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http://criteriojuridico.puj.edu.co Criterio Jurídico Santiago de Cali V. 10, No. 1 2010-1 pp. 1-224 ISSN 1657-3978

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Índice general

Artículos de investigación, revisión o reflexión Justicia restaurativa: construyendo un marco englobador para la paz Alejandro Carvajal Pardo 9 El “iusnaturalismo” de Thomas Hobbes Javier Felipe Hernández 35 La función social de la propiedad: la recepción de León Duguit en Colombia Eliécer Batista Pereira James Iván Coral Lucero 59 El arbitraje en equidad Rodrigo Becerra Toro 91 El delito: mera tipicidad y antijuridicidad César A. Sandoval Molina 115 De la imprenta Código de conducta para discutidores razonables Frans van Eemeren Rob Grootendorst 155 Notas Restricción al comercio internacional: una tentativa histórica recurrente Rafael Rodríguez-Jaraba 171 El Ejecutivo carece de facultad constitucional para regular el arbitramento y para señalar tarifas al arbitramento independiente Iván Alberto Díaz Gutiérrez 205

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Artículos de investigación, revisión o reflexión

Justicia restaurativa: construyendo un marco englobador para la paz Alejandro Carvajal Pardo El “iusnaturalismo” de Thomas Hobbes Javier Felipe Hernández La función social de la propiedad: la recepción de León Duguit en Colombia Eliécer Batista Pereira James Iván Coral Lucero El arbitraje en equidad Rodrigo Becerra Toro El delito: mera tipicidad y antijuridicidad César A. Sandoval Molina

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Justicia restaurativa: construyendo un marco englobador para la paz* Alejandro Carvajal Pardo**

* Este artículo se deriva del proyecto de investigación “Justicia restaurativa con personas condenadas, víctimas y ciudadanos en Santiago de Cali, Colombia, en torno a delitos relacionados con el conflicto armado”, adscrito al grupo de investigación Democracia, Estado e Integración Social (DEIS), categorizado por COLCIENCIAS. ** Politólogo. Profesor del Departamento de Ciencia Jurídica y Política de la Pontificia Universidad Javeriana de Cali. Correo electrónico: [email protected].

Criterio Jurídico Santiago de Cali V. 10, No. 1 2010-1 pp. 9-34 ISSN 1657-3978

Recibido: 10 de febrero de 2010 Aprobado: 11 de mayo de 2010 8

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Resumen La justicia es, básicamente, una administración de la venganza. ¿Es posible, entonces, que la justicia y la paz estén estrechamente relacionadas? La guerra constante por determinar cómo y cuál debe ser el Estado es un problema común en el mundo. Los marcos conceptuales con que se aproximan a estos problemas quienes intentan resolverlos pacíficamente suelen ser simplistas. Un marco teórico-práctico más apropiado lo puede proveer la justicia restaurativa, como paradigma de la justicia que la entiende como un asunto de la comunidad que se reconstruye tras la violencia, y no como la reproducción de la violencia a través de la venganza organizada. Las instituciones educativas pueden propiciar su incorporación en la cultura política generalizada.

Palabras claves Paz, justicia, justicia restaurativa, venganza, guerra, Estado, cultura, educación.

Abstract Justice is, basically, the management of vengeance. Is it possible, then, for peace and justice to be closely related? The constant war about statehood has become a global concern. The theoretical frameworks typically used to approach these issues are, in general, very simplistic. A better framework for these tasks could be provided by restorative justice, understood as a paradigm that sees justice as a concern of communities rebuilding themselves after episodes of violence, and does not see it as systematic revenge. Schools can be a propitious scenario for the incorporation of restorative justice into a broader political culture.

Keywords Peace, justice, restorative justice, vengeance, war, state, culture, education.

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Resumen La justicia es, básicamente, una administración de la venganza. ¿Es posible, entonces, que la justicia y la paz estén estrechamente relacionadas? La guerra constante por determinar cómo y cuál debe ser el Estado es un problema común en el mundo. Los marcos conceptuales con que se aproximan a estos problemas quienes intentan resolverlos pacíficamente suelen ser simplistas. Un marco teórico-práctico más apropiado lo puede proveer la justicia restaurativa, como paradigma de la justicia que la entiende como un asunto de la comunidad que se reconstruye tras la violencia, y no como la reproducción de la violencia a través de la venganza organizada. Las instituciones educativas pueden propiciar su incorporación en la cultura política generalizada.

Palabras claves Paz, justicia, justicia restaurativa, venganza, guerra, Estado, cultura, educación.

Abstract Justice is, basically, the management of vengeance. Is it possible, then, for peace and justice to be closely related? The constant war about statehood has become a global concern. The theoretical frameworks typically used to approach these issues are, in general, very simplistic. A better framework for these tasks could be provided by restorative justice, understood as a paradigm that sees justice as a concern of communities rebuilding themselves after episodes of violence, and does not see it as systematic revenge. Schools can be a propitious scenario for the incorporation of restorative justice into a broader political culture.

Keywords Peace, justice, restorative justice, vengeance, war, state, culture, education.

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a cultura política es el ámbito en el cual la lucha por la democracia y la construcción de paz se pueden articular en un ciclo progresivo

de transformación sociopolítica. Las instituciones educativas proveen oportunidades privilegiadas para que el paradigma de la justicia restaurativa se introduzca en la cultura y coadyuve a su transformación pacífica. Este puede proveer los elementos para la formación del marco teórico-práctico englobador necesario para comprender y decir la paz. 1. La justicia y el derecho a la paz “La paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”, reza el artículo 22 de la Constitución Política de Colombia. La Constitución es pionera en la consagración de tan esquivo concepto en la ley fundamental de un Estado. En efecto, no sólo es difícil describir asiblemente el contenido del concepto “paz”, sino que también es engorroso tratar de determinar cuándo, en la historia de la humanidad, ha habido paz. Por otro lado, hay que tener en cuenta que los derechos son enunciaciones positivas de carencias anteriores: el derecho a la vida se convirtió en ley positiva —bajo el supuesto de que alguna vez ha existido aquello llamado derecho natural, porque de lo contrario tendría que decirse que “apareció”— para evitar que los Estados siguieran tomando la vida de sus ciudadanos o súbditos indiscriminadamente; el derecho a la propiedad fue consagrado por la naciente burguesía capitalista para que los monarcas absolutistas no pudieran confiscarle sus bienes; el derecho a la libertad de expresión porque antes no la había; y el de habeas corpus porque se solía apresar a la gente sin justa causa. Así, aunque Malcolm Deas intenta probar en su muy interesante ensayo “Canjes violentos” (1995) que Colombia no es un país especialmente violento, podemos decir que los constituyentes del 91 consagraron la paz como derecho precisamente porque no la tenían. Que este artículo sea el único de la Carta en que se explicita para un caso particular el reverso llamado “deber” que corresponde a todo anverso llamado “derecho” tan sólo fortalece la impresión de que tal norma se refiere a un fenómeno peculiarmente esquivo.

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Es útil notar que la paz, en la Constitución de 1991, aparece catalogada entre los “Derechos Fundamentales” (Título 2, Capítulo 1), es decir, al mismo nivel que y en codependencia con todas aquellas instituciones formales que, por regular los límites del Estado, constituyen los axiomas de la justicia y la democracia. Es pertinente entonces acercarse un poco a los conceptos de violencia, paz, justicia y democracia. Aquí se dice algo sobre los dos primeros1; de los dos últimos se hablará más adelante. Para la teoría estructural-funcionalista, heredera de Émile Durkheim, cuyos principales exponentes son Talcott Parsons, George Herbert Mead y, en el campo específico de la ciencia política, David Easton, Gabriel Almond, G. B. Powell y Sydney Verba, entre otros, el conflicto es una anomalía, una disfunción en el sistema de interacciones sociales, usualmente causada por la influencia no regulada del medio ambiente. El proceso normal, desde este punto de vista, es que el sistema se adapte a la anomalía sólo lo necesario para asimilarla. De esta manera, el conflicto es visto como una fuente para el cambio social progresivo y conservador, pero también como una disfunción que debe ser superada, como un hecho puntual al que hay que poner término. Por otro lado, y haciendo una muy gruesa generalización, puede decirse que para el marxismo el conflicto —que en esta corriente es nombrado más bien como “contradicción”— es el motor de la historia. En efecto, la dialéctica histórica es posible porque la contradicción entre el modo de producción imperante y las condiciones reales de los medios de producción lleva a la lucha de clases. Por supuesto, el mismo Marx, los marxistas clásicos, los neomarxistas y los postmarxistas elaboraron diversos refinamientos de esta idea básica, pasando por conceptos como los de hegemonía, contrahegemonía, conciencia de clase, grupo dominante, dependencia, periferia, mundo de la vida, acción comunicativa, imperio, multitud, etc. En todo caso, la contradicción no es vista como un problema que hay que eliminar, sino como una

1 La conceptualización que se presenta en este acápite es una síntesis de López (2004), Foucault (2000), Galtung (1998; 2003), Fisas (2004) y Lederach (1998).

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Es útil notar que la paz, en la Constitución de 1991, aparece catalogada entre los “Derechos Fundamentales” (Título 2, Capítulo 1), es decir, al mismo nivel que y en codependencia con todas aquellas instituciones formales que, por regular los límites del Estado, constituyen los axiomas de la justicia y la democracia. Es pertinente entonces acercarse un poco a los conceptos de violencia, paz, justicia y democracia. Aquí se dice algo sobre los dos primeros1; de los dos últimos se hablará más adelante. Para la teoría estructural-funcionalista, heredera de Émile Durkheim, cuyos principales exponentes son Talcott Parsons, George Herbert Mead y, en el campo específico de la ciencia política, David Easton, Gabriel Almond, G. B. Powell y Sydney Verba, entre otros, el conflicto es una anomalía, una disfunción en el sistema de interacciones sociales, usualmente causada por la influencia no regulada del medio ambiente. El proceso normal, desde este punto de vista, es que el sistema se adapte a la anomalía sólo lo necesario para asimilarla. De esta manera, el conflicto es visto como una fuente para el cambio social progresivo y conservador, pero también como una disfunción que debe ser superada, como un hecho puntual al que hay que poner término. Por otro lado, y haciendo una muy gruesa generalización, puede decirse que para el marxismo el conflicto —que en esta corriente es nombrado más bien como “contradicción”— es el motor de la historia. En efecto, la dialéctica histórica es posible porque la contradicción entre el modo de producción imperante y las condiciones reales de los medios de producción lleva a la lucha de clases. Por supuesto, el mismo Marx, los marxistas clásicos, los neomarxistas y los postmarxistas elaboraron diversos refinamientos de esta idea básica, pasando por conceptos como los de hegemonía, contrahegemonía, conciencia de clase, grupo dominante, dependencia, periferia, mundo de la vida, acción comunicativa, imperio, multitud, etc. En todo caso, la contradicción no es vista como un problema que hay que eliminar, sino como una

1 La conceptualización que se presenta en este acápite es una síntesis de López (2004), Foucault (2000), Galtung (1998; 2003), Fisas (2004) y Lederach (1998).

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situación para fomentar, para exacerbar —salvo cuando se piensa en un futuro paraíso socialista—. Nótense tres características de ambos paradigmas: ambos piensan en el conflicto como una suerte de objeto que tiene un inicio y un término en el tiempo, ambos piensan que hay que hacer algo con él y ninguno de los dos establece una diferencia clara entre conflicto y violencia. Y ninguno estudia la sustancia misma: la paz. Ante esta situación teórica, combinada con la decepción dejada en el mundo por las guerras totales de 1914 a 1918 y de 1939 a 1945 y con la permanente angustia por la hecatombe nuclear durante la Guerra Fría, surgió la escuela del Peace Research, o estudios para la paz. Por supuesto, esta escuela responde al deseo de hacer algo con el conflicto, pero esta acción no es exacerbarlo ni acabarlo. De hecho, el gran mérito de esta corriente teórica es acercarse al conflicto como una realidad dada, como un fenómeno neutro. Esto es posible, primero, porque esta escuela comprende que los conflictos son fenómenos mucho más complejos que una secuencia de interacciones o confrontaciones delimitables en el tiempo y en el espacio, o juzgables moralmente, y, segundo, porque establece una tajante diferenciación entre conflicto y violencia. En este orden de ideas, el conflicto es una realidad permanentemente presente en la historia humana, con potencialidades tanto nocivas como constructivas. El camino destructivo es la salida más habitual a un conflicto, pero todos los conflictos pueden transformarse constructivamente. El trámite destructivo está asociado con la violencia y la transformación constructiva, con la paz. El conflicto es definido entonces como la presencia de dos o más objetivos mutuamente incompatibles dentro de un mismo actor (dilema) o la presencia de dos o más actores cuyas pretensiones sobre un objeto son mutuamente incompatibles (disputa). La violencia, por su parte, es algo distinto; es uno de los dos grandes tratamientos que se le pueden dar al conflicto. Es violencia toda situación, acción o condición controlable por la humanidad que, precisamente por no controlarse, impida el desarrollo integral de una o

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más personas. Por lo tanto, existen tres tipos de violencia. Primero, la violencia directa, que se ve y que un sujeto determinable ejerce sobre un objeto específico (que es otra persona); caben dentro de este tipo de violencia la violencia física, la verbal y la psicológica. Segundo, la violencia estructural, ejercida por las estructuras sociales sobre las personas, que comprende la exclusión política, la pobreza, la injusticia de la Administración de Justicia (es decir, la inequidad e ineficiencia en el acceso a mecanismos universales y regulados de resolución de conflictos) y la violencia simbólica. Finalmente, la violencia cultural, que es el sistema de representaciones que legitima a la violencia directa como recurso para resolver los conflictos. La otra gran forma posible de tratamiento del conflicto es su transformación pacífica. Consiste, básicamente, en la construcción de una cultura de paz, que a su vez contiene tres elementos. El primero, llamado “paz negativa”, se refiere a la ausencia de violencia directa, que corresponde a la noción más comúnmente aceptada de paz. El segundo, la “paz positiva”, abarca la inclusión política, económica y simbólica y la presencia de mecanismos pacíficos y justos de resolución de conflictos particulares. El tercero, denominado “paz neutra”, se refiere a la legitimación cultural de la paz frente a la violencia. Esta propuesta de paz es una construcción conceptual que se basa en el análisis de las irenologías ideológicas dominantes en algunas de las más grandes culturas de la historia, principalmente las más determinantes de la tradición occidental. Para alcanzar el propósito de este artículo, resulta útil hacer una breve descripción de al menos tres de ellas. La paz, para los griegos de la época clásica, es fácilmente comprensible a través de su mitología, al poner atención a una triada específica de diosas menores. La diosa de la paz, entendida como la ausencia de guerra, es Eirene, cuyo nombre significa literalmente lo que ella representa. Tiene dos hermanas: Dike, la Justicia, y Eunomia, el Buen Gobierno. Las tres solamente son viables cuando están juntas; una sola no tiene sentido. El panorama se completa cuando se sabe que las tres diosas son hijas de Zeus, rey del Olimpo y fuente de todo poder y fuerza, y de Themis, la Ley-que-garantiza-un-orden-justo.

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más personas. Por lo tanto, existen tres tipos de violencia. Primero, la violencia directa, que se ve y que un sujeto determinable ejerce sobre un objeto específico (que es otra persona); caben dentro de este tipo de violencia la violencia física, la verbal y la psicológica. Segundo, la violencia estructural, ejercida por las estructuras sociales sobre las personas, que comprende la exclusión política, la pobreza, la injusticia de la Administración de Justicia (es decir, la inequidad e ineficiencia en el acceso a mecanismos universales y regulados de resolución de conflictos) y la violencia simbólica. Finalmente, la violencia cultural, que es el sistema de representaciones que legitima a la violencia directa como recurso para resolver los conflictos. La otra gran forma posible de tratamiento del conflicto es su transformación pacífica. Consiste, básicamente, en la construcción de una cultura de paz, que a su vez contiene tres elementos. El primero, llamado “paz negativa”, se refiere a la ausencia de violencia directa, que corresponde a la noción más comúnmente aceptada de paz. El segundo, la “paz positiva”, abarca la inclusión política, económica y simbólica y la presencia de mecanismos pacíficos y justos de resolución de conflictos particulares. El tercero, denominado “paz neutra”, se refiere a la legitimación cultural de la paz frente a la violencia. Esta propuesta de paz es una construcción conceptual que se basa en el análisis de las irenologías ideológicas dominantes en algunas de las más grandes culturas de la historia, principalmente las más determinantes de la tradición occidental. Para alcanzar el propósito de este artículo, resulta útil hacer una breve descripción de al menos tres de ellas. La paz, para los griegos de la época clásica, es fácilmente comprensible a través de su mitología, al poner atención a una triada específica de diosas menores. La diosa de la paz, entendida como la ausencia de guerra, es Eirene, cuyo nombre significa literalmente lo que ella representa. Tiene dos hermanas: Dike, la Justicia, y Eunomia, el Buen Gobierno. Las tres solamente son viables cuando están juntas; una sola no tiene sentido. El panorama se completa cuando se sabe que las tres diosas son hijas de Zeus, rey del Olimpo y fuente de todo poder y fuerza, y de Themis, la Ley-que-garantiza-un-orden-justo.

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Los romanos usaron en cambio el concepto de pax, palabra de la cual deriva el término moderno de paz. La Pax Romana o Pax Romanorum consiste en un estado de tranquilidad social y crecimiento económico en el interior de las fronteras del Imperio gracias a la imposición y obediencia de la autoridad política y al estado de continua guerra exterior. En efecto, los romanos llamaban a esta paz Pax Augustae, pues fue precisamente el emperador Augusto quien impuso el cese a las continuas guerras civiles que desangraban la República tardía. Augusto logró esto mediante el envío de las legiones a las fronteras con la misión permanente de combatir a los bárbaros y expandir el Imperio. Es una paz ligada íntimamente con la violencia. Distinto es el concepto hebreo de shalom. Aunque inicialmente referido a la rendición de las ciudades cananeas conquistadas, se trasformó primero en un saludo y luego en una cualidad. Se refiere ante todo al bien hecho a los vecinos e inmigrantes. Está ligado estrechamente con el año sabático y el jubileo, es decir, con la liberación de los esclavos, el perdón de las deudas, la restitución de las propiedades perdidas y el descanso de la tierra. Shalom, la paz, es básicamente la vuelta a la justicia campesina original. ¿Cuál es, entonces, el papel de la justicia en la construcción de la paz? ¿Tiene el paradigma de la justicia restaurativa algo que aportar al respecto? Teniendo en cuenta que la justicia es, básicamente, una administración de la venganza, y que la venganza es, por esencia, violenta, ¿cómo es posible que justicia y paz estén tan estrechamente relacionadas? Y, claro, ¿qué tienen el Estado y la democracia que ver en todo esto? Para enfrentar estas cuestiones, se profundizará primero en la relación entre Estado y venganza; luego se introducirá el concepto de “marco englobador”, que será la clave de esta reflexión; y, por último, se tratará específicamente de la imbricación de la justicia restaurativa en este complejo problema.

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2. Las guerras contemporáneas, el Estado y la justicia El Estado es el monopolio del uso legítimo de la violencia. Vale la pena señalar algo que parece evidente: la violencia del Estado ejercida hacia afuera es la guerra, y ejercida hacia adentro tiene como objeto evitar la violencia misma, pero entre los individuos. El paleoantropólogo Jared Diamond (2008) escribió un artículo, publicado recientemente en The New Yorker, que presenta interesantes observaciones al respecto. El Estado es una forma de gobierno relativamente nueva: apareció por primera vez, según Diamond, en la Media Luna Fértil hace unos 5.500 años. Antes de que hubiera Estados, los métodos más comunes para resolver disputas solían ser la violencia o el cobro de compensaciones. En todo caso, los métodos eran ejercidos por particulares. La guerra, el asesinato y la demonización del prójimo —de los vecinos— han sido la norma en las sociedades preestatales. Las sociedades regidas por Estados modernos son una excepción en la historia de la humanidad. En ellas, las acciones violentas hacia los conciudadanos o consúbditos son sistemáticamente desestimuladas, tanto por la amenaza de la fuerza del Estado como por los códigos morales socializados constantemente en la escuela y en la iglesia, sinagoga, mezquita o templo, y luego codificados en leyes. Claro que, en el fondo, y aun en este aspecto, los dos grandes tipos de sociedades mencionados no son tan distintos: cuando un Estado entra en guerra —usualmente con otro Estado—, los ciudadanos son llamados a participar, directa o indirectamente, en la guerra; el otro es demonizado, convertido en un enemigo deshumanizado y, en consecuencia, asesinado casi sin remordimientos —al menos colectivos u oficiales— (Diamond, 2008). En las conciencias individuales de los miembros de ambos tipos de sujetos, quedan rezagos disfuncionales de la violencia que realizan por afectar el orden social: tanto los guerreros de los highlands papuanos como los soldados estadounidenses que lucharon en Vietnam o en el golfo Pérsico tienen pesadillas cuando vuelven a casa, se niegan a

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2. Las guerras contemporáneas, el Estado y la justicia El Estado es el monopolio del uso legítimo de la violencia. Vale la pena señalar algo que parece evidente: la violencia del Estado ejercida hacia afuera es la guerra, y ejercida hacia adentro tiene como objeto evitar la violencia misma, pero entre los individuos. El paleoantropólogo Jared Diamond (2008) escribió un artículo, publicado recientemente en The New Yorker, que presenta interesantes observaciones al respecto. El Estado es una forma de gobierno relativamente nueva: apareció por primera vez, según Diamond, en la Media Luna Fértil hace unos 5.500 años. Antes de que hubiera Estados, los métodos más comunes para resolver disputas solían ser la violencia o el cobro de compensaciones. En todo caso, los métodos eran ejercidos por particulares. La guerra, el asesinato y la demonización del prójimo —de los vecinos— han sido la norma en las sociedades preestatales. Las sociedades regidas por Estados modernos son una excepción en la historia de la humanidad. En ellas, las acciones violentas hacia los conciudadanos o consúbditos son sistemáticamente desestimuladas, tanto por la amenaza de la fuerza del Estado como por los códigos morales socializados constantemente en la escuela y en la iglesia, sinagoga, mezquita o templo, y luego codificados en leyes. Claro que, en el fondo, y aun en este aspecto, los dos grandes tipos de sociedades mencionados no son tan distintos: cuando un Estado entra en guerra —usualmente con otro Estado—, los ciudadanos son llamados a participar, directa o indirectamente, en la guerra; el otro es demonizado, convertido en un enemigo deshumanizado y, en consecuencia, asesinado casi sin remordimientos —al menos colectivos u oficiales— (Diamond, 2008). En las conciencias individuales de los miembros de ambos tipos de sujetos, quedan rezagos disfuncionales de la violencia que realizan por afectar el orden social: tanto los guerreros de los highlands papuanos como los soldados estadounidenses que lucharon en Vietnam o en el golfo Pérsico tienen pesadillas cuando vuelven a casa, se niegan a

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hablar frecuentemente de la guerra y sufren otros desórdenes a causa del estrés postraumático (Diamond, 2008). Por supuesto, la confusión para los ciudadanos de los Estados modernos y para los veteranos de sus guerras es mayor cuando la guerra termina, los tratados de paz se firman, la dicotomía amigo-enemigo se desmonta y comienzan a ser nuevamente incentivados a “vivir en paz”. En las sociedades preestatales, en contraste, la normalidad —la cotidianidad— es la guerra, así que no hay mensajes contradictorios sobre la guerra y la paz que se deban aprender y desaprender (Diamond, 2008).

Casi todas las sociedades humanas de hoy en día han entregado la búsqueda personal de justicia a favor de sistemas impersonales operados por los Gobiernos de los Estados —por lo menos, en papel—. Sin el régimen del Estado, la guerra entre grupos locales es crónica, la cooperación entre estos en proyectos que traen beneficios comunes —como los sistemas de irrigación a gran escala, los derechos de libre tránsito y el comercio de larga distancia— se hace mucho más difícil e, inclusive, la frecuencia del asesinato dentro de cada grupo local es más alta. […] [E]l porcentaje de las poblaciones que muere violentamente era, en promedio, más alto en las sociedades tradicionales preestatales que lo que lo fue en Polonia durante la Segunda Guerra Mundial o en Camboya bajo Pol Pot. (Diamond, 2008; trad. libre)

Hoy en día todos los territorios del globo están divididos en Estados. Por supuesto, el surgimiento de la mayoría de los Estados, tal vez de todos los que están por fuera de Europa y Asia, implicó un proceso de exportación-imposición violenta del modelo por parte de otro Estado más antiguo. Pero, en una lógica abstracta y en beneficio del análisis, cabe pensar que al menos el primero de los Estados del mundo fue original, que surgió sin precedente alguno en su clase. Ciertamente, si la evidencia empírica dice algo, es que el famoso filósofo contractualista ginebrino, Jean-Jacques Rousseau, estaba equivocado: nadie, ninguna sociedad, nunca, ha cedido voluntariamente su poder, sus derechos y sus libertades a una entidad política superior y ningún colectivo se ha organizado en un Estado en ausencia de presiones externas. En cambio, es posible identificar dos vías principales por las que se constituyen los

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Estados —además de la ya citada de la imposición—: por un lado, han surgido Estados cuando diversos grupos o señoríos locales se han asociado para defenderse de la presión o agresión de una entidad política extraña; por el otro, siendo éste el más común de los casos, surgen Estados cuando alguno de los clanes o feudos rivales logra desarrollar algunas instituciones protoestatales —como una burocracia más o menos tecnificada o un ejército estable y centralizado— y esto le da la fuerza suficiente para imponerse sobre los otros clanes o señoríos, aglutinarlos alrededor suyo y completar, gracias a sus recursos combinados, el proceso de estatización (Diamond, 2008). Las modernas sociedades estatales desaniman constantemente a saciar la sed de venganza, aunque ésta sea una de las emociones más arraigadas del ser humano. No cabe duda de que dar vía libre a la venganza impediría que múltiples individuos vivieran como conciudadanos bajo un mismo Estado y llevaría a niveles de violencia como los de las sociedades preestatales. Algunas maneras de canalizar esa sed de venganza de forma que sea funcional para la organización política estatal son aquellas prácticas que algunos Estados estimulan para dar cierta satisfacción a las víctimas del crimen o a sus familiares, como, por ejemplo, permitirles estar presentes en los juicios de los criminales e, incluso, en sus ejecuciones. Trátese de estas soluciones o de otras, este es el tipo de asuntos sobre los cuales los individuos perdemos control y responsabilidad con nuestra aceptación de la legitimidad del Estado para hacer justicia por nosotros (Diamond, 2008). En la ciencia política contemporánea, existe el cuasi consenso de que en la categoría “Estado” solamente caben los modernos. En esta disciplina descuella el autor suizo-canadiense Kalevi J. Holsti (1996), quien hace precisiones sobre el Estado y la guerra que son también muy útiles aquí. Durante los siglos XVII y XVIII, la duración típica de una guerra era de un año. La guerra de los Siete Años (1756-1763) recibió ese nombre precisamente por ser una excepción. También tenían las guerras una secuencia clara, consecuente con la teoría de von Clausewitz: una crisis diplomática, un ultimátum o un incidente, una declaración formal de guerra, el combate armado, el empate de fuerzas o la victoria decisiva de una de ellas, un armisticio formal, una paz preliminar y un tratado de

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Estados —además de la ya citada de la imposición—: por un lado, han surgido Estados cuando diversos grupos o señoríos locales se han asociado para defenderse de la presión o agresión de una entidad política extraña; por el otro, siendo éste el más común de los casos, surgen Estados cuando alguno de los clanes o feudos rivales logra desarrollar algunas instituciones protoestatales —como una burocracia más o menos tecnificada o un ejército estable y centralizado— y esto le da la fuerza suficiente para imponerse sobre los otros clanes o señoríos, aglutinarlos alrededor suyo y completar, gracias a sus recursos combinados, el proceso de estatización (Diamond, 2008). Las modernas sociedades estatales desaniman constantemente a saciar la sed de venganza, aunque ésta sea una de las emociones más arraigadas del ser humano. No cabe duda de que dar vía libre a la venganza impediría que múltiples individuos vivieran como conciudadanos bajo un mismo Estado y llevaría a niveles de violencia como los de las sociedades preestatales. Algunas maneras de canalizar esa sed de venganza de forma que sea funcional para la organización política estatal son aquellas prácticas que algunos Estados estimulan para dar cierta satisfacción a las víctimas del crimen o a sus familiares, como, por ejemplo, permitirles estar presentes en los juicios de los criminales e, incluso, en sus ejecuciones. Trátese de estas soluciones o de otras, este es el tipo de asuntos sobre los cuales los individuos perdemos control y responsabilidad con nuestra aceptación de la legitimidad del Estado para hacer justicia por nosotros (Diamond, 2008). En la ciencia política contemporánea, existe el cuasi consenso de que en la categoría “Estado” solamente caben los modernos. En esta disciplina descuella el autor suizo-canadiense Kalevi J. Holsti (1996), quien hace precisiones sobre el Estado y la guerra que son también muy útiles aquí. Durante los siglos XVII y XVIII, la duración típica de una guerra era de un año. La guerra de los Siete Años (1756-1763) recibió ese nombre precisamente por ser una excepción. También tenían las guerras una secuencia clara, consecuente con la teoría de von Clausewitz: una crisis diplomática, un ultimátum o un incidente, una declaración formal de guerra, el combate armado, el empate de fuerzas o la victoria decisiva de una de ellas, un armisticio formal, una paz preliminar y un tratado de

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paz final, validado por otros Gobiernos además de los implicados; en otras palabras, las guerras constituían una etapa bien definida del conflicto internacional (Holsti, 1996: 19-20). Por el contrario, las guerras del siglo XX, y lo que va del XXI, típicamente duran décadas y, sobre todo desde 1945, no son resultados de una crisis en particular, no tienen —usualmente— una fecha clara de inicio y se caracterizan por la presencia constante de la agresión o el terror contra la población civil y por ser libradas por tropas generalmente irregulares —paramilitares, soldados reclutados forzosamente por los ejércitos regulares, bandas, guerrillas, mercenarios y señores de la guerra— (Holsti, 1996: 20). Las guerras dejaron de ser libradas entre Estados por motivos de política exterior, la seguridad o el honor nacional; ahora sus motivos principales son la cuestión misma del Estado, la gobernanza y el papel y estatus de naciones y comunidades dentro del Estado (Holsti, 1996: 21). Las cifras presentadas por Holsti son el resultado de estandarizar y sistematizar diversas fuentes, y esbozan un perfil de las guerras que ha habido en el mundo desde 1945. Cinco grandes tipos son identificables en este universo (Holsti, 1996: 21):

1. Las tradicionales guerras interestatales, que aún subsisten. 2. Las intervenciones de Estados en conflictos subestatales localizados en territorio extranjero. 3. Las guerras étnicas motivadas por fenotipo, genealogía, lengua y/o religión, frecuentemente con intenciones secesionistas o autonomistas. 4. Guerras internas basadas en metas ideológicas. 5. Guerras de descolonización o de “liberación nacional”.

Del total de las guerras, sólo 18% han sido guerras interestatales, 5% han sido intervenciones internacionales y 77% han sido guerras internas. Otro interesante resultado es que la tasa de guerras interestatales por Estado por año ha variado así: 19 por mil en el siglo XVIII, 14 por mil en el siglo XIX, 36 por mil durante el periodo de entreguerras y 5 por mil desde 1945 hasta 1995. La reducción es evidente —es más, desde 1945 no se ha presentado ninguna guerra interestatal en Norteamérica ni

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Europa Occidental, y solo dos2 en Suramérica—. En cambio, en todo el mundo, durante el último periodo, sin contar Norteamérica, ha habido una razón de 2,9 guerras internas por cada guerra interestatal o intervención extranjera (Holsti, 1996: 21-23). La pregunta adecuada para hacer aquí es por qué se presentan este progreso y esta distribución. La respuesta general es que la mayoría de estas nuevas guerras tiene que ver con el asunto de la comunidad —o sociedad— política. Allí donde este asunto ha sido previamente resuelto por la construcción del Estado —usualmente de manera violenta, claro— es donde menos se presentan. Y aparecen donde una comunidad más o menos definida se rebela contra un Gobierno extraño percibido como ilegítimo —guerras de liberación nacional—, o cuando una comunidad, real o imaginada, trata de reconstituirse a pesar de estar separada por fronteras interestatales —llamadas “guerras de reunificación nacional”, son los casos de Vietnam, Corea, Goa y el actual Kurdistán—. El otro tipo, el más común, es el de las guerras libradas por comunidades dentro de un Estado-nación que intentan constituirse en uno nuevo o reconfigurar su papel dentro de aquél; las guerras ideológicas suelen ocultar a estas últimas en el trasfondo. En “cada uno de estos casos, la intención es la de transformar una colonia, satélite [o región periférica] de acuerdo con el prototipo del Estado europeo”, o de las regiones integradas en ellos (Holsti, 1996: 26). 3. Justicia transicional y justicia restaurativa La justicia transicional es aquel ámbito de aplicación de la justicia en el que el Estado no está completo, sino que ha vivido un conflicto violento vinculado a la cuestión de su construcción o desmoronamiento y, por lo tanto, no tiene el monopolio de la administración de la venganza. No es lo mismo que la justicia restaurativa, pero elementos de este paradigma con frecuencia están presentes en ella. Según Neftalí D. Suárez (2007: 11), los estudios sobre la violencia política han puesto de manifiesto que, entre los propósitos perseguidos

2 Una hasta cuando Holsti escribió el texto citado: la guerra de las Malvinas. Durante 1995 se presentó otra entre Perú y Ecuador.

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Europa Occidental, y solo dos2 en Suramérica—. En cambio, en todo el mundo, durante el último periodo, sin contar Norteamérica, ha habido una razón de 2,9 guerras internas por cada guerra interestatal o intervención extranjera (Holsti, 1996: 21-23). La pregunta adecuada para hacer aquí es por qué se presentan este progreso y esta distribución. La respuesta general es que la mayoría de estas nuevas guerras tiene que ver con el asunto de la comunidad —o sociedad— política. Allí donde este asunto ha sido previamente resuelto por la construcción del Estado —usualmente de manera violenta, claro— es donde menos se presentan. Y aparecen donde una comunidad más o menos definida se rebela contra un Gobierno extraño percibido como ilegítimo —guerras de liberación nacional—, o cuando una comunidad, real o imaginada, trata de reconstituirse a pesar de estar separada por fronteras interestatales —llamadas “guerras de reunificación nacional”, son los casos de Vietnam, Corea, Goa y el actual Kurdistán—. El otro tipo, el más común, es el de las guerras libradas por comunidades dentro de un Estado-nación que intentan constituirse en uno nuevo o reconfigurar su papel dentro de aquél; las guerras ideológicas suelen ocultar a estas últimas en el trasfondo. En “cada uno de estos casos, la intención es la de transformar una colonia, satélite [o región periférica] de acuerdo con el prototipo del Estado europeo”, o de las regiones integradas en ellos (Holsti, 1996: 26). 3. Justicia transicional y justicia restaurativa La justicia transicional es aquel ámbito de aplicación de la justicia en el que el Estado no está completo, sino que ha vivido un conflicto violento vinculado a la cuestión de su construcción o desmoronamiento y, por lo tanto, no tiene el monopolio de la administración de la venganza. No es lo mismo que la justicia restaurativa, pero elementos de este paradigma con frecuencia están presentes en ella. Según Neftalí D. Suárez (2007: 11), los estudios sobre la violencia política han puesto de manifiesto que, entre los propósitos perseguidos

2 Una hasta cuando Holsti escribió el texto citado: la guerra de las Malvinas. Durante 1995 se presentó otra entre Perú y Ecuador.

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por ella, figura la destrucción del tejido social; esto se logra desarticulando a los integrantes de dicho tejido mediante actos lesivos y rompiendo los referentes que los unen como comunidad. Este es el propósito de toda práctica de represión política que recurre a la violencia —incluida dentro de ésta cualquier violación sistemática de los derechos humanos— como recurso para imponer determinado orden sobre una población:

Por ejemplo, por regla general un torturado, cuando informa lo que le exige el torturador, abriga durante mucho tiempo un sentimiento de traición. Ya no es el agente político, sino el traidor. Sin detenernos en las múltiples implicaciones, en especial psico-sociales, que los actos políticos lesivos en general tienen sobre el conjunto de una sociedad, cabe sugerir que los contextos de la violencia política permiten desentrañar el sentido del crimen, comprender su significado, recurso imprescindible para la definición de los roles de cada actor en un proceso restaurador, pues de lo que se trataría en este caso es de «restaurar» valores que han sido destruidos mediante el terror, el miedo y la violencia. Estos valores, cuyo significado social se trata de rescatar o restablecer, son el producto de una práctica social compartida que la otra práctica violenta ha logrado reprimir, cuando no francamente suplantar y distorsionar. (Suárez, 2007: 11)

La experiencia de la Comisión de la Verdad y la Reconciliación de Sudáfrica ilumina este particular. El decreto por el cual se creó la comisión exigía indagar el pasado y mirar hacia el futuro. La verdad que la comisión tenía que establecer debía contribuir a la reparación del daño causado y a evitar que jamás volviera a producirse en el futuro.

[El] papel central de la verdad “curativa” o “restauradora”, en términos de la [Comisión de la Verdad y la Reconciliación] de Sudáfrica, no sólo pone de manifiesto la importancia de conocer y ‘reconocer’ el daño, sino también el contexto en el que éste se produjo, sus causas, sus motivaciones, los factores que lo propiciaron y sus efectos. La puesta en común, pública y dialogada de estos elementos permite la realización de un objetivo propio de la justicia como valor: la solución de

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conflictos profundamente arraigados en las sociedades. (Suárez, 2007: 12)

Las transiciones políticas de las que se trata aquí se refieren a los procesos de reconciliación nacional luego de un prolongado conflicto, los procesos de negociación política con actores que hacen dejación de las armas y deciden reintegrarse a la sociedad, los cambios desde la dictadura a la democracia —que exigen ajustes con el pasado— y la reformulación de los términos de relación política entre comunidades étnicas, nacionales o culturales, entre otros:

Con todo, y pese a la escasez empírica de experiencias de aplicación de la justicia restaurativa a la solución de conflictos de carácter político, cabría distinguir entre aquellas en donde tal enfoque ha tenido un alcance más global y aquellas otras donde su uso se ha centrado en determinados componentes del conflicto. Entre los primeros casos indicados, la experiencia más referida es la de Sudáfrica con el uso por parte de la Comisión de Verdad y Reconciliación, tras la expedición en 1995 del Acto de Promoción de la Unidad Nacional y la Reconciliación, de un enfoque restaurador a la resolución de un prolongado conflicto político que desafiaba la pertinencia y eficacia del sistema formal retributivo. Como afirma el profesor Bronwyn Leebaw [2001: 269], [la Comisión,] establecida para responder a las violaciones cometidas durante la vigencia del régimen del Apartheid en Sudáfrica, “demuestra los aportes potenciales que los principios restaurativos encierran de cara a la solución de los dilemas de la justicia transicional”. Un caso, en cambio, donde la justicia restaurativa ha sido empleada no de forma general frente al conflicto político, es decir, como mecanismo para la “reconciliación” a escala nacional, sino como instrumento para la solución de determinados conflictos políticos en un contexto más amplio en el que se mantuvo vigente el sistema de justicia penal formal, es el de Irlanda del Norte. Aquí, se utilizó la teoría y la práctica de la justicia restaurativa como una alternativa frente a la violencia paramilitar que tenía lugar en barrios populares en los que grupos paramilitares republicanos o “lealistas” ejercían el papel de policía y aplicaban su violencia ilegítima como un modo de “justicia comunitaria informal”. Como aseveran Mika y McEvoy [2001: 292], si bien las prácticas restaurativas han tenido también otros desarrollos interesantes en Irlanda del

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conflictos profundamente arraigados en las sociedades. (Suárez, 2007: 12)

Las transiciones políticas de las que se trata aquí se refieren a los procesos de reconciliación nacional luego de un prolongado conflicto, los procesos de negociación política con actores que hacen dejación de las armas y deciden reintegrarse a la sociedad, los cambios desde la dictadura a la democracia —que exigen ajustes con el pasado— y la reformulación de los términos de relación política entre comunidades étnicas, nacionales o culturales, entre otros:

Con todo, y pese a la escasez empírica de experiencias de aplicación de la justicia restaurativa a la solución de conflictos de carácter político, cabría distinguir entre aquellas en donde tal enfoque ha tenido un alcance más global y aquellas otras donde su uso se ha centrado en determinados componentes del conflicto. Entre los primeros casos indicados, la experiencia más referida es la de Sudáfrica con el uso por parte de la Comisión de Verdad y Reconciliación, tras la expedición en 1995 del Acto de Promoción de la Unidad Nacional y la Reconciliación, de un enfoque restaurador a la resolución de un prolongado conflicto político que desafiaba la pertinencia y eficacia del sistema formal retributivo. Como afirma el profesor Bronwyn Leebaw [2001: 269], [la Comisión,] establecida para responder a las violaciones cometidas durante la vigencia del régimen del Apartheid en Sudáfrica, “demuestra los aportes potenciales que los principios restaurativos encierran de cara a la solución de los dilemas de la justicia transicional”. Un caso, en cambio, donde la justicia restaurativa ha sido empleada no de forma general frente al conflicto político, es decir, como mecanismo para la “reconciliación” a escala nacional, sino como instrumento para la solución de determinados conflictos políticos en un contexto más amplio en el que se mantuvo vigente el sistema de justicia penal formal, es el de Irlanda del Norte. Aquí, se utilizó la teoría y la práctica de la justicia restaurativa como una alternativa frente a la violencia paramilitar que tenía lugar en barrios populares en los que grupos paramilitares republicanos o “lealistas” ejercían el papel de policía y aplicaban su violencia ilegítima como un modo de “justicia comunitaria informal”. Como aseveran Mika y McEvoy [2001: 292], si bien las prácticas restaurativas han tenido también otros desarrollos interesantes en Irlanda del

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Norte, cabe admitir que su “preponderancia en los últimos años data del momento en que las comunidades y los barrios buscaron alternativas al ejercicio del control «policivo» paramilitar tras las rondas de cese al fuego en 1994 y 1997, y la consiguiente negociación e implementación de un acuerdo de paz. (Suárez 2007: 13-14)

4. Un marco (teórico) englobador para construir la paz. Es oportuno citar aquí las palabras de John Paul Lederach:

La búsqueda, la construcción, y el mantenimiento de la paz [son], en mi opinión, uno de los desafíos más complicados, intrigantes y francamente frustrantes a los que nos enfrentamos en nuestra comunidad global. […] Tal y como señalan los investigadores por la paz, las guerras actuales —unas 35— se caracterizan por ser internas, es decir, que se limitan a las fronteras de las naciones-Estado, y crónicas. En los últimos años los intentos y esfuerzos por lograr la paz y tratar esos conflictos han sido denominados “procesos nacionales de paz”, o “procesos de unidad nacional”, o “proceso de reconciliación nacional”. “Nacional” parece querer decir que los líderes y grupos de la población afectada dentro de una nación-Estado participan en acuerdos negociados, estableciendo una transición que les traslada hacia estructuras y mecanismos no-violentos con qué afrontar sus diferencias socio-económicas y políticas. Sin embargo, no suele estar claro qué significa el término “nacional” en lo que respecta a la amplitud o profundidad de la implicación de la población afectada por conflicto crónico, ni el marco temporal que dicho proceso plantea. (Lederach, 1994: 2)

Cuatro ideas relevantes saltan a la vista al leer este texto. Primero, aquellos conflictos armados que son el objeto de estudio de Holsti (1996) suelen estar conectados con conjuntos de acciones y principios más o menos articulados, denominados “procesos de paz”. Segundo, estos procesos son supremamente difíciles y no suelen presentar resultados que sean a la vez inmediatos y duraderos. Tercero, tales procesos adolecen de falta de claridad conceptual. Cuarto, la claridad

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conceptual que haya en estos procesos es determinante para el tratamiento del conflicto. Lederach intenta empezar a construir un marco conceptual que supla esta necesidad y pueda ser profundizado y aplicado en cada proceso concreto. Prefiere llamarle “englobador” y no “nacional” porque este concepto es incompleto y está lleno de connotaciones posiblemente apropiadas para los actores políticos en conflicto, pero no para su propósito. Además, lo llama así porque “englobador” describe mejor la integralidad y dinamismo constante de la transformación pacífica de conflictos (Lederach, 1994: 2-3). Lo que interesa aquí no son los tres principios que el autor formula para su trabajo en particular, sino la naturaleza de éstos: se trata de presupuestos teóricos para la negociación que no son resultado de la especulación del teórico, sino de la sistematización de su experiencia vivida (Lederach, 1994: 4). Lo importante es que el tema que nos convoca a esta reflexión —la justicia restaurativa como constructora de paz— se refiere simplemente a un ejercicio práctico que se recrea continuamente a través de la reflexión teórica, pero que nunca se desconecta de sus bases reales. Además, a partir de este ejercicio es posible elaborar un marco conceptual englobador para la transformación pacífica del conflicto crónico. Con todo, las características que Lederach presenta a modo de conclusión de su marco englobador pueden describir bien los requisitos y características de cualquier aporte que la justicia restaurativa puede hacer a la construcción de paz: 1.o Hay que pensar en el largo plazo, no planificar con esperanzas inmediatistas. 2.o Los recursos para la transformación pacífica son los presentes en el escenario mismo del conflicto, y no los importados e impuestos. 3.o Es necesaria la integración consciente en el proceso de todos los niveles de la población, lo que se contradice per se con la expectativa de una sucesión de negociaciones evaluadas en términos efectivistas (Cf. Lederach, 1994: 16). 5. Justicia restaurativa y paz Según Van Ness (2006: 1), la justicia restaurativa es todo proceso en el que la víctima, el delincuente y cualquier otro individuo o miembro de

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conceptual que haya en estos procesos es determinante para el tratamiento del conflicto. Lederach intenta empezar a construir un marco conceptual que supla esta necesidad y pueda ser profundizado y aplicado en cada proceso concreto. Prefiere llamarle “englobador” y no “nacional” porque este concepto es incompleto y está lleno de connotaciones posiblemente apropiadas para los actores políticos en conflicto, pero no para su propósito. Además, lo llama así porque “englobador” describe mejor la integralidad y dinamismo constante de la transformación pacífica de conflictos (Lederach, 1994: 2-3). Lo que interesa aquí no son los tres principios que el autor formula para su trabajo en particular, sino la naturaleza de éstos: se trata de presupuestos teóricos para la negociación que no son resultado de la especulación del teórico, sino de la sistematización de su experiencia vivida (Lederach, 1994: 4). Lo importante es que el tema que nos convoca a esta reflexión —la justicia restaurativa como constructora de paz— se refiere simplemente a un ejercicio práctico que se recrea continuamente a través de la reflexión teórica, pero que nunca se desconecta de sus bases reales. Además, a partir de este ejercicio es posible elaborar un marco conceptual englobador para la transformación pacífica del conflicto crónico. Con todo, las características que Lederach presenta a modo de conclusión de su marco englobador pueden describir bien los requisitos y características de cualquier aporte que la justicia restaurativa puede hacer a la construcción de paz: 1.o Hay que pensar en el largo plazo, no planificar con esperanzas inmediatistas. 2.o Los recursos para la transformación pacífica son los presentes en el escenario mismo del conflicto, y no los importados e impuestos. 3.o Es necesaria la integración consciente en el proceso de todos los niveles de la población, lo que se contradice per se con la expectativa de una sucesión de negociaciones evaluadas en términos efectivistas (Cf. Lederach, 1994: 16). 5. Justicia restaurativa y paz Según Van Ness (2006: 1), la justicia restaurativa es todo proceso en el que la víctima, el delincuente y cualquier otro individuo o miembro de

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la comunidad, afectados por un crimen, participan de forma activa y conjunta en la resolución de los conflictos derivados del crimen, a menudo con la ayuda de un tercero justo e imparcial. Otra concepción de justicia restaurativa, la adoptada por la Confraternidad Carcelaria Internacional, la define como un proceso donde las partes con riesgo en un delito específico resuelven colectivamente cómo tratar las consecuencias del delito y sus implicaciones para el futuro (Confraternidad Carcelaria Internacional, f. n. d.: 1).

En cuanto al método en la justicia restaurativa, [hay que decir que] la participación de la víctima es voluntaria y en la mayoría de los casos también lo es la del ofensor, esta participación se debe hacer de forma proactiva, no reactiva ni vengativa. Aquí la solución es contraída por ambos; de manera tal, que el acuerdo sea justo para los dos. […] [L]a víctima juega un papel activo y el mediador vigila que los acuerdos no perjudiquen a ésta. El hecho de que ésta sea voluntaria de ambos lados, permite de cierta forma, que el arrepentimiento del victimario sea honesto y sincero, y que la reconciliación con la víctima permita una verdadera reparación del daño causado. (Díaz Colorado, 2007)

A través de la justicia restaurativa, las víctimas se empoderan políticamente porque se sienten menos atemorizadas, lo que trasforma el ciclo del miedo en una oportunidad para la democracia. De igual forma, la comunidad también se empodera ya que deja de estar aislada y alienada. Igualmente, el victimario también es empoderado al dejar de ser tratado como una persona desalojada o desterrada de la misma comunidad (véase Lerman, 1999: 20). Según Van Ness (2006: 12), los principios básicos de la justicia restaurativa son tres:

1. La justicia debe trabajar para que se ayude a volver a su estado original a aquellos que se han visto perjudicados. 2. Debe existir la posibilidad para que los directamente perjudicados puedan participar de lleno y de manera voluntaria en la respuesta al hecho delictivo. 3. El papel del Estado consiste en preservar un orden público justo y la comunidad debe ayudar a construir y mantener una paz justa.

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Complementariamente, cabe apuntar que para Ron Claassen (1996: 3) los principios fundamentales son los siguientes:

1. El crimen es una ofensa, en primer lugar, contra las relaciones humanas; en segundo lugar, contra la sociedad; y, por último, contra la ley. 2. El crimen es un acto perjudicial para la sociedad, pero también es una oportunidad para la comunidad y para los involucrados. 3. Buscar hacer las cosas tan bien como se pueda, intentando satisfacer las necesidades de los ofendidos, así como reparar los daños ocasionados. 4. Preferir responder al crimen lo más pronto posible, con la máxima cantidad de voluntad y cooperación y el mínimo de coerción, ya que la reparación de las relaciones y los nuevos aprendizajes requieren de procesos de voluntad y cooperación. 5. El proceso restaurativo es un asunto fundamentalmente comunitario, donde la participación involucra a todos los interesados, además del ofensor y la víctima. 6. Buscar que la justicia sea un acto comunitario, solidario y responsable.

6. Educación para la paz, cultura de paz y democracia Aunque la interacción social y sus inherentes conflictos se dan en muchos espacios y momentos, la escuela es el contexto privilegiado para el entrenamiento social de los futuros adultos como ciudadanos. La forma como las instituciones educativas y las organizaciones que las encarnan asuman o ignoren los conflictos será determinante para el desarrollo social de niños y jóvenes y la manera en que ellos construirán pautas morales e interiorizarán, o no, las instituciones sociales. Ésta puede producir formas de autoridad y normas morales específicas que se convierten en ejemplos para el comportamiento político y la cultura política de los individuos y grupos sociales. La cultura política de una sociedad es el conjunto de conocimientos, sentimientos y valoraciones de su población sobre su sistema político. “[La cultura política] se refiere a orientaciones específicamente

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Complementariamente, cabe apuntar que para Ron Claassen (1996: 3) los principios fundamentales son los siguientes:

1. El crimen es una ofensa, en primer lugar, contra las relaciones humanas; en segundo lugar, contra la sociedad; y, por último, contra la ley. 2. El crimen es un acto perjudicial para la sociedad, pero también es una oportunidad para la comunidad y para los involucrados. 3. Buscar hacer las cosas tan bien como se pueda, intentando satisfacer las necesidades de los ofendidos, así como reparar los daños ocasionados. 4. Preferir responder al crimen lo más pronto posible, con la máxima cantidad de voluntad y cooperación y el mínimo de coerción, ya que la reparación de las relaciones y los nuevos aprendizajes requieren de procesos de voluntad y cooperación. 5. El proceso restaurativo es un asunto fundamentalmente comunitario, donde la participación involucra a todos los interesados, además del ofensor y la víctima. 6. Buscar que la justicia sea un acto comunitario, solidario y responsable.

6. Educación para la paz, cultura de paz y democracia Aunque la interacción social y sus inherentes conflictos se dan en muchos espacios y momentos, la escuela es el contexto privilegiado para el entrenamiento social de los futuros adultos como ciudadanos. La forma como las instituciones educativas y las organizaciones que las encarnan asuman o ignoren los conflictos será determinante para el desarrollo social de niños y jóvenes y la manera en que ellos construirán pautas morales e interiorizarán, o no, las instituciones sociales. Ésta puede producir formas de autoridad y normas morales específicas que se convierten en ejemplos para el comportamiento político y la cultura política de los individuos y grupos sociales. La cultura política de una sociedad es el conjunto de conocimientos, sentimientos y valoraciones de su población sobre su sistema político. “[La cultura política] se refiere a orientaciones específicamente

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políticas, a posturas relativas al sistema político y sus diferentes elementos, así como a actitudes relacionadas con la función de uno mismo dentro de dicho sistema” (Almond y Verba, 1992: 179-180). En otras palabras: “entendemos por cultura política el conjunto de prácticas y representaciones en torno al orden social establecido, a las relaciones de poder, a las modalidades de participación de los sujetos y grupos sociales, a las jerarquías que se establecen entre ellos y a las confrontaciones que tienen lugar en los diferentes momentos históricos” (Herrera y Pinilla Díaz, 2001: 71).

“La cultura política de una nación consiste en la particular distribución entre sus miembros de las pautas de orientación hacia los objetos políticos […]” (Almond y Verba, 1992: 180). Desde esta perspectiva, hay tres tipos de orientaciones políticas: cognitivas, afectivas y evaluativas. Los objetos políticos son cuatro: el sistema político en su conjunto, los insumos del sistema político (o sea, la corriente de demandas y apoyos que va del medio ambiente social al sistema político), los productos del sistema político (es decir, sus imposiciones y servicios al resto del sistema social) y la concepción del individuo mismo sobre su propio rol político. Cada forma de cultura política —o, mejor, la cultura política de cada sociedad— es una combinación específica de los valores asumidos por estos objetos y orientaciones. Dentro de las diversas formas de cultura política, suelen existir subculturas políticas. Puede tratarse de clivajes3 verticales u horizontales de la población en torno a las diferentes orientaciones hacia objetos políticos; en el caso de las rupturas horizontales, puede hablarse de subculturas de clase. También hay subculturas de roles, características de diversas élites, como las político-ejecutivas, las burocráticas, las militares, las de partidos políticos, las de los grupos de presión —como las directivas de los sindicatos de maestros o de los órganos estatales de educación— y las de los medios de comunicación. Éstas pueden haber sido reclutadas en una subcultura política específica y, por tanto, constituirse en su baluarte y ámbito de reproducción, o pueden crearla por el proceso de inducción y socialización en sus roles. 3 Galicismo adoptado por los textos de ciencia política en inglés y en español para señalar las rupturas o fragmentaciones sociales no necesariamente referidas al concepto de clase.

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Adicionalmente, este concepto “puede ser aplicado a grupos que, aunque no sean élites, cumplen funciones sociales específicas en su contexto, como los maestros —por un lado— y los estudiantes —por el otro— en la escuela” (Carvajal, 2007: 15).

De otro lado, hay que tener en cuenta que los sistemas educativos —por no hablar de los escasos procesos oficiales de promoción cultural no formal— de las Repúblicas latinoamericanas surgieron entre los siglos XIX y XX como modos de construcción de los Estados-nación y de fortalecimiento de sus poderes centrales, a través de la integración y homogeneización de las diversas manifestaciones culturales. Los miembros del Estado son los ciudadanos, la homogeneización de su cultura es una acción política y el producto de esta homogeneización sería una cultura política. A finales del siglo XX y principios del XXI, pero como continuación de esta perspectiva, la educación exitosa es concebida como la formación de ciudadanos “democráticos y participativos en los asuntos públicos” (Herrera y Pinilla Díaz, 2001: 71). En este punto, es necesario hablar de socialización política. Con este concepto, se pueden “relacionar actitudes políticas específicas del adulto y tendencias conductuales del mismo con experiencias socializantes políticas, manifiestas y latentes, de la infancia” (Almond y Verba, 1992: 180). A pesar de que la experiencia de la justicia restaurativa en Colombia también ha sido fuerte en contextos de comunidades barriales y campesinas, en torno a las cárceles y tratando las heridas del conflicto armado, este artículo se concentra en el ámbito donde la cultura política es socializada privilegiadamente: la educación. Las instituciones educativas son esenciales en la construcción de una cultura política que coadyuve al mejoramiento de la calidad de la democracia. La democratización de la escuela está condicionada tanto por los mecanismos de control diseñados para mantener el orden dentro de ella como por la estructura misma de los procesos de enseñanza y aprendizaje.

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Adicionalmente, este concepto “puede ser aplicado a grupos que, aunque no sean élites, cumplen funciones sociales específicas en su contexto, como los maestros —por un lado— y los estudiantes —por el otro— en la escuela” (Carvajal, 2007: 15).

De otro lado, hay que tener en cuenta que los sistemas educativos —por no hablar de los escasos procesos oficiales de promoción cultural no formal— de las Repúblicas latinoamericanas surgieron entre los siglos XIX y XX como modos de construcción de los Estados-nación y de fortalecimiento de sus poderes centrales, a través de la integración y homogeneización de las diversas manifestaciones culturales. Los miembros del Estado son los ciudadanos, la homogeneización de su cultura es una acción política y el producto de esta homogeneización sería una cultura política. A finales del siglo XX y principios del XXI, pero como continuación de esta perspectiva, la educación exitosa es concebida como la formación de ciudadanos “democráticos y participativos en los asuntos públicos” (Herrera y Pinilla Díaz, 2001: 71). En este punto, es necesario hablar de socialización política. Con este concepto, se pueden “relacionar actitudes políticas específicas del adulto y tendencias conductuales del mismo con experiencias socializantes políticas, manifiestas y latentes, de la infancia” (Almond y Verba, 1992: 180). A pesar de que la experiencia de la justicia restaurativa en Colombia también ha sido fuerte en contextos de comunidades barriales y campesinas, en torno a las cárceles y tratando las heridas del conflicto armado, este artículo se concentra en el ámbito donde la cultura política es socializada privilegiadamente: la educación. Las instituciones educativas son esenciales en la construcción de una cultura política que coadyuve al mejoramiento de la calidad de la democracia. La democratización de la escuela está condicionada tanto por los mecanismos de control diseñados para mantener el orden dentro de ella como por la estructura misma de los procesos de enseñanza y aprendizaje.

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La escuela es un espacio de relaciones asimétricas. Por lo tanto, la justicia en la escuela no puede partir del principio de trato igual para todos (igualdad), sino del de trato igual entre iguales y desigual entre desiguales (si y sólo si este trato desigual es en el sentido de discriminación positiva); esto se llama equidad. Pero, paradójicamente, la institucionalidad de la escuela se ha establecido de manera que se castigue y señale a quien infringe la norma o no cumple con unos estándares cuantitativos; y estas personas suelen ser las más necesitadas de apoyo. Entonces, las instituciones escolares terminan por reforzar las desigualdades al dar mejores oportunidades a los que ya las tienen.

Los conflictos escolares tienden a tener un trámite prefabricado: los más grandes están prerresueltos en códigos pseudojurídicos llamados reglamentos o “manuales de convivencia”; los más cotidianos suelen ser resueltos por los maestros de acuerdo con sus criterios y prudencia. En el segundo caso, los maestros pueden ser simultáneamente juez y parte (Carvajal, 2007: 29). ¿Qué pasa cuando los estudiantes se constituyen en jueces o jurados? ¿Es esta una manera democrática de empoderamiento? La concepción restaurativa de la comunidad como parte afectada y corresponsable del injusto y como actor de la justicia podría ser una respuesta a estas preguntas. Si bien los espacios de socialización tienden a reproducir el discurso privilegiado por los grupos dominantes de una sociedad —como dicen Herrera y Pinilla Díaz (2001: 72): “el conocimiento aprendido en la escuela constituye una representación particular de la cultura dominante, un discurso privilegiado que se construye mediante un proceso selectivo de énfasis y exclusiones”—, éste no es el único que tiene cabida en ellos. “En este sentido, los espacios educativos y escolares son escenarios de lucha entre las diferentes significaciones y modelos culturales vehiculizados por los diferentes grupos que tienen acceso a ellos, presentándose, más que un espacio armónico y homogéneo, un espacio conflictivo en el que los grupos dominantes intentan imponer su visión de mundo y las diferentes apropiaciones, luchas y resistencias que se presentan por parte de los demás grupos sociales” (Herrera y Pinilla Díaz, 2001: 72). Los educadores están ineludiblemente involucrados en una lucha de poder por la construcción de representaciones de la realidad.

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En consecuencia, es inadecuado concebir la escuela como un micromundo de procesos formativos aislados de sus contextos sociopolíticos y no, lo que sería mejor, como un escenario atravesado por ellos: “El sistema cultural-simbólico sirve para mantener, desestabilizar o flexibilizar el sistema social y está centralmente involucrado en la distribución y redistribución de las diferentes formas de poder social; y ésta es la función de la política. Por esto la cultura es eminentemente política” (Carvajal, 2007: 15).

Al parecer, lo que está en juego en el escenario escolar, como en otros escenarios de socialización política en el momento actual, es la constitución de nuevos sujetos sociales que se relacionen con el universo de lo político y lo social de una forma distinta a como lo hacían las generaciones anteriores. Las prácticas que constituyen mediaciones presentes de la subjetividad imprimen rumbos posibles a su desarrollo y, formando un círculo, la subjetividad puede imponer rumbos a las prácticas actuales.

La democracia es un imaginario cultural que se puede construir desde la escuela a través de la imagen de la sociedad y de la escuela misma que se desean. La escuela es lugar para la construcción de una cultura democrática por cuanto en ella se encuentran diferentes sujetos —construcciones culturales— y deben aprender a convivir. Es posible hacer de ella, para los estudiantes, una posibilidad de pensar y tomar decisiones por sí mismos y para reconocer el conflicto y la pluralidad. Los valores que se vivencien allí harán posible la convivencia ciudadana. (Carvajal, 2007: 27)

Los valores y métodos de la justicia restaurativa son óptimos para lograr este propósito si se aplican de manera consistente y sostenida durante el proceso educativo. La cultura política es una realidad nacional, regional y local, y permea las instituciones educativas. Por lo tanto, determina la forma como se dan las relaciones de poder dentro de la escuela. Éstas generan conflictos y determinan sus características. Los conflictos escolares son tramitados mediante la justicia escolar, la cual influye retroactivamente en el poder y los conflictos en la escuela, formando un círculo. La

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En consecuencia, es inadecuado concebir la escuela como un micromundo de procesos formativos aislados de sus contextos sociopolíticos y no, lo que sería mejor, como un escenario atravesado por ellos: “El sistema cultural-simbólico sirve para mantener, desestabilizar o flexibilizar el sistema social y está centralmente involucrado en la distribución y redistribución de las diferentes formas de poder social; y ésta es la función de la política. Por esto la cultura es eminentemente política” (Carvajal, 2007: 15).

Al parecer, lo que está en juego en el escenario escolar, como en otros escenarios de socialización política en el momento actual, es la constitución de nuevos sujetos sociales que se relacionen con el universo de lo político y lo social de una forma distinta a como lo hacían las generaciones anteriores. Las prácticas que constituyen mediaciones presentes de la subjetividad imprimen rumbos posibles a su desarrollo y, formando un círculo, la subjetividad puede imponer rumbos a las prácticas actuales.

La democracia es un imaginario cultural que se puede construir desde la escuela a través de la imagen de la sociedad y de la escuela misma que se desean. La escuela es lugar para la construcción de una cultura democrática por cuanto en ella se encuentran diferentes sujetos —construcciones culturales— y deben aprender a convivir. Es posible hacer de ella, para los estudiantes, una posibilidad de pensar y tomar decisiones por sí mismos y para reconocer el conflicto y la pluralidad. Los valores que se vivencien allí harán posible la convivencia ciudadana. (Carvajal, 2007: 27)

Los valores y métodos de la justicia restaurativa son óptimos para lograr este propósito si se aplican de manera consistente y sostenida durante el proceso educativo. La cultura política es una realidad nacional, regional y local, y permea las instituciones educativas. Por lo tanto, determina la forma como se dan las relaciones de poder dentro de la escuela. Éstas generan conflictos y determinan sus características. Los conflictos escolares son tramitados mediante la justicia escolar, la cual influye retroactivamente en el poder y los conflictos en la escuela, formando un círculo. La

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justicia, el poder y los conflictos en la escuela modifican juntos la cultura política, trazando un círculo mayor. La justicia, que es una forma de manejo del poder, puede ser democrática o autoritaria. Y, como la cultura política construida a través suyo es una realidad de índole societal, el ciclo descrito puede ampliarse hasta influir este nivel y reiniciarse, y así constituir un espiral democratizante o autoritario. 7. Conclusión La relación entre paz y justicia es problemática; tanto más en Colombia. La problemática radica en general en que los Estados, que son esencialmente violentos, imponen la ley. Esta regula la justicia —que es una forma de venganza y, por lo tanto, de violencia— y a la vez ordena la existencia de la paz. Claro, hay diversas concepciones de paz, como la romana, basada en la guerra, que es la misma lógica de la “guerra contra el terrorismo” o de la política de seguridad democrática. Pero esta perspectiva, además de enfrentar reparos éticos, se enfrenta al problema muy concreto de que la mayor parte del mundo, incluida Colombia, está en una guerra constante por la resolución del problema de cómo y cuál será el Estado. Adicionalmente, los marcos conceptuales con que se aproximan a estos problemas quienes intentan resolverlos de manera pacífica son, por lo general, demasiado simplistas y “cortoplacistas”. Tanto más cuanto que la justicia proviene del Estado, la venganza es del Estado, pero se intenta aplicar cuando el Estado está en guerra civil. Frente a este panorama, aparece el paradigma de la justicia restaurativa. No aparece como la panacea o el camino a la utopía, pero sí como un conjunto de valores y prácticas que, en el largo plazo y no sin problemas, pueden fomentar el empoderamiento ciudadano. La justicia, concebida como un asunto de la comunidad que se reconstruye tras la violencia y no como la fuerza agregada que reproduce la violencia a través de la venganza organizada, es, por lo menos, un concepto a tener en cuenta para la construcción de la paz. La cultura política es el ámbito en el cual la lucha por la democracia y la construcción de paz se pueden articular en un ciclo progresivo de

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transformación sociopolítica. Las instituciones educativas brindan oportunidades privilegiadas para que el paradigma de la justicia restaurativa se introduzca en la cultura y coadyuve a su transformación pacífica. Este paradigma puede proveer los elementos para la formación del marco teórico-práctico englobador necesario para comprender y decir la paz.

Bibliografía Almond, Gabriel y Sydney Verba. “La cultura política”. En: Gabriel

Almond et ál., Diez textos básicos de ciencia política. Barcelona: Ariel (1992), 171-201.

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transformación sociopolítica. Las instituciones educativas brindan oportunidades privilegiadas para que el paradigma de la justicia restaurativa se introduzca en la cultura y coadyuve a su transformación pacífica. Este paradigma puede proveer los elementos para la formación del marco teórico-práctico englobador necesario para comprender y decir la paz.

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Van Ness, D. “¿Qué es la justicia restaurativa?” Boletín Fundación Alvaralice (20 de julio de 2006). Cali: Fundación Alvaralice.

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El “iusnaturalismo” de Thomas Hobbes Javier Felipe Hernández*

* Abogado de la Pontificia Universidad Javeriana Cali, magíster en Filosofía de la Universidad del Valle y profesor de cátedra de la Pontificia Universidad Javeriana Cali.

Criterio Jurídico Santiago de Cali V. 10, No. 1 2010-1 pp. 35-58 ISSN 1657-3978

Recibido: 20 de abril de 2010 Aprobado: 8 de junio de 2010

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Disponible en: < http://portales.puj.edu.co/justrestaurativa/DIPLOMADO/Modulo%20VI/02%20Politica/contenidos.htm>.

Van Ness, D. “¿Qué es la justicia restaurativa?” Boletín Fundación Alvaralice (20 de julio de 2006). Cali: Fundación Alvaralice.

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Resumen Uno de los aspectos de Thomas Hobbes que más ha suscitado debates ha sido su clasificación como defensor del iusnaturalismo o del iuspositivismo. Algunos autores ven en la obra del filósofo inglés el germen del iuspositivismo moderno, mientras que otros lo siguen considerando como una de las figuras principales en la edificación de la teoría moderna de los derechos naturales. En el presente trabajo, se hace un estudio del significado y uso que da Hobbes a las nociones de ius naturale y lex naturalis y se presentan los cambios fundamentales que introduce a dichas categorías con respecto a usos y significados anteriores. Dicho estudio permitirá concluir que la supuesta paradoja en que incurre Hobbes al llegar a una conclusión iuspositivista desde los fundamentos del iusnaturalismo obedece a que introdujo la idea de ius naturale como facultad ilimitada y a que da a la razón humana un carácter netamente utilitarista. Palabras claves Hobbes, derecho natural, derecho positivo, paradoja. Abstract One of the most controversial issues surrounding the study of Thomas Hobbes has been his classification as a proponent of either natural law theory or legal positivism. Some authors find in Hobbes the roots of modern legal positivism, while others think he is one of the main figures in the formation of the modern theory of natural rights. In this article, the author examines the way in which Hobbes understood and used the concepts of ius naturale and lex naturalis, and shows the fundamental changes he introduced to these concepts’ previous uses and meanings. Finally, this paper will show that the alleged paradox in which Hobbes fell by using natural law theory to reach a positive law conclusion responds to the fact that he introduced the idea of ius naturale as an unlimited faculty and that he found human reason to be essentially utilitarian. Keywords Hobbes, natural law, positive law, paradox.

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Resumen Uno de los aspectos de Thomas Hobbes que más ha suscitado debates ha sido su clasificación como defensor del iusnaturalismo o del iuspositivismo. Algunos autores ven en la obra del filósofo inglés el germen del iuspositivismo moderno, mientras que otros lo siguen considerando como una de las figuras principales en la edificación de la teoría moderna de los derechos naturales. En el presente trabajo, se hace un estudio del significado y uso que da Hobbes a las nociones de ius naturale y lex naturalis y se presentan los cambios fundamentales que introduce a dichas categorías con respecto a usos y significados anteriores. Dicho estudio permitirá concluir que la supuesta paradoja en que incurre Hobbes al llegar a una conclusión iuspositivista desde los fundamentos del iusnaturalismo obedece a que introdujo la idea de ius naturale como facultad ilimitada y a que da a la razón humana un carácter netamente utilitarista. Palabras claves Hobbes, derecho natural, derecho positivo, paradoja. Abstract One of the most controversial issues surrounding the study of Thomas Hobbes has been his classification as a proponent of either natural law theory or legal positivism. Some authors find in Hobbes the roots of modern legal positivism, while others think he is one of the main figures in the formation of the modern theory of natural rights. In this article, the author examines the way in which Hobbes understood and used the concepts of ius naturale and lex naturalis, and shows the fundamental changes he introduced to these concepts’ previous uses and meanings. Finally, this paper will show that the alleged paradox in which Hobbes fell by using natural law theory to reach a positive law conclusion responds to the fact that he introduced the idea of ius naturale as an unlimited faculty and that he found human reason to be essentially utilitarian. Keywords Hobbes, natural law, positive law, paradox.

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1. Introducción

ucho se ha dicho con respecto a la afiliación del pensamiento de Thomas Hobbes a las corrientes principales de la teoría jurídica

y, en especial, respecto de su vinculación con el iusnaturalismo o el positivismo jurídico. Un número considerable de autores incluye a este filósofo dentro de los representantes de la escuela del derecho natural moderno junto a Grocio, Pufendorf y Locke, entre otros (Hervada, 2009: 91). No obstante, también hay quienes lo consideran el anticipador del pensamiento positivista moderno y, en ese sentido, el verdadero iniciador del positivismo jurídico o iuspositivismo (Bobbio, 1992: 103). Para empezar a comprender la magnitud del problema, veamos en términos generales qué plantea cada una de estas corrientes filosófico-jurídicas. Para la corriente iusnaturalista, existe una serie de principios ético-jurídicos universales, ahistóricos e independientes de la voluntad humana. Dichos principios, provenientes de la naturaleza divina o racional (según los distintos autores), pueden ser conocidos por el hombre mediante el uso de la razón y le deben servir de criterio de justicia en la creación de sus leyes. Así, el derecho natural no solamente puede distinguirse del derecho estatuido por los hombres (derecho positivo), sino que es superior a éste, pues, al establecer lo que es universalmente justo y válido, el derecho natural así mismo determina qué norma humana concreta es justa o no y, por tanto, si se le debe obediencia o no. Para la corriente iuspositivista, por el contrario, el derecho es un fenómeno histórico cuyo contenido depende de las circunstancias concretas de tiempo y lugar donde se desarrolle. Así, los pensadores iuspositivistas niegan la existencia del derecho natural y afirman como único derecho el derecho positivo. De ahí que definan el derecho como el conjunto de mandatos emanados del soberano (Martínez y Fernández, 2005: 63). Para ellos, la validez de las normas, entonces, no está en función de contenidos valorativos que, como la idea de justicia, consideran por fuera del estudio científico, sino en función del cumplimiento de los requisitos formales para su creación. Una norma será válida, según la concepción positivista del derecho, si,

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independientemente del contenido que regule, pertenece a un ordenamiento jurídico, esto es, si fue dada por la autoridad competente y siguiendo el procedimiento establecido por otra u otras normas superiores del ordenamiento jurídico. Esta es la concepción del derecho defendida por autores como Hans Kelsen (2009) y Alf Ross (1997). Si iusnaturalismo y positivismo jurídico son, en principio, dos corrientes con tesis opuestas, ¿cómo es entonces posible que, sobre la concepción política y jurídica de un pensador, como en el caso de Hobbes, pueda existir tal controversia en cuanto a su vinculación con una u otra corriente? ¿Qué hace Hobbes, en su obra, que permite matricularlo dentro de la historia del derecho natural, pero que, al mismo tiempo, sirve como base y fundamento para defender el más puro y absoluto positivismo jurídico? Debemos tener en cuenta que el principal objetivo de Hobbes con su propuesta es el de solucionar el problema de la guerra entre los hombres. Para esto, defiende la constitución de un Estado sin limitaciones para gobernar y en donde, consecuentemente, dicho Estado se reserve para sí el monopolio del derecho y elimine cualquiera otra fuente jurídica externa; esto es, cualquiera otra norma que no provenga de la voluntad del soberano. De ahí que, en el Leviatán, Hobbes (1989: 216) escriba lo siguiente:

En todos los Estados, el legislador es únicamente el soberano, ya sea éste un hombre, como ocurre en una monarquía, o una asamblea de hombres, como es el caso en una democracia, o en una aristocracia. Pues el legislador es el que hace la ley, y es sólo el Estado el que prescribe y ordena la observancia de esas normas a las que llamamos ley. Por tanto, el Estado es el legislador. Por la misma razón, nadie puede derogar una ley ya hecha, excepto el soberano, pues una ley sólo es derogada por otra ley que prohíbe que la anterior se ponga en ejecución.

Hasta este punto, no parece surgir ningún problema, pues pareciera que el modelo propuesto por Hobbes se adecua sin inconvenientes al modelo iuspositivista, donde sólo es ley la orden que proviene de la autoridad legítimamente establecida. La llamada “paradoja” hobbesiana aparece

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independientemente del contenido que regule, pertenece a un ordenamiento jurídico, esto es, si fue dada por la autoridad competente y siguiendo el procedimiento establecido por otra u otras normas superiores del ordenamiento jurídico. Esta es la concepción del derecho defendida por autores como Hans Kelsen (2009) y Alf Ross (1997). Si iusnaturalismo y positivismo jurídico son, en principio, dos corrientes con tesis opuestas, ¿cómo es entonces posible que, sobre la concepción política y jurídica de un pensador, como en el caso de Hobbes, pueda existir tal controversia en cuanto a su vinculación con una u otra corriente? ¿Qué hace Hobbes, en su obra, que permite matricularlo dentro de la historia del derecho natural, pero que, al mismo tiempo, sirve como base y fundamento para defender el más puro y absoluto positivismo jurídico? Debemos tener en cuenta que el principal objetivo de Hobbes con su propuesta es el de solucionar el problema de la guerra entre los hombres. Para esto, defiende la constitución de un Estado sin limitaciones para gobernar y en donde, consecuentemente, dicho Estado se reserve para sí el monopolio del derecho y elimine cualquiera otra fuente jurídica externa; esto es, cualquiera otra norma que no provenga de la voluntad del soberano. De ahí que, en el Leviatán, Hobbes (1989: 216) escriba lo siguiente:

En todos los Estados, el legislador es únicamente el soberano, ya sea éste un hombre, como ocurre en una monarquía, o una asamblea de hombres, como es el caso en una democracia, o en una aristocracia. Pues el legislador es el que hace la ley, y es sólo el Estado el que prescribe y ordena la observancia de esas normas a las que llamamos ley. Por tanto, el Estado es el legislador. Por la misma razón, nadie puede derogar una ley ya hecha, excepto el soberano, pues una ley sólo es derogada por otra ley que prohíbe que la anterior se ponga en ejecución.

Hasta este punto, no parece surgir ningún problema, pues pareciera que el modelo propuesto por Hobbes se adecua sin inconvenientes al modelo iuspositivista, donde sólo es ley la orden que proviene de la autoridad legítimamente establecida. La llamada “paradoja” hobbesiana aparece

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cuando nos percatamos de que Hobbes funda todo su sistema jurídico positivo sobre la base del reconocimiento de la ley natural. Hobbes comienza el capítulo 14 del Leviatán dando las definiciones de derecho natural, libertad y ley natural. La ley natural, dice, “es un precepto o regla general, descubierto mediante la razón, por el cual a un hombre se le prohíbe hacer aquello que sea destructivo para su vida o elimine los medios para conservarla, así como omitir todo aquello que, en su opinión, puede contribuir mejor a preservarla” (Hobbes, 1989: 110). Seguidamente, Hobbes enuncia la que considera la primera y fundamental ley natural, y que consiste en que “cada hombre debe procurar la paz hasta donde tenga esperanza de lograrla; y cuando no pueda conseguirla, entonces puede buscar y usar todas las ventajas y ayudas de la guerra” (Hobbes, 1989: 111). De esta primera ley fundamental deriva la segunda, según la cual “un hombre debe estar deseoso, cuando los otros lo están también, y a fin de conseguir la paz y la defensa personal hasta donde le parezca necesario, de no hacer uso de su derecho a todo, y de contentarse con tanta libertad en su relación con los otros hombres, como la que él permitiría a los otros en su trato con él” (Hobbes, 1989: 111). Esta segunda ley natural, como se aprecia, lo que realmente hace es darle un fundamento racional a la constitución del Estado, esto es, al establecimiento de un poder común que tenga como su misión principal la de garantizar la seguridad de todos sus súbditos. Si el papel tradicional que ha tenido el derecho natural en su historia es el de constituirse como límite del derecho estatuido por la autoridad, calificando de injusto todo aquel precepto que contradiga la ley natural descubierta por la recta razón, ¿cómo es posible entonces que Hobbes, en el intento de establecer un poder con el mínimo de limitaciones posible, funde toda su teoría jurídico-política sobre la base de la ley natural? A continuación, se intentará dar una explicación plausible a la aparente “paradoja” que surge en el planteamiento jurídico de Thomas Hobbes y que consiste, fundamentalmente, en que parece haber llegado a una conclusión iuspositivista partiendo de premisas iusnaturalistas. Para esto, se analizará el uso que hace el filósofo inglés de las principales

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nociones del iusnaturalismo —ius naturale y lex naturalis— y se identificarán los cambios que el filósofo introduce a estas ideas con respecto a teorías y usos anteriores. Luego, con base en los hallazgos de la primera parte, se propondrá una solución al problema planteado. 2. Ius naturale y lex naturalis: significados y usos anteriores al pensamiento de Hobbes Abordar el estudio de la historia del derecho natural resulta una tarea en extremo compleja, pues corresponde a extensos y profundos debates teóricos. Por eso, para los efectos del presente trabajo, bastará con indicar algunas de las principales significaciones que han tenido las categorías iusnaturalistas en el transcurso de la historia. Richard Tuck (1979) nos explica cómo, desde la Roma primitiva, un ius era algo objetivamente recto y susceptible de descubrimiento1. Pero ese no era su único sentido, pues, como lo afirma Brian Tierney (2001: 25), ius también servía para designar un conjunto de preceptos morales o legales, como el ius gentium, y, por lo tanto, fue muchas veces utilizado de manera intercambiable con la palabra lex hasta principios de la modernidad. Ambos sentidos de la palabra se pueden apreciar claramente cuando Paulo, el jurista romano, afirma que ius significa “lo que siempre es justo o bueno” (ius naturale) o “lo que es mejor para todos, o para la mayoría, en determinada sociedad” (ius civile) (Tuck, 1979: 8). Otro aspecto importante fue la fuerte relación que hubo, desde épocas remotas, entre los conceptos de ius y dominium (señorío o poder sobre personas o cosas). Tuck (1979: 11) cuenta cómo, pese a que en un principio algunos juristas, como Gayo, diferenciaban estas dos nociones, lo cierto es que posteriormente, y durante toda la Edad Media, el dominium fue tratado como una especie de ius. Precisamente una de las críticas que le hace Brian Tierney a Michel Villey es su insistencia en que los romanos tenían clara la distinción entre ius y dominium. Afirma Tierney (2001: 17): “[…] the separation between ius and dominium is crucial for Villey’s argument. But in classical literary Latin

1 Es la idea de “lo que le es debido a alguien” (ius suum).

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nociones del iusnaturalismo —ius naturale y lex naturalis— y se identificarán los cambios que el filósofo introduce a estas ideas con respecto a teorías y usos anteriores. Luego, con base en los hallazgos de la primera parte, se propondrá una solución al problema planteado. 2. Ius naturale y lex naturalis: significados y usos anteriores al pensamiento de Hobbes Abordar el estudio de la historia del derecho natural resulta una tarea en extremo compleja, pues corresponde a extensos y profundos debates teóricos. Por eso, para los efectos del presente trabajo, bastará con indicar algunas de las principales significaciones que han tenido las categorías iusnaturalistas en el transcurso de la historia. Richard Tuck (1979) nos explica cómo, desde la Roma primitiva, un ius era algo objetivamente recto y susceptible de descubrimiento1. Pero ese no era su único sentido, pues, como lo afirma Brian Tierney (2001: 25), ius también servía para designar un conjunto de preceptos morales o legales, como el ius gentium, y, por lo tanto, fue muchas veces utilizado de manera intercambiable con la palabra lex hasta principios de la modernidad. Ambos sentidos de la palabra se pueden apreciar claramente cuando Paulo, el jurista romano, afirma que ius significa “lo que siempre es justo o bueno” (ius naturale) o “lo que es mejor para todos, o para la mayoría, en determinada sociedad” (ius civile) (Tuck, 1979: 8). Otro aspecto importante fue la fuerte relación que hubo, desde épocas remotas, entre los conceptos de ius y dominium (señorío o poder sobre personas o cosas). Tuck (1979: 11) cuenta cómo, pese a que en un principio algunos juristas, como Gayo, diferenciaban estas dos nociones, lo cierto es que posteriormente, y durante toda la Edad Media, el dominium fue tratado como una especie de ius. Precisamente una de las críticas que le hace Brian Tierney a Michel Villey es su insistencia en que los romanos tenían clara la distinción entre ius y dominium. Afirma Tierney (2001: 17): “[…] the separation between ius and dominium is crucial for Villey’s argument. But in classical literary Latin

1 Es la idea de “lo que le es debido a alguien” (ius suum).

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one could certainly refer to ius and dominium as inhering in the same subject. […] In legal Latin too, from the fourth century onward, the two concepts were commonly confused in phrases like iure dominii possidere”.

Los juristas medievales fueron quienes por primera vez, mediante la creación de la ciencia medieval del derecho romano, utilizaron la palabra ius con un significado parecido a lo que normalmente entendemos los modernos como derecho subjetivo (Tuck, 1979: 13); esto es, como una facultad o poder legítimo para realizar o exigir de alguien un determinado comportamiento. Esto, claro está, no significó la pérdida del sentido objetivo de ius (“lo que es bueno y recto”), que siguió operando conjuntamente con el sentido subjetivo. La teoría que emplearon estos juristas para dilucidar y extender el concepto de ius a la idea de “facultad” estaba, para la mayoría de ellos, contenida de forma clara en la famosa frase de Ulpiano: “Justicia es la constante y perpetua voluntad de darle a cada quien su ius” (Tuck, 1979: 14)2, que fue entendida por los comentadores medievales como la afirmación del deber que tienen las personas de reconocer y respetar las exigencias legítimas de los demás. Para los primeros glosadores, por ejemplo, la verdadera propiedad o dominium se definía como la exigencia o demanda de control total sobre algo frente a todas las demás personas (Tuck, 1979: 14). Con esto vemos, también, cómo la noción de ius le daba contenido real a la idea de justicia y, por tanto, servía como criterio para calificar como justa o injusta una acción. El sentido objetivo que tenía la palabra ius en el derecho romano clásico se conservó durante mucho tiempo y puede identificarse claramente en la obra de Tomás de Aquino. Para Aquino, ius significa “lo justo” o “lo recto” (Tierney, 2002: 391). Y, aunque hay autores que sostienen que Tomás de Aquino usa las palabras ius y lex para designar ideas distintas, me parece, con Tierney (1997: 25), que en esto el filósofo medieval sigue el uso común de su época, es decir, que a veces utiliza ius y lex de manera intercambiable y otras veces diferencia un término del otro en sus significados más especializados.

2 La frase en latín es esta: “Iustitia est constans et perpetua voluntas ius suum cuique tribuendi”.

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El tratamiento que da Tomás de Aquino a los conceptos de ius y lex naturalis resulta clave para entender el cambio que introdujo Hobbes en estos mismos conceptos. Veamos, entonces, a grandes rasgos, el pensamiento de Aquino en esta materia. Tomás de Aquino (2001), en su Tratado de la ley en general, define ley de forma genérica al decir que es “una ordenación de la razón al bien común, promulgada por quien tiene el cuidado de la comunidad”. Así, distingue tres especies de leyes: la ley eterna (lex aeterna), la ley natural (lex naturalis) y la ley humana (lex humana). La ley eterna es el plan de Dios, quien dirige todas las cosas hacia la persecución de sus fines. La ley natural es la parte de la ley eterna que es cognoscible de forma intuitiva e innata por los hombres. La ley natural, entonces, se refiere a los primeros principios morales, los cuales son inmediatamente percibidos por la razón del hombre y captados como su bien específico. La forma en que se manifiesta lo bueno en el hombre es a través de sus inclinaciones naturales3, es decir, que todo hacia lo que el hombre tiene una inclinación natural es captado naturalmente por la razón como bueno y, por consiguiente, como algo a realizar en la búsqueda de la perfección. Según Tomás de Aquino (2001), todas las realidades que deban hacerse o evitarse tendrían carácter de ley natural en tanto la razón práctica las juzgue naturalmente como bienes humanos. La ley humana tiene su origen en la ley natural, que es normativamente superior a aquella. Esto significa que la ley humana, para ser ley, debe ser compatible con los preceptos de la ley natural y debe, o bien ser deducida de tal ley, o bien limitarse a completarla, determinando todo aquello que ésta deja indeterminado. Si la ley positiva humana contradice la ley natural, ya no es ley, sino corrupción de la ley.

3 Tomás de Aquino distingue tres inclinaciones fundamentales: 1. Aquella por la que se tiende a la conservación de la vida biológica y de sus elementos y que tiene como objeto el bien humano de la vida y la integridad física; 2. la que se ordena a la unión sexual entre el hombre y la mujer, cuyo objeto es el bien de la procreación; y 3. la que inclina al hombre a vivir en sociedad y a buscar la verdad, cuyos objetos son el bien del conocimiento y la socialidad.

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El tratamiento que da Tomás de Aquino a los conceptos de ius y lex naturalis resulta clave para entender el cambio que introdujo Hobbes en estos mismos conceptos. Veamos, entonces, a grandes rasgos, el pensamiento de Aquino en esta materia. Tomás de Aquino (2001), en su Tratado de la ley en general, define ley de forma genérica al decir que es “una ordenación de la razón al bien común, promulgada por quien tiene el cuidado de la comunidad”. Así, distingue tres especies de leyes: la ley eterna (lex aeterna), la ley natural (lex naturalis) y la ley humana (lex humana). La ley eterna es el plan de Dios, quien dirige todas las cosas hacia la persecución de sus fines. La ley natural es la parte de la ley eterna que es cognoscible de forma intuitiva e innata por los hombres. La ley natural, entonces, se refiere a los primeros principios morales, los cuales son inmediatamente percibidos por la razón del hombre y captados como su bien específico. La forma en que se manifiesta lo bueno en el hombre es a través de sus inclinaciones naturales3, es decir, que todo hacia lo que el hombre tiene una inclinación natural es captado naturalmente por la razón como bueno y, por consiguiente, como algo a realizar en la búsqueda de la perfección. Según Tomás de Aquino (2001), todas las realidades que deban hacerse o evitarse tendrían carácter de ley natural en tanto la razón práctica las juzgue naturalmente como bienes humanos. La ley humana tiene su origen en la ley natural, que es normativamente superior a aquella. Esto significa que la ley humana, para ser ley, debe ser compatible con los preceptos de la ley natural y debe, o bien ser deducida de tal ley, o bien limitarse a completarla, determinando todo aquello que ésta deja indeterminado. Si la ley positiva humana contradice la ley natural, ya no es ley, sino corrupción de la ley.

3 Tomás de Aquino distingue tres inclinaciones fundamentales: 1. Aquella por la que se tiende a la conservación de la vida biológica y de sus elementos y que tiene como objeto el bien humano de la vida y la integridad física; 2. la que se ordena a la unión sexual entre el hombre y la mujer, cuyo objeto es el bien de la procreación; y 3. la que inclina al hombre a vivir en sociedad y a buscar la verdad, cuyos objetos son el bien del conocimiento y la socialidad.

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Si bien en Tomás de Aquino parece no tener cabida la idea de ius como derecho subjetivo, esta idea sí aparece de manera mucho más clara en autores como Francisco de Vitoria, Francisco Suárez y Hugo Grocio. Francisco de Vitoria, en el marco de la discusión sobre el origen de la propiedad privada, visualizaba un estado natural donde cada individuo fuera dueño de todo y pudiera usar cualquier cosa como quisiera. Sin embargo, condicionaba el ejercicio de tal libertad a que con ella no se hiciera ningún daño a otras personas. Pensaba que, si bien la propiedad era común por ley natural, la ley natural podía ser preceptiva, consultiva o permisiva, y que en el caso de la propiedad común se trataba de una ley natural permisiva. Así, a los hombres les era lícito, si así lo decidían, reunirse y hacer acuerdos para establecer propiedades individuales, siempre que con esto no dañaran a alguien (Tierney, 2002: 402). Vemos, entonces, cómo la idea de la permisividad de la ley natural es la que realmente posibilita el surgimiento de lo que hoy llamamos derecho subjetivo, esto es, la facultad legítima de elegir entre distintos cursos de acción (Tierney, 2002). Francisco Suárez, por su parte, explicaba que la ley natural permisiva no podía permitir conducta alguna que fuera mala en sí misma, pero podía definir una esfera de derechos naturales (iure naturae) en la cual los hombres fueran libres de actuar si así lo escogían. La ley permisiva, dijo, no podía estar totalmente separada de la ley preceptiva y la prohibitiva. De ahí que, mientras la ley natural permisiva permitía el ejercicio de ciertos derechos, la ley natural (naturale legis) preceptiva protegía esos derechos contra las violaciones perpetradas por otros (Tierney, 2002: 403). Hugo Grocio presentó dos leyes que provenían de la voluntad divina y que eran accesibles a la razón humana. Ambas eran leyes permisivas: “Debe permitirse defender la propia vida” y “Debe permitirse adquirir aquellas cosas que son útiles para la vida”. Sin embargo, estas libertades no eran ilimitadas, ya que encontraban su límite en dos leyes preceptivas: “Nadie debe injuriar a su prójimo” y “Nadie debe aprovecharse de las posesiones que otro ha tomado antes” (Tierney, 2002: 403).

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3. Ius naturale en Hobbes Podemos empezar trayendo a colación la definición de ius naturale que presentó Hobbes. En Leviatán, Hobbes (1989: 110) dijo:

El derecho natural, que los escritores llaman comúnmente jus naturale, es la libertad que tiene cada hombre de usar su propio poder según le plazca, para la preservación de su propia naturaleza, esto es, de su propia vida; y, consecuentemente de hacer cualquier cosa que, conforme a su juicio y razón, se conciba la más apta para alcanzar ese fin.

Esta libertad sin limitaciones —o, lo que es lo mismo, este derecho a todas las cosas— incluye el derecho de disponer del cuerpo del prójimo si se considera conveniente:

Y como la condición del hombre […] es una condición de guerra de cada hombre con cada hombre en la que cada uno se gobierna según su propia razón y no hay nada de lo que no pueda hacer uso para ayudarse en la preservación de su vida contra sus enemigos, de ello se sigue que, en una condición así, cada hombre tiene derecho a todo, incluso a disponer del cuerpo de su prójimo. (Hobbes, 1989: 111)

Lo primero que debemos anotar es que para Hobbes es claro que ius naturale tiene el sentido de derecho subjetivo, esto es, una facultad o poder natural. En esto, entonces, el filósofo no hace otra cosa que adoptar uno de los varios significados que, como vimos, tenía la palabra ius, y que encontramos claramente en autores como Vitoria o Grocio. La verdadera innovación que introduce Hobbes en el discurso filosófico y jurídico de su época, y por la que rompe con la tradición, fue haberle dado al ius naturale un carácter ilimitado. Veíamos en Vitoria y Grocio cómo el derecho tenía límites muy claros, pues su ejercicio estaba condicionado a que “no se hiciera daño a los demás”. En Hobbes, en cambio, el carácter ilimitado del derecho natural hace que éste no sirva ya como criterio de justicia, puesto que toda acción humana, inclusive aquella que atenta contra el cuerpo de otro hombre, permanece lícita (o al menos no puede considerarse injusta) en el estado de naturaleza. Un pasaje del De cive es muy diciente en este sentido:

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3. Ius naturale en Hobbes Podemos empezar trayendo a colación la definición de ius naturale que presentó Hobbes. En Leviatán, Hobbes (1989: 110) dijo:

El derecho natural, que los escritores llaman comúnmente jus naturale, es la libertad que tiene cada hombre de usar su propio poder según le plazca, para la preservación de su propia naturaleza, esto es, de su propia vida; y, consecuentemente de hacer cualquier cosa que, conforme a su juicio y razón, se conciba la más apta para alcanzar ese fin.

Esta libertad sin limitaciones —o, lo que es lo mismo, este derecho a todas las cosas— incluye el derecho de disponer del cuerpo del prójimo si se considera conveniente:

Y como la condición del hombre […] es una condición de guerra de cada hombre con cada hombre en la que cada uno se gobierna según su propia razón y no hay nada de lo que no pueda hacer uso para ayudarse en la preservación de su vida contra sus enemigos, de ello se sigue que, en una condición así, cada hombre tiene derecho a todo, incluso a disponer del cuerpo de su prójimo. (Hobbes, 1989: 111)

Lo primero que debemos anotar es que para Hobbes es claro que ius naturale tiene el sentido de derecho subjetivo, esto es, una facultad o poder natural. En esto, entonces, el filósofo no hace otra cosa que adoptar uno de los varios significados que, como vimos, tenía la palabra ius, y que encontramos claramente en autores como Vitoria o Grocio. La verdadera innovación que introduce Hobbes en el discurso filosófico y jurídico de su época, y por la que rompe con la tradición, fue haberle dado al ius naturale un carácter ilimitado. Veíamos en Vitoria y Grocio cómo el derecho tenía límites muy claros, pues su ejercicio estaba condicionado a que “no se hiciera daño a los demás”. En Hobbes, en cambio, el carácter ilimitado del derecho natural hace que éste no sirva ya como criterio de justicia, puesto que toda acción humana, inclusive aquella que atenta contra el cuerpo de otro hombre, permanece lícita (o al menos no puede considerarse injusta) en el estado de naturaleza. Un pasaje del De cive es muy diciente en este sentido:

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La naturaleza ha dado a cada uno derecho a todas las cosas; es decir, que en el mero estado de naturaleza, antes que llegara el momento en que los hombres establecieran entre sí pactos o convenios, era legal para cada hombre hacer lo que le viniese en gana contra quien le pareciese oportuno, y poseer y disfrutar todo lo que quisiera o pudiera conseguir. (Hobbes, 2000: 53)

El derecho natural en Hobbes se desliga totalmente de la idea de justicia. Para él la justicia es simplemente el cumplimiento de los convenios, y de ahí que diga que, “donde no ha tenido lugar un convenio, no se ha transferido ningún derecho a todo; y, en consecuencia, ninguna acción puede ser injusta” (Hobbes, 1989: 121). En ese mismo sentido, se lee en el De cive lo siguiente:

El quebrantamiento de un contrato, o reclamar lo que ya se ha dado, ya consista dicho quebrantamiento en una acción o en una omisión, se llama injuria. Ahora bien, también se dice que esa acción u omisión es injusta; y esto es así porque una injuria y una acción u omisión injusta significan lo mismo y ambas vienen a ser un quebrantamiento de contrato y de confianza. (Hobbes, 2000: 82)

Tampoco hay en el concepto de ius naturale de Hobbes ningún tipo de relación con o asimilación a un derecho de propiedad o dominium, como en las teorías anteriores. Para él, la propiedad no existe en el estado de naturaleza, y el control de un hombre sobre una cosa dura tanto como de hecho logre conservarlo: “En una situación así, no hay tampoco propiedad, ni dominio, ni un mío distinto de un tuyo, sino que todo es del primero que pueda agarrarlo, y durante el tiempo que logre conservarlo” (Hobbes, 1989: 110). Desligar ius de dominium tiene una consecuencia muy importante en la construcción teórica de Hobbes: la negación total de la posibilidad de concebir la propiedad como un derecho natural de los hombres. En el andamiaje jurídico hobbesiano, entonces, la propiedad como derecho civil nace con el Estado. Examinemos ahora la idea de lex naturalis en Hobbes y veamos cómo dicha noción le sirve para justificar la constitución de un poder absoluto.

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4. Lex naturalis en Hobbes En el capítulo 14 del Leviatán, Hobbes (1989: 110) nos dice: “Una ley natural, lex naturalis, es un precepto o regla general, descubierto mediante la razón, por la cual a un hombre se le prohíbe hacer aquello que sea destructivo para su vida, o elimine los medios para conservarla”. En el De cive, define la ley de la naturaleza como “el dictado de la recta razón, acerca de aquellas cosas que debemos hacer u omitir en la medida de nuestras fuerzas, para la constante preservación de nuestra vida y nuestros miembros” (Hobbes, 2000: 67). Dice, además, que ley (lex) no debe ser confundida con derecho (jus), pues el derecho consiste en la libertad de hacer o de omitir, mientras que la ley determina y obliga a una de las dos cosas (Hobbes, 1989: 110). Como vimos, en la condición natural del hombre, caracterizada por la guerra de todos contra todos, cada hombre tiene derecho a todo, incluso al cuerpo de su prójimo. Ahora bien, dado que en este estado natural de guerra de todos los hombres no hay seguridad para ninguno, por muy fuerte o sabio que sea, y dado que una ley natural es una regla general de la razón que nos obliga a preservar nuestra vida de la mejor forma, Hobbes dice que la primera y fundamental ley natural es la que obliga a cada hombre a buscar la paz y mantenerla. En otras palabras, según Hobbes, si el fin es la conservación de la vida, la razón nos indica que el medio para obtener este fin debe ser necesariamente el logro de un estado pacífico y el mantenimiento del mismo, pues el estado natural, que es la guerra, es precisamente la condición que imposibilita la seguridad en la vida humana. El primer y más importante paso lógico para obtener la paz es, entonces, salir del estado natural. Sin embargo, la búsqueda de la paz está condicionada a que se tenga la esperanza de lograrla, pues, de lo contrario, la razón nos manda a que ejerzamos el derecho natural, esto es, a que busquemos y usemos todas las ventajas y ayudas de la guerra. Cómo un hombre busca la paz y cuándo puede tener la esperanza de lograrla son dos preguntas que Hobbes responde al enunciar la segunda ley de la naturaleza: “que un hombre debe estar deseoso, cuando los otros lo están también, y a fin de conseguir la paz y la defensa personal hasta donde le parezca necesario, de no hacer uso de su derecho a todo,

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4. Lex naturalis en Hobbes En el capítulo 14 del Leviatán, Hobbes (1989: 110) nos dice: “Una ley natural, lex naturalis, es un precepto o regla general, descubierto mediante la razón, por la cual a un hombre se le prohíbe hacer aquello que sea destructivo para su vida, o elimine los medios para conservarla”. En el De cive, define la ley de la naturaleza como “el dictado de la recta razón, acerca de aquellas cosas que debemos hacer u omitir en la medida de nuestras fuerzas, para la constante preservación de nuestra vida y nuestros miembros” (Hobbes, 2000: 67). Dice, además, que ley (lex) no debe ser confundida con derecho (jus), pues el derecho consiste en la libertad de hacer o de omitir, mientras que la ley determina y obliga a una de las dos cosas (Hobbes, 1989: 110). Como vimos, en la condición natural del hombre, caracterizada por la guerra de todos contra todos, cada hombre tiene derecho a todo, incluso al cuerpo de su prójimo. Ahora bien, dado que en este estado natural de guerra de todos los hombres no hay seguridad para ninguno, por muy fuerte o sabio que sea, y dado que una ley natural es una regla general de la razón que nos obliga a preservar nuestra vida de la mejor forma, Hobbes dice que la primera y fundamental ley natural es la que obliga a cada hombre a buscar la paz y mantenerla. En otras palabras, según Hobbes, si el fin es la conservación de la vida, la razón nos indica que el medio para obtener este fin debe ser necesariamente el logro de un estado pacífico y el mantenimiento del mismo, pues el estado natural, que es la guerra, es precisamente la condición que imposibilita la seguridad en la vida humana. El primer y más importante paso lógico para obtener la paz es, entonces, salir del estado natural. Sin embargo, la búsqueda de la paz está condicionada a que se tenga la esperanza de lograrla, pues, de lo contrario, la razón nos manda a que ejerzamos el derecho natural, esto es, a que busquemos y usemos todas las ventajas y ayudas de la guerra. Cómo un hombre busca la paz y cuándo puede tener la esperanza de lograrla son dos preguntas que Hobbes responde al enunciar la segunda ley de la naturaleza: “que un hombre debe estar deseoso, cuando los otros lo están también, y a fin de conseguir la paz y la defensa personal hasta donde le parezca necesario, de no hacer uso de su derecho a todo,

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y de contentarse con tanta libertad en su relación con los otros hombres, como la que él permitiría a los otros en su trato con él” (Hobbes, 1989: 111). La razón de ser de esta ley es que, mientras los hombres hagan uso de su derecho a todo, la situación de guerra perdurará. No obstante, ningún hombre está obligado a abstenerse del uso de este derecho si los demás no hacen lo mismo, pues esto sería convertirse en presa para los otros, cosa a la que nadie puede estar obligado. Vemos, pues, que Hobbes responde el interrogante de cómo un hombre busca la paz: al abstenerse de usar su derecho a todo y al contentarse con tanta libertad en su trato con otros como la que él mismo les permitiría a los demás. Por otro lado, la respuesta a la pregunta de cuándo puede tener un hombre la esperanza de lograr la paz la da Hobbes diciendo que cuando los demás hombres se hayan privado, al igual que él, de este mismo derecho. Una vez Hobbes ha enunciado y explicado las dos primeras leyes de la naturaleza, y ha expuesto su teoría de los contratos, utiliza y combina estas ideas para darle cuerpo a su justificación racional del Estado civil. Así, en el capítulo 15 del Leviatán, denominado “De otras leyes de naturaleza”, Hobbes demuestra cómo, siguiendo las premisas establecidas en los capítulos anteriores, necesariamente debe concluirse que la única forma de llegar al estado pacífico permanente, indispensable para la seguridad de los hombres, es mediante la constitución del Estado civil. Lo anterior podemos constatarlo desde su enunciación de la tercera ley de la naturaleza, la cual le da base a su idea de justicia. Dicha ley preceptúa “que los hombres deben cumplir los convenios que han hecho” (Hobbes, 1989: 121). La razón de ser de esta ley radica en que, sin ella, los convenios “se hacen en vano y sólo son palabras vacías” (Hobbes, 1989: 121), esto es, carecen de una fuerza coercitiva que los respalde y castigue su incumplimiento y, por tanto, permanece el derecho de todos los hombres a todas las cosas y persiste el estado de guerra. Además, esta ley establece el criterio para determinar lo justo y lo injusto porque, como lo explica este filósofo, “donde no ha tenido lugar un convenio, no se ha transferido ningún derecho a todo; y, en consecuencia, ninguna acción puede ser injusta” (Hobbes, 1989: 121).

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De ahí que defina la injusticia como “el incumplimiento de un convenio” (Hobbes, 1989: 121). Pero no todos los convenios son válidos. Como ha explicado Hobbes en el capítulo 14, al hablar de los contratos, y como vuelve y expone en el capítulo 15, los convenios de confianza, en donde uno o ninguno de los contratantes cumple en el momento de acordarlo, y que han sido pactados en un estado meramente natural, quedan anulados cuando exista algún temor de incumplimiento por alguno de ellos. Esto se debe a que quien cumple primero no tiene ninguna garantía de que el otro cumplirá posteriormente, toda vez que las palabras con las que se ha pactado, por sí solas, no son lo suficientemente fuertes como para impedir que pasiones como la ambición y la avaricia lleven a que un hombre viole la confianza de otro. Así, “quien cumple primero no hace otra cosa que entregarse en manos de su enemigo, lo cual es contrario a su derecho inalienable de defender su vida y sus medios de subsistencia” (Hobbes, 1989: 116). Por eso, aunque la fuente de la justicia sea la celebración de convenios, no puede hablarse de justicia o injusticia cuando estos convenios son inválidos, esto es, cuando se han pactado en el estado de naturaleza, en el cual el temor al incumplimiento no ha sido eliminado. Es aquí, entonces, donde la constitución del Estado civil se erige como solución lógicamente necesaria al problema de la conservación y la seguridad de la vida de los hombres. La cadena de argumentos puede resumirse así: los hombres, iguales por naturaleza, tienen en el estado natural la libertad de usar su propio poder a voluntad, para la preservación y defensa de su vida, esto es, tienen derecho a disponer de todo (ius naturale), incluso del cuerpo de su prójimo, si lo consideran apto para la consecución de dicho fin. Por ello, en tal condición, existe un estado de guerra de todos contra todos, en donde no puede haber seguridad ni siquiera para el más sabio o el más fuerte. La ley natural, entendida como una regla general de la razón que nos prohíbe todo aquello que atente contra nuestra vida y nos manda a hacer lo más apto para conservarla, nos indica que la única forma posible de eliminar la inseguridad inherente a esta situación de guerra es buscar la paz y mantenerla. Pero, como no puede haber paz mientras los hombres conserven su derecho a todas las cosas, la ley natural nos dice que es

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De ahí que defina la injusticia como “el incumplimiento de un convenio” (Hobbes, 1989: 121). Pero no todos los convenios son válidos. Como ha explicado Hobbes en el capítulo 14, al hablar de los contratos, y como vuelve y expone en el capítulo 15, los convenios de confianza, en donde uno o ninguno de los contratantes cumple en el momento de acordarlo, y que han sido pactados en un estado meramente natural, quedan anulados cuando exista algún temor de incumplimiento por alguno de ellos. Esto se debe a que quien cumple primero no tiene ninguna garantía de que el otro cumplirá posteriormente, toda vez que las palabras con las que se ha pactado, por sí solas, no son lo suficientemente fuertes como para impedir que pasiones como la ambición y la avaricia lleven a que un hombre viole la confianza de otro. Así, “quien cumple primero no hace otra cosa que entregarse en manos de su enemigo, lo cual es contrario a su derecho inalienable de defender su vida y sus medios de subsistencia” (Hobbes, 1989: 116). Por eso, aunque la fuente de la justicia sea la celebración de convenios, no puede hablarse de justicia o injusticia cuando estos convenios son inválidos, esto es, cuando se han pactado en el estado de naturaleza, en el cual el temor al incumplimiento no ha sido eliminado. Es aquí, entonces, donde la constitución del Estado civil se erige como solución lógicamente necesaria al problema de la conservación y la seguridad de la vida de los hombres. La cadena de argumentos puede resumirse así: los hombres, iguales por naturaleza, tienen en el estado natural la libertad de usar su propio poder a voluntad, para la preservación y defensa de su vida, esto es, tienen derecho a disponer de todo (ius naturale), incluso del cuerpo de su prójimo, si lo consideran apto para la consecución de dicho fin. Por ello, en tal condición, existe un estado de guerra de todos contra todos, en donde no puede haber seguridad ni siquiera para el más sabio o el más fuerte. La ley natural, entendida como una regla general de la razón que nos prohíbe todo aquello que atente contra nuestra vida y nos manda a hacer lo más apto para conservarla, nos indica que la única forma posible de eliminar la inseguridad inherente a esta situación de guerra es buscar la paz y mantenerla. Pero, como no puede haber paz mientras los hombres conserven su derecho a todas las cosas, la ley natural nos dice que es

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necesario que ellos se priven de tal derecho y se contenten con tanta libertad en el trato con los demás como la que ellos les permitirían a los demás. Sin embargo, es indispensable que todos los hombres realicen dicha abstención, pues ningún hombre está obligado a hacerlo si los demás no lo han hecho también, ya que esto sería ponerse como presa ante los otros, lo cual es contrario a su derecho inalienable de autoconservación y niega la esencia misma de la ley natural. Los hombres, entonces, en aras de conseguir la paz, deben establecer un convenio mediante el cual todos transfieran su derecho a todo a un hombre o a una asamblea de hombres. Pero, cuando no existe un poder común que atemorice y obligue coercitivamente a los hombres a cumplir, un convenio se invalida ante la primera sospecha de incumplimiento, pues quien cumple primero no tiene garantías de que el otro cumplirá después, lo cual significa ponerse en manos de los enemigos. Así, pues, la única forma de garantizar la validez del convenio necesario para alcanzar la paz es crear un poder que, por medio de la fuerza, obligue a los hombres por igual al cumplimiento de dicho pacto y que los atemorice de recibir un castigo que sea mayor que el bien que derivarían del incumplimiento. Un poder semejante sólo puede lograrse mediante la construcción del Estado. Como se aprecia, la existencia del Estado, en la teoría de Hobbes, es un mandato de la ley natural. Como muy acertadamente anota Bobbio (1992: 108), “la primera ley de la naturaleza es la que prescribe la constitución del Estado. Lo que quiere decir que el Estado es el medio más eficaz para conseguir la paz (y por tanto para alcanzar el valor supremo de la conservación de la vida)”. Una característica muy importante de las leyes de la naturaleza es que obligan en conciencia, esto es, nos ligan a un deseo de que se cumplan, pero en la práctica sólo obligan cuando existe la seguridad de que los demás también las van a cumplir. Las leyes naturales, dice Hobbes, son dictados de la razón, es decir, son sólo conclusiones o teoremas que conducen a la conservación de uno mismo, y por lo tanto, aunque suelen llamarse comúnmente leyes, este nombre es utilizado impropiamente, pues sólo es ley la palabra de quien, por derecho, gobierna sobre los demás. No obstante, aclara Hobbes (1989: 133) que, “[…] si consideramos esos mismos teoremas como algo que nos ha sido dado en

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la palabra de Dios, el cual tiene, por derecho, mando sobre todas las cosas, entonces sí podemos darles propiamente el nombre de leyes”. Miremos qué quiere decir Hobbes cuando afirma que las leyes de la naturaleza vienen dadas por Dios. En el capítulo 31 del Leviatán, denominado “Del reino de Dios por naturaleza”, Hobbes nos dice que, quiéranlo o no los hombres, ellos siempre están sujetos al poder divino. Sin embargo, dice que no es apropiado incluir como parte del reino de Dios a las bestias, a las plantas y a los seres inanimados, pues, aunque el poder de Dios también se extiende sobre ellos, sólo puede decirse que reina quien gobierna a los súbditos mediante la palabra y por la promesa de recompensar a quienes lo obedecen y la amenaza de castigar a quienes no lo hacen. De ahí que no sean súbditos ni los cuerpos inanimados ni las criaturas irracionales, pues no entienden los preceptos de Dios. En consecuencia, agrega Hobbes, tampoco son súbditos los ateos, ni los que no creen que Dios vigile las acciones humanas, pues no reconocen ninguna palabra como palabra de Dios y, por tanto, no tienen miedo de sus amenazas ni esperanzas en sus recompensas. Quienes así piensan, dice, deben ser considerados enemigos de Dios. Sólo son súbditos, por tanto, quienes reconocen el poder de Dios. Dado que gobernar mediante palabras requiere que éstas se den a conocer de modo manifiesto, pues de lo contrario no pueden tener el rango de leyes, Hobbes nos dice que Dios declara sus leyes de tres maneras: por los dictados de la razón natural, por revelación y por la voz de algún hombre a quien Dios acredita mediante la realización de milagros. De ahí que Hobbes diga que la palabra de Dios es triple: racional, sensible y profética. Y aclara que a cada una le corresponde una modalidad de oír: recta razón, sentido sobrenatural y fe. Partiendo de la diferencia entre la palabra divina racional y la profética, Hobbes atribuye a Dios un doble reino: el natural y el profético. En el reino natural, Dios gobierna a todos aquellos que reconocen su providencia en los dictados de la recta razón. El reino profético fue aquel en el que Dios gobernó a un pueblo particular, al pueblo judío, a quien escogió como súbdito suyo.

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la palabra de Dios, el cual tiene, por derecho, mando sobre todas las cosas, entonces sí podemos darles propiamente el nombre de leyes”. Miremos qué quiere decir Hobbes cuando afirma que las leyes de la naturaleza vienen dadas por Dios. En el capítulo 31 del Leviatán, denominado “Del reino de Dios por naturaleza”, Hobbes nos dice que, quiéranlo o no los hombres, ellos siempre están sujetos al poder divino. Sin embargo, dice que no es apropiado incluir como parte del reino de Dios a las bestias, a las plantas y a los seres inanimados, pues, aunque el poder de Dios también se extiende sobre ellos, sólo puede decirse que reina quien gobierna a los súbditos mediante la palabra y por la promesa de recompensar a quienes lo obedecen y la amenaza de castigar a quienes no lo hacen. De ahí que no sean súbditos ni los cuerpos inanimados ni las criaturas irracionales, pues no entienden los preceptos de Dios. En consecuencia, agrega Hobbes, tampoco son súbditos los ateos, ni los que no creen que Dios vigile las acciones humanas, pues no reconocen ninguna palabra como palabra de Dios y, por tanto, no tienen miedo de sus amenazas ni esperanzas en sus recompensas. Quienes así piensan, dice, deben ser considerados enemigos de Dios. Sólo son súbditos, por tanto, quienes reconocen el poder de Dios. Dado que gobernar mediante palabras requiere que éstas se den a conocer de modo manifiesto, pues de lo contrario no pueden tener el rango de leyes, Hobbes nos dice que Dios declara sus leyes de tres maneras: por los dictados de la razón natural, por revelación y por la voz de algún hombre a quien Dios acredita mediante la realización de milagros. De ahí que Hobbes diga que la palabra de Dios es triple: racional, sensible y profética. Y aclara que a cada una le corresponde una modalidad de oír: recta razón, sentido sobrenatural y fe. Partiendo de la diferencia entre la palabra divina racional y la profética, Hobbes atribuye a Dios un doble reino: el natural y el profético. En el reino natural, Dios gobierna a todos aquellos que reconocen su providencia en los dictados de la recta razón. El reino profético fue aquel en el que Dios gobernó a un pueblo particular, al pueblo judío, a quien escogió como súbdito suyo.

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Ahora bien, ¿de dónde se deriva el derecho de Dios a la soberanía? Este derecho se deriva, según el filósofo, no del hecho de que Dios creó a los hombres ni de que exige de ellos obediencia y gratitud por los beneficios recibidos, sino de su poder irresistible. Así, Hobbes dice que, ya que ha mostrado cómo el derecho soberano surge de un pacto, para explicar cómo ese mismo derecho surge de la naturaleza sólo debe mostrar en qué caso tal derecho no puede ser nunca desposeído. Lo que Hobbes argumenta es lo siguiente: dado que en el Estado de naturaleza los hombres tienen derecho a todo, inclusive a reinar sobre los demás, pero ningún hombre puede obtener este derecho por la fuerza, es necesario que hagan un pacto para establecer un poder común que pueda gobernarlos y defenderlos a todos. Sin embargo, dice, si hubiera existido desde un principio un hombre con un poder irresistible, no hay razón para que no hubiese usado ese poder para defender a los demás y defenderse a sí mismo. De ahí que afirme que, a quienes poseen un poder irresistible, va naturalmente anejo un poder sobre todos los hombres, en virtud de la excelencia de ese poder. Así, entonces, es sobre el fundamento de dicho poder que el reinado sobre los hombres y el derecho a actuar sobre ellos a su antojo pertenece de modo natural a Dios todopoderoso; no en cuanto es creador y generoso, sino en cuanto es omnipotente. Resulta interesante, también, mirar la forma en la que Hobbes trata los castigos naturales de Dios. Comienza el filósofo su explicación diciéndonos que no hay acción humana en esta vida que no sea el comienzo de una tan larga cadena de consecuencias, y que no existe providencia humana lo suficientemente elevada como para permitir que el hombre vea el final. En esta cadena de consecuencias, dice, se eslabonan tanto los acontecimientos placenteros como los desagradables, de tal forma que quien haga algo buscando su propio placer tiene forzosamente que padecer todos los sufrimientos anejos a él. Y estos sufrimientos, agrega Hobbes, son los castigos naturales de esas acciones, que son más el comienzo de un daño que el comienzo de un bien. De ahí que sea naturalmente castigada la intemperancia con enfermedades, la precipitación con el fracaso, la injusticia con la violencia de los enemigos, el gobierno negligente de los príncipes con la rebelión y la rebelión con la matanza. Concluye la idea diciendo que, dado que los castigos son una consecuencia de infringir las leyes, los

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castigos naturales deberán ser una consecuencia natural de infringir las leyes de la naturaleza. Luego de haber esclarecido el significado de lex naturalis en la obra de Hobbes, y su función en la constitución del Estado civil, es necesario preguntarnos acerca de la relación entre la ley natural y el poder del soberano. En el Estado civil, el único titular del poder de dictar normas jurídicas es el soberano. Sus mandatos se denominan leyes civiles, y a éstas se someten todos los ciudadanos. El soberano, en cambio, no está obligado a la observancia de tales leyes, puesto que, como tiene el poder absoluto de hacerlas y deshacerlas, puede librarse de su cumplimiento cuando le plazca mediante la derogación de las normas que le molesten y la promulgación de otras nuevas (Hobbes, 1989: 216). Como vemos, el soberano no se ve limitado por ningún tipo de libertad o derecho de los súbditos, y tampoco por las leyes civiles. ¿Está, entonces, limitado por las leyes de la naturaleza? Hobbes (1989: 176) responde a esta cuestión en el capítulo 21, denominado “De la libertad de los súbditos”, donde afirma:

[…] ya se ha mostrado que nada de lo que el representante soberano pueda hacer a un súbdito, por las razones que sean, puede ser llamado injusticia o injuria. Pues cada súbdito es autor de todo aquello que el soberano hace. De tal modo que no le falta el derecho de hacer nada, excepto en la medida en que es súbdito de Dios, lo cual le obliga a observar las leyes de naturaleza.

El soberano, entonces, a pesar de no estar sujeto a las leyes civiles, y de no tener limitación alguna frente a la libertad de los súbditos, sí está obligado a observar las leyes naturales. Pero ¿en qué consiste esta sujeción del poder soberano a las leyes naturales? Hobbes nos aclara, unas pocas líneas más adelante, que la violación de una ley natural por parte del soberano no constituye una injuria contra sus súbditos, sino contra Dios. Así, por ejemplo, si el soberano da muerte a un súbdito inocente, dicha acción es contraria a la equidad y viola, por tanto, la ley natural. Sin embargo, como la injuria cometida en tal situación no es contra el súbdito, sino contra Dios, no puede nadie decir con razón que

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castigos naturales deberán ser una consecuencia natural de infringir las leyes de la naturaleza. Luego de haber esclarecido el significado de lex naturalis en la obra de Hobbes, y su función en la constitución del Estado civil, es necesario preguntarnos acerca de la relación entre la ley natural y el poder del soberano. En el Estado civil, el único titular del poder de dictar normas jurídicas es el soberano. Sus mandatos se denominan leyes civiles, y a éstas se someten todos los ciudadanos. El soberano, en cambio, no está obligado a la observancia de tales leyes, puesto que, como tiene el poder absoluto de hacerlas y deshacerlas, puede librarse de su cumplimiento cuando le plazca mediante la derogación de las normas que le molesten y la promulgación de otras nuevas (Hobbes, 1989: 216). Como vemos, el soberano no se ve limitado por ningún tipo de libertad o derecho de los súbditos, y tampoco por las leyes civiles. ¿Está, entonces, limitado por las leyes de la naturaleza? Hobbes (1989: 176) responde a esta cuestión en el capítulo 21, denominado “De la libertad de los súbditos”, donde afirma:

[…] ya se ha mostrado que nada de lo que el representante soberano pueda hacer a un súbdito, por las razones que sean, puede ser llamado injusticia o injuria. Pues cada súbdito es autor de todo aquello que el soberano hace. De tal modo que no le falta el derecho de hacer nada, excepto en la medida en que es súbdito de Dios, lo cual le obliga a observar las leyes de naturaleza.

El soberano, entonces, a pesar de no estar sujeto a las leyes civiles, y de no tener limitación alguna frente a la libertad de los súbditos, sí está obligado a observar las leyes naturales. Pero ¿en qué consiste esta sujeción del poder soberano a las leyes naturales? Hobbes nos aclara, unas pocas líneas más adelante, que la violación de una ley natural por parte del soberano no constituye una injuria contra sus súbditos, sino contra Dios. Así, por ejemplo, si el soberano da muerte a un súbdito inocente, dicha acción es contraria a la equidad y viola, por tanto, la ley natural. Sin embargo, como la injuria cometida en tal situación no es contra el súbdito, sino contra Dios, no puede nadie decir con razón que

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el soberano no tenía el derecho de hacerlo, o que debe ser castigado por ello. Distinta es la situación de los súbditos. Para estos, como también para el soberano, las leyes naturales obligan in foro interno o en conciencia, esto es, nos ligan a un deseo de que se cumplan. Pero si las leyes naturales se convierten en leyes civiles, entonces obligan en la práctica a los súbditos, mas no al soberano, pues, como se vio, las leyes civiles tampoco son obligatorias para él. Resulta interesante en este punto estudiar el apartado en el que Hobbes trata lo que él mismo denomina “los casos en que los súbditos son absueltos de su obediencia al soberano” (Hobbes, 1989: 181). Hobbes comienza su exposición diciéndonos que la obligación de los súbditos para con el soberano se entiende que durará lo que dure el poder del soberano para protegerlos, y no más. Esto se debe a que el derecho que por naturaleza tienen los hombres de protegerse a sí mismos cuando nadie más puede protegerlos es un derecho al que no puede renunciarse mediante convenio alguno. Así, pues, como la finalidad de la obediencia es la protección, cuando un hombre la ve, ya sea en su propia espada o en la de otro, sitúa allí su obediencia y su empeño de mantenerla. Una lectura rápida de la idea anterior podría dar la impresión de que el súbdito tiene una justificación para desobedecer al soberano cuando éste no lo protege. Así, podría pensarse que, una vez se reconoce la falta de protección por parte del soberano, el súbdito tiene un derecho a la desobediencia y el soberano debe respetarlo. Esto claramente no es lo que nos quiere significar Hobbes. Cuando el filósofo habla aquí de los casos en que los súbditos son absueltos de su obediencia, no está aludiendo a una absolución de derecho, sino que simplemente está describiendo una posibilidad que, de hecho, se puede dar. Casi que está describiendo lo que naturalmente pasará cuando el poder del soberano sea ineficaz para desarrollar la finalidad para la cual fue erigido, de la misma forma en que describe la rebelión como el castigo natural para el gobierno negligente de un príncipe. Debe recordarse aquí que el soberano, en virtud del pacto, está autorizado por los súbditos a hacer cualquier cosa, por lo que ninguna acción que cometa contra ellos puede considerarse injusta o injuriosa.

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En síntesis, puede concluirse que el poder soberano, según lo concibe Hobbes, no se encuentra condicionado a ninguna exigencia o reivindicación por parte de los súbditos. Es un poder tan grande como quepa imaginar, pues no se ve restringido por ningún tipo de libertad o derecho, ni está sujeto al cumplimiento de las leyes civiles que el mismo poder soberano promulga, así como tampoco está limitado por los preceptos de la ley natural, al menos en el sentido de que la violación de dicha ley pueda servir como justificación de la desobediencia civil o de algún tipo de restricción en sus acciones. Se puede, eso sí, pensar que tiene una limitación de hecho que viene dada por el cumplimiento de la finalidad para la cual fue instituido, de manera que, si los súbditos no ven en él una fuente de protección y seguridad, la consecuencia natural que se seguirá será la desobediencia y, luego, posiblemente, la muerte del Estado. Según lo planteado, la pregunta que forzosamente debemos hacernos es la siguiente: ¿cuáles son los cambios que introduce Hobbes en el concepto de lex naturalis, que le permiten llegar a un resultado totalmente contrario al que llegaron los iusnaturalistas clásicos, esto es, que le permiten afirmar la necesidad de que el poder del soberano sea absoluto? Lo primero que se debe reconocer es que la definición que hace Hobbes de la ley natural no difiere formalmente de las definiciones de sus predecesores (Bobbio, 1992: 105). Para Hobbes, al igual que para Tomás de Aquino, por ejemplo, la ley natural es un dictamen de la recta razón. El cambio sustancial material, como lo anota Bobbio (1992: 105), es el del concepto de razón:

Para Hobbes la razón es una operación de cálculo con la que derivamos consecuencias a partir de los nombres convenidos para expresar y registrar nuestros pensamientos. No tiene valor sustancial, sino sólo formal; no nos revela esencias, sino que nos hace capaces de recabar a partir de ciertos principios ciertas consecuencias; no es la facultad con la que aprehendemos la verdad evidente de los primeros principios, sino la facultad de razonar

Lo anterior lo constatamos en las palabras del propio Hobbes (2000: 67):

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En síntesis, puede concluirse que el poder soberano, según lo concibe Hobbes, no se encuentra condicionado a ninguna exigencia o reivindicación por parte de los súbditos. Es un poder tan grande como quepa imaginar, pues no se ve restringido por ningún tipo de libertad o derecho, ni está sujeto al cumplimiento de las leyes civiles que el mismo poder soberano promulga, así como tampoco está limitado por los preceptos de la ley natural, al menos en el sentido de que la violación de dicha ley pueda servir como justificación de la desobediencia civil o de algún tipo de restricción en sus acciones. Se puede, eso sí, pensar que tiene una limitación de hecho que viene dada por el cumplimiento de la finalidad para la cual fue instituido, de manera que, si los súbditos no ven en él una fuente de protección y seguridad, la consecuencia natural que se seguirá será la desobediencia y, luego, posiblemente, la muerte del Estado. Según lo planteado, la pregunta que forzosamente debemos hacernos es la siguiente: ¿cuáles son los cambios que introduce Hobbes en el concepto de lex naturalis, que le permiten llegar a un resultado totalmente contrario al que llegaron los iusnaturalistas clásicos, esto es, que le permiten afirmar la necesidad de que el poder del soberano sea absoluto? Lo primero que se debe reconocer es que la definición que hace Hobbes de la ley natural no difiere formalmente de las definiciones de sus predecesores (Bobbio, 1992: 105). Para Hobbes, al igual que para Tomás de Aquino, por ejemplo, la ley natural es un dictamen de la recta razón. El cambio sustancial material, como lo anota Bobbio (1992: 105), es el del concepto de razón:

Para Hobbes la razón es una operación de cálculo con la que derivamos consecuencias a partir de los nombres convenidos para expresar y registrar nuestros pensamientos. No tiene valor sustancial, sino sólo formal; no nos revela esencias, sino que nos hace capaces de recabar a partir de ciertos principios ciertas consecuencias; no es la facultad con la que aprehendemos la verdad evidente de los primeros principios, sino la facultad de razonar

Lo anterior lo constatamos en las palabras del propio Hobbes (2000: 67):

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En el estado natural de los hombres, no entiendo por recta razón, como muchos hacen, una facultad infalible, sino el acto de razonar, esto es, el peculiar y verdadero razonamiento de todo hombre acerca de aquellas acciones suyas que pueden redundar en daño o en beneficio de sus prójimos

A partir de este cambio en el significado de la razón, se origina una diferencia fundamental entre la concepción que tuvo Hobbes de la ley y la que tuvieron sus predecesores. Según la concepción tradicional, la recta razón prescribe lo que es bueno o malo en sí. Para Hobbes, en cambio, la recta razón indica lo que es malo o bueno para determinado fin. Así, el problema fundamental para el entendimiento de la ley natural radica en su finalidad. Y es aquí donde Hobbes verdaderamente se aparta de las concepciones tradicionales. Para Hobbes, el fin supremo del hombre es la paz. Para los demás iusnaturalistas, el fin supremo es el bien. De ahí que, mientras para Tomás de Aquino, por ejemplo, la ley natural prescribe lo que es bueno y prohíbe lo que es malo, puesto que se puede hablar de algo bueno o malo en sí, para Hobbes la ley natural indica lo conveniente o inconveniente para la consecución de la paz, que representa la máxima utilidad (Bobbio, 1992: 106). Examinemos ahora los cambios que introdujo Hobbes frente a la teoría tradicional en lo que respecta a la obligatoriedad de las leyes de la naturaleza por provenir éstas de Dios. El lugar que se le da a Dios frente a las leyes de la naturaleza en la obra hobbesiana también es, formalmente, el mismo que en la teoría tradicional. Para Hobbes, las leyes de la naturaleza nos han sido dadas en la palabra de Dios, quien nos las pone de manifiesto a través de los dictados de la razón. Este planteamiento es similar al que presenta Tomás de Aquino, quien nos dice que la ley natural no es otra cosa que la participación de la ley eterna (el plan de Dios) en la criatura racional. A pesar de esto, lo que dice Hobbes acerca de Dios es muy distinto a la concepción de Dios que se revela en el cristianismo y, por ello, no sorprende que muchos de sus contemporáneos lo hayan acusado de ateo. Goldsmith (1988: 116) nos ofrece una explicación muy plausible de la singular concepción que Hobbes tiene acerca Dios. Para Goldsmith,

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sería un error concluir que Hobbes, partiendo de una concepción de Dios como primera causa, ha llegado a la misma concepción de Dios del cristianismo, es decir, la concepción de un Dios de amor y misericordia que ordena recompensas y castigos después de esta vida para los que creen en él y que, en consecuencia, se esfuerza por hacer cumplir sus mandatos. Goldsmith sugiere que, en Hobbes, aquello de lo que los seres racionales toman conciencia cuando admiten su debilidad frente al poder de Dios no es de que haya un Dios cristiano que ha provisto lo necesario para un reconocimiento final, sino de que hay un Dios que es una primera causa, eterna y omnipotente. Este Dios es la causa primera de un mundo en el que hay vínculos necesarios entre causas y efectos que los hombres no pueden destruir. Por ello, dice, los bienes y males que llegan a los hombres no son consecuencias accidentales, sino necesarias. Tal como lo dice Goldsmith, si el argumento esbozado anteriormente es correcto, difícilmente puede decirse que las leyes de la naturaleza son más obligatorias como mandatos divinos de lo que son como preceptos racionales. Su fuerza directiva se mantiene: son medios para un fin deseado. 5. La “paradoja” de Hobbes Creo que no existe ninguna contradicción en el planteamiento hobbesiano de un poder absoluto basado en el reconocimiento de leyes naturales. Existiría si entendiéramos las ideas de ius naturale y lex naturalis de la manera en que se concebían en las teorías anteriores a Hobbes. Pero él, al cambiar sustancialmente el significado de estas ideas, construyó su teoría con base en esas modificaciones y mantuvo de esa forma el rigor lógico y la coherencia que descuella en toda su obra. En cuanto a la idea de ius naturale, el filósofo inglés descartó el sentido objetivo que había tenido esta expresión y recuperó el sentido subjetivo. Sin embargo, introdujo una modificación determinante: ius naturale dejó de ser la facultad legítima que otorga la ley natural, que es por tanto una facultad limitada, y se convirtió en una facultad o poder ilimitado para hacer todo aquello que contribuya a la mejor preservación de mi vida. Además, Hobbes desvinculó la idea de dominium de la de

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sería un error concluir que Hobbes, partiendo de una concepción de Dios como primera causa, ha llegado a la misma concepción de Dios del cristianismo, es decir, la concepción de un Dios de amor y misericordia que ordena recompensas y castigos después de esta vida para los que creen en él y que, en consecuencia, se esfuerza por hacer cumplir sus mandatos. Goldsmith sugiere que, en Hobbes, aquello de lo que los seres racionales toman conciencia cuando admiten su debilidad frente al poder de Dios no es de que haya un Dios cristiano que ha provisto lo necesario para un reconocimiento final, sino de que hay un Dios que es una primera causa, eterna y omnipotente. Este Dios es la causa primera de un mundo en el que hay vínculos necesarios entre causas y efectos que los hombres no pueden destruir. Por ello, dice, los bienes y males que llegan a los hombres no son consecuencias accidentales, sino necesarias. Tal como lo dice Goldsmith, si el argumento esbozado anteriormente es correcto, difícilmente puede decirse que las leyes de la naturaleza son más obligatorias como mandatos divinos de lo que son como preceptos racionales. Su fuerza directiva se mantiene: son medios para un fin deseado. 5. La “paradoja” de Hobbes Creo que no existe ninguna contradicción en el planteamiento hobbesiano de un poder absoluto basado en el reconocimiento de leyes naturales. Existiría si entendiéramos las ideas de ius naturale y lex naturalis de la manera en que se concebían en las teorías anteriores a Hobbes. Pero él, al cambiar sustancialmente el significado de estas ideas, construyó su teoría con base en esas modificaciones y mantuvo de esa forma el rigor lógico y la coherencia que descuella en toda su obra. En cuanto a la idea de ius naturale, el filósofo inglés descartó el sentido objetivo que había tenido esta expresión y recuperó el sentido subjetivo. Sin embargo, introdujo una modificación determinante: ius naturale dejó de ser la facultad legítima que otorga la ley natural, que es por tanto una facultad limitada, y se convirtió en una facultad o poder ilimitado para hacer todo aquello que contribuya a la mejor preservación de mi vida. Además, Hobbes desvinculó la idea de dominium de la de

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ius naturale, lo cual no sólo negó la posibilidad de pensar en derechos naturales de propiedad, sino que excluyó al dominium como posible criterio de justicia. La explicación de la paradoja hobbesiana, sin embargo, encuentra su centro en el concepto de lex naturalis. Hobbes definió la ley natural, al igual que Tomás de Aquino, como un dictado de la recta razón. Sin embargo, “razón” para Hobbes significó algo muy distinto de lo que significaba para Aquino. Para el filósofo inglés, la razón era una operación maximizadora de intereses, mientras que para el pensador medieval se trataba de una facultad con la que aprehendemos lo que es bueno en sí, de manera objetiva. El cambio en el significado de la razón es, entonces, lo que permitió a Hobbes llegar a una conclusión iuspositivista partiendo de premisas iusnaturalistas. Como vimos, Hobbes llevó la argumentación hasta tal punto que demostró que la recta razón, expresada en las leyes de la naturaleza, nos señala la erección de un Estado con poder absoluto como la única vía posible de alcanzar y mantener la paz entre los hombres. En otras palabras, la ley natural en la edificación teórica de Hobbes tiene como única pero capital función la de darle un fundamento racional al Estado ilimitado. Usando el lenguaje de la teoría jurídica moderna, puede decirse que la ley natural en el sistema jurídico hobbesiano dota de validez formal a las leyes civiles, y en general al poder del soberano, pero desaparece —o, mejor, es inexistente— como fuente de contenido de las mismas.

Bibliografía Aquino, Tomás de. Suma de Teología. Madrid: Editorial Biblioteca de

Autores Cristianos (2001). Bobbio, Norberto. Thomas Hobbes. México: Fondo de Cultura

Económica (1992). Goldsmith, Maurice. Thomas Hobbes o la política como ciencia.

México: Fondo de Cultura Económica (1988). Hervada, Javier. Síntesis de historia de la ciencia del derecho natural.

Navarra: EUNSA (2009).

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Hobbes, Thomas. De cive. Madrid: Alianza (2000). Hobbes, Thomas. Leviatán. Madrid: Alianza (1989). Kelsen, Hans. Teoría pura del Derecho. Buenos Aires: Eudeba (2009). Martínez, Luis y Jesús A. Fernández. Curso de teoría del derecho.

Barcelona: Editorial Ariel (2005). Ross, Alf. El concepto de validez y otros ensayos. México:

Distribuciones Fontamara (1997). Tierney, Brian. “Natural Law and Natural Rights: Old Problems and

Recent Approaches.” The Review of Politics 64.3 (2002). Tierney, Brian. The Idea of Natural Rights. Cambridge: Wm. Erdmans

(2001). Tuck, Richard. Natural Rights Theories: Their Origin and

Development. Cambridge: Cambridge University Press (1979).

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La función social de la propiedad: la recepción de León Duguit en Colombia Eliécer Batista Pereira* James Iván Coral Lucero**

* Magister en Derecho de la Universidad de los Andes. Abogado de la Universidad Industrial de Santander. ** Magíster en Derecho de la Universidad de los Andes. Abogado de la Universidad Santiago de Cali.

Criterio Jurídico Santiago de Cali V. 10, No. 1 2010-1 pp. 59-90 ISSN 1657-3978

Recibido: 31 de mayo de 2010 Aprobado: 10 de junio de 2010

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Hobbes, Thomas. De cive. Madrid: Alianza (2000). Hobbes, Thomas. Leviatán. Madrid: Alianza (1989). Kelsen, Hans. Teoría pura del Derecho. Buenos Aires: Eudeba (2009). Martínez, Luis y Jesús A. Fernández. Curso de teoría del derecho.

Barcelona: Editorial Ariel (2005). Ross, Alf. El concepto de validez y otros ensayos. México:

Distribuciones Fontamara (1997). Tierney, Brian. “Natural Law and Natural Rights: Old Problems and

Recent Approaches.” The Review of Politics 64.3 (2002). Tierney, Brian. The Idea of Natural Rights. Cambridge: Wm. Erdmans

(2001). Tuck, Richard. Natural Rights Theories: Their Origin and

Development. Cambridge: Cambridge University Press (1979).

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Resumen La presente es una investigación de la recepción local de la teoría francesa de León Duguit sobre la función social de la propiedad. El texto será abordado a partir de una comparación entre la teoría transnacional que asumía el derecho en la zona de centro con Duguit y los grados de lectura que se le dieron en Colombia tanto en el derecho público como en el privado. Se tratará de presentar, además, los principales debates que se dieron tanto en la reforma constitucional de 1936 como en el proyecto de la Ley 200 del mismo año. En dichos debates, se tendrán en cuenta las posiciones de los principales ponentes, con el fin de hacer la descripción de la recepción local, especialmente en el derecho público. Posteriormente, se hará una aproximación a la influencia de la propiedad como función social en el campo del derecho privado, específicamente en el uso que a este concepto le daría la Corte Suprema de Justicia en el período de 1936 a 1940. Palabras claves Propiedad, función social, trasplantes jurídicos, recepción local. Abstract This article examines the local reception of Leon Duguit’s theory on the social function of property. The paper will begin by comparing the transnational theory that played an important role in the law of the center, through Duguit, to the ways in which this theory was construed in Colombia, both in private law and public law. The article will study the main debates that occurred during the process of constitutional reform of 1936, as well as the bill for Act 200 of the same year. The main figures in those legislative debates will be presented, with the purpose of describing local reception, especially in public law. Finally, the article will discuss the influence of property as a social function in private law, specifically in the way this concept was used by the Colombian Supreme Court between 1936 and 1940. Keywords Property, social function, legal transplants, local reception.

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Resumen La presente es una investigación de la recepción local de la teoría francesa de León Duguit sobre la función social de la propiedad. El texto será abordado a partir de una comparación entre la teoría transnacional que asumía el derecho en la zona de centro con Duguit y los grados de lectura que se le dieron en Colombia tanto en el derecho público como en el privado. Se tratará de presentar, además, los principales debates que se dieron tanto en la reforma constitucional de 1936 como en el proyecto de la Ley 200 del mismo año. En dichos debates, se tendrán en cuenta las posiciones de los principales ponentes, con el fin de hacer la descripción de la recepción local, especialmente en el derecho público. Posteriormente, se hará una aproximación a la influencia de la propiedad como función social en el campo del derecho privado, específicamente en el uso que a este concepto le daría la Corte Suprema de Justicia en el período de 1936 a 1940. Palabras claves Propiedad, función social, trasplantes jurídicos, recepción local. Abstract This article examines the local reception of Leon Duguit’s theory on the social function of property. The paper will begin by comparing the transnational theory that played an important role in the law of the center, through Duguit, to the ways in which this theory was construed in Colombia, both in private law and public law. The article will study the main debates that occurred during the process of constitutional reform of 1936, as well as the bill for Act 200 of the same year. The main figures in those legislative debates will be presented, with the purpose of describing local reception, especially in public law. Finally, the article will discuss the influence of property as a social function in private law, specifically in the way this concept was used by the Colombian Supreme Court between 1936 and 1940. Keywords Property, social function, legal transplants, local reception.

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1. Un acercamiento a la teoría de León Duguit

n una época estremecida por sucesos a nivel global, como la primera guerra mundial, el desarrollo del capitalismo y el triunfo

de la Revolución rusa, Colombia empezaría a buscar soluciones frente a los nuevos problemas que traerían consigo la teoría del liberalismo individualista y el ascenso del clasismo jurídico como doctrina dominante en derecho (López, 2004: 235). Estas nuevas concepciones gozarían de gran prestigio en la interpretación del derecho público y privado. En este último, la influencia de Gény y de su antiformalismo daría paso a nuevas teorías desarrolladas en Colombia por parte de la Corte Suprema de Justicia en el periodo comprendido entre 1936 y 1940. Sin embargo, como se tratará de demostrar al final de este escrito1, este progresismo fue opacado por las teorías clásicas del derecho, que finalmente dominaron la interpretación legal (López, 2004: 339). Por su parte, la influencia de estas nuevas doctrinas en derecho público adquirió gran fortaleza en la época señalada, especialmente por la influencia del positivismo y algunas nuevas teorías sociales, que buscaban una redefinición del Estado gendarme2. De esta manera, surgieron nuevos cambios en lo económico, así como en las teorías y prácticas del Estado, lo que dio paso a una corriente denominada “solidarista”, que, de la mano de autores franceses como León Duguit, logró tener un gran impacto en los congresistas y teóricos colombianos del momento (Tirado y Velásquez, 1984a: 11). 1 A través de la comparación que se hará entre los diferentes debates que se presentaron en derecho público y privado, con especial énfasis en la función social de la propiedad. 2 Como lo señala Pedro Pablo Camargo sobre la organización del Estado gendarme en Colombia: “[…] Lo cierto es que el nuevo Estado se organizó sobre la base de un gobierno republicano de democracia liberal o representativa, tomado de los modelos estadounidenses y francés. Del primero, extrajo hasta el sistema federal. Y del segundo los derechos naturales, inalienables e imprescriptibles del hombre, como un límite frente al poder omnímodo del Estado absolutista, aunque en la práctica tales derechos y libertades fueron reprimidos o desconocidos” (Camargo, 1987: 12, 13).

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En este sentido, la concepción de la propiedad sería uno de los puntos más importantes de la reforma de 1936 a la Constitución de 1886, pues se trataba de romper la teoría de algunos pensadores clásicos —para quienes la propiedad es un derecho natural3 que se adquiere antes de cualquier acuerdo— por la nueva noción de la función social propuesta por Duguit, que se basaba en un concepto del Estado como una entidad que tenía obligaciones frente a los ciudadanos. En Colombia, por su parte, con la influencia de doctrinantes como Tulio Enrique Tascón (1953) y principalmente del ministro de Gobierno (designado posteriormente de Educación), Darío Echandía, se empezarían a gestar nuevas ideas de la propiedad como función social. La oposición, claramente afianzada en el Partido Conservador y en la Iglesia, negaba el rotundo cambio que traía consigo la reforma de 1936 y la Ley 200 del mismo año, sobre la propiedad. La pretensión de esta nueva doctrina en torno a la propiedad estaba centrada en el tránsito y connotación jurídico-social que brinda el hecho de dejar de ser un mero derecho subjetivo para pasar a tener una función social, que, como lo establece claramente Duguit, consiste en que “[t]odo individuo tiene la obligación de cumplir en la sociedad cierta función en razón directa del puesto que ocupa en ella. Por consiguiente, el poseedor de la riqueza, por el hecho de tenerla, puede realizar cierta labor que él solo puede cumplir. Él solo puede aumentar la riqueza general, asegurar la satisfacción de las necesidades generales, al hacer valer el capital que posee” (Duguit, 1915: 55). Ahora bien, si la propiedad es un “derecho función”, que se opone a la idea de derecho subjetivo, para Duguit el derecho “[…] es mucho menos la obra del legislador que el producto constante y espontáneo de los hechos […] bajo la presión de los hechos, de las necesidades prácticas, se forman constantemente instituciones jurídicas nuevas” (Duguit, 1915: 56). Así, la noción de derecho derivado de los hechos sociales se opone a la idea de derecho formal y estricto, como lo prescribieron el Código de Napoleón y la Declaración de los derechos

3 Esta puede verse como la crítica a las principales teorías expuestas sobre la propiedad por Hobbes (1651) y Locke (1689).

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En este sentido, la concepción de la propiedad sería uno de los puntos más importantes de la reforma de 1936 a la Constitución de 1886, pues se trataba de romper la teoría de algunos pensadores clásicos —para quienes la propiedad es un derecho natural3 que se adquiere antes de cualquier acuerdo— por la nueva noción de la función social propuesta por Duguit, que se basaba en un concepto del Estado como una entidad que tenía obligaciones frente a los ciudadanos. En Colombia, por su parte, con la influencia de doctrinantes como Tulio Enrique Tascón (1953) y principalmente del ministro de Gobierno (designado posteriormente de Educación), Darío Echandía, se empezarían a gestar nuevas ideas de la propiedad como función social. La oposición, claramente afianzada en el Partido Conservador y en la Iglesia, negaba el rotundo cambio que traía consigo la reforma de 1936 y la Ley 200 del mismo año, sobre la propiedad. La pretensión de esta nueva doctrina en torno a la propiedad estaba centrada en el tránsito y connotación jurídico-social que brinda el hecho de dejar de ser un mero derecho subjetivo para pasar a tener una función social, que, como lo establece claramente Duguit, consiste en que “[t]odo individuo tiene la obligación de cumplir en la sociedad cierta función en razón directa del puesto que ocupa en ella. Por consiguiente, el poseedor de la riqueza, por el hecho de tenerla, puede realizar cierta labor que él solo puede cumplir. Él solo puede aumentar la riqueza general, asegurar la satisfacción de las necesidades generales, al hacer valer el capital que posee” (Duguit, 1915: 55). Ahora bien, si la propiedad es un “derecho función”, que se opone a la idea de derecho subjetivo, para Duguit el derecho “[…] es mucho menos la obra del legislador que el producto constante y espontáneo de los hechos […] bajo la presión de los hechos, de las necesidades prácticas, se forman constantemente instituciones jurídicas nuevas” (Duguit, 1915: 56). Así, la noción de derecho derivado de los hechos sociales se opone a la idea de derecho formal y estricto, como lo prescribieron el Código de Napoleón y la Declaración de los derechos

3 Esta puede verse como la crítica a las principales teorías expuestas sobre la propiedad por Hobbes (1651) y Locke (1689).

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del hombre y del ciudadano. Para Duguit, estas concepciones marcan el origen del derecho moderno, pero van a desaparecer, pues el derecho y las instituciones varían permanentemente. Dos cambios se presentarían frente al Código de Napoleón y la Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, que descansan en una idea común: la concepción puramente individualista del derecho. La nueva teoría sostiene un proyecto “socialista”4, ya que se basa en la noción de un sistema jurídico fundado en una regla social que se opone al individuo. Duguit parte entonces de una crítica a la concepción clásica del derecho, junto con la idea de derechos naturales, al establecer: “Esta concepción puramente individualista del derecho es tan artificial como la concepción metafísica del derecho subjetivo. Como ésta, es un producto histórico ha tenido su valor de hecho en un momento dado; pero no puede subsistir” (Duguit, 1915: 32, 33). En cuanto a la noción de la propiedad, el autor francés aclara que no es un derecho natural, sino una función social. Se podría decir, entonces, que consiste en ejercer poder sobre un bien con libertad de hacer lo que es conveniente para la sociedad. Si el propietario no cumple la función social para la cual está destinado el bien, el Estado puede intervenir para “asegurar el empleo de las riquezas que posee (el propietario) conforme a su destino” (Duguit, 1915: 37). Hay que dejar en claro que la función social no tiene inspiración “socialista”. Lo que se pretende en el caso de la propiedad es proteger el valor social que representan determinadas funciones, como el trabajo y la vida humana. La propiedad podría definirse entonces como una institución jurídica que se ha formado para responder a una necesidad social de que cumpla con el objetivo de garantizar ciertas necesidades individuales y colectivas (Duguit, 1915: 170).

4 Se utilizará la expresión socialista para reflejar la idea propuesta por Duguit, pese a la carga valorativa e ideológica que implica la palabra. Como se verá, la expresión socialista se refiere a una estructura de interdependencia de funciones sociales que prestan atención al ciudadano, y no está relacionada con la planificación económica (Duguit, 1915: 24).

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Sobre lo anteriormente expuesto, Duguit aclara: “no digo, ni he dicho jamás, ni jamás he escrito, que la situación económica que representa la propiedad individual desaparece o debe desaparecer. Digo solamente que la situación jurídica sobre la cual descansa su protección social, se modifica. A pesar de lo cual, la propiedad individual persiste protegida contra todos los atentados, incluso contra los que proceden del poder público. Es más diría que está más fuertemente protegida que con la concepción tradicional” (Duguit, 1915: 180). Asimismo, Duguit (1915: 189) afirma que no profesa en su teoría un acercamiento a la lucha de clases o a la idea de que deben eliminarse las jerarquías. Por el contrario, reivindica la individualidad de la propiedad y la conveniencia de la jerarquía. La libertad individual tiene la característica de servir como medio que refleja el cumplimiento del deber social o el desenvolvimiento de la función. El fin de interdependencia, como llama el autor al empleo de las cosas por el propietario, se refiere a la realización del trabajo social que, como propietario de un bien, le es permitido cumplir al dueño. 2. Los debates por la propiedad en la reforma constitucional de 1936 Dentro de la reforma constitucional de 1936, se promoverían nuevas disputas relacionadas con el destino de la propiedad. El principal debate en el seno del Congreso se presentaría para tratar de redefinir el concepto netamente individual de la propiedad en favor de uno que observara el carácter de función social con base en las teorías de Duguit. A fin de organizar el debate reseñado, se presentan inicialmente algunos antecedentes del mismo, para posteriormente pasar a las discusiones de la Cámara y del Senado con el fin de observar las posiciones que recibieron la influencia de Duguit a lo largo de la reforma5.

5 El texto será organizado por los debates sobre propiedad, tomados de los dos volúmenes del texto de Tirado y Velásquez (1984a, 1984b). Por lo tanto, no se transcribirán los proyectos o anales de los debates, sino que simplemente se remitirá a las páginas del texto reseñado.

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Sobre lo anteriormente expuesto, Duguit aclara: “no digo, ni he dicho jamás, ni jamás he escrito, que la situación económica que representa la propiedad individual desaparece o debe desaparecer. Digo solamente que la situación jurídica sobre la cual descansa su protección social, se modifica. A pesar de lo cual, la propiedad individual persiste protegida contra todos los atentados, incluso contra los que proceden del poder público. Es más diría que está más fuertemente protegida que con la concepción tradicional” (Duguit, 1915: 180). Asimismo, Duguit (1915: 189) afirma que no profesa en su teoría un acercamiento a la lucha de clases o a la idea de que deben eliminarse las jerarquías. Por el contrario, reivindica la individualidad de la propiedad y la conveniencia de la jerarquía. La libertad individual tiene la característica de servir como medio que refleja el cumplimiento del deber social o el desenvolvimiento de la función. El fin de interdependencia, como llama el autor al empleo de las cosas por el propietario, se refiere a la realización del trabajo social que, como propietario de un bien, le es permitido cumplir al dueño. 2. Los debates por la propiedad en la reforma constitucional de 1936 Dentro de la reforma constitucional de 1936, se promoverían nuevas disputas relacionadas con el destino de la propiedad. El principal debate en el seno del Congreso se presentaría para tratar de redefinir el concepto netamente individual de la propiedad en favor de uno que observara el carácter de función social con base en las teorías de Duguit. A fin de organizar el debate reseñado, se presentan inicialmente algunos antecedentes del mismo, para posteriormente pasar a las discusiones de la Cámara y del Senado con el fin de observar las posiciones que recibieron la influencia de Duguit a lo largo de la reforma5.

5 El texto será organizado por los debates sobre propiedad, tomados de los dos volúmenes del texto de Tirado y Velásquez (1984a, 1984b). Por lo tanto, no se transcribirán los proyectos o anales de los debates, sino que simplemente se remitirá a las páginas del texto reseñado.

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El debate empezaría con el proyecto presentado el 10 de septiembre de 1934 por el entonces ministro de Gobierno, Darío Echandía, con el fin de darle un nuevo carácter al concepto clásico de la propiedad y redefinirlo como función social. Como lo señala Vidal Perdomo: “Echandía conocedor de la tesis de León Duguit y de las nuevas instituciones, lo advierte explicando que el proyecto sustituye la concepción excesivamente individualista de los derechos privados que distingue a la Constitución de 1886 por otra que considera que el derecho individual debe ejercerse como función social y debe tener como límite la conveniencia pública” (Vidal, 1984a: 9). Para Echandía, sin embargo, el carácter de función social debería hallarse de manera implícita en la reforma a la Constitución y no de forma explícita. La tesis de Echandía daría paso a una fuerte discusión en el Congreso, en la que surgió la tensión entre los miembros de esta corporación que pugnaban por dejar el concepto clásico de la propiedad y aquellos que trataban de darle un impulso igual o mayor al de Echandía. El proyecto de reforma a la Constitución de 1886 sería profundamente debatido tanto en las comisiones de Cámara como en las del Senado. Una de las posturas que se destaca desde la exposición de motivos del proyecto es la del entonces senador Angulo, quien, en representación de la mayoría conservadora, daría a conocer el malestar con la reforma, resaltando que el partido no está de acuerdo con las tendencias socialistas, pues no le garantizan al individuo la indemnización previa por motivos de expropiación. El Partido Conservador estaba de acuerdo con que el interés general debía primar sobre el particular, pero lo social no podría perjudicar al individuo (Tirado y Velásquez, 1984a: 103). Posteriormente, en la comisión de estudio del proyecto de acto legislativo, sobre el tema de la propiedad, conformada en su mayoría por miembros del Partido Liberal6, se empezaría a apoyar el proyecto de reforma con base en el nuevo concepto de interés social, que, según este grupo, se oponía al de utilidad pública. Además, se establecía que no era

6 Constituida por los senadores Carlos Lozano Lozano, Peñaranda Arenas y Antonio Rocha (Tirado y Velásquez, 1984a: 149-152).

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necesario mandamiento judicial para expropiar por motivos de utilidad pública pues, bajo la doctrina del interés social, el legislador podía hacerlo directamente. Lo más importante de la exposición de motivos de la mayoría liberal se presenta con la lectura que se le da a Duguit en el sentido de la interdependencia social, que se refiere a la finalidad que debe buscar el Estado, en pro de la sociedad7. El Estado pasaba a tener obligaciones frente a la sociedad, ya no como un simple regulador de las relaciones privadas, sino como un verdadero agente que promueve políticas sociales. En contraposición a este argumento, la minoría conservadora8 se opondría al concepto de la función social de la propiedad, bajo el supuesto de que la Constitución de 1886 no tenía el grado de individualismo que se le imputaba. Por consiguiente, la función social se encontraba implícita en la utilidad pública, y esto hacía que reforma fuera inútil. Además, la minoría conservadora ponía de manifiesto que el Estado no sabía administrar9. Es interesante el proyecto de artículo que con motivo de la propiedad elaboró el senador Timoleón Moncada10, quien citó a Duguit y asumió

7 En términos de la mayoría liberal: “Hacer pues, del interés social una finalidad y a la vez un motivo de progreso, de adaptación a la función protectora del Estado, de contrapeso a la expansión de poderes económicos internos, que funciona como una rueda loca, sin ningún beneficio para la sociedad y sin sujeción a los poderes públicos; hacer, en una palabra funcionar de todas las cosas corporales e incorporales y al alcance del artículo 1º del Acto legislativo que estudiamos” (Tirado y Velásquez, 1984a: 151). 8 Constituida por José de la Vega y T. Quintero de Fax. 9 Incluso la minoría conservadora argumentaba a favor del carácter privado de la propiedad, con la teoría de que el Estado no sabe administrar, en estas palabras: “Ha pasado a ser un axioma de la ciencia política que el Estado no sabe administrar, y que en todas partes los rendimientos de su gestión son siempre inferiores a los que produce la actividad privada” (Tirado y Velásquez, 1984a: 153). 10 El artículo que proponía y que no tuvo acogida expresaba: “Se garantiza la propiedad privada. Ella implica obligaciones. No puede hacerse uso de la propiedad en perjuicio de los intereses de la colectividad. La ley determina su contenido, naturaleza, extensión y límites se permite expropiación por causas de utilidad pública o social,

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necesario mandamiento judicial para expropiar por motivos de utilidad pública pues, bajo la doctrina del interés social, el legislador podía hacerlo directamente. Lo más importante de la exposición de motivos de la mayoría liberal se presenta con la lectura que se le da a Duguit en el sentido de la interdependencia social, que se refiere a la finalidad que debe buscar el Estado, en pro de la sociedad7. El Estado pasaba a tener obligaciones frente a la sociedad, ya no como un simple regulador de las relaciones privadas, sino como un verdadero agente que promueve políticas sociales. En contraposición a este argumento, la minoría conservadora8 se opondría al concepto de la función social de la propiedad, bajo el supuesto de que la Constitución de 1886 no tenía el grado de individualismo que se le imputaba. Por consiguiente, la función social se encontraba implícita en la utilidad pública, y esto hacía que reforma fuera inútil. Además, la minoría conservadora ponía de manifiesto que el Estado no sabía administrar9. Es interesante el proyecto de artículo que con motivo de la propiedad elaboró el senador Timoleón Moncada10, quien citó a Duguit y asumió

7 En términos de la mayoría liberal: “Hacer pues, del interés social una finalidad y a la vez un motivo de progreso, de adaptación a la función protectora del Estado, de contrapeso a la expansión de poderes económicos internos, que funciona como una rueda loca, sin ningún beneficio para la sociedad y sin sujeción a los poderes públicos; hacer, en una palabra funcionar de todas las cosas corporales e incorporales y al alcance del artículo 1º del Acto legislativo que estudiamos” (Tirado y Velásquez, 1984a: 151). 8 Constituida por José de la Vega y T. Quintero de Fax. 9 Incluso la minoría conservadora argumentaba a favor del carácter privado de la propiedad, con la teoría de que el Estado no sabe administrar, en estas palabras: “Ha pasado a ser un axioma de la ciencia política que el Estado no sabe administrar, y que en todas partes los rendimientos de su gestión son siempre inferiores a los que produce la actividad privada” (Tirado y Velásquez, 1984a: 153). 10 El artículo que proponía y que no tuvo acogida expresaba: “Se garantiza la propiedad privada. Ella implica obligaciones. No puede hacerse uso de la propiedad en perjuicio de los intereses de la colectividad. La ley determina su contenido, naturaleza, extensión y límites se permite expropiación por causas de utilidad pública o social,

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una posición fuerte a favor de la propiedad como función social al señalar que la propiedad tiende a convertirse en función social. Esto implica que todo detentador de una riqueza tiene la obligación de emplearla para acrecer la riqueza social y, merced a ella, la interdependencia social (Tirado y Velásquez, 1984a: 296). Ya en los debates en la plenaria de la Cámara de Representantes, se empezarían también a presentar interesantes argumentos sobre la propiedad. Por ejemplo, el presidente de la Comisión de Reformas Constitucionales, Carlos Pérez, abordaría su exposición argumentando que la reforma no tenía la trascendencia que se le otorgaba, ya que la propiedad en el Código Civil tenía un criterio individualista (Tirado y Velásquez, 1984b: 53). Dentro de esta posición antirreforma, el representante Arango también sentó su postura, bajo la tesis de que Colombia no era un país en donde existieran verdaderos industriales, patronos y obreros, y que además no estaba de acuerdo con las capacidades extraordinarias dadas al Congreso para permitir la expropiación de manera directa (Tirado y Velásquez, 1984b: 54). Por su parte, el representante Ramón Miranda interpeló la interpretación de Carlos Pérez, pero este último continuó para resaltar la nueva concepción de la propiedad como función social, ya que el cambio implicaba una nueva idea en cuanto a las necesidades de la comunidad y a las obligaciones del Gobierno frente a las personas (Tirado y Velásquez, 1984b: 53). El representante Diego Luis Córdoba presentaría una propuesta de artículo11 para tratar de otorgarle un carácter mayor a la función social de la propiedad. Algunos representantes, como Peñaranda Arenas, tildarían este artículo como de gran trascendencia y peligroso. Córdoba, por su parte, para su defensa agregaba que “la propiedad privada era únicamente una ilusión, un fetichismo y que esa propiedad definidas por el legislador, en los casos y formas previstos por la ley, y mediante una equitativa indemnización” (Tirado y Velásquez, 1984a: 294). 11 El artículo tampoco fue aprobado.

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no se justificaba sino como función social” (Tirado y Velásquez, 1984b: 103). Córdoba se valió de varias fuentes, como el estatuto mexicano, la Constitución de España y las garantías que tendría para algunos sectores, como los trabajadores del Quindío; sin embargo, no tendría el apoyo necesario. Las posteriores sesiones tampoco tendrían un gran impacto en el proyecto presentado originalmente por el ministro de Gobierno. Así, en el segundo debate de proyecto legislativo, Lleras Restrepo, en asocio con los representantes Serpa y Durán Durán, presentaría también una propuesta de artículo para la propiedad12 (Tirado y Velásquez, 1984b: 82). En la exposición de motivos que sustentaba la limitación para el legislador a expropiar por motivos de utilidad pública y función social, teniendo como base la mayoría absoluta de los miembros de una y otra cámara, el representante Córdoba no estaría de acuerdo, con el argumento de que la propuesta era un retroceso frente al cambio que se buscaba13. No obstante, para el ministro de Gobierno la propuesta permitía un adelanto, pues se expresaban de forma clara las condiciones de la expropiación. Un interesante debate sobre este punto se presentaría principalmente entre los representantes Córdoba y Lleras. El primero señalaba que la necesidad de la mayoría absoluta evitaría el cambio social que la reforma se proponía, ya que lograr ese acuerdo haría imposible la expropiación por motivos de la función social que debía tener la propiedad. Por su parte, el representante Lleras ponía de manifiesto que la propuesta era mejor en muchos aspectos que las debatidas

12 El artículo agregaba al original: “Con todo, el legislador por razones de equidad y teniendo en cuenta que los derechos privados cuando se ejercen en un sentido contrario a su destinación económica o social, podrá determinar excepcionalmente, que no haya indemnización mediante el voto favorable de la mayoría absoluta de los miembros de una y otra cámara” (Tirado y Velásquez, 1984b: 82). 13 Germán Zea también ponía de presente que esto sería un impedimento para lograr la expropiación sin previa indemnización (Tirado y Velásquez, 1984b: 83).

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no se justificaba sino como función social” (Tirado y Velásquez, 1984b: 103). Córdoba se valió de varias fuentes, como el estatuto mexicano, la Constitución de España y las garantías que tendría para algunos sectores, como los trabajadores del Quindío; sin embargo, no tendría el apoyo necesario. Las posteriores sesiones tampoco tendrían un gran impacto en el proyecto presentado originalmente por el ministro de Gobierno. Así, en el segundo debate de proyecto legislativo, Lleras Restrepo, en asocio con los representantes Serpa y Durán Durán, presentaría también una propuesta de artículo para la propiedad12 (Tirado y Velásquez, 1984b: 82). En la exposición de motivos que sustentaba la limitación para el legislador a expropiar por motivos de utilidad pública y función social, teniendo como base la mayoría absoluta de los miembros de una y otra cámara, el representante Córdoba no estaría de acuerdo, con el argumento de que la propuesta era un retroceso frente al cambio que se buscaba13. No obstante, para el ministro de Gobierno la propuesta permitía un adelanto, pues se expresaban de forma clara las condiciones de la expropiación. Un interesante debate sobre este punto se presentaría principalmente entre los representantes Córdoba y Lleras. El primero señalaba que la necesidad de la mayoría absoluta evitaría el cambio social que la reforma se proponía, ya que lograr ese acuerdo haría imposible la expropiación por motivos de la función social que debía tener la propiedad. Por su parte, el representante Lleras ponía de manifiesto que la propuesta era mejor en muchos aspectos que las debatidas

12 El artículo agregaba al original: “Con todo, el legislador por razones de equidad y teniendo en cuenta que los derechos privados cuando se ejercen en un sentido contrario a su destinación económica o social, podrá determinar excepcionalmente, que no haya indemnización mediante el voto favorable de la mayoría absoluta de los miembros de una y otra cámara” (Tirado y Velásquez, 1984b: 82). 13 Germán Zea también ponía de presente que esto sería un impedimento para lograr la expropiación sin previa indemnización (Tirado y Velásquez, 1984b: 83).

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anteriormente, pues con ésta no se permitía la indemnización en todos los casos14. Ya pasados los debates en la Cámara de Representantes, las discusiones en el Senado también mantuvieron un alto grado de tensión en vista de la magnitud de la reforma. Así, por ejemplo, el senador Moisés Prieto, en plenaria de 9 de enero de 1936, tomaría la palabra para intervenir sobre lo que para él debería implicar la reforma. Su argumento iba encaminado a una reforma integral que, en términos del senador, no se veía en la reforma en discusión, en vista de que ésta no contenía un cambio radical en la manera conservadora en que la Constitución de 1886 estaba redactada, pues no se observaban los cambios políticos y prácticos que la reforma pretendía tener. El senador estaba de acuerdo con el cambio en el régimen de la propiedad como función social, pero no veía el cambio de estructura que ésta podía presentar15. Frente a los presupuestos anteriores, habría un extenso debate con el ministro de Educación, Echandía, quien argumentaba que los derechos sociales (que deberían estar en la Carta) y la función social de la propiedad sí implicaban grandes cambios para el país. A esta postura, el senador Prieto añade que se necesitaba una verdadera reforma, que implicara cambios en lo social y también en sectores como el trabajo, los derechos y la asistencia social (lo que el senador denomina un cambio sustancial a la Constitución), los cuales a su parecer no eran objeto de discusión en la reforma, al no permitir por parte del Gobierno verdaderos cambios políticos para la transformación de la Constitución de 1886 (Tirado y Velásquez, 1984b: 130). En las reformas que se le pretendieron dar al artículo que cambia el paradigma del régimen de propiedad en Colombia, se destacan las tensiones que se dieron con motivo de la variación que proponían los senadores Combariza, Moncada, Rey y Prieto para cambiar el carácter de indemnización “previa” de expropiación por el de “equitativa” a la propiedad (Tirado y Velásquez, 1984b: 223). 14 El artículo finalmente mantendría el párrafo de la mayoría absoluta dispuesto por los senadores reseñados (Tirado y Velásquez, 1984b: 87). 15 El debate va desde la página 127 a 137 de Tirado y Velásquez.

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El debate en torno a la propuesta sería fuerte, pues mientras el senador López Pumarejo y los ministros de Educación y Gobierno argumentaban que el fin de la reforma no era socializar la tierra, sino democratizarla, el senador Combariza decía que, con la fórmula vigente y lo discutido, se podría llegar a la socialización de la tierra (Tirado y Velásquez, 1984b: 223). Echandía hizo un intento por aclarar que la diferencia entre utilidad pública y función social está en “que el primero constituye un beneficio para el pueblo, y el segundo un beneficio que puede ser para una clase social” (Tirado y Velásquez, 1984b: 223). Frente a esta postura, el senador Samper Sordo consideraría que ante una amplia interpretación el interés social está dentro del de utilidad pública. El senador Badel, haciendo referencia a la propiedad, señaló que es claro que ésta no podía ser un derecho natural y absoluto, ya que la propiedad debía cumplir una misión social. La reforma, según el senador Badel, iba encaminada a los fines de la propiedad, que imponía a una persona obligaciones frente a los demás, y no era un cambio en la estructura de la propiedad, para volver a Colombia un sistema socialista. El senador observó que los cambios por la función social eran satisfactorios, en tanto que la propiedad en Colombia, que se basaba en el título y no en quién la trabajara, sufría una modificación al tratar de buscar una finalidad social. Sin embargo, al responder la propiedad como institución jurídica a una necesidad social, Badel no objetó que la expropiación la hiciera el poder judicial, “porque estando obligado cada propietario a desarrollar sus actividades en beneficio social, no estaría el gobierno obligado a expropiar por este fin” (Tirado y Velásquez, 1984b: 226). El senador López Pumarejo, en su debate con el ministro Echandía y otros senadores, puso de manifiesto que le gustaría una ilustración sobre si lo que se buscaba era socializar o democratizar la propiedad. Al respecto, el senador Combariza señalaría que lo que se cambiaba de la Constitución de 1886 era precisamente la búsqueda de herramientas para expropiar sin previa indemnización, ya que no se podía dejar de lado que la propiedad social existía en Colombia (como en el caso de

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El debate en torno a la propuesta sería fuerte, pues mientras el senador López Pumarejo y los ministros de Educación y Gobierno argumentaban que el fin de la reforma no era socializar la tierra, sino democratizarla, el senador Combariza decía que, con la fórmula vigente y lo discutido, se podría llegar a la socialización de la tierra (Tirado y Velásquez, 1984b: 223). Echandía hizo un intento por aclarar que la diferencia entre utilidad pública y función social está en “que el primero constituye un beneficio para el pueblo, y el segundo un beneficio que puede ser para una clase social” (Tirado y Velásquez, 1984b: 223). Frente a esta postura, el senador Samper Sordo consideraría que ante una amplia interpretación el interés social está dentro del de utilidad pública. El senador Badel, haciendo referencia a la propiedad, señaló que es claro que ésta no podía ser un derecho natural y absoluto, ya que la propiedad debía cumplir una misión social. La reforma, según el senador Badel, iba encaminada a los fines de la propiedad, que imponía a una persona obligaciones frente a los demás, y no era un cambio en la estructura de la propiedad, para volver a Colombia un sistema socialista. El senador observó que los cambios por la función social eran satisfactorios, en tanto que la propiedad en Colombia, que se basaba en el título y no en quién la trabajara, sufría una modificación al tratar de buscar una finalidad social. Sin embargo, al responder la propiedad como institución jurídica a una necesidad social, Badel no objetó que la expropiación la hiciera el poder judicial, “porque estando obligado cada propietario a desarrollar sus actividades en beneficio social, no estaría el gobierno obligado a expropiar por este fin” (Tirado y Velásquez, 1984b: 226). El senador López Pumarejo, en su debate con el ministro Echandía y otros senadores, puso de manifiesto que le gustaría una ilustración sobre si lo que se buscaba era socializar o democratizar la propiedad. Al respecto, el senador Combariza señalaría que lo que se cambiaba de la Constitución de 1886 era precisamente la búsqueda de herramientas para expropiar sin previa indemnización, ya que no se podía dejar de lado que la propiedad social existía en Colombia (como en el caso de

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los ferrocarriles), agregando que el socialismo no era un error, pues el espíritu de Roosevelt iba en esa dirección16. Posteriormente, el senador Eduardo López Pumarejo expuso que le gustaría saber cuál era la diferencia entre utilidad pública y función social, pues no la notaba clara en la Constitución. En este punto, se presentaría un fuerte altercado con Echandía sobre si la violencia generaba derecho bajo esta fórmula, pues en concepto del senador sí lo haría y en términos del ministro era imposible. Se siguió así el debate con la posición de Pumarejo, para quien era necesario que los jueces interpretaran la norma para poder expropiar por motivos de función social (que, como había quedado expuesto, se diferenciaba de la utilidad pública en que ésta, según Echandía, buscaba el beneficio de una clase). Era necesaria, así, la interpretación que de la norma brindaran quienes tenían que aplicarla, y concluyó: “Acepto que se coloque el interés social; veo claramente el peligro que esa fórmula representa, pero por lo mismo, comprendiendo que se va a subordinar el interés de los particulares al interés social” (Tirado y Velásquez, 1984a: 238). Agregó, además, que se necesitaba la intervención judicial, pues de lo contrario se iría a incitar al pueblo a la violencia, ya que, al no concretarse correctivos, vendría el irrespeto por la propiedad privada. Tras la intervención de otros senadores, como Combariza, sobre la propiedad y la reforma agraria, se daría aprobación finalmente al artículo 10 del Acto Legislativo 01 de 1936, que modificaría el régimen de propiedad en Colombia, tras el estudio que senadores como Navarro y García Borrero, entre otros, presentaran por la modificación del artículo propuesto por la Cámara (Tirado y Velásquez, 1984b: 435). Pero el debate no se dio sólo en el seno del Congreso. Toda la sociedad estaba inmersa en la disputa, por el cambio que supondría la reforma.

16 El debate es uno de los más largos e interesantes, ya que el senador Pumarejo pretendía aclarar muchas dudas sobre la propiedad (Tirado y Velásquez, 1984b: 227-238).

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Así, de la mano de Fernando Torres Londoño (1981)17, se puede complementar el debate planteado arriba. En este sentido, lo que recibían los colombianos a través de los diarios El Siglo y El Tiempo da cuenta de las posiciones que en ese momento estaban en juego en la reforma de 1936. El Partido Conservador, la Iglesia y algunos ilustres pensadores del momento se mostraban completamente reacios a la reforma por considerar que violaba los principios de sentimiento religioso, de la garantía de la propiedad y del respeto por la enseñanza libre y cristiana, bajo argumentos como el de Esteban Jaramillo, ex ministro de Hacienda, quien afirmaba: “Se lleva a cabo un atentado contra la religión, la familia, contra el honor, contra la propiedad y contra los más caros afectos que nacieron con el hombre […] las bases fundamentales de la organización secular del país […] se han visto amenazadas por tendencias revolucionarias disolventes” (Torres, 1981: 213). Por otro lado, El Tiempo en sus columnas titulaba que la reforma pretendía nacionalizar la Constitución, buscando el respeto por la propiedad sin perturbar el sentimiento religioso (Torres, 1981: 215). En el debate sobre la propiedad —que es el que interesa para este texto—, difundido por los diarios en mención, existieron tensiones. El Siglo publicaba que la propiedad privada estaba en peligro y sin defensa, expuesta a la voracidad de los legisladores. Siguiendo a la Academia Colombiana de Jurisprudencia, de la cual nutría sus opiniones, señaló: “La propiedad entre nosotros es y será por mucho tiempo, algo más que un derecho. Es un sentimiento profundamente arraigado en la ciudadanía” (Torres, 1981: 221).

17 Torres Londoño hace un interesante recorrido por los debates a través de los diarios del momento. Por un lado, El Siglo, de predominio conservador, recogía las propuestas de los principales defensores de este partido, al igual que de instituciones como la Iglesia, que luchaban para que el cambio no se diera o para tratar de opacarlo con el fin de que no se viera la trascendencia de los efectos que podía llegar a tener. Por otro lado, y en contradicción con esta posición, el diario El Tiempo, de estirpe liberal, pretendía recoger las posturas de los progresistas que buscaban el cambio de los postulados de la Constitución de 1886 (Torres, 1981).

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Así, de la mano de Fernando Torres Londoño (1981)17, se puede complementar el debate planteado arriba. En este sentido, lo que recibían los colombianos a través de los diarios El Siglo y El Tiempo da cuenta de las posiciones que en ese momento estaban en juego en la reforma de 1936. El Partido Conservador, la Iglesia y algunos ilustres pensadores del momento se mostraban completamente reacios a la reforma por considerar que violaba los principios de sentimiento religioso, de la garantía de la propiedad y del respeto por la enseñanza libre y cristiana, bajo argumentos como el de Esteban Jaramillo, ex ministro de Hacienda, quien afirmaba: “Se lleva a cabo un atentado contra la religión, la familia, contra el honor, contra la propiedad y contra los más caros afectos que nacieron con el hombre […] las bases fundamentales de la organización secular del país […] se han visto amenazadas por tendencias revolucionarias disolventes” (Torres, 1981: 213). Por otro lado, El Tiempo en sus columnas titulaba que la reforma pretendía nacionalizar la Constitución, buscando el respeto por la propiedad sin perturbar el sentimiento religioso (Torres, 1981: 215). En el debate sobre la propiedad —que es el que interesa para este texto—, difundido por los diarios en mención, existieron tensiones. El Siglo publicaba que la propiedad privada estaba en peligro y sin defensa, expuesta a la voracidad de los legisladores. Siguiendo a la Academia Colombiana de Jurisprudencia, de la cual nutría sus opiniones, señaló: “La propiedad entre nosotros es y será por mucho tiempo, algo más que un derecho. Es un sentimiento profundamente arraigado en la ciudadanía” (Torres, 1981: 221).

17 Torres Londoño hace un interesante recorrido por los debates a través de los diarios del momento. Por un lado, El Siglo, de predominio conservador, recogía las propuestas de los principales defensores de este partido, al igual que de instituciones como la Iglesia, que luchaban para que el cambio no se diera o para tratar de opacarlo con el fin de que no se viera la trascendencia de los efectos que podía llegar a tener. Por otro lado, y en contradicción con esta posición, el diario El Tiempo, de estirpe liberal, pretendía recoger las posturas de los progresistas que buscaban el cambio de los postulados de la Constitución de 1886 (Torres, 1981).

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El Siglo tilda a la reforma de socialista, ya que pretender que el legislador expropie sin previa indemnización era irse en contra del carácter del derecho natural que tenía la propiedad. Los informes de El Tiempo, por su parte, exaltan la reforma por el carácter social que debía tener la propiedad. En este sentido, los defensores de la reforma determinan que no se trataba de entregar al Estado la industria, la propiedad o los bancos, sino robustecer las funciones del Estado para que éste pudiera intervenir y no sólo ser un espectador de las manipulaciones e intereses de los sectores privados (Torres, 1981: 223). Finalmente, se puede decir que los debates aquí planteados dan muestra de la recepción que tuvo Duguit en la teoría “social”, pues los presupuestos del Estado interventor y de política activa son producto de su influencia en Colombia. Se puede decir, por ende, que el ambiente económico internacional también contribuiría a forjar un cambio en la forma como en Colombia se concebía al Estado. En palabras de Catalina Botero, este cambio se presentó, “[d]e una parte, por la teoría francesa del derecho público, representada principalmente por el catedrático León Duguit; y de otra, el replanteamiento de la economía política clásica dentro del esquema de economía de mercado, formulado especialmente por el economista inglés John Maynard Keynes. Pero […] se podría decir que, antes que la teoría, lo que realmente tuvo influencia en el pensamiento político colombiano fue la aplicación de los nuevos principios en las constituciones europeas de la postguerra, y del ‘New Deal’ de Roosevelt” (Botero, 1996: 60). 3. La doctrina influyente y la Reforma de 1936 En este punto, la influencia académica que mayor impacto tuvo para que se presentara la reforma fue la de Tulio Enrique Tascón (1953), quien bajo la recepción de la teoría de Duguit realizaba una fuerte crítica a la Constitución de 1886, por mantener su carácter individualista. Tascón proponía un estudio de la Constitución a través de la comparación de la colombiana con las de diferentes partes del mundo.

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Tascón, que había estudiado de cerca las teorías de Duguit, tuvo gran influencia en la reforma de 1936, pues su recepción del autor francés permitió que la doctrina de Duguit se implantara a través de sus seguidores en la reforma. Asimismo, bajo la crítica mencionada a la Constitución de 1886, Tascón buscaba un cambio que convirtiera al Estado en un verdadero interventor de las relaciones humanas, como lo expresa en la siguiente cita: “Como dice Duguit, no solamente hay cosas que el Estado no puede hacer, sino que también hay otras que el Estado está obligado a hacer […] y en una palabra a intervenir para procurar el bienestar común, como expresión de un sentido total de la vida humana y no del egoísmo individual” (Tascón, 1953: 71). La influencia de Tascón, mediante la recepción temprana de Duguit y de Echandía (primero como ministro de Gobierno y luego como ministro de Educación), permitió el ingreso de lo “social” a Colombia. Estos dos pensadores, estudiosos de las tesis de Duguit, contribuyeron al cambio desde dos perspectivas diferentes: mientras Tascón realizaba doctrina criticando la Constitución de 1886 e influyendo con sus teorías a los pensadores de la época, Echandía impulsaba en el seno del Congreso el proyecto que daría paso a la reforma de 1936 y con ésta al cambio de paradigma del Estado. Bajo esta perspectiva, la aparición de nuevos estudiosos como Carlos Pareja (1939) a finales de la década de los treinta empezaría a darle un impulso mayor al carácter del Estado como prestador de servicios y a la función social que según esta teoría debería tener. Pareja, de acuerdo con las ideas de Duguit y del también francés Maurice Hauriou, promovería el impulso de aspectos como la descentralización de algunas entidades y el reconocimiento de mayor valor al Estado como sujeto de obligaciones. Así, Pareja, haciendo relación a la propiedad, señala que “[e]l servicio público lleva cierta fuerza coercitiva […]. A consecuencia de esta prerrogativa especial del servicio público, está unida el de la expropiación de la propiedad privada” (1939: 276). Obviamente, la doctrina también traería críticos. Uno de ellos fue José Gnecco, quien, haciendo comentarios sobre la reforma, argumentó, en el caso de la propiedad, que la expropiación no podía tener la suficiente fuerza como para quitarle los bienes a una persona que hubiera

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Tascón, que había estudiado de cerca las teorías de Duguit, tuvo gran influencia en la reforma de 1936, pues su recepción del autor francés permitió que la doctrina de Duguit se implantara a través de sus seguidores en la reforma. Asimismo, bajo la crítica mencionada a la Constitución de 1886, Tascón buscaba un cambio que convirtiera al Estado en un verdadero interventor de las relaciones humanas, como lo expresa en la siguiente cita: “Como dice Duguit, no solamente hay cosas que el Estado no puede hacer, sino que también hay otras que el Estado está obligado a hacer […] y en una palabra a intervenir para procurar el bienestar común, como expresión de un sentido total de la vida humana y no del egoísmo individual” (Tascón, 1953: 71). La influencia de Tascón, mediante la recepción temprana de Duguit y de Echandía (primero como ministro de Gobierno y luego como ministro de Educación), permitió el ingreso de lo “social” a Colombia. Estos dos pensadores, estudiosos de las tesis de Duguit, contribuyeron al cambio desde dos perspectivas diferentes: mientras Tascón realizaba doctrina criticando la Constitución de 1886 e influyendo con sus teorías a los pensadores de la época, Echandía impulsaba en el seno del Congreso el proyecto que daría paso a la reforma de 1936 y con ésta al cambio de paradigma del Estado. Bajo esta perspectiva, la aparición de nuevos estudiosos como Carlos Pareja (1939) a finales de la década de los treinta empezaría a darle un impulso mayor al carácter del Estado como prestador de servicios y a la función social que según esta teoría debería tener. Pareja, de acuerdo con las ideas de Duguit y del también francés Maurice Hauriou, promovería el impulso de aspectos como la descentralización de algunas entidades y el reconocimiento de mayor valor al Estado como sujeto de obligaciones. Así, Pareja, haciendo relación a la propiedad, señala que “[e]l servicio público lleva cierta fuerza coercitiva […]. A consecuencia de esta prerrogativa especial del servicio público, está unida el de la expropiación de la propiedad privada” (1939: 276). Obviamente, la doctrina también traería críticos. Uno de ellos fue José Gnecco, quien, haciendo comentarios sobre la reforma, argumentó, en el caso de la propiedad, que la expropiación no podía tener la suficiente fuerza como para quitarle los bienes a una persona que hubiera

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trabajado la tierra, a favor de personas que, sin hacer ningún esfuerzo, pudieran aprovecharse de esto por su condición de clase, como, según él, pretendía la reforma (1938: 153, 154). Con todo, la teoría de Duguit pudo ingresar a Colombia y así cambiar la mentalidad de la época clásica sobre los derechos individuales. Es decir, hubo un cambio de lo que Duncan Kennedy (2006) llama, en la primera globalización, el “pensamiento jurídico clásico”, por la concepción de la segunda globalización, que el mismo autor denomina “lo social”. En este orden de ideas, se puede decir que “lo social” sí tuvo impacto en Colombia. Las épocas de crisis sufridas, el advenimiento de nuevas teorías transnacionales como las de Keynes y Pigout en economía, el advenimiento del New Deal y la misma situación colombiana permitieron transformar el Estado gendarme en el Estado intervencionista. A continuación, se presenta un cuadro donde se organiza el debate, para tener una referencia clara del mismo.

Posiciones a favor de la reforma de 1936 Posiciones en contra de la reforma de 1936

- El Partido Liberal - El ministro Echandía (impulsa la reforma) - El Tiempo (diario liberal) - Influencia doctrinal de Tulio Enrique Tascón

- El Partido Conservador (en general) - La Iglesia - El Siglo (diario conservador) - Esteban Jaramillo (ex ministro de Hacienda)

Acogida fuerte Duguit Acogida débil Duguit Senadores Cámara - Diego Luis Córdoba

Senado - Timoleón Moncada - Caicedo Castillo (influenciados por Tascón)

Cámara - Lleras Restrepo

Senado - Carlos Lozano (critica las consecuencias prácticas)

- José de la Vega - Teófilo Quintero de Fex, Luis Cano: dentro de la utilidad pública está el interés social - Posteriormente, Samper Sordo repetiría el mismo argumento

Fuente: Realización propia

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4. La Ley 200 de 1936 en el contexto de la función social de la propiedad El debate por la adjudicación del suelo inicia en 193218 con el mensaje de Enrique Olaya Herrera al Congreso, donde se sustenta la necesidad de prevenir focos de malestar social. La situación es descrita por medio de las siguientes palabras: “de manera especial se ha atendido a todo lo concerniente a adjudicación de baldíos, pues se ha reputado que para el colono y campesino reviste grande importancia la adquisición de los títulos de dominio sobre el lote de terreno a que, con su trabajo personal, vincula su vida y el porvenir de su familia”19 (Martínez, 1939a: 6). La utilización económica del suelo fue uno de los derivados de la reforma constitucional de 1936. Para Catalina Botero, se puede sintetizar así porque el incremento de la inversión pública creó una demanda alternativa de fuerza laboral20. Este nuevo contexto hizo deteriorar el régimen de explotación laboral de la hacienda. Por su parte, la expansión del mercado interno generó un aumento en la demanda de productos agropecuarios, evento para el cual la agricultura fue incapaz de dar resultados. La inversión pública hizo posible otro aspecto: la

18 Por iniciativa del Gobierno, el tema de la propiedad rural fue puesto en el escenario del Congreso para la discusión en el discurso presidencial de junio de 1932; consecuentemente, el Gobierno creó, mediante Decreto 956 de mayo 19 de 1933, la Junta para el Estudio de Algunas Cuestiones Sociales y Agrarias. De esta entidad formaron parte el ministro de Hacienda y Crédito Público, Esteban Jaramillo, el ministro de Industria, Francisco José de Chaux, el abogado de la presidencia de la República y el delegado de la junta general de vocales de la oficina del trabajo, Jorge Eliécer Gaitán, entre otros. El decreto enumera las funciones para las cuales operaría la junta y los resultados y plazos que tenía para tal fin. Para las sesiones ordinarias del Congreso, en el periodo de 1933, se presentó al Congreso un proyecto de ley denominado “Sobre dominio y posesión de tierras”, el cual fue sustentado por el ministro de Industria. Estos dos instrumentos se constituyen en referentes de la actividad gubernamental previa a los debates que se presentarían durante el gobierno de López Pumarejo. Los textos del decreto y el proyecto de ley pueden verse en Martínez (1939a). 19 Enrique Olaya Herrera, mensaje al Congreso (junio 27 de 1932). 20 Esta reflexión es uno de los motivos que expone Francisco José de Chaux al Congreso al solicitar la adopción y aprobación del proyecto de ley de tierras en 1933. Véase Martínez (1939a: 52).

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4. La Ley 200 de 1936 en el contexto de la función social de la propiedad El debate por la adjudicación del suelo inicia en 193218 con el mensaje de Enrique Olaya Herrera al Congreso, donde se sustenta la necesidad de prevenir focos de malestar social. La situación es descrita por medio de las siguientes palabras: “de manera especial se ha atendido a todo lo concerniente a adjudicación de baldíos, pues se ha reputado que para el colono y campesino reviste grande importancia la adquisición de los títulos de dominio sobre el lote de terreno a que, con su trabajo personal, vincula su vida y el porvenir de su familia”19 (Martínez, 1939a: 6). La utilización económica del suelo fue uno de los derivados de la reforma constitucional de 1936. Para Catalina Botero, se puede sintetizar así porque el incremento de la inversión pública creó una demanda alternativa de fuerza laboral20. Este nuevo contexto hizo deteriorar el régimen de explotación laboral de la hacienda. Por su parte, la expansión del mercado interno generó un aumento en la demanda de productos agropecuarios, evento para el cual la agricultura fue incapaz de dar resultados. La inversión pública hizo posible otro aspecto: la

18 Por iniciativa del Gobierno, el tema de la propiedad rural fue puesto en el escenario del Congreso para la discusión en el discurso presidencial de junio de 1932; consecuentemente, el Gobierno creó, mediante Decreto 956 de mayo 19 de 1933, la Junta para el Estudio de Algunas Cuestiones Sociales y Agrarias. De esta entidad formaron parte el ministro de Hacienda y Crédito Público, Esteban Jaramillo, el ministro de Industria, Francisco José de Chaux, el abogado de la presidencia de la República y el delegado de la junta general de vocales de la oficina del trabajo, Jorge Eliécer Gaitán, entre otros. El decreto enumera las funciones para las cuales operaría la junta y los resultados y plazos que tenía para tal fin. Para las sesiones ordinarias del Congreso, en el periodo de 1933, se presentó al Congreso un proyecto de ley denominado “Sobre dominio y posesión de tierras”, el cual fue sustentado por el ministro de Industria. Estos dos instrumentos se constituyen en referentes de la actividad gubernamental previa a los debates que se presentarían durante el gobierno de López Pumarejo. Los textos del decreto y el proyecto de ley pueden verse en Martínez (1939a). 19 Enrique Olaya Herrera, mensaje al Congreso (junio 27 de 1932). 20 Esta reflexión es uno de los motivos que expone Francisco José de Chaux al Congreso al solicitar la adopción y aprobación del proyecto de ley de tierras en 1933. Véase Martínez (1939a: 52).

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valorización de la tierra. En efecto, la construcción de vías de comunicación, como ferrocarriles, carreteras y caminos, logró conectar algunas regiones con los centros de consumo (Botero, 1996: 16). A la par que se debatía la conveniencia del uso económico de la tierra, se produjo un interesante debate sobre la democratización del uso del suelo y la conveniencia de reestructurar el régimen de propiedad. En este sentido, se pretendió fomentar la pequeña propiedad y vincular a la gran propiedad con la experiencia del desarrollo industrial. El momento es descrito por Jesús Antonio Bejarano, quien resalta los aspectos ya mencionados del proyecto de intervención estatal21. Con todo lo anterior, el Gobierno intentó regular la adjudicación y el uso del suelo limitando a mil el número de hectáreas que era posible adjudicar y condicionando además la destinación del recurso al uso agrícola. Sin embargo, este intervencionismo, antes que contribuir a democratizar la propiedad, produjo tensiones por la discusión de la propiedad jurídica de la tierra y tuvo como gran inconveniente que no contó con recursos para financiar a los nuevos propietarios. Los temas que se abordan como precedentes a la aprobación del régimen de tierras de propiedad del Estado estarían fijados en aspectos como la resolución de los títulos de adjudicación, los conflictos entre colonos y propietarios y la función económica de la propiedad. Finalmente, con la aprobación de la Ley 200 de 1936, se regularía la adjudicación de tierras, sin que esto significara la prevención de los conflictos que temía Olaya.

21 Bejarano sostiene: “La naciente burguesía industrial y sus más lúcidos representantes comprendían bien que un régimen así constituido implicaba, por una parte, la movilización de capitales en una inversión que no tenía por efecto la transformación capitalista del campo, sino una concentración económicamente inútil de la propiedad; por otra, que las mejores tierras, aquellas situadas en las áreas vitales, se desperdiciaban económicamente, mientras que las peores se utilizaban intensivamente; comprendían también cómo la naturaleza de las relaciones de trabajo imperantes en el campo impedían que los trabajadores se integraran (con su trabajo o con su producto) a la espera de circulación monetaria, restringiendo con ello el espacio propio de comercio” (Bejarano, 1978: 42-43).

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En 1933, Olaya describió el problema por la propiedad con la siguiente oscilación: “grandes propietarios con títulos legítimos pero con tierras sin uso que han sido ocupadas por colonos y territorios privados que han avanzado sobre la propiedad pública y que constituyen baldíos ilegítimamente ocupados. Esta situación debe resolverse con una legislación que sea coherente con el “concepto de función social de la propiedad” (Martínez, 1939a: 9). En el conflicto por terrenos baldíos entre colonos y propietarios, se presenta un inconveniente adicional frente a la posibilidad de adjudicación, relacionado con la inexistencia de infraestructura y la localización de los terrenos. Pareciera como si tras la adjudicación se pretendiera no sólo dotar de propiedad al campesino, sino hacerlo en función de una relación de producción y consumo. Refiere al respecto Olaya: “teóricamente y en realidad en parte, el problema (por la tierra) puede solucionarse dando a los trabajadores parcelas de baldíos, pero ocurre que en pocas regiones las tierras nacionales se encuentran comercialmente bien localizadas, ya por falta de vías de comunicación, ya por excesiva distancia a los centros de consumo” (Martínez, 1939a: 9). El argumento del presidente Olaya contiene dos aspectos importantes: por un lado, la nueva teoría del derecho social y, por otro, la posibilidad de que, frente a la inexistencia del reconocimiento del trabajo particular sobre los baldíos, la situación de riesgo ante la propiedad podría ser real y violenta. Quizá por esta razón se incentivó la revisión de tierras para verificar quién y a qué se dedicaban las tierras destinadas a la adjudicación. Tras esta idea, la noción de propiedad-función tiende a legitimar la intervención estatal. Una mirada al debate del proyecto de ley sobre dominio y posesión de tierras deja ver que la Junta para el Estudio de Algunas Cuestiones Sociales y Agrarias diagnostica al país como un “pueblo agrícola y pastor”, cuyas actividades principales de agricultura, ganadería y minería están ligadas a la explotación del suelo. Un aspecto a tener en cuenta en el discurso del representante Chaux es que pareciera justificar la tenencia de baldíos por la población indígena en las formas de producción y en su vinculación con la tierra, a la cual Chaux considera

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En 1933, Olaya describió el problema por la propiedad con la siguiente oscilación: “grandes propietarios con títulos legítimos pero con tierras sin uso que han sido ocupadas por colonos y territorios privados que han avanzado sobre la propiedad pública y que constituyen baldíos ilegítimamente ocupados. Esta situación debe resolverse con una legislación que sea coherente con el “concepto de función social de la propiedad” (Martínez, 1939a: 9). En el conflicto por terrenos baldíos entre colonos y propietarios, se presenta un inconveniente adicional frente a la posibilidad de adjudicación, relacionado con la inexistencia de infraestructura y la localización de los terrenos. Pareciera como si tras la adjudicación se pretendiera no sólo dotar de propiedad al campesino, sino hacerlo en función de una relación de producción y consumo. Refiere al respecto Olaya: “teóricamente y en realidad en parte, el problema (por la tierra) puede solucionarse dando a los trabajadores parcelas de baldíos, pero ocurre que en pocas regiones las tierras nacionales se encuentran comercialmente bien localizadas, ya por falta de vías de comunicación, ya por excesiva distancia a los centros de consumo” (Martínez, 1939a: 9). El argumento del presidente Olaya contiene dos aspectos importantes: por un lado, la nueva teoría del derecho social y, por otro, la posibilidad de que, frente a la inexistencia del reconocimiento del trabajo particular sobre los baldíos, la situación de riesgo ante la propiedad podría ser real y violenta. Quizá por esta razón se incentivó la revisión de tierras para verificar quién y a qué se dedicaban las tierras destinadas a la adjudicación. Tras esta idea, la noción de propiedad-función tiende a legitimar la intervención estatal. Una mirada al debate del proyecto de ley sobre dominio y posesión de tierras deja ver que la Junta para el Estudio de Algunas Cuestiones Sociales y Agrarias diagnostica al país como un “pueblo agrícola y pastor”, cuyas actividades principales de agricultura, ganadería y minería están ligadas a la explotación del suelo. Un aspecto a tener en cuenta en el discurso del representante Chaux es que pareciera justificar la tenencia de baldíos por la población indígena en las formas de producción y en su vinculación con la tierra, a la cual Chaux considera

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propia de esta población, a la que no la movía el espíritu de acumulación, sino la mera sobrevivencia. Este diagnóstico social, acerca de la producción y de la comprensión del uso del suelo, llevó a justificar la existencia de las dos formas de tener la propiedad: el título justo o el trabajo sobre la tierra (Martínez, 1939a: 51 y ss.). El pronunciamiento de Olaya Herrera y la Junta de Asuntos de Tierras sobre el tema de propiedad de baldíos no tuvo mayor incidencia sobre la situación real del manejo del suelo y de la titulación de la propiedad. Sin embargo, es el punto de partida para una posición de intervencionismo y recepción de la teoría de la función social de la propiedad, que se estima ligada a la doctrina partidaria liberal y será mantenida durante el periodo de Alfonso López Pumarejo. En efecto, el discurso de Alfonso López Pumarejo22 sobre la reforma a la propiedad retoma como política de gobierno la necesidad de definir el tema de la adjudicación de tierras y especialmente la titulación. El programa de gobierno parte de aceptar que todo aquel que tenga tierras y las reclame como suyas debe ser presumido propietario o en su defecto llevado a litigio ante los jueces. La función de la propiedad sería evaluada para definir la adjudicación. López advierte también de la posibilidad de una tensión social que pondría en riesgo el régimen de propiedad (Martínez, 1939a: 15). En cuanto a la propiedad, asegura que tiene una función social. En el discurso presidencial al Congreso en 1935, el presidente Alfonso López dijo: “la propiedad, tal como la entiende el gobierno no se basa únicamente en el título inscrito sino que tiene también su fundamento en la función social que desempeña, y la posesión consiste en la explotación económica de la tierra por medio de hechos positivos de aquellos a que sólo da derecho el dominio, como la plantación o sementera, la ocupación con ganados, la construcción de edificios, los cercamientos y otros de igual significación” (Martínez, 1939a: 15). Más adelante, agrega: “La tierra debe adquirirse en un país como el nuestro por dos títulos, cuya extensión y limites fije la ley: el trabajo y la

22 Alfonso López Pumarejo, discurso ante el Congreso (julio 24 de 1935).

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escritura pública, sin que esta última dé derecho inmortal a la posesión de tierras incultas” (Martínez, 1939a: 15). Al igual que en el gobierno de Olaya Herrera, se constituyó una Junta de Cuestiones Sociales y Agrarias, que estuvo conformada por los ministros de Gobierno e Industrias y Trabajo, por Eduardo Zuleta Ángel, por Antonio Rocha, por magistrados de la Corte Suprema de Justica, por Alfonso López y por Guillermo Amaya Ramírez. Esta junta produjo su propio proyecto de ley de tierras y lo sometió a consideración del Congreso, reconoció el aporte de los estudios realizados por la junta convocada en 1933 y propuso su propio texto de justificación, el cual fue expuesto por el ministro de Gobierno, Darío Echandía. Echandía23 acogió el diagnóstico de la junta de 1933 sobre la existencia de un “pueblo agrícola y pastoril”. Dijo que, pese a la vinculación estrecha entre el campesino y la tierra, el Congreso debería definir no sólo el problema de la titulación, sino las posibilidades de explotación del suelo. Por otra parte, debía darse solución al problema de la acumulación de tierra por pocos propietarios y el aprovechamiento de la misma. Para el proyecto, en palabras del ministro, se debía proteger el aprovechamiento de la tierra, el trabajo, contra formalismos como las inscripciones de posesión o las escrituraciones falsas (Martínez, 1939a: 138). En el discurso ante el Congreso, Echandía propuso una nueva comprensión del derecho de propiedad, en este sentido: “El gobierno ha considerado que si se adopta un concepto nuevo de propiedad en el sentido de subordinar la existencia de ella a su explotación económica se tiene en cuenta la realidad nacional […]” (Martínez, 1939a: 145-151). En efecto, a instancias de la Cámara, en revisión para debate se aceptó la idea de subordinar la propiedad a la explotación económica. El informe sostuvo que este es el aspecto más interesante del proyecto que ya ha modificado, y afirmó: “lo más interesante del proyecto consiste en

23 En la exposición de motivos del proyecto de ley de tierras (Ley 200 de 1936).

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escritura pública, sin que esta última dé derecho inmortal a la posesión de tierras incultas” (Martínez, 1939a: 15). Al igual que en el gobierno de Olaya Herrera, se constituyó una Junta de Cuestiones Sociales y Agrarias, que estuvo conformada por los ministros de Gobierno e Industrias y Trabajo, por Eduardo Zuleta Ángel, por Antonio Rocha, por magistrados de la Corte Suprema de Justica, por Alfonso López y por Guillermo Amaya Ramírez. Esta junta produjo su propio proyecto de ley de tierras y lo sometió a consideración del Congreso, reconoció el aporte de los estudios realizados por la junta convocada en 1933 y propuso su propio texto de justificación, el cual fue expuesto por el ministro de Gobierno, Darío Echandía. Echandía23 acogió el diagnóstico de la junta de 1933 sobre la existencia de un “pueblo agrícola y pastoril”. Dijo que, pese a la vinculación estrecha entre el campesino y la tierra, el Congreso debería definir no sólo el problema de la titulación, sino las posibilidades de explotación del suelo. Por otra parte, debía darse solución al problema de la acumulación de tierra por pocos propietarios y el aprovechamiento de la misma. Para el proyecto, en palabras del ministro, se debía proteger el aprovechamiento de la tierra, el trabajo, contra formalismos como las inscripciones de posesión o las escrituraciones falsas (Martínez, 1939a: 138). En el discurso ante el Congreso, Echandía propuso una nueva comprensión del derecho de propiedad, en este sentido: “El gobierno ha considerado que si se adopta un concepto nuevo de propiedad en el sentido de subordinar la existencia de ella a su explotación económica se tiene en cuenta la realidad nacional […]” (Martínez, 1939a: 145-151). En efecto, a instancias de la Cámara, en revisión para debate se aceptó la idea de subordinar la propiedad a la explotación económica. El informe sostuvo que este es el aspecto más interesante del proyecto que ya ha modificado, y afirmó: “lo más interesante del proyecto consiste en

23 En la exposición de motivos del proyecto de ley de tierras (Ley 200 de 1936).

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la subordinación de la subsistencia de la propiedad privada de la tierra al trabajo que con ésa se ejecute” (Martínez, 1939a: 145). 5. El debate al proyecto de la Ley 200 de 1936 Como se reseñó en el acápite anterior, para la comisión de estudio del proyecto de ley de régimen de tierras, el aspecto más importante del proyecto era la subordinación de la propiedad a la explotación económica de la misma. En esta parte del artículo, se describirán los debates que se produjeron en torno a este tema. Se pretende, además, analizarlos siguiendo la postura de cada parlamentario según su ubicación o posición a favor, en contra o ambivalente ante la propuesta. Dentro de las posiciones favorables, Eduardo Zuleta Ángel24 acudió a la Cámara en su condición de magistrado de la Corte Suprema y expuso que para esa corporación es de vital importancia la aprobación de la ley bajo el argumento de que la “extinción del derecho de propiedad por el abandono de ella, si bien es cierto que no está consignado en la legislación europea, no es menos cierto que el principio responde maravillosamente a las ideas de la ciencia jurídica contemporánea sobre propiedad, y no hace, en realidad de verdad, otra cosa que trasladar a la legislación ese sentido que no siendo precisamente comunista, ni bolchevique, sino lisa y llanamente científica, de que la propiedad no es un derecho absoluto, y que el propietario tiene obligaciones sociales, ya que no pueden ser vulnerados los intereses de la sociedad merced a la cual se creó y vive ese derecho” (Martínez, 1939a: 166). Las reflexiones sobre el uso de la propiedad conducen a considerar el escenario de la no explotación económica por razones de utilidad individual y la interferencia del Estado. Esta intervención debía interpretarse como parte del propósito general de desarrollo económico y como resultado de la regulación económica. El senador Sarmiento Alarcón lo expresó en el debate del 13 de agosto de 1936 de la siguiente manera: “Dentro de la nueva orientación constitucional de la economía dirigida, puede presentarse la situación de que al Estado sobrevenga una superproducción de cualquier artículo. Y entonces se presenta esto: que

24 Exposición del magistrado Zuleta Ángel (20 de diciembre de 1935).

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no es un hecho positivo que quien se someta a la regulación económica pierda su tierra porque no se somete al hecho positivo consistente en la explotación económica del suelo, por medio de hechos positivos” (Martínez, 1939a: 1968). La discusión tuvo como elemento importante los efectos sobre los derechos de los propietarios y la forma como estos podrían oponerse al hecho de la explotación económica por los ocupantes. Esta tensión fue el tema de debate de la sesión del 3 de septiembre de 1933. Adicionalmente, se exploraron las eventualidades de oponibilidad a la resolución de las adjudicaciones y la forma en que los propietarios deberían proteger jurídicamente la propiedad. Es interesante observar que los términos de prescripción ocuparon un lugar determinante en la circulación de la propiedad y en la opción de retorno al patrimonio del Estado del suelo no explotado. La oposición de títulos y la inscripción de mejoras se presentan en los debates como la primera forma de oposición a la función económica de la propiedad (Martínez, 1939b: 16). No obstante, hay una gran insistencia para que la relación entre propietario y titulación sea intervenida por los jueces agrarios que se crearían como un tipo de justicia especializada para dirimir estos conflictos. El representante Latorre25 expuso la situación de la siguiente manera:

El artículo 7 como está aprobado, establece la regla de que la Resolución Administrativa que declare la prescripción extintiva de la propiedad, por el abandono de diez años, produzca todos los efectos antes de que la cuestión se decida ante el Poder Judicial. En general toda resolución administrativa es susceptible de ser acusada ante ese poder, entendiéndose que mientras el juicio perdure, la resolución administrativa está en suspenso […]. Si la Resolución Administrativa produce sus efectos, naturalmente se abre la puerta para que cualquiera ocupe con pleno derecho esa tierra ya baldía, y si dentro de los seis meses siguientes el antiguo

25 Intervención del representante Latorre del 4 de septiembre de 1936 (Martínez, 1939b: 18).

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no es un hecho positivo que quien se someta a la regulación económica pierda su tierra porque no se somete al hecho positivo consistente en la explotación económica del suelo, por medio de hechos positivos” (Martínez, 1939a: 1968). La discusión tuvo como elemento importante los efectos sobre los derechos de los propietarios y la forma como estos podrían oponerse al hecho de la explotación económica por los ocupantes. Esta tensión fue el tema de debate de la sesión del 3 de septiembre de 1933. Adicionalmente, se exploraron las eventualidades de oponibilidad a la resolución de las adjudicaciones y la forma en que los propietarios deberían proteger jurídicamente la propiedad. Es interesante observar que los términos de prescripción ocuparon un lugar determinante en la circulación de la propiedad y en la opción de retorno al patrimonio del Estado del suelo no explotado. La oposición de títulos y la inscripción de mejoras se presentan en los debates como la primera forma de oposición a la función económica de la propiedad (Martínez, 1939b: 16). No obstante, hay una gran insistencia para que la relación entre propietario y titulación sea intervenida por los jueces agrarios que se crearían como un tipo de justicia especializada para dirimir estos conflictos. El representante Latorre25 expuso la situación de la siguiente manera:

El artículo 7 como está aprobado, establece la regla de que la Resolución Administrativa que declare la prescripción extintiva de la propiedad, por el abandono de diez años, produzca todos los efectos antes de que la cuestión se decida ante el Poder Judicial. En general toda resolución administrativa es susceptible de ser acusada ante ese poder, entendiéndose que mientras el juicio perdure, la resolución administrativa está en suspenso […]. Si la Resolución Administrativa produce sus efectos, naturalmente se abre la puerta para que cualquiera ocupe con pleno derecho esa tierra ya baldía, y si dentro de los seis meses siguientes el antiguo

25 Intervención del representante Latorre del 4 de septiembre de 1936 (Martínez, 1939b: 18).

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propietario provoca el pleito ante el Poder Judicial y lo gana, ¿en qué situación queda el gobierno? […]. (Martínez, 1939b: 18)

En su intervención, Francisco José de Chaux26 dijo que la distribución de tierras se debía manejar así: “El problema solo se resuelve con tierra situadas económicamente en relación con la realidad actual de los mercados nacionales, de manera que la solución tiene dos aspectos: primero, fomento al trabajo en las tierras cuya actual situación es efectivamente comercial, y segundo, comercialización metódica de las tierras que hoy no tienen condiciones favorables para el trabajo, lo cual se va obteniendo, entre otras medidas, con las vías de comunicación, la colonización y el fomento de empresas industriales” (Martínez, 1939b: 20). Las discusiones entre el 21 de agosto de 1933 y el 6 de septiembre del mismo año estuvieron influenciadas por el debate acerca del uso adecuado o necesario que el presunto dueño particular podría o debería dar al suelo. Estos debates señalan la importancia de la discusión acerca de la función económica de la propiedad y la desconfianza que expresaba el legislador en dejar a los jueces agrarios la interpretación de la ley. Este punto del debate conduce a pensar que serían los jueces agrarios quienes en realidad irían a decidir los alcances de la ley. Sin embargo, dichos jueces nunca fueron implementados y fue la Sala de Casación Civil y Agraria la que se encargó de estos temas. Ahora bien, dentro de las posiciones en contra, se argumentó que las normas del proyecto pasaban a legalizar la anarquía y a atropellar los derechos legítimamente adquiridos a fuerza de trabajo y desvelo de muchos años. El senador Rodríguez Moya, del departamento de Antioquia, miembro del Partido Liberal, expuso su posición sobre el proyecto y la fuente conceptual que lo inspiraba, afirmando que se trataba de un atentado contra el liberalismo, un experimento peligroso. En el debate del 20 de noviembre de 1936, aseguró que votaría negativamente el artículo 6 del proyecto, aun cuando estaba de acuerdo

26 Exposición de Francisco José de Chaux sobre la ley de tierras.

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con la idea de reglamentar el uso del suelo. Dijo el senador: “El término función social de la propiedad en lugar de ser interpretado como lo entiende el liberalismo, en el sentido de que el ejercicio del dominio privado apareja cargas sociales, más o menos grandes, sin ser eliminado, se entiende por los sostenedores del proyecto como la desaparición del derecho, y sustitución por un deber, en cuyo cumplimiento tiene el ciudadano el amparo de los poderes del Estado, en la medida en que lo cumpla, según una teoría anticuada e impracticable, dentro de la democracia de Augusto Comte y León Duguit” (Martínez, 1939b: 220). En el debate del 25 de noviembre de 193627, las posturas reafirmaron la existencia de tres teorías trasnacionales sobre el concepto de propiedad: la de Duguit, la de Weimar y la de la URSS. La oposición argumentaba en la discusión que “la fórmula de Weimar, de que la propiedad es una función social que implica obligaciones es inferior a la del señor Caro, la cual resulta más simple, mas concisa, más clara, y explica, en forma magistral, lo que es la función social, que no consiste en otra cosa sino en que el interés privado ceda al interés público en caso de conflicto entre uno y otra. […] Todas estas fórmulas y la del Código Civil ruso, que dicen que no se protegen los derechos sino en cuanto su uso no sea antisocial, son todas equivalentes” (Martínez, 1936b: 277). La tesis que se buscaba proponer en el debate de esta sesión estuvo orientada a sustentar que, tras la noción de función social, se pretendía socializar la propiedad de la misma forma que se quería en Rusia. Sin embargo, el ministro Echandía precisó que la diferencia entre la propiedad función y la propiedad socializada radicaba esencialmente en que al socializar se entregaba al pueblo, y al exigir de ella una función económica se revertía la propiedad al Estado para asignarla a una función de producción, a la explotación económica, y que esto era diferente de la socialización. Las reflexiones del ministro, así como el debate de la fecha citada, condujeron a retornar a la reforma constitucional y la discusión sobre la garantía de la propiedad privada y de la indemnización previa a la

27 Sesión del 3 de diciembre de 1936.

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con la idea de reglamentar el uso del suelo. Dijo el senador: “El término función social de la propiedad en lugar de ser interpretado como lo entiende el liberalismo, en el sentido de que el ejercicio del dominio privado apareja cargas sociales, más o menos grandes, sin ser eliminado, se entiende por los sostenedores del proyecto como la desaparición del derecho, y sustitución por un deber, en cuyo cumplimiento tiene el ciudadano el amparo de los poderes del Estado, en la medida en que lo cumpla, según una teoría anticuada e impracticable, dentro de la democracia de Augusto Comte y León Duguit” (Martínez, 1939b: 220). En el debate del 25 de noviembre de 193627, las posturas reafirmaron la existencia de tres teorías trasnacionales sobre el concepto de propiedad: la de Duguit, la de Weimar y la de la URSS. La oposición argumentaba en la discusión que “la fórmula de Weimar, de que la propiedad es una función social que implica obligaciones es inferior a la del señor Caro, la cual resulta más simple, mas concisa, más clara, y explica, en forma magistral, lo que es la función social, que no consiste en otra cosa sino en que el interés privado ceda al interés público en caso de conflicto entre uno y otra. […] Todas estas fórmulas y la del Código Civil ruso, que dicen que no se protegen los derechos sino en cuanto su uso no sea antisocial, son todas equivalentes” (Martínez, 1936b: 277). La tesis que se buscaba proponer en el debate de esta sesión estuvo orientada a sustentar que, tras la noción de función social, se pretendía socializar la propiedad de la misma forma que se quería en Rusia. Sin embargo, el ministro Echandía precisó que la diferencia entre la propiedad función y la propiedad socializada radicaba esencialmente en que al socializar se entregaba al pueblo, y al exigir de ella una función económica se revertía la propiedad al Estado para asignarla a una función de producción, a la explotación económica, y que esto era diferente de la socialización. Las reflexiones del ministro, así como el debate de la fecha citada, condujeron a retornar a la reforma constitucional y la discusión sobre la garantía de la propiedad privada y de la indemnización previa a la

27 Sesión del 3 de diciembre de 1936.

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expropiación. En este punto, el concepto de equidad presentó una salida que condujo a las soluciones en materia de expropiación hacia las decisiones judiciales y ante todo a resaltar que la propiedad no quedó abolida como derecho individual en la reforma constitucional de 1936. Para el ministro Echandía, el proyecto de ley no era socialista, ni pretendía dar solución al problema de la distribución de la tierra, sino iniciar el proceso de liberalización del campo mediante la utilización de la tierra como medio de producción para el propietario (Martínez, 1939b: 227). Insistiría el ministro citado28 en que el proyecto era liberal y no socialista, como lo habían sostenido algunos parlamentarios: “El proyecto es liberal y menos que liberal, pues en otras partes el liberalismo ha ido más lejos; en Europa, por ejemplo, a raíz de la guerra, la reforma agraria se hizo por el procedimiento directo de expropiar el latifundio para repartirlo; y fue una reforma liberal. Aquí no nos hemos atrevido a tomar ese camino, y por eso hemos tomado un método indirecto, el de la extinción de la propiedad por el no cultivo, procedimiento tardío, demorado y poco científico, que como se verá en el tiempo, no tendrá eficacia. […] [C]on este proyecto no se va a hacer una reforma a fondo; una reforma agraria supone ante todo dos cosas: una nueva distribución de la propiedad y una explotación técnica de la tierra” (Martínez, 1939b: 227). La Ley 200 de 1936 se aprobó finalmente el 30 de diciembre de 1936. Figuró como apéndice el artículo 10 del Acto Legislativo 01 de 1936, que estableció la función social de la propiedad. 6. La función social de la propiedad en el derecho privado (1936-1940) Como se indicó en los acápites anteriores, la función social de la propiedad pudo ser introducida en el derecho público por medio de la Ley 200 de 1936 y por la reforma que en el mismo año se hizo a la Constitución de 1886. El programa de la revolución en marcha,

28 Debate del 3 de diciembre de 1936.

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propuesto por Alfonso López Pumarejo, también permitiría en el campo del derecho privado un cambio con las sentencias de la Corte Suprema de 1936. Sin embargo, su influencia sería opacada por las corrientes tradicionales, que no permitieron el cambio. En el caso del derecho privado, la “Corte de Oro” sería activa en materia de propiedad, y empezaría a consagrar principios como el de la buena fe exenta de culpa, el abuso del derecho, el enriquecimiento sin causa y la teoría de la imprevisión. Estos principios, como bien lo señala Diego López (2004: 291), son extraídos de las ciencias sociales y de la recepción de autores franceses como Gény y Josserand. En efecto, la Corte de Oro logró trasplantar a nuestro derecho local aquellos principios, y produjo de ese modo una jurisprudencia más progresiva de la que hasta ese entonces se tenía. Así, en una sentencia de Eduardo Zuleta Ángel, se empezaron a desplegar sobre el punto de la buena fe exenta de culpa rasgos de la influencia de Gény y de “lo social”: “El derecho no está encerrado dentro de la legalidad; alrededor de la regla formal, alrededor del derecho escrito, vive y hierve todo un mundo de principios, de directivas, standars, en los cuales distingue muy justamente Hauriou los principios constitucionales del comercio jurídico y como una especie de superlegalidad” (Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Civil, M. P. Zuleta Ángel, 1936). Bajo estas concepciones, se empezaría a construir un derecho vivo, basado en principios, que iría más allá de la simple exégesis de la norma. En la misma sentencia, Zuleta ya citaba las reglas mencionadas de buena fe y abuso del derecho como reglas que, a pesar de no encontrarse en las leyes, iban más allá de las mismas, estando incluso el mismo legislador sometido a ellas. Las sentencias de Zuleta empezaron incluso a desarrollar a fondo reglas como el abuso del derecho. En las cláusulas de los contratos, por ejemplo, se haría la distinción entre cláusulas principales y accesorias, y se predicaría el carácter abusivo de las segundas y no de las primeras, pues las primeras eran ley para las partes y tenían condición de igualdad, mientras que las segundas eran las fijadas en este caso por una de las partes, y por eso debían ser sometidas

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propuesto por Alfonso López Pumarejo, también permitiría en el campo del derecho privado un cambio con las sentencias de la Corte Suprema de 1936. Sin embargo, su influencia sería opacada por las corrientes tradicionales, que no permitieron el cambio. En el caso del derecho privado, la “Corte de Oro” sería activa en materia de propiedad, y empezaría a consagrar principios como el de la buena fe exenta de culpa, el abuso del derecho, el enriquecimiento sin causa y la teoría de la imprevisión. Estos principios, como bien lo señala Diego López (2004: 291), son extraídos de las ciencias sociales y de la recepción de autores franceses como Gény y Josserand. En efecto, la Corte de Oro logró trasplantar a nuestro derecho local aquellos principios, y produjo de ese modo una jurisprudencia más progresiva de la que hasta ese entonces se tenía. Así, en una sentencia de Eduardo Zuleta Ángel, se empezaron a desplegar sobre el punto de la buena fe exenta de culpa rasgos de la influencia de Gény y de “lo social”: “El derecho no está encerrado dentro de la legalidad; alrededor de la regla formal, alrededor del derecho escrito, vive y hierve todo un mundo de principios, de directivas, standars, en los cuales distingue muy justamente Hauriou los principios constitucionales del comercio jurídico y como una especie de superlegalidad” (Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Civil, M. P. Zuleta Ángel, 1936). Bajo estas concepciones, se empezaría a construir un derecho vivo, basado en principios, que iría más allá de la simple exégesis de la norma. En la misma sentencia, Zuleta ya citaba las reglas mencionadas de buena fe y abuso del derecho como reglas que, a pesar de no encontrarse en las leyes, iban más allá de las mismas, estando incluso el mismo legislador sometido a ellas. Las sentencias de Zuleta empezaron incluso a desarrollar a fondo reglas como el abuso del derecho. En las cláusulas de los contratos, por ejemplo, se haría la distinción entre cláusulas principales y accesorias, y se predicaría el carácter abusivo de las segundas y no de las primeras, pues las primeras eran ley para las partes y tenían condición de igualdad, mientras que las segundas eran las fijadas en este caso por una de las partes, y por eso debían ser sometidas

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a interpretación (Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Civil, M. P. Zuleta Ángel, 1936). La sentencia fue muy rica pues se hablaba ya de contratos de adhesión, y, como señala Ernesto Rengifo (2004: 307), “[l]a Corte Suprema, pues, a pesar de que el Código Civil no se ocupó de los contratos de adhesión ya que estos surgieron como resultado de las transformaciones económicas y sociales realizadas después de su expedición, encontró, como medio de protección […] la regla de interpretación contractual”. Dicha interpretación se basaba en que la persona que expedía la cláusula soportaba al momento de un pleito una carga en contra de sus intereses por ser la parte fuerte del contrato. Ahora bien, en materia de propiedad, en 1938 la corte acogería presupuestos del jurista Josserand, adoptando el criterio funcional y relativo del derecho. El caso que se le presentó a la corte se trata de un municipio que debía pagar una indemnización con base en una expropiación que el mismo había llevado a cabo. Sin embargo, el fin que se pretendía —de higiene a terrenos expropiados— no se pudo cumplir a cabalidad, pues los gastos se le escaparon del presupuesto. Mientras las primeras instancias invocaban condiciones procesales y probatorias, la corte cambió el criterio al argumentar que el daño se dio por una imprudencia no intencionada del municipio, es decir, que la prudencia que mantuvo el municipio le bastó para que no hubiera lugar a la indemnización (Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Civil, M. P. Tapias Pilonieta, 1938). Es interesante observar cómo las ideas de Josserand y Gény pudieron tener impacto en la jurisprudencia de 1936 a 1940 mediante presupuestos finalistas que estaban presentes en las sentencias de la Corte de Oro. Así, por ejemplo, el método finalista buscaba observar la función social que debería tener el derecho. Sobre el abuso del derecho, Ricardo Hinestrosa expresaba: “Atendiendo al modo de producirse y a sus consecuencias […]. Si se opta por el criterio de subjetividad, es la intención de dañar en donde puede encontrarse. Si se da prevalencia al criterio objetivo, es la anormalidad de este ejercicio el que lo determina” (Corte Suprema de Justicia, Sala de Casación Civil, M. P. Ricardo Hinestrosa, 1939).

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En efecto, como lo señala Diego López (2004: 327-328), la nueva jurisprudencia de la Corte Suprema daría paso a una serie de principios como los mencionados arriba para tratar de limitar el derecho de propiedad absoluto, que hasta ese momento se difundía en la conciencia de los abogados colombianos. En este sentido, el presidente López Pumarejo atacaría dos frentes en su intento por buscar la reforma en marcha. Primero, en el derecho público, con la reforma de 1936 y la Ley 200 del mismo año, de las cuales ya se hizo el recuento. Segundo, en el campo del derecho privado, con el nombramiento de magistrados como Zuleta Ángel, que abrían la oportunidad para que la conciencia jurídica cambiara en materia de propiedad, también en el ámbito privado. Se puede apreciar que, en el período de 1936 a 1940, la Corte Suprema intentó seguir el cambio que en ese momento experimentaba el derecho público. En este contexto, mientras en el derecho público los debates acerca de la propiedad daban muestra de los ideales de Duguit y el concepto de la función social, en el derecho privado posturas como las de Gény y Josserand, incorporadas en las sentencias de la Corte de Oro, buscaban incidir en este ámbito para producir cambios y frenos en la forma de concebir el derecho de propiedad, y así imponer principios como la funcionalidad del derecho y el abuso del mismo. Lastimosamente, el gran cambio que se buscó en el derecho privado fue fallido, ya que las reformas que se le querían hacer al código fueron opacadas por los supuestos de los juristas del pensamiento legal clásico, que, ante el intento fracasado de cambio que los reformistas del momento le querían hacer al Código Civil y la interpretación de la Ley 153 de 1887, se apoderaron nuevamente de la forma local en la que se pensaba el derecho. Así, el argumento de los reformistas de que las nuevas doctrinas ya se encontraban en el interior del sistema, junto con el fracaso de reforma al Código Civil, dio paso a que la batalla se perdiera en este campo, con lo cual quedó minada gran parte de la lúcida jurisprudencia de la Corte de Oro (López, 2004: 339). Para finalizar este texto, se podría concluir entonces que, en el período de 1936 a 1940, las nuevas visiones del derecho público lograron

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En efecto, como lo señala Diego López (2004: 327-328), la nueva jurisprudencia de la Corte Suprema daría paso a una serie de principios como los mencionados arriba para tratar de limitar el derecho de propiedad absoluto, que hasta ese momento se difundía en la conciencia de los abogados colombianos. En este sentido, el presidente López Pumarejo atacaría dos frentes en su intento por buscar la reforma en marcha. Primero, en el derecho público, con la reforma de 1936 y la Ley 200 del mismo año, de las cuales ya se hizo el recuento. Segundo, en el campo del derecho privado, con el nombramiento de magistrados como Zuleta Ángel, que abrían la oportunidad para que la conciencia jurídica cambiara en materia de propiedad, también en el ámbito privado. Se puede apreciar que, en el período de 1936 a 1940, la Corte Suprema intentó seguir el cambio que en ese momento experimentaba el derecho público. En este contexto, mientras en el derecho público los debates acerca de la propiedad daban muestra de los ideales de Duguit y el concepto de la función social, en el derecho privado posturas como las de Gény y Josserand, incorporadas en las sentencias de la Corte de Oro, buscaban incidir en este ámbito para producir cambios y frenos en la forma de concebir el derecho de propiedad, y así imponer principios como la funcionalidad del derecho y el abuso del mismo. Lastimosamente, el gran cambio que se buscó en el derecho privado fue fallido, ya que las reformas que se le querían hacer al código fueron opacadas por los supuestos de los juristas del pensamiento legal clásico, que, ante el intento fracasado de cambio que los reformistas del momento le querían hacer al Código Civil y la interpretación de la Ley 153 de 1887, se apoderaron nuevamente de la forma local en la que se pensaba el derecho. Así, el argumento de los reformistas de que las nuevas doctrinas ya se encontraban en el interior del sistema, junto con el fracaso de reforma al Código Civil, dio paso a que la batalla se perdiera en este campo, con lo cual quedó minada gran parte de la lúcida jurisprudencia de la Corte de Oro (López, 2004: 339). Para finalizar este texto, se podría concluir entonces que, en el período de 1936 a 1940, las nuevas visiones del derecho público lograron

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transformar el Estado, además de la visión legalista de los abogados, con la reforma de 1936 y la Ley 200 del mismo año. Sin embargo, en el derecho privado, la transformación se daría únicamente en el periodo ya establecido, como una ráfaga de luz que se perdería después de la década de los cuarenta.

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El arbitraje en equidad

Rodrigo Becerra Toro*

* Abogado de la Universidad del Cauca, profesor de cátedra de la Pontificia Universidad Javeriana Cali, miembro de la Academia Colombiana de Jurisprudencia y autor de varios tratados de derecho, como Curso didáctico sobre bienes y derechos reales, Teoría general del acto jurídico y Fundamentos de filosofía del derecho.

Criterio Jurídico Santiago de Cali V. 10, No. 1 2010-1 pp. 91-113 ISSN 1657-3978

Recibido: 16 de abril de 2010 Aprobado: 1 de junio de 2010

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Resumen En el arbitraje en equidad, el árbitro tiene un papel sentenciador, su conducta procesal es primordialmente investigativa de las causas y orígenes de la relación conflictiva entre las partes. Ante esto, el árbitro obra con discrecionalidad, que es lo que le permite en últimas formarse un juicio de valor fundado en la apreciación racional y ponderada de los hechos. La decisión en equidad exige que el árbitro asuma un papel diferente al de juzgador, caracterizado por la búsqueda de una solución que con recto criterio componga y avenga el estado o la relación jurídica que se presenta entre las partes. Este artículo pretende ahondar en el concepto del arbitraje en equidad y perfilar sus características más relevantes para finalmente exponer su viabilidad y potencialidad ante los conflictos jurídicos o económicos que abundan en nuestra realidad nacional e internacional. Palabras claves Arbitraje, arbitraje en equidad, métodos alternativos de solución de conflictos, justicia. Abstract Arbitration in equity places the arbiter in the role of judge. The arbiter’s procedural conduct is mainly investigative regarding the causes and origins of the conflictive relationship between the parties. The arbiter’s decision is discretionary, and thus permits a value judgment founded upon a rational and pondered appreciation of the facts. A decision in equity demands that the arbiter assume a role different to that of judge, characterized by the search for a solution that with upright criteria repairs and agrees with the state or the legal relationship existing between the parties. This article proposes to examine in greater depth the concept of arbitration in equity and to present its most relevant characteristics in order to suggest its viability and potential in light of the legal and economic conflicts that abound in our national and international reality. Keywords Arbitration, arbitration in equity, alternative dispute resolution techniques, justice.

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Resumen En el arbitraje en equidad, el árbitro tiene un papel sentenciador, su conducta procesal es primordialmente investigativa de las causas y orígenes de la relación conflictiva entre las partes. Ante esto, el árbitro obra con discrecionalidad, que es lo que le permite en últimas formarse un juicio de valor fundado en la apreciación racional y ponderada de los hechos. La decisión en equidad exige que el árbitro asuma un papel diferente al de juzgador, caracterizado por la búsqueda de una solución que con recto criterio componga y avenga el estado o la relación jurídica que se presenta entre las partes. Este artículo pretende ahondar en el concepto del arbitraje en equidad y perfilar sus características más relevantes para finalmente exponer su viabilidad y potencialidad ante los conflictos jurídicos o económicos que abundan en nuestra realidad nacional e internacional. Palabras claves Arbitraje, arbitraje en equidad, métodos alternativos de solución de conflictos, justicia. Abstract Arbitration in equity places the arbiter in the role of judge. The arbiter’s procedural conduct is mainly investigative regarding the causes and origins of the conflictive relationship between the parties. The arbiter’s decision is discretionary, and thus permits a value judgment founded upon a rational and pondered appreciation of the facts. A decision in equity demands that the arbiter assume a role different to that of judge, characterized by the search for a solution that with upright criteria repairs and agrees with the state or the legal relationship existing between the parties. This article proposes to examine in greater depth the concept of arbitration in equity and to present its most relevant characteristics in order to suggest its viability and potential in light of the legal and economic conflicts that abound in our national and international reality. Keywords Arbitration, arbitration in equity, alternative dispute resolution techniques, justice.

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1. Aproximación a la idea

esde los albores de la humanidad, el arbitraje ha permitido que los conflictos sean resueltos en derecho (stricti iuris) o en equidad.

De acuerdo con Cerón y Pizarro (2007), esta última forma no sólo permite indagar acerca del acatamiento o transgresión de la ley, sino también ir más allá de su preceptiva, revelando el espíritu y la intención de las partes tanto al momento de la conflagración como a lo largo del tiempo, la posición que han adoptado en el cumplimiento integral de sus respectivos deberes y responsabilidades y su mayor o menor disposición a que la realización de la justicia inspire la relación jurídica que las vincula. Desde luego, las partes se someten voluntariamente a él. Esta peculiaridad pone de presente que, si bien en el arbitraje en equidad tiene el árbitro un papel sentenciador, su conducta procesal es eminentemente investigativa de las causas y orígenes de la relación conflictiva entre las partes, ante lo cual obra con discrecionalidad, que es lo que le permite en últimas formarse un juicio de valor fundado en la apreciación racional y ponderada que haga de los hechos (Becerra, 2007: 135). Eso ha llevado a que el árbitro pueda encarnar un doble papel y cumpla dos propósitos diferentes: juzgar o establecer los términos equitativos de cierta relación jurídica entre las partes en conflicto. En el primer caso obra como juez (iudex) e imparte justicia, y en el segundo decide en equidad (vir bonus), más allá de la letra de los preceptos del derecho positivo. La decisión en derecho implica que las partes deponen la contienda para que el árbitro la defina según el derecho, y la que se hace en equidad requiere que el árbitro asuma un papel diferente al de juzgador, caracterizado por la búsqueda de una solución que componga y avenga con recto criterio el estado o la relación jurídica que se presenta entre las partes. El arbitraje en equidad conlleva decidir sin sujeción irrestricta a la norma, y con apego a la realización de los fines de la convivencia y la justicia. Con todo, hay legislaciones actuales que no consagran expresamente el arbitraje en equidad (aunque no lo prohíben) y otras en que, por principio, el arbitramento debe ser en equidad (Chillón y Merino, 1991: 580 y ss.). Es tan evidente el carácter de componedor con que interviene el árbitro en el arbitraje en equidad que reiteradamente se ha considerado que su papel es ese, o que una y otra idea son nociones equiparables, lo que

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supone que, al final de cuentas, se trate de un hombre probo, de buena fe y ecuánime (modernamente conocido como un hombre de buena conciencia). Así, el árbitro mejora la aplicación fría y rígida de la ley, no se satisface con la verdad y justicia formales del proceso y llega a conclusiones o definiciones quizás prácticas, realistas y vivenciales, más acordes con la esencia misma del conflicto y las circunstancias de tiempo, modo y lugar en que se genera. Basta ver, al efecto, que la Ley Modelo de UNCITRAL emplea indistintamente los términos árbitro en equidad (ex aequo et bono) y amigable componedor, dado que no hay uniformidad de nombre entre los distintos países que la integran. Pese a lo anterior, se ha dicho por algunos que la decisión en equidad es tomada por el árbitro al abrigo de las disposiciones sustanciales, pero con la facultad de separarse de ellas cuando la conclusión a que llegue exija una definición diferente, al paso que el amigable componedor define la controversia bajo el ideal de la justicia, y con apego al procedimiento legal y a las normas sustantivas. En nuestro medio, el artículo 223 del Decreto 1818 de 1998 pone fin a cualquiera discusión al respecto, porque sienta que el amigable componedor obra como delegado de las partes en conflicto y resuelve con fuerza vinculante, esto es, con valor y mérito de contrato, las controversias que ellas tienen. De esa forma, la ley le da a su pronunciamiento el alcance de transacción, dotada del carácter de cosa juzgada formal y material (ibídem, artículo 224), mientras que el árbitro interviene en ejercicio de función jurisdiccional, ocasional y transitoria, y profiere una sentencia (laudo) con mérito de cosa juzgada. 2. La equidad ante la filosofía del derecho En primer término, debemos decir que el derecho no es perfecto ni completo, de manera que, para suplir esa imperfección o parcialidad, es necesario subsanar la deficiencia con la idea de la equidad. Puede decirse entonces que la equidad es un criterio para realizar la justicia como valor en ciertos casos concretos o particulares, justamente ahí donde la ley es defectuosa o donde presenta un vacío. De alguna manera, la equidad está llamada a completar la justicia, porque, en estricto sentido, el derecho no siempre prevé los casos con real sentido de justicia, y en muchas ocasiones no es capaz de regular todas las situaciones que se presentan en la sociedad.

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supone que, al final de cuentas, se trate de un hombre probo, de buena fe y ecuánime (modernamente conocido como un hombre de buena conciencia). Así, el árbitro mejora la aplicación fría y rígida de la ley, no se satisface con la verdad y justicia formales del proceso y llega a conclusiones o definiciones quizás prácticas, realistas y vivenciales, más acordes con la esencia misma del conflicto y las circunstancias de tiempo, modo y lugar en que se genera. Basta ver, al efecto, que la Ley Modelo de UNCITRAL emplea indistintamente los términos árbitro en equidad (ex aequo et bono) y amigable componedor, dado que no hay uniformidad de nombre entre los distintos países que la integran. Pese a lo anterior, se ha dicho por algunos que la decisión en equidad es tomada por el árbitro al abrigo de las disposiciones sustanciales, pero con la facultad de separarse de ellas cuando la conclusión a que llegue exija una definición diferente, al paso que el amigable componedor define la controversia bajo el ideal de la justicia, y con apego al procedimiento legal y a las normas sustantivas. En nuestro medio, el artículo 223 del Decreto 1818 de 1998 pone fin a cualquiera discusión al respecto, porque sienta que el amigable componedor obra como delegado de las partes en conflicto y resuelve con fuerza vinculante, esto es, con valor y mérito de contrato, las controversias que ellas tienen. De esa forma, la ley le da a su pronunciamiento el alcance de transacción, dotada del carácter de cosa juzgada formal y material (ibídem, artículo 224), mientras que el árbitro interviene en ejercicio de función jurisdiccional, ocasional y transitoria, y profiere una sentencia (laudo) con mérito de cosa juzgada. 2. La equidad ante la filosofía del derecho En primer término, debemos decir que el derecho no es perfecto ni completo, de manera que, para suplir esa imperfección o parcialidad, es necesario subsanar la deficiencia con la idea de la equidad. Puede decirse entonces que la equidad es un criterio para realizar la justicia como valor en ciertos casos concretos o particulares, justamente ahí donde la ley es defectuosa o donde presenta un vacío. De alguna manera, la equidad está llamada a completar la justicia, porque, en estricto sentido, el derecho no siempre prevé los casos con real sentido de justicia, y en muchas ocasiones no es capaz de regular todas las situaciones que se presentan en la sociedad.

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No ha faltado quien piense que la equidad y la justicia son una misma cosa, entre ellos Aristóteles, para quien lo equitativo y lo justo eran iguales. Sin embargo, aunque reconocía que la diferencia entre la justicia y la equidad era que lo equitativo resultaba aún mejor que lo justo, lo cierto es que la equidad está llamada a hacer posible la realización de la justicia al resolver conflictos jurídicos que suelen presentarse con inusitada frecuencia. Para facilitar la comprensión de la idea de equidad, quizá sea necesario hacer primero una precisión. Es la ley la que tiene la misión o el encargo de resolver los conflictos jurídicos a través de la aplicación que el juez haga de ella en cada situación particular normativamente prevista. La ley, a su vez, está compuesta por enunciados generales del comportamiento del hombre en la sociedad política, que se caracterizan por ser de común ocurrencia. Sin embargo, es imposible que la ley —como cuerpo normativo, según dijimos— sea capaz de prever todas las conductas que el sujeto de derecho puede realizar, por razón de la complejidad de las relaciones jurídicas, y tampoco es posible que la ley alcance a prever cada una de las circunstancias particulares que acompañan a dichos comportamientos. De manera que, si se pretendiese resolver tales conflictos —que, como se ha dicho, corresponden a situaciones hipotéticas no previstas en la norma o a situaciones tales que, aun habiendo estado previstas, las circunstancias en que se han desarrollado difieren de las pautas generales consignadas en la ley—, la aplicación del precepto normativo jurídico a aquellas situaciones implicaría un acto de injusticia, y se obtendrían resultados contrarios a los asignados por el legislador. Luego, en tales circunstancias, la aplicación de la norma jurídica no sirve para resolver el conflicto y conseguir la realización de la justicia. Es ahí cuando interviene la equidad, a fin de resolver el conflicto a través de una solución distinta a la prevista en la norma, o para atemperar la norma a la situación excepcional que se presenta. Puede decirse entonces que la equidad es un criterio auxiliador para la realización final de la justicia. Lo grave estriba en que lo equitativo, siendo justo, no es igual que lo justo de la ley, esto es, lo justo según la ley, sino que es una afortunada rectificación de la justicia estrictamente legal (Aristóteles, Moral a Nicómaco).

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Todo parece indicar que la legislación dura e inflexible debe ser suavizada con la intervención de la equidad; cuando el derecho es demasiado estricto y severo, se convierte en una grande y evidente injusticia. Con acierto decía Immanuel Kant que el lema de la equidad es este: El derecho muy estricto es una injusticia muy grande (summum jus, summa injuria). Razón tiene el jurista Luis Alfonso Dorantes Tamayo al afirmar que el derecho estatal no debe, pues, ser inflexible, puesto que no es perfecto, y que, para suplir esa imperfección del legislador, se hace necesaria la equidad del juzgador (Dorantes, 1955: 187). Tan evidente es lo anterior que el propio Aristóteles consideró equitativo al hombre que teniendo el derecho no hacía el uso absoluto y extremado del mismo. Así decía: “[…] es el que no sostiene su derecho con extremado rigor, sino que, por lo contrario cede de él aun cuando tenga en su favor el apoyo de la ley” (Aristóteles, 1972: 137, 138). 2.1. La teoría de Aristóteles sobre la equidad La concepción actual de la equidad se identifica con la idea expuesta por Aristóteles (Ética a Nicómaco, libro V, cap. X). Este pensador parte de sostener que la justicia y la equidad son una misma cosa, pero que la equidad es aún mejor. Lo equitativo no es lo justo en el orden legal, sino una rectificación de la justicia legal; es atemperar la justicia de la ley. La diferencia entre la justicia legal y la equidad se presenta en cuanto la ley siempre se refiere o contiene postulados de tipo general, y en vista de que hay situaciones o comportamientos que no pueden juzgarse a la luz de las disposiciones legales generales. La ley entonces se dedica a resolver las situaciones ordinarias o puramente generales, sin que incida en nada que tenga vacíos o resulte incompleta. El hecho de que la ley contenga vacíos o resulte incompleta, según lo enseña Aristóteles, no significa que la ley sea mala o que el legislador no haya sido precavido, sino que ello se presenta por la naturaleza misma del comportamiento humano (imposible de condensar de forma absoluta en una norma). Por eso, cuando la ley es general, y los casos concretos que se presentan tienen características excepcionales o especiales, la omisión del legislador o su previsión incompleta llevan a que su silencio deba ser corregido, o a que se atempere la norma a los hechos debatidos. Debe entonces el juez obrar como si fuese el legislador, y hacer la ley como si

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Todo parece indicar que la legislación dura e inflexible debe ser suavizada con la intervención de la equidad; cuando el derecho es demasiado estricto y severo, se convierte en una grande y evidente injusticia. Con acierto decía Immanuel Kant que el lema de la equidad es este: El derecho muy estricto es una injusticia muy grande (summum jus, summa injuria). Razón tiene el jurista Luis Alfonso Dorantes Tamayo al afirmar que el derecho estatal no debe, pues, ser inflexible, puesto que no es perfecto, y que, para suplir esa imperfección del legislador, se hace necesaria la equidad del juzgador (Dorantes, 1955: 187). Tan evidente es lo anterior que el propio Aristóteles consideró equitativo al hombre que teniendo el derecho no hacía el uso absoluto y extremado del mismo. Así decía: “[…] es el que no sostiene su derecho con extremado rigor, sino que, por lo contrario cede de él aun cuando tenga en su favor el apoyo de la ley” (Aristóteles, 1972: 137, 138). 2.1. La teoría de Aristóteles sobre la equidad La concepción actual de la equidad se identifica con la idea expuesta por Aristóteles (Ética a Nicómaco, libro V, cap. X). Este pensador parte de sostener que la justicia y la equidad son una misma cosa, pero que la equidad es aún mejor. Lo equitativo no es lo justo en el orden legal, sino una rectificación de la justicia legal; es atemperar la justicia de la ley. La diferencia entre la justicia legal y la equidad se presenta en cuanto la ley siempre se refiere o contiene postulados de tipo general, y en vista de que hay situaciones o comportamientos que no pueden juzgarse a la luz de las disposiciones legales generales. La ley entonces se dedica a resolver las situaciones ordinarias o puramente generales, sin que incida en nada que tenga vacíos o resulte incompleta. El hecho de que la ley contenga vacíos o resulte incompleta, según lo enseña Aristóteles, no significa que la ley sea mala o que el legislador no haya sido precavido, sino que ello se presenta por la naturaleza misma del comportamiento humano (imposible de condensar de forma absoluta en una norma). Por eso, cuando la ley es general, y los casos concretos que se presentan tienen características excepcionales o especiales, la omisión del legislador o su previsión incompleta llevan a que su silencio deba ser corregido, o a que se atempere la norma a los hechos debatidos. Debe entonces el juez obrar como si fuese el legislador, y hacer la ley como si

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fuese éste, pues el propósito de la equidad es restablecer la ley en esos puntos. A este propósito, vale transcribir el pensamiento aristotélico al respecto:

Por consiguiente, cuando la ley dispone de una manera general, y en los casos particulares hay algo excepcional, entonces, viendo que el legislador calla o que se ha engañado por haber hablado en términos generales, es imprescindible corregirlo y suplir su silencio, y hablar en su lugar, como él mismo lo haría si estuviese presente; es decir, haciendo la ley como él la habría hecho, si hubiera podido conocer los casos particulares de que se trata. Lo propio de lo equitativo consiste precisamente en restablecer la ley en los puntos en que se ha engañado, a causa de la fórmula general de que se ha servido. Tratándose de cosas indeterminadas, la ley debe permanecer indeterminada como ellas, igual a la regla de plomo de que se sirven en la arquitectura de Lesbos; la cual se amolda y acomoda a la forma de la piedra que mide. (Aristóteles, 1972: 150)

2.2. Precisiones sobre el pensamiento de Aristóteles sobre la equidad Conforme al pensamiento precedente expuesto por Aristóteles sobre la equidad, es posible sacar las siguientes conclusiones: a) El legislador dicta la norma basándose en las conductas o situaciones que son jurídicamente habituales o comunes, esto es, soportado en el comportamiento más generalizado. b) El legislador prevé los efectos jurídicos de la norma en relación con las conductas o situaciones generales que han sido dispuestas hipotéticamente en ella. c) El legislador dicta esa norma, específica y concreta, y no otra, porque el efecto que les asigna a la conducta o situación correspondientes es el que estima justo. d) No es posible aplicar la norma que regula determinada situación o conducta cuando se producen casos nuevos no contemplados en ella,

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porque los efectos que se generarían de dicha aplicación tendrían que ser necesariamente distintos, y aun contrarios a los efectos previstos en la norma, lo que supone la necesidad de “crear” una nueva norma. Así, el criterio o valor de la equidad se advierte cuando, de aplicarse la norma a una conducta o situación nueva, no consagrada en ella, produciría efectos contrarios a los previstos por el precepto normativo. 2.3. Aplicación del criterio de equidad Conforme a lo dicho, el criterio de la equidad está llamado a ser aplicado en dos casos o situaciones diferentes, frente a la conducta prevista en la norma, a saber: a) Cuando la situación está consagrada en la norma, pero de aplicarse literalmente se llegaría a una situación injusta, por las particularidades de la conducta o comportamiento que no fueron o no pudieron ser establecidos en la disposición normativa, dado el carácter general de la ley, que se formula sobre situaciones o conductas ordinarias. En tal caso, lo que se impone es la interpretación de la ley, con el fin de adaptarla al caso particular que se sale de su generalidad, a efecto de que pueda cumplir el fin previsto por el legislador (la realización de la justicia). Lejos de quebrantarse la ley, se consigue así su aplicación y el cumplimiento del fin que el legislador tuvo como intención al adoptarla. b) Cuando la norma presenta un vacío o laguna (porque la conducta o la situación son nuevas). Como no hay disposición expresa aplicable al caso particular, habrá de llenarse el vacío mediante el criterio de la equidad, con el fin de encontrar una solución justa. 3. Supuestos de la decisión en equidad La decisión del árbitro en equidad supone la reunión de las condiciones siguientes: a) Debe ser expresa. Las partes sustantivas en controversia deben prever expresamente en la cláusula compromisoria o en el contrato de compromiso que el arbitraje es en equidad para que el árbitro pueda fallar de ese modo (de la misma forma que debe indicarse que se trata

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porque los efectos que se generarían de dicha aplicación tendrían que ser necesariamente distintos, y aun contrarios a los efectos previstos en la norma, lo que supone la necesidad de “crear” una nueva norma. Así, el criterio o valor de la equidad se advierte cuando, de aplicarse la norma a una conducta o situación nueva, no consagrada en ella, produciría efectos contrarios a los previstos por el precepto normativo. 2.3. Aplicación del criterio de equidad Conforme a lo dicho, el criterio de la equidad está llamado a ser aplicado en dos casos o situaciones diferentes, frente a la conducta prevista en la norma, a saber: a) Cuando la situación está consagrada en la norma, pero de aplicarse literalmente se llegaría a una situación injusta, por las particularidades de la conducta o comportamiento que no fueron o no pudieron ser establecidos en la disposición normativa, dado el carácter general de la ley, que se formula sobre situaciones o conductas ordinarias. En tal caso, lo que se impone es la interpretación de la ley, con el fin de adaptarla al caso particular que se sale de su generalidad, a efecto de que pueda cumplir el fin previsto por el legislador (la realización de la justicia). Lejos de quebrantarse la ley, se consigue así su aplicación y el cumplimiento del fin que el legislador tuvo como intención al adoptarla. b) Cuando la norma presenta un vacío o laguna (porque la conducta o la situación son nuevas). Como no hay disposición expresa aplicable al caso particular, habrá de llenarse el vacío mediante el criterio de la equidad, con el fin de encontrar una solución justa. 3. Supuestos de la decisión en equidad La decisión del árbitro en equidad supone la reunión de las condiciones siguientes: a) Debe ser expresa. Las partes sustantivas en controversia deben prever expresamente en la cláusula compromisoria o en el contrato de compromiso que el arbitraje es en equidad para que el árbitro pueda fallar de ese modo (de la misma forma que debe indicarse que se trata

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de arbitraje técnico), pues, de lo contrario, se entiende que el laudo se profiere en derecho. En nuestro medio, tanto el arbitraje doméstico como el internacional se deciden en derecho, salvo pacto de equidad o técnico. El acogimiento nuestro a la modalidad del arbitraje en equidad está dado por el artículo 115 del Decreto 1818 de 1998, que recopiló al artículo 111 de la Ley 446 de 1998, y ésta, a su vez, al artículo 1 del Decreto 2279 de 1989, con excepción de las situaciones a que se refieren los artículos 171 y 228 del Decreto 1818 de 1998. (Hoy se reconoce el arbitraje en equidad como una especie generalizada de arbitramento en el derecho anglosajón y, en particular, en el internacional, y en este último se recurre a él cuando no existen tratados o convenios vigentes, o no existen prácticas de costumbre con reconocimiento). Son, pues, las partes sustantivas en conflicto las que determinan cuándo y bajo qué tipo de limitaciones de diverso orden pueden los árbitros decidir en equidad, y no está permitido al árbitro modificar o alterar su contenido ni precisar efectos diferentes a los fijados en el pacto. Somos de la opinión de que el árbitro en equidad, si bien tiene facultades para apartarse de disposiciones legales que no tengan carácter de orden público, no puede alterar el contenido ni los efectos del convenio arbitral, a menos que las partes le confieran atribuciones para variar su alcance y consecuencias, o que dicho pacto, como se indica, vulnere el orden público. b) El laudo debe proferirse al amparo del principio de la legalidad. El árbitro está llamado a reconocer el derecho a través de la justicia y de la equidad, y de esa manera debe solucionar el conflicto de forma real y objetiva. Por ello, la Corte Constitucional, en las sentencias T-605 de 1992 y T-46 de 2002, ha sostenido que el laudo debe producirse al amparo del principio de la legalidad, como corresponde a toda decisión jurídica, para poder brindar una solución efectiva a la controversia, para cuya definición puede suceder que la propia ley sea insuficiente para regular la situación discutida, de modo que el fallador en equidad atempera la norma al tiempo presente y a la variable situación de la realidad social, a fin de desentrañar su verdadero sentido y alcance. Ello no ha de servir para concluir que el fallador en equidad puede desatender las particularidades específicas de cada caso, las del contexto fáctico que define, porque su misión jurisdiccional consiste en buscar soluciones equilibradas y juiciosas, de modo que las motivaciones del

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fallo son básicas para la razonabilidad de la decisión. Así, las razones de equidad para decidir parten de los hechos, y tales razones son las que justifican una definición acorde con el conflicto, sin que deba aplicarse el rigor estricto de la norma jurídica (Corte Constitucional, sentencia T-46 de 2002). c) El laudo en equidad no supone la capacidad hermenéutica de los árbitros sobre disposiciones jurídicas. Concordante con lo que acabamos de expresar, a diferencia del laudo en derecho, el que se profiera en equidad no supone en el árbitro conocimientos ni capacidad interpretativa de disposiciones jurídicas, pues el árbitro en equidad no sentencia con fundamento en las normas del ordenamiento positivo, sino que funda su fallo en el análisis de las circunstancias de modo, tiempo y lugar de los hechos que son materia del conflicto y debate procesal y también funda su fallo en las conclusiones objetivas, justas y equilibradas que extrae de ellos y, obviamente, de su demostración procesal. Por tal razón, la decisión en equidad no se equipara a la que se toma en conciencia —en la que basta llegar a la conclusión con fundamento en las convicciones subjetivas, morales e íntimas del fallador (lo que está proscrito en nuestro ordenamiento jurídico)—, sino que se produce atendiendo a las peculiaridades de la situación de hecho y a los criterios indeterminados pero objetivos de la equidad, como bien se ha afirmado (Gamboa, 2003: 105). d) El fallo debe dictarse con base en las pruebas oportuna y válidamente allegadas al proceso. La forma como los árbitros en equidad deben proferir su decisión ha sido motivo de interminables debates de tesis encontradas. Mientras que algunos opinan que los árbitros deben obrar sin sujeción a ningún esquema jurídico, y atendiendo sólo a su recta razón, su buena fe guardada, otros sostienen que, según el ordenamiento jurídico colombiano, el árbitro está en la obligación de fundar su decisión en pruebas oportuna y válidamente allegadas al proceso, con aplicación del artículo 174 del Código de Procedimiento Civil, lo que se traduce en que el laudo debe sustentarse en ellas y ser congruente con lo que ha quedado establecido en la litis. En tal sentido, el profesor H. F. López Blanco concluye que en el ordenamiento normativo colombiano no es posible decidir al leal saber y entender del árbitro, o conforme a su recta razón, en atención a que en todo proceso —el arbitral no es la

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fallo son básicas para la razonabilidad de la decisión. Así, las razones de equidad para decidir parten de los hechos, y tales razones son las que justifican una definición acorde con el conflicto, sin que deba aplicarse el rigor estricto de la norma jurídica (Corte Constitucional, sentencia T-46 de 2002). c) El laudo en equidad no supone la capacidad hermenéutica de los árbitros sobre disposiciones jurídicas. Concordante con lo que acabamos de expresar, a diferencia del laudo en derecho, el que se profiera en equidad no supone en el árbitro conocimientos ni capacidad interpretativa de disposiciones jurídicas, pues el árbitro en equidad no sentencia con fundamento en las normas del ordenamiento positivo, sino que funda su fallo en el análisis de las circunstancias de modo, tiempo y lugar de los hechos que son materia del conflicto y debate procesal y también funda su fallo en las conclusiones objetivas, justas y equilibradas que extrae de ellos y, obviamente, de su demostración procesal. Por tal razón, la decisión en equidad no se equipara a la que se toma en conciencia —en la que basta llegar a la conclusión con fundamento en las convicciones subjetivas, morales e íntimas del fallador (lo que está proscrito en nuestro ordenamiento jurídico)—, sino que se produce atendiendo a las peculiaridades de la situación de hecho y a los criterios indeterminados pero objetivos de la equidad, como bien se ha afirmado (Gamboa, 2003: 105). d) El fallo debe dictarse con base en las pruebas oportuna y válidamente allegadas al proceso. La forma como los árbitros en equidad deben proferir su decisión ha sido motivo de interminables debates de tesis encontradas. Mientras que algunos opinan que los árbitros deben obrar sin sujeción a ningún esquema jurídico, y atendiendo sólo a su recta razón, su buena fe guardada, otros sostienen que, según el ordenamiento jurídico colombiano, el árbitro está en la obligación de fundar su decisión en pruebas oportuna y válidamente allegadas al proceso, con aplicación del artículo 174 del Código de Procedimiento Civil, lo que se traduce en que el laudo debe sustentarse en ellas y ser congruente con lo que ha quedado establecido en la litis. En tal sentido, el profesor H. F. López Blanco concluye que en el ordenamiento normativo colombiano no es posible decidir al leal saber y entender del árbitro, o conforme a su recta razón, en atención a que en todo proceso —el arbitral no es la

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excepción— operan los artículos 174 y 304 del C. de P. C., que imponen, en su orden, el deber perentorio de fundar su decisión en las pruebas regular y oportunamente allegadas al proceso y el deber de motivar la determinación, lo que descarta que en el país pueda adoptarse un fallo arbitral en equidad fundado en la “verdad sabida y buena fe guardada” (López, 2005: 740, 741). e) La finalidad del fallo es buscar el equilibrio entre las partes. Quiere ello decir que el fallo consiste en buscar el equilibrio posicional y prestacional entre las partes sustantivas, estableciendo cargas y efectos que no resulten gravosos o inequitativos para ambos extremos del debate procesal, lo que no lleva forzosamente a que el árbitro aplique el derecho en forma aritmética1. Por ello, el árbitro en equidad puede formularse interrogantes y sacar conclusiones sobre hechos que no están reconocidos en la norma jurídica, que van más allá de su proposición hipotética (premisa mayor) o de lo que el ordenamiento jurídico reconoce como objetivamente igualitario, para apreciar, dentro de un conjunto más amplio de circunstancias de tiempo, modo y lugar, la naturaleza y estructura del conflicto en que están trenzadas las partes, como lo dice el fallo constitucional citado y como acertadamente lo reconoce la doctrina. Con evidente buen criterio, se ha dicho que en este sentido la equidad se introduce como un elemento que hace posible cuestionar e ir más allá de la igualdad de los hechos que el legislador presupone. La equidad asigna al juez (o árbitro) un papel más activo que al fallador común, y permite al operador jurídico reconocer un conjunto más amplio de circunstancias en un caso específico. Dentro de estas circunstancias, el operador escoge no solo aquellos hechos establecidos implícitamente en la ley como premisas, sino que, además, puede incorporar algunos que, en ciertos casos límite, resulten pertinentes y ponderables y permitan racionalizar la igualdad que la ley presupone (Pallares, 2003: 224). Con base en estas argumentaciones, la Corte Constitucional sostiene, en la sentencia referida, que la consecuencia necesaria de que la ley no llegue a considerar la complejidad de la realidad social es que tampoco puede graduar conforme a esta realidad los efectos jurídicos que atribuye a quienes se encuentren dentro de una

1 En este sentido, puede consultarse la sentencia C-1547 de 2000, de la Corte Constitucional.

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determinada premisa fáctica prevista en la ley, de modo que la equidad, al hacer parte de ese momento de aplicación de la ley al caso concreto, permite una graduación más atemperada en la distribución de cargas y beneficios de las partes. f) El árbitro debe fundar su proveído en razones de justicia. Conviene al efecto aclarar que el fallo en equidad no implica fundar la decisión en argumentaciones jurídicas, pero el árbitro sí debe en cambio sustentar su providencia en razones de justicia, que está obligado a exponer con prudente y ecuánime juicio, soportándose en los hechos probados, lo que establece, a su vez, la diferencia de un fallo en equidad con otro meramente en conciencia, sustentado en razones subjetivas que ni siquiera requieren ser expuestas. Lo evidente es que, en las actuales circunstancias, según los preceptos de la nueva Carta Fundamental, y de acuerdo con lo previsto en el Decreto 1818 de 1998, no es posible confundir un fallo en equidad con uno en conciencia, y, además, este último no está jurídicamente permitido en nuestro medio. g) La facultad del árbitro en equidad para apartarse de la regla de derecho es limitada. Hay que tener presente que, aun siendo el fallo en equidad, el árbitro no puede apartarse en forma absoluta de la aplicación de las disposiciones del ordenamiento positivo, y también que el ejercicio de dicha facultad es apenas relativa, ya que nada puede disponer en contra de preceptos imperativos, puesto que tratándose de ellos las partes carecen de total disposición (como acontece con las normas de orden público, en la medida que tutelan el interés colectivo). Ello pone de presente que el árbitro en equidad no tiene plena autonomía para dictar el fallo como le plazca ni puede hacerlo a la luz de su criterio enteramente personal, y que, por lo mismo, debe proceder a laudar teniendo en cuenta criterios que son indispensables para la producción de la sentencia. En efecto, no es el criterio personal del árbitro el que establece dónde o en qué punto se logra la equidad, sino lo que la conciencia colectiva interprete, y, si se quiere ver de otra manera, lo que la equidad natural indique, lo cual ha sido reconocido en la redacción de la mayoría de las legislaciones del mundo a través de los siglos, desde el derecho romano hasta el presente (y que inspira a nuestros ordenamientos civil y comercial, artículos 32 y 871, en su orden). Le toca entonces al árbitro en equidad, bajo la perspectiva de la

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determinada premisa fáctica prevista en la ley, de modo que la equidad, al hacer parte de ese momento de aplicación de la ley al caso concreto, permite una graduación más atemperada en la distribución de cargas y beneficios de las partes. f) El árbitro debe fundar su proveído en razones de justicia. Conviene al efecto aclarar que el fallo en equidad no implica fundar la decisión en argumentaciones jurídicas, pero el árbitro sí debe en cambio sustentar su providencia en razones de justicia, que está obligado a exponer con prudente y ecuánime juicio, soportándose en los hechos probados, lo que establece, a su vez, la diferencia de un fallo en equidad con otro meramente en conciencia, sustentado en razones subjetivas que ni siquiera requieren ser expuestas. Lo evidente es que, en las actuales circunstancias, según los preceptos de la nueva Carta Fundamental, y de acuerdo con lo previsto en el Decreto 1818 de 1998, no es posible confundir un fallo en equidad con uno en conciencia, y, además, este último no está jurídicamente permitido en nuestro medio. g) La facultad del árbitro en equidad para apartarse de la regla de derecho es limitada. Hay que tener presente que, aun siendo el fallo en equidad, el árbitro no puede apartarse en forma absoluta de la aplicación de las disposiciones del ordenamiento positivo, y también que el ejercicio de dicha facultad es apenas relativa, ya que nada puede disponer en contra de preceptos imperativos, puesto que tratándose de ellos las partes carecen de total disposición (como acontece con las normas de orden público, en la medida que tutelan el interés colectivo). Ello pone de presente que el árbitro en equidad no tiene plena autonomía para dictar el fallo como le plazca ni puede hacerlo a la luz de su criterio enteramente personal, y que, por lo mismo, debe proceder a laudar teniendo en cuenta criterios que son indispensables para la producción de la sentencia. En efecto, no es el criterio personal del árbitro el que establece dónde o en qué punto se logra la equidad, sino lo que la conciencia colectiva interprete, y, si se quiere ver de otra manera, lo que la equidad natural indique, lo cual ha sido reconocido en la redacción de la mayoría de las legislaciones del mundo a través de los siglos, desde el derecho romano hasta el presente (y que inspira a nuestros ordenamientos civil y comercial, artículos 32 y 871, en su orden). Le toca entonces al árbitro en equidad, bajo la perspectiva de la

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universalidad e indeterminación de sujetos a los cuales va dirigida la norma, encontrar una fórmula que hubiera podido prever el propio legislador, en caso de haber advertido la ausencia de preceptiva al respecto o que la regla establecida era insuficiente o incompleta, pues, como afirma Aristóteles, en tales situaciones lo justo es considerar lo que el legislador hubiera hecho de haberse enfrentado al caso concreto2. Por ello, si el árbitro se enfrenta a una situación que carece de norma jurídica, debe proceder a dictar lo que sería su equivalente en la situación sub litis, y, si existe disposición en el ordenamiento legal, pero con vacíos o lagunas que inciden en el caso materia de examen, debe partir de la existencia de la legislación adoptada sobre la materia para entrar a complementarla. Así, en la equidad se conjugan el papel del legislador y el del árbitro, porque cuando este último dicta sentencia prácticamente obra como legislador en ambas situaciones, dado que crea el derecho para el caso de su conocimiento. Con atinado criterio, se ha dicho al respecto que, al proferir el árbitro un fallo en equidad, no debe ni requiere apartarse totalmente del ordenamiento jurídico, sino que, partiendo de la existencia del mismo y de los principios y valoraciones que lo fundamentan y que reflejan la voluntad del legislador, debe llegar a una solución justa y aportar una solución adecuada al caso sub judice, tomando en cuenta las peculiaridades del mismo (Cárdenas, 2003: 371), porque se entiende que la normatividad existente ya está imbuida del valor de la justicia. 4. Mecanismos para laudar en equidad Dichos mecanismos son de tres clases: las prácticas comerciales, la conmutabilidad contractual y el criterio de lo justo. Cada uno de ellos proporciona elementos de juicio para la valoración de los hechos en disputa. Veamos.

2 La Corte Constitucional tiene sentado este principio, a cuyo efecto se pueden consultar las sentencias C-1547 de 2000 y T-518 de 1998.

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4.1. Los usos, costumbres y prácticas mercantiles Para resolver el conflicto bajo la equidad, los árbitros pueden estudiar los usos, costumbres y prácticas mercantiles, que pueden ser locales, nacionales o extranjeros, tanto reconocidos como en formación, sin que sea necesaria alguna condición objetiva para predicar su aplicabilidad (lo que está de acuerdo con la Convención de Viena sobre Compraventa Internacional, de 1979), del mismo modo que se pueden estudiar los usos y prácticas convenidos y adoptados por las partes, aun contrarios a las prácticas y costumbres locales, nacionales o del exterior. Por consiguiente, los árbitros en equidad pueden fundar su decisión en dichos usos y prácticas (lex mercatoria), porque de ellos se deduce un comportamiento reiterado de las partes, que desborda el supuesto de hecho o preposición hipotética de las normas jurídicas que sirven para explicar su comportamiento, y que en nada contradice la doctrina, teoría y práctica del arbitraje, y que, por lo contrario, los árbitros pueden tener en cuenta con acierto al examinar las circunstancias fácticas del conflicto, si unos (usos) y otras (prácticas) satisfacen las exigencias de la equidad y se trata de formulaciones prácticas que garanticen su efectividad, como lo reconoce la doctrina francesa (Oppetit, 2006: 195 y ss.). 4.2. La conmutabilidad contractual Quizás debamos comenzar advirtiendo que, cuando nos referimos a la “conmutabilidad” contractual, no estamos aludiendo a los negocios conmutativos, entendidos por tales aquellos en los que, como afirmaba Louis Josserand, “el valor de las prestaciones está fijado definitivamente desde el día del contrato, de manera firme, en forma que se adviertan inmediatamente las ventajas que cada una de las partes saca de la operación y los sacrificios que acepta en compensación” (Josserand, 1952: 29 núm. 30), sino a la posibilidad de comparación y racionalización de las prestaciones de las partes, sin necesidad de que cuantitativamente sean de igual magnitud. Entendida así la conmutabilidad como el equilibrio prestacional entre las partes, es decir, como una equivalencia o equiparación entre lo que una parte del negocio jurídico da y lo que ordinariamente recibe la otra, según la voz

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4.1. Los usos, costumbres y prácticas mercantiles Para resolver el conflicto bajo la equidad, los árbitros pueden estudiar los usos, costumbres y prácticas mercantiles, que pueden ser locales, nacionales o extranjeros, tanto reconocidos como en formación, sin que sea necesaria alguna condición objetiva para predicar su aplicabilidad (lo que está de acuerdo con la Convención de Viena sobre Compraventa Internacional, de 1979), del mismo modo que se pueden estudiar los usos y prácticas convenidos y adoptados por las partes, aun contrarios a las prácticas y costumbres locales, nacionales o del exterior. Por consiguiente, los árbitros en equidad pueden fundar su decisión en dichos usos y prácticas (lex mercatoria), porque de ellos se deduce un comportamiento reiterado de las partes, que desborda el supuesto de hecho o preposición hipotética de las normas jurídicas que sirven para explicar su comportamiento, y que en nada contradice la doctrina, teoría y práctica del arbitraje, y que, por lo contrario, los árbitros pueden tener en cuenta con acierto al examinar las circunstancias fácticas del conflicto, si unos (usos) y otras (prácticas) satisfacen las exigencias de la equidad y se trata de formulaciones prácticas que garanticen su efectividad, como lo reconoce la doctrina francesa (Oppetit, 2006: 195 y ss.). 4.2. La conmutabilidad contractual Quizás debamos comenzar advirtiendo que, cuando nos referimos a la “conmutabilidad” contractual, no estamos aludiendo a los negocios conmutativos, entendidos por tales aquellos en los que, como afirmaba Louis Josserand, “el valor de las prestaciones está fijado definitivamente desde el día del contrato, de manera firme, en forma que se adviertan inmediatamente las ventajas que cada una de las partes saca de la operación y los sacrificios que acepta en compensación” (Josserand, 1952: 29 núm. 30), sino a la posibilidad de comparación y racionalización de las prestaciones de las partes, sin necesidad de que cuantitativamente sean de igual magnitud. Entendida así la conmutabilidad como el equilibrio prestacional entre las partes, es decir, como una equivalencia o equiparación entre lo que una parte del negocio jurídico da y lo que ordinariamente recibe la otra, según la voz

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autorizada del maestro R. J. Pothier, los árbitros pueden examinar el contrato en sí mismo, junto con todas las relaciones jurídicas que de él emanen para ambas partes, armonizando sus cláusulas e interrelacionándolas, a fin de determinar no sólo el origen puntual de la controversia, sino el fin último que rige al negocio jurídico celebrado entre ellas y que es fuente de conflicto. Ello implica que cada cláusula o estipulación del negocio jurídico no se examina independiente de las demás que lo integran, sino en su conjunto, para desentrañar el verdadero espíritu del mismo, puesto que la causa y la finalidad del negocio no pueden inferirse de una estipulación en particular, sino de la interrelación de todas ellas y de la interdisciplina de prestaciones, lo cual guarda armonía con nuestras reglas de interpretación de los contratos (art. 1622, inc. 1, del C. C.), ya que es deber del intérprete proceder a interpretar las cláusulas de un contrato unas por otras, dándole a cada una el sentido que mejor convenga al contrato en su totalidad, tal como lo recoge nuestra jurisprudencia, la cual enseña que “[l]as normas de hermenéutica indican que la interpretación de todo acto jurídico debe ser coordinada y armónica, relacionando todas sus cláusulas, y esto por la sencilla razón de que todo en un acto jurídico va por lo general encaminado a un solo objetivo, expresando el mismo pensamiento en diferentes formas” (cas., 3 de febrero de 1938, G. J., XLIV, pág. 43, reiterada en sentencia de cas. de 2 de septiembre de 1953, G. J., LXXVI, pág. 220). Lo que pregona este mecanismo es que los hechos y las consecuencias del negocio jurídico no pueden examinarse aisladamente de sus antecedentes y causas. Así las cosas, quedan habilitados los árbitros para buscar la verdadera intención de las partes al celebrar el acto o contrato y para determinar los verdaderos efectos de cierta actuación, conducta o prestación de las partes producida en presencia de hechos o eventos posteriores a la celebración, no previstos o imprevisibles, que incidan en el cumplimiento del negocio celebrado, así como el soporte o sustento de las fórmulas de arreglo o de composición que permitan reorganizar la economía contractual y el equilibrio prestacional. Bajo esta óptica, los árbitros deben llegar a una conclusión que mida cuantitativa y cualitativamente los esfuerzos prestacionales en el acto o negocio jurídico, habida consideración de las circunstancias

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sobrevinientes previsibles o imprevisibles y de su efecto alterador de las relaciones y cargas, a fin de dejar unas y otras en tales condiciones que cada una pueda cumplir racional y patrimonialmente sus compromisos jurídicos, que no necesariamente tienen que reestructurarse sobre la premisa de ser iguales aritméticamente. 4.3. El criterio de lo justo A través de este mecanismo, lo que se pone en juego es el poder moderador de los árbitros para lograr una solución justa al conflicto. Los árbitros deben estar orientados por dicho criterio para lograr el punto de lo justo, a cuyo efecto pueden adaptar el tenor literal de las estipulaciones a las necesidades del negocio jurídico entre las partes, para así adecuarlo a su finalidad, con lo que al final consultan y aplican lo que constituye la verdadera intención de las partes en el negocio jurídico. Sin embargo, el criterio de lo justo, que puede convertirse en una herramienta útil para que los árbitros profieran su decisión, no sólo tiene aplicabilidad tratándose de actos, contratos o negocios jurídicos, sino también en situaciones de orden extracontractual, campo en el cual con mayor propiedad puede tener injerencia la concepción ecuánime y equitativa que se formen los árbitros. Tal vez se trata de aplicaciones bastante diferentes de dicho criterio en dos escenarios diferentes, el contractual —en que las prestaciones a cargo de ambas o una de las partes están de ordinario determinadas por los elementos esenciales que tipifican a cada negocio jurídico, desde luego, involucradas en el conflicto— y el extracontractual, en que la actividad delictual o cuasidelictual del causante del daño hace necesario que el árbitro entre a precisar lo que constituye cuantitativa y cualitativamente el resarcimiento del perjuicio. Se trata entonces de dos formas distintas de aplicación del mismo criterio en escenarios que difieren en su fuente generadora. Vistas las cosas de este modo, la determinación de lo justo por parte del árbitro supone necesariamente su capacidad de discernimiento, pues todo depende de lo que entienda por justo, la concepción que tenga mentalmente al respecto y la dosificación que resulte al final del proceso evaluativo. En esa búsqueda, no debe perder de vista el árbitro que su finalidad estriba en restituir el equilibrio contractual perdido o

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sobrevinientes previsibles o imprevisibles y de su efecto alterador de las relaciones y cargas, a fin de dejar unas y otras en tales condiciones que cada una pueda cumplir racional y patrimonialmente sus compromisos jurídicos, que no necesariamente tienen que reestructurarse sobre la premisa de ser iguales aritméticamente. 4.3. El criterio de lo justo A través de este mecanismo, lo que se pone en juego es el poder moderador de los árbitros para lograr una solución justa al conflicto. Los árbitros deben estar orientados por dicho criterio para lograr el punto de lo justo, a cuyo efecto pueden adaptar el tenor literal de las estipulaciones a las necesidades del negocio jurídico entre las partes, para así adecuarlo a su finalidad, con lo que al final consultan y aplican lo que constituye la verdadera intención de las partes en el negocio jurídico. Sin embargo, el criterio de lo justo, que puede convertirse en una herramienta útil para que los árbitros profieran su decisión, no sólo tiene aplicabilidad tratándose de actos, contratos o negocios jurídicos, sino también en situaciones de orden extracontractual, campo en el cual con mayor propiedad puede tener injerencia la concepción ecuánime y equitativa que se formen los árbitros. Tal vez se trata de aplicaciones bastante diferentes de dicho criterio en dos escenarios diferentes, el contractual —en que las prestaciones a cargo de ambas o una de las partes están de ordinario determinadas por los elementos esenciales que tipifican a cada negocio jurídico, desde luego, involucradas en el conflicto— y el extracontractual, en que la actividad delictual o cuasidelictual del causante del daño hace necesario que el árbitro entre a precisar lo que constituye cuantitativa y cualitativamente el resarcimiento del perjuicio. Se trata entonces de dos formas distintas de aplicación del mismo criterio en escenarios que difieren en su fuente generadora. Vistas las cosas de este modo, la determinación de lo justo por parte del árbitro supone necesariamente su capacidad de discernimiento, pues todo depende de lo que entienda por justo, la concepción que tenga mentalmente al respecto y la dosificación que resulte al final del proceso evaluativo. En esa búsqueda, no debe perder de vista el árbitro que su finalidad estriba en restituir el equilibrio contractual perdido o

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alterado, o poner en términos equitativos el resultado dañino de la actuación ilícita. Se trata de la sumatoria del poder racionalizador del árbitro para concluir lo que es justo, con el establecimiento del equilibrio del contrato, o para medir la magnitud del daño en el perjuicio causado a la víctima de la actuación delictual o cuasidelictual. No tendría nada de particular entonces que los árbitros, en cierto caso y para una situación contractual en particular, decidan prescindir de las cláusulas del negocio y establecer las directrices de éste haciendo uso de su poder “moderador”. En el fondo, los árbitros en equidad, como efecto de la capacidad moderadora que ostentan, pueden llegar a abandonar o prescindir de los derechos reconocidos a las partes en las cláusulas del contrato, y proceder ellos mismos a crear el derecho que a cada una toca y a atemperarlo conforme a las circunstancias y sustrato que se deduzcan de su ejecución. 5. Etapas del arbitraje en equidad El proceso arbitral en equidad puede condensarse en tres etapas diferentes, a saber: 5.1. La preparatoria Es indispensable partir de la base del examen teórico del negocio jurídico (o de la actuación ilícita) que vincula a las partes, para establecer objetivamente las prestaciones, las obligaciones y los derechos de cada parte, al igual que los efectos normales, anormales o auxiliares que de él se deducen o predican, en el primer caso, o las consecuencias patrimoniales del hecho ilícito, en el segundo caso. Acto seguido, el árbitro debe examinar en forma amplia —si se quiere, exhaustiva— la situación de hecho derivada del negocio (o del hecho ilícito), bajo circunstancias de tiempo, modo y lugar, para fijar el conflicto y su alcance. Es preciso, pues, establecer los supuestos fácticos de la relación o situación controversial, contractual o extracontractual, a fin de identificar cuáles son los que generan las desavenencias entre las partes, y también la naturaleza, clase y estado de las divergencias existentes. Es la etapa de fijación de los antecedentes, causas, hechos e intereses en juego.

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5.2. La decisoria Nosotros preferimos denominar a esta etapa de “fijación de los efectos del conflicto”. En ella, los árbitros establecen el peso, la incidencia o el efecto que producen las diversas circunstancias, y derivan consecuencias jurídicas y patrimoniales. Ciertamente, es muy difícil establecer la línea divisoria entre la etapa preparatoria y la de decisión, pero creemos que la segunda etapa es valorativa o estimatoria de hechos y de fijación del conflicto, y es determinante de los efectos jurídicos que se deduzcan de cada hecho examinado. 5.3. La confirmatoria, que a nuestro criterio es “definitoria” o de fallo Consiste en adoptar el fallo con base en las consecuencias deducidas de cada situación contractual o extracontractual conflictiva, y verificar que la decisión que se adopte consulte la equidad y que se obtenga a través de ella la recomposición o definición de la relación sustancial. 6. Carácter del árbitro en equidad La ley nacional ordena que el árbitro sea abogado sólo en el arbitraje en derecho (Decreto 1818 de 1998, artículo 115). En los demás casos (en equidad y técnico), los árbitros pueden tener otra profesión. Así, en el arbitraje en equidad no es necesario que el árbitro sea abogado, ni que las partes comparezcan al proceso con apoderados que tengan dicho carácter (Decreto 1818 de 1998, artículo 122). Sin embargo, de esto se derivan evidentes implicaciones procesales. En efecto, que el árbitro no sea abogado y que los apoderados no requieran tener dicha profesión traen como consecuencia que los árbitros no abogados pueden llegar a desconocer o inobservar la aplicación del procedimiento legal o institucional, con incidencia funesta para el ejercicio del derecho constitucional de defensa y del debido proceso. Con razón ha dicho al respecto el profesor Juan Pablo Cárdenas Mejía que el problema consiste en que el hecho de que el tribunal sea en equidad no significa que no se apliquen las reglas de procedimiento, por lo cual en la práctica se va a plantear el problema de una aplicación correcta de las reglas del

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5.2. La decisoria Nosotros preferimos denominar a esta etapa de “fijación de los efectos del conflicto”. En ella, los árbitros establecen el peso, la incidencia o el efecto que producen las diversas circunstancias, y derivan consecuencias jurídicas y patrimoniales. Ciertamente, es muy difícil establecer la línea divisoria entre la etapa preparatoria y la de decisión, pero creemos que la segunda etapa es valorativa o estimatoria de hechos y de fijación del conflicto, y es determinante de los efectos jurídicos que se deduzcan de cada hecho examinado. 5.3. La confirmatoria, que a nuestro criterio es “definitoria” o de fallo Consiste en adoptar el fallo con base en las consecuencias deducidas de cada situación contractual o extracontractual conflictiva, y verificar que la decisión que se adopte consulte la equidad y que se obtenga a través de ella la recomposición o definición de la relación sustancial. 6. Carácter del árbitro en equidad La ley nacional ordena que el árbitro sea abogado sólo en el arbitraje en derecho (Decreto 1818 de 1998, artículo 115). En los demás casos (en equidad y técnico), los árbitros pueden tener otra profesión. Así, en el arbitraje en equidad no es necesario que el árbitro sea abogado, ni que las partes comparezcan al proceso con apoderados que tengan dicho carácter (Decreto 1818 de 1998, artículo 122). Sin embargo, de esto se derivan evidentes implicaciones procesales. En efecto, que el árbitro no sea abogado y que los apoderados no requieran tener dicha profesión traen como consecuencia que los árbitros no abogados pueden llegar a desconocer o inobservar la aplicación del procedimiento legal o institucional, con incidencia funesta para el ejercicio del derecho constitucional de defensa y del debido proceso. Con razón ha dicho al respecto el profesor Juan Pablo Cárdenas Mejía que el problema consiste en que el hecho de que el tribunal sea en equidad no significa que no se apliquen las reglas de procedimiento, por lo cual en la práctica se va a plantear el problema de una aplicación correcta de las reglas del

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procedimiento y de una defensa de los intereses de las partes, dada su ignorancia de las reglas de procedimiento (Cárdenas, 2003: 354). 7. El procedimiento y el arbitraje en equidad En la doctrina y en la legislación universal sobre la materia, el arbitraje en derecho ha ido aparejado con las reglas de procedimiento. Sin embargo, en cuanto respecta al arbitraje en equidad, no ha habido uniformidad de criterio jurídico ni similar trato en la legislación. Dos corrientes de opinión se expresan sobre el particular. La primera de ellas piensa que los árbitros en equidad no quedan sometidos al procedimiento forzoso de los arbitrajes en derecho; la segunda pregona lo contrario. Ambas coinciden, sin embargo, en que la decisión de dichos árbitros no se sujeta a la ley, sino a la justicia. Nuestro ordenamiento jurídico acoge el punto de vista de la segunda postura, como pasa a observarse. El punto de partida de este específico tópico se encuentra en el inciso 4 del artículo 116 de la Constitución Política, que reconoce la jurisdicción excepcional y transitoria de los árbitros para proferir fallos en derecho o en equidad, y deja a la ley la reglamentación de la materia. A su turno, la Ley 270 de 1996, contentiva del estatuto de la Administración de Justicia, en desarrollo del precepto constitucional, se ocupa de la Administración de Justicia por las autoridades públicas —a las cuales se encomienda dicha función— y por los particulares, y reconoce que los particulares habilitados por las partes como árbitros pueden ejercer la jurisdicción en asuntos de naturaleza transigible, sometiéndose al procedimiento legalmente señalado. Del propio modo, dicha ley autoriza para que leyes especiales, a tenor de su materia y contenido, fijen las reglas del proceso, y del mismo modo autoriza a las propias partes para que sean ellas quienes establezcan las reglas. Los árbitros, dentro de los términos de la ley, pueden dictar laudos en equidad (artículo 13, num. 3). Por su parte, el artículo 115 del Decreto 1818 de 1998 reconoce que los particulares pueden someter en la cláusula compromisoria o en el compromiso un asunto conflictivo transigible a la decisión de los árbitros, los cuales quedan investidos de la facultad de administrar justicia con tal fin y cuyo fallo puede ser en equidad (entre otros),

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debiéndose entender el arbitraje en equidad como aquel en que los árbitros deciden según el sentido común y la equidad. Es claro, entonces, que el fallo es el que puede ser dictado en equidad, pero, cualquiera sea la clase de arbitraje en que vayan a intervenir los árbitros (en derecho, en equidad o técnico), el procedimiento a seguir para bastantearlo no puede estar ausente y, antes bien, es el mismo en los tres casos. Dicho de otra forma, aunque el laudo se adopte en equidad, debe tramitarse el proceso arbitral bajo cualquiera de las formas reconocidas de modo expreso por la ley (legal, institucional o independiente), como está consagrado en el artículo 116 del citado decreto. Del examen de los textos legales mencionados, pueden sacarse importantes conclusiones que apuntan a la necesidad de confirmar el trámite del arbitraje en equidad bajo las directrices de un procedimiento dado por la ley, fijado en un reglamento camaral o establecido por las partes, a saber: 1) El arbitraje en equidad en esencia se predica del fallo de los árbitros. 2) En el proceso arbitral, deben observarse los principios de la igualdad de las partes en el proceso, la legítima defensa y el debido proceso. 3) El arbitraje en equidad exige que el conflicto sea ventilado mediante un procedimiento que garantice los principios atrás mencionados y que permita recíprocamente a las partes la publicidad de las actuaciones y la posibilidad de controvertirlas y de disentir de los proveídos del árbitro. 4) El procedimiento se impone por mandato legal (artículo 6 del C. de P. C.). 8. ¿La decisión en equidad se toma en conciencia? No cabe duda de que toda decisión (de la jurisdicción ordinaria, de las especiales o de la arbitral) debe estar fundada en las pruebas oportuna y regularmente aportadas al proceso. Así lo dispone el artículo 174 del C. de P. C., aplicable a las tres situaciones dadas. Las partes formulan los

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debiéndose entender el arbitraje en equidad como aquel en que los árbitros deciden según el sentido común y la equidad. Es claro, entonces, que el fallo es el que puede ser dictado en equidad, pero, cualquiera sea la clase de arbitraje en que vayan a intervenir los árbitros (en derecho, en equidad o técnico), el procedimiento a seguir para bastantearlo no puede estar ausente y, antes bien, es el mismo en los tres casos. Dicho de otra forma, aunque el laudo se adopte en equidad, debe tramitarse el proceso arbitral bajo cualquiera de las formas reconocidas de modo expreso por la ley (legal, institucional o independiente), como está consagrado en el artículo 116 del citado decreto. Del examen de los textos legales mencionados, pueden sacarse importantes conclusiones que apuntan a la necesidad de confirmar el trámite del arbitraje en equidad bajo las directrices de un procedimiento dado por la ley, fijado en un reglamento camaral o establecido por las partes, a saber: 1) El arbitraje en equidad en esencia se predica del fallo de los árbitros. 2) En el proceso arbitral, deben observarse los principios de la igualdad de las partes en el proceso, la legítima defensa y el debido proceso. 3) El arbitraje en equidad exige que el conflicto sea ventilado mediante un procedimiento que garantice los principios atrás mencionados y que permita recíprocamente a las partes la publicidad de las actuaciones y la posibilidad de controvertirlas y de disentir de los proveídos del árbitro. 4) El procedimiento se impone por mandato legal (artículo 6 del C. de P. C.). 8. ¿La decisión en equidad se toma en conciencia? No cabe duda de que toda decisión (de la jurisdicción ordinaria, de las especiales o de la arbitral) debe estar fundada en las pruebas oportuna y regularmente aportadas al proceso. Así lo dispone el artículo 174 del C. de P. C., aplicable a las tres situaciones dadas. Las partes formulan los

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hechos y piden las pruebas, y el juez las practica, las valora y decide; de ahí que se diga que las partes suministran los hechos y el juez da el derecho. La prueba verifica los supuestos de hecho en que se basa la demanda o los desecha. Se trata de una constatación objetiva de las circunstancias de diverso orden en que se debate la relación jurídica conflictiva, que por lo mismo evita que el fallo sea tomado al capricho del juzgador o como producto de sus pasiones. Ello supone, en consecuencia, que el juzgador debe tener una íntima conexidad con la recepción o práctica de la prueba, porque después está llamado legalmente a hacer su valoración para poder desatar el conflicto sustancial, sea que la sentencia deba proferirse en derecho, en equidad o técnicamente. Así las cosas, si la ley exige la presencia de pruebas para poder dictar sentencia, el juez (o árbitro) no puede atenerse simplemente a lo que han dicho las partes, sino que debe proceder a constatar su veracidad y autenticidad. Esa labor exige que juez o árbitro valoren la prueba recepcionada, con sujeción a las reglas de la persuasión racional y las directrices de la sana crítica. Por ello, el laudo en equidad no puede sustentarse en la opinión personal del árbitro (verdad sabida y buena fe guardada), lo cual indica que la conclusión a que llegue el árbitro en el laudo debe provenir de un juicio de valor, un juicio por esencia racional, ponderado y analítico, que colme el ideal de la justicia (como valor axiológico que inspira a esta especie arbitral). Bien sea que no haya norma sustantiva aplicable al caso, o que la situación conflictiva trascienda los supuestos de la que existe, el árbitro debe basarse en la prueba válidamente aportada o practicada en el proceso. En últimas, el árbitro en equidad no puede fallar de fondo sin pruebas y, teniéndolas, debe proceder a valorarlas bajo la perspectiva de que lo hace con criterio de equidad. En razón a lo anterior, la demanda debe contener la petición de pruebas que pretenda hacer valer el convocante, quien debe presentar las que estén en su poder (art. 75, num. 1, y art. 77, num. 2 a 7, del C. de P. C.). La contestación de la demanda debe contener lo propio, y el demandado debe aportar las que tenga en su poder, las que versen sobre correcciones o reformas de aquella, las pertinentes a la reconvención y las que se aporten o se pretendan hacer valer para las excepciones de fondo. El árbitro en equidad tiene también la facultad de decretar pruebas de oficio, o de rechazar las que no estime pertinentes (art. 151,

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inc. 1, Decreto 1818 de 1998), y no debe perderse de vista que adquiere los mismos deberes que los jueces, en materia de decreto y práctica de pruebas (art. 31, Decreto 2279 de 1989, y art. 125, Ley 446 de 1998). Las pruebas, a su vez, se practican en pleno, su práctica no es delegable y no se admite comisión (salvo para el extranjero). Finalmente, resulta importante traer a colación que el no decreto de pruebas pedidas o la omisión de las pruebas decretadas constituyen causal de anulación del laudo (art. 163, ord. 4, Decreto 1818 de 1998). 9. La fundamentación del laudo en equidad El laudo en equidad debe ser fundamentado, y quizás la inquietud sobre el particular se debe a que, con anterioridad a la actual legislación nacional acerca de la materia, esta especie de arbitraje era conocida como “en conciencia”, en la que el árbitro decide según su leal saber y entender (ex aequo et bono). Ello es así por cuanto el artículo 303 del C. de P. C. dispone la motivación de las providencias judiciales, bien se trate de decisiones en derecho o en equidad. Cosa diferente es que el árbitro interprete y valore la prueba con un criterio más amplio que el juez que decide en derecho, como ya se examinó. Así lo ha entendido igualmente la Corte Constitucional cuando indica que la decisión de fondo de los conflictos exige fundamentación, como quiera que debe quedar claro en los proveídos que la parte resolutiva no es fruto del capricho del juzgador, sino que es la respuesta que el aparato judicial le da al caso concreto que se debate en el proceso (sentencia C-145 de 1998). Desde luego, una será la motivación del fallo en derecho, y otra la de la sentencia en equidad. 10. El laudo en equidad y su anulabilidad A excepción de la causal sexta, contenida en el artículo 163 del Decreto 1818 de 1998, todas las demás causales de anulación son aplicables al arbitraje en equidad. La razón de ser de esta exclusión radica en que, si debiendo laudar en equidad, se hace en conciencia, de todas formas se decide de acuerdo al sentido de equidad natural o general que inspira a la ley positiva, y en que interponer el recurso de anulación bajo esta premisa equivaldría a controvertir el aspecto sustantivo del fallo, para cuya producción quedó habilitado el árbitro por las partes. De igual

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inc. 1, Decreto 1818 de 1998), y no debe perderse de vista que adquiere los mismos deberes que los jueces, en materia de decreto y práctica de pruebas (art. 31, Decreto 2279 de 1989, y art. 125, Ley 446 de 1998). Las pruebas, a su vez, se practican en pleno, su práctica no es delegable y no se admite comisión (salvo para el extranjero). Finalmente, resulta importante traer a colación que el no decreto de pruebas pedidas o la omisión de las pruebas decretadas constituyen causal de anulación del laudo (art. 163, ord. 4, Decreto 1818 de 1998). 9. La fundamentación del laudo en equidad El laudo en equidad debe ser fundamentado, y quizás la inquietud sobre el particular se debe a que, con anterioridad a la actual legislación nacional acerca de la materia, esta especie de arbitraje era conocida como “en conciencia”, en la que el árbitro decide según su leal saber y entender (ex aequo et bono). Ello es así por cuanto el artículo 303 del C. de P. C. dispone la motivación de las providencias judiciales, bien se trate de decisiones en derecho o en equidad. Cosa diferente es que el árbitro interprete y valore la prueba con un criterio más amplio que el juez que decide en derecho, como ya se examinó. Así lo ha entendido igualmente la Corte Constitucional cuando indica que la decisión de fondo de los conflictos exige fundamentación, como quiera que debe quedar claro en los proveídos que la parte resolutiva no es fruto del capricho del juzgador, sino que es la respuesta que el aparato judicial le da al caso concreto que se debate en el proceso (sentencia C-145 de 1998). Desde luego, una será la motivación del fallo en derecho, y otra la de la sentencia en equidad. 10. El laudo en equidad y su anulabilidad A excepción de la causal sexta, contenida en el artículo 163 del Decreto 1818 de 1998, todas las demás causales de anulación son aplicables al arbitraje en equidad. La razón de ser de esta exclusión radica en que, si debiendo laudar en equidad, se hace en conciencia, de todas formas se decide de acuerdo al sentido de equidad natural o general que inspira a la ley positiva, y en que interponer el recurso de anulación bajo esta premisa equivaldría a controvertir el aspecto sustantivo del fallo, para cuya producción quedó habilitado el árbitro por las partes. De igual

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manera, pensamos que el funcionario judicial que decida la anulación del laudo tampoco puede proceder a aplicar las causales 7, 8 y 9 (corrección de errores; decisión sobre asuntos no discutidos o concesión mayor a lo pedido; haber dejado de decidir cuestiones), porque él sólo puede decidir en derecho, y adicionalmente carece de habilitación por las partes para fallar en equidad.

Bibliografía Becerra Toro, Rodrigo. Manual de arbitraje en Colombia. Teoría y

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El delito: mera tipicidad y antijuridicidad César A. Sandoval Molina*

* Abogado de la Universidad Santiago de Cali, ex procurador judicial penal delegado ante el Tribunal Superior de Cali, especialista en Derecho Penal y profesor de la Pontificia Universidad Javeriana Cali.

Criterio Jurídico Santiago de Cali V. 10, No. 1 2010-1 pp. 115-152 ISSN 1657-3978

Recibido: 16 de mayo de 2010 Aprobado: 14 de junio de 2010

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Resumen Este artículo intenta demostrar que, dada la evolución fijada por la dogmática alemana durante todo el siglo pasado, no debe afirmarse que el delito es conducta típica, antijurídica y culpable, sino, simplemente, que el delito es sólo tipicidad y antijuridicidad, es decir, volver a la bipartición, pero bajo cánones bien diferentes. Con este fin, se hará un previo recuento histórico sobre las variantes generales de la dogmática en la conformación del delito. Este trabajo no pretende profundizar en la teoría del delito, sino partir de lo conocido para llamar la atención sobre el estado actual de la composición de la conducta punible, con el propósito de ayudar a la práctica judicial y a la pedagogía del derecho penal. Palabras claves Derecho penal, teoría del delito, tipicidad, antijuridicidad. Abstract This article purports to demonstrate that, given the evolution German dogmatic criminal has followed over the previous century, an offense should not be presented as defined, wrongful, and culpable conduct, but rather, simply, as nothing other than definition and wrongfulness. In other words, we should return to a bipartite scheme, but following very different standards. With this goal, the author begins by presenting a historical account of the general variants of German criminal dogmatism in constituting an offense. This article does not pretend to examine in depth the theory of offenses, but instead to start from what is already known in order to call attention to the current way of constituting offenses, with the aim of assisting the practice of criminal law in court and the teaching of criminal law. Keywords Criminal law, theory of offenses, definition, wrongfulness.

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Resumen Este artículo intenta demostrar que, dada la evolución fijada por la dogmática alemana durante todo el siglo pasado, no debe afirmarse que el delito es conducta típica, antijurídica y culpable, sino, simplemente, que el delito es sólo tipicidad y antijuridicidad, es decir, volver a la bipartición, pero bajo cánones bien diferentes. Con este fin, se hará un previo recuento histórico sobre las variantes generales de la dogmática en la conformación del delito. Este trabajo no pretende profundizar en la teoría del delito, sino partir de lo conocido para llamar la atención sobre el estado actual de la composición de la conducta punible, con el propósito de ayudar a la práctica judicial y a la pedagogía del derecho penal. Palabras claves Derecho penal, teoría del delito, tipicidad, antijuridicidad. Abstract This article purports to demonstrate that, given the evolution German dogmatic criminal has followed over the previous century, an offense should not be presented as defined, wrongful, and culpable conduct, but rather, simply, as nothing other than definition and wrongfulness. In other words, we should return to a bipartite scheme, but following very different standards. With this goal, the author begins by presenting a historical account of the general variants of German criminal dogmatism in constituting an offense. This article does not pretend to examine in depth the theory of offenses, but instead to start from what is already known in order to call attention to the current way of constituting offenses, with the aim of assisting the practice of criminal law in court and the teaching of criminal law. Keywords Criminal law, theory of offenses, definition, wrongfulness.

El delito: mera tipicidad y antijuridicidad

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1. Introducción

s pertinente dejar sentado, de una vez, que no se pretende con este trabajo profundizar en la teoría del delito, sino partir de lo

conocido para llamar la atención sobre el estado actual de la composición de la conducta punible, con lo que, por una parte, se simplificará su manejo en la praxis judicial y, por otra, se obtendrá un texto sencillo para servir de inicio en el estudio del derecho penal sustantivo. Así, se intentará demostrar que, dada la evolución fijada por la dogmática alemana durante todo el siglo pasado, no debe afirmarse que el delito es conducta típica, antijurídica y culpable (criterio tripartita nacido con Beling) sino, simplemente, que el delito es sólo tipicidad y antijuridicidad. Es decir, volver a la bipartición pero bajo cánones bien diferentes, como que ya no serán la antijuridicidad y la culpabilidad los componentes estructurales del delito al tenor de la primaria dogmática alemana, sino la tipicidad y la antijuridicidad. Ello se hará con un previo recuento histórico sobre las variantes generales de la dogmática en la conformación del delito en cuanto a la concepción de sus elementos estructurales, para de allí recabar en el aserto de la propuesta. 2. Las escuelas penales No se discute hoy que, ad portas del siglo pasado, dos corrientes del pensamiento penal se disputaban en Europa la primacía. En primer lugar, con raigambre italiana, la llamada escuela clásica, fundada en la filosofía de la Ilustración, que concebía el delito constituido en dos partes perfectamente distinguibles: una objetiva, lo ilícito, y otra subjetiva, la culpabilidad. En segundo lugar, la corriente de la política criminal, de origen alemán, con Franz Von Liszt. Esta corriente colocaba al delincuente como límite infranqueable para el derecho penal, lo que hacía a esta tendencia una profundamente penetrada por el cientificismo predominante de la segunda mitad del siglo XIX, al punto

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de considerarse la acción delictiva como un simple mecanismo, guiado por las leyes físicas, en donde la causa servía de lazo entre sus distintos componentes. A comienzos del siglo pasado surge el concepto de tipicidad expuesto por Beling, y que vino a unirse a los de antijuridicidad y culpabilidad, para constituir la hoy vigente conceptualización tripartita del delito como predicados de la conducta, esencia de la escuela dogmática alemana, con sus variadas corrientes, en proceso de sistematización de la estructura de la conducta punible, que terminó por imponerse. Inicialmente, el delito se concebía en el derecho penal alemán bajo postulados causalistas productores de resultados. Así, aunque a la acción o conducta se le fijaran como características la tipicidad, la antijuridicidad y la culpabilidad, aquella estaba regida bajo una orientación predominantemente objetiva, el concepto de causalidad. Con lo que lo subjetivo quedaba para la culpabilidad y únicamente en la culpabilidad, de acuerdo con el criterio de la llamada escuela clásica alemana. Durante los años treinta del siglo XX surge, en la misma Alemania, la denominada escuela neoclásica o escuela de Baden, inspirada en el concepto kantiano de valorar la realidad conforme a las características que le atribuye cada individuo. Así, la realidad debe referirse a ciertos valores supremos que sirven para delimitarla y sistematizarla. Esto, llevado a la estructura del delito, permitió afirmar que tanto el injusto como la culpabilidad debían ser valorados desde el punto de vista del daño, de la lesividad social y de la reprochabilidad, juicios de valor predicables, entonces, tanto de la tipicidad como de la antijuridicidad. Surgen así los elementos subjetivos y normativos del injusto, propuestos por Max Ernest Mayer, afirmados por Sauer y desarrollados e impuestos por Edmund Mezger (1926). Criticado por su marcada tendencia pro-nazi, puede rescatarse a favor de Mezger que se admitieron elementos subjetivos en la antijuridicidad, lo que disminuye el predominio objetivo que la escuela clásica había impuesto para la conducta o acción, para la tipicidad y para la

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de considerarse la acción delictiva como un simple mecanismo, guiado por las leyes físicas, en donde la causa servía de lazo entre sus distintos componentes. A comienzos del siglo pasado surge el concepto de tipicidad expuesto por Beling, y que vino a unirse a los de antijuridicidad y culpabilidad, para constituir la hoy vigente conceptualización tripartita del delito como predicados de la conducta, esencia de la escuela dogmática alemana, con sus variadas corrientes, en proceso de sistematización de la estructura de la conducta punible, que terminó por imponerse. Inicialmente, el delito se concebía en el derecho penal alemán bajo postulados causalistas productores de resultados. Así, aunque a la acción o conducta se le fijaran como características la tipicidad, la antijuridicidad y la culpabilidad, aquella estaba regida bajo una orientación predominantemente objetiva, el concepto de causalidad. Con lo que lo subjetivo quedaba para la culpabilidad y únicamente en la culpabilidad, de acuerdo con el criterio de la llamada escuela clásica alemana. Durante los años treinta del siglo XX surge, en la misma Alemania, la denominada escuela neoclásica o escuela de Baden, inspirada en el concepto kantiano de valorar la realidad conforme a las características que le atribuye cada individuo. Así, la realidad debe referirse a ciertos valores supremos que sirven para delimitarla y sistematizarla. Esto, llevado a la estructura del delito, permitió afirmar que tanto el injusto como la culpabilidad debían ser valorados desde el punto de vista del daño, de la lesividad social y de la reprochabilidad, juicios de valor predicables, entonces, tanto de la tipicidad como de la antijuridicidad. Surgen así los elementos subjetivos y normativos del injusto, propuestos por Max Ernest Mayer, afirmados por Sauer y desarrollados e impuestos por Edmund Mezger (1926). Criticado por su marcada tendencia pro-nazi, puede rescatarse a favor de Mezger que se admitieron elementos subjetivos en la antijuridicidad, lo que disminuye el predominio objetivo que la escuela clásica había impuesto para la conducta o acción, para la tipicidad y para la

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antijuridicidad. Y admite, además, que todos los elementos del delito, tomados de Husserl, son valorativos. Son estas aperturas subjetivas las que llevan, a mediados del siglo XX, a un cambio radical en la orientación de la teoría de la acción y, por ende, de la composición general del delito. Se inicia con Graf zu Dohna y se estructura plenamente con Welzel, con la llamada teoría finalista de la acción: no es el resultado lo preponderante en el delito sino la acción, y no cualquier acción sino la acción final, la que dirige la voluntad; es decir, ella propone el resultado. Cambia el concepto de causalidad, ya no es aquella fundada exclusivamente en criterios naturalistas y objetivos sino la que es producto del dominio de una voluntad final, dirigida. Y como va dirigida a la realización del injusto, sale el dolo de la culpabilidad para formar parte, como debe ser, del tipo. Y en el último cuarto del siglo XX surge el concepto o teoría de la imputación objetiva con Roxin y Jakobs, que, en términos generales, se basan en el fin de protección de la norma y el papel social del individuo. Es polo opuesto al subjetivismo, por estar fundado en el pensamiento lógico material. Es reconocimiento, no de lo objetivo a lo subjetivo, sino (más allá de lo material a lo ideal) del individualismo al normativismo. Es evidente que la teoría de la imputación objetiva, con sus cargas de funcionalismo y de normativismo, va más allá del discernimiento subjetivista como partidario que es del pensamiento lógico material. O sea que se tiene otra evolución de lo material a lo ideal, aparte de la ya señalada de lo objetivo a lo subjetivo. Como dice Schunemann, del individualismo de Frankfurt al normativismo de Jakobs. No es extraño entonces que dentro de la tradicional estructura tripartita del delito se considere, especialmente por Jakobs, que entidades como acción, causalidad y otras que se tenían por prejurídicas, es decir, anteriores o previas al concepto del delito, ya no lo sean sino que pasan a ser partes del mismo, con lo que se regresa a las ideas neokantianas. Se conciben los fines del derecho dirigidos a la pena y a la protección de las normas jurídicas y, sobre todo, la culpabilidad aparece absorbida por el concepto de prevención general y se mide por el grado de fidelidad al derecho, lo que importa para la cuantificación de la pena. De allí, se

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resalta el especial hincapié que se hace sobre el papel que cada individuo tiene en la sociedad y las obligaciones que contrae dentro de su zona de organización individual para con aquella y para con los otros individuos. 3. Variantes generales en la estructura del delito 3.1. El método Es imperioso para graficar la estructura general del delito, como se propondrá, precisar los puntos concretos de su evolución dentro de la teoría penal alemana en lo corrido del pasado siglo, para no ir más lejos. Pero para ello debe comprenderse que hay una brecha entre la dogmática tradicional y el normativismo, por cuanto la escuela clásica alemana y las que de su corte hubo, expusieron principios generales y de ellos, por estricta ordenación lógica, descendieron hasta aplicarlos a los casos particulares. Hay, en los clásicos, un despliegue de carácter primordialmente sistemático en donde la ciencia penal aparece rigurosamente ordenada, de manera que pudiera llamarse escolástica, es decir, de carácter lógico, por constituir una serie de secuencias que se enlazan unas con las otras y que van dirigidas a la prelación absoluta del principio de legalidad. En cambio, los normativistas, con su nueva sistemática, parecieran tener su método como un sistema racional para obtener el derecho independientemente de la ley o, al menos, no necesariamente dependiente de ella, basados en los llamados topoi, lo que significa un modo de pensar tópico propio de las consideraciones jurídico racionales. Según Larenz, es un procedimiento general de discusión de problemas que se lleva a cabo por topoi, o sea, puntos de vista aceptables en todas partes que pueden conducir a lo verdadero. Se emplean para abordar por todos un problema y se trata de descubrir la conexión entre ellos y el problema en sí. Tal teoría señala la insuficiencia de la lógica de la subsunción, o sea de la derivación deductiva de las normas jurídicas para la formación de la jurisprudencia, pues no se trata de la realización de principios jurídicos generales sino de hallar la resolución justa y adecuada a cada caso particular (Larenz, 1980: 152 y ss.).

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resalta el especial hincapié que se hace sobre el papel que cada individuo tiene en la sociedad y las obligaciones que contrae dentro de su zona de organización individual para con aquella y para con los otros individuos. 3. Variantes generales en la estructura del delito 3.1. El método Es imperioso para graficar la estructura general del delito, como se propondrá, precisar los puntos concretos de su evolución dentro de la teoría penal alemana en lo corrido del pasado siglo, para no ir más lejos. Pero para ello debe comprenderse que hay una brecha entre la dogmática tradicional y el normativismo, por cuanto la escuela clásica alemana y las que de su corte hubo, expusieron principios generales y de ellos, por estricta ordenación lógica, descendieron hasta aplicarlos a los casos particulares. Hay, en los clásicos, un despliegue de carácter primordialmente sistemático en donde la ciencia penal aparece rigurosamente ordenada, de manera que pudiera llamarse escolástica, es decir, de carácter lógico, por constituir una serie de secuencias que se enlazan unas con las otras y que van dirigidas a la prelación absoluta del principio de legalidad. En cambio, los normativistas, con su nueva sistemática, parecieran tener su método como un sistema racional para obtener el derecho independientemente de la ley o, al menos, no necesariamente dependiente de ella, basados en los llamados topoi, lo que significa un modo de pensar tópico propio de las consideraciones jurídico racionales. Según Larenz, es un procedimiento general de discusión de problemas que se lleva a cabo por topoi, o sea, puntos de vista aceptables en todas partes que pueden conducir a lo verdadero. Se emplean para abordar por todos un problema y se trata de descubrir la conexión entre ellos y el problema en sí. Tal teoría señala la insuficiencia de la lógica de la subsunción, o sea de la derivación deductiva de las normas jurídicas para la formación de la jurisprudencia, pues no se trata de la realización de principios jurídicos generales sino de hallar la resolución justa y adecuada a cada caso particular (Larenz, 1980: 152 y ss.).

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Ahora bien, considero, con harto temor a equivocarme, que adicionalmente la posición de Jakobs, denominada funcionalismo, es la de que el concepto de bien jurídico adquiere una nueva connotación que se relaciona con las funciones de la norma, pues, en tanto que, en la teoría tradicional, el delito se mide según la valoración de la lesión de los bienes individuales o estatales, para Jakobs y sus seguidores el núcleo del delito no es ya una lesión de los bienes jurídicos en su acepción tradicional —de bienes de la persona— sino la actuación contraria a la norma. Lo que importa no es la función valorativa de la norma sino su función de determinación, es decir, del poder ejercido para inclinar al individuo a respetarla. De esta forma, en el funcionalismo lo que predomina no es la lesión o puesta en peligro de los bienes jurídicos, ya que no es tarea fundamental del derecho penal la defensa de los mismos, sino la regulación de las funciones sociales de los individuos (Lesch, 1995: 15-16). Aceptar la tesis funcionalista implica evolucionar desde la protección de los bienes individuales a la de bienes colectivos y otra paralela que va de la protección de los bienes concretos a la de los bienes abstractos. Y, aún más, de la protección contra el daño concreto a la protección contra los peligros abstractos. Ahora bien, y como se ampliará más adelante, si es verdad que el funcionalismo no desdeña al individuo hay que decir que por individualismo no se entiende el subjetivismo, esto es, el factor singular que cada uno representa con sus peculiaridades sino que acoge el concepto de persona, esto es, de alguien medido conforme a parámetros sociales. Distingue los conceptos de “sujeto” y “persona”, aquel como ser psicofísico y este como ser de construcción normativa sujeto a deberes surgidos de su rol social (Jakobs, 1996: 35 y ss.). Así, aunque el individuo es protagonista de la sociedad, ya no se trata del ser humano considerado en su prístina naturaleza (o sea, como un individuo rodeado de derechos) sino como un instrumento dentro del esquema social. La relación del individuo con la sociedad no es singular sino instrumental, es decir, como un medio para un fin que es la conservación de la sociedad.

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Al derecho penal no le interesa el individuo en cuanto sujeto, toda vez que como tal, éste es tan absolutamente autónomo que ningún ordenamiento legal puede intervenir en su fuero interno, en cambio, en cuanto persona, el individuo es por excelencia un ser social con una característica fundamental: ser portador de roles. Dicho en forma más simple, el individuo en cuanto sujeto es un ser con autonomía ética absoluta en los términos kantianos, en cambio, en cuanto persona es un miembro de la sociedad, integrado a un sistema que le impone como condición de pertenencia al mismo el seguimiento de unas normas. (Grosso García, 2001: 142)

3.2. El concepto de conducta o acción En términos muy generales, puede afirmarse que en el siglo pasado su concepción se enmarca en tres ámbitos. Uno, el puramente fáctico, otro el finalista y, por último, el de la manifestación de la personalidad. Es evidente que no hay concepto más discutido en la estructura del delito, salvado el de la culpabilidad, que el de conducta. Se precisa, de una vez y con Fernando Velásquez Velásquez (2002: 228), entre otros, que tal locución de “conducta” se utiliza acorde con la terminología de nuestra ley penal y para evitar confusiones con el concepto de acción, ésta la especie, aquella el género. La evolución del concepto de conducta, puede decirse, marca la del derecho penal. Empieza por la dilatada época en que se la consideraba como un simple concepto material, es decir, como un hecho natural, hasta épocas más recientes en las que se discute si hay conducta en los movimientos puramente automáticos o reflejos y aún en su ubicación. El derecho penal elaboró durante años, con el clasicismo dogmático, un concepto prejurídico, mecánico, puramente causal, de conducta, neutro de valor, regido por las leyes físicas y naturales. Se trataba de un impulso físico que Welzel denominaba ciego. Fue precisamente este autor el que cambió dicho concepto al dirigir la atención no sobre el inicio exterior de la conducta sino sobre su dirección y objeto finales. Conducta, dijo, es acción final, es decir, comportamiento que busca un propósito, una finalidad. El elemento básico vino a ser la voluntad porque ella dirige el acto hacia la meta final de tal forma que la acción

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Al derecho penal no le interesa el individuo en cuanto sujeto, toda vez que como tal, éste es tan absolutamente autónomo que ningún ordenamiento legal puede intervenir en su fuero interno, en cambio, en cuanto persona, el individuo es por excelencia un ser social con una característica fundamental: ser portador de roles. Dicho en forma más simple, el individuo en cuanto sujeto es un ser con autonomía ética absoluta en los términos kantianos, en cambio, en cuanto persona es un miembro de la sociedad, integrado a un sistema que le impone como condición de pertenencia al mismo el seguimiento de unas normas. (Grosso García, 2001: 142)

3.2. El concepto de conducta o acción En términos muy generales, puede afirmarse que en el siglo pasado su concepción se enmarca en tres ámbitos. Uno, el puramente fáctico, otro el finalista y, por último, el de la manifestación de la personalidad. Es evidente que no hay concepto más discutido en la estructura del delito, salvado el de la culpabilidad, que el de conducta. Se precisa, de una vez y con Fernando Velásquez Velásquez (2002: 228), entre otros, que tal locución de “conducta” se utiliza acorde con la terminología de nuestra ley penal y para evitar confusiones con el concepto de acción, ésta la especie, aquella el género. La evolución del concepto de conducta, puede decirse, marca la del derecho penal. Empieza por la dilatada época en que se la consideraba como un simple concepto material, es decir, como un hecho natural, hasta épocas más recientes en las que se discute si hay conducta en los movimientos puramente automáticos o reflejos y aún en su ubicación. El derecho penal elaboró durante años, con el clasicismo dogmático, un concepto prejurídico, mecánico, puramente causal, de conducta, neutro de valor, regido por las leyes físicas y naturales. Se trataba de un impulso físico que Welzel denominaba ciego. Fue precisamente este autor el que cambió dicho concepto al dirigir la atención no sobre el inicio exterior de la conducta sino sobre su dirección y objeto finales. Conducta, dijo, es acción final, es decir, comportamiento que busca un propósito, una finalidad. El elemento básico vino a ser la voluntad porque ella dirige el acto hacia la meta final de tal forma que la acción

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no es mera causalidad vista sólo de manera naturalista, sino como manejo de la voluntad. No es la causalidad por sí sola la que importa, sino la causa que se dirige por la voluntad. Pese a ser una revolución o precisamente por ello, no se libró esta teoría de objeciones. En efecto, no podía explicar ni el comportamiento imprudente ni el omisivo dado que en esos casos no hay dirección de la voluntad hacia el resultado que se produce. Welzel expuso varias soluciones. Ninguna resultó satisfactoria pues, queriendo involucrar la acción imprudente dentro de la finalidad, unas veces habló de finalidad potencial y otras de lesión al deber de cuidado. Precisamente, como hacía falta un elemento común que abarcara ambas modalidades de conducta (la intencional y la imprudente), con base en los antecedentes surgió la tesis de Roxin, quien propuso, desde una mirada soportada en las normas y sin rechazar abiertamente la causalidad como componente, la teoría del riesgo indebido, recogida y ampliada, entre otros, por Jakobs, sosteniendo que es acción todo aquello que crea un riesgo ilícito, el que va más allá del permitido, para un bien jurídico, siempre que ese riesgo corresponda a un tipo penal, que realice un resultado típico y que esté dentro del ámbito de protección de la norma. Ante ello, y lógicamente como resultado de dicho pensamiento normativista, como sólo podía haber acción cuando hubiera correspondencia con un tipo, se produjo el paso de la conducta del campo prejurídico al jurídico y de este a su absorción por el tipo. 3.3. Del resultado a la acción final y al normativismo Los pasos primarios de la dogmática, con Liszt, Beling, Mezger, Baumann, Weber, etc., dieron prelación, en el comportamiento delictivo, a la causación de un resultado. Así, en la teoría del delito lo que prevalecía era el daño causado a un bien jurídico. El contenido del injusto es la lesión o puesta en peligro del bien jurídico.

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Frente a dicha postura surgió a mediados del pasado siglo, como acaba de explicarse, la postura de que se le diera prelación a la acción, a la voluntad, sobre el resultado, al tenor de la teoría de la acción finalista, concepto capaz, entre otros, de darle claro sustento a la tentativa. Ello explica la posición de Welzel, y en quienes él influyera, que minusvalore la importancia del bien jurídico y le dé al resultado importancia secundaria, relegándolo a una función meramente limitante y tratando, aunque no de modo satisfactorio, de acomodar el delito culposo dentro de la teoría de la acción finalista. De todas formas, es indudable que ante la propuesta de Welzel el mundo jurídico moderno se inclina, cada vez más, por excluir el resultado tanto del injusto como de la fijación de la punibilidad, afirmándose que lo que el derecho penal prohíbe son los comportamientos, no los resultados, pues estos no dependen directamente de la voluntad sino de las circunstancias. Así, se pretende reducir el resultado a una mera condición de punibilidad. También, ante el dilema por el predominio de la acción o del resultado, y tal como se buscara para los delitos intencionales y los imprudentes, y los de acción y omisión, entre otros álgidos temas no resueltos por una misma posición teórica, surgió, para zanjar los enfrentamientos bajo una sola hipótesis que les permitiera explicar satisfactoriamente la imputación objetiva, normativista y funcionalista, en la que, sin renegarse ni de la acción ni del resultado, otro es el fundamento de la postura. En términos muy generales y simples puede decirse que se enuncia al decir que a una persona le es imputable un cargo cuando ha creado un riesgo jurídicamente desaprobado por desatender las normas de convivencia y ese riesgo se ha concretado en un resultado que corresponde al tipo penal, lo que acontece cuando, por su rol social, goza de la condición de garante de un derecho tutelado. El planteamiento teórico surge de reconocer que en la sociedad abundan los riesgos. Unos permitidos, otros no. La diferencia la hace la ley

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Frente a dicha postura surgió a mediados del pasado siglo, como acaba de explicarse, la postura de que se le diera prelación a la acción, a la voluntad, sobre el resultado, al tenor de la teoría de la acción finalista, concepto capaz, entre otros, de darle claro sustento a la tentativa. Ello explica la posición de Welzel, y en quienes él influyera, que minusvalore la importancia del bien jurídico y le dé al resultado importancia secundaria, relegándolo a una función meramente limitante y tratando, aunque no de modo satisfactorio, de acomodar el delito culposo dentro de la teoría de la acción finalista. De todas formas, es indudable que ante la propuesta de Welzel el mundo jurídico moderno se inclina, cada vez más, por excluir el resultado tanto del injusto como de la fijación de la punibilidad, afirmándose que lo que el derecho penal prohíbe son los comportamientos, no los resultados, pues estos no dependen directamente de la voluntad sino de las circunstancias. Así, se pretende reducir el resultado a una mera condición de punibilidad. También, ante el dilema por el predominio de la acción o del resultado, y tal como se buscara para los delitos intencionales y los imprudentes, y los de acción y omisión, entre otros álgidos temas no resueltos por una misma posición teórica, surgió, para zanjar los enfrentamientos bajo una sola hipótesis que les permitiera explicar satisfactoriamente la imputación objetiva, normativista y funcionalista, en la que, sin renegarse ni de la acción ni del resultado, otro es el fundamento de la postura. En términos muy generales y simples puede decirse que se enuncia al decir que a una persona le es imputable un cargo cuando ha creado un riesgo jurídicamente desaprobado por desatender las normas de convivencia y ese riesgo se ha concretado en un resultado que corresponde al tipo penal, lo que acontece cuando, por su rol social, goza de la condición de garante de un derecho tutelado. El planteamiento teórico surge de reconocer que en la sociedad abundan los riesgos. Unos permitidos, otros no. La diferencia la hace la ley

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teniendo en cuenta, esencialmente, la aceptación de esos riesgos por la sociedad. O sea, que la determinación de cuándo un riesgo es permitido y cuándo no lo es no depende del criterio del sujeto, es decir, de la motivación que lo haya llevado a crearlo. Esto hace que la teoría examinada sea aplicable a los delitos dolosos y a los culposos y a los de acción y de omisión. Y conduce a un principio general, a saber, todo aquel que ejecuta una conducta contraria a la ley o deja de ejecutar una que esta le haya exigido está creando un riesgo no permitido, así lo haga intencional o imprudentemente por acción o por omisión. La ubicación del riesgo no permitido en el ámbito de la tipicidad objetiva, fundamento de la antijuridicidad, lleva al examen de la norma y, particularmente, del fin de protección de la misma. Es decir, a examinar hasta dónde alcanza su esfera de cubrimiento. Así, no hay lugar a imputación del tipo objetivo ni, por consiguiente, a delito alguno cuando el riesgo que se ha creado cae por fuera del ámbito de protección de la norma pues la sola causación del riesgo no es punible, ella adquiere relevancia cuando se produce un resultado antijurídico. Los normativistas responden así imponiendo su teoría al margen del dolo o de la culpa del autor, de su acción o de su omisión, es decir, la respuesta que el mundo jurídico penal esperaba a las controversias del siglo XX. 3.4. Las propuestas sobre el bien jurídico Ya desde el siglo XIX surgió este concepto, apalancado por la teoría liberal, con formación extremadamente individualista, la que se le quiso siempre borrar, entendiéndose por bien jurídico todo cuanto es valioso para la comunidad jurídica y que requiere, por tanto, protección de la ley. Así, en principio, el bien jurídico fue considerado como un derecho subjetivo porque su titular era el individuo, al cual resultaba necesario proteger de la acción del Estado, bien jurídico susceptible sólo de daños actuales o de un peligro concreto. En el siglo pasado se cambió el

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concepto para admitir que la colectividad también podía ser titular de bienes jurídicos y que no sólo los daña la agresión material sino también la puesta en peligro abstracta. Se debe a la escuela de Kiel, pese a su orientación nacionalsocialista, un cambio fundamental en el concepto de bien jurídico en el sentido de que el derecho penal tiene no sólo una función de protección sino también una función de garantía de los bienes jurídicos, y que al lado del concepto de bien jurídico está el de deber jurídico. El conflicto a mencionar, entre el desvalor de acción y el desvalor de resultado, que durante el auge inicial de la teoría finalista dio prevalente importancia a aquella sobre este, contribuyó a una especie de declive del concepto de bien jurídico menospreciado por los finalistas. Sin embargo, desde el comienzo de los años setenta del siglo XX, el concepto volvió a adquirir vigencia debido, en buena parte, a la reforma alemana, entonces en preparación, en la cual el bien jurídico pasó a ocupar papel protagónico como hilo conductor de la parte especial en el código penal. Hoy en día, el concepto readquirió gran importancia como elemento trascendental en la evolución del derecho, en cuanto a su concepción en sí y en el aspecto de la transformación en valor relevante para el individuo y para la comunidad. Al punto que Jakobs ha convertido en bien jurídico a la misma norma jurídica (a la que llama bien jurídico penal) que es, si se quiere, el bien supremo, cuya protección permite garantizar la firmeza del orden jurídico, librándolo de decepciones y de dudas lo que cimienta la estabilidad de las expectativas normativas para que no se den por perdidas en caso de que resulten defraudadas. Detrás de esa norma suprema vienen los otros bienes jurídicos individuales, estatales o colectivos (Jakobs, 1997: 45); así, el autor dio tal revuelo al concepto de bien jurídico que, de acuerdo con su pensamiento, v. gr. el homicidio no consiste en segar una vida humana sino en la oposición a la norma subyacente al homicidio. Esta concepción está íntimamente ligada al concepto de organización, básico en la teoría de Jakobs, según el cual el

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concepto para admitir que la colectividad también podía ser titular de bienes jurídicos y que no sólo los daña la agresión material sino también la puesta en peligro abstracta. Se debe a la escuela de Kiel, pese a su orientación nacionalsocialista, un cambio fundamental en el concepto de bien jurídico en el sentido de que el derecho penal tiene no sólo una función de protección sino también una función de garantía de los bienes jurídicos, y que al lado del concepto de bien jurídico está el de deber jurídico. El conflicto a mencionar, entre el desvalor de acción y el desvalor de resultado, que durante el auge inicial de la teoría finalista dio prevalente importancia a aquella sobre este, contribuyó a una especie de declive del concepto de bien jurídico menospreciado por los finalistas. Sin embargo, desde el comienzo de los años setenta del siglo XX, el concepto volvió a adquirir vigencia debido, en buena parte, a la reforma alemana, entonces en preparación, en la cual el bien jurídico pasó a ocupar papel protagónico como hilo conductor de la parte especial en el código penal. Hoy en día, el concepto readquirió gran importancia como elemento trascendental en la evolución del derecho, en cuanto a su concepción en sí y en el aspecto de la transformación en valor relevante para el individuo y para la comunidad. Al punto que Jakobs ha convertido en bien jurídico a la misma norma jurídica (a la que llama bien jurídico penal) que es, si se quiere, el bien supremo, cuya protección permite garantizar la firmeza del orden jurídico, librándolo de decepciones y de dudas lo que cimienta la estabilidad de las expectativas normativas para que no se den por perdidas en caso de que resulten defraudadas. Detrás de esa norma suprema vienen los otros bienes jurídicos individuales, estatales o colectivos (Jakobs, 1997: 45); así, el autor dio tal revuelo al concepto de bien jurídico que, de acuerdo con su pensamiento, v. gr. el homicidio no consiste en segar una vida humana sino en la oposición a la norma subyacente al homicidio. Esta concepción está íntimamente ligada al concepto de organización, básico en la teoría de Jakobs, según el cual el

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individuo tiene una esfera ordenada en la cual actúa, la que no debe abandonar para ir en contra de la organización de la sociedad. Cuando el autor de un delito procede de modo que su actuación se opone a la norma (esto es, a la organización de la sociedad), se desarrolla una interacción social y, entonces, es menester que se reafirme la significación de la norma reforzándola por medio de la reacción punitiva. Esta tesis tiene que ver con la vieja disputa entre el sentido imperativo de la norma, esto es, su poder de hacerse obedecer del individuo y su sentido valorativo, o sea, la graduación de la gravedad del hecho cometido. La teoría tradicional impone la pena teniendo en cuenta el sentido valorativo de la norma, es decir, la gravedad del hecho cometido. La teoría funcional lo hace basándose en el aspecto de determinación de las normas, esto es, en el grado de obediencia del actor. En síntesis, puede afirmarse que el bien jurídico no puede entenderse hoy en día con un sentido naturalista, como quería el clasicismo, ni como un valor ético individual, como lo pretendía el neokantismo, sino con un significado social, como condición que posibilita la participación del individuo en los sistemas sociales (Mir Puig, 1979: 60). 3.5. La evolución del tipo Si se quisiera, el origen del tipo es el que fuera llamado “cuerpo del delito”, constituido por los signos externos del mismo. Era, ante todo, un concepto procesal que se traducía por esta pregunta: ¿qué ha de considerarse como ocurrido? Este concepto es reemplazado por la valoración jurídica del hecho, o sea, por esta pregunta: ¿cómo ha de valorarse lo ocurrido? Es decir, como un hecho valorado por su relevancia jurídico material. A comienzos del siglo pasado (1906), Beling lo sitúa como un escalón independiente del delito, antes de la antijuridicidad y de la culpabilidad. Pero el tipo no contenía juicio alguno de valor y estaba, además, desprovisto de dolo, algo completamente objetivo con una muy pasajera voluntariedad.

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Alrededor de 1911 se descubren elementos subjetivos en el tipo, o sea que en muchos casos el injusto depende de la dirección de la voluntad. En tal descubrimiento intervienen Fischer, Hegler, Mayer y, en particular Mezger. Esta noción se impuso hacia 1930. También hacia 1915 se proponen por Max Ernest Mayer los elementos normativos del tipo, o sea, aquellos componentes jurídicos y no jurídicos, de carácter valorativo, que pertenecen a ciencias distintas del derecho penal y cuyo conocimiento es puramente intelectual. Es con dichas bases, especialmente con la aceptación de los elementos subjetivos, que surge, a mediados del siglo pasado, la teoría final de la acción incluyendo el dolo en el tipo como elemento cognoscitivo del hecho. El dolo no pertenece a la culpabilidad sino al tipo, al tipo subjetivo. No hay un tipo único, se habla del tipo objetivo y del tipo subjetivo. Y, para salvar la tradición, hay un dolo natural en el tipo y un dolo jurídico en la culpabilidad. El tipo, hoy por hoy, no es estrictamente objetivo, como lo pregonaban los clásicos en defensa de la causalidad naturalista y el resultado, ni con radical inclinación subjetiva, según el pensamiento finalista, dando a entender que la voluntad rige la causalidad, es representación del componente social que radica en cada hombre. 3.6. Los avatares de la culpabilidad Si de la conducta han corrido mares de tinta, no menos puede decirse de la culpabilidad como elemento independiente en la estructura del delito, ya que su trayectoria está conformada por un incesante debate sobre su naturaleza y sus funciones. Este concepto describió, en el siglo pasado, un gran arco que va desde su aceptación indiscutida durante toda la época clásica, la neoclásica y, prácticamente, en la contemporánea, fundándose en una libertad absoluta de la voluntad, esto es, en el libre albedrío (indeterminismo

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Alrededor de 1911 se descubren elementos subjetivos en el tipo, o sea que en muchos casos el injusto depende de la dirección de la voluntad. En tal descubrimiento intervienen Fischer, Hegler, Mayer y, en particular Mezger. Esta noción se impuso hacia 1930. También hacia 1915 se proponen por Max Ernest Mayer los elementos normativos del tipo, o sea, aquellos componentes jurídicos y no jurídicos, de carácter valorativo, que pertenecen a ciencias distintas del derecho penal y cuyo conocimiento es puramente intelectual. Es con dichas bases, especialmente con la aceptación de los elementos subjetivos, que surge, a mediados del siglo pasado, la teoría final de la acción incluyendo el dolo en el tipo como elemento cognoscitivo del hecho. El dolo no pertenece a la culpabilidad sino al tipo, al tipo subjetivo. No hay un tipo único, se habla del tipo objetivo y del tipo subjetivo. Y, para salvar la tradición, hay un dolo natural en el tipo y un dolo jurídico en la culpabilidad. El tipo, hoy por hoy, no es estrictamente objetivo, como lo pregonaban los clásicos en defensa de la causalidad naturalista y el resultado, ni con radical inclinación subjetiva, según el pensamiento finalista, dando a entender que la voluntad rige la causalidad, es representación del componente social que radica en cada hombre. 3.6. Los avatares de la culpabilidad Si de la conducta han corrido mares de tinta, no menos puede decirse de la culpabilidad como elemento independiente en la estructura del delito, ya que su trayectoria está conformada por un incesante debate sobre su naturaleza y sus funciones. Este concepto describió, en el siglo pasado, un gran arco que va desde su aceptación indiscutida durante toda la época clásica, la neoclásica y, prácticamente, en la contemporánea, fundándose en una libertad absoluta de la voluntad, esto es, en el libre albedrío (indeterminismo

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absoluto), hasta su negación, con base en un determinismo extremo, como sucede con Gimbernat Ordeig. En esta trayectoria se pasa por los más diversos matices de la culpabilidad. Estos comprenden su concepción sicológica, por un lado, y su concepción normativa por el otro. Y desde la teoría que la ve como un atributo de la personalidad hasta la que la tiene como un grado de influencia de la norma sobre el sujeto (teoría de la receptibilidad) y, aún de quienes consideramos, en últimas, que la moderna teoría del delito dejó la culpabilidad sin suficiente peso como para conformar un elemento básico e independiente. Tradicionalmente, la culpabilidad fue tenida como un concepto psicológico, vale decir, como la relación subjetiva entre un acto y su resultado. Dentro de esta concepción la imputabilidad es considerada como presupuesto de la culpabilidad y el dolo y la culpa como formas de ésta. En las primeras décadas del pasado siglo, el concepto psicológico de la culpabilidad fue reemplazado por un concepto normativo basado en la reprochabilidad del comportamiento, esto es, en no haber actuado conforme a las normas habiendo podido hacerlo. Así, Frank en 1907 y Goldschmidt en 1913 introducen otro elemento: la reprochabilidad no debe deducirse solamente de la desobediencia a una norma jurídica sino también a una norma de deber que consiste en la obligación que cada uno tiene de disponer su conducta de modo que corresponda al orden jurídico. Y, con un giro distinto, Freudenthal planteó en 1922 que la conducta fuera exigible. Esto es, proclamó la inculpabilidad cuando la conducta no fuera exigible (inexigibilidad de otra conducta). Posteriormente, entrada ya la segunda mitad del siglo XX vino, por obra de la teoría finalista de la acción, otra concepción de la culpabilidad consistente en pasar el conocimiento del hecho al tipo en calidad de dolo y culpa (tipo subjetivo), y dejar en la culpabilidad la reprochabilidad de la acción, esto es, en haber actuado contra la norma habiendo podido evitarlo.

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Un criterio más avanzado es el expuesto luego por Roxin, para quien la concepción normativa es suficiente pues sólo se pregunta en ella si el acto le es reprochable a su autor pero no si éste debe responder por él. El concepto normativo de culpabilidad debe complementarse con un concepto normativo de responsabilidad. Roxin parte de lo que él mismo llama la asequibilidad normativa. O sea, la capacidad de autocontrol del individuo para comportarse conforme a la norma. Es culpable cuando, teniendo esa capacidad, no opta por ninguna de las alternativas de conducta que psíquicamente le son asequibles (Roxin, 1997: 807 y ss.). Con esto pretende el autor eludir todos los problemas que ha suscitado la afirmación del libre albedrío, ya que no es necesario demostrar su existencia sino sólo que el individuo es asequible a otras formas de comportamiento. Es de destacar, en la teoría de Roxin, que la culpabilidad no es únicamente el fundamento de la pena sino su límite. La sanción no puede sobrepasar el grado de culpabilidad pero puede ser inferior a ella. La pena se rige por criterios políticos-criminales que indiquen su necesidad y modalidades (Roxin, 1971: 67 y ss.) como presupuesto de responsabilidad o culpabilidad. De igual manera, y nuevamente corriendo el riesgo de estar errado, considero que Jakobs ha formulado lo que pudiera llamarse una teoría funcional de la culpabilidad según la cual ésta se determina a partir de un fin general de la pena, el cual no es la intimidación a la colectividad sino el ejercicio en la fidelidad al derecho. En otras palabras, la estabilización en la confianza en el ordenamiento perturbado por la conducta delictiva ya que el delito frustra las esperanzas de la comunidad y esa frustración se compensa considerando culpable la conducta frustrante y castigándola (Jakobs, 1997: 581). Se pune, dice este autor, para mantener la confianza general en la norma, o sea, para ejercitar en el reconocimiento general de la norma. De acuerdo con este fin de la pena, agrega, el concepto de culpabilidad no ha de orientarse hacia el futuro sino que, de hecho, está orientado

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Un criterio más avanzado es el expuesto luego por Roxin, para quien la concepción normativa es suficiente pues sólo se pregunta en ella si el acto le es reprochable a su autor pero no si éste debe responder por él. El concepto normativo de culpabilidad debe complementarse con un concepto normativo de responsabilidad. Roxin parte de lo que él mismo llama la asequibilidad normativa. O sea, la capacidad de autocontrol del individuo para comportarse conforme a la norma. Es culpable cuando, teniendo esa capacidad, no opta por ninguna de las alternativas de conducta que psíquicamente le son asequibles (Roxin, 1997: 807 y ss.). Con esto pretende el autor eludir todos los problemas que ha suscitado la afirmación del libre albedrío, ya que no es necesario demostrar su existencia sino sólo que el individuo es asequible a otras formas de comportamiento. Es de destacar, en la teoría de Roxin, que la culpabilidad no es únicamente el fundamento de la pena sino su límite. La sanción no puede sobrepasar el grado de culpabilidad pero puede ser inferior a ella. La pena se rige por criterios políticos-criminales que indiquen su necesidad y modalidades (Roxin, 1971: 67 y ss.) como presupuesto de responsabilidad o culpabilidad. De igual manera, y nuevamente corriendo el riesgo de estar errado, considero que Jakobs ha formulado lo que pudiera llamarse una teoría funcional de la culpabilidad según la cual ésta se determina a partir de un fin general de la pena, el cual no es la intimidación a la colectividad sino el ejercicio en la fidelidad al derecho. En otras palabras, la estabilización en la confianza en el ordenamiento perturbado por la conducta delictiva ya que el delito frustra las esperanzas de la comunidad y esa frustración se compensa considerando culpable la conducta frustrante y castigándola (Jakobs, 1997: 581). Se pune, dice este autor, para mantener la confianza general en la norma, o sea, para ejercitar en el reconocimiento general de la norma. De acuerdo con este fin de la pena, agrega, el concepto de culpabilidad no ha de orientarse hacia el futuro sino que, de hecho, está orientado

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hacia el presente en la medida en que el derecho penal contribuye a estabilizar ese ordenamiento (Jakobs, 1997: 581). En la teoría de Jakobs se observa su oposición a Welzel en cuando desecha el fundamento que éste da a la culpabilidad como poder de actuar de otro modo, en lugar de lo cual Jakobs le señala como fin el de prevención general. Así mismo, ataca los contenidos descriptivos de la teoría welzeliana, es decir, su tendencia ontologizante o referida a la realidad. Y ataca, también, la delimitación acogida por Welzel entre dolo y culpa realizada sobre un criterio psicológico. En cambio, se le objeta a Jakobs que abandona la función restrictiva de la culpabilidad, esto es, la determinación de ésta en virtud de las condiciones personales del sujeto y se limita a preguntarse qué es lo necesario para que los ciudadanos, en general, permanezcan fieles al derecho, lo cual lleva a extremos como declarar culpable al delincuente por instinto completamente incapaz de autocontrol. Advierte a este propósito Roxin que una tal instrumentalización del individuo, que solo sirve como instrumento de los intereses sociales de estabilización, fue ya criticada por Kant como contraria a la dignidad humana (Roxin, 1971: 806). Otras teorías se han expuesto a propósito de la culpabilidad como la de que ésta se basa en el carácter propio, es decir, que cada cual responde por ser así, esto es, por las características personales que le han inducido al hecho. Esta doctrina conduce a renunciar por completo a hacer al individuo un reproche moral y al rechazar, por consiguiente, la retribución y el reproche moral y a reducir las penas a fines puramente preventivos. Llegan las objeciones a expresar que resulta absurdo atribuir responsabilidad a alguien por algo de lo que no tiene la culpa, esto es, por algo respecto de lo cual nada puede hacer. No obstante el fracaso de esta posición, ha habido quienes abogan por la supresión de la culpabilidad como elemento del delito. Es así como Gimbernat Ordeig sostiene que la culpabilidad no existe porque el fundamento de la misma, que es el libre albedrío, resulta indemostrable. Lo cual no quiere decir, en criterio de este autor, que haya de prescindirse de la pena pues esta se impondría, no con base en la

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culpabilidad, sino en el valor del bien jurídico ofendido y en la gravedad del hecho cometido. A esta teoría se le pueden hacer las mismas objeciones que a otras, ya que prescinde de la personalidad del culpable para basar la pena en fundamentos puramente objetivos. Por otro lado, teorías más recientes plantean la responsabilidad, y, por lo tanto, la culpabilidad, desde bases diferentes a la personal. En efecto, está la que se ha denominado teoría político criminal del sujeto responsable, según la cual es la sociedad la que tiene que dotar al individuo de medios para controlar su conducta y debe hacerlo para poder exigirle un comportamiento conforme a las normas. La culpabilidad, en esta teoría, no es una estructura del ser, de la capacidad de obrar de otra manera, ni de su libre albedrío, sino de la relación existente entre la persona y el Estado. El sujeto responde por dolo o culpa pero no más allá de los límites del mundo interior que en él ha plasmado el Estado o le ha permitido que se forme. Se trata de una exigibilidad sistemática, es decir, de saber si el sistema está en capacidad de exigir al individuo determinado comportamiento. Esto implica, ante todo, que el Estado le haya dado al individuo unos efectivos procesos de internalización de valores, o sea, que le haya dado los medios para entender que está cometiendo delito y que se le pueda exigir, según las circunstancias, que acate normas. Por otra parte, el Estado sólo puede aplicar penas cuando no vulnera la indemnidad de la persona, esto es, cuando no va a menoscabar su personalidad. O sea que, aunque haya delito y sujeto responsable, puede no aplicarse la pena si va a afectar la indemnidad de la persona. Dentro de este sistema, culpabilidad es exigibilidad. Un individuo es culpable en cuanto se le pueda exigir que acate las normas. De lo contrario, no. Y esa exigibilidad, se repite, depende de si la sociedad le ha inculcado los correspondientes valores.

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culpabilidad, sino en el valor del bien jurídico ofendido y en la gravedad del hecho cometido. A esta teoría se le pueden hacer las mismas objeciones que a otras, ya que prescinde de la personalidad del culpable para basar la pena en fundamentos puramente objetivos. Por otro lado, teorías más recientes plantean la responsabilidad, y, por lo tanto, la culpabilidad, desde bases diferentes a la personal. En efecto, está la que se ha denominado teoría político criminal del sujeto responsable, según la cual es la sociedad la que tiene que dotar al individuo de medios para controlar su conducta y debe hacerlo para poder exigirle un comportamiento conforme a las normas. La culpabilidad, en esta teoría, no es una estructura del ser, de la capacidad de obrar de otra manera, ni de su libre albedrío, sino de la relación existente entre la persona y el Estado. El sujeto responde por dolo o culpa pero no más allá de los límites del mundo interior que en él ha plasmado el Estado o le ha permitido que se forme. Se trata de una exigibilidad sistemática, es decir, de saber si el sistema está en capacidad de exigir al individuo determinado comportamiento. Esto implica, ante todo, que el Estado le haya dado al individuo unos efectivos procesos de internalización de valores, o sea, que le haya dado los medios para entender que está cometiendo delito y que se le pueda exigir, según las circunstancias, que acate normas. Por otra parte, el Estado sólo puede aplicar penas cuando no vulnera la indemnidad de la persona, esto es, cuando no va a menoscabar su personalidad. O sea que, aunque haya delito y sujeto responsable, puede no aplicarse la pena si va a afectar la indemnidad de la persona. Dentro de este sistema, culpabilidad es exigibilidad. Un individuo es culpable en cuanto se le pueda exigir que acate las normas. De lo contrario, no. Y esa exigibilidad, se repite, depende de si la sociedad le ha inculcado los correspondientes valores.

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Se puede decir, en síntesis, que si el individuo se ha desarrollado dentro de un medio en que esos valores no existen ni le han sido, por lo tanto, inculcados, no se le puede decir que ha obrado con culpabilidad ni exigirle, por ende, responsabilidad. Este planteamiento ubica la culpabilidad sobre bases completamente distintas a la psicológica y a la normativa y acaba con toda traza de responsabilidad personal. La gran responsable es la sociedad y ésta no puede exigir lo que no ha dado. Aun si ha dado, no puede imponer penas si con ello se vulnera la indemnidad del individuo (Bustos Ramírez y Hormazábal Malarée, 1999: 138 y ss.). Digamos, para concluir este aparte, que a poco la culpabilidad con las distintas tendencias va camino a desaparecer irrigando sus funciones en otros espacios del delito. 4. Tres esquemas penales en gráficas No constituye postura excluyente de ninguna naturaleza afirmar que en el moderno derecho penal alemán sólo tres, en términos generales, han sido las escuelas que con sus tesis han marcado derroteros tal como, sucintamente, en apartes anteriores se dejó consignado. Ellas son la escuela clásica, la escuela finalista de la acción y la escuela normativista. Todas, sin duda, son partidarias del sistema tripartito de la tipicidad, antijuridicidad y culpabilidad. De cada una de ellas es preciso determinar en dónde radican sus presupuestos constitutivos del delito, qué recogen o qué rechazan las unas de las otras y qué queda para, con ello, soportar la fórmula de nuestra propuesta de ser el delito simplemente tipicidad y antijuridicidad. Revisémoslas entonces individualmente, en lo pertinente.

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4.1. La escuela clásica Atendiendo el factor temporal, el haber servido a las demás y porque de ella lo que queda es poco y bien diferente a los planteamientos primarios, cabe tratarla antes que las otras. Ya se había esbozado: su concepción de la conducta punible es estrictamente naturalista. No es entonces de extrañar que, a partir de la pretensión tripartita, prevaleciera el componente objetivo en el delito, aun en el género conducta para sólo en la culpabilidad dejar el aspecto subjetivo. Respondía, en términos generales, el concepto del delito a una parte objetiva, conformada por la conducta o acción, el tipo y la antijuridicidad, y, una subjetiva, que se concretaba en la culpabilidad.

Para entender la gráfica que adelante se hará, es preciso referir cada uno de estos elementos tal como se manejaron en términos de mayor aceptación. 4.1.1. La conducta o acción Siendo la concepción del delito de estirpe fundamentalmente naturalista, objetiva, sólo para la culpabilidad se dejaba el sentido de la voluntad. En la conducta o acción la voluntad era mero reconocimiento del ser racional que actuaba, más que la voluntad. Se pensaba en voluntariedad como capacidad para, simplemente, dar lugar a un movimiento corporal productor de una causa a través de la cual se produce el resultado. En principio, entonces, la acción o conducta está compuesta por un movimiento corporal voluntario. Así, Ernst Von Beling quien postulaba que “para establecer que se ha dado una acción, es suficiente la constatación de que se ha manifestado un querer del autor por un movimiento del cuerpo o de un no movimiento” (Agudelo, 1998: 29).

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4.1. La escuela clásica Atendiendo el factor temporal, el haber servido a las demás y porque de ella lo que queda es poco y bien diferente a los planteamientos primarios, cabe tratarla antes que las otras. Ya se había esbozado: su concepción de la conducta punible es estrictamente naturalista. No es entonces de extrañar que, a partir de la pretensión tripartita, prevaleciera el componente objetivo en el delito, aun en el género conducta para sólo en la culpabilidad dejar el aspecto subjetivo. Respondía, en términos generales, el concepto del delito a una parte objetiva, conformada por la conducta o acción, el tipo y la antijuridicidad, y, una subjetiva, que se concretaba en la culpabilidad.

Para entender la gráfica que adelante se hará, es preciso referir cada uno de estos elementos tal como se manejaron en términos de mayor aceptación. 4.1.1. La conducta o acción Siendo la concepción del delito de estirpe fundamentalmente naturalista, objetiva, sólo para la culpabilidad se dejaba el sentido de la voluntad. En la conducta o acción la voluntad era mero reconocimiento del ser racional que actuaba, más que la voluntad. Se pensaba en voluntariedad como capacidad para, simplemente, dar lugar a un movimiento corporal productor de una causa a través de la cual se produce el resultado. En principio, entonces, la acción o conducta está compuesta por un movimiento corporal voluntario. Así, Ernst Von Beling quien postulaba que “para establecer que se ha dado una acción, es suficiente la constatación de que se ha manifestado un querer del autor por un movimiento del cuerpo o de un no movimiento” (Agudelo, 1998: 29).

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Así, por conducta debe entenderse primero la existencia de un movimiento corporal voluntario, o sea: C = m. c. v. Pero, precisamente, por haberse traído de las leyes naturales al derecho penal la composición de la acción o conducta, no bastaba el mero movimiento con dicha voluntad sin sentido. Era preciso, además, que hubiera un proceso causal, que tal movimiento fuera causa, produjera un resultado que permitiera imputarlo. Allí estaba el meollo del asunto a discutir e imponer y en su entorno giró el derecho penal. La causalidad es esencia de la conducta. Si bien no se consulta la carga de la voluntad sí se precisa, radicalmente, el nexo de causalidad. Carece de sentido la conducta si no hay unión causal entre el movimiento o no movimiento y el resultado, ello, revisado desde una óptica meramente objetiva.

Acción sería, pues, un proceso causal, siempre que pueda atribuirse a una voluntad humana, sea cual sea el contenido de esta, a un movimiento corporal voluntario. El movimiento corporal, a su vez, se define como “la tensión (contracción) de los músculos dispuesta por la mente, que tiene lugar por la inervación de los nervios motores”. La voluntad humana se toma, pues, como hecho, sin consideración a su contenido, y por lo mismo sin consideración a su sentido. Para la comprobación de que ocurre una acción basta la certeza de que el autor ha actuado activamente o ha permanecido inactivo. Lo que éste haya pretendido es aquí indiferente; el contenido de la voluntad sólo tiene significado para la cuestión de la culpabilidad. (Jakobs, 1997: 160)

Explicar qué debía entenderse por nexo causal y aplicar el concepto por encima de cualquier crítica, como el que no pudiera tener aplicación en la tentativa o en tipos de omisión o en los imprudentes, fue durante varios años lo que ocupó a los autores de distintas corrientes, cual más considerándose salvador de la teoría. Fuera cual fuere la teoría acogida, lo cierto es que para los clásicos la conducta, factor pretípico del que se predicaban la tipicidad, la

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antijuridicidad y la culpabilidad, para ser punible, no era entonces solo movimiento corporal con voluntariedad, sino, además y esencialmente, nexo causal. Así, sería: C = m. c. v. + N. C. Pero faltaba más. La causalidad estaba referida a un resultado material del que era causa el movimiento corporal. Con Mezger, “trátase de los efectos ocasionados por la conducta corporal. Se presentan, en primer lugar, en un mundo material, pero pueden manifestarse también en la vida psíquica de las personas […] resultado del hecho punible en sentido estricto y propio del término (dicho más claramente, el ‘resultado externo’), es sólo el resultado posterior producido por la conducta corporal del autor” (Mezger, 1985: 104). Tal postura llevaba a diferenciar la acción misma manifestada con el resultado de la acción en sí, pues, por un lado, la acción penalmente relevante era sólo la realizada en el mundo exterior y, por el otro, diferente era la manifestación de la voluntad de las modificaciones que ésta producía en el mundo exterior, amén de que así se permitían construcciones teóricas que permitieran explicar situaciones como las de la tentativa y los delitos de peligro. De esta forma, para recapitular, la conducta pretípica estaba constituida por el movimiento corporal voluntario, el nexo causal y el resultado, dándosele entre ellos absoluta importancia y prelación al nexo causal. O sea: C = m. c. v. + N. C. + r. 4.1.2. La tipicidad, la antijuridicidad y la culpabilidad Tanto la tipicidad como la antijuridicidad se enmarcaban dentro de un campo radicalmente objetivo. La tipicidad bajo el entendido de que su función era solamente descriptiva y la antijuridicidad tenida como mera

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antijuridicidad y la culpabilidad, para ser punible, no era entonces solo movimiento corporal con voluntariedad, sino, además y esencialmente, nexo causal. Así, sería: C = m. c. v. + N. C. Pero faltaba más. La causalidad estaba referida a un resultado material del que era causa el movimiento corporal. Con Mezger, “trátase de los efectos ocasionados por la conducta corporal. Se presentan, en primer lugar, en un mundo material, pero pueden manifestarse también en la vida psíquica de las personas […] resultado del hecho punible en sentido estricto y propio del término (dicho más claramente, el ‘resultado externo’), es sólo el resultado posterior producido por la conducta corporal del autor” (Mezger, 1985: 104). Tal postura llevaba a diferenciar la acción misma manifestada con el resultado de la acción en sí, pues, por un lado, la acción penalmente relevante era sólo la realizada en el mundo exterior y, por el otro, diferente era la manifestación de la voluntad de las modificaciones que ésta producía en el mundo exterior, amén de que así se permitían construcciones teóricas que permitieran explicar situaciones como las de la tentativa y los delitos de peligro. De esta forma, para recapitular, la conducta pretípica estaba constituida por el movimiento corporal voluntario, el nexo causal y el resultado, dándosele entre ellos absoluta importancia y prelación al nexo causal. O sea: C = m. c. v. + N. C. + r. 4.1.2. La tipicidad, la antijuridicidad y la culpabilidad Tanto la tipicidad como la antijuridicidad se enmarcaban dentro de un campo radicalmente objetivo. La tipicidad bajo el entendido de que su función era solamente descriptiva y la antijuridicidad tenida como mera

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contradicción entre lo realizado y el ordenamiento jurídico en cuanto dañosa. Ya en la culpabilidad la escuela clásica entra a manejar todo el aspecto subjetivo del delito, es decir, la relación síquica del autor con el hecho, la carga de la voluntad, no la mera voluntariedad, en el acontecimiento criminal. La culpabilidad sólo se entendió posible cuando el sujeto tenía capacidad, era imputable, que, de tenerla, obraba con dolo o culpa, especies éstas del género culpabilidad. Así, la distinción y conceptualización de la culpabilidad y en ésta del dolo y la culpa, y la preterintención, constituyeron el gran campo de batalla de la culpabilidad. 4.1.3. Resumen Resumiendo, para la escuela clásica alemana, con su positivismo, que le lleva a un cerrado naturalismo, la acción o conducta es la base del delito. La acción es un hecho natural en la que lo esencial es el movimiento corporal humano causante de un resultado, a ello se le aplica el tipo y la conformación de la tipicidad. Es así absolutamente objetiva (no es un juicio valorativo ni tiene en cuenta la subjetividad). La acción, objetivamente típica, se hace objeto del primer juicio: si es un ataque a bienes jurídicos (juicio de antijuridicidad); después, de una segunda valoración: se tiene en cuenta el contenido de la voluntad (culpabilidad). El sistema naturalista-causalista queda establecido así: la acción, que es la base del delito, no uno de sus elementos. Lo injusto, que tiene dos aspectos: uno, la tipicidad (descriptiva, no valorativa) y la antijuridicidad y la culpabilidad como elemento subjetivo. Así: Delito = Conducta = m. c. v. + N. C. + r. Típica = descriptivo-objetiva Antijurídica = descriptivo-valorativa Culpable = estrictamente subjetiva

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4.2. La escuela finalista El esquema general se conserva, pero bajo parámetros bien diferentes. Ni la conducta, ni la tipicidad, ni la antijuridicidad, se miran bajo una óptica estrictamente objetiva. Ello sin abandonar la influencia naturalista. La acción está cargada de voluntad y forma parte del tipo y esa misma voluntad se riega en la antijuridicidad y, de la culpabilidad, salen al tipo sus especies y se cambia su componente. La conducta no se concibe bajo la esencial relación causalidad-resultado sino que estos quedan sometidos a la preponderancia de la voluntad. Es ésta la que mueve la causalidad, es la voluntad la que busca y produce el resultado, la voluntad lo es todo. Pudo haber sido Alexander Graf Zu Dohna quien se radicalizó, partiendo de la primera edición de su obra, en 1936, al afirmar el concepto de conducta o acción desde esa óptica preñada de voluntad, al escribir que “[n]o son características exteriores las que hacen afirmar que el delito es acción, pues acción es, esencialmente, concreción de voluntad. Esa voluntad puede ser dirigida a producir o a evitar la actividad corporal […]” (Graf zu Dohna, 1958: 18). Propuesta que fue recogida por Hans Welzel quien, al referirse al sentido de la “objetividad” en el tipo objetivo, expresó: “El fundamento real de todo delito es la objetivación de la voluntad en un hecho externo […]. Este llamado tipo objetivo no es de ningún modo algo “externo” puramente objetivo, que estuviera absolutamente libre de momentos subjetivo-anímicos […]” (Welzel, 1987: 93). Así, se mostraba coherente con su núcleo teórico:

Acción humana es ejercicio de actividad final. La acción es, por eso, acontecer ‘final’, no solamente ‘causal’. La ‘finalidad’ o el carácter final de la acción se basa en que el hombre, gracias a su saber causal, puede prever, dentro de ciertos límites, las consecuencias posibles de su actividad, ponerse, por tanto, fines diversos y dirigir su actividad, conforme a su plan, a la

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4.2. La escuela finalista El esquema general se conserva, pero bajo parámetros bien diferentes. Ni la conducta, ni la tipicidad, ni la antijuridicidad, se miran bajo una óptica estrictamente objetiva. Ello sin abandonar la influencia naturalista. La acción está cargada de voluntad y forma parte del tipo y esa misma voluntad se riega en la antijuridicidad y, de la culpabilidad, salen al tipo sus especies y se cambia su componente. La conducta no se concibe bajo la esencial relación causalidad-resultado sino que estos quedan sometidos a la preponderancia de la voluntad. Es ésta la que mueve la causalidad, es la voluntad la que busca y produce el resultado, la voluntad lo es todo. Pudo haber sido Alexander Graf Zu Dohna quien se radicalizó, partiendo de la primera edición de su obra, en 1936, al afirmar el concepto de conducta o acción desde esa óptica preñada de voluntad, al escribir que “[n]o son características exteriores las que hacen afirmar que el delito es acción, pues acción es, esencialmente, concreción de voluntad. Esa voluntad puede ser dirigida a producir o a evitar la actividad corporal […]” (Graf zu Dohna, 1958: 18). Propuesta que fue recogida por Hans Welzel quien, al referirse al sentido de la “objetividad” en el tipo objetivo, expresó: “El fundamento real de todo delito es la objetivación de la voluntad en un hecho externo […]. Este llamado tipo objetivo no es de ningún modo algo “externo” puramente objetivo, que estuviera absolutamente libre de momentos subjetivo-anímicos […]” (Welzel, 1987: 93). Así, se mostraba coherente con su núcleo teórico:

Acción humana es ejercicio de actividad final. La acción es, por eso, acontecer ‘final’, no solamente ‘causal’. La ‘finalidad’ o el carácter final de la acción se basa en que el hombre, gracias a su saber causal, puede prever, dentro de ciertos límites, las consecuencias posibles de su actividad, ponerse, por tanto, fines diversos y dirigir su actividad, conforme a su plan, a la

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consecución de estos fines. En virtud de su saber causal previo puede dirigir los distintos actos de su actividad de tal modo que oriente el acontecer causal exterior a un fin y así lo sobredetermine finalmente. Actividad final es un obrar orientado conscientemente desde el fin, mientras que el acontecer causal no está dirigido desde el fin, sino que es la resultante causal de los componentes causales existentes en cada caso […]. (Welzel, 1987: 53)

Claras resultantes de dichas posturas son, primero, que la conducta no es pretípica sino que se constituye en el tipo por lo que, segundo, cabe hablar de tipo objetivo y tipo subjetivo sin que en ninguno de ellos la causalidad, sin despreciarla, sea pieza fundamental. Por lo mismo, hasta Welzel el dolo era ubicado sistemáticamente en la culpabilidad, tanto durante el sistema clásico como en el neoclásico. Sin embargo, con la concepción finalista de la acción se produjo forzosamente el traslado del dolo a la tipicidad. Y por ende la antijuridicidad no es mera contradicción con la norma sino que se requiere del conocimiento de la misma. Y, de la culpabilidad, para salvarla, se la cobija como mera reprochabilidad. El finalismo, entonces, forma parte del mismo sistema dogmático jurídico penal con sentido naturalista cargado, eso sí, de un subjetivismo moderado, teleológico y valorativo, que termina imponiendo el sentido de que la conducta, la acción, no es mera causalidad y resultado, sino que se explica a través de la intencionalidad. Lo que importa, fundamentalmente, es la voluntad final, dirigida. Por tanto, por conducta o acción debe entenderse el movimiento corporal Voluntario Final más nexo causal más resultado. O sea: C = m. c. V. F. + N. C. + r. Pero, además, la conducta ya no está por fuera del tipo sino que lo constituye, forma parte del tipo, no se entiende éste sin aquella y, por ser así, se habla de un tipo objetivo y de un tipo subjetivo, sin que haya una tajante y absoluta separación de ellos, es decir, que se rechacen plenamente. Para el Finalismo es claro, entonces, que por delito se entiende aquella acción, constituida por un movimiento corporal cargado de voluntad

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final, causante de un resultado, que se encuentra en el tipo, pues a vivenciarlo se dirige. Por lo que no es sólo objetivo sino también subjetivo, acompañados de la antijuridicidad, que no es meramente objetiva, siendo, por ende, tanto desvalor de resultado como desvalor de acción y, de la culpabilidad, que es reprochabilidad en cuanto a exigibilidad. Así, pues, es como se produce por Welzel un verdadero cambio en el modelo, al dejar de considerar la acción, incluida en el tipo, como meramente causal para concebirla como acción final. La voluntad es finalista, carácter que se fundamenta en que el hombre, que conoce los procesos causales, representa dentro de ciertos límites los resultados tipificados que su conducta puede acarrear y los quiere conforme al plan que ha previsto. Luego, la finalidad es la que da sentido al proceso causal y es, esencialmente, inseparable de éste. Se elabora, en consecuencia, el delito: la tipicidad, que tiene aspectos objetivos (tanto descriptivos como normativos y por lo tanto valorativos) y aspectos subjetivos (como el dolo y la culpa). La antijuridicidad, como juicio objetivo de valor que contiene elementos subjetivos y la culpabilidad, como juicio subjetivo de valor que analiza la posibilidad de un actuar distinto. Podría, en conclusión, representarse en la teoría finalista el concepto como: Delito = Tipicidad = tipo-conducta (voluntad) {objetiva y subjetiva} Antijuridicidad = desvalor de acción y de resultado Culpabilidad = reprochabilidad 4.2.1. Las debilidades del finalismo Si tanto los clásicos como los neoclásicos fueron objeto de críticas por no ser capaces de explicar a través del causalismo ni los tipos de omisión ni la tentativa, entre otros, a los finalistas, a pesar de lograr una solución valedera al conato, no fueron objeto de menos recriminaciones

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final, causante de un resultado, que se encuentra en el tipo, pues a vivenciarlo se dirige. Por lo que no es sólo objetivo sino también subjetivo, acompañados de la antijuridicidad, que no es meramente objetiva, siendo, por ende, tanto desvalor de resultado como desvalor de acción y, de la culpabilidad, que es reprochabilidad en cuanto a exigibilidad. Así, pues, es como se produce por Welzel un verdadero cambio en el modelo, al dejar de considerar la acción, incluida en el tipo, como meramente causal para concebirla como acción final. La voluntad es finalista, carácter que se fundamenta en que el hombre, que conoce los procesos causales, representa dentro de ciertos límites los resultados tipificados que su conducta puede acarrear y los quiere conforme al plan que ha previsto. Luego, la finalidad es la que da sentido al proceso causal y es, esencialmente, inseparable de éste. Se elabora, en consecuencia, el delito: la tipicidad, que tiene aspectos objetivos (tanto descriptivos como normativos y por lo tanto valorativos) y aspectos subjetivos (como el dolo y la culpa). La antijuridicidad, como juicio objetivo de valor que contiene elementos subjetivos y la culpabilidad, como juicio subjetivo de valor que analiza la posibilidad de un actuar distinto. Podría, en conclusión, representarse en la teoría finalista el concepto como: Delito = Tipicidad = tipo-conducta (voluntad) {objetiva y subjetiva} Antijuridicidad = desvalor de acción y de resultado Culpabilidad = reprochabilidad 4.2.1. Las debilidades del finalismo Si tanto los clásicos como los neoclásicos fueron objeto de críticas por no ser capaces de explicar a través del causalismo ni los tipos de omisión ni la tentativa, entre otros, a los finalistas, a pesar de lograr una solución valedera al conato, no fueron objeto de menos recriminaciones

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especialmente por no explicar con satisfacción su teoría de los delitos imprudentes. Fue por ello que Welzel se dio a la tarea de aplacar las críticas, y procurando una solución entró a afirmar que:

Los tipos de los delitos dolosos y culposos comprenden la acción final (dirigida) desde distintos puntos de vista: mientras los tipos de los delitos dolosos (dolosos en el sentido de dolo de tipo) comprenden la acción final en la medida que su voluntad de acción está dirigida a la realización de resultados (objetivos) intolerables socialmente, los tipos de los delitos culposos se ocupan (no tanto de los objetivos, sino más bien) de la clase de ejecución de la acción final en relación a consecuencias intolerables socialmente, que el actor o bien confía en que no se producirán o ni siquiera piensa en su producción, y comprenden aquellas ejecuciones de acción (procesos de dirección) que lesionaron el cuidado requerido (para evitar tales consecuencias) en el ámbito de relación. En los tipos culposos se pone en conexión, entonces, la ejecución concreta (o dirección concreta) de la acción final con una conducta modelo, rectora, que está orientada a evitar consecuencias de acción indeseables socialmente. (Welzel, 1987: 185)

Sin más, para explicar el tipo subjetivo culposo la teoría finalista de la acción se ve obligada a valerse de reglamentaciones sociales, con lo que en parte abandona la esencia de su concepción teórica y, por otro lado, abre el camino para el futuro normativismo o funcionalismo. 4.3. La teoría de la imputación El sistema se maneja con dos piezas fundamentales. En primer lugar, la teoría de la imputación al tipo objetivo, en la que se recarga a la producción del resultado no sólo la causalidad objetiva y la finalista, sino que, esencialmente, aquella se debe a la realización de un riesgo no permitido y a la posición de garante, ubicados dentro del fin de protección de la norma, complementándose, así, la causalidad naturalista con valoraciones jurídicas. En segundo lugar, la culpabilidad es manejo de responsabilidad, es condición de la sanción penal.

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La imputación al tipo objetivo se forja en la relación causal entre el suceso y la voluntad. Ésta entendida no como una relación síquica entre aquellos, sino surgida del concepto de persona componente de una sociedad en la que debe cumplir determinados roles importando, primordialmente, no la relación síquica sino la normativa entre dicha voluntad y el suceso. Es decir, la imputación del tipo objetivo se da si sometida la persona a un deber lo incumplió, si quebrantó el rol que le correspondía porque fue más allá del riesgo permitido o porque no se ajustó a su condición de garante, ello, dentro de determinados “límites” (Jakobs, 1999: 103), como el principio de confianza, las acciones a propio riesgo, la prohibición de regreso, la relación riesgo resultado bajo el fin de protección de la norma, para la teoría del riesgo y los deberes de protección y vigilancia para las posiciones de garantía establecidas por la ley. Si bien el ulterior trabajo científico de Jakobs impulsó la aceptación de los conceptos teóricos propugnados, no es factible desconocer que fue Claus Roxin quien fomentó las bases al recabar que el primer cometido de la imputación al tipo objetivo es indicar las circunstancias que hacen de una causación (como límite extremo de la posible imputación) una acción típica, circunstancias que no son otras diferentes a que “[u]n resultado causado por el agente sólo se puede imputar al tipo objetivo si la conducta del autor ha creado un peligro para el bien jurídico no cubierto por un riesgo permitido y ese peligro también se ha realizado en el resultado concreto” (Roxin, 1971: 363). Cabe afirmar, porque no se trata de profundizar en los presupuestos teóricos del funcionalismo, que para declarar completo el concepto de acción no se rechaza la relación psíquica sino que se le da prelación al criterio normativo de ella, que no se rechaza la causalidad pero se complementa con la teoría del riesgo y las posiciones de garantía, para así permitir la atribución, imputación, y constitución del tipo objetivo. Y así es porque para Jakobs el delito no es un proceso subjetivo, o algo que ocurre a un ser humano en su psique, sino que es un fenómeno valorativo, referido a normas, algo que sucede entre personas, entre individuos interrelacionados por procesos comunicativos, dotados de sentido y significado y regidos por parámetros de valor normativos. Es por ello que, en forma tan tajante, sostiene que no es la afectación de un

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La imputación al tipo objetivo se forja en la relación causal entre el suceso y la voluntad. Ésta entendida no como una relación síquica entre aquellos, sino surgida del concepto de persona componente de una sociedad en la que debe cumplir determinados roles importando, primordialmente, no la relación síquica sino la normativa entre dicha voluntad y el suceso. Es decir, la imputación del tipo objetivo se da si sometida la persona a un deber lo incumplió, si quebrantó el rol que le correspondía porque fue más allá del riesgo permitido o porque no se ajustó a su condición de garante, ello, dentro de determinados “límites” (Jakobs, 1999: 103), como el principio de confianza, las acciones a propio riesgo, la prohibición de regreso, la relación riesgo resultado bajo el fin de protección de la norma, para la teoría del riesgo y los deberes de protección y vigilancia para las posiciones de garantía establecidas por la ley. Si bien el ulterior trabajo científico de Jakobs impulsó la aceptación de los conceptos teóricos propugnados, no es factible desconocer que fue Claus Roxin quien fomentó las bases al recabar que el primer cometido de la imputación al tipo objetivo es indicar las circunstancias que hacen de una causación (como límite extremo de la posible imputación) una acción típica, circunstancias que no son otras diferentes a que “[u]n resultado causado por el agente sólo se puede imputar al tipo objetivo si la conducta del autor ha creado un peligro para el bien jurídico no cubierto por un riesgo permitido y ese peligro también se ha realizado en el resultado concreto” (Roxin, 1971: 363). Cabe afirmar, porque no se trata de profundizar en los presupuestos teóricos del funcionalismo, que para declarar completo el concepto de acción no se rechaza la relación psíquica sino que se le da prelación al criterio normativo de ella, que no se rechaza la causalidad pero se complementa con la teoría del riesgo y las posiciones de garantía, para así permitir la atribución, imputación, y constitución del tipo objetivo. Y así es porque para Jakobs el delito no es un proceso subjetivo, o algo que ocurre a un ser humano en su psique, sino que es un fenómeno valorativo, referido a normas, algo que sucede entre personas, entre individuos interrelacionados por procesos comunicativos, dotados de sentido y significado y regidos por parámetros de valor normativos. Es por ello que, en forma tan tajante, sostiene que no es la afectación de un

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bien jurídico lo que hace que un determinado comportamiento sea delictivo sino la manera como el sistema de valores de la sociedad y las normas que los integran califique o le dé significado a ese comportamiento (Grosso García, 2001: 52). Bajo tales supuestos es que en la teoría del delito se modifica, sustancialmente, el predominante criterio naturalista objetivo-subjetivista por el abiertamente normativista y, de esa forma, el concepto de acción juega en el tipo complementándose para la imputación del tipo objetivo, con la llamada teoría del riesgo y la posición de garante. La antijuridicidad, antes entendida como lesión de bienes jurídicos, es ahora quebrantamiento de la vigencia de la norma, y la culpabilidad, primero relación psíquica y luego reprochabilidad, es ahora fundamento de la sanción atendiéndose el grado de quebrantamiento de vigencia del ordenamiento. O sea, que queda la culpabilidad absorbida por la prevención general de la pena. Cabría entonces sostener que, para el normativismo, la acción o conducta, para la imputación del tipo objetivo, está dada en aquel movimiento corporal cargado de voluntad final (en cuanto a fenómeno valorativo, referido a normas), atado a un nexo causal que es cimentado en los riesgos desaprobados o por desconocimiento de la condición de garante, para producir un resultado típico que se imputa. Es decir: C = m. c. v. f. + N. C. + r. + R. D. + G. Así, bajo este concepto de conducta ubicada en el tipo, la estructura general del delito deviene como: Delito = Tipicidad = tipo-conducta (riesgos desaprobados y posición de garante) {objetiva y subjetiva} Antijuridicidad = quebrantamiento de norma Culpabilidad = sanción penal

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5. Planteamiento general Atendiendo las gráficas propuestas en el aparte anterior, es fácil percibir que de la estructura delictual aceptada a principios del pasado siglo y de la composición de sus características o elementos es poco lo que queda, así nos empeñemos en romántica postura en conservar la añeja terminología. Efectivamente, aquel concepto del delito como “conducta típica, antijurídica y culpable”, en la que la parte material u objetiva estaba en los tres primeros y lo subjetivo en el último, con los aportes que se han hecho desde mediados del siglo pasado hasta el presente, nadie lo defendería. Y es porque entraron a ser valorados de diferente forma, en razón del punto de partida para su entendimiento, pues se abandonó un naturalismo objetivista, traído de otras ciencias, para llegar a un derecho penal que se explica nacido de sí mismo, de las normas que rigen al hombre como ser social. Ello, a nuestro juicio, produjo que los “elementos” del delito se entendieran de diversa forma y condujo a que fueran subsumidos o quedaran carentes de la suficiente entidad como para gozar de independencia. Así, consideramos que el concepto “conducta”, del que se predicaban la tipicidad, la antijuridicidad y la culpabilidad, ha dejado de existir. No se le puede seguir considerando como factor pretípico porque queda comprendido en el tipo, y la culpabilidad ha quedado tan vacía que se acepta sólo para determinar una consecuencia del delito que es la pena. 5.1. La conducta no es factor pretípico Plurales razones llevan a que, radicalmente, el añejo concepto de la conducta, como factor del que se predican elementos o características, haya desaparecido. Razones que pueden precisarse.

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5. Planteamiento general Atendiendo las gráficas propuestas en el aparte anterior, es fácil percibir que de la estructura delictual aceptada a principios del pasado siglo y de la composición de sus características o elementos es poco lo que queda, así nos empeñemos en romántica postura en conservar la añeja terminología. Efectivamente, aquel concepto del delito como “conducta típica, antijurídica y culpable”, en la que la parte material u objetiva estaba en los tres primeros y lo subjetivo en el último, con los aportes que se han hecho desde mediados del siglo pasado hasta el presente, nadie lo defendería. Y es porque entraron a ser valorados de diferente forma, en razón del punto de partida para su entendimiento, pues se abandonó un naturalismo objetivista, traído de otras ciencias, para llegar a un derecho penal que se explica nacido de sí mismo, de las normas que rigen al hombre como ser social. Ello, a nuestro juicio, produjo que los “elementos” del delito se entendieran de diversa forma y condujo a que fueran subsumidos o quedaran carentes de la suficiente entidad como para gozar de independencia. Así, consideramos que el concepto “conducta”, del que se predicaban la tipicidad, la antijuridicidad y la culpabilidad, ha dejado de existir. No se le puede seguir considerando como factor pretípico porque queda comprendido en el tipo, y la culpabilidad ha quedado tan vacía que se acepta sólo para determinar una consecuencia del delito que es la pena. 5.1. La conducta no es factor pretípico Plurales razones llevan a que, radicalmente, el añejo concepto de la conducta, como factor del que se predican elementos o características, haya desaparecido. Razones que pueden precisarse.

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Ninguna discusión existe, en la actualidad, acerca de que cuanto conformaba la conducta pertenece o bien al tipo objetivo o al tipo subjetivo, tal como el mismo Welzel lo concretara en sostener que el tipo lo “constituye la mayor parte del tipo general (en sentido amplio), sobre todo en los delitos dolosos, en los cuales contiene una descripción precisa de los elementos objetivos y subjetivos de la acción, incluyendo el resultado […]” (Welzel, 1987: 87). Cierto es que Roxin y Jakobs propugnan por un concepto de acción pretípico, pero, bajo óptica bien diferente a los que lo han sostenido, como es que sólo cabe entender la acción como manifestación de la personalidad, lo que lo valida para todo el entorno del tipo.

En tal sentido Jakobs postuló, ante la controversia de que si bien acción y tipo gozan de “identidad” en cuanto a que son realizaciones mancomunadas, que ello no obsta para que sean tratados por separado como escalones del delito. Por ende:

sería desacertado dejar que el concepto de acción se deshiciera en el tipo, lo que se propone por gran parte de la doctrina con la fundamentación —en sí acertada— de que penalmente relevante es como pronto la realización del tipo. Y es que el concepto del tipo no se verifica, en absoluto antes del de acción; así pues, el problema de lo que es una acción no puede resolverse integrándola en el concepto del tipo. Aun cuando no se haga valer la pretensión de algunos finalistas de anteponer “la estructura final del actuar humano”, como “constitutiva por excelencia”, a las “normas penales”, queda por resolver lo que es acción. La solución ha de materializarse teniendo en cuenta las normas existentes, y no al contrario (p. ej., limitar los sujetos de la acción a las personas físicas no es ninguna característica específica pretípica del concepto de acción. Así entendida, la acción es, en el delito de comisión, el máximo denominador común, y único, de absolutamente todos los tipos. La acción se caracterizó supra (6/20 s.) como el concepto de lo que ha de definirse como un sujeto que puede comportarse defraudando expectativas, y de aquello que puede definirse como mundo configurado por este sujeto. Todos los tipos describen configuraciones del mundo que defraudan expectativas,

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realizadas por sujetos; las condiciones de la acción son las condiciones mínimas de los tipos […]. (Jakobs, 1997: 200)

Como se había adelantado, del mismo talante es Roxin, quien sostiene que “el concepto de acción como manifestación de la personalidad es idóneo como elemento básico, al abarcar todas las formas de manifestación de la conducta delictiva y, aparte de ello, todo lo que en el campo prejurídico tiene sentido calificar como ‘acciones’ […]” (Roxin, 1971: 255). Tan autorizadas opiniones bien pudieran dar al traste con nuestra postura y llevarnos a la retirada, sin embargo, contrario a ellos, como lo reconoce el mismo Jakobs, “gran parte de la doctrina” no los acompaña. Pues, por éstos se considera que no constituyen las tesis de aquellos aporte sustancial a la estructura del delito, que la explicación que dan para individualizar la conducta es cargada de generalizaciones incapaces de deslindar dicha independencia de la acción, mientras que, sin mayores esfuerzos, con la vigente estructura conceptual del delito se advierte la inclusión de la conducta en el tipo, tanto de su parte objetiva como de la subjetiva, y con estos nos alineamos. Lo hacemos porque, efectivamente, la vieja voluntariedad del movimiento corporal pertenece al tipo subjetivo e igual la voluntad final. Así mismo, la causalidad, con cualquier concepto teórico que tratara de explicarla, y sus complementos modernos, el riesgo desaprobado y la posición de garante, corresponden al tipo objetivo, y, a éste, también, el resultado. Luego, nada queda para conformar la tradicional idea de conducta. 5.2. La culpabilidad pertenece a la teoría de la pena A pesar del afán por los autores de sostener el concepto de culpabilidad, como elemento diferenciador en la teoría del delito, tal vez por ese prurito de no rechazarlo como renunciando a que sea una categoría jurídico penal sino de buscarle fundamentos distintos (Muñoz Conde, 1984: 130), lo cierto es que del que fuera gran campo de batallas jurídicas, paralelo a la imputabilidad, bien poco queda.

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realizadas por sujetos; las condiciones de la acción son las condiciones mínimas de los tipos […]. (Jakobs, 1997: 200)

Como se había adelantado, del mismo talante es Roxin, quien sostiene que “el concepto de acción como manifestación de la personalidad es idóneo como elemento básico, al abarcar todas las formas de manifestación de la conducta delictiva y, aparte de ello, todo lo que en el campo prejurídico tiene sentido calificar como ‘acciones’ […]” (Roxin, 1971: 255). Tan autorizadas opiniones bien pudieran dar al traste con nuestra postura y llevarnos a la retirada, sin embargo, contrario a ellos, como lo reconoce el mismo Jakobs, “gran parte de la doctrina” no los acompaña. Pues, por éstos se considera que no constituyen las tesis de aquellos aporte sustancial a la estructura del delito, que la explicación que dan para individualizar la conducta es cargada de generalizaciones incapaces de deslindar dicha independencia de la acción, mientras que, sin mayores esfuerzos, con la vigente estructura conceptual del delito se advierte la inclusión de la conducta en el tipo, tanto de su parte objetiva como de la subjetiva, y con estos nos alineamos. Lo hacemos porque, efectivamente, la vieja voluntariedad del movimiento corporal pertenece al tipo subjetivo e igual la voluntad final. Así mismo, la causalidad, con cualquier concepto teórico que tratara de explicarla, y sus complementos modernos, el riesgo desaprobado y la posición de garante, corresponden al tipo objetivo, y, a éste, también, el resultado. Luego, nada queda para conformar la tradicional idea de conducta. 5.2. La culpabilidad pertenece a la teoría de la pena A pesar del afán por los autores de sostener el concepto de culpabilidad, como elemento diferenciador en la teoría del delito, tal vez por ese prurito de no rechazarlo como renunciando a que sea una categoría jurídico penal sino de buscarle fundamentos distintos (Muñoz Conde, 1984: 130), lo cierto es que del que fuera gran campo de batallas jurídicas, paralelo a la imputabilidad, bien poco queda.

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Basta, para sostener el aserto, con recordar su evolución conceptual para llegar a la antes dicha conclusión. Ciertamente, de la teoría psicológica, en la que se exigía una vinculación ídem entre el autor y su hecho sin la cual era imposible afirmar la relación que daba vida a ésta, la última categoría del delito, con sus especies el dolo y la culpa, bien sabido es que ni se valora de la misma forma ni se hace en el campo de la culpabilidad sino del tipo subjetivo. Del siguiente paso, con la teoría normativa de la culpabilidad, en la que se tienen en cuenta las circunstancias relevantes que acompañan el hecho, de tal forma que lo decisivo es la reprochabilidad, como capacidad de motivarse por la norma, a pesar de la cerrada defensa del finalismo llevado tal vez sólo por el apego a la tradición, difícilmente hay quien, hoy, se rasgue las vestiduras porque no se le dé el valor que en principio se pretendiera.

Frente a todos ellos, el funcionalismo, que, desde su obra Problemas básicos del derecho penal, llevara a proponer a Roxin que, los principios político-criminales de la teoría del fin de la pena son los que sustentan la categoría sistemática que comúnmente se denomina “culpabilidad” (Roxin, 1976: 209), postura que por haber tenido especial acogida, obliga, para salvar el entuerto, que se haga referencia, como par, a la culpabilidad y a la responsabilidad. Sin duda, le asiste razón a Winfried Hassemer cuando, refiriéndose a la estructura ontológica de la acción finalista, sostiene que si esta consiste en la dirección final del proceso causal, entonces la participación interna en el suceso externo no pertenecerá al estadio de la culpabilidad, sino al de la acción, pues esta participación es el núcleo mismo de la acción lo que, en todo caso, representa para el estadio de la culpabilidad en la estructura del delito una sensible pérdida. Ese traslado al tipo, como su parte subjetiva, da lugar a que en la culpabilidad sólo quede una imagen vacía de contenido que es la reprochabilidad (Hassemer, 1984: 283) y, del normativismo, que al dejar en los fines de la pena la existencia de la culpabilidad, al concebir, así, el problema, a ella le quitan una buena parte de su anterior carácter, lo que se refleja en la modificación terminológica de “responsabilidad” en lugar de “culpabilidad” (Hassemer, 1984: 291).

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Así, saliendo de la culpabilidad la vinculación psicológica de otrora, forjando el finalismo una imagen vacía al tenerla como simple reprochabilidad y, dejando el funcionalismo el contenido de la culpabilidad para la teoría de la pena, no cabe llegar a esa conclusión distinta de que el elemento culpabilidad carece de entidad suficiente como para ser considerado, siquiera, como categoría independiente en la estructura del delito. 6. Conclusión Una sociedad en permanente evolución no puede ser ajena al derecho penal. Una sociedad que se otea muy lejana a la igualdad de sus componentes requiere de leyes que busquen equiparar esa desigualdad que el mismo Estado ha sido incapaz de controlar. Por eso, cada día traerá quién busque las normas penales que sean capaces de regular comportamientos universales nacidos del seno de la misma sociedad pudiendo sostenerse que han surgido los primeros pasos para el derecho penal y que muy lejos estamos del último. La ebullición de ideas, propia de una realidad que nos arrolla, es cuanto debemos permitir en procura de encontrar el camino que nos lleve a una Justicia universal, capaz de ser querida por todos, por quienes deben respetarla para beneficio general e individual. No se aboga, en este escrito, por un dualismo en la estructura del delito bajo el criterio de Mezger o Sauer, marcado, en principio, con fines totalitarios, pretendidos cuando sobre la tipicidad se impone la antijuridicidad. Y menos por una antijuridicidad cargada de sesgos racistas o segregacionistas que sirven de garrote al tirano, como se trató en pro del nazismo, al estipular la estructura del delito como antijuridicidad “tipificada”. No, muy lejos de tal criterio porque, a nuestro juicio, en la estructura del delito se impone la tipicidad como desarrollo del principio universal de legalidad y, de allí, predicar luego la antijuridicidad. Todo cuanto se ha discutido, hablado y escrito, en mucho más de un siglo de derecho penal liberal, queda comprendido, para entender el concepto del delito, en la tipicidad y en la antijuridicidad. Queda a ello

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Así, saliendo de la culpabilidad la vinculación psicológica de otrora, forjando el finalismo una imagen vacía al tenerla como simple reprochabilidad y, dejando el funcionalismo el contenido de la culpabilidad para la teoría de la pena, no cabe llegar a esa conclusión distinta de que el elemento culpabilidad carece de entidad suficiente como para ser considerado, siquiera, como categoría independiente en la estructura del delito. 6. Conclusión Una sociedad en permanente evolución no puede ser ajena al derecho penal. Una sociedad que se otea muy lejana a la igualdad de sus componentes requiere de leyes que busquen equiparar esa desigualdad que el mismo Estado ha sido incapaz de controlar. Por eso, cada día traerá quién busque las normas penales que sean capaces de regular comportamientos universales nacidos del seno de la misma sociedad pudiendo sostenerse que han surgido los primeros pasos para el derecho penal y que muy lejos estamos del último. La ebullición de ideas, propia de una realidad que nos arrolla, es cuanto debemos permitir en procura de encontrar el camino que nos lleve a una Justicia universal, capaz de ser querida por todos, por quienes deben respetarla para beneficio general e individual. No se aboga, en este escrito, por un dualismo en la estructura del delito bajo el criterio de Mezger o Sauer, marcado, en principio, con fines totalitarios, pretendidos cuando sobre la tipicidad se impone la antijuridicidad. Y menos por una antijuridicidad cargada de sesgos racistas o segregacionistas que sirven de garrote al tirano, como se trató en pro del nazismo, al estipular la estructura del delito como antijuridicidad “tipificada”. No, muy lejos de tal criterio porque, a nuestro juicio, en la estructura del delito se impone la tipicidad como desarrollo del principio universal de legalidad y, de allí, predicar luego la antijuridicidad. Todo cuanto se ha discutido, hablado y escrito, en mucho más de un siglo de derecho penal liberal, queda comprendido, para entender el concepto del delito, en la tipicidad y en la antijuridicidad. Queda a ello

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reducida la sistemática del delito, acorde con la realidad actual, exigente en negar tanta retórica, y partidaria de una práctica respetuosa de lo derechos humanos sobre formulismos abstractos. Efectivamente, se reitera, de la conducta o acción, en cuyo rededor se movieron la doctrina y la jurisprudencia, entendiendo que era de ella de la que se predicaban los elementos o características llamadas tipicidad, antijuridicidad y culpabilidad, para poder hablar de conducta punible, y que, por lo mismo, tenía que gozar de figuración pretípica, no es factible hoy en día continuar con tal postura conceptual sobre la conducta. La acción no ha desaparecido, lo que ocurre es que no precede, en la sistemática, al tipo sino que pertenece a este. No se concibe el tipo sin acción o conducta. Uno de los elementos del tipo es la conducta. La conducta o acción es especie del tipo, por tanto, hablar de tipo es comprender la conducta con todos sus lineamientos, con todo cuanto la hace posible material, subjetiva o normativamente, bien como tipo objetivo o como tipo subjetivo. De manera que si de precisar qué se entiende por delito no se requiere mencionar la conducta o acción primero sino, simplemente, a la tipicidad. El delito, en su definición inicial, no es conducta típica, el delito es tipicidad. Y a ella, para completar la definición sistemática del delito, sólo debe agregársele la antijuridicidad: el delito es tipicidad y antijuridicidad. Se insiste, lo afirmado es así porque, coherentes, tampoco cabe en la sistemática penal agregar la culpabilidad. Para redundar en testimonios, a nuestro juicio, Claus Roxin inició el golpe de gracia a la culpabilidad, como característica del delito, al proponer que lo decisivo no es el poder actuar de otro modo (según Welzel) sino el que sea necesaria la sanción, que se quiera hacer responsable al autor, desde puntos de vista jurídico-penales por lo que, a su juicio, no cabe hablar de culpabilidad sino de responsabilidad basada en la teoría del fin de la pena (Roxin, 1976: 209 y ss.), posición en la

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que se reitera (Roxin, 1997: 791 y ss.) y en la que lo acompaña Jakobs (1997: 55 y ss.). Si bien, se observa, se ha superado el concepto psicológico de culpabilidad y el de reprochabilidad para que se mire desde el punto de vista de la sanción, de los fines de la pena, lo que implica que la culpabilidad virtualmente ha quedado vacía o, si se quiere, el juicio de culpabilidad conforma un “subsistema”, como dice Hassemer (1984: 292), que, no nos cansaremos de repetirlo, pertenece a la teoría de la pena y no del delito, de donde, definitivamente, ha desaparecido como elemento independiente. Así, se concluye, absorbida la conducta o acción por el tipo y, habiendo perdido la culpabilidad todo cuanto la conformaba, para resolverse en otro campo, el delito no es más que tipicidad y antijuridicidad, que es lo que se ha pretendido demostrar con este trabajo, de pronto con excesiva reiteración, que no se descartó en aras de lograr el suficiente soporte que dejara en firme la propuesta.

Bibliografía Agudelo Betancur, Nódier. Curso de derecho penal. Medellín:

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Código Penal. Bogotá: Gustavo Ibáñez (2004). Graf zu Dohna, Alexander. La estructura de la teoría del delito. Buenos

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que se reitera (Roxin, 1997: 791 y ss.) y en la que lo acompaña Jakobs (1997: 55 y ss.). Si bien, se observa, se ha superado el concepto psicológico de culpabilidad y el de reprochabilidad para que se mire desde el punto de vista de la sanción, de los fines de la pena, lo que implica que la culpabilidad virtualmente ha quedado vacía o, si se quiere, el juicio de culpabilidad conforma un “subsistema”, como dice Hassemer (1984: 292), que, no nos cansaremos de repetirlo, pertenece a la teoría de la pena y no del delito, de donde, definitivamente, ha desaparecido como elemento independiente. Así, se concluye, absorbida la conducta o acción por el tipo y, habiendo perdido la culpabilidad todo cuanto la conformaba, para resolverse en otro campo, el delito no es más que tipicidad y antijuridicidad, que es lo que se ha pretendido demostrar con este trabajo, de pronto con excesiva reiteración, que no se descartó en aras de lograr el suficiente soporte que dejara en firme la propuesta.

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César A. Sandoval Molina

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De la imprenta

En esta sección, Criterio Jurídico reproduce uno o más textos que el equipo editorial ha considerado de especial interés, y que la revista imprime con el fin de darles difusión y acercarlos a la comunidad académica. Como es usual en la sección, se respeta la forma de citación utilizada por el artículo original.

Código de conducta para discutidores razonables Frans van Eemeren Rob Grootendorst

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Código de conducta para discutidores razonables*

Frans van Eemeren Rob Grootendorst Traducción de Sebastián Agudelo M.** Julián Fernando Trujillo Amaya***

* Tomado de van Eemeren y Grootendorst (2004): “A Code of Conduct for Reasonable Discussants”, capítulo 8 de A Systematic Theory of Argumentation: The Pragma-Dialectical Approach. Cambridge: Cambridge University Press (2004), pp. 187-196. ** Estudiante de Filosofía y Lenguas Extranjeras, miembro del grupo de investigación en Etología y Filosofía de la Universidad del Valle. Email: [email protected]. *** Profesor del Departamento de Filosofía, Universidad del Valle. Investigador grupo Mentis (Colciencias, Categoría B), línea de investigación en filosofía del lenguaje, lógica y argumentación.

Criterio Jurídico Santiago de Cali V. 10, No. 1 2010-1 pp. 155-168 ISSN 1657-3978

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Características de los discutidores razonables

as reglas de la pragmadialéctica para una discusión crítica presentadas en el capitulo seis**** se articulan con el objetivo de

establecer un procedimiento de discusión que indique las normas que los actos de habla, realizados por cualquiera de las partes en conflicto, tienen que cumplir para contribuir a la resolución de la diferencia de opinión. Desde nuestra perspectiva, una teoría de la argumentación tiene que formular, ante todo, un procedimiento de discusión que proporcione un sondeo completo de las reglas que se utilizarán en la puesta en práctica de las normas que constituirán las condiciones de “primer orden” para la conducción de una discusión crítica. Es de considerar que estas reglas han de ser seguidas para lograr participar del juego eficazmente, y deben ser entonces juzgadas con base en su capacidad para permitir el cumplimiento de este propósito: su problema-validez. Sin embargo, para que las reglas tengan alguna importancia práctica, tienen que haber, además, discutidores potenciales, preparados para participar del juego bajo estas reglas, pues las aceptan intersubjetivamente, de suerte que también las reglas adquieren validez convencional. En la práctica, los teorizadores de la argumentación no pueden ir más allá de proponer las reglas y defender su aceptabilidad. Nuestra afirmación de que la discusión pragmadialéctica será, en principio, aceptable para los discutidores que quieren resolver sus diferencias de opinión de manera razonable está basada esencialmente en la efectividad de las reglas1. Dado que fueron erigidas para promover la resolución de diferencias de opinión, asumiendo que han sido formuladas correctamente, deberían ser aceptables por cualquiera que tenga ese objetivo en mente2.

**** Los autores hacen referencia a “Rules for a Critical Discussion”, que constituye el capítulo seis del libro de donde hemos tomado este apartado. Véase la traducción que hemos propuesto en van Eemeren y Grootendorst (2009). [N. de los T.]. 1 Véase van Eemeren y Grootendorst (1988). 2 En lugar de, o además de, esta pragmática fundamentada en la razón [rationale], puede asimismo haber una ética fundamentada en la razón para aceptar (parte de) un

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Visto de manera filosófica, puede evidenciarse que hay una razón pragmática para que dichos discutidores acepten estas reglas instrumentales, que algunos no osarían en calificar de “utilitaristas”3. Con todo, debería ser tenido en cuenta que el principal objetivo de una discusión crítica no es maximizar un acuerdo, sino probar puntos de vista contrarios de la manera más crítica posible, por medio de una discusión crítica sistemática, para detallar si estos son o no defendibles4. De acuerdo con el ideal crítico-racionalista, las personas son, en este caso, estimuladas para ser críticas, de manera metódica y haciendo uso máximo de la duda al momento de confrontar los puntos de vista de otras personas5. El hecho de que la discusión alcance un resultado óptimo y satisfactorio para todas las partes implicadas no significa ciertamente que, de forma automática, protagonistas y antagonistas estén, al final, de acuerdo en todo.

Proponer un modelo de discusión crítica, como hicimos, puede acarrear el riesgo de ser identificado con la lucha por una utopía inalcanzable. No obstante, es otra la función primordial del modelo pragmadialéctico de una discusión crítica. Al indicar clara y sistemáticamente las reglas para conducir una discusión crítica, el modelo proporciona, a los que quieren desempeñar el papel de discutidores razonables, una serie de pautas bien definidas, que, aunque formuladas en un nivel de abstracción más alto y basadas en una idea filosófica más claramente articulada, pueden ser, en buena medida, idénticas a las normas que, de

código de conducta para discutidores razonables basado en el procedimiento de discusión pragmadialéctico, como el que proponemos en este capítulo. 3 Aquellas personas que evalúan las reglas para resolver diferencias de opinión en relación con sus méritos instrumentales, y cuyo criterio es que en la cooperación mutua el resultado más satisfactorio para ambas partes tiene que ser alcanzado, pueden ser llamadas utilitaristas. A diferencia de los egoístas, esta clase de utilitaristas luchan por el resultado óptimo para todos los involucrados. Véase Bentham (1952) y Mill (1972). Véase además van Eemeren y Grootendorst (1988). 4 Esta posición podría ser caracterizada como “utilitarismo negativo”. Más que lograr la mayor felicidad posible, el objetivo general es lograr lo menos posible de infelicidad. 5 Véase Popper (1971: capítulo 5, nota 6).

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Visto de manera filosófica, puede evidenciarse que hay una razón pragmática para que dichos discutidores acepten estas reglas instrumentales, que algunos no osarían en calificar de “utilitaristas”3. Con todo, debería ser tenido en cuenta que el principal objetivo de una discusión crítica no es maximizar un acuerdo, sino probar puntos de vista contrarios de la manera más crítica posible, por medio de una discusión crítica sistemática, para detallar si estos son o no defendibles4. De acuerdo con el ideal crítico-racionalista, las personas son, en este caso, estimuladas para ser críticas, de manera metódica y haciendo uso máximo de la duda al momento de confrontar los puntos de vista de otras personas5. El hecho de que la discusión alcance un resultado óptimo y satisfactorio para todas las partes implicadas no significa ciertamente que, de forma automática, protagonistas y antagonistas estén, al final, de acuerdo en todo.

Proponer un modelo de discusión crítica, como hicimos, puede acarrear el riesgo de ser identificado con la lucha por una utopía inalcanzable. No obstante, es otra la función primordial del modelo pragmadialéctico de una discusión crítica. Al indicar clara y sistemáticamente las reglas para conducir una discusión crítica, el modelo proporciona, a los que quieren desempeñar el papel de discutidores razonables, una serie de pautas bien definidas, que, aunque formuladas en un nivel de abstracción más alto y basadas en una idea filosófica más claramente articulada, pueden ser, en buena medida, idénticas a las normas que, de

código de conducta para discutidores razonables basado en el procedimiento de discusión pragmadialéctico, como el que proponemos en este capítulo. 3 Aquellas personas que evalúan las reglas para resolver diferencias de opinión en relación con sus méritos instrumentales, y cuyo criterio es que en la cooperación mutua el resultado más satisfactorio para ambas partes tiene que ser alcanzado, pueden ser llamadas utilitaristas. A diferencia de los egoístas, esta clase de utilitaristas luchan por el resultado óptimo para todos los involucrados. Véase Bentham (1952) y Mill (1972). Véase además van Eemeren y Grootendorst (1988). 4 Esta posición podría ser caracterizada como “utilitarismo negativo”. Más que lograr la mayor felicidad posible, el objetivo general es lograr lo menos posible de infelicidad. 5 Véase Popper (1971: capítulo 5, nota 6).

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todos modos, les gustaría que fueran acatadas6. Para los que están preparados para utilizar el modelo de una discusión crítica como su principio guía, ¿cuáles son los requerimientos que la actitud discursiva tiene que cumplir?7 Y observando estos asuntos desde una perspectiva práctica, ¿bajo qué circunstancias son capaces, y pueden darse el lujo, de asumir tan razonable actitud de discusión?

Si las reglas del procedimiento de discusión pragmadialéctico son, como acabamos de explicar, consideradas condiciones de primer orden para sostener una discusión crítica, las condiciones internas, para una actitud de discusión crítica razonable, pueden ser vistas como condiciones de “segundo orden” con relación al estado mental que los discutidores asumen. Hasta cierto punto, todo el que quiera cumplir las condiciones de segundo orden puede hacerlo, pero en la práctica la libertad de las personas es, en ocasiones, más o menos considerablemente limitada por factores psicológicos que están más allá de su control, tales como limitaciones emocionales y presiones personales. Además de estas condiciones de segundo orden, existen condiciones externas, de “tercer orden”, que necesitan ser cumplidas para poder conducir debidamente una discusión crítica. Estas están relacionadas con las circunstancias sociales en que la discusión tiene lugar y pertenecen, por ejemplo, a las relaciones de poder o de autoridad entre los participantes y a las características especiales de la situación en que se desarrolla la discusión8. En conjunto, las condiciones de segundo orden y las condiciones externas de tercer orden para la conducción de una discusión crítica son, en el sentido ideal, condiciones de orden supremo

6 Para alguna evidencia empírica primaria, véase van Eemeren, Meuffels y Verburg (2000). 7 Para este tipo de persona, la duda es intrínseca a su actitud de vida y el criticismo es una manera de resolver los problemas. Los textos y discursos argumentativos son entonces percibidos como maneras de rastrear los aspectos débiles de los puntos de vista. Se oponen, por tanto, a las pretensiones de blindar los puntos de vista del criticismo (inmunización) y a cualquier forma de fundamentalismo. Esto requiere un enfoque no dogmático y antiautoritario, además de una desconfianza en los principios inquebrantables y en las declaraciones de infalibilidad. 8 Podría incluso ser útil distinguir condiciones de “cuarto orden” referentes a lo que Searle (1969) llama “condiciones normales de input y output” para la comunicación verbal. Puesto que las segundas condiciones no se limitan a las discusiones argumentativas, aquí las hemos ignorado.

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para resolver diferencias de opinión9. La racionalidad crítica solo puede realizarse completamente en la práctica si estas condiciones de orden supremo son cumplidas. La conformidad con las condiciones de segundo orden puede ser, hasta cierto punto, estimulada por una educación dirigida metódicamente a la reflexión sobre las reglas de primer orden y al entendimiento de su fundamentación racional. Y el cumplimiento de las condiciones de tercer orden puede ser promovido por una escogencia política de libertad individual, no violencia y pluralismo intelectual, y de garantías institucionales en torno al derecho a la información y a la crítica.

Diez mandamientos para discutidores razonables

Como hemos expuesto en el capítulo 6, el procedimiento pragmadialéctico para la conducción de una discusión crítica es demasiado técnico para ser inmediatamente utilizado por discutidores ordinarios, ya que se trata de un modelo teórico para examinar discursos y textos argumentativos. Para propósitos prácticos, proponemos un código de conducta simple a aquellos discutidores razonables que quieran resolver sus diferencias de opinión por medio de una argumentación basada en las consideraciones críticas enunciadas en el procedimiento de discusión de la pragmadialéctica. Este código de conducta consiste en diez requerimientos básicos para un comportamiento razonable, profanamente descritos como los “diez mandamientos”. En lugar de presentar todas las reglas que deben ser consideradas en una discusión crítica, los mandamientos solo enumeran los movimientos prohibidos en un discurso o texto argumentativo que entorpecen u obstruyen la resolución de una diferencia de opinión.

El primer mandamiento del código de conducta es la regla de libertad:

1. Los discutidores no pueden prevenir mutuamente la presentación de puntos de vista o su puesta en duda.

9 La distinción entre condiciones de “primer orden” y de “orden supremo” ha sido en primera instancia derivada de Barth y Krabbe (1982: 75). Tal como ha sido presentada aquí, remite a van Eemeren, Grootendorst, Jackson y Jacobs (1993: 30-34).

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para resolver diferencias de opinión9. La racionalidad crítica solo puede realizarse completamente en la práctica si estas condiciones de orden supremo son cumplidas. La conformidad con las condiciones de segundo orden puede ser, hasta cierto punto, estimulada por una educación dirigida metódicamente a la reflexión sobre las reglas de primer orden y al entendimiento de su fundamentación racional. Y el cumplimiento de las condiciones de tercer orden puede ser promovido por una escogencia política de libertad individual, no violencia y pluralismo intelectual, y de garantías institucionales en torno al derecho a la información y a la crítica.

Diez mandamientos para discutidores razonables

Como hemos expuesto en el capítulo 6, el procedimiento pragmadialéctico para la conducción de una discusión crítica es demasiado técnico para ser inmediatamente utilizado por discutidores ordinarios, ya que se trata de un modelo teórico para examinar discursos y textos argumentativos. Para propósitos prácticos, proponemos un código de conducta simple a aquellos discutidores razonables que quieran resolver sus diferencias de opinión por medio de una argumentación basada en las consideraciones críticas enunciadas en el procedimiento de discusión de la pragmadialéctica. Este código de conducta consiste en diez requerimientos básicos para un comportamiento razonable, profanamente descritos como los “diez mandamientos”. En lugar de presentar todas las reglas que deben ser consideradas en una discusión crítica, los mandamientos solo enumeran los movimientos prohibidos en un discurso o texto argumentativo que entorpecen u obstruyen la resolución de una diferencia de opinión.

El primer mandamiento del código de conducta es la regla de libertad:

1. Los discutidores no pueden prevenir mutuamente la presentación de puntos de vista o su puesta en duda.

9 La distinción entre condiciones de “primer orden” y de “orden supremo” ha sido en primera instancia derivada de Barth y Krabbe (1982: 75). Tal como ha sido presentada aquí, remite a van Eemeren, Grootendorst, Jackson y Jacobs (1993: 30-34).

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Este mandamiento ha sido diseñado para asegurar que los puntos de vista, y las incertidumbres con respecto a los mismos, puedan ser libremente expresados10. Es un requerimiento necesario para solucionar diferencias de opinión, puesto que estas no pueden ser resueltas si los grupos involucrados no tienen clara la existencia de un desacuerdo y las implicaciones de este. En un discurso o texto argumentativo, por tanto, las partes tienen que gozar de profusas oportunidades para hacer conocer sus posiciones. De esta manera, en aquellas partes del discurso o del texto en que expresen la diferencia de opinión, pueden estar seguros de que la etapa de confrontación de una discusión crítica ha sido cumplida plenamente. Según el código de conducta para discutidores razonables, presentar una posición y poner otra en duda son, ambos, derechos básicos que todos los discutidores tienen que convenir de manera incondicional y sin reservas11.

El segundo mandamiento es la regla de obligación a defender:

2. Los discutidores que presenten un punto de vista no pueden rehusarse a defenderlo cuando se les solicite.

Este mandamiento fue diseñado para asegurar que los puntos de vista presentados y cuestionados en el discurso o texto argumentativo sean defendidos de los ataques críticos12. Una diferencia de opinión queda interrumpida en la etapa inicial de la discusión crítica y no puede ser resuelta si la parte que ha adelantado su punto de vista no está preparada para desempeñar el papel protagónico. Según el código de conducta,

10 El primer mandamiento es instrumental para cumplir con las reglas 1, 6b y 10 del procedimiento de discusión de la pragmadialéctica, y es asimismo relevante para las reglas 2, 3 y 14. 11 A manera de ilustración, puede agregarse que, para cumplir la condición de primer orden implícita en este mandamiento, la condición de segundo orden —que los participantes en la discusión estén preparados para expresar sus opiniones y para escuchar las de los demás— tiene que ser cumplida. En una situación imparcial, solo se puede suponer la existencia de esta actitud si la condición de tercer orden —que la realidad social en que la discusión se lleva a cabo es tal que los participantes son totalmente libres de presentar sus opiniones— es cumplida. 12 El segundo mandamiento es instrumental para cumplir con la regla 3 del procedimiento de discusión de la pragmadialéctica, y es, además, relevante para las reglas 2, 4 y 12.

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alguien que presente un punto de vista asume automáticamente la obligación de defenderlo si se le insta a hacerlo. El tercer mandamiento es la regla del punto de vista:

3. Los ataques a los puntos de vista no pueden relacionarse con un punto de vista que no haya sido realmente presentado por la contraparte.

Esta regla fue básicamente diseñada para asegurar que los ataques —y en consecuencia las defensas mediadas por la argumentación— se relacionen realmente con los puntos de vista presentados por el protagonista13. Una diferencia de opinión no puede ser resuelta si en realidad el antagonista critica un punto de vista diferente y, como resultado, el protagonista defiende un punto de vista que no es el suyo. Una genuina solución a una diferencia de opinión no es en modo alguno posible si un antagonista o un protagonista distorsionan el punto de vista original. El tercer mandamiento del código de conducta, junto con el cuarto, pretende asegurar que tanto los ataques como las defensas llevadas a cabo en estas partes de un discurso o texto argumentativo, que representan la etapa argumentativa de una discusión crítica, se relacionen correctamente con el punto de vista que el protagonista ha presentado. El cuarto mandamiento es la regla de pertinencia:

4. Los puntos de vista no pueden ser defendidos sin argumentación o por medio de una argumentación que no sea pertinente para los mismos.

Este mandamiento está diseñado para asegurar que la defensa de los puntos de vista se haga solamente a través de argumentación

13 El tercer mandamiento es ante todo instrumental para cumplir con la regla 2 del procedimiento de discusión de la pragmadialéctica, y es, además, pertinente para las reglas 14c y 15.

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alguien que presente un punto de vista asume automáticamente la obligación de defenderlo si se le insta a hacerlo. El tercer mandamiento es la regla del punto de vista:

3. Los ataques a los puntos de vista no pueden relacionarse con un punto de vista que no haya sido realmente presentado por la contraparte.

Esta regla fue básicamente diseñada para asegurar que los ataques —y en consecuencia las defensas mediadas por la argumentación— se relacionen realmente con los puntos de vista presentados por el protagonista13. Una diferencia de opinión no puede ser resuelta si en realidad el antagonista critica un punto de vista diferente y, como resultado, el protagonista defiende un punto de vista que no es el suyo. Una genuina solución a una diferencia de opinión no es en modo alguno posible si un antagonista o un protagonista distorsionan el punto de vista original. El tercer mandamiento del código de conducta, junto con el cuarto, pretende asegurar que tanto los ataques como las defensas llevadas a cabo en estas partes de un discurso o texto argumentativo, que representan la etapa argumentativa de una discusión crítica, se relacionen correctamente con el punto de vista que el protagonista ha presentado. El cuarto mandamiento es la regla de pertinencia:

4. Los puntos de vista no pueden ser defendidos sin argumentación o por medio de una argumentación que no sea pertinente para los mismos.

Este mandamiento está diseñado para asegurar que la defensa de los puntos de vista se haga solamente a través de argumentación

13 El tercer mandamiento es ante todo instrumental para cumplir con la regla 2 del procedimiento de discusión de la pragmadialéctica, y es, además, pertinente para las reglas 14c y 15.

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pertinente14. Si la etapa de argumentación de una discusión crítica no es franqueada apropiadamente, el punto de vista que se debate no podrá ser evaluado según sus méritos15. La diferencia de opinión que se encuentra en el corazón de un discurso o texto argumentativo no puede ser resuelta si el protagonista no desarrolla su argumentación, sino que únicamente reemplaza logos por elementos retóricos tales como pathos o ethos, o presenta argumentos que no son pertinentes para la defensa del punto de vista que ha sido presentado, aunque sean pertinentes para otro punto de vista que no se encuentra en debate16.

El quinto mandamiento es la regla de la premisa tácita:

5. Los discutidores no pueden atribuir falsamente premisas tácitas a la contraparte ni tampoco pueden desconocer la responsabilidad de sus propias premisas tácitas.

Este mandamiento asegura que cada parte de la argumentación del protagonista pueda ser críticamente examinada por el antagonista como parte de la argumentación presentada en una discusión crítica, incluidas aquellas partes que han permanecido implícitas en el discurso o el texto17. Una diferencia de opinión no puede ser resuelta si el protagonista intenta evadir su obligación de defender una premisa tácita o si el antagonista tergiversa una premisa tácita —exagerando su alcance, por ejemplo—. Si la diferencia de opinión ha de ser resuelta, el protagonista debe aceptar su responsabilidad por los elementos que ha

14 El cuarto mandamiento es instrumental para cumplir con la regla 6, especialmente sus subdivisiones a y c, del procedimiento de discusión de la pragmadialéctica, y es, además, relevante para la regla 8. 15 Haciendo referencia de nuevo a las condiciones de orden superior: para cumplir la condición de primer orden implícita en este mandamiento, la condición de segundo orden, según la cual una persona que haya presentado un punto de vista tiene que estar dispuesto a defenderlo, debe ser cumplida. Asimismo, debe ser cumplida la condición de tercer orden: que el punto de vista y los argumentos no sean dictados por un superior. 16 Esto no quiere decir que la presentación de un argumento no pueda estar combinada con, o incluso incluir, el uso de pathos y ethos ni que los argumentos pertinentes no puedan ser sugeridos por, o incluso implicados en, argumentos aparentemente irrelevantes. 17 El quinto mandamiento es instrumental para cumplir con las reglas 8 y 9 del procedimiento de discusión de la pragmadialéctica.

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dejado implícitos en el discurso o texto; y el antagonista, al reconstruir como parte de una discusión crítica lo que el protagonista ha dejado tácito, tiene que tratar de determinar, con la mayor precisión posible, hacia dónde puede ser llevado.

El sexto mandamiento es la regla del punto de partida:

6. Los discutidores no pueden presentar falsamente algo como punto de partida aceptado o negar con falsedad un punto de partida aceptado.

El mandamiento seis tiene el propósito de asegurar que el punto de partida de la discusión sea usado de una forma adecuada cuando los puntos de partida estén siendo atacados y defendidos18. Para poder resolver una diferencia de opinión, el protagonista y el antagonista tienen que conocer su punto de partida común. Un protagonista o un antagonista no pueden presentar algo como un punto de partida aceptado si no lo es. Una parte tampoco puede negar que algo sea un punto de partida aceptado si en efecto lo es. De lo contrario, es imposible que el protagonista defienda un punto de vista de manera concluyente —y que el antagonista ataque este punto de vista exitosamente— sobre la base de premisas admitidas que pueden ser vistas como concesiones hechas por la contraparte.

El séptimo mandamiento es la regla de validez:

7. El razonamiento que es presentado en una argumentación como formalmente concluyente no puede ser inválido en un sentido lógico.

El mandamiento siete está diseñado para asegurar que los protagonistas que recurran al raciocinio formal al resolver una diferencia de opinión usen solamente raciocinios que sean válidos en un sentido lógico19. 18 El sexto mandamiento es ante todo instrumental para cumplir con las reglas 5 y 7 del procedimiento de discusión de la pragmadialéctica. 19 El séptimo mandamiento se refiere a las reglas 8 y 9 del procedimiento de discusión de la pragmadialéctica. Desde luego, lo que se quiere decir con “válido en un sentido lógico” puede ser interpretado de diferentes maneras, según la teoría lógica que se acuerde como punto de partida. En cuanto a la pregunta sobre cuál teoría lógica provee

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dejado implícitos en el discurso o texto; y el antagonista, al reconstruir como parte de una discusión crítica lo que el protagonista ha dejado tácito, tiene que tratar de determinar, con la mayor precisión posible, hacia dónde puede ser llevado.

El sexto mandamiento es la regla del punto de partida:

6. Los discutidores no pueden presentar falsamente algo como punto de partida aceptado o negar con falsedad un punto de partida aceptado.

El mandamiento seis tiene el propósito de asegurar que el punto de partida de la discusión sea usado de una forma adecuada cuando los puntos de partida estén siendo atacados y defendidos18. Para poder resolver una diferencia de opinión, el protagonista y el antagonista tienen que conocer su punto de partida común. Un protagonista o un antagonista no pueden presentar algo como un punto de partida aceptado si no lo es. Una parte tampoco puede negar que algo sea un punto de partida aceptado si en efecto lo es. De lo contrario, es imposible que el protagonista defienda un punto de vista de manera concluyente —y que el antagonista ataque este punto de vista exitosamente— sobre la base de premisas admitidas que pueden ser vistas como concesiones hechas por la contraparte.

El séptimo mandamiento es la regla de validez:

7. El razonamiento que es presentado en una argumentación como formalmente concluyente no puede ser inválido en un sentido lógico.

El mandamiento siete está diseñado para asegurar que los protagonistas que recurran al raciocinio formal al resolver una diferencia de opinión usen solamente raciocinios que sean válidos en un sentido lógico19. 18 El sexto mandamiento es ante todo instrumental para cumplir con las reglas 5 y 7 del procedimiento de discusión de la pragmadialéctica. 19 El séptimo mandamiento se refiere a las reglas 8 y 9 del procedimiento de discusión de la pragmadialéctica. Desde luego, lo que se quiere decir con “válido en un sentido lógico” puede ser interpretado de diferentes maneras, según la teoría lógica que se acuerde como punto de partida. En cuanto a la pregunta sobre cuál teoría lógica provee

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Tanto para los protagonistas como para los antagonistas, determinar si los puntos de vista que son defendidos en un discurso o texto se siguen, en efecto, lógicamente de la argumentación que es presentada solo es posible si el raciocinio que es usado en la argumentación es expresado con plenitud. En caso de que cada segmento del raciocinio no haya sido enteramente exteriorizado, se requiere una reconstrucción de los elementos implícitos con el fin de efectuar un análisis del discurso o texto argumentativo. En ciertos casos, sin embargo, cuando tal reelaboración es llevada a cabo, el mandamiento séptimo puede probar su inaplicabilidad puesto que, teniendo en cuenta la situación comunicativa vigente, es necesaria una reconstrucción más profunda y más drástica, que incluya la adición de una premisa tácita que vaya más allá del “mínimo lógico” y vuelva irrelevante el mandamiento séptimo20.

El octavo mandamiento es la regla del esquema argumentativo:

8. Los puntos de vista no se pueden considerar como concluyentemente defendidos a través de argumentos que no se presenten con base en un raciocinio formalmente concluyente si la defensa no tiene lugar a través de esquemas argumentativos apropiados que se aplican correctamente.

El mandamiento ocho está diseñado para asegurar que los puntos de vista puedan ser, de hecho, defendidos concluyentemente mediante argumentos que no se presenten como lógicamente válidos, si el protagonista y el antagonista acuerdan un método para probar la el mejor punto de partida, esta es sin duda una discusión académica interesante, mas no podemos tratarla en el contexto de la discusión de un código práctico de conducta. 20 Para el análisis pragmadialéctico de las premisas tácitas, véase van Eemeren y Grootendorst (1992: 60-72). Según este método, identificar una premisa tácita implica primero validar el raciocinio como un paso heurístico intermediario en el procedimiento de reconstrucción y luego determinar el “óptimo pragmático” que puede ser percibido, en el contexto concertado, como la premisa tácita (la cual puede resultar en un argumento, estrictamente hablando, no válido lógicamente). En gran parte, como resultado de los útiles comentario de Erik C. W. Krabbe sobre la descripción del procedimiento de reconstrucción en esta manera, y sobre la formulación que le dimos al mandamiento séptimo, nos desviamos en algunos aspectos de las descripciones hechas en van Eemeren, Grootendorst y Snoeck Henkemans (2002: capítulo 4).

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sensatez de los tipos de argumentos involucrados21. Una diferencia de opinión solo se puede resolver si el antagonista y el protagonista acuerdan la manera de determinar cuán apropiados son los esquemas argumentativos que el protagonista ha adoptado y cuán fielmente los ha aplicado22. Esto implica que ambos tienen que examinar si los esquemas de los argumentos usados son, en principio, admisibles a la luz de lo que se ha acordado en la etapa de apertura y si han sido correctamente especificados en la etapa de argumentación.

El noveno mandamiento, relacionado con la etapa final, es la regla de conclusión:

9. Defensas inconclusas de los puntos de vista no pueden acarrear que se les mantenga y defensas concluyentes de los puntos de vista no pueden acarrear que se conserven muestras de duda con respecto a ellos.

El mandamiento noveno está diseñado para asegurar que el protagonista y el antagonista establezcan correctamente el resultado en la etapa concluyente de la discusión23. Esta es una fase necesaria, aunque a veces desatendida, del análisis y la evaluación de los discursos o textos argumentativos a manera de discusión crítica. Una diferencia de opinión se resuelve solo si las partes están de acuerdo en que la defensa de los puntos de vista en cuestión ha sido exitosa o no lo ha sido. Una discusión que parezca haber sucedido sin contratiempo alguno es insatisfactoria si, al final, un protagonista afirma injustamente haber defendido exitosamente un punto de vista o, incluso, si afirma haber probado que el punto de vista es cierto. La discusión termina de manera igualmente insatisfactoria si un antagonista afirma injustamente que la defensa no ha sido exitosa, o incluso que el punto de vista opuesto ahora está probado.

El décimo mandamiento es la regla general del uso del lenguaje:

21 El mandamiento número 8 se refiere a las reglas 8 y 9 del procedimiento de discusión de la pragmadialéctica. 22 Véase van Eemeren y Grootendorst (1992: 94-102). 23 El noveno mandamiento es instrumental para cumplir con la regla 14 del procedimiento de discusión de la pragmadialéctica.

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sensatez de los tipos de argumentos involucrados21. Una diferencia de opinión solo se puede resolver si el antagonista y el protagonista acuerdan la manera de determinar cuán apropiados son los esquemas argumentativos que el protagonista ha adoptado y cuán fielmente los ha aplicado22. Esto implica que ambos tienen que examinar si los esquemas de los argumentos usados son, en principio, admisibles a la luz de lo que se ha acordado en la etapa de apertura y si han sido correctamente especificados en la etapa de argumentación.

El noveno mandamiento, relacionado con la etapa final, es la regla de conclusión:

9. Defensas inconclusas de los puntos de vista no pueden acarrear que se les mantenga y defensas concluyentes de los puntos de vista no pueden acarrear que se conserven muestras de duda con respecto a ellos.

El mandamiento noveno está diseñado para asegurar que el protagonista y el antagonista establezcan correctamente el resultado en la etapa concluyente de la discusión23. Esta es una fase necesaria, aunque a veces desatendida, del análisis y la evaluación de los discursos o textos argumentativos a manera de discusión crítica. Una diferencia de opinión se resuelve solo si las partes están de acuerdo en que la defensa de los puntos de vista en cuestión ha sido exitosa o no lo ha sido. Una discusión que parezca haber sucedido sin contratiempo alguno es insatisfactoria si, al final, un protagonista afirma injustamente haber defendido exitosamente un punto de vista o, incluso, si afirma haber probado que el punto de vista es cierto. La discusión termina de manera igualmente insatisfactoria si un antagonista afirma injustamente que la defensa no ha sido exitosa, o incluso que el punto de vista opuesto ahora está probado.

El décimo mandamiento es la regla general del uso del lenguaje:

21 El mandamiento número 8 se refiere a las reglas 8 y 9 del procedimiento de discusión de la pragmadialéctica. 22 Véase van Eemeren y Grootendorst (1992: 94-102). 23 El noveno mandamiento es instrumental para cumplir con la regla 14 del procedimiento de discusión de la pragmadialéctica.

Código de conducta para discutidores razonables

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10. Los discutidores no pueden usar formulaciones insuficientemente claras ni confusamente ambiguas y no pueden malinterpretar deliberadamente las formulaciones del grupo contrario.

El mandamiento diez está diseñado para asegurar que malas interpretaciones en el discurso o texto, suscitadas por formulaciones confusas, vagas o equívocas, sean evitadas24. Una diferencia de opinión únicamente puede ser resuelta si cada parte hace un esfuerzo real por expresar sus intenciones de la manera más precisa posible, de modo que reduzca las posibilidades de generar malas interpretaciones. Igualmente, una diferencia de opinión solo puede ser resuelta si cada parte hace un esfuerzo real por no malinterpretar ninguno de los actos de habla de su contraparte. De lo contrario, problemas de formulación o de interpretación pueden conducir a “pseudodiferencias” de opinión o una “pseudorresolución” de una diferencia de opinión. Los problemas de formulación y de interpretación no se reducen a una etapa específica en el proceso de resolución; pueden ocurrir en cualquier etapa de la discusión crítica.

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24 El décimo mandamiento es instrumental para cumplir con la regla 15 del procedimiento de discusión de la pragmadialéctica y es además pertinente para la regla 13.

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Notas Restricción al comercio internacional: una tentativa histórica recurrente Rafael Rodríguez-Jaraba El Ejecutivo carece de facultad constitucional para regular el arbitramento y para señalar tarifas al arbitramento independiente Iván Alberto Díaz Gutiérrez

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Restricción al comercio internacional: una tentativa histórica recurrente Rafael Rodríguez-Jaraba*

* Especialista en Derecho Comercial y Derecho Financiero de la Pontificia Universidad Javeriana. Diplomado en Arbitramento por la Cámara de Comercio de Cali. Diplomado en Conciliación de la Pontificia Universidad Javeriana. Autor de las obras El control interno, para la gestión de calidad y Nova lex mercatoria. Un nuevo derecho para un nuevo orden mundial. Asesor jurídico y consultor corporativo de empresas y organizaciones nacionales e internacionales. Profesor de cátedra de la Pontificia Universidad Javeriana Cali.

Criterio Jurídico Santiago de Cali V. 10, No. 1 2010-1 pp. 171-204 ISSN 1657-3978

Recibido: 21 de mayo de 2010 Aprobado: 10 de junio de 2010

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Resumen Este artículo constituye un recorrido por la historia de la evolución del comercio, con el fin de reseñar sus restricciones más visibles. El texto carece de pretensiones narrativas e históricas y solo se esfuerza por relievar la causa del comercio desde su perspectiva tradicional e iusnaturalista, como poderoso instrumento de progreso y de expansión social y económica. Los registros históricos reseñan la inventiva y la audacia de algunas civilizaciones antiguas que despuntaron por su vocación mercantil, como la hindú, la egipcia, la fenicia, la cartaginense, la griega y la romana. El artículo estudiará cada una de esas sociedades, pasará al comercio de la Edad Media y terminará con la modernidad. Palabras claves Derecho comercial, historia del derecho, comercio, economía. Abstract This article surveys the history of trade developments, in order to review the most salient restrictions imposed on trade. The text does not pretend to present a narrative or a history, and instead strives only to highlight trade, from a traditional and natural law perspective, as a powerful tool for progress and for social and economic expansion. Historical records show the inventiveness and audacity of some ancient civilizations that stood apart because of their propensities for commerce, such as India, Egypt, Phoenicia, Carthage, Greece and Rome. The article will examine each of these societies, then turn to trade in the Middle Ages, and continue until it reaches modernity. Keywords Commercial law, legal history, commerce, economics.

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Resumen Este artículo constituye un recorrido por la historia de la evolución del comercio, con el fin de reseñar sus restricciones más visibles. El texto carece de pretensiones narrativas e históricas y solo se esfuerza por relievar la causa del comercio desde su perspectiva tradicional e iusnaturalista, como poderoso instrumento de progreso y de expansión social y económica. Los registros históricos reseñan la inventiva y la audacia de algunas civilizaciones antiguas que despuntaron por su vocación mercantil, como la hindú, la egipcia, la fenicia, la cartaginense, la griega y la romana. El artículo estudiará cada una de esas sociedades, pasará al comercio de la Edad Media y terminará con la modernidad. Palabras claves Derecho comercial, historia del derecho, comercio, economía. Abstract This article surveys the history of trade developments, in order to review the most salient restrictions imposed on trade. The text does not pretend to present a narrative or a history, and instead strives only to highlight trade, from a traditional and natural law perspective, as a powerful tool for progress and for social and economic expansion. Historical records show the inventiveness and audacity of some ancient civilizations that stood apart because of their propensities for commerce, such as India, Egypt, Phoenicia, Carthage, Greece and Rome. The article will examine each of these societies, then turn to trade in the Middle Ages, and continue until it reaches modernity. Keywords Commercial law, legal history, commerce, economics.

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dam Smith, padre de la economía, en su búsqueda de las mejores formas de progreso, examinó los aranceles y otras restricciones al

comercio internacional, y en su obra, La riqueza de las naciones, escribió: “Lo que en el gobierno de toda familia particular constituye prudencia, difícilmente puede ser insensatez en el gobierno de un gran reino. Si un país extranjero puede suministrarnos un artículo más barato de lo que nosotros mismos lo podemos fabricar, nos conviene más comprarlo. En cualquier país, el interés de la población estriba en comprar cuanto necesita a quienes más baratos se lo venden. Esta afirmación es tan patente que parece ridículo tomarse el trabajo de demostrarla”. Por su parte, Milton Friedman, ganador del premio Nobel y líder natural de la escuela de Chicago, comentó al respecto: “Las palabras de Smith son tan válidas hoy como eran entonces. Tanto en el comercio interior, como en el exterior, es de interés de la población comprar al que vende más barato y vender al que compre más caro. Con todo, la retórica de los sectores protegidos ha dado lugar a una asombrosa proliferación de restricciones sobre lo que podemos comprar y vender, a quiénes podemos comprar y a quiénes podemos vender y en qué condiciones, a quiénes podemos dar empleo y para quiénes podemos trabajar, dónde podemos residir, y qué podemos comer y beber”. La percepción visionaria de Adam Smith y la postura contemporánea de Friedman han sido acogidas con subordinación y esperanza como estrategias para promover el progreso mundial. Sin embargo, los postulados axiomáticos de Smith y Friedman contrastan con la “Declaración de Principios” del Instituto Libertad y Democracia (ILD), uno de los think tanks más importantes de nuestros días, que preside el peruano Hernando de Soto, firme candidato al premio Nobel de economía: “Cuatro mil millones de personas en los países en desarrollo y ex-soviéticos —dos tercios de la población mundial— han sido excluidos de la economía global; obligados a operar fuera de los parámetros del Estado de Derecho, no tienen identidad legal, ni crédito, ni capital, y por lo tanto no tienen los medios para prosperar”.

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Esta vergonzosa realidad propalada por De Soto sentencia el fracaso de la economía y del derecho en el intento de promover el progreso armónico del mundo. En efecto, economistas y abogados, no hemos encontrado fórmulas, ni normas, para sitiar la pobreza. Pareciera que la esperanza del progreso está condicionada a la gestión de líderes inspirados en la obsesión de hacer del mundo un lugar más justo e igualitario, sin caer en la maravillosa utopía marxista. En lo que sí coinciden unos y otros es en la necesidad impostergable de volver a la libertad del mercado como instrumento cierto para alentar la nivelación de la economía mundial, apalear la exclusión, reducir el atraso e integrar a los pueblos. La historia debe avanzar, y por eso revivir las restricciones al comercio es tanto como retroceder en ella. Pero ¿dónde están esos líderes capaces de incluir a los pobres en las formulas de Smith, Ricardo, Keynes y Friedman? Yo creo que aún permanecen en las aulas (Rodríguez-Jaraba, 2005). 1. Conveniencia instintiva Antes del comercio fue el intercambio. Su origen fue coetáneo a la aparición de los primeros clanes sociales. El instinto de supervivencia y la vocación gregaria de la especie humana inclinó a los pueblos primitivos hacia el intercambio. La autosuficiencia siempre resultaba inalcanzable y el aislamiento insostenible. El intercambio hacía más llevadero el desafío de la supervivencia. El intercambio deparaba ventajas recíprocas para los intervinientes, que encontraban en él un medio neutral para acrecentar la valía de los precarios bienes que les pertenecían. El intercambio fue una práctica inmemorial que se acometía por conveniencia o utilitarismo y era manifestación de libertad y del poder de disposición sobre la pertenencia. De hecho, el comercio en sí mismo es una vigorosa expresión de la libertad de disposición sobre lo que se posee. Como lo asevera el credo económico, la especie humana precisa del intercambio hasta cuando el beneficio que él reporta resulta inferior a la seguridad mínima esperada que se deriva del acto de entregar o recibir.

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Esta vergonzosa realidad propalada por De Soto sentencia el fracaso de la economía y del derecho en el intento de promover el progreso armónico del mundo. En efecto, economistas y abogados, no hemos encontrado fórmulas, ni normas, para sitiar la pobreza. Pareciera que la esperanza del progreso está condicionada a la gestión de líderes inspirados en la obsesión de hacer del mundo un lugar más justo e igualitario, sin caer en la maravillosa utopía marxista. En lo que sí coinciden unos y otros es en la necesidad impostergable de volver a la libertad del mercado como instrumento cierto para alentar la nivelación de la economía mundial, apalear la exclusión, reducir el atraso e integrar a los pueblos. La historia debe avanzar, y por eso revivir las restricciones al comercio es tanto como retroceder en ella. Pero ¿dónde están esos líderes capaces de incluir a los pobres en las formulas de Smith, Ricardo, Keynes y Friedman? Yo creo que aún permanecen en las aulas (Rodríguez-Jaraba, 2005). 1. Conveniencia instintiva Antes del comercio fue el intercambio. Su origen fue coetáneo a la aparición de los primeros clanes sociales. El instinto de supervivencia y la vocación gregaria de la especie humana inclinó a los pueblos primitivos hacia el intercambio. La autosuficiencia siempre resultaba inalcanzable y el aislamiento insostenible. El intercambio hacía más llevadero el desafío de la supervivencia. El intercambio deparaba ventajas recíprocas para los intervinientes, que encontraban en él un medio neutral para acrecentar la valía de los precarios bienes que les pertenecían. El intercambio fue una práctica inmemorial que se acometía por conveniencia o utilitarismo y era manifestación de libertad y del poder de disposición sobre la pertenencia. De hecho, el comercio en sí mismo es una vigorosa expresión de la libertad de disposición sobre lo que se posee. Como lo asevera el credo económico, la especie humana precisa del intercambio hasta cuando el beneficio que él reporta resulta inferior a la seguridad mínima esperada que se deriva del acto de entregar o recibir.

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El intercambio tiene un claro origen instintivo y natural, y sirvió como estrategia primaria de sostenimiento y productividad. El intercambio siempre fue libre, necesario y permitido. El fundamento del comercio primitivo era la equidad, la reciprocidad y la obtención del beneficio mutuo; valores que se predicaban y se observaban en las prácticas mercantiles que permitían satisfacer necesidades, conveniencias o expectativas de quienes participaban en él. Cualquier exceso, en favor o en detrimento de alguno de los partícipes, desvirtuaba la igualdad, provocaba contrariedad, conflicto y hasta reparación. Para entender la evolución del comercio resulta obligante rememorar de manera austera sus momentos trascendentes en el decurso de la historia. Solo conociendo el pasado se puede entender el presente y tratar de prospectar el futuro. Esta obra no tiene pretensiones históricas y solo busca reseñar los acontecimientos incidentes de comercio en las diferentes épocas en que está segmentada la historia de la civilización humana. En la llamada Edad Antigua, que para la historia racionalista comprende el periodo transcurrido desde el principio del mundo hasta la caída del Imperio romano, el origen del comercio es difuso. Solo se bosqueja como el acto mediante el cual se practica un cambio directo, llamado trueque de unas cosas por otras, promovido por la dificultad para existir en el aislamiento y por la incapacidad absoluta de lograr la autosuficiencia. La incipiente asociación tribal, que sumaba la fuerza y la diversidad de la capacidad humana, encontraba en el intercambio una respuesta a las necesidades sociales de los aglutinados, creando una incipiente distribución del trabajo que comienza a dar origen al oficio del mercader. Los nebulosos vestigios de la edad antigua dan cuenta de la participación activa de algunos pueblos en el tráfico de mercancías, promovida por causas o circunstancias que hacían vital e ineludible el intercambio como estrategia de permanencia y prosperidad. Sin prisa y

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sin pausa, el comercio se va tornando indispensable e insustituible para la vida de los pueblos primitivos, sin que se pueda adjudicar su institucionalización a ninguno de ellos. De consuno, los registros históricos reseñan la inventiva y la audacia de algunas civilizaciones antiguas que despuntaron por su vocación mercantil. Entre ellas, merecen mención la hindú, la egipcia, la fenicia y las de Cartago, Grecia y Roma. Repasando brevemente los rasgos históricos de estas civilizaciones, se pueden establecer las primeras restricciones al comercio1. 2. El comercio en la Edad Antigua 2.1. India: primera restricción al comercio Muchos historiadores consideran a la India como la comunidad organizada más antigua de la civilización humana, y al intercambio como garante de su subsistencia. Su organización social, que aún se perpetúa, estaba conformada por cuatro grupos de estratificación social de origen hereditario denominados castas, que respondía a una precoz distribución del trabajo. Los brahmanes, minoría respetada y acatada, se ocupaban del culto y de agenciar los servicios espirituales, tan caros a la cultura hindú. A los chatrias les correspondía el oficio de la política y de la defensa nacional. Los vaisías tenían a su cargo la agricultura, la ganadería, las artesanías y el comercio. A su vez, los sudras eran esclavos que atendían los trabajos más rudos de la servidumbre. A estas castas les sucedían en jerarquía unas subcastas, hasta llegar a la más desdichada, la de los parias. El comercio merecía consideración y reconocimiento, pero la discriminación social y laboral que creaban las castas constituía una limitación sagrada a la libertad, una de las primeras restricciones al comercio, al punto que las leyes de Manu establecían que no se podía aspirar al ascenso en castas en vida. Esto imponía que el arte u oficio

1 La discusión histórica de las páginas siguientes se basa en Helguera y García (1926).

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sin pausa, el comercio se va tornando indispensable e insustituible para la vida de los pueblos primitivos, sin que se pueda adjudicar su institucionalización a ninguno de ellos. De consuno, los registros históricos reseñan la inventiva y la audacia de algunas civilizaciones antiguas que despuntaron por su vocación mercantil. Entre ellas, merecen mención la hindú, la egipcia, la fenicia y las de Cartago, Grecia y Roma. Repasando brevemente los rasgos históricos de estas civilizaciones, se pueden establecer las primeras restricciones al comercio1. 2. El comercio en la Edad Antigua 2.1. India: primera restricción al comercio Muchos historiadores consideran a la India como la comunidad organizada más antigua de la civilización humana, y al intercambio como garante de su subsistencia. Su organización social, que aún se perpetúa, estaba conformada por cuatro grupos de estratificación social de origen hereditario denominados castas, que respondía a una precoz distribución del trabajo. Los brahmanes, minoría respetada y acatada, se ocupaban del culto y de agenciar los servicios espirituales, tan caros a la cultura hindú. A los chatrias les correspondía el oficio de la política y de la defensa nacional. Los vaisías tenían a su cargo la agricultura, la ganadería, las artesanías y el comercio. A su vez, los sudras eran esclavos que atendían los trabajos más rudos de la servidumbre. A estas castas les sucedían en jerarquía unas subcastas, hasta llegar a la más desdichada, la de los parias. El comercio merecía consideración y reconocimiento, pero la discriminación social y laboral que creaban las castas constituía una limitación sagrada a la libertad, una de las primeras restricciones al comercio, al punto que las leyes de Manu establecían que no se podía aspirar al ascenso en castas en vida. Esto imponía que el arte u oficio

1 La discusión histórica de las páginas siguientes se basa en Helguera y García (1926).

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que ejercía un padre lo debía seguir el hijo, a quien no le era permitido el cambio de ocupación y ni siquiera contraer nupcias con un miembro de otra casta. El ascenso o descenso de castas solo era procedente mediante la reencarnación. Solo quienes cumplían a cabalidad con las tareas propias de su casta (karma), y hubiesen transitado con dignidad el camino asignado (dharma), podían aspirar a un ulterior ascenso en otra vida mediante la reencarnación. Esta estratificación constituía una auténtica restricción al comercio. India era una generosa cantera de comercio, alimentada por la excepcional vocación agrícola de sus tierras, la rica diversidad de sus bosques y de sus yacimientos, así como por la acuciosa actividad artesanal de sus pobladores. India ejerció un comercio pasivo, al que arribaban extranjeros en busca de exóticas especies. Pero no incursionó en la aventura de colocar su variada oferta en latitudes extrañas a su vasto territorio. A pesar de sus grandes potencialidades, India solamente desplegó un comercio receptivo y restringido por su sagrada e inmodificable división social. Probablemente en la historia de la antigua India se encuentra la primera restricción al comercio. 2.2. Egipto: fundamentalismo restrictivo Los afectos al estudio de la mitología les atribuyen a los egipcios la invención del comercio y del arte de navegar. Al dios Thoth se le asigna el milagro de la navegación, y al dios Osiris haber enseñado a los egipcios el arte de comprar y vender. La sociedad egipcia se dividía en dos grandes castas, la de los sacerdotes y militares y, una inferior, la de los industriales, conformada por labradores, artesanos, pescadores, pastores, comerciantes e intérpretes. Los labradores eran merecedores del mayor reconocimiento por proveer de ocupación a la población joven que explotaba las prolíficas riberas del Nilo, fruto de las anegaciones que sufría por sus periódicos desbordamientos, que nutrían con ricos fertilizantes naturales las grandes extensiones de tierra consagradas al cultivo de cereales.

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Los comerciantes egipcios fueron cuantiosos y prósperos, empero las restricciones que el fanatismo religioso de algunos les oponían. Discriminación a los forasteros, animosidad por los extranjeros y desprecio a la navegación por hacerse sobre un mar que se consideraba impuro, desalentaban las expediciones mercantes, el consumo del pescado y la utilización de la sal marina. Sobreponiéndose a estas limitaciones fundamentalistas, Egipto logró consolidar importantes centros de almacenamiento en Meroe, Tebas y Ammónium. Uno de los primeros y más importantes apostaderos navieros abiertos al comercio con extranjeros fue el puerto de Alejandría, donde los mercantes se aprovisionaban de la amplia variedad de granos y especies nativas. Los egipcios prontamente entendieron la importancia de contar con buenos caminos, vías y canales de riego y de ayudas a la navegación para promover el comercio entre el interior y el exterior de su territorio. Durante largos periodos de tiempo, Egipto debió suspender su actividad comercial como consecuencia de la autarquía implantada por algunos faraones que prohibieron al ingreso de extranjeros. Cuando Samético asumió el reinado se restableció parcialmente el flujo comercial, y tan solo cuando Cambises sometió a Egipto se removieron todas las restricciones, quedando libre el tránsito y el arribo de naves de divisa foránea. En resumen, el influjo exacerbado de los dogmas religiosos y la xenofobia privó a Egipto de alcanzar un mayor aprovechamiento de su amplia oferta agrícola, pesquera y artesanal, y de lograr mayor auge y expansión de su comercio. 2.3. Fenicia: necesidad, audacia y expansión Ninguna civilización descolló más en el comercio como la Fenicia. No en vano, aún hoy, su gentilicio denota habilidad mercantil. Fenicia ocupaba una estrecha franja de tierra que actualmente forma parte de Siria. Los fenicios conformaron una federación de gobierno de la que participaban ciudades y colonias que eran autónomas e independientes,

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Los comerciantes egipcios fueron cuantiosos y prósperos, empero las restricciones que el fanatismo religioso de algunos les oponían. Discriminación a los forasteros, animosidad por los extranjeros y desprecio a la navegación por hacerse sobre un mar que se consideraba impuro, desalentaban las expediciones mercantes, el consumo del pescado y la utilización de la sal marina. Sobreponiéndose a estas limitaciones fundamentalistas, Egipto logró consolidar importantes centros de almacenamiento en Meroe, Tebas y Ammónium. Uno de los primeros y más importantes apostaderos navieros abiertos al comercio con extranjeros fue el puerto de Alejandría, donde los mercantes se aprovisionaban de la amplia variedad de granos y especies nativas. Los egipcios prontamente entendieron la importancia de contar con buenos caminos, vías y canales de riego y de ayudas a la navegación para promover el comercio entre el interior y el exterior de su territorio. Durante largos periodos de tiempo, Egipto debió suspender su actividad comercial como consecuencia de la autarquía implantada por algunos faraones que prohibieron al ingreso de extranjeros. Cuando Samético asumió el reinado se restableció parcialmente el flujo comercial, y tan solo cuando Cambises sometió a Egipto se removieron todas las restricciones, quedando libre el tránsito y el arribo de naves de divisa foránea. En resumen, el influjo exacerbado de los dogmas religiosos y la xenofobia privó a Egipto de alcanzar un mayor aprovechamiento de su amplia oferta agrícola, pesquera y artesanal, y de lograr mayor auge y expansión de su comercio. 2.3. Fenicia: necesidad, audacia y expansión Ninguna civilización descolló más en el comercio como la Fenicia. No en vano, aún hoy, su gentilicio denota habilidad mercantil. Fenicia ocupaba una estrecha franja de tierra que actualmente forma parte de Siria. Los fenicios conformaron una federación de gobierno de la que participaban ciudades y colonias que eran autónomas e independientes,

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pero que respondían a una unidad nacional como medio aglutinante para lograr seguridad. Su limitado territorio resultaba insuficiente para las necesidades y habilidades de sus residentes que, asediados por apremiantes limitaciones y animados por su vocación expedicionaria, vieron en el intercambio la posibilidad de asegurar su bienestar. Los fenicios, quizás, fueron los primeros en construir cáncamos y bajeles para hacerse al mar Mediterráneo y aprovechar sus profundas aguas para fondear sus navíos. Inicialmente descollaron como indomables corsarios para luego dedicarse al comercio de cabotaje. Después, emprendieron largas y atrevidas travesías marítimas en las que se percataron de la diversidad de productos que producían en los asentamientos apostados a lo largo y ancho de la cuenca del Mediterráneo. Los fenicios aprovecharon la abundancia y la escasez de los pueblos mediterráneos para adquirir sobrantes y proveer faltantes. La intermediación, la reventa, el agenciamiento, el encargo, la distribución y el abastecimiento fueron actividades que pronto entendieron los fenicios. La destreza mercantil fenicia se veía reforzada por la proverbial habilidad oratoria de sus mercaderes, que lograban sobredimensionar las bondades de sus mercancías logrando persuadir a su favor a vendedores y compradores. La imaginación y la locuacidad envolvente no solo les ayudó a abrir puertas y cerrar negocios, sino que además evitó que fueran invadidos pues narraban historias misteriosas y fantasmagóricas sobre hechos que sucedían en su territorio, lo que disuadía eventuales visitas de los extranjeros. Esta pérfida estrategia es una de las primeras prácticas restrictivas del comercio, lo que desde aquella época supone la conveniencia de observar lealtad negocial en el intercambio. El esplendor irrepetible del comercio fenicio en la antigüedad se manifestó mediante la fundación de las prósperas ciudades de Tiro, Sidón y Trípoli, y en el establecimiento de acaudaladas colonias insulares y costaneras a lo largo y ancho del mar Mediterráneo. Entre

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ellas, Chipre, Rodas, Creta, Sicilia, Cerdeña, las Baleares, Gades, Utica y la memorable Cartago (Helguera y García, 1926). El espíritu emprendedor, la destreza marinera, la habilidad política y la oratoria envolvente fueron cualidades notables que contribuyeron al esplendoroso posicionamiento comercial de los fenicios. No es generosa la admiración que en el mundo contemporáneo aún profesa por la visión prospectiva y adelantada de este pueblo de exitosos comerciantes. Su imperio declina cuando la federación de sus ciudades se resquebraja y la fuerza de los invasores persas, atraída por la prosperidad fenicia, deshace su unidad nacional. La caída de Fenicia y la destrucción de la ciudad de Tiro a manos de Alejandro cierran un capítulo inefable en la historia del comercio internacional. Fenicia es claro ejemplo de la bondad que encarna el comercio libre como alternativa posible para alterar la dependencia geográfica de los pueblos. En la actualidad son muchas las naciones que, sobreponiéndose a sus limitaciones geográficas, han logrado a través del comercio libre atraer prosperidad y desarrollo. 2.4. Cartago: mercado libre, y primeros tratados de libre comercio La caída de Fenicia significó la independencia de Cartago y el comienzo de su época de esplendor mercantil. Cartago fue fundada por Dido, reina de Tiro, sobre la costa norte de África en un saliente próximo al territorio sobre el cual hoy se erige la ciudad de Túnez. Su privilegiada situación geográfica, simétrica a los más importantes mercados mediterráneos, hacía que su puerto tuviera el arribo seguro de navíos y bergantines. Cartago era despensa pródiga de granos, cereales y especies vegetales exóticas, lo que hacía muy deseado su mercado. Sus habitantes, sucesores del ímpetu mercantil fenicio, eran prolijos en marinerías y navegación, aventajados en política y dialéctica, emprendedores pero cautos y muy observadores de la previsión. Su gobierno soberano privilegiaba el comercio libre y reconocía en él la mayor fuente de empleo ciudadano.

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ellas, Chipre, Rodas, Creta, Sicilia, Cerdeña, las Baleares, Gades, Utica y la memorable Cartago (Helguera y García, 1926). El espíritu emprendedor, la destreza marinera, la habilidad política y la oratoria envolvente fueron cualidades notables que contribuyeron al esplendoroso posicionamiento comercial de los fenicios. No es generosa la admiración que en el mundo contemporáneo aún profesa por la visión prospectiva y adelantada de este pueblo de exitosos comerciantes. Su imperio declina cuando la federación de sus ciudades se resquebraja y la fuerza de los invasores persas, atraída por la prosperidad fenicia, deshace su unidad nacional. La caída de Fenicia y la destrucción de la ciudad de Tiro a manos de Alejandro cierran un capítulo inefable en la historia del comercio internacional. Fenicia es claro ejemplo de la bondad que encarna el comercio libre como alternativa posible para alterar la dependencia geográfica de los pueblos. En la actualidad son muchas las naciones que, sobreponiéndose a sus limitaciones geográficas, han logrado a través del comercio libre atraer prosperidad y desarrollo. 2.4. Cartago: mercado libre, y primeros tratados de libre comercio La caída de Fenicia significó la independencia de Cartago y el comienzo de su época de esplendor mercantil. Cartago fue fundada por Dido, reina de Tiro, sobre la costa norte de África en un saliente próximo al territorio sobre el cual hoy se erige la ciudad de Túnez. Su privilegiada situación geográfica, simétrica a los más importantes mercados mediterráneos, hacía que su puerto tuviera el arribo seguro de navíos y bergantines. Cartago era despensa pródiga de granos, cereales y especies vegetales exóticas, lo que hacía muy deseado su mercado. Sus habitantes, sucesores del ímpetu mercantil fenicio, eran prolijos en marinerías y navegación, aventajados en política y dialéctica, emprendedores pero cautos y muy observadores de la previsión. Su gobierno soberano privilegiaba el comercio libre y reconocía en él la mayor fuente de empleo ciudadano.

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A Cartago se le atribuye la creación de la primera expresión de crédito. También se le reconoce como uno de los primeros acuñadores de monedas, como defensor irreducible del mercado libre y como pionero de la celebración de los tratados de libre comercio. Para los cartagineses el intercambio era una actividad vital, y para asegurar su ejercicio se ocuparon de establecer normas para protegerlo y de acometer ambiciosas obras de infraestructura marítima y portuaria mediante la proyección de amplios canales, puertos, muelles y hasta cobertizos para resguardar las mercancías. No fueron pocas las exitosas excursiones mercantiles que emprendieron por mar y por tierra, y muchas las colonias que establecieron. Su gran actividad comercial y la riqueza que de ella derivaban hizo que desatendieran la agricultura y su inclinación por cultivar las ciencias, las artes y las letras. La riqueza de Cartago, fruto de su actividad comercial, fue lo que llevó a Roma a codiciar su posesión, la cual finalmente obtuvo luego de la disputa de la isla de Sicilia, que dio origen a las tres guerras Púnicas. Éstas desencadenaron en el sitio de la ciudad por parte de los romanos durante tres largos años, al final de los cuales Cartago cayó. 2.5. Grecia: primera definición del comercio Grecia, cuna del pensamiento y de adelantados estudios en filosofía, derecho, retórica, astronomía, cartografía, geografía y matemáticas, emprendió grandes colonizaciones que contribuyeron al fortalecimiento de los tráficos mercantiles. Los helenos protegieron el mercado libre entre propios y con extraños. Para facilitarlo edificaron grandes astilleros que los reputó como los más avanzados ingenieros navales de la época. Fueron los primeros constructores de galeras con tres líneas de remos que aligeraban el desplazamiento y acortaban las expediciones mercantes entre los puertos. Los griegos crearon el primer sistema de pesas y medidas para los intercambios mercantiles. Confeccionaron las primeras reglas de navegación, que ordenaron y le dieron seguridad a las travesías, al punto que se mantuvieron vigentes hasta la Edad Media y llegaron a ser el reglamento universal de navegación marítima y fluvial. Las reglas del

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camino, que hoy observa la marina mercante, tienen como fundamento las normas de la navegación griega. Los griegos heredaron el espíritu comercial de los fenicios sin llegar a igualarlos, pero sí los superaron con largueza en el estudio y análisis de las implicaciones morales, sociales, económicas y políticas que encarnaba el tráfico comercial. Aristóteles, faro inmemorial del ideario griego, fue el primero que definió el comercio como: “El Intercambio De Lo Que A Cada Uno Le Sobraba Para Conseguir Lo Que A Cada Uno Faltaba”. Para Aristóteles las ventajas y el bienestar mutuo y recíproco que obtienen las partes que participan en el intercambio lo hacen razonable. También siempre fueron razonables las posturas de la escuela griega y de sus adelantados pensadores, para quienes el intercambio es fuente de sostenimiento lícito e instrumento de progreso y expansión social. El comercio en Grecia contó con la protección especial del Estado y con el reconocimiento de su sociedad. La audacia de sus mercaderes, la visión de los armadores mercantes y el gran tráfico naviero del puerto de Corinto contribuyeron a la generación de trabajo y al logro de altos niveles de bienestar económico para el pueblo. Finalmente, y como consecuencia de la derrota sufrida en la guerra del Peloponeso y la dominación de Macedonia, el Imperio griego sucumbió ante la invasión romana. 2.6. Roma: la ley Flaminia, concausa de la caída del Imperio Roma, inicialmente llamada la cima de la Alba Longa, fue fundada por Rómulo sobre el monte Palatino. Luego de muchos años de trasegar en busca de su crecimiento y desarrollo amplió su perímetro hasta copar los montes circundantes. Dio así origen a un proceso expansionista sin precedentes por su poderío, ostentación y proyección. Lenta y gradualmente sus milicias fueron copando territorios ajenos y sometiendo a su antojo a quienes se resistían. El gobierno de Roma, movido por desaforada codicia conquistadora, en la medida en que extendía su poderío se hacía al control de los tráficos comerciales.

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camino, que hoy observa la marina mercante, tienen como fundamento las normas de la navegación griega. Los griegos heredaron el espíritu comercial de los fenicios sin llegar a igualarlos, pero sí los superaron con largueza en el estudio y análisis de las implicaciones morales, sociales, económicas y políticas que encarnaba el tráfico comercial. Aristóteles, faro inmemorial del ideario griego, fue el primero que definió el comercio como: “El Intercambio De Lo Que A Cada Uno Le Sobraba Para Conseguir Lo Que A Cada Uno Faltaba”. Para Aristóteles las ventajas y el bienestar mutuo y recíproco que obtienen las partes que participan en el intercambio lo hacen razonable. También siempre fueron razonables las posturas de la escuela griega y de sus adelantados pensadores, para quienes el intercambio es fuente de sostenimiento lícito e instrumento de progreso y expansión social. El comercio en Grecia contó con la protección especial del Estado y con el reconocimiento de su sociedad. La audacia de sus mercaderes, la visión de los armadores mercantes y el gran tráfico naviero del puerto de Corinto contribuyeron a la generación de trabajo y al logro de altos niveles de bienestar económico para el pueblo. Finalmente, y como consecuencia de la derrota sufrida en la guerra del Peloponeso y la dominación de Macedonia, el Imperio griego sucumbió ante la invasión romana. 2.6. Roma: la ley Flaminia, concausa de la caída del Imperio Roma, inicialmente llamada la cima de la Alba Longa, fue fundada por Rómulo sobre el monte Palatino. Luego de muchos años de trasegar en busca de su crecimiento y desarrollo amplió su perímetro hasta copar los montes circundantes. Dio así origen a un proceso expansionista sin precedentes por su poderío, ostentación y proyección. Lenta y gradualmente sus milicias fueron copando territorios ajenos y sometiendo a su antojo a quienes se resistían. El gobierno de Roma, movido por desaforada codicia conquistadora, en la medida en que extendía su poderío se hacía al control de los tráficos comerciales.

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También fue de su interés promover el estudio de las artes y las letras, de la filosofía y de la oratoria, pero en especial del derecho. La confección de normas por parte de los aplicados jurisconsultos romanos, buscando crear referentes deseables de conducta, es un aporte inestimable que por siempre merecerá el aprecio y la gratitud de la ciencia jurídica. Dentro de la evolución del derecho romano son notorios tres periodos (Helguera y García, 1926): El del ius civile: que se inicia probablemente en el año 754 a. C. y culmina en el año 201 a. C. con el fin de la segunda guerra Púnica. Este período acerva normas rígidas, formales y austeras de origen consuetudinario. Con sustento en estas normas inmemoriales actúa la jurisprudencia, al punto que los romanos asocian la ius civile con la mera interpretación de la ley por parte de los juristas. El del ius gentium: que se extiende desde el final de las segundas guerras Púnicas (201 a. C.) hasta la muerte de Alejandro Severo (253 d. C.). En este período se conforma un cúmulo de normas liberales, carentes de formalidades y ritualismos con vocación práctica para reglar las relaciones de comercio, así como las transacciones surgidas entre los romanos y los extranjeros. Finalmente, el período del derecho helenorromano se extiende desde la muerte de Alejandro Severo (235 d. C.) hasta la época de Justiniano (siglo VI d. C.). Con la muerte de Alejandro Severo sobreviene el declive del Imperio romano, al cual se sobrepone logrando restaurar su hegemonía pero debiendo trasladar la sede de sus decisiones de Roma a Constantinopla. El auge del hábito, la costumbre y la práctica civil y comercial estremecen las formas rígidas del derecho itálico y obligan a su reformulación. El genio agudo, humanista y aventajado del pensamiento griego determina en adelante la evolución del derecho romano.

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El influjo transformador de los griegos enriqueció el talante de los juristas romanos que orientaron su pensamiento hacia la formación de una ciencia autónoma y completa, y no hacia la simple reglamentación de actos o conductas episódicas. Con el aporte griego, el derecho romano se convierte en la ciencia que estudia lo bueno y lo malo y lo justo y lo injusto, lo que permite acuñar la primera noción de justicia y de equidad en sentido material. Asimismo, la influyente filosofía griega logra que los romanos incorporaran a su credo jurídico el concepto de derecho natural, como un mandamiento superior, universal y perpetuo, de manera que su validez, vigencia y acato prevalezca sobre las ocurrencias, las posturas o las decisiones de legisladores y jueces. Roma fue holgadamente el epicentro del mundo antiguo durante muchos siglos. Su dominio militar fue muy superior a su capacidad comercial. En su primera época de expansión y conquista desperdició la invaluable experiencia comercial de sus conquistados y, a cambio de aprovecharla y ensancharla, la destruyó. En su segundo período de dominación, por ocuparse con devoción a la aventura de las armas, desatendió el comercio y malogró la vigorosa república que había construido. En el último periodo de su esplendor descuidó el comercio activo, lo que le acarreó estancamiento y ruina. Para tratar de perpetuar su yugo, sus gobernantes privilegiaron la fuerza sobre la razón, lo que hizo insostenible la gobernabilidad del Imperio en provincias y colonias. Arduas han sido las discusiones históricas sobre las verdaderas causas que originaron la caída del Imperio romano. La mayoría de los cronistas e historiadores coinciden en que el desplome romano se produjo por dos causas: una legislativa y otra militar. La legislativa se origina en la promulgación de la ley Flaminia que, de manera perentoria, restringió el comercio al proscribir la profesión de comerciante a los patricios. La consideraba una actividad elemental, burda y denigrante. La aplicación de la ley Flaminia conmocionó la estabilidad económica de los ciudadanos romanos y desencadenó insospechados efectos que comprometieron la seguridad comercial y alimentaria del Imperio.

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El influjo transformador de los griegos enriqueció el talante de los juristas romanos que orientaron su pensamiento hacia la formación de una ciencia autónoma y completa, y no hacia la simple reglamentación de actos o conductas episódicas. Con el aporte griego, el derecho romano se convierte en la ciencia que estudia lo bueno y lo malo y lo justo y lo injusto, lo que permite acuñar la primera noción de justicia y de equidad en sentido material. Asimismo, la influyente filosofía griega logra que los romanos incorporaran a su credo jurídico el concepto de derecho natural, como un mandamiento superior, universal y perpetuo, de manera que su validez, vigencia y acato prevalezca sobre las ocurrencias, las posturas o las decisiones de legisladores y jueces. Roma fue holgadamente el epicentro del mundo antiguo durante muchos siglos. Su dominio militar fue muy superior a su capacidad comercial. En su primera época de expansión y conquista desperdició la invaluable experiencia comercial de sus conquistados y, a cambio de aprovecharla y ensancharla, la destruyó. En su segundo período de dominación, por ocuparse con devoción a la aventura de las armas, desatendió el comercio y malogró la vigorosa república que había construido. En el último periodo de su esplendor descuidó el comercio activo, lo que le acarreó estancamiento y ruina. Para tratar de perpetuar su yugo, sus gobernantes privilegiaron la fuerza sobre la razón, lo que hizo insostenible la gobernabilidad del Imperio en provincias y colonias. Arduas han sido las discusiones históricas sobre las verdaderas causas que originaron la caída del Imperio romano. La mayoría de los cronistas e historiadores coinciden en que el desplome romano se produjo por dos causas: una legislativa y otra militar. La legislativa se origina en la promulgación de la ley Flaminia que, de manera perentoria, restringió el comercio al proscribir la profesión de comerciante a los patricios. La consideraba una actividad elemental, burda y denigrante. La aplicación de la ley Flaminia conmocionó la estabilidad económica de los ciudadanos romanos y desencadenó insospechados efectos que comprometieron la seguridad comercial y alimentaria del Imperio.

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Los patricios prontamente se vieron conminados a renunciar a las actividades mercantiles y a deshacerse de sus establecimientos comerciales. Para ello, y como lo prescribía la ley Flaminia, el comercio debía ser ejercido por clases inferiores. Fue cuando los patricios debieron ceder o regalar sus prósperos negocios a los libertos, antiguos esclavos que abrazaban la libertad mediante el rito solemne de la manumissio2. Ellos se aglutinaron en precarias asociaciones de comerciantes para facilitar el manejo de una actividad exigente para la cual no estaban preparados. La ley Flaminia también obligó a reclutar a marinos y contramaestres inexpertos de las provincias, lo que comprometió la eficiencia de los tráficos mercantes entre el Imperio y sus colonias. Es, pues, la ley Flaminia clara concausa del deterioro del auge romano y la primera norma legal de que se tenga noticia para restringir de manera abierta y deliberada el ejercicio de la profesión de comerciante. La otra circunstancia que determinó el desplome del Imperio fue el nombramiento de gobernadores militares preparados para la guerra pero no para administrar la paz. La actitud arrogante, inflexible y empírica de los gobernantes militares resultaba inferior a la capacidad necesaria para afrontar los problemas y aprovechar las oportunidades económicas propias de cada colonia. Las limitaciones del gobierno y su falta de respuesta a las urgencias ciudadanas trataban de ser acalladas con intimidación y abusos. Pronto, el Imperio perdió su esplendor y legitimidad y, para disuadir la resistencia de un pueblo avasallado, apela a la intimidación, a la barbarie y al paganismo. La relajación de su cultura otrora floreciente determinó su decadencia y facilitó la invasión de su territorio por bárbaros retardatarios. En el ocaso del Imperio romano acaeció un hecho notorio que merece mención y que de alguna manera contribuyó a devolverle al intercambio la moralidad que siempre tuvo (y que por momentos se vio desvanecida por las prácticas dominantes y abusivas observadas por los romanos y los bárbaros). Ese hecho fue la aparición de las prédicas de Jesucristo, que proclamaron la dignidad y la igualdad de los hombres y la

2 Acto por el que el dueño concede la libertad del esclavo.

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observancia de los principios de buena fe, justicia y equidad en sus relaciones con el prójimo. En la obra titulada El judaísmo de Jesús, su autor, Mario Javier Sabán, articula las enseñanzas de Jesús con el ideario moral que en su época el judaísmo pareciera que olvidó. Mario Javier Sabán argumenta que todas las enseñanzas éticas de Jesús son plenamente judías y que todas ellas están contenidas en la más noble tradición del pueblo de Israel. Tres años de investigaciones culminan en esta obra que estudia a Jesús como lo que él considera que fue un judío que nació, vivió y murió como judío. Sus padres, su familia, sus amigos, los apóstoles y la mayoría de sus seguidores eran judíos. Jesús fue un rabí judío y no un sacerdote cristiano, afirma Sabán. Jamás abandonó a su pueblo. Asimismo, afirma que Jesús fue un rabino judío del siglo I que predicó su interpretación particular de la ética judía. Jamás pensó en fundar una nueva religión. Extrajo sus enseñanzas de la Torá y de la tradición oral del judaísmo. Incluso, Sabán afirma que “Jesús no fue simplemente judío por su origen nacional, sino que fue y seguirá siendo judío por su contenido ético más profundo, que coincide plenamente con la ética judía”. Sabán, como investigador judío, critica en su obra el pensamiento teológico de varios autores cristianos que han desvirtuado las enseñanzas judías del rabino Jesús de Nazaret. El judaísmo de Jesús propone una nueva y reveladora visión sobre una de las historias más increíbles de la humanidad: la de un humilde rabino de Galilea que se transformó con el tiempo en el Hijo de Dios para millones de cristiano. Ese pobre judío crucificado que siglos después fue utilizado para perseguir a su propia nación3. El cristianismo ayudó a moralizar y humanizar a la sociedad, haciéndola más pacífica y fraternal. Su auge y furor, mediante el auspicio del diezmo, desató la construcción de templos, monasterios, santuarios y abadías que promovieron el comercio mediante la celebración de ritos y

3 Mario Javier Sabán (1966) es doctor en filosofía de la Universidad Complutense de Madrid. Desde hace más de 15 años se ha especializado en la investigación histórica y teológica sobre los orígenes judíos del cristianismo. Fruto de esos años de estudio son algunas de sus obras, como Raíces judías del cristianismo, El judaísmo de San Pablo o El sábado hebreo en el cristianismo.

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observancia de los principios de buena fe, justicia y equidad en sus relaciones con el prójimo. En la obra titulada El judaísmo de Jesús, su autor, Mario Javier Sabán, articula las enseñanzas de Jesús con el ideario moral que en su época el judaísmo pareciera que olvidó. Mario Javier Sabán argumenta que todas las enseñanzas éticas de Jesús son plenamente judías y que todas ellas están contenidas en la más noble tradición del pueblo de Israel. Tres años de investigaciones culminan en esta obra que estudia a Jesús como lo que él considera que fue un judío que nació, vivió y murió como judío. Sus padres, su familia, sus amigos, los apóstoles y la mayoría de sus seguidores eran judíos. Jesús fue un rabí judío y no un sacerdote cristiano, afirma Sabán. Jamás abandonó a su pueblo. Asimismo, afirma que Jesús fue un rabino judío del siglo I que predicó su interpretación particular de la ética judía. Jamás pensó en fundar una nueva religión. Extrajo sus enseñanzas de la Torá y de la tradición oral del judaísmo. Incluso, Sabán afirma que “Jesús no fue simplemente judío por su origen nacional, sino que fue y seguirá siendo judío por su contenido ético más profundo, que coincide plenamente con la ética judía”. Sabán, como investigador judío, critica en su obra el pensamiento teológico de varios autores cristianos que han desvirtuado las enseñanzas judías del rabino Jesús de Nazaret. El judaísmo de Jesús propone una nueva y reveladora visión sobre una de las historias más increíbles de la humanidad: la de un humilde rabino de Galilea que se transformó con el tiempo en el Hijo de Dios para millones de cristiano. Ese pobre judío crucificado que siglos después fue utilizado para perseguir a su propia nación3. El cristianismo ayudó a moralizar y humanizar a la sociedad, haciéndola más pacífica y fraternal. Su auge y furor, mediante el auspicio del diezmo, desató la construcción de templos, monasterios, santuarios y abadías que promovieron el comercio mediante la celebración de ritos y

3 Mario Javier Sabán (1966) es doctor en filosofía de la Universidad Complutense de Madrid. Desde hace más de 15 años se ha especializado en la investigación histórica y teológica sobre los orígenes judíos del cristianismo. Fruto de esos años de estudio son algunas de sus obras, como Raíces judías del cristianismo, El judaísmo de San Pablo o El sábado hebreo en el cristianismo.

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efemérides religiosas que concitaban el interés de los seguidores de la doctrina de Jesús. Se quiera o no, desde siempre, los oficios religiosos de todas las congregaciones confesionales han aglutinado a la sociedad, y con sus misiones y peregrinaciones han movilizado las fuerzas del mercado. Muchos misioneros, quizás sin quererlo, abrieron nuevos caminos a las rutas del comercio (Helguera y García, 1926). 3. El comercio en la Edad Media La fuerza irracional de la barbarie invasora hizo sucumbir al Imperio romano poniendo fin a la Edad Antigua y a un periodo luminoso para el avance de las costumbres, las leyes, las instituciones, el comercio y la cultura. En lo sucesivo, la civilización humana quedó expuesta a nuevas influencias y fenómenos que alteraron profundamente el decurso de la historia del comercio. Revisemos sumariamente estos acontecimientos a la luz de la evolución del tráfico comercial. 3.1. Destrucción de las rutas de comercio La ignorancia insuperable de la barbarie destruyó el amplio tejido de rutas comerciales tendido por fenicios, cartagineses, griegos y romanos. El vigor de la fuerza derogó la racionalidad de las primeras leyes del comercio mediterráneo y aniquiló la riqueza y el bienestar que le proveía a las civilizaciones ribereñas. Lenta y gradualmente la asimilación de culturas extrañas y la mezcla con los conquistados terminó por apaciguar y moderar los desenfrenos devastadores de los bárbaros. Así se fue retomando el sosiego y restableciendo el intercambio bajo las reglas que imponían los usos y las costumbres de los mercaderes pacíficos. Con el arribo de los conquistadores bárbaros apareció la primera noción del feudalismo. Los invasores despojaron a los romanos de los territorios que ocupaba el Imperio. Por vía de facto se hicieron a amplios territorios ante la mirada resignada de sus pobladores y la conducta pusilánime de los reyes que, para protegerse de sus ataques,

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terminaron reconociendo las gestas guerreras de los invasores y legitimando la posesión, el dominio y la precaria propiedad de los predios ocupados. A estos invasores que fungían ánimo de señorío se les reconoció como dueños y se les permitió ejercer autoridad sobre sus posesiones. Para explotar la riqueza de las tierras ocupadas, los feudales efectuaron cesión de pequeños feudos a labradores necesitados a cambio de trabajo, tributo y obediencia. 3.2. Vigencia de la fuerza y desplome del comercio El feudalismo origina el mayor despojo a la posesión de moradores pacíficos y, quizás, la más injusta redistribución de la riqueza bajo el auspicio de la intimidación y la fuerza. No pocas fortunas que aún subsisten adolecen de legitimidad, por lo menos, en cuanto a la forma original en que fueron adquiridas. Pero el tiempo se encargó de sanear este defecto y de prescribir en favor de sus poseedores la titularidad. El feudalismo atomizó territorios y creó ínsulas de poder que desfiguraron la unidad territorial y menguaron el poder de los gobernantes. Esta disgregación suscitó la aparición de pseudoleyes que sometían a todo tipo de obstrucciones a los más urgidos y necesitados, creando en ellos el desarraigo propio de lo que no les pertenece. La actividad productiva se vio alterada y los flujos comerciales se resintieron por la restricción impuesta por tantas autoridades feudales que antes que promover el progreso económico buscaban perpetuar su poder sobre sus mal habidas posesiones. Con la imposición abusiva de gravámenes y tributos a cualquier tipo de actividad productiva se financiaban las guerras territoriales, se expoliaba a la población y se desalentaba la expansión de la agricultura, el pastoreo y la manufactura. La arrogancia, el abuso y el despojo, características de los feudales, lenta y gradualmente fueron despertando en las mayorías sentimientos silentes de resistencia pasiva y de ansiedad por la libertad, la justicia, la equidad y la dignidad perdida.

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terminaron reconociendo las gestas guerreras de los invasores y legitimando la posesión, el dominio y la precaria propiedad de los predios ocupados. A estos invasores que fungían ánimo de señorío se les reconoció como dueños y se les permitió ejercer autoridad sobre sus posesiones. Para explotar la riqueza de las tierras ocupadas, los feudales efectuaron cesión de pequeños feudos a labradores necesitados a cambio de trabajo, tributo y obediencia. 3.2. Vigencia de la fuerza y desplome del comercio El feudalismo origina el mayor despojo a la posesión de moradores pacíficos y, quizás, la más injusta redistribución de la riqueza bajo el auspicio de la intimidación y la fuerza. No pocas fortunas que aún subsisten adolecen de legitimidad, por lo menos, en cuanto a la forma original en que fueron adquiridas. Pero el tiempo se encargó de sanear este defecto y de prescribir en favor de sus poseedores la titularidad. El feudalismo atomizó territorios y creó ínsulas de poder que desfiguraron la unidad territorial y menguaron el poder de los gobernantes. Esta disgregación suscitó la aparición de pseudoleyes que sometían a todo tipo de obstrucciones a los más urgidos y necesitados, creando en ellos el desarraigo propio de lo que no les pertenece. La actividad productiva se vio alterada y los flujos comerciales se resintieron por la restricción impuesta por tantas autoridades feudales que antes que promover el progreso económico buscaban perpetuar su poder sobre sus mal habidas posesiones. Con la imposición abusiva de gravámenes y tributos a cualquier tipo de actividad productiva se financiaban las guerras territoriales, se expoliaba a la población y se desalentaba la expansión de la agricultura, el pastoreo y la manufactura. La arrogancia, el abuso y el despojo, características de los feudales, lenta y gradualmente fueron despertando en las mayorías sentimientos silentes de resistencia pasiva y de ansiedad por la libertad, la justicia, la equidad y la dignidad perdida.

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3.3. Las cartas pueblas4 El atropello inefable del régimen feudal terminó promoviendo en los reyes y entre la población la necesidad de limitar los excesos y construir espacio para una nueva unidad nacional. Las causas populares, prohijadas por reyes sin autoridad, proliferaron desafiando el poder y la fuerza de las oligarquías que se resistían a reconocer legitimidad a las aspiraciones de los comunes. Finalmente, la voluntad popular desvalida de poder militar y riqueza promovió la movilización general de la población, lo que a la postre permitió la toma de vastas posesiones feudales, dándose así origen a una seguidilla de causas independistas en favor de la construcción de una nueva unidad nacional capaz de neutralizar el voraz poder feudal. La historia reseña que, finalmente en el siglo XI, el imperio del feudalismo cede y se entronizan las zonas denominadas cartas pueblas. Estaban constituidas por territorios libres e independientes del régimen señorial, y dan origen a precarias jurisdicciones municipales que se estructuran como un remedo de lo que los romanos llamaron curias5. Esta incipiente organización fue delineando el sistema municipal, el cual debía garantizar la igualdad, el sosiego y la libertad de sus pobladores. Con la aparición de la célula municipal, la economía, su industria y el comercio retoman su actividad generando puestos de labor que remozan las esperanzas del progreso. El municipio deroga las contribuciones fiscales y le reintegra la libertad al mercado, lo que alienta el crecimiento de las actividades productivas y consecuencialmente mejora el nivel de vida de sus moradores. Para la organización municipal es prevalerte promover el bienestar económico. Para asegurar este propósito estimula, facilita y fomenta el intercambio 4 Carta puebla, carta de población o privilegio de población (en latín, chartae populationis) es la denominación del documento por el cual los reyes cristianos y señores laicos y eclesiásticos de la Península Ibérica otorgaban una serie de privilegios a grupos poblacionales, con el fin de obtener la repoblación de ciertas zonas de interés económico o estratégico durante la Reconquista. Constituyó la primera manifestación de derecho local aparecida durante aquel proceso. 5 En los tiempos de la antigua Roma era una subdivisión del pueblo, más o menos identificada con una tribu. El término curia también indica el lugar donde esta tribu discutía sus asuntos.

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entre municipalidades. Las talanqueras aduaneras al intercambio creadas por los feudales desaparecen. Esto abarata precios, amplía la oferta y la demanda de productos y promociona la celebración de reuniones de intercambio entre mercaderes, institucionalizándose la realización de ferias de pueblos y comarcas. La aparición de la municipalidad contribuyó a restablecer la libertad del mercado y a dinamizar el comercio entre propios y extraños. 3.4. Las Cruzadas y las nuevas rutas de comercio Otro evento relevante en la historia de la humanidad, y seriamente influyente del tráfico mercantil, fue la ocurrencia de las Cruzadas cristianas promovidas por Gregorio VII y validadas por el concilio de Clermont6. Este empeño pretendía la incursión de una avanzada cristiana para que, en nombre de la cruz, la iglesia seguidora de la fe de Jesús tomara posesión de la llamada Tierra Santa y recuperara la posesión y la custodia del Santo Sepulcro. Esta temeraria aventura entusiasmó fervientemente a miles de cristianos diseminados por toda Europa, quienes con certeza invencible prontamente se alistaron en esta cruzada que degeneraría en una contienda provocada contra los musulmanes, la cual se extendió durante tres siglos. El objetivo no se logró, pero la movilización masiva de los cristianos europeos hacia Palestina alteró de manera importante el orden económico y comercial del viejo mundo. El desplazamiento de pertrechos y de material de avituallamiento hacia la Tierra Prometida desató un auge inusitado en las operaciones de compraventa y de suministro de mercancías, posibilitando la apertura de nuevas rutas marítimas al comercio, libres de imposiciones y obstrucciones. Las Cruzadas cristianas dejaron profunda huella en el historial de las guerras inútiles emprendidas por la humanidad y motivaron el aumento de las operaciones navieras y el crecimiento de la marinería mercante. Asimismo, se abrieron rutas terrestres al comercio, que conectaron a Asia Menor con Europa, por medio de las cuales

6 Fue un sínodo mixto de eclesiásticos y laicos de la Iglesia católica que tuvo lugar en noviembre de 1095 y que desencadenó la primera Cruzada.

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entre municipalidades. Las talanqueras aduaneras al intercambio creadas por los feudales desaparecen. Esto abarata precios, amplía la oferta y la demanda de productos y promociona la celebración de reuniones de intercambio entre mercaderes, institucionalizándose la realización de ferias de pueblos y comarcas. La aparición de la municipalidad contribuyó a restablecer la libertad del mercado y a dinamizar el comercio entre propios y extraños. 3.4. Las Cruzadas y las nuevas rutas de comercio Otro evento relevante en la historia de la humanidad, y seriamente influyente del tráfico mercantil, fue la ocurrencia de las Cruzadas cristianas promovidas por Gregorio VII y validadas por el concilio de Clermont6. Este empeño pretendía la incursión de una avanzada cristiana para que, en nombre de la cruz, la iglesia seguidora de la fe de Jesús tomara posesión de la llamada Tierra Santa y recuperara la posesión y la custodia del Santo Sepulcro. Esta temeraria aventura entusiasmó fervientemente a miles de cristianos diseminados por toda Europa, quienes con certeza invencible prontamente se alistaron en esta cruzada que degeneraría en una contienda provocada contra los musulmanes, la cual se extendió durante tres siglos. El objetivo no se logró, pero la movilización masiva de los cristianos europeos hacia Palestina alteró de manera importante el orden económico y comercial del viejo mundo. El desplazamiento de pertrechos y de material de avituallamiento hacia la Tierra Prometida desató un auge inusitado en las operaciones de compraventa y de suministro de mercancías, posibilitando la apertura de nuevas rutas marítimas al comercio, libres de imposiciones y obstrucciones. Las Cruzadas cristianas dejaron profunda huella en el historial de las guerras inútiles emprendidas por la humanidad y motivaron el aumento de las operaciones navieras y el crecimiento de la marinería mercante. Asimismo, se abrieron rutas terrestres al comercio, que conectaron a Asia Menor con Europa, por medio de las cuales

6 Fue un sínodo mixto de eclesiásticos y laicos de la Iglesia católica que tuvo lugar en noviembre de 1095 y que desencadenó la primera Cruzada.

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transitaron los suministros que demandaban las Cruzadas. La antigua Constantinopla se vio favorecida por servir de recalada obligada del tráfico mercantil y de depósito seguro de almacenamiento. El establecimiento de este corredor de abastecimiento acercó a los pueblos de Asia y Europa y propició un intercambio internacional de mercancías carente de barreras, de leyes y decretos que discriminaran el arribo de mercancías extranjeras. Con buenas razones, algunos historiadores infieren que las Cruzadas estimularon el entusiasmo de los europeos por las aventuras. Esto quizás pudo servir de acicate para campañas de mayor envergadura y riesgo, como lo fue siglos después la búsqueda de la ruta marítima a las Indias. En suma, en la Edad Media el comercio, en sí mismo, no fue un propósito político deliberado. Su desempeño fue consecuencia necesaria motivada por otras causas. Sólo en la época memorable de Carlo Magno se encuentran rastros de la existencia de una voluntad política orientada a favorecer y ensanchar las actividades mercantiles. Durante años, los despachos comerciales hacia el exterior fueron autenticas aventuras remuneradas mediante el pago de participaciones anticipadas que recibían los marinos mercantes de parte de los dueños de las mercancías, lo que les permitía hacerse a la mar en procura de eventuales compradores apostados a lo largo de la rivera mediterránea. 4. El comercio en la Edad Moderna La Edad Moderna constituye un importante periodo para el comercio mundial. Sus tres siglos de duración se enmarcan desde el descubrimiento de América hasta el auge de la Revolución francesa. Es en este período la industria naval y el comercio de ultramar despuntan alterando de manera profunda los usos, las costumbres, las reglas, la estructura de las organizaciones públicas y privadas y las relaciones entre estados. El comercio llega a su máximo esplendor y su oficio adquiere inestimable valía. La gesta del descubrimiento de América en el año 1492 modificó sustancialmente el decurso de la historia universal. Su influjo en la

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política, las ciencias, la economía, la moral y las relaciones con extraños produjo el reacomodo total del orden mundial (Helguera y García, 1926). La feliz aventura de Colón trazó nuevos senderos de progreso al comercio, y estimuló el espíritu emprendedor de navegantes, conquistadores y comerciantes. Siguieron su ruta Ibáñez Pinzón, que desembarcó en la costa del Brasil en 1500; Diego Velázquez, que sometió la isla de Cuba en 1511; Hernán Cortés, que avasalló el Imperio azteca en 1519; Francisco Pizarro, quien en 1533 conculcó el reino inca en Perú; Pedro Valdivia, que postró a Chile en 1541; y Ponce de León, que estableció Puerto Rico en 1608. El descubrimiento y la conquista trasegó incuantificable riqueza de América a Europa y creó un tráfico de comercio desigual, asimétrico y frecuentemente vejado por la saca, todo ante el silencio cómplice o la intervención voraz e inclemente de la Corona española. El torrente comercial que desató la extracción de tan rica veta demandó la creación de prósperas empresas de astilleros navales, armadores y de agentes comerciales encargados de apertrechar las naves, reclutar oficiales y tripulantes, alistar las mercancías y asegurar su tránsito y arribo seguro a puerto. La marina mercante estableció rutas frecuentes para atender la creciente demanda de un flujo comercial lucrativo y frenético. 4.1. Derecho natural acomodado a la conveniencia En un excelente artículo investigativo titulado “El comercio internacional en la historia del pensamiento económico”, el profesor Pedro Schwartz (2001) reseña de manera magistral la conducta de las jerarquías políticas y eclesiásticas frente a la saca de la riqueza americana. En referencia a la licitud del comercio internacional durante la conquista de las Indias a manos de los castellanos, Schwartz refiere que la moral española fue sometida a severo escrutinio y cuestionamiento por no resultar nunca clara y transparente. Para los teólogos de Salamanca era mandatorio establecer si la invasión de América era lícita, a sabiendas

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política, las ciencias, la economía, la moral y las relaciones con extraños produjo el reacomodo total del orden mundial (Helguera y García, 1926). La feliz aventura de Colón trazó nuevos senderos de progreso al comercio, y estimuló el espíritu emprendedor de navegantes, conquistadores y comerciantes. Siguieron su ruta Ibáñez Pinzón, que desembarcó en la costa del Brasil en 1500; Diego Velázquez, que sometió la isla de Cuba en 1511; Hernán Cortés, que avasalló el Imperio azteca en 1519; Francisco Pizarro, quien en 1533 conculcó el reino inca en Perú; Pedro Valdivia, que postró a Chile en 1541; y Ponce de León, que estableció Puerto Rico en 1608. El descubrimiento y la conquista trasegó incuantificable riqueza de América a Europa y creó un tráfico de comercio desigual, asimétrico y frecuentemente vejado por la saca, todo ante el silencio cómplice o la intervención voraz e inclemente de la Corona española. El torrente comercial que desató la extracción de tan rica veta demandó la creación de prósperas empresas de astilleros navales, armadores y de agentes comerciales encargados de apertrechar las naves, reclutar oficiales y tripulantes, alistar las mercancías y asegurar su tránsito y arribo seguro a puerto. La marina mercante estableció rutas frecuentes para atender la creciente demanda de un flujo comercial lucrativo y frenético. 4.1. Derecho natural acomodado a la conveniencia En un excelente artículo investigativo titulado “El comercio internacional en la historia del pensamiento económico”, el profesor Pedro Schwartz (2001) reseña de manera magistral la conducta de las jerarquías políticas y eclesiásticas frente a la saca de la riqueza americana. En referencia a la licitud del comercio internacional durante la conquista de las Indias a manos de los castellanos, Schwartz refiere que la moral española fue sometida a severo escrutinio y cuestionamiento por no resultar nunca clara y transparente. Para los teólogos de Salamanca era mandatorio establecer si la invasión de América era lícita, a sabiendas

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de que aquellas tierras pertenecían desde tiempo inmemorial a las naciones indias que las habitaban (Schwartz, 2001). Luego, agrega que en una “relección” o conferencia universitaria que pronunció en 1538-1539 el maestro dominico Francisco de Vitoria (1485-1546), fundador del derecho internacional, planteó la llamada “duda indiana”. Vitoria examinó dos argumentos recurrentemente utilizados para justificar la invasión: la salvación de las almas de los indígenas y la libertad de comercio con ellos. Para Vitoria, la evangelización debía realizarse con métodos “suaves y pacíficos”, y en el comercio sólo habría de emplearse la fuerza si los caciques indios lo prohibían a sus súbditos, pues la libertad de comercio era un “derecho natural de libre comunicación entre los pueblos”. Estas dos ideas inspiraron la legislación real de las Indias, pero su práctica fue tolerante y complaciente con los abusos que ocurrían en la práctica. Asimismo, y en clara contradicción, los teólogos de Salamanca no invocaron el supuesto derecho natural de comerciar libremente para cuestionar el estrecho monopolio del comercio americano que, desde el reinado de Isabel la Católica hasta el de Carlos III, los monarcas castellanos concedieron a Sevilla y luego a Cádiz, así como el cierre casi total de las Indias a los barcos de otros países. El auge descubridor y la riqueza subyacente en cada arribo movió al marino Vasco de Gama para zarpar de Lisboa una pretenciosa empresa conformada por tres bergantines y sesenta tripulantes, realizando una navegación de cabotaje por la costa occidental del África hasta recalar en el cabo de la Buena Esperanza para luego fondear en la roda de Mozambique. Vasco de Gama abrió nuevas rutas marítimas al comercio, estableciendo un flujo ininterrumpido de intercambios comerciales entre el océano Indico y Europa. Emulando a Vasco de Gama, Magallanes se hizo a la mar en Sevilla para emprender una temeraria aventura que le valdría su vida al arribar a Filipinas. Allí murió a manos de los indígenas. Su tripulación logró perseverar en el esfuerzo de dar la vuelta al mundo, lográndolo luego de tres años de brega colosal en los confines meridionales del globo, para

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que finalmente el puerto de Sanlúcar presenciara el arribo de la maltrecha escuadra huérfana de su almirante. Las intrépidas hazañas de los navegantes españoles y portugueses multiplicaron las rutas mercantes. Se acrecentó el comercio entre los continentes y esto posibilitó un fluido intercambio de artículos en ellos desconocidos. El comercio era libre, vital y necesario para los conquistadores, pero obstruido y repelido para los extraños. 4.2. Creación del impuesto de arancel de aduanas La acomodaticia teoría de los doctores de Salamanca reñía con la prédica de los que oficiaban de arbitristas, quienes redactaban memoriales para el reino y en ellos sugerían variadas formas de aumentar los tributos en aras de fortalecer la hacienda pública, garantizando la prosperidad del reino y la expansión del bienestar de la población. Pronto, estos consejeros vieron en el comercio una inmejorable oportunidad para aumentar significativamente los recaudos y dotar al rey de mayor capacidad de gasto. Fue así como los monarcas, siguiendo los gravosos consejos de los arbitristas, intervinieron de manera deliberada el comercio con extranjeros. El reino de Castilla enarbolaba la bandera del mercado libre siempre y cuando se efectuara entre el reino y sus colonias, pero la abandonaba cuando se trataba con otras naciones. Muchos cortesanos, oidores y consejeros sugerían al monarca prohibir la exportación o saca de metales preciosos explotados por extranjeros aduciendo que el tesoro requería acuñar moneda para financiar las guerras con los extranjeros y para aumentar los medios de pago en el mercado interno. Los arbitristas nunca entendieron que el dinero en sí mismo no es riqueza, y que la riqueza solamente aparece cuando aumenta la demanda en el mercado y se multiplica el margen favorable que se derivan de las transacciones. Tampoco lograron establecer que el aumento excesivo de medios de pago ante una precaria oferta de mercancías escalona los precios y reduce la capacidad de compra de los medios de pago. Los arbitristas jamás lograron percibir que los tributos y los gastos de la

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que finalmente el puerto de Sanlúcar presenciara el arribo de la maltrecha escuadra huérfana de su almirante. Las intrépidas hazañas de los navegantes españoles y portugueses multiplicaron las rutas mercantes. Se acrecentó el comercio entre los continentes y esto posibilitó un fluido intercambio de artículos en ellos desconocidos. El comercio era libre, vital y necesario para los conquistadores, pero obstruido y repelido para los extraños. 4.2. Creación del impuesto de arancel de aduanas La acomodaticia teoría de los doctores de Salamanca reñía con la prédica de los que oficiaban de arbitristas, quienes redactaban memoriales para el reino y en ellos sugerían variadas formas de aumentar los tributos en aras de fortalecer la hacienda pública, garantizando la prosperidad del reino y la expansión del bienestar de la población. Pronto, estos consejeros vieron en el comercio una inmejorable oportunidad para aumentar significativamente los recaudos y dotar al rey de mayor capacidad de gasto. Fue así como los monarcas, siguiendo los gravosos consejos de los arbitristas, intervinieron de manera deliberada el comercio con extranjeros. El reino de Castilla enarbolaba la bandera del mercado libre siempre y cuando se efectuara entre el reino y sus colonias, pero la abandonaba cuando se trataba con otras naciones. Muchos cortesanos, oidores y consejeros sugerían al monarca prohibir la exportación o saca de metales preciosos explotados por extranjeros aduciendo que el tesoro requería acuñar moneda para financiar las guerras con los extranjeros y para aumentar los medios de pago en el mercado interno. Los arbitristas nunca entendieron que el dinero en sí mismo no es riqueza, y que la riqueza solamente aparece cuando aumenta la demanda en el mercado y se multiplica el margen favorable que se derivan de las transacciones. Tampoco lograron establecer que el aumento excesivo de medios de pago ante una precaria oferta de mercancías escalona los precios y reduce la capacidad de compra de los medios de pago. Los arbitristas jamás lograron percibir que los tributos y los gastos de la

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guerra se sufragaban con los márgenes que arrojaba el comercio de mercancías. En esta búsqueda incesante de fuentes de financiamiento, los arbitristas y las cortes apremiaron al rey para que los protegiera de la competencia extranjera que planteaba el arribo de novedosas y mejoradas mercancías procedentes del extranjero. Fue así como el agudo don Luis de Ortiz, factor7 del reino y apreciado impresor de libros en la ciudad de Burgos, elabora la primera cuenta de comercio internacional, que hoy llamamos balanza de pagos. Consistía en una memoria escrita que referenciaba la oportunidad y la cantidad del gasto en importaciones, así como de los ingresos producto de las exportaciones. Ortiz veía con beneplácito el balance de esta cuenta cuando lo exportado superaba lo importado en cantidad y valor, y con seria preocupación cuando sucedía lo inverso sin considerar para nada el bienestar de la población producto de la satisfacción de sus necesidades. Ortiz, en una audiencia que es memorable para la historia del comercio, le presentó a Felipe II un memorial titulado Sobre cómo quitar de España toda ociosidad e introducir el trabajo (Ortiz, 1558). En este documento Ortiz le implora al rey limitar y, cuando sea posible, prohibir perentoriamente la importación de mercancías en orden a obtener un saldo positivo en las cuentas con el exterior. Ortiz señala al rey que esta restricción halagaría y protegería a los cortesanos, dueños de las incipientes manufactureras, evitaría la salida de los medios de pago, aumentaría considerablemente la riqueza y el recaudo de tributos en favor de la Hacienda Pública. Esta propuesta conmovió al rey, quien prontamente la acogió y con ello quedó institucionalizado el cobro del impuesto de arancel a las importaciones como instrumento predilecto para proteger al productor interno y de financiación del tesoro, todo en detrimento de los comunes. Felipe II, para corresponder a tan valiosa y promisoria propuesta que garantizaría la salud y la prosperidad del reino, exhortó a Ortiz a que le formulara alguna solicitud de ayuda en forma de prebenda, y éste le pidió al rey que prohibiera con toda severidad la importación de libros

7 Prestamista de la Hacienda Pública.

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extranjeros, los que consideraba pecaminosos y perturbadores del alma, así como causantes de un gasto innecesario que afectaba el equilibrio de la balanza de pagos y que además no eran comparables con los que él y sus socios elaboraban con esmero en la ciudad de Burgos. Este sombrío pasaje de la historia del comercio pareciera vigente. Hoy no son pocas las restricciones que se le imponen al comercio para favorecer a pocos y en desmedro de todos. Tampoco es exótica la inflación monetaria promovida por los mismos estados al tratar de solucionar las carencias con la engañosa solución de aumentar los medios de pago mediante la emisión furtiva de dinero. Con el triunfo del arbitrismo sobre las necesidades del mercado se apoltronó el mercantilismo y se institucionalizaron las que hoy llamamos barreras o restricciones al comercio. Las naciones siguieron esta senda y, por medio de la ley, hicieron de la obstrucción al libre mercado y de la imposición de tributos fiscales a las importaciones un modelo proteccionista que aún se perpetúa. Para controvertir este modelo se requirió que la ciencia se ocupara de demostrar las dificultades, las debilidades y la insostenibilidad que la restricción de suyo encarna. En la segunda parte de la Edad Moderna el sistema feudal mantiene sus posesiones y sigue devengando favores y privilegios de gobernantes y legisladores. Empero, la resistencia pacífica de las mayorías y la gradual reivindicación de la dignidad de los soberanos, obtenida en parte por los descubrimientos y las conquistas en ultramar, promovieron continuos enfrentamientos que comenzaron a debilitar el poder omnímodo de los estrechos círculos aristocráticos que desafían con su arrogancia y poder la fuerza de la ley, del gobernante y del estado mismo. El desmonte del sistema feudal demandó de muchos siglos esfuerzos, acuerdos, consensos y alianzas. Los feudales asediados por la impopularidad y el repudio mayoritario, antes de replegarse en estratégicos territorios y de perder o de entregar vastas posesiones, replegaron sus riquezas y aseguraron la vigencia de un modelo que los protegía.

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extranjeros, los que consideraba pecaminosos y perturbadores del alma, así como causantes de un gasto innecesario que afectaba el equilibrio de la balanza de pagos y que además no eran comparables con los que él y sus socios elaboraban con esmero en la ciudad de Burgos. Este sombrío pasaje de la historia del comercio pareciera vigente. Hoy no son pocas las restricciones que se le imponen al comercio para favorecer a pocos y en desmedro de todos. Tampoco es exótica la inflación monetaria promovida por los mismos estados al tratar de solucionar las carencias con la engañosa solución de aumentar los medios de pago mediante la emisión furtiva de dinero. Con el triunfo del arbitrismo sobre las necesidades del mercado se apoltronó el mercantilismo y se institucionalizaron las que hoy llamamos barreras o restricciones al comercio. Las naciones siguieron esta senda y, por medio de la ley, hicieron de la obstrucción al libre mercado y de la imposición de tributos fiscales a las importaciones un modelo proteccionista que aún se perpetúa. Para controvertir este modelo se requirió que la ciencia se ocupara de demostrar las dificultades, las debilidades y la insostenibilidad que la restricción de suyo encarna. En la segunda parte de la Edad Moderna el sistema feudal mantiene sus posesiones y sigue devengando favores y privilegios de gobernantes y legisladores. Empero, la resistencia pacífica de las mayorías y la gradual reivindicación de la dignidad de los soberanos, obtenida en parte por los descubrimientos y las conquistas en ultramar, promovieron continuos enfrentamientos que comenzaron a debilitar el poder omnímodo de los estrechos círculos aristocráticos que desafían con su arrogancia y poder la fuerza de la ley, del gobernante y del estado mismo. El desmonte del sistema feudal demandó de muchos siglos esfuerzos, acuerdos, consensos y alianzas. Los feudales asediados por la impopularidad y el repudio mayoritario, antes de replegarse en estratégicos territorios y de perder o de entregar vastas posesiones, replegaron sus riquezas y aseguraron la vigencia de un modelo que los protegía.

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4.3. Renacer de la libertad del comercio Muchos fueron los eventos políticos que incidieron en el desarrollo del comercio. Algunos de ellos postergando su evolución y otros promoviéndolo. Entre ellos, merecen registro la aparición del protestantismo, la formación de los Estados y, en particular, la Revolución francesa, que redujo la tiranía feudal pero abrió paso al largo poder absolutista de los reyes. La centralización del poder en cabeza de los soberanos y la reunificación de los territorios otrora atomizados por los feudos modificó de manera importante la actividad productiva de los nuevos estados. A no dudarlo, luego del descubrimiento del nuevo mundo, la Revolución francesa ha sido el evento político más influyente en la historia del mundo. La declaración de los derechos en favor de la dignidad humana, la fraternidad, la libertad y la igualdad ambientaron un nuevo esquema social que alteró favorablemente todas las actividades sociales y económicas de las naciones. A partir de esa proclama libertaria, los derechos inherentes a su existencia humana sólo estarían plegados al bienestar comunitario, y para asegurar su logro los hombres podrían optar por la iniciativa privada, la libertad de empresa y el derecho a la asociación. Charles-Louis de Secondat, barón de Montesquieu, con su genial acervo humanista sentó las bases de la democracia; François Quesnay, desde su perspectiva fisiocrática, repensó la razón de ser de la actividad productiva; Voltaire, en su discusión filosófica, encontró nuevas razones para dignificar la vida humana; y Juan Jacobo Rousseau demostró la necesidad y conveniencia de suscribir un pacto social capaz de morigerar y armonizar las pasiones y los intereses humanos como condición para asegurar la paz. El pensamiento inspirador de la Revolución resultó más exitoso que la revuelta misma. Las vigorosas razones expuestas por estos pensadores, que el mundo jamás olvidaría, les servirían de ideario de valores a seguir. Con la Revolución francesa feneció el imperio de las minorías y se empezó la construcción de un sistema de gobierno garante de la

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promulgación y el cumplimiento de una ley consagrada a la libertad al trabajo y al tratamiento justo e igualitario a todos los ciudadanos. La reivindicación de la libertad abrogó la imposición de los gravámenes a las parcelas en beneficio de los feudos, la imposición al trabajo determinado, las contribuciones fiscales a particulares, los resguardos de aduanas feudales y todas las obstrucciones a la industria y el comercio. Estas derogatorias pronto redundaron en favor del florecimiento de la actividad productiva. La Revolución francesa le devolvió al comercio su libertad perdida. Los flujos comerciales dejaron de depender de la iniciativa privada para convertirse en cometido gubernamental. Muchos de los derechos y de los intereses personales se tornaron colectivos. Se remozaron los conceptos de nacionalidad, soberanía y territorialidad. Se acuñó la denominación y se predicó la práctica del los conceptos interés individual e interés común, prevaleciendo en las normas éste sobre aquel. El advenimiento del pensamiento liberal desató profundos cambios es una sociedad asfixiada y sitiada por la restricción, que por momentos perdió la ruta del progreso y se acostumbró a la sumisión y a la supervivencia. En la Edad Moderna el comercio nunca llegó a ser un fin de progreso social, tan solo fue una práctica consecuente propia del afán de la supervivencia. Empero el esfuerzo libertario de la Revolución, a ella le sucedió el gobierno napoleónico. Este buscaba apaciguar y sosegar disputas interinas pero degeneró en un poder ilimitado. El ímpetu belicista del Napoleón Bonaparte contrarió lo que motivó su nombramiento como cónsul. Napoleón logró restablecer el orden, reducir las refriegas civiles y las contiendas doctrinales para establecer la unidad nacional como remedio al separatismo, proclamando que todos, amigos y adversarios, eran franceses. El mejoramiento del orden interno favoreció las actividades mercantiles y los flujos comerciales. Pero luego de ungido como emperador, se ocupó de ampliar su dominio a nuevos territorios. Para

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promulgación y el cumplimiento de una ley consagrada a la libertad al trabajo y al tratamiento justo e igualitario a todos los ciudadanos. La reivindicación de la libertad abrogó la imposición de los gravámenes a las parcelas en beneficio de los feudos, la imposición al trabajo determinado, las contribuciones fiscales a particulares, los resguardos de aduanas feudales y todas las obstrucciones a la industria y el comercio. Estas derogatorias pronto redundaron en favor del florecimiento de la actividad productiva. La Revolución francesa le devolvió al comercio su libertad perdida. Los flujos comerciales dejaron de depender de la iniciativa privada para convertirse en cometido gubernamental. Muchos de los derechos y de los intereses personales se tornaron colectivos. Se remozaron los conceptos de nacionalidad, soberanía y territorialidad. Se acuñó la denominación y se predicó la práctica del los conceptos interés individual e interés común, prevaleciendo en las normas éste sobre aquel. El advenimiento del pensamiento liberal desató profundos cambios es una sociedad asfixiada y sitiada por la restricción, que por momentos perdió la ruta del progreso y se acostumbró a la sumisión y a la supervivencia. En la Edad Moderna el comercio nunca llegó a ser un fin de progreso social, tan solo fue una práctica consecuente propia del afán de la supervivencia. Empero el esfuerzo libertario de la Revolución, a ella le sucedió el gobierno napoleónico. Este buscaba apaciguar y sosegar disputas interinas pero degeneró en un poder ilimitado. El ímpetu belicista del Napoleón Bonaparte contrarió lo que motivó su nombramiento como cónsul. Napoleón logró restablecer el orden, reducir las refriegas civiles y las contiendas doctrinales para establecer la unidad nacional como remedio al separatismo, proclamando que todos, amigos y adversarios, eran franceses. El mejoramiento del orden interno favoreció las actividades mercantiles y los flujos comerciales. Pero luego de ungido como emperador, se ocupó de ampliar su dominio a nuevos territorios. Para

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ello debió combatir y derrotar a enemigos, con los que a la postre terminó suscribiendo tratados de paz. No fueron pocos los recursos y las riquezas que Napoleón comprometió en sus batallas, lo que lastimó severamente la actividad productiva. Una práctica frecuente para someter al enemigo fue el bloqueo y el sitio. Es tristemente célebre en la historia del comercio exterior la promulgación del decreto del 21 de noviembre de 1806, mediante el cual Napoleón estableció contra Inglaterra un bloqueo continental que negaba el arribo de naves con bandera británica y el ingreso de todo tipo de productos británicos a todos los puertos de Europa. Declaró objetivos militares a los navíos y a las mercancías a bordo. Este bloqueo napoleónico al comercio, como muchos otros cometidos antes y después, ha sido una práctica recurrente para atacar y debilitar a las naciones, debilitar a los gobiernos y en especial afectar a la población que por medio del comercio satisface muchas necesidades no atendidas por la oferta interna. Luego de este breve y discreto recorrido por la historia, y de señalar en ella las restricciones y las vicisitudes a que fue sometida la actividad comercial en las edades Antigua, Media y Moderna, es obligante ocuparnos de la postura de la ciencia económica, jurídica y política frente a la actividad de comercio. Asimismo, la evolución del comercio en la edad contemporánea será revisada desde una perspectiva jurídica que escrute sus fundamentos de legitimidad y legalidad. 4.4. Internacionalización del comercio por efecto de la descolonización Uno de los eventos que más repercusión ha tenido en la historia del comercio internacional fue la descolonización de América, lo que no solamente redujo el poder ilimitado de los colonizadores sino que restituyó el equilibrio perdido desde el descubrimiento a las transacciones mercantiles entre los continentes. La emancipación no solo ambientó las nociones de soberanía, autodeterminación e impenetrabilidad del territorio. Su auge abrogó el expolio y las abusivas exclusividades en los tráficos comerciales entre América y Europa. Pero, más que eso, la descolonización precipitó la internacionalización del comercio, habida cuenta que, a partir de ella,

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las relaciones entre estados dominantes y dominados ya no serían “nacionales”, sino “internacionales”, lo que de suyo imprimió un nuevo gradiente favorable a la igualdad negocial. La gesta independista de Norteamérica, avalada en 1783 por el tratado de Versalles, y su vigoroso desarrollo de las actividades mercantiles, sirvieron de émulo a los nativos de las colonias españolas en América para soñar con la emancipación y con una nueva esperanza de progreso. El espíritu libertario francés diseminado por todo el mundo, sumado al utilitarismo inglés que soterradamente alentaba la rebelión de las colonias españolas para así acabar con el bloqueo español a las costas americanas, exacerbó la movilización independentista. La historia ha demostrado con solvencia el valor y el mérito de los españoles para descubrir y conquistar, pero su torpeza para colonizar. Son muchas las colonias inglesas, francesas y holandesas que hoy se mantienen en ultramar, en las que sus habitantes nativos, con orgullo insospechado, ostentan su pertenencia y dependencia europea. No sucedió lo mismo con las colonias españolas, a las que se les recuerda por sus desmanes despóticos y por sus inaceptables abusos. Los excesos españoles mucho contribuyeron a legitimar las revueltas y la sublevación de sus colonias. El separatismo triunfante de los territorios asolados por el yugo español modificó profundamente el orden mundial y desató cambios imperecederos en la actividad comercial. Durante el reinado de Fernando VII, las colonias españolas de América aprovecharon que el reino dedicaba su mayor interés y esfuerzo a la contienda bélica con Francia para optar por la independencia. México, la colonia de La Plata, Uruguay y Paraguay se libraron del yugo español en 1810; Guatemala, Colombia, Venezuela y Ecuador en 1821; Bolivia y el Perú en 1824; Chile en 1817 y Santo Domingo en 1820. De igual manera Portugal resignó a Brasil en 1822. Esta cadena independista, casi simultánea, evidencia con holgura la debilidad colonizadora del reino de España. Resulta obligante reseñar que la mayoría de las naciones ganaron la libertad más no el progreso deseado. Y muchas de ellas que se debaten en la pobreza aún no han logrado superar la

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las relaciones entre estados dominantes y dominados ya no serían “nacionales”, sino “internacionales”, lo que de suyo imprimió un nuevo gradiente favorable a la igualdad negocial. La gesta independista de Norteamérica, avalada en 1783 por el tratado de Versalles, y su vigoroso desarrollo de las actividades mercantiles, sirvieron de émulo a los nativos de las colonias españolas en América para soñar con la emancipación y con una nueva esperanza de progreso. El espíritu libertario francés diseminado por todo el mundo, sumado al utilitarismo inglés que soterradamente alentaba la rebelión de las colonias españolas para así acabar con el bloqueo español a las costas americanas, exacerbó la movilización independentista. La historia ha demostrado con solvencia el valor y el mérito de los españoles para descubrir y conquistar, pero su torpeza para colonizar. Son muchas las colonias inglesas, francesas y holandesas que hoy se mantienen en ultramar, en las que sus habitantes nativos, con orgullo insospechado, ostentan su pertenencia y dependencia europea. No sucedió lo mismo con las colonias españolas, a las que se les recuerda por sus desmanes despóticos y por sus inaceptables abusos. Los excesos españoles mucho contribuyeron a legitimar las revueltas y la sublevación de sus colonias. El separatismo triunfante de los territorios asolados por el yugo español modificó profundamente el orden mundial y desató cambios imperecederos en la actividad comercial. Durante el reinado de Fernando VII, las colonias españolas de América aprovecharon que el reino dedicaba su mayor interés y esfuerzo a la contienda bélica con Francia para optar por la independencia. México, la colonia de La Plata, Uruguay y Paraguay se libraron del yugo español en 1810; Guatemala, Colombia, Venezuela y Ecuador en 1821; Bolivia y el Perú en 1824; Chile en 1817 y Santo Domingo en 1820. De igual manera Portugal resignó a Brasil en 1822. Esta cadena independista, casi simultánea, evidencia con holgura la debilidad colonizadora del reino de España. Resulta obligante reseñar que la mayoría de las naciones ganaron la libertad más no el progreso deseado. Y muchas de ellas que se debaten en la pobreza aún no han logrado superar la

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discusión que permita establecer si el comercio internacional es o no es promisorio. 4.5. Inventiva científica y tecnológica La edad contemporánea, al final del siglo XIX, acumuló inestimables avances científicos que estimularon el bienestar de la sociedad. La conclusión exitosa de nuevas y ambiciosas investigaciones, el logro de hallazgos afortunados y la concreción de invenciones insospechadas han contribuido en forma determinante a justificar su conocimiento, aprovechamiento y universalización. Es un despropósito que leyes y normas proteccionistas impidan su uso y aplicación, lo que solo lograría atraso y aislamiento inaceptable. La tecnología y su uso, es nuevo factor de desarrollo y de avance social. Mal hacen los estados y sus gobernantes que, alegando supuestas razones de defensa de la industria nacional, prorrogan la integración de los ciudadanos al mundo de la tecnología y la innovación. En este período, el hombre con su capacidad creativa e inventiva ha librado una batalla contra la dificultad y la ineficiencia en la que, apelando a la ciencia, a la inteligencia, a la constancia y a la sabiduría, ha desentrañado muchos misterios y secretos de la naturaleza y de ellos ha obtenido aplicaciones notorias y notables. En el libro Manual práctico de la historia del comercio, Álvaro de la Helguera y García (1926) reseña de algunos de estos avances que han sido colocados al servicio de la humanidad. Empero, la reticencia proteccionista de algunos gobernantes ha postergado su uso mediante leyes, privando de manera indebida a muchos ciudadanos de sus beneficios:

Fulton en 1807 y Bell en 1812 vencen serias dificultades y ensayan con éxitos felices las máquinas para la navegación a vapor; así Trevithick y Vivian construyen en 1804 la primera locomotora, que luego perfecciona Seguín en 1829, y consiguen promover en el arrastre terrestre una revolución inmensa; así Cerstedt en 1819 y Schweiger en 1833 resuelven el problema del telégrafo eléctrico, que después Morse en 1837 y Hugues en 1868 perfeccionan con sus mecanismos universalmente

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adoptados; así Reiss idea en 1861 y Edisson completa en 1876, el aparato telefónico que transmite la voz a considerable distancia; así Scott en 1856 y Fdison en 1877 comparten la gloria de la invención del fonógrafo, consiguiendo registrar el primero y reproducir el segundo todas las ondas sonoras; así Hugues descubre el micrófono, que amplifica el ruido haciéndole más sensible; así Teiter presenta el telefonógrafo, que registra, reproduce y transmite con rapidez el sonido articulado; así aparecen en nuestros tiempos los rayos Roentgen, que permiten ver a través de los cuerpos opacos y examinar el interior de los mismos; así se ofrecieron a la admiración humana el pantelégrafo, para la transmisión de la escritura, y la dinamo, para producir la luz eléctrica, y así, en fin, se realizan en este período otros muchos adelantos en las ciencias físicas y químicas, exactas y naturales, morales y políticas. Este incomparable siglo, en que se cortan istmos como el de Suez para abrir camino a los buques, y se perforan montes como el Cenis para dar paso a los trenes; en que se construyen grandiosos edificios cuya belleza encanta y formidables acorazados cuya resistencia asombra, en que los descubrimientos del oro en California y en Alaska ponen en circulación enormes masas de valores numerarios; en que la máquina de vapor inventada por Watt y la de hilar ideada por Haerkright consiguen por su multiplicación perfeccionada promover la gran industria; en que fábricas inmensas y talleres notables ponen diariamente a la especulación infinidad de productos perfectamente acabados; en que las planchas de hierro se cortan como hojas de papel y el papel se prensa para sustituir al hierro; en que se inauguran certámenes nacionales y exposiciones universales para demostrar a los consumidores los triunfos industriales de los productores; y finalmente, este siglo en que tanto se desenvuelven todos los ramos del saber y todas las cosas de utilidad, no podía dejar en el olvido ni mantener sin adelanto el movimiento comercial y el Derecho mercantil.

Para concluir este somero recorrido por la historia de la evolución del comercio, y de reseñar en él sus restricciones más visibles, debemos reiterar al paciente lector que este artículo carece de pretensiones narrativas e históricas y que solo se esfuerza por relievar la causa del comercio desde su perspectiva tradicional e iusnaturalista como poderoso instrumento de progreso y de expansión social y económica.

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adoptados; así Reiss idea en 1861 y Edisson completa en 1876, el aparato telefónico que transmite la voz a considerable distancia; así Scott en 1856 y Fdison en 1877 comparten la gloria de la invención del fonógrafo, consiguiendo registrar el primero y reproducir el segundo todas las ondas sonoras; así Hugues descubre el micrófono, que amplifica el ruido haciéndole más sensible; así Teiter presenta el telefonógrafo, que registra, reproduce y transmite con rapidez el sonido articulado; así aparecen en nuestros tiempos los rayos Roentgen, que permiten ver a través de los cuerpos opacos y examinar el interior de los mismos; así se ofrecieron a la admiración humana el pantelégrafo, para la transmisión de la escritura, y la dinamo, para producir la luz eléctrica, y así, en fin, se realizan en este período otros muchos adelantos en las ciencias físicas y químicas, exactas y naturales, morales y políticas. Este incomparable siglo, en que se cortan istmos como el de Suez para abrir camino a los buques, y se perforan montes como el Cenis para dar paso a los trenes; en que se construyen grandiosos edificios cuya belleza encanta y formidables acorazados cuya resistencia asombra, en que los descubrimientos del oro en California y en Alaska ponen en circulación enormes masas de valores numerarios; en que la máquina de vapor inventada por Watt y la de hilar ideada por Haerkright consiguen por su multiplicación perfeccionada promover la gran industria; en que fábricas inmensas y talleres notables ponen diariamente a la especulación infinidad de productos perfectamente acabados; en que las planchas de hierro se cortan como hojas de papel y el papel se prensa para sustituir al hierro; en que se inauguran certámenes nacionales y exposiciones universales para demostrar a los consumidores los triunfos industriales de los productores; y finalmente, este siglo en que tanto se desenvuelven todos los ramos del saber y todas las cosas de utilidad, no podía dejar en el olvido ni mantener sin adelanto el movimiento comercial y el Derecho mercantil.

Para concluir este somero recorrido por la historia de la evolución del comercio, y de reseñar en él sus restricciones más visibles, debemos reiterar al paciente lector que este artículo carece de pretensiones narrativas e históricas y que solo se esfuerza por relievar la causa del comercio desde su perspectiva tradicional e iusnaturalista como poderoso instrumento de progreso y de expansión social y económica.

Restricción al comercio internacional…

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5. Desafío al derecho mercantil La ciencia jurídica y, en particular, el derecho mercantil en un incesante mutatis mutandis, se han visto obligados a atemperarse a los usos, los hábitos y las costumbres mercantiles cambiantes y propias de cada tiempo. Gobernantes y legisladores han orientado sus esfuerzos hacia la obstrucción o la permisión del intercambio, de acuerdo a sus razones, percepciones e intereses. Los cambios súbitos en los usos y las costumbres mercantiles expuestas a su evolución, por la investigación, los avances y la tecnología, hacen previsible que cualquier esfuerzo codificador de normas esté seriamente amenazado de caer en desuso o restricción. La aplicación de los principios, los usos y las costumbres mercantiles internacionales hacen que el derecho contemporáneo considere con pragmatismo y sin vanidad la conveniencia de ir gradualmente recuperando el influjo facilitador de una nova lex mercatoria inmune a la temporalidad.

Bibliografía Helguera y García, Álvaro de la. Manual práctico de la historia del

comercio. Barcelona: Cultura (1926). Ortiz, Luis. “Libro sobre cómo quitar de España toda ociosidad e

introducir el trabajo”, también conocido como “Memorial al rey para que no salga dinero del reino” (1558). Reeditado como Memorial del contador Luis Ortiz a Felipe II. Madrid: Instituto de España (1970).

Rodríguez-Jaraba, Rafael. “TLC. Integración o Aislamiento.” El Espectador (2 de septiembre de 2005).

Schwartz, Pedro. “El comercio internacional en la historia del pensamiento económico.” IUDEM Documento de Trabajo 2001-3 (2001).

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Vitoria, Francisco de. Relectio de Indis (1539). En Corpus Hispanorum de Pace. Ed. L. Pereda y J. M. Pérez Prendes. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas (1967).

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Vitoria, Francisco de. Relectio de Indis (1539). En Corpus Hispanorum de Pace. Ed. L. Pereda y J. M. Pérez Prendes. Madrid: Consejo Superior de Investigaciones Científicas (1967).

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El Ejecutivo carece de facultad constitucional para regular el arbitramento y para señalar tarifas al arbitramento independiente Iván Alberto Díaz Gutiérrez*

* Abogado de la Universidad Santiago de Cali, especialista en Administración Universitaria de la Organización Universitaria Iberoamericana de Postgrado, profesor de planta de la Pontificia Universidad Javeriana Cali. Miembro del grupo de investigación Instituciones Jurídicas y Desarrollo, clasificado D por Colciencias.

Criterio Jurídico Santiago de Cali V. 10, No. 1 2010-1 pp. 205-219 ISSN 1657-3978

Recibido: 16 de abril de 2010 Aprobado: 19 de mayo de 2010

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Resumen Durante el año 2007, el Gobierno colombiano reglamentó, a través del Ministerio del Interior, el procedimiento arbitral institucional y sus tarifas mediante los decretos 3626 de septiembre y 4089 de octubre de ese año. Estas normas no deben extenderse al arbitramento independiente, ya que este último tiene como fuente exclusiva a la voluntad contractual. Este artículo se referirá de manera sucinta a tres aspectos que deben aclararse para evitar equívocos. En primer lugar, la facultad que tiene o no tiene el Ejecutivo para reglamentar el arbitraje. En segundo lugar, la posibilidad que tiene o no tiene el Congreso de la República para delegar en el Ejecutivo la facultad de legislar sobre arbitramento, mediante la aprobación de facultades extraordinarias. Finalmente, la aplicación de estos decretos, mientras gozan de presunción de legalidad, al arbitramento voluntario e independiente. Palabras claves Cláusula compromisoria, conflicto, derecho laboral, solución alternativa de conflictos, arbitraje, reserva de ley, jurisdicción, derechos fundamentales. Abstract In 2007, the Colombian government regulated, through the Ministry of the Interior, the procedure and fees for institutional arbitration through decrees 3626 and 4089 of September and October of that year. These regulations should not extend to independent arbitration, since the exclusive source for that type of arbitration is the will of the parties to a contract. This article will refer briefly to three aspects that should be clarified in order to avoid misunderstandings. First, whether the president has a right to regulate arbitration. Secondly, whether Congress can delegate to the executive the power to legislate on arbitration through extraordinary powers. Finally, the application of these decrees, as they are presumed legal, to voluntary and independent arbitration. Keywords Arbitration agreement, conflict, labor law, alternative dispute resolution techniques, arbitration, matters reserved to the law-making powers of the legislature, jurisdiction, fundamental rights.

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Resumen Durante el año 2007, el Gobierno colombiano reglamentó, a través del Ministerio del Interior, el procedimiento arbitral institucional y sus tarifas mediante los decretos 3626 de septiembre y 4089 de octubre de ese año. Estas normas no deben extenderse al arbitramento independiente, ya que este último tiene como fuente exclusiva a la voluntad contractual. Este artículo se referirá de manera sucinta a tres aspectos que deben aclararse para evitar equívocos. En primer lugar, la facultad que tiene o no tiene el Ejecutivo para reglamentar el arbitraje. En segundo lugar, la posibilidad que tiene o no tiene el Congreso de la República para delegar en el Ejecutivo la facultad de legislar sobre arbitramento, mediante la aprobación de facultades extraordinarias. Finalmente, la aplicación de estos decretos, mientras gozan de presunción de legalidad, al arbitramento voluntario e independiente. Palabras claves Cláusula compromisoria, conflicto, derecho laboral, solución alternativa de conflictos, arbitraje, reserva de ley, jurisdicción, derechos fundamentales. Abstract In 2007, the Colombian government regulated, through the Ministry of the Interior, the procedure and fees for institutional arbitration through decrees 3626 and 4089 of September and October of that year. These regulations should not extend to independent arbitration, since the exclusive source for that type of arbitration is the will of the parties to a contract. This article will refer briefly to three aspects that should be clarified in order to avoid misunderstandings. First, whether the president has a right to regulate arbitration. Secondly, whether Congress can delegate to the executive the power to legislate on arbitration through extraordinary powers. Finally, the application of these decrees, as they are presumed legal, to voluntary and independent arbitration. Keywords Arbitration agreement, conflict, labor law, alternative dispute resolution techniques, arbitration, matters reserved to the law-making powers of the legislature, jurisdiction, fundamental rights.

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n Colombia, las circunstancias sociales actuales —como el crecimiento y la concentración demográficos en las grandes

urbes, generadas por causas de distinto orden— han devenido en la multiplicación de conflictos jurídicos, sociales, políticos y económicos en una magnitud superior a la atendida anteriormente por el aparato judicial o jurisdiccional en todos sus órdenes y competencias. La jurisdicción apenas se ocupa de los conflictos jurídicos ocasionados por la ruptura de las relaciones jurídicas en razón al incumplimiento o violación de las obligaciones respaldadas en actos jurídicos y en la legislación vigente, pues los demás conflictos —sociales, políticos y económicos—escapan a su conocimiento y solución. Por esa razón, existe la sensación inicial de que la cantidad de problemas sometidos a la solución judicial fuera poca. Sin embargo, ante la introducción de nuevas vías de protección y garantías de los derechos fundamentales, de los derechos colectivos y de los derechos sociales, como son la acción de tutela, las acciones populares y de grupo y las acciones de cumplimiento, entre otras —que sí son de conocimiento y solución judiciales— se ha incrementado el número de asuntos que deben ser sometidos a la justicia. A pesar de la eficacia inmediata de estos asuntos, impactan negativamente en la pronta decisión de los asuntos ordinariamente sometidos a ella. La reglamentación de métodos alternativos de solución de conflictos puede contribuir a la solución de la congestión judicial actual o puede estimular dicha congestión, por contraste o contradicción, cuando las normas reglamentarias crean trámites adicionales o vuelven costosa su utilización para la mayoría de los posibles usuarios, quienes por lo general se caracterizan como personas de escasos recursos, que necesariamente deben recurrir a la justicia para la realización o defensa de sus derechos. Durante el año 2007, el Gobierno colombiano reglamentó, a través del Ministerio del Interior, el procedimiento arbitral institucional y sus tarifas mediante los decretos 3626 de septiembre y 4089 de octubre de ese año. Estas normas, aunque no mencionan al arbitramento

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institucional, deben entenderse referidas exclusivamente a este tipo de arbitraje. En consecuencia, no deben extenderse en su aplicación al arbitramento independiente, ya que este último tiene como fuente exclusiva a la voluntad contractual, no solamente en su constitución, sino también en su procedimiento, costos o tarifas, número de árbitros, duración y prórrogas, entre otros aspectos susceptibles de ser pactados dentro del acuerdo o compromiso. Este artículo se referirá de manera sucinta a tres aspectos que deben aclararse para evitar equívocos. En primer lugar, la facultad que tiene o no tiene el Ejecutivo para reglamentar el arbitraje. En segundo lugar, la posibilidad que tiene o no tiene el Congreso de la República para delegar en el Ejecutivo la facultad de legislar sobre arbitramento mediante la aprobación de facultades extraordinarias. Finalmente, la aplicación de estos decretos, mientras gozan de presunción de legalidad, al arbitramento voluntario e independiente. 1. Facultad del Ejecutivo para reglamentar el arbitraje Acerca de los temas relacionados con la función jurisdiccional, los organismos que la ejercen, el arbitraje y la conciliación dispone la Constitución Política de Colombia, en el último inciso de su artículo 116, lo siguiente: “[…] Los particulares pueden ser investidos transitoriamente de la función de administrar justicia en la condición de conciliadores o en la de árbitros habilitados por las partes para proferir fallos en derecho o en equidad, en los términos que determine la Ley”. La Corte Constitucional colombiana, al referirse a la reserva de ley en sentencia C-909 del 31 de octubre de 2007 (M. P. Clara Inés Vargas Hernández), expresó lo siguiente:

En estrecha relación con la cláusula general de competencia se encuentra la figura de la reserva legal, que constituye una institución jurídica de origen constitucional y fundamentada en el principio democrático, con base en la cual, el propio constituyente determina que algunas materias específicas, como los servicios públicos, deben ser reguladas o desarrolladas por el legislador, es decir por medio de una ley

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institucional, deben entenderse referidas exclusivamente a este tipo de arbitraje. En consecuencia, no deben extenderse en su aplicación al arbitramento independiente, ya que este último tiene como fuente exclusiva a la voluntad contractual, no solamente en su constitución, sino también en su procedimiento, costos o tarifas, número de árbitros, duración y prórrogas, entre otros aspectos susceptibles de ser pactados dentro del acuerdo o compromiso. Este artículo se referirá de manera sucinta a tres aspectos que deben aclararse para evitar equívocos. En primer lugar, la facultad que tiene o no tiene el Ejecutivo para reglamentar el arbitraje. En segundo lugar, la posibilidad que tiene o no tiene el Congreso de la República para delegar en el Ejecutivo la facultad de legislar sobre arbitramento mediante la aprobación de facultades extraordinarias. Finalmente, la aplicación de estos decretos, mientras gozan de presunción de legalidad, al arbitramento voluntario e independiente. 1. Facultad del Ejecutivo para reglamentar el arbitraje Acerca de los temas relacionados con la función jurisdiccional, los organismos que la ejercen, el arbitraje y la conciliación dispone la Constitución Política de Colombia, en el último inciso de su artículo 116, lo siguiente: “[…] Los particulares pueden ser investidos transitoriamente de la función de administrar justicia en la condición de conciliadores o en la de árbitros habilitados por las partes para proferir fallos en derecho o en equidad, en los términos que determine la Ley”. La Corte Constitucional colombiana, al referirse a la reserva de ley en sentencia C-909 del 31 de octubre de 2007 (M. P. Clara Inés Vargas Hernández), expresó lo siguiente:

En estrecha relación con la cláusula general de competencia se encuentra la figura de la reserva legal, que constituye una institución jurídica de origen constitucional y fundamentada en el principio democrático, con base en la cual, el propio constituyente determina que algunas materias específicas, como los servicios públicos, deben ser reguladas o desarrolladas por el legislador, es decir por medio de una ley

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de la República, de conformidad con lo dispuesto por el numeral 23 [sic]1 y 365 de la Constitución política. En este orden de ideas, el principio de reserva legal limita en sus funciones tanto al legislador como al ejecutivo. Al primero en cuanto no puede delegar su potestad legislativa en dichas materias, esto es, su función de regularlas mediante una ley general. Al segundo en cuanto éste no se encuentra facultado para reglamentar, ámbitos jurídicos que por principio están excluidos de la órbita de su potestad reglamentaria, en cuanto deben ser regulados por el legislador2.

Como puede deducirse, la Corte Constitucional considera que no es delegable por parte del Legislativo la facultad de legislar en materias revestidas con el carácter de reserva legal, ni está facultado el Ejecutivo para reglamentarlas, lo cual constituye una excepción a dicha facultad del Ejecutivo. Desde la óptica anterior, ¿el arbitraje o arbitramento es un asunto de reserva legal? Si regresamos al texto del artículo 116, la expresión “en los términos que determine la ley” le señala a la ley la exclusividad de dictar una ley general sobre arbitraje y reglamentarla sin que el Gobierno pueda inmiscuirse en estos asuntos, so pena de prevaricar por extralimitación de funciones, ya que inunda las funciones propias de legislar —por reserva legal— del Congreso de la República. 2. Facultad del Congreso colombiano para delegar esta facultad de regulación y reglamentación del arbitraje mediante el revestimiento de facultades extraordinarias temporales al presidente de la República La misma sentencia aclara la diferencia que existe entre la cláusula general de competencia legislativa y la cláusula de reserva legal. La diferencia, dice la sentencia:

radica entonces en que la primera define una facultad reguladora general respecto de todas las materias y ámbitos

1 Se debe entender que se refiere al numeral 23 del artículo 150 de la Constitución Política. 2 Ver sentencia C-570 de 1997 (M. P. Carlos Gaviria Díaz).

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jurídicos que en principio se encuentran en cabeza del legislador y, solo de manera excepcional, puede ser ejercida por el ejecutivo, y esto con base en facultades extraordinarias y expresas concedidas a este. Mientras que la reserva legal se predica de determinadas materias que por mandato expreso de la Constitución Política compete regular al legislador como en materia de servicios públicos (num. 23 Art. 150 y 365 C.P.) – En este orden de ideas, esta Corte ha sostenido , que en el caso que una materia o un asunto no se encuentre expresamente atribuido por la Constitución a una autoridad específica, como el gobierno, la rama judicial, los organismos de control, o las entidades territoriales, entre otros órganos estatales, se debe entender, con base en la cláusula general de competencia, que se trata de una materia o un asunto que corresponde desarrollar primariamente al legislador, lo cual no significa que la ley deba desarrollar íntegramente o agotar en el detalle toda la materia.- En este orden de ideas, la Corte evidencia que existe una contradicción entre la idea de reserva de ley y el ejercicio de las facultades extraordinarias, por cuanto la reserva de ley excluye el otorgamiento de facultades extraordinarias para regular ciertas materias. De este modo, cuando no solo existe cláusula general de competencia sino también reserva de ley, es tanto como afirmar, que un determinado tema debe ser regulado por el legislador y no puede ser tocado mediante facultades extraordinarias. Así mismo evidencia la Sala que existe también una tensión jurídica entre la reserva de ley y el ejercicio de la potestad reglamentaria, por cuanto frente a materias sometidas a reserva legal, el ejercicio de la potestad reglamentaria se encuentra claramente limitado. Lo contrario supone la existencia de una des legalización de materias que por voluntad del propio constituyente deben ser determinadas mediante ley.

Es entonces claro para el intérprete constitucional que el Congreso de la República no puede delegar mediante facultades extraordinarias al Ejecutivo aquellas materias o asuntos que tengan el carácter de reserva legal, como es similar en el caso del artículo 69 de la C. P. en materia de educación superior y en lo relacionado con la justicia arbitral del artículo 116 ib. Pero igual consideración cabe para la facultad reglamentaria del Ejecutivo que en materia de cláusula de reserva de ley “se encuentra claramente limitada”.

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jurídicos que en principio se encuentran en cabeza del legislador y, solo de manera excepcional, puede ser ejercida por el ejecutivo, y esto con base en facultades extraordinarias y expresas concedidas a este. Mientras que la reserva legal se predica de determinadas materias que por mandato expreso de la Constitución Política compete regular al legislador como en materia de servicios públicos (num. 23 Art. 150 y 365 C.P.) – En este orden de ideas, esta Corte ha sostenido , que en el caso que una materia o un asunto no se encuentre expresamente atribuido por la Constitución a una autoridad específica, como el gobierno, la rama judicial, los organismos de control, o las entidades territoriales, entre otros órganos estatales, se debe entender, con base en la cláusula general de competencia, que se trata de una materia o un asunto que corresponde desarrollar primariamente al legislador, lo cual no significa que la ley deba desarrollar íntegramente o agotar en el detalle toda la materia.- En este orden de ideas, la Corte evidencia que existe una contradicción entre la idea de reserva de ley y el ejercicio de las facultades extraordinarias, por cuanto la reserva de ley excluye el otorgamiento de facultades extraordinarias para regular ciertas materias. De este modo, cuando no solo existe cláusula general de competencia sino también reserva de ley, es tanto como afirmar, que un determinado tema debe ser regulado por el legislador y no puede ser tocado mediante facultades extraordinarias. Así mismo evidencia la Sala que existe también una tensión jurídica entre la reserva de ley y el ejercicio de la potestad reglamentaria, por cuanto frente a materias sometidas a reserva legal, el ejercicio de la potestad reglamentaria se encuentra claramente limitado. Lo contrario supone la existencia de una des legalización de materias que por voluntad del propio constituyente deben ser determinadas mediante ley.

Es entonces claro para el intérprete constitucional que el Congreso de la República no puede delegar mediante facultades extraordinarias al Ejecutivo aquellas materias o asuntos que tengan el carácter de reserva legal, como es similar en el caso del artículo 69 de la C. P. en materia de educación superior y en lo relacionado con la justicia arbitral del artículo 116 ib. Pero igual consideración cabe para la facultad reglamentaria del Ejecutivo que en materia de cláusula de reserva de ley “se encuentra claramente limitada”.

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Al expedir los decretos 3626 y 4089 de 2007, el Ejecutivo se inmiscuyó en asuntos que corresponden exclusivamente al legislador por gozar del carácter de cláusula de reserva de ley. Esta afirmación encuentra sustento, como quedó dicho anteriormente, en el inciso final del artículo 116 de la C. P. cuando dispone que en materia arbitral debe entenderse que todo se hará en “los términos que determine la ley”. Es en esta expresión que surge la cláusula de reserva de ley para esta materia. El texto del Decreto 3626 de 2007 sustenta en su nomen legis una aparente facultad presidencial en los siguientes términos: “El Presidente de la República de Colombia, en uso de sus facultades constitucionales y legales, en especial de las que le confieren el numeral 11 del artículo 189 de la Constitución Política y el artículo 18 de la Ley 640 de 2001 […]”. Esto significa que se fundamenta en la facultad reglamentaria (numeral 11 del Artículo 189 C. P.) y por lo tanto —de acuerdo con lo transcrito de la sentencia anterior de la Corte Constitucional—, por tratarse de materia sometida a reserva legal, carece de fundamento constitucional. De otro lado, al referirse al artículo 18 de la Ley 640 de 2001, éste fue declarado inexequible en gran parte de su texto por la honorable Corte Constitucional, en decisión que solo dejó vigente la expresión relativa a la facultad del Gobierno de control, inspección y vigilancia (sentencia C-917 de 2002). Lo anterior en ninguna situación faculta al Ejecutivo para dictar normas en materia regulatoria o tarifaria del arbitraje y, por lo tanto, carecen en mi opinión de fundamento constitucional. En principio puede afirmarse que han sido dictadas con extralimitación de funciones. 3. Aplicación de los decretos 3626 y 4089 de 2007 al arbitraje independiente Refiriéndose al procedimiento arbitral en el Centro de Arbitraje y Conciliación de la Cámara de Comercio de Bogotá, Rafael Guillermo

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Bernal Gutiérrez3 expresó su autorizada opinión acerca del arbitraje institucional y el independiente en los siguientes términos:

No obstante la claridad de la Ley, muchos árbitros y abogados consideran que hay arbitraje institucional cuando los árbitros son designados por las partes. Nada más ajeno a la realidad local. Habrá arbitraje institucional siempre que las partes-en el pacto arbitral- dispongan la utilización de las reglas del procedimiento de una institución. Ese es el alcance señalado en el reglamento, al disponerse que siempre que de un acuerdo con el pacto arbitral el trámite haya de presentarse y adelantarse en el Centro de la Cámara de Comercio de Bogotá, el arbitraje estará sometido a sus reglas de procedimiento4.

Cuando no se pacta en cláusula compromisoria o en compromiso el sometimiento de los conflictos al arbitraje institucional, el arbitraje podrá ser independiente o legal. “El arbitraje fascina,” dice Oppetit (2006: 17), “por la impresión que puede dar de escapar en gran parte a la influencia de las sociedades organizadas; […] crea en el hombre el sentimiento o por lo menos la ilusión, de que en sus manos, puede constituir un instrumento al servicio de su voluntad de poder y un medio de sustraerse de la norma común” (énfasis añadido). Lo anterior es claro si se trae como ejemplo al arbitraje laboral legal. Se ha interpretado tradicionalmente que hay lugar a él cuando las partes no acuerdan un procedimiento específico en la cláusula compromisoria o en el compromiso, es decir que en esta materia la voluntad contractual es la que determina o no el trámite o procedimiento arbitral y solo a falta de esta expresión compromisoria se aplicarán las normas legales, que en este caso son las contenidas en los artículos 130 y siguientes del Código Procesal del Trabajo y de la Seguridad Social.

3 Director del Centro de Arbitraje y Conciliación de la Cámara de Comercio de Bogotá. 4 Ámbito Jurídico 233 (10 al 23 de septiembre de 2007), 24.

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Bernal Gutiérrez3 expresó su autorizada opinión acerca del arbitraje institucional y el independiente en los siguientes términos:

No obstante la claridad de la Ley, muchos árbitros y abogados consideran que hay arbitraje institucional cuando los árbitros son designados por las partes. Nada más ajeno a la realidad local. Habrá arbitraje institucional siempre que las partes-en el pacto arbitral- dispongan la utilización de las reglas del procedimiento de una institución. Ese es el alcance señalado en el reglamento, al disponerse que siempre que de un acuerdo con el pacto arbitral el trámite haya de presentarse y adelantarse en el Centro de la Cámara de Comercio de Bogotá, el arbitraje estará sometido a sus reglas de procedimiento4.

Cuando no se pacta en cláusula compromisoria o en compromiso el sometimiento de los conflictos al arbitraje institucional, el arbitraje podrá ser independiente o legal. “El arbitraje fascina,” dice Oppetit (2006: 17), “por la impresión que puede dar de escapar en gran parte a la influencia de las sociedades organizadas; […] crea en el hombre el sentimiento o por lo menos la ilusión, de que en sus manos, puede constituir un instrumento al servicio de su voluntad de poder y un medio de sustraerse de la norma común” (énfasis añadido). Lo anterior es claro si se trae como ejemplo al arbitraje laboral legal. Se ha interpretado tradicionalmente que hay lugar a él cuando las partes no acuerdan un procedimiento específico en la cláusula compromisoria o en el compromiso, es decir que en esta materia la voluntad contractual es la que determina o no el trámite o procedimiento arbitral y solo a falta de esta expresión compromisoria se aplicarán las normas legales, que en este caso son las contenidas en los artículos 130 y siguientes del Código Procesal del Trabajo y de la Seguridad Social.

3 Director del Centro de Arbitraje y Conciliación de la Cámara de Comercio de Bogotá. 4 Ámbito Jurídico 233 (10 al 23 de septiembre de 2007), 24.

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Al efecto, el artículo 130 ib. dispone: “Los empleadores y los trabajadores podrán estipular que las controversias que surjan entre ellos por razón de sus relaciones de trabajo sean dirimidas por arbitradores”. Sobre el pacto arbitral en el cual se estipule el sometimiento de estas controversias a la decisión de arbitradores, anteriormente era posible celebrarlo en contratos individuales, contratos sindicales, convenciones colectivas, etc., y el compromiso en cualquier otro documento otorgado posteriormente, tal como lo ordenaba en su texto el artículo 131 del Decreto 2158 de 1948, pero este artículo ha sido derogado por la Ley 712 de 2001 al disponer que la cláusula compromisoria solo podrá pactarse en convenciones colectivas de trabajo, lo cual excluye la posibilidad de pactar esta cláusula en contratos individuales de trabajo o en contratos sindicales. Por su lado, el compromiso cobra especial importancia como acuerdo que posteriormente al conflicto permite el sometimiento del mismo al arbitraje voluntario. Dada la existencia de una gran congestión judicial en los Juzgados Laborales del Circuito y Civiles del Circuito con competencia para dirimir los conflictos laborales en aquellos lugares donde no existan los Juzgados Laborales del Circuito, el arbitraje voluntario laboral se podría promover como fórmula especialísima para que el principio de pronta y debida justicia se hiciera posible. Y correlativamente se lograría un impacto considerable en la descongestión de los despachos judiciales, por lo menos en primera instancia. La Pontificia Universidad Javeriana de Cali, en dos proyectos de investigación denominados “El compromiso o arbitramento voluntario como alternativa para la pronta y debida justicia en la Jurisdicción Laboral del Circuito de Cali” y “El compromiso o arbitramento voluntario para la pronta y debida justicia en los conflictos jurídicos civiles, comerciales y administrativos”, ha identificado una serie de dificultades para la implantación de sistemas arbitrales independientes que se caractericen por la celeridad, bajos costos, seguridad jurídica y competencia de los árbitros. Dentro de estas dificultades, sobresalen tres, que en su orden son estas: 1) Desconocimiento casi total del arbitraje, tanto en

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demandantes como en demandados y abogados laboralistas que curiosamente confunden el arbitraje voluntario (para conflictos jurídicos) con el arbitramento obligatorio (para conflictos económicos no resueltos por la huelga). 2) Costos muy altos en el arbitramento institucional, lo que deja por fuera de esta alternativa a las partes de escasos recursos o a posibles procesos de mínima cuantía. 3) Existe una interpretación equivocada por parte de los despachos judiciales pues se ha considerado que, ante un compromiso pactado cuando ya se ha iniciado un proceso civil o laboral, no podrían, en su opinión, perder la competencia adquirida cuando ya se ha admitido la demanda y trasladado la misma al demandado. Las dificultades anotadas están siendo objeto de una mayor profundización, especialmente la primera. Compete a la universidad, como entidad de educación, proponer un componente pedagógico que ilustre a las partes y a sus apoderados de manera sostenible. Es decir, que permita de manera permanente y periódica la oferta de capacitación presencial o por vía de folletos o prensa hablada y escrita de información pertinente y versátil sobre el arbitramento laboral voluntario. No sobra destacar que ya se han realizado tres cursos para capacitación de los abogados que manifestaron su decisión de ser árbitros dentro de esta propuesta, respondieron 12 abogados, pero hasta la fecha ninguno de los sujetos procesales ha aceptado someter sus diferencias al arbitramento mencionado. Ante la realidad anterior, se desarrolla en la actualidad un proyecto de investigación conjunta o interdisciplinaria entre las carreras de Derecho y de Comunicación Social de la Facultad de Humanidades de la Pontificia Universidad Javeriana de Cali para diseñar una estrategia de comunicación que, a partir de la utilización de los medios de comunicación más adecuados, pueda brindar una difusión ilustrativa completa a la ciudadanía y en especial a los usuarios actuales de la justicia civil, laboral y administrativa, siendo conscientes de que en esta última el arbitramento aún es improcedente en acciones de nulidad, restablecimiento del derecho y reparación directa —pues requiere de una reglamentación que la haga practicable—. Sobre la dificultad económica, no hay hasta el momento claridad para su abordaje efectivo pero se pretende en abstracto, por el momento,

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demandantes como en demandados y abogados laboralistas que curiosamente confunden el arbitraje voluntario (para conflictos jurídicos) con el arbitramento obligatorio (para conflictos económicos no resueltos por la huelga). 2) Costos muy altos en el arbitramento institucional, lo que deja por fuera de esta alternativa a las partes de escasos recursos o a posibles procesos de mínima cuantía. 3) Existe una interpretación equivocada por parte de los despachos judiciales pues se ha considerado que, ante un compromiso pactado cuando ya se ha iniciado un proceso civil o laboral, no podrían, en su opinión, perder la competencia adquirida cuando ya se ha admitido la demanda y trasladado la misma al demandado. Las dificultades anotadas están siendo objeto de una mayor profundización, especialmente la primera. Compete a la universidad, como entidad de educación, proponer un componente pedagógico que ilustre a las partes y a sus apoderados de manera sostenible. Es decir, que permita de manera permanente y periódica la oferta de capacitación presencial o por vía de folletos o prensa hablada y escrita de información pertinente y versátil sobre el arbitramento laboral voluntario. No sobra destacar que ya se han realizado tres cursos para capacitación de los abogados que manifestaron su decisión de ser árbitros dentro de esta propuesta, respondieron 12 abogados, pero hasta la fecha ninguno de los sujetos procesales ha aceptado someter sus diferencias al arbitramento mencionado. Ante la realidad anterior, se desarrolla en la actualidad un proyecto de investigación conjunta o interdisciplinaria entre las carreras de Derecho y de Comunicación Social de la Facultad de Humanidades de la Pontificia Universidad Javeriana de Cali para diseñar una estrategia de comunicación que, a partir de la utilización de los medios de comunicación más adecuados, pueda brindar una difusión ilustrativa completa a la ciudadanía y en especial a los usuarios actuales de la justicia civil, laboral y administrativa, siendo conscientes de que en esta última el arbitramento aún es improcedente en acciones de nulidad, restablecimiento del derecho y reparación directa —pues requiere de una reglamentación que la haga practicable—. Sobre la dificultad económica, no hay hasta el momento claridad para su abordaje efectivo pero se pretende en abstracto, por el momento,

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identificar métodos de financiación novedosos, aún no visibles. Entre ellos, se propone que los honorarios del árbitro sean pagados por la parte que resulte exitosa en el laudo arbitral o conjuntamente por las partes al finalizar el proceso arbitral. La tercera dificultad, alrededor de la posibilidad de declinatoria de jurisdicción de parte de los actuales funcionarios judiciales que conocen de los conflictos jurídicos, ha existido resistencia por parte de un solo magistrado del Tribunal Superior del Distrito Judicial de Cali y de algunos jueces, aunque no en su mayoría. Aparentemente, el arbitramento independiente ha desaparecido. Pero esto es solo una apariencia pues en realidad las disposiciones contenidas en las leyes 446 de 1998 y 640 de 2001 tienen especial referencia al asunto. Veamos lo pertinente. El artículo 117 de la Ley 446 de 1998 define el compromiso así: “El compromiso es un negocio jurídico, por medio del cual las partes involucradas en un conflicto presente y determinado convienen resolverlo a través de un tribunal arbitral. Este podrá estar contenido en cualquier documento como telegrama, teles, fax u otro medio semejante” (artículo declarado exequible por la Corte Constitucional mediante la sentencia C-672 de 1999). En lo relacionado con el arbitramento laboral, Jaime Cerón Coral, en su análisis sobre el compromiso, menciona los requisitos que en su opinión debe tener el documento en el cual se pacta el compromiso. Al respecto relaciona los siguientes: “1.- El nombre y domicilio de las partes; 2.- La indicación de las diferencias y conflictos que se someterán al arbitraje; 3.- La indicación del proceso en curso cuando a ello hubiere lugar. En este caso las partes podrán ampliar o restringir las pretensiones aducidas en aquel” (Cerón y Pizarro, 2007: 104) (énfasis añadido). Nuevamente, refiriéndose a Jorge Hernán Gil Echeverri, Jaime Cerón transcribe las características que el primero da al compromiso: “1.- Somete al conocimiento de la justicia arbitral las diferencias surgidas tanto de relaciones contractuales como de las extracontractuales, y 2.- Es un convenio que se pacta una vez surgido el conflicto entre las partes, antes o después de iniciado el proceso judicial. En este último caso, mientras no se haya dictado la sentencia de primera instancia.

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Supone pues, que entre los suscriptores de dicho pacto ya exista una controversia judicial o extra judicial” (Cerón y Pizarro, 2007: 104). También mencionan Cerón y Pizarro lo siguiente: “Si se pacta con posterioridad al inicio de un proceso ante la jurisdicción ordinaria, las partes, de común acuerdo, podrán aumentar o disminuir sus pretensiones, sin quedar sujetos a las formalidades ante el juez que conoce el asunto (SIC)” (2007: 105). En igual sentido, se pueden consultar las obras de Julio Benetti Salgar. Lo anterior no deja duda sobre la viabilidad del compromiso o pacto arbitral con posterioridad a la iniciación de un proceso. La poca experiencia actual acerca del procedimiento arbitral y sus características genera una interrogante acerca del procedimiento a seguirse una vez el juez ordinario conozca sobre la existencia del compromiso. Al efecto, debe tenerse en cuenta lo dispuesto por el artículo 124 de la Ley 446 de 1998 y por el Decreto 1818 de 1998 en su artículo 1475, que en sus respectivos numerales 4 disponen: “[…] Si del asunto estuviere conociendo la justicia ordinaria, recibirá [el tribunal de arbitramento] la actuación en el estado que se encuentre en materia probatoria y practicará las pruebas que falten, salvo acuerdo contrario de las partes […]”. Como consecuencia de lo anterior, el tribunal de arbitramento voluntario, una vez constituido, provocará la incompetencia de jurisdicción de manera directa para que pueda realizarse la previsión normativa transcrita, esto siempre y cuando el pacto arbitral y el conocimiento del tribunal constituido —como efecto de dicho compromiso— sea posterior a la primera audiencia de trámite, pues es claro que si fueran anteriores a esta audiencia y las partes no propusieran el compromiso a manera de excepción previa, se entenderá que están renunciando a él, como ha sido interpretado por un gran número de tratadistas sobre el tema.

5 El artículo 124 de la Ley 446 de 1998 fue declarado exequible por la Corte Constitucional mediante sentencia C-672 del 9 de septiembre de 1999 (M. P. Antonio Barrera Carbonell), pero únicamente en los cargos analizados en esa sentencia.

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Supone pues, que entre los suscriptores de dicho pacto ya exista una controversia judicial o extra judicial” (Cerón y Pizarro, 2007: 104). También mencionan Cerón y Pizarro lo siguiente: “Si se pacta con posterioridad al inicio de un proceso ante la jurisdicción ordinaria, las partes, de común acuerdo, podrán aumentar o disminuir sus pretensiones, sin quedar sujetos a las formalidades ante el juez que conoce el asunto (SIC)” (2007: 105). En igual sentido, se pueden consultar las obras de Julio Benetti Salgar. Lo anterior no deja duda sobre la viabilidad del compromiso o pacto arbitral con posterioridad a la iniciación de un proceso. La poca experiencia actual acerca del procedimiento arbitral y sus características genera una interrogante acerca del procedimiento a seguirse una vez el juez ordinario conozca sobre la existencia del compromiso. Al efecto, debe tenerse en cuenta lo dispuesto por el artículo 124 de la Ley 446 de 1998 y por el Decreto 1818 de 1998 en su artículo 1475, que en sus respectivos numerales 4 disponen: “[…] Si del asunto estuviere conociendo la justicia ordinaria, recibirá [el tribunal de arbitramento] la actuación en el estado que se encuentre en materia probatoria y practicará las pruebas que falten, salvo acuerdo contrario de las partes […]”. Como consecuencia de lo anterior, el tribunal de arbitramento voluntario, una vez constituido, provocará la incompetencia de jurisdicción de manera directa para que pueda realizarse la previsión normativa transcrita, esto siempre y cuando el pacto arbitral y el conocimiento del tribunal constituido —como efecto de dicho compromiso— sea posterior a la primera audiencia de trámite, pues es claro que si fueran anteriores a esta audiencia y las partes no propusieran el compromiso a manera de excepción previa, se entenderá que están renunciando a él, como ha sido interpretado por un gran número de tratadistas sobre el tema.

5 El artículo 124 de la Ley 446 de 1998 fue declarado exequible por la Corte Constitucional mediante sentencia C-672 del 9 de septiembre de 1999 (M. P. Antonio Barrera Carbonell), pero únicamente en los cargos analizados en esa sentencia.

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Consideramos que la doctrina, al igual que la jurisprudencia, redundan en interpretaciones concordantes y suficientes en el sentido de que es viable la provocación de la incompetencia de jurisdicción en los jueces ordinarios, por parte de los demandantes y demandados, a manera de excepción previa, cuando quiera que el compromiso se haya pactado antes de iniciarse el proceso judicial o antes de su primera audiencia de trámite o también por incompetencia de jurisdicción provocada, después de iniciado el proceso y después de haberse agotado las audiencias de conciliación y primera de trámite, lo cual se logra por información del tribunal de arbitramento ya constituido sobre el hecho de haberse pactado el compromiso con posterioridad a la iniciación del proceso y a la primera audiencia de trámite. En razón a lo anterior, creo que es viable el compromiso o arbitramento voluntario e independiente frente a los procesos actualmente en curso en Juzgados Civiles y Laborales del Circuito de Cali. Volviendo al tema relacionado con la aplicación o no de las tarifas ordenadas en los decretos 3626 y 4089 de 2007 al procedimiento arbitral independiente, sea éste civil o laboral, no caben las reglamentaciones o regulaciones contenidas en ellos por los argumentos inicialmente planteados acerca de la reserva de ley, dada por la Constitución Política de Colombia en materia arbitral, en primer término y en segundo término porque del texto de los mismos decretos se desprende que sus regulaciones son orientadas al arbitramento institucional de los centros de conciliación y arbitraje autorizados por el mismo Ministerio del Interior y no para el arbitraje independiente o voluntario, donde es el acuerdo de las partes el que regula y reglamenta el funcionamiento de esta clase de arbitraje. De otro lado, si se examinan las tarifas ordenadas en los decretos mencionados, la justicia arbitral independiente solo estaría destinada a los procesos de cuantía muy elevada, convirtiendo con ello al arbitramento en un procedimiento exclusivo para los estratos más altos de la sociedad y especialmente inaplicable en lo relativo a la justicia laboral colombiana. En relación con el recurso de anulación, quedaría reservado a aquellos procesos arbitrales cuya cuantía fuera muy elevada,

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quedando, sin lugar a dudas, restringido el derecho fundamental de la doble instancia para dichos procesos, que no son los más característicos en nuestros procesos civiles y laborales. 4. Conclusiones Como efecto del análisis precedente se puede exponer a manera de conclusión lo siguiente: 4.1. En materia arbitral, la competencia para regularla es exclusivamente del Congreso de la República. 4.2. El Congreso de la República no puede delegar mediante facultades extraordinarias su competencia reguladora por ser el arbitraje una materia sometida a la reserva de la ley. 4.3. En materia arbitral, la facultad reglamentaria de la ley por parte del Ejecutivo contenida en el numeral 11 del artículo 150 de la C. P. está totalmente excluida. 4.4. Los decretos 3626 y 4089 de 2007 dictados por el presidente de la República con la firma del ministro del Interior, que dictan disposiciones en materia arbitral, no tienen fundamento constitucional con base en los argumentos aquí expresados. 4.5. Mientras gocen de la precaria presunción de legalidad, los decretos 3626 y 4089 de 2007 no son aplicables al campo del arbitramento independiente civil ni laboral dado que estos decretos en algunas de sus disposiciones se refieren explícitamente al arbitramento institucional. 4.6. Las partes en el arbitramento independiente o voluntario pueden fijar las tarifas que acuerden libremente sin tener que someterse a la regulación de los decretos 3626 y 4089 de 2007.

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quedando, sin lugar a dudas, restringido el derecho fundamental de la doble instancia para dichos procesos, que no son los más característicos en nuestros procesos civiles y laborales. 4. Conclusiones Como efecto del análisis precedente se puede exponer a manera de conclusión lo siguiente: 4.1. En materia arbitral, la competencia para regularla es exclusivamente del Congreso de la República. 4.2. El Congreso de la República no puede delegar mediante facultades extraordinarias su competencia reguladora por ser el arbitraje una materia sometida a la reserva de la ley. 4.3. En materia arbitral, la facultad reglamentaria de la ley por parte del Ejecutivo contenida en el numeral 11 del artículo 150 de la C. P. está totalmente excluida. 4.4. Los decretos 3626 y 4089 de 2007 dictados por el presidente de la República con la firma del ministro del Interior, que dictan disposiciones en materia arbitral, no tienen fundamento constitucional con base en los argumentos aquí expresados. 4.5. Mientras gocen de la precaria presunción de legalidad, los decretos 3626 y 4089 de 2007 no son aplicables al campo del arbitramento independiente civil ni laboral dado que estos decretos en algunas de sus disposiciones se refieren explícitamente al arbitramento institucional. 4.6. Las partes en el arbitramento independiente o voluntario pueden fijar las tarifas que acuerden libremente sin tener que someterse a la regulación de los decretos 3626 y 4089 de 2007.

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Bibliografía Cerón, Jaime y Esteban Pizarro. El arbitraje laboral. Bogotá.

Editorial Temis (2007). Oppetit, Bruno. Teoría del arbitraje. Trad. Eduardo Silva Romero et

ál. Bogotá: Legis (2006). Vallejo Cabrera, Fabián. La oralidad laboral: teoría, práctica y

jurisprudencia. Derecho procesal del trabajo y de la seguridad social: práctica forense. Medellín: Librería Jurídica Sánchez R. Ltda. (2008).

Villegas, Arbeláez Jairo. Derecho administrativo laboral. Bogotá: Legis (2004).

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Indicaciones para enviar trabajos

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2010

Los artículos dirigidos a la Revista Criterio Jurídico serán enviados como un archivo adjunto, en formato Word para Windows, al correo electrónico [email protected]. Los documentos deberán ser originales, y su extensión estará óptimamente entre las 12 y las 25 páginas tamaño carta, en fuente Arial 12, espacio 1,5. Los márgenes deberán tener tres centímetros. La foliación se hace en cifras arábigas y en orden consecutivo desde la primera hasta la última página del original, y debe ir centrada en el inferior de la hoja. Los textos deben estar exentos de atributos tales como tabulado, uso de diferentes fuentes, íconos de adorno, textos destacados en tonalidades de grises y cualquier otro aditamento que no hará parte del diseño y diagramación final. Para identificar elementos bibliográficos en los artículos se utilizarán referencias parentéticas, de acuerdo con los ejemplos de las tablas incluidas a continuación. Las notas de pie de página deberán reservarse para notas aclaratorias; el autor las señalará con números sucesivos, y empleará el asterisco excepcionalmente, cuando la nota aclaratoria no pertenezca al texto en sí (nota del editor, fuente, otras). Si se trata de una aclaración del traductor o editor, se debe especificar, al final de la nota, entre paréntesis, así: (Nota del traductor) o (Nota del editor), sin abreviar. Al hacer una referencia bibliográfica, los autores procurarán evitar las indicaciones imprecisas, tales como López (1999: 18 y ss.). Si hay más de una obra citada de un mismo autor dentro de un mismo año, se distinguirán añadiendo letras en minúscula junto al año, así: (Bonilla, 2006a). Esta nomenclatura deberá reflejarse en la bibliografía. Las referencias parentéticas deberán ir acompañadas por una bibliografía al final del documento, en la que se organizan los títulos alfabéticamente. La bibliografía final será elaborada según los ejemplos que se verán más adelante en la tabla correspondiente.

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Los artículos, además, deberán estar acompañados de la siguiente información:

1. Nombre completo e identificación del autor. 2. Dirección para correspondencia (física y electrónica). 3. Breve resumen de la hoja de vida. 4. Carta remisoria del trabajo, en la que se autorice su publicación, se indique el hecho de estar licenciando el uso del texto a la Pontificia Universidad Javeriana Cali, y se autoricen los cambios estilísticos y de forma considerados pertinentes por la revista, de acuerdo con sus criterios editoriales. En todo caso, este licenciamiento y estas autorizaciones se entienden realizados con la sola remisión de los trabajos. 5. Un resumen (abstract) en español y en inglés que no podrá exceder de 150 palabras. En este resumen se expondrán los propósitos del estudio o investigación, así como las conclusiones más importantes. 6. Palabras clave (keywords), que permitan la confección del índice y las entradas (descriptores) en los sistemas de indización y recuperación de la información. Cada artículo deberá incluir un mínimo de 4 y un máximo de 8 palabras clave, en español y en inglés.

Sólo se recibirán artículos que sean producto de investigación científica, reflexiones originales o de revisión del estado de la cuestión. Para la aprobación de los textos, ellos serán sometidos a arbitramento y evaluación por pares académicos externos y anónimos, quienes certificarán la originalidad y calidad del documento. Las demás colaboraciones (notas, comunicaciones, ponencias, resúmenes y reseñas), serán solicitadas directamente por la Revista.

Referencia en párrafo Ejemplo Idea específica o cita textual de un autor sin mencionar su nombre previo a la referencia, en una sola página

(García, 1995: 18)

Idea específica o cita textual de un autor sin mencionar su nombre previo a la referencia, en grupo de páginas

(Martínez, 1980: 18-19)

Idea global de un autor, plasmada en un libro o en un artículo completo

(López, 1986)

Idea específica o cita textual de un autor, mencionado por su nombre previo a la referencia, en una sola página

Afirma Pinzón (1970: 38)

Idea específica de un autor, mencionado por su nombre previo a la referencia, en un grupo de páginas.

Dice, por el contrario, Reyes (2004: 70-71)

Idea global de un autor, plasmada en un libro o en un artículo completo, mencionando por su nombre previo a la referencia

Explica en ese artículo Valencia (1965)

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Los artículos, además, deberán estar acompañados de la siguiente información:

1. Nombre completo e identificación del autor. 2. Dirección para correspondencia (física y electrónica). 3. Breve resumen de la hoja de vida. 4. Carta remisoria del trabajo, en la que se autorice su publicación, se indique el hecho de estar licenciando el uso del texto a la Pontificia Universidad Javeriana Cali, y se autoricen los cambios estilísticos y de forma considerados pertinentes por la revista, de acuerdo con sus criterios editoriales. En todo caso, este licenciamiento y estas autorizaciones se entienden realizados con la sola remisión de los trabajos. 5. Un resumen (abstract) en español y en inglés que no podrá exceder de 150 palabras. En este resumen se expondrán los propósitos del estudio o investigación, así como las conclusiones más importantes. 6. Palabras clave (keywords), que permitan la confección del índice y las entradas (descriptores) en los sistemas de indización y recuperación de la información. Cada artículo deberá incluir un mínimo de 4 y un máximo de 8 palabras clave, en español y en inglés.

Sólo se recibirán artículos que sean producto de investigación científica, reflexiones originales o de revisión del estado de la cuestión. Para la aprobación de los textos, ellos serán sometidos a arbitramento y evaluación por pares académicos externos y anónimos, quienes certificarán la originalidad y calidad del documento. Las demás colaboraciones (notas, comunicaciones, ponencias, resúmenes y reseñas), serán solicitadas directamente por la Revista.

Referencia en párrafo Ejemplo Idea específica o cita textual de un autor sin mencionar su nombre previo a la referencia, en una sola página

(García, 1995: 18)

Idea específica o cita textual de un autor sin mencionar su nombre previo a la referencia, en grupo de páginas

(Martínez, 1980: 18-19)

Idea global de un autor, plasmada en un libro o en un artículo completo

(López, 1986)

Idea específica o cita textual de un autor, mencionado por su nombre previo a la referencia, en una sola página

Afirma Pinzón (1970: 38)

Idea específica de un autor, mencionado por su nombre previo a la referencia, en un grupo de páginas.

Dice, por el contrario, Reyes (2004: 70-71)

Idea global de un autor, plasmada en un libro o en un artículo completo, mencionando por su nombre previo a la referencia

Explica en ese artículo Valencia (1965)

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Idea específica o cita textual de dos autores (Valencia y Ortiz, 1998: 45)

Idea específica de más de 2 autores (Rengifo et al, 1999: 45-46)

Cita de noticia periodística sin autor (no artículo)

(Excelsior 18/04/1999: 36C)

Bibliografía

Libro López Medina, Diego Eduardo. Teoría impura del derecho: La

transformación de la cultura jurídica latinoamericana. Bogotá: Legis (2004).

Libro traducido

Grossi, Paolo. Mitología jurídica de la modernidad. Trad. Manuel Martínez Neira. Madrid: Trotta (2003).

Libro con múltiples ediciones

Naranjo Ochoa, Fabio. Derecho civil: Personas y familia (10 Ed.). Medellín: Librería Jurídica Sánchez R. (2003).

Artículo en revista

Gordon, Sara. “La Sociología en México.” En: Revista Mexicana de Sociología 3-94. México DF: Instituto de Investigaciones Sociales de la Universidad Nacional Autónoma de México UNAM (1990).

Artículo en revista, traducido

Wieacker, Franz. “Foundations of European Legal Culture.” Trad. Edgar Bodenheimer. American Journal of Comparative Law 38 (1990).

Capítulo de Libro colectivo

Monateri, P. G. “Gayo, el Negro: Una búsqueda de los orígenes multiculturales de la tradición jurídica occidental.” En: La invención del derecho privado. Ed. Carlos Morales de Setién Ravina. Bogotá: Siglo del Hombre Editores, Universidad de los Andes, Pontificia Universidad Javeriana, Instituto Pensar (2006).

Libro de dos autores

Romantz, David y Kathleen Elliot Vinson. Legal Analysis: The Fundamental Skill. Durham, NC: Carolina Academic Press (1998).

Libro de más de 2 autores

Fals Borda, Orlando et al. La Comunicación. Bogotá: Instituto de Estudios Políticos AC (1970).

Libro de autor institucional

SEP Secretaría de Educación Pública. La Educación en México. México DF: Secretaría de Educación Pública (1989).

Cita de un sitio web completo

Rama Judicial. 20 Agosto 2005. Consejo Superior de la Judicatura. Consultada 10 Enero 2008. <http://www.ramajudicial.gov.co> NOTA: La primera fecha corresponde a la fecha del sitio referenciado, si existe. La institución mencionada después de esta primera fecha es la institución que construyó la página; muchas veces esta institución aparece nombrada como titular del copyright. La segunda fecha, precedida por la palabra “Consultada” se refiere a la fecha en la que la página fue consultada; esta segunda fecha es importante, en vista de los cambios que a menudo experimenta una página de Internet.

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Cita de una página dentro de un sitio web

Con autor: Hart, Hércules. “La interpretación jurídica por principios.” Interpretatio. 15 Marzo 2000. Consultada 20 Enero 2008. <http://www.bartolus.com/interpretatio/15032000/Hart> Sin autor: “El agente comercial en la jurisprudencia de la Corte Suprema de Justicia.” Derecho comercial. 16 Octubre 2005. Consultada 20 Diciembre 2007. <http://derechocomercial.net/comercial/agenteCSJ.htm> NOTA: La primera fecha corresponde a la fecha del sitio referenciado, si existe. La segunda fecha, precedida por la palabra “Consultada” se refiere a la fecha en la que la página fue consultada.

Cita de un documento disponible en la red

La cita corresponde al tipo de documento citado (libro, revista, etc.), seguido de las palabras “Disponible en:” y la dirección de Internet. Por ejemplo: McCold, Paul y Ted Wachtel. “En busca de un paradigma: una teoría sobre justicia restaurativa.” Restorative Practices E-Forum 12 Agosto 2003. International Institute for Restorative Practices (2003). Disponible en: < http://fp.enter.net/restorativepractices/paradigm_span.pdf>

Cita de medios electrónicos

INEGI Instituto Nacional de Geografía y Estadística. Conteo de Población 1995. México: Instituto Nacional de Geografía y Estadística CD ROM (1997).

Publicación sin fecha

Martínez, Andrés. La interpretación jurídica en el nuevo milenio. Cali: Editores Unidos (fecha no especificada). NOTA: En la cita parentética correspondiente, usar sólo el nombre del autor. En caso de que la bibliografía contenga distintas obras del autor, una de las cuales no tiene fecha, usar las primeras palabras del título para identificar la obra señalada, así: (Martínez La interpretación: 15).

Archivos históricos

Se hace en pie de página, con la referencia propia de cada institución.

Escrito sin editar

Ruiz Carvajal, Ignacio. La nueva reforma al sistema tributario. (Sin publicar) NOTA: Este formato lo pueden seguir las citas de presentaciones de PowerPoint no publicadas.

Tesis Leal Torres, Francisco. La figura de la perención en el derecho procesal civil colombiano. Tesis de la Carrera de Derecho (sin publicar). Bogotá: Facultad de Derecho de la Universidad Unida de Colombia (2003).

Documento mismo autor, mismo año

Bonilla, Daniel. La Constitución multicultural. Trad. Daniel Bonilla y Magdalena Holguín. Bogotá: Siglo del Hombre Editores et al (2006a).

Bonilla, Daniel. “Presentación.” En: La invención del derecho privado. Ed. Carlos Morales de Setién Ravina. Bogotá: Siglo del Hombre Editores et al (2006b).

Para obtener mayor información, escribir a [email protected]. O consultar la página web de la revista: http://criteriojuridico.puj.edu.co.