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1 Carl Stanley CUENTOS INCREÍBLES _________________________________________________________________________ MARZO 2004 Protegidos los derechos del autor. Dirección Nacional del Derecho de Autor. República Argentina.

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Carl Stanley

CUENTOS INCREÍBLES

_________________________________________________________________________

MARZO 2004

Protegidos los derechos del autor.

Dirección Nacional del Derecho de Autor. República Argentina.

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CUENTOS INCREÍBLES

CARL STANLEY

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Estas historia son una obra de ficción. Los nombres, personajes, como así también los hechos e incidentes, son ficticios y producto de la imaginación del

autor; cualquier parecido con personas reales, vivas o muertas, hechos o sucesos ocurridos o por ocurrir, es pura coincidencia.

El autor

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EL AGUJERO La historia que voy a contarles me produce un poco de vergüenza, con mis cuarenta y tantos años y siendo ya un hombre hecho y derecho.

Era yo un mozalbete de dieciocho que convivía con mi abuela materna, en una antigua y vetusta casa interna ubicada en los suburbios de la ciudad. Propiedad que excedía holgadamente el siglo desde su fecha de construcción, y en la cual el inclemente efecto del transcurso del tiempo había cumplido bien su trabajo.

Las dependencias de ésta reliquia del pasado, mostraba amplias habitaciones de elevados techos y pisos en machihembre, con sus largas y espinosas tablas de pino tea. Un gran patio de mosaicos calcáreos de sencillos dibujos y una larga galería descubierta, hacia donde asomaban sus esbeltas y añosas puertas de madera que fueron repintadas una y mil veces, en vanos y pretenciosos intentos por alcanzar apariencia nueva.

Junto a un baño único y externo; aislado del resto de las dependencias y que incomodaba por razones obvias durante los crudos días de invierno; mi habitación.

Un poco más pequeña que las dos restantes, con un simple y humilde mobiliario. La cama simple, una mesita de noche de madera oscura con labrados en su puertita y en su cajón; un roperito de la misma hechura que servía para alojar mi no muy abultada posesión de ropas, y un par de sillas.

Junto a la ventana con celosías que daba al patio, un escritorio también de madera contenía el resto de mis escasas pertenencias.

Eso era todo. Por aquellos tiempos, era yo muy joven para preocuparme por

temas serios, sólo todo lo que vana diversión involucrase atraía mi atención como el imán al hierro.

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Alguno que otro trabajito temporal me proveía del dinero suficiente para mis salidas, que debo sincerarme y decir no era abundante.

Habiendo tomado plena conciencia de la irrefutable realidad en lo que al deterioro de aquella vieja casa refiere, nada motivaba mi voluntad para que la emprendiera en reparaciones que consideraba inútiles. Sólo alguna ineludible sugerencia de mi abuela me sacaba de mi actitud pasiva, indiferente, para realizar alguna que otra precaria reparación a la vivienda.

Contemplaba aquel desvencijado inmueble, como quien contempla un enfermo terminal sin temor a predecir un fatal e inequívoco desenlace. Sabía que su inevitable destino, en cuanto mi querida abuela dejara de rentarlo, sería la demolición.

Un buen día y de forma repentina, descubrí dentro de mi dormitorio y junto a la pared, muy cercano a la puerta; sobre el oscuro piso machihembrado de madera, un pequeño agujero casi circular, de sólo tres o cuatro centímetros de diámetro. Supuse de inmediato y sin temor a equivocarme, era producto de la corrosión del noble pino.

Entonces, y como requería el caso, prestamente lo obturé valiéndome de un pequeño e inservible trapo, para luego, disimular aquella rotura colocando una silla, la cual cumplía las funciones de perchero temporal de algunas de mis prendas de vestir,.

Satisfecho por mi sencilla solución a lo que en aquel momento me pareció un insignificante problema, olvidé simplemente aquel suceso y por no considerarlo digno del menor de mis desvelos.

Poco tiempo más tarde, lo digo de esta forma pues francamente me sería dificultoso recordar cuanto transcurrió hasta aquel día; con asombro advertí que el improvisado tapón había desaparecido, dejando en su lugar, un agujero de mayores dimensiones aún y que yo suponía en forma definitiva sellado.

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De inmediato me percaté que de ligeras soluciones no se trataba al problema, y para el día siguiente, una placa de madera bien clavada cubría el ominoso agujero.

Creí haber terminado así en forma definitiva con aquel problema, pero para mi pesar no fue así.

Luego de una larga e insomne noche, en pleno apogeo del caluroso verano; horrorizado observé por la mañana del día siguiente, que el remiendo de madera había desaparecido en forma misteriosa, dejando en su lugar nuevamente aquel ojo negro de bordes corroídos y desparejos. Unos pocos y doblados clavos, junto con algún minúsculo trozo del parche sólo había quedado del remiendo.

Sobresaltado ante tan insólito e inexplicable hecho, decidí terminar con aquel asunto esta vez de forma definitiva.

Por si algún lector desconoce el hecho; aquellos antiguos pisos de madera machihembrada, eran clavados sobre tirantes que cruzaban de pared a pared la habitación en cuestión. Suspendidos por encima del suelo de tierra apisonada y dejando un vacío de entre treinta a cincuenta centímetros; tal era la técnica que se usaba antaño.

Está demás que lo mencione, pues ustedes fácilmente lo supondrán; aquel sitio por debajo, se convertía en forma inexorable en un hábitat ideal, oscuro y tranquilo, para la proliferación de todo tipo de insectos y roedores.

La sola idea de ser asaltado en medio de la noche por algún arácnido de grandes dimensiones realmente me aterraba, pues siempre sentí un temor exagerado e irracional hacia tales insectos, y debo confesar que aún lo siento. No profeso el mismo sentimiento hacia los roedores, que si me permiten decirlo, y aunque suene deleznable, inspiran mi simpatía.

Volviendo a la solución de aquel persistente problema; decidí asegurar el piso de machihembre por debajo; calzando un buen taco

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de madera que asentara sobre la tierra, para luego clavar sobre seguro, esta vez un buen parche desde arriba.

Conseguir el taco sería fácil, y mediante regla o metro, debía tomar la medida de su largo de antemano. Pero no disponiendo en aquel momento ni de lo uno ni de lo otro; pensé que sería lo mismo utilizando una vara de madera y un lápiz para trazar la marca.

Tamaña fue mi sorpresa, cuando introduje una vara de madera y esperando tocar la tierra no lo hice.

Asombrado por aquel hecho y preguntándome porque el piso de tierra estaba tan profundo, tomé prestada la escoba de la casa, cuyo palo, más largo que mi improvisara varita de medición, serviría de igual manera.

Efectivamente, como hubiere sospechado antes, ahora introduciendo el palo de la escoba éste chocó contra el piso de tierra por debajo.

Hasta aquel momento la tarea estaba completa, debí dedicarme sólo a colocar el taco y el parche, por eso maldigo mi personalidad inquieta que me llevó a mover el palo de la escoba en dirección hacia la pared y junto a la cual se encontraba aquel persistente boquete.

¡Ay de mí por ser dueño de indómita curiosidad! Con asombro descubrí, que sin hallar nada en su camino en toda

su extensión penetraba. De inmediato abandoné aquel inútil sondeo, procurándome

presuroso una linterna que tomé de uno de los cajones de mi viejo escritorio. Luego, de rodillas y agachado, iluminé el interior del misterioso agujero.

El haz de luz se proyectó seguro pero iluminó la nada. Apagué la luminaria y me puse de pié desconcertado, no podía

dar crédito a lo visto y sucedido. De inmediato, tratando de ordenar mis pensamientos, planteé una pausa a mi confusa mente.

¿De que raro y misterioso fenómeno era yo testigo?

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Probablemente de ninguno que una cabeza serena, mediante la lógica, técnica o ciencia, no pudiese explicar satisfactoriamente.

Entonces, en aquel preciso momento, se me ocurrió una razón valedera para la existencia de semejante hoyo.

El piso inferior de tierra, por debajo del de madera y pared de por medio lindero con el baño; seguramente había sido horadado durante largo tiempo por alguna dañina pérdida de agua, causada ésta por la añosa y deteriorada cañería.

Siendo tarde ya, resolví dejar para el día siguiente todo lo que a reparaciones concerniera.

Aunque al otro día tampoco pude abocarme a la tarea, porque traído por un amigo surgió un pequeño y bien remunerado trabajillo. La realidad de mis arcas ya casi vacías ordenaban las prioridades.

Pero dos días más tarde, decidí retomar la tarea interrumpida y echar manos a la obra. Si se trataba de una fuga de agua, debía escarbar hasta descubrirla. Esta vez en forma definitiva estaba dispuesto a acabar con aquel persistente problema.

Planeé aserrar el piso de madera para poder introducirme de cuerpo completo y hurgar en el hoyo con más comodidad, hasta dar con aquel dichoso caño.

Como dos horas más tarde, sierra de por medio, un cuadrado de metro por metro levanté de aquel maltratado piso.

Pero lo que mis ojos descubrieron entonces, hizo que los pelillos de mi nuca se erizaran de repente.

Un tremendo y amenazante agujero de forma circular horadado en la tierra virgen, se presentó ante mis incrédulos y desorbitados ojos. Su diámetro de casi un metro iba un poco más allá del cimiento de la pared, el cual, ahora yacía desmoronado en aquella parte.

Eché mano a la linterna iluminando su interior, sólo para descubrir con horror, que se trataba de un verdadero túnel.

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Hacia atrás pegué un brinco de inmediato, asustado por tan insólito descubrimiento; nunca fui temeroso, pero créanme que aquello hubiese metido miedo al más pintado.

Con premura, no dudé en colocar a modo de tapa el cuadrado de machihembre cortado, y asegurándolo lo mejor que pude, eché luego la silla por encima. Haría el resto al día siguiente, si es que realmente descubría cual cosa era la más correcta para tapar aquel siniestro hoyo de proporciones alarmantes.

Esa misma noche, en medio de un inquieto sueño, un extraño sonido me despertó.

Alerta me incorporé en la cama intentando descifrar el motivo de mi desvelo. Ni un minuto transcurrió cuando percibí, y proveniente de aquel agujero, un rascar la madera por debajo.

¡Ay de mí! Aterrorizado, manoteé la perilla del velador que sobre la mesita

de noche se encontraba; pero mis ojos casi saltan de sus órbitas y mi corazón se detuvo, pues cuando esperaba que la luz salvadora se encendiera, nada ocurrió.

Entonces, como un demente salté de mi cama para lanzarme hacia afuera en alocada carrera.

Unos segundos después, semidesnudo, de pié en medio del patio con la mente totalmente perturbada, me hallaba presa del pánico y de una agitación descontrolada. Decidido a no retornar a aquel dormitorio por nada del mundo, al menos durante el tiempo que durase la oscuridad, acurrucado en el sofá del living comedor y dormitando de a ratos, pasé el resto de aquella terrible noche,.

Por supuesto, no conté a persona alguna de lo ocurrido, pues con seguridad me tomarían por loco o por ser dueño de una imaginación excesivamente fantasiosa.

Al día siguiente, acompañé a mi abuela hasta la estación de ómnibus, que dispuesta a visitar a una de sus queridas hermanas en

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Buenos Aires, pasaría fuera unos días. Evité mencionar lo sucedido, no deseaba preocuparla por nada del mundo.

Quedarme totalmente solo, si bien debo admitir que bastante temor me causaba; me brindaría completa libertad a cualquier acción que quisiera emprender con respecto al insólito problema.

Al día siguiente, el recuerdo de lo sucedido la noche anterior me atormentaba cada cinco minutos. Mi mente analítica e inquisitiva, desesperadamente intentaba encontrar una explicación racional a los inusuales hechos acontecidos.

Por fin, luego de cavilar un poco, arribé a la lógica conclusión que de alguna rata de considerable tamaño se trataba. Protagonista aquella del ruidoso rascar la madera la noche anterior. Esta simple explicación me trajo algo de sosiego, digo un poco y no del todo, pues la presencia de semejante túnel aún seguía siendo algo inquietante. Mis más ocultos temores ahora se hacían presentes, trayendo consigo un sinnúmero de fantasías aterradoras que mi mente elaboraba.

No con poco trabajo, desplacé mi modesto roperito hasta situarlo encima de la madera que había cortado y ahora se hallaba en forma provisoria tapando la boca de aquel insondable túnel que había tenido la desgracia de descubrir.

Supuse entonces, que la siguiente noche podría dormir tranquilo y sin temor a que algo extraño emergiera de allí para asaltarme en medio de mi sueño.

Sin embargo, justo a la una de la madrugada, me desperté bastante nervioso. Primero no supe el porqué, pero luego, y poniendo mucha atención, mis oídos percibieron una especie de susurro entrecortado.

Casi inaudible. Sólo un cuchicheo. La sangre se me heló en las venas y los pelillos de todo el cuerpo

se erizaron de punta a punta.

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No sé de donde saqué el coraje en aquel infausto momento, mas lo que sí me consta, es que grité a todo pulmón maldiciendo amenazante a quien fuera el autor del aterrador sonido.

De inmediato, y a modo de respuesta a semejante improperio de mi parte; tremendos y sonoros rasguños se escucharon bajo el piso provenientes de aquel sitio. Como si de las furiosas zarpas de un león se tratase.

Se desvaneció el coraje que había reunido, y en un arrebato de irracional pánico, lancé mi mano hacia la lámpara sobre la mesita de noche; que sin llegar a encenderse y a causa de mi torpeza, fue a parar contra el suelo estallando en mil pedazos.

En una fracción de segundo, como impulsado por un potente resorte, salté de la cama para luego recorrer los escasos tres metros que me separaban de la llave de luz principal de la habitación.

Pero mayúscula fue mi desazón y sorpresa, cuando esperando la claridad salvadora de parte de aquella bombilla, ésta no se encendió.

Como había ocurrido la anterior ocasión; en paños menores y temblando, corrí hacia el patio con rapidez inusitada.

Fue otra noche más que no logré pegar un ojo. Esta vez con una gran cuchilla de cortar carne en la mano destinada a protegerme de cualquier eventual ataque. Y nuevamente pasé el resto de lo que quedaba de ella recostado en el sofá del living.

¿Que había ocurrido? A ciencia cierta no lo sabía. Pero ahora tenía la certeza de que

algo terrorífico yacía debajo de aquel piso. A media mañana del día siguiente, comprobé que la bombilla que

iluminaba mi dormitorio encendía y apagaba sin problemas. Una y otra vez accioné el interruptor esperando una falla sin que ésta ocurriera.

No encontraba una lógica explicación. Un buen rato me llevó reparar el velador, la caída producto de mi

desesperado manotazo, había acabado con la lamparita, parte de su estructura y además dañado el cable.

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Poco más tarde, eché mano a la escopeta del doce de mi difunto abuelo, para dejarla en condiciones mediante concienzuda limpieza. La vieja y poderosa cazadora dormía sobre el ropero hacía muchos años. Aserré prolijamente ambos cañones, para que su menor longitud la hiciese más maniobrable y efectiva. Luego, compré cartuchos de munición bien gruesa.

Desde muy temprana edad y de la mano de mi padre había practicado la cacería, por lo que usarla sabía perfectamente. También sabía que ella mataría, y de eso estaba seguro, todo lo que se arrastre, camine o vuele.

Poco más tarde, invertí el escaso dinero que restaba para proveerme de una larga cuerda y un farol a gas de kerosene.

Estaba más que dispuesto a terminar con aquella pesadilla de una vez por todas. No tengo tantas virtudes como cantidad de defectos, pero una de ellas, es el valor para enfrentar problemas.

Por la tarde, listo para encarar aquella intrépida empresa, empujé el roperito, y corriendo las tablas cortadas, descubrí la boca de aquel tétrico hoyo.

Un sudor frío corrió por mi frente al contemplar su negra y ominosa boca. Pero lejos de acobardarme, arrastrándome lenta y sigilosamente, procedí a introducirme hacia su interior.

Un túnel de tierra gris descendía en pronunciado ángulo. Bastante amplio, pero no lo suficiente como para avanzar agachado, así que como soldado, cuerpo a tierra continué adelante. El extremo de la cuerda que poco a poco iba soltando, lo había atado firmemente a una de las patas de mi cama y sería mi guía de retorno, pues ignoraba con que me toparía más adelante.

Luego de unos minutos de mugriento y dificultoso avance, el túnel se ensanchó un poco permitiéndome continuar mi azarosa marcha, esta vez de pié y sólo un poco encorvado.

Mi asombro fue tremendo, cuando luego de unos treinta metros, de improviso me topé con una amplia caverna.

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Parte de tierra, parte de piedra, con una altura aproximada de unos cinco metros hasta su irregular techo y de forma más o menos circular.

De inmediato un acre e insoportable hedor me hizo arrugar la nariz. No pude evitar sentir un fuerte escalofrío al recorrer con mi vista aquel sitio. La luz del farol sostenido en alto, mostraba las bocas de cuatro nuevos túneles que partían desde allí en distintas direcciones.

Evité pensar sobre la razón de la existencia de aquel fenómeno, consideré que no era momento de distraer mi raciocinio tratando de explicar lo inexplicable. Sí calculé encontrarme a bastante profundidad por debajo de la superficie, pues hasta llegar a aquel punto, el camino había sido casi en todo momento descendente.

Entonces, al azar, escogí una dirección para continuar con mi marcha, avanzando luego por aquella ramificación ahora de unos dos metros de altura pero escaso metro de ancho.

Minutos después y al percibí un sonido agudo como si fuera un aullido, mi andar se detuvo y también mi aliento. Mis manos temblaron preparando de forma inmediata la escopeta montando sus dos martillos.

Alerta, aguzé el oído de nuevo. Pero todo fue silencio. Continué entonces hacia delante. Me quedaba poca cuerda de salvamento cuando llegué a otra

caverna, esta vez ligeramente más pequeña que la anterior y desde la cual pude advertir que desde un costado, partía la boca de un nuevo túnel, horadado ésta vez en húmeda y oscura tierra.

Precisamente desde él amigos míos, provino el terrorífico aullido, bien nítido y estridente.

El pánico me invadió y casi echo a correr para salir urgente de aquel sitio. Justo en ese momento y para llevar mis nervios hacia el límite, la luz del farol comenzó a decaer en forma rápida.

La idea de quedarme totalmente a oscuras me volvió loco.

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Sabía que deprisa debía darle bomba al farolillo; pero en aquellas circunstancias, maniobra harto complicada, por sostener con la otra mano la escopeta, y que de ningún modo soltaría por un instante.

Entonces, y como pude, acomodé la escopeta debajo del brazo y con tremenda lentitud el bombín comencé a accionar.

Pero cuando en plena tarea yo estaba, al levantar la vista lo vi. Un temblequeo me invadió de pronto y mis piernas se aflojaron.

Mi corazón comenzó a latir de forma tan rápida y descontrolada que retumbaba en mis sienes.

De más de dos metros de altura, con robustos muslos en la parte superior de sus delgadas patas. Su pecho, afilado, huesudo y prominente. Sus brazos eran delgados, con largas y aguzadas garras en los extremos, y un par de esmirriadas alas casi totalmente desplegadas por detrás, tal cual las de un murciélago.

Tenía sus rojos ojos fijos en mí. Terrorífica y abominable criatura, tal vez parida en las entrañas

del mismísimo averno. En su rostro, si es que puede llamarse así; un hocico entreabierto

me mostraba furioso largos y amenazantes colmillos por el simple hecho de osar invadir sus dominios.

¡¿De donde habría salido un engendro semejante?! Casi caigo desmayado en ese mismo instante, pero enfilando sin

dudar mi escopeta, tironeé ambos gatillos en veloz e instintivo movimiento.

Los tremendos ensordecedores estampidos de ambos tiros fueron solo uno, y una llamarada de fuego y chispas iluminó la cueva durante un segundo.

El farol de deslizó de mi otra mano y cayó al suelo, no vi más nada. Luego, siguiendo la soga tendida que marcaba el camino, emprendí precipitadamente la retirada.

¡Que indomable es el miedo! Por más que pretendía, no lograba de allí salir velozmente como en ese momento hubiese querido. Un

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temblequeo incontrolable me dominaba y por más que me esforzaba no lograba apaciguarlo.

Luego de unos interminables y angustiosos minutos, tropezando torpemente y guiado por la débil luz de mi pequeña linterna que ahora había encendido, emergí de aquel monstruoso agujero.

Si di muerte a aquella infernal criatura, hasta el día de hoy no lo sé. Pero lo que sí puedo decirles, es que con la vieja escopeta y a esa distancia tan corta, acertarle le acerté.

En los días subsiguientes, y antes que regresara mi abuela; a rellenar aquel hoyo dediqué todo mi esfuerzo. No se cuantas carretillas cargadas con tierra con gran trabajo acarreé; rellenando para siempre aquel maldito pozo.

A veces, cuando en mis pensamientos más inquietos, recuerdo tan abominable criatura; por un momento siento pena, pues sólo Dios debió disponer de su suerte.

Poco tiempo después nos mudamos de aquella casa. No desdeñen mi relato o tilden de fantasioso, es la pura verdad lo

que en éstas líneas yo he narrado.

FIN

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LA GEMA AMARILLA Contaba yo con treinta y tres años por aquel entonces, mi esposa, María, y Marcos un pequeñín de tres, cuando el cartero arribó con una misteriosa carta.

La misiva provenía de una provincia del norte, de un estudio legal y contable de un tal Dr. Frank Norris.

Aquella fría mañana de un sábado de invierno; dispuesto a leerla me arrellané en mi sofá favorito, junto al calor del hogar de la modesta vivienda que rentábamos.

Su texto muy escueto decía: “Mr. Carl Higgins. De mi mayor consideración: Tómese Usted la molestia de viajar lo más pronto posible a Silver Tower City. Herencia disponible.”

Firmado al pié y aclaración de la rúbrica, Dr. Frank Norris, abogado.

Di un respingo en mi sillón y lancé: --¡María!....¡María.... somos ricos!.... Mi buena esposa acudió de inmediato, tal vez pensando que

había enloquecido de repente con ojos intrigados preguntó: -- ¿Puede saberse que es lo que ocurre? -- ¡Es que recibiremos una herencia! – exclamé emocionado al

borde de las lágrimas. Debo confesar en este punto, que en aquellos aciagos tiempos

nuestra situación económica distaba mucho de ser floreciente, y mucho menos estable. Mi humilde empleo como vendedor de calzado en la pequeña ciudad donde vivíamos, sólo proveía un paupérrimo sueldo que apenas alcanzaba para proveernos a los tres de las necesidades más básicas. Mi muy querida esposa, en más de una oportunidad, obligada se vio, y frente a aquellas apremiantes circunstancias, a vender productos comestibles de fabricación casera puerta a puerta en la calle.

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Cada tanto y seriamente, discutíamos sobre la posibilidad de emigrar de aquel lugar que sin futuro nos tenía a ambos. Ahora y frente a semejante noticia, era de esperarse la tremenda emoción que de nuestros corazones había hecho presa.

Al día siguiente, decidido a no perder ni un segundo de tiempo, solicité permiso para ausentarme de mi empleo durante toda una semana. Provistos de un poco de dinero que con mucho sacrificio mi esposa había ahorrado, y luego de breves preparativos, emprendimos el viaje en nuestro desvencijado automóvil.

Aquel invierno fue muy crudo y con mucha nieve en los caminos, de hecho, nos demandó interminables catorce horas aquel viaje. Pero gracias a nuestra ocasional buena fortuna, llegamos a destino casi sin contratiempos graves. Digo casi, pues durante el transcurso del mismo, en dos ocasiones, tuvimos que detenernos a reparar los neumáticos del viejo y achacado automóvil; el cual francamente ya no se encontraba en condiciones de rodar el pavimento.

Silver Tower se trataba de una pequeña localidad campestre, lo que favoreció nuestra búsqueda del tal Norris. Preguntando un par de veces a ocasionales transeúntes, llegamos luego de un rato hasta la dirección indicada en el sobre de la misteriosa carta, y que correspondía a su estudio legal y contable.

Poco después, el pequeño y anciano hombre nos atendió amablemente, luego que su sesentona y coqueta secretaria le anunciara de nuestro reciente arribo. Su rostro mostró de inmediato una amplia y franca sonrisa, al anunciarme que había heredado una propiedad con todo lo que ella contenía; situada ésta en los suburbios del pueblo y propiedad de mi recientemente fallecida tía abuela Gertrudis.

Al mencionarlo aquel caballero, enseguida acudió a mi mente el recuerdo de tan agradable y bondadosa mujer. La última imagen de ella que guardaba en mi memoria, era la de una elegante mujer que

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rondaría los cuarenta años y cada tanto llegaba a visitarnos, además siempre, pero siempre, me traía algún valioso obsequio.

Sentí un poco de vergüenza al recordar estos hechos, pues pensé enseguida que tal vez había tenido yo una actitud ingrata hacia ella, debiendo haberla visitado por lo menos alguna vez durante sus últimos años. Pero, en fin; lo sucedido sucedió, y lo hecho, hecho está. Tal es como decidí justificarme ante lo que a ingratitudes refiere y me achacaba la conciencia.

Nuestra imaginación, es decir la de María y la mía; volaron de inmediato evocando la imagen de alguna suntuosa y costosísima mansión, que luego y mediante su venta, acabaría con nuestro padecimiento económico.

Norris se ofreció de buen talante y de inmediato, a guiarnos hasta el sitio donde estaba la herencia, por lo que en mi automóvil trepamos de inmediato, y al cabo de recorrer un corto trecho llegamos a las afueras del pequeño Silver Tower.

Minutos más, y Norris hizo que me detuviera frente a la propiedad heredada.

¡Ay que desazón nos embargó de inmediato! La casa en cuestión, aunque no pequeña en dimensiones, era

muy antigua y de aspecto destartalado. -- ¡En su época era muy linda! Quiso componer un poco las cosas Mr. Norris, probablemente al

percatarse del cambio que se produjo en nuestros rostros. -- Sí, puede que tenga razón, pero ahora.... – le respondí

enseguida en tono de reproche. Norris percibió enseguida nuestra intención subyacente, pues de

tonto no tenía un pelo, y agregó sin perder tiempo: -- Si ustedes me lo permiten, puedo ver de alguien que tenga

interés en comprarla.

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-- Eso sí sería bueno. – acotó al instante María desde el asiento trasero, donde se hallaba sentada junto al pequeño y ahora dormido Marcos.

-- Por lo pronto descendamos para que conozcan su interior. – dijo Norris, intentando abrir la puerta de mi vehículo para salirse de él sin lograrlo.

Por más que tironeaba de la manijilla ésta no cedía. Prestamente descendí, y rodeando el automóvil pude abrirla desde afuera.

-- Je,je, estos automóviles.... – dijo en forma condescendiente. Enseguida imaginé a su otro yo diciendo: -- ¡Estos cachivaches viejos! Llave mediante, nuestro anfitrión abrió la rechinante y amplia

puerta principal de aquella casa. Encendió la luz de la estancia, y de inmediato quedamos asombrados.

A pesar de su triste aspecto externo, una gran sala central se mostraba muy cuidada. Una importante araña de hierro forjado colgaba del alto techo de madera, que con sus múltiples tulipas iluminaba muy bien el sitio. Una gran mesa con su respectivo juego de sillas de robusta y labrada madera ocupaban un lado. Todos los muebles eran antiguos, pero cuando fuimos retirando las telas que cubriéndolos servían de protección, observamos su fina manufactura y excelente estado.

La planta baja de la casona, además de su gran sala central, poseía una cocina, un cuarto de lectura pequeño y un comedor diario. Escaleras arriba, un pasillo de gastada alfombra con arabescos en color ocre y negro, brindaba acceso a tres dormitorios, un baño, y sobre el final, una escalerilla angosta conducía hacia el desván.

-- Ustedes miren bien todo, tómense su tiempo. Yo debo retirarme. Mañana por la mañana pueden concurrir a mi oficina y hablaremos sobre el precio de venta... ¿Está bien? – dijo Norris.

-- Está bien. – le respondí, luego de consultar con la mirada a María.

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Ya se retiraba cuando de improviso se detuvo, y volteando hacia nosotros dijo:

-- Creo que querrán comer algo y tal vez dormir....esteee, yo no les aconsejo que lo hagan aquí, es una casa grande y fría; además de estar sucia, llena de polvo y telas de araña. Conseguirán alojamiento en el Holliday, es el hotel que está en la entrada del pueblo, además podrán comer en su restaurant. --

Hizo una pausa como pensando agregar algo, pero concluyó diciendo:

– Hasta mañana. Luego de retirarse el hombrecillo, pregunté a María: -- ¿Y? ¿Qué opinas? Ella me abrazó y me dijo: -- Con la venta de esta propiedad, mucho o poco lo que

obtengamos, estaremos mejor que antes. Le sonreí y le di un beso sobre los labios. Tenía razón. Hicimos una pausa para ir a cenar, y más tarde, al regresar,

continuamos revolviendo en todos los rincones de aquella vieja casa, por supuesto en busca de objetos que pudiéramos rescatar antes de su venta. Pero lamentablemente para nosotros, no había nada de gran valor, vajillas viejas, adornos, cuadros, etc, etc, etc.

Entonces, decidimos que la entrega se efectuaría con todo lo que aquella propiedad contenía; resultaría menos problema para nosotros, pues realmente considerábamos un incordio cargar con alguna pertenencia hasta nuestro hogar muy lejos de allí.

Más tarde, habiendo hurgado en todos los rincones, aún no habíamos hallado la llave del robusto candado que cerraba la puertita del desván. Sólo faltaba investigar su interior y todo sería asunto concluido.

Sin embargo, por más que nos esforzamos, no logramos hallarla por ninguna parte, y por supuesto, no estaba incluida en el llavero que Norris nos había dejado.

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Utilizando la punta de un pico que hallé en un reducido cuartucho de herramientas de la planta baja, que contenía además alguno que otro cachivache; forcé el asa del candado que cerraba la puertita de aquel desván empeñoso en ocultar su contenido.

A tientas busqué el interruptor que encendiera alguna luz en aquel oscuro recinto, y luego de encontrarlo, una bombilla suspendida solamente por sus cables sujetos al bajo techo, echó claridad a aquel sitio.

Dos pequeños ventanucos ovales daban hacia el frente, por los que probablemente, durante el día penetraba la luz del exterior. Un segundo más tarde, cuando echamos una mirada , descubrimos algunos muebles y enseres viejos que se hallaban apilados unos sobre otros en un rincón.

Por lo pronto, no había nada en aquel lugar que llamara nuestra atención.

Consultando mi reloj, descubrí que ya era muy tarde y sugerí a María que debíamos ir al hotel a pasar la noche; además el pequeño Marcos ya se hallaba entre bostezo y bostezo.

Pero luego, y con el objeto de comprobar si no quedaba algo de valor, decidí dejarlos en el Holliday y retornar a la casa de Gertrudis; quería echar una última y final revisión, pues por la mañana nos esperaba Norris en su oficina. No convenía demorar nuestro retorno, pues con escaso dinero contábamos para permanecer allí por más tiempo.

Un buen rato después, me hallaba yo revolviendo en el desván de aquella casona heredada, cuando un viejo baúl descubrí entre aquel revoltijo.

Hacia el centro de la habitación y con bastante esfuerzo, arrastré aquella antigüedad para después de abrir su tapa mediante un fuerte golpe que apliqué al pequeño candado que lo cerraba.

Me topé con una gran cantidad de pequeños objetos y fotos viejas, se trataba con toda seguridad de recuerdos y souvenirs que mi

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tía atesoraba encerrados en aquel sitio, y supuse que sólo para ella tendrían algún valor.

Un buen rato permanecí contemplando toda una colección de viejas fotografías; muchas de ellas de parientes conocidos por mí, otras, de personas que yo nunca lograría identificar.

Por fin, ya dispuesto a terminar con todo aquello y retirarme para siempre de la casona, un misterioso atadito de vieja tela llamó poderosamente mi atención. El misterioso envoltorio, estaba prolijamente rodeado con una cinta de color rojo, que en forma apretada remataba firmemente aquel paquete.

Al desatar la cinta y desenvolver la tela, encontré dentro una pequeña cajita de simple cartón. La sorpresa de aquel hallazgo, despabiló mi mente y disipó el persistente sueño que empeñoso estaba en apoderarse de mí.

Al abrirla, la sorpresa de su contenido hizo que mis ojos se agrandaran. Apareció ante mí una hermosa y llamativa gema de color amarillo ámbar, tallada con múltiples caras y que echaba reflejos de oro.

Tal hallazgo, arrancó una sonrisa a mi rostro pues enseguida pensé en su probable elevado valor. Debajo de ella, lo descubrí al tomarla, un pequeño, añoso, y amarillento papel escrito con negra tinta y prolija letra que decía:

“Si me aprietas firmemente en la palma de tu mano, con sinceridad dentro de tu corazón, y dices en voz alta que crees en mí; todo lo que tú des, con creces y sobradamente recibirás.”

No supe que pensar al leer aquella frase y esbocé una sonrisa. Releí un par de veces la frase sin saber muy bien exactamente a que se refería, tal vez por la avanzada hora que era y producto de mi cansancio.

La cosa es que sin dudarlo ni siquiera por un instante; tomé la gema apretadamente en mi mano derecha y dije en voz alta:

-- Creo en ti .

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Con sinceridad debo confesar que sentí un poco de vergüenza al hacerlo, pues pensé que era ridículo y me sentí tan estúpido que me eché a reír. Metí dentro de su cajita la gema, y con ella en el bolsillo de mi abrigo, partí echando llave y abandonando aquella casa para siempre.

Al día siguiente, acordamos con Mr. Norris un acomodado precio de venta para aquella casona, muebles y todo, y emprendimos el retorno.

Durante el largo viaje, no comenté a María en ningún momento sobre mi extraño hallazgo. Sin embargo, mientras por la carretera y conduciendo mi automóvil me encontraba hacía más de una hora; recordé cierta pregunta que me había formulado como al descuido el abogado: -- Esteee....y dígame Mr. Higgins...¿No encontró algo que resultare de su interés en la casona de Gertrudis? ¿Y que quiera usted conservar?

Lo miré fijo un instante y le respondí que no, en lo absoluto. Noté entonces que en el rostro del anciano se pintaba cierto reflejo de decepción. El mismo debió advertir aquel cambio en su actitud, por lo que enseguida buscó cambiar de tema.

¿También buscaría aquella misteriosa gema? No sé el porque, pero me cruzó por la mente la idea de que aquel

viejo zorro estaba detrás de algo. Antes de retirarme, no sé tampoco el porque, mencioné que por

mi cuenta también buscaría un ocasional comprador para la casona. En estos pensamientos estaba, cuando más adelante y al borde

del camino; divisé una mujer que hacía señas junto un automóvil que detenido sobre la nieve parecía averiado.

La apenada mujer en cuestión tendría alrededor de unos setenta y tantos años; muy agradecida por haberme yo acercado, según me explicó luego, que hacía largo rato que esperaba que alguien la recogiera, pero no había tenido suerte y se estaba congelando. La pinchadura de un neumático, había sido la causa de su infortunado

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percance, y ella no tenía fuerzas suficientes para cambiar la rueda desinflada por la de auxilio que en el baúl se encontraba.

Prestamente le brindé mi ayuda y luego de solucionarse el problema felizmente, dándome un efusivo agradecimiento continuó su viaje.

Un par de días más tarde, mis sospechas con respecto a Mr. Norris se confirmaron. Habló por teléfono mostrando evidente apuro, y para comunicarme que los cincuenta mil dólares que habíamos acordado, ya le habían sido ofrecidos por aquella propiedad.

Desconfié de inmediato de tan rápida transacción, y enseguida le manifesté mi cambio de parecer, le dije que lo había considerado bien, y que por ahora no estaba dispuesto a deshacerme de aquella casa.

Algo que no pude entender dijo entre dientes y luego, refunfuñó un poco y se despidió brevemente.

Sólo dos días pasaron y Norris nuevamente llamó, esta vez, y según manifestó enseguida, el presunto comprador había ofrecido una suma de ochenta mil dólares.

Mi desconfianza aumentó en aquel punto, respondiendo escuetamente y enseguida, que desdeñara la oferta. Probablemente los compradores, o aquel astuto anciano, buscaban algo que supuestamente yo ignoraba.

La propiedad no valía tanto. ¿Sería posible su causa la misteriosa gema amarilla?

Aún no lo sabía. Una semana transcurrió cuando se produjo un tercer llamado.

Esta vez, manifestó Mr. Norris, que si bien no era ni remotamente el valor real de aquella vieja casona, y trató de convencerme de que aceptar sería un pingüe negocio, que la oferta había trepado hasta ciento cincuenta mil.

Alelado lo escuche pronunciar aquella cifra, entonces me dije que tal vez él, era el verdadero interesado en adquirir la propiedad; ya que

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recordaba muy bien que aquel viejo zorro me había preguntado, si no había yo hallado algo de interés en la vieja casa.

Luego de pensar un poco, le dije que por menos de doscientos mil no vendería. Protestó durante un largo rato; alegando que dicha cifra era descabellada y no sé cuantas cosas más dijo, pues a decir verdad no le presté mucha atención.

A la semana siguiente volvimos a Silver Tower a concretar el negocio.

Luego de obtener aquel dinero, y con mi esposa María, adquirimos nuestra propia casa y un automóvil más nuevo. No crean que no pensé en la realidad del poder de aquella gema, pues a ciencia cierta lo hice; así que, durante todo el tiempo que me fue posible, repartí a diestra y siniestra limosnas a los necesitados y grandes propinas.

El dinero llovió a manos llenas. Invertí en una modesta industria farmacéutica, la que luego de un

corto tiempo creció en forma vertiginosa y me brindó tremebundos dividendos. Con el gran capital amasado hasta ese momento, volví a invertir en otros negocios que resultaron nuevamente en más y más dinero en mis manos.

Al cabo de cinco años, vivíamos en una lujosa mansión con jardines, teníamos tres autos importados; viajábamos a todos lados y nos convertimos en nuevos ricos.

Pero lamentablemente, el tremendo y radical cambio que se produjo en nuestras vidas terminó afectándome.

Ensoberbecido por el poder con que contaba, y me daba el dinero, me volví frío, especulador y sobre todo muy arrogante. El poder del dinero me llevó a una vida disipada, de fiestas, exceso de alcohol, y hermosas mujeres.

Una infausta noche, pasado de copas me encontraba, cuando regresando solo de una cena de negocios en la capital; pues en una antojadiza decisión había decidido prescindir del servicio de mis dos

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choferes; quiso la fatalidad que atropellara con el vehículo y sin mala actitud de mi parte, pues fue causa del alcohol; a una pobre anciana que cruzaba la calle y yo no advertí.

Me detuve de inmediato. Descendiendo del automóvil obnubilado y a duras penas, comprobé su estado de inconsciencia y las graves heridas producto del brutal golpe recibido.

Enseguida voló mi mente a cortes y demandantes; a un evidente culpable en estado de ebriedad y a juicios que no deseaba.

¿Y si tenía la mala fortuna que la anciana muriese? ¿Echaría por la borda mi flamante condición de rico? --¡De ninguna manera! – pensé de inmediato. Decidí que no

estaba dispuesto a sacrificar algo en lo absoluto. Eché un vistazo a los alrededores, para comprobar si había

testigos de aquel luctuoso accidente. Al no encontrarlos, dado lo avanzado de la hora; decidí huir del sitio lo más rápido que pude, olvidándome de la anciana y de aquel trágico suceso.

Tan profundo había sido el cambio que se había producido en mi persona en los últimos años, que sinceramente les digo, ni una pizca de culpa sentí por lo sucedido.

Olvidado creí aquel asunto, cuando un par de semanas más tarde y a través de un llamado telefónico, un hombre, que por supuesto no se identificó, me advirtió que si yo no le pagaba medio millón de dólares, él estaba dispuesto a acudir a la policía como testigo del accidente del que yo había sido protagonista.

Por el momento le manifesté estar de acuerdo, pero así mismo le dije que llamase al día siguiente para ultimar bien los detalles de la entrega del dinero; pues pensé en darme tiempo para preparar alguna salida a semejante extorsión.

Efectivamente, al otro día llamó para arreglar el lugar donde se haría la entrega del efectivo. Sin embargo, otra jornada transcurrió hasta que acordamos por ambas partes y luego de una breve puja por

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decidir el lugar, que la entrega sería efectuada en la parada número doce del subterráneo del Este. Ambos concurriríamos solos.

Para él resultaría perfecto un lugar lleno de gente, evitando así por supuesto, que yo pergeñara algo malo en su contra.

A la hora señalada me presenté, y él, al verme, se acercó temeroso. Su rostro, aunque me resultó familiar, no pude identificarlo como conocido.

Ambos nos encontrábamos al borde del andén del subterráneo, rodeados de gente apretujada que esperaba su transporte. Con toda premeditación yo había sugerido la hora de mayor afluencia de personas en aquella estación, como así también mi cercanía al borde de aquel andén y donde en pocos segundos más arribaría el transporte.

Cuando sentí la vibración producto de la proximidad de aquel, y divisé sus brillantes luces acercarse por la negra boca del túnel; estiré mi brazo ofreciendo el negro portafolios con una franca sonrisa en mi rostro. Y en ese preciso instante, cuando aquel maldito extorsionador extendió su mano para tomarlo, fue cuando tremendo empujón le apliqué, por supuesto luego de cerciorarme antes, de que la gente que nos rodeaba no miraba hacia nosotros por estar pendiente del arribo del transporte.

El pobre cayó indefenso sobre las vías. Sin detenerme para observar el resultado del fatal empellón; di

rápidamente media vuelta y huí del lugar con disimulo, mientras un ensordecedor griterío se escuchaba a mis espaldas.

Debo confesar que en aquel instante, sentí el compulsivo, irrefrenable, y morboso deseo de presenciar como aquel sujeto era destrozado por el tren.

Me alejé con una sonrisa a flor de labios y por lo bajo murmuré: -- Esto te ocurrió por buscar problemas conmigo.

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Definitivamente me había vuelto una persona maligna, sin escrúpulos, claro estaba, que por aquel entonces no me daba cuenta en lo más mínimo del tremendo cambio sufrido.

Pero de ninguna manera terminaron allí mis problemas. De la noche a la mañana y por cuestiones de la bolsa, cayeron todas las acciones que en inversiones tenía; dando por tierra con mis finanzas y con toda mi fortuna. Más pronto de lo que imaginaba me vi obligado a vender la mansión y los automóviles, junto con todas mis otras propiedades. Acabaron los viajes de placer, nuestra fortuna por completo, y tuvimos que mudamos poco tiempo más tarde a una casita sencilla.

De allí en adelante las peleas con María eran cosa de todos los días y llegamos a agredirnos físicamente, cosa que antaño resultaba impensable. Descender de aquel encumbrado estatus, terrible había sido también para ella, pues al igual que yo, había cambiado en su forma de ser, convirtiéndola en una terrible malhumorada mujer.

Una fatídica mañana y luego de protagonizar una agria discusión con ella; me dirigí al garaje de la casa totalmente obnubilado por la ira, puse en marcha mi automóvil para luego dar marcha atrás violentamente.

Nunca en el resto de mi miserable vida, podré perdonarme aquel suceso.

Sin advertirlo siquiera arrollé a mi pequeño hijo Marcos, de ocho años. Cuando me percaté de lo ocurrido, ya era demasiado tarde. La defensa trasera había golpeado fatalmente su cabeza.

Intenté quitarme la vida varias veces, pero no tuve el valor suficiente.

Mi esposa María dejó de dirigirme la palabra. Permanecía encerrada en un total mutismo. Desde aquel desgraciado accidente, sólo odio hacia mí reflejaban sus ojos, la pobre se iba sumiendo en un estado de locura y silencio.

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Un fatídico día, en circunstancias que yo me encontraba sacando cuentas en la cocina, papel y lápiz en mano; fue cuando de improviso, y sin que nada me lo advirtiera; clavó una cuchilla de cocina con violencia en mi espalda y luego de lanzar un desgarrador aullido.

Por fortuna o por desgracia, la afilada hoja no tocó ningún punto vital de mi organismo.

Girando de inmediato, ensangrentado y con el atroz dolor que aquella agresión me había causado, con inusitada e irracional furia incrusté en su ojo izquierdo el lápiz que sostenía en la mano.

Cayó muerta sobre el piso de la cocina. Huí de allí enloquecido, abandonando lo poco que poseía y me

transformé en un prófugo de la justicia. Dos años más tarde, me había convertido en un menesteroso,

anónimo y mugriento que vagaba por las calles de una ciudad lejana. Un trágico día, trepando a un convoy ferroviario; perdí pié en el apuro por subir al tren en movimiento cayendo bajo sus ruedas, las que en forma inmisericorde me cercenaron ambas piernas.

Mi vida ruin salvaron de milagro los médicos de emergencias. Tiempo después, recuperado del horrible accidente, con sumo trabajo me desplacé hasta un cercano puente sobre el río en mi destartalado sillón de ruedas que la caridad me había brindado, y a sus turbias aguas arrojé la maldita gema amarilla.

Había sido la fuente de todos mis males, y que, estúpidamente, por poder y por dinero, su culpa yo me empeñé en ignorar.

Amigo mío si la encontráis, por pura casualidad alguna vez; olvida que la habéis visto; pues si no actúas haciendo el bien y por el resto de tu vida; ella te devolverá con creces todo lo que tu des.

FIN

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EL ARBOL DEL AHORCADO Siempre tuve actitud incrédula y desdeñosa en lo que a mitos y leyendas se refiere, estuviesen o no fundadas en hechos reales, poseía un verdadero escepticismo con respecto a todo lo que no pudiere explicarse mediante la lógica o la ciencia.

Muchas veces, en medio de entretenidas historias fantásticas contadas en círculo de amigos, mis sarcásticos y burlones comentarios sobre el relato, sacaban de contexto a historia y a narrador; haciéndole perder toda la magia y encanto que se supone tienen aquellas.

Tenía treinta años por aquel entonces, un flamante título de ingeniero, y próximo a contraer matrimonio con Roseane; cuando ambos fuimos de visita a una hermosa granja campestre, siendo ésta, una valiosa propiedad de los padres de mi prometida. Por supuesto, en aquella ocasión, nos acompañaron mis progenitores, a lo que sería una reunión de familia previa a la boda y para ultimar los detalles del inminente y feliz evento.

De esa forma, nos trasladamos los cuatro en mi flamante automóvil; desde la gran ciudad hasta aquel punto situado en medio del campo, cercano a una pequeña localidad llamada Riverside.

Despreocupados, felices, estábamos dispuestos a pasar dos o tres de días en estrecho contacto con la naturaleza, en aquel apacible lugar apartado del mundano bullicio.

Al siguiente día de haber arribado, muy temprano por la mañana y antes que los demás abandonaran el lecho; decidí salir a dar un breve paseo por aquel verde y paradisíaco entorno.

Escogí un viejo, estrecho y casi abandonado camino de tierra para emprender mi marcha. Sin prisa alguna, mientras el fresco y puro aire del campo llenaba mis pulmones.

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Habiendo transcurrido más o menos media hora desde mi partida, decidí detenerme a descansar un poco a un costado del camino bajo un raro y enorme árbol seco. Decidí tomar asiento para contemplar el hermoso paisaje.

No habrían transcurrido siquiera dos minutos, cuando un rubio mozalbete montado en un corcel de dos colores se acercó de repente.

-- Buenos días mister.... – dijo con una amplia sonrisa, quitándose a su vez el sombrero en franco gesto de cortesía.

-- Muy buenos días joven. – contesté prestamente retribuyendo el saludo.

Mas de pronto, aquel joven se puso serio y me dijo: -- Yo que usted, mister, no me sentaría bajo ese árbol... Reí con ganas interrumpiendo y enseguida le respondí: -- No veo por que no debo, no es propiedad privada. Tampoco de

hormigueros se debe tratar el tema, pues de ello me he cerciorado antes. Y para serte sincero, lo demás poco me importa, pues no me interesa si detrás de esa advertencia hay alguna historia de fantasmas.

El joven se encogió de hombros. -- Allá usted si eso desea. – terminó diciendo, y meneando la

cabeza con su caballo se alejó a paso lento. Enseguida presentí que aquella advertencia se relacionaba con

alguna patraña campestre, y olvidando de inmediato aquella absurda sugerencia, al rato estaba yo profundamente dormido.

En algún momento más tarde me desperté de improviso. Estiré mis brazos y mis piernas en toda su longitud, y aspiré profundo aquel aire del campo.

-- ¡Ahhh!... el aire puro. – exclamé muy complacido. De pronto, observé pasmado, que el paisaje antes frente a mí

había desaparecido. En lugar de tupidas arboledas, se extendía una planicie verde y donde se divisaba una casita cercana. Con un corral a su lado conteniendo diversos animales de granja.

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Miré en derredor cada vez más asustado, y descubrí que en realidad el entorno había cambiado totalmente; tanto era así, que hasta el árbol bajo el cual yo me hallaba sentado lucía mucho más pequeño, pleno de verdes hojas y largas ramas.

Restregué mis ojos con fuerza, pues no daba crédito ni aceptaba lo que ellos percibían, como si una simple ilusión óptica se estuviera burlando de mí. Pero la inutilidad de hacerlo comprobé enseguida, pues el mismo paisaje seguía viendo aún.

De repente, pegué un brinco quedando sobre mis pies parado, al observar que también mi ropa había cambiado totalmente.

Mi jean había desaparecido, ocupando su lugar un corto pantaloncito color marrón claro, ajustado, que llegaba hasta un poco más abajo de mis rodillas y ceñido en sus extremos.

Una camisa color blanca y de mangas largas, con volados en los puños, y sobre ella, un chaleco color té completaba mi atuendo.

Alelado no salía de mi asombro, cuando y para completar aquella vestimenta que de carnaval parecía, comprobé calzadas un par de botas de caña mediana.

¡Ay de mí! ¿De que absurda broma estaba siendo víctima? ¿Que disparate era este? Por un momento pensé que estaba soñando y el tremendo

pellizco que me apliqué me hizo chillar de dolor. Pero no, no estaba soñando. Por fin, me largué a reír. Supuse que todo se trataba de algún tipo

de broma de parte de mi prometida Roseane, en complicidad con mis padres y mis futuros suegros. Seguramente me habían colocado aquella indumentaria ridícula del siglo dieciocho, y luego me habían llevado hasta aquel lugar, bien diferente al sitio en el cual yo había quedado dormido.

Sin embargo algo no encajaba en mi mente. ¿Cómo habían logrado cambiar mi ropa sin que yo despertara?

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¿De que manera sutil me trasladaron sin que yo ni un ojo abriese?

Lo único que cabía dentro de mi estricta lógica, era que previamente me hubiesen suministrado algún somnífero, pero aquello también era imposible, pues en el momento de partir de la casa se hallaban todos durmiendo.

Volví a sentarme bajo aquel árbol, con la mente tan confusa que mis ojos escudriñaban hacia todos lados sin entender absolutamente nada. Todo lo que había visto al despertar permanecía en su sitio y sin cambiar nada en lo absoluto. Percibí incluso el mugido de una vaca blanca con manchas negras y el cloquear de las gallinas que provenían desde el corral junto a la cabaña.

En un momento dado, una rubia muchacha emergió desde el interior de ella, con un gran canasto cargado de ropa en sus brazos, y más tarde comenzó a tenderla al sol de la mañana en una fina cuerda atada entre dos largas estacas. De inmediato me puse de pié para luego dirigirme hacia allí, pues pensé que cabía la posibilidad que ella me aclarase las ideas sobre aquel lugar en donde yo me encontraba.

Aún sin saber todavía muy bien que cosa iba a preguntarle, y cuando casi llegaba junto a ella; la joven, advirtió mi presencia. El corazón me dio un vuelco, cuando con una amplia sonrisa se abalanzó sobre mí para estrecharme en un fuerte abrazo.

-- ¡Oh, Jack mi amor! ¿Dónde estabas?...ven, dentro está listo el desayuno.

Estupefacto, paralizado, quedé mirándola fijamente a sus hermosos ojos azules. Se trataba de una hermosa joven de finos rasgos. Vestía una larga falda celeste que casi llegaba hasta el suelo; ajustada en su cintura pero muy amplia en la parte baja, y una blusa color rosa de largas mangas, que con adornos y bordados cubría su bello cuerpo.

Prácticamente me arrastró tomándome de una mano, al interior de aquella cabaña; para luego hacerme tomar asiento junto a una

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rústica mesa hecha en madera de pino claro. No sabía que decir en aquel momento, ni que actitud tomar respecto a aquella situación harto extraña que estaba viviendo. Mi mente, ahora totalmente en blanco, se encontraba atorada por inexplicables sucesos ocurridos tan de improviso.

La muchacha hablaba y hablaba, pero yo me hallaba tan, pero tan confundido, que no prestaba la más mínima atención a lo que ella decía, y su voz, sólo sonaba para mis oídos como un murmullo de fondo.

Por fin, plantó ante mí y sobre la mesa, un gran tazón con té y leche, junto con media hogaza de pan de maíz.

Entonces, la miré fijo por un instante y ella tal vez percibió la angustia que mis ojos expresaban, por lo que preguntó enseguida y poniéndose seria:

-- ¿Qué te ocurre Jack?... luces extraño esta mañana. Entonces, me animé y le dije: -- Mi nombre no...no es Jack, mi nombre es Richard, Richard J.

Stevens....y no sé donde me encuentro, ni que hago aquí....ni quien eres tú.

Luego tomé el tazón y bebí un sorbo de aquel té con leche. Se puso muy seria y frunció el ceño. Estuvo así durante casi un

minuto, pero luego sonriendo dijo: -- ¡Vamos Jack, déjate de hacer bromas! -- Mira...te estoy hablando en serio. Mi nombre es Richard Javier

Stevens y...y...¡¡¡No se que como diablos llegué aquí, pero te advierto que si esto es una mala broma de Roseane, ya ha ido demasiado lejos!!!

Sorbí un poco más de aquel tazón. Ella ahora me miraba sumamente extrañada y luego de pensar un

poco dijo: -- Jack, ¿te has dado tal vez algún golpe en la cabeza?

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-- No, no me he golpeado, ni tropezado, ni caído....ni cosa por el estilo...¿Cuál dices que es mi nombre? –

-- Jack, Jack Wilson, ¿acaso no sabes tu propio nombre? -- ¡Aja! ¡Con que Jack Wilson eh! ¡¿Y quien demonios se supone

que es Jack Wilson?! ¡¿Tu esposo?! -- ¡Por supuesto que eres mi esposo! – respondió con

vehemencia, y rápidamente dio media vuelta para desaparecer por una puerta interior de la cabaña.

No tardó un minuto en regresar con un chiquillo de dos años cargado en sus brazos y que trataba de despabilarse restregando sus ojos, pues aparentemente se hallaba durmiendo hasta hacía un instante.

-- ¡ Y éste es nuestro hijo, Robert ! ¡¿O me dirás ahora que tampoco sabes quien es él?!

Advertí que aquella hermosa muchacha se había puesto sumamente nerviosa, y pronto comprendí que de ninguna broma se trataba. La joven tenía llorosos sus hermosos ojos azules, pues vaya a saber que cosas también pasarían por su mente.

Intentando calmarla dije: -- Lleva al niño a su cama para que descanse un poco más...es

temprano todavía. Luego de hacer caso a lo que yo le había dicho, regresó y se

sentó frente a mí. -- ¿Es que ya no me amas y quieres marcharte? – preguntó,

mientras por sus mejillas rodaban inconsolables lágrimas. Tomó mis manos entre las suyas.

Su rostro era hermoso y dulce. -- ¿Me escucharás si te cuento? – dije enseguida. Mi voz sonaba insegura, pero conté lo que me había ocurrido,

además de quien era yo, o tal vez en ese momento, quien creía ser. Cuando terminé mi extenso relato, estaba tan confundida como

yo, y no sólo eso, pensó justificadamente que había perdido la razón

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al golpear mi cabeza en alguna parte. Por lo que enseguida se puso de pié y colocándose a mi lado, comenzó a revisar mi cuero cabelludo.

Yo permití que lo hiciera, pues no había nada malo en ello, y además serviría para aclarar un tanto las cosas.

Luego volvió a sentarse frente a mí y preguntó: -- ¿Re..recuerdas mi nombre? – -- No. No sé como te llamas. – respondí con sinceridad. -- Mi nombre es Mary y tengo veintitres años. Nuestro hijo se

llama Robert y tiene dos...y...y... No pudo continuar y rompió en desconsolado llanto. Entonces

tomé una de sus manos entre las mías y le dije: -- Mary, por favor, no quiero que te preocupes, ya veremos como

resolvemos esto. Pero sólo fueron palabras, meras palabras para infundirle cierta

calma, pues realmente no tenía ni la más remota idea sobre lo que había ocurrido conmigo o por que me encontraba en aquel extraño sitio. Sin embargo comprendí que si de algo estaba bien seguro, todo era real.

Un poco más tarde, le pregunté que se suponía que debía yo hacer ahora, y ella, echándome una mirada triste, me dijo en voz muy baja:

-- Debemos recoger el maíz. Así, todo el resto de aquel día me lo pasé trabajando en el

pequeño cultivo que se hallaba en una parcela detrás de la cabaña; haciendo sólo una pausa para almorzar en silencio, junto a la joven y el pequeño Robert. Cuando bajó el sol, luego de una agotadora jornada de trabajo rural, me eché totalmente rendido sobre la que se suponía era nuestra cama de matrimonio.

Hasta ese momento, la única explicación racional y científica que pude hallar para lo que me estaba sucediendo, era que inexplicablemente, yo había traspasado algún portal en el espacio

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tiempo, y aterrizado en aquel sitio y en aquella remota época, que según me había dicho Mary se trataba del año mil setecientos sesenta.

Lo que no lograba comprender aún, era de que misteriosa manera yo me había transformado en Jack Wilson, si aún conservaba el aspecto normal y corriente de quien yo era, Richard J. Stevens.

Esa noche me eché en la cama y me dormí profundamente, con la idea en mi mente de que al día siguiente despertaría en mi mundo, del cual yo formaba parte, y que todo lo acontecido habría resultado un mal sueño.

Apenas asomó el sol en el horizonte un gallo me despertó con su canto; rápidamente y emocionado salté de la cama; pero luego, comprobé con tristeza que aún me hallaba en el dormitorio de aquella modesta cabaña. Mary dormía profundamente a mi lado, y en un pequeño camastro a nuestro lado, el pequeño Robert.

Me tomé la cara con manos temblorosas y salí al exterior. Aquella insólita situación había desbordado mi entendimiento y

amenazaba mi cordura. Una angustia feroz me invadió y rompí a llorar desconsoladamente cual un chiquillo.

Dos días más tarde, acabada de juntar la cosecha de amarillas mazorcas, fue cuando Mary dijo que debíamos cargar la carreta y dirigirnos hasta la ciudad para vender, aparte de aquel maíz, otros productos de nuestra granja.

Yo casi no hablaba, me había concentrado de tal manera en buscar la forma de salir de aquella situación, que todo lo que me rodeaba no tenía para mí la más mínima importancia. Me había convertido en una especie de espectador de un dramático filme.

Un par de meses más tarde, sólo un par de meses; integraba yo la comunidad de aquel lugar. Me había resignado a vivir en aquella época, muy distante de mi tiempo y a la cual no pertenecía. Descubrí que tenía amigos y alguno que otro pariente, a los cuales fui conociendo con el correr de los días.

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Mi relación con Mary había cambiado, refiero esto respecto a mi anterior conducta y cercana a la fecha de mi “arribo”.

Como era inevitable, comencé a enamorarme de aquella bella muchacha, a querer al pequeño Robert y a mi nueva vida; la cual continuó como la de cualquier matrimonio. El tiempo pasó y casi estaba todo bien. Casi, pues el gobierno del rey nos tenía a mal traer con sus fuertes impuestos y sus duras leyes, aplicadas con mano de hierro a través de su ejército colonial.

Con el tiempo, nosotros los colonos, comenzamos a organizarnos; no solamente en aquella zona sino en todo el territorio americano. Era de esperarse, por mi parte, conocía la historia de aquellos habitantes del nuevo mundo y había llegado la hora de independizarse.

Una cosa llevó a la otra y comenzó la resistencia armada hacia los que por aquellos tiempos eran nuestros amos.

Mis manos endurecidas por la dura tarea del campo, estaban más que dispuestas y con el correr de los años de abuso, a empuñar un mosquete contra del ejército del rey. Diversos alzamientos se produjeron en muchos sitios, que con o sin éxito, yo sabía que sucederían.

Así, de esa simple manera, me sumé a las filas del ejército irregular insurrecto; me sentí participante de aquel trozo de historia que “antes”sólo conocía por libros.

La mayoría de los combates y escaramuzas que se produjeron más tarde, nos fueron desfavorables en un principio, y como sabía que ocurriría, poco ya me importaba pues conocía el desenlace.

Casi ya no recordaba a mi amada Roseane, a mis padres y a mis futuros suegros, era cosa del pasado, y paradójicamente, el pasado era mi presente. Sólo en algunas noches, cuando fuera de la cabaña me encontraba, fumando mi pipa de madera y contemplando las estrellas; acudían a mi mente algunos vagos recuerdos de aquella vida anterior, a la cual casi había olvidado.

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Casi diez años habían pasado desde mi llegada a aquel sitio, mi hijo Robert se había convertido en un hermoso jovenzuelo, y no sólo eso es lo que puedo contarles; con mi esposa Mary, que permanecía tan linda como siempre, habíamos tenido dos hijos más, Jonathan y Lisa.

A mis cuarenta años me había convertido en un jefe de familia ejemplar, un buen y respetado ciudadano de aquella comunidad, hábil en sus tareas, en el manejo de la espada y del mosquete de chispa. De esto último me había ocupado y con el correr de aquellos años, en aprender concienzudamente con los mejores del lugar, por considerarlo de fundamental importancia para la supervivencia en aquel salvaje territorio.

Pero un buen día que comandaba mi grupo rebelde; pues había sido honrado con el grado de teniente; recibí una bala de mosquete en el costado izquierdo de mi cuerpo. Créanme que un poco asustado estaba, cosa que muy bien supe disimular debido a mi rango de líder de aquellos colonos.

Sufrí bastante para recuperarme, por supuesto también temiendo la posibilidad de contraer una infección que me enviase a la tumba, dado que aún no existían los antibióticos y la cirugía tal como yo la conocía.

Y como era de esperarse, y como yo ya lo sabía, la guerra de independencia más tarde se desató con toda su furia. Los combates del ejército regular de las colonias enfrentaron abiertamente a los soldados del rey, simples escaramuzas pasaron de ser a verdaderas batallas por controlar uno u otro territorio.

Pero un fatídico día, luego de una fallida escaramuza con los soldados del rey, me encontraba cortando leña fuera de la cabaña, cuando un grupo de jinetes; más precisamente diez, se acercaron al galope. Los reconocí desde lejos por sus rojizas casacas.

No atiné a tomar el rifle pues a mi familia querida a peligro grave expondría, y haciéndome el distraído seguí cortando leña con mi

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hacha. Un capitán los lideraba y venía al frente de aquella tropa, cuando a escasos metros de mí se detuvieron y prestos descabalgaron.

Mary salió de la cabaña muy asustada y traté de tranquilizarla diciéndole que no temiera, y que no ocurriría nada malo. Que era mejor que permaneciera dentro de nuestra casa mientras yo solucionaba cualquier posible problema.

Desenvainó su brillante sable de batalla aquel arrogante capitán y colocó su filosa punta tocándome el centro del pecho, quedé inmovilizado por aquel acto que francamente yo no esperaba.

Enseguida me rodearon cuatro o cinco soldados prestos a disparar con sus rifles, mientras un veterano sargento y leyendo un papel amarillento que desenrolló de inmediato, dijo:

-- Jack Wilson, se le acusa de traidor a la corona, rebelde e insurrecto súbdito de su majestad el rey Jorge. De combatir en contra de los soldados del ejército real y dar muerte a varios de ellos.

Por lo tanto se lo condena a morir en la horca sin juicio previo y en vigencia de la ley de guerra.

Firmado : general Douglas Malcom Haggerty. Terminando de decir éstas palabras dos de los soldados me

sujetaron firme de ambos brazos. No resistí en lo más mínimo, pues comprendí que era inútil, mientras bajo un gran árbol me arrastraban y otro soldado lanzaba una cuerda alrededor de una gruesa rama.

Indudablemente, supe de inmediato que allí todo terminaría para mí, estaba condenado y moriría en unos minutos más.

Mary tuvo que ser detenida por otros dos de aquellos infames esbirros que forcejearon con ella; pues la pobre se sumió en un mar de gritos y lágrimas durante todo lo que duró aquella secuencia.

Me subieron a un caballo y ataron mis manos a la espalda. Rogué a Dios que recibiera mi alma, y luego sin más, ellos el

caballo azuzaron. Un fuerte tirón sentí en el cuello, y luego todo fue oscuridad para mí.

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Sabía, es decir suponía, que iría al encuentro del Creador, pues mi fe había sido siempre y seguiría siendo, muy grande.

Acudieron a mi mente, a último momento, imágenes de toda mi vida, además de los relatos sobre la muerte que tantas y tantas veces había escuchado.

Lo único que lamentaba en aquel momento aciago, era abandonar a mi amada Mary y a mis hijos, a quienes quería con locura.

Pensé por un momento, y al percibir una brillante luz delante de mis ojos que me encandilaba de sobremanera; que todas aquellas historias de la vida luego de la muerte eran ciertas.

Entonces, esperé en cualquier momento encontrarme con Dios. Y así lo creí, cuando de improviso percibí una borrosa silueta que

no podía distinguir muy bien debido a aquella brillante luz que todo lo inundaba.

Luego, sentí un fuerte sacudón sobre mi hombro y una voz femenina que decía: -- ¡Richard!...¡Richard!¡Despierta,despierta!....que te has quedado dormido a pleno sol y te hará mucho daño.

Te hemos buscado toda la mañana y no te podíamos hallar.¡Sinvergüenza!

A duras penas abrí mis ojos, sólo para ver el rostro sonriente de Roseane; la cual estaba en cuclillas a mi lado y tocándome con suavidad la cara.

Anonadado, mudo totalmente quedé, pues no podía ni hablar siquiera. Tal es así, que ella me preguntaba si me encontraba bien e insistía en llevarme a un médico cercano para tratarme por insolación.

Más tarde, cuando llegamos hasta la casa de los padres de mi futura esposa, todos prestamente se apuraron a auxiliarme, dado el color rojizo de mi cara y mis brazos, y además, parecía al borde del desmayo.

Me acostaron en una cama y me dieron de beber agua fresca.

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Así estuve una hora, más o menos, hasta que llegó el médico y llevó a cabo una exhaustiva inspección sobre mi cuerpo.

Este concluyó que no se trataba de algo serio, sólo un poco asoleado nada más. Pero antes de irse, con rostro intrigado, se acercó y me dijo mirándome con inquisitiva curiosidad:

-- Que fea marca esa que tienes en el cuello muchacho ¿En que situación te la has hecho?

En aquel preciso momento, como si mil resortes de gran potencia, que instalados en la cama me dieran impulso, salí disparado hacia el baño para luego mirar mi cuello en el espejo.

Lo que vi fue aterrador. Tuve que sostenerme del pequeño lavabo para evitar caer al suelo, ya que mis piernas se habían aflojado y temblaban como un par de hojas.

Alrededor de mi cuello, lucía una huella entre rojiza y morada sobre mi piel.

Poco tiempo después, según refirió mi futuro suegro, una vieja leyenda contaba que en aquel viejo árbol, y bajo el cual me quedé dormido; el ejército colonial del rey había ahorcado a un patriota de nombre Jack Wilson, quien había luchado en las guerras de independencia. Además, era una realidad que ningún lugareño se atrevía a sentarse debajo de él.

No tuve más remedio que hacerme el zonzo ante aquella leyenda histórica, fuera cierta o no, pero no miento si les digo que me llevó varios años superar aquel episodio, y aún hoy tengo alguna pesadilla cada tanto. Créanme mis amigos, sin mentir en lo absoluto, que el que les habla, vivió diez años en un día, y que nunca más olvidaré por mucho que el tiempo pase, que viví dos vidas en una.

Desde ese día, todo aquel que narre una historia por muy fantástica que ella parezca, sepa que tiene en mí, a su más atento oyente.

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FIN

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ALCIDES Me hallaba yo felizmente casado hacía dos años, un próspero industrial que en el transcurso de los últimos cinco años, había visto acrecentarse a pasos agigantados la respetable fortuna que de mi fallecido padre había heredado.

No tenía casi problemas y era muy feliz con mi buen pasar económico; que sin pecar de mentiroso o exagerado, podía tildarse de opulento.

Pero la naturaleza del ser humano es bien complicada, vive en pos de la felicidad sin saber muy bien donde ella se encuentra, busca y rebusca por doquier menos en el lugar donde él mismo está.

Treinta y cinco años tenía yo, cuando obedeciendo a una caprichosa decisión, se me antojó realizar una excursión al aire libre y que no había llevado a cabo nunca en toda mi vida.

Se trataba de una de aquellas cosas que le quedan a uno dentro del tintero, y que tarde o temprano debe realizar para sentirse bien consigo mismo. Nunca faltó oportunidad a lo largo de mi vida hasta aquel momento, para realizar alguna excursión de ese tipo; pero siempre y arguyendo estúpidas excusas, había yo evitado embarcarme en tales aventuras, siempre poseído por infundados y exagerados temores a todo lo malo que pudiere ocurrir con mi persona.

Mi fértil imaginación me hacía ver mordido por una serpiente venenosa, despeñado por un barranco, o arrastrado por las tumultuosas aguas de un rápido de algún ignoto río, y al cual me había precipitado luego de una trágica caída.

Un buen día, ante la inútil protesta de mi esposa y de mis asociados en las finanzas, decidí dejarlo todo por un par de semanas y partir hacia las montañas, totalmente solo.

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Cargué una mochila conteniendo todo lo necesario en el baúl de mi automóvil y emprendí el viaje hacia lo que esperaba, fuera un feliz encuentro con la naturaleza, bien lejos del mundanal ruido.

Había escogido las sierras de Green Valley, por su singular belleza, y con más razón, escaso turismo en aquella época del año.

Así, luego de un día y medio de hermoso viaje, dejé mi lujoso y moderno automóvil en un antiguo parador donde cuidarían de él hasta mi regreso y partí con mi mochila al hombro en feliz caminata.

En realidad, para no faltar a la verdad, no se trataba de una zona muy despoblada que digamos, pues según había observado previamente en el mapa, existían varias pequeñas localidades, no distantes entre sí por más de cincuenta kilómetros. Además de una buena cantidad de carreteras, otros caminos de tierra secundarios, varios riachos donde según se comentaba abundaba la pesca. Media docena de pequeños lagos, completaban aquel maravilloso edén para todo el que desease una temporadita al aire libre.

Mi primer día de marcha, debo admitir que resultó bastante agotador a pesar de mi buen estado físico, pues obviamente no estaba acostumbrado a una travesía tan larga. Por la tarde, armé mi pequeña tienda de campaña en las cercanías de uno de esos riachuelos de cristalinas y frescas aguas. Pero mi felicidad se vio colmada, al lograr capturar una gran trucha con mi equipo de pesca portátil que luego asé a la luz de la luna.

Antes de irme a dormir, contemplé durante largo rato y extasiado, aquel universo repleto de estrellas, que en medio de aquella soledad, me mostraba la grandiosidad de la naturaleza.

Aquella noche dormí plácidamente y como nunca. Desperté muy temprano en la mañana para prepararme un

aromático y exquisito café. Todo era perfecto, y además, todo sucedía como si lo que percibían mis sentidos y desde que me encontraba en esos parajes, se hubiese magnificado en intensidad y en belleza. Tal es así, que por un momento lamenté no haber tomado la decisión de

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emprender aquella aventura mucho tiempo antes, o simplemente por no haber realizado excursiones similares periódicamente y a lo largo de mi vida pasada.

Había estado ciego o sido un verdadero estúpido. Por todas esas razones, me hice la firme promesa de volver a

repetirla en un futuro cercano, en solitario, con mi amada esposa, o con quien quisiese acompañarme.

En los cinco días subsiguientes visité tres pequeñas localidades, pintorescas y realmente dotadas de una tranquilidad sobrecogedora; con sus amables pobladores y su paisaje de belleza natural.

Para el séptimo día, y hoy lo recuerdo muy bien; tomé por un camino lateral, un desvío que partía del cual yo estaba transitando. No sé si por curiosidad impulsada por el deseo de saber hacia donde conducía, ya que no figuraba en el mapa, o simplemente porque así lo quiso el destino.

Luego de unas dos horas de firme marcha, habiendo ya recorrido casi unos diez kilómetros, me detuve a descansar un rato sentándome sobre una gran roca. Encendí un cigarrillo y comencé a pensar seriamente en volver sobre mis pasos, pues aquella vía aparentaba no conducir a ninguna parte.

¿Dónde desembocaría el estrecho camino? ¿En alguna localidad que no figuraba en mi mapa? ¿Tal vez en algún rancho agricultor o ganadero? -- Vaya uno a saber. – dije en voz baja. La simple y mera curiosidad, un empecinamiento de último

momento y cuando estaba a punto de regresar por donde había venido, me acicateó para continuar por aquella senda.

Otras dos horas de marcha sin llegar a ninguna parte en concreto, sólo aumentaron mi intriga; por lo que en vez de desistir, aquel hecho hizo que me empeñase aún más en continuar en aquella dirección.

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De pronto, a poco más de cien metros de donde me había yo detenido a encender otro cigarrillo, logré divisar un cartel parcialmente asomando en un recodo próximo.

Eché a andar y me detuve al llegar al pié del mismo. No era muy grande en dimensiones, su fondo de color blanco

donde letras rojas decían: “ALCIDES”. -- Por fin he llegado al pueblo de Alcides. – dije por lo bajo. Estaba ya por retomar la marcha por aquel camino, que

presuntamente conducía hasta el presunto pueblo, cuando advertí que a un lado de aquel cartel se erigía un pequeño trípode de un metro de altura, pintado en negro, y en cuya cúspide se hallaba emplazada una base circular de unos veinte centímetros de diámetro. Sobre ella, una flecha cual la aguja de una brújula giraba libremente.

La curiosidad hizo que me acercara al instante, para descubrir que algo se encontraba escrito en aquella base dividida en cuatro sectores:

“TE QUEDARÁS” / “NO TE QUEDARAS”/ “TE QUEDARAS”/ “NO TE QUEDARAS”.

Sonreí al pensar en la ocurrencia de su creador y decidí echar a girar la flecha para ver que me tocaba en suerte.

Por fin, y luego de varias vueltas, se detuvo indicando “TE QUEDARAS”.

-- Entonces me quedaré. – dije en voz alta, para luego agregar sonriendo. -- Al menos por hoy.

Un poco pasadas las doce del mediodía, ya comenzaba a sentir las quejas de mi vacío estómago, lo cual hizo que apurara el paso con todas las intenciones de comer algo en alguna cantina o posada que ocasionalmente encontrase en aquel ignoto pueblo.

Minutos más tarde, llegué a transitar por lo que supuse se trataba de la calle principal. No tenía el lugar nada de nuevo, muy similar en aspecto a otros lugares pequeños que había visitado en esos días. A simple vista, luego de andar unas cinco cuadras, estimé que se

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trataba de una pequeña población, a lo sumo de diez calles de largo por otras seis o siete de ancho, no más que eso.

A mi paso, recibí el saludo amable de algunos lugareños que deambulaban a pié o en bicicleta. Así, luego de unos minutos, me detuve un instante para preguntar a un hombre de unos sesenta y tantos años que barría el frente de una barbería, donde podría yo encontrar algún lugar para poder almorzar.

-- Disculpe usted caballero, ¿podría indicarme un buen lugar donde pudiera comer algo?

El tipo me miró y sonrió, enseguida respondió: -- ¡Ah! ¿Un forastero supongo?, continúe usted dos calles más y

sobre la derecha encontrará el bar de Angie. A propósito, ¿encontró ya donde alojarse?

-- No esteee, yo pienso almorzar, dormir un poco y por la tarde probablemente me marcharé.

-- Ahhh, entiendo....pero si va a quedarse, yo tengo una vivienda desocupada que con gusto le rentaré. Además le diré que a orillas del lago hay un par de playas hermosas y a sólo cinco minutos de caminata desde aquí. Sé que apreciará tomar un poco de sol o tal vez darse un baño.

Pensé en lo que me había informado y le respondí que tal vez lo hiciese luego. De todas maneras, continué hasta la pequeña taberna propiedad de la tal Angie.

El lugar era pequeño pero muy pulcro y bien arreglado, una barra con taburetes para cinco personas, y unas diez mesas con sus respectivos grupos de sillas alrededor. Allí seis despreocupados parroquianos en dos grupos de tres, bebían y charlaban alegremente.

Al verme ingresar al local, sus miradas se volvieron hacia mí con un no disimulado asombro. Me pareció escuchar que uno de ellos susurró:

-- Miren, uno nuevo....

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El resto de lo que dijo no pude percibirlo con claridad, dado el bajo volumen de su voz, evidentemente para que yo no me percatara de lo que él repetía.

Pero era algo así como: “-- ¿Qué le habrá.....?” Resté importancia al hecho y me acomodé en la barra.

Enseguida, proveniente de una puerta detrás, apareció una mujer cincuentona, que al verme agrandó sus ojos y mostró una amplia afable sonrisa.

-- ¡Muy buenos días forastero! ¿Qué desea tomar o comer? Devolviéndole la sonrisa le respondí: -- Desearía comer algo, no sé que puede usted ofrecerme, y

además tomaré una cerveza. -- Le aclaro caballero, que todo lo que usted puede comer aquí es

auténticamente casero y también la cerveza. Tenemos huevos con tocino, jugosa carne a la plancha, verduras frescas en ensaladas, pasteles de carne y jamón, puré de papas....

-- Humm, la verdad todo eso suena exquisito. Comeré huevos con tocino y un poco de puré de papas, pero la cerveza prefiero que sea comercial.

Y concluí diciéndole la marca que yo prefería. -- Lo siento caballero, pero toda las bebidas son caseras...créame

que son muy buenas Mr..... -- Aldridge, Jim Aldridge, está bien, tomaré una cerveza casera. –

respondí. De todas maneras probaría algo nuevo y... ¿qué tan malo podría

llegar a ser? Almorcé opíparamente, y a decir verdad, la cerveza era realmente

muy buena tal como lo había mencionado Angie. Dispuesto ya a retirarme solicité la cuenta por lo consumido y ella

preguntó: -- ¿En moneda local o en dólares?

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La pregunta me resultó un tanto desconcertante y absurda, pero enseguida respondí que abonaría el importe de mi almuerzo en dólares; por lo que ella dijo:

-- Siete con cincuenta. Le alargué un billete de diez agregando que se quedara con el

cambio. Luego, enfilé hacia el pequeño lago local, guiado por un par de

carteles que indicaban el camino. Caminata de por medio, al llegar, me eché despreocupadamente en la inusualmente pulcra arena de una de las playas que estaban sobre la orilla, donde me quedé profundamente dormido, pues cuando desperté ya eran casi las cuatro y media de la tarde.

En aquel momento, decidí intempestivamente marcharme de aquel sitio para continuar mi travesía. Desanduve el camino hasta el lago, y desde allí el camino que conducía hasta Alcides, pasando por su cartel de bienvenida con la extraña ruleta a su lado.

Al pasar junto a él, sonreí pensando en cual habría sido realmente la idea del creador de aquella tonta ruletita al concebirla.

-- Vaya a saber. – dije. Un par de horas de marcha sostenida, hicieron que me detuviera

a descansar por un momento; sentándome al costado del camino y próximo a una curva que estaba un poco más adelante.

Estaba yo disponiéndome a encender mi cigarrillo, que ya sostenía entre los labios y el tercero en aquel día, cuando divisé una mancha blanca que sobresalía luego de la curva próxima.

Me puse de pié de inmediato, pues quería negar lo que delante de mí estaba viendo. Troté apurado y lo más rápido que pude con aquella pesada mochila sobre mis hombros, hasta que llegué a la curva para sólo comprobar mis sospechas.

El cigarrillo cayó de mis labios y mi boca quedó abierta en un gesto de perplejidad absoluta.

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Me hallaba frente al blanco cartel que anunciaba con sus rojas letras: “ALCIDES”.

-- ¡¿Cómo es esto posible?! – dije para mis adentros. Que endemoniado rodeo había dado yo sin darme cuenta en que

dirección marchaba. Me resultaba imposible y tremendamente desconcertante, encontrarme nuevamente en la entrada de aquel pueblucho, pero lamentablemente así era, ni más, ni menos.

Maldije por el tiempo perdido, y girando con rabia sobre mis pies, comencé a caminar en dirección contraria, esta vez valiéndome de la brújula que traía conmigo.

Lo que más llamaba mi atención era que no había otras sendas, caminos laterales, o bifurcaciones que pudiesen haberme confundido llevándome nuevamente hasta aquel lugar. Nada.

Dos horas más tarde el sol se ocultaba, pero aún así, decidí avanzar un poco más, con la esperanza de llegar a la carretera principal y al sitio donde nacía aquel camino que desembocaba en Alcides.

No tuve mayor problema en continuar mi marcha en medio de la noche, pues la luna llena brillaba en todo su esplendor y ni siquiera tuve necesidad de utilizar mi linterna.

Al cabo de media hora más, y cuando doblaba uno de los tantos recodos me detuve en seco.

Ante mí y a sólo unos treinta metros, se erguía nuevamente el dichoso cartel blanco con sus letras rojas.

Lancé un insulto a viva voz y me tomé la cabeza con ambas manos. No sabía que rayos estaba sucediendo. ¿Me habría extraviado debido a la oscuridad? No, eso resultaba imposible, el camino era uno sólo y no cabían dudas. ¡Otra vez en el mismo lugar luego de cuatro horas de marcha no representaba algo normal de suceder!

Estaba más que confundido y no hallaba una explicación lógica; por lo que, cansado como me encontraba, armé rápidamente la tienda

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de campaña a un lado del cartel, y enfundado en mi bolsa de dormir decidí que lo mejor sería dejar todo para el día siguiente.

Desperté como a las nueve en una mañana radiante de sol, sin una nube en el azul y diáfano cielo. Me desperecé estirando mis brazos y mis piernas, dejando por el momento de lado el tema de que estaba anclado en aquel sitio desde el día anterior, y me preparé un poco de café caliente haciendo un pequeña fogata con ramas secas a la orilla del camino.

Bebía de a sorbos aquel elixir, pues supuse, despejaría un poco mi mente, mientras contemplaba aquel maldito nombre de Alcides.

-- Vaya nombre con que te han bautizado. ¿Quién habrá sido? ¿Tal vez el fundador? — pensé por un momento.

Cuando hube terminado mi café acompañado de un par de galletas; recogí mis pertenencias y partí nuevamente alejándome, o simplemente tratando de hacerlo. Alejarme de aquel pueblucho de mala muerte y que ya comenzaba a odiar. Además y como era de esperarse, no tenía la más mínima intención de regresar a él nuevamente.

Algo que me resultaba por demás de extraño, era el simple hecho de que no había visto transitar en lo absoluto ni un solo automóvil o algún otro vehículo, ni siquiera un ocasional caminante.

Cuando dos horas más tarde, arribé al mismo sitio de entrada a Alcides, casi sufro un colapso.

Estuve a punto de desmayarme y mi corazón se aceleró. En ese preciso instante, supe que lo que estaba ocurriendo era algo sobrenatural; no sabía porque o como, pero algo extraño sucedía conmigo y con aquel maldito sitio.

Comencé a pensar que todo era obra de extraterrestres, como recordaba haber visto en algún film, o que tal vez yo había traspasado y vaya a saber cómo, un insólito portal hacia otra dimensión.

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Mi ahora acalorada mente, trataba de explicar lo inexplicable a través de cantidad de ideas fantasiosas que acudían repentinamente a ella.

Luego de cavilar un rato, decidí que lo mejor sería entrar nuevamente en aquel pueblo y tratar de resolver aquel entuerto de alguna forma lógica y coherente, si es que la había.

Ingresé por la calle principal, y desde allí en adelante, comencé a observar con cuidado, tratando de registrar hasta el más mínimo detalle en mi mente de todo lo que mis ojos veían.

Un poco más tarde y como si nada ocurriera en realidad, me hallaba yo en el bar de Angie, acuciado por la sed, bebiendo una cerveza casera bien fría. La mujer me atendió con simpatía y cortésmente, como si nada pasara e igual que la vez anterior. Sin embargo noté que me observaba bastante, como esperando a que yo dijese o preguntase algo.

Por supuesto, no lo hice. Otros parroquianos que allí había, también me observaban más

de lo normal y para mi gusto. Por fin, Angie rompió aquel tenso silencio que se había producido en algún momento y dijo:

-- ¿Y, que tal? ¿Le gusta nuestro pueblito?.... -- Sí, es muy bonito. – respondí haciendo una mueca. Un poco más tarde, abandoné el bar de Angie, y más adelante,

me detuve en la acera para observar a un vecino que continuaba lavando prolijamente su automóvil, y que yo había observado al llegar.

Me acerqué y estirando la mano me presenté: -- Jim Aldridge. El hombre que tendría unos cincuenta y tantos años, interrumpió

su tarea y me echó una mirada de arriba a abajo, luego estiró enseguida la suya para darme un efusivo apretón mientras con una sonrisa decía:

-- John Peltier, es un verdadero placer señor Aldridge.

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-- Hermoso automóvil tiene usted mister, un poco viejo pero muy bien cuidado, ¿lo usa a menudo?...

La última pregunta, al señor Peltier debió caerle como un balde de agua fría. Detuvo abruptamente la labor que había recomenzado hacía unos segundos, y mirándome fijo, seriamente me respondió escuetamente:

-- No mucho. Luego de aquel cambio repentino en su expresión me pareció que

tuvo la intención de agregar algo más y se arrepintió. Luego, continuó con su lavado sin siquiera mirarme nuevamente a la cara.

Continué mi caminata hasta salir de Alcides por el extremo opuesto al que había ingresado, pase junto a parcelas de cultivos varios, donde pobladores se encontraban trabajando arduamente. Luego, tomé por un estrecho camino de tierra y anduve por más de una hora, por fin, atravesé un hermoso y tupido monte donde me detuve para echar un vistazo a mi mapa.

Con sorpresa descubrí que aquella zona realmente no existía en él, o al menos no figuraban detalles u otra información gráfica que indicara la existencia de un pueblo.

Continué mi marcha por una hora más, y luego de atravesar otro monte de árboles, pude divisar más adelante, y para mi total sorpresa y desazón... nuevamente, Alcides.

Créanme si les digo, que me pasé el resto de aquella terrible jornada, entrando y saliendo por distintos caminos, pero retornando siempre e inexorablemente a aquel maldito lugar.

Cuando cayó la noche, recurrí al hombre que había yo encontrado la primera vez que había entrado a Alcides y el que me había ofrecido alojamiento. La barbería ya había cerrado sus puertas, sin embargo él se encontraba aún en la entrada del negocio.

Cuando me vio, esbozó una sonrisa. Me acerqué y le dije:

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-- ¿Me recuerda usted?....he decidido aceptar su oferta de lugar para alojarme.

-- ¡Como voy a olvidarme! Venga, acompáñeme, le gustará, y además el precio será muy accesible mister..., a propósito, mi nombre es John Collins.

-- Jim Aldridge. – dije presentándome. La vivienda a la que me condujo, se trataba de una casa pequeña

pero muy agradable y prolijamente arreglada. Con un jardín en su frente, donde lucían su colorido unas flores muy bonitas, además de un patio trasero con un par de árboles de mediano tamaño.

Allí pase la noche, y por la mañana siguiente, luego de ordenar un poco mis ideas, decidí salir a recorrer el pueblo en forma mucho más exhaustiva. La única librería del lugar no tenía mucho que ofrecer, pero al menos pudo proveerme de papel y lápiz. Así, con estos dos elementales utensilios, me propuse trazar un detallado plano del pueblo y sus inmediaciones. Ello, suponía, me permitiría evaluar una posible ruta de escape de aquel siniestro sitio. Pues más que una salida, ahora lo consideraba realmente un escape de vaya a saber que poder o fuerza misteriosa que se empeñaba en retenerme.

Por la tarde, examiné el plano que prolija y detalladamente había dibujado; para simplemente descubrir que era un plano común y corriente. Sólo que todas las entradas o salidas, y que yo ya había recorrido, se perdían en la nada para luego retornar a Alcides. Era como si dieran una gran curva para luego volver al punto de partida, ingresando de nuevo al poblado por un camino distinto.

Al siguiente día, decidí intentar otra vía de salida. Esta vez, decididamente no tomaría por un camino o una senda,

sino que marcharía en una dirección determinada, atravesando montes, pastizales o lo que fuera. La lógica me decía que si no perdía el rumbo, y orientado por mi brújula; lograría al fin salir del pueblo.

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Así lo hice, escogiendo la dirección norte comencé una ardua y dificultosa travesía; sin apartar por supuesto, la vista de la aguja de mi instrumento de orientación.

Pero muy a mi pesar y luego de muchas horas de penoso andar, creo que alrededor de seis en dos intentos diferentes, mis pasos me condujeron nuevamente a Alcides.

Regresé a la casa que había rentado donde comencé a gritar desaforadamente, presa de un descontrolado ataque de ira y nervios y hasta quedar casi mudo por la ronquera.

¿Qué era lo que sucedía? ¿En que endemoniado lugar me encontraba atrapado? ¿Sería obra de algún ente? ¿Tal vez obra de Dios, y de cuya existencia siempre tuve dudas y

ahora El me daba una lección de aquella manera cruel? No lo sabía. Cuatro días más tarde, ya conocía a muchos de aquellos

pobladores y había ensayado más de una docena de caminatas por distintos rumbos, buscado huir pero sin lograr nada en absoluto. La gente que allí vivía, obviamente se abastecía con lo que ellos mismos producían; pues observé que ningún producto, de la índole que fuera, entraba o salía de Alcides.

Es más, aparentemente nada de nada entraba o salía. Pasado un tiempo, sus pobladores no tenían reparos en charlar

amablemente conmigo; pero apenas trataba de indagar de forma sutil que era lo que allí sucedía; cambiaban de tema o simplemente interrumpían abruptamente la conversación, y despidiéndose apurados, se alejaban de mí. Casi todas las veces alegando haberse olvidado que tenían que hacer tal o cual importante cosa.

Mirando el plano que yo mismo había dibujado, advertí que Alcides tenía una pequeña estación del ferrocarril, incluso yo había pasado frente a ella pero sin darle importancia en aquel momento.

Me di una palmada en la frente y exclamé:

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-- ¿Cómo pude ser tan, pero tan estúpido? Hacia ella me dirigí de inmediato. Se trataba de una prolija edificación a todas vistas antigua pero

en perfecto estado de conservación, con sus paredes de ladrillo color marrón y su techo de tejas rojas a dos aguas.

Un corto corredor atravesaba el edificio justo en la mitad, y que conducía desde la parte que daba al pueblo hasta el andén por donde estaban los rieles.

-- ¿Cómo podía haber sido tan idiota de no percatarme? – seguí pensando.

Atribuí el hecho de pasar por alto la existencia de aquella estación, a mi calenturiento frenesí por huir a toda costa de aquel lugar.

Una vez allí, casi corrí hasta la pequeña ventanilla de la boletería que daba hacia el andén y las vías. Me detuve, y con mis nudillos ejecuté ansiosamente unos golpecitos sobre el vidrio.

Enseguida apareció un anciano y algo adormilado hombre que con seriedad me preguntó:

-- ¿Qué es lo que se le ofrece señor? Lo miré fijo y le dije: -- ¿Hacia donde puedo viajar desde aquí? -- El único servicio es hasta el parador Junction River. -- Bien, bien, ¿y a que hora pasa el tren por aquí? – pregunté

ansiosamente. -- A las once de la mañana, aproximadamente. – respondió el

anciano. Sonreí de buena gana, y una loca euforia se apoderó de mí. Tal

es así, que no dejé de reír y sonreír, cobrando la apariencia de un enajenado.

El boleto me costó trece dólares, y luego de retirarlo, tomé asiento en el único banco que había en el lugar, a esperar impacientemente el

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arribo del tren que presumiblemente me sacaría de aquel sofocante sitio.

Eran las once y diez y yo aún esperaba. Cuando comenzaba a pensar que el tren no arribaría nunca a

aquella estación, que todo era un cruel y triste engaño; justo a las once y veinte, cuando ya me dirigía hacia la boletería enfurecido dispuesto a tomar del cuello a aquel anciano timador con el propósito que me brindara explicaciones; a mis oídos llegó sobresaltándome el conocido silbato.

No podía creerlo pero estaba ocurriendo. El pequeño convoy compuesto por una negra y antiquísima

locomotora a vapor, su vagoneta depósito de carbón, y dos vagones de pasajeros detrás; arribó traqueteando para luego detenerse en medio de sibilantes chorros de vapor.

No podía dar crédito al magnífico suceso, y dudaba ya que estuviese ocurriendo realmente. Mis ojos lagrimearon y hasta saludé emocionado al conductor parcialmente asomado fuera de su máquina, que al igual que el empleado de la boletería, se trataba de otro canoso anciano.

Subí y me acomodé en uno de los asientos del primer vagón. No había pasajero alguno además de mí, y me llamó

poderosamente la atención aquel hecho, por lo que me puse de pié y me desplacé hacia el otro.

Nadie. Yo era el único en ambos vagones. -- Esto es muy raro. – pensé. Por fin, y luego de una espera de diez minutos, el tren comenzó a

moverse, no sin antes que la locomotora emitiera un par de pitidos anunciando su partida.

Media hora más tarde, cuando terriblemente ansioso estaba por llegar al lugar llamado Junction River, el tren disminuyó la marcha y se detuvo por completo. Intrigado me asomé por la ventanilla, y con

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tremenda alegría pude leer un negro y alargado cartel donde con letras blancas decía Junction River.

Bajé apresuradamente y a los tropezones de aquel vagón, mientras una emoción inimaginable me embargaba. Había descendido sobre el pedregullo del terraplén de las vías y junto a aquel cartel.

Pero allí no había nada, solo una larga hilera de pinos bien recortados. Pensé en ese momento que probablemente y por un error involuntario de mi parte, había descendido del lado opuesto a la estación del ferrocarril.

Cuando el tren finalmente partió, observé que frente a mí solo había otra interminable hilera de árboles, nada más.

Estaba en medio de la nada. ¿Podía ser esto posible? Crucé las vías corriendo, desesperado, hasta casi chocar del otro

lado con un cartel de chapa bastante más pequeño y bastante oxidado que decía:

“ PARADOR JUNCTION RIVER. DISFRUTE USTED DE ESTE MAGNÍFICO LUGAR DE DESCANSO

Y DE SU HERMOSA PLAYA JUNTO AL RÍO.” Maldije en voz alta. En mi apuro por abandonar Alcides, no había

preguntado al anciano de la boletería, de que se trataba el lugar llamado Junction River.

Ahora sabía que sólo era un parador. De todas maneras, decidí que no debía hacerme ya tanto problema, pues al menos había abandonado aquel endemoniado pueblucho, y ahora, desde donde me encontraba, podía dirigirme hacia cualquier otra parte.

Decidí cruzar una línea de setos por un sendero que encontré más adelante, y siguiendo por el mismo, luego de un corto trecho, llegué a orillas de un río de aguas transparentes donde yacía una desierta y hermosa playa de arenas blancas.

Nada más. Ninguna persona a la vista.

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A la fresca sombra de un árbol, comí unas galletas que traía en mi mochila, y que entre otras cosas eran las últimas, para luego emprender nuevamente la marcha.

Comencé a caminar siguiendo los rieles del ferrocarril en el mismo sentido en que había continuado su marcha el tren, esperando ansioso arribar a alguna población rural. No me importaba esta vez el tiempo que la caminata me demandase.

Por la tarde, y luego de cuatro largas horas.... arribé nuevamente a Alcides.

Ya en la casa que rentaba, me eché sobre la cama y comencé a llorar como un chiquillo. Mi voluntad y mis esperanzas de salir de allí, junto con mi ánimo, se habían desmoronado, se habían quebrado como un frágil palillo de madera.

Al siguiente día abandoné la casa en sólo dos oportunidades, ambas para comer en el bar de Angie y estrictamente durante el tiempo necesario que ello me demandó.

Mi cerebro navegaba en un mar de confusión y descabelladas ideas.

Pero finalmente, comprendí que debía serenarme y buscar una solución de forma tranquila y ordenada. Supe que no debía caer presa del pánico, pues mi inestabilidad emocional conduciría inexorablemente al enajenamiento de mi torturada mente.

Un par de días más tarde, y habiendo recobrado bastante la serenidad, me dirigí a un edificio donde según anunciaba en su fachada, funcionaba el ayuntamiento. Supuse que era el lugar indicado para recabar información sobre aquel endemoniado pueblo, sobre sus orígenes, y todo sobre su historia, si es tenía alguna.

Me recibió un señor mayor quien dijo ser el alcalde, muy amablemente, arguyendo tener que marcharse por un asunto urgente, me invitó a pasar, e inexplicablemente otorgó su permiso para que yo investigara sobre lo que deseara. Simplemente me recomendó que

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cuando concluyese, dejara todo donde lo había encontrado. Luego se marchó sin más.

Encontré una biblioteca como cualquier otra, con gran cantidad de literatura de toda clase, una oficina de información con libros conteniendo actas de nacimiento y defunciones, otros libros con registros de obras de infraestructura y mejoras realizadas en el pueblo; nada más.

En determinado momento, llamó poderosamente mi atención una pequeña puertita lateral, que luego de abrir, acción producto de mi curiosidad, pude comprobar que conducía a un cuarto de paredes descascaradas y donde cantidad de cachivaches de todo tipo yacían apilados a diestra y siniestra.

Iba a retirarme, cuando no sé por que rara intuición, decidí investigar entre los trastos amontonados.

Luego de revolver un poco, descubrí un viejo cartel corroído y despintado con el nombre de Alcides. En un instante me di cuenta que con toda certeza había sido retirado para ser reemplazado por uno nuevo, era lógico. Pocos minutos más tarde, encontré otro aparentemente más viejo que el anterior, y luego otro, y otro más, y así hasta que para mi sorpresa uno de ellos decía “ALSIDES”.

El nombre se hallaba escrito con una “S” en el lugar donde debía haber una “C”.

De improviso, escuché un extraño ruido detrás de mí y giré instantáneamente para ver de donde provenía.

Se trataba de un hombre de alrededor de cuarenta años de edad que me observaba inquisitivamente, con un balde en una mano y con un cepillo de cabo largo en la otra.

Entonces me apuré a decir, con la intención de que no sospechara de que estaba yo haciendo algo malo:

-- Ehhh...el alcalde me autorizó a investigar, mi nombre es Jim Eldridge y soy nuevo aquí.

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-- Bien, no hay problema. Mi nombre es Jack Hollis y me encargo de la limpieza de los edificios públicos. – contestó gentilmente.

Estaba a punto de retirarse, cuando lo llamé y para entonces preguntarle:

-- ¿Sabe usted porque este cartel dice “ALSIDES” y no “ALCIDES”? – le pregunté señalándoselo.

-- Según tengo entendido, ese viejo cartel estuvo colocado muchos años; hasta que se decidió que estaba mal escrito el nombre, y cuando hubo que reemplazarlo, se procedió a escribir “ALCIDES” con la letra “C” ¿Alguna otra pregunta? – dijo el hombre.

-- No, no, está bien. – respondí. El tal Jack se retiró y yo continué revisando. Pronto me topé con otro cartel aún más antiguo que los

anteriores, y donde aún se leía a duras penas no sólo el nombre de ALCIDES mal escrito, sino que de la siguiente forma:

“ ALSI DES” Aparentemente habían ido reemplazándose unos detrás de otros

y con el correr de los años, al volverse estos inservibles por envejecimiento. Sólo que éste último parecía ser el más antiguo de todos. Llamó poderosamente mi atención, la forma en que estaba escrito, por ello, lo llevé hasta que la claridad del exterior que penetraba por una de las ventanas lo iluminó plenamente.

No había nada extraño en él, sólo lo extrañamente separado de las sílabas; como si entre ellas faltasen algunas letras. De inmediato, decidí indagar sobre aquel curioso hecho, por lo que me dirigí hasta el escritorio del alcalde, y rebuscando en uno de sus cajones hallé una poderosa lupa, con la cual regresé para observar con más detalle aquella inscripción.

Un rato más tarde, había reconstruido aquel maldito nombre y me hallaba mudo, asombrado; pero tal vez un poco más satisfecho por haber hallado la razón por la cual aquel endemoniado lugar se llamaba de esa manera.

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Con ayuda de la lupa y un trozo de tiza, fui observando bien de cerca, marcando luego con ésta última lo que aparentaban ser microscópicas huellas de pintura vieja.

El cartel, finalmente decía: “SALSIPUEDES” Deduje que bien justificado estaba el nombre con que estaba

bautizado el pueblo, y que realmente obedecía a una verdad irrefutable y absoluta, que desgraciadamente yo estaba viviendo en carne propia en aquel momento.

¡No podía salir! En los días subsiguientes y durante un par de semanas, traté de

huir por lo que consideré otras vías de escape alternativas. Pero todos mis esfuerzos resultaron siempre e inexorablemente en vano.

Incluso intenté probar la suerte girando como un enajenado, una y mil veces la extraña ruleta que yacía en la entrada del pueblo, también sin resultado. Al terminárseme el dinero que traía conmigo, no tuve otra alternativa más que buscar un empleo, el cual por suerte no me fue difícil hallar, ya que los integrantes de aquella comunidad y a la cual ahora yo pertenecía, solidarios entre sí en su desgracia de estar presumiblemente allí varados, no dudaban en brindarse ayuda mutuamente.

Así, con el tiempo escuché los muchos rumores que corrían de boca en boca entre sus habitantes. Rumores que se comentaban muy en secreto y a modo de leyendas. Pero todos giraban en torno a la manera de escapar, y de como algunos de sus habitantes, presuntamente habían abandonado el sitio, pues de la noche a la mañana nunca más se había tenido noticia de ellos.

Nunca faltaban historias mencionando que si no se hablaba del tema de salir, o simplemente se olvidada uno de aquello, un buen día lo lograba. Pero en todos los casos, el misterio de la imposibilidad de abandonar SALSIPUEDES o ALCIDES, como ustedes prefieran llamarlo; permanecía esquivo al conocimiento de sus moradores. Creo

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que muchos habían quedado atrapados al igual que yo, y otros, los más jóvenes, supuestamente habían nacido en aquel pueblo. No puedo decirlo con certeza pues nadie me lo confesó abiertamente.

Así, luego de tres meses en SALSIPUEDES, conocí a Caroline Baker, hermosa mujer de treinta años y con la que estreché vínculos de amistad. No seré hipócrita con respecto a este tema, pues debo confesar que me sentía profundamente atraído hacia ella y no precisamente con intenciones de ser su amigo.

Fue con la única persona de aquel lugar con la que yo hablaba abiertamente sobre aquel espinoso tema, y pienso que para ella también yo era su único confidente.

Un buen día, una idea, que para ser honesto no se si calificarla como descabellada o genial, acudió a mi mente. Pensé que era muy posible que existiera alguna línea, barrera o límite, que dividiera aquella zona; barrera infranqueable para sus pobladores pero de alguna manera penetrable para los del exterior. Pues lógicamente yo había penetrado como si tal cosa. El quid de aquella cuestión era descubrirla, para luego buscar la forma de traspasarla, terminando así con aquella aterradora realidad que estaba viviendo y que día a día se tornaba más opresiva.

Pero para mi desgracia, por mucho que busqué y rebusqué durante los meses sucesivos a la ocurrencia de aquella teoría; tampoco obtuve ningún resultado positivo a mis expectativas. Sólo logré retornar cada vez al pueblo maldito, tan simplemente como había salido.

Un buen día, cuando llevaba casi un año de vivir prisionero, y mis esperanzas de abandonar SALSIPUEDES casi se habían desvanecido; me hallaba yo sentado y meditando a un costado del camino, justo en la entrada del poblado; cuando de repente un joven con una voluminosa mochila sobre sus hombros se acercó, y sin que yo advirtiera su presencia en un primer momento...

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-- Disculpe mister.... – su voz rompió el silencio de aquella tranquila mañana haciendo que me sobresaltara en sobremanera.

Entonces, casi sin poder dar crédito a lo que mis ojos percibían, lo miré fijo por un instante y con voz temblorosa le pregunté:

-- ¿Tu...tu no vives en SALSIPUEDES, verdad? -- En ALCIDES querrá decir, si es que al pueblo próximo usted se

refiere. – contestó tranquilamente. -- ¡Sí, sí, ALCIDES o como diablos quieras llamarlo! – exclamé. -- No. No vivo allí, y es más, ni siquiera lo conozco. — afirmó

sonriendo. El joven de unos veintitantos años, al verme tan nervioso

preguntó luego: -- ¿Se siente usted bien? Lo miré con fijeza y lancé la temida pregunta: -- ¡¿Te has acercado al cartel?! ¡¿Has jugado a la ruletilla

maldita?! El muchacho debió pensar que estaba loco, pues sin decir más,

dio media vuelta y se dirigió hacia la entrada. -- ¡¡¡Detente!!! – grité desesperado y me puse de pié. Al escuchar mi grito, el joven se detuvo en seco y se volvió con

rostro temeroso -- ¡Por lo que más quieras.... no entres en este lugar maldito y

menos te acerques al cartel o a su ruletilla del demonio!...¡Gracias a Dios!....

El continuó mirándome fijo, desconcertado, lejos de entender lo que yo trataba de advertirle.

Palpité su confusión por lo que le dije: -- No creas que estoy demente o algo por el estilo, sólo confía en

mí. Ni te acerques a esa entrada, pues si en algo aprecias tu libertad, darás media vuelta y te marcharás de inmediato.

El muchacho no se atrevió a articular palabra, probablemente me vio aspecto de loco, pues dio media vuelta y comenzó a alejarse de

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allí. Fue en ese preciso instante, cuando una luz iluminó la oscuridad de mi mente y se me ocurrió aquella loca idea.

-- ¡Espera! – le grité con toda la fuerza de mi voz. El joven se detuvo en seco, y entonces en veloz trote lo alcancé

de inmediato. -- Iré contigo...si no te molesta que te acompañe. Sólo por un

trecho... te prometo que no hablaré si tu no lo deseas. – le dije sonriendo.

-- ¡Si el sale y yo estoy junto a él, entonces también saldré! – pensé.

El me miró con cierta desconfianza, y asintió con la cabeza para luego decir:

-- Está bien, por mí no hay problema. La caminata se prolongó por unas cuatro horas, y como era de

esperarse, fuimos charlando durante casi todo el tiempo. Mi mirada estuvo todo el tiempo fija en él, tal vez temía que si por un segundo se apartaba, aquel joven se esfumara por alguna misteriosa y desconocida causa.

Primero permanecí muy nervioso, pues esperaba que algo raro ocurriera; todavía no creía que aquella simple e ingenua solución diera resultado; pero luego me calmé y decidí que más me valía pensar en otra cosa.

Tuve así tiempo de relatarle mi aterradora experiencia y entonces el comprendió, o por lo menos así lo creí; el porque yo había evitado que entrase en SALSIPUEDES o ALCIDES, como mejor gusten llamarlo.

Por fin, tras unas horas de marcha llegamos junto a la carretera, donde nacía el desvío hacia aquel lugar maldito. Con una alegría tremenda vi de pronto pasar de largo un par de automóviles. La simple vista de aquellos vehículos estremeció mi cuerpo hasta sus fibras más íntimas. Reía y lloraba a la vez, y me embargó una felicidad nunca antes experimentada.

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Por fin, luego de un rato nos separamos, pues le dije que debía descansar un poco, y que además necesitaba permanecer a solas por un par de horas. Creo que aquel joven, desorientado, francamente nunca tuvo una cabal idea acerca de mi cordura.

Nos estrechamos las manos y allí mismo, el continuó por su camino, y yo me senté a un costado a fumar tranquilamente un cigarrillo que tan amablemente me ofreció antes de irse. Hoy pienso que realmente se alegró de liberarse de mi compañía.

No sabía donde me encontraba o en que dirección debía encaminarme, pero poco me importó en aquel momento.

Poco después, regresé a mi hogar, causando tremenda sorpresa para todos, por supuesto en mayor grado a mi esposa. Mi imprevista aparición sin mochila ni pertenencia alguna encima, tanto tiempo después y cuando me daban por muerto; se trataba de un hecho muy extraño e insólito a la vez.

No quise narrar a persona alguna mis peripecias, nada en absoluto sobre lo que me había ocurrido; pues seguro en un manicomio terminaría mis días.

Así, pasaron diez años desde mi aterradora estancia en SALSIPUEDES.

De donde yo pude salir. Un buen día, y cuando toda aquella odisea había quedado atrás,

pero juro que no olvidada; decidí regresar a aquel sitio para investigar a fondo, y no quiero que por esto me juzguen de loco, demasiado audaz o desafiante.

Claro está que tomé mis precauciones, tres amigos me acompañaron, mi esposa, y además dos automóviles de policía locales y que gustosos se ofrecieron a escoltarme al saber que buen dinero extra les daría.

Poco más tarde el cuerpo comenzó a temblarme, cuando a través del parabrisas del automóvil vi el blanco cartel ahora muy deteriorado y que decía AL SI DES.

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El cambio en aquel nombre, me produjo una total intriga; pero lejos estaba yo de imaginar que más adelante y al llegar, me encontraría con un pueblo abandonado y en apariencia hacía muchos, muchos años.

Descendí del automóvil mudo de miedo en medio de aquellas ruinas, sólo para escuchar que uno de los policías me decía:

-- Este pueblucho está abandonado desde hace unos....yo diría cuarenta años, si mal no recuerdo.

Lo miré intrigado y pregunté de inmediato: -- ¿Está usted seguro? -- Por supuesto. He nacido, y siempre he vivido muy cerca de

aquí. – respondió sonriendo. Solicité que por favor me dejaran solo, y comencé a recorrer sus

abandonadas y polvorientas calles. Edificaciones y casas en ruinas era todo lo que allí había. Por último me dirigí hacia el cementerio y sin saber muy bien porqué, pensé que encontraría en aquel lugar alguna respuesta.

Comencé a leer las inscripciones en las lápidas que allí se encontraban, sólo para descubrir con horror algunos epitafios:

“ Aquí yace Angie Williams” 1906 – 1956. “Aqui yace John R. Peltier” 1898 – 1962. Fallecido en accidente

automovilístico. Pero mi corazón dio un vuelco, y casi se detuvo, al leer en una

vieja y casi ilegible lápida blanca: “Caroline Giselle Baker” 1893 – 1934

No seguí leyendo pues era inútil hacerlo. Salí de allí desconcertado y confundido, trepando con rapidez al

automóvil y ante el asombro de mis acompañantes, sólo dije: -- Vamos....no hay más nada que ver. El resto del viaje de regreso permanecí encerrado en un total

mutismo.

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Nunca mencioné a persona alguna todos estos hechos, pero les juro que fueron ciertos y aún hoy, vívidamente los recuerdo.

FIN

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