Wilde_Antropología

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Antropología y Estética del viaje GUILLERMO WILDE “¿Estarían aún del otro lado, para recibirnos, todos esos prodigios que divisaron los navegantes antiguos? Recorriendo espacios vírgenes, no se ocupaban tanto de descubrir un Nuevo Mundo como de verificar el pasado del Viejo...” Claude Lévi-Strauss La antropología surgió como una preocupación humanística y filosófica antes de convertirse en disciplina científica. Se fundó en una pregunta sobre la alteridad mucho tiempo antes de que pudiera hablarse de ciencia. La antropología no creó un campo de significación nuevo, sino que legitimó una organización particular de sentido que la precedía: el espacio y el tiempo del otro. El hecho de que en cierto punto de la historia -fines del siglo XIX- se haya desarrollado un saber, una disciplina con un método propio, orientado al estudio formal de esa alteridad, responde a circunstancias específicas de aquel contexto. Pero el concepto de otredad ya se encontraba en las bases de la cosmovisión de un occidente que laboriosamente había inventado una tradición que comenzaba con los antiguos griegos, seguía con los romanos y la cristiandad europea, y culminaba con la revolución industrial. A lo largo del proceso, esa tradición provocaba visiones acerca de sus límites en expansión. [1] Los viajes produjeron un ensanchamiento de los horizontes cognoscitivos, imaginativos y sociales de Occidente que llegó a definirse como una entidad en oposición a las realidades ajenas, distantes en el espacio y el tiempo. Los relatos de viajes instalan el problema del Otro a nivel discursivo configurando una forma primitiva de antropología. La idea del viaje aparece en las fuentes escritas de la antigüedad. Pensemos en Homero, pero también en Tácito, Pausanías y Herodoto, entre otros. Esa literatura puebla el recorrido del viajero de criaturas y pueblos extraños que deben ser vencidos en su periplo agonístico. Llegado a un punto de su trayecto, el héroe comienza a sentir nostalgia por la patria lejana y emprende el regreso anhelando encontrarse con los suyos. Sin embargo, al arribar al lugar de origen, percibe que ya nada es igual: él ha sufrido un cambio radical como resultado de la experiencia fugaz de lo ajeno. El arquetipo parece repetirse en la era de las cruzadas, cuando el viajero, guiado en su peregrinaje por una representación cartográfica del cosmos, prevé más allá de sus fronteras un territorio onírico de monstruos, musas y tesoros, cuya existencia asume como real. Estos traslados, además de inscribirse en un espacio real o imaginario, corresponden a formas singulares de entender el tiempo y las posibilidades de desplazarse en él. Hasta los comienzos de la era cristiana, los griegos, inspirados en una concepción cíclica del

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Antropología y Estética del viajeGUILLERMO WILDE

“¿Estarían aún del otro lado, para recibirnos, todos esos prodigios que divisaron los navegantes antiguos? Recorriendo espacios vírgenes, no se ocupaban tanto de descubrir un Nuevo Mundo como de verificar el pasado del Viejo...” Claude Lévi-Strauss

La antropología surgió como una preocupación humanística y filosófica antes de convertirse en disciplina científica. Se fundó en una pregunta sobre la alteridad mucho  tiempo antes de que pudiera hablarse de ciencia. La antropología no creó un campo de significación nuevo, sino que legitimó una organización particular de sentido que la precedía: el espacio y el tiempo del otro. El hecho de que en cierto punto de la historia -fines del siglo XIX- se haya desarrollado un saber, una disciplina con un método propio, orientado al estudio formal de esa alteridad, responde a circunstancias específicas de aquel contexto. Pero el concepto de otredad ya se encontraba en las bases de la cosmovisión de un occidente que laboriosamente había inventado una tradición que comenzaba con los antiguos griegos, seguía con los romanos y la cristiandad europea, y culminaba con la revolución industrial. A lo largo del proceso, esa tradición provocaba visiones acerca de sus límites en expansión.[1]

Los viajes produjeron un ensanchamiento de los horizontes cognoscitivos, imaginativos y sociales de Occidente que llegó a definirse como una entidad en oposición a las realidades ajenas, distantes en el espacio y el tiempo. Los relatos de viajes instalan el problema del Otro a nivel discursivo configurando una forma primitiva de antropología. La idea del viaje aparece en las fuentes escritas de la antigüedad. Pensemos en Homero, pero también en Tácito, Pausanías y Herodoto, entre otros. Esa literatura puebla el recorrido del viajero de criaturas y pueblos extraños que deben ser vencidos en su periplo agonístico. Llegado a un punto de su trayecto, el héroe comienza a sentir nostalgia por la patria lejana y emprende el regreso anhelando encontrarse con los suyos. Sin embargo, al arribar al lugar de origen, percibe que ya nada es igual: él ha sufrido un cambio radical como resultado de la experiencia fugaz de lo ajeno. El arquetipo parece repetirse en la era de las cruzadas, cuando el viajero, guiado en su peregrinaje por una representación cartográfica del cosmos, prevé más allá de sus fronteras un territorio onírico de monstruos, musas y tesoros, cuya existencia asume como real.

Estos traslados, además de inscribirse en un espacio real o imaginario, corresponden a formas singulares de entender el tiempo y las posibilidades de desplazarse en él. Hasta los comienzos de la era cristiana, los griegos, inspirados en una concepción cíclica del tiempo, asentaron en sus viajes una “historia” del presente. En los tiempos de la cristiandad, más precisamente con Agustín, surge una concepción lineal y evolutiva, acompañada de una idea de “progresión” y “pasado” que se asemeja al sentido contemporáneo de la “historia”. No obstante, la antigua tradición de “historiadores del presente” seguirá su camino en la figura de los viajeros y misioneros que se dirigen hacia los confines más remotos del orbe, hacia una otredad vista como frontera del espacio y el tiempo propios. Aquí parece estar en juego la idea misma del orden cristiano universal, como medio y fin de una división imaginaria del mundo. Con él nace la idea de occidente como sujeto cuya falta se encuentra cifrada en un otro que construye como objeto para sí, como un opuesto definido por la carencia, sin el cual no puede existir. Esta mirada – que no estuvo exenta de ambigüedades y contradicciones, pues en una misma época se plantean diatribas y elogios de los pueblos descubiertos- revela el carácter fantasmático de ese otro-objeto que no sabe decirse por sí mismo en tanto que carece de lengua, escritura, moral, Estado, conciencia, arte, pasado y futuro.

 

El Nuevo Mundo y sus representaciones 

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La península ibérica fue representada a partir del siglo XV como la cabeza impulsora de la expansión cristiana en el mundo. El año de 1492 es un punto de inflexión clave que plantea el problema de la alteridad de manera sustancial. Los americanos del Nuevo Mundo descubierto se convertirán en una replica de los árabes vencidos en la Granada reconquistada[2]. Pero el descubrimiento de América introduce algo distinto en el plano de las representaciones del otro. A partir de él, dice Lévi-Strauss, el hombre empieza a plantearse el problema de sí mismo.[3] América, colocó “a la humanidad ante su primer gran caso de conciencia.” (p. 23). Desde las cartas de Colón hasta las crónicas de viaje de Jean de Lery, circulan infinidad de apreciaciones sobre los límites de la humanidad del indio. En la controversia de Valladolid de 1550 el defensor Las Casas no duda en mostrar a los indios como personas porque, como los europeos, tienen aldeas, villas, ciudades, casas, reyes y señores. [4]

Más tarde, varios pensadores idean sensibles visiones acerca de la diferencia cultural dirigiéndose críticamente a la modernidad europea. En un célebre párrafo de Montaigne es posible descifrar una teoría relativista en ciernes:

 

“[…] creo que nada hay de bárbaro ni de salvaje en esas naciones, según lo que se me ha referido; lo que ocurre es que cada cual llama barbarie a lo que es ajeno a sus costumbres. Como no tenemos otro punto de mira para distinguir la verdad y la razón que el ejemplo e idea de las opiniones y usos del país en que vivimos, a nuestro dictamen en él tienen su asiento la perfecta religión, el gobierno más cumplido, el más irreprochable uso de todas las cosas. Así son salvajes esos pueblos como los frutos a que aplicamos igual nombre por germinar y desarrollarse espontáneamente; en verdad creo yo que más bien debiéramos nombrar así a los que por medio de nuestro artificio hemos modificado y apartado del orden a que pertenecían; en los primeros se guardan vigorosas y vivas las propiedades y virtudes naturales, que son las verdaderas y útiles, las cuales hemos bastardeado en los segundos para acomodarlos al placer de nuestro gusto corrompido; y, sin embargo, el sabor mismo y la delicadeza se avienen con nuestro paladar, que encuentra excelentes, en comparación con los nuestros, diversos frutos de aquellas regiones, que se desarrollan sin cultivo. El arte no vence a la madre naturaleza, grande y poderosa. Tanto hemos recargado la belleza y riqueza de sus obras con nuestras invenciones, que la hemos ahogado; así es que por todas partes donde su belleza resplandece, la naturaleza deshora nuestras invenciones frívolas y vanas.” [5]

Párrafos como este, dedicados a los “caníbales” de Sudamérica, expresan una nueva sensibilidad que abre tempranamente el camino para un humanismo antropológico sustentado en el horizonte ficticio del estado de naturaleza perdida.

Pero no es hasta mediados del siglo XVIII que se generan las condiciones para la formación de un discurso objetivo del otro excluido de la razón, donde no solo será circunscrito el indio americano, sino también el  loco, el niño y la mujer, junto a otras figuras de la anormalidad. Es esta la época de plena interacción entre los viajeros -como La Condamine, Cook, Malaspina o La Perouse- conocedores de métodos de recolección de datos, especialmente enviados por los Estados absolutistas a explorar las colonias y los filósofos -como Voltaire, Rousseau, Montesquieu y Buffon-, quienes inspirados en las imágenes que les llegan de los americanos vuelven su mirada crítica sobre una Europa decadente. Aunque no se ha producido entonces una diferenciación de disciplinas, un proyecto antropológico propiamente científico, basado en los conceptos y la práctica de la observación, ya comienza a perfilarse en esta época. Tarde o temprano, la diferencia cultural será transformada en objeto.

El antropólogo Johannes Fabian identifica allí operaciones ideológicas de construcción del tiempo. La noción del viaje como ciencia, surgida a fines del siglo XVIII, conlleva entonces la idea de un “cierre” o “terminación” espacio/temporal de la historia humana. El “alocronismo” (alo, otro; cronos, tiempo) es la operación básica del conocimiento antropológico que, apoyada en una concepción lineal y evolutiva del tiempo, sitúa a las sociedades que estudia en un tiempo anterior. Así, evita la copresencia temporal del otro y naturaliza una distancia que tiene menor relación con el tiempo que con diferencias de poder y economías políticas del sentido.[6]

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La característica, y en gran medida el mayor atractivo de la literatura de viajes que antecede a la antropología, es su mezcla de la narración personal con la descripción minuciosa. Los relatos se caracterizan por una capacidad de “asombro” ante la diferencia. En la medida en que avanza la formalización de un discurso positivo de la realidad, se va perdiendo esa capacidad de “asombro”. La paulatina imposición de modelos naturalistas produce una racionalización a través de la comparación, clasificación, distanciamiento; “lo repetitivo y lo repetido”, escribe Esteban Krotz, se transforman en lo verdaderamente importante mientras que “lo único y lo incomparable” posee escaso valor cognitivo entrando más bien en el terreno de la anécdota curiosa. [7]

Especialmente a partir del siglo XIX, los viajes aumentan en número y tipo, lo que trae como consecuencia la difusión de innumerables relatos. Ese impulso al conocimiento obtenido por medio de los viajes se halla condicionado por los contextos cambiantes en que se produce y se recepciona. La revolución industrial dispara una nueva expansión colonial y oleadas migratorias en las direcciones más diversas y el viaje, hasta ese entonces una práctica reducida a un pequeño grupo de personas, se extiende a sectores más amplios de la sociedad. Prácticamente toda la antropología de ese siglo había estado basada en estos relatos, que generalmente no eran realizados por los mismos estudiosos. Viajar, escribe Krotz, “no constituía un elemento existencial o biográficamente relevante, ni era la base fundamental para su trabajo. Su materia prima era, en cambio, lo que viajeros traían y habían traído y/o enviado de otras partes del mundo” (p. 39). No es hasta el siglo XX que se institucionaliza el “trabajo de campo” como herramienta metodológica. Se puede decir que con él emerge la antropología como disciplina científica.

 

La ciencia de la observación y el arte del viaje

En el proceso de racionalización que representó la modernidad industrial se fueron perdiendo las características esenciales del viaje como forma de conocimiento que compromete la existencia y la revoluciona. Jorge Carvalho sugiere acertadamente que el viaje es a la vez interno y externo. En su faceta interna conlleva una dimensión verdaderamente crítica pues desestabiliza las propias categorías y compromete la integridad corporal. En su aspecto externo implica la descripción minuciosa y detallada donde los rastros de la subjetividad son omitidos. Esta distinción se traduce en la aparición de géneros narrativos diferentes y modalidades contrarias de concebir el viaje. Carvalho contrasta a Bronislaw Malinowski, padre de la antropología, con Madame Blavatzky, pionera de la teosofía y las enseñanzas esotéricas. Ambos personajes entienden al viaje como práctica de conocimiento del otro que encierra una fascinación por lo premoderno; que abre un conjunto de experiencias desconocidas que solo pueden vivirse a partir de un extrañamiento con los valores de la propia cultura. Pero mientras Blavatzky utilizaba al viaje como instrumento de autoconocimiento, Malinowski  se niega “a considerar sus años de trabajo de campo como un camino en busca de sí mismo”.[8] Cabe destacar sin embargo que Malinowski oculta esa tormentosa y angustiante parte de su experiencia en sus diarios personales, saliendo a la luz mucho tiempo después de su muerte. Los dos Malinowskis, el de la etnografía y el de los Diarios de campo, manifiestan una división impuesta en la época sobre el campo del análisis social, que no podía ser abordado en términos de arte si lo era en términos de ciencia. Esa diferencia de mirada está presente también en el modo como Malinowski y su amigo fotógrafo Stanislaw Witkiewicz se retratan en sendas fotografías. Mientras el primero elige el discurso visual como soporte realista, el segundo se deja influir por el discurso surrealista.[9]

La separación entre la experiencia del viaje y la escritura etnográfica se profundiza a lo largo del siglo XX y equivale al apartamiento entre el discurso del arte y el de la ciencia. Esa separación genera una falsa distinción entre vías racionales e irracionales de transmisión de la experiencia, más aún, de modos de acceso a la realidad. Como escribe Mary Louise Pratt, la etnografía se definió por su rechazo al lado narrativo de su ascendencia formadora, viendo en él una amenaza para sus límites disciplinarios.[10] En los nuevos trabajos se ha ido perdiendo el balance entre la narrativa personal y descripción detallada e impersonal propia de los relatos de viaje. Si bien esa combinación es buscada por determinado tipo de producción etnográfica

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vigente, no es su característica general. En la actualidad, una buena cantidad de trabajos etnográficos, como reacción a una idea de positivismo banal que, piensan, dominó la disciplina por mucho tiempo, optan por afincarse en un subjetivismo exagerado donde la experiencia personal lo ocupa todo y la reconstrucción del contexto, incluso el biográfico, -que en buena medida permitiría encontrar sentido para esas sensaciones vividas- es prácticamente nula.

Al separarse la antropología de la tradición del relato de viaje en el siglo XX adopta un tono distanciado que intenta retener como característica de un discurso propiamente científico que la define. Así, enterrará sus orígenes humanísticos bajo un lenguaje rígido y desapasionado que cree verse seguro detrás de una fachada naturalista. Este es un momento crucial para comprender la ruptura entre dos formas narrativas que hasta entonces convivían, ajenas a una serie de polaridades todavía predominantes, pese a algunos intentos por retomar la escurridiza metáfora del viaje.

 

El último viajero filósofo

Nadie dudaría en ubicar a Claude Lévi-Strauss en una tradición antropológica con ambiciones científicas. De hecho, su contribución probablemente represente la última escuela teórica propiamente dicha de la antropología. Más allá de lo que pueda objetarse de sus construcciones teóricas, es claro que representó un intento formalizador del conocimiento pocas veces visto en la historia del conocimiento. Sin embargo, su concepción de la antropología no excluye una fuente humanística que hunde sus raíces en la modernidad europea, más precisamente en la tradición de viajeros y filósofos del siglo XVIII.

La única obra en la que Lévi-Strauss refiere extensiva e intensivamente a su experiencia de campo en Brasil es Tristes Trópicos, donde recupera las huellas de su viaje biográfico a la etnografía.[11] Sus definiciones de la etnografía, el mapa de su camino personal, sus angustias, se ven inevitablemente drenadas por elementos del  contexto de la preguerra, de la ocupación alemana, de las sucesivas huidas... Debe entonces tomar la distancia necesaria:

“De una manera inesperada, entre la vida y yo, el tiempo ha tendido su istmo; fueron necesarios veinte años de olvido para encontrarme frente a una experiencia antigua cuyo sentido me había sido negado y su intimidad arrebatada por una persecución tan larga como la Tierra.” (p. 32).

Tristes Trópicos es una obra difícil de clasificar en la obra general del autor. Como sugiere agudamente Clifford Geertz, no se trata de un ejemplo de antropología estructuralista y resiste a ser localizada en una lista biobibliográfica. Más bien representa varios textos diferentes, colocados en relación metonímica: es relato de viaje, es la obra etnográfica, es texto filosófico, es panfleto reformista basado en un radicalismo estético, es texto literario simbolista. Por su organización circular, agrega Geertz, Tristes Trópicos tiene la apariencia de un mito, en el que la sucesión de capítulos no responde a un orden lineal sino que concatena textos, lugares, imágenes que se mantienen independientes. La obra adopta como propiedades, la concurrencia y la interferencia textual, la multiplicidad y la combinatoria propia del “pensamiento concreto” primitivo[12]. Por su parte, Susan Sontag, subraya el contraste de Tristes Trópicos con el resto de las obras del autor, cuya marca es el distanciamiento y el cause de las emociones purgadas en la severidad de la teoría. Tristes trópicos, escribe, es una obra intensamente personal, tanto como los Ensayos de Montaigne o La Interpretación de los Sueños de Freud, pues en ella Lévi-Strauss parte de una experiencia personal para elaborar una concepción de la situación humana y una estética del conocimiento. [13]

La problemática del tiempo, gravita de manera ubicua en toda la obra del autor, especialmente en Tristes Trópicos donde, si bien la idea del traslado en el espacio ya se refleja en el título, la dimensión temporal es el eje fundamental de la obra. O, en todo caso, tiempo y espacio confirman una sola dimensión unificada, haciendo vivir al lector el desplazamiento en el

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espacio como un viaje en el tiempo. El libro abre con un significativo epígrafe de Lucrecio que da a entender que unos seres se extinguen para hacer lugar a otros. [14] La antropología viene a conceder un paliativo para ese pesimismo lucreciano reduciendo la “ansiedad histórica” que produce la inminente desaparición de las sociedades primitivas. Dice Sontag que para Lévi-Strauss, “el demonio es la historia no el cuerpo ni los apetitos. El pasado, con sus estructuras misteriosamente armoniosas, se quiebra y desmorona ante nuestros ojos. De ahí que los trópicos sean tristes” (p. 93). El autor se niega a diferenciar entre sociedades primitivas e históricas. Las primeras tienen su historia aunque nos sea desconocida, y agrega atacando a Sartre, que la carencia de una “conciencia histórica” no es  un modo privilegiado de conciencia. Estas sociedades calientes están dominadas por el demonio del progreso histórico. La utopía sería entonces el descenso de la temperatura histórica, en la medida que haría posible la liberación humana de la dependencia del progreso y su consecuencia directa, la explotación del hombre por el hombre. Lévi-Strauss rechaza la modalidad de la historia como temporalidad lineal, propia del pensamiento moderno, aunque no niega la existencia y ubicuidad del tiempo. En su obra, la problemática del tiempo es mucho más amplia que la de la historia, que generalmente es definida como “conciencia histórica”. Precisamente esta acepción de la historia, según Lévi-Strauss no encaja en el Nuevo Mundo; un mundo al margen de las agitaciones de la historia. Se lamenta entonces que la suerte de América como la del Edén, se derrita ante sus ojos “como nieve al sol”:

“Reducida a una preciosa ínsula, a la par que desde hoy solo pueden entrar allí los privilegiados, se ha transformado en su naturaleza, que de eterna se convirtió en histórica, de metafísica en social. El paraíso de los hombres tal como Colón lo había entrevisto se prolongaba y se abismaba a la vez en la dulzura de vivir, reservada a los ricos.” (p. 60)

La diferencia radical entre América y el viejo continente está inscripta en el tiempo. Por un lado, Lévi-Strauss adopta la concepción del tiempo nativa, viéndose reflejado en ella: recurre a Rousseau o Montaigne como un nativo recurriría a un mito de la Creación. Por otra parte, se sumerge en una temporalidad dinámica, inasible, asociativa, en tanto elemento de la unidad psíquica universal que él comparte con los Bororo. El tiempo aparece bellamente reflejado en agonías como la que revela la “ilusión de lo que ya no existe y que debería existir aún para que pudiéramos escapar a la agobiadora evidencia de que han sido jugados 20.000 años de historia” (p. 26). En otros párrafos Lévi-Strauss se abisma en una angustia temporal que mira al porvenir: “De aquí a unos cien años, en este mismo lugar, otro viajero tan desesperado como yo llorará la desaparición de lo que yo hubiera podido ver y no he visto. Víctima de una doble invalidez, todo lo que percibo me hiere, y me reprocho sin cesar por no haber sabido mirar lo suficiente.” (p. 31).

En muchos momentos Lévi-Strauss indica en sus páginas que los  etnógrafos de hoy son los viajeros de ayer y da a entender que su relato de viaje es el compendio de todos los viajes anteriores. Dice que insidiosamente la ilusión le tiende trampas, y para reconstruir cabalmente el exotismo a partir de partículas y residuos desea “haber vivido en el tiempo de los verdaderos viajes, cuando un espectáculo aún no malgastado, contaminado y maldito se ofrecía en todo su esplendor” (p. 31).

Su narrativa hunde raíces en la tradición de los viajeros europeos, especialmente franceses, que llegan a América entre los siglos XVII y XX, de quienes el autor se reconoce heredero. En ese sentido dialoga permanente con un pasado mítico de la modernidad y con el nacimiento mismo de la antropología como preocupación filosófica y humanística. Este viajero filósofo del siglo XX,  evoca a sus antepasados Jean de Lery, Jean Cousin, Thevet, Bourgainville, conversa con sus ancestros humanistas, Montesquieu, Rousseau, Voltaire, Diderot. Finalmente lamenta el parcelamiento y la especialización contemporáneos del conocimiento; su propia obra se transforma en una apoteosis de la totalización que, aunque reniega de la fenomenología, es capaz de sumergirse en un mar de sensaciones corporales y afectivas y explorar un universo inagotable de percepciones ligadas a la experiencia irrepetible del viaje, remitiendo a la experiencia del cuerpo cuyas huellas han quedado fragmentadas. Esa infinita gama de tonalidades, de sabores, de imágenes, de aromas, de ritmos invaden la textura de un relato único que se filtra y refina para configurar una estética singular del conocimiento

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antropológico que resuena lejanamente como un eco del porvenir. He allí el legado que nos queda para construir una ilusión.

REFERENCIAS

[1] Trouillot, Michel 1991 “Anthropology and the Savage Slot. The Poetics and Politics of Otherness”. Recapturing Anthropology. R. Fox (de.). Santa Fe: School of American Research Press. pp.: 17-44.[2] El problema del otro aparece planteado a nivel filosófico en la obra de Emanuel Levinas. Según este autor, el otro me apela y por eso existo. O en otros términos, existe otro que me antecede. Este argumento es también desarrollado especialmente por el psicoanálisis. Para la discusión del caso americano ver Todorov, Tzvetan 1987 La Conquista de América. La cuestión del otro. México: Siglo XXI.[3] Lévi-Strauss, Claude 2004 “Las tres fuentes de la reflexión etnológica” en Constructores de otredad. Una introducción a la Antropología Social y Cultural, Boivin, M., Rosato, A. y Arribas, V. Buenos Aires: Antropofagia, p. 23.[4] Laplantine, François 1993 Aprender Antropología. Sào Pablo: Editorial Brasilense.[5] Montaigne, Miguel de 1962 Ensayos. Buenos Aires: Aguilar, Vol. 1, p. 217.[6] Fabian, Johannes 1983 Time and the Other. How Anthropology Makes its Object. New York: Columbia University Press.[7] Krotz, Esteban 1988 “Viajeros y antropólogos: aspectos históricos y epistemológicos de la producción  de conocimientos”. Nueva Antropología 9 (33): 17-52 .[8] Carvalho, José Jorge de 1993 Antropología: saber académico y experiencia iniciática. Antropológicas-Nueva época 5: 75-86 (p. 81).[9] Arnd Schneider, A. y C. Wright (ed.) 2006 Contemporary Art and Anthropology. Oxford: Berg.[10] Pratt, Mary Louise 1997 Ojos Imperiales. Literatura de viajes y transculturación.  Buenos Aires: Universidad Nacional de Quilmes.[11] Lévi-Strauss, Claude 1970  Tristes Trópicos. Buenos Aires: Eudeba.[12] Geertz, Clifford 1997 El antropólogo como autor. Barcelona: Paidós. [13] Sontag, Susan 1969 “El antropólogo como héroe”. Contra la Interpretación. Barcelona: Ed. Seix Barral. [14] “Nec minus ergo ante haec quam tu cecidere, cadentque” (De rerum natura). “No menos que tu, estas generaciones han

muerto antes y continuarán muriendo”.

 

Guillermo Wilde es doctor en Antropología Social por la Universidad de Buenos Aires. Realiza investigaciones sobre etnohistoria guaraní, misiones jesuíticas, liderazgos indígenas y aspectos de antropología simbólica y política. Editó tres libros de ensayos sobre antropología contemporánea por editorial SB. Fue becario doctoral y postdoctoral de diversas instituciones en Argentina (CONICET, UBA, Fundación Antorchas) y el exterior (AECI, DAAD, British Council y John Carter Brown Library). Fue becario post-doctoral de la Wenner Gren Foundation for Antrhopological Research (Estados Unidos) y del Programa de Posgrado en Antropología Social del Museo Nacional (Universidad Federal de Río de Janeiro). Actualmente se desempeña como investigador del CONICET. E- mail: [email protected]