La Gaceta núm. 505 del FCE. Enero de 2013

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DEL FONDO DE CULTURA ECONÓMICAENERO 2013 505 ISSN: 0185-3716 Newton pasó gran parte de su tiempo sumido en una autogenerada niebla de superstición y excentricidades —CHRISTOPHER HITCHENS Newton VIDA GRANDE, BIOGRAFÍA BREVE Lamb, Hitchens y Keynes escriben sobre sir Isaac Además ¿PARA QUÉ LEEMOS?, DE ROBERT BRINGHURST

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Newton pasó gran parte de su tiempo sumido en una autogenerada niebla de superstición y excentricidades— CHRISTOPHER HITCHENS

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Lamb, Hitchens y Keynes escriben sobre sir Isaac

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NEWTON. VIDA GRANDE, BIOGRAFÍA BREVE

D E L F O N D O D E C U LT U R A E C O N Ó M I C A

Joaquín Díez-Canedo FloresDI R EC TO R G EN ER AL D EL FCE

Tomás Granados SalinasDI R EC TO R D E L A GACE TA

Alejandro Cruz AtienzaJ EFE D E R EDACCI Ó N

Ricardo Nudelman, Martí Soler, Gerardo Jaramillo, Alejandro Valles Santo Tomás, Nina Álvarez-Icaza, Juan Carlos Rodríguez, Alejandra VázquezCO N S E J O ED ITO RIAL

Impresora y EncuadernadoraProgreso, sa de cvI M PR E S I Ó N

León Muñoz SantiniARTE Y D IS EÑ O

Emmanuel PeñaFO R MACI Ó N

Juana Laura Condado Rosas, María AntoniaSegura Chávez, Ernesto Ramírez MoralesVERS I Ó N PAR A I NTER N E T

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La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es una publicación mensual editada por el Fondo de Cultura Económica, con domicilioen Carretera Picacho-Ajusco 227, Bosques del Pedregal, 14738, Tlalpan, Distrito Federal, México.

Editor responsable: Tomás Granados Salinas. Certifi cado de Licitud de Título 8635 y de Licitud de Contenido 6080, expedidos por la Comisión Califi cadora de Publicaciones y Revistas Ilustra-das el 15 de junio de 1995.La Gaceta del Fondo de Cultura Económica es un nombre registrado en el Instituto Nacional del Derecho de Autor, con el número 04-2001-112210102100, el 22 de noviembre de 2001. Re-gistro Postal, Publicación Periódica: pp09-0206.

Distribuida por el propio Fondo de Cultura Económica.ISSN: 0185-3716

P O RTADA

León Muñoz Santini

505EDITORIAL

LOS PRINCIPIA, DE NEWTON�Charles Lamb 03NEWTON, EL HOMBRE�John Maynard Keynes 06 LOS DEFECTOS DE LA GRAVEDAD�Christopher Hitchens 9¿PARA QUÉ LEEMOS?�Robert Bringhurst 12EL ESTADO EN LA ERA DE LA CRIMINALIDAD Federico Campbell 18BONIFAZ NUÑO: POESÍA MEXICANA DE RAÍCES CLÁSICAS Carlos Rojas Urrutia 19CAPITEL 20NOVEDADES DE ENERO 20ALVIN E. ROTH: SI NO EL DE ECONOMÍA, EL DE MEDICINA�Kaniska Dam 22UN RECONOCIMIENTO AL INGENIO, LA SENCILLEZ Y LA PRÁCTICA CIENTÍFICA�Alexander Elbittar 22

La humanidad recibió un singular regalo navideño en 1642: un bebé flacucho, huérfano de padre, con un futuro nada promisorio. En la época de su apogeo intelectual, ese niño modificaría el modo en que entendemos las relaciones entre todos los objetos del Universo —grandes y pequeños, en movimiento o detenidos—, explicaría la naturaleza de la luz y ensancharía las fronteras del pensamiento matemático. Hemos dedicado este número de La Gaceta a Isaac Newton no sólo porque, según nuestro calendario (y no el juliano, vigente a la sazón en Inglaterra), su fecha de nacimiento es

el 4 de enero de 1643, sino porque el Fondo acaba de poner a circular un tomito de amenísima lectura: Newton. Una biografía breve, de Peter Ackroyd. Estamos ante un relato, vívido y empático, de las manías, las obsesiones, las fobias del inglés de la manzana, lo que nos sirve de pretexto para convocar a tres escritores disímbolos que se han ocupado del gran Isaac.

Abrimos boca con unos versos encomiásticos de Charles Lamb, quien con rima elegante —gracias al doble oficio de quien lo tradujo respetando el pareo— describe la trascendencia de Newton, en franca oposición a la muy citada inquina que habría sentido John Keats por los afanes ópticos del nativo de Woolsthorpe. La enigmática personalidad de nuestro personaje, afecto también a la especulación alquímica y a ciertos arcanos que hoy le parecen risibles a cualquier pensador estrictamente racional, despertó la curiosidad de otra mente privilegiada, la de John Maynard Keynes, cuya Teoría general de la ocupación, el interés y el dinero es pieza esencial de nuestro catálogo. Con cariño y no poca ironía, este miembro señero del grupo de Bloomsbury estudió los crípticos documentos que dejó Newton, lo cual sirve para matizar la imagen que tenemos de él. Por su parte, el penetrante ensayista Christopher Hitchens reseña con euforia contagiosa nuestro libro y hace un recorrido intelectual, divertido y apabullante, por la fértil Cambridge.

¿Tiene futuro la lectura?, se pregunta en su momento Robert Bringhurst, autor al que en nuestra lengua conocemos sobre todo por su estupendo Los elementos del estilo tipográfico pero que tiene detrás de sí una refinada producción como poeta, traductor y ensayista. Aquí presentamos una conferencia que dictó al concluir un encuentro de prospectiva en torno al libro y las prácticas que lo rodean.

Y para rematar ofrecemos un ensayo sobre Zygmunt Bauman, una conversación con Rubén Bonifaz Nuño y dos estampas biográficas del más reciente ganador del premio Nobel de Economía, Alvin Roth, a quien los lectores en español pudieron conocer hace un año gracias a un artículo en El Trimestre Económico.�W

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SUMARIO

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NEWTON. VIDA GRANDE, BIOGRAFÍA BREVE POESÍA

Tras la publicación, en 1687, de Philosophiae naturalis principia mathematica, más comúnmente conocido entre los lectores como los Principia, Isaac Newton se convirtió en una de las grandes fi guras culturales de Inglaterra,

y su infl uencia se hizo sentir no sólo en el campo de la ciencia, sino también en el de las humanidades y, desde luego, en la poesía inglesa. A la muerte del científi co, en 1727, Alexander Pope escribió el célebre epitafi o: “La oscuridad cubría la naturaleza y sus leyes. / Dios dijo ‘¡Hágase Newton!’, y se hizo la luz.” Uno de los poetas que hicieron el elogio de sir

Isaac fue Vincent Bourne (1695-1747), quien le dedicó una breve composición en latín, publicada por primera vez en 1734 (“Perveniri ad Summum nisi ex Principiis non potest”), en la que lo llama “luz de los siglos venideros”. En abril de 1815,

Charles Lamb (1775-1834), admirador y compatriota de Bourne, comenzó a redactar una versión en inglés de “Perveniri...” bajo el sencillo título de “Newton’s Principia”, que concluyó un años después y a partir de la cual

presentamos ahora esta modesta y apresurada aproximación.

Los Principia, de Newton

R A F A E L V A R G A S

A P A R T I R D E U N P O E M A D E C H A R L E S L A M B

A P A R T I R D E U N P O E M A D E V I N C E N T B O U R N E

aun el gran newton, con quien el mundo está en deuda,aprendió el alfabeto gracias a una maestra;pronto se volvió más sabio que ellay descubrió ignotas propiedades en las cosas.Aprendió la utilidad de sumar A más B, y de su resta,a extraer datos familiares de lo desconocido y —sin duda para asombro de aquella vieja dama—a convertir su silabario en una escala hacia los cielos.Así, no importa lo que los geómetras digan: las lecciones que ella le dio son sus verdaderos principia.�W

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Aunque reconoció haberse encaramado en hombros de gigantes para poder mirar más lejos, seguramente el intelecto de Isaac Newton era aún más colosal que esos en los que se apoyó.

La publicación de un breviario dedicado a su vida nos permite rescatar unos versos de elogio, una reseña graciosa y lúcida de ese librito, y una conferencia del principal economista

del siglo XX, hábil matemático él mismo

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Para festejar el tercer centenario del nacimiento de Newton, la Royal Society tuvo que esperar a que concluyera la segunda Guerra Mundial. En 1946 Keynes iba a dictar esta conferencia como parte de esos festejos, pero murió unos meses

antes de las celebraciones; su hermano Geoff rey la presentó ante la sociedad científi ca que fue presidida por sir Isaac durante casi un cuarto de siglo

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Me gustaría saber si alguien podría haber reído de haber visto rodar a sir Isaac Newton por el lodo

S I D N E Y S M I T H

Si desarrolláramos una raza de Isaac Newtons, esto no sería progreso. Pues el precio que Newton tuvo

que pagar por ser un intelecto supremo fue que era incapaz de amistad, amor, paternidad y muchas otras

cosas deseables. Como hombre fue un fracaso; como monstruo fue soberbio

A L D O U S H U X L E Y

S iento cierta timidez al inten-tar hablarles de Newton, en su propia casa, tal como él era. He estudiado los archivos du-rante largo tiempo y tenía la intención de poner mis impre-siones por escrito, para que estuvieran listas en la navidad de 1942, el tricentenario de su nacimiento. La guerra me ha

privado de tiempo libre para tratar adecuadamen-te tema tan relevante, así como de la posibilidad de consultar mi biblioteca y mis papeles, y de verificar mis impresiones. Así, espero que me excusen si este breve estudio que les presentaré hoy es más superfi-cial de lo que debería ser.

Otra cuestión preliminar. Creo que Newton era distinto de la imagen convencional que de él se tie-ne. Pero no creo que fuera menos grande. Era menos ordinario, más extraordinario de lo que intentó ha-cerlo el siglo xix. Los genios son muy peculiares. Que nadie suponga que mi propósito hoy, al describirlo, es rebajar al mayor hijo de Cambridge. Más bien es-toy intentando verlo tal como lo vieron sus propios amigos y contemporáneos. Y ellos, sin excepción, lo consideraban como uno de los más grandes hombres.

En el siglo xviii, y desde entonces, se vino a pen-sar en Newton como en el primer y más grande cien-tífico de la edad moderna, un racionalista, alguien que nos enseñó a pensar según las líneas de la razón fría e incolora.

No lo veo según esta luz. No creo que nadie que haya escudriñado en el contenido de esa caja que él preparó al abandonar definitivamente Cambridge, en 1696, y que, aunque parcialmente dispersa, ha lle-gado hasta nosotros, pueda verlo así. Newton no fue el primero de la edad de la razón. Fue el último de los magos, el último de los babilonios y los sumerios, la última gran mente que contempló el mundo visible e intelectual con los mismos ojos con que se empezó a construir nuestro patrimonio intelectual hace me-nos de 10 mil años. Isaac Newton, un niño póstumo, nacido sin padre el día de navidad de 1642, fue el últi-mo niño prodigio a quien los Reyes Magos pudieran rendir un homenaje sincero y apropiado.

Si hubiera tiempo, me gustaría haberles leído los registros contemporáneos sobre el niño Newton. Pues, aunque sus biógrafos los conocen muy bien, nunca han sido publicados in extenso, sin comenta-rios, tal como son. Allí se halla, en realidad, el surgi-miento de la leyenda de un joven brujo, una imagen muy alegre de la receptiva mente del genio libre de preocupaciones, de la melancolía y de la agitación nerviosa del joven y del estudiante.

Es que, en términos modernos vulgares, Newton era profundamente neurótico, de un tipo bastante corriente, pero —lo puedo decir basándome en los archivos— un caso verdaderamente extremo. Sus instintos más profundos eran ocultos, esotéricos, semánticos; con profundas evasiones del mundo, un temor paralizante a exponer sus pensamientos, sus creencias, sus descubrimientos —en toda su desnu-dez— a la inspección y la crítica del mundo. “Uno de los temperamentos más temerosos, cautelosos y suspicaces que he conocido nunca”, dijo Whiston, su sucesor en la Cátedra Lucasiana. Los demasiado co-nocidos conflictos y disputas con Hooke, Flamsteed, Leibniz, son, por sí solos, un testimonio clarísimo de esto. Como todos los de su tipo, se mantenía total-mente alejado de las mujeres. Se enajenaba y no pu-blicaba nada, excepto bajo la presión extrema de sus amigos. Hasta la segunda fase de su vida, fue alguien estrecha y decididamente solitario, que realizaba sus estudios mediante una intensa introspección, con una resistencia mental tal vez nunca igualada.

Creo que puede hallarse la clave de su mente en su inusual capacidad para practicar, de manera con-tinua y concentrada, la introspección. Una razón de ello, como en el caso de Descartes, es que gustaba

de descubrir por medio de la experimentación. Nada puede ser más encantador que los relatos de sus in-geniosos inventos mecánicos de cuando era niño. Ahí están sus telescopios y sus experimentos de óp-tica. Éstos fueron logros esenciales, parte de su téc-nica consumada e inigualable, pero no es, estoy se-guro de ello, su don peculiar, especialmente entre sus contemporáneos. Su peculiar don fue poder dedicar su mente, sin interrupciones, a un problema pura-mente teórico hasta que había visto claro en él. Me imagino que su preeminencia se debe a que los mús-culos de su intuición fueron los más fuertes y pode-rosos con los que se haya visto dotado hombre algu-no. Cualquiera que se haya dedicado a la reflexión puramente científica o filosófica sabe cómo se pue-de mantener momentáneamente un problema en la mente y aplicarle todo el poder de su concentración para penetrar en él, y sabe cómo se difuminará y desaparecerá, hasta que uno se encuentre con que lo que está investigando es un vacío. Creo que Newton podía mantener un problema en su mente durante horas y días y semanas, hasta que éste le rendía su secreto. Luego, siendo un supremo técnico matemá-tico, podía presentarlo como fuera necesario, pero lo que era preeminentemente extraordinario era su intuición (“tan contento con sus conjeturas —dijo De Morgan— que parecía saber más de lo que pro-bablemente podría llegar a demostrar”). Como he dicho, las demostraciones, con todo lo que valen, se establecían después: no eran el instrumento de sus hallazgos.

Consideremos la historia de cómo informó a Halley de uno de sus descubrimientos más funda-mentales del movimiento planetario. “Sí —repli-có Halley—, pero ¿cómo lo sabe? ¿Ya lo demostró?” Newton estaba desconcertado. “¿Por qué?, lo he sa-bido durante años —replicó—. Si me da algunos días, sin duda hallaré una demostración de ello”, como hizo a su debido tiempo.

Otro ejemplo: existe evidencia de que, mientras preparaba los Principia, Newton carecía, casi hasta el último momento, de una demostración de que uno pudiera considerar una esfera sólida como si toda su masa estuviera condensada en el centro, y sólo en-contró la prueba un año antes de la publicación. Pero ésa era una verdad de la que estaba convencido y que durante muchos años tuvo por cierta.

No cabe duda de que la singular forma geométrica en que está constituida la exposición de los Principia no guarda ninguna semejanza con los procesos men-tales a través de los cuales Newton realmente llegó a sus conclusiones.

Sospecho que sus experimentos fueron siempre un medio, no para descubrir, sino para verificar lo que ya sabía.

¿Por qué lo considero un brujo? Porque conside-raba todo el universo y todo lo que hay en él como un acertijo, como un secreto que podía ser revelado aplicando el pensamiento puro a ciertas evidencias, a ciertas claves místicas que Dios había puesto en el mundo para permitir que una hermandad esotérica se dedicara a una suerte de cacería de tesoros entre filósofos. Creía que estas claves debían encontrarse en parte en la evidencia de los cielos y en la consti-tución de los elementos (y esto es lo que conduce a la falsa idea de que era un filósofo natural experi-mental), pero en parte también en ciertos escritos y tradiciones transmitidas por los hermanos en una cadena continua, que se remontaba hasta la revela-ción críptica original de Babilonia. Consideraba al universo como un criptograma puesto por el Omni-potente —de la misma manera que él ocultó en un criptograma el descubrimiento del cálculo cuando se comunicó con Leibniz—. Creía que el acertijo se le revelaría al iniciado por medio del pensamiento puro, de la concentración mental.

Él descifró el acertijo de los cielos. Y creía que, por los mismos poderes de su imaginación introspectiva, descifraría el acertijo de la Divinidad, de los aconte-cimientos pasados y futuros divinamente preesta-blecidos, de los elementos y su constitución a partir de una primera materia originariamente indiferen-ciada, de la salud y de la inmortalidad. Todo se le re-velaría a él, siempre que pudiera perseverar hasta el fin, ininterrumpidamente, sin que nadie entrara en la habitación, leyendo, copiando, comprobando: todo lo lograría por sí mismo, sin interrupciones, ¡por el amor de Dios!, sin hacer declaraciones, sin irrupcio-nes o críticas discordantes, con miedo y retraimien-to, como él acometía estas cosas semiordenadas, semiprohibidas, deslizándose hasta el seno de la Di-

vinidad como en las entrañas de su madre. “Viajan-do solo a través de extraños mares de pensamiento”, no como Charles Lamb, “un individuo que no creía en nada a menos de que fuera tan claro como los tres lados de un triángulo”.

Y así continuó durante unos 25 años. En 1687, cuando tenía 45 de edad, se publicaron los Principia.

Aquí, en el Trinity College, está bien que yo les explique cómo vivió entre ustedes durante los años de sus mayores logros. El extremo este de la capilla se proyecta más hacia el este que la gran verja. En la segunda mitad del siglo xvii había un jardín cerca-do en el espacio libre entre Trinity Street y el edifi-cio que une la gran verja con la capilla. La pared sur salía de la torre de la verja, superando a la capilla al menos en la extensión del actual pavimento. Así, el jardín tenía un tamaño modesto pero razonable. Éste era el jardín de Newton. Tenía el conjunto de habitaciones para los académicos entre el cuarto del portero y la capilla —el que ocupa ahora, supongo, el profesor Broad—. Se llegaba al jardín por unas esca-leras unidas a una veranda, construida sobre colum-nas de madera y que se proyectaba hacia el jardín desde el grupo de edificios. En lo alto de la escalera se encontraba su telescopio —que no debe confun-dirse con el observatorio erigido sobre la gran verja en tiempos de Newton (pero después de que él hubie-ra abandonado Cambridge) para que lo usaran Roger Cotes y el sucesor de Newton, Whiston—. Esta cons-trucción de madera, creo, fue demolida por Whewell en 1856 y sustituida por la nave de piedra del dor-mitorio del profesor Broad. En el extremo del jar-dín que da a la capilla se hallaba una pequeña cons-trucción de dos pisos, también de madera, que era su laboratorio. Cuando decidió preparar los Principia para su publicación, contrató a un joven pariente, Humphrey Newton, para que hiciera de amanuense (el manuscrito de los Principia, tal como se fue a la imprenta, claramente proviene de la mano de Hum-phrey). Humphrey permaneció con él durante cin-co años, de 1684 a 1689. Cuando Newton murió, el yerno de Humphrey, Conduitt, escribió a éste para preguntarle por sus recuerdos de esa época y, entre los documentos que tengo, se halla la respuesta de Humphrey.

Durante esos 25 años de intenso estudio, las ma-temáticas y la astronomía fueron sólo una parte, y tal vez no la más absorbente, de sus ocupaciones. Nuestro registro de esto se halla limitado casi total-mente a los escritos que guardó en su caja cuando partió de Trinity para Londres.

Déjenme darles algunas breves indicaciones so-bre su tema. Son enormemente voluminosos: diría que sobrevive más de un millón de palabras salidas de su propia mano. No tienen, sin lugar a dudas, nin-gún valor sustancial, excepto porque arrojan una fascinante luz indirecta sobre la mente de nuestro mayor genio.

Procuraré no exagerar en mi oposición al otro mito de Newton que se ha creado tan persistente-mente durante los últimos 200 años. Había un mé-todo extremo en su locura. Todas sus obras inéditas sobre cuestiones esotéricas y teológicas están mar-cadas por un cuidadoso estudio, un método exacto y una extrema sobriedad en la expresión. Se diría que son tan sensatas como los Principia, si su tema y su propósito no fueran mágicos. Casi todas fueron com-puestas durante los mismos 25 años de sus estudios matemáticos. Caen dentro de diversos grupos.

Muy pronto en su vida, Newton abandonó la creencia ortodoxa en la Trinidad. Por esa época, los socinianos eran una importante secta arriana, ex-tendida entre los círculos intelectuales. Puede ser que Newton cayera bajo influencias socinianas, pero no lo creo. Él era más bien un monoteísta judaico de la escuela de Maimónides. Llegó a esta conclusión no apoyándose en bases, por así decirlo, racionales o escépticas, sino totalmente a partir de la interpre-tación de la autoridad antigua. Estaba convencido de que los documentos revelados no apoyaban las doctrinas trinitarias, que se debían a falsificaciones posteriores. El Dios revelado era un Dios.

Pero esto era un secreto peligroso y Newton su-frió mucho toda su vida para mantenerlo oculto. Fue el motivo por el cual rehusó ordenarse y, por lo tanto, tuvo que conseguir una dispensa especial para man-tener su calidad de miembro y la Cátedra Lucasiana, y también por ello no pudo ser director del Trinity College. Incluso la Ley de Tolerancia de 1689 excep-tuaba a los antitrinitarios. Hubo algunos rumores, pero no en las fechas delicadas en que era un joven

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miembro del Trinity. En lo esencial, el secreto mu-rió con él. Pero fue revelado en muchos escritos de su gran caja. Después de su muerte, se pidió al obispo Horsley que inspeccionara la caja, con vistas a pu-blicar los documentos. Vio el contenido con horror y cerró de golpe la tapa. Cien años más tarde, sir Da-vid Brewster se asomó a la caja. Escondió los indicios con extractos cuidadosamente seleccionados y una franca mentirijilla. Uno de sus últimos biógrafos, el señor More, fue aún más cándido. Los extensos pan-fletos antitrinitarios de Newton son, a mi juicio, los más interesantes de sus escritos inéditos. Aparte de su más seria afirmación de fe, tengo un panfleto completo que muestra lo que pensaba Newton de la extrema deshonestidad y falsificación de documen-tos de que era responsable san Atanasio, en particu-lar por su cambio de opinión sobre la falsa calumnia de que Arrio murió en un excusado. La victoria de los trinitarios en Inglaterra, en la última mitad del siglo xvii, fue no sólo tan completa, sino también tan ex-traordinaria, como el triunfo originario de san Ata-nasio. Existen buenos motivos para creer que Locke era unitario. He visto afirmaciones de que Milton lo era. Existe una mancha en el recuerdo de Newton, y es que no dijo ni una palabra cuando Whiston, su sucesor en la Cátedra Lucasiana, fue destituido de su cargo y expulsado de la universidad por expresar públicamente opiniones que el propio Newton había sostenido en secreto durante más de 50 años.

Que sostuviera esta herejía fue un agravante más de su silencio, de su secreto y de su introversión.

Otra gran sección de la caja se refiere a todas las ramas de los escritos apocalípticos, a partir de los cuales intentó deducir las verdades secretas del Universo: las medidas del templo de Salomón, el libro de David, el Libro de las Revelaciones, una enorme cantidad de trabajo, algunas de cuyas par-tes fueron publicadas en sus últimos días. Junto con esto, hay cientos de páginas sobre la historia de la iglesia, destinadas a descubrir la verdad de la tradición.

Una amplia sección, que a juzgar por la escritura es de las primeras, se refiere a la alquimia: la trans-mutación, la piedra filosofal, el elixir de la vida. Se ha ocultado, o al menos minimizado, el propósito y el carácter de estos escritos por parte de casi to-dos los que los han examinado. Hacia 1650, hubo en Londres un grupo considerable, en torno al editor Cooper, que revivió, durante los 20 años siguientes, el interés no sólo por los alquimistas ingleses del si-glo xv sino también por las traducciones de los al-quimistas medievales y posmedievales.

En las bibliotecas de Cambridge existe un núme-ro desusado de manuscritos de los primeros alqui-mistas ingleses. Puede ser que hubiera alguna con-tinuada tradición esotérica dentro de la universi-dad, la cual entró nuevamente en actividad durante los 20 años que van de 1650 a 1670. En todo caso, Newton fue, evidentemente, un voraz aficionado. Es en esto en lo que estuvo ocupado “unas seis se-manas en primavera y seis durante la caída de las hojas, cuando el fuego del laboratorio casi no se apagaba”, en los mismos años en que componía los Principia, y de esto no le dijo ni una palabra a Hum-phrey Newton. Además se hallaba ocupado casi to-talmente, no en un experimento serio, sino en un intento de resolver los acertijos de la tradición, de hallar el significado de versos crípticos, de imitar los experimentos, imaginarios en su mayor parte, planteados por los iniciados de los siglos anteriores. Newton dejó tras de sí una amplia masa de registros sobre estos estudios. Creo que la mayor parte son traducciones y copias hechas por él de libros y ma-nuscritos existentes. Pero también hay detallados registros de sus experimentos. He dado un vistazo a gran cantidad de éstos —podría decir que al menos a cien mil palabras—. Resulta casi imposible negar que es completamente magia y se halla completa-mente desprovisto de valor científico; y también resulta imposible no admitir que Newton dedicó años de trabajo a todo esto. Alguna vez podrá ser in-teresante, pero no útil, para algún estudiante mejor equipado y más ocioso que yo elaborar las relacio-nes exactas de Newton con la tradición y los manus-critos de su época.

A estos estudios mixtos y extraordinarios, con un pie en la Edad Media y un pie trazando el cami-no de la ciencia moderna, consagró Newton la pri-mera fase de su vida, su periodo en Trinity, durante el cual hizo todo su trabajo real. Pasemos ahora a la segunda fase.

Después de la publicación de los Principia se dio un cambio radical en sus hábitos y forma de vida. Creo que sus amigos, sobre todo Halifax, llegaron a la conclusión de que debía apartarse de la vida que llevaba en Trinity, la cual pronto lo llevaría a la de-cadencia de su mente y de su salud. En sentido lato, abandonó sus estudios, sea por impulso propio o por persuasión de terceros. Se hizo cargo de algu-nos asuntos de la universidad, la representó en el Parlamento, y sus amigos se afanaron para encon-trarle un cargo digno y bien remunerado: el prebos-tazgo del King’s College, la dirección de la Cartuja, el control de la Casa de la Moneda.

Newton no podía ser director del Trinity porque era unitario y, por lo tanto, no había sido ordena-do. Fue rechazado como preboste del King’s por el motivo más pueril: no provenía de Eton. Newton se tomó muy a mal este rechazo y preparó una larga carta legalista, que yo poseo, en la que da los moti-vos por los cuales no era ilegal que se le nombrara preboste. Pero, por mala suerte, el nombramiento de Newton para el prebostazgo llegó en el momen-to en que el King’s había decidido luchar contra el derecho de nombramiento de la Corona, lucha en la que triunfó el College.

Newton estaba bien calificado para cualquiera de estos puestos. De su introversión, su permanente distracción, su gusto por los secretos y su soledad, no debe deducirse que careciera de aptitudes para los asuntos prácticos cuando decidía ejercerlas. Existen muchos testimonios que prueban su gran capacidad. Léase, por ejemplo, su correspondencia con el doctor Covell, el vicecanciller, cuando tuvo que tratar, como representante de la universidad ante el Parlamento, la delicada cuestión de los jura-mentos después de la revolución de 1688. Se convir-tió, junto con Pepys y Lowndes, en uno de nuestros más grandes y eficaces servidores públicos. Tuvo mucho éxito como inversor de fondos, superando la crisis por la burbuja de los mares del sur, y murió rico. Poseía en un grado excepcional casi cualquier tipo de aptitud intelectual: jurista, historiador, teó-logo, no menos que matemático, físico y astrónomo.

Y cuando llegó el cambio en su vida y guardó sus libros de magia en la caja, le resultó fácil dejar el siglo xvii detrás de sí y evolucionar hacia la figura dieciochesca que es la tradicional de Newton.

No obstante, la jugada de parte de sus amigos para cambiarle la vida llegó casi demasiado tarde. En 1689 murió su madre, a la que estaba profunda-mente ligado. Alrededor de su quincuagésimo ani-versario, en la navidad de 1692, sufrió lo que ahora denominaríamos un grave colapso nervioso. Me-lancolía, insomnio, temores de persecución —escri-be a Pepys y a Locke, y sin duda a otros más, cartas que les hacen pensar que su mente está trastorna-da—. Perdió, según sus propias palabras, su “ante-rior coherencia mental”. Nunca más se concentró como antes hacía ni produjo algún trabajo original. La crisis duró probablemente unos dos años, y de ella surgió algo “chocho”, pero sin duda alguna aún con una de las mentes más poderosas de Inglaterra, el sir Isaac Newton que conocemos bien.

En 1696, sus amigos lograron finalmente sacar-lo de Cambridge y, durante más de 20 años, reinó en Londres como el hombre más famoso de su épo-ca, de Europa y —aunque sus capacidades se des-vanecían gradualmente y aumentaba su afabili-dad— tal vez de todos los tiempos, como creían sus contemporáneos.

Puso casa con su sobrina Catherine Barton, que, sin lugar a dudas, era la amante de su antiguo y leal amigo Charles Montague, conde de Halifax y mi-nistro de Finanzas, que había sido uno de los ínti-mos amigos de Newton cuando éste era estudiante en Trinity. Catherine tenía fama de ser una de las mujeres más brillantes y encantadoras del Londres de Congreve, Swift y Pope. No es menos célebre, por la diversidad de sus historias, en el Journal to Stella de Swift.

Newton acumula demasiado peso para su esta-tura moderada. “Cuando iba en su coche, un brazo salía del coche por un lado y el otro por el otro lado.” Su cara rosácea, bajo una masa de cabello blanco como la nieve, que “era una visión venerable cuando se quitaba la peluca”, resultaba cada vez más bené-vola y también más majestuosa. Una noche es nom-brado caballero por la reina Ana, en el Trinity Co-llege. Durante casi 24 años preside la Royal Society. Se convierte en uno de los principales espectáculos de Londres para todos los intelectuales que lo visi-

tan del extranjero, a los que entretiene amablemen-te. Le gustaba rodearse de jóvenes inteligentes para preparar las nuevas ediciones de los Principia —y a veces algunos meramente pasables, como es el caso de Facio de Duillier.

La magia estaba totalmente olvidada. Se había convertido en el sabio y el monarca de la Edad de la Razón. Se estaba erigiendo el sir Isaac Newton de la tradición ortodoxa, el sir Isaac del siglo xviii, tan lejano del niño brujo nacido en la primera mi-tad del siglo xvii. Voltaire pudo contar de sir Isaac, al regresar de su viaje a Londres: “su felicidad par-ticular era no sólo haber nacido en un país de liber-tad, sino también en una época en que todas las im-pertinencias escolásticas desaparecían del mundo. Sólo se cultivaba la Razón y la Humanidad, sólo po-día ser su Discípulo, no su Enemigo.” ¡Newton, cu-yas secretas herejías y supersticiones escolásticas habían sido objeto de estudio y había debido ocul-tarlas durante toda una vida!

Pero nunca recuperó su “anterior coherencia mental”. “Hablaba muy poco en presencia de otras personas.” “Tenía algo más bien lánguido en su mi-rada y sus modales.”

Supongo que miró muy pocas veces el cofre don-de guardó, al partir de Cambridge, todos los testi-monios de lo que había ocupado y absorbido su in-tenso y flamante espíritu en sus habitaciones, en su jardín y en su laboratorio, entre la gran verja y la capilla.

Pero no los destruyó. Permanecieron en la caja para escandalizar profundamente a todos los ojos piadosos de los siglos xviii y xix. Pasaron al poder de Catherine Barton y luego al de su hija, la conde-sa de Portsmouth. Así, el cofre de Newton, con mu-chos cientos de miles de palabras de sus escritos in-éditos, pasó a contener los Portsmouth Papers.

En 1888, se entregó la parte matemática a la Bi-blioteca Universitaria de Cambridge. Se catalo-garon, pero no fueron editados. El resto, una co-lección muy amplia, fue subastado en 1936 por un descendiente de Catherine Barton, el actual lord Lymington. Molesto por esta irreverencia, me de-diqué a reunir gradualmente cerca de la mitad de ellos, incluyendo casi toda la parte biográfica, esto es, los Conduitt Papers, a fin de traerlos a Cambrid-ge, de donde espero que no salgan nunca. La mayor parte del resto fue arrebatada de mi alcance por una agencia que esperaba venderlos a un precio ele-vado, probablemente en Estados Unidos, con moti-vo del reciente tricentenario.

Cuando uno cavila sobre estas misteriosas co-lecciones, parece fácil comprender —con una com-prensión que, espero, no se falsee hacia alguna otra dirección— a este extraño espíritu, que fue tentado por el Diablo a creer, en la época en que estaba re-solviendo tantas cosas dentro de estas paredes, que podía alcanzar todos los secretos de Dios y de la Na-turaleza por medio del puro poder de su mente: Co-pérnico y Fausto a la vez.�W

Esta traducción al español, de Benjamín Carreras, apareció en el primer tomo de Sigma. El mundo de las matemáticas, la inigualable antología de textos de y sobre la ciencia de los números preparada por James R. Newman.

John Maynard Keynes, acaso el principal economista del siglo XX, fue, como Newton, un hombre de intereses múltiples: matemático (escribió un tratado sobre probabilidad), político de repercusión internacional, promotor de las artes.

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C uando yo era niño e iba a una escuela metodista en Cambridge, Inglaterra, trataba de beber tanta agua como me fuera po-sible. Esta práctica se ba-saba en la falsa esperanza de que así podría adquirir algunas nociones de cien-cia y matemáticas, mate-

rias en las que era un mal estudiante sin remedio, y me parecía que en Cambridge sólo el agua podía explicar la extraordinaria profusión de genio ma-temático que había fl orecido en esa pequeña y bas-tante fría ciudad en las llanuras de East Anglia.

Si usted da un paseo por la ciudad puede caminar, por ejemplo, delante del Laboratorio Cavendish en Free School Lane. Es fácil que le pase inadvertido:

su llamativa falta de espacio y de recursos, su carác-ter en general austero y amateur, fueron amorosa-mente satirizados en la encantadora novela de Pe-nelope Fitzgerald The Gate of Angels. No obstante, el trabajo realizado en este edifi cio sin pretensiones ha merecido un total de 29 premios Nobel, el más conocido de los cuales quizá sea el otorgado a sir John Cockcroft y Ernest Walton por el desarrollo, en 1932, del primer acelerador de partículas (lo que les permitió ser los primeros en dividir el átomo sin necesidad de utilizar material radioactivo). Esto ocurrió durante la excepcional dirección del pro-fesor Ernest Rutherford, cuya benigna y brillante gestión al frente del Cavendish también propició los premios Nobel de sir James Chadwick, por el des-cubrimiento del neutrón, y de sir Edward Appleton, por la demostración de la existencia de una capa de la ionosfera que puede transmitir ondas de ra-

dio de forma fi able. No es precisamente una nota a pie de página agregar a sir Mark Oliphant, pione-ro en el desarrollo del radar de microondas y que voló a Estados Unidos durante la segunda Guerra Mundial para ayudar a los científi cos estaduniden-ses en la búsqueda de aplicaciones no pacífi cas de la división del átomo realizada en el Laboratorio Ca-vendish, en el programa que más tarde se converti-ría en el Proyecto Manhattan. En muy poco tiem-po, Robert Oppenheimer, otro de los protegidos del Cavendish de Rutherford, murmuró para sí mismo —mientras presenciaba la primera detonación nu-clear, cerca de Alamogordo, Nuevo México— una línea del Bhagavad Gita: “Me he convertido en la muerte: el destructor de mundos.”

Frente a eso, y en un descanso del trabajo en el mismo laboratorio, el 28 de febrero de 1953, los in-vestigadores James Watson y Francis Crick se es-

Los defectos de la gravedad Incluso el paseo más relajado por la inglesa Cambridge trae a la mente un

panteón de grandes mentes científi cas, pero ninguna mayor que la de Isaac Newton. En esta reseña del fi no estudio biográfi co que Peter Ackroyd emprendió en

torno al genio del cálculo y la gravitación universal, el agudo escritor inglés Christopher Hitchens recorre la ciudad y partes de la vida de este

hombre mítico y contradictorioC H R I S T O P H E R H I T C H E N S

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caparon a un pub a la vuelta de la esquina, cerca de Bene’t Street. Watson recuerda haberse sentido “un poco mareado cuando, en el almuerzo, Francis entró en el Eagle para decirle a todo el que quisiera oírle que había encontrado el secreto de la vida”. La estructura del ácido desoxirribonucleico, el ladrillo esencial de la existencia misma, resultó tener la ar-moniosa forma de una doble hélice. Así, la humanidad estaba en camino de des-entrañar y analizar los hilos fundamen-tales que forman nuestro adn. (Fue en el Eagle, en un momento menos memora-ble, que más tarde tomé mi primera cer-veza ilegal y eliminé para el resto de mi vida el estúpido hábito de tomar agua.)

Continuando nuestro paseo —o reco-rrido de bar en bar—, podríamos pasar por Christ’s College, el alma máter del re-verendo William Paley. A comienzos del siglo xix, el libro Teología natural de Pa-ley, con el argumento de que toda la “crea-ción” abogaba por la existencia de un di-señador divino, se convirtió en el texto clave para los que veían la mano de dios en las maravillas de la naturaleza. No mu-cho después, llegaba a la misma universi-dad un joven estudiante llamado Charles Darwin, quien se sintió aterrado al re-cibir las mismas habitaciones que había ocupado Paley. Como naturalista y bió-logo, Darwin esperaba seguir el camino del gran hombre y quizá también llegar a ser sacerdote, pero, entre tanto, sus investigaciones habrían de conducirlo a una conclusión algo dife-rente. Tras quitarnos el sombrero por esta sorpren-dente coincidencia, también podemos hacer una pausa para refl exionar frente a las puertas del Tri-nity Hall, la escuela que ayudó a formar a Stephen Hawking, quien ahora ostenta la Cátedra Lucasiana de Matemáticas y también es miembro del Gonvi-lle & Caius College. Hasta hace relativamente poco tiempo, era posible encontrar al célebre anatomista del tiempo y el espacio, nacido justo en el aniversa-rio 300 de la muerte de Galileo, circulando por es-tas calles y plazas medievales en su carrito eléctrico: es el mejor ejemplo que uno podría encontrar de un cerebro y un intelecto puros. ¿Y quién puede pasar por los grandes jardines y espaciosas habitaciones del Trinity College sin pensar en Bertrand Russell,

que podría haber sido famoso en varios departa-mentos, desde el adulterio hasta el radicalismo, pero cuya obra más imponente es probablemente Prin-cipia mathematica, fruto de una colaboración de 10 años con Alfred North Whitehead? “El manuscrito se hizo más y más grande”, recuerda Russell en su autobiografía, y en la mera transcripción, cuando el

trabajo principal estaba completo, llegó a trabajar “de diez a doce horas al día du-rante ocho meses al año, de 1907 a 1910 […] y cada vez que me iba a dar un paseo solía tener miedo de que la casa se incendiara y se quemara el manuscrito. No era, por su-puesto, el tipo de manuscrito que pudiera escribirse a máquina, o incluso copiarse. Cuando fi nalmente lo llevamos a la edito-rial de la universidad, era tan grande que tuvimos que rentar un viejo carromato para tal propósito.” Al refl exionar sobre esta experiencia agotadora, recuerda que muy a menudo llegó a considerar el suici-dio y escribió que “mi intelecto nunca se recuperó del todo de la tensión. Desde en-tonces defi nitivamente soy menos capaz de lidiar con abstracciones complejas de lo que era antes.” (Esto lo dice el hombre que llegó a escribir una Historia de la fi lo-sofía occidental.) Pero hablar del Trinity también es convocar a la fi gura más im-portante de todas: el hombre que escribió los primeros Principia mathematica, que ocupó la Cátedra Lucasiana más de tres

siglos antes que Hawking y que, mientras que el res-to del país estaba paralizado por el miedo a la gran plaga de 1665-1666, “revolucionó el mundo de la fi -losofía natural. Dio el primer tratamiento adecua-do del cálculo; dividió la luz blanca en sus colores constitutivos; empezó la exploración de la gravita-ción universal. Y sólo contaba con 24 años de edad.”

Esta cita proviene de la biografía escrita por Pe-ter Ackroyd de sir Isaac Newton, quien no se perca-tó, como cuenta la leyenda, de las implicaciones de la gravedad por la caída de una manzana. En sus in-vestigaciones era bastante más meticuloso que eso y, como madame Curie con el radio, no temía expe-rimentar consigo mismo. Así, en su afán de distin-guir la luz del color, se quedó mirando el sol con un ojo, para descubrir las consecuencias. Fue tan im-prudente con su propia vista que, para recuperarse

de la experiencia, tuvo que pasar tres días en una ha-bitación completamente a oscuras. Más tarde, para probar la teoría de Descartes de que la luz palpita-ba como una “presión” a través del éter, deslizó una aguja grande “entre mi ojo y el hueso, lo más cerca posible que pude de la parte posterior del ojo”. Perse-verante hasta el punto de la obsesión, estaba tratan-do de alterar la curva de su retina para poder obser-var los resultados, aun a riesgo de quedarse ciego.

Tenemos la tendencia a amar las anécdotas so-bre manzanas y “eurekas” porque hacen que el ge-nio científi co parezca más humano y más azaroso, pero otro gran habitante de Cambridge, sir Leslie Stephen, estaba más cerca de la verdad cuando afi r-mó que genio era “la capacidad de esforzarse”. Isaac Newton fue uno de los mayores adictos al trabajo de todos los tiempos, así como uno de los grandes insomnes. Su laboriosidad y aplicación hacen que Bertrand Russell parezca un vago (y, como Russell, tenía un miedo enfermizo a que el fuego se propaga-ra entre sus papeles y libros, lo que, de hecho, ocu-rrió más de una vez). En una ocasión decidió que un telescopio refl ector sería un instrumento mejor que el modelo convencional de refracción, y se em-peñó en construirlo él mismo. Cuando se le pre-guntó dónde había obtenido las herramientas para esta difícil tarea, respondió entre risas que también él había fabricado las herramientas. De este modo, confeccionó un espejo parabólico de una aleación de estaño y cobre que él mismo había tallado, ali-sado y pulido hasta alcanzar un acabado similar al vidrio, y construyó un tubo y una montura para sostenerlo. Este telescopio de unos quince centíme-tros tenía la misma efi cacia que uno de refracción de poco menos de dos metros, ya que eliminaba las distorsiones de la luz causadas por el uso de lentes.

En contraste con esta claridad y pureza, Newton pasó gran parte de su tiempo sumido en una auto-generada niebla de superstición y excentricidades. Creía en el perdido arte de la alquimia, por el cual los metales básicos pueden transmutarse en oro; al-gunos mechones de su cabello que han llegado hasta nosotros muestran que había grandes rastros de plo-mo y mercurio en su organismo, lo que sugiere que también experimentó en sí mismo en este campo. (Eso ayudaría a explicar los incendios en su habita-ción, ya que los alquimistas tenían que mantener un horno encendido en todo momento para sus extrava-gantes planes.) No contento con la estrecha visión de

LOS DEFECTOS DE LA GRAVEDAD

NEWTON

Una biografía breve

P E T E R

A C K R O Y D

breviariosTraducción

de Martí Soler1ª ed., 2012, 180 pp.

978 607 16 1105 5$125

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la piedra fi losofal y el elixir de la vida, creía que en el cosmos había una especie de semen universal, y que las brillantes colas de los cometas que rastreaba en el cielo contenían materia de reposición de vital im-portancia para la vida en la Tierra. Era un excéntrico religioso que, según Ackroyd, consideraba que los ca-tólicos eran “hijos de la ramera de Roma”. También se entregaba a arcanas lecturas del libro del Apoca-lipsis y estaba obsesionado con las medidas reales del templo de Salomón. Por otro lado, Newton eligió escribir sus de por sí difíciles Principia mathematica en latín, jactándose de que esto la haría aún menos accesible para el vulgo. Sigue siendo venerado en el pequeño mundo del esoterismo y las manías conspi-ratorias, y aparece como un miembro del “Priorato de Sión” en El código Da Vinci. Además, secularistas y racionalistas, a su manera, también conspiran para mantener viva su mítica reputación. Así, todavía se dice que el hermoso “Mathematical Bridge”, que cruza el río Cam a la altura del Queen’s College, fue diseñado por Newton de manera que se mantuviera en pie sin clavos ni tornillos o juntas, sólo por efec-to de la fuerza gravitacional. Según cuenta la leyen-da, cuando científi cos de una época posterior lo des-mantelaron para descubrir su secreto, no pudieron encontrar la manera de armarlo de nuevo y tuvie-ron que usar pernos y bisagras para volver a erigirlo. Newton murió en 1727, y el puente no fue construido sino en 1749, pero los rumores y las fantasías son mu-cho más fuertes que la realidad.

Pero también lo son los prejuicios anticientífi -cos. Francis Crick no creía en dios (propuso que en su college en Cambridge hubiera un burdel en lugar de una capilla), pero siguió al piadoso Newton en la especulación de que la vida había sido “sembrada” en la Tierra por una civilización superior. Su colega de la “doble hélice”, James Watson, especuló en va-rias ocasiones, contra toda evidencia, que las muje-res y las personas con demasiada melanina en la pig-mentación de su piel están genéticamente progra-mados para rendir menos. Tal vez esto no debería sorprendernos tanto. Joseph Priestley, el gran hu-manista unitario y descubridor del oxígeno, abrazó la falsa teoría de la química de los gases según la cual éstos se queman porque contienen “fl ogisto”, lo que se denominó el “principio de infl amabilidad”. Alfred Russel Wallace, gran colaborador de Darwin y tal vez incluso su inspiración intelectual, nunca era más fe-liz que cuando asistía a sesiones de espiritismo y se

maravillaba por la aparición de ectoplasmas. Puede que no sea hasta Albert Einstein que encontremos un verdadero científi co que también es una persona sana y lúcida, con un humanismo genial como parte de su concepción del mundo —e incluso Einstein fue blando respecto de Stalin y la Unión Soviética.

Tendemos a olvidar que la palabra científi co sólo fue de uso común a partir de 1834. Antes de ese mo-mento, el título reinante era la denominación más sutil de fi lósofo natural. Isaac Newton pudo haber sido un excéntrico, un solitario, un fanático religio-so y, durante su periodo al frente de la Casa de Mo-neda, un entusiasta de que se colgara a todo tipo de embaucadores. Sin embargo, fue un gran conocedor de los pensadores del pasado y de las lenguas anti-guas, y cuando hizo una lista de los siete colores del espectro, tras haberlos separado cuidadosamen-te de la luz blanca que todo lo envuelve, lo hizo por una analogía con las siete notas de la escala musical. Cualquier otra conclusión, según él, habría violado el principio pitagórico de la armonía. Probablemen-te estaba equivocado en este anticipo de la teoría del campo unifi cado que habría de eludir incluso a Einstein, pero uno tiene que admirar a alguien que se atreve a equivocarse de manera tan hermosa.

Pero no todo sobre Newton era así de armonioso. Está claro que odiaba a las mujeres y bien puede ser que haya muerto virgen, pues le aterrorizaba el sexo (y creía que la sangre menstrual de las prostitutas poseía propiedades mágicas). Peter Ackroyd, uno de los mejores escritores de Inglaterra, crea un mis-terio donde no lo hay cuando habla de la obsesión de Newton con el carmesí, que lo llevó a escoger el mobiliario de su habitación completamente de ese color, desde las cortinas hasta los cojines. “Se han dado muchas explicaciones para esto —escribe—, incluyendo su estudio de la óptica, su preocupación por la alquimia o su deseo de asumir una grandeza cuasi-regia”. Yo tiendo a pensar en una explicación más fácil y más uterina…

El libro del que escribo es el tercer volumen de la serie Brief Lives de Ackroyd, él mismo discípulo notable del Clare College de Cambridge, que ya ha “hecho” a Chaucer y a Turner, así como largas bio-grafías de Dickens, T. S. Eliot,1 Blake y la ciudad de

1� El Fondo publicó en 1992 la traducción al español de esta magnífi ca biografía, en versión de Tedi López Mills.

Londres (de más de 800 páginas), por lo que bien puede ser el autor inglés más prolífi co de su gene-ración. Y, lo que me parece alentador, escribe de forma conmovedora y reveladora acerca de Isaac Newton, sin ser, igual que yo, ni un científi co ni un matemático. En nuestros días de juventud, en Cam-bridge, la disputa pública más famosa era entre el “científi co” C. P. Snow y el “literato” F. R. Leavis, que con el tiempo se convirtió en una lucha inter-nacional de varios volúmenes sobre “las dos cultu-ras”, o la incapacidad de los físicos para comprender o apreciar la literatura frente a la negativa de los de-partamentos de literatura de aceptar el más peque-ño “cientifi smo” en la alfabetización. Ackroyd nos ayuda a confi rmar que ésta es una falsa distinción con una larga historia. Keats, por ejemplo, creía que Newton había convertido nuestro mundo en un lu-gar árido, fi nito y poco romántico, y que un trabajo como el suyo podría “conquistar todos los miste-rios con la regla y la línea [y] destejer el arco iris”. No podía estar más equivocado: Newton era amigo de toda mística y amante de las ciencias ocultas, y deseaba a toda costa preservar los secretos del tem-plo y evitar que el universo se convirtiera en una cifra conocida. Por todo eso, generó mucha más luz de lo que había previsto, y un día no muy lejano po-dremos considerar a la física como un área más “tal vez la más dinámica” de las humanidades. Nunca hubiera creído esto cuando sin mucha fe intenté por primera vez beber el agua de Cambridge, pero eso fue antes de que Carl Sagan, y Lawrence Krauss, y Steven Weinberg, y Stephen Hawking fusionaran las letras y la ciencia (y el humor), y se encarama-ran para situarse, como el propio Newton una vez expresó, “sobre los hombros de gigantes”.�W

Reproducimos esta reseña, que apareció en abril de 2008 en Vanity Fair, con la autorización de los herederos de Christopher Hitchens, a quienes damos las gracias. Traducción de Manuel Casals.

Christopher Hitchens fue un originalísimo ensayista, afecto a la polémica en materias tan diversas como la fe, la política exterior estadunidense, la literatura de ayer y de hoy.

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La lectura está en riesgo: no la de libros en particular, sino la propia capacidad humana de extraer signifi cados de aquello que lo rodea. Pero hay esperanza: Bringhurst ve en el

pasado las claves para dotar de nuevos contenidos esta práctica milenaria. Publicamos aquí este ensayo a manera de jubiloso anuncio de que ya viene en camino la versión 4.0 de Los elementos

del estilo tipográfi co, con la que en 2012 el libro festejó sus primeros 20 años de vida

¿Para qué leemos?R O B E R T B R I N G H U R S T

ARTÍCULO

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U na de las cosas para las que no sirven la lectu-ra o la escritura es para presumir los nombres de gente que uno cono-ce. Debo explicar, en-tonces, que se me invi-tó a dar esta ponencia en un simposio llamado The Future of Reading

en el Rochester Institute of Technology (rit), rea-lizado del 9 al 12 de junio de 2010. Yo fui el último ponente y David Pankow, quien me invitó, me pidió que, además de compartir algunas ideas mías, en-lazara los hilos que hubieran surgido a lo largo de esos cuatro días. Por tanto, esta ponencia está con-dimentada con referencias a quienes hablaron antes que yo: Chris Anderson, editor de la revista Wired; mi ilustre colega Margaret Atwood; la profesora Jo-hanna Drucker, de ucla; el calígrafo Kris Holmes; el retórico Richard Lanham; John Orwant, director de ingeniería de Google Books, y el eminente etnolin-güista Dennis Tedlock. Ninguna de estas personas necesitan que hable en su defensa y ahora que termi-nó el simposio podría eliminar sus nombres del tex-to, pero hacerlo sería grosero.

Hubo otros cinco ponentes cuyas ideas aparecen en el texto, pero cuyos nombres veo que olvidé men-cionar. Son Molly Barton, de Penguin Books; Jane Friedman, otrora directora general de Harper Co-llins; la profesora Katherine Hayles, de Duke Uni-versity; el neuropsicólogo Denis Pelli, de New York University (cuya elegante investigación sobre los mecanismos de la lectura me ha interesado desde hace tiempo), y la profesora Amit Ray del propio rit (quien habló con precisión del proyecto Wikipedia y su constante crecimiento, la cual existe ya casi en trescientas lenguas).

IMe gusta mucho eso que llamamos imaginación —la habilidad para ver lo que no está delante de los ojos— y me gusta que así funcione la lectura. Le das a la gente unas cuantas marcas simples y abstrac-tas, que representan sonidos pronunciables, que a su vez representan signifi cados imaginables y que crean imágenes de sí mismas. También me gusta la atención —siempre y cuando no se dirija a mí— y me gusta que así funcione escuchar. Le das a la gente algunos sonidos simples y reproducibles, que repre-sentan, de nuevo, signifi cados imaginables y, si los quieren escuchar, probablemente lo harán. Si no los quiere escuchar, tal vez no. Así que sólo hablaré e, incluso cuando un apoyo visual podría ser útil las imágenes tendrán que formarse en sus mentes. Las pinturas rupestres en Chauvet y Lascaux, las vasi-jas pintadas de la Grecia arcaica, los rollos egipcios ilustrados y los códices pictográfi cos del México precolombino nos recuerdan que los apoyos visua-les son muy viejos. Presentar imágenes y dejar que las palabras se formen en la mente de las personas puede ser tan bueno como el método opuesto. Pero quiero recordarles, si me lo permiten, que la lectu-ra es una forma de concentración, como sentarse alrededor de una fogata para escuchar o acostarse a la luz de las estrellas para observarlas. Las pala-bras, tomando una frase de Eric Gill, no son cosas ni representaciones de las cosas: son gestos —y los gestos, escritos o hablados, son lo que mejor las re-presentan—. Esto es fundamental para el pasado de la lectura y, apuesto, para su futuro.

He escuchado cosas muy interesantes en este sim-posio e incluso cosas que describiría como esperan-zadoras. Yo me considero sumamente optimista y para probarlo les diré que, aunque todo indique lo contrario, creo que es muy probable que haya un fu-turo. Incluso creo que la lectura, defi nida en un sen-tido muy amplio y profundo, puede ser parte de ese futuro. Si el Homo unsapiens participará de él es una pregunta distinta. La actividad humana de los últi-mos siglos ha sido en su conjunto tan miope y ego-céntrica que ahora es difícil defender la idea de que nuestra especie merece un futuro. Pero claro, lo que no mereces no es siempre lo que no recibes. Hay mu-chas excepciones individuales y no dudo de que mu-chas se encuentran en este auditorio. Pero lo que ha-

*� “Pero las enseñanzas no se pueden transportar en otra vasija, sino que es necesario, después de entregar su precio, recogerlas con el alma pro-pia”, Platón, Protágoras 314b, Diálogos I, traducción de Julio Calogne, Emilio Lledó y Carlos García Gual, Madrid, Gredos, 2008, p. 512. [N. del t.]

cemos todos juntos, como especie, es sentarnos en la cima de la cadena alimenticia, engordándonos. ¿Qué futuro hay en eso?

Hubo un época en que las humanidades (que de alguna forma u otra siempre dependen de la lectura) y las ciencias (que dependen tanto de la lectura y la escritura como de la investigación) se promovieron entre los políticos y los contribuyentes con la idea de que éstas llevarían a la gente a pensar más allá de su miopía y egocentrismo, a tener una perspectiva más amplia en el espacio, más larga en el tiempo, más res-petuosa de la diversidad biológica y con un enfoque ambiental más vasto. Esto no funcionó. Hay más se-res humanos leyendo y escribiendo ahora que nunca antes y el apetito por ciertos tipos de lectura es posi-blemente el mayor que haya existido, pues en la era de las computadoras personales y los mensajes de texto leer es una forma cada vez más poderosa para que las personas hagan tratos fi nancieros y sociales. Esto pudo haber empeorado las cosas. La lectura se está manifestando como una forma más para que los seres humanos abusen de todo y de todos, para ejercer mayor control sobre otras especies y para ex-traer más recursos de los miembros de nuestra espe-cie que todavía no han nacido. En estas condiciones cada vez es más difícil defender la idea de que los se-res humanos merecen un futuro, e incluso de que la lectura merece un futuro.

Quizá se preguntarán qué quise decir cuando me describí como un optimista. Permítanme aclararlo.

La biosfera en su totalidad, hasta que el equili-brio de poder comenzó a cambiar en el neolítico y otra vez durante la revolución industrial, fue al pa-recer un éxito rotundo. Millones de especies han muerto —los registros fósiles están llenos de ellas— pero la biosfera como un todo, la ecología global como un todo, con sus habitantes —incluyendo los seres humanos preindustriales—, fue un proyecto exitoso. Billones, trillones, cuatrillones, quintillo-nes de criaturas asesinaron y se comieron unas a otras, y las que no lo hicieron se murieron de ham-bre, pero así funcionaba el sistema. Ninguna espe-cie tenía demasiado poder, así que ninguna podía tomar el control. Hubo seres humanos que vivieron en ese mundo, bajo esas reglas, por al menos cien mil años —y lo hicieron con modestia y éxito—. Vi-vieron de miles de maneras distintas, en miles de ambientes distintos, en África, Asia y Europa, Aus-tralia y Oceanía, Norte y Sudamérica.

Durante la mayor parte de ese tiempo —al menos el 95 por ciento— no se leía ni se escribía en el senti-do estricto, antropológico, de esas palabras. Pero sí existían la mayoría de las cosas para las que sirven la lectura y la escritura, de acuerdo con los lecto-res y los escritores: había literatura; había relatos, mitológicos e históricos; había canciones y prover-bios y parábolas; había también grandes ciclos de historias, cadenas de historias. Incluso podríamos llamarlas libros, si ustedes pueden evitar la idea de que los libros tienen que ser objetos materiales.

Si defi nimos un libro como un objeto físico —un códice, por ejemplo—, entonces nos aferraremos a la idea de que una agenda telefónica, una lista de partes, un catálogo de ventas por correo pueden ser libros tanto como lo son Moby Dick o Ulises o Mada-me Bovary, mientras que una epopeya o un ciclo de historias, que incorporan la sabiduría de socieda-des milenarias que supieron cómo vivir en su par-te del mundo sin destruir la riqueza de ese mundo, sólo serán libros cuando sean escritos.

Hay mucho que decir sobre la defi nición inmate-rial de un libro, pero a grades rasgos es la siguien-te: un libro es un tejido verbal, una estructura de palabras tan grande y rica que uno se puede per-der en ella. Es un bosque de lenguaje estructurado y signifi cativo, un acotado ecosistema de lenguaje, una cascada de lenguaje, sin importar si es escrito u oral. Un libro material que no contenga un bosque semejante entre sus cubiertas es un caparazón va-cío, un cadáver, un cuerpo sin alma. Es un maniquí que aparenta ser un libro, pero que no puede actuar como tal cuando se pasan sus páginas.

El libro físico —como dijo Richard Lanham el otro día— puede tener un valor de talismán y eso es importante. Sin embargo, cuando tratas con ta-lismanes tienes que recordar la diferencia entre el talismán mismo y el espíritu que representa. Moby Dick es un libro y algunos lo amamos tanto que que-remos honrarlo al componerlo con una magnífi ca tipografía e imprimirlo bien, en muy buen papel, tal vez con algunos estupendos grabados en madera de

barcos, arpones y ballenas que ofrezcan cierto ali-vio gráfi co, y luego empastarlo muy bien y mostrar-lo como un icono. Hacer esto es algo bueno. Pero si el vestuario es demasiado llamativo, puede resul-tar contraproducente. Los libros, ya sean escritos u orales, son y deben ser objetos útiles. Tienen que usarse, como los zapatos y los calcetines. En otras palabras, los tienes que leer —y para que valgan la pena tienes que leerlos tú mismo—. No hay máqui-nas que lo puedan hacer por ti; tampoco lo puede hacer otra persona. Alguien más podría leerlo en voz alta mientras escuchas, pero de todos modos tienes que leerlo con tus oídos en vez de hacerlo con tus ojos.

Seguramente algunos conocerán ese maravi-lloso poema de Pablo Neruda en que celebra un hermoso par de calcetines que una mujer llamada Maru Mori tejió para él. Dice así:

resistíla tentación agudade guardarloscomo los colegialespreservanlas luciérnagas,como los eruditoscoleccionandocumentos sagrados,resistíel impulso furiosode ponerlosen una jaulade oroy darle cada díaalpistey pulpa de melón rosado.Como descubridoresque en la selvaentregan el rarísimovenado verdeal asadory se lo comencon remordimiento,estirélos piesy me enfundélosbelloscalcetines,yluego los zapatos.12

Eso es lo que se debe hacer aun con el par de calce-tines más fi no; eso es lo que se debe hacer con los libros más fi nos. Pero para que resistir la tentación de ponerlos en una jaula de oro valga la pena, la ten-tación debe estar ahí. Deben ser obras en las que te puedas perder, obras contra las que te puedas medir y obras que aprendas a amar y, por tanto, a atesorar.

IIUna cosa graciosa respecto de los libros: pensamos que son la sabiduría encarnada, el valor encarna-do, pero sabemos que algunos no son tan buenos —más no siempre es mejor—. Consideremos por ejemplo el registro escrito de esas dos lenguas que John Orwant mencionó ayer: el kalaallisut y el ku-tenai. John dijo que Google escaneó 82 libros en ka-laallisut y cero en kutenai. El kalaallisut, como dijo, es una lengua groenlandesa. Más precisamente, el kalaallisut es la forma moderna de lo que segura-mente fue la primera lengua que los seres huma-nos llevaron a Groenlandia y técnicamente no es un idioma, sino el dialecto groenlandés del inuktitut, lengua hablada por los nativos del ártico canadien-se central y oriental. El kutenai es también un idio-ma de los indios americanos, hablada por mis veci-nos en el sudeste de la Columbia Británica y algu-nas personas del otro lado de la frontera, en el norte de Idaho y Montana.

Existen buenos libros en inuktitut, algunos de los cuales están en el dialecto kalaallisut, pero la única forma de alcanzar la cifra de 82 libros sería incluir una gran cantidad de propaganda de misio-neros traducida del danés al kalaallisut.

Por otro lado, a veces más sí es mejor. Existen dos importantes libros escritos en kutenai. Uno de ellos

1� “Oda a los calcetines”, en Nuevas odas elementales, Buenos Aires, Lo-sada, 1956.

¿PARA QUÉ LEEMOS?

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se le dictó a Franz Boas en agosto de 1914 cerca de Cranbrook, en Columbia Británica, y lo publicó el Bu-reau of American Ethnology en 1918 con el título Ku-tenai Tales. Es un libro bilingüe, con el original en ku-tenai y la traducción al inglés. El autor principal es un hombre llamado Pałnapi, que nació hacia 1854 y mu-rió hacia 1920. El otro libro importante en kutenai fue narrado en la década de 1980, y se registró en una grabadora, por Anne Pierre y Rosalie McCoy —que eran monolingües en kutenai, a pesar de sus nombres de aspecto europeo—. Sus palabras fueron transcri-tas y traducidas por Elizabeth Gravalle y el manus-crito ha permanecido 25 años en las manos de un lin-güista que hasta ahora se ha negado a publicarlos.

Si se publicara ese manojo de historias inéditas, la biblioteca de literatura oral kutenai disponible para el mundo se incrementaría en un 100 por cien-to. Y si algún estudioso decidiera dedicar su vida a desenterrar los tesoros del kalaallisut de la Biblio-teca Real en Copenhague, donde hay varios miles de páginas de literatura oral kalaallisut inédita, dictada a Knud Rasmussen, Heinrich Rink y Franz Boas, entre otros, entonces podrían de verdad exis-tir 82 libros en kalaallisut dignos de estar en un ar-chivo digital. Sin embargo, no es sufi ciente apuntar tu veloz escáner hacia manuscritos como éstos y luego poner las páginas en el servidor. Queda un ar-duo trabajo editorial por hacer para que sea posible una verdadera lectura. Si este tipo de trabajo edito-rial, que exige paciencia y mucho tiempo, no tiene futuro, la lectura tampoco lo tendrá.

Cuando aprendes la lengua de una cultura oral, la última etapa, que no todos alcanzan, consiste en aprender a contar historias. Pałnapi, que le re-lató esas historias a Franz Boas en kutenai, o Vic-toria Howard, la mujer clackamas que Kris Holmes mencionó esta mañana, que le contaba historias al estudiante de Boas, Melville Jacobs, en una lengua llamada kiksht, son personas que realmente termi-naron su formación. Habían aprendido su lengua no sólo como un vehículo para la interacción per-sonal. Lo aprendieron tan bien que podían hablar en defensa de su cultura. No habían memorizado las historias. Habían aprendido a construirlas, de la misma forma en que uno aprende, al aprender una lengua, a hacer oraciones. Y habían aprendido muchos temas, a la manera del jazzista que apren-de muchas melodías. Habían desarrollado asimis-mo una noción nueva y más amplia sobre para qué sirve el lenguaje. Quien relata un mito se involucra profundamente en lo que hace, aunque esa forma de usar la lengua es mucho más impersonal que la usa-da en una conversación normal. La llamamos lite-ratura, aunque no se escriba nada.

Aprender a hacer ese tipo de trabajo —el trabajo de sostener una literatura oral— signifi ca aprender el léxico, la sintaxis, la morfología y la prosodia de la narrativa, y así poder hablar en historias con la misma fl uidez con la que los hablantes ordinarios hablan en oraciones. Signifi ca, por lo tanto, conver-

tirse realmente en una parte funcional de su propia cascada lingüística, convertirse en parte de la llu-via y en parte del río.

En las culturas neolíticas la prosodia narrati-va es casi siempre métrica. Las grandes historias se relatan usualmente en algún tipo de verso medido, por ejemplo el hexámetro dactílico de la Ilíada y la Odisea:

ἄνδρα μοι ἔννεπε, μοῦσα, πολύτροπον, ὃς μάλα πολλὰπλάγχθη, ἐπεὶ Τροίης ἱερὸν πτολίεθρον ἔπερσεν·πολλῶν δ ἀνθρώπων ἴδεν ἄστεα καὶ νόον ἔγνω,πολλὰ δ ὅ γ ἐν πόντῳ πάθεν ἄλγεα ὃν κατὰ θυμόν,ἀρνύμενος ἥν τε ψυχὴν καὶ νόστον ἑταίρων…2

Así. En las lenguas mesoamericanas —y también en algunas del este de Indonesia— la prosodia narrativa tiene usualmente una forma diferente. En lugar de que los versos tengan una medida acústica, uno en-cuentra versos pareados semánticamente: afi rma-ciones que se parean sintácticamente y que riman en signifi cado, no en sonido. Dennis Tedlock mencionó estos versos pareados esta mañana, cuando nos daba una lección sobre la escritura maya.

En los pueblos nativos de la América más al norte, la prosodia narrativa usualmente toma otra forma distinta: ni acústica ni sintáctica, sino fractal y noé-tica. El relato tiene una fi gura como de árbol o de fl or, o de cuarteto de cuerdas o de obra en cinco actos. La estructura se percibe no como un orden de sonidos sino como un orden de acciones y signifi cados, y ese orden se repite en escalas que varían, reduciéndose hasta los episodios individuales más pequeños. En haida, por ejemplo, una lengua de la costa de Co-lumbia Británica y del sudeste de Alaska, una de las grandes historias que relata uno de los grandes con-tadores de historias, un poeta conocido por el nom-bre de Skaay, comienza así:

Ll gidaagang wansuuga.Ll gidaagang wansuuga.Skyaamskun ghinwaay llaghan ttl gitghanjihlgwagaangang wansuuga.Ll xhaatgha llagha kkuugagang wansuuga.

Ll daaghalang stins:nang dlquunasgyaan ising nang hittaghaniina.

2�“Háblame, Musa, de aquel varón ingenioso que anduvo errante largo tiempo, después de haber destruido la sagrada ciudad de Troya; que vio los pueblos y conoció las costumbres de muchos hombres, y sufrió en su corazón muchas penas, sobre el mar, luchando por su vida y la vuelta de sus compañeros”, Odisea, canto i, Alicante, Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes, traducción de Laura Mestre Hevia. [N. del t.]

Tal vez escuchen aquí algunos patrones acústicos y sintácticos, pero ésos no son los patrones sobre los que se construye el poema. Para encontrar la estruc-tura de la historia tendríamos que escuchar todo el poema y luego recorrerlo una vez más.

Les digo todo eso para poder afi rmar que hay, por así decirlo, mucho que leer en una cultura oral y tam-bién mucho que refl exionar. Sólo que lo tienes que leer con los oídos, no con los ojos. En una cultura oral, la lengua sólo se escribe si alguien como Boas o Melvi-lle Jacobs llega de afuera y toma un dictado, o alguien como Jacobs o Dennis Tedlock llega con una graba-dora y encuentra el momento preciso para apretar el botón. Aun entonces la versión escrita no circulará dentro de la cultura misma. Dentro de esa cultura, las palabras sólo se escriben en el aire y la gente si-gue leyendo con sus oídos, pero sí leen en un sentido trascendental de la palabra. Sí prestan atención, de manera sostenida y profunda, a largas y complejas cadenas de símbolos y signos.

IIIUna defi nición inmaterial del libro va de la mano, a mi parecer, con una defi nición inmaterial de la lec-tura. En el sentido más amplio, creo que signifi ca simplemente presentar atención a lo que está frente a ti y tratar de entenderlo. Los peces lo hacen cuando nadan en el agua. Los pájaros lo hacen al volar por el aire y al posarse en los árboles o en los postes de luz a esperar el desayuno. Los gusanos lo hacen cuando pican la tierra y yo lo hago, no sólo en la biblioteca, sino también cuando escucho esos pájaros o cuando miro el agua y pienso en esos peces. Esta forma fun-damental de la lectura es mucho más antigua que la primera inscripción protoliteraria, más antigua que el habla humana, más aún que los primeros prima-tes anónimos que trepaban los árboles del norte de África hace unos sesenta millones de años. El mun-do de esos tempranos lectores ha sufrido la acción de los seres humanos y sus máquinas en los últimos si-glos, pero sigue existiendo, y ese tipo de lectura sigue existiendo. A donde va la seguimos.

En el sentido amplio de la palabra, también hay escritura en ese mundo. Hay millones de criaturas que escriben signifi cados en el aire y en la tierra, que lloran, gritan y hacen gestos, que abren caminos y dejan rastros. Pero las criaturas que no están en la cima de la cadena alimenticia tienen que leer más de lo que escriben. En este reino la lectura es más abun-dante, más importante y cotidiana que la escritura. Es lo que tienes que hacer, día tras día, para comer y aplazar el día en que tú, a tu vez, serás alimento.

Ese tipo de lectura y escritura no sólo es casi uni-versal, es también natural.

En el sentido estricto, como todos sabemos, escri-bir y leer se refi ere a una actividad que sólo la prac-tican grupos muy organizados de seres humanos, conocedores de la agricultura y proclives a llevar re-gistros administrativos: signifi ca crear y descifrar signos visibles relacionados con esa cosa invisible y

¿PARA QUÉ LEEMOS?

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casi intangible, pero extremadamente peligrosa, lla-mada el habla humana. Después de que este tipo de lectura y escritura se pone en marcha, lo tomamos prestado personas que no estamos tan enfocadas a la administración: bichos raros como yo, que quieren usarlo para darle a las historias y los poemas y las ideas y las composiciones musicales una existencia material independiente, semipermanente; lo hace-mos para que hablen por sí mismas, como las pintu-ras y las esculturas.

Por lo general, a ese tipo de lectura y escritura se le llama artifi cial. Sólo existe cuando grupos muy or-ganizados de seres humanos dedican mucho tiem-po y esfuerzo para mantenerlo. Pero algunas de las cosas que se hacen con él y algunas de las cosas para las que se usa no son de ninguna manera artifi ciales. Margaret Atwood habló al principio de este simpo-sio sobre ese cambio crucial desde la escritura de los propietarios y los clérigos, que querían mantener el control sobre lo que era suyo, a la escritura de los pensadores y oyentes, que querían estar en contacto con lo que oían. Desde luego, ambos tipos de escritu-ra todavía existen, pero es el último tipo el que aso-ciamos con los escritores y también con los lectores.

Dije hace un momento que la escritura de los se-res humanos es llamada artifi cial, pero artifi cial es una palabra engañosa. Hay evidencia de que este tipo de lectura y escritura es, en ciertas condicio-nes, natural e inevitable para los seres humanos. La evidencia es clara. Más de una vez, grupos muy organizados de personas inventaron y desarrolla-ron sistemas de escritura, independientes los unos de los otros, en lugares extremadamente alejados. ¿Cuántas veces? No lo sabemos, pero al menos tres: cerca del Tigris y el Éufrates en Mesopotamia, cer-ca del Huáng Hé o río Amarillo en China central y cerca de Río Azul en Yucatán y el norte de Guate-mala, a donde Dennis Tedlock nos llevó esta maña-na. El valle del Nilo en el norte de Egipto y el valle del Indo en el sur de Paquistán, entre otros, son lu-gares donde los seres humanos claramente inven-taron la escritura y donde la invención tal vez fue esencialmente independiente de toda infl uencia externa.

Si parece que la escritura ama los ríos es porque la escritura ama la agricultura y eso se debe a que la es-critura es una forma avanzada de agricultura lin-güística. “Escribir es plantar”, dice un poema que recuerdo de algún lado, y leer es cosechar. La cose-cha siempre ha sido un tiempo de celebración, pero también signifi ca trabajo. Hay lugares donde las personas todavía lo hacen por sí mismas y donde saben bien que a su vez genera más trabajo: trillar y moler, pelar y cocer, deshuesar y secar, y luego a seguir celebrando. En las sociedades industriales, todas estas actividades cruciales están ya mecaniza-das. Tengo una fuerte corazonada de que el impul-so por digitalizar libros y distribuirlos por internet a máquinas lectoras surge de un sueño similar: un deseo por construir máquinas que escriban y edi-

ten e impriman y lean los libros por nosotros, mien-tras nosotros subimos a ver la tele.

IVComo todas las granjas, todas las civilizaciones de-caen tarde o temprano y sus sistemas de escritura frecuentemente fracasan con ellas. De los sistemas tempranos que conocemos, hay dos ganadores in-discutibles. Uno fue la escritura logográfi ca desa-rrollada cerca del río Amarillo, que se ha ramifi -cado en decenas de millares de pictogramas que representan el léxico del Han chino, las dos escri-turas silábicas japonesas (hiragana y katakana) y el hangul o escritura coreana. (La escritura coreana, por cierto, consta de un sutil y compacto alfabeto fonético escrito con grupos silábicos, pero se desa-rrolló, como los silabarios japoneses, a partir de los elementos fonéticos de la escritura china.) El otro gran ganador fue la escritura consonántica de los fenicios, que ahora tiene cientos de descendientes: los alfabetos latino, griego y cirílico, los sistemas consonánticos hebreo y arábigo, todas las escritu-ras silábicas de la India y el Tíbet, y muchas más. Las grandes tradiciones escriturales y caligráfi cas —chino, japonés y coreano por un lado; latín, árabe, persa, devanagari y javanés por el otro— han creci-do de estas dos raíces.3

Cuando una escritura es tan compleja como la de estas grandes culturas, se crea una fuerte unión física entre leer y escribir. En nuestra tristemen-te decadente y mecanizada sociedad, las personas aprenden las técnicas rudimentarias de leer y escri-bir más o menos a la par, pero en nuestro mundo las dos cosas tienen poco que ver. Las formas de las le-tras que escribimos y las que leemos son realmente diferentes —a menos de que seamos Kris Holmes o Hermann Zapf o Matthew Carter, pero la mayoría no lo somos—. En una verdadera cultura caligráfi -ca —la dinastía Tang en China, el Japón de los Fu-jiwara, el Quattrocento italiano, la Turquía otoma-na o Bagdad en tiempos del califato abasí—, las co-sas son distintas. En cualquiera de estas culturas, la escritura es una profesión especializada, sólo saben leer y escribir quienes lo necesitan y la escritura se considera como un baile de la mano, algo sumamen-te refi nado y apreciado. No es como hablar, cosa que cualquiera puede hacer, sino como bailar ballet o tocar el violonchelo. No toda la gente que hace estas

3� Dennis Tedlock me recordó, con gran tino, que al llamar “ganado-res” a estos sistemas puedo fomentar algún malentendido. Los ganadores atraen fans, que a menudo hacen clubs y dejan de pensar por sí mismos. La gente también a menudo se hace adicta a lo que sabe e incluso a veces se congratula de que lo que sabe es mucho mejor que lo que no. (Incluso académicos tan cultos como Eric Havelock y Walter Ong pueden ser víc-timas de este engaño.) Así, por ejemplo, he escuchado más de una vez que los usuarios del alfabeto latino son los amos y señores del mundo, pues es-cribir con un alfabeto es algo superior a cualquier otro tipo de escritura. La escritura árabe, hebrea, devanagari, tibetana, coreana y china tienen también sus porristas. Algunos entusiastas van aún más lejos al profesar una devoción religiosa por su escritura favorita. La evidencia en que se ba-san estas opiniones divididas es escueta, por decir lo menos.

cosas lo hace tan bien como Nijinsky o Rostropo-vich, pero en ese tipo de cultura no aprendes a leer sin adquirir cuando menos un poco de habilidad ca-ligráfi ca. Así que, si vives en este tipo de cultura y has aprendido a leer, también tienes una conexión física con cada letra o carácter. Tienes cierta sensi-bilidad para apreciar una página. Cuando un pia-nista escucha a alguien más tocar el piano, sabe lo que está pasando. Puede sentir en sus hombros y antebrazos y dedos lo que hace el otro músico. En una cultura caligráfi ca eso es lo que pasa cuando la gente lee. Uno sabe cómo se hizo cada trazo, cada remate, cada adorno.

Cuando llega la imprenta a una cultura caligrá-fi ca, se empieza a erosionar ese lazo. En China esto ocurrió en una época temprana, pero la erosión fue incompleta. La imprenta funcionaba con tipos de madera, en los que equipos de artesanos tallaban páginas enteras y las letras desarrollaron un es-tilo que se llama songti o mingti,4 los cuales están llenos de ángulos, remates remarcados y trazos de grosor uniforme. Los tipos de letra usados común-mente para los libros impresos en China aún tienen ese estilo, que poco se parece a la caligrafía oriental. La imprenta y la escritura se separaron sin reme-dio, pero la caligrafía sobrevivió como un arte tanto popular como aristocrático, con un aura de presti-gio. En Europa occidental el proceso fue diferente.

Chinos y coreanos tuvieron tipos móviles mu-cho antes que los europeos, pero para una escritura con miles de caracteres los tipos móviles causaban grandes problemas de almacenamiento y manejo, por lo que los impresores coreanos y chinos los ha-bían abandonado mucho antes de que Gutenberg naciera. Cuando los europeos fi nalmente intenta-ron usarlos, se dieron cuenta de que se adaptaba a su escritura perfectamente. Si imprimes con tipos de madera, tienes que tallar cada carácter cada vez que aparece. Por lo tanto, tienes que tallar muy rá-pido. Con los tipos móviles, tienes que tallar cada carácter en cada tamaño una sola vez, o unas pocas veces, y luego fundes copias de lo que has tallado. Si tu conjunto de caracteres es enorme, también tie-nes que tallar con rapidez. Si el conjunto de carac-teres es pequeño, puedes dedicar mucho tiempo al tallado, como hicieron los talladores de tipos euro-peos. Aprendieron a imitar la mano de algunos es-cribas. Así que, por un tiempo, en la Europa del siglo xvi, la relación visceral, sensorial, entre leer y es-cribir —la habilidad para apreciar la forma de cada letra— sobrevivió a pesar del cambio de la caligra-fía a la imprenta. La caligrafía sobrevivió también

4� Así como los estilos artísticos occidentales se clasifi can de acuerdo con periodos o reinos (carolingio, renacentista, jacobino, entre otros), los estilos en China se clasifi can de acuerdo con las dinastías. Las dinastías Ming y Song son periodos en los que fl oreció la impresión de libros con bloques de texto tallados a mano. La palabra ti signifi ca “estilo o forma”. Los términos songti y mingti aparecen abajo en songti (bloques tallados) a la izquierda y en kaiti (estilo formal con pincel) a la derecha: 宋体 明体 • 宋体 明体.

¿PARA QUÉ LEEMOS?

“UN LIBRO ES UN TEJIDO VERBAL, UNA ESTRUCTURA DE PALABRAS TAN GRANDE Y RICA QUE UNO SE PUEDE PERDER EN ELLA. ES UN BOSQUE DE LENGUAJE ESTRUCTURADO Y

SIGNIFICATIVO, UN ACOTADO ECOSISTEMA DE LENGUAJE, UNA CASCADA DE LENGUAJE, SIN IMPORTAR SI ES ESCRITO U ORAL. UN LIBRO MATERIAL QUE NO CONTENGA UN BOSQUE

SEMEJANTE ENTRE SUS CUBIERTAS ES UN CAPARAZÓN VACÍO, UN CADÁVER, UN CUERPO SIN ALMA.

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en Europa, pero no con la popularidad y el prestigio que conservó en China.

Para el siglo xvii, en las lenguas europeas, este lazo visceral entre leer y escribir agonizaba. Para el siglo xix ya estaba bien muerto. Revivió en el si-glo xx pero sólo entre especialistas. El libro digital —en el que el texto suele desplegarse con fuentes decepcionantes, con pixeles tan grandes que se pueden contar los puntos— es el último capítulo de la triste historia de cómo la lectura europea perdió su cuerpo y de cómo la lectura y la escritura perdie-ron todo parentesco.

La gente que sabe de historia de la tipografía también tiende a saber, aunque sea un poco, de ca-ligrafía. En realidad tienen que saber bastante de caligrafía para entender cómo se forman las letras y cómo han cambiado a lo largo del tiempo. Así que cuando estas personas (incluyéndome) tienen en las manos un buen libro del Renacimiento —tal vez algo impreso por Johannes Froben o Robert Es-tienne o Simon de Colines— es como si el sol saliera en un bello día de verano, con los pájaros cantando y los manzanos en fl or. Gozamos esos tipos tallados, fundidos e impresos como si cada uno lo hubiera hecho a mano un escriba de primer nivel. Y no sólo los tipos: el fi no papel de trapos, la fi na tinta negra, la forma en que las letras se alojan en la página y la forma en que se cosió y encuadernó el libro. Estos libros son reales porque se hicieron con maestría y con materiales fi nos que durarán miles de años si se usan con respeto. Y son reales porque las formas frente a nuestros ojos encarnan la profunda com-prensión de lo que, para un artesano serio, signifi -ca imprimir. Las letras crean un lazo entre la tradi-ción de los escribas y el lector moderno, así como un lazo entre el cuerpo y la mente de un lector experto.

Pero la tipografía es como cualquier otro arte —como la literatura o la música o la arquitectura del paisaje o la pintura—. Si no sabes lo sufi ciente para empezar a entender lo que está frente a ti y cómo llegó a ser como es, entonces no tendrás la expe-riencia. Nuestro sistema educacional ahora está tan fragmentado, compartimentado y roto que la mayo-ría de las personas, incluso si tienen doctorados en alguna rama de las humanidades —historia del arte o letras o literatura clásica—, no se han sumado fí-sicamente a la tradición caligráfi ca y tipográfi ca. Si les das un libro del sigo xvi para que lo sostengan en las manos, lo admirarán, pero no sabrán cómo se hizo. La experiencia que necesitan es parecida a la que se requiere para apreciar el baseball. No necesi-tas ser Mickey Mantle o Hank Aaron para saber qué estás viendo, pero ayuda mucho conocer las reglas básicas del juego.

Seguro que ya ven a dónde quiero llegar. Leer po-dría tener un futuro interesante y rico pues así es su pasado. Pero si nadie recuerda ese pasado, puede no signifi car mucho para el futuro.

VAtaré algunos cabos sueltos.

Tal vez les di la impresión de que pienso que un tipo de letra es tan hermoso como una oración her-mosa. Eso es casi cierto. Sí, lo pienso, aunque sé que la una no puede sustituir a la otra. Tal vez también les di la impresión de que pienso que un libro lleno de hermosas letras es tan bueno como un libro be-llo en el sentido literario, no visual, de la palabra, pero no pienso eso. Lo que pienso es que una gran obra literaria merece una impresión y una tipo-grafía a su altura, así como un gran libreto de tea-tro o una gran pieza de música merecen una gran representación. La idea, claro, es que ambas cosas pueden unirse —y deberían unirse al menos de vez en cuando, ser una celebración—. Si leer buenos li-bros es algo físicamente placentero, es posible que la gente quiera pasar más tiempo leyendo esa clase de libros y que quiera que sus amigos y vecinos e hi-jos hagan lo mismo. Y leer buenos libros tal vez los haga gente más sabia y sana. Según recuerdo, así es como supuestamente funciona la educación. No ne-cesariamente debería aumentar el pib o hacer que todos sean ricos, sino hacer que cada vida sea una que valga la pena vivirla, sin importar qué vida sea.

Tal vez también les he causado la impresión de que pienso que la cultura caligráfi ca era lo mejor del mundo. No es el caso. Muchas culturas caligrá-fi cas han alojado problemas psicológicos extraños. La cultura del Renacimiento era en gran medida secular pero no completamente, y el largo debate (o riña) entre las tradiciones clásica y eclesiástica

duró hasta la era de los libros impresos y era tanto destructiva como creativa. La primera etapa de la cultura caligráfi ca europea era principalmente mo-nástica. Y la cultura de los monasterios era juvenil en algunos aspectos, es decir, se oponía a la madu-rez. Fomentaba que la gente permaneciera cerca del grupo y rechazaba que desarrollara lo que pienso es un grado razonable de independencia intelectual y espiritual. El problema no está sólo en lo monástico como tal. También se encuentra en Alejandría, en el mundo de la gran biblioteca, que en ciertos aspec-tos parece que fue tan infantil como el mundo del gran internet. Un síntoma de esto es que había una mentalidad de “copiar y pegar”. La gente vivía entre libros copiados a mano con una escritura alfabéti-ca, una tecnología que entonces era nueva y estimu-lante. Algunas de las personas que entraron en con-tacto con estos libros querían escribir pero tenían pocos conocimientos para compartir o, en otras pa-labras, no tenían nada que decir. Sólo copiar no sa-tisfacía por completo su necesidad de considerarse autores y algunos solucionaron el problema al con-vertirse en editores, pero de un tipo poco deseable. Como los primeros editores de las escrituras he-breas, no sólo copiaron y corrigieron, sino que reor-ganizaron y consolidaron algunos de los textos a su cargo, transformando los textos en un verdadero caldo de autores.

VIHay un lindo óleo en el Museo Thyssen-Bornemisza de Madrid, pintado hacia 1675 por Gerard ter Borch, un holandés que no sólo trabajó en los Países Bajos, sino a lo largo y ancho de toda Europa occidental. Debió ser uno de los pintores que más viajaron en su época. Como muchas de las pinturas del siglo xvii ésta llegó a nuestros tiempos sin un título. No tenemos idea de cómo la llamó el pintor, si es que llegó a llamarla de otra forma además de “esa pintu-ra”. Casi sin duda es un retrato, pero no sabemos de quién. Los historiadores del arte la llaman Retrato de un hombre leyendo un documento.5 En la pintu-ra, un hombre sentado a la mesa nos ve de la misma forma en que vio a Borch cuando lo estaba pintan-do. En las manos tiene uno de esos periódicos del si-glo xvii de una sola hoja, probablemente semanal. También hay un libro abierto sobre la mesa. El li-bro, sin embargo, es un atlas: una obra de referen-cia, no algo que se lee de corrido.

Ésta es una escena muy moderna, aunque la pin-tura tiene casi 350 años de antigüedad. El hombre está completamente solo, como muchas de las per-sonas modernas, pero está al corriente, o au cou-rant, gracias a su periódico y su atlas. Es claro que le interesa estar informado, aunque no parece in-teresarle la literatura. Debajo del atlas hay una tela que cubre la mesa como en muchos interiores holan-deses y Borch la pintó con gran precisión. Se puede seguir el patrón con exactitud. El atlas y el periódico tienen tratamientos distintos. Ambos están abier-tos pero ninguno es legible. El texto es una mancha gris. El texto ilegible, así como la tela hiperlegible, es una convención de la pintura, pero tiene también un mensaje. No importa qué dicen el documento o el at-las. Los detalles que se imprimieron en esas páginas nunca fueron directamente pertinentes para el hom-bre que es centro de nuestra atención. Las historias y los mapas le son ajenos. Él sólo observa la escena. La única cosa que se puede leer en la pintura es al lec-tor mismo. Su propia habilidad para leer le ha dado cierto poder, o al menos un cierto sentido de poder, pero ha organizado su vida de tal forma que la lectu-ra ha perdido su poder. El hombre de la pintura no va a permitir que la lectura cambie su forma de pensar o aquello que da forma a su carácter.

A muchos kilómetros de ahí, en el Art Institute of Chicago, hay otra pintura, hecha dos siglos des-pués, probablemente en París, por Jean-Baptiste Corot. Se llama La Lecture interrompue o La lectu-ra interrumpida —un título que, me parece, sí le dio el artista—. Aquí también hay alguien leyendo, hay algo qué leer y hay una mesa. La lectora es una mu-jer y pertenece, como el hombre con el documento, al próspero mundo moderno. Su vestimenta es ele-

5�En inglés, el título de la pintura es Man Reading a Coranto. El autor aclara en un paréntesis lo siguiente: “Coranto, como muchos saben, es una forma vieja de decir periódico. El periódico más viejo de Norteamérica, nacido en 1764, originalmente se llamó el Connecticut Courant y ahora se llama el Hartford Courant: es la misma palabra en la forma francesa, dis-tinta a la italiana.” [N. del t.]

gante y sus delgados y blancos brazos muestran que no desempeña un trabajo manual. Su mesa está cu-bierta con un simple paño carmesí en lugar de una lujosa tela oriental. Corot, que trabajó como pañe-ro, sabía mucho de telas. Podemos ver que se divir-tió al poner la falda beige de la mujer contra el suave mantel color vino, pero ninguna de las dos prendas fue tratada con especial atención a los detalles. Co-rot quiere que nos enfoquemos en donde lo hace-mos: en el rostro de la joven y en el libro en su mano izquierda, que reposa sobre su regazo. De nuevo, no hay nada que podamos leer más que la lectora. Ella no está viendo nada, mientras que su mente digie-re las palabras que ha estado leyendo. El libro está casi cerrado pero listo para abrirse de nuevo cuan-do ella lo necesite. Su pulgar izquierdo señala la úl-tima página leída. No sabemos qué libro es. Podría ser una novela, podría ser un poemario, pero algo que encontró en sus páginas está dando vueltas en su mente. Es una lectora.

No tenía que haber sido un libro para que las pa-labras tuvieran este efecto en la lectora. Podría ha-ber sido una carta, incluso un periódico —aunque no es accidental que asociemos la lectura profunda con el libro y la superfi cial con los diarios—. La diferen-cia entre estas pinturas no es la diferencia entre los siglos xvii y xix, o entre los lectores y las lectoras, o entre los libros y los periódicos, sino la diferencia entre dos formas de prestar atención, dos formas de escuchar, dos formas de leer. La mujer en la pintura de Corot corre un riesgo. El hombre en la pintura de Borch tal vez invirtió dinero en una misión comer-cial en Java o Transvaal o Surinam, pero no se arries-ga él mismo ni su visión del mundo. Así que me atre-vo a pensar que, para él, los libros sólo valen lo que la gente pague por ellos. Son meras mercancías. Y eso es en lo que los libros se han convertido —en un mundo que ha olvidado las otras cosas que pueden ser.

Una sociedad que considera a los libros mercan-cías probablemente hará lo mismo con otras cosas. Los bosques, por ejemplo, y los ríos y las manadas de búfalos. Ese periódico en la pintura de Borch se imprimió en papel de trapos, pues en 1675 no había de ningún otro tipo. Si se mantiene limpio y seco, podría durar varios milenios, como el óleo en el que aparece. Ideal para un buen libro, no para las noti-cias perecederas. Los molinos de pulpa de madera aparecieron en el siglo xix. Lograron que bosques enteros se convirtieran en un tipo de papel que se autodestruiría en unos pocos años. Tal vez bue-no para los periódicos —siempre y cuando estés dispuesto a cambiar bosques por periódicos—, no tanto para un buen libro. Hacia 1930 se inventó la encuadernación pegada y entonces aparecieron los baratísimos libros en rústica: un ladrillo de papel cuyas páginas se mantenían unidas el tiempo su-fi ciente para llevar el libro de la tienda a la casa y cuyas páginas, siempre a punto de escapar del pe-gamento, se endurecían y luego se desquebrajaban para convertirse pocas décadas después en copos de una nieve marrón.

Lo más gracioso es que funcionó. Esos libros des-echables, publicados por Allan Lane en Penguin, luego por Doubleday y por docenas de editoriales más, hicieron posible que niños como yo, a la deriva y sin dinero en el desierto cultural de Estados Uni-dos en las décadas de 1940, 1950 y 1960, compraran a Melville y a Thoreau y a Cervantes y a Kant y a He-gel y a Descartes y a Pascal y a Dante y a Pound y a Flaubert y a Dostoievski y a Faulkner y a Hemin-gway por una cantidad irrisoria, y los leyeran. Los márgenes eran demasiado estrechos para escribir en ellos y los libros se deshacían si los abrías lo su-fi ciente para leer el fi nal de los renglones. Pero in-cluso eso tenía sus ventajas. Podías, por ejemplo, tomar la Crítica de la razón pura de Kant —540 pe-queñas páginas de cuatro por siete pulgadas, con márgenes de menos de un centímetro, por menos de un dólar con cuarenta y cinco centavos en la edición de 1961, con la densa prosa de la traducción de Max Müller, bastante anticuada— y romperlo en seccio-nes de tres o cuatro milímetros de grueso. Así po-días leer en el metro o el autobús el libro en piezas que no resultaban intimidantes. No estoy seguro de que hubiera podido con este libro en particular si no lo hubiera desmembrado de tal forma. Las edi-ciones desechables como ésa no hacían del Libro (con L mayúscula) un tesoro cultural o un punto de referencia, pero por sesenta años esos libros han hecho su parte, una parte considerable, por mante-ner girando la rueda de la cultura.

¿PARA QUÉ LEEMOS?

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El libro digital es un giro, no una revolución. Es otra vuelta de una rueda que está girando todo el tiempo. Es un juguete novedoso y puede ser di-vertido pero es tan sólo la etapa más reciente en la continua degradación de la parte externa del libro. La forma más perecedera y más decepcionante vi-sualmente del texto jamás inventada es un texto en una pantalla. Es el medio perfecto para una socie-dad que cree en el fondo de su corazón que todo lo que dice es irrelevante y estéril. Y mucho de lo que decimos se adhiere a este paradigma. Pero ya que el libro electrónico existe se usará, como la escritura temprana de los contadores del neolítico, para afi r-maciones con valor trascendental. La escritura y la lectura auténticas suceden en las márgenes de los imperios. Así es simplemente como sucede. Lees li-bros, si los quieres leer, como puedes. Y lo hacemos.

VIISospecho que Chris Anderson está en lo correcto al decir que los mejores sistemas de libros electróni-cos pueden ya satisfacer las necesidades de una re-vista mensual o semanal. Para funcionar realmente como un libro genuino, tendrán que mejorar.

Y los libros, más que las revistas, necesitan du-rar. Como dijo ayer Richard Lanham, la escritura auténtica necesita muchas revisiones. De igual ma-nera, la verdadera lectura necesita muchas relectu-ras. El texto también necesita evitar las distraccio-nes —distracciones nuevas, como los hipervínculos, o viejas, como las capitulares decoradas o los már-genes con hojas de vid, o las marcas con plumón resaltador y bolígrafo que testimonian muchos en-cuentros fallidos, en años recientes, entre libros de las bibliotecas y personas que no saben qué signi-fi ca leer o cómo se hace. La profesora Drucker nos recordó el otro día que la lectura discontinua tiene una larga historia. Así es como siempre hemos leído diccionarios, atlas, libros de recetas y otras obras de referencia. Es como leemos materiales disconti-nuos, tan abundantes. Leer con L mayúscula es algo distinto: es un intento por estar a la altura del mun-do en el que vivimos y a la altura de esos cambiantes modelos del mundo llamados libros —si así lo quie-ren, también con L mayúscula—. Ese tipo de lectura necesita que te dejes caer. Necesita que te sumerjas, no por una hora, que es el tiempo que Chris Ander-son espera que la gente pase sumergida en un nú-mero de su revista, sino por días, semanas y en cier-to sentido de por vida.

No hace mucho, como un favor para un amigo que forma parte del equipo que edita las obras com-pletas de Robert Duncan, me propuse identifi car las fuentes y corregir la ortografía de las citas en griego de sus poemas. No hay mucho griego y los au-tores citados —Homero, Hesíodo, Parménides, Em-pédocles, Sófocles, Filón, entre otros— son casi to-dos viejos amigos. Aun así, la internet agilizó partes de la tarea que habrían sido más lentas hace vein-te años. Un protocolo electrónico llamado Unico-de —el estándar internacional actual para la codi-fi cación de textos multilingües— me permitió hacer algo que a Duncan le habría encantado hacer y que no pudo. Me permitió mandar las citas corregidas, con la esperanza de que funcionaran, a editores que no conocen el griego. (Uno no puede esperar otra cosa incluso en las mejores editoriales universita-rias de Estados Unidos.)

Al hacer las búsquedas para este proyecto me di cuenta de dos cosas. Primero, lo que estaba hacien-

do no era leer; era una ligera limpieza que tenía por objetivo hacer mi lectura y las futuras lecturas de otras personas más fáciles, más profundas y más cómodas. Segundo, lo que me permitía hacer lo que estaba haciendo era la labor de amas de llaves literarias de los pasados veinte siglos, inmutables en lo fundamental a pesar de los cambios en he-rramientas, técnicas y materiales. Las cursivas se han transformado en letras de molde y de regreso, los rollos en códices, los manuscritos en impresos y éstos en bases de datos electrónicas, los papiros en papel y luego en pantalla, y mientras tanto las labo-res de barrer, trapear y lavar siguen igual.

Toda esta limpieza tiene un objetivo: hacer que la lectura futura sea posible. ¿Por qué? Por la misma razón que caminamos hablamos y hacemos el amor. Porque ésa es la manera en que la especie se trans-mite a sí misma del ayer al mañana.

Duncan, que nació en 1919 y murió en 1988, es-cribió sus poemas en máquinas de escribir (y pegó fotocopias con los fragmentos en griego). Ahora se editan con ayuda de la computadora y pronto habrá un texto electrónico completo y preciso. Si alguna vez necesito buscar su trabajo, tal vez revisar al-guna cita, el acceso a ese texto será de gran ayuda. Pero si quiero leer los poemas —que después de todo para eso son— entonces el texto electrónico es sim-plemente un peldaño. Las letras impresas sobre un buen papel alegrarán mis ojos y mi mente mucho más que los pixeles en la pantalla.

Una desmembrada edición en rústica tampoco es la forma en la que quiero leer la primera crítica de Kant a casi cincuenta años de ese primer encuentro un tanto violento. Quiero, primero que nada, una mejor traducción que la que conseguí en 1961 por un dólar y cuarenta y cinco centavos, y la quiero en una edición duradera, en una sola pieza, con cuadernillos fi rmemente cosidos y amplios márgenes para mis notas en lápiz, que se mantenga abierta el tiempo sufi ciente para que pueda leer dos páginas de prosa densa aunque, ahora lo admito, muy amigable.

Espero que haya quedado claro que una de las co-sas para las que no creo que sirva leer es para tomar pleno control “administrativo” del contexto verbal o de alguna fragmento del texto. Cuando se trata de literatura ni siquiera la escritura sirve para eso. Fuera del aburrido reino del lenguaje práctico, leer y escribir son formas de involucrarse, no de tomar el control, en ese gran hecho ecológico que es el mun-do en que vivimos y que podríamos resumir como “Lo que está ahí”, o aún mejor como “Lo que está ahí para ser nombrado”.

A la gente le gusta tener el control, o la ilusión de tenerlo. Pero la libertad de viajar por continentes enteros de texto como un marciano en su platillo volador, tomando frases de todos lados no es propia de los lectores auténticos, porque éstos son perso-nas que saben que se lee sobre todo para hacer des-cubrimientos, aprender cómo y qué son las cosas —y que saben que para hacer eso no se necesita un platillo volador—. Se necesita saber caminar a tra-vés del texto y para hacer eso se necesitan buenos ojos, buenos pies y mucho tiempo.

¿Qué nos depara el futuro? Para ser honesto, co-menzar de nuevo desde cero, con una pequeña y empobrecida población en un ambiente malherido, recrear la cultura oral poco a poco y posiblemente alcanzar algún tipo de escritura. Pero, ¿mientras tanto? A corto plazo es fácil decir qué necesitamos para que el libro digital sea exitoso:

1] Libertad respecto del enchufe. El aparato de-bería poder funcionar con energía solar o dándole cuerda, por ejemplo. (Y puesto que a algunos nos gusta leer en la noche sería bueno que funcionara de ambas formas.)

2] Una pantalla que no sea brillante, algo como el papel que use la luz disponible y la refl eje enrique-cida de lenguaje, en lugar de emitir, como todas las pantallas actuales, un oxímoron blasfemo: una luz que ha perdido casi toda calidez e información.

3] Alta resolución. No los 72 pixeles por pulgada (ppp) como la pantalla de televisión o los 96 ppp de los monitores de computadoras o los 133 ppp de la mejor pantalla que he podido comprar, sino 600 o 1�200 ppp, que es la calidad más baja aceptable de impresión digital.

4] Buenos diseños de letra, incluyendo las carac-terísticas estándar de la tipografía para libros, como versalitas auténticas y números con ascendentes y descendentes, bien dispuestos en la página. Esto sig-nifi ca que el diseño debería ser parte del texto y no de la máquina. En otras palabras, y aunque los edi-tores no quieran escuchar esto, se seguirán necesi-tando tipógrafos tanto o más que antes. Algunas de los tipos serán nuevos, por supuesto, pues los diseña-dores tipográfi cos son, como otros artistas, útiles y creativos. Pero entre más se parezca la pantalla a ese maravilloso sustrato tipográfi co llamado papel, más fácil será que los tipos que funcionan bien en el papel también lo hagan en la pantalla.

5] La menor cantidad posible de paraferna-lia. Aunque sí estaría dispuesto a probar con algo de audio. Un libro sobre los cuartetos de cuerda de Beethoven, por ejemplo, impreso con ilustracio-nes musicales y ejemplos, podría tener la opción de hacerlos sonar. O un libro bilingüe, con páginas pareadas que ofrezcan las dos versiones —como el maravilloso volumen de los Kutenai Tales—, podría incluir una versión sonora del texto original.

En otras palabras, sería una buena idea que el libro digital funcionara como muchos de los libros anteriores. Pero cómo funcione importa menos que cómo lo tratemos. Si para nosotros no es más que una mercancía, signifi cará que hemos olvidado cómo leer y ningún libro podrá ayudarnos.

Es normal sentir algo de ansiedad cuando los li-bros cambian de una forma de transmitirse a otra —rollo a códice, empastado a rústica, rústica a digi-tal—. Sentimos ansiedad porque sabemos, en el fon-do, que los libros son importantes. Pero sólo mien-tras sepamos que son importantes, lograrán sobre-vivir. Sin importar en lo que se estén convirtiendo ahora, esta metamorfosis no será la última.

La otra parte de esta ansiedad es, claro, la emo-ción por la transformación. Hemos presenciado mucho de ambas en este simposio. En lo personal no confío en la emoción más de lo que confío en la ansiedad. Creo que ambas —aunque suene paradó-jico— nos sirven para ser optimistas. Yo interpreto la emoción y la ansiedad como evidencia de que mu-chas personas distintas, y muchos tipos distintos de personas, todavía saben que los libros son funda-mentales para nuestras vidas.�W

Traducción de Ricardo Quintana Vallejo.

Robert Bringhurst es poeta, ensayista y traductor. En 2013 aparecerá la nueva edición de Los elementos del estilo tipográfi co (él la llama v. 4.0, a la manera del software).

¿PARA QUÉ LEEMOS?

宋体明

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D ice Zygmunt Bauman que no es el Estado y ni si-quiera su brazo ejecutivo el que está siendo soca-vado, erosionado, desan-grado hasta su desapa-rición inminente sino la soberanía. Por extensión, podemos pensar que si bien el desvanecimiento

del Estado en México se ha debido a una cultu-ra de la impunidad muy arraigada (el incumplimien-to de la ley) también es cierto que esta caída moral y sociológica se encuadra en un contexto global: el surgimiento de poderes extraterritoriales que vue-lan, flotan o navegan por el mundo sin que ningún Estado pueda cuestionarlos.

A lo que se refiere el ensayista polaco —profesor en la Universidad de Leeds, en Inglaterra, y en la de Varsovia— es al momento histórico que corres-ponde hoy al Estado tal y como lo veníamos conci-biendo. Hay ahora una circunstancia que mina los cimientos más profundos de la soberanía y que no existía antes: la inclinación de ese Estado debilita-do a ceder muchas de sus funciones y prerrogativas a los poderes impersonales del mercado. O en otras palabras: la rendición incondicional del Estado al chantaje con el que las fuerzas del mercado —lega-les o ilegales— contrarrestan las políticas que favo-recen y por las que votan los ciudadanos.

Es cierto que la política todavía sigue siendo del dominio del Estado en su ámbito interno, pero se le ha quitado su poder para fijar las reglas y arbitrar el juego fuera de sus confines porque su poder coerci-tivo en todo caso no es de alcance extraterritorial. El contexto es el de un mundo en el que ya no tie-nen sentido ni repercusión las ideas, en el que en prácticamente todos los Estados se gobierna para favorecer a grupos de particulares: políticos y em-presarios que se protegen dentro de la legalidad y contrabandistas que operan fuera de la ley pero pa-trocinan las campañas políticas.

Parece ser ése el panorama mundial en el que no pocos grupos financieros o industriales compiten con agrupaciones criminales rebasando la autori-dad o el poder de los Estados. Hay también, por otra parte, riquezas individuales que son mayores que las de varios países juntos. Somos contemporáneos de un espacio global en el que, en la visión de Ma-nuel Castells, el poder fluye fuera de todo control y al margen de las instituciones, mientras la política sigue siendo tan local como siempre. El poder está más allá del alcance de la política.

Hay un momento en que las empresas trasnacio-nales escapan hacia un limbo que el Estado moder-no ya no ocupa ni administra. Queda algo de Estado pero el Estado ya no está en las nuevas latitudes de la criminalidad financiera. Si antes había un lugar o un territorio con el que se asociaba al Estado, jun-

to con su legalidad y su población, ahora ese lugar está en todas partes y en ninguna. Las grandes em-presas comerciales o criminales se mueven en una “tierra de nadie”, como el espacio entre trincheras, y pueden saltar de una isla a otra, de un país a otro, de un paraíso fiscal a otro. En el juego del gato y el ratón, el Estado-gato termina por morderse la cola y arrinconarse a descansar.

El concepto de territorio se moldeó con la his-toria. Antes el poder del Estado se estimaba por la extensión de su territorio (que suponía recuerdos, población y control estratégico, y el alcance de su soberanía) y se suponía que aumentaba en función de sus adquisiciones o disminuía por pérdidas te-rritoriales. El territorio constituía el cuerpo mismo del Estado de modo que toda pérdida se vivía como una mutilación.

El Estado nación se ve, pues, al despuntar el siglo xxi, atrapado entre dos fuerzas que lo presionan si-multáneamente desde arriba y desde abajo. Según Masao Miyoshi, el Estado-nación ya no funciona: se lo han apropiado por completo las corporacio-nes transnacionales, que operan a distancia, ajenas, sólo fieles a los clubes exclusivos (de tenis o de mar-tinis) de los que son miembros. Lo que le exigen a los Estados es que liberen de toda reglamentación restrictiva al capital y a las corporaciones.

El Estado en su conjunto, incluidos sus brazos le-gislativo y judicial, se convierte en el ejecutor de la soberanía de los mercados. El verdadero poseedor del poder soberano en la sociedad de consumidores es el mercado de bienes y servicios, sostiene Bau-man en La globalización. Consecuencias humanas.

“En el cabaret de la globalización, el Estado rea-liza un striptease y al final de la función sólo le que-da lo mínimo: el poder de la represión. Destruida su base material, anuladas su soberanía e indepen-dencia, borrada la clase política, el Estado nacional se convierte en un mero servicio de seguridad de las megaempresas… Los nuevos amos del mundo no necesitan gobernar en forma directa. Los go-biernos nacionales están encargados de la tarea de administrar los asuntos en su nombre”, escribió el Subcomandante Marcos en Le Monde Diploma-tique, en agosto de 1997, citado por Zygmunt Bau-man. Como en los buenos tiempos, lo que resta de la política queda en manos del Estado, pero a éste no se le permite entrometerse en la vida económi-ca: ante cualquier intento de hacerlo, los mercados mundiales responden con medidas punitivas inme-diatas y feroces. En ese orden de ideas, Bauman cita a un analista político latinoamericano de izquierda según el cual, gracias a la nueva “porosidad” de las economías presuntamente “nacionales”, los merca-dos financieros globales, en virtud del carácter es-quivo y extraterritorial del espacio en que operan, “imponen sus leyes y preceptos sobre el planeta. La globalización no es sino una extensión totalitaria de su lógica a todos los aspectos de la vida.” Los Es-

tados carecen de los recursos o el margen de manio-bra para soportar la presión, por la mera razón de que “unos minutos bastan para que se derrumben empresas e incluso Estados”.

Bauman desarrolla la idea de que el proceso de extinción de los Estados nacionales que está en cur-so se encuentra rodeado por una aureola de catás-trofe natural. “En un mundo donde el capital no tie-ne domicilio establecido y los movimientos finan-cieros en gran medida están fuera del control de los gobiernos nacionales, muchas palancas de la políti-ca económica ya no funcionan.” De acuerdo con G. H. von Wright, también citado por Bauman, “pare-ce que el Estado nacional se erosiona o acaso se ‘ex-tingue’. Las fuerzas que lo erosionan son trasnacio-nales”. No hay contradicción entre la nueva extrate-rritorialidad del capital y la nueva proliferación de Estados soberanos débiles e impotentes: países pe-queños y pobres, recién inaugurados en las Nacio-nes Unidas, paraísos fiscales que escapan a la juris-dicción de los Estados legalmente constituidos.

La actual soberanía política de los Estados no es más que una sombra de la multifacética autonomía política, económica, militar y cultural de los Esta-dos de antaño, modelada según el patrón del totale Staat. Hay poco que los Estados soberanos de hoy puedan hacer, y menos aún que sus gobiernos se atrevan a llevar a cabo, para contener las presio-nes del capital, las finanzas y el gobierno (incluido el comercio cultural) de carácter globalizado. Si se vieran presionados a reafirmar sus propias normas de justicia y de propiedad, en su mayor parte los Es-tados responderían que no pueden hacer nada al respecto sin “ahuyentar a los inversionistas” y por tanto atentar contra el pib y el bienestar de la na-ción y sus habitantes.

Zygmunt Bauman no alude a los grupos ni a los protagonistas del poder criminal. No se refiere ex-plícitamente al crimen organizado que, aparte del narcotráfico, se beneficia del secuestro, el tráfico internacional de personas, el contrabando de órga-nos humanos para hospitales, la compra y venta de armamento, pero por analogía o extensión valdrían sus palabras para pensar en ellos. Habla de la “elite móvil, la elite de la movilidad”. Habla de la “ingravi-dez del poder”.

Esa elite también es la elite de la criminalidad.“Las elites viajan por el espacio y a mayor veloci-

dad que nunca, pero la envergadura y la densidad de la red de poder que tejen no dependen de esos des-plazamientos. Gracias a la nueva incorporeidad del poder, sobre todo en su forma financiera, sus due-ños se vuelven extraterritoriales, aunque sus cuer-pos permanezcan in situ.”�W

Federico Campbell es periodista y narrador.

El Estadoen la era de la criminalidad

F E D E R I C O C A M P B E L L

ENSAYO

En la media docena de obras de Zygmunt Bauman que el Fondo ha publicado campea un informado pesimismo por la situación que nos ha tocado vivir, de la “fragilidad

de los vínculos humanos” a las “desigualdades sociales en la era global”, como rezan los subtítulos de un par de sus libros. Aquí se revisa su desolador

diagnóstico de la salud del Estado. En 2013 publicaremos La cultura en el mundo líquido moderno

Los políticos ya no están al timón del barco que navega a toda velocidad

J A C Q U E S A T T A L I

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R ubén Bonifaz Nuño (Cór-doba, 1923) es una de las voces más altas de la poe-sía mexicana de la segunda mitad del siglo xx. En 2013 celebrará su nonagésimo cumpleaños, lo que servirá para reconocer su trayec-toria en las letras naciona-les. El Fondo, por su parte,

pone en circulación su Poesía completa, un volumen que reúne desde La muerte del ángel (1945) hasta Ca-lacas (2003), con lo que se coloca en un solo tomo el trabajo de uno de nuestros poetas indispensables.

Para el propio autor, su aportación fundamental se ha dado en el campo de la docencia, donde una de sus máximas ha sido “conocer lo que somos para ha-cer lo que debemos”. Si se le pide que responda a al-gunas preguntas sobre su poesía, contraviene: “¿qué quiere saber de la poesía?… es que cuando me entre-vistan se han olvidado de lo principal, de lo que es mi vocación más profunda, que es ser maestro. Eso es lo principal para mí.”

Defensor del humanismo, la enseñanza de Boni-faz Nuño tiene una de sus raíces en las culturas grie-ga y romana; por otro lado, en la tradición prehispá-nica, que ha sabido reconstruir a través de su len-guaje arquitectónico para explicar una cosmogonía profundamente humana, en armonía con los dioses y el universo, que ha refutado las hipótesis arqueo-lógicas que basan sus dichos en los preceptos e in-terpretaciones heredados por soldados y frailes de la época de la Conquista.

Es en su oficina, ubicada en la Biblioteca Central de Ciudad Universitaria, donde Rubén Bonifaz Nuño atiende las pocas visitas que aún recibe. Hace cinco décadas, escribía: “Y reconozco que me importa / ser pobre, y que me humilla, / y que lo disimulo por or-gullo.” Hoy, antes de dejarse ver, el maestro se ase-gura de que luce impecable: viste un chaleco blanco y una leontina que termina en una antigua moneda de oro que pende de su bolsillo. El poeta permanece casi inmóvil, ha quedado ciego y ha perdido en gran medida el sentido del oído. Aun con todo, brotan las chispas de su sentido del humor. Sobre los gestos y homenajes que se hacen en su honor, bromea: “antes decía que me hacían más homenajes de los que me-rezco, ahora ya tengo más de los que aguanto”.

Desde la escuela preparatoria, Bonifaz Nuño ha estado vinculado a la unam. La universidad le debe, entre otras cosas, la fundación del Instituto de In-vestigaciones Filológicas y la perdurabilidad de la colección Bibliotheca Scriptorum Graecorum et Ro-manorum Mexicana, que comenzó a dirigir en 1970 y que en el mundo hispano es un referente de las tra-ducciones de obras clásicas. El propio Bonifaz Nuño se encargó de traducir a Lucrecio, Catulo, Virgilio, Horacio, Ovidio, Propercio, Lucano, César, Píndaro y Eurípides. Tradujo también La Ilíada, con la con-vicción de que en ese poema están encriptadas todas las pasiones humanas.

Conocedor desde las entrañas de la poesía de Ca-tulo, Quevedo y Góngora, a Bonifaz Nuño se le de-ben poemas largos en que la sintaxis y la lógica de los

mundos griego y latino, así como la perfección mé-trica de los poetas españoles del Siglo de Oro, con-vergen para dar ritmo y fuerza a versos donde resue-na el tono particular de un poeta citadino que com-parte los padecimientos del amor, del recuerdo y de las mujeres ausentes.

A sabiendas de que versificar es, tal como se lo en-señó Agustín Yáñez, “conseguir de modo permanen-te la mayor precisión en la expresión”, Rubén Bonifaz Nuño se ha preocupado por hablar de manera sincera y desvergonzada “de los seres humanos, de mí mismo como ser humano y de cosas que no diría si no fuera en verso”. Poemarios como Los demonios y los días (1956), El manto y la corona (1958), Fuego de pobres (1961) y La flama en el espejo (1971) son muestra del trabajo de alguien que se ha apropiado de las formas métricas del español para hablar a su propio ritmo de su identidad mexicana, en una transmutación del lenguaje que en palabras del propio poeta significa “convertir el lenguaje del conquistador, que es el sín-toma de la sumisión, en un arma de la libertad”.

De a poco, la ceguera y la vejez han alejado a Bo-nifaz Nuño de los dos trabajos a los que dedicó los esfuerzos de su intelecto. Ya recuerda de lejos, como ausente, los placeres de la vida: los que le ha propi-ciado el cigarrillo, que ahora limita a cuatro al día, “pues son malos para el corazón y otro tipo de en-trañas”; de la comida, prefiere saborearla en la me-moria, “porque ahora no puedo usar los fierros de comer y tengo que usar los dedos; eso me da asco así que prácticamente no como”. “Me siento triste. Por no valerme por mí mismo. Tuve esa facultad. Tuve oportunidad de hacerlo durante muchos años y lo aproveché espléndidamente.”

Desde hace casi una década, Rubén Bonifaz Nuño no puede leer. Confiesa que quisiera seguir trabajando, inmerso en la lectura de libros especia-lizados en latín escritos en inglés y francés, lenguas que puede descifrar en el papel pero no entender si las escucha. A ratos, aún hoy pide que le lean novelas de aventuras que le acompañaron en la infancia, aunque “poesía no, porque para leerla hay que tener un conocimiento muy profundo de las cosas. Ade-más, de poesía sé suficiente para decírmela cuan-do quiera. Recuerdo un montón de poemas de mu-chísimos autores: Garcilaso de la Vega, fray Luis de León, Luis de Góngora, Carlos Pellicer, Torres Bodet…”

Usted ha enseñado siempre los valores del huma-nismo. En el contexto mundial, ¿aun hay esperanza de que el hombre encuentre su esencia “de gran señor”, como usted la llama?

Creo en el humanismo como reconocimiento de la grandeza del hombre. En este momento, no. Creo que el mundo va en camino de perderse. El comercio se ha adueñado de un mundo dividido en ricos y po-bres. Los ricos que son muchos menos se ocupan de su dinero y los pobres se ocupan solamente en bus-car la comida que no tienen.

Algo muy importante en su vida académica fue re-valorar nuestra herencia prehispánica…

Sí, exactamente. Hice libros tanto de cultura ná-huatl como de cultura griega, y son cada uno una lec-ción para los muchachos.

¿Está satisfecho con su legado al conocimiento de la cultura mexicana?

Hasta ahora sí porque la hipótesis en que he creído es la que más se sostiene. En el momento en que venga una hipótesis mejor que la mía, la cambiaré. Mientras tanto, seguiré diciendo que la mía es la mejor.

He servido desde luego en la cátedra. He servido enseñando por generaciones a amar la lengua espa-ñola, a conocer la lengua latina. He dirigido multitud de tesis sobre diferentes temas. Incluso sobre temas prehispánicos. Principalmente, soy maestro en el aula con los alumnos. En la comunicación directa con ellos, que es como puedo enseñarles algo de lo que creo que puede ser el hombre.

La colección Bibliotheca Scriptorum Graecorum et Romanorum es única en América Latina y cuenta con más de 80 títulos…

Me pasa una cosa curiosa. Hace poco me hicie-ron un homenaje los alumnos de Letras Clásicas de la Facultad de Filosofía y Letras. Al terminar les dije que me parecía extraño que me consideraran maes-tro, puesto que ellos nacieron cuando yo ya no daba clases. Pero siguen siendo mis discípulos, por lo que he escrito y por lo que platico con ellos cuando vie-nen a verme.

Entre sus discípulos está Bulmaro Reyes Coria, que es un excelente editor.

Posiblemente él es el último discípulo que tuve. Aún somos amigos a pesar de que nos llevamos casi 30 años.

Ha dicho usted que el poeta debe ser ante todo una persona desvergonzada. ¿Cuándo descubrió que esta-ba en eso su esencia de escritor?

Hay dos condiciones: debe ser culto y desvergon-zado. Lo descubrí cuando pude contar cosas que no podría haber contado de ninguna otra manera, y pude hablar de mí y de los demás de un modo que antes de decirlo en versos no hubiera podido hacer. Hablé de los seres humanos, de mí mismo como ser humano, de cosas que no diría si no fuera en verso.

¿Cuáles son las herramientas con las que se ha acer-cado a la poesía?

Con paciencia y desvergüenza.De los amigos de su generación, ¿con quiénes se

mantiene cercano?De los amigos de mi edad sólo queda uno: el maes-

tro Fausto Vega, secretario de El Colegio Nacional. Con él hablo muy a menudo porque es el último que queda de mis amigos. Los demás han muerto.

Es triste cómo va uno dejando en el camino a los amigos…

Claro, porque no es uno el que los deja: son ellos los que lo dejan a uno.

¿Cómo se siente ahora que está por cumplir 90 años?

Terriblemente viejo, terriblemente inútil. Estoy privado de la vista y del movimiento de las piernas. Soy un bulto.

Es usted una persona admirable.Soy un bulto que habla.�W

Carlos Rojas Urrutia, periodista, se ocupa de diversas actividades comerciales y de promoción en el Fondo.

Discreta pero bien audible, la voz literaria y docente de Rubén Bonifaz Nuñose ha escuchado a lo largo de toda la segunda mitad del siglo XX —y sus ecos siguen

deleitándonos en el XXI—. Maestro, traductor, poeta de escasos aunque resonantesversos, la suya ha sido una vida dedicada a explorar la naturaleza humana.Sirva esta conversación para tenerlo presente en vísperas de que complete

las nueve décadas de andanzas

Bonifaz Nuño: poesía mexicana de raíces clásicas

C A R L O S R O J A S U R R U T I A

ENTREVISTA

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E s impreciso denominar “reforma educativa” a la que planteó el nuevo Poder Ejecutivo a pocos días de es-trenarse en el cargo, pues la transfor-

mación planteada hace unas semanas —y se-guramente aprobada por el Legislativo cuando estas palabras sean leídas— concierne a la ad-ministración docente más que a la médula del proceso de enseñanza y aprendizaje. Hay tan-tas porciones de ese proceso en que se requie-ren cambios profundos que conviene hacer vo-tos por que este primer gran impulso no agote el ánimo reformador en la acción educativa del Estado. Con ese mismo empuje habrá que con-vertir en realidad lo que se enuncia con vague-dad en los artículos transitorios, donde entre otras cosas se dice que “el Congreso de la Unión y las autoridades competentes deberán prever al menos […] las adecuaciones al marco jurídico para […] fortalecer la autonomía de gestión de las escuelas”. Es importantísimo este esfuerzo descentralizador, que ampliaría los márgenes de maniobra de cada plantel, aunque sigan res-tringidos sólo a “mejorar su infraestructura, comprar materiales educativos, resolver pro-blemas de operación básicos y propiciar con-diciones de participación para que alumnos, maestros y padres de familia, bajo el liderazgo del director, se involucren en la resolución de los retos que cada escuela enfrenta”.

E l clima de revisión del modo en que se educan los niños y jóvenes del país bien podría ampliarse para replan-tear temas acrisolados como el de la

existencia de los libros de texto únicos, impre-sos en papel para mayor anacronismo. Muy poco del México de hoy es igual al de hace más de medio siglo, cuando se creó la Comisión Nacional de Libros de Texto Gratuitos, por lo que casi todos los fundamentos del magno proyecto lopezmateísta merecen revisión. Es cierto que con el paso del tiempo, y con cam-bios de tan hondo calado como la conversión de la enseñanza secundaria en parte de la bá-sica, se han adecuado los procedimientos para generar los libros de instrucción elemental y no se intentó extender el monopolio edito-rial del Estado a los materiales de la escuela secundaria —y mucho menos se anticipa que, desde que la educación media superior tam-bién es obligación estatal, vaya a implantarse un modelo semejante en ese nivel—, pero la in-dudable capacidad de nuestra industria edito-rial para generar obras de calidad comparable con las de la Secretaría de Educación Pública, los notorios avances tecnológicos tanto para producir libros impresos como para inventar sus contrapartes electrónicas y la posibilidad de crear empleos de calidad confluyen hoy

Electrónico y gratuito,

no único

C A P I T E L

los bajos fondos, Hay que sonreír, Escritura y secreto, El mañana y Como en la guerra.

tierra firme1ª ed., 2012, 263 pp.978 607 16 1171 0$190

MAGISTRADO DE LA REPÚBLICA LITERARIAUna antología general

V I C E N T E R I V A P A L A C I O

Bajo el nombre Viajes al Siglo xix —una subserie de la colección Biblioteca Americana en la que se incluye este título— se ha dado forma a importantes antologías que recuperan el legado de las figuras tutelares de dicha centuria. En esta ocasión, estamos ante un volumen que rescata las distintas facetas de Vicente Riva Palacio, político, jurista, escritor y editor fundamental del México decimonónico, cuyo trabajo atraviesa las distintas manifestaciones de la creación literaria. Además del rico estudio introductorio de Esther Martínez Luna y de los ensayos críticos de Leonardo Martínez Carrizales, Leticia Algaba Martínez y Jesús

LA MÁSCARA SARDAEl profundo secreto de Perón

L U I S A V A L E N Z U E L A

Tres veces presidente de Argentina, adorado por muchos en su país y vilipendiado por otros tantos, Juan Domingo Perón es una de esas personalidades sobre las que se han tejido cientos de historias que siguen colocándolo en el centro del imaginario argentino. En esta brillante novela, que toma el lecho de muerte de Evita como espejo de la memoria, la escritora y periodista porteña explora parte de la vida del general y se inmiscuye en varias de las interrogantes que han envuelto su biografía, una de las cuales es el verdadero lugar de su nacimiento. Así, en el ocaso de su vida y antes de regresar a Argentina en 1973, el Perón de esta historia se enfrentará al complejo reto de reconstruir su verdadera identidad y recuperar la máscara de Mamuthòn, personaje del carnaval de Mamoiada, una de las fiestas más importantes de Cerdeña. Además de esta novela, cinco títulos de Valenzuela forman parte del catálogo del Fondo: Trilogía de

Pérez Magallón, la obra se divide en cinco secciones que presentan las obras más significativas de Riva Palacio, con sus epístolas, cuentos, novelas, poesía y teatro. Además, posee una valiosa cronología que contextualiza su vida con los acontecimientos nacionales y mundiales de los que fuera testigo y actor sustancial. Todo ello hace de este ejemplar una pieza única para acceder y conocer el trabajo de este pensador, “magistrado de nuestra insipiente República literaria”.

biblioteca americanaSelección y estudio preliminar de Esther Martínez Luna1ª ed., fce-unam-flm, 2012, 463 pp.978 607 16 0961 8$290

GAMONEDA BIBLIÓGRAFOLibrerías, archivos y bibliotecas

X A B I E R F . C O R O N A D O

Como se apunta en la contratapa de este precioso volumen, sería imposible separar la vida de Francisco Gamoneda de su obra, amplia y diversa, con la que revolucionó el oficio librero de nuestro país. Archivista, bibliotecario y emprendedor en el mundo de las librerías,

DE ENERO DE 2013

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METAMORFOSIS DEL LIDERAZGO EN EL MÉXICO DEMOCRÁTICO

R O D E R I C A I C A M P

Autor prolífico que ha dedicado gran parte de su trabajo al estudio de las elites políticas mexicanas, Camp —quien colabora entre otros medios con la bbc, The New York Times y The Wall Street Journal, y que entre otras encomiendas fuera editor de Encarta— analiza en esta obra el devenir de la democracia en México a partir de la conformación de las cúpulas del poder. Utilizando “una base de datos que ha construido a lo largo de 40 años sobre las características sociodemográficas y profesionales de miles de políticos, que incluye datos y entrevistas de 3000 de ellos entre 1935 y 2008”, el profesor del Claremont McKenna College aborda las transformaciones que han existido en la vida política del país a partir de la descentralización del poder y de la llamada transición democrática, presentando una historia política que ayuda a comprender nuestro presente y la constitución de los actores que lo guían. Otras obras del autor en el Fondo son Líderes políticos de México: su educación y reclutamiento (Política y Derecho, 1983), Los intelectuales y el Estado en el México del siglo XX (Política y Derecho, 1988) y Los empresarios y la política en México: una visión contemporánea (Política y Derecho, 1990).

política y derechoTraducción de Juan José Utrilla1ª ed., 2012, 325 pp.978 607 16 1070 6$280

LOS DETERMINANTES SOCIALES DE LA SALUD EN MÉXICO

R O L A N D O C O R D E R A Y C I R O

M U R A Y A M A , C O O R D S .

Uno de los importantes logros del gobierno saliente fue extender a todo el país el llamado Seguro Popular, con el cual se ofrece cobertura médica a un amplio segmento de la población —en mayo de 2012 contaba con 52.6 millones de afiliados— que antes carecía de los servicios mínimos. Sin embargo, aunque esta red médica es de gran valía el tema de la salud en un país como el nuestro se enfrenta inexorablemente a otro igual de profundo y determinante: la desigualdad social. En esta obra, un grupo de especialistas presenta once ensayos en los que se abordan distintas caras de este problema, tocando aspectos como la transición demográfica; el desarrollo regional y la salud; los niveles de vida, desigualdad y pobreza; el medio ambiente, hábitat y salud; la educación y desigualdad educativa; el empleo y la precariedad laboral; los nuevos riesgos sociales, la transición epidemiológica y el modelo de institucional de salud en México, entre otros. Se trata de un análisis actual y multidisciplinario en un tema vital para el país y su futuro.

biblioteca de la salud1ª ed., fce-unam (Programa Universitario de Estudios del Desarrollo), 2012, 654 pp.978 607 16 1215 1$350

Gamoneda fue una pieza clave en la vida cultural de la primera mitad del siglo xx mexicano y, aunque querido y respetado en su época, poco se sabe de él nuestros días. Así que este título posee el gran valor de traerlo nuevamente a nuestro horizonte y de rendir homenaje a un hombre cuya labor y legado silencioso ha nutrido cientos de repisas consagradas a los libros. El volumen, cuidadosamente editado y aderezado con fotografías y documentos históricos, rescata el espíritu incansable de este personaje y traza su historia desde su llegada a México poco después de la caída de Porfirio Díaz hasta su muerte, en 1953, sobre la que escribiera José Ignacio Mantecón: “Como no podía comprender que la vida no fuera obra que realizar, su conversación tenía siempre un cierto tono de mando, de invitación al hacer.”

tezontle1ª ed., 2012, 186 pp.978 607 16 1011 9$270

ITURBIDE DE MÉXICO

W I L L I A M S P E N C E

R O B E R T S O N

Publicada originalmente en 1952, esta biografía de Agustín de Iturbide reconstruye la vida de quien se autonombrara emperador de México tras el triunfo de los revolucionarios en la guerra de Independencia —y, por lo mismo, considerado el primer traidor de la patria—, deteniéndose en su trayectoria militar, su poder político y su influencia económica. Lejos de emitir juicios sobre este polémico personaje, el ya fallecido Robertson logró dar cuerpo a una obra delicada en la que, a partir de documentos inéditos (algunos familiares, otros vinculados al Plan de Iguala) y de una extensísima investigación, indaga en sus orígenes, formación, carrera, hazañas militares, decisiones políticas y vida personal, colocándola con el paso del tiempo como una de las mejores biografías históricas sobre este personaje. Además de su valor biográfico, este volumen ofrece una rica aproximación al periodo en el que México se constituyó como nación independiente, por lo que resulta una lectura valiosa y original sobre los cimientos del país.

historiaTraducción, introducción y notas de Rafael Estrada SámanoPresentación de Jaime del Arenal Fenochio1ª ed., 2012, 487 pp.978 607 16 1187 1$350

en un momento acaso irrepetible para reno-var, modificándolo de raíz, el actual modo de concebir los libros de texto para la educación básica.

R econocer la autonomía de las escue-las surge de reconocer antes la rica —aunque a veces sea dolorosa— he-terogeneidad del país y de la necesi-

dad de incrementar la capacidad de reacción de cada célula del gran tejido educativo. Los libros de texto únicos son por definición la an-títesis de lo diverso. Ahora que se busca dotar de cierta capacidad de decisión a los planteles podría buscarse también el modo de adecuar el contenido de los libros, o al menos de cier-ta parte de los libros, para que ese crucial ma-terial didáctico se acerque a una quimera: el libro de texto personalizado, uno que permi-ta a cada educando avanzar a su ritmo, des-de su irrepetible realidad cognoscitiva. Las editoriales privadas podrían desarrollar un repertorio de obras para un mismo grado y cada una de las escuelas, empoderadas tras la reforma, elegir la combinación que más con-venga a su situación. Si esta idílica solución era técnicamente imposible hace no muchos años, hoy puede volverse realidad mediante sensatos mecanismos de logística (que com-pongan y entreguen los variopintos paquetes a su destinatario final) o echando mano de la impresión bajo demanda, que impone costos cada vez menores.

M ás aún: el libro electrónico es por su naturaleza algo dúctil, adap-table, inmaterial, con lo que este aparente delirio de exaltar las di-

ferencias hasta el paroxismo pueda ser real con unos cuantos clics. Imaginemos un re-pertorio de libros —o más aún, de capítulos—, de entre los cuales los profesores eligen las piezas para construir los silabarios informá-ticos que, a juicio del docente, mejor respon-dan a sus necesidades; unos segundos más tarde, los pupilos tendrían consigo la biblio-grafía cortada a su medida. Desde luego, se requeriría la estrecha supervisión de la au-toridad educativa, tal como ocurre hoy con los libros de secundaria, y hasta podría po-nerse en marcha un programa de fomento a pequeñas empresas mexicanas —por aquello de los temores nacionalistas, que se exacer-ban cuando el posible beneficio económico se manifiesta en estados financieros de las tras-nacionales— que desarrollaran el contenido electrónico, con lo cual el favorable impacto en la educación también tendría uno en la ge-neración de empleos, en la innovación tecno-lógica y en el desarrollo de eso que conocemos con un nombre de pueblo indígena: las pymes.

E l libro de texto, electrónico y gra-tuito mas ya no único, no sería una medicina mágica. De entrada, re-quiere una infraestructura costosa

y un severo cambio de hábitos y expectativas. No me engaño con la idea de que el acceso a las nuevas tecnologías es algo valioso en sí mis-mo, ni prefiero la lectura superficial a que nos orillan los textos volátiles de la internet y ane-xas, y mucho menos querría que se repitiera un enorme traspié como el de Enciclomedia, pero sí quiero creer que estamos en el umbral, político y técnico, de un nuevo modo de ofre-cer libros formativos a los más jóvenes. Que la pobreza y el tamaño de nuestra población son obstáculos infranqueables queda rebatido por las iniciativas que se anuncian en la India, un país con más agudos problemas que los nues-tros, donde el gobierno ha comenzado a distri-buir entre los alumnos unas sencillísimas ta-bletas que cuestan apenas 40 dólares —la mi-tad la pagará el propio estudiante—. Al igual que con el libro de texto tal como lo hemos co-nocido hasta ahora, esas herramientas serán tan buenas como sus usuarios: el docente y el alumno. Que la reforma se vuelva realmente educativa con giros de esta magnitud.

T O M Á S G R A N A D O S S A L I N A S

NOVEDADES

política y derechoTraducción de Juan José Utrilla1ª ed., 2012, 325 pp.978 607 16 1070 6$280

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NEWTON. VIDA GRANDE, BIOGRAFÍA BREVE

D esde la publicación de La riqueza de las naciones de Adam Smith, en 1776, el problema más apremiante de las ciencias económicas ha sido indudablemente el de la asignación de recursos entre los miembros de la sociedad. Las soluciones típicas —de libro de texto— han sido principalmente dos: i] la existencia de un planeador social que sabe cómo asignarlos eficiente-mente, o ii] la fuerza de los mercados. Es bien sabido en la literatura económica que, si los mercados fue-ran todos muy competitivos, entonces los dos méto-

dos de asignación serían equivalentes. Pero los mercados no siempre son com-petitivos y, más aún, existen bienes para los que no existen mercados definidos. Esto nos lleva a la interrogante de cómo asignar de manera eficiente los recursos, siempre escasos.

Economistas con una sólida formación matemática, como David Gale, Lloyd Shapley y más recientemente Alvin Roth, idearon soluciones muy innovadoras para este tipo de problemas. El primero desafortunadamente murió en 2008 (el premio Nobel se otorga sólo a personas que estén vivas al momento de la designa-ción), mientras que los segundos obtuvieron el premio Nobel en Economía en 2012.

La pulcra teoría económica a menudo choca con la sucia realidad. Si en el papel el mercado es una valiosa respuesta al problema de asignación de recursos, frecuentemente no es posible

construir sistemas efi caces para el intercambio informado entre oferentes y demandantes. El ganador del Nobel de Economía en 2012 propuso no sólo salidas teóricas sino

procedimientos prácticos que han benefi ciado, por ejemplo, a pacientes necesitados de un trasplante

E n 2012 el Comité del Premio Nobel decidió otorgar este prestigioso reconocimiento a Lloyd S. Shapley y Alvin E. Roth por sus contribuciones a la ciencia económica, en los temas de procesos de asignaciones estables y el di-seño práctico de instituciones de mercado. La presente nota está dirigida a hacer un breve recuento de las con-tribuciones de Roth como científico y de su trayectoria y perseverancia por hacer de la economía una disciplina científica, con sólidos fundamentos teóricos y empíri-cos, destinada a atender y resolver problemas prácticos.

Siendo todavía estudiante de preparatoria, Al Roth decidió registrarse en los cursos de matemáticas en la Universidad de Columbia y, luego de culminar sus estudios universitarios en 1971, inició sus estudios de doctorado en la Universi-dad de Stanford, en el área de investigación de operaciones, sobre todo en teoría de juegos. Para ese entonces, la teoría de juegos no cooperativos estaba expe-rimentando uno de sus desarrollos más notables luego de los aportes de John Nash en los años cincuenta y de John Harsanyi y Reinhard Selten en los años sesenta. Roth, sin embargo, decidió continuar investigando en una de las ramas de juegos cooperativos que en esas décadas había iniciado Lloyd Shapley y que

Un reconocimiento al ingenio, la sencillez y la práctica científi caA L E X A N D E R E L B I T T A R

Si no el de Economía,

el de MedicinaK A N I S K A D A M

Alvin E. RothPREMIO NOBEL DE ECONOMÍA 2012

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NEWTON. VIDA GRANDE, BIOGRAFÍA BREVE

Para comprender sus aportaciones, considere el siguiente problema econó-mico. Cada año muchos estudiantes en México buscan admisión a alguna de las universidades que ofrecen la licenciatura en medicina. Suponga que existen 100 estudiantes para 10 universidades y que cada institución educativa puede admitir a 10 estudiantes. Si todos los estudiantes fueran igual de competentes y las uni-versidades igual de buenas, entonces la solución sería trivial: repartirlos aleato-riamente. Sin embargo, nuestro querido México no es tan perfecto: tanto los es-tudiantes como las universidades difieren en calidad, por lo que cada estudiante prefiere una institución de educación superior sobre otra, y viceversa: cada uni-versidad prefiere cierto tipo de estudiante. En 1962, Gale y Shapley mostraron cómo es posible aparearlos de tal manera que ninguno esté descontento. Esto es, ningún estudiante querría salirse de la universidad en la que fue aceptado y nin-guna de éstas desearía expulsar a algún estudiante admitido. A esta solución se la conoce como “asignación estable.”

La contribución de Alvin Roth al campo de la economía, y especialmente a la teoría del apareamiento, descansa en reconocer la relevancia empírica de un marco teórico simple como el desarrollado por Gale y Shapley. Roth fue el pri-mero en demostrar, en 1984, que el Programa Nacional de Asignación de Resi-dencias Médicas (pnarm), que se había instaurado en Estados Unidos en 1952, representaba un “apareamiento estable”. Dicho programa se convirtió en el instrumento elegido para asignar médicos en residencia entre los hospitales de la Unión Americana.

Note el lector que en esta situación el mecanismo de fuerza de mercado, sin intervención externa y donde el precio de mercado ayudaría a igualar la ofer-ta con la demanda, no funciona, ya que los nuevos doctores no pueden asistir a un mercado para subastar sus servicios al hospital de su preferencia, ni contac-tar directamente a ese sanatorio y negociar su salario. El problema de inesta-bilidad de la relación doctor-hospital sería más severo si el pnarm tuviera que repartir parejas de médicos casados, ya que éstos no tendrían incentivos para entrar al programa debido a que se esperaría que buscaran colocarse en unida-des de la misma ciudad. Roth y Peranson (1999) propusieron una modificación al pnarm que condujo a un apareamiento estable cuando los doctores están en pareja.

Para entender cómo se obtiene esa estabilidad en mercados donde los indivi-duos se dividen en dos grupos, tales como los doctores y los hospitales, las mu-jeres y los hombres, los estudiantes y las universidades, etcétera, lo más rele-vante es darse cuenta de que no existe un mecanismo de precios en el proceso de distribución (como el que se desarrolla, por ejemplo, en un mercado de auto-móviles usados). Las universidades fijan la colegiatura sin poder negociar con los potenciales estudiantes. En el caso del pnarm, éste funciona como una cá-mara de compensación: piense usted en una gran computadora que le pide a los estudiantes y a las universidades que hagan una lista de sus favoritos, y enton-ces los procesa de tal manera que todos terminen contentos. Pero, ¿qué pasaría si alguien no reportara sus preferencias honestamente? En este caso la adjudi-cación puede que no sea eficiente. Roth mostró que, en una sociedad numerosa y amplia, esa posibilidad es en realidad muy pequeña.

Los resultados teóricos al respecto se han utilizado para modificar los mencio-nados mecanismos en escuelas públicas de Boston y Nueva York. Previamente, los mecanismos tradicionales no arrojaban resultados estables, en el sentido de que muchos estudiantes eran admitidos en escuelas que no eran las de su prefe-rencia. Por ejemplo, antes de 2003, en la ciudad de Nueva York cada estudiante mandaba una lista con sus cinco escuelas favoritas y cada una de éstas decidía a quién aceptar. Después de dos rondas, los estudiantes rechazados por alguna de las entidades educativas se asignaban por medio de un lento proceso administra-tivo. Sólo en ese año, unos 30 mil estudiantes manifestaron gran descontento con la escuela que se les había asignado, lo que puso de manifiesto que el proceso era altamente ineficiente. Peor aún, el mecanismo estaba sujeto a reportes poco ho-nestos, ya que los estudiantes anticipaban que existía una probabilidad muy baja de admisión para sus colegios preferidos, con lo que la mejor estrategia era poner en la lista escuelas que en realidad no eran las preferidas. Roth y sus colegas di-señaron esquemas para ambas ciudades que arrojaron resultados honestos y efi-cientes, con lo que la ineficiencia se redujo en aproximadamente un 90 por ciento.

Quizá la contribución más importante de Alvin Roth sea el diseño de mecanis-mos para trasplantar riñones. En la mayoría de los países no se permite comprar ni vender órganos: está prohibido por la ley. En consecuencia, existen listas de es-pera para recibir un trasplante de riñón compatible. El laureado y sus coinves-tigadores demostraron que es posible establecer un mecanismo eficiente con la existencia de tres o más parejas de contrapartes (paciente-donador). Considere tres pacientes que necesitan un trasplante: A, B y C, y tres personas que están dis-puestos a donar: a, b y c, pero ninguna de las parejas (A, a), (B, b) y (C, c) es compa-tible. Imaginemos que A puede recibir el riñón de b, B el de c y C el de a. El inter-cambio ofrece una solución y mejora la eficiencia, sobre todo cuando se compara con los procesos que se han adoptado en otros países.

Ciertamente la investigación de Roth nos ha permitido una mejor compren-sión de cómo funcionan los mercados en la vida real y, más aún, ha propiciado el diseño de arquitecturas que permiten la existencia de mercados más eficientes en beneficio de la humanidad. Hoy en día muchos enfermos han tenido que es-perar menos tiempo para recibir un órgano gracias a la metodología desarrolla-da por Roth. ¿Cuántas veces nos hemos enterado de un padre que quiere donar su riñón a su hijo pero no puede hacerlo porque es incompatible? La investiga-ción de este ganador del premio Nobel nos devuelve la esperanza. Si Alvin Roth no hubiera recibido el premio Nobel de Economía, indudablemente merecería el de Medicina.�W

Kaniska Dam, doctor en Economía por la Universitat Autònoma de Barcelona, es investigador en el Centro de Investigación y Docencia Económicas.

para esa época no recibía especial atención en la academia. En particular, Roth continuó estudiando los temas relacionados con el Shapley-value y el denomi-nado problema de estabilidad de las asignaciones que estudiaron David Gale y el propio Shapley en 1962. Al Roth consideraba ya para ese entonces que el ago-tamiento de la investigación en el área de teoría de juegos cooperativos se debía a su carencia de fundamentos empíricos. Así inicia, como parte central de su agenda de investigación, sus trabajos experimentales sobre la negociación (bar-gaining), basado en las teorías axiomáticas de negociación desarrolladas por John Nash en los cincuenta.

Asimismo, comienza su acercamiento a los procesos de asignación de mé-dicos residentes en hospitales de los Estados Unidos y el Reino Unido; contaba para ello con el lente analítico de la teoría desarrollada por Gale y Shapley sobre asignaciones estables. Al Roth encuentra cómo algoritmos de asignación simi-lares al desarrollado por Gale y Shapley se estaban implementando de manera natural en los mercados laborales de médicos residentes en distintos países y en los que la pregunta central del proceso era cómo lograr una asignación efi-ciente de quienes aspiraban a ser residentes en los distintos hospitales que los demandaban.

En los años noventa, Roth continúa con una agenda de investigación que atiende en forma simultánea el estudio teórico de mecanismos de asignaciones estables, el estudio de experimentos naturales de asignaciones estables en los mercados laborales para médicos residentes en los Estados Unidos y el Reino Unido y el uso de métodos experimentales en laboratorio, donde se pudiera eva-luar el desempeño de los distintos mecanismos de asignación aplicados en el mercado de médicos residentes en el Reino Unido.

Ya para finales del siglo xx e inicios del xxi, Al Roth comienza a estudiar los procesos de asignación de órganos a pacientes con problemas renales. Es en este momento cuando Roth y sus colaboradores diseñan un sistema de intercambio de órganos en el cual la gente con el deseo de donar un órgano a un ser querido, pero impedida por algún tipo de incompatibilidad médica con el receptor, pue-da formar una red con otros donantes y receptores igualmente incompatibles. Así se inicia el New England Program for Kidney Exchange, el cual logró en 2008 realizar un procedimiento de trasplante en el cual estuvieron involucra-dos seis donantes y receptores en forma simultánea. La experiencia exitosa de este programa se ha ido reproduciendo en distintas partes del mundo, tal como está ocurriendo actualmente en el Reino Unido y con otros programas de tras-plantes en Estados Unidos.

La investigación de Al Roth ha respondido permanentemente a la idea de ha-cer de la ciencia económica una herramienta de ingeniería, que a través del uso combinado de teoría, experimentos, análisis de casos y métodos numéricos de simulación, contribuya a diseñar nuevas instituciones económicas. El éxito de esta idea se ha traducido en la creación de nuevos métodos que están siendo en este momento implementados en los Estados Unidos a partir de los distintos trabajos realizados por Al Roth y sus asociados. Este es el caso, por ejemplo, de la modificación de los procesos de asignación de estudiantes a escuelas confor-me a las preferencias de padres y estudiantes o el mecanismo para la designa-ción de jueces en los distintos distritos judiciales de los Estados Unidos.

En fin, las contribuciones de Al Roth a lo largo de su vida académica y profe-sional han estado guiadas por un sentido profundamente científico y atendien-do a situaciones esencialmente prácticas, siempre con una enorme sencillez y un cálido afecto.�W

Alexander Elbittar, doctor en Economía por la Universidad de Pittsburgh, es investigador en el CIDE.

“EN EL LARGO PLAZO, LA PRUEBA VERDADERA DE

NUESTRO ÉXITO NO SERÁ SIMPLEMENTE SOBRE QUÉ TAN

BIEN ENTENDAMOS LOS PRINCIPIOS GENERALES QUE GOBIERNAN LAS

INTERACCIONES ECONÓMICAS, SINO SOBRE QUÉ TAN BIEN PODAMOS

APLICAR ESTE CONOCIMIENTO A CUESTIONES PRÁCTICAS DE LA INGENIERÍA

MICROECONÓMICA […] UNA MEDIDA DEL ÉXITO DE LA MICROECONOMÍA SERÁ EL

GRADO EN EL CUAL SE CONVIERTA EN UNA FUENTE DE CONSEJOS PRÁCTICOS, SÓLIDAMENTE FUNDADOS EN TEORÍAS

BIEN PROBADAS, PARA EL DISEÑO DE INSTITUCIONES A TRAVÉS DE LAS

CUALES INTERACTUEMOS UNOS CON OTROS

”A L V I N E . R O T H

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