La Gaceta del FCE, noviembre de 2006

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Noviembre 2006 Número 431 Edmundo O’Gorman a cien años de su natalicio Eugenia Meyer Mauricio Tenorio Trillo y Carlos Bravo Regidor Las fuentes del mito Entrevista con Roberto Calasso Saber morir Un texto de Iván Illich Sergio Pitol en Barcelona Jorge Herralde El impulso literario de un viaje a Grecia Mauricio Montiel Figueiras Retrato escrito de Elsa Cecilia Frost Anne Staples Cómo leer hoy la historia, el mito y el cuerpo

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Noviembre 2006 Número 431

Edmundo O’Gorman a cien años de su natalicio■ Eugenia Meyer■ Mauricio Tenorio Trillo y Carlos Bravo Regidor

Las fuentes del mito■ Entrevista con Roberto Calasso

Saber morir■ Un texto de Iván Illich

Sergio Pitol en Barcelona■ Jorge Herralde

El impulso literario de un viaje a Grecia■ Mauricio Montiel Figueiras

Retrato escrito de Elsa Cecilia Frost■ Anne Staples

Cómo leer hoy la historia, el mito y el cuerpo

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número 431, noviembre 2006 la Gaceta 1

Sumario

Edmundo O’Gorman: la historia imprevisible 3Eugenia Meyer

Desdén, deslumbre e indiferencia: 8Edmundo O’Gorman en Estados Unidos

Mauricio Tenorio Trillo y Carlos Bravo Regidor

Mito 11Entrevista con Roberto Calasso

Muerte invicta. De la medicina a la medicalización y a la sistematización 15

Iván Illich

He vuelto a recoger las fl ores secas 17Francisco Alcaraz

En busca de una terraza griega 18Mauricio Montiel Figueiras

Aterrizaje de Pitol en Barcelona en 1969 20Jorge Herralde

La mujer que sí 22Antonio Ramos

Obras reunidas, de Iván Illich 26Por Jorge Federico Márquez Muñoz

Domme o el ensayo de Ocupación, de François Augiéras 27Por Alfredo Coello

Los duendes contraatacan,de Alicia Molina 29Por Juana Inés Dehesa Christlieb

Elsa Cecilia Frost 30Anne Staples

Dibujos de portada e interiores de Diego ToledoAgradecemos la colaboración de Paola Morán y Jorge Márquez

Eugenia Meyer es doctora en historia. Ha emprendido la búsqueda por enriquecer, con distintos instrumentos y me-todologías, las expresiones de las que se nutre la historia. A diferencia de buena parte de sus compañeros de generación y maestros, Meyer se dedicó al estudio de un periodo que en ese tiempo a casi nadie le interesaba: el siglo xx. Perteneció a la última generación formada por Edmundo O’Gorman. Ha preparado una antología , Imprevisibles historias. En torno a la obra y legado de Edmundo O´Gorman que publicará el fce. Mauricio Tenorio es historiador. Fue profesor del departa-mento de historia de la Universidad de Texas, Austin. Ac-tualmente es profesor-investigador de la división de historia del cide y de la Universidad de Chicago. Carlos Bravo Re-gidor es historiador. Actualmente estudia el doctorado en la Universidad de Chicago. Ivan Illich (1926-2002), fi lósofo e historiador, su obra reunida ha sido publicada por el Fondo de Cultura Económica. Roberto Calasso es escritor, nació en Florencia en 1941 y hoy en día vive en Milán. Es director editorial y consejero delegado de la editorial Adelphi, una de las editoriales de mayor prestigio internacional. Ha publica-do dos obras en Sexto Piso: La locura que viene de las ninfas y El loco impuro, su primera novela. La presente entrevista apa-reció en First City (Delhi’s City Magazine) en febrero de 2004, Rs.30. Francisco Alcaraz es poeta y editor. Su libro La musa enferma recibió el Premio Nacional de Poesía Joven Elías Nandino 2002. Mauricio Montiel Figueiras es narra-dor y ensayista. En 2003 publicó Larga vida a la nueva carne. Jorge Herralde es fundador y director de Editorial Anagra-ma, a la que se dedica en exclusividad, cuyos primeros títulos aparecieron en 1969. Ha recibido diversos galardones por su actividad editorial. Antonio Ramos es narrador, obtuvo el Premio Nacional de Cuento Julio Torri 2005 con su libro Dejaré esta calle. Ha sido becario del Centro Mexicano de Escritores, el Fonca y la Fundación para las Letras Mexica-nas. Anne Staples es doctora en historia. Entre sus libros más recientes se encuentran: “Año de 1831”, Diario histórico de Carlos María de Bustamante, 1822-1848, cd rom, El Cole-gio de México, 2002.

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Directora del FCEConsuelo Sáizar

Director de La GacetaLuis Alberto Ayala Blanco

EditorJosué Ramírez

Consejo editorialConsuelo Sáizar, Ricardo Nudelman, Joaquín Díez-Canedo, Martí Soler, Axel Retif, Tomás Granados Salinas, Álvaro Enrigue, Max Gonsen, Nina Álvarez-Icaza, Paola Morán, Luis Ar-turo Pelayo, Citlali Marroquín, Ge-ney Beltrán Félix, Miriam Martínez Garza, Fausto Hernández Trillo, Karla López G., Alejandro Valles Santo Tomás, Héctor Chávez, Delia Peña, Antonio Hernández Estrella, Juan Camilo Sierra (Colombia), Mar-celo Díaz (España), Leandro de Sa-gastizábal (Argentina), Miriam Mora-les (Chile), Isaac Vinic (Brasil), Pedro Juan Tucat (Venezuela), Ignacio de Echevarria (Estados Unidos), César Ángel Aguilar Asiain (Guatemala), Rosario Torres (Perú)

ImpresiónImpresora y EncuadernadoraProgreso, sa de cv

FormaciónCristóbal Henestrosa

La Gaceta del Fondo de Cultura Econó-mica es una publicación mensual edi-tada por el Fondo de Cultura Econó-mica, con domicilio en Carretera Picacho-Ajusco 227, Colonia Bosques del Pedregal, Delegación Tlalpan, Distrito Federal, México. Editor res-ponsable: Josué Ramírez. Certifi cado de Licitud de Título 8635 y de Lici-tud de Contenido 6080, expedidos por la Comisión Califi cadora de Pu-blicaciones y Revistas Ilustradas el 15 de junio de 1995. La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nombre registrado en el Instituto Nacional del Derecho de Autor, con el número 04-2001-112210102100, el 22 de no-viembre de 2001. Registro Postal, Publicación Periódica: pp09-0206. Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica.

Correo electró[email protected]

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PresentaciónUn elemento común, no previsto, otorga una momentánea unidad a lo diverso. Quie-nes nos dedicamos a las publicaciones periódicas lo sabemos. Algunos le dicen “sig-nos del tiempo”. Lo cierto es que el tejido de los diferentes puntos de vista no depen-de de una mano omnipresente, sino de algo que aun siendo concebido por la razón escapa de ésta convirtiéndose en coyuntura contingente, asociaciones que están en el pensamiento, dice en estas páginas Roberto Calasso.

En el presente número de la Gaceta, rendimos homenaje a Edmundo O’Gorman en el centenario de su natalicio, publicamos una entrevista con Calasso, un artículo inédito en español de Ivan Illich (no incluido en sus Obras reunidas), una crónica de Mauricio Montiel Figueiras y, entre otras colaboraciones, una memoria literaria de Jorge Herralde, todo lo cual genera un complejo de interrelaciones armónicas.

A primera vista, el conjunto de textos reunidos no responde a una idea unitaria, pues no nos propusimos un número monotemático o un tema repartido en distintos géneros. Pero la lectura de las partes asombra porque en su trasfondo están presentes la necesidad de la historia y la inevitabilidad del mito. Ni luz ni sombra: lo que resul-ta es una suerte de mirador desde el cual se pueden ver a distancia los matices de luz y sombra que constituyen el paisaje, captando en los detalles su totalidad.

Eugenia Meyer resalta los aspectos interactivos entre un autor y su obra, la pasión con la que O’Gorman profundizó en el conocimiento del pasado hasta conformar una fi losofía del historiador, combativo y polémico; Mauricio Tenorio Trillo y Carlos Bravo Regidor abordan la presencia de O’Gorman en el ámbito académico de Esta-dos Unidos y los diálogos del historiador mexicano con la cultura norteamericana; Calasso habla de los principales asuntos que han hecho de sus libros una constelación contemporánea de los mitos griegos e hindúes, de las técnicas mixtas de composi-ción, que hacen de cada uno de sus libros una pieza distinta; Illich redefi ne, desde la crítica social, el papel de los médicos frente a la muerte de sus pacientes y el signifi -cado actual de “vida” y “sistema”, este último como metáfora asimilada al estado de salud del cuerpo; la crónica de Montiel Figueiras y la remembranza de Herralde son, de alguna manera, dos vertientes de la historia y su intrínseca relación con el mito y su fi gura actual en la cultura contemporánea: el relato, donde no hay un héroe que resuelva un confl icto sino un confl icto revelado en las acciones o las obras de un escritor.

No es algo insólito, la rima es una correspondencia de la que, como lectores, so-mos testigos presenciales: el espejo es análogo al silencio. Las lecturas de conjunto, por tanto, no se proponen unifi car sino descubrir la intercomunicación de las ideas, del sentido que éstas le dan a la existencia representada, revisada o descrita en algu-na de sus partes.

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Apenas cuatro años antes de su muerte, al recibir el doctora-do honoris causa de la Universidad Iberoamericana, Edmundo O’Gorman escribió un texto que podemos considerar su testa-mento intelectual:

[…] una imprevisible historia como lo es el curso de nuestras mortales vidas; una historia susceptible de sorpresas y accidentes, de venturas y desventuras; una historia tejida de sucesos que así como acontecieron pudieran no acontecer; una historia sin la mortaja del esencialismo y liberada de la camisa de fuerza de una supuestamente necesaria causalidad: una historia sólo inteligible con el concurso de la luz de la imaginación; una historia-arte, cercana a su prima hermana, la narrativa literaria; una historia de atrevidos vuelos y siempre en vilo como nuestros amores: una historia espejo de las mudanzas, en la manera de ser del hombre, refl ejo, pues, de la impronta de su libre albedrío para que el foco

de la comprensión del pasado no opere la degradante metamorfo-sis del hombre en mero juguete de un destino inexorable.1

Ni más ni menos. Pero ¿cómo llegó a este pronunciamien-to, tan intenso y ambicioso? Para explicar tal convicción, resul-ta imperativo echar un vistazo a su vida y a su obra, que dan cuenta de un propósito fundamental: “alcanzar el supremo objetivo de la felicidad”.2

Sin duda el historiador se plantea una interrogante ontoló-

Edmundo O’Gorman: la historia imprevisibleEugenia Meyer

El tiempo presente adquiere claridad de sentido si conocemos nuestro pasado, si al interpretarlo lo encarnamos y con ese conocimiento conformamos una fi losofía, una razón cuya meta es la felicidad. Así lo observa Eugenia Meyer en este ensayo que presenta las señas particulares de un autor y su obra, las del historiador Edmundo O’Gorman, de quien se cumple el primer centenario de su nacimiento.

1 Edmundo O’Gorman, “Fantasmas en la narrativa historiográfi -ca”, 4 de octubre de 1991, en Nexos, núm. 175, julio de 1992, México, p. 52.

2 Edmundo O’Gorman, “La historia como búsqueda del bien-estar. Un estudio acerca del sentido y el alcance de la tecnología”, Plural, México, septiembre de 1974, p. 14.

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gica: ¿a qué aspira el hombre? A partir de ahí logra un pensa-miento lógico y congruente que lo lleva, a lo largo de muchos años, a defi nir la naturaleza de la vida humana y a perseverar en una vida mejor para sí mismo. Ciencia y tecnología deben servir al hombre para que la felicidad sea asequible. ¿Cómo?, valiéndose de los instrumentos de la técnica y las profundida-des del pensamiento, y así convertirse no sólo en el amo del universo sino en el amo de sí mismo. Es decir, el proyecto de vida de todo ser humano debería procurar la conquista de la inocencia que, sin duda, podría conducir a la recuperación del paraíso perdido.

La hazaña personal y social de este hombre tan singular, que conjugó admirablemente talentos, compromisos y pasiones como jurista, fi lósofo, historiador y maestro por excelencia, arranca el 24 de noviembre de 1906 en el seno de una familia con raíces irlandesas y mexicanas, “nada vulgar”,3 como dijera Justino Fernández, el amigo de toda su vida. La madre, Encar-nación O’Gorman Moreno, descendiente del primer cónsul británico en nuestro país, encauzó a sus hijos Juan, Edmundo, Cecilia y Tomás hacia las actividades intelectuales. El padre, Cecil O’Gorman, un ingeniero minero que llegó a México en el ocaso del siglo xix, se dio tiempo para encontrar su verdade-ra vocación de pintor y heredar a su familia la pasión por el arte y el sentido estético.

En 1928, Edmundo O’Gorman se graduó en la Escuela Libre de Derecho. Quienes fuimos sus alumnos le escuchamos decir que, luego de una década de ejercicio, considerada nota-ble por su agudeza y pericia, se hartó de divorciar parejas y de atender frivolidades y casos mundanos. Abandonó la práctica jurídica. Como ya era un gran lector de historia y literatura, decidió incursionar, quizá sin tenerlo muy claro, en lo que sería su razón de vida: la historia, en que abrevó para ir en busca de la felicidad que tanto pregonaría en el futuro.

Llegó con apenas 31 años al Archivo General de la Nación (agn), en donde permaneció por espacio de casi tres lustros. Ocupó un modestísimo puesto de historiador “c” y, apenas seis meses después, recibió su primera promoción para ser nom-brado jefe de la Sección de Historia, en sustitución del recien-temente fallecido Luis González Obregón.

Dejó el Archivo en 1952 y, tras de sí, una pléyade de artícu-los, más de medio centenar (56 para ser precisos), que publicó al compás de sus descubrimientos e investigaciones en el Bole-tín del Archivo General de la Nación.

Al novel investigador le interesaba, por sobre todo, el pasa-do colonial y aprovechaba cualquier oportunidad para recorrer los caminos de esa época y visitar monumentos del siglo xvi. El propio Justino Fernández contaba que el entusiasmo por los monumentos y la vida novohispana los llevó a una experien-cia monacal, ya que durante ocho días ocuparon unas celdas del convento de Acolman.

Llevamos catres plegadizos, cobijas, linternas, libros, papel y plu-mas; lo demás lo improvisamos: unas tablas eran las mesas de trabajo. Nos impusimos por regla desayunarnos muy temprano, trabajar todo el día, comer a las cinco de la tarde y acostarnos

apenas caída la noche. Estudiamos el monumento con detalle, nos intrigaba qué partes de él eran la primitiva, la posterior y la última. Edmundo especulaba sobre todo ello, mientras yo dibujaba el mural de Santa Catarina en la capilla abierta. En algunos ratos libres leíamos la Vida interior, de Palafox, o el Santo Tomás, de Chesterton. La experiencia nos gustó, pero no la resistimos por mucho tiempo.4

Después ambos emprendieron la aventura de convertirse en editores. Empezaron por publicar obras pequeñas de poesía, luego varios libros que incluso contenían una viñeta con color puesto a mano. Y centraron sus esfuerzos en Alcancía, una editorial doméstica en la que ellos hacían y le dieron cabida a todo: poesía, historia, literatura y fi losofía. Apareció entonces su Santo Tomás Moro y la utopía de Tomás Moro en la Nueva Espa-ña.5 La experiencia, aunque muy aleccionadora, resultó un total fracaso económico. Casi en forma simultánea, O’Gorman publicó su Breve historia de las divisiones territoriales. Aportación a la historia de la geografía de México,6 como parte de las conme-moraciones por los 25 años de la creación de la Escuela Libre de Derecho en 1937.

Aquélla fue una época decisiva para O’Gorman, en lo per-sonal y lo profesional, por su encuentro trascendente con la Facultad de Filosofía y Letras de la unam, primero como estu-diante y, a partir de 1940, como profesor. En el viejo edifi cio de Mascarones entró en contacto con intelectuales mexicanos como Antonio Caso y especialmente con José Gaos, el Traste-rrado, quien a partir de sus cursos sobre Descartes y tras en-cauzar a sus alumnos a la lectura de Ser y tiempo de Heidegger, orientó al que ya apreciaba por su capacidad intelectual y ad-virtió, tiempo después, como “un historiador con una concien-cia harto fi losófi ca de su actividad, el historiar”.7

De hecho, José Gaos fue quien con mayor acierto y preci-sión se adentró en la obra de O’Gorman, entendida como la afortunada mezcla entre la fi losofía de la historia, la historia de las ideas y la historia en general. Todo ello permitía al mexica-no profesar una ontología dualista de las esencias, propia de los entes históricos, a diferencia de los no históricos, probando con ello, a fi n de cuentas, que los hechos de la Historia pueden ser objeto de ideas, pero que éstas también son entes históricos.8

Ya inmerso en el quehacer histórico, O’Gorman se arrogó la que sería su guerra personal por muchos años, el combate tenaz a la historia positivista o científi ca que dominaba el me-dio de entonces, y se propuso la conquista de un territorio ciertamente excluyente, y hasta intolerante, que proclamaba a los cuatro vientos una pretendida objetividad e imparcialidad. Ello sucedía al tiempo que se vio inmerso en las arenas move-

3 Justino Fernández, “Edmundo O’Gorman, su varia persona-lidad”, en Conciencia y autenticidad históricas. Escritos en homenaje a Edmundo O’Gorman, México, unam, 1968, p. 13.

4 Ibidem, p. 14.5 Edmundo O’Gorman, Santo Tomás Moro y la utopía de Tomás

Moro en la Nueva España, México, Alcancía, 1937.6 Edmundo O’Gorman, “Breve historia de las divisiones territo-

riales. Aportación a la historia de la Geografía de México”, Trabajos jurídicos de homenaje a la Escuela Libre de Derecho. XXV aniversario, Polis, México, 1937. Puede verse la edición corregida y puesta al día, Historia de las divisiones territoriales de México, México, Porrúa, Sepan Cuantos, 45, 1966.

7 José Gaos, “Historia y ontología”, en Conciencia y autenticidad histórica, op. cit., p. 19.

8 Ibidem, p. 39.

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dizas y complejas de la lucha casi iconoclasta entre hispanistas e indigenistas.

En 1948 presentó su examen para obtener la maestría en Filosofía con especialidad en Historia y el 12 de septiembre de 1951 obtuvo el doctorado en Filosofía. Apenas un año más tarde se incorporó como profesor de carrera en la propia facul-tad que lo había formado y ahí permaneció el resto de su vida.

Por casi medio siglo, hasta su muerte en 1995, O’Gorman desarrolló una intensa, fecunda y creadora vida académica, cuyos frutos son variados y muy importantes. Se topó, quizá sin proponérselo, con una veta formidable al reinventar a los cro-nistas de la conquista y la experiencia colonizadora, a partir de su prólogo a la Historia natural y moral de las Indias de Joseph de Acosta en 1940, seguida por un sinnúmero impresionante de estudios introductorios y verdaderos ensayos fi losófi cos e his-toriográfi cos de autores como Fray Servando Teresa de Mier, Gonzalo Fernández de Oviedo, Francisco Cervantes de Salazar, Pedro Mártir, Antonio de Solís, Fray Toribio de Benavente o Motolinía, Fernando de Alva Ixtlixóchitl, Fray Bartolomé de las Casas, por citar sólo a unos cuantos.

Fue también un pensador estudioso, disciplinado y acucioso crítico de los primeros historiadores; prueba de ello son sus espléndidas ediciones de Los nueve libros de la historia9 y de la Historia de la guerra del Peloponeso.10

Junto con ellas, celebramos sus impecables traducciones a obras clásicas de Locke, Hume, Adam Smith y Collingwood. Todo lo cual sirvió como preludio a su encuentro con el ser histórico de América, que le permitirá incursionar en el fasci-

nante proceso cognoscitivo del llamado Nuevo Mundo, y dio como resultado las obras: Fundamentos de la Historia de América (1942), Crisis y porvenir de la ciencia histórica (1947), La idea del descubrimiento de América (1952) y, para cerrar el ciclo con bro-che de oro, La invención de América (1958).

Contundente y combativo, O’Gorman habría de tener sesu-das polémicas:11 una primera con Lewis Hanke12 en torno a uno de los personajes que estarían presentes a lo largo de su ofi cio de historiador, Fray Bartolomé de las Casas. Muchos años más tarde, aquellas refl exiones servirían de sustento a una de sus más importantes disertaciones, la que apareció como estudio preliminar a la Apologética histórica sumaria.13

Sostuvo otro debate, aunque fallido, con Silvio Zavala, en un seminario para el estudio de la Técnica de la Enseñanza de la Historia, que tuvo lugar en marzo de 1945. Los dos historia-dores se enfrascaron en una discusión sobre los problemas fi lo-sófi cos implícitos en la actividad del historiador. Como conse-cuencia, la Sociedad Mexicana de Historia los convocó a una sesión-duelo bautizada como “Consideraciones sobre la verdad en historia”, a la que acudirían otros distinguidos historiado-res, a manera de padrinos. Zavala invitó a Rafael Altamira y a Domingo Barnés; O’Gorman invitó a José Gaos y a Ramón Iglesia. La reunión estaba emplazada para tres meses después,

9 Herodoto, Los nueve libros de la historia. Prólogo de Edmundo O’Gorman, México, Porrúa, Sepan Cuántos, 1971.

10 Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso, introducción de Edmundo O’Gorman, México, Porrúa, Sepan Cuántos, 290, 1974.

11 Cf., Carmen Ramos, “Edmundo O’Gorman como polemista”, en Conciencia y autenticidad históricas, op. cit., pp. 49-67.

12 Edmundo O’Gorman, “Lewis Hanke on the Spanish Struggle for Justice in the Conquest of America, Hispanic American Historical Review, vol. xxix, noviembre, 1949, pp. 563-571.

13 Fray Bartolomé de las Casas, Apologética histórica sumaria, edi-ción preparada por Edmundo O’Gorman, con un estudio preliminar, apéndice y un índice de materias, México, unam, 1967, 2 vols.

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el 15 de junio de 1945. Por uno de esos misterios, que también caracterizan a la historia, Zavala se ausentó del país, “sin que hubiese pedido a ninguna de las dos personas designadas por él, que lo supliesen en ese formal compromiso que había con-traído”.14

Y si bien el duelo programado no se llevó a cabo, en la reu-nión prevista O’Gorman tuvo la posibilidad de sugerir la crea-ción de un instituto que fuera a la vez “escuela y registro del pensamiento histórico vivo, refl ejo y a la vez portavoz de las inquietudes espirituales de nuestros días”.15

En su texto, O’Gorman recupera los elementos de la ima-ginación y la inventiva creadora como esenciales para la histo-ria. Con ello, puso al descubierto la profundidad de su pensa-miento sobre el ofi cio de historiar y el compromiso que adquiere el historiador frente a los hechos. Se trataba, a qué dudarlo, de reconocer la importancia de los datos, de las inves-tigaciones acuciosas, pero también de asumir que la mera eru-dición farragosa y estéril, la “letra muerta”, como él la llamaba, no son sufi cientes. Se requería de una tarea mucho más diná-mica, más comprometida, la de buscar y ahondar en las razones que mueven a los hombres. Hacía falta revisar los rastros del pasado, esas fuentes que daban motivo a un diálogo permanen-te entre el acontecer social y el individual para luego construir una historia que se humanizara a partir de la propia inventiva del historiador.

Era, a fi n de cuentas, una confrontación entre dos tenden-cias: la científi ca positivista y la historicista. Y con ello, como

tema central, moverse en los límites del subjetivismo, del indi-vidualismo en la interpretación histórica.

Para O’Gorman era menester entregarse e incluso poner en riesgo la vida intelectual, el propio ser moral de quien inter-preta los hechos. Es decir, el historiador asume como un impe-rativo involucrarse con ese pasado de manera total, para así, y sólo así, comprendernos, correr el riesgo de una entrega ab-soluta.

Sostuvo una tercera polémica, de calidad y sustancia, con Marcel Bataillon,16 sobre la Idea del descubrimiento de América, que le permitió a O’Gorman aprovechar la oportunidad para volver, con gran placer, al reto nada despreciable de poner sus conocimientos y su enorme capacidad fi losófi ca para el debate al servicio de sus argumentos.17 Se trató sin duda de defender sus tesis con respecto al acontecimiento de 1492 y la aparición de América en el seno de la cultura occidental que, a fi n de cuentas, involucraba la manera como se concibe el ser de Amé-rica y el sentido que ha de concederse a su historia, frente a la censura del intelectual francés que insistía en que O’Gorman, de hecho, había caído en tesis contradictorias.

Bataillon defendió la forma tradicional de analizar e inter-pretar la hazaña colombina, como también el uso que se ha dado a la importancia de la leyenda o, quizá, al mito que los cronistas españoles crearon en favor de la empresa real. O’Gorman, en cambio, insistió en que el uso que se hizo de dicha leyenda fue diverso y discutible y, sin embargo, ello no invalidaba el hecho de que la leyenda era, fi nalmente, una for-ma de interpretar la hazaña del almirante genovés.

Cualesquiera que fueran los motivos o las formas de O’Gorman para enfrentarse a las críticas o disensos, lo impor-tante sin duda era la posición que tenía ante la historia; la pa-sión con que defendió la historicidad de los hechos y esgrimió la defensa del historicismo como verdad y razón de vida.

Pero no sólo América fue el sujeto de sus desvelos y dedica-ción. México, en su diversidad inagotable, lo llevó por las sendas de la vida colonial y, con ello, al criollismo,18 así como al culto de la virgen de Guadalupe,19 las vivencias independen-tistas o la fi gura y hazañas de Miguel Hidalgo,20 las experien-cias e incursiones de liberales y conservadores que les permi-tieron mirar hacia Europa o Estados Unidos en la búsqueda de

14 Edmundo O’Gorman, “Consideraciones sobre la verdad en his-toria”, Revista de Filosofi a y Letras, vol. x, núm. 20, octubre-diciembre, 1945, p. 180.

15 Ibidem, p. 182.

16 Marcel Bataillon, “L’idée de la decouverte de L’Amérique chez les spagnols dés xvle siécle, Bulletin Hispanique, París, tomo lv, núm. 1, 1953.

17 Edmundo O’Gorman, “Marcel Bataillon et l’ídée de la decou-verte de L’Amérique”, Bulletin Hispanique, París, tomo vi, núm. 4, 1954, pp. 345-363.

Un año después aparecieron ambos textos en español, Marcel Bataillon y Edmundo O’Gorman, Dos concepciones de la tarea histórica con motivo de la idea del descubrimiento de América, unam (Centro de Estudios Filosófi cos), México, 1955.

18 Edmundo O’Gorman, “Meditaciones sobre el criollismo”. Discurso de ingreso a la Academia Mexicana Correspondiente a la Española, Centro de Estudios de Historia de México, México, 1970.

19 Edmundo O’Gorman, Destierro de sombras. Luz en el origen de la imagen y culto de Nuestra Señora de Guadalupe del Tepeyac, unam, Insti-tuto de Investigaciones Históricas, México, 1986.

20 Edmundo O’Gorman, “Hidalgo en la historia”. Discurso de ingreso a la Academia Mexicana de la Historia, Memorias de la Acade-mia, Academia Mexicana de la Historia, xxiii, núm. 3, México, julio-septiembre de 1964.

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modelos y formas de vida política para sentar fi nalmente las bases de una “América mexicana”;21 o bien a la revolución de Ayutla,22 que sentó las bases liberales para emprender el cami-no por toda la segunda mitad del siglo xix.

Fue entonces cuando O’Gorman, en una refl exión profun-da, logró uno de los textos más signifi cativos, por cuanto la comprensión de la historia de México como un todo, indisolu-ble e incuestionable. En México, el trauma de su historia,23 fi el a su prédica de que “los temas deben nacer del hígado”, hizo a un lado la erudición y la “devoradora pasión por los hechos”,24 prescindió del fastidioso uso de notas y aparatos críticos que rayan en el exceso de la cientifi cidad, y se dispuso a realizar un análisis íntimo del proceso de la identidad mexicana, como unidad fundamental de nuestra historia.

La suya resultó en una originalísima interpretación del pa-sado de México, que le venía de dentro, a partir de un largo proceso de refl exión e interpretación. Con gran inventiva pre-sentó una serie de argumentos e hipótesis, sustentados en el profundo conocimiento que tenía de la historia mexicana y su brillante capacidad para describir con precisión las raíces y las razones del fracaso del ser mexicano.

Se trató sin duda de un texto que provocó cierta desazón, que no pasó inadvertida. En él, insiste en el recurso de la his-toria como instrumento y compromiso para plantearnos el fu-turo común. Recurriendo a un sinnúmero de pasajes históricos, reconocía el esfuerzo por constituirnos en nación, e insistía: “en la historia no se puede, sin impunidad, resucitar experien-cias agotadas”.25

O’Gorman se plantaba en el centro del acontecer nacional de su tiempo, de la decadencia de Occidente y del verdadero desafío entre la tradición y la aventura de la modernidad. Re-conocía entonces que,

[…] todos estamos embarcados en la misma nave zozobrante, y no habrá para nadie ningún asidero esencialista ontológico de dónde cogerse. Pero también podemos y quizá debamos comprender que se trata de una crisis preñada de la posibilidad de una mutación en trance de actualizarse y cuya condición será superar el egocentris-mo nacionalista, iberoamericano o de cualquier otra especie o procedencia. Una mutación que inaugure la grandiosa aventura y ventura de una cultura ecuménica sobre los logros y la experiencia —no sobre las cenizas— de la civilización universalista ya alcanza-da. Conquistada la naturaleza exterior, se abre la perspectiva de la conquista de la interioridad del hombre con el descubrimiento de un objetivo común que sea capaz de generar el amor, el valor y la voluntad de sacrifi cio, que en su día han sabido generar el nacio-nalismo y sus empresas guerreras. Independientemente de una

dirección sabia en resolver y satisfacer eso que hoy se llaman nues-tras carencias —y añado, nuestros excesos—, ese deseado desper-tar del trauma de nuestra historia se concreta, por una parte, en la renuncia a toda esa mitología que la enerva, y por otra parte, en tener clara conciencia de aquellas dos posibilidades de nuestro tiempo a fi n de colaborar generosamente en el cumplimiento de la primera y con decisión y energía en el estorbo de la segunda.26

En última instancia, el ofi cio de historiar resultó para O’Gorman una actividad esencial, ligada a su amor por México y lo mexicano, que lo llevaron a adentrarse en las aguas recón-ditas del pasado nacional, abrevando del pensamiento de quie-nes dieron sentido al concepto de patria y procedieron a la creación de nuestra nacionalidad.

La suya fue siempre una prédica por reconocer que la ver-dad histórica era apocalíptica, que había que buscarla sin des-confi ar de la imaginación. Vivió fi el a su forma de pensar la historia, ajeno a lo fáctico y descriptivo para privilegiar la in-terpretación y el entendimiento de los procesos históricos, tan alejados siempre de la cientifi cidad que terminaba por acosar y limitar el trabajo propiamente histórico.

Por ello es que ahora, en los nuevos tiempos, reconocemos que la de O’Gorman fue una historia imprevisible, de atrevidos vuelos, siempre en vilo, siempre en construcción, que partía de la imaginación y esgrimía como razón de ser la necesidad de mostrar la natural y riquísima variedad de lo individual humano como recurso para romper lanzas, una y otra vez, por la causa de la libertad. G

21 Edmundo O’Gorman, La superviviencia política novo-hispana. Refl exiones sobre el monarquismo mexicano, México, Fundación Cultural de Condumex, Centro de Estudios de Historia de México, 1969.

22 Edmundo O’Gorman, “Precedentes y sentido de la Revolución de Ayutla”, en Plan de Ayutla. Conmemoración de su primer centenario, México, unam, Ediciones de la Facultad de Derecho, 1954.

23 Edmundo O’Gorman, México, el trauma de su historia, México, unam, 1997.

24 Edmundo O’Gorman “La historia: apocalipsis y evangelio”, Diálogos, México, 70, julio-agosto, 1976, p. 6.

25 Edmundo O’Gorman, México, el trauma de su historia, op. cit., p. 98.

26 Ibidem, p. 119.

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Desdén, deslumbre e indiferencia: Edmundo O’Gorman en Estados UnidosMauricio Tenorio Trillo y Carlos Bravo Regidor

Una pregunta se responde en este artículo escrito al alimón: ¿cuál es la presencia de Edmundo O’Gorman en el ámbito académico de Estados Unidos? ¿Cómo se ha leído su obra, cuál ha sido su difusión, y cuál su vigencia? La respuesta, crítica y formulada en prospectiva, profundiza en las principales ideas y por ende en la pasión intelectual que las animó, pasando al otro lado de la frontera norte.

Edmundo O’Gorman: un Mexican Victorian —traductor al cas-tellano de Adam Smith, David Hume, R. G. Collingwood y F. J. Turner, promotor de los primeros encuentros entre dos tradiciones historiográfi cas, la de Estados Unidos y la de Méxi-co—, bête noir de las historiografías nacionalistas de América, lecturer de impecable inglés en numerosas universidades esta-dounidenses… Don Edmundo, sin embargo, ha merecido una extraña recepción en Estados Unidos. Aunque a lo largo de su vida grandes latinoamericanistas en Estados Unidos fueron sus interlocutores —Lewis Hanke, Irving A. Leonard, David Brading, Charles Hale—, el grueso de su obra fue por mucho tiempo desconocido en la academia estadounidense, incluso entre la mayoría de los Mexicanists. No obstante, en las décadas de 1980 y 1990, a raíz de un giro teórico en el pensar historio-gráfi co estadounidense, O’Gorman pareció ganar una súbita acogida. A la luz de la publicación de Metahistory de Hayden White (1977) y That Noble Dream de Peter Novick (1988), de la traducción al inglés de La conquête de l’Amérique de Tzvetan Todorov (1984) y de varios trabajos de Michel Foucault, O’Gorman dejaba de ser extravagancia y hasta prometía vol-verse, en una de ésas, ortodoxia. Así, pasó de ser trasunto de la inútil pero irresistible belleza del ensayismo mexicano, a ser un posmoderno de antes de la posmodernidad: una voz que desde la América “Latina” decía lo que para lo que en los noventa era éxtasis —invención, deconstrucción, lenguaje, imaginación, irreverencia. Con todo, este súbito enamoramiento decantó en desamor, y su The Invention of America (publicado en inglés en 1961) volvió, si no ya al olvido, sí a la incomprensión. A la distancia, el desdén primero resulta tan sorprendente como el posterior deslumbre, tardío y efímero; no menos sorpresa debe causar la actual mezcla del latinoamericanismo estadouniden-se: indiferencia más o menos generalizada ante la obra de O’Gorman combinada con ejercicios de canonización posmo-derna à la Américaine.

1.

En 1963, el historiador Samuel. M. Morison, biógrafo de Co-lón, premio Pulitzer, profesor de Harvard y uno de los histo-riadores estadounidenses más infl uyentes en la primera mitad del siglo xx, publicó un detallado análisis de la versión inglesa de La invención de América. Morison no coincidía con la tesis de O’Gorman sobre Colón, pero se mostraba asombrado, acaso

conmovido, ante los destellos imaginativos del que llamaba “our Mexican historian”. De hecho, ambos historiadores su-pieron mantener un desacuerdo caballeroso. Antes de que los encuentros entre historiadores mexicanos y estadounidenses se volvieran, a pesar de la oposición de O’Gorman y de Hanke, tertulia de mexicanistas, mexicanos y estadounidenses, se pensó en comentarios del estilo O’Gorman como el historiador mexi-cano favorito de Morison y Morison como el historiador es-tadounidense favorito de O’Gorman. Pero más allá del des-acuerdo en el uso de las fuentes y en la interpretación, Morison pintó su raya ante la desenfrenada propensión fi losófi co-ensa-yística de O’Gorman. Lo mismo hicieron otros críticos del li-bro de O’Gorman como Richard Morse, quien, por otra parte, admiraba las tesis del “ethos” latinoamericano de un Leopoldo Zea. Para estos primeros lectores estadounidenses, las ideas de O’Gorman eran como bebidas espirituosas, fascinantes pero traicioneras, a consumir con cuidado y en pequeñas dosis: su erudición y su gran estilo (“the most delightful and the most dangerous”, a decir de Louis E. Bumgartner) atolondraban el intelecto. Nada recomendable, en resumidas cuentas, para una historiografía que se quería empírica y objetiva a toda costa.

2.

A fi nes de la década de 1980 las humanidades en la academia estadounidense se volvieron campo de batalla, movidas por la identity politics y las lecturas de Franz Fanon, Michel Foucault, Paul de Man, Jacques Derrida y variopintas versiones del pos-estructuralismo francés, “Nada como un término francés para neutralizar an American danger”, dejó escrito Saul Bellow en Ravelstein (2000) —la novela sobre aquellas guerras culturales. Fue entonces que se puso en entredicho el “canon occidental”, que se exhibieron los usos encubiertos del poder en la produc-ción de conocimiento y que se impugnaron la ceguera cientifi -cista y la aversión a la teoría crítica en las humanidades y las ciencias sociales. En el campo de la historia, fi guras como Ro-bert Berkhofer, Domique LaCapra y Hayden White, entre otros, formularon lo que se denominó el posmodern challenge: a decir de F. R. Ankersmit, la historización radical de todas las categorías y de todas las disciplinas, incluyendo a la historia misma. Ante este giro parecía que O’Gorman había llegado para quedarse: su pericia estaba precisamente en la “decons-trucción” de términos consagrados por la historia (“descubri-

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miento”, “América”, “virgen de Guadalupe”, “conservadores”, “liberales”). En aquellos años —recuerda Tenorio— en una plática entre Berkhofer y White salió a cuenta The Invention of America, libro raro que ambos admiraban. Berkhofer decía que la lectura de aquel libro, después de haber escrito sobre los indígenas de Norteamérica ante la expansión de Estados Uni-dos, lo había iniciado en la práctica de la deconstrucción histo-riográfi ca. Sin embargo, no pasó de ahí el interés por O’Gorman entre los teóricos del posmodern challenge, tal vez por su inacce-sibilidad (The Invention of America es, hasta la fecha, el único trabajo completo de O’Gorman disponible en inglés). Berkho-fer —termina de recordar Tenorio— ni siquiera sabía que O’Gorman escribía en español.

Pero en Estados Unidos, si no ya entre los teóricos, o en la historiografía de Estados Unidos o de Europa, el momento parecía muy propicio para una reevaluación de O’Gorman en el mainstream del latinoamericanismo estadounidense. Sobre todo porque para la auto-llamada “New Cultural History” de América Latina, que abrevó del posmodern challenge, O’Gorman era como un viejo conocido al que hacía falta, todavía, conocer por primera vez.

3.

Sin embargo, O’Gorman siguió y sigue en el olvido. Uno de sus lúcidos prólogos —a una obra de Justo Sierra— fue tradu-cido en 1969, y ya existía en inglés su temprana respuesta a la tesis de Bolton, así como una docena de ensayos y reseñas pu-blicadas en Journals. Pero más allá de The Invention of America, a O’Gorman no se le conoce en la academia estadounidense. Los nuevos giros culturalistas le han prestado poca atención —excepción hecha de Thomas Benjamin, Claudio Lomnitz y Pablo Piccato, cuyos esfuerzos por una vuelta crítica a O’Gorman no han encontrado mayor eco en inglés. Ante la imperiosa necesidad de voces no canónicas y tropicales, el lati-

noamericanismo estadounidense canoniza y traduce La ciudad letrada de Ángel Rama o las Culturas híbridas de García Cancli-ni. Pero a O’Gorman no. El problema no es el español, ni tampoco el viejo prejuicio contra los excesos del ensayismo latinoamericano, los cuales hoy palidecen ante el neobarroco académico de prolífi cos professors aspirantes a Baltasar Gracián que acaban en reborujo de Chomsky, Galeano y Homi Bhabha. No. El problema es que O’Gorman hablaba desde una erudi-ción inaceptable —demasiado criollismo, pero not Latin Ame-rican enough— para las recientes modas del mexicanismo esta-dounidense; además, O’Gorman no pronuncia con claridad lo que buena parte del latinoamericanismo estadounidense quiere oír: autenticidad, justicia, pureza, resistencia, latinidad.

Ciertamente, son varias las lecturas posibles de O’Gorman, ya como el estudioso de la ontología de América, ya como el deconstructivista de categorías historiográfi cas esenciales; ora como tejedor de historias llenas de rigurosas referencias al pensamiento cristiano medieval, a Europa, a Estados Unidos, a los muchos Méxicos, ora como el dueño de una implacable ironía y de un impresentable machismo. Pero, en cualquier caso, lo suyo fue ante todo un remar a contracorriente de la idea fi ja que ha defi nido y sigue defi niendo el pensar América “Latina”. Ya lo advertía él mismo al fi nal de su vida:

Somos víctimas de una verdadera e insensata obsesión y así de tan manoseada identidad se nos dice, ¡imagínense el disparate!, que es urgente defenderla, que se nos la quiere hurtar, pero sobre todo se nos dice, como si se tratara de un tesoro escondido, “que la gran tarea de politólogos, historiadores e intelectuales latinoamerica-nos de todos los plumajes consiste en entregarnos a la búsqueda de nuestra identidad”. Y así se da el caso de que hasta el secretario de un municipio encaramado en una sierra anda al hallazgo de la identidad de “nuestra” América, porque, eso sí, nunca falta el bendito pronombre posesivo que inviste a quien lo usa de un inequívoco tinte de acendrado patriotismo latinoamericanista.

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Pero lo grave en esa grita y algaraza es que no sólo hay broma; hay el gato encerrado de un muy serio problema que, perentorio, reclama nuestra atención.1

Don Edmundo, sencillamente, hablaba otro lenguaje, que-ría otra historia. Una historia “sin la mortaja del esencialis-mo”,2 inútil para insistir en la otredad de la América “Latina” o en lo alternativo de una visión no occidental desde ésa, la “otra” América.

No obstante, recientemente un afamado estudioso argenti-no que enseña en Estados Unidos (Walter Mignolo) escribió que The Invention of America constituyó un “turning point” que abrió el camino para una perspectiva ausente en las narrativas imperiales europeas; una visión que, según Mignolo, muestra “how things may look from the varied experiences of colonia-lity”. Don Edmundo: ¡teórico de la poscolonialidad! Mejor dejarlo descansar en santa paz. Y es que aunque O’Gorman, fi nalmente hombre de su tiempo, admitiera la dicotomía de las dos Américas (la sajona y la latina, la protestante y la católica), para él América no era, no podía ser, un “otro”. Era el mismo, pero en otra parte:

Desechemos las fi cciones de una individualidad histórica de Amé-rica. Desde el siglo xvi la suerte del Nuevo Mundo quedó ligada a la cultura de Occidente en el doloroso estado de desintegración en que entonces se hallaba y que ahora tanto se ha agravado; pero la unión fue mística, “for better or for worse”, y no es posible retroceder. No hay más unión fundamental en América que la que se deriva de una cultura común con Europa.3

En cualquier caso, el itinerario de la obra de O’Gorman puede servir de diagnóstico, enfermedad y antídoto de la

“identidad” como categoría de análisis histórico (tema que absorbe los trabajos y los días de la historiografía estadouni-dense). Niño porfi riano que vio cómo su mundo se colapsó en la década de 1910, a O’Gorman la Revolución Mexicana no le reveló ninguna verdad profunda. Antes al contrario, siempre guardó una distancia crítica ante dicha experiencia, contra la cual, armado con sus lecturas de Hume, Collingwood y Ortega y Gasset, supo ir labrando su escepticismo, es decir, su concien-cia histórica. En cierto sentido, lo creativamente revolucionario de su fi losofía de la historia no fue más que una ironía perma-nente ante esa manera de pensar que quiso ver en la Revolu-ción al verdadero México, sempiternamente “revelado”. Esa manera de pensar, esa mirada aún en busca de la revelación, todavía resplandece no sólo en la idea de “México”, sino tam-bién en la de lo “Latino” de la América en la que sigue obsti-nada buena parte del latinoamericanismo estadounidense.

4.

Estas cosas pasan. Poe fue un poeta más bien francés; Pessoa, que pudo haber sido el poeta de la lengua inglesa, no fue leído en inglés sino hasta muy tarde; Carl Schmitt es hoy profeta para algunas izquierdas. Es más, O’Gorman no tendría por qué ser leído en Estados Unidos, como tampoco es de necesidad lo que Cosío Villegas y O’Gorman tanto querían, a saber, que en México se leyera a Henry Adams, a Charles Beard, a Carl Becker, a Maurice Mandelbaum o a Richard Hofstadter. Ni una cosa ni la otra son necesarias. Pero serían buenas, muy buenas, si sólo para derrotar la ignorancia mexicana de la historia esta-dounidense, si sólo por invitar a los estudiosos estadounidenses a encontrar en lo escrito en México algo más que la documen-tación de la consabida barbarie. En O’Gorman, el latinoameri-canismo estadounidense encontraría que al sur de la frontera se producen, además de datos, ideas, acaso buenas, malas, duras, difíciles, provocadoras o desconcertantes, ideas a las que hay que enfrentar. En el pensamiento historiográfi co estadou-nidense, los estudiosos mexicanos descubrirían que, más allá y más acá de la frontera, México y Estados Unidos son, como quería el último O’Gorman, parte de la misma historia. G

1 Edmundo O’Gorman, “Latinoamérica: Así no”, Nexos, núm. 123, marzo de 1988, p. 13.

2 Edmundo O’Gorman, “El segundo milenio”, Nexos, núm. 120, diciembre de 1987, p. 8.

3 Edmundo O’Gorman, E. “Hegel y el moderno panamericanis-mo”, Letras de México, núm. 11(8), 1939, pp. 14-15.

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MitoEntrevista con Roberto Calasso

La mitología, como parte de la historia, explica costumbres, ritos y conceptos, tiene lugar en un espacio-tiempo determinado y los sujetos que la representan forman parte de la idiosincrasia de un pueblo. En la presente entrevista, tomada de la revista First City, Calasso aborda éste y otros temas constantes a lo largo de su obra. Las similitudes y contrastes de una mitología a otra, en este caso la hindú y la griega, confi rman que en la mitología se encuentran, entre otras categorías, algunos de los valores que, desde la antigüedad, coexisten en nuestras diferentes culturas y sociedades.

No es el típico académico seco y esotérico. En vez de ello, Roberto Calasso sorprende y pone cómodo con su actitud cá-lida, modesta y amigable. Este autor de talla mundial, cuyo nombre es una constante en bibliografías de cualquier estudio sobre el mito hindú o griego, se asegura de llegar un poco antes de la hora acordada para la entrevista; prefi ere esperar que hacer esperar a alguien. Y una vez que la entrevista ha concluido, se despide con una cálida y amable invitación a su país, Italia. De visita en esta ciudad para el Festival Internacio-nal de Historias de Katha, Calasso está muy emocionado y lleno de ideas. Uno sólo tiene que escucharlo hablar sobre mitología, con sus profundos ojos cafés brillando de entusias-mo, para saber qué tan vivas están las historias antiguas para él. Es un lector voraz desde su niñez, leía cualquier libro de histo-rias que se le apareciera. Y es evidente que aún lo hace, puesto que lo primero que advierte es el libro que llevo conmigo: una novela fantástica. Mientras lee la contraportada, es evidente que le decepciona la reinterpretación del libro de los mitos antiguos. Hablando sobre la actual percepción del mito, dice, “Soy muy escéptico ante, y de hecho estoy en contra de, la fácil utilización de la palabra mito de hoy en día. Porque creo que simplemente es errónea. No se utiliza para las mismas cosas para las que alguna vez se hizo. Hoy en día, si se le llama mito a algo, en realidad no es eso. Puede referirse a alguna de las poderosas imágenes que nos rodean; puede ser una estrella de cine, o un líder político, o un terrorista, o un dictador, o un maravilloso caballo que gane todas las carreras”. Hace una pausa para refl exionar, y después prosigue en su delicado acen-to italiano: “Se sabe que de alguna forma son mitos, en el sentido moderno de la palabra. Pero fácilmente se podría pres-cindir de esa palabra, y utilizar otras”.

La palabra mito es casi sagrada para él, y parece que su vida entera ha transcurrido en relacionarse con él y sumergirse en este pozo sin fondo, en esta interminable reserva de historias y en la latente fi losofía que contienen. “Siempre me interesaron las historias. En la preparatoria, al menos en mi época, leíamos la Ilíada y la Odisea. Uno tenía que estudiar griego cinco años y traducir al menos una de las tragedias. Yo, de hecho, no pue-do decir que el interés surgió en algún momento en particular. Me atraía la mitología griega, pero no era mi interés principal. Tú sabes, cuando se está en la adolescencia, se mira en todas las direcciones, y ésa era una de ellas”. Al continuar explorando en todas las direcciones, tropezó con la mitología hindú. “Todo comenzó cuando tenía 18-19 años y leí por primera vez los más conocidos de los grandes clásicos hindús: los grandes Upanisa. d,

el Chandogya y el Br. had Aran. yaca Upanisa. d, así como el Bhaga-vad Gıta. Ése fue el comienzo. Y sigue siendo un inevitable punto de referencia. Después, leí mucho sobre India en esa época; obras académicas”.

De su conocimiento de la mitología surgieron sus obras, las cuales, considera, están interrelacionadas y seriadas: “La pri-mera es La ruina de Kasch, la segunda Las bodas de Cadmo y Harmonía, la tercera es Ka, y la cuarta, que aún no ha sido pu-blicada en inglés, se llama K. Es sobre Kafka, y por eso se llama K.. Así que pasé de Ka a K. Y ahora, estoy trabajando en la quinta parte. Y no espero que sea la última”.* La idea era crear obras separadas que estén conectadas por un hilo casi invisible. “Cada volumen debe ser autosufi ciente y ser algo que pueda leerse por sí solo, pero, al mismo tiempo, tiene muchas co-nexiones con el resto. Por ejemplo, hay muchas conexiones entre Las bodas de Cadmo y Harmonía y Ka. Pero estas conexio-nes deben ser de alguna manera invisibles, no declaradas, no explícitas. El lector debe hallarlas”, dice.

La ruina de Kasch se enfoca en los periodos de inmediata-mente antes y después de la Revolución Francesa. Se mueve hacia atrás y adelante en el tiempo, de la India védica a los pórticos del Palais-Royal, y a los campos de las matanzas de Pol Pot. En el corazón de la obra está la historia de la ruina de Kasch, un legendario reino africano regulado por los movi-mientos de las estrellas y por los rituales del sacrifi cio. La aniquilación de Kasch se vuelve emblemática de la ruina de los mundos antiguo y moderno. Calasso explica, gesticulando en abundancia: “En La ruina de Kasch, una parte importante tiene que ver con la India, porque el pivote del libro es la historia de la ruina de Kasch. Entonces, el punto medular es la concepción metafísica detrás del sacrifi co védico que es, por mucho, la más compleja y la más sutil jamás concebida, tomando en cuenta que el sacrifi cio es un fenómeno muy difundido, si no es que universal. Pero la teoría hindú va más lejos que todas las demás al respecto. Así que, por un lado, el libro es sobre el periodo entre la Revolución Francesa y el régimen burgués, y Talle-yrand es, en cierto modo, el protagonista. Pero por otro lado, hay una gran parte sobre India y sobre el sacrifi cio y su teoría. Pero prácticamente no hay nada sobre mitología hindú en el libro”. Su segundo libro, Las bodas de Cadmo y Harmonía, con-siderado una obra seminal sobre la mitología griega, utiliza el

* La más reciente obra de Roberto Calasso es Il Rosa Tiepolo, Milan, Adelphi, 2006.

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relato de las historias para abarcar el vasto y complicado pan-teón de dioses griegos, símbolos míticos y la fi losofía que con-tienen; un “bosque de historias griegas”. “Las bodas de Cadmo y Harmonía no hace referencia a la India. Pero, al fi nal del libro, me sentí casi naturalmente conducido más hacia el Este”. La germinación de un libro es siempre intrínseca y espontánea, siente: “Cuando lo escribía, no tenía idea de que el siguiente sería un libro sobre mitología hindú. Es una sorpresa para mí cada vez que logro iniciar un nuevo libro; antes que nada, es una sorpresa para el autor”.

Ka, su tercer libro, es un recontar los mitos hindús, pero en una forma en la que la narrativa teje magistralmente historias junto con el análisis crítico. Para esto, Calasso tuvo que equi-parse con una gran comprensión no sólo del mito, sino tam-bién de la forma de vida y cosmovisión de las que emana: “Durante siete años, realmente me sumergí en cuestiones hin-dús. No sólo el mito, sino todo —el ritual, el pensamiento, la historia— y pensaba en eso todo el tiempo, más en términos del sánscrito que en cualquier otro. Y debo decir que en este tipo de material uno halla cosas que no se encuentran en nin-guna otra parte”. Para poder amalgamar los varios niveles en los que funciona el mito hindú, Calasso ideó una forma narra-tiva distinta. Él piensa que la forma de cada libro debe cambiar de acuerdo con el tema: “Un escritor, antes que otra cosa, tiene que encontrar una forma. Y una forma signifi ca algo que no ha existido antes y tiene que ser efectiva por sí misma, en esa oca-sión. La ruina de Kasch, por ejemplo, tiene una forma que es bastante extraña, porque contiene narrativa, ensayos, aforis-mos, poemas: todo tipo de géneros. Las bodas de Cadmo y Har-monía es completamente distinto; es una narrativa directa. Y Ka es diferente, porque tiene partes sobre rituales, tiene perso-najes que aparecen y que en ciertos momentos son quienes empiezan a hablar… Y K., otra vez, es distinto”.

“En un libro como Ka, quería combinar ambas cosas: las aventuras de personajes humanos o divinos y pensamientos”. La manera en la que la fi losofía y el contar historias se fusionan en la mitología hindú es un “asunto peculiar”, piensa Calasso. “Te daré un ejemplo: ningún mito hindú puede prescindir del concepto de tapas. Tapas es algo que pertenece a todas las his-torias: Siva practicaba el tapas y esto y esto sucedió… o Prajapati practicaba el tapas y el mundo fue creado, o Arjuna practicaba el tapas… Se encuentra todo el tiempo, por todas partes. El tapas por sí mismo es una gran noción metafísica, muy difícil de comprender, y es una noción de la cual ha habi-do tantos malentendidos”. El lenguaje mismo complica la cuestión, porque algunos conceptos no han sido traducidos con precisión, “En el siglo xix, y en ocasiones incluso ahora, tapas ha sido traducido como ‘austeridades’ o ‘penitencia’. Pero tapas es ardor, calor interno, es la misma palabra que la palabra latina tepor. Así que, antes que nada, uno tiene que entender cuál es el signifi cado de esta categoría, de la cual emana el mundo entero: el mundo aparece porque Prajapati empieza a practicar el tapas, y del tapas emerge la manifestación”.

Otro elemento de las historias míticas hindús que considera “distintivo” es la forma en que están conectadas con los ritua-les: “En India, el ritual es omnipresente. Y las historias son, de hecho, una herramienta para comprender los gestos de un ri-tual. De hecho, aparecen en los Brahman.as principalmente para explicar por qué ciertos gestos de la práctica ritual se lle-van a cabo”. Cuando Ka se aproxima a su fi nal, una parte im-

portante concierne al Buda, un personaje histórico: “Ahí, nuevamente, se tiene que cambiar el marco y se tiene —ése es el único caso— la historia de un hombre que ha vivido en cierta época, en determinada parte de la India, y algunas de las prin-cipales historias están relacionadas con él. Así que, como pue-des ver, se tienen varias capas de texto. Yo quería juntar todos estos aspectos, no seguir una sola línea. Y para eso, quise in-ventar una forma especial”. Gesticulando animadamente, reve-la: “Traté de juntarlos, de hacerlos vivir juntos. No sólo sin molestarse entre sí, sino ayudándose”.

Descubre las innumerables similitudes entre la mitología griega y la hindú: “Si se compara la mitología hindú con la griega, se verá que el número de dioses se expande, de la misma forma en que todo se expande en la India, cualquier cosa que la gente haga o diga. Pero el aspecto esencial es que en Grecia los dioses aparecen primero, no hay nada antes de los dioses. En India, muchas cosas aparecen antes que los dioses”. Da el ejemplo de Prajapati, la entidad primordial que es responsable de la creación del universo, un menos conocido, “extraño” y “enigmático” personaje. De hecho, el título del libro se deriva de él, “Ka signifi ca ‘quién’, con signo de interrogación. Y él es Prajapati. Es en un himno del R.g Veda que Ka aparece como uno de los nombres de Prajapati. Es un himno famoso, en el que el escritor se pregunta: ‘¿A quién debo ofrecer el sacrifi -cio?’ Así que Prajapati es un personaje que aparece antes que los dioses; y es una fi gura muy extraña. Un ser que ni siquiera sabe quién es él. De hecho, el pronombre interrogativo ‘quién’, es una pregunta sobre él mismo”. Nadie dudaba de su propia identidad más que Prajapati. Él que daba nombres a los otros halló su propio nombre socavado por el interrogativo e indefi nido: Ka. Anirukta, aparimita, atirikta: inexpresable, ilimitado, desbordante: eso fue lo que lo llamaron.

“Es un dios que es desmembrado, y el ritual del altar del fuego sirve para el propósito de recomponer su cuerpo, pedazo a pedazo. Otra cuestión muy extraña es que él es el progenitor de todos los dioses, quien es olvidado por los dioses mismos. Posteriormente, no hay referencias a él, y tampoco se hallan imágenes suyas”. Prajapati apareció antes que los dioses y después que los dioses. Delante de ellos y detrás de ellos. Siempre un poco hacia un lado. Era la sombra que antecede al cuerpo. Los dioses nacieron de él pero no quisieron recordar que todos los dioses están detrás de Prajapati. “Él es un fenómeno muy extraño. Una gran parte, incluyendo el título, de Ka, se refi ere a él”.

Trae a la luz otra interesante analogía, la de la categoría de los siete r. s.is. “No tienen contraparte en Grecia, excepto en las personas de los Siete Sabios. Ambos grupos pertenecen al cie-lo, a la constelación de la Gran Osa, la Ursa Mayor. Pero, en la tradición griega, lo que concierne a los Siete Sabios es muy magro, no hay mucho material. En cambio en la tradición in-dia las historias relacionadas con ellos son interminables y son personajes muy vívidos. Más aún, sabemos que el R.g Veda, que supuestamente es algo que viene de una fuente no humana —apaurus.eya— fue visto por los saptars.is. Así que, todo eso no tiene contraparte, y ha sido algo altamente fascinante para mí, y ocupa una gran parte de Ka”.

Las comparaciones son interminables, pero Calasso no tie-ne intenciones de hacerlas evidentes en ninguno de sus libros: “Es muy fácil hacer comparaciones, fundadas o infundadas”. Prefi ere proveer al lector con un texto en el que varios signifi -cados se desdoblen unos sobre otros: “Lo que quería, y que me

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parecía un poco difícil, era obtener todos los posibles signifi ca-dos implicados en las historias, sin recurrir a otras tradiciones en las que algo similar ha aparecido”. No desecha el otro enfo-que: “Desde luego, uno puede también hacer eso; por ejemplo, se han señalado similitudes entre Dioniso y Siva. Hay otras comparaciones, por ejemplo, hay una relacionada con Helena, quien es probablemente el más famoso y fascinante personaje femenino en el mundo mitológico griego. Y ha inspirado a más escritores que cualquier otro; incluso hasta nuestros días”. Se acomoda para elaborar con mayor detalle, completamente ab-sorto: “Tú sabes, Helena tiene una característica peculiar que es que, en algunas de sus historias, se supone que tiene un do-ble, una especie de imagen sombra de ella, quien supuestamen-te toma su lugar. Y en muchas tradiciones se lee que cuando fue llevada a Troya, no era ella, sino su imagen sombra, su ei-dolón, que es la palabra griega de la que proviene la palabra

‘ídolo’. En la mitología védica, hay alguien muy similar, que es Saran.yu, la hija de Tvas.t.r., él mismo un personaje muy impor-tante, porque da forma a las cosas. La casa con Surya, el dios del Sol. Pero Saran.yu no puede soportar la naturaleza excesi-vamente ardiente de Surya, así que es reemplazada por su doble, Chaya, que signifi ca sombra. Tienen más cosas en común, am-bas tienen hermanos gemelos, los Asvins en el caso de Saran.yu, y Castor y Pollux en el de Helena, quienes son personajes im-portantes, relacionados con los caballos. Y esta historia es na-rrada en Ka, pero sin establecer relaciones con Helena, las re-laciones están en el pensamiento”. A pesar de que comprende las similitudes, no se las impone al lector: “No he hablado sobre estas comparaciones. Simplemente quería que las historias funcionaran con su propia fuerza, sin la ayuda del análisis com-parativo”.

Las obras de Calasso son únicas en cuanto al entrecruza-

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miento y tejido de varios aspectos del cuerpo de muchas cabe-zas de la mitología, su narrativa combina un desarrollo dramá-tico y casi fi cticio, con historia y análisis crítico. Divulga las reglas básicas a las que se apega cuando trata de poner las ex-haustivas y laberínticas historias en perspectiva. “En un cuerpo mitológico, se debe tomar el todo, y nunca tan sólo las partes. Tomemos el ejemplo de la mitología griega. La Ilíada y la Odi-sea son su comienzo, pero ¿dónde está el fi n? Quizá en el pe-riodo bizantino, o en un gran poeta épico como Nono, quien no es muy conocido pero fue un gran poeta y escribió las Dio-nisiacas. Sucede que vivió en el siglo v d. C., que ya es tarde, pero es inmensamente importante para la mitología. Porque, en ocasiones, algunos detalles surgen sólo muy, muy tarde y en ocasiones son revelados por escritores muy menores. Así que se tiene que tomar el todo, que obviamente en Grecia es enor-me, pero que es abrumadoramente mayor en la India, simple-mente debido a la cantidad de textos. Empiezan con el R.g Veda, y después se tiene uno que seguir hasta los Puranas. Es así que la capa más moderna es a la que, paradójicamente, se le llama la antigua: los Puranas. Son la parte más reciente de la tradi-ción mitológica pero son esenciales porque, por ejemplo, la mitología de Siva no tendría forma o fi gura sin ellos. Verás, se tienen que considerar todas estas cosas y nunca eliminar nin-guna parte. Y, desde luego, se tiene que hallar una manera propia de descubrir cada imagen, cada personaje. No es fácil decir cómo; ése es el ofi cio del escritor. Y esa regla es básica”.

No cree en darle mucha importancia al análisis histórico del mito: “Uno no se debe preocupar demasiado por la historia, porque si se combinan ambos demasiado a la ligera, se crean enormes confusiones, como ha ocurrido a lo largo de varios siglos”. El aspecto divino de la mitología le es importante y siente que la historia a menudo se utiliza para minar esa parte: “Hay ciertas personas que odian o resienten los mitos, de for-ma que quieren reducir todas nuestras historias divinas a histo-rias humanas. Dicen, ‘bueno, se trata simplemente de tal y tal evento que ocurrió un día en la historia humana y fue proyec-tado como divino’. Esto se hacía incluso en la Grecia antigua, el tratar de reducir los sucesos mitológicos a sucesos históricos. El resultado, generalmente, es una mala comprensión. Puede ser útil estudiar por qué algunas cosas estuvieron conectadas con algunos eventos históricos. Pero no ayuda mucho a com-prender los mitos. Así que estas dos son una especie de reglas doradas para mí”.

Incluso en un momento en el que las novelas fantásticas y películas de la época buscan desarrollar mitos antiguos en un contexto contemporáneo, Calasso le quita lo romántico a la idea: “Para estar en presencia de un mito, se necesita tener un árbol de historias que no sean inventadas, que continúen cre-ciendo de alguna forma misteriosa. De hecho, no tenemos eso. Es algo que podemos recuperar sólo mediante los textos anti-guos. No es algo que concierna directamente a nuestras vidas”. Aparejada con esta honesta aseveración, viene una advertencia: “Creo que se debe ser muy, muy cuidadoso. Porque desde el comienzo del siglo xix —no es un fenómeno moderno— varios escritores han hablado de la necesidad de una nueva mitología. Y, de hecho, todos fracasaron. Porque no se puede inventar una mitología”. Calasso analiza más a fondo esta percepción, como un antropólogo: “Pero, la recurrencia de la palabra ‘mito’ muestra que hay una necesidad de ello. Se tienen que comprender y sumergirse en cierto tipo de imágenes e histo-

rias y sentir su poder”, pero acota, “eso no signifi ca que sean los mitos reales”.

Otro “fenómeno bastante triste”, piensa, es la mala utiliza-ción de los mitos bajo la bandera New Age. “Ahora es práctica-mente algo anticuado, pero podemos decir que casi todo lo que cae bajo la categoría de New Age es basura. Algunas cosas, lla-madas espirituales, resultan ser vistas, muy a menudo, a través de estas imágenes terriblemente kitsch. Generalmente las imá-genes cursis, soñadoras, vagas y de extremo mal gusto pertene-cen a eso. E, incluso en términos literarios, hay muchas obras de fi cción basadas en mitos reales que tienen un gran poder, como los mitos arturianos. Pero todo ello es a un nivel muy bajo”. Reconoce el positivo “deseo por redescubrir” conceptos míticos, pero a la vez señala una “debilidad mental” al referirse a ellos. La visión holística de la sabiduría antigua no es un ata-jo hacia la felicidad, contradiciendo lo que la mayoría de los pravachans quisieran que creyéramos: “No es una cuestión de volverse una mejor persona con un poco de Ayurveda. Y es algo malo, porque mucha gente asocia las cosas antiguas (que no tienen absolutamente nada que ver con esto), con lo que apa-rece bajo esta forma. Así que eso se vuelve una buena excusa para no saber más sobre los textos antiguos”.

Entre esta “gran confusión y gran mezcla de elementos”, Calasso ve un potencial latente. “El hecho de que la gente haya sentido en los últimos 20 a 30 años la necesidad de descubrir, de leer, de usar de nuevo ciertas palabras y conceptos es, en sí misma, una muy buena señal. Pero, al lado de esto está este terrible fenómeno de tratar de dar una versión banal de cosas que en sí mismas no son nada banales”. Y aquí termina su aná-lisis, porque prefi ere la emoción de la anticipación al carácter defi nitivo de una predicción: “No puedo hacer predicciones porque las cosas siempre marchan en una dirección distinta de la que se había predicho. Lo que es bueno, porque si no, todo sería muy aburrido”. G

© Roberto Calasso, 2004.Traducción de Eduardo Rabasa Salinas

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Muerte invicta. De la medicina a la medicalización y a la sistematizaciónIván Illich

Iván Illich (1926-2002) describe cómo actualmente los problemas de la salud han dejado de ser asuntos médicos para convertirse en dinámicas de sistemas. Como si los progresos y avances científi cos y tecnológicos se entregaran sin chistar a un destino de deshumanización. Antes, morir no era sino parte de nuestra naturaleza, ahora pertenece a las categorías de la enajenación del cuerpo. Éste se ha convertido en un objetivo profesional, separándolo de sus tradiciones más sensibles, las cuales dieron una profundidad a nuestra condición mortal más allá de la tragedia y por lo tanto más cercana a nuestra dimensión natural: la capacidad de vivir y aceptar que saber vivir es una lenta y constante preparación para la muerte.

En 1974, cuando escribí Némesis médica, me fue posible hablar de la “medicalización” de la muerte.1 El arte occidental de morir —una consecuencia de la cristianización europea— ha-bía cedido terreno al cuidado terminal garantizado. Yo acuñé el término en referencia a la institución médica que había asu-mido las funciones de una iglesia dominante, cuyos efectos simbólicos incluían la formación de las creencias y las percep-ciones de la gente, sus necesidades y demandas. Qué es lo que los profesionales vieron como la última falla terapéutica: a los laicos temidos como cobertura fi nanciera limitada. En aquel entonces era plausible utilizar el término yatrogénesis,2 no sólo para los efectos sintomáticos secundarios sufridos por indi-viduos en su encuentro con médicos, medicamentos u hospita-les, sino también para la nueva formación supersticiosa de la sociedad y la cultura a través de la inserción de los mitos de la medicina.

Dos décadas después hubiera tenido que escribir un libro muy diferente. Antes utilicé como ejemplo la medicina para ilustrar una característica general de importantes instituciones de mitad de siglo —su acción contraproducente al crear metas que fueron diseñadas para no ser alcanzadas por la mayoría de sus clientes. Por ejemplo, las escuelas impedían el aprendizaje; el transporte se ideó para utilizar más los pies; los medios de comunicación deformaron la conversación. Yo analicé la em-presa médica como una liturgia poscristiana que infundía en sus devotos un aguzado miedo al dolor, a la incapacidad y a la muerte. Hoy en día varias instituciones, especialmente aquellas que pretendían dar servicios sociales, han perdido sus identida-des; los sistemas educativos y médicos están entrelazados con los de corte militar, económico y con otros sistemas.

A mitad de siglo la implicación más intensa de mucha gente con el cuidado médico comenzó sólo cuando estaban a punto de morir. Desde mi propia experiencia, sé muy bien qué irrea-les son las expectativas despertadas por rutinas y rituales médi-cos inservibles, y qué tan difícil hizo la medicalización el deber de la familia, de los amigos o del capellán: para despertar la buena voluntad del que muere y aceptar lo inevitable, para

encontrar fuerza en la belleza de las memorias y para tomar licencia de este mundo.

En la tradición galénica, los médicos eran entrenados para respetar las señales del Leteo, y para permitir a las personas encaminarse en la barca de Caronte; aprendían a reconocer la facies hippocratica, los síntomas que mostraban que sus pacientes se habían movido al interior del atrio de la muerte. Al llegar a este umbral, la naturaleza misma rompía el contrato de salud, y el sanador tenía que reconocer sus límites. En tal momento, el retirarse era el servicio más apropiado que un médico rendía a la buena muerte de su paciente.

El doctor con bata blanca peleando con la muerte no apare-ce en el arte gráfi co hasta muy entrado el siglo xix. El conoci-miento de cómo discriminar entre curable e incurable no des-apareció de las escuelas estadounidenses de medicina hasta después del Reporte Flexner de 1910.3 Mientras los doctores se concentraban en su lucha contra la muerte, el paciente se convirtió en un objeto residual, en una construcción tecnoló-gica. Hoy uno se pregunta: ¿acaso hay todavía algún ser autó-nomo capaz del acto de morir?

En 1995 no puedo condenar a la medicalización por este desarrollo. En mtv las nuevas tecnologías cambiaron la natura-leza de la actuación; en el sistema médico éstas usurparon por completo el lugar de la antigua Danza de la Muerte. La conste-lación dentro de la cual la masa de entrenamiento académico, instrumentos, laboratorios y hospitales pueden ser aislados como medicina ha decaído gradualmente. La comida, las medi-cinas, los genes, el estrés, la edad, el aire, el sida o cualquier anomalía no son más cuestiones médicas sino sistémicas. La etiología ya no se refi ere más a una causa específi ca, sino a una jerarquía de lazos de información. El paciente es ahora una “vida” que emerge de una alberca de genes a la ecología. Antes la gente pedía el diagnóstico de una enfermedad, y esperaba el tratamiento para remediarla; hoy las vidas son manejadas desde las reglas de lo óptimo. Actualmente la biogerencia incluye emi-siones industriales de fl uor, recolección doméstica de la basura, la guerra de los medicamentos y la distribución libre de agujas.

1 Iván Illich, “Némesis médica”, en Obras reunidas, v. i, México, fce, 2006.

2 Enfermedad de origen médico.

3 Abraham Flexner, Medical Education in the United Status and Canada, New York, Carnegie Foundation for the Advancement of Teaching, 1910.

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En 1978 el término sistema inmune fue usado por primera vez.4 Ese mismo año Microsoft lanzó al mercado su sistema operativo dos. Cinco años después, aún los escritos populares de ciencia hablaban de la salud como el estado de un sistema biológico, y de la muerte como el irreparable rompimiento con la vida. Desde entonces, la mayoría de los recursos que fueron dedicados al cuidado médico en realidad fi nanciaron la posesión de los componentes médicos por parte de los sistemas de geren-cia global. El análisis de los sistemas ha creado nuevas nociones y prácticas del cuidado médico, pero también, subrepticiamen-te, ha afectado la percepción de las personas hacia sí mismas. La gente, hoy en día, habla cada vez más y más de su salud como “el estado de mi sistema”. Los conceptos analíticos de los siste-mas han alterado la percepción de nosotros mismos.

La medicalización ha llevado a las personas a verse a sí mis-mas como bultos de diagnósticos con dos piernas. Sin embar-go, no separó del cuerpo la propia percepción; hoy en día los sistemas de pensamiento lo hacen. La gente hoy puede mirar la curva de sus parámetros vitales. Mientras se aproximan al fi nal de sus días, se experimentan a sí mismos como “vidas”; han estado bajo una gerencia profesional —algunos desde an-tes de nacer.

Anteriormente, uno hablaba de la última hora en voz activa: “Espero tener una buena muerte”. Uno también podía hablar en verbo intransitivo: “Yo sé que moriré”. Uno se puede pre-parar para morir, uno puede adquirir una buena postura. Tar-de, pero no demasiado tarde, he visto gente —aun bajo terapia intensiva– revivir sus memorias del arte de morir, pues éste había formado parte de la tradición familiar. Después de la segunda guerra mundial, la ley y las iglesias ayudaron a los doctores para llevar a cabo la medicalización de la muerte. La colaboración con el heroísmo quijotesco de las estrategias mé-dicas fue presentada al paciente y a la familia como un deber. Ocasionalmente algunas autoridades religiosas y morales ha-blaron del derecho a rechazar tales medios tan extraordinarios para mantener la vida. Pero tal califi cación sólo sirvió para reforzar la obligación de obedecer los dictados del doctor. La agonía comenzó a ser vista como producto del esfuerzo de un equipo médico, y la muerte como la frustración de ese equipo por el último acto de resistencia del consumidor. Sin embargo, la medicalización de convenios sociales y normas culturales no produjo la intensa separación del cuerpo de la percepción de

uno mismo, adquirida tras una larga vida de preocupaciones respecto de los diagnósticos, de la propia regulación y del tra-tamiento ansiosamente pronosticado para uno mismo.

La capacidad de morir la propia muerte depende de la pro-fundidad de la integración de uno mismo. Medicalización sig-nifi ca dependencia, no desintegración. Las personas desinte-gradas son aquellas que ahora piensan en sí mismas como vidas en estados manipulados —como la unidad ram de su computa-dora personal. Las vidas no mueren… se desploman. Es posi-ble prepararse para morir —como un estoico, un epicúreo o un cristiano. Pero la interrupción de la vida no puede ser imagi-nada como la próxima acción intransitiva. El fi n de la vida únicamente puede ser pospuesto. Y para muchos, este aplaza-miento administrado ha sido de por vida; en la muerte, es una memoria ininterrumpida. Ellos saben que la vida empezó cuan-do sus madres observaron un feto en la pantalla del ultrasonido. Una vida, objeto de políticas sanitarias ambientales, educativas y biomédicas. Hoy no es el sofi sticado tratamiento terminal, sino el entrenamiento de por vida que ha extraviado la “concri-tud”,5 lo que constituye el mayor obstáculo para una agridulce aceptación de nuestras precarias existencias y la subsecuente preparación para nuestra propia muerte.

Cuando esta situación se encuentra tan extendida, uno pue-de justifi cadamente hablar de una sociedad amortal. No hay muertos alrededor; sólo la memoria de aquellos que ya no es-tán. La persona ordinaria sufre debido a la incapacidad de morir. En una sociedad amortal la capacidad para morir —que en realidad es capacidad para vivir— no depende más de la cultura sino de la amistad. La antigua norma mediterránea —que estipulaba que una persona sabia necesitaba atesorar un amicus mortis, alguien que te dijera la amarga verdad y que se quedara contigo hasta el fi nal inexorable— está llamada a ser revivida. Y no veo ninguna razón para que alguien que practica la medicina no pueda ser también un amigo —incluso en la actualidad. G

Traducción: Miguel Ángel Moncada

4 A. M. Moulin, Le dernier langage de la medicine, Paris, puf, 1991.

5 Concretenss, en el original. Lo concreto, lo material, lo captado por los sentidos, Illich lo distinguía de la abstracción tecnológica o “abstractifi cación”, que implicaba la percepción dominada por una mediación técnica, ya fuera una pantalla, un ultrasonido, un micros-copio, etcétera.

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He vuelto a recoger las fl ores secasFrancisco Alcaraz

He vuelto a recoger las fl ores secas, la piel negra de olvido de una fruta que después de lamer tímidamente, el verano prefi rió dejar en el camino.Así como la vida deja atrás un infi nito rastro de estaciones perseguidas por sus días como la estela de cuerpos insepultos que sigue a un general en retirada hasta sus sueños, yo abandoné estos pastos crecidos a mi sombra, aquí y allá, como hongos en la página que el tiempo ha puesto amarillenta,cansado de estar bajo la lluvia y el musgo que desplaza sus ejércitosde siglos, sentado como un ídolo que fue primero un hombre viendo cómo se abrían pasolas grietas en el techo y en los rostros, y que de tanto mirar hacia el pasado un día despertó sal, austera piedra, los ojos huérfanos en la frente desnuda como los clavos donde colgó algún retrato y esa mirada atrapada por el mármol en un momento de postración ante la sangre que tienen algunas esculturas.Pero volví. Porque era necesarioescribir estos poemas, porque nunca escuché a nadie hablar de tu cabello que se ondula como el trigo castigado, porque he visto con qué sabiduría tus muslos y tus pechos toman forma en los hornos cálidos del tiempo.Y porque en tus ojos, muy temprano, el sol regresa intacto de la muerte. G

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En busca de una terraza griegaMauricio Montiel Figueiras

Basta un detalle, una imagen, una lectura, para que un viaje se realice sin reserva. En esta crónica, la historia, el relato y la experiencia directa con el concepto del mito tienen lugar. Y qué mejor punto geográfi co que una ciudad griega: Nauplio, una urbe distinguida en la península aquea. Desde la práctica moderna del vuelo, el viaje realizado por impulso, no sin plan previo, tiene por resultado dos introspecciones, una personal, la otra en las profundidades de una lectura.

Los papeles irresponsables. Acudo al título de un libro misce-láneo de Carmen Boullosa para defi nir el cúmulo de papeles con que regresamos a casa al cabo de un viaje de negocios o de placer, de una reunión casual o formal, de una espera en un café o en un restaurante, ocasiones todas en que tanto el diálo-go como el silencio generan ideas y datos que buscamos con-signar por escrito antes de que se los lleve el viento impetuoso del olvido. Me refi ero a esos apuntes hechos al calor del mo-mento lo mismo en portavasos que en servilletas, en anuncios y revistas gratuitas, en páginas arrancadas a blocks circunstan-ciales y al reverso de tarjetas de presentación que han ido a dar quién sabe por qué a nuestra billetera, en folletos y folios en-cabezados por el membrete del hotel donde dormimos una sola noche, en notas de consumo y vouchers de American Express, en boletos de avión o tren y aun en trozos de cajetillas de ciga-rro: papeles que nuestro descuido o franca irresponsabilidad —¿dónde está la agenda, la libreta Moleskine?— convierte en relevos de las magdalenas que Marcel Proust patentó como detonadores de la memoria.

Para quienes nos dedicamos de lleno a la escritura, estos registros adquieren de golpe una cualidad talismánica: el ímpe-tu con que asentamos determinada información asombra tanto como no poder explicar a ciencia cierta por qué la asentamos. Hace poco di con un apunte en el dorso de un sobre con pu-blicidad del hotel donde me hospedé en Santorini, una de las islas más bellas del mar Egeo:

“Vencimos”, dijo el soldado herido, y cayó muerto en un enorme charco de sangre. A sus espaldas, Grecia entera respiró aliviada.

Garabateadas con lápiz, las palabras inicialmente me sona-ron absurdas, vacías. Tardé en comprender que se trataba de un microrrelato basado en la batalla librada en la llanura de Ma-ratón en el año 490 a. C., misma que bautizó la célebre carrera: luego de que el ejército ateniense derrota a las tropas persas, un guerrero recorre los cuarenta y un kilómetros entre Mara-tón y Atenas para comunicar la victoria; en cuanto cumple su misión, fallece de agotamiento. De inmediato evoqué la trave-sía en autobús durante la que escribí esas líneas; me vi otra vez cruzando la península griega, hundido hasta el tuétano en una luz meridional que reencontraré —así quiero creerlo— en un futuro no muy lejano. Prótesis memorísticas, los papeles irres-ponsables nos ayudan a recuperar no sólo los datos sino los instantes que creíamos perdidos irremediablemente y que un buen día nos asaltan con la fuerza de un escuadrón helénico.

Nada más prodigioso que hojear la revista o el folleto tomado de un avión, alisar el voucher de American Express o la serville-ta con el logotipo de un bar que habíamos olvidado, para en-frentarnos con el detalle que nos permitirá volver a ser aquellos que fuimos aunque sea por un lapso fugaz.

En septiembre de 2002 viajé a Grecia impulsado por la lectura de Se está haciendo cada vez más tarde, de Antonio Tabucchi. El detonador específi co fue la “Carta al viento” que cierra este epistolario vuelto mapa cosmopolita del desamor y que es re-dactada por una Ariadna moderna que regresa a Naxos, la isla del archipiélago cicládico donde Teseo —después de vencer al Minotauro justo con ayuda de ella y un ovillo de hilo— la abandonó en otra época y otra historia. Sobra decir que la rea-lidad griega no sólo colmó sino desbordó mis fantasías. Junto con Mykonos, Delos, Naxos, Santorini y Thirasia, los prodi-gios rocosos que recorrí deslumbrado en el corazón del mar Egeo, otros sitios ocuparán siempre una gaveta especial en mi archivero interior. (Julio Cortázar quiso combatir el embrujo de las islas griegas mediante un par de relatos: “El ídolo de las Cícladas”, donde hay referencias a Paros, la gemela o más bien el refl ejo de Naxos, y “La isla a mediodía”, que se ubica en la fi cticia Xiros, rodeada por el Egeo “con un intenso azul que [exalta] la orla de un blanco deslumbrante y como petrifi cado”. Pero, siguiendo a Lawrence Durrell, en estas islas “la palabra seducción se aplica mejor que en cualquier otro lugar del plane-ta”, por lo que resistirse a su hechizo resulta infructuoso.)

Entre esos sitios se encuentra Nauplio, no en balde descrita como la urbe más distinguida de la Grecia peninsular, resguar-dada al sur por las ciudadelas de Acronauplia y Palamedes y al norte por la isla fortifi cada de Bourtsi: bellos vestigios venecia-nos que irradian su propio fulgor cuando la tarde cae con una tersura casi palpable y el mundo contiene la respiración para atender el silencio marítimo. Delfos, sede del oráculo al que los fi eles acudían para atestiguar el trance de la pitia, que disi-paba o más bien intentaba disipar sus dudas con las oscuras respuestas de Apolo, cuyo santuario domina el vértigo azul del golfo de Corinto desde el seno del monte Parnaso. (La presen-cia de Apolo es igualmente poderosa en la isla sagrada de Delos y en Naxos merced a la Portara.) Y Meteora, cuna de los mo-nasterios erigidos en la cima de enormes torres naturales de piedra caliza que desafían la gravedad, generan una acrofobia de tintes metafísicos y conceden el raro privilegio de vivir lite-ralmente en las nubes, aunque sea por un instante que nos di-seca como mosquitos en un ámbar lluvioso.

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Todo viaje, sin embargo, implica una doble decepción: con-cluye cuando menos lo esperamos y por tanto nos deja con deudas pendientes. En mi caso una de esas deudas es Monem-basia, rozada por uno de los tres dedos australes del Pelopone-so. Asentada sobre un peñón de trescientos cincuenta metros de altura que en el año 375 d. C. se separó de tierra fi rme al cabo de un sismo, sólo para reintegrarse en el siglo vi median-te un cordón umbilical en forma de escollera que lo une al pueblo costero de Gefyra, esta ciudad es célebre desde la Odi-sea, según recuerda Joan Sella: proveniente de Troya, la fl otilla de Ulises atravesó las aguas de Monembasia rumbo a Ítaca, en el mar Jónico. Una tempestad de proporciones debidamente mitológicas atajó al héroe en el estrecho de Citerea y lo lanzó al periplo que le valdría, apunta Ricardo Piglia, ser

el modelo de la construcción de la subjetividad, entendida como el movimiento que entraña la errancia y la pérdida del hogar; es decir, el sujeto se erige por la condición de forastero, aquel que llega a un sitio al que no pertenece y que le produce un hondo extrañamiento.

Extrañamiento, sí, aunque también añoranza: ésas son las sensaciones que despiertan las fotografías de la ciudad de ori-gen del poeta Yiannis Ritsos, cuya casa natal ostenta una placa y un busto en su honor. (“El paisaje –escribió– es tan agreste como el silencio.”) Una ciudad que fl oreció en la Edad Media gracias a su ubicación idónea entre Italia y el mar Negro y a sus tres actividades primordiales: el comercio, el contrabando y la exportación de los vinos de malvasía, que la apertura del canal de Corinto —refi ere Sella— erradicó del gusto de los comen-sales europeos en favor de la champaña. Una ciudad que en su mejor momento tuvo cincuenta mil habitantes, cifra que los golpes económicos han erosionado hasta reducirla a cincuenta vecinos fi jos: un número que no suena nada mal. En estos tiempos pesados que corren, vivir y morir en Monembasia re-sulta un proyecto que destila levedad. ¿O acaso es mucho pedir una ventana que todos los días se abra al Egeo, ese espejo al que el mundo se asoma para verse convertido en barco lumi-noso?

Fui a Naxos porque me dijeron que ahí, bajo el castillo vene-ciano que domina el puerto abierto al mar Egeo, había una terraza con un restaurante donde servían el plato típico de la isla —conejo con cebollas aromatizado con canela– y desde el que se podía contemplar la caída transparente de la noche; una terraza en la que además me toparía con el busto “de un capi-tán bigotudo que fue un héroe de las guerras balcánicas de los años veinte”. Me lo dijo la Ariadna reinventada en Se está ha-ciendo cada vez más tarde. En cuanto terminé el libro, la voz de la mujer abandonada en una playa de Naxos por su amado Teseo fue sustituida por la de Roland Barthes: “Para mí, las fotografías de paisajes deben ser habitables y no visitables […] Frente a los paisajes predilectos, todo sucede como si yo estu-viese seguro de haber estado en ellos o de tener que ir”. No he estado ahí, pensé ante la postal que me enviaba Tabucchi, y por tanto tengo que ir; no puedo dejar, en efecto, que se haga cada vez más tarde. Estaba seguro de que debía habitar ese paisaje cuyo hechizo se remontaba a las imágenes insulares de Tempest, el fi lme de bordes shakespeareanos de Paul Mazursky; un he-chizo que refrendaría la isla cercana a Rodas donde se ubica el

núcleo de la trama de Sputnik, mi amor, de Haruki Murakami.Siempre he creído que los viajes planeados al calor de un

impulso que afl ora de golpe, después de haber permanecido largo tiempo al acecho, rinden buenos frutos. Por eso desenre-dé el ovillo de la Ariadna de Tabucchi hasta atracar en las Cí-cladas, la pléyade donde se consuman las bodas del blanco y el azul, el archipiélago en el corazón del Egeo conformado por veinticuatro islas y más de cien islotes y dispuesto como un cinturón protector —el nombre viene del griego kiklos, círcu-lo— en torno de Delos, la morada de Apolo en la que nadie puede pernoctar. Apolo está presente también en Naxos; la Portara, único vestigio del templo consagrado al dios de la luz y la adivinación, recibe desde su promontorio al viajero como una puerta hacia el vértigo oceánico. Aunque no alcancé a comprobar la diferencia que Lawrence Durrell establece entre Naxos y Paros, lugares fraternos —“Uno despierta más tem-prano en Naxos, pero duerme más profundamente en Pa-ros”—, lo cierto es que mi estancia en la isla de Ariadna fl uyó al ritmo de las ensoñaciones. Una ensoñación que arrancó el mediodía de mi llegada, a bordo de un ferry sacudido por una tormenta de proporciones mitológicas, y culminó la tarde en que luego de recorrer el dédalo de callejuelas de Naxos logré habitar el paisaje descrito por Tabucchi: ahí estaban el castillo, el restaurante (To Kastro) y el busto del capitán balcánico, la caída transparente de la noche. Ahí estaba, concentrado en los barcos que empezaban a iluminarse abajo en el puerto, el po-der de la literatura, ese motor que nos lleva a atravesar el mun-do en busca de una terraza. G

Fragmentos del libro Terra cognita

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Aterrizaje de Pitol en Barcelona en 1969Jorge Herralde

En este escrito, un momento en la vida de un escritor mexicano reconstruye toda una época literaria en Barcelona, y reseña la presencia de tres novelistas latinoamericanos en la geografía de su cuna idiomática. La mirada que reconstruye ese momento es la del editor, rara avis que anima la mayor parte de las veces desde el anonimato la razón escrita de una cultura. Hecha de r0ecuerdos que son lecturas y convivencia con autores ahora clásicos de nuestra actualidad, la mirada que nos convida pronuncia la inauguración de la Biblioteca Sergio Pitol en el Instituto Cervantes de Sofía en el mes de febrero del año que termina.

Nos lo cuenta el propio Pitol en “Diario de Escudillers” (El arte de la fuga), un aterrizaje en Barcelona (donde cobra vigor su trayectoria de corredor de fondo) que voy a comentar y también a situarlo en su relación con el boom.

Sergio tiene 36 años y unos pocos libros de cuentos, bien valorados, pero de escasa difusión: es aún un escritor bastante secreto (en otro texto del libro nos dice que a los 45 años, en 1979, en México, se le suponía aún joven escritor por la escasez de su obra), y cuenta ya con una extensa carrera como traduc-tor, su fuente de ingresos.

Aterriza en Barcelona en un momento muy especial (dice que pasa en ella los tres años, del 69 al 72, más felices de su vida). Son años de gran ebullición política, cultural y concreta-mente editorial. Después de tres meses de bohemia meneste-rosa en el Barrio Chino, donde conoce a un joven hippy con el pelo color de yodo, que lleva cuatro años on the road y a quien imagina, para una futura novela, como un posible personaje que encarnase el exilio radical. Se sumerge en el ámbito de la gauche divine, iconoclasta, hedonista y descarada, gracias a Félix de Azúa conecta con la Seix Barral aún dirigida por Carlos Barral, y se integra en su comité de lectura, y funda en la recién creada Tusquets una admirable, brillantísima colección, “Los Heterodoxos”. Lo conozco en aquella época y también nos hacemos muy amigos, aunque su vinculación editorial con Anagrama no se produce hasta principios de los 80. Para mu-chos, es una especie de joven hermano mayor, más culto y leído que todos nosotros.

Recuerdo muy bien algunos de sus amores literarios de la época, como Gombrowicz, de quien traduce Cosmos y Trans-atlántico, y a mí también me apasiona y de quien logro publicar, porque los derechos de sus novelas ya no están disponibles, tres Cuadernos Anagrama dedicados a su obra. O nos descubre a Joseph Conrad, entonces bastante oculto, que nos maravilla como escritor y me frustra como editor: todas sus obras impor-tantes están publicadas, y por tanto bloqueadas, en una antigua editorial barcelonesa, Montaner y Simón. Otro es Nabokov, de quien años más tarde traducirá La defensa para Anagrama.

Y en aquel tiempo están residiendo en Barcelona dos de los nombres mayores del boom, Gabriel García Márquez y Mario

Vargas Llosa, que viven en la calle Osio, muy cerca de la recién nacida editorial Anagrama.

García Márquez había publicado hacía poco Cien años de soledad con un éxito tan arrollador como inesperado (la prime-ra edición de 5000 ejemplares, si bien recuerdo, había parecido muy osada). Hasta entonces los pocos libros de Gabo habían sido muy minoritarios. Mientras que, decían las malas lenguas, en su entonces apartamento de la calle Craywinckel comunica-ba diariamente a los amigos los miles de ejemplares que el día anterior se habían vendido de Cien años de soledad. Maldades y envidias aparte, ya estaba instalado en el Olimpo.

En cuanto a Mario, había ganado el Premio Biblioteca Bre-ve con La ciudad y los perros y había publicado después La casa verde y Conversaciones en la Catedral. En su activa relación con la ciudad, Mario era miembro del jurado del premio de novela de Barral Editores y también del Anagrama de Ensayo.

Un tercer escritor que aterrizó algo después de ellos fue José Donoso, que escribió El obsceno pájaro de la noche e Historia personal del boom. Sergio nos cuenta en su Diario que se hizo muy amigo de los Donoso y también de mi gran amigo Luis Goytisolo, que tuvo un importante papel aglutinador en aque-lla época entre hispanos y latinoamericanos.

En aquel tiempo y sobre todo respecto a estos grandes nombres, de los que Pitol era como un hermano menor (aun-que el precoz Mario era más joven que él), Sergio estaba em-pezando su personal y todavía discreta maratón. Escribió en Barcelona su primera novela, El tañido de una fl auta, a la que siguió Juegos fl orales. Sin embargo, pese a su gran calidad pasa-ron un tanto en sordina. Y contemplando retrospectivamente la época, puede comprenderse: lejos del realismo mágico y sus levitaciones, del color local o el color político de la literatura latinoamericana imperante, la literatura de Pitol —culta, refi -nada y exigente, muy cosmopolita y europea pese a ser muy mexicana— descolocó a los lectores: no era lo que se esperaba de un escritor mexicano.

Pero Sergio siguió su camino, aunque dando un giro magis-tral a su obra, en buena parte gracias a la lectura de Bajtin, como ha contado a menudo: una torsión grotesca, la irrupción de lo absurdo, de lo escatológico, de la parodia, de la caricatu-

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ra, que conforman las novelas El desfi le del amor, Domar a la divina garza y La vida conyugal, totalmente independientes aun-que a posteriori resulta patente su originalísima modulación, su unidad, y se reúnen más tarde en el Tríptico de Carnaval.

Con El desfi le del amor ganó en 1984 nuestro premio de no-vela en su segunda convocatoria. El primero lo ganó El héroe de las mansardas de Mansard de Álvaro Pombo, un escritor enton-ces casi desconocido y que ahora está consagrado como uno de los mayores autores españoles. Tuvimos una gran suerte al poder contar con Pombo y Pitol como Founding Fathers de nuestro premio, dos autores que, a su muy diversa manera, funden lo culto con lo popular, con una elegante, compleja y sinuosa escritura y con un sentido del humor y del absurdo bien presente. Con El desfi le del amor, según ha escrito el pro-pio Sergio, empezó una nueva etapa, la etapa de un mayor re-conocimiento por parte de la crítica. Y en la década de los 90 da un nuevo giro a su escritura.

Haré un breve preámbulo para referirme a un texto impres-cindible de El arte de la fuga titulado “¿Un Ars Poética?” entre signos de interrogación en el que Pitol nos brinda su Ars Poé-tica sin interrogaciones. Ahí cita lecciones decisivas de su tra-ducido Henry James que le confi rma en una tendencia diría-mos que ontológicamente pitoliana: “El registrar una visión oblicua de la realidad, un acercamiento furtivo y sinuoso a una franja de misterio que nunca queda aclarado del todo para permitir al lector elegir la solución que crea más adecuada.” Lo que nos remite directamente a El desfi le del amor. Y cita tam-bién una regla básica enunciada por André Gide: “No aprove-charse nunca del impulso adquirido.” Y también otra de Bioy Casares: “De la única infl uencia de la que uno debe defenderse es la de uno mismo.”

Pues bien, Pitol, diríase que armado o ratifi cado en estos conceptos, cancela en 1981, con La vida conyugal, su dedicación a la novela, emprende una nueva ruta y con El viaje, El arte de la fuga y El mago de Viena (que ya conforman en la mente de Sergio un Tríptico de la memoria) se instala en un territorio ca-racterizado por la fusión de géneros, unas obras en las que un ensayo se transforma en un relato, en una crónica, en un frag-mento autobiográfi co. “Todo está en todo” afi rma Pitol en

otro texto de El arte de la fuga. Y Pitol, con estos tres libros, rotura esta amplia zona narrativa en la que se puede encontrar a Magris y a Sebald, a Piglia, a Bolaño y a Vila-Matas, por ejemplo, es decir algunos de los nombres más valiosos de la literatura internacional contemporánea.

Y ahora ya sí, Pitol, después de tan largo viaje, Pitol, des-pués de su maratón, alcanza un reconocimiento unánime, ya ingresa también en el Olimpo. Así, El arte de la fuga gana el premio Mazatlán al mejor libro mexicano en 1996 y ahora mismo, hace unos días, en su traducción francesa ha obtenido el prestigioso premio Roger Caillois. Y Sergio Pitol ha obteni-do también los dos galardones más prestigiosos a la obra de una vida: el Premio Juan Rulfo en 1999 y ahora, en 2005, el Premio Cervantes, el Premio por antonomasia de la lengua española.

Y no sólo su literatura exigente tiene más lectores que nun-ca en estos tiempos de banalización, sino, y esto es muy impor-tante, es una fi gura de referencia para muchos escritores de generaciones más jóvenes, una referencia aún mayor que otros escritores muy aplaudidos en las últimas décadas. Y así se refl e-ja en los comentarios que escogí para la faja para reeditar sus títulos después del Premio Cervantes: tres autores como el español Enrique Vila-Matas, el mexicano Juan Villoro y el ar-gentino Rodrigo Fresán, así como uno de los críticos españoles de referencia, Toño Masoliver.

Dicen así: Vila-Matas: “Pitol es el mejor escritor en lengua española de nuestro tiempo. El maestro perfecto”. Villoro: “Un pionero en el trasvase de géneros. Ha hecho una literatu-ra libre, desatada, como quería Cervantes.” Fresán: “Ha funda-do la literatura del siglo xxi.” Masoliver: “Llevo años escri-biéndolo, Pitol es el más grande escritor en lengua española.” Opiniones contundentes de las que no voy a discrepar en lo más mínimo. Enhorabuena, querido amigo. G

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La mujer que síAntonio Ramos

Era fea, no como yo. No era mala persona, pero era fea. Había una cosa peor: estaba enamorada de mí. Trabajábamos en la misma coordinación, ella contabi-lizaba a varias empresas intervenidas. Todas las mañanas me la encontraba de camino a mi cubículo. Me sonreía. ¿Cómo está, contador Montes? Bien, Clara, bien, muchas gracias. Era muy divertido ver cómo se derretía por mí. ¿Cuándo se enamoró? No lo sé. Sólo recuerdo que una mañana, mientras le entregaba unos bonos vacacionales, descubrí en su mirada cierto arrobo, unas ganas de cogerme. Hasta tardé en darle los papeles sólo de la sorpresa; de ver cómo me miraba, cómo se ponía nerviosa. Pobre, éramos tan diferentes. ¿Le pasa algo, contador Montes? Nada, nada, Clarita. Me dio un dolor en el cuello. ¿Quiere un mejoral, una vitamina C? No, nada, muchas gracias, mejor vuelva a trabajar. La encontré realmente preocupada. Sí, la tenía, como quien dice, en el bolsillo.

Ese día, casi a las seis fue a mi ofi cina. Se apareció y me pidió permiso para entrar. La miré bien. Tenía un cuerpo algo delgado, unas nalgas algo apetitosas. Imaginé sus pechos medianos en mis manos y reprimí la erección. Luego la miré bien, su cara, algunos granos, el brillo en su frente, sus cejas amplias. Ni pensarlo. Yo era muy apuesto: un carro del año frente a uno yonqueado fue la única comparación que se me ocurrió. Me preguntó si me había sentido mejor. Sí, Clarita, gracias, oiga, ¿pues cuántos años tiene? Se sonrojó como antes.

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Tengo veinticuatro años. ¿Y vive con sus padres? No, con-tador, soy de otra ciudad, de Charcas. Tengo un departa-mento muy chico por Santa Catarina. Ya, ya, no me diga contador, dígame Mario, como todos y tutéame.

Más nerviosa, imposible. Claro, Mario, claro.Por esos días yo intentaba salir con Pamela, la dulce Pa-

mela. Era secretaria en uno de los pisos superiores; no una secretaría ejecutiva, sino una de tantas. Siempre iba enfun-dada en un traje sastre que le realzaba la fi gura, le apretaba las nalgas y se hundía con tentación en su bajo vientre. Usa-ba un perfume que siempre olía en muchas en la calle o en el camión; pero no importaba. Había una quiniela para ver quién se acostaba, primero, con ella. Tenía novio. Se apare-cía en la ofi cina con aire defensivo. Le prodigaba cuanto amor era posible dar en público. El mensaje era claro: esta mujer es mía.

Con cualquier pretexto iba a su escritorio. ¿Cómo está, Pamela? ¿Cómo le amaneció el día de hoy? Siempre le ha-blaba de usted. ¿Quiere un refresco? ¿Una pepsi? No me gusta la pepsi, contador. Bueno, le traigo otra cosa. No ten-go sed, muchas gracias. Usted se lo pierde, Pamela, termi-naba el intercambio con cierto aire de superioridad. Vaya que se lo perdía. Luego bajaba a mi lugar y al pasar frente al escritorio de Clara le guiñaba un ojo nada más por no dejar. Ella se ponía roja de la vergüenza. Pobre Clara, tan evidente.

Así se fue la vida, unas semanas, un par de meses. La rutina de siempre; el guiño a Clara, ir con Pamela, salir a comer a las dos de la tarde, volver a las tres. Fue un catorce de febrero cuando sonó la bomba. Pamela había roto con el novio. Las cifras en la quiniela se dispararon. En cada piso se hizo una vaquita, se aleccionó al mejor candidato. Hice todo lo posible porque en mi coordinación me tocara a mí. Cada quien tendría una semana para cortejarla. Ella andaba triste, meditabunda. Era el mejor momento.

Cuando subí con ella para invitarla a salir y pasé frente al escritorio de Clara me detuve para darle más trabajo. A lo mejor sale hoy más tarde, Clarita, pero se tiene que hacer. Ella asintió. Me quería tanto. Como tú digas, Mario. Subí al piso de Pamela. Me sentía como un gladiador a punto de entrar al campo de batalla. Pamela no sabía ni por dónde le llegaría. La encontré mientras acomodaba una papelería en un archivero. ¿Cómo está, Pamela? Hola, contador Montes. Pamela, me preguntaba si le gustaría hoy, a la salida, ir a to-marse unas cocas conmigo. Titubeó. No sé. No le va a pasar nada, Pamela. Ande, nos vemos a las siete y media en el res-taurante, en la esquina de Padre Mier y Juan Méndez. Apre-tó la boca. Se acomodó el vestido. Le quedaba muy bien. Es que, no sé. No se preocupe, ¿nos vemos ahí? Está bien.

El resto de la tarde lo pasé tranquilo, contento. Ya le había sacado una cita, sólo era cuestión de mostrarle parte de mis encantos, mi habilidad para escuchar, conquistarla con un detalle, el resto lo haría mi galanura. Fui al espejo y me miré. Antes había tenido problemas por ser guapo. Los hombres me rechazaban a la primera oportunidad. Siempre he tardado en ganarme su complicidad. Me ven muy guapo y se rebajan, se sienten menos. Piensan que mis novias son

unas mujerzotas como Pamela. Ella es de esas hembras que no deben estar solas: una real, de esas que caen por error en las ofi cinas de hacienda.

Me limpié el rostro, me mordí un poco los labios para realzarlos. A las seis me despedí de Clarita. Aún no termina-ba mis reportes. Pobre, iba a salir tarde. Caminé calles alre-dedor, compré unos pistaches. Nada que me quitara el hambre. El sol caía en sesgo. Hacía mucho calor. Llegué puntual a la cita. Ordené un par de cocas. Dieron las siete y cuarto y Pamela no aparecía. ¿Va a ordenar algo? No, espe-ro a alguien, dije con aire tranquilo al mesero. ¿Le traigo otra cosa? Siempre es mejor tener la mesa dispuesta para una mujer. Sí, tráigame unos dedos de queso y salsa catsup. Esperé. Esperé. El mesero se acercaba a ver si me hacía falta algo pero lo despedía con un ademán. Dieron las siete cuarenta. Las mujeres se tardan, más en la primera cita. A las ocho sí estaba mal. La desgraciada me había plantado.

Iba a pedir la cuenta cuando encontré a Pamela caminan-do hacia el restaurante. Mi corazón saltó de gusto. De ésta no te salvas, pensé y entonces apareció el novio de ella. Se abrazaron, se manosearon. Estaba rojo del coraje y la ver-güenza. El mesero se acercó y me preguntó: ¿quiere que le retire el otro servicio? Negué con la cabeza. Me aguanté el coraje, pagué y salí. No se puede confi ar en las mujeres para nada, ni cuando las encamas. Pinche Pamela, decía en voz alta. Pasé frente a la ofi cina y me encontré a Clarita. Pero al menos no me voy en blanco, me dije. Clara, le grité, ven, te invito a cenar. Pobre. El amor por mí la tenía desfa-llecida. Vi como si el cuerpo se le desmembrara del nervio. ¿Cómo cree, Mario?, estoy lejos de mi casa, yo… Anda, anda, Clara, no te hagas del rogar. La tomé del brazo y la acerqué a otro restaurante.

Sólo íbamos a cenar. Cómo terminé llevándola a la puerta de su casa en una colonia lejana, cómo fue que la besé y cómo fue que le apreté los pechos más tarde mientras ella daba gemidos de gusto, no lo sé. Su casa, como lo había dicho, era pequeña. En los burós un desfi le de fotografías familiares delataba una familia feliz. Dio la una de la maña-na y seguía muy tranquilo en su cama. En la noche todas las mujeres se ven más hermosas, la oscuridad les da una belle-za dormida. Hasta Clara se veía chula. Se me abrazó al cuerpo con una calidez insospechada. Debo admitir una cosa: olía bonito. Su perfume no era como el de Pamela, tampoco tenía los pies resecos como ella. Cuando los descu-brí en un viboreo me desanimé pero quién ama los pies de una mujer: mejor sus senos. A las dos me fui. No quería que pensara en una posible relación conmigo.

A la mañana siguiente no la saludé al pasar junto a su lugar. Fui por Pamela. Me explicó que el novio la había in-terceptado camino al restaurante. No mencionó nada del beso apasionado. Se disculpó por no llegar. Qué pena, Ma-rio, no vuelve a pasar. ¿Entonces nos vemos hoy en la no-che? Miró hacia el techo. Está bien. Nos vemos hoy en la noche. Tomé la precaución de citarla en una plaza y fue buena idea. Pasaban las parejas tomadas de la mano, pasaban algunos adolescentes, incluso pasó una pareja de ancianos pero nada de Pamela. Pinche vieja puta, pensé, me la volvió

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a hacer. Del coraje fui con Clara. Tomé un taxi que me llevó hasta su casa. Aún no aparecía y la esperé. Su cara de sorpre-sa me lo dijo todo. Mario, cómo llegó antes que yo. El mago no revela sus trucos, le dije. Vine a verte. Ahora sí estaba más que sorprendida. Yo pensé que ya no iba a pasar nada entre nosotros, como no me saludaste en la ofi cina, pensé que te habías arrepentido. Es para ocultar las apariencias, Clara, es para eso.

Del coraje le hice el amor. Descubrí en su piel unas pe-cas, nada grave. Tenía unos pies bonitos. Se quedó abrazada a mí. Una vez pasado el enojo me volví a preguntar qué hacía ahí. Clara no era de mi tipo. Mi tipo más bien andaba por la mujer espectacular, por el 1.70 de altura, cabello ne-gro y rizado, ojos color miel, labios no tan gruesos. Volví a verla. Dormía satisfecha. Me levanté y fui al baño. El espejo refl ejó una cicatriz que me cruzaba una parte pequeña de la frente. De niño me habían cortado con un vidrio. Mi pelo se veía algo reseco, por el sol, claro. Unas pestañas se me habían caído y andaban pegadas a la mejilla. Escuché la voz de Clara. ¿Mario, estás bien? Ya llevaba un rato adentro. Sí, Clarita, todo está bien, ya salgo.

Mientras orinaba encontré un pato de plástico en la repi-sa. Era un pato sin chiste, con el pico medio anaranjado. Lo puse a fl otar en el water. Se veía ridículo. Los patos nunca me han gustado. En una pared había estropajos colgantes y un par de shampoos anticaspa. La coladera del baño tenía un tapón azul. El baño se encontraba algo limpio. Me miré al espejo. ¿Por qué Pamela me había plantado otra vez? ¿Por qué andaba en casa de Clara? Yo no era feo. Merecía una mujer guapa, alguien que recolectara miradas masculi-nas como yo hacía con las femeninas. Toda mi vida había sido así. Desde la secundaria me di cuenta de ese don espe-cial. Yo le gustaba a las mujeres. No era el más inteligente, ni el más fuerte, pero yo le gustaba a las mujeres.

Fue entonces que Clara volvió a tocar y abrió la puerta. El pato seguía fl otando sobre el agua amarillenta en el water. Clara llevaba puesta una bata rosa y tengo que decir algo: su rostro resplandecía. Miró el pato pero no expresó nada. Se pegó a mí, pasó sus manos por mi cintura. ¿Te puedo decir algo?, me preguntó mientras suspiraba en mi espalda. Claro, dímelo, le contesté aunque miraba mi rostro al decir esas palabras. Es que es muy guapo contador, per-dón, eres muy guapo, Mario, pensé que me iba a decir pero en lugar de eso levantó el pato y lo puso en su lugar.

Junto a su grisura me sentí hermoso. Hacía ejercicio to-dos los días. Mi cuerpo era fi rme, bien proporcionado. Usaba una pequeña barba de candado siempre delineada. Mis ojos color miel, mis pómulos agraciados. Incluso mi pelo tenía un brillo natural. Ahí estaba Clara, tan parecida a tantas, recordándome con sus ojos enamorados una belleza que por primera vez no sentí. ¿Qué quieres decirme, Clara? ¿Se podría ir hoy a su casa? La separé de inmediato, sor-prendido. No entiendo, ¿quieres que me vaya? La noté apenada. Sí, Mario, es que, discúlpeme. Salí mentando ma-dres en silencio.

Al día siguiente estaba preocupado. Si incluso la fea de la ofi cina te rechaza es que bonito no estás. Las feas toman lo que sea. Les pregunté a varias secretarias si yo era un hom-

bre feo o no. Se me quedaban mirando, me auscultaban y negaban. No, Mario, cómo cree, no está feo. En serio, usted es un hombre muy guapo. ¿En serio? Sí, cómo cree, no le mentiríamos con algo así. Si es de los más guapos en el edi-fi cio. Me ruboricé igual que Clara cuando le dije en aquel restaurante si podía llevarla a su casa. ¿Entonces qué ocu-rría? Recordé que siempre batallaba para tener una relación seria. Muchas de mis mujeres habían sido pagadas en antros o más. Sólo había tenido tres parejas con el tiempo; pero ninguna me había aguantado más de seis meses. Terminaban hastiadas de mí. Pero yo no era feo. Claro que no.

A la semana volví a buscar a Clara. Me recibió en su casa como siempre y después de hacerle el amor se me quedó viendo con aire extraño. ¿Qué ocurre?, le pregunté medio alarmado. No sé, te noto diferente. Fui al baño. El pato estaba en una repisa. Me miraba con sus ojos plásticos y puedo jurar que se reía. Cuando volví a su cama Clara se hizo a un lado. Quise ver la televisión pero apenas tomé el control remoto Clara me preguntó: ¿Y cómo va la apuesta con Pamela? Su pregunta me sacó de control pero me repu-se pronto. No, Clara, eso no es de adeveras, yo la quiero nada más a usted. Se lo dije con tanta veracidad que tal vez ni me lo creyó.

Iba a prender otra vez la tele cuando la oí suspirar. Me gustaría quedarme sola en casa, ¿puedo? Pues es tu casa, claro que puedes, yo me voy. Salí enojado pero poco a poco me ganó el miedo. Ahora, incluso, Clara me sacaba de su colchón. Deambulé hasta una avenida larga. La noche se había puesto fría. Los camiones pasaban rápidos, los semá-foros cambiaban del verde al amarillo, luego al rojo, otra vez el verde. La avenida inmensa resplandecía con algunos anuncios panorámicos. Una muchacha mostraba un teléfo-no, otro anuncio era de cerveza. Un carro se detuvo frente a mí. Lo conducía una mujer. Mi refl ejo caía sobre el vidrio. Me incliné para mirarla. Le sonreí. Ella se puso nerviosa al principio pero después cruzó la avenida dejándome solo.

A la mañana siguiente fui con Pamela. Debía saber algo. La encontré otra vez frente a su escritorio, tranquila como siempre, feliz con sus pies resecos y su perfume barato. Pa-mela, quiero hablar con usted ¿me permite quince minutos? Se sorprendió. Se acomodó el traje, olía a lo de siempre pero no podía dejar de percibir cierta belleza en ella. Vamos a la cocina, sígame. Dígame Mario, me pidió en cuanto nos quedamos solos. Le voy a preguntar algo muy importante, necesito saber su verdad. Pamela puso cara de sorpresa y alarma. Claro, claro, dígame, yo le respondo. Tomé aire. ¿Usted cree que soy feo? Una risa se sofocó en su rostro. No, contador, ¿cómo cree?, usted no es nada feo. De hecho, es de los más guapos en la ofi cina, si hasta se parece a una estrella de cine. Si quisiera hasta podría salir en la televisión. Sí, sí, pero, por ejemplo, usted andaría conmigo. Pamela puso el rostro serio, a la defensiva. No, no me malinterpre-te. No quiero andar con usted, sólo quiero saber si andaría conmigo por lo guapo que soy.

Tardó en contestar. No, bueno, no se vaya a ofender contador, pero yo ya

tengo novio y si no tuviera, pues, no, creo que no andaría con usted.

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¿Soy feo?No, como cree, no, no es feo pero yo no andaría con

usted, es algo de usted que no me gusta, no sé cómo expli-carlo… ¿me puedo ir?

La vi alejarse, tan chula ella, con su contoneo sabroso. Recordé tantas cosas, momentos cuando me separaban de un equipo, cuando mi madre decía: Ay, Mario, ojalá algún día encuentres una mujer que sí te quiera como eres. Me sentí sucio. Allá afuera andaba mucha gente feliz, muchas parejas buscándose, acostándose por amor, por celos, por lo que fuera. Cuando regresé al lugar de Clara la encontré, sola, tranquila, escribiendo a máquina. Clara, debo hablar contigo. Era la primera vez que le hablaba de tú en la ofi ci-na. Ella se puso seria. Sí contador, espéreme un poco, me respondió y se metió en un cubículo. La esperé más de quin-ce minutos y luego entré. La encontré llorando. ¿Pues qué te pasa, Clara? Ay, Montes, digo, Mario. Yo ya sé por qué vienes y perdón, pero no, no puedo andar contigo. Sus pa-labras fueron peores a cualquier plantón. ¿Y por qué no quieres andar conmigo? ¿No te gusto? ¿Estoy tan mal? ¿Pa-rezco un animal o qué? Respondió que no a todo: sí, sí me gustas, sí estás muy guapo, qué animal si parece modelo. ¿Entonces? Es otra cosa, es algo en usted, discúlpame, pero ya no lo puedo recibir en mi casa. Lo siento.

Se alejó. Cuando volvió a su escritorio era otra. Seguía siendo la misma gris de siempre pero tenía una entereza nueva. No le dirigí la palabra en todo el día. Todo en ella era un deseo por saltar sobre mí y al mismo tiempo, algo en mí la rechazaba.

Y aquí estoy frente al espejo. Recuerdo cuando otros hombres, en la secundaria, en la preparatoria, en la univer-sidad, hablaban mal de mí, simplemente por que yo tenía un mejor cutis, un mejor ángulo. Amigos, casi no tengo, no tuve, creo que ya no tendré. Sonrío y mi imagen me imita. Me descubro guapo según las revistas pero al momento algo pasa y comienzo a ser otro. Me cambio el pelo de un lado a otro, veo mis patillas, mi piel que se llena de brillo a lo largo del día. Esa tarde cuando Clara me botó, cansado, le pre-gunté a un borracho en la calle: Amigo, ¿soy feo? Sólo eructó. No, compadre. Luego me barrió con la mirada, se rió: Usted más bien es otra cosa. Y se fue por la banqueta, renqueando, su sombra sucia en el cemento; llevándose ya el último indicio de mi apostura; se fue como Clara aquella mañana en la ofi cina, cuando había borrado de un golpe, con todos sus “sí te quiero”, sus rubores y sonrisas, mi pro-fundo amor por mí. G

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Obras reunidas, de Iván IllichPor Jorge Federico Márquez Muñoz

Gabriel Zaid y Carlos Monsiváis son quizás los intelectuales más conocidos que se encuentran en la larga lista de admiradores que tuvo Iván Illich en México. Fuera de nuestro país, Jacques Attali, Jean Baudrillard, Peter Sloterdi-jik, John Womack, R. D. Laing, Peter Berger e incluso V. S. Naipaul, se en-cuentran entre los numerosos autores abiertamente interesados en su obra.

Hace más de veinte años que fueron publicados en castellano por última vez los textos contenidos en Obras reunidas de Iván Illich. No se trata de una obra caduca, sino de uno de los más profun-dos análisis de las sociedades modernas. Como dijera su amigo y colaborador José María Sbert en el obituario del fi ló-sofo convivencial: “Sólo con una gran ceguera podría argumentarse que las cuestiones que planteó Illich han perdi-do gravedad. Por el contrario, todas las evidencias indican que no han dejado de hacerse más trágicas, algunas hasta el delirio”.

La obra de Iván Illich está claramente dividida en dos épocas: la del Centro Intercultural de Documentación (Cidoc), que abarca desde fi nales de los sesenta hasta 1976, y la obra posterior, que co-mienza en Shadow Work, y termina en sus últimos ensayos, escritos en 2002. La primera etapa es la que compila el volu-men 1 de Obras reunidas, y los siguientes dos tomos, de próxima publicación por el Fondo de Cultura Económica, abar-carán la segunda etapa.

El Cidoc era un lugar privilegiado para el aprendizaje, la crítica y el debate, fundado en Cuernavaca en 1966 por Iván Illich; era un espacio plural en el que se veían desfi lar intelectuales tan distintos como el teólogo Gerhart Lad-ner y el anarquista Paul Goodman; Erich Fromm y Paulo Freire también eran in-vitados frecuentes. Tal y como decía Illich: “En este lugar dejamos volar la imaginación. En este lugar nadie nos paga por pensar, así pues, pensamos li-bremente”.

Los fructíferos debates y seminarios del Cidoc están condensados en el volu-men 1 de las Obras reunidas. Illich escri-bió en el último de estos textos, Némesis médica: “Con este libro concluye mi par-ticipación sobre […] el control social de la tecnología”. Tema que ocupó al fi ló-sofo por más de diez años.

Los textos incluidos en Obras son una parte fundamental de la teoría social contemporánea, planteada, discutida y escrita en nuestro país. Se trata de un capítulo fundamental de la historia del pensamiento sociológico y fi losófi co de México.

Para quienes ya conocen la obra del fi lósofo convivencial, cabe destacar las novedades presentadas en Obras reuni-das. En primer lugar, el prefacio de Jean Robert y Valentina Borremans ofrece un marco biográfi co y conceptual de los textos compilados. Además, nos recuer-dan que Illich era “el inventor de la ciencia que aún no existe”. En segundo lugar, es plausible la revisión crítica de las traducciones, hecha por Javier Sicilia.

Para quienes no conocen o conocen muy poco la obra de Illich, las Obras se-rán un gran descubrimiento. La clari-dad, la vivacidad y el sentido del humor del autor (ya visible en los títulos y sub-títulos de la obra), hacen que el lector se interese de inmediato en sus escritos. Pero más allá de la forma, el contenido de sus críticas, dolorosamente vigentes, ayudan al lector a la desmitifi cación de las certezas modernas.

En estos escritos, Illich se muestra como un sociólogo e historiador de la tecnología y sus efectos sobre el hombre y el medio ambiente. Resumía de esta manera el objetivo de sus propuestas de los años setenta: “El control social de los sistemas de producción es la base de toda reestructuración social”, y para ello afi rmaba que la sociología convencional había reconocido ya la necesidad del es-tudio de dos dimensiones de la sociedad industrial: las formas que adquiere la propiedad de los medios de producción

y las formas de la distribución. No obs-tante, y aquí es en donde vemos la nove-dad de Illich, hace falta también consi-derar los umbrales críticos de las tecnologías y la intensidad de los servi-cios profesionales. Se trata entonces de estudiar uno de los mitos esenciales de la modernidad: “el imperativo tecnológi-co”, que convierte a las instituciones en fi nes en sí mismos, haciendo olvidar a los hombres los objetivos para los cuales fueron creadas.

Illich intenta establecer los umbrales entre la utilidad y la contraproductivi-dad de tres industrias: la escolarización, el transporte y la medicina, para deter-minar hasta dónde es conveniente ha-cerlas crecer y dejarlas interferir en la vida de las personas. Se trataría entonces de establecer el punto en el cual las in-dustrias comienzan a tener los efectos inversos para los que fueron creadas, es decir, detectar cuándo la medicina co-mienza a causar enfermedades, la escue-la a embrutecer y el transporte a obsta-culizar los caminos.

Illich no consideraba sufi ciente el análisis estadístico de sus hipótesis, por el contrario, pensaba que debía expre-sarlas en un lenguaje más allá de la jerga de los profesionales. Así, además del ri-gor y la riqueza de las tesis y los argu-mentos del fi lósofo, cada uno de sus textos está embellecido por la mitología griega. Solía ilustrar la arrogancia y ce-guera del mundo moderno con los mitos de Tántalo y Prometeo. A propósito del consumismo, Illich escribió: “Un mundo de demandas siempre crecientes no sólo es maligno —también puede concebirse como el infi erno, el Hades”. Proponía entonces la mesura, la prudencia, la au-tolimitación y la humildad de Epimeteo, fi gura en la que se reconocían él mismo y su amigo Erich Fromm, y a la que no vendría mal que se adhieran más ciuda-danos, gobiernos enteros, incluso. G

Iván Illich, Obras reunidas,Volumen 1, México, fce,

2006, 763 pp.

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¿Quién es el hombre en este principio del siglo xxi? El enigma ensaya sobre la ocupación de una especie humana sobre otra casi inhumana, y se desarrolla en un pueblo desconocido de Francia (Domme). Un escritor salvaje, en su lo-cura, desvela la sombra de nuestras pesa-dillas o la inteligencia de la idiotez en las superfi cies del lenguaje, deslizando el entorno de la palabra hacia una sintaxis donde la oración profana el lenguaje de todos los símbolos sagrados de plástico y terracota de New Age de los neomísticos de pacotilla del siglo actual.

En Domme la parábola es puente en-tre la infelicidad y lo que alivia. Su peri-plo es hacia el interior de sí mismo, y en el fraseo exterior de sus desvelos, frena y suspende en el asombro a la especie hu-mana al enemistarse con el lenguaje de los hombres. Hay respuestas, muy po-cas, pero perfectamente audibles… ¡El hombre ha desaparecido! ¿Y la reali-dad?…, quién sabe, diría el escritor ale-mán W. G. Sebald; ¡como también él lo sospechaba!

La victoria es la de los más numero-sos, los cobardes, la gente razonable, los que no saben nada, los que querían un mesías. Los alquimistas, los judíos ini-ciados, los fariseos piadosos, adoradores de Elohim, todos fueron acorralados, desacreditados, amordazados. Y ahora reina él, el hombre que no es más que la sombra de sí mismo. Y en contra de to-dos, se declara el escritor y su escritura.

Estamos en medio de la novela de François Augiéras, Domme o el ensayo de ocupación (Sexto Piso, México, 2006). Y la esperanza en su literatura será atrapar ese vacío que circunda nuestras mentiras cuando no queremos morir, o cuando de-cidimos que al permanecer en este mundo el vacío prolonga, en el secreto separado de su realidad, la pérdida total de lo sa-grado de la vida. El tiempo se esfuma a través de su lectura, y vivir este tiempo de locos y bufones —o en su apariencia va-cante— nos deja atrapados en la experien-cia por la pasión de nuestro origen.

La dicha de lo inmediato y la desdi-cha que vino a continuación colma nues-tra vacía cotidianidad, que como seres humanos nos arroja a la errabundia: a fi n de cuentas la obsesión por lo extraño forma parte de la experiencia literaria. ¡Qué misterio! Y tal vez el mejor lugar para hablar y decir la verdad sea un hos-picio. Misterio y secreto —dirá Edmond Jabés— son sólo distancia vertiginosa entre una palabra tolerada, y un vocablo inaceptable. La realidad ya no es litera-tura y la literatura no alcanza la letra en las manecillas de su prosodia.

Voluntario de la exclusión marginal, enajenado por su misma escritura, Au-giéras decide internarse en un hospicio. El acta de aceptación abre su novela autobiográfi ca: está loco o fi nge estarlo, y quiere escribir lo que se siente estar loco: la vida y la literatura encuentran aquí su huella de querencias en las pre-guntas que nos formulamos todos los días; aunque la pregunta no existe per se en esta novela, sólo aborda una tentativa invisible de la literatura, y la pregunta sin respuesta solapa la culpa de no haber entendido en su momento al escritor en su escritura. La verdad está siempre en instancia de ser. Toda mentira desde que se fi ja, desde que se la muestra como ejemplar, existe como verdad. La menti-ra sólo se consume como mentira en su otra realidad. Y entonces nosotros no existimos, pero, ¿qué es el hombre en este tiempo?

Al abrir esta novela en sus primeros avisos encontrarán la saliva de la locura a la que hemos descendido todos, cuan-do la estela de sueños era la otra parte de la vida; en el camino no hay cerraduras sino llaves en la noche para interpretar la estupidez del ser humano. Y si causa escozor o tienen alergia a este “tipo” de escritura, por favor interpreten las pági-nas sin temor al espejo cotidiano. La locura es el jardín luminoso de nuestra niñez, y la sílaba que promete otro mun-do resbala a través de su inocencia.

La mirada de François Augiéras abar-

ca el terreno de todos los territorios humanos, y al extender su escritura sólo encuentra la crueldad de los hombres. Por eso mismo, su novela es una decla-ración de guerra: “Ha llegado el mo-mento de atacar al hombre. ¿Atacar? Por lo pronto aparecerá, muy discreta-mente, una civilización ‘distinta’. La nuestra.” Su experiencia narrativa sedu-ce al lector para que admita lo diferente: una sociedad (él en su soledad) que co-mulga con los astros, con el universo divino y natural, sin referencia alguna a los cánones establecidos. Su refugio son las cuevas de un sueño que no tiene sali-das al hospicio.

Domme o el ensayo de ocupación es una novela que ensaya a bordo del misterio tan profundo y hondo de la humanidad. Los locos y los niños, aunque ofi ciosa-mente no existan, siempre te ponen frente al espejo de su ilusión; allá, más allá de los hombres que todavía no exis-ten esperan en la esquina de la vida su novela…, y es ésta. Su autor se encuen-tra en un estado de perfecta receptividad de lo sagrado y lo divino; es cuando el rito defi ne el espacio, que la actitud de adquirir una conciencia superior del ser humano encaja en el deseo.

El escritor se lanza a la búsqueda del hombre que todavía no existe, pero que está aquí, forjado en el exilio por la so-berbia humana; ése, al que el cristianismo ha convertido en un eunuco universal.

Su propuesta literaria es una ecuación matemática del equilibrio entre las fuer-zas materiales y espirituales, donde la balanza se inclina hacia el hombre nue-vo, el que viene de los astros, desde el universo cósmico emerge como condi-ción de una conciencia que niega la falsa espiritualidad del hombre moderno. Y nos recuerda un fi lme argentino de Eli-seo Subiela: Hombre mirando al Sudeste cuando Rantes (el personaje) misteriosa-mente aparece en un siquiátrico con un mensaje de otro planeta y le aclara a su siquiatra que los hombres están muertos pero no lo saben, y lo están porque no

Domme o el ensayo de ocupación,de François AugiérasPor Alfredo Coello

François Augiéras, Domme o el ensayo de ocupación, México, Sexto Piso,

2006, 162 pp.

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entienden nada de éste, y cuando lo ha-cen destruyen todo. Él recibe sus men-sajes de pie, siempre mirando en el patio del hospicio hacia el sudeste; al fi nal, como todo buen mesías, es sacrifi cado sin saber si estaba o no loco.

Dialoga en su novela con la niñez y la locura de lo sagrado, disolviéndose en un espacio de sombras transparentes que son más simples que el aire. Leer una buena novela nos acerca al peligro de nuestra propia historia, sobre todo cuan-do el autor nos habla desde la oscuridad, donde todo está en calma y, de pronto, nos altera la certeza de reconocer que en lo más profundo de nuestro ser exista una vida diferente, opuesta a la vulgari-dad, al irrespeto al que se entregan los hombres, pues “entre ellos no se tienen nada más que desprecio.”

El lector se enfrenta a su lectura en voz muy baja, lejos de los hombres, aquiescencia de sombras que descubren a los dioses ocultos que pernoctan entre los hombres. Los hombres son crueles, traicioneros, fundamentalmente malos, hay que tenerlos alejados y cuidarse de ellos sin bajar la guardia un sólo instan-te. Es necesaria, entonces, la ocupación aunque sea simbólica, pero que atraiga la voluntad de los diferentes hacia el te-rritorio de lo innombrable, donde debe-rá suceder “la ocupación” que terminará por crear una nueva civilización, una ci-vilización proveniente de los astros y diametralmente opuesta a ese fatal detri-tus llamado humanidad.

Jean Chalon fue amigo del autor, y aunque nunca lo conoció en persona,

siempre tuvo una relación epistolar constante con él. En una carta cuenta que al publicarse Domme o el ensayo de ocupación, François Augiéras debió al-canzar la gloria póstuma que, de manera absurda, suponemos es la recompensa reservada a los escritores poco conoci-dos, rechazados por su época.

Como él mismo decía, François Au-giéras se había adelantado a su tiempo. Y le costó caro: el rechazo de Domme por parte de varios editores. Y sufrió por ello. Un año antes de su muerte, en di-ciembre de 1971, en el hospicio donde se refugió después de una vida de aven-turas, de catástrofes y exaltaciones múl-tiples, se preguntaba por qué su novela había sido un fracaso rotundo, y le escri-be a Jean Chalon:

“¿Ha caído en verdad una maldición sobre este libro? A mí me parece que es el más legible de mis textos, el más claro, el mejor construido…”.

“No se engañaba —dice J. Chalon—; en efecto, Domme es lo más legible, lo más claro, lo mejor construido de toda su obra. Es, según creo, su obra maestra, una obra maestra peligrosa, cuyo poder seductor, cuyas enseñanzas e ideas nos llevan más lejos de lo que pudimos atre-vernos a esperar”.

Y nuestro autor en verdad es uno de los “raros” de la literatura francesa, in-clasifi cable o imposible de ubicarlo en alguna corriente literaria o inclinación fi losófi ca. Le escribe a su amigo dando prueba fehaciente de su capacidad para escribir lo que es su vida y desea dejar testimonio en su escritura: “Soy un mé-

dium en el grado más alto, estoy poseí-do, obsesionado. Siento que me vigilan: nadie me reprocha nada, pero soy sospe-choso de todo… Una ola de artistas, de músicos, provenientes del Este y del centro de Europa parece haber inyecta-do sangre nueva a Occidente a princi-pios del siglo xx. A veces me pregunto si no seré el precursor de otra ola, que viene también de más allá de las estepas orientales”. Tal vez, el mejor lugar para decir la verdad sea el hospicio de los días que rumian la literatura.

Cuando terminó esta novela, casi al mismo tiempo, muere; y cada capítulo de su narrativa el autor lo vivió en “car-ne viva”. Lo que realmente sorprende, es la capacidad para relatar su locura o la posibilidad de perder el silencio; esa maestría para relatar desde el desierto de su soledad una experiencia que entraña lo más poblado de su imaginación: el hombre de hoy. Y es un libro que perte-nece en todas sus aristas y profundidades al mundo de estos tiempos. El sueño nunca retorna cuando la intuición ha desparecido en esa niebla de lo posi-ble…, en lo imposible.

Incomprendido por los editores, mu-rió un 13 de diciembre de 1971 sin ha-ber tenido en sus manos un ejemplar de su novela que Fata Morgana (editorial francesa) publicó en 1982 y que ahora, por vez primera en México, publica la editorial Sexto Piso. G

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La noche de los trasgos,de Alicia MolinaPor Juana Inés Dehesa Christlieb

En su entrega más reciente, Alicia Moli-na (ciudad de México, 1945) continúa la serie de aventuras de Camila, la pequeña que conocimos en El agujero negro (Méxi-co, Fondo de Cultura Económica, 1993). Camila sería una niña más si no fuera por la casita de muñecas que heredó de su abuela que, además de ser una mona-da y estar lujosamente amueblada como las residencias de los concursos de la tele, es el hogar de cinco encantadores personajes: Verde, Púrpura, Azul, Rojo y Rayas, cinco duendes que desde el pri-mer episodio acompañan a Camila, acu-den en su auxilio cada vez que tiene un problema del cual no sabe cómo salir y, lo más importante, la ayudan a crecer.

Las criaturas fantásticas son parte de la literatura: han estado allí para ayudar al protagonista a cumplir su misión des-de los cuentos tradicionales más remo-tos. Estos personajes con características sobrehumanas y sobrenaturales —bru-jas, hadas, duendes, gnomos y magos—, a los que Propp llamó “donantes”, cum-plen un papel fundamental dentro de la historia; empujan la trama para que pue-da llegar al esperado fi nal feliz. Al con-vertirse los textos tradicionales en patri-monio casi exclusivo del público infantil (a raíz, también, de que se “inventó”, por así decirlo, dicho público), estos personajes también se mudaron: si, como sostiene Peter Pan, sólo niños pueden creer, pues sólo en sus cuentos merecen estar las criaturas mágicas.

Dichas criaturas cumplen con un pa-pel de guías y mentores. Un papel que en la vida real tendría que estarles reser-vado a los adultos pero que, gracias a la condición subversiva que rige a la buena literatura infantil, gracias a su papel de “patio de recreo” lejano a las convencio-nes y reconvenciones, pueden cumplir los duendes, los ratones encantados o los tigres de peluche. El donante es sabio, es paciente y guarda dentro de sí todas las respuestas.

Desde Cenicienta hasta Calvin, los personajes infantiles (es decir, los que

son niños) han encontrado ayuda y con-sejo en personajes que se salen total-mente de las normas, y a quienes los adultos, en su madurísima sensatez, no tienen acceso. La mamá de Camila no ve a los duendes, sólo ve a su hija que crece cada vez más.

Así son Verde, Púrpura y compañía. Así han sido en todos estos años en que aquellos que seguimos la literatura in-fantil mexicana los hemos conocido. En la entrega anterior, El zurcidor del tiempo, Camila se enfrentó a que, horror de ho-rrores, el cuaderno de la más matada del salón, que había pedido prestado, había sido víctima de un mocoso destructor; con ayuda de los duendes y sus ardides logró volver el tiempo atrás y rescatarlo. No es poca cosa.

No es poca cosa siempre y cuando no se le compare con lo que enfrentan aho-ra en La noche de los trasgos: una brillante disertación sobre el miedo y sus diferen-tes presentaciones.

Oriana es esa niña a la que nadie le hace caso en la escuela, como si fuera invisible. Es también una niña “aterra-da”, según nos cuenta el narrador en la primera página, y eso es lo que más le fascina a Camila de ella; si bien lo que a Camila más le asusta es el miedo mismo, no puede sustraerse a la atracción que le despierta Oriana, y no para hasta que conoce su secreto y la ayuda a deshacer-se de él.

En el camino, por supuesto, se esbo-zan historias más comunes a los niños “de verdad”: Marcela, la mejor amiga de Camila desde que eran chiquitas, siente celos de que ésta sea amiga de Oriana, y siente celos también del hermanito que se anuncia a mitad de la novela. Se da cuenta de que éstos son también un tipo de miedo, y aprende a reconocerlos. Los padres de Camila descubren también que su hija está creciendo y se vuelve poco a poco otra persona. Y, si bien Oriana es una niña “rara” con sus pro-blemáticas sobrenaturales, se puede re-conocer también en ella al personaje del

fondo con el que nadie habla y a quien nadie quiere cerca, ése con el que com-partimos tantos años el salón.

Alicia Molina logra conjuntar con buen ofi cio los dos espacios fundamen-tales de la literatura para niños y jóve-nes: la vida cotidiana y el espacio fantás-tico. Camila, sus padres y sus amigos son seres de verdad (de pronto los padres son un poco demasiado comprensivos y gentiles, pero puede creerse), y al mismo tiempo sus personajes fantásticos perte-necen a lo mejorcito del género (cada uno de los duendes merece capítulos aparte, y los terribles trasgos no le piden nada a los hombres grises de Momo con quienes guardan similitudes importan-tes, empezando por las cromáticas). Si bien la historia no deja de ser fi el a su género y al fi nal Camila crece y aprende, lo hace de manera divertida y, como debe ser, a escondidas de sus padres.

Finalmente, se hace necesario llamar a una moción por los monitos: las ilus-traciones no están a la altura de la histo-ria. Los trasgos y duendes todavía se salvan, pero las niñas parecen prófugas de una estampita de papelería. Camila se merece pinceles más justos. G

Alicia Molina, La noche de los trasgos, colección A la Orilla del Viento, fce,

México, 2006, 136 pp.

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Lectora apasionada, partícipe de la conversación inteligente y cofundadora de diferentes cuerpos colegiados, de áreas del conocimiento tanto humanístico como científi co, Cecilia Frost cumplió las misiones que la vida le presentó. Los resultados saltan a la vista aquí y allá, su presencia es una confi rmación de que nuestra memoria colectiva encuentra en personas específi cas a los depositarios de una tarea imprescindible para el verdadero progreso: el de leer y comprender, el de compartir el conocimiento y el de la coherencia entre pensar y actuar.

Para la transmisión del saber tenemos, desde hace dos o tres milenios, los libros. Pero los libros son como los códices. Si nadie los sabe leer, interpretar, ni acompañarlos con el discurso adecuado, pierden su sentido. La cultura no se puede reproducir en un vacío. Necesita el elemento humano, la persona que la rescata, que la interioriza, para luego explicarla y hacerla viva para la siguiente generación. Sólo unos cuantos individuos tienen esa habilidad, la de compenetrarse en la herencia cultural de un pueblo a tal grado que llegue a conocer sus orígenes, sus infl uencias, su evolución, sus manifestaciones literarias, arquitectónicas, musicales, religiosas, académicas. Na-die, al morir, puede ser reemplazado por otro, pero cuando una sola persona reúne en sí un vasto conocimiento, añadido a una gran certidumbre moral y un sentido claro de dirección intelectual, la pérdida resulta todavía más signifi cativa. Parece evidente que se necesitarían varias personas juntas para llegar a aproximar la gama de conocimiento almacenado en el cerebro y en el corazón (por supuesto que el corazón también conoce muchas cosas) de la mujer excepcional que fue Elsa Cecilia Frost.

Ser hija de un matrimonio mixto, de madre mexicana y padre alemán, además de casarse con un catalán, fue un buen punto de arranque para hablar alemán, francés, inglés, italiano, latín, catalán y ser tan experta en español que ingresó a la Academia Mexicana de la Lengua. Elsa se acercó al lenguaje escrito al empezar su vida profe-sional en la Biblioteca Nacional, donde clasifi caba las obras de teología, fi losofía e historia. Aprendió a cuidar el idioma en el Fondo de Cultura Económica como responsable de las ediciones relacionadas con los mismos temas. Vio los aspectos técnicos de la producción de libros en el Fondo a principios de los 1960; nunca estuvo lejos de los departamentos editoriales en las instituciones con las cuales co-laboró hasta el fi n de sus días. Además, sus seres más queridos estaban y están en el mismo mundo de los libros, desde la autoría hasta la publicación y distribución de los mismos.

A partir de enero de 1975 El Colegio de México tuvo el privilegio de contar con Elsa Cecilia entre sus mejores investigadores y escritores. Participó activamente en la comunidad académica como coordinadora del Centro de Estudios Históricos, como profesora, como conferenciante, como colega. Siempre tuvo tiempo para co-rregir el escrito de un novel historiador o platicar de libros y de personas —su círcu-lo de conocidos, tanto textos impresos como seres de carne y hueso, era muy amplio. Fue generosa con sus comentarios, con su amistad, con sus buenos deseos hacia el prójimo. Tuvo ideas muy claras acerca del bien y del mal, de lo bello y lo feo, de lo debido y de lo indebido. Perteneció a una generación cuya brújula moral le permitió andar con mucha seguridad por la vida.

La década de 1980 encontró a Elsa Cecilia en la unam, en otro ambiente, con otros quehaceres. Pero nunca dejó ni la investigación ni la docencia. Su primer libro, Las categorías de la cultura mexicana, ya se había convertido en un libro de texto clási-co para la Facultad de Filosofía y Letras y para cualquier estudioso del tema. Siguie-ron una antología de textos educativos, un tratado sobre el arte de la traducción, la compilación de Franciscanos y mundo religioso en México, Este nuevo orbe, otra compila-ción de testimonios del exilio, y su último libro, La historia de Dios en las Indias. Se dio tiempo de redactar tantos artículos para revistas especializadas que llenan tres pági-

Elsa Cecilia FrostAnne Staples

Tomado de la revista Historia Mexicana 218 (vol. lv, núm. 2, octubre-diciembre, 2005), pp. 689-693.

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nas a renglón seguido de su curriculum vitae. Sus reseñas, sa-brosas cápsulas de aguda refl exión sobre la labor ajena, llenan otra página. Tal vez el trabajo que signifi có mayor esfuerzo, cuidado, inteligencia, bagaje cultural y sensibilidad fue el de traducción. Siete libros, algunos tan complicados como la Es-tética de Hartmann (que tuvo que hacer dos veces, al desapare-cer los cuadernos con la primera traducción), dos artículos y la revisión de cuatro largas traducciones hechas por otras perso-nas, del alemán al español, dan idea de su vocación. Las revi-siones no eran más sencillas que las traducciones, ya que se trataba de textos como el de Heidegger sobre Kant y el problema de la metafísica. Con este enorme esfuerzo, no haría falta decir una palabra más para aquilatar una vida dedicada a las ideas y al espíritu. Pero hay que mencionar 22 títulos más traducidos del francés o del inglés al español, entre trabajo suyo y colabo-raciones. Elsa Cecilia dictó por lo menos un centenar y cuarto de conferencias, todas cuidadosamente preparadas por escrito; participó en igual número de congresos, encuentros, jornadas, simposios, mesas redondas, presentaciones y otros eventos cul-turales. Leyó más de medio centenar de tesis en su papel de vocal algunas, como directora, muchas veces. Dejó en proceso de elaboración otra docena, que ahora padecen una orfandad difícil de remediar.

Elsa Cecilia perteneció a muchos cuerpos colegiados acadé-micos en distintas instituciones científi cas y culturales univer-sitarias. Fue miembro del jurado de concursos, de consejos de redacción, de comisiones dictaminadoras. Recibió premios como el Edmundo O’Gorman, el Premio unam en Humanida-des y otro en Ciencias Sociales, y el culminante de su carrera, el ya mencionado nombramiento a la Academia Mexicana de la Lengua. Este último le emocionó mucho; fue un justo recono-

cimiento a su trayectoria sobresaliente como usuario conscien-te y cuidadoso del idioma.

La vida religiosa tuvo un atractivo especial para Elsa Ceci-lia. Se acercó a los grandes problemas de la teología —su reli-giosidad iba mucho más allá de las formas y de los ritos. En-tendió el sentido simbólico e histórico, el lenguaje oculto, la esencia de un sistema de creencias encaminadas a explicar el porqué de la vida y su signifi cado metafísico. Tuvo especial simpatía por los franciscanos y los dominicos, en cuyos semi-narios dio clases de historia. Tal vez nadie poseyó un conoci-miento histórico tan profundo de las dos órdenes así como del papel que desempeñaron en la conquista y durante el virreina-to. Para lograrlo, se empapó en el estudio de los padres de la iglesia —la patrística fue un curso que dictó en el doctorado de El Colegio de México, curso que nadie más ha podido imitar. Conoció a fondo los textos clásicos del cristianismo, de la fi lo-sofía alemana decimonónica, de la historia del arte, sobre todo el religioso. Durante toda su vida fue fi el a sus tres amores: teología, fi losofía e historia, expresadas en letra de molde y por la palabra hablada con precisión, exactitud y elegancia gracias a su manejo impecable del idioma. En Elsa Cecilia se conjuga-ron sensibilidad, inteligencia, devoción religiosa, amistad, fi de-lidad y honradez. Vivió los ideales cristianos que fueron la guía de su conducta y de su pensamiento. Hubo una gran coheren-cia entre lo que profesaba y lo que hacía. Su familia, sus amigos y sus colegas hemos perdido a alguien que fue capaz de conser-var y explicar nuestra memoria colectiva. Ella fue elegida por el destino para descifrar para las siguientes generaciones las claves del pasado. Cumplió su cometido, dejó un ejemplo de entrega, y mediante sus escritos, sus clases y sus consejos, ayu-dó a perpetuar la cultura occidental. G

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