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EL MIRLO DEL MANDARÍN Y OTROS RELATOS DE SOLITARIOS Miguel Fernández-Pacheco A B A B

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Desde el siglo IV al VI d. C. innumerables anacoretas huyeron de su mundo para buscar la perfección cristiana en los desiertos, pero la soledad y las mortificaciones trastornaron a muchos.Pecadores y santos, lúcidos y dementes alternan en estas nueve intensas narraciones de misántropos y malditos.Editorial: ABAB EditoresAutor: Miguel Fernández-Pacheco

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EL MIRLODEL MANDARÍN

Y OTROS RELATOSDE SOLITARIOS

Miguel Fernández-Pacheco

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EL MIRLO DEL MANDARÍN

Y OTROS RELATOS DE SOLITARIOS

Miguel Fernández-Pacheco

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ÍNDICE

Prólogo . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 9

Verdadera vida del anacoreta Ian Garí . . . . . . . . . . . 13

Martirologio de la bella penitente . . . . . . . . . . . . . . . 41

Tentaciones del estilita . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 53

El sustituto . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 63

En busca de las amazonas . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 73

De los dones . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 89

El caprino de Panticosa . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 99

Carta a Dios del jesuita Pedro del Paso . . . . . . . . . . 115

El mirlo del mandarín . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 133

© Miguel Fernández-Pacheco© De esta edición: Abab Editores

www .ababeditores .com info@ababeditores .com

Diseño de la colección: Scriptorium, S . L .

ISBN: 978-84-612-5222-0Depósito legal: M-13392-2012Printed in Spain

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PRÓLOGO

Durante varios siglos —sobre todo, del iv al vi de nuestra era— fueron los anacoretas una especie de fauna añadida a la de los desiertos sirios o egipcios. Ascetas solitarios, peniten­tes e iluminados de todas clases, sabios y analfabetos, santos e impíos proliferaron en sus arenas como las serpientes, los alacranes y las langostas.

Abundaban entre ellos los sujetos atrabiliarios, especta­cularmente singulares, que tanto podían presumir de santos como de locos, pues la demencia —por influencia de ciertas sectas orientales— estaba muy considerada en parte de sus creencias.

Los más asombrosos y mejor conocidos acaso fueran los «estilitas», que, en un momento dado, se encaramaban al capitel de una columna y permanecían sobre él temporadas tan largas que algunos no volvían a bajar.

Estaban además los «estacionarios», que se paraban en un lugar determinado y no lo abandonaban prácticamente

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El mirlo del mandarín y otros relatos de solitarios Prólogo

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personalistas y anárquicos y estimularon la creación de aba­días con reglas fijas.

No obstante, algunas formas cercanas al anacoretismo continuaron más o menos vigentes durante toda la historia de la cristiandad, y aún hoy pueden apreciarse, pues aunque los seres humanos tienden a ser gregarios también existen unos cuantos que, por una u otra razón, no soportan a sus semejantes y se apartan de ellos con cualquier pretexto.

Aquí se narran varias historias de misántropos de diver­sa orientación, para entretenimiento, y aun enseñanza, de los que pudieran estar interesados en el tema.

nunca. Entre ellos, tal vez los más impresionantes eran los que, además, se negaban a sentarse o tumbarse y permane­cían una gran parte de su vida de pie, permitiéndose descan­sar solo de rodillas. Y hasta había quienes se obligaban a sostenerse sobre un solo pie.

También existían los llamados «reclusos», que se encerra­ban voluntariamente, a menudo de por vida, en torres sin puerta, en sepulcros o en cisternas vacías.

Pero si algunos preferían inmovilizarse por completo, otros elegían el movimiento constante, como los anacoretas «vagabundos», que no paraban nunca de andar, ni de día ni de noche. De entre ellos eran muy de destacar los «salvajes», que, además, se despojaban de la ropa, andaban a cuatro patas y pastaban la hierba, como el ganado, sin utilizar siquiera las manos.

Y no menos sorprendentes eran los «locos», quienes, con­siderando la razón como enemiga de la fe, abominaban de ella y se fingían dementes.

Todos reaccionaban contra el paganismo, que en ese tiempo permanecía vivo aún en la mayoría de las grandes ciudades, sobre todo asiáticas, y propugnaban por eso que únicamente en la soledad se podía alcanzar cierta perfección.

Hubo innumerables justos, cuyas vidas pueden encon­trarse todavía en los santorales cristianos. Pero también los excesos de algunos hubieron de ser condenados por las auto­ridades eclesiásticas, que, a partir de entonces, comprendie­ron que la espiritualidad debía transcurrir por cauces menos

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VERDADERA VIDA DEL ANACORETA IAN GARÍ

Tradición catalana

Soy Ian Garí, el pecador; pues, aunque en estas cum-bres las gentes sencillas me tengan por santo más por mis muchos sufrimientos que por mis escasos méritos, no soy, en realidad, sino un miserable y abyecto peca-dor, como habrás de ver si tienes la paciencia de escu-char mi relato .

Es la mía, historia más que divulgada; dicen que anda en toda clase de aleluyas, y hasta que ha servido de motivo a no sé qué retablo… Y precisamente por eso, al estar, como si dijéramos, tan manoseada, es posi-ble que la narración haya llegado a tus oídos algo mal-trecha y aun amputada… De modo que la referiré una vez más, pues siento el trance de mi muerte no tan leja-no y quisiera dejar fehaciente memoria de ella antes de llegar a él .

Pecador, sí… Y pecador nefando… Cierto que fui tentado por fuerzas notoriamente superiores a las mías,

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El mirlo del mandarín y otros relatos de solitarios Verdadera vida del anacoreta Ian Garí

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do alcancé el uso de razón, comenzaron a enseñarme las verdades de nuestra sacrosanta religión, más con el cariñoso ejemplo que con pesadas prácticas o tediosas disquisiciones, y así puede decirse que crecí en un clima propicio a la verdadera piedad .

En mi adolescencia, mis padres tuvieron un trágico y violento fin, a manos de sus aparceros sublevados, y yo fui recogido por unos compasivos monjes, que se hicieron cargo de mí y se ocuparon de mi educación religiosa, con todo el afecto que sus duras reglas les per-mitían, a cambio de algunas deudas que tenían con mis fallecidos progenitores .

Así alcancé los veinticinco años, pero llegado ese tiempo, advertí que el coro y las tareas frailunas, la áspe-ra sequedad del cenobio y su obligado hacinamiento, se me habían ido volviendo más y más agobiantes .

Sentía que mi alma se ahogaba entre sordas intrigas conventuales, reclamándome hacia la verdadera peni-tencia, la auténtica meditación y la contemplación cons-tante de las maravillas del Supremo; por otro lado mi cuerpo tenía necesidad de espacios abiertos, de olor a tomillo y a resina, de aires de montaña .

Así es que puse tal estado de ánimo en conocimien-to de mis superiores, quienes, tras ardua deliberación, me aconsejaron que intentara la vida del anacoreta, que si no era la más recomendable para el común de los mortales, sí podía resultar conveniente para mí .

pero aún más cierto que no fui capaz de resistirlas y pequé, pequé monstruosamente .

Claro que tuve la suerte de arrepentirme enseguida, y me consagré durante años a una penitencia tan mons-truosa como el crimen que había cometido…, aunque eso, por mucho que digan estos rústicos, no me convier-te en santo .

Es verdad que puedo curar, en ciertos casos y a cier-tas personas, y de ahí puede que venga parte de la con-fusión; pero de esos dones, nada se me debe atribuir a mí, fragilísimo mortal, sino a aquel, más justo y más sabio, que actúa a través de mí, pues yo ningún mérito tengo en ello .

Solo la penitencia me ha salvado… por el momento, sí; pero ¿quién me dice que no volveré a ser tentado? Y entonces… Esa es la duda que aún corroe mis días y mis noches .

Y es que no sabes la clase de bestia que anida en mí . Una bestia salvaje, a la que por otro lado conozco demasiado bien, ya que llegué a perder casi por com-pleto la dignidad, y hasta los usos, de los seres huma-nos…

Pero habré de empezar por el principio: nací, poco importa dónde, hace casi cien años . Vine al mundo en un hogar de gente honesta, discretamente pudiente y amorosa en extremo, que supo rodear mi más tierna infancia de cuidados y aun de mimos sin cuento . Cuan-

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sos y cuanto doliente se pone bajo mis manos en esos instantes sana de su enfermedad, ya sea física, ya moral .

En fin, volviendo a mi relato, debo mencionar que algunos de esos hechos extraños, que las gentes consi-deran milagros, se habían producido ya en el convento . Ya se había manifestado de modo patente aquella sin-gularidad de mi extraño carácter, y eso pudo pesar en el ánimo de mis superiores, que aceptaron mis ansias de soledad y contemplación sin discutirlas en exceso, cons-cientes quizás de que así me preservaban de envidias .

De modo que un buen día, a lomos de un servicial borriquillo moruno, más que mediadas las amplias alfor-jas con todo lo que aquellos santos varones tuvieron a bien ofrecerme, emprendí el camino de la serranía más alta que se conocía por aquellos contornos, que no es otra que esta de Montserrat, que nos cobija .

Existía la leyenda, inventada sin duda por griegos o romanos, de que una sirena, que aterraba el mar con sus funestos cánticos, fue condenada por los antiguos dio-ses paganos a convertirse en montaña, y por culpa de sus constantes lágrimas se produjeron las sorprendentes estrías que dan carácter a estas piedras . Es decir, llegaba a unos cerros tallados por las lágrimas . Pero yo no pen-saba entonces en tales cosas .

Llevaba cartas para el obispo de Barcelona y el párroco de Monistrol . Ninguno de los dos puso objecio- nes a mi proyecto y a los pocos días estuve instalado en

En fin, he de confesar a estas alturas que, ya en la abadía, se habían puesto de manifiesto ciertas peculiari-dades mías, sobre las que no deseo extenderme pero que no puedo dejar de consignar . Se trataba de la exce-siva sensibilidad de mis nervios, que me había llevado a determinados trances, relacionados con los cuales se habían producido ciertas… curaciones .

Quiero que quede claro que no conozco ninguna cla-se de ciencia terapéutica, no poseo conocimientos sobre magia ni esoterismo alguno, ni soy un físico genial ni un nigromante sapientísimo, como han llegado a decir .

Es más sencillo y más complicado que eso . Se trata de que no puedo ver a un ser humano en estado más desesperado y afligido que el mío, pues la misericordia produce entonces en mí una suerte de convulsión inter- na, por la cual, transido de amor por aquel prójimo doliente y al mismo tiempo afligido por la inmensa humillación del inocente Cordero Crucificado, entro en una especie de curioso trance . Noto, en esos casos, como si el corazón se me vaciara de la sucia sangre terrenal y fuera llenándose de luz . Una luz poderosísima, verdade-ramente divina, que lo vuelve transparente, como una radiante ampolla, iluminándome el pecho todo . Enton-ces, casi sin saber lo que hago, pues creo que la fuerza del Altísimo pasa simplemente a través de mí, curo a los convulsos, hago hablar a los mudos, los tullidos se alzan de los camastros, ven los ciegos, se descostran los lepro-

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taba de un depauperado leñador, que tosía sin parar, escupiendo sangre, doblado bajo una carga muy supe-rior a sus fuerzas; otras, de un soldado perseguido, qui- zás un desertor, con los miembros asaeteados y la muerte en los ojos; en fin, hubo también que devolverle la vista a un arcipreste de Monistrol, ciertamente un excelente sujeto, ciego por un estúpido accidente; y tampoco pude negarme a sanar al hijo de Calgut, un berberisco bandolero que asolaba estos contornos . Cla-ro, así, poco a poco, mi fama de milagrero acabó por perseguirme, dando al traste con la vida contemplativa, razón principal de mi estancia en estas ásperas soleda-des . Aparte de que, con la afluencia de gente, empecé a comprender la contradictoria naturaleza humana . Había contrahechos que demandaban dinero, en lugar de que los curara, había hombres sanos y fuertes que suspira-ban por una cojera, o cualquier otra lacra, para vivir cómodamente de las limosnas . Que hubiera feos que quisieran ser guapos parece casi natural, pero había también blancos que querían ser negros, mujeres que deseaban ser hombres y hombres que preferían ser bestias .

Individuos así y otros semejantes me perseguían ahora con una u otra suerte de aflicción a cuestas . ¿Quién era yo para quitarles la ilusión, cuando no la confianza en Dios? Conque hacía sin parar lo que ellos llamaban milagros, aunque el único milagro era su fe en

una gruta parecida a esta . Poco traía conmigo, pues siguiendo las indicaciones de San Jerónimo, padre de los anacoretas cristianos, solo era dueño, a aquellas altu- ras, del deslucido hábito que me cubría, un sobado libro de oraciones y apenas unos mendrugos, pues lo que sacara del convento fue a parar a manos de otros, mucho más menesterosos que yo, de los que infestaban Barce lona y hasta Monistrol .

Pero estaba contento como unas pascuas . La gruta era amplia, diáfana, abrigada de vientos, seca y ventila- da al tiempo, casi inaccesible, de modo que en ella me sentí feliz como el pájaro de montaña, a quien no le preo- cupa el incierto futuro . Contemplando, en ese primer día, el dorado panorama que el atardecer me ofreció desde mi nueva morada, entoné un cántico dando gra-cias al Señor por tantas maravillas como ponía a mi alcance .

Así, casi dulcemente, medio sin darme cuenta, se me pasaron volando los diez primeros años de anacoreta . Mi vida se volvió tan sencilla y montaraz como la de las cabras que a veces me rodeaban e incluso me dejaban extraer les la leche, cuando sus cabritos ya se habían hartado de ella . Y tal rusticidad me llenaba de alegría el alma, y me ayudaba a avanzar en el camino de ascesis que me había impuesto .

Pero lo de las curaciones no lo pude evitar, aparte de que al principio tampoco eran tantas . A veces se tra-

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Observo a la joven que yace postrada en un palan-quín, pálida y extenuada, entre un revuelo de damas sudorosas, pues, al parecer, hace poco que tuvo uno de sus más violentos ataques . El conde me suplica, me ofre-ce, riega mis manos con sus lágrimas… Cojo las de la niña y esta me mira, juro que no con ojos de niña . Entonces se incorpora vivazmente y salta del palanquín, plantándose frente a mí ante el asombro de todos . Se queda así un buen rato mirándome con aquellos ojos… demoníacos . Cierro los míos y trato de sentir piedad por aquella criatura, de apenas doce años, que mira de tal modo . Solo consigo tener miedo . No soy capaz de con-centrarme . Trato también de colocar mis manos sobre su cabeza mientras empiezo a entonar una jaculatoria, pero noto que se me abrasan y las retiro de golpe . Entonces abro los ojos y veo que los labios de la des-venturada, pálidos y febriles, se entreabren y por ellos asoma, ¡qué horror!, la cabeza de una verdosa y maligna serpiente que surge lentamente de su boca y comienza a descender, reluctante y asquerosa, por la barbilla, el cuello, el seno de la joven…

Las gentes del conde lanzan un ¡oh! aterrado . Varios caballos se encabritan . Los perros del cortejo aúllan lúgubremente . Espantado, comienzo a balbucear fórmu-las de exorcismo al tiempo que esgrimo mi crucifijo . Entretanto, el serpentón, más largo que mi brazo, des-ciende por las caderas y las piernas de la muchacha, llega

mí . ¿Qué otra cosa podía hacer? Supuse que aquella sería la voluntad del Altísimo y me plegué a sus sagra-dos designios, no sin preguntarme en qué acabaría todo aquello y, eso sí, extremando mis mortificaciones para que el demonio de la soberbia no me tentara .

Pero he aquí que un día, precedido por sus pendones, sus maceros y sus mesnaderos, el mismísimo conde de Barcelona llega a las cercanías de la gruta con una comi-tiva fastuosa de prelados, abades, damas y caballeros .

Desciendo por estas breñas, disponiéndome a reci-birlos humildemente y nada más postrarme ante él, el conde me muestra a su hija Riquilda, una hermosa ado-lescente, aquejada por un mal que los físicos de la corte no aciertan a conjurar .

Es el caso que hace semanas que se niega a hablar, que solo come si se la obliga a ello, que inopinadamente y sin motivo se echa a llorar o se desmaya, que se la ve delirar, hablando una extraña lengua, tanto despierta como dormida, que se queja de escuchar voces que no son de este mundo y que a veces cae en espantosas cri- sis que la hacen chillar y gemir durante horas, no pudiendo entonces dejarla sola ni un momento, pues ya ha atentado varias veces contra su vida . Naturalmente, tras agotar todos los recursos de la ciencia, tanto los lícitos como los menos lícitos, el propio obispo don Evildo la ha sometido a un severo exorcismo, que tam-poco ha obrado en la desdichada ninguna mejoría .

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y porque, además, considera que el aire de aquellas montañas sienta muy bien a su hija .

Protesto aduciendo que soy un solitario y que nunca en más de diez años he dormido cerca de nadie (he hecho en ese sentido un voto especial de soledad), pero el conde no se deja convencer por mis argumentos, dice que los obispos me dispensarán del voto, que la cosa está ya decidida, que él y sus gentes acamparán en Monistrol y, mientras esperan a la joven, batirán una manada de jabalíes que anda haciendo destrozos por aquellos contornos .

No me atrevo a poner más objeciones y el plan se ejecuta como ha decidido el poderoso . Tras una sabrosa comida campestre que apenas puedo probar, se despi-den todos de la muchacha, que queda confiada a mi cuidado durante algunos días . En mi vida me he visto en semejante aprieto .

La chica está bien, habla fluidamente, incluso algo más de lo conveniente, sonríe con encanto, es amable, aunque me muele a incisivas preguntas que no siempre puedo contestar .

La noche empieza a caer . No poseía, en aquel tiem-po, más luz que la del fuego que ardía siempre en mi gruta . Le ofrezco a la jovencita algunos de los alimentos que, en exceso evidente, han dejado aquí sus padres, pero me dice que ha pensado ayunar mientras esté con-migo . Rezamos juntos algunas preces vespertinas que

al suelo y se pierde en la maleza a toda velocidad, esqui-vando el dardo que le lanza un ballestero del conde .

La doncellica sonríe y rompe a hablar:—Gracias, buen padre, por el gran servicio que me

habéis hecho . Siempre os estaré reconocida y ro ga ré por vos todos los días de mi vida —dice con tono sose-gado y delicado acento .

Luego se postra de rodillas ante mí y reza; también se postran los atónitos presentes, prorrumpiendo en gozosas aclamaciones . A mi vez trato de arrodillarme para agradecer al Altísimo aquella muestra de su poder aun a través de un sujeto tan confuso como yo, pero me lo impide el conde, quien me abraza efusivamente . Tam- bién lo hace su esposa y unos cuantos de sus allega-dos . De los caballeros y eclesiásticos que le acompañan, unos me bendicen y otros reclaman mi bendición, este me palmea, aquel me achucha, el otro me besa la mano o la orla del hábito y hasta hay quien empieza a hacer jirones de mi capa para repartirla como una reliquia entre los asistentes, por lo que mi confusión va en aumento .

Adviértelo el conde y me separa de todos ellos . Lle - vándome bajo las frondas de un copudo olmo me muestra de nuevo a la niña, cuya mirada vuelve a ser de niña, y se manifiesta deseoso de que se quede algunos días conmigo para que, instruyéndola en la fe y la pie-dad, consolide el triunfo que he logrado contra Satanás;

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extrañeza . ¿Quién vivirá entre esta inmundicia? Me lan-zo hasta los alimentos que antes desdeñé y los devoro con gula, para mí ya desconocida . ¿Y esa niña? A fe que es hermosa y delicada . ¿Y si, sorprendiéndola dormida, me aprovechara de su candor? Claro que podría saber-se, pero ¿quién iba a decirlo? ¿Ella? Hasta hace poco estaba tan confundida, que todo acabaría por parecer ilusión del delirio . Y si no, siempre conseguiría disfra-zarlo de exorcismo . ¿Acaso yo, que llevo casi cuarenta años sin tocar a una mujer, no me merezco un bocado así de principesco?

Me acerco, su piel es tersa; iluminada suavemente por el fuego parece refulgir . Pongo mi mano sobre ella, su calor me fascina . Me estremezco sensualmente . ¿Qué duda cabe de que su cuerpo, aunque mudo, reclama una satisfacción que nadie mejor que yo puede darle? Un ardor tan delicioso que sin duda la compensará de todas sus miserias . Comienzo a acariciarla . No se des-pierta, antes bien parece que recibe mis caricias con cierto placer . Quién sabe si no será ya una maestra en determinadas prácticas . Su cuerpo, firme y suave, como fruta madura, hace pensar en las huríes con las que sue-ñan los musulmanes .

De repente se despierta, lanza un grito desgarra-dor y trata de escapar . Se lo impido con brusquedad, asombrado de mi fuerza… y la poseo, la poseo brutal-mente, dos, tres veces me derramo en ella; me recreo

conoce bien y dice con expresiva entonación . Luego le doy pieles de cabra con las que se acomoda una yacija y se acurruca entre ellas, sin importarle demasiado su ves-tido de seda y brocado . Al cabo cae en un sueño pro-fundo .

No tengo costumbre de dormir mucho . La noche suele ser excelente para la meditación y apenas descan-so algunas horas al amanecer, en las que no siempre duermo . De manera que trato de abismarme en mis pensamientos . De repente escucho un crujido leve y, a la fría luz de la luna, observo con estupor que la malig-na serpiente, que por la mañana se refugió entre las frondas, surge de nuevo de ellas y, erguida y sibilante, me observa con sus ojos amarillos . Después se lanza hacia donde duerme la niña . Me interpongo con deci-sión en su camino, con el palo que suelo usar para espantar escorpiones y culebras, pero eso no parece impresionarla . Vuelve a erguirse, a pocos centímetros de mí, y me doy cuenta de que no puedo apartar mis ojos de los suyos . Ojos diabólicos, que me hechizan, recor-dándome los de la poseída . Ojos que me paralizan . Entonces se lanza como un rayo y hunde sus colmillos en mi muñeca, apenas una fracción de segundo, pero lo suficiente para que mi vista se nuble y caiga al suelo desmayado .

Cuando me recupero soy otro . ¿Qué siniestro vene-no ha podido inocularme? Miro mi propia gruta con

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Porque mientras, enloquecido, trataba de salir de allí sin conseguirlo, mi agotamiento y mi espanto aumenta-ban, y la noche transcurría demasiado deprisa .

Al fin, con las primeras luces del alba, cuando ya desfallecía, he aquí que, en medio de insoportables dolores de vientre, entre monstruosas arcadas, vomito, junto a cuanto había devorado inmoderadamente aque-lla noche, la asquerosa serpiente que, sin duda intro-duciéndose por mi boca mientras estuve inconsciente, había envenenado mis pensamientos y confundido mis potencias todas .

Entonces, y solo entonces, amaneció también en mi interior y comprendí la enormidad de mi pecado y, llo-rando lágrimas de sangre, golpeándome el pecho con filosos cantos y arrancándome los cabellos, me arrepentí y clamé al cielo, al que poco antes había ofendido irre-parablemente .

Creí notar, en esos momentos, cómo descendía sobre mí un rayo de cegadora luz y escuché una voz que, muy dentro, me dijo:

—Inmensa es tu culpa, miserable Ian Garí, e inmensa ha de ser la penitencia que borre su mancha . Solo el Sumo Pontífice podría imponértela . Ve a Roma y confié- sate con él .

Entonces, pese a que casi no podía tenerme en pie, me encaminé a Barcelona, y esta vez sí que encontré el camino con suma facilidad .

en hacerlo contra natura, mientras la maltrato, ya inne-cesariamente, pues, aterrada y como muerta, se entre-ga a mis manipulaciones, y al fin, en un arrebato de pasión incontenible, la estrangulo y, tras contemplar cómo exhala el postrer aliento, caigo exhausto a su lado .

Pero aún me revuelco en el cieno . La recuerdo por la tarde con aquellos ojos de ramera viciosa y vuelvo a excitarme, volviendo a poseer su cadáver, ya frío y amo-ratado . Después, con mis propias manos, excavo una fosa a pocos metros de la gruta y la entierro, cuidando de disimular la tumba con piedras y ramas y, sintiéndo- me aún febril, imbuido por la idea fija de escapar de allí, me pongo en marcha en dirección a Barcelona, evitando Monistrol, en cuyas inmediaciones se ven las fogatas de los soldados del conde .

Pero es inútil, por más que trato de alejarme del lugar no consigo sino regresar a él y, aunque intento ensayar nuevos caminos, siempre mis pasos, sin que acierte a entenderlo, acaban trayéndome al mismo sitio del que partí .

¡Ay, muchacho! Ojalá me ilumine el Todo poderoso para que acierte a contarte, pese a mi torpeza, los horro-res que llegué a sentir aquella noche maldita, pues temo que mis padecimientos o no son para descritos o resul-tan harto difíciles de entender para quien no ha llevado al mismísimo diablo en las tripas .

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pocas cosas que en ese sentido me puedan asustar; pero tus faltas son enormes . Has quebrantado tus sagrados votos, traicionado la buena fe de un padre y mancillado a una inocente doncella, a la que asesinaste luego con cruel saña . Pero, con ser pecados muy graves, ninguno es superior al escándalo que has causado a los buenos creyentes que te tenían por un santo . Verdaderamente has escupido a la misma cara de Dios Nuestro Señor, apretado aún más su dolorosa corona de espinas, azota-do sus carnes maceradas con satánica delectación…

Golpeando mi cabeza contra el suelo le interrumpí entre sollozos:

—¡Ay de mí! ¡Entonces, solo me espera la eterna con-denación!

—No he dicho yo tanto, pues todo pecado, por horri-ble que sea, puede perdonarse, mas la penitencia ha de ir en consonancia con la culpa .

—Imponédmela, por rigurosa que sea, pues solo deseo vivir para cumplirla .

—Bien, puesto que te has comportado como una ver-dadera bestia, vive ahora como una bestia verdadera . Albérgate en las selvas, como fiera, aliméntate como ali-maña, cobíjate como bicho inmundo hasta que el cielo pueda perdonarte .

—¿Y cómo sabré que he sido perdonado? —inquirí aún .Sumiose entonces el Sumo Pontífice en beatífica

meditación, entrecerró los párpados y llevó su mano a la

Ya en su puerto, cuando suplicaba a unos marineros que me permitieran embarcar con ellos rumbo a Italia, me sorprendieron sus gestos de asco y aún más sus palabras:

—¡Lárgate de aquí, leproso, o tendremos que echarte del muelle a pedradas!

Corrí entonces a contemplarme en las oscuras aguas y pude apreciar que, en efecto, mi cara y mi cuerpo esta-ba cubierto de pústulas que, en mi agitación, no había advertido .

Así me decía el Altísimo que mi viaje a la ciudad santa no había de ser tan cómodo como me figuraba: por desiertos caminos, haciendo sonar una campana, sin acercarme nunca a poblado y escuchando cómo los perros aullaban al percibir el hedor de mis carnes corrompidas, tuve que caminar más de un año hasta conseguirlo . Y cuando al fin traspasaba sus puertas, como el más doliente de los peregrinos, noté que, asom-brosamente, las asquerosas pústulas que me cubrían el cuerpo desaparecían como por ensalmo, encontrándo-me sano tan de súbito como había enfermado .

No fue precisamente fácil que el Santo Padre me oyera en confesión y, cuando al fin lo hizo, no encontré en sus palabras mucho consuelo:

—Poseo ciertamente —me dijo— un gran conocimien-to de las lacras del hombre y podría decirte que, tanto por mi edad como por mi dilatada experiencia, hay

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fallaran las fuerzas antes que a ellos la paciencia . Cierta-mente, aunque no se me ocurriera hasta ese momento, tampoco las bestias están familiarizadas con la práctica invención del vestido, así es que, en completa desnudez, padecí durante años —hasta que mi cuerpo comenzó a cambiar— inimaginables fríos . Nunca las fieras han coci-do ni asado sus alimentos, sino que los consumen allí donde los hallan y en el estado que los encuentran, de modo que yo, que no sospechaba anteriormente que tal cuestión tuviera mayor importancia, hube de sufrir lo indecible hasta que mi estómago se hizo a lo que la naturaleza le proporcionaba .

En ese sentido hubo un momento, a poco de empe-zar a asilvestrarme, en el que, enloquecido por el ham-bre, llegué a decirme que devoraría cualquier cosa comes-tible que se cruzara en mi camino, y era tal mi ansiedad que durante un tiempo no hice ascos ni a los viscosos peces, ni a los limosos crustáceos, ni siquiera a los babo-sos caracoles crudos; pero en una ocasión en la que la desesperación me empujó a tratar de desgarrar entre mis dientes a un todavía palpitante lebrato, que por azar había caído entre mis garras —pues de otra forma no podían llamarse ya mis en torpecidas manos—, al sentir su caliente sangre resbalar por mis labios, una luz cega-dora me paralizó y escuché a mi voz interior decirme:

«Si comienzas por matar seres vivos y nutrirte de lo que tiene sangre, pronto acabarás siendo la más feroz

frente . Durante más de un minuto guardó silencio y lue-go añadió:

—Un recién nacido te hablará y entonces sabrás que tus sufrimientos han sido bastantes .

Salí de allí consternado, pero dispuesto a cumplir tan penosa penitencia con absoluta determinación .

Y así, durante años y años me oculté en las más espe-sas selvas, abrevé el agua de los fríos manantiales y pasté la hierba de los montes sin siquiera permitirme la ayuda de las manos . Jamás pensé que tal calvario llegara a ser tan duradero, pues imaginaba que acabaría pron to, devo-rado por alguna de las fieras que abundaban en la foresta .

Pero fue mucho peor .¿Cómo describir los tormentos que, incluso para un

anacoreta familiarizado con la mortificación, supone la adaptación a una existencia silvestre? Temo no ser capaz de lograrlo con propiedad .

Enseguida se me hizo evidente algo en lo que nunca antes había pensado, y es que los seres no dotados de alma se distinguen de nosotros, sobre todo, por su des-conocimiento del benéfico don del fuego, y de esa sola peculiaridad me vinieron no pocas incomodidades y aun espantos . No son para contadas las gélidas noches invernales que hube de pasar aterido, agarrándome confusamente a la rama más alta de algún árbol, en tor-no a cuyo tronco daba vueltas una manada de lobos, tan hambrientos como yo, y con la esperanza de que me

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El mirlo del mandarín y otros relatos de solitarios Verdadera vida del anacoreta Ian Garí

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y luego de hirsuta y áspera pelambre . La cara y la escasa piel que dejaba libre semejante pellica se habían torna-do amojamadas, ennegreciéndose de tal modo que lle-gó un momento en el que ya nadie me habría tenido por persona .

Estos extremos, a los que tardé casi una década en llegar, coincidieron con el momento culminante de mi adaptación a la vida silvestre . Gracias a tales transforma-ciones, las zarzas ya no me arañaban la piel, ni los gui-jarros me destrozaban pies y manos, ya no temía las frías noches ni los calurosos días, había aprendido a esquivar a los grandes carnívoros y a los no menos feroces hom-bres y comenzaba al fin a sobrevivir tranquilo, como cualquier bestia, cuando consternado, caí en la cuenta de que si bien mi piel se había curtido y mis músculos se habían vuelto poderosos, mi intelecto, a fuerza de no usarlo sino en menesteres harto simples, se había ido también embotando, envileciéndose hasta tal punto que no me permitía, a veces, ni siquiera recordar las preces que durante tantos años había repetido para consuelo de mi alma .

Mucho más que haber llegado a convertirme en un completo animal, me llenaba de horror la posibilidad de perder ese último destello de humanidad que supone la memoria, la inteligencia, la voluntad…, el noble ejerci-cio, en fin, de las facultades mentales, que a partir de ese momento hube de consagrarme a apresar para que

de las alimañas de estas soledades, pues no en vano has mostrado más talento para el mal que ninguna de ellas… Aliméntate más bien de los frutos que la tierra, espontáneamente y sin dolor, te ofrezca» .

Así lo hice a partir de aquel día .Me arrimé a las manadas de ciervos y gamos que

pastaban por aquellos contornos y observé el modo en que comían . Me fijé en qué hierbas eran codiciadas por ellos y de cuáles se apartaban, y así fui evitando las terribles purgas de mis primeros días como animal vege-tariano, cuando aún no distinguía lo saludable de lo venenoso .

El asimilarme a los cérvidos, que llegaron a conocer-me y aun a tolerarme, al fin, entre ellos, fue causa de que acabaran por afligirme sus propios males . Se volvió habitual que osos y lobos anduvieran tras de mí y más de una vez fui batido por feroces realas, de las que solo me salvó mi habilidad como nadador y la mucha agua que por aquellas espesuras corría .

Mas he de decir también que mis miembros se habían ido endureciendo, fortaleciéndose de tal modo que podía correr más deprisa que cualquier hombre y hasta que muchos perros, si bien para conseguirlo, sobre todo en terreno accidentado, tenía que acabar por ayudarme de los brazos, con lo que di en andar a cuatro patas, al final casi constantemente . Mi cuerpo se había ido entre-tanto cu briendo, poco a poco, primero de suave vellón

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guido por su aliento carnicero . Pero a los pocos metros me descubro atrapado por finas redes que me apresan más cuanto más pugno por escapar de ellas . Vigorosos monteros detienen con silbidos y golpes de traílla a los perros cuando me acometen y, pese a la protección de las redes, amenazan con acabar conmigo .

Al descubrirme, los cazadores son presa del estupor, preguntándose —en una lengua que entiendo— qué cla- se de animal puedo ser . Trato de decirles que soy cris-tiano y que por mis pecados me ven de tal guisa, pero de mi boca solo salen gemidos bestiales, aullidos inhu-manos…, ni una sola palabra . Hace tantos años que no empleo mi voz sino para gritar, que pareciera que se ha enmohecido en mi garganta, embrutecida como mi cerebro .

Me encadenan y, atado a una mula, como espécimen curioso y digno de verse, soy conducido, a través de Barcelona, al mismísimo palacio de su conde, entre el asombro y el temor de las gentes de la ciudad . Llegado allí, escucho que el noble señor almuerza en el salón del Tinell, con muy principales invitados . Se me ata a una columna y se le dice a un lancero que me vigile .

Lo fatigoso de la marcha, las heridas de los perros, que tanta sangre me han hecho perder, y las encontra-das emociones que se agolpan en mi pecho, me tienen desfallecido . La vista se me nubla, me zumban los oídos, y el corazón parece querer salírseme por la boca .

no escaparan del todo, dejándome la mente ruda de una fiera .

Y pasaba el tiempo . Un tiempo que progresivamente había ido dejando de medir y que se había, por tanto, convertido en una nebulosa indeterminada, donde se suce dían los días y las estaciones en una monotonía bestial .

Entretanto había ido desplazándome de unos bos-ques a otros, sin saber tampoco nunca a ciencia cierta dónde me encontraba, pero insensiblemente atraído por los cercanos al mar, cuya contemplación, cuando podía permitírmela, me llenaba el corazón de gozo y cuya bri-sa, aun respirada de lejos, me inundaba de paz .

Así, un buen día, después de uno de esos traslados, pude apreciar que el ambiente que me rodeaba me resultaba extrañamente familiar y a poco comprendí que había llegado a los bosques de mi infancia, no leja-nos de la gran ciudad de Barcelona .

Allí, embargado por mil dulces recuerdos de mi olvidada y placentera niñez, que de golpe me asaltaron, descuidé mi habitual vigilancia y, una mañana, en la que arropado por los primeros rayos del sol dormía aún, me vi rodeado de feroces perros que ladraban en torno a mí, sin atreverse aún a atacar, pero mostrando ya los ávidos colmillos .

Dormido todavía, doy un salto y trato de escapar arrojándome entre lo más tupido de la maleza, perse-

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za, con un recién nacido envuelto en encajes, que al fijarse en mí levanta sus bracitos y se yergue sobre el regazo de la matrona, con energía impropia de sus esca-sos meses, pareciendo que me señala .

Caigo de rodillas y tiendo mis brazos hasta los suyos y entonces, en el pesado silencio que se ha hecho en la sala, se escucha una voz sobrenatural, como de arcángel, que surgiendo de los labios del recién nacido dice así:

—Levántate, Ian Garí, pues has encontrado gracia a los ojos de Dios, que ha perdonado tus pecados .

Exclamaciones de estupor recorren la sala . De pie, el conde, imponente con su veste bordada de oro y su melena plateada ceñida por áurea corona, se lleva las manos a la cabeza . Por su expresión parece recordar mi nombre y en sus ojos brilla la cólera, pero, como abati-do por un mazazo, cae de nuevo en su sillón . Al fin se levanta trabajosamente y se dirige hacia mí .

—Sí, yo soy Ian Garí —y me sorprendo de escuchar mi antigua voz, que milagrosamente ha retornado a mi garganta—; el pecador, el más vil de los anacoretas, el asesino de vuestra hija, el violador de vuestra honra, el verdadero maldito… Mi vida os pertenece, os perte-nece desde hace mucho, pero hasta hoy no he podido entregárosla . Quitádmela aquí mismo si os place .

Gruesas lágrimas surcan las mejillas del conde .—Si Dios te ha perdonado, ¿cómo no voy a perdo-

narte yo? Levántate, Ian Garí, pues si grandes fueron tus

Sintiéndome morir hago con mi propia sangre una cruz en las losas del patio y me arrojo sobre ella mur-murando el nombre de Jesús . Luego me desvanezco .

Despierto rodeado de gente que me arroja agua a la cara . Entre ellos distingo a un alto dignatario de la Igle- sia, que señala la sanguinolenta cruz y dice haber escu-chado de mis labios el nombre de Nuestro Señor . Obe-deciendo sus órdenes me suben, casi en volandas, al gran salón donde comen los poderosos y me dejan allí, cargado de cadenas, expuesto en medio de la gran U que forma la mesa, tan débil que todo se me antoja un sueño .

Como a través de una neblina, contemplo extasiado los brillos áureos que, de los platos y copas, arrancan las múltiples luminarias con las que la mesa se adorna, y que relucen, entre cascadas de flores y frutos, rodeadas de fuentes donde aún hierven los asados con ambarinos destellos .

Al otro lado de la mesa empiezo a distinguir los argentinos brocados, el fulgor de los corales y el oriente de las perlas . De los comensales me asombran sus sedo-sas melenas y sus rostros noblemente acicalados, que miran con horror el mío, cubierto de polvo y costras sanguinolentas, mientras el prelado habla de hombres-lobo, de poseídos y de monstruos de la naturaleza .

Pero he aquí que al lado de una noble dama, que relumbra toda ella como una joya más, veo a una nodri-

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pronto volví a ser molestado por los necesitados de milagros . Si esa es la voluntad del Altísimo, no seré yo quien me niegue .

Poco a poco mi pelaje fue desapareciendo, volví paulatinamente a andar sin ayudarme de las manos y hasta parece que mi cabeza se clarificó algo, aunque temo que nunca volverá a ser la que fue, pues los años no pasan en balde .

Figúrate cuántos debo de haber cumplido ya .En fin, lo cierto es que he perdido por completo la

cuenta, pues dejé de ocuparme del tiempo en mi época selvática y es algo que ya nunca he querido recuperar después, porque, en definitiva, ¿qué es el tiempo? Algo bastante vano, como todas las humanas concepciones .

Como te dije al principio, siento cercana la hora de mi muerte, que espero con alegría, pues nunca aprendí a amar este valle de lágrimas y fío todas mis esperanzas en la vida eterna .

Recuerda bien cuanto te he contado por si algún día has de referirlo a las gentes .

Y ahora, vete en paz . Yo te bendigo .

pecados, no menores parecen las penitencias que por ellos padeciste . Ea, que laven y curen tus heridas, pues me honro en Jesucristo de que seas mi huésped .

En efecto, restañaron misericordiosamente mis heri-das . También me bañaron, me cortaron lo mejor que supieron las ásperas crines, los enmarañados cabellos, la revuelta barba y las endurecidas uñas . Probaron luego a que me enderezara, lo que me resultó no poco trabajo-so, poniéndome las más ricas vestiduras que permitió mi humildad de monje, y finalmente me introdujeron de nuevo en la sala del banquete, que continuaba en todo su esplendor, mandándome sentar en un sitial reservado al lado del conde .

Ni que decir tiene que no pude probar bocado de cuanto se sirvió en aquella mesa, pero era tal mi dicha por sentirme de nuevo humano que apenas lo noté .

Tras una noche de descanso reparador, al frente de una vistosa comitiva donde marchaba lo más significati-vo de la corte, ascendimos a los riscos de Montserrat y allí, como colofón de tantos prodigios, encontramos sobre la tumba de la inocente Riquilda una hermosa imagen que solo milagrosamente pudo haber llegado a dicho lugar . Es La Moreneta, que hoy puedes admirar en esa basílica .

Por mi parte me instalé en una nueva gruta y conti- nué mi existencia de anacoreta consagrado a la contem- plación de Dios . No dejó de conocerse mi regreso y

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Esta edición de EL MIRLO DEL MANDARÍN es la primera de un original

escrito en San Lorenzo de El Escorial entre 1993 y 1994 .

Se compuso en Bodoni Old Face BE Regular y se acabó de imprimir en 2012

ASPICIUNT SUPERI

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Durante varios siglos —sobre todo del cuarto al

sexto de nuestra era—, en algunos desiertos, sirios o

egipcios, ascetas solitarios, penitentes e iluminados

de todas clases, sabios y analfabetos, santos e impíos,

proliferaron como las serpientes, los alacranes y las

langostas.

Abundaban entre ellos los sujetos atrabiliarios,

espectacularmente singulares, que tanto podían presu-

mir de santos como de locos, pues la demencia —por

influencia de ciertas sectas orientales— estaba muy

considerada en parte de sus creencias.

Aquí se narran varias historias de misántropos para

entretenimiento, y aun enseñanza, de los que pudieran

estar interesados en el tema.

I S B N 978-84-612-5222-0

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