JOTA; UN LARGO DÍA

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JOTA; UN LARGO DÍA Pepe Cantalejo VERSIÓN DEMO —OBRA INCOMPLETA desacertada.com

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Pepe Cantalejo

VERSIÓN DEMO —OBRA INCOMPLETA

desacertada.com

Pepe
VERSIÓN DEMOOBRA INCOMPLETA�
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Jota; un Largo día

Pepe Cantalejo

ISBN: 978-84-09-26501-5

VERSIÓN DEMO —OBRA INCOMPLETA

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Diseño de portada: Ana Fernández Calero.

Revisión y corrección: Antonio Luis González Maravert.

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Azul

El día que su amante le preguntó por el tatuaje ella le contó, de manera superficial, que se le antojó:

—Fue una época muy oscura de mi vida, pero comenzaba a remontar el vuelo. Entré con mi amiga Andrea en su casa, su padre es peluquero, aunque también realiza dibujos. Estaba pintando el golpeador de una guitarra, con flores y mariposas negras, para una telecaster de color rojizo pálido. Y entonces, no recuerdo bien, pero plasmó en un papel una mariposa azul a petición mía, luego fui a tatuármela. Y desde entonces se dirigían a ella por su seudónimo de Azul. Sin embargo, no le contó este detalle a Masao.

Todo surgió a la edad de siete años, cuando el tribunal tutelar de menores retiró la custodia a sus padres biológicos. La triste niña —hija de una prostituta toxicómana y de un chulo con muy mala leche que se dedicaba a dar palizas, durante sus horas de matón de poca monta, a personas con gran debilidad física— fue llevada a un centro tutelado por los servicios sociales. Al poco engordó lo justo para alejarse del frágil aspecto de desnutrida que presentaba. Poco a poco se fue recuperando, aunque hasta pasados unos años no pudo librarse del castigo psicológico al que fue sometida. A pocos días de cumplir su octavo año de vida se le acercó una mujer:

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—Me llamo Julia, y quisiera que te vinieras a vivir con nosotros. Te cuidaremos como si siempre hubieras sido hija nuestra —le dijo a la pequeña pelirroja.

La menor, pese a la reticencia y al odio que tenía contra los hombres —a causa de las torturas y vejaciones que sufrió a manos de su padre biológico— aceptó irse a casa de esta señora porque vio algo en su mirada que la llevó a entender que estaría mejor con ella que en aquel centro para menores con problemas de marginación social. Tiempo más tarde comprendería que lo que brotaba de la mirada de Julia no era más que un profundo amor.

Fausto, su padrastro, siempre mantuvo una actitud serena para con la niña. Quizá nunca supo hacer el papel de padre, tan bien como Julia desempeño el de madre, pero jamás le hizo un mal reproche, ni una regañina. Sabedor de que la niña tenía cierta animadversión hacia los hombres, debido a un maltrato que jamás podría borrar de su memoria, creyó conveniente no forzar ningún tipo de situación y dejó que Julia se encargara de la educación de la menor.

En aquel momento, la mañana de aquel primero de julio de 2017, miraba en su baúl de los buenos recuerdos, y contemplaba la escena que vivió en su primera visita a la ciudad de Sevilla: Aquella pequeña vestida con un gracioso vestido de tonalidades verdes que, junto a su hermano, daba besos y los echaba a volar —en el cruce de la avenida de la Borbolla con Carlos V— mientras sus padres la observaban. Ahí pensó que esa parte de su infancia le fue robada por sus progenitores. No guardaba ningún recuerdo de felicidad antes de la llegada de Julia a su vida. La joven dejaba escapar aquellos tiernos recuerdos de la que consideraba como su única y verdadera madre; Julia. El amor que volcó hacia ella le hizo ser quién ahora era.

Todas aquellas caricias, los primeros meses que Julia pasó durmiendo en la habitación, junto a la niña, y los cuentos por

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las noches para que ella pudiera dormir, enraizaron en la niña momentos inolvidables. Se sobresaltaba con la menor cada vez que esta tenía esas pesadillas hasta que alcanzó la edad de trece años donde comenzaron a remitir, gracias a Fausto. Julia, psicóloga de profesión, inculcó en su hija la fortaleza y la seguridad que cualquier mujer debería tener, pero le faltó recuperar la confianza hacia el hombre, ese obstáculo nunca pudo superarlo.

Postrada sobre la silla de la habitación —y con la poca luz que aquella mañana entraba en la sala donde la pelirroja se encontraba retenida— recordaba con gran dolor la pérdida de su madre tras una enfermedad que la dejó postrada en la cama más de once meses. Una enfermedad agonizante que provocó que Julia se fuese marchitando como la flor que permanece dentro de una urna de cristal. Azul la visitaba a todas horas, antes y después de su vuelta del instituto. Le contaba todo lo que su día le había propuesto para cada momento.

Cuando Julia falleció, sintió volver atrás en el tiempo para quedarse de nuevo sola. Fausto estaba con ella, siempre desde una posición distante porque intuía que la chica no quería más acercamiento. La niña se hizo mayor e independiente, estudió psicología por seguir los pasos de su madre y porque ayudar a los demás era como si venciera, una y otra vez, su propia batalla. Asistía a clases de defensa personal policial, practicaba natación y empleaba una hora diaria en correr a trote por el parque del retiro. Ya era toda una mujer, fuerte, guapa, con un cuerpo hermoso, y muy inteligente, pero también desconfiada, pues seguía manteniendo las distancias con los hombres.

Por su cabeza no dejaban de corretear las incongruencias a la que sería sometida. Sabía quién iría a terminar con su vida; Fausto. Y mientras, recordaba el día en que le ayudó a superar

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las pesadillas. En aquella ocasión el cirujano no se lo pensó dos veces y decidió actuar.

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No entendía, cómo ahora, aquella misma persona que tanto la protegió la tenía presa y maniatada. Sabía que su futuro era muy oscuro, y que su traición le costaría muy caro. Trajo a su memoria la escena del día en que terminó sus estudios de psicología y de cómo hizo prácticas en la misma clínica en la que trabajaba su padre. Comprobó de primera mano la profesionalidad, la seriedad y la serenidad con la que Fausto trabajaba. La novata psicóloga comenzó a seguir esos mismos pasos de profesionalidad y hasta le llegaron a ofrecer trabajo en otras clínicas y gabinetes que se dedicaban a eliminar fobias y filias. La idea de ayudar a los demás para superar sus miedos le parecía muy buena, pero cada vez que acudía a las entrevistas siempre era recibida por algún hombre y no le gustaba cómo la miraban. Al final, después de las prácticas, y gracias a su padre, Carmen se quedó a trabajar en la misma donde lo hacía el cirujano. Y fue gracias a este como terminó también en la organización criminal.

—La tapadera es la clínica, hija —le dijo, contradiciendo a la despistada chica.

Meses atrás lo observaba y escuchaba sus tejemanejes hasta que, sin venir a darse cuenta de ello, se encontró con un pie dentro de tal empresa. Pensó que, al lado de aquel hombre tan poco afectivo, la vida le sería mejor y, tal vez, su condición de víctima infantil la había convertido en una persona con la

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suficiente capacidad para castigar a aquellos que hacen sufrir a los demás de forma gratuita, sin pensar que ella ya formaba parte de ese tipo de maquinaria.

Su cometido en la organización consistía en recabar información sobre la presa; vida social, familia, aficiones y fobias, trabajo, y manera de ser. Todo ello le servía para establecer un perfil de la persona a investigar. Con esos datos se establecía un patrón de comportamiento para mayor seguimiento y adelantarse a sus movimientos.

Su viaje a Sevilla fue el primer trabajo que tuvo fuera de Madrid, también fue el primer extranjero al que tuvo que acercarse. Aquello le pareció una magnífica idea para, a través de alguien, conocer otras culturas.

Las primeras semanas, y a expensas de saber el paradero del japonés, alquiló una habitación en Las Casas de la Judería. Aquel hotel la deslumbró.

—Parece que estás en otro tiempo —le comentaba a su padrastro.

Desde los patios de las casas, con sus tranquilos jardines con árboles, se sentaba a leer libros de historia grecorromana y escuchar la música que salía de sus auriculares1. Nada perturbaba su ambiente, ni siquiera se oía el tránsito de vehículos que a diario transcurren por Santa María la Blanca.

Durante aquel primer año utilizó mucho el servicio público de autobuses de la ciudad. Se iba a pie hasta la plaza de la Magdalena y cogía el bus de línea 43. Le encantaba esa línea, se decía a sí misma que, de aquella gente de Triana, se podría

1 Música [m01]: Flamenco — Adam Ben Ezra.

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elaborar un estudio antropológico. La gente de aquel barrio sobrepasó todas sus expectativas en cuanto al aspecto social.

«De forma generalizada, son personas que pasan a pies juntillos de todo aquello que las ata a la seriedad, creando una realidad alternativa acorde a sus necesidades. Son pues, pasotas por naturaleza y a la vez abiertas con el visitante, alegres en el trato y capaces de aguantar cualquier situación de bullicio. Una cerveza con tapa es el justo aliciente para estar horas de cháchara», recalcaba la psicóloga en su diario.

Una de las situaciones que más gracia le hizo ocurrió un domingo a las diez de la mañana. Fue a entrar en el autobús, número 206 que prestaba servicio en aquella línea 43, con segunda cabecera en la barriada de El Carmen, cuando se encontró a dos mayores discutiendo por un mismo asiento.

—Y eso que está todo el autobús vacío —le decía el chófer.

El primero de ellos estaba ya acomodado en un par de asientos, pues a su izquierda colocó una gran mochila. El segundo y último viajero en entrar, hasta ese momento, le pidió al anterior que quitase la mochila que iba a sentarse allí mismo, y estalló la trifulca.

Durante varias semanas, y en horario matinal, la mujer salía y se subía en el oportuno autobús de aquella línea. Le encantaba aquellos atascos que se producían en el centro y se reía al ver que eran los pensionistas quienes se quejaban de lo tarde que irían a llegar a ninguna parte.

El puente de “El Cachorro” —con sus peatonales aceras cargadas de sus grandes toldos que libran al viandante de la climatología propia de la ciudad— le indicaba el cambio a lo que muchas de las personas le contaban; pasar de Sevilla a “la república independiente de Triana”.

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También los había quienes hablaban de dos ciudades, dos hermanas separadas por un mismo río. La torre diseñada por el arquitecto que daba nombre a la misma, aún sin terminar, suponía un nuevo estandarte para la ciudad, pues se veía desde cualquier punto de acceso a esta.

Cuando llegaba a Ronda de Triana se apeaba del bus y desayunaba en la tienda especializada en pasteles del onubense pueblo de Moguer, y se acercaba a la iglesia del Cristo de la Expiración para contemplar a las personas que allí, día tras día, rezaban y pedían por la salud de los suyos. Por último, volvía a coger el mismo autobús que proseguía su viaje por la Ronda de los Tejares.

El diseño de la línea parecía una madeja a desligar, luego buscaba la avenida de la Coruña y la de Coria hasta llegar a la plaza de San Martín de Porres, plaza en la que la línea hacía el cruce del ocho, pues volvía a pasar por ese punto a la vuelta, después de visitar la barriada del Carmen y el Tardón con sus tres arcángeles. Sin embargo, el punto que más le gustaba del trayecto dibujado por la 43 era el paso por la calle Castilla, contemplaba el palacio de San Jorge y la gitana del altozano. Meses más tarde arrastraría hasta allí a su amante para mostrarle a esa mujer con guitarra en mano y para degustar los pasteles del obrador alemán que Juan Carlos servía en el café que tiene dentro del mercado.

Alguna que otra tarde, cuando más adelante se matriculó en la escuela de bellas artes y se trasladó al piso de la Plaza de la Concordia, contiguo al del japonés, comenzó a realizar cortas excursiones en bicicleta con la intención de observar los movimientos que el estudiante de música hacía desde la residencia hasta el conservatorio.

Ocultándose, bajo un tinte en rubio, pedaleaba detrás del muchacho sin separarse de él, al mismo son, hasta que a la altura del conservatorio ella seguía la recta dibujada por la línea 3 del servicio público de autobuses para seguir en

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dirección hacia la bachillera y llegar hasta el lugar de la ciudad de más tranquilidad y belleza; la cara norte del parque del Alamillo, que asomaba por el humilde barrio de San Jerónimo. Lugar que escogió como residencia perpetua.

Llegaba al parque, anclaba su bicicleta a las vallas y daba un largo paseo en compañía de sus sueños y aspiraciones.

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Fausto entró en la sala, miró a su hija, cogió una silla y se sentó frente a ella apoyándose con el respaldo de aquella hacia delante. Retiró la mordaza de la mujer, y con un suave pañuelo le limpió el rostro. Luego la besó en la mejilla.

—Sabes que lo que has hecho se llama traición, ¿no? —Le dijo con esa serenidad que siempre poseyó.

—Todo depende desde el prisma con que se mire. Mi trabajo para con la organización lo hice, y con creces —Azul respondió. Al momento se oyó una voz:

—Fausto, el maestro te requiere.

—¡Enseguida voy! Ya mismo vuelvo para seguir esta charla, preciosa. Te he quitado la mordaza, no hagas nada que sugiera el tener que volver a colocártela.

El hombre salió de la sala. Carmen quedó en silencio a solas con sus recuerdos.

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De nuevo echó la vista atrás: Recordó la primera vez que pisó la residencia de estudiantes donde estaba el chico.

Aquel día, teñida de un negro intenso y con polvos para tapar las pocas pecas que le quedaban de su infancia, iba con un elegante y veraniego vestido azul que dejaba figurar esas perfectas curvas que poseía, y que a más de uno y una dejó con la boca babeante. En los ojos de los chicos podían verse ardientes deseos sexuales. Se subió en el autobús de línea 3 a la espera de que entrase el reconocible chico de color que portaba un contrabajo. Se bajó en la misma parada que el muchacho y, a corta distancia, se fue tras sus pasos.

En varias ocasiones el francés giró la cabeza fingiendo buscar a otra persona, pero con la intención de fijarse en la despampanante mujer que le seguía. Y al llegar a la escuela ya estaba el japonés esperando al francés, y tampoco podía apartar la vista de la fantástica chica que les pasaba de largo.

Hubo más ocasiones en las que fue a coincidir con Masao sin que este tuviera la mínima sospecha, hasta que un fin de semana coincidieron en un bar del centro, quedaba poco más de un mes para que el curso académico terminase.

La chica se mantuvo alejada de los juegos de los estudiantes. Los vigiló hasta que ambos salieron con dos chicas dirección a la plaza de la Concordia.

«No es más que otro tipo que mira a la mujer como si de un objeto de placer se tratase», acertó a decir al verlos salir.

Fue más tarde, cuando después de alquilar el piso contiguo al de Masao, tuvo un mayor acercamiento con él y pudo

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recabar toda la información que necesitaban sobre el estudiante, amén de controlar las visitas y las despedidas de aquellas chicas que pasarían por el piso.

Auxiliada por uno de los observadores de la organización; Matías, supo alejarse de la vista de las personas más cercanas al nipón. En primer lugar; Quinet. Y después, algo más tarde; la bailaora, Macarena Moreno.

Semanas más tardes, una noche, decidió abrir su balcón mientras fumaba un cigarrillo que, minutos antes, había liado con mucho esmero. La música melancólica que salía de la guitarra de Masao la hizo asomarse a la terraza. El humo que se colaba hacia el salón donde estaba el guitarrista provocó que aquel se fuera también hasta la ventana.

—Disculpa si te ha molestado el humo del cigarrillo, no era mi intención. Quise salir para oír esa triste melodía que estabas tocando.

—No tienes que disculparte. No sabía que este piso estaba habitado, de haber sido así no hubiera tocado a estas horas de la noche. No fue mi intención alterar tu tranquilidad.

—Tranquilo, hombre. No pasa nada, la música me relaja. Soy Carmen y desde hace un par de días soy tu nueva vecina.

—Masao Inoue. Encantado de conocerte.

La pelirroja se despidió aquella noche con una simple oración:

—Ya nos veremos por aquí.

Lo que más le llamó la atención fue que el japonés, a pesar de que ella vestía con un camisón con encajes de seda azul —con gran escote que dejaba al descubierto su sensualidad—, centrase su mirada en sus ojos.

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Desde aquel momento comenzaron a conversar cada noche.

Le mintió, al igual que a todos sus vecinos, cuando contó que estaba casada con un militar que siempre se hallaba en el extranjero, con destino en misiones humanitarias y que, salvo el mes de vacaciones, pocas veces regresaba a España. No quería que ningún hombre se le acercase y, aunque más tarde creyó que pudo haber cometido un error, advirtió que la mentira le proporcionaba una estupenda tapadera para que el guitarrista no le hablara de ella a nadie de su entorno, y para cuando más adelante fuera a verla que lo hiciera con gran precaución.

Añadió en posteriores conversaciones con el guitarrista que trabajaba en una clínica y que había venido a Sevilla para estudiar su pasión, bellas artes.

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Aquella mañana, incómoda, sentada y maniatada a la silla que la tenía rea, buscó una razón convincente que ofrecer a ese hombre que, desde los siete años, cumplió con el papel de padre. Aquel mismo que, tiempo atrás, eliminó de sus horas de descanso las terribles pesadillas que sufría.

Una y otra vez se preguntaba cómo podría explicarle que nunca quiso traicionarle, y que tampoco quería traicionar a Masao.

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Rebuscó en los vagos recuerdos de su infancia, en los de su adolescencia, en sus años de universitaria y en estos últimos años. No vio un pretérito más perfecto que el vivido con el japonés.

Pocos meses atrás entendió los sentimientos que tenía por Masao; puro amor. Jamás tuvo una sensación tan maravillosa. Su bienestar se incrementaría a su regreso de las vacaciones, cuando le dijo que todo cambiaría para ambos, auguraba una vida en común con él.

Estaba dispuesta a abandonar la organización. Ya había iniciado conversaciones con varios gabinetes de psicología para buscar una alternativa a la clínica y desvincularse de todo aquello que le ataba a su pasado. Pero la brusca realidad se entrometió, y la organización decidió que ya era hora de acometer el rapto, y Carmen fue trasladada de nuevo a Madrid; aquellas supuestas vacaciones de las que le habló a Masao. Y después del secuestro, no regresaría a Sevilla, no a corto ni a medio plazo. Ahí comenzó a tomar conciencia de los problemas a los que podría enfrentarse el estudiante. No podía quedarse quieta sin tomar cartas en el asunto.

Fausto volvió a entrar en la sala. Permaneció en silencio observando a su hija. Una mirada despectiva como muestra de rechazo hacia su traición, como si de una despedida se tratase. Entre dos tierras se encontraba cuando decidió dar aquel paso. Por un lado, el señor que siempre la había protegido. Por otro, el único amor que había conocido.

En cierto modo terminó por traicionar a ambos, a Masao mucho antes del plan de secuestro, al padre durante el proceso de investigación y después del mismo. Mentiras que forman parte de las caras de una misma moneda donde por una se reflejaba la verdad y por otra la farsa de esta historia.

Al japonés no solo le mintió con el cuento de que estaba casada, tampoco pretendía entablar la relación que le unió a

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este. Después no tuvo más remedio que fingir una relación más cercana para sonsacarle la información que necesitaba. Y luego llegó el verdadero amor trastocándolo todo. Y, a pesar de haber facilitado a sus superiores todos los datos que recabó sobre Masao, retuvo siempre la idea de que él le perdonaría ese gran desliz. Al padre le dio a probar de la misma medicina que a su amante. Le ocultó que se enamoró. Sin embargo, no sabía si el médico dejaría pasar por alto aquella afrenta. Dejó de esquivar las miradas de Fausto, no quedaba más que apechar con las consecuencias. Ambos eran conscientes de que tal situación debería quedar zanjada en aquel tris. El rostro y sufrimiento de Carmen, mostraba una pigmentación lívida. La tristeza inundaba sus ojos.

Volvió a revivir la escena: la primera vez que se entregó por completo a Masao tuvo que hacer un enorme esfuerzo para rechazar los recuerdos de su infancia —aquellos en las que su progenitor la violaba cada vez que llegaba borracho mientras su madre biológica yacía apaciblemente recostada después de haberse metido un chute de caballo. Después de aquella, poco a poco, comprendió que el sexo era la parte activa de la pasión que forma parte del amor. Jamás contó las vejaciones a las que fue sometida de pequeña y cómo, a estas alturas de la vida, ya habían casi desaparecido de su mente —gracias a unos ojos disecados que conservaba en la misma caja con dibujos de mariposas, que años atrás Fausto le regaló.

Ya, en el presente, miró a Fausto.

Minutos antes, el cirujano pidió a todos que salieran de la sala quedándose a solas con su hija; lo único que le mantenía vivo. El único ser que le traía el recuerdo de Julia, aquella a la que le juró en su lecho de muerte que siempre protegería a la pelirroja. Su gesto, el del verdugo que fue invitado para ofrecer la justicia que la banda solicitaba, no denotaba ningún tipo de sentimiento, ni amor, ni odio, ni pasión. No hubo ni juez ni defensa, solo padre e hija. Este no recriminó a su hija.

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Le dio un beso en la frente. Le dijo que todo sería rápido y le introdujo por vena la sustancia que, en poco segundos y sin dolor, acabaría con la vida de su hija.

Atrás quedaban unas horas de angustias para todos; Masao y Quinet seguían bajo el sometimiento de la criminal organización.

El círculo se cerraría horas más tardes, cuando Jota, el subinspector, daba el “alto, Policía”.

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El relato del porqué

— Alto, policía… —Gritó Jota.

Horas más tardes, el subinspector fue a ver al malherido muchacho.

—¿Por dónde empiezo?

—Por el principio.

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En junio de 2017, y tras la culminación del tercer año académico, los muchachos se propusieron realizar la ruta minera del flamenco. En esta ocasión se llevaron a Macarena, cuyos gastos fueron sufragados por sus dos amigos. Visitaron la provincia de Jaén para aprender acerca de los fandangos de la Puerta Segura, las jotas de Siles, los cantes de Albánchez y de El Ojuelo, los cantes de taranta, y el flamenco de las Minas. Conocieron a artistas Como Rafael Romero “El Gallina”.

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Aprendieron a propósito de los cantes por soleá de José Yllanda. Se entrevistaron con Gabriel Moreno con quien aprendieron mucho más acerca de las tarantas. A Macarena le agradó descubrir a semejante artista con su mismo apellido.

—Señor, somos tocayos de apellido —le dijo de forma jocosa al cantaor, y este rio a grandes carcajadas.

La ruta realizaba muchas paradas por las ventas de carreteras que se postulaban con cierto aire artístico, incluso ofrecían varios detalles preliminares del nacimiento de “los cantes de madrugá murcianos” que llegaron hasta la provincia jienense y dieron paso a las tarantas.

En aquellas ventas de carreteras proliferaban historias que se produjeron a mitad del siglo XIX. Se hablaba de los muchos artistas que llegaban con la idea de abrirse camino dentro de este arte. Tabernas que dieron paso a las peñas o tablaos que aún perduran.

Tuvieron detalles superfluos de cantaores que bebieron de aquellas fuentes: Basilio de Linares, el Bizco, el Calaco, el Pescaero, el Vagonero, el Sordo, el Personita, el Arriero o el Cabrerillo fueron algunos de aquellos.

Descubrieron que, aunque la cuna del fandango siempre será Huelva, la provincia de Almería también tiene gran connotación histórica al respecto: Adra, Níjar, Balerma, Laujar, Serón, Vera; todas estas localidades aportaron, y lo siguen haciendo, su granito de arena al cante jondo. Supieron de la freiduría de pescado que el malagueño Juan Breva tuvo en la calle Real. Por ella pasaron artistas de la época, como Francisco Giménez Belmonte, apodado con el sobrenombre de “el Ciego de la Playa”; cantaor, tocaor y trovero flamenco, pionero en los cantes de levante, o Pepe el Marmolista.

El viaje se prolongó durante todo el caluroso mes de junio. Aprendieron mucho sobre la taranta y sus artistas, aunque

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poco pudieron oír de aquellos grandísimos cantaores, ya desaparecidos, que, en la mayoría de los casos, cayeron en el saco del olvido.

En su caminar llegaron hasta el paraje de Torregarcía, lugar muy citado en las letras de aquellas viejas tarantas. Allí les hablaron de otro precursor de los cantes almerienses: Juan el Cabogatero. Visitaron la población de Aguadulce y su Paseo de los Castaños, el cual sirvió de inspiración a Tomatito. Finalmente acabaron por visitar Paterna del Río donde supieron del cante por peteneras.

Regresarían a Sevilla aquel lunes, 26 de junio. Elisa partía para Punta Umbría y su novio; el estudiante francés, quería despedirse de ella y de su familia. Quinet pensaba viajar a Francia después de julio y no se verían hasta mediados de septiembre. Masao no pudo despedirse de su amante, días antes contactó con él para decirle que su mes de vacaciones lo pasaría con su familia y con su esposo. Hasta su regreso no podría llamarle ni escribirle. Nada, ni un triste saludo.

Estos días servirían al japonés para ponerse al día con los asuntos empresariales que necesitaban su atención.

Durante la mañana del día 30 de junio el trío quedó en verse. Querían llevarse de nuevo a la bailaora para Córdoba y Cádiz. Ambos estudiantes lo tenían todo programado.

—En julio tiraremos para Córdoba, de nuevo al festival de la guitarra —a Macarena le impresionó los grandes paseos de aquella hermosa ciudad, que ha vista de pájaro vio desde la aplicación Google Earth. Se quejaba de los desérticos y calurosos paseos por los que pasean en su Sevilla natal que, además de estar alejados del centro, estaban mal cuidados, de albero o tierra, frente a la abundancia de arboleda de los amplios y frescos paseos cordobeses.

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—Y encima, el único gran paseo peatonal que tiene Sevilla transcurre a orillas de la catedral por donde pasa el tranvía. Y para colmo de males, entre el carril bici y los veladores de los bares, no queda espacio para nada. Y con el sofocante e insoportable calor veraniego, imposible de aguantar —así se quejaba la bailaora.

Tras la misma vista de pájaro, le asombró la cantidad de arcos y coloridos del interior de la mezquita. Se llenó la boca con grandes carcajadas al comentar cómo iría a comerse esos grandes trozos de tortilla de Casa Santos que tan famosa es en Córdoba.

—Tampoco me iré de Córdoba sin probar los típicos caracoles de la ciudad —dijo con gran entusiasmo.

Asistirían al concierto-homenaje a Paco de Lucía, por la mano de Cañizares y la orquesta de Córdoba. Buscarían poder sentarse en la tercera fila del Gran Teatro para ver el taconeo de Rafaela Carrasco en su «Nacida Sombra», Quinet se vería reflejado en el contrabajo que acompañaría en el concierto de Dahfer Youssef, al siguiente día del concierto de la bailaora. Al próximo día, otro gran concierto, ahora eran los dos estudiantes quienes soñaban estar bajo la piel del guitarrista y contrabajista del espectáculo ofrecido por Lee Ritenour & Dave Grusin.

—Estaré en primera fila para ver cómo esa preciosa mujer da rienda suelta a sus pasiones con una eléctrica seis cuerdas. ¡Qué me gustaría ser esa guitarra para que ella me acariciase! —Comentaba con ojos llenos de pasión y lujuria la joven bailaora que ansiaba que llegase aquel quinto día de julio.

El ballet de flamenco de Andalucía, y el recital de el Niño de Pura serían las dos siguientes ineludibles citas, dentro de la programación del trío, a la que le seguiría la jornada en la que Tomatito tocaría junto a Michel Camilo. El último concierto que verían ese año tenía por nombre: «Manhattan de la

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Frontera2» que ofrecería José Antonio Rodríguez, a la voz de Macarena de la Torre; un espectáculo que encantaría al trío.

Siguieron conversando sobre la intención de volver a visitar el festival de la isla en este 2017, pero aún quedaban unos días. Macarena quería llegar a casa y contarle a su madre sobre su nuevo y reciente viaje.

Los espectáculos en la isla comenzarían el 21 de ese nuevo mes de julio y por tanto le daba unos días de respiro para volver a Sevilla antes de visitar tierras gaditanas. Por supuesto que Macarena siguió montada en ese carro de viajes por el flamenco que tanto gustaba al dúo de estudiantes.

Por la tarde noche, de aquel primero de julio de este 2017, decidieron salir a la calle a tocar un rato y conseguir un puñado de monedas para pagarse unas cervezas. Y ahí terminó ese nuevo viaje que habían programado aquella misma mañana y que jamás llegaría a producirse.

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—Vale. Las campanadas no habían hecho más que sonar; ya eran las doce de la noche. Llevábamos un rato tocando en la avenida de la Constitución. Normalmente no estábamos hasta tan entrada la noche, pero aquella tarde nos habíamos citado para hablar de un viaje. Estuvimos tomando cervezas y luego, cuando ya habíamos decidido irnos, apareció un

2 Música [m02]: Conexión Manhattan — Manhattan de la Frontera.

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grupo, que partía desde la alameda e iba hacia la Puerta de Jerez. Nos mezclamos con ellos, en ese bullicio de personas, y hasta allí nos fuimos.

—¿Os acompañaron?

—¡Sí! Iban arrasando con todo lo que había a su paso, con buenas maneras. Este fin de semana se celebraba en Madrid el día internacional del llamado orgullo gay. Seguro que no todos los que quisieron asistir a tal evento pudieron hacerlo, así que no nos pareció mal que algunos quisieran celebrarlo aquí, y de aquella manera; llamando la atención, pero sin hacer daño, como cualquier otra fiesta.

» El fin de semana se presentó fresco en esta calurosa Sevilla y, entre los que se habrán ido a costa en busca de sol, arena y agua salada, y los que tiraron para Madrid, pocos más quedarían para tales celebraciones, y eso que todavía hay mucho encerrado en su armario. Les hubiera sido más fácil salir desde la plaza del Duque hasta el paseo Colón por la calle O’Donnell, hacia la plaza de la Magdalena, y seguir por San Pablo y Reyes Católicos hasta la esquina del Paseo de Colón, donde comienzan esos bares de copas.

» Estuve leyendo algunas de las leyendas que, en defensa de la libertad sexual, expusieron en aquellos enromes marcos que hay por la avenida de la Constitución, y me llamó mucho la atención una de Lorca. Ese hombre tenía un pensamiento bastante abierto para su época. Lástima que lo matasen durante la maldita guerra civil, seguro que hubiera aportado mucho más a este presente que nos ha tocado vivir.

—¡Quinet! Te enrollas mucho.

—Disculpa, es algo muy particular en mí. Siempre me estoy comiendo el talento, le doy muchas vueltas a las cosas.

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—Bueno, no tienes que disculparte por eso. En ciertas ocasiones me sucede lo mismo. Pero continúa, por favor.

¡Vale! Prosigo. Como te contaba, nos fuimos con ese grupo hasta la avenida de la constitución. Ellos se fueron para la zona de los bares de copas del Paseo de Colón, y nosotros, en aquella esquina de la avenida, donde siempre solíamos ponernos, nos quedamos tocando. Y como llegamos más tarde que de costumbre, la noche estaba fresca, y aún había mucha gente paseando, pues seguimos un rato más.

» Nos encanta tocar y lo hacemos sin que ello suponga perjuicio ni esfuerzo alguno, y si además nos puede reportar un poco de dinero, pues mejor. La bailaora estaba cansada y hacía ya más de media hora que se había negado a dar un taconazo más. Así que nos pusimos a interpretar una granaína3.

—Disculpa, ¿la bailaora?

—Sí, Macarena. Al rato ya estaba harta y cansada mientras que Masao y yo seguíamos tocando.

—¿Un trío tocando flamenco en la Constitución?

—¡Exacto!

—¿Flamenco con un contrabajo?

—Claro, el flamenco es música, y la música es eso; música. El flamenco puede tocarse con cualquier tipo de instrumento. Algunos, como Simón Fernández, tocan con una flauta, y hay quien lo hace con un violonchelo, como José Luis López Fernández.

3 Música [m03]: Tía María Habichuela (granaína) — Josemi Carmona y

Javier Molina.

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—Ya, bien, la música es música. ¡Claro! Solo que siempre he tenido más en mente otro instrumento de percusión como el cajón rítmico.

—Bueno, es otra forma distinta de hacer flamenco.

—Lo sé, recuerdo cuando el año pasado en Radio 3, en el programa de flamencos y pelícanos, hablaron de popularizar más el flamenco, hacerlo más fácil para que todo el mundo pudiera bailarlo sin ningún problema. Pero bueno, nos estamos desviando.

—También yo escucho ese programa de radio. En fin, sí, es lo que hacemos en el trío. Así el ajeno a esta música no se sentirá tan alejado del flamenco y pensará que podría seguir su ritmo y bailarlo. La percusión que buscas, en nuestro caso, siempre va marcada por el taconeo de Macarena.

—¡Comprendo! Pero como te he dicho; nos desviamos.

—Sí. Perdón, Jota. ¿No?

—Sí, ya te dije que puedes llamarme así; Jota.

—Como iba diciendo; la bailaora se quejaba mientras que nosotros seguíamos tocando. De repente un mensaje le llegó a Masao, miró el móvil y rápidamente se lo guardó y nos dijo que nos fuéramos. Y en un tris recogió su guitarra. Me extrañó la brusquedad que empleó; colocó la bayeta de microfibras con la que limpia las manchas de huellas del instrumento, encima de las monedas que los viandantes depositaron en la funda, e introdujo la guitarra sin mayor cuidado. Ese detalle me impresionó. Siempre hacía una especie de ritual, y esta vez no. Huyó lo más veloz que pudo, dejando a su paso a la atónita Macarena que ya echó a correr cuando le vio recoger la guitarra. Sin embargo, yo seguía perplejo ante tal situación. No comprendía el porqué de aquellas prisas que le entraron a Masao. En un primer instante no supe qué hacer; si

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moverme, si salir corriendo y dejar allí mi contrabajo. ¿Y cómo podía dejarlo? Si mi instrumento para mí es más que un amigo. Han sido muchos los buenos ratos que he pasado gracias a él; ligues, estas actuaciones al aire libre, y el aprendizaje que desde siempre me ha acompañado. Perder mi contrabajo sería como abandonar a su suerte a un hermano en medio de la nada, sin cobijo ni alimentos, sin poder defenderse de lo ajeno que allá lo envuelve. Si lo dejaba allí podrían robármelo. Macarena se descalzó los tacones y corrió perpendicular a la avenida, dirección al río por la primera salida que vio. No se preocuparon por mí. Y es probable que yo hubiese hecho lo mismo. La bailaora sabía que, como si de una competición se tratase, iba en desventaja, pues el vestido es bonito para bailar, pero demasiado pegajoso para correr. Y yo, como te conté, no supe reaccionar a tiempo.

» Tal vez, en un segundo de lucidez, y frente a la incertidumbre en la que quedé absorto, dejé mi contrabajo en uno de los soportales que pillé abierto aprovechando que, lo que parecía, un vecino de la zona accedía por aquel portal. No dijo nada. Supo ver mi juicio y me dejó hacer. Una vez que consideré que mi contrabajo quedaba a salvo, me dispuse a seguir a Macarena y a Masao. Salí corriendo y pronto, por el paseo de Colón alcancé a la bailaora. Apenas miré atrás y cuando lo hice nadie nos seguía. Todavía no sabía a qué temer.

» Algo más tarde, cuestión de minutos, nos dimos cuenta de que Masao había desaparecido. No sé bien si cogió el puente de Triana y terminó en el Tardón, o si marchó hacia Plaza de Armas en busca de la multitud para sentirse a salvo. Sostuve la idea de que no se dirigió al piso. Luego me figuré que algo grave hubo de pasar, más tarde supe que fue así. Jamás nos hubiera abandonado. Pensé que tuvo miedo, posiblemente por aquellas cosas de su familia que nunca me contaba, y que cogió un taxi para alejarse de aquella escena. Nunca habíamos vivido una situación similar. Y, a pesar de

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que en situaciones de pánico resulta impredecible saber de qué manera actuaremos, jamás pensé que fuera un cobarde; estaba en lo cierto. Aquello pasó y arrastré la idea de que Masao ya estaba a salvo. Y con aquella, seguí junto a Macarena, mas sin comprender qué debíamos de temer, todo el mundo andaba normal, excepto nosotros.

La bailaora se quedó sentada, suspirando y comentando lo ocurrido. Maldecía el traje que llevaba, mientras se preguntaba por qué, aún a esas horas, seguíamos en la avenida.

«¡Si yo estaba ya reventá! ¡No sé qué coño pintábamos ya, tan tarde, allí!», decía entre lamentos. Intenté consolarla mientras reparaba en que debía volver al lugar para poder recuperar mi contrabajo. ¿Me sigues?

—Mi silencio es muestra de ello.

—¡Vale! Planteé la posibilidad de recuperar mi contrabajo. Barajaba cuál sería la mejor ocasión para volver y recuperarlo. Temía que alguien se lo hubiese llevado o si aquella persona que me abrió la puerta me lo hubiese guardado. Y me pregunté en cuál de aquellos pisos viviría. Ahora, tras lo ocurrido, lo pienso y no sé cómo tendría que haber actuado. Tal vez fui torpe. Debería haberle pedido que me dejase subir con él a su piso, y no que le dejé allí mi instrumento. Pero tampoco sé si hubiera sido lo más acertado. Era imposible predecir todo lo que ha acontecido. Tomé la decisión que durante ese tránsito me pareció más apropiada. Gracias a Oshun no me equivoqué, no al menos en aquella sazón. Me parecía incorrecto molestar a nadie a aquellas altas horas. Causaría grandes molestias a los pocos vecinos, pero no me quedaba otra opción, no podía dejarlo, por más tiempo allí. Pensé en la posibilidad de que no hubiese nadie, o que no se me prestase atención. ¿Y si el tipo se lo llevó a su piso y luego salió? ¿Y si él tampoco vivía allí? Realmente no sé si abrió o si le abrieron, no tuve esa apreciación. Así que creció en mi la

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incertidumbre y el miedo de quedarme sin él. Aparte de su precio, ya te conté el valor sentimental que guarda para mí.

—¡Sí! Ya me dijiste.

—Seguí ajustando posibilidades. El hombre, en caso de que viviera en aquel bloque, podría haberlo guardado en su casa. Ahora sé la verdad. En aquel corto lapsus no me pareció mal tipo, aunque como dice la canción...

—La apariencia no es sincera.

—No sé de qué canción me hablas, pero también es válida. Seguía pensando en que, tal vez, se lo hubiera llevado para más tarde devolvérmelo. En definitiva; solo me quedaba ir a por él. No quise perder más tiempo y, con mala leche y paso lento, decidí quitar el velo a tanto desconcierto —el francés divagaba hasta que Jota le habló:

—¿Te encuentras bien?

El subinspector lo sacó del trance hasta que el muchacho prosiguió con su relato. Y después de contárselo le expresó que se encontraba muy cansado, y que aquel estado —el sin descanso que soportó durante aquellas últimas veinticuatro horas— no lo permitía ordenar todo lo sucedido.

—Hay momentos en que todo me pareció un mal sueño. Y tuve sueños que me parecieron muy reales.

—Está bien. Estás agotado. Descansa, ya nadie te persigue. Mañana vendré a verte.

—De acuerdo, descansaré. Pero antes quisiera saber cómo se encuentra Masao.

—¡Claro! ¡Comprendo! Nos vemos en breve. Descansa.

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El subinspector salió de la habitación. Su compañero, Eduardo, le esperaba afuera. Ataron cabos y consiguieron encajar todas las piezas del puzle que durante aquel largo día le habían planteado.

—Por un lado, esos tipos muertos aún sin identificar. Y un correo electrónico donde se hablaba de falta de colaboración entre dos organizaciones.

—¿Qué más tenemos, Eduardo?

—Un piso destrozado que curiosamente quedaba registrado en una hoja, como parte de una lista de viviendas, lo que nos lleva a pensar que estamos ante un grupo bien organización. No olvides eso, muchacho —Jota asintió—. Y luego está la otra vivienda, la del limonero, donde tenemos los restos de la fosa, además del pequeño portátil, de los ojos en formol, de la carta, del dinero…

—No olvides, Eduardo, el amenazante regalo, bajo el frío envoltorio de la pantalla digital, con un nombre: Masao.

—Vale, Jota: ¡Jaque mate! —Respondió su compañero! —Ya sé qué pasó. Y también qué papel jugaba la chica del tatuaje en toda esta historia. ¡No! No mentía del todo.

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La dulce voz

—¡Las doce y media ya! —Exclamó Macarena.

El tiempo pasó rápido, y el contrabajista no tenía más que perder. En media hora pueden suceder muchas cosas, y más cuando asoman las dudas y los temores.

La mente, como el niño travieso que es, seguía atosigando al francés que elucubró la situación que podría esperarle:

«Llegó al lugar, la avenida seguía en calma. Todavía había gente caminando tranquilamente por la misma, otros esperaban sentados en la estación del tranvía de el Archivo de Indias, ante la duda de si pasaría o no una vez más el tranvía. El panel de información no mostraría ningún dato. Con sigilo, y aparentando normalidad, se fue hasta la esquina donde minutos atrás había estado tocando junto al guitarrista. El pequeño tablado de madera que utilizaba la bailaora para resaltar su sonoro taconeo aún permanecería allí. ¿Quién iba a pretender llevarse un trozo de suelo de madera?

Y siguiendo con su precavido paso llegaría hasta el portal, pero con la sorpresa de encontrarse con quien antes le franqueó la entrada al portal».

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Y aquí la mente lo trasladó a un alternativo presente. Uno donde el extraño tipo sujetaba el contrabajo y, mientras buscaba sacarle algo de sonido a las cuerdas, contemplaba el laborioso y medido trabajo de artesanía que tenía en sus manos.

«¿Sabría o no tocar? ¿Sería músico?» …

# # # #

—Iban a por vosotros, Macarena —pronunció una voz de mujer.

Tenía los ojos de color miel, cabello pelirrojo y ondulado, bastante hermosa. Metro ochenta de altura, contando con los tacones no muy pronunciados que llevaba. Portaba, como parte de su atuendo, una extraña gorra de color oscuro, a juego con su sombría vestimenta, como si pretendiera ocultarse de algo, o de alguien.

Quinet prestó atención a la peculiar mariposa, de color azul, que tenía tatuado en su antebrazo izquierdo.

—¿Quiénes venían a por nosotros? ¿Quién eres, y de qué me conoces? —Macarena preguntaba a modo de ráfagas y sin sentido—. ¿Quinet, conoces a esta chica?

—¡No! —El francés respondió con absoluta firmeza, pero la chica no se detuvo.

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—Dejaos de adivinanzas. Más adelante habrá tiempo para explicaciones —replicó la opaca señorita—. El grupo seguirá con su búsqueda hasta encontraros.

—¿Grupo, dices?

Macarena se exaltó cuando el japonés recogió tan rápido y bruscamente. Huyó del lugar a toda prisa, tras ver los pasos de Masao, pero nunca pensó que los buscaban. La pelirroja observó al contrabajista que parecía estar sometido al influjo contradictorio de la incertidumbre.

—¡Quinet, despierta! Sal de esa perplejidad que a todas horas posees —el francés salió del limbo en el que se hallaba y le dirigió su mirada, mas no pronunció palabra.

«Se ha dirigido a mí como si me conociese desde siempre».

El muchacho no daba crédito a las oraciones que la mujer le lanzó. Recordó que aquellas se las decía su madre.

«Las tenía casi olvidada. Dejó de decírmelas cuando llegue a mi noveno cumpleaños».

Macarena también se hallaba perdida y extrañada. Tampoco supo qué fue lo que le dijo al francés. Quinet, en aquel instante, sintió recorrer por sus venas la misma intranquilidad que instantes antes sufrió la bailaora, cuando la chica pronunció su nombre. Jamás antes habían visto a esa mujer y ella les habló como si los conociera desde siempre. Aquello les causó mucha intriga; les rondaba la misma inquietud. Horas más tarde comprenderían el porqué, pero en aquel momento se hacían una misma pregunta:

«¿Cómo fiarse de alguien a quien no conoces?».

La chica, al ver la cara de incredulidad y ánimos de la pareja y el alejamiento que se estaba produciendo por la

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desconfianza en ella, les contó que fue contratada para protegerlos.

También les comentó que Masao se encontraba en una grave situación de peligro y había que dar con él para protegerlo. Pero para ello, antes debía asegurarse de que ellos dos estuviesen a salvo.

Aquello la chica del tatuaje les contó, a ojos de Quinet, no parecía un farol. Masao no aparecía por ningún lado. Y, a pesar de que no hablaban de aquello, conocía los secretos y entresijos que el japonés se traía entre manos. La bailaora, por su parte, jamás supo de aquellos detalles, y tampoco qué sentido dar a las palabras y a los hechos que aquella noche les rodeaban.

Quinet solo veía una alternativa, y único camino a seguir: creerla o no. Así que aceptó seguirla. Convenció a Macarena, se alejaron del Paseo de Colón, y así evitaron el que pudieran atraparlos. Tuvo el presentimiento de que Masao los estaría buscando, y alejarse de aquel espacio podría llevar al japonés a una situación equívoca, y perdería toda probabilidad de encontrarlos.

Sin más, cruzaron el puente de Triana. La chica, en medio de la pareja, sujetó a ambos por los brazos y, como si fueran amigos de toda la vida, caminaron mientras cuchicheaban sobre las posibilidades de encontrarse con Masao.

Quinet la observaba de arriba a abajo. La pelirroja parecía estar bien adiestrada, bastante recia y segura de sí misma. Según el contrabajista, la mujer tendría veintitantos años, y a juzgar por su silueta, gastaba muchas horas de entrenamiento y disciplina. Y, ante aquella nueva realidad, el muchacho no supo cómo actuar.

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Nadie les prestó mayor atención cuando cruzaron por el paso de cebra que separa la avenida Reyes Católicos del puente de Triana. Y con tal desdén cambiaron de acera.

La gente iba pendiente de otros menesteres. Las parejas mayores hablaban de sus cosas, algunos maridos miraban de reojo a las jovencitas que, con corta ropa, cruzaban al unísono. Ellas reían y hablaban a pleno pulmón para que los tiburones las avistaran, cosa que conseguían sin gran esfuerzo; el juego del amor y del deseo.

Una vez en el puente aminoraron la marcha y relajaron el paso. Tomaron dirección al Altozano. Pretendían llegar hasta Torre Sevilla por lugares concurridos.

Varios turistas, en el puente de Isabel II, conversaban mientras contemplaban el río. «Fíjate, el único río navegable de España», decían mientras se inclinaban buscando los reflejos en sus aguas. También hablaban del bello destino que habían elegido, y de los planes que habían establecido para aprovechar tan espléndido fin de semana y visitar la ciudad. «Y mira qué vistas. Parece como si los edificios quisieran asomarse para salir en la fotografía que se puede hacer a este bello Guadalquivir. Allí; la Torre del Oro. A su izquierda la Giralda, y a su derecha las torres gemelas nos observan desde la lejanía y, en aquel otro lado del puente, la torre que el arquitecto argentino diseñó. Dicen que, en las catorce plantas superiores, albergará un gran hotel».

Quinet, se aferraba a la posibilidad de reencontrarse con Masao, e insistía en que tanta separación era innecesaria.

—La zona de Chapinas a estas horas no será más que un desierto sin ningún tipo de refugio —la desconocida mujer aceptó la propuesta del francés y se quedaron por la zona de bares de la calle Castilla. Comprendió que el grupo que los seguía tendría que buscar, y mucho, para dar con ellos. Pero

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de vez en cuando se miraba su muñeca; la intranquilizaba la pulsera que tenía por reloj.

Macarena seguía atemorizada y, aunque no lo dijo, el muchacho también. Más que temor, lo que sentía era una gran incertidumbre por aquella circunstancia tan especial.

Ya, en la terraza de unos de los bares que hay por detrás del mercado, la mujer les contó que cierta organización, dispuesta a todo, pretendía secuestrar a Masao para obligar a su padre a realizar algo que le interesaba a aquella. Quinet no comprendía nada, la incertidumbre lo tenía atrapado, pero sospechaba que ella no mentía. Recordó aquellos momentos en los que vio a Masao muy preocupado.

# # #

Hubo momento en los que el japonés se mostraba muy inquieto y preocupado. Y cuando Quinet le preguntaba por ello siempre le respondía con «Problemas en la empresa de mi padre».

Un día lo pilló leyendo unos artículos acerca de Abengoa. La compañía había logrado alcanzar una adhesión, por parte de sus acreedores, del setenta y cinco por ciento. Lo cual les permitió llevar a cabo un plan de viabilidad, propuesto y aprobado días antes por el consejo de administración de la empresa sevillana. Quinet no le preguntó, entendió que la empresa de Masayoshi formaba parte de esos acreedores. A partir de entonces, cada vez que se encontraba a Masao

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mirando el ordenador, se encontraba con un nuevo titular sobre la empresa energética.

—¿Empresa, mafia y crimen se citan para atrapar a un simple y bonachón estudiante de música? ¿Una organización empresarial con aires de criminalidad? ¿Una chica que nos conoce bastante bien? Toda una película de espionaje. ¿No crees? —La chica del tatuaje escuchó esa misma cantinela, varias veces repetidas. La incredulidad de Macarena y de Quinet seguía en pie, e iba en aumento.

# #

Las agujas de reloj seguían corriendo y alcanzaron la una y media de la madrugada. El francés había perdido toda posibilidad de recuperar su contrabajo. Aquella idea se esfumó desde el momento en que apareció la pelirroja.

La mujer miró su reloj. A Quinet le pareció absurdo que aquella calculara el tiempo que tardaron en el desplazarse. Y con la intención de aparentar normalidad, como si no hubiera pasado nada, pidieron unas cervezas.

—¿Por qué hemos de confiar en ti? —Soltó la bailaora que, después de tantos minutos de temor, seguía sin saber qué pensar ni qué camino seguir: si creer en ella o no hacerlo. En su mente, como abejas en una colmena, se le agolpaban las dudas—. Me resulta difícil confiar en ti. Dices pretender protegernos de quienes quieren atraparnos. ¿Para quién trabajas?

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La desconocida miró a la bailaora, midió sus palabras a fin de no abrir más la brecha de la desconfianza, y lo soltó:

—Me contrataron para proteger a Masao, y por ende a vosotros. Las palabras de la pelirroja dejaron atónito a Quinet que, al momento, dejó sus paranoias conspiraciones y prosiguió con el interrogatorio que Macarena había iniciado.

—¿Y cuál es esa organización? No comprendo nada. Como otras tantas veces, estábamos ganándonos unas monedas para después tomarnos unas buenas birras y unas aceitunas. Y que ahora vengas y nos cuentes que existe una organización que va persiguiendo a mi amigo, y que fuiste contratada para que nos protejas. Me parece demasiado para asimilar en una sola noche.

Quinet miró a la bailaora. Siempre sostuvo que las mujeres son buenas observadoras, y la bailaora así lo era. Solía decir que tienen otra visión de las cosas, y son capaces de ver más allá de lo que parece real. Consideraba que las féminas podían ver esa parte de verdad y de mentira que, ante muchas de las situaciones que, en primera persona, vivían. Era consciente de que hay ciertos detalles que a los hombres siempre se les escapará, pues se dejan engañar por la ternura de un rostro, la silueta de la pintura y la tersa piel que los lleva a soñar con que surgirá la oportunidad y, mezclada con sus enormes atributos y sus fantásticos encantos, podrían llegar a someter a su semejante, pasando de ser meros desconocidos a propietarios, con la misma rapidez con la que se compra una bolsita de roibos con caramelo en cualquiera de las puestos de infusiones que hay por el barrio de Santa Cruz.

En efecto, Macarena andaba contrariada, seguía tejiendo con aquella madeja que tenía enredada en su cerebro. Dejaba ver, a través del suspense que sus oscuros y redondos ojos negros mostraban, que la chica decía la verdad, o al menos, no mentía del todo.

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—¿Cuál es tu nombre? Es lo menos que deberíamos saber de ti —la chica del tatuaje de mariposa esperaba la pregunta y rápidamente respondió.

—Azul, así me llaman —la bailaora volvió a preguntar mientras que Quinet contemplaba aquella cara de dudas que siempre ponía, sobre todo cuando le hablaban de escalas musicales.

—¿Para quién trabajas? ¿Quién te contrató para que nos protegieras?

—Trabajo para un grupo de protección privada, pero no sé quién nos contrató, eso es cosa de mi jefe. Soy la guardaespaldas de Masao. Lo conozco Personalmente, y me habló de vosotros en alguna que otra ocasión, pero seguro que no os habló de mí. De aquí que sepa ciertas cosas sobre vosotros —Quinet observaba a las dos mujeres, como si de un partido de pimpón se tratase. La pelirroja prosiguió—. Mi prioridad es Masao, vosotros deberíais estar fuera de todo esto. Es la única manera que existe para que yo pueda protegerlo. Vuestra colaboración, es importante. Y si os cogen no habrá nada que yo pueda hacer para protegerlo. Y Masao tendrá que ceder a los chantajes de esa otra organización.

—Nunca me contó que tenía servicio de guardaespaldas, y mucho menos que fuera una mujer quien le protege. Las tradiciones japonesas jamás hubieran permitido tal situación —a Quinet le seguía pareciendo un tanto extraño—. Es por ello que nunca habría consentido que una mujer lo protegiese. Le conozco bien, se sentiría avergonzado. Así que tengo la sensación de que ocultas algo. ¿Cómo podemos saber que no nos estás engañando?

El contrabajista recordó aquellas primeras palabras con que la desconocida se le dirigió:

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“¡Quinet, despierta! Sal de esa perplejidad que a todas horas posees”.

Se quedó pensando en el enunciado. Sabía que muy pocas personas conocen ese detalle.

«Mi padre, mi madre, mis hermanos y Masao», aquello fue determinante para entender que la chica decía la verdad.

—Masao es muy reservado y recatado, no va contando las cosas por ahí, lo que me choca es que nunca me habló de ti. Aunque comprendo que le resultase incómodo que una mujer lo protegiese.

La bailaora tenía medio desenredada la bobina y, a ritmo de su repiqueteo de pies y disciplinada cabeza, habló.

—Habrá que encontrar a Masao y que aclare este entuerto.

Quinet sabía que Macarena no tenía ni la más remota idea. Tiempo atrás, al poco de conocerse y después de alcanzar un enorme grado de confianza, Masao le contó que su padre tenía una empresa tecnológica, pero poco más le contó.

—Seguro que es la clave —respondió el francés—. Este último año lo vi muy preocupado. Pero creí que era por otros problema con su pareja.

—¿Su pareja? —Macarena estaba totalmente extrañada, y Azul no parecía interesada en ese tema.

—Sí, pero no debería hablar de esto, prefiero que sea él quien te lo cuente.

—¡Entiendo! —Macarena no sabía nada, solo la obviedad de que el japonés había desaparecido. Intentaron contactar con él, pero sin éxito, su dispositivo móvil ahora estaba fuera de red o sin cobertura—. ¡Nada! Apagado.

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Fue entonces cuando Azul hizo una llamada y confirmó que el sistema de rastreo y localización del teléfono móvil del japonés estaba inoperativo. Volvió a hablar por teléfono. Esta segunda vez se la oyó responder:

—De acuerdo, esperaré aquí —Macarena y Quinet, la contemplaban en silencio sin saber el significado de aquello.

Inmediatamente la desconocida propuso acompañarlos y ponerlos a salvo. Macarena, contrariada, no sabía qué hacer. Al final tomó la opción que le ofrecía más seguridad y se quedó del lado de Azul. Quinet, por contra, prefirió salir a buscar a Masao.

—Podría necesitar mi ayuda. Tengo la llave de su piso y sé muy bien por dónde suele moverse. En pocos minutos apareció un taxi.

—Ten mucho cuidado Quinet —le advirtió la bailaora—. Dejaré mi móvil encendido por si tú o Masao quisierais comunicarse conmigo —Quinet asintió.

La desconocida también se despidió de él con una frase que le hizo reafirmarse en la creencia de que Azul conocía muy bien a Masao.

—¡Luz y progreso, hermano!

La bailaora, sin embargo, no parecía saber a qué se refería cuando la otra se dirigió a su amigo. Y después de que estas se marcharan, el francés se quedó elucubrando oraciones:

“¡Luz y progreso! Que tus días estén llenos de luz. Que la luz guíe tus pasos”.

—Mi madre y su religión.

La luz, muy presente en Quinet, en su ser, en sus rezos de buenos deseos. Luz y progreso para todos, es la frase con la

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que solía cerrar sus oraciones y bendiciones a quienes le rodean y a quienes siempre lleva consigo; hermanos y padres.

—Masao sabe de mis plegarias. Compartimos muchos días y siempre que nos hemos separado me he despedido con la frase que ella pronunció. No me cabe duda alguna de que se conocen. Pero me sigue extrañando que Masao se haya guardado ese secreto.

Cuando Quinet marchó no sabía qué hacer ni para dónde tirar. Las agujas del reloj ya rozaban la media hora pasada de las dos de aquella prematura mañana. Y dudó:

«Seguirán buscándome. ¿Voy a por mi contrabajo o no?».

#

Con origen ancestral en Cuba, pero de padre francés.

Su padre es ingeniero de LAGOON, una empresa del sector naval bastante fuerte, y afincada en la ciudad de Burdeos. Un trabajo cómodo y bien remunerado como para permitirse idas y venidas a las Américas.

Años atrás, en uno de sus viajes a Cuba, conoció y se enamoró de una mujer especial; Anay, la madre de Quinet.

Durante largo tiempo intentó convencerla para que se casaran y se fuera a vivir con él a Francia, pero la mujer, muy arraigada a las costumbres de la isla, se mostraba reacia a abandonar su lugar de origen por miedo a la imposibilidad

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de volver. Al final, Pierre consiguió llevársela a Burdeos con la promesa de que, siempre que ella quisiese, volvería a la isla.

Razón esta que provocó que Anay viajase, cada cierto tiempo, de continente a continente. Tanto que Quinet casi nace en la isla.

Durante los primeros años de vida, Quinet viajaba a la tierra de su madre tanto como ella, hasta que le llegó la edad de ir al colegio, fue cuando su visita a la isla quedó relegada a la época estival.

Los viajes para el niño se fueron acortando conforme crecía, no así para su madre, ella seguía yendo y viniendo, cosa que cada vez pesaba más en su esposo que lo soportaba con gran estoicismo.

La riqueza cultural de estos primeros años supuso para Quinet un gran aliciente. Aprendió lo distinto de dos países, de dos idiomas tan cercanos entre sí, y por supuesto de dos religiones; la católica y aquella otra que su madre le inculcó con gran dedicación; la yoruba. Y con la búsqueda de esa última encontró algo que marcaría para siempre su destino: la música.

Los ritmos de percusión, los sones cubanos arraigados en la isla desde tiempos de la esclavitud, la música ritual unidas al jazz y al blues que allí se practicaba, gracias también a la influencia norteamericana, hicieron gran mella en el zagal.

Aquel compendio de sonidos provocó que, en su mente rítmica, y entre otros instrumentos, destacase el contrabajo y ocasionalmente, cuando el contrabajo resultaba ardua carga, el bajo eléctrico de seis cuerdas que su padre le regaló nada más ver los derroteros musicales por los que navegaba su hijo.

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Sus estudios siempre fueron orientados hacia la música desde que su madre le contó que aquella era buen camino para hablar con los que ya no están. Pero hubo algo que le hizo desviar un poco su rumbo, dejó de lado los ritmos caribeños y se centró en una música bien distinta y que partía del mismo origen que el blues.

Surgió durante un festival de jazz que vio a través de las plataformas digitales. Gilberto Gil compartió cartel con un tipo vestido siempre de negro, con sombrero y pañuelo al cuello, que realizaba un cante distinto. Cuando preguntó le respondieron: «Cante jondo».

El Cabrero le vislumbró por su forma de cantar; ese dolor y esa valentía que se mezclan en ese arte. Aquella forma de alargar las vocales mientras el guitarrista mantiene, a veces la rítmica, y a veces la melodía. Fue lo que lo apartó de las percusiones de Guajira, Zapateo y músicas criollas entre otras, que desde siempre se practicaban en la vetada ínsula. Sin embargo, la madre, celosa del legado que pretendía transmitirle, no permitió que abandonase la música que le transmitió cuando aún lo tenía en sus entrañas.

Desde entonces siguió la senda del fandango, y cada vez que había un espectáculo flamenco en la ciudad su padre hacía todo lo posible para asistir con su hijo, amén de asistir a festivales, de menor renombre. Lo hizo socio de la peña flamenca que desde mil novecientos noventa y cuatro nació en Burdeos y asistía al festival de arte flamenco que anualmente se celebra en Mont de Marsan.

Cante jondo y bulerías; lo que más le gustaba.

Otro detalle que le apasionó fue el impresionante taconeo y desparpajo con que las bailaoras y bailaores realizaban sus coreografías; alzar al vuelo los tupidos volantes de aquellos vestidos sacados de otro tiempo, y aquella manera de moverse lo cautivó.

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Todos los muchachos de su edad buscaban en las tiendas de música moderna, grupos de rock y de pop, mientras que el joven francés siempre se iba a la sección de folclore. Y el año que, por primera vez veraneó en Andalucía, lo hizo en Punta Umbría. Lugar que su padre escogió como epicentro, por sus playas, para visitar la cuna del fandango.

Quinet descubrió a muchos cantaores actuales y a otros que ya no están.

La voz quebrada de Paco Toronjo, y esos cantes dedicados a la defensa de su Huelva, le convirtieron en admirador incondicional del cantaor. Más tarde, en Sevilla, lo defendería a muerte el día que el conductor del autobús iba escuchando al onubense y un usuario, nada más subir, dijo que Paco no sabía cantar.

También descubriría a otros dos artistas que le abrirían un nuevo y amplio abanico de sonidos que siempre ha ofrecido la pequeña parcela del flamenco. Un tocayo de El Cabrero; José Monje Cruz, conocido popularmente como Camarón de la Isla.

—El Cabrero es puro fandango, pero Camarón aporta otros muchos estilos que, hasta ahora, eran desconocidos para mí, pero también muy interesantes y necesarios—. Decía con gran admiración.

Durante su primera visita a Cádiz encontró varios discos de Camarón: Un concierto en DVD de 1987 en París le asombró. También un disco; «Potro de rabia y miel», nada más ver el título le gustó. Y cuando llegó al hotel donde se alojaban puso su reproductor portátil de discos digitales, y auriculares de esos que cubren las orejas para captar toda la esencia de la música.

Al llegar a la cuarta pista, la que da nombre al disco, descubrió a un guitarrista espectacular.

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Más tarde, «la leyenda del tiempo», obra muy criticada, le hizo ver que, en el mundo del flamenco quedaba mucho que aportar, y que podía tocar este género musical con su querido contrabajo. Y, pese a haberse comprado una guitarra con cuerdas de nailon y estar dando clases de guitarra, nunca abandonó su primer instrumento. Después de aquello no volvería a coger la guitarra. Se centró por completo en su contrabajo, y ocasionalmente en su bajo.

Desde aquella primera vez en la que visitó Andalucía, solo pensaba en encontrar el momento oportuno para trasladarse hasta allí y estudiar flamenco, en aquella tierra que, desde tiempo inmemorable, tanta arte ha derrochado.

Pepe
VERSIÓN DEMOOBRA INCOMPLETA�
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ÍNDICE

AZUL --------------------------------------------------------------------------------------- 3

EL RELATO DEL PORQUÉ ----------------------------------------------------------- 17

LA DULCE VOZ ------------------------------------------------------------------------ 29