EL ABUSO DEL PODER JOSEP MARIA LOPERENA

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 JOSEP MARIA LOPERENA EL ABUSO DEL PODER CRÓNICA DE SACADINEROS, POLITICONES Y OTROS FANTOCHES DE LO INMORAL Segunda parte de EL PODER DESNUDO

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CRÓNICA DE SACADINEROS, POLITICONES Y OTROS FANTOCHES DE LO INMORAL
Segunda parte de
EL PODER DESNUDO
Crónica de sacadineros, politicones y otros fantoches de lo inmoral 
Primera edición: mayo de 2013
© Josep Maria Loperena
© De esta edición: Ediciones OCTAEDRO, S.L. C/ Bailén, 5 – 08010 Barcelona Tel.: 93 246 40 02 – Fax: 93 231 18 68 www.octaedro.com – [email protected]
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ISBN: 978-84-9921-392-7 Depósito legal: B. 12.034-2013
Diseño y producción: Ediciones Octaedro
Fotografía cubierta: © Manel Armengol, VEGAP, Barcelona, 2013 Procedencia de la imagen: Banco de Imágenes, VEGAP.
Impresión: Liberdúplex S.L.
 
A MODO DE INTRODUCCIÓN
Este libro concluye la bilogía que inicié con El poder desnu- do, un análisis de la explotación del hombre por el hombre y la investigación de sus clases y razón de ser. En aquella primera parte analicé las fuerzas políticas que, a través del dominio institucional, controlan al ser humano –estadistas representativos del poder político: absoluto, robado, legíti- mo o, en ocasiones, cedido–, y me referí al constante litigio de las dos tesis reduccionistas de las naciones: la de la lucha de clases y la del pluralismo político. Un contencioso provocado por la desigualdad humana derivada del abuso del poder y amparado en leyes absolutamente injustas que, sin duda algu- na, aún permanecen vigentes en las naciones más civilizadas del planeta.
 
los fusilamientos que la ciudadanía tuvo que soportar durante cuarenta años de presunta paz.
En este segundo y último libro concreto el examen del resto de las modalidades del poder fáctico –totalitarismo, Iglesia, di- nero, mafia, prensa, justicia y Estado– y, como no podía ser de otra forma, analizo las persecuciones, extorsiones y destruc- ciones que esos fascismos causan a sus víctimas. De la lectura de El poder desnudo se desprende claramente que la subsisten- cia del poder se fundamenta en el miedo. Mediante el ascenso del capitalismo del desastre derivado de la doctrina del shock de Milton Friedman, los políticos han convertido a los ciuda- danos en siervos porque el miedo que ocupa sus cerebros que- branta la inteligencia, genera pánico y paraliza la disidencia. Si una de las estrategias de Friedman y sus acólitos es esperar la llegada de una crisis o una gran conmoción social para ven- der piezas del Estado –colegios, hospitales, universidades…– a empresas privadas mientras los ciudadanos se recuperan del shock, es evidente que la política de Mariano Rajoy, dirigida por Angela Merkel, o por la troika, responde a esa doctrina. Tras el desastre del capitalismo rapaz en España, el miedo ini- cial ha dejado paso a la ansiedad porque cuanto más totalita- rio es el poder más priva al hombre de libertad.
Entonces aparece el temor. Friedman se percató de que solo una crisis –real, imaginaria o provocada– produce cam- bios reales. Cuando esa crisis se produce, las decisiones que se adoptan –reformas laborales, tijeretazos a bienes del Estado de bienestar, subida de impuestos, recortes en las pensiones y salarios, tasas judiciales, etcétera– dependen de las ideas de los que controlan el poder económico de la región, en nuestro caso la UE. Por ello, nuestra función básica ha de consistir en crear alternativas a las políticas existentes ya baldías para erradicar- las, porque, mantenerlas vivas, las convertiría en inevitables.
 
mócratas entregarán el poder a los representantes legítimos de aquellos flamantes Estados de la UE.
En la redacción de El abuso del poder he utilizado, al igual que en el primer libro de la bilogía, frases populares, voca- blos llanos, expresiones simples y un lenguaje directo, ameno y de fácil comprensión para el lector. Por fortuna, de un tiem- po a esta parte, nuestra sociedad literaria vive la claridad no como una simple forma de comunicación verbal sino como un vehículo de aplicación a todos los lenguajes. Esta es la razón por la que intento transmitir mis ideas en un idioma profano sin ningún tipo de culturalismo, un idioma que, si en un princi- pio fue sociopolítico, se ha transformado en el actual. El inicio de este cambio se produjo cuando los grandes escritores de la Humanidad se dieron cuenta de que la lógica de la palabra lla- na era el instrumento de comunicación universal más poderoso y claro de cuantos se inventaron a través del tiempo y, conse- cuentemente, rechazaron las formas culteranas. Redactado así el original, sin ningún tipo de afectación ni gongorismo, le será más fácil al lector conocer las cotas del poder y los daños que irroga a sus cautivos. En suma: podrá reflexionar libremente sobre el futuro de la Humanidad y será capaz de combatir con la palabra la tiranía de los imperios ilegítimos que vulneran la democracia y la libertad.
 
BARATAU Y LOS EXPLOTADOS
Los que no han leído El poder desnudo no conocen a mi amigo Antonio Baratau, en realidad Antoine Barateau. Lo conocí de niño, en el colegio de los Escolapios de la calle Diputación de Barcelona, cuando era considerado el último de la clase y despreciado por todos los chicos de mi curso. Si algún profesor le hacía una pregunta banal para justificar su presencia en el aula, como, por ejemplo:
–Baratau, ¿cuál es la capital de Francia? Baratau, preguntaba a su vez por toda respuesta: –¿La capital de qué? La réplica del maestro –fuera quien fuere, escolapio o se-
glar– siempre era la misma: –¡Descansa, Baratau, descansa! Y Baratau se tumbaba en su banco y se ponía a roncar. Pero Baratau no tenía ni un pelo de tonto. Durante toda su
 
–¡Anda ya, boceras! La comunidad nacional se funda en la explotación del hombre por el hombre.
Había sido Baratau, el último de la clase, quien, recostado en su banco, preso del estado de somnolencia que le caracte- rizaba cuando daban clase de Falange, la profirió sin inmu- tarse. Baratau dormía siempre como un ceporro en el último banco del aula cuando las asignaturas que imponían nuestros profesores no le interesaban. Según decían los padres escola- pios era un chico con problemas que dormía a todas horas. Nada más lejos de la realidad. Pero el padre Serramià, que lo consideraba un tonto de capirote, lo colocó en un banco de la última fila porque le ponía muy nervioso tenerlo cerca. El día de la clase de Falange, por suerte para él, nadie entendió el significado de aquella expresión tan rimbombante, ni si- quiera el grotesco fascista de la camisa azul quien, preso de su fervor patriótico, siguió con su perorata franquista entre el regocijo de sus alumnos.
–¡Baratau! –interpeló el profesor al interfecto–. ¿Tienes el Fuero de los Españoles? Pues bien, coge un lápiz y un cua- derno y sal al patio. Te pones cómodo y me copias los diez primeros artículos. Hasta que no los hayas escrito sin faltas de ortografía no podrás irte a casa con tus compañeros.
Así conocí a Baratau. A él y a su actitud de constante re- beldía contra todo y contra todos los que practicaban el abuso de poder, la sinrazón o la injusticia. Lo hacía con las palabras que fluían de sus labios en los momentos oportunos escudadas en una ironía y un extraordinario saber que, la mayoría de las veces, superaba el de nuestros profesores, la mayoría escola- pios con escasos conocimientos pedagógicos. Era hijo único. Vivía con sus padres en una casa del Paseo de Gracia, muy cerca del colegio. Era un piso muy grande al que había subi- do para jugar con él hasta el día en que se produjo la trage- dia. Sus padres murieron en un extraño accidente de carretera cuando se dirigían en coche a Zaragoza. Las causas nunca fueron esclarecidas.
 
padre Serramià, un par de «rojos» y algún masón. Este último detalle lo deduje años más tarde cuando descubrí, a medias, el posible motivo del accidente. No hubo velorio ni mujerucas lloronas. El azul del cielo de aquella tarde de invierno parecía disentir de ceremonias de muerte, de bonetes y sotanas, de re- dobles de difuntos, de féretros tan negros como el betún. Su brillo atornasolado invitaba a festejar la vida. Me percaté en- tonces de que Baratau no había derramado ni una sola lágrima durante toda la ceremonia. Solo lo hizo una vez. Fue cuando cubrieron con tierra los dos ataúdes y el cura pronunció el úl- timo responso. Después se disolvió el cortejo fúnebre. Cuando llegué a casa me sentí tan solo y desdichado que me encerré en mi cuarto. Allí lloré mucho y en silencio hasta que inferí que se me rompía el alma.
Al cabo de un tiempo, el abuelo de Baratau se lo llevó a París. Yo me quedé en Barcelona sin apenas amigos. Cuando terminé el bachillerato cursé la carrera de derecho en la Uni- versidad hasta que llegó un día en que dejé de quemarme las pestañas empollando leyes y sentencias y salí por la puerta grande con un diploma en la mano. Fueron unos años en que todo escaseaba o, más bien, era inasequible, una época de re- beldía contra la pobreza cultural. Tuve la suerte –pensé–, de ser uno de los elegidos por el destino, porque eran muchos los que nada sabían de los libros, las películas, o las obras teatrales que se estrenaban en Europa y que, cuanto menos yo, había logrado descubrir gracias a Baratau, que me las hacía llegar desde Francia. Aquí, vivíamos aislados por completo del mun- do civilizado porque así lo había dispuesto el Dictador. La cen- sura prohibía sistemáticamente todo aquello que olía a Sena, se asemejaba a Moscú, o simplemente procedía de países demo- cráticos. Gracias a Barateau leí algunas novelas, sin orden ni concierto, como La piel , de Malaparte, a un millón de años luz de La nausea, de Sartre o el Trópico de Capricornio, de Miller y descubrí a Brecht, a O’Neil y a Camus. Aprendí a escribir con un estilo barroco inaguantable, repleto de metáforas para burlar la censura mientras escuchaba, como música de fondo, las dulzonas canciones de Antonio Machín que tanto aborrecí.
 
movimiento popular muy parecido al 15-M, que cuestionaba la autoridad falsamente legítima y las instituciones opresivas, entre las que reside el poder, y reivindicaba una democracia real. La última vez que Baratau vino a Barcelona fue en marzo de 2012. Durante los días que estuvo en mi casa comentamos el manuscrito de El poder desnudo, cuya temática ya cono- cía puesto que fue él quien me indujo a escribirlo. Me sugirió algunas correcciones y me propuso que añadiera una cita de Vauban, el autor de Dîme Royale porque, según él, no queda- ba claro en el libro que el hambre del pueblo que precedió a la Revolución francesa fue la razón primera de la sublevación. El marqués de Vauban publicó su libro en 1707. En él describe la miseria del pueblo y reclama una revolución total en el sistema de Gobierno.
El diez por ciento de la población vive de las limosnas, el cin- cuenta por ciento es demasiado pobre para darlas mientras que el treinta por ciento restante malvive a escondidas para eludir sus deudas y procesos judiciales.
En aquella época no se percibían entre los pobres signos de comunismo o de sedición, aunque sí de hambre. A nadie se le iba a ocurrir cuestionar las leyes, causa primera de su sufri- miento. Lo que apuntó Vauban lo desarrolló después el general Catinat, un militar hugonote del ejército francés, que fue el pri- mero en percibir que los poderes del Estado acabarían provo- cando una revolución. «Francia –dijo– está podrida de la cabe- za a los pies; debe dársele la vuelta por completo.» Escribo este capítulo en el mes de mayo de 2012, un año después del inicio del movimiento de los indignados, revisado, corregido y au- mentado. Los planos y fotografías de la Puerta del Sol de Ma- drid, la plaza de Catalunya de Barcelona o la del Ayuntamiento de Valencia, pletóricas de ciudadanos (más de un millón si aña- dimos las de Santiago de Compostela, París, Londres, Roma, Girona, Lleida…) que reprodujeron gráficamente los grandes periódicos y televisiones de todo el mundo, cuanto menos, de- bieran haber alertado al Gobierno de Mariano Rajoy.
 
nada», porque si la nación es despreciada y se convierte en la burla de quienes ostentan el poder, cada uno de sus ciudada- nos puede convertirse en revolucionario. Es bueno recordar al vizconde Louis de Bonald –¡bendito sea Baratau!– que, en cierta ocasión escribió un par de frases que pueden aplicarse perfectamente a la España de aquellos días:
Las revoluciones tienen factores materiales inmediatos que sal- tan a la vista del ojo menos atento. Pero en realidad estos no constituyen más que la ocasión. Las causas reales, las causas profundas y eficaces, son causas morales que las mentes estre- chas y los hombres corruptos no comprenden. Pensáis que el hambre o un déficit financiero fueron el principio de nuestra revolución. Así es; pero si buscáis más profundamente encon- trareis su auténtico origen en una merma de los principios del orden social provocada por la represión.
 
LOS TRES PODERES
La democracia moderna se fundamenta en la teoría de la indi- visibilidad de los tres poderes –legislativo, ejecutivo y judicial– que, desde los tiempos en que la inventó Montesquieu, se ha convertido en una nueva utopía que se distingue de la demo- cracia clásica, fundamentalmente, en el sistema de sortear a los senadores. Lo mismo que ocurre ahora con los miembros de los juicios con jurado. Pero respecto a la estructura del Estado se trata de colocar en una imaginaria burbuja de cristal a los que mandan, a los que dictan las leyes y a los que administran la justicia por separado, aunque de forma compatible para no estorbarse unos a otros, respetando en cualquier caso su in- dependencia. Dentro de la burbuja deben campar sin tocarse, aunque atentos y vigilantes al buen hacer de los demás. La di- visión de poderes es la piedra angular del sistema de garantías al dar origen a un conjunto de instituciones, entre ellas la pren- sa –el cuarto poder– cuyas facultades se compensan entre sí mediante la práctica de cheks and balances, aval del ejercicio de los derechos individuales. El poder legislativo está reservado a las Cortes; el poder ejecutivo, ya sea el central o el autonó- mico, lo ostentan los Gobiernos y, por último, el poder judicial es el que detentan los jueces para dictar sus sentencias sin de- pender de nadie. En un Estado de derecho estos tres poderes han de ser independientes, si bien han de coordinarse entre sí de manera que cada uno de ellos pueda controlar y fiscalizar a los otros sin salir de la burbuja para, de esta forma, evitar abusos en cualquiera de los tres. Montesquieu lo razona así en El espíritu de las leyes:
La experiencia nos ha enseñado que todo hombre investido de poder abusa de él. No hay poder que no incite al abuso, a la extralimitación. Para evitarlo solo existe una solución. Dispo- ner las cosas de tal forma que de la misma derive una situación en que «el poder detenga al poder».
 
gislativo y del ejecutivo. Una corruptela que en la España pre- suntamente democrática de Rajoy se viene arrastrando desde los tiempos de Adolfo Suárez, Felipe González, Calvo Sotelo,  José María Aznar y Rodríguez Zapatero. Prueba de ello es la fiscalización por parte del Gobierno de los altos organismos que administran la justicia, como el Tribunal Constitucional, o la controlan, como el Consejo Superior del Poder Judicial, cuyos miembros son nombrados por los partidos mayorita- rios. Es obvio que desde el momento en que se ejercite esta práctica lesiva, que transforma el Tribunal de Garantías en un servidor del Gobierno, sus miembros, por pura lógica, pierden su autonomía. Los padres de la patria se olvidaron de Montes- quieu quien advirtió en su día de los peligros que propiciaría su fusión.
Todo estaría perdido si un hombre solo o una corporación única de próceres, nobles o gentes del pueblo ejerciesen los tres poderes a la vez y tuviesen la facultad de hacer las leyes, de ejecutar las decisiones públicas y de juzgar los crímenes y con- tiendas de los particulares.1
No debemos olvidar que la revolución liberal se produjo a partir del desplazamiento del poder del monarca absoluto al pueblo, entendido como un colectivo de ciudadanos, cuando se le atribuyó la soberanía nacional. La Declaración de Virginia proclamó en junio de 1770 que «todo poder está investido por el pueblo», y la francesa de 1789 reiteró que «el principio de toda soberanía reside esencialmente en la Nación». Es de ahí, de la Nación, de donde deben emanar exclusivamente todos los poderes del Estado, los cuales no se poseían directamente sino por delegación, un principio en absoluto baladí que re- cogió la Constitución francesa de 1791. Surgió entonces, por vez primera, la triple imagen del poder: legislativo, ejecutivo y judicial, la piedra angular del sistema de garantías –reite- ro– que originó una serie de instituciones cuyas facultades se compensaban entre sí y cuyo resultado fue la implantación de las condiciones necesarias para hacer uso de los derechos indi- viduales. Aun así, la división de poderes era un principio tra- dicional anglosajón por lo que, en teoría, su inclusión en las
 
Declaraciones americanas no podía constituir una novedad. Las constituciones de Virginia, Carolina del Norte, Georgia y Massachusetts incorporaron a sus «Forms of Government» la división de poderes en tanto que los legisladores de Pennsyl- vania y Maryland, sin formularla expresamente, la aplicaron como complemento de sus instituciones. El espíritu de Montes- quieu permanecía vigente:
La garantía social no puede existir si no está establecida la división de poderes, si sus límites no están fijados y si la res- ponsabilidad de los funcionarios públicos no está asegurada.
Montesquieu era un noble, como lo eran paradójicamente la mayoría de los precursores de la Revolución francesa. Se llamaba Charles Louis de Secondat, marqués de Montesquieu. Para unos era un personaje radical, humanitario y revolucio- nario mientras que para otros era artificioso, crítico y conser- vador. Se le ha ensalzado como precursor de Burke y de Ro- bespierre. Hoy se le considera un iniciador del socialismo por haber percibido la intrincada complejidad de los problemas sociales. Juzguen ustedes mismos:
Un hombre no es pobre porque no posea nada, sino por estar sin trabajo. El Estado debe dar a cada ciudadano la seguridad de la subsistencia, la alimentación, un vestido conveniente y un género de vida que no sea perjudicial a su salud. La riqueza de un Estado supone una industria en gran escala. Con tales y numerosas bifurcaciones de producción, es inevitable que haya siempre algunos en quiebra y que los trabajadores padezcan temporalmente necesidades. Siempre que esto suceda, el Esta- do deberá procurarles ayuda inmediata, ya sea para evitar los sufrimientos del pueblo, ya para frenar sus revueltas.
 
González distorsionó la doctrina de la separación de poderes erradicando de la Constitución uno de sus artículos principa- les. Lo hizo para ejercer el poder sin rebozo y sin medida. Tuvo que llevar a cabo una reforma del poder judicial para contro- lar a los jueces y poder ejercer sus funciones y ejecuciones sin problemas. Los anteriores Gobiernos de la transición habían respetado –con matices– la división de poderes. Felipe, con su reforma, pudo ejercer el control parlamentario de la acción de Gobierno que hasta entonces estaba en manos de las minorías. Dejó sin efecto el artículo 66 de la Constitución y se cargó de un plumazo los principios que garantizaban el ejercicio de- mocrático. En una palabra, puso al ejecutivo por encima del poder judicial. Debió pensar: al ser el Gobierno quien nombre a los jueces, estos tendrán que cumplir estrictamente lo que aquel les mande.
La prensa más cercana al PP, el entonces partido de la opo- sición, reprobó la machada del presidente socialista. El Mundo  llegó a decir que «aquel día los padres fundadores del principio democrático de la indivisibilidad de los tres poderes debieron removerse en sus tumbas». Por una vez estaban en posesión de la razón. Un nuevo despotismo presuntamente «democrá- tico» iba a imperar en España. Se acabaron los jueces estrella, los magistrados del Tribunal constitucional que enmendaban la plana a las leyes, las sentencias contra el Estado que habi- tualmente dictaban los jueces de lo contencioso del Supremo… Eso pensaba González y, por ende, el rey. Ahora todo iba a ser distinto. En teoría los dictámenes judiciales los haría el ejecuti- vo al alimón con los juristas. Felipe podría gobernar tranquilo. No solo había llevado a cabo lo que tanto inquietaba a Juan Carlos sino que se había convertido en el brazo ejecutor de la justicia. Pero como la ignorancia no siempre es la madre de las tradiciones algunos periodistas, incluso de la derecha como  Justino Sinova, gritaron «¡fuera!» movidos por la indignación ante aquella actuación tan cutre y trasnochada:
 
da de su grupo parlamentario, realizó una reforma encubierta del artículo 122 de la Constitución. A partir de entonces, la mayoría política quedaba reflejada también en el Gobierno de la Justicia, con todos los riesgos que entrañaba la politización de esta irregularidad. Otro tribunal, el Constitucional, quedó también teñido de influencia política, y en consecuencia emitió algunas sentencias según sus planteamientos políticos.2
Actualmente, en pleno siglo , aún sufrimos las conse- cuencias de aquella reforma antidemocrática y antinatural. El recurso de inconstitucionalidad contra la mayoría de los artí- culos del Estatut d’Autonomia de Catalunya que, entre otros, formuló el PP ante el Constitucional, es un ejemplo craso de cuanto les digo. Pasaron muchos años en que el pueblo catalán hacía conjeturas sobre lo que iban a decir los magistrados de aquel alto Tribunal a razón de la mayoría del número de sus miembros, ya fueren los nombrados por el PP o por el PSOE. De aquella mayoría dependería la revocación o no de una ley aprobada por referéndum por todo el pueblo catalán, ratifica- da por su Parlamento y autorizada con enmiendas por el Con- greso de los Diputados del Estado español. España, vergonzo- samente, se puso en contra de las Constituciones europeas, que reproducían el principio de la división de poderes sin alterar el modelo tripartito clásico, y adoptó el patrón del antiguo Soviet Supremo de las URSS, que acumulaba el poder legislativo con el ejecutivo y que autorizaba a este último a nombrar a los ma- gistrados del Tribunal Supremo.
Mi intención al escribir estas páginas no es otra que la de autentificar que no existen derechos sin garantías, ni garantías sin Constitución. Todo ello partiendo de la base de que tam- poco existe Constitución sin división de poderes y, si mucho me apuran, ni división de poderes sin participación ciudadana. Dicho de otra forma: no hay derechos individuales sin la vo- luntad popular de defenderlos.
Si bien la parte dogmática de la Constitución de 1978 pare- ce indicar que se fundamenta en el principio de la Separación de Poderes para estructurar el modelo de Estado, al ser abolido
 
su artículo 66 por el presidente González no existe en la actua- lidad un reconocimiento expreso en su redacción. Los princi- pios fundamentales –igualdad, libertad, justicia y pluralismo político– aparecen en su artículo 1º pero no el de división ex- presa de los tres poderes. Su artº 9, si bien sanciona que…
La Constitución garantiza el principio de legalidad, la jerarquía normativa, la publicidad de las normas, la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas de derechos individuales, la seguridad jurídica, la responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos.
… nada dice sobre la separación de poderes. Aun así el po- der judicial no siempre depende del ejecutivo. El caso sobre la legalización de Bildu así lo indica. Fueron seis los magistrados que votaron a favor, lo que indujo a Esteban González Pons, vicesecretario de Comunicación del PP, a pronunciar su famo- so dislate: «con un buen sueldo y escolta es fácil decir que se presente Batasuna y quedar como un demócrata mundial».
EL CIRCO ELECTORAL
A los que mandan los elige el pueblo a través de los votos de sus ciudadanos. Una teoría falaz puesto que si analizamos las formas, leyes y protocolos que determinan el proceso electoral español llegaremos a conclusiones contradictorias. En países democráticos como Estados Unidos esta alternativa es general. Me refiero a que todos los cargos públicos se escogen mediante sufragio universal. El artículo 2 de la Sección primera de la Constitución de Estados Unidos, establece:
Cada Estado designará, en la forma que lo prescriba su Asam- blea legislativa, un número de electores igual al número total de senadores y representantes que le corresponda en el Con- greso; pero no será nombrado elector ningún senador o repre- sentante, ni persona alguna que ocupe un cargo de confianza o retribuido bajo la autoridad de los Estados Unidos.
 
El presidente, el vicepresidente y todos los funcionarios civiles de Estados Unidos serán separados de sus puestos si son acu- sados y declarados culpables de traición, cohecho y/u otros delitos y faltas graves.
En España no ocurre lo mismo. Al jefe del Estado, es decir «al sucesor de Franco a título de Rey», no se le eligió por su- fragio universal ya que posee el poder absoluto. Tampoco se le puede juzgar porque tiene total impunidad, es decir, puede cometer cualquier delito y sin embargo no puede ser ni juzga- do ni condenado. Los diputados y senadores de cada partido se entresacan a través de los comicios. Si consiguen los votos suficientes formarán parte del Parlamento y designarán al pre- sidente del Gobierno. Por esta razón tan simple, es de suma importancia para los partidos alcanzar el mayor número de votos. Una vez investido, el presidente formará Gobierno nom- brando a dedo a sus ministros y otros altos cargos públicos de la Nación, un privilegio coincidente con el presidente de Estados Unidos que puede nombrar ministros, embajadores, cónsules y jueces del tribunal supremo «con el consejo y con- sentimiento del Senado».
La gran virtud de la democracia es el sufragio universal. Pero ojo, sus dos grandes fallos radican en aquello que enten- demos como sistema electoral, unas prácticas de marketing en las que «vale todo», y en la sinrazón de Estado que se produce una vez el aspirante ha conseguido la soberanía popular. La causa de este despropósito es muy simple: cuando el candidato accede al poder tiene que anteponer sus propios intereses y los de su partido al bien común, un postulado que nunca se produ- ce. Solo la presión que ejerza el pueblo en su contra influirá o modificará sus decisiones ante el miedo a perder el poder. Esta frase, en absoluto original, la pronunció Bertrand Russell en franca contradicción con la que siempre mantuvo Octavio Paz, «ningún pueblo cree en su Gobierno. A lo sumo lo soporta».
 
Reino, un señor muy serio de esos a quienes no te imaginas desmelenado bailando la conga en una boda. Pues bien, el ex- travagante fedatario público recorrió media España dando mí- tines con una orquesta y un conjunto de bailarinas que antes de iniciar su arenga le acompañaban en un ridículo espectácu- lo de revista, al estilo de los más cutres del Paralelo barcelonés. Cantaba y bailaba como un diablo en medio del cachondeo general. Después de aquel primer número a la manera de las «mama-chichos», las modelos de la Tele 5 de Berlusconi, se po- nía a sortear neveras que, graciosamente, le había cedido una marca comercial a cambio de publicidad. Seguí la campaña de Lavilla por televisión. Me lo pasé en grande. En cada mitin se superaba a sí mismo cantando y bailando cumbias o guarachas cada vez con mayor entusiasmo. Sus shows eran sorprendentes. Tenía una coreógrafa que montaba los bailes de las chicas de conjunto con pasos y movimientos impúdicos con un vestuario de lo más lastimoso y descarado.
Landelino Lavilla no ganó las elecciones. Consiguió tan po- cos votos que no obtuvo ni tan solo un escaño en el Parlamento. Se vio obligado a volverse atrás reiniciando su antiguo oficio de notario redactando testamentos, escrituras de compraven- ta o hipotecas al por mayor. Sus clientes se sorprendían de la sensatez y seriedad que ponía de manifiesto cuando actuaba de fedatario público. Pensaban que era imposible que aquel señor tan digno fuera el mismo que se desmelenaba bailando rodeado de coristas en los mítines de la UCD que veían por televisión. Lavilla copió el modelo americano entonces tan en boga –imi- taba al clan Sinatra a lo pobre– pero le salió el tiro por la cula- ta. Su imagen no correspondía al perfil que los electores tenían predeterminado. Para mayor inri, Lavilla, que era de derechas, hablaba en sus mítines de libertad e igualdad, de la abolición del capitalismo y de sus supervivientes, y de la fusión de las clases sociales. Sus directores de campaña debieron copiar lite- ralmente sus discursos de algunos textos de Lenin o del propio Stalin. Se equivocaron de medio a medio. Sus espectaculares shows nada tenían que ver con lo que decía en sus alegatos.
 
estilo y originalidad, ya sea una persona de carne y hueso, una lavadora o un refresco. La técnica, que es la misma que utili- zan los creativos publicitarios para todo, solo tiene un objetivo: vender ilusión engañando al comprador potencial del producto como quien engaña a un niño haciéndole gastar sus cuatro pe- rras en tabletas de chocolate con juguete incluido o en bebidas de limón con cromo. De ahí viene «la niña de Rajoy» de las elecciones de 1992, una metáfora que pretendió ser lúdica ade- más de clarificadora y que, a los ojos de los electores, produjo el efecto contrario del pretendido. Los españoles se la toma- ron a cachondeo y fueron muchos los que se inventaron chistes sobre el invento. Jesús Maraña, subdirector del desaparecido diario Público en papel, divulgó en plena campaña electoral un sugerente artículo del que extraigo los siguientes párrafos:
A los cuatro días de su nacimiento, la niña del alegato final de Mariano Rajoy en su primer debate con Zapatero recibe mil apodos, desde «Rajoydi» hasta «Esperanza» pasando por la niña del exorcista. En el «cara a cara» entre Zapatero y Rajoy, parece más adecuado el paralelismo con aquel terrorífico per- sonaje interpretado por Linda Blair en El exorcista. De la pe- lícula todos tenemos grabado en el disco duro de la memoria la escena en que la niña Regan hace girar su cabeza como una peonza al margen del resto del cuerpo, con los ojos inyectados de sangre, brazos y piernas temblando espasmódicamente… Vamos, un terror absoluto. Como absoluto fue el suspiro de toda la sala cuando la niña se quedaba ya tranquila y cada miembro del cuerpo regresaba a su posición natural. Así de relajado quedarían los ciudadanos después de ver a Rajoy acu- sando a Zapatero durante hora y media de todos los males que en España han sido…
Maraña concluyó su artículo con una reflexión y un deseo. Es evidente que no le quería ningún mal a la niña de Rajoy.
 
LOS QUE MANDAN   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9
Los tres poderes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 14
El circo electoral  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19
El engaño electoral . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 28
El rebote de los cien días  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 40
LA PÉRDIDA DEL PODER . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47
Adiós al Estado de bienestar   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 47
La crisis del euro  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 50
La debacle . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53
La intervención  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 58
Sin autoridad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 61
El rescate bancario. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 68
El segundo rescate  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 74
Diputados de cartón. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 99
Cargos públicos al azar  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 109
El Congreso y el Senado. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 113
El pluriempleo de los políticos  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 117
Diputados en demasía   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 120
La justicia sometida . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 125
La justicia absolutista. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 128
 Jueces huelguistas   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 138
Zafarrancho legal   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 161
INTERMEDIO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 189
Mala conciencia. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 196
La boda de mi amigo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 201
 
Las mentiras de Clinton . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 208
El caso Watergate   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 211
La censura franquista. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 220
La censura real   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 223
El silencio roto. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 228
La interdicción civil . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 232
Periodismo de investigación  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 235
EL QUINTO PODER. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 249
Verano de 2012  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 253
Dos clases de ciudadanos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 260
Fraude «inocente»  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 263
Doña Sofía «Bilderberg»   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 272
Voces más cercanas  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 277
El enemigo oculto   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 285
El Estado de la corrupcion . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 299
La abdicacion del rey . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 306
LOS OTROS PODERES   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 311
Clérigos de protección oficial  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 323
Los caudales del clero   . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 326
Delitos amparados por la ley  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 331
Pecadores infiltrados  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 336
Una renuncia enigmática  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 348
EL PODER POPULAR. . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 357
El mayo francés . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 362
Dany «el Rojo»  . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 366
La familia Baratau . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 375