Salvador Márquez Gileta - La más exquisita agonía

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La más exquisita agonía

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LA FLAMA EN EL ESPEJO

Gloría Vergara Directora

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Portada • TAI JLER DE GRÁFICA POPULAR

Dibujo del autor en la cuarta de forros RAMÓN MARÍN

DR© ÁNGKLES MÁRQUEZ CILETA DR © EDITORI AI, PRAXIS

DR & LA FLAMA EN EL ESPEJO I )R © ARCHIVO HISTÓRICO DFJ, MUNICIPIO DE COLIMA

PRIMERA EDICIÓN, 2000

ISBN 970-682-047-7

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de este libro puede ser reproducida, archivada o transmitida, mediante cualquier sistema

—electrónico, mecánico, de folorreproducción, de almacenamiento en memoria o cualquier orto—, bajo las sanciones establecidas en las leyes,

sin el permiso expreso del titular del copyright. Las características ti¡K>gráficas, de composición, diseño, fórmalo, corrección, son propiedad

del editor.

EDITORIAL PRAXIS. Vírtiz 185-000, Col. Doctores, Del. Cuauhtémoc, C. P. 06720, México, D. R, lels. (5) 578 86 89 y (5) 761 94 13,

telefax (5) 578 86 89, e-mail: eápraxisGiterraxonuiuc

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Capítulo 1

... pronto serás un hombre. Hay cosas que no debes ignorar. —Luce nervioso. Los ojos se encuentran, desvías la mirada igual

que si buscaras algo tras la ventana; es evidente que no resulta fácil sostener el diálogo.

Tu madre los descubre callados, aliados en la complicidad del silencio que la excluye; al pre­sentir cuál es el tema, se apresura a fingir que busca un trasto inexistente sobre la mesa. Coge el trapo con el que se dispone a limpiar la cubier­ta; nota que observan sus movimientos; un tanto nerviosa, opta por llevarse el frutero a la cocina.

—... como te decía, hay cosas que debes saber. Piensas replicar que si se empeña en darte una

clase de educación sexual, ya te has zampado toda la colección de Luz, semanario de conocimiento sexual para adultos, y la pornografía en inglés de los mugrientos Play Boy que circulan en el salón de clases; el tono solemne impide que lo interrumpas.

—El pecado asecha a los jóvenes, sólo los más fuertes podrán resistir—temes haya descubierto la fotografía de Juan Carlos:

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En recuerdo de aquella tarde inolvidable, tuyo hasta que la muerte nos separe.

Retrato tamaño credencial robado de su por­tafolio. Con tu dedicatoria, aquella foto se ocul­ta entre las páginas del catecismo del padre Ripaldi. Por las noches, lo extraes del fondo del buró y rezas por él, por ti.

—rCon quién estás, ¿con ellos o conmigo...? —Contigo. Siempre estaré contigo —las vo­

ces de Elizabeth Taylor, de Paúl Newman, res­balan sobre las paredes oscuras, caen sobre los cientos de cabezas que sobresalen de las filas en esta "tarde inolvidable" del cine Colima en que la mano de Juan Carlos asciende con lenti­tud sobre tu pierna.

Contienes la respiración, inmovilizado por el temor. La mirada se fija en la pantalla y, súbita­mente, pierdes la trama. Las yemas bajan por la cara lateral del muslo. Tiemblas, intentas esca­par, pensar en otro asunto. Mañana de martes, neblina pasada. A través de las ventanillas del autobús escolar no puedes ver nada... es decir... a veces... observas... los anuncios de las paradas, personas que se aproximan al camión; una man-

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cha roja, una amarilla, en el escaparate de La Ma­rina Mercante; César Costa canta "El tigre"; En­rique Guzmán ha tenido que refugiarse por la multitud de admiradoras que lo descubren pasean­do por calle tan céntrica.

"Estás haciendo mal, vence al pecado, ¿no eres un hombre?, ¡resiste!" indiferente a tus elucubra­ciones, avanza hasta el cierre del pantalón. Po­drías, igual que a una araña, espantar los dedos que acarician el vello reciente y que, desespera­dos, hurgan más abajo.

—¡Me dijiste que ibas a cambiar y yo creí en ti! —la actriz coge su abrigo de visón y huye ha­cia la puerta. Paúl apenas la alcanza en el umbral, estira la mano que, electrizante, detiene a la diva para que torne hacia el público su rostro lleno de amor y en cióse up de un beso interminable, so­bre sus caras agigantadas, aparece la palabra "Fin", en tanto algunas señoras moquean.

La mano escapa. Subes el cierre y, antes de que aparezca la luz, se yergue la silueta vecina: una estatura que no rebasa la tuya, camisa azul, cuello grueso, pantalón de mezclilla, tez blanca y el pelo que cae se reacomoda con estudiado mo­vimiento de cabeza.

Los comentarios, los chorros de orines, no cesan en los mingitorios y encuentras en el es-

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pejo tu faz enrojecida, tus labios resecos, su camisa azul, sus mejillas sonrosadas, igual a las de los niños que aparecen pintados en las contratapas de los cerillos Clásicos, su mirada clara que imaginas igual a la que regalara la serpiente a Eva.

El viento de la calle golpea en tu nerviosismo. Tras él, la mirada lúbrica, la boca entreabierta, los poros de nariz se dilatan. Finges seguridad. Las presencias extrañas crean la impresión de que intuyen lo que sucede. Cae la noche de Angélica María, la de Julissa, la de Enrique Guzmán, que a las ocho en punto iniciará la rúbrica del "Carrou&el Musical" en Radio Juventud: "Oh, mi vida, qué les dices, qué les cuentas, que me quieres en la noche..." en esta noche en que, a punto de darle alcance, escuchas sus pasos, tu pasos.

Luego de tres cuadras de inquietud, en su proximidad, no encuentras la manera de dirigirle la palabra. Notas su actuada indiferencia. En el momento en que abres la boca, dos mujeres jó­venes dan vuelta a la esquina, casi tropiezan con él. Las mira, coquetea, ellas sonríen. Lastimado, recapacitas y aprietas el paso para perderte entre el bullicio de la avenida comercial.

La secundaria promete el paraíso; si deseas,

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puedes o no entrar a clases, o abandonar el edificio sin que enfrentes a los prefectos.

Rehusas el ofrecimiento de tu padre para acom­pañarte durante los trámites de inscripción: "Ya es tiempo de que haga las cosas solo".

—¿Es el primer año que estás aquí? —Sí, señor —la risa es general. —No me llames señor, yo también estudio aquí;

¿a qué año vas? —Primero. —En el salón del fondo, a la derecha, obtienes

la solicitud. Las clases inician hasta la próxima semana.

Los alumnos intentan reconocer en la penum­bra al viejo compañero. Tratas de sonreír, dete­nido en el umbral de la puerta, sin atreverte a entrar; cuentas la serie de ladrillos negros que se extienden entre los blancos en el ángulo del piso hasta la pared: 37. Al levantar la vista te encuen­tras centro de la atención.

—No esperarás que salgan a dártela ¿verdad? Martínez, ¿por qué no le traes una solicitud al nuevo? —la mueca en que se convierte la sonrisa que más denota una disposición al llanto, tu as­pecto de mono salvaje, de huérfano desvalido, congelan la atmósfera donde flota el sentimiento de conmiseración, recuerdos que rescatan de la

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primera vez que cruzaron aquel portón para aprender a crecer.

Contienes el impulso de abandonar el sitio co­rriendo, las piernas se agarrotan, sueldan el pupitre en el que te has dejado caer. Sin duda, eres un de­bí lucho que no sabrá sortear las situaciones que otros muchachos de tu edad solventan confia­damente. Alguien coloca la solicitud con un golpe sobre la cubierta del mesabanco; el rui­do sobresalta.

—Llénala con cuidado. No hay otra. ¿Tienes pluma? Soy Jaime Vélez —afierras la mano que se desprende de un tirón, rápidamente.

—¡Yaligaste, Vélez! —acaricias con los ojos las facciones del reciente amigo.

—Qué, ¿les da envidia? —el barullo, el olor de los jazmines, vuelve a llenar el corredor.

—Si no entiendes algo, me preguntas; ¿estás nervioso?

—Un poco —tu voz irreconocible se agrava por el miedo. La mano tiembla al tomar la pluma.

—No temas o será peor. Al principio, todos nos sentimos inseguros cuando hacemos las co­sas por nosotros mismos. Después de que co­nozcas la escuela vas a entrar en confianza —da cuenta que en la primaria donde ha estudiado era uno de los mejores para pelear y que el año ante-

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rior corrieron al conserje velador porque lo en­contraron en el baño, encuerado, con uno de los alumnos. Se despide.

El señor Espíndola indica que lo sigas. Las pa­redes descarapeladas lucen letreros: "Si a tu ven­tana llega un burro flaco, has como que te empi­nas, llégale abajo", "García es puto" y, en un gran corazón de tiza, "Marco Antonio y César se aman". A grandes zancadas, solicitud en mano, avanza por los pasillos hasta pasar frente a la puerta que ostenta el título de dirección.

—Espera aquí—desaparece entre el rumor de dos voces y el tecleo de un máquina de escribir.

"No me van a admitir. 'Cuando eres homo­sexual llevas una marca en la frente'. Va a suce­der como cuando en el kinder me quejé con mi madre de que los otros niños me hostigaban tra­tando de bajarme los pantalones. Indignada, re­clamó a las maestras su falta de cuidado; como respuesta, la miraron burlonamente, le dijeron que eres un niño muy raro, que mejor te sacara de la escuela porque no eres un niño normal. A punto de llorar, desesperada igual que si le hubieran em­barrado la verdad en la cara: 'Los niños sí tie­nen sexo, y el tuyo es indefinido". Nunca la has visto más triste.

—"¡Ya no, mamá, ya no te vuelvo a decir

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nada!" —pasas corriendo en medio de las maes­tras que impiden el acceso, y al ingresar al salón escuchas las risas que has provocado.

Aquello salva la situación, jamás volverás a quejarte.

En la primaria ayuda que a Gregorio Pérez —el más aplicado del grupo— se le nota más que a ti y no por eso deja de tener el reconoci­miento de todos los maestros y alumnos de la escuela; aun así, no logras eludir los sobrenom­bres de Tibio, Pitiflorito, Florecito. Obligado a comprar el respeto de los más agresivos con tor­tas, naranjas y jicamas, ahora abordas el mundo por la puerta grande y no podrás trasponerla con una bolsa de dulces en la mano.

"Me darán un pretexto: no hay cupo, mis pa­peles no están en orden. No me admitirán en nin­guna secundaria, tendré que ingresar a una aca­demia comercial y pasar la vida tras la ventanilla de algún banco".

—Ya puedes entrar —se aleja sin despedirse. Casi se pierde al fondo del pasillo; entonces vol­tea para gritar—: ¡Qué esperas! —deseas que arda el edificio, que se muera el director.

"Creo que con una vez basta, si toco más ve­ces tal vez se irrite. Ojalá se encuentre solo, me dará más pena si me rechaza delante de otra gen-

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te". Transcurren dos, tres, cinco segundos... no responde, apenas logras dominar el pulso para llamar por segunda ocasión.

—¡ Entre! —extiende la carpeta con tus docu­mentos e indica con un golpecito—: Falta una firma. Tu certificado no está legalizado, necesi­tas ir a la Secretaría de Educación para que lo firmen —la abre, estudia con cuidado el acta de nacimiento, el certificado—. El hermano de tu madre y yo fuimos muy buenos amigos, estudia­mos juntos la primaria, ¿cómo está él?

El buen Dios existe. Te ha puesto en esta se­cundaria y no en otra y hasta Héctor López, el hombre gordo que, al principio, parecía una som­bra agria, circunspecta, resulta ahora de presen­cia amable, bonachona.

—Está bien. —Vas a tener que esforzarte mucho. Tu tío

siempre fue muy aplicado —toma la barbilla para mirar mejor tu nariz, los ojos, recobrar algún re­cuerdo—. Es todo. Cualquier cosa que necesi­tes, no dudes en comunicármela

Tratas de hacer el menor ruido posible al aban­donar el lugar para no distraer su lectura.

El remolino de dril y popelina café del uniforme

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atesta las canchas al inicio de la ceremonia del primer día de clases. Formados de acuerdo con las instrucciones de los prefectos, logran escabulló­la vigilancia paí'a estrechar las manos, reconocer los ojos que brillan por la alegría del reencuentro. Luego el silencio, las miradas pegadas al estrado donde, de un momento a otro, aparecerá la egregia figura del director.

Cuando Héctor López lucha contra la escale­ra de herrería para lograr subir sus 130 kilos, la cual da la impresión de que en cualquier momen­to se vendrá abajo, los de tercero comienzan ba­jito: "...y retiemble en sus...". El director se de­tiene cada dos pasos, limpia el sudor, toma resuello y continúa resoplando hacia adelante. Los escalones trepidan, los barrotes se agitan. Los de primero, los inexpertos, cantan a todo pulmón: i Y RETIEMBLE EN SUS CENTROS LA TIERRAAA...! El señor Espíndola, a golpes, in­tenta silenciar al grupo, mientras los de tercero, conteniendo la respiración, aguantan la risa con las caras enrojecidas.

—Bienvenidos seáis, compañeros, a ésta que será vuestra casa: habéis dejado atrás, en vues­tros padres, la promesa de que seréis buenos alumnos; nosotros os ayudaremos en vuestros propósitos, estad seguros que no les defrauda-

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réis y, al final del curso, encontraréis que vuestro esfuerzo no ha sido en vano. No olvidéis que sólo los mejores podrán alcanzar la meta. Mas ¡ay! de aquellos que únicamente busquen la diversión, frecuenten el ocio y la pereza. Luchad para haceros merecederos del amor y aprecio de vues­tros maestros y cultivad con vuestros compañe­ros la amistad que durará toda la vida.

A sus palabras sigue la arenga de uno de los alumnos más distinguidos de la escuela; luego, la marcha hacia los salones. El viento arrastra pu­ñados de hojarasca que se adhieren a los panta­lones, crujen bajo los pies. La Foca, maestro de biología, impone seriedad, no permite comenta­rios, mientras avanzan de dos en fondo sin vol­tear la vista; miras el cuello grueso, el cabello que alborota el aire y que con un gesto simple se acomoda de nueva cuenta. El azoro del bullicio en la ceremonia te ha impedido reconocerlo des­de el principio; observas el balanceo rítmico de los hombros, imaginas la afelpada piel sudorosa, cubierta por el dril grueso, burdo, del uniforme: qué largos segundos antes de que puedas mirar su cara; aquel cuerpo será para ti inconfundible: Voltea, te mira, igual que si le hubieras llamado, y no hay entonces ser más feliz que tú. Qué pequeño el mundo, ¡qué perfecto! El otoño se viene encima,

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según el calendario; aunque, en Colima, todas las estaciones parecen iguales, excepto por las lluvias.

El conserje pasa el trapeador en los pisos de mosaico hasta dejarlos pulidos. Frente a los lar­gos pasillos calculas el tiempo que falta para aban­donar la escuela: ¡Diez meses! El transcurso pa­rece eterno, qué desperdicio de libertad, con un mundo tan maravilloso que espera al otro lado de la pared.

—¿Alguien me puede decir la definición de biología?... —el vuelo de una mosca rasga el si­lencio en el que se escuchan las respiraciones so­segadas—. ¡Cómo! ¿Nadie sabe? ¡Abre este li­bro en la página 12! —le alarga el texto e imaginas a un ángel leyendo, observas la curva de la espal­da. Sí, es el más bello, incomparable, no tiene rival, suerte de estudiar junto a él.

Tras las rejas se alzan las palmeras, los laure­les de la India, de un verde cobrizo, los hilos de humo en la estación del ferrocarriL Una sombra anaranjada avanza en el cielo sucio, hacia la ple­nitud de la mañana. Suena el timbre del recreo entre suspiros de alivio.

—¿Cuál es tu nombre? —Juan Carlos Sánchez. —Nombra lista —su destino, ser el favorito,

el predilecto. Te parece lo más lógico.

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—¿No quieres un refresco? Te invito —aceptas, sin protocolos, el ofrecimiento de Jaime Vélez, abriéndose paso entre los alumnos que se apretujan en el pasillo junto al quiosco donde se despachan las golosinas—. ¿De qué escuela vienes?

—De la Hidalgo. —¿EvStás a gusto? ¿Por qué escogiste esta se­

cundaria? —... —alzas los hombros. —Eres muy callado, ¿verdad? Si alguien te dice

algo o te busca pleito, dime. Yo te defiendo. Sonríes para agradecer el ofrecimiento; tarde

o temprano necesitarás ayuda. Apuras la bebida para retomar al salón antes de que suene el tim­bre de entrada.

El porte altivo, la piel lozana proveniente de la buena alimentación, el aspecto de los que están acostumbrados a mandar desde pequeños, el or­gullo de los que todo lo consiguen fácilmente; satisfechos. Con el corazón esponjado en una se­rie de sentimientos indefinibles, mitad vergüen­za, mitad escalofrío. Qué diferentes de los niños escuálidos del barrio pobre que te acompañaron durante la primaria, casi todos de origen campe­sino. No logras identificarte con los hijos de las familias "bien" de la ciudad. Con la susceptibili­dad del marginado, que te convierte en blanco de

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las bromas, aceptas, paciente; porque su proxi­midad merece todos los sacrificios.

Luego de la tarde en el cine, te mira con rece­lo, con resabiada desconfianza, molesto por las miradas largas con que lo hostigas a todas horas. Qué distinto eres de él. Confiado en su físico atlé-tico, siempre toma la iniciativa para todo; arro­gante, gallardo, goza de la popularidad del triun­fador y promete convertirse en un gran atleta o una estrella de cine. Reúne los rasgos de James Deán, de Troy Dopnahue, de César Costa, habla de aviones, motocicletas, automóviles de carre­ras —cuando tú, aún no puedes diferenciar una marca de otra—, de todas las cosas a las que nun­ca has dado importancia y que ahora resultan ne­cesarias para no permanecer callado. Genera la impresión de que, para él, lo más importante es llevarse bien con todos. Jaime Vélez, en cambio, en su afán de imitar a su padre, usa las camisas que éste desecha; camisas que siempre le quedan holgadas, dándole aspecto de abandono y deja­dez. Para ganarse unos pesos, de continuo vende objetos entre los compañeros del salón: plumas, cuadernos, y la sorpresa diaria por la cantidad de cosas que colecciona: grabadora, cámara foto­gráfica descompuesta, revólver...

En casa, todo igual: la sopa de elote de los

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martes, el pollo de los domingos, el caldo de res de los miércoles. Tiempo sin sobresaltos, excep­to por la rayita en la pared que marca, junto a la puerta, tu estatura. El olor de las frutas y los gui­sos te transportan directamente a la cocina para conversar —a escondidas de tu madre, que no permite aquellas familiaridades— con Catalina, la vieja sirvienta, que, por lo general, acaba dor­mida; sin embargo, es la única que brinda calor humano, cuya ausencia aumenta las dimensiones de la casa donde no caben risas, el ruido, ni las prisas. Un extraño juego de solemnidades inne­cesarias el que, cada vez que tu padre se disgusta contigo, te retira la palabra para comunicarse sólo a través de intermediarios; aquellos impasses, cada vez mas frecuentes, logran que deje de ha­blarte durante siete años. A fuerza de envidia, a golpes de resentimiento —igual a un cadáver que se abrazara a tu cuerpo, pudriéndolo—, el odio hacia tu progenitor crece, al convertirlo en el único responsable de que no tengas un automó­vil último modelo como el padre de Jaime Vélez, ni una casa de dos plantas como la que posee la familia Sánchez, y que, en cambio, habites aquel encierro gris, repleto de antiguallas, viejos cua­dros detestables o el añejo radio, de tres bandas, el primero que llegó a la ciudad y que a pesar de

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todos tus esfuerzos por descomponerlo, para así poder cambiarlo por una moderna consola, simi­lar a la de César Troncoso, nunca deja de tocar. Avergonzado de su ropa de trabajo, de que no pertenezca a ningún club. No, aquel hombre no puede ser tu padre, imaginas que eres el hijo de algún multimillonario que por alguna razón des­conocida te abandonó a la puerta de aquella casa. Pronto tus padres, los verdaderos, regresarán, altos y distinguidos, a bordo de un convertible, para llevarte a la enorme mansión de las Lomas de Chapultepec, de donde nunca debiste haber salido.

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Capítulo 2

El impulso, en oleadas, carga contra las puertas de relieves tallados. Igual que en el asalto a un castillo, el gemido de la bestia

se esclarece entre el escándalo para embarrar, sobre la madera, las caras descompuestas, los gestos de asfixia que resisten la corriente. Al compás del gruñido, desplaza su furia hacia las hojas que rechinan e imaginas cederán al embate del grupo.

Una y otra vez, el sonido lastimero de los goznes opaca las quejas de los que ya no pueden respi­rar: "¡Ayyy! ¡Me van a sacar un riñon!". La masa compacta se inclina a carcajadas y voces de adver­tencia. Los aplausos anuncian al conserje:

—¡Ya llegó San Pedro! —¡ Apúrate, güevón! Con parsimonia, con fría calma, aparta una lla­

ve del manojo y, luego de abrir, escapa, prote­giéndose en uno de los flancos. Un alumno de segundo ha caído; convertido en ovillo, protege la cabeza con las manos; sobre él, dos más lu­chan por incorporarse; olvidando los libros, tra-

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tan de huir hacia los costados; mientras, la es­tampida dispersa su premura sobre las canchas de cemento; cuando recojan los restos de sus úti­les seguro encontrarán, entre la mugre, huellas de herraduras.

Reservas con tus libros dos lugares, junto a la ventana que permite la vista al gran parque po­blado de palmas, crotos, fuentes, gansos que se balancean por los senderos en medio de los para­dos. Uno para Sánchez, otro para Vélez. Con­tradictoriamente, no son los lugares frente al es­critorio del maestro los más solicitados sino los que permiten la vista hacia la verde libertad de las paro tas, los fresnos...

—Eres muy raro. A mí se me hace que no eres hombre... te gusta la verga ¿verdad? —Jorge Gil. en voz alta, incita al grupo. No sabes cómo res­ponder. Te alejas del salón, calladamente, mien­tras escuchas a tus espaldas:

—¡Puto! ¡Mujercito! —las puyas festejan la hazaña. Humillado, tratas de ocultar los senti­mientos ahora en espectáculo.

—No les hagas caso. Son unos pendejos —dice Jaime, dándote alcance. Las burlas también le han herido; les responde con una seña obscena.

—¡Déjame en paz! ¡Por favor! Desvía sus pasos, sorprendido por el rechazo. El

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peligro inminente los alerta, convertido en el pre­texto para unirlos en tu contra y a favor del gañán que se adjudica el poder de liderear en el aula.

"¿Qué estará haciendo?" "¿Por qué no ha lle­gado a clases?" Repasas la lección de lengua na­cional. Las noches se convierten en la espera lar­ga de las mañanas en las que recorta su silueta en el marco de la puerta; entonces, sólo entonces, el mundo empieza a giran

—¿Dónde andabas? —Qué te importa. —El partido de basquet terminó hace media hora, —¡No te metas en mis asuntos! —Era sólo una pregunta... —¡Estoy harto de tu vigilancia. Pareces mi

guardaespaldas. No puedo ir a ningún sitio sin que aparezcas luego por ahí. En cualquier lugar donde me encuentre, llegas siempre como por casualidad, con tu cara de pendejo!

—No pensé que te molestaría. —Pareces mi sombra. Los demás murmuran,

¿sabes? Es mejor que sólo hables conmigo cuan­do no estemos en la escuela, ¿entiendes?

Convertido en motivo de vergüenza; ¿pero qué podrán importar los otros? Si al menos tuviera la decisión de Jaime para enfrentarlos sin miedo. Intentas defenderte.

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—Martínez y Gálvez siempre andan juntos para todas partes; Rodríguez y Juan Ángel no se se­paran ni para ir al baño. Tú mismo los ves entrar juntos y nadie dice nada...

—¿Sí?, sólo que ellos no son como tú. Al me­nos hablan de mujeres, de fútbol, de cosas de hom­bres, Tú de eso no sabes nada

Sin aliento, optas por un silencio resentido. Te finges el tonto para buscar, nada, entre los libros, hurgas los bolsillos para desviar su enfado. Ha sido demasiado duro.

—Me esperas en la parada del camión para irnos juntos.

—¿Traes dinero? ¿No quieres un refresco? —Sí traigo. Es sólo para irnos juntos. —Si necesitas algo... —¡Que no! Tal vez, en tu ausencia, han hecho algún co­

mentario adverso; de otro modo, no te explicas su rabiosa actitud.

—Voy a la dirección. Estudien la lección tres del libro de historia... [Cierren la puerta!

En cuanto el maestro se ha retirado lo sufi­ciente, intentas correr; Jorge Gil te agarra por el cabello, cubre la boca. La excitación general for­ma un coro, una mano desabrochad cinturón, se introduce entre tus piernas, otras intentan bajar

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la trusa, por detrás. En las bancas delanteras, Juan Carlos y Jaime observan impávidos.

—;El maestro! ¡Ahí viene! —corren a sus lu­gares, te apresuras a abrochar el cinto. En el si­lencio, tus sollozos, aislados, impotentes.

—¡Qué escándalo! ¿Qué pasa aquí? ¿Qué tienes? —Nada. —¿Cómo que nada? ¿Por qué lloras? —Me duele la cabeza. El suspiro de alivio escapa de la boca de Jorge

Gil. La soledad insoportable te arrincona. Fustiga­do por la fatalidad, maldices la vida. Jaime Vélez, tan avergonzado como tú, evita mirarte y se aleja sin despedirse. Juan Carlos se retira rápidamente.

No te detienes a hablar con ningún compañe­ro. Sumido en la reflexión, lamentas tu suerte. Las hojas de los abetos enrojecen del otoño. El agua de la fuente, en el parque, devuelve una imagen triste.

—¡Hola! Al volverte, resbalas del borde del estanque

sin que puedas evitar el chapuzón. Emerges para encontrar las carcajadas de Juan Carlos. Expri­mes las faldas de la camisa, tomas los libros, re­primiendo la rabia por el ridículo, para empren­der la carrera rumbo a la escuela, sin que comprenda tu actitud.

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Los pasos rebotan sobre el techo y las paredes en los salones desiertos, la aprehensión del silen­cio obliga a detenerte. Recargado sobre el muro del pasillo en abandono, limpias el sudor de la frente y aún escuchas el eco de tus pisadas. Al fondo, por donde se cuela la luz, se adivina el patio. Todo es vértigo, los libros ruedan y, al in­tentar asirte de la pared, cinco huellas largas so­bre el yeso indican tu caída. El señor Espíndola se apresura dando voces, ruido ininteligible pe­netra tus oídos. El olor del alcohol trae el alivio, despiertas para que te conduzca en un taxi rum­bo al hogar.

—Es conveniente que lo dejemos solo. Necesita dormir —tu padre y el prefecto abandonan la recá­mara; antes de que cierre la puerta, alcanzas a dis­tinguir a tu hermano que observa con asombro.

—Ya mandamos hablarle al doctor. —No se alarme, es natural a su edad; usted

sabe, el desarrollo. Seguido se nos desmayan dos o tres en la escuela

Jesús, mi amor, mi Dios y mi consuelo. Te quiero amar, amar hasta morir. Jesús, te quiero amar, oh dulce pan del cielo, amar hasta morir

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Los domingos, un aire de beatitud deviene en oleadas desde los campanarios de los templos. Los cantos de los pájaros marcan el inicio de una sinfo­nía del creador. Las bestias grandes, pequeñas, los insectos, la flores, son parte del himno inmenso que te sensibiliza hasta ponerte al borde del llanto.

El sol es apenas una sospecha entre el violeta de los cerros, tan humilde como Francisco de Asís, que se desnudó para decir Padre Nuestro. Arrodillado, depositas un beso sobre el rocío de las verdolagas y el quelite.

Bañarse, ponerse la mejor ropa e ir a misa; ce­rrar los ojos, sentir en la lengua el peso liviano de la hostia; entrar en comunión con Dios y el uni­verso. Por instantes sientes flotar, perder corporeidad, transformado en viento, en la brisa que se eleva al infinito entre el azul del cielo y las nubes de algodón.

Descubres su costumbre de asistir a la misa de ocho en el Beaterio, junto con los alumnos del Fray Juan de Zumárraga, colegio confesional don­de ha cursado la primaria y del que no ha aban­donado al equipo de fútbol. Decides dejar de asis­tir a misa en la iglesia más cercana a tu casa, San José, para concurrir al Beaterio.

El pantalón blanco, la camisa azul, pasarle en­frente con la cabeza alta, el mentón erguido: *To-

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dos somos iguales en el territorio de Dios". El do­mingo desliza un vals entre los jardines y el atrio. Los alumnos lucen el uniforme blanco del colegio. Sobre la banca de cemento esperas a que suene la última llamada. El viento alborotad pelo, has pasa­do una hora frente al espejo, el peinado se había hecho y deshecho una veintena de veces hasta que ningún cabello queda fuera de lugar; pero ahora el aire lo deshace en un segundo. A punto de llorar de rabia, sin poder desquitar el coraje, terminas odián­dote por haber escogido aquel sitio para descansar.

—"No os dejéis dominar por el pecado, hijos míos. Luzbel ronda las almas buenas, las más fuer­tes, engañándolas con mentiras, con promesas de placer efímero. Son los temperamentos que re­sisten los que más lo atraen, los que hieren su orgullo mancillado por el divino pie de la Virgen. No levantéis la mano de Caín contra vuestro her­mano. Cuando el mal susurre a vuestro oído to­das las dulces promesas de un paraíso, repetid: Jesús es mi escudo. Libraos, con su dulce nom­bre, de la hoguera eterna en que arderán los que no supieron resistir: los de espíritus débiles, los de almas endebles, los que sucumben a las pri­meras brisas del mal quebrándose como cañas po­dridas. Las casas que se construyen en la arena serán tragadas por el desierto. Construid sobre

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vuestros corazones la fe en Dios y en su Iglesia. Sed como San Jorge: caballeros del Señor; como él. sabréis vencer al pecado, de Dios sacaréis la fuerza para acabar con el mal que pronto os ten­tará. Debéis esperar todas las tentaciones, todos los espejismos con los que el perverso tratará de robar vuestras almas, vuestros espíritus puros que tanto agradan al Señor".

Su voz retumba en el templo, en el silencio absoluto, amedrentado, que llena las bancas, en todas las manos y frentes que sudan, en los que, al igual que tú, sienten un pie en el infierno. Voci­fera, y en sus comisuras aparece una leve espu­ma; es Dios quien habla por esa boca, el Dios omnipotente, el ojo que todo lo ve. Sin duda, aquel santo padre, poseído por la divinidad, se ha ganado la gloria a fuerza de sermones. ¿Cuán­tas almas ha salvado del abismo del averno con sus discursos flamígeros? ¿Cuántas generaciones han cruzado por su templo y cuántos, como tú, se han arrepentido? Seguirás los consejos del ser místico al servicio de Dios, crecerás a su sombra y de su recia voluntad dependerá tu vida. El se­ñor Tarcisio será tu consejero espiritual, en sus manos pondrás el alma para que la moldee, para que el jesuíta te convierta en soldado de Cristo, porque tu vocación ha de ser la entrega completa

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al servicio del Señor; así, no romperás el jura­mento de no pertenecer jamás a nadie que no sea Juan Carlos; por consiguiente, tu gran amor no se verá mancillado por el contacto con ser huma­no alguno. El celibato sacerdotal te pondrá a sal­vo de sospechas y murmullos. Si desde ahora de­claras la intención de convertirte en ministro de Cristo, Jorge Gil no volverá a cuestionar tu hom­bría. Cubrirás el amor con una larga sotana negra y lo entregarás por completo a Dios; después de todo, para ti, Dios es Juan Carlos.

Uno de los alumnos más jóvenes inicia la serie de sollozos compungidos. El sacerdote dulcifica el tono.

—"¿Acaso el pastor no deja su rebaño para buscar a la oveja que se ha descarriado? ¿Qué pecado hay, que Dios Nuestro Señor, en su infi­nita bondad, no pueda perdonar? ¿Qué pecados puede haber en vuestras pequeñas almas que al Señor no pueda atender? Él, que todo lo puede; El, sin cuya ayuda no se mueven los mares ni los cielos... Oremos, porque la ovejas descarriadas regresen al rebaño. Amén".

—¡Gloooria a Criiisto Jesúúús. Cielooos y tierraaa, bendeciid al Señooor. Honooor y glo-riaaa a Tiii, Reyyy de los cielos!

Nunca has cantado con tanta entrega. Después

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de varios suspiros de alivio al final del sermón, la mayoría de los ojos están húmedos. Los rostros parecen más limpios, las miradas más puras. Las actitudes de animales mansos, los gestos beatíficos, imbuidos por un aire de bienaventu­ranza, llenan el atrio.

El Io A dividido en dos bandos: los admiradores de César Costa y los de Enrique Guzmán, tan acentuadamente, que las discusiones sobre cuál es el mejor terminan, varias veces, en golpes. Si alguno de los fanáticos de Enrique Guzmán ingresa al salón cantando "Tu cabeza en mi hombro", inmediatamente los admiradores de César Costa responden con "Mi pueblo", hasta que logran callar al intruso.

—Qué bonito cantas, putito —coge tu barbi­lla. Sonríes como un estúpido. Pocos ven el puño que lo tira. Jorge Gil y Jaime Vélez ruedan enla­zados entre la gritería de los muchachos y el es­truendo de mesabancos derribados; cuadernos, libros, plumas, vuelan a su alrededor.

—¡Con la izquierda, Jaime! ¡Dale! El maestro los levanta por el cuello de las ca­

misas y los conduce hacia la dirección. Jorge san­gra del párpado roto. Inspeccionas, desespera-

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damente, el estado de Jaime: No hay herida algu­na.. "Dios mío, que no lo expulsen".

—Que te presentes en la dirección. No tienes tiempo de pensar. Alisas el pelo con

el peine Pirámide. El espejo devuelve una cara de rasgos alargados, nariz excesivamente gran­de, angulosa; bajo las cejas pobladas, los ojos cafés, tristes. Sobre el labio superior se anuncia un bozo oscuro. "Que feo soy, por eso no me quie­re". Durante las clases, los patios permanecen de­siertos. En e] camino terminas de abotonar la cami­sa, sacudes el pantalón. "De seguro que ahora sí me expulsan"; "No, no es cierto. Yo no lo incité" Qui­zás el mismo Jaime, ante el temor de ser corrido, te ha delatado. "Qué me irá a decir... ¡Ayúdame Dios mío!". Tocas, deseando no haya nadie.

—¡Adelante! Todo igual a la primera vez: sobre la pared,

los dos mapas hermanos, el de Colima y el de México; del lado del escritorio del director, un globo terráqueo entre Héctor López y tú.

—Siéntate —señala la silla. Frota las manos. Esperas el principio del sermón, estudiando las

respuestas: "Nunca me meto con nadie", "Él siem­pre está molestándome". El director continúa redactando; sin cruzar palabra, alarga el papel: una convocatoria.

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—Me enteré que ganaste el primer lugar en declamación del concurso de las primarias. Me gustaría que representaras a nuestra escuela en el certamen de secundarias.

—Si... hay alguna poesía que usted quiera que declame

—No. Será la que tú escojas. ¡Y bien! —alza la vista, hace los papeles a un lado—, me he in­formado, con satisfacción, que vas muy bien en tus estudios. Tu tío puede sentirse orgulloso de ti —así que aquello era todo. Te muestras com­placido, vencedor del lance afortunado—. Sin em­bargo, hay algo que me preocupa y que, con el tiempo, se puede volver un serio problema —la sonrisa ensombrece—: tu aislamiento. Tus maes­tros dicen que eres callado, tímido, retraído. Con el tiempo, eso puede afectarte. ¿Por qué no tra­tas de unirte un poco más a tus compañeros?

Después de tres días de expulsión, Jaime se reintegra.

—¿No quieres dar una vuelta? —¿Adonde? —Podemos ir a las canchas, ahora que están

solas... Aceptas con recelo. Aún no logras aclarar las

intenciones del adolescente que siempre te está siguiendo, buscando, defendiéndote.

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—Te gusta Juan Carlos, ¿verdad? —eriza­do, igual a un gato que se acaricia a contrape­lo, rectifica—: Quiero decir... su forma de ser, su amistad.

—Sí, claro. Se parece a San Francisco de Asís. Sin decir más se internan en las canchas de­

siertas a aquella hora. Recargado en el palco de los espectadores, Jaime susurra:

—Qué bonita ropa usas. —Me la envía una tía de Los Angeles. —Es muy fina. Me gusta tu camisa —la mano

se desliza por tu brazo, la espalda; acaricia la tex­tura de la tela. No te atreves a mirarlo.

% Un periódico, arrastrado por el viento, cruza la cancha desolada. Él se tiende sobre la banca. De soslayo, le alcanzas a ver las piernas, las rodi­llas, los muslos, el cierre entreabierto del panta­lón de casimir e imaginas lo que encierra. Todo al alcance de tu mano... Temeroso de ser descu­bierto. preguntas:

—¿Crees que venga alguien? —No sé. ¿Porqué? —de nuevo, su mano acari­

cia tu espalda—... ¡ Ven! —brinca hacia las escale­ras de los vestidores. Dudas, tiemblas—¿¡Vienes!? —repite, irritado por la impaciencia.

Resistes los segundos en que te mira suplican­te. Esbozas el gesto desesperado, deseando huir

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de la escena. Introduces apresuradamente las manos en los bolsillos y miras al suelo, recupe­rando la imagen omnipresente. Cuentas las ban­cas: 12 hasta donde se halla Jaime, quien avanza hacia los vestidores.

Con la sensación de no encontrarte allí, deci­des seguirlo, como autómata. Protegidos de cual­quier visitante inoportuno, se refugian bajo el din­tel, en el umbral del vestíbulo. Recaí-gados en la pared, clavas la mirada en sus zapatos, el panta­lón holgado, la camisa que más parece una bata. Intenta decir algo, abre la boca, la voz se atraganta. Ríe aprehensivamente y, disculpándo­se, recupera el tono serio:

—No sé si deba. No sé si te animes... Parece un maleante nervioso frente al confesio­

nario. Un gesto de complicidad va de sus ojos a tu boca. Con rapidez nerviosa, parece arrepentirse. Crees que perderás la oportunidad y adelantas:

—No importa. Siempre hay una primera vez... —Sí, ¿verdad? —se acerca. Los ojos húmedos, un temblorcillo en los la­

bios y el mentón. Lo estudias. Aprisa, lleva la mano al bolsillo del pantalón, y, decidido, saca una cajetilla de cigarros. La abre con nerviosis­mo y te ofrece uno. Sonríes con amargura, des­ilusionado, y coges el cigarro.

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—Pensé que no aceptarías. —Siempre hay una primera vez... —obtienes,

así, el primer cigarrillo de tu vida. Habían franqueado los límites del reglamento,

subvertido el orden. Aquella complicidad los une. Fuman aprisa, antes del acceso de tos irremediable; con las caras enrojecidas, abandonan el lugar en pos del aire libre. Pasa el brazo por tus hombros; res­pondes igual en el preciso momento en que el señor Espíndola, montado en su bicicleta, abandona la es­cuela. Los observa. Tratan de contener la risa Vuel­ve la mirada con insistencia sin reparar en el cami­no, y va a estrellarse contra el camellón. Sombrero y portafolio ruedan por el pasto. Estremecidos por las carcajadas, se ocultan a su enojo.

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Capítulo 3

Peludió Io. Representante a Dios creando la tierra, y el cuerpo del primer hombre dándole vida. Pídele conocimiento de tu fin.

Considera que el ser que tienes no es tuyo, sino de Dios, que te creó, conservó y redimió: de Dios son esas manos, esos pies, esos sentidos y potencias: luego, no puedes ni debes hacer uso de ellos según tu capricho, sino según la voluntad y ordenación de Dios... pero, ¿cómo y en qué los empleas?

Cierras el manual de oraciones para abrir tu pequeño infierno cotidiano. Si tus sentidos y tu cuerpo pertenecen a Dios, entonces no eres culpable, porque él te obliga a amar la perfección de su obra.

El tiempo escurre, a principios de diciembre, con la lluvia que dura ya tres días. Conñnados al encierro meditabundo que impide abandonar la construcción, acaba con las excursiones por el parque. El frío propicia los círculos que se cie-

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rran en torno a historias de fantasmas, aconteci­mientos increíbles, canciones que poco a poco suben de tono hasta volverse obscenas; enton­ces, aparece el prefecto conminándoles a guar­dar silencio. El clima logra el acercamiento; aun­que, junto a los demás, te las arreglas para permanecer a solas, a su lado, conversando en voz baja y, así, crear la intimidad.

El maestro habla entre dientes, susurra apenas en el salón somnoliento, donde la voz se confun­de con la lluvia; lo miras porque no hay más adon­de. Juan Carlos te envuelve en una mirada igual a un abrazo amoroso. Juegan a mirarse cuando los otros no se dan cuenta. A medida que se aproxi­ma la hora de salida, te oprime el pecho un senti­miento de ansiedad, que acrecienta, acelerad pul­so y, a pesar del clima, sudan tus manos. La fiebre recorre tus miembros. 4Tal vez al irse todos, po­damos entretenernos un poco más". La campana anuncia que la clase terminó. Nadie parece tener prisa por partir. Te acercas para mostrar el can­cionero que ojean juntos. Con el estremecimien­to incontenible, intuyes que el aula ha quedado vacía, alzas la vista y compruebas que, efectiva­mente, permanecen solos.

Sabedor de tus intenciones se detiene más de la cuenta para leer, releer la misma canción. Su

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rodilla pronto encuentra la tuya. Adivina tus in­tenciones, se muestra absorto en la lectura, cons­ciente del instante en que miras su oreja, su cue­llo; que en el segundo siguiente tu vista caerá sobre su espalda, sus piernas. Fingirá indiferen­cia, no volteará para no intimidarte y dejar que continúes el reconocimiento para que al fin, sin sobresaltos, poses la mano sobre su muslo, "Por qué tardas". Te pide que repitan la canción: "Cuando te tomo de la manooo y tú me dices yo te quierooo..." sin aludir al deseo que incursiona hacia el paroxismo, sin mirarte siquiera. A través de la llovizna, el claxon anuncia que el padre de Juan Callos se ha estacionado al otro lado de la acera y se ofrece para llevarte a casa.

Vestido de sotana, el señor Tarcisio parece un cuervo nervioso a lo largo del estadio. El silbato detiene, a veces, el juego; se escucha lo mismo junto a las porterías que en la media cancha. La lluvia tina no detiene a los jugadores. El sacerdote abre el paraguas y arbitrea siguiendo la carrera del balón. Los colores se abrillantan, refulgen intensamente; el azul y el amarillo se convierten en manchas, prolongación de los gritos de los deportistas. El tumulto se apodera del medio

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campo, en el momento en que dos de los futbo­listas comienzan a pelear; ruedan muchachos de uniformes distintos, entrelazados, forcejeando. El arbitro sopla el silbato desesperado; convencido, cierra la sombrilla para repartir paraguazos a Dios dar. Los contendientes calman los ánimos y reciben cabizbajos el regaño. Los iniciadores de la riña se estrechan las manos, se abrazan: aún así, el padre, se muestra convencido de suspender el partido. Imploran, se excusan, ruegan destem­pladamente, prometiendo no repetir las agresiones. Juez inflexible, apresurado por abandonar el lugar, muerde el disgusto evidente bajo el paraguas. Al llegar al borde de la cancha recapacita y, con gesto de resignación, alza las manos al cielo y sopla el pito. Los jóvenes corren a sus puestos y el juego continúa ya sin percances.

Bajo la lana gris del suéter, las manos no ocul­tan su temblorina, los dientes cascabelean y, a pesar del frío, continúas de espectador. Un alud de sentimientos indescriptibles te envuelve cuan­do se acerca al sitio desde el cual contemplas las piernas desnudas y el vaho que su boca despide.

Al término del partido avanzas por la pista sin que la lluvia te perturbe. La tierra, una pla­ya verde extendida, semeja el lomo de un rep­til dormido bajo tus plantas. Una flama morte-

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ciña, sanguinolenta, se refleja sobre los charcos y anuncia el final del día. Todo el peso del silen­cio se deja venir desde los palmares. Sobrecogi­do por el espectáculo, imaginas un mundo vacío. Ni un solo ruido. Súbitamente un ticús hace alto encima de la cerca de alambre, salta a tu alrede­dor; curioso, te escudriña; le hablas, confiesas tu amor secreto.

Sin saludarte, ignorando tu presencia, ingresa a los vestidores. Jadeante, sudoroso, se despren­de de los zapatos de fútbol, del pantaloncillo, la camiseta. Indiferente a la mirada que muerde sus muslos, se desnuda en segundos y desaparece tras la puerta del baño. Con el ruido de la regadera principia la tonada que obsesivamente ronda en tu cabeza: "No necesitas ni decirlooo. Cuando te viii lo comprendííí Es el amooor que yo soñéééé..." Su presencia inunda el espacio de un cosquilleo en el vientre, de la alegría total que embellece una pasión provocada. Sale de la du­cha sin interrumpir la melodía, como si cantara especialmente para ti. La lubricidad pueril casi inocente, con la que se pasa la toalla por los bra­zos, el vientre, el sexo...

—¿Me secas la espalda, por favor? Hace cosas así siempre que no haya testigos:

sentarse en tus piernas, abrazarte en la calle, to-

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mar tu mano durante la misa, acariciarte cuando parece que nadie vé.

Escoges los movimientos con los que se lim­pia un objeto sagrado. Desciendes por los hom­bros, exploras cada rincón de piel hacia el éxtasis del placer total. Limpias el hilillo de agua que baja por el cuenco de la espina dorsal hasta per­derse en las nalgas. Los muslos escultóricos, el vello empieza a crecer entre las piernas. Contie­nes el impulso de estrecharlo. Tratas de disimu­lar el espasmo que te invade, te obliga a bajar la mirada avergonzado.

Te contempla, sabiéndose poseedor del poder absoluto de la seducción. No quieres pensar en las consecuencias, cierras los ojos, aprietas las mandíbulas. Embriagado por una fuerza superior, por el olor del jabón y la frescura de la piel, dejas que la toalla resbale de tus manos que siguen su trayectoria, ya sin pretextos.

Los pasos de los chicos que dejan las regade­ras los separan bruscamente. Los han visto. Se envuelve en la toalla y comienza a vestirse. Tan turbios son tus deseos que hablas sin coherencia, pero él no responde. Has sido imprudente y aque­llo te costará su abandono y la imposibilidad de asistir nuevamente a los encuentros de fútbol.

Marcha a tu lado con la vista al frente. Duran-

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te más de un mes has sufrido su silencio. Obser­vas el guante blanco que aferra el asta, el escudo de la secundaria en el hombro. El director, de pie frente al alumnado, dirige el himno nacional; en las voces se refleja el fervor que late en los cora­zones. En la escuela inundada de luz, bajo el sol de febrero que hace florecer las bugambilias y los flamboyanes, su presencia es la herida que se abre con el recuerdo de una canción: "Es el amor que yo soñééé y sin pensar me enamorééé..."

Un perro lejano ladra a la primavera florecida, al viento que gira entre las ramas de los mangos y los tamarindos y allí has de vaciar tu dolor si­lencioso: "... mi corazóóóón cantaaaasííí".

Aquel primer año de secundaria, el maestro Jorge Amézquita, alias El Loco, enseña la teoría de la relatividad y algunos elementos de la física cuántica; sin embargo, no estuvo para aplicar el examen final, pues fue expulsado del plantel, dada su pertenencia al Partido Comunista y porque afuera de su casa se ha llevado a cabo el mitin al que asisten la mayoría de los alumnos. El director argumenta que El Loco los estaba arrastrando ha­cia sus ideas políticas y que las señoras Díaz Martínez y González Troncoso se habían quejado de la situa­ción. Los acerca a la biblioteca, en la que se en­cuentran los libros que solicita, pero algunos, se-

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ducidos por las leyendas griegas, la historia de Roma o el vetusto volumen de mitos orientales, que, según parecía, durante años, décadas tal vez, nadie había consultado, inician su amor por la lectura.

Jesús Alcaraz, EL Chango, instruye que bota es un zapato alto, y vota, el imperativo y la ac­ción del verbo votar; que cima es la cumbre de una montaña o elevación del terreno, y que sima, un abismo. Jamás falta a ninguna clase, ni siquie­ra el memorable día lluvioso en que, al saltar un charco, cae en un bache varias cuadras antes de que arribe a la escuela. La noticia del percance llega antes de su inesperada aparición: sangra de la frente y sonríe con sorna: "Pensaron que se librarían de mí". Ejemplo de verticalidad, de intachable corrección.

El Baborro imparte la materia de inglés con pé­simo acento de bracero, en el libro de un tal Smith, en cuyo interior, en la página 32, aparece la ilustra­ción de dos niños norteamericanos parados en el Golden Gate de San Francisco que observan la apo­teosis del american way oflife: el cielo surcado por un bimotor y un Zeppelin; a la izquierda el ferroca-rril del Pacífico; luego de un intermedio de rasca­cielos separados por calles plagadas de diminutos automóviles y autobuses, a la derecha, en el mar, un gran buque de vapor: el Queen Eliza.betK

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A la feria siguió la Navidad, a la Navidad los toros, a los toros la Semana Santa. Lucrecia í, hija del licenciado Yáñez, es coronada reina del estudiante, y Jaime encabeza el desfile de disfraces, vestido con traje de baño de mujer, una pañoleta en la cabeza y un gran bolso de su mamá; en tanto el mariachi toca, brincotea todo los sones conocidos.

En el silencio de las aulas, los exámenes fina­les crean la atmósfera de neurosis colectiva. Dios y todos los Santos los hubieran librado de pasar aquel trago amargo si durante todo el año esco­lar se preocuparan por hacerlas tareas, las lectu­ras obligadas; pero la vida es larga y los recreos siempre parecen cortos. Jaime se ve más asedia­do que nunca, hay quien ofrece comprarle los apuntes, otro paga por sentarse junto a él duran­te las pruebas. Jamás ha recibido tantas muestras de apoyo. ¿Tienes dinero suficiente? ¿Te falta algo? ¿No quieres un refresco?

Un enjambre de alumnos le siguen por do­quier, se le unen a repasar lecciones, resolver cuestionarios, preguntarse mutuamente y diser­tar sobre el contenido de las pruebas. Con el porte tieso, manifiesta el orgullo de saberse ne­cesario, respetado.

—¿Hace mucho que llegaste?

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—Antes de que abrieran el portón. Creo que fui el primero.

—Los exámenes te han hecho madrugador. —Y de ti, ¿qué me dices? Nunca aparecías antes

de las ocho y media y ahora estás aquí, puntual. Saludan al unísono la aparición de Juan Carlos.

Poco a poco el salón se ha ido llenado, la figura alta, rechoncha del maestro, llena la puerta. Se pa­vonea para tomar por asalto el escritorio.

—Bueno... —con sorna. Su mirada salta de una a otra de las expresiones temerosas—. ¿Es­tán listos? —reta, igual que si se tratara de una lucha a muerte—. Supongo que estudiaron mu­cho —la luz de la vanidad centellea en los ojos de Martínez—. Ya saben, nada de copiar—indi­ca el sitio que deben ocupar: los más estudiosos atrás y los que no se han distinguido por su afi­ción al estudio, adelante. Reparte los juegos de hojas engrapadas mientras indica que no las va­yan a voltear; luego de las últimas recomenda­ciones ocupa de nuevo la silla y mira el reloj—: ¡Comiencen!

En medio del ruido de las hojas que se vuel­ven, observas a Martínez. Contesta de inmediato con letra pequeña, casi perfecta, envidia de to­dos. Jorge Gil sonríe bonachonamente, mira a uno y otro sitio para descubrir a su alrededor a los más

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atrasados. Su vista topa varias veces la de sus com­pañeros que vagan en todas direcciones, menos sobre los exámenes. Ochoa Troncoso juguetea el borrador entre los dedos y alarga el bostezo.

Con la frente reclinada en la mano, el maes­tro abre el portafolios con la intención de leer el periódico, un cuchicheo sordo, in crecendo invade el aula. El palmetazo vibra en la cubierta del escritorio.

—¡SILENCIO! —su vista furibunda recorre los asientos, devuelven mirada de resignación; sumisos, retornan a los exámenes.

Transcurre, eterna, la hora en que el sudor cu­bre varias frentes, mientras otras lucen satisfe­chas. El maestro consulta el reloj. Un escalofrío recorre al grupo; apresurados, intentan contestar las preguntas que han quedado sin respuesta.

—Voy a dar quince minuto más —el suspiro se generaliza.

Martínez entrega sus hojas completamente lle­nas por aquella letra menuda.

—Puede retirarse. Luego de una inclinación, se aleja, sin poder

evitar que algunos jalen la manga de su camisa, mientras apresuran nerviosos alguna pregunta a la que, por respuesta, obtienen indiferencia. Lo miran con odio; otros sonríen lastimeramente, in-

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tentando ganar su piedad. Cruza las ventanas, satisfecho, hasta perderse en el acceso.

Juan Carlos, nervioso, con el cuestionario a medio llenar, mira hacia atrás, a dos lugares del lugar de Jaime Vélez.

—¿Cuáles te faltan? —endereza la prueba para que Vélez tenga un mejor panorama. Apunta las respuestas en un trozo de papel. Sánchez suspira con alivio. En el colmo de la desesperación, Jor­ge Gil mira en todas direcciones, nota que Silva González tiene sus hojas casi llenas. Lentamen­te, sin perder de vista al maestro, alarga la mano hasta la altura de las costillas y le pica con la plu­ma. Porque no lo esperaba, brinca del asiento, al tiempo que exhala el grito sorprendido. Gil ocul­ta la mano en el bolsillo, finge escribir sobre la prueba intacta. El maestro aparenta no haber es­cuchado y vuelve a mirar el parque.

—¿Qué quieres? —muestra el examen en blanco; indica que se la entregue; no obstante, el intercambio es notado por el profesor, que pasea a lo largo de la fila en los eternos minu­tos. Los dientes de Silva castañean. El mentor, con parsimonia, torna a sentarse, absorto. Uno a uno los alumnos han venido entregando sus reconocimientos. Luego de una ojeada a los rezagados, observa el reloj.

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—Señores, ya es hora —los retrasados entre­gan sus pruebas.

Desde afuera, entre los comentarios se aguar­da la salida de La Foca. En tanto recoge los últi­mos exámenes, desahogan un alivio nervioso. Otros pocos, con la sombra de la pesadumbre se retiran en silencio. Hundido en sus reflexiones, Jorge Gil, lamenta su suerte y, silencioso, se pierde en la calle.

Son las doce, todas las ventanas se encuen­tran cerradas, nadie ha quedado en los interio­res. El último día de labores marca el inicio de las vacaciones. Han quedado solos en la es­cuela desierta.

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Capítulo 4

Te apresuras a llegar cinco minutos antes de que abran. El salón de segundo año huele a pintura nueva. Tus piernas y brazos

se alargan, la voz se hace grave, eres capaz de lograr esfuerzos que nunca antes intentaras. Todos lucen distintos. La reanudación de la amistad, rota por la distancia de las vacaciones, se vuelve doblemente excitante. Con el corazón en la puerta, a la espera angustiante del momento en que su voz, sus pasos, acompañen tu vía crucis, y el desplante de la ropa nueva, de tu excesivo esmero en la apariencia personal: "Me he arreglado sólo para ti". Finges atender la conversación que no escuchas, Jaime habla para retenerte en el espacio que, sin la amada presencia, se convierte en prisión.

—¿Escuchaste lo que dije...? —Sí. Sí, te estoy oyendo. Vacacionaste en

Guadalajara... Tu imaginación trota sobre la naturaleza

veleidosa, por los estrechos senderos de duda. "¿Y si se hubiera cambiado de escuela?" "¿Es que

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no lo veré ya más?'* Por todos lados el miedo, los remordimientos que nacen de la culpa: "No vol­veré a presionarlo. Ya no insistiré. Total, ¿si él no quiere...?" El itinerario del amor loco te arrinco­na contra la incertidumbre.

—No me estás poniendo atención por estar mirando la maldita puerta.

—Discúlpame; estoy preocupado. No me gus­taría volver a tener al Chango de maestro.

—Sí. Tienes razón, el mundo sería perfecto sin él.

—Luces muy bien; pero eso qué tiene que ver con Ventura.

Su actitud dubitativa alienta la sospecha. —No, nada. Temí que no te gustara mi camisa. —Ya te he dicho que me agrada como te vistes. —.. ."¿y si le hubiera sucedido algo?" —En la

imagen fugaz, un auto se avoraza contra su des­cuido, lo arrolla; manchas de sangre sobre el as­falto. "¡Oh, no!"

—Qué pasa. Es cierto; te ves muy bien —todo coincide cuando Jorge Gil ingresa al cubículo.

—...ah, ya veo... —habías guardado la espe­ranza de que no se inscribiera al curso. Y, en el instante inmediato, a 78 revoluciones por minu­to, el mundo, el universo, inician su canción con la voz de Enrique Guzmán.

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LA MÁS EXQUISITA AGONÍA

El suéter rojo, en contraste con el cuello blan­co de la camisa, acentúa el color de las mejillas. Tostado por el sol de agosto, la claridad en sus ojos, la picardía porque no puede ocultar el des­lumbramiento cuando te descubre y que te hace jugar con la ilusión de que ha estado pensando en ti.

—¡Hola! Qué tal la pasaste en las vacacio­nes —te estrecha efusivo. Ahora eres igual a un arbolito de Navidad. Jaime lo nota y explo­ta enfadado.

Nunca antes te has sentido tan bueno, tan hermano de todos. Este mundo ha sido creado para ti, para él, en el tiempo, en el universo en el que no cabe nadie más. Un mundo simple y sin complicaciones, formado de revistas, discos... Casi nada puede preocuparte. El cine, la música, la escuela llenan la mayor parte de las pláticas.

Te mueres por tocarlo y, ahora que nadie mira, acaricias el vello de su brazo. Pone fin a tus arrumacos y te invita a integrarte al grupo grande para continuar la charla en la que están mezclados todos.

—Quisiera decir algunas cosas que pienso, pero no encuentro las palabras.

—El maestro de civismo dice que ya todo está en la mente.

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—No puedes pensar lo que no puedes decir. —¿Por qué no? —Porque pensar es igual que hablar en voz

baja Más allá de tu delirio, una corriente de

cotidianeidad fluye en la fuerza tenaz, en el de­seo de vivir de los compañeros que descubren un mundo renovado.

—¿Tú qué piensas...? —la virilidad que asom­bra, que intimida, se esboza en cada uno de los gestos de Jorge Gil. No puedes permanecer ca­llado. Se aprende a ser hombre en el grupo.

—Leí en un artículo que el pensamiento abstrac­to no siempre puede expresarse verbalmente —ha­blas para demostrar que sabes, que tu opinión es la más autorizada, sobre todo si él participa en la charla y sí piensa igual a ti; si logras convencerlo, lo acercarás...

Los alumnos de primer ingreso se desparra­man, forman grupos. Juegan bajo la mirada despreciativa de los, ahora, "grandes": los de se­gundo y tercer año que, tumbados sobre la hier­ba, ocultan el cigarrillo. Luego del lapso, la pe­sadilla; reanudan las hostilidades:

—¿Entonces qué, Juan Carlos, cuándo vamos con las zorras...?

¡ Lo abraza! El tono lleno de sarcasmo. Su ironía

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viscosa, directa, contra el blanco débil, porque te estudia a la espera de la respuesta. ¿Cómo aceptará la invitación? La mueca de sorpresa ante la embes­tida inesperada, la zozobra, roba el color a tu cara.

—Nomás que me den mi domingo —logra arrancar las risas. ¿De verdad se meterá con una prostituta? Seguro se divierte con tu reacción.

—...conozco algunas y, como ya soy cliente, te puedo recomendar para que te estrenen —por herirte, para lastimarte, porque te odia y trata de salvar a Juan Carlos de tu pasión enfermiza— qué te parece el viernes.

Un tanto intimidados, el resto de los compa­ñeros se sustraen al rumbo peligroso de la con­versación. En ningún otro momento has deseado tanto que suene la campana, que acabe con el receso, pero los segundos escapan igual que el conteo sobre el boxeador caído y el timbre no suena. Aún duda, acorralado.

—Me parece bien. Nos vemos el viernes. Tú me dices dónde...

Jorge cubre las expresiones de los que se con­duelen. Tan terrible es tu estado, en el silencio que se prolonga...

—Yo también voy... —te escuchas decir des­de lo profundo de la indignación, con el orgullo herido— ¿...qué, allí no venden hombres?

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—¡ Está bien! Te esperamos. A ver si así te vuel­ves hombre —ríen ante tu reacción intempestiva.

El ocre del cielo enmarca al viejo sol que, avaro, filtra los rayos que apenas iluminan la calle solitaria. Peregrino del deseo, animal que no logras arrancarte de los hombros, sólo te tienes a ti mismo.

La angustia duele. De allá tendrá que venir, de algún rincón de la fe, la solución. "¡Maldito, todo por joder!" Y si sucediera algo, si un tráiler aplas­tara a Jorge Gil. Piensas en huir, alejarte, dejar el mensaje: "Adiós, perdónenme. Nunca volvere­mos a vernos. Los quiero mucho". Deseas bus­car tu destino en tierras lejanas, desconocidas, y en sus bares o cantinas descubrir las miradas de otros hombres que, al igual que tú, se encuentren solos, incomprendidos.

Buscas el rincón apartado y cuando tu madre inquiere por tu tristeza:

—¡ Quiero estar solo! ¡ Déj ame tranquilo —res­ponde el tiple infantil.

Es tarde, todos duermen. Permaneces en el patio recostado en el sillón playero. El silencio es casi absoluto bajo el cielo repleto por la pre­sencia infinita, callada, de las estrellas:

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Por tu nombre, dirígeme y guíame: sácame de la red que me han tendido...

Para qué ilusionarse con la idea de que Jorge ol­vide su celada. Por supuesto que tendrás que asis­tir, aunque sea sólo para comprobar su traición.

Tus manos parecen ancianas bajo la luz del baño; sopesan el peine, el plástico negro que no atina a poner orden en tus cabellos, "...porque Tú eres mi amparo. En tus manos encomiendo mi espíritu..." Lloras la impotencia. Desde el ca­nillón del templo, las campanadas precisas, ais­ladas, anteceden al himno que invita a los niños al Sagrario, porque "Jesús llorando está". Len­tas, espaciadas, señalan el principio de la madru­gada, "Tú, el Dios leal, me librarás". Ojalá y no hubiese amanecido, pues no deseas levantarte; en ese momento, el relámpago que precede al true­no avisa que no irás a la escuela: Todo el viernes llovió.

Durante los dos siguientes días, Clara, un ci­clón de septiembre, pone a salvo tu hombría.

Un alma en dos cuerpos repartida. Qué alegre la lluvia que lava el paisaje. El amor es el pensa­miento que une. Las luces de los autos resbalan en el asfalto mojado. Encierra la canción de la vida, la que se deja escuchar desde el cielo sobre

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los techos de las casas. Todo es amor que busca contraparte, complemento: a la lluvia sigue el sol, al día la noche; el trabajo y el descanso reparti­dos. Escuchas crecer las plantas, la oscura pre­sencia de los árboles, de la hierba que esconde la fascinación de mundos desconocidos. Un senti­miento de totalidad, de calma, descansa sobre los tejados. Una idea representa lo infinito, la incóg­nita que abarca el misterio de todos los tiempos. El buho que cruza la noche lluviosa, rapta tu aten­ción, por puro amor a la vida, a la necesidad de respirar, de crecer, espectador de la inmensidad que desenvuelve su magnificencia. Pronto cesa la lluvia. Todo ha estado aquí desde siempre. Un día te irás, pero las estrellas permanecerán en el cielo, más allá del tiempo.

Si descubrieras la fórmula para convertirte en el hombre invisible, podrías entrar en su casa sin ser visto: Te introducirías a la recámara, al baño, cuando se estuviera duchando... ¡pero no! Ya no debes pensar más en eso.

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Capítulo 5

Jueves. Por las tardes, un ángel de virtud desciende desde el techo, desde el cam­panario, y habla por la boca del Santo Varón,

con la voz del señor Tarcisio que resuena sobre las paredes, sobre los pisos de mosaico pulido, pulcro por la obsesión de las beatas al cuidado de lugares sacros.

Acomodan el cerco de sillas, en el galerón de muros encalados, para escuchar la exégesis de los evangelios, de las sagradas escrituras y la pré­dica de la castidad y el celibato. Prohibe las pelí­culas en clasificación C y, para referirse al sexo, emplea el calificativo de "El Mal", enfermedad que, en contra de tu voluntad, dilata las pupilas, abre los poros, invade, endurece las partes del cuerpo a las que no debes acudir, ni siquiera pen­sar en su nombre. Donde termina el ombligo co­mienza el infierno, quema, igual que a la imagen del ánima bendita que, con las manos atadas, so­brevive al fuego, a sus lenguas. Los asistentes a la reunión progresan bajo el olor de santidad que despide el hombre rubicundo, guapo, jovial a sus

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cuarenta años. La sotana no esconde la fuerza de los sentidos, desborda en el fulgor de los ojos que brincan de uno a otro de los rostros, embebi­dos en el manantial de sus lecciones.

Del otro lado de la madera, tallada al estilo barroco, un lienzo ligero, morado, separa el ros­tro del confesor, para absolverte y escuchar la voz umbrosa que murmura:

—Dime tus pecados... En la penumbra de la nave se enfilan las actitu­

des nerviosas, contritas, que enumeran las faltas para poder acceder al cuerpo de Cristo con el alma inmaculada.

—Me acuso, padre, de haberme burlado del prefecto...

—Tus mayores no deben ser motivo de burla. De ellos debes aprender el respeto, imitar sus mejores actos...

—Me gusta mirarme desnudo, tocar mis par-

—A tu edad tu cuerpo cambia. Te sucederán cosas difíciles de explicar. El demonio de la cu­riosidad ha de tentarte con los pecados de la car­ne. Debes prepararte para afrontar esta dura prue­ba y no avergonzar a Dios, Nuestro Señor, ni a su Santísima Madre, que todo lo ve, abandonán­dote a las redes del vicio.

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—Creo que ya es demasiado tarde, padre —tu vista escapa por la ojiva donde se contempla un pedazo de firmamento, claro, despejado. Muer­des los labios...

—No lo creo. ¿Cuántos años tienes? —Catorce. —Eres muy joven; apenas empiezas; puedes

cambiar, aprender de la vida... ¿cuál es el santo de tu devoción?

—San Jorge. —La Virgen María intercederá por ti. Ella tie­

ne una gran influencia. Reza para que San Jorge te ayude a vencer al dragón. Dime, ¿has cometi­do algún pecado capital?

—No; pero la tentación es más fuerte que yo. No podré vencerla. Hago penitencia todos los días; ruego a Dios. Es en vano... ya no sé... ¡ayú­deme!, padre.

—¿Cómo es la tentación que te acomete? Durante largos segundos dudas en abrir el es­

píritu, confesar tu secreto, rebuscas en la mente un pecado menor, tal vez... si hablas de mujeres; pero si mientes ahora, te verás obligado a hacer­lo de por vida, para siempre. Al sacerdote, cuan­do te lo encuentres en la calle o los pasillos del templo, evitarás verlo cara a cara. Cuesta since­rarte, vaciar el fardo que agobia... te has consa-

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grado a él, por encima de todo, y traicionar un pacto... ¿y si Juan Carlos fuera la representación que el dragón toma para vencerte? ¿Cómo puede en su alma caber el menor signo de maldad? No es solamente un bello cuerpo sino también todas las cualidades que se pueden conjuntar en la ino­cencia de la juventud. El silencio es largo.

—¿Por qué temes, hijo mío? ¿Te da miedo con­fesarlo? ¿No ves que el Señor, por mi conducto, quiere hablar contigo, ayudarte?

—Estoy muy confundido... —Eres fuerte, ¿verdad? No siembres la confu­

sión en tus sentimientos... La fuerza de voluntad se sobrepone al miedo,

aprietas los ojos y hablas mecánica, rápidamen­te, temiendo arrepentirte antes de llegar al final.

—Me gusta uno de mis compañeros; lo amo entrañablemente. Cuando lo veo me invade la emoción, que ahoga. Mi desesperación está lle­gando al colmo, hasta he pensado en quitarme la vida, escapar del pecado...

—Tu vida no te pertenece. El señor te la ha prestado y no tienes derecho a disponer de ella. Un día has de regresar a su seno, te llamará a cuentas. A veces se confunde la amistad con el amor... es natural que te encariñes con tu amigo, pero trata de ver las cosas de otro modo. Existen

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diferentes clases de amor: el que sentimos por nuestros padres, por nuestros hermanos, por nuestros amigos... —el tono acariciante, protec­tor, arrebata tu espíritu de las garras del pecado para devolverlo al seno del Señor, donde cabe todo regocijo, la paz eterna de las buenas almas—. ¿Estás arrepentido?

—Sí, padre. —En el nombre de Dios, yo te perdono. Te

impongo la penitencia de tres rosarios diarios, un ayuno semanal y a bañarte con agua fría todos los días, al levantarte, durante un mes. Ve con Dios, hijo mío.

Te incorporas, levitas, abandonas el lugar con paso breve, la cabeza gacha como si hubieras apartado el peso de tu cuerpo, liviano.

Entre las bancas, los chicos esperan turno y los contemplas nerviosos. Te sientes bien, por­que abandonaste la negruzca lascivia en aquel rin­cón, a la espera de la mañana en que habrás de fundirte al Señor en el misterio de la eucaristía, divino alimento que te proporcionará las fuerzas suficientes para luchar, resistir los vicios.

A tu alrededor, las esferas celestiales entonan el cántico de amor fraternal que envuelve al mun­do, al que retornas, del que formas parte junto a los justos: invitado al reino prometido, a la mesa

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del Dios verdadero. Haces memoria, un recuen­to de tus acciones, y te encuentras bueno, casi santo; a pesar de la tentación, aún no sucumbes al pecado.

Camina al confesionario a cumplir su obliga­ción. Lo observas, por primera vez, igual que a un extraño, un compañero más. Se cruzan frente a la puerta de la capilla.

—Hoy es la final del campeonato de básquet Me gustaría que estuvieras; después podríamos platicar—te dice.

Permaneces clavado en la puerta, contemplas el algodón de una camisa blanca, el talle largo, el pantalón que, de tan apretado, podría romperse abajo de la cintura. Comienza a amarillear la yedra que oculta las paredes del templo y, más allá, ten­didos sobre el pasto, en el atrio, tres muchachos conversan. Por un momento te miran, comentan algo, luego retornan a la chachara.

Desde el torreón, la vista de los pueblos, los bosques, los sembradíos, se deslizan por la fal­da de los volcanes, magnifican el campo par­celado en un ajedrez verde y amarillo de arroz y maíz. Podrías tocar el cielo, está cerca. Res­catado del temor de una huida constante, me­ditas, acompasas el pensamiento al ritmo de so­les y galaxias que vibran en las pautas del ordeti

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divino; respiras el regalo, la belleza de las co­sas simples. Las palomas moradas atraviesan la bóveda celeste; visitan los árboles a un lado del campanario; son miles emigrando al sur. La garza blanca se desliza hasta la cumbre de una palma, desaparece junto al estanque. Te impa­cientas. Bajas de prisa.

Puntual en el partido de campeonato interse­cundarias. Sabe que estás ahí entre el graderío y tratará de lucir el ímpetu, la tenaz y recia entrega del corredor que se aproxima a la meta. Con la habilidad de una contradanza, brindará sus mejo­res ángulos: ágil, agresivo, enfrenta a sus rivales con el perfil clásico, vientre endurecido, atercio­pelado, bajo la camiseta deportiva. Convierte en ceremonia de cortejo el giro de las piernas, mues­tra los músculos alargados, el arco perfecto de la pantorrilla que salta bajo las candilejas por enci­ma de los contendientes; con elegancia precisa, con dejo felino, impulsa la pelota y la encesta. Cae, irreal, en la atmósfera de gloria. Instante en que voltea, te mira, sonríe.

—¡Otto! —lo llaman. Sobre la camisa, el escudo azul del instituto.

Te cree presa fácil. Manosea a su amigo. Coque­tea, no ha dejado de mirarte. Pone de manifiesto tu miseria, descubre la señal sobre tu frente; sin

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importarle el público, besa el hombro del adoles­cente. Bajo la sombra de las cejas, sus ojos bri­llan con picardía. Te excita la armonía de sus ras­gos, las piernas de sus catorce años, quince, tal vez. Aparentas no mirarlo y atiendes al juego; te incorporas y la luz llena tu cara. Una corriente de simpatía atraviesa, se desliza entre los especta­dores, a diez pasos, intuyes, continúa mirándote, abrazado al otro que deseas ser tú, para montar el acto circense. El grito se prolonga, escapa a las paredes, más allá de las huertas, de la esta­ción del ferrocarril corea el triunfo de tu escuela.

El destello de los uniformes cubre la cancha al final del juego.

—Temí que no vinieras —jadeando; el esfuer­zo le impide hablar; agradece con la faz radiante, en medio del tumulto, de los extraños que se acer­can, lo felicitan, Enua a los vestidores.

—Un buen partido, en... ¿Te gustó? —se es­cucha la voz de Otto, aprovechando el momento en que has quedado aislado, a la espera, afuera de los vestidores.

—¡Claro! Ganamos —le contestas, con cierta insolencia, y apresuras el reconocimiento acari­ciando, al descuido, bajo la luz de las celosías, su cabello; un mechón cae sobre la frente. La mira­da se detiene, calmada, en tu mentón, te invita:

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I -A MÁS EXQUISITA AGONÍA

—¿No te vas por ahí...? ¿Le has gustado? ¿Es que acaso él también...?

No. Tal vez sólo anda a la busca de un nuevo ami­go, pero por qué tú; por qué te ha escogido... ¿y si es a Juan Carlos a quien espera? ¿Lo conoce? De­vuelves mirada de extrañeza, conminándole a guar­dar distancia. Lo observas. Los observan...

—Estoy esperando a mi amigo. —Puedo darles un aventón, llevarlos adonde

gusten. Por qué no puede preguntar clara, llanamente,

qué quiere. Se sitúa a tu lado, sobre la banca, tácitamente, sin esperar la invitación, con las ma­nos dentro de los bolsillos.

—¿Conoces el chiste de la vaca tan flaca, tan flaca...?

El pelo se te viene a la frente, lo acomodas con la mano... por lo que respecta a la ropa, lu­ces bien, losjeans te sientan... habla, habla, ha­bla, temiendo callar. Te ata al zumbido pertinaz de la conversación salpicada por la risa que te cerca, en la emboscada de franqueza. ¿Por qué abrazaba a su amigo? ¿Existirá algo entre ellos, buscará un pretexto para ponerlo celoso? Del otro lado de la pared los gritos, las carcajadas, el rui­do de las regaderas, ¿es que nunca va a salir?

—¿No te vas a ir? —le pregunta a Otto uno de

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los dos muchachos que se han acercado, proba­blemente condiscípulos; uno te mira, te estudia, intenta encontrar en ti, algo especial; luego, di­recto contra Otto—: ...o, si prefieres, podemos irnos a pie, si es que tienes algo que hacer.

Otto te busca y lo abandona. Desilusionado, al topar al escuálido que, al igual que todos, luce la cara invadida por las espinillas y los barros, los mira con sorna, alternativamente; en ese instante aparece Juan Carlos en la puerta; sin intuir lo que sucede, muestra aspecto de curiosidad.

—Mejor lo dejamos para otra ocasión, Otto. —le dices

—Sí, creo que es mejor. Te llamaré por teléfo­no —se despide de mano y se aleja.

—Y ése qué... ¿quién es? —inquiere Juan Car­los, con gesto despectivo.

—Lo acabo de conocer, creo que le simpatizo. —¿Y le das tu teléfono a cualquiera? —incré­

dulo. Entre broma y serio, hay reproche; hace como que amenaza con el maletín.

La noche, retazos de nube que se alargan sobre el alumbrado eléctrico de las calles solas. Huele la humedad del viento que desgreña las palmeras. La alegría desborda, enfatiza los gestos que

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I.A MÁS EXQUISITA AGONÍA

exacerban la borrachera de una dicha sin recato, explosiva Y, en silenciosa comunicación, telegrafías un mensaje de afectuosa complicidad. Por el instante, por el solo momento en que alarga la mano para golpear ligeramente tu mejilla, darías varios años de tu vida. Te arrincona en la oscuridad.

—¿No te parece cruel tenerme así? —Eres tú el que mantiene la esperanza., a mí

me gustan las mujeres. —Entonces, por qué dejas que te toque y casi

te desnude... —Esto es un juego; pero no quieres entender­

lo. Mientras no pases de ciertos límites, todo está permitido.

—¿Juegas con mis sentimientos? —No. No es eso. ¿No lo entiendes? Te quiero

a mi manera. Tú, en cambio, exiges todo o nada; no dejas alternativa. Necesito un amigo, alguien en quien confiar, te he contado mis deseos, mis secretos...

—No todos. —Es cierto. Uno debe quedarse con algo. Si

no tienes nada que esconder, si no representas un enigma para los demás, dejan de interesarse en ti.

—Pero hay veces que siento que estoy a un paso...

—Me acorralas. La mayor parte del tiempo

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tengo miedo de quedarme a solas contigo. No por lo que puedas hacer, sino por mí. Ignoro has­ta dónde podré resistir. Muchas veces imagino...

A medias, en el suspenso, el temor a manifes­tar sus deseos.

— ¡Dejémonos de tantas puterías! ¿No podría­mos actuar como hombres? —tinge el tono gra­ve de la voz, imita a un tenor.

—Pero, por otro lado, me siento tan "confun­dida" —tiple igual al de una mezzosoprano. Ríen. Si te aproximas, colocará la gélida barrera, man­tienes la distancia, meditas.

—No te enojes conmigo. —Al contrario, gracias por comprenderme.

Soy un fenómeno, ¿no? Un animal raro. —No lo tomes así... —Tampoco necesito tu compasión. —Ni yo te he dicho que no, únicamente te pido

que me des tiempo a pensarlo. —¿Sí? Llevas dos años diciéndome que "tal

vez1', que "a lo mejor". ¡Estoy harto de tu sucio juego! —el rostro demudado.

—No te enojes —sujetándote por la cintura—; vamos donde tú quieras —sorprendido por el ges­to ambiguo, mitad serio, mitad broma, en el que se perfila una posibilidad de comportamiento, debido al momento.

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—¿Lo dices en serio? —¡Claro! —continúa el tono de ironía. Te aferras a la oportunidad, tal vez única. De­

seas con vehemencia el escondite, cerco de inti­midad necesario para vencer su obstinación. Un lugar a resguardo de la curiosidad. Lecho sin cul­pas, sin remordimientos, en el que encuentren si­tio tus fantasías, la aventura de explorar el cuer­po ajeno. Un lugar apartado, solitario, lejos de las miradas intrusas, ¿o es que no existe un lugar así por alguno de esos caminos perdidos entre las huertas, más allá de las últimas casas y las calles, un sitio dónde ocultarse a las intrigas y murmuraciones?

Una brisa extraña sacude crotos y palmeras, todo el silencio parece agolparse en el punto más oscuro del parque. Desvías la mirada, esquivas la fascinante visión que seduce como animal salva­je. Si cierras los ojos, la fantasía y la realidad, revueltas, huirán.

—¡ Vamos! —un golpe en el hombro te invita a continuar la marcha.

El entretenimiento te convulsiona, temblor que cascabelea en tus dientes a pesar de que respiras hondo y aprietas las mandíbulas. Se sabe admira­do, irresistible. Sigues las huellas de los zapatos que se entierran en la grava que escuchas crujir.

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El ruido de los pasos escapa rumbo a los arbus­tos, tras los tabiques alineados en los flancos del sendero. Se insinúan las pantorrillas bajo el va­quero. Se detiene, enciende un cigarro, el res­plandor del cerillo brilla en su pelo. Sus hombros ciecen dentro de la chamarra de mezclilla. Al fi­nal del parque, atravesando la línea de los trenes, más allá de la estación del ferrocarril, se encuen­tra el aeropuerto ¿es hacia allí a dónde van?

—¿Hasta dónde vamos? —preguntas, al tiem­po que observas en sus ojos, una maliciosa ex­presión: "¿Ahora tienes miedo?"

—Hasta donde tú quieras —el doble sentido de la frase, de la mirada que invita a la lujuria, obligan a callar y seguirlo.

Montados sobre una gran piedra, contemplan ei cielo. Encima de las cabezas, sobre la pista, arriba de las avionetas que parecen dormir en el exterior de los hangares, cientos, miles de estre­llas: rojas, azules, amarillas, constelan un cen­tauro... un león... dos osas. Entre las voces, el viento nocturno arrastra el silbido de un tren en la lejanía. Enmudece, de súbito, para dejar oír el canto de los grillos, las ranas en la char­ca; el tren pita y hace vibrar los rieles. Recar­gas la cabeza encima de su hombro, tiemblas; el tren se aproxima...

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LA MÁS EXQUISITA AGONÍA

El olor, todos los humores confundidos, su lo­ción, tu miedo, invade con la fragancia que, a tuerza de latidos, acelera el ritmo de tu pasión:

—¡Es mejor que me vaya, o me obligarás a hacer algo de lo que, luego, me arrepentiré toda la vida!

El ánimo desesperanzado borra tu sonrisa. Buscas los argumentos, las palabras que se atrope-llíin en el apresuramiento y consumen la derrota, porque de todos modos se aleja, huye de los impul­sos que han de robarte el sueño, mantenerte des­pierto, hasta que el gris rosado del amanecer te obli­gue a descubrir el rostro en el espejo, su marca, morder el llanto inútil y aceptar que empiezas a ser todo lo que no deseas.

Alcanza a sortear los durmientes antes que el desfile de luces, campanas, chirridos y sirenas lo borren. Pasan tras las ventanillas las caras de los desconocidos, de los viajeros, de la chica que te descubre, estupefacta, incrédula, de pie junto al. montículo y alucinada imagina que eres lo que en realidad ve: un fantasma, tu propio fantasma, por­que has sucumbido al encanto de la voz abismal sin esconder al fugitivo, al vagabundo que se pier­de en laberintos de corrupción. No pasaste la prueba que san Jorge te ha impuesto; no venciste al dragón, ya no puedes acceder a la comunión, te mostraste tan débil...

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El retorno es largo. Te espera la reprimenda, o peor, el castigo. La ciudad se abandona al letar­go, a la somnolienta dejadez de un tiempo plano. El viento arrulla los naranjos: "Por qué me has abandonado".

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Capítulo 6

De tan fría, tu piel despide vaporcillo, el contacto del agua madrugadora templa tus nervios, el cuero recibe, erizado, la

penitencia que se añade al ayuno. ¿Valdrá la pena tanto sacrificio? El castigo cae, líquido, sobre tu cuerpo: "Aparta de nosotros el castigo merecido por nuestros pecados".

La ansiosa espera atraviesa los patios, los pi­lares, los corredores, huye a través de las rejas hasta la calle que asolea un empedrado simétrico por los prados que dispersan grupos que se nie­gan a recibir la aburrida lección sobre los metales y los no metales. El señor Espíndola se arrima, reconviene: "Muchachos, por favor, el maestro los está esperando1'.

Silencioso la mayor parte del tiempo, retraí­do. "Qué tienes, por qué andas tan callado", si hablas, el otro, el que escondes, podría traicio­narte; decir lo que piensa, las palabras que po­drían en alerta a los demás. Este mundo se en­cuentra regido por reglas que hay que respetar; existe un orden, una disciplina a la que es preciso

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someterse. "Así ha sido por todos los siglos de la historia". Debes controlar la mirada para que no se vaya tras cualquier pantalón, tras las carnes de esos púberes que parecen no tener moral, tan obvios algunos: en el colmo de la desfachatez, se manosean con lubricidad. "Tú, que perdonaste a la mujer arrepentida y cargaste sobre los hom­bros la oveja descarriada..." Obligado a escon­der la mirada, los otros, al observarte con suspi­cacia, de seguro descubrirán en tu interior a un bicho, a la bestia equivocada.

La vista se toma huidiza, juega a posarse en todas partes y en ninguna, dibuja el parque, los pupitres, sin alcanzar la de los condiscípulos, "...no apartes de nosotros tu misericordia".

Un silencio cómplice reduce los cuchicheos; la intuición del malestar en tu actitud dispersa al grupo.

—¿Estaban hablando de mí? ¡Babosos! —mo­lesto por la situación que lo pone fuera de con­trol. No te atreves a reconvenirlo.

—¿De qué hablaban? —De fútbol. —¿Y por eso se fueron? —alzas los hombros,

intentas congratularte, reducido por la mirada rabiosa.

—Te enojas por nada.

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—Ahora dime: ¿de qué estaban hablando? —Ya te lo dije, de fútbol. —¿Me vas a decir de qué estaban hablando?

¿Se trata de algún chisme acerca de mí? —sor­presivamente te estruja por el cuello de la cami­sa. Palideces; niegas con la cabeza, humillado. Él recobra los ánimos.

—¿Qué podrían argüendear de ti? —las mira­das se retan.

—¿Es ésta tu venganza por mi negativa del viernes? ¿Hasta cuándo vas a dejar de presionar­me en esa forma?

—Te equivocas. Deseo pedirte perdón. Fui yo quien se excedió.

—Me vas a destruir con tus habladurías. ¡ Eso me saco por ser amigo de un puto!

Desalentado, bajas la vista. Sientes su mirada rencorosa, la mezcla de compasión y burla. De­sistes del alegato. Sale él primero para no darte oportunidad de abordarlo; huidizo, elude tus ex­plicaciones, la trampa de su debilidad.

Esperas a que se hayan marchado todos. Arrodi­llado, frente a su pupitre, reclinas tu mejilla contra el asiento; éste, aún conserva el calor del cuerpo amado. El sorpresivo ingreso de Jaime Vélez pro­voca que al erguiíte te golpees la sien en la paleta del mesabanco. Sin comentarios, porque te sabe ex-

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traviado en los laberintos del infierno al que teme y presiente cercano, recoge la libreta olvidada:

—¿Nos vamos? ¿No quieres que te ayude con los libros?

La pena atragantada en el cogote, bajo la luz extraña de un espacio que ahora te resulta des­conocido, te derrumbas vencido, agotado con la mirada indiferente.

—No. Quiero quedarme un momento más... pensar...

Largas, infinitas, las calles de la dos de la tarde. Atraviesas el jardín solitario, el portal vacío, el centro comercial de puertas cerradas. ¡Nadie a lo largo de las dieciséis calles que se­paran de tu casa!

Qué sola se encuentra la escuela antes de la clase de educación física. Nadie en los corredores ni en los patios, sólo vasos desechables, envolturas de golosinas se desparraman en el silencio. Cuántas generaciones te han precedido. ¿Quién habitaría los cuartos que funcionan como aulas, en ésta, que anteriormente ha fungido como residencia de un cónsul alemán y un gobernador? Sus patios, la alberca, las caballerizas, los corredores, conforman la mansión de portones

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que empujan los centenares de hombrecitos para abrirlos a la dicha, al puro afán de vivir.

Si nuestra madre Eva dio a nuestro padre Adán la manzana del pecado, iniciando el mal entre el hombre y la mujer ¿cuándo habrá, éste, surgido entre los hombres? Tal vez cuando Caín y Abel, solos, en el campo cuidando los rebaños, mien­tras las ovejas pastaban: Caín miraría a Abel, ape­nas vestido con la pelliza de cordero, las piernas fuertes, desnudas. Se está tan solo en el campo.

Uno, dos, tres, cuatro escalones, y el pórtico decó prolifera en herrerías y vidrios que opacan la luz. En el pasillo, dos bandas de granito flanquean el hall, donde se respira la paz y los silencios.

Caín se acercaba a Abel, su propio hermano; lo besaba, lo abrazaba. Abel accedía porque no pensaba que hubiera nada malo en aquello. Juga­ban luchas y, entonces, Caín se excitaba, lo acari­ciaba mientras alguna que otra oveja curiosa le­vantaba su cabeza del pasto para mirarlos con ojos tontos; pero cuando las cosas iban en serio, Abel corría, escapaba riendo

Los azulejos se desprenden en la alberca va­cía. Desde que uno de los alumnos falleciera aho­gado, no se volvió a proveer. La imagen de un cadáver joven flota en tu imaginación, la boca

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abierta a la desesperanza y el pálido color del ahogado. Te alejas del lugar; el miedo, fantasma que asecha tus espaldas, respira humedad sobre tu cuello.

Caín ya no podía más, estaba muy desespera­do. No quiso matarlo, sólo intentó desmayarlo, aprovecharse. ¿Cómo iba a querer matar lo que más amaba, su única compañía? Se le pasó la mano con aquella maldita quijada de burro. Dios sabía esto: había matado lo que más deseaba, pero no lo asesinó él, Caín, sino el pecado: Luzbel, que inflamó el deseo perverso, puso en sus ma­nos los huesos del asno, susurrándole: "Desmáyalo, de otra manera no accederá,..". Por eso Dios no mató a Caín, se limitó a marcarlo.

—Tu madre me dio la dirección; no sé si hice bien en venir —en el fondo de las palabras de Otto, redescubres el interés, el sabor de la vida—. Pensé que te agradaría pasearen bicicleta —la camisa le está de maravilla, el short, los tenis blancos, logra en la actitud, en el estudiado descuido, la plenitud juvenil—.

El ruido de las llantas corta el asfalto con chi­rrido lastimero que acompaña, lleva tus pensa­mientos lejos, junto a los cerros en la panorámi-

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ca, paisaje de campo, entre los que aparecen, igual que unas islas, la enormidad de las parotas. Con­tra el fondo azul, violeta, se acrecienta el flujo del verano para estacionarlo sobre las montañas. El pedaleo marca el ritmo a tu alucinada, febril obsesión. En sordo tumulto, las imágenes recu­rrentes se derraman en los maizales verdes, en los surcos, sobre las cercas de piedra. Una inteli­gencia que sólo sirve a los sentidos lucha contra la libido. Otto se adelanta, sus piernas giran, su­ben, bajan, y el vapor de la tierra, sus fermentos, enardecen tu espíritu, bajo el cálido soplo del de­monio de la tentación.

Mimetizados en el monte que reverdece en las palmas, gritas al viento; Otto corretea a los caba­llos. Se tienden en la hierba a esperar que trans­curra la mañana del sábado, coleccionando ho­jas, rocas, suspiros, insectos...

—Oye... ¿Te gustan las mujeres? —la pregunta no te sorprende, la habías estado esperando. Des­vías la atención, hasta entonces centrada en el can­to de una cigarra encima de la hoja. En medio de las ramas del arbusto, la aparición blancuzca del rostro de Otto te obliga a contestar;

—¡Claro! —¿Tienes novia? —Sí.

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—¿ Y cómo es ella? —El ser más hermoso del mundo. ¿Has visto

las muchachas que aparecen pintadas en las cajas de cerillos Clásicos?

—Sí. —Se parece a la número 55, Fabiola. ¿Co­

noces su hermoso perfil? Tiene el pelo rubio, las mejillas encendidas, los ojos claros.

—Y cómo se llama... —Eh... Silvia. —¿La quieres? —Es lo más grande de mi vida. No amaré nun­

ca a nadie como a ella. —Qué suelte que hayas encontrado el amor.

Yo aún no sé qué es... —Cuando nos encontramos a solas deja

que la toque, que la abrase y, cierta vez, que no había nadie en su casa, salió desnuda del baño y me dijo: "¿Me puedes secar la espal­da, por favor?"

—¿Así que la has visto desnuda? ¡Oh, calla!, que estás despertando mis instintos.

—Otras ocasiones, en el templo, cuando na­die nos mira, consiente que tome su mano.

—Pero, entonces, no es tu novia. ¿No sales con ella? Por la forma en que me cuentas parece que hicieran las cosas a escondidas.

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—Es que... aún no la dejan tener novio. —Ah, qué felicidad. Si hubiera una canción

que se llamara Silvia, la podríamos cantar juntos ahora. ¿Y nunca te la has...?

—No. —¿Por qué? —Tiene miedo. —Habíame más de ella. ¿No tienes su foto?

Tal vez la conozco. ¿Por dónde vive? —No te lo diría, puedes aprovecharte de lo

que te he dicho. —De ninguna manera, ¿acaso no me tienes

confianza? Además, ella te ama ¿no? —Y a ti ¿te gustan las mujeres? —Sí, sí me gustan. Me gusta Sandra Dee, An­

gélica María... —¡Anda! Me refiero a mujeres de verdad. —No sé, es que a veces me siento raro. —¿Por qué abrazabas a tu amigo en la cancha? Puro nervio, porque sonó la hora de entrar al

juego de la verdad. ¿No es por este camino por el que se consiguen los amigos?

—Ah, ése... pues... porque se deja. —Y... ¿qué más se deja hacer? —¡Todo! Se deja hacer todo —corre y se

empeña en trepar un árbol cercano, invitándo­te a imitarlo.

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¡ Oh, dulce misterio de la vida! ¿Qué es lo que te atrae en él? ¿Por qué te inspira tanta confianza? Tal vez su estilo que, al menos a ti, en la primera im­presión, te ha parecido tan libre y desprejuiciado; pero, por encima de todo, su jovialidad, su afec­to acrítico.

—Es él, ¿verdad? Lo amas... —Quién —palideces, no logras el esfuerzo

por dominar el miedo. Te gusta su confianza; sin embargo...

—El sangrón de las canchas de basquet, por­que no hay ninguna Silvia, ¿no es así?

—... —no levantas la vista hasta la rama de donde desciende la voz, porque presientes que te encuentras frente al árbol de la fruta prohibida.

—Y... él, ¿lo sabe? —Él inició todo —se te escapa un gallo,

maullido, y obtienes la respuesta de su risa. Lo has dicho, convencido a sincerarte, a pagar la apuesta.

—Por qué te amargas la existencia. —El ya no quiere tener nada conmigo. —¿Cómo? Me acabas de decir que fue él quien

te sedujo. —No sabía lo que hacía. —No pienses por él. Se ve que es un inmoral.

¿De veras te gusta? A mí me parece que tiene el

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tipo de esos que, si los miras de cierto modo, haces que se quiten hasta los calzones.

—Tal vez, pero no es lo que debo... —¡Debes! {Debes! j Debes! El deber ante todo,

¿y no cuenta lo que sientes? —salta del encino. —No te esfuerces en tratar de convencerme.

Tengo mis valores. —Inventas juegos demasiado complicados.

Eres rebuscado... —¿Rebuscado? Lo que pasa es que no quiero

condenarme. Se desmoraliza, desploma las manos que gol­

pean los muslos. Levanta los hombros, sonríe, dubitativo, niega con la cabeza.

—Mi padre es masón. No fui educado religio­samente; no sé si creo en Dios; pero de lo que estoy seguro es de que estás luchando en contra de tu naturaleza...

Has esperado toda la mañana la ocasión de sin­cerarte y, ahora, que has dejado atrás la ciudad, los secretos, no te sientes capaz de abrir la con­versación. Descubres que su cercanía te amedren­ta y que la franqueza te deja un sentimiento de indefensión, de embarazo.

—¿Fumas? ¡Vamos, quita esa cara! No has ase­sinado a nadie.

Con la cabeza hacia la madera, cruza los brazos.

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—Los cosas se encuentran al alcance de la mano. O, si crees que no es posible, ¿para qué te encaprichas con él habiendo tantos en el mundo?

A través del humo del cigarro, el ambiente de confianza y complicidad flota entre los cuerpos. En el silencio, las miradas que no te permiten de­cirle que no eres dueño de tus sentimientos. Es­cogiste aquel muchacho entre todos ¿o fue el des­tino quien lo puso a tu lado en aquella butaca del cine? Y tendrá que ser él, entre tantos, entre to­dos, porque será tu primera vez; y la primera vez es importante, trasciende.

—Porqué llamaste a mi casa; porqué me bus­cas... ¿se me nota?

—El amor es algo que no puede ocultarse. Ya te dije que no sé qué es el amor y quisiera encon­trarlo, no importa de dónde venga. La manera en que lo mirabas en aquella cancha de basquet, tus gestos irradiando felicidad, tu cara iluminada por el amor, te juro que por primera vez en mi vida sentí envidia. Me gustaría ser él...

¿A dónde escapar? Confundido, decides no seguir viéndole. El murmullo del viento entre las cañas se pierde en la rinconada que forma el arro­yo entre los sauces que rozan el estanque con sus ramas bajas. Se juega la última carta:

—¿No quieres meterte al agua?

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1A MÁS EXQUISITA AGONÍA

La aprensiva sensación de excitada incomodi­dad: ¡se desnudará! Cae el pantalón, la playera, la trusa; brinda el perfil de un cuerpo sin ropa, sin prejuicios. El peligro de la culpable obsesión que acrecienta el deseo, el temblor fino en tus dedos, que recorren tu cuello para limpiar el sudor.

De pie, tras el tronco, eludes su presencia que, aun mojado, te obliga a que prestes atención.

—Ya debe ser tarde, ¿no es cierto? —Sí. Es mejor que nos vayamos. —Él posee mejor físico que yo, ¿no es cierto?

No te enojes, no importa —sarcástico, ahora que conoce el último rincón de los deseos—.

Esperas por la mano que no se atreve a adelantar y, cuando apartas la vista, comienza a vestirse. Si­lenciosos, uno frente a otro, deja escapar el suspi­ro:

—Casi lo olvidaba, tengo algo para ti —la madera que la navaja talló, para extraer peque­ñas caras que figuran un tótem, convertido en pluma, te la entrega en una acción rápida.

—Gracias. Hacía mucho tiempo que nadie me regalaba nada.

—¿Te gusta? La hice yo mismo. —Por supuesto. Te ha de haber llevado mu­

cho tiempo. Huele bien. —Es cedro.

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—¿Qué significan las figuras? —Son los dioses del amor de los cherokes. —No debiste haberte molestado. ¿Por qué lo

hiciste? —acaricias a lo largo, dibujando la su­perficie con los dedos.

—Deseo tener un amigo sincero. Me siento solo.

La cobardía te impide abrazarlo. La soledad se acentúa con el ruido del viento entre los árbo­les. Recapacita, de improviso, porque su actitud ha propiciado la sombra de pesadumbre que em­paña Ja atmósfera. Lanza el guijarro que salta dos, tres, veces sobre el agua.

—¿Por qué no lo intentas? —ofrece la piedra que los une, no desprende la mano que descansa sobre la tuya, a la espera de la iniciativa que no llega. Un diálogo de miradas, gestos, actitudes, navega en los segundos de la espera...

—Es hora de regresar —y te convences, para guardar en el bolsillo de la camisa, junto al bolí­grafo, las palabras, la piedra, el deseo de amar.

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Capítulo 7

Aún faltan tres meses para que terminen las clases. —Ya ni asistes; todas las mañanas te las

pasas en el golfito. —¿Han visto el hoyo 11? La pelota tiene que

atravesar un laberinto, para entrar luego al inte­rior de una llanta partida que la encamina hacia un puentecito y, si pasa todo esto, cae en el agu­jero. Allí es donde se necesitan las matemáticas.

—¿Cuáles discos trajeron? —Sinners, Locos del Ritmo, Jockers, Teen

Tops... —A ver, ¿cómo hacemos las parejas? —Ya vieron... Marüyn Monroe desnuda, abra­

zando a Kennedy. —Pura publicidad para la campaña. ¿A tu casa

no llega esa revista? —Sí, pero este número no llegó. —Dicen que son amantes. A ver, ¿cómo se

pone Jacqueline? —¿Ensayaste el paso de la vuelta con el

brinquito?

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LA MÁS EXQUISITA AGONÍA

—Con el promedio que tengo, apenas alcanzo a pasar.

—¿Y no se trata solamente de pasar?, tienes que sacar diez, ¿verdad?

—Siempre he tenido el primer lugar de aplica­ción y para conservarlo necesito, por lo menos, un promedio de ocho en química. ¿Alguien vio mi libro de historia? Creo que me lo robaron.

—Ya te dijimos que no. —"Brilcream da brillo a su cabello". —Ya deja esa revista. ¿Vamos a ensayar o no? —El Keki y Elvis me tienen harto. —Sí, el \Keki-jada\ y Elvis-co. Ojalá y ya lle­

garan las vacaciones. —A mí, El Borolo me trae de encargo, seguro

me reprueba. —"...como mexicanos, debemos sentirnos or­

gullosos de que el presidente Adolfo López Mateos haya conseguido para nuestro país la sede óc las Olimpiadas. Eso nos permitirá demostrar­le al mundo nuestra capacidad de organización..."

—¿Ya vieron las camisas que llegaron a La Marina?

—Cuestan una fortuna. —Desde la primaria he sacado el primer lugar

en aplicación. Mi padre se muere si no lo logro esta vez.

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—¡Bah! Uno no tiene que vivir únicamente para sus padres, hay que pensar también en uno.

—A mí, las camisas me las hace mi mamá. —Una camisa que no sea de marca no la quie­

ro ni regalada. —Pero si son iguales y más baratas. —Pues a mí me compraron unos pantalones

de mezclilla que no eran Levi's. "No me los quie­ro ni probar", les dije. "Pues yo no los voy a ir a devolver sólo porque no son tan caros como los otros", me respondió mi mamá. "Yo voy", le con­testé. Mi jefa me miró con ojos de pistola duran­te un rato, pero al final aceptó.

—¿Vamos a ensayar o no? —Pon "La Plaga". —Soñé que Angélica María se bañaba en una

alberca con el agua fría; se le paralizó un brazo y empezó a ahogarse; sin pensarlo, me aventé al agua y la saqué casi inconsciente. Me miró agra­decida y luego nos besamos.

—jAy, sí! "Gracias mi héroe"... —Yo me aventaría si se estuviera ahogando

Enrique Guzmán. —Yo lo haría por César Costa. En casa tengo un

retrato suyo, de cuerpo entero y en tamaño natural. Antes de acostarme le prendo una veladora, le pongo sus flores y me duermo soñando con él.

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—Con razón no te quitas el suéter y te peinas igual.

—En cambio, Enrique Guzmán se ríe con la boca chueca, parece que le dio un ataque.

—Ya quisieras reírte igual. —Studebaker, "El carro del futuro". ¡ Ah!, con

gusto daría hasta las nalgas por una Harley... —Yo no. Ni por un millón de pesos. —Yo, ni por mil millones... —Los putos son la basura del mundo. —Lo bueno es que a mí no se me nota. —No, ni a mí. —Ni a mí.

La pelota cae a tus pies, imposible ignorarla. Corres con ella sin mirar a tu alrededor, sin percatarte de que grita, que hace señas para que se la entregues en un pase. No. Te pertenece, no cederás la oportunidad de reivindicarte logrando un gol. Basta un poco de suerte, coraje. A diez metros de la portería que guarda Arozamena, Jaime Vélez la arrebata de entre tus esperanzas. Paralizado por la traición, le espetas: "¿Cómo puedes hacerme esto?"

—¡Pendejo! No oyes que te la estoy pidiendo. Haces como que no lo escuchas; te dedicas a

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odiar a Jaime, a conminarlo con rencor y devuel­ve una sonrisa de sarcasmo. Te obliga al ridículo, a perder la posibilidad, la oportunidad para des­tacar en su admiración. Y te imaginabas abraza­do, felicitado. Un poco y dejas correr el llanto que delatará tu frustración, ¡significa tanto para ti! No lo ignora, pero en este partido es tu ene­migo, tu rival. Cómplice de Juan Carlos, en estos momentos te odian.

Se esforzará por ganar el partido, por orgullo, por la vanidad de hacerlo perder y demostrar lo que vale el ídolo que tanto admiras. Se precipita y enoja el gol de la ventaja.

Cuando la moneda vuela, rompe el aire y la suerte sopla a su favor, te elige. Lo hace para congratularse, demostrar afecto. No ignora que eres pésimo jugador, que nunca te has atrevido a patear un balón; tu presencia se vuelve necesa­ria, de lo contrario no se completará el equipo.

—Lo único que tienes que hacer es no dejar pasar a Cruz.

—Cuídalo, no lo dejes acercarse a la portería. Asientes moviendo la cabeza, porque los ner­

vios te impiden hablar; temes que la pelota te so­foque o desmaye, como te sucedió a los cinco años, cuando el disparo de uno de los mucha­chos que jugaban en la calle te dejó sin respira-

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ción, sin pulso. La angustia de la asfixia te obligó a creer que estabas muriendo; te esforzabas en mantener el aplomo, pero tu cuerpo languidecía. La energía faltó en las piernas y te hizo caer, des­mayado, sobre la banqueta, con los ojos abier­tos a la desmesura del asombro infantil, sin poder responder, "cómo te llamas", "dónde vi­ves". Todo se oscurecía.

Lá bola pasa a tu lado, a la altura de la cabeza. Huyes, apartas la vista

—¡Cabecéala, cabecéala! —te gritan. Al grito de ¡goool! diriges una exclamación

furibunda. Tratas de payasear, lo cual aumenta su disgusto.

La espalda desnuda, suda el esfuerzo del ho­nor, no puede perder ni ser menos que su rival.

—Quizá sea mejor que no juegue. Conmigo o sin mí, el partido seguiría igual...

Su atención te menosprecia, se clava burlona, su gesto ordena continuar en el campo.

Los tenis de Eligió arrojan el esférico lejos, junto al estanque, casi a mitad de la calle. Apro­vechas el receso para acercarte. Transpirs el can­sancio, despojado de la camisa.

—i Arriba, vamos a ganar! —no se arredrará y, es el impulso de Veléz que la emprende contra tu portero, lo atrapa por las faldas de la camisa

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desabotonada, desgarrándose en la embestida; re­plica con un empellón, ruedan en medio de los árboles de mangos y cacaos, encima de la hoja­rasca. Se doblegan al cansancio, con las caras ma­gulladas. Juan Carlos sangra por la nariz; por la frente Jaime, con el ojo izquierdo que se cierra por el párpado inflamado, tornándose de un co­lor violáceo. Difícilmente se tienen en pie. Ya casi todos encontraron asiento entre las raíces. Las apuestas se inclinan. Puro cansancio, afán de per­severar; tiran al aire, sin levantar la mirada, los brazos ya no responden a la voluntad, abandona­dos por la fuerza. En las bocas de peces sobre la playa, el odio, el rencor, sostiene el resuello has­ta que caen, al fin, tirando golpes que no lasti­man. Semejan dos reptiles removiendo la hoja­rasca. Los apartan, las caras descompuestas, y continúan propinándose puntapiés al vacío con el llanto que nace del esfuerzo por librarse de los brazos que los sujetan, los alejan de la más terri­ble pesadilla. Doblado sobre las rodillas, trata de apaciguar la inquina.

El cielo, el universo mismo, parece dividirse: a un extremo, un cúmulo de nubarrones apresura­dos cubre el horizonte por encima de los cerros para caer en sus cimas; otro se apacienta sobre la colina cercana; al centro, por un enorme agujero

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descienden telones de luz en esplendor, semejan­te a la que surgiera el primer día de la creación, disipa la niebla del caudal del río desbordado que circunda los palos descollantes del cauce, se al­zan entre iridiscencias. Enormes rocas surgen en la comente, entre el tumulto del ruido sordo.

Cada cual marcha por su rumbo. Te miran con la aprehensión, la fatiga. Ninguno se atrever a ser el primero, lanzan el último reto:

—Vamonos —implora Jaime, vencido. Ojalá y se abriera el abismo, que te dispensara del des­tino fatal de escoger.

—Él vino conmigo y conmigo se va —respon­de Juan Carlos sin darte oportunidad. Agachas la testa, avergonzado. No haces aprecio de la voz interior que grita: ¡véngate! Con los músculos encogidos, apachurrado, le sigues sin voluntad, como un pelele, sin atreverte siquiera a despedir­te de Jaime.

—¡Nunca me vuelvas a hablar! ¿Lo oyes? Ni siquiera sabes la clase de hipócrita que es. Pre­gúntale el porqué lo expulsaron del Fray Juan de Zumárraga —te increpa Jaime, refiriéndose a Juan Carlos; escuchas cómo patea las hojas.

—No le hagas caso. Está enojado La frialdad de Jaime mueve a risa, evita tus

miradas, desde asiento lejano. Apenas suena el

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timbre, escapa corriendo, se pierde a tus excu sas. Buscas en la biblioteca, en el parque, en vano, ¡El colmo!, procura la cercanía de Jorge Gil. In­diferente, porque ya no estás en su mundo; aun­que no ignoras que detesta su amistad, le acom­paña a todos lados. Su actitud te abochorna, tu falso extravío obtiene su disgusto.

Ya no espera para cargar con tus libros a la salida, te abandona al destino que no elegiste, castigado por el desprecio y la indiferencia en la que no crees.

Aprovechas la oportunidad de atraparlo en el baño.

—Así que has conseguido un nuevo amigo... « » •

—¿De verdad, no quieres que te vuelva a ha­blar? —seguro, envanecido por sus celos, apren­des que la seducción es el juego que mantendrá su interés. Desciendes la mirada que alcanza su bragueta, cesa el chorro en el mingitorio; apena­do, indefenso, se apresura a subir el cierre. Te colocas a su espalda cuando se inclina en el lava­bo. Su trasero encuentra tu horqueta y aun te refriegas; finges arreglar tu pelo en el espejo. Po­dría responder con un golpe; sabes que no lo hará.

—Es que tú no sabes que yo... —titubea. —Mejor no digas nada —pasas el brazo por

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su cintura. Hasta su aliento inunda el cuello—, sólo quiero saber algo. Si acepto, me regalarás una Harley —lo dices con el tono nasal que le escuchaste a Marión Brando en la película El salvaje.

Logras arrancar su risotada; te estrecha recon­ciliado. El condiscípulo que en ese momento en­tra al baño los sorprende en pleno coloquio:

—¡Hey, cabrones! ¡Ya se inventaron las viejas!

—Te vale un pito —abandonan el lugar y es­cuchan el guaco que retumba entre las paredes de los excusados.

Una conmoción: "César Costa en Colima". Paralizados por la noticia, esperan, en las primeras horas de la mañana, el arribo del bimotor q[ue aterrizará dando saltos en la aeropista. La ansiedad se alarga, no se escuchan gritos para poder oír el ruido de las hélices.

—No hay permiso para abandonar el edificio. Apelo a sus actitudes de jóvenes conscientes y responsables para que se comporten con serie­dad y no se dejen influir por la publicidad de un artista... —con su advertencia, Héctor López re­corre todos los salones.

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El tartamudeo de un aeroplano cae del cielo. 10:47 en el reloj de Luis Suárez. Cimbrada por un sólo grito, la escuela despierta; ElBorolo, in­crédulo, permanece con la boca abierta y el gis entre los dedos. Como un solo hombre, de pie en el esfuerzo, la prisa por encontrar la puerta, au­nado al ruido de la nave, escuchan: "Besos por teléfono", "El tigre", "Diana", "Muchacho natu­ralista", "Mi pueblo"... El director, como un di­bujo de Da Vinci, extiende en el portón brazos y piernas. Recuperados de la impresión, huyen por los costados, algunos esquivan por debajo e, in­cluso, uno pasa por entre sus piernas abiertas en compás; alcanza a coger a un alumno de primero que lucha por zafarse. El zaguán, convertido en cuello de botella, lo obliga a desistir.

Corren calle abajo, sin mirarse, sin hablar, sólo al encuentro del ídolo. El frenesí logra que Jaime se esfuerce en sostener la bicicleta, sin atinar a montarse; de súbito, la arroja a media avenida con todo y libros para seguir la carrera ya sin ningún impedimento, libre de los estorbos, al en­cuentro del más ansiado sueño. Dios quiera y la pesadilla del tren no vaya a atravesarse en el ca­mino, porque ni el mismo ferrocarril los deten­drá. Tienen que estar en el momento en que se abra la puerta del aparato y muestre que, efecti-

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v amenté, se trata de él y no de otro. Que por azares del destino llega, jpor fin!, al perdido pue­blo de las costas del Pacífico. Saltan, gritan, in­quieren exhalaciones entre la maleza, atraviesan las vías en el preciso instante en que la nave da una vuelta sobre la pista y, luego, va deteniéndo­se poco a poco, tranquilamente, hasta alcanzar la inmovilidad.

A todo volumen, en los altoparlantes, se oye una de sus canciones: "Cada vez que mi corazón late en busca de una ilusión, ring, ring, ringaliin, quiero llamarte a ti uooo uooo". Las Hormigas, alumnas del colegio de las reverendas madres adoratrices, las únicas formadas con banderín y todo, son vigiladas por las monjas que se pasean por los flancos del contingente para que no se dispersen. Las Brujas, de la secundaria 8, incontenibles desde que el avión ha tocado tie­rra, no cesan de gritar y desmayarse. Uniformes guindas, blancos, azules, de los colegios C. Silva y ü)s Perros Elegantes del Fray Pedro de Gante. Se abre la portezuela, desciende una escalinata. Cesan los gritos, una ola de angustiante espera congela los segundos del ansia que flota en el aire. De súbito, aparece el ídolo sonriendo, le­vanta la mano para saludar. El aire le revuelve el cabello, "como en las fotos y las películas". In-

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contenible, la turba se lanza contra la escalera: griterío, manoteos, empujones, ataque de histe­ria colectiva; en la hecatombe, apenas si se escu­cha desde un altavoz: "Me fui de viaje sólo para ver si así tú me querías como yo a ti..." Las mu­chachas lloran desesperadas, se tiran del pelo; los que van en grupo aullan, invadidos por el entu­siasmo. Desde los pies hasta la cabeza sube la corriente que electriza, los ojos se te nublan; eri­zado con el grito atorado en el cogote, luchas contra la compostura; ya no se distingue nada; alrededor, la apoteosis, el tumulto. Un hilo de sudor, primero blanco, después rojo, del maqui­llaje que se le corre, lo obliga a desprenderse de uno de los cientos de suéteres de su colección. Lo arroja a un lado, junto a las llantas y, enton­ces, una nube de polvo y alguna mano que, a ve­ces, levanta una manga de lo que fue un abrigo, surgen entre la tierra suelta y la chica que grita desesperada, luchando contra los que intentan arrancarle un pedazo de tejido mugroso entre verde y blanco. El héroe aprovecha la confusión para escapar en un Mercedes Benz. Cuando el polvo amaina, distingues a Jaime Vélez sentado en la defensa trasera del automóvil; se despide, agitando una de las mangas del suéter de César Costa.

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Marchas junto a los rieles, hasta arribar a la carretera; dejando atrás las vías, se encuentra el letrero: "Colima, 20,000 habitantes". Alguien, abajo, ha escrito con pintura: "y trescientos pe­rros". El sol del mediodía, el viento, barren los maizales. Un raspado de jamaica, atravesado en la sed, que calme el aburrimiento. Tus piernas se doblan a la sombra del manto de bugambilias que se descuelgan de las rejas en el atrio de La Mer­ced, en la parada del camión que te acercará a tu casa. Ya sólo quedan las pruebas finales, esperar las vacaciones para concluir un ciclo más. Jaime no apareció por su casa hasta el anochecer; su padre lo espera en la puerta, con el cinturón en la mano:

—¿Y la bicicleta? ¿Y los libros?

—Comió tatemado, frijoles puercos y un refresco. La Caraballo y la Beba Santana no dejaron de pelarle el diente, pero él ni las miró. A mí me vio dos veces; luego se encerró en su cuarto porque iba a dormir la siesta y a bañarse; pues ahí estamos esperando hasta que dieron las siete para irnos a la XERL; nos trepamos "todas" al coche de la Caraballo para ir a la radiodifusora. No, pues ya estaba una bola esperándolo. Me metí detrás de

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él, entre la gente, y, aprovechando la ocasión, le pellizqué las nalgas —Jaime relata su aventura, orgulloso.

—¿Y qué pasó? —Se puso colorado, colorado. "¡Son unos

salvajes!", gritó —luego saca de la bolsa de papel la manga del suéter del cantante. Gritan, extienden las manos para agarrarla al vuelo, pero de inmediato la guarda nuevamente—. Ya. Cuando regresemos de las vacaciones, se las vuelvo a enseñar.

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Capítulo 8

Sospechas aparte, sin murmuraciones, los ejercicios espirituales de cuaresma te colocan frente a la situación novedosa:

compartir el encierro. Lejos de la ciudad, durante tres días, podrás intimar, tocar a las puertas del cielo.

Decir a tu madre el deseo de ingresar al semi­nario, descubrir la vocación sacerdotal, tiene el efecto de entregarle un pasaje a la gloria. Entu­siasmada, con fervor religioso, arregla con de­voción tu equipaje: "Estoy tan orgullosa de ti". Sus ojos lagrimean, bajas la vista. Tu padre, en cambio, reticente, reacio a la decisión que en­cuentra "enfermiza", no sin cierto tono de mali­cia, sentencia que aquella fiebre de santurronería terminará sorbiéndote los sesos.

Un cielo limpio acompaña la espera del auto­bús. La verja retuerce flores y hojas de hierro verdecidas por el orín y la pátina del tiempo. La fronda susurrante de los laureles de la India se agita contra el viento y son voces, murmullos in­comprensibles, imploración que se agolpa tras el

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cristal de la ventanilla. Aparece donde terminad enrejado, con la maleta bajo el brazo. Su panta­lón corto y la camisa marinera dejan la impresión de un rapaz en la ilustración de una revista de principios de siglo.

Las luces del camión resbalan sobre los-muros de la mole maciza que aparece, de improviso, al dar vuelta a una curva. Situado en lo alto de la colína desde donde, a lo lejos, se domina el valle de San Sebastián, al pie mismo de los volcanes, se yerguen los tres pisos de los que algún día será el Seminario Mayor. Cuando los días aparecen claros, desde aquí se puede mirar la serie de pue-blecillos que alzan sus campanarios hacia el cielo de Colima.

Las gruesas paredes, nuevas, delimitan el inte­rior de tantas habitaciones como días pueda te­ner el calendario; terrazas, miradores, sorpren­den tras cualquier puerta. El obispo Viera lo ha decorado con los vitrales que ornamentan la ca­pilla y el comedor; los jesuitas, con la torre que sirve de observatorio, y las hermanas clarisas inun­daron los espacios comunes con muebles de ma­dera coleccionados desde el siglo xvn y que, aho­ra, se derruyen al embate de los alumnos.

Recargado en la pared para limpiar el sudor de la frente, contemplas, al fondo, la luz escamotea-

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da que esboza la puerta. Una oleada de rezos, la voz del señor Tarcisio, el bullicio, la algarabía del comedor astillan el silencio.

—Pasen al comedor, más tarde se acomoda­rán en sus habitaciones.

Te sorprende encontrar hombres de todas las edades, aunque el grupo mayoritario se confor­ma con los miembros de la Asociación de la Ju­ventud Católica; repartidos en las mesas, dan fin a la cena. El rosario, el cansancio, ponen a cabe­cear a varios que sólo desean el alivio del lecho del reposo y aún falta la entrevista para que el señor Tarcisio adjudique sitio.

Los libros se apilan en el piso porque ya no caben en los estantes empotrados en las paredes de la habitación monumental. Arrodillado, no in­terrumpe las oraciones.

—Luces fatigado, hijo. —No, padre, —Reza conmigo, todo sacrificio será para

glorificarte y tomado en cuenta por Nuestro Señor. Mientras caes de rodillas a su lado, en el recli­

natorio, una rápida ojeada furtiva acomoda el universo de un escritorio, una cama de colcha rayada, la imagen de tamaño natural de San José con el niño Jesús en el brazo derecho y azucena en la izquierda. Alcanzas a leer el título del texto

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que encabeza la pila inmediata: El Banquete, Platón. Levantas la vista hasta el lugar en que se deposita su mirada y encuentras el gran retrato de San Ignacio de Loyola, en cuya presencia no habías reparado. Se santigua y le imitas. Su beso se asienta en tu frente y, al abrazarte, entre el olor a naftalina distingues el de sus axilas. Te des­prendes del abrazo que te impide respirar; extrae de la sotana la pequeña estampa que te obsequia:

—Tu cuarto es el tercero de la izquierda, en el segundo piso.

No logras impedir el rubor. —¿Quién más ocupa el cuarto? No te responde, sólo acaricia el pelo que cae

en tu frente. Dubitativo, retrocedes hasta la puerta.

—Que Dios te acompañe, hijo. —Buenas noches, señor Tarcisio. Desenvuelves la mano y la figura de Cristo

clavado en la cruz, masa sanguinolenta, te causa repugnancia. Recuperado de la primera impre­sión, te conmueves de los ojos que bajo la coro­na de espinas alzan la vista hacia un lugar del espacio: "En tus manos encomiendo mi espíri­tu". Lees al reverso de la estampita. Cierras la puerta con discreción.

Tus pies topan la escalera del ala que conduce

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a los dormitorios; has estado leyéndola durante el trayecto y aún trepas los escalones rezando: "En tus manos encomiendo mi espíritu". El ru­mor de voces masculinas en la habitación cerca­na te despiertan del ensueño, "que tu sangre cai­ga sobre nuestros hijos y los hijos de nuestros hijos". Tras la puerta de la alcoba se dispersan en el librero los volúmenes desencuadernados de El libro de las horas, Devocionario juvenil, El jo­ven de carácter. Los clósets muestran sus inte­riores vacíos, tres camas se distribuyen contra las paredes. Repasas los acontecimientos.

Por qué no respondió a tu pregunta. Conoce tu amistad con Juan Carlos y, seguro, lo colocará en la misma habitación. ¿Sospecha que aquel muchacho es el objeto del amor que rebelaste en el confesio­nario? ¿Quién ocupará la otra cama? Por un mo­mento piensas en romperla, dañarla, para evitar in­terposiciones en la anhelada intimidad.

—Hola. ¿Estabas dormido? —\ Jaime Vélez! Pensaste que lo habías perdido cuando lo miras­te alejarse acompañando a Silva González. Mue­ves la cabeza, niegas—. Supe que había una cama desocupada aquí y quise mudarme. Espero que no te incomode —explayó entre tu silencio.

—Es igual —respondes malicioso—; de no ha­ber venido tú, se la habrían dado a cualquier otro.

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Sabedor de la intrusión, porque no ignora a quién está destinada la cama vacía, desempaca con falsa pena.

—No sé si hice bien. ¿No quieres bañarte? Sin atreverte a mirarlo, y a punto de chillar,

niegas moviendo la testa; escondes el impulso de estamparle un bofetón. Ni la mirada de odio incontenido lo fuerzan a desistir. Igual que en un ritual, deja caer la camisa y descubre la piel apiñonada que se oscurece en los brazos, la cara, el cuello. Los vellos de los antebrazos destellan, dorados, bajo la luz del foco. Al desprender el pantalón, unas piernas vigorosas marcan sus mús­culos en las rodillas. Contra la ventana, su cuer­po desnudo, casi al borde de tu cama, te incita a que lo contemples. El estremecimiento te reco­rre. Para evitar su espectáculo diriges la mirada al techo; tus hombros se agitan mientras conti­núa su reconocimiento:

—De veras, ¿no quieres bañarte? Vuelves a negar, mientras en tu conciencia re­

suena la antífona que por la tarde leyera el señor Tarcisio: "Sed sobrios, estad despiertos: vuestro enemigo, el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quien devorar, resistidle, firmes en la fe". Rezas en silencio sin atreverte a responder, a mirarlo; escuchas la puerta del baño que se cie-

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rra. Aprovechando la oportunidad, rápidamente, te desnudas para meterte bajo las sábanas. Apa­rece un instante después, cubierto apenas por la toalla alrededor de la cintura.

—¿Puedo apagar la luz? —pregunta. Asientes con un movimiento de cabeza.

—¿Y a Juan Carlos, no lo viste? —inquieres. —¿Crees que soy su guardaespaldas o algo por

el estilo? —responde, al tiempo que se deja caer sobre la cama; luego, recapacitando en su delatoria animadversión, contesta—: Se quedó conversando con el señor Tarcisio. Pero no te apures, a la once apagan la luz.

El resplandor de la luna que se filtra por el cristal de la ventana acompaña, minutos más tar­de, los ronquidos de un Jaime rendido, aunque no derrotado.

Tal vez pasa media hora. La luz del pasillo se avoraza por la rendija al entreabrirse la puerta. Ardes, sorprendido por la emoción, en la hogue­ra de sábanas y ensueños. En el silencio de esa oscuridad percibes, con oídos alertados, el ruido que hacen los botones al desabrocharse, el caer del pantalón. Bajo el pálido reflejo del brillo lu­nar, las piernas, los brazos, la cadera desnuda. Se revuelve en el lecho, sabiéndote despierto, espe­rándole. Contra el claro de luna, un paisaje de

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lomas y declives y allí, bajo el vientre, aparece un bosque incipiente. Desencadenado tu cora­zón por el insomnio, por el deseo, continúas contemplándole hasta que el ritmo de su respi­ración advierte que se ha dormido. El semina­rio duerme un sueño de largos corredores, de escaleras, patios y terrazas. "... Manten, Se­ñor, mi lámpara encendida..."

Desde el azul eterno desciende hasta los mon­tes, hasta la tierra toda, el sublime sentimiento que coloca al borde del éxtasis, inunda el univer­so con la primera luz sobre los cerros en las más altas ramas de los árboles desde donde los pája­ros abren el nuevo día; te dedicas a sentirlo, ple­no, estremecido por la dicha.

Despierta Jaime y no se atreve a mirarte. Se viste apresuradamente y abandona la habitación. Sorprendido ante el espectáculo de su cara, vi­bran las fibras de tu ser por la alegría simple de sentirte vivo, privilegiado por su cercanía. La magnificencia del amanecer arrulla sobre la al­mohada, intentas adivinar sus sueños. Te des­cubres, tan humano, en el arrobamiento. Sigi­losamente, un pie, después el otro, abandonan tus cobijas para colarte bajo las suyas; despierta para saludar con un gesto de enfado, darte la es­palda y seguir durmiendo.

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Besas el hombro, acaricias el pecho, sintiendo el contacto de su cuerpo desnudo.

—¿Qué te pasa? —sin voltear a mirarte. —Llevo demasiado tiempo esperando este

momento. —¿Qué horas son? —Las siete. —Es tardísimo. Ya deberíamos estar en la capi­

lla —arroja la sábanas— ¿No me escuchaste? Pronto vendrán a buscarnos —te obliga a mirarle.

Devuelves la mezcla de miseria y resentimien­to con la que las bestias ven al cazador en su agonía, las víctimas a su verdugo. Con movimien­tos lentos, estudiados, coloca la trusa, los brazos se introducen en la playera. Todo semeja ilusión, ensueño. Cercado por la frustración, deseas no haber despertado. Ojalá y todo hubiera pasado y fuera sólo un recuerdo; pero tiene razón, pronto iniciarán los oficios matutinos y su ausencia pro­vocaría suspicacias.

—El Señor es mi fuerza y mi energía. —El Señor es mi fuerza y mi energía. —Él es mi salvación. —Y mi energía. —Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. —El Señor es mi fuerza y mi energía. Obligados al examen de conciencia en el refu-

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gio de la soledad, una oleada de silencio cubre las horas de la mañana.

—Si ocurre que sin la voluntad de nuestro Señor nada se mueve, por qué, entonces, debemos consi­derar a los humanos responsables de sus actos.

—El ser humano es pecaminoso desde que nuestra madre Eva desobedeció y condenó a toda su progenie.

—Pero Luzbel también tomó parte en ese pe­cado, si él no la hubiera incitado, no hubieran sido expulsados del paraíso.

—Dios le había dado al hombre la voluntad para renunciar al mal; recuerda que Adán no de­seaba pecar; lo hizo sólo por amor.

—Entonces, en esa solidaridad se establece el principio del verdadero amor; él, que no temió ni siquiera a la furia de Dios, nuestro Padre, puso su amor por encima de Dios mismo...

—Tal vez era, únicamente, miedo a la sole­dad. ¿Quién te dicta todas esas preguntas?

—La confianza que usted me inspira, señor Tarcisio.

—Nunca hablas de ti. No siento que seas tan diferente de los otros. Bueno, discúlpame, me refiero a que compartes con tus amigos los pro­blemas propios de tu edad y tu generación, pero a mí no me los cuentas.

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—Se los he dicho en el secreto de la con­fesión.

—Detrás del confesionario todas las voces son iguales.

Miras dubitativamente; luego, entonces, tu se­creto se encuentra a salvo. Te arrepientes de ser sincero.

—Tiene razón, padre. Mis problemas son los de todos. Me siento arrepentido de importunarle con mis dudas.

—No, no. Agradezco tu confianza, es cierto que Dios no tiene favoritos, y yo no debería de tenerlos; me debo a todos mis hijos; sin embar­go, siento por ti un afecto especial. Una voz inte­rior incita a dispensarte un mayor interés respec­to a los otros que procuran mi consejo —para en seco la caminata; te abraza. El húmedo contacto de sus labios sobre tu frente intenta borrar la ima­gen imperecedera.

Sonríes agradecido; aquilatas los hombros re­cios, la cintura frágil bajo la sotana. Avergonza­do de la gula pecaminosa del cuerpo ajeno, in­tentas distraer tu lujuria contando los cipreses al borde del sendero: 12. Si continúa abrazándote, no podrás disimularel infierno que se abate bajo tu vientre; aunque percibe la turbación, no cesa en la situación embarazosa, que te resulta insos-

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tenible. Vencido por la impotencia, dos lágrimas resbalan por tus mejillas; de esta manera te apar­ta para contemplarte.

—¿Por qué lloras, hijo? —Soy un pecador. —Los designios del Señor son inescrutables.

Es Él quien te obliga a las pruebas necesarias. Piensa en los mártires y resiste, sé fuerte. Ahora, déjame solo; necesito reflexionar.

—"San Martín, capítulo 33: El vicio original perdura en la prole de tal modo que la hace real, aun cuando en los padres el relato de ese mismo vicio haya sido borrado por la remisión de los pecados, hasta que todo vicio en el cual, consintiendo, se peca, sea destruido por la última regeneración..."

Sentado junto a Jaime, escuchas la voz del lec­tor. Un haz multicolor desciende del vitral que representa la Anunciación, iluminando a un Juan Carlos que, indiferente, come despreocupado del sonsonete que entona el dramatismo, sobre todo cuando menciona la palabra pecado, igual a una revelación, a una figura del vitral, tal vez de al­gún pastor que se integrara a la escena en un pla­no distinto. Bajo el bautismo de luz, alza la vista

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para encuadrarte larga, plácidamente. La voz que se había perdido recobra de nueva cuenta clari­dad en tus sentimientos, a la vez que levantas la cuchara.

—"...y por esto no sólo los pecados, que nos hacen reos cuando condescendemos con los de­seos viciosos y pecamos, y cuya remisión se veri­fica en esta vida con el bautismo, sino también, aun, los mismos deseos viciosos..."

Hay algo superior a tu voluntad: la fuerza del deseo que te obliga a mirarle con fijeza; de conti­nuar, lo expondrás a la curiosidad de los extra­ños. Volteas al plato y das fin a la comida. Jaime propina el codazo.

—¡Vamonos! Se levantan juntos para depositar los trastos

sucios en la mesa colocada exprofeso. —"... esta piadosa consideración es la que

guarda con seguridad a los hijos de los hom­bres, que esperan protegidos bajo las alas de Dios para ser embriagados en la abundancia de su casa y abrevados en el torrente de sus deli­cias, porque en Él está la fuente de la vida y en su luz veremos la luz".

Ya sólo quedan unas cuantas mesas ocupadas, mientras abandonan el comedor. Una última mi­rada a su lugar; sostiene la piocha con ambas

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manos; la bandeja vacía al frente, concentrando la atención en el texto. La luz se representa más clara en la diafanidad que penetra hasta los pro­fundos rincones del sentimiento. "No habrá nun­ca nadie que pueda reemplazarlo". Al jalarte del brazo, Jaime te pone, otra vez, en la realidad. Dispones de cuatro horas de soledad y reflexión, antes de que se represente el vía crucis.

Unaola de sudor gradual, uniforme, baja por tufrente, los labios, el cuello. La boca adquiere el rictus en el despertar al mundo desconocido. De un mordisco so­focas en la almohada el grito que amenaza escapar del sentimiento de pesadumbre. ¿Por qué el so­bresalto? El ruido del corazón abarca el silencio de la alcoba. Una, dos, tres campanadas lentas, casi un infinito entre una y otra. El contacto de las manos contra tu cara te llenan de pavor, páli­das, temblorosas. Quizá se trata del calor sofocante del verano que obliga a la mayoría de los concu­rrentes a abandonar el edificio y explorar los alre­dedores. Dos ancianas, vestidas de luto, avanzan rumbo al caserío, hacia el sermón donde, de nue­vo, lucharán el ángel y el demonio.

Observas el muro blanco de pintura caliza, des­cascarado en la base. Transcurren horas. Cuánta aprehensión, ansiedad, espera, en el ambiente del Jueves Santo. El tiempo palpita bajo la luz que

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reverbera en el paisaje. Contemplas el río en la cañada. Jaime, con una seña discreta, te invita a seguirle en una actitud de complicidad para que las gentes, alrededor aunque distantes, no se per­caten. Penetra por la alcantarilla por la que ape­nas caben, luego de ascender poruña escalinata; se arrastran sobre el ducto creado, tal vez, para el aire acondicionado. El cemento pulido se en­cuentra limpio y, aunque húmedo, frío. La oscu­ridad les impide, durante un tramo, ver absoluta­mente nada. Extiendes el brazo y percibes la pantorrilla que se desliza, pujando, hacia adelan­te. ¿Por qué le sigues? ¿Qué hay detrás de todo aquello? La curiosidad enfermiza impide cualquier respuesta. Luego de unos metros que se alargan interminablemente, logran escuchar el murmullo de voces y risillas que provienen de lo que imagi­nas un alto desnivel al término del túnel. La clari­dad se filtra débil a través de las rejillas del hie­rro, protegidas por un finísimo alambre que impide, para quienes se encuentren del otro lado, verlos. Jaime se arrincona por completo hacia uno de los lados y esboza la invitación para que te arrimes al lugar donde caben apretadamente.

Apenas iluminada en la penumbra, reconoces la

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escultura de San José y su niño, su azucena, dos reclinatorios, las pilas de libros en el piso. Sobre la cama sin las rayas, primero la mancha amorfa, las dos siluetas que van dibujándose en los torsos, la oscuridad de las cabezas, cuerpos desnudos fundidos en amoroso abrazo. El piso se hunde; en la vorágine, los susurros; la vida que pasa en tres segundos de la caída a fondo, al abismo sin fondo. "El pecado asecha a los jóvenes y sólo los más fuertes podrán resistir". El ansia, los jadeos, los ojos de Juan Carlos se cierran al abandono del placer, cuerpo en arrebato acaricia la nuca del señor Tarcisio. Tanto dolor para comprender al mundo. El zumbido sordo, largo; la sangre que se agolpa: "Pregúntale que por qué lo corrieron del Fray Juan de Zumárraga". La mano con que Jaime tapa tu boca asfixia el grito, el ambiguo sentimiento de horror y fascinación que atraen tu mirada hacia el amasijo de carnes anudadas por el espasmódico rito del orgasmo. El sacerdote besa con fruición el pie, el tobillo que coloca sobre su hombro. Con el impulso de huir o permanecer clavado, descubres en el ser amado el cúmulo de perversiones. "¡Sed como San Jorge, caballeros del Señor!" Jaime observa tu reacción descompuesta. Por tu voluntad entumecida ya no pasa ningún sentimiento, un cansancio infinito, la náusea que

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provoca el deseo desbocado en el ritmo del señor Tarcisio; los ojos que se anegan; todo te obliga a alejarte del sitio.

—No pensé que te iba a causar tanto daño. No creí que lo ibas a tomar de esta manera. Yo sólo quise... Esta situación ya dura años.

Tratas de adivinar por cuál esquina aparecerá la procesión. Escuchas los rezos que van oobrando claridad en tus oídos. De súbito, se manifiestan los incensarios que preceden el palio sostenido por cuatro alumnos, bajo el cual el señor Tarcisio oficia el ceremonial, que se detiene bajo el templete improvisado en la calle del pueblo: La tercera caída, entre los rezos en latín, se da tiempo para mirarte, reconvenirte a que te integres en la peregrinación; pero ya no, ya nunca. Te alejas para recoger tus pertenencias y perderte en la carretera del exilio. Ni los ruegos de tu madre ni las amenazas del infierno y la condena eterna te obligarán de nuevo para pisar el suelo de un templo. La idea Dios se convertía en el escepti­cismo frente a la ironía de una vida que, al fin y al cabo, nunca te condujo al éxtasis.

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Epilogo

Han pasado veinte años desde entonces; en ocasiones regresas al parque solitario y escuchas aún los gritos, las carreras del

adolescente que un día fuiste. Todavía está allí la gran ceiba que cobijó la duda en el despertar de la vida, el espíritu de los maestros que te educaron, junto al resto, marchando de dos en fondo.

Nunca supiste qué fue de Otto; en ocasiones recibías postales enviadas de diferentes ciudades de Europa, del norte de África, sin dejar claro cuál era su actividad.

Jaime Vélez inició una empresa industrial que, de ser un pequeño negocio, se convirtió en una cadena; a veces salen juntos a tomar la copa, pero siempre evitan hablar de "aquello". Ahora es un hombre de éxito y padre de dos hijos.

Un día volverás a pisar, de nueva cuenta, un templo, aquél del cantamisa de Juan Carlos, los rasgos ahora un tanto endurecidos por los años. El señor Tarcisio, de rodillas, recibe, contrito, la comunión que le entregan manos tan amadas y

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que, consagradas por Dios, los unirán para siem­pre, bajo los dogmas de la Santa Madre Iglesia, en una eterna comunión. Y es el mismo bajo el baño de luz, los ojos que miraron con lascivia en los vestidores, luego del juego de fútbol, las ama­das piernas bajo la sotana, las manos que se ele­van a medias, suspendidas, y la voz, la misma que sentencia:

Yo soy el camino, la verdad y la vida. Quien crea en mí, no morirá.

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índice

5 Capítulo 1 21 Capítulo 2 37 Capítulo 3 51 Capítulo 4 59 Capítulo 5 75 Capítulo 6 89 Capítulo 7

105 Capítulo 8 123 Epílogo

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Lista primera edición de La más exqutni-tu ajenia fue impresa en los talleres de Editorial Praxis, Vérti/. 185-000. Col. Doctores, Del. Cuauhlémoc, C.P. U6720, México, LIE. en diciembre de 2000. La composición tipográfica se hi/.o en Times New Román de 16. 12 y 8 pun­tos. El tiro, sobre ahuesado de 5U ke. es de 1.000 ejemplares. F.l cuidado de la edición estovo a cargo de Gloria Vergara. Ricardo Sánchez y Carlos López.

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Ai< liivu Histórico del Municipio de Colima LA FLAMA EN EL ESPEJO

ISBN 970-682-047-7

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