postraron rostro en tierra. Entonces comenzó a leer, y estuvo leyendo desde el amanecer hasta el mediodía.

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Dice el texto bíblico que “todos lloraban al escuchar las palabras de la ley” (Neh 8,9). Uno podría suponer que ese llanto se debía a que les emocionaba participar de ese momento inolvidable, pero según diversos comentaristas bíblicos, la razón del llanto de los ahí presentes era otra: el miedo. Les daba miedo escuchar lo que Dios pedía de ellos, y darse cuenta, por una parte, de que no habían vivido conforme a Sus preceptos, y, por otra parte, sentirse incapaces de lograrlo y temer que por ello Dios fuera a castigarlos. Los abrumaba tener que cumplir la ley y los abrumaba el temor de sufrir las consecuencias de no cumplirla. Con razón lloraban. Dice el texto que el gobernador, el sacerdote y los levitas que estaban explicando la ley a los ahí presentes, les dijeron que era un día consagrado al Señor, que no debían estar tristes ni llorar; los animaron a organizar banquetes y a convidar a los necesitados. Y les pidieron: “No estén tristes, porque celebrar al Señor es nuestra fuerza” (Neh 8,10). Es una frase que tal vez en el momento no resultaba muy consoladora: celebrar no les quitaba el miedo de incumplir. Tal vez haya que tomarla como una frase profética, tal vez sea uno de esos textos de la Biblia de los que dice el Papa Benedicto XVI (en su más reciente libro: ‘Jesús de Nazaret. La infancia de Jesús’), que estaban aguardando su cumplimiento, es decir, que cuando fueron escritos o pronunciados, todavía no ocurría a plenitud lo que anunciaban. Y lo bueno es que éste ya se cumplió.

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En Jesús. Y si hoy nos pasa como a ese pueblo que lloraba al constatar su debilidad y miseria, su incapacidad para cumplir lo que Dios le pedía, y si hoy también nos damos cuenta de que no damos ‘el ancho’ ni somos como el Señor querría que fuésemos, a diferencia de lo que le sucedía a ese pueblo, nosotros no lloramos de miedo, porque hemos ya constatado que “celebrar al Señor es nuestra fuerza”. Celebramos que Dios no nos contempla desde el cielo esperando de nosotros algo que nos parece inalcanzable, sino que se hizo uno de nosotros, para tendernos la mano, para ayudarnos a cumplir Su voluntad y para sostenernos si tropezamos o caemos. Celebramos que nuestras miserias imperdonables tienen perdón porque Él vino a asumirlas para redimirlas. Celebramos que cuando nos damos cuenta de que hemos fallado en lo que esperaba de nosotros, cuando reconocemos que no hemos correspondido como debíamos a Su amistad, a Su amor, podemos acudir a reconciliarnos con Él y gozar de Su perdón y de Su abrazo. Celebramos, sobre todo, que lo celebramos, válgase la redundancia, en cada Eucaristía, en la que nos da todo lo que necesitamos para poder vivir como nos pide: Su amor, Su Palabra, a Sí mismo en la Sagrada Comunión. Celebramos que nos liberó de aquel pesado yugo de la ley y nos dio en cambio Su yugo suave y ligero: el yugo del amor. (ver Gal 4, 4-5; 5,1-6; Mt 11, 29-30). Puede ser que constatar nuestra debilidad y miseria nos duela y nos entristezca, pero no nos desanima ni desespera si celebramos al Señor. En Él radica nuestra fuerza.

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IV Domingo Tiempo Ordinario

¿A quiénes amas?

i te pidieran que escribieras los nombres de las personas que amas, ¿cuántas hojas necesitarías?, ¿una?, ¿dos?, ¿diez?, ¿más?

Toma un momento para pensar qué nombres anotarías. ¿En quiénes pensaste? Casi te puedo asegurar que en tus familiares y amigos. Déjame preguntarte, ¿pusiste en la lista el nombre de esa persona que te cae muy mal?, ¿de ese pariente al que no puedes ver ni en pintura?, ¿de esa gente a la que quisieras evitar a toda costa pero a la que te topas inevitablemente en tu parroquia, escuela, trabajo o vecindario? ¿Incluiste sus nombres en tu lista de las personas que amas? Es posible que no. Y si te pregunto por qué, probablemente me dirías: ‘porque no los soporto, no los ‘trago’, ¿cómo los voy a incluir en la lista de quienes amo?’ Solemos confundir amor con atracción y afecto.

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Pensamos que amar significa sentir bonito, querer pasar tiempo con el ser amado, darle abrazos y besos y demostrarle nuestro amor regalándole un corazón de chocolate el 14 de febrero. Pero ése no es el concepto cristiano del amor. El amor, en cristiano, consiste en desear el bien del amado, sobre todo en un sentido espiritual, con miras a su salvación eterna. E implica primero que nada, encomendarlo a Dios, y, cuando es posible y prudente, ayudarle en alguna forma concreta, por ejemplo haciéndole un favor, o apoyándole en algo que necesita. Cuando se entiende así el amor, se descubre que no hay por qué limitarlo a unos cuantos que sentimos más cercanos o que nos parecen simpáticos. Puedes amar al que ‘te revienta el hígado’, al que te crispa los nervios, al que se dedica a hacerte la vida imposible, al que te ha hecho o ha hecho un gran mal. Cuando leemos en la Biblia que Jesús nos pide amarnos unos a otros como Él nos ama (ver Jn 13, 34-35), no se ve que debajo diga, en letras minúsculas: ‘aplican restricciones’, entonces, ¿por qué nos limitamos a amar a los cercanos, a los agradables, a los que nos caen bien? No hay pretextos para excluir a alguien de nuestro amor. Y ¿cómo debe ser ese amor? Nos lo dice san Pablo en la Primera Carta a los Corintios, que se proclama este domingo como Segunda Lectura en Misa (ver 1Cor 12, 31 -13,13).

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Este bello texto es uno de los más conocidos del Apóstol, porque suele leerse en las bodas, pero lamentablemente en esos momentos los novios están tan nerviosos que no se enteran de nada, y en la concurrencia tal vez los sentimentales suspiran diciendo ‘qué bonito’, y los cínicos piensan: ‘ajá, sí cómo no, eso es imposible de cumplir, no saben la que les espera’, pero quizá nadie se siente personalmente aludido, interpelado, nadie exclama: ‘¡esto me compete!, ¡Dios me pide a mí amar así!’ Y ¿cómo es ese amor al que san Pablo se refiere en su carta? Es un amor a la vez fuerte y delicado; que lo abarca todo en general, pero se expresa en gestos concretos, de manera especial. Es un amor que podemos manifestar en cada situación de manera diferente pero clara, evidente. Y así, por ejemplo, a veces consiste en no tener envidia, sino alegrarnos de lo bueno que le sucede a otro, incluso si queríamos para nosotros el bien del que disfruta; o renunciar a presumir; o no reaccionar con grosería sino con dulzura y amabilidad; o deshacernos del rencor y esforzarnos en no limitar nuestra capacidad de perdonar. Amar así no es fácil, puede costar trabajo, puede doler y duele. Entonces, ¿por qué hay que hacerlo? Porque el amor es la fuerza con la que Dios transforma el mundo, el amor vence al odio, el amor es luz que derrota toda oscuridad. Y además quien ama se queda con el alma consolada, plena, colmada de la paz y el gozo que sólo y siempre proviene de cumplir la voluntad de Dios. Y no olvidemos que cuando Dios nos pide algo, antes nos da Su gracia para que lo podamos realizar. Y en este caso, primero nos colmó con Su amor y luego nos pidió que amemos (ver 1Jn 4,19).

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Así que podemos y debemos amar a todos con el amor con que nos ama Jesús (ver Jn 15, 9-12). Afirma san Pablo que aunque tengamos una fe tan grande como para mover montañas, o repartamos en limosnas nuestros bienes o nos dejemos quemar vivos, si no amamos no somos nada. Y decía san Juan de la Cruz que al final de nuestra vida seremos examinados en el amor, así que más nos vale prepararnos para el examen desde ahorita... Si te pidieran que anotaras todos los nombres de las personas que amas, ojalá no respondas que te sobraría con un cuarto de hoja, sino que ni todo el papel del mundo te podría alcanzar, porque no hay nadie a quien no ames o a quien no tengas la disposición de amar.

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V Domingo Tiempo Ordinario

Mar adentro

esde que enviudó tu suegra se volvió más criticona y entrometida; cuando la visitas no ves la hora de salir de allí más rápido que aprisa. Entonces se enferma y

tal vez pides ‘piadosamente’: ‘Señor recógela, para que no sufra’. Pero el Señor no sólo no la ‘recoge’, sino permite que se mejore, pero ya no puede seguir viviendo sola. Tu cónyuge se la lleva a vivir a tu casa. Ahora te toca atenderla ¡a ti! Harto de las ‘broncas’ en tu trabajo, solicitas una chamba en otra parte. Ya te sueñas lejos de tu irascible jefe y de compañeros con los que no te sueles llevar. Entonces en el otro empleo te avisan que por ahora no te van a poder contratar. No te queda más que renunciar o quedarte, e intentar contribuir a mejorar el ambiente en lugar de simplemente huir. Estuviste todo el día atendiendo gente, ya sientes ‘bomba’ la cabeza, no puedes más, ya lo que quieres es irte a descansar, pero en el instante en que te dispones a cerrar, llega alguien a solicitar tu ayuda diciendo que es urgente. Hay veces en que sientes que las circunstancias te empujan a meterte a fondo en una situación de la que hubieras deseado salir corriendo, porque pide de ti más amor, más paciencia, más comprensión, más disponibilidad de la querrías dar.

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En un caso así, ¿cómo reaccionar? Puedes enojarte, despotricar, hacerte el hígado ‘chicharrón’. O bien puedes reaccionar como Simón. ¿Y cómo reaccionó él? Lo descubrimos en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 5, 1-11). Allí se nos narra lo que sucedió un día en que Jesús se puso a predicar a orillas del lago de Genesaret desde la barca de Simón. Éste y sus compañeros habían pasado la noche entera intentando pescar y no habían conseguido nada, así que ya estaban lavando las redes, como quien dice, habían decidido dar por finalizada su decepcionante jornada. Cuenta el Evangelio que cuando Jesús terminó de predicar le dijo a Simón: “Lleva la barca mar adentro y echen sus redes para pescar” (Lc 5, 4). ¡Podemos imaginar la cara que ha de haber puesto Simón cuando oyó tal propuesta! Probablemente le vinieron a la mente las escenas de la noche anterior, las incontables veces en que lanzaron las redes al agua, esperaron y esperaron, las recogieron, vieron que estaban vacías, las volvieron a arrojar y así una y otra vez y no pescaron nada. Seguramente él y sus compañeros se sentían hartos, frustrados, cansadísimos, ya lo que querían era olvidar el mal rato e irse a su casa a dormir. ¿De dónde sacar ánimos para volver a arrastrar las redes a la barca, empujar ésta y hacerse nuevamente a la mar?

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¿Qué razón suficientemente poderosa, convincente podría haber para intentar semejante cosa tan contraria a lo que se les antojaba hacer? La primera reacción de Simón fue mencionar que ya habían pasado toda la noche intentando inútilmente pescar. Tal vez esperaba que Jesús dijera: ‘¡Qué barbaridad, se merecen un receso, mejor váyanse a descansar!’. Pero cabe pensar que conforme hablaba notó que Jesús no retiraba su propuesta y tal vez captó algo en Su mirada, que le hizo tener confianza en que debía obedecer lo que le mandaba. Y además no hay que olvidar que todavía resonaba en sus oídos lo que Jesús predicó, que no sabemos qué fue, pero sin duda lo conmovió. Así que, aunque la petición de Jesús no sólo contradecía su lógica de pescador sino iba a contracorriente de lo que hubiera querido hacer, a su réplica inicial Simón añadió sin transición: “pero en Tu Palabra, echaré las redes” (Lc 5, 5). No antepuso sus reparos humanos a la gracia de Dios, sino dejó que ésta lo tocara, lo moviera, lo iluminara. Sus palabras expresaron la más poderosa razón que hay para volver a navegar mar adentro, para volver a echar las redes. ¿Qué significa eso en cristiano?, ¿a qué se refiere? A volver a amar cuando sentimos que se nos terminó el amor; volver a comprender, volver a perdonar, volver a ayudar; reintentarlo cuando nos querríamos zafar. Que, por ejemplo, cuando hemos estado echando y echando las redes tratando de pescar amistad o solidaridad de gentes con las que convivimos; cuando nos cansamos de lanzar las redes en una situación familiar turbulenta, tratando de ver si

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pescamos un poco de entendimiento y buena voluntad; cuando en cualquier circunstancia de nuestra vida no obtenemos la pesca que deseamos y nos sentimos tentados a lavar las redes, abandonarlas en la orilla y mandar todo a volar, sepamos reaccionar como Simón y volver a empezar. Y no por necios ni por ‘aferrados’, sino como él, fiados en la Palabra de Jesús, que suele proponernos que demos vuelta en ‘u’, que hagamos lo contrario a lo que nos dicta la emoción del momento, que iniciemos cuando nos sentimos tentados a terminar. Cuesta trabajo, hay que meter freno, reorientar el rumbo, desandar los pasos. Abrazar a esa persona a la que queríamos ahorcar; descubrir algo qué alabar en aquellos a los que nos limitábamos a criticar; sonreír y sentirnos felices de poder echarle una mano a ése al que queríamos darle con la puerta en las narices. Y cuando nos atrevemos a poner nuestras redes vacías en las manos del Señor, es cuando obtenemos la pesca mejor. Lo vemos en el caso de Simón y sus compañeros. Cuando cumplieron lo que pidió Jesús (con todo lo trabajoso que pudo resultarles, física y emocionalmente), ¿qué fue lo que obtuvieron?, dice el Evangelio que “cogieron tal cantidad de pescados, que las redes se rompían” (Lc 5, 6). Cuando enfrentamos personas o situaciones incómodas, molestas, desgastantes, de las que quisiéramos librarnos a la brevedad posible, pongamos la mirada en el Señor, que viene a nuestra orilla, se sube a nuestra barca, nos da Su Palabra, nos colma con Su gracia y nos pide bogar de nuevo mar adentro. Si lo hacemos no sólo conseguiremos una pesca milagrosa, sino algo mucho mejor: que el Señor venga a navegar con nosotros; que haga de nuestro corazón Su embarcación.

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I Domingo Cuaresma

Seis tentaciones

Sabes qué tentación puede hacerte caer? Es una pregunta importantísima que tienes que saber

responder, porque de ello depende si caes o no en la tentación. ¿Qué es una tentación? Una prueba. Una situación que se te presenta en la que te ves ante la disyuntiva de optar por cumplir o no la voluntad de Dios Enfrentamos tentaciones todos los días a todas horas. Continuamente tenemos que optar, por ejemplo, entre callar o contar un chisme; ser amables o responder groseramente a quien nos ha agredido; mantener un rencor o perdonar; dar una ‘mordida’ o proceder con honestidad; engañar a otro o decirle la verdad; ir a Misa el domingo o dedicar ese tiempo a otra actividad... Algo que conviene saber acerca de la tentación es que es un saco a la medida, ¿qué significa esto? que cada uno enfrenta sus propias tentaciones, lo que te hace caer a ti puede no hacer caer a otro; puede ser que tú eres capaz de mantenerte fiel en

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una relación, pero fácilmente te dejas llevar por la ira, y en cambio hay otra persona que no se enoja por nada, pero engaña a su cónyuge o a su jefe. Es importante conocer qué nos tienta, para estar preparados y no caer. Y ¿cómo podemos prepararnos? Haciendo lo mismo que hace un niño pequeño que para no caer se toma de la mano de alguien mayor que lo sostenga si tropieza. También nosotros nos tomamos de la mano del Señor. Sólo Dios puede sostenernos. Tenemos dos ejemplos de ello. Uno, el de Jesús, que se narra en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 4, 1-13). El otro, el del Papa Benedicto XVI. Narra el Evangelio que luego de que Jesús pasó cuarenta días en el desierto, fue tentado por el demonio. También el Papa durante alrededor de treinta que ha estado sirviendo a la Iglesia, primero como Prefecto de la Congregación de la Doctrina de la Fe y luego como Sumo Pontífice, ha sido tentado también. Cada uno a su medida. Jesús fue tentado en Su condición de Mesías enviado por Dios. El Papa fue tentado en su condición de alto jerarca de la Iglesia.

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Y ambos, tomados firmemente de la mano del Padre, superaron la tentación. La primera tentación que sufrió Jesús fue la de cambiar las piedras en pan para saciar el hambre que sentía tras cuarenta días de ayuno. Se sintió tentado a usar Su poder en Su propio beneficio, pero resistió esa tentación. Y recordemos que cuando por fin hizo un milagro con panes, no fue para saciar Su apetito, sino para alimentar a toda una multitud. También el Papa sintió la tentación de usar su poder en su propio beneficio, pero no cayó. Nunca abusó de su poder, nunca pidió privilegios ni para sí ni para los suyos. No tenía lujos. Su cuarto era austero, sus alimentos también. Cuando era Cardenal manejaba un cochecito compacto bastante usado y solía almorzar un emparedado de pan negro y un café en un restaurantito alemán cercano al Vaticano. Y cuando tenía que ejercer su autoridad, lo hacía con delicadeza y siempre para bien de la Iglesia. La segunda tentación que padeció Jesús fue la de dejarse seducir por el mundo y adorar a Satanás. Jesús resistió esa tentación. El mundo y sus riquezas no lo sedujeron, y el diablo ¡menos! Eligió nacer pobre, trabajar toda Su vida, vivir modestamente, cumplir el plan de salvación del Padre desde abajo.

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Y cuando se puso de rodillas no fue para adorar a Satanás sino para lavar los pies a los Doce. Tampoco al Papa cayó en la tentación de dejarse seducir por el mundo. Nunca transigió, no cedió en sus posturas con tal de ganar adeptos y aplausos. Fue criticado, se burlaron de él a más no poder por defender firmemente la fe de la Iglesia que le fue entregada en custodia. Nunca cedió a la tentación de adorar al mundo, renunciar a sus convicciones por buscar la popularidad. La tercera tentación que sufrió Jesús fue la de no seguir el plan de salvación del Padre, sino forzarlo a intervenir de manera espectacular: arrojarse de lo alto para que Su Padre tuviera que enviar ángeles a sostenerlo. Jesús no cedió a la tentación de hacer algo que forzara a la gente a creer en Él. Eligió el camino del convencimiento, del abajamiento. Y cuando Su Padre envió ángeles a sostenerlo fue en el huerto, cuando sudó sangre, cuando aceptó beber el más amargo cáliz, cuando se abandonó completamente a Su voluntad y se dispuso a conseguirnos la Gloria a través de la cruz. El Papa tampoco cedió a la tentación de poner a prueba a Dios u obligarlo a intervenir espectacularmente a su favor. No le dijo: ‘ya no tengo fuerzas, ahora rejuvenéceme’, ‘Tú me pusiste en este puesto, ahora vuélveme un súper hombre’. Cuando sintió que ya no tenía fuerzas, no pretendió de Dios más intervención que la de hacerle sentir si aprobaba su intuición de que le había llegado la hora de dimitir.

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Y seguramente también la de pedirle fuerzas para tomar esa difícil decisión. Y también, qué duda cabe, la de pedirle esas mismas fuerzas para nosotros, que nos quedamos sin él. Seis tentaciones distintas y una sola manera de vencerlas: con la ayuda de la gracia divina. Este domingo la Palabra de Dios viene oportuna a recordarnos qué hacer cuando enfrentemos la tentación: tomarnos de la mano del Señor, que no sólo nos sostendrá para evitarnos caer, sino nos conducirá por el camino mejor, el de nuestra salvación.

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II Domingo Cuaresma

Temor y valor

i sólo viéramos el primer versículo del Salmo que se proclama este domingo en Misa:

“El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién voy a tenerle miedo? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién podrá hacerme temblar?” (Sal 27, 1) tal vez podríamos pensar que por el sólo hecho de creer en Dios, Él nos librará de vivir momentos oscuros, nos salvará de todas las dificultades, problemas y peligros que podamos enfrentar. Sin embargo el último versículo del Salmo dice: “Ármate de valor y fortaleza y en el Señor confía” (Sal 27, 14). Entonces nos surge la duda: ¿por qué nos invita el salmista a armarnos de valor y fortaleza, si acaba de decir que el Señor es la defensa de nuestra vida? ¿Qué no se supone que con Él a nuestro lado nada malo nos puede pasar?

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Hay que responder con un no y un sí. La respuesta es no porque el hecho de que tengamos fe en Dios no nos libra de los problemas de este mundo. Creyentes y no creyentes por igual nos enfermamos, se nos mueren seres queridos, enfrentamos situaciones difíciles que nos preocupan o entristecen. Como muestra tenemos la vida de los santos, que por lo general padecieron mucho, tuvieron que superar graves adversidades. Sin ir más lejos, pensemos en el Papa Benedicto XVI, a quien le tocó conducir la barca de san Pedro en tiempo de tormentas; seguramente en muchos momentos de su Papado sintió dolor, temor, tristeza; le costó mucho tomar la decisión de renunciar, y ahora que está a punto de irse sin duda le da pesar no poder ir Río de Janeiro, a la Jornada Mundial de la Juventud, él que ama tanto a los jóvenes y que siempre se ha sentido feliz y rejuvenecido entre ellos; probablemente le apena que ya no le tocó a él canonizar a su querido predecesor Juan Pablo II; ha de lamentar no poder clausurar el Año de la fe que él mismo convocó y que ya no alcanzó a publicar el documento que estaba escribiendo. El hecho de que tras mucho tiempo de orar y discernir haya llegado a la conclusión de que Dios avala su decisión, no le quita que le duela, que todo esto le resulte muy difícil. Y sin embargo se le ve sereno. ¿Por qué? Porque se ha puesto en manos de Dios y Él le ha infundido valor y fortaleza y lo ha colmado de Su paz. Es aquí donde a la pregunta anteriormente planteada se puede responder con un ‘sí’. Nada malo nos puede pasar, en un sentido espiritual, cuando nos ponemos en las manos de Dios.

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Cuando cultivamos Su amistad y vivimos buscando cumplir Su voluntad, el Señor nos ilumina, nos sostiene, es nuestra defensa espiritual contra las acechanzas del mal y no deja que nos derrote el pecado; el Señor nos rescata, y no importa qué nos toque vivir, en todo interviene para nuestro bien, todo lo aprovecha para nuestra salvarnos. En ese sentido, se comprende que podamos afirmar, como el salmista, que el Señor es nuestra luz, nuestra salvación, nuestra defensa, y con Él a nuestro lado a nadie temeremos, nada ni nadie podrá hacernos temblar.

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III Domingo Cuaresma

El perfil de Moisés

ué oportuna ‘coincidencia’, que en este fin de semana en el que mucho se está especulando acerca de cuál debe ser el perfil del nuevo Papa, en la Primera Lectura de la

Misa dominical (ver Ex 3, 1-8; 13-15) se nos ofrezca el relato del momento en el que Dios llamó a Moisés (quien llegaría a ser el gran pastor del pueblo de Israel, que lo conduciría de Egipto a la Tierra Prometida y le daría la Ley de Dios). Y es que al meditar esta escena, se descubren cinco actitudes de Moisés que ha de tener nuestro próximo Sumo Pontífice. 1. Dice el texto que Moisés, que en ese tiempo era pastor, “llevó el rebaño más allá del desierto, hasta el Horeb, el monte de Dios” (Ex 3, 1). También el Papa ha de saber pastorear a su rebaño más allá del desierto, ese desierto en el que muchos viven muriendo de sed espiritual, intentando saciarla en los pozos secos de la autosuficiencia; en placeres efímeros que son cisternas agrietadas que no retienen el agua, en valores mundanos que son espejismos, promesas falsas, vana ilusión, y conducirlo más allá, hacia Dios, el único y verdadero manantial. 2. Dice el texto que “el Señor se le apareció en una llama que salía de un zarzal. Moisés observó con gran asombro que la

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zarza ardía sin consumirse y se dijo: ‘Voy a ver de cerca esa cosa tan extraña, por qué la zarza no se quema’...” (Ex 3, 3). También el Papa ha de mantenerse alerta y ser sensible a las señales que Dios le vaya poniendo en el camino. 3. Cuando Dios vio que Moisés se desvió para mirar, “lo llamó desde la zarza: ‘¡Moisés, Moisés!’. Él respondió: ‘Aquí estoy’...” (Ex 3, 4a). Al aceptar su cargo, el nuevo Papa, como Moisés, también ha de decirle a Dios: ‘Aquí estoy’, dejarse llamar, dejarse encontrar, poner a Su disposición los dones y cualidades que Él le dio anticipando la misión que le encomendaría. 4. Dios le dijo a Moisés: “Quítate las sandalias, porque el lugar que pisas es tierra sagrada” (Ex 3, 4b). Descalzarse en un clima de desierto, en el que la arena quema, exige despojarse de toda seguridad, abandonarse enteramente en manos de Dios, algo que sólo es capaz de hacer quien lo percibe presente, cercano, quien es consciente de que pisa tierra sagrada, es decir, se sabe ante la presencia inefable, amorosa, poderosa, de Dios. También el Papa ha de poner toda su seguridad en Dios, y ser hombre de oración, que pise tierra sagrada, es decir, que mantenga constantemente la conciencia de la presencia divina; que halle su fuerza en la Eucaristía, y viva en permanente diálogo con Él. 5. El texto que se proclama en Misa omite la parte en la que Dios pide a Moisés que vaya de parte Suya, y Moisés se resiste porque siente que no es digno, y pone varias objeciones, pero luego de que Dios las responde todas y le da Su cayado y la promesa de que contará con Su asistencia, acepta. También el Papa habrá de aceptar su cargo no porque sienta que él es el mejor de todos, sino porque sabiéndose indigno,

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confíará plenamente en que si Dios lo eligió es porque, como a Moisés, le dará Su cayado y le concederá cuanto necesite para responder a ese llamado. En estos días previos al Cónclave, oremos intensamente para pedir que los Cardenales iluminados por el Espíritu Santo, elijan un Papa que nos guíe, como Moisés guió a Su pueblo, y nos enseñe con su palabra y su ejemplo, a buscar a Dios más allá del desierto, a ser sensibles a Su presencia en nuestra vida; a confiar enteramente en Él; a ponernos a Su disposición, y a dejar que nos llame aunque seamos indignos, y nos envíe a anunciar a todos Su mensaje de misericordia y salvación.

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IV Domingo Cuaresma

Sin pretextos

La culpa la tuvo mi papá, ¿para qué me dio tanto dinero?’ ‘La culpa la tuvo mi hermano, se la pasaba criticándome’.

‘La culpa fue de mis amigos, no me podía negar a acompañarlos’. ‘La culpa fue del patrón que me contrató para ese trabajito.’ Pudo haber dicho estas frases, pudo haber dado estos pretextos, pero no lo hizo. Me refiero al joven del que nos cuenta el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 15, 1-3.11-32) que le exigió a su papá que lo heredara en vida, se fue lejos, dilapidó su herencia, terminó cuidando puercos (un oficio impensable para él, cuyo pueblo consideraba impuros a esos animales), y llegó a pasar tanta necesidad que ¡hasta se le antojaba comer lo que éstos comían! (¿alguna vez has visto comer a un cerdo?, se necesita tener ¡mucha hambre! para decir: ‘ojalá me diera una probadita’). Como quien dice, tocó fondo.

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Narra el Evangelio que estando en esa desesperada situación, este joven reflexionó que en casa de su papá los trabajadores tenían pan de sobra y en cambio él se estaba muriendo de hambre, así que decidió: “Me levantaré, volveré a mi padre y le diré: ‘Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo. Recíbeme como a uno de tus trabajadores’...” (Lc 15, 18-19). Llama la atención que se dispuso a reconocer ante su padre que había pecado, así sin darle vueltas, en lugar de reaccionar como la mayoría de la gente, que cuando ha hecho algo malo lo racionaliza, busca la manera de justificarlo o de echarle la culpa a alguien o a algo: ‘todos lo hacen’, ‘fulanito me presionó’, ‘me orillaron las circunstancias’. ¿Por qué hace eso la gente? Tal vez para sentirse menos culpable, menos mal consigo misma, y, sobre todo, porque probablemente cree que si atenúa su culpa merecerá más fácilmente el perdón de Dios. ¿Por qué este joven no se justifica? Porque por lo visto ya de entrada considera que no merece nada. De hecho planea decirle a su padre: “ya no merezco llamarme hijo tuyo”. Así pues, se puede decir que lo que marca la diferencia entre buscarle atenuantes a lo malo que uno ha hecho y reconocerlo claramente sin pretextos, es lo que pensamos que mereceremos: un castigo menor, mayor benevolencia. Y ello tal vez funcione con el mundo pero no con Dios. ¿Por qué? Nos lo decía el profeta Oseas en un bello texto que se proclamó este viernes en Misa: Dice el Señor: “Los amaré aunque no lo merezcan” (Os 14,5) Dios nos ama con un amor total e inmerecido. Nada que hagamos puede provocar que nos ame más; nada que hagamos puede provocar que nos ame menos.

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En la frase que este joven pensaba decirle a su papá (‘ya no merezco llamarme hijo tuyo’) sobra el ‘ya’, porque la verdad es que ¡nunca lo mereció! Era hijo y por eso era amado, sin merecerlo. Vemos que cuando llegó a la casa paterna, su papá salió a su encuentro, y le expresó no su enfado, sino su inmensa alegría por haberlo recobrado. Este papá representa a Dios Padre, que siempre nos sale al encuentro con los brazos abiertos cuando vamos hacia Él contritos y avergonzados por el peso de nuestros pecados. En la Segunda Lectura dice san Pablo: “En nombre de Cristo les pedimos que se dejen reconciliar con Dios” (2Cor 5, 20). Estamos a media Cuaresma, tiempo oportuno para aceptar esa invitación y acudir al Sacramento de la Reconciliación. En este Cuarto Domingo de Cuaresma, llamado Domingo ‘Laetare’ o domingo de la alegría, se atempera la sobriedad del morado y se emplean vestiduras color de rosa porque nos alegramos por la cercanía de la Pascua, pero también porque sabemos que sin importar qué tan grandes o terribles sean nuestros pecados, podemos reconocerlos ante el Señor sin pretextos, porque no tenemos temor de que deje de amarnos o de perdonarnos. Y es que nada puede separarnos de Su amor, para Él todo tiene remedio, todo tiene perdón y siempre está más que dispuesto a hacer fiesta en el cielo por nuestra conversión.

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V Domingo Cuaresma

El Papa y la Palabra

ecién empezaba la Misa de 12 pm cuando el sacristán se acercó a decirle algo al padre, y éste sonriente, nos informó: ‘¡ya tenemos Papa!’

Toda la iglesia aplaudió y se escuchó el repique de campanas, ¡qué emoción! Y entonces escuchamos, como siempre pertinente y oportuna, la Palabra de Dios: “Griten de alegría, cielos; regocíjate, tierra; rompan a cantar, montañas, porque el Señor consuela a su pueblo y tiene misericordia de los desamparados.” (Is 49, 13). Expresaba perfectamente lo que había en nuestro corazón: nos habíamos sentido un tanto cuanto huérfanos, desamparados, y ahora el Señor nos consolaba dándonos un nuevo padre y pastor. Saliendo de Misa varios de los asistentes nos fuimos derechito a la librería de la parroquia a ver la televisión. Esperábamos ansiosos el momento en que se abriera el balcón, comentábamos: ‘¡ya se prendió la luz!’, ‘¡ya se ve movimiento tras las cortinas!’, ‘¿qué pasa que tardan tanto!?’.

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Y cuando por fin salieron y anunciaron la gran alegría de que el elegido era el Cardenal Jorge Mario Bergoglio, que eligió el significativo nombre de Francisco, y lo vimos aparecer, de sencilla sotana blanca, de inmediato captamos su humildad, su sencillez, su cercanía. Todavía no pronunciaba palabra y ¡ya nos había conquistado! Y qué decir cuando luego de su cortesía de dirigirse a nosotros como hermanos y hermanas y darnos las buenas noches, pidió oraciones para nuestro querido Papa Benedicto, y después para sí mismo, inclinándose mientras rezábamos por él. Ahí recordé otras palabras de la lectura que acababa de ser proclamada en Misa: “Yo te formé y te he destinado para que seas alianza del pueblo, para restaurar la tierra, para volver a ocupar los hogares destruidos, para decir a los prisioneros: ‘salgan’, y a los que están en tinieblas: ‘vengan a la luz’...” (Is 49, 8-9). Pensé que al Papa Francisco, como al profeta Isaías, también el Señor lo ha llamado a ser factor de unidad, de alianza; a restaurar la Iglesia, a invitar a todos, creyentes y no creyentes, a salir de las tinieblas de la desconfianza, el dolor, el resentimiento, la inercia, y dejarse iluminar por la luz del Señor. Salimos de ahí felices por el Papa que nos regaló el Espíritu Santo. Al día siguiente circulaban fotos y anécdotas que nos hacían admirarlo más: que al término del Cónclave, cuando regresó ya revestido de sotana blanca, se dirigió primero al fondo del salón a saludar a un Cardenal que estaba en silla de ruedas (y que seguramente pensaba que sería el último en saludar al Papa, pero ¡fue el primero!); que no usó el asiento especial -que estaba a mayor altura que las otras- sino se sentó en una silla igual a la que usaron todos; que de regreso a la Casa santa

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Martha no quiso irse en el vehículo que le tenían preparado, sino se subió al mismo camión en que iban los Cardenales (y ¡ni siquiera se sentó hasta adelante ni pidió el asiento de la ventanilla!); que al día siguiente fue a encomendarse y a llevarle flores a la Virgen; que luego pasó personalmente a pagar su alojamiento en la Casa santa Marta (ya me imagino a la recepcionista: ‘¿cómo dice que se llama? no, no tenemos registrado ningún Francisco...’). Pero no tardaron también en empezar a circular en los medios noticias falsas y comentarios negativos difundidos arteramente por aquellos a los que molesta que sea Papa quien se ha opuesto tenazmente a los que ellos apoyan: el aborto, la eutanasia, el matrimonio entre homosexuales, la despenalización de la droga. Y de nuevo, la Palabra de Dios vino a iluminar la situación. En la Misa de este viernes leímos: “Los malvados dijeron entre sí, discurriendo equivocadamente: ‘Tendamos una trampa al justo, porque nos molesta y se opone a lo que hacemos; nos echa en cara nuestras violaciones a la ley, nos reprende las faltas contra los principios en que fuimos educados...Ha llegado a convertirse en un vivo reproche de neutro modo de pensar y su sola presencia es insufrible, porque lleva una vida distinta de los demás...Nos considera como monedas falsas y se aparta de nuestro modo de vivir como de las inmundicias...Sometámoslo a la humillación...para conocer su temple y su valor’ ...Así discurren los malvados, pero se engañan; su malicia los ciega. No conocen los ocultos designios de Dios; no esperan el premio de la virtud, ni creen en la recompensa de una vida intachable” (Sab 2, 1.12.14-16.19.21-22). Qué pena que haya quienes se aferran a sus prejuicios, a sus viejos rencores, a su inveterada costumbre de criticar todo lo que provenga de la Iglesia.

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Qué lástima que no suelen ir a Misa, porque si asistieran este domingo, tal vez podrían prestar oídos a la invitación del Señor que, por boca del profeta Isaías nos dice: “No recuerden lo pasado ni piensen en lo antiguo; Yo voy a realizar algo nuevo. Ya esta brotando. ¿No lo notáis? Voy a abrir caminos en el desierto y haré que corran los ríos en la tierra árida” (Is 43, 18-19). Y san Pablo, en la Segunda Lectura afirma: “olvido lo que he dejado atrás, y me lanzo hacia adelante, en busca de la meta y del trofeo al que Dios, por medio de Cristo Jesús, nos llama desde el cielo” (Flp 3, 13-14). Estamos en los umbrales de algo nuevo. ¿Por qué no acoger esta novedad? ¿Vale la pena seguir señalando, apuntando, juzgando, criticando, condenando? En el Evangelio vemos a Jesús decir, a quienes pretendían lapidar a una mujer atrapada en flagrante adulterio: ‘el que esté libre de pecado, que tire la primera piedra’, y luego agacharse a escribir en la tierra con el dedo. ¿Qué escribió? No lo sabemos. Según algunos Padres de la Iglesia, escribió los pecados de los ahí presentes. Eso los hizo avergonzarse de sus pretensiones de sentirse superiores a ella y uno a uno desistieron de lapidarla. Ésos que hoy quieren desempolvar viejas críticas contra la Iglesia, contra el Papa, en fin, contra todo lo que les huela a religión, ojalá comprendan que todos cometemos errores, pero todo tenemos también el derecho y la oportunidad de enmendarlos y seguir adelante. Y, sobre todo, ojalá abandonen su resistencia, se dejen mover y conmover, salgan de sus trincheras y usen las piedras que suelen traer en las manos, no para arrojar sino para edificar, no

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para construir muros infranqueables sino puentes que se atrevan a cruzar.

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Domingo de Ramos

Saber decir, saber callar

ecía San Ignacio de Loyola en sus famosos ejercicios espirituales: “todo buen cristiano ha de estar más dispuesto a salvar la proposición del próximo, que a

condenarla” En otras palabra, siempre hay que presuponer la buena intención del prójimo, disponernos no a juzgarlo sino a comprenderlo y disculparlo. Nos cuesta porque estamos muy acostumbrados a descalificar, criticar, condenar. A las primeras de cambio nos descubrimos valorando negativamente lo que dicen o hacen otros, dando por hecho que sabemos qué los motiva, cuando en realidad no tenemos ni idea, pues sólo Dios puede penetrar las conciencias y saber lo que hay en los corazones. Así pues, a nosotros no nos toca señalar sino respetar. En ese sentido, resulta muy conmovedor escuchar, en el relato de la Pasión según san Lucas que se proclama este Domingo de Ramos en Misa (ver Lc 22, 14-23.56), cómo este evangelista, que era médico y por lo visto uno muy compasivo, va narrando con verdadero espíritu cristiano, lo que hicieron o

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dejaron de hacer quienes participaron en aquellas horas decisivas. Por ejemplo, cuando narra que los apóstoles se durmieron en el Huerto, luego de que Jesús les reveló que sentía una tristeza mortal y les pidió que velaran y oraran, san Lucas no dijo, pudiendo hacerlo, ‘y esos desconsiderados dejaron solo a Jesús y se durmieron’, o ‘les dio pereza y se durmieron’, o ‘atreviéndose a desobedecer a su Maestro, se durmieron’. No les echó tierra, todo lo contrario, los disculpó. Escribió que estaban “dormidos por la pena” (Lc 22, 45). Buscó la explicación más caritativa. Luego, al narrar el momento en que llegó la turba a aprehender a Jesús y Pedro cortó de un tajo la oreja del siervo del Sumo Sacerdote, Lucas, al igual que Marcos y Mateo, no dijo quién lo hizo. No quiso ‘quemar’ a Pedro. ¿Cómo sabemos que éste fue? Porque lo mencionó san Juan en su Evangelio, desde luego con anuencia del propio Pedro, que no tuvo empacho en que se viera lo impulsivo que era, quería que quedara claro que era un pecador, que Jesús lo escogió sin mérito de su parte; y que era la pura gracia de Dios la que lo sostenía. Lucas pudo escribir: ‘Y Pedro, ignorando olímpicamente las enseñanzas de Jesús acerca de amar al enemigo y poner la otra mejilla, le cortó salvajemente la oreja’, o ‘Y Pedro, impulsivo como siempre, sin pensarlo dos veces, le cortó la oreja’, o ‘Y Pedro, del que no se sabe por qué traía consigo una espada si era discípulo del que vino a predicar la paz, la sacó y contraviniendo expresamente las enseñanzas de Su Maestro, le cortó la oreja al siervo del sumo sacerdote...’ Nada de eso escribió san Lucas.

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Simplemente escribió, refiriéndose a los que estaban con Jesús: “y uno de ellos hirió a un criado del sumo sacerdote y le cortó la oreja derecha” (Lc 22, 50). Y luego se aseguró de mencionar que Jesús “le tocó la oreja y le curó” (Lc 22,51), no quiso que fuera a quedar la mala impresión de que lo que hizo Pedro fue, además de malo, irremediable. Es el único de los evangelistas que narra que al momento de las negaciones de Pedro, Jesús se volvió a mirarlo y luego, al igual que Mateo, no sólo narra que Pedro lloró sino dice que lloró “amargamente” (Lc 22, 62), como para enfatizar el dolor y arrepentimiento del apóstol por haber negado a Su Maestro. Descubrir esta manera misericordiosa de relatar las cosas nos mueve a preguntarnos: y nosotros, cuando nosotros narramos algo, ¿sabemos disculpar u omitir lo malo y resaltar lo bueno, o con el pretexto de decir la verdad, se nos va la lengua diciendo cosas que lastiman la buena fama de otros? Qué estupendo sería iniciar la Semana Santa aprovechando de aquí en adelante, el ejemplo de san Lucas y también de nuestro nuevo y ya muy querido Papa Francisco, a quien tampoco le gusta hablar mal de nadie, ni siquiera de quienes hablan mal de él (por ejemplo: aunque sabía qué persona hizo llegar a los Cardenales electores unos textos en los que lo calumniaban acusándolo de haber colaborado con la dictadura argentina, y gastó millones de pesos en pagos a cierto periódico para que publicara dichas calumnias, no sólo no ha dicho nada malo de ella, sino que incluso tuvo el gesto de saludarla con un beso). Pidámosle a san Lucas que ruegue por nosotros al Señor, para que nos conceda la gracia de amar primero y hablar después, y que si acaso hemos de comentar algo acerca de los demás, sepamos decir lo bueno y callar lo malo.

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Domingo de Pascua

Si Jesucristo no hubiera resucitado

Te acuerdas cómo era antes de que el hombre descubriera y dominara el fuego? Comer todo crudo y frío, nada de sopita, té, café o chocolate caliente; nada hervido, asado,

cocido, sancochado, mucho menos frito ni horneado; y además bañarse siempre con el agua helada, ¡brrrr! ¿Te acuerdas cómo era antes de que el hombre usara la rueda? Cargarlo todo a lomo, jalar y empujar las cosas arrastrándolas pesadamente por el suelo, ¡uf! ¿No te acuerdas? ¡Claro que no! Porque no te tocó vivir en ese tiempo sino después, y a diferencia de los que vivieron antes de que el hombre empleara el fuego y la rueda, para ti es algo usual, natural, tanto que tal vez ni reparas en ello ni lo aprecias o agradeces. Pero realmente marca un mundo de diferencia en términos de calidad de vida.

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A veces nos pasa que damos por hecho lo que tenemos y no nos detenemos a pensar cómo sería nuestra vida si no lo tuviéramos. Así sucede con las cosas del mundo, y también con las de Dios. Por ejemplo con relación a lo que celebramos este domingo: la Resurrección. Nos tocó vivir en el tiempo después de la Resurrección, y tal vez por eso ya nos acostumbramos, nos parece normal y no nos detenemos a pensar qué diferente sería nuestra vida si Jesucristo no hubiera resucitado. Considéralo. Si Jesucristo no hubiera resucitado, no creeríamos en Él. Hubiera sido otro filósofo más de la antigüedad. Más aún, lo hubiéramos considerado un fraude pues no hubiera cumplido lo que prometió. Si Jesucristo no hubiera resucitado, no tendríamos un Salvador. Nadie hubiera pagado el precio de nuestros pecados. Estaríamos irremediablemente condenados. Si Jesucristo no hubiera resucitado, sufriríamos sin esperanza; no podríamos unir nuestros sufrimientos a los Suyos para hallarles su sentido redentor. Si Jesucristo no hubiera resucitado, visualizaríamos nuestra vida como un caminar hacia un abismo por el que tarde o temprano caeríamos sin remedio hacia la nada. Si Jesucristo no hubiera resucitado, cuando muriera un ser querido nos devastaría la certeza de no volverlo a ver nunca, de haberlo perdido para siempre. Si Jesucristo no hubiera resucitado, como dice san Pablo, ¡seríamos los más infelices de los hombres!, pero, como el

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mismo apóstol lo afirma, ¡no lo somos! porque Cristo resucitó (ver 1Cor 15, 12-22), y gracias a ello tenemos la certeza de que la muerte no tiene la última palabra. En este Domingo de Pascua, en que celebramos la mayor fiesta del cristianismo, tómate un momento para considerar qué distinta sería tu vida si Jesucristo no hubiera resucitado, y para agradecer el gozo y la esperanza de saber no sólo que resucitó, sino que te llama a resucitar como Él.

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II Domingo de Pascua

¿Por qué no me confieso?

. No tengo pecados. 2. Nunca me he confesado, no sé cómo hacerlo.

3. Hace demasiado tiempo que no me confieso. 4. Ya acumulé demasiados pecados. 5. Me da pena que el padre sepa lo que hice. 6. Una vez me regañó un confesor y no he vuelto a confesarme. 7. ¿Por qué tengo que confesarme con uno que quizá es más pecador que yo? 8. Probablemente voy a volver a caer en lo mismo, ¿qué caso tiene confesarme? 9. Me confesé cuando hice la Primera Comunión, una vez basta. 10. Yo me entiendo con Dios directamente.

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Éstas son las diez objeciones que más gente plantea con relación a la Confesión. ¿Te reconoces en alguna o en varias? Sigue leyendo. A continuación se proponen las 10 razones para responder a cada una de dichas objeciones. 1. No tengo pecados. Todos tenemos pecados. Dice san Juan: “Si decimos: ‘No tenemos pecado’, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos...” (1Jn 1, 8-9). Quien afirma que no tiene pecados, tal vez desconoce lo que es el pecado: es decirle ‘no’ a Dios; no a cumplir Su voluntad; no a amarnos unos a otros como Él nos ama. Todo pensamiento, palabra, obra u omisión que no está motivada por el amor, sino por el egoísmo, la propia conveniencia, el rencor, la envidia, la injusticia, la violencia, etc. es pecado. 2. Nunca me he confesado, no sé cómo hacerlo. Díselo al confesor y él te irá guiando, te irá ayudando a hacer una buena confesión. 3. Hace demasiado tiempo que no me confieso. Y todo ese tiempo Dios no se ha cansado de esperarte con los brazos abiertos. 4. Ya acumulé demasiados pecados.

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No importa que sean muchos, Dios quiere y puede perdonártelos todos. 5. Me da pena que el padre sepa lo que hice. Los confesores han oído ¡de todo! No se escandalizan de nada. Y siempre tienes la posibilidad de confesarte en un confesionario, para conservar tu anonimato. O bien buscar a un padre que no te conozca. 6. Una vez me regañó un confesor y no he vuelto a confesarme. ¿Nunca te ha tratado mal un mesero? Y no por eso dejaste de comer. Dicen que quien aparta a otro de la Iglesia, comete homicidio espiritual, pero quien se aleja comete suicido espiritual. Tú solito te privas de un gran Sacramento sólo por una mala experiencia. Es verdad que no todos los confesores tienen el don de ser pacientes, prudentes, caritativos. Pero eso no es motivo para dejar de confesarse. Lo que hay que hacer es preguntar quién es un buen confesor, y procurar confesarse con él. En todas las parroquias hay algún padre que tiene fama de ser buen confesor. Búscalo y confiésate con él. 7. ¿Por qué tengo que confesarme con uno que quizá es más pecador que yo?

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Porque el Sacramento es ‘a prueba de pecadores’. No importa si el confesor es un santo o un pecador, él no te está absolviendo en nombre propio, sino en nombre de Cristo. 8. Probablemente voy a volver a caer en lo mismo, ¿qué caso tiene confesarme? En cada Confesión recibes la gracia divina para superar tus pecados. Y renuevas o reanudas tu amistad con Dios. Él no se va a resignar a verte caído, así que más te vale tomar la mano que Él te tiende, y levantarte una y otra vez. 9. Me confesé cuando hice la Primera Comunión, una vez basta. A lo largo de la vida, cometemos muchos errores, fallamos, herimos a otros, sin querer o queriendo. Si eso sucede a nivel humano, ¡cuánto más con relación a Dios! Desde que hicimos la Primera Comunión, seguramente hemos cometido muchas faltas, pequeñas y tal vez grandes, de las que necesitamos arrepentirnos y pedir perdón. Quizá consideramos que son poquitas o insignificantes y no cuentan, pero como dice el dicho: ‘de poquito en poquito se llena el jarrito’, y toda falta lastima nuestra relación con Dios y puede llegar al punto de afectarla seriamente y aun romperla. Considera esto: si alguien que usa lentes no los limpiara nunca, o un conductor jamás limpiara su parabrisas, el poquito polvo de cada día se acumularía hasta volver imposible ver a través de ese cristal. Así sucede con el alma: el poquito polvo acumulado se vuelve una gruesa capa que hace que no podamos percibir a Dios

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presente en nuestra vida; que no veamos a los demás como hermanos; que no distingamos los baches o peor, los barrancos en los que podemos caer... No debemos dejar que se acumulen los pecaditos (y menos los pecadotes)... 10. Yo me entiendo con Dios directamente. Es Dios, no tú, quien determina la manera como puedas reconciliarte con Él. Cierto que puedes pedirle directamente perdón y Él atiende tu oración. Pero recuerda que Él dio a Sus apóstoles (y a los sucesores de éstos), el poder de perdonar pecados en Su nombre. Lo vemos en el Evangelio que se proclama este Segundo Domingo de Pascua en Misa (ver Jn 20, 19-31). Es voluntad Suya que aproveches esta mediación. ¿Por qué? Porque te da muchas cosas que la ‘confesión directa’ no te da: ¿Qué te da la Confesión? a. Poder reconocer lo que haces, detectar en concreto qué te hace caer. Esto te ayuda no sólo a asumirlo, sino a tenerlo detectado para saber cómo combatirlo. b. Desahogarte sin deprimir o escandalizar a tus seres cercanos, y sin temor de que el confesor platique lo que confieses. c. Recibir consejo.

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Uno solo no siempre sabe salir del atolladero. d. Tener la certeza de recibir el perdón de Dios (a diferencia de quienes no se confiesan, que no escuchan la absolución y nunca tienen la seguridad de haber sido perdonados). e. Una penitencia que no es castigo, sino una ayuda para reconstruirte interiormente, porque todo pecado nos fractura espiritualmente. f. La gracia divina para que te fortalece en tu lucha contra el pecado. g. Quitarte un peso de encima y experimentar el amor, el abrazo del Padre. El Papa Fco dice que Dios no se cansa nunca de perdonar, que somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón. También dice que Dios está esperando que demos un pequeño paso para salirnos al encuentro con los brazos abiertos. ¡No nos cansemos de pedir perdón, y no dejemos a Dios esperándonos con los brazos abiertos! Aprovechemos que en este domingo se celebra la Fiesta de la Divina Misericordia, y ¡dejémonos reconciliar con Él, dejémonos abrazar por Él!

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III Domingo de Pascua

Epílogo para comenzar

Te ha sucedido que al terminar una buena película, salen los créditos, y cuando te dispones a salir del cine o a apagarle a la tele, empiezan a aparecer nuevas escenas

que muestran aspectos desconocidos, interesantes, incluso divertidos, de la filmación? Seguramente los ves, no quieres perdértelos, porque te permiten disfrutarla más y conocer mejor a los actores. Toda proporción guardada, algo parecido ocurre con el Evangelio según san Juan. Aparentemente termina en el capítulo 20, cuyos versículos 30 y 31 suenan incluso a despedida, dan la impresión de que hasta aquí llegó, y cuando ya nos disponemos a dar la vuelta a la página o a cerrar la Biblia, descubrimos que todavía no acaba, ¡sigue el capítulo 21!, y es algo que no querríamos perdernos porque contiene una narración que no sólo cuenta un hecho histórico que nos permite conocer más acerca de la relación de Jesús Resucitado con Sus apóstoles, y en especial con Pedro, sino porque refleja lo que sucede en nuestra vida de fe, y nos da pautas valiosísimas para vivirla. Quisiera proponerte doce puntos para tu reflexión:

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1. Estaban reunidos siete discípulos, entre ellos Pedro, que anuncia que va a pescar. Los demás lo acompañan. Pasan toda la noche y no logran pescar nada. El número siete representa universalidad. En estos hombres está representada la humanidad, que vive envuelta en la tiniebla del mal, del pecado, del temor, de la soledad, de la indigencia espiritual, fatigándose inútilmente, tratando de salir adelante por sí misma, sin lograrlo. 2. Jesús se presenta en la orilla y amanece. Él es la Luz del mundo (ver Jn 8,12), el sol que vino a iluminar a quienes habitan en las sombras de la muerte (ver Lc 1, 78-79). 3. Les pregunta si pescaron algo. Conoce de antemano la respuesta, pero quiere que ellos se den cuenta de lo que les falta. Jesús nunca se nos impone; se queda en la orilla, espera, paciente, que comprendamos que sin Él nada podemos (ver Jn 15, 5). 4. Cuando les indica de qué lado echar las redes, obedecen sin saber que es Él. Es el momento feliz que experimentan quienes se deciden a hacer la prueba y ver qué pasa sin confían en el Señor, y no quedan nunca defraudados... 5. Los apóstoles no reconocen a Jesús.

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Decía aquel famoso cantautor Facundo Cabral, que el gran problema del hombre de nuestro tiempo es que está distraído, que lo que tiene alrededor lo distrae y no le permite reconocer la presencia de Dios en su vida. 6. Sólo reconoce a Jesús el discípulo amado; el que se mantuvo cercano, se recargó en Su pecho en la Última Cena; lo siguió cuando lo aprehendieron; estuvo al pie de la cruz con María y la llevó a vivir con él (con la Madre en su hogar y en su corazón ¡cómo no reconocer al Hijo!); lo acompañó al sepulcro, y fue el primero en creer en la Resurrección al contemplar que la sábana que envolvió a Jesús estaba intacta pero ¡vacía! Sólo quien mantiene con Jesús cercanía en la oración, en la Eucaristía, reconoce el gozo, la paz que produce Su presencia en su vida; sabe decir: ‘es el Señor’. 7. Jesús les ofrece pan y pescado y los invita a traer los que acaban de pescar. Él nos da los dones, pero nos invita a trabajarlos y compartirlos. Su milagro no los libra de tener que pescar, llevar la barca, arrastrar la red. El Señor lo da todo, pero siempre pide nuestra colaboración. 8. Después del almuerzo, Jesús le pregunta a Pedro: “¿Me amas más que éstos?” (Jn 21,15) Éste responde de inmediato que sí. Tal vez considera por un instante quiénes eran “éstos” a los que se refiere Jesús: Natanael, que antes de conocer a Jesús creía que no podía salir nada bueno de Nazaret (ver Jn 1,46); Tomás, que la primera vez que oyó que Jesús resucitó no quiso creerlo (ver Jn 20,24-25); Juan y su hermano, a quienes Jesús apodó ‘hijos del trueno’ (ver Mc 3,17), y reprendió cuando

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querían hacer bajar fuego del cielo contra unos que no quisieron recibir a Jesús (ver Lc 9,54). Pedro concluye que ama a Jesús más que éstos, quizá porque por un instante se cree mejor que ellos. Pero en la vida espiritual nadie puede compararse con otros ni sentirse mejor o peor que otros. Lo bueno es que matiza su pronta respuesta, pues aunque dice sí, muestra que aprendió la lección de humildad que le enseñó aquella noche en la que fanfarroneó que daría su vida por su Maestro y al poco rato lo negó tres veces (ver Jn 13, 37-38; 18,15-18.25-27). En esta ocasión en que Jesús le pregunta si lo ama, verbo que implica una total donación del corazón, Pedro ya no confía en sí mismo, se sabe frágil, débil, susceptible de ser infiel, así que a su “sí, Señor” añade:: “Tú sabes que te quiero” (Jn 21,15); usa un verbo que implica afecto, amistad. 9. Dos veces pregunta Jesús a Pedro si lo ama, y las dos veces responde Pedro que lo quiere. Así, la tercera vez, Jesús, comprendiendo que Pedro no puede dar más, le pregunta si lo quiere. El Señor se abaja a su nivel, condesciende, acepta lo que puede darle. Así es también con nosotros. Comprensivo, sabedor de nuestros límites, no nos pide más de lo que podemos darle, pero eso sí, dentro de lo que podemos, ¡lo pide todo! 10. Para reparar su triple negación, Jesús no le pide a Pedro más que su amor.

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También a nosotros nos permite compensar con caridad nuestra infidelidad. 11. Pedro se quería ir solo a pescar; se tiró solo al agua dejó a los otros en la barca, quiso llegar antes, ser el primero. Jesús no lo deja desentenderse de los otros. Le pide apacentar Su rebaño. Lo ubica y nos ubica: quien quiera ser el primero ha de serlo en el amor y en el servicio. 12. Tras dejarle ver que le aguardarán tiempos difíciles, Jesús invita a Pedro a seguirlo. También a nosotros nos ha invitado a ir tras Él. No es casualidad que en este Tercer Domingo de Pascua se proclame en Misa este fragmento del Evangelio de san Juan (ver Jn 21, 1-19). Es un epílogo que paradójicamente nos sirve de inspiración para comenzar. Comenzar y recomenzar cada día el seguimiento de Aquel sin el cual todo es oscuridad y esfuerzo vano; Aquel cuya sola presencia disipa nuestras tinieblas; Aquel que aguarda siempre en la orilla de nuestro mar, para alimentarnos, reparar nuestras fuerzas y lanzarnos a ir en Su nombre y con Él a anunciarlo a los hermanos.

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IV Domingo de Pascua

Sus ovejas

a membresía es gratuita, no se te pide nada de lo que te suelen solicitar hoy en día cuando deseas ingresar a algún grupo; aquí no hace falta tener computadora,

llenar un complicado formulario de inscripción, dar un número de celular ni inventar, confirmar -y peor, recordar- una complicada contraseña. ¿A qué me refiero? A lo que requieres para ser oveja de Jesús. En este Cuarto Domingo de Pascua, también conocido como ‘Domingo del Buen Pastor’, en el Evangelio que se proclama en Misa (ver Jn 10, 27-30), dice Jesús: “Mis ovejas escuchan Mi voz; Yo las conozco y ellas me siguen” (Jn 10,27). Sólo se nos piden tres requisitos. Cabe considerar en qué consiste cada uno. ‘escuchan Mi voz’ Hablamos demasiado. Dirigimos a Dios torrentes de peticiones, súplicas, alabanzas y acciones de gracias, todo lo cual es muy bueno, pero solemos

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dejarlo esperando a ver a qué horas nos callamos para escucharlo. Muchos van por la vida con el audífono insertado en la oreja y muchos otros se la pasan viendo tele o escuchando el radio en casa o en el transporte público, en las oficinas, en casi cualquier sitio a donde están o van. Estamos rodeados de ruidos, de sonidos, de palabras. Así no se alcanza a escuchar la voz del Pastor. Peor aún, se corre el riesgo de confundirla con la de otros, con la de ‘pastores piratas’ cuya intención no es pastorearnos en verdes praderas sino más bien extraviarnos en cañadas oscuras. Necesitamos abrir espacios para escuchar al Señor. Y si alguien se pregunta: ‘¿pero cómo?, si Dios ¡no me habla!’, habría que responder: ¡Claro que habla! El problema es que no lo sabemos escuchar. Habla de manera privilegiada a través de Su Palabra. Para escucharlo hay que incluir en la oración diaria un ratito para leer y meditar un trozo de la Escritura, por ejemplo, las Lecturas de la Misa de ese día, o algún Salmo, o un pedacito del Evangelio. También hay que aprender a escuchar la voz de Dios en quienes nos rodean (Dios suele servirse de lo que otros nos dicen, nos señalan, nos critican, para llamarnos la atención sobre algo que debemos hacer o corregir...). También a través de los acontecimientos, a nivel mundial, nacional, familiar. En lo que sucede a otros y en lo que ocurre en nuestra vida, Dios nos habla, nos exhorta, nos cuestiona, nos invita a sentirlo presente y a orientar o reorientar nuestros pasos hacia Él.

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Para ser oveja de este rebaño es indispensable reconocer la voz del Pastor, saber cómo te habla, cómo suele hacerte llegar un mensaje, cómo acostumbra comunicarte algo, darte a conocer Su voluntad. ‘Yo las conozco’ En la Biblia, el verbo ‘conocer’ no se entiende como un: ‘mucho gusto, te presento a fulano’; no consiste en tener el conocimiento que te da saber el nombre y apellido de alguien o si estudia o trabaja. Conocer, en el sentido bíblico, se refiere a una relación personal, íntima (recordemos que María le dijo al Ángel Gabriel que ella ‘no conocía varón’ (Lc 1, 34); no significaba que no le hubieran presentado a ningún hombre, sino que no había tenido relación íntima con ninguno, que permanecía virgen). Tenemos entonces que es indispensable, para ser en verdad ovejas del Pastor, que Él nos ‘conozca’, es decir, no sólo que sepa que existimos (ya lo sabe, Él nos creó), sino que tengamos con Él una relación íntima. Y ¿cuál es el medio privilegiado para lograrlo? La Eucaristía. Cuando comulgamos nos unimos a Cristo con una unión mayor aún que la que puede haber en la unión conyugal, pues aunque los esposos se unan, no pasa uno a formar parte del otro, y en cambio cuando comulgamos, el Señor entra a nuestro interior y nos hace uno con Él. También, para que el Señor nos ‘conozca’, hemos de estar dispuestos a acercarnos a Él, a dedicar tiempo a visitarlo, a orar ante Él (expuesto en la Custodia o reservado en el Sagrario); a mantener a lo largo del día, la conciencia de Su presencia en nuestra vida, a mantener con Él una relación amorosa, no permitir que se convierta en un desconocido al que nunca visitas, al que tratas solamente muy de vez en

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cuando, cuando necesitas que te haga un favor o cuando hay una celebración por la cual tienes que asistir a la iglesia... Cabe mencionar también que otro medio para que el Señor nos ‘conozca’, es salir a Su encuentro en la persona de los pobres y necesitados. Que un día pueda decirnos que cuando tuvo hambre le dimos de comer, cuando tuvo sed, le dimos de beber, cuando estuvo desnudo lo vestimos, cuando fue forastero lo hospedamos, cuando estuvo enfermo o encarcelado fuimos a verlo (ver Mt 25, 31-46). Que pueda decirnos: ‘te conocí cuando viniste a asistirme, te conocí cuando me tendiste la mano...’ El Pastor integra Su rebaño sólo con las ovejas que ‘conoce’... ‘y ellas me siguen’ No basta escuchar la voz del Pastor. o que nos conozca, hay que seguirlo. Pasar de contemplarlo o incluso admirarlo desde lejos, a ser de los que se atreven a seguirlo. Seguirlo en el amor, en el perdón, en la comprensión; seguirlo al encuentro de algunos a los que tal vez preferiríamos ignorar, pero que Él nos pide ayudar, comprender, perdonar. Seguirlo hasta la cruz, es decir, al amor hasta el extremo, la donación total. No es fácil. Pero para animarnos a ello conviene que tengamos en cuenta dos cosas: la primera, es que el seguimiento no termina en la cruz. En el Evangelio dominical afirma Jesús que a Sus ovejas les da la vida eterna (ver Jn 10, 28).

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Y la otra es que Aquel que nos invita a seguirlo, no va por delante desentendiéndose de nosotros, sino que nos tiene paciencia, nos espera, nos acompaña, nos conduce; si nos perdemos nos busca y nos rescata; si caemos nos levanta; si nos cansamos, nos hace reposar en verdes prados para recobrar las fuerzas y nos da a beber agua de Su fuente; así, aunque atravesemos por valles y barrancos, no tenemos nada que temer, porque Él se mantiene siempre a nuestro lado. Pidámosle al Señor la gracia de escucharlo, conocerlo y seguirlo, para que nos admita en Su redil. Vale la pena pertenecer a este rebaño, porque el Pastor ha dicho que Sus ovejas no perecerán jamás, y que nadie las arrebatará de Su mano.

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V Domingo de Pascua

¿Cómo probarlo?

Soy la mejor soprano del mundo; nadie me ha escuchado, sólo canto mientras me baño’.

‘Soy un campeón deportista; nunca he competido, pero entreno en el gimnasio más completo que hay.’ ‘Soy una gran cocinera, jamás he cocinado un plaitllo, pero he leído muchos recetarios. Todas estas frases tienen algo en común. No convencen. Se siente que quien las dice se engaña, que lo que afirma no tiene verdadero sustento pues carece de pruebas. Que alguien cante en la ducha puede ser excelente práctica, pero para que esa persona pueda ser calificada como la mejor del mundo tendría que triunfar en una gran sala de conciertos ante un público exigente. Que un atleta se entrene en un buen gimnasio es recomendable, pero para tener título de campeón debería ganar alguna competencia.

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Que un ama de casa conozca muchas recetas es muy conveniente, pero para ser considerada buena cocinera, tendría que cocinar algo rico que deleite a quien lo pruebe. Si alguien quiere tener el título de gran cantante, campeón o cocinera, no puede conformarse con realizar prácticas en privado o acumular teorías que nunca pone en práctica; debe probarlo, ponerse realmente a cantar, competir o cocinar. Hacer gorgoritos en la ducha, entrenarse en el gimnasio o leer recetas no puede ser su meta; debe tener claro que se trata simplemente de medios para alcanzar un día la excelencia en el canto, el deporte o la cocina. Pues bien, si esto es así en la vida cotidiana, ¡cuánto más en la vida espiritual! Los creyentes realizamos una gran diversidad de prácticas, pero no son éstas las que demuestran que somos buenos cristianos. Vamos a Misa, oramos, leemos la Biblia, rezamos el Rosario, visitamos al Santísimo, todo lo cual es magnífico, más aún, ¡indispensable!, pero no prueba que seamos realmente cristianos. ¿Qué es lo único que realmente lo demuestra?, ¿cómo probarlo? Lo dice Jesús en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Jn 13, 31-33.34-35). “Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros, como Yo los he amado; y por este amor reconocerán todos que ustedes son Mis discípulos” (Jn 13, 34-35). Cabe notar que Jesús nos da un mandamiento nuevo. ¿En qué consiste la novedad?

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En que marca una diferencia con la ley de Moisés, que pedía: “ama a tu prójimo como a ti mismo” (Lev 19,18). El mandamiento de Jesús nos invita a ir más allá, a dar más, a amar a los demás como Él nos ama. Y ¿cómo nos ama? Con un amor total, que no se guarda nada para sí, con un amor que es donación, entrega hasta la cruz, hasta la muerte. Así nos ama Él y así nos invita a amar. Y es en el cumplimiento del mandamiento nuevo que nos dejó Jesús como podemos probar que somos cristianos. Así como una persona no puede considerarse cantante, campeona o cocinera sólo porque realiza actividades que le ayudan a serlo, tampoco nosotros podemos considerar que somos auténticos cristianos sólo porque participamos de prácticas religiosas que nos ayudan a serlo. Ir a Misa, orar, leer la Palabra son medios, no fines en sí mismos. El Señor los ha puesto a nuestra disposición, a través de la Iglesia, para que nos ayuden a cumplir el mandamiento que nos dio, para que nos capaciten para amar como Él nos ama y nos pide amar. Tenemos entonces que ir a Misa no es en sí lo que nos hace cristianos, sino recibir en ella a raudales, el amor del Señor, Su abrazo, Su Palabra y a Él mismo en la Eucaristía, lo que nos permite salir de allí con el corazón colmado, con renovados bríos para perseverar en la paciencia, en la comprensión, en la caridad hacia quienes nos rodean.

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Rezar el Rosario no es en sí lo que nos hace cristianos, sino hallar en la meditación de sus Misterios, la luz y la fuerza para imitar a María en el amor a Dios y al prójimo. Visitar al Santísimo no es en sí lo que nos hace cristianos, sino que dejemos que Jesús Sacramentado nos transforme, y experimentemos tal paz que seamos capaces de perdonar a ése que nos ha hecho algo imperdonable, soportar a ése que nos parece insoportable, hacer el bien a quien nos ha hecho un mal. Traer la Biblia bajo el brazo no es en sí lo que nos hace cristianos, sino dejar que la Palabra de Dios nos penetre, guardarla en el corazón, como hacía María, reflexionarla, amarla, hacerla vida. Decía santa Teresa de Ávila que las virtudes no se prueban en los rincones, sino en las ocasiones. Lo mismo se puede decir de nuestro ser cristianos. No lo demostramos en lo oscurito de una buena intención que nunca se realiza, ni recitando teorías, ni haciendo una meditación que no aterriza, ni cumpliendo ritos sin entenderlos ni aprovecharlos, sólo por cumplir. Lo probamos cuando ponemos en acción toda esa gracia que acumulamos en todas esas prácticas que realizamos; lo demostramos en el trajín cotidiano, en la lucha de cada día, cuando padecemos el mal, la injusticia, cuando sentimos dolor, enojo, cuando nos enfrentamos a la posibilidad de ser mansos o violentos, hacer un bien o un mal, ejercer la virtud o el vicio, optar por la luz o la tiniebla, y optamos por la luz, elegimos amar. En otras palabras, sólo por el amor que recibimos de Cristo y que comunicamos en nombre de Cristo, podemos probar que somos de Cristo.

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VI Domingo de Pascua

Para recordar

os apóstoles no sabían taquigrafía. No tenían grabadoras.

Todavía no se inventaban esos aparatos, y mucho menos las ‘notebooks’, ‘laptops’, ‘tablets’, ‘androids’, y demás chunches electrónicos portátiles de ‘pantalla táctil’ que permiten anotar al momento todo lo que uno quiera. Y si alguien se pregunta por qué no se esperó Jesús para venir a este mundo cuando ya existieran medios modernos capaces de registrar todo lo que dijo, tal y como lo dijo, cabría responderle que porque no hizo falta. ¿Por qué? Por dos razones. La primera es que Sus discípulos pertenecían a uno de los pueblos de la tierra que más importancia daba a la memorización. Un niño israelita, a los 13 años, ya podía citar de memoria y fielmente la Ley escrita, la Torá (lo que los cristianos conocemos como Pentateuco, los cinco primeros libros de la

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Biblia), así como la Ley transmitida oralmente (la Mishná), y desde luego Salmos, oraciones, etc. Podemos tener la certeza de que así como estaban acostumbrados a guardar en su mente, con toda fidelidad, las palabras de la Sagrada Escritura, así también guardaron las palabras de Jesús. Y la segunda razón nos la da el propio Jesús en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Jn 14, 23-29), cuando anuncia: “el Espíritu Santo que Mi Padre les enviará en Mi nombre, les enseñará todas las cosas y les recordará todo cuanto Yo les he dicho” (Jn 14, 26). Solemos tener muy presente que el Espíritu es el Paráclito que aboga por nosotros y nos consuela (ver Jn 14, 16); también que nos ‘sopla’ lo que tenemos que decir (ver Lc 12,12); que intercede por nosotros (ver Rom 8, 26), que nos guía a la Verdad (así, con mayúscula), (ver Jn 16, 13). Pero también hace por nosotros algo fundamental que no debemos pasar por alto: nos enseña y recuerda las palabras de Jesús. El Señor no se atuvo solamente a la memoria de los Apóstoles, por muy buena que fuera; se aseguró, con la ayuda del Espíritu Santo, de que lo que ellos comunicaran al mundo entero, fuera fidedigno. Por eso cuando leemos en los Evangelios lo que dijo Jesús, podemos tener la certeza de que lo que nos transmiten Marcos, Mateo, Lucas y Juan, no es invento suyo, es Palabra de Dios inspirada por el Espíritu Santo. Y no sólo los Evangelios, ¡toda la Biblia está inspirada por Él! Y lo bueno para nosotros es que el Espíritu Santo no se limitó a iluminar a los autores bíblicos y luego se jubiló, ¡sigue

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actuando, sigue enseñando y recordando la Palabra de Dios a quien se muestra dócil a Sus inspiraciones! ¿Te ha sucedido que cuando has necesitado recordar algún texto bíblico que pudieras usar para aconsejar a alguien o para hallarle sentido a cierta situación, te ha venido a la mente justo el versículo preciso, el pedacito de Sagrada Escritura que mejor venía al caso para iluminar lo que estabas viviendo? No es casualidad. Es obra del que bien merece el título de Recordador celestial. Eso sí, cabe mencionar algo que parece obvio pero tal vez no lo sea tanto. Cuando Jesús dice que el Espíritu Santo nos recordará Sus palabras, está dando por hecho que antes las guardamos. Claro. ¿Qué significa ‘recordar’? Traer a la mente algo que ya se pensó, se dijo, se hizo, algo que ya está allí. No se puede recordar lo que no se ha guardado primero en la memoria. ¿Qué significa eso en relación con el Espíritu Santo? Que Él con mucho gusto nos recuerda las palabras de Jesús, pero primero ¡tenemos que haberlas conocido! Así pues, si queremos contar con Su asistencia, hemos de poner de nuestra parte. Dedicar un tiempo cada día a leer la Biblia, por ejemplo las Lecturas, el Salmo, el Evangelio que se proclaman en Misa; repasar en casa esos textos, saborearlos, y procurar memorizar el pedacito que más nos ‘llegue’. En otras palabras, darle materia prima al Espíritu Santo para que pueda actuar en nosotros.

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Considera esto: si una persona no ha guardado información en un archivo de su computadora, no puede pretender abrirlo y hallarlo lleno de datos; lo encontrará vacío. Igual sucede aquí. Si no hemos archivado en nuestra memoria ningún texto bíblico, ¿cómo podemos pretender que el Espíritu Santo nos lo recuerde? Claro que siendo Dios Él puede hacer lo que quiera, puede hacer que nos venga a la mente una frase bíblica que jamás hemos escuchado, pero se trataría de una intervención extraordinaria que no tenemos derecho a exigir. Lo que nos corresponde no es sentarnos a esperar milagros, sino facilitar que nos asista por los medios ordinarios, y eso implica hacer lo que esté de nuestra parte para conocer y guardar en la mente, y desde luego en el corazón, la Palabra de Dios. No nos vaya a suceder como uno que le pedía y le pedía a Dios que le concediera ganarse la lotería, pero ¡jamás había comprado el boleto!

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La Ascensión del Señor

Conversión + perdón= salvación

e todos los temas que Jesús hubiera podido pedir a Sus discípulos que predicaran a todas las naciones, ¿cuál eligió?

Nos lo dice el Evangelio que se proclama en Misa este Domingo en la Solemnidad de la Ascensión (ver Lc 24, 46-53). En él se narra que luego de la Resurrección y antes de subir al cielo, Jesús dijo que “en Su nombre se había de predicar a todas las naciones...la necesidad de volverse a Dios para el perdón de los pecados.” (Lc 24, 57). ¿Por qué eligió este tema? ¡Porque contiene en sí mismo un programa de vida para todos! Para captarlo vale la pena examinarlo parte a parte. EN SU NOMBRE Los discípulos no son enviados atenidos a sus propias fuerzas ni en nombre propio, sino en el nombre de Jesús, verdadero Dios y verdadero Hombre; van de parte de Aquel que venció el

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pecado y la muerte. Esto significa, por una parte, que En Él y con Él encuentran la fuerza para enfrentar toda clase de desafíos; la luz para no caminar en tinieblas, y, por otra parte, que tienen el compromiso de ser Sus testigos, dar un testimonio creíble de ser Sus seguidores: amar como Él, perdonar como Él, tender a todos la mano como Él. SE HABÍA DE PREDICAR No sólo de palabra, sino de obra. La primera vez que Jesús envió a Sus discípulos, no sólo les dio instrucciones sobre lo que debían decir, sino también cómo debían de comportarse (ver Lc 9, 1-6). Decía Martí que la mejor manera de decir es hacer.... Jesús los envía a anunciar la Buena Nueva a un mundo que la necesita desesperadamente. Los envía a predicar, a los que están necesitando escuchar un mensaje que los rescate de la desesperanza, de la violencia, de la depresión, de la miseria espiritual, de la sinrazón de su existencia. A TODAS LAS NACIONES No excluye a nadie, no deja a nadie fuera. El cristiano no puede limitar el número de gente a la que está dispuesto a predicarle, de palabra y de obra. Debe estar dispuesto a hacerlo para todos, creyentes y no creyentes, cercanos y alejados, para los que acogen gozosos el mensaje y para los que de momento lo rechazan.

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Como dice, simpáticamente, el Papa Francisco, ‘el cristiano no puede sacarle el cuero a nadie’, es decir, sacarle la vuelta, evadir a nadie. LA NECESIDAD DE VOLVERSE A DIOS O, lo que es lo mismo, la necesidad de conversión, de cambiar de rumbo y enderezar los pasos para reorientarlos hacia Dios. Y cabe hacer notar que en este punto no hay por ningún lado, en letritas chiquitas ese aviso: ‘se aplican restricciones’, para significar que esto no es para todos, que hay algunos a quienes no aplica. Aplica a todos. Eso significa que Jesús considera que todos estamos necesitados de volvernos a Dios, lo mismo los llamados ‘católicos comprometidos’, que los que sólo se reconocen católicos cuando deben llenar un formulario y poner algo en el renglón de ‘religión’. Todos. (ver 1Jn 1,8-9). Y si alguno dice: ‘pero yo no necesito convertirme, yo ya creo en Dios, voy a Misa el domingo, doy limosna de vez en cuando’, habría que pedirle que se examine más a fondo con relación al único mandamiento que Jesús nos dejó: amarnos unos a otros como Él nos ama (ver Jn 13, 34-35). Quien se crea muy ‘en orden’ debería preguntarse si realmente todo lo que piensa y dice, de los demás y de sí mismo, tiene como fuente un amor como el de Dios. Si todo lo que hace y deja de hacer está motivado por el amor a Dios y a los otros. Si todo lo que es y tiene lo ha puesto a disposición de Dios y del prójimo. Si hace ese análisis bien y a fondo, no tardará en descubrir que no estaba tan libre de pecado como creía... Un cuestionamiento semejante siempre arroja luz sobre los rincones más oscuros, ésos tal vez habitados por el egoísmo, la soberbia, la pereza, el rencor o quién sabe qué otras actitudes

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sombrías que muestran que no hay nadie que no esté necesitado de conversión. PARA EL PERDÓN DE LOS PECADOS No sólo se detecta la necesidad de conversión, también se anuncia el perdón. ¡Qué consuelo! Queda claro que pedirnos que admitamos nuestra necesidad de volvernos hacia Dios, no tiene como objetivo que nos sintamos mal por habernos apartado de Él, y mucho menos que nos creamos irremediables ¡nada de eso! Como dice en la Biblia, el Señor no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (ver Ez 18, 23 ). El Padre no quiere que nadie se pierda (ver Jn 6, 39; 2Pe 3,9). Lo que Jesús busca es que nos demos cuenta de nuestra sed para anunciarnos que ¡existe una fuente que puede saciarla! Lo primero es hacernos conscientes de que estamos necesitados de perdón, lo segundo es ¡otorgarnos ese perdón! Y es que el perdón es ¡tan necesario! Nos permite poder volver a empezar cada día; nos libera de las cargas que veníamos arrastrando; nos aligera y nos alegra con un borrón y cuenta nueva gracias al cual renovamos nuestra fuerza para luchar contra el pecado, y alimentamos nuestra esperanza de lograrlo. Sin el perdón no se le ve sentido a la conversión; sin el perdón no hay esperanza. Recuerdo el caso de un señor que pasó muchos años maltratando a su esposa.

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Cuando ella lo abandonó, él se pasó la noche sin poder dormir, pensando, recordando cómo se había comportado y dándose cuenta de que había sido un monstruo. Genuinamente arrepentido, fue, avergonzado a buscarla para pedirle perdón. Pero ella no quiso perdonarlo. Él insistió, rogó, lloró, se humilló, pero no logró nada. Ella no creía en que él pudiera cambiar y no quiso volver con él. La falta de perdón de ella lo desconcertó, luego lo indignó, después lo enfureció. Y es que cuando la gente pide perdón y no es perdonada, suele activársele un mecanismo de autodefensa que puede resultar desastroso. Como no resistiría pasar el resto de su vida sintiéndose mal por lo que ha hecho, quedar para siempre a deber aquello que no le fue perdonado, empieza a darle la vuelta a las cosas, se pone a pensar mal de quien no le perdonó, busca maneras de justificar lo que le hizo a esa persona y al final termina por convencerse de que es inocente, de que la culpable es la otra persona. Recupera, corregido y aumentado, el coraje y el rencor que le tenía. Sólo el perdón puede rescatar a alguien de ese engaño, de esa espiral autodestructiva. Saber que aunque haya quien te niegue su perdón, Dios nunca te lo niega.

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Que aunque alguien ponga oídos sordos a tu súplica de perdón, Dios jamás la desoye, y siempre, y subrayo el siempre, está dispuesto a perdonar a quien le pide perdón. Y con el perdón de Dios, que es total, incondicional y gratuito, viene también Su gracia, que infunde en el alma la fuerza para superar el pecado y el propósito de no volver a cometerlo. Aquí sucede como con un obrero que trae su ropa de trabajo: no le importa mancharla, al fin que ya está manchada, qué más le da. Pero cuando termina de trabajar y se pone su ropa limpia, ahí sí se cuida de no ensuciarla. Sentirse irremediable puede orillar a alguien a sumirse más en el pecado, al fin que ya pecó, qué más le da seguir pecando. Pero saberse perdonado, limpio de nuevo de todo aquello que venía arrastrando, lo motiva a cuidar de no volver a ‘ensuciar’ su alma con actitudes contrarias al amor que Dios pide y espera de Él. El enviar a Sus discípulos a anunciar el perdón de los pecados, Jesús los está enviando a sembrar esperanza en los corazones, a abrirle a la gente una puerta que la haga sentir que tiene remedio, que puede ser perdonada y cambiar, que no tiene que resignarse a seguir siendo igual toda la vida. Los está enviando a anunciar lo único que puede salvar al mundo: la conversión y el perdón. Que cada uno se vuelva a Dios y se tome de Su mano para caminar con Él paso a paso. Y si por débil, tonto o malo, se llega a soltar y se aleja, vuelva pronto, pida perdón y experimente la sanación y el consuelo de Su abrazo.

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Pentecostés

Lo que todos pueden comprender

Por qué ya no sucede esto? -Me preguntó una amiga. ¿Por qué ya no podemos hablar en lenguas, como dice la

Biblia que hicieron los Apóstoles el día de Pentecostés? -Le respondí: ¡claro que podemos! Y no me refiero solamente a que podemos hablar en lenguas, ese carisma que el Espíritu Santo ha concedido a mucha gente a lo largo de los siglos y sigue concediendo hoy en día, y que suena como una lengua oriental, armoniosa y dulce, mediante la cual se alaba a Dios. Me refiero a que, como los Apóstoles, también nosotros podemos expresarnos en un lenguaje que todos pueden comprender, uno que no se aprende en academia de idiomas, uno que conocemos y dominamos desde que tenemos uso de razón. Considera esto: sin distinción de edad, nacionalidad, educación, situación social, económica, cultural, religiosa o de cualquier otra índole, todos los seres humanos realizamos los mismos gestos: agrandamos los ojos cuando algo nos asombra,

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sonreímos cuando algo nos agrada, fruncimos el ceño cuando algo nos molesta, lloramos cuando estamos tristes... Es un lenguaje universal que todos sabemos interpretar. Prueba de ello es lo que sucede con el Papa Francisco. Cuando dirige unas palabras a la multitud reunida en la plaza de san Pedro, vemos en pantalla los rostros de quienes reciben su mensaje y se nota que están felices, y eso que entre esas personas seguramente hay muchas venidas de los más diversos puntos del planeta, y que probablemente no entienden ni jota de lo que él está diciendo, pero no les importa, ya luego lo leerán, pero por ahora les basta verlo. Captan sin necesidad de ‘traducción simultánea’, el amor en su sonrisa, la bondad en su mirada, su amistosa acogida, su humildad, su fe. El Papa es ejemplo de lo que sucede cuando se emplea para bien ese lenguaje universal que está al alcance de todos: se establecen lazos de entendimiento y buena voluntad. El problema es que solemos usar ese lenguaje al revés de como deberíamos. Trastocamos los gestos. En lugar de abrir grandes los ojos ante las cualidades del prójimo, los abrimos ante sus defectos; en lugar de fruncir el ceño ante el pecado, lo fruncimos ante el pecador; en lugar de sonreír cuando a alguien le va bien, sonreímos cuando le va mal. Comienza así el desencuentro, la torre de Babel, el ver cada uno para sí mismo, el hablar cada uno su propia lengua y no entender, o no querer entender, la de los demás. ¿Cómo podemos salir de ese caos?

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Con la ayuda del Espíritu Santo, de Aquel que aleteó sobre las aguas en la creación del mundo, cuando todo era caos y confusión (ver Gen 1, 2), Aquel que, como leemos en la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Hch 2, 1-11), descendió en Pentecostés sobre María y los Apóstoles, y los inspiró a expresarse en lenguas que todos pudieron comprender. Lo necesitamos para pedirle que nos enseñe a emplear expresiones que edifiquen, no que destruyan; que acerquen, no que alejen a quienes las reciban. Nos hace falta para enseñarnos que a veces ni siquiera es necesario hablar. Basta una sonrisa oportuna, una mano en el hombro, una caricia en la mejilla, un apretón de manos, un abrazo. Pidámosle al Espíritu Santo que nos asista para saber comunicarnos con los demás como Él quiere que nos comuniquemos. Pero no sólo eso. Pidámosle también que nos enseñe, como a los Apóstoles, a comunicar lo que Él quiere que comuniquemos, lo más importante que podemos comunicar: “las maravillas de Dios” (Hch 2, 11). Que en este Año de la fe, procuremos transmitir nuestra fe, compartirla, contagiarla. Que cuidemos que nuestro lenguaje, sea oral o corporal, nunca dé a entender que Dios es distante, enojón, exigente, castigador, sino que comunique, Su misericordia, Su amor. Que aceptemos lo que nos propone el Papa Francisco: “sean misioneros del amor y de la ternura de Dios”.

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Que respondamos a lo que nos pidió en la homilía de la Misa de canonización de nuestra flamante nueva santa, sor Lupita García Zavala: “no encerrarse en uno mismo, en los propios problemas, en las propias ideas, en los propios intereses, en ese pequeño mundito que nos hace tanto daño, sino salir e ir al encuentro de quien tiene necesidad de atención, comprensión y ayuda, para llevarle la cálida cercanía del amor de Dios, a través de gestos concretos de delicadeza, de afecto sincero y de amor.” Gestos que todos podemos hacer. Gestos que todos pueden comprender.

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La Santísima Trinidad

Al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo

Pues yo sólo lo llamo Dios’, dijo ufano un joven en un retiro en el que salió el tema de cómo nos dirigimos a Dios que es Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Y explicó: ‘Le digo: Dios, por favor concédeme esto, y cuando me lo concede le digo: ¡gracias, Diosito!, y ya, no me complico.’ Una señora le contestó que de lo que se trataba en la oración no era de no complicarse, sino de establecer una comunicación personal con Dios, y que ella sentía que decirle a Dios solamente ‘Dios’ era como llamarlo por su apellido. Nos dio risa su comparación. Contó que en donde ella trabajaba, el jefe le solicitaba los trabajos enviándole un memo en el que sólo la llamaba por su apellido. Y a ella eso le parecía muy seco, muy impersonal. Pero entró a su misma área una compañera que se apellidaba como ella, y entonces al jefe no le quedó más remedio que

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dirigirle los memos llamándola por su nombre, más aún, como éste era muy largo, usaba el diminutivo, lo cual hacía que sonara más amable, casi afectuoso (pues así le dicen en su casa), y hacía que ella se sentía más a gusto recibiendo aquellos memos y realizando lo que le pedían. Una persona añadió que en la Biblia se ve que cuando Dios se dirige a alguien no le dice: ‘oye, humano, te pido tal o cual cosa’, sino que lo llama por su nombre, así que habría que corresponder y no solamente dirigirse a ‘Dios’ diciéndole ‘Dios’. Desconcertado el muchacho preguntó, ya no tan ufano, si entonces había hecho mal en rezar como acostumbraba. Varios respondimos de inmediato que no, que lo más importante, al fin y al cabo, es dirigirse a Dios. Alguien hizo notar que todos en algún momento, decimos: ‘¡Bendito sea Dios!’ o ‘¡Ayúdame, Dios mío!’. Aclaramos que lo que se estaba planteando no era que estuviera mal, sino sólo que no debía ser la única manera de hablar con Dios. Coincidimos en considerar que ya que Dios es Trinidad, es muy rico y más íntimo en la oración dirigirse al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo de manera especial, personal, particular, diferenciada. Y eso no es ‘complicarse’, todo lo contrario, es entrar en una relación tan directa y sencilla como la que uno tiene con sus seres más allegados, más amados. Y así, por ejemplo, llamar Padre a Dios te hace sentirte como un niño pequeño en Sus brazos, cobijado, amado, atendido, protegido, cuidado.

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Te hace mirar a lo alto y saber que habitas en Su casa, que dondequiera que vayas te sigue Su mirada amorosa, y que si llegas a alejarte, no se cansa de esperar tu regreso, y te sale al encuentro con los brazos abiertos y el corazón dispuesto a hacer fiesta. Dirigirte a Jesús en la oración es dialogar no sólo con tu Señor, sino con Aquel que por amor a ti quiso hacerse tu hermano, para rescatarte del pecado y de la muerte. Es sentirlo cercano, siempre presente, siempre dispuesto a caminar contigo, a aconsejarte con Su Palabra, a consolarte, sonreírte, exhortarte y reprenderte si lo necesitas, sostenerte para que no tropieces, perdonarte si te sueltas de Su mano y caes, sumergirte en Su infinita misericordia, amarte como lo ama el Padre e invitarte a permanecer en Su amor para siempre. Invocar al Espíritu Santo es descubrir cómo te ilumina, te inspira, te guía hacia la Verdad; es pedir y recibir Sus dones y carismas; es dejarte conducir por Él, saber que es tu Abogado, Tu Defensor, el que habla e intercede por ti, el que te enseña a salir de los atolladeros en que te metes; es descubrir que, como dice san Pablo en la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa, (ver Rom 5, 1-5) “Dios ha infundido Su amor en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, que Él mismo nos ha dado” No hay que conformarse con mantener una con Dios un trato distante o impersonal si puedes entablar una relación personal con cada una de las Divinas Personas de la Santísima Trinidad. Y no es complicado, es tan sencillo, tan natural, tan sabroso como dirigirse con amor a un ser amado.

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IX Domingo del Tiempo Ordinario

Maravillar a Jesús

aravillarse. Experimentar esa gozosa sorpresa que nos deja

admirados y contentos. Jesús maravilló a Sus contemporáneos. Sus apóstoles quedaron maravillados cuando Jesús fue capaz de calmar la tempestad (ver Mt 8,27). A la gente la maravillaba que expulsara demonios (ver Mt 9,33), que hiciera hablar a los mudos, andar a los cojos, ver a los ciegos (ver Mt 15, 31; Mc 7, 37). A Sus enemigos los maravilló que cuando le hacían una pregunta malintencionada intentando atraparle, Él les daba una respuesta genial, irrefutable (ver Mt 22,22). También a nosotros nos maravilla Jesús. Nos maravilla que renunciara a los privilegios de Su condición divina, para venir a compartir nuestra condición humana y rescatarnos del pecado y de la muerte.

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Nos maravilla la paciencia que nos tiene, que aunque caemos una y otra vez, no se canse de perdonarnos, no deja de creer en nuestra contrición y propósito de enmienda. Nos maravilla que está siempre dispuesto a tendernos la mano, en lo pequeño y en lo grande. Nos maravilla los amaneceres y atardeceres que pinta para nosotros cada día. Nos maravilla Su Creación. Nos maravilla ir descubriendo a lo largo del día o de la vida, los incontables detalles para con nosotros, que nos revelan Su ternura, Su delicadeza, cómo nos cuida, cómo nos procura. Nos maravilla que nos considere Sus amigos, a nosotros, ingratos e infieles como somos. Nos maravilla saber que nos ama incondicionalmente y para siempre... Nos sentimos agradecidos y quisiéramos poder corresponderle, hacer algo que lo maraville a Él. Pero, ¿qué podemos hacer que maraville a Jesús? La respuesta la da el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 7, 1-10). Narra san Lucas que Jesús se maravilló y por qué, con lo cual nos da una pauta a seguir. El Evangelio cuenta el caso de “un oficial romano, que tenía enfermo y a punto de morir a un criado muy querido”. De entrada tenemos aquí ya algo que puede maravillar a Jesús: una persona que no sólo ama a sus familiares y amigos, sino

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también a alguien de quien muchos patrones ni siquiera se molestarían en conocer su nombre. En un mundo en el que la gente suele preocuparse sólo de los ‘suyos’, y no es raro escuchar, al momento de la Oración Universal en Misa: ‘por mi familia’, o ‘por mi hijo’, o ‘por mi hermana’, peticiones que no incluyen a las familias, a los hijos, a los hermanos de los demás, podemos maravillar a Jesús, no sólo pidiéndole por nuestros particulares intereses, lo que el Papa Francisco llama ‘nuestro mundito’, sino salir de nosotros mismos y pedir por las necesidades de otros, de todos. Hace pocos días, a nuestro círculo telefónico de oración inmediata, llegó el mensaje de un amigo que viajaba en transporte público. Solicitaba que pidiéramos por una señora que iba sentada cerca de él y que se puso mala del estómago. Cuando tal vez muchos la miraron con repulsión, y se alejaron, hubo alguien que reaccionó distinto, con amor hacia una completa extraña; se puso a orar por ella y nos invitó a orar también. Fue un gesto que sin duda maravilló al Señor. Dice el Evangelio que cuando supo que Jesús estaba en la ciudad, le envió a unos ancianos judíos a pedirle que curara a su siervo, y que éstos le dijeron a Jesús: “Merece que le concedas ese favor, pues quiere a nuestro pueblo y hasta nos ha construido una sinagoga”. Por lo visto en el corazón de este hombre no sólo cabía el amor hacia su siervo, sino hacia todo un pueblo. Y lo notable es que no era su pueblo. El imperio romano tenía dominado al pueblo de Israel. Y como siempre sucede en estos casos, la relación entre ambos era, cuando menos, tensa. Se despreciaban mutuamente.

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Los romanos tenían a los judíos por fanáticos religiosos, los judíos llamaban a los paganos romanos, ‘perros incircuncisos’. En ese contexto llama mucho la atención que un oficial romano se atreviera a ir a contracorriente de la opinión generalizada de sus conciudadanos, y no sólo amara al pueblo judío, sino gastara su dinero construyéndole una sinagoga. No solemos ser así. Solemos adherirnos incondicionalmente a las filias y fobias del grupo al que pertenecemos, sea familiar, de amigos, de colegas o incluso de miembros de un movimiento religioso. Con demasiada frecuencia dirigimos nuestra solidaridad en la dirección equivocada. Y con tal de ser aceptados, no criticados, nos ponemos del lado de quien no debemos. Hace unos días se publicó en el periódico que un niño de siete años se suicidó porque ya no soportaba la burla a la que lo sometían unos compañeros de su escuela. Y su mejor amigo confesó que nunca dijo nada porque no quería ser un ‘soplón’ y caerles mal a aquellos niños. Maravillan a Jesús quienes son capaces de amar aunque todos a su alrededor odien; defender al que es víctima de la injusticia; a los que son discriminados, despreciados, explotados, excluidos, descalificados, olvidados. Narra Lucas que Jesús se puso en camino, y que antes de llegar a la casa del oficial romano, éste le mandó decir: “Señor, no te molestes, porque yo no soy digno de que Tú entres en mi casa; por eso ni siquiera me atreví a ir personalmente a verte. Basta con que digas una sola palabra y mi criado quedará sano”.

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Hay muchas personas que se creen tan merecedoras de los favores de Dios que incluso se atreven a reclamarle cuando no les concede lo que le piden. Supe de una señora que estaba segura de que Dios le concedería cierto milagro que más que pedirle, le exigía, y cuando éste no sucedió, ella se enojó con Dios, dejó de rezar, dejó de ir a la iglesia, se sintió defraudada, no lo podía creer, se preguntaba: ‘¿cómo no hizo Dios esto por mí, si yo nunca falté a Misa, siempre di limosna, fui tan buena católica? No le cabía en la cabeza que para conceder algo Él no toma en cuenta si alguien tiene ‘méritos’ o no, sino si conviene con miras a la salvación eterna. Y sólo concede aquello que es para bien, aunque de momento no parezca, aunque de momento esto no se alcance a captar o a comprender. No es fácil admitir que no merecemos nada. Se requiere una humildad como la de el oficial romano, que no se cree digno de recibir un milagro de parte del Señor, y eso que sus amigos judíos sí lo consideran merecedor. Por eso, aunque se atreve a pedir lo que necesita, lo hace sin exigir. Y a diferencia de muchos que piden a Jesús una señal para poder creer en Él, este hombre no requiere que Jesús imponga las manos sobre su criado ni que haga bajar un rayo del cielo; no pide nada especial; se conforma con que Jesús pronuncie una palabra. Eso le basta. Dice san Lucas que Jesús “se maravilló, y volviéndose hacia la gente que lo seguía, dijo: ‘Yo les aseguro que ni en Israel he hallado una fe tan grande’...”

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Ahí lo tenemos. Ya averiguamos cómo podemos maravillar a Jesús. Y la buena noticia es que no es complicado ni espectacular lo que debemos hacer. Basta vivir de verdad el amor, la humildad y la fe.

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X Domingo del Tiempo Ordinario

Nadie se lo pidió

quí no hubo empleados que fueran a pedirle que le ayudara, como en el caso del centurión.

Tampoco amigos, que intercedieran y le hicieran por ella, haciéndole ver a Jesús que merecía que le hiciera ese gran favor. Ni siquiera fue ella misma a postrarse a los pies del Señor, como hizo aquella madre cananea. Quizá conocía a Jesús, había oído hablar de Él, quizá no tenía idea de quién era Él, pero en todo caso, no estaba como para despegarse ni un instante de ese cortejo terrible que llevaba en andas a su muchacho muerto, a su único hijo, a la luz de sus ojos. Estaba demasiado metida en su propio dolor, seguramente cegada por las lágrimas, sin posibilidad de hacer nada más que caminar y llorar. Ella no podía hacer nada. Pero se topó con Aquel que lo puede todo. Probablemente ella no reparó en Él, pero Él sí la miró.

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Puso en ella esa mirada Suya misericordiosa, esa mirada que no sabe contemplar con indiferencia el dolor ajeno, y se dejó mover, conmover. El Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 7, 11-17) narra un milagro muy particular, distinto a los demás, porque fue exclusiva iniciativa de Jesús, que lo realizó sin que nadie se lo pidiera. Dice el texto bíblico que cuando Jesús y Sus discípulos entraban a una población llamada Naím, “se encontró con que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de una viuda, a la que acompañaba una gran muchedumbre”. No es casualidad que Jesús pasaba por ahí. Los tiempos de Dios son siempre oportunos, siempre llegan al momento preciso de hacer el mayor bien. Jesús mira pasar el cortejo fúnebre y no resiste intervenir. ¿Qué lo movió a hacerlo? Quizá en aquella mujer anticipó lo que le sucedería a María, que un día también lloraría la muerte de su único Hijo. Quizá le sucedió simplemente que siendo Él la Vida, no pudo tolerar ver a aquel joven sumido en la muerte. Dice el texto que “cuando el Señor la vio, se compadeció de ella y le dijo: ‘no llores’. Podía parecer extraño pedirle a una madre que ha perdido a su hijo, que no llore, si se considera que el único consuelo que le queda es llorar. Pero Jesús se lo pide porque iba a darle verdadero consuelo, iba a quitarle la razón de llorar.

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Narra san Lucas que Jesús tocó el ataud, los que lo llevaban se detuvieron y entonces Jesús dijo: “Joven, Yo te lo mando: levántate”, y de inmediato “el que había muerto se levantó.”. Podemos imaginar, que en medio de la sorpresa de la gente, y tal vez el temor de algunos, sobresalió el gozo desbordante de aquella madre que inesperadamente recuperó a su hijo, que recibió ese inestimable regalo de Dios. Este milagro extraordinario que Jesús realizó sin que nadie se lo pidiera, nos da la pauta para considerar que así como sucedió entonces sucede ahora. No por casualidad, Jesús nos sale al encuentro, a pesar de que tal vez nosotros seamos incapaces de dirigirnos a Él. Esa persona enferma en una cama, que no puede ni rezar; esa persona que por ancianidad ya no se acuerda ni de cómo orar; esa persona que está pasando por una crisis, por una situación difícil, en la que siente que las malas noticias parecen sucederse una tras otra, pueden tener la certeza de que aunque en su dolor se sientan solas y abandonadas por Dios, no lo están. Él no las olvida, no se desentiende, todo lo contrario. Se acerca, viene a secar las lágrimas, a ofrecer el consuelo inefable de saber que en todo interviene para bien; que ni el dolor ni la muerte tienen la última palabra, que podemos secar nuestro llanto porque aunque nadie se lo pida, el Señor nos mira compasivo y actúa siempre a nuestro favor, y a veces hace por nosotros algo inesperado, y siempre, lo mejor.

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XI Domingo del Tiempo Ordinario

Sol y barro

Por qué buscas la amistad de alguien? Posiblemente porque percibes en esa persona ciertas

cualidades que te atraen. Y ¿qué se necesita para que esa persona acepte tu amistad? Supongo que se necesita que también ella encuentre en ti ciertas cualidades que aprecie. ¿Y si esa persona descubre que no tienes esas cualidades, o que las tenías pero las perdiste? Lo más probable es que ya no te incluya en el selecto grupo de sus amigos. Es una pena, pero así actúa la mayoría de la gente. Y tal vez incluso los santos. Me gusta leer biografías de santos, y cuando estoy leyendo alguna, y me maravillan las cualidades del personaje en cuestión, pienso: ‘¡si hubiera vivido en su tiempo, me hubiera encantado ser amiga suya!’, pero en seguida recapacito: ‘uy,

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pero ni de chiste me hubiera considerado su amiga, no califico!’ Por ejemplo, me temo que para ser amiga de santazos como san Pablo o san Francisco de Asís o santa Teresa de Ávila o san Ignacio de Loyola, me falta osadía, desprendimiento, devoción, caridad, total disponibilidad. Claro por su gran misericordia, los santos se compadecen de los pecadores y admiten en su compañía a cualquiera, especialmente a quienes menos toleran (por citar dos casos, santa Teresita del Niño Jesús trataba con más amor a la monja que peor le crispaba los nervios, al grado que ésta se preguntaba: ‘¿qué cualidades ve en mí esta niña, que me quiere tanto?’, y de san Francisco de Sales se decía que si alguien deseaba que él lo atendiera con esmero, antes debían criticarlo o atacarlo públicamente, pues él era más amable y afectuoso con sus enemigos que con sus amigos), pero la verdad es que de los amigos uno espera ser amado, no sólo tolerado o compadecido. Queremos que quien acepte nuestra amistad, no lo haga pensando que así logrará ser mártir o santificarse ejerciendo con nosotros la caridad y la paciencia en grado heroico, ja ja ja, sino porque sencillamente nos aprecia como somos y disfruta nuestra compañía. Así pues, con toda la pena del mundo debo reconocer que aunque les tengo mucha admiración y devoción a todos los santos, pido y agradezco su intercesión y les encomiendo mis intenciones y las de mucha gente, no alcanzo del todo a sentirme amiga suya porque siento que para eso, como se dice popularmente, no doy ‘el ancho’. Ah, pero esta falta de amigos celestiales se ve compensada y con creces por la mayor amistad que puede haber, la del Señor. A diferencia de como se comportan las personas en este mundo, Jesús no busca nuestra amistad por nuestras cualidades, ni se aparta de nosotros por nuestros defectos.

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Para Él todos damos ‘el ancho’, a todos nos considera Sus amigos, y no sólo nos tolera, sino nos valora y disfruta nuestra cercanía. Prueba de ello es el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 7, 36-8,3). Allí nos narra san Lucas que estando Jesús en casa de un fariseo que lo invitó a comer, entró una mujer “de mala vida”, que con sus lágrimas bañó los pies de Jesús y los ungió con perfume. Al fariseo le pareció mal que Jesús permitiera que lo tocara una pecadora. Pero Jesús no estaba prestando atención a lo que ella había sido o había hecho en el pasado, a sus defectos o pecados, sino a que lloraba arrepentida, y le demostraba mucho amor. ¡Qué maravilla que para disfrutar de la cercanía de Jesús no tenemos que tener un expediente intachable, sino simplemente un corazón capaz de abrirse a Su perdón y a Su amor! Jesús dijo que nos considera Sus amigos (ver Jn 15, 15), y la buena noticia es que Su amistad no depende de nuestros méritos o cualidades, porque de ser así nunca la hubiéramos conseguido o ya la hubiéramos perdido, sino que es incondicional, gratuita, total. Tenemos otra muestra de ello al final del Evangelio dominical. Dice que acompañaban a Jesús, además de Sus doce discípulos, “algunas mujeres que habían sido libradas de espíritus malignos...entre ellas iba María, llamada Magdalena, de la que habían salido siete demonios; Juana, mujer de Cusa, el administrador de Herodes; Susana y otras muchas, que lo ayudaban con sus propios bienes.” (Lc 8,2-3).

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¡Qué grupito! Había en él había varias ex endemoniadas, y de una ellas había expulsado nada menos que ¡siete demonios! Siendo el siete un número que en la Biblia significa plenitud, podemos pensar que antes de conocer a Jesús, ella había estado completamente inmersa en el mal, había sido lo que se dice una mala persona, una tremenda pecadora. Y había otra cuyo marido trabajaba ¡para el odiado Herodes! Sin embargo Jesús las integró al círculo de Sus allegados. Y allí estaban, sin duda alguna felices, sabiéndose plenamente aceptadas, acogidas. Y la buena noticia es que así como Jesús las aceptó y acogió a ellas, nos acepta y acoge a nosotros. No importa qué tantos defectos tengamos, qué tantos pecados hayamos cometido, qué tan negro sea nuestro historial, con quiénes nos hemos relacionado, qué hayan hecho nuestros parientes... Jesús no espera de nosotros que seamos perfectos, espera solamente que le permitamos liberarnos de todo lo que venimos arrastrando, que le permitamos desterrar nuestra tiniebla con Su luz. Decía bellamente la Primera Lectura que se proclamó este viernes pasado en Misa: “El mismo Dios que dijo: ‘Brilla la luz en medio de las tinieblas, es el que ha hecho brillar su luz en nuestros corazones, para dar a conocer el resplandor de la gloria de Dios, que se manifiesta en el rostro de Cristo. Pero llevamos este tesoro en vasijas de barro, para que se vea que esta fuerza tan extraordinaria proviene de Dios y no de nosotros mismos” (2Cor 4, 6-7). ¡Qué imagen tan sugerente!

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Somos vasijas de barro, pero vino a hospedarse en nuestro interior el sol que nace de lo alto. Resplandece en nuestra alma Aquel que vino a iluminar a los que vivimos en tinieblas y en sombras de muerte (ver Lc 1, 78-79). Y aunque somos cacharritos de barro, y podemos estar más o menos desportillados, tal vez incluso con algunas rajaduras de consideración, nuestras cuarteaduras, las que hacen que otros nos vean feo y nos critiquen, a Él no lo espantan ni lo alejan, al contrario; aprovecha cada rendija para irradiar Su luz, para alumbrar nuestro camino y el de quienes nos rodean, y recordarnos que cuando más fracturas tenemos, cuando más quebrantados estamos, tanto más se manifiesta Su gloria, tanto más se cuela y sale y brilla e ilumina a todos Su luz.

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XII Domingo del Tiempo Ordinario

Una mala y una buena

e tengo una noticia mala y una buena. Es una frase que es muy común, porque solemos tratar

de contrarrestar las malas noticias, pero también porque si sabemos captarlo, descubrimos que en este mundo, a cada mala noticia siempre se le puede descubrir la buena que la acompaña, generalmente de orden espiritual. Y así, por ejemplo, el que enfrenta la mala noticia de una enfermedad, enfrenta también la buena noticia de aprovechar su situación para crecer en paciencia, en humildad, en unir sus sufrimientos a los de Cristo, ofrecerlos por amor a Él, por la conversión de seres queridos, por otros enfermos y sus seres queridos... La mala noticia de un desastre natural, viene siempre acompañada de la buena noticia de la solidaridad de personas que de inmediato se organizan para realizar acopios de víveres, cobijas, ropa, medicinas; organizaciones humanitarias que ayudan a los damnificados a superar la crisis y reconstruir sus casas. A toda mala noticia le acompaña una buena, y de saber detectarla depende si asumimos esa mala noticia con serenidad e incluso con esperanza, o si nos entregamos al desánimo, el desconsuelo y la desesperanza.

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Muestra de ello es el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 9, 18-24), que narra una de las tres ocasiones en que Jesús anunció a Sus discípulos que sufriría mucho, sería rechazado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, sería entregado a la muerte, y resucitaría al tercer día. La primera parte de la noticia debe haber sido aterradora para ellos. Acostumbrados a respetar, admirar, obedecer a los personajes que mencionó, que formaban parte del grupo dirigente de Israel, no les cabía en la cabeza que siendo Jesús el Mesías, el enviado por Dios, aquellos fueran a rechazarlo y a matarlo. Y la sola idea de que su Maestro fuera entregado a la muerte, debe haberles congelado la sangre. ¡Realmente no podía haber peor noticia que ésa! Si se quedaban atorados en ella, el futuro se tenía de negro y de desesperanza. Pero Jesús no se limitó a dar la mala noticia. La acompañó con la mejor noticia posible, insuperablemente buena, una noticia tan excelente que ninguna otra en la tierra se le puede comparar: que resucitaría. ¡Les estaba anunciado algo extraordinario! ¡Que Sus sufrimientos, Su muerte, no acabarían con Él, no serían el final de Su historia ni de la nuestra! Claro, no deja de doler lo que tendría que pasar primero, pero lo segundo es tan maravilloso que lo compensa con creces! Lamentablemente los discípulos no lo captaron así.

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En el Evangelio de san Lucas ésta es la primera de tres veces en que Jesús les anuncia a los discípulos que padecerá, morirá y resucitará. Y en ésta ocasión no nos comenta su reacción, pero en las dos siguientes sí, y allí descubrimos que los discípulos no entendieron nada y no quisieron preguntar (ver Lc 9,44-45; 18, 31-34). La primera noticia los impactó tanto que no prestaron atención a lo demás, y no quisieron moverle, prefirieron no averiguar. Y por eso ellos solos se privaron del consuelo que hubieran experimentado si hubieran preguntado, prestado atención. Ello nos deja una gran lección. Cuando en la vida enfrentemos dificultades, situaciones que nos llenan de miedo, de tristeza, de angustia, no nos atoremos allí, no nos quedemos con esa primera parte; vayamos más allá, superemos las olas que rompen en la orilla, y atrevámonos a remontarnos mar adentro, y buscar en el mar sereno del amor de Dios, que nos sostiene con Su gracia divina, que nos fortalece, que tiene el poder de transformar toda situación de muerte en fuente de vida.

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XIII Domingo del Tiempo Ordinario

Pero déjame primero...

omás que...’, ‘pero antes tengo que...’, ‘pero déjame primero...’ Son frases que solemos emplear para posponer

hacer algo, a veces indefinidamente. Me ha sucedido encontrarme con ex alumnos de algún curso de Biblia que me dicen: ‘ya voy a volver a ir, nomás que...(y ahí vienen distintas frases, ‘nomás que se case mi hijo’, ‘nomás que se mejore mi suegra’ -supongo que se refieren a la salud, no al carácter, je je-), o una variante: ‘antes tengo que terminar de’...(y también aquí le sigue una gran variedad de razones: terminar de arreglar la casa -uuuy, eso puede tomar ¡años!- , terminar con otros compromisos, terminar de organizarse -algo que también puede tardar ¡toda la vida!-). Siempre les contesto lo mismo, que cuando buenamente puedan ir serán siempre bienvenidos, y que sea que regresen o no, lo que importa es que no dejen de encontrarse con Dios, a través de la oración, de la meditación de Su Palabra y, desde luego, de la Eucaristía. Eso sí que es impostergable. Prueba de ello es el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 9, 51-62). Allí vemos que alguien a quien Jesús le dijo: ‘Sígueme’, le salió con un: “déjame ir primero a enterrar a mi padre”, (lo cual no significaba que tuviera a su padre tendido en un velorio, sino que era una manera de decir que se esperaría hasta que se muriera su padre -el cual quizá ni era viejito ni

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estaba enfermo- y ya luego de que éste muriera, seguiría a Jesús). Y también se narra que lo que probablemente fue una respuesta a otra invitación de Jesús, alguien le dijo: “Te seguiré, Señor, pero déjame primero despedirme de mi familia”, (algo que, dependiendo del número de parientes y del drama que le hicieran por irse, podía tomar ¡demasiado tiempo!). En ambos casos la respuesta de Jesús fue tajante, contundente, haciéndoles ver que el Reino de Dios no admite demoras, es para hoy, para ahorita. Y lo que le dijo a esas personas nos lo dice a nosotros también, que solemos responder a los llamados del Señor con las mismas palabras que ellas usaron: Sí te seguiré y dejaré este vicio, ‘pero déjame primero’ seguir cayendo en él un rato más. Sí, ya voy a procurar hablar bien de los demás ‘pero déjame primero’ contar este chisme que está buenísimo. Sí, ya sé que tengo que perdonar lo que me hizo, ‘pero déjame primero’ mantener el enojo, echar rayos y centellas, hablar mal, contar a todos lo que pasó... Sí, ya sé que me estás esperando para charlar un rato conmigo en la oración, ‘pero déjame primero’ mirar la tele, hablar por teléfono, navegar en la computadora. Sí, ya sé que tienes mucho que decirme a través de Tu Palabra, pero déjame primero terminar de leer esta novela, el periódico, esta revista... Sí, ya sé que tengo que ir a Misa, ‘pero déjame primero’ dedicar algunos domingos a ir de compras, a bañar al perro, a ir de paseo, de visita... ¡Ay, cuántas veces dejamos para después realizar lo que Jesús nos pide! Nos engañamos pensando que no perdemos nada cuando postergamos cumplir la voluntad del Señor, pero perdemos la oportunidad de edificar y habitar Su Reino, y disfrutar mucho antes esa gracia que Él derrama (sin demora) en nuestro corazón cada vez que aceptamos Su invitación.

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XIV Domingo del Tiempo Ordinario

De todos modos

xpresiones burlonas, mirar al techo como diciendo: ‘¡otra vez con lo mismo!’ o ‘¡a ver a qué horas se calla!; intentar cambiar de tema; dejar que reine un silencio

denso; hacer mutis; dar un portazo, cortar la comunicación. Si en tu intento de compartir tu fe con alguien, te responden con alguna de esas actitudes, ¿cómo reaccionas? Le hice esa pregunta a algunas personas. Unas dijeron que se enojarían, otras que se desanimarían, la mayoría reconoció que probablemente ya no querría volverlo a intentar. Pero ni enojarse ni desanimarse es lo que pide Jesús cuando envía en Su nombre a setenta y dos discípulos, según leemos en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 10. 1-12.17-20). En primer lugar les dice que los envía “como ovejas entre lobos” (Lc 10,3), y cuando uno esperaría que luego de tan descorazonador anuncio, les sugiera que se armen hasta los dientes, que vayan bien preparados para defenderse y atacar, hace ¡todo lo contrario!, les pide que no lleven prácticamente

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nada, ni dinero, no morral, ni sandalias, vamos, ni siquiera comida. ¿Por qué los manda tan indefensos sabiendo lo que les espera? Porque si van como ovejas, Él será Su Pastor, Él les cuidará, proveerá lo que les haga falta. En cambio si van en plan de lobos, si deciden recurrir a la violencia, morder y aullar para hacerse oír, dejarán de ser parte de Su rebaño, tendrán que atenerse a sus propias fuerzas y sin duda fracasarán. Aquí se comprende por qué san Pablo dice que en su debilidad radica su fuerza (ver 2Cor 12,10), claro, porque en su debilidad depende enteramente de Dios, que nunca defrauda a los que en Él confían. El que va en nombre de Cristo no puede amoldarse a los criterios de un mundo en el que impera la violencia, el aplastar al otro, el imponerse por la fuerza. Para el cristiano la única fuerza ha de ser la de la verdad, la única violencia la que se ejercite contra el pecado, no contra el pecador; lo único que ha de aplastarse, es la propia soberbia. En segundo lugar, dice Jesús a Sus enviados, que si la gente no los recibe, le digan: “Hasta el polvo de esta ciudad que se nos ha pegado a los pies nos lo sacudimos” (Lc 10, 11). Como en estos días a quienes vivimos en relativa cercanía del Popocatépetl nos ha estado lloviendo ceniza volcánica, tal vez nos suena normal eso de sacudirnos el polvo de los pies, pero Jesús propone ese gesto con otra intención. Por eso les pide que aclaren que es una “señal de protesta” por no haber querido recibirlos. Se trata de hacer que la gente se dé cuenta de que sus actitudes de cerrazón son rechazadas, desaprobadas por estos hombres

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de Dios que han venido con toda humildad y paz a anunciarles la Buena Nueva. Es otro intento de hacerla reaccionar, recapacitar. Y por si eso no fuera suficiente, les pide que digan: “De todos modos, sepan que el Reino de Dios está cerca” (Lc 10, 11). De todos modos. ¿Qué significa esta expresión? Tal vez se la puede interpretar de dos maneras. La primera, como sinónimo de ‘a pesar de todo’, es decir, aunque de momento no quieran oírnos, aunque tengan cerrado el corazón, aunque hoy sean como ese terreno duro en el que no penetra la semilla, ‘de todos modos’ les anunciamos la Buena Nueva, confiando en que como es semilla buena, tarde o temprano germinará, dará fruto. ¡Qué conmovedor resulta comprobar una y otra vez que a Jesús no le gusta dar a nadie por perdido! Él realmente quiere “que todos los hombres se salven” (1Tm 2,4), que no se pierda ninguno de los que Su Padre le ha dado (ver Jn 6, 39). Es por eso que el Señor no nos acepta la renuncia como testigos Suyos, no quiere que dejemos de ser trabajadores de Sus campos. Aún cuando nos toque intentar evangelizar a los más recalcitrantes, a los más cerrados, a los más difíciles, el Señor nos invita a seguir dándoles testimonio, a ingeniárnoslas para compartirles algún bello texto bíblico, una anécdota acerca de

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cómo la fe nos ayudó en cierto momento; a seguir dándoles señales palpables de amistad, de acogida, de verdadera caridad. Viene a la mente lo que san Pablo le pedía a Timoteo: “Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a destiempo...” (2Tm 4,2). Y la segunda manera de interpretar el: ‘de todos modos’, podría ser, hoy en día, en relación con los medios que debemos emplear para evangelizar. En ese sentido, tal vez hoy deberíamos entenderla como referida a ‘todos los modos’, es decir, que hay que aprovechar todos los medios modernos a nuestro alcance para difundir el mensaje de Cristo, para ir, como esos setenta y dos enviados Suyos, delante de Él a prepararle un lugar a donde Él quiere ir, a donde quiere llegar, a cada corazón. Por ejemplo, aprovechar el celular o el twitter para enviar frases tomadas de la Misa de ese día o de la Liturgia de las Horas; seguir y compartir en facebook los mensajes de páginas católicas (por ejemplo, Catholic net; Católicos firmes en su fe; Cristianos Católicos en el mundo; Catholic link; Católico: Defiende tu fe; News.va Español; Rome reports; The Divine Mercy, Catholic Answers); aprovechar el internet para leer y compartir con otros, la Biblia, el Catecismo de la Iglesia Católica, los documentos vaticanos (por ejemplo, la nueva Carta Encíclica que publica el Papa Francisco, disponible en: bit.ly/1aJ00v9). Y desde luego hacer buen uso de ese método antiquísimo y sumamente efectivo, que a pesar de todas las tecnologías no pasa de moda: el encuentro personal, cara a cara, en el que comunicamos de tú a tú, a aquellos con los que convivimos en casa, en el trabajo, en la escuela, en el transporte público, gestos concretos de perdón, de comprensión, de solidaridad, que les hablan más elocuentemente que nuestras palabras y pueden acercarlos a la fe, a la esperanza, al auténtico amor cristiano.

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Jesús envió y sigue enviando a setenta y dos discípulos a evangelizar. Es el número que se menciona en el Antiguo Testamento para referirse a todos los pueblos que se dispersaron por la tierra después del diluvio, (ver Gen 10); tiene, pues, un sentido de misión universal, de no limitarse a ir a un solo pueblo sino a todo el mundo. Hoy en día, entre esos setenta y dos enviados nos contamos tú y yo. Al igual que a aquéllos, Jesús nos envía a nosotros también, como ovejas entre lobos, a los lugares a donde Él piensa ir. Y como a ellos, nos envía en Su nombre, a anunciar la Buena Nueva a todos, de todos modos, de todos los modos.

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XV Domingo del Tiempo Ordinario

Ve y haz tú lo mismo

Cuántas veces has oído la parábola del buen samaritano, pensaste que es una linda historia y te olvidaste de ella?

Pero este domingo, gracias a lo que ha venido haciendo y diciendo el Papa Francisco, resuena con más fuerza que nunca la frase que Jesús pronuncia al final del Evangelio que se proclama en Misa (ver Lc 10, 25-37). “Ve y haz tú lo mismo”. ¿A que se refiere? A imitar al samaritano. ¿En qué? Para saberlo, cabe releer la parábola, destacando al menos siete acciones que el samaritano hizo: 1. iba de camino No estaba en su casa, encerrado a piedra y lodo. Iba de camino. Para encontrar a quienes nos necesitan nos hace falta salir de lo que el Papa Francisco llama ‘nuestro mundito’, esa zona de confort en la que nos sentimos seguros.

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Ello puede requerir que nos atrevamos a recorrer otros caminos, quizá muy distintos a los que acostumbramos recorrer, quizá lejos de nuestras comodidades y rutinas. O tal vez no implica necesariamente recorrer caminos diversos, sino los mismos de siempre, pero no como solemos recorrerlos, a mil por hora, sin prestar atención a nada más que a nuestros propios asuntos. Parece que malinterpretamos eso de “no saludéis a nadie en el camino” (Lc 10,4), o que nuestro lema es el de aquel juego infantil: ‘voy derecho y no me quito, si me pegan, me desquito’. Hay un programa de TV de cámara escondida en la que videograban cómo reacciona la gente cuando pasa frente a alguien que necesita ayuda. Ponen, por ejemplo, a una señora que se afana por sacar a una viejita del coche para sentarla en una silla de ruedas, o a un joven en patineta que se cae aparatosamente. Es impactante constatar la cantidad de gente que da un rodeo y sigue de largo. Dijo el Papa, en una estremecedora homilía que pronunció en Lampedusa, una isla italiana a la que intentan llegar muchos inmigrantes provenientes de África, Medio Oriente y Asia, que desgraciadamente naufragan y mueren en el mar: “Vemos al hermano medio muerto al borde del camino, quizás pensamos “pobrecito”, y seguimos nuestro camino, no nos compete; y con eso nos quedamos tranquilos, nos sentimos en paz. La cultura del bienestar, que nos lleva a pensar en nosotros mismos, nos hace insensibles al grito de los otros, nos hace vivir en pompas de jabón, que son bonitas, pero no son nada, son la ilusión de lo fútil, de lo provisional, que lleva a la

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indiferencia hacia los otros, o mejor, lleva a la globalización de la indiferencia. En este mundo de la globalización hemos caído en la globalización de la indiferencia. ¡Nos hemos acostumbrado al sufrimiento del otro, no tiene que ver con nosotros, no nos importa, no nos concierne!” (Papa Francisco, 8 julio 2013). Claro, es latoso detenerse, incluso tal vez riesgoso. Pero el Papa Francisco dijo, en una bella carta que envió a sus hermanos en el episcopado argentino: “Debemos salir de nosotros mismos hacia todas las periferias existenciales... Una Iglesia que no sale, a la corta o a la larga, se enferma en la atmósfera viciada de su encierro. Es verdad también que a una Iglesia que sale le puede pasar lo que a cualquier persona que sale a la calle: tener un accidente. Ante esta alternativa, les quiero decir francamente que prefiero mil veces una Iglesia accidentada que una Iglesia enferma.” (Papa Francisco, 25 marzo 2013). 2. al verlo Decía un señor que pide limosna, que lo que más le duele es que la gente no lo mira, que se siente invisible. Es verdad, a los niños que lavan los parabrisas de los autos en las esquinas, a las señoras que venden chicles y traen a su chamaquito colgado del rebozo, a los jóvenes tragafuegos, cuando piden dinero se les dice que no sin mirarlos a los ojos, simplemente moviendo la cabeza o haciendo con la mano un gesto como de espantar un mosco.

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Es que ver al otro es arriesgarse a quedar atrapado en su mirada y descubrir su dolor, su necesidad, su tristeza, su esperanza de que hagas algo por él que no estás dispuesto a hacer. Pero Dios siempre nos ve. No en balde la bendición que le enseñó a Moisés, para que éste bendijera a todo el pueblo, dice: “Que el Señor te mire con benevolencia” (Núm 6,25). En el Evangelio se nos habla de la mirada amorosa, compasiva de Jesús (ver en Mc 10, 21; Mt 9,36; Mc 6, 34). En la Salve le pedimos a María que vuelva a nosotros ésos, sus “ojos misericordiosos”. Estamos llamados a ver al otro, como Dios, como María. No con mirada dura, de condena, burla o desprecio, sino con amorosa atención. Y dejarnos mover por lo que vemos. Dice el Papa que “el Espíritu Santo nos enseña a mirar con los ojos de Cristo, a vivir la vida como la vivió Cristo, a comprender la vida como la comprendió Cristo.” (Papa Francisco, Audiencia gral. del 8 de mayo de 2013). Pidámosle al Espíritu Santo que nos conceda esa gracia. 3. se compadeció de él Jesús miraba con compasión, miraba y se compadecía, que no es lo mismo que tener lástima, como planteó el Papa Francisco, limitarnos a decir ‘pobrecito’ y ya.’. No. Compadecer es hacer nuestros los sufrimientos ajenos.

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Es atrevernos a dejar que nos duela lo que duele al otro, dejar que nos lastime lo que lo lastima. Y claro, cuando sentimos en carne propia lo que le sucede no podemos quedar indiferentes. Lamenta el Papa: “Somos una sociedad que ha olvidado la experiencia de llorar, de ‘sufrir con’: ¡la globalización de la indiferencia nos ha quitado la capacidad de llorar!... Pidamos al Señor la gracia de llorar por nuestra indiferencia, de llorar por la crueldad que hay en el mundo, en nosotros... Pedimos perdón por la indiferencia hacia tantos hermanos y hermanas, te pedimos, Padre, perdón por quien se ha acomodado y se ha cerrado en su propio bienestar que anestesia el corazón.” (Papa Francisco, homilía en Lampedusa, 8 julio 2013). 4. se le acercó No basta con mirar, no basta con compadecer y seguir de largo. Hay que detenerse, desviarse, acercarse. Jesús se nos hizo cercano. El Papa Francisco se nos hace cercano. Recordamos esa escena conmovedora cuando en su primer recorrido en el Papamóvil descubierto, se bajó para poder abrazar a un joven con parálisis cerebral, al cual se le iluminó el rostro con una enorme sonrisa.

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Qué bello, ser capaces de hacer un alto en la prisa que llevamos, en la agenda hasta el tope; dejar lo urgente y ser capaces de atender lo importante. 5. ungió sus heridas con aceite y vino y se las vendó Este samaritano no era ‘paramédico’, no venía preparado con un botiquín de primeros auxilios. Seguramente traía un morralito con algunas cosas que pensó podía necesitar él para su viaje. Un poco de vino, que tenía la doble finalidad de poderle dar un traguito o bien usarlo para desinfectar alguna herida, y aceite que servía como ungüento, como pomada para algún golpe. Y seguramente traía poquito, lo necesario para él. Pero no lo pensó dos veces. Lo gastó en este hombre que no conocía. Podía haber considerado: ‘los que lo asaltaron tal vez sigan por aquí y me asalten a mí y yo llegue a necesitar este vino y este ungüento’, pero no lo hizo, o si lo hizo no le importó. Otro necesitaba lo que traía y él lo dio, confiado en que ya Dios proveería, si le llegaba a hacer falta a él. Narraba Corrie ten Boom, una mujer holandesa que pasó un tiempo en los campos de concentración nazis durante la Segunda Guerra Mundial, que tenía un frasquito de linimento, del que sacaba algunas gotitas para ponerse sobre los golpes y lastimaduras, y aunque casi no quedaba nada, lo prestaba a las otras mujeres. Y sorprendentemente no se terminaba, siempre salían unas gotitas.

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Y así, pudo seguirlo compartiendo, hasta el día en que terminó la guerra y fueron liberadas. Ese día sí ya no salió más linimento del frasquito. Duró lo que tuvo que durar, lo que Dios se aseguró que durara. Esto recuerda aquel caso de la viuda que se atrevió a compartir su aceite y su harina con el profeta y nunca se le quedó la tinaja vacía (ver 1Re 17, 7-16). Dice un dicho que “el que presta lo que ha de menester (necesitar), el diablo se ríe de él”, como queriendo decir que es tonto dar a otros lo que uno necesita. Y sí sería tonto si sólo contáramos con nuestros propios recursos, pero contamos con los de Dios. Así que podemos prestar lo que necesitamos, que Él se encargará de nuestra necesidad (y seremos nosotros los que nos reiremos del diablo; el que ríe al último ríe mejor...). 6. luego lo puso sobre su cabalgadura, lo llevó a un mesón y cuidó de él Pudo haberse limitado a curarlo y dejarlo allí, pudo pensar: ‘ya hice suficiente’; pudo haberle pedido a alguien que lo ayudara, pero quiso hacerlo él mismo. A veces nos conformamos con dar ayudas impersonales, un poco de dinero o de bienes que nos sobran; evitamos comprometernos, poner a disposición de otro nuestra presencia, nuestro tiempo, nuestra atención. ¡Cuánto nos cuesta dejarnos interrumpir, incomodar, dejar que otros descarrilen nuestra rutina, involucrarnos! Contaba una señora que mientras estaba en un aeropuerto de Estados Unidos en la sala de espera aguardando el momento de

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abordar su vuelo, vio que en los asientos frente a ella estaban un joven de aspecto muy humilde y un viejito que se veía en las últimas. El joven se veía angustiado, estaba de pie, mirando de un lado a otro, como tratando de decidir qué hacer. Ella le dijo a su esposo: ‘algo necesita ese muchacho’, y su esposo, sin levantar la mirada del periódico que estaba leyendo, le dijo: ‘no es asunto nuestro’. Pero ella no pudo quedarse de brazos cruzados. Se levantó, le preguntó al joven si le pasaba algo. Éste, aliviado de que alguien se le acercara en ese mar de gente desconocida, le dijo que no hablaba inglés y no sabía por dónde iba a salir su avión. Ella tomó su boleto, fue a preguntarle a la señorita del mostrador y ésta exclamó: ‘¡Qué barbaridad!, ¡hace rato que están abordando!, ¡ya van a cerrar ese vuelo!, ¡tienen que darse prisa a ver si llegan!’ Había que ir a otra sala, y era imposible que el joven pudiera él solo con el viejito. La sra le pidió ayuda a su esposo, que no tuvo más remedio que darla, y entre él y el joven llevaron casi en vilo al viejito, a toda prisa, hacia la sala de abordar. Llegaron a tiempo, pero fue difícil conseguir una silla de ruedas para que ingresara el viejito al avión (las regulaciones de seguridad no permitían que entraran ellos pues no tenían boleto). La empleada los regañó: ‘¡¡la próxima vez pidan con anticipación la silla de ruedas!! ’

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Ya ni le dijeron que no habría próxima vez, que ni conocían al joven ni al viejito. Por fin cuando el joven y el viejito entraron al avión, ella y su esposo volvieron a su sala de espera, se sentaron, se miraron y sonrieron. Se sentían sumamente felices, con ese gozo íntimo que siente quien no sólo da sino se da a los demás. 7. Al día siguiente sacó dos denarios, se los dio al dueño del mesón y le dijo: ‘Cuida de él y lo que gastes de más, te lo pagaré a mi regreso’ Solemos lavarnos las manos demasiado pronto. Yo ya hice mucho, hasta aquí llegué. Para este samaritano, en cambio, y como dicen los cronistas deportivos: ‘el partido no se acaba hasta que se acaba’, es decir, mientras el otro tenga necesidad, mientras se pueda echarle la mano, hay que seguir ayudando. Viene a la mente la extraordinaria labor que realizan por ejemplo, los miembros de Catholic Relief Services, la organización caritativa de la Iglesia Católica en Estados Unidos, la organización humanitaria no gubernamental que más ayuda da en todo el mundo, y sin distinción de razas, credos, situación política, económica, etc. Cuando sucede un desastre natural en algún lugar del mundo, suelen ser los primeros en llegar a ayudar porque ya estaban allí desde antes, ofreciendo algún tipo de asistencia, y después son los que suelen quedarse. Cuando los damnificados dejan de ser noticia internacional y ya no aparecen en los periódicos o la televisión, CRS sigue apoyándolos, no ya sólo con lo urgente (alimentos, albergues, medicinas), sino con recursos para reconstruir sus viviendas

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destruidas y la creación de medios de subsistencia para que puedan sostenerse por sí mismos. A veces nos falta ‘darle seguimiento’ a lo que le sucede al otro, averiguar cómo sigue, cómo le va, si hay algo más que podamos hacer por él. Nos da miedo que nos diga que sí, quisiéramos poder ser como esos empleados que siguen al pie de la letra su horario y si llegas un minuto después de la hora te cierran la ventanilla en las narices. Nos gustaría poder ejercer una caridad bien delimitadita, de tal a tal hora, de tal a tal día, con días libres y vacaciones, por favor. Pero la necesidad del prójimo no sabe de horarios ni puede programarse anticipadamente en la agenda, surge cuando menos se espera y requiere nuestra atención, con frecuencia nuestra continuada atención. Es interesante que Jesús no pregunta quién es el prójimo en esta historia, pues tal vez responderíamos que el prójimo es el caído, aquel al que hay que ayudar. Por aquello de ‘amarás a tu prójimo como a ti mismo’(Lv 19,18), nos parece que el prójimo es siempre el otro. Jesús pregunta “quien se portó como prójimo”(Lc 10, 36). Pone el acento en el que se hizo próximo, en el que se aproximó al otro. Y cuando le responden que fue el samaritano, dice esa frase que se nos queda resonando en los oídos, en la conciencia, en el corazón y nos inquieta, nos incomoda, nos ‘mueve el piso’, esa frase que nos empuja a salir de nosotros mismos, a dejar de ser espectadores de esta parábola y volvernos protagonistas, aceptar el inquietante pero satisfactorio papel del samaritano,

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atrevernos a hacernos prójimos, y, como dice el Papa Francisco, a gastarnos y deshilacharnos en el servicio a los demás: “Ve y haz tú lo mismo”.

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XVI Domingo del Tiempo Ordinario

La mejor parte

laro, era muy cómodo, quedarse allí sentada de brazos cruzados, pero ¡alguien tenía que hacer la comida!’

Palabras más, palabras menos fue lo primero que comentó la mayoría de las asistentes al grupo de Biblia cuando leímos el Evangelio según san Lucas que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 10, 38-42). En él se narra que cuando Jesús fue a casa de dos hermanas, María y Marta, la primera se sentó a escucharlo, la segunda se dedicó a realizar diversos quehaceres, y cuando reclamó que su hermana no la ayudaba con éstos, Jesús le respondió: “Marta, Marta, muchas cosas te preocupan y te inquietan, siendo así que una sola es necesaria. María escogió la mejor parte y nadie se la quitará” Quienes intentan justificar a Marta, pasan por alto que el texto no dice que Jesús llegó a comer ni que Marta preparaba la comida, sino que Jesús entró a casa de ellas y que Marta “se afanaba en diversos quehaceres”, es decir, que teniendo el privilegio de recibir en su casa al Señor, lo desperdiciaba dedicándose a realizar otras cosas. Permitió que lo urgente la hiciera olvidar lo más importante.

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Y también con respecto a María quienes piensan que eso de “la mejor parte” se refiere sentarse y no hacer nada, y dicen: ‘pues sí, qué bonito poder pasar así el día, pero yo me voy a tener que perder esa ‘mejor parte’, pues tengo mil cosas que hacer’, pasan por alto que María no sólo se sentó, sino “se sentó a los pies de Jesús”, y no simplemente para descansar, sino para “escuchar Su Palabra”. Tenemos así que la diferencia entre ambas no está en que una fuera trabajadora y la otra haragana, sino en que teniendo ambas a Jesús en casa, una aprovechó Su presencia y la otra no. Viéndolo así, se comprende que lo que Jesús propone como “la mejor parte” no consiste en quedarse sin hacer nada, sino en prestarle atención, en mirarlo, escucharlo, acoger Su presencia, para lo cual lo que se necesita es volver a Él la mirada, y abrir el corazón a Su Palabra. Que cuando nos pase como a Marta, que muchas cosas nos preocupen e inquieten, recordemos tomar un momento para volvernos hacia Jesús, para sabernos ante Su presencia amorosa, sentirnos mirados por Él, y prestar atención a lo que Él dice. De lo que se trata es de lo que san Francisco de Sales llamaba ‘mantener la conciencia de la presencia de Dios’, que consiste en vivir nuestro día conscientes de que Dios está con nosotros, y dirigir constantemente hacia Él la mirada de nuestro corazón, aun en medio de la más ajetreada jornada. Entonces podremos disfrutar esa ‘mejor parte’, estemos donde estemos, solos o acompañados, en un atestado transporte público, en medio de una frenética jornada laboral, en la sala de un hospital o de una funeraria, y tendremos paz, tendremos luz, sentiremos cómo nos sostiene Su gracia. Y cabe aclarar que no hay que descartar, desde luego, que la ‘mejor parte’ también implica tomar tiempo para ponernos,

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como María, literalmente “a los pies de Jesús”, por ejemplo en un ratito de oración ante el Santísimo, o tal vez quedándonos un ratito a dialogar con Él después de Misa. Es una pena que hay personas que tras recibir al Señor en la Comunión se distraen pensando en lo que van a hacer a la salida, o se ponen a platicar con quien tienen junto, y desperdician, como Marta, la oportunidad de atender a Aquel que acaban de recibir, que ha venido a estar con ellas. Les sucede como decía san Agustín: ‘Tú estabas conmigo, pero yo no estaba Contigo’. ¿Por qué nos invita Jesús a aprovechar lo que llama “la mejor parte”?, porque, como todo lo que nos propone, es para nuestro bien. Si dejamos que lo que nos preocupa e inquieta se apodere de nosotros y nos olvidamos del Señor, si permitimos que el mundo nos avasalle, nos llenamos de miedo, de impaciencia, de malhumor, de zozobra y desesperanza. Pero si en medio de todo aquello que nos inquieta y preocupa, sabemos volver una y otra vez la mirada hacia Él, logramos ver las cosas desde Su punto de vista, reajustamos nuestras prioridades, recobramos la confianza en que todo está en Sus manos, recuperamos la paz.

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XVII Domingo del Tiempo Ordinario

El Padrenuestro: guía para tu día

Acostumbrar orar un Padrenuestro al iniciar tu día? ¿Te gustaría convertir esta bella oración en programa de

vida para tu jornada? Es muy sencillo, simplemente no la recites de corrido sin pensar en lo que dices, sino ve haciendo breves pausas para interiorizar cada petición y dejar que baje de tus labios a tu corazón. Y así, por ejemplo, al decir PADRE detente un instante a gozarte en la certeza de saber que como eres hijo, hija de Dios, Él te ama incondicionalmente e interviene siempre a tu favor, así que puedes empezar tu día poniéndote confiadamente en Sus manos. Cuando digas NUESTRO pídele ayuda para recordar que todos somos hermanos, también esas personas con las que te vas a encontrar hoy y que te caen mal: esa vecina chismosa, ese compañero de escuela o de oficina, esa parienta difícil, esos miembros de tu comunidad que te hacen la vida difícil.

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Pídele ayuda para verlos como Él los ve, comprenderlos, perdonarlos, amarlos, como Él los comprende, perdona y ama; tratarlos como te gustaría que te trataran a ti. Al decir QUE ESTÁS EN EL CIELO siéntete bajo el amparo de la mirada amorosa de Dios Padre, que te sigue a dondequiera que vas, y vela por ti desde el cielo. Y también ten presente que aunque Él es tu Padre y lo sientes cercano, está en el cielo, es decir, más allá de tu comprensión, así que no puedes pretender entender todo lo que permitirá hoy en tu vida, sólo puedes tener la seguridad de que lo hará por tu bien. Cuando digas SANTIFICADO SEA TU NOMBRE pídele sensibilidad para reconocer hoy Su bondad, Su misericordia, Su santidad, y darla a conocer a aquellos con quienes te encuentres, no sólo de palabra, sino con tu testimonio, tu sonrisa, tu disponibilidad para escuchar, para comprender, para ayudar. Al decir VENGA A NOSOTROS TU REINO recuerda que Dios espera que le ayudes hoy a edificar Su Reino con los materiales que ha puesto a tu alcance: el amor, la paciencia, la justicia, la verdad, la paz... Así que a lo largo de tu jornada pregúntate: esto que planeo decir, hacer, dejar de decir o dejar de hacer: ¿va a edificar el Reino o mejor no lo digo, no lo hago, no dejo de decirlo, no dejo de hacerlo? Cuando digas HÁGASE TU VOLUNTAD EN LA TIERRA COMO EN EL CIELO proponte en este día no querer que Dios haga tu voluntad, sino hacer tú la Suya. Tienes como modelo a Jesús. Ante las decisiones que tengas que tomar, pregúntate: ‘¿qué haría Jesús si estuviera en mi lugar?’, y actúa en consecuencia.

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Al decir DANOS HOY NUESTRO PAN DE CADA DÍA sé consciente de que todo lo que eres y tienes, lo has recibido gratuitamente de Dios, y has de volver constantemente a Él la mirada y tus manos extendidas, para pedirle lo que necesites hoy. Cuando digas Y PERDONA NUESTRAS OFENSAS reconoce tu capacidad para caer, pecar, fallarle a Dios, pero reconoce también que Él está siempre dispuesto a perdonarte, y, como pide el Papa Francisco, no te canses de pedirle perdón, y si necesitas, acude ahora al Sacramento de la Confesión. Al decir COMO NOSOTROS PERDONAMOS A LOS QUE NOS OFENDEN date cuenta de que estás condicionando el perdón de Dios al perdón que tú des a los demás. Pídele vivir esta jornada libre de resentimientos y rencor. Cuando digas NO NOS DEJES CAER EN LA TENTACIÓN, recuerda que ‘tentación’ significa ‘prueba’. A lo largo del día vas a vivir muchas situaciones que pondrán a prueba tu fe y tu decisión de seguir al Señor. Sé consciente de que tus solas frágiles fuerzas no son suficientes para superar la tentación y tómate firmemente de la mano de tu Padre. Por último, al decir Y LÍBRANOS DEL MAL no creas que se trata de una especie de fórmula mágica que garantizará que Dios te libre de toda dificultad y problema. Se trata de pedirle sobre todo que te libre de albergar el mal en tu corazón, que te libre de preferir la tiniebla a la luz, que te libre de la incoherencia de no vivir conforme a lo que has pedido hoy en el Padrenuestro: Que te libre de olvidar que es tu Padre y pretender buscar hoy que personas o cosas sacien tu sed de infinito.

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Que te libre de desentenderte hoy de tus hermanos. Que te libre de olvidar hoy que está siempre contigo, que vela siempre por ti. Que te libre de pretender pedirle cuentas de lo que haga o permita hoy en tu vida. Que te libre de desconfiar hoy de Su misericordia, de no reconocer ni dar a conocer Su amor y Su bondad. Que te libre de quedarte de brazos cruzados y no contribuir hoy a edificar Su Reino. Que te libre de temer o rechazar cumplir lo que te pida hoy. Que te libre de creer que hoy no lo necesitas. Que te libre de creer que hoy no tienes nada de qué pedirle perdón. Que te libre de no perdonar a los que te ofendan hoy. En suma, que te libre hoy de todo aquello que pueda apartarte de Él. Son algunos ejemplos de lo que puedes tener en mente al rezar cada parte del Padrenuestro cuando inicias tu jornada; ya tú has de hacer tus reflexiones con tus propias palabras y desde tu propia situación. Recuerda siempre que Jesús nos dio el Padrenuestro para vivirlo, no sólo para repetirlo. Rézalo reflexivamente, y aprovéchalo hoy como guía para todo tu día.

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XVIII Domingo del Tiempo Ordinario

El tiempo

os quejamos de que el tiempo vuela, que pasa rapidísimo, que no alcanza para nada, que cuando menos pensamos ya es demasiado tarde para hacer lo

que nos propusimos, bien sea porque se hizo noche, o porque cuando menos acordamos pasaron semanas, meses, años... Pero también nos quejamos de que el tiempo transcurre con desesperante lentitud. Cuando queremos que ya suceda algo, ¡cómo nos impacienta esperar! Nos falta tiempo, nos sobra tiempo, hay canciones que piden que se detenga, hay otras que piden que se apresure, ¿quién lo entiende? Al parecer cuando se trata del tiempo, tenemos siempre alguna queja. Entonces llegan oportunas las palabras del Salmo que se proclama este domingo en Misa (ver Sal 90), que pide a Dios: “enséñanos a ver lo que es la vida y seremos sensatos” (Sal 90, 12). ¿A qué se refiere?, ¿qué significa ‘ver lo que es la vida’?

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Verla desde el punto de vista de Dios, es decir, en perspectiva de eternidad. Si la comparamos con la vida eterna, descubrimos que nuestra vida equivale tan sólo a la millonésima parte de un granito de arena en una playa interminable. Comprendemos lo que afirma el salmista, que “nuestra vida es tan breve como un sueño; semejante a la hierba, que despunta y florece en la mañana, y por la tarde se marchita y se seca” (Sal 90, 5-6). Ello nos ayuda a ver las cosas de otra manera. Ya no lamentamos que nuestra vida transcurra demasiado rápido, sabemos que es apenas el inicio de una vida que no tiene final. Y tampoco nos desespera lo que transcurre lentamente o tarda en ocurrir, porque sabemos que para Dios mil años son como un día, y Él sabe cuándo permite que suceda algo y cuándo que no suceda, o al menos por no por ahora. Vivir en esa perspectiva nos permite también considerar el impacto que tendrá, para nuestra vida eterna, lo que pensamos, decimos, hacemos o dejamos de hacer, si será de ayuda o nos ‘desayudará’. Hallamos sensato el consejo que nos da san Pablo en la Segunda Lectura de la Misa dominical (ver Col 3, 1-5.9-11), de poner “todo el corazón en los bienes del cielo, no en los de la tierra” (Col 3, 2), claro, porque esta vida no dura nada, y la otra es para siempre, así que no importa si nos parece que el tiempo vuela o se arrastra, lo importante es saberlo aprovechar, porque ya forma parte de nuestra eternidad.

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XIX Domingo del Tiempo Ordinario

Encargo compartido

o tenía carne, pero no desmerecía nada en tamaño y sabrosura, una hamburguesa de soya y ensalada que me estaba comiendo en compañía de unos amigos, en

la mesa de un pequeño restaurante frente a una ventana. Pero justo cuando abría grande la boca para tratar de abarcar todas las capas de verduras en un primer bocado, mis ojos se toparon con los ojos de una mujer indígena, que pasaba caminando despacio, afuera, en la calle, con su chamaquito a la espalda, envuelto en un rebozo. Nos miramos por unos segundos, muy pocos, porque ella siguió de largo y desapareció entre la gente. Pero fue lo suficiente para que se me quedara grabada su mirada y me diera vergüenza estar comiendo cuando ella quién sabe cuándo, si acaso, había comido. No fue posible alcanzarla, sólo recordarla, en especial hoy, cuando leo en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 12, 32-48), que Jesús habla de un administrador cuyo patrón le encarga repartir los alimentos a los otros empleados.

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Dice que si realiza bien su encomienda, será premiado, pero si abusa, si emplea para su propio beneficio lo que le ha sido dado a administrar, será “severamente castigado”, y se “le hará correr la misma suerte que a los hombres desleales” (Lc 12, 46). Es significativo que Jesús mencione la deslealtad, porque cabe pensar que no sólo se refiere a la falta de lealtad de este administrador hacia su patrón, sino también hacia sus compañeros. Lo que él consumió de más, dejó menos para los demás, tal vez nada. Puso en evidencia su falta de solidaridad, de fraternidad, de amor. Y pone en evidencia también la nuestra, la mía, quizá la tuya. Ésta es otra de esas parábolas de Jesús que escuchamos el domingo y racionalizamos el lunes: ‘no es para tanto’, ‘no hay que tomarla al pie de la letra’, ‘es para otros, no para mí’. Pero por encima de nuestras excusas, por encima de lo que nos estamos llevando a la boca, está la mirada de los que no nos permiten olvidar que somos administradores, no dueños, de los dones y bienes que Dios nos ha encargado. Cuando leo en la Biblia, que en la primera comunidad cristiana “nadie llamaba suyos a sus bienes, sino que todo era común entre ellos” (Hch 4, 32), me pregunto en qué momento eso dejó de ser así, en qué momento todo cambió y los cristianos dejaron, dejamos, de atender la invitación de Jesús de vender los bienes (es decir, lo que todavía está bueno, no viejo, roto o inservible), para dar limosna (palabra que significa ‘misericordia de Dios’, no dádiva minúscula que se da por lástima); cuándo empezamos a poner oídos sordos a Su llamado a confiar en la amorosa providencia de Dios; cuando cesamos de hacer lo posible (no se diga lo imposible) para que

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no haya desigualdad, cuándo nos conformamos, nos acostumbramos, a ver como ‘normal’ que unos tengan de sobra y otros vivan de sobras. Duele reconocerlo, pero como administradores de los bienes de Dios hemos hecho un pésimo trabajo. El otro día, un periodista escribió que al contemplar los tres millones de jóvenes reunidos en la playa de Copacabana, durante la Jornada Mundial de la Juventud, pensó que si el Papa Francisco fuera capaz de motivar así a los mil doscientos millones de católicos de todo el planeta, tendría un ejército formidable con el que podría cambiar el mundo. Ojalá ese periodista sea profeta. Y es que resulta incomprensible que el cristianismo comenzara con 12 discípulos que con la gracia de Dios lograron convertir a miles de gentes y realmente impactaron su mundo, y hoy que cabría esperar mucho más porque somos alrededor de 1,200,000,000 (mil doscientos millones), y a aquel mismo número 12, le siguen ahora ¡ocho ceros!, bien podrían estar a su izquierda, porque no parecen hacer gran diferencia. Y no me refiero a la Iglesia y organizaciones católicas que en todo el mundo sí hacen una grandísima diferencia ofreciendo asistencia eficaz, oportuna y gratuita a quienes la requieren (la Iglesia Católica es la institución no gubernamental que más ayuda ofrece, sin distinción de credos, razas, situación económica, política, etc. a través de hospitales, asilos, centros de asistencia de toda clase, apoyo a damnificados, etc.), sino me refiero a los fieles en general, a los que se dicen católicos pero viven como si no lo fueran. ¿Por qué no estamos impactando el mundo?, ¿por qué los países de mayoría católica, más aún, cristiana, no se diferencian de los otros en que no haya pobres, en que nadie pase hambre, en que haya una genuina preocupación por las personas más necesitadas? ¿Por qué en nuestras ciudades, en

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nuestras colonias, en las calles que transitamos diariamente, sigue habiendo hermanos en situación de miseria, a los que nadie les tiende la mano? El Papa Francisco no se cansa de denunciar este escándalo, que sea noticia un desplome en la bolsa de valores, y no sea noticia que un niño no tenga que comer y se desplome de debilidad, muera de inanición. ¿En qué momento nos acostumbramos?, ¿cuándo entraron al quite nuestros mecanismos de defensa para no sentirnos mal, y nos dijimos que ya ni modo, que así son las cosas y no hay remedio, que nosotros ¿qué podemos hacer? Urge que nos dejemos de justificaciones y nos hagamos esa última pregunta, pero no en tono de resignada desesperanza, alzando los hombros y desviando la mirada, sino pensando en serio, buscando, planeando una tarea concreta, posible, a nuestro alcance, que pueda hacer la diferencia hoy, si no en el mundo entero, al menos sí en nuestro rincón del mundo. Preguntarnos de veras, nosotros, ¿qué podemos hacer?, ¿qué vamos, que voy, que vas a hacer?

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XX Domingo del Tiempo Ordinario

Santos que pinten su raya

nos dicen: ‘lo acaba de recitar el Papa Francisco’, otros dicen: ‘son palabras de Juan Pablo II’, pero la verdad es que ninguno de los dos lo escribió.

Se trata de un texto que ha estado circulando en las ‘redes sociales’, titulado: ‘Necesitamos santos’. Empieza diciendo: ‘Necesitamos santos sin velo ni sotana. Necesitamos santos con jeans y zapatillas’. Al respecto hay que decir que el Papa jamás descalificaría las vocaciones de velo y sotana. Sin la abnegada labor de asistencia y oración de las religiosas, sin sacerdotes que nos impartan los Sacramentos, que hagan presente a Cristo entre nosotros, ¿qué sería, no ya de la Iglesia, sino del mundo? Nadie podría ser santo, lo de menos sería qué se ponga. Además no tiene por qué ser una u otra cosa, ambas vocaciones hacen falta, las de velo y sotana, y las de jeans y zapatillas.

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Más adelante dice que necesitamos santos que tomen cierto famoso refresco de cola. Cabe hacer notar que nunca un Papa ha hecho ni hará publicidad a ninguna marca; jamás se prestaría a que la refresquera que produce esa bebida anuncie en sus características letras rojas: ‘el Papa la recomienda’. También dice: ‘Necesitamos santos que no tengan vergüenza de tomar cerveza o comer una hamburguesa un fin de semana con sus amigos’. He preguntado aquí y allá y nadie sabe de jóvenes a los que les dé pena salir el sábado con sus amigos a tomar cerveza o a comer hamburguesa (esto último, a menos que sean vegetarianos, ja ja). Y en cambio sí hay muchos a los que les da pena que los vean ir a la iglesia el domingo. No es creíble que el Papa pida que los jóvenes no se avergüencen de beber cerveza, en lugar de pedir que no se avergüencen de ir a Misa. Es tan evidentemente falso este texto que sorprende que tanta gente se lo haya tragado sin masticar y además lo esté difundiendo con aparente buena voluntad. ¿A qué se debe? En parte quizá a que surgió durante la JMJ Río 2013, y como se refiere a jóvenes, parecía oportuno darlo a conocer, sobre todo creyendo que había sido escrito por un Papa. Y en parte tal vez porque propone algo que parece atractivo: que los jóvenes católicos hagan lo que hace todo el mundo, se mimeticen con el ambiente, no se diferencien de los no católicos, pasen desapercibidos.

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Suena ‘moderno’, ‘políticamente correcto’, eso de nadar con la corriente sin hacer olas, seguir al pie de la letra aquello de ‘a la tierra que fueres haz lo que vieres’. Pero ni es cristiano ni es posible. Prueba de ello es lo que afirma Jesús en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 12, 49-53). “No he venido a traer la paz, sino la división. De aquí en adelante, de cinco que haya en una familia, estarán divididos tres contra dos y dos contra tres...” (Lc 12, 51-52). En primer lugar cabe aclarar que significa eso de que Jesús no vino a traer paz, pues alguien puede preguntarse: ¿no es acaso la paz uno de los atributos del Mesías (ver Is 9, 5-6), uno de los frutos del Espíritu Santo (ver Gal 5, 22), y lo primero que ofreció Jesús a Sus Apóstoles después de que resucitó? (ver Lc 24, 36; Jn 20, 19-21). La respuesta es que hay dos clases de paz. La que anunciaron los profetas, la que evidencia la acción del Espíritu Santo, la que el Resucitado derrama en nosotros es la paz auténtica, la que colma el corazón de gozosa serenidad, liberándolo de la inquietud y el temor. Es la paz que proviene de Dios. La que Jesús dice que no vino a traer, es la paz que ofrece el mundo cuando nos invita a aceptar sin cuestionar lo que ofrece, a ‘llevar la fiesta en paz’ amoldándonos a su mentalidad sin chistar, considerando bueno o normal lo que presenta como bueno o normal (y acallando esa intuición que nos dice que aquello ni es bueno ni es normal). Es, en suma, la paz que resulta de silenciar la conciencia y entrarle a todo con tal de caer bien, ser aceptados, pertenecer.

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Jesús advierte que en lugar de esa paz, ha venido a traer división. ¿Por qué? Porque quien lo sigue, quien acepta lo que Él propone, debe rechazar ciertas propuestas del mundo. Y eso crea conflicto. Obliga a caminar en sentido opuesto a otros, y cuesta tanto trabajo como tratar de salir del metro en hora pico cuando todos van entrando, o viceversa: se sufren muchos encontronazos y empujones, hay que ponerse firmes para no dejarse llevar en vilo en dirección opuesta a donde se debe ir. Dice el Papa Francisco (y esto sí que lo dijo él): “¡Cuántas personas pagan a caro precio el compromiso por la verdad! Cuántos hombres rectos prefieren ir a contracorriente, con tal de no negar la voz de la conciencia, la voz de la verdad. Personas rectas, que no tienen miedo de ir a contracorriente. Y nosotros, no debemos tener miedo... ...¡Debemos ir a contracorriente! Y vosotros jóvenes, sois los primeros: Id a contracorriente y tened este orgullo de ir precisamente a contracorriente. ¡Adelante, sed valientes e id a contracorriente! ¡Y estad orgullosos de hacerlo!” (Papa Francisco, Ángelus, 23 junio 2013). ¿Qué significa eso de ir a contracorriente? Atreverse a vivir conforme a los valores cristianos, que suelen ser opuestos a los del mundo. Ser católicos de tiempo completo, no sólo de domingo. No es cosa fácil. Para los jóvenes puede implicar resistir una y otra vez la presión de familiares, cuates o compañeros de estudio o de

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chamba para participar en borracheras, consumir drogas, pornografía, participar en cualquier cosa que sea ilegal, inmoral, contraria a sus principios cristianos. Ello necesariamente marcará una diferencia entre ellos y los demás, creará esa división de la que habló Jesús. Es doloroso, sobre todo para los jóvenes, que están ávidos de aceptación, empezar a recibir críticas y dejar de recibir invitaciones de sus amigos, pero pueden tener la seguridad de que vale la pena, y que aunque su testimonio sea aparentemente rechazado, porque cuestionará, inquietará e incomodará a muchos, será semilla fértil que tarde o temprano germinará y dará fruto. Contaba un famoso autor cristiano, que debió su conversión a un chavito que se atrevía a ir a donde estaban tomando y fumando los muchachos mayores que él, pero no lo hacía para beber ni fumar, sólo iba a invitarlos a ir al grupo juvenil de la parroquia. Ellos lo insultaban, se reían de él y lo corrían, y sin embargo cada semana regresaba a invitarlos. El testimonio de este valeroso apóstol adolescente, rindió frutos años después, aunque él nunca lo supo. Así que, parafraseando el título de ese texto (que al parecer fue escrito por un laico español), ‘necesitamos santos’, sí, pero lo que no necesitamos es que sean idénticos en todo a todos, que hagan lo que hace cualquiera, sino que sepan ser distintos; que cuando haga falta, ‘pinten su raya’ para dejar bien claro que no participan de ciertas cosas, que cuando tengan que decir que sí o que no, digan un sí o un no rotundo (ver Mt 5,37); que sepan vivir su vida ordinaria de manera extraordinaria, y que se esfuercen por cumplir las exigencias de Jesús, no las del mundo.

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XXI Domingo del Tiempo Ordinario

De primeros y últimos

Nos sentábamos derechitos y callados, los muy mustios,

como si así nos hubiéramos portado todo el año. Con el uniforme de cuello almidonado, peinado engomado y zapatos lustrosos que teníamos buen cuidado en no ensuciar, esperábamos a ver si de milagro a algún maestro se le habían olvidado nuestras faltas o el ‘relajo’ que echamos durante el año. Era el ‘Día de la Entrega de Premios’, al final del curso escolar. Rodeados de papás y profesores, escuchábamos a la imponente directora del colegio, pronunciar los nombres de quienes habían obtenido el primer lugar en aplicación, en puntualidad, en aseo, en asistencia, en canto, en gimnasia y en dibujo (el más anhelado por mí porque el premio era un estuche de cartón con doce lápices de colores, verdadero tesoro en aquellos tiempos en que los niños todavía dibujábamos con crayones y no con un ‘stylus’ sobre una pantalla ‘touch’).

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Los agraciados subían orgullosos a la tarima, a recibir su reconocimiento y el aplauso de la concurrencia. Esa ceremonia, repetida seis veces durante la primaria, nos dejó bien grabada en la mente una enseñanza: que debíamos esforzarnos por ser los primeros, que los primeros son admirables, que ‘es lo máximo’ ser los primeros. Con esta mentalidad crecimos. Y entonces descubrimos que Jesús tiene algo que decir respecto a eso de ser los primeros. ¡Tres veces en esta semana se ha tocado el tema en Misa!, por algo será... El Evangelio que se proclamó el martes terminaba diciendo: “Y muchos primeros serán últimos y muchos últimos, primeros” (Mt 19,30). El que se proclamó al día siguiente: “De igual manera, los últimos serán los primeros, y los primeros, los últimos” (Mt 20, 16). Y el que se proclama este domingo: “Pues los que ahora son los últimos, serán los primeros, y los que ahora son los primeros, serán los últimos” (Lc 13, 30). ¿Qué significa esto?, ¿cómo comprender este inaudito ‘enroque’ en el que los primeros pasarán a ser los últimos y viceversa? Para entenderlo hay que tomar en cuenta el contexto en el que Jesús pronunció todas esas palabras.

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Las del martes las dijo para referirse a que quien deja todo por seguirlo, quizá el mundo lo considera el último, porque ya no posee nada, pero a los ojos de Dios es el primero. Las del miércoles las dijo para referirse a quienes tal vez conocerán el Reino al final de sus vidas, y por llegar al último creerán que es demasiado tarde, pero descubrirán gozosos que recibirán la misma recompensa que los primeros. Y las de este domingo las dijo para referirse a quienes fueron elegidos para recibir primero que nadie el anuncio de la salvación y al Salvador; como no lo aceptaron, serán los últimos, se les adelantarán otros, que sí lo acogerán. De todas se deduce que no es malo ser los primeros (o querer serlo), que muchas lo serán, pero lo importante no es ser los primeros sino en qué. No se trata de ser los primeros para ganar o humillar a otros, para crecer en orgullo, para sentirse mejor o con más derechos a recibir una recompensa, que los demás. Sí se trata de ser los primeros en abrir el corazón para recibir la Palabra de Dios, los primeros en amar, en servir, en ayudar, en perdonar; los primeros en aceptar la invitación del Señor a cumplir Su voluntad, a habitar y edificar Su Reino. En ese sentido, ojalá los papás y los maestros no se empeñaran tanto en enseñar a los niños a ser los primeros, sino a serlo en respeto hacia los demás, en empeño por aprender, en disponibilidad para ayudar a otros. Y qué bueno sería que al final del año premiaran esto. Enseñarían así a los niños en qué vale la pena ser los primeros. Me viene a la mente lo que hace poco me contó una amiga. En la escuela de sus hijos hubo una competencia.

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Su chamaquito es muy buen corredor y esperaba llegar primero a la meta, pero había otro niño que también corría muy bien. Durante la carrera ambos iban tan rápido que dejaron a los demás muy atrás. En eso el otro niño tropezó y cayó. Su hijo se dio cuenta, y en lugar de pensar: ‘je je, ya se cayó mi rival, eso me deja el campo libre para ser el número uno’, se regresó a ayudarlo a levantarse y a asegurarse de que estaba bien. Los demás niños los rebasaron, y otro les ganó. Entonces, cuando su hijo llegó a donde estaba ella y su familia reunida en las gradas, su hermano menor le dijo: ‘¡qué tonto fuiste!, ¿para qué te paraste?, ¡eras el primero!, ¡hubieras ganado!’. Pero el papá lo interrumpió, y lo que les dijo es algo que ojalá un día nos diga el Padre Celestial cuando lleguemos al final de nuestra carrera en este mundo: ‘hizo lo correcto, valoró más que ganar, ayudar al niño aquel, y aunque llegó al último, para mí fue el ganador. Me siento muy orgulloso de él.’

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XXII Domingo del Tiempo Ordinario

Ni más ni menos

n una conocida plaza de escribanos en el centro de la Ciudad de México, a donde acudían personas que no sabían escribir o que no tenían máquina de ídem, a

dictar alguna carta o a que les ayudaran a redactar algún documento o a llenar alguno de los ‘sopetecientos’ formularios que suelen solicitar las autoridades para los más diversos trámites, uno de los escribanos más populares y buscados era el que se dedicaba a hacer unas ‘traducciones’ muy especiales, que no consistían en traducir a alguna lengua extranjera un texto que le presentaran, sino en ‘traducirlo’, por así decir, a un lenguaje que él calificaba de: ‘elegantioso’. Su ‘fuerte’ eran las cartas de amor (nadie como él para transformar una rústica declaración de cariño en un arrebato lírico que hubiera dejado pasmado al mismísimo Gustavo Adolfo Bécquer), y también se especializaba en lo que hoy conocemos como ‘currículum vítae’. Sabía sacarse de la manga toda clase de términos rimbombantes para inflar al máximo los escasos méritos o disimular la poca experiencia de alguien que hasta ese momento había temido presentar su ‘ridículum’ para solicitar chamba, y luego de recibir su historial ‘traducido’, salía de allí con renovada autoestima, llevando bajo el brazo un recuento verdaderamente ‘apantallador’ de sus raquíticos logros.

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Hoy en día, con el uso de la computadora y el internet, ha disminuido notablemente el número de personas que acude a dicha plaza, y además el mencionado escribano ya se murió, pero lo que sigue vivo es lo que movía a toda aquella gente a acudir a él: un arraigado concepto de que para triunfar hay que presumir, hay que alardear, y ¿por qué no?, también estirar un poco, o un mucho, la realidad, para despertar en otras personas respecto, admiración, incluso envidia. Pero, ¡qué vergüenza cuando el engaño se descubre! No faltaba entonces, y no falta hoy, el político, empresario, estrella del deporte o la farándula del que se averigua y difunde que jamás pisó el suelo de la universidad donde dice que estudió; que la medalla que dizque recibió es ‘made in China’, o que la foto que lo muestra ‘tête à tête’ con un importante personaje, es fruto del ‘Photoshop’. Duele más el trancazo cuando se cae de más arriba. Entonces, ¿por qué insistir en subir a falsas alturas de las que podemos -y vamos- a caer? ¿A qué se debe que los seres humanos tengamos este deseo de presentarnos ante los demás, mejores de lo que somos? Tal vez obedece a dos motivaciones: La primera, que buscamos ser apreciados y alabados, y la segunda, que, en el fondo, nos consideramos poca cosa, así que nos sentimos obligados a ‘fabricarnos’ una cierta imagen que concuerde con lo que la gente suele valorar, y por eso fingimos tener grandes conocimientos, poder, dinero, éxito.... Así funcionan las cosas en el mundo, pero la Palabra de Dios tiene algo muy distinto que decirnos al respecto. En la Primera Lectura que se proclama este domingo en Misa, el libro de la Sabiduría propone: “Hazte tanto más pequeño

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cuanto más grande seas, y hallarás gracia ante el Señor” (Eclo 3, 18). Y en el Evangelio asegura Jesús que “el que se engrandece a sí mismo, será humillado; y el que se humilla, será engrandecido”. (Lc 14, 11). ¿Por qué nos pide el Señor algo que va tan a contracorriente de lo que el mundo acostumbra, más aún, alienta? Porque para Él no son válidas las dos motivaciones que suelen movernos a proyectar una imagen engrandecida de nosotros mismos. No quiere que busquemos admiración de los demás, por tres razones: la primera, porque ello nos hace vivir pendientes del qué dirán, tratando de conformarnos con criterios mundanos que suelen ir al revés de los divinos; la segunda, porque nos da una falsa sensación de superioridad, de creernos por encima de otros, y la tercera porque esto humilla a quienes nos rodean, los lastima, los hace sentirse inferiores, por debajo de nosotros. Tampoco admite que nos creamos tan poca cosa que tengamos que inventar que hemos obtenido grandes triunfos. Para Él no valemos por nuestro abultado currículum, sino porque somos hijos de Dios, amadísimos, y nada puede separarnos de Su amor (ver Rom 8, 35-39) No tenemos que esforzarnos para que el mundo nos valore. ¡Ya somos valiosísimos a los ojos de Dios (ver Is 43, 4), y la Suya es la única opinión que debíamos tomar en cuenta! No necesitamos ‘traducción’ para presentarle al Señor nuestros pequeños logros como si fueran mayores de lo que son; lo único que Él nos pide, para considerarlos en verdad grandes, es que hayamos obrado con humildad y amor.

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XXIII Domingo del Tiempo Ordinario

Cuenta conmigo

Alguna vez has dicho o te han dicho: ‘puedes contar conmigo’?

Es una frase que suele brotar, sincera, del fondo del corazón, pero como dice el refrán, ‘del dicho al hecho hay mucho trecho’. No siempre puedes o te pueden cumplir esa promesa. Y no por falta de ganas o de buena voluntad, sino simplemente porque ciertas capacidades personales no dan el ancho, y ni modo. Fallas y/o te fallan. Y cuando eso sucede no te queda otra salida que pedir o tener benevolencia, comprensión hacia la debilidad humana que hizo imposible cumplir lo prometido. Viene esto a la mente al leer en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 14, 25-33), que Jesús plantea tres exigencias a quien quiera seguirlo como discípulo: debes preferirlo a Él por encima de cualquier persona, incluso de ti mismo; debes cargar tu cruz y seguirlo, y debes renunciar a todos tus bienes. Si te pones a considerar si podrías cumplir estos requisitos, tal vez empiezas por el primero, y te incomoda preguntarte si

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realmente prefieres a Dios o a las personas que amas más, ¿a tu novio o novia, a tu cónyuge, a tus hijos, a ti mismo? Mejor revisas lo siguiente que pide, y te cuestionas si de veras querrías cargar una cruz para seguir a Jesús. Y como te das cuenta de que responderías que sí siempre y cuando te garanticen que no te toque una muy pesada, decides saltarte al último requisito, a ver si éste sí aunque sea éste puedes cumplir: renunciar a todos tus bienes; ¡gulp!, dijo ¿a todos?, ¡doble gulp!, cuestión espinosa si tienes muchos, o si tienes pocos pero te aferras a ellos. Cuando terminas la rápida revisión de lo que Jesús pide y lo que tú darías, te das cuenta de que perteneces al triste grupo de los ‘no dignos’ de ser Sus discípulos. Pero ¿qué vas a hacer?, ¿resignarte a quedarte fuera?, ¿irte con no sé qué secta o gurú?, ¿quedarte como estás? No. En el fondo del alma sabes, como sabía Pedro, que no hay nadie más a quién acudir, pues sólo Jesús tiene palabras de vida eterna, sólo Él es el Hijo de Dios (ver Jn 6, 68-69). Entonces, ¿qué puedes hacer? No desesperar. Considerar que Jesús pone dos ejemplos en este Evangelio, con los que quiere dar a entender que antes de emprender algo hay que calcular si se tienen los recursos para llevarlo a cabo. Menciona el caso de quien desea construir una torre y primero calcula el costo, “no sea que después de haber echado los cimientos, no pueda acabarla” y todos se burlen de él, y habla de un rey que antes de combatir a otro, primero considera si será capaz de derrotarlo, porque si no, mejor le propone la paz.

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Mucha gente se pregunta si los requisitos que pidió Jesús y los ejemplos que puso atañen sólo a Sus discípulos (pues a ellos se dirige al principio), o si conciernen a toda la gente. Y aunque no falta quien querría que no los haya dicho para todos, la verdad es que todos estamos llamados a amar al Señor sobre todas las cosas, a amarlo con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas (ver Dt 6,4; Mt 22, 36-38); a todos se nos invita a cargar con nuestra cruz de cada día para seguirlo (ver Mt 16,24), y a todos nos advierte no poner el corazón en los bienes materiales (ver Mt 6, 19-21). Así que no hay salida por la tangente. Lo que sí hay es solución. ¿Cuál? Para hallarla hay que considerar ¿qué pasaría si los ejemplos que puso Jesús hubieran tenido un final diferente? ¿Qué hubiera ocurrido si al que no tenía dinero para terminar la torre, un amigo millonario le hubiera regalado todos los ladrillos que necesitaba?, y ¿qué hubiera sucedido si a ese rey cuyo escaso ejército no podía nada contra el de su enemigo, le hubiera enviado un emperador sus poderosas tropas? ¡Entonces sin duda que el constructor se hubiera animado a construir y el rey se hubiera lanzado con todo contra su adversario! Pues bien, ese constructor eres tú, ese rey, eres tú, que con tus propios recursos, con tus solas míseras fuerzas no eres capaz de amar a Dios como se merece, no eres capaz de cargar tu cruz y seguirlo, no eres capaz de renunciar a nada por Él, y por lo tanto, no eres digno de Él. Pero, y eso es lo esperanzador, Él ya lo sabe, lo ha sabido siempre.

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Hace mucho que hizo cálculos, y vio que no eras digno. Pero eso no lo desanimó ni decidió borrarte de la lista de Sus discípulos. Lo animó, más bien, a venir personalmente a echarte la mano. A unir Sus poderosas fuerzas a las raquíticas tuyas. Y así, inunda tu corazón de Su amor, para que lo puedas amar por encima de todo. Carga contigo tu cruz, hombro con hombro, Él delante de ti, para que puedas seguirlo, poniendo tus pies sobre Sus huellas. Te colma con Sus dones y bendiciones, para que prefieras poner tus ojos, y tu corazón, en los bienes del cielo, no en los de la tierra. En suma, como no eras digno, el Señor te hace digno. Dice el salmista que “si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los albañiles” (Sal 127, 1). Con ayuda del Señor puedes edificar, no una torre, no una casa, sino el Reino de los cielos. Dice el salmista: “pues yo no confío en mi arco, ni mi espada me da la victoria; Tú nos das la victoria sobre el enemigo, y derrotas a nuestros adversarios” (Sal 44, 7-8) “Fiado en Ti me meto en la refriega, fiado en mi Dios, asalto la muralla” (Sal 17, 30). Con ayuda del Señor puedes vencer no solamente a un rey, sino al pecado y a la muerte. Decía san Agustín: ‘Señor, dame lo que me pides y pídeme lo que quieras’.

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El Señor nos ayuda a cumplir lo que nos exige, y si por desaprovechar la mano que nos tiende, tropezamos y caemos, y dejamos de amarlo como merece, o nos negamos a cargar nuestra cruz, o nos aferramos más a nuestros bienes, Él, que conoce nuestro barro (ver Sal 103, 13-14), nos comprende, nos levanta, nos sostiene, nos pone de nuevo en el camino. Este domingo la Palabra de Dios nos descubre que somos indignos de ser discípulos de Cristo, pero que no por ello hemos de desanimarnos, porque Él mismo nos ayuda a suplir lo que nos falta, remedia nuestras deficiencias con Su gracia. Puedes atreverte a seguirle, decirle, aunque sea titubeante: ‘cuentas conmigo’, porque antes que tú, Él te lo dijo.

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XXIV Domingo del Tiempo Ordinario

Búsqueda

ios no se resigna. Aquel que dijo: “Me he hecho el encontradizo de los

que no preguntaban por Mí; me he dejado hallar de quienes no me buscaban. Dije: ‘Aquí estoy, aquí estoy’ a gente que no invocaba Mi nombre” (Is 65, 1), no se resigna a perder a nadie. Nosotros en cambio fácil y rápidamente damos por perdidos a quienes no quieren hacernos caso cuando les hablamos de Dios, o los invitamos a Misa o a alguna actividad en la iglesia, o algún grupo o comunidad parroquial, o a rezar o a leer la Biblia. Nos enfadamos de insistirles y terminamos por mandarlos ‘al diablo’ (tal vez más literalmente de lo que hubiéramos pensado...). Qué bueno que Dios no reacciona como nosotros. Lo corroboramos en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 15, 1-32), en el cual Jesús habla de un pastor que tiene cien ovejas, se le pierde una, va a buscarla hasta que la encuentra, y cuando la encuentra se llena de alegría y comparte su alegría con sus amigos y vecinos.

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Habla también de una mujer que tiene diez monedas de plata, se le pierde una, la busca con cuidado hasta hallarla, y comparte con sus amigas y vecinas la alegría de su hallazgo. Y por último cuenta la historia de un padre que por lo visto nunca deja de esperar el regreso de un hijo que se alejó de su lado, pues cuando éste decide volver, lo alcanza a ver de lejos, corre a recibirlo con los brazos abiertos y hace fiesta. Y cuando su otro hijo se enoja y no quiere participar de su alegría, sale también a su encuentro, para animarlo a entrar. Tenemos así varios ejemplos que nos hablan elocuentemente de que cuando una persona se aparta de Dios, Él no dice: ‘allá ella’, ‘ya ni modo’, sino que hace todo lo que puede para recuperarla, la busca dondequiera que esté, va por ella a donde sea. Él no es como aquella señora a la que encontraron buscando algo afanosamente en el suelo de la calle, afuera de la puerta de su casa. Le preguntaron qué se le perdió, dijo que un arete que se le cayó y rodó abajo de su cama. Le dijeron: ‘Y si está debajo de tu cama, ¿por qué lo buscas aquí afuera?’ Contestó: ‘porque aquí hay más luz’. Dios no sólo nos busca donde ‘hay más luz’, no sólo nos sale al encuentro en la Iglesia, en los Sacramentos, en las cosas buenas y agradables que vivimos. También viene a nuestro encuentro cuando estamos sumidos en la tiniebla del pecado, del mal, de la desesperanza. Contaba un ex adicto, que en su noche más oscura, cuando acababa de tocar fondo y caer en la más negra desesperación, de pronto captó que Dios estaba a su lado y le tendía la mano para salir del agujero en el que se hallaba sumido. Un conocido intelectual y declarado ateo, narró que estando secuestrado, le llegaban hasta el sitio donde lo tenían encerrado, las voces de una mujer y su esposo, secuestrados

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también, que rezaban el Rosario; y en la cadencia de las Avesmarías, recordó la fe de su madre, la fe de su infancia, redescubrió a Dios a su lado, y volvió a creer en Él. La joven hija de una amiga platicaba que en una mañana de resaca tras una noche de excesos en un ‘antro’, bajó la guardia y tuvo que admitir para sí misma que su frívola vida la dejaba vacía, insatisfecha, y esta honda nostalgia de su alma la hizo volver la mirada hacia Dios y comprender que aunque ella se había alejado de Él, Él nunca la había abandonado. En donde menos pensamos, en donde menos nos imaginamos, tal vez incluso en donde menos esperaríamos o querríamos encontrarlo, en el dolor, en la tristeza, en la soledad, en nuestra mayor miseria, podemos encontrarnos con la misericordia de Dios y descubrir que ha estado siempre a nuestro lado. Dice san Juan que el amor consiste en que amamos a Dios porque Él nos amó primero (ver 1Jn 4, 10.19). Podríamos decir, parafraseándolo, que la búsqueda de Dios consiste en buscar a Dios, porque Él nos buscó primero.

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XXV Domingo del Tiempo Ordinario

El dinero y los amigos

ue no esté tu nombre en la lista. Es algo que no querrías que te suceda llegando a una

fiesta o evento al que te mueres de ganas de ir y al que te han invitado diciéndote que le van a dejar tu nombre al encargado de la puerta. Si tu nombre no está en su lista, es inútil insistir, decir que conoces al anfitrión; no tienes modo de probarlo y nadie se va a atrever a ir a molestarlo pidiéndole que deje a sus invitados para venir por ti. En estos penosos casos la única esperanza para no quedarte afuera, es que una persona allegada al anfitrión te alcance a ver, te reconozca y tenga autoridad para pedirle al encargado que te autorice la entrada. Toda proporción guardada, algo parecido le puede suceder a quien quiera entrar al cielo pero no tenga quién lo recomiende para entrar... En el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 16, 1-13), Jesús pide: “Con el dinero, tan lleno de injusticias, gánense amigos que, cuando ustedes mueran, los reciban en el cielo” (Lc 16, 9).

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Al parecer también para ingresar al cielo conviene tener ahí adentro amigos que lo reciban a uno. Pero, ¿qué quiere decir eso de que hay que ganarlos con dinero? Para entender esta frase hay que leerla completa y situarla en contexto. Comienza Jesús afirmando que el dinero está muy “lleno de injusticias”. Y nadie puede decir: ‘mi dinero no es injusto, lo he ganado honradamente’, porque todo dinero, independientemente de cómo se obtenga, es injusto de por sí. Lo tienen de sobra personas que no se lo merecen, y carece de él mucha gente que trabaja de sol a sol y ni así logra obtener lo indispensable. Duele ver en los supermercados, que delante de un señor que lleva en su carrito vinos, botanas y otras frivolidades, hace fila un obrero que sólo pudo comprar tortillas y un refresco. Que detrás de una señora que adquirió todas las ofertas de cosas que no necesita, está formada una madre de familia que en lo que llega a la caja se la pasa decidiendo si deja el litro de leche o el cartón de huevos, porque no le alcanza para pagar ambos. El dinero es fuente de injusticias, ni duda cabe. Decía san Pablo, en la Lectura que se proclamó en Misa hace unos días: “La raíz de todos los males es el afán del dinero” (1Tim 6, 10). El apego al dinero, el desordenado afán de poseerlo y atesorarlo, tal vez produzca riqueza material, pero de seguro también ruina moral.

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Por otra parte, es innegable que vivimos en un mundo regido por el dinero. ¿Qué hacer para escapar a la trampa mortal de la avaricia, cómo evitar idolatrar al ‘dios Mammon’? Nos lo dice Jesús. Hay que emplear el dinero para hacer amigos. Pero mucho cuidado con malinterpretar esto. Los amigos no se compran; quienes rodean a un rico porque siempre los invita a banquetear y a viajar, y les da espléndidos regalos, no son realmente sus amigos; si cae en desgracia, lo abandonarán más rápido que pronto. Entonces, ¿a qué amigos se refiere Jesús? A unos que deben reunir dos condiciones simultáneamente: que te los hayas ganado con dinero y que puedan recibirte en el cielo. Ni modo de pensar en ‘sobornar’ a los santos, así que, ¿dónde puedes hallar semejantes amigos? La respuesta es más fácil y difícil de lo que te imaginas. Abre los ojos y mira a tu alrededor. Están en todas partes, donde vives, donde estudias o trabajas, en tu comunidad, en tu vecindario, en tu mundo. Te los topas todos los días. Son esas personas que necesitan que les compartas lo que tienes. Puede ser que vivan en tu misma casa, o en la casa vecina, o que no tengan casa.

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Su situación pide tu intervención. Si las ignoras o te detienes muy brevemente a darles de prisa y de malas algo que te sobra, no te conocerán ni te recordarán. Pero si haces un esfuerzo por seguir el consejo de la beata Teresa de Calcuta: ‘dar hasta que duela, y cuando duela, dar todavía más’, entonces dejarán de ser seres desconocidos, se volverán amigos, esos amigos a los que se refiere Jesús, que cuando mueras te reciban en el cielo. ¡Quién te lo iba a decir, que hay un comité de recepción del cielo, y está constituido por todas las personas necesitadas que has encontrado y encontrarás en tu camino! ¿Cómo es que podrán recordarte y por qué tendrán poder de recibirte? Porque no sólo se trata, como en el ejemplo mencionado al principio, de gente allegada al anfitrión, sino que se trata ¡del propio Anfitrión! Ya lo dijo Jesús: “cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a Mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40). Al llegar al cielo descubrirás que desde Sus ojos, te miraba Él; desde Su necesidad, te pedía ayuda Él; y que lo que hiciste por ellos, lo hiciste por Él.

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XXVI Domingo del Tiempo Ordinario

¿Bienes o males?

ooooo!!!, ¡¡para allá nooo!!, ¿a dónde me llevan?, ¡¡vamos en dirección opuesta!!, ¡den vuelta en U!, ¡¡no debíamos ir para

abajo sino para arribaaaa!!!!’ Palabras más, palabras menos, algo así cabe suponer que pudo haber dicho el rico anónimo del que nos habla el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 16, 19-31). Se trata del personaje de una parábola que contó Jesús a los fariseos, acerca de un hombre que vestía con elegancia y banqueteaba espléndidamente, mientras que a la entrada de su casa yacía un mendigo llamado Lázaro, que se alimentaba (es un decir), de las sobras que caían de la mesa del rico. Los dos murieron. Lázaro fue llevado por los ángeles ‘al seno de Abraham’, expresión que podemos interpretar como referida al cielo, y el rico fue enterrado y terminó en el infierno. En los segundos que tardó en llegar, imaginamos que se sobresaltó y sorprendió sobremanera, que pensó que se trataba de un error, y que tal vez pidió, luego ordenó, luego suplicó, luego exigió, luego lloró y luego rogó ser llevado arriba y no abajo, pero por lo visto sin éxito, pues terminó torturado por las llamas.

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¿Por qué podemos suponer que le extrañó tanto no ir directito al paraíso? Porque es muy probable que él, como muchos de sus contemporáneos (y no pocos de los nuestros), considerara que la riqueza material era una bendición divina; pensara que era el medio con el que Dios recompensaba a quienes le agradaban. Seguramente recordaba al rey Salomón, al que Dios premió con una súper abundancia de bienes como no se había visto nunca (ver 1Re 3, 11-13); tenía presente la historia de Job, al que Dios recompensó aumentándole sus bienes al doble (ver Job 42, 10), y desde luego se sabía de memoria ese Salmo que dice:“la descendencia del justo será bendita. En su casa habrá riquezas y abundancia...” (Sal 112, 1-3). Según este modo de pensar, cuanto más tiene una persona, más confiada puede estar de que Dios la bendice, y quien tiene poco o nada, es considerado un pecador, alguien a quien Dios le ha retirado Su favor. Así que aquel rico seguramente se consideraba de los ‘consentidos’ de Dios, creía gozar de Su aprecio y amistad. ¡Menuda sorpresa se llevaría al descubrir que no era así! Es aterrador pensar que podamos vivir engañados, creyendo que Dios está contento con lo que hacemos, creyendo que tener lo que tenemos es una muestra de Su predilección por nosotros, y descubrir, demasiado tarde, que no es así, que la riqueza o la pobreza por sí mismas no indican nada, y que Dios no está contento con la manera como hemos empleado lo mucho o poco que nos dio, llámese tiempo, bienes materiales, bienes espirituales, dones, cualidades, capacidades... Qué terrible enterarnos cuando ya no haya remedio, de que los bienes que de Dios recibimos no eran para que nos gloriáramos

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en ellos y los presumiéramos como trofeos, sino para administrarlos y, sobre todo, para compartirlos. La parábola que narra Jesús tiene un final inesperado. Muestra que la riqueza puede no ser una bendición y ciertamente no garantiza la salvación: el pobre va a dar a un paraíso y el rico a un lugar de tormentos. Como acostumbra, Jesús pone de cabeza los conceptos de Su tiempo y del nuestro. Nos mueve a preguntarnos, ¿qué pasó aquí?, ¿cómo interpretarlo?, ¿acaso está en contra de la riqueza y está planeando enviar a todos los ricos al infierno? No. Jesús no odia a los ricos por ser ricos, ni ama a los pobres por ser pobres. Jesús ama a todos los seres humanos, independientemente de si tienen mucho, poco o nada. La razón por la cual el rico terminó en un lugar de castigo, no fue porque tuviera mucho, sino porque lo usó como se le dio la gana, sin preguntarle a Dios en qué o en quién debía emplearlo. Se sintió dueño, no administrador, lo dilapidó en sí mismo, no supo compartirlo. Tenía de sobra y a Lázaro sólo le dio sobras. Ése fue su error, mejor dicho, su pecado. Sus bienes se le volvieron males porque los empleó sólo para su propio beneficio. Y tal vez todos los días daba gracias a Dios por todo lo que le había dado, y quizá incluso agradecía no ser como Lázaro (‘¡¡gracias, Señor, de la que me libraste!!, ¡qué bueno que no me hiciste como ese pobre que no tiene nada!!’).

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Puede ser que no le faltara gratitud. El problema es que no basta agradecer. Dios no se contenta con que diario le demos las gracias por todo lo que nos da. Y nosotros no debemos contentarnos tampoco. Hay que dar un paso más. Agradecer lo recibido, sí, pero mirar al que no lo recibió, y compadecerlo, que no es tenerle lástima, sino sentir en carne propia su dolor, su carencia, y actuar en consecuencia, hacer algo por él. Y que lo que hagamos no sea, como dice el Papa Francisco, nomás ‘para tranquilizar la conciencia’, sino que sea respuesta que brote de nuestro amor cristiano, fruto de una caridad verdadera, y delicada, que no humille, que no haga al otro sentirse mal. Tener siempre presente que lo que se recibe y lo que no se recibe suele ser inmerecido. Y nunca encerrarse en el propio bienestar, sino dejar las puertas y las ventanas abiertas para que nos lleguen y nos incomoden las voces, las miradas, las manos extendidas, la necesidad, el dolor, la tristeza, de los que piden, de los que esperan que nunca nos conformemos con permitirles disfrutar sólo las sobras que caen de nuestra mesa.

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XXVII Domingo del Tiempo Ordinario

La verdadera recompensa

Cuánto me van a pagar? Es la primera pregunta que suele hacer mucha gente

cuando se le pide que realice algún servicio. ¿Cuánto te van a pagar? Es la otra pregunta que suelen plantearle amigos y familiares q quien anuncia que ya tiene chamba. Parece ser que lo más importante es recibir un pago, y que sea considerable. Y tal vez este criterio funciona en un mundo que se rige por las transacciones comerciales, pero no cabe trasladar esta mentalidad a las cosas de Dios. Y sin embargo muchos creyentes cometen ese error. Hacen las cosas esperando obtener algo a cambio. Por ejemplo, van a Misa todos los domingos como un modo de tener ‘contento’ a Dios, para que haga que en todo les vaya bien, y si en algo les va mal, le retiran el habla, dejan de ir.

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Realizan obras piadosas con la intención de que Dios les multiplique su dinero, y si no lo hace, dejan de dar. Oran porque esperan que Dios les cumpla al minuto lo que le están pidiendo, o mejor dicho, exigiendo, y si no les responde como quieren, se decepcionan, se frustran, se enojan, dejan de orar. A superar esa mentalidad de ‘te doy para que me des’, puede ayudarnos el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (Lc 17, 5-10). En él Jesús plantea que un empleado que cumple el trabajo que le han encomendado, no debe esperar que su patrón se muestre agradecido con él. Ojo, no está diciendo que ese patrón no se lo agradezca. Ése es otro asunto. De hecho en un pasaje anterior, Jesús ha dicho que a los empleados a quienes su señor los encuentre en vela, es decir, atentos, cumpliendo lo que les pidió, “los hará sentar a la mesa y los irá sirviendo” (Lc 12, 37), como quien dice, que recompensará personalmente su esfuerzo. El Evangelio dominical nos invita no a poner la atención en si Dios nos recompensará o no, sino en nosotros, en no hacer las cosas buscando recompensa. Quiere Jesús que purifiquemos nuestra intención. Que hagamos las cosas por amor a Él, para agradarle porque lo amamos, no porque queremos ver qué le sacamos. Por ello nos propone una sencilla fórmula: “cuando hayan cumplido lo que se les mandó, digan: ‘No somos más que siervos, sólo hemos hecho lo que teníamos que hacer’...” (Lc 17, 10). En otras palabras, que debemos contentarnos con cumplir la voluntad divina y que en darle gusto al Amado esté nuestra recompensa, consideremos nuestro esfuerzo bien empleado.

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Pidámosle al Señor que nos conceda Su gracia para que lo que le ofrezcamos, se lo ofrezcamos por amor. Dice en el magnifico librito de ‘La imitación de Cristo’: ‘más mira Dios el corazón, que el don’ (I, 15). Más que en lo que le ofrecemos, se fija en nuestra intención.

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XXVIII Domingo del Tiempo Ordinario

Nueve sinrazones

omo llegaron y se fueron en bola, solemos tildarlos parejo de ‘bola de ingratos’, pero el hecho de que estuvieran juntos era circunstancial, seguramente no

todos pensaban igual y cada uno tuvo su particular razón para reaccionar como reaccionó. Me refiero a lo que narra el Evangelio dominical (ver Lc 17, 11-19): Diez leprosos salieron al encuentro de Jesús pidiéndole compasión. Él les mandó presentarse a los sacerdotes. ¿Por qué pidió esto? Porque como la lepra era contagiosa, incurable y mortal, los leprosos eran considerados pecadores. Debía examinarlos un sacerdote, declararlos impuros, y echarlos fuera de la comunidad (ver Lev 13, 1-3. 45-46). Y si de milagro un leproso sanaba, sólo el sacerdote podía dar fe de que estaba sano y realizar un ritual para que el ex-leproso pudiera reintegrarse a su comunidad (ver Lev 14, 1-32). Es admirable que ninguno le dijo a Jesús: ‘¿cómo vamos a ir al sacerdote estando todavía leprosos?, ¡cúranos primero!’, sino que lo obedecen sin chistar y se pusieron en marcha.

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Lo que no es admirable es lo que hicieron, o mejor dicho, dejaron de hacer nueve de ellos. Dice el Evangelio que mientras iban de camino, quedaron sanos, y sólo uno de ellos, un samaritano, volvió a darle las gracias a Jesús, quien preguntó extrañado: “¿Dónde están los otros nueve? ¿No ha habido nadie, fuera de este extranjero, que volviera para dar gloria a Dios?” (Lc 17, 17-18). Jesús lamentó que sólo uno regresara, no porque los hubiera curado para que le agradecieran, sino porque la gratitud es una virtud que nos hace bien, y porque sin duda conoció y lo apenó la razón que cada uno tuvo para no regresar. No conocemos esas razones, sólo podemos conjeturar, pero vale la pena hacerlo, para que sus razones no sean las nuestras... 1. ¡¡¡Ya era hora!! Tal vez el primer leproso no regresó porque no se sentía agradecido, más bien estaba molesto de que Dios se hubiera tardado tanto en curarlo. Consideraba que nunca debió tener lepra, pues no era pecador como los demás, fue un error. Y al sanar dijo: ¡vaya, hasta que se me hizo justicia!’. Así sucede con quienes se sienten buenos y justos y esperan que Dios los favorezca en todo. No agradecen lo que reciben, creen que lo merecen. 2. ¡Yo sí cumplo! Tal vez el segundo leproso no regresó porque quiso obedecer al pie de la letra lo que pidió Jesús.

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Lo mandó ir al sacerdote y fue. Y quizá cuando su compañero se regresó, pensó: ‘yo no soy como ése, yo sí hago lo que Jesús ordenó’. Así sucede con quienes sólo quieren cumplir externamente. Limitan su relación con Dios a asistir a Misa, leer cierto devocionario ante el Santísimo, rezar el Rosario. Le ponen palomita a lo que hacen, creen que ya ‘le cumplieron’ a Dios y lo tienen contento. No se les ocurre que a Él le gustaría que fueran espontáneos, que no sólo le canten en Misa sino, por decir algo, en la regadera, que no sólo se dirijan a Él en la iglesia, sino mientras lavan los trastes o pasean al perro, que no sólo lo visiten el domingo, sino se den sus mañas para escaparse a irlo a ver entre semana... 3. ¡No tengo tiempo! Tal vez el tercer leproso no regresó porque en cuanto se curó se puso a pensar que tenía muchísimo que hacer. Saliendo de ir a ver al sacerdote, le urgía ir a su casa, visitar a sus familiares y amigos, ver si podía regresar a su antigua chamba, etc. etc. Tenía prisa por llegar, ya parece que iba a ‘perder’ el tiempo regresando a donde estaba Jesús. Así sucede con quienes dejan que lo urgente los haga olvidar lo más importante. No captan que si ponen su tiempo en manos de Dios, no lo pierden, ¡lo hacen rendir!

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4. ¡Ya lo sabe! Tal vez el cuarto leproso no regresó porque dijo: ‘Jesús lo sabe todo, ya sabe que le estoy agradecido, no tengo que decírselo’. Así sucede con quienes piensan que no tiene caso hablar con Dios porque Él ya sabe lo que están pensando. No consideran que la oración no es para informarle algo que no sepa, sino para entablar un diálogo con Él, una relación personal de amor y de amistad. 5. ¿Qué dirán? Tal vez el quinto leproso no regresó porque al igual que uno de sus compañeros, era samaritano, y quizá pensó que mientras estaba desfigurado por la lepra, sin nariz, sin orejas, uno más entre diez, nadie se fijó en que le pidió ayuda a Jesús, pero ahora que había recuperado su aspecto, no quería que lo fueran a ver sus paisanos postrándose ante un judío (pues samaritanos y judíos estaban enemistados). Así pasa con quienes no se acercan a Dios o a la Iglesia porque temen ser criticados. Hay políticos, intelectuales, científicos, que en el fondo son creyentes, pero primero muertos que admitirlo porque temen ‘quemarse’ con sus colegas. Se preocupan más por agradar a los hombres que a Dios. 6. ¿Para qué molestarlo? Tal vez el sexto leproso no regresó porque le dio pena, se dijo: ‘de seguro Jesús está ocupado, tiene cosas importantes que hacer, ¿cómo me voy a presentar de nuevo ante Él?, sería importunarlo con mis tonterías’.

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Así piensan quienes tienen la idea de que hay que acudir a Dios sólo cuando hay una emergencia o una petición importantísima, pero no para las cosas pequeñas, cotidianas. Creen que Él no se ocupa de eso, que está mal molestarlo con insignificancias. No comprenden que, por Su amor por nosotros, al Señor todo lo nuestro le interesa. 7. ¡No es lo que yo quería! Tal vez el séptimo leproso no regresó porque lo puso furioso que Jesús lo sanara. Se lo pidió, porque otros lo pedían, pero lo hizo ‘de dientes para afuera’, convencido de que era incurable. Y en eso ¡se curó!, él que estaba contento siendo leproso porque disfrutaba vivir en soledad, no tener que trabajar, no tener que estar con familiares y gente que no soportaba; despertar lástima y que lo alimentaran, despertar temor y que lo dejaran tranquilo, dejar pasar la vida sin tener que hacer nada, ahora se veía forzado a reintegrarse a su comunidad, trabajar, volver a ver a su suegra, hacerse útil a la sociedad. No quería agradecer, quería ¡reclamar! Así le pasa a quienes reciben de Dios algo que no esperan y que no entra dentro de sus planes, algo que cambia el rumbo de su vida, y los fuerza a enmendarlo. Se molestan, se incomodan, lo consideran un mal, no captan que todo lo que Dios manda o permite es siempre una bendición. 8. ¡No se me ocurrió! Tal vez el octavo leproso no regresó porque no se le ocurrió.

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Así sucede con quienes viven la vida sin pensar en Dios ni en que todo se lo deben a Él. Y también sucede con quienes sí creen en Dios, pero sólo se les ocurre pedirle cosas, nunca lo alaban por Sus maravillas, ni le dan gracias por lo que hace por ellos. 9. Sí, pero antes... Tal vez el noveno leproso no regresó, aunque sí tomó la decisión de hacerlo, porque pensó que antes tenía que hacer otras cosas, y estas otras cosas lo fueron absorbiendo tanto que fue posponiendo, posponiendo ir a ver a Jesús, hasta que su intención se quedó en eso, en intención. Así sucede con quienes sí quisieran que Dios ocupara un lugar importante en sus vidas, pero dan prioridad a otros asuntos. Dicen: ‘nomás que’ haga tal cosa ahora sí voy a empezar a ir a Misa; ‘nomás que’ termine este asunto, ahora sí voy a leer la Biblia’, ‘nomás que’ me organice, ahora sí voy a darme tiempo para orar. Dejan siempre a Dios para después, un después que nunca llega o que llegará cuando sea demasiado tarde. Hasta aquí las posibles nueve razones, o mejor dicho, sinrazones, de los nueve leprosos. Y ¿tú?, ¿tienes alguna para no ir ahora mismo a darle las gracias a Jesús?

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Domingo Mundial de las Misiones (DOMUND)

Misión en riesgo

stremece ver la foto de unos católicos orando arrodillados en las ruinas de su parroquia quemada. Apenas el día anterior habían ido allí a Misa como

siempre, disfrutaron del ambiente sagrado de recogimiento y paz. Hoy desapareció el techo, casi todas las paredes, los vitrales y las imágenes están hechas añicos, dispersados por el suelo. Pero permanece intacto el altar y un sacerdote celebra Misa. Alrededor de la mesa del Señor hallan consuelo en Su presencia. Duele ver otra foto en la que padres de familia con sus niños heridos o muertos en los brazos, huyen de lo que fue una iglesia en la que unos extremistas suicidas detonaron bombas que mataron e hirieron a casi toda la congregación. Horroriza saber que son incontables los obispos, sacerdotes, religiosos y laicos que están encarcelados o desaparecidos, que sufren persecuciones, torturas, atropellos, atrocidades, a causa de su fe. La fundación de la Santa Sede ‘Ayuda a la Iglesia que Sufre’ presenta en su página web (www.ayudaalaiglesiaquesufre.mx/) escalofriantes estadísticas que muestran que los ataques contra los cristianos, católicos en particular, están multiplicándose, en cantidad y gravedad, en todo el mundo.

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En demasiados países está prohibido edificar iglesias, asistir a Misa, reunirse a orar, traer al cuello una cruz o medalla, tener en casa la Biblia, el Catecismo o cualquier lectura espiritual, una imagen religiosa, un Rosario. Y en otros, en los que la violencia no es tan evidente y extrema, se da otro tipo de persecución contra los creyentes: se les trata de obligar a ir en contra de sus principios (por ejemplo en EUA quieren imponer que se practique el aborto en hospitales católicos, a lo cual se han negado rotundamente los obispos norteamericanos), se les bombardea con propaganda anticatólica en los medios de comunicación, se les ridiculiza, se les tilda de ‘retrógrados’, se les hace la vida difícil. Estando así las cosas, la Iglesia celebra, como todos los años en el segundo domingo de octubre, el DOMUND, Domingo Mundial de las Misiones, para recordarnos que hay miles de mujeres y hombres que han tenido la vocación y valentía de ser misioneros, y lanzarse a anunciar la Buena Nueva a un mundo que la necesita y a la vez la rechaza violentamente. Ser misionero hoy puede implicar desde ser sancionado y perder el empleo, hasta ser atacado, encarcelado, torturado, desaparecido, asesinado. Cuando es un riesgo la misión, la misión está en riesgo; puede disminuir o desaparecer por falta de voluntarios y recursos. Quienes se atreven a ser misioneros hoy en día, necesitan urgentemente nuestra asistencia. ¿Qué podemos hacer por ellos? En primer lugar, oración. Acuérdate siempre de orar por los misioneros, incluye esta petición en tu oración en Misa, en el Santo Rosario, en tu oración en familia, en tu grupo parroquial. Encomiéndalos a la Divina Providencia, al amoroso amparo de santa María de

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Guadalupe, y a la intercesión de san Francisco Javier SJ y santa Teresita del Niño Jesús, santos patronos de los misioneros. En segundo lugar, apóyalos con una aportación económica. En este domingo, todo el dinero que se reciba en la colecta durante la Misa será destinado a las misiones. Sé generoso. Y también puedes apoyar la labor misionera dando algún donativo mensual o anual a órdenes como los Misioneros de Guadalupe (www.mg.org.mx), los Combonianos (www.misioneroscombonianos.org), las Obras Misionales Pontificio Episcopales de México (www.ompemexico.org.mx), etc. Y en tercer lugar, responde a la invitación de Dios, que te llama a ser misionero en tu familia, escuela, trabajo, comunidad. Y tal vez incluso a ir atreverte a ir de Su parte a alguna tierra de misión. En la Segunda Lectura que se proclama este domingo en Misa (ver Rom 10, 9-18), dice san Pablo que “la fe viene de la predicación y la predicación consiste en anunciar la Palabra de Cristo” (Rom 10, 17), y recordemos que no sólo hay que predicar con la voz, sino sobre todo con las obras. Con ello en mente, podemos responder al llamado que nos hace Jesús en el Evangelio dominical ver Mc 16, 15-20): “Vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda creatura” (Mc 16,15) Pidámosle luz y fortaleza al Señor, para decirle sí, y nunca tener temor de difundir la fe y compartir Su amor.

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XXX Domingo del Tiempo Ordinario

Oración y justificación

uchos de Sus oyentes se han de haber quedado ‘turulatos’ cuando Jesús les reveló que un hombre aparentemente ejemplar, estaba muy lejos de servir

de ejemplo. Me refiero a una parábola que contó Jesús y que se proclama este domingo en Misa: “Dos hombres subieron al templo para orar; uno era fariseo (es decir, de una secta religiosa cuyos miembros se preciaban de cumplir minuciosamente la ley de Moisés, considerando que con ello obtendrían su salvación), y el otro, publicano (es decir, que trabajaba para los romanos, que estaban gobernando su país, recolectando impuestos a sus paisanos judíos, por lo que era considerado traidor y ladrón: un pecador). El fariseo, erguido, oraba así en su interior: ‘Dios mío, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos y adúlteros; tampoco soy como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todas mis ganancias.’ El publicano, en cambio, se quedó lejos y no se atrevía a levantar los ojos al cielo. Lo único que hacía era golpearse el pecho, diciendo: ‘Dios mío, apiádate de mí, que soy un pecador.’ Pues bien, Yo les aseguro que éste bajó a su casa justificado y aquél no; porque todo el que se enaltece será humillado y el que se humilla será enaltecido” (Lc 18, 9-14).

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Los que escucharon esto han de haber repasado mentalmente todo lo que Jesús contó del fariseo y probablemente así de buenas a primeras no hallaron nada reprobable y se preguntaron: ‘¿pues qué hizo mal?’ Fue al templo a orar, eso suena bien, se ve que era una persona de fe, cuántos no se paran ni de casualidad por allí. Luego se puso a darle gracias a Dios, se ve que era un hombre agradecido, cuántos nunca le agradecen a Dios todo lo que hace por ellos. Y lo que le agradecía a Dios pues realmente era motivo de gratitud, no ser ratero, no ser injusto, no haberle sido infiel a su esposa, ni trabajar para los paganos extranjeros que oprimían a su pueblo. El hecho de que le agradezca eso a Dios muestra que se da cuenta de que no ha caído en esas situaciones porque ha contado con el favor de Dios. Aparentemente su oración es impecable. Entonces, ¿en qué falló? En estas cuatro actitudes: 1. Estaba lleno de soberbia. A diferencia del publicano que probablemente se había postrado o al menos mantenía la cabeza baja y no se atrevía a alzar la vista, el fariseo oraba erguido, se mostraba muy orgulloso de sí mismo. Más que venir a ver a Dios, daba la impresión de que venía para ser visto. 2. No tenía misericordia. Juzgaba y despreciaba a los demás. 3. Nunca mencionó sus faltas, ni pidió perdón por ellas. Si hubiera hecho un concienzudo examen de conciencia, hubiera tenido que encontrar mucos pecados por los cuales

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pedir perdón a Dios, y entonces la balanza de su oración se hubiera equilibrado, no sólo hubiera agradecido lo bueno, sino reconocido lo malo y pedido perdón. Y si hubiera empezado mencionando sus faltas, ya no se hubiera atrevido a compararse favorablemente con el publicano. Ni modo de decir: ‘gracias, Señor, porque no soy como ese publicano, pero soy ¡peor!, porque he cometido esto y lo otro.’ A quien reconoce sus propios pecados ya no le quedan ánimos ni tiempo de ponerse a señalar los pecados de los demás; tiene suficiente trabajo con lo que descubre que debe corregir y mejorar en sí mismo. 4. Alardeó. No resistió la tentación de mencionar que ayunaba y daba al templo el diez por ciento de todo lo que ganaba. ¿Qué pretendía?, ¿que Dios le estuviera agradecido y tuviera que devolverle el favor?, ¿que los demás lo alcanzaran a oír y lo admiraran? El fariseo hizo bien en ir al templo a orar, hizo bien en ser agradecido con Dios, implícito reconocimiento de que todo lo bueno que era y tenía lo debía a Su Divina Providencia, pero le faltó humildad, contrición, caridad y discreción. Pidámosle al Señor nos conceda esas cuatro virtudes, para que no nos suceda como a este fariseo, que salió de orar satisfecho y confiado, pero a los ojos de Dios no fue justificado.

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XXXI Domingo del Tiempo Ordinario

Atención inesperada

Hay de pecadores a pecadores’, decía un amigo otro día, y explicó a qué se refería:

‘Hay pecadores que lo son simplemente porque pertenecen al género humano, marcado por el pecado, pero las faltas que cometen francamente no son nada, digo, si vemos las vidas de los santos, ¡qué paciencia tenían!, ¡qué caridad!, por ejemplo santa Teresita del Niño Jesús, santa Faustina Kowalska, muriéndose de tuberculosis pulmonar e intestinal, con unos dolores intensísimos y todavía se daban tiempo de escribir su diario, de orar, de ofrecer a Dios sus sufrimientos, de edificar a sus semejantes, ¿qué pecados tenían?, realmente creo que ninguno, habría que buscar con lupa para ver si acaso había algún pecado venial. A santa Teresita la impacientaba que una religiosa se parara en la puerta de su cuarto y se quedara allí viéndola sufrir, como si fuera un espectáculo, y a santa Faustina la mortificaba que la hermana que la atendía se olvidara de traerle agua, pero ninguna de las dos se quejó ni ahorcó a la hermana en cuestión, ¡claro, por algo eran santas!, vivían heroicamente las virtudes, así que cuando leo que se confesaban cada semana, me pregunto, ¿pues de qué se confesarían?, si yo creo que no eran capaces ¡ni de matar una mosca!

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Claro, se entiende que a diferencia del fariseo del que hablaba el Evangelio el domingo pasado, ellas no se creían perfectas ni mejores que nadie y por eso se confesaban y seguro encontraban alguna falta que no era grave pero era algo que podían mejorar. Y creo que ésa es la clase de pecadores a la que se refiere la Biblia cuando dice que Dios ama a los pecadores, o cuando el Papa Francisco dice que oremos por él que es un pecador, pero ¿qué pecador va a ser?, ¡si es un alma de Dios!, es bueno como el pan, compasivo, sencillo, entregado al máximo, por favor, ¡qué pecador ni qué nada! En cambio estamos los otros pecadores los que sí merecemos ese nombre, los que cometemos pecados gordos, nos portamos de veras mal, somos violentos o infieles o vanidosos o ‘transas’ o injustos. Pienso en el adúltero que no quiere dejar a su amante; en el que roba en su trabajo y obtiene ganancias medio chuecas (o chuecas y media), en el avaro, que dilapida su dinero en tonterías pero no suelta un quinto para ayudar a otros, etc. etc. Pienso en los pecadores desagradables, aborrecibles, y también en los que racionalizamos que no hacemos algo grave, pero somos egoístas, o comodinos, o como dice el Papa Francisco, corruptos, hipócritas y asesinos que matamos con la lengua hablando mal de otros. Y me temo que eso de que Dios ama a los pecadores aplica a los primeros, a los pecadores ‘light’, que cometen minucias que son fácilmente perdonables, pero a los segundos ¿cómo nos va a querer? Y me desespero, porque yo soy de esos pecadores de ‘peso pesado’, y hace quién sabe cuándo dejé de confesarme porque considero que no tengo remedio, así que ¿cómo voy a pretender que Dios me vaya a querer?’

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La respuesta a su desesperanzada disquisición llega oportuna en el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 19, 1-10), que narra lo que sucedió a quien podría haber sido calificado como pecador de ‘peso pesado’: Zaqueo, un hombre que no sólo no tuvo empacho en trabajar para los romanos, invasores que oprimían su patria, sino que para colmo trabajaba cobrándoles a sus paisanos los impuestos que imponían los romanos, y, todavía peor, les cobraba de más para obtener jugosas ganancias. Sobra decir que por su falta de solidaridad y ética se había ganado a pulso que lo odiaran y despreciaran, y además era tenido por ‘impuro’, por su trato continuo con los paganos. Si hay alguien que podía sentirse indigno del aprecio de sus semejantes y del amor de Dios, era Zaqueo. Entonces sucedió que a la ciudad donde vivía llegó Jesús, y él fue a ver si lograba conocerlo, pero “la gente se lo impedía” (Lc 19, 3). San Lucas, que es muy delicado en sus juicios, da a entender que como Zaqueo era bajito de estatura, no alcanzaba a ver por encima de la multitud, pero la verdad es que podemos imaginar que cuando la gente veía que el Zaqueo estaba tratando de ver a Jesús, se le ponían enfrente nomás para fastidiarlo. Pero Zaqueo no se amilanó y tuvo una ocurrencia: “corrió y se subió a un árbol para verlo cuando pasara por ahí” (Lc 19, 4). No pretendía otra cosa que mirar de lejos a Jesús. Sabía que no tenía la menor oportunidad de acercársele y además seguramente se sentía indigno de hacerlo. Pero sucedió lo inesperado. Jesús pasó por debajo del árbol en el que estaba encaramado Zaqueo, levantó la vista y le dijo: “Zaqueo, bájate pronto, porque hoy tengo que hospedarme en tu casa.” (Lc 19, 5).

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‘¿¿¿Quéééé???, ¿¿¿Hospedarte Tú en mi casa???, ¿¿de veras??, ¿¿sí estás consciente de que soy un publicano, abusivo, ratero, pecador de lo peor???’, quizá eso hubiera podido replicar Zaqueo, pero no lo hizo, simplemente “bajó enseguida” (tal vez de la puritita impresión se cayó de la rama en que estaba encaramado) y “lo recibió muy contento”. Cuando menos pensaba que podía acercarse a Jesús, ¡¡Jesús se le acercó a él!! Y es que para Jesús no hay nadie indigno de Su amor, nos ama a todos, y se acerca a todos, por chicos o grandes que sean nuestros pecados. Lo único que necesitamos es, como pedía el Papa Juan Pablo II, ‘abrir las puertas de par en par a Cristo’, tener la disposición de recibirlo. Jesús pidió hospedaje y Zaqueo lo hospedó. Es interesante que no dice que Jesús sólo fue a comer sino que Zaqueo “lo recibió”. Da la impresión de que Jesús se quedó allí al menos ese día, quién sabe cuánto tiempo más, lo suficiente para tocar el corazón de Zaqueo y moverlo a conversión. También a nosotros el Señor nos mira cuando menos pensamos que se fija en nosotros, cuando más lejos de Él nos sentimos, cuando pensamos que es imposible aproximarnos, nos mira y tiene hacia nosotros una mirada de amor, un gesto de amistad, una atención que no esperábamos. Y a veces justo después de haberle fallado, cuando pensamos, dijimos, hicimos o dejamos de hacer algo que sabemos que no estuvo bien, Él nos colma con Su gracia, nos hace un gran favor, nos concede algo que le pedimos.

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Y pensamos ‘¡era para que ahorita hubiera hecho bajar fuego del cielo para achicharrarme y en cambio ¡me regala esto!’ Es que cuando más nos sumimos en la oscuridad, más quiere iluminarnos. Dios nunca deja de amarnos, nunca se aleja de nosotros, somos nosotros los que a veces le cerramos la puerta. Si ya no te confiesas, le cierras la puerta al Señor que viene hacia ti con los brazos abiertos a ofrecerte Su perdón y a darte Su gracia para superar el pecado. Si dejas de ir a Misa, le cierras la puerta al Señor que te había reservado un sitio junto a Él en la mesa del banquete. Si dejas de rezar, de leer la Palabra, cierras los oídos a la voz de Dios que te pide hospedarlo en su casa. El Evangelio dominical devuelve la esperanza a quien creía que ser pecador es un impedimento para acercarse al Señor, no lo es, al contrario, si el que está enfermo no acude al médico, ¿quién lo ayudará a sanar?, si el que está caído no toma la mano que se le tiende, ¿cómo se logrará levantar? La Lectura que se proclamó este jueves en Misa, decía que nada puede apartarnos del amor que nos ha manifestado Dios en Cristo Jesús, nuestro Señor (ver Rom 8, 39). Para Él no hay ‘de pecadores a pecadores’, a todos nos ama y a todos nos rescata de nuestros pecados con Su amor.

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XXXII Domingo del Tiempo Ordinario

Telar

na mujer indígena está tejiendo en un telar que tiene un extremo atado a su cintura y el otro extremo amarrado a un árbol. Al pie del árbol juega en el suelo su niño.

Si éste alza la mirada y mira por debajo la tela, sólo ve los hilos sueltos, los nudos, los remates, pero si se levanta y contempla el otro lado, la parte de arriba, descubrirá el diseño, hermoso y perfecto, paciente y sabiamente planeado y realizado. Si sólo mira desde abajo, no lo alcanza a entender ni a apreciar, y probablemente hasta le parezca feo. Qué diferencia si lo aprecia desde otra perspectiva. Así sucede con las cosas de Dios. Si las juzgamos sólo desde nuestra perspectiva humana, no logramos entenderlas, pero podemos tener la certeza de que cuando las veamos desde el punto de vista de Dios descubriremos cómo Él fue urdiendo la trama de nuestra vida, hermoseándola, perfeccionándola, introduciendo lo que a nosotros nos parecían hilos suelos o incluso dolorosos nudos, pero que tenían un sentido, y que el final resultó extraordinario. El Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 20, 27-38), es ejemplo de esto. Presenta a unos hombres que por juzgar con sus limitados criterios humanos la vida después de la vida y no lograr comprenderla porque consideraron que era igual a la de este mundo, simplemente se rehusaron a creer en ella. Se acercaron a Jesús a plantearle un caso que según

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ellos mostraría que creer en la Resurrección era un absurdo, y resultó que lo único absurdo fue el ejemplo que pusieron, porque en un dos por tres Jesús les demostró lo equivocados que estaban y les hizo ver que sí existe la Resurrección, y no es como pensaban. Como a ellos, también a nosotros nos puede suceder que por no comprender cabalmente lo que Dios propone o permite en nuestra vida, nos rehusemos a creer en Él o a cumplir Su voluntad. Pero quien se queda sin Dios se queda a la deriva en este mundo, navegando sin brújula ni rumbo, y sin la esperanza de alcanzar un puerto seguro. En cambio la fe en la Resurrección nos da la fortaleza para enfrentar lo que sea que nos toque vivir, como lo muestra la Primera Lectura, con confianza en Dios y la certeza de que para nosotros y nuestros seres queridos, hay vida después de la muerte. Y que nadie piense que esa fe es el ‘opio del pueblo’ que lo adormece para que se resigne a pasar por esta vida con los ojos cerrados a todas las dificultades e injusticias propias y ajenas, esperando a abrirlos hasta que llegue al cielo, nada de eso. El cristianismo no consiste en estar de brazos cruzados ante los problemas propios y ajenos; nos conforta y nos da una firme esperanza para la vida futura, pero también nos llama a trabajar en esta vida para bien propio y de quienes nos rodean. Lo expresa bellamente san Pablo en la Segunda Lectura: “Que el mismo Señor nuestro, Jesucristo, y nuestro Padre Dios, que nos ha amado y nos ha dado gratuitamente un consuelo eterno y una feliz esperanza, conforten los corazones de ustedes y los dispongan a toda clase de obras buenas y de buenas palabras.” (2Tes 2, 16-17). Si confiamos en que el telar de nuestra existencia está en las manos de Dios, Él nos enseñará a entretejer nuestros hilos con los de los demás y aprovechará incluso lo deshilachado para crear una obra maestra, de la que esperamos un día poder contemplar lo que ahora no alcanzamos a ver, el otro lado.

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XXXIII Domingo del Tiempo Ordinario

Debilidad y fortaleza

er que lo que parecía sólido y resistente se tambalea o peor, se desmorona, nos desconcierta y desanima, pensamos: ‘si eso sucedió con lo que se veía tan

macizo, ¡qué no sucederá con lo endeble!’ Es significativo que el Evangelio que se proclama este domingo en Misa (ver Lc 21, 5-19), empieza y termina aludiendo a la solidez, a la firmeza, pero en sentidos muy diferentes: por un lado se refiere a la fragilidad de lo que parece sólido, y por otro, a la fuerza de lo que parece débil. Al comienzo narra que cuando los Apóstoles admiraban la solidez y belleza del Templo de Jerusalén, Jesús les aseguró que un día de todo eso no quedaría piedra sobre piedra. Los ha de haber desconcertado. Parecía mentira que una edificación tan grandiosa fuera a quedar en nada, aunque desde luego era posible, no sería la primera vez (siglos antes, el primer Templo, edificado por el rey Salomón fue totalmente destruido). De entrada tenemos una invitación tácita a no poner nuestra confianza en las cosas de este mundo, por estables que parezcan, porque no lo son en realidad, y si nos apoyamos en

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ellas, nos quedaremos, como se dice popularmente ‘colgados de la brocha’. Luego, Jesús anunció una serie de acontecimientos, a cual peor de catastróficos, y concluyó diciendo: “si se mantienen firmes, conseguirán la vida”. Casi podemos imaginar a Sus discípulos reflexionando consternados: ‘¿pero qué esperanza tenemos nosotros de mantenernos firmes?, si algo que parecía tan indestructible como el Templo, hecho de piedra, se derrumbará, ¡cuánto más podemos derrumbarnos nosotros, que somos de carne y hueso! Y es verdad. Por más que los seres humanos nos creamos muy fuertes y capaces de enfrentar y superar lo que sea, no lo somos. Un catarrito nos tumba en cama, una mala noticia nos pone a temblar, la pérdida de un ser querido nos devasta, una tentación nos hace tropezar. ¿Por qué entonces nos pide Jesús que nos mantengamos firmes?, ¿no sabe que está pidiéndonos un imposible? Claro que lo sabe. Sabe que lo que nos pide es imposible para nosotros, pero no para Él. Sabe que podremos cumplirlo si nos tomamos de Su mano. Dice el salmista: “Mi alma está unida a Ti y Tu diestra me sostiene” (Sal 63,9) Para que podamos mantenernos firmes pase lo que pase, y perseverar hasta el final, como nos lo pide Jesús, tenemos que mantenernos unidos a Él, que nos tiende la mano y nos sostiene.

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Como le tendió la mano a Pedro para sostenerlo y no dejar que se ahogara cuando éste se bajó de la barca queriendo caminar sobre las aguas (ver Mt 14, 31), nos rescata a nosotros cuando las aguas turbulentas de la tentación, las preocupaciones, los miedos, el pecado, amenazan con hundirnos. Como tocó al ciego (ver Mc 8,23), nos toca a nosotros y nos abre los ojos para que podamos leer Su Palabra y descubrirlo presente en nuestra vida. Como tocó al leproso (ver Mt 8,3), nos toca a nosotros y nos limpia de nuestras lepras, de nuestros pecados. Como tocó a la hija de Jairo (ver Mt 9, 25), nos toca a nosotros y nos ayuda a levantarnos de nuestra postración, de lo que nos inmoviliza e impide amar y servir. Como mostró a Sus apóstoles las manos, para que vieran en ellas la señal de la crucifixión, y les deseó la paz (ver Jn 20,19-21), nos las muestra a nosotros para que recordemos que la paz no nos viene de que todo nos salga bien, de que nunca nos enfermemos, no se nos muera nadie, no nos pase nada difícil o doloroso, la paz nos viene de saber que desde la cruz Cristo asumió todas nuestros dolores, miedos, miserias y nos libró del pecado y de la muerte, así que no importa qué nos suceda, qué situaciones difíciles o catastróficas nos toque vivir, podemos ofrecérselo todo al Señor, unir nuestro dolor al Suyo y hallarle su sentido redentor, convertir lo que sea que nos toque enfrentar, en senda de paz y santidad. Consideremos esto: de una edificación, ¿qué es lo más sólido?, donde hay una columna y una trabe, un apoyo vertical y otro horizontal. La cruz es ese apoyo en nuestra vida espiritual. Cristo nos pide tomar nuestra cruz de cada día, no para que nos agobie su peso, sino para que nos apuntale el corazón, y nada lo pueda derrumbar.

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Sí podemos tener la esperanza de mantenernos firmes hasta el final y conseguir la vida, porque Jesús nos da lo que nos pide: con Su mano nos sostiene y con Su cruz nos consolida.

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Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo

Lecciones de un ladrón

a gente le puso el ‘alias’ de ‘buen ladrón’, quizá no tanto porque hubiera dejado atrás una vida de delincuencia (en dado caso sería el ‘buen ex-ladrón’),

sino porque considera que cometió el mayor y mejor ‘robo’ de toda la historia: se robó su entrada al Reino y logró ¡colarse a última hora! Era uno de los dos malhechores que fueron crucificados a ambos lados de Jesús, según narra el Evangelio que se proclama este domingo en Misa, en la Solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo, Rey del Universo (ver Lc 23, 35-43). Nos sorprende mucho que mientras en los Evangelios abundan los ejemplos de quienes no han sido considerado dignos de entrar al Reino y quedan afuera, tocando la puerta, exigiendo que se tomen en cuenta los méritos que creían tener: “profetizamos en Tu nombre, y en Tu nombre expulsamos demonios, y en Tu nombre hicimos muchos milagros” (Mt 7, 22), “¡hemos comido y bebido contigo, y has enseñado en nuestras plazas” -Lc 13, 26), a éste hombre, que aparentemente no tenía nada a su favor y sí bastante en contra, Jesús le haya dirigido estas palabras que muchos moriríamos -literalmente- por escuchar: “Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43).

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¿Qué pasó aquí?, ¿se trata simplemente de un ‘suertudo’ que por estar en el lugar preciso en el momento preciso ganó el premio mayor? Nada de eso. Lo de este hombre no fue ‘suerte’. Lo descubrimos si nos fijamos en lo que respondió al otro ladrón que insultaba a Jesús gritándole: “Si tú eres el Mesías, sálvate a ti mismo y a nosotros”. La frase que dijo revela mucho de su corazón y de por qué Jesús lo invitó a estar con Él. Y si reflexionamos en ella encontraremos que el ‘buen ladrón’ tiene ¡mucho que enseñarnos!, y no me refiero a técnicas de robo, sino a siete actitudes que haremos bien en imitar. Repasemos por partes sus palabras: 1. “¿Ni siquiera temes tú a Dios...” Cuando estamos en medio de una situación difícil y sobre todo dolorosa, tendemos a cerrarnos en nosotros mismos, ocuparnos y preocuparnos sólo por lo que nos sucede a nosotros. Remontar eso y ser capaces de interesarnos por lo que le pasa a alguien más, requiere superar el propio egoísmo, hacer un gran esfuerzo de amor. El ‘buen ladrón’ estaba crucificado, eso significa que sufría desgarradores dolores y se asfixiaba, pero prestó atención a lo que sucedía a su alrededor, y quiso usar el poco aliento que le quedaba, para hacer algo de provecho: corregir al otro ladrón y defender a Jesús, que era objeto de burlas. Contaba una amiga que tiene miedo a volar en avión, que durante un vuelo turbulento, se dio cuenta de que su

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compañera de asiento estaba más asustada que ella; entonces se puso a tranquilizarla, y cuando menos pensó se dio cuenta de que se le había olvidado su propio mareo y había superado sus nervios. Otro amigo platicaba que cuando iba a sus sesiones de quimioterapia, al principio se la pasaba callado, temeroso, y las horas que pasaba ahí se le hacían interminables, pero luego vio que había otros pacientes que se veían necesitados de consuelo, así que aprovechó para escucharlo, hablarles de Dios, darles ánimos. Y el tiempo se le pasaba sin sentir. Salir de nosotros mismos y amar, nos hace a todos mucho bien. Jesús en la cruz no estaba concentrado en Sí mismo, en Su propio dolor. Por eso fue capaz de pedirle al Padre que nos perdonara, encomendarnos a Su Madre, prometerle el paraíso al ‘buen ladrón’. Y éste tampoco estaba concentrado en sí mismo. Y sin saberlo, cumplió lo que pedía Jesús (ver Mt 16,24), se negó a sí mismo, es decir, se olvidó de sí y antepuso los intereses de otro a los propios, y tomó su cruz, es decir, amó hasta el extremo, y halló el camino de la paz y de la santidad. 2. “...estando en el mismo suplicio?” Estando los tres crucificados, el ‘buen ladrón’ hubiera podido pensar, ‘para qué me meto, si los tres ya nos vamos a morir, qué caso tiene que yo moribundo defienda a ese moribundo de ese otro moribundo?, y también: ‘¿con qué derecho le digo algo a ése si está en las mismas que yo?’ A veces nos dejamos llevar por el desánimo, la desesperanza, el ‘no tiene caso’, el ‘¿ya para qué?’ Pero el ‘buen ladrón’ no consideró que el hecho de que le faltaran unos minutos para morir o ser tan ladrón como el otro, fuera razón para no hacer nada. Y tuvo razón...

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Mientras haya vida, estamos comprometidos a poner todo lo que somos y tenemos al servicio de los demás, y el hecho de que haya poco tiempo o que estén pasando por iguales circunstancias a las nuestras no es, no debe desanimarnos, sino apresurarnos a intervenir. 3. “Nosotros justamente recibimos el pago de lo que hicimos” Dice un dicho: ‘no juzgues a otros sólo porque sus pecados son distintos a los tuyos’; como quien dice, que todos cometemos pecados, así que el hecho de que otro peque de manera distinta a la mía, no me da derecho ni a juzgarlo ni a sentirme mejor que él. El ‘buen ladrón’ reconoció que había pecado, y si se atrevió a corregir al otro ladrón, no fue para humillarlo o dárselas de santo, sino para ayudarlo a comprender y enmendar su error, cuando todavía había tiempo... No era como el fariseo que se sentía mejor que el publicano (ver Lc 18,10-14), sino que asumiendo su propia miseria, quiso ayudar a otro que estaba en la misma situación que él. Realizó así lo que en cristiano llamamos ‘corrección fraterna’. 4. “Pero éste ningún mal ha hecho” El ‘buen ladrón’ estaba convencido de la inocencia de Jesús y no se quedó callado, por temor a alguna represalia, por ejemplo contra su familia, sino que consideró su deber expresar públicamente que Jesús era inocente. No quiso desentenderse de la injusticia que se cometía contra Jesús, no quiso voltear hacia otro lado, poner pretextos. Eligió intervenir y se cumplió en él lo que anunció Jesús, fue bienaventurado, y en su hambre de justicia, fue saciado. (ver Mt 5, 6).

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5. “Señor...” Llamó a Jesús: ‘Señor’. Quizá no tenía claro todo lo que implicaba ese título, pero sí lo reconocía como Aquél en quien podía poner su esperanza de salvarse. Y no quedó defraudado. 6. “Cuando llegues a Tu Reino...” Crucificado, cubierto de sangre, con el rostro desfigurado por los golpes, Jesús estaba muy lejos de parecer Rey, y sin embargo el ‘buen ladrón’ supo reconocerlo. Nos cuesta descubrir el valor de los demás, especialmente en los que están más lejos de nuestro concepto de lo ‘valioso’, y más nos cuesta ver a Jesús en los demás (sobre todo cuando menos se le parecen); tenemos que aprender de este hombre a ver más allá de las apariencias, y a recordar que este Rey un día nos convocará a todos y nos dirá: “Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a Mí me lo hicisteis” (Mt 25, 40). 7. “Acuérdate de mí” El ‘buen ladrón’ no exigió nada, no se sintió con derecho a nada; sólo pidió ser recordado. ¡Y vaya que lo fue! Ese mismo día, Jesús lo recibió a Su lado. Con base en antiguos relatos apócrifos, se conoce a este ‘buen ladrón’ con el nombre de ‘san Dimas’, e incluso se le celebra el 25 de marzo. Pidámosle que ruegue por nosotros, para que sepamos imitarlo en las virtudes con las que se ‘robó’ el cielo: la oportuna

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caridad con la que corrigió a su hermano, el amor con el que defendió a Jesús; la fe, que le permitió reconocerlo como Señor, y la esperanza, que lo ayudó a confiar en entrar al Reino, no por mérito propio, sino porque se supo encomendar al Rey, oportunamente y con toda humildad.

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OBRAS DE ALEJANDRA MA. SOSA ELÍZAGA

Libros publicados por Ediciones 72:

PARA ORAR EL PADRENUESTRO (Reflexionar y orar sobre cada frase del Padrenuestro)

POR LOS CAMINOS DEL PERDÓN Disponible también en MP3 (Guía práctica para lograr perdonar).

SI DIOS QUIERE Guía práctica para discernir la voluntad de Dios en tu vida

CAMINO DE LA CRUZ A LA VIDA (Reflexiones sobre la Pasión, Muerte y Resurrección de Jesús)

VIACRUCIS DEL PERDÓN (Recorrer las catorce estaciones caminando hacia el perdón)

VIDA DESDE LA FE (50 Reflexiones para aterrizar la Palabra de Dios en tu vida diaria)

IR A MISA ¿PARA QUÉ? Guía práctica para disfrutar la Misa

DOCENARIO DE LA INFINITA MISERICORDIA DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS (Doce meditaciones sobre la Misericordia Divina)

¡DESEMPOLVA TU BIBLIA! Guía práctica para empezar a leer y disfrutar la Biblia

¿QUÉ HACEN LOS QUE HACEN ORACIÓN? Guía práctica para empezar a orar y a disfrutar la oración

Otras publicaciones

El PAPA TE INVITA A REZAR SU ORACIÓN FAVORITA Carta Apostólica 'Rosarium Virginis Mariae', de SS Juan Pablo II sobre el rezo del Santo Rosario, resumida y comentada por Alejandra Ma. Sosa E. (publicada por la Arquidiócesis de México y por Ediciones EVC no.259 EL PAPA TE HABLA DE LA MISA La Carta Encíclica 'Ecclesia de Eucharistía' resumida y comentada por Alejandra Ma. Sosa E. Publicada por la Arquidiócesis de México Obras de AMSE disponibles gratuitamente en www.ediciones72.com COLECCIÓN ‘Vida desde la fe’, volúmenes 1, 2, 3, 4 y 5 COLECCIÓN ‘La Palabra ilumina tu vida’, volúmenes: ciclos A, B, y C COLECCIÓN ‘Lámpara para tus pasos’, volúmenes: ciclos A y B CURSO DE BIBLIA SOBRE HECHOS DE LOS APÓSTOLES CURSO DE BIBLIA SOBRE EL EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO