Enrique de Ofterdingen¡sicos en... · y puedo levantar, alegre, la mirada. Mi sentido más alto...

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Enrique de Ofterdingen Novalis Obra reproducida sin responsabilidad editorial

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Enrique deOfterdingen

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Dedicatoria

Tú has despertado en mí el noble anhelo

de contemplar el corazón del amplio mundo;

tu mano me dio fuerza y confianza

para pasar seguro por todas las tormentas.

Con misteriosos presagios has criado a tu hijo

y lo has llevado por fabulosos prados;

modelo de mujer, de dulces pensamientos,

su corazón moviste para el supremo salto.

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¿Qué es lo que me encadena al peso de estemundo?

¿No son eternamente tuyos mi corazón y mivida?

¿No me protege tu amor en esta Tierra?

Por ti me puedo consagrar al noble arte,

pues tú, amada, quieres ser mi Musa

y el silencioso Genio que protege mi canto.

En mil formas cambiantes nos saluda

la misteriosa fuerza del canto en esta Tierra:

allí es la paz eterna que bendice este mundo;

aquí, la juventud cuya agua nos inunda.

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Ella es la que derrama la luz en nuestros ojos

y la que nos ha dado el sentido de las artes;

el corazón alegre y el corazón cansado

saborean el milagro de una santa ebriedad.

En sus senos repletos me amamanto de vida;

por ella soy ahora lo que soy

y puedo levantar, alegre, la mirada.

Mi sentido más alto dormía todavía,

pero lo veo acercarse volando, como un ángel;

desperté y, volando, con ella me llevó.

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Primera parte: La Espera

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Sus padres se habían ido a la cama, y estabandormidos; sonaba el tic-tac acompasado delreloj de pared; fuera silbaba el viento y sacudíalas ventanas; la claridad de la Luna iluminabade vez en cuando la habitación.

El muchacho, inquieto, tumbado sobre su le-cho, pensaba en el extranjero y en todo lo queéste les había contado.

«No son los tesoros –se decía– lo que ha des-pertado en mí este extraño deseo. Bien lejosestoy de toda codicia. Lo que anhelo es ver laFlor Azul. Su imagen no me abandona; no pue-do pensar ni hablar de otra cosa. Jamás mehabía ocurrido algo semejante: es como si anteshubiera estado soñando, o como si, en sueños,

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hubiera sido trasladado a otro mundo. Porqueen el mundo en que antes vivía, ¿quién hubierapensado en preocuparse por flores? Antes ja-más oí hablar de una pasión tan extraña poruna flor. ¿De dónde venía este extranjero? Na-die de nosotros había visto nunca un hombreasí, y, sin embargo, no alcanzo a saber por quéhe sido yo el único a quien sus palabras hancausado una emoción tan grande. Los demáshan oído lo mismo que yo, y a nadie le ha ocu-rrido lo que me está ocurriendo a mí. ¡Ni yomismo soy capaz de hablar del extraño estadoen que me encuentro! A menudo es tan grandesu encanto... y aunque no tengo ante mis ojos laFlor me siento arrastrado por una fuerza íntimay profunda: nadie puede saber lo que esto es ninadie lo sabrá nunca. Si no fuera porque lo es-toy viendo y penetrando todo con una luz yuna claridad tan grandes pensaría que estoyloco; pero desde la llegada del extranjero todaslas cosas se me hacen mucho más familiares.Una vez oí hablar de tiempos antiguos, en los

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que los animales, los árboles y las rocas habla-ban con los hombres *. Y ahora, justamente, meparece como si de un momento a otro fueran ahablarme, y como si yo pudiera adivinar enellas lo que van a decirme. Debe de haber mu-chas palabras que yo todavía no sé; si supieramás palabras podría comprenderlo todo muchomejor. Antes me gustaba bailar; ahora prefieropensar en la música.»

* _ Alusión a la Edad de Oro. En su primer des-pertar a la poesía Enrique se siente viviendo enesta época de la Humanidad.

El muchacho fue perdiéndose lentamente endulces fantasías y se durmió.

Primero soñó en inmensas lejanías y regionessalvajes y desconocidas. Caminaba sobre el marcon ligereza incomprensible; veía extrañosanimales; se encontraba viviendo entre las másdiversas gentes, tan pronto en guerra, entresalvaje agitación, como en tranquilas cabañas.

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Caía prisionero y en la más afrentosa miseria.Todas las sensaciones llegaban a un grado deintensidad que él no había conocido jamás. Vi-vía una vida de infinitos matices y colores; mo-ría y volvía de nuevo al mundo; amaba hasta lasuprema pasión, y era separado para siemprede su amada.

Por fin, al amanecer, cuando fuera apuntabanlos primeros rayos del Sol, la agitación de suespíritu se fue remansando, y las imágenes fue-ron cobrando claridad y fijeza. Le parecía quecaminaba solo por un bosque obscuro. Sóloraras veces la luz del día brillaba a través de laverde espesura. Pronto se encontró ante undesfiladero que subía montaña arriba. Tuvoque trepar por piedras musgosas, arrancadasde la roca viva y lanzadas corriente abajo porun antiguo torrente. Cuanto más subía másluminoso iba haciéndose el bosque. Por fin lle-gó a un pequeño prado que estaba en la laderade la montaña. Al fondo del prado se levantaba

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un enorme peñasco, a cuyo pie vio una abertu-ra que parecía ser la entrada de un pasadizoexcavado en la roca. Anduvo por él cómoda-mente un buen rato, hasta llegar a un ensan-chamiento, una especie de amplia sala, del quesalía una luz muy clara, que él había visto bri-llar ya de lejos. Así que entró vio un rayo muyfuerte, que, como saliendo de un surtidor, as-cendía hasta la parte alta de la bóveda, paradeshacerse allí en infinidad de pequeñas cente-llas, que se reunían abajo en una gran alberca;el rayo de luz brillaba como oro encendido; nose oía el más mínimo ruido: un sagrado silencioenvolvía el espléndido espectáculo. Se acercó ala alberca, en la que ondeaban trémulos infini-tos colores. Las paredes de la cueva estabanrevestidas de aquel líquido, que no era caliente,sino fresco, y que desde ellas arrojaba una luz aazulada y pálida. Metió la mano en la alberca yse humedeció los labios. Le pareció como si unhálito espiritual penetrara todo su ser, y se sin-tió íntimamente confortado y refrescado. Le

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entró un deseo irreprimible de bañarse; se des-nudó y se metió en la alberca. Le pareció que leenvolvía una nube encendida por la luz delatardecer; una sensación celestial le invadióinteriormente; mil pensamientos pugnaban, coníntima voluptuosidad, por fundirse en él. Imá-genes nuevas y nunca vistas aparecían ante susojos; también ellas penetraban unas dentro deotras, y en torno a él se convertían en seres vi-sibles; cada onda de aquel deleitoso elementovenía a estrecharse junto a él como un delicadoseno. Aquel mar parecía una danza bulliciosa ydesatada de encantadoras doncellas que enaquellos momentos vinieran a tomar cuerpojunto al muchacho.

Embriagado de embeleso, pero dándose cuentamuy bien de todas las impresiones, nadó des-paciosamente, siguiendo la corriente del río,que, saliendo de la alberca, se metía de nuevoen la roca. Una especie de dulce somnolencia leinvadió: soñaba cosas que no hubiera sido ca-

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paz de describir. Una luz distinta le despertó.Se encontró en un mullido césped, a la vera deuna fuente, cuyas aguas penetraban en el aire yparecían desaparecer en él. No muy lejos selevantaban unas rocas de color azul marino,con vetas multicolores; la luz del día que lecircundaba tenía una claridad y una dulzuradesacostumbradas; el cielo era de un purísimoazul obscuro. Pero lo que le atraía con unafuerza irresistible era una flor alta y de un azulluminoso, que estaba primero junto a la fuentey que le tocaba con sus hojas anchas y brillan-tes. En torno a ella había miles de flores de to-dos los colores, y su delicioso perfume impreg-naba todo el aire. El muchacho no veía otracosa que la Flor Azul, y la estuvo contemplan-do largo rato con indefinible ternura. Por fin,cuando quiso acercarse a ella, ésta empezó depronto a moverse y a transmudarse: las hojasbrillaban más y más, y se doblaban, pegándoseal tallo, que iba creciendo; la flor se inclinóhacia él, y sobre la abertura de la corola, que

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formaba como un collar azul, apareció, cornosuspendido en el aire, un delicado rostro. Eldulce pasmo del muchacho iba creciendo anteaquella transformación; en aquel momento lavoz de su madre le despertó, y se encontró enla habitación de sus padres, dorada ya por elsol de la mañana. Enrique estaba demasiadoembelesado para molestarse por esta interrup-ción: dio los buenos días amablemente a sumadre y de todo corazón le devolvió el abrazoque ésta le había dado.

–¡Eh, dormilón! –dijo el padre–. Hace rato quepor tu culpa tengo que estar aquí sentado li-mando, sin poder usar el martillo; tu madrequería dejar dormir a su querido hijo. Hastapara el desayuno he tenido que esperar. Hassido muy listo eligiendo el estudio; por él te-nemos nosotros que trabajar y velar hasta lastantas. Aunque, según me han contado, unverdadero sabio tiene que pasar noches en vela

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también para leer y estudiar las grandes obrasde sus ilustres predecesores.

–Padre –contestó Enrique–, no os enfadéis deque haya dormido hasta tan tarde; ya sabéisque no acostumbro a hacerlo. Tardé mucho endormirme, y tuve al principio muchas pesadi-llas, hasta que, por fin, tuve un sueño tan dulceque tardaré en olvidarme de él; creo que hasido algo más que un sueño.

–Hijo mío –dijo la madre–, a buen seguro quehas estado durmiendo boca arriba, o te habrásdistraído ayer al rezar las oraciones de la noche.No tienes el aspecto de todos los días.

La madre salió de la habitación. El padre conti-nuaba aplicado a su trabajo y decía:

–Son falacias eso de los sueños, piensen lo quequieran los sabios sobre ello; y lo que tú debeshacer es dejarte de tonterías y no pensar enestas cosas: son inutilidades que sólo pueden

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hacerte daño. Se acabaron aquellos tiempos enque Dios se comunicaba a los hombres por me-dio de los sueños; y hoy no podemos compren-der, ni llegaremos a comprenderlo nunca, quédebieron de sentir aquellos hombres escogidosde los que nos habla la Biblia. En aquel tiempotodo debió de ser de otra manera, tanto lossueños como las demás cosas de los hombres.En los tiempos en que ahora vivimos ya noexiste contacto directo entre los humanos y elcielo. Las antiguas historias y las Escrituras sonahora las únicas fuentes por las que nos es dadosaber lo que necesitamos conocer del mundosobrenatural; y en lugar de aquellas revelacio-nes sensibles, ahora el Espíritu Santo nos hablapor medio de la inteligencia de hombres sabiosy buenos, y por medio de la vida y el destino dehombres piadosos. Los milagros de hoy en díanunca han edificado mucho; nunca creí en estosgrandes hechos de que nos hablan los clérigos.Con todo, que aprovechen a quien crea en ellos;

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yo guardaré muy bien de apartar a nadie de suscreencias.

–Pero, padre, ¿por qué sois tan contrario a lossueños? Sean ellos lo que fueren, no hay dudade que sus extrañas transformaciones y su na-turaleza frágil y liviana tiene que darnos quepensar. ¿No es cierto que todo sueño, aun elmás confuso, es una visión extraordinaria que,incluso sin pensar que nos los haya podidomandar Dios, podemos verla como un grandesgarrón que se abre en el misterioso velo que,con mil pliegues, cubre nuestro interior? En loslibros más sabios se encuentran incontableshistorias de sueños que han tenido hombresdignos de crédito; acordaos si no del sueño quehace poco nos contó el venerable capellán de lacorte y que os pareció tan curioso. Pero, aundejando aparte estas historias, imaginar quepor primera vez en vuestra vida tuvierais unsueño. ¿No es verdad que os maravillaríais yque no permitiríais que se discutiera lo extra-

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ordinario de un acontecimiento que para losdemás es una cosa cotidiana? A mí el sueño seme antoja como algo que nos defiende de lamonotonía y de la rutina de la vida; una libreexpansión de la fantasía encadenada, que sedivierte barajando las imágenes de la vida or-dinaria e interrumpiendo la continua seriedaddel hombre adulto con un divertido juego deniños. Seguro que sin sueños envejeceríamosantes. Por esto, aunque no lo veamos como algoque nos llega directamente del cielo, bien po-demos ver al sueño como un don divino, comoun amable compañero en nuestra peregrinaciónhacia la santa sepultura. Estoy seguro de que elsueño que he tenido esta noche no ha sido algocasual, sino que va a contar en mi vida, porquelo siento como una gran rueda que hubieraentrado en mi alma y que la impulsara podero-samente hacia adelante.

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El padre sonrió amablemente, y, mirando a lamadre, que en aquel momento entraba en lahabitación, dijo:

–Madre, Enrique no puede desmentir la horaque le trajo a este mundo: en sus palabras hier-ve el ardiente vino de Italia que había traído yode Roma y que iluminó nuestra noche de bo-das. Entonces también yo era otro hombre. Losvientos del Sur me habían despabilado; rebosa-ba de fuerza y alegría; y tú también eras unamuchacha ardiente y deliciosa. La casa de tupadre estaba desconocida; de todas partes habí-an venido músicos y cantores, y hacía tiempoque no se había celebrado una boda tan alegreen Ausburgo.

–Hace poco estabais hablando de sueños –dijola madre–. ¿Te acuerdas que entonces me con-taste uno que habías tenido en Roma y que fueel que te impulsó a venir a Ausburgo para pe-dir mi mano?

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–Me lo recuerdas en un momento oportuno –dijo el padre–; me había olvidado completa-mente de aquel curioso sueño que me estuvodando que pensar tanto tiempo; pero él es,creo, precisamente, una prueba de lo que acabode decir. Es imposible soñar algo más claro yordenado; ahora mismo podría contar perfec-tamente lo que vi, y, sin embargo, ¿qué signifi-cado ha tenido? Que soñara en ti lda, y quesintiera inmediatamente deseos de que fuerasmía era lo más natural del mundo, porque yoya te conocía: tus gracias me habían conmovidovivamente desde un principio, y lo único queme contenía en el deseo de poseerte era el an-helo de conocer tierras nuevas. Cuando tuveeste sueño mi curiosidad se había aplacado yaun tanto; por esto pudo más entonces la incli-nación hacia ti.

–Contadnos aquel sueño tan extraño –dijo elchico.

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–Una noche –empezó diciendo el padre– habíasalido yo a dar un paseo por Roma. El cieloestaba despejado, y la Luna, con su luz pálida ymisteriosa, bañaba las viejas columnas y losmuros. Mis compañeros seguían a las mucha-chas; a mí, la nostalgia y el amor me llevaron alcampo libre. Al fin, empecé a tener sed, y entréen la primera casa de campo que me pareciótener buen aspecto, para pedir un poco de vinoo de leche. Salió un anciano, que debió de to-marme por un visitante sospechoso. Lo dije loque quería, y en cuanto supo que era extranje-ro, y alemán, me hizo entrar muy amablementeen su habitación, y me trajo una botella de vino.Me hizo sentar y me preguntó cuál era mi ofi-cio. La estancia estaba llena de libros y objetosantiguos. Nos ensartamos en una larga conver-sación: me contó muchas cosas de tiempos pa-sados, de pintores, de escultores y de poetas.Hasta entonces nunca había oído hablar de es-tas cosas de aquel modo. Me pareció como siestuviera en otro mundo, como si hubiera des-

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embarcado en otro país. Me enseñó sellos gra-bados en piedra y otros objetos artísticos anti-guos; después, con viva emoción, me leyó her-mosísimos poemas, y de este modo se nos pasóel tiempo en un momento. Todavía ahora se mealegra el corazón cuando pienso en aquel her-videro de mil extraños pensamientos y sensa-ciones que llenaban mi espíritu aquella noche.Aquel hombre vivía en los tiempos paganoscomo si fueran su propio tiempo; había que vercon qué ardor anhelaba volver a aquel obscuropasado. Por fin me enseñó una habitación en laque podría pasar el resto de la noche, porque sehabía hecho demasiado tarde para volver aRoma. Me dormí en seguida: me parecía queestaba en mi ciudad y que salía por una de suspuertas. Era como si tuviera que ir a algunaparte a hacer algo, pero no sabía adónde teníaque ir ni qué era lo que tenía que hacer. Meencaminé a las montañas del Harz, a toda prisa:se me antojaba que iba a mi boda. No me dete-nía ni un momento; iba campo traviesa por

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bosques y valles, y pronto llegué al pie de unaalta montaña. Cuando llegué a la cumbre diviséante mí la Llanura Dorada *; desde allí domina-ba toda Turingia, ninguna montaña se interpo-nía ante mi vista. Enfrente, al otro lado, se er-guía el Harz, con sus obscuras montañas; y veíamultitud de castillos, monasterios y aldeas.Estando en aquella dulce contemplación se meocurrió pensar en el anciano que me estabahospedando aquella noche y me pareció quellevaba ya mucho tiempo viviendo en su casa.Pronto descubrí una escalera que penetraba enla montaña y descendí por ella. Al cabo de unbuen rato llegué a una gran cueva. Había allíun viejo, vestido con larga túnica, sentado anteuna mesa de hierro mirando fijamente a unadoncella hermosísima que esculpida en mármolestaba frente a él. Su barba había crecido porencima de la mesa de hierro y cubría sus pies.Su aspecto era a la vez severo y amable, y merecordó una de las cabezas antiguas que la no-che anterior me había enseñado mi huésped **.

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Una luz resplandeciente llenaba la cueva. Es-tando yo en este sueño, contemplando al ancia-no, sentí de repente que mi huésped me dabaunas palmadas en el hombro; me cogió de lamano y me llevó a través de largos pasadizos.Al cabo de un rato vi a lo lejos una luz, como siel Sol quisiera entrar en aquella galería. Corrísiguiendo aquella claridad y me encontré enseguida en una verde llanura; pero todo mepareció muy distinto: aquello no era Turingia.Inmensos árboles de hojas grandes y brillantesesparcían sombra por doquier. El aire era muycálido, no obstante su calor no era opresivo. Portodas partes había fuentes y flores, y entre to-das las flores una que me gustaba especialmen-te; me parecía como si las demás se inclinaranante ella.

* _ Llanura que se extiende entre el Harz y elmonte Kyffhäuser.

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** _ Según la leyenda. Federico Barbarrosa nohabía muerto, sino que estaba dormido en unagruta del Kyffhäuser.

–¡Oh, padre!, decidme de qué color era –gritó elhijo, emocionado–. ¿No era azul?

–Puede ser –prosiguió el padre, sin prestaratención a la extraña brusquedad de Enrique–.Me acuerdo sólo que experimenté una sensa-ción extraña y que estuve largo tiempo sinacordarme de mi acompañante. Al fin, cuandome volví hacia él, me di cuenta de que me esta-ba mirando atentamente y de que me sonreíacon íntima alegría. De qué modo salí de aquellugar no sabría decirlo ahora. Estaba de nuevoen la cumbre de la montaña. Mi acompañanteestaba a mi lado y me decía:

«Has visto el milagro del mundo. De ti depen-de que seas el ser más feliz de la Tierra y que,además, llegues a ser un hombre famoso. Fíjatebien en lo que voy a decirte: si el día de San

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Juan, al atardecer, vuelves a este lugar y le pi-des a Dios de todo corazón que te haga com-prender este sueño, te será dada la mayor suer-te de este mundo; fíjate sólo en una florecillaazul que encontrarás aquí; arráncala y enco-miéndate humildemente al Cielo: él te guiará.»

Después, siempre en sueños, me encontré entremaravillosas figuras y seres humanos; tiemposinfinitos, en múltiples transformaciones, pasa-ban revoloteando ante mis ojos. Mi lengua seencontraba como libre de ataduras y todo loque decía sonaba como música. Después deesto todo se volvió de nuevo obscuro, angosto yhabitual; vi a tu madre que me miraba con ojosentre amables y avergonzados; llevaba en susbrazos a un niño resplandeciente; iba a acer-carme cuando de repente este fue creciendomás y más, brillaba y lucía con creciente inten-sidad hasta que por fin, con unas alas blancas yresplandecientes, se levantó por encima de no-sotros nos cogió en brazos y nos llevó volando

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tan arriba que veíamos la Tierra como una es-cudilla de oro bellamente cincelada. Del restodel sueño me acuerdo sólo de una cosa, quevolvieron a aparecer la flor, la montaña y elanciano *. Pero en seguida me desperté y mesentí movido por un gran amor. Me despedí deaquel huésped que me había acogido con tantaamabilidad; él me pidió que volviera a visitarle;así se lo prometí y así lo hubiera hecho de nohaber salido tan pronto de Roma para irme atoda prisa a Ausburgo.

* _ El padre ha tenido un sueño parecido al delhijo, pero no ha sabido interpretarlo: lo que enrealidad era una llamada para la Poesía lo havisto él como un anuncio de su próxima boda.En el primer capítulo de la segunda parte secomenta el carácter no poético del padre deEnrique.

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San Juan había pasado. Ya hacía tiempo que lamadre de Enrique quería ir a Ausburgo a casade su padre: el abuelo todavía no conocía alnieto, a quien tanto quería. Unos buenos ami-gos del viejo Ofterdingen, gente de negocios,necesitaban ir a Ausburgo para sus cosas. Heaquí, pues, que la madre decidió aprovecharesta ocasión para realizar su deseo; tanto másporque de un tiempo a aquella parte notabaque Enrique estaba más silencioso y ensimis-mado que nunca. Lo veía triste o, quizás, en-fermo; pensaba que un viaje largo, el ver gentey países nuevos, y –quién sabe..., esto no lo de-cía ella a nadie– el encanto de una hermosa yjoven paisana suya podrían tal vez ahuyentarlas sombras de la mente de su hijo; esperabaque un cambio así podría devolver quizás aEnrique aquel carácter simpático y alegre quehabía tenido siempre. Al padre le pareció bienel proyecto, y Enrique no cabía en sí de conten-to: qué alegría poder ir a un país, que, por loque desde hacía tiempo le venían contando su

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madre y los viajeros, imaginaba como Paraísoen la Tierra; cuántas veces había soñado con irallí.

Enrique tenía entonces veinte años. Nuncahabía salido más allá de los alrededores de suciudad natal, y no conocía el mundo sino por loque había oído decir de él. Bien pocos libroshabían caído en sus manos. En aquella ciudad,residencia del Landgrave, se llevaba una vidasencilla y tranquila, según las costumbres deaquella época. Incluso el esplendor mismo y lascomodidades de la vida de un príncipe de en-tonces apenas se pueden comparar con las queun hombre acomodado de nuestros días, sin serexcesivamente derrochador, puede ofrecer a sufamilia. Pero esto mismo hacía que el hombrepusiera más cariño y afecto a todos aquellosenseres de que se rodeaba para satisfacer lasmás diversas necesidades de su vida: les dabamás importancia y los apreciaba más. Si el mis-terio de la Naturaleza y el nacimiento de las

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cosas en el seno de ella atraía ya el espíritu deaquellos hombres, llenos de presentimientos yadivinaciones, el extraño arte con que estosenseres habían sido trabajados, la románticalejanía de que venían, lo sagrado de su anti-güedad –porque, conservados cuidadosamente,pasaban de una a otra generación– aumentabanel amor de los hombres hacia estos mudoscompañeros de su existencia. A menudo se leselevaba al rango de sagrados talismanes queguardaban una bendición y un destino especia-les, y de cuya posesión dependía a veces la feli-cidad de reinos enteros y familias dispersas.Una dulce pobreza y una peculiar sencillez,mezcla de severidad e inocencia, adornabaaquellos tiempos; y aquellas pequeñas joyas,escasas pero repartidas con amor, brillaban,tanto más porque eran pocas, en aquella pe-numbra y llenaban de maravillosas esperanzasel espíritu pensativo de aquellos hombres. Si escierto que sólo una sabia distribución de luces,colores, y sombras es capaz de mostrarnos la

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escondida maravilla del mundo visible, y pare-ce darnos una visión nueva y más alta de todo,no hay duda de que esta hábil distribución yesta sabia economía se encontraban por doquieren aquellos tiempos. Sin embargo, hoy en día lasuperior comodidad de que gozamos nos ofre-ce la imagen uniforme y sin matices de unmundo habitual y cotidiano. En todas las tran-siciones, como si fueran una especie de reinosintermedios, se diría que hay una fuerza espiri-tual y superior que quiere salir a la luz; y delmismo modo como en el mundo en que vivi-mos los parajes más ricos en tesoros subterrá-neos y celestes se encuentran entre las grandesmontañas, fragosas e inhóspitas, y las inmensasllanuras, asimismo entre los ásperos tiempos dela barbarie y las edades ricas en arte, en ciencia,y en bienestar se encuentra la época romántica,llena de sabiduría, una época que bajo un senci-llo ropaje encubre una figura excelsa *. ¿A quiénno le ara gusta pasear a la hora del crepúsculo,entre dos luces, cuando el día y la noche se en-

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cuentran y se rompen en mil sombras y colo-res? Hundámonos, pues, en los años en quevivió Enrique, cuando, pletórico de emoción,salía al encuentro de nuevos acontecimientos.

* _ Para Novalis lo romántico, en uno de sussentidos, es lo que se refiere a la conciencia dela gran fuerza que mueve todas las cosas; afloramás en las épocas de transición que en aquellasen las que el hombre cree haber encontrado suestadio definitivo.

El muchacho se despidió de sus compañeros yde su maestro, el anciano y sabio capellán depalacio, que conocía muy bien las grandes cua-lidades de su discípulo y que, encomendándoleal cielo en sus pensamientos, le dijo adiós congran emoción. La condesa era la madrina deEnrique; éste iba a verla a menudo a la Wart-burg; también de ella fue a despedirse el viaje-ro. La noble dama tuvo amables palabras parasu protegido, le dio buenos consejos, le regaló

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una cadena de oro para el cuello y le deseóbuen viaje.

Enrique se separaba con tristeza de su padre yde su ciudad natal. Ahora es cuando sabía loque era separarse de lo que uno ama. Antes,cuando pensaba en el viaje, no había imaginadolo que iba a ser este sentimiento de verse unaarrancado por primera vez del mundo que has-ta entonces había sido suyo y de sentirse comoempujado hacia una orilla desconocida. Es in-mensa la tristeza que se apodera de un joven enesta primera experiencia de lo pasajero de lascosas de este mundo; antes de llegar a estemomento de la vida todo parece necesario, im-prescindible, firmemente enraizado en lo másprofundo de nuestro ser, e inmutable como él.La primera separación es el primer anuncio dela muerte: de su imagen ya no podrá olvidarsemás el hombre; luego, después de haber estadoinquietándole largo tiempo, como una visiónnocturna, a medida que va menguando en él el

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gusto por las apariencias del día y a medidaque va creciendo el anhelo por un mundo másseguro y más estable, esta primera impresión seva convirtiendo en un amable gula y en unamigo Consolador. La proximidad de su madreconfortaba mucho a Enrique. El mundo quedejaba no le parecía aún perdido del todo: elmuchacho la abrazaba con redoblada ternura.

Amanecía cuando los viajeros traspusieron lapuerta de Eisenach, y aquella media luz favore-cía el estado en que se encontraba Enrique.Conforme se iba haciendo de día el viajero ibaviendo mejor las tierras, nuevas para él, queestaban atravesando; y cuando al llegar a unaaltura divisó, iluminado por la luz del sol na-ciente, el paisaje que abandonaba, el joven sin-tió que entre el turbio remolino de sus pensa-mientos brotaban, desde lo más íntimo de suser, antiguas melodías. Se sentía en el umbralde aquellas tierras lejanas que tantas veces, in-útilmente, había querido ver, desde las monta-

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ñas cercanas y de las que él se había hecho uncuadro de extraños colores: estaba a punto desumergirse en aquel mar azul. Tenía ante él laFlor maravillosa. Miraba hacia Turingia, .el paísque estaban dejando atrás, con una extrañaimpresión: le parecía como si, después de lar-gos viajes por los países a los que ahora se diri-gía, volviera a su patria; como si su viaje fueraun viaje de regreso.

Sus compañeros, que iban al principio callados,lo mismo que él, como si a todos les poseyeransentimientos e impresiones semejantes, empe-zaron poco a poco a despertarse y a amenizar elviaje con toda clase de comentarios y narracio-nes. La madre de Enrique creyó que había quesacar a su hijo de las ensoñaciones en las que leveía sumergido y empezó a contar cosas de supatria, de !a casa , de su padre y de la alegrevida que se llevaba en Suabia. Los dos merca-deres asentían a todo lo que decía la madre,ilustraban con detalles y ejemplos todas sus

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narraciones, alababan la hospitalidad del viejoSchwaning y no se cansaban de ponderar lasbellezas de las paisanas de su compañera deviaje.

–Hacéis muy bien en llevar a vuestro hijo allí –decían–. Las costumbres de vuestro país sonmás dulces y agradables. La gente sabe preocu-parse por lo útil sin menospreciar lo placentero.Cada cual busca el modo de satisfacer sus nece-sidades con una limpia alegría y respetando alos demás. El mercader se encuentra a gusto enSuabia; la gente le respeta. Las artes y los ofi-cios prosperan y se ennoblecen allí; al que no esperezoso le parece ligero se el trabajo: tantas ytan varias son las comodidades que éste el leprocura; y aunque esta ocupación pueda sermonótona y pesada, le asegura al hombre elgoce de una gran variedad de frutos provenien-tes de múltiples y agradables actividades. Eldinero, el trabajo, y los productos del trabajo seincrementan mutuamente, se expanden en se-

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guida por el país y hacen florecer sus pueblos yciudades. y del mismo modo como las horasdel día se emplean para el trabajo, las de la no-che se dedican sólo a los hermosos placeres delas artes y la conversación. El espíritu del hom-bre busca descanso y variación, y en qué sitiopuede encontrarlos de un modo más noble ymás bello que en el libre juego y en las obras deuna facultad tan elevada como es su espíritu decreador. En ninguna parte como en Suabiapuede uno oír cantos de tan atractiva belleza,contemplar lienzos de mayor hermosura ni ver,en los salones de danza, movimientos más ala-dos ni figuras más bellas. En el aire natural yespontáneo de la gente y en la animación de lasconversaciones se advierte la proximidad deItalia. Vosotras, las mujeres, podéis dar color alas reuniones, y, sin temor a lo que puedan de-cir, podéis, con vuestro encanto, despertar unaanimada competición por atraer la atención delos hombres. La áspera seriedad y la ruda gro-sería de éstos se convierten allí en una dulce

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vivacidad y en una suave .y moderada alegría,y el amor, bajo mil figuras, pasa a ser allí elgenio que dirige aquellas felices reuniones. Ytodo ello, lejos de favorecer la corrupción decostumbres y de principios, no parece sino fo-mentar el buen orden y la paz, como si los ma-los espíritus huyeran de aquel ambiente dehermosura y encanto, porque no hay duda deque en toda Alemania no podríamos encontrarmuchachas más honestas y esposas más fielesque las de Suabia.

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Italia y Alemania, óleo, Johann FriedrichOverbeck

–Sí, muchacho, los aires claros y tibios del surdisiparán este ceño tímido y taciturno; las ale-gres muchachas os harán más abierto y habla-dor. Ya vuestro nombre, por desconocido allí, yvuestro estrecho parentesco con el viejoSchwaning, que es la alegría de todas las reu-niones, despertarán la curiosidad de las mu-chachas; no os van a faltar hermosos ojos que sefijen en vos. Y a buen seguro que si seguís elconsejo de vuestro abuelo habréis de adornarnuestra ciudad trayéndonos una joya tan her-mosa como la mujer que nos trajo vuestro pa-dre.

La madre de Enrique se sonrojó y agradeciócon una amable sonrisa la hermosa alabanza dela patria que hacían los mercaderes y la buenaopinión que tenían de las mujeres de Suabia; el

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muchacho, a pesar de su ensimismamiento, nohabía podido dejar de escuchar Con gran aten-ción y con íntima complacencia las descripcio-nes que sus compañeros de viaje hacían delpaís que le esperaba.

–Aunque no queráis seguir el oficio de vuestropadre –prosiguieron los mercaderes–y prefiráisdedicaros, según nos han dicho, al estudio, noes preciso por ello que entréis en religión y re-nunciéis a los más bellos placeres de esta vida.Bastante mal es ya que las ciencias y el consejode los príncipes estén en manos de una clasetan apartada de la vida común y con tan pocaexperiencia de las cosas como son los clérigos.En la soledad en que viven, sin tomar parte enlos negocios del mundo, es forzoso que suspensamientos adquieran un dejo de esterilidady que no puedan atender a las cosas de estavida. Hombres sabios y prudentes también losencontraréis en Suabia entre los laicos; podréisescoger la rama del saber humano que más os

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plazca: no os han de faltar los mejores maestrosy consejeros.

Enrique, que al oír esto se había acordado de suamigo el capellán de palacio, dijo al cabo de unrato:

–Aunque yo, con toda mi inexperiencia de lascosas del mundo no os pueda contradecir en loque decís sobre la incapacidad de los clérigospara juzgar y dirigir los asuntos terrenos, per-mitidme que os recuerde a nuestro excelentecapellán de palacio, que sin duda es un ejemplode hombre sabio y de maestro cuyas enseñan-zas y consejos yo nunca podré olvidar.

–Respetamos de todo corazón a este hombretan bueno –contestaron los mercaderes–; sinembargo, sólo estamos de acuerdo en lo quedecís sobre su sabiduría, si por sabiduría en-tendéis aquel modo de comportarse en la vidaque se aviene con la voluntad de Dios. Si leconsideráis tan prudente en las cosas del mun-

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do como versado y docto en las cosas que ata-ñen a la salvación, permitidnos que disintamosde vuestra opinión. Esto no quiere decir quepor ello deje de ser este religioso un hombredigno de la mayor alabanza: hasta tal puntoestá sumido en la ciencia de las cosas sobrena-turales, que no puede preocuparse de ver ypenetrar las terrenas.

–Con todo –dijo Enrique–, ¿no os parece queaquella sabiduría superior es precisamente lamás adecuada para conducir de un modo sere-no y desapasionado los asuntos de los hom-bres?, ¿no os parece que aquella sencillez e in-genuidad, propias de un niño, son capaces deencontrar el recto camino que conduce a travésdel laberinto de las cosas de este mundo de unmodo más seguro que aquella sabiduría cegadapor consideraciones de interés propio y desen-caminada y cohibida por los muchos azares ycomplicaciones de la vida? No sé, pero me pa-rece como si hubiera dos caminos para llegar a

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la ciencia de la historia humana: uno, penoso,interminable y lleno de rodeos, el camino de laexperiencia; y otro, que es casi un salto, el ca-mino de la contemplación interior. El que reco-rre el primero tiene que ir encontrando las co-sas unas dentro de otras en un cálculo largo yaburrido; el que recorre el segundo, en cambio,tiene una visión directa de la naturaleza de to-dos los acontecimientos y de todas las realida-des, es capaz de observarlas en sus vivas y múl-tiples relaciones, y de compararlas con los de-más objetos como si fueran figuras pintadas enun cuadro. Tenéis que perdonarme que oshable como un muchacho soñador: sólo la con-fianza en vuestra bondad y la memoria de mimaestro, que desde hace tiempo me ha enseña-do este segundo camino, que es el suyo, me hanpodido hacer tan osado.

–Hemos de reconocer –dijeron los buenos mer-caderes– que no somos capaces de seguir el hilode vuestros pensamientos; sin embargo, nos

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place ver con qué afecto os acordáis de vuestroexcelente maestro y de qué modo se conoce quehabéis aprendido sus enseñanzas. Nos pareceque tenéis dotes para ser poeta: habláis de unmodo tan fácil y suelto de todo lo que ocurre envuestro espíritu...; nunca os falta la expresiónexacta ni la comparación adecuada. Por otraparte, se os ve inclinado a lo maravilloso, quees el elemento de los poetas.

–No sé –dijo Enrique–; desde hace tiempo oigohablar a menudo de poetas y de trovadores,pero nunca he visto a ninguno. No puedo nisospechar cómo debe ser el extraño arte de es-tos hombres; sin embargo, anhelo siempre oírhablar de él. Me parece como si tuviera quecomprender mucho mejor lo que ahora no espara mí sino un vago presentimiento. Sobrepoesías he oído hablar mucho; sin embargo,nunca me ha sido dado ver una; mi maestro noha tenido nunca la oportunidad de adquirirconocimientos sobre este arte. Nada de la que

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me ha dicho de él lo he podido entender clara-mente. Sin embargo, él pensaba que era un artenoble al que yo me entregaría del todo si algu-na vez me era dado conocerlo. Decía que anti-guamente había sido un arte mucho más ex-tendido, que todo el mundo había tenido unconocimiento mayor o menor de él. Decía quehabía sido un arte emparentada con otras artesexcelsas que hoy en día no se conservan. Que elcantor era un hombre distinguido de un modoespecial por una gracia divina merced a la cualvivía en un mundo invisible desde el que, comoiluminado, predicaba sabiduría celestial a loshombres bajo el ropaje de hermosas canciones.

A esto dijeron los mercaderes:

–En realidad, aunque muchas veces hemos oídocon agrado los cantos de los poetas, jamás noshemos preocupado por desentrañar los secretosde su arte. Es muy posible que la venida de unpoeta al mundo tenga que ver con algún astroespecial, porque realmente hay algo de maravi-

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lloso en este arte. Las otras se distinguen muybien de ésta y se pueden comprender muchomejor. Uno puede saber fácilmente lo que sonla pintura y la música, y con paciencia y cons-tancia puede uno iniciarse sin dificultad en es-tas artes: los sonidos están en las cuerdas, nohace falta más que adquirir la habilidad necesa-ria para moverlas y sacar de ellas una bella me-lodía. En la pintura la gran maestra es la Natu-raleza: ella es la que le ofrece al hombre estainfinidad de hermosas y extrañas figuras, ellaes la que da a las cosas colores, luces y sombras;una mano diestra, :o una mirada certera y unconocimiento del modo de preparar y mezclarlos colores son capaces de imitar perfectamenteeste gran espectáculo. Y por esto es muy fáciltambién comprender el efecto que estas artesproducen en los hombres, el agrado que susobras les proporcionan. El canto del ruiseñor, elmurmullo del viento, las luces, los colores y lasformas nos placen porque dan agradable ocu-pación a nuestros sentidos; y como la Naturale-

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za, que es la autora de todas estas cosas, haproducido también nuestros sentidos y los haconformado según ella, la imitación artificial dela Naturaleza tiene que el agradar forzosamen-te a éstos. La Naturaleza misma quiere gozardel inmenso arte que en ella se encierra: poresto se transforma en seres humanos; en ellosse alegra de su propia magnificencia, separa loplacentero y dulce de las cosas y lo vuelve acrear de un modo tal que, bajo las más variadasformas, puede disfrutar de ello en todo tiempoy lugar. En cambio, en la poesía no hay nadaexterno sobre lo que podamos apoyarnoscuando queremos saber lo que es. No es un arteque cree nada con las manos o por medio deinstrumentos. La vista y el oído no percibennada de ella, porque la acción propia de estemisterioso arte no es el hacernos oír el sonidode las palabras. En la poesía todo es interior: asícomo los otros artistas llenan nuestros sentidosexteriores con sensaciones agradables, el poetallena el santuario interior de nuestro espíritu

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con pensamientos nuevos, maravillosos y pla-centeros. Cuando un poeta canta estamos ensus manos: él es el que sabe despertar en noso-tros aquellas fuerzas secretas; sus palabras nosdescubren un mundo maravilloso que antes noconocíamos. Tiempos pasados y futuros, figu-ras humanas sin número, regiones maravillosasy sucesos extraordinarios surgen ante nosotros,como saliendo de profundas cavernas, y nosarrancan de lo presente y conocido. Oímos pa-labras nuevas y no obstante sabemos lo quequieren decir. La voz del poeta tiene un podermágico: hasta las palabras más usuales adquie-ren en sus labios un sonido especial y son capa-ces de arrebatar y fascinar al que las oye.

–Con lo que me estáis diciendo –dijo Enrique–mi curiosidad se convierte en ardiente impa-ciencia. Por favor, contadme cosas de todos lostrovadores que conozcáis. Nunca me cansaréde oír hablar de estos extraordinarios hombres.De repente me parece como si en mi más tierna

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infancia hubiera oído hablar de ellos en algunaparte, pero no puedo acordarme absolutamentede nada. Pero todo lo que me decís me resultatan claro, tan conocido, vuestras hermosas ex-plicaciones me causan un placer tan grande...

–A nosotros mismos –prosiguieron los merca-deres nos gusta recordar los buenos ratos, queno son pocos, que hemos pasado en Italia, enFrancia y en Suabia en compañía de trovadores.Nos alegra el vivo interés que manifestáis portodo lo que venimos hablando. Cuando se vade viaje por las montañas, como ahora, la con-versación resulta doblemente agradable y eltiempo pasa volando. Quizás os deleitaría oírcontar algunas de las bellas historias de poetasque hemos oído contar en nuestros viajes. Delos cantos que hemos oído poco podemos deci-ros porque el placer y la embriaguez del mo-mento nos impidieron conservarlos en la me-moria; por otra parte, el trajín de nuestro oficioha borrado de nuestras mentes muchos recuer-

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dos. Antiguamente toda la Naturaleza debió deestar más llena de vida y de sentido que ahora.Fuerzas que hoy en día los animales apenasparecen advertir y que sólo el hombre es capazde sentir y gozar, movían entonces cuerpos sinvida; y así era posible que hubiera hombreshábiles que, por sí solos, realizaran hazañas yprovocaran fenómenos que actualmente se nosantojan totalmente inimaginables y fabulosos *.De este modo, según nos cuentan viajeros quetodavía han oído estas leyendas de boca de lagente del pueblo, en tiempos muy remotos, enlas tierras que ocupa ahora el imperio griego,debió de haber poetas, que, con el extraño sonde maravillosos instrumentos, despertaban lasecreta vida de los bosques y los espíritus quese escondían en las ramas de los árboles; hacíanrevivir las simientes y convertían regionesyermas y desérticas en frondosos jardines; do-mesticaban animales feroces y educaban ahombres salvajes, despertando en ellos amablesinstintos y artes de paz, convertían ríos impe-

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tuosos en tranquilas corrientes, y hasta llegabana arrancar a las piedras de su inmovilidad parahacerlas mover al ritmo de sus cantos. Estoshombres debieron de ser al mismo tiempo orá-culos y sacerdotes, legisladores y médicos, por-que su arte mágico era capaz de penetrar lamás profunda esencia de la realidad; conocíanlos secretos del futuro, las proporciones y laestructura natural de todas las .cosas, y hastalas fuerzas interiores y las virtudes curativas delos números, de las plantas y de todas las cria-turas. A partir de entonces la Naturaleza, quehasta aquel momento había sido una selva en laque reinaba la confusión y la discordia, se llenóde múltiples y variados sonidos y de extrañassimpatías y proporciones. Y lo raro es que apesar de que nos han quedado estas hermosashuellas que nos recuerdan la presencia en elmundo de aquellos hombres bienhechores, suarte o su delicada sensibilidad ante la Natura-leza se hayan perdido. En aquel tiempo ocurrió,entre otras cosas, que uno de aquellos extraños

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poetas, o mejor diríamos músicos –porque po-dría ser que la música y la poesía fueran unamisma cosa, o tal vez dos cosas que se necesitanmutuamente como la boca y el oído, pues laboca no es más que un oído que se mueve yque contesta–, ocurrió, digo, que aquél músico** guiso ir por mar a una tierra extranjera. Pose-ía gran cantidad de hermosas joyas y objetos devalor que le habían regalado como prueba deagradecimiento. Pero el brillo y la belleza deestos tesoros no tardaron en tentar la codicia delos marineros; hasta tal punto que se pusieronde acuerdo para apoderarse de ellos, repartírse-los entre todos y arrojar al poeta al mar. Asíque cuando estuvieron en alta mar se lanzaronsobre él y le dijeron que tenía que morir, quehabían decidido arrojarle al agua. El les suplicóuna y otra vez que no le mataran, les dijo queles ofrecía todos sus tesoros como rescate y lesauguró una gran desgracia si intentaban llevara cabo su proyecto. Pero ni una cosa ni otra leshacía desistir de su plan, porque temían que,

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dejándolo con vida, algún día podría revelar sucrimen. Viendo que los marineros estaban re-sueltos a llevar adelante su propósito les pidióque por lo menos antes de morir le permitierancantar su último cantó, y que luego él mismo,con su sencillo instrumento de madera, se arro-jaría al mar delante de todos. Los marinerossabían muy bien que si llegaban a oír su cantomágico no serían capaces de matarlo, porque sucorazón se ablandaría y se sentirían presos deremordimiento. Por esto decidieron otorgarleesta última gracia, pero resolvieron taparse losoídos mientras cantara; de este modo no oiríansu voz y podrían persistir en su empeño. Y asíocurrió. El cantor entonó un canto bellísimo,infinitamente conmovedor. Todo el barco reso-naba, resonaban también las olas; el Sol y lasestrellas aparecieron juntos en el cielo, de lasverdes aguas salían multitud de peces y mons-truos marinos que danzaban al compás deaquella música. Sólo los marineros permanecí-an hostiles a aquella maravilla: con los oídos

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tapados esperaban impacientes el final del can-to. El canto terminó. El poeta, con frente levan-tada y serena, y llevando en sus brazos el mági-co instrumento, saltó al obscuro abismo. Ape-nas había tocado las resplandecientes ondascuando un monstruo marino, agradecido porsu música, cargó sobre su lomo al sorprendidocantor y se lo llevó nadando. Al poco rato habíaalcanzado ya la orilla a la que el poeta quería iry la dejó suavemente entre los juncos de la pla-ya. El poeta se despidió de su salvador cantán-dole una alegre canción y se marchó de allíagradecido. Al cabo de un tiempo, paseandosolo por la orilla del mar, se quejaba con dulcesacentos de la pérdida de aquellas joyas que élquería tanto porque eran para él recuerdos dehoras felices y muestras de amor y gratitud.Todavía no había terminado su canción cuan-do, de repente, oyó un murmullo en el agua: suantiguo amigo se acercaba nadando; el mons-truo abrió sus fauces y dejó caer sobre la arenalos tesoros que los marineros le habían robado.

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Éstos, después que el poeta se hubo arrojado almar, empezaron en seguida a repartirse el bo-tín. Este reparto originó una pelea que terminóen una lucha a muerte en la que perecieron lamayoría de ellos; los pocos que quedaron nopudieron hacerse con el barco, que se estrellócontra la costa y se hundió. Sólo después demuchas penalidades lograron salir con vida,llegando a Tierra con los vestidos hechos jiro-nes y con las manos vacías. Así es como, con laayuda del agradecido animal, que buscó lostesoros por el mar, pudieron llegar éstos a ma-nos de su antiguo dueño.

* _ El poeta es el único hombre capaz de sentirla fuerza espiritual que mueve el mundo.

** _ Leyenda del Poeta Arión; se encuentra yaen Herodoto y en Ovidio.

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Después de una breve pausa, los mercaderesprosiguieron:

–Sabemos otra historia que, aunque es recientey sin duda no relata hechos tan maravillososcomo los que acabáis de oír, con todo es posibleque os guste y que os haga conocer un pocomás los efectos de este extraordinario arte.Había una vez un rey que vivía en un esplén-dido palacio y estaba rodeado de una corte fas-tuosa. De todas las partes del mundo acudíanmultitud de hombres y mujeres que queríanparticipar de la magnificencia y esplendor deaquella vida. En las fiestas, que allí eran diarias,no faltaba nunca la más gran profusión de ex-quisitos manjares, la más bella música, los tra-jes y adornos más lujosos ni los más variadosespectáculos y diversiones; para acabar dehacer agradable la vida en aquel palacio hayque decir que reinaba en él una sabia ordena-ción de todas las cosas: varones prudentes,complacientes y eruditos entretenían a la gente

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y daban alma y vida a las conversaciones, yapuestos galanes y hermosas doncellas eran laverdadera alma de aquellas encantadoras vela-das. El anciano rey, que por otra parte era unhombre grave y severo, tenía dos debilidadesque eran el verdadero motivo de aquella vidaespléndida y a las que se debía todo cuanto sehacía en el palacio. Una de ellas era su hija, a laque amaba con indecible ternura por ser unvivo recuerdo de su esposa, muerta en plenajuventud, y por ser una muchacha de inefablebelleza y encanto. Por ella, por traerle el cielo ala Tierra, el padre hubiera ofrecido todos lostesoros de la Naturaleza y todo el poder delespíritu humano. La otra era su auténtica pa-sión por la poesía y por los poetas. Desde sujuventud había leído con íntimo deleite lasobras de éstos; había dedicado mucho tiempo ymucho dinero en coleccionar poesías de todaslas lenguas, y desde siempre había preferido acualquier otra la compañía de los trovadores.De todos los confines de la Tierra los mandaba

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venir a su corte y los colmaba de honores. Nun-ca se cansaba de escuchar sus cantos, y era fre-cuente que por un canto nuevo de los que a élle arrebataban llegara a olvidar los asuntos másimportantes, llegara a olvidarse incluso de co-mer y de beber. Su hija había crecido entre estascanciones y toda su alma se había convertidoen una tierna melodía, en una sencilla expre-sión de melancolía y nostalgia. La benéfica in-fluencia de aquellos poetas tan protegidos yhonrados por el anciano monarca se hacía notaren todo el país, pero de un modo especial en lacorte. Allí se saboreaba la vida a pequeños sor-bos, como una bebida exquisita, y con un placery una seguridad tanto más puros cuanto quetodas las malas pasiones y los instintos hostileseran conjurados como disonancias de la armo-nía que señoreaba en todos los espíritus. La pazdel alma y la beatitud de la contemplación in-terior de un mundo feliz creado por el hombreeran el tesoro de aquella época maravillosa; y ladiscordia aparecía sólo en las viejas leyendas de

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los poetas como una antigua enemiga del hom-bre. Parecía como si los espíritus del canto nohubieran podido dar a su protector una mejorprueba de su amor era y de su agradecimientoque aquella hija, que poseía todas las graciasque la más dulce fantasía pueda juntar en ladelicada figura de una doncella. Cuando enaquellas hermosas veladas, rodeada de un bellocortejo y vestida con una resplandeciente túni-ca blanca, se la veía escuchar con profundaatención las justas poéticas de los enardecidostrovadores, y cómo, ruborizada, colocaba unafragante corona sobre los rizados cabellos delafortunado vencedor, pensaban todos que esta-ban ante el alma misma de aquel maravillosoarte, ante el espíritu que suscitaba aquellos ver-sos mágicos, y dejaban de admirar los arroba-mientos y las melodías de los poetas.

Sin embargo, sobre aquel Paraíso en la Tierraparecía flotar un misterioso destino. La únicapreocupación de los habitantes de aquellas re-

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giones eran las nupcias de aquella princesa enflor: de ellas dependía la suerte de todo el reinoy la continuidad de aquellos felices tiempos. Elrey estaba cada día más viejo. Él mismo parecíamuy preocupado por el matrimonio de su hija;sin embargo, no se veía por el momento ningu-na posibilidad que pudiera satisfacer los deseosde todos. El sagrado respeto que infundía lacasa del rey impedía que ninguno de los súbdi-tos se atreviera siquiera a pensar en la posibili-dad de poseer algún día a la princesa. Todo elmundo la veía como un ser sobrenatural, y lospríncipes de otros países que en aquella cortehabían manifestado deseos de casarse con lahija del rey parecían estar tan por debajo de ellaque a nadie se le ocurría imaginar que la prin-cesa o el rey pudieran fijarse en ellos. EI senti-miento de distancia que se tenía en aquella cor-te había ido apartando a todos los pretendien-tes, y la fama del gran orgullo de aquella fami-lia real, que se había extendido por todos losreinos, parecía cohibir a los otros, temerosos

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como estaban de no ir más que a buscar unahumillación. Y totalmente infundada no eraesta fama. El rey, a pesar de toda su bondad ydulzura, estaba, sin casi él notarlo, poseído deun sentimiento de superioridad tan grande queno podía concebir la idea de casar a su hija conun hombre de inferior condición o de cuna me-nos noble; el simple pensamiento de esta posi-bilidad se le hacía insoportable. El gran valorde aquella doncella, sus cualidades excepciona-les no habían hecho más que afianzar este sen-timiento en el anciano monarca. Procedía deuna antigua estirpe real de Oriente. Su esposahabía sido la última rama de la descendenciadel famoso héroe Rustan *. En sus cantos, lospoetas le habían hablado siempre de su paren-tesco con aquellos seres sobrehumanos que undía habían sido señores del mundo; y en el má-gico espejo de la poesía, la distancia entre suestirpe y la de los otros hombres, la majestad yesplendor de su ascendencia brillaban con talintensidad que le parecía que la noble casta de

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los poetas era el único vínculo que le unía conel resto de la humanidad. Inútilmente buscabaun segundo Rustan; al mismo tiempo veía queel corazón en flor de su hija, el estado de sureino y su avanzada edad hacían desear, entodos los aspectos, el matrimonio de la donce-lla.

* _ Rustan, uno de los héroes más importantesde la épica iránica.

No muy lejos de la corte, en una hacienda apar-tada, vivía un anciano cuya sola ocupación erala educación de su único hijo; aparte de estodaba consejos a los campesinos que se encon-traban en casos graves de enfermedad. Su hijoera un muchacho de talante serio que vivía en-tregado totalmente al estudio de la Naturaleza,ciencia en la que su padre le había instruidodesde la infancia. Hacía ya varios años que elanciano había llegado desde lejanas tierras aaquel país pacífico y próspero, y no anhelabaotra cosa que gozar de la dulce paz y del sosie-

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go que el monarca infundía en todo su reino.Aprovechaba aquella situación para estudiarlas fuerzas secretas de la Naturaleza y transmi-tir a su hijo aquellos apasionantes conocimien-tos; éste revelaba una gran disposición paraestos estudios, y parecía que la Naturaleza ma-nifestara una especial predisposición para con-fiar sus enigmas a un espíritu tan profundocomo el suyo. El aspecto exterior del muchachono llamaba la atención en nada: sólo el que tu-viera un sentido especial para descubrir la se-creta condición de su noble espíritu y la des-usada claridad de su mirada habría sido capazde ver en él algo especial. Cuanto más se lemiraba mayor atracción se sentía por él, y nadiepodía separarse de su lado cuando escuchabasu voz penetrante y dulce y su discurso fácil yatrayente.

Los jardines de la princesa llegaban hasta elbosque que ocultaba la vista del pequeño valleen el que se encontraba la hacienda del viejo.

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Un día, la princesa se había ido a pasear a caba-llo por el bosque; iba sola: de este modo podía,con mayor tranquilidad, ir siguiendo el hilo desus fantasías e ir repitiendo algunos de los can-tos que le habían gustado. El frescor de aquelprofundo bosque hacía que se fuera adentrandomás y más en sus sombras; de este modo llegóa la hacienda en la que vivían el anciano y suhijo. Tenía sed; bajó del caballo, lo ató a un ár-bol, y entró en la casa a pedir un poco de leche.El muchacho, que se encontraba en aquel mo-mento allí, casi se asustó al ver ante sus ojos laimagen encantadora de una mujer majestuosa,adornada con todos los encantos imaginablesde juventud y belleza, y divinizada, casi, por latransparencia indefiniblemente atractiva de unalma pura, inocente, y noble. El muchacho seapresuró a satisfacer aquella súplica, que en lavoz de la doncella había sonado como un cantoceleste; mientras tanto, con un gesto modesto yrespetuoso, el anciano se acercó a la muchachay la invitó a sentarse junto a una sencilla lum-

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bre que estaba en el centro de la casa y en laque ardía, silenciosa y juguetona, una leve lla-ma azul. Con sólo entrar, la doncella se sintiósorprendida por las mil cosas curiosas queadornaban la estancia, por el orden y la pulcri-tud del conjunto, y por un cierto aire como reli-giosos que impregnaba toda la pieza; la senci-llez en el vestir de aquel venerable anciano y eldiscreto continente de su hijo corroboraron estaprimera impresión. El padre la tomó en seguidapor una persona de la corte, por la riqueza desus vestiduras y por la nobleza de su prote.

Mientras el hijo había ido por la leche, la prin-cesa preguntó sobre algunas de las cosas que lehabían llamado la atención, especialmente porunos cuadros antiguos y curiosos que estabanjunto al hogar al lado de la silla que le habíaofrecido el anciano; éste se los enseñó con granamabilidad y con explicaciones que atraíanvivamente la atención de la doncella.

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El joven volvió pronto con una jarra de lechefresca y se la ofreció a la muchacha con un ges-to a la vez sencillo y respetuoso.

Después de haber tenido una agradable con-versación con los dos, la princesa, con la mismaexpresión de dulzura con que se había presen-tado a ellos, les dio las gracias por su amablehospitalidad y, ruborizada, les pidió que la de-jaran volver, porque quería gozar de nuevo deaquellas explicaciones que tantas cosas intere-santes le decían sobre las cosas admirables quese encontraban en aquella casa; y subiendo alcaballo se marchó sin haber dicho quién era,porque se dio cuenta de que ni el padre ni elhijo habían ante advertido que era la hija delrey. A pesar de que la capital estaba tan cerca,tanto el padre como el hijo habían procuradoevitar siempre el tumulto de la gente, sumidoscomo vivían en sus estudios, y el muchachonunca había sentido deseos de tomar parte enlas fiestas de la corte: no se separaba nunca de

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su padre más que una hora al día, como máxi-mo, para pasearse por el bosque, buscando ma-riposas, insectos, y plantas, a veces, y escu-chando la tranquila voz de la Naturaleza a tra-vés de sus múltiples y varios encantos externos.

El sencillo acontecimiento de aquel día habíadejado huella en el alma de los tres. El ancianose había dado cuenta enseguida de la profundaimpresión que la desconocida había causado ensu hijo, y lo conocía lo bastante para saber queuna impresión como aquella había de durar enél toda su vida. Sus pocos años y la naturalezade su corazón habían de convertir en inclina-ción invencible una primera impresión como laque había tenido aquel día *. Ya hacía tiempoque el anciano esperaba esto. La extremadagentileza y bondad de aquella aparición le in-fundían, sin él mismo darse cuenta, una íntimasimpatía por aquel naciente amor, y su espíritu,confiado, alejaba de él toda preocupación por

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las consecuencias que pudiera tener aquel granencuentro fortuito.

* _ En esta narración se encuentra prefiguradoel amor de Enrique por Matilde (capítulo 6 ysiguientes).

La princesa, cabalgando hacia palacio, sentíaalgo que no había sentido nunca: se abría anteella un mundo nuevo; una sensación única,como de clarobscuro, maravillosamente móvily vivaz, le impedía pensar propiamente en na-da. Un velo mágico envolvía, con amplios plie-gues, su conciencia, hasta entonces tan clara; leparecía que si este velo se levantara iba a en-contrarse en un mundo sobrenatural. El re-cuerdo de la poesía, el arte que hasta aquelmomento había ocupado toda su alma, se habíaconvertido en un canto lejano que enlazaba supasado con el extraño y dulce sueño de ahora.

Cuando llegó a palacio se sintió como asustada,casi, ante la magnificencia de aquella corte y el

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esplendor y brillantez de la vida que en ella sellevaba, pero más que nada la asustó también labienvenida que le dio su padre: por primeravez en su vida el rostro del monarca infundíaen ella un respeto mezclado de temor. Le pare-cía absolutamente necesario no decir ni unasola palabra sobre su aventura. Todo el mundoestaba demasiado acostumbrado a su seriedadsoñadora, a su mirada perdida en fantasías yprofundas meditaciones para notar en ella nadaextraordinario. Ya no se encontraba en aqueldulce estado de espíritu en que se encontrabaantes: todos los que la rodeaban le parecíandesconocidos; una extraña angustia la estuvoacompañando todo el día, hasta que por la no-che la alegre canción de un poeta que exaltabala esperanza y cantaba los milagros de la fe enel cumplimiento de nuestros deseos la llenó deun dulce consuelo y la meció en el más agrada-ble de los sueños.

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El muchacho, por su parte, en cuanto se hubodespedido de ella, se adentró enseguida en elbosque; escondido en los matorrales que ro-deaban el camino, había seguido a la princesahasta la puerta del jardín de palacio; luego vol-vió a casa por el mismo camino que había reco-rrido la doncella. De repente vio a sus pies unacosa que brillaba vivamente. Se inclinó acoger-la: era una piedra de color rojo obscuro que porun lado lanzaba fuertes destellos y por el otrotenía grabadas unas cifras ininteligibles. El mu-chacho la miró: era una gema de gran precioque le pareció haber visto en la parte central delcollar que llevaba la desconocida. Como si tu-viera alas en los pies, y como si la doncella es-tuviera todavía en su casa, el muchacho corrió atoda prisa a enseñar la piedra a su padre. Losdos acordaron que a la mañana siguiente eljoven volvería al camino en el que había encon-trado la piedra y esperaría a ver si alguien ibaen busca de ella; si no, la guardarían hasta la

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próxima visita de la desconocida para devol-vérsela a ella directamente.

El muchacho estuvo casi toda la noche contem-plando la gema; al amanecer sintió deseos irre-primibles de escribir algunas palabras en lahoja en la que iba a envolver la piedra. El mis-mo no sabía exactamente qué querían deciraquellas palabras que escribió:

Un signo misterioso está grabadoprofundamente en la sangre ardiente de esta piedra;se puede comparar a un corazónen el que descansa la imagen de la Desconocida.

En torno a aquélla brillan mil centellas,en torno a éste un torrente de luz.Aquélla oculta un gran resplandor,¿conseguirá éste el corazón de su corazón?

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Apenas despuntó el día, el muchacho se pusoen camino y se dirigió a toda prisa a la puertadel jardín del palacio.

Entre tanto, la noche anterior, al desvestirse, laprincesa notó que en su collar faltaba aquellapiedra preciosa que era a la vez un recuerdo desu madre y un talismán cuya posesión le asegu-raba la libertad de su persona, de tal modo quecon él no podía caer en poder de nadie contrasu voluntad.

Aquella pérdida le causó sorpresa más que te-mor. Se acordaba de que el día anterior, enaquel paseo que había dado por el bosque lle-vaba todavía aquella piedra, y estaba segura deque debía haberla perdido o bien en la casa delanciano o bien en el bosque, de regreso al pala-cio; todavía recordaba muy bien el camino; asíque decidió salir de buena mañana a buscar lapiedra, y esta idea la puso tan contenta que casiparecía que se alegraba de la pérdida de aque-

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lla joya: así tenía ocasión de volver a recorreraquel camino.

Con la primera luz del día, atravesó la princesael jardín de palacio y se dirigió al bosque; comoandaba más deprisa de lo acostumbrado, en-contró muy natural que su corazón latiera fuer-temente y que sintiera una opresión en el pe-cho. Empezaba el Sol a dorar las copas de losviejos árboles, que se agitaban con un suavemurmullo como si quisieran despertarse unos aotros de sus sueños nocturnos para saludartodos juntos al gran astro, cuando la princesa,sorprendida por un ruido lejano, levantó lavista y vio cómo el muchacho, que en aquelmomento la había visto también a ella, corría asu encuentro.

Como clavado en el suelo, permaneció quietounos momentos mirando fijamente a la donce-lla; parecía que quisiera convencerse de que erarealmente ella a quien tenía ante sus ojos y no auna visión ilusoria. El muchacho y la doncella

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se saludaron con una expresión contenida dealegría como si hiciera ya tiempo que se cono-cieran y se amaran. Antes de que la princesapudiera explicarle el motivo de su paseo mati-nal, el joven, ruboroso y palpitante de emoción,le entregó la piedra envuelta en el papel quecontenía los versos escritos la noche anterior.Parecía como si la princesa adivinara ya lo queéstos decían. La doncella tomó el envoltorio conmano temblorosa y, como sin darse cuenta,casi, premió el feliz hallazgo del muchacho col-gándole una cadena de oro que llevaba ella enel cuello. Turbado y confuso se arrodilló él asus pies, y cuando la princesa le preguntó porsu padre el muchacho estuvo unos instantes sinpoder articular una sola palabra. Ella, bajandola vista, le dijo a media voz que volvería prontoa su casa, que tenia grandes deseos de aprove-char el ofrecimiento que le había hecho su pa-dre de enseñarle todas aquellas cosas que habíavisto en su primera visita.

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La princesa volvió a dar las gracias al mucha-cho, con de extremada efusión, y sin volver lavista se encaminó lentamente al palacio. El mu-chacho no pudo proferir palabra alguna. Hizouna profunda inclinación de cabeza y fue si-guiendo a la doncella con la vista durante unbuen tiempo, hasta que desapareció entre losárboles.

Pocos días después la princesa fue por segundavez a casa del anciano, y a esta visita siguieronotras. El muchacho acabó acompañándola entodos estos paseos. A una hora convenida larecogía en la puerta del jardín, y luego la volvíaa acompañar a palacio. A pesar de la gran con-fianza que ella iba teniendo hacia su compañe-ro, hasta el punto de que ninguno de los pen-samientos de su alma celestial permanecíanocultos al joven, la doncella guardaba un silen-cio impenetrable sobre su condición de hija delrey.

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Parecía como si su elevada cuna le infundiera aella misma un secreto temor. Por su parte elmuchacho le entregaba también toda su alma.Padre e hijo la tomaban por una doncella noblede la Corte. Ella profesaba al anciano el cariñode una hija. Las caricias que le hacía eran comodulces presagios de la ternura que sentiríahacia su hijo. No tardó en convertirse en unmiembro más de aquella maravillosa casa; convoz celestial y acompañándose de un laúd, can-taba dulces canciones al anciano y a su hijo;éste, sentado a los pies de la muchacha, escu-chaba lo que le decía ésta sobre el dulce arte dela poesía; ella, a su vez, oía de los ardorososlabios del muchacho la clave de los misteriosque la Naturaleza expande por doquier. Le en-señaba de qué modo el mundo había surgidopor las extrañas simpatías que existían entre loselementos, y cómo los astros se habían dispues-to en melodiosos corros. Y toda la historia de laformación del mundo aparecía en el espíritu deella a través de aquellas sagradas explicaciones.

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La doncella se quedaba como extasiada cuandosu alumno, en los momentos de mayor inspira-ción, cogía a su vez el laúd y con un arte increí-ble prorrumpía en los más bellos cantos.

Un día, acompañándola al palacio, el muchachosintió que una fuerza especial se apoderaba deél y le infundía una desacostumbrada osadía;también la habitual reserva y discreción de ladoncella se sintieron aquel día desbordados porun amor más fuerte que de costumbre: así fuecomo, sin saber ellos mismos de qué modo,cayeron uno en brazos del otro, y un ardientebeso de amor, el primero, fundió para siempreaquellos dos seres en uno.

De repente el cielo se obscureció y un vientohuracanado empezó a rugir en las copas de losárboles. Espesos nubarrones corrían en direc-ción hacia ellos trayendo la obscuridad de lanoche: una gran tormenta se cernía sobre ellos.El muchacho se afanaba por poner a la doncellaa salvo de aquella terrible tempestad y del peli-

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gro de que los árboles que arrancaba pudieranherirla; pero la gran obscuridad y el miedo deque pudiera ocurrirle algo a su amada hicieronque no acertara a encontrar el camino y fueraadentrándose cada vez más en el bosque. Sumiedo iba creciendo conforme se iba dandocuenta de su error. La princesa pensaba en laangustia del rey y de la gente de palacio. A ve-ces, como una espada, un terror indescriptibleatravesaba su corazón; sólo la voz de su amado,que no cesaba de consolarla, lograba devolverleel ánimo y la confianza, y aliviar la opresión desu pecho. La tempestad seguía rugiendo; todoslos esfuerzos por encontrar el camino eran in-útiles, y los dos enamorados se sintieron felicesal descubrir, a la luz de un rayo, una cueva que,no lejos de ellos, se abría en la escarpada pen-diente de una colina cubierta de bosque; allíesperaban encontrar un refugio seguro contralos peligros de la tempestad y un lugar de re-poso para sus exhaustas fuerzas. La suerte lesfue propicia. La cueva estaba seca y cubierta de

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limpio musgo. El muchacho encendió ensegui-da un fuego con musgo y pequeñas ramas se-cas, junto al cual pudieron secarse. Los dosenamorados se encontraban así solos, uno juntoa otro, en un deleitoso apartamiento del mun-do, a salvo de peligro, en un lugar tibio y con-fortable.

En el fondo de la cueva colgaba un matojo dealmendro silvestre cargado de fruto, y no lejosde él encontraron un hilillo de agua fresca paracalmar su sed. El muchacho llevaba el laúd, yeste instrumento les deparó un esparcimientoalegre y sosegado junto al crepitar del fuego.Una fuerza superior parecía querer soltar rápi-damente todo nudo dejando que los amantes seabandonaran a la romántica situación a la queel azar les había llevado. La inocencia de suscorazones, el estado de especial encantamientoen que se encontraban sus almas y la irresistiblefuerza de la dulce pasión juvenil que les unía,les hizo olvidar pronto el mundo y sus relacio-

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nes, y, mecidos por el canto nupcial de la tem-pestad y bajo las antorchas festivas de los ra-yos, les sumió en la más dulce embriaguez quehaya podido gozar jamás ninguna pareja mor-tal.

El alborear de una mañana azul y luminosa fuepara ellos como el despertar en un mundo nue-vo y feliz. Sin embargo, un torrente de ardien-tes lágrimas que brotaron de los ojos de la prin-cesa le revelaron al muchacho las mil cuitas quese despertaban también en el corazón de ella.Aquella noche había representado para él comouna serie de años: de mozo se había convertidoen hombre. Con gran exaltación consolaba a suamada recordándole lo sagrado del verdaderoamor, la gran fe que infundía en los corazonesde los hombres, y pidiéndole que tuviera con-fianza en el espíritu que protegía su corazón yesperara de él el más sereno porvenir. La prin-cesa sintió la verdad de las palabras de consue-lo del muchacho y le confesó que era la hija del

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rey y le dijo que lo único que le infundía temorera el orgullo de su padre y la aflicción quehabría de causarle aquel amor. Después de me-ditarlo larga y profundamente convinieron enlo que había de hacer, y el muchacho se pusoinmediatamente en camino para ir a encontrara su padre y explicarle sus planes. Prometiendoa la princesa volver muy pronto con ella, la dejósosegada y en medio de dulces pensamientossobre lo que iba a suceder después de los acon-tecimientos de aquel día.

El muchacho no tardó en llegar a casa de supadre; el anciano se alegró de verle llegar sanoy salvo, escuchó el relato de lo que había suce-dido aquel día y de lo que los dos enamoradospensaban hacer, y, después de meditarlo unosmomentos, le dijo que estaba dispuesto a ayu-darle. Su casa estaba en un lugar bastante es-condido y tenía algunas habitaciones subterrá-neas en las que podía ocultarse fácilmente unapersona. Allí viviría la princesa. Así que al ano-

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checer fueron a buscarla. El anciano la acogiócon gran emoción. Luego, una vez se encontrósola en aquel refugio, la joven solía llorar siem-pre que se acordaba de su padre y de la tristezaque el viejo rey sentiría por la ausencia de suhija; sin embargo, a su amado le ocultaba estedolor; sólo hablaba de ello con el anciano, elcual la consolaba amorosamente, diciéndoleque pronto volvería con su padre.

Entre tanto, en palacio hubo una gran conster-nación cuando por la noche notaron la falta dela princesa. El rey estaba fuera de sí, y mandógente a buscarla por todas partes. Nadie supodar razón de su desaparición. A nadie se leocurría que una aventura amorosa pudiera serla causa de aquella ausencia; nadie pensabatampoco en un posible rapto, tanto más cuantoque en la corte no faltaba más que ella. Nohabía lugar a la más leve sospecha. Los mensa-jeros mandados por el rey volvieron con las

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manos vacías, y el monarca cayó en una pro-funda tristeza.

Sólo cuando al atardecer comparecían ante éllos trovadores con algunas de sus bellas can-ciones, en el rostro del anciano parecía dibujar-se levemente la alegría de antes: le parecía vercerca de él a su hija, y con aquellos cantos co-braba la esperanza de volver a verla pronto.Pero cuando de nuevo se encontraba solo se lepartía otra vez el corazón de pena y lloraba congrandes sollozos.

«¿De qué me sirve –pensaba para sí– toda lamagnificencia de mi corte y toda la gloria de miestirpe si ahora soy más desdichado que nin-gún otro hombre? Nada puede suplir la falta demi hija. Sin ella hasta los cantos de los trovado-res no son más que palabras vacías y vanosartificios. Ella era el milagro que daba a estoscantos vida y alegría, forma y poder. ¡Quiénpudiera ser el más humilde de mis siervos! En-tonces tendría todavía a mi hija, y a lo mejor

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también un yerno, y nietos sentados sobre misrodillas: entonces sí sería rey, no ahora. No sonla corona y el imperio lo que hacen a un hom-bre rey. Es aquel sentimiento, total y desbor-dante, de felicidad y paz, de satisfacción por losbienes que la Tierra nos da, de ausencia de am-bición. Esto es un castigo por mi soberbia. Notuve bastante con la pérdida de mi mujer. Yheme aquí ahora sumido en una miseria sinlímites.»

Así se quejaba el rey en sus momentos de másardiente nostalgia. A veces le salía de nuevo suantigua severidad y su orgullo. Encolerizadoante sus propias quejas, quería sufrir y callarcomo un rey; creía que su dolor era mayor queel de cualquier otro, y que era cosa que corres-pondía a un rey el sufrir más que nadie. Peroluego, al anochecer, cuando entraba en las habi-taciones de su hija y veía sus vestidos colgados,y todas sus pequeñas cosas colocadas sobre lasmesas, como si la doncella acabara de salir de

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allí, olvidaba todos sus propósitos, perdía sucontinente real y llamaba a sus más humildescriados y les pedía que se compadecieran de él.y toda la ciudad, todo el reino lloraban y gemí-an de todo corazón con el monarca.

Y ocurrió, curiosamente, que por todo el paíscorría una leyenda que decía que la princesaestaba viva y que volvería pronto con un espo-so. Nadie sabía de dónde venía aquella leyen-da, pero todo el mundo se atenía a ella con ale-gre confianza hasta el punto que todos espera-ban con impaciencia el pronto regreso de la hijadel rey *. Así pasaron muchas lunas hasta quevolvió la primavera.

* _ Adviértase que, según el sistema novaliano,la poesía precede a la realidad, porque lo quemueve la realidad es, precisamente, la poesía.

«Apuesto lo que queráis –decían algunos conextraño optimismo– a que con la primaveravuelve también la princesa».

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Hasta el mismo rey estaba más sereno y másesperanzado. La leyenda se le antojaba la pro-mesa de un poder bienhechor. Las antiguasfiestas recomenzaron; para que en la corte vol-viera a florecer el esplendor de antes parecíaque sólo faltaba la princesa.

Una noche, justamente el día que se cumplía elaño de la desaparición de ésta, se encontrabatoda la corte reunida el jardín. El aire era tibio ysereno; tan sólo una leve brisa dejaba oír allíarriba, en las copas de los viejos árboles, comosi fuera el anuncio de un alegre cortejo que seacercara desde la lejanía. En medio de la lumi-naria de las antorchas y esparciendo miles decentellas por doquier, hasta la obscuridad delas sonoras copas, se levantaba un gran surti-dor; el ruido del agua acompañaba la músicade los múltiples y variados cantos que sonabanbajo aquella fronda. El rey estaba sentado sobreuna rica alfombra, y en torno a él, con sus ves-tidos de gala, se hallaba reunida toda la corte.

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Una gran multitud llenaba completamente eljardín en torno a aquel gran espectáculo. Aque-lla noche, precisamente, se encontraba el reysumido en profundos pensamientos: con mayorclaridad que nunca veía ante sus ojos la imagende su hija ausente; pensaba en los días felicesque, hacía entonces justamente un año, habíanterminado de un modo tan inesperado. Se sen-tía poseído de una gran nostalgia, y abundanteslágrimas bañaban su venerable rostro, pero almismo tiempo sentía también una extraña se-renidad: le parecía como si aquel año de triste-zas no hubiera sido más que un mal sueño, ylevantaba la vista como si quisiera buscar entrela gente y los árboles la imagen excelsa, sagra-da, encantadora de su hija. En aquel momentolos trovadores acababan de terminar sus cantos;un profundo silencio parecía delatar la emociónde todos, porque los poetas habían cantado lasalegrías del retorno, de la primavera y del futu-ro, que engalana las esperanzas de los hombres.

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De repente el suave sonido de una hermosavoz, desconocida de todos y que parecía llegarde bajo la fronda de una encina secular, inte-rrumpió el silencio del jardín Todos dirigieronla mirada hacia el lugar de donde provenía lavoz y vieron a un muchacho vestido de un mo-do sencillo, aunque desusado, que, con un laúden las manos proseguía tranquilamente su can-ción; al advertir que el rey dirigía hacia él sumirada, le correspondió con una profunda in-clinación de cabeza. Su voz era extraordinaria-mente bella y su canción tenía un aire extraño ymaravilloso. Hablaba del origen del mundo, dela aparición de los astros, de las plantas, de losanimales y de los hombres; de la simpatía om-nipotente de la Naturaleza, de la edad de oro yde sus dioses: Amor y Poesía; de la aparicióndel odio y la barbarie, y de la guerra que estasfuerzas tuvieron con aquellas divinidadesbienhechoras, y, finalmente, de la victoria deestos últimos que en el futuro traería el fin detoda aflicción, la nueva juventud de la Natura-

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leza y el retorno de una edad de oro que notendría fin.

Mientras tanto, como fascinados por aquel can-to, los viejos poetas se habían ido acercando entorno a aquel misterioso extranjero. Un entu-siasmo jamás sentido se apoderaba de todos losespectadores, y el mismo rey se sentía comotransportado por un torbellino celestial. Nuncase había oído un canto como aquél, y todoscreían estar ante un ser del otro mundo, tantomás porque, conforme avanzaba su canto, elmuchacho parecía volverse cada vez más her-moso, más espléndido, y su voz cada vez máspotente. La brisa jugaba con sus rizos dorados.Entre sus manos el laúd parecía cobrar vida, ysu mirada, como embriagada, parecía sumidaen la contemplación de un mundo escondido.Hasta la misma inocencia, como de niño, y lasencillez de su rostro les parecía a todos venirde otro mundo. El canto terminó. Los ancianospoetas abrazaban fuertemente al muchacho

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llorando de alegría. Un júbilo íntimo, callado,corría por toda la multitud. El rey se acercóconmovido al joven. Éste se arrojó humilde-mente a sus pies. El rey le hizo levantar, loabrazó de todo corazón y le dijo que le pidierauna gracia. Él, ruborizado, le pidió que le hicie-ra la merced de escuchar otra canción, y quedespués de haberla oído decidiera sobre lo quele iba a pedir. El monarca retrocedió unos pasosy el extranjero empezó:

El trovador va por ásperos senderos,su túnica se rasga entre zarzales,ha de cruzar torrentes y pantanosy nadie quiere tenderle la mano.

Solitario y sin rumbo, su corazón cansadoderrama el gran torrente de sus quejas;apenas puede ya sostener el laúdy un profundo dolor se apodera de él.

«Triste es la suerte que me dio el destino:

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andar errante, no tener a nadie,a todos llevar paz y diversióny que nadie conmigo las comparta.Por mí, sólo por mí, es por quien el hombrese alegra de su vida y de su hacienda.Y así, cuando me dan limosna escasa,crece la súplica en mi corazón.

Indiferentes me dejan marcharigual que ven pasar la primavera,y ninguno por mí se inquietarácuando, apenado, me aleje de ellos.Ansían solamente la cosechay no saben que soy yo quien la ha sembrado;yo puedo en un poema el cielo darles,y ellos ni una oración rezan por mí.

Lleno de gratitud siento en mis labiospoderes mágicos: de mí no se separan.¡Oh si sintiera también en mi mano derechalos lazos mágicos del amor!Pero nadie se ocupa del menesterosoque llegó hambriento de un país lejano.

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¿Qué corazón se apiadará de ély le librará de su dolor profundo?»

El cantor cae entre las altas hierbasy se duerme con llanto en las mejillas,pero, el Espíritu divino de sus cantosplanea sobre él y le consuela.«Olvida desde ahora tus dolores,pronto te verás libre de tus cargas;lo que en vano buscaste por las cuevaslo encontrarás ahora en el palacio.

Cerca estás ya de la gran recompensa,tu senda tortuosa terminará muy pronto;tu corona de mirto va a ser una diadema,la más fiel de las manos se posa sobre ti.Un corazón sonoro está llamandoa convertirse en la gloria de un trono;el poeta va subiendo las ásperas gradas,el poeta se convierte en el hijo del rey.» *

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* _ Una vez más: lo que el espíritu del canto ledice al muchacho, en sueños, es lo que ocurriráen la realidad.

Al llegar a estos versos un extraño pasmo sehabía apoderado de todos: durante las últimasestrofas había aparecido un anciano que acom-pañaba a una figura femenina, cubierta con unvelo, de noble porte y con un hermosísimo niñoen brazos. El anciano y la dama se habían colo-cado detrás del cantor; el niño miraba sonrientea aquella multitud, extraña para él, y alargabasus manecitas hacia la resplandeciente diademaque el rey llevaba sobre su cabeza. Pero el pas-mo de todos fue todavía mayor cuando, de re-pente, el águila preferida del rey, la que él lle-vaba siempre consigo, descendió de entre aque-llos grandes árboles llevando en el pico unacinta dorada que debió de haber cogido de lashabitaciones de palacio; el ave se posó sobre lacabeza del muchacho y dejó caer la cinta sobresus rizados cabellos. Este se asustó por unos

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momentos; el águila, sin la cinta ya, fue a colo-carse al lado del rey. El niño alargaba sus bra-zos pidiendo la cinta; el muchacho se la dio, yluego, hincando las rodillas ante el rey y convoz conmovida, prosiguió su canto de esta ma-nera:

Dejando el trovador sus bellos sueñoscon alegre impaciencia se levanta,bajo los grandes árboles caminahacia el portal de bronce del palacio.Los muros son pulidos como acero,pero él con su canción puede escalarlosy pronto, entre amorosa y dolorida,baja la hija del rey hasta sus brazos.

Amor estrechamente los enlaza;les hace huir el fragor de los guerreros.Ambos se entregan a las dulces llamasen su refugio de la noche calma.Y temerosos, quedan escondidos,pues la ira del rey los amedranta.

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Así, para el dolor y para el gozo,les llega el despertar cada mañana.

El trovador con suaves melodíasa la joven madre da esperanza.Un día atraído por los cantos,allí ha llegado el rey hasta la cueva.Su hija, al nieto de dorados rizosle ofrece apartándolo del pecho;con dolor y con miedo ambos se postran,y el enfado del rey se desvanece.

Amor y Poesía han ablandadoaun sobre el trono al corazón de un padre;y rápido sigue, con muy dulce apremio,al profundo dolor eterno gozo.Los bienes que habían sido arrebatadosAmor con rica usura los devuelve;de alegría y perdón son los abrazos;felicidad del cielo los envuelve.

¡Genio del canto, vuelve a la Tierra!Una vez más Amor te necesita:

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para que en su rey encuentre a un padreretorna al hogar la hija perdida;que con alegría la tome en sus brazos,que tenga piedad de su tierno niño,y, cuando de amor su corazón desborde,al trovador abrace como a un hijo.

Al decir estas palabras, que resonaron dulce-mente por las umbrosas alamedas del jardín, elmuchacho levantó con mano temblorosa el veloque cubría la figura femenina que estaba juntoal anciano. La princesa, deshecha en lágrimas ymostrándole el hermoso niño que llevaba ensus brazos, se arrojó a los pies del monarca. Eltrovador, con la cabeza inclinada, se arrodilló asu lado. Un medroso silencio parecía cortar elaliento de todos. El rey permaneció unos mo-mentos silencioso y grave; luego, entre grandessollozos, tomó a la princesa en sus brazos y laestrechó fuertemente contra su pecho; así per-maneció largo tiempo. Después hizo levantar al

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muchacho y lo abrazó tiernamente. La multi-tud, exultando de júbilo, se apiñó en tomo almonarca y los jóvenes esposos. El rey cogió alniño en brazos y lo levantó en alto como pre-sentándolo devotamente al cielo; luego saludóamablemente al anciano. Todo el mundo llora-ba de alegría. Los poetas prorrumpieron encantos; y para aquel país, aquella noche fuecomo la sagrada vigilia de una vida que desdeentonces fue sólo una hermosa fiesta.

Nadie sabe qué ha sido de aquel país. Las le-yendas dicen sólo que la Atlántida desaparecióde los ojos de los hombres bajo las aguas delOcéano.

4

Los viajeros hicieron algunas jornadas sin inte-rrupción. El camino era firme y seco, el cieloestaba sereno, el aire, fresco y agradable; atra-

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vesaban regiones fértiles, bien pobladas y devariado aspecto. Habían dejado atrás la inmen-sa selva de Turingia. Los mercaderes habíanhecho muchas veces aquel camino; en todaspartes tenían gente conocida, y en todas parteseran bien recibidos. Evitaban las regiones soli-tarias y amenazadas por los bandoleros, y si notenían más remedio que atravesarlas tomabanuna escolta que, llegado el caso, pudiera defen-derles. Conocían también a los señores de al-gunos de los castillos cercanos al camino; iban avisitarlos, y ellos les preguntaban por sus nego-cios con los ausburgueses y les recibían conamable hospitalidad. Las esposas y las hijas delos castellanos rodeaban curiosas a los extranje-ros. La madre de Enrique se ganaba enseguidala amistad de todas ellas con su carácter amabley complaciente. Les gustaba encontrar una mu-jer de la ciudad que lo mismo estaba dispuestaa hablarles de las últimas novedades de la mo-da que a enseñarles a guisar unos platos. Tantolos caballeros como sus esposas alababan la

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discreción y los modales sencillos y dulces deEnrique: su cautivante figura causaba en ellasuna impresión duradera. Era como la palabrasencilla de un desconocido a la que uno demomento casi no presta atención, pero que lue-go, mucho tiempo después de haberse marcha-do éste, es como un capullo que va abriéndosecada vez más hasta convertirse al fin en unaespléndida flor de resplandecientes colores yapretadas hojas; una palabra que ya no se olvi-da, que uno no se cansa de repetir y en la quese encuentra un tesoro inagotable y siempreactual. A continuación quiere uno reconstruir laimagen del desconocido, y busca y rebusca ensu mente hasta que de pronto comprende cla-ramente que era un habitante de un mundosuperior.

Los mercaderes recibían muchos encargos;siempre se despedían con gran cordialidad ydeseando volver a verse pronto. En uno de es-tos castillos, al que llegaron al atardecer, tuvie-

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ron una acogida alegre y festiva. El señor de lacasa había sido hombre de armas, y ahora di-vertía y celebraba los ocios de la paz y la sole-dad de su vivienda con frecuentes banquetes;aparte el fragor de la guerra y la la caza, noconocía otra diversión que el vino. Recibió a losvisitantes con franca cordialidad, en medio deltumulto de los invitados. La madre de Enriquese fue con la señora de la casa, y los mercaderesy el muchacho se sentaron en torno a aquellaalegre mesa, por la que corría el vino en abun-dancia. A Enrique, después de suplicarlo éstemucho, y en atención a sus pocos años, se lepermitió comportarse con su habitual modera-ción; los mercaderes, en cambio, no se mostra-ron remisos con el vino añejo de Franconia. Laconversación versó sobre pasadas aventuras deguerra. Enrique escuchaba con atención la na-rración de aquellas hazañas, que para él resul-taban nuevas. Los caballeros hablaban de losSantos Lugares, de los milagros del Santo Se-pulcro, de las aventuras de su viaje por tierra y

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por mar, de cómo algunos habían caído en po-der de los sarracenos, y de la vida alegre y ma-ravillosa que llevaban en los campamentos y enlas batallas. Con gran energía se mostrabanindignados de que aquellos Lugares Santos,que eran la cuna de la Cristiandad, estuvierantodavía en las sacrílegas manos de los infieles.Ensalzaban a los grandes héroes que con sulucha esforzada y constante contra este puebloimpío habían merecido una corona imperece-dera en la gloria. El señor del castillo les mostróuna riquísima espada que él, con su propiamano, había arrebatado a uno de los caudillosde este pueblo, después de haberle dado muer-te, haber conquistado su fortaleza y haberhecho prisioneros a su mujer y a sus hijos; lescontó que el emperador le había concedido po-ner esta espada en su escudo de armas. Todoscontemplaron atentamente la preciosa arma;también Enrique, que la tomó en sus manos yse sintió poseído de un ardor bélico. El mucha-cho la besó con profunda unción. Todos se ale-

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graban de ver la emoción que aquella espada lecausaba. El anciano caballero le abrazó y leanimó a que también él consagrara para siem-pre su brazo a la lucha por la libertad del SantoSepulcro, y a que cargara sobre sus espaldas lacruz milagrosa. Enrique estaba atónito y pare-cía no poder soltar aquella espada.

«Mira, hijo mío –le dijo el anciano caballero–:está a punto de salir una nueva cruzada. Elemperador mismo va a ser quien conduzcanuestras huestes a Oriente. Por toda Europaresuena de nuevo el grito de la Cruz, y un fer-vor heroico surge por todas partes. Quién sabesi, tal vez, dentro de un año, nos encontraremostodos en la gran Jerusalén, la ciudad más her-mosa del mundo, celebrando nuestra victoriacontra el infiel con nuestro vino y acordándo-nos de nuestro país. Tendrás ocasión de vermeal lado de una muchacha oriental. A nosotros,los occidentales, nos atraen de un modo espe-

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cial, y si sabes manejar bien la espada no te vana faltar hermosas prisioneras.»

Entonces, los caballeros, con fuerte voz, entona-ron el himno de cruzada que se cantaba enton-ces por toda Europa:

¡El Santo Sepulcro, en manos paganas;la tumba donde yace el Salvadorsufriendo ultrajes y escarnios,siendo violada todos los días!Con voz sorda suena su llamada:«¿Quién va a librarme de esta saña?»

¿Dónde están sus héroes y sus caballeros?¡Desapareció ya la Cristiandad!¿Quién devolverá a los hombres la fe?¿Quién llevará la Cruz en estos tiempos?¿Quién romperá estas cadenas de ignominiay libertará el Santo Sepulcro?

Se levanta, de noche, en mar y en Tierra

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sagrada, violenta tempestad.Quiere despertar al que duerme indolente,azota el campamento, la ciudad y el castillo;un grito de dolor en todas las almenas:«¡En pie, perezoso cristiano; sal de tu casa ya!»

Por todas partes ángeles se vencon rostros tristes y silenciosos.Ante las puertas, los peregrinos–las lágrimas surcan sus mejillas–,con tristeza, se lamentande la crueldad de los sarracenos.

Una mañana, roja y triste, se levantaen el amplio país de los cristianos;el tormento de la pena y del amorempieza a brotar en todas las almas:toman todos la Cruz, toman la espada,y salen enardecidos de su hogar.

Un celo ardiente ruge en los ejércitos:hay que librar el sepulcro del señor.Su alegre impaciencia les empuja hacia el mar,

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para llegar muy pronto a los Santos Lugares.Hasta los niños acuden corriendopara juntarse a este sagrado ejército.

La Cruz ondea en lo alto, en el glorioso estandarte;los viejos héroes caminan delante;las puertas santas del Paraísose abren para acoger a los piadosos guerreros:todos quieren participar de la gran dichade derramar su sangre por Cristo.

¡A la guerra, cristianos! Las huestes divinasentrarán con nosotros en la Tierra Prometida;muy pronto sentirá el furor de los paganosel temible castigo de la diestra de Dios;y con ánimo alegre lavaremos entoncesel Sagrado Sepulcro con sangre de paganos.

Llevada por los ángeles, la Virgen santaplanea por encima de la horrible batalla,y aquel a quien la espada ha derribadose despierta en los brazos de su Madre.Con rostro iluminado ella se inclina

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hacia este mundo, en que resuenan las armas.

¡Adelante! ¡A los Santos Lugares!,resuena sorda la voz del Sepulcro.Pronto, con la victoria y la oración,será lavado el pecado del hombre.El reino de los paganos terminará, por fin,cuando el Sepulcro se encuentre en nuestras manos.

El alma de Enrique estaba como transportadade emoción: imaginaba el Santo Sepulcro comouna figura juvenil, pálida y noble, sentada so-bre una gran piedra y en medio de una turbasalvaje que la maltrataba ferozmente, mientrasella, con expresión de angustia, miraba haciauna cruz que brillaba con vivos destellos en elhorizonte, y que se reflejaba indefinidamenteen las agitadas olas de un mar.

Su madre le mandó buscar, para presentarlo ala esposa del caballero. Los caballeros, sumidos

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como estaban en el banquete y en la conversa-ción sobre la cruzada que se estaba preparando,no se dieron cuenta de que Enrique se marcha-ba. El muchacho encontró a su madre en ami-gable conversación con la señora del castillo,una anciana dulce y bondadosa, que le acogiócon gran amabilidad.

La tarde era serena; el Sol empezaba a declinar,y Enrique, que tenía grandes deseos de estarsolo y se sentía vivamente atraído por los dora-dos horizontes que penetraban en el obscuroaposento a través de las ojivas angostas de lasventanas, pidió permiso, que le fue otorgado enseguida, para salir del castillo a contemplar elpaisaje.

Salió corriendo al aire libre; su espíritu se en-contraba en un estado de especial agitación;desde la altura de aquella peña contempló,primero, el valle cubierto de bosque, por el quecorría un arroyo, que movía algunos molinos;la gran profundidad del valle hacía que el ruido

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de éstos apenas fuera perceptible desde la altu-ra de aquel castillo. Después contempló inmen-sas lejanías de montañas, bosques y llanos; esteespectáculo sosegó la inquietud de su espíritu.El ardor guerrero de hacía unos momentosdesapareció, y de él quedó sólo un anhelo claroy lleno de imágenes. Sentía que le faltaba unlaúd, aunque no sabía como estaba hecho talinstrumento ni qué podía conseguir de él. Elclaro espectáculo de aquel espléndido atardecerle mecía en dulces fantasías: la Flor de su cora-zón se le aparecía de vez en cuando como unrelámpago.

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La torre de Niderlahustein en el Rhin, graba-do, David Roberts

Vagaba por aquella maleza salvaje, trepaba porpiedras cubiertas de musgo, cuando, de repen-te, de un valle cercano, el canto dulce y pene-trante de una voz femenina, acompañado deuna música maravillosa, le despertó de sussueños. Estaba seguro de que aquello era unlaúd; lleno de admiración, se detuvo, y oyócantar, en un mal alemán, la siguiente canción:

Cansado corazón, ¿cómo no estallasbajo un cielo extraño aún?Pálido fulgor de fa esperanza,¿cómo vuelves todavía a mi rostro?¿Puedo pensar aún en el regreso?Un torrente de lágrimas me anega;mi corazón se rompe de dolor.

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¡Si pudiera mostrarte los mirtosy la obscura cabellera de los cedros!¡Si pudiera llevarte a los alegres corrosde nuestras fiestas fraternales!,verías cómo era antes tu amiga,sus vestidos bordados, sus hermosas joyas.

Nobles galanes inclinansu ardiente mirada ante ella.Con el lucero de la nochedulces cantos se elevan hacia mí.Se puede confiar en el amado;su lema es: fidelidad y amor.

En torno a fuentes cristalinasel cielo se refleja con amor,y en embalsadas ondasse arremolina en torno al soto,que alberga en su amena fronda,bajo flores y frutos, a pájarosde mil colores, aves de dulce canto.

¡Qué lejos está mi patria

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y qué lejos los sueños de antaño!Aquellos árboles cayeron tiempo ha,y el viejo palacio ardió.Terribles, impetuosas como un mar,vinieron hordas enemigas,y el Paraíso sucumbió.

Horribles llamas se levantabanen el azul del cielo.Sobre briosos corcelespenetraron con furia en la ciudad.Sonaron los sables: nuestros hermanosy mi padre no volvieron,y a nosotras nos llevaron como esclavas.

Mis ojos se cubrieron de sombra;tierra lejana y maternal,llenos de amor y de nostalgia,hacia ti están mirando todavía.Si no tuviera a esta niñano temblaría mi mano al quitarme la vida.

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Enrique oyó los sollozos de una niña, y una vozque la consolaba. Atravesando la maleza, des-cendió un poco y encontró a una muchachapálida y afligida, sentada al pie de un viejo ro-ble. Una hermosa niña estaba abrazada a sucuello y lloraba; ella también lloraba, y a sulado, sobre el césped, había un laúd. La mucha-cha se asustó un poco al ver al desconocido,que se acercaba a ella con expresión de tristeza.

A buen seguro, habréis oído mi canción –dijoella en tono amable–. Me parece haberos vistoalguna otra vez. Dejadme pensar... No puedoacordarme; he perdido mucho la memoria; pe-ro vuestro aspecto despierta en mí extrañosrecuerdos de alegres tiempos. ¡Oh!, me pareceestar viendo a uno de mis hermanos, que antesde nuestra desgracia se marchó de casa, y se fuea Persia a visitar a un famoso poeta. Quizá vivetodavía y canta el triste destino de sus herma-nos. Si me acordara todavía de alguna de aque-

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llas hermosas canciones que nos dejó... Era no-ble y tierno, y su gran felicidad era el laúd.

La criatura cuyos sollozos atrajeron al principiola atención dé Enrique era una niña de unosdiez o doce años. Ahora, apretándose fuerte-mente contra el pecho de la infeliz Zulima, ob-servaba atentamente al extraño. A Enrique se lepartía el corazón de pena; consoló a la mucha-cha con amables palabras, y le pidió que le con-tara con más detalle toda su historia. A ella nopareció molestarle el ruego. Enrique se sentófrente a ella y escuchó el relato, interrumpido amenudo por el llanto. A Zulima le gustaba de-morarse en la alabanza de su patria y de suscompatriotas. Hablaba con detalle de la noblezade ánimo de éstos, de su extraordinario gusto ysu fina sensibilidad por la poesía de la vida ypor el encanto secreto y maravilloso de la Na-turaleza. Describía las románticas bellezas delos vergeles de Arabia, que –decía– son verda-deras islas felices en medio de los intransitables

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arenales, lugares de refugio para los atribula-dos y los que buscan descanso, colonias delParaíso, llenas de fuentes de agua fresca, cuyosriachuelos atraviesan antiguos y venerablessotos, y corren rumorosos por encima de apre-tado césped y de relucientes piedras; parajesllenos de pájaros multicolores, que entonanbellas melodías; lugares de especial encanto porlos muchos restos que conservan de un pasadomemorable.

Allí –siguió diciendo–veríais con asombro anti-guas piedras con extraños trazos e imágenes devivos colores. Por algo se conservan en tanbuen estado y son tan conocidas. A fuerza depensar y pensar, y de barruntar el sentido ais-lado de alguno de estos signos acaba uno converdaderas ansias de descifrar el significadoprofundo de aquellos textos seculares. Su espí-ritu desconocido despierta reflexiones nuevas,y aunque uno se marche sin haber encontradolo que buscaba, sin embargo, ha hecho dentro

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de sí mismo mil extraños descubrimientos, quedarán a su vida una nueva luz y ocuparán pormucho tiempo su espíritu con pensamientosplacenteros. La vida, en una tierra como aqué-lla, habitada desde tanto tiempo y embelleciday enriquecida desde antiguo por el esfuerzo, eltrabajo, y el amor de los hombres, tiene un es-pecial encanto. La Naturaleza parece habersehecho allí más humana y más comprensible;por debajo de lo que se ve transparece un bo-rroso recuerdo que hace retroceder al pasadolas imágenes del mundo y las presenta al espíri-tu con nítidos perfiles; de este modo goza unode un mundo doble, que, precisamente porserlo, pierde toda gravidez y toda violencia, yse convierte en la encantadora poesía y la fábu-la de nuestros sentidos. ¿Quién sabe si en estono hay también algo de misteriosa influencia delos antiguos habitantes de aquel mundo que,invisibles ahora, están presentes todavía en él?¿No podría ser que fuera esta influencia la obs-cura fuerza que, en cuanto les llega el momento

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de su despertar, empuja a los hombres de lasnuevas regiones a buscar con impaciencia irre-sistible la antigua cuna de su estirpe y a arries-gar su fortuna y su sangre por poseerla?

Después de una pausa continuó:

–No os creáis lo que os han contado sobre lasatrocidades de la gente de mi tierra. En ningu-na parte del mundo se ha tratado con mayormagnanimidad a los prisioneros; hasta a vues-tros peregrinos, los que iban a Jerusalén, loshemos acogido con hospitalidad; sólo que bienpocos de ellos la merecían; la mayoría eran hol-gazanes, mala gente, y en sus peregrinacionesiban dejando huellas de sus tropelías; por estono es de extrañar que muchas veces fueran ob-jeto de justas venganzas. ¡Con qué tranquilidadhubieran podido los cristianos visitar el SantoSepulcro sin necesidad de emprender una gue-rra inútil y espantosa que lo ha llenado todo deamargura e infinita miseria, y que ha separadopara siempre Oriente de Europa...! ¿Qué tenía

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que ver el nombre del que poseía estos lugares?Nuestros príncipes tenían una gran veneraciónpor el sepulcro de vuestro Salvador, al que con-sideraban un profeta de la divinidad. ¡Y quéhermoso hubiera sido que aquel Sagrado Se-pulcro se hubiera convertido en la cuna de unfeliz entendimiento y en la ocasión para unaeterna y bienhechora alianza entre los pueblos!

En aquella plática se había ido pasando la tar-de. Empezaba a anochecer, y la Luna, saliendodel húmedo bosque, difundía un apacible res-plandor. Zulima, la niña y Enrique fueron su-biendo lentamente al castillo. El muchacho seencontraba sumido en mil pensamientos; elentusiasmo guerrero de antes había desapare-cido completamente. Se daba cuenta de que enel mundo reinaba una extraña confusión. LaLuna le parecía como un espectador compasivoque para consolarle le elevara por encima de lasasperezas de la superficie de la Tierra: contem-pladas desde aquella altura, desaparecían –tan

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abruptas e impracticables como le parecíanantes, cuando andaba por ella…–, Zulima ibasilenciosa a su lado, llevando a la niña de lamano. Enrique llevaba el laúd. Intentaba reavi-var en su acompañante aquella esperanza, vaci-lante ya, de volver algún día a su patria; al mis-mo tiempo sentía en su corazón una fuerte lla-mada: él tenía que ser el que salvara a aquellajoven; sin embargo, no sabía de qué modo po-día ocurrir esto... En sus sencillas palabras pa-recía haber una fuerza especial, porque Zulimase sentía confortada como no se había sentidonunca, y le daba las gracias con gran emoción.

Los caballeros estaban sentados todavía antesus copas, y la madre de Enrique estaba aúnhablando de asuntos de la casa con la esposadel señor del castillo. El muchacho no sentíaningún deseo de volver a aquella bulliciosasala; estaba cansado, y pronto se marchó con sumadre al dormitorio que le habían asignado.Antes de dormirse le contó lo que le había ocu-

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rrido, y en seguida se quedó dormido, entreagradables sueños.

También los mercaderes se retiraron pronto, y,de buena mañana, estaban ya preparados parareemprender el viaje. Cuando salieron, los ca-balleros estaban aún profundamente dormidos,pero la señora de la casa despidió cariñosamen-te a los viajeros. Zulima había dormido poco;una alegría interior la había tenido desvelada;apareció en el momento de la despedida, y sir-vió humilde y diligente a los viajeros. En elmomento de marcharse éstos, la muchacha,rompiendo en llanto, fue a buscar el laúd, y selo entregó a Enrique, y, con voz cortada por lascopiosas lágrimas, le pidió que se lo llevaracomo recuerdo de Zulima:

–Era el laúd de mi hermano –dijo–; me lo regalóantes de marcharse; de todo lo que yo tenía, eslo único que he podido salvar. Ayer me parecióque os gustaba; a mí me dejáis un regalo que notiene precio: una dulce esperanza. Tomad esta

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pequeñísima muestra de mi agradecimiento,que él os haga recordar a la pobre Zulima. Es-toy segura de que volveremos a vernos, y en-tonces, quizá, seré más feliz.

Enrique lloraba; el muchacho no se atrevía aaceptar aquel laúd que tan importante era paraella.

–Dadme tan sólo esta cinta dorada, con signosdesconocidos, que lleváis en el cabello, si no esun recuerdo de vuestros padres o hermanos;tomad a cambio un velo, que mi madre, mecederá gustosa.

Zulima accedió, finalmente, a los ruegos deEnrique, y le dio la cinta, diciéndole:

–En ella está escrito mi nombre en letras de milengua materna, que yo misma bordé en mejo-res tiempos. Miradla con amor: pensad que ellaha estado atando mis cabellos durante largos

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años de dolor, y que ha ido perdiendo el colorcon su dueña.

La madre de Enrique sacó el velo y se lo entre-gó, y luego, estrechándola contra su pecho, laabrazó entre lágrimas.

5

Después de algunos días de viaje llegaron a unpueblo que estaba al pie de unos agudos mon-tes, cortados por profundas gargantas. Por lodemás, la región era fértil y agradable, si bien laparte posterior de los montes ofrecía un aspectode muerte y horror. La posada era limpia; losdueños, serviciales. La sala estaba llena de gen-te, viajeros o simples bebedores, que, sentadosallí, hablaban de los más variados temas.

Nuestros viajeros se unieron a aquel grupo y semezclaron en las conversaciones. La atención

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de todos se centraba de un modo especial en unhombre de edad avanzada y que llevaba unatuendo extranjero; estaba sentado junto a unade las mesas y contestaba amablemente a laspreguntas que algunos curiosos le hacían. Ve-nía de otras tierras; aquel día se había levanta-do de buena mañana y había recorrido con de-tenimiento aquella región; hablaba de su ocu-pación y de las cosas que acababa de descubriren aquel país. La gente decía que era uno deestos hombres que busca tesoros. Y aunquehablaba con gran modestia de sus conocimien-tos y de lo que con ellos era capaz de hacer,todo lo que decía tenía un aire extraño y nove-doso.

Contaba que había nacido en Bohemia, y quedesde joven había tenido una gran curiosidadpor saber qué era lo que las montañas oculta-ban en su seno, de dónde provenía el agua delas fuentes y dónde se encontraban el oro, laplata y }as piedras preciosas, que tan irresistible

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atracción ejercían sobre los hombres, Decía queen la iglesia de un monasterio cercano habíaobservado muchas veces estas luminarias sóli-das, que se encuentran en los retablos y en lasreliquias, y que su único deseo era que hubie-ran podido hablar, para que le contaran su mis-terioso origen. A pesar de que a veces habíaoído decir –siguió diciendo– que estos tesoros yestas joyas provenían de países lejanos, siemprehabía pensado que por qué no podría haberlostambién en estas tierras; que no en vano erantan grandes, tan altas y tan bien protegidas lasmontañas, y que incluso le parecía que algunasveces, en sus paseos por los montes, había en-contrado piedras que brillaban. Que le gustabatrepar por las grietas y entrar en las cavernas, yque experimentaba un placer indecible reco-rriendo estas estancias y observando aquellasbóvedas, fabricadas por los siglos. Por fin –siguió contando–, se encontró un día con unhombre, que iba de viaje, que le dijo que sehiciera minero, que en este oficio podría satis-

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facer su curiosidad, Le dijo que en Bohemiahabía minas; que no tenía más que seguir elcurso del río, aguas abajo, y que después dediez o doce jornadas llegaría a Eula; allí no te-nía más que decir que quería ser minero. No selo tuvo que decir dos veces: al día siguiente seponía en camino.

Después de un fatigoso viaje de varios días –siguió diciendo– llegué a Eula. ¿Cómo podríadescribiros la emoción que sentí cuando desdeuna verde colina contemplé los montones depiedras, entre las que crecían hierbas y matojos,sobre las que se levantaban unas cabañas demadera y cuando, una vez en el valle, vi lasnubes de humo que se levantaban por encimadel bosque? Un lejano ruido aumentaba misansias, y pronto me encontré, lleno de increíblecuriosidad y poseído de una especie de fervorreligioso, en uno de estos montones, que losmineros llaman escoriales, ante los obscurosabismos que desde dentro de las cabañas des-

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cienden verticalmente al interior de la montaña.Corrí hacia el valle, y no tardé en encontrarmecon unos hombres vestidos de negro que lleva-ban una linterna en la mano; imaginé en segui-da que eran mineros –luego comprobé que nome había equivocado–. Con un cierto temor meacerqué a ellos y les expuse mi deseo. Me escu-charon amablemente y me dijeron que debía irun poco más abajo, a la fundición; que allí pre-guntara por el capataz, quien a su vez me pre-sentaría al mayoral –el que manda entre todosellos–, y que éste me diría si me admitía o no. Aellos les parecía que sí me iban a admitir; meadvirtieron que en cuanto encontrara al capatazdebía saludarle, diciendo: «¡Buena salida!», queésta es la fórmula usual entre los mineros. Con-tento y ansioso seguí mi camino; no podía dejarde repetirme una y otra vez aquel saludo, tanlleno de sentido para los mineros. Encontré aunhombre anciano y venerable, que me recibiócon gran amabilidad; yo le conté mi historia yle expuse mis grandes deseos de aprender

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aquel arte extraño y misterioso; él me escuchócon atención y me prometió otorgarme lo que lepedía. Me pareció que no le había causado malaimpresión; me hizo quedar en su casa. Impa-ciente como estaba, nunca veía llegar el mo-mento de vestir aquel hermoso traje, montar enla viga y penetrar en la mina. Aquella mismanoche el anciano me dio un traje de minero yme enseñó el manejo de algunos instrumentosque tenía guardados en una pequeña habita-ción.

Más tarde fueron a verle algunos mineros; apesar de que tanto su lengua como la mayorparte de las cosas que decían me resultabanextrañas e incomprensibles, yo no perdía ni unapalabra de aquellas conversaciones. Sin embar-go, lo poco que creí haber entendido no hizomás que aumentar mis ansias y mi curiosidad;por la noche seguía pensando en ello, en extra-ños sueños. Me desperté de buena mañana en

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casa de mi nuevo huésped; poco a poco fueronllegando los mineros para recibir órdenes.

En una habitación de al lado habían instaladouna pequeña capilla. Entró un monje y celebróuna misa; después pronunció solemnementeuna oración en la que pidió al cielo que tomarabajo su santa tutela a los mineros, que les pro-tegiera en su peligroso trabajo, que les defen-diera contra los ataques y los engaños de losmalos espíritus y que les deparara un buen co-mienzo de jornada. Yo nunca había rezado contanta devoción como aquel día ni nunca .habíasentido de un modo tan vivo el profundo signi-ficado que tiene la misa. Veía a los que iban aser mis compañeros como héroes subterráneos,como hombres que tenían que superar mil peli-gros, pero que, a la vez, tenían la envidiablesuerte de poseer conocimientos maravillosos,gente que en su trato grave y silencioso con lasrocas, que son los primeros hijos de la Natura-leza, en las maravillosas grutas de las monta-

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ñas, están preparados para recibir dones delcielo y para elevarse sobre este mundo y sustribulaciones.

Después de la ceremonia religiosa el capatazme dio una linterna y un pequeño crucifijo demadera, y los dos fuimos al «pozo», que es elnombre que los mineros damos a las abruptasentradas por las que se penetra en las cavidadessubterráneas. Me enseñó el modo de bajar, lasprecauciones que había que tomar, así como elnombre de muchos objetos y partes de la mina.Él pasó delante: impulsando con los pies la vigacilíndrica, llevando en una mano la linterna ycogiéndose con la otra a una cuerda que por unnudo corredizo iba deslizándose en una pértigaque estaba fijada a un lado, fue descendiendo ala mina; yo le miraba e iba haciendo lo mismoque él; de este modo llegamos con bastanterapidez a una profundidad considerable. Paramí aquello tenía un aire de solemnidad: la luzque me precedía se me antojaba como una bue-

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na estrella que me indicaba el camino que con-ducía a la secreta cámara de los tesoros de laNaturaleza. Una vez abajo, nos encontramos enun verdadero laberinto de corredores y galerí-as; el bueno de mi maestro no se cansaba decontestar a las muchas preguntas que yo lehacía ni de instruirme sobre su arte. El murmu-llo del agua, la lejanía de aquella tierra que, allíarriba, habitaban los hombres, la obscuridad ylobreguez de las galerías y el ruido lejano de losmineros que trabajaban en ellas me colmabande alegría. Me sentía feliz, me encontraba enposesión plena de todo aquello que desdesiempre había sido el objeto de mi más ardienteanhelo. No es posible explicar ni describir estasatisfacción total de un deseo innato, este ex-traño gusto por cosas que deben de tener unarelación estrecha con lo más profundo de nues-tro ser, con oficios para los cuales uno pareceestar destinado desde la cuna. Es posible que acualquier otra persona estas cosas le hubieranparecido corrientes, insignificantes, o hasta in-

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cluso horribles y espantosas; a mí, en cambio,me parecían tan imprescindibles como el airepara los pulmones o el alimento para el estó-mago. El anciano se alegraba de ver el íntimoplacer que me causaba todo aquello, y me dijoque con el interés que yo tenía y con la atenciónque ponía en todo llegaría muy lejos: acabaríasiendo un gran minero. ¿Cómo podría describi-ros la veneración con que hace más de cuarentay cinco años, un dieciséis de marzo, vi por pri-mera vez en mi vida al rey de los metales, enfinísimas laminillas metidas entre las grietas delas rocas? Me hacía el efecto de que estaba en-cerrado en una terrible cárcel; su brillo me pa-recía el amable saludo con que acoge al mineroque, a través de tantos peligros y penalidades,se ha abierto camino hacia él para sacarlo a laluz del día y hacer que llegue a honrar las co-ronas de los reyes, los vasos de los príncipes ylas reliquias de los santos, y que llegue a reco-rrer el mundo entero y a reinar en él en las be-llas figuras que adornan las monedas, tan apre-

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ciadas y guardadas por los hombres. Desdeaquel día me quedé en Eula; al principio teníaque ir sacando en cestos el material que los mi-neros iban excavando del criadero; pero luego,poco a poco, me fueron ascendiendo, hasta quellegué a excavador, que es propiamente el tra-bajo de minero, el que trabaja en la misma roca.

El viejo minero interrumpió su relato y descan-só un momento; tomó su copa y bebió un trago;los demás, que le habían estado escuchandoatentamente, brindaron a su salud con el salu-do de los mineros: «¡Buena salida!». A Enriquele estaba gustando muchísimo todo lo que con-taba el anciano, y esperaba ansioso que prosi-guiera su narración. Los otros discutían anima-damente sobre los peligros y rarezas de la vidadel minero, y contaban extrañas leyendas, quehacían sonreír al viejo, que se apresuraba a rec-tificar amablemente las peregrinas ideas de susinterlocutores.

Al cabo de un rato dijo Enrique:

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–De aquel tiempo a esta parte debéis de habervisto y oído hablar de cosas bien curiosas; segu-ro que no os habréis arrepentido de haber esco-gido esta vida, ¿verdad? ¿Os importaría con-tarnos cómo os ha ido desde entonces y qué eslo que os ha traído aquí? Parece que hayáis re-corrido mucho mundo, y sospecho que soisalgo más que un minero como cualquier otro.

–A mi –dijo el anciano– me produce un granplacer recordar los tiempos pasados, porque enellos encuentro siempre ocasiones para darlegracias a Dios por su bondad y misericordia.He tenido la suerte de llevar una vida alegre yserena, y no ha pasado un solo día en que mehaya ido a la cama sin este sentimiento de grati-tud. He sido feliz y afortunado en todo lo quehe hecho, y nuestro Padre celestial me ha pro-tegido siempre del mal y me ha dejado llegar aviejo con honor. Después de Dios todo lo deboal que fue mi maestro; hace ya muchos añosque fue a reunirse con sus antepasados; no

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puedo pensar en el sin que me vengan las lá-grimas a los ojos. Era un hombre de aquellostiempos en los que se vivía según la voluntadde Dios. A pesar de sus profundos conocimien-tos, era modesto y sencillo como un niño. Gra-cias a él la mina conoció un gran esplendor yproporciono inmensos tesoros al duque de Bo-hemia. Esta mina hizo que toda la región sepoblara, se enriqueciera y acabara convirtién-dose en un país floreciente. Todos los minerosle veneraban como a un padre, y mientras exis-ta Eula su nombre será pronunciado siemprecon emoción y gratitud. Había nacido en Lusa-cia, y se llamaba Werner. Cuando yo entre ensu casa su única hija era todavía una niña. Milaboriosidad, mi fidelidad y la gran estimaciónque yo tenía por aquel hombre me fueron gran-jeando de día en día su afecto. Me dio su nom-bre y me adoptó como hijo. Poco a poco la pe-queña se iba haciendo una criatura viva y des-pierta; su rostro era amable y limpio, como sucorazón. Viendo el afecto que ella me tenía y

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cómo a mí me gustaba juguetear con ella sinapartar mis ojos de los suyos, que eran azules ygrandes como el cielo y brillaban como crista-les, el padre me decía muchas veces que si yollegaba a ser un buen minero y se la pedía nome la iba a negar; y cumplió su palabra: el díaque me hicieron excavador puso sus manossobre nuestras cabezas y bendijo nuestra pro-mesa de matrimonio; pocas semanas más tardela llevaba a mi alcoba como esposa. Aquelmismo día, en el turno de la mañana, justamen-te a la salida del Sol, iniciándome yo todavía enel arte de excavador, descubrí una veta de me-tal precioso. El duque me mandó una cadenade oro con su efigie grabada sobre una granmoneda, y me prometió que me daría el cargode mi suegro. Qué feliz me sentía al poder col-gar el día de mi boda en el cuello de mi noviauna cadena de oro con el retrato del duque yver cómo los ojos de todos no dejaban de mirar-la... Nuestro anciano padre pudo todavía verretozar algunos nietos en torno a él; el otoño de

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su vida le trajo más frutos de los que él espera-ba. Pudo terminar su jornada con alegría y de-jar la obscura mina que es este mundo para ir adescansar en paz y esperar el día de la granrecompensa.

–Señor –dijo el anciano, dirigiéndose a Enriquey secándose algunas lágrimas–, el oficio de mi-nero tiene que ser forzosamente un oficio ben-decido por Dios; no hay ningún arte que démayor felicidad y nobleza a los que lo practi-can, que despierte en ellos una fe tan grande enla sabiduría y la providencia divinas ni quemantenga de un modo más puro la inocencia yla sencillez de corazón. El minero nace pobre ymuere pobre. Sólo aspira a una cosa: saberdónde se encuentra el imperio del metal y sa-carlo a la luz del día. Con ello se contenta: elbrillo cegador de los metales no puede nadacontra la pureza de su corazón. El fuego de supeligrosa locura no es capaz de inflamar suespíritu: la felicidad del minero está en la con-

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templación de sus extrañas formaciones, lo pe-regrino y singular de su origen y de su morada,no en esta posesión material que promete a loshombres toda clase de dichas. Una vez se haconvertido en mercancía, el metal deja de ofre-cer encanto alguno para el minero: prefierearrostrar mil peligros y fatigas para arrancarlode las entrañas de la Tierra que andar por elmundo siguiendo su fama, recorrer la superfi-cie de la Tierra, buscándole con mil engaños yastucias. Aquellas fatigas mantienen fresco sucorazón y despierto su espíritu; agradecido,goza de su modesto salario, y todos los díassale de las obscuras cavernas de su oficio conrenovada alegría de vivir. Él sí que sabe lo quees el encanto de la luz y del reposo, la caricia deun aire libre y de un horizonte amplio; sólo élsaborea los manjares y la bebida como refrige-rio del cuerpo; los toma con la unción con quetomaría el cuerpo del Señor. Con qué amor ycon qué espíritu abierto y sensible va a reunirsecon los suyos, acaricia a la mujer y a los hijos y

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goza, dándole gracias a Dios, del hermoso rega-lo del diálogo y de la amistad.

Su trabajo solitario le separa durante una granparte de su vida de la luz del día y del trato conlos hombres. Por esto no se acostumbra a lascosas maravillosas y profundas que existen enla superficie de la Tierra ni llega a adquirirnunca este embotamiento y esta indiferenciafrente a ellas que tienen muchos de los que nopractican este oficio; por esto también conservaun alma de niño, que le hace verlo todo en suespíritu original y en su múltiple y virginalencanto. La Naturaleza no quiere ser propiedadexclusiva de uno solo. Como propiedad se con-vierte en un veneno mortal que ahuyenta la pazy atrae un irreprimible deseo de poseerlo todo,que va acompañado de inquietudes y preocu-paciones sin cuento, y pasiones e instintos sal-vajes. Por esto, secretamente, la Naturaleza vasocavando el suelo sobre el que el propietarioasienta sus pies, y no tarda en sepultarle en el

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abismo que ella misma ha abierto; de este mo-do las cosas pasan de una mano a otra, y asívan satisfaciendo su natural tendencia a perte-necer a todos los hombres.

En cambio, ved con qué paz y sosiego trabaja elminero en su desierto subterráneo: pobre, con-tento con lo que tiene, alejado del tumulto y laagitación del día, en él alienta sólo el ansia desaber y el amor a la paz y a la concordia. En susoledad se recrea pensando en sus compañerosy en su familia, y siente siempre viva la her-mandad y la solidaridad entre los hombres. Suoficio le enseña a ser paciente, a no cansarsenunca, a no distraerse en pensamientos vanos.Porque tiene que habérselas con una fuerzaextraña, dura e inflexible, que sólo un empeñoobstinado y una vigilancia constante son capa-ces de vencer. Pero también ¡qué hermosa florse le abre allí, en aquellas medrosas profundi-dades! Es la confianza verdadera en el Cielo, enun Padre cuya mano providente está viendo

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todos los días en señales inconfundibles. Cuán-tas veces, sentado ante el muro y a la luz de milinterna, habré estado yo contemplando condevoción y reverencia el sencillo crucifijo quellevan todos los mineros... Entonces ha sidocuando he comprendido bien el sagrado senti-do de aquella enigmática imagen; y entonces hasido cuando he sabido abrir en mi corazón lamás noble de las galerías, la que me conduce aun filón que me deparará una riqueza eterna.

–Realmente –continuó el anciano después deuna pausa–, debió de ser un hombre divino elque enseñó a la Humanidad el noble arte de laminería y el que escondió en el seno de la Tie-rra este severo símbolo de la vida humana.Aquí se abre una galería amplia y fácil de exca-var, pero de poco valor; allí la roca la va estre-chando, hasta convertirla en una grieta misera-ble e insignificante, y, sin embargo, es precisa-mente allí donde empiezan los filones más no-bles. Otras galerías degradan el filón, hasta que

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de repente una galería, emparentada con laprimera, se une a ella, y hace subir indefinida-mente el valor del mineral. Muchas veces, antelos ojos del minero, se viene abajo en mil peda-zos la bóve4a que él mismo ha excavado; sinembargo, éste, paciente, no se asusta, y conti-núa tranquilo su camino: aquel contratiemporecompensará en seguida su celo, infundiéndo-le nueva fuerza y nobleza. A menudo se dejaseducir por un pasadizo engañoso, que le apar-ta de la .verdadera dirección; sin embargo, notarda en darse cuenta de que lleva un caminoequivocado, y ataja con energía hasta encontrarde nuevo el pasadizo que le lleva al buen filón.Cómo llega a familiarizarse con los caprichosde la fortuna y cómo llega a convencerse de queel esfuerzo y la constancia son los únicos me-dios seguros para dominar .estas veleidades dela suerte y arrancarles el tesoro que con tantaobstinación defienden…

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–A buen seguro –dijo Enrique–, no os faltaránbellas e canciones que animen vuestra tarea. Seme antoja que es un oficio éste en el que, depronto, os encontraréis cantando, movidos porel deleite mismo del trabajo, y que la músicadebe de ser una buena compañera del minero.

–Exactamente. Así es como decís –contestó elanciano–: cantar y tocar la cítara son sus menes-teres inseparables en la vida, y no hay estamen-to que disfrute más de ellos que el nuestro. Lamúsica y la danza son la verdadera felicidaddel minero; para él son como una alegre ora-ción; el recuerdo y la esperanza de ellas ayudana aligerar su penoso trabajo y a acortar sus lar-gas horas de soledad.

Si queréis os cantaré una de las canciones quemás nos gustaban cuando yo era joven:

Señor es de la Tierraquien sus entrañas mide

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y en su profundo senotodo dolor olvida.

Él penetra el misteriode la roca escondida;él baja infatigablea su obscuro taller.

Con la Tierra se une,a fondo la conoce;por ella arde de amorcomo por una novia.

Cada día la miracon renovado amor;no teme los pesares;no puede reposar.

Los hechos del pasado,gloriosos y magníficos,ella, su amiga siempre,dispuesta está a contar.

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Las brisas del pasadosoplan en torno a él,y en las simas obscurasbrilla una eterna luz.

Por todos los caminosllega él a su hogar,y ella le sale al pasopremiándole en su afán.

Las aguas le acompañan,fieles, montaña arriba;los castillos roquerosle abren sus tesoros.

El lleva ríos de oroal palacio del rey,y adorna sus coronascon piedras de valor.

Al monarca le tiendesu afortunado brazo;para él quiere poco:

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alegría y pobreza.

Que anden en pos del oroal pie de las montañas;él, feliz, en las cumbres,es señor de la Tierra.

A Enrique le gustó muchísimo esta canción, ypidió al anciano que le cantara otra. Este, dis-puesto a complacerle, le dijo:

–Sí, sé otra: es una extraña canción que ni noso-tros mismos sabemos de dónde viene. Nos latrajo un minero que iba de paso; venía de muylejos, y era uno de estos hombres que llevanuna vara y adivinan lo que hay debajo del sue-lo. La canción tuvo una gran acogida, por loextraña y singular: era casi tan obscura e in-comprensible como su música; pero esto mismole daba un extraño encanto; oyéndola nos pare-cía que estábamos soñando despiertos:

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En algún lugar conozco un castillodonde vive un rey silencioso *;le acompaña un extraño cortejo,pero el rey nunca sube a las torres.Sus estancias están escondidas,y guardas invisibles le protegen;sólo fuentes amigas susurran,bajando hacia él de polícromos techos.

Lo que las aguas con sus claros ojoshan visto allá en las bóvedas de estrellasestas fuentes al rey se lo cuentany, fieles, nunca paran de contar.El rey se baña en sus corrientes ondas,purificando su cuerpo delicado,para salir de nuevo relucientede aquella blanca sangre de su madre **.

Su castillo, maravilloso y antiguo,cayó del seno hondo de los mares;quedó de pie, sujeto para siempre,para impedir su huida hacia los cielos.

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Puertas adentro una invisible cintaencadena a los hombres de aquel reinomientras, prendidas en los muros de piedra,las nubes son banderas de victoria.

Una incontable multitud de hombresestá en torno a las bien cerradas puertas;y todos juegan a servidores fieles,dirigiendo al señor falsas lisonjas.A él creen deber su bienestar,sin barruntar que son sus prisioneros,y, embriagados por falaces deseos,no saben descubrir a su enemigo.

Sólo unos pocos, hábiles y despiertos,no sienten la sed de sus regalos,y se esfuerzan incansablementepor socavar la antigua fortaleza.Contra este poderoso y gran secretosólo podrá la mano inteligente;si puede el interior dejar desnudo,conseguirá alumbrar la libertad.

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Al diligente no resiste un muro;ningún abismo detiene al valiente;el que en su mano y corazón confíacamina sin temor tras de ese rey,y puede, al fin, prenderle en sus moradas.Con espíritus desaloja a los espíritus,y se hace dueño de las bravas aguas,y las obliga a buscar su cauce.

Cuanto más vuelva el rey a ver la luzy locamente se desparrame por la Tierra,más irá siendo minado su podery tanto más serán los hombres libres ***.Hasta que un día, al fin, rotos los lazos,entrará el mar en la hueca fortaleza,y, llevados por sus dulces aguas verdes,volveremos al regazo de la Patria ****.

* _ El oro, rey de los metales. Según MarcelCamus el poema «expresa ciertas teorías al-químicas sobre el nacimiento del oro, así como

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las esperanzas de los teósofos sobre la libera-ción del alma humana por la multiplicación deeste metal».

** _ Referencia a teorías alquímicas, también:«la blanca sangre de su madre» es el agua.

*** _ Véase la primera nota de esta página.

**** _ Del mismo modo como la materia repre-senta una degradación de la realidad espiritual,el agua representa el espíritu. La entrada delagua en el seno de las montañas es la liberacióndel peso de lo material y la elevación de la rea-lidad al reino de lo espiritual.

Cuando el anciano hubo terminado, a Enriquele pareció haber oído aquella canción en algunaparte. Se la hizo repetir, y se la guardó escrita.Luego el minero salió de la posada y los mer-caderes se quedaron hablando con los huéspe-des sobre las ventajas del arte de la minería, asícomo de sus trabajos y fatigas. Uno dijo:

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–No os quepa duda de que este anciano ha ve-nido aquí para algo. Hoy ha estado todo el díatrepando por estas colinas, y estoy seguro deque habrá encontrado buenas señales. Cuandovuelva se lo preguntaremos.

–¿Sabéis qué podríamos pedirle? –dijo otro–.Que nos buscara una fuente para el pueblo.Tenemos el agua muy lejos, y un buen manan-tial nos vendría muy bien.

–Se me ocurre –dijo un tercero– que podría pe-dirle que se llevara consigo a uno de mis hijos,que está trayendo piedras a casa todos los días.Seguro que el muchacho llegaría a ser un buenminero, y este anciano parece ser un hombre debien que sabría sacar buen partido de él. Por suparte, los mercaderes hablaban de la posibili-dad de entablar, por mediación de aquel mine-ro, relaciones comerciales ventajosas con Bo-hemia y de obtener de allí metales a buen pre-cio.

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El anciano volvió a entrar; todo el mundo que-ría aprovechar la ocasión que les brindaba elhecho de haber conocido a aquel viejo minero:Éste dijo:

–¡Qué atmósfera tan agobiante! ¡Qué mal serespira en esta habitación tan pequeña *. Fuerahay una Luna espléndida; me gustaría muchodar otro paseo. Hoy, con la luz del día, he vistoalgunas cuevas interesantes. No están muy le-jos de aquí; podríamos ir ahora; quizás a algu-nos de vosotros os gustaría acompañarme; consólo que nos llevemos una linterna creo quepodremos examinarlas sin dificultad.

* _ La frase tiene un sentido simbólico: los in-tereses mezquinos de los campesinos y los ne-gociantes frente a la visión poética de la reali-dad que tiene el minero.

Toda la gente de aquel pueblo conocía aquellascuevas, pero hasta entonces nadie se habíaatrevido a penetrar en ellas: creían en pavoro-

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sas leyendas de dragones y otros monstruosque, decían, habitaban allí. Algunos inclusoaseguraban que los habían visto y que en laentrada de estas cavernas habían encontradohuesos de hombres y animales, llevados allí poraquellos monstruos, y devorados después.Otros creían que allí debía de vivir un fantas-ma, y porque algunas veces, aseguraban, habí-an visto desde lejos una extraña figura humana,y por la noche habían oído canciones que vení-an de aquella dirección.

El anciano no parecía dar mucho crédito a to-das estas historias; se reía y les decía que, yen-do con un minero, no tenían por qué temer, quesolo con verle, los monstruos se iban a asustar,y que en cuanto al fantasma, si, como decían, legustaba cantar, a la fuerza tenía que ser un es-píritu benéfico. La curiosidad hizo que muchosperdieran el miedo y se animaran a aceptar lainvitación del anciano. También Enrique de-seaba acompañarle; al principio su madre no

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quería darle permiso; el anciano trataba deconvencerle; al fin, después de haberle hechoprometer que cuidaría del muchacho para queno le ocurriera nada malo, accedió a los ruegosde su hijo.

Los mercaderes también habían decidido for-mar parte de la expedición. La gente fue a bus-car largas teas, para que les sirvieran de antor-chas; una parte del grupo se pertrechó de esca-leras, pértigas, cuerdas y toda clase de armasdefensivas, y al fin todos emprendieron la mar-cha hacia las colinas. Delante iban el anciano,Enrique y los mercaderes.

Aquel campesino que tenía un hijo tan aficio-nado a las piedras se lo había llevado consigo;el muchacho se había hecho con una antorcha,y era el que indicaba el camino hacia las cuevas.La noche era serena y tibia. Sobre las colinas, laLuna, con su dulce fulgor, despertaba extrañossueños en todas las criaturas. Ella misma pare-cía un sueño del Sol: suspendida sobre aquel

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mundo ensimismado y en visiones nocturnas,hacía volver a aquella Naturaleza, dividida enmil parcelas, a los orígenes fabulosos en los quetodo germen, soñoliento todavía, solitario yvirginal, se esforzaba inútilmente por desplegarla obscura plenitud de su inmenso ser.

En el alma de Enrique se reflejaba la fábula dela noche. Le parecía como si el mundo descan-sara en él, se le abriera, y, como a un huéspedamigo, le mostrara todos sus tesoros y secretasternuras. Le parecía comprender como nuncaaquel espectáculo, a la vez sencillo e inmenso,que tenía ante sus ojos. Le parecía que si ordi-nariamente la Naturaleza se mostraba tan in-comprensible era por su misma prodigalidaden multiplicar a los ojos de los hombres, con lasmás variadas apariencias, lo más familiar e ín-timo de su esencia. Las palabras del ancianohabían abierto en él una puerta secreta. Se veíaen una pequeña estancia construida al ladomismo de una gran catedral: de las losas del

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suelo ascendía el pasado del mundo, grave ysolemne; de la cúpula bajaba el futuro, claro yalegre, en forma de un coro de dorados ángelesque venían a su encuentro cantando. Potentessonidos vibraban en aquel canto de plata, y porlos amplios portones del templo entraban todaslas criaturas: cada una de ellas decía de unaforma perceptible lo más íntimo de su natura-leza en una oración sencilla, rezada en un idio-ma familiar. Enrique no podía comprender có-mo había estado tanto tiempo ajeno a una vi-sión como aquélla, tan clara, y que desde en-tonces era ya imprescindible para su ser. Derepente veía de un golpe todas las relacionesque le unían con el inmenso mundo que le ro-deaba; sentía lo que él había llegado a ser gra-cias al mundo y lo que el mundo iba a ser paraél, y comprendía aquellas extrañas figuracionesy sugerencias que la contemplación del mundohabía suscitado ya muchas veces en él. La his-toria de aquel muchacho al que le gustaba tantocontemplar la Naturaleza, y que acabó siendo

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yerno del rey, le vino de nuevo a la memoria, ymil otros recuerdos de su vida se entrelazaronen su mente con un hilo mágico *.

* _ El progresivo despertar a la poesía de Enri-que coincide siempre con una visión cada vezmás clara de la unidad del cosmos, de las rela-ciones entre todas las cosas, del sentido de losrelatos y los sueños.

Mientras Enrique estaba entregado a estos pen-samientos el grupo se había ido acercando a lacueva. La entrada era baja; el anciano cogió unaantorcha, trepó por unas piedras y penetró enla caverna. Notó que de ella salía una ligeracorriente de aire; entonces se volvió a los otrosy les dijo que podían seguirle sin temor. Losmás miedosos entraron los últimos; llevaban lasarmas preparadas para utilizarlas en cualquiermomento. Enrique y los mercaderes entrarondespués del anciano; a su lado, contento y ale-gre, iba aquel muchacho que quería ser minero.Al principio fueron siguiendo un pasadizo bas-

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tante estrecho; pronto llegaron a una cuevaespaciosa y de alto techo, que la luz de las an-torchas no podía iluminar del todo; sin embar-go, en la pared del fondo les pareció ver algu-nas aberturas que se perdían en la roca. El sueloera blando y bastante regular; tampoco las pa-redes ni el techo eran ásperos ni rugosos; perolo que más llamó la atención de todos fue lagran cantidad de huesos y dientes que cubríanel suelo. Muchos de ellos se conservaban per-fectamente; en otros se podían apreciar huellasde descomposición, y los que sobresalían de lasparedes parecían como petrificados. La mayo-ría de ellos eran de gran tamaño, como sihubieran pertenecido a animales de una fuerzaextraordinaria. Al anciano le alegraba muchohaber encontrado aquellos restos de épocasremotas; a la gente del pueblo, en cambio, noles hacía mucha gracia aquello. El anciano lesdecía que aquello eran huellas de un tiempoinmemorial:

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«¿Cuándo se ha oído decir por ahí –les pregun-taba– que estos animales hayan devastado nun-ca vuestros rebaños o se hayan llevado a algúnhombre de estos alrededores? ¿Os parece queestos huesos puedan ser de algún ser humano ode algún animal conocido por vosotros?»

Era inútil: aquellos buenos campesinos creíanque aquellos huesos eran una señal de que porallí cerca andaban feroces animales.

El anciano quería seguir explorando la monta-ña, pero los campesinos encontraron más pru-dente retirarse y esperarle a la entrada de lacaverna. Enrique, los mercaderes y el mucha-cho se quedaron con el viejo después de haber-se provisto de cuerdas y antorchas. Así llegaronpronto a una segunda cueva; el anciano tuvobuena cuenta en señalar con huesos dispuestosde una determinada manera el pasadizo por elque habían venido. Aquella caverna se parecíamucho a la primera; tenía también muchos res-tos de animales. Enrique estaba a la vez asusta-

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do y maravillado: le parecía estar paseándosepor los pórticos del palacio interior de la Tierra.De repente se sintió muy lejos del cielo y de lavida de los hombres, como si aquellas salasespaciosas y obscuras pertenecieran a un extra-ño reino subterráneo.

«¿Quién podía sospechar –se decía– que bajonuestros pies se moviera todo un mundo dota-do de una inmensa vida? ¿Quién hubiera pen-sado jamás que en el interior de la Tierra, e im-pulsados por el obscuro fuego de su seno, unosgérmenes desconocidos hubieran podido des-plegar su ser hasta llegar a tomar formas gigan-tescas y sorprendentes? ¿No podría ser que enaquellos remotos tiempos estos pavorosos fo-rasteros, acosados por el frío, hubieran salidode estas cavernas y hubieran aparecido entrelos hombres? Quizá por aquel mismo tiempolos habitantes del cielo, las fuerzas vivas y par-lantes de las estrellas, se hacían visibles porencima de las cabezas de los humanos. Estos

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huesos, ¿son huellas .de la marcha de estosmonstruos hacia la superficie de la Tierra, o desu huida hacIa las profundidades?»

De repente el viejo llamó a los que le acompa-ñaban y les enseñó unas huellas bastante re-cientes de pisadas humanas; no encontraronmuchas, así que el viejo creyó que podían se-guirlas sin temor a encontrarse con bandoleros;iban a seguir ya aquella pista, cuando, de pron-to, como viniendo de lejanas profundidades,como bajo sus pies, percibieron con bastanteclaridad una canción. A pesar de su pasmo, queno fue pequeño, guardaron silencio y escucha-ron:

Con placer vivo en el valle,sonrío en la obscura noche;del amor la dulce copame ofrecen todos los días.

Sus santas gotas levantan

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mi alma al cielo, y estoyebrio a sus puertas,aunque viva en esta Tierra.

Mecido en dulces visiones,no temo ningún dolor:la reina de las mujeresme da su corazón fiel.

Años de dolor y llantohan moldeado esta arcilla,y una imagen han grabadoque me da la eternidad.

Y todos aquellos añosme parecen un instante;cuando me lleven de aquílos miraré sin rencor.

Todos quedaron sorprendidos: la canción leshabía fascinado; tenían que encontrar como

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fuera al cantor. Después de buscar un pocovieron en un ángulo de la pared de la derechaun pasadizo que bajaba: las pisadas parecíanindicarles que debían seguir por aquel camino.Muy pronto les pareció advertir una claridadque iba aumentando conforme iban descen-diendo. Se abrió una gran cavidad abovedada,más grande todavía que las otras dos que habí-an encontrado, en cuya pared del fondo vieronuna figura humana: estaba sentado detrás deuna mesa de piedra, sobre la que había un granlibro; tenía al lado una linterna, y parecía estarleyendo.

Volvió la cabeza hacia ellos, se levantó y salió asu encuentro. Era un hombre de edad indefini-ble: no parecía ni viejo ni joven; en él no seapreciaban más huellas del tiempo que unoscabellos plateados, que, lisos, y partidos en dosmitades, le caían sobre la frente. En sus ojoshabía una inefable expresión de serenidad, co-mo si desde la clara cima de una montaña diri-

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giera su mirada a una primavera infinita. Lle-vaba unas sandalias atadas a los pies, y comotodo vestido no parecía llevar más que unagran capa, que, enrollada en torno a su cuerpo,realzaba su figura noble y fuerte. La llegada delos visitantes no pareció sorprenderle lo másmínimo; les saludó como si ya les conociera,como si fueran huéspedes esperados en su casa.

–Qué amables habéis sido viniendo a verme. Entodo el tiempo que llevo viviendo aquí sois losprimeros amigos que veo. Parece que la genteempieza a fijarse un poco más en esta casagrande y maravillosa que tenemos.

El viejo minero contestó:

–No sospechábamos encontrar aquí a un hués-ped tan amable. Nos habían hablado de fan-tasmas y de animales feroces, y he aquí que nosencontramos con la más agradable de las sor-presas. Perdonad nuestra curiosidad si hemos

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venido a interrumpir vuestra contemplación yvuestras meditaciones.

–¿Puede haber mejor contemplación –dijo eldesconocido– que la de rostros humanos ale-gres y afables? No creáis que porque me encon-tráis aquí en estas soledades sea yo un enemigode los hombres. No he huido del mundo; sólohe buscado un lugar tranquilo para poder en-tregarme a mis meditaciones.

–¿Y nunca os habéis arrepentido de vuestradecisión? ¿No tenéis momentos en los que sen-tís miedo y en los que vuestro corazón anhelaescuchar la voz de un ser humano?

–Ahora ya no. Cuando era joven hubo un tiem-po en que ansiaba ardientemente hacerme er-mitaño. Obscuros presentimientos ocupaban mifantasía juvenil. Creía que en la soledad iba aencontrar el alimento que satisfaría plenamentemi corazón. La fuente de mi vida interior meparecía inagotable. Pero pronto me di cuenta de

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que el hombre debe recorrer una larga serie deexperiencias, de que un corazón joven no pue-de estar solo; es más, de que sólo después de untrato repetido con sus semejantes puede elhombre alcanzar una cierta independencia.

–Yo llego a creer incluso –contestó el anciano–que existe una cierta vocación natural para ca-da tipo de vida, y que quizás, conforme uno vaenvejeciendo, las experiencias que va acumu-lando le llevan por sí solas a retirarse de lacompañía de los hombres. No parece sino queesta compañía está dedicada únicamente a laactividad, tanto a la que lleva al lucro como a laque lleva a la conservación de lo ganado. Unagran esperanza, una finalidad colectiva, impul-san la vida en compañía; los niños y los viejosno parece que tengan nada que ver con todoesto. A los primeros su inocencia y su libertadles mantiene al margen de estas cosas; los se-gundos han realizado esta esperanza y ven al-canzada esta finalidad, por esto, como no hay

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nada que les ate a este movimiento de la socie-dad, vuelven a sí mismos y se consagran úni-camente a prepararse para hacerse dignos deuna comunidad superior. Sin embargo, pareceque en vuestro caso ha habido causas especialesque os han inducido a apartaros totalmente delos hombres y a renunciar a las comodidadesque conlleva la vida con los demás. Pienso quemuchas veces debe de aflojarse la tensión devuestro espíritu y que cuando esto os ocurredebéis de sentiros mal.

–Sí, es cierto, antes me ocurría esto; con todo,he sabido evitarlo imponiendo un orden rigu-roso a mi vida. Procuro mantenerme sanohaciendo ejercicio y de este modo me sientobien. Salgo afuera todos los días, ando variashoras y disfruto tanto como puedo de la luz ydel aire libre. El resto del día la paso en estascuevas; a ciertas horas estoy ocupado en tejercestos y tallar figuras de madera que cambio enlugares alejados de aquí por víveres; me he

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traído libros; de este modo discurren los díassin darme cuenta. En los lugares por dondepaso tengo algunos conocidos que saben de mivida en estas cuevas; por ellos me entero de loque pasa en el mundo; ellos son los que meenterrarán y los que se quedarán con mis libroscuando yo muera.

Hizo que se acercaran al sitio donde estaba sen-tado, cerca de la pared de la cueva, y vieronvarios libros en el que suelo y además una cíta-ra. De la pared colgaba una armadura completay, al parecer, de bastante precio. La mesa estabaformada por cinco grandes piedras planas en-sambladas como formando una caja; en la partesuperior estaban grabadas, en tamaño natural,las figuras de un hombre y una mujer que sos-tenían una corona de lirios y rosas; a los ladosse leía:

En este lugarFederico y María de Hohenzollern

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pusieron sus pies cuando llegaron a su patria.

El eremita preguntó a los visitantes de dóndeeran y de qué modo habían llegado a aquellosparajes. Estuvo muy amable y comunicativocon ellos, revelaba un gran conocimiento delmundo. El anciano minero le dijo:

–Veo que habéis sido guerrero, la armadura osdescubre.

–Los peligros y vicisitudes de la guerra, el ele-vado espíritu poético que se encuentra siempreen un ejército en campaña me arrancaroncuando era joven de mi soledad y decidieron lasuerte de mi vida. Es posible que el largo tiem-po que he tenido que vivir en medio del tumul-to y la agitación, así como las mil peripecias porlas que he tenido que pasar hayan aumentadoen mí el sentido de la soledad: los muchos re-cuerdos de aquel tiempo son ahora para mí una

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agradable compañía; y esto tanto más, cuantomás distintos son los ojos con los que veo todolo que entonces me ocurrió: esta nueva perspec-tiva me hace descubrir la relación que existíaentre los acontecimientos de aquel tiempo, elprofundo sentido de las consecuencias que deellos se derivaron, así como el significado delmodo como se presentaban a mis ojos. El autén-tico entendimiento de la historia humana no sedesarrolla hasta tarde, y ello ocurre más bajo elsosegado influjo de los recuerdos que bajo lafuerza de la impresión de lo presente. Los acon-tecimientos más cercanos parecen tener sólouna relación superficial, pero no por ello reve-lan una simpatía menos maravillosa con loslejanos; y sólo cuando uno está en situación deabarcar con la vista una larga serie de sucesos,ni tomándolos todos al pie de la letra ni mez-clando su verdad con los sueños de la fantasía,sólo entonces se advierte el secreto encadena-miento de lo pasado con lo futuro y se aprendea componer la historia con esperanzas y re-

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cuerdos. Pero sólo le es dado descubrir la clavede la historia a aquél que tiene ante sus ojostodo el pasado. Los humanos no podemos lle-gar más que a fórmulas toscas e incompletas, yya podemos darnos por satisfechos si encon-tramos una norma que nos sirva para iluminarun poco esta corta vida que nos ha sido dada.Pero puedo deciros también que el observarcon atención los avatares de la vida es algo quenos depara un placer profundo e inagotable, yque de entre todos los pensamientos los quenos proporcionan esta observación son los quemás nos elevan por encima de los males de estaTierra. Cuando somos jóvenes leemos la histo-ria sólo por curiosidad, como si fuera un cuen-to; en cambio, cuando llegamos a la edad ma-dura esto que antes era sólo una amena narra-ción se convierte en una compañera celestial, enuna amiga consoladora y edificante, que consus sabias palabras nos va preparando dulce-mente para una vida más alta y más amplia yque con sus imágenes sencillas y comprensibles

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nos va familiarizando con el mundo desconoci-do. La Iglesia es la casa de la Historia y el cam-po santo el simbólico jardín de sus flores. Sobreel pasado debieran escribir únicamente hom-bres temerosos de Dios, ancianos cuya historiapersonal ha terminado y que no tienen otraesperanza que la de ser trasplantados a aqueljardín. En sus palabras no habría nada tenebro-so ni turbio: un rayo de luz bajado de la cúpuladel cielo lo iluminaría todo haciéndonoslo veren su mayor belleza y en su mayor verdad y elEspíritu Santo se posaría sobre el extraño mo-vimiento de aquellas aguas.

–Cuánta verdad y cuánta luz hay en vuestraspalabras –dijo el anciano–. No hay duda de quedeberíamos dedicar mayor esfuerzo en señalary destacar todo aquello que, a nuestro enten-der, debe saberse de nuestro tiempo, y entransmitirlo, como piadosa herencia, a loshombres que han de venir. Hay miles de cosasque no nos atañen y a las que, no obstante, de-

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dicamos nuestra solicitud y nuestros esfuerzos;en cambio, de lo más cercano a nosotros, de lomás importante, de las fortunas y desgracias denuestra propia vida, de la de los nuestros y dela de nuestra estirpe –fortunas y desgracias quehemos visto sucederse con una callada regula-ridad gobernada por una providencia–, de todoello apenas si nos ocupamos; con el más grandescuido dejamos que sus huellas se borren denuestra memoria. Una posteridad más sabiaque nosotros buscará cualquier noticia del pa-sado como si fuera una reliquia, y ni la vida deun solo hombre, por insignificante que ésta sea,le será indiferente, porque en ella verá refleja-da, con mayor o menor intensidad, toda la vidade una época.

–Lo malo es –dijo el conde Hohenzollern– queincluso aquéllos que se han dedicado a anotarlos hechos y los acontecimientos de su tiempono se han parado a reflexionar sobre lo queestaban haciendo y no han intentado dar a sus

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observaciones un orden y una coherencia, sinoque han procedido a la buena de Dios en laselección y compilación de sus noticias. No haymás que fijarse en lo que nos ocurre a cada unode nosotros: sólo somos capaces de describir deun modo claro y cabal aquello que conocemosperfectamente, aquello cuyas partes, cuyo ori-gen y consecuencias, cuya finalidad y uso, te-nemos ante nuestra vista; sin este conocimientono podemos dar descripción alguna de nada, loúnico de lo que somos capaces es de dar unamasijo de observaciones parciales e incomple-tas. Digámosle a un niño que nos describa unamáquina, o a un campesino que nos describaun barco: seguro que no habrá nadie que de suspalabras pueda sacar utilidad o ciencia alguna.Es lo mismo que ocurre con la mayoría de lagente que escribe historia: es posible, incluso,que posean habilidad en el arte de narrar y aunque sean prolijos hasta el aburrimiento; contodo, olvidan precisamente lo más interesante,aquello que hace que la historia sea historia,

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aquello que enlaza los acontecimientos másdispares en un todo ameno y lleno de enseñan-zas. Cuando reflexiono en todas estas cosas,pienso que un buen historiador tiene que serademás un poeta, porque sólo los poetas po-seen el arte de enlazar convenientemente unoshechos con otros. Muchas veces, en sus narra-ciones y fábulas, he experimentado un sosega-do placer viendo su fino sentido del misterio dela vida. En sus cuentos hay más verdad que enlas crónicas de los eruditos. Aunque sus perso-najes y los destinos de éstos son inventados, elsentido que estas invenciones encierran es na-tural y verdadero. Y hasta cierto punto, paranuestro placer, así como para nuestra enseñan-za, da igual que aquellos personajes, en cuyosdestinos seguimos las huellas del nuestro,hayan existido o no. Porque lo que nosotrosanhelamos encontrar es el modo de pensar y dever las cosas de los espíritus, a la vez grandes ysencillos, de las distintas épocas; si encontra-mos que nuestro deseo se cumple, ya no nos

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preocupamos por saber si aquellas figuras con-cretas que aparecían en las narraciones existie-ron realmente o no *.

* _ En el primer capítulo de la segunda partedice Enrique: «destino y alma no son más quedos modos de llamar a una misma noción».

–Por esto mismo –dijo el anciano– es por lo queyo he tenido siempre una gran simpatía por lospoetas. Gracias a ellos el mundo y la vida se mehan hecho más claros y diáfanos. Me ha pareci-do que deben de vivir en amistad con los agu-dos espíritus de la luz, con aquellas almas quepenetran todas las cosas, que las distinguenunas de otras y que extienden sobre todas ellasun velo especial de tenues colores. Con suscanciones, mi propio ser se ha sentido comosuavemente desplegado, como si pudiera mo-verse con más libertad, como si se gozara de supropia sociabilidad y de sus anhelos, como si,con un secreto placer, sus elementos pudieran

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moverse unos contra otros y suscitar mil efectosencantadores.

–¿Habéis tenido la suerte –preguntó el eremita–de tener en vuestro país a algún poeta?

–Sí, de vez en cuando nos ha llegado alguno;sin embargo, todos han mostrado un gusto es-pecial por la vida viajera, así que no se hanquedado mucho tiempo entre nosotros. Contodo, en mis viajes a Iliria, Sajonia y Suecia, heencontrado no pocos de ellos; su recuerdo ale-grará siempre mi espíritu.

–Entonces habréis corrido mucho mundo ytendréis mucho que contar.

–Nuestro oficio nos obliga a andar de un ladopara otro observando la Tierra; no parece sinoque un fuego subterráneo impulsa al minero aandar de un sitio a otro. Una montaña le mandaa otra. Nunca le parece que ha visto lo bastante.La vida entera tiene que pasársela aprendiendo

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aquella extraña arquitectura que, de un modotan peregrino, sustenta y recubre el suelo sobreel que se asientan nuestros pies. Nuestro arte esmuy antiguo y está muy extendido. Al igualque nuestra estirpe, ha debido de venir deOriente a Occidente, con el Sol, y se ha debidode extender hasta los confines del mundo. Entodas partes ha tenido que luchar con dificulta-des distintas, y como la necesidad ha aguzadosiempre el espíritu del hombre y le ha llevadosiempre a nuevos descubrimientos, por esto elminero encuentra en todas partes incitacionespara aumentar sus conocimientos y multiplicarsus artes, y, de este modo, enriquecer a su paíscon experiencias provechosas.

–Vosotros, los mineros –dijo el eremita–, soisuna especie de astrólogos al revés: mientras queéstos están siempre mirando al cielo y reco-rriendo con la vista sus inmensidades, vosotrosdirigís vuestra mirada al fondo de la Tierra yescudriñáis su arquitectura. Aquéllos estudian

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las virtudes e influencias de las estrellas, voso-tros investigáis las fuerzas de las rocas y mon-tañas y los efectos de los variados estratos. Paraaquéllos el cielo es el libro del futuro, para vo-sotros la Tierra es el monumento de un remotopasado del mundo.

–Esta relación entre astrólogos y mineros –dijoel anciano sonriendo– no deja de tener su signi-ficado: los luminosos profetas tienen quizá mu-cho que ver con la vieja historia de la extrañaformación de la Tierra. Es posible que con eltiempo estos hombres sean mejor conocidos yexplicados por sus obras, y, a su vez, que estasobras lo sean por aquellos hombres. Tal vez lasgrandes cadenas de montañas nos muestran lashuellas de sus antiguos caminos, quizás hanquerido sostenerse por sí mismas y seguir supropia senda hacia el cielo. No pocas de ellashan tenido atrevimiento suficiente para elevar-se hacia lo alto, como queriendo ellas tambiénllegar a ser estrellas; para ello han tenido que

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renunciar, al bello ropaje de verdor que cubrelas tierras bajas. De este empeño no han sacadootro provecho que el tener que ayudar a la for-mación de las lluvias y los vientos que azotarána las otras montañas, sus progenitoras. Para lastierras bajas son ellas profetas que tan prontolas protegen como las anegan bajo la furia delos temporales *.

* _ Referencia, según Marcel Camus, a creenciasteosóficas: los astros son las partes de la Natu-raleza que han logrado escapar de la gravedadde lo material y ascender a la esfera del espíri-tu.

–Desde que vivo en esta cueva –prosiguió eleremita he aprendido a meditar más sobre lostiempos pasados. No sabría cómo explicaros elencanto que para mí tienen estas meditaciones:podéis creer que no me cuesta nada imaginar elamor que los mineros han de tener por su ofi-cio. Cuando contemplo esta cantidad de huesosque se encuentran por todas partes en estas

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cuevas, todos ellos extraños y procedentes deremotas épocas; cuando pienso en los tiempossalvajes en que estos extraños monstruos, aco-sados tal vez por el miedo, penetraban en estascuevas, en apretadas manadas, para venir lue-go a morir en ellas; cuando me remonto a lostiempos en que se formaban estas cuevas y enlos que inmensos océanos cubrían la Tierra, meel veo a mí mismo como un sueño del futuro,como un hijo de la paz eterna. ¡Qué tranquila ypacífica, qué suave y clara es la naturaleza quevemos hoy en comparación con la de aquellostiempos violentos y enormes! La más terriblede las tempestades, el más espantoso de losterremotos no es más que un leve eco de aque-llos espeluznantes dolores de parto. En aque-llos tiempos, las plantas, los animales, y hastalos hombres, si es que los hubo en aquellas islasperdidas en el océano, debieron de tener unacomplexión más fuerte, y más ruda –de lo con-trario tendríamos que dudar de la verdad de

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todas las antiguas fábulas que nos hablan de unpueblo de gigantes–.

–Es confortable y alentador –dijo el viejo– com-probar esta lenta pacificación de la Naturaleza.Parece que en ella ha ido cuajando poco a pocoun íntimo acuerdo entre sus elementos, unapacífica comunidad y una mutua protección yvivificación: de este modo podemos esperarsiempre tiempos mejores. Es posible que de vezen cuando fermente todavía la antigua levadu-ra, y que de ello se sigan algunas conmocionesviolentas de la Tierra; pero ahora el hombre veya este empeño indetenible hacia una estructu-ra más libre y más armónica, y bajo esta nuevaluz cualquier conmoción no es más que un fe-nómeno pasajero que nos acerca más a la granmeta. Puede ser que la Naturaleza no sea ya tanfructífera como antes, que en nuestros días noveamos surgir ya más metales ni piedras pre-ciosas, más rocas ni montañas, que las plantas ylos animales ya no adquieran el tamaño sor-

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prendente y la fuerza que tuvieron entonces;conforme se ha ido agotando la fuerza engen-dradora de la Tierra han ido creciendo las fuer-zas del orden y la forma, las virtudes que en-noblecen los elementos y los aúnan; el espíritude la Naturaleza se ha vuelto más sensible ytierno, su fantasía más diversa y rica en símbo-los, su mano más ligera y diestra: se aproximaal hombre; y si en tiempos fue una roca de cuyoseno salieron, en terribles partos, los primerosseres que poblaron la faz de la Tierra, ahora esuna planta que va creciendo reposadamente,un artífice silencioso, casi humano. ¿Qué nece-sidad habría, si no, de ir aumentando todosestos tesoros si su gran cantidad alcanza yapara un período de tiempo que no podemos niimaginar? Con ser tan pequeño el espacio quehe recorrido, desde el primer momento, no másllegar ya he descubierto tantas cosas que loshombres de hoy en día no llegarán a poder uti-lizar: tendrán que quedar para las generacionesque les sigan. ¿Qué riquezas no llegan a escon-

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der las montañas del Norte? ¿Qué cantidad deseñales favorables no he llegado a encontrar yoen mi patria, por todas partes, como en Hun-gría, al pie de los Cárpatos y en los valles roco-sos del Tirol, de Austria y de Baviera? Con sóloque me hubiera podido llevar todo lo que hepodido coger del suelo o arrancar de la rocasería ahora un hombre rico. Muchas veces hecreído encontrarme en un jardín encantado.Todo lo que veía era de metales preciosos ytenía las más bellas formas. En los gráciles rizosy en las ramas de la planta colgaban frutostransparentes, brillantes y rojos como el rubí, yaquellos pesados arbolitos se levantaban sobreun suelo de cristal de una calidad tal que nin-gún artesano sería capaz de imitar. Uno no da-ba crédito a sus sentidos en aquellos lugaresmaravillosos, no se cansaba de recorrer aque-llas selvas fascinantes ni de alegrar la vista contanta pedrería. Sin ir más lejos, en el viaje queahora estoy haciendo he visto gran cantidad decosas interesantes, y no dudo que en otros paí-

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ses la Tierra es tan fecunda y derrochadora co-mo aquí.

–No hay duda –dijo el desconocido–, basta conpensar en los tesoros de Oriente, y ¿no es ver-dad que la lejana India, África y España fueronya famosas en la antigüedad por las riquezas desu suelo? Es sabido que los guerreros no acos-tumbran a fijarse en las vetas y en las grietas delas montañas; con todo, en este aspecto puedodecir que algunas veces me he parado a obser-var estas franjas brillantes que son como extra-ños capullos que anuncian una flor y un frutoinesperados. ¿Quién podía imaginar, cuandoyo antes pasaba contento bajo la luz del díajunto a estas obscuras cavernas, que, andandoel tiempo, iba a terminar mis días en el seno deuna montaña? Mi amor me llevó orgulloso porla Tierra y esperaba alcanzar la vejez y dormirel último sueño en los brazos de la amada.Terminó la guerra y partí para mi casa con laalegre esperanza de que allí podría pasar en

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paz y sosiego el otoño de mi vida. Pero el geniode la guerra parecía ser el genio de mi felicidad.Mi María me había dado dos hijos en Oriente.Ellos eran la alegría de mi vida. La travesía ylos malos aires de Occidente dañaron su flora-ción. Al poco de llegar a Europa los enterraba.Mi esposa estaba desconsolada; dolorido yapenado la llevé a mi patria. Una callada me-lancolía debió de ir royendo el hilo de su vida.En un viaje que tuve que emprender al poco demi llegada y en el que ella, como siempre meacompañaba, se murió dulce e inesperadamen-te en mis brazos. Fue cerca de aquí precisamen-te donde terminó nuestro peregrinar por la Tie-rra. En aquel momento mi decisión estaba ma-dura. Encontré lo que nunca había esperado:una luz divina descendió sobre mí, y desde eldía que enterré a mi esposa, en este mismo lu-gar, una mano celestial se llevó todas las penasde mi corazón. El sepulcro la mandé levantarmás tarde. Muchas veces cuando una cosa pa-rece que termina, lo que ocurre en realidad es

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que empieza: esto es la que ha sucedido en mivida. Que Dios os dé a todos vosotros una vejezdichosa y una paz de espíritu como me ha dadoa mí.

Enrique y los mercaderes habían escuchado conatención las palabras del eremita. El primerosentía nuevos cambios, nuevos movimientos ensu espíritu, tan lleno de presagios. Muchas delas palabras y de los pensamientos de aquelanciano habían caído en su interior como unasemilla vivificadora que le sacaba del angostorecinto de sus pocos años y, en un momento, lelevantaban a las alturas del mundo. Aquellashoras que acababa de vivir le parecían largosaños: estaba convencido de que nunca habíasentido ni pensado de otra manera.

El eremita les enseñó sus libros. Eran antiguasleyendas y libros de historia. Enrique hojeabaaquellas páginas de letras grandes y bellas pin-turas; las cortas líneas de los versos, los títulos,algunos pasajes y los dibujos, limpios y minu-

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ciosos, que, como palabras que hubieran toma-do cuerpo, se encontraban aquí y allá paraayudar a la imaginación del lector, excitaban lacuriosidad del muchacho. El eremita notó elíntimo placer con que examinaba aquellos li-bros y le explicó las singulares imágenes quehabía en ellos. Reproducían las más variadasescenas de la vida: batallas, entierros, bodas,naufragios, cavernas y palacios; reyes, héroes,sacerdotes, jóvenes y viejos, gente ataviada contrajes extranjeros y extraños animales aparecíanallí agrupados y combinados de distintas ma-neras. Enrique no se cansaba de mirar todoaquello; aquel solitario ejercía sobre él una irre-sistible fascinación, su único deseo hubiera sidoquedarse con él para que le instruyera sobreaquellos libros.

A todo esto el anciano le preguntó si por allíhabía todavía más cavernas; el eremita le dijoque no muy lejos de donde estaban había algu-nas muy grandes, que él les acompañaría para

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que las vieran. El anciano aceptó el ofrecimien-to. El eremita, viendo la afición con que Enri-que examinaba aquellos libros, le sugirió que sequedara y que siguiera mirándolos mientrasellos estaban en aquellas cuevas. Enrique estu-vo muy contento de quedarse allí y le dio lasgracias de todo corazón por su licencia. El mu-chacho iba hojeando aquellas obras con un pla-cer indecible, hasta que al final vino a caer ensus manos un libro escrito en una lengua que aél le pareció tener alguna semejanza con el latíny el italiano. Sin entender una sola palabra deaquel texto el libro le gustaba sobremanera: loque el muchacho hubiera dado por conoceraquella lengua... No tenía título; sin embargo,hojeándolo encontró algunos dibujos. Se quedóasombrado al verlos: le parecía haber visto al-guna otra vez aquellas imágenes. Miró con algomás de atención y descubrió con pasmo supropia figura; no era muy difícil distinguirla deentre las otras. Le parecía aquello un sueño;miró varias veces más: sí, no había duda, era él.

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No daba crédito a sus sentidos; en otro de losdibujos se vio de nuevo a sí mismo; aquella vezse encontraba en aquella cueva y junto a él es-taban el eremita y el anciano. Examinando len-tamente las ilustraciones de aquel libro fue en-contrando figuras conocidas: sus padres, el du-que y la duquesa de Turingia, su amigo él cape-llán de la corte, la muchacha oriental y algunosmás; sin embargo, iban vestidos de un mododistinto a como él les había visto siempre; pare-cían como de otra época. Aunque no conocíasus nombres, muchas de las figuras de aquellibro le resultaban conocidas. Su propia imagenaparecía en muchos sitios. Hacia el final de laobra iba tomando una forma más grande y másnoble. En sus brazos descansaba la guitarra, yla duquesa le entregaba una corona. Se vio en lacorte imperial, yendo en barco, en los brazos deuna dulce y grácil muchacha, luchando conhombres de aspecto salvaje y en amigable con-versación con sarracenos y moros. Un hombrede aspecto grave y venerable se encontraba

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muchas veces junto a él. El muchacho sentía unprofundo respeto por esta figura alta y noble, yle gustaba verse al lado de ella. Las últimasimágenes eran muy obscuras y apenas se podíaver lo que representaban; sin embargo, le causóuna gran sorpresa descubrir allí algunas de lasfiguras de aquel sueño que había tenido *. Enri-que sentía un profundo arrobamiento. Parecíaque a aquel libro le faltaban las últimas pági-nas. El joven estaba muy afligido: su único de-seo hubiera sido poder leer el libro y poseerlocompleto. Estaba examinando una y otra vezaquellos dibujos cuando, sorprendido y confu-so, vio regresar al eremita y sus acompañantes.Una extraña vergüenza se apoderó de él. No seatrevía a revelar su descubrimiento; cerró ellibro y se limitó a preguntarle al eremita, comode paso, sin mostrar gran interés por aquello,cuál era el título de aquella obra y en qué len-gua estaba escrita. Éste le contestó que estabaescrito en provenzal.

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* _ Coincidencia entre el sueño, la historia y larealidad.

–Lo leí hace mucho tiempo –dijo el eremita–; eneste momento no me acuerdo muy bien de sucontenido. Sé que es un relato que habla de lasmaravillosas aventuras de un poeta; que es unlibro que ensalza la poesía y que explica lo quees este arte en sus distintas formas. En este ma-nuscrito falta el final; lo traje de Jerusalén, loencontré entre las cosas que dejó un amigo míoy me lo llevé como recuerdo suyo.

El anciano, los mercaderes, el chico que queríaser minero y Enrique, se despidieron del eremi-ta. Enrique lloró de pena y emoción, hasta talpunto le había interesado aquella cueva y habíatomado cariño a aquel eremita. Todos le abra-zaron; también él parecía haber cobrado afectoa aquellos visitantes. Enrique creyó notar que aél le miraba de un modo especialmente amabley penetrante. Las palabras de despedida que lededicó eran extrañamente significativas; como

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si conociera los descubrimientos que él habíahecho en aquel libro y aludiera a ellos. Losacompañó hasta la entrada de la cueva despuésde rogarles, a todos, pero de un modo especialal chico, que no hablaran de él para nada a loscampesinos, porque de lo contrario, decía, seexponía a que le importunaran. Así se lo pro-metieron, y mientras, se despedían de él y seencomendaban a sus oraciones, dijo el eremita:

–Cuándo, no lo sabemos, pero un día volvere-mos a vernos. Entonces sonreiremos pensandoen todo lo que hemos dicho hoy: una luz celes-tial nos envolverá a todos y nos alegraremos dehabernos encontrado en este valle de pruebas,de haber amigado y de haber visto que a todosnos animan unos mismos pensamientos y unasmismas esperanzas. No dudéis que son los án-geles quienes nos han reunido aquí. Si no apar-táis los ojos del cielo no perderéis nunca el ca-mino que lleva a vuestra patria.

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Con un silencioso recogimiento se separarondel eremita; pronto encontraron a los compañe-ros que no se habían atrevido a entrar, y así,contando toda clase de cosas, no tardaron enllegar al pueblo, donde la madre de Enrique,inquieta ya por su tardanza, les recibió congran alegría.

6

El hombre que ha nacido para los negocios ypara la vida activa no puede gozar temprano dela contemplación personal de todas las cosas nide la experiencia viva de ellas. Se ve forzado aintervenir activamente en todo y atravesar si-tuaciones muy diversas; en cierto modo, tieneque curtir su espíritu contra las impresiones aque se ve expuesto en toda situación nueva ycontra la dispersión que pueda querer imponer-le la cantidad y diversidad de cosas con las quetiene que vérselas; incluso bajo el acoso de

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grandes acontecimientos necesita saber seguirel hilo de sus negocios y no perder la agilidad yla destreza para conseguir lo que se propone.No debe ceder al atractivo de una callada con-templación de las cosas. Su alma no debe seruna contempladora de su interioridad, debeestar siempre atenta a lo que pasa fuera de ellay debe ser una servidora diligente, rápida ydecidida de la inteligencia. Este tipo de hom-bres son verdaderos héroes: en torno a ellos seagolpan los grandes acontecimientos, comobuscando a quien los desenmarañe y quien loslleve por buen camino. Bajo su influencia todoslos azares se convierten en historia; la vida deestos hombres es una cadena ininterrumpida desucesos brillantes y extraños, intrincados y sin-gulares.

Muy distinto es lo que ocurre a este hombrepacífico e ignorado cuyo mundo es su espíritu,cuya actividad es la contemplación y cuya vidaes un silencioso ir modelando las fuerzas de su

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interior. Ninguna inquietud le lleva a salir de símismo. Una tranquila posesión le basta, y elgran espectáculo que se da fuera de su alma nole tienta a participar en él, sino que todo lo queen el exterior ve de significativo y maravillosole interesa únicamente como objeto de su con-templación. Su anhelo por captar el espíritu queanima este espectáculo es lo que le mantiene adistancia de él, y este espíritu es el que le desti-nó para este misterioso papel que su alma debecumplir en este mundo humano. Aquel otrotipo de hombre, en cambio, es el que representalos miembros externos, los sentidos y las fuer-zas que brotan de este mundo.

La vida agitada y los grandes acontecimientosle perturbarían. Su destino es una vida sencilla;el rico contenido y las múltiples manifestacio-nes del mundo los conoce sólo a través de li-bros y narraciones. A lo largo de su vida sólomuy raras veces ocurre que un acontecimientoexterno se lo lleve por algún tiempo y lo meta

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en su vertiginoso torbellino, y esto únicamentepara que así, por experiencia propia, puedaconocer mejor la situación y el carácter delhombre de acción. En cambio, los acontecimien-tos más insignificantes y habituales, hieren sufina sensibilidad y le presentan, de un modorejuvenecido, aquel inmenso mundo; no daningún paso que no haga en él los más sor-prendentes descubrimientos sobre la esencia yel significado de aquellas pequeñas cosas. Sonlos poetas, aquellos extraños caminantes quepasan de vez en cuando por nuestras casas yque renuevan el misterio antiguo y venerablede la Humanidad y de sus primeros dioses: lasestrellas, la primavera, el amor, la felicidad, lafecundidad, la salud y la alegría; los que, vi-viendo en esta Tierra, están en posesión ya dela paz celestial; aquellos hombres que, inmunesal ajetreo de las locas ansias de poseer, aspiransólo el perfume de los frutos de la Tierra sinconsumirlos y, por tanto, sin ser encadenadosdefinitivamente a las bajezas de este mundo.

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Son huéspedes libres que entran pisando leve-mente, con pie de oro, y cuya presencia, sinsaber cómo, nos infunde alas a todos. Como unrey bueno, un poeta se conoce porque en tornoa él se encuentran rostros claros y alegres; sóloa él le corresponde con justicia el nombre desabio. Comparemos al poeta con el héroe y ve-remos cómo no es nada raro que los cantos delos poetas hayan despertado el heroísmo en elcorazón de los jóvenes; en cambio, nunca se haoído decir que los hechos heroicos hayan susci-tado en ningún .alma el espíritu de la poesía.

Enrique había nacido para poeta. En su forma-ción parecían haber confluido toda una serie decircunstancias y nada había perturbado todavíasu vida interior. Parecía como si todo lo queoyera o viera fuera una nueva puerta que se lefranqueara, una nueva ventana que se le abrie-ra. Ante sus ojos se le revelaba el mundo entoda la grandeza y multiplicidad de sus rela-ciones *, pero el alma de este mundo, la palabra,

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todavía no se le desvelaba. Sin embargo, unpoeta ya iba acercándose, un poeta que llevabaa una dulce muchacha de la mano: el sonido dela lengua materna y el contacto con una bocatierna y delicada iban a mover pronto aquelloslabios balbucientes y a desplegar el sencilloacorde en infinitas melodías **.

* _ Véase la nota de página 64.

** _ El amor es lo que le depara a Enrique lamadurez para la poesía.

El viaje había terminado. Caía la tarde cuandonuestros viajeros, contentos y sin haber sufridocontratiempo alguno, llegaban a la famosa ciu-dad de Ausburgo y, llenos de impaciencia, en-caminaban sus cabalgaduras por sus estrechascalles hacia la noble mansión que el viejoSchwaning tenía allí.

A Enrique le había maravillado aquel país nadamás llegar. El bullicio y animación de las calles

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así como las grandes casas de piedra de aquellaciudad le causaban una grata impresión: jamáshabía visto nada semejante. La perspectiva desu estancia en Ausburgo le causaba una íntimaalegría. Su madre estaba también muy contentade verse de nuevo en su querida ciudad natal,después del largo y fatigoso viaje que acababande hacer: allí iba a abrazar de nuevo a su padrey a sus viejos amigos, les iba a presentar a suEnrique y, en medio de recuerdos queridos, ibaa olvidar por un tiempo las preocupacionespropias de un ama de casa. Por su parte, losmercaderes esperaban hacer buenos negocios ydesquitarse de las incomodidades del viaje conlas distracciones que iba a ofrecerles aquellaciudad.

La casa del viejo Schwaning estaba iluminada,de ella llegaba una alegre música.

–¿Qué os apostáis a que vuestro abuelo estádando una fiesta? –dijeron los mercaderes–. Nia propósito hubiéramos llegado más a tiempo.

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Vaya sorpresa la que se va a llevar con estoshuéspedes inesperados, con ellos sí que no con-taba el viejo. Poco se imagina que la verdaderafiesta va a empezar ahora.

Enrique estaba confuso; a su madre sólo le pre-ocupaba cómo iba a presentarse vestida deaquella manera. Se apearon todos; los mercade-res se quedaron con los caballos; Enrique y sumadre entraron en aquella magnífica casa. Aba-jo no se veía a nadie. Madre e hijo tuvieron quesubir por la amplia y curvada escalera. Salieronalgunos criados; ellos les pidieron que le dije-ran al viejo Schwaning que habían llegado unosextranjeros que querían hablarle. Al principiolos criados pusieron algunas dificultades: elaspecto externo de los viajeros no era precisa-mente el mejor. Con todo, les anunciaron alseñor de la casa. Al poco salió el viejo Schwa-ning. De momento no los reconoció y les pre-guntó cómo se llamaban y qué querían. La ma-

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dre de Enrique rompió a llorar y, arrojándoseen brazos del anciano, gritó entre lágrimas:

–¿Ya no conocéis a vuestra hija? Os traigo a mihijo.

El anciano padre no podía contener su emocióny estuvo largo rato estrechando a su hija contrasu pecho. Enrique se arrodilló y le besó tierna-mente la mano. Él le mandó levantarse y abrazóa madre e hijo.

–Vamos, entrad enseguida –dijo Schwaning–.Toda esta gente son amigos y conocidos míos yse van a alegrar muchísimo de veros. La madrede Enrique parecía vacilar un poco y no se de-cidía a entrar. Pero no tuvo tiempo de pensarlo.El padre les llevó a los dos a una gran sala, dealto techo y muy bien iluminada, y en mediodel alegre bullicio de gente, ataviados todoscon espléndidos trajes, gritó:

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–Aquí os traigo a mi hija y a mi nieto de Eise-nach.

Todos los ojos se volvieron a la puerta; todo elmundo se acercó a ver a los recién llegados.Enrique y su madre estaban deslumbrados yconfusos de verse tan mal vestidos y llenos depolvo en medio de todo aquel lujo. Mil excla-maciones de alegría corrían de boca en boca.Viejos conocidos se apiñaban en torno a la ma-dre. Todo eran preguntas. Todos querían ser losprimeros en ser reconocidos y saludados porella. Mientras los de más edad estaban con lamadre, los más jóvenes fijaban la atención enaquel muchacho extranjero que estaba allí juntoa su madre con los ojos bajos y sin atreverse amirar de nuevo la cara de aquella gente, extra-ña para él. Su abuelo le presentó a sus amigos yconocidos y le preguntó por su padre y por lasincidencias del viaje.

La madre se acordó de los mercaderes queamablemente se habían ofrecido a quedarse con

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los caballos. Se lo dijo a su padre, el cual mandóenseguida que fueran a buscarlos y que les in-vitaran a subir. Los caballos fueron llevados alas cuadras y al poco entraron los mercaderes.

Schwaning les dio las gracias de todo corazónpor haber acompañado tan amablemente a suhija. Entre los presentes encontraron a muchosconocidos con los que cambiaron amables salu-dos. La madre preguntó dónde podría mudarsede ropa. Schwaning la llevó a su habitación yEnrique la siguió, también él quería vestirse conalgo digno de aquella fiesta.

De entre todos los asistentes había un hombreque llamó la atención del muchacho de un mo-do especial: le parecía haberlo visto en muchosgrabados de aquel libro, a su lado. Por la no-bleza de su porte se distinguía de todos losdemás. En su rostro se dejaba ver un espíritu ala vez grave y sereno; su frente amplia y bella-mente curvada, sus ojos grandes, negros, pene-trantes y que revelaban una energía interior, un

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pliegue burlón en torno a su alegre boca, y suaspecto franco y varonil le hacían sobresalir deentre los demás y le daban un especial atracti-vo. Era de complexión fuerte, sus movimientoseran reposados y estaban llenos de expresivi-dad y parecía que allí donde estaba hubiera élquerido estar eternamente.

Enrique preguntó a su abuelo quién era aquelseñor.

–Me gusta –dijo el anciano– que te hayas fijadoya en él. Es Klingsohr, el poeta, un gran amigomío. Puedes estar orgulloso de ser amigo y co-nocido de este hombre, más que si lo fueras delemperador... Pero ¿y tu corazón, muchacho,cómo anda? Este poeta tiene una hermosa hija;es posible que te llame la atención más ella quesu padre. Me extrañaría mucho que no lahubieras visto ya.

Enrique se ruborizó.

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–Estaba distraído, abuelo. Había tanta gente;sólo me he fijado en vuestro amigo.

–Se nota que eres del Norte. Habrá que espabi-larte aquí. Ya es hora de que aprendas a fijarteen 1os ojos hermosos.

Madre e hijo se habían cambiado ya de ropa.Los tres volvieron a la sala; mientras tanto sehabían ultimado los preparativos para la cena.Schwaning llevó a Enrique a ver a Klingsohr yle contó que su nieto se había fijado en él nadamás llegar y que tenía grandes deseos de cono-cerle.

Enrique estaba avergonzado. Klingsohr estuvomuy amable con él y le habló de su patria y desu viaje. Era tal la intimidad que había en la vozde aquel hombre que al muchacho se le pasóenseguida el miedo y se atrevió a conversar conél con toda franqueza y desenvoltura. Al ratovolvió Schwaning acompañando a la hermosaMatilde.

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–Aquí tenéis a mi tímido nieto. Acogedlo ama-blemente y no le toméis en cuenta que se hayafijado antes en vuestro padre que en vos. Nohay cuidado: la luz de vuestros ojos despertarála juventud que duerme en él. En su patria laprimavera llega tarde.

Enrique y Matilde se ruborizaron. Se miraron yse quedaron prendados uno del otro. Ella, convoz que apenas se oía, le preguntó si le gustababailar. No había terminado casi de decir que sí,cuando una alegre música de danza empezó asonar. El le ofreció la mano en silencio; ella ledio la suya y ambos se mezclaron en el corro deparejas que bailaban.

Schwaning y Klingsohr les miraban. A la madrey a los mercaderes les gustaba ver la agilidadde Enrique y de su bella compañera. La madreestaba ocupada en atender a sus amigas de ju-ventud: todas se hacían lenguas sobre aquelmuchacho tan bello y le deseaban lo mejor para

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aquel hijo que tantas promesas encerraba.Klingsohr le dijo a Schwaning:

–Vuestro nieto tiene un rostro especialmenteatractivo. Revela un espíritu claro y amplio y suvoz sale del fondo del corazón.

–Espero –contestó Schwaning– que lo vais atener como alumno, y que va a ser aprovecha-do. Me parece que ha nacido para poeta. Quevuestro espíritu se pose sobre él. Se parece a supadre; sólo que el muchacho parece menos fo-goso y no tan voluntarioso. Su padre, cuandoera joven, tenía muy buenas disposiciones. Lefaltaba una cierta libertad de espíritu. Pudierahaber llegado a ser más que un artesano hábil ydiligente.

Enrique hubiera deseado que la danza no ter-minara nunca. Su mirada, con honda compla-cencia, descansaba en las rosadas mejillas de supareja. Los inocentes ojos de ella no esquivabanla mirada del muchacho. Parecía como si el

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espíritu de su padre hubiera tomado en aquellamuchacha su figura más bella y graciosa. Desus grandes ojos, tranquilos y serenos, emanabaeterna juventud. Sobre un fondo de luz azulceleste se veía el suave resplandor de dos ale-gres estrellas pardas, y en torno a ellas se ar-queaba graciosamente la frente y la nariz. Surostro era un lirio que se inclinaba hacia el Solnaciente, y de su cuello blanco y esbelto veníanserpenteando azules venas que en graciosascurvas rodeaban sus tiernas mejillas. Su voz eracomo un eco lejano, y su cabecita, de pelo riza-do y castaño, parecía flotar, solo, sobre su grácilfigura.

Entraron criados con fuentes y la danza termi-nó. Las personas de más edad se sentaron a unlado de la mesa y los jóvenes al otro.

Enrique se sentó al lado de Matilde; a la iz-quierda del muchacho una mujer joven, de lafamilia, y frente a él Klingsohr. Matilde hablabamuy poco; Verónica –que éste era el nombre de

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la otra vecina–, en cambio, no cesaba de hablar.Enseguida se hizo amiga de Enrique y en unmomento le presentó a todos los asistentes. Élno oía muchas de las cosas que le decía, lehubiera gustado girarse hacia el otro lado más amenudo. Klingsohr cortó la charla de Verónica.Le preguntó al muchacho qué era aquella cintaque llevaba prendida a su casaca y qué signifi-caban aquellas extrañas figuras que había enella. Él le contó emocionado la historia de aque-lla mujer oriental que había conocido durante elviaje. Matilde lloraba y Enrique apenas podíacontener las lágrimas. Y esta historia le llevó atrabar conversación con ella, mientras todo elmundo hablaba de mil cosas y Verónica se reíay bromeaba con sus conocidos. Matilde le con-taba a Enrique cosas de Hungría, a donde supadre solía pasar temporadas, y de la vida deAusburgo.

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Todo el mundo estaba alegre y contento. Lamúsica alejaba toda reserva y toda timidez deltrato entre a unos y otros y, avivando las incli-naciones naturales de todos, las convertía en unanimado juego. Magníficos a cestos de flores,colocados sobre la mesa, esparcían un deliciosoaroma, y el vino, que corría por entre las fuen-tes y las flores, agitaba sus alas y dejaba caerentre los invitados y el mundo un velo de milcolores. Enrique comprendía por primera vezlo que era una fiesta. Le parecía que mil alegresespíritus revoloteaban en torno a la mesa, encallada armonía con la alegría de los comensa-les, viviendo su misma vida y dejándose em-briagar por los mismos goces. La alegría devivir se erguía ante él como un árbol sonororebosante de dorados frutos de oro. El mal es-taba ausente de allí; el muchacho no compren-día cómo alguna vez los deseos del hombrehubieran podido apartarse de este árbol para

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buscar los peligrosos frutos del conocimiento,para dirigirse al árbol de la Guerra. Ahora escuando comprendía el sentido que tienen elvino y los manjares. Nunca como entonces loshabía encontrado tan deliciosos: le parecía co-mo si un bálsamo celestial los adobara, y comosi en las copas brillara el esplendor de la vidade la Tierra.

Unas muchachas trajeron al viejo Schwaninguna corona de flores recién cogidas. Él se lapuso sobre su cabeza, besó a las doncellas ydijo:

–Ahora traedle una también a nuestro amigoKlingsohr; os vamos a dar las gracias enseñán-doos algunas canciones nuevas. La mía vais aoírla enseguida. Hizo una señal a los músicos ycantó con voz sonora:

¿No es verdad que somos seres muy desgraciados?¿No es desoladora nuestra suerte?

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Nos eligen sólo para mandarnos y afligirnos;nos educan sólo para fingir.Nuestras quejas debemos callarlas,no se atreven a salir de nuestro pecho.

A todo cuanto nuestros padres dicense opone todo nuestro corazón.Quisiéramos coger el fruto prohibido,sentimos el dolor de este ardiente deseo;a dulces muchachos quisiéramos amary estrechar fuertemente en nuestro pecho.

¿Es pecado pensar esto?No, el pensamiento es libre.¿Qué le queda a un pobre niñomás que su dulce soñar?De él quisieran apartarlepero nunca lo consiguen.

Y aunque todas las noches rezamosnos asusta la soledad.A nuestras almohadas vienela nostalgia y el amor.

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¿Cómo podemos resistirnosa entregar estos afectos?

La severa madre ordenaocultar nuestros encantos.Pero ¿de qué nos sirve nuestro buen deseosi ellos se manifiestan por sí solos?Con los latidos de un corazón que suspirase aflojan los más fuertes lazos.

Reprimir nuestros anhelos,ser duras y frías como el hielo,no corresponder a las bellas miradas,estar solas, trabajar,no ceder a ningún ruego:¿Es esto la juventud?

Grande es el dolor de una doncella,su pecho está enfermo y herido;y como premio a un callado sufrirla besa una boca marchita.¿No se cambiarán las tornas?¿No terminará nunca el imperio de los viejos?

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Viejos y jóvenes se echaron a reír. Las mucha-chas, ruborizadas, se reían a hurtadillas. Entremil bromas y coqueterías fueron a buscar otracorona y se la pusieron a Klingsohr; sin embar-go, le insistieron en que no cantara una cancióntan frívola como la que había cantado Schwa-ning.

–No –dijo Klingsohr–, me guardaré muy biende hablar con tanto descaro de vuestros secre-tos. A ver, decidme vosotras mismas qué clasede canción queréis.

–Sobre todo que no sea de amor –gritaron lasmuchachas–; una canción de taberna, si os pa-rece.

Klingsohr cantó:

En verdes montañas nace

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el dios que el cielo nos trae.El Sol lo ha escogido para él:sus llamas le atraviesan.

Concebido con placer en primavera,su tierno seno madura silencioso,y cuando en otoño resplandecen los frutosbrota de él el niño de oro *.

En una cueva, bajo Tierra,le ponen en angosta cuna:sueña con fiestas y con victorias,forja castillos en el aire.

Que nadie se acerque a su moradacuando se agita impacientey, con fuerza juvenil,rompe cadenas y ataduras.

Invisibles centinelasle velan mientras duerme;a quien traspasa sus santos umbralesle alcanza su implacable lanzada.

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En cuanto se despliegan sus olas,abre también sus ojos limpios,deja que sus sacerdotes le gobiernen,deja sus moradas cuando se lo piden.

Del seno obscuro de su cunasale vestido de cristal:lleva en su mano la rosade una callada concordia.

Venidos de todas partes,alegres acuden sus hijos,y, balbucientes, sus lenguas entonancantos de amor y gratitud.

Su vida en mil rayos esparcepor doquier en el mundo;en sus copas se sorbe el amory permanece para siempre en quien lo bebe.

Como espíritu de la Edad de Oroinspiró siempre a los poetas;

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y, embriagados por su fuerza,cantaron ellos siempre sus amores.

Y a estos fieles servidoresles dio el derecho de besarlas bocas bellas; que nadie se lo impida:por medio de él Dios os lo hace saber.

* _ El amor, hijo del vino. Se puede relacionareste poema báquico con las palabras del padreen el primer capítulo de la novela: «Enrique nopuede desmentir la hora que le trajo a estemundo: en sus palabras hierve el ardiente vinode Italia que había traído yo de Roma y queiluminó nuestra noche de bodas».

–¡Vaya, muy bonito! –gritaron las muchachas.

Schwaning se reía a gusto. Ellas se resistierontodavía un poco, pero no sirvió para nada. Tu-vieron que ofrecer sus dulces labios al beso del

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poeta. A Enrique le pareció muy bien este privi-legio de los poetas, y así hubiera querido decir-lo en voz alta; pero ante una vecina tan seria ledaba vergüenza. Verónica era una de las quehabían ido a buscar las coronas. Volvió muycontenta y le dijo a Enrique:

–¿Qué bien, verdad, esto de ser poeta?

El muchacho no se atrevió a aprovecharse deesta pregunta. En su corazón luchaban una ale-gría desbordante y la seriedad del primer amor.Y como la encantadora Verónica se puso abromear con los otros, el muchacho tuvo tiem-po de calmar un poco su primer impulso. Ma-tilde le contó que tocaba la guitarra.

–¡Oh –dijo Enrique–, cómo me gustaría que meenseñarais! Hace tanto tiempo que tengo ganasde tocar este instrumento.

–Me enseñó mi padre –dijo ella, ruborizándo-se–; él la toca admirablemente.

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–Sin embargo –contestó Enrique–, yo creo quecon vos aprendería antes. ¡Qué placer poder oírvuestro canto!

–No os hagáis muchas ilusiones.

–¡Oh! –dijo Enrique–. ¿Por qué no si sólo vues-tras palabras son ya un canto y si vuestra figurapresagia una música celeste?

Matilde se calló. Su padre trabó conversacióncon Enrique; el muchacho hablaba con cálidoentusiasmo. Los circunstantes se quedaron ma-ravillados de la elocuencia de aquel mozo, desus ideas y de la gran cantidad de imágenescon las que se expresaba. Matilde le miraba consilenciosa atención. Parecía gustarle lo que de-cía Enrique: eran unas palabras comentadas yaclaradas por la vivaz expresividad de su ros-tro. Los ojos del muchacho brillaban con unaluz desusada. De vez en cuando se volvía aMatilde y quedaba sorprendido de la expresiónde su rostro. Sin darse cuenta, en el ardor de la

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conversación, cogió la mano de la doncella; éstano podía evitar el asentir a muchas de las cosasque él decía apretándole ligeramente la mano.Klingsohr sabía mantener este entusiasmo ypoco a poco le hizo subir toda el alma a los la-bios.

Al fin todo el mundo se levantó. Los grupos semezclaron unos con otros. Enrique se quedó allado de Matilde; de pie, apartados del resto delos invitados, pasaban desapercibidos. El mu-chacho tomó la mano de su compañera y labesó tiernamente. Ella se la dejó y le miró conindecible ternura. Él, sin poderse contener, seinclinó hacia ella y la besó en los labios. Ella,sorprendida, contestó sin darse cuenta a suardiente beso.

«¡Matilde!»

«¡Enrique!»

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Esto fue todo lo que pudieron decirse el uno alotro. Ella le estrechó la mano y fue a juntarsecon los otros. A Enrique le parecía estar en elcielo. Su madre se acercó a él. El muchacho leexpresó toda su ternura.

–¿Verdad que hemos hecho bien viniéndonos aAusburgo? –dijo ella–. ¿Te gusta, verdad?

–Madre –dijo Enrique–, nunca me lo hubierapodido imaginar. ¡Qué maravilloso es todo!

El resto de la velada transcurrió en una alegríasin fin. Los viejos jugaban, charlaban y contem-plaban las danzas. En la sala, la música, comoun mar de delicias, mecía en sus olas a la juven-tud embriagada.

Enrique sentía los encantadores anuncios delprimer placer y del primer amor. También Ma-tilde se dejaba llevar por el halago de aquellasolas y cubría sólo tras un leve velo su tiernaconfianza y la inclinación hacia él que se des-

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pertaba en su alma. El viejo Schwaning se dabacuenta de la comprensión mutua que iba a sur-gir pronto entre aquellos dos jóvenes y les hos-tigaba amablemente con bromas y chanzas.

Klingsohr le había tomado cariño a Enrique yse alegraba de ver los tiernos sentimientos queen él había despertado Matilde. Los otros jóve-nes y las otras muchachas se habían dado cuen-ta en seguida, también, de aquel naciente amor.Le gastaban bromas a Matilde, aquella mucha-cha tan seria, aludiendo al joven de Turingia, yno disimulaban la satisfacción que les causabael no tener que temer ya la mirada severa de lamuchacha en sus asuntos sentimentales.

Era ya muy entrada la noche cuando los invita-dos se separaron.

«La primera y la única fiesta de mi vida», sedecía Enrique cuando su madre, cansada, se fuea dormir y él quedó solo.

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«¿No es verdad que me está ocurriendo algoparecido a lo que me ocurrió aquella vez quesoñé con la Flor Azul? ¿Qué extraña relacióndebe de haber entre Matilde y aquella flor?Aquel rostro que salía del cáliz de la flor y quese volvía hacia mí era el rostro celestial de Ma-tilde... y además me acuerdo de haberlo vistoen aquel libro. Pero aquella vez, ¿por qué nomovió mi corazón como ahora? ¡Oh!, es la en-carnación del espíritu del canto, una digna hijade su padre. Me va a disolver en música. Va aser lo más íntimo de mi alma, la que velará elfuego celeste que hay en mí. ¡Qué eterna fideli-dad estoy sintiendo! He venido al mundo sólopara venerarla, para servirla eternamente, parahacerla el objeto de mis pensamientos y de missentimientos... Pero para contemplarla y paraadorarla, ¿no hace falta ser una criatura espe-cial, distinta y aparte de todas las demás?, y¿soy yo el afortunado cuya esencia puede llegara ser el eco y el espejo de la suya? No es ningúnazar lo que me la ha hecho ver al término de mi

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viaje, lo que ha hecho que el momento supremode mi vida haya estado envuelto por una fiestatan hermosa como ésta. No podía ser de otramanera: su sola presencia ¿no lo convierte yatodo en una fiesta?»

Enrique se acercó a la ventana. El coro de estre-llas brillaba en la obscuridad del cielo y aloriente una luz blanca anunciaba la llegada delnuevo día.

En pleno entusiasmo, el muchacho gritó:

«¡Oh, astros eternos, caminantes silenciosos, avosotros os llamo para que seáis testigos de misagrado juramento: quiero vivir para Matilde, yque mi corazón y el suyo estén unidos por eter-na fidelidad! También para mí se levanta ahorael alba de un nuevo día que no tendrá fin. Meofrezco como eterno holocausto a este Sol na-ciente y, ante él, enciendo en mí una llama queno se extinguirá jamás.» *

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* _ En este juramento de Enrique se encuentraesbozado el tema central de los Himnos a la No-che.

Enrique estaba enardecido Y no se durmió has-ta muy tarde, cuando ya amanecía. Los pensa-mientos que llenaban su espíritu vinieron aentremezclarse en extraños sueños. De unaverde pradera ascendían los tenues destellos deun río azul y profundo. Una barca surcaba sulisa superficie. En ella estaba sentada Matilde yremaba. Estaba adornada con guirnaldas, can-taba una canción sencilla y dirigía al muchachouna mirada llena de dulce melancolía. Enriquesentía una opresión en el pecho y no sabía porqué. El cielo estaba sereno y las aguas tranqui-las. El rostro celestial de Matilde se reflejaba enlas olas. De repente, la barca se puso a dar vuel-tas sobre sí misma. Él la llamó con un grito deangustia. Ella, sonriente, dejó el remo en la bar-ca; ésta seguía dando vueltas sin parar. Un de-sasosiego sin límites se apoderó del muchacho.

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Se lanzó a la corriente, pero no podía avanzar;el agua se lo llevaba. Ella le hacía señas, parecíaquerer decirle algo; la barca empezaba a haceragua; sin embargo, ella sonreía con una inefableternura y miraba serenamente aquel remolinoque, de repente, se la tragó. Una suave brisaacarició las aguas de aquel río, que, como antes,siguió corriendo tranquilo y resplandeciente.La angustia terrible que se había apoderado delmuchacho le hizo perder el conocimiento. Novolvió en sí hasta que se sintió sobre la Tierrafirme. Debió de haber recorrido un gran trechoa merced de aquellas aguas. Se encontraba enun país extraño. No sabía lo que le había ocu-rrido. Su vida interior se había esfumado. Sinpensar nada se adentró en aquel país. Sentíauna terrible lasitud. De la falda de una colinasalía una pequeña fuente; sus aguas tintineabancomo sonoras campanas. Cogió algunas gotascon la mano y humedeció sus labios resecos.Aquella terrible aventura había pasado: habíasido como un mal sueño. El muchacho andaba

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y andaba; las flores y los árboles le hablaban. Sesentía a gusto, como si estuviera en su patria.De repente, oyó de nuevo aquella sencilla can-ción que había oído antes. Corrió en dirección aaquella música. De pronto, alguien le detuvo,cogiéndole por la ropa.

«¡Enrique!» gritó una voz conocida. El mucha-cho se dio la vuelta y Matilde le estrechó entresus brazos. «¿Por qué corres? ¿Por qué mehuyes, Enrique?», dijo ella, tomando aliento.«Por poco no te alcanzo». Enrique lloraba. Elmuchacho la estrechaba contra su pecho.«¿Dónde está el río?», gritó, entre sollozos.«Aquí, encima de nosotros, ¿no ves sus ondasazules?» Enrique .levantó la vista y vio cómo elrío azul discurría silencioso .sobre su cabeza.«¿Dónde estamos, Matilde?» «En casa de nues-tros padres.» «¿Vamos a estar juntos?» «Sí,eternamente.» contestó ella, apretando sus la-bios contra los de él y abrazándole tan fuerte-mente que no podía separarse del muchacho.

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Ella pronunció en su boca una palabra extrañay misteriosa que resonó por todo su ser. Enri-que iba a repetirla cuando oyó la voz de suabuelo que le llamaba y se despertó: Hubieradado su vida entera por acordarse de aquellapalabra *.

* _ En la novela la muerte de Matilde apareceúnicamente en este sueño de Enrique: para No-valis el sueño y la realidad son una misma cosa–«el mundo se hace sueño, el sueño mundo»–,dice Astralis, el espíritu de la Poesía, en elpoema que introduce Ia segunda parte.

7

Klingsohr, de pie a los pies de su cama, le dabaamablemente los buenos días. Él, despierto yadel todo, se lanzo a sus brazos.

–Esto no va para vos –dijo Schwaning.

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Enrique sonrió y escondió su rubor en las meji-llas de su madre.

–¿Os gustaría –dijo Klingsohr– desayunar con-migo fuera de la ciudad, en una hermosa coli-na? Esta espléndida mañana os va a entonar.Vestiros, Matilde nos espera ya.

Enrique, desbordante de alegría, dio las graciasa Klingsohr por aquella invitación tan agrada-ble. En un momento estuvo listo; salió y besó lamano del poeta con gran efusión.

Fueron a encontrar a Matilde; la muchacha sa-ludó amablemente a Enrique; llevaba un senci-llo vestido de mañana, pero su aspecto era en-cantadoramente dulce. Había colocado el des-ayuno en el cesto, que llevaba en uno de susbrazos; con un gesto ingenuo y sencillo ofrecióla otra mano al muchacho. Klingsohr les seguía,y, de este modo, atravesando la ciudad, queestaba ya en plena animación, se dirigieron auna pequeña colina que se levantaba junto al

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río y desde la que, entre inmensos árboles, pu-dieron contemplar un amplio panorama.

–Muchas veces –gritó Enrique– me he recreadoviendo la eclosión de la Naturaleza en sus milcolores y contemplando la pacífica vecindad yconvivencia de sus variadas riquezas, peronunca como hoy me he sentido henchido deuna alegría y una serenidad tan fecunda y tanpura. Aquellas lejanías me parecen tan cerca-nas... y este paisaje, tan rico, es para mí comouna visión interior. ¡Qué cambiante es la Natu-raleza!, tan inmutable como parece su superfi-cie... ¡Qué distinta nos puede parecer si tene-mos junto a nosotros a un ángel o aun espíritupoderoso, si vemos cómo se queja un indigenteo si un campesino nos cuenta lo malo que hasido el tiempo y lo mucho que necesitan lossembrados días nublados y lluviosos. A vos,querido maestro, os debo esta beatitud, sí, bea-titud, porque no hay palabra que pueda expre-sar de un modo más exacto el estado de mi co-

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razón. Alegría, placer, embeleso son sólo ele-mentos de la beatitud, que es un estado que losenlaza para llevarlos a una vida más alta.

Enrique estrechó la mano de Matilde contra sucorazón, y su mirada de fuego se sumergió enlos ojos dulces y acogedores de la muchacha.

–La Naturaleza –contestó Klingsohr– es paranuestro espíritu lo que los cuerpos son para laluz. Ellos la retienen, la rompen en extrañoscolores; en su propia superficie o en su interior,iluminan una claridad que, cuando es igual asu obscuridad, los hace claros y transparentes;cuando vence esta obscuridad, irradia de ellos eilumina a otros cuerpos. Sin embargo, el agua,el fuego y el aire pueden sacar a los cuerposmás obscuros de su tiniebla y hacerlos lumino-sos y brillantes.

–Os comprendo, maestro. Para nuestro espíritulos hombres son cristales, son la Naturalezatransparente. Matilde querida, quisiera daros

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un nombre: zafiro precioso y puro... Pero, de-cidme maestro, si tengo razón: me parece quees precisamente cuando uno más íntimamentefamiliarizado está con la Naturaleza cuandomenos puede, y quiere, hablar de ella.

–Según como esto se tome –contestó Klingsohr–: no es lo mismo considerar la Naturaleza desdeel punto de vista de nuestro placer y de nuestrosentimiento que verla desde el punto de vistade nuestro intelecto, de la capacidad de dirigirlas fuerzas del mundo. Hay que guardarse muybien de que lo uno nos haga olvidar lo otro.Hay mucha gente que conoce sólo uno de estosdos aspectos y desdeña el otro. Pero podemosunir ambas cosas y entonces nos encontraremosbien en esta unión. La lástima es que tan pocosde nosotros nos preocupemos por adquirir, ennuestra vida interior, libertad y agilidad demovimiento; que tan pocos pensemos en ase-gurarnos, por medio de la adecuada separa-ción, el uso natural y adecuado de nuestras

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potencias espirituales. Habitualmente una cosaestorba la otra, hasta tal punto que, poco a pocoy sin que nada pueda impedirlo, van surgiendouna indolencia y una apatía tales que hacen quecuando estos hombres quieren juntar todas susfuerzas para pasar a la acción empiece entoncesen ellos una confusión y una discordia interiortan grandes que hacen que todo se tambalee.No me cansaré de recomendaros que pongáistodo vuestro esfuerzo en sostener y protegervuestro intelecto y vuestra tendencia natural asaber cómo tienen lugar todas las cosas y dequé modo se encuentran vinculadas unas conotras por leyes de causa y efecto. Nada es tanimprescindible al poeta como la comprensiónde la naturaleza de todas las actividadeshumanas, el conocimiento de los medios de queéstas se sirven para alcanzar sus fines y la pre-sencia de espíritu para escoger los más conve-nientes según el momento y las circunstancias.El entusiasmo sin la inteligencia es una cosainútil y peligrosa, y bien pocas maravillas po-

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drá hacer el poeta si él mismo se asombra toda-vía de estas maravillas.

–¿Pero no es cierto también que al poeta le esimprescindible tener una fe profunda en el do-minio del hombre sobre su destino?

–Ciertamente, le es imprescindible: y esto es así,porque, cuando él reflexiona de un modo ma-duro sobre el destino, le es imposible represen-társelo de otra manera. Sin embargo, esta sere-na certeza, cuán lejos está de aquella medrosaincertidumbre, de aquel miedo ciego que es lasuperstición. De ahí que el calor fresco y vivifi-cante de un espíritu poético sea exactamente locontrario de aquel ardor incontenible de uncorazón enfermizo. Este es pobre, amodorrantey pasajero; aquél separa nítidamente unas for-mas de otras, favorece la creación de las másvariadas relaciones y es por sí mismo eterno. Elpoeta, a cuando es joven, no es nunca lo frío yreflexivo que hay que ser. Para llegar a poseerun lenguaje verdadero y melódico hace falta

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tener un espíritu amplio, atento y tranquilo.Cuando en el corazón del hombre ruge la tor-menta que arrambla con todo y disuelve laatención en un caos de ideas, entonces no esposible el verdadero lenguaje; lo único que deello puede resultar es una palabrería confusa yenmarañada. Repito: el espíritu, lo que es elespíritu, es como la luz, tan tranquilo y sensi-ble, tan elástico y penetrante, tan poderoso eimperceptiblemente activo como este preciosoelemento que se reparte sobre todas las cosasen la justa y exacta medida y que las hace apa-recer a todas con una encantadora variedad. Elpoeta es acero puro: tan sensible como un frágilhilo de cristal y, a la vez, tan duro como unsílex.

–He experimentado ya algunas veces –dijo En-rique– que en los momentos de más intensaactividad interior me he sentido vivir menosque en los momentos en que podía movermelibremente y ejercer con placer toda clase de

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ocupaciones. En estos últimos me encontrabapenetrado por un principio espiritual especial-mente fino y agudo: me era posible utilizar a migusto cada uno de mis sentidos, podía darle lavuelta a cada uno de mis pensamientos, comosi realmente fueran cuerpos, y observarlos des-de todos los ángulos. Estaba en el taller de mipadre, silencioso y tomando parte en lo que allíse hacía, y me sentía feliz siempre que era ca-paz de ayudarle en algo y de realizar algo con-creto con habilidad y destreza. Esta destrezatiene un encanto especial y reconfortante, y laconciencia de esta capacidad de actuar con éxi-to proporciona un goce más estable y más lim-pio que aquel sentimiento de desbordamientoque se experimenta ante lo sublime incompren-sible e inmenso.

–No creáis, con todo –dijo Klingsohr–, que cen-suro esto último; lo que ocurre es que debe ve-nir solo, no debemos buscarlo. Lo raro y escasode su aparición tiene un efecto benéfico; si se

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prodiga llega a fatigar y a restarle a uno fuer-zas. En este caso no es uno capaz de arrancarsecon suficiente prontitud del dulce adormeci-miento que este sentimiento deja, y de volver auna ocupación regular y trabajosa. Ocurre aquícomo en los agradables sueños de la duermeve-la matinal: sólo haciéndonos violencia podemosdeshacernos del sopor de su torbellino, si esque no queremos ser víctimas de un cansanciocada vez más opresivo y arrastrarnos así el díaentero en un estado de agotamiento que lindacon la enfermedad.

–La Poesía –continuó Klingsohr– quiere antetodo que se la practique como un arte riguroso.Como mero goce deja de ser poesía. Un poetano debe ser alguien que anda ocioso todo el díade un lado para otro a la caza de imágenes ysentimientos. Hacer esto sería equivocar total-mente el camino. Un espíritu puro y abierto,una facilidad para la reflexión y la observación,y una habilidad para poner en movimiento

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todas nuestras facultades y para mantenerlasasí, para que se den vida unas a otras, éstos sonlos requisitos de nuestro arte. Si queréis que osdé un consejo os diré que no dejéis pasar ni undía sin haber enriquecido vuestros conocimien-tos, sin haber adquirido algunos saberes deutilidad. Esta ciudad es rica en artistas de todasclases. Aquí hay algunos estadistas de expe-riencia y algunos comerciantes cultos. Singrandes dificultades puede uno trabar conoci-miento con todos los estamentos, con todos losoficios, con todas las condiciones y exigenciasde la comunidad humana. Me gustará muchoinstruiros en el aspecto artesanal de nuestroarte y leer con vos las obras más notables. Almismo tiempo podréis asistir a las clases quetoma Matilde, y ella os enseñará gustosa a tocarla guitarra. Cada una de estas ocupaciones seráuna preparación para las demás, y, después dehaber empleado la jornada de este modo, lacharla y el entretenimiento de las reuniones dela tarde, así como la contemplación de los be-

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llos paisajes de estos alrededores, os procurarántodos los días la sorpresa de los goces más pu-ros.

–¡Qué vida tan hermosa me estáis revelando,maestro! Ahora, bajo vuestra dirección, sí voy aver de un modo claro la noble meta que se en-cuentra ante mí; si no fuera por vuestros conse-jos no podría aspirar a alcanzarla.

Klingsohr le abrazó tiernamente. Matilde lesllevó el desayuno, y Enrique le preguntó condulce voz si le querría aceptar como compañerode clase y como alumno.

–Quisiera ser alumno vuestro para siempre –dijo el muchacho, aprovechando un momentoen que Klingsohr miraba hacia otro lado.

Ella, de un modo imperceptible casi, se inclinóhacia él; éste la abrazó y besó su boca suave; lamuchacha se ruborizó. Con un gesto dulce y sinviolencia se deshizo de los brazos del mucha-

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cho, pero al mismo tiempo con una ingenuidady un encanto indecibles le alargó una rosa quellevaba en su escote. Luego se puso a ordenarsu cesto. Enrique, silencioso y embelesado, laseguía con la mirada; besó la rosa, la prendió ensu pecho y se fue al lado de Klingsohr, que enaquel momento estaba mirando la ciudad.

–¿Por dónde llegasteis a Ausburgo? –preguntóKlingsohr.

–Por aquella colina abajo –contestó Enrique–.Allí, a lo lejos, se pierde nuestro camino.

–Debisteis de ver regiones muy bellas.

–Sí, casi todo el tiempo estuvimos atravesandopaisajes hermosísimos.

–Vuestra ciudad tendrá también una situaciónbella y agradable como ésta, ¿no es verdad?

–La región es bastante variada; sin embargo, estodavía un poco salvaje; además, le falta un río

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grande; las corrientes de agua son como los ojosdel paisaje.

–Ayer por la noche –dijo Klingsohr– el relato devuestro viaje me gustó muchísimo, estaba en-cantado oyéndoos. Me di cuenta de que el espí-ritu de la poesía es amigo vuestro y no se sepa-ra de vuestro lado. Sin darse cuenta vuestroscompañeros de viaje hablaban por él: cerca deun poeta todo se vuelve poesía. La tierra de lapoesía, el romántico Oriente, os ha saludadocon su dulce melancolía; la guerra os ha habla-do con su salvaje grandiosidad, y la Naturalezay la Historia os han salido al paso bajo la figurade un minero y un eremita *.

* _ Resumen de las etapas de la educación poé-tica de Enrique.

–Estáis olvidando lo mejor, maestro: la apari-ción celeste del Amor. De vos, sólo de vos, de-pende el que esta aparición permanezca en mípara siempre.

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–¿Qué opinas tú? –gritó Klingsohr, dirigiéndo-se a Matilde, que en aquel momento, precisa-mente, iba hacia él–. ¿Te gustaría ser la compa-ñera inseparable de Enrique y poderle decir:«donde estés tú allí estaré yo también»*?

* _ Cita bíblica: Ruth I, 16.

Matilde se asustó y corrió a los brazos de supadre. La alegría de Enrique no tenía límites; elmuchacho temblaba.

–Pero, padre, ¿querrá él acompañarme eterna-mente?

–Pregúntaselo tú misma –dijo Klingsohr, emo-cionado.

–Pero si mi eternidad es obra tuya –gritó Enri-que, mientras las lágrimas corrían por sus ardo-rosas mejillas.

Matilde y Enrique se encontraron uno en bra-zos del otro. Klingsohr les abrazó a los dos.

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–¡Hijos míos –gritó–, sed fieles el uno al otrohasta la muerte! El amor y la fidelidad harán devuestra vida una eterna Poesía.

8

Por la tarde, después de comer, Klingsohr llevóa su nuevo hijo a su habitación –la madre y elabuelo participaban enternecidos en la felicidadde Enrique y con veneración veían en Matildeal ángel tutelar del muchacho–; allí le enseñóprimero sus libros y luego hablaron de poesía.

–Yo no sé –dijo Klingsohr– por qué considera-mos poesía al hecho de que se tome a la Natu-raleza por poeta. Porque no lo es siempre. Conla Naturaleza ocurre como con los hombres: suesencia está dividida y en ella se encuentra unainterna contradicción; en su seno la sorda codi-cia, la insensibilidad y la inercia estúpidas li-bran una lucha sin tregua con la poesía. Sería

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un tema hermoso para un poema la gran bata-lla que tienen entablada estos dos mundos.Como la mayoría de los hombres, algunos paí-ses y algunas épocas –y no pocos, precisamen-te– parecen estar bajo el imperio de esta enemi-ga de la poesía; en otros, en cambio, ésta se en-cuentra como en su propia patria y se hace vi-sible en todas partes. Para un historiador lasépocas en que se libra esta batalla son extraor-dinariamente interesantes y su descripción esuna tarea fascinante y llena de enseñanzas. Ge-neralmente son las épocas en que nacen lospoetas. Para esta Enemiga no hay nada másdesagradable que el hecho de que ella misma,frente a la Poesía, se convierta en una personapoética, y no es raro que en el calor de la luchacambie sus armas con ella y sea herida grave-mente por sus propios dardos, llenos de perfi-dia; por el contrario, en cambio, las heridas quela Poesía recibe de sus propias armas se curanfácilmente y la hacen todavía más fuerte yatractiva.

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–A mí la guerra, en cuanto tal –dijo Enrique–,me parece una obra poética. Los hombres creenque deben batirse por un miserable puñado detierra y no se dan cuenta de que lo que lesmueve es el espíritu romántico *; lo que persi-guen, aun sin ellos saberlo, es la aniquilación desus propios instintos bajos y mezquinos. Todosempuñan las armas por la causa de la poesía, ylos dos ejércitos, sin verla, siguen una mismabandera.

* _ Sobre e! sentido del adjetivo romántico, véa-se la nota de página 27.

–En la guerra –contestó Klingsohr– se ponen enmovimiento los elementos originarios de laVida. Nuevos continentes deben surgir, nuevasrazas deben nacer de esta gran agitación. Laverdadera guerra es la guerra de religión: esuna guerra que se encamina directamente a ladestrucción total, y en ella el delirio del hombreaparece en su forma plenaria. Muchas guerras,de un modo especial las que se originan por

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odios nacionales, pertenecen a esta clase, y sonverdaderos poemas. En ellas los verdaderoshéroes se encuentran en su elemento: estoshombres que son la más noble réplica del poe-ta, que no son otra cosa que las fuerzas delmundo penetradas inconscientemente de poe-sía. Un poeta que fuera al mismo tiempo unhéroe sería ya un enviado de Dios; sin embar-go, nuestra poesía no es capaz de darnos unafigura como ésta.

–¿Qué queréis decir con esto, padre? ¿Es posi-ble que algo sea excesivo para la poesía?

–¡Qué duda cabe! Sólo que en realidad nohabría que decir «para la poesía», sino «para losmedios e instrumentos de los que disponemosen este mundo». Del mismo modo como cadapoeta tiene un terreno propio del que no puedesalirse, so pena de perder toda compostura yquedarse sin aliento para seguir cantando, asi-mismo el conjunto de todas las fuerzas huma-nas tiene un límite de representabilidad más

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allá del cual la representación no puede seguirteniendo la coherencia y el perfil que le sonnecesarios y se disuelve en un caos vacío y en-gañoso. Cuando uno es aprendiz es cuandomás debe guardarse de caer en estos excesos,porque a los jóvenes, debido a la especial viva-cidad de su fantasía, les gusta demasiado tras-poner aquellas fronteras y muchas veces tienenla presunción de querer aprehender y expresarcon palabras el lo suprasensible y lo desmesu-rado. Sólo la madurez que da la experiencia leenseña a uno a evitar los temas que exceden lasposibilidades de la poesía y a dejar para la elfilosofía la labor de seguir las huellas de lo máselemental y de lo más elevado. El poeta que haalcanzado una cierta edad sabe encontrar lamedida justa para disponer en un orden fácil-mente comprensible todo su rico y variado ar-senal, y tiene buen cuidado en no abandonartoda esta riqueza, porque ella es la que le va aofrecer la materia suficiente para su obra, asícomo los elementos de comparación que va a

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necesitar para ella. Me atrevería a decir, casi,que en todo poema el caos debe resplandecer através del velo regular del orden. La riqueza dela invención no se hace inteligible y placenteramás que por una disposición sencilla y delicadade las ideas; por el contrario, la mera simetríatiene la sequedad y la aridez de una figura logeométrica. La mejor poesía está muy cerca denosotros, y ocurre muchas veces que un objetoordinario y corriente sea su materia preferida.Para el poeta la poesía es algo que se encuentraligado a unos instrumentos limitados, y preci-samente el uso de estos instrumentos es lo quela convierte en arte. El lenguaje, en sí mismo,tiene ya una esfera limitada. Más restringidotodavía es el ámbito de un idioma nacional de-terminado. Por medio de la práctica y la re-flexión aprende el poeta a conocer su lengua.Sabe perfectamente lo que puede hacer con ellay no se le ocurrirá jamás exigirle más allá desus fuerzas. Sólo muy raras veces concentrarátoda la energía de la lengua en un punto, por-

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que esto resulta fatigoso y acaba por aniquilarel precioso efecto que produce la expresiónenérgica, cuando se la emplea con acierto. Eladiestrarse para grandes saltos es cosa de sal-timbanquis, no de poetas. Pero sobre todo unacosa: los poetas nunca aprenderán bastante delos músicos y de los pintores. En estas artessalta a la vista de un modo especial cuán nece-sario es manejar de un modo económico losmedios técnicos de que dispone el artista; aquíes donde se ve también la importancia que tie-ne la elección acertada de las proporciones. Y asu vez, no. hay duda de que aquellos artistaspodrían tomar de nosotros, y deberían agrade-cérnoslo, la independencia de la poesía, el espí-ritu que se encuentra dentro de toda creaciónpoética y de toda invención, y, en general, detoda obra de arte. Aquellos artistas deberían sermás poéticos y nosotros deberíamos ser másmusicales y más pictóricos –y todos, ellos ynosotros, permaneciendo fieles al modo y ma-nera de nuestras respectivas artes–. No es el

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tema la finalidad del arte, sino la ejecución. Túmismo verás qué cantos son los que mejor tesalen: seguro que serán aquellos cuyos temas tesean más familiares y más actuales. Por esopodemos decir que la poesía se apoya total-mente en la experiencia. Por mi parte recuerdoque en mis años mozos no había cosa, por ale-jada y desconocida que me fuera, que yo nocantara con el mayor placer. ¿Qué pasaba?:pues que lo único que de aquello salía era unpalabreo vacío y miserable en el que no había elmás mínimo destello de verdadera poesía *. Deahí que incluso el escribir un cuento simbólicosea una tarea especialmente difícil, y que seanmuy pocas las veces que un poeta joven lograllevarla a cabo con éxito.

* _ La conversación con Klingsohr le ha revela-do a Enrique el aspecto artesanal de la poesía.Compárese esta conversación con la que el jo-ven tendrá después –en la segunda parte,

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cuando está ya maduro para este arte– con elmédico Silvestre.

–Me gustaría oír uno tuyo. Los pocos que hepodido oír, siendo como eran tan insignifican-tes, me han gustado sobremanera; no sabríacómo explicarte la impresión que me produje-ron.

–Esta noche voy a satisfacer tu deseo. Meacuerdo de uno que compuse cuando todavíaera bastante joven: en él se encuentran huellasbien claras de esta circunstancia; sin embargo,quizás esto va a hacer que te resulte más intere-sante, que aprendas más con él y que te hagapensar en muchas de las cosas que te be dicho.

–Realmente –dijo Enrique– la lengua es un pe-queño universo de signos y sonidos. Al igualcomo el hombre dispone de ella a voluntad, asíquisiera también disponer del vasto mundo ypoder expresarse libremente en él. Y precisa-mente en el goce de revelar en el Universo lo

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que está fuera de él, de poder realizar aquelloen lo que consiste propiamente el impulso pri-mario y genuino de nuestro ser, en este goce,precisamente, está el origen de la poesía.

–Es un hecho especialmente desgraciado el quela poesía tenga un nombre determinado y quelos poetas formen un gremio especial. La poesíano es nada especial. Es el modo de actuar pro-pio del espíritu humano. ¿No es verdad que encada momento está el hombre anhelando yhaciendo poesía?

Matilde entró en la habitación justamente en elmomento en que Klingsohr decía:

–El amor, pongamos por caso. En ninguna par-te como aquí se revela tan a las claras la necesi-dad de la poesía para la permanencia de la es-pecie humana. El amor es mudo, sólo la poesíapuede hablar por él. O si quieres, el amor en síno es otra cosa que la forma suprema de poesía

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natural. Pero no quiero decirte cosas que túsabes mejor que yo.

–Pero el padre del amor eres tú –le dijo Enri-que, abrazando a Matilde, y los dos jóvenesbesaron la mano de Klingsohr. Este les abrazó alos dos y salió.

–Matilde –dijo Enrique, después de un largobeso–, me parece un sueño que seas mía; perolo que todavía me parece más extraordinario esque no lo hayas sido siempre.

–Me parece –dijo Matilde– que te conozco des-de tiempo inmemorial *.

* _ En el camino hacia la poesía cada nueva re-velación es como el despertar de algo que yacíadormido en e! alma del hombre. Recuérdese lacoincidencia entre pasado y futuro, que tienelugar, según Novalis, por obra de la poesía.

–¿Es posible que me ames?

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–Yo no sé lo que es amor, pero lo que sí puedodecirte es que para mí es como si antes nohubiera vivido, como si mi vida empezara aho-ra, y que es tan grande lo que siento que ahoramismo quisiera morir por ti.

–Matilde, ahora sí que siento lo que es ser in-mortal.

–Enrique, eres infinitamente bueno, por ti hablaun espíritu grande y admirable. Yo no soy másque una pobre e insignificante muchacha.

–Cómo me estás avergonzando; todo lo que soylo soy por ti; sin ti yo no sería nada. ¿Qué es unespíritu sin cielo?, y tú eres el cielo que me sos-tiene y me da vida.

–Qué criatura tan dichosa sería yo si tú fuerasfiel como mi padre. Mi madre murió al poco denacer yo, y él todavía la llora casi todos los días.

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–No lo merezco, pero quisiera ser más feliz queél.

–Quisiera vivir mucho tiempo a tu lado, Enri-que. Estoy segura de que tú me vas a hacer me-jor.

–Ah, Matilde, ni la misma muerte nos separará.

–No, Enrique, donde yo esté, allí estarás tú *.

* _ Insistencia en la frase bíblica a la que hacereferencia la segunda nota de página 89. Aquíse puede ver también una premonición de lamuerte de Matilde, y de la glorificación de En-rique.

–Sí, donde tú estés, Matilde, estaré yo eterna-mente.

–No comprendo lo que pueda ser la eternidad,pero diría que la eternidad debe de ser lo quesiento cuando pienso en ti.

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–Sí, Matilde, somos eternos porque nos ama-mos.

–No te puedes figurar, Enrique, con qué fervoresta mañana, al llegar a casa, me he arrodilladoante la imagen de nuestra Madre que está enlos Cielos, y con qué indecible devoción le herezado. Creí que iba a disolverme en lágrimas.Me parecía que me estaba sonriendo. Ahora síque sé lo que es gratitud.

–Oh, amada, el Cielo te ha entregado a mí paraque yo te venere. Te adoro. Tú eres la santa quelleva mis deseos a Dios, la santa por la cualDios se me revela y me da a conocer la plenitudde su amor. ¿Qué es la religión sino una com-prensión sin límites, una unión eterna de cora-zones que se aman? ¿No es verdad que dondedos están unidos allí está Él? Tú eres el aire delcual viviré yo eternamente. Mi pecho no cesaránunca de aspirar este aire. Tú eres la magnifi-cencia divina, la vida eterna cubierta con el másdulce y hermoso velo.

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–Ay, Enrique, tú ya sabes cuál es el destino delas rosas: los labios marchitos, las pálidas meji-llas ¿vas a apretarlas también con ternura co-ntra tus labios?; las huellas de la edad ¿no van aser también las huellas de un amor que pasó?

–¡Oh, si pudieras ver mi alma a través de misojos!, pero tú me amas y por esto me crees tam-bién. No comprendo lo que pueda ser esto quela gente llama la caducidad del encanto. ¡No!, elencanto no se marchita. Lo que me lleva a ti ylo que me une a ti de un modo tan indisoluble,lo que ha despertado en mí un anhelo eterno,esto no pertenece al tiempo. Sólo con que vierascómo yo te veo a ti, qué imagen maravillosapenetra toda tu figura y de qué modo esta ima-gen me ilumina por dondequiera que voy, sólocon esto dejarías de temer la vejez. Tu formasensible es sólo una sombra de esta imagen. Lasfuerzas de la Tierra forcejean y se tensan parafijar esta forma, pero la Naturaleza no ha llega-do todavía a su madurez; la imagen es un ar-

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quetipo eterno, una parte de este mundo divinoque no conocemos.

–Te comprendo, Enrique, porque al mirarte veoalgo parecido *.

* _ La teoría platónica del amor en el sistemanovaliano.

–Sí, Matilde, el mundo superior está más cercade lo que ordinariamente pensamos. En estavida estamos viviendo ya en él y vemos cómoconstituye la trama más íntima de la Naturale-za terrena.

–Tú me vas a revelar todavía muchas cosasmaravillosas, amado.

–¡Oh, Matilde!, es de ti de donde me viene eldon de la profecía. Todo lo que tengo es tuyo;tu amor me introducirá en los santuarios de lavida, en el más secreto tabernáculo de tu alma;tú vas a exaltar mi espíritu a las supremas vi-

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siones. ¿Quien sabe si algún día nuestro amorno va a transformarse en alas de fuego que noslleven a nuestra patria celestial antes de quenos alcancen la vejez y la muerte? ¿No es ya unmilagro que tú seas mía, que yo te tenga en misbrazos, que tú me ames y quieras ser mía eter-namente?

–A mí también me parece ahora todo posible, ysiento muy claramente cómo en mí está ardien-do una llama silenciosa: quién sabe si nos esta-rá transfigurando y desligando lentamente delos lazos que nos unen a esta Tierra. Dime En-rique, dime, ¿tienes ya tú en mí la confianza sinlímites que tengo yo en ti? Nunca hasta ahorahe sentido una cosa como ésta, ni siquiera conmi padre, al que amo infinitamente.

–Matilde, para mí es un verdadero tormentoque no pueda decírtelo todo de una vez, que nopueda entregarte ahora mismo todo mi cora-zón. Es la primera vez en mi vida, también, queabro de par en par mi interior. Ningún pensa-

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miento, ningún sentimiento puedo ya manteneren secreto ante ti; tú tienes que saberlo todo.Todo mi ser tiene que mezclarse con el tuyo.Sólo una entrega total y sin límites puede satis-facer mi amor. Porque en esta entrega consisteprecisamente el amor. Es una misteriosa fusiónde lo más secreto y personal de tu ser y del mío.

–Enrique, nunca dos seres humanos se han po-dido amar así, como nos estamos amando aho-ra nosotros.

–No, porque nunca antes ha habido una Matil-de.

–Ni un Enrique.

–¡Ah!, júrame otra vez que serás mía eterna-mente; el amor es una repetición infinita.

–Sí, Enrique, te juro que seré tuya eternamente;te lo juro ante la presencia invisible de mi bue-na madre.

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–Te juro que seré tuyo eternamente, Matilde;tan verdadero como el amor es la presencia deDios en nosotros.

Un largo abrazo y besos sin número sellaron eleterno vínculo de esta venturosa pareja.

9

Por la noche había algunos invitados en casa deSchwaning. El abuelo bebió a la salud de losjóvenes novios y prometió preparar para muypronto unas hermosas bodas.

–¿Qué se gana esperando? –dijo el viejo– «Bo-das tempranas, amor duradero». Yo siempre lohe visto así: los matrimonios que se han concer-tado pronto han sido los más felices. Luego,más tarde, el matrimonio no tiene ya aquel fer-vor que tiene en los años mozos. El haber dis-frutado en común de la juventud es algo que

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une indisolublemente. El recuerdo es la basemás firme del amor.

Acabada la cena llegaron algunas personas.Enrique le pidió a su nuevo padre que cumplie-ra su promesa. Klingsohr dijo a todos los pre-sentes:

–Hoy le he prometido a Enrique que contaríaun cuento. Si la idea os gusta, estoy dispuesto.

–Has tenido una feliz ocurrencia, Enrique –dijoSchwaning–; hacía tiempo que no le oía contarnada. Todos se sentaron en torno al fuego de lachimenea. Enrique se sentó al lado de Matildepasando el brazo por encima de sus hombros.Klingsohr empezó:

–La larga Noche acababa de empezar *, El viejoHéroe golpeaba su escudo, el sonido del hierroretumbó por todas las calles de la ciudad de-sierta. Repitió tres veces esta señal. Entonces lasaltas y multicolores ventanas del palacio empe-

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zaron a iluminarse desde dentro; al trasluz seveían figuras humanas que se movían. Cuantomás potente se hacía la luz rojiza de las venta-nas, que ahora empezaba ya a iluminar las ca-lles, con más vivacidad y animación se movíanaquellas figuras. Poco a poco las grandes co-lumnas y los potentes muros del palacio se fue-ron iluminando también; finalmente aparecie-ron bañados de un fulgor purísimo de un azullechoso que jugaba con los matices más delica-dos. Ahora se veía ya toda la región. El reflejode las figuras, el tumulto de las danzas, de lasespadas, de los escudos y de los yelmos que detodos los lados se inclinaban hacia las coronasque aparecían aquí y allá, y finalmente, al igualque éstas, desaparecían para hacer sitio a unasencilla corona de laurel y formar un ampliocírculo en torno a ella **: todo este espectáculose reflejaba en el espejo helado del mar querodeaba la montaña sobre la cual se encontrabala ciudad; también las altas montañas, que a lolejos formaban como un cinturón en torno a

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este mar, estaban cubiertas hasta la mitad de sufalda por un suave reflejo. No se podía distin-guir nada con claridad. Sin embargo, de lejosllegaba un extraño ruido, como si procediera deun enorme taller ***. La ciudad, por el contrario,tenía un aspecto luminoso y claro. Sus mura-llas, lisas y transparentes, reverberaban bella-mente; se veía la excelente proporción, el nobleestilo y la bella conjunción de los edificios. Entodas las ventanas había vasijas de barro llenasde las más variadas flores de hielo y nieve quebrillaban de un modo fascinante.

* _ No hay que confundir esta Noche –la nochepolar– con la que aparece en los Himnos a lanoche.

** _ Según Marcel Camus, Novalis presenta aquíuna prefiguración del triunfo final de la Poesía.

*** _ El taller de las Parcas que, como se verá enel relato de Klingsohr, se encuentra situadodebajo del palacio de Arctur.

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Lo más bello era el jardín: se encontraba en lagran plaza que había delante del palacio; susárboles eran de metal y sus plantas de cristal, yestaba todo él sembrado de piedras preciosasen forma de flores y frutos. La variedad y lagracia de las formas, la movilidad y vivacidadde las luces ofrecían a la vista el más bello delos espectáculos; un gran surtidor que salía delcentro del jardín y que estaba helado acababade completar aquel espléndido cuadro. ElHéroe pasaba lentamente por delante de lasgrandes puertas del palacio. Allí dentro unavoz gritó su nombre. El Héroe empujó la puer-ta, que se abrió con suave sonido, y penetró enla sala. Se cubría el rostro con el escudo.

«¿No has descubierto todavía nada?»

dijo con voz lastimera la hermosa hija de Arc-tur. Estaba recostada entre cojines de seda enun trono trabajado ingeniosamente en un granbloque de cristal de azufre; unas doncellas seafanaban en frotar sus delicados miembros que

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parecían hechos de una fusión de leche y púr-pura. De las manos de las doncellas salían entodas direcciones los hermosísimos rayos deluz que emanaban del cuerpo de la hija de Arc-tur y que daban al palacio aquella claridad inu-sitada. Una fragante brisa sopló en la sala. ElHéroe no decía nada.

«Déjame tocar tu escudo»

dijo ella dulcemente. El se acercó al trono an-dando por encima de la preciosa alfombra. Ellacogió su mano, la apretó tiernamente contra supecho celeste y tocó su escudo. Su armaduraresonó y el Héroe sintió que una fuerza pene-traba por todo su cuerpo y le infundía nuevavida: Sus ojos empezaron a brillar como cente-llas y se oyó como su corazón golpeaba contrasu coraza. La hermosa Freya adquirió un aspec-to más sereno y alegre, y la luz que emanaba desu figura se hizo más ardiente.

«¡El Rey llega!» *

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gritó un espléndido pájaro que estaba posadodetrás del trono. Las criadas extendieron sobrela princesa un cobertor azul celeste que le lle-gaba hasta el pecho. El Héroe bajó el escudo ylevantó la vista hacia la cúpula, a la que ascen-dían serpenteando dos escaleras que arranca-ban de los dos lados de la sala. Una suave mú-sica precedió al Rey, que, acompañado de ungran séquito, no tardó en , aparecer en la cúpu-la y descender a la sala.

* _ Eros, el dios griego del amor. Su unión conFreya, la diosa germánica del amor, instauraráel reino del Amor en la Tierra. Freya ha comu-nicado a Hierro su fuerza magnética. E! aveFénix, símbolo de eternidad, anuncia el reinofuturo de estos dos dioses.

El hermoso pájaro desplegó sus espléndidasalas, las agitó suavemente y, como si tuvieramil voces, cantó esta canción al Rey:

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No va a tardar mucho el bello Extranjero.Se acerca un calor tibio, la eternidad empieza.La reina despertará de sus largos sueñoscuando el mar y la tierra se derritan al fuego delAmor.La fría Noche saldrá de estos parajescuando Fábula recobre su antiguo derecho.En el seno de Freya se abrasará el mundoy toda nostalgia encontrará su nostalgia *.

* _ En toda la Naturaleza yace una obscura nos-talgia de algo superior. Por obra de la Poesíaesta nostalgia cobra conciencia de sí misma yde su objeto: «todo ser, meditando, busca laGran Palabra», dirá Astralis, el espíritu del can-to, en el primer capítulo de la segunda parte.

El Rey abrazó a su hija con ternura. Los espíri-tus de las estrellas se colocaron en torno al tro-no; el Héroe ocupó su lugar en aquel círculo.Una multitud incontable de estrellas llenaron la

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sala formando graciosos grupos. Las criadastrajeron una mesa y una cajita en la que habíagran cantidad de hojas con signos sagrados yde profundo sentido, formados solamente porconstelaciones. El Rey, con gran veneración,besó aquellas hojas, las barajó cuidadosamentey entregó algunas de ellas a su hija. Las otraslas guardó para él. La princesa fue sacando lashojas una detrás de otra y las fue colocandoencima de la mesa; entonces el Rey observó lassuyas con atención y empezó a ponerlas al ladode las de la princesa; antes de colocar cada unade ellas estaba meditando largo tiempo a vercuál escogía. A veces parecía obligado a escogerésta o aquélla. Pero a menudo se leía en su ros-tro la alegría que le causaba el encontrar unahoja que formara una hermosa armonía de sig-nos y figuras. Así que empezó el juego, los cir-cunstantes dieron muestras del más vivo inte-rés por lo que hacía el Rey; se veían los gestos ylas expresiones de cara más singulares, como sicada uno de los que estaban allí tuviera en sus

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manos un instrumento invisible con el que tra-bajara afanosamente. Al mismo tiempo se oíaen el aire una música suave, pero penetrante:parecía originarse en la extraña danza que tejí-an y destejían las estrellas, así como en los otrosmovimientos, caprichosos y raros también, co-mo los de ellas, que se producían en la sala. Lasestrellas, lentas unas veces, rápidas otras, da-ban vueltas por la estancia describiendo líneassiempre nuevas, y, al compás de la música, imi-taban con gran arte las figuras de las hojas. Lamúsica, al igual que las imágenes que habíasobre la mesa, cambiaba sin cesar, y si bien noera raro oír transiciones bruscas y sorprenden-tes, sin embargo, un motivo único y sencilloparecía enlazar todo el conjunto. Las estrellas,con su ligereza increíble, seguían en su vuelolas figuras que se iban formando sobre la mesa.Ahora se entrelazaban unas con otras, en unagran maraña; ahora volvían a ordenarse bella-mente en grupos aislados; unas veces aquellargo cortejo, como un rayo de luz, se pulveri-

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zaba en mil pequeñas centellas; otras, pequeñoscírculos y diminutos diseños iban creciendo,creciendo, hasta volver a hacer surgir una figu-ra grandiosa y sorprendente. Durante todo estetiempo las figuras multicolores que se veían enlas ventanas permanecieron inmóviles de pie.El pájaro agitaba sus alas sin cesar, en movi-mientos siempre nuevos. Hasta entonces el vie-jo Héroe se había estado dedicando afanosa-mente a su invisible trabajo; de repente, el Reygritó alborozado:

–Ahora todo volverá a su cauce. Hierro, lanzatu espada al mundo, que todos sepan dónde seencuentra la Paz.

El Héroe, con gesto violento, sacó la espada dela vaina que llevaba en la cintura, la levantó enalto, con la punta mirando hacia el cielo, la co-gió con fuerza y la arrojó por la ventana abierta;el arma sobrevoló la ciudad y el mar helado,como un cometa, y pareció romperse en milpedazos contra el círculo de montañas que ro-

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deaba este mar, porque cayó deshecha en unalluvia de centellas.

En aquel tiempo, Eros, el hermoso niño, dormi-taba dulcemente en su cuna mientras Ginnis-tan, su nodriza, lo mecía y daba el pecho a Fá-bula, la hermana de leche de Eros. Ginnistanhabía colocado su pañuelo de cuello, de vivoscolores, sobre la cuna del niño, para que la cla-ridad de la lámpara que el Escriba tenía delanteno pudiera molestar al niño. Aquél escribía sincesar; sólo de vez en cuando dirigía una miradamalhumorada a los niños y hacía extrañasmuecas a la nodriza, que le sonreía bondado-samente y callaba.

El Padre * entraba y salía continuamente de lahabitación; en cada una de sus visitas observa-ba a Eros y Fábula y saludaba amablemente aGinnistan. Siempre tenía algo que decirle alEscriba. Este le escuchaba con atención, y to-

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maba nota de sus palabras y enseñaba las hojasa una mujer de noble aspecto, parecida a unadiosa, que estaba apoyada en un altar; sobre élhabía una copa de colores obscuros que conte-nía un agua clara; la mujer se miraba en ella ysonreía con expresión de serena alegría. Cadavez que el Escriba le daba una hoja la sumergíaen el agua y la volvía a sacar; después de esto lamiraba, y si alguno de los signos que había enella no se había borrado y había adquirido laclaridad del agua, devolvía la hoja al Escriba;éste las iba atando a un grueso libro. Muchasveces se le veía malhumorado porque su es-fuerzo había sido inútil, todo lo que había escri-to se había borrado. De vez en cuando la mujerse volvía a Ginnistan y a los niños, metía susdedos en la tal copa y esparcía sobre ellos algu-nas gotas; así que éstas tocaban a la nodriza, alos niños o a la cuna se convertían en una nubeazul que empezaba a dar vueltas en torno aellos formando mil extrañas figuras que ibancambiando continuamente. Si casualmente una

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de estas figuras tocaba al Escriba, inmediata-mente caían de ella una gran cantidad de nú-meros y figuras geométricas **; él se afanaba enenlazarlas con un hilo y se las colgaba como unadorno en torno a su enjuto cuello. La Madre ***

del niño, que era la gracia y el encanto en per-sona, entraba a menudo en la habitación. Se laveía siempre atareada; cada vez que salía sellevaba algún objeto; si el Escriba, que, suspicazy con mirada inquisitiva, iba siguiendo los mo-vimientos de aquella mujer, se daba cuenta deello, empezaba a sermonearla; sin embargo,nadie le prestaba atención: todo el mundo pa-recía acostumbrado a aquellas inútiles recrimi-naciones. A veces, por unos momentos, la Ma-dre daba el pecho a la pequeña Fábula; peropronto la volvían a llamar; entonces Ginnistanvolvía a coger a la niña, que parecía estar más agusto en el pecho de su nodriza que en el de laMadre. De repente, el Padre entró con una vari-lla de hierro muy fina que había encontrado enel patio. El Escriba la miró, la cogió y empezó a

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hacerla girar con toda rapidez, y pronto advir-tió que si la colgaba de un hilo por su puntomedio ella sola giraba hacia el Norte. Ginnistanla cogió en sus manos, la dobló, la apretó, leechó aliento y la varilla tomó inmediatamentela forma de una serpiente que de repente semordió la cola. El escriba se cansó muy prontode observar todo aquello. Se puso a tomar notade todo con gran precisión, extendiéndose mu-cho sobre la utilidad que aquel hallazgo podíareportar. Pero cuál no fue su irritación al verque todo lo que había escrito sucumbía a laprueba y que la hoja de papel salía blanca de lacopa. La nodriza siguió jugando con la varilla.De vez en cuando tocaba la cuna con ella; en-tonces el niño empezó a despertarse, retiró lamanta que le cubría y, protegiéndose con unamano de la luz, alargó la otra para coger la ser-piente. Así que se la dieron saltó con tal vigorde la cuna que Ginnistan se asustó y el Escriba,aterrorizado, estuvo a punto de caer de la silla.Cubierto solamente por sus largos cabellos de

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oro, Eros estaba de pie en la habitación y con-templaba con indecible alegría la joya que ensus manos se estiraba hacia el Norte; aquelloparecía conmoverlo vivamente en lo más pro-fundo de su alma. Se veía al niño crecer pormomentos.

* _ El Padre representa el Sentido, como síntesisde los sentidos humanos perecederos; es el queva proporcionando información al Escriba, larazón.

** _ El saber de Sofía se degrada en cifras y sig-nos al entrar en contacto con la razón.

*** _ Representa el corazón, los sentimientoshumanos.

–Sofía –dijo con voz conmovedora a la mujer–déjame beber de la copa.

Ella se la acercó sin vacilar un solo momento; élno podía dejar de beber; la copa, no obstante,

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permanecía siempre llena. Finalmente se ladevolvió a aquella noble dama y la abrazó conternura. Luego estrechó contra su pecho a Gin-nistan y le pidió que le diera el pañuelo de co-lores que levaba atado siempre a la cintura. Ala pequeña Fábula la tomó en sus brazos. Laniña parecía muy contenta con él y empezó aparlotear. Ginnistan estaba muy pendiente deéI; con un aspecto extraordinariamente atracti-vo y frívolo, estrechaba contra ella a Eros con laternura de una novia. Llevó al muchacho a lapuerta de la habitación después de decirle unaspalabras al oído, pero Sofía, con gesto severo,señaló a la serpiente. En aquel momento entróla Madre; Eros corrió hacia ella y la recibió conardientes lágrimas. El Escriba, furioso, se habíamarchado. Entonces entró el Padre, y, al ver amadre e hijo unidos en un silencioso abrazo, seacercó a Ginnistan, pasando por detrás de ellosdos, y la acarició. Sofía subió las escaleras. Lapequeña Fábula tomó la pluma del Escriba y sepuso a escribir. Madre e hijo se sumieron en un

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diálogo en voz baja; el Padre, acompañado deGinnistan, se marchó sin hacer ruido a la habi-tación de al lado para descansar en sus brazosde los trabajos de la jornada. Al cabo de unbuen rato volvió Sofía. El Escriba volvió a en-trar también. El Padre salió de la habitacióncontigua y se fue a sus ocupaciones. Ginnistanvolvió con las mejillas encendidas. Él Escriba,con una sarta de injurias, echó a la pequeñaFábula de su sitio, necesitó algún tiempo paraponer sus cosas en orden. Cogió las hojas quehabía escrito Fábula, se las dio a Sofía para quelas sumergiera en la copa y se las devolvieralimpias, pero su indignación llegó al máximo alver que Sofía le devolvía las hojas tal como lashabía escrito Fábula, llenas completamente; elagua había dado a la letra de la niña el brilloque daba a la escritura que no borraba. Fábulase arrimó a su madre; ésta la tomó en sus bra-zos y la estrechó contra su pecho, luego se pusoa limpiar la habitación, abrió las ventanas paraque entrara aire fresco y empezó a hacer los

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preparativos para un gran banquete. A travésde las ventanas se veía un panorama espléndi-do; un cielo claro y limpio cubría la Tierra. Enel patio, el Padre estaba entregado a una granactividad. Cuando se cansaba levantaba la vistahacia la ventana en la que estaba Ginnistan;ésta le echaba toda clase de golosinas. La Ma-dre y el hijo salieron para ayudar dondequieraque se les necesitara y para preparar la realiza-ción del proyecto. El Escriba iba manejando lapluma y hacía una mueca siempre que necesi-taba preguntarle algo a Ginnistan –que teníauna memoria excelente y retenía todo lo quehabía ocurrido–. Muy pronto volvió Eros; traíauna hermosa coraza, en torno a la cual llevabaatado, a modo de faja, el pañuelo de coloresque le había regalado Ginnistan; Pidió consejo aSofía: le preguntó cuándo y cómo debía em-prender el viaje. El Escriba, indiscreto y entro-metido, se apresuró a ofrecer un detallado plande viaje, pero sus proposiciones no fueron es-cuchadas.

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«Puedes marcharte enseguida; Ginnistan teacompañará –dijo Sofía–; sabe el camino y laconocen bien en todas partes. Para no tentartetomará la forma de tu madre. Si encuentras alRey piensa en mí, entonces yo vendré en tuayuda.»

Ginnistan cambió su figura con la de la Madre–cosa que pareció gustarle mucho al Padre. ElEscriba se alegró de que los dos se marcharan;sobre todo porque, al despedirse, Ginnistan leregaló un librillo en el que había ido anotandocon todo detalle la crónica de la familia. Lo úni-co que le pesaba era que Fábula se quedara;para estar tranquilo y contento no hubiera de-seado otra cosa que verla entre los que se mar-chaban. Eros y Ginnistan se arrodillaron anteSofía; ésta les bendijo y les dio una vasija llenade agua de la copa para que la llevaran duranteel viaje. La Madre estaba muy afligida. La pe-queña Fábula hubiera querido acompañarlos; elPadre estaba demasiado ocupado fuera de la

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casa para interesarse vivamente en todo lo queestaba ocurriendo.

Era de noche cuando partieron; la Luna estabaen lo alto del cielo.

–Eros, querido –dijo Ginnistan–, debemos dar-nos prisa: tenemos que ir a ver a mi padre *,hace tanto tiempo que no me ha visto y ha es-tado buscándome con una nostalgia tan grandepor toda la Tierra... ¿No ves su cara pálida yconsumida por el dolor? Tú darás testimoniode que soy yo, para que así me conozca bajoesta figura extraña.

* _ La Luna –en alemán tiene el género mascu-lino–, representa la Imaginación, su hija es laFantasía.

Por un camino obscuro iba el Amor,sólo la Luna le miraba;el reino de las sombras florecía,

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extrañamente engalanado.

Una nube azul. con un marco dorado,envolvía al Amor;la Fantasía le llevabapresurosa por llanos y .torrentes.

Su ardiente pecho se llenabade un prodigioso valor.Un presentimiento del cercano placercolmaba la furia de su ardor.

No sospechando la cercanía del Amor,se lamentaba la Nostalgia;un dolor sin esperanzagrababa surcos profundos en su rostro.

La pequeña serpiente permanecía fiel,señalaba hacia el Norte;los dos siguieron confiadosa su hermosa guía.

El Amor atravesó desiertos

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y pasó por el reino de las nubes;entró en la corte de la Lunallevando a su hija de la mano.

El Rey, sentado en un trono de plata,estaba solo con su dolor;al oír la voz de su hijase dejó caer en sus brazos.

Eros estaba conmovido al ver estos tiernosabrazos. Al fin el anciano logró sobreponerse ala gran emoción y dio la bienvenida a su hués-ped. Luego cogió un gran cuerno y sopló contodas sus fuerzas. La gran llamada retumbó portoda aquella antigua fortaleza. Las puntiagudastorres, con sus brillantes florones, y los tejadosbajos y negros temblaron. El castillo estaba si-lencioso porque se había trasladado a la mon-taña que había al otro lado del mar. De todaspartes acudieron en tropel los criados del an-ciano; tenían un aspecto singular y llevaban

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extraños trajes; a Ginnistan le divirtió sobrema-nera el aspecto de aquellos hombres; al valero-so Eros no le asustaron. Ella saludó a sus anti-guos conocidos; cada uno de ellos se le presen-tó con nueva fuerza y en todo el esplendor desu naturaleza. El espíritu impetuoso de laPleamar siguió a la calma y suavidad de la Ba-jamar. Los viejos Huracanes se tumbaron juntoal pecho palpitante de los Terremotos, ardien-tes y apasionados. Los tiernos Aguaceros sevolvieron hacia el Arco Iris que, alejado del Sol,que le atraía más, estaba pálido y descolorido.Detrás de las incontables Nubes que, con susmil encantos, atraían a estos fogosos jóvenes, elTrueno, con voz ronca, refunfuñaba contra laslocuras de los Rayos. La Mañana y el Atarde-cer, las dos graciosas y dulces hermanas, sealegraron mucho de la llegada de los viajeros.Los abrazaron y derramaron tiernas lágrimas.Era indescriptible el aspecto de aquella extrañaCorte. El anciano monarca no se cansaba demirar a su hija. Ella se sentía inmensamente

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feliz en el castillo de su padre y contemplabauna y otra vez las maravillas y curiosidadesque le eran ya conocidas. Su alegría fue ya in-decible cuando su padre le dio la llave del Te-soro, permitiéndole organizar allí un espectácu-lo que entretuviera a Eros hasta que se les dierala señal para partir. El Tesoro era un gran jardíncuya variedad y riqueza sobrepasaban todadescripción. Entre los inmensos árboles, hechosde nubes y lluvia, había infinidad de castillosde aire de sorprendente arquitectura y si unoparecía hermoso el otro lo parecía todavía mu-cho más. Grandes rebaños de corderitos, delana plateada, dorada y rosada, vagaban porallí, y los animales más peregrinos poblabanaquel soto. Extrañas estatuas se levantaban pordoquier, y los brillantes cortejos y los carruajesde aspecto desusado que aparecían por todaspartes no daban un momento de reposo a laatención. Los arriates estaban llenos de floresde todos los colores. En los edificios había grancantidad de armas de todas clases; las salas

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estaban llenas de las más hermosas alfombras,tapices, cortinas, copas y toda clase de instru-mentos y útiles; estas riquezas se encontrabanalineadas en filas tan largas que la vista no po-día abarcarlas. Desde una altura divisaron unpaís romántico: esparcidos por él se veían ciu-dades, castillos, templos y sepulturas; este pa-raje aunaba el encanto y la gracia de los llanoshabitados con la terrible fascinación del desier-to y de las regiones montañosas y escarpadas.En aquel espectáculo los más hermosos coloresse mezclaban en las más felices combinaciones.Las cimas de las montañas, con sus mantos dehielo y nieve, brillaban como el fuego del pla-cer. La llanura sonreía con su más tierno ver-dor. Las lejanías se adornaban con todas lasvariaciones del azul y sobre el fondo obscurodel mar ondeaban los mil gallardetes multico-lores de numerosas escuadras. Allí, en el fondode este gran escenario se veía un naufragio, enla parte de delante una alegre comida campes-tre; allí la erupción, a la vez bella y terrible, de

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un volcán y los estragos devastadores de unterremoto; y en primer plano, a la sombra deunos árboles, una pareja de enamorados enmedio de las más dulces caricias. Mirandohacia abajo se veía una horrible batalla, y unpoco más abajo un teatro lleno de grotescasmáscaras. Al otro lado, en primer plano, el ca-dáver de una muchacha joven colocado en unataúd y un amante desconsolado asiéndosefuertemente a él, al lado, llorando, los padresde la muchacha. Al fondo, una madre, bella ygraciosa, dando el pecho a su hijo; a sus pies,sentados, y sobre un árbol, mirándola por entrelas ramas, había unos ángeles. Las escenascambiaban continuamente; al fin se fundierontodas en un espectáculo inmenso y misterioso.El cielo y la Tierra estallaron en una agitaciónsin límites. Todos los terrores se desencadena-ron. Una voz potente llamó a las armas. Unhorrible ejército de esqueletos llevando bande-ras negras bajó, como un torrente, de las obscu-ras montañas y atacó a la Vida, que con sus

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grupos de jóvenes se entregaba a agradablesfiestas en las claras llanuras, ignorante y des-prevenida ante cualquier ataque. Sobrevinouna espantosa confusión: la Tierra temblaba, latempestad rugía y horribles meteoros ilumina-ron la noche. Con una crueldad inaudita, elejército de fantasmas rasgaba los tiernos miem-bros de los vivientes. Levantaron una pira yentre alaridos de horror los hijos de la Vidafueron devorados por las llamas. De pronto, delobscuro montón de cenizas brotó un río azullechoso que corría en todas direcciones. Losespectros quisieron huir, pero la corriente ibacreciendo por momentos y acabó tragandoaquella abominable nidada. Pronto desapare-cieron todos los terrores. Cielo y Tierra se fun-dieron en dulce armonía. Una bellísima Florflotaba resplandeciente sobre las suaves olas.Un brillante arco iris se extendió sobre lasaguas; sobre él, a ambos lados y hasta la líneadel horizonte se veían figuras divinas sentadasen espléndidos tronos. En el más alto estaba

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sentada Sofía: tenía la copa en la mano, junto aella había un hombre majestuoso que llevabaen sus sienes una corona de hojas de encina yen la mano, derecha, a modo de cetro, la palmade la paz. Un pétalo de lirio vino a inclinarsesobre el cáliz de la flor flotante; sobre él estabasentada la pequeña Fábula y cantaba, acompa-ñándose con un arpa, las más dulces canciones.En el cáliz, inclinado sobre una hermosa mu-chacha medio dormida que le tenía cogido fuer-temente, estaba el mismo Eros. Unos pétalosmás pequeños les rodeaban a los dos de modoque de la cintura hacia arriba parecían trans-formados en una flor.

Eros dio las gracias a Ginnistan con mil expre-siones de entusiasmo; la abrazó tiernamente yella correspondió a este abrazo con dulces cari-cias. Cansado por las penalidades del camino ypor las muchas y variadas cosas que en él habíavisto, Eros aspiraba solo a encontrar un poco decomodidad y reposo. Ginnistan, que se sentía

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fuertemente atraída por la belleza del mucha-cho, se guardaba muy bien de mencionar labebida que Sofía le había dado para el camino.Le llevó a un lugar apartado, en el que podríatomar un baño, le quitó la armadura y ella sepuso una túnica de noche que le daba un aspec-to extraño y seductor.

Eros se sumergió en las peligrosas ondas y salióde ellas embriagado. Ginnistan le secó y frotósus miembros fuertes y tensos por el vigor de lajuventud. El muchacho, con una ardiente nos-talgia, se acordó de su amada y, en un dulcedesvarío, abrazó a la encantadora Ginnistan.Olvidado de todo, se abandonó al fuego impe-tuoso de su ternura, y finalmente, después dehaber agotado las delicias del placer, se durmióen el dulce pecho de su compañera.

Mientras tanto, en la casa las cosas habían to-mado un sesgo luctuoso. El Escriba había im-plicado a los criados en una peligrosa conspira-ción. En su enemiga por todos, llevaba tiempo

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buscando la ocasión para hacerse con el mandode la casa y sacudirse el yugo; y la encontró.Primero sus secuaces se apoderaron de la Ma-dre, y la encadenaron. Al Padre lo pusieron apan y agua. La pequeña Fábula oyó el griteríoen la habitación vecina. Se escondió detrás delaltar y, al darse cuenta de que en la parte poste-rior de éste había una puerta secreta, la abriócon gran habilidad y vio que había una escaleraque descendía hacia el interior. Cerró la puertadetrás de ella y fue bajando los peldaños en laobscuridad. El Escriba, furioso, se precipitó enla habitación para vengarse en la pequeña Fá-bula y coger prisionera a Sofía. Pero las doshabían desaparecido. Tampoco la copa estabaallí. El Escriba, furioso, rompió en mil pedazosel altar, pero no encontró la escalera secreta.

La pequeña Fábula estuvo bajando muchotiempo. Al fin fue a salir al aire libre; se encon-tró en una plaza redonda bellamente rodeadapor una espléndida columnata y cerrada por

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una gran puerta. Aquí todas las figuras eranobscuras. El aire era como una inmensa som-bra; en el cielo había un astro negro y resplan-deciente. Se podía distinguir perfectamente unacosa de otra, porque cada figura tenía un matizdistinto de negro y arrojaba tras de sí un brilloluminoso: la luz y la sombra parecían habercambiado sus papeles en aquel lugar. Fábulaestaba contenta de encontrarse en un mundonuevo y lo miraba todo con curiosidad infantil.Al fin llegó a la puerta; delante de ella, sobre unsólido pedestal, había una hermosa esfinge.

–¿Qué buscas? –dijo la Esfinge.

–Busco lo que es mío –replicó Fábula–.

–¿De dónde vienes?

–De tiempos antiguos.

–Todavía eres una niña.

–Y lo seré eternamente.

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–¿Quién va a cuidar de ti?

–Yo sola me basto. ¿Dónde están las Hermanas–preguntó Fábula– *.

* _ Las tres Parcas.

–En todas partes y en ningún sitio –fue la res-puesta de la Esfinge–.

–¿Me conoces?

–Todavía no.

–¿Dónde está el Amor?

–En la Imaginación *.

* _ Eros está preso en la Luna, véase la nota depágina 101.

–¿Y Sofía?

La Esfinge murmuró unas palabras que Fábulano pudo oír bien e hizo ruido con las alas.

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–¡Sofía y Amor! –gritó triunfante Fábula, yatravesó el arco.

Entró en la terrible caverna y se dirigió alegre-mente hacia las viejas Hermanas que, a la míse-ra obscuridad de una lámpara de llama negra,estaban entregadas a su extraño quehacer.Hicieron como si no se hubieran dado cuentade la presencia de aquel pequeño huésped quecon actitud gentil y acariciadora se mostrabaafanosa a su alrededor. Al fin una de ellas, mi-rando de reojo y con voz cascada, graznó:

–¿Qué haces aquí, perezosa? ¿Quién te ha dadopermiso para entrar? Lo que haces, ahí dandosaltitos como una niña pequeña, es mover lallama, tranquila como estaba sin ti, y gastaraceite en vano. ¿No puedes sentarte y haceralgo?

–Hermosa prima –dijo Fábula–, no es la hol-ganza lo que a mí me gusta. Con el guardián devuestra puerta me he reído a gusto. Creo que le

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hubiera gustado abrazarme, pero ha debido decomer demasiado, no podía ni levantarse. De-jadme sentar a la puerta y dadme algo parahilar, porque aquí no veo bien y cuando hilonecesito poder cantar y charlar, y esto podríaestorbar vuestros graves pensamientos.

–No te dejamos salir de aquí, pero en la habita-ción de al lado tienes un rayo de luz del mundosuperior que penetra por las grietas de la roca;allí puedes hilar, si es que sabes; aquí tienesenormes montones de viejos cabos: retuércelosunos con otros y haz un hilo con ellos; perofíjate bien: si trabajas sin cuidado o si se terompe un hilo, entonces los hilos se enroscaránen torno a tu cuerpo y te ahogarán.

La vieja se rió pérfidamente y siguió hilando.

Fábula cogió un brazado de hilos, cogió tam-bién una rueca y un huso, y, dando brincos ycantando, se fue a la habitación de al lado. Mirópor la abertura abierta en la roca y vio en el

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cielo la constelación de Fénix. Contenta de estefeliz augurio se puso a hilar con alegría y buenhumor; dejó un poco abierta la puerta de lahabitación y empezó a cantar a media voz:

Despertad en vuestras celdas,hijos de tiempos pasados *;abandonad vuestros lechos,que el día no está lejano.

Vuestros hilos, en mi rueca,en un hilo se convierten;terminó la edad del odio:todos seréis una Vida.

Todos vivirán en todosy todos en cada uno;y en un mismo corazónlatirá una sola Vida.

Ahora no sois más que alma,sois sortilegio y sois sueño:

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id corriendo a la cavernay hostigad a las tres Parcas.

* _ Según Marcel Camus, los difuntos, cuyapresencia asustará a las Parcas.

El huso giraba con increíble rapidez entre lospiececitos de la niña mientras sus dos manosiban torciendo el fino hilo. Al conjuro de la can-ción iban apareciendo innumerables lucecitasque, deslizándose por la pequeña abertura quedejaba la puerta, penetraban en la caverna y seesparcían por ella en forma de horribles espec-tros. Durante todo este tiempo las viejas, gru-ñonas y malhumoradas, habían seguido hilan-do; esperaban oír de un momento a otro losgritos de angustia de la pequeña Fábula, perocuál no fue su horror al ver que, de repente,una espantosa nariz estaba mirando por encimade sus hombros; al darse la vuelta, vieron a sualrededor la cueva llena de monstruosas figuras

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que se entregaban a toda clase de desmanes.Dando terribles alaridos se precipitaron unascontra otras, y el espanto las hubiera petrifica-do si no hubiera sido por el Escriba, que enaquel momento penetraba en la cueva llevandoen la mano una raíz de mandrágora. Las luceci-tas se ocultaron en las grietas de la roca, y lacaverna se llenó toda ella de una viva claridad,porque, en toda aquella confusión, el aceite dela lámpara negra se había derramado y ésta sehabía apagado. Las viejas se alegraron muchoal oír los pasos del Escriba, sin embargo, esta-ban furiosas contra la pequeña Fábula. Le grita-ron que viniera, la recibieron con terribles bufi-dos y le prohibieron que siguiera hilando. ElEscriba, pensando que ya tenía en su poder a lapequeña Fábula, sonrió sarcásticamente y dijo:

–Me gusta que estés aquí y que te manden tra-bajar. Espero que no te falte disciplina. Es tuduende protector el que te ha traído aquí. Te

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deseo que pases aquí muchos años y que tediviertas mucho.

–Gracias por tus buenos deseos –dijo Fábula–;veo en tu aspecto que el tiempo actual te espropicio; te falta sólo el reloj de arena y la gua-daña; te pareces al hermano de mis hermosasprimas. Si necesitas plumas de ganso no tienesmás que arrancar de sus mejillas un puñado detierno bozo.

El Escriba parecía querer abalanzarse sobre lapequeña Fábula. Esta sonrió y dijo:

–Si aprecias tu hermosa cabellera y tus perspi-caces ojos, vete con cuidado, piensa en misuñas; gran cosa más que perder no tienes.

Disimulando su rabia, el Escriba se volvió a lasviejas, que se frotaban los ojos y buscaban atientas sus ruecas. No podían encontrar nada,porque la lámpara se había apagado; entonces

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empezaron a vomitar improperios contra Fábu-la.

–Mandadla a cazar tarántulas –dijo maliciosa-mente el Escriba–, así podréis preparar aceitenuevo para vuestra la lámpara. Para vuestroconsuelo quería deciros que Eros se acerca vo-lando sin tregua y que va a dar trabajo a vues-tras tijeras. Su madre, la que tantas veces osobligó a hilar más largos los hilos, será mañanapasto de las llamas.

Se hizo cosquillas para reírse, cuando vio queFábula, al oír esta noticia, derramaba algunaslágrimas; dio un trozo de raíz a una de las vie-jas y poniendo mala cara se marchó de allí. Lashermanas, con voz agria y malhumorada,mandaron a Fábula a buscar tarántulas, a pesarde que todavía tenían aceite. La niña se marchócorriendo. Hizo como si abriera la gran puerta,la volvió a cerrar con gran estrépito y, sin hacerruido, se fue deslizando hacía el fondo de lacaverna donde había una escalera de mano que

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bajaba del techo. Trepó rápidamente por ella yllegó enseguida a una trampilla que se abría alas habitaciones de Arctur.

Cuando Fábula entró, el Rey estaba sentado ensu trono rodeado de sus consejeros. La CoronaBoreal adornaba su cabeza. Llevaba el Lirio enla mano izquierda y las Balanzas en la derecha.A sus pies estaban el Aguila y el León *.

* _ Las constelaciones, visibles en primavera,que rodean al rey Arctur.

–Majestad –dijo Fábula, inclinándose respetuo-samente ante él–, salud y prosperidad para tutrono, de sólidos cimientos. ¡Que lleguen ale-gres mensajes a tu herido corazón! ¡Que vuelvapronto la Sabiduría! ¡Que la Paz despierte parasiempre! ¡Que el inquieto Amor pueda tenersosiego! ¡Que el corazón sea transfigurado!¡Que el Pasado reviva y que el Futuro tomeforma!

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El Rey tocó con el Lirio la frente despejada de laniña:

–Que lo que pides te sea concedido.

–Tres veces vendré a suplicarte; cuando vengapor cuarta vez, el Amor estará a la puerta. Aho-ra dame la Lira.

–¡Eridano! *, trae la Lira –gritó el Rey.

* _ Nombre de una estrella y, a la vez, del ríoPo.

Las aguas de Eridano descendieron con granruido del techo y Fábula sacó la Lira de susresplandecientes olas.

Tocó algunos acordes proféticos; el Rey le hizoacercar la copa, la niña bebió algunos sorbitos yluego, después de haber dado repetidas veceslas gracias al Rey, se marchó corriendo. Se alejódeslizándose en graciosas curvas por el mar de

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hielo y arrancando una alegre melodía de lascuerdas de la lira.

Bajo sus pies el hielo emitía los más bellos so-nidos. La roca de la Aflicción los tomó por lavoz de sus hijos que volvían a ella y no encon-traban el camino, y les contestó con un eco re-petido mil veces.

Fábula no tardó en alcanzar la orilla. Allí en-contró a su madre: su rostro estaba pálido ymacilento; su cuerpo había enflaquecido, teníaun aire grave: sus nobles trazos dejaban adivi-nar las huellas de una tristeza sin esperanza yde una conmovedora fidelidad.

–¿Qué ha sido de ti, querida madre? –dijo Fá-bula–.Te veo completamente cambiada; si nofuera porque el corazón me dice que eres tú, note hubiera reconocido. Espero poder reponermede nuevo en tu pecho; he estado tanto tiemposuspirando por ti...

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Ginnistan acarició tiernamente a la niña; surostro tomó entonces una expresión amable yserena.

–Desde el primer momento –dijo– pensé ya queel Escriba no iba a cogerte. El verte me conforta.Las cosas me van mal, bastante mal, pero meconsuelo enseguida. Quizá tenga un momentode paz. Eros está cerca, y si te ve y le cuentashistorias, tal vez se quede algún tiempo. Mien-tras tanto puedes recostarte en mi pecho; voy adarte lo que tengo.

Ginnistan tomó a la niña en su regazo, le dio elpecho y, mirando sonriente cómo la pequeñamamaba con fruición, prosiguió *.

* _ La poesía necesita alimentarse de la fantasía.

–Soy yo la causa de que Eros se haya vuelto tanviolento y voluble. Pero no me arrepiento, por-que las horas que he pasado en sus brazos mehan hecho inmortal. Creí derretirme entre sus

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caricias de fuego. Como un ladrón celestial pa-recía querer aniquilarme y celebrar orgullososu victoria sobre su temblorosa víctima.. Luego,al cabo de un gran rato, nos despertamos deesta prohibida embriaguez y nos encontramosextrañamente cambiados. Unas alas largas yplateadas cubrían sus hombros y la graciosaplenitud y flexibilidad de sus formas. Aquellafuerza, que, de un modo tan súbito, le habíahecho crecer hasta convertirlo en mozo, parecíahaberse retirado a sus brillantes alas, él volvía aser un niño. El tranquilo ardor de su rostro sehabía transformado en juguetona llama de fue-go fatuo, la sagrada gravedad de su porte endisimulada picardía, su reflexiva calma en ju-venil agitación, su noble continente en jocosamovilidad. Una profunda pasión me arrastrabade un modo irresistible a este travieso mucha-cho; me sentía herida por su sonrisa burlona ypor su indiferencia hacia mis apasionadas sú-plicas. Por mi parte, me daba cuenta de que mifigura había cambiado también: mi serena y

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despreocupada alegría había desaparecido paradejar sitio a una triste preocupación y a unasuave timidez. Hubiera querido escondermecon Eros de las miradas de todo el mundo. Notenía valor para mirar sus ojos ofensivos y mesentía terriblemente avergonzada y humillada.No pensaba más que en él y hubiera dado todami vida por librarle de sus ofensivos modales.A pesar de que él hería en lo más profundo missentimientos yo no podía dejar de adorarle.Desde el día que abrió sus alas y se marchó –apesar de que yo lloré amargamente y le supli-qué de mil maneras que se quedara conmigo–le he seguido por todas partes. Él parece haber-se propuesto burlarse de mí: así que le alcanzo,levanta el vuelo maliciosamente y se escapaotra vez. Su arco causa estragos por doquieraque pasa. Yo, que necesito consuelo para mímisma, no hago más que consolar a sus infor-tunadas víctimas. Sus gritos, llamándome paraque les socorra, me señalan el camino de Eros,y cuando de nuevo tengo que abandonarlos sus

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melancólicos lamentos me llegan al alma. ElEscriba nos persigue con horrible saña y sevenga en los desdichados que encuentra. Elfruto de aquella misteriosa noche fueron unamultitud de extraños niños que se parecen a suabuelo y que se llaman como él *. Alados comosu padre, le acompañan siempre y atormentana los que han tenido la desdicha de ser alcan-zados por su flecha. Pero, mira, ahí viene elalegre cortejo. Tengo que irme; adiós, dulceniña. La proximidad de Eros despierta mi pa-sión. ¡Que tengas suerte en tu empresa!

* _ El abuelo de los hijos de Eros es el Sentido;éstos son los deseos sensuales.

Ginnistan corrió detrás de Eros; éste siguió sucamino, sin dirigirle siquiera una mirada deternura. A Fábula, en cambio, sí la miró ama-blemente, y los pequeños acompañantes se pu-sieron a bailar alegremente en torno a la niña.Fábula se puso muy contenta de volver a ver asu hermano de leche, y, acompañándose con la

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lira, cantó una alegre canción. Eros pareció re-flexionar, y dejó caer el arco. Los pequeños sedurmieron sobre el césped. Ginnistan pudocogerlo entre sus brazos, y él aceptó sus tiernascaricias. Al fin, Eros empezó también a entraren un dulce sopor; se acurrucó en el regazo deGinnistan, y, cubriéndola con sus alas, se dur-mió. Ginnistan se sintió invadida por una infi-nita felicidad, y, aunque estaba cansada, noapartaba sus ojos del dulce durmiente. Al cantode Fábula habían ido apareciendo por todaspartes unas tarántulas; formaron sobre la hier-ba una red brillante, y, colgadas en sus hilos, semovían vivazmente al compás de la música.Entonces Fábula consoló a su madre, y le pro-metió ayudarla en seguida. De la roca llegaba elsuave eco de la música de Fábula, y mecía elsueño de los durmientes. Ginnistan metió losdedos en la vasija que había escondido con tan-to cuidado, esparció algunas gotas en el aire ylos más agradables sueños cayeron sobre ellos.Fábula cogió la vasija y prosiguió su viaje. La

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niña no daba reposo a las cuerdas de su lira, ysobre los hilos que habían tejido con tanta rapi-dez, las tarántulas seguían bailando al compásde aquella encantadora música.

Muy pronto divisó a lo lejos las altas llamas dela pira, que sobresalían del verde bosque. Contristeza levantó los ojos al cielo, pero se alegróal ver el manto azul de Sofía, que ondeaba so-bre la Tierra y cubría para siempre la .inmensasepultura *. En el cielo el Sol había enrojecidode ira; la gran llama aspiraba la luz que esteastro había arrebatado, y, por mucho que élquisiera retenerla para sí, palidecía más y más,y se advertían en él cada vez más sombras. Lallama iba adquiriendo mayor blancura y fuerzaa medida que el Sol iba perdiendo el color. Elfuego de la pira absorbía la luz cada vez conmás fuerza, y muy pronto llegó a aniquilar lagloria que rodea al astro del día, que en aquelmomento no era más que un disco de luz tenuey apagada, al que cada nuevo estremecimiento

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de envidia y de ira aumentaba la fuga de losrayos de luz. Al fin, del Sol no quedó más queuna escoria negra y completamente calcinada,que cayó al mar. El brillo de la llama era ahoraya inefable. La pira se había consumido. Lallama se fue elevando lentamente, y se dirigióhacia el Norte.

* _ Para comprender lo que sigue conviene te-ner presente lo dicho respecto a la muerte de larazón y al imperio de la Noche.

Fábula entró en el patio, que ofrecía la imagende la desolación; mientras había ocurrido todoesto la casa había quedado en ruinas. En lasgrietas abiertas en las molduras de las ventanascrecían zarzas, y sabandijas e insectos de todasclases hormigueaban por las escaleras derrui-das.

La niña oyó un horrible griterío en la habita-ción: el Escriba y sus compañeros se habíancebado en el espectáculo de la muerte, entre

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llamas, de la Madre, pero fueron presa del másgrande temor al ver que el Sol se apagaba. Envano se habían esforzado por sofocar la llama,pero en esta ocasión no habían salido indemnesde su intento. El dolor y el miedo les arranca-ban espantosas maldiciones y lamentos. Toda-vía se aterrorizaron más cuando vieron queFábula entraba en la habitación; dando alaridosde rabia se abalanzaron sobre la niña, para des-cargar en ella toda su ira. Fábula se deslizó de-trás de la cuna, y, en el tumulto, sus persegui-dores cayeron en las redes de las tarántulas,que se vengaron, causándoles innumerablespicaduras.

Entonces todas las tarántulas empezaron unadanza frenética, al compás de una divertidamelodía que tocaba Fábula *.

* _ Las tarántulas, los animales con los que lasParcas fabrican el aceite para su lámpara, de luznegra, representan las bajas pasiones. Fábula,con su canto, las ha convertido en aliadas suyas

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en su lucha contra las tres hermanas. Adviérta-se que estos animales han aparecido en el mo-mento en que los hijos de Eros –véase la segun-da nota de página 108– se han dormido: la do-mesticación de las bajas pasiones coincide conel adormecimiento de los apetitos sensuales.

Riéndose a carcajadas de sus muecas y de susgrotescos gestos, la niña se dirigió a las ruinasdel altar, las apartó para encontrar la secretaescalera y bajó por ella con su séquito de tarán-tulas.

La Esfinge preguntó:

–¿Qué es lo que llega de un modo más súbitoque el rayo?

–La venganza –dijo Fábula.

–¿Qué es lo más efímero?

–Lo que uno posee sin que le pertenezca.

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–¿Quién conoce el mundo?

–El que se conoce a sí mismo.

–¿Cuál es el eterno misterio?

–El Amor.

–¿En quién se encuentra?

–En Sofía.

La Esfinge se dobló lastimeramente. Fábulapenetró en la caverna.

–Os traigo tarántulas –dijo la niña a las viejas,que habían vuelto a encender su lámpara ytrabajaban afanosamente.

Ellas se asustaron, y una cogió las tijeras y co-rrió hacia la niña para clavárselas, pero, sindarse cuenta, pisó una tarántula, y ésta la picóen un pie. La vieja lanzó un grito lastimero. Lasdemás quisieron acudir en su ayuda, pero, al

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igual que ella, fueron víctimas de las picadurasde las furiosas tarántulas. Entonces, al no podercoger a Fábula, empezaron a dar saltos enlo-quecidos de un lado para otro.

–¡Téjenos en seguida .vestidos ligeros de danza!–gritaron furiosas a la pequeña–. Con estas fal-das rígidas que llevamos no nos podemos mo-ver, y casi nos morirnos de calor, pero con lababa de las arañas vas a ablandar el hilo, paraque no se rompa; mete también en la tela floresque hayan crecido en el fuego; si no, vas a mo-rir.

–Con mucho gusto –dijo Fábula; y se marchó ala habitación de al lado.

–Os voy a procurar tres buenas moscas –dijoFábula a las arañas cruceras, que habían tendi-do sus vaporosos tejidos en derredor, en el te-cho y en las paredes–, pero .tenéis que tejermeahora mismo tres vestidos que sean bonitos y

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ligeros. Las flores que hay que entretejer enellos os las voy atraer en seguida.

Las arañas cruceras estaban preparadas, y em-pezaron a hilar a toda prisa. Fábula se deslizóhasta la escalera de mano, y se presentó a Arc-tur.

–Majestad –dijo–, las malas bailan, los buenosdescansan. ¿Ha llegado la llama?

–Ha llegado –dijo el rey–. Terminó la noche, yel hielo se está derritiendo. Mi esposa se anun-cia desde lejos. Mi enemigo ha sido reducido acenizas. Todo empieza a vivir. Todavía no pue-do dejarme ver, porque solo no soy rey. Pide loque quieras.

–Necesito –dijo Fábula– flores que hayan creci-do en el fuego. Yo sé que tienes un jardinerohábil, que sabe cultivarlas.

–¡Zinc! –gritó el rey–. ¡Danos flores!

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El jardinero salió de las filas, fue a buscar unamaceta llena de fuego y sembró en ella un po-len resplandeciente. No hubo que esperar mu-cho tiempo; las flores empezaron a brotar. Fá-bula las recogió en su delantal y emprendió elcamino de regreso.

–Las arañas habían sido diligentes; sólo faltabaprender las flores en los vestidos, cosa que em-pezaron a hacer e inmediatamente con buengusto y destreza. Fábula se guardó bien de cor-tar los cabos que colgaban todavía de las teje-doras.

La niña llevó los vestidos a las cansadas baila-rinas, que chorreando de sudor, se habían des-plomado, y por unos momentos descansabande aquel esfuerzo desacostumbrado. Con granhabilidad Fábula desnudó a aquellas enjutasbellezas, que no ahorraron injurias a su peque-ña criada, y les puso los nuevos vestidos, quehabían sido hechos con todo primor, y que lesquedaban muy bien. Mientras estaba ocupada

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en esto la pequeña alababa el encanto y el ama-ble carácter de sus señoras; las viejas, por suparte, parecían realmente contentas por loshalagos y por la elegancia de los vestidos.

Mientras tanto las viejas habían descansado, yahora, habiendo cobrado nuevo brío para ladanza, empezaron otra vez su alegre girar,mientras alevosamente le iban prometiendo a lapequeña larga vida y grandes recompensas.Fábula volvió a la habitación contigua, y lesdijo a las arañas cruceras:

–Ahora podéis devorar tranquilamente lasmoscas que he puesto en las telas que habéistejido.

Las arañas, impacientes ya de tanto movimien-to –porque los cabos de la tela estaban tod3;víasujetos a ellas, y las viejas, con sus locos saltos ysu frenética danza, las arrastraban de un ladopara otro–, salieron violentamente de la habita-ción y se precipitaron sobre las bailarinas; éstas

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quisieron defenderse con las tijeras, pero Fábu-la, con todo sigilo, se las había quitado. De estemodo las viejas sucumbieron a los ataques desus compañeras de oficio, que, hambrientas ysin haber probado desde hacía tiempo tan ex-quisito bocado, se apresuraron a engullirlas,hasta la sorberles los tuétanos. Fábula miróafuera por la rendija abierta en la roca, y vio aPerseo con su gran escudo de hierro. Las tijerasse escaparon de sus manos, y volaron hacia elescudo; Fábula le pidió que cortara con ellas lasalas de Eros y que luego, con su escudo, inmor-talizara a las hermanas y consumara la GranObra *.

* _ Según Marcel Carnus se alude aquí a lasteorías alquímicas de la preparación de la pie-dra filosofal –la gran obra–, que convertirá lamateria en oro y regenerará al hombre. En estepasaje tales teorías se encuentran transferidas alsistema novaliano: la gran obra es la redenciónde la Naturaleza por la Poesía.

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Después de esto abandonó el reino subterráneoy, contenta y alegre, subió al palacio de Arctur.

–Ya no queda más lino para hilar. Lo Inertevuelve a estar privado de alma. Lo Vivo va areinar: dará forma a lo Inerte y lo utilizará. Lointerior será revelado y lo exterior será oculta-do. Pronto se levantará el velo y dará comienzoel espectáculo. Una cosa más te voy a pedir:luego hilaré días de eternidad.

–¡Afortunada niña! –dijo el rey, conmovido–.¡Tú eres nuestra libertadora!

–Yo no soy más que la ahijada de Sofía –dijo lapequeña–. Dame licencia para que Turmalina,el Jardinero y Oro * me acompañen. Tengo querecoger las cenizas de mi madre adoptiva; esnecesario que el viejo gigante reviva **; de estemodo la Tierra volverá a flotar en el aire y deja-rá de estar sumida en el caos.

* _ Elementos del galvanismo.

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** _ Atlas.

El Rey los llamó a los tres, y les ordenó queacompañaran a la niña. La ciudad estaba clara yluminosa, y en las calles había una gran anima-ción, Las olas del mar iban a romperse, rugien-do, en la horadada roca; Fábula y sus acompa-ñantes, montados en la carroza del rey, pasaronal otro lado del mar. Turmalina iba recogiendocuidadosamente las cenizas que se levantabanvolando, Luego dieron la vuelta a la Tierra,hasta llegar adonde estaba el viejo Gigante, porcuyos hombros descendieron. Este parecía ata-cado de parálisis, y no podía mover ninguno desus miembros. Oro le metió una moneda en laboca, y el Jardinero le puso un cuenco debajode los riñones, Fábula le tocó los ojos y derramóel contenido de la vasija sobre su frente. Mien-tras el agua se iba deslizando por encima de susojos, le entraba en la boca y, por último, bañan-do su cuerpo, iba a caer en el cuenco; un rayode vida hacía temblar todos sus músculos. El

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gigante abrió los ojos y se puso de pie conenergía. Fábula, dando un salto, fue a unirse asus acompañantes, que se encontraban en laTierra, la cual se iba elevando, y con gran ama-bilidad le dio los buenos días al gigante.

–¡Oh, querida niña! –dijo el viejo–. ¿Tú aquíotra vez? He estado soñando todo el tiempo enti. Siempre pensé que vendrías antes de que laTierra y mis ojos me vencieran con su peso. Sinduda he estado durmiendo mucho tiempo.

–La Tierra vuelve a ser ligera como lo fue siem-pre para los buenos –dijo Fábula–. Empiezan denuevo los antiguos tiempos. Dentro de pocovolverás a estar entre viejos conocidos. Voy ahilar para ti días alegres, y no te faltará quien teayude para que de vez en cuando puedas parti-cipar de nuestras alegrías y, en los brazos deuna amiga, aspirar juventud y fuerza.

–¿ Dónde están las amigas que antaño nos aco-gieron, las Hespérides?

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–Al lado de Sofía. Muy pronto el jardín florece-rá de nuevo, y sus dorados frutos perfumaránel aire. Las Hespérides van de un lado paraotro, recogiendo las plantas que languidecen.

Fábula se alejó y corrió hacia su casa. Estabatoda ella en ruinas. Un manto de hiedra cubríalas paredes. Grandes arbustos ensombrecían loque antes habría sido el patio, y un musgoblando tapizaba las antiguas escaleras. La niñaentró en la habitación.

Sofía estaba de pie junto al altar, que había sidoreconstruido. Eros estaba recostado a sus pies,con toda su armadura puesta, más grave y no-ble que nunca. Una magnífica lámpara colgabadel techo, El suelo estaba pavimentado porpiedras de todos los colores, que, en torno alaltar, dibujaban un gran círculo, formado úni-camente por nobles y significativas figuras.

Ginnistan, llorando, estaba inclinada sobre unlecho en el que el Padre parecía dormir un pro-

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fundo sueño. Su ardiente encanto quedaba in-finitamente realzado por una expresión de pie-dad y amor.

Fábula presentó a la sagrada Sofía la urna en laque había recogido la ceniza, y ésta abrazó tier-namente a la niña.

–Querida niña –dijo–, tu celo y tu fidelidad tehan merecido un lugar entre las estrellas eter-nas. Tú has escogido lo que hay de inmortal enti. El Fénix te pertenece. Tú serás el alma denuestra vida. Ahora despierta al novio. Se oyela llamada del heraldo: Eros debe buscar a Fre-ya y despertarla.

Fábula sintió un gozo inefable al oír estas pala-bras. Llamó a sus acompañantes, Oro y Zinc, yse acercó al lecho.

Ginnistan miraba llena de impaciencia lo que sedisponían a hacer. Oro fundió la moneda y lle-nó con un resplandeciente líquido la cavidad en

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la que el Padre estaba recostado. Zinc rodeócon una cadena el pecho de Ginnistan. El cuer-po flotaba sobre las temblorosas ondas.

–Madre –dijo Fábula–, inclínate y pon tu manosobre el corazón del amado.

Ginnistan se inclinó y vio su propia imagenmultiplicada en las ondas. La cadena tocó ellíquido, y su mano, el corazón del Padre; éste sedespertó y atrajo hacia su pecho a la extasiadanovia. Entonces el metal se solidificó, y se con-virtió en un brillante espejo.

El padre se levantó; sus ojos centelleaban; aun-que su figura era muy bella y noble, sin embar-go, parecía que todo su cuerpo estuviera hechopor un fluido sutil e infinitamente móvil quetraicionaba cada impresión con los movimien-tos más variados y graciosos.

La feliz pareja se acercó a Sofía; ésta les bendijoy les exhortó a que no dejaran de aconsejarse en

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el espejo que devuelve a todos su verdaderafigura, que aniquila todo artificio y que conser-va eternamente la imagen primitiva.

Después de esto Sofía cogió la urna y arrojó laceniza en la copa que estaba sobre el altar. Unsuave burbujeo anunció la disolución, y unaligera brisa agitó las vestiduras y las cabellerasde los circunstantes. Sofía ofreció la copa aEros, y éste, a los demás. Todos saborearon ladivina bebida, y con indecible alegría sintieronen su interior el saludo amistoso de la Madre.Esta se encontraba en cada uno de ellos, y sumisteriosa presencia parecía transfigurarles atodos *.

* _ Alusión a la Eucaristía.

Se había realizado con creces aquello que todosesperaban. Se daban cuenta de lo que les habíafaltado, y la estancia se había convertido en lamorada de los bienaventurados.

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Sofía dijo:

–El gran misterio se ha revelado a todos, ypermanecerá eternamente insondable. Con do-lores se ha engendrado el mundo nuevo, y enlágrimas se está disolviendo la ceniza y convir-tiéndose en la bebida de la vida eterna. En cadauno mora la celeste Madre, para engendrarpara la eternidad a cada uno de sus hijos. ¿Nosentís este dulce nacimiento en los latidos devuestro pecho?

Sofía vertió dentro del altar el resto de la copa.La Tierra tembló en sus profundidades. Sofíadijo:

–Eros, ve corriendo con tu hermana a encontrara tu amada. Muy pronto me volverás a ver.

Fábula y Eros salieron a toda prisa, acompaña-dos de su escolta. Una pujante primavera sehabía extendido por toda la Tierra. Todo seerguía y empezaba a moverse. La Tierra, flo-

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tando en el aire, se acercaba al velo que la cu-bría. La Luna y las nubes, en alegre tumulto, sedirigían hacia el Norte. El castillo del rey irra-diaba con espléndida luz sobre el mar; sobresus terrazas se encontraba el monarca en todasu gloria, acompañado de su séquito. Por todaspartes divisaban torbellinos de polvo, en losque parecían dibujarse figuras conocidas. En-contraron numerosos grupos de jóvenes y don-cellas que acudían en tropel al castillo, y lesacogieron con gritos de júbilo. En muchas coli-nas se veían parejas de enamorados, que seacababan de despertar; después de tanto tiem-po de separación se unían en tiernos abrazos:aquel mundo nuevo les parecía un sueño y noacababan de convencerse de aquella hermosaverdad. Las flores y los árboles crecían y rever-decían con nueva fuerza. Todo parecía teneralma. Todo hablaba y cantaba.

Fábula saludaba por todas partes a viejos cono-cidos. Los animales, con amables saludos, se

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acercaban a los hombres, que acababan de des-pertarse. Las plantas les obsequiaban con fru-tos, les perfumaban y les cubrían de los másdelicados adornos. Ningún peso oprimía ya elpecho de los hombres, y todas las cargas sehabían desplomado, formando un suelo firmebajo los pies de los humanos *.

* _ Regreso definitivo de la Edad de Oro.

Eros y Fábula llegaron al mar. Una embarca-ción de abrillantado acero estaba amarrada a laorilla. Entraron en ella y soltaron la amarra. Laproa se orientó hacia el Norte, y la embarcaciónsurcó a toda prisa las olas acariciadoras. Unrumoroso cañaveral detuvo su empuje, y lanave varó suavemente en la orilla.

Fábula y Eros subieron rápidamente por la an-cha escalinata. El Amor se quedó maravilladode la ciudad real y de todas sus riquezas. En elpatio se levantaba el surtidor, que había cobra-do vida; el soto se movía, produciendo los más

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dulces sonidos, y una maravillosa fuerza pare-cía surgir y expandirse en sus troncos y hojasardientes y en el destello de sus flores y frutos.

El viejo Héroe les recibió en las puertas del pa-lacio.

–Venerable anciano –dijo Fábula–, Eros necesitatu espada. Oro le ha dado una cadena, uno decuyos extremos llega hasta el fondo del mar, yel otro rodea su pecho. Cógela conmigo y llé-vanos a la sala en la que descansa la princesa.

Eros cogió la espada de la mano del anciano,colocó la empuñadura sobre su pecho, incli-nando el arma hacia adelante. Los batientes dela puerta del palacio se abrieron de golpe comodos alas, y Eros se acercó extasiado a Freya, queestaba durmiendo. De repente se oyó una grandetonación: una brillante chispa saltó de laprincesa a la espada; la espada y la cadena seiluminaron; el Héroe cogió a la pequeña Fábu-

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la, que estuvo a punto de caer al suelo. El pena-cho del casco de Eros ondeaba en el aire.

–Tira la espada –gritó Fábula– y despierta a tuamada.

Eros dejó caer la espada, voló hacia la princesay besó ardientemente. sus dulces labios. Ellaabrió sus grandes ojos obscuros y reconoció asu amado. Un largo beso selló su eterna unión.

De la cúpula bajó el Rey, llevando a Sofía de lamano. Las estrellas y los espíritus de la Natura-leza les seguían en brillante cortejo. Una luz deindecible claridad y pureza llenaba la estancia,el palacio, la ciudad, y el cielo. Una inmensamultitud penetró en la amplia sala del trono, ycon religioso silencio vio a los dos amantesarrodillados ante el rey y la reina y cómo éstosles daban solemnemente la bendición. El Rey sequitó la diadema y la colocó sobre los doradoscabellos de Eros. El viejo Héroe le quitó la ar-madura, y el Rey le cubrió con su manto. Luego

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le puso el lirio en la mano izquierda, y Sofíapasó un precioso brazalete en torno a las manosenlazadas de los amantes, a la vez que colocabasu corona en la morena cabellera de Freya.

–¡Salve soberanos! Desde siempre habéis sidonuestros señores; siempre habéis estado entrenosotros, y no os hemos conocido. ¡Salud y bie-naventuranza nuestra! ¡Ellos reinarán eterna-mente sobre nosotros! ¡Dadnos vuestra bendi-ción también!

Entonces Sofía dijo a la nueva reina:

–Lanza al aire el brazalete de vuestra unión; deeste modo el pueblo y el mundo permaneceránunidos a vosotros.

El brazalete se disolvió en el aire, y pronto sevieron luminosos anillos en torno a todas lascabezas; y una franja brillante se extendió sobrela ciudad, el mar y la Tierra, que celebraba unaeterna fiesta de primavera.

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Perseo entró, llevando un huso y una pequeñacesta. El Héroe se la ofreció al nuevo Rey.

–Aquí están –dijo– los restos de tus enemigos.

En la cesta había una loseta, dividida en cua-dros blancos y negros, y junto a ella una grancantidad de figuras de alabastro y de mármolnegro.

–Es un juego de ajedrez –dijo Sofía–. Un encan-tamiento tiene cautivas en esta loseta y en estasfiguras toda clase de guerras. Es un recuerdo delas turbias épocas del pasado.

Perseo se volvió a Fábula y le dio el huso.

–En tus manos este huso nos dará eterna ale-gría, y de ti misma vas a hilar para nosotros unhilo de oro que no se romperá jamás.

Con melodioso susurro el Fénix voló a los piesde Fábula, abrió las alas ante ella, la niña sesentó y el ave, llevándola a cuestas, levantó el

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vuelo y, suspendido en el aire, se situó sobre eltrono del rey, y no volvió ya a posarse en elsuelo.

Fábula entonó una canción celestial y empezó ahilar; el hilo parecía brotar de su pecho. El pue-blo quedó nuevamente extasiado; los ojos detodos estaban fijos en la hermosa niña.

De fuera llegaban de nuevo gritos de júbilo: lavieja Luna entraba, acompañada de su extrañacorte, y detrás de ella el pueblo llevaba, comoen triunfo, a Ginnistan y a su prometido.

Los dos enamorados estaban rodeados de guir-naldas de flores; la familia real los recibió con lamás afectuosa ternura, y la nueva pareja real lesproclamó sus representantes en la Tierra.

–Concededme –dijo Luna– el reino de las Par-cas, cuyas extrañas moradas, que ahora estánen el patio del palacio, han salido del seno de laTierra. En ellas quiero presentaros unos espec-

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táculos que os van a divertir; la pequeña Fábulame va a ayudar.

El Rey le concedió lo que pedía; la niña asintióamablemente con la cabeza, y el pueblo espera-ba con alegría el extraño y divertido pasatiem-po. Las Hespérides felicitaron a los reyes por sucoronación y les pidieron que protegieran susjardines. El Rey les dio la bienvenida, y de estemodo se sucedieron, uno tras otro, un grannúmero de alegres mensajes.

Mientras tanto, imperceptiblemente, el tronohabía ido transformándose en un magníficolecho nupcial, sobre cuyo cielo, suspendido enel aire, estaba el Fénix, llevando consigo a lapequeña Fábula. Tres cariátides de pórfido ne-gro sostenían el lecho por detrás, y por delanteéste descansaba sobre una esfinge de basalto.

El Rey abrazó a su amada. Esta se ruborizó; lagente siguió el ejemplo del Rey y se acariciaronunos a otros; no se oía otra cosa que nombres

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cariñosos y murmullo de besos. Al fin, dijo So-fía:

–La Madre está entre nosotros; su presencia nosva a hacer felices para siempre. Seguidnos to-dos a nuestras moradas; en aquel templo vivi-remos eternamente y guardaremos el Misteriodel mundo.

Fábula hilaba con gran ardor y cantaba con vozalta:

El reino de lo eterno está fundado;Amor y Paz dan fin a la pelea;el largo sueño del dolor acaba:Diosa del corazón, Sofía eterna.

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Segunda parte: La Consumación

1 - El claustro o el pórtico *

* _ Este es el título del primer capítulo de lasegunda parte. El pórtico del que se habla, se-gún las notas de Novalis, es el pórtico del reinode los muertos.

AstralisNací en una mañana de verano;y sentí el pulso de mi propia vidapor vez primera; y a medida que el amorse iba perdiendo en profundos éxtasisme iba despertando más y más, y el deseode una fusión más profunda y totalse hacía por momentos más urgente.El placer es la fuerza que ha engendrado mi vida.Yo soy el centro y la sagrada fuentede donde todo anhelo, impetuoso, fluye,

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y en donde, quebrado en mil torrentes,todo anhelo se calma de nuevo y se remansa.Me habéis visto nacer, y no me conocéis.¿No fuisteis los testigos de aquel primer encuentroconmigo mismo, todavía sonámbulo,aquella alegre noche? ¿No sentíscorrer por vuestro cuerpo un dulce escalofrío?Hundido en lo profundo de cálices de mielyo perfumaba el aire; silenciosa la Flor se balanceabaen el dorado aire de la mañana. Un intimo manarera yo, una suave lucha; todo fluíaen mi y sobre mí, y me elevaba suavemente.El primer grano de polen cayó sobre el estigma–acordaos del beso, terminado el banquete–;entonces regresé a mi propia corriente–fue un relámpago–: ya podía moverme,ya podía agitar el cáliz y los tenues pistilos.Veloces, a medida que yo empezaba a ser,mis pensamientos se condensaban en sentidos terre-nos.Todavía era ciego, pero lucientes astrospasaban vacilantes por las maravillosas lejanías demi ser.

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Nada estaba cercano todavía: de lejos me encontrabasolamenteeco de antiguos y futuros tiempos.Nacida del amor, la tristeza y los presentimientos,creció la conciencia, como un vuelo;y mientras la delicia en llamas me inflamaba,un supremo dolor penetraba en mi ser.El mundo florecía en torno al claro monte:la voz del profeta abrió sus alas *

Enrique y Matilde dejaban de estar solos,y se unían los dos en una sola imagen.Entonces, nacido de nuevo, me levanté hacia el cielo;mi destino, en la Tierra, se había consumadoen el celeste instante de glorificación.El tiempo había perdido sus derechos,mas reclamaba aun lo que había prestado.

Irrumpe el mundo nuevo,y cubre de tinieblas la clara luz del Sol.Y en las musgosas ruinas se ve brillar ahoraun porvenir extraño y prodigioso;y lo que antes era cotidianoaparece ahora maravilloso y raro.

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Un solo ser en todo; todo en un solo ser:la imagen de Dios en las plantas y las piedras,el espíritu de Dios en los hombres y los animales:he aquí la verdad en la que hay que creer.El orden de las cosas ya no es tiempo y espacio,porque aquí el Porvenir y el Pasado se juntan.Empieza ya el imperio del Amor;Fábula empieza a devanar sus hilos;el juego original de cada cosa empieza;todo ser, meditando, busca la Gran Palabra,y el alma universal, grande e inmensa,se agita en todas partes y florece sin fin.Todo tiene que penetrar en todo;todo tiene que florecer y madurar por todo;cada cosa dibuja en las demás su propia imageny se mezcla en la corriente con todas las demás,y ávida se precipita en sus profundidades;allí rejuvenece su esencia original,y cobra allí mil nuevos pensamientos.El mundo se hace sueño; el sueño, mundo,y aquello que creíamos cumplidosolamente lo vemos acercarse de lejos.Empieza el reino libre de la Fantasía:

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a su gusto y placer entrelazar los hilos;velar aquí unas cosas; desplegar allí otras,y, al fin, difuminarlas entre mágica niebla.Goce y melancolía, vida y muerte,han encontrado aquí profundo acuerdo,y el que al supremo Amor se haya entregadono podrá ya jamás sanar de sus heridas.Con dolor ha de rasgarse aquella vendaque vela la mirada de nuestra alma,y el corazón más fiel debe quedarse huérfanoantes de que abandone el triste mundo.El cuerpo se deshace en llanto,en ancha tumba el mundo se convierte,y en ella, consumido de anhelos y temores,se posa el corazón, como ceniza.

* _ Alusión a la cita bíblica a la que se hace refe-rencia en las últimas líneas del capítulo 7.

Por el estrecho sendero que trepaba por la mon-taña caminaba un peregrino, sumido en pro-

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fundos pensamientos. Había pasado el medio-día; un fuerte viento silbaba por el espacio azul;sus voces, sordas y de las más variadas tonali-dades, se alejaban tal como habían llegado. Ensu vuelo, ¿había pasado el viento quizá por lasregiones de la infancia, o tal vez por otros paí-ses, en los que la Naturaleza habla? Eran vocescuyo eco resonaba en lo más profundo del al-ma; sin embargo, el peregrino parecía no cono-cerlas. Ahora había llegado a la cumbre. Allí esdonde esperaba él encontrar la meta de su via-je. ¿Esperaba?... No; ya no esperaba nada. Elterrible miedo, primero, y luego el frío y la se-quedad de la más impasible desesperación, leempujaban a buscar las terribles soledades dela montaña. Aquella ascensión, fatigosa en ex-tremo como era, apaciguaba, no obstante, laacción destructora de sus fuerzas interiores.Estaba extenuado, pero tranquilo. Todavía nohabía visto nada de lo que poco a poco se habíaido congregando a su alrededor, cuando sesentó en una piedra y volvió la vista atrás. Te-

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nía la impresión de que en aquel momento es-taba soñando, o que había estado soñando has-ta entonces. Un espectáculo inabarcable, deportentosa belleza, parecía abrirse ante sus ojos.De repente se soltaron las ataduras de su alma,y sus ojos empezaron a derramar lágrimas;hubiera querido que todo su ser, disuelto enllanto, se fundiera en aquellas lejanías, sin dejarrastro alguno de sí. Con todo, entre aquellosamargos sollozos parecía ir regresando a símismo; aquel aire suave y sereno penetrabatodo su ser, el mundo volvía a estar presente asus sentidos, y viejos pensamientos empezabana decirle palabras de consuelo.

Allí estaba Ausburgo, con sus torres; a lo lejos,en el horizonte, brillaba el espejo del terrible ymisterioso río. El inmenso bosque se inclinabahacia el caminante con gravedad consoladora;la escarpada montaña descansaba tan solem-nemente sobre la llanura, que ambos parecíandecir:

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«Corre, corre, río; no podrás huir de nosotros;¡te seguiré con barcos alados!; ¡te romperé! *; ¡tedetendré!; ¡te engulliré en mi seno! Confía ennosotros, peregrino: también él es nuestro ene-migo –él, a quien nosotros engendramos–; déja-lo que corra con su presa: no podrá escapar denosotros. El pobre peregrino se acordó de lostiempos pasados y de sus inefables encantos.Pero ¡cómo habían perdido el brillo y el coloraquellos preciosos recuerdos al pasar por sumente! Su amplio sombrero cubría un rostrojuvenil que estaba pálido como una flor de lanoche; la perfumada sabia de sus años mozosse había transformado en lágrimas; su potentealiento, en profundos suspiros; todos sus colo-res habían palidecido, convirtiéndose en ungris ceniza.

* _ Alusión al río que aparece en el sueño quetiene Enrique en el capítulo 6. Aquel río se llevóentre sus aguas a Matilde. Ahora Enrique, juntoal monte, tiene la misma revelación que tuvo

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Hardenberg junto a la tumba de Sofía: la muer-te será vencida por la Vida.

A un lado, en la ladera de la montaña, le pare-ció ver aun monje arrodillado bajo una viejaencina. «¿No sería el anciano capellán de lacorte?», pensó para sí el peregrino, sin maravi-llarse mucho del hecho. A medida que se acer-caba, el monje le iba pareciendo más grande ydeforme. Al fin, se dio cuenta de su error: erauna gran piedra aislada, sobre la cual se incli-naba el árbol. Con silenciosa emoción abrazó lapiedra, y entre grandes sollozos la estrechócontra su pecho.

–¡Ah!, ojalá se cumplieran tus palabras y la san-ta madre me diera una señal. ¡Soy tan desdi-chado y estoy tan abandonado! ¿No habría enestas soledades algún santo eremita que pudie-ra rezar por mí? ¡Padre querido, reza tú por míen estos momentos!

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Estando en estos pensamientos, el árbol empe-zó a temblar; la roca retumbaba sordamente, y,como subiendo del fondo mismo de la Tierra,se oyeron unas vocecillas claras que cantaban:

Alegre está su alma:no sabe de tristezas;todo dolor ignora;el niño acerca al pecho.

Le besa en sus mejillas,le besa de mil modos;amor en torno a ellael niño hermoso irradia.

Las vocecillas parecían cantar con inmenso pla-cer, y repitieron estas estrofas varias veces.Luego todo volvió a quedar en calma, y al pocoel peregrino oyó con sorpresa que alguien, des-de el árbol, decía:

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–Si con tu laúd tocas una canción en mi honorse te aparecerá una pobre muchacha; llévatela yno dejes que se aparte de ti. Acuérdate de mícuando llegues a la presencia Emperador: heescogido este lugar para vivir aquí con mi hiji-to; di que me construyan una casa fuerte y cáli-da. Mi niño ha vencido a la muerte; no te aflijas;yo estoy a tu lado; todavía vas a estar un tiem-po en la Tierra, pero la muchacha va a ser tuconsuelo hasta que mueras y entres a gozar denuestra alegría *.

* _ Transposición simbólica del segundo amorde Novalis.

«Es la voz de Matilde», gritó el peregrino; cayóde hinojos, y se puso en oración. Entonces,atravesando las ramas del árbol, un largo rayode luz llegó hasta sus ojos; por aquel rayo elperegrino penetró con la vista en una lejana,pequeña, extraña maravilla –algo que no hubie-ra podido describir de ningún modo, algo que,aunque hubiera sido pintor, no hubiera sido

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capaz de representar–. Eran una serie de figu-ras de extremada finura y delicadeza; un gozoíntimo, una alegría profunda más: una beatitudcelestial, lo llenaba todo; hasta tal punto era asíque incluso los objetos inanimados, los vasos yjarrones, las columnatas, las alfombras, en unapalabra, todo lo que allí se veía, no estabahecho por el hombre, sino que parecía habercrecido de un modo libre y espontáneo, comouna planta llena de sabia, y haberse congregadoallí por puro placer. En medio de todo aquellose veían las más hermosas figuras humanasyendo y viniendo y saludándose unos a otroscon extremada afabilidad y cortesía. Delante detodo aquel espectáculo estaba la amada delperegrino; parecía como si quisiera hablarle,pero no se oía nada, y el peregrino no podíahacer otra cosa que contemplar con profundanostalgia aquella expresión amable y sonrientey aquel modo de hacerle un gesto con la mano,al mismo tiempo que ponía la otra sobre supecho.

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La visión era infinitamente consoladora y re-confortante, y largo rato después de haber des-aparecido de su vista, el peregrino estaba toda-vía sumido en un éxtasis celestial. Aquel sagra-do rayo de luz había aspirado todos los doloresy aflicciones de su corazón, de tal modo que sualma volvía a estar tan limpia y ligera, y su es-píritu, tan libre y alegre como antes. No quedómás que un anhelo íntimo y silencioso, y unanota melancólica en lo más profundo de su ser;pero los feroces tormentos de la soledad, el ás-pero dolor de una pérdida inexpresable, aquelvacío gris y espantoso, aquel desmayo que leproducía todo lo terreno, habían desaparecido,y el peregrino se encontraba de nuevo en unmundo pleno de vida y de sentido *.

* _ De nuevo, relacionar este pasaje con la expe-riencia que tuvo el poeta junto a la tumba de suamada.

La voz y la palabra habían vuelto a cobrar vidaen él, y a partir de aquel momento todo le pare-

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ció más conocido y más profético que antes:veía la muerte como una revelación superior dela vida y contemplaba el rápido suceder de suexistencia con una alegre y serena emoción deniño. Futuro y Pasado se habían unido en él yenlazado profundamente. Se hallaba fuera agran distancia del presente, y ahora, cuando élhabía perdido el mundo, cuando se encontrabaen él solo como un extraño que debía recorrertodavía un tiempo por sus amplias y polícro-mas salas, ahora es cuando empezaba a apre-ciarlo.

Caía ya la tarde, y la Tierra se extendía ante élcomo una vieja y querida morada que él volvie-ra a encontrar, abandonada ya, después dehaber estado mucho tiempo lejos de ella. Milrecuerdos acudían a su mente. Cada piedra,cada árbol, cada colina querían ser reconocidos.Cada cosa era un testigo que evocaba una anti-gua historia. El peregrino cogió su laúd y cantó*:

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* _ De todos los poemas que han aparecido enla novela éste es el único que canta el mismoEnrique: hasta este momento no ha estado ma-duro para la poesía.

Corred, lágrimas, corred, llamasdel amor;santificad los lugaresen que el cielo contemplé.Como abejas, en enjambre,volad en torno a este árbolmusitando una oración.

Él la recibió contentocuando vino;la protegió de la tempestad *.Ella, en su jardín le espera:como a flor lo regaráy sanará sus heridas.

Hasta las rocas cayeron,ebrias de alegría,

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a los pies de la Madre del Cielo.Si hasta las piedras la adoran¿no llorará también el hombrey derramará por Ella su sangre?

Afligidos, acercaosy postraos:aquí todos sanaréis.Diréis todos con alegría:ya pasó el tiempo de nuestras penas.

Se alzarán potentes murosen los montes.Cuando vengan malos tiemposse oirán gritos en los valles.¡Ningún corazón se aflija!¡Subid todos estas gradas!

Madre de Dios, bienamada,el afligidosaldrá de aquí iluminado.Eterna bondad y dulzura,tú eres Matilde y María,

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fin de todos mis anhelos.

Sin que yo te lo pregunteme diráscuándo debo ir a tu lado.De mil modos cantarélas grandezas de la Tierra,esperando tu abrazo.

¡Viejos milagros, tiempos nuevos,maravillas,seguid en mi corazón!que yo no olvide el lugaren que esta luz de lo altome despertó del mal sueño.

* _ Relacionar este verso con el pasaje del relatoque se encuentra en el capítulo 3, en el que eljoven –prefiguración de Enrique– protege de latempestad a la hija del rey –prefiguración deMatilde y de la Virgen María.

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Durante todo el tiempo que estuvo cantando nose había dado cuenta de nada; pero cuandolevantó la vista vio que muy cerca de él, junto ala piedra, había una muchacha saludándoleamablemente, como si le conociera de tiempo yque le invitaba a ir con ella a su casa, donde, ledijo, había preparado ya una cena para él. Elperegrino la abrazó tiernamente. Su modo deser y de actuar le eran familiares. Ella le pidióque la esperara unos momentos; se alejó unospasos hasta colocarse debajo mismo del árbol,levantó la vista al cielo con una sonrisa indefi-nible y, sacudiendo su delantal, esparció mu-chas rosas sobre el césped. Luego se arrodillóen silencio junto a ellas, se volvió a levantar al acabo de unos momentos y llevó al peregrino asu casa.

–¿Quién te ha hablado de mí? –preguntó el pe-regrino.

–Nuestra madre.

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–¿Quién es tu madre?

–La Madre de Dios.

–¿Desde cuándo estás aquí?

–Desde que salí de la tumba.

–¿Has muerto ya?

–¿Cómo podría vivir si no? *

* _ Sólo por la muerte se accede a la verdaderavida.

–¿Vives aquí completamente sola?

–Conmigo vive también un anciano; pero co-nozco a muchos más que han vivido.

–¿Te gustaría quedarte conmigo?

–¿Por qué no, si te amo?

–¿De qué me conoces?

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–¡Oh! Desde hace mucho tiempo; mi madre,cuando vivía, me hablaba siempre de ti.

–¿Tienes, entonces, otra madre?

–Sí, pero en realidad es la misma.

–¿Cómo se llamaba?

–María.

–¿Quién era tu padre?

–El conde de Hohenzollern.

–Yo también le conozco.

–Claro que le conoces, es también tu padre.

–¡Pero si mi padre está en Eisenach!

–Tú tienes varios padres y varias madres.

–¿Adónde vamos?

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–A casa, siempre a casa.

El peregrino y la doncella habían llegado ahoraa un lugar espacioso del bosque, en el que de-trás de profundos fosos se veían algunas torresderruidas. Tiernos matojos envolvían los viejosmuros a modo de juveniles coronas en torno ala cabeza plateada de un anciano. Observandoaquellas piedras grises, aquellas grietas quetenían la forma del rayo, aquellas siniestrassiluetas, veía uno la inmensidad de los tiempos,contemplaba, concentradas en breves pero es-plendorosos minutos, las historias más dilata-das. Es de este modo como el cielo, bajo un ro-paje azul obscuro, nos muestra los espaciosinfinitos; como, con su brillo lechoso, inocentecomo las mejillas de un niño, nos muestra losejércitos remotos de sus mundos enormes ypesados.

Pasaron por debajo de unos viejos arcos, y lasorpresa del peregrino no fue pequeña al en-contrarse rodeado únicamente de extrañas

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plantas, y al descubrir, bajo aquellas ruinas, elencanto del más ameno de los jardines. Detráshabía una casita de piedra, de estilo moderno,con grandes y luminosas ventanas. En aquellugar, detrás de aquellos arbustos de anchashojas, había un anciano que iba sujetando lasramas más débiles a unas varillas. La muchachallevó al peregrino a la presencia de aquel hom-bre y dijo:

–Aquí tienes a Enrique, por quien tantas vecesme preguntas.

Así que el anciano se volvió, Enrique creyó te-ner ante su vista al minero.

–Estás viendo a Silvestre, el médico –dijo ladoncella.

Silvestre se alegró de verle, y dijo:

–Hace ya algunos años conocí en mi casa a tupadre; por aquel tiempo tendría él la edad que

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tú tienes ahora. Entonces me esforcé por hacer-le conocer los tesoros del pasado, la preciosaherencia de un mundo que, desgraciadamente,se fue. Observé en él señales de grandes dotespara las artes plásticas: en sus ojos brillaba elardiente deseo de adquirir unos ojos verdade-ros, de tener en ellos un instrumento de crea-ción. Su rostro revelaba firmeza interior, cons-tancia y laboriosidad. Sin embargo, el mundopresente había echado en él raíces demasiadoprofundas; no quería prestar atención a la lla-mada de su ser más íntimo; la triste dureza delcielo de su patria había marchitado en él lostiernos brotes de la más noble planta. Llegó aser un artesano hábil, y creyó que el entusiasmono era más que locura *.

* _ Silvestre es el hombre que un día acogió alpadre de Enrique en las afueras de Roma. Rela-tivo a las observaciones de Silvestre, véase lanota de página 26.

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–En efecto –contestó Enrique–; muchas veces,con gran dolor por mi parte, he observado en élun humor taciturno y sombrío. Trabaja sin ce-sar, pero por hábito, no porque encuentre en eltrabajo una íntima alegría; en él parece haberun vacío que no son capaces de llenar ni la pazy el sosiego de su vida, ni las comodidades quele proporcionan sus ganancias, ni la alegría deverse respetado y querido por sus conciudada-nos, ni tampoco la satisfacción de ver que se lepide consejo en todos los asuntos de la ciudad.La gente que le conoce le tienen por un hombremuy feliz; sin embargo, ignoran hasta qué pun-to está tener cansado de la vida, y el mundo leparece vacío, y de qué modo anhela abandonar-lo; no saben que trabaja con tanto ahínco nopara ganar dinero, sino para ahuyentar estospensamientos.

–Lo que más me extraña –contestó Silvestre– esque haya dejado vuestra educación totalmenteen manos de vuestra madre y que haya tenido

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gran cuidado en no inmiscuirse en vuestro de-sarrollo o en no inclinaros hacia una profesióndeterminada. Podéis consideraros feliz de quese os haya permitido crecer sin tener que sufrirla más mínima limitación por parte de vuestropadre, porque la mayoría de los humanos noson más que restos de un gran banquete en elque han entrado a saco hombres de distintoapetito y gusto.

–Yo mismo no sé –contestó Enrique– lo que eseducación, como no sea la vida y el modo depensar de mis padres o las enseñanzas que herecibido de mi maestro, el capellán de palacio.Mi padre, con su mentalidad fría e inflexible,que le hace ver las situaciones de la vida comoun trozo de metal o como un producto del tra-bajo del hombre, sin embargo, sin saberlo niproponérselo, me parece poseer un silenciosorespeto y una religiosa veneración ante todoslos acontecimientos incomprensibles, y queestán por encima de lo humano, y por esto,

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creo, observa la floración de un niño con unhumilde olvido de sí mismo, y lo que sin duda,en lo referente a mi educación, hizo que mi pa-dre se comportara con tal discreción y religiosorespeto fue el sentimiento de la superioridadque tiene un niño en lo tocante a las cosas su-premas; fue la convicción firme de que este serinocente, que está a punto de emprender uncamino tan dudoso, se encuentra ya bajo unatutela cercana, fue también la certeza de que ensus primeros pasos el niño lleva la impronta deun mundo todavía no enmascarado por lasaguas de éste, y, finalmente la simpatía quenuestros propios recuerdos nos hacen tener poraquella fabulosa época de nuestra vida, en laque el mundo nos parecía más claro y lumino-so, más amable y más extraño, y en el que elespíritu de la profecía nos acompañaba de unmodo casi visible.

–Sentémonos en este banco de césped, entre lasflores –interrumpió el anciano–. Cyane nos lla-

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mará cuando la de cena esté lista, y permitidmeque os pida que sigáis contándome vuestravida pasada. A los viejos lo que más nos gustaes que nos cuenten cosas de los años de la in-fancia, y tengo la impresión de que me estáishaciendo sentir el perfume de una flor que des-de que era niño no he podido volver a aspirar.Pero primero decidme qué os parecen esta er-mita y este jardín, porque estas flores son misamigas; mi corazón está entre ellas. De cuantoveis nada hay que yo no ame; todo es objeto demi afecto más tierno; aquí estoy en medio demis hijos; me veo a mí mismo como a un viejoárbol de cuyas raíces haya brotado toda estafresca juventud.

–¡Oh, padre bienaventurado! –dijo Enrique–.Vuestro jardín es el mundo. Las ruinas son lasmadres de estos hijos florecientes. La creación,con toda su vida y con todo su color, se nutrede estas ruinas de los tiempos pasados. ¿Peroera necesaria la muerte de la madre para que

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los hijos pudieran crecer y prosperar? Y el pa-dre, ¿seguirá llorando eternamente junto a lasepultura de ella?

El muchacho sollozaba; Silvestre le tendió lamano, y se puso en pie; fue a buscar un mioso-tis recién abierto, lo ató a una rama de ciprés yse lo dio. El viento del atardecer movía extra-ñamente las copas de los pinos que se veían alotro lado de las ruinas; su murmullo sordo lle-gaba hasta ellos. Enrique escondió su rostro,anegado en lágrimas, en el hombro del dulceanciano, y cuando volvió a levantarlo el lucerode la noche se alzaba en toda su gloria por en-cima del bosque.

Después de unos momentos de silencio dijoSilvestre:

–Me gustaría haberos visto en Eisenach entrevuestros compañeros de juego. Vuestros pa-dres, la esposa del Landgrave, excelente dama;los vecinos de vuestro padre, gente noble y

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honrada, y el anciano capellán de la corte debí-an de formar un bello grupo. Sus conversacio-nes tienen que haber influido en vos desde muypronto, sobre todo por el hecho de haber sidohijo único. Incluso la región me la imagino llenade gracia y carácter.

–La verdad es –contestó Enrique– que no em-piezo a conocer bien a mi región hasta ahora,que estoy fuera de ella, y que he visto muchasotras tierras. Cada planta, cada árbol, cada coli-na, y cada montaña tiene su horizonte especial;es un entorno que les pertenece como algo pro-pio, y que explica su estructura y todo su modode ser. Sólo el animal y el hombre pueden irpor todas las regiones: todas les pertenecen. Deeste modo todas las comarcas forman un granmundo, un horizonte infinito, cuyo influjo so-bre el hombre y el animal es tan visible como elinflujo de los ámbitos más reducidos lo sonsobre las plantas. De ahí que los hombres quehan viajado mucho, las aves migratorias y los

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animales carniceros se distingan de los demáspor una inteligencia especial, así como porotras maravillosas dotes. Sin embargo, no hayduda de que entre ellos se da una mayor o me-nor capacidad para dejarse influir y moldearpor estos distintos mundos, por sus variadoscontenidos y por sus diversas ordenaciones.También es cierto que entre los hombres nofaltan aquellos que carecen de la atención y lacalma necesarias para observar primero de unmodo adecuado el cambio de las cosas y sucomposición, y luego reflexionar sobre lo quehan visto, y hacer las comparaciones necesarias.Actualmente, muchas veces, siento de qué mo-do mi patria me ha insuflado los primeros pen-samientos, dándoles unos colores indelebles;me doy cuenta de qué modo su imagen se haconvertido en un extraño augurio de mi alma;un esbozo que yo descubro más y más cuantomás profundamente comprendo que destino yalma no son más que dos modos de llamar auna misma noción.

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–En mi –dijo Silvestre– lo que más ha influidosiempre ha sido, sin duda, la Naturaleza viva,el ropaje cambiante del paisaje. Lo que de unmodo especial ha despertado mi interés hansido las plantas: nunca me he cansado de ob-servar con toda atención sus distintas especies.Las plantas son el lenguaje más directo de laTierra. Cada nueva hoja, cada flor, en lo quetiene de singular y especial, es un misterio quese abre paso para surgir a la luz, algo quetransportado de amor y de gozo, y sin podermoverse ni hablar, se convierte en una plantamuda y tranquila. ¿No es cierto que si en lasoledad encuentra uno una de estas flores pare-ce como si todo lo que la rodea quedara trans-figurado y como si los pequeños sonidos quevagan por el aire prefirieran mantenerse a lavera de ella? Uno quisiera llorar de alegría; qui-siera separarse del mundo y no hacer otra cosaque hundir sus manos y sus pies en la Tierra,para que echaran raíces y para no abandonarjamás tan feliz vecindad. Sobre toda la Tierra,

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árida y seca, se extiende el tapiz verde y miste-rioso del amor. Cada primavera se renueva, ysu extraña escritura, al igual que el lenguaje delas flores en Oriente, no puede leerla más queaquel que es amado. Eternamente la estará le-yendo, y jamás se cansará de leerla, y todos losdías irá encontrando nuevos sentidos, nuevasrevelaciones de este ser amoroso que es la Na-turaleza. Este gozo infinito es el secreto encantoque para mí tiene el recorrer la faz de la Tierra:cada paisaje me descifra nuevos enigmas; mehace adivinar más y más de dónde viene el ca-mino y a dónde el camino va.

–Sí –dijo Enrique–; hemos empezado hablandode los años primeros de la vida y de la educa-ción, porque estábamos en vuestro jardín yporque el inocente mundo de las flores, que esla verdadera revelación de la infancia, sin noso-tros mismos darnos cuenta, trajo a nuestramemoria y a nuestros labios el recuerdo denuestra antigua naturaleza floral. Mi padre es

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también un gran amigo de la jardinería, y .lashoras más felices de su vida las pasa entre lasflores. Seguro que esto es lo que ha mantenidoen él un espíritu tan abierto hacia la infancia,porque las flores son la imagen misma de losniños. En este mundo vemos todavía entrela-zadas íntimamente unas con otras la riqueza yla plenitud de la vida infinita, las tremendasfuerzas de los tiempos que han de venir, lamagnificencia del fin del mundo y la futuraedad de oro de todas las cosas; sin embargo,todo ello lo vemos con la mayor nitidez y clari-dad en estos gérmenes tiernos y delicados queson los niños. El amor ya está en camino, perotodavía no abrasa; no es una llama que consu-me, sino un perfume que se expande, y pormuy íntima que sea la unión de estas tiernasalmas no va acompañada ni de movimientosviolentos ni de furia devoradora, como ocurreen los animales. Así, la infancia, en sus profun-didades, está cerca de la Tierra; por el contrario,las nubes, quizá, son manifestaciones de una

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segunda infancia, de una infancia superior, ladel paraíso reencontrado, y es por esto, tal vez,que derraman sobre la primera un rocío bien-hechor.

–Sin duda –dijo Silvestre–, en las nubes, hayalgo muy misterioso, y a menudo, ciertos cielosnublados, ejercen: sobre nosotros una influen-cia totalmente extraordinaria. Las nubes pasan,y en su fresca sombra quieren levantarnos de laTierra y llevarnos con ellas, y cuando sus for-mas son amables y coloreadas, al igual que undeseo exhalado de nuestro pecho, entonces suclaridad, la magnífica luz que reina sobre laTierra, son como la prefiguración de un es-plendor desconocido e inefable. Pero hay tam-bién nublados sombríos, graves y terribles, enlos que parecen amenazarnos todos los terroresde la antigua noche: parece que nunca más va aquerer aclararse el cielo que el azul luminoso ysereno ha sido aniquilado, y un rojo cobrizo,sobre fondo gris negro, despierta en todos los

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corazones el escalofrío y la angustia. Perocuando los funestos rayos caen zigzagueantesy, con sarcástica carcajada, los estruendosostruenos se precipitan tras ellos, entonces nossentimos aterrorizados hasta lo más profundode nuestro ser, y si en aquel momento no surgeen nosotros el sublime sentido de nuestra supe-rioridad moral creemos haber sido abandona-dos a los terrores del infierno y al imperio delos espíritus del mal. Son ecos de la antiguanaturaleza inhumana, pero son también vocesque despiertan en nosotros la naturaleza supe-rior y la conciencia celestial. Lo mortal retumbaen sus cimientos, pero lo inmortal comienza abrillar con mayor claridad, y cobra concienciade sí mismo.

–¿Cuándo –dijo Enrique– dejará de ser necesa-rio que haya en el mundo más horrores, mássufrimientos, más miserias y más males?

–Cuando no haya más que una fuerza, la fuerzade la conciencia moral; cuando la Naturaleza se

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haya convertido en algo disciplinado y dócil, enuna conciencia moral. El Mal tiene sólo unacausa: la debilidad y la flaqueza, y esta debili-dad no es más que una falta de sensibilidadmoral, una falta de encanto por parte de la li-bertad.

–¿Cuál es la naturaleza de la conciencia moral?¿Podríais explicármelo?

–Si pudiera sería Dios, porque en el momentoen que uno comprende la conciencia surge ésta.Y vos, ¿podríais explicarme lo que es la poesíacomo arte?

–No, no se le puede preguntar a nadie sobreuna cosa tan personal como es la poesía.

–Cuánto menos, pues, sobre el misterio de lasuprema indivisibilidad. ¿Podemos explicarle aun sordo lo que es la música?

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–En este caso, ¿no es cierto que la percepciónsería una participación en el mundo nuevo queella misma nos ha abierto? Así como no com-prendería una cosa más que en el caso de que laposeyera.

–El Universo se descompone en infinitos mun-dos, que a su vez se integran en mundos cadavez más amplios. Todos los sentidos son, a lapostre, un solo sentido. Al igual, como ocurrecon un mundo, un sentido va conduciendo po-co a poco a todos los mundos. Pero cada cosatiene su tiempo propio y su modo de pensarpropio. Sólo el Yo Universal es capaz de com-prender las condiciones de nuestro mundo. Esdifícil decir si dentro de los límites sensibles denuestro cuerpo podemos ampliar nuestromundo con otros mundos y nuestro sentido connuevos sentidos; podría ser que cada aumentode nuestro conocimiento, cada nueva capaci-dad que adquiriéramos, fuera únicamente un

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desarrollo de nuestra actual comprensión delmundo.

–Tal vez estas dos cosas vienen a ser una mis-ma –dijo Enrique–. Yo sólo sé que en el mundo,en el que actualmente estoy, mi único instru-mento es la Fábula. Incluso la conciencia, estafuerza que engendra pensamiento y mundos,este germen de toda personalidad, se me hacevisible como el espíritu del Poema universal,como el Azar, que preside el eterno y románticoencuentro de todos los elementos de esta vida,infinitamente cambiante, que es la vida delUniverso.

–Querido peregrino –respondió Silvestre–, laconciencia aparece en toda auténtica plenitud,en toda verdad acabada. Toda inclinación, todahabilidad a la que la meditación convierta enimagen del mundo, pasa a ser una manifesta-ción, una transformación de la conciencia. Todacultura conduce a algo cuyo único nombre po-sible es «libertad», a condición de que este

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nombre designe no un mero concepto, sino elfondo creador de toda existencia. Esta libertades maestría. El libre imperio del maestro seejerce siguiendo un plan determinado y un or-den fijo y meditado. La materia de su arte esalgo que le pertenece; puede disponer de ella asu voluntad. No es nada que le encadene o leinhiba, y es precisamente esta libertad univer-sal, esta maestría ó, si se quiere, este dominiosoberano lo que constituye el ser y la fuerzamotriz de la conciencia. En ella se manifiesta lasagrada singularidad, la actividad creadorainmediata de la personalidad, de modo quecada uno de los actos del maestro es al mismotiempo revelación de este mundo superior,simple y transparente, que es el Verbo de Dios.

–Entonces, ¿no podría ser que lo que antaño,según creo, se llamó «moral» no fuera más quela religión entendida como ciencia, es decir, loque llamamos propiamente teología; no fueramás que una serie de leyes que fueran respecto

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a la adoración de la divinidad lo que la Natura-leza es con respecto a Dios?; ¿más que unaconstrucción verbal, una sucesión de pensa-mientos que designan el mundo superior, re-presentándolo y, de algún modo, reemplazán-dolo en un determinado nivel de cultura?; ¿másque la religión proporcionada a la capacidad deentendimiento y de juicio?; ¿que la sentencia yla ley que analiza y determina todas las relacio-nes posibles del ser personal?

–No hay duda –dijo Silvestre–. La conciencia esel mediador innato de todo hombre. Ella es laque representa a Dios en la Tierra, y por esto,para muchos, es lo supremo y lo último. Contodo, por el momento, cuán alejada está la cien-cia que llamamos doctrina de las virtudes, omoral, de la imagen pura de este pensamientosublime, a la vez tan amplio y tan personal. Laconciencia moral es la esencia misma del serhumano en su estado de plena glorificación: esel ser humano por excelencia, el hombre celes-

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te. No se puede decir que sea esto o aquello; noes algo que se pueda dirigir por medio demáximas generales ni que consista en virtudesparticulares. No hay más que una sola virtud:la voluntad limpia y recta, que en el momentode la decisión, excluyendo toda duda, es capazde escoger de un modo inmediato. En su viva ypeculiar indivisibilidad la conciencia habita yanima este delicado símbolo que es el cuerpohumano, y es capaz de poner en movimientonuestras potencias espirituales del modo másauténtico y verdadero.

–¡Oh, padre excelente! –interrumpió Enrique–.¡Cómo me está llenando de alegría la luz queemana de vuestras palabras! Entonces el ver-dadero espíritu de la Fábula es un amable dis-fraz del espíritu de la virtud, y el objeto propiode la poesía, este arte que está subordinado a laFábula, es la actividad de nuestro ser más alto ya la vez más personal. Es sorprendente la iden-tidad que existe entre una canción verdadera y

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una acción noble. La conciencia desocupada, enun mundo llano y que no ofrezca resistencia, seconvierte en cautivante conversación, en fábulaque relata la totalidad del Universo. En los pór-ticos y en las salas de este mundo originario esdonde mora el poeta, y la virtud es el espíritude sus movimientos y de sus influencias terre-nas. La Fábula, al igual que la virtud, es la divi-nidad actuando de una forma inmediata entrelos hombres; es el, maravilloso reflejo del mun-do superior. ¡Con qué seguridad puede el poetaseguir las inspiraciones de su entusiasmo, o, siposee también un sentido más alto, supraterre-no, obedecer a seres superiores y, con humil-dad de niño, abandonarse a su oficio! Tambiénpor él habla la voz superior del Universo, unavoz que con palabras mágicas le llama a mun-dos más alegres y más conocidos. La religión esa la virtud lo mismo que el entusiasmo es alarte de la Fábula, y del mismo modo, como lasSagradas Escrituras guardan la revelación, asi-mismo el arte de la Fábula refleja de muy va-

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riadas maneras la vida de un mundo superior.Tales reflejos son las creaciones poéticas que deun modo maravilloso surgen de ella. La Fábulay la Historia guardan estrechísimas relaciones,y, bajo los más singulares disfraces, caminan ala par por los senderos mas intrincados: la Bi-blia y la Fábula son astros de una misma órbita.

–Cuánta verdad hay en todo lo que estáis di-ciendo –dijo Silvestre–. Sin duda, ahora com-prendéis por qué lo que sostiene la Naturaleza,y lo que la hace cada vez más estable y firme, esuna sola cosa: el espíritu de la virtud. Él es, enel ámbito de lo terreno, la luz que todo lo in-flama y que todo lo anima. Desde el cielo estre-llado, esta sublime cúpula que es el reino de lopétreo hasta el rizado tapiz de una pradera co-loreada por las flores todo se mantiene por esteespíritu; por él todo está enlazado con nosotros;por él somos capaces de comprenderlo todo;por él la historia infinita de la Naturaleza se-

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guirá su camino desconocido a hasta llegar a latransfiguración.

–Sí; hace un momento me habéis hecho ver deun modo tan bello la conexión que existe entrevirtud y religión. Todo lo que tiene que ver conla experiencia y con la actividad de este mundoconstituye el ámbito de la conciencia moral, deeste vínculo que une nuestro mundo con elmundo superior. En los sentidos más elevadosaparece la religión, y lo que antes parecía seruna incomprensible necesidad de nuestra natu-raleza más íntima, una ley universal sin conte-nido preciso, se convierte ahora en un mundomaravilloso, familiar, doméstico, infinitamentevariado y absolutamente apaciguador de tododeseo, en una comunidad incomprensiblemen-te íntima de los bienaventurados en Dios, y enuna presencia perceptible y deificante en nues-tro yo más profundo del Ser Personal por exce-lencia, de su voluntad y de su amor.

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–La inocencia de vuestro corazón –contestóSilvestre– os hace profeta: todo se os va a hacercomprensible y para vos el mundo y su historiase transformarán en Sagrada Escritura, igualque en ésta tenéis el gran ejemplo del Universoentero revelado en palabras y en historias sen-cillas, aunque no de un modo directo, sí de unmodo mediato, estimulando y despertando lossentidos superiores. A mí el trato con la Natu-raleza me ha llevado al mismo punto al quehabéis sido conducido vos por el placer y lainspiración del lenguaje. El arte y la historia mehan hecho conocer la Naturaleza. Mis padresvivían en Sicilia, no lejos del Etna, el famosovolcán, en una casa confortable, de estilo anti-guo, que, cubierta por viejísimos castaños, yconstruida al lado mismo del mar, sobre elacantilado, constituía el bello centro de un jar-dín, en el que crecían plantas de muy variadasespecies. Cerca de ella había muchas cabañas,en las que vivían pescadores, pastores y gentededicada al cultivo de la vid. Nuestras habita-

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ciones y nuestras bodegas estaban bien provis-tas de todo aquello que es necesario para lavida y, aún más, de lo que la eleva y ennoblece,y nuestro mobiliario se convirtió, gracias a untrabajo acertadamente pensado, en un placer,Incluso para los sentidos más ocultos. Tampocofaltaban los más variados objetos, cuya con-templación y uso elevaban el espíritu por enci-ma de la cotidianeidad de la vida y de sus ne-cesidades, y parecían prepararla para una con-dición más digna y prometerle y otorgarle elgoce limpio de su naturaleza, plena y personal.Allí había estatuas de piedra, vasijas decoradascon viejas historias, pequeñas piedras con figu-ras de la mayor nitidez y detalle, y otros objetosmás, que debían de ser reliquias de tiempospasados y más felices. Había también, coloca-dos unos sobre otros, en estanterías, gran can-tidad de rollos de pergamino; en ellos, en largashileras de letras y con bellas y sugestivas expre-siones, se conservaban los conocimientos, elmodo de pensar y de sentir, las historias y los

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poemas de aquel pasado. La fama que mi padrese granjeó como astrólogo le atrajo gran núme-ro de consultas y de visitas, incluso de los másalejados países, y como la predicción del futuroles parecía a las gentes un don raro y precioso,se sentían obligados a recompensar con esplen-didez sus respuestas; de esta forma, mi padre,con los regalos que recibía, podía hacer frentede un modo holgado a los gastos de una vidacómoda y regalada.

Aquí termina el manuscrito de Novalis.