La Lucha por la Vida III, Aurora Roja - Pío Baroja

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    Po Baroja

    La lucha por la vida IIIAurora roja

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    PrlogoCmo Juan dej de ser seminarista

    Haban salido los dos muchachos a pasear por los alrededores delpueblo, y a la vuelta, sentados en un pretil del camino cambiaban alargos intervalos alguna frase indiferente.

    Era uno de los mozos alto, fuerte, de ojos grises y expresin jovial; elotro, bajo, raqutico, de cara manchada de rosolas y de mirar adusto yun tanto sombro.

    Los dos, vestidos de negro, imberbe el uno, rasurado el otro, tenanaire de seminaristas; el alto, grababa con el cortaplumas en la corteza deuna vara una porcin de dibujos y de adornos; el otro, con las manos enlas rodillas en actitud melanclica, contemplaba, entre absorto y

    distrado, el paisaje.El da era de otoo, hmedo, triste. A lo lejos, asentada sobre unacolina, se divisaba la aldea con sus casas negruzcas y sus torres msnegras an. En el cielo gris, como lmina mate de acero, suban despaciolas tenues columnas de humo de las chimeneas del pueblo. El aireestaba silencioso; el ro, escondido tras del boscaje, resonaba vagamenteen la soledad.

    Se oa el tintineo de las esquilas y un lejano taer de campana. Depronto reson el silbido del tren; luego, se vio aparecer una blanca

    humareda entre los rboles, que pronto se convirti en neblina suave.-Vmonos ya -dijo el ms alto de los mozos.-Vamos -repuso el otro.Se levantaron del pretil del camino, en donde estaban sentados, y

    comenzaron a andar en direccin del pueblo.Una niebla vaga y melanclica comenzaba a cubrir el campo. La

    carretera, como cinta violcea, manchada por el amarillo y el rojo de lashojas muertas, corra entre los altos rboles, desnudos por el otoo,hasta perderse a lo lejos, ondulando en una extensa curva. Las rfagas

    de aire hacan desprenderse de las ramas a las hojas secas, quecorreteaban por el camino.

    -Pasado maana ya estaremos all -dijo el mocetn alegremente.

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    -Quin sabe -replic el otro.-Cmo, quin sabe? Yo lo s, y t, tambin.-T sabrs que vas a ir; yo, en cambio, s que no voy.-Que no vas?-No.

    -Y por qu?-Porque estoy decidido a no ser cura.

    Tir el mozo al suelo la vara que haba labrado, y qued contemplandoa su amigo con extraeza.

    -Pero t ests loco, Juan!-No; no estoy loco, Martn.-No piensas volver al seminario?-No.-Y qu vas a hacer?

    -Cualquier cosa. Todo menos ser cura; no tengo vocacin.-Toma! Vocacin!, vocacin! Tampoco la tengo yo.-Es que yo no creo en nada.El buen mozo se encogi de hombros cndidamente.-Y el padre Pulpon, cree en algo?-Es que el padre Pulpon es un bandido, un embaucador -dijo el ms

    bajo de los dos con vehemencia-, y yo no quiero engaar a la gente, comol.

    -Pero hay que vivir, chico. Si yo tuviera dinero, me hara cura? No; me

    ira al campo y vivira la vida rstica, y trabajara la tierra con mispropios bueyes, como dice Horacio: Paterna rura bobis, exercet suis; perono tengo un cuarto, y mi madre y mis hermanas estn esperando a queacabe la carrera. Y qu voy a hacer? Lo que hars t tambin.

    -No; yo no. Tengo la decisin firme, inquebrantable, de no volver alseminario.

    -Y cmo vas a vivir?-No s; el mundo es grande.-Eso es una niada. T ests bien, tienes una beca en el seminario. No

    tienes familia. Los profesores han sido buenos para ti..., podrsdoctorarte..., podrs predicar..., ser cannigo..., quiz obispo.

    -Aunque me prometieran que haba de ser Papa no volvera alseminario.

    -Pero por qu?-Porque no creo; porque ya no creo; porque no creer ya ms.Call Juan y call su compaero, y siguieron caminando uno junto a

    otro.

    La noche se entraba a ms andar, y los dos muchachos apresuraron elpaso. El mayor, despus de un largo momento de silencio, dijo:-Bah!... Cambiars de parecer.

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    -Nunca.-Apuesto cualquier cosa a que eso que me dijiste del padre Pulpon te

    ha hecho decidirte.-No; todo eso ha ido soliviantndome; he visto las porqueras que hay

    en el seminario; al principio lo que vi, me asombr y me dio asco; luego,

    me lo he explicado todo. No es que los curas son malos; es que la religines mala.

    -T no sabes lo que dices, Juan.-Cree lo que quieras. Yo estoy convencido; la religin es mala, porque

    es mentira.-Chico, me asombra orte. Yo que te crea casi un santo. T, el mejor

    discpulo del curso! El nico que tena verdadera fe, como deca el padreModesto!

    -El padre Modesto es un hombre de buen corazn, pero es un

    alucinado.-Tampoco crees en l? Pero cmo has cambiado de ese modo?-Pensando, chico. Yo mismo no me he dado cuenta de ello. Cuando

    comenc a estudiar el cuarto ao con don Tirso Pulpon todava tenaalguna fe. Aquel ao fue el del escndalo que dio el padre Pulpon con unode los chicos del primer curso, y, te digo la verdad, para m, fue como sime hubiesen dado una bofetada. Al mismo tiempo que con don Tirso,estudiaba con el padre Belda, que, como dice el lectoral, es un ignoranteprofeso. El padre Belda le odia al padre Pulpon, porque Pulpon sabe ms

    que l, y encarg a otro chico y a m que nos enterramos de lo que habapasado. Aquello fue como meterse en una letrina. Yo, qu haba desospechar lo que pasaba! No s si t lo sabrs; pero si no lo sabes, te lodigo: el seminario es una porquera completa.

    -S, ya lo s.-Un horror. Desde que me enter de estas cosas, no s lo que me pas;

    al principio sent asombro; luego, una gran indignacin contra toda esatropa de curas viciosos que desacreditan su ministerio. Luego le libros,

    y pens y sufr mucho, y desde entonces ya no creo.-Libros prohibidos?-S.-ltimamente, en la poca de los exmenes dibuj una caricatura

    brutal, horrorosa, del padre Pulpon, y algn amiguito suyo se la entreg.Estbamos a la puerta del seminario hablando, cuando se present l:Quin ha hecho esto?, dijo, enseando el dibujo. Todos se callaron; yome qued parado. Lo has hecho t?, me pregunt. S, seor. Bien,

    ya tendremos tiempo de vernos. Te digo que con esa amenaza los

    primeros das que estuve aqu no poda ni dormir. Estuve pensando unaporcin de cosas para sustraerme a su venganza, hasta que se meocurri que lo ms sencillo era no volver al seminario.

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    -Yesos libros que has ledo, qu dicen?-Explican cmo es la vida, la verdadera vida, que nosotros no

    conocemos.-Malhaya ellos! Cmo se llaman esos libros?-El primero que le fue Los Misterios de Pars; despus, El judo errante

    y Los Miserables.-Son de Voltaire?-No.Martn senta una gran curiosidad por saber qu decan aquellos

    libros.-Dirn barbaridades?-No.-Cuenta! Cuenta!En Juan haban hecho las lecturas una impresin tan fuerte, que

    recordaba todo con los ms insignificantes detalles. Comenz a narrar loque pasaba en Los Misterios de Pars, y no olvid nada; pareca habervivido con el Churiador y la Lechuza, con el Maestro de Escuela, elprncipe Rodolfo y Flor de Mara; los presentaba a todos con sus rasgoscaractersticos.

    Martn escuchaba absorto; la idea de que aquello estaba prohibido porla Iglesia, le daba mayor atractivo; luego, el humanitarismo declamador

    y enftico del autor, encontraba en Juan un propagandista entusiasta.Ya haba cerrado la noche. Comenzaron los dos seminaristas a cruzar

    el puente. El ro, turbio, rpido, de color de cieno, pasaba murmurandopor debajo de las fuertes arcadas, y ms all, desde una alta presacercana, se derrumbaba con estruendo, mostrando sobre su lomo hacesde caas y montones de ramas secas.

    Y mientras caminaban por las calles del pueblo, Juan segua contando.La luz elctrica brillaba en las vetustas casas, sobre los pisos

    principales, ventrudos y salientes, debajo de los aleros torcidos,iluminando el agua negra de la alcantarilla que corra por en medio delbarro. Y el uno contando y el otro oyendo, recorrieron callejas tortuosas,pasadizos siniestros, negras encrucijadas...

    Tras de los hroes de Eugenio Su, fueron desfilando los de VctorHugo, monseor Bienvenido, Juan Valjean, Javert, Gavroche, Fantina,los estudiantes y los bandidos de Patron Minette.

    Toda esta fauna monstruosa bailaba ante los ojos de Martn unaterrible danza macabra.

    -Despus de esto -termin diciendo Juan- he ledo los libros de MarcoAurelio y los Comentarios, de Csar, y he aprendido lo que es la vida.

    -Nosotros no vivimos -murmur con cierta melancola Martn-. Esverdad; no vivimos.Luego, sintindose seminarista, aadi:

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    -Pero, bueno; t crees que habr ahora en el mundo un metafsicocomo santo Toms?

    -S -afirm categricamente Juan.-Y un poeta como Horacio?-Tambin.

    -Y entonces, por qu no los conocemos?-Porque no quieren que los conozcamos. Cunto tiempo hace que

    escribi Horacio? Hace cerca de dos mil aos; pues, bien, los Horacios deahora se conocern en los seminarios dentro de dos mil aos. Aunquedentro de dos mil aos ya no habr seminarios.

    Esta conjetura, un tanto audaz, dej a Martn pensativo. Era, sinduda, muy posible lo que Juan deca; tales podan ser las mudanzas ytruecos de las cosas.

    Se detuvieron los dos amigos un momento en la plaza de la iglesia,

    cuyo empedrado de guijarros manchaba a trozos la hierba verde. Laplida luz elctrica brillaba en los negros paredones de piedra, en lossaledizos, entre los lambrequines, cintas y penachos de los escudoslabrados en los chaflanes de las casas.

    -Eres muy valiente, Juan! -murmur Martn.-Bah!-S, muy valiente.Sonaron las horas en el reloj de la iglesia.-Son las ocho -dijo Juan-; me voy a casa. T maana te vas, eh?

    -S; quieres algo para all?-Nada. Si te preguntan por m, dices que no me has visto.-Pero es tu ltima resolucin?-La ltima.-Por qu no esperar?-No. Me he decidido ya a no retroceder nunca.-Entonces, hasta cuando?-No s...; pero creo que nos volveremos a ver alguna vez. Adis!-Adis; me alegrar que te vaya bien por esos mundos.Se dieron la mano. Juan sali por detrs de la iglesia al ejido del

    pueblo, en donde haba una gran cruz; luego baj hacia el puente. Martnentr por una tortuosa callejuela, un tanto melanclico. Aquella rpidavisin de una vida intensa le haba turbado el nimo.

    Juan, en cambio, marchaba alegre y decidido. Tom el camino de laestacin, que era el suyo. Una calma profunda envolva el campo; la lunabrillaba en el cielo; una niebla azul se levantaba sobre la tierra hmeda,

    y en el silencio de la noche apacible, slo se oa el estruendo de las aguas

    tumultuosas del ro al derrumbarse desde la presa.Pronto vio Juan a lo lejos brillar entre la bruma un foco elctrico. Erade la estacin. Estaba desierta; entr Juan en una oscura sala ocupada

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    por fardos y pellejos. Andaba por all un hombre con una linterna.-Eres t? -le dijo a Juan.-S.-Qu has hecho que has venido tan tarde?-He estado despidindome de la gente.

    -Bueno; ya tienes preparado tu equipaje. A qu hora vas a salir?-Ahora mismo.-Est bien.

    Juan entr en la casa de su to, y luego en su cuarto; tom un saco deviaje y un morralillo, y sali al andn. Se oy el timbre anunciando lasalida del tren de la estacin inmediata; poco despus, un lejano silbido.La locomotora avanz, echando bocanadas de humo. Juan subi a uncoche de tercera.

    -Adis, to.

    -Adis, y recuerdos.Ech a andar el tren por el campo oscuro, como si tuviera miedo de no

    llegar; a la media hora se detuvo en un apeadero desierto: un cobertizode cinc con un banco y un farol. Juan cogi su equipaje y salt del vagn.El tren, inmediatamente, sigui su marcha. La noche estaba fra; la lunase haba ocultado tras del lejano horizonte, y las estrellas temblaban enel alto cielo; cerca se oa el rumor confuso y persistente del ro. Juan seacerc a la orilla y abri su saco de viaje. Tanteando, encontr sumanteo, su tricornio y la beca, los libros de texto y los apuntes. Volvi a

    meterlo todo, menos la ropa blanca, en el saco de viaje, e introdujo,adems, dentro, una piedra; luego, haciendo un esfuerzo, tir el bulto alagua, y el manteo, el tricornio, la beca, los apuntes, la metafsica y lateologa fueron a parar al fondo del ro. Hecho esto se alej de all, y tompor la carretera. -Siempre adelante! -murmur-. No hay que retroceder.

    Toda la noche estuvo caminando sin encontrar a nadie; al amanecer secruz con una fila de carretas de bueyes, cargadas de madera aserrada

    y de haces de jara y de retama; por delante de cada yunta, con la aijadaal hombro, marchaban mujeres, cubierta la cabeza con el refajo.

    Se enter Juan por ellas del camino que deba seguir, y cuando el solcomenz a calentar, se tendi en la oquedad de una piedra, sobre lashojas secas. Se despert al medioda, comi un poco de pan, bebi aguaen un arroyo, y, antes de comenzar la marcha, ley un trozo de losComentarios, de Csar.

    Reconfortado su espritu con la lectura, se levant y sigui andando.En la soledad, su espritu atento encontr el campo lleno de inters. Qudiversas formas! Qu diversos matices de follaje presentaban los

    rboles! Unos, altos, robustos, valientes; otros, rechonchos,achaparrados; unos, todava verdes; otros, amarillos; unos, rojos, decobre; otros, desnudos de follaje, descarnados como esqueletos; cada

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    uno de ellos, segn su clase, tena hasta un sonido distinto al serazotado por el viento: unos temblaban con todas sus ramas, como unparaltico con todos sus miembros; otros doblaban su cuerpo en unasolemne reverencia; algunos, rgidos e inmviles, de hoja verde, perenne,apenas se estremecan con las rfagas de aire. Luego el sol jugueteaba

    entre las hojas, y aqu blanqueaba y all enrojeca, y en otras partespareca abrir agujeros de luz entre las masas de follaje. Qu enormevariedad! Juan senta despertarse en su alma, ante el contacto de laNaturaleza, sentimientos de una dulzura infinita.

    Pero no quera abandonarse a su sentimentalismo, y durante el da doso tres veces lea en alta voz los Comentarios, de Csar, y esta lectura erapara l una tonificacin de la voluntad...

    Una maana cruzaba de prisa un hmedo helechal, cuando se lepresentaron dos guardas armados de escopeta, seguidos de perros y de

    una bandada de chiquillos. Los perros husmearon entre las hierbas,aullando, pero no encontraron nada; uno de los muchachos dijo:

    -Aqu hay sangre.-Entonces alguien ha cobrado la pieza -exclam uno de los guardas-.

    Ser ste -y abalanzndose a Juan le asi fuertemente del brazo-. Thas cogido una liebre muerta aqu?

    -Yo, no -contest Juan.-S; t la has cogido. Trela -y el guarda le agarr a Juan de una oreja.-Yo no he cogido nada. Suelte usted.

    -Registradle.El otro guarda le sac el morral y lo abri. No haba nada.-Entonces la has escondido -dijo el primer guarda sujetndole a

    Juan del cuello-. Di, dnde est.-Que digo que yo nada he cogido -exclam Juan, sofocado y lleno de

    ira.-Ya lo confesars -murmur el guarda, quitndose el cinturn y

    amenazndole con l.Los chicos que acompaaban a los guardas en el ojeo rodearon a Juan,

    rindose. ste se prepar para la defensa. El guarda, algo asustado, sedetuvo. En esto se acerc al grupo un seor, vestido de pana, conpantaln corto, polainas y sombrero ancho, blanco.

    -Qu se hace? -grit furioso-. Aqu estamos esperando. Por qu nose sigue el ojeo?

    El guarda explic lo que pasaba.-Darle una buena azotaina -dijo el seor.Se iba a proceder a lo mandado, cuando un chico vino corriendo a

    decir que haba pasado a campo traviesa un hombre escotero, con unaliebre en la mano.-Entonces, no era ste el ladrn. Vmonos.

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    -Por Cristo, que si alguna vez puedo -grit Juan al guardame he devengar cruelmente!

    Corriendo, devorando lgrimas de rabia, atraves el helechal, hastasalir al camino; no haba andado cien pasos, cuando vio de pie, con laescopeta en la mano, al hombre vestido de cazador.

    -No pases -le grit ste.-El camino es de todos -contest Juan, y sigui andando.-Que no pases, te digo.

    Juan no hizo caso; adelant con la cabeza erguida, sin mirar atrs. Enesto son una detonacin, y Juan sinti un dolor ligero en el hombro. Sellev la mano por encima de la chaqueta y vio que tena sangre.

    -Canalla! Bandido! -grit.-Te lo haba dicho. As aprenders a obedecer -contest el cazador.Sigui Juan andando. El hombro le iba doliendo cada vez ms.

    Le quedaban todava unos cntimos, y llam en una ventana queencontr en el camino. Entr en el zagun y cont lo que le haba pasado.La ventera le trajo un poco de agua para lavarse la herida, y despus lellev al pajar. Haba all otro hombre tendido, y, al or quejarse a Juan,le pregunt lo que tena. Se lo cont Juan, y el hombre dijo:

    -Vamos a ver qu es eso.Tom el farol que haba dejado la ventera en el dintel del pajar, y le

    reconoci la herida.-Tienes tres perdigones. Descansa unos das, y se te curar esto.

    Juan no pudo dormir con el dolor en toda la noche. A la maanasiguiente, al rayar el alba, se levant y sali de la venta.

    El hombre que dorma en el pajar le dijo:-Pero adnde vas?-Adelante; no me paro por esto.-Eres valiente! Vamos andando.

    Tena Juan el hombro hinchado y le dola al andar; pero, despus deuna caminata de dos horas, ya no sinti el dolor. El hombre del pajar eraun mendigo vagabundo.

    Al cabo de un rato de marcha, le dijo a Juan:-Siento que por mi causa te hayan jugado una mala partida.-Por su causa? -pregunt Juan.-S; yo me llev la liebre. Pero hoy la comeremos los dos.Efectivamente, al llegar al cauce de un ro, el vagabundo encendi

    fuego y guis un trozo de la liebre. La comieron los dos, y siguieronandando.

    Cerca de una semana pas Juan con el vagabundo. Era ste un tipo

    vulgar, mitad mendigo, mitad ladrn; poco inteligente, pero hbil. Notena ms que un sentimiento fuerte, el odio por el labrador, unido a uninstinto antisocial enrgico. En un pueblo donde se celebraban ferias, el

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    vagabundo, reunido con unos gitanos, desapareci con ellos.Un da estaba Juan sentado en la hierba; al borde de un sendero,

    leyendo, cuando se le presentaron dos guardias civiles.-Qu hace usted aqu? - le pregunt uno de ellos.-Voy de camino.

    -Tiene usted cdula?-No, seor.-Entonces, venga usted con nosotros.-Vamos all.Meti Juan el libro en el bolsillo, se levant y echaron los tres a andar.

    Uno de los guardias tena grandes bigotes amenazadores y el ceoterrible; el otro pareca campesino. De pronto, el de los bigotes, mirandoa Juan de modo fosco, le pregunt:

    -T te habrs escapado de casa, eh?

    -Yo, no, seor.-Adnde vas?-A Barcelona.-As, andando?-No tengo dinero.-Mira, dinos la verdad y te dejamos marchar.-Pues la verdad es que soy estudiante de cura y he ahorcado los

    hbitos.-Has hecho bien -grit el de los bigotes.

    -Y por qu no quieres ser cura? -pregunt el otro-. Es un bonitoempleo.

    -No tengo vocacin.-Adems, le gustarn las chicas -aadi el bigotudo-. Y tus padres,

    qu han dicho a eso?-No tengo padre ni madre.-Ah!, entonces..., entonces, es otra cosa...; ests en tu derecho.Al decir esto, el de los bigotes sonri. A primera vista era un hombre

    imponente; pero, al hablar, se le notaba en los ojos y en la sonrisa unagran expresin de bondad.

    -Y qu vas a hacer en Barcelona?-Quiero ser dibujante.-Sabes algo ya del oficio?-S; algo s.Fueron as charlando, atravesaron unos pinares en donde el sol

    brillaba esplndido, y se acercaron a un pueblecito que en la falda de unamontaa se asentaba. Juan, a su vez, hizo algunas preguntas acerca del

    nombre de las plantas y de los rboles a los guardias. Se vea que los doshaban trocado el carcter adusto y amenazador del soldado, por laserenidad y la filosofa del hombre del campo.

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    Al entrar en una calzada en cuesta, que llevaba al pueblo, se les acercun hombre a caballo, ya viejo, y con boina.

    -Hola, seores! Buenas tardes! -dijo.-Hola, seor mdico!-Quin es este muchacho?

    -Uno que hemos encontrado en el camino leyendo.-Lo llevan ustedes preso?-No.El mdico hizo algunas preguntas a Juan, y ste le explic adnde iba

    y lo que pensaba hacer; y hablando todos juntos, llegaron al pueblo.-Vamos a ver tus habilidades -dijo el mdico-. Entraremos aqu, en

    casa del alcalde.La casa del alcalde era de esas tiendas del pueblo en donde se vende

    de todo, y que son, adems, medio posadas y medio tabernas.

    -Danos una hoja de papel blanco -dijo el mdico a la muchacha delmostrador.

    -No hay -contest ella muy desazonada.-Habr un plato? -pregunt Juan.-S, eso s.

    Trajeron un plato y Juan lo ahum con el candil. Despus cogi unavarita, la hizo punta y comenz a dibujar con ella. El mdico, los dosguardias y algunos otros que haban entrado, rodearon al muchacho y sepusieron a mirar lo que haca, con verdadera curiosidad. Juan dibuj

    una luna entre nubes y el mar iluminado por ella, y unas lanchitas conlas velas desplegadas.

    La obra produjo verdadera admiracin entre todos.-No vale nada -dijo Juan-; todava no s.-Cmo que no vale nada? -replic el mdico-. Est muy bien. Yo me

    llevo esto. Vete maana a mi casa. Tienes que hacerme dos platos comoste, y adems un dibujo grande.

    Los dos guardias tambin queran que Juan les pintase un plato; perohaba de ser igual que el del mdico; con las mismas nubes, y las mismaslanchitas.

    Durmi Juan en la posada, y al da siguiente fue a casa del mdico, elcual le dio una fotografa para que la copiase en tamao grande. Tardunos das en hacer su obra. Mientras tanto, comi en casa del mdico.Era este seor viudo y tena siete hijos. La mayor, una muchacha de laedad de Juan, con una larga trenza rubia, se llamaba Margarita y hacade ama de casa. Juan le cont ingenuamente su vida. Al cabo de unasemana de estar all, al despedirse de todos, le dijo a Margarita con cierta

    solemnidad:-Si consigo alguna vez lo que quiero, la escribir a usted.-Bueno -contest ella rindose.

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    Antes de su salida del pueblo fue Juan a despedirse tambin de los dosguardias.

    -Vas a ir por el monte o por la carretera? -le pregunt el de los bigotes.-No s.-Si vas por el monte, nosotros te ensearemos el camino.

    -Entonces, ir por el monte.Al amanecer, despus de una noche de insomnio, sobre el duro saco

    de paja, se levant Juan; en la cocina de la venta estaban ya losguardias. Salieron los tres. An no haba amanecido cuando comenzarona subir por el camino en zigzag, lleno de piedras blancas, que escalabael monte, entre encinas corpulentas de hojas rojizas. Sali el sol; desdela altura se vea el pueblo en el fondo de un valle estrecho; Juan busccon la mirada la casa del mdico; en una de las ventanas haba unafigura de mujer. Juan sac su pauelo y lo hizo ondear en el aire; luego

    se sec disimuladamente una lgrima... Siguieron andando; desde all elsendero corra en lnea recta por el declive de una falda cubierta decsped en la que los rebaos blancos y negros pastaban al sol; luego, lassendas se divisaban y se juntaban camino adelante. Encontraron al pasoun viejo harapiento, con las guedejas largas y la barba hirsuta. Ibadescalzo, apenas vestido, y llevaba una piedra al hombro. Le llamaron losdos guardias, el hombre mir de travs y sigui andando.

    -Es un inocente -dijo el de los bigotes-; ah abajo vive solo, con su perro-y mostr una casa de ganado, con una huerta limitada por tapia baja

    hecha de grandes piedras.Al final del sendero que atravesaba el declive, el camino se torca y

    pasaba por entre pinares, hasta terminar junto al lecho seco de untorrente lleno de ramas muertas. Los guardias y Juan comenzaron asubir por all. Era la ascensin fatigosa. Juan, rendido, se paraba a cadainstante, y el guardia de los bigotes le gritaba con voz campanuda:

    -No hay que pararse. Al que se pare le voy a dar dos palos -y despusaada, sonriendo y haciendo molinetes con una garrota que acababa decortar-: Arriba, chiquito!

    Termin la subida por el lecho del torrente y pudieron descansar en unabrigadero de la montaa. Se divisaban desde all extensiones sinlmites, cordilleras lejanas como murallas azules, sierras desnudas decolor de ocre y de color de rosa, montes apoyados unos en otros. El solse haba ocultado; algunos nubarrones violceos avanzaban lentamentepor el cielo azul.

    -Tendrs que volver con nosotros, chiquito -dijo el guardia de losbigotes-; se barrunta la borrasca.

    -Yo sigo adelante -dijo Juan.-Tanta prisa tienes?-S, no quiero volver atrs.

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    -Entonces, no esperes; vete de prisa a ganar aquella quebrada.Pasndola, poco despus hay un chozo donde podrs guarecerte.

    -Bueno. Adis!-Adis, chiquito!

    Juan estaba cansado, pero se levant y comenz a subir la ltima

    estribacin del monte por una escabrosa y agria cuesta.-No hay que retroceder nunca -murmur entre dientes.Los nubarrones iban ocultando el cielo; el viento vena denso, hmedo,

    lleno de olor de tierra; en las laderas las rfagas huracanadas rizaban lahierba amarillenta; en las cumbres, el aire apenas mova las copas de losrboles de hojas rojizas. Luego, las faldas de los montes se borraronenvueltas en la niebla; el cielo se oscureci ms; pas una bandada depjaros gritando...

    Comenzaron a orse a lo lejos los truenos; algunas gruesas gotas de

    agua sonaron entre el follaje; las hojas secas danzaron frenticas de aqupara all; corran en pelotn por la hierba, saltaban por encima de lasmalezas, escalaban los troncos de los rboles, caan y volvan a rodar porlos senderos... De repente, un relmpago formidable desgarr con su luzel aire, y al mismo tiempo, una catarata comenz a caer de las nubes. Elviento movi con rabia loca los rboles y pareci querer aplastarloscontra el suelo.

    Juan lleg a la parte ms alta del monte, un callejn entre paredes deroca. Las bocanadas de viento encajonado no le dejaban avanzar.

    Los relmpagos se sucedan sin intervalos; el monte, continuamentelleno de luz, temblaba y palpitaba con el fragor de la tempestad y parecaque iba a hacerse pedazos.

    -No hay que retroceder -se deca Juan a s mismo.La hermosura del espectculo le admiraba en vez de darle terror; en las

    puntas de los hastiales de ambos lados de esquistos agudos caan losrayos como flechas.

    Juan sigui a la luz de los relmpagos a lo largo de aquel desfiladerohasta encontrar la salida.

    Al llegar aqu, se detuvo a descansar un instante. El corazn le latacon violencia; apenas poda respirar.

    Ya la tempestad hua; abajo, por la otra parte de la quebrada, se veabrillar el sol sobre la mancha verde de los pinares...; el agua clara yespumosa corra a buscar los torrentes; entre las masas negruzcas de lasnubes aparecan jirones de cielo azul.

    -Adelante siempre! -murmur Juan. Y sigui su camino.

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    Primeraparte

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    Un barrio sepulcral - Divagaciones trascendentales

    Electricidad y peluquera - Tipos raros, buenas personas

    La casa estaba en esa plazoleta sin nombre, cruzada por la calle deMagallanes, cerca de antiguos y abandonados cementerios. Limitaban laplazoleta, por un lado, unas cuantas casas srdidas que formaban unacurva, y por el otro, un edificio amarillo, bajo, embutido en larga tapia.Este edificio amarillo, con su bveda pizarrosa, su tinglado de hierro y sucampana, era, a juzgar por un letrero medio borrado, la parroquia deNuestra Seora de los Dolores.

    A derecha e izquierda de esta iglesia segua una tapia medio derruida;a la izquierda, la tapia era corta y tena una puerta pequea, por cuyas

    rendijas se vea el cementerio, con los nichos vacos y las arcadasruinosas; a la derecha, en cambio, la pared, despus de limitar laplazoleta, se torca en ngulo obtuso, formando uno de los lados de lacalle de Magallanes, para lo cual se una a las verjas, paredones, casillas

    y cercas de varios cementerios escalonados unos tras de otros. Estoscementerios eran el general del Norte, las Sacramentales de San Luis ySan Gins y la Patriarcal.

    Al terminar los tapiales en el campo, desde su extremo se vean en uncerrillo las copas puntiagudas de los cipreses del cementerio de San

    Martn, que se destacaban rgidas en el horizonte.Por lo dicho, se comprende que pocas calles podran presentar mritostan altos, tan preeminentes para obtener los ttulos de sepulcral y defnebre como la de Magallanes.

    En Madrid, donde la calle profesional no existe, en donde todo andamezclado y desnaturalizado, era una excepcin honrosa la calle deMagallanes, por estar francamente especializada, por ser exclusivamentefnebre, de una funebridad nica e indivisible. Solamente podaparangonarse en especializacin con ella alguna otra callejuela de

    barrios bajos y la calle de la justa, hoy de Ceres. Esta ltima, sobre todo,dedicada galantemente a la diosa de las labores agrcolas, con suscasuchas bajas en donde hacen tertulia los soldados; esta calle, resto del

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    antiguo burdel, poblada de mujeronas bravas, con la colilla en la boca,que se hablan de puerta a puerta, acarician a los nios, echan cntimosa los organilleros y se entusiasman y lloran oyendo cantar cancionestristes del presidio y de la madre muerta, poda sostener la comparacincon aqulla, poda llamarse, sin protesta alguna, calle del Amor, como la

    de Magallanes poda reclamar con justicia, el nombre de calle de laMuerte.

    Otra cualidad un tanto paradjica una a estas dos calles, y era que,as como la de Ceres, a fuerza de ser francamente amorosa, recordaba elsublimado corrosivo y a la larga la muerte; as la de Magallanes, por serextraordinariamente fnebre, pareca a veces una calle jovial, y no erararo ver en ella a algn obrero cargado de vino, cantando, a algunapareja de golfos sentados en el suelo, recordando sus primeros amores.

    La plazoleta innominada, cruzada por la calle de Magallanes, tena una

    parte baja por donde corra sta y otra a un nivel ms alto, que formabacomo un raso delante de la parroquia. En este raso o meseta, con unagran cruz de piedra en medio, solan jugar los chicos novilleros de lavecindad.

    Todas las casas de la plazoleta y de la calle de Magallanes eranviviendas pobres, la mayora de piso bajo, con un patio grande y puertasnumeradas; casi todas ellas eran nuevas, y en la lnea entera nicamentehaba una casa aislada, una casita vieja de un piso, pequea y rojiza.

    Tena la tal casuca un tejado saliente y alabeado, puerta de entrada en

    medio, a un lado de sta una barbera y al otro una ventana con rejas.Algunas casas, como los hombres, tienen fisonoma propia, y aqulla

    la tena; su fachada era algo as como el rostro de un viejo alegre yremozado; los balcones con sus cortinillas blancas y sus macetas degeranios rojos y capuchinas verdes, debajo del alero torcido yprominente, parecan ojos vivarachos sombreados por el ala de unchambergo.

    La portada de la barbera era azul, con un rtulo blanco que deca:

    LA ANTISPTICAPELUQUERA ARTSTICA

    En los tableros de ambos lados de la tienda haba pinturas alegricas:en el de la izquierda se representaba la sangra por un brazo, del cualmanaba un surtidor rojo, que iba a parar con una exactitud matemticaal fondo de una copa; en el otro tablero se vea una vasija repleta decintas oscuras. Despus de contemplar stas durante algn tiempo, el

    observador se aventuraba a suponer si el artista habra tratado derepresentar un vivero de esos anlidos vulgarmente llamadossanguijuelas.

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    La sangra! Las sanguijuelas! A cuntas reflexionesmdicoquirrgicas no se prestaban estas elegantes alegoras!

    Del otro lado de la puerta de entrada, en el cristal de la ventana conrejas, escrito con letras negras, se lea:

    REBOLLEDOMECNICO-ELECTRICISTA

    SE HACEN INSTALACIONES DE LUCESTIMBRES, DINAMOS, MOTORES

    LA ENTRADA POR EL PORTAL

    Y, para que no hubiera lugar a dudas, una mano con ademnimperativo mostraba la puerta, oficiosidad un tanto intil, porque nohabla ms portal que aqul en la casa.

    Los tres balcones del nico piso, muy bajos, casi cuadrados, estabanatestados de flores. En el de en medio, la persiana verde, antes de llegaral barandado, se abombaba al pasar por encima de un listn saliente demadera; de este modo, la persiana no cubra completamente el balcn ydejaba al descubierto un letrero que deca:

    BORDADORASE DAN LECCIONES

    El zagun de la casa era bastante ancho; en el fondo, una puerta dabaa un corralillo; a un lado parta recia escalera de pino, muy vieja, endonde resonaban fuertemente los pasos.

    Eran poco transitados aquellos parajes; por la maana pasaban carroscon grandes piedras talladas en los solares de corte y volquetes cargadosde escombros.

    Despus, la calle quedaba silenciosa, y en las horas del da notransitaban por ella ms que gente aviesa y maleante.

    Algn trapero, sentado en los escalones de la gran cruz de piedra,contemplaba filosficamente sus harapos; algunas mujeres pasaban conla cesta al brazo, y algn cazador, con la escopeta al hombro, cruzabapor aquellos campos baldos.

    Al caer de la tarde los chicos que salan de una escuela de prvulosllenaban la plaza; pasaban los obreros, de vuelta del Tercer Depsito, endonde trabajaban, y ya al anochecer, cuando las luces rojas del ponientese oscurecan y las estrellas comenzaban a brillar en el cielo, se oa,melanclico y dulce, el taido de las esquilas de un rebao de cabras.

    Una tarde de abril, en el taller de Rebolledo, el mecnico-electricista,Perico y Manuel charlaban.-No sals hoy? -pregunt Perico.

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    -Quin sale con este tiempo? Va a llover otra vez.-S, es verdad.Manuel se acerc a mirar por la ventana. El cielo estaba nublado, el

    ambiente gris; el humo de una fbrica sala de la alta chimenea yenvolva la torre de ladrillo y la cpula pizarrosa de una iglesia cercana.

    El lodo cubra el raso de la parroquia de los Dolores, y en la calle deMagallanes, el camino, roto por la lluvia y por las ruedas de los carros,tena profundos surcos llenos de agua.

    -Y la Salvadora? -pregunt Perico.-Bien.-Ya est mejor?-S. No fue nada... un vahdo.-Trabaja mucho.-S; demasiado. Se lo digo, pero no me hace caso.

    -Vais a haceros ricos pronto. Ganis mucho y gastis poco.-Pchs!... no s.-Bah!... que no sabes...-No. Que sas deben tener algn dinero guardado, s; pero, no s

    cunto... para emprender algo; nada.-Y qu emprenderas t si tuvieras dinero?-Hombre!... tomara una imprenta.-Y qu le parece eso a la Salvadora?-Bien; ella, como es tan decidida, cree que todo se puede conseguir con

    voluntad y con paciencia, y cuando le digo que hay alguna mquina quese vende o algn local que se alquila, me hace ir a verlos... Pero, todavaeso est muy lejos; quiz, tiempo adelante podamos hacer algo.

    Manuel volvi a mirar distrado por la ventana, mientras Perico lecontemplaba con curiosidad. Comenz a llover; cayeron gruesas gotas,como perlas de acero, que saltaron en el agua negra de los charcos; pocodespus una rfaga de viento arrastr las nubes y sali el sol; se aclarel cuarto; al poco tiempo volvi a nublarse, y el taller de Perico Rebolledoqued a oscuras.

    Manuel segua con la vista los cambios de forma del humo negrsimoespirado por la chimenea de la fbrica; unas veces suba a borbotones,oblicuamente, en el aire gris; otra, era una humareda tenue querebasaba los bordes del tubo, como el agua en un surtidor sin fuerza, yse derramaba por las paredes de la chimenea; otras, suba como unacolumna recta al cielo, ,v, cuando vena una rfaga huracanada, el vientopareca arrancar violentamente pedazos de humo y escamotearlos en laextensin del espacio.

    El cuarto donde hablaban Perico y Manuel era el taller del electricista:un cuartito pequeo y bajo de techo como un camarote de barco. En laventana, sobre el alfizar, haba un cajn lleno de tierra, donde naca

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    una parra que sala al exterior por un agujero de la madera. En mediodel cuarto estaba la mesa de trabajo, y, unido a sta, un banco decarpintero con su tornillo de presin. A un lado de la ventana, en lapared, haba un reloj de pesas, de madera pintarrajeada, y al otro lado,una librera alta con unos cuantos tomos, y, en el ltimo estante, un

    busto de yeso que, desde. la altura que se encontraba, miraba con ciertoolmpico desdn a todo el mundo. Haba, adems, en las paredes, uncuadro para probar lamparillas elctricas, dos o tres mapas, fajos decordones flexibles, y, en el fondo, un viejsimo y voluminoso armariodesvencijado. Encima de este armatoste, entre llaves de metal y deporcelana, se adverta un aparato extrao, cuya aplicacin prctica eradifcil de comprender al primer golpe de vista, y, quiz, tambin alsegundo.

    Era un artificio mecnico, movido por la electricidad, que Perico tuvo

    en el escaparate durante mucho tiempo como un anuncio de suprofesin. Un motor elctrico mova una bomba; sta sacaba el agua deuna cubeta de cinc y la echaba a un depsito de cristal, colocado en alto;de aqu el agua pasaba por un canalillo, y, despus de mover una rueda,caa a la cubeta de cinc, de donde haba partido. Esta maniobra continuadel aparato atraa continuamente un pblico de chiquillos y de vagos.Perico se cans de exhibirlo, porque se colocaban los grupos delante dela ventana y le quitaban la luz.

    -S, hombre -dijo Perico despus de un largo rato de silencio-; debas

    establecerte cuanto antes y casarte.-Casarme! Con quin?-Toma! Con quin? Con la Salvadora. Tu hermana, el chiquillo, t y

    ella... podis vivir al pelo.-Es que la Salvadora es una mujer muy rara, chico -dijo Manuel-. T

    la entiendes? Pues yo tampoco. Me tiene, creo yo, algn cario, porquesoy de la casa, como al gato; pero en lo dems...

    -Y t?-Hombre, yo no s si la quiero o no.-An te acuerdas de la otra?-Al menos aqulla me quera.-Lo que no impidi que te dejara; la Salvadora te quiere.-Qu s yo!-No digas. Si no hubiese sido por ella, dnde estaras t?-Estara hecho un golfo.-Me parece.-Si no lo dudo; pero el cario no es como el agradecimiento.

    -Y t no tienes ms que agradecimiento por ella?-No lo s, la verdad. Yo creo que por ella sera capaz de hacer cualquiercosa; pero me impone como s fuera una hermana mayor, casi como si

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    fuera mi madre.Manuel call, porque el padre del electricista, Rebolledo el jorobado, y

    un amigo suyo entraron en el taller.Eran los recinvenidos un par de tipos extravagantes; llevaba

    Rebolledo, padre, un sombrero hongo de color caf con leche, con gasa

    negra, chaqueta casi morada, pantalones casi amarillentos, de color dela bandera de la peste, y un bastn de caa con puo de cuerno.

    El amigo era un viejecillo con aire de zorro, de ojos chiquitos ybrillantes, nariz violcea, surcada por rayas venosas, y bigote corto ycanoso. Iba endomingado. Vesta una chaqueta de un pao duro comopiedra, un pantaln de pana, un bastn hecho con cartas, con una bolade puo, y, en el chaleco, una cadena de reloj con dijes. Este hombre sellamaba Canuto, el seor Canuto, y viva en una de las casas anejas alcementerio de la Patriarcal.

    -No est tu hermana? -pregunt Rebolledo, el barbero, a Manuel.-No; ya ve usted.-Pero bajar.-Creo que s.-Le voy a llamar.El jorobado sali al portal y grit varias veces:

    -Se Ignacia! Se Ignacia!-Ya vamos -contestaron de arriba.

    -T querrs jugar? -pregunt el barbero a Manuel.-Hombre... la verdad; no me distrae.-Y t? -aadi, dirigindose a su hijo.-No, padre, no.-Bueno; como quieras.-A stos no les gustan las diversiones manuales -dijo, muy serio, el

    seor Canuto.-Pchs!, si no somos ms que tres, jugaremos al tute arrastrado

    -murmur l barbero.Se present la Ignacia en el cuarto: una mujer de treinta a cuarenta,

    muy esmirriada, y poco despus entr la Salvadora.-Y Enrique? -la dijo Manuel.-En el patio de al lado, jugando.-Quieres echar una partida? -pregunt Rebolledo a la muchacha.-Bueno.-Entonces, somos dos contra dos.-Ya la han pescado a usted -dijo Perico a la Salvadora-, la compadezco.

    -T, cllate -exclam el barbero-; estos muchachos son unos sosos.Anda, sintate aqu, Salvadora. T y yo en contra de la se Ignacia y delseor Canuto. Les vamos a ganar; ya vers... y eso que son dos marrajos.

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    Corte usted, se Ignacia... Vamos all.Los dos hombres y la Ignacia jugaban con gran atencin; la Salvadora

    se distraa, pero ganaba.Mientras tanto, Perico y Manuel hablaban cerca de la ventana. Sonaba

    en la calle el gotear de la lluvia densa y ruidosa. Perico explicaba las

    cosas que tena en estudio, entre las cuales haba una que se figurabahaber ya resuelto, y que era la simplificacin de los arcos voltaicos;pensaba pedir patente para explotar su invento.

    Hablaba el electricista con Manuel, pero no dejaba de contemplar a laSalvadora con una mirada humilde llena de entusiasmo. En esto,apareci en el cristal de la ventana una cabeza que estuvo largo ratomirando hacia adentro.

    -Quin es ese fisgn? -pregunt Rebolledo.Manuel se asom a la ventana. Era un joven vestido de negro, delgado,

    plido, con sombrero puntiagudo y el pelo largo. El joven retrocedihasta el medio de la calle para mirar la casa.

    -Parece que anda buscando algo -dijo Manuel.-Quin es? -pregunt la Salvadora.-Un tipo raro, con melena, que anda por ah mojndose -contest

    Perico.La Salvadora se levant para verle.-Ser algn pintor -dijo.-Mal tiempo ha escogido para salir a pintar -repuso el seor Canuto.

    El joven, despus de mirar y remirar la casa, se decidi a meterse enel portal.

    -Vamos a ver lo que quiere -murmur Manuel; y, abriendo la puertadel cuarto, sali al zagun, en donde estaba el joven de las melenas,seguido de un perro negro de lanas finas y largas.

    -Vive aqu Manuel Alczar? -pregunt el joven de las melenas, conligero acento extranjero.

    -Manuel Alczar! Soy yo!-T?... Es verdad... No me conoces? Soy Juan.-Qu Juan?

    Juan... tu hermano.-T eres Juan? Pero de dnde vienes? De dnde has salido?-Vengo de Pars, chico; pero, djame que te vea -y Juan llev a Manuel

    hasta la calle-. S, ahora te reconozco -le dijo, y le abraz, echndole losbrazos al cuello-; pero, cmo has variado! Qu distinto ests!

    -T, en cambio, ests igual, y hace ya quince aos que no nos hemosvisto.

    -Y las hermanas?-Una vive conmigo. Anda, sube a casa.Manuel, azorado con la llegada imprevista de su hermano, le

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    acompa hasta el piso principal.Rebolledo, el seor Canuto y los dems, desde ta puerta del taller,

    presenciaron la entrevista con el mayor asombro.

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    muchacha alta, esbelta, con la cintura que hubiera podido rodear unaliga, y la cabeza pequea.

    Tena la nariz corta, los ojos oscuros, grandes, el perfil recto y labarbilla algo saliente, lo que le daba un aspecto de dominio y de tesn.Se peinaba dejndose un bucle que le llegaba hasta las cejas y le

    ocultaba la frente, y esto contribua a darle un aire ms imperioso.Por la calle llevaba siempre un ceo de mal humor, pero cuando

    hablaba y sonrea variaba por encanto.Su expresin era una mezcla de bondad, de amargura y de timidez que

    despertaba una profunda simpata; su risa le iluminaba el rostro; pero,a veces, sus labios se contraan de una manera tan sarcstica, tanpunzante, que su sonrisa entonces pareca penetrar como la hoja de uncuchillo.

    Aquella cara tan expresiva, en donde se transparentaba unas veces la

    irona y la gracia; otras, como un sufrimiento lnguido, contenido,produca a la larga un deseo vehemente de saber qu pasaba dentro deaquella cabeza voluntariosa. La Salvadora, como casi todas las mujeresenrgicas y algo romnticas, era entusiasta de los animales; con ella lacasa, al cabo de algn tiempo, pareca un arca de No. Haba gallinas,palomas, unos cuantos conejos en el corral, dos canarios, un verdern yun gatito rojo, que se llamaba Roch.

    Algunas veces Manuel, cuando sala pronto de la imprenta, bajaba porla calle Ancha y esperaba a la Salvadora. Pasaban las modistas en

    grupos, hablando, bromeando, casi todas muy peripuestas y bienpeinadas; la mayora, finas, delgaditas, la cara indicando la anemia, losojos maliciosos, oscuros, verdes, grises; unas con mantilla, otras demantn, y sin nada a la cabeza. En medio de algn grupo de stos solaaparecer la Salvadora: en invierno, de mantn; en verano, con su trajeclaro, la mantilla recogida y las tijeras que le colgaban del cuello. Sedestacaba del grupo de sus amigas y se acercaba a Manuel, y los dos

    juntos marchaban calle arriba, hablando de cosas indiferentes, algunasveces sin cambiar una palabra.

    A Manuel le halagaba que supusieran que la Salvadora era su novia, yconstitua para l un motivo de orgullo verla acercarse y ponerse a sulado y notar las miradas maliciosas de las amigas.

    A los dos aos de estar Manuel instalado en la calle de Magallanes, losRebolledos alquilaron el piso bajo de la casa. El jorobado fue quienarregl la barbera y el taller de su hijo. Se encontraban, los dos en auge;el barbero se haba transformado en peluquero, y su Barbera Antispticade la tapia del Rastro se llamaba en la calle de Magallanes La Antisptica,

    peluquera artstica. Perico Rebolledo estaba hecho un hombre. Despusde pasar tres aos con un ingeniero electricista, haba aprendido talnmero de cosas, que Rebolledo padre no se atreva ya a discutir con l

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    para no demostrar su ignorancia.El jorobado experimentaba una mezcla de orgullo y de envidia; slo

    discutiendo con su hijo senta ms la envidia que otra cosa; pero, enpresencia de extraos, los elogios que se hacan de Perico le llenaban deorgullo y de jbilo.

    Siempre que poda, el jorobado dejaba su barbera en manos de unmancebo, chato como un rodaballo, con menos frente que un chimpanc,con los pelos pegados y llenos de cosmticos; y entraba en el taller.

    -Si uno no tuviera que estar rapando barbas! -murmurabamelanclicamente.

    Cuando cerraba la barbera era cuando el hombre se encontraba a susanchas. Miraba y remiraba lo que haca Perico, y encontraba defectos entodo. Como no haba llegado a comprender, por falta de nociones dematemticas, la manera de resolver problemas en el papel, se refugiaba

    para demostrar su superioridad en los detalles, en las cosas que exiganhabilidad y paciencia.

    -Pero, chico, esto no est bien limado. Trae esa lima, hombre; nosabis hacer nada.

    Perico le dejaba hacer.El jorobado haba encontrado la manera de que el contador de la luz

    elctrica marcara al revs, o no marcara, y haca un gasto de fluidotremendo.

    Muchas veces, la Ignacia, la Salvadora y Manuel, despus de acostar

    al chico, bajaban al taller. Manuel hablaba de la imprenta y de las luchasde los obreros; la Salvadora de su taller y de las chicas de su escuela;Perico explicaba sus proyectos, y el jorobado jugaba al tute con la Ignaciao dejaba volar su imaginacin.

    En el invierno crudo, unos das el jorobado y otros la Ignacia, llenabanun brasero de cisco y alrededor solan pasar la velada. Algunas nochesse oa en la ventana un golpecito suave; sala la Ignacia a abrir, se oanpasos en el portal, y entraba el seor Canuto, envuelto en su parda capa,con la gorra de pelo hasta las orejas y una pipa corta entre los dientes.

    -Fresco, fresco! -deca, frotndose las manos-. Buenas noches a todos.-Hola, seor Canuto! -contestaban los dems.-Sintese usted -le indicaba el jorobado.Se sentaba el hombre, y terciaba en el juego.Luego haba una pregunta que todas las noches se la hacan

    maliciosamente.-Y de historias, qu hay, seor Canuto?-Nada; murmuraciones, nada -replicaba l-. Cuchich, chuchach...,

    cuchichear.Sonrean los circunstantes, y a veces la Salvadora no poda contener lacarcajada.

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    Los dos hermanos - Juan, charla

    Recuerdos de hambre y de bohemia

    Manuel subi las escaleras con su hermano, abri la casa y pasaron alcomedor. Manuel estaba completamente azorado; la llegada de Juan leperturbaba por completo. A qu vendra?

    -Tienes una bonita casa -dijo Juan contemplando el cuartito limpio,con la mesa redonda en medio y el aparador lleno de botellas.

    -S.-Y la hermana?-Ahora vendr. No s qu hace. Ignacia! -llam desde la puerta.Entr la Ignacia, que recibi a su hermano ms sorprendida que

    satisfecha. Tena la mujer ya su vida formada y reglamentada, y suegosmo se senta inquieto ante un nuevo factor que poda perturbarla.-Y este perro, de dnde ha venido? -pregunt alborotada la mujer.-Es mo -dijo Juan.Al entrar la Salvadora, Juan no pudo evitar un movimiento de

    sorpresa.-Es una amiga que vive con nosotros como una hermana -murmur

    Manuel.Al decir esto, Manuel se turb un poco, y la turbacin se comunic ala

    Salvadora; Juan salud, y se inici entre los cuatro una conversacinlnguida. De pronto entr gritando el hermano de la Salvadora en elcomedor; Juan le acarici, pero no pregunt quin era; el chico se pusoa jugar con el perro. La discrecin de Juan, al no decir nada, les azoran ms; las mejillas de la Salvadora enrojecieron como si fueran a echarsangre, y, balbuceando un pretexto, sali del cuarto.

    -Y qu has hecho?, qu ha sido de tu vida? -preguntmaquinalmente Manuel.

    Juan cont cmo haba salido del seminario; pero el otro no le oa,

    preocupado por la turbacin de la Salvadora.Luego Juan habl de su vida en Pars, una vida de obrero, haciendo

    chucheras, bibelots y sortijas, mientras estudiaba en el Louvre y en el

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    Luxemburgo, y trabajaba en su casa con entusiasmo.Mezcl en sus recuerdos sus impresiones artsticas, y habl de Rodin

    y de Meunier, con un fuego que contrastaba con la frialdad con que eraescuchado por la Ignacia y Manuel; despus expuso sus ideas artsticas;quera producir este arte nuevo, exuberante, lleno de vida, que ha

    modernizado la escultura en las manos de dos artistas, uno francs y elotro belga; quera emancipar el arte de la frmula clsica, severa ymajestuosa de la antigedad; quera calentarlo con la pasin, soabacon hacer un arte social para las masas, un arte fecundo para todos, nouna cosa mezquina para pocos.

    En su entusiasmo, Juan no comprenda que hablaba a sus hermanosen un lenguaje desconocido para ellos.

    -Tienes ya casa? -le pregunt Manuel en un momento en que Juandej de hablar.

    -S.-No quieres cenar con nosotros?-No, hoy no; maana. Qu hora es?-Las seis.-Ah!, entonces me tengo que marchar.-Y, oye, cmo has llegado a encontrarme?-Por una casualidad; hablando con un escultor, compaero mo, que

    se llama Alex.-S, lo conozco. Y cmo saba dnde viva yo?

    -No, se no lo saba; se me dirigi a un ingls que se llama Roberto, yste saba dnde estabas de cajista. Por cierto, me encarg que fueras averle.

    -En dnde vive?-En el Hotel de Pars.-Pues ir a verle. Qu! Te vas ya?-S; maana vendr.Se fue Juan, y la Ignacia, la Salvadora y Manuel hicieron largos

    comentarios acerca de l. La Ignacia era la que ms escamada estaba conla llegada; supona si tratara de vivir a costa de ellos; la Salvadora loencontraba simptico; Manuel no deca nada.

    -La verdad es que viene hecho un tipo raro -pens-; en fin, ya veremosqu le trae por aqu.

    Al da siguiente, al llegar Manuel a casa, se encontr con su hermano,que charlaba en el comedor con la Ignacia y la Salvadora.

    -Hola! Te quedas a cenar?-S.

    -A ver si ponis alguna cosa ms -dijo Manuel a la Ignacia-. ste estaracostumbrado a comer bien.-Qui!

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    Manuel not que en poco tiempo Juan haba logrado hacerseagradable a las dos mujeres; el hermano de la Salvadora hablaba con lcomo si lo hubiese conocido toda su vida.

    Encendieron la luz, pusieron la mesa y se sentaron a cenar.-Qu agradable es este cuarto! -dijo Juan-. Se ve que vivs bien.

    -S -contest Manuel con cierta indiferencia-; no estamos mal.-ste -replic la Ignacia- nunca te dir que est bien. Todo lo de fuera

    de casa le parece mejor. Ay, Dios bendito! Qu mundo tan desengaado!-Qu desengaado, ni qu nada -replic Manuel-; yo no he dicho eso.-Lo dices a cada paso -aadi la Salvadora.-Bueno. Qu opinin tienen de uno las mujeres! Aprende aqu, Juan.

    No vivas nunca con ninguna mujer.-Con ninguna mujer decente, quiere decir -interrumpi la Salvadora

    con amable irona-; si es con una golfa, s. sas tienen muy buen

    corazn, segn dice ste.-Y es verdad -repuso Manuel.-Ya se desengaar -exclam la Ignacia.-No le haga usted caso -murmur la Salvadora-; habla por hablar.Manuel se ech a rer de tan buena gana, que los dems rieron con l.-Tengo que hacer un busto de usted -dijo de pronto el escultor a la

    Salvadora.-De m?-S, la cara solamente; no se alarme usted. Cuando tenga usted tiempo

    de sobra, lo empezaremos. Si lo concluyera en este mes, lo llevara a laExposicin.

    -Pues qu, tiene mi cara algo de particular?-Nada -dijo Manuel burlonamente.-Ya, ya lo s.-S tiene de particular, s, mucho. Ahora que ser muy difcil coger la

    expresin.-S que ser difcil, s -dijo Manuel.-Por qu? -pregunt la Salvadora algo ruborizada.-Porque tienes una cara especial. No eres como nosotros, por ejemplo,

    que siempre somos guapos, elegantes, distinguidos...; t, no; un daests fea y desencajada y flaca, y otro da de buen color, y casi, casi hastaguapa.

    -Qu tonto eres, hijo!-Ser muy nerviosa? -pregunt Juan.-No -replic la Ignacia-; es que trabaja como una burra, y as se va a

    poner mala; ya lo ha dicho el seor Canuto. Una enfermedad viene con

    cualquier cosa...-Vaya una autoridad! dijo rindose la Salvadora-. Un veterinario! Ase le deba usted hacer el retrato. Ese s que tiene la cara rara.

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    -No, no me interesan los veterinarios. Pero de veras, no tiene usted alda una hora libre para servirme de modelo?

    -S dijo Manuel-; ya lo creo!-Y hay que estarse quieta, quieta? Porque no lo voy a aguantar.-No; podr usted hablar, y descansar usted cuando quiera.

    -Y de qu va usted a hacer el retrato?-Primero, de barro, y luego lo sacar en yeso o en mrmol.-Nada, maana se empieza dijo Manuel-. Est dicho.Estaban en el postre cuando llamaron a la puerta, y entraron en el

    comedor los dos Rebolledo y el seor Canuto. Manuel los present aJuan, y mientras tomaban caf, charlaron. Juan, a instancia delbarbero, cont las novedades que haba visto en Pars, en Bruselas y enLondres.

    Perico le hizo algunas preguntas relacionadas con cuestiones de

    electricidad; Rebolledo el padre, y el seor Canuto escuchaban atentos,tratando de grabar bien en la memoria lo que oan.

    -S, en esos pueblos se debe poder vivir dijo el seor Canuto.-Cuesta trabajo llegar -contest Juan-;pero el que tiene talento sube.

    All la sociedad no desperdicia la inteligencia de nadie; hay muchaescuela libre.

    -Ah est. Eso es lo que no se hace aqu -dijo Rebolledo-. Yo creo quesi hubiera tenido sitio donde aprender, hubiera llegado a ser un buenmecnico, como el seor Canuto hubiera sido un buen mdico.

    -Yo, no -dijo el viejo.-Usted, s.-Hombre, hace algn tiempo, quiz. Cuando vine aqu y puse mi

    mquina en movimiento, no s si por la primera expansin de los gases,fui encaramndome, encaramndome poco a poco, eso es; pero luegovino el desplome. Y yo no s si ahora mi cerebro se ha convertido en uncaracol o en un cangrejo, porque voy en mi vida reculando y reculando.Eso es.

    Este extrao discurso fue acompaado de ademanes igualmenteextraos, y no dej de producir cierta estupefaccin en Juan.

    -Pero por qu no habla usted como todo el mundo, seor Canuto? -lepregunt, burlonamente, la Salvadora por lo bajo.

    -Si tuviera veinte -y el viejo gui un ojo con malicia ya te gustara miparafraseo, ya. Te conozco, Salvadorita. Ya sabes lo que yo digo.Cuchich, cuchich..., cuchichear.

    Se echaron todos a rer.-Y cmo lleg usted a Pars? -pregunt Perico-. En seguida que se

    escap usted del seminario, fue usted all?-No, qui! Pas las de Can antes.-Cuenta, cuenta eso -dijo Manuel.

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    -Pues nada. Anduve cerca de un mes de pueblo en pueblo, hasta que,en Tarazona, entr a formar parte de una compaa de cmicos de laslegua, constituida por los individuos de una sola familia. El director yprimer actor se llamaba don Tefilo Garca; su hermano, el galn joven,Maximiano Garca, y el padre de los dos, que era el barba, don Smaco

    Garca. All todos eran Garcas. Era esta familia la ms ordenada,econmica y burguesa que uno puede imaginarse. La caracterstica,doa Celsa, que era la mujer de don Smaco, repasaba los papelesmientras guisaba; Tefilo tena una comisin de corbatas y de botones;don Smaco venda libros; Maximiano ganaba algunas pesetas jugando albillar, y las muchachas, que eran cuatro, Teodolinda, Berenguela,Menca y Sol, las cuatro a cual ms feas, se dedicaban a hacer encaje debolillos. Yo entr como apuntador, y recorrimos muchos pueblos deAragn y de Catalua. Una noche, en Reus, habamos hecho La cruz del

    matrimonio, y al terminar la funcin, fuimos Maximiano y yo al Casino.Mientras l jugaba a mi lado vi a un chico que estaba haciendo unretrato, al lpiz, de un seor. Me puse yo tambin a hacer lo mismo enla parte de atrs de un prospecto.

    Al terminar l su retrato, se lo entreg al seor, quien le dio un duro;despus se acerc donde yo estaba y mir el dibujo mo. Est bien eso,dijo. Has aprendido a dibujar? No. Pues lo haces bien. Ya lo creo!Hablamos; me dijo que andaba a pie por los pueblos haciendo retratos,

    y que se marchaba a Barcelona. Yo le cont mi vida, nos hicimos amigos,

    y, al final de la conversacin, me dice: Por qu no vienes conmigo?Nada; dej los cmicos y me fui con l.

    Era un tipo extrao este muchacho. Se haba hecho vagabundo porinclinacin, y le gustaba vivir siempre andando. Llevaba en la espalda unmorralito y dentro una sartn. Compraba sus provisiones en los pueblos,

    y l mismo haca fuego y guisaba.Pasamos de todo, bueno y malo, durmiendo al raso y en los pajares;

    en algunos pueblos, porque llevbamos el pelo largo, nos quisieronpegar; en otros, marchbamos muy bien. A mitad del camino, o cosa as,en un pueblo donde llegamos muertos de hambre, nos encontramos conun seor de grandes melenas y traje bastante derrotado, con un violndebajo del brazo. Era italiano. Son ustedes artistas?, nos dijo. S,contest mi compaero. Pintores?. S, seor, pintores. Oh,magnfico! Me han salvado ustedes la vida. Tengo comprometida larestauracin de dos cuadros en la iglesia, en cincuenta duros cada uno,

    y yo no s pintar; les estoy entreteniendo al cura y al alcalde diciendo quenecesito pinturas especiales, tradas de Pars. Si quieren ustedes

    emprender la obra, nos repartiremos las ganancias.Aceptamos el negocio, y mi compaero y yo nos instalamos en unaposada. Comenzamos la obra, y, mal que bien, hicimos la restauracin

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    de uno de los cuadros, y gust al pueblo. Cobramos nuestros cincuentaduros; pero, al repartir el dinero, hubo una disputa entre mi amigo y elitaliano, porque ste quera la mitad, y mi amigo no le dio ni la terceraparte. El italiano pareci conformarse; pero, al da siguiente, por lo quenos enteramos despus, fue a ver al alcalde y le dijo: Necesito ir a

    Barcelona para comprar pinturas, y quisiera que me adelantarandinero. El alcalde le crey, y le dio los cincuenta duros de la otrarestauracin por anticipado.

    No le vimos al italiano en todo el da. Por la noche vamos a la tertulia,que la hacamos en la botica del pueblo, y all nos dice el alcalde: Demodo que el italiano ha tenido que ir a Barcelona, eh? Yo iba a decirque no; pero mi amigo me dio con el pie y me call. Al salir de la botica,el compaero me dijo: El italiano se ha llevado los cuartos; no hemospodido pagar la posada. Si nos quedamos aqu, nos rompen algo;

    vmonos ahora mismo.Echamos a andar y no paramos en dos das. Una semana despus

    llegamos a Barcelona, y como no encontramos trabajo, nos pasamos todoun verano comiendo dos panecillos al da y durmiendo en los bancos. Porfin, sali un encargo: un retrato que hice yo, por el que me pagaroncincuenta pesetas. Poco dinero se habr aprovechado tan bien. Con esosdiez duros, alquilamos una guardilla por treinta reales al mes,compramos dos colchones usados, un par de botas para cada uno ytodava nos sobr dinero para un puchero, carbn y un saco de patatas,

    que llevamos al hombro entre los dos, desde el mercado hasta laguardilla.

    Un ao pasamos as, dejando muchos das de comer y estudiando;pero mi compaero no poda soportar el estar siempre en el mismo sitio,

    y se march. Me qued solo; al cabo de algn tiempo me empezaron acomprar dibujos y empec a modelar. Coga mi barro, y all, dale quedale, me estaba hasta que sala algo. Present unas estatuitas en laExposicin, y las vend, y, cosa curiosa: el primer encargo de algunaimportancia que tuve fue para un seminario: varios bustos de unosprofesores. Cobr y me fui a Pars. All, al principio, estuve mal; viva enuna guardilla alta, y cuando llova mucho, el agua se meta en el cuarto;luego encontr trabajo en una joyera y estuve haciendo modelos desortijas, y, al mismo tiempo, aprendiendo. Lleg la poca del Saln,present mi grupo Los rebeldes, se ocuparon de m los peridicos dePars, y, ahora, ya tengo encargos suficientes para poder vivir conholgura. sa ha sido mi vida.

    -Pues es usted un hombre -dijo el seor Canuto levantndose-, y,

    verdaderamente, me honra dndole a usted la mano. Eso es.-Templado es el chico -dijo Rebolledo.Eran ya cerca de las once, y hora de retirarse.

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    -Vienes a dar una vuelta? -dijo Juan a su hermano.-No. Manuel no sale de noche -repuso la Ignacia.-Como se tiene que levantar temprano... -aadi la Salvadora.-Ves? -exclam Manuel-. Esta es la tirana de las mujeres. Y todo por

    qu? Por el jornal nada ms; no creas que es de miedo a que me d un

    aire. Por el jornalito.-A qu hora vendr a empezar el busto? -pregunt Juan.-A las cinco?-Bueno; a las cinco estar aqu. Salieron de casa los dos Rebolledos, el

    seor Canuto y Juan, y en la puerta se despidieron.

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    VEl busto de la Salvadora - Las impresiones de Kis

    Malas noticias - La Violeta - No todo es triste en la vida

    El busto de la Salvadora, hecho por Juan, fue durante un mes, elacontecimiento de la casa. Todos los das variaba el retrato; unas veces,era la Salvadora melanclica; otras, alegre; tan pronto imperiosa comolnguida, con la mirada abatida, como con los ojos fijos yrelampagueantes.

    Haba entre los crticos de la casa disparidad de pareceres.-Ahora est bien -deca el seor Canuto.-No; ayer estaba mejor -replicaba Rebolledo.

    Todas las tardes Juan trabajaba sin descansar un momento, mientras

    la Salvadora, con su gatillo rojo en la falda, cosa. El perro de Juantambin se haba ganado la amistad de Salvadora, y se arrimaba a ella yse acurrucaba a sus pies.

    -Este perro est entusiasmado con usted -le dijo Juan.-S. Es muy bonito.-Qudese usted con l.-No, no.-Por qu no? Yo no le puedo llevar siempre conmigo, y le tengo que

    dejar encerrado en casa. Aqu vivira mejor.

    -Bueno; pues que se quede. Cmo se llama?-Kis.-Kis?

    En ingls quiere decir beso.-Es ingls el perro?-Debe serlo; me lo regal una inglesa; una jorobadita pintora, a quien

    conoc en el Louvre.-Si es recuerdo, no quiero que lo deje usted.-No; est mejor con usted.

    Kisse qued en la casa, con gran satisfaccin de Enrique, el hermanode la Salvadora. Las impresiones que experiment aquel can ingls en sunueva morada, se desconocen.

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    Slo se sabe que le asombr bastante la conducta de Roch el gatillorojo, que pareca un conejo, y que tena las patas de atrs mucho mslargas que las de delante.

    Kis le invit varias veces con ladridos alegres a jugar con l, y Roch,que era, sin duda, un ser insociable y algo hipocondraco, se puso a

    bufar, y luego, corriendo, salt a la falda de la Salvadora, donde parecahaber hecho su nido, y all se qued haciendo rum rum.

    Este Roch, con su facha de conejo, era un ser extravagante eincomprensible. Cuando la Salvadora cosa a mquina, se pona a sulado y le gustaba mirar de cerca la luz elctrica, hasta que, aturdido,cerraba los ojos y se dorma.

    En vista de la insociabilidad de Roch, Kishizo nuevas exploraciones enla casa; conoci a Rebolledo y a su hijo, que le parecieron personasrespetables; en el corral observ a las gallinas y al gallo, y no le

    inspiraron bastante confianza para proponerles un juego. Las palomas,con sus arrullos montonos, le parecieron completamente estpidas, ylos pjaros no le dieron la impresin de cosas vivas.

    Hizo conocimiento en el patio con unos gatillos blancos, que tomabanel sol y echaban a correr cuando le vean, y con un burro, un tantomelanclico y no muy fino en sus maneras, a quien llamaban Galn.

    Pero, de todos los personajes que conoci en aquella extraa casa,ninguno le asombr tanto como un galpago, que le miraba con susojillos redondos, parpadeando.

    Luego Kisingres en una partida de perros vagabundos, que andabanpor la calle de Magallanes y merodeaban por los alrededores, y como notena preocupaciones, a pesar de ser de aristocrtica familia, fraternizal momento con ellos.

    Una tarde, la Salvadora y Juan hablaban de Manuel.-Creo que ha andado en algunas pocas hecho un golfo, eh?

    -pregunt Juan mientras modelaba el barro con los dedos.-S; pero ahora est muy bien; no sale de casa nunca.-Yo, el primer da que vine, me figur que estaban ustedes casados.-Pues, no -replic la Salvadora, ruborizada.-Pero acabarn ustedes casndose.-No s.-S, ya lo creo; Manuel no podra vivir sin usted. Est muy cambiado y

    muy pacfico. De chico era muy valiente; tena verdadera audacia, y yo leadmiraba. Recuerdo que en la escuela vino un da uno de los mayorescon una mariposa, tan grande, que pareca un pjaro, clavada con unalfiler. Qutale ese alfiler, le dijo Manuel. Por qu? Porque le ests

    haciendo dao. Me choc la contestacin; pero me choc ms todavacuando Manuel fue a la ventana, la abri, y cogi la mariposa, le sec elalfiler y la tir a la calle. El chico se puso tan furioso que desafi a

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    Manuel, y a la salida se dieron los dos una paliza que tuvieron quesepararlos a patadas, porque ya hasta se mordan.

    -S, Manuel tiene esas cosas.-En casa de mi to solamos jugar l y yo con un primo nuestro, que

    tena entonces uno o dos aos. Era un chico enfermo, con las piernas

    dbiles, muy plido, muy bonito, de mirada triste. A Manuel se le ocurrihacerle un coche, y dentro de un banco viejo, de madera, puesto delrevs con el asiento en el suelo, y tirando nosotros con unas cuerdas, lollevbamos al chico de un lado a otro.

    -Y qu fue de aquel chico?-Muri el pobrecillo.Mientras hablaban, Juan segua trabajando. Al oscurecer clav los

    palillos en el barro y cubri el busto con una tela mojada.Lleg Manuel de la imprenta.

    -Hemos estado hablando de cosas antiguas -le dijo Juan--Para qu recordar lo pasado? Qu has hecho hoy?

    Juan descubri el busto, Manuel encendi la luz y quedcontemplando la estatua.

    -Chico -murmur-, ya no la debes tocar. Es la Salvadora.-Crees t? -pregunt Juan preocupado.-S.-En fin, maana lo veremos.Efectivamente, despus de muchos ensayos, el escultor haba

    encontrado la expresin. Era una cara sonriente y melanclica, quepareca rer mirada de un punto, y estar triste mirada de otro, y que, sintener una absoluta semejanza con el modelo, daba una impresincompleta de la Salvadora.

    -Es verdad -dijo Juan al da siguiente-; est hecho. Tiene algo estacabeza de emperatriz romana!, verdad? De este busto se ha de hablar-aadi; y, contentsimo, fue a que sacaran de puntos a la estatua. Tenatiempo de llevarla a la Exposicin.

    Un sbado, por la noche, Juan se empe en convidar al teatro a sufamilia. La Salvadora y la Ignacia no quisieron ir, y Manuel no manifesttampoco muchas ganas.

    -A m no me gusta el teatro -dijo-. Lo paso mejor en casa.-Pero hombre, de vez en cuando...-Es que me fastidia ir al centro de Madrid por la noche. Casi casi le

    tengo miedo.-Miedo!, por qu?-Es que soy un hombre que no tiene energa para nada, sabes?, y

    hago lo que hacen los dems.-Pues hay que tener energa.-S, eso me dicen todos; pero no la tengo.

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    Salieron los dos, y fueron a Apolo. No haca un momento que estabanen el prtico del teatro, cuando una mujer se acerc a Manuel.

    -Demonio!... la Flora.-Anda la...!, si es Manuel -dijo ella-. Qu es de tu vida?-Estoy trabajando.

    -Pero vives en Madrid?-S.-Pues hace una barbaridad de tiempo que no te veo, chico.-No vengo por estos barrios.-Y a la justa, no la ves?-No. Qu hace?-Est en la misma casa.-En qu casa?-Ah!, pero no lo sabes?

    -No.-No sabes que est en una casa de sas?-No saba nada. Desde lo de Vidal, no la he vuelto a ver. Cmo est?-Hecha una jamonaza. Se da al aguardiente.-S, eh?-Una barbaridad, lo da tambin la vida. No hace ms que beber y

    engordar.-Pues t ests igual que antes.-Ms vieja.

    -Y qu haces?-Na, por ah trampeando. Yo, hecha la Pascua, chiquillo; marchando

    mal. Si tuviera algn dinero, pondra una tiendecilla, porque para hacercomo la Justa yo no tengo redao. Palabra de honor, chico!; aunqueapabullada, yo no podra vivir entre esas tas cerdas, porque, aunqueuna sea cualquier cosa, estando libre, puede una hacer su capricho, y siun hombre le da a una asco, mandarlo a tomar dos duros; pero, lee!,en una casa de esas hay que apencar con todo.

    -Y la Aragonesa?-La Aragonesa!, por ah anda en coche; ya no saluda... Est con un

    seor rico.-Y Marcos, el Cojo?-En la crcel; no te enteraste?-No. Qu pas?-Pues, nada, que fue al Crculo un militar, que est ms loco que una

    cabra, y se llev todo el dinero que haba en la casa. Entonces Marcos yotro matn lo esperaron en la escalera; pero el militar ech a correr y no

    le cogieron. Al da siguiente, el militar, que est guillao, se present en elCrculo, tom caf, y le dijo al mozo; Dgales usted a los dos matones deesta casa que vengan aqu, que tengo que darles a cada uno un encargo.

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    Fueron el Cojo y el otro, y el militar empez a bofetadas con ellos, y searm una de tiros que todos fueron a la crcel.

    -Y al Maestro? Le conocas t?-S; aqul se larg hace tiempo; no se sabe dnde est.-Y la Coronela?

    sa tiene una academia de baile.La gente comenzaba a salir de la funcin, y los que iban a entrar se

    estrujaban esperando que dieran la seal. Ya la masa del pblico ibaavanzando, cuando la Flora pregunt:

    -Te acuerdas de la Violeta?-De qu Violeta?-Una gorda, alta, amiga de Vidal, que viva en la calle de la Visitacin.-Una que hablaba francs?-sa.

    -Qu la ha pasado?-Que le dio unparalsy ahora anda pidiendo limosna. Si pasas por la

    calle del Arenal, de noche, la vers. Esprame a la salida.-Bueno.Manuel, preocupado, no pudo prestar atencin a lo que se

    representaba. Salieron del teatro. En la Puerta del Sol, Juan se encontrcon un escultor, compaero suyo, y se enfrasc en una larga discusinartstica. Manuel, harto de or hablar de Rodin, de Meunier, de Puvis deChavannes y de otra porcin de gente, que no saba quines eran, dijo

    que tena que marcharse, y se despidi de su hermano. Antes de entraren la calle del Arenal, en el hueco de una puerta, haba una mendiga.Estaba envuelta en un mantn blanco destrozado; tena pauelo en lacabeza, falda haraposa y un palo en la mano.

    Manuel se acerc a mirarla. Era la Violeta.-Una caridad. Estoy enferma, seorito -tartamude ella con una voz

    como un balido.Manuel le dio diez cntimos.-Pero no tiene usted casa? -le pregunt.-No; duermo en la calle -contest ella en tono quejumbroso-. Y esos

    brutos de guardias me llevan a la Delegacin y no me dan de comer. Y loque temo es el invierno, porque me voy a morir en la calle.

    -Pero por qu no va usted a algn asilo?-Ya he estado, pero no se puede ir, porque esos granujas de golfos nos

    roban la comida. Ahora voy a San Gins, y gracias que en Madrid haymucha caridad, s, seor.

    Mientras hablaban se acercaron dos busconas, una de ellas una mujer

    abultada y bigotuda.-Y cmo se ha quedado usted as? -sigui preguntando Manuel.-De un enfriamiento.

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    -No le hagas caso -dijo la bigotuda con voz ronca-; ha tenido uncristalino.

    -Y se me han cado todos los dientes -aadi la mendiga mostrando lasencas-, y estoy medio ciega.

    -Ha sido un cristalino terrible -agreg la bigotuda.

    -Ya ve usted, seorito, cmo me he quedado. Me caigo cada costalada?No tengo ms que treinta y cinco aos.

    -Es que era muy viciosa adems -dijo la mujer bigotuda a Manuel-.Qu, vienes un rato?

    -No.-Yo... yo tambin he sido de la vida -dijo entonces la Violeta-; y

    ganaba... ganaba mucho.Manuel, aterrado, le dio el dinero que llevaba en el bolsillo: dos o tres

    pesetas. Ella se levant temblando con todos sus miembros, y,

    apoyndose en el palo, comenz a andar arrastrando los pies ysostenindose en las paredes. Tom la paraltica por la calle dePreciados, luego por la de Tetun y entr en una taberna.

    Manuel, cabizbajo y pensativo, se fue a su casa.En el comedorcito, a la luz de la lmpara, cosa la Ignacia, y la

    Salvadora cortaba unos patrones. Haba all un ambiente limpio, depureza.

    -Qu habis visto? -pregunt la Salvadora.Y Manuel cont, no lo que haba visto en el teatro, sino lo que haba

    visto en la calle...

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    VA los placeres de Venus - Un hostelero poeta - Mtala!

    Las mujeres se odian - Los hombres tambin

    Juan llev a la Exposicin el grupo de Los Rebeldes, una figura de unatrapera, hecha en Pars, y el busto de la Salvadora. Estaba contento;haba ambiente para su obra.

    Algunos decan que el grupo de Los Rebeldes recordaba demasiado aMeunier; que en la Trapera se vea la imitacin de Rodin; pero todosestaban conformes en que el retrato de la Salvadora era una obraexquisita, de arte tranquilo, sin socalias ni martingalas.

    A los pocos das de inaugurarse la Exposicin, Juan tena ya variosencargos.

    Satisfecho de su xito, y para celebrarlo, invit a su familia a comer unda en el campo. Fue un domingo, una tarde de mayo, hermosa.-Vamos a la Bombilla -dijo Juan-. Eso debe ser muy bonito.-No, suele haber demasiada gente -replic Manuel-. Iremos a un

    merendero del Partidor.-Donde queris; yo no conozco ninguno.Salieron de casa, la Ignacia, la Salvadora, Juan, Manuel y el chico;

    siguieron la calle de Magallanes, entre las dos tapias, hasta salir por elantiguo camino de Aceiteros, frente al cementerio de San Martn. Las

    copas de los negros cipreses se destacaban por encima de las tapias enel horizonte luminoso. Pasaron por delante del camposanto; haba allsombra y se sentaron a contemplar los patios a travs de la verja.

    -Qu hermoso es! -dijo Juan.El cementerio, con su columnata de estilo griego y sus altos y graves

    cipreses, tena un aspecto imponente. En las calles y en las plazoletas,formadas por los mirtos amarillentos, haba cenotafios de piedra yadesgastados, y en los rincones, tumbas, que daban una impresinpotica y misteriosa.

    Mientras contemplaban el camposanto, aparecieron los dos Rebolledosy el seor Canuto.

    -?Qu, se va de paseo? -elijo el jorobado.

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    -S, a merendar -contest Juan-. Si quieren venir con nosotros?-Hombre... vamos all.Siguieron todos reunidos el curso del canalillo. Luego, abandonndolo

    y a campo traviesa, marcharon en direccin de Amaniel.Bajaron el repecho de una colina.

    Se vea enfrente una vallada ancha, dorada por el sol, y en el fondo,sobre el cielo de turquesa, el Guadarrama, muy azul, con sus cumbresde plata bruida. Resplandeca el csped cuajado de flores silvestres,brillaban los macizos de amapolas como manchas de sangre cadas en lahierba, y en los huertos, entre las filas de rboles frutales, se destacabancon violencia las rosas rojas, los lirios de color venenoso, las campanillasde las azucenas y las grandes flores extraas de los altos y esplndidosgirasoles.

    Un estanque rectangular ocupaba el centro de una de las huertas, y

    por su superficie plana, negra y verdosa, nadaban los patos, blancoscomo copos de nieve, y al cortar el agua dejaban en ella un temblorrefulgente de rayos deslumbradores.

    -Pero esto es muy bonito -deca Juan a la Salvadora-;todo el mundo meha dicho que Madrid era muy feo.

    -Yo no s, como no he visto nada -replic ella sonriendo.Desde una loma se vean unos merenderos hundidos entre rboles. Se

    oa el rumor de los organillos.-Vamos a meternos en uno de stos -dijo Juan.

    Bajaron hasta llegar frente a un arco con este letrero:

    A LOS PLACERES DE VENUSHAY PIANO Y MUCHO MOVIMIENTO

    -No vaya a venir aqu golfera -dijo Manuel a su hermano. -Qui,hombre.

    Entraron, y por una rampa en cuesta, entre boscaje, bajaron a uncobertizo de madera con mesas rsticas, espejos y unas cuantas

    ventanas con persianas verdes. A un lado haba un mostrador como detaberna; en medio, un organillo con ruedas.

    No haba mas que tres o cuatro mesas ocupadas, y en el mostrador, unviejo y varios mozos de caf.

    -Esto parece una casa de baos -dijo Juan-; parece que por una deesas ventanas se ha de ver el mar. No es verdad?

    Se acerc uno de los mozos a la mesa a preguntarles lo que deseaban.-Pues, nada; queremos merendar.-Tendrn ustedes que esperar algo.-S; esperaremos.En esto, el seor viejo que estaba en el mostrador sali de all, se

    acerc a ellos, les salud respetuosamente, agitando la gorra en la mano,

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    y, sonriendo, dijo:-Seores: soy el amo de este establecimiento, en donde han tomado

    ustedes asiento y se les servir un alimento con un buen condimento,que aqu hay un buen sentimiento, aunque poco ornamento, y si algunoest sediento, se le traer un refrescamiento; conque vean este

    documento -y ense una lista de los precios - y ande el movimiento.Ante un discurso tan absurdo, todo el mundo qued asombrado; el

    viejo se sonri y remat su perorata exclamando:-Mtala! Viva la nia!Leyeron la lista de los precios; llamaron al mozo, quien los dijo que, si

    les pareca bien, podran trasladarse a un cuarto que daba a la terraza,donde estaran solos.

    Subieron por unas escaleras a un barracn largo, dividido encompartimientos, con un corredor a un lado.

    Un par de chulos de chaqueta corta y pantaln de odalisca, sacaron elorganillo a la terraza. Iba entrando gente, y las parejas comenzaban abailar.

    Trajeron la merienda, el vino y la cerveza, y se iban a poner a comer,cuando volvi el amo del merendero y salud con la gorra en la mano.

    -Seores -dijo: -Si estn ustedes bien en este departamento y sientendesfallecimiento, deben dedicarse pronto al mandamiento y echar fuerael entristecimiento, el descontendo y el desaliento. Por eso digo yo, y nomiento, mi mejor argumento: Ande el movimiento!

    Rebolledo, el jorobado, que miraba al viejo sonriendo, agazapado en susilla como un conejo, termin la alocucin gritando:

    -Mtala! Viva la nia! .El viejo sonri y ofreci su mano al jorobado, quien se la estrech

    cmicamente. Todos, se echaron a rer a carcajadas, y el viejo, muysatisfecho de su xito, se march por el corredor. Al nico a quien no lepareci bien la cosa fue al seor Canuto, que murmur:

    -A qu viene este burgante con esas teoras?-Qu teoras? pregunt Juan algo asombrado.-Esas simplezas que viene diciendo, que no son ms que teoras...

    alegoras, chapuceras y nada ms. Eso es.-En vez de tonteras, dice teoras el seor Canuto -advirti Manuel a

    Juan, por lo bajo.-Ah, vamos!Comieron alegremente al son del pianillo, que tocaba tangos, polcas y

    pasodobles. La terraza, poco a poco se haba llenado de gente.-Qu, echamos un baile, seora Ignacia? -dijo Perico a la hermana de

    Manuel.-Yo, Dios bendito! Qu barbaridad!-Y usted, no baila? -pregunt Juan a la Salvadora.

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    -No, casi nunca.-Yo la sacara a usted si supiera. Anda, t, Manuel. No seas poltrn.

    Scala a bailar.-Si quiere, vamos.Salieron por el corredor al patio enlosado, mientras el organillo tocaba

    un pasodoble. Bailaba la Salvadora recogindose la falda con la mano,con verdadera gracia y sin el movimiento lascivo de las dems mujeres.Cuando acab el baile, Perico Rebolledo, algo turbado, le pidi quebailara con l.

    Al volver Manuel al sitio donde haba merendado, tropez en elcorredor con dos seoritos y dos mujeres. Una de stas se volvi amirarle. Era la Justa. Manuel hizo como que no la haba conocido y sesent al lado del seor Canuto.

    Volvi la Salvadora de bailar, con las mejillas rojas y los ojos brillantes,

    y se puso a abanicarse.-Ol ah las chicas bonitas! -dijo el jorobado-. As me gusta a m la

    Salvadora; coloradita y con los ojos alegres. Seor artista, fjese usted yvaya tomando apuntes.

    Ya me fijo -contest Juan.La Salvadora sonri ruborizada y mir a Manuel, que estaba violento.

    Trat de buscar el motivo del malestar de Manuel, cuando sorprendiuna mirada de la justa, fija, dura, llena de odio.

    -Ser la que vivi antes con l -pens la Salvadora, y, con indiferencia,

    la estuvo observando.En esto vino el mozo, y, acercndose a Manuel, le dijo:-De parte de aquella seora, que si quiere usted pasar a su mesa.-Gracias! Dgale usted a esa seora que estoy aqu con mis amigos.Al recibir la contestacin, la justa se levant y fue acercndose por la

    galera adonde estaba Manuel.-Viene hacia aqu esapelandusca -dijo la Ignacia.-Ms te vale ver lo que quiere -aadi la Salvadora con irona. Manuel

    se levant y sali al corredor.-Qu? -exclam de un modo agresivo-. Qu hay?-Na -contest ella-. Es que no te dejaban sas salir?-No; es que a m no me daba la gana.-Quin es esa que est contigo? Tu querida? -y seal a la Salvadora.-No.-Tu novia?... Chico, tienes mal gusto. Parece un fideo rado.-Pchs! Bueno.-Y ese de los pelos?

    -Es mi hermano.-Es simptico. Es pintor?-No; es escultor.

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    -Vamos, artista. Chico, pues me gusta. Presntame a l.Manuel la mir y sinti una impresin repelente. La Justa haba

    tomado un aspecto de bestialidad repulsiva; su cara se habatransformado hacindose ms torpe; el pecho y las caderas estabanabultados; el labio superior lo sombreaba un ligero vello azulado; todo su

    cuerpo pareca envuelto en grasa, y hasta su antigua expresin de vivezase borraba, como ahogada en aquella gordura fofa. Tena todas las trazasde una mujerona de burdel que ejerce su oficio con una perfectainconsciencia.

    -Dnde vives? -la pregunt Manuel.-En la calle de la Reina, en casa de la Andaluza. No es cara la casa.

    Irs?-No -dijo Manuel secamente, y, volvindole la espalda, se acerc

    adonde estaban los suyos.

    -Muy flamenca, guapetona -dijo el jorobado.Manuel se encogi de hombros con indiferencia.-Qu le has dicho? -pregunt Perico-. Se ha quedado paralizada.El organillo no dejaba de tocar un momento; la justa, su compaera y

    los dos seoritos, comenzaron a ponerse impertinentes. Rean, gritaban,tiraban huesos de aceituna. La Justa miraba siempre a la Salvadora deuna manera fulminante.

    -Por qu me mira as esa mujer? -y la Salvadora hizo esta pregunta aManuel, sonriendo.

    -Qu s yo? -contest l con tristeza-. Vmonos?-Estamos bien aqu, hombre -dijo Juan.-Os habis incomodado porque he hablado con sa? -pregunt

    Manuel a la Salvadora.-Nosotras? Por qu? -y la Salvadora volvi rpidamente la cabeza y

    le relampaguearon los ojos.Uno de los seoritos sali a bailar con la Justa, y, al pasar por delante

    de donde estaba Manuel y los otros, hizo en voz alta algn comentarioinsultante acerca de las melenas de Juan.

    -Vmonos -repiti Manuel.A sus instancias, se levantaron; pag Juan y salieron.-Ah va uno que se lleva la merienda guardada -dijo uno de los que

    bailaban al ver pasar al jorobado.Perico se detuvo, dispuesto a pegarse con el que insultara a su padre;

    pero Manuel le cogi del brazo y lo empuj hacia la salida.-Esto es lo que no pasa en ningn lado -dijo Juan-. Slo aqu hay este

    afn de insultar y de molestar a la gente.

    -Falta de educacin -mumur el jorobado con indiferencia.-Y luego no pasa nada -aadi Perico-;porque a uno de estoschulapones, con toda su fachenda, se le da un golpe y se queda con l,

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    alborota mucho y nada.-Pero es muy desagradable -repuso Juan- eso de no poder ir a ningn

    lado sin que alguien trate de ofenderle a uno. En el fondo de esto -dijodespus burlonamente- hay un espritu provinciano. Recuerdo que enLondres, en uno de esos parques enormes que hay all, por las tardes

    vea jugar a la raqueta a dos seores, uno gordo, bajito, con una gorritaen la cabeza, y el otro flaco, esqueltico, con levita y sombrero de paja.Yo iba con un espaol y un ingls, y el espaol, como es natural, se lasechaba de gracioso. Al ver aquel par de tipos, verdaderamente ridculos,que jugaban en medio de una porcin de personas que les miraban muyserios, el espaol dijo: Esto no podra pasar en Madrid, porque se reirande ellos y tendran que dejar su juego. S -contest el ingls-; se es elespritu provinciano, propio de un pueblo pequeo; pero a un ingls deLondres no le asombra nada, ni por muy grande, ni por muy ridculo que

    sea.-Lo parti por el eje -dijo el seor Canuto guiando un ojo

    maliciosamente.-Yo no les hubiera hecho caso