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Tratado de la intimidad , C. Castilla del Pino (ed.). Barcelona, Crítica, l989. EL DISCURSO DE LA INTIMIDAD CRISTINA PEÑA-MARÍN “Mi figura, si la consideraba con una atención externa, era tan ridícula como es todo lo humano cuando es íntimo. Estas confidencias íntimas que, si bien todas ellas son falsas, representan verdaderos jirones de mi pobre alma.” FERNANDO PESSOA Si algún día la intimidad fue pensada y vivida como refugio frente al arribismo y la falsedad que exigía cada vez más el mundo exterior, hoy tanto hombres como mujeres parecen escarmentados, o al menos precavidos, ante las enormes posibilidades de horror que acechan en el ámbito íntimo. Intimidad y privacidad aparecen identificadas en expresiones tales como «la intimidad de su hogar», «el derecho a la intimidad», etc., y de hecho resulta difícil pensar en un término independientemente del otro. Pero hay alguna cualidad esencial en lo íntimo que no se da necesariamente en lo privado. Frente al comportamiento obligado, impuesto, conformado por las convenciones o las estructuras de las relaciones surge el deseo y se formula la hipótesis de una expresión auténtica del yo, sin trabas, sin la media- ción de códigos o rituales sociales. 1 ¿Es el mundo privado el lugar donde se puede expresar y desarrollar ese yo? Cuando el deterioro de las relaciones se introduce puertas adentro nada parece capaz de detenerlo, rápidamente sobrepasa las proporciones humanas y ningún esfuerzo consigue hacer prevalecer la dimensión de lo razonable. Así pues, se impone la necesidad de ejercitar también en el mundo privado el autocontrol, de adecuar las propias emociones a la estructura de las relaciones que en él se tejen, de adaptar las necesidades al juego de los papeles que en el reparto han correspondido a cada miembro de esa pequeña sociedad. Con mayor motivo aún que en el «mundo exterior», ya que, por su reducido tamaño, por su carácter cerrado y por su continuidad, las relaciones en el interior de la pareja y la familia se hacen extraordinariamente densas.2 «Íntimo» aparece en el diccionario en dos acepciones: primero, lo que está contenido en lo más profundo de un ser (el «fondo íntimo», la convicción, el sentimiento íntimo); segundo, lo que une estrechamente por lo que hay de más profundo (relaciones íntimas, amigo íntimo, unión íntima). Nuestros usos lingüístico s conci- ben un nivel «profundo» en los sujetos, un fondo que formaría su núcleo, la referencia última. En esta concep- ción del sujeto como compuesto por «capas» o niveles se implica que lo profundo contenga lo más sólido y auténtico frente a lo más influenciable, más afectado por las acomodaciones a los contextos, sensible a fluc- tuaciones circunstanciales de los niveles «superficiales». Sin embargo, el interior mismo del hombre, sus íntimas convicciones y sentimientos son conformados a partir de sus relaciones con los otros y desde los mundos sociales de los que forma parte (idea que desde G. H. Mead vienen desarrollando los estudios de la llamada fenomenología social). Las investigaciones históricas, y singularmente las de Norbert Elias, demuestran que el desarrollo del proceso de nuestra civilización se constru- ye sobre la transformación de la violencia y las coacciones externas en autocoacciones: el hombre se habitúa desde la infancia a la autoobservación constante, al dominio consciente de sí, al control de sus emociones, a la reserva y la distancia. Los cambios sociales han producido cambios en el interior de los individuos, incluso en la estructura de sus afectos (Elias, 1982, p. 125; Elias, 1983, pp. 297 Y ss.). Estudiar a los seres humanos abs- trayéndolos de sus situaciones o pretender que haya «leyes psicológicas» aplicables a todos los humanos, cual- quiera que sea la época, la cultura y la sociedad en que vivan, es considerado por Toulmin (1986, p. 51) una debilidad de la psicología individual y una «idea equivocada». Hemos heredado de nuestro pasado moderno la idea de un yo interior, el auténtico yo, escondido tras las apariencias, reputadas como falsas. Junto a la preocupación romántica por cultivar ese yo interior y desarrollar sus secretas potencialidades, la progresiva separación de los ámbitos público y privado se traduce en una fragmentación de la conciencia: relaciones impersonales, funcionales en lo público; vida emocional y personal en lo privado. La identidad personal también se transfiere del exterior al interior del individuo. La identidad era

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Reseña del libro de Castilla del Pino sobre intimidad

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Tratado de la intimidad, C. Castilla del Pino (ed.). Barcelona, Crítica, l989.

EL DISCURSO DE LA INTIMIDAD CRISTINA PEÑA-MARÍN

“Mi figura, si la consideraba con una atención externa, era tan ridícula como es todo lo humano cuando es íntimo. Estas confidencias íntimas que, si bien todas ellas son falsas, representan verdaderos jirones de mi pobre alma.”

FERNANDO PESSOA

Si algún día la intimidad fue pensada y vivida como refugio frente al arribismo y la falsedad que exigía cada vez más el mundo exterior, hoy tanto hombres como mujeres parecen escarmentados, o al menos precavidos, ante las enormes posibilidades de horror que acechan en el ámbito íntimo. Intimidad y privacidad aparecen identificadas en expresiones tales como «la intimidad de su hogar», «el derecho a la intimidad», etc., y de hecho resulta difícil pensar en un término independientemente del otro. Pero hay alguna cualidad esencial en lo íntimo que no se da necesariamente en lo privado. Frente al comportamiento obligado, impuesto, conformado por las convenciones o las estructuras de las relaciones surge el deseo y se formula la hipótesis de una expresión auténtica del yo, sin trabas, sin la media-ción de códigos o rituales sociales. 1 ¿Es el mundo privado el lugar donde se puede expresar y desarrollar ese yo? Cuando el deterioro de las relaciones se introduce puertas adentro nada parece capaz de detenerlo, rápidamente sobrepasa las proporciones humanas y ningún esfuerzo consigue hacer prevalecer la dimensión de lo razonable. Así pues, se impone la necesidad de ejercitar también en el mundo privado el autocontrol, de adecuar las propias emociones a la estructura de las relaciones que en él se tejen, de adaptar las necesidades al juego de los papeles que en el reparto han correspondido a cada miembro de esa pequeña sociedad. Con mayor motivo aún que en el «mundo exterior», ya que, por su reducido tamaño, por su carácter cerrado y por su continuidad, las relaciones en el interior de la pareja y la familia se hacen extraordinariamente densas.2 «Íntimo» aparece en el diccionario en dos acepciones: primero, lo que está contenido en lo más profundo de un ser (el «fondo íntimo», la convicción, el sentimiento íntimo); segundo, lo que une estrechamente por lo que hay de más profundo (relaciones íntimas, amigo íntimo, unión íntima). Nuestros usos lingüístico s conci-ben un nivel «profundo» en los sujetos, un fondo que formaría su núcleo, la referencia última. En esta concep-ción del sujeto como compuesto por «capas» o niveles se implica que lo profundo contenga lo más sólido y auténtico frente a lo más influenciable, más afectado por las acomodaciones a los contextos, sensible a fluc-tuaciones circunstanciales de los niveles «superficiales».

Sin embargo, el interior mismo del hombre, sus íntimas convicciones y sentimientos son conformados a partir de sus relaciones con los otros y desde los mundos sociales de los que forma parte (idea que desde G. H. Mead vienen desarrollando los estudios de la llamada fenomenología social). Las investigaciones históricas, y singularmente las de Norbert Elias, demuestran que el desarrollo del proceso de nuestra civilización se constru-ye sobre la transformación de la violencia y las coacciones externas en autocoacciones: el hombre se habitúa desde la infancia a la autoobservación constante, al dominio consciente de sí, al control de sus emociones, a la reserva y la distancia. Los cambios sociales han producido cambios en el interior de los individuos, incluso en la estructura de sus afectos (Elias, 1982, p. 125; Elias, 1983, pp. 297 Y ss.). Estudiar a los seres humanos abs-trayéndolos de sus situaciones o pretender que haya «leyes psicológicas» aplicables a todos los humanos, cual-quiera que sea la época, la cultura y la sociedad en que vivan, es considerado por Toulmin (1986, p. 51) una debilidad de la psicología individual y una «idea equivocada».

Hemos heredado de nuestro pasado moderno la idea de un yo interior, el auténtico yo, escondido tras las apariencias, reputadas como falsas. Junto a la preocupación romántica por cultivar ese yo interior y desarrollar sus secretas potencialidades, la progresiva separación de los ámbitos público y privado se traduce en una fragmentación de la conciencia: relaciones impersonales, funcionales en lo público; vida emocional y personal en lo privado. La identidad personal también se transfiere del exterior al interior del individuo. La identidad era

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en tiempos equiparada a fenómenos de superficie: En muchas sociedades tradicionales premodernas se considera que el individuo se identifica a sí mismo y es

identificado por los demás a través de su pertenencia a una multiplicidad de grupos sociales. Soy hermano, primo, nieto, miembro de tal familia, pueblo, tribu. No son características que pertenezcan a los seres humanos accidentalmente, ni de las que deban despojarse para descubrir un «yo real».

El yo moderno se evade de cualquier identificación necesaria con un estado de hechos contingente en particu-lar (Maclntyre, 1987, p. 52).

Al pasar de situar la identidad en los roles y atributos de la persona a situarla en la entidad subyacente que es expresada por- esos roles y atributos, la identidad se convierte en algo abstracto y oculto, además de proble-mático para cada individuo, que se ve obligado a descubrir ese «yo real» que sub yace a sus representaciones. Una transformación crucial de la modernidad, la fragmentación de la sociedad, afectará íntimamente a sus miembros: el individuo se encuentra inserto en diferentes círculos de relación que poseen formas de vida, len-guajes, éticas y códigos de comportamiento distintos. Lo que es adecuado en un círculo no lo es en otro. Entre los diferentes sistemas éticos no existe una organización ni un criterio último que haga preferibles unos sobre otros. Cualquier punto de vista o criterio que la persona adopte para definirse puede ser criticado desde otro lugar. Definir la propia identidad desde el ideal de la autonomía supone para cada sujeto encontrar un conjunto propio de metacriterios que le permita hacer las opciones por las que paso a paso y globalmente se define (ver MacIntyre, op. cit.; Baumeister, 1986, pp. 148-152; Lukes, 1975).

Lo que tal situación supone para cada individuo fue expuesto ya claramente por Simmel: La precisión, la seguridad anterior cede el puesto a una vacilación entre las diversas tendencias de la vida. En este

sentido dice un antiguo proverbio inglés: el que habla dos idiomas es un bribón. El pertenecer a varios círculos sociales provoca, en efecto, conflictos de orden externo e interno, que amenazan al individuo con un dualismo espiritual, y hasta con íntimos desgarrones (Simmel, 1977, p. 437).

El individuo resulta afectado por la diversidad precisamente porque su relación con los círculos sociales

por los que transita no es un mero ejercicio de los diferentes códigos desde las lógicas y racionalidades específicas de cada uno de ellos. En las relaciones -públicas o privadas- nos implicamos en mayor o menor medida, es decir, ponemos en juego nuestros afectos. De hecho las opciones éticas, por ejemplo, raramente se realizan desde un ejercicio racional en el que se sopesen los pros y contras de unos valores contra otros. Junto a la consideración del valor de los valores pesan sobre todo en las decisiones las vinculaciones afectivas que las relaciones han hecho surgir en el individuo y que condicionan su adhesión al grupo y a los principios y reglas por los que se rige.3 Así el verse obligado a compatibilizar códigos éticos distintos, incluso contradictorios, o a elegir entre ellos produce «íntimos desgarrones» en el individuo, conflictos que afectan a sus sentimientos hacia los otros, respecto a los cuales deberá optar entre la fidelidad y la traición. Desde una mentalidad no moderna es lógico pensar que «el que habla dos idiomas es un bribón», pues en-tonces la persona era socializada en un universo coherente de sentido en el que la religión proveía una visión integrada del mundo (desde la vida interior a cualesquiera circunstancias por las que pasara el individuo todas podían ser juzgadas desde unos principios coherentes y válidos prácticamente para todos los miembros de su sociedad. Ver Luckmann, 1973; Berger, 1981). Se podía razonablemente confiar en que los otros miembros del grupo respetaran los valores que eran válidos para uno mismo, salvo en el caso en que alguien hubiera sido socializado en otro idioma, en otros principios y reglas, en cuyo caso uno no podía estar seguro de sus fide-lidades.

En nuestra sociedad se considera tolerable y hasta recomendable un cierto grado de diversidad entre las representaciones que el sujeto hace de sí mismo, e incluso un cierto grado de autoengaño, dada la fragmenta-ción de los ámbitos de relación y de los códigos que en ellos rigen. Pero que un mismo sujeto encarne identida-des que impliquen creencias contradictorias se considera inaceptable, patológico, falso, etc., porque obliga a poner en duda su adhesión a las creencias y sistemas simbólicos que sostienen uno y otro mundo. Por tanto, una cierta sinceridad en la representación es exigida desde las concepciones populares de la persona (en el sentido de creer, de sentirse en alguna medida comprometido con los valores que se dice respetar). Se espera, pues, que en esta diversidad que constituye al sujeto haya un núcleo de afectos y creencias relativamente estable (ese núcleo «íntimo» cuyas variaciones se pueden considerar de «larga duración»).

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Sin embargo, las identidades contradictorias en una misma persona no son raras ni insostenibles: se mantienen sobre la base del secreto. La ocultación a cada círculo de la identidad incompatible con él salva esa exigencia social de sinceridad. Algunos autores (como Aranguren, 1982 y 1988) han sostenido la realidad de la multi-plicidad interna, el que no somos, no podemos ser, siempre el mismo. Pero ¿cómo se articulan esos diversos yos?

En la lengua, en el discurso de un sujeto, como sabemos desde los análisis de Bajtin, se introducen voces ajenas, expresiones comunes, propias de algún colectivo o algún particular, modos de pensar o decir que el hablante asume o rechaza en un diálogo continuado del que se forma el discurso propio. Estas formas de incor-porar las voces ajenas en la propia, de construirse a partir de los otros, se encuentran en estos fragmentos de la correspondencia íntima de Pessoa (evidentemente fuera de lugar, «obscenos», aquí). Quien escribe, Pessoa, adopta diferentes posiciones dialógicas (desplazándose entre los lugares yo, tú, él, nosotros...) y diferentes po-siciones sociales (amante, amigo, maestro, juez...), además de introducir en su relación con Ophélia a quien siendo él es otro, su heterónimo Álvaro de Campos.

Querido bebé del Ibis:

... Lo sé: te oprimen por todos lados, te achican, te fastidian. Toma conciencia de ti misma (¿comprendes?) y no mires a nada de eso. ¿Te gusto yo, el Ibis, el niñito? Yo soy muy nervioso, pero tengo ya el espíritu educado hasta el punto de recibir con sangre fría lo peor Y lo más complicado. Si yo fuese diez años -¿qué digo? basta dos años- más joven, me encontraría todo revuelto, como lo que me contaste. Me encontré oprimido por tu causa, pero por mí, no imaginas como estoy calmado, tranquilo, en orden dentro de mi cabeza. Y me gustas mucho tú, bebé, créelo; no quiere esto decir que no te ame; quiere decir que sólo doy importancia a ti y a mí, no importándome el resto para nada. ...

Limpia las lágrimas, ¡bebé malo! Tienes hoy de tu lado a mi viejo amigo Álvaro de Campos, que en general ha estado en contra de ti. ¡Alégrate! sólo vale la pena lo que se consigue con esfuerzo. Mil besitos, besos y cariños de tu, siempre tuyo Fernando

(Carta a Ophélia Queiroz) 28/5/1920,

en Cartas de amor de Fernando Pessoa,

Lisboa, Atica, 1978 (traducción de C. Peña-Marín)

Mi querido bebé:

¿Entonces mi bebé no quedó ayer descontento con el Ibis? ¿Entonces halló ayer al Ibis digno de cariño? Así está bien, porque al Ibis no le gusta que la niñita se encuentre hundida o triste con él, porque al Ibis, y al mismo Álvaro de Campos, le gusta mucho, mucho su bebé.

Hola niñita: hoy estoy muy aburrido; no es lo que se llama mal dispuesto, sino apenas lo que se dice aburrido. Hoy me sentiría mucho mejor si pudiese contar con ir luego a ver a la niñita, e ir para abajo de Belem con ella, y sin Álvaro de Campos; que a ella, naturalmente, no le gustaría que apareciese ese distinguido ingeniero...

Esto no quiere decir que esté para nada en lo que se llama una situación aflictiva. No: quien tiene casa y familia no

puede estar en una situación de esas ... Yo sé bien que esta situación se resolverá, y sé, tan bien como aquel hombre de las cartas que me atribuyó un futuro próspero, que en verdad tendré un futuro próspero, así como que ese futuro próspero no comenzará -no digo de lleno, pero por lo menos en relativa prosperidad- de aquí a mucho tiempo.

... Hoy, en verdad, tenía inmensas ganas de hablar contigo, no para fastidiarte con estas cosas, sino para verte y, estando junto a ti, sentirme más tranquilo. En fin, amorcito, hasta mañana. Allí estaré a las seis. Muchos y muchos besos de tu, muy y cada vez más tuyo Fernando

(a la misma) 11/6/1920 loc. cit.

El lenguaje de esta correspondencia amorosa, pero también la forma en que el autor se representa a sí

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mismo, los rasgos que se atribuye como característicos, la actitud que muestra ante el mundo, la sabiduría que invoca para avalar sus posiciones son radicalmente diferentes, se diría que opuestos, en el Libro del desasosie-

go, considerado un diario íntimo de Pessoa_ (De entre los muchos fragmentos que podrían ejemplificar esta actitud he seleccionado uno datado tentativamente -la datación, cuando existe, no es nunca segura en esta obra- en el mismo año que las cartas antes citadas.)

Sabiendo que las cosas más pequeñas tienen con facilidad el arte de torturarme, a propósito me esquivo al toque de las

cosas más pequeñas. Quien, como yo, sufre porque una nube pasa delante del sol, ¿cómo no habría de sufrir en la oscuridad del día siempre cubierto de su vida? Mi aislamiento no es una búsqueda de felicidad, que no tengo alma para conseguir; ni de tranquilidad, que nadie obtiene más que cuando nunca la pierde, sino de sueño, de apagamiento, de pequeña renuncia.

Las cuatro paredes de mi pobre cuarto son para mí, al mismo tiempo, celda y distancia, cama y ataúd. Mis horas más felices son aquellas en que no pienso nada, no quiero nada, no sueño querer, perdido en un torpor de vegetal/errado/, de mero /musgo/ que creciese en la superficie de la vida. Gozo sin amargura de la conciencia absurda de no ser nada, del pregusto de la muerte y el apagamiento.

Nunca tuve a nadie a quien pudiese llamar «Maestro». No murió por mí ningún Cristo. Ningún Buda me indicó un camino. En lo alto de mis sueños ningún Apolo o Atenea se me aparecieron para iluminarme el alma.

¿1920?

F. Pessoa, Livro do desassossego

por Bernardo Soares Lisboa, Atica, 1982, vol. I. § 103

¿Cómo entender la contradicción en la representación del sujeto en estos dos textos? ¿Es una de ellas falsa,

lo son ambas? Se puede considerar el Libro del desasosiego como las supuestas reflexiones de un personaje literario que no representa al autor, más que como un diario? Como es sabido, Pessoa consigue hacer consciente la división interna, expresarla en su obra y figurativizarla dando nombres, caracteres, escritura e imaginando biografías para cada una de las facetas de su persona: los heterónimos. Bernardo Soares, el supuesto autor del Libro del desasosiego, sería uno de estos heterónimos. Sin embargo, las autoras de la primera edición completa de este libro, M. Aliete y T. Sobral, consideran que el «ayudante de guardalibros», Bernardo Soares, «se parecía demasiado a su progenitor para poder surgir como un verdadero heterónimo; tal vez por la misma razón, Fernando Pessoa procurase diferenciarlo, darle una cierta autonomía, sin que el proceso de diferenciación pasase nunca de un simple esbozo» (Pessoa, 1982, vol. 1, p. VIII). El autor de la edición española, Ángel Crespo, sostiene la misma teoría y considera este libro un «inter-mitente diario íntimo» y el fingido autor, Bernardo Soares, una creación a posteriori (Pessoa, 1984, Introduc-ción).4 Como el propio Pessoa afirma, la escritura del Libro del desasosiego surge cuando el autor se encuentra en un determinado estado de ánimo. Es, por tanto, tan fingido o ajeno a él como lo pueden ser nuestros estados de ánimo respecto a cada uno de nosotros.

Tampoco se puede considerar insincera la representación de sí, radicalmente diferente, que proyecta ante Ophélia. Entiendo que la relación con Ophélia, en la forma y máscara de la infancia, significa para Pessoa la realización de una faceta esencial de su subjetividad, tal vez la única en que podía lograr una fugaz sensación de felicidad. Pero se trata de una faceta que surge sólo en y por esta relación.

La relación amorosa tiene un carácter creativo: tiene el poder de hacer surgir una faceta de la persona que sin esa relación habría quedado latente o no existiría. S Esa creatividad no se explica por la empatía o la fusión entre dos que a menudo se considera propia del sentimiento amoroso. Bajtin propone una analogía entre la empatía y el juego

un niño que juega a ser jefe de bandidos vive desde dentro su vida de bandido..., su horizonte es el del bandido que quiere representar ...; en este sentido, el juego se asemeja a una ilusión acerca de uno mismo y a una lectura no artística de una novela, cuando vivimos empáticamente a un personaje para revivir en la categoría de su yo su existencia y su interesante vida (Bajtin, 1982, p. 72).

Esa identificación con el otro, esa confusión con su punto de vista no enriquece ni aporta nada. «El otro ve y sabe aquello que veo y sé yo, y él sólo repetirá lo irresoluble que es mi vida» (ibid., p. 82). Por contraposición con la empatía, la simpatía, el amor, aporta algo radicalmente nuevo a la vivencia. La

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vivencia simpática -que está lejos de buscar el límite de la fusión- y solamente ella, «posee fuerza para combi-nar armoniosamente lo interior con lo exterior en un solo plano» (ibid., p. 79). Lo importante, continúa BaJtin, no es el hecho de que aparte de mí exista uno más y seamos dos, sino precisamente el hecho de que éste sea otro para mí y su actitud sentimental hacia mi vida no desemboque en la fusión en un solo ser. El enriqueci-miento provendrá de su forma nueva de vivir mi vida, en una nueva categoría de valores. «La productividad del acontecimiento no consiste en la fusión de todos en una sola unidad, sino en la intensificación de nuestra exposición e inconfundibilidad, en el aprovechamiento del privilegio de nuestro único lugar fuera de otros hombres» (ibid., p. 83).

Esta posición exterior no es la de la conciencia gnoseológica, la conciencia única y unitaria de la ciencia, para la que todo ha de ser definido por ella misma y que no puede establecer una relación con otra conciencia, sino que sólo conoce al objeto, y al sujeto sólo en tanto que objeto. Por el contrario, la comprensión simpática es una «actitud activa mía dirigida desde el exterior hacia el mundo interior del otro» (ibid., p. 94). La faz interna de las vivencias del otro, exteriores a mí, «puede y debe ser contemplada amorosamente» y así su traslado a un plano de valores absolutamente distinto consigue crear algo nuevo a partir de ella. Esa relación entre dos conciencias, exteriores una a otra, pero contemplándose y sintiéndose desde su inte-rioridad, se produce cuando surge esa especie de afinidad que llamamos comúnmente simpatía y que, cuando ocurre, proporciona una auténtica sensación de intimidad a quienes la comparten (un hallazgo que se puede producir en cualquier ámbito de relación, también en el «público», por lo que habría que revisar la idea de que nuestras relaciones son en este ámbito totalmente «despersonalizadas»). En el caso del amor, esa relación se realiza a través del contacto, el gesto, la palabra de los amantes. Las cartas de amor, y las de Fernando a Ophé-lia desde luego, a menudo carecen casi por completo de contenido informativo. Su función parece ser únicamente fática, de contacto: se trata de hacerse presente al otro y de hacer que el otro se haga presente ante uno mismo (como señala Violi, 1987). Pero este contacto en la distancia sólo puede realizarse en la forma, con el lenguaje, propio y exclusivo de nosotros-dos, y el yo que en ellas se expresa es también exclusivamente un yo-para-ti, invisible para otros, inexistente fuera de la relación. La expresión del sentimiento de intimidad con el otro no denota simplemente el sentimiento, como la expresión del miedo denota el miedo pero no lo consti-tuye. En el caso del amor, la mirada o la palabra expresan el sentimiento al tiempo que lo suscitan. La expre-sión constituye el «nosotros» amoroso. En la correspondencia entre Fernando Pessoa y Ophélia Queiroz se introduce un tercer hombre: Álvaro de Campos que es, en general, hostil a Ophélia, hostil a la relación y al que Ophélia detesta (ya que ese distingui-do ingeniero no se limita a aparecer en las cartas, sino que acude también en ocasiones a sus encuentros en lugar del propio Fernando, que entonces se comporta de manera «destrambelhada» y dice cosas sin nexo, insis-tiendo en degradar al tal Pessoa, según el relato de Ophélia).6. Estas apariciones del lúcido heterónimo –a quien Pessoa pensó como el homosexual del grupo de alter-egos- pueden ser interpretadas como la figurativi-zación del fenómeno de la intromisión de la conciencia, la inteligencia crítica que interrumpe nuestra inmersión en el sentimiento.

Ciertamente, nuestro dejarnos llevar por el embobamiento sentimental es pautado por las apariciones de la conciencia desde la cual observamos críticamente nuestro actuar y nuestras experiencias como si fueran ajenas, y esta fluctuación parece inevitable para conservar tanto el sentimiento como la libertad del juicio y la distancia (si bien ambos estados tal vez no sean excluyentes, ocupantes necesariamente de tiempos alternos, y quepan posiciones fronterizas). Pero en el caso de Pessoa la personificación de la inteligencia crítica parece representar más bien la ruptura del equilibrio entre la visión interior y la exterior, propia, según Bajtin, del amor. Así lo expresa él en su «diario intermitente»: «El premio natural de mi distanciamiento de la vida ha sido la inca-pacidad, que he creado en los demás, de sentir conmigo» (Libro del desasosiego, § 232); Y también «Para comprender me he destruido. Comprender es olvidarse de amar» (ibid., § 223). Para este otro Pessoa el senti-miento es unas veces añorado, otras despreciado, siempre inalcanzable «<El entusiasmo es una grosería», ibid.,

§ 417; «Para el hombre vulgar, sentir es vivir y pensar es saber vivir. Para mí, pensar es vivir y sentir no es más que el alimento del pensar», ibid., § 226; «Qué suave, quizás, si yo pudiese sentir», ibid., § 264). Solamente como una forma de empatía se entiende la inmersión de Pessoa en el juego amoroso en el (los) personaje(s) que proyecta en ese juego y en los sentimientos que implica. Pero de esta actitud transita en su relación a la simpatía (desde la cual pretende aportar a Ophélia la madurez y la serenidad de un maestro) y a la máxima distancia (representada por sus encarnaciones como Álvaro Campos). Esta es la actitud que prevalece al final de su historia personal señalando su persistencia _ en otro lugar: aquel desde el que tiende al

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proyecto de su obra. El desdoblamiento íntimo no tiene una sola forma. Aquel cuya vida transcurre repartida en ámbitos de rela-ción que poseen esquemas interpretativos y códigos de comportamiento incompatibles entre sí posiblemente desarrolle identidades contradictorias y mutuamente ocultas. Pero dentro de este tipo general caben diferentes tipos de relación entre las identidades parciales y diferentes soluciones al conflicto interno. En La Regenta de Clarín, don Fermín de Pas vive separadamente sus varias identidades ocultas. Mientras encarna cada una de ellas la vive desde el interior, como si su yo se hubiera fusionado «empáticamente» con esa identidad transito-ria, desde la cual las otras le parecen no actuales, no pertinentes o irreales. Si ocasionalmente aparece un yo crítico que se distancia de esa fusión casi perfecta, fácilmente lo desecha. Rara vez el conflicto desemboca en angustia. El caso de Ana azores, en la misma novela, es bien distinto, ya que ella por los avatares de su historia en el mundo en que le ha tocado vivir, no posee ningún anclaje para su identidad y se debate en un continuo ¿quién soy yo? angustiado. Desarrollar su «drama de gentes» es para este autor una fijación, un proyecto del que aparece poseído. Esta pasión (pues ¿cómo llamar a eso otro que se posesiona de uno?) de no sentirse como yo para surgir como otros desnuda a todo lo demás de color y valor emotivo. Pessoa no se fusiona con sus otros yos y tampoco segrega éstos entre sí, de hecho unos se dirigen a los otros, conversan y se comentan. Se diría que él, Pessoa, per-manece fuera de ellos pero comprendiendo su interioridad, con una «comprensión simpática» que alienta y desarrolla esa interioridad del otro. «El autor humano de estos libros no conoce en sí mismo personalidad nin-guna. Cuando acaso siente una personalidad emerger dentro de sí, pronto ve que es un ente diferente del que él es, aunque parecido; hijo mental, quizá, y con las cualidades heredadas, pero con las diferencias de ser otro.» Cit. por Crespo en Pessoa, 1984, p. 10.)

El drama de Pessoa es tal vez no el del descreído irónico, como él piensa de sí mismo, sino el del fanático de un nuevo fanatismo, el de la ilusión de ser otro(s).

Nadie me conoció bajo la máscara de la identidad ni supo nunca que era una máscara, porque nadie sabía que en este

mundo hay enmascarados. Nadie supuso que junto a mí estuviera otro que, al fin, era yo. Siempre me juzgaron idéntico a

mí ... Saber bien quiénes somos no nos atañe, que lo que pensamos o sentimos es siempre una traducción..., saber todo eso a

cada minuto, sentir todo eso en cada sentimiento ¿no será ser extranjero en la propia alma, exiliado en las propias sensaciones? (Cit. por J. A. Llardent, «Nota preliminar» en Pessoa, 1983, p. 21). El exilio de sí mismo marca íntimamente al sujeto moderno, que, sin embargo, no por ello deja totalmente de ser. Se diluye en sus representaciones, en sus juegos de sí, y reaparece como la insistencia de una manía, una actitud emotiva que le fuerza a elegir una clave, entre las muchas disponibles, desde la que interpretar -traducir dice Pessoa.,- lo que piensa y siente (ya que las ideas y las palabras, los sentimientos y los valores están siempre situados en algún mundo particular de sentido y son siempre interpretables desde otro lugar). BIBLIOGRAFÍA Aranguren, J. L. L. (1982), Sobre imagen, identidad y heterodoxia, Taurus, Madrid. - (1988), «La doblez», en C. Castilla del Pino, ed., El discurso de la mentira, Alianza Editorial, Madrid. Bajtin, M. M. (1982), Estética de la creación verbal, Siglo XXI, México. Baumeister, R. F. (1986), Identity. Cultural Change and the Struggle for the Self, Oxford University Press, Oxford. Berger, P. L. (1981), Para una teoría sociológica de la religión, Kairós, Barcelona. Elias, N. (1982), La sociedad cortesana, F.C.E., México. - (1983), Potere e eMita, 11 Mulino, Bolonia. Luckmann, T. (1973), La religión invisible, Sígueme, Salamanca. Lukes, S. (1975), El individualismo, Península, Barcelona. MacIntyre, A. (1987), Tras la virtud, Crítica, Barcelona.

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1. Según N. Elias (1982), ya en la sociedad estamentaria absolutista se dan «accesos de romantización» como un intento de escapar al aumento de

las coacciones civilizatorias. Sennett, por su parte, seftala que a partir de Darwin se considera que los estados emocionales se revelan involuntariamente, pues escapan al control y la voluntad humanos. En el siglo XIX se extiende la «imaginación psicológica»: la gente se observa en público para tratar de descubrir las intenciones y el carácter de los otros y basar en ellos su confianza. Se produce, según este autor, una sobreimposición de lo privado (aqui diríamos íntimo) y lo público. Siguiendo a Trilling, Sennett seftala cómo de la noción de sinceridad anterior al XIX se pasa en este siglo a la de autenticidad como «exposición directa a otra persona de nuestros propios intentos de sentir» (Sennett, 1978, pp. 36-37 y 43).

2. Cada uno posee sobre los otros tal cantidad de información que cada comunicación resulta cargada por un g.ran caudal de presupuestos, de modo

que a la larga se produce un encasillamiento de los individuos que se ven siempre preinterpretados. También las relaciones tienden a solidificarse en

pautas fijas para tratar de evitar los posibles desequilibrios, dada la repercusión que cada movimiento emocional tiene sobre el conjunto. (Ver los

trabajos de la llamada «Escuela de Palo Alto»: Bateson, Watzlawick, Jackson, etc.) 3. Comentando el libro antes citado de MacIntyre, Carlos Thiebaut, en su interesante trabajo (1988, p. 39) indica: «En el presente, los ideales de

vida humana y felicidad son plurales y carecen de nexos argumentales que los conecten entre sí de tal manera que la pluralidad de los fines, muchas

veces antagónicos ..., las diversas concepciones de la naturaleza, de la condición humana y de las necesidades que de ella cupiera deducir, acaban por dejarnos s610 la adhesi6n emotiva, no racional, a un código moral determinado»(la cursiva es mía). Esta situación es determinante respecto al problema que interesa tanto a Thiebaut como a MacIntyre -el pensar la posibilidad de una ética para nuestro tiempo-, ya que ciertamente carecemos de una base común compatible a la que acudir como horizonte común de valoraciones. Desde mis propios intereses cabría sefialar que prestamos nuestra adhesión, tal vez también racional (siguiendo racionalidades parciales, específicas), no sólo a «un código moral determinado» sino precisamente a varios y, sobre todo, se trata de proponer como objeto de reflexión la componente emotiva del comportamiento y de la adhesión a normas y valores.

4. Ángel Crespo, en su introducción a la edición española del Libro.

del desasosiego (Pessoa, 1984), demuestra que en 1914, el año de creación de los tres grandes heterónimos, Pessoa seguía considerando el Libro del

desasosiego como obra propia u ortónima. Cita las cartas del autor a Armando Cotes-Rodrigues, en una de las cuales se refiere a su «estado actual de no-ser», el cual «estado de espíritu (le) obliga a trabajar mucho, sin querer, en el Libro del desasosiego» (carta del 19-XI-1914). Aliete y Sobral (en Pessoa, 1982) citan también otra carta al mismo corresponsal en que Pessoa escribe: «Mi actual estado de espíritu es de una depresión profunda y tranquila. Estoy hace días al nivel del Libro del desasosiego» (carta deI4-X-1914); y una más a Casais-Monteiro el 13-1-1935 en que leemos: «Mi semi-heteróni-mo Bernardo Soares, que en muchas cosas se parece a Álvaro de Campos, aparece siempre que estoy cansado o soñoliento, de suerte que tenga un poco suspendidas las cualidades de raciocinio y de inhibición; esa prosa es un constante devaneo. Es un semi-heterónimo porque, no siendo su personalidad la mía no es diferente de la mía, sino una simple mutilación de ella. Soy yo menos el raciocinio y la afectividad» (Pessoa, 1982, pp. VIII y XI).

5. Me he ocupado de este aspecto del amor en Peña-Marin, 1988. Algunas de las ideas allí expuestas son aquí retornadas, otras corregidas. Sobre el

análisis de la identidad personal y, en particular, sobre La Regenta me permito citar mi Identidad y relaciones sociales. Un análisis de «La Regenta»,

Madrid, El Arquero (en prensa). 6. Un útil estudio sobre este y otros aspectos de estas cartas es el postfacio de D. Mourao-Ferreira a la edición de las mismas, donde se encuentra

también el relato de Ophélia de la relación entre ambos.